Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Corazon en Penumbra - Jana Westwood

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 155

Contenido

Título
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Epílogo
Querid@ lector
Retando al destino. Capítulo 1
Corazón en penumbra
Jana Westwood
© Jana Westwood
Portada: Jana Westwood
1ªEdición: noviembre 2018

Todos los derechos reservados. Queda prohibida, bajo la sanción establecida por las leyes, la reproducción
total o parcial de la obra sin la autorización escrita de los titulares del copyright.
Capítulo 1
1883, Nueva York.

Anelise vio los gestos que le hacía su padre para que fuese a sentarse a su
lado, pero disimuló fingiendo mirar el cuadro que presidía la estancia y que
mostraba un retrato de su madre. Detestaba aquellos momentos en los que la
exhibían como si fuese un mono de feria. No le gustaba ser el centro de
atención, que hablasen de su timidez o que su madre hablase de su infancia
criticándola por ser más proclive a los juegos de los niños que al sereno
entretenimiento que se consideraba adecuado en una niña.
Anelise Vandermer era la hija pequeña de los Vandermer de Nueva York.
Una encumbrada familia cuyos orígenes se remontaban a cuando Nueva York
era Nueva Ámsterdam, como su padre se había preocupado de relatar a sus
tres hijos en numerosas ocasiones.
Selig Vandermer era un hombre afable y risueño que disfrutaba viendo
felices a los suyos. A diferencia de su esposa, Hana, para la que la alegría y la
felicidad eran conceptos abstractos de dudosa utilidad.
Selig era un eminente empresario del sector naviero, poseía una ingente
cantidad de barcos comerciales, pero su auténtica pasión era la cría de
caballos. Los más famosos ejemplares de potros de carreras del estado
provenían de sus establos.
Anelise miraba a su padre, que hablaba con Mrs. Campbell, y a
continuación observó a su madre, que tenía aquella dura expresión que ponía
cada vez que su esposo flirteaba con otra dama. Aunque por aquel entonces
Anelise no sabía lo que pasaba entre ellos, era plenamente consciente de que a
su madre no le gustaban las atenciones que tenía su padre con otras mujeres.
—Colin ha terminado este año la universidad y se va a hacer cargo de
algunos de los negocios de su padre —dijo Hana atrayendo la atención de la
señora Campbell.
Anelise miró a su hermano, que estaba de pie junto a la ventana, tratando
de disimular su aburrimiento mientras contemplaba las tareas de Lewis, el
jardinero. Colin era el hermano mayor de Anelise, un joven muy atractivo y
serio que había heredado el carácter austero y decidido de su madre. John, en
cambio, era más parecido a su padre y compartía con él, además de un
carácter afable, su amor por los caballos.
Anelise aún recordaba muchas veces cómo de niña siempre le permitieron
unirse a sus juegos como una más. Y también recordaba muy bien la última vez
que eso fue posible. Se habían escondido de su institutriz, que los buscaba
afanosamente para comenzar sus clases de alemán. Entre los tres estuvieron
mareándola durante tanto rato que acabó agotada. Lo peor fue que su cansancio
disminuyó también sus reflejos y acabó sentada sobre un charco de barro que
echó a perder su vestido. Cuando Hana se enteró de lo sucedido sacó la vara
de castigo y los golpeó en las piernas, ensañándose especialmente con
Anelise.
Después de ese suceso le prohibieron terminantemente volver a jugar con
sus hermanos y comenzó una nueva etapa en la vida de Anelise. Una triste y
agotadora etapa.
Empezaron a cultivar en ella las virtudes que se espera que posea una
dama, aunque Anelise se sentía más como un reo en su cámara de tortura. No
solo ya no podía jugar como solía hacer y volver a casa empapada después de
haber estado navegando en el estanque, además estaba el horrible corsé. Se
estremeció al pensar en él y se colocó lo más recta que pudo temiendo que su
madre la viese encorvarse en la silla.
Lo que ella llamaba corsé era un artilugio que su madre había ideado
expresamente para ella. Consistía en una barra de acero que bajaba por la
columna y que tenía unas correas que se ataban a su cintura, a los hombros y a
la cabeza, rodeando su frente. Una vez bien colocado la obligaba a pasear,
leer en voz alta, incluso comer. Una auténtica tortura.
Aun siendo algo tan horrible habría aceptado con gusto la incomodidad si
la hubiese dejado jugar con sus hermanos, en lugar de hacerle pasar tediosas
tardes aprendiendo cómo se sirve el té o cómo se realiza un bordado.
—¿Este año piensan ir a París? —preguntaba en ese momento la señora
Campbell.
Anelise sonrió, el mero sonido de aquel nombre tenía la virtud de
alegrarla.
—Por supuesto —dijo Hana y después empezó una larga explicación de la
remodelación de las habitaciones que la familia Vandermer tenía en su hotel de
la capital francesa.
Anelise dejó de escucharla y su mente viajó hasta aquella maravillosa
ciudad en la que se sentía tan feliz. Le gustaba París por encima de cualquier
otro lugar del mundo. Era una ciudad luminosa y pasear por sus calles, ver a
los pintores junto al Sena, escuchar la música que salía por las ventanas
abiertas… todo eso la hacía sentir que estaba en otro mundo. No le gustaba
mucho navegar en el yate de sus padres, sobre todo cuando había mala mar,
pero valía la pena si con ello podía visitar lejanos lugares como Egipto, Argel
y, sobre todo, París.
Anelise hablaba inglés, alemán y francés a la perfección. Lo había
estudiado desde niña y para ello tuvo dos institutrices, una alemana y otra
francesa, con las que aprendió ambas lenguas. Su madre había sido muy
estricta con su educación. Tanto ella como sus hermanos habían recibido
clases del señor Eaves en casa de la señora Woollcott. En eso su madre nunca
hizo distinciones, quería que su hija fuese una joven culta y sofisticada, que
pudiese mantener una conversación inteligente e interesante en cualquier
reunión social.
El señor Eaves les daba clases de historia y literatura, pero también de
inglés, latín, matemáticas y ciencias. Además, las institutrices se encargaban
de adiestrarla en lo relativo a la música y la obligaban a hacer ejercicio, para
lo que se desplazaban cada tarde hasta Central Park.
A sus dieciséis años seguía teniendo institutriz, pero ahora era una inglesa
y se llamaba Jane. Era una joven serena y de buenos sentimientos con la que
había establecido una relación de verdadera amistad. Jane tenía la misión de
prepararla para cualquier clase de reunión social. La madre de Anelise decía
que debía ser digna de asistir a una cena en el palacio de la reina Victoria.
Anelise sonreía con ironía por los delirios de su madre. Estaba claro que
nunca iba a darse esa situación.

La nueva casa de los Vandermer, en Long Island, estaba terminada. Los


meses de espera para poder trasladarse, los planes y los quebraderos de
cabeza habían concluido por fin. A Anelise le parecía demasiado
rimbombante, pero no podía negar que su habitación era más espaciosa que la
que tenía en su anterior casa, aunque, en cuanto a decoración y estilo, le
pareciese excesiva.
Las prisas de su madre por instalarse tenían como motivación principal el
baile de disfraces que organizaba cada año y para el que faltaba menos de un
mes. Este año el baile sería doblemente especial, ya que sería la primera vez
que asistiría Anelise. Sería su baile blanco. Las costumbres se habían
suavizado un poco y ya no era necesario que el baile fuese exclusivamente
dedicado a jóvenes virginales que hacían así acto de presencia ante la
sociedad del momento. Ahora podía incluirse esta ceremonia en el contexto de
cualquier baile que se considerara propicio. La única condición era que la
joven debía vestir de blanco y que solo bailaría con jóvenes casaderos y sin
compromiso.
Lo que más le gustó a Anelise de la casa fueron el jardín y las
caballerizas. Esto último quizá venía motivado por la enorme satisfacción en
el rostro de su padre.
—Pero ¿tú has visto, hija? ¿No es maravilloso? —Selig recorría de punta
a punta los establos señalando el hueco destinado a cada caballo—. Este es el
sitio de Rayo. Estoy deseando tenerlo aquí. Te vas a quedar sin palabras
cuando lo veas.

Rayo era, sin duda, el animal más hermoso de las caballerizas, pensó
Anelise cuando lo vio por primera vez. Sería un magnífico caballo de carreras
e iba hacer ganar mucho dinero a su padre. Aunque también era uno de sus
negocios, la hípica era la auténtica pasión de Selig Vandermer.
Anelise trató de contener la sonrisa que le provocaba la felicidad de su
padre, mientras le servía el té al hijo de Terrence Bourne, que había sido el
encargado de llevar a Rayo hasta su nuevo propietario.
Crofton Bourne era un joven atractivo y viril. Se percibía en él esa pátina
de dureza que imprime la vida rural. Sin embargo, su expresión era amable y
sus ojos negros tenían un brillo casi divertido, lo que contrastaba con el resto
de su aspecto: músculos fuertes, manos ásperas y pelo enmarañado. No se
había desprendido de su sombrero de cowboy y jugaba con él mientras
escuchaba a Selig.
—Ha comprado usted el mejor caballo de mi padre —dijo respondiendo a
las sinceras alabanzas del empresario naviero—. Me sorprende su poder de
convicción a la hora de negociar. Me consta que no era una cuestión de dinero.
—Sí, sé que a tu padre no le gustaba la idea de deshacerse de él —dijo
Selig cogiendo la taza que le ofrecía su hija—. Hasta que no me estrechó la
mano, no las tenía todas conmigo.
—Rayo no podría desarrollar todo su potencial en el rancho y usted fue
muy convincente.
—Aquí donde le veis —dijo Selig mirando a sus hijos varones—, Crofton
es un experto domador de caballos. Muchacho, me dejaste impresionado con
la demostración que hiciste para mí el día que pasé con tu familia.
—Es mi trabajo —respondió el invitado quitándole importancia—, llevo
haciéndolo desde hace años.
—Tu fama con la doma te precede —dijo Selig mirándolo con evidente
admiración—. Aunque tu padre me dijo que quieres dejar la vida del rancho.
Crofton dejó la taza en la mesilla con mucho cuidado. A Anelise le
sorprendió la delicadeza de sus movimientos.
—Ese es el sueño de mi padre, no el mío —dijo.
—¿Y cuál es tu sueño, si puede saberse? —preguntó Selig.
—Quiero conocer mundo. He trabajado mucho y muy duro durante años,
desde que era un crío en realidad, con la condición de que al cumplir los
veinticinco me dejarían marchar durante dos años. Me gustaría saber cómo
viven en otros lugares del planeta.
—Pero a los veinticinco años un hombre aún es muy joven —adujo Hana
interviniendo en la conversación por primera vez—. Ya tendrá tiempo de
viajar cuando se haya labrado su futuro.
Crofton la miró como si no comprendiese de lo que hablaba.
—Me temo que el futuro no existe, señora Vandermer. Lo único que
poseemos es el presente, y lo que hagamos con él definirá si nuestra vida ha
merecido la pena. He pasado todos estos años sirviendo al rancho como
cualquiera de los hombres de mi padre. He sido un buen hijo y un buen
trabajador. Mis padres saben el enorme respeto y afecto que les profeso. Me
he ganado dos años de libertad.
—Espero que no tenga que arrepentirse —dijo Hana muy seria—. Los
hijos deben honrar a sus padres y aceptar lo que dispongan para ellos.
—Querida… —trató de hacerla callar su esposo.
—Lo siento si le he molestado —dijo Hana con una expresión que distaba
mucho del arrepentimiento—. Pero tengo edad para ser su madre, de hecho mi
Colin tiene su edad, y creo que eso me dota de una experiencia impagable, que
usted en su juventud debería saber valorar.
—A mí parece una idea maravillosa.
Anelise lo dijo sin pensar, mientras lo miraba embelesada. Al escucharlo
hablar había sentido una punzada en el pecho y su cerebro sufrió una
conmoción. Fue como una revelación, como si su propia conciencia estuviese
hablándole a través de sus labios.
Crofton se mostró gratamente sorprendido y todos los prejuicios con los
que la había mirado desaparecieron de un plumazo.
—Deberías mantenerte callada, hija mía —dijo su madre con tono helado
—, es el mejor modo de que no se descubra tu absoluta incompetencia en
temas tan serios. Tú limítate a sentarte derecha y a servir el té.
Anelise empalideció y la taza que sostenía tembló en sus manos a punto de
caer.
—Debe disculpar a mi hija, señor Bourne —siguió Hana sonriendo ladina
—, acaba de dejar a sus muñecas, como quien dice, y aún cree en las hadas.
Anelise estaba acostumbrada a las humillaciones de su madre y,
normalmente, no le provocaban el más mínimo efecto, pero por alguna razón
que no alcanzaba a entender en esa ocasión le causaron un profundo daño.
No pudo volver a mirar a Crofton y se mantuvo en silencio el resto de la
reunión, escuchando apenas lo que decían y conteniendo unos irrefrenables
deseos de salir de allí corriendo.
—Anelise, ¿no me has oído? Anelise, hija…
La joven dio un respingo y miró a su padre, confusa.
—¿Qué, padre?
—Que si serías tan amable de llevar a Crofton a ver las caballerizas.
Quiero que vea que Rayo va a estar muy bien atendido aquí.
La joven miró al sofá en el que se había sentado su madre y se dio cuenta
de que estaba vacío. En algún momento de la conversación Hana había
abandonado el salón y ella ni se había percatado. Miró a Crofton, que tenía
una expresión amigable.
—Me encantaría verlas —dijo animándola.
Anelise dejó la taza en la mesita y se puso de pie.
—Acompáñeme —pidió y después hizo un gesto de respetuosa despedida
a su padre para dirigirse a la puerta.
—Crofton, ¿cuántos días piensas quedarte en Nueva York?
—Voy a estar un mes aquí. Me alojo en casa del coronel Anderson.
—He oído que tiene una magnífica ramada de caballos —asintió
Vandermer.
—Sí —afirmó el joven—. Hace años que le conocemos. Al parecer está
teniendo serios problemas con una de sus últimas adquisiciones. El caballo
actúa de un modo extraño y es muy violento. Creo que un mes será demasiado,
pero prefiero hacer las cosas con calma.
—Entonces espero verte a menudo por aquí, muchacho —dijo Selig
Vandermer estrechándole la mano.
A Anelise le pareció percibir cierto mensaje oculto en sus palabras y, al
cruzarse con la mirada de su padre, la sospecha se convirtió en certeza.
—A final de mes daremos nuestra fiesta anual de disfraces —anunció
Selig sonriente—. Considérate invitado.
—¿Una fiesta de disfraces? —El desconcierto que mostraba el rostro del
vaquero amplió la sonrisa en el de su anfitrión.
—Puedes venir disfrazado de lo que quieras. Seguro que Anelise puede
ayudarte con eso. —Selig guiñó un ojo a su hija, que sintió cómo el calor teñía
de rojo sus mejillas.
Salieron de la casa en silencio. Anelise temía que su madre apareciese
frente a ellos como por obra de encantamiento y que alguna de sus hirientes
apreciaciones sobre su persona hiciese que Crofton se alejase de allí como
alma que lleva el diablo.
—¿Tiene ya pensado cuál será el inicio de su viaje? —preguntó la joven
una vez se alejaron de la casa.
—China —respondió tan rápido que parecía estar esperando la pregunta
—. Después decidiré sobre la marcha.
Se detuvo al ver la expresión emocionada de Anelise.
—He soñado con ir a China desde que era una niña —explicó—. Pero no
es un destino que agrade a mi madre, así que no creo que tenga nunca la suerte
de visitarlo.
—Quizá pueda hacerlo sola.
—Espero que las mujeres podrán hacer lo que deseen algún día, pero no
creo que yo vaya a verlo.
—Entonces debe buscar un marido que tenga los mismos deseos que usted
—dijo Crofton sonriendo enigmático—. Perdóneme, si mi madre estuviese
aquí es lo que habría dicho.
Anelise sonrió ya más relajada.
—Pues su madre no se parece en nada a la mía —dijo adelantándose para
entrar en las caballerizas—. ¡Y no sabe la suerte que tiene!
A Crofton Bourne le pareció que las cuadras del señor Vandermer eran las
mejores que había visto nunca. Y así se lo dijo a Anelise, que se irguió
orgullosa.
—Teniendo en cuenta que no me gusta que los caballos estén encerrados
—remató el vaquero.
Anelise frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir?
—Los caballos deben estar lo más libres posible. Quiero decir, un cercado
es necesario, claro, pero nada más. ¿A usted le gustaría estar encerrada,
señorita Vandermer?
—Puede llamarme Anelise —dijo ya sin timidez mientras acariciaba al
imponente animal como si de uno de sus cachorros se tratara—. Y de algún
modo así es como vivo. Podría decirse que mi cuadra es más lujosa y amplia,
pero sigo estando tan encerrada como Rayo y a mí nunca me dejarán galopar.
—Todos vivimos un poco encerrados —dijo pensativo mientras la
observaba con atención—. No creo que Rayo permitiera que nadie lo
acariciase como usted sin rebelarse. ¿Monta, señorita Anelise?
Ella negó con la cabeza y cogió uno de los cepillos que utilizaban los
mozos de las cuadras. Empezó a pasarlo por el lomo del caballo con firmeza y
suavidad al mismo tiempo.
—Mi madre no me lo permite. Dice que una dama no debe montar a
caballo.
—Pues es una pena, porque está claro que tiene una fuerte conexión con
ellos.
Anelise sonrió y lo miró agradecida.
—Algún día, quizá —dijo con ironía—. Sus padres deben ser muy
especiales para aceptar ese extraordinario trato.
—Lo son —reconoció—. Aunque mi padre es muy testarudo y no siempre
estamos de acuerdo en todo.
—¿En qué no están de acuerdo? —preguntó con curiosidad sin dejar de
cepillar al animal.
—Es de los que piensan que la tierra debe permanecer inamovible. No
soporta a los granjeros y ninguno consigue permanecer mucho tiempo cerca de
nuestras tierras.
—Ya —asintió Anelise dejando lo que estaba haciendo para dedicarle
toda su atención—. He oído hablar de los problemas entre granjeros y
ganaderos. Pero ¿la tierra no es lo suficientemente grande como para que
quepan todos?
—De algún modo cree que Dios tiene planes para él y esos planes
consisten en que cuide de que todo siga como Él lo dejó.
—¿Y usted qué opina? —preguntó mirándolo a los ojos.
—Creo que el mundo cambiará, lo quiera mi padre o no. Y también creo
que lo importante son las personas. Me gustaría que hubiese un modo de que
todos pudiésemos convivir.
—Yo espero que el mundo cambie, porque solo así cambiarán las personas
—dijo escueta.
Crofton entendía lo que no decía en voz alta. Una tarde tomando el té con
la señora Vandermer había sido más que suficiente para saber el tipo de
persona que era.
Anelise apartó la mirada mientras su corazón se estremecía de un modo
desconocido para ella. Nunca había sentido nada parecido. No solo era su
apariencia física, aunque en efecto le resultase extremadamente atractivo, en
especial su porte serio y pensativo y sus ojos negros como la noche, pero con
una mirada tierna llena de promesas. Pero es que, además, su personalidad
impregnada de matices la subyugaba empujándola a querer saber más y más de
todo lo que pensaba y deseaba. Cuando escuchó de nuevo su voz las piernas le
temblaron.
—Me gustaría volver a verla.
Una tímida sonrisa se dibujó lentamente en los labios de Anelise.
Capítulo 2

—Qué poco atractiva me parece la vida en el campo —dijo Hana, al hilo de la


conversación de su marido sobre la familia de Terrence Bourne, durante la
cena.
—¿Te lo parece? —Selig utilizó su fina ironía—. Yo opino que sería muy
feliz viviendo en un rancho. Mis caballos…
—Ya salió el tema —protestó Hana—. Siempre acabamos hablando de tus
caballos.
—Estamos hablando de la vida en el campo, querida.
—¿Qué sabe de esa familia, padre? —Anelise interrumpió la discusión
ante la indiferencia de sus dos hermanos, que observaban la escena como si no
fuese con ellos.
—Pues Terrence Bourne está casado con una preciosa mujer…
—Una Comanche —lo interrumpió Hana—. Una sucia india.
—No hables así —pidió su esposo—. Es una mujer bella y educada
para…
—Claro, cómo no ibas a fijarte…
—Me invitaron a comer en su rancho, pasé una velada con ellos, ¿cómo no
iba a fijarme, mujer? Siempre tienes que sacar las cosas de quicio.
—Por mucho que la hayan educado como a una mujer de bien, en sus venas
hay sangre Comanche, que es lo mismo que decir que es una salvaje.
Anelise miraba a su padre esperando que lo negara, pero Selig no parecía
dispuesto a decir nada más.
—¿Es cierto, padre? ¿La madre de Crofton Bourne es una… una india?
Vandermer miró a su hija con pesar y después de pensarlo un momento
dejó los cubiertos en la mesa con expresión severa.
—La señora Bourne fue rescatada por una buena familia americana y la
criaron como hija suya. Tiene la educación y la cultura que se esperaría de
alguien de su categoría y en nada es perceptible el origen de sus padres. No es
de buen cristiano…
—Una salvaje —lo cortó su mujer—, descendiente de animales que
arrancaban las cabelleras de sus víctimas y que no dudaban en matar a
familias inocentes…
—¿Inocentes? —Su marido la miraba ahora muy serio y visiblemente
enfadado. Necesitó de un gran autocontrol para contener todo lo que hubiese
deseado decirle. No quería que sus hijos presenciasen otra discusión, así que
optó por callarse.
Anelise bajó la mirada a su plato, decepcionada. La conversación era
imposible. Como casi todos los días, los comentarios agrios de su madre hacia
su padre hacían del todo imposible mantener un diálogo fluido y agradable.
Pero aquel día, sin saber por qué, le resultaron más desagradables de lo
normal. No quería que criticasen a la madre de Crofton Bourne porque no
quería que nada cambiase la magnífica impresión que el vaquero le había
causado.

—Señorita Vandermer, hay un hombre en la puerta que dice que viene a


verla —dijo Marie, la doncella, después de encontrarla en la biblioteca.
—¿Un hombre? ¿Y viene a verme a mí? Pero ¿por qué no ha entrado?
¿Quién es?
—Sí, es un hombre. Y sí, viene a verla a usted. Le he dicho que entre, pero
no puede porque no ha venido solo. Y no me ha dicho su nombre, pero es el
que estuvo aquí ayer tomando el té.
Anelise se puso de pie de golpe y trató de disimular frente a la criada
yendo a colocar el libro en su lugar de la estantería y arreglando algunos
objetos que estaban perfectamente. Cuando se hubo serenado se volvió hacia
Marie.
—¿Y quién le acompaña?
—Ha venido con dos caballos.

Anelise salió de la casa y al acercarse vio a Crofton bajar de un mustango


negro, precioso.
—Buenos días, señorita Vandermer —saludó quitándose el sombrero.
—Buenos días, señor Bourne. ¿Qué le trae por aquí tan temprano?
—Me dijo su padre que usted suele madrugar bastante y pensé que quizá su
madre aún estuviese descansando.
—Mi madre desayuna en la cama y no baja hasta que ha terminado de leer
las notas de sociedad.
Crofton sonrió.
—Eso me dijo su padre.
—Pero no sé qué tiene eso que…
—¿Le gusta? —preguntó acercándose a la yegua que acompañaba a su
montura.
—Es un ejemplar magnífico —dijo Anelise acercándose y acariciándola
sin miedo.
—Su padre me pidió que la trajese hoy. Es un regalo para usted, e insistió
mucho en que viniese temprano. No quería que su madre estuviese presente
cuando se la entregase.
Anelise lo miró emocionada.
—¿Es para mí? —preguntó al tiempo que rodeaba a la yegua admirando su
porte y su belleza—. Es un regalo precioso.
—Me dijo que sí sabe montar, pero que a su madre no le gusta que lo haga.
—Mi padre me enseñó cuando era muy pequeña —dijo Anelise con
expresión nostálgica—. Hasta hace un par de años mi madre no se opuso. Cree
que ya no es un ejercicio adecuado para una dama.
—Pues parece que su padre no está de acuerdo —dijo Crofton sonriendo
—. Y yo tampoco.
Anelise sonrió feliz, aunque no tenía ni idea de cómo iba a sortear la
vigilancia de su madre para poder montar a la yegua.
—¿Tiene nombre? —preguntó.
—Peka —respondió Crofton—. Puede cambiárselo, aunque hay quien cree
que trae mala suerte.
—¿Cree usted en la mala suerte, señor Bourne?
—Llámeme Crofton, por favor. Cada vez que me llama señor Bourne me
giro para ver dónde está mi padre —dijo sonriendo—. Y no, no creo en esas
cosas. Para mí la suerte es algo que uno se labra con sus actos.
Anelise asintió pensativa.
—O con los actos de otros…
—¿Por qué no quiere su madre que monte? Hay muchas mujeres que lo
hacen. Y me refiero a mujeres de su clase.
Anelise acarició la crin de la yegua y sintió una emoción especial al
pensar que aquel animal estaba ahora unido a ella.
—No quiere que me caiga y estropee algo —dijo con una expresión de
desprecio—. Me temo que tiene grandes planes para mí.
—¿Planes? ¿Se refiere a casarla con alguien?
Anelise lo miró inexpresiva.
—A veces pienso que mi madre cree que eso es para lo único que sirvo.
Toda su relación conmigo se fundamente en esa premisa: debe casarme con el
mejor partido posible.
—¿Y usted no tiene nada que opinar? —Guio a la yegua dentro de las
caballerizas hasta el lugar que le había indicado Selig Vandermer que sería su
cuadra.
Anelise le habló suavemente al animal antes de separarse de ella y cerrar
la puerta. Apenas hacía unos minutos que se conocían y ya sentía un vínculo.
En cierta manera sentía que sus destinos eran parecidos. Las dos encerradas,
rodeadas de comodidad pero lejos de sentir la libertad para poder elegir su
destino.
—¿Quiere dar un paseo conmigo, Crofton? —dijo volviéndose con una
mirada desafiante en los ojos.
Si esperaba que el joven Bourne se acobardara, se equivocó.
—Dejaré a Fuego junto a la cerca —dijo llevándose al caballo.
Fuego. A Anelise le gustó el nombre, iba muy bien con la ardiente mirada
de su dueño.
—Su padre es un buen hombre —dijo Crofton cuando iniciaron el paseo.
—Lo es —reconoció Anelise—. A veces he fantaseado pensando cómo
habría sido mi vida si fuese él quien decide mi destino.
—Adelante —la animó—, me gustaría oírlo.
—Pues… Él no me habría separado de mis hermanos. Cuando éramos
niños jugábamos juntos, me dejaban participar en todas sus aventuras sin
importarles que fuera una chica. Colin hubiese sido capitán de barco y John se
habría dedicado a los caballos, en eso se parece a papá.
—Pero esto iba sobre usted, no sobre sus hermanos.
—Cierto. —Anelise sonrió consciente de lo extraño que era para ella
hablar de sí misma—. Yo sería una incansable viajera. Recorrería el mundo
entero, viviendo un tiempo en cada lugar. Conocería sus costumbres, comería
su comida…
—Si creyera en esta clase de cosas —la interrumpió Crofton—, diría que
usted y yo somos almas gemelas.
Los dos se miraron con intensidad y ambos sintieron que sus corazones se
inflamaban con un sentimiento nuevo y desconocido.
A Crofton le parecía que Anelise era la joven más bella que había visto
jamás. Era poseedora de una elegancia que nada tenía que ver con la
educación que había recibido, sino que era algo innato en ella, una gracia
natural que imprimía a todo lo que hacía o decía. Sus abundantes rizos,
indomables en ocasiones, se escapaban de su peinado, pero lo que a otra joven
le hubiese dado un aire descuidado, a ella la dotaba de una mayor belleza. Sus
facciones eran suaves y delicadas, pero eran sus ojos verdes los que con
aquella mirada, en ocasiones feroz, despertaban los más intensos sentimientos
en él. Sus ojos y sus labios, que le hablaban de sueños y quimeras, de deseos
incumplidos. Cuando expresaba en voz alta sus más íntimos pensamientos y
sus renuncias más profundas, Crofton sentía el impulso irrefrenable de
llevársela de allí para siempre.
Todos los días por la mañana temprano la esperaba con su caballo en la
esquina de la avenida y Anelise acudía con Peka y una firme determinación.
Apenas dos semanas después de aquel primer día ya sabían ambos lo que
sentían por el otro. Aun así no hicieron nada indebido, ni incumplieron ninguna
norma que pudiese hacer sonrojar a Selig Vandermer.
Montaban a caballo. Con Crofton Anelise volvió a hacerlo como cuando
era niña, al modo masculino. Charlaron y se confesaron todo aquello que nadie
más había escuchado antes. Pensamientos y anhelos que uno se guarda para sí
a la espera de encontrar esa alma gemela con quien poder compartirlos. No
hubo caricias ni besos. Crofton era un cowboy, un hombre de la tierra
acostumbrado a tratar con animales y con hombres duros y curtidos por el
arduo trabajo y las muchas horas de soledad. Pero también era un hombre
culto e instruido con un código de honor estricto, que jamás haría nada que
pudiese menoscabar la dignidad de aquellos a los que amaba. No tenía nada
que ver con los jóvenes con los que Anelise solía relacionarse, a menudo su
franqueza y sus palabras carentes de convencionalismos la hacían sonreír,
pero el código de honor que Crofton manejaba era intachable.
Anelise cambió y ese cambio no pasó desapercibido para su madre, que al
principio se preocupó realmente por la absurda e inexplicable felicidad de su
hija, temiendo que estuviese perdiendo la razón. Se preguntó si sus estrictas y
severas exigencias estaban menoscabando la fortaleza mental de la joven y
decidió aflojar un poco, dejarla más libre permitiendo que desatendiese
alguna de sus tareas cotidianas.
Selig Vandermer sabía lo que estaba ocurriendo y dejó que las cosas se
desarrollaran con normalidad, seguro de que podía confiar en el joven Bourne.
La alegría de su hija le reconfortó el corazón y de repente volvió a sentir él
mismo una alegría que creía olvidada. Por primera vez le hacía ilusión la
celebración del baile de disfraces. Y fue precisamente ese hecho el que
provocó que las alarmas se encendieran en el cerebro de su desconcertada
esposa.

Las tiendas de moda estaban de enhorabuena en esas fechas gracias al


baile de disfraces que organizaban los Vandermer. Para la señora Vandermer
aquella celebración suponía el momento de máxima ostentación del año. Y en
esta ocasión estaba mucho más eufórica, ya que el baile serviría también como
fiesta de inauguración de su nueva y magnífica mansión. Todos verían que los
Vandermer no escatimaban en nada y vivían en un palacio digno de un
príncipe.
Hana era una admiradora del Palacio de Versalles y en él se había
inspirado Jean Bourgeois, el arquitecto y paisajista francés al que había
contratado. Su hijo Jules Bourgeois fue el encargado de diseñar el interior y
había demostrado tener una paciencia infinita al soportar con estoicismo los
constantes cambios de opinión de la señora Vandermer.
La casa tenía forma de cubo y constaba de tres niveles. La fachada con un
cuarteto de altas columnas corintias dotaba de majestuosidad al pórtico. Los
numerosos ventanales rectangulares horadaban las cuatro fachadas y dotaban
de luz a su interior.
Una terraza en la parte de atrás, rodeada por una balaustrada de mármol,
hacía las delicias de Anelise, a la que le gustaba sentarse a leer allí, y cuando
quería descansar de la lectura podía hacerlo contemplando el espectacular
jardín trasero que había diseñado el arquitecto.
La cocina y las áreas de servicio se encontraban en el sótano, como era
costumbre en las casas inglesas y francesas. En la primera planta se hallaba el
hall de entrada, el comedor y varias de las veinte habitaciones con las que
contaba la mansión.
La primera vez que Anelise entró en el hall se quedó sin habla. La
espectacular escalera de mármol rosa, con una barandilla de hierro forjado y
bronce, situada en el centro acaparaba por completo la atención dejándola
admirada a la par que sobrepasada por su belleza. Pero no fue eso lo que más
la impactó. Sin duda la pintura del techo que mostraba una profusión de dioses
del Olimpo fue lo que hizo que la joven valorase el atrevimiento de su madre
en su justa medida.
Una de las habitaciones más espectaculares de la mansión era el gran salón
de baile. Pocos de los amigos de los Vandermer contaban con una habitación
en sus casas con ese uso exclusivo. Normalmente para las fiestas se utilizaba
alguno de los salones de uso común. Se sacaban los muebles y los llevaban a
cualquier lugar no visible y adecuaban el espacio para celebrar el baile. Pero
Hana Vandermer quería demostrar su absoluta superioridad, por eso hizo que
el arquitecto incluyera un salón de baile exclusivo, una habitación que
permanecería cerrada y vacía el resto del año, pero que la noche de la fiesta
anual de disfraces se abriría como un cofre secreto y repleto de joyas para sus
invitados. La tapicería y las sillas eran de terciopelo de seda en un color rojo
sangre. Las paredes, de madera tallada con incrustaciones de oro
representando frutas, plantas y flores. Y, por último, el techo, cuya pintura
central mostraba a Artemisa como diosa de la noche.
A Anelise le parecía demasiado recargado y rococó. Y es que ella, al
contrario que su madre, prefería los ambientes livianos y de colores tenues. La
luz y la simplicidad eran sus únicos requisitos para que un lugar le pareciese
hermoso, pero aquella pintura del techo le resultaba fascinante.
—Vas a gastarlo de tanto mirarlo.
Su padre la encontró en medio del gran salón, vestida como la Artemisa de
aquella pintura del techo que miraba embelesada. La voz de Selig la hizo
volverse y, al ver la expresión de admiración en sus ojos, supo que había
acertado en la elección de su disfraz. Una delicada túnica blanca,
confeccionada en seda, y con un sobrevestido de tul que la hacía parecer aún
más liviana y virginal. Como único adorno, el cordón que la ceñía por debajo
del pecho, realzando aquella parte de su anatomía, y unos largos guantes que le
llegaban casi hasta los hombros.
—Estás bellísima, hija —dijo, visiblemente emocionado.
Anelise no pudo contenerse y lo abrazó en un gesto que su madre no habría
aprobado por excesivo.
—Puedo adivinar el motivo de ese brillo en tus ojos —dijo su padre
sonriendo con ternura—. Creo que, si no queremos que tu madre se percate del
asunto, deberás evitar que un joven en concreto acapare todos tus bailes esta
noche.
Anelise sonrió con tímida felicidad.
—¿Tanto se me nota, padre?
Selig acarició la mejilla de su hija con ternura.
—No tanto como a él —dijo sonriendo.
—Solo hace un mes que nos conocemos —dijo emocionada—, pero estoy
segura de que somos almas gemelas. ¿Crees que es posible saberlo tan pronto?
—Mi padre le pidió matrimonio a tu abuela cuatro días después de
conocerla —dijo Selig—. Yo, en cambio, tardé casi un año en decidirme.
Juzga tú misma.
Su hija lo miró con tristeza y apartó la mirada rápidamente para que no
leyese en sus ojos. Selig la cogió de los hombros y la obligó a mirarlo.
—Eso no significa que esté preparado para que te cases. Eres demasiado
joven aún. Ese Crofton tendrá que esperar, al menos, hasta que hayas cumplido
los dieciocho, pero dejaré que te corteje si eso es lo que tú deseas.
Ninguno de los dos se percató de la sombra que escuchaba junto a la
puerta. Estaban demasiado imbuidos en sus respectivas emociones.
Capítulo 3
Hana Vandermer se encerró en sus habitaciones con una furia destructiva que
le habría sido muy difícil contener en público. Se acercó a la ventana y
contempló el jardín engalanado para la fiesta mientras la luna desafiaba
insolente a los farolillos que la servidumbre había colocado a lo largo del
camino.
Era una mujer cerebral, con una inteligencia muy superior a la media. Su
origen humilde la acompañaba siempre, oculto en un lugar recóndito de su
cerebro. Cuando era una jovencita que acababa de entrar prácticamente en la
adolescencia se juró a sí misma que no viviría como su madre, criando a un
montón de mocosos gritones, mientras su padre levantaba un negocio que
nunca llegó a proporcionarle a su esposa la vida que le había prometido. Fue
la boda de su hija con Selig Vandermer lo que hizo que su vida cambiara.
Hana siempre tuvo claro que fue ella y no sus hermanos varones la que dio
a su madre lo que tanto ansiaba. Ella se había ocupado de que no le faltara de
nada. Estaba claro que son las hijas las que, con un próspero matrimonio,
pueden proporcionar a los padres aquello que ansían, ya sea dinero, como en
el caso de su madre, u otra cosa.
Por eso, al contrario que la mayoría de las mujeres de su época, Hana
siempre quiso tener una hija. Tenía muchos planes para ella y se dedicó en
cuerpo y alma a cincelarla a su gusto, poniendo gran cuidado en cada uno de
los detalles. Cuando era niña la dejó jugar con sus hermanos porque sabía que
de ese modo construiría un físico fuerte y sano. Llegado el momento de
separarla de ellos siguió obligándola a mantener su forma física para que, al
transformarse, su cuerpo se moldease de manera óptima, consciente de que
sería uno de sus mayores atractivos, junto a su bello rostro y su cultivada
inteligencia.
Trató de hacerla dócil, para resultar atractiva a los hombres, que
normalmente buscan esa característica en las mujeres a las que eligen para
casarse. Podía dar fe de ello, ya que, sin su falsa docilidad, Selig Vandermer
jamás se habría casado con ella, como le había dicho en más de una ocasión.
Para doblegar la rebeldía innata de Anelise había tenido que emplear duros
correctivos, incluyendo el castigo físico.
Al pensar ahora en la conversación que había escuchado en el salón de
baile, le hirvió la sangre y se lamentó de no poder utilizar su vara de fresno
con ella como cuando era una niña. Sentía que su hija y su marido la habían
estado engañando todo ese tiempo.
De un plumazo estaban a punto de destruir todos sus sueños. De nada
servirían los esfuerzos que había dedicado a construir aquella perfecta
jovencita para que pudiera proporcionarle lo único que ella no podía comprar
directamente. Los Vandermer eran una de las familias más ricas de Nueva
York. Pero el abuelo de Selig, que había construido el imperio Vandermer
desde la nada, era de origen pobre. Al igual que la familia de Hana. No tenían
eso que se había llamado «rancio abolengo». Y eso era lo que Hana deseaba
conseguir por todos los medios. Si lograba que su hija se casara con un
aristócrata inglés se cerraría un círculo perfecto. Ansiaba con todas sus
fuerzas un título nobiliario y no dejaría que un ganadero sin aspiraciones
acabase con sus planes. No le importaba nada que su padre tuviese mucho
dinero, eso era algo que no necesitaba.
Se retorció las manos y paseó por la habitación pensando en cómo
reconducir la situación. Si los desafiaba directamente no estaba segura de salir
vencedora. Una cosa era enfrentarse por separado, pero juntos… No, debía
encontrar otro método y la clave estaba en conocer bien a tu adversario.
¿Qué sabía de Crofton Bourne? Su padre tenía mucho dinero, tierras,
ganado y caballos. También tenía una esposa Comanche, pero esa carta no
debía utilizarla a la ligera, sabía que su hija era sensible y generosa, no
despreciaría a nadie sin conocerla primero. ¿Qué quería Crofton Bourne?
Viajar. Lo había dejado muy claro en la conversación que mantuvieron durante
el té aquella primera tarde. Se maldijo por no haber cortado de raíz cualquier
posible acercamiento del joven, pero estaba claro que dicho acercamiento se
había producido a escondidas y con la complicidad de Selig.
—Viajar —susurró—, es lo que más desea.
Había estado trabajando intensamente durante años solo para conseguir su
libertad y poder cumplir su sueño.
—Dos años —dijo en voz alta—, dos años para viajar por el mundo. Ese
deseo es mi único aliado.
Sonrió perversa. Si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él.
Los invitados dejaban sus abrigos a los lacayos, que los guardaban en una
especie de guardarropa provisional. Después de eso deambulaban por la casa,
admirando la decoración, antes de dirigirse al salón de baile. En esta ocasión
los anfitriones no recibían a los invitados. Dado que era una fiesta de
disfraces y muchos se escondían detrás de máscaras, se obviaba ese paso
previo que solía ser inexcusable en otras ocasiones.
Crofton Bourne estaba demasiado nervioso como para alargar más su
agonía con una visita turística, así que se dirigió directamente al salón de
baile. Había mucha gente, pero aun así seguía habiendo espacio, de tan grande
que era. Buscó entre los invitados, pero no consiguió localizar a Anelise.
—Crofton, muchacho —lo saludó Selig Vandermer con entusiasmo—,
bienvenido.
—Gracias, señor Vandermer —dijo el joven estrechándole la mano.
—Veo que no te has devanado los sesos para elegir tu disfraz —dijo
riendo al ver que había venido vestido de cowboy.
—Pensé que era lo más práctico —dijo señalando a algunos otros
invitados—. La otra opción que se me ocurrió era venir de indio, pero creo
que eso habría asustado a algunos de los presentes. Y, por lo visto, no soy el
único que ha elegido este disfraz.
En el salón de baile había unos cuantos cowboys con trajes
confeccionados expresamente para aquella ocasión.
—La diferencia es que ellos sí van disfrazados, bribón —dijo Selig
bajando la voz y sin dejar de reír.
—Desde luego —dijo muy serio—. Un vaquero jamás llevaría esas
chorreras, a no ser que fuesen para aventar a las vacas.
Selig soltó una carcajada y varios invitados se volvieron hacia ellos.
—Veo que usted tampoco se ha disfrazado.
—Yo soy el anfitrión y tengo esa prerrogativa.
—Ya veo —dijo Crofton buscando afanosamente con la mirada.
—Creo que la personita que buscas está en la terraza. Estaba cansada de
que su madre la pasease por el salón como si fuese el pavo para la cena.
Crofton miró a Vandermer y por un momento estuvo a punto de hablarle
con franqueza de sus pretensiones para con su hija, pero Selig puso una mano
en su hombro y lo miró con seriedad.
—Aún no, muchacho —dijo tajante—. Ya habrá tiempo para eso.
Crofton agachó la cabeza con humildad y se dispuso a ir en busca de
Anelise. Atravesó el salón sin percatarse de la intensa mirada de Hana
Vandermer en la distancia.
Anelise contemplaba la luna y aspiraba el aire fresco de la noche
deseando aliviar la emoción que sentía. Esa noche, por primera vez, iba a
poder sentir las manos de Crofton rodeándola…
—Anelise.
Su voz le hizo dar un respingo y se volvió con el temor infantil de que
fuese capaz de leer sus pensamientos.
—Perdona, te he asustado —se disculpó él mirándola fijamente.
La joven sonrió sin disimular la alegría que sentía al verlo.
—Estaba ensimismada —explicó.
—Te preguntaría en qué pensabas, pero creo que no me lo dirías —dijo
con una pícara sonrisa.
Anelise apartó la mirada con timidez.
—Espero que me hayas reservado todos los bailes de ese cuaderno. —
Crofton señaló la cartulina que colgaba de su muñeca.
—En realidad, no —dijo ella cogiéndola en las manos y abriéndola para
leer los nombres. Ya me han pedido un baile Spencer Knowles, Walker
Somerset, Berthold Reardon y Conrad Weir…
Crofton cogió el cuaderno y lo leyó con expresión de disgusto.
—Esta lista interminable me deja muy pocas opciones —dijo frunciendo el
ceño.
Anelise sonreía divertida.
—Debemos ser cuidadosos. Si solo bailase contigo mi madre acabaría por
darse cuenta.
—Y eso sería terrible… —Crofton la miraba interrogador.
—No sabes lo terrible que sería —dijo ella poniéndose seria.
—¿No soy un buen partido? —preguntó él, frunciendo el ceño—. Mi padre
tiene alrededor de cien mil reses de ganado, no soy ningún muerto de hambre.
Anelise sonrió divertida con su orgulloso arrebato.
—Tu padre estaría orgulloso de oír que esgrimes sus posesiones como
garantía —dijo.
Crofton también sonrió.
—Nunca me hablas de tu madre —dijo Anelise poniéndose seria—. Solo
sé que se llama Elva y que prepara el mejor guiso de todo Nuevo México.
El rostro del joven se suavizó justo después de que se percibiese una
chispa de duda en su mirada.
—¿Qué quieres saber? —dijo en tono desafiante.
—Lo que tú quieras contarme —respondió ella.
—Supongo que lo que te interesa es saber si es verdad que es una
Comanche.
Anelise perdió un poco el color de sus mejillas, pero le sostuvo la mirada.
—No negaré que eso es lo que me han dicho, pero me juzgas mal si me
crees tan mezquina como para utilizar subterfugios. Mi interés es sincero.
El rostro de Crofton se suavizó y volvió a mirarla con la misma
transparencia de siempre.
—Mi abuela es Louise Langley, seguro que has oído hablar de ella. —
Anelise se llevó una mano a la boca para ahogar una exclamación al tiempo
que asentía, asustada—. A la edad de catorce años fue capturada por los
Comanches junto a su hermano James. Tuvieron suerte, porque a sus padres y a
sus otros dos hermanos más pequeños los mataron delante de ellos. Louise fue
elegida por Cuervo Blanco para ser su esposa y vivió con ellos durante dos
años. Algún día la conocerás y podrás pedirle que te cuente su historia, aunque
te advierto que no será un relato agradable. La torturaron, humillaron y
doblegaron para hacerla sumisa. Mataron a su primer hijo delante de sus ojos
con apenas una semana de vida, porque Cuervo Blanco decía que le dedicaba
demasiada atención.
Anelise estaba conmocionada por aquella terrible historia. Sabía de
Louise Langley, pero nadie le había contado los horribles detalles de su
cautiverio. Las imágenes del relato de Crofton se desplegaron en su cerebro
como pinturas macabras.
—Después de eso aceptó su destino y nació su hija, mi madre, a la que
llamaron Luna Dorada, aunque para mi abuela siempre fue Elva. Nunca perdió
la esperanza de que la rescataran y siempre que entraba en contacto con
hombres blancos les decía quién era y les pedía que avisaran a su abuelo. Por
suerte una de esas veces dio con cuatro vaqueros que trabajaban para él y eso
propició su rescate unos meses después. Su abuelo ofreció dinero y caballos a
Cuervo Blanco y él no dudó en entregarle a madre e hija. Al parecer no las
tenía en mucha estima. Mi madre apenas tenía unos pocos meses y no tiene
ningún recuerdo de aquello. Llevó el apellido de su bisabuelo hasta que se
casó con mi padre.
—Dios mío —susurró Anelise profundamente consternada.
—Nadie de nuestro entorno piensa que mi madre sea una Comanche, pero
sé que aquí las cosas son diferentes.
—No he juzgado jamás a ninguna persona sin conocerla. No me importa lo
que digan otros —explicó Anelise con sinceridad.
—Mi madre es una mujer delicada y dulce. Ha sido una madre atenta y
cariñosa conmigo y mis hermanos. Mis padres se aman profundamente y jamás
ha habido el más mínimo resquicio de duda respecto a su respetabilidad.
Anelise puso una mano en su brazo y lo miró con todo el amor que pudo
expresar con sus ojos.
—No tienes nada que decirme a ese respecto. Es tu madre y solo por eso
ya la quiero —dijo—. En cuanto entre en ese salón tendré que bailar con todos
los nombres de mi lista, pero quiero que sepas que esperaré ansiosa el último
baile porque sueño con estar entre tus brazos.
Anelise se apartó de él para entrar al salón, pero Crofton la sujetó
suavemente y la llevó a un lugar apartado de la terraza, oculto a los ojos de
todos. Ella vio en sus ojos lo que pretendía y no se resistió. Deseaba que la
besara desde el primer día y aquel era un momento perfecto para ello. Crofton
la atrajo hacia su cuerpo y acercó sus labios muy despacio sin dejar de mirarla
a los ojos. Quería que tuviese claro que podía rechazarlo, que no la obligaría.
Cuando Anelise cerró los ojos y entreabrió la boca, ofreciéndose con timidez,
el vaquero no se hizo de rogar y la besó.
Los labios de ella se mostraron vacilantes y temblorosos mientras que
Crofton le dejó adivinar el lugar prohibido al que conducían sus besos.
Cuando el beso se hizo más intenso, Anelise se arqueó de manera instintiva,
pegándose al cuerpo masculino. Él sentía en sus manos el calor que
desprendía el cuerpo femenino bajo la suave tela del disfraz de Artemisa y eso
no hizo más que enardecer su pasión. Lo que notaba en los dedos eran las
curvas de su cuerpo. Una cintura imposible que marcaba el lugar de ascenso
hacia sus firmes y juveniles pechos. No había corsé bajo la seda y la gasa, tan
solo su piel. Crofton supo que había rebasado la línea de peligro y se detuvo
en seco. Liberó su boca respirando con dificultad y se quedó prendado en sus
ojos, que lo miraban con auténtica devoción.
—Te amo, Anelise, y juro por Dios que algún día serás mi esposa —dijo
con la voz ronca y toda la intensidad en sus palabras.
La joven sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Pero era extraño
porque no se sentía triste, sino feliz. Sentía una emoción gigantesca inundando
su pecho, era como si su mente hubiese sido atacada por un extraño mal que la
empujaba a reír y llorar al tiempo.
—Yo también te amo, Crofton —dijo con voz suave y mirada tímida.
El vaquero sonrió feliz, pero se obligó a tener las manos lejos de ella, no
creía que pudiese controlarse si volvía a tocarla.
—Será mejor que vuelva dentro y me mantenga alejado de ti —dijo en
susurros—. Ni te imaginas lo que desearía… y lo mucho que me cuesta
resistirme.
Anelise se rio nerviosa y asintió. Lo dejó marchar sin moverse de donde
estaba. Le temblaban las piernas y todo su cuerpo sentía un ansia desconocida
y extraña. Necesitaba unos minutos para calmarse antes de entrar en el salón.
Contempló de nuevo la luna y se maravilló de lo hermosa y radiante que se
veía en ese momento.
Capítulo 4
—¿Le pongo leche a su té, señor Bourne? —Hana Vandermer sonreía con
expresión afable.
Anelise miraba a su madre, agradecida. Dos días después de la fiesta de
disfraces encontró el valor para hablarle de sus sentimientos y su madre se
mostró extrañamente comprensiva.
«—No diré que no me disgusta un poco que al final no vayas a tener la
magnífica vida que yo había soñado para ti, pero entiendo que tus sentimientos
se han dirigido hacia este muchacho y tendré que aceptarlo. Es un joven
apuesto y viene de una familia muy solvente…».
Después de eso habían hablado por primera vez como madre e hija. Hana
le había contado la emoción con la que vivió su compromiso con su padre y
hablaron del ajuar y de todo el trabajo que tenían por delante hasta que se
fijase la fecha para la boda. Anelise nunca se había sentido tan respetada y
valorada por su madre y aquella sensación la había dejado en un estado
emocional extraño. Era como si se hubiesen mermado sus capacidades y su
sexto sentido hubiese quedado aletargado. Solo así se entiende que no
percibiese la perversa mirada con la que Hana se había despedido de ella tras
esa conversación.
Pero Anelise se sentía feliz y emocionada por cómo se habían
desarrollado los acontecimientos. Apenas hacía unas semanas que se
conocían, pero estaba convencida de que Crofton Bourne era el hombre de su
vida. Por eso se sintió tan feliz cuando lo vio salir del despacho, acompañado
de su padre, y ambos parecían tan relajados y alegres.
—Me alegra ver que ha cambiado de idea —dijo Hana cuando hubo
servido el té para todos—. Era una pena que un joven con un futuro tan
prometedor por delante lo dejase todo para deambular por el mundo sin oficio
ni beneficio. Ya le dije a mi marido que entraría en razón si encontraba la
motivación necesaria. Aunque, para serle sincera, en ese momento ni se me
pasó por la cabeza que la encontraría en mi hija.
Crofton dejó de comer y miró a la madre de Anelise con el ceño fruncido.
—Nadie podía imaginar lo que ocurriría… —dijo con cautela.
—No se preocupe por los preparativos de la boda, de eso nos
encargaremos nosotros, ¿verdad, querido? —siguió Hana, sin prestar atención
a la confusión del joven—. Ya lo estoy viendo: invitaremos a lo mejor de la
sociedad neoyorquina. La boda se celebrará aquí, por supuesto, pero
contrataremos más servicio para atender a nuestros invitados…
—Nosotros habíamos pensado en algo sencillo —intervino Anelise—.
Solo la familia más cercana. Los padres de Crofton no…
—Pero ¿qué estás diciendo, criatura? —la interrumpió su madre—.
¿Quieres que la hija de Selig Vandermer se case a escondidas? ¿Como si su
boda fuese algo vergonzante?
—No es eso, pero…
—En eso tu madre tiene razón —dijo su padre sin detectar los
maquiavélicos planes de su esposa—. No voy a dejar que mi única hija se
case de cualquier manera. Quiero acompañarte hasta el altar rodeado de
nuestros amigos y familiares. ¿Quieres darle un disgusto a tu abuela? Ya sabes
la ilusión que le hace tu boda.
—Crofton y yo hemos estado hablando de la posibilidad… —Anelise no
encontraba las palabras para explicarse—. Habíamos pensado en hacer ese
viaje, juntos.
—¿Te refieres a la luna de miel? —dijo su madre sonriendo—. Claro, hija,
no te preocupes. Podéis ir a Mónaco a casa de los Farrell, ellos os alojarán
gustosos. Después a París. Allí os quedaréis en el hotel de la familia, nuestras
habitaciones siempre están preparadas. Estoy segura de que nunca has estado
en un lugar tan lujoso, Crofton. Desde allí… ¿qué opinas, Selig? ¿Londres o
Viena?
—Discúlpenme —interrumpió Crofton dejando la taza sobre la mesa con
cierta brusquedad, viendo que Anelise no decía nada. Respiró hondo para
tratar de relajarse—. Habíamos pensado en una boda íntima tras la que
iniciaríamos un viaje que duraría dos años. Anelise también desea conocer
mundo y creo que está preparada para…
—¡Pero qué estás diciendo, muchacho! —lo cortó Selig Vandermer.
—Querido, cálmate —dijo Hana haciéndole un gesto a su esposo antes de
volverse a mirar de nuevo a Crofton—. Entiendo, señor Bourne, que usted
proviene de un mundo algo distinto al nuestro, pero debe entender que eso que
dice no es posible. La boda de Anelise será como decida su padre que sea y
espero que sepa guardar a mi esposo el respeto que le debe.
—No es mi intención molestarlo, señor Vandermer —se apresuró a decir
Crofton, consciente de que se había precipitado hablando de ese modo.
Parecía que hubiese dado un ultimátum.
—Pues lo has hecho, muchacho —dijo Selig con pesar—. Anelise es mi
única hija y se casará como Dios manda. En cuanto a lo de ese viaje… Hay
muchas cosas que hablar al respecto y cosas que debemos aclarar.
—Estoy seguro de que la opinión de su hija…
—Si lo que deseas es hacer ese viaje a toda costa, quizá deberías hacerlo
solo —dijo Selig, tajante—. Si el matrimonio se lleva a cabo, de ningún modo
podréis vagar durante dos años por el mundo sin consecuencias. ¿Cuánto
tiempo crees que pasará antes de que seáis bendecidos con un embarazo? No
llegaríais muy lejos y tendríais que regresar.
—Me parece que en China también tienen médicos —dijo Crofton
visiblemente contrariado.
Anelise lo miró sorprendida. No había pensado en eso, pero no querría
tener a su hijo en China. ¿Qué clase de medicina se ejercía allí? ¿Y qué
efectos tendría para el pequeño nacer en otro país?
Crofton vio su expresión y se sintió miserable por no pensar en cómo se
sentiría ella teniendo que traer un hijo al mundo lejos de la seguridad de su
hogar.
—Aunque también podríamos regresar, en ese caso —se apresuró a decir.
—Pero, Crofton, muchacho —dijo Hana con una sonrisa condescendiente
—, ¿vas a montar todo ese desaguisado para regresar en dos meses? ¿No ves
que es absurdo? Sois jóvenes y Anelise se quedará embarazada
inmediatamente.
Lo que había empezado como un día radiante de felicidad se estaba
truncando por momentos.
—No sé por qué estamos discutiendo esto —dijo Selig muy serio—.
Anelise solo podrá casarse con mi autorización y jamás lo permitiré si no es
para que su vida sea mejor de lo que es.
Crofton lo miró con evidente tensión.
—Deberíais hablar tranquilamente sobre todo esto —dijo la madre de
Anelise mirándolos a los dos alternativamente—. Hija, debes aclarar estas
cosas antes de tomar una decisión. Ya sabes que tu padre y yo solo queremos
lo mejor para ti y está claro que no puedes tener a tu hijo en cualquier sitio.
Traer un hijo al mundo es peligroso, no debéis precipitaros. Por otra parte,
entiendo tu posición, Crofton. Has deseado ese viaje durante toda tu vida, has
trabajado duro para conseguirlo y ahora no quieres privarte de él. Sois
jóvenes, Anelise es casi una niña, podéis esperar…
Anelise se iba alterando por momentos. La idea de ser la causa de que
Crofton tuviese que renunciar a su sueño le atenazó la garganta amenazando
con ahogarla.
—No tenéis que tomar una decisión ahora —dijo Selig recuperando la
serenidad y suavizando el tono.
Crofton se puso de pie.
—Creo que será mejor que me marche —dijo decidido.
Anelise se levantó también con evidente angustia.
—Acompáñale, hija —dijo su madre con expresión almibarada.
Salieron del saloncito en silencio y caminaron tensos hasta la puerta de la
casa.
—Tengo mucho en lo que pensar —dijo Crofton con expresión derrotada.
Anelise lo agarró del brazo en un arranque de madurez.
—No hay nada que pensar —dijo mirándolo a los ojos con todo el amor
que fue capaz de poner en ellos—. Te esperaré.
Crofton frunció el ceño. No se esperaba aquel arranque.
—Vuelve a tu casa —siguió Anelise—, prepara tus cosas y haz ese viaje
que tanto ansías. Mis padres tienen razón, no sería una buena idea que yo fuese
contigo, no en estas condiciones. Además, mi padre no lo permitirá y no hay
nada que yo pueda hacer al respecto. No viviré feliz sabiendo que fui la
responsable de que renunciases a tu sueño. No podría soportarlo.
—No renunciaré a ti. —La fiereza en su mirada apoyaba la firmeza de su
voz—. Mañana volveré al rancho, sí, pero para decirle a mi padre que voy a
casarme. Si tiene que ser como tus padres quieren, así será.
Anelise lo miraba con devoción, pero el maligno y retorcido sentimiento
de la culpa empezó a fraguarse en el interior de su pecho.
—No me casaré contigo —sentenció—. No quiero tener que cargar con
ese peso el resto de mi vida. No empezaré algo sabiendo que acabará mal.
—¿De qué hablas? —La expresión del vaquero mostraba sorpresa.
—No quiero que algún día me mires como mi padre mira a mi madre. No
quiero que ese sueño que has ansiado durante años se pudra en tu interior y te
trasforme en un ser amargado. Te esperaré.
—No —dijo él con expresión sombría—. Si vamos a separarnos será sin
compromiso.
—Crofton… —susurró, mortificada, dando un paso atrás.
—Quiero casarme contigo y estoy dispuesto a renunciar a todo por ti —
dijo con el mismo tono y la misma oscuridad brillando en sus ojos—. Creía
que tú sentías lo mismo.
—Tienes que comprenderlo. Es una locura. Yo no puedo irme contigo, no
estoy preparada para algo así…
—Creía que tú también anhelabas viajar y recorrer el mundo —dijo dolido
—. Eso fue lo que hablamos tú y yo.
—Pero ya has escuchado a mis padres…
—¡No son ellos los que deben decidir sobre mi vida ni sobre la tuya!
—No puedo tener un hijo a miles de kilómetros de casa.
—Ya lo decidiremos cuando llegue el momento —insistió él—. No dejes
que te manipulen. ¿No te das cuenta? Tu madre ha movido los hilos para que
caigas en la trampa.
—Ya has visto a mi padre…
—Tu padre también ha caído en su trampa.
—¡Todos hemos caído en una trampa menos tú! —exclamó ella—. Te estoy
dando la libertad para que puedas hacer ese viaje que tanto deseas. ¿Qué más
quieres?
—¿Es que no te das cuenta? —dijo él con rabia—. Tu madre quiere que
nos separemos para tenerte bajo su influencia estos dos años. Conseguirá
hacerte cambiar de opinión. Eres demasiado influenciable, Anelise. Siempre
hará contigo lo que quiera.
Ella sintió aquellas palabras como la más cruel ofensa. ¿No sabía él lo
mucho que ella se había resistido siempre a los envites de su madre? ¡Lo sabía
mejor que nadie porque solo a él le había abierto su corazón!
—Ven conmigo, Anelise —suplicó cogiéndole la mano—. Te prometo que
yo jamás te obligaré a nada. Si después de iniciar el viaje quieres volver,
volveremos. Pero debes dar el paso para romper este vínculo tan dañino.
Debes ser valiente de una vez por todas.
—¿Por qué debo creer que no me obligarás a nada cuando nos casemos?
¿No estás haciéndolo ahora mismo? Debo plegarme a tus deseos o romperás el
compromiso. ¿Lo he entendido bien? ¿No es eso lo que según tú hace mi
madre?
—No es lo mismo… —susurró él soltándola despacio.
—Yo tomo mis propias decisiones. Ni mi madre ni tú decidiréis por mí.
Estaba dispuesta a esperarte, pero si lo que quieres es que te dé la libertad, es
tuya.
Crofton le mantuvo la mirada en silencio durante unos segundos, como si
estuviese leyendo en sus ojos lo que no decían sus labios.
—El día de mañana, cuando mires hacia atrás, solo espero que lo que veas
sea fruto de tus propias decisiones. De lo contrario las lágrimas que derrames
serán muy amargas.
—Te estoy demostrando que yo soy quien toma mis decisiones —dijo ella
con expresión dolida—. Eres libre.
Crofton estaba profundamente serio y no dejó de mirarla con la decepción
brillando en sus ojos.
—¿Estás segura de que esto es lo que quieres?
—Completamente.
—Está bien —dijo, derrotado, e inclinó la cabeza como despedida.
Anelise se acercó a él muy despacio y, poniéndose de puntillas, lo besó en
los labios. Inmediatamente Crofton respondió a ese beso con un torbellino de
emociones contradictorias girando en su cerebro.
—Dentro de dos años volverás a entrar por esa puerta —dijo ella—, y yo
estaré aquí, esperándote.
Cuando se separó de él sentía un fuerte dolor en el pecho y tenía el
corazón hecho pedazos, pero lo que Crofton vio fue la serena frialdad de una
mujer decidida que, sin decir nada, se daba la vuelta y caminaba sin prisa
hacia las escaleras de mármol.
Anelise subió peldaño a peldaño con el anhelo de escuchar los pasos de
Crofton corriendo hacia ella, pero lo que oyó fue el sonido de la puerta
principal al cerrarse. Lentamente se sentó en uno de los escalones y escondió
la cabeza sobre sus rodillas dejando que los sollozos la vencieran al fin.
Capítulo 5
La partida de Crofton dejó a Anelise sola ante los constantes envites de su
madre. Hana Vandermer no perdía ocasión de hacerle ver lo acertado de su
decisión, cosa que habría provocado su inmediato cambio de opinión, de no
ser porque su madre terminaba siempre mencionando lo desgraciado que
habría sido Crofton de haber renunciado a lo que más deseaba.
Al principio Anelise arrastraba su cuerpo por la casa con la tristeza
plasmada en su rostro, pero poco a poco empezó a verse a sí misma como una
de las protagonistas de las novelas que leía y alimentó la certeza de que
Crofton regresaría a buscarla. Esa seguridad convirtió su sacrificio en una
heroicidad y a ella en una mujer admirable, lo que le proporcionó cierta
serenidad de ánimo. Había sacrificado sus propios deseos para concederle a
su amado la oportunidad de realizar los suyos. Era digna de admiración, sin
duda.
Los meses pasaron y el hecho de no recibir noticias del vaquero no mermó
en absoluto la confianza de Anelise en su regreso. Su cerebro había levantado
una alta barrera entre la realidad y sus anhelos y los mantenía bien protegidos.
Se interesó por la vida de los rancheros, por saber de su trabajo y conocer
todo lo que tuviese que ver con reses y caballos. Investigó sobre Louise
Langley, la abuela de Crofton, y se sorprendió al ver lo mucho que se había
escrito sobre ella.
—La vida en una granja es muy dura, hija. En el fondo es lo mejor que
podía pasar.
Era Nochebuena y la familia cenaba en el comedor cuando su madre
decidió que era una buena idea sacar ese tema.
—Imaginarte ordeñando vacas o matando animales para la cena me quitaba
el sueño.
—Es un rancho, mamá, no una granja.
—¿Crees que hay alguna diferencia, hija? Eres una jovencita demasiado
frágil para una vida como esa. Siempre has vivido cómodamente…
—Soy más fuerte de lo que parezco —dijo Anelise tratando de imprimir a
su voz una calma que no sentía.
Su madre suspiró mientras su padre miraba fijamente al plato sin decir
nada.
—Pobre Anelise —intervino Colin—, oliendo a estiércol todo el día y sin
poder ponerse sus bonitos zapatos y sus preciosos vestidos.
Anelise miró a su hermano con una expresión que lo hizo enmudecer.
—Ayer estuve en casa de la señora Perkins —dijo su madre después de
unos segundos de oscuro silencio—. Están planeando la boda de su hijo,
Gerald. ¿Te acuerdas de Gerald, Colin? Antes erais amigos.
—Nunca fuimos amigos, mamá —refutó Colin—. Es demasiado bueno
para mí.
Anelise miró a su hermano y casi se le escapó una sonrisa ante aquel
cínico comentario. Gerald Perkins era un petimetre estirado y con ínfulas cuya
compañía resultaba insoportable para cualquiera que tuviese la capacidad de
pensar.
—Pues estaba convencida de que lo era —dijo su madre, confusa—. La
cuestión es que se va a casar con Mariah Warby. Un buen matrimonio, sin
duda. ¿Tú qué opinas, Selig?
Su marido la miró con hartazgo y sin responder cogió su copa y apuró el
vino que le quedaba.
—Tengo trabajo que hacer, disculpadme. —El padre de Anelise se levantó
de la mesa.
—¿Vas a trabajar en una noche como esta? —Hana lo miró con desprecio.
—Claro, querida. No creo que necesites de mi presencia más que
cualquier otra noche del año. ¿Me equivoco?
Anelise miró a sus padres y sintió una profunda tristeza. En los últimos
meses la relación del matrimonio se había vuelto insoportable. Las constantes
discusiones, los gritos de su madre, a la que parecía no preocuparle que los
criados cuchichearan a escondidas, estaban convirtiendo la convivencia en la
casa de los Vandermer en una tortura. Jamás aceptaría una relación así.
Nunca.

El caballo estaba sudado y respiraba agitado cuando Anelise se bajó frente


al establo.
—Ha debido ser una buena cabalgada, señorita —dijo el mozo de cuadras.
—Límpialo y refréscalo bien —dijo sin entretenerse a charlar con él.
Ya no charlaba con el mozo de cuadra y tampoco se reía a carcajadas con
los hijos del jardinero. Su madre decía que había madurado.
Hacía un año desde la última vez que vio a Crofton y no había tenido
noticias suyas desde entonces. No sabía dónde estaba ni cuándo pensaba
regresar. En más de una ocasión había estado a punto de enviar una carta al
rancho de sus padres preguntando por él, pero al final siempre conseguía
controlar sus impulsos.
Seguía levantándose temprano para salir a montar, pero sus carreras eran
cada vez más veloces y arriesgadas y ese día había estado a punto de irse al
suelo, por lo que estaba excitada y nerviosa.
El ambiente en la mansión de los Vandermer era el mismo de siempre, sin
embargo para Anelise se había vuelto claustrofóbico. No soportaba como
antes los constantes consejos de su madre y había perdido el apetito.
—Su madre la espera en el salón azul. —Balchin, el mayordomo, la
interceptó en el hall antes de que tuviese tiempo de alcanzar las escaleras.
Anelise contuvo un resoplido de disgusto y cambió de dirección.
—¿Querías verme, mamá?
Hana estaba de pie frente al gran ventanal cerrado.
—¿No hace demasiado frío para montar, hija?
—Me gusta el frío —respondió Anelise.
Su madre la miró con una ternura impostada y se dirigió a la mesita frente
a uno de los sofás. Últimamente ya no se oponía a que su hija montase, quizá
consciente de que era el único ejercicio que conseguía aliviar un poco su
angustia constante.
—Hemos recibido carta de Abelia Talbot. —La cogió de la mesita y se la
ofreció—. Léela tu misma.
Anelise cogió el papel sin mucho entusiasmo. Abelia era la marquesa de
Stenhouse y a su madre le gustaba repetir que eran buenas amigas, aunque el
único gesto que había tenido la marquesa fue invitarla a cenar en su casa de
Londres, junto a otros doscientos invitados, durante una de sus estancias en
Inglaterra.
La hija de la marquesa iba a contraer matrimonio con lord Bent y los
Vandermer habían sido invitados a la boda.
—No quiero ir, mamá.
Miró a su madre con la súplica en los ojos.
—Por supuesto que quieres ir. No todos los días nos invitan a una boda
como esa.
Anelise sintió aquella punzada en el pecho que aparecía cada vez con más
frecuencia.
—Tendremos que hacerte vestidos nuevos, has perdido mucho peso y la
ropa te queda demasiado holgada —dijo Hana—. Esta tarde haremos venir a
la modista. Alejarte de aquí te vendrá bien, ya lo verás. Hace mucho tiempo
que no viajamos a Europa. Te alegrarás de ver a Cynthia y a Gilbert.
Escuchar el nombre de Cynthia le caldeó un poco el corazón. Era una
joven encantadora y enormemente optimista. Siempre tenía la palabra perfecta
para decirte y conseguía levantar el ánimo del más pesimista. Su hermano,
Gilbert, era igualmente encantador y divertido. Hana vio la sonrisa que
pugnaba por aflorar y decidió que era suficiente asidero para agarrarse.
—No se hable más —dijo su madre, ilusionada—. Voy a comunicarle a tu
padre que nos marchamos a Inglaterra. Seguro que se alegrará de perderme de
vista una temporada, tanto como yo.

—¡Qué alegría me llevé cuando supe que venías! —dijo Cynthia cuando
estuvieron solas en la biblioteca de su casa en Cottesburg.
Cynthia era la hija de lord Reginald Earlington, magistrado de la corte
suprema y un hombre inusualmente agradable, y Corinne Bradford, ahora
Earlington, prima lejana de Hana.
—Me alegro mucho de que hayáis venido vosotras dos, así os quedaréis
con nosotros y podré tenerte todos los días para mí sola —dijo Cynthia sin
soltar a su prima de las manos mientras se sentaban juntas en uno de los sofás
—. Desde que Gilbert se marchó a la academia militar estoy más sola que la
una. Pero, cuéntame, ¿tú cómo estás?
Anelise se entristeció al saber que en esta ocasión no vería a Gilbert.
Echaría de menos sus bromas y su charla interminable. Pero ahora tenía a su
prima mirándola fijamente esperando una respuesta a su temida pregunta.
Cynthia era la única persona a la que le había abierto su corazón. Le había
escrito una larguísima carta contándoselo todo y sus palabras de vuelta habían
sido el único consuelo que había tenido.
—Estoy bien —dijo sonriendo con cariño.
—¿No has tenido noticias suyas?
Anelise negó con la cabeza y la expresión en el rostro de su prima fue más
que elocuente.
—Crees que se ha olvidado de mí —dijo.
—Ha pasado un año, Anelise, cabe esa posibilidad.
La joven desvió la mirada para no mostrarle sus propias dudas y Cynthia
apretó sus manos para reconfortarla.
—No pensemos en eso. Ahora estás aquí y te quiero solo para mí. Aunque
sé que tendré que dejar que los demás te vean y hablen contigo —sonrió—. No
importa, he hecho que instalen otra cama en mi dormitorio y así podremos
hablar hasta quedarnos dormidas. Vamos a tener muchas cosas sobre las que
divagar, no solo la boda de Violet Talbot y Arthur Bent, para la que aún falta
un mes entero. Los Simons darán un baile la semana que viene y las mejores
familias de Cottesburg dejaron sus tarjetas cuando supieron que veníais, así
que tendremos que ir a tomar el té. Las señoritas Mayakovsky quieren verte
enseguida y en quince días se celebrará el concurso de Orquídeas que organiza
Sheniece Grahame cada año…
—Basta, basta —dijo Anelise riendo.
—¡Estoy tan contenta de que estés aquí! —exclamó Cynthia riendo.
—Lo vamos a pasar muy bien, estoy segura —auguró Anelise, convencida
—. Te confieso que cuando mamá me habló de la boda no me apetecía nada
venir, pero saber que iba a verte me hizo cambiar de opinión.
Las dos primas se abrazaron con verdadero afecto.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Anelise a Cynthia al verla


ensimismada.
—En mi baile blanco —dijo la otra con expresión horrorizada—. Fue
aterrador.
Anelise sonrió ante la exagerada afectación de la joven.
—Estaba muerta de miedo por si no me sacaba nadie a bailar. Mientras
todas aquellas madres hablaban de los méritos de sus hijas yo solo podía
pensar que era fea y nadie me invitaría. Me veía a mí misma humillada por
todos y señalada por las otras jóvenes más afortunadas.
—Pero eso no ocurrió —dijo Anelise sin dejar de sonreír.
—No, no ocurrió. —La mirada de Cynthia se fijó entonces en el hijo de los
Turrell, que eran quienes organizaban el baile de esa noche.
—¿Quién es el joven que está junto a la estatua de Hércules? —preguntó
Anelise a su prima con disimulo, sacándola de su abstracción.
Cynthia miró antes de responder.
—¡Ah, ese! —dijo con expresión lastimera—. Es Rayner Brogan, el futuro
conde de Cottesburg. Precisamente ayer escuché a tu madre decir que le
resultaba antipático y engreído.
—Señorita Earlington, ¿me concede este baile? —Robert Turrell estaba
frente a ellas y miraba a Cynthia con excesiva simpatía.
—No quiero dejar a mi prima sola —dijo Cynthia claramente turbada.
—Ve. —Anelise le hizo un gesto suave con la mano—, ve a bailar. Yo
estoy bien.
Su prima aceptó con reticencias a pesar de la enorme sonrisa de Anelise.
Durante unos segundos contempló a su prima y al joven Robert, pero pronto
sus ojos se desviaron de nuevo hacia Rayner Brogan. Era un hombre atractivo,
cabello rubio, ojos azules, alto y de porte aristocrático. Estaba en forma y se
movía con soltura, pero no hablaba con nadie y miraba a todo el mundo como
si estuviese muy lejos de allí. En un momento de su deambular fijó la mirada
en Anelise, que trató de disimular, pero, cuando vio que se dirigía
directamente hacia ella, comprendió que no lo había conseguido.
—Permítame que me presente —dijo cogiéndole la mano y llevándosela a
los labios—. Rayner Brogan, para servirla.
—Anelise Vandermer —respondió ella.
—Sé quién es usted —dijo mirándola desde su altura—. Igual que usted
sabe quién soy yo. Si le parece, podemos dejarnos de subterfugios.
Anelise no supo cómo tomarse su actitud. No tenía claro si era demasiado
estirado o sincero.
—¿Le apetece dar un paseo por el jardín, señorita Vandermer?
Capítulo 6
—Debo decirle que me ha sorprendido —dijo el futuro conde de Cottesburg
mirándola sin reparos—. He conocido a su madre y no se parece usted a ella.
Anelise lo miró sin saber si se trataba de un elogio o un insulto.
—Probablemente a ella le gustaría haberlo escuchado decir eso. Mi madre
no me considera uno de sus éxitos —dijo con sinceridad.
Rayner Brogan no pudo disimular su sonrisa.
—No estoy muy acostumbrado a tratar con jovencitas americanas, pero
estoy seguro de que no hay muchas como usted. Desde luego, no se parece en
nada a sus coetáneas inglesas. Ninguna joven que se precie aceptaría de tan
buena gana reconocer que su madre no se siente orgullosa de ella. Al contrario
—dijo divertido—, se esfuerzan mucho en elogiarse a sí mismas.
—En esto, como en todo, me temo que la generalización es perversa, señor
Brogan.
—Para que la conozca un poco mejor podría hablarme de lo que le gusta.
—Me gusta leer —dijo distraída.
—¿Qué clase de libros?
—Los de la señorita Austen, por ejemplo.
—Ya veo —dijo él asintiendo—. Es usted de las que se pasa las tardes
suspirando por el señor Darcy.
Anelise sonrió con ironía.
—¿Y qué mujer no suspiraría por un hombre con una renta de diez mil
libras al año?
—¡Vaya! ¡Ha sido usted muy rotunda! —dijo riendo.
—Le pido disculpas si he sido demasiado… americana —dijo ella
fingiendo avergonzarse—. Puede estar seguro de que si mi madre me oyera no
estaría muy satisfecha con mi comportamiento.
—Al menos ya sé cuál es su ideal masculino —dijo él escondiendo una
sonrisa divertida.
—¿Se refiere usted al señor Darcy?
—Evidentemente yo soy mucho más atractivo que él y poseo una cantidad
de dinero que, perfectamente, podría competir con la renta del señor
Fitzwilliam.
—Soy de las que opina que cualquiera puede emitir una opinión, por muy
equivocada que esta sea —dijo Anelise con un tono que parecía serio y sesudo
—. Está claro que, en cuanto a atractivo físico, lo que a usted le parece
admirable a mí puede parecerme horrendo…
—Eso no puedo aceptárselo, hay unos cánones de belleza que todos
debemos respetar. Por ejemplo, usted. —Anelise lo miró sorprendida—. Sí,
no irá ahora a desmontar la buena opinión que me he hecho sobre usted y fingir
que se considera poco atractiva.
—No haría tal cosa. Sé que la naturaleza ha sido bondadosa conmigo y
siempre me ha decepcionado la gente que abusa de la falsa modestia. En
cuanto a que se ha hecho una buena opinión sobre mí, no entiendo sobre qué
base, ya que ha sido el señor Darcy el objeto principal de nuestra charla. Por
lo que deduzco que es él quien le parece atractivo, física y económicamente.
Rayner volvió a sonreír, ya sin disimulo.
—Es usted muy divertida, señorita Vandermer. Y gran parte de su encanto
radica en que parece no importarle lo que opine sobre usted.
—Todavía no he visto que tenga una biblioteca semejante a la de
Pemberly. Solo entonces su opinión será relevante para mí.
Rayner soltó una carcajada y siguió riéndose a gusto durante un buen rato.

Si alguien le hubiese dicho a Anelise que haría amistad con el futuro conde
de Cottesburg, ella habría sonreído, condescendiente, pensando que la persona
que le hablaba no tenía ni idea de cómo era ella. Rayner era un joven
arrogante, arisco, antipático con todo el mundo y con una marcada línea sobre
lo que le importaba y lo que no. Línea que no dejaba que nadie traspasase. Si
algo no le interesaba se lo hacía saber a su interlocutor sin dejar el más
mínimo resquicio para la duda. Estaba claro que se movía en una dimensión
totalmente distinta a la suya y su percepción del mundo era igual de diferente.
Parecía ajeno a todo convencionalismo e incumplía sistemáticamente
cualquier regla que le fuese impuesta por el rancio clasismo de la sociedad a
la que pertenecía por derecho y nacimiento. Quizá fue esa rebeldía la que
atrajo tanto a Anelise, resultaba reconfortante conocer a alguien como él,
capaz de enfrentarse a los suyos con la más absoluta tranquilidad.
Rayner y Anelise se hicieron inseparables. Él era su pareja en los bailes,
la acompañaba en sus paseos diarios y siempre era bien recibida cuando se
encontraban en cualquier evento. Lady Hana no podía estar más contenta
viendo a su hija alternar con lo más selecto de la sociedad inglesa, aunque
tuviese que ser de la mano de aquel arrogante y maleducado joven del que
tanto había oído hablar, nunca bien. Aun así, Hana Vandermer era capaz de
valorar el hecho de que lo adornaba un futuro espléndido como futuro conde
de Cottesburg. Ser la madre de una condesa se acercaba mucho al ideal que
había alimentado durante años.

—¿Te ha contado ya la historia de su hermano? —Cynthia estaba sentada


en la cama esperando a que la doncella terminase de peinar a su prima.
Anelise la miró a través del espejo y le hizo un gesto para que esperase a
que la doncella se hubiese marchado.
—Todo el mundo lo sabe —respondió Cynthia—. Hubo un tiempo en que
no se habló de otra cosa en Cottesburg. Tanto arriba como abajo.
La doncella miró a Anelise a través del cristal y asintió.
—Sé que murió de manera trágica… —dijo Anelise dándose por vencida.
—Nicolas Brogan era el joven más elegante y atractivo que yo haya visto
jamás —empezó Cynthia—, más que su hermano, incluso. Iba a ser el próximo
conde de Cottesburg y todo el mundo lo respetaba por ello. Estaba prometido
e iba a casarse, pero de repente dejamos de verlo. No asistía al oficio del
domingo y no se le veía nunca con su hermano, a pesar de que siempre habían
estado muy unidos. Corrieron muchos rumores, pero nunca supimos de verdad
lo que le pasó. La cuestión es que un día salió a montar a caballo con su
hermano y el animal lo tiró. Se rompió el cuello y murió allí mismo.
—¡Dios mío! —exclamó Anelise. Le hizo un gesto a la doncella para dar
su tarea por terminada—. Ya estoy bien, Anna, puedes marcharte. Has hecho
un trabajo maravilloso.
La doncella abandonó la habitación con una sonrisa satisfecha por las
felicitaciones que recibió de Anelise, aunque secretamente disgustada por no
poder quedarse a escuchar el resto de la conversación.
—Aunque lo sepan, no me parece adecuado hablar de estas cosas delante
del servicio. No me gustan los cotilleos —dijo Anelise cuando estuvieron
solas.
—Ellas también tienen derecho a divertirse —rebatió su prima sonriendo.
A Anelise le resultó cruel ese modo de hablar de su prima.
—Debió ser terrible para su hermano —dijo con cierto reparo.
—No sé qué decirte, no es fácil saber lo que pasa por la cabeza de Rayner
Brogan —dijo Cynthia negando con la cabeza.

El concurso de orquídeas se celebraba en Godinton House, el palacio de


los condes. Anelise y el resto del grupo atravesaron el pórtico de piedra que
daba al parque. Un guarda con librea las saludó con reverencia.
—Debe pensar que somos aristócratas —susurró Anelise a su prima—.
Seguro que si supiera que soy americana no lo habría hecho.
Cynthia se volvió a mirar al hombre y al darle la espalda de nuevo trató de
contener la risa.
—Cuéntame un poco más sobre ese concurso.
Anelise y Cynthia caminaban delante del grupo formado por sus dos
madres y el padre de Cynthia. El cochero las había dejado en un lugar
estratégico, destinado a los carruajes, para que los invitados pudieran admirar
las vastas posesiones de los condes.
—Pues es un evento muy importante para Cottesburg. Después de todo es
la única ocasión en la que se permite que los aldeanos pisen estas tierras —
explicó Cynthia con tono sarcástico—. En cuanto al concurso, es un mero
teatro en el que la condesa gana siempre.
—Lo dices como si pensaras que está amañado —dijo Anelise,
sorprendida.
—¡Por supuesto que lo está! —dijo elevando demasiado la voz. Se volvió
para asegurarse de que su madre no la había escuchado antes de continuar en
un tono más adecuado—. Todos estos falsos concursos están amañados, prima.
Estoy segura de que es igual en América. A mí me daría igual si no fuese por
el pobre Wickens, nuestro jardinero. Te aseguro que cultiva las orquídeas más
hermosas que hayas visto jamás.
Anelise frunció el ceño, descontenta.
—¿Y nunca gana?
—Jamás. La condesa no lo permitiría. La madre de Rayner es, como todos
en esa casa, una mujer acostumbrada a hacer su santa voluntad.
—Cynthia, ven, hija —la llamó su madre.
—Ahora vuelvo —le dijo a su prima—, seguro que mamá quiere que le
explique a tu madre algo que ella no recuerda. Le pasa constantemente.
Anelise se alegró de quedarse sola un momento, le apetecía disfrutar del
paseo sin tener que mantener una conversación. Se deleitó contemplando el
precioso puente que habían construido sobre el lago. Realmente el paisajista
de los condes de Cottesburg había hecho un trabajo magnífico. El grupo llegó
hasta una avenida de robles y, tras atravesarla, cruzaron bajo otro arco que
daba a un patio rodeado de edificios. En ese momento Cynthia ya volvía a
estar junto a ella.
—Esa es la Sala de audición —le explicó su prima señalando un pequeño
edificio flanqueado por galerías.
Anelise hubiera deseado poder ver el resto de la propiedad, pero no había
sido invitada formalmente y nadie que no fuese invitado formalmente podía
adentrarse en los dominios de los condes.
Algo parecido ocurría con el concurso. Todo el pueblo estaba invitado
para el evento floral y podían pasar a ver las flores que participaban en el
concurso, aunque a la hora de leer el veredicto, solo los que tenían invitación
escrita podrían quedarse en el interior de la Sala. El resto esperaría fuera a
conocer el resultado.

Asomado a la ventana la vio llegar acompañada de un pequeño grupo de


personas entre las que se encontraba su madre. Hana Vandermer era la imagen
de mujer que él más despreciaba. Superficial e interesada, capaz de relegar
sus sentimientos, si es que los tenía, con tal de conseguir su propósito. Sonrió
con desprecio, acababa de describir a su propia madre. El pesimismo de sus
pensamientos en ese momento la habría ahuyentado sin duda. No había nada
que él despreciase más que la mentira y la falsedad. ¿Qué somos capaces de
hacer por amor? Siempre había creído que el amor hacía alcanzar las más
altas metas, las más elevadas virtudes. Ahora empezaba a comprender lo bajo
que se puede caer también por amor. Repasó su rostro, cada rasgo de su
fisonomía había quedado grabado en su memoria para siempre. Apenas unos
días compartidos y ya sabía que era su alma gemela. La única capaz de hacer
desvanecerse la oscuridad que lo envolvía.
—Hijo, estás aquí. —La condesa entró en la habitación de manera abrupta
cortando el hilo de sus negros pensamientos—. Debemos hacer acto de
presencia en la Sala de audición. Tú deberías adelantarte, para que estés allí
cuando llegue la americana.
—No la llames así, mamá, tiene nombre —dijo sin volverse.
—Está bien, hijo, como desees, pero ya sa…
Rayner no esperó a que terminara la frase, salió de la estancia sin decir
nada más. La condesa se quedó mirando la puerta con expresión confusa.
¿Sería posible que aquella insignificante y rica joven hubiese despertado
algún sentimiento en el corazón de su hijo? Le parecía algo tan improbable
como extraordinario. Durante unos segundos sopesó lo adecuado o
contraproducente que podría resultar esa posibilidad para sus planes.
Finalmente se dijo que no había muchas más opciones. Rayner se había
encargado de convertir la tarea de conseguirle una esposa en algo
prácticamente imposible dentro de su amplio círculo. Y, además, la fortuna de
la americana no era nada despreciable. Suspiró alejando con su aliento
cualquier duda y se dispuso a encarar el evento con la arrogancia y el orgullo
que la caracterizaban.
Capítulo 7
Anelise se paseaba por la sala de exposición contemplando atenta todas y
cada una de las flores. Después de dar una vuelta completa se detuvo frente a
su preferida.
—¿No te parece la flor más bella que hayas visto jamás? —preguntó
Cynthia sonriendo al anciano jardinero con afecto.
—Sin duda —respondió Anelise—. Después de ver esta flor, señor
Wickens, ninguna otra me parece suficientemente hermosa.
El jardinero de los Earlington sonrió satisfecho ante sus elogiosas y
sinceras palabras.
—Veo que la señorita Vandermer ha quedado cautivada por su orquídea,
Wickens. —Rayner se había acercado sin que se percataran de su presencia.
—Ha sido muy generosa con sus palabras —dijo el anciano con evidente
orgullo.
—Estoy seguro de que ha sido completamente sincera —respondió el
futuro conde.
Las dos mujeres siguieron contemplando el resto de flores del concurso
hasta que Robert Turrell se acercó a Cynthia para pedirle que mediara entre su
hermana y él en un conflicto doméstico.
Al quedarse solos, Anelise y Rayner salieron de la Sala.
—Tengo entendido que el señor Wickens nunca ha ganado —dijo Anelise
mientras caminaban sin rumbo fijo—. Y, sin embargo, su orquídea es preciosa.
—La mejor orquídea del concurso, sin duda —dijo él mirándola como se
mira a una niña que no entiende las cosas de los mayores—. El concurso es de
mi madre y debo confesar que todo este teatro se organiza única y
exclusivamente para alimentar su enorme e insatisfecho ego.
Anelise frunció el ceño esforzándose en contener las palabras que venían a
su boca.
—Siento desilusionarla, mi querida amiga —dijo Rayner sin dejar de
sonreír—. El mundo es un lugar cruel e injusto. ¿Cómo si no se entiende que
todos estos pueblerinos hayan venido a celebrar la ostentación de sus amos?
Anelise abrió la boca sin poder creer lo que escuchaba.
—¿Cómo puede hablar así de ellos? —dijo bajando la voz y rezando
mentalmente por que los aldeanos no hubiesen escuchado las palabras del
futuro conde.
—No tema —dijo él bajando también el tono—. Si me hubiesen escuchado
harían como si nada. Son pueblerinos, pero no son estúpidos. Al menos no
tanto.
Anelise se sintió asqueada por su manera de comportarse y poniéndose
seria se disculpó y se alejó de él sin mirar atrás. Rayner la alcanzó enseguida
y la obligó a detenerse cogiéndola del brazo con suavidad.
—Disculpe mi desagradable comportamiento —dijo muy serio—. Me
altera enormemente tener que asistir a esta clase de actos. Y no solo me
obligan a asistir, además soy el encargado de entregar el premio, sabiendo que
es una elección injusta e innecesaria. Ya sé lo que está pensando, pero debo
desilusionarla. La condesa está acostumbrada a conseguir siempre lo que
quiere y le aseguro que no hay fuerza humana capaz de resistirse a sus deseos.
Anelise lo miró con atención. Parecía totalmente sincero.
—Demos un paseo —pidió él—. Aún tenemos una hora hasta que tenga
que hacer mi papel en esta aburrida obra.
Los exteriores de Godinton House no tenían nada que envidiar a los de los
palacios franceses que tanto le gustaban a Anelise.
—Es usted muy afortunado al disponer de un lugar como este para pasear
cuando lo desee —dijo Anelise.
—¿Lo soy? —preguntó con expresión irónica—. Sí, lo soy, perdone mi
cinismo. Lo cierto es que prefiero pasear solo por este lugar a cualquier fiesta,
por divertida y lujosa que sea. Godinton ha sido y es, de momento, mi amor
más imperecedero.
Anelise sonrió con timidez, percibiendo en su mirada un mensaje oculto.
—Le entiendo. Yo también lo preferiría a cualquier fiesta.
—Me temo que usted y yo somos almas gemelas, señorita Vandermer.
Anelise miró hacia el lado contrario al que se encontraba su acompañante
tratando de ocultarle la satisfacción que le proporcionaba su comentario.
—El primer miembro de mi familia que vivió aquí fue Donall Brogan, al
que el rey Jaime I otorgó el derecho de propiedad en 1612, después de
nombrarlo conde de Cottesburg.
—¿Ha pertenecido a su familia todo este tiempo? —preguntó sorprendida
—. ¿A pesar de las luchas fratricidas, a las que los ingleses han sido tan
proclives?
Rayner asintió.
—Los americanos, como buenos hermanos, siguen nuestra estela.
—Cierto —reconoció Anelise—. Espero que eso cambie algún día, para
ambos. Todas las guerras son nefastas, pero no hay nada más estúpido que las
que se dan entre hermanos.
—Pero, señorita Vandermer, ¿no lo somos todos?
Anelise lo miró frunciendo el ceño y en seguida captó su sonrisa oculta.
—Sé que uno de sus deportes favoritos consiste en burlarse de su prójimo
—dijo—. Sepa que no me amilano fácilmente. Tengo dos hermanos y he
resistido durante años sus continuas burlas, lo que me ha preparado
especialmente para este momento.
—Intentaré no olvidarlo —dijo él con expresión burlona—. Volviendo al
tema inicial le diré que los Brogan han sabido amoldarse a las diferentes
situaciones políticas. Mi madre siempre dice que el secreto es que han sabido
establecer lazos entre las diferentes facciones. Siempre hemos tenido
«amigos» en todos los bandos. —La agarró de la mano y aceleró el paso—.
Subamos la colina para que pueda contemplar la belleza del paisaje en su
conjunto.
Cuando estuvieron en lo alto Anelise se sintió abrumada por la enormidad
de aquel lugar.
—Vengo aquí muchas veces para verlo todo desde la distancia —dijo el
futuro conde, concentrado en las vistas. Después de unos segundos se volvió a
mirarla y sus ojos no tenían ni una pizca de ironía—. ¿Hay algún lugar así para
ti, Anelise?
Aquella confianza en el trato hizo que la joven se ruborizara ligeramente.
—Nosotros no tenemos unos jardines como estos, pero suelo sentarme en
el porche de casa a leer mientras contemplo nuestro sencillo jardín —dijo con
naturalidad.
—Me gustaría poder verte en esas circunstancias —dijo él mirándola con
intensidad.
Rayner cogió uno de sus mechones y lo sacó de su bien estudiado encierro
haciendo que cayese sobre su mejilla. Anelise trató de colocárselo
inmediatamente, segura de que su madre la regañaría si se presentaba
desaliñada ante los condes.
Rayner le cogió la mano para impedirle hacerlo y sin mediar palabra se la
llevó a los labios y la besó en la palma. Aquel gesto fue tan
estremecedoramente intenso que Anelise contuvo la respiración. El futuro
conde de Cottesburg la miraba sin apartar su boca de la palma de su mano y
Anelise sentía el calor de su aliento en ella.
—Será mejor que volvamos —dijo cuando recuperó el control de sus
emociones.
Apartó la mano con disimulo y emprendió el camino de regreso sin esperar
su aprobación. Si se hubiese dado la vuelta habría visto la oscuridad que
nublaba los ojos de Rayner.

Cuando volvieron a la exposición los aldeanos habían salido del edificio y


esperaban en los jardines a conocer el resultado de la votación del jurado. Tan
solo los invitados, que eran en su práctica totalidad miembros de la alta
sociedad inglesa, a excepción de los demás participantes, ocupaban las sillas
que se habían colocado expresamente para esa ocasión.
Rayner se despidió de Anelise en cuanto la hubo acompañado hasta una de
esas sillas, y subió a la tarima en la que habían colocado el atril.
—Como cada año —empezó a hablar—, estamos aquí para premiar la
labor del mejor jardinero de Cottesburg, que el jurado valora a través de la
observación de la mejor orquídea. Este año, como siempre, los asistentes han
alabado las diferentes flores que han participado en este certamen y que, sin
duda, son todas dignas de ser premiadas. Lamentablemente el premio es esta
placa y solo uno de ellos puede llevársela.
Rayner desdobló el papel que habían dejado sobre el atril y leyó
mentalmente el nombre de la ganadora que, como siempre, era su madre.
Permaneció unos segundos mirando el papel y cuando levantó la vista sus ojos
se encontraron con los del anciano señor Wickens. Se preguntó cuántos años
más le quedaban para sufrir decepción tras decepción. ¿Cuántas veces más
cultivaría su perfecta y preciosa orquídea, expresamente para el concurso,
sabiendo que no le darían el premio?
—El jurado ha establecido que el ganador de este año sea el señor
Wickens, de Earlington House.
Ignorando la mirada asesina de su madre, Rayner se guardó el papel en el
bolsillo y comenzó a aplaudir arrastrando al resto de asistentes, que parecían
tan conmocionados y sorprendidos como la condesa.
Después de su hazaña, Rayner Brogan se convirtió en una persona aún más
preponderante en la vida de Anelise. A pesar de que a su madre no le gustaba
la personalidad del futuro conde de Cottesburg era evidente que su situación
social le era totalmente favorable, por lo que no puso ningún «pero» a dicha
amistad.
—¿No te parece precipitado ir a cenar a Godinton House? —preguntó
Cynthia cuando estaban acostadas en sus respectivas camas.
—No es lo que piensas, es solo una cena informal a la que han invitado a
algunos amigos.
—A algunos amigos y a ti.
Anelise se puso de lado para mirar a su prima y apoyó la cabeza sobre su
mano derecha.
—¿Piensas que hago mal?
—¿Por qué tendría que pensar eso? ¿Lo dices por Crofton? Os disteis la
libertad al despediros. Además, ¿cuánto tiempo duró aquello? Ya hace más
tiempo que conoces a Rayner que al vaquero.
Anelise se puso boca arriba mirando al techo, con las manos enlazadas
sobre su cintura. Era cierto lo que decía Cynthia. Llevaba dos meses en
Inglaterra y en ese tiempo había visto a Rayner casi a diario. A su mente
volvió la noche del baile en la boda de Violet Talbot y Arthur Bent. La
condesa no había dejado de mirarlos, al igual que Hana, su madre.
—Eres el centro de atención —dijo Rayner, divertido—. No estoy seguro
de que la novia esté muy contenta por eso. Creo que te va a colocar en su lista
negra.
Estaban bailando un vals y, aunque Anelise ya había comprobado lo
excelente bailarín que era, con aquella pieza mostraba además su absoluta
firmeza y decisión. La llevaba como si fuese una pluma al viento y Anelise
creyó que acabaría elevándola del suelo.
—No temas —siguió Rayner—. A mi madre le gustas mucho. No lo
parece, porque siempre tiene esa expresión circunspecta, pero te aseguro que
es así.
—¿Habéis hablado de mí? —preguntó más turbada aún.
—Querida, desde que te conozco eres mi tema de conversación favorito.
Anelise se sonrojó involuntariamente y apartó la mirada tratando de
ocultarle lo que decían sus ojos. Rayner la llevó por toda la pista, sujetando su
cintura con firmeza y su mano con delicadeza.
Aquella fue una noche maravillosa y después de esa vinieron otras igual de
emocionantes.
—¿En qué piensas? —le preguntó Cynthia.
Anelise siguió mirando al techo.
—¿Crees que se puede amar a dos hombres a la vez?
—No —respondió su prima, rotunda—. Bueno, no lo sé. A veces creo que
amo a Robert Turrell y otras veces no estoy segura. No imagino lo que sería
sentir algo tan confuso por dos hombres.
Anelise se volvió entonces hacia ella y sonrió.
—¿Ya te lo ha pedido? —preguntó con interés.
Cynthia negó rápidamente con la cabeza.
—Ocurrirá muy pronto —profetizó la americana—. He visto cómo te mira
y creo que no podrá aguantar mucho más.
—Yo también he visto cómo te mira Rayner y tampoco creo que espere
demasiado, menos sabiendo que te marcharás pronto.
—Aún estaré un mes aquí —dijo Anelise sentándose en la cama con
expresión asustada—. ¿Crees que va a pedirme…? No puede ser.
—¿Por qué no va a poder ser? —Su prima también se sentó en su cama.
—Es el heredero del condado de Cottesburg.
—¿Crees que sus padres no estarán de acuerdo?
—Dice que les gusto, pero de ahí a que quieran verme casada con su
hijo…
—¿Qué le responderás si te lo pide?
Anelise miró a Cynthia con expresión aterrada. No tenía respuesta para esa
pregunta.

La condesa entró en el salón después de que el mayordomo la avisara de


que su hijo había llegado.
—Rayner, cariño, hace días que no hablamos —dijo acercándose con
aquella falsa naturalidad a la que estaba tan acostumbrada.
—He venido en cuanto he recibido tu nota —dijo su hijo mientras la
observaba sentarse en su sofá—. ¿No podías esperar a esta noche?
Desde niño la había visto actuar como actúan los actores de teatro. Tenía
su libreto siempre aprendido y un catálogo de poses estudiadas para cada una
de sus interpretaciones. Aquella manera de caminar hasta el sofá y el modo en
el que se sentaba, erguida y regia, era una de las más famosas.
—No, no podía esperar —dijo su madre, rotunda—. ¿Has decidido ya
cuándo vas a preguntárselo?
Rayner sonrió, perverso.
—¿Temes que se marche y se lleve su dinero?
—Ya sabes que no es su dinero lo que más me importa, en este caso. —La
expresión de su madre habría hecho enmudecer al más valiente—. Eres
nuestro único hijo varón ahora. Tu obligación es procurar la sucesión al título.
—Nada garantiza que las cosas salgan como esperas. ¿No te parece un
riesgo innecesario?
—Es una muchacha de buena familia, joven y vigorosa. Eso puede
influir…
—¿El que sea joven o el que tenga mucho dinero? —Caminó hasta el
mueble bar y se sirvió un whisky para calmar la ansiedad que le provocaba el
tema. Sabía perfectamente a qué se refería su madre con lo de «buena familia»
y era a su posición económica—. ¿Tú no eras una joven vigorosa y de buena
familia, madre?
—No es necesario que seas tan desagradable —dijo la condesa—. Quizá
debería dejar el asunto en manos de tu padre, seguro que a él no le hablarías
de este modo. Cualquiera diría que es un sacrificio para ti. He visto cómo la
miras, es evidente que te gusta, así que deja de comportarte como un reo
llevado al cadalso.
Rayner bebió un largo trago. Era cierto que le gustaba, mucho más que eso,
se había enamorado de ella como un colegial. Pero eso hacía que todo aquel
asunto fuese más repulsivo para él. De hecho, si no se hubiese enamorado no
estaría manteniendo aquella conversación con su madre. Jamás habría
aceptado semejante imposición.
—Voy a proponerle matrimonio —dijo mirándola a los ojos—, pero en el
fondo de mi corazón espero que me rechace.
—No lo dices en serio. Ni siquiera tú eres tan estúpido.
—Sí, madre, lo digo totalmente en serio. Aunque sé que en sus manos está
la única felicidad que conoceré en esta vida.
Su madre sonrió con tristeza.
—Cada uno ha de afrontar los retos que le pone el destino como mejor
pueda. Eres el futuro conde de Cottesburg y vienes de una larga casta de
hombres que mantuvieron alto el estandarte de…
—Gracias, madre, pero no necesito un discurso de los tuyos. —Apuró el
contenido de su vaso y lo dejó con excesiva fuerza sobre la mesita—. Le
propondré matrimonio y repito que, por su bien, espero que me rechace.
—Serás muy desgraciado si lo hace —dijo su madre poniéndose de pie
mientras él caminaba hacia la puerta con resolución.
—Mi felicidad no entra en esta ecuación, madre, y tú lo sabes mejor que
nadie. Seré desgraciado de un modo u otro; la única diferencia es que, si
acepta, no sufriré solo.
Capítulo 8
Lady Martha Brogan era una anfitriona excelente. Sabía hacer que sus
invitados se sintieran cómodos y dirigía la conversación con maestría,
evitando temas escabrosos o carentes de interés. Anelise se sintió tratada con
gran esmero y los condes fueron cercanos y amables con ella. A la cena habían
invitado a varios amigos entre los que se encontraban lord y lady Chattery, el
juez Howell Sneddon y su hija Ondine. La cena fue más agradable de lo que
Anelise esperaba y después de la primera media hora consiguió relajarse y
disfrutar de la velada.
—¿Qué opina usted de las tradiciones, señorita Vandermer? —preguntó el
juez Sneddon desde el otro lado de la mesa—. Tengo entendido que los
americanos son proclives a la distensión.
Anelise tuvo la impresión de que para el juez las tradiciones debían
mantenerse a cualquier precio.
—Creo que las tradiciones nos atan a nuestros antepasados —dijo de
manera ambigua.
Al juez pareció gustarle aquella respuesta y la miró satisfecho.
—Cierto, cierto. ¿Qué es una generación más que un eslabón de una
interminable cadena?
Anelise miró a Rayner y vio en sus ojos que él sí la había entendido.
—El simple hecho de pensar que las tradiciones nos atan con cadenas me
hace pensar en un destino nada halagüeño, juez Sneddon —dijo el futuro conde
cortando la carne de su plato—. Creo que la aristocracia debería pensar en un
discurso más atrayente. Por ejemplo, podríamos decir que las tradiciones son
martas cibelinas que vamos añadiendo a nuestro abrigo. Aunque reconozco
que ahora llevaríamos un abrigo tan pesado que apenas podríamos caminar
con él.
El juez frunció el ceño tratando de comprender el discurso del joven, sin
demasiado éxito. Anelise, en cambio, había percibido la sutil crítica a unas
rancias e inamovibles costumbres que estaba convencida de que acabarían por
desechar. No en vano el siglo se acercaba inexorablemente a su fin y estaba
convencida de que el siglo XX traería vientos de cambio a Europa.
—Reconozco que estas cenas son mucho más divertidas con tu presencia
—le dijo Rayner cuando la acompañó a su faetón y nadie podía escucharlos—.
En realidad empiezo a tener una mejor opinión del mundo porque sé que tú
estás en él.

Al regresar a casa de los Earlington, Cynthia no dejó de preguntar hasta


que su curiosidad fue satisfecha por completo.
—¿Qué le vas a responder? —preguntó la joven cuando consideró que
había sido bien informada.
—¿A qué te refieres?
—Está claro, primita, ese hombre suspira por ti.
—No digas tonterías, Cynthia. Rayner Brogan es un buen amigo.
—No me negarás que te gusta.
Anelise no respondió y sus mejillas se tiñeron de color rojo.
—Es rudo y antipático con todo el mundo, pero debo reconocer —dijo
Cynthia poniendo cara de circunstancias—, que contigo es diferente.
Anelise se recostó en la cama y miró al techo tratando de calmar los
latidos de su corazón. No debía pensar en eso, no era bueno para ella, pero
aún sentía el roce de sus dedos cuando la ayudó a subir al faetón. Y su mirada.
Aquella mirada oscura y penetrante capaz de estremecerla como un viento
helado.

—Sé que echas de menos tu caballo. —Rayner sonreía mientras le hacía


un gesto para que pusiera el pie en sus manos.
—¡No! —exclamó ella riendo—, no voy a subirme así. Ven, lo llevaremos
hasta ahí y podré utilizar ese pequeño muro como escalera.
La silla de montar que le habían puesto al caballo era una silla para mujer
y Anelise no protestó para no estropearle la sorpresa.
Trotaron a paso tranquilo recorriendo las tierras de los Brogan. A Anelise
le habría encantado cabalgar rápido, añoraba sus veloces carreras con Peka,
pero tampoco dijo nada.
—Quiero enseñarte un lugar muy especial para mí —dijo Rayner.
Estaba extraño y Anelise esperaba averiguar cuanto antes a qué se debía
aquella actitud nerviosa y las miradas inquietas que le dirigía.
—Esta es la granja más alejada de Godinton House. Aquí viven nuestros
arrendatarios más antiguos y quiero que los conozcas. Son la familia Kennell,
llevan viviendo con nosotros más de sesenta años.
Anelise percibió que aquel momento era importante para él y sintió una
emoción que irradiaba desde su pecho hacia el resto de su cuerpo. Avanzaron
lentamente hasta la granja y una mujer de mejillas sonrosadas y formas
redondas salió a recibirles.
—¡Señorito Rayner! —exclamó alegre—. Ha llegado justo a tiempo,
acabo de preparar un caldo de los que tanto le gustan.
Los Kennell eran una familia sencilla formada por el abuelo Obie, su hijo
Larry, la mujer de este, Marge, que era la que los había recibido, y sus hijos
William, Jimmy y Roy, de solo seis años. Cuando llegaron, el padre y los dos
hijos, de catorce y quince años, estaban trabajando en el campo. Marge se
empeñó en mandar a Roy a buscarlos y puso dos cuencos con caldo frente a
sus invitados mientras los esperaban.
—Tiene que probarlo —le dijo a Anelise mirándola con ansiedad.
La americana tomó el cuenco y bebió un sorbo, aunque a esa hora no le
apetecía demasiado.
—¡Está delicioso! —exclamó, sincera.
Marge sonrió agarrándose los brazos en actitud satisfecha.
—No tomará uno tan bueno en la casa grande —dijo orgullosa—. He
intentado explicarle la receta a esa cabezota de Josie, pero no hay manera,
sigue sin querer ponerle apio y le añade demasiada cebolla.
Anelise sonrió y bebió otro sorbo para satisfacerla.
—¿Cómo se encuentra hoy? —preguntó Rayner al anciano Obie.
—Mis huesos me dicen que va a caer una buena tormenta —dijo el hombre
agradecido por su interés—. Las rodillas me duelen como si me las hubiese
mordido uno de los perros.
Durante la siguiente media hora hablaron de la granja y de cómo el tiempo
afectaba a los cultivos. También de los animales. Obie le explicó a Anelise
cómo eran las cosas cuando él era joven y lo mucho que habían cambiado. La
americana no pudo evitar pensar que no habían cambiado lo suficiente.
—Señorito Rayner —dijo Larry al entrar en la casa seguido de sus dos
hijos—. Qué grata visita.
Rayner se levantó y le estrechó la mano con familiaridad, y después hizo
lo mismo con los dos muchachos. Anelise no podía dejar de admirarse por el
trato amigable que tenía hacia ellos. Allí no se comportaba con la antipatía y
el cinismo con los que solía relacionarse con los de su clase. Era afable y
simpático, riendo con las bromas de Larry y las ocurrencias de los muchachos.
Después de esa visita no le quedaron dudas de que Rayner Brogan era un
hombre excepcional, muy distinto de la imagen que se esforzaba en mantener
frente a todos.

—Otro día te llevaré a visitar a los demás arrendatarios.


Iban a pie dando un paseo y llevando a sus monturas de las cinchas.
—Se pondrán celosos si no lo haces —dijo ella sonriendo también.
—Siempre he venido solo —explicó él—. Hasta hoy. Supongo que ya
sabes por qué te he traído.
Se detuvo en medio de ninguna parte. A lo lejos aún se veía la granja.
Anelise se sintió embriagada por una extraña emoción, su corazón
palpitaba acelerado sabiendo lo que iba a pasar. Temiendo y deseando a un
tiempo que pasara.
—Debo confesarte algo. —Estaba realmente serio y la tensión que lo
atenazaba era evidente—. Fue mi madre la que pidió a la marquesa de
Stenhouse que os invitara a la boda de su hija. Tenía esperanzas de que
trajeras aire nuevo a mi vida y que, por fin, aceptase a alguna de las mujeres
que tanto se ha esforzado en conseguirme. No te escogió por tus innegables
virtudes. Lo hizo porque nuestras finanzas pasan por un momento delicado y
decidió que este matrimonio podría darnos el capital que necesitábamos, entre
otras cosas.
Anelise empalideció haciendo que el verde de sus ojos se viera más
intenso. Se llevó la mano al pecho involuntariamente. Los acelerados latidos
de su corazón habían cesado de golpe y ahora latía lento golpeando con fuerza
dentro de su caja. Rayner se apresuró a continuar para no desfallecer en su
propósito, aunque su propio corazón se iba haciendo jirones con cada palabra.
—Yo me comprometí a intentarlo. Conocerte fue mi única promesa. No
contaba con que despertaras unos sentimientos tan profundos en mí…
A Anelise le temblaban las rodillas, no sabía si reír o llorar. Rayner soltó
las riendas de su caballo, que no se movió de su lado, para coger sus manos y
llevárselas a los labios.
—Nunca he sentido algo así antes. Pensar que vas a marcharte a miles de
kilómetros de mí no me deja dormir. Ya no puedo imaginar mi vida sin ti. Sin
contemplar estos preciosos rizos que se escapan rebeldes de tu peinado —dijo
acariciándole el pelo—, ni esa sonrisa traviesa cuando respondo a tus burlas
cayendo en tus inocentes trampas. Me despierto por la mañana ansiando verte
y me acuesto por las noches feliz porque sé que te tendré en mis sueños. Aun
así, te pido que pienses bien tu respuesta. Piensa en tu país, en tu padre…
Piensa en todo aquello a lo que deberás renunciar.
Anelise apenas podía disimular el temblor de todo su cuerpo, el pecho le
iba a explotar y la cabeza no paraba de producir pensamientos contradictorios.
Rayner clavó una rodilla en el suelo sin soltarle las manos y la joven dejó de
respirar.
—Anelise Vandermer, ¿aceptarás a este humilde y solitario hombre como
esposo? Si me aceptas, prometo amarte todos los días de mi vida.
Al ver que no respondía se incorporó lentamente. Sus ojos mostraron un
dolor callado y humilde, pero en su corazón también había alivio. No había
sido capaz de decirle la verdad, pero lo dicho había bastado. Soltó su mano
despacio y sonrió con tristeza.
—Espero que quieras seguir siendo mi amiga.
Crofton se había materializado ante ella creando una confusión
insoportable en su cabeza.
—Tengo que… —A Anelise le faltaba el aire—. Debo decirte…
Las lágrimas acudieron a sus ojos e imparables cayeron por sus mejillas.
La embargaba un sentimiento de pérdida insoportable.
—Habla sin miedo —dijo Rayner con afecto—, no hay nada que puedas
decir que empañe la buena opinión que tengo de ti.
—Yo… No…
No podía expresarse con claridad, las ideas saltaban en su cabeza como
las gotas de lluvia, que había empezado a caer sobre ellos. Rayner la miraba
ansioso por una idea que acababa de fraguarse en su mente.
—¿Amas a otro? —preguntó.
—Sí… ¡No! —Aquella exclamación la sorprendió más a ella que a él—.
¡Me va a estallar la cabeza!
La lluvia arreció y pronto estarían empapados si no se resguardaban.
—Ven, un poco más allá hay un techado bajo el que podremos guarecernos
de la lluvia.
Una vez protegidos, Anelise empezó a hablar ya sin reservas. Le contó
todo sobre Crofton y le habló de sus sentimientos hacia él. Sus palabras no lo
dejaron indiferente. Sus gestos evidenciaban el dolor que le causaba su
confesión, pero en ningún momento Anelise sintió rechazo alguno por su parte.
—¿Amas a ese hombre?
Anelise tardó en contestar. Era innegable que el sentimiento hacia Crofton
seguía ahí, pero se había aletargado por la distancia y el convencimiento de
que él la había olvidado. Se sentía como una joven viuda que apenas pudo
disfrutar de las mieles del amor y que había vuelto a encontrarlo de manera
inesperada.
—Mi corazón todavía siente algo por él —confesó, sincera, y se
estremeció al ver la emoción que mostraban los ojos de Rayner al escucharla.
En ese momento lo vio más guapo que nunca. Los sentimientos, que habían
aflorado a su rostro, mostraron la total perfección de sus facciones y una
intensa y negra mirada.
—Lo entiendo —dijo Rayner intentando sonreír—. Y le envidio. Sin duda
es el hombre más afortunado de la Tierra.
Anelise dio un paso hacia él y se perdió en la profundidad de sus ojos.
—Pero ese no es el único sentimiento que alberga mi corazón —dijo sin
medir lo conveniente de sus palabras—. No puedo darte una respuesta a tu
pregunta sin antes hablar con él. Solo te pido que me des un poco de tiempo.
Cuando regrese me pondré en contacto con su familia y trataré de averiguar…
—No tienes que darme explicaciones, Anelise —dijo él hablando con
ternura—. Aunque no lo entiendas, este dolor que golpea ahora mi corazón, en
el futuro me reconfortará. Ve a buscarle. Sé feliz, es lo único que deseo.
Capítulo 9
Durante el viaje en barco, de regreso a América, Anelise tuvo mucho tiempo
para pensar. Aquellos tres meses en compañía de Rayner habían sido los más
felices de su vida. Con él se sentía plenamente libre y respetada. El futuro
conde de Cottesburg no utilizaba ni su clase social ni el hecho de ser un
hombre para imponer sus criterios o sus deseos. Su discurso era claro y
sincero, siempre decía lo que pensaba, pero nunca con superioridad o
condescendencia. La interpelaba porque le importaba su opinión sobre
cualquier tema, y la provocaba para que se liberara de la rígida educación que
había recibido de su madre.
Hana aprovechó cualquier ocasión propicia para tratar de influir en su
hija. Anelise no quería pensar lo que diría su madre si supiese que el futuro
conde le había pedido matrimonio y lo que ella le había respondido. Sin lugar
a dudas, a su madre le daría algo si se enteraba.
No sintió ningún alivio al reencontrarse con su vida cotidiana. Si cuando
se marcharon estaba inquieta y angustiada, ahora se sentía profundamente
triste. Durante el viaje recordó todas las buenas cualidades de Rayner, pero
según pasaron los días ya no era eso lo que más añoraba. Lo que la hacía
suspirar de manera inesperada o le arrancaba alguna lágrima era pensar en su
sonrisa, en su cálida voz cuando le hablaba de las cosas que le importaban y
que nada tenían que ver con su posición. Sus largas y silenciosas miradas,
cuando sus ojos le decían todo aquello que no se puede expresar con
palabras.
Pero Anelise era un mar embravecido en el que sus dudas cabalgaban
sobre las grandes olas. El recuerdo de Crofton batallaba contra sus actuales
sentimientos. También se estremecía al pensar en él y sus pensamientos le
arrancaban suspiros y lágrimas en igual medida. Temió volverse loca y lo que
menos necesitaba para su estabilidad eran las peleas constantes entre sus
padres. Por eso, cuando reunieron a sus hermanos y a ella en el salón para
anunciarles que iban a separarse, en lugar de pena sintió alivio. Se decidió
que los dos varones irían a vivir con Selig y ella se quedaría con su madre,
algo del todo comprensible. Lo que Anelise no pensó fue que, a partir de ese
momento, vería muy poco a su padre y sus hermanos y que su madre sería
quien tomaría todas las decisiones sin que hubiese nadie con autoridad que
pudiese oponerse a sus designios.
—No vas a mandar esa carta —decía Hana roja de ira blandiendo el sobre
en su mano—. De ninguna manera permitiré que te rebajes de ese modo.
—Debo hacerlo, mamá, no podré tomar una decisión al respecto si no
hablo antes con Crofton.
Finalmente se había visto obligada a explicarle la proposición de Rayner y
su respuesta, y eso había hecho que su madre se mostrase totalmente
desquiciada.
—¿Cómo has podido ser tan estúpida? —dijo Hana paseándose por el
salón mientas se daba aire con la carta—. ¡Un futuro conde!
—Debo hacer las cosas bien —argumentó Anelise con una expresión que
evidenciaba su firmeza y determinación.
—¿Bien? ¡Crofton Bourne se marchó! ¡Te dejó libre!
—Pero me amaba.
Su madre la miró aún más furiosa.
—¿Y qué importa eso? ¿Con el amor vas a pagar tus caprichos? ¿Con el
amor te comprarás una casa y tus vestidos? ¿Darás una educación a tus hijos
ofreciendo en pago una porción de ese amor?
—Crofton no es un mendigo, mamá, tiene…
—¡Ya sé lo que tiene! ¡Tiene una madre Comanche!
—Su madre no es Comanche —rebatió Anelise—. Al menos, no del todo.
—Pero, hija, ¿acaso no es verdad lo que vieron mis ojos? —Hana suavizó
el tono y fue a sentarse junto a ella—. Tú amas a Rayner, no tengo ninguna
duda.
—Sí, mamá —dijo Anelise con total sinceridad—. Lo amo. Lo amo
profundamente, pero no puedo casarme con él sin saber si Crofton…
—¡Eres imposible! —exclamó Hana con hartazgo—. Pues perderás al
hombre al que amas por tu cabezonería. Esta carta no se enviará de ninguna
manera. Si no quieres aceptar ese matrimonio, no lo hagas, es tu vida, pero no
escribirás a una Comanche suplicando por su hijo.

Tras la separación, Hana decidió que no quería seguir viviendo en la casa


que había hecho construir y regresaron a la Quinta Avenida. Allí Anelise no
podía tener a su yegua y tuvo que renunciar a montar todos los días, que era lo
único que la animaba a levantarse por las mañanas.
Los meses pasaron y la joven entró en un estado de desgana en el que
perdió aún más peso del que había perdido tras la marcha de Crofton. Sentía
que estaba renunciando a su felicidad de nuevo y que ese iba a ser para
siempre su destino. A pesar de que no le hubiese resultado difícil urdir un plan
para que la carta llegase a las manos deseadas, su educación y un estricto
código de honor le impedían desobedecer a su madre.
El hecho de que tuviera confianza plena en que su hija no desobedecería
sus órdenes no parecía ser suficiente para Hana y era presa de un malestar
constante. A su preocupación por el futuro y la certeza absoluta de que ese
futuro estaba en manos de Anelise, tuvo que añadir el terremoto emocional que
había supuesto la separación de su esposo. Tras esa separación Hana se sentía
en boca de todos, y personas a las que tenía gran afecto actuaron, a su
entender, de manera claramente desleal tomando partido por Selig y dándole a
ella la espalda. No tuvo en cuenta que esas personas habían sido siempre más
amigos de su esposo que suyos.
Una mañana, cuando iba a subir a su carruaje para hacer una visita, se
desplomó en el suelo. El cochero y uno de los criados la trasladaron a su
habitación mientras el mayordomo enviaba a buscar al médico con urgencia.
—Es el corazón, sin duda —dijo el médico mirando a Anelise con
solemnidad—. Debe procurar que esté tranquila, no debe alterarse con nada. A
partir de ahora debería ser usted quien se encargue del gobierno de la casa.
Después de atender al médico y escuchar con atención sus indicaciones,
Anelise entró en el cuarto de su madre tratando de contener las lágrimas.
—Hija… —Hana le tendió la mano y Anelise corrió a cogérsela.
—Mamá, lo siento mucho. —Los sollozos apenas la dejaban hablar.
—Hija mía —susurró Hana casi sin fuerzas—. Al despertarme me he dado
cuenta de lo fácil que sería que me marchara de este mundo, y en lo único que
podía pensar era en lo sola que estarías si yo faltara. Sé que si yo muriera no
contravendrías mis deseos y no enviarías esa carta, por eso quiero aprovechar
este momento de lucidez para liberarte de ese peso: tienes mi permiso para
enviar esa misiva. Aunque sé que tu felicidad está junto al conde de
Cottesburg, eres libre de actuar como tu conciencia te dicte.
Los sollozos de Anelise arreciaron mientras apoyaba la mejilla en la mano
de su madre, arrodillada junto a su cama.
La muerte de Hana Vandermer fue algo tan inesperado que incluso su
esposo cayó en una especie de sopor culposo que afectó a su ánimo durante
mucho tiempo. Era una mujer tremendamente vital y entusiasta, capaz de
dedicarse en cuerpo y alma a cualquier tarea por muy rutinaria o pesada que
fuese. Nunca desfallecía y jamás se quejaba de cansancio alguno. Sin embargo
su corazón dijo basta de un modo abrupto y definitivo.
Murió dos días después de autorizar a su hija a enviar la funesta carta que
había originado el terrible desenlace, y Anelise tuvo que encargarse de todos
los preparativos de su funeral con aquel peso en su corazón. Sus hermanos se
ofrecieron a ayudarla en lo que fuera preciso, pero había un dolor en el pecho
de Anelise para el que no encontraba alivio: la culpa. Esa maldita y lacerante
emoción que destruye todo lo que toca.
En su interior la joven se sentía responsable de la muerte de su madre.
Estaba convencida de que nada de aquello habría ocurrido si hubiese aceptado
la proposición del futuro conde de Cottesburg. Y lo peor de todo era que ella
también habría sido más feliz haciéndolo, pero su estricto código de honor no
lo había permitido y ahora tenía que llorar la muerte de su madre mientras
recogía sus cosas para ir a vivir con su padre y sus hermanos de vuelta a Long
Island. A una casa que soñó su madre y en la que cada detalle le recordaría su
pecado.

No envió la funesta carta. Durante los meses siguientes a la muerte de su


madre, Anelise se limitó a montar a caballo y llevar la casa lo mejor que pudo
sin darse el más mínimo motivo de alegría. Había perdido la jovialidad que la
caracterizaba y se limitaba a dejar que los días se deslizasen sombríos y
yermos sin permitirse una sola queja. Su padre decía que había madurado de
golpe y sus hermanos la trataban con una delicadeza que no les era propia.
En esas circunstancias amaneció el aniversario esperado y temido a partes
iguales. El día que se cumplían dos años de la despedida de Crofton, Anelise
se paró frente a la puerta principal como un mudo espectador que ve recreada
en su mente la escena que lo cambió todo. Durante aquellos minutos en los que
permaneció absorta en sus alucinaciones se preguntó qué ocurriría si lo viese
entrar de nuevo por esa puerta, y una mezcla de deseo y temor conjuró sus más
terribles fantasmas.
El día pasó sin sobresaltos y cuando se metió en la cama, dando por
terminada la jornada, sus ojos vertieron lágrimas silenciosas e inesperadas.
No había llorado desde que el corazón de su madre se paró para siempre. No
podía. Era como si creyera que no merecía ni siquiera ese alivio y se
impidiera desahogar tanta tristeza.
En ese tiempo recibió varias cartas de Rayner Brogan, pero no abrió
ninguna. Las guardaba amorosamente en un cajón de su secreter y, a veces, las
cogía entre sus manos y las besaba con sus labios desnudos. Cada mañana
cuando bajaba a desayunar esperaba escuchar a su padre dándole la noticia.
Sería una boda sonada, la del futuro conde de Cottesburg, y Anelise sabía bien
cómo sería la vida de la afortunada elegida. Si esa mujer conseguía que
Rayner la amase tendría la felicidad asegurada. Su exquisita inteligencia, su
atractivo varonil, su facilidad para arrancarte una sonrisa en los momentos
más inesperados…
—¿Has oído lo que te he dicho, Anelise?
Su padre la miraba desde la cabecera de la mesa con expresión
preocupada.
—Perdona, papá, estaba distraída.
—Nos han invitado a una cena en casa de los Knowles. Al parecer tienen
a un ilustre invitado. Tengo entendido que lo conociste durante el último viaje
que hiciste con tu madre.
Anelise empalideció, pero rápidamente se dijo que aquello no era posible,
seguro que se trataba de otra persona.
—Rayner Brogan, el futuro conde de Cottesburg, ha venido con un grupo
de amigos.
Capítulo 10
Se cumplía un año desde la muerte de su madre y era la primera vez que
acudía a un acto social. Iba a ser una cena informal y por eso aceptó. Por eso y
porque no pudo resistirse a la idea de volver a verlo, segura de que por fin
podría quitarse aquella flecha que atravesaba su corazón. Estaba convencida
de que entre ese grupo de amigos habría una mujer que ocuparía un lugar
especial en su corazón, y creyó que ese hecho la ayudaría a desterrar cualquier
fantasía.
Tuvo que ponerse uno de los vestidos que llevó a su viaje a Inglaterra y al
verse en el espejo no pudo evitar recordar la noche en la que lo lució.
—Te he despertado tristes recuerdos —se lamentó Anelise.
Estaban de pie frente al retrato de su hermano Nicolas, colgado en una
pared de la biblioteca de Godinton House.
—Pienso mucho en él —dijo Rayner con voz queda—. Siempre pienso en
él.
Habían permanecido en silencio durante algunos segundos, hasta que él
volvió a mirarla con una sonrisa.
—Le habrías gustado mucho —dijo.
—Estoy segura de que él también a mí —dijo cortés, aunque había algo en
sus ojos…
—Si hubieses conocido a Nicolas ni siquiera me habrías mirado a mí —
dijo con suavidad, y toda la arrogancia que lo caracterizaba desapareció como
por ensalmo.
—Estoy segura de que no existe un escenario en el que eso sea posible.
Nunca olvidaría la penetrante mirada que le había dedicado. Fue como si
entrara en su pecho y le agarrase el corazón con manos de terciopelo.
Mantuvo la mirada frente al espejo, erguida y serena, dispuesta a cerrar
aquella puerta de una vez para siempre.
A la hora establecida, lo que quedaba de la familia Vandermer bajó de la
calesa y caminó hasta las escaleras que daban entrada a la casa de Margaret y
Thomas Knowles. Los anfitriones los recibieron con gran amabilidad y
después los anunciaron al resto de invitados de manera sencilla y sin
convencionalismos.
Anelise no tuvo que buscarlo, sus ojos lo encontraron antes incluso de que
hubiesen recorrido la habitación. Era como si tuviese un poderoso imán capaz
de atraerla irremediablemente.
Había pasado casi un año y lo vio cambiado. Más atractivo aún de lo que
lo recordaba. Más maduro y serio. Se acercó lentamente, con aquel modo de
caminar que desprendía seguridad y aplomo.
—Tengo entendido que ustedes se conocen —dijo Margaret Knowles—. El
señor Brogan nos ha hablado de su estancia en Inglaterra.
—Señorita Vandermer —dijo cogiéndole la mano y llevándosela a los
labios.
—Señor Brogan, me alegro de verlo.
—Le doy mi más sentido pésame por la muerte de su madre —dijo y
después se acercó a su padre y a sus hermanos para presentarles sus respetos.
Anelise aprovechó ese alejamiento para observar al resto de invitados,
tratando de localizar a la mujer que la ayudaría a arrancarse el sentimiento que
había permanecido amarrado a su pecho desde que abandonó Inglaterra. La
mujer que habría conquistado su corazón después de su marcha. Porque
Anelise no podía imaginar que la hubiese esperado durante tanto tiempo.
Y estuvo segura en cuanto la vio. La joven del grupo de amigos con el que
había viajado Rayner brillaba con luz propia atrayendo su atención sin
esfuerzo. Su piel extremadamente blanca le daba a su rostro un aspecto de
belleza clásica. Tenía un porte altivo y elegante y unas facciones con cierta
arrogancia que se veía suavizada por la dulzura de unos ojos azules que le
recordaron a Anelise su adorado mar. Era realmente hermosa.
—Venga, le presentaré al resto del grupo del señor Brogan —dijo la
anfitriona detectando su interés—. El coronel McMenamy, la señorita Faye
Ruscoe, sus padres lord Weston y Cecilia, y la marquesa Orela Crowhurst. Les
presento a la señorita Anelise Vandermer y a sus hermanos, Colin y John.
Cuando el señor Vandermer termine de hablar con Rayner concluiré las
presentaciones.
La anfitriona se alejó para atender al resto de sus invitados.
—Así que usted es la famosa Anelise —dijo la marquesa mirándola con
los ojos entrecerrados.
Era una mujer de unos cincuenta años y no parecía tener una vista muy
clara.
—¿Por qué no la conocimos cuando estuvo en Inglaterra? —preguntó lord
Weston.
—Nosotros no estábamos en esa época, querido —dijo Cecilia, su esposa,
con una sonrisa—. Habíamos viajado a París para las celebraciones del
aniversario del marquesado.
Entonces le explicaron a Anelise que Orela era marquesa de Crovignon, en
Francia, y su esposo fallecido, Marcus, era el hermano mayor de lord Weston.
Por lo que Orela era la cuñada de lord Weston.
—Solemos pasar largas temporadas en París para acompañar a mi cuñada,
y el aniversario de la creación del marquesado es siempre una buena excusa.
Sorprendentemente, Rayner aceptó en esta ocasión nuestra invitación para
acudir a las celebraciones, no es muy amigo de eventos de este tipo. Y hace un
mes nos sorprendió con que quería hacer este viaje —terminó de explicar lady
Weston.
—Demasiado barco para mis huesos —se quejó la marquesa.
—Vamos a sentarnos —dijo lady Weston cogiendo a su cuñada del brazo
—. Tú puedes quedarte, Faye, acompaña a la señorita Vandermer mientras sus
hermanos siguen hablando de política con tu padre.
Cuando las dos jóvenes se quedaron solas fue Faye la primera en iniciar un
acercamiento.
—¿Piensa volver pronto a Inglaterra, señorita Vandermer?
—No tengo previsto ningún viaje —respondió adornando sus palabras con
una ligera sonrisa.
—Es muy pesado, son demasiados kilómetros —expuso la joven—. Los
viajes en barco no son algo que me guste demasiado. Suelo marearme. ¿Usted
se marea?
—Por suerte, no. Incluso puedo leer cuando el mar está movido.
—¡Qué envidia me da! —exclamó Faye admirada—. Yo apenas he podido
pasear por la cubierta del barco unas cinco veces en todo el viaje. Por cierto,
se trataba de uno de los barcos de vapor de su padre.
—Me ha parecido escuchar a esta jovencita quejarse de las vicisitudes de
su viaje en uno de mis barcos. —Selig Vandermer se había acercado
acompañado de Rayner.
—Señor Vandermer, le presento a mi buena amiga Faye Weston —dijo
Rayner.
—Selig Vandermer a su servicio, señorita.
—Encantada. —Faye hizo una ligera genuflexión.
—Espero que su viaje fuese más agradable de lo que me ha parecido
escuchar —dijo el padre de Anelise.
—Siento decirle que no —respondió Faye—, pero me temo que no tenía
nada que ver con su barco sino con mi absoluto rechazo al mar, señor
Vandermer.
—Faye detesta el mar desde que era niña —adujo Rayner, lo que le dijo a
Anelise que se conocían desde hacía muchos años.
—Mi hija, en cambio, lo adora —dijo Selig riendo--. Jamás se marea ni se
asusta. La he visto impávida en medio de una gran tormenta mientras hombres
experimentados temblaban como niños.
Sentir la atención de Rayner sobre ella la hizo sentir excesivamente
vulnerable y deseó poder acabar con aquello cuanto antes.
—Si me disculpan —dijo muy seria—, debo dar un recado a la señora
Hargun. Nuestra ama de llaves es hermana de la cocinera de los Knowles y me
ha pedido que le diera un mensaje. Será mejor que baje ahora, antes de la
cena.
—Ve, hija, ve —dijo su padre dándole permiso.
Anelise hizo un gesto de respeto y se dio la vuelta para salir del salón
procurando no llamar la atención de sus anfitriones. Una vez fuera del alcance
de las miradas de los invitados sintió que el aire volvía a entrar en sus
pulmones de manera natural y se apresuró a bajar a la zona de sirvientes para
hacer lo que había dicho.
—¡Qué alivio, señorita Vandermer! —exclamó la cocinera cuando supo
que las pruebas habían salido bien y su hermana estaba ya totalmente
recuperada—. Estaba muy preocupada por ella.
—Lo sé, señora Hargun, y por eso su hermana me pidió que le diera el
mensaje personalmente. Está convencida de que no la creyó a pesar de su nota.
—Pues tenía razón —dijo la mujer arrugando la frente—. Mi hermana
siempre fue muy protectora y la creo capaz de mentirme para que no sufra.
—Pues ya puede quedarse tranquila. No la hemos dejado trabajar durante
este mes, y no ha sido fácil.
La señora Hargun sonrió abiertamente.
—Le tiene que haber costado mucho —dijo riendo—, mi hermana es una
trabajadora incansable. No imagino cómo la ha mantenido lejos de sus
ocupaciones.
—Ya le digo que no ha sido fácil, pero ahora todo está aclarado y ya ha
vuelto a sus rutinas diarias.
—Me alegro mucho. —Cogió las manos de la joven y la miró emocionada
—. Gracias, señorita, de verdad, gracias por tomarse la molestia de venir a
decírmelo.
Anelise se despidió de la mujer y del resto de criados que habían
observado la escena satisfechos por las buenas noticias. Subió las escaleras
para regresar al salón y volvió a sentir sobre ella el desánimo. Deseó salir de
la casa y marcharse sin despedirse de nadie, pero no podía hacer semejante
cosa. Debía recomponerse, entrar allí y comportarse como se esperaba de
ella.
Antes de que se moviera, la puerta del salón se abrió y Rayner salió
decidido. Se paró en seco al verla parada en medio del hall.
—Anelise…
Escucharlo decir su nombre con aquella familiaridad la dejó
completamente desarmada. Rayner se acercó a ella con una expresión inquieta.
Había esperado ese momento pero no lo imaginó de ese modo.
—¿Por qué no respondiste a ninguna de mis cartas? —preguntó contenido.
Anelise sintió que su corazón se desbocaba.
—Deberíamos volver…
—No —dijo rotundo—. Debemos tener esta conversación.
—Podría salir alguien… Los criados…
Rayner miró hacia la puerta del salón y luego a la de la zona de sirvientes.
Después de un segundo de duda la agarró del brazo y la arrastró hasta el
jardín, sin que ella pudiera resistirse. Una vez resguardados entre la frondosa
vegetación, la mano de Rayner la soltó, pero sus ojos seguían fijos e
irreverentes.
—¿Por qué no respondiste a mis cartas? —reiteró su pregunta—. ¿Acaso
no las recibiste?
Anelise asintió, lo que provocó que una sombra de dolor cruzase ante los
ojos del inglés.
—Tan solo quería una certeza —dijo entre dientes—, saber que ya
nunca…
—No las leí —dijo, sincera.
Una intensa sensación de inevitabilidad hizo desaparecer de un plumazo
todo el miedo y las dudas que había tenido respecto a ese momento.
—Ansiaba tanto tu presencia que si en tus cartas me hubieses pedido que
regresara a ti no habría tenido fuerzas para resistirme.
La mandíbula se marcó firme en el rostro masculino mientras su cuerpo se
tensaba.
—¿Qué ocurrió con… él?
—No ocurrió nada. Mi madre me prohibió que enviase la carta que había
escrito a su familia. En ella le pedía por favor que me pusiera en contacto con
él, además de preguntarle qué noticias tenían.
Anelise hablaba serena, como si nada de aquello estuviese sucediendo
realmente.
—¿Y qué pensabas hacer? ¿Esperarle por si regresaba? —preguntó
visiblemente afectado—. ¿Tanto lo amas que estabas dispuesta a renunciar a
todo por él?
—¿Es que no lo entiendes? ¿Tan poco me conoces, Rayner? Él dijo que me
amaba, estaba dispuesto a renunciar a su sueño por mí. Tan solo me conocía
desde hacía un mes y ya quería convertirme en su esposa.
—Eso lo entiendo —dijo Rayner con unos ojos que lanzaban chispas—.
Yo me enamoré de ti después de una semana, soy consciente del hechizo que
lanzas por el mero hecho de existir. —Dio un paso hacia ella y la cogió por
los hombros—. Siempre me hablas de lo que él sentía, pero yo quiero saber lo
que sientes tú. Si hubieses dado tu palabra sería distinto, no me habría
interpuesto, pero dijiste…
—No, no hay ninguna palabra dada. Ambos nos otorgamos la libertad,
pero…
—Pero ¿qué? —dejó caer las manos derrotado—. ¿Esperabas a que
volviera? ¿Querías verlo para saber a quién debías elegir de los dos?
Anelise sonrió con tristeza.
—Quería verlo para decirle que había conocido al hombre de mi vida.
Que mi corazón ya no me pertenecía y que por ello no podía dárselo…
Rayner gimió entre dientes y apretó los puños para contener la emoción
que lo arrolló como una enorme ola.
—Pero los dos años han pasado y Crofton no ha vuelto —dijo Anelise
tímidamente.
—¿Y cuánto tiempo ibas a esperarlo? ¿Cuánto tiempo más ibas a dejarme a
mí en esta agonía? —La agarró por los brazos y la atrajo hacia su cuerpo para
poder abrazarla con fuerza—. He vivido una tortura todos estos meses,
temiendo que estuvieses con él y deseándolo al mismo tiempo.
—¿Por qué hablas así? —dijo ella confusa—. Parece que no quisieras
amarme.
—¡Y no quiero! —exclamó él casi con furia.
Anelise se apartó dolida.
—¿No soy lo suficientemente buena para ti?
—Criatura —susurró con voz ronca—. Soy yo el que no es lo bastante
bueno para tenerte. No te merezco, Anelise, y saber que eras feliz con otro
hombre mejor que yo me destrozaba el corazón y me aliviaba el alma al mismo
tiempo.
Anelise lo abrazó también y apoyó la cabeza en su pecho. Los latidos de su
corazón eran como los tambores que ahuyentan a las fieras en las noches sin
luna. No supo cómo se encontró con los labios de Rayner deslizándose suaves
sobre los suyos. La dulzura fue dando paso a un ardor desconocido para ella
que le robó la capacidad de resistirse. Los labios del inglés entreabrieron los
suyos, su aliento le abrasó la boca como una llamarada que se extendió por
todo su cuerpo llenándola de un maravilloso éxtasis. Anelise se abandonó a
esos labios, a sus manos que la apretaban con firmeza contra su cuerpo.
Oleadas de placer fluían entre ellos con sensaciones completamente nuevas
para ambos. En la mente de Anelise se encendieron las alarmas. Estaban en el
jardín de la casa de los Knowles y todo el mundo debía estar preguntándose a
dónde habían ido los dos jóvenes.
—¿Contestarás ahora a mi pregunta? —dijo Rayner contra su boca.
Anelise sonrió emocionada.
—Acepto.
Capítulo 11
El encargo del ajuar de la novia no fue como su madre lo había imaginado. En
las innumerables veces que la oyó relatar cómo sería ese momento, Hana
siempre era la protagonista principal, por delante incluso de la novia. Anelise
tuvo que encargarse de todo y su actitud poco dada al derroche hizo que se
ajustara a lo estrictamente imprescindible sin resultar mezquina.
El día fijado para la boda fue el veintitrés de octubre. Había tiempo de
sobra para los preparativos, pero Anelise sentía una fuerte presión que se vio
acrecentada cuando leyó los acuerdos prenupciales. Rayner insistió en que
podía cambiar lo que deseara, que de ningún modo quería que se sintiera
perjudicada, pero Anelise comprendía que todo aquello era consustancial al
hecho de que iba a casarse con un aristócrata inglés, heredero de un título que
ostentaba su familia desde hacía más de doscientos cincuenta años.
El día amaneció nublado. Anelise pidió que la dejaran sola mientras se
ponía la preciosa lencería con encaje y las medias de seda. Se ruborizó al
imaginar lo que ocurriría en aquella habitación que había sido solo suya hasta
ese día. Al darse la vuelta se vio en el espejo y una turbadora sensación la
estremeció. No sabía nada de los detalles, tan solo conocía el acto en sí, su
madre se lo había explicado sin ahondar demasiado y, según entendió de
dichas explicaciones, Rayner no la vería tal y como ella se estaba viendo en
ese momento. Se pondría el camisón y él acudiría a su habitación para
consumar el matrimonio.
Cuando sus mejillas recuperaron el color normal, dejó entrar a la doncella
encargada de ayudarla con el vestido. Las diferentes capas de tela fueron
cayendo sobre Anelise, después la doncella la ayudó a introducir los brazos en
las ajustadas mangas y anudó las cintas del corpiño, poniendo especial
cuidado en no dañar el encaje. Anelise se miró en el espejo una vez terminada
la ardua tarea. Había hecho bordar con hilo de plata a la cola de su vestido
unas viejas perlas de su madre. No olvidaba que aquella era la boda que ella
siempre quiso para su hija.
Selig Vandermer no pudo disimular su emoción al llevarla hasta el altar
para entregársela al que iba a ser su marido. Anelise se sentía pletórica, una
felicidad inmensa henchía de gozo su corazón cada vez que sus ojos se
cruzaban con los de Rayner y veía en ellos el inmenso amor que le profesaba.
Se cantaron himnos en los que se ensalzaba el amor verdadero después de que
se dijeran los votos matrimoniales con temblorosa voz.
Tan solo hubo un hecho que podría haber enturbiado aquella preciosa
boda. Durante la ceremonia Crofton Bourne entró en la iglesia y se sentó en el
último banco. Selig se percató de su presencia y comprendió que cuando los
novios atravesaran el pasillo Anelise se cruzaría con él. Con disimulo, el
padre de la novia se acercó al joven vaquero y lo hizo salir. Cuando Anelise
escuchó el golpe de las puertas al cerrarse, se volvió como si su subconsciente
la hubiese advertido. Pero no vio nada.
Selig Vandermer no escatimó en gastos y la comida que se celebró después
de la ceremonia fue digna de un rey. Anelise observaba a Rayner mientras
hablaba con los invitados y se preguntaba si los dioses la castigarían por tanta
felicidad. Al día siguiente partirían en barco hacia Inglaterra, donde estaría su
hogar a partir de ahora. Echaría de menos Nueva York, pero le ilusionaba la
idea de empezar de nuevo en otro lugar.

El futuro conde de Cottesburg se colocó tras ella. Los festejos de la boda


habían concluido y ambos se habían retirado a su dormitorio. Anelise
contemplaba la luna a través del ventanal y sintió el calor que emanaba del
cuerpo de su ya esposo.
Rayner la rodeó con sus brazos, acunándola suavemente. Permanecieron en
silencio durante unos minutos, disfrutando del contacto mutuo, con la certeza
de que después de esa noche se pertenecerían por completo el uno al otro.
—Toda mi vida he sentido una insaciable sed por aprender —dijo Rayner
en un tono quedo y profundo—. El mundo se me antoja un lugar increíble,
repleto de secretos apasionantes. Siempre he sido consciente del poco tiempo
que tenía para experimentar, pero desde que te conocí toda esa ansia ha
cambiado de dirección y ahora siento aún más fuerte la presión del tiempo en
mi espalda.
Empezó a deshacer el intrincado y complejo peinado y no se detuvo hasta
que los cabellos de Anelise cayeron libres sobre sus hombros. Lo cogió con
una de sus manos y aspiró su aroma como si de un fabuloso néctar se tratase.
Ella se estremeció al notar su aliento en el cuello y cerró los ojos al sentir que
sus labios se posaban ardientes sobre su piel.
Lentamente se volvió hacia él y lo miró entregada, completamente rendida
a su amor. Rayner se acercó despacio, alargando el momento previo a aquel
beso tan esperado. Anelise se sintió sobre un volcán cuando su lengua,
caliente y suave, se sumergió en su boca. Le rodeó el cuello con los brazos,
temerosa de perder el equilibrio si no se sujetaba.
Cuando Rayner se separó de ella Anelise tenía los ojos vidriosos, como
aquellos que se pasan con el whisky. Su esposo sonrió ligeramente y comenzó
a desvestirse.
—Iré a buscar mi camisón… —dijo la novia con evidente nerviosismo.
Pero él la sujetó del brazo con suavidad mientras su mirada le pedía que
no se moviese. Anelise no sabía cómo debía comportarse y apartaba la
mirada, temerosa.
—¿Te resulto desagradable? —preguntó él con la voz ronca.
Anelise lo miró. Los músculos bien definidos de su pecho, sus brazos y
aquel abdomen duro y fuerte, junto a sus equilibradas proporciones, hacían de
su cuerpo un claro ejemplo de perfección. Pero aún llevaba los pantalones y
Anelise no se veía capaz de soportar la escena si continuaba desnudándose
frente a ella.
—Soy tu esposo —dijo él con dulzura—. Hemos unido nuestros corazones
y ahora gozaremos de nuestros cuerpos. Pero, tranquila, hoy no te haré mía por
completo. Quiero aprenderme cada centímetro de tu piel. Noche tras noche
contemplaré cada porción de tu cuerpo hasta sabérmelo de memoria. Y solo
entonces, te poseeré.
Anelise respiraba con dificultad. Su cabeza era un torbellino de emociones
desconocidas. Con Rayner nada era nunca como ella imaginaba. Lo vio
llevarse las manos a los botones de su pantalón y un segundo después estaba
completamente desnudo ante ella.
Para ella fue más complicado, demasiados botones y demasiadas cintas,
pero él esperó paciente sin dejar de mirarla. Poco a poco Anelise fue dejando
de sentirse turbada por la visión de aquella parte del cuerpo masculino tan
abrumadora. Pisó con delicadeza fuera del vestido, que había dejado caer al
suelo, y se deshizo de la lencería de encaje que se había puesto aquella
mañana.
Se acercó a él tímidamente y Rayner la rodeó con sus manos acercándola
despacio hasta que sus cuerpos hicieron contacto. Así, pegados el uno contra
el otro y sin dejar de mirarse, caminaron hacia la cama y el roce acompasado
del cuerpo de Rayner contra el suyo provocó en Anelise una excitación
desconocida e incendiaria.
La tumbó con delicadeza, sin apenas apartarse, y se colocó sobre ella.
Cuando inclinó la cabeza Anelise sintió su aliento acariciando el botón que se
erguía en su pecho y acto seguido sintió sus labios atenazándolo con firmeza.
Cerró los ojos y se arqueó involuntariamente provocando que el miembro
masculino encontrase fácilmente el camino que buscaba.
—Esto es solo el principio, mi amor —dijo él sin dejar de mirarla a los
ojos—. No temas, de momento no sentirás ningún dolor, tan solo un ansia que
se extenderá por todo tu cuerpo y que yo saciaré con mis manos y mi boca.
Anelise se estremeció al ver que encontraba lugar entre sus piernas y sin
saber qué estaba pasando se dejó arrastrar por la oleada de pasión que la
arrolló.

Entró en el salón con movimientos cantarines y su padre sonrió al verla tan


feliz. Había mandado a una doncella a buscarla poniendo especial hincapié en
que quería hablar con ella a solas.
—¿Qué ocurre, papá? —preguntó acercándose a él y depositando un tierno
beso en su mejilla.
—Siéntate, hija, tengo algo que decirte antes de que emprendas tu viaje a
Inglaterra.
Anelise se puso seria y obedeció, sentándose junto a él.
—Ayer ocurrió algo —empezó Selig Vandermer— que te oculté porque no
quería que nada estropeara un día tan importante para ti. Crofton Bourne
estuvo en la iglesia.
Anelise empalideció. Después de tanto tiempo…
—Pensé que había venido a reclamarte algo y me adelanté a los
acontecimientos sacándolo de allí. Quería verte a toda costa, pero le convencí
de que no era buena idea en esos momentos.
—¿Qué quería, papá? —preguntó temerosa.
—No ha venido a reclamarte nada, tan solo quiere explicarte por qué no
volvió y…
—Eso ya no importa —dijo Anelise poniéndose de pie con brusquedad—.
Estoy casada y amo a mi marido.
—Él también está casado.
Anelise miró a su padre con sorpresa y volvió a sentarse lentamente.
—¿Está casado?
Selig asintió.
—Es lo que ha venido a contarte. Tiene una hijita —dijo con tacto—. Está
aquí de paso con su esposa. Pero todo eso es mejor que te lo cuente él mismo.
Le dije que viniera hoy y te está esperando en los establos. Insistió en
quedarse allí, no quiere molestar a… Rayner.
Anelise no pudo evitar el temblor en sus manos cuando caminaba hacia los
establos. El vaquero la esperaba con el sombrero en la mano y emoción
contenida.
—Anelise… —musitó cuando estuvo frente a él.
—Crofton —dijo ella con la misma ternura.
—Te felicito por tu boda —dijo el vaquero—. Estabas bellísima. Tal y
como siempre te imaginé.
Anelise sonrió tratando de calmar los latidos de su corazón.
—Yo también te felicito, sé que tienes una hija.
Crofton asintió y su mirada no dejaba lugar a dudas: estaba muy orgulloso.
—No quiero molestarte con mi visita —empezó—. Mi mujer, mi hija y yo
hemos vuelto a América para…
—¿No habías vuelto aún? —le interrumpió.
Crofton negó con la cabeza.
—Vivimos en Nueva Zelanda. Te escribí para contártelo todo, pero nunca
respondiste a mis cartas.
Anelise frunció el ceño.
—Nunca recibí carta tuya —dijo.
Crofton asintió.
—Tal y como dijo tu padre —contestó—. Tú madre debió interceptarlas.
Anelise empalideció y lo miró como si lo viese de nuevo por primera vez.
—¿Me escribiste?
Él asintió y permanecieron en silencio unos segundos.
—Sentémonos ahí —dijo Anelise señalando un banco.
Cuando estuvieron instalados, Crofton comenzó su relato. Le explicó que
inició su viaje con el corazón roto y que tardó meses en empezar a
recuperarse. Viajó por toda Europa y también por Asia. Su último destino era
Nueva Zelanda y allí fue donde su viaje cobró por fin todo el sentido. La
cultura maorí lo sedujo de un modo abrumador, sus costumbres y tradiciones
calaron hondo en él y pronto sintió que aquel podía ser el lugar que había
estado buscando. No quería marcharse. Además, había conocido a alguien y su
corazón suspiraba por ella. No quiso que ocurriera, de hecho se resistió al
principio, pero…
—No tienes que justificarte —lo interrumpió ella con una sonrisa—.
Entiendo bien lo que te pasó. A mí me pasó lo mismo.
—Me mortificaba la idea de que pensaras que te había traicionado.
—No había ningún compromiso entre nosotros —respondió Anelise—,
pero yo sentía lo mismo. La primera vez que mi esposo me pidió matrimonio
le dije que no por ti. Tenía que hablar contigo antes de aceptarlo. Explicarte…
Crofton asintió, comprensivo.
—Pero háblame de tu mujer —pidió ella.
—Es maestra —explicó el vaquero—, enseña a niños maoríes e ingleses
en su escuela.
—¿Juntos? —se extrañó Anelise, consciente de la dificultad que eso debió
conllevar.
Crofton asintió sonriendo abiertamente.
—Ya te haces una idea de la clase de persona que es.
—Debe tener un gran carácter para enfrentarse a tales convencionalismos.
—Eso fue lo primero que me atrajo de ella. Tiene una personalidad
arrolladora. Es decidida e inflexible cuando defiende algo. Ha conseguido
cosas que…
—Está claro que, además de amarla, la admiras.
Crofton bajó la mirada con timidez.
—¿Y tú? —preguntó después de un momento—. ¿Cómo es el conde?
—Futuro conde —aclaró ella con una sonrisa—. Es un hombre muy
peculiar, sincero y leal. Confío plenamente en él y… lo amo profundamente.
—Era lo que quería oír —dijo en voz alta.
Cuando salieron de los establos, Anelise lo acompañó hasta el sendero
para despedirlo.
—Me habría gustado conocer a tu esposa. Si nuestro barco no zarpase
mañana…
Crofton le tendió la mano y Anelise se la estrechó en un gesto muy poco
habitual. Había cariño en sus miradas y una tierna inocencia que permanecería
para siempre en sus corazones.
—Te deseo toda la felicidad del mundo, Anelise —dijo él visiblemente
aliviado.
—Y yo a ti, Crofton.
El vaquero subió a su caballo y se alejó de allí mientras, en una de las
ventanas del piso superior, Rayner observaba la escena con una punzada de
celos atravesándole el costado.

El viaje a Inglaterra apenas duró unas pocas semanas. Gracias a los barcos
de vapor, cruzar el Atlántico resultaba ahora mucho más cómodo. Lo hicieron
en uno de los barcos de su padre y tuvieron la mejor atención por parte del
capitán y la tripulación.
Anelise era muy feliz, aunque sentía cierta preocupación por cómo se
habían desarrollado las cosas. Estaba segura de que lo que ocurría en su cama
por las noches no era lo habitual en un matrimonio. Rayner era dulce y
apasionado al mismo tiempo y habían hecho cosas en las que no podía pensar
sin ruborizarse, pero por alguna extraña razón el matrimonio no había sido
consumado aún. No es que tuviese demasiada información, pero sabía en lo
que consistía el acto en sí y no se había producido.
Se dijo que quizá su esposo quería esperar a estar instalados en su nueva
casa. Quizá era importante para él hacerlo en la que sería su verdadera cama,
así que decidió no volver a pensar en ello hasta que su vida juntos se iniciase
como tal. Ahora mismo lo que más le preocupaba era lo que les esperaba
cuando llegasen a Cottesburg.
Ninguno de los acontecimientos que había vivido en las últimas semanas le
producía el terror que sentía ante aquella reunión familiar. Por fin iba a ser
presentada a la familia Brogan-Dinsdale al completo, y no calmaron un ápice
su ansiedad ni las palabras tranquilizadoras de su esposo ni el hecho de que ya
conociese a sus padres.
Rayner aprovechó el viaje en tren hasta Cottesburg para explicarle las
diferentes ramificaciones de su familia y para ponerla sobre aviso de en quién
debía poner su confianza y contra quién debía protegerse. Para Anelise, siendo
americana, las complejas estructuras de la aristocracia inglesa resultaban
absurdas en algunos casos, pero comprendía que debía reprimirse para no
demostrar su visión del asunto.
—Los Dinsdale son una familia formidable —dijo Rayner—. La encabeza
mi abuela materna, lady Sarah, duquesa viuda de Cadwell, una mujer
orgullosa, altiva y con una lengua afilada. Su padre era el duque de Chandelor
y ella es un claro ejemplo de la aristocracia heredada. Del mismo modo que su
madre hizo con ella, educó a mi madre para ser una perfecta condesa, antes
incluso de saber que se casaría con un conde. De niño pensaba que mi abuela
tenía poderes mágicos. A veces, aún lo creo. —Sonrió, pícaro—. Mi madre
tiene dos hermanas: lady Rosheen, la mayor, casada con Walter Cattermoul, un
auténtico gentleman, y lady Mauve Cadwell, que no quiso casarse nunca a
pesar de recibir numerosas proposiciones. A mi tía Mauve te la ganarás
enseguida si introduces en una conversación el nombre de Mary
Wollstonecraft.
—¿Una aristócrata interesada en el sufragismo?
Rayner asintió divertido.
—Cuando hables del tema procura que mi abuela paterna no esté cerca —
dijo en tono conspiratorio—, podría darle un síncope. Hablando de ella, la
condesa viuda encabeza la rama Brogan de la familia. Como sabes, mis dos
abuelos ya fallecieron y son sus esposas las que ocupan el lugar preponderante
de nuestro árbol genealógico. Lady Abigail, la madre de mi padre, tiene un
concepto muy particular de cuáles deben ser las virtudes de una dama. La
belleza y el decoro son cualidades imprescindibles en cualquier mujer que
quiera permanecer en la misma habitación que ella. La única excepción a esa
regla es mi abuela materna, a la que considera poco menos que un adefesio.
Anelise se echó a reír a carcajadas ante aquel comentario tan irreverente y
Rayner le cogió la mano con ternura. Pocas cosas lo hacían tan feliz como
verla reír.
—Tú superarás con creces sus expectativas en cuanto a belleza y decoro y
también las de mi abuela Sarah, a la que le interesará mucho más tu
inteligencia. —La besó ligeramente en los labios antes de proseguir—. Luego
están los hermanos de mi padre, Randolph y Warren, medio hermanos, en
realidad, ya que son hijos del segundo marido de mi abuela, lord Bolton,
también fallecido. Solo les interesa la política, no hablan de otra cosa, ya lo
verás. Mis primos, los hijos de…
—Basta, basta —suplicó Anelise—, tantos nombres me están poniendo
muy nerviosa.
—Creí que habías dicho que querías estar preparada —dijo él con aquella
pícara expresión de nuevo.
—Es usted muy malo, señor Brogan —susurró ella cogiéndole la cara con
las manos.
—Tiene razón, señora Brogan —respondió con voz profunda—, hace más
de una hora que no le digo lo mucho que la amo. Espero que sabré hacerme
perdonar…
Se levantó de su asiento y bajó la cortinilla que protegía el cristal de la
puerta.
—No te atreverás a hacerme esas cosas aquí —dijo asustada.
Rayner sonrió burlón.
Capítulo 12
Anelise respiró hondo antes de bajar del carruaje. El mayordomo los esperaba
en la puerta para acompañarlos al salón en el que se había reunido toda la
familia antes de la cena. Cuando entraron, el rumor de las conversaciones se
detuvo y todos se volvieron a mirarlos. Anelise pensó que así debían sentirse
los caballos de su padre cuando los examinaba antes de comprarlos.
Lady Martha, la madre de Rayner, fue la primera en acercarse a saludarlos
y Anelise se sintió enormemente agradecida por sus amables palabras y su
trato afectuoso. Después la presentó a las dos abuelas de Rayner y a
continuación a sus tíos, tías y primos. La hermana mayor de Rayner, Noreen, se
mostró tímida y apocada y después de los saludos de rigor no volvió a decir
una palabra.
Durante la cena Anelise se sorprendió al ver que lord Malcolm, su suegro,
era un hombre afable y risueño, muy diferente a la imagen que ella se hizo de
él la única vez que lo vio, el día del concurso de orquídeas. Tenía la misma
retranca de Lady Sarah, duquesa viuda y abuela materna de Rayner, que resultó
ser una mujer divertida a pesar de su ceño permanentemente arrugado y su
cortante ironía.
No tardó en revelarse una contienda entre los clanes Dinsdale y Brogan y
sus disputas dejaron a un lado el interés por el nuevo miembro de la familia,
lo que supuso para Anelise un gran alivio.
Lady Sarah, la duquesa viuda, era sin duda la representante perfecta de lo
que debía ser una gran dama. No parecía haber disfrutado de una exquisita
belleza, como ya le había insinuado Rayner, tenía un rostro estrecho, la nariz
muy fina y un poco respingona, pero sus pequeños ojos azules mostraban la
misma personalidad inteligente y fuerte que poseía su nieto.
Por el lado del conde, lady Abigail, la condesa viuda, era una mujer
distinguida cuyo rostro dejaba ver la enorme belleza que aún a su edad era
visible. Sin embargo, no estaba dotada de la perspicacia de la otra abuela de
Rayner y cuando se enfrentaban, cosa que ocurría constantemente, quedaba
claro que la duquesa viuda era muy superior en cuanto a retórica y evolución
lógica. Lady Abigail no permitía que nadie la llamase abuela, una palabra que
detestaba por considerar que era demasiado joven para ello.
—Querida mamá —dijo la condesa dirigiéndose a su suegra—. ¿Se ha
solucionado ya el problema doméstico con el servicio?
—¡Oh, no me lo recuerdes! —exclamó lady Abigail—. Finalmente mi
mayordomo se marcha para casarse. ¡Es tan desconsiderado!
Anelise miró a Rayner, que sonrió ligeramente antes de dirigirse a su
abuela.
—Condesa —dijo utilizando el tratamiento con el que solía llamarla—.
Tengo entendido que el señor Huxley ha esperado dos años a que encontraras
un nuevo mayordomo y que ninguno de los candidatos era suficientemente
«Huxley» para ti.
—Llevamos muchos años juntos —dijo su abuela como si hablase de un
marido en lugar de un mayordomo—. No puede tener tan poca consideración
después de todo lo que he hecho por él.
—No hay nada peor que perder a alguien del servicio —dijo lady Sarah
con expresión falsamente desolada—. No me imagino cómo vas a poder
superar tan grave crisis.
Lady Abigail miró a su coetánea con expresión severa.
—Tú mejor que nadie deberías comprender la difícil tesitura en la que me
hallo —dijo apesadumbrada—. No te burlarías si estuviésemos hablando de
Regin, tu mayordomo, o de Claire, tu doncella personal…
—Regin nunca me abandonará, querida, por la sencilla razón de que yo no
impongo normas tan arcaicas como las tuyas. Si Regin deseara casarse
sabríamos encontrar una ocupación para su esposa en la casa, así nadie tendría
que irse.
—¿Un mayordomo y su esposa sirviendo en la misma casa? ¡Habrase visto
idea más indecente!
Lady Sarah miró a la condesa viuda con expresión irónica.
—Tranquila, querida, seguro que no te costará nada encontrar a otro
mayordomo con las mismas cualidades y la misma paciencia que Huxley.
—¿Paciencia? ¿Qué has querido decir con eso? No estarás insinuando que
soy una mujer difícil, porque no es cierto.
—Por supuesto que no. ¿Cómo iba a decir semejante cosa? —Lady Sarah
cogió el cubierto para seguir comiendo como si hubiese terminado la
conversación, pero cuando lady Abigail, que estaba evidentemente disgustada,
se dispuso también a comer, la anciana duquesa viuda volvió a dirigirse a ella
—. En cuanto a Claire… Mi doncella lleva conmigo más de veinte años.
Hemos envejecido juntas y te aseguro que no está en su mente abandonarme.
Ayer mismo me dijo que querría morir en mi casa porque para ella es su hogar.
Estoy segura de que tu doncella te habrá dicho cosas muy parecidas, ¿no es
cierto?
Lady Abigail no dijo nada, tan solo apretó el cuchillo con mayor fuerza y
Anelise se preguntó si no estaría pensando en utilizarlo para cortar algo mucho
más aristocrático que aquel pedazo de pollo que miraba fijamente.
—Debe ser aterrador encontrarse con uno de esos salvajes. —Lady
Rosheen intentó cambiar de conversación dirigiéndose a Anelise—. ¿Qué ha
de hacer una dama si se encuentra con un piel roja que amenaza con arrancarle
el cabello? Supongo que tienen algún protocolo para esos casos.
Anelise miró a la tía de Rayner para asegurarse de que estaba hablando en
serio.
—Los indios tienen su propio territorio —respondió Anelise tratando de
que no se le notasen las ganas de reír—, y la mayoría respetan las fronteras
con los colonos. Aunque sigue habiendo incidentes, por supuesto, pero el
tiempo de las incursiones constantes por parte de ambos bandos ya quedó atrás
y todo el mundo inten…
—¿Ese fue el motivo por el que lucharon con América del Sur? Si han
tenido que cederles parte de su territorio a esos salvajes para que no los
ataquen, supongo que los habrán enviado al sur. Yo no estoy de acuerdo con
que haya esclavos, en eso me siento cerca del señor Lincoln, pero no sé hasta
qué punto se debe interferir en las cuestiones domésticas de otro país, si no es
que ese país nos ataca, por supuesto. En ese caso una guerra estaría
justificada. ¿Fue así? No he conseguido que mi marido me lo aclare.
—Es muy difícil explicarte cuestiones políticas, querida —dijo Walter, su
marido—, sueles entender solo lo que te parece.
Su esposa lo miró con severidad y el hombre agachó la cabeza tratando de
evitar una discusión en la que, sin duda, tendría las de perder.
Anelise no podía deshacer el fruncido de su ceño ante tantas inexactitudes.
—Nunca hemos luchado con América del Sur…
—Por supuesto que sí —insistió la tía de Rayner—, hace veinte años
años…
Rayner carraspeó para contener la risa.
—Querida tía —dijo—, esa guerra no fue entre América del Norte y
América del Sur, sino entre los estados del sur de la Unión y los del norte.
Lady Rosheen seguía con aquella expresión confusa.
—Se trata del mismo país —dijo Rayner.
—¿Quieres decir que fue una lucha entre hermanos? ¿Y se enfrentaron para
proteger a esos… esos… negros?
—En realidad —intervino Anelise con cierto temor—, lo que ocurre es
que la visión de algunos estados del sur de cómo debía ser la vida no
coincidía con los valores que se buscaban en el norte. La esclavitud es algo
ignominioso, que no puede justificarse con valores económicos.
Se dio cuenta de que todos la miraban sorprendidos. Ella miró a su marido
buscando su aprobación y ver su expresión confiada y respetuosa la hizo
continuar.
—En el norte pensamos —siguió— que la esclavitud degrada a la
sociedad que la practica. Los hombres deben ser tratados como iguales, sea
cual sea su color de piel…
—Pero, querida —dijo lady Abigail mirándola con condescendencia—,
eso no es exactamente así, ¿no crees? Estarás de acuerdo conmigo en que no es
lo mismo tu esposo que un indio salvaje de las llanuras.
Anelise volvió a mirar a Rayner, que sonrió abiertamente dándole libertad
total.
—Los seres humanos somos iguales ante Dios y solo se nos debería juzgar
por nuestros actos —dijo rotunda—, no por el color de nuestra piel o por
dónde hayamos nacido.
Lady Abigail tenía una mirada desaprobadora, pero lady Cadwell, la tía
soltera de Rayner, la miraba con tal satisfacción que parecía a punto de
aplaudir.

Después de la cena regresaron al salón para disfrutar de una apacible


tertulia y la condesa encontró el momento para charlar con su nuera en un lugar
apartado del resto.
—Estoy muy contenta con vuestro matrimonio —dijo complacida—. Sé
que mi hijo será un buen marido y espero que pronto vuestra felicidad se vea
bendecida con un hijo. Sería terrible que el simple de Carlton tuviese un hijo
que acabase convirtiéndose en conde.
Anelise miró al primo de Rayner, que charlaba con sus tíos ajeno a las
palabras de la condesa, y sintió la presión que su suegra trataba de ejercer
sobre ella.
—Ahora Rayner es el heredero del título de conde —dijo con expresión
triste—. Después de la muerte de su hermano en aquella terrible e inesperada
caída… Supongo que te habrá hablado de su hermano Nicolas.
Anelise asintió sin decir nada, mostrando una actitud respetuosa. Tampoco
habría podido decir mucho más ya que Rayner apenas le había hablado de él.
Las pocas veces que lo habían mencionado resultó evidente que le causaba un
profundo pesar.
—Ojalá lo hubieses conocido, era el mejor de los hijos que una madre
pueda desear. —La condesa se detuvo de repente y su expresión turbada le
dijo a Anelise que no podía contenerse a pesar de lo inadecuado de sus
palabras—. Rayner es un muchacho excelente, por supuesto, pero es que
Nicolas era… maravilloso. Tenía una vitalidad incansable y una alegría
extraordinaria. Hay un cuadro suyo en la sala de música. Verás que era un
joven muy apuesto, además de inteligente y un gran amante de todas las artes.
Había sido dotado de un talento excepcional que le permitía tocar el piano
como un maestro o pintar como un verdadero artista. Estoy segura de habría
sido un magnífico conde de Cottesburg.
Extraordinario, excepcional, magnífico… Anelise observaba a su suegra y
sus elogiosas alabanzas hacia su hijo muerto suscitaron en su mente una idea
que iría creciendo al pasar de los días, pero que en ese momento tan solo
supuso que buscara con la mirada a su esposo y sintiera unos irrefrenables
deseos de correr a sus brazos.
La condesa insistió en llevarla a ver el cuadro que presidía la sala de
música y Anelise no pudo descubrir en él ningún rasgo que identificase la
magnificencia que había verbalizado su madre. Era un joven atractivo, sí, pero
no más de lo que lo era Rayner. Lo que sí llamó su atención fue lo mucho que
se parecía la mirada que había captado el pintor a otra que había visto en los
ojos de Rayner en alguna ocasión en la que lo observaba mientras estaba
distraído. Era una mirada perdida, como si su mente se alejara de su cuerpo
por un tiempo y viajara a un lugar desconocido. Una mirada siniestra y
turbadora.

Ya antes de instalarse en la que sería la nueva casa del matrimonio,


Anelise supo que la vida en Inglaterra resultaría mucho menos tranquila de lo
que lo había sido su viaje de novios. Tuvo que aprender una larguísima lista
de normas que conllevaban explícitas restricciones que debería cumplir en
todo momento. Así descubrió que no podía caminar por la calle ni sentarse en
un parque, ni montar a caballo, si no iba debidamente acompañada.
Cuando durante una cena familiar mencionó que le gustaría asistir a un
Music hall, su suegra la miró con el ceño fruncido y le espetó un: «¡De ningún
modo!», fuera de toda discusión.
En el primer baile al que asistieron, la condesa se acercó a ella y, bajando
el tono de voz como si de un secreto de estado se tratase, le advirtió que no
debería bailar más de dos veces con un hombre que no fuera su esposo.
También tuvo que aprenderse el sistema legal que establece los títulos
nobiliarios para no volver a cometer el error de anteponer un conde a un
duque al organizar la mesa para la cena. Hecho que causó un evidente malestar
en el duque de Whitby, como él mismo le indicó llevándola aparte después de
la cena y haciéndole ver su imperdonable error.
Tras los primeros meses de ser la esposa del futuro conde de Cottesburg,
Anelise ya estaba saturada de convencionalismos. La sociedad inglesa era
extremadamente jerárquica y las diferencias entre rangos eran de alta
consideración, por lo que debía vigilar cada palabra y cada gesto en cualquier
acto público.
Y luego estaba lo de su embarazo. La condesa no dejaba de atosigarla con
ese tema y, aunque al principio sorteó su presión sin dejar que la afectase,
empezaba a hacer mella en su ánimo. A esas alturas ya tenía claro que jamás
se quedaría embarazada si su marido no daba el paso, pero Rayner lo eludía
conscientemente.

—¿Ya te arrepientes de haberte casado conmigo?


Estaban tumbados en la cama y Anelise se había desahogado hablando con
él de sus cuitas, sin mencionar el tema íntimo. Tenía la cabeza apoyada en el
pecho desnudo de su marido, que se entretenía jugando con sus rizos. La joven
se incorporó para mirarlo y Rayner pensó que era la mujer más hermosa que
había sobre la Tierra, a pesar de su ceño fruncido y su boca apretada.
—No me gusta que digas esas cosas —dijo molesta—. No te contaré cómo
me siento si dices eso.
—No te enfades —dijo él tirando de ella para abrazarla—, solo quería
que me dijeses lo mucho que me quieres.
Anelise apoyó su cuerpo sobre él y lo miró con picardía.
—Tendré que pensármelo —dijo al tiempo que trazaba círculos sobre el
vello de su pecho.
Rayner cogió su mano para que se estuviera quieta y dejara de hacerle
cosquillas.
—Trataré de ayudar para que tu aprendizaje, en todo lo que tiene que ver
con la vida en la rancia Inglaterra, sea menos tedioso. Y hablaré con mi madre
para que deje de presionarte con lo del embarazo.
Anelise lo miró tratando de hablar sin reservas, pero no fue capaz. Rodó
sobre él para colocarse boca arriba sobre la cama, lejos del contacto
masculino.
—¿Adónde se cree usted que va, señora Brogan? —Rayner se colocó
sobre ella y la miró de un modo inconfundible.
Anelise rodeó su cuello con los brazos y lo atrajo hasta que sus labios
tomaron contacto con su boca. Mientras el beso se hacía más y más profundo e
intenso, una de las manos de Rayner bajó desde su cuello hasta posarse sobre
uno de sus pechos. Anelise gimió dentro de su boca y eso provocó una
erección instantánea en el hombre que ella sintió contra sus muslos como una
promesa.
Rayner se separó de su boca y recorrió su cuello con los labios en un
descenso imparable. Atravesó la línea que separaba sus pechos, bajó hasta su
cintura y se detuvo con su aliento haciéndole cosquillas en la secreta unión de
sus piernas, antes de acometer el plan que se había propuesto.
Anelise pensó que debía protestar, pero no podía hacerlo, todos sus
sentidos estaban inmersos en una vorágine acelerada de placer que amenazaba
con salir por su garganta en forma de un potente grito.
Rayner parecía no tener prisa y se recreó en cada uno de sus movimientos.
Anelise se alegró y disgustó a partes iguales cuando él paró por fin, pero
Rayner subió hasta su boca de nuevo robándole el beso más excitante que le
había dado.
La fragancia embriagadora y masculina la envolvió por completo y la
firme textura de su piel se deslizó bajo sus dedos, que lo acariciaron con
ansia. Deseaba sentirlo dentro, que la colmara de ese placer que solo él podía
darle y que le negaba noche tras noche.
Rayner la miró a los ojos con una inmensa calidez y ella se movió
buscándolo. Su esposo se sorprendió al ver su determinación y la inmovilizó
poniendo las manos en sus caderas, sin dejar de mirarla.
—Dices que me amas —dijo ella sintiendo que se le humedecían los ojos.
—Te amo más que a nada en este mundo —dijo con voz ronca.
—¡Pues tómame! —suplicó ella sintiéndose derrotada.
—Aún no es el momento. —Rayner se apartó bruscamente y se dejó caer
de espaldas sobre la cama.
Anelise apartó la cara para que no la viese llorar, pero los sollozos la
sacudían sin que pudiera controlarse.
Rayner cerró los ojos para no verla. La deseaba tanto que su cuerpo
gritaba dentro de su cabeza. Un torbellino de pensamientos se desató allí
dentro. Imágenes inconexas, y mezclaban un certero pasado y un futuro
incierto.
No supo cuánto tiempo pasó, pero cuando se sentó en la cama y la miró
supo que no podía hacerlo, no podía seguir retrasando lo inevitable. Ella era
su esposa. Se amaban. Dios tenía que estar de su parte.
Anelise se sintió pequeña y frágil bajo el peso masculino cuando la llenó
por completo con su sedosa virilidad. Un largo y profundo gemido salió de sus
labios a pesar del dolor que le causó aquella primera arremetida. Después, los
movimientos lentos y profundos de su esposo hicieron que el cuerpo de
Anelise respondiese con una perfecta coreografía, hasta la explosión final.
Capítulo 13
Anelise se sentía emocionalmente feliz y eso la ayudó a desenvolverse en la
otra parte de su vida que no le resultaba tan agradable. Lo que menos le
gustaba eran las interminables cenas que debía organizar con el recuerdo
siempre presente de aquella primera vez y su funesto error con el duque de
Whitby.
Llevar una casa no era algo nuevo para ella, pero ahora comprendía lo
distintas que eran en el fondo las costumbres americanas respecto a las
inglesas. Debía respetar el estatus del servicio tanto como el de rango
nobiliario. En primer lugar estaba Binney, el mayordomo, cuyo cometido era
mantener a todo el mundo en su lugar. Incluso a mí, pensó Anelise con una
perversa sonrisa.
El dominio de Binney estaba circunscrito a todo aquello que tuviese que
ver con los hombres y era respetado tanto abajo como arriba. En un palacio
como Godinton House, después del mayordomo estaban el ayuda de cámara y
el submayordomo, a los que seguían los lacayos. En el apartado femenino, que
mantenía una prudencial similitud con la parte masculina, estaba en primer
lugar el ama de llaves y a continuación las doncellas.
Por suerte para Anelise el servicio de su casa no era tan abultado como el
de los condes. Aparte de Binney, el mayordomo, estaba la señora Hoover, el
ama de llaves, Walpole, la doncella principal, Filingham, la cocinera, y Josie,
su ayudante. Además contaban con un lacayo y una doncella más, muy lejos del
enorme cuerpo de servicio de Godinton House.
Al principio Anelise trató de mostrarse cercana y sencilla frente a ellos,
pero pronto comprendió que lejos de agradarles les incomodaba su actitud.
Cuando le preguntó a su marido, le contestó divertido que los criados eran
muy inteligentes y sabían que aquello acabaría perjudicándoles frente a otras
personas. Concretamente frente al resto de los habitantes de Inglaterra.
—Binney, cada día eres más estirado. Si sigues así van a tener que
nombrarte lord.
La puerta de la biblioteca se abrió y la tía Mauve entró con su habitual
entusiasmo. Anelise se levantó para recibirla con afecto.
—Querida tía, precisamente estaba pensando en usted —dijo la americana
mostrándole el libro que tenía en las manos—. Gracias, Binney.
El mayordomo cerró la puerta tras él y la tía Mauve miró a Anelise con
expresión divertida.
—Este hombre sería un buen compañero para nuestra reina —dijo bajando
el tono—. Seguro que con ella se sentiría mucho más cómodo. Estoy segura de
que el negro es su color preferido.
Anelise trató de no reírse, no estaba bien seguirle el juego. Lo cierto era
que la tía Mauve era el miembro de la familia con quien mejor se entendía.
Solían hablar de literatura y de feminismo, algo que no se podía tratar en casi
ningún salón de los que frecuentaba.
—¿Cómo has conseguido ese ejemplar de las cartas de Mary
Wollstonecraft? —preguntó lady Cadwell quitándoselo de las manos.
—Empiezo a tener influencias en Inglaterra —dijo Anelise con expresión
misteriosa.
—Has conocido a lady Beufort.
Anelise abrió la boca sorprendida.
—¿Cómo lo has…?
—La vi anoche en la cena de los Stuart y me lo dijo —sonrió la tía Mauve
—. ¿Ya las has leído?
—Llevo la mitad y debo decirte que estoy emocionada. Mary
Wollstonecraft fue una mujer extraordinaria, con una mente lúcida y una
inteligencia superior.
—Estamos totalmente de acuerdo —dijo lady Cadwell—. No sé qué haces
aquí, pequeña. Pudiendo estar en un país joven como América, no comprendo
que quieras enterrarte en este pozo de tradiciones y convencionalismos que es
Inglaterra. Si fuese por la reina andaríamos todas de puntillas y hablando en
susurros.
Anelise miró involuntariamente hacia la puerta.
—Tranquila, todo el mundo sabe cómo pienso. Hasta ese Binney.
—La condesa fue quien lo eligió para nosotros —explicó Anelise--. Tenía
las mejores referencias. Fue mayordomo de la marquesa de Lowbury.
—Ahora lo entiendo todo. La marquesa de Lowbury era la mujer más
rancia de toda Europa. Y mira que tenía con quien competir.
—Lady Beufort me pareció una mujer encantadora y muy instruida —dijo
Anelise.
—Al contrario que la mayoría de las mujeres inglesas, que reciben una
educación escasa y sesgada para que no puedan pensar por ellas mismas.
—Usted recibió una buena educación.
—Gracias a mi madre. No creas que nuestro padre tenía mucho interés en
que mis hermanas y yo estudiásemos. Al contrario, era un hombre con un fuerte
sentido de la masculinidad, lo que equivale a que era corto de miras. Por
suerte, estaba nuestra madre… A nuestra madre ya la conoces.
Anelise sonrió abiertamente. Lady Cadwell ya sabía la opinión que le
merecía la duquesa viuda, a pesar de que nunca habían hablado de ello
resultaba del todo evidente el cariño que le profesaba a lady Sarah.
—Mi hermana Martha es igual que nuestro padre, me temo —dijo lady
Cadwell como si se excusara por ello—. Pero vamos a dejar de hablar de la
familia y hablemos de las maravillosas cartas de Mary Wollstonecraft.

—¿Por qué crees que no se casó tu tía?


Estaban sentados en suelo. Rayner apoyado en el tronco de una encina y
Anelise recostada sobre su pecho. Después de sus largos paseos solían
sentarse en aquel precioso rincón de las tierras de los condes, en el que los
tenues rayos de sol se colaban entre las ramas de los árboles creando una
atmósfera cargada de romanticismo. No se escuchaban más que los trinos de
algunos pájaros en aquella fresca tarde.
—No lo sé —respondió Rayner jugando con sus rizos—. Supongo que no
encontró a ningún hombre capaz de seducirla.
—Ojalá se hubiese casado —dijo ella pensativa—. Estoy segura de que
sería una madre maravillosa que enseñaría a sus hijas a ser mucho más que
simples y adorables mujercitas.
Rayner se inclinó para mirarla a los ojos.
—No veo qué hay de malo en que las mujeres sean adorables —dijo con
mirada perversa—. Tú lo eres.
—Yo no soy adorable. —Anelise se separó de él y se colocó de manera
que pudiese mirarlo, sentada sobre sus pies—. He recibido una educación
esmerada y poseo una inteligencia nada despreciable.
—¿Y qué tiene eso que ver? —preguntó él haciéndose el confundido.
—Sabes perfectamente a lo que me refiero —dijo ella mirándolo con
severidad—. Desde que estoy aquí he conocido a unas cuantas de esas
«mujercitas adorables» y me enorgullezco de no pertenecer a su grupo.
—¿Te refieres a tu prima Cynthia?
—No te metas con Cynthia —dijo ella mirándolo enfurruñada.
—No me meto con ella, pero es un perfecto espécimen de esas «mujercitas
adorables» que mencionas. Robert Turrell no se habría casado con ella de no
ser así.
Anelise sabía que tenía razón. Desde que su prima se había casado tan
solo tenía tiempo para atender a las necesidades de su esposo. Y todo
empeoró cuando supo que estaba embarazada, apenas salía de casa y solo se
veían cuando Anelise iba a visitarla. Últimamente, además, parecía no
recibirla con demasiado entusiasmo. Siempre creyó que si estuvieran cerca
serían las mejores amigas, pero al parecer su amistad se afianzaba con la
distancia.
—Me refería a Paige Jenkyns, en realidad —dijo trasladando su irritación
hacia otra persona.
—¡Oh, la adorable señorita Jenkyns! —exclamó Rayner con expresión
extasiada.
Anelise apretó los labios con evidente enfado y se puso de pie
sacudiéndose el vestido. Su esposo la imitó y trató de contener la risa que se
le escapaba rebelde.
—Es cierto que la señorita Jenkyns es muy hermosa, me alegra ver que
eres capaz de admirar la belleza y la perfección en otra mujer.
—Para mí la belleza es otra cosa —dijo Anelise dándose la vuelta para
dirigirse al sendero.
Rayner la agarró del brazo para impedírselo y la atrajo hacia su cuerpo.
—Para mí también —dijo mirándola a los ojos dejando a un lado toda
impostura—. No me interesan las mujeres hermosas que solo buscan los
halagos masculinos. No me interesan las conversaciones vanas y las tediosas y
vacías charlas sobre la última recepción de la reina. Nunca me interesaron y
por eso siempre estuve tan solo. Hasta que te conocí vagaba por estos bosques
preguntándome cuál era la finalidad de mi existencia. Era un alma triste y
descreída que no encontraba una motivación que justificase el esfuerzo de
aceptar la vida tal y como me la habían brindado. Pero cuando te conocí… —
La levantó en volandas y giró con ella—. Mi mundo se llenó de luz e insuflaste
aire puro en mi pecho. —La bajó lentamente, haciendo que sus cuerpos se
rozaran provocando que el rubor encendiese las mejillas de su esposa—. Tú,
Anelise Brogan, eres la respuesta a todas mis dudas. El amor que inflama mi
corazón cada minuto de cada día y que me lleva al éxtasis más intenso cada
noche. No hay mujer capaz de competir con tu belleza, porque no se limita a tu
precioso rostro, sino que corre por tus venas, se riza en tu pelo y se trasforma
en palabras que salen de tu deliciosa boca…
Anelise sintió sus labios cálidos oprimiendo suavemente los suyos. Cerró
los ojos y se dejó arrastrar por el sentimiento que habían provocado sus
embriagadoras palabras. Nada le importaba más que el sabor de su boca y el
contacto de su cuerpo.
Rayner no recordaba haber deseado nada con tanta intensidad como la
deseaba a ella. Por más que estuviesen casados y disfrutase ya plenamente del
placer de su cuerpo cada noche, nunca parecía saciarse aquel ansia que lo
invadía cuando la besaba. No quería asustarla y por ello contenía sus
impulsos, que se revolvían salvajes dentro de él, y la trataba con dulzura y la
acariciaba con sutileza cuando en realidad habría deseado poseerla sin freno,
con enloquecido deseo.
Los besos de Rayner eran cada vez más profundos y su lengua la hacía
estremecer. Se entregó por completo y llevó su mano al enervado sexo
masculino acariciándolo, no sin pudor. Aquella inocencia con que lo tocaba
provocó que el deseo de su esposo triunfase por encima de su resistencia y de
pronto se vio acorralada contra el tronco de uno de aquellos árboles. Rayner
levantó su falda, apartó la ropa que le estorbaba en apenas unos segundos y
después la penetró sin remilgos. Ninguno de los dos era consciente de dónde
se encontraban y que se hallaban expuestos a que un furtivo espectador los
descubriese en una situación tan poco adecuada para alguien de su clase. Nada
importaba allí más que la hermosa sensación de plenitud que los arropó a
ambos cuando sus cuerpos regresaron del éxtasis.
Rayner se apartó suavemente sin dejar de mirarla.
—Espero que puedas disculpar…
—Chssssss… —Anelise le puso un dedo en los labios para que no
siguiera y sonrió.
Él cogió su rostro entre las manos y la besó con ternura. Cualquiera que
los hubiese visto caminando de la mano de vuelta a casa se habría sorprendido
de su poco decorosa muestra de felicidad.
—Dicen que los mejores maridos son los que han vivido mucho —dijo
lady Abigail cogiendo una de las pastitas que había en su platito.
La madre de la condesa miró a su consuegra con aquella expresión tan
acerada con la que solía obsequiarla la mayor parte del tiempo.
—¿Lo dices por alguno de los tuyos? Que en Gloria estén.
La condesa viuda miró a lady Sarah con irritación.
—Mi Baxter era un hombre íntegro de buenos principios —respondió
airada—. Y lord Bolton fue un caballero intachable. Esto que comento es algo
que he oído decir a algunas personas a lo largo de mi vida y estoy segura de
que tú también lo has oído.
—No reconozco tal cosa —negó la anciana duquesa.
—Mamá, estoy segura de que entiendes lo que lady Abigail quiere decir
—dijo lady Martha en tono conciliador—. Se refiere a que si un hombre ya ha
tenido todas las aventuras que deseaba antes de casarse no buscará diversión
después.
—Eso es, querida —dijo su suegra mirándola con simpatía—. Los
hombres son hombres y si no lo hacen antes lo harán después…
Anelise escuchaba la conversación con atención. No creía que Rayner
hubiese tenido muchas aventuras. Aunque ciertamente tenía experiencia en los
más íntimos asuntos maritales, le había asegurado que nunca antes se había
enamorado. ¿Significaba eso que debía temer al futuro…?
—Sé a ciencia cierta que mi esposo me fue fiel hasta la muerte —dijo la
duquesa, con una ceja levantada—, y fui la única mujer en su vida. Y yo
también, por supuesto.
—¡Por supuesto! —exclamó lady Abigail como si hubiese dicho una
estupidez.
—Creo que el secreto para ello no es tanto que el hombre ya haya picado
en muchas flores, cuanto que ame a la escogida para sembrar su jardín —
sentenció la madre de lady Martha.
—El amor es algo necesario —confirmó lady Abigail—. Pero no es una
condición imprescindible para concertar un matrimonio. Es una obligación de
la mujer que tras la convivencia el amor haga acto de presencia.
Lady Sarah frunció el ceño contraria a aquella aseveración.
—Querida, no digo que no ocurra en alguna ocasión, pero me temo que en
la mayoría de los matrimonios que se inician sin ese condimento tan especial,
a lo que llega la pareja no es a amarse, sino a tolerarse.
—Yo no tuve elección en mi primer matrimonio —reconoció lady Abigail
—. El enlace fue concertado por nuestros padres y ninguno de los dos tuvo
nada que objetar.
Anelise creyó ver una chispa de admiración en los ojos de lady Sarah por
aquella muestra de sinceridad de su consuegra.
—Lo lamento —dijo la anciana—. Pero debo felicitarte por lo bien que te
fue.
La condesa viuda se infló como un pavo con aquel cumplido, así de poco
acostumbrada estaba a esa clase de lisonjas por parte de la duquesa.
—Lo cierto es que la única diferencia que hubo entre mi primer
matrimonio y el segundo fue que al conde tuve que aprender a amarlo.
—Si tuvieras que elegir a uno de los dos para pasar la eternidad, ¿por cuál
te decantarías? —preguntó la duquesa.
Lady Abigail lo pensó seriamente antes de responder.
—Me temo que no puedo responder a eso —dijo la condesa viuda con
expresión sorprendida—. Los amé mucho a los dos y ambos formarán parte de
mí para siempre.

—¿Ha habido muchas mujeres antes que yo? —preguntó Anelise desde la
cama.
Rayner se estaba quitando los gemelos y se volvió a mirar a su esposa. Se
había celebrado un baile en casa de lord Wheeler y no se esperaba aquella
clase de conversación antes de meterse en la cama. De hecho creía que
Anelise caería rendida en cuanto pusiera la cabeza en la almohada.
—¿Por qué me preguntas eso? —dijo frunciendo el ceño—. Ya te dije que
nunca me había enamorado hasta conocerte.
—Según tu abuela, el hombre que no disfruta de muchas mujeres antes del
matrimonio lo hará después —dijo mirándolo con preocupación.
Rayner sonrió y se sentó en la cama junto a ella mirándola con ternura.
Llevaba la camisa desabrochada y Anelise pensó que estaba
arrebatadoramente guapo.
—No hay mujer en el mundo que pueda interesarme más que tú —dijo
apoyando las manos a ambos lados del cuerpo femenino—. Creía que te lo
había dejado claro.
—Quiero que me prometas una cosa —pidió Anelise jugando con los lazos
de su camisón.
—Adelante.
—Si alguna vez te sientes atraído por otra mujer, me lo dirás. No digo que
te enamores o que hagas algo… indebido. Me refiero a simple atracción.
¿Puedes prometérmelo?
Rayner sonrió de nuevo al tiempo que asentía.
—Te lo prometo.
—¿Eres un hombre de fiar, Rayner Brogan, futuro conde de Cottesburg? —
dijo agarrándolo de la camisa y atrayéndolo hacia ella—. Lo has prometido
con demasiada facilidad.
—Siempre cumplo mis promesas, señora Brogan, futura condesa de
Cottesburg. Estoy tan seguro de que eso que temes no va a ocurrir jamás, que
no tengo ni que pensarlo.
Los ojos de su esposo la miraban con intensidad y cuando se inclinó para
besarla Anelise sintió aquella familiar contracción en la parte baja de su
vientre. Le cogió una mano y la llevó hasta uno de sus pechos. Él no se hizo de
rogar y acarició aquella carne firme y orgullosa.
Unos segundos después él seguía vestido, pero ella yacía completamente
desnuda sobre la cama. Estremecida al sentir cómo la miraba, cómo recorría
cada parte de su cuerpo con sus ojos y suspiraba ansioso por tomarla.
La dureza de su cuerpo seguía asombrándola, como la facilidad que tenía
de ajustarlo al suyo. Lo siguió a su ritmo, con la cadencia propia de los
amantes que saben que pueden deleitarse en el otro, sin prisas, pausadamente.
Rayner gemía al tiempo que le decía todo lo que ella le hacía sentir mientras
Anelise se agarraba a las sábanas mordiéndose el labio para no gritar. El
ronco gemido masculino anunció la poderosa sacudida que marcaba la
culminación del placer.
Se quedaron tumbados y abrazados, Anelise completamente desnuda y
Rayner, aún con la camisa puesta, rodeándola con su brazo.
—¿Te parece una buena respuesta a tu pregunta? —dijo él contra su cuello
—. Jamás habrá otra mujer que no seas tú, amor mío.
—Pero me lo has prometido —dijo ella sintiendo aún los movimientos
involuntarios de su cuerpo.
—Te lo he prometido.
Capítulo 14
Llegó el verano y con él la temporada de bailes y las fiestas en la capital. En
esa época los condes se trasladaban a la casa que tenían en Londres y el joven
matrimonio fue invitado a acompañarles. Anelise iba a ser presentada a la
reina y para ello asistiría a una de las cenas que se organizaban en palacio.
Ese hecho copó todas las conversaciones familiares, una vez instalados en la
ciudad, y Anelise lo agradeció porque de ese modo su suegra había dejado de
hablar de su no embarazo.
Otra de las novedades era que volvería a ver al agradable grupo que
conoció en Nueva York cuando volvió a encontrarse con Rayner. La marquesa
Orela y su cuñado lord Weston, junto a su esposa Cecilia y la hija de ambos,
Faye, iban a ser los primeros invitados a cenar en casa de los condes. También
asistirían a dicha cena otros amigos de los padres de Rayner que residían en
Londres y que, según la condesa, Anelise debía conocer.
Pero lo más importante de aquellos días no era ninguna de esas cosas.
Anelise se miraba desnuda en el espejo. Primero de frente, después de perfil
mientras acariciaba su juvenil vientre. No podía imaginarse cómo sería verlo
crecer y traspasar la barrera de sus pechos. Miró a Rayner, que aún dormía
plácidamente en la cama, ajeno a los pensamientos que pululaban en la mente
de su esposa.
Quería encontrar la manera perfecta de darle la noticia y su suegra había
estado a punto de estropearle la sorpresa en varias ocasiones. «Una mujer que
no se queda embarazada el primer año de matrimonio es mirada como un ser
defectuoso por la sociedad». Esas habían sido las palabras de la madre de
Rayner unos días antes de emprender el viaje a Londres. Tuvo que hacer
grandes esfuerzos para no escupirle la noticia a la cara.
Cogió la bata que descansaba sobre una silla y se la puso. No acababa de
decidirse. Una parte de ella quería despertarlo y contárselo ya, pero no quería
ser el tema principal de la cena de esa noche. Así que decidió esperar al día
siguiente sabiendo que tendrían un par de días tranquilos para disfrutar de ese
dulce momento.

—Querida, estás bellísima —dijo Cecilia Weston después de los saludos


de rigor—. Tienes ese brillo en los ojos.
Anelise no preguntó a qué brillo se refería y se limitó a agradecerle sus
palabras con una sonrisa.
—Me alegro mucho de verles —dijo—, me traen muy buenos recuerdos.
—¡Oh, pequeña! —intervino la marquesa—. Debes echar de menos tu
maravilloso país. Sé muy bien lo que es eso.
Anelise asintió.
—Francia es un país con una gran historia, al igual que Inglaterra —
intervino la condesa—. No creo que Anelise tenga nada que añorar viniendo
de un lugar como América.
—Ven, querida —dijo la marquesa ignorando a la madre de Rayner y
cogiendo a Anelise del brazo—. Vamos a sentarnos en aquel sofá, estoy
cansada. Vosotros seguid con vuestra agradable charla.
Anelise sonrió ante el desparpajo de la francesa, que no parecía tener
reparos a la hora de librarse de quien no le interesaba.
—¿Cómo va ese bendito matrimonio? —preguntó lady Orela cuando
estuvieron sentadas.
—Soy muy feliz —dijo Anelise con sinceridad.
—Ya lo veo, ya lo veo. Tu marido te mira con auténtica devoción.
Anelise sonrió orgullosa.
—Somos muy afortunados —dijo volviéndose para mirarlo.
Estaba charlando con Faye Weston y la joven sonreía con expresión
relajada. De vez en cuando ponía una de sus manos sobre el brazo de Rayner y
reía ante alguno de sus comentarios.
—Faye y Rayner se conocen desde niños —explicó la marquesa—. Mi
cuñado y su esposa tuvieron que viajar a la India y los condes se ofrecieron a
cuidar de ella mientras estuvieran fuera. Los tres estaban muy unidos.
Anelise miró a Noreen, que estaba sentada en un rincón, como siempre,
con las manos en el regazo observándolo todo desde la distancia. No parecía
que a Faye le interesase demasiado su compañía. Estaba completamente
volcada en Rayner.
—Tengo entendido que has sido invitada a palacio —dijo la marquesa
llamando de nuevo su atención.
—Estoy nerviosa —confesó—. Al principio me ilusioné, pero las
innumerables indicaciones de la condesa han conseguido asustarme. Estoy
segura de que haré algo inapropiado.
—No hagas caso a Martha, quiere ser tan perfecta en todo que resulta
abrumadora.
El mayordomo entró en el salón y la condesa se puso de pie.
—Pasemos al comedor —anunció y todos la siguieron.

Anelise no se consideraba una persona celosa, pero debía reconocer que


había algo en la relación tan cercana que compartían Faye Weston y su esposo
que la incomodaba. Últimamente estaba más sensible, se emocionaba por
cosas en las que antes ni reparaba. Con ese pensamiento en la cabeza se
esforzó en ignorar las evidentes muestras del afecto que se profesaban su
marido y Faye Weston, y la complicidad que había entre ellos. Trató de no
mirarles durante la cena y atender a sus compañeros de mesa como merecían,
pero su oído se iba constantemente a los retales de conversación que podía
captar entre ellos y a veces perdía el hilo de lo que le decían a ella.
Los halagos de la condesa hacia la hija de los Weston tampoco ayudaban.
Por si no resultaba evidente que, para la condesa, Faye era la mujer perfecta,
después de que lady Martha se pasase toda la cena alabándola, tampoco se
privó de lanzar algún que otro comentario poco compasivo hacia su nuera. De
modo que el estado de ánimo de Anelise fue decayendo a medida que
avanzaba la velada.
—Viéndoos juntos —decía lady Martha en ese momento—, nadie podría
negar que haríais una magnífica pareja.
—Querida condesa —dijo Faye dejando el tenedor y el cuchillo en su
plato—. Sabe que Rayner es como un hermano para mí. Aunque debo decir
que es un hombre casi perfecto, si obviamos su mejorable dicción leyendo a
Keats.
Rayner la miró aguantándose la risa.
—Toda la vida voy a tener que escucharte recordármelo.
—Es que fue penoso —dijo Faye riéndose—. Tú en medio del salón, tan
ufano con aquel traje que te iba grande y tartamudeando como un…
—El traje era de mi hermano, se empeñó en que me lo pusiera.
—Lo sé, ya se encargó él de decírnoslo a todos.
—Quería dejarme en ridículo frente a ti.
Anelise los miraba tensa. Estaba claro que Faye Weston estaba disfrutando
de lo lindo.
—¡Ay, la juventud! —exclamó la condesa mirando a sus invitados—. La
señorita Weston es un dechado de virtudes y mírenla, tan humilde…
—Señorita Weston —dijo Anelise con las manos crispadas sobre su
regazo—. Debe usted tener una poderosa razón para no haber aceptado las
innumerables peticiones de matrimonio que habrá recibido, si la juzgamos por
la elevadísima opinión que tiene mi querida suegra de sus virtudes. ¿No hay
ningún hombre en toda Inglaterra capaz de satisfacer sus elevadas
expectativas?
Todos los ojos se clavaron en ella, unos con expresión severa, otros
desconcertada.
—Supongo que el hecho de ser americana dificulta mi entendimiento —
siguió hablando aguijoneada por su propia vergüenza—. Quizá podría
explicármelo con palabras sencillas que yo pueda entender.
—¡Anelise! —exclamó la condesa con expresión severa.
—Debe saber que la considero una persona instruida y muy inteligente,
señora Brogan —respondió Faye mirándola con una expresión extraña—.
Conozco bien a Rayner y jamás se habría casado con alguien que no poseyera
esas y otras muchas cualidades. En cuanto a lo que me pregunta, sí hubo un
hombre que satisfacía todas mis expectativas, pero tuvo la desgracia de morir
tres meses antes de nuestra boda.
Anelise empalideció y se quedó sin respiración mientras todos los
presentes apartaban la mirada visiblemente avergonzados por la situación.
—Tu comportamiento es…
—Estoy embarazada —dijo interrumpiendo a la condesa.
De todas las maneras que había imaginado para dar la noticia, ninguna fue
tan absurda y poco apropiada. Rayner la miró estupefacto y Anelise sintió que
se abría el suelo bajo sus pies. La noticia debería haber sido recibida con
enormes muestras de alegría y, sin embargo, todos la miraban como si hubiese
dicho algo terrible.
Su suegra fue la primera en salir de su estupor.
—Querida, ¡qué alegría! —dijo con una efusividad forzada—. Aunque no
has sido muy afortunada en el momento elegido y en el modo de anunciar tan
maravillosa noticia, nuestros invitados perdonarán tu comportamiento,
achacable por completo a tu juventud y a estado.
Como si hubieran abierto la compuerta de las felicitaciones todos le
dieron su enhorabuena con más o menos credibilidad. Todos, excepto Rayner,
que no se movió de su silla. Anelise creyó ver la mano de Faye ocultarse bajo
la mesa para ir a parar a la pierna de su esposo. Pero eso no podía ser, sería
del todo inapropiado semejante comportamiento. Estaba claro que veía
fantasmas donde no los había.

Después de la cena pasaron al salón y Anelise se apartó de todos sin poder


quitarse aquella sensación de vergüenza, que no la había abandonado en
ningún momento después de su imperdonable salida de tono. Si alguien ajeno
hubiese entrado en la habitación y hubiese analizado la estampa habría
captado cierta similitud entre Anelise y su cuñada Noreen. La hermana de
Rayner miraba a su cuñada con una mezcla de pena y temor, algo que no
contribuyó a relajar el ánimo de Anelise.
Faye se acercó a ella cuando algunos decidieron jugar a las cartas.
—No me gusta jugar —dijo sentándose a su lado—. ¿Y a usted?
Anelise negó con la cabeza, sin poder emitir sonido alguno.
—Quiero felicitarla por su estado —dijo Faye con una dulce sonrisa—. Y
espero que todo vaya muy bien.
—Ha sido un anuncio espantoso —reconoció Anelise tratando de
encontrar las palabras que quería decir—. Ojalá pueda perdonarme. Yo…
—No tiene que disculparse —la cortó Faye—. Rayner y yo somos amigos
de la infancia. Los tres lo éramos. Comprendo que para usted haya sido
chocante ver la confianza que nos tenemos, y que pensara lo que no es. No se
mortifique, seguramente en la misma situación a mí me habría pasado lo
mismo.
Anelise la miró y no pudo evitar que se le humedecieran los ojos por su
amabilidad y comprensión.
—He estropeado una noticia que debería haber sido algo maravilloso —
dijo.
Faye apartó la mirada y posó sus ojos en Rayner, que charlaba con su
padre, lord Weston.
—Rayner será un gran padre —dijo con voz queda—. Dele tiempo para
que se haga a la idea.
Anelise no comprendía por qué podía necesitar tiempo. Aquel era el
resultado natural en un matrimonio, no algo para lo que uno debiera
prepararse.
—A veces las cosas no ocurren como pensamos —dijo Faye, enigmática.
Anelise la miró esperando que se explicara, pero la joven cambió
radicalmente de expresión y sonrió.
—Los hombres son demasiado complicados. No debemos perder el tiempo
en intentar entenderlos. Mejor esmerémonos en disfrutar de su compañía.
¿Viene?
Se puso de pie y le hizo un gesto para que la acompañase, pero Anelise
negó con la cabeza suavemente. Quizá fue por lo desanimada que se sentía o
porque nunca había visto a su marido enfadado con ella, pero el resto de la
noche tuvo la sensación de que Faye Weston tenía una actitud demasiado
acaparadora con Rayner, llegando incluso al coqueteo.

Anelise esperaba un portazo y que su marido la enfrentase en cuanto


estuvieron solos en el dormitorio, pero Rayner cerró la puerta muy despacio y
después se dirigió al fondo de la habitación para desvestirse sin decir una
palabra.
—¿No vas a decirme nada? —preguntó ella temblando como una hoja.
—Prefiero no hablar esta noche —dijo su marido sin mirarla, mientras se
desvestía.
Anelise se acercó a él despacio y se abrazó a su espalda. Rayner se tensó
y, aunque no la rechazó, tampoco tuvo ningún gesto de cariño hacia ella.
—No quería decirlo así —dijo ella dejando que las lágrimas se deslizasen
por sus mejillas ahora que él no podía verla—. Estuve imaginando mil y un
modos de contártelo y siempre ocurría lo mismo: tú me abrazabas y me
besabas inmensamente feliz.
Esperó un rato a que se calmasen sus emociones y también convencida de
que él diría algo, pero no fue así. Cuando lo soltó, Rayner terminó de
desvestirse y se metió en la cama con un gélido «Buenas noches».
Capítulo 15
Desde la boda nunca habían permanecido distanciados ni un solo día, por lo
que para Anelise aquella situación era totalmente nueva. Se sentía perdida y
sin saber cómo actuar. Por las noches, cuando se metían en la cama y él le
daba la espalda, ella se acurrucaba con un sentimiento de abandono que le
impedía conciliar el sueño. Temió que toda su estancia en Londres fuese así.
No entendía nada. Aquello no podía estar pasándoles a ellos. Sabía que
Rayner la amaba y llevaba un hijo suyo en las entrañas, ¿cómo podía tratarla
así? Durante el día asistían a eventos o reuniones sociales y él se mostraba
correcto y educado pero distante. Pero lo peor llegaba por la noche, cuando se
encontraban a solas en el dormitorio y él la ignoraba como si ya no la amase.
La quinta noche no pudo soportarlo más y se enfrentó a él.
—No puedes seguir haciéndome esto.
Rayner acababa de darle las buenas noches y no se movió. Anelise se
levantó y dio la vuelta a la cama para colocarse frente a él. La luz de las velas
danzaba sobre su camisón y provocaba formas fantasmagóricas.
—Soy tu esposa y llevo a tu hijo en mi vientre, no merezco que me trates
de este modo —dijo con firmeza.
—Vuelve a la cama —dijo él con voz cansada.
—Mañana cenaremos en palacio. No me presentaré ante la reina con este
sentimiento tan desolador en el pecho, cuando debería ser la mujer más feliz
del mundo.
Rayner suspiró y se incorporó. Se apoyó en el cabecero y colocó las
manos sobre sus piernas. Anelise lo miraba con orgullo, retándolo.
—¿Te preocupa que la reina descubra que las cosas no van bien en este
paraíso?
—¿Por qué me hablas así? Nunca habías sido cruel conmigo.
—Nunca te había visto ser tan desconsiderada y cruel con nadie.
Anelise respiró hondo antes de responder.
—Me disculpé con ella.
—¿Y ya está? Te disculpaste con ella y todo arreglado, ¿no?
—Hice algo indebido y me disculpé por ello.
La miró con tal desolación que Anelise se estremeció.
—Vuelve a la cama, vas a enfriarte —dijo él con voz profunda.
—No tengo frío, al menos no esa clase de frío.
Lo miró de un modo tan intenso que él tuvo que apartar la mirada. Apartó
las sábanas y se levantó también, después dio un paso hacia ella y la agarró
por los brazos como si quisiera asegurarse de que no se movía de allí hasta
que él acabase de hablar.
—¿Puede esa cabecita tuya imaginar siquiera lo que Faye tuvo que sufrir?
¿Lo que sintió cuando fui a decirle que el hombre al que amaba estaba muerto?
Anelise bajó la mirada y su esposo levantó su mentón obligándola a
mirarlo.
—No, no puedes… —susurró—. ¿Y sabes cómo reaccionó ella? ¡Me
consoló a mí! Yo tenía el corazón hecho pedazos y apenas podía sostenerme en
pie, pero ella era su prometida y acababa de saber que el hombre con el que se
iba a casar estaba enfriándose en una cama.
Los ojos de Anelise se llenaron de lágrimas. Sentía una profunda
desolación por haberlo decepcionado de ese modo, por haber hecho daño a
Faye y por ser tan débil como para dejarse arrastrar por aquella absurda y
estúpida debilidad.
—Me mortificaron los comentarios de tu madre al ver cómo la tratabas. La
mirabas con tanto afecto que me sentí insignificante a su lado.
—¡Es como una hermana para mí!
—Lo sé —dijo derrotada—. Lo sé, pero mi mente me jugó una mala
pasada… Llevaba tiempo con un rumor en mi cabeza, un miedo
inexplicable…
—¿De qué estás hablando?
—Ya hablamos de esto y me da mucha vergüenza volver a…
—¡Habla! —le ordenó sin comprender nada.
—Sabía que yo no fui la primera para ti —dijo al fin dejando salir todos
sus miedos—. Yo no sabía lo de su noviazgo con Nicolas, nadie me lo había
dicho. Creí que quizá fue ella la que…
—¿Creíste que me había acostado con Faye? —La miraba horrorizado—.
¡Dios!
Se apartó de ella y se apoyó en uno de los doseles de la cama con una
mano, mientras la otra descansaba en su cintura.
—¡Yo confío en ti! —exclamó Anelise al borde de las lágrimas. Corrió a
abrazarlo y sentir su cuerpo bajo aquella fina tela de la camisa de dormir
encendió su deseo, lo que hizo que se sintiera más avergonzada aún—. Confío
en ti, amor mío. Eres la única persona en el mundo que sé que jamás me
ocultaría nada y menos algo así, lo sé. Me he comportado de un modo
imperdonable, pero si no me perdonas me moriré de pena.
Rayner se apartó de ella bruscamente y Anelise se agarró las manos
llevándoselas al pecho, con un sentimiento de desvalimiento. No esperaba
aquella reacción.
—¿Por qué anunciaste el embarazo en un momento tan poco apropiado? —
preguntó él dándole la espalda—. ¿Por qué no me lo dijiste primero a mí?
Hubiera querido… Necesitaba…
—Quería hacerlo —dijo ella sintiendo que el frío la cubría por completo
—. Imaginé múltiples maneras de darte la noticia deseando que fuese un
momento mágico para los dos. Lo estropeé y ya no puedo deshacerlo. Lo
siento.
Las lágrimas se secaron, no podía suplicarle más. Sabía que había hecho
algo muy inadecuado, que merecía una regañina, pero estaba segura de que no
merecía todo aquello.
—He pedido perdón —dijo con una serenidad que Rayner no esperaba—.
Ya no voy a flagelarme ante ti ni ante nadie más. No sé qué es lo que te ha
llevado a comportarte conmigo de este modo durante todos estos días, pero sé
que no lo merezco.
Se dirigió a la cama y se metió bajo las sábanas. Ahora fue ella la que le
dio la espalda y susurró un escueto «buenas noches» antes de cerrar los ojos.

El día acordado para la presentación ante la reina llegó. El futuro conde de


Cottesburg y su esposa estaban invitados a cenar y a dormir en el castillo de
Windsor. La reina Victoria llevaba una vida austera, después de la muerte de
su esposo apenas se dejaba ver, y era todo un honor ser invitado a su
presencia, por lo que el nerviosismo de los condes fue palpable durante los
días previos al evento.
En Windsor les esperaba un carruaje real y una vez en el castillo los
acompañaron a sus aposentos. Lady Kandace Langrish, marquesa de Lammin y
una de las damas de la reina, acudió a recibirles y fue la encargada de
explicarle a Anelise lo que debería hacer una vez en presencia de su
majestad.
—No hay muchos invitados, es una cena bastante informal. No debe hablar
si no es interpelada por su majestad y debe limitarse a responder sin más a sus
preguntas. No tiene permitido iniciar un tema de conversación.
Anelise pensó que estaría tan nerviosa que a duras penas sería capaz de
emitir más que monosílabos.
—Debe besar la mano de la reina y ella, a su vez, la besará a usted en la
frente —terminó la marquesa antes de abandonar las habitaciones que les
habían preparado.
Anelise buscó el apoyo de su marido, pero Rayner seguía taciturno y
sombrío, de modo que debería enfrentarse a ese momento ella sola.
Sabía que la reina tenía una personalidad fuerte y firme y temía que no
fuese muy favorable a su condición de americana, por lo que se dirigió al acto
con gran inquietud. La reina Victoria apareció y Anelise se sorprendió de lo
baja que era. Su aspecto era tétrico, con el color negro hasta en el más mínimo
detalle. Se acercó despacio mientras rogaba, mentalmente, no cometer ninguna
irreverencia. Se inclinó para besarle la mano y acto seguido hizo una
reverencia para facilitarle que pudiera darle el beso en la frente. Después
regresó solemnemente a su lugar y miró a lady Kandace Langrish, que asintió
dándole su aprobación.

Anelise no pudo disfrutar de una cena que hubiera sido la envidia de


cualquier persona de su entorno en Norteamérica. Se sentía deprimida y por
más que lo intentaba no conseguía siquiera una mirada de su esposo. El
ambiente tampoco ayudaba a su ánimo, las conversaciones se desarrollaban en
susurros por estar la reina presente, una mujer comedida y con severos valores
que todo el mundo parecía temer.
Después de la cena tuvo lugar una audiencia en la que la reina charló con
cada uno de sus invitados haciéndoles preguntas personales que a Anelise le
resultaron incómodas por tener que responderlas ante el resto de invitados.
Rayner se comportaba con corrección y era amable y considerado en su
trato, pero Anelise sentía un frío gélido cuando la rozaba y no reconocía
aquella voz neutra con la que se dirigía a ella.
Por todo eso no sintió ningún alivio cuando la marquesa de Lammin la
felicitó por su perfecta actuación, cuando se despidieron para retirarse a sus
aposentos. Lo único que Anelise deseaba era regresar a casa para poder
regodearse en su tristeza sin más disimulos.

—Anelise. Anelise… —Rayner la sacudía suavemente tratando de


despertarla.
Cuando abrió los ojos se sobresaltó al verlo e instintivamente se llevó la
mano a la cara al notarla mojada.
—Estabas llorando —dijo él con una expresión dulce.
Anelise volvió a tumbarse con el corazón latiéndole desbocado. Cerró los
ojos tratando de rehuir su mirada y entonces sintió la mano de su esposo
debajo de su cuerpo para atraerla hacia su pecho. Anelise rompió a llorar sin
poder contenerse, aquel tierno gesto de consuelo acabó con todas sus barreras,
y la angustia y la tristeza que la habían acompañado desde el fatídico anuncio
se derramaron en amargas lágrimas.
—Perdóname, amor mío —susurró él besándola en el pelo—. He sido muy
duro contigo, perdóname.
Los sollozos de Anelise se hicieron más intensos, pero una oleada de
alivio la recorrió de arriba abajo.

Regresaron a Londres con un ánimo mucho más festivo y la condesa hizo


que Anelise relatara su charla con la reina ante un nutrido grupo de personas
durante la cena de bienvenida.
—Precisamente esta mañana he visto a lady Crossley, que también estuvo
presente —dijo lady Bradford desde el otro lado de la mesa—. Según me ha
dicho, la marquesa de Lammin, que es su prima, se quedó sorprendida por lo
bien que siguió el protocolo, a pesar de ser… extranjera.
Anelise sonrió agradeciendo sus palabras.
—Debo reconocer que yo estaba muy preocupada —dijo la condesa—.
Temía que no pudiese disimular el hecho de ser americana.
—Imagino que trata de hacerme un cumplido —dijo Anelise con expresión
serena y mirada directa—. Aunque no me resulta muy halagador.
—Querida, ¿he dicho algo que te ha molestado? —La condesa la miraba
con expresión inocente—. ¡Por supuesto que te estaba haciendo un cumplido!
Su nuera dejó el tenedor y se limpió los labios con la servilleta antes
hablar.
—¿Qué sentiría si yo le dijese que no parece una inglesa, dando por hecho
que parecerlo es algo inapropiado?
—Querida, no tiene nada que ver una cosa con la otra —intervino lady
Bradford saliendo en defensa de su amiga la condesa.
—Para mí es lo mismo —dijo Anelise y acto seguido sonrió como si
estuviesen teniendo una conversación distendida—. Pero lo tomaré como un
cumplido. Gracias, mamá.
La mirada de Rayner era entre divertida y perversa, lo que hizo que
Anelise comprendiera que volvían a compartir la complicidad de antes.

El embarazo transcurrió como la futura madre había soñado. Rayner la


colmaba de atenciones y cariño y su vida volvía a ser una apacible y verde
pradera en la que todos los días salía el sol. Cuando se cumplieron los seis
meses de gestación la condesa les propuso que se trasladasen a Godinton
House. Allí podría estar mejor atendida y no estaría sola cuando Rayner
estuviese fuera de casa. Anelise no se opuso, como madre primeriza estaba un
poco asustada ante la idea de que, llegado el momento, tuviese que afrontarlo
sin él.
Todos los martes daba un paseo hasta la casa de los Kennell. Le gustaba
charlar con el abuelo Obie, que le contaba historias de los hermanos Brogan
cuando eran niños. También Marge era una gran ayuda para ella porque, por su
experiencia, sus palabras conseguían relajar la tensión que le producía el
momento del parto.
—Debe mantenerse activa —le dijo cuando se despedía—. No deje que la
condesa la enclaustre en el palacio. Salga a caminar, como hace ahora, hasta el
final. El bebé necesita que se mueva y usted también.

Los jueves visitaba a lady Sarah, la duquesa viuda. Aparte de lady


Cadwell, era el miembro de la familia con quien mejor se entendía. La anciana
tenía muchas historias que contar y era una brillante oradora. Su fino sentido
de la ironía solía hacerla reír, algo que Anelise agradecía, pues la convivencia
con su suegra requería de un tratamiento de choque en ese sentido.
—Martha es la más tiesa de mis hijas —dijo la duquesa mientras tomaban
una taza de té—. Creo que es porque su más querida institutriz tenía una
terrible obsesión con que caminase derecha.
—Esa institutriz se habría llevado muy bien con mi madre —adujo Anelise
—. Hizo que me construyeran un artilugio para ese menester y me obligaba a
llevarlo todo el tiempo a pesar de que era tremendamente molesto.
—Ahora comprendo por qué te sientas tan derecha —sonrió lady Sarah—.
Entre nosotras, creo que mi hija te aceptó en la familia por ese detalle.
Anelise sonrió abiertamente, la creía capaz.
—¿Cómo está ese bebé? ¿Te da mucha guerra? —preguntó la duquesa.
—Se mueve bastante.
—Señal de que será una criatura con mucha vitalidad, como su padre —
dijo la anciana con cariño.
—Lo único que deseo es que nazca sano.
—Pues yo deseo que sea una niña —dijo la duquesa de pronto.
Anelise la miró sorprendida. No era la primera vez que alguien de la
familia hacía ese comentario. Era extraño, normalmente las familias siempre
quieren un varón.
—Yo solo he tenido hijas. Me gustan las niñas y soy demasiado testaruda
para dejar que la naturaleza decida por mí. Soy de la opinión de que las
mujeres deberían gobernar el mundo. Y aún no he perdido la esperanza de que
eso sea así algún día.
Anelise sonrió divertida. Conocía bien a lady Sarah, lo suficiente como
para saber que no había un ápice de feminista bajo aquel vestido. Sus palabras
podían llamar a error, pero cuando escarbabas lo suficiente solo encontrabas
una aristócrata de lo más tradicional, y orgullosa de serlo.
—¿Te he hablado alguna vez del tiempo que vivimos en Australia? —
preguntó lady Sarah sacándola de sus pensamientos.
Anelise asintió, sabía que el duque había sido enviado por la reina para
supervisar el trabajo del gobernador y que vivieron allí diez años.
—Pasé allí los mejores años de mi vida. Aunque no creas que aquella era
una vida ociosa, tenía mucho trabajo organizando eventos, reuniones sociales
y cenas. Pero, entre mis deberes, también estaba ocuparme de los más
necesitados. Me temo que en Australia, como aquí, había mucho de eso.
—Y sigue habiendo —comentó Anelise.
—Mi marido fundó varias casas de beneficencia —siguió la duquesa—, y
lo hizo instigado por mí, así que yo debía colaborar de algún modo, no soy
ninguna cínica.
—Admirable —dijo Anelise con sinceridad.
—Admirable es el sol, querida, que se mantiene impertérrito a los
cambios que acontecen al Universo y sigue dándonos su calor cada día. Yo
solo soy una mujer que podía hacer e hizo, nada más.
La ternura que emanaba de aquella anciana cuyos dedos no podían sostener
mayor cantidad de anillos la emocionaba a menudo, pero en esos momentos
sintió que esa ternura no iba dirigida a ella.
—Había una niña. Nelle, se llamaba —siguió la duquesa—. Solía esperar
mis visitas con mucha ilusión. Estaba ciega, pero tenía una inquietud
extraordinaria por la lectura, así que siempre que iba a visitarla llevaba
conmigo un libro para leerle. Su cabello rubio era el más brillante que he visto
jamás y, cuando los rayos del sol caían sobre su cabeza, lanzaba destellos
dorados como si esos rayos se fundieran con ella. Tenía un hermoso rostro,
con unos ojos, de un azul blanquecino, que me hacían estremecer de tristeza.
—Lo entiendo —dijo Anelise apesadumbrada.
—Pero esa criatura me enseñó una lección que no he olvidado a pesar de
todos los años que han pasado —dijo lady Sarah sonriéndole con cariño—. La
pequeña Nelle era una niña muy feliz. Tenía el don de ver lo más bello de la
vida a través de sus ojos ciegos, algo que nos está negado al resto de mortales
que tan afortunados nos creemos. Después de conocerla a ella me di cuenta de
lo infeliz que era la mayoría de la gente que me rodeaba. Tenían todo lo que
podían necesitar, pero siempre encontraban algo de lo que quejarse.
—Sé a lo que se refiere —dijo Anelise.
—Sé que lo sabes. —La miró de un modo enigmático—. A veces tenemos
que aceptar que la noche va a ser más larga y fría. Que vamos a tener que
pasarla solos. Pero no olvides, pequeña, que tarde o temprano sale el sol para
todos.
Anelise no entendió lo que había querido decirle con aquellas palabras. Su
vida en ese momento era un día claro y con sol.
—Una madre debe querer a su hijo con todo su corazón —siguió la abuela
de Rayner—. Amarlo con todas sus fuerzas, como la madre de Nelle amó a su
niñita ciega. Ese amor fue el que hizo que aquella niña fuese feliz a pesar de
todo. No lo olvides, como madre tienes el don de dar o quitar la felicidad a tus
hijos. Pero te aseguro que su felicidad será el mayor pago que puedas recibir.

Anelise estuvo días dándole vueltas a la conversación que tuvo con lady
Sarah sobre la pequeña Nelle. Imaginaba lo que quería decirle, pero tenía la
sensación de que también había un mensaje oculto en sus palabras, un mensaje
que no fue capaz de descifrar.
Capítulo 16
Rayner se paseaba por el salón de su abuela con evidente nerviosismo. La
duquesa viuda lo había mandado a buscar y ahora lo miraba con expresión
severa.
—No me gusta nada la manera que tiene mi hija de hacer las cosas —dijo
con tono enfadado—, pero no entiendo cómo has podido ocultarle algo así a
esa pobre niña.
Su nieto la miró con una expresión aterrada y funesta.
—Abuela…
—Ni abuela ni nada —lo cortó—. ¿Cómo puedes ponerte frente a ella y no
abrirle tu corazón?
—No puedo vivir sin ella.
—No digas estupideces. ¡Claro que podrías! Pero no sabemos lo que diría,
ni siquiera le disteis la oportunidad…
Rayner se acercó a la anciana y clavó una rodilla en el suelo al tiempo que
cogía una de sus manos.
—Por Dios, abuela, te lo pido por lo más sagrado, no hables con ella de
eso.
La duquesa lo miraba con los labios apretados, pero en sus ojos había
amor, mucho amor. Rayner siempre fue su nieto preferido, el más afín a ella y
aquel a quien nunca tuvo nada que reprochar. Hasta ahora.
—El amor no puede forjarse sobre mentiras, querido Rayner. Cometiste un
error al hacer caso a tu madre.
El joven agachó la cabeza sintiéndose acorralado.
—Cuando nazca la criatura, si no hablas con ella y le cuentas la verdad, lo
haré yo —dijo lady Sarah, tajante—. No me mantendré callada a la espera de
que esa espada caiga sobre su cabeza y la parta por la mitad. Es una buena
chica y te quiere de verdad. Se merece nuestro respeto y yo voy a brindárselo.
Rayner miró a su abuela.
—No hacía falta que me pusieras un ultimátum. Si aún no se lo he contado
es por esa criatura que nunca debió llegar… —Se puso de pie con una
expresión dura.
—¿Y qué pretendías? ¿No tener hijos? ¿Cómo ibas a conseguir semejante
cosa?
—Lo intenté —dijo entre dientes—. Dios sabe que lo intenté. Durante días
me mantuve…
Enmudeció por decoro frente a su abuela y, después de dejar salir un tenso
suspiro, se dio la vuelta y caminó hasta la ventana para contemplar el paisaje
mientras se perdía en sus pensamientos.
Claro que lo intentó. Intentó no poseerla, controlar sus impulsos. Le hizo el
amor sin consumar el matrimonio. Gozó y la hizo gozar sin hacerla suya por
completo. Pero no pudo resistirse a su tristeza, a su incomprensión. No podía
dejar que se marchitara creyendo que había algo malo en ella. La amaba con
voracidad, con ansia y desesperación. Su cuerpo ardía en llamas con solo
rozarla. Y si ella lo tocaba…
—Hablaré con ella —dijo sin volverse, con una voz profunda y triste—.
En cuanto esté recuperada y una vez sepamos si es niña… o niño.

A los nueve meses de embarazo ya no la dejaban alejarse del palacio y


solo salía a pasear por el jardín, siempre ante la atenta vigilancia de la
condesa, que se sentaba en una de las sillas de exterior, con una taza de té y un
libro en las manos que apenas hojeaba. Su suegra era amable, pero seguía sin
haber complicidad entre ellas, a pesar de que pasaban muchas horas juntas.
Anelise tenía la certeza de que el afecto de la condesa no era auténtico. No la
quería por ser ella, la quería solo porque era la esposa de su hijo y porque iba
a traer a su nieto al mundo, y eso no es lo mismo. Al principio Anelise trató de
atravesar aquella barrera que había entre ellas, pero ya se había dado por
vencida.
Su primer hijo estaba a punto de nacer y la futura madre se esforzaba en
mantenerse relajada y en poner atención solo a las cosas hermosas de la vida.
Disfrutaba del aire libre, de la naturaleza y de una buena lectura. Paladeaba
las exquisiteces que cocinaba la señora Dolman, la cocinera de los condes,
una mujer regordeta y encantadora que se alimentaba de los elogios referidos a
sus platos. Daba gracias por tener dos brazos y dos piernas, una salud
vigorosa acorde a su juventud y unos ojos que le permitían disfrutar de tanta
belleza. Pero, sobre todo, daba gracias por contar con el amor de Rayner.
—He estado hablando con la señora Dolman —dijo la condesa cuando
Anelise se acercó para sentarse junto a ella—. Le he explicado que ya no te
encargarás más de preparar las cestas de los pobres.
Anelise la miró con preocupación. ¿Y quién iba a hacerlo entonces?
Cuando ella llegó a Godinton House era uno de los criados quien se encargaba
de esa tarea. Llenaba unas cuantas latas con los restos de la comida sin
ninguna atención, mezclando todos los platos, ya fuese carne, verduras o
postres en la misma lata. El revoltijo que resultaba de ello era realmente poco
apetecible y demostraba una falta total de empatía hacia quienes iban a
recibirlo. Anelise, en cambio, organizaba las latas con los diferentes
contenidos lo que les resultaría, sin duda, mucho más agradable.
—Así, de paso, la servidumbre dejará de criticarte —dijo la condesa—.
Les he oído comentar que eres muy impertinente y que tienes una destacada
actitud de superioridad hacia ellos.
Anelise la miró incrédula. ¿Superioridad? ¿No se le había ocurrido una
mentira más creíble?
—Sí, no me mires así. Con tu actitud das la impresión de que solo tú
puedes hacer las cosas bien.
—Estoy segura de que debe haberlo entendido mal —dijo con serenidad
—. Suelo bajar a charlar con el servicio a menudo y siempre me reciben con
afecto.
La condesa la miró ahora con enorme sorpresa.
—¿Que bajas a charlar con el servicio? —preguntó indignada—. ¡Pero eso
es inaceptable! Espero que comprendas que tu deber…
—Conozco bien mis deberes, condesa, y estoy segura de que hablar con la
servidumbre no interfiere en ninguno de ellos —la cortó, sin poder contenerse.
—Está bien, no hablemos más de eso —dijo su suegra sin poder disimular
su sorpresa ante aquel efusivo arranque—. Lo importante es que el bebé nazca
fuerte y sano, por eso debes dejar cualquier actividad hasta que llegue el
momento, incluida la de preparar las viandas para los pobres. A partir de
ahora lo dejarás todo en mis manos.
Anelise no quería discutir. Lo cierto era que estaba cansada, el bebé
pesaba demasiado y ya tenía ganas de tenerlo en sus brazos.
—También quería hablarte de algo, pero te pido que quede entre tú y yo —
dijo con una mirada algo crispada—. En caso de que sea niño debería
llamarse Nicolas, como su tío…
—No —dijo Anelise sosteniéndole la mirada—. Mi esposo y yo ya hemos
decidido sobre ese tema. Le prometí a mi padre que mi primer hijo varón se
llamaría como mi abuelo, Lowell. Y, si es niña, Rayner quiere que lleve el
nombre de la duquesa viuda.
—Sarah —dijo la condesa con evidente disgusto.
Anelise asintió.
—Como gustéis —dijo lady Martha levantando el mentón y mirándola con
altivez—. Será mejor que entres en la casa, se está levantando aire y no quiero
que cojas un resfriado.
Anelise obedeció y se alejó sin volverse a mirarla. Estaba segura de que
acababa de perder diez puntos en la valoración de su suegra y probablemente
su saldo sería ya irrecuperable.

La capilla de Godinton House era pequeña, pero Anelise sentía un


especial placer en sentarse allí sola a meditar. Ahora que su día era un
constante esperar, estar allí la relajaba. Se sentó en uno de los bancos de
delante y contempló el juego de la luz atravesando las vidrieras policromadas.
Un ruido en la parte de atrás llamó su atención, pero al mirar no vio a nadie y
tuvo que levantarse y rodear la pila bautismal para descubrir quién era la
intrusa.
—Noreen, no te había visto —dijo acercándose a su cuñada, que estaba
sentada en una silla oculta tras una de las columnas.
La joven tenía un cuaderno en las manos y cuando Anelise se acercó lo
pegó a su pecho ocultando el dibujo en el que estaba trabajando.
—¿También dibujas? —preguntó imprimiendo un tono de confianza a su
voz.
—No es nada, solo una tontería.
—No soy ninguna entendida, pero me gustaría mucho verlo —dijo con
suavidad, convencida de que Noreen no tenía muchas personas con las que
compartir sus intereses.
Había tratado de acercarse a ella en incontables ocasiones, pero la joven
siempre la evitaba y procuraba por todos los medios no quedarse nunca a
solas con ella. Las pocas veces que ambas habían estado juntas en una
habitación siempre había sido por poco rato. Rayner siempre lo justificaba
diciendo que era una joven extremadamente tímida y que se corregiría con el
tiempo.
Noreen bajó el cuaderno despacio para mostrárselo. Anelise tuvo que
contenerse para no lanzar una exclamación admirada. Miró a su cuñada y
volvió a observar el precioso dibujo.
—Es la cabaña del bosque de hayas —dijo admirando los detalles—. La
de Nicolas, ¿verdad?
Noreen sonrió satisfecha y asintió.
—Rayner me la enseñó hace tiempo —explicó Anelise.
—Cuando era pequeña Nicolas me decía que la hizo construir para que las
hadas se protegieran cuando había tormenta. Le gustaba construir cosas. Una
vez hizo una caja para mis carboncillos y pinceles. La conservo como un
tesoro —dijo espontánea.
Anelise seguía mirando el dibujo con expresión desconcertada.
—Sabes que es magnífico, ¿verdad?
Noreen bajó la mirada y sonrió con timidez.
—Nada de eso, mi técnica es muy pobre. Nicolas diría que es un buen
intento —dijo con tristeza.
Anelise se sentó en otra silla junto a ella y miró a su cuñada con interés.
Estaba claro que había querido mucho a su hermano mayor.
—¿Para qué construyó esta cabaña?
—Era el lugar al que huía cuando algo le molestaba. Sobre todo cuando mi
madre… —Noreen pareció dudar si seguía hablando o no, pero finalmente
vencieron sus ganas de conectar con otro ser humano—. A mamá no le gustaba
que pintara, siempre decía que su obligación era prepararse para ser un buen
conde.
—¿Por eso te escondes aquí para dibujar? ¿No quieres que tu madre lo
sepa?
Noreen asintió. Tenía un rostro angelical, sin embargo su actitud apocada y
huidiza la hacía menos atractiva de lo que sin duda era. Quizá por eso no se
había casado aún, aunque Anelise empezaba a sospechar que su cuñada
ocultaba algo mucho más profundo que una simple timidez.
—La condesa es una mujer de mucho carácter —dijo Anelise sonriéndole
con complicidad.
—Mamá es una gran mujer —dijo rápidamente su cuñada—. Ha sufrido
mucho…
—Lo sé —reconoció Anelise.
—Adoraba a Nicolas. Como todos…
Anelise asintió.
—Debía ser muy especial.
—Sí, lo era —Noreen apartó la mirada y la fijó en una de las estatuas que
adornaban la capilla familiar. Sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar a su
hermano y los recuerdos se agolparon en su mente—. No le gustaba esta
capilla, decía que olía a muerto. Sobre todo al final…
Anelise frunció el ceño, algo desconcertada.
—Lo echo mucho de menos. Echo de menos sus bromas, su risa… Tenía
una risa contagiosa que hacía que se te olvidase cualquier problema. Y sus
cuadros eran maravillosos.
Miró su cuaderno y pasó un dedo suavemente por una zona del dibujo,
difuminando las sombras.
—Yo debería haber sido su hermana mayor. Yo debería haberlo protegido.
Anelise sintió mucha ternura hacia ella. Estaba claro que amaba a su
hermano profundamente y era normal que deseara haberlo protegido.
—Nadie podía haber evitado el accidente —dijo consolándola—. Es
terrible, pero son cosas que pasan.
Noreen la miró confusa, pero enseguida asintió.
—Claro, claro, qué tonterías digo. Me pongo a hablar y… —Se puso de
pie—. Tengo que volver, mamá se preocupa si no sabe dónde estoy.
Anelise la vio alejarse y salir de la capilla con la imagen de aquel dibujo
en su cabeza. Realmente era una artista como su hermano.
Capítulo 17
El parto duró un día entero y Anelise demostró ser una mujer fuerte y valiente,
a pesar de sus veinte años. El bebé fue un precioso niño de cabello rubio y
rizado, con unos ojos azules como los de su padre y un hambre voraz. La
condesa insistió en que no lo pusiera en su pecho, pero Anelise había hablado
largo y tendido de ese tema con Marge Kennell y había llegado a la conclusión
de que era importante ese vínculo entre madre e hijo, de modo que no cedió
tampoco en ese aspecto y su suegra tuvo que conformarse con que fuese ella
quien lo amamantara.
Cuando Rayner entró en la habitación Anelise estaba exhausta y achacó la
expresión de su marido al hecho de verla tan desmejorada después de tanto
esfuerzo. ¿Cómo si no podía explicarse aquel rostro que parecía el de alguien
que acudiese a un funeral y no al nacimiento de su primer hijo?
Los días que siguieron al nacimiento de Lowell fueron extraños para
Anelise. Se sentía tremendamente feliz al ver a su pequeño y no quería
separarse de él, pero Rayner, en cambio, no parecía muy contento. Se
ausentaba más que nunca, siempre había una ocupación urgente a la que debía
acudir. Cuando estaba con el bebé se mostraba cariñoso, pero nunca aguantaba
mucho tiempo con él en brazos. Parecía que le quemase en las manos.

Sitiado por la angustia de lo inevitable, el ánimo de Rayner decayó hasta


llegar a la desesperación. Su fuerte temperamento lo hacía estallar de manera
intempestiva y su aspecto se fue ensombreciendo. Su salud física también se
resintió. Su rostro, pálido y demacrado, hacía resaltar aquella mirada
extraviada que lo acometía por sorpresa en el momento más inesperado.
Intentaba estar lejos de Godinton House el mayor tiempo posible, seguro
de que su final estaba cerca. Se mantenía ocupado llenando su día de
preocupaciones sobre las tierras o los animales y regresaba de noche, cansado
y silencioso, rogando al cielo por que el mundo no se desplomase aún sobre su
cabeza.
Cuando volvieron a casa, Rayner empezó a tener problemas para dormir.
Anelise estaba ya totalmente recuperada, por lo que pensó que retomarían su
vida matrimonial, pero no fue así. Su esposo la evitaba. Al principio, los dos
primeros meses que permanecieron en Godinton House después del parto,
creyó que el motivo era que temía hacerle daño y no le dio importancia, pero
una vez en casa empezó a preocuparse. Vinieron a su mente los primeros
tiempos después de la boda, cuando su marido no se decidía a consumar el
matrimonio.
Ella se sentía una mujer plena, el nacimiento de su hijo había supuesto la
culminación de su felicidad. Quizá por eso sentía con más intensidad y
deseaba a su marido incluso más que antes, sin embargo, no era apropiado que
una mujer mostrase esa clase de sentimientos y la angustia comenzó a
reconcomerla preguntándose si habría dejado de amarla.

—La duquesa viuda, lady Sarah Dinsdale —dijo Binney dejándola entrar
en el saloncito en el que Anelise leía un libro.
—Gracias, Binney —dijo la duquesa esperando que el mayordomo saliese
y cerrase la puerta tras él. Se volvió hacia Anelise y puso una cara muy
divertida—. Por un momento creí que iba a recitar todo mi árbol genealógico.
—Se toma muy a pecho sus funciones —dijo Anelise acercándose a
besarla—. Pero sentémonos.
—Sí, hija, que ya estoy hecha un carcamal y no aguanto de pie más de dos
minutos seguidos.
—¿Le apetece un té?
—Mejor una copita de jerez —dijo sonriendo con picardía.
Anelise se levantó, sirvió dos copas y le entregó una a la duquesa. Tenía
curiosidad por saber a qué se debía aquella inesperada visita. Normalmente la
duquesa avisaba de que acudiría a verla enviando a una de sus criadas el día
anterior. No le gustaba sorprender, decía que las sorpresas son casi siempre
desagradables.
—¿Cómo está el pequeño Lowell? —preguntó su bisabuela.
—Está precioso —dijo sonriendo orgullosa—. Ayer cumplió cuatro
meses. ¿Quiere que envíe a buscarlo? A esta hora está durmiendo, pero estoy
segura de que…
—No, no, no —se apresuró a interrumpirla—. He venido a verte a ti.
Anelise asintió y un escalofrío recorrió su espalda. Su intuición le decía
que lo que había venido a decirle no era nada bueno.
—¿Está mi nieto en casa? —preguntó.
—No tardará en llegar, ha ido al aserradero a verificar un pedido…

—¡Señor Brogan! ¡Señor Brogan!


Rayner se volvió hacia el muchacho que había entrado en el aserradero a
voz en grito, y lo miró con el ceño fruncido.
—Me envía el señor Weiss —dijo refiriéndose a Regin Weiss, el
mayordomo de la duquesa viuda.
Rayner lo agarró del brazo sin mucho miramiento y salió con él a la calle.
—¿Y no te ha dicho Regin que debías ser discreto? —dijo entre dientes—.
Habla.
—Me ha dicho que le avise de que la duquesa iba hacia su casa. En lo que
yo he tardado en venir hasta aquí, ella ya debe haber llegado.
El futuro conde apretó los labios, convirtiéndolos en una línea dura y
severa. Le dio una moneda al muchacho y corrió hacia su caballo sin
despedirse de nadie. El corazón le latía desbocado y todo su cuerpo se cubrió
de una fina capa de sudor mientras obligaba al caballo a cabalgar lo más veloz
que el terreno le permitía.

—Quiero que sepas que te tengo verdadero aprecio —decía la duquesa en


ese momento—. Desde que entraste en esta familia supe que Rayner había sido
muy afortunado al encontrarte…
—Gracias, duquesa —la interrumpió Anelise—, yo también…
—No me interrumpas —dijo lady Sarah poniéndose muy seria. Parecía
tensa—. Lo que he venido a decirte no es fácil y si me interrumpes a cada
momento no acabaré nunca.
—Lo siento, no volveré a hacerlo —se disculpó, sorprendida.
—Ojalá no tuviese que…
—¡Abuela! —Rayner acababa de entrar en el salón como una exhalación y
miraba a la gran dama con expresión furiosa.
Anelise nunca había visto aquella expresión en su rostro, ni siquiera
cuando se enfadó tanto con ella. La duquesa miró a su nieto sin el más mínimo
gesto de sentirse amedrentada.
—¿Te parece que esa es manera de entrar en una habitación? —lo regañó.
—Rayner, cariño…
—Anelise, déjanos un momento, por favor —ordenó sin dejar de mirar a
su abuela.
—Pero…
Su esposo la miró tajante, lo que hizo que se levantara sin tardanza y
saliese del salón cerrando la puerta sigilosamente.
—Te lo advertí —dijo la duquesa.
—Debes darme un poco más de tiempo —dijo él con los puños apretados
—. ¡Es tan feliz!
—Cuanto más esperes, más daño le harás. Debes contárselo ya. Mírate, la
culpa te consume.
Rayner temblaba como una hoja, sentía tal furia que de haberla dejado
salir habría hecho tambalearse las paredes. Quería gritar de rabia, romper
todo lo que estuviese a su alcance. Porque sabía que su abuela tenía razón, no
podría alargar mucho más su propia agonía. Apenas podía comer, no dormía y
el dolor lo estaba matando.
—Está bien —dijo derrotado, perdiendo de pronto las fuerzas y sintiendo
que un agujero negro y profundo se abría bajo sus pies—. Márchate. Se lo diré
ahora mismo.
La duquesa se puso de pie y dejó la copita de jerez sobre una mesilla. Se
acercó a su nieto y le acarició la mejilla con ternura.
—Siempre fuiste mi nieto preferido —dijo con tristeza—. Por muy duro
que fuese, siempre hiciste lo correcto. Con tu hermano…
No pudo terminar de hablar, no quería llorar. En su vida había derramado
muchas lágrimas y sabía que el dolor pasa, pero si no hacemos lo correcto se
queda la culpa para siempre y es muy difícil sobrevivir a ella.
Rayner no se volvió, dejó que saliera del salón sin decir nada y esperó a
que su mujer regresara.

—Deberías sentarte —dijo mirándola con el rostro tan blanco que parecía
una estatua de mármol.
—Estoy bien así —dijo ella con preocupación—. ¿Qué ocurre, Rayner?
—Te amé desde el primer momento en que te vi —empezó a hablar—. No
fue por tu belleza ni tampoco por tu dinero. Te amé porque sentí que eras
capaz de verme. A mí. A la persona que se oculta detrás de toda esta fachada
aprendida tras la que me he ocultado durante estos últimos años —dijo
señalándose.
—Rayner, me estás asustando —dijo ella sintiendo que su corazón
temblaba.
—Sé que después de escuchar lo que tengo que decirte me odiarás, y
debes comprender que ver odio en tus ojos será tan insoportable que he tenido
que recabar fuerzas para poder hablar. Por eso he esperado tanto para llegar a
este momento. He tratado por todos los medios de encontrar una manera de
evitarte este dolor, pero no la hay.
Anelise había empalidecido también. Era evidente que Rayner exudaba
dolor por todos sus poros y ese dolor la atravesó a ella como un afilado
estilete.
—¿Ya no me amas? —preguntó temblando.
Rayner sonrió con tristeza mientras sus ojos se humedecían.
—Te amo más que nunca. Siento que el pecho me estalla cuando te miro y
que mis entrañas se retuercen por lo mucho que te deseo.
Anelise respiró aliviada y corrió a abrazarse a él.
—Entonces no hay nada que puedas decirme que me cause tanto dolor
como temes, amor mío —dijo aliviada.
—A veces me despierto helado, sin poder moverme —siguió hablando él
mientras acariciaba su cabello con ternura—. Intento hablar, pero mi lengua
está congelada y soy incapaz de articular palabra. En mi mente te llamo, te
llamo incesantemente, pero tú no me escuchas.
—¡Oh, Rayner! Estoy aquí, en tus brazos. —Anelise lo abrazó con más
fuerza—. No voy a irme a ninguna parte.
—Cuando intento dormir solo veo un muro invisible para todos excepto
para mí —siguió como un autómata, como si no fuera ya dueño de sus palabras
—. Ese muro se levanta entre nosotros y, ladrillo a ladrillo, va subiendo sin
que yo pueda hacer nada para derribarlo. Cuando el muro está terminado me
hallo solo a este lado y por más que te llamo tú no me oyes. Estoy delante de
ti, pero no me ves.
—Basta —dijo Anelise levantando la cabeza para mirarlo a los ojos y
acariciándole la mejilla con dulzura como había hecho su abuela unos minutos
antes—, deja de hablar de ese modo.
—Todos debemos pagar nuestras culpas y yo no seré menos. —La miró
con intensidad—. Solo déjame sentir tus labios una vez más.
Los ojos de Rayner brillaban como el fuego de una chimenea encendida. Y,
como si ese fuego lo arrollara, la besó con una pasión abrasadora. Era una
pasión desconocida, cargada de tensión y ansiedad. Rayner se separó
ligeramente y en sus ojos había una mirada aterradora, casi diabólica. Al
sentir de nuevo sus labios, Anelise supo que nunca antes la había besado así.
Su boca parecía querer devorarla y sus manos recorrían su cuerpo como si
quisiera poseerla allí mismo. Era como si temiera que fuese a desvanecerse
ante sus ojos para siempre.
Rayner separó sus labios como si aquel gesto le causara dolor, con una
expresión de renuncia y pérdida. Anelise comprendió que, fuese lo que fuese
lo que tenía que decirle, nada volvería a ser igual después de que hablase.
Rayner dio un paso atrás para alejarse de ella, respiró hondo por la nariz y
comenzó su relato.
—Mi hermano estaba muy enfermo cuando murió. Un año antes de aquel
fatídico día había empezado a tener episodios extraños. Se olvidaba de dónde
dejaba las cosas, de lo que había hecho el día anterior. Venía a buscarme y me
pedía cuentas por algo que no había sucedido… Yo era su confidente, su
amigo, además de su hermano. Nos lo contábamos todo. Los dos nos dimos
cuenta de que algo malo pasaba cuando una noche me desperté y estaba junto a
mi cama, observándome con la mirada perdida y un puñal en la mano. Me
preguntó quién era yo y qué hacía en la cama de su hermano. Conseguí
despertarlo de aquella fantasía y los dos comprendimos que fuese lo que fuese
no podíamos ocultarlo más.
Anelise había empalidecido y lo miraba como si la vida se le escapase por
los ojos. Rayner sintió una punzada en el pecho, consciente de que el veneno
de la verdad estaba haciendo efecto.
—Al hablar con nuestros padres nos llevamos una gran sorpresa. Mi padre
nos contó que su hermano había padecido la misma enfermedad y,
horrorizados, descubrimos que no se trataba de algo fortuito, sino de un mal
familiar.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Anelise.
—Nosotros habíamos oído hablar del tío George, pero no nos dimos
cuenta de que siempre hablaban de él sin mencionar los años previos a su
muerte. Ese día nuestro padre nos contó que dos años antes de morir había
enfermado del mismo modo que Nicolas. Pero lo más terrible vino después,
cuando supimos la enfermedad que padecía. Es una palabra tan estremecedora
que aún hoy me cuesta mucho decirla… Locura.
Anelise se llevó una mano a la boca para ahogar un gemido.
—Nicolas se mantuvo sereno mientras que yo perdí por completo la
compostura. Le grité a mi padre por no habérnoslo contado. ¿Cómo podía
ocultarnos lo que nos iba a pasar? Entonces él dijo que yo estaba libre de esa
lacra, al igual que él mismo. La enfermedad solo atacaba al primer hijo varón.
—¡No! —gritó ella cayendo de rodillas.
Rayner se sintió morir, se arrodilló frente a ella y trató de abrazarla, pero
Anelise lo rechazó con rabia.
—¿Por qué? —le gritó—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Ya lo sabes —dijo él con mirada serena, una mirada que no mostraba el
torbellino destructor que se había desatado en su cerebro—. No quería
perderte. Fui tan estúpido que me dije que sería una niña y el peligro pasaría
sin que tuvieses que sufrir ese temor.
—Lowell… —sollozó Anelise cubriéndose la cara con las manos—, mi
pequeño…
Rayner apretó los puños y cerró los ojos un instante. Le costaba respirar y
el corazón le latía tan deprisa que temió no poder soportarlo. No podía pensar
en su hijo, no si quería acabar lo que había empezado.
Durante los siguientes minutos Anelise derramó las lágrimas más amargas
que hubiese vertido jamás. El dolor que sentía en su pecho se irradiaba a todo
su cuerpo como relámpagos que estallaban en la punta de sus dedos.
Mucho tiempo después, cuando ya no le quedaban fuerzas de tanto llorar,
se secó los ojos y se puso de pie con dificultad. Cuando Rayner trató de
ayudarla lo miró con tal desprecio que él bajó los brazos, derrotado.
—¿Cómo será? —preguntó ella casi sin voz.
—No lo sé —musitó.
—¿Nicolas lo supo? ¿Supo que se estaba volviendo… loco? —casi no
pudo verbalizar la aterradora sentencia.
Su marido asintió lentamente y Anelise apretó los ojos y los dientes para
no gritar. Gritar hasta desgañitarse, hasta que no pudiera pensar.
—¿Cómo murió? —Al ver que no respondía se acercó a él y lo observó
con aquella mirada que él tanto había temido—. ¡¿Cómo murió?!
—Se… colgó. —Los labios de Rayner temblaban y apenas le salía la voz
—. Fue hasta la cabaña y se colgó de un árbol.
Anelise asintió una y otra vez. Lo comprendía, lo comprendía bien. Ella
sería capaz de hacerlo. Ahora mismo se sentía capaz de hacerlo. ¿Cómo puede
soportar una madre algo así? ¿Cómo abrazar a tu hijo sabiendo que no podrás
protegerlo del futuro que le espera?
Anelise recordó el dibujo de Noreen y la conversación que mantuvieron
en la capilla de Godinton House. Casi podía ver el cuerpo de Nicolas
balanceándose de un lado a otro del dibujo. Sin decir nada se dio la vuelta y
salió del salón. Su marido no trató de detenerla. Había visto aquella mirada en
sus ojos y sus más profundos temores lo dejaron paralizado.
Capítulo 18
Anelise estaba sentada en su cama, solitaria y desolada. Fuera, la noche había
extendido su negro manto y el frío la hizo estremecer. Su felicidad se había
esfumado de golpe y el destino estaba ante ella riéndose a mandíbula batiente
como un demonio cruel. Pensó en la primera vez que tuvo a Lowell en sus
brazos. Entonces creyó que su amor por aquel niño podría protegerlo de
cualquier daño. Ahora aquella esperanza se había tornado una broma cruel de
ese destino.
En su corazón anidaba una doble pena, pues el único que podría consolarla
era quien le había asestado el golpe mortal. No podía buscar refugio en sus
brazos y el dolor que sentía amenazaba con hacerla pedazos.
Qué extraño y cruel puede ser el destino. Desde que nació toda su vida
había sido un cúmulo de malas decisiones que siempre tomaba su madre por
ella. Solo durante un corto espacio de tiempo se enfrentó a ella. Cuando
conoció a Crofton Bourne.
Recordó al vaquero. Su mirada limpia y serena, su discurso profundo y
audaz. Dispuesto a conocer el mundo antes de encerrarse en una vida que él no
había elegido. Casado con una mujer capaz de enfrentar a los suyos por
aquello en lo que creía. ¿Qué le diría si la viese ahora en aquella situación?
Probablemente le sonreiría con ternura y le diría que la vida es demasiado
hermosa para desperdiciarla.
Debía hacerlo aunque su corazón se resquebrajase. Sabía que sonaría
cruel, vengativo incluso, aunque tan solo el afán de proteger a su hijo era lo
que la empujaba.
Se tumbó sobre la cama mirando, entre la bruma de sus ojos anegados por
las lágrimas, la camisa blanca que descansaba sobre la silla. Casi podía
percibir el aroma de su cuerpo en ella. Encogió las piernas sintiendo el vacío
que crecía en su vientre, mientras su mente volvía a los días de soledad, a la
falta de esperanza y a la agonía de saber que no hay nadie que nos sirva de
consuelo. Se hundió en un pozo profundo y putrefacto que la cubrió por
completo. Se dejó llevar sin resistencia.

Rayner, de pie frente a la ventana del salón, contemplaba la luna, que


dibujaba un círculo perfecto en la oscuridad del firmamento. Sentía un dolor
profundo, como si se hubiese abierto un boquete en el centro de su pecho y se
escapase por él su último vestigio de resistencia. Después de la terrible
tortura que vivió junto a su hermano creyó que se había secado por completo
el pozo de sus afectos. Durante meses fue su guardián y protector. Nicolas no
iba a ninguna parte sin que él lo supiese, sin que lo acompañase. Dejó de tener
una vida propia, un cuerpo propio. Vivía la vida de otro, alguien que se
esforzaba en hacerle daño siempre que podía.
Aquella cabaña la diseñaron juntos. No era la cabaña de Nicolas, aunque
él se la había agenciado frente a todos. Siempre le dijo que si tenía que morir
joven quería que fuese allí y Rayner le recriminó que no pensara en él, en lo
que sentiría si hacía lo que pensaba. Todavía escuchaba los gritos de su madre
mientras él corría en busca de su caballo para seguirlo. Nunca había sentido
tal desesperación. Hasta esa tarde, cuando le asestó aquella puñalada a la
mujer que amaba y tuvo que contemplarla desmoronándose entre sus dedos.
Habría preferido sus gritos. Una escena violenta e iracunda. Cualquier
cosa antes que aquella mirada decepcionada y dolida
—Lowell… —susurró casi sin voz.
Una garra le arañaba el corazón cada vez que pensaba en esa pequeña e
inocente criatura. ¿Podría soportar vivirlo de nuevo? ¿Podría enfrentarse a ese
aterrador momento con la entereza que su hijo necesitaría? Un gemido
contenido escapó entre sus dientes y se giró al escuchar la puerta abrirse
detrás de él.
—¿Quién…? —Se detuvo al verla—. Anelise…
Se acercó para recibirla y ella no lo rechazó cuando la tomó del brazo
para acompañarla hasta el sofá. Estaba pálida y sus ojos estaban hinchados de
llorar, pero mostraba un rostro sereno y calmado.
—¿Has podido descansar? —preguntó solícito.
Su mujer negó con la cabeza.
—Me sentaría bien un poco de vino —pidió.
—Ahora mismo. —Rayner se apresuró a servirle una copa y esperó a que
bebiera un poco antes de hablar—. Ahora que ya hemos podido reflexionar
sobre todo esto, encontraremos un modo de enfrentarlo juntos. Consultaremos
a los mejores médicos. Viajaremos por todo el mundo hasta dar con uno que
pueda ayudarnos. He oído hablar de una clínica privada en Viena de un tal
Sigmund Freud. Al parecer está obteniendo muy buenos resultados con
personas que sufren de enfermedades de ese tipo. Viajaremos allí en cuanto
Lowell tenga la edad suficiente.
Anelise lo miraba mientras deambulaba de un lado a otro de la habitación
con gran excitación y nerviosismo.
—Rayner, siéntate, por favor —pidió.
Su marido negó levemente con la cabeza. Aguantaría estoico lo que tuviese
que decirle.
—Escúchame —empezó—. He meditado mucho sobre las razones que te
han llevado a hacer algo tan… tan… odioso.
Rayner se estremeció como si lo hubiesen abofeteado.
—Sé que me amas y que ese amor emponzoñó tu buen entendimiento hasta
el punto de condenarme a esta horrible tortura. —La voz de Anelise era suave
y eso no hacía más que aumentar la crueldad de sus palabras—. Ahora
comprendo lo que pasó tras nuestro matrimonio. Tus ingenuos intentos por
retrasar lo inevitable.
Rayner no movió un músculo. Al temor se unía un insoportable sentimiento
de fatalidad.
—Y también comprendo que después de nacer nuestro hijo no pudieras
tocarme —siguió Anelise con la voz rota—. La culpa es un compañero cruel y
despiadado.
Rayner era la viva imagen de la desolación, sus ojos mostraban una
compleja gama de emociones que él trataba de contener bajo una apariencia
serena.
—No guardaré en mi pecho un sentimiento tan desgarrador como el rencor
—dijo Anelise—, no por alguien a quien tanto he amado.
—¿Has amado? —Rayner sintió que se le helaba la sangre—. ¿Quiere eso
decir que ya no me amas?
—No creo que pueda dejar de amarte, pero si te soy sincera, has de saber
que ya no te amo del mismo modo. No porque mis sentimientos hayan
disminuido, sino porque estaban enlazados a la incuestionable confianza que te
tenía y que ya no siento.
Rayner aguantó el golpe de nuevo sabedor de que no era más que lo que
merecía.
—Voy a prepararlo todo y, cuando estemos listos, Lowell y yo nos iremos
de aquí.
—No hablas en serio. —Su corazón se detuvo.
—Sí, hablo en serio. Volveré a casa de mi padre y me llevaré a nuestro
hijo conmigo.
—No harás tal cosa —dijo él mirándola como un animal enjaulado—. No
lo permitiré.
—Estoy segura de que lo último que tu familia desearía es un escándalo.
No puedes impedírmelo, Rayner, si no es que quieres que se sepa toda la
verdad.
—¿Harías eso? ¿No te importa el bienestar de tu hijo?
—Porque me importa voy a llevármelo de aquí. —Anelise parecía una
estatua fría y dura, aunque su corazón temblaba en su pecho como un pajarito
asustado que ha caído del nido—. Nos iremos a América y allí buscaré un
médico. Si es necesario viajaré a Viena como has dicho, no temas, si hay
alguna manera de curar a nuestro hijo, la encontraré. Pero en caso de que eso
no sea posible, lo amaré con toda mi alma. Lo sostendré y tranquilizaré cuando
llegue el momento de su calvario y ahuyentaré todos sus fantasmas, aunque
para ello deba batirme en duelo con ellos cada noche.
Rayner se arrodilló delante de ella y le cogió las manos con expresión
suplicante.
—Por Dios te lo pido, Anelise, no me abandones. Es peor que la muerte lo
que me anuncias. No puedo renunciar a nuestro hijo. Yo también lo amo
profundamente y deseo sostenerlo en mis brazos, cuidarlo y protegerlo…
¿Recuerdas lo que te dije de mi sueño? ¿Ese que me deja solo y abandonado
tras un muro? ¡Este es, y tú eres quien va a levantarlo!
Su esposa se puso de pie y él la imitó. Anelise tenía una expresión dolida
y perpleja. Iba a tener que esforzarse más.
—¿Crees que podría vivir a tu lado? ¿Compartir tu cama sabiendo que me
ocultaste semejante condena sin darme opción a defensa alguna? ¿Que
condenaste a nuestro hijo a una muerte atroz solo por conseguirme?
—Quise evitarlo —dijo entre dientes mientras sus ojos se anegaban de
lágrimas—. Juro por Dios que quise…
—¿Y eso de qué ha servido? ¿Es que no ves lo que has hecho?
Rayner temblaba de desesperación.
—¿Acaso sabes lo que yo he sufrido? —gritó—. ¿Crees que tienes una
pequeña idea del dolor que arrastro? ¡Vi lo que le sucedió a Nicolas! Lo vi
retorcerse ante mis ojos hasta convertirse en un monstruo. Trató de clavarme
un puñal, de ahogarme en el estanque, de empujarme por las escaleras. Y cada
vez que intentaba matarme yo solo podía ver ante mí a mi amado hermano —
sollozó angustiado—. ¿Cómo crees que han sido estos meses imaginando lo
que podría pasar si finalmente era un niño? ¿Crees que no me mata la culpa
por mi silencio?
Se acercó a ella y la miró poniendo el corazón en aquella mirada.
—No podía renunciar a ti. Intenté que me rechazaras, aunque sabía que
eras mi única esperanza. Cuando te marchaste acepté mi triste destino. Si te
hubieras casado con él…
—Lo sé —dijo ella, temblando.
—Lo intenté —repitió Rayner—. Quería salvarte a pesar de que sabía que
eras la única persona en el mundo capaz de traer la felicidad a mi vida.
Anelise le cogió la cara y esta vez se permitió mirarlo con amor.
—Lo sé, sé que quisiste hacer lo correcto. Y te habría perdonado si me lo
hubieses contado antes de que engendrásemos a nuestro hijo. Si me lo hubieses
dicho cuando yo no entendía por qué no me tomabas. Aun con el enorme dolor
que me habrías causado, sé que te habría perdonado. Pero ahora ya es tarde
para nosotros. Puedo perdonarte, pero jamás podría vivir a tu lado viendo
crecer a nuestro hijo, sabiendo lo que le espera. Si no me marcho todo este
dolor se trasformará en un odio amargo y cruel. Me juré a mí misma que jamás
viviría algo así. Esa fue la razón por la que rompí mi compromiso con Crofton
Bourne…
—¡No hables de él! —gritó Rayner apartándose de ella como un animal
herido—. ¿Por qué piensas en él?
Anelise lo miró sin comprender.
—No puedes ir a buscarlo —dijo con una mirada de loco que la
estremeció—. Está casado, lo sé. Os vi hablando el día después de nuestra
boda. Hablé con tu padre y me lo contó todo. No puedes volver con él…
—¿Cómo te atreves? —dijo ella entre dientes—. ¿Cómo te atreves a
insinuar…?
Rayner se acercó furibundo y la cogió por la cintura haciéndola chocar
contra su cuerpo. Después la besó con rabia y desesperación. Cuanto más
trataba de separarse ella más fuerte la sujetaba hasta casi inmovilizarla por
completo. Entonces Anelise dejó su cuerpo sin resistencia. Si quería forzarla,
no se lo impediría. Sería la culminación perfecta para toda aquella ignominia.
Entonces Rayner apoyó la cabeza en su hombro mientras su cuerpo era
sacudido por violentos sollozos.
Anelise lo abrazó consoladora y cerró los ojos cuando las lágrimas
empezaron a caer de ellos. Él la apretaba con fuerza mientras los dos lloraban
angustiados.
—No me dejes —susurró con la voz rota—. Sin ti no podré vivir. Deja
que cuide de nuestro hijo, deja que redima mis pecados. Seré el mejor padre
que un hijo pueda tener. Tú no podrás hacerlo sola… No imaginas lo que es…
Ella se separó suave pero decidida y lo apartó con sus manos.
—Te amo, Rayner. A pesar de todo, te amo. Y me marcho para preservar el
amor que nos hemos tenido y poder hablarle a mi hijo de su padre sin rencor ni
desprecio. Soy más fuerte de lo que crees y podré soportarlo sola. No debes
temer nada, te prometo que nuestro hijo será feliz.
El futuro conde de Cottesburg se irguió y la miró tratando de recuperar
algo de dignidad. Con decisión se limpió las lágrimas.
—Está bien —aceptó—, no te retendré. Solo te pido una cosa. Escríbeme
a menudo. No responderé a esas cartas si no lo deseas, pero prométeme que tú
me escribirás. Quiero que me hables de él, que me cuentes todo sobre su vida.
Cada paso que dé, cada momento, cada alegría y cada pena. No cortes esta
cuerda que ata mi corazón al suyo.
Anelise asintió con una emoción que amenazaba su resistencia.
—Espero que este insoportable dolor que siento sirva para pagar en parte
el que te he causado a ti —dijo él ya sin lágrimas.
—No quiero que sufras —dijo ella con la voz rota—. Jamás podría
consolarme algo tan cruel.
Salió del salón y la puerta al cerrarse colocó el último ladrillo de aquel
pesado y gigantesco muro que separaría a Rayner del mundo para siempre.
Capítulo 19
«Estimado Rayner.
Hoy es su quinto cumpleaños. Después de mucho insistir, con esa labia que
ha heredado de su padre, Lowell ha conseguido que su abuelo le regale un
pony. Siempre quiere venir conmigo a montar, pero hasta ahora era demasiado
pequeño para hacerlo. No me gusta mucho la idea de que tenga un caballo, es
un niño demasiado atrevido, no le teme a nada. Estoy segura de que será un
jinete audaz y temo que acabe con algún hueso roto, pero no quiero privarlo de
disfrutar al máximo de su vida.
He decidido que vaya a la escuela. No le pondré una institutriz. Quiero que
se relacione con otros niños y que tenga muchos amigos. Es un niño muy
sociable, hace amistad con cualquiera que se le acerque. Supongo que no es lo
acostumbrado para alguien cuyo padre algún día será conde, pero es lo que
quiero para él.
Hoy hemos hablado de ti, me ha pedido que le explicase cosas de su padre
y lo he hecho. Le he hablado de todos los momentos felices que vivimos.
También le he enseñado una fotografía y le ha hecho mucha ilusión verte. Me
ha pedido que la pusiera en un marco y le dejara tenerla en su habitación. Le
he dicho que sí.
He concertado una visita con el doctor Freud para después del verano.
Como te dije, las conversaciones que he mantenido con él por carta han sido
muy esperanzadoras. Tiene unos métodos algo controvertidos, pero lo visitaré
y me dejaré guiar por mi instinto maternal. Mi padre nos acompañará, así que
no debes preocuparte por nada. Te mantendré informado puntualmente.
Sigo recibiendo y respondiendo a las cartas de tu abuela, la duquesa viuda,
y también a las de tu tía Mauve. Las dos me siguen considerando de la familia
y, aunque conocen la situación, se dirigen a mí como tu esposa y me hablan con
respeto y cariño. Tu tía amenaza con venir a visitarme. Sí he sonreído. En
realidad es una buena noticia, me gustará mucho verla.
La tía Mauve me pidió en su última carta que cuando te escribiese te
hablase de mí, que sabía a ciencia cierta que te interesaba saber cómo era mi
vida, pero es que mi vida se centra por completo en Lowell y no tengo nada
que contar que no se refiera a él. No asisto a eventos sociales, ni cenas, ni
bailes. Apenas salgo de casa si no es con nuestro hijo. Lo único que continuo
haciendo para mi disfrute personal es leer y montar a caballo. Peka es ya mi
mejor y única amiga.
Espero que la temporada veraniega sea tan agradable como siempre.
No tengo más que contarte, así que me despido ya.
Tuya, siempre.
Anelise».

Rayner apoyó la carta en su pecho y dejó que sus ojos vagasen por su
destartalado cuarto. Cogió el whisky y bebió un largo trago buscando el calor
dentro de la botella. No podía leer sus cartas sin ayuda, necesitaba el alcohol
para soportar las heridas que le causaban sus palabras. Frunció el ceño al ver
la basura esparcida por la alfombra. Quizá no debería haber despedido a la
última criada que su padre le había mandado, pero era una insolente y no era
nadie para darle sermones.
Caminó tambaleante hasta la ventana y abrió un poco las cortinas para
mirar hacia afuera. Se escuchaba la lluvia golpear contra la madera. A pesar
de estar muy nublado, la luz le hizo daño en los ojos y volvió a cerrar
rápidamente.
Su hijo había preguntado por él. Incluso había colocado una fotografía
suya en su cuarto para verlo todos los días. Él también tenía fotografías de
Lowell. Anelise se las mandaba de vez en cuando para que lo viese crecer.
Había una en aquella mesita, aunque a causa del alcohol no podía verla desde
allí. Atravesó la habitación para acercarse y tropezó con los platos de la cena
de la noche anterior. Cayó al suelo y maldijo en voz alta a la criada por no
recogerlo. Entonces recordó que no tenía criada y se rio a carcajadas de su
estupidez.
Suerte que su hijo no podía verlo en ese estado. ¿Qué pensaría de él? Su
madre le hablaba del futuro conde de Cottesburg, lo que no podía decirle,
porque no lo sabía, era que jamás heredaría el título. Su padre se lo había
gritado allí mismo, en aquel desvencijado cuarto, después de intentar que
entrase en razón y recuperase la cordura. No habían servido de nada ni las
súplicas ni los reproches ni las amenazas. El conde no entendía que él no
podía hacer nada. No podía regresar al mundo porque estaba encerrado tras un
gigantesco muro de dolor y culpa.
Se levantó del suelo y llegó hasta la mesita en la que descansaba el marco
de plata con la fotografía de Lowell. Se había convertido en un muchachito
encantador. Tenía sus ojos y su barbilla, pero aquella mirada limpia y confiada
era de su madre. Otra vez aquel insoportable dolor en el pecho. Se llevó la
botella a la boca y bebió un largo trago, tan largo como su garganta pudo
soportar.
Se dejó caer en el sofá con la fotografía en una mano y la botella en la
otra. Mientras quedase líquido en la botella no se movería de ahí y después…
Después, la oscuridad.

—Lowell, te he dicho un montón de veces que no hagas eso —le regañó su


madre con expresión severa—. Es peligroso que te deslices por el pasamanos.
—Lo siento, mamá —dijo el niño bajando la cabeza.
—Así que este es el pequeño Lowell, del que tanto he oído hablar.
Lady Cadwell miraba al pequeño con expresión seria, como si estuviese
evaluándolo, y Lowell hizo lo propio con ella.
—Yo también he oído hablar de usted —dijo el niño—. Es mi tía abuela.
¿Lo he dicho bien, mamá?
—Sí, Lowell, lo has dicho perfectamente. —Anelise sonrió con ternura.
No podía estar mucho rato enfadada con él.
—Encantado de conocerla —dijo el niño cogiéndole la mano y besándola
como un caballero.
Lady Cadwell respondió al niño con igual deferencia, haciéndole una
ligera genuflexión.
—Lo mismo digo, caballero.
Lowell sonrió satisfecho y siguió a las dos damas hasta el salón en el que
esperaba su abuelo. El niño se situó junto a Selig, colocando las manos a la
espalda imitando una de las poses del hombre.
—¿Le apetece un brandy, lady Cadwell? —preguntó Selig.
—Muchas gracias, señor Vandermer, por ofrecerme un brandy. Odio que
siempre me quieran dar jerez, cualquiera diría que mi paladar no puede
degustar otra cosa.
—¿Qué tal ha sido el viaje en barco? —siguió el padre de Anelise—.
Espero que no haya tenido ningún percance.
—No, al contrario, ha sido un viaje muy ameno. He coincidido con una
encantadora pareja, Margaret y Thomas Knowles que, al parecer, conocen a
mi sobrino Rayner.
Los ojos de Lowell se abrieron animados al escuchar el nombre de su
padre.
—Señorita Mauve, ¿usted ve mucho a mi padre? —preguntó acercándose a
ella de nuevo.
La tía de Rayner sonrió con dulzura.
—No mucho —dijo escueta—. Es un hombre… muy ocupado.
—Debe tener cosas muy importantes que hacer —dijo el niño estirándose
orgulloso—. Va a ser conde.
La expresión de la tía Mauve hizo que Anelise la mirara con suspicacia.
—Bueno, ya sabes, las cosas de palacio van despacio —dijo lady
Cadwell, ambigua.
El niño no supo a qué se refería, pero mantuvo su actitud para que no se
notara, ya empezaba a darse cuenta de lo importante que es lo que los demás
ven de nosotros.
—Es hora de despedirse —dijo su madre poniéndose de pie—. Los
mayores tenemos que cenar y tú debes irte a la cama.
—¿No puedo quedarme un ratito más, mamá? —pidió el niño.
—No, Lowell. Los mayores tienen de hablar de cosas de mayores —dijo
sonriendo—. Mañana podrás hablar tranquilamente con la tía Mauve sobre
todo lo que tú quieras, pero ahora vamos a la cama. Disculpadme un momento.
Enseguida vuelvo.
Anelise salió del salón llevando a Lowell de la mano. Lady Cadwell los
observó con cariño. Estaba claro que tenían una relación muy estrecha.
—Se quieren mucho —dijo mirando a Selig cuando estuvieron solos.
—Ese niño es todo su mundo —explicó el padre yendo a sentarse en una
butaca frente a su invitada.
Lady Cadwell, asintió.
—Es un buen motivo para vivir. Ojalá Rayner tuviera ese apoyo.
—Espero que ese comentario no sea una queja por el comportamiento de
mi hija.
—¡Oh, no, no! No me malinterprete. Quiero mucho a Anelise y no diría
nada que cuestionase sus decisiones. Hizo lo que creyó mejor y no la culpo
por ello. Era un deseo expresado en voz alta, nada más.
—¿Rayner no está bien? —preguntó interesado.
—¿Bien? —La expresión de lady Cadwell fue muy elocuente—. No está
bien es un eufemismo para describir la situación en la que se encuentra mi
sobrino. Más bien diría que está terriblemente mal.
Anelise estaba en la puerta y miraba a la tía de Rayner con una fría
expresión. Selig cerró los ojos un instante, sabía que aquella era la máscara
que se ponía cuando algo la golpeaba y no deseaba que nadie lo viese.
—¿Qué ocurre con Rayner?
Lady Cadwell la miró con pesar.
—No debería haber dicho nada —se lamentó—, no quería que me
escucharas.
—Pero lo he hecho. ¿Qué le ocurre?
La hermana de la condesa miró a Selig pidiéndole consejo y el hombre
asintió con la cabeza instándole a que hablase.
—Me temo que ha caído en un profundo pozo del que no sé si podrá salir
—empezó—. Su único compañero es el whisky, no se separa de la botella.
Vive en la cabaña de Nicolas, apartado de todo y de todos.
—No es la cabaña de Nicolas —dijo Anelise rotunda—. Nunca lo fue. La
construyeron los dos.
Lady Cadwell frunció el ceño. No entendía qué importancia podía tener
eso ante lo que acababa de revelarle.
—No sé de quién es la cabaña, lo único que digo es que mi sobrino se está
matando lentamente. Su padre lo ha intentado todo, incluso lo ha amenazado
con desheredarlo, con nombrar sucesor a su primo Carlton. Nada le hace
efecto, ni las súplicas ni las amenazas. Insiste en que no puede hacer nada
porque está encerrado tras un muro demasiado alto.
Anelise sintió que una mano le estrujaba el corazón, pero no se movió, no
cambió su expresión y no dijo una palabra de consuelo.

La cena transcurrió amablemente. Trataron de hablar de manera distendida


sobre temas variados y nada personales. Lady Cadwell se sentía defraudada
ante la reacción de Anelise, pero no podía culparla por no amar ya a su
esposo. Habían pasado cinco años desde su partida y el daño infligido había
sido demasiado grande.
Cuando se dieron las buenas noches la retuvo unos segundos en su abrazo y
le susurró en el oído lo mucho que se alegraba de verlos tan bien al niño y a
ella. Después ambas se dirigieron a sus respectivas habitaciones.
Cuando Anelise cerró la puerta de su cuarto se apoyó en ella, cerró los
ojos y golpeó su pecho con el puño de manera repetitiva. Cuando sentía ese
dolor tan fuerte aquello era lo único que lo calmaba.
Tenía ante sí la imagen de Rayner, destruido, solo y vencido, en aquella
cabaña. ¿Por qué se había encerrado allí? ¿Precisamente allí, en el lugar en el
que murió su hermano? No había un modo más cruel de torturarse que ese. Allí
reviviría una y otra vez ese día en el que tuvo que descolgarlo. Cuando lo
sostuvo en sus brazos mientras agonizaba de un modo atroz. Anelise sabía que
aquella imagen lo había perseguido. Se despertaba en medio de la noche
temblando aterrado, con esa visión en su retina. Ella lo había consolado
muchas veces, sin saber que Nicolas se había colgado, creyendo que fue una
caída del caballo. Ahora que sabía toda la verdad aquel castigo resultaba
mucho más atroz.
Se arrastró hasta la cama y se tumbó sin desvestirse, escondió la cara en la
almohada y dejó que los sollozos regresaran. Hacía tiempo que no lloraba por
él, creía que por fin había conseguido cierta calma para su alma y su espíritu.
Se imaginaba que él al menos era feliz, que había seguido con su vida sin
ellos. Por eso no dejó que él le escribiera, prefería vivir pensando que en
aquella parte del mundo la vida continuaba como si nada. Pero saber que
Rayner estaba viviendo ese calvario no solo no aliviaba en nada su
sufrimiento, sino que lo hacía revivir con mayor crueldad.
¿Por qué la vida se empeñaba en dañarla de ese modo? ¿No había hecho
ella todo lo posible por minimizar la catástrofe? ¿No era la distancia la única
manera de evitar destruirse el uno al otro? Entonces, ¿por qué se empeñaba él
en seguir causándole tanto sufrimiento? ¿No entendía que debía esforzarse por
ser feliz?

A la mañana siguiente salieron a cabalgar los cuatro y Lowell se esforzó


mucho por que la tía Mauve supiese que iba a ser el mejor a caballo.
—Como mi padre —dijo orgulloso—. Mamá dice que es un gran jinete.
—Es cierto —reconoció la mujer—. Pero ¿sabes una cosa? Rayner
empezó a montar dos años después que tú, así que seguro que tú serás mejor
jinete que él.
—Algún día montaremos juntos —dijo Lowell y se alejó un poco para
poder mostrarles lo bien que lo hacía.
Su madre no podía evitar la expresión preocupada de su rostro, que no
pasó desapercibida para la tía Mauve.
—No te preocupes, sabe lo que hace —dijo Selig adelantándose a
buscarlo para tranquilizarla.
—Lo sé —sonrió Anelise ante la mirada de lady Cadwell—, soy una
madre excesivamente protectora. Trato de no recordar las travesuras que hacía
con mis hermanos cuando era una niña.
—Siento haber traído nubes negras a tu cielo, Anelise, no era mi intención.
De verdad.
—Lo sé, Mauve, no te preocupes —dijo llamándola en confianza como
había hecho cuando estaba en Inglaterra—. Yo no puedo hacer nada…
La inglesa la miró con pesar, pero asintió lentamente dando a entender que
lo sabía.
—Te agradecí mucho tu perdón —dijo Mauve con la mirada en el niño—,
no sabes cuánto te lo agradecí. Toda la familia es culpable de haberte ocultado
una verdad tan atroz y te honra el haber sido capaz de perdonarnos.
—No a todos —dijo con sinceridad—. Sé que lady Sarah y tú lo sentíais
de corazón. Pude verlo en vuestros ojos el día de mi marcha. Sé que tu madre
fue quien obligó a Rayner a contármelo y que ninguna de las dos quiso que yo
sufriera algo tan… Pero a la condesa no la perdonaré jamás. Ella es la única
que de verdad sabe el calvario que estoy pasando. La única verdaderamente
consciente del daño que iba a causarme, porque ella pasó por lo mismo. Y, a
pesar de eso, no tuvo compasión. Su crueldad excede a toda lógica y no
merece la más mínima consideración por mi parte. No permitiré que vea nunca
a su nieto, para ella Lowell está muerto.
—No digas eso, criatura —dijo lady Cadwell con expresión asustada—.
Es terrible mencionar la muerte de un niño y a ti no te hará ningún bien.
—Es la verdad —dijo Anelise mirándola a los ojos con una frialdad capaz
de helar la sangre.

La visita de lady Cadwell fue un agradable cambio para la rutinaria vida


de Anelise. Tener alguien, aparte de su padre o sus hermanos, con quien
charlar de cosas insustanciales y verla disfrutar de los juegos que organizaba
Lowell para ella, fue toda una satisfacción. Cuando llegó el momento de
despedirla Anelise se dio cuenta de lo mucho que lamentaba su partida.
—Vuelve pronto —pidió tratando de contener las lágrimas—. Ha sido una
bendición tenerte aquí.
Lady Cadwell la abrazó con enorme cariño antes de agacharse para mirar
a Lowell a los ojos.
—Y tú, pequeño conde, cuida de tu madre y no le des disgustos.
El niño le echó los brazos al cuello y su tía abuela lo levantó, apretándolo
con fuerza.
—Que tengas un buen viaje, tía Mauve —dijo el pequeño cuando volvió a
estar en el suelo—. Dile a mi padre que le quiero. Y explícale lo bien que
monto a mi pony.
Aquellas palabras enternecieron a los tres adultos. Lady Cadwell se
dirigió al carruaje que la esperaba y Selig entró tras ella dispuesto a
acompañarla hasta su barco.
Anelise y Lowell les despidieron agitando la mano hasta que el coche se
perdió de vista. Después, madre e hijo se cogieron de la mano y entraron en la
casa.
—Ahora deberíamos estar juntos —dijo el niño muy serio—. Estamos
tristes y tú siempre dices que no se debe estar solo cuando se está triste.
Su madre sonrió con ternura. ¿Cómo podía ser tan inteligente con solo
cinco años?
—Tienes razón. ¿Por qué no traes tu cuaderno al salón y me enseñas los
últimos dibujos que has hecho? Luego puedes seguir trabajando en ellos
mientras yo sigo con ese aburrido bordado que empecé ayer. ¿Qué te parece?
Lowell sonrió ante la divertida expresión que había puesto su madre al
decir que el bordado era aburrido. Siempre se reía con sus caras. Las ponía a
todas horas. Cuando lo bañaba, cuando le contaba un cuento, incluso cuando la
niñera lo regañaba por algo y no la veía.
—Venga, vamos, ¿a qué esperas?
Lowell corrió escaleras arriba y despareció por el pasillo que llevaba a su
habitación. Anelise se dio la vuelta para decirle al mayordomo que quería que
preparasen algo para comer. Al regresar, Lowell vio que su madre estaba
distraída y decidió bajar por el pasamanos para llegar antes abajo, pero tenía
las dos manos ocupadas con el cuaderno y los lapiceros.
Anelise escuchó un golpe seco contra el suelo y se volvió dentro de un
atronador silencio.
Capítulo 20
Rayner comprobó el nudo de la cuerda antes de sentarse en el suelo para
apurar la botella que lo acompañaba. Había llorado hasta quedarse sin
lágrimas. Había gritado hasta quedarse sin voz. Ya no le quedaba nada más
que hacer. No quería seguir viviendo. Había llegado el momento de acabar
con su sufrimiento.
La noticia de la muerte de Lowell había cavado su tumba. La tía Mauve se
había presentado en la cabaña y le había contado cómo tuvieron que regresar
con el coche cuando el mozo de cuadras los había alcanzado con su caballo. Y
cómo se encontraron a Anelise con su hijo muerto en los brazos.
Él no podía siquiera imaginarse lo que ella sintió en ese momento. Aunque
vivió algo parecido con su hermano, algo que volvía a revivir ahora, para
Anelise fue peor. Lowell era carne de su carne.
Terminó lo que quedaba en la botella y subió al tronco que había colocado
bajo la cuerda. Se movía peligrosamente y debía darse prisa. Iba a pagar por
sus pecados de una vez por todas. Cualquier juez lo habría condenado, de
haber sido conocedor de su atroz crimen. Pero allí no había ningún juez más
que él. Cuando metió la cabeza dentro del círculo de cuerda pensó en Anelise.
Solo pensaba en hacer algo que pudiera aliviarla. Que supiera que la persona
que le había causado tanto mal había pagado al fin su condena.
La vio entonces sola y frente a la tumba de su hijo y se preguntó si
realmente era en ella en quien pensaba. ¿No era cierto que aquello iba a
acabar con su propio sufrimiento, mientras que el de ella continuaría hasta el
fin de sus días?
El tronco se tambaleó y él se sujetó a la cuerda para no caer. El lazo se
apretó alrededor de su cuello y le cortó la respiración. La imagen de Nicolas
se materializó también frente a él.
—Eres un maldito cobarde —le dijo su hermano con expresión de
desprecio—. Tú has causado todo esto y ahora vas a escapar dejándola sola.
Rayner buscó el nudo y consiguió sacar la cabeza antes de que el
tambaleante tronco lo tirara al suelo. Respiró hondo y tosió varias veces hasta
que su mente empezó a aclararse. Se puso de pie respirando con dificultad y
miró a la botella que yacía en el suelo. La cogió y la lanzó contra el tronco del
árbol haciéndola pedazos.

—Anelise, hija, tienes que levantarte —su padre trataba de convencerla de


que abandonase la cama.
Habían pasado dos meses desde la muerte de Lowell y Anelise no
levantaba cabeza. Había perdido las ganas de vivir y se limitaba a vegetar en
aquella cama, día tras día, comiendo lo que le llevaban pero sin aceptar
recuperar su vida.
Ni siquiera se molestaba ya en contestar, tan solo quería que la dejasen en
paz.
Selig abandonó la estancia apesadumbrado. A la pena por la pérdida de su
nieto no tardaría en tener que añadir la desgracia de perder a una hija, si
seguía en su empeño. Bajó las escaleras cansado y mucho más viejo. Se
dirigió al salón para esperar allí a que el mayordomo le avisara para la
comida.
—Señor Vandermer. —Rayner se volvió cuando oyó abrirse la puerta.
Selig frunció el ceño, confuso, últimamente le costaba dilucidar lo que
ocurría a su alrededor, pero la presencia de su yerno parecía muy real.
—No soy un fantasma —dijo el inglés leyendo en su mirada la confusión
mental en la que se hallaba el padre de Anelise—. He venido a ocuparme de
todo.

Anelise no se giró para ver quién entraba esta vez en su cuarto. No le


importaba si era su padre para insistirle en que bajara a comer con él o alguna
de las doncellas inventándose cualquier historia para tratar de arrastrarla de
aquella cama.
Sin embargo, cuando lo vio de pie frente a ella fue como si una enorme
losa de piedra la aplastara contra la cama. Las pocas fuerzas que le quedaban
la abandonaron al ver aquellos ojos azules y profundos que la miraban con
tanto amor. Eran los ojos de Lowell, los ojos de su pequeño…
—He venido para quedarme contigo hasta que te recuperes —dijo Rayner
con ternura, sentándose en la cama y cogiéndole la mano—. Cuando estés bien,
cuando hayas superado este duro golpe, me iré si quieres, pero hasta entonces
me quedaré a tu lado y lloraremos juntos a nuestro hijo.
Anelise lo miraba con ojos de loca, como si su cerebro se hubiese
desconectado y no pudiese pensar con claridad.
—Soy la única persona que puede entender lo que estás sufriendo. La
única a la que no tendrás que explicarle lo que sientes. Y estaré aquí para
consolarte, porque eso me ayudará a soportar mi propio dolor.
De repente Anelise se sentó en la cama y se abrazó a él. Los sollozos la
sacudieron como un huracán y sus gemidos eran tan desgarradores que
atravesaron su carne y sus huesos hasta llegarle al alma. Rayner soportó con
estoicismo su dolor. Se había jurado sostenerla y lo haría aunque para ello
tuviese que bajar al mismo infierno.

Tres días después Rayner consiguió sacarla de la habitación y la llevó en


sus propios brazos hasta el porche trasero, su lugar favorito de la casa. Puso
una ligera manta sobre sus piernas pues, aunque el día era cálido, ella seguía
teniendo frío.
Una de las doncellas le trajo una taza de té y le preguntó si quería comer
algo.
—No, gracias, esperaré a la comida —dijo tratando de sonreírle.
La doncella asintió y miró a Rayner agradecida antes de volver a la casa.
Todo el servicio estaba conmocionado por lo que había pasado. Todos querían
mucho a Lowell y a su madre.
Rayner se apoyó en una de las columnas y contempló el jardín con
expresión soñadora. Imaginaba a su hijo correteando por allí y volviéndose a
mirarlo a cada rato para enseñarle algún descubrimiento.
—Mira, papá, ¿no es el escarabajo más grande que has visto?
Rayner sonrió y le respondió en su cabeza.
—Está claro que eres un gran explorador, hijo.
—¿En qué piensas? —preguntó Anelise.
—En nada —se apresuró a decir él.
Ella suspiró.
—Piensas en Lowell. Yo también pienso en él, todo el tiempo.
—Me imaginaba que correteaba por este jardín —dijo él al fin mirándola
con orgullo—. Pienso en cómo sería su voz, su risa…
Anelise sintió una punzada en el pecho.
—Él quería conocer a su padre —dijo con la voz ronca—. Era lo que más
deseaba.
Rayner se acercó y se arrodilló frente a ella.
—Estoy seguro de que ahora mismo nos está viendo aquí, a los dos juntos.
Y también sé que sabe lo mucho, lo muchísimo que lo quería, aunque no
estuviese con él.
Anelise extendió la mano sin pensar y le acarició el cabello. Fue como
regresar a un lugar familiar, un lugar en el que se sentía segura.
—Debes odiarme mucho —dijo con la mirada perdida—. Te impuse un
castigo muy cruel y lo aceptaste con resignación. Has perdido a tu hijo sin
haber podido disfrutar de él.
Rayner bajó la cabeza y la apoyó en la mano de Anelise que descansaba en
su regazo. Ella sintió la humedad de sus silenciosas lágrimas y se conmovió.
Sabía lo mucho que había sufrido. Lo solo que había estado todos esos años.
Recordó la primera vez que le pidió matrimonio y lo mucho que se esforzó
para que lo rechazara. También pensó en aquellos días después de la boda en
los que tanto se esforzaba en darle placer sin pedir nada a cambio. En lo
mucho que se resistió a consumar el matrimonio.
Durante esos cinco años había pensado mucho en todo lo que él había
pasado. En lo mucho que sufrió con la enfermedad de su hermano. En el
tiempo que pasó sin compartir con nadie el miedo que lo atenazaba, durante
las largas noches de vigilia en las que esperaba que Nicolas fuese a matarlo.
Sin querer pedir ayuda a sus padres por temor a que se lo llevasen a algún
lugar lejos de su casa. Sabiendo que su hermano era prisionero de un monstruo
invisible.
Bajó la mirada y la posó en la cabeza que seguía apoyada en su regazo.
Debía pensar que había querido castigarlo. Era lo que ella quiso que pensara,
porque la verdad le habría hecho resistirse y luchar y ella no era lo
suficientemente fuerte para vencerlo. No quería hacerle daño, pero se lo había
hecho. Mucho. Y ahora Lowell estaba muerto y ya jamás podría conocer a su
padre.
—¿Podrás perdonarme alguna vez? —dijo en un susurro.
Rayner levantó la cabeza lentamente como si creyera que había imaginado
sus palabras. Cuando la miró vio la angustia en sus ojos.
—¿Perdonarte yo? —dijo con la voz rota y los ojos brillantes.
—Te he privado de disfrutar de tu hijo estos pocos años —dijo, decidida
—. Por temor a perderlo en el futuro le privé de su padre, y deberías estar
furioso conmigo.
—Jamás podré estar furioso contigo —dijo él con una triste sonrisa—. Sé
que nunca estuvo en tu ánimo causarme daño alguno. Tan solo querías
protegerlo, alejarlo de todo aquello que lo abocaba a un final como el de
Nicolas.
—¿Cómo lo…? —Los ojos de Anelise se llenaron de lágrimas
angustiadas.
—¿Qué cómo lo sé? —Movió la cabeza como si no comprendiera lo que
la sorprendía tanto—. ¿Por qué crees que te amo tanto? ¿Crees que son tus
ojos o tus labios? ¿Crees acaso que alguna vez me importó el dinero de tu
padre? Te amo porque eres la única persona en el mundo a la que admiro por
encima de todo, a la que respeto y venero. Sé que no está en tu mano hacer
daño, que eres demasiado buena para causar dolor voluntariamente. No tardé
en comprender que querías alejar a Lowell de mi familia porque ellos verían
su enfermedad antes que a él mismo. Nuestro hijo habría crecido en un
ambiente enrarecido, repleto de susurros y miradas esquivas. Y lo alejaste de
mí porque la culpa es un demonio ladino y aterrador y sabías que no podría
vencerla fácilmente. No querías que el niño creciese con nuestro contante
miedo, culpa y decepción. Querías que tuviese una vida feliz, llena de amor, y
eso solo tú podías dárselo.
—¡Oh, Rayner! —exclamó y él la abrazó con ternura.
—No tengo nada que perdonarte, amor mío. Mi pena y mi dolor no me los
causaste tú sino yo. Fue mi cobardía, el miedo a perder de nuevo lo que me
llevó a ese dolor. Durante estos años me he autodestruido y eso demuestra que
tenías razón. Si hubieseis estado a mi lado os habría arrastrado al mismo
pozo.
Se separó de ella y la miró a los ojos, quería leer en ellos y un enorme
sentimiento lo inundó al reconocer aquella mirada que tanto había añorado.
—Me reconforta el corazón saber que te tuvo a ti, pues nadie mejor que tú
para darle todo el amor que yo no pude darle. No te tortures con la falsa idea
de que tengo algo que reprocharte. Todo el sufrimiento que he padecido lo doy
por bien pagado si consigo que perdones mis pecados y me dejas cuidarte el
resto de nuestras vidas.
—Amor mío —susurró ella y, sin decir nada más, selló su concesión con
un cálido beso.
Epílogo
—Mamá, ¿de verdad te gusta? ¿No te parezco un pastel de nata? ¡Estamos en
1914, estos bailes ya no tienen sentido!
Anelise se rio ante la explosión apasionada de su hija y la llevó frente al
espejo para que se viese a través de sus ojos.
—Sarah, eres la jovencita más bella de todo Cottesburg y lo sabes. Esta
noche es tu baile blanco y el color del vestido es innegociable.
—Pues sigo pensando que es una tontería y que el azul claro me queda
mejor.
—¿Puedo pasar? —dijo Aston tocando a la puerta con los nudillos.
—¡Pasa! —gritó su hermana colocándose frente a él cuando estuvo dentro
—. Di la verdad de lo que piensas.
—Pareces una tarta de nata —dijo su hermano mayor.
—¿Lo ves? —exclamó volviéndose hacia su madre.
—Pero la tarta de nata es mi preferida —dijo Aston para arreglarlo.
Tenía la pícara mirada de su padre y sonreía con ironía, consciente de que
no era aquello lo que se esperaba de él.
—Vamos, hermanita. Todos mis amigos están locos por ti y lo sabes. Esta
noche no va a haber una joven que reciba más peticiones de baile que tú. Deja
de preocuparte por el vestido y sal de una vez de este cuarto. Papá y Everett
están abajo, impacientes por verte.
Sarah miró una vez más a su madre y finalmente sonrió despojándose de
toda preocupación. Anelise sonrió también al verla salir de la mano de su
hermano. Su hija no podía estar disgustada más de un par de minutos,
enseguida encontraba un motivo para alegrarse.
Rayner y Everett, el más pequeño de los tres hijos del conde de
Cottesburg, esperaban a los pies de la escalera. Anelise vio el orgullo en los
ojos de su esposo y sonrió feliz. Everett hizo una broma a su hermana y su
padre le alborotó el cabello regañándolo mientras se reía. Sarah lo persiguió
cogiéndose la falda del vestido y Aston la agarró por la cintura advirtiéndole
que debía comportarse como una señorita.
Anelise había llegado al último peldaño y Rayner le tendió la mano.
—¿Me concederá algún baile esta noche, condesa? ¿O es usted de las que
se pasa las noches suspirando por el señor Darcy?
Anelise sonrió al recordar la primera vez que hablaron, mientras sus tres
hijos dejaban sus juegos y se volvían a mirarlos con curiosidad.
—¿Y qué mujer no suspiraría por un hombre que tiene una renta de diez
mil libras al año? —dijo Anelise.
—¡Vaya! Tiene usted las ideas claras.
—Perdóneme por ser demasiado americana —dijo ella con expresión
falsamente tímida—. Aunque estoy segura de que a mi madre no le gustaría mi
comportamiento.
—No me quejo, ahora sé cuál es su ideal masculino —dijo Rayner.
—¿De qué están hablando? —preguntó Everett mirando a su hermano
mayor.
—De Fitzwilliam Darcy, el personaje de la novela de la señorita Austen
—explicó Sarah.
—Shssss, callaos —ordenó Aston.
—¿Cree que mi ideal de hombre es el señor Darcy? —decía Anelise
caminando alrededor de su marido.
—No lo creo. Está claro que yo soy mucho más atractivo que él y poseo
una cantidad de dinero muy superior a la suya —respondió Rayner siguiéndola
con la mirada.
—Se van a marear —dijo Everett.
Sarah estaba como hipnotizada, incluso le pareció que sus padres
rejuvenecían visiblemente ante sus ojos.
—Es usted libre de emitir su opinión, aunque sea completamente errónea.
—Anelise se detuvo retándolo con la mirada—. Está claro que, en cuanto a
atractivo físico, lo que a usted le parece admirable a otro puede parecerle
horrendo. A mí, por ejemplo…
—Eso no puedo aceptárselo, la belleza es fácil de diferenciar. Por
ejemplo, usted. —dijo Rayner—. Sabe perfectamente que es la mujer más
hermosa de mi mundo y es demasiado sincera para fingir lo contrario.
—Jamás haría tal cosa. Aunque creía que era el señor Darcy el objeto
principal de nuestra charla. Me pareció que era él quien le parecía a usted
atractivo, física y económicamente.
Rayner sonrió como entonces.
—Sigue siendo usted muy divertida, condesa.
—Y usted sigue sin tener una biblioteca semejante a la de Pemberly.
Rayner soltó una carcajada y la cogió por la cintura para besarla.
—¡Oh, no! —exclamó Everett con disgusto dándose la vuelta, lo último
que quería un joven de su edad era ver besarse a sus padres.
Sarah y Aston, en cambio, no apartaron la mirada. Los dos jóvenes eran lo
suficientemente mayores como para admirar el amor que se tenían sus padres.
Sabían que no todo les había sido fácil en la vida, la muerte del hermano que
no conocieron fue una dura prueba para ellos.
La joven debutante se miró el vestido y sonrió. Aunque su madre tuvo que
atravesar el océano para encontrar al amor de su vida, ella esperaba tener más
suerte y descubrir a algún joven digno de atención en el baile de esa noche.
Aston, en cambio, se hallaba perdido en pensamientos más lúgubres.
Recordaba la conversación que había tenido con su padre aquella misma tarde
sobre la posibilidad de que Inglaterra declarase la guerra al imperio
germánico.
Anelise y Rayner se separaron y miraron a sus hijos con cierta timidez.
—Disculpadnos —pidió su padre—, hemos revivido un bello recuerdo…
Aston se libró de sus oscuros pensamientos y se obligó a sonreír. Hoy era
el día de su hermana y debía esforzarse por que tuviese un baile digno de
recordar.
—Vamos, hermanita —dijo ofreciéndole el brazo para que se agarrara—.
Tengo ganas de ver la cara de mis amigos cuando entre al baile con la joven
más bella de toda Inglaterra.
Everett se colocó al otro lado y también le ofreció el suyo.
—Eso —dijo asintiendo—. Yo también quiero.
Sarah los miró a ambos alternativamente y puso los ojos en blanco.
—Mira que sois cursis —dijo y, agarrándose el vestido, echó a correr
hacia la puerta dejándolos desconcertados.
Anelise miró a su esposo y ambos se echaron a reír.
Querid@ lector@,

Hola. ¿Qué te ha parecido esta historia? Espero que hayas disfrutado de


las aventuras y desventuras de Anelise. Yo me pongo ya a trabajar en mi
siguiente novela y espero poder sorprenderte con una trama original, como
siempre es mi deseo.
Si deseas comentarme cualquier cosa puedes hacerlo a través de mis redes
sociales o del correo electrónico. Siempre respondo, aunque a veces tarde un
poco.

Mail: janawestwood92@gmail.com
Facebook: https://www.facebook.com/JanaWestwood92
Twitter: https://twitter.com/JanaWestwood
Todas mis novelas en Amazon: relinks.me/JanaWestwood

Como siempre, te dejo el primer capítulo de otra de mis novelas, por si


aún no la conoces. En esta ocasión he escogido una de las dos contemporáneas
que he escrito.

Sin más, me despido con un cálido abrazo esperando seguir contando con
tu confianza. No olvides dejar tu opinión en las redes, la mejor publicidad
para una autora son sus lector@s. Gracias.
Jana Westwood
Retando al destino. Capítulo 1

Capítulo 1
El senador Julio Dante se colocó en el atril dispuesto a torpedear una brillante
carrera política delante de todo el país.
Su mejor amigo lo observaba desde el backstage con el corazón latiendo
desbocado en su pecho. Sabía que lo que iba a hacer era una estupidez.
Acababa de salir elegido senador por Toledo, ¿por qué arrojarlo todo por la
borda?
Julio miró a Matías y pudo leer la súplica en sus labios: Por favor, no lo
hagas. Su mejor amigo supo por su mirada que no iba a detenerse. ¿Cuántas
veces había dicho Julio, cuando empezaron en eso de la política, que no
podías salvar a todos todo el tiempo? La política está para intentar ayudar
al máximo de personas posible, solía decir. ¿En qué iba a ayudar eso a nadie?
Pero eso fue antes de que Julio sostuviera la mano de aquella pobre mujer
a la que habían mandado a su casa desde el hospital. Antes de que se cruzara
con ella en la calle y tuviese el tiempo justo de sostenerla cuando se
desplomaba. Durante media hora le sostuvo la mano esperando que llegara la
ambulancia. Apenas podía hablar, pero pudo decirle lo suficiente. Eran cosas
que él ya sabía, que había leído en la prensa o escuchado en la radio, pero no
es lo mismo escucharlo en las últimas palabras de una moribunda.
La luna bañaba con su pálida luz el rostro de la anciana cuando finalmente
cerró los ojos para siempre, pero a él lo había cambiado irremediablemente.
No se dio cuenta enseguida. La ambulancia llegó demasiado tarde y lo
relevaron de su amarga tarea. Le dijo a la policía lo que había pasado,
después de identificarse, y le dejaron irse.
Cuando llegó a su casa, en la zona alta de Madrid, se sirvió whisky en un
vaso. Demasiado whisky.
Esa noche durmió mal, inquieto, en su enorme cama de dos metros y
medio. Por la mañana se levantó temprano, como siempre, se duchó y recibió
a Matías, que llegó con su buen humor de siempre.
—¿Has dormido solo? —preguntó echando un vistazo a su habitación.
Después lo miró con el ceño fruncido—. Chico, haces cara de haber pasado
muy mala noche.
—He pasado muy mala noche. —Julio bebió un largo trago del zumo de
naranja que acababa de exprimir—. ¿Quieres?
Matías arrugó la nariz y negó con la cabeza.
—Tu madre debería verte. —Sonrió—. Estaría orgullosa de su niño,
tomando zumo natural todas las mañanas.
Aquella mención a su madre retorció las entrañas de Julio, que se dio la
vuelta para que su amigo no se percatase.
—Mi madre estaría orgullosa de mí hiciese lo que hiciese. —Se llevó el
vaso de zumo a la boca de nuevo.
—También es verdad —dijo Matías—. Y no solo tu madre. También tu
abuela, tu hermana y tu legión de admiradoras.
Julio torció una sonrisa. Únicamente había tenido una relación seria y solo
le duró nueve meses. No era porque él no quisiera, simplemente no había
encontrado a la mujer adecuada. Su aspecto jugaba en su contra. Era un
hombre atractivo, realmente guapo, y su físico atraía a un tipo de mujeres con
el que él no se sentía cómodo.
Matías aún se acordaba de la terrible Dolores. Se había esforzado con
demasiado ahínco llegando, incluso, al acoso. Pero Julio no era capaz de
echarla de su vida sin más y eso estuvo a punto de costarle un disgusto de los
grandes. Cuando finalmente lo hizo, ella se dedicó a decirle a todas las
mujeres de Madrid que no podían confiar en él.
—Dadle lo que quiere y dejaréis de interesarle —dijo en medio del salón
del Palacio de Pozo Frío, en el que Julio celebraba la fiesta de Noche Vieja,
después de tirar un vaso contra el aparato de música para que se la oyese bien.
Después se fue dando un portazo y nunca volvió. Al menos se libraron de ella.
—Parece que no le gustan las mujeres fáciles —dijo Silvia, la hija del
ministro de Cultura, a lo que todos los que estaban con ella rieron.
—Estoy dispuesta a comprobarlo —había dicho Marlene, la modelo que
iba a protagonizar una película de Alex de la Iglesia.
Matías todavía se preguntaba si Julio había aceptado aquella proposición
tan tentadora. Nunca alardeaba de sus conquistas. Sabía que entre las señoras
se hablaba mucho de su amigo. Incluso había escuchado a las ujieres del
senado llamarlo Jon Nieve hablando entre ellas y suspirar con devoción para
enfado de sus colegas masculinos.
—Julio ha nacido para ser devorado en la cama; superadlo —dijo Marlene
cuando Leo, el economista que salía un día sí y otro también en la tele, había
preguntado qué tenía de especial.
—Pero si tiene fama de ser antipático —dijo Gustavo, desconcertado—.
Luego os quejáis de que os tratan mal, pero lo cierto es que os encanta que os
den caña.
—¿Para qué quiero yo un gatito? —dijo Marlene—. Prefiero que Julio me
dé unos azotes.
La modelo puso el culo respingón y se dio un par de cachetes haciendo que
los hombres allí presentes pusieran los ojos en blanco.
A Matías le gustaba mucho Marlene y lo había intentado muchas veces con
ella, pero la modelo solo tenía ojos para su amigo. No era que él no tuviera
éxito con las mujeres, en realidad su carrusel de conquistas era interminable,
pero lo cierto era que, si una mujer se fijaba en Julio, él no tenía nada que
hacer porque físicamente eran muy diferentes. Julio era moreno y musculoso,
pero con un aspecto estilizado y ágil. Llevaba una suave barba oscura que
hacía resaltar sus brillantes ojos marrones. Matías, en cambio, era rubio y
barbilampiño. Estaba muy en forma, para algo era cinturón negro de kárate,
pero tenía una estructura robusta que lo hacía parecer más un highlander que
un modelo.
—A ti te pasa algo —dijo Matías viendo el perfil serio de su amigo.
—Ayer me pasó una cosa.
Matías frunció el ceño con preocupación.
—¿Qué te pasó? ¿Alguien te atacó?
Todos estaban muy sensibles con los atentados terroristas últimamente y
Julio sabía que su amigo estaba pensando en ello.
—No es eso —dijo el senador.
Matías lo miraba expectante y le hizo un gesto para que hablase de una
vez.
—Fue cuando volvía a casa, después de reunirme con Carmena. Me crucé
en la calle con una mujer mayor, iba tambaleándose y aceleré el paso para
llegar hasta ella justo cuando se desplomaba. Estaba muy delgada. Fue como
sostener un saco de aire.
Su amigo lo miraba con atención y con preocupación. Esperaba que no
hubiese pasado nada que perjudicase su imagen pública.
—La mujer se murió en mis brazos, Matías.
—¡Me cago en…! —exclamó el otro.
Julio movió la cabeza con tristeza, antes de seguir hablando.
—La ambulancia tardó media hora en llegar y en ese rato me explicó
muchas cosas…
Carraspeó y se dio la vuelta para servirse más zumo. Necesitaba mojarse
la garganta para poder seguir hablando. Apuró el contenido del vaso y lo dejó
en el fregadero.
—Era maestra de escuela, nunca se casó, no tenía hijos ni familia. Se
había puesto enferma y fue al hospital. La tuvieron esperando en urgencias
ocho horas. ¡Ocho horas, Matías! —exclamó mirando a su amigo con
expresión furiosa.
—Los hospitales están saturados.
—Después de esperar esas ocho horas la atendió un médico joven que le
dijo que lo que le pasaba era normal porque era vieja.
—Gilipollas —dijo Matías—. Debía de ser un residente, los médicos
veteranos saben que esas cosas no se dicen a la cara.
Julio miró a su amigo como si fuese imbécil.
—¿Te estás oyendo? —preguntó enfadado, y caminó hasta su habitación.
Matías lo siguió.
—Tío, que es broma, perdona. Debió de ser horrible que se te muriera la
pobre mujer en los brazos, pero no sirve de nada lamentarse.
Julio se volvió hacia él y lo miró con una expresión que conocía bien y
que casi siempre conllevaba algún peligro. Había en sus ojos una
determinación y una seguridad aplastantes.
—Me dijo que era la cuarta vez que iba esta semana y que no le habían
hecho caso. Que no importaba porque ya no iría más. Sabía que se estaba
muriendo, Matías, lo sabía.
—Joder —susurró su amigo.
—Sabes cuál es ese hospital, ¿verdad? Nosotros lo permitimos, nuestro
partido le hizo eso, Matías.
—Joder, joder, joder. —Matías se apartó el pelo de la cara, conocía bien a
su amigo y sabía lo que estaba pensando—. Estas pensando… ¡No, no puedes,
Julio!
—No puedo callarme más.
—No sabes lo que dices...

Los periodistas estaban listos.


—¿Me escuchan bien? —dijo Julio acercándose al micrófono.
Todas aquellas caras atentas asintieron expectantes.
—He convocado esta rueda de prensa para hacerles partícipes de mi
decisión de renunciar a mi escaño de senador. Hace tres días murió una mujer
en mis brazos a escasos metros del Hospital General. Esa mujer me explicó el
viacrucis al que la había sometido una sanidad demasiado saturada y con muy
pocos medios para atender a personas como ella, que de verdad lo necesitan.
Me contó que fue maestra durante más de cuarenta años y que no se casó ni
tuvo hijos que pudiesen ocuparse de ella en el final de su vida. Durante
cuarenta años cumplió religiosamente con su país, pagando sus impuestos y
cotizando mes a mes para tener una vejez digna. —Se detuvo para mirar a los
periodistas que tenía frente a él. A la mayoría los conocía y a casi ninguno le
importaba lo que estaba contando. Respiró hondo y continuó—. Me explicó
cómo una enfermera le había pinchado hasta siete veces por ser incapaz de
encontrar una vena de la que extraerle sangre. Y me dijo que esa enfermera de
más de cincuenta años tenía los ojos llenos de lágrimas porque no quería
hacerle daño, pero llevaba trabajando tres turnos de doce horas y no se
aguantaba derecha. Y por último me habló del médico joven y sin experiencia
que le había dicho que lo que le ocurría era por la pila —el senador hizo una
pausa dramática—, por la pila de años que tenía. Sí, ese sanitario fue tan
cínico de hacer una broma como esa a una anciana a la que solo le quedaban
unos minutos de vida.
Los periodistas escuchaban, con más o menos interés, mientras trataban de
dilucidar la relación de aquel triste suceso con la dimisión del senador.
—Mientras esperábamos a que llegara una ambulancia, que tardó media
hora a pesar de que estábamos a escasos minutos del hospital, la anciana
falleció. Su nombre era Teresa Viudez. —El senador volvió a mirar a los
periodistas, que empezaban a sospechar de qué iba aquella rueda de prensa—.
Se preguntarán ustedes por qué los he convocado, ya imaginan que no es para
contarles este tristísimo suceso. La cuestión es que, después de que una pobre
mujer, desamparada y sola, muriese en mis brazos, me he dado cuenta de que
soy un ser humano. Sí, soy político, pero también corre sangre por mis venas y
tengo abuelos, padres y hermanos.
Matías cerró los ojos. Estaba claro que se había lanzado al precipicio.
—Estoy aquí para denunciar los tejemanejes de algunos miembros de mi
partido para beneficiarse de la privatización de varios centros sanitarios de
nuestra ciudad, entre ellos el hospital en el que atendieron a Teresa. Son tres
las compañías que se han repartido las concesiones de estos centros
sanitarios, tres grandes grupos sanitarios que poseen la mayor red hospitalaria
privada de España y que, además, tienen relación con empresas y fondos de
capital riesgo de Reino Unido. Las tres compañías tienen entre sus asociados a
personas cercanas o familiares de miembros de mi partido.
»Durante meses he escuchado algunas conversaciones que ahora mismo me
hacen enrojecer de vergüenza por haber mirado a otro lado y no haber dicho
nada cuando debía. Quizá, si lo hubiese hecho, Teresa Viudez estaría ahora
mismo en su casa, cuidando de su gato y pensando en qué libro leer esta
noche.
»Esta mañana he presentado toda la documentación ante el Juzgado número
uno de nuestra ciudad para que se ejerzan la acciones pertinentes.
El rumor entre los periodistas daba cuenta de la carga de profundidad que
había soltado con aquella declaración. Sus caras eran ahora la viva imagen de
la acción periodística.
—La muerte de Teresa me conmovió y me sacudió profundamente —siguió
Julio Dante—. No me he beneficiado de ningún modo de estos hechos que
denuncio, pero era conocedor, como muchos de mis compañeros, y considero
que eso me invalida para representar a los ciudadanos que me votaron.
Matías lo observaba sin poder evitar pensar en lo bien que hablaba y lo
seguro que se veía allí arriba destruyendo su carrera política y su posición
social. Se preguntaba a qué se dedicarían a partir de ese día. Tendrían que
buscar un trabajo, no podrían volver a sus puestos anteriores. ¿O Julio
pensaba regresar al negocio familiar? Su abuelo estaría contento.
—Entiendo que desean hacerme preguntas. —Julio mostraba una triste
sonrisa—. Estoy seguro de que comprenden que no puedo responderlas hasta
que haya declarado en el juzgado. Sé que quieren nombres y, de momento, no
puedo dárselos. Les conmino al momento en el que el juez me permita hacer
declaraciones. En ese momento responderé a todas sus preguntas sin ninguna
reserva.
—Díganos al menos si piensa dimitir —dijo la periodista de El Periódico
de Cataluña.
—Ya lo he dicho al comienzo de esta comparecencia —respondió—: Esta
misma mañana he renunciado a mi escaño.
—¿Dejará también el partido? —preguntó un reportero de El País.
—Sí, dejaré también el partido.
—¿Ha hablado con el Presidente del Gobierno para explicarle todo lo que
sabe? —Ahora era un representante del Diario Público.
—No —respondió taxativamente.
—¿Piensa usted que esto le dará rédito político? —preguntó un periodista
de La Razón—. ¿Le han hecho alguna oferta en algún otro partido?
Julio sonrió asqueado, y negó con la cabeza.
—No voy a cambiar de partido y no, no me han ofrecido nada. Gracias a
todos por venir. Buenas noches.
Se alejó del estrado perseguido por los flashes y el sonido de los
disparadores de las cámaras que querían captar alguna expresión
comprometida en su rostro. El teléfono vibraba cuando Matías se lo entregó.
—Es el presidente —dijo muy serio.
Julio miró la pantalla y apretó el botón rojo. Su amigo movió la cabeza
con preocupación. Nadie le cuelga al Presidente del Gobierno.

También podría gustarte