Corazon en Penumbra - Jana Westwood
Corazon en Penumbra - Jana Westwood
Corazon en Penumbra - Jana Westwood
Título
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Epílogo
Querid@ lector
Retando al destino. Capítulo 1
Corazón en penumbra
Jana Westwood
© Jana Westwood
Portada: Jana Westwood
1ªEdición: noviembre 2018
Todos los derechos reservados. Queda prohibida, bajo la sanción establecida por las leyes, la reproducción
total o parcial de la obra sin la autorización escrita de los titulares del copyright.
Capítulo 1
1883, Nueva York.
Anelise vio los gestos que le hacía su padre para que fuese a sentarse a su
lado, pero disimuló fingiendo mirar el cuadro que presidía la estancia y que
mostraba un retrato de su madre. Detestaba aquellos momentos en los que la
exhibían como si fuese un mono de feria. No le gustaba ser el centro de
atención, que hablasen de su timidez o que su madre hablase de su infancia
criticándola por ser más proclive a los juegos de los niños que al sereno
entretenimiento que se consideraba adecuado en una niña.
Anelise Vandermer era la hija pequeña de los Vandermer de Nueva York.
Una encumbrada familia cuyos orígenes se remontaban a cuando Nueva York
era Nueva Ámsterdam, como su padre se había preocupado de relatar a sus
tres hijos en numerosas ocasiones.
Selig Vandermer era un hombre afable y risueño que disfrutaba viendo
felices a los suyos. A diferencia de su esposa, Hana, para la que la alegría y la
felicidad eran conceptos abstractos de dudosa utilidad.
Selig era un eminente empresario del sector naviero, poseía una ingente
cantidad de barcos comerciales, pero su auténtica pasión era la cría de
caballos. Los más famosos ejemplares de potros de carreras del estado
provenían de sus establos.
Anelise miraba a su padre, que hablaba con Mrs. Campbell, y a
continuación observó a su madre, que tenía aquella dura expresión que ponía
cada vez que su esposo flirteaba con otra dama. Aunque por aquel entonces
Anelise no sabía lo que pasaba entre ellos, era plenamente consciente de que a
su madre no le gustaban las atenciones que tenía su padre con otras mujeres.
—Colin ha terminado este año la universidad y se va a hacer cargo de
algunos de los negocios de su padre —dijo Hana atrayendo la atención de la
señora Campbell.
Anelise miró a su hermano, que estaba de pie junto a la ventana, tratando
de disimular su aburrimiento mientras contemplaba las tareas de Lewis, el
jardinero. Colin era el hermano mayor de Anelise, un joven muy atractivo y
serio que había heredado el carácter austero y decidido de su madre. John, en
cambio, era más parecido a su padre y compartía con él, además de un
carácter afable, su amor por los caballos.
Anelise aún recordaba muchas veces cómo de niña siempre le permitieron
unirse a sus juegos como una más. Y también recordaba muy bien la última vez
que eso fue posible. Se habían escondido de su institutriz, que los buscaba
afanosamente para comenzar sus clases de alemán. Entre los tres estuvieron
mareándola durante tanto rato que acabó agotada. Lo peor fue que su cansancio
disminuyó también sus reflejos y acabó sentada sobre un charco de barro que
echó a perder su vestido. Cuando Hana se enteró de lo sucedido sacó la vara
de castigo y los golpeó en las piernas, ensañándose especialmente con
Anelise.
Después de ese suceso le prohibieron terminantemente volver a jugar con
sus hermanos y comenzó una nueva etapa en la vida de Anelise. Una triste y
agotadora etapa.
Empezaron a cultivar en ella las virtudes que se espera que posea una
dama, aunque Anelise se sentía más como un reo en su cámara de tortura. No
solo ya no podía jugar como solía hacer y volver a casa empapada después de
haber estado navegando en el estanque, además estaba el horrible corsé. Se
estremeció al pensar en él y se colocó lo más recta que pudo temiendo que su
madre la viese encorvarse en la silla.
Lo que ella llamaba corsé era un artilugio que su madre había ideado
expresamente para ella. Consistía en una barra de acero que bajaba por la
columna y que tenía unas correas que se ataban a su cintura, a los hombros y a
la cabeza, rodeando su frente. Una vez bien colocado la obligaba a pasear,
leer en voz alta, incluso comer. Una auténtica tortura.
Aun siendo algo tan horrible habría aceptado con gusto la incomodidad si
la hubiese dejado jugar con sus hermanos, en lugar de hacerle pasar tediosas
tardes aprendiendo cómo se sirve el té o cómo se realiza un bordado.
—¿Este año piensan ir a París? —preguntaba en ese momento la señora
Campbell.
Anelise sonrió, el mero sonido de aquel nombre tenía la virtud de
alegrarla.
—Por supuesto —dijo Hana y después empezó una larga explicación de la
remodelación de las habitaciones que la familia Vandermer tenía en su hotel de
la capital francesa.
Anelise dejó de escucharla y su mente viajó hasta aquella maravillosa
ciudad en la que se sentía tan feliz. Le gustaba París por encima de cualquier
otro lugar del mundo. Era una ciudad luminosa y pasear por sus calles, ver a
los pintores junto al Sena, escuchar la música que salía por las ventanas
abiertas… todo eso la hacía sentir que estaba en otro mundo. No le gustaba
mucho navegar en el yate de sus padres, sobre todo cuando había mala mar,
pero valía la pena si con ello podía visitar lejanos lugares como Egipto, Argel
y, sobre todo, París.
Anelise hablaba inglés, alemán y francés a la perfección. Lo había
estudiado desde niña y para ello tuvo dos institutrices, una alemana y otra
francesa, con las que aprendió ambas lenguas. Su madre había sido muy
estricta con su educación. Tanto ella como sus hermanos habían recibido
clases del señor Eaves en casa de la señora Woollcott. En eso su madre nunca
hizo distinciones, quería que su hija fuese una joven culta y sofisticada, que
pudiese mantener una conversación inteligente e interesante en cualquier
reunión social.
El señor Eaves les daba clases de historia y literatura, pero también de
inglés, latín, matemáticas y ciencias. Además, las institutrices se encargaban
de adiestrarla en lo relativo a la música y la obligaban a hacer ejercicio, para
lo que se desplazaban cada tarde hasta Central Park.
A sus dieciséis años seguía teniendo institutriz, pero ahora era una inglesa
y se llamaba Jane. Era una joven serena y de buenos sentimientos con la que
había establecido una relación de verdadera amistad. Jane tenía la misión de
prepararla para cualquier clase de reunión social. La madre de Anelise decía
que debía ser digna de asistir a una cena en el palacio de la reina Victoria.
Anelise sonreía con ironía por los delirios de su madre. Estaba claro que
nunca iba a darse esa situación.
Rayo era, sin duda, el animal más hermoso de las caballerizas, pensó
Anelise cuando lo vio por primera vez. Sería un magnífico caballo de carreras
e iba hacer ganar mucho dinero a su padre. Aunque también era uno de sus
negocios, la hípica era la auténtica pasión de Selig Vandermer.
Anelise trató de contener la sonrisa que le provocaba la felicidad de su
padre, mientras le servía el té al hijo de Terrence Bourne, que había sido el
encargado de llevar a Rayo hasta su nuevo propietario.
Crofton Bourne era un joven atractivo y viril. Se percibía en él esa pátina
de dureza que imprime la vida rural. Sin embargo, su expresión era amable y
sus ojos negros tenían un brillo casi divertido, lo que contrastaba con el resto
de su aspecto: músculos fuertes, manos ásperas y pelo enmarañado. No se
había desprendido de su sombrero de cowboy y jugaba con él mientras
escuchaba a Selig.
—Ha comprado usted el mejor caballo de mi padre —dijo respondiendo a
las sinceras alabanzas del empresario naviero—. Me sorprende su poder de
convicción a la hora de negociar. Me consta que no era una cuestión de dinero.
—Sí, sé que a tu padre no le gustaba la idea de deshacerse de él —dijo
Selig cogiendo la taza que le ofrecía su hija—. Hasta que no me estrechó la
mano, no las tenía todas conmigo.
—Rayo no podría desarrollar todo su potencial en el rancho y usted fue
muy convincente.
—Aquí donde le veis —dijo Selig mirando a sus hijos varones—, Crofton
es un experto domador de caballos. Muchacho, me dejaste impresionado con
la demostración que hiciste para mí el día que pasé con tu familia.
—Es mi trabajo —respondió el invitado quitándole importancia—, llevo
haciéndolo desde hace años.
—Tu fama con la doma te precede —dijo Selig mirándolo con evidente
admiración—. Aunque tu padre me dijo que quieres dejar la vida del rancho.
Crofton dejó la taza en la mesilla con mucho cuidado. A Anelise le
sorprendió la delicadeza de sus movimientos.
—Ese es el sueño de mi padre, no el mío —dijo.
—¿Y cuál es tu sueño, si puede saberse? —preguntó Selig.
—Quiero conocer mundo. He trabajado mucho y muy duro durante años,
desde que era un crío en realidad, con la condición de que al cumplir los
veinticinco me dejarían marchar durante dos años. Me gustaría saber cómo
viven en otros lugares del planeta.
—Pero a los veinticinco años un hombre aún es muy joven —adujo Hana
interviniendo en la conversación por primera vez—. Ya tendrá tiempo de
viajar cuando se haya labrado su futuro.
Crofton la miró como si no comprendiese de lo que hablaba.
—Me temo que el futuro no existe, señora Vandermer. Lo único que
poseemos es el presente, y lo que hagamos con él definirá si nuestra vida ha
merecido la pena. He pasado todos estos años sirviendo al rancho como
cualquiera de los hombres de mi padre. He sido un buen hijo y un buen
trabajador. Mis padres saben el enorme respeto y afecto que les profeso. Me
he ganado dos años de libertad.
—Espero que no tenga que arrepentirse —dijo Hana muy seria—. Los
hijos deben honrar a sus padres y aceptar lo que dispongan para ellos.
—Querida… —trató de hacerla callar su esposo.
—Lo siento si le he molestado —dijo Hana con una expresión que distaba
mucho del arrepentimiento—. Pero tengo edad para ser su madre, de hecho mi
Colin tiene su edad, y creo que eso me dota de una experiencia impagable, que
usted en su juventud debería saber valorar.
—A mí parece una idea maravillosa.
Anelise lo dijo sin pensar, mientras lo miraba embelesada. Al escucharlo
hablar había sentido una punzada en el pecho y su cerebro sufrió una
conmoción. Fue como una revelación, como si su propia conciencia estuviese
hablándole a través de sus labios.
Crofton se mostró gratamente sorprendido y todos los prejuicios con los
que la había mirado desaparecieron de un plumazo.
—Deberías mantenerte callada, hija mía —dijo su madre con tono helado
—, es el mejor modo de que no se descubra tu absoluta incompetencia en
temas tan serios. Tú limítate a sentarte derecha y a servir el té.
Anelise empalideció y la taza que sostenía tembló en sus manos a punto de
caer.
—Debe disculpar a mi hija, señor Bourne —siguió Hana sonriendo ladina
—, acaba de dejar a sus muñecas, como quien dice, y aún cree en las hadas.
Anelise estaba acostumbrada a las humillaciones de su madre y,
normalmente, no le provocaban el más mínimo efecto, pero por alguna razón
que no alcanzaba a entender en esa ocasión le causaron un profundo daño.
No pudo volver a mirar a Crofton y se mantuvo en silencio el resto de la
reunión, escuchando apenas lo que decían y conteniendo unos irrefrenables
deseos de salir de allí corriendo.
—Anelise, ¿no me has oído? Anelise, hija…
La joven dio un respingo y miró a su padre, confusa.
—¿Qué, padre?
—Que si serías tan amable de llevar a Crofton a ver las caballerizas.
Quiero que vea que Rayo va a estar muy bien atendido aquí.
La joven miró al sofá en el que se había sentado su madre y se dio cuenta
de que estaba vacío. En algún momento de la conversación Hana había
abandonado el salón y ella ni se había percatado. Miró a Crofton, que tenía
una expresión amigable.
—Me encantaría verlas —dijo animándola.
Anelise dejó la taza en la mesita y se puso de pie.
—Acompáñeme —pidió y después hizo un gesto de respetuosa despedida
a su padre para dirigirse a la puerta.
—Crofton, ¿cuántos días piensas quedarte en Nueva York?
—Voy a estar un mes aquí. Me alojo en casa del coronel Anderson.
—He oído que tiene una magnífica ramada de caballos —asintió
Vandermer.
—Sí —afirmó el joven—. Hace años que le conocemos. Al parecer está
teniendo serios problemas con una de sus últimas adquisiciones. El caballo
actúa de un modo extraño y es muy violento. Creo que un mes será demasiado,
pero prefiero hacer las cosas con calma.
—Entonces espero verte a menudo por aquí, muchacho —dijo Selig
Vandermer estrechándole la mano.
A Anelise le pareció percibir cierto mensaje oculto en sus palabras y, al
cruzarse con la mirada de su padre, la sospecha se convirtió en certeza.
—A final de mes daremos nuestra fiesta anual de disfraces —anunció
Selig sonriente—. Considérate invitado.
—¿Una fiesta de disfraces? —El desconcierto que mostraba el rostro del
vaquero amplió la sonrisa en el de su anfitrión.
—Puedes venir disfrazado de lo que quieras. Seguro que Anelise puede
ayudarte con eso. —Selig guiñó un ojo a su hija, que sintió cómo el calor teñía
de rojo sus mejillas.
Salieron de la casa en silencio. Anelise temía que su madre apareciese
frente a ellos como por obra de encantamiento y que alguna de sus hirientes
apreciaciones sobre su persona hiciese que Crofton se alejase de allí como
alma que lleva el diablo.
—¿Tiene ya pensado cuál será el inicio de su viaje? —preguntó la joven
una vez se alejaron de la casa.
—China —respondió tan rápido que parecía estar esperando la pregunta
—. Después decidiré sobre la marcha.
Se detuvo al ver la expresión emocionada de Anelise.
—He soñado con ir a China desde que era una niña —explicó—. Pero no
es un destino que agrade a mi madre, así que no creo que tenga nunca la suerte
de visitarlo.
—Quizá pueda hacerlo sola.
—Espero que las mujeres podrán hacer lo que deseen algún día, pero no
creo que yo vaya a verlo.
—Entonces debe buscar un marido que tenga los mismos deseos que usted
—dijo Crofton sonriendo enigmático—. Perdóneme, si mi madre estuviese
aquí es lo que habría dicho.
Anelise sonrió ya más relajada.
—Pues su madre no se parece en nada a la mía —dijo adelantándose para
entrar en las caballerizas—. ¡Y no sabe la suerte que tiene!
A Crofton Bourne le pareció que las cuadras del señor Vandermer eran las
mejores que había visto nunca. Y así se lo dijo a Anelise, que se irguió
orgullosa.
—Teniendo en cuenta que no me gusta que los caballos estén encerrados
—remató el vaquero.
Anelise frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir?
—Los caballos deben estar lo más libres posible. Quiero decir, un cercado
es necesario, claro, pero nada más. ¿A usted le gustaría estar encerrada,
señorita Vandermer?
—Puede llamarme Anelise —dijo ya sin timidez mientras acariciaba al
imponente animal como si de uno de sus cachorros se tratara—. Y de algún
modo así es como vivo. Podría decirse que mi cuadra es más lujosa y amplia,
pero sigo estando tan encerrada como Rayo y a mí nunca me dejarán galopar.
—Todos vivimos un poco encerrados —dijo pensativo mientras la
observaba con atención—. No creo que Rayo permitiera que nadie lo
acariciase como usted sin rebelarse. ¿Monta, señorita Anelise?
Ella negó con la cabeza y cogió uno de los cepillos que utilizaban los
mozos de las cuadras. Empezó a pasarlo por el lomo del caballo con firmeza y
suavidad al mismo tiempo.
—Mi madre no me lo permite. Dice que una dama no debe montar a
caballo.
—Pues es una pena, porque está claro que tiene una fuerte conexión con
ellos.
Anelise sonrió y lo miró agradecida.
—Algún día, quizá —dijo con ironía—. Sus padres deben ser muy
especiales para aceptar ese extraordinario trato.
—Lo son —reconoció—. Aunque mi padre es muy testarudo y no siempre
estamos de acuerdo en todo.
—¿En qué no están de acuerdo? —preguntó con curiosidad sin dejar de
cepillar al animal.
—Es de los que piensan que la tierra debe permanecer inamovible. No
soporta a los granjeros y ninguno consigue permanecer mucho tiempo cerca de
nuestras tierras.
—Ya —asintió Anelise dejando lo que estaba haciendo para dedicarle
toda su atención—. He oído hablar de los problemas entre granjeros y
ganaderos. Pero ¿la tierra no es lo suficientemente grande como para que
quepan todos?
—De algún modo cree que Dios tiene planes para él y esos planes
consisten en que cuide de que todo siga como Él lo dejó.
—¿Y usted qué opina? —preguntó mirándolo a los ojos.
—Creo que el mundo cambiará, lo quiera mi padre o no. Y también creo
que lo importante son las personas. Me gustaría que hubiese un modo de que
todos pudiésemos convivir.
—Yo espero que el mundo cambie, porque solo así cambiarán las personas
—dijo escueta.
Crofton entendía lo que no decía en voz alta. Una tarde tomando el té con
la señora Vandermer había sido más que suficiente para saber el tipo de
persona que era.
Anelise apartó la mirada mientras su corazón se estremecía de un modo
desconocido para ella. Nunca había sentido nada parecido. No solo era su
apariencia física, aunque en efecto le resultase extremadamente atractivo, en
especial su porte serio y pensativo y sus ojos negros como la noche, pero con
una mirada tierna llena de promesas. Pero es que, además, su personalidad
impregnada de matices la subyugaba empujándola a querer saber más y más de
todo lo que pensaba y deseaba. Cuando escuchó de nuevo su voz las piernas le
temblaron.
—Me gustaría volver a verla.
Una tímida sonrisa se dibujó lentamente en los labios de Anelise.
Capítulo 2
—¡Qué alegría me llevé cuando supe que venías! —dijo Cynthia cuando
estuvieron solas en la biblioteca de su casa en Cottesburg.
Cynthia era la hija de lord Reginald Earlington, magistrado de la corte
suprema y un hombre inusualmente agradable, y Corinne Bradford, ahora
Earlington, prima lejana de Hana.
—Me alegro mucho de que hayáis venido vosotras dos, así os quedaréis
con nosotros y podré tenerte todos los días para mí sola —dijo Cynthia sin
soltar a su prima de las manos mientras se sentaban juntas en uno de los sofás
—. Desde que Gilbert se marchó a la academia militar estoy más sola que la
una. Pero, cuéntame, ¿tú cómo estás?
Anelise se entristeció al saber que en esta ocasión no vería a Gilbert.
Echaría de menos sus bromas y su charla interminable. Pero ahora tenía a su
prima mirándola fijamente esperando una respuesta a su temida pregunta.
Cynthia era la única persona a la que le había abierto su corazón. Le había
escrito una larguísima carta contándoselo todo y sus palabras de vuelta habían
sido el único consuelo que había tenido.
—Estoy bien —dijo sonriendo con cariño.
—¿No has tenido noticias suyas?
Anelise negó con la cabeza y la expresión en el rostro de su prima fue más
que elocuente.
—Crees que se ha olvidado de mí —dijo.
—Ha pasado un año, Anelise, cabe esa posibilidad.
La joven desvió la mirada para no mostrarle sus propias dudas y Cynthia
apretó sus manos para reconfortarla.
—No pensemos en eso. Ahora estás aquí y te quiero solo para mí. Aunque
sé que tendré que dejar que los demás te vean y hablen contigo —sonrió—. No
importa, he hecho que instalen otra cama en mi dormitorio y así podremos
hablar hasta quedarnos dormidas. Vamos a tener muchas cosas sobre las que
divagar, no solo la boda de Violet Talbot y Arthur Bent, para la que aún falta
un mes entero. Los Simons darán un baile la semana que viene y las mejores
familias de Cottesburg dejaron sus tarjetas cuando supieron que veníais, así
que tendremos que ir a tomar el té. Las señoritas Mayakovsky quieren verte
enseguida y en quince días se celebrará el concurso de Orquídeas que organiza
Sheniece Grahame cada año…
—Basta, basta —dijo Anelise riendo.
—¡Estoy tan contenta de que estés aquí! —exclamó Cynthia riendo.
—Lo vamos a pasar muy bien, estoy segura —auguró Anelise, convencida
—. Te confieso que cuando mamá me habló de la boda no me apetecía nada
venir, pero saber que iba a verte me hizo cambiar de opinión.
Las dos primas se abrazaron con verdadero afecto.
Si alguien le hubiese dicho a Anelise que haría amistad con el futuro conde
de Cottesburg, ella habría sonreído, condescendiente, pensando que la persona
que le hablaba no tenía ni idea de cómo era ella. Rayner era un joven
arrogante, arisco, antipático con todo el mundo y con una marcada línea sobre
lo que le importaba y lo que no. Línea que no dejaba que nadie traspasase. Si
algo no le interesaba se lo hacía saber a su interlocutor sin dejar el más
mínimo resquicio para la duda. Estaba claro que se movía en una dimensión
totalmente distinta a la suya y su percepción del mundo era igual de diferente.
Parecía ajeno a todo convencionalismo e incumplía sistemáticamente
cualquier regla que le fuese impuesta por el rancio clasismo de la sociedad a
la que pertenecía por derecho y nacimiento. Quizá fue esa rebeldía la que
atrajo tanto a Anelise, resultaba reconfortante conocer a alguien como él,
capaz de enfrentarse a los suyos con la más absoluta tranquilidad.
Rayner y Anelise se hicieron inseparables. Él era su pareja en los bailes,
la acompañaba en sus paseos diarios y siempre era bien recibida cuando se
encontraban en cualquier evento. Lady Hana no podía estar más contenta
viendo a su hija alternar con lo más selecto de la sociedad inglesa, aunque
tuviese que ser de la mano de aquel arrogante y maleducado joven del que
tanto había oído hablar, nunca bien. Aun así, Hana Vandermer era capaz de
valorar el hecho de que lo adornaba un futuro espléndido como futuro conde
de Cottesburg. Ser la madre de una condesa se acercaba mucho al ideal que
había alimentado durante años.
El viaje a Inglaterra apenas duró unas pocas semanas. Gracias a los barcos
de vapor, cruzar el Atlántico resultaba ahora mucho más cómodo. Lo hicieron
en uno de los barcos de su padre y tuvieron la mejor atención por parte del
capitán y la tripulación.
Anelise era muy feliz, aunque sentía cierta preocupación por cómo se
habían desarrollado las cosas. Estaba segura de que lo que ocurría en su cama
por las noches no era lo habitual en un matrimonio. Rayner era dulce y
apasionado al mismo tiempo y habían hecho cosas en las que no podía pensar
sin ruborizarse, pero por alguna extraña razón el matrimonio no había sido
consumado aún. No es que tuviese demasiada información, pero sabía en lo
que consistía el acto en sí y no se había producido.
Se dijo que quizá su esposo quería esperar a estar instalados en su nueva
casa. Quizá era importante para él hacerlo en la que sería su verdadera cama,
así que decidió no volver a pensar en ello hasta que su vida juntos se iniciase
como tal. Ahora mismo lo que más le preocupaba era lo que les esperaba
cuando llegasen a Cottesburg.
Ninguno de los acontecimientos que había vivido en las últimas semanas le
producía el terror que sentía ante aquella reunión familiar. Por fin iba a ser
presentada a la familia Brogan-Dinsdale al completo, y no calmaron un ápice
su ansiedad ni las palabras tranquilizadoras de su esposo ni el hecho de que ya
conociese a sus padres.
Rayner aprovechó el viaje en tren hasta Cottesburg para explicarle las
diferentes ramificaciones de su familia y para ponerla sobre aviso de en quién
debía poner su confianza y contra quién debía protegerse. Para Anelise, siendo
americana, las complejas estructuras de la aristocracia inglesa resultaban
absurdas en algunos casos, pero comprendía que debía reprimirse para no
demostrar su visión del asunto.
—Los Dinsdale son una familia formidable —dijo Rayner—. La encabeza
mi abuela materna, lady Sarah, duquesa viuda de Cadwell, una mujer
orgullosa, altiva y con una lengua afilada. Su padre era el duque de Chandelor
y ella es un claro ejemplo de la aristocracia heredada. Del mismo modo que su
madre hizo con ella, educó a mi madre para ser una perfecta condesa, antes
incluso de saber que se casaría con un conde. De niño pensaba que mi abuela
tenía poderes mágicos. A veces, aún lo creo. —Sonrió, pícaro—. Mi madre
tiene dos hermanas: lady Rosheen, la mayor, casada con Walter Cattermoul, un
auténtico gentleman, y lady Mauve Cadwell, que no quiso casarse nunca a
pesar de recibir numerosas proposiciones. A mi tía Mauve te la ganarás
enseguida si introduces en una conversación el nombre de Mary
Wollstonecraft.
—¿Una aristócrata interesada en el sufragismo?
Rayner asintió divertido.
—Cuando hables del tema procura que mi abuela paterna no esté cerca —
dijo en tono conspiratorio—, podría darle un síncope. Hablando de ella, la
condesa viuda encabeza la rama Brogan de la familia. Como sabes, mis dos
abuelos ya fallecieron y son sus esposas las que ocupan el lugar preponderante
de nuestro árbol genealógico. Lady Abigail, la madre de mi padre, tiene un
concepto muy particular de cuáles deben ser las virtudes de una dama. La
belleza y el decoro son cualidades imprescindibles en cualquier mujer que
quiera permanecer en la misma habitación que ella. La única excepción a esa
regla es mi abuela materna, a la que considera poco menos que un adefesio.
Anelise se echó a reír a carcajadas ante aquel comentario tan irreverente y
Rayner le cogió la mano con ternura. Pocas cosas lo hacían tan feliz como
verla reír.
—Tú superarás con creces sus expectativas en cuanto a belleza y decoro y
también las de mi abuela Sarah, a la que le interesará mucho más tu
inteligencia. —La besó ligeramente en los labios antes de proseguir—. Luego
están los hermanos de mi padre, Randolph y Warren, medio hermanos, en
realidad, ya que son hijos del segundo marido de mi abuela, lord Bolton,
también fallecido. Solo les interesa la política, no hablan de otra cosa, ya lo
verás. Mis primos, los hijos de…
—Basta, basta —suplicó Anelise—, tantos nombres me están poniendo
muy nerviosa.
—Creí que habías dicho que querías estar preparada —dijo él con aquella
pícara expresión de nuevo.
—Es usted muy malo, señor Brogan —susurró ella cogiéndole la cara con
las manos.
—Tiene razón, señora Brogan —respondió con voz profunda—, hace más
de una hora que no le digo lo mucho que la amo. Espero que sabré hacerme
perdonar…
Se levantó de su asiento y bajó la cortinilla que protegía el cristal de la
puerta.
—No te atreverás a hacerme esas cosas aquí —dijo asustada.
Rayner sonrió burlón.
Capítulo 12
Anelise respiró hondo antes de bajar del carruaje. El mayordomo los esperaba
en la puerta para acompañarlos al salón en el que se había reunido toda la
familia antes de la cena. Cuando entraron, el rumor de las conversaciones se
detuvo y todos se volvieron a mirarlos. Anelise pensó que así debían sentirse
los caballos de su padre cuando los examinaba antes de comprarlos.
Lady Martha, la madre de Rayner, fue la primera en acercarse a saludarlos
y Anelise se sintió enormemente agradecida por sus amables palabras y su
trato afectuoso. Después la presentó a las dos abuelas de Rayner y a
continuación a sus tíos, tías y primos. La hermana mayor de Rayner, Noreen, se
mostró tímida y apocada y después de los saludos de rigor no volvió a decir
una palabra.
Durante la cena Anelise se sorprendió al ver que lord Malcolm, su suegro,
era un hombre afable y risueño, muy diferente a la imagen que ella se hizo de
él la única vez que lo vio, el día del concurso de orquídeas. Tenía la misma
retranca de Lady Sarah, duquesa viuda y abuela materna de Rayner, que resultó
ser una mujer divertida a pesar de su ceño permanentemente arrugado y su
cortante ironía.
No tardó en revelarse una contienda entre los clanes Dinsdale y Brogan y
sus disputas dejaron a un lado el interés por el nuevo miembro de la familia,
lo que supuso para Anelise un gran alivio.
Lady Sarah, la duquesa viuda, era sin duda la representante perfecta de lo
que debía ser una gran dama. No parecía haber disfrutado de una exquisita
belleza, como ya le había insinuado Rayner, tenía un rostro estrecho, la nariz
muy fina y un poco respingona, pero sus pequeños ojos azules mostraban la
misma personalidad inteligente y fuerte que poseía su nieto.
Por el lado del conde, lady Abigail, la condesa viuda, era una mujer
distinguida cuyo rostro dejaba ver la enorme belleza que aún a su edad era
visible. Sin embargo, no estaba dotada de la perspicacia de la otra abuela de
Rayner y cuando se enfrentaban, cosa que ocurría constantemente, quedaba
claro que la duquesa viuda era muy superior en cuanto a retórica y evolución
lógica. Lady Abigail no permitía que nadie la llamase abuela, una palabra que
detestaba por considerar que era demasiado joven para ello.
—Querida mamá —dijo la condesa dirigiéndose a su suegra—. ¿Se ha
solucionado ya el problema doméstico con el servicio?
—¡Oh, no me lo recuerdes! —exclamó lady Abigail—. Finalmente mi
mayordomo se marcha para casarse. ¡Es tan desconsiderado!
Anelise miró a Rayner, que sonrió ligeramente antes de dirigirse a su
abuela.
—Condesa —dijo utilizando el tratamiento con el que solía llamarla—.
Tengo entendido que el señor Huxley ha esperado dos años a que encontraras
un nuevo mayordomo y que ninguno de los candidatos era suficientemente
«Huxley» para ti.
—Llevamos muchos años juntos —dijo su abuela como si hablase de un
marido en lugar de un mayordomo—. No puede tener tan poca consideración
después de todo lo que he hecho por él.
—No hay nada peor que perder a alguien del servicio —dijo lady Sarah
con expresión falsamente desolada—. No me imagino cómo vas a poder
superar tan grave crisis.
Lady Abigail miró a su coetánea con expresión severa.
—Tú mejor que nadie deberías comprender la difícil tesitura en la que me
hallo —dijo apesadumbrada—. No te burlarías si estuviésemos hablando de
Regin, tu mayordomo, o de Claire, tu doncella personal…
—Regin nunca me abandonará, querida, por la sencilla razón de que yo no
impongo normas tan arcaicas como las tuyas. Si Regin deseara casarse
sabríamos encontrar una ocupación para su esposa en la casa, así nadie tendría
que irse.
—¿Un mayordomo y su esposa sirviendo en la misma casa? ¡Habrase visto
idea más indecente!
Lady Sarah miró a la condesa viuda con expresión irónica.
—Tranquila, querida, seguro que no te costará nada encontrar a otro
mayordomo con las mismas cualidades y la misma paciencia que Huxley.
—¿Paciencia? ¿Qué has querido decir con eso? No estarás insinuando que
soy una mujer difícil, porque no es cierto.
—Por supuesto que no. ¿Cómo iba a decir semejante cosa? —Lady Sarah
cogió el cubierto para seguir comiendo como si hubiese terminado la
conversación, pero cuando lady Abigail, que estaba evidentemente disgustada,
se dispuso también a comer, la anciana duquesa viuda volvió a dirigirse a ella
—. En cuanto a Claire… Mi doncella lleva conmigo más de veinte años.
Hemos envejecido juntas y te aseguro que no está en su mente abandonarme.
Ayer mismo me dijo que querría morir en mi casa porque para ella es su hogar.
Estoy segura de que tu doncella te habrá dicho cosas muy parecidas, ¿no es
cierto?
Lady Abigail no dijo nada, tan solo apretó el cuchillo con mayor fuerza y
Anelise se preguntó si no estaría pensando en utilizarlo para cortar algo mucho
más aristocrático que aquel pedazo de pollo que miraba fijamente.
—Debe ser aterrador encontrarse con uno de esos salvajes. —Lady
Rosheen intentó cambiar de conversación dirigiéndose a Anelise—. ¿Qué ha
de hacer una dama si se encuentra con un piel roja que amenaza con arrancarle
el cabello? Supongo que tienen algún protocolo para esos casos.
Anelise miró a la tía de Rayner para asegurarse de que estaba hablando en
serio.
—Los indios tienen su propio territorio —respondió Anelise tratando de
que no se le notasen las ganas de reír—, y la mayoría respetan las fronteras
con los colonos. Aunque sigue habiendo incidentes, por supuesto, pero el
tiempo de las incursiones constantes por parte de ambos bandos ya quedó atrás
y todo el mundo inten…
—¿Ese fue el motivo por el que lucharon con América del Sur? Si han
tenido que cederles parte de su territorio a esos salvajes para que no los
ataquen, supongo que los habrán enviado al sur. Yo no estoy de acuerdo con
que haya esclavos, en eso me siento cerca del señor Lincoln, pero no sé hasta
qué punto se debe interferir en las cuestiones domésticas de otro país, si no es
que ese país nos ataca, por supuesto. En ese caso una guerra estaría
justificada. ¿Fue así? No he conseguido que mi marido me lo aclare.
—Es muy difícil explicarte cuestiones políticas, querida —dijo Walter, su
marido—, sueles entender solo lo que te parece.
Su esposa lo miró con severidad y el hombre agachó la cabeza tratando de
evitar una discusión en la que, sin duda, tendría las de perder.
Anelise no podía deshacer el fruncido de su ceño ante tantas inexactitudes.
—Nunca hemos luchado con América del Sur…
—Por supuesto que sí —insistió la tía de Rayner—, hace veinte años
años…
Rayner carraspeó para contener la risa.
—Querida tía —dijo—, esa guerra no fue entre América del Norte y
América del Sur, sino entre los estados del sur de la Unión y los del norte.
Lady Rosheen seguía con aquella expresión confusa.
—Se trata del mismo país —dijo Rayner.
—¿Quieres decir que fue una lucha entre hermanos? ¿Y se enfrentaron para
proteger a esos… esos… negros?
—En realidad —intervino Anelise con cierto temor—, lo que ocurre es
que la visión de algunos estados del sur de cómo debía ser la vida no
coincidía con los valores que se buscaban en el norte. La esclavitud es algo
ignominioso, que no puede justificarse con valores económicos.
Se dio cuenta de que todos la miraban sorprendidos. Ella miró a su marido
buscando su aprobación y ver su expresión confiada y respetuosa la hizo
continuar.
—En el norte pensamos —siguió— que la esclavitud degrada a la
sociedad que la practica. Los hombres deben ser tratados como iguales, sea
cual sea su color de piel…
—Pero, querida —dijo lady Abigail mirándola con condescendencia—,
eso no es exactamente así, ¿no crees? Estarás de acuerdo conmigo en que no es
lo mismo tu esposo que un indio salvaje de las llanuras.
Anelise volvió a mirar a Rayner, que sonrió abiertamente dándole libertad
total.
—Los seres humanos somos iguales ante Dios y solo se nos debería juzgar
por nuestros actos —dijo rotunda—, no por el color de nuestra piel o por
dónde hayamos nacido.
Lady Abigail tenía una mirada desaprobadora, pero lady Cadwell, la tía
soltera de Rayner, la miraba con tal satisfacción que parecía a punto de
aplaudir.
—¿Ha habido muchas mujeres antes que yo? —preguntó Anelise desde la
cama.
Rayner se estaba quitando los gemelos y se volvió a mirar a su esposa. Se
había celebrado un baile en casa de lord Wheeler y no se esperaba aquella
clase de conversación antes de meterse en la cama. De hecho creía que
Anelise caería rendida en cuanto pusiera la cabeza en la almohada.
—¿Por qué me preguntas eso? —dijo frunciendo el ceño—. Ya te dije que
nunca me había enamorado hasta conocerte.
—Según tu abuela, el hombre que no disfruta de muchas mujeres antes del
matrimonio lo hará después —dijo mirándolo con preocupación.
Rayner sonrió y se sentó en la cama junto a ella mirándola con ternura.
Llevaba la camisa desabrochada y Anelise pensó que estaba
arrebatadoramente guapo.
—No hay mujer en el mundo que pueda interesarme más que tú —dijo
apoyando las manos a ambos lados del cuerpo femenino—. Creía que te lo
había dejado claro.
—Quiero que me prometas una cosa —pidió Anelise jugando con los lazos
de su camisón.
—Adelante.
—Si alguna vez te sientes atraído por otra mujer, me lo dirás. No digo que
te enamores o que hagas algo… indebido. Me refiero a simple atracción.
¿Puedes prometérmelo?
Rayner sonrió de nuevo al tiempo que asentía.
—Te lo prometo.
—¿Eres un hombre de fiar, Rayner Brogan, futuro conde de Cottesburg? —
dijo agarrándolo de la camisa y atrayéndolo hacia ella—. Lo has prometido
con demasiada facilidad.
—Siempre cumplo mis promesas, señora Brogan, futura condesa de
Cottesburg. Estoy tan seguro de que eso que temes no va a ocurrir jamás, que
no tengo ni que pensarlo.
Los ojos de su esposo la miraban con intensidad y cuando se inclinó para
besarla Anelise sintió aquella familiar contracción en la parte baja de su
vientre. Le cogió una mano y la llevó hasta uno de sus pechos. Él no se hizo de
rogar y acarició aquella carne firme y orgullosa.
Unos segundos después él seguía vestido, pero ella yacía completamente
desnuda sobre la cama. Estremecida al sentir cómo la miraba, cómo recorría
cada parte de su cuerpo con sus ojos y suspiraba ansioso por tomarla.
La dureza de su cuerpo seguía asombrándola, como la facilidad que tenía
de ajustarlo al suyo. Lo siguió a su ritmo, con la cadencia propia de los
amantes que saben que pueden deleitarse en el otro, sin prisas, pausadamente.
Rayner gemía al tiempo que le decía todo lo que ella le hacía sentir mientras
Anelise se agarraba a las sábanas mordiéndose el labio para no gritar. El
ronco gemido masculino anunció la poderosa sacudida que marcaba la
culminación del placer.
Se quedaron tumbados y abrazados, Anelise completamente desnuda y
Rayner, aún con la camisa puesta, rodeándola con su brazo.
—¿Te parece una buena respuesta a tu pregunta? —dijo él contra su cuello
—. Jamás habrá otra mujer que no seas tú, amor mío.
—Pero me lo has prometido —dijo ella sintiendo aún los movimientos
involuntarios de su cuerpo.
—Te lo he prometido.
Capítulo 14
Llegó el verano y con él la temporada de bailes y las fiestas en la capital. En
esa época los condes se trasladaban a la casa que tenían en Londres y el joven
matrimonio fue invitado a acompañarles. Anelise iba a ser presentada a la
reina y para ello asistiría a una de las cenas que se organizaban en palacio.
Ese hecho copó todas las conversaciones familiares, una vez instalados en la
ciudad, y Anelise lo agradeció porque de ese modo su suegra había dejado de
hablar de su no embarazo.
Otra de las novedades era que volvería a ver al agradable grupo que
conoció en Nueva York cuando volvió a encontrarse con Rayner. La marquesa
Orela y su cuñado lord Weston, junto a su esposa Cecilia y la hija de ambos,
Faye, iban a ser los primeros invitados a cenar en casa de los condes. También
asistirían a dicha cena otros amigos de los padres de Rayner que residían en
Londres y que, según la condesa, Anelise debía conocer.
Pero lo más importante de aquellos días no era ninguna de esas cosas.
Anelise se miraba desnuda en el espejo. Primero de frente, después de perfil
mientras acariciaba su juvenil vientre. No podía imaginarse cómo sería verlo
crecer y traspasar la barrera de sus pechos. Miró a Rayner, que aún dormía
plácidamente en la cama, ajeno a los pensamientos que pululaban en la mente
de su esposa.
Quería encontrar la manera perfecta de darle la noticia y su suegra había
estado a punto de estropearle la sorpresa en varias ocasiones. «Una mujer que
no se queda embarazada el primer año de matrimonio es mirada como un ser
defectuoso por la sociedad». Esas habían sido las palabras de la madre de
Rayner unos días antes de emprender el viaje a Londres. Tuvo que hacer
grandes esfuerzos para no escupirle la noticia a la cara.
Cogió la bata que descansaba sobre una silla y se la puso. No acababa de
decidirse. Una parte de ella quería despertarlo y contárselo ya, pero no quería
ser el tema principal de la cena de esa noche. Así que decidió esperar al día
siguiente sabiendo que tendrían un par de días tranquilos para disfrutar de ese
dulce momento.
Anelise estuvo días dándole vueltas a la conversación que tuvo con lady
Sarah sobre la pequeña Nelle. Imaginaba lo que quería decirle, pero tenía la
sensación de que también había un mensaje oculto en sus palabras, un mensaje
que no fue capaz de descifrar.
Capítulo 16
Rayner se paseaba por el salón de su abuela con evidente nerviosismo. La
duquesa viuda lo había mandado a buscar y ahora lo miraba con expresión
severa.
—No me gusta nada la manera que tiene mi hija de hacer las cosas —dijo
con tono enfadado—, pero no entiendo cómo has podido ocultarle algo así a
esa pobre niña.
Su nieto la miró con una expresión aterrada y funesta.
—Abuela…
—Ni abuela ni nada —lo cortó—. ¿Cómo puedes ponerte frente a ella y no
abrirle tu corazón?
—No puedo vivir sin ella.
—No digas estupideces. ¡Claro que podrías! Pero no sabemos lo que diría,
ni siquiera le disteis la oportunidad…
Rayner se acercó a la anciana y clavó una rodilla en el suelo al tiempo que
cogía una de sus manos.
—Por Dios, abuela, te lo pido por lo más sagrado, no hables con ella de
eso.
La duquesa lo miraba con los labios apretados, pero en sus ojos había
amor, mucho amor. Rayner siempre fue su nieto preferido, el más afín a ella y
aquel a quien nunca tuvo nada que reprochar. Hasta ahora.
—El amor no puede forjarse sobre mentiras, querido Rayner. Cometiste un
error al hacer caso a tu madre.
El joven agachó la cabeza sintiéndose acorralado.
—Cuando nazca la criatura, si no hablas con ella y le cuentas la verdad, lo
haré yo —dijo lady Sarah, tajante—. No me mantendré callada a la espera de
que esa espada caiga sobre su cabeza y la parta por la mitad. Es una buena
chica y te quiere de verdad. Se merece nuestro respeto y yo voy a brindárselo.
Rayner miró a su abuela.
—No hacía falta que me pusieras un ultimátum. Si aún no se lo he contado
es por esa criatura que nunca debió llegar… —Se puso de pie con una
expresión dura.
—¿Y qué pretendías? ¿No tener hijos? ¿Cómo ibas a conseguir semejante
cosa?
—Lo intenté —dijo entre dientes—. Dios sabe que lo intenté. Durante días
me mantuve…
Enmudeció por decoro frente a su abuela y, después de dejar salir un tenso
suspiro, se dio la vuelta y caminó hasta la ventana para contemplar el paisaje
mientras se perdía en sus pensamientos.
Claro que lo intentó. Intentó no poseerla, controlar sus impulsos. Le hizo el
amor sin consumar el matrimonio. Gozó y la hizo gozar sin hacerla suya por
completo. Pero no pudo resistirse a su tristeza, a su incomprensión. No podía
dejar que se marchitara creyendo que había algo malo en ella. La amaba con
voracidad, con ansia y desesperación. Su cuerpo ardía en llamas con solo
rozarla. Y si ella lo tocaba…
—Hablaré con ella —dijo sin volverse, con una voz profunda y triste—.
En cuanto esté recuperada y una vez sepamos si es niña… o niño.
—La duquesa viuda, lady Sarah Dinsdale —dijo Binney dejándola entrar
en el saloncito en el que Anelise leía un libro.
—Gracias, Binney —dijo la duquesa esperando que el mayordomo saliese
y cerrase la puerta tras él. Se volvió hacia Anelise y puso una cara muy
divertida—. Por un momento creí que iba a recitar todo mi árbol genealógico.
—Se toma muy a pecho sus funciones —dijo Anelise acercándose a
besarla—. Pero sentémonos.
—Sí, hija, que ya estoy hecha un carcamal y no aguanto de pie más de dos
minutos seguidos.
—¿Le apetece un té?
—Mejor una copita de jerez —dijo sonriendo con picardía.
Anelise se levantó, sirvió dos copas y le entregó una a la duquesa. Tenía
curiosidad por saber a qué se debía aquella inesperada visita. Normalmente la
duquesa avisaba de que acudiría a verla enviando a una de sus criadas el día
anterior. No le gustaba sorprender, decía que las sorpresas son casi siempre
desagradables.
—¿Cómo está el pequeño Lowell? —preguntó su bisabuela.
—Está precioso —dijo sonriendo orgullosa—. Ayer cumplió cuatro
meses. ¿Quiere que envíe a buscarlo? A esta hora está durmiendo, pero estoy
segura de que…
—No, no, no —se apresuró a interrumpirla—. He venido a verte a ti.
Anelise asintió y un escalofrío recorrió su espalda. Su intuición le decía
que lo que había venido a decirle no era nada bueno.
—¿Está mi nieto en casa? —preguntó.
—No tardará en llegar, ha ido al aserradero a verificar un pedido…
—Deberías sentarte —dijo mirándola con el rostro tan blanco que parecía
una estatua de mármol.
—Estoy bien así —dijo ella con preocupación—. ¿Qué ocurre, Rayner?
—Te amé desde el primer momento en que te vi —empezó a hablar—. No
fue por tu belleza ni tampoco por tu dinero. Te amé porque sentí que eras
capaz de verme. A mí. A la persona que se oculta detrás de toda esta fachada
aprendida tras la que me he ocultado durante estos últimos años —dijo
señalándose.
—Rayner, me estás asustando —dijo ella sintiendo que su corazón
temblaba.
—Sé que después de escuchar lo que tengo que decirte me odiarás, y
debes comprender que ver odio en tus ojos será tan insoportable que he tenido
que recabar fuerzas para poder hablar. Por eso he esperado tanto para llegar a
este momento. He tratado por todos los medios de encontrar una manera de
evitarte este dolor, pero no la hay.
Anelise había empalidecido también. Era evidente que Rayner exudaba
dolor por todos sus poros y ese dolor la atravesó a ella como un afilado
estilete.
—¿Ya no me amas? —preguntó temblando.
Rayner sonrió con tristeza mientras sus ojos se humedecían.
—Te amo más que nunca. Siento que el pecho me estalla cuando te miro y
que mis entrañas se retuercen por lo mucho que te deseo.
Anelise respiró aliviada y corrió a abrazarse a él.
—Entonces no hay nada que puedas decirme que me cause tanto dolor
como temes, amor mío —dijo aliviada.
—A veces me despierto helado, sin poder moverme —siguió hablando él
mientras acariciaba su cabello con ternura—. Intento hablar, pero mi lengua
está congelada y soy incapaz de articular palabra. En mi mente te llamo, te
llamo incesantemente, pero tú no me escuchas.
—¡Oh, Rayner! Estoy aquí, en tus brazos. —Anelise lo abrazó con más
fuerza—. No voy a irme a ninguna parte.
—Cuando intento dormir solo veo un muro invisible para todos excepto
para mí —siguió como un autómata, como si no fuera ya dueño de sus palabras
—. Ese muro se levanta entre nosotros y, ladrillo a ladrillo, va subiendo sin
que yo pueda hacer nada para derribarlo. Cuando el muro está terminado me
hallo solo a este lado y por más que te llamo tú no me oyes. Estoy delante de
ti, pero no me ves.
—Basta —dijo Anelise levantando la cabeza para mirarlo a los ojos y
acariciándole la mejilla con dulzura como había hecho su abuela unos minutos
antes—, deja de hablar de ese modo.
—Todos debemos pagar nuestras culpas y yo no seré menos. —La miró
con intensidad—. Solo déjame sentir tus labios una vez más.
Los ojos de Rayner brillaban como el fuego de una chimenea encendida. Y,
como si ese fuego lo arrollara, la besó con una pasión abrasadora. Era una
pasión desconocida, cargada de tensión y ansiedad. Rayner se separó
ligeramente y en sus ojos había una mirada aterradora, casi diabólica. Al
sentir de nuevo sus labios, Anelise supo que nunca antes la había besado así.
Su boca parecía querer devorarla y sus manos recorrían su cuerpo como si
quisiera poseerla allí mismo. Era como si temiera que fuese a desvanecerse
ante sus ojos para siempre.
Rayner separó sus labios como si aquel gesto le causara dolor, con una
expresión de renuncia y pérdida. Anelise comprendió que, fuese lo que fuese
lo que tenía que decirle, nada volvería a ser igual después de que hablase.
Rayner dio un paso atrás para alejarse de ella, respiró hondo por la nariz y
comenzó su relato.
—Mi hermano estaba muy enfermo cuando murió. Un año antes de aquel
fatídico día había empezado a tener episodios extraños. Se olvidaba de dónde
dejaba las cosas, de lo que había hecho el día anterior. Venía a buscarme y me
pedía cuentas por algo que no había sucedido… Yo era su confidente, su
amigo, además de su hermano. Nos lo contábamos todo. Los dos nos dimos
cuenta de que algo malo pasaba cuando una noche me desperté y estaba junto a
mi cama, observándome con la mirada perdida y un puñal en la mano. Me
preguntó quién era yo y qué hacía en la cama de su hermano. Conseguí
despertarlo de aquella fantasía y los dos comprendimos que fuese lo que fuese
no podíamos ocultarlo más.
Anelise había empalidecido y lo miraba como si la vida se le escapase por
los ojos. Rayner sintió una punzada en el pecho, consciente de que el veneno
de la verdad estaba haciendo efecto.
—Al hablar con nuestros padres nos llevamos una gran sorpresa. Mi padre
nos contó que su hermano había padecido la misma enfermedad y,
horrorizados, descubrimos que no se trataba de algo fortuito, sino de un mal
familiar.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Anelise.
—Nosotros habíamos oído hablar del tío George, pero no nos dimos
cuenta de que siempre hablaban de él sin mencionar los años previos a su
muerte. Ese día nuestro padre nos contó que dos años antes de morir había
enfermado del mismo modo que Nicolas. Pero lo más terrible vino después,
cuando supimos la enfermedad que padecía. Es una palabra tan estremecedora
que aún hoy me cuesta mucho decirla… Locura.
Anelise se llevó una mano a la boca para ahogar un gemido.
—Nicolas se mantuvo sereno mientras que yo perdí por completo la
compostura. Le grité a mi padre por no habérnoslo contado. ¿Cómo podía
ocultarnos lo que nos iba a pasar? Entonces él dijo que yo estaba libre de esa
lacra, al igual que él mismo. La enfermedad solo atacaba al primer hijo varón.
—¡No! —gritó ella cayendo de rodillas.
Rayner se sintió morir, se arrodilló frente a ella y trató de abrazarla, pero
Anelise lo rechazó con rabia.
—¿Por qué? —le gritó—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Ya lo sabes —dijo él con mirada serena, una mirada que no mostraba el
torbellino destructor que se había desatado en su cerebro—. No quería
perderte. Fui tan estúpido que me dije que sería una niña y el peligro pasaría
sin que tuvieses que sufrir ese temor.
—Lowell… —sollozó Anelise cubriéndose la cara con las manos—, mi
pequeño…
Rayner apretó los puños y cerró los ojos un instante. Le costaba respirar y
el corazón le latía tan deprisa que temió no poder soportarlo. No podía pensar
en su hijo, no si quería acabar lo que había empezado.
Durante los siguientes minutos Anelise derramó las lágrimas más amargas
que hubiese vertido jamás. El dolor que sentía en su pecho se irradiaba a todo
su cuerpo como relámpagos que estallaban en la punta de sus dedos.
Mucho tiempo después, cuando ya no le quedaban fuerzas de tanto llorar,
se secó los ojos y se puso de pie con dificultad. Cuando Rayner trató de
ayudarla lo miró con tal desprecio que él bajó los brazos, derrotado.
—¿Cómo será? —preguntó ella casi sin voz.
—No lo sé —musitó.
—¿Nicolas lo supo? ¿Supo que se estaba volviendo… loco? —casi no
pudo verbalizar la aterradora sentencia.
Su marido asintió lentamente y Anelise apretó los ojos y los dientes para
no gritar. Gritar hasta desgañitarse, hasta que no pudiera pensar.
—¿Cómo murió? —Al ver que no respondía se acercó a él y lo observó
con aquella mirada que él tanto había temido—. ¡¿Cómo murió?!
—Se… colgó. —Los labios de Rayner temblaban y apenas le salía la voz
—. Fue hasta la cabaña y se colgó de un árbol.
Anelise asintió una y otra vez. Lo comprendía, lo comprendía bien. Ella
sería capaz de hacerlo. Ahora mismo se sentía capaz de hacerlo. ¿Cómo puede
soportar una madre algo así? ¿Cómo abrazar a tu hijo sabiendo que no podrás
protegerlo del futuro que le espera?
Anelise recordó el dibujo de Noreen y la conversación que mantuvieron
en la capilla de Godinton House. Casi podía ver el cuerpo de Nicolas
balanceándose de un lado a otro del dibujo. Sin decir nada se dio la vuelta y
salió del salón. Su marido no trató de detenerla. Había visto aquella mirada en
sus ojos y sus más profundos temores lo dejaron paralizado.
Capítulo 18
Anelise estaba sentada en su cama, solitaria y desolada. Fuera, la noche había
extendido su negro manto y el frío la hizo estremecer. Su felicidad se había
esfumado de golpe y el destino estaba ante ella riéndose a mandíbula batiente
como un demonio cruel. Pensó en la primera vez que tuvo a Lowell en sus
brazos. Entonces creyó que su amor por aquel niño podría protegerlo de
cualquier daño. Ahora aquella esperanza se había tornado una broma cruel de
ese destino.
En su corazón anidaba una doble pena, pues el único que podría consolarla
era quien le había asestado el golpe mortal. No podía buscar refugio en sus
brazos y el dolor que sentía amenazaba con hacerla pedazos.
Qué extraño y cruel puede ser el destino. Desde que nació toda su vida
había sido un cúmulo de malas decisiones que siempre tomaba su madre por
ella. Solo durante un corto espacio de tiempo se enfrentó a ella. Cuando
conoció a Crofton Bourne.
Recordó al vaquero. Su mirada limpia y serena, su discurso profundo y
audaz. Dispuesto a conocer el mundo antes de encerrarse en una vida que él no
había elegido. Casado con una mujer capaz de enfrentar a los suyos por
aquello en lo que creía. ¿Qué le diría si la viese ahora en aquella situación?
Probablemente le sonreiría con ternura y le diría que la vida es demasiado
hermosa para desperdiciarla.
Debía hacerlo aunque su corazón se resquebrajase. Sabía que sonaría
cruel, vengativo incluso, aunque tan solo el afán de proteger a su hijo era lo
que la empujaba.
Se tumbó sobre la cama mirando, entre la bruma de sus ojos anegados por
las lágrimas, la camisa blanca que descansaba sobre la silla. Casi podía
percibir el aroma de su cuerpo en ella. Encogió las piernas sintiendo el vacío
que crecía en su vientre, mientras su mente volvía a los días de soledad, a la
falta de esperanza y a la agonía de saber que no hay nadie que nos sirva de
consuelo. Se hundió en un pozo profundo y putrefacto que la cubrió por
completo. Se dejó llevar sin resistencia.
Rayner apoyó la carta en su pecho y dejó que sus ojos vagasen por su
destartalado cuarto. Cogió el whisky y bebió un largo trago buscando el calor
dentro de la botella. No podía leer sus cartas sin ayuda, necesitaba el alcohol
para soportar las heridas que le causaban sus palabras. Frunció el ceño al ver
la basura esparcida por la alfombra. Quizá no debería haber despedido a la
última criada que su padre le había mandado, pero era una insolente y no era
nadie para darle sermones.
Caminó tambaleante hasta la ventana y abrió un poco las cortinas para
mirar hacia afuera. Se escuchaba la lluvia golpear contra la madera. A pesar
de estar muy nublado, la luz le hizo daño en los ojos y volvió a cerrar
rápidamente.
Su hijo había preguntado por él. Incluso había colocado una fotografía
suya en su cuarto para verlo todos los días. Él también tenía fotografías de
Lowell. Anelise se las mandaba de vez en cuando para que lo viese crecer.
Había una en aquella mesita, aunque a causa del alcohol no podía verla desde
allí. Atravesó la habitación para acercarse y tropezó con los platos de la cena
de la noche anterior. Cayó al suelo y maldijo en voz alta a la criada por no
recogerlo. Entonces recordó que no tenía criada y se rio a carcajadas de su
estupidez.
Suerte que su hijo no podía verlo en ese estado. ¿Qué pensaría de él? Su
madre le hablaba del futuro conde de Cottesburg, lo que no podía decirle,
porque no lo sabía, era que jamás heredaría el título. Su padre se lo había
gritado allí mismo, en aquel desvencijado cuarto, después de intentar que
entrase en razón y recuperase la cordura. No habían servido de nada ni las
súplicas ni los reproches ni las amenazas. El conde no entendía que él no
podía hacer nada. No podía regresar al mundo porque estaba encerrado tras un
gigantesco muro de dolor y culpa.
Se levantó del suelo y llegó hasta la mesita en la que descansaba el marco
de plata con la fotografía de Lowell. Se había convertido en un muchachito
encantador. Tenía sus ojos y su barbilla, pero aquella mirada limpia y confiada
era de su madre. Otra vez aquel insoportable dolor en el pecho. Se llevó la
botella a la boca y bebió un largo trago, tan largo como su garganta pudo
soportar.
Se dejó caer en el sofá con la fotografía en una mano y la botella en la
otra. Mientras quedase líquido en la botella no se movería de ahí y después…
Después, la oscuridad.
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Jana Westwood
Retando al destino. Capítulo 1
Capítulo 1
El senador Julio Dante se colocó en el atril dispuesto a torpedear una brillante
carrera política delante de todo el país.
Su mejor amigo lo observaba desde el backstage con el corazón latiendo
desbocado en su pecho. Sabía que lo que iba a hacer era una estupidez.
Acababa de salir elegido senador por Toledo, ¿por qué arrojarlo todo por la
borda?
Julio miró a Matías y pudo leer la súplica en sus labios: Por favor, no lo
hagas. Su mejor amigo supo por su mirada que no iba a detenerse. ¿Cuántas
veces había dicho Julio, cuando empezaron en eso de la política, que no
podías salvar a todos todo el tiempo? La política está para intentar ayudar
al máximo de personas posible, solía decir. ¿En qué iba a ayudar eso a nadie?
Pero eso fue antes de que Julio sostuviera la mano de aquella pobre mujer
a la que habían mandado a su casa desde el hospital. Antes de que se cruzara
con ella en la calle y tuviese el tiempo justo de sostenerla cuando se
desplomaba. Durante media hora le sostuvo la mano esperando que llegara la
ambulancia. Apenas podía hablar, pero pudo decirle lo suficiente. Eran cosas
que él ya sabía, que había leído en la prensa o escuchado en la radio, pero no
es lo mismo escucharlo en las últimas palabras de una moribunda.
La luna bañaba con su pálida luz el rostro de la anciana cuando finalmente
cerró los ojos para siempre, pero a él lo había cambiado irremediablemente.
No se dio cuenta enseguida. La ambulancia llegó demasiado tarde y lo
relevaron de su amarga tarea. Le dijo a la policía lo que había pasado,
después de identificarse, y le dejaron irse.
Cuando llegó a su casa, en la zona alta de Madrid, se sirvió whisky en un
vaso. Demasiado whisky.
Esa noche durmió mal, inquieto, en su enorme cama de dos metros y
medio. Por la mañana se levantó temprano, como siempre, se duchó y recibió
a Matías, que llegó con su buen humor de siempre.
—¿Has dormido solo? —preguntó echando un vistazo a su habitación.
Después lo miró con el ceño fruncido—. Chico, haces cara de haber pasado
muy mala noche.
—He pasado muy mala noche. —Julio bebió un largo trago del zumo de
naranja que acababa de exprimir—. ¿Quieres?
Matías arrugó la nariz y negó con la cabeza.
—Tu madre debería verte. —Sonrió—. Estaría orgullosa de su niño,
tomando zumo natural todas las mañanas.
Aquella mención a su madre retorció las entrañas de Julio, que se dio la
vuelta para que su amigo no se percatase.
—Mi madre estaría orgullosa de mí hiciese lo que hiciese. —Se llevó el
vaso de zumo a la boca de nuevo.
—También es verdad —dijo Matías—. Y no solo tu madre. También tu
abuela, tu hermana y tu legión de admiradoras.
Julio torció una sonrisa. Únicamente había tenido una relación seria y solo
le duró nueve meses. No era porque él no quisiera, simplemente no había
encontrado a la mujer adecuada. Su aspecto jugaba en su contra. Era un
hombre atractivo, realmente guapo, y su físico atraía a un tipo de mujeres con
el que él no se sentía cómodo.
Matías aún se acordaba de la terrible Dolores. Se había esforzado con
demasiado ahínco llegando, incluso, al acoso. Pero Julio no era capaz de
echarla de su vida sin más y eso estuvo a punto de costarle un disgusto de los
grandes. Cuando finalmente lo hizo, ella se dedicó a decirle a todas las
mujeres de Madrid que no podían confiar en él.
—Dadle lo que quiere y dejaréis de interesarle —dijo en medio del salón
del Palacio de Pozo Frío, en el que Julio celebraba la fiesta de Noche Vieja,
después de tirar un vaso contra el aparato de música para que se la oyese bien.
Después se fue dando un portazo y nunca volvió. Al menos se libraron de ella.
—Parece que no le gustan las mujeres fáciles —dijo Silvia, la hija del
ministro de Cultura, a lo que todos los que estaban con ella rieron.
—Estoy dispuesta a comprobarlo —había dicho Marlene, la modelo que
iba a protagonizar una película de Alex de la Iglesia.
Matías todavía se preguntaba si Julio había aceptado aquella proposición
tan tentadora. Nunca alardeaba de sus conquistas. Sabía que entre las señoras
se hablaba mucho de su amigo. Incluso había escuchado a las ujieres del
senado llamarlo Jon Nieve hablando entre ellas y suspirar con devoción para
enfado de sus colegas masculinos.
—Julio ha nacido para ser devorado en la cama; superadlo —dijo Marlene
cuando Leo, el economista que salía un día sí y otro también en la tele, había
preguntado qué tenía de especial.
—Pero si tiene fama de ser antipático —dijo Gustavo, desconcertado—.
Luego os quejáis de que os tratan mal, pero lo cierto es que os encanta que os
den caña.
—¿Para qué quiero yo un gatito? —dijo Marlene—. Prefiero que Julio me
dé unos azotes.
La modelo puso el culo respingón y se dio un par de cachetes haciendo que
los hombres allí presentes pusieran los ojos en blanco.
A Matías le gustaba mucho Marlene y lo había intentado muchas veces con
ella, pero la modelo solo tenía ojos para su amigo. No era que él no tuviera
éxito con las mujeres, en realidad su carrusel de conquistas era interminable,
pero lo cierto era que, si una mujer se fijaba en Julio, él no tenía nada que
hacer porque físicamente eran muy diferentes. Julio era moreno y musculoso,
pero con un aspecto estilizado y ágil. Llevaba una suave barba oscura que
hacía resaltar sus brillantes ojos marrones. Matías, en cambio, era rubio y
barbilampiño. Estaba muy en forma, para algo era cinturón negro de kárate,
pero tenía una estructura robusta que lo hacía parecer más un highlander que
un modelo.
—A ti te pasa algo —dijo Matías viendo el perfil serio de su amigo.
—Ayer me pasó una cosa.
Matías frunció el ceño con preocupación.
—¿Qué te pasó? ¿Alguien te atacó?
Todos estaban muy sensibles con los atentados terroristas últimamente y
Julio sabía que su amigo estaba pensando en ello.
—No es eso —dijo el senador.
Matías lo miraba expectante y le hizo un gesto para que hablase de una
vez.
—Fue cuando volvía a casa, después de reunirme con Carmena. Me crucé
en la calle con una mujer mayor, iba tambaleándose y aceleré el paso para
llegar hasta ella justo cuando se desplomaba. Estaba muy delgada. Fue como
sostener un saco de aire.
Su amigo lo miraba con atención y con preocupación. Esperaba que no
hubiese pasado nada que perjudicase su imagen pública.
—La mujer se murió en mis brazos, Matías.
—¡Me cago en…! —exclamó el otro.
Julio movió la cabeza con tristeza, antes de seguir hablando.
—La ambulancia tardó media hora en llegar y en ese rato me explicó
muchas cosas…
Carraspeó y se dio la vuelta para servirse más zumo. Necesitaba mojarse
la garganta para poder seguir hablando. Apuró el contenido del vaso y lo dejó
en el fregadero.
—Era maestra de escuela, nunca se casó, no tenía hijos ni familia. Se
había puesto enferma y fue al hospital. La tuvieron esperando en urgencias
ocho horas. ¡Ocho horas, Matías! —exclamó mirando a su amigo con
expresión furiosa.
—Los hospitales están saturados.
—Después de esperar esas ocho horas la atendió un médico joven que le
dijo que lo que le pasaba era normal porque era vieja.
—Gilipollas —dijo Matías—. Debía de ser un residente, los médicos
veteranos saben que esas cosas no se dicen a la cara.
Julio miró a su amigo como si fuese imbécil.
—¿Te estás oyendo? —preguntó enfadado, y caminó hasta su habitación.
Matías lo siguió.
—Tío, que es broma, perdona. Debió de ser horrible que se te muriera la
pobre mujer en los brazos, pero no sirve de nada lamentarse.
Julio se volvió hacia él y lo miró con una expresión que conocía bien y
que casi siempre conllevaba algún peligro. Había en sus ojos una
determinación y una seguridad aplastantes.
—Me dijo que era la cuarta vez que iba esta semana y que no le habían
hecho caso. Que no importaba porque ya no iría más. Sabía que se estaba
muriendo, Matías, lo sabía.
—Joder —susurró su amigo.
—Sabes cuál es ese hospital, ¿verdad? Nosotros lo permitimos, nuestro
partido le hizo eso, Matías.
—Joder, joder, joder. —Matías se apartó el pelo de la cara, conocía bien a
su amigo y sabía lo que estaba pensando—. Estas pensando… ¡No, no puedes,
Julio!
—No puedo callarme más.
—No sabes lo que dices...