Rebeldía y honor
Por Diane Gaston
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En el caos de Waterloo, el capitán Allan Landon se tropezó con un joven indefenso y acudió en su ayuda, pero cuando por accidente perdió el sombrero con el que se cubría y una larga melena rubia quedó al descubierto, Allan se encontró frente a la más hermosa criatura que había visto en toda su vida. Desde entonces, se prometió a sí mismo proteger a la señorita Marian Pallant por encima de cualquier otra cosa.
De vuelta en Londres, tras la victoria, Allan y Marian se encontrarían en bandos enfrentados de una batalla diferente... y como enemigo de Marian, Allan iba a tener tres posibilidades: combatirla, seducirla o... ¡casarse con ella!
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Rebeldía y honor - Diane Gaston
Uno
18 de julio de 1815, Waterloo
Los pulmones y las piernas le ardían como si el mismo diablo la hubiera estado persiguiendo obligándola a correr.
Y quizás fuera así. Un diablo llamado Bonaparte. Napoleón se había escapado de Elba y de nuevo al frente de sus tropas se dirigía a Waterloo y al choque con la armada de Wellington, y ella, Marian Pallant, había quedado en el medio.
Disparos sueltos de mosquete se oían a su espalda y el ruido de miles de botas pisando el barro correspondía al ejército francés en pas de charge. En algún lugar por delante de ella estaban los ingleses. O eso esperaba.
El barro que había provocado las lluvias torrenciales de la noche anterior succionaba sus botines y el centeno, alto ya en aquella época del año, le arañaba las piernas y las manos. En la distancia se veía una granja y corrió hacia ella. Por lo menos podría ocultarse allí.
Sólo tres días antes Domina y ella estaban bailando en el salón de la duquesa de Richmond cuando el duque de Wellington llevó la noticia de que el ejército de Napoleón avanzaba hacia Bruselas. Los oficiales se apresuraron a marcharse, pero durante la despedida entre lágrimas Domina supo de boca de su apasionado amante, el teniente Harry Oliver, que a menos que los aliados obtuvieran la victoria en un lugar llamado Quatre Bras, el duque pretendía defender Bruselas cerca de Waterloo. Domina se había pasado dos días rogándole a Marian que la acompañase a buscar el regimiento de su Ollie, ya que estaba decidida a presenciar la batalla y a estar cerca de su amado por si éste la necesitaba.
Al final accedió, pero sólo para evitar que Domina hiciese el viaje sola. Se le ocurrió que podían vestirse con las ropas del hermano de su amiga para que no resultase tan evidente que eran dos mujeres solas. Habían viajado durante horas a lomos del caballo del hermano de Domina en la oscuridad y bajo la lluvia creyéndose perdidas hasta que oyeron voces de hombre.
Que hablaban en francés.
Domina se había asustado tanto que había lanzado al caballo a un frenético galope, de tal manera que Marian salió despedida y acabó en el suelo casi sin aliento. Temiendo gritar, no fueran a oírla los franceses, vio cómo su amiga y el caballo desaparecían en la oscuridad. Se acurrucó junto a un árbol en la noche y bajo la lluvia esperó a que su amiga volviera, pero no volvió.
Pasó la noche entera temiendo que la hubieran capturado los franceses. ¿Qué harían los soldados con una chica inglesa? Pero cuando llegó el alba las preocupaciones por su amiga quedaron relegadas a un segundo plano: las columnas francesas habían empezado a marchar directas hacia ella.
La granja era la única posibilidad de encontrar refugio. La casa estaba toda rodeada de centeno, que quedaría sin duda destrozado bajo los pies de los soldados que avanzaban, pero por el momento aquella hierba alta la ocultaba del ejército de Napoleón.
Aun así seguía oyéndolos, cada vez más cerca.
El pie se le hundió en un agujero y cayó. Durante un momento se quedó allí tirada, con la mejilla pegada a la tierra mojada y fría, demasiado cansada para levantarse, hasta que sintió que el suelo temblaba bajo el inconfundible golpeteo de los cascos de un caballo.
¿Domina?
Con un gran esfuerzo se levantó.
Demasiado tarde. Aquel enorme animal de guerra, mucho más grande que el de Domina, iba directo hacia ella. Las botas se le resbalaban en el barro al intentar apartarse, y alzó cruzados los brazos para cubrirse la cara, convencida de que iba a pisotearla.
Pero lo que sintió fue que una mano fuerte la agarraba por el cuello de la chaqueta y de un tirón la subía a la grupa como si no pesara más que una pluma.
—Pero muchacho, ¿qué haces en este campo?
Gracias a Dios… era una voz inglesa.
Abrió los ojos y vio una casaca roja.
—Quiero llegar a esa granja —dijo, señalando el grupo de construcciones rodeadas por un muro.
—¿Eres inglés? —aminoró la marcha—. Yo también voy allí, a Hougoumont.
¿Sería ése el nombre de la granja?
La yegua llegó enseguida al camino bordeado de árboles de cuyas hojas les caían gotas de lluvia de la noche anterior. Una rama más baja que las demás le arrancó la gorra y su cabellera rubia le cayó por la espalda.
—¡Dios bendito, pero si eres una mujer! —exclamó, tirando de las riendas—. ¿Qué demonios haces aquí?
Marian se volvió a mirarle y la sorpresa le hizo abrir los ojos de par en par. Ella ya había visto antes a aquel hombre. Domina y ella habían estado comentando lo guapo y bien plantado que era aquel oficial que habían visto durante un paseo en el Parque de Bruselas. Tenía un rostro anguloso, una boca firme y bien perfilada y los ojos de un penetrante azul.
—Me he perdido —le dijo.
—¿Es que no sabes que está a punto de comenzar una batalla?
No quería hablar de ese asunto.
—Intentaba ponerme a salvo.
—¿A salvo? —repitió con ironía, y en lugar de seguir avanzando hacia la granja dio media vuelta hacia donde la gorra se había quedado enganchada en la rama. La recogió y se la puso en las manos.
—Ponte la gorra. Que nadie sepa que eres una mujer.
¿Acaso la creía una imbécil? Se sujetó el pelo lo mejor que pudo y lo cubrió con la gorra. Detrás de ellos se oyó a los hombres entrar en el bosque y una bala de mosquete pasó rozando la oreja de Marian.
—Francotiradores —dijo él, y puso la yegua al galope. Los árboles pasaron a ser un borrón marrón y verde.
Llegaron a Hougoumont.
—Se presenta el capitán Landon con un mensaje para el coronel MacDonnell —anunció.
Marian anotó mentalmente su nombre: capitán Landon.
La puerta se abrió.
—Hay francotiradores en el bosque —les advirtió.
—¡Los estamos viendo! —respondió un soldado señalando a un muro donde otros hombres se estaban preparando para disparar a través de las troneras. Una compañía de soldados se acercó a la puerta, sin duda para distraer a los franceses apostados en el bosque.
El soldado sujetó las riendas del caballo del capitán y señalo con el dedo.
—Aquél es el coronel.
El coronel iba de un lado al otro del patio, dando órdenes a diestro y siniestro. Algunos de los hombres llevaban las casacas rojas típicas de su uniforme británico; otros llevaban un uniforme verde desconocido.
—Quédate conmigo —le advirtió en voz baja.
Desmontó, la ayudó a bajar y la sujetó por un brazo como si temiera que fuese a salir corriendo. Ni siquiera la soltó para entregar el mensaje o esperar a que el coronel lo leyera.
El coronel cerró el papel.
—Quiero que espere aquí hasta que veamos qué se traen entre mano los franchutes. Luego le daré mi respuesta. ¿Y el muchacho? —preguntó, señalando a Marian.
—Un crío inglés al que le ha pillado la refriega.
Landon apretó el brazo de Marian para advertirle que le siguiera la corriente.
MacDonnell la miró desconfiado.
—¿Estás con el ejército, muchacho?
Marian intentó hacer más grave su voz al hablar.
—No, señor. Soy de Bruselas. Quería ver la batalla.
El coronel se echó a reír.
—¡Pues por Dios que vas a verla! ¿Cómo te llamas, chico?
Marian pensó a toda velocidad en un nombre al que pudiese responder.
—Fenton —dijo—. Marion Fenton.
Fenton era el apellido de Domina. Si algo le ocurría, que Dios no lo quisiera, quizás llegase su nombre a oídos de la familia de Domina. Nadie más sabía que habían ido a Bruselas.
—Vendré a buscarlo después de la batalla y me aseguraré de devolvérselo a su familia —dijo Landon—. ¿Dónde lo dejo mientras?
El coronel señaló con un gesto un edificio grande de ladrillo.
—En el château. Búsquele un rincón en el que pueda sentarse.
El capitán la condujo al edificio. Soldados de uniforme verde llenaban el vestíbulo y las salas adyacentes, y algunos se distraían mirando por las ventanas.
—¿Por qué van de verde? —le preguntó en voz baja.
—Son alemanes. Nassauers.
Los soldados parecían asustados. Eran jóvenes, casi unos críos, desde luego mucho más jóvenes que ella, con sus veintiún años.
—Chico inglés —les dijo, señalándola—. Inglés.
Un oficial se aproximó.
—Yo hablo inglés.
—Este muchacho se ha perdido. Necesita un sitio seguro en el que refugiarse durante la batalla.
—Donde quierrra —contestó con un tremendo acento—. No en ventanas.
El capitán asintió.
—Dígales a sus hombres que es una… un inglés.
El oficial asintió y se dirigió a sus hombres en alemán.
El capitán Landon se llevó a Marian a otro lado. Fueron recorriendo la casa buscando, casi con toda probabilidad, una habitación sin ventanas.
—Ya puedo esconderme sola, capitán —dijo—. No quiero entorpecerle en sus obligaciones.
—Antes tengo que hablar con vos —su voz era profunda y estaba enfadada. Seguramente iba a echarle una buena reprimenda y se la merecería.
Llegaron a una sala que seguramente debía ser el comedor formal, pero todos los muebles estaban cubiertos de sábanas blancas.
El capitán la soltó al fin, descubrió una silla y la colocó en el pasillo.
—Creo que estaréis más segura aquí.
Y mirándola fijamente la obligó a sentarse.
Ella estaba encantada de poder sentarse. Le dolían las piernas y tenía los pies destrozados de correr con las botas mojadas.
—Bien —dijo él, con los brazos en jarras—. ¿Quién sois vos y qué estáis haciendo en mitad del campo de batalla?
Ella lo miró desafiante.
—No pretendía estar en el campo de batalla.
Él siguió esperando una explicación y ella se quitó la gorra y las horquillas.
—Soy Marian Pallant…
—¿No Fenton?
Parecía confuso y no podía culparle. Se recogió el pelo en un moño rápidamente.
—He dado ese nombre por si… por si algo me ocurría. Estaba con mi amiga Domina Fenton, pero anoche nos separamos accidentalmente.
—¿Una amiga iba con vos? ¿Y qué puede haberlas traído hasta aquí?
Se sujetó el pelo en lo alto de la cabeza.
—Domina es la hija de sir Roger Fenton. Se ha prometido en secreto a uno de los oficiales y quería estar cerca de él durante la batalla —qué absurdo parecía—. Y yo no quería que viniera sola.
Él abrió de par en par los ojos.
—¿Sois las dos jóvenes respetables?
No le gustó el tono de sorpresa de su voz.
—Por supuesto.
—Una joven respetable nunca se vestiría de muchacho ni cabalgaría en plena noche.
Volvió a cubrirse con la gorra.
—Vestirse de muchacho era preferible a mostrarnos como mujeres.
Él se frotó la cara.
—Me temo que voy a tener que daros la razón.
—Estoy muy preocupada por Domina —dijo, bajando la mirada—. Estoy de acuerdo con vos en que esta aventura es una idiotez. Nuestro caballo se perdió y acabamos dándonos de bruces con el ejército francés. Yo me caí cuando galopábamos para alejarnos —el estómago le dio una punzada de preocupación—. No sé qué habrá sido de Domina.
Él la miró fijamente con aquellos penetrantes ojos azules.
—Vuestros padres deben estar muy preocupados.
Ella esbozó una sonrisa.
—Mis padres fallecieron tiempo atrás.
Allan respiró hondo. En aquel momento Marian Pallant no habría podido pasar por un muchacho de ningún modo. En ella sólo podía ver a una hermosa y vulnerable joven. Aunque llevase escondida su melena rubia bajo la gorra no podía olvidar el momento en que sus ondas habían envuelto su rostro como un halo dorado.
—¿Vuestros padres han muerto? —preguntó como un tonto.
Ella asintió.
—Murieron de fiebres en la India cuando yo tenía nueve años.
La emoción tiñó sus palabras aunque era obvio que intentaba disimularla.
—¿Es sir Roger Fenton vuestro tutor?
—No —apartó la mirada—. Mi tutor no se preocupa mucho por mí. Me deja al cuidado de su administrador, quien sabe que estaba invitada en casa de los Fenton, de modo que en este momento digamos que estoy a cargo del padre de Domina —su preocupación volvió—. Debería haber convencido a Domina de que olvidase esta estupidez en lugar de acompañarla, pero es que tenía tanto miedo por ella…
Parecía más preocupada por su amiga que por ella misma, pero él no podía apaciguar sus temores. Los franceses no eran precisamente amables con los prisioneros, especialmente si eran mujeres, aunque él también recordaba un ejemplo en el que los británicos habían sido igualmente brutales.
—Entonces, imagino que los Fenton estarán desesperados sin saber qué ha sido de las dos.
Ella asintió. Parecía arrepentida.
Allan sintió compasión, aunque parecía haberse metido sola en aquel lío.
—¿Tenéis vos a alguien desesperado por saber de vuestra suerte, capitán? —preguntó ella, mirándole con sus ojos azules.
Qué curioso que su pregunta no le hiciera pensar en su madre o en su hermano mayor, ambos en Nottinghamshire, sino en su padre, que tan orgulloso había mirado a su hijo vestido de uniforme y que habría aplaudido su ascenso de teniente a capitán y sus menciones honoríficas.
Su padre había fallecido hacía ya cuatro años de forma violenta. No había vivido para celebrar las victorias de su hijo en el campo de batalla, ni para lamentar los horrores que había tenido que soportar, ni para estremecerse con él cuando le contase las ocasiones en que había estado a punto de perder la vida.
—¿Tan difícil es pensar en alguien que se preocupe por vos? —inquirió ella, enarcando las cejas.
—Supongo que mi madre y mi hermano se preocuparán.
—Debe ser muy duro para ellos.
¿Lo era? Él siempre pensaba que estarían ya acostumbrados a su ausencia. Llevaba más tiempo fuera que su padre.
Una voz alemana gritó algo que debía ser una orden. El alboroto de pisadas y la cacofonía de las voces de los hombres le hizo pensar que los franceses debían estar acercándose a la granja.
—¿Qué han dicho? —preguntó ella, asustada.
—Supongo que les han pedido que salgan del castillo. Eso es todo —dijo, intentando aparentar calma.
Ella lo miró con los ojillos de un zorro acorralado.
—Eso no suena bien. Ojalá me hubiese quedado en Bruselas. Pero es demasiado tarde para eso, ¿no?
—Mi padre solía decir que es mejor hacer lo que se debe hacer en cada momento que no tener que lamentarse después.
Ella siguió mirándole y él se dio cuenta de que había hablado del tema que más quería evitar.
—Un hombre sabio vuestro padre.
—Sí que lo era.
El dolor por su pérdida se renovó en aquel instante.
—¿Falleció? —preguntó conmovida.
—Lo asesinaron —carraspeó—. Supongo que habréis oído hablar de las revueltas ludistas de Nottinghamshire hace unos años, ¿no?
Ella asintió.
—Mi padre era el magistrado local. Los alborotadores irrumpieron en nuestra casa y lo asesinaron.
Su expresión se empapó de dolor.
—Debió ser terrible para vos.
Estallidos de mosquete, gritos, los sonidos de un asedio inundaron el aire.
Marian palideció.
—¿Atacan?
—Sí, y tengo que irme —no le hacía gracia ninguna dejarla sola allí—. No os mováis de aquí y no os pongáis en medio. Aquí estaréis a salvo. Yo volveré a buscaros cuando acabe la batalla. Con un poco de suerte podré acompañaros de vuelta a Bruselas. Es posible que nadie se haya enterado de vuestra escapada y siga intacta su reputación.
—Mi reputación… —repitió con una sonrisa triste—, qué ridiculez parece en este momento —lo miró con una nueva intensidad—.Tened cuidado, capitán.
Allan pensó que el impacto de aquellos ojos azules le acompañaría durante la batalla.
—No os preocupéis por mí.
Más estallidos de mosquete le hicieron darse la vuelta hacia el lugar de donde provenían.
—He de darme prisa.
—Sí, capitán —respondió ella, intentando sonreír con valentía.
—Volveré a buscaros —prometió, tanto a sí mismo como a ella.
Marian le ofreció su mano y él la tomó un instante en la suya.
—Id con Dios —susurró.
Allan se obligó a dejarla sola en el corredor, enfadado con ella porque su irreflexión la hubiese puesto en una situación tan peligrosa, y enfadado aún más consigo mismo por no poder librarla de ese peligro.
Pero tenía deberes, órdenes que cumplir y obedecer.
Su deber era ser el mensajero entre el general Tranville y el general Picton durante la batalla. Le habían emparejado con Edwin Tranville, el hijo del general, y a ambos les daban los mismos mensajes que transmitir para que, en caso de que uno cayera, el otro pudiera llegar a su destino. Desgraciadamente, justo en el momento en que les entregaron el primer mensaje, Edwin había desaparecido. Se había escondido. Seguro.
Había evitado el combate en muchas ocasiones desde que estaban en la Península Ibérica, para luego reaparecer teniendo preparada alguna excusa que pudiera parecer plausible sobre su paradero. Pero en aquella ocasión su cobardía significaba que él debía asegurarse de que las comunicaciones entre Tranville y Picton no quedaran interrumpidas.
El resultado de la batalla podía depender de ello.
Así que no tenía elección: no le quedaba más remedio que dejar a la señorita Pallant allí, en Hougoumont, que bien podía ser el lugar más peligroso de toda la batalla. Los franceses tendrían que atacar la granja para alcanzar el flanco derecho de Wellington, y Wellington había ordenado que se mantuviera el enclave a toda costa.
Llegó a la entrada del castillo con los ojos azul pálido de la señorita Pallant aún persiguiéndole. La mezcla de valor y vulnerabilidad que había percibido en ella le conmovía en extremo, provocándole una aguda necesidad de protegerla.
Pero el soldado que era tenía órdenes de estar en otro lugar.
Más culpas que echar al saco de Edwin. Si el hijo del general poseyera la mitad del valor de la señorita Pallant, podría confiar en que llevaría los mensajes de los generales entre líneas, y así podría pedir un permiso para acompañarla de vuelta a Bruselas.
Fuera del castillo detuvo a uno de los miembros del Coldstream Guard, el regimiento británico que defendía Hougoumont.
—¿Cuál es la situación?
—Nuestros hombres se han visto obligados a retroceder en el bosque. El enemigo gana terreno.
Allan corrió al muro y miró por una de las troneras mientras un soldado de infantería recargaba su arma.
El bosque que quedaba en la hondonada vibraba con las casacas azules de los franceses, y cuando salían a campo abierto los soldados británicos, disparando desde los muros, los abatían. Sus cuerpos quedaban tirados en la hierba.
Allan buscó con la mirada al coronel MacDonnell y lo encontró en el interior de la granja, asomado a una ventana del piso superior que proporcionaba una buena visión del campo de batalla.
—Será mejor que esperéis un rato, Landon.
—Estoy de acuerdo, señor.
El número de franceses que asediaban los muros y que caían ante el fuego de mosquete era impresionante. El regimiento enemigo estaba comandado por el hermano de Napoleón, Jerónimo, pero los muros de la granja ofrecían una buena protección. Los franceses no disponían de esa ventaja.
Allan se volvió de nuevo a MacDonnell.
—¿Puedo serle de alguna utilidad, señor?
El coronel parecía orgulloso.
—Mis hombres están haciendo todo lo que podría desear. No os necesito.
Allan no podía limitarse a permanecer sentado y observar, así que volvió al patio y buscó algún punto más débil en la defensa. Un soldado recibió un disparo en la frente que lo lanzó de espaldas, y el final de una escalera francesa apareció en el hueco que había dejado el hombre caído.
Allan recogió mosquete, pólvora y munición y ocupó su puesto en el muro, disparando por la tronera hasta que la escalera y los hombres que intentaban trepar por ella cayeron a la tierra llena ya de muertos y heridos.
—¡Mirad! —gritó uno de los guardias que estaba cerca—. ¡El capitán sabe cargar y disparar un mosquete!
Otros guardias se rieron, pero pronto tuvieron que dejar de hacerlo porque otra oleada de soldados de casaca azul intentaba asaltar los muros.
Allan perdió la noción del tiempo, embebido en el ritmo de cargar y disparar. Al final la cadencia de los disparos disminuyó.
—¡Se retiran! —gritó alguien.
Los franceses retrocedían como la ola que abandona la orilla.
Allan bajó el mosquete y abandonó la posición en el muro. Se