Odio y seducción: Guerreros (4)
Por Margaret Moore
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Aunque era libre y directa, Mair de Craig Fawr tenía un secreto. Sir Trystan DeLanyea había mantenido cautivo su corazón desde siempre. Aun así era el hijo de un poderoso barón y ella sólo una fabricante de cerveza. Cualquier amor que compartieran sería fugaz. ¿Pero cómo podía darle la espalda al hombre que sabía que formaba parte de su destino?
Margaret Moore
Margaret Moore começou sua carreira como escritora quando tinha 8 anos, quando ela e uma amiga inventavam histórias juntas. Muitos anos depois, se formou em Literatura Inglesa. Depois de ler um romance de Kathleen Woodiwiss, Margaret fez um curso de escrita especializado em ficção comercial. Três anos depois, vendeu seu primeiro romance histórico.
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Odio y seducción - Margaret Moore
Uno
Aliviado por tener un momento de descanso de las ruidosas celebraciones que tenían lugar en el salón, sir Trystan DeLanyea caminaba por la pasarela de la empalizada del castillo de su padre.
La cosecha había sido buena, y todos los que vivían en Craig Fawr y alrededores estaban celebrándolo y bailando en el salón. A aquella hora de la noche, el aire estaba cargado con olores a humo y a cuerpos sudorosos, mezclado con perfumes caros y especias.
Trystan tomó aire, suspiró y se apoyó en una de las almenas. Su padre había pasado años construyendo aquella fortaleza tras su regreso de las Cruzadas. Ahora era tan fuerte y cómodo como cualquier lord podría desear, así como un tributo imponente a la determinación y a la perspicacia comercial de su padre.
Cuando Trystan contempló el patio interior, divisó el lugar en el que, tres años atrás, había logrado al fin dar en el centro de la diana con su lanza, algo que ni siquiera Griffydd, su hermano mayor, había conseguido jamás. Había sido un día fantástico, hasta que la impertinente de Mair había pasado por allí con un cargamento de cerveza y había arruinado su alegría al decir que las dianas le parecían más grandes cada vez que pasaba por el castillo.
Aunque era el hijo del barón DeLanyea, ella nunca lo había respetado, ni siquiera le caía bien. Mair siempre le tomaba el pelo y se burlaba de él, desde que ambos eran niños.
A Trystan no le cabía duda de que habría sido distinto si él hubiera sido el mayor, como Griffydd, o un barón por derecho, como su primo y hermano de leche, Dylan.
Pero no lo era. Para todos los habitantes de Craig Fawr, Trystan seguía siendo un «chico», como Dylan insistía en dirigirse a él, a pesar de haber sido nombrado caballero.
Aunque algún día eso cambiaría, pensaba Trystan. Él, sir Trystan DeLanyea, iba a convertirse en el DeLanyea más famoso, rico y respetado de todos, más incluso que su padre, que había perdido un ojo luchando con el rey Ricardo en Tierra Santa.
Trystan sonrió al pensar de nuevo en la manera tan agradable en que se había dado cuenta de que podía comenzar su camino hacia la fama y el éxito: se casaría con la mujer adecuada, ¿y quién mejor que la hermosa y deseable noble normanda que había conocido, lady Rosamunde D’Heureux, que estaba de visita allí con su padre?
Aunque sir Edward D’Heureux no detentaba un gran título, su familia tenía mucho más poder e influencia dentro de la corte que muchas otras, incluyendo la de Trystan. Cualquier hombre que se aliara con él tendría tremendas oportunidades de avanzar. De hecho, el hombre que se quedase con la mano de lady Rosamunde, podría esperar hasta el reconocimiento del rey. Y un hombre que tuviera el reconocimiento del rey podría llegar muy lejos, desde luego mucho más que cualquier hermano mayor casado con una mujer del norte, o que un primo instalado en un castillo galés.
La idea de un matrimonio así no le parecía en absoluto imposible al recordar cómo lady Rosamunde le había sonreído y había bailado con él esa noche antes de retirarse.
Él también debería retirarse, pensó mientras bostezaba. Debería estar esperando para acompañar a lady Rosamunde a misa por la mañana.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia las escaleras que conducían al patio interior. Pasó frente al centinela de guardia junto a la primera torre de vigilancia y, sin apenas advertir su rápido saludo, continuó su camino y entró en la parte más apartada de la empalizada. La luz de la luna no llegaba hasta allí.
De pronto dos manos surgieron de la oscuridad, lo agarraron de la túnica y tiraron de él hacia las sombras. Antes de que Trystan pudiera gritar, la persona que lo atacaba presionó su voluptuoso cuerpo contra él y lo besó apasionadamente.
Era el beso con el que cualquier hombre soñaría. El beso perfecto, firme aunque suave; unos labios que se movían con deseo y le quitaban la respiración. Su boca sabía a miel y a especias, y los mechones de su melena le hacían cosquillas en la mejilla.
Un hombre podría emborracharse con un beso así.
A medida que aumentaba su propio deseo y rodeaba a la mujer con los brazos, Trystan se preguntó quién sería.
¿Lady Rosamunde? Ella era demasiado tímida y delicada para una pasión así, y además sabría a vino.
¿Una de las sirvientas? Sí, tal vez, si hubiera alguna tan descarada.
¿Acaso importaba?
El fuerte aroma de la hidromiel parecía mezclarse con el aire de la noche y formar parte de él, y de Trystan, mientras se entregaba al disfrute de aquel momento inesperadamente apasionado.
Entonces, con la misma rapidez con la que el beso había comenzado, la mujer se apartó de él.
—¡No eres Ivor! —exclamó furiosa y con una voz demasiado familiar.
Trystan maldijo en voz baja, pues debería haber sabido quién podía saber y oler a hidromiel.
—¡Santo Dios, Mair! —declaró igual de furioso que ella, mientras la agarraba por los hombros—. ¿Qué diablos estás haciendo?
No podía ver a la joven soltera que elaboraba cerveza e hidromiel para ganarse la vida, pero sabía que había estado en el banquete. ¿Cómo iba a pasar inadvertida, con su vestido de seda escarlata adornado con verde y dorado, tan elegante como cualquier dama? Era un vestido ajustado, sin duda diseñado para realzar su figura y atraer la atención de los hombres. Alrededor de la cabeza llevaba una diadema de cinta escarlata que colgaba por su cuello y se agitaba mientras bailaba.
Sí, Mair había estado en todas partes en el banquete, bailando, sonriendo, riéndose y agitando su melena castaña como si fuera una especie de espíritu de las festividades, flirteando con todos los hombres; salvo con él, porque sabía que no debía.
—Como incluso tú imaginarás, estoy esperando a Ivor —respondió ella, tan descarada y burlona como siempre.
—¿El capitán de la guardia? —preguntó Trystan, pensando en el hombre musculoso de pelo oscuro que su padre había ascendido recientemente a ese puesto.
—No es que sea asunto tuyo —respondió Mair, resopló y se dispuso a pasar frente a él.
Al oír pisadas acercándose, Trystan tiró de ella hacia el rincón y la aprisionó allí con su cuerpo.
—¿Qué te crees…? —protestó ella.
—¡Cállate! Lo último que quiero es que nos vean juntos —gruñó él.
Ella se rió suavemente y en voz baja, para que sólo él pudiera oírlo.
—Oh, no podemos permitir eso, claro, de lo contrario Angharad pensará que su predicción está a punto de cumplirse.
El guardia dio la vuelta y comenzó a regresar hacia su puesto, algo que Trystan sólo advirtió a medias, pues parte de su atención estaba centrada en el comentario sobre Angharad, supuesta vidente que había profetizado que algún día aquella cervecera impertinente y él se casarían.
Sin embargo, la mayor parte de su mente estaba intentando ignorar el roce de su cuerpo contra el de Mair, y el recuerdo de aquel beso.
—Ambos sabemos que Angharad se equivoca en eso —murmuró él—. Nunca me casaría contigo.
—¿Cuál es el problema, sir Trystan? —preguntó Mair en tono burlón—. Parecéis haberos quedado sin respiración.
—No tengo ningún problema —contestó él. Y, para demostrarlo, se acercó más—. ¿Dónde está Arthur? —preguntó por el hijo ilegítimo que ella había tenido diez años atrás—. No puede estar con su padre, pues Dylan no está aquí esta noche.
—No, y tampoco la esposa de Dylan. Qué pena por ti.
Trystan apretó la mandíbula al instante.
—Fuera lo que fuera lo que sentía por Genevieve, eso ha desaparecido. ¿Puedes decir lo mismo de Dylan?
Mair se rió. Era la misma reacción que obtenía siempre que intentaba hablar con ella, como si los asuntos serios no tuvieran importancia si era él quien hablaba de ellos.
—¿Estás celoso?
—¿De ti y de él? Nunca.
—Ah, bien. Teniendo en cuenta que Dylan no ha estado conmigo desde antes de que naciera Arthur, supongo que he de elogiar tu sabiduría.
—He dicho nunca —gruñó él.
—Muy bien. Te creo —contestó Mair—. Y ya que eres lo suficientemente amable como para preguntar, mi hijo está con Trefor y con Angharad esta noche —contestó en referencia al otro hijo bastardo de Dylan y a su madre.
—Al menos Angharad sabe cómo debe comportarse.
—Angharad no tendrá otro amante porque es demasiado arrogante. Tras tener el hijo de un barón, no amará a otro hombre que no sea noble.
—¿Te lo ha dicho ella?
—Ya conoces a Angharad. ¿Lo dudas?
—Tal vez lamente haber tenido un hijo con Dylan.
Mair volvió a reírse.
—No seas tonto. No lo lamenta, y yo tampoco. ¿O es tu influencia normanda la que habla? Sabes que a los galeses no nos importa eso. Somos demasiado sensatos.
—No es ésa la palabra que yo usaría.
—¿Y qué palabra usarías? No, espera, déjame adivinar —respondió ella poniéndole un dedo en los labios—. Pecadores —deslizó el dedo lentamente hasta su barbilla—. Lujuriosos. Lascivos.
Excitado a pesar de su determinación por no estarlo, Trystan le apartó la mano.
—¿No te avergüenza en lo más mínimo tener un hijo fuera del matrimonio?
—Anwyl, ahora sé que has estado demasiado tiempo entre normandos. No, claro que no me avergüenza.
—¿Y no te molesta que Dylan se haya casado con otra?
—¿Por qué iba a molestarme? Nunca hablamos de matrimonio. Además, terminamos mucho antes de que él conociera a Genevieve.
—Nunca te comprenderé.
—Tal vez no quiera que me comprendas.
—Y a mí no me importa lo que hagas, ni con quién —respondió él, casi abrumado por el deseo de saborear de nuevo sus labios dulces y especiados, de abrazar su cuerpo vibrante contra el suyo.
—Me alegro.
—Entonces quédate aquí y reúnete con tu amante.
—Creo que será mejor que vaya a buscarlo, porque llega tarde. Ahora déjame pasar.
—No pienso detenerte.
—Estás en mi camino.
Trystan oía el sonido de sus latidos en los oídos.
—¿Lo estoy?
—Sí.
No se apartó. En vez de eso se rindió a la tentación que no podía resistir más y la tomó entre sus brazos.
Entonces la besó con toda la fuerza y la pasión desencadenadas por el primer roce de sus labios.
Ella pareció ceder, pero sólo por un instante, antes de apartarlo.
—¡Ni siquiera me caes bien! —protestó; y hablaba en serio, a pesar del increíble deseo que había despertado en ella el beso de Trystan DeLanyea.
No, no le caía bien Trystan, con sus ojos grises y fríos que siempre parecían censurarla, como si la condenara por disfrutar de todo lo que la vida tenía que ofrecerle, así como de lo que le ofrecían los hombres.
Era guapo, sí, como todos los DeLanyea, con la melena oscura de su primo y sus labios sensuales. Además vestía bien; su túnica negra y sus pantalones realzaban los músculos que sólo las horas de entrenamiento podían desarrollar.
Pero había otros hombres tan guapos como él, y con mucho más sentido del humor. De hecho, si tenía los mejores rasgos de Dylan, también poseía los ojos grises y severos de su hermano mayor, el rígido y serio Griffydd DeLanyea, que llevaba su honor como una armadura.
—Tú a mí tampoco me caes bien —respondió él.
—Entonces aparta de mi camino.
Él se apartó e hizo un gesto de invitación a pasar. Ella dio un paso al frente.
No, él no era Ivor. No era Dylan, ni Ianto, ni ninguno de los múltiples hombres con los que había hecho el amor en su vida.
Pero sus besos eran los mejores y deseaba más.
Así que tiró de él y lo besó de nuevo. Disfrutó de su sorpresa y de la pasión que sabía que despertaba en él.
Le mostraría a Trystan por qué gustaba a casi todos los hombres.
Él se apartó, jadeante.
—Deberías comportarte como una mujer decente e irte a dormir a casa.
Ella le puso las manos en el pecho, sintió los músculos y los latidos de su corazón acelerado a través de la túnica.
—Puedo hacer lo que desee. Soy una mujer adulta.
Estiró la mano, le desató el lazo del cuello de la túnica y deslizó la mano bajo su camisa para acariciar su piel desnuda.
—Ya lo veo —respondió él con la voz entrecortada, mientras le acariciaba descaradamente el pecho a través de la seda de su vestido.
Mair apartó la mano, pero sólo para deslizarla hacia arriba y volver a meterla bajo su túnica y su camisa. Deseaba sentir más de su cuerpo.
La respiración de Trystan era cada vez más entrecortada mientras le daba otro beso acalorado en los labios. Ella abrió la boca y permitió entrar a su lengua.
Él la colocó con la espalda en la pared y Mair se dio cuenta de que estaba desatando el cordón de su vestido mientras seguía besándola.
No, él no era como los demás hombres. Siempre había imaginado que sería así.
¿Por qué no descubrirlo todo?
Mientras continuaba acariciando su torso, los lazos de su corpiño se desataron. Con una impaciencia apasionada, él tiró de la prenda hacia abajo y Mair le ofreció sus pechos. Cuando Trystan tomó uno de sus pezones entre los labios, Mair estuvo a punto de gritar de placer ante las sensaciones que despertaba en ella. Pero se mantuvo callada por miedo a que el guardia pudiera oírlos.
Necesitaba más, estaba desesperada, y comenzó a mover las caderas contra él.
Para darle permiso. Para preguntarle. Lo deseaba.
Buscó bajo la túnica hasta encontrar el cordón de sus pantalones.
Jadeante, Trystan la aprisionó contra la pared y le levantó la falta antes de alzarla y colocar las manos sobre sus nalgas desnudas.
—Sí, oh, sí —susurró ella mientras le agarraba los hombros y le rodeaba la cintura con las piernas.
Entonces, con una urgencia ferviente y frenética, la penetró.
Mair se mordió el labio para evitar gritar extasiada y recibió cada poderosa embestida. La tensión iba creciendo en su interior y pareció estirarse como la cuerda de un laúd al ser tocado.
Y él era como el juglar que sabía perfectamente cómo tocar sobre su cuerpo como si fuera un instrumento con el que estaba íntimamente familiarizado, hasta que finalmente la tensión explotó y Mair se vio envuelta en un éxtasis de sacudidas de placer.
Con el aliento caliente contra su cara, Trystan apenas hizo sonido en absoluto, ni siquiera cuando se puso rígido y se dejó caer contra ella, agotado.
Mair apoyó la cabeza contra su hombro, exhausta y satisfecha también, mientras su respiración regresaba lentamente a la normalidad.
Mientras todo regresaba lentamente a la normalidad.
Acababa de hacer el amor con Trystan DeLanyea, al que ni siquiera le gustaba.
El remordimiento ocupó entonces el lugar que había ocupado la pasión momentos antes.
A Trystan nunca le había gustado ella, desde que eran niños y él iba a la cervecería de su padre con el barón, su padre. Simplemente se quedaba allí, mirándola con aquellos ojos serios, como si hubiera algo terrible en ella. Desesperada, Mair se burlaba de él hasta obtener una respuesta, incluso aunque lo que él le dijera no fuera siempre agradable de oír.
Mair deslizó las piernas hasta el suelo y se apartó para dejar que la falda cayera y cubriera su desnudez y la evidencia de aquel acto precipitado.
Casi al mismo tiempo, Trystan se dio la vuelta y volvió a abrocharse los pantalones y a colocarse la túnica.
—Lo siento —murmuró—. No quería hacer eso.
—Sí, sí querías —respondió ella con el orgullo herido por aquella actitud avergonzada, mientras intentaba atarse de nuevo el corpiño—. Si no hubieras querido, no lo habrías hecho, así que no intentes negarlo.
Trystan la miró y, cuando habló, su tono era determinante.
—Me arrepiento de esto, y preferiría que ambos olvidásemos que ha ocurrido.
Aunque Mair se dijo a sí misma que no debía sorprenderle, sintió las lágrimas en los ojos.
Pero se moriría mil veces antes que demostrar que le había hecho daño.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué ha ocurrido? ¡Nada en absoluto!
—Me alegra que estés de acuerdo.
—Oh, estoy de acuerdo, por supuesto. Dylan tenía algo, pero tú no —respondió ella.
Entonces, antes de que pudiera hacerle más daño con sus palabras, Mair pasó frente a él y desapareció escaleras abajo.
Trystan se quedó en la pasarela, suspiró y se pasó una mano por el pelo. ¿Qué diablos había pasado? ¿Cómo podía haberse mostrado tan lujurioso y tan estúpido?
¡Y con Mair, de entre todas las mujeres!
Mair, que siempre parecía estar riéndose de él, como si todo lo que hiciera fuera algún tipo de broma para su divertimento, y que aparentemente se acostaba con cualquier hombre que se lo pidiera.
Que había tenido un hijo con su propio primo fuera del matrimonio.