La falsa amante
Por Juliet Landon
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Humillada y traicionada por los hombres, lady Annemarie Golding se había aislado de la sociedad. Tras descubrir unas cartas íntimas que podrían difamar el nombre del príncipe regente, vio la oportunidad de vengarse de todos los malos maridos.
Pero lord Jacques Verne se interponía en su camino. Trabajaba para el príncipe y tenía órdenes de recuperar las cartas… a cualquier precio. Se propuso seducir a Annemarie de manera deliciosamente persuasiva… pero, si accedía a convertirse en su amante, ¿cómo podía estar segura de que era a ella a quien deseaba poseer?
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La falsa amante - Juliet Landon
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Juliet Landon
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
La falsa amante, n.º 569 - febrero 2015
Título original: Mistress Masquerade
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-5821-3
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Epílogo
Publicidad
Uno
Londres, junio de 1814
Lord Benistone dejó el periódico de la mañana, se quitó las gafas y se quedó mirando el bote de mermelada.
Después miró a sus tres hijas.
—Pobre mujer desdichada —murmuró. A juzgar por su manera de hablar, dos de ellas sabían que probablemente estuviera pensando en su madre en aquel momento, no en la mujer que aparecía, una vez más, en el Times.
—¿Las necrológicas? —preguntó Annemarie, la mediana.
—No, mi amor —respondió su padre—. No son las necrológicas. Lady Emma Hamilton de nuevo. Otra subasta. No creo que le quede ya mucho que vender. Deberías ir, Annemarie.
—¿A una subasta? No creo, papá. Todo el mundo estará allí.
—Podría solicitar una visita privada para ti. Puedo enviarle una nota a Parke, de Christie’s. Él lo permitirá. Sé que te gustaría tener algo suyo, ¿verdad? Un recuerdo, como admiradora que eres.
Lo había malinterpretado. Las palabras sentidas no eran el punto fuerte de su padre.
—No es tanto admiración como compasión —respondió ella—, por el trato que ha recibido desde la muerte de lord Nelson. Con todos esos amigos adinerados y parientes codiciosos, y ninguno de ellos está dispuesto a ayudarla para que salde sus deudas. Debe de estar desesperada.
La opinión de su hermana pequeña, Marguerite, era de esperar, sobre todo en un asunto del que apenas sabía nada. A los dieciséis años y medio, Marguerite aún no había aprendido el arte de la discreción.
—Yo no malgastaré mi compasión con una mujer como esa —dijo mientras apartaba su desayuno, que apenas había probado—. Ella misma se lo ha buscado.
Su padre no se enfadaba con facilidad, pero aquello le molestó y miró a su hija pequeña con reprobación.
—Marguerite —dijo suavemente—, me gustaría que adquirieses la costumbre de pensar antes de hablar, antes de que sea demasiado tarde para convertirte en una dama. Para empezar, ninguna mujer se lo busca ella misma. Y para continuar… No importa. No lo comprenderías.
Incluso Marguerite supo entonces que estaba pensando en su madre.
Oriel, la hermana mayor, la miró de reojo y volvió a colocarle el plato delante con un dedo.
—Eso no es propio de una dama —dijo—. Y creo que debes disculparte.
—Lo siento, papá —susurró Marguerite—. He hablado apresuradamente.
—No pasa nada, hija —respondió él—. No pasa nada —el sol de la mañana se reflejó en su pelo gris cuando volvió a leer el anuncio de Christie’s.
—Ve a echar un vistazo, Annemarie. No sé si habrá reservado para el final lo mejor o lo peor, pero puede que encuentres algo que llevarte a Brighton —a sus sesenta y ocho años, aún era un hombre guapo, a pesar de su falta de ejercicio.
—¿Qué estás buscando? —preguntó Oriel—. No pensaba que las cosas de lady Hamilton pudieran ser de tu gusto. Demasiado ostentosas, creo yo.
—No lo sé. Algo pequeño, supongo.
Annemarie vio el brillo divertido en la mirada de su padre al oír eso. Apenas quedaba un centímetro cuadrado en su casa de la calle Montague que no estuviese ocupado por su famosa colección de antigüedades, y sabía tan bien como ella que, enviándola a una subasta de Christie’s en su lugar, satisfaría su curiosidad sin la tentación de comprar. Incluso las últimas piezas de lady Hamilton serían de calidad, aunque no cosas únicas, pues a lord Nelson y a ella los habían colmado de regalos procedentes de todos los rincones del mundo. Annemarie regresaría a su casa de Brighton al día siguiente, así que le parecía su última oportunidad de encontrar algo bonito. Algo pequeño.
Tan solo una hora más tarde, llegó a la calle Montague una nota en la que se le aseguraba a lord Benistone que el señor Parke, principal tasador de Christie’s, estaría encantado de mostrarle a lady Annemarie Golding las adquisiciones más recientes.
De manera que, a media tarde, Annemarie no había escogido el objeto pequeño que pretendía, sino uno de los dos tocadores a juego fabricados por Chippendale, que ya no estaba muy de moda en la Regencia, pero que era exactamente lo que necesitaba para su dormitorio. Habría comprado también el otro, pero no necesitaba dos, como aparentemente habían necesitado lady Hamilton y lord Nelson. Las viudas como ella solo necesitaban una cosa de cada. Sin embargo, el generoso precio aliviaría las preocupaciones de la pobre dama más que cualquiera de las otras piezas que vendía, con excepción del otro tocador a juego, que el señor Parke le aseguró que vendería al menos por la misma cantidad. Aun así, dijo que no sabía de nadie que quisiera comprar los dos y se sentía aliviado de haberse quitado uno de encima tan deprisa.
Lo entregaron en la calle Montague aquel mismo día, y lord Benistone se agachó para examinar las delicadas incrustaciones, los preciosos tiradores de latón y los tonos suaves del revestimiento. Las puntas de sus dedos leían las superficies de madera como si fueran palabras.
—Haré que te lo embalen inmediatamente —le dijo a su hija—, para que salga en el correo de la mañana. ¿Eso servirá?
—Gracias, papá —respondió Annemarie. Contempló el enorme salón, donde el tocador desencajaba entre tanto relieve blanco, tantas figuras de piedra, bustos romanos, urnas y placas. No tenía sentido insistir en que su padre fuese con ella a Brighton. Él jamás abandonaría su adorada colección, ni siquiera durante unos pocos días respirando el aire del mar, sobre todo ahora que toda Europa se dirigía hacia Londres para celebrar el final de la guerra. La posibilidad de conocer a otros anticuarios era demasiado buena como para dejarla escapar. Annemarie no podía culparlo, pues ella empleaba esa misma excusa para huir a Brighton, donde era improbable que se encontrara con alguien que conociera.
Había de admitir que la otra razón era que la preciosa casa de la calle Montague se había convertido más en un museo que en un hogar, y echaba de menos las habitaciones elegantes de su propia casa, donde no se veía invadida a cada paso por esculturas de proporciones enormes ni cuadros que cubrían cualquier superficie vertical. Se apoyaban incluso en los muebles, estaban en los dormitorios e impedían que las doncellas limpiaran y que el ama de llaves lo mantuviera todo organizado. Llevaban años sin recibir visitas, a no ser que fueran otros coleccionistas, en cuyo caso la conversación siempre era la misma. No les resultaba difícil entender por qué su madre se había marchado el año anterior, aunque su manera de irse era otra historia. Eso sería aún más difícil de entender, y Annemarie no pasaba un solo día sin sentir la herida que eso le había dejado.
Papá y sus hijas nunca hablaban de ello, pero ahora, a medida que se acercaba el día de la partida de Annemarie, era como si algo hubiese reabierto esa herida.
—Al tocador no le pasará nada —susurró él—, pero eres tú quien me preocupa, hija. A ti te ha afectado lo ocurrido más que a tus hermanas y, a los veinticuatro años, ya es hora de que encuentres a alguien que cuide de ti. Aislarte junto al mar no es la manera de proceder. Y cuando yo ya no… —soltó un sollozo quejumbroso al darse cuenta de aquello—. Debería haberlo visto venir.
Annemarie nunca le había visto así antes. Lo estrechó entre sus brazos y lo calmó con sonidos maternales. Sintió que temblaba como si una brisa fría le hubiese alterado. Después volvió a quedarse muy quieto y recuperó la compostura, decidido a no dejar ver lo mucho que le afectaba su pérdida. Su perdición había sido los asuntos del corazón. Eso y haber desviado la atención de manera desastrosa. Tal vez hubiera algo más de él en la joven Marguerite de lo que quería admitir.
Se apartó de su hija, se secó una lágrima con el nudillo y sonrió.
—Eres como ella —dijo acariciándole la mejilla—. No lo digo en el mal sentido. Me refiero al aspecto. Era así cuando la conocí; con el mismo pelo negro y brillante, la piel aterciopelada y esos ojos de amatista. Una criatura hermosa.
Annemarie sonrió. ¿Qué buen padre no consideraba que su hija fuese hermosa?
Más tarde intentó persuadir a Oriel.
—Ojalá vinieras conmigo —dijo mientras veían a Marguerite desaparecer escaleras arriba, aún nerviosa tras el incidente del desayuno.
—Ojalá te quedaras aquí con nosotros —respondió Oriel mientras colocaba la mano en el brazo de su hermana. En el piso de arriba se oyó un portazo y ella puso los ojos en blanco en señal de desesperación.
—No pretende hacer daño, querida —dijo Annemarie.
—No tiene el suficiente sentido común como para pretender algo —respondió Oriel—. Ese es el problema. Nunca sabemos qué va a decir o a hacer. Por eso es mejor que me quede aquí para vigilarla. Además…
—Sí, lo sé. Tienes al coronel Harrow. Nunca te apartaría de él solo para que me hicieras compañía.
Oriel se sonrojó y una sonrisa iluminó su rostro sereno como la luz del sol sobre el agua. Annemarie le tomó la mano para contemplar el anillo de compromiso de zafiros y diamantes. El coronel Harrow era afortunado por haber ganado su amor, y por nada del mundo Annemarie exigiría ser su prioridad, menos cuando la pareja acababa de reencontrarse después de que él regresara de la Guerra Peninsular. El alivio de Oriel al comprobar que estaba sano y salvo después de luchar contra el ejército napoleónico había hecho que todos llorasen de alegría, sobre todo después de que el difunto marido de Annemarie no hubiese tenido tanta suerte. Oriel y William podrían disfrutar como pareja de las celebraciones que se prolongarían durante meses, si el Príncipe Regente encontraba fondos para financiarlas.
—No es solo eso —dijo Oriel mientras miraba también su anillo—. También es por papá. Él prefiere que una de nosotras se quede aquí para enseñarles a las visitas su colección, y Marguerite no le sirve de ayuda porque no sabe nada sobre arte. Al menos nosotras podemos distinguir el arte egipcio del asirio.
Annemarie se rio al pensar en la cultivada y planificada ignorancia de Marguerite, y no pudo evitar responder con cierta crueldad.
—Sí. Y, cuanto más se niegue a aprender, menos ayuda le pedirá. La muy condenada lo sabe perfectamente. Y papá también lo sabe. Debería ser más duro con ella.
—Lo ha sido durante el desayuno.
—Debería serlo con más frecuencia.
—Se fija en Cecily —dijo Oriel mientras pasaba el dedo por los rizos de la barba de un busto romano—. A este hace tiempo que no le quitan el polvo.
—Pobre Cecily. Es una santa.
Cecily, la prima viuda de su padre, visitaba su casa de Londres como miembro de la familia y al mismo tiempo mantenía su lujosa casa en Park Lane como refugio frente a las constantes visitas que acudían a ver el «museo» de su padre. Con frecuencia Marguerite se quedaba a pasar la noche con ella cuando necesitaban una carabina para algún evento nocturno, algo que les favorecía a todos por diversas razones. Cecily había patrocinado la puesta de largo de Marguerite el verano anterior y, ahora, se presentaba a desayunar en la calle Montague con la misma libertad con la que Marguerite se presentaba en su casa.
—Pero no deberías irte sola a Brighton —dijo Oriel—. Sabes que a papá no le gusta nada la idea. ¿Por qué no va Cecily contigo?
—No querría que lo hiciera —respondió Annemarie—. Prefiero que se quede donde esté Marguerite, yendo de fiesta en fiesta todos los días. Está decidida a ir al baile de lady Sindlesham esta noche, y papá no parece en absoluto preocupado. Necesitamos a Cecily aquí. En cualquier caso, querida, no estaré sola con una doncella y dos cocheros. No creo que me ocurra nada antes de llegar a la costa.
—Vas a convertirte en una ermitaña, Annemarie. Eso no puede ser bueno para ti.
—Es lo mejor —dijo ella sin dar mayor explicación.
—Piensa en todos los vestidos de noche. Ya sabes lo mucho que te gusta vestirte de gala.
—No, Oriel. Eso no me ayuda.
Pero era cierto. Vestir a la última moda siempre había sido una de sus debilidades, pero, sin la excitación que le causaba la admiración que provocaba, aquel ejercicio le parecía inútil, cuando las miradas que recibía iban cargadas de compasión y curiosidad por ver cómo estaba sobreviviendo al escándalo del año anterior. No estaba preparada para enfrentarse a eso. Todavía no.
Oriel le apretó el brazo como muestra de comprensión. Cuando su madre volviera a estar con ellas y Annemarie empezar a recuperar su lugar en la sociedad, el guapo coronel y ella fijarían la fecha de su boda. Era típico de ella no poner el broche a su felicidad hasta que todos los demás no fueran felices. Pero ninguna de las dos hermanas había dudado jamás que, algún día, su madre regresaría y sus vidas volverían a la normalidad.
Su hermana no disfrutaba haciéndolos esperar, pero era incapaz de encontrar otra salida.
El repartidor se tocó el ala del sombrero.
—Gracias, milord. Muy generoso, milord. A vuestro servicio —«qué hombre tan elegante», pensó para sus adentros mientras le veía desaparecer al doblar la esquina. Era bueno ganarse la simpatía de alguien así, pues ese hombre podría causarle un daño severo en caso contrario, a juzgar por aquellos hombros y aquel torso bien definido. Se guardó la moneda en el bolsillo y se golpeó la solapa de su chaqueta de terciopelo, en la que podía leerse «Christie’s de Londres». Después se subió al furgón y se sentó junto a su compañero.
—Es así de fácil, Rookie —dijo con una sonrisa.
—Eres un chismoso —respondió Rookie mientras agitaba las riendas.
Al llegar a la entrada de la casa de subastas Christie’s, el apuesto caballero se subió a su vehículo, un exquisito carruaje tirado por dos caballos, tomó las riendas y el látigo, le hizo un gesto con la cabeza a su mozo de cuadras y se alejó por la calle King en dirección norte, ajeno a la admiración que había despertado.
«La calle Montague», se dijo a sí mismo. Sería la casa de Benistone, claro, un coleccionista más conocido por sus antigüedades griegas y romanas que por los muebles. Una de las mejores colecciones de Londres, o eso creía el Príncipe Regente. Por desgracia, lord Benistone se había hecho famoso por la pérdida de su preciosa esposa, antigua cortesana, que se había fugado con el pretendiente de una de sus hijas el año anterior. Por entonces él estaba en la península con Wellington, así que no conocía los detalles. El anciano padre nunca se había relacionado mucho en sociedad, de modo que no sabía cómo serían las hijas, aunque sí había oído que una de ellas se parecía a la madre, lo cual explicaría por qué el asqueroso miope de Mytchett se había aprovechado de ella. Sentía curiosidad por conocerla.
En el número catorce de la calle Montague, el mayordomo de lord Benistone mostró sus disculpas. El señor no estaba en casa. Estaba al otro lado de la calle, en el Museo Británico. Le gustaba ir a echar un vistazo al menos una vez cada dos semanas. El hombre preguntó a lord Verne si querría regresar al día siguiente o dejar su tarjeta.
No. Lord Verne pensaba que podía lograr algo mejor, aunque no sería bueno mostrar su impaciencia. En el recibidor de mármol, plagado de obras de arte, había visto moverse un pedestal blanco en un rincón junto a la escalera. Probó suerte.
—Me preguntaba si la hija de lord Benistone estaría en casa. Aún no he tenido el placer de conocerla, pero su alteza el Príncipe Regente… ¡oh!
El pedestal se acercó a la luz muy lentamente y resultó ser una mujer alta con vestido blanco y piel de melocotón. Tenía el cuello largo y no llevaba joyas. Algunos mechones de pelo caían sobre sus hombros. El resto de la melena estaba recogido en un moño negro y caótico que obviamente había sido realizado sin un espejo delante.
En pocas ocasiones se quedaba lord Verne sin palabras, pues era un erudito conocido por su capacidad para manejar cualquier situación con eficiencia, pero aquella era una de esas ocasiones. Consciente de que su mirada descarada sería considerada como descortés si no emitía algún tipo de sonido en los próximos tres segundos, dejó escapar el aliento con cuidado de no silbar y dijo:
—¿Señorita Benistone? Espero que perdonéis mi intrusión.
Así que aquella podía ser la hija a la que habían dejado plantada. Si la madre se parecía a ella, ¿quién habría podido rechazarla? Sin embargo su mirada era fría y en todo momento se mantuvo alejada de él.
—No. No nos conocemos, señor. Soy lady Golding. La hija mediana de lord Benistone. ¿Y vos sois?
—Lord Verne. A vuestro servicio, milady.
—Entonces, en ausencia de alguien que nos presente, supongo que con eso bastará. Encantada —agachó la cabeza con la elegancia y la precisión que exigía el protocolo. Él hizo una reverencia también. No tenía intención de ser más descortés que ella. Lady Golding se ajustó el volante de una de sus muñecas y después juntó las manos por debajo del corpiño de su vestido.
El mayordomo hizo una reverencia, aceptó el sombrero y los guantes de lord Verne y los colocó en un rincón vacío de la mesa del recibidor, que estaba llena de libros. Después los condujo a la sala de estar, que se había convertido en un almacén de tesoros. Había poco espacio para maniobrar, pero lord Verne se sorprendió cuando el mayordomo dejó la puerta abierta sujetándola con un enorme pie de escayola antes de dejarlos a solas.
—Son escayolas del David de Miguel Ángel —dijo Annemarie al notar su interés—. Aquí está su nariz y una de sus manos —explicó antes de quitarle el polvo de un soplido—. ¿Puedo preguntar a qué habéis venido, milord? —preguntó sin sonreír.
Él decidió tentar su suerte un poco más.
—Sí —respondió mirando a su alrededor—. Sería difícil meterlo entero aquí sin tener que trocearlo en pedazos más pequeños, ¿verdad?
—Habéis mencionado al Príncipe Regente. ¿Por alguna razón? —preguntó ella, ignorando su intento de frivolidad. Obviamente no le gustaba tener que tratar con visitantes, incluso nobles, que se presentaban en su puerta sin entrada y esperaban una visita individual. Lo normal sería ceñirse a los días habituales de visita: lunes, miércoles y sábados—. ¿Acaso su alteza desea ver la colección?
Verne aceptó la derrota. Lady Golding no iba a derretirse.
—He mencionado al Príncipe Regente, milady, porque me ha encargado que encuentre algo.
Annemarie miró de reojo las pilas de libros, los jarrones y las partes del cuerpo que estaban esperando ser catalogadas.
—¿De verdad? ¿Y sabríais lo que es si lo vierais, milord?
Parecía que iba a tener que decirle que no estaba hablando con un ignorante. Siguió su mirada y respondió.
—Bueno, sabría que la mano a la que acabáis de quitarle el polvo es de Bernini, no de Miguel Ángel, igual que la nariz. También sabría que este cuenco de aquí es del siglo sexto antes de Cristo y que deberíais colocarlo en un lugar seguro. Es una pieza única. Y detrás tenéis un cuadro de El Greco, si no me equivoco.
—¡Así es! —respondió Annemarie secamente—. ¿Qué es lo que buscáis?
«Ahora estamos empatados, lady todopoderosa Golding».
—Un tocador de Chippendale. De roble, caoba y pino, principalmente.
—Como podéis ver, mi padre no colecciona muebles. Por eso no puedo pediros que os sentéis. Casi todas nuestras sillas se usan para… otras cosas.
—Sí, ya lo veo. Pero he sido informado de que hoy mismo han entregado un tocador de Chippendale en esta dirección, milady. Justo el día antes de la subasta de Hamilton.
Ella frunció el ceño.
—El señor Parke me prometió que…
—No ha sido Parke quien me ha dado la información —respondió él—. Ni siquiera he tenido que pedírsela. No hace falta acudir a la fuente para averiguar cosas.
—Estoy familiarizada con la organización Christie’s, muchas gracias. Puedo imaginar cómo habéis logrado la información, pero perdéis vuestro tiempo, milord. Aquí no hay ningún tocador. ¿Dónde diablos íbamos a poner algo así?
—Su alteza se sentirá muy decepcionado. Ha ofrecido un buen precio por el mueble.
—Bueno, eso no es asunto mío. ¿Por qué lo desea tanto?
—El comprador del príncipe visitó la casa de subastas de Christie’s a mediodía y descubrió que los dos tocadores ya no estaban juntos. Su alteza se quedó muy contrariado. Quiere los dos, y ahora solo tiene uno. Me ha enviado a buscar el otro.
Ella apartó la mirada con rabia y dejó claro que deseaba evitar admitir quién había adquirido el tocador. Verne advirtió su rubor y sintió compasión por aquella criatura arrebatadora que se escondía en aquella casa museo con un padre anciano y un corazón frío y lleno de amargura.
Como si la hubiera convocado el mayordomo, en aquel momento apareció una mujer bien vestida de mediana edad. Entró desde el recibidor y los miró con una sonrisa.