Guerrero y esclavo
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Kieran no era un esclavo cualquiera. Era desafiante, osado y peligroso, era indomable. Iseult MacFergus se sentía atraída por ese hombre tan poderoso como un guerrero y orgulloso como un rey. Confiaba en él para que encontrara a su hijo perdido…
Kieran se había vendido como esclavo para salvar la vida de su hermano, pero Iseult, bella como un ángel, le hacía albergar la esperanza de volver a ser un hombre libre. Kieran, decidido a encontrar a su hijo, podría acabar consiguiendo la libertad… aunque su corazón estaría prisionero del de Iseult para siempre.
Michelle Willingham
Michelle Willingham es finalista del premio RITA y ha escrito más de cuarenta novelas, novelas cortas y relatos. Actualmente vive con su familia y sus mascotas en Virginia, Estados Unidos. Cuando no está escribiendo, Michelle lee, cocina y evita a toda costa hacer ejercicio.
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Guerrero y esclavo - Michelle Willingham
Uno
Irlanda, año 1102
—Va a morir, ¿verdad? —preguntó Iseult Mac-Fergus mirando el cuerpo malherido del esclavo.
Las señales de los latigazos, en carne viva, atravesaban la espalda de ese hombre. Estaba pálido y se le marcaban los huesos, como si llevara mucho tiempo sin comer. El espanto se adueñó de ella al pensar en la tortura que había padecido. Davin Ó Falvey le entregó una palangana con agua fría.
—No lo sé. Es probable que haya malgastado una buena cantidad de plata.
Iseult le lavó la sangre y bajó la mirada.
—Davin, no necesitamos un esclavo en nuestra casa. No deberías haberlo comprado.
Cada vez era menos corriente que los clanes tuvieran esclavos. Su familia nunca había podido permitirse uno y eso la incomodaba, le recordaba lo baja que era su procedencia.
—Si no lo hubiese comprado yo, otro lo habría hecho —él se puso detrás de ella y apoyó las manos en sus hombros—. Estaba sufriendo, querida. En las subastas de esclavos los apalean hasta que casi no pueden mantenerse de pie.
Ella tomó la mano de Davin. Su prometido nunca dejaba que un hombre sufriera si podía evitarlo. Ese era uno de los motivos para que fuese su amigo más querido y el hombre con el que había aceptado casarse.
Sintió un vacío en el estómago. Davin se merecía una mujer mejor que ella. Había hecho todo lo posible por reparar su reputación maltrecha, pero las habladurías no habían cesado desde hacía tres años. No sabía por qué la había elegido, pero su familia no dejó escapar la oportunidad de esa unión. No era muy frecuente que la hija de un herrero fuese a casarse con el hijo de un jefe.
—Deja que se ocupe la curandera —le pidió Davin en un tono un poco acalorado—. Da un paseo conmigo, Iseult. Hace una semana que no te veo y te he echado de menos.
Ella se puso tensa, pero esbozó una sonrisa forzada. Sabía que tenía que acompañarlo. Aunque Davin nunca le había reprochado sus pecados, ella se sentía indigna de su amor.
Davin, después de llamar a la curandera, le tomó la mano y la llevó afuera. La luna iluminaba su rostro. Davin, rubio y con unos penetrantes ojos azules, era el hombre más apuesto que había visto. Él se llevó su mano a la barbuda mejilla. Ella sintió una punzada de recelo porque supo que iba a besarla. Aceptó su abrazo y deseó poder sentir el mismo ardor que sentía él.
Tenía que darse tiempo. Sin embargo, aunque se entregó al beso, fue como si se mantuviera fuera de su cuerpo, como una observadora y no como una implicada. Él la estrechó contra sí.
—Ya sé que no quieres que seamos amantes antes de la fiesta de Bealtaine, en mayo, pero sería tonto si no intentara convencerte —le susurró él.
Ella se apartó mirando hacia el suelo.
—No puedo.
Incluso en ese momento, se sonrojó por la vergüenza. La idea de acostarse con un hombre, con cualquier hombre, le llevaba recuerdos dolorosos.
El rostro de Davin reflejó la tensión, pero no insistió.
—Nunca te pediría que hicieses algo que no quieres hacer.
Eso hacía que ella sintiera más remordimiento. No quería acostarse con él, pero, entonces, ¿qué clase de mujer era? Hacía años se dejó llevar por un momento de pasión y pagó el precio. Sin embargo, en ese momento, cuando un hombre la amaba y quería casarse con ella, no se olvidaba de los malos recuerdos.
Davin le rodeó los hombros con un brazo y le dio un beso en la sien.
—Esperaré hasta que estés preparada.
Sin soltarle la mano, la acompañó hasta su vivienda, dentro del poblado amurallado. Cuando llegaron a su choza, Iseult se detuvo junto al marco de la puerta como si esta fuese un escudo.
—¿Qué vas a hacer con el esclavo?
—No lo sé todavía. Podrá ayudar con la cosecha y a cuidar los caballos. Hablaré con él cuando se despierte.
Hasta mañana —se despidió Davin con cierto pesar, antes de volver a besarla en los labios—. Veremos qué puedes hacer para que nuestro esclavo siga vivo.
Iseult asintió con la cabeza y entró. Se quedó un momento en la entrada para ordenar las ideas. ¿Por qué no podía sentir la llama ardiente de la que hablaban las mujeres? Lo besos y cariños de Davin solo le producían un vacío. ¿Qué le pasaba? De todos los hombres posibles, él era el único que se merecía que lo amara. La trataba como a un tesoro y le ofrecía todo lo que ella quería. Hacía que se sintiera indigna de él.
Con el corazón apesadumbrado, fue a reunirse con los demás. Muirne y su familia estaban preparando la comida para la cena. Aunque los Ó Falvey no eran de su familia, la habían recibido con los brazos abiertos y le habían concedido su hospitalidad. Gracias a ellos, tenía un sitio donde quedarse mientras se acostumbraba a su nuevo clan. Además, benditos fuesen, evitaban que tuviese que vivir con la madre de Davin. Le esposa del jefe no la apreciaba y tampoco lo disimulaba.
—¿Quién es el hombre que ha traído Davin? —preguntó Muirne.
Muirne, una mujer corpulenta que había tenido siete hijos, se preocupaba por Iseult como si fuese hija de ella. Siguió hablando sin esperar una respuesta.
—Esta noche no has comido. Siéntate con nosotros.
Señaló una mesa baja donde sus otros hijos en adopción se metían unos con otros mientras devoraban la comida.
—Era un esclavo —contestó Iseult—. Creo que estaba medio muerto.
—Pues no es una gran compra —Muirne puso los ojos en blanco y le dio un plato con arenque salado y zanahorias asadas—. Sin embargo, así es Davin —añadió como si hablara de un santo.
—Madre, ¿puedo comer más pescado? —preguntó uno de los niños.
—¡Y yo! —exclamó otro.
Glendon y Bartley le encantaban aunque verlos aumentara del dolor de corazón de Iseult. Su hijo Aidan tendría dos años en ese momento. Probó un poco de comida aunque había perdido el apetito de repente.
—¿Por qué no te has casado con Davin todavía? —le preguntó Muirne dejando una rebanada de pan en su plato—. No entiendo por qué tenéis que esperar a Bealtaine.
—Davin me pidió que esperáramos. Quiere una bendición especial para nuestro matrimonio —contestó Iseult tapando el plato con la mano porque Muirne iba a ponerle más comida—. Ya tengo bastante, gracias.
—Yo me la comeré —se ofreció Glendon.
Iseult le pasó el pescado a su plato y el niño se lo devoró. Muirne dijo algo en voz baja sobre lo delgada que estaba. Ella intentó pasar por alto la crítica.
—Creo que me llevaré lo que queda e iré a ver si el esclavo tiene hambre.
—No deberías juntarte con hombres como él —le advirtió Muirne—. Es un esclavo y la gente murmurará.
Iseult vaciló. Efectivamente, murmurarían. Lo prudente era quedarse y no pensar en el esclavo. Lo más probable era que muriera y era un desconocido para todos.
—Tienes razón —cuando Muirne se dio la vuelta, ella se escondió una rebanada de pan en un pliegue de la capa—, pero iré a dar un paseo, no tardaré.
Muirne le dirigió una mirada muy elocuente.
—No hagas nada que puedas lamentar, Iseult.
Ella intento sonreír con despreocupación, pero no lo consiguió.
—Volveré enseguida.
Una vez fuera, la luna iluminaba el círculo de doce chozas de piedra con tejado de paja. En un lado podía verse la piel de un ciervo extendida sobre un bastidor de madera y solo quedaban los rescoldos de las fogatas para cocinar fuera de las chozas. Se olía el humo de turba y el viento del principio de la primavera penetraba a través de la túnica y la enagua. Se tapó los hombros con la capa para abrigarse. Aunque solo llevaba desde el invierno en el clan, ya empezaba a considerar que ese poblado amurallado era su hogar.
Se detuvo delante de la choza del enfermo. ¿Por qué había ido allí? Deena, la curandera, ya le había dado de comer y lo había atendido. Su presencia solo sería un incordio. Fue a darse la vuelta cuando se abrió la puerta.
—¡Ah…! —exclamó Deena llevándose la mano al corazón.
La curandera llevaba casi una generación ocupándose del clan de Davin, pero su pelo seguía siendo completamente negro. Unas leves arrugas le rodeaban la sonriente boca.
—Me has asustado, Iseult. Iba a buscar un poco de agua.
—¿Qué tal está el esclavo? —preguntó ella.
—Me temo que no muy bien. No come ni bebe nada. Es muy cabezota. Si quiere morir, es asunto suyo, pero yo preferiría que no fuese en mi choza para enfermos.
—¿Puedo hablar con él?
—Si quieres… Aunque no servirá de nada —Deena dejó escapar un suspiro de fastidio—. Pasa.
Iseult entró en la oscura habitación. Los carbones de la lumbre resplandecían y pudo captar el intenso olor a camomila y gaulteria. El esclavo estaba tumbado en un jergón con los ojos cerrados. El pelo negro y despeinado le caía por encima del cuello y tenía un rostro rudo sin afeitar. Parecía un demonio salido del submundo, un dios perverso como Crom Dubh.
Sin embargo, al ser un esclavo, podía haber viajado por toda Irlanda. Quizá hubiese visto a su hijo Aidan o supiese algo de él. Intentó sofocar la esperanza que brotaba en ella. No podía ser tan necia, la extensión era inmensa y había poquísimas posibilidades de que supiera algo de un niño pequeño.
—¿Comerás algo? —preguntó ella arrodillándose al lado del jergón.
Él no abrió los ojos ni se movió. Iseult fue a tocarle el hombro. Él alargó la mano súbitamente y la agarró de la muñeca. Sus ojos marrones le dirigieron una mirada de advertencia y ella dejó escapar un grito de dolor.
—Lárgate.
Ella se quedó atónita por el tono cortante de su voz. No tenía la expresión sumisa de un esclavo. ¿Qué tipo de hombre había llevado Davin? Iseult se levantó y se soltó la mano.
—¿Quién eres?
—Kieran Ó Brannon y quiero que me dejen en paz.
Él se dio la vuelta e Iseult se estremeció al ver su espalda en carne viva. El sentido común le dijo que se marchara antes de que él volviera a expulsarla de mala manera.
—Yo soy Iseult MacFergus y te he traído comida —replicó ella con serenidad.
—No la quiero.
—Si no comes, morirás —insistió ella intentando mantener la calma.
—Prefiero morir que vivir así.
Ella captó la ira que bullía en él, en vez de dolor. Eso la espantó y no supo qué decir. Él, como un animal herido, estaba dispuesto a abalanzarse sobre cualquiera que le ofreciera compasión.
Iseult dejó la comida en el suelo, al lado de él, sin preocuparse de que el pan pudiera mancharse con el polvo.
—Si vas a morir, date prisa, pero si decides vivir, que sepas que aquí nadie te hará daño.
Ella se marchó antes de que él pudiera decir algo. Un hombre así no iba a decirle nada de su hijo. Por ella, cuanto antes se deshiciera Davin de ese esclavo, mejor.
Kieran Ó Brannon quiso reírse. Era muy oportuno que un ángel divino se hubiese presentado ante él, ¿no? Después del tiempo que había pasado en el infierno, le pareció paradójico. Tenía un pelo rojo con destellos dorados, como una puesta del sol, y la enagua y la túnica azules permitían adivinar un cuerpo esbelto y unas piernas largas. Antes, quizá hubiese intentado conquistar a una mujer como Iseult MacFergus. Sin embargo, no se podía confiar en las mujeres, y menos aún en las hermosas. Había llegado a darse cuenta de que cuanto más hermosas eran ellas, más traicionero era su corazón.
Miró el trozo de pan. Aunque su cuerpo le reclamaba comida, su cabeza la rechazaba. Si podía conseguir que la muerte llegara cuanto antes, mejor.
Deena volvió al cabo de un rato y se sentó enfrente de él con un potingue de olor nauseabundo en el mortero.
—¿Por qué quieres morir, muchacho? —le preguntó ella.
Le recordaba a su abuela, una mujer que decía todo lo que pensaba. Como no contestó, ella siguió.
—Sé que puedes hablar porque casi matas de un susto a Iseult. Te diré que eso no te servirá conmigo. Soy un hueso duro de roer y, además, te prepararé comida y bebida durante las próximas semanas.
A él le dolía la cabeza con tanta cháchara. No había dejado de hablar mientras mezclaba cosas en el mortero. Él acabó contestando aunque solo fuese para que ella dejase de hacer ruido.
—¿Por qué iba a querer vivir?
Ella se encogió de hombros con una leve sonrisa. Había ganado y lo sabía.
—Eres inteligente, ¿verdad, muchacho? Tienes familia en algún lado y vivirás porque ellos quieren que vivas.
¿Lo había adivinado tan fácilmente? ¿Era adivina además de curandera? El recuerdo de su hermano pequeño se le presentó en la cabeza aunque no quisiera. Egan suplicaba ayuda. Se abrió camino en su remordimiento como la hoja de una espada. Su hermano preferiría verlo muerto.
Sin embargo, cuando ella empezó a hablar otra vez, él sofocó sus emociones y agarró el trozo de pan. No se lo merecía. Merecía morir de hambre como todo su clan. Acalló esa voz y comió. Estaba tan seco como parecía, pero el hambre atroz le pidió más.
Deena le ofreció un cuenco de barro y él lo tomó con manos temblorosas. Estaba tan sediento que ni siquiera recordaba la última vez que comió y bebió algo. Cuando probó ese vino amargo, casi se atraganta por su espantoso sabor. Deena volvió a reírse.
—Es para que te duermas, muchacho. Pronto tendrás que levantarte.
Se lo bebería todo si así podía olvidar. Vació el cuenco sin rechistar.
La curandera le untó la espalda con una mezcla de hierbas y su efecto refrescante le alivió el dolor de las heridas. Los latigazos no eran tan profundos como otros que había padecido. Aceptaba bien el dolor porque la parecía un acto físico de arrepentimiento.
—Será mejor que te portes bien con Iseult MacFergus porque es la prometida de tu amo. A Davin Ó Falvey no le gustará que maltrates a su prometida.
—Entonces, no le dirigiré la palabra.
Kieran apretó los dientes cuando ella le puso un paño sobre las heridas. Sabía por qué lo curaba. Un esclavo débil no valía nada. La servidumbre le corroía el orgullo. Nunca había sido esclavo de nadie y el instinto de resistirse se le despertaba con más fuerza que nunca. La idea de escapar le tentaba, espoleada por su orgullo. Herido o no, podría encontrar la forma de salir del poblado amurallado. Y entonces, ¿qué haría?
Cerró los ojos sin saber la respuesta. No tenía a dónde ir ni había nada que le hiciera volver. Quizá sus fracasos justificaran una vida plena de sufrimientos.
La curandera le dio otra rebanada de pan y él se la comió sin pensárselo. Su estómago anheló más, pero se le encogió ante la inesperada comida.
—Basta por el momento —le avisó ella—. Estás tan delgado que si comes demasiado, lo vomitarás.
Le dio un cuenco con agua en vez de vino. Sabía dulce, como si fuese nieve derretida. Al contrario que las aguas embarradas que había bebido durante los últimos meses. La saboreó y mitigó la sed.
La curandera lo ayudó a ponerse boca abajo en el jergón. Le hierbas habían empezado a aliviarle el dolor y a darle sueño. Cerró los ojos con el espíritu tan apaleado y maltrecho como el cuerpo. La muerte lo tentaba con fuerza porque así podría silenciar a los espectros que lo obsesionaban. Había elegido ese camino. Se había vendido como esclavo para rescatar a Egan, para devolverlo a su casa, pero había perdido y estaba en manos de su enemigo. Su padre no se lo perdonaría jamás. Si Dios quería, nunca volvería a ver a su familia.
Dos
Iseult puso una manta sobre la yegua negra y se montó encima. Había preparado una bolsa con víveres para la mañana y la primera hora de la tarde. Elevó una plegaria en silencio para que Dios le permitiera encontrarlo, para que ese día fuese distinto.
Llevaba casi un año buscando a su hijo Aidan y, aunque no lo había encontrado, no podía dejar de buscarlo.
—¡Iseult! —la llamó Davin acercándose y agarrando las riendas del caballo—. ¿Adónde vas?
—Creo que ya sabes la respuesta —contestó ella achantándose un poco por la tajante pregunta.
Davin disimuló su impotencia y miró hacia otro lado. Aunque no dijo nada, creía que esa búsqueda era inútil. Las posibilidades de encontrar a un niño pequeño después de un año eran escasas, en el mejor de los casos. Sin embargo, ella no podía renunciar a buscar a Aidan todavía.
—Sé que no quieres venir —reconoció ella—. No voy a pedírtelo.
—No es seguro que una mujer viaje sola —replicó él con unas arrugas de preocupación en el barbudo rostro.
Iseult se llevó la mano al puñal que llevaba en el costado.
—Estoy armada, Davin, y solo voy a visitar los clanes cercanos.
—Iré contigo —dijo él tomándole la mano.
—De verdad, no hace falta que…
—Es importante para ti —la interrumpió él en un tono impreciso, como si la búsqueda de ella no fuese un inconveniente—. Además, es posible que algún día encuentres las respuestas que buscas.
Iseult, sin embargo, captó lo que quería decir, que era posible que algún día se diera por vencida. Quizá tuviese razón, pero no quería creer que Aidan estaba muerto. Su corazón albergaba una leve esperanza. Nunca podría olvidar al niño que tomó un mechón de su pelo con su diminuta mano y se lo llevó a la boca, ni el aterrador momento cuando fue a buscarlo y comprobó que había desaparecido.
Davin cabalgó a su lado en silencio mientras ella dirigía a su yegua hacia la montaña Benoskee. Las nubes cubrían la cima rocosa y el lago azul indicaba dónde se asentaba el clan de los Sullivan. Ella se acercaba a menudo para preguntarles si algún mensajero había llevado noticias. Durante el año anterior, había visitado a todos los clanes de la zona. Agarró con fuerza las crines de su yegua, como si así pudiese aferrarse a la esperanza. Quizá esa vez encontrara lo que buscaba. Iseult se preparó para recibir las miradas de compasión. Ellos podían pensar que era una necia, pero se trataba de su hijo. Nunca se daría por vencida.
Davin se detuvo para que los caballos bebieran y ella captó la impaciencia en su rostro. Debería haberse marchado antes del amanecer. Él nunca entendería esa carga que llevaba porque Aidan no era suyo.
Un jinete se acercó a toda velocidad y fue como si el destino hubiese intervenido en ese momento. El hombre no desmontó, pero se dirigió a Davin.
—Os necesitamos de vuelta en Lismanagh. Vuestro esclavo está causando problemas.
—¿Qué problemas? —preguntó Davin sin disimular su fastidio porque lo molestaran.
—Está peleando con los demás. Lo hemos atado, pero como es vuestro… —el mensajero no terminó la frase.
—Iré.
Davin dio la vuelta al caballo con un gesto de decisión en el rostro. Iseult sacudió la cabeza cuando la miró.
—Ve con él. No me importa.
—Quiero que vuelvas conmigo. Ne me gusta dejarte aquí.
Él lo dijo casi como si fuese un padre enojado. Iseult lo miró fijamente. No había querido que él la acompañara y encima la trataba como si fuese incapaz de cuidar de sí misma.
—Tomo mis decisiones y prefiero buscar a mi hijo que molestarme por un esclavo arrogante e irrespetuoso.
Los ojos de Davin dejaron escapar un destello extraño.
—¿Qué quieres decir con… «irrespetuoso»?
Iseult se mordió la lengua y deseó no haber hablado.
—Volví para ayudar a Deena. El esclavo se despertó, pero no me cayó bien.
—¿Te amenazó?
El tono gélido de Davin dejó muy claro que no estaba nada contento.
—Me pidió que me marchara, nada más —ella agitó una mano para quitarle importancia—. Vete. Te veré esta tarde.
Él vaciló y ella ser acercó a caballo y le dio un beso muy delicado.
—Vete —le repitió.
Su gesto tuvo el efecto deseado y él se suavizó.
—Ten cuidado. Si no te veo en la comida de mediodía, mandaré a unos hombres para que te busquen.
Él se inclinó y volvió a besarla, aunque con más intensidad. Iseult aceptó el beso, pero estaba pensando en el clan de los Sullivan. Dentro de un rato sabría si su búsqueda había sido en vano.
—Hasta luego —se despidió ella.
Kieran forcejeaba entre las cuerdas sin importarle que se le clavaran en la carne. Le habían atado de pies y manos, como a