Tema 4
Tema 4
Tema 4
La contracara de la modernidad
Ficciones y voces de los “otros” de la modernización
(…) ¿Por qué atraen las mujeres mucho más el interés de los hombres
que los hombres el de las mujeres? Parecía un hecho muy curioso y mi
mente se entretuvo tratando de imaginar la vida de los hombres que se
pasaban el tiempo escribiendo libros sobre las mujeres; ¿eran viejos o
jóvenes?, ¿casados o solteros?, ¿tenían la nariz roja o una joroba en la
espalda?”
¿En qué condiciones vivían las mujeres?, me pregunté; porque la novela, es decir, la obra de
imaginación, no cae al suelo como un guijarro, como quizás ocurra con la ciencia. La obra de
imaginación es como una tela de araña: está atada a la realidad, leve, muy levemente
quizá, pero está atada a ella por las cuatro puntas.
(…) escribir una obra genial es casi una proeza de una prodigiosa dificultad. Todo está en
contra de la probabilidad de que salga entera e intacta de la mente del escritor. Las
circunstancias materiales suelen estar en contra. Los perros ladran; la gente interrumpe; hay que
ganar dinero; la salud falla. La notoria indiferencia del mundo acentúa además estas
dificultades y las hace más pesadas aún de soportar.
Pero, para la mujer, pensé mirando los estantes vacíos, estas dificultades eran
infinitamente más terribles. Para empezar, tener una habitación propia, ya no digamos una
habitación tranquila y a prueba de sonido, era algo impensable aun a principios del siglo
diecinueve, a menos que los padres de la mujer fueran excepcionalmente ricos o muy nobles.
Estas dificultades materiales eran enormes; peores aún eran las inmateriales. La
indiferencia del mundo, que Keats, Flaubert y otros han encontrado tan difícil de soportar, en
el caso de la mujer no era indiferencia, sino hostilidad. El mundo no le decía a ella como les
decía a ellos: «Escribe si quieres; a mí no me importa nada.» El mundo le decía con una
risotada: «¿Escribir? ¿Para qué quieres tú escribir?»
Sor Juana Inés de la Cruz.
Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. 1691
¡Tú, muerta!
Tú incorporada, en un breve segundo, a esa raza
implacable que nos mira agitarnos, desdeñosa e
inmóvil.
Tú, minuto por minuto cayendo un poco más en el
pasado. Y las substancias vivas de que estabas
hecha, separándose, escurriéndose por cauces
distintos, como ríos que no lograran jamás volver
sobre su curso. ¡Jamás!
Pasaron lo años en que se retrajo y se fue viendo
día a día más limitada y mezquina.
¿Por qué, por qué la naturaleza de la mujer ha de
ser tal que tenga que ser siempre un hombre el
eje de su vida?
Los hombres, ellos, logran poner su pasión en
otras cosas. Pero el destino de las mujeres es
remover una pena de amor en una cama
ordenada, ante una tapicería inconclusa.
Recusación de estereotipos tradicionales
sobre la subjetividad femenina
-Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran cerrados en el
hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes
que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya
muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el
uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se
apaguen.
(…) Hubo un tiempo que estuve oyendo durante muchas noches el rumor
de una fiesta. Me acerqué para ver el mitote aquel y vi esto: lo que
estamos viendo ahora. Nada. Nadie. Las calles tan solas como
ahora. Luego dejé de oírla.
Sí. Este pueblo está lleno de ecos. Yo ya no me espanto. Oigo el
aullido de los perros y dejo que aúllen. (…) Y lo peor de todo es
cuando oyes platicar a la gente, como si las voces salieran de
alguna hendidura y, sin embargo, tan claras que las reconoces.
(…) -¿Está usted viva, Damiana? ¡Dígame, Damiana!
Y me encontré de pronto solo en aquellas calles vacías. (…)
-¡Damiana! -grité-. ¡Damiana Cisneros!
Me contestó el eco: «¡... ana... neros...! ¡... ana... neros...!».
Indeterminación de las voces
«Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena. Tenía los ojos
cerrados, los brazos abiertos, desdobladas las piernas a la brisa del
mar. Y el mar allí enfrente, lejano, dejando apenas restos de
espuma en mis pies al subir de su marea...»
Ahora sí es ella la que habla, Juan Preciado. No se te olvide decirme
lo que dice.
«... Era temprano. El mar corría y bajaba en olas. Se desprendía de su
espuma y se iba, limpio, con su agua verde, en ondas calladas.»
-En el mar sólo me sé bañar desnuda -le dije. Y él me siguió el primer
día, desnudo también, fosforescente al salir del mar. No había
gaviotas; sólo esos pájaros que les dicen «picos feos», que gruñen
como si roncaran y que después de que sale el sol desaparecen.
Él me siguió el primer día y se sintió solo, a pesar de estar yo allí.
La muerte del narrador
El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo
de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se
desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo. Yo
me sentía nadar entre el sudor que chorreaba de ella y me faltó el aire
que se necesita para respirar. Entonces me levanté. La mujer dormía.
De su boca borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del
estertor.
Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se
despegaba de mí.
Y es que no había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por
la canícula de agosto.
No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca,
deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y
venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró
entre mis dedos para siempre.
Digo para siempre.
Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo
remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y
perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.
La hipérbole narrativa
Al alba, la gente fue despertada por el repique de las campanas. Era la mañana del 8
de diciembre. Una mañana gris. No fría, pero gris. El repique comenzó con la campana
mayor. La siguieron las demás(…). Llegó el mediodía y no cesaba el repique. Llegó la
noche. Y de día y de noche las campanas siguieron tocando, todas por igual, cada vez con
más fuerza, hasta que aquello se convirtió en un lamento rumoroso de sonidos. Los
hombres gritaban para oír lo que querían decir. «¿Qué habrá pasado?», se preguntaban.
A los tres días todos estaban sordos. Se hacía imposible hablar con aquel zumbido
de que estaba lleno el aire. Pero las campanas seguían, seguían, algunas ya
cascadas, con un sonar hueco como de cántaro.
-Se ha muerto doña Susana.
Comenzó a llegar gente de otros rumbos, atraída por el constante repique. De
Contlavenían como en peregrinación. Y aun de más lejos. Quién sabe de dónde, pero
llegó un circo, con volantines y sillas voladoras. Músicos. Se acercaban primero como
si fueran mirones, y al rato ya se habían avecindado, de manera que hasta hubo
serenatas. Y así poco a poco la cosa se convirtió en fiesta. Comala hormigueó de
gente, de jolgorio y de ruidos, igual que en los días de la función en que costaba
trabajo dar un paso por el pueblo.
Fin de mundo pre-moderno