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Padres Iglesia 3

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Padres de la Iglesia.

Parte III.
Para usos internos y didácticos solamente

Adaptación Pedagógica: Dr. CARLOS ETCHEVARNE. Bach. Teol.

Contenido:
Padres de la Iglesia.
Parte III.
San Cirilo de Alejandría.
Cristo nos trae el Espíritu Santo. (Comentario al Evangelio de San Juan, 5:2). Dios te salve,
María... (Encomio a la Santa Madre de Dios). Madre de Dios (Homilía pronunciada en el
Concilio de Efeso). Fe en la palabra de Dios (Comentario al Evangelio de San Juan, 4:2).
San Pedro Crisólogo.
La oración dominical (Sermón 67). El sacrificio espiritual (Sermón 108). Tocar a Cristo con fe
(Sermón 34).
San León Magno.
A imagen de Dios (Homilía 12 sobre el ayuno, 1-2; 4). La Encarnación del Señor (Homilía I
sobre la Natividad del Señor). Nacimiento virginal de Cristo (Homilía 2 sobre la Navidad del
Señor, 1-3, 6). Infancia espiritual (Homilía 7 en la Epifanía del Señor). Un combate de santidad
(Homilía I en la Cuaresma, 3-6).
San Vicente de Leríns.
La inteligencia de la fe (Commonitorio 22-23). La regla de la fe (Commonitorio, 25 y 27).
Commonitorio [1] de San Vicente de Lerins [2]. Regla para Distinguir la Verdad Católica del
Error 2.
San Máximo de Turín.
Dar gracias a Dios en todo momento (Sermones 72 y 73). Hacerse como niños (Sermón 54).
Teodoto de Ancira.
Lección de Navidad (Homilía I en la Navidad del Señor).
Salviano de Marsella.
Los preceptos del Señor (Sobre el gobierno divino, 3, 5-6)
Juan Mandakuni.
Cómo acercarse al Santísimo Sacramento.
“Himno Akathistos.”
María en el Evangelio (Himno Akathistos, I parte, estrofas 1-12).
Santiago de Sarug.
Sede de todas las gracias (Homilía sobre la Bienaventurada Virgen María).
San Fulgencio de Ruspe.
El sacrificio de Cristo (Sobre la fe, a Pedro, 22-23, 61-63).
San Cesáreo de Arlés.
Templos de Dios (Sermón 229, 1-3). Sobre la misericordia (Sermón 25, 1-3).
San Romano el Cantor.
Las Bodas de Cana (Himno sobre las bodas de Cana). Madre dolorosa (Cántico de la Virgen al
pie de la Cruz).
San Gregorio Magno.
Los santos ángeles (Homilías sobre los Evangelios 34, 7-10). En la Resurrección del Señor
(Homilías sobre los Evangelios, 26). Los bienes de la enfermedad (Regla pastoral 33, 12). A la
gloria por el esfuerzo. Vida de San Benito Abad por San Gregorio Magno.
San Isidoro de Sevilla.
Cómo leer la palabra de Dios (Libros de las Sentencias, 3, 8-10). Las obras de misericordia
(Libros de las Sentencias, 3:60).
San Sofronio de Jerusalén.
Ave Maria (Discurso 2 en la Anunciación de la Madre de Dios).
San Juan Clímaco.
El Diálogo Con Dios.
San Ildefonso de Toledo.
Honrar a María (Libro de la perpetua virginidad de Santa María, Xll).
San Anastasio Sinaíta.
Para comulgar dignamente (Sermón sobre la Santa Sínaxis).
San Andrés de Creta.
Madre inmaculada (Homilía I en la Natividad de la Santísima Madre de Dios).
San Germán de Constantinopla.
Madre de la Gracia (Homilía sobre la zona de Santa María).1
San Juan Damasceno.
El jardín de la Sagrada Escritura (Exposición de la fe ortodoxa, IV 17). La fuerza de la Cruz
(Exposición de la fe ortodoxa, I14 11). El coro de los ángeles (Exposición sobre la fe ortodoxa,
11, 3). Madre de la gloria (Homilía 2 en la dormición de la Virgen Marta, 2 y 14).
Los Principales Padres y Escritores Eclesiásticos.

San Cirilo de Alejandría.


Procedente de una familia muy conocida de Alejandría, no se sabe con seguridad la fecha de su
nacimiento, pero se puede situar en los primeros años del último cuarto del siglo V. Estudió,
primero, Retórica, y luego teología en la Escuela dirigida por Orígenes casi dos siglos antes.
Cirilo será un gran deudor del maestro alejandrino en cuanto al estilo alegórico, aunque más
moderado. Fue Patriarca de Alejandría desde el año 412, en que fue elegido, hasta su muerte,
sobrevenida en el 444. Lo que más caracteriza a San Cirilo fue su defensa apasionada de la
verdadera fe, frente a las diversas herejías que proliferaron en su época. Para combatirlas
escribió muchas obras, que, en su inmensa mayoría, nos han llegado no sólo en la versión origi-
nal griega, sino también en traducciones al latín, sirio, armenio, atrope y árabe.
Hasta el año 428, cuando se desata la controversia nestoriana, a la que se dedicó desde
entonces por completo, compuso comentarios exegéticos a libros del Antiguo y del Nuevo Tes-
tamento. Especialmente estos últimos tenían también un carácter dogmático, pues no faltan en
ellos explicaciones doctrinales. Destaca especialmente por su contenido dogmático el Comenta-

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rio al Evangelio de San Juan, en el que se propone refutar las herejías sobre la divinidad del
Verbo y del Espíritu Santo. Son muy claras sus expresiones, pues habla de que el Hijo es de la
misma naturaleza que el Padre, eterno, consustancial, Dios por naturaleza, Creador junto
con el Padre, Hijo por naturaleza, Dios de Dios, en nada inferior al Padre, del que es su imagen
perfecta. Del Espirita Santo afirma que es consustancial al Padre y al Hijo, está en el Padre y en
el Hijo, recibe la misma gloria que Ellos. Se conservan además fragmentos de sus comentarios
en las Catenae (recopilación de textos de los Santos Padres sobre los pasajes de la Escritura), que
tanto proliferaron en la Edad Media.
A partir del año 428, San Cirilo es el gran defensor de la unión hipostática de la natu-
raleza humana de Cristo en la única Persona del Verbo y de la maternidad divina de María
contra la herejía nestoriana, que negaba estos dos puntos capitales del dogma cristiano. Como
Legado del Papa Celestino II, presidió el Concilio de Éfeso, que en el año 431 definió solemne-
mente que la Santísima Virgen es verdaderamente Madre de Dios, puesto que engendró al
Verbo según la naturaleza humana. Entre los numerosos escritos de este segundo periodo, se
recogen aquí algunos párrafos de dos homilías en las que San Cirilo teje un encendido elogio de
la Madre de Dios.
Loarte
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Cristo nos trae el Espíritu Santo. (Comentario al Evangelio de San Juan, 5:2).
Cuando Aquél que había dado la vida al universo decidió — con una obra verdaderamen-
te admirable — recapitular en Cristo todas las cosas y reconducir la naturaleza del hombre a su
dignidad primitiva, reveló que nos concedería luego, entre otros dones, el Espirita Santo. No era
posible que el hombre tornase de otra manera a la posesión duradera de los bienes recibidos. Así
pues, Dios estableció el tiempo en que descendería a nosotros el Espíritu, y éste fue el tiempo
de la venida de Cristo. Así lo anunció, diciendo: en aquellos dios — es decir, en el tiempo de
nuestro Salvador —, derramaré mi Espíritu sobre toda carne (Jis, 1).
De este modo, cuando sonó la hora espléndida de la misericordia divina, y vino a la tierra
entre nosotros el Hijo unigénito en la naturaleza humana, hombre nacido de mujer según la pre-
dicción de la Sagrada Escritura, Dios Padre concedió de nuevo el Espíritu. Lo recibió en
primer lugar Cristo, como primicia de la naturaleza humana totalmente renovada. Lo atestigua
Juan cuando declara: he visto al Espíritu descender del cielo y posarse sobre Él (Jn 1:32).
Cristo recibió el Espíritu como hombre y en cuanto era conveniente que el hombre lo re-
cibiese. El Hijo de Dios, engendrado por el Padre y consustancial a Él, que existía ya antes
de nacer como hombre — más aún, absolutamente anterior al tiempo —, no se considera ofen-
dido porque el Padre, después de su nacimiento en la naturaleza humana, le diga: Tú eres mi Hi-
jo, hay te he engendrado (Sal 2:7).
El Padre afirma que Aquél que es Dios, engendrado por Él antes del tiempo, es engen-
drado hoy, queriendo significar que en Cristo nos acogía a nosotros como hijos adoptivos. Cris-
to, en efecto, al hacerse hombre, ha asumido en sí toda la naturaleza humana. El Padre tiene
su propio Espíritu y lo da de nuevo al Hijo, para que nosotros lo recibamos de Él como riqueza y
fuente de bien. Por este motivo ha querido compartir la descendencia de Abraham, como se lee
en la Escritura, y se ha hecho en todo semejante a nosotros, hermanos suyos.
El Hijo unigénito, por tanto, no recibe el Espíritu para sí mismo. El Espíritu es Espíritu
del Hijo, y está en Él, y es dado por medio de Él, como ya se ha dicho. Pero como, al hacerse

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hombre, el Hijo asumió en sí toda la naturaleza humana, ha recibido el Espíritu para renovar
completamente al hombre y devolverlo a su primitiva grandeza.

Dios te salve, María... (Encomio a la Santa Madre de Dios).


Dios te salve, María, Madre de Dios, Virgen Madre, Estrella de la mañana, Vaso virginal.
Dios te salve, María, Virgen, Madre y Esclava: Virgen, por gracia de Aquél que de ti nació sin
menoscabo de tu virginidad; Madre, por razón de Aquél que llevaste en tus brazos y alimentaste
con tu pecho; Esclava, por causa de Aquél que tomó forma de siervo. Entró el Rey en tu ciudad,
o por decirlo más claramente, en tu seno; y de nuevo salió como quiso, permaneciendo cerradas
tus puertas. Has concebido virginalmente, y divinamente has dado a luz.
Dios te salve, María, Templo en el que Dios es recibido, o más aun, Templo santo, como
clama el Profeta David diciendo: santo es tu templo, admirable en la equidad (Sal 64:6).
Dios te salve, María, la joya más preciosa de todo el orbe; Dios te salve, María, casta pa-
loma; Dios te salve, María, lámpara que nunca se apaga, pues de ti ha nacido el Sol de justicia.
Dios te salve, María, lugar de Aquél que en ningún lugar es contenido; en tu seno ence-
rraste al Unigénito Verbo de Dios, y sin semilla y sin arado hiciste germinar una espiga que no se
marchita.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien claman los profetas y los pastores cantan
a Dios sus alabanzas, repitiendo con los ángeles el himno tremendo: gloria a Dios en lo más alto
de los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2:14).
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien los ángeles forman coro y los arcángeles
exultan cantando himnos altísimos.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien los Magos adoran, guiados por una bri-
llante estrella.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien es elegido el ornato de los doce Apósto-
les.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien Juan, estando aún en el seno materno, sal-
tó de gozo y adoró a la Luminaria de perenne luz.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien brotó aquella gracia inefable de la que
decía el Apóstol: la gracia de Dios, Salvador nuestro, ha iluminado a todos los hombres (Tit
2:11).
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien resplandeció la luz verdadera, Jesucristo
Nuestro Señor, que en Evangelio afirma: Yo soy la Luz del mundo (Jn 8:12).
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien brilló la luz sobre los que yacían en la os-
curidad y en la sombra de la muerte: el pueblo que se sentaba en las tinieblas ha visto una gran
luz (Is 9:2). ¿Y qué luz sino Nuestro Señor Jesucristo, luz verdadera que ilumina a todo hombre
que viene a este mundo? (Jn 1:29).
Dios te salve. María, Madre de Dios, por quien en el Evangelio se predica: bendito el que
viene en el nombre del Señor (Mt 21:9); por quien la Iglesia católica ha sido establecida en ciu-
dades, pueblos y aldeas.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien vino el vencedor de la muerte y extermi-
nador del infierno.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien se ha mostrado el Creador de nuestros
primeros padres y Reparador de su caída, el Rey del reino celestial.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien floreció. y resplandeció la hermosura de
la resurrección.

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Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien las aguas del río Jordán se convirtieron en
Bautismo de santidad.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien Juan y el Jordán son santificados, y es
rechazado el diablo.
Dios te salve, María, Madre de Dios, por quien se salvan los espíritus fieles.
Dios te salve, María, Madre de Dios: por ti las olas del mar, ya aplacadas y sedadas, lle-
varon con gozo y suavidad a los que son, como nosotros, siervos y ministros.

Madre de Dios (Homilía pronunciada en el Concilio de Efeso).


Dios te salve, María, Madre de Dios, tesoro veneradísimo de todo el orbe, antorcha inex-
tinguible, corona de virginidad, cetro de recta doctrina, templo indestructible, habitación de
Aquél que es inabarcable, Virgen y Madre, por quien nos ha sido dado Aquél que es llamado
bendito por excelencia, y que ha venido en nombre del Padre.
Salve a ti, que en tu santo y virginal seno has encerrado al Inmenso e Incomprehensible.
Por quien la Santísima Trinidad es adorada y glorificada, y la preciosa Cruz se venera y fes-
teja en toda la tierra. Por quien exulta el Cielo, se alegran los ángeles y arcángeles, huyen los
demonios. Por quien el tentador fue arrojado del Cielo y la criatura caída es llevada al Paraíso.
Por quien todos los hombres, aprisionados por el engaño de los ídolos, llegan al conocimiento de
la verdad. Por quien el santo Bautismo es regalado a los creyentes, se obtiene el óleo de la alegr-
ía, es fundada la Iglesia en todo el mundo, y las gentes son movidas a penitencia.
¿Y qué más puedo decir? Por quien el Unigénito Hijo de Dios brilló como Luz sobre los
que yacían en las tinieblas y sombras de la muerte. Por quien los Profetas preanunciaron las co-
sas futuras. Por quien los Apóstoles predicaron la salvación a los gentiles. Por quien los muertos
resucitan y los reyes reinan, por la Santísima Trinidad.
¿Quién de entre los hombres será capaz de alabar como se merece a María, que es digna
de toda alabanza? Es Virgen y Madre, ¡oh cosa maravillosa! Este milagro me llena de estupor.
¿Quién ha oído decir que al constructor de un templo se le prohiba habitar en él? ¿Quién podrá
ser tachado de ignominia por el hecho de que tome a su propia Esclava por Madre?
Así, pues, todo el mundo se alegra (...); también nosotros hemos de adorar y respetar la
unión del Verbo con la carne, temer y dar culto a la Santa Trinidad, celebrar con nuestros himnos
a María, siempre Virgen, templo santo de Dios, y a su Hijo, el Esposo de la Iglesia, Jesucristo
Nuestro Señor. A Él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Fe en la palabra de Dios (Comentario al Evangelio de San Juan, 4:2).


Altercaban entre sí los judíos, ¿cómo puede éste darnos a comer su carne?
Está escrito: todos (los dichos de mi boca) son claros para los inteligentes, y rectos para
los que encuentran la ciencia (Pro 8:9); mas para los necios, aun lo más fácil se torna oscuro. El
oyente inteligente, en efecto, guarda en el tesoro de su alma las enseñanzas más evidentes, sin
admitir ninguna duda sobre ellas. Si algunas le parecen difíciles, las examina con diligencia y no
cesa de buscar su explicación. En este afán por alcanzar lo bueno, me recuerdan a los perros de
caza que son buenos corredores: dotados por la naturaleza de un olfato extraordinario, andan
siempre dando vueltas en torno a los escondrijos de las piezas que buscan. Pues ¿acaso las pala-
bras del profeta no invitan al sabio a hacer lo mismo, cuando dice: busca con toda diligencia y
habita junto a mi? (Is 21:12).

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Conviene que el que busca lo haga con diligencia, es decir, poniendo en ello toda la ten-
sión del alma, y no pierda el tiempo en vanos pensamientos. Cuanto más dura sea la dificultad,
tanto mayor ha de ser el ánimo y el esfuerzo que hay que poner y con el que hay que luchar para
conquistar la verdad escondida. En cambio, el espíritu rudo y perezoso, si hay algo que no alcan-
za a comprender, enseguida se muestra incrédulo y rechaza como adulterino todo lo que supera
su entendimiento, llevado por su necia temeridad a una extrema soberbia. Porque el no querer
ceder ante nadie en las propias opiniones, ni pensar que hay algo superior a la propia inteligen-
cia, ¿no es esto en realidad lo que acabamos de decir?
Si examinamos la naturaleza del hecho, encontraremos que ésta fue la enfermedad en que
cayeron los judíos; porque debiendo recibir diligentemente las palabras del Salvador, cuya virtud
divina y extraordinario poder — manifestados por los milagros — los llenaban de admiración, y
debiendo recapacitar sobre las cosas difíciles que oían y ver la manera de entenderlas, salen ne-
ciamente con aquel cómo, refiriéndose a Dios, como si ignorasen que su modo de hablar era tre-
mendamente blasfemo. Dios tiene poder para hacer todas las cosas sin esfuerzo alguno; pero co-
mo ellos eran hombres animales — como escribe San Pablo —, no percibían las cosas que son
del Espíritu de Dios (I Cor 2:14), sino que pensaban que aquel venerable misterio era una nece-
dad.
Tomemos, pues, ejemplo de aquí, y enmendemos nuestra vida en las mismas cosas que a
otros hacen caer, para tener una fe libre de curiosidad en la recepción de los divinos misterios. Y
cuando se nos enseñe algo, no respondamos con aquel cómo, porque es palabra de los judíos y
causa de la última condenación (...). Haciéndonos prudentes con la necedad de los otros para
buscar lo que nos conviene, no usemos ese cómo en las cosas que Dios hace; por el contrario,
procuremos confesar que el camino de sus propias obras es para Él perfectamente conocido.
Asi como nadie conoce la naturaleza de Dios y, sin embargo, es justificado el que cree
que existe y que es remunerador de los que le buscan (Heb 11:6), así también, aunque ignore el
modo en que Dios realiza las cosas en particular, si confía a la fe el resultado y confiesa que
Dios, superior a cuanto existe, lo puede todo, recibirá un premio no despreciable por su recta
manera de pensar. Por eso, queriendo el mismo Señor de todos que nosotros tengamos esta dis-
posición de ánimo, dice por el profeta: no son mis pensamientos como los vuestros, ni mis cami-
nos son como vuestros caminos, dice el Señor; sino que como dista el cielo de la tierra, así distan
mis caminos de los vuestros, y vuestros pensamientos de los míos (Is 55:89). Porque el que nos
supera tan grandemente en sabiduría y poder, ¿cómo no va a obrar cosas admirables y superiores
a nuestra capacidad?
Quiero añadir a esto una comparación que me parece apropiada. Los que ejercen entre
nosotros las artes mecánicas, muchas veces dicen que van a realizar una obra maravillosa, cuyo
modo de llevarse a cabo escapa ciertamente a la perspicacia de los oyentes antes de que la vean;
pero confiando en el arte que ellos tienen, lo aceptamos por fe incluso antes de que hagan el ex-
perimento, y hasta nos avergonzamos de poner resistencias. ¿Cómo, pues, habrá quien diga que
no son reos de crimen gravísimo los que se atreven con su incredulidad a no dar fe a Dios, artífi-
ce supremo de todas las cosas, sino que se atreven a preguntar el cómo en lo que Dios hace, aun
después de conocer que Él es el dador de toda sabiduría y después de haber aprendido por la
divina Escritura que es Todopoderoso?
Y si persistes, ¡oh judío! en repetir ese cómo, yo, a mi vez, imitando tu insensatez, te pre-
guntaré: ¿cómo saliste de Egipto? ¿Cómo se convirtió en serpiente la vara de Moisés? ¿Cómo se
llenó la mano de lepra y después volvió a su primer estado, según está escrito? ¿Cómo el agua se
convirtió en sangre? ¿Cómo atravesaste por medio del mar como por tierra seca? (Heb 11:29; cfr.

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Ex 14:21). ¿Cómo aquella agua amarga de Mara se volvió dulce por medio del madero? ¿Cómo
salió agua para ti de las entrañas de la roca? ¿Cómo por tu causa cayó maná del cielo? ¿Cómo se
detuvo el Jordán? ¿Cómo sólo por el clamor cayeron los inexpugnables muros de Jericó?. ¿Y to-
davía seguirás repitiendo aquel cómo? Pues estarás ya atónito por los muchos milagros en los
que, si preguntas el cómo, echarás por tierra la fe de la divina Escritura, los escritos de los
santos profetas y, ante todo, los mismos libros de Moisés.
Por consiguiente, mejor sería que, creyendo en Cristo y asintiendo con diligencia a sus
palabras, se esforzasen en aprender el modo de la Eucaristía, sin preguntar inconsideradamente:
¿cómo puede éste darnos a comer su carne?(Jn 6:52).

San Pedro Crisólogo.


A mediados del siglo V, el Imperio Romano de Occidente se hallaba ya en franca decadencia.
En Rávena, su capital, la tercera parte de los habitantes profesaban aún el paganismo o la religión
judía; el resto eran cristianos, aunque no faltaban entre ellos los que habían sido engañados por
las herejías nestoriana y monofisita, que entonces se hallaban en auge.
En estas circunstancias, San Pedro Crisólogo fue consagrado Arzobispo de Rávena,
bajo el pontificado de Sixto lIl (en torno al año 430). Había nacido en la actual Imola (Italia)
hacia el año 380. Pocos datos más se conservan de su vida: en el 445 asistió a la muerte de San
Germano de Auxerre y, tres o cuatro años después, escribió a Eutiques, presbítero de Constanti-
nopla, que negaba que Cristo fuera perfecto hombre (que tuviera una naturaleza humana comple-
ta), invitándole a que se sometiera a las decisiones del Romano Pontífice. Murió en su ciudad
natal, probablemente el 3 de diciembre del año 450.
Actualmente se consideran como obras auténticas, además de la carta a Eutiques, una co-
lección de más de ciento ochenta sermones. Este elevado número testimonia la intensa labor pas-
toral del Crisólogo (apelativo que significa “palabra de oro,” con el que es conocido). La mayor
parte se centran en la explicación de los textos de la Sagrada Escritura leídos durante la Misa;
otros — en número muy inferior — son directamente dogmáticos, y se refieren sobre todo a la
Encarnación, a la gracia y a la vida cristiana. Un tercer grupo recoge su predicación a los ca-
tecúmenos que se preparaban para ser bautizados, con explicaciones del Credo y del Padrenues-
tro.
Loarte

*****

La oración dominical (Sermón 67).


Hermanos queridísimos, habéis oído el objeto de la fe; escuchad ahora la oración domini-
cal. Cristo nos enseñó a rezar brevemente, porque desea concedernos enseguida lo que pedimos.
¿Qué no dará a quien le ruega, si se nos ha dado Él mismo sin ser pedido? ¿Cómo vacilará en
responder, si se ha adelantado a nuestros deseos al enseñarnos esta plegaria?
Lo que hoy vais a oír causa estupor a los ángeles, admiración al cielo y turbación a la tie-
rra. Supera tanto las fuerzas humanas, que no me atrevo a decirlo. Y, sin embargo, no puedo ca-
llarme. Que Dios os conceda escucharlo y a mí exponerlo.
¿Qué es más asombroso, que Dios se dé a la tierra o que nos dé el cielo? ¿que se una a
nuestra carne o que nos introduzca en la comunión de su divinidad? ¿que asuma Él la muerte o

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que a nosotros nos llame de la muerte? ¿que nazca en forma de siervo o que nos engendre en ca-
lidad de hijos suyos? ¿que adopte nuestra pobreza o que nos haga herederos suyos, coherederos
de su único Hijo? Sí, lo que causa más maravilla es ver la tierra convertida en cielo, el hombre
transformado por la divinidad, el siervo con derecho a la herencia de su señor. Y, sin embargo,
esto es precisamente lo que sucede. Mas como el tema de hoy no se refiere al que enseña sino a
quien manda, pasemos al argumento que debemos tratar.
Sienta el corazón que Dios es Padre, lo confiese la lengua, proclámelo el espíritu y todo
nuestro ser responda a la gracia sin ningún temor, porque quien se ha mudado de Juez en Padre
desea ser amado y no temido.
Padre nuestro, que estás en los cielos. Cuando digas esto no pienses que Dios no se en-
cuentra en la tierra ni en algún lugar determinado; medita más bien que eres de estirpe celeste,
que tienes un Padre en el cielo y, viviendo santamente, corresponde a un Padre tan santo. De-
muestra que eres hijo de Dios, que no se mancha de vicios humanos, sino que resplandece con
las virtudes divinas.
Sea santificado tu nombre. Si somos de tal estirpe, llevamos también su nombre. Por tan-
to, este nombre que en sí mismo y por sí mismo ya es santo, debe ser santificado en nosotros. El
nombre de Dios es honrado o blasfemado según sean nuestras acciones, pues escribe el Apóstol:
es blasfemado el nombre de Dios por vuestra causa entre las naciones (Rm 2:24).
Venga tu reino. ¿Es que acaso no reina? Aquí pedimos que, reinando siempre de su parte,
reine en nosotros de modo que podamos reinar en Él. Hasta ahora ha imperado el diablo, el pe-
cado, la muerte, y la mortalidad fue esclava durante largo tiempo. Pidamos, pues, que reinando
Dios, perezca el demonio, desaparezca el pecado, muera la muerte, sea hecha prisionera la cauti-
vidad, y nosotros podamos reinar libres en la vida eterna.
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Éste es el reinado de Dios: cuando en
el cielo y en la tierra impere la Voluntad divina, cuando sólo el Señor esté en todos los hombres,
entonces Dios vive, Dios obra, Dios reina, Dios es todo, para que, como dice el Apóstol, Dios
sea todo en todas las cosas (1 Cor 15:28).
El pan nuestro de cada día, dánosle hoy. Quien se dio a nosotros como Padre, quien nos
adoptó por hijos, quien nos hizo herederos, quien nos transmitió su nombre, su dignidad y su re-
ino, nos manda pedir el alimento cotidiano. ¿Qué busca la humana pobreza en el reino de Dios,
entre los dones divinos? Un padre tan bueno, tan piadoso, tan generoso, ¿no dará el pan a los hi-
jos si no se lo pedimos? Si así fuera, ¿por qué dice: no os preocupéis por la comida, la bebida o
el vestido? Manda pedir lo que no nos debe preocupar, porque como Padre celestial quiere que
sus hijos celestiales busquen el pan del cielo. Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo (Jn
6:41). Él es el pan nacido de la Virgen, fermentado en la carne, confeccionado en la pasión y
puesto en los altares para suministrar cada día a los fieles el alimento celestial.
Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Si tú,
hombre, no puedes vivir sin pecado y por eso buscas el perdón, perdona tú siempre; perdona en
la medida y cuantas veces quieras ser perdonado. Ya que deseas serlo totalmente, perdona todo y
piensa que, perdonando a los demás, a ti mismo te perdonas.
Y no nos dejes caer en la tentación. En el mundo la vida misma es una prueba, pues ase-
gura el Señor: es una tentación la vida del hombre (Job 7:1). Pidamos, pues, que no nos abando-
ne a nuestro arbitrio, sino que en todo momento nos guie con piedad paterna y nos confirme en el
sendero de la vida con moderación celestial.
Mas Iíbranos del mal. ¿De qué mal? Del diablo, de quien procede todo mal. Pidamos que
nos guarde del mal, porque si no, no podremos gozar del bien.

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El sacrificio espiritual (Sermón 108).
¡Oh admirable piedad que, para conceder, ruega que se le pida! Pues hoy el bienaventu-
rado Apóstol, sin pedir cosas humanas sino dispensando las divinas, pide así: os ruego por la mi-
sericordia de Dios (Rm 12:1). El médico, cuando persuade a los enfermos de que tomen austeros
remedios, lo hace con ruegos, no con mandatos, sabiendo que es la debilidad y no la voluntad la
que rechaza los remedios saludables, siempre que el enfermo los rehuye. Y el padre, no con fuer-
za sino con amor, induce al hijo al rigor de la disciplina, sabiendo cuán áspera es la disciplina
para los sentidos inmaduros. Pues si la enfermedad corporal es guiada con ruegos a la curación, y
si el ánimo infantil es conducido a la prudencia con algunas caricias, ¡cuán admirable es que el
Apóstol, que en todo momento es médico y padre, suplique de esta manera para levantar las
mentes humanas, heridas por las enfermedades carnales, hasta los remedios divinos!
Os ruego por la misericordia de Dios. Introduce un nuevo tipo de petición. ¿Por qué no
por la virtud? ¿por qué no por la majestad ni por la gloria de Dios, sino por su misericordia? Por-
que sólo por ella Pablo se alejó del crimen de perseguidor y alcanzó la dignidad de tan gran apos-
tolado, como él mismo confiesa diciendo: Yo, que antes fui blasfemo, perseguidor y opresor, sin
embargo alcancé misericordia de Dios (1 Tim 1:13). Y de nuevo: verdad es cierta y digna de to-
do acatamiento que Jesucristo vino a este mundo para salvar a los pecadores, de los cuales el
primero soy yo. Mas por eso conseguí misericordia, afín de que Jesucristo mostrase en mí el
primero su extremada paciencia, para ejemplo y confianza de los que han de creer en Él, para
alcanzar la vida eterna (1 Tim 1:15-16).
Os ruego por la misericordia de Dios. Ruega Pablo, mejor dicho, por medio de Pablo rue-
ga Dios, que prefiere ser amado a ser temido. Ruega Dios, porque no quiere tanto ser señor cuan-
to padre. Ruega Dios con su misericordia para no castigar con rigor. Escucha al Señor mientras
ruega: todo el día extendí mis manos (Is 65:2). Y quien extiende sus manos, ¿acaso no muestra
que está rogando? Extendí mis manos. ¿A quién? Al pueblo. ¿A qué pueblo? No sólo al que no
cree, sino al que se le opone. Extendí mis manos. Distiende los miembros, dilata sus vísceras,
saca el pecho, ofrece el seno, abre su regazo, para mostrarse como padre con el afecto de tan
gran petición.
Escucha también a Dios que ruega en otro lugar: pueblo mío, ¿qué te he hecho o en qué
te he contristado? (Mic 6:3). ¿Acaso no dice: si la divinidad es desconocida, sea al menos cono-
cida la humanidad? Ved, ved en mí vuestro cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas, vues-
tros huesos, vuestra sangre. Y si teméis lo divino, ¿por qué no amáis al menos lo humano? Si
huís del Señor, ¿por qué no acudís corriendo al padre? Pero quizá os confunde la grandeza de la
Pasión que me hicisteis. No temáis. Esta cruz no es mi patíbulo, sino patíbulo de la muerte. Esos
clavos no me infunden dolor, sino más bien me infunden vuestra caridad. Estas heridas no pro-
ducen mis llantos, sino más bien os introducen en mis entrañas. La dislocación de mi cuerpo di-
lata más mi regazo para acogeros a vosotros, y no acrecienta mi dolor. Mi sangre no se malogra,
sino que sirve para vuestro rescate. Venid, pues, regresad y probad al menos al padre, viendo que
devuelve bondad a cambio de maldad, amor a cambio de ofensas, tan gran caridad a cambio de
tan grandes heridas.
Pero oigamos ya qué pide el Apóstol: os ruego que ofrezcáis vuestros cuerpos. El Após-
tol, rogando de este modo, arrastró a todos los hombres hasta la cumbre sacerdotal: que ofrezcáis
vuestros cuerpos como hostia viva. Ah inaudito oficio del pontificado cristiano, en el que el
hombre es a la vez hostia y sacerdote, porque el hombre no busca fuera de sí lo que va a inmolar
a Dios; porque el hombre, cuando está dispuesto a ofrecer sacrificios a Dios, aporta como ofren-

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da lo que es por sí mismo, en sí mismo y consigo mismo; porque permanece la misma hostia y
permanece el mismo sacerdote; porque la víctima se inmola y continúa viviendo, el sacerdote
que sacrifica no es capaz de matar! Admirable sacrificio, donde se ofrece un cuerpo sin cuerpo y
sangre sin sangre.
Os ruego por la misericordia de Dios que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva.
Hermanos, este sacrificio proviene del ejemplo de Cristo, que inmoló vitalmente su cuerpo para
la vida del mundo, y lo hizo en verdad hostia viva, ya que habiendo muerto vive. Por tanto, en tal
víctima la muerte es aplastada, la hostia permanece, vive la hostia, la muerte es castigada. De
aquí que los mártires por la muerte nacen, con el fin comienzan, por la matanza viven, y brillan
en los cielos, mientras que en la tierra se consideraban extinguidos.
Os ruego por la misericordia de Dios que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva y
santa. Esto es lo que cantó el profeta: no quisiste sacrificio ni oblación, y por eso me diste un
cuerpo (Sal 39:7). Hombre, sé sacrificio y sacerdote de Dios; no pierdas lo que te dio y concedió
la autoridad divina; vístete con la estola de la santidad; cíñete el cíngulo de la castidad; esté Cris-
to en el velo de tu cabeza; continúe la cruz como protección de tu frente; pon sobre tu pecho el
sello de la ciencia divina; enciende el incensario en aroma de oración; toma la espada del Espíri-
tu; haz de tu corazón un altar; y así, con seguridad, mueve tu cuerpo como víctima de Dios. El
Señor busca la fe, no la muerte; está sediento de deseos, no de sangre; se aplaca con la voluntad,
no con la muerte. Lo demostró, cuando pidió a Abraham que le ofreciera a su hijo como víctima.
Pues, ¿qué otra cosa sino su propio cuerpo inmolaba Abraham en el hijo? ¿qué otra cosa pedía
Dios sino la fe al padre cuando ordenó que ofreciera al hijo, pero no le permitió matarlo? Con-
firmado, por tanto, con tal ejemplo, ofrece tu cuerpo y no sólo lo sacrifiques, sino hazlo también
instrumento de virtud. 262
Porque cuantas veces mueren las artimañas de tus vicios, tantas otras has inmolado a
Dios vísceras de virtud. Ofrece la fe para castigar la perfidia; inmola el ayuno para que cese la
voracidad; sacrifica la castidad para que muera la impureza; impon la piedad para que se depon-
ga la impiedad; excita la misericordia para que se destruya la avaricia; y, para que desaparezca la
insensatez, conviene inmolar siempre la santidad: así tu cuerpo se convertirá en hostia, si no ha
sido manchado con ningún dardo de pecado.
Tu cuerpo vive, hombre, vive cada vez que con la muerte de los vicios inmolas a Dios
una vida virtuosa. No puede morir quien merece ser atravesado por la espada de vida. Nuestro
mismo Dios, que es el Camino, la Verdad y la Vida, nos libre de la muerte y nos conduzca a
la Vida.

Tocar a Cristo con fe (Sermón 34).


Todas las lecturas evangélicas nos ofrecen grandes beneficios tanto para la vida presente
como para la futura. La lectura de hoy recoge, por un lado, lo que es propio de la esperanza y
excluye, por otro, cualquier cosa que se refiera a la desesperación.
Tenemos una condición dura y digna de ser llorada: la innata fragilidad nos incita a pecar
y la vergüenza, pariente del pecado, nos prohibe confesarlo. No nos avergüenza obrar lo que es
malo, pero sí confesarlo. Tememos decir lo que no tenemos miedo de hacer.
Pero hoy una mujer, al buscar un tácito remedio a un mal vergonzoso, encuentra el silen-
cio, mediante el cual el pecador puede alcanzar el perdón.
La primera felicidad consiste en no avergonzarnos de los pecados; la segunda, en obtener
el perdón de los pecados, dejándolos escondidos. Así lo entendió el profeta, cuando dijo: Bien-

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aventurados aquellos cuyos pecados han sido perdonados y cuyas culpas han sido sepultadas (Sal
31:1).
En esto — narra el evangelista —, una mujer, que padecía un flujo de sangre hacía doce
años, acercándose por detrás, le tocó el borde de su manto (Mt 9:20). La mujer recurre instinti-
vamente a la fe, después de una larga e inútil cura. Se avergüenza de pedir una medicina: desea
recobrar la salud, pero prefiere permanecer desconocida ante Aquél de quien cree que ha de al-
canzar la salvación.
De modo semejante a como el aire es agitado por un torbellino de vientos, esta mujer era
turbada por una tempestad de pensamientos. Luchaban fe contra razón, esperanza contra temor,
necesidad contra pudor. El hielo del miedo apagaba el ardor de la fe y la constricción del pudor
oscurecía su luz; el inevitable recato debilitaba la confianza de la esperanza. De ahí que aquella
mujer se encontrase agitada como por las olas tempestuosas de un océano.
Estudiaba la forma de actuar a escondidas de la gente, apartada de la muchedumbre. Se
abría paso de manera que le fuera posible recobrar la salud sin forzar, a la vez, el propio pudor.
Se preocupaba de que su curación no redundara en ofensa del médico. Se esforzaba porque la
salvase, salvando la reverencia debida al Salvador.
Con un estado de ánimo semejante, aquella mujer mereció tocar, desde un extremo de la
orla, la plenitud de la divinidad. Se acercó — cuenta — por detrás (Ibid.). Pero ¿detrás de dónde?
Y tocó el borde de su manto (Ibid.). Se aproximó por detrás, porque la timidez no le permitía ha-
cerlo por delante, cara a cara. Se acercó por detrás, y, aunque detrás no hubiese nada, encontró
allí la presencia que intentaba esquivar. En Cristo había un cuerpo compuesto, pero la divinidad
era simple: era todo ojos, cuando veía tras de sí una mujer que suplicaba de este modo.
Acercándose por detrás, le tocó el borde de su manto (Ibid.). ¡Qué debió de ver escondido
en la intimidad de Cristo, la que en el borde de su manto descubrió todo el poder de la divinidad!
¡Cómo enseñó lo que vale el cuerpo de Cristo, la que mostró que en el borde de su manto hay
algo de tanta grandeza!
Ponderen los cristianos, que cada día tocan el Cuerpo de Cristo, qué medicina pueden
recibir de ese mismo cuerpo, si una mujer recobró completamente la salud con sólo tocar la orla
del manto de Cristo. Pero lo que debemos llorar es que, mientras la mujer se curó de esa llaga,
para nosotros la misma curación se torna en llaga. Por eso, el Apóstol amonesta y deplora a los
que tocan indignamente el cuerpo de Cristo: pues el que toca indignamente el cuerpo de Cristo,
recibe su propia condenación (1Co 11:29) (...).
Pedro y Pablo difundieron por el mundo el conocimiento del nombre de Cristo; pero
fue primeramente una mujer la que enseñó el modo de acercarnos a Cristo. Por primera vez una
mujer demostró cómo el pecador, con una confesión tácita, borra sin vergüenza el pecado; cómo
el culpable, conocido sólo por Dios en relación a su culpa, no está obligado a revelar a los hom-
bres las vergüenzas de la conciencia, y cómo el hombre puede, con el perdón, prevenir el juicio.
Pero Jesús, volviéndose y mirándola, dijo: ten confianza, hija, tu fe te ha salvado (Mt
9:22). Pero Jesús volviéndose: no con el movimiento del cuerpo, sino con la mirada de la divini-
dad. Cristo se dirige a la mujer para que ella se dirija a Cristo, para que reciba la curación del
mismo de quien ha recibido la vida y sepa que para ella la causa de la actual enfermedad es oca-
sión de perpetua salvación.
Volviéndose y mirándola (Ibid.). La ve con ojos divinos, no humanos para devolverle la
salud, no para reconocerla, pues ya sabía quien era. La ve: es recompensado con bienes, liberado
de males, quien es visto por Dios. Es lo que reconocemos todos habitualmente cuando, refirién-

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donos a las personas afortunadas, decimos: la ha visto Dios. A esa mujer también la vio Dios y la
hizo feliz curándola.

San León Magno.


El pontificado de San León Magno (440-461) se desarrolló durante un periodo histórico turbu-
lento. Dos eran los peligros que acechaban principalmente a la Iglesia: uno externo, la presión de
los pueblos germánicos, en su mayoría paganos — que resquebrajaban el Imperio; y otro interno,
el peligro de cisma por la influencia del monofisismo. San León fue quien detuvo a Atila y a sus
huestes a las puertas de Roma, convenciéndoles a retirarse; sin embargo, poco pudo lograr frente
a las violencias de los vándalos. En el campo eclesial, su Epístola a Flaviano, dirigida al Patriar-
ca de Constantinopla, tuvo una importancia decisiva en las definiciones del Concilio de Calcedo-
nia (451), donde se condenó la herejía monofisita, que había llegado a difundirse mucho por
Oriente. Además de esta larga carta dogmática (una de las más famosas en la historia de la Igle-
sia), San León redactó otras muchas. Su epistolario comprende 173 cartas, en su mayor parte es-
critos dogmáticos, disciplinares y de gobierno. Es característico de sus su estilo conciso y elegan-
te, que une a la brevedad una gran riqueza de imágenes.
Esta misma preocupación por exponer la verdadera doctrina cristiana se refleja en sus
Homilías, predicadas al clero y al pueblo romano con ocasión de las principales fiestas del año
litúrgico. Para San León, el ciclo litúrgico tiene una importancia capital en la vida cristiana. La
liturgia es como una prolongación de la vida salvífica de Cristo en la Iglesia, su Cuerpo
Místico. Los cristianos, configurados con el Señor por medio de los sacramentos, deben imitar la
vida de Jesucristo en el ciclo anual de las celebraciones. De las noventa y siete homilías que nos
han llegado, nueve corresponden al ayuno de las témporas de diciembre, que más tarde formarían
parte del Adviento, y doce a la Cuaresma. El resto se centran en los principales acontecimientos
del año litúrgico: Navidad, Epifanía, Semana Santa, Pascua, Ascensión y Pentecostés. No faltan
algunas predicadas en la fiesta de los Santos Pedro y Pablo y de San Lorenzo.
Loarte
*****

A imagen de Dios (Homilía 12 sobre el ayuno, 1-2; 4).


Si fiel y sabiamente, amadísimos, consideramos el principio de nuestra creación, hallare-
mos que el hombre fue formado a imagen de Dios, a fin de que imitara a su Autor. La natural
dignidad de nuestro linaje consiste precisamente en que resplandezca en nosotros, como en un
espejo, la hermosura de la bondad divina. A este fin, cada día nos auxilia la gracia del Salvador,
de modo que lo perdido por el primer Adán sea reparado por el segundo.
La causa de nuestra salud no es otra que la misericordia de Dios, a quien no amaríamos si
antes Él no nos hubiera amado y con su luz de verdad no hubiera alumbrado nuestras tinieblas de
ignorancia. Esto ya nos lo había anunciado el Señor por medio de su profeta Isaías: guiaré a los
ciegos por un camino ignorado y les haré caminar por senderos desconocidos. Ante ellos tornaré
en luz las tinieblas, y en llano lo escarpado. Cumpliré mi palabra y no les abandonaré (Is 42:18).
Y de nuevo: me hallaron los que no me buscaban, y me presenté ante los que no preguntaban por
mí (Is 65:1).
De qué modo se ha cumplido todo esto, nos lo enseña el Apóstol Juan: sabemos que el
Hijo de Dios vino y nos dio inteligencia para que conozcamos la Verdad, y estamos en la Ver-

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dad, que es su Hijo (1 Jn 5:20). Y también: amemos a Dios, porque Él nos amó primero (1 Jn
4:19). Dios, cuando nos ama, nos restituye a su imagen, y para hallar en nosotros la figura de su
bondad, nos concede que podamos hacer lo que Él hace, iluminando nuestras inteligencias e in-
flamando nuestros corazones, de modo que no sólo le amemos a Él, sino también a todo cuanto
Él ama.
Pues si entre los hombres se da una fuerte amistad cuando les une la semejanza de cos-
tumbres — y sin embargo, sucede muchas veces que la conformidad de costumbres y deseos
conduce a malos afectos —, ¡cuánto más deberemos desear y esforzarnos por no discrepar en
aquellas cosas que Dios ama! Pues ya dijo el Profeta: porque la ira está en su indignación y la
vida en su voluntad (Sal 29:6), ya que en nosotros no estará de ningún modo la majestad divina,
si no se procura imitar la voluntad de Dios.
Dice el Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma (...)
Amarás al prójimo como a ti mismo (Mt 12:37-39). Así pues, reciba el alma fiel la caridad in-
marcesible de su Autor y Rector, y sométase toda a su voluntad, en cuyas obras y juicios nada
hay vacío de la verdad de la justicia, ni de la compasión de la clemencia (...).
Tres obras pertenecen principalmente a las acciones religiosas: la oración, el ayuno y la
limosna, que han de ejercitarse en todo tiempo, pero especialmente en el consagrado por las tra-
diciones apostólicas, según las hemos recibido.
Como este mes décimo se refiere a la costumbre de la antigua institución, cumplamos con
mayor diligencia aquellas tres obras de que antes he hablado. Pues por la oración se busca la
propiciación de Dios, por el ayuno se apaga la concupiscencia de la carne y por las limosnas se
perdonan los pecados (cfr. Dan 4:24).
Al mismo tiempo, se restaurará en nosotros la imagen de Dios si estamos siempre prepa-
rados para la alabanza divina, si somos incesantemente solícitos para nuestra purificación y si de
continuo procuramos la sustentación del prójimo.
Esta triple observancia, amadísimos, sintetiza los afectos de todas las virtudes, nos hace
llegar a la imagen y semejanza de Dios, y nos une inseparablemente al Espíritu Santo. Así es: en
las oraciones permanece la fe recta; en los ayunos, la vida inocente, y en las limosnas, la benig-
nidad.

La Encarnación del Señor (Homilía I sobre la Natividad del Señor).


Hoy, amadísimos, ha nacido nuestro Salvador. Alegrémonos. No es justo dar lugar a la
tristeza cuando nace la Vida, disipando el temor de la muerte y llenándonos de gozo con la eter-
nidad prometida. Nadie se crea excluido de tal regocijo, pues una misma es la causa de la común
alegría. Nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, así como a nadie halló libre de cul-
pa, así vino a librar a todos del pecado. Exulte el santo, porque se acerca al premio; alégrese el
pecador, porque se le invita al perdón; anímese el pagano, porque se le llama a la vida.
Al llegar la plenitud de los tiempos (cfr. Gal 4:4), señalada por los designios inescrutables
del divino consejo, tomó el Hijo de Dios la naturaleza humana para reconciliarla con su Autor y
vencer al introductor de la muerte, el diablo, por medio de la misma naturaleza que éste había
vencido (cfr. Sab 2:24). En esta lucha emprendida para nuestro bien se peleó según las mejores y
más nobles reglas de equidad, pues el Señor todopoderoso batió al despiadado enemigo no en su
majestad, sino en nuestra pequeñez, oponiéndole una naturaleza humana, mortal como la nuestra,
aunque libre de todo pecado.
No se cumplió en este nacimiento lo que de todos los demás leemos: nadie está limpio de
mancha, ni siquiera el niño que sólo lleva un día de vida sobre la tierra (Job 14:4-5). En tan sin-

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gular nacimiento, ni le rozó la concupiscencia carnal, ni en nada estuvo sujeto a la ley del peca-
do. Se eligió una virgen de la estirpe real de David que, debiendo concebir un fruto sagrado, lo
concibió antes en su espíritu que en su cuerpo. Y para que no se asustase por los efectos inusita-
dos del designio divino, por las palabras del Ángel supo lo que en ella iba a realizar el Espíritu
Santo. De este modo no consideró un daño de su virginidad llegar a ser Madre de Dios. ¿Por qué
había de desconfiar María ante lo insólito de aquella concepción, cuando se le promete que todo
será realizado por la virtud del Altísimo? Cree María, y su fe se ve corroborada por un milagro
ya realizado: la inesperada fecundidad de Isabel testimonia que es posible obrar en una virgen lo
que se ha hecho con una estéril.
Asi pues, el Verbo, el Hijo de Dios, que en el principio estaba en Dios, por quien han
sido hechas todas las cosas, y sin el cual ninguna cosa ha sido hecha (cfr. Jn 1:1-3), se hace hom-
bre para liberar a los hombres de la muerte eterna. Al tomar la bajeza de nuestra condición sin
que fuese disminuida su majestad, se ha humillado de tal forma que, permaneciendo lo que era y
asumiendo lo que no era, unió la condición de siervo (cfr. Fi 2:7) a la que Él tenía igual al Padre,
realizando entre las dos naturalezas una unión tan estrecha, que ni lo inferior fue absorbido por
esta glorificación, ni lo superior fue disminuido por esta asunción. Al salvarse las propiedades de
cada naturaleza y reunirse en una sola persona, la majestad se ha revestido de humildad; la fuer-
za, de flaqueza; la eternidad, de caducidad.
Para pagar la deuda debida por nuestra condición, la naturaleza inmutable se une a una
naturaleza pasable; verdadero Dios y verdadero hombre se asocian en la unidad de un solo Señor.
De este modo, el solo y único Mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1 Tim 2:5) puede, como
lo exigía nuestra curación, morir, en virtud de una de las dos naturalezas, y resucitar, en virtud de
la otra. Con razón, pues, el nacimiento del Salvador no quebrantó la integridad virginal de su
Madre. La llegada al mundo del que es la Verdad fue la salvaguardia de su pureza.
Tal nacimiento, carísimos, convenía a la fortaleza y sabiduría de Dios, que es Cristo (cfr.
1 Cor 1:24), para que en Él se hiciese semejante a nosotros por la humanidad y nos aventajase
por la divinidad. De no haber sido Dios, no nos habría proporcionado remedio; de no haber sido
hombre, no nos habría dado ejemplo. Por eso le anuncian los ángeles, cantando llenos de gozo:
gloria a Dios en las alturas; y proclaman: en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad (Lc
2:14). Ven ellos, en efecto, que la Jerusalén celestial se levanta en medio de las naciones del
mundo. ¿Qué alegría no causará en el pequeño mundo de los hombres esta obra inefable de la
bondad divina, si tanto gozo provoca en la esfera sublime de los ángeles?
Por todo esto, amadísimos, demos gracias a Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíri-
tu Santo, que, por la inmensa misericordia con que nos amó, se compadeció de nosotros; y, es-
tando muertos por el pecado, nos resucitó a la vida en Cristo (cfr. Ef 2:5) para que fuésemos en
Él una nueva criatura, una nueva obra de sus manos. Por tanto, dejemos al hombre viejo con sus
acciones (cfr. Col 3:9) y renunciemos a las obras de la carne, nosotros que hemos sido admitidos
a participar del nacimiento de Cristo.
Reconoce, ¡oh cristiano! tu dignidad, pues participas de la naturaleza divina (cfr. 2 Re
1:4), y no vuelvas a la antigua miseria con una vida depravada. Recuerda de qué Cabeza y de qué
Cuerpo eres miembro. Ten presente que, arrancado del poder de las tinieblas, has sido trasladado
al reino y claridad de Dios (cfr. Col 1:13). Por el sacramento del Bautismo te convertiste en tem-
plo del Espíritu Santo: no ahuyentes a tan escogido huésped con acciones pecaminosas, no te en-
tregues otra vez como esclavo al demonio, pues has costado la Sangre de Cristo, quien te redimió
según su misericordia y te juzgará conforme a la verdad. El cual con el Padre y el Espíritu
Santo reina por los siglos de los siglos. Amén.

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Nacimiento virginal de Cristo (Homilía 2 sobre la Navidad del Señor, 1-3, 6).
Dios todopoderoso y clemente, cuya naturaleza es bondad, cuya voluntad es poder, cuya
acción es misericordia, desde el instante en que la malignidad del diablo nos hubo emponzoñado
con el veneno mortal de su envidia, señala los remedios con que su piedad se proponía socorrer a
los mortales. Esto lo hizo ya desde el principio del mundo, cuando declaró a la serpiente que de
la Mujer nacería un Hijo lleno de fortaleza para quebrantar su cabeza altanera y maliciosa (cfr.
Gn 3:15); es decir, Cristo, el cual tomaría nuestra carne, siendo a la vez Dios y hombre; y, na-
ciendo de una virgen, condenaría con su nacimiento a aquél por quien el género humano había
sido manchado.
Después de haber engañado al hombre con su astucia, regocijábase el diablo viéndole
desposeído de los dones celestiales, despojado del privilegio de la inmortalidad y gimiendo bajo
el peso de una terrible sentencia de muerte. Alegrábase por haber hallado algún consuelo en sus
males en la compañía del prevaricador y por haber motivado que Dios, después de crear al hom-
bre en un estado tan honorífico, hubiese cambiado sus disposiciones acerca de él para satisfacer
las exigencias de una justa severidad. Ha sido, pues, necesario, amadísimos, el plan de un pro-
fundo designio para que un Dios que no se muda, cuya voluntad por otra parte no puede dejar de
ser buena, cumpliese — mediante un misterio aún más profundo — la primera disposición de su
bondad, de manera que el hombre, arrastrado hacia el mal por la astucia y malicia del demonio,
no pereciese, subvirtiendo el plan divino.
Al llegar, pues, amadísimos, los tiempos señalados para la redención del hombre, Nuestro
Señor Jesucristo bajó hasta nosotros desde lo alto de su sede celestial. Sin dejar la gloria del Pa-
dre, vino al mundo según un modo nuevo, por un nuevo nacimiento. Modo nuevo, ya que, invi-
sible por naturaleza, se hizo visible en nuestra naturaleza; incomprensible, ha querido hacerse
comprensible; el que fue antes del tiempo, ha comenzado a ser en el tiempo; señor del universo,
ha tomado la condición de siervo, velando el resplandor de la majestad (cfr. Fil 2:7); Dios impa-
sible, no ha desdeñado ser hombre pasible; inmortal, se somete a la ley de la muerte.
Ha nacido según un nuevo nacimiento, concebido por una virgen, dado a luz por una vir-
gen, sin que atentase a la integridad de la madre. Tal origen convenía, en efecto, al que sería sal-
vador de los hombres (...). Pues el Padre de este Dios que nace en la carne es Dios, como lo testi-
fica el arcángel a la Bienaventurada Virgen María: el Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder
del Altísimo te cubrirá con su sombra, porque el Hijo que nacerá de ti será santo, y será llamado
Hijo de Dios (Lc 1:35).
Origen dispar, pero naturaleza común. Que una virgen conciba, que una virgen dé a luz y
permanezca virgen, es humanamente inhabitual y desacostumbrado, pero revela el poder divino.
No pensemos aquí en la condición de la que da a luz, sino en la libre decisión del que nace, na-
ciendo como quería y podía. ¿Quieres tener razón de su origen? Confiesa que es divino su poder.
El Señor Cristo Jesús ha venido, en efecto, para quitar nuestra corrupción, no para ser su víctima;
no a sucumbir en nuestros vicios, sino a curarlos. Por eso determinó nacer según un modo nuevo,
pues llevaba a nuestros cuerpos humanos la gracia nueva de una pureza sin mancilla. Determinó,
en efecto, que la integridad del Hijo salvaguardase la virginidad sin par de su Madre, y que el
poder del divino Espíritu derramado en Ella (cfr. Lc 1:35) mantuviese intacto ese claustro de la
castidad y esta morada de la santidad en la cual Él se complacía, pues había determinado levantar
lo que estaba caído, restaurar lo que se hallaba deteriorado y dotar del poder de una fuerza multi-
plicada para dominar las seducciones de la carne, para que la virginidad — incompatible en los

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otros con la transmisión de la vida — viniese a ser en los otros también imitable gracias a un
nuevo nacimiento.
Mas esto mismo, amadísimos, de que el Señor haya escogido nacer de una virgen, ¿no
aparece dictado por una razón muy profunda? Es a saber, que el diablo ignorase que había nacido
la salvación para el género humano; que ignorando su concepción por obra del Espíritu Santo,
creyese que no había nacido de modo diferente de los otros hombres. Efectivamente, viendo a
Cristo en una naturaleza idéntica a la de todos, pensaba que tenía también un origen semejante a
todos; no conoció que estaba libre de los lazos del pecado Aquél a quien veía sujeto a la debili-
dad de la muerte. Pues Dios, que en su justicia y en su misericordia tenía muchos medios para
levantar al género humano (cfr. Sal 85:15), ha preferido escoger principalmente el camino que le
permitía destruir la obra del diablo no con una intervención poderosa, sino con una razón de
equidad.
(...) Alabad, pues, amadísimos, a Dios en todas sus obras (cfr. Sab 39:19) y en todos sus
juicios. Ninguna duda oscurezca vuestra fe en la integridad de la Virgen y en su parto virginal.
Honrad con una obediencia santa y sincera el misterio sagrado y divino de la restauración del
género humano. Abrazaos a Cristo, que nace en nuestra carne, para que merezcáis ver reinando
en su majestad a este mismo Dios de gloria, que con el Padre y el Espíritu Santo permanece
en la unidad de la divinidad por los siglos de los siglos. Amén.

Infancia espiritual (Homilía 7 en la Epifanía del Señor).


Amadísimos, el recuerdo de lo que ha sido realizado por el Salvador de los hombres es
para nosotros de gran utilidad, si de este objeto de nuestra fe y de nuestra veneración hacemos el
ideal de nuestra imitación. En la obra de los misterios de Cristo, los milagros son gracias y es-
tímulos que refuerzan la doctrina, para que sigamos también el ejemplo de las acciones de
Aquél a quien confesamos en espíritu de fe.
Aun estos mismos instantes vividos por el Hijo de Dios, que nace de la Virgen, su Madre,
nos instruyen para nuestro progreso en la piedad. Los corazones ven aparecer en una sola y mis-
ma persona la humildad propia de la humanidad y la majestad divina. Los cielos y los ejércitos
celestiales llaman su Creador al que, recién nacido, se encuentra en una cuna. Este Niño de cuer-
po pequeño es el Señor y el Rector del mundo. Aquél a quien ningún límite puede encerrar, se
contiene todo entero sobre las rodillas de su Madre. Mas en esto está la curación de nuestras he-
ridas y la elevación de nuestra postración (...).
Los remedios destinados a nosotros nos han fijado una norma de vida, y de lo que era una
medicina destinada a los muertos ha salido una regla para nuestras costumbres. No sin razón,
cuando los tres Magos fueron conducidos por el resplandor de una nueva estrella para venir a
adorar a Jesús, ellos no lo vieron expulsando a los demonios, resucitando a los muertos, dando
vista a los ciegos, curando a los cojos, dando la facultad de hablar a los mudos, o en cualquier
otro acto que revelaba su poder divino; sino que vieron a un Niño que guardaba silencio, tranqui-
lo, confiado a los cuidados de su Madre. No aparecía en Él ningún signo de su poder; mas les
ofreció la vista de un gran espectáculo: su humildad. Por eso, el espectáculo de este santo Niño,
el Hijo de Dios, presentaba a sus miradas una enseñanza que más tarde debía ser proclamada; y
lo que no profería aún el sonido de su voz, el simple hecho de verle hacía ya que Él lo enseñara.
Toda la victoria del Salvador, que ha subyugado al diablo y al mundo ha comenzado por
la humildad y ha sido consumada por la humildad. Ha inaugurado en la persecución sus días se-
ñalados, y también los ha terminado en la persecución. Al Niño no le ha faltado el sufrimiento, y
al que había sido llamado a sufrir no le ha faltado la dulzura de la infancia, pues el Unigénito de

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Dios ha aceptado, por la sola humillación de su majestad nacer voluntariamente hombre y poder
ser muerto por los hombres.
Si, por el privilegio de su humildad, Dios omnipotente ha hecho buena nuestra causa
tan mala, y si ha destruido a la muerte y al autor de la muerte (cfr. I Tim 1:10), no rechazando lo
que le hacían sufrir los perseguidores sino soportando con gran dulzura y por obediencia a su Pa-
dre las crueldades de los que se ensañaban contra Él, ¿cuánto más hemos de ser nosotros humil-
des y pacientes, puesto que, si nos viene alguna prueba, jamás se hace esto sin haberla merecido?
¿Quién se gloriará de tener un corazón casto y de estar limpio de pecado? Y, como dice San
Juan, si dijéramos que no tenemos pecado nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no
estaría con nosotros (I Jn 1:8). ¿Quién se encontrará libre de falta, de modo que la justicia nada
tenga de qué reprocharle o la misericordia divina qué perdonarle?
Por eso, amadísimos, la práctica de la sabiduría cristiana no consiste ni en la abundancia
de palabras, ni en la habilidad para discutir, ni en el apetito de alabanza y de gloria, sino en la
sincera y voluntaria humildad, que el Señor Jesucristo ha escogido y enseñado como verdadera
fuerza desde el seno de su Madre hasta el suplicio de la Cruz. Pues cuando sus discípulos dispu-
taron entre si, como cuenta el evangelista, quién será el más grande en el reino de los cielos, Él,
llamando a si a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: en verdad os digo, si no os mudáis
haciéndoos como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta
hacerse como un niño de éstos, éste será el más grande en el reino de los cielos (Mt 18:1-4).
Cristo ama la infancia, que Él mismo ha vivido al principio en su alma y en su cuerpo.
Cristo ama la infancia, maestra de humildad, regla de inocencia, modelo de dulzura. Cristo ama
la infancia; hacia ella orienta las costumbres de los mayores, hacia ella conduce a la ancianidad.
A los que eleva al reino eterno los atrae a su propio ejemplo.
Mas, si queremos ser capaces de comprender perfectamente cómo es posible llegar a una
conversión tan admirable y por qué transformación hemos de ir a la edad de los niños dejemos
que San Pablo nos instruya y nos diga: no seáis niños en el juicio; sed párvulos sólo en la mali-
cia, pero adultos en el juicio (I Cor 14:20).
No se trata, pues, de volver a los juegos de la niñez ni a las imperfecciones del comienzo,
sino tomar una cosa que conviene también a los años de la madurez; es decir, que pasen pronto
nuestras agitaciones interiores, que rápidamente encontremos la paz, no guardemos rencor por
las ofensas, ni codiciemos las dignidades, sino amemos encontrarnos unidos, y guardemos una
igualdad conforme a la naturaleza. Es un gran bien, en efecto, que no sepamos alimentar ni tener
gusto por el mal, pues inferir y devolver injuria es propio de la sabiduría de este mundo. Por el
contrario, no devolver mal por mal (cfr. Rm 12:17) es propio de la infancia espiritual, toda llena
de ecuanimidad cristiana.
A esta semejanza con los niños nos invita, amadísimos, el misterio de la fiesta de hoy.
Ésa es la forma de humildad que os enseña el Salvador Niño adorado por los Magos. Para mos-
trar aquella gloria que prepara a sus imitadores, ha consagrado con el martirio a los nacidos en su
tiempo; nacidos en Belén, como Cristo, han sido asociados a Él por su edad y por su pasión.
Amen, pues, los fieles la humildad y eviten todo orgullo; cada cual prefiera su prójimo a sí mis-
mo (cfr. I Cor 4:6), y que nadie busque su propio interés, sino el del otro (I Cor 10:14), de modo
que, cuando todos estén llenos del espíritu de benevolencia, no se encontrará en ninguna parte el
veneno de la envidia, pues el que se exalta será humillado y el que se humilla será exaltado (Lc
14:11). Así lo atestigua nuestro Señor Jesucristo, que, con el Padre y el Espíritu Santo, vive y
reina por los siglos de los siglos. Amén.

17
Un combate de santidad (Homilía I en la Cuaresma, 3-6).
Entramos, amadísimos, en la Cuaresma, es decir, en una fidelidad mayor al servicio del
Señor. Viene a ser como si entrásemos en un combate de santidad. Por tanto, preparemos nues-
tras almas a las embestidas de las tentaciones, sabiendo que cuanto más celosos nos mostremos
de nuestra salvación, más violentamente nos atacarán nuestros adversarios.
Pero el que habita en medio de nosotros es más fuerte que quien lucha contra nosotros.
Nuestra fortaleza viene de Él, en cuyo poder hemos puesto nuestra confianza. El Señor permitió
que le visitase el tentador, para que nosotros recibiésemos, además de la fuerza de su socorro, la
enseñanza de su ejemplo.
Acabáis de oírlo: venció a su adversario con las palabras de la Ley, no con el vigor de su
brazo. Sin duda, su Humanidad obtuvo más gloria y fue mayor el castigo del adversario, al triun-
far del enemigo de los hombres como mortal, en vez de como Dios. Ha combatido para enseñar-
nos a pelear en pos de El. Ha vencido para que nosotros del mismo modo seamos también ven-
cedores. Pues no hay, amadísimos, actos de virtud sin la experiencia de las tentaciones, ni fe sin
prueba, ni combate sin enemigo, ni victoria sin batalla.
La vida transcurre en medio de emboscadas, en medio de sobresaltos. Si no queremos
vernos sorprendidos, debemos vigilar. Si pretendemos vencer, hemos de luchar. Por eso dijo Sa-
lomón cuando era sabio: hijo, si entras a servir al Señor, prepara tu alma para la tentación (Sir
2:1). Lleno de la ciencia de Dios, sabía que no hay fervor sin trabajos y combates. Y previendo
los peligros, los advierte a fin de que estemos preparados para rechazar los ataques del tentador.
Instruidos por la enseñanza divina, amadísimos, entremos en el estadio escuchando lo que
el Apóstol nos dice sobre esta pelea: no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra
los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso (Ef 6:12).
No nos hagamos ilusiones. Estos enemigos, que desean perdernos, entienden bien que contra
ellos se encamina todo lo que intentamos en favor de nuestra salvación. Por eso, cada vez que
deseamos algún bien, provocamos al adversario. Entre ellos y nosotros existe una oposición in-
veterada, fomentada por el diablo, porque, habiendo sido ellos despojados de los bienes que nos
alcanza la gracia de Dios, nuestra justificación les tortura. Cuando nosotros nos levantamos, ellos
se hunden. Cuando volvemos a reponer nuestras fuerzas, ellos pierden la suya. Nuestros reme-
dios son sus llagas, pues la curación de nuestras heridas los lastima: estad, pues, alerta, dice el
Apóstol; ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestida la coraza de la justicia, y calzados los
pies, prontos para anunciar el Evangelio de la paz. Embrazad en todo momento el escudo de la
fe, con que podáis hacer inútiles los encendidos dardos del maligno. Tomad el yelmo de la salud
y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios (Ef 6:14-17).
Nos ha dado el escudo de la fe para proteger todo el cuerpo, ha colocado en nuestra cabe-
za el casco de la salvación, ha puesto en nuestras manos la espada, es decir, la palabra de verdad.
Así, el héroe de las luchas del espíritu no sólo está resguardado de las heridas, sino que puede
dañar también a quien le ataca.
Confiando en estas armas, entremos sin pereza y sin temor en la lucha que se nos propo-
ne, y, en este estadio en que se combate por el ayuno, no nos contentemos con abstenernos de la
comida. De nada sirve que se debilite la fuerza del cuerpo si no se alimenta el vigor del alma.
Mortifiquemos algo al hombre exterior, y restauremos al interior. Privemos a la carne de su ali-
mento corporal, y adquiramos fuerzas en el alma con las delicias espirituales. Que todo cristiano
se observe detenidamente y, con un severo examen, escudriñe el fondo de su corazón. Vea que
no haya allí alguna discordia o se haya instalado alguna concupiscencia. Mediante la castidad
arroje lejos la incontinencia, mediante la luz de la verdad disipe las tinieblas de la mentira. Des-

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infle el orgullo, apacigüe la ira, rompa los dardos nocivos, ponga un freno a la denigración de la
lengua, cese en las venganzas y olvídese de las injurias; brevemente: toda planta que no ha plan-
tado mi Padre celestial será arrancada (Mt 15:13). Pues, cuando las simientes extrañas hayan sido
arrancadas del campo de nuestro corazón, entonces serán alimentadas en nosotros las semillas de
la virtud (...).
Acordándonos de nuestras debilidades, que nos han hecho caer fácilmente en toda clase
de faltas, no descuidemos este remedio primordial y este medio tan eficaz en la curación de nues-
tras heridas: perdonemos, para que se nos perdone; concedamos la gracia que nosotros pedimos.
No busquemos la venganza, ya que nosotros mismos suplicamos el perdón. No nos hagamos sor-
dos a los gemidos de los pobres; otorguemos con diligente benignidad la misericordia a los indi-
gentes, para que podamos encontrar también nosotros misericordia el día del juicio.
El que, ayudado por la gracia de Dios, tienda con todo su corazón a esta perfección,
cumple fielmente el santo ayuno y, ajeno a la levadura de la antigua malicia, llegará a la bien-
aventurada Pascua con los ácimos de pureza y sinceridad (cfr. l Cor 5:8). Participando de una
vida nueva (cfr. Rm 6:4), merecerá gustar la alegría en el misterio de la regeneración humana.
Por Cristo nuestro Señor, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los
siglos. Amén.

San Vicente de Leríns.


San Vicente de Leríns murió antes del 450 y fue monje del famoso monasterio de Leríns, situa-
do en una isla frente a Niza. Semipelagiano según la terminología acuñada en el siglo XVI, se
opuso a San Agustín, rechazando su doctrina como novedad. Su obra más conocida es el
Commonitorium, escrito con elegancia y con fuerza, donde sienta explícitamente la doctrina so-
bre la tradición y su valor; esta obra ha sido también el punto de partida sobre el que más adelan-
te se desarrollaría el concepto de evolución homogénea del dogma.
De San Vicente de Lerins se sabe que era un gran conocedor de la Sagrada Escritura y
que murió hacia el año 450 en el monasterio de Lerins, al sur de Francia. La única obra suya que
conocemos es el Commonitorio, escrito hacia el año 434, en donde enuncia las principales reglas
para discernir la Tradición católica de los engaños de los herejes.
La palabra Conmonitorio, bastante frecuente como título de obras en aquella época, signi-
fica notas o apuntes puestos por escrito para ayudar a la memoria, sin pretensiones de componer
un tratado exhaustivo. En esta obra, San Vicente de Lerins se propuso facilitar, con ejemplos de
la Tradición y de la historia de la Iglesia, los criterios para conservar intacta la verdad católica.
No recurre a un método complicado. Las reglas que ofrece para distinguir la verdad del
error pueden ser conocidas y aplicadas por todos los cristianos de todos los tiempos, pues se re-
sumen en una exquisita fidelidad a la Tradición viva de la Iglesia. “No ceso de admirarme — es-
cribe — ante tanta insensatez de algunos hombres (...) que, no contentos con la regla de la fe,
entregada y recibida de una vez para siempre desde la antigüedad, buscan indefinidamente cada
día cosas nuevas, y siempre se empeñan en añadir, cambiar o sustraer algo a la religión; como si
no fuese una doctrina celestial a la que basta haber sido revelada de una vez para siempre, sino
una institución terrena que no pueda ser perfeccionada más que con una continua enmienda o,
más aún, rectificación.”
El Conmonitorio constituye una joya de la literatura patrística. Su enseñanza fundamental
es que los cristianos han de creer quod semper, quod ubique, quod ab ómnibus: sólo y todo cuan-

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to fue creído siempre, por todos y en todas partes. Varios Papas y Concilios han confirmado con
su autoridad la validez perenne de esta regla de fe. Sigue siendo plenamente actual este pequeño
libro escrito en una isla del sur de Francia, hace más de quince siglos.
Loarte

*****

La inteligencia de la fe (Commonitorio 22-23).


Es muy útil meditar con atención aquel pasaje del Apóstol: ¡oh Timoteo! custodia el de-
pósito evitando las novedades profanas en las expresiones (1Tm 6:20). Es el grito de una persona
que sabe y que ama. Preveía, en efecto, los errores que surgirían con el paso del tiempo, y se dol-
ía fuertemente de ellos.
¿Quién es hoy Timoteo, sino la Iglesia universal y especialmente todo el cuerpo de los
obispos, cuya misión principal es la de tener un conocimiento puro de la religión divina, para
transmitirlo luego a los demás? ¿Y qué quiere decir: custodia el depósito? Manténte vigilante —
dice — contra los ladrones y enemigos; no sea que, mientras todos duermen, vengan a hurtadillas
para sembrar la cizaña en medio del buen trigo que el Hijo del hombre ha sembrado en su cam-
po.
Pero ¿qué cosa es un depósito? Depósito es aquello que se te ha confiado, que no encon-
traste por ti mismo; lo has recibido, no lo has alcanzado con tus fuerzas. No es fruto del ingenio
personal, sino de enseñanza; no es un asunto privado, sino que pertenece a una tradición pública.
No procedió de ti, sino que vino a tu encuentro. Frente a él no puedes comportarte como si fueras
su autor, sino como un simple guardián. Tú no eres el iniciador, sino el discípulo; no te compete
manejarlo a tu antojo, sino que tu deber es seguirlo.
Custodia el depósito, dice el Apóstol: conserva inviolado y limpio el talento de la fe cató-
lica. Lo que se te ha confiado, eso mismo debes custodiar y transmitir. Oro has recibido, oro de-
vuelve. No puedo permitir que sustituyas una cosa por otra. No, tú no puedes desvergonzada-
mente cambiar el oro por plomo, ni engañar dando bronce en vez del metal precioso. Quiero oro
puro, no lo que sólo tiene apariencia de oro.
Oh Timoteo, oh sacerdote, intérprete de la Escritura, doctor: si la gracia divina te ha dado
el talento del ingenio, la experiencia o la doctrina, sé el Beseleel del tabernáculo espiritual. Tra-
baja las piedras preciosas del dogma divino, engárzalas fielmente, adórnalas con sabiduría, añá-
deles esplendor, gracia, belleza. Que tus explicaciones lleven a comprender más claramente lo
que ya se creía de manera oscura. Las generaciones futuras se alegrarán de haber entendido me-
jor, gracias a ti, lo que sus padres veneraban sin comprenderlo.
Sin embargo, presta atención a enseñar solamente lo que tú has recibido; no suceda que,
tratando de exponer la doctrina de siempre de manera nueva, acabes por añadir cosas nuevas.
Quizá alguno se pregunte: ¿entonces no es posible ningún progreso en la Iglesia de Cris-
to? ¡Claro que debe haberlo, y grandísimo! ¿Quién hay tan enemigo de los hombres y tan contra-
rio a Dios, que trate de impedirlo? Ha de ser, sin embargo, con la condición de que se trate ver-
daderamente de progreso para la fe, y no de cambio. Es característico del progreso que una cosa
crezca, permaneciendo siempre idéntica a sí misma; propio del cambio es, por el contrario, que
una cosa se transforme en otra.
Crezca, por tanto, y progrese de todas las maneras posibles, el conocimiento, la inteligen-
cia, la sabiduría tanto de cada uno como de la colectividad, tanto de un solo individuo como de
toda la Iglesia, de acuerdo con la edad y con los tiempos; pero de modo que esto ocurra exacta-

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mente según su peculiar naturaleza, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido, según la
misma interpretación.
Que la religión imite así en las almas el modo de desarrollarse de los cuerpos. Sus órga-
nos, aunque con el paso de los años se desarrollan y crecen, permanecen siempre los mismos.
Qué diferencia tan grande hay entra la flor de la infancia y la madurez de la ancianidad! Y, sin
embargo, aquellos que son ahora viejos, son los mismos que antes fueron adolescentes. Cambiará
el aspecto y la apariencia de un individuo, pero se tratará siempre de la misma naturaleza y de la
misma persona. Pequeños son los miembros del niño, y más grandes los de los jóvenes; y sin
embargo son idénticos. Tantos miembros poseen los adultos cuantos tienen los niños; y si algo
nuevo aparece en edad más madura, es porque ya preexistía en embrión, de manera que nada
nuevo se manifiesta en la persona adulta si no se encontraba al menos latente en el muchacho.
Éste es, sin lugar a dudas, el proceso regular y normal de todo desarrollo, según las leyes
precisas y armoniosas del crecimiento. Y así, el aumento de la edad revela en los mayores las
mismas partes y proporciones que la sabiduría del Creador había delineado en los pequeños. Si la
figura humana adquiriese más tarde un aspecto extraño a su especie, si se le añadiese o quitase
algún miembro, todo el cuerpo perecería, o se haría monstruoso, o al menos se debilitaría.
Las mismas leyes del crecimiento ha de seguir el dogma cristiano, de manera que se con-
solide en el curso de los años, se desarrolle en el tiempo, se haga más majestuoso con la edad; de
modo tal, sin embargo, que permanezca incorrupto e incontaminado, íntegro y perfecto en todas
sus partes y, por decirlo de alguna manera, en todos sus miembros y sentidos, sin admitir ningu-
na alteración, ninguna pérdida de sus propiedades, ninguna variación de lo que ha sido definido.
Pongamos un ejemplo. En épocas pasadas, nuestros padres han sembrado el buen trigo de
la fe en el campo de la Iglesia; sería absurdo y triste que nosotros, descendientes suyos, en lugar
del trigo de la auténtica verdad recogiésemos la cizaña fraudulenta del error (cfr. Mt 13:24-30).
Por el contrario, es justo y lógico que la siega esté de acuerdo con la siembra, y que nosotros re-
cojamos — cuando el grano de la doctrina llega a madurar — el buen trigo del dogma. Si, con el
paso del tiempo, algún elemento de las semillas originarias se ha desarrollado y ha llegado feliz-
mente a plena maduración, no se puede decir que el carácter específico de la semilla haya cam-
biado; quizá habrá una mutación en el aspecto, en la forma externa, una diferenciación más pre-
cisa, pero la naturaleza propia de cada especie del dogma permanece intacta.
No ocurra nunca, por tanto, que los rosales de la doctrina católica se transformen en car-
dos espinosos. No suceda nunca, repito, que en este paraíso espiritual donde germina el cinamo-
mo y el bálsamo, despunten de repente la cizaña y las malas hierbas. Todo lo que la fe de nues-
tros padres ha sembrado en el campo de Dios, que es la Iglesia (cfr. 1 Cor 3:9), todo eso deben
los hijos cultivar y defender llenos de celo. Sólo esto, y no otras cosas, debe florecer y madurar,
crecer y llegar a la perfección.

La regla de la fe (Commonitorio, 25 y 27).


Quizás alguien pregunte si también los herejes utilizan los testimonios de la divina Escri-
tura. Los utilizan abierta y apasionadamente. Puede vérseles revolotear por cualquiera y cada uno
de los volúmenes de la Santa Ley, por los libros de Moisés y de los Reyes, por los Salmos, por
los Apóstoles, por los Evangelios, por los Profetas. Ya sea entre los suyos o entre extraños, en
privado o en público, en conversaciones o en libros, en convites o en plazas, casi nunca presen-
tan nada propio sin intentar disimularlo también con palabras de la Escritura.
Mira los opúsculos de Pablo de Samosata, de Prisciliano, de Eunomio de Joviniano y de
los demás herejes; verás un acervo infinito de textos y que no hay casi ninguna página que no

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esté coloreada y maquillada con citas del Nuevo o del Antiguo Testamento. Y tanto más se han
de evitar y temer esos escritos cuanto más se ocultan tras la mampara de la Ley divina. Saben
bien que no agradarán a casi nadie sus malos olores, si los exhalan sin disimulo y al natural; así
pues, los rocían como con cierto aroma de palabras divinas, para que aquél que habría desprecia-
do fácilmente el error humano, tema despreciar las palabras divinas. Por eso hacen lo mismo que
suelen hacer aquellos que, habiendo de dar a los niños una pócima amarga, untan previamente
con miel los bordes de la copa, para que la edad incauta, al presentir la dulzura, no tema el amar-
gor. Esto mismo tienen gran cuidado de hacer aquellos que rotulan de antemano con nombres de
medicamentos las malas hierbas y jugos nocivos, para que casi nadie sospeche que es un veneno
lo que se presenta como medicina.
Por esta razón, exclamaba el Salvador: guardaos bien de los falsos profetas que vienen a
vosotros con piel de ovejas, pero por dentro son lobos voraces (Mt 7:15-16). ¿Que otra cosa es
piel de ovejas sino las palabras de los profetas y apóstoles que ellos con sinceridad de oveja en-
tretejieron como un vellocino para aquel cordero inmaculado (1 Pet 1:19), que quita el pecado
del mundo (Jn 1:29)? ¿Quiénes son los lobos voraces sino el sentir fiero y rabioso de los herejes,
que siempre devastan los apriscos de la Iglesia y desgarran la grey de Cristo por cualquier lugar
que pueden? Para sorprender más arteramente a las ovejas incautas, conservando su ferocidad de
lobos, deponen su aspecto de lobos y se revisten, como de vellocino, con las palabras de la Ley
divina, para que nadie, al ver primero la suavidad de la lana, tema jamás la mordedura de los
dientes.
Pero, ¿qué dice el Salvador? Por sus frutos los conoceréis (Mt 7:16). Esto es: cuando
hayan comenzado no sólo a citar, sino también a exponer aquellas divinas palabras; no sólo a
acogerse a ellas, sino también a interpretarlas, entonces se mostrará aquella amargura, aquella
animosidad, aquella rabia; entonces se exhalará el nuevo virus; entonces aparecerán las profanas
novedades (1 Tim 6:20); entonces verás que se rompe el primer cercado (Qoh 10:8), que los
límites establecidos por nuestros padres son desplazados (Prv 22:98), que se ataca a la fe católi-
ca, que se destroza el dogma de la Iglesia.
Así eran aquellos a quienes fustiga el Apóstol Pablo en la segunda carta a los Corintios,
cuando dice: porque éstos son falsos apóstoles, obreros fraudulentos que se disfrazan de apósto-
les de Cristo (2Co 11:13-15). ¿Qué quiere decir que se disfrazan de apóstoles de Cristo? Invoca-
ban los Apóstoles los testimonios de la Ley divina; ellos los invocaban también. Citaban los
Apóstoles autoridades de los Salmos; ellos también los aducían. Pero, cuando comenzaron a in-
terpretar de modo distinto aquello que habían citado del mismo modo, se distinguían claramente
los auténticos de los fraudulentos, los sencillos de los enmascarados, los rectos de los perversos,
los verdaderos Apóstoles de los falsos apóstoles. Y no es de extrañar — prosigue —, pues el
mismo Satanás se transforma en ángel de luz. Así, no es mucho que sus ministros se transformen
en ministros de justicia (2 Cor 11:14-15). Luego, según la enseñanza del Apóstol, cada vez que
los pseudo-apóstoles, los pseudo-profetas, los pseudo-doctores aducen citas de la Ley divina con
las que intentan — interpretándolas mal — apoyar sus errores, no hay duda ninguna de que eje-
cutan las astutas maquinaciones de su padre, maquinaciones que él no hubiese inventado, si no
supiese muy bien que no existe modo mas fácil de engañar que éste: poner por delante la autori-
dad de la Palabra divina en el mismo lugar en el que se introduce furtivamente el engaño del
error impío.
(...) Pero, dirá alguien: ¿qué deben hacer los católicos e hijos de la Madre Iglesia, si tam-
bién el diablo y sus discípulos — de los que unos son pseudo-apóstoles, otros pseudo-profetas,
otros pseudo-doctores (cfr. 2 Cor 11:13; 2 Pe 2:1), y todos herejes manifiestos —, usan de las

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palabras, de los dichos, de las promesas divinas? ¿Cómo discernirán en las santas Escrituras la
verdad del error?
Pondrán sumo empeño en poner por obra aquello que, como escribimos al principio de
este Conmonitorio, nos han transmitido los varones santos y doctos: interpretar la Sagrada Escri-
tura según las tradiciones de la Iglesia universal y conforme a las reglas del dogma católico. Del
mismo modo, en esta Iglesia católica y apostólica, es necesario que sigan la universalidad, la an-
tigüedad, el consentimiento; que si alguna vez una parte se rebela contra la universalidad, la no-
vedad contra la antigüedad, la disensión de uno o de pocos extraviados contra el consentimiento
de todos o de la mayor parte de los católicos, prefieran la integridad de la universalidad a la co-
rrupción de la parte; que en esta misma universalidad, antepongan la religión de la antigüedad a
lo profano de la novedad; y, de igual modo, que en la misma antigüedad, antepongan a la temeri-
dad de uno o de unos pocos los decretos generales de un concilio universal, si los hubiere; y, si
no los hubiere, sigan lo más próximo, es decir, el sentir unánime de muchos y grandes maestros.
Si, con la ayuda de Dios, cumplimos estas normas con fidelidad, prudencia y solicitud, no nos
será difícil detectar todos los errores perniciosos de cuantos herejes aparezcan.

Commonitorio [1] de San Vicente de Lerins [2].


Introducción. 1. Dado que la Escritura nos aconseja: Pregunta a tus padres y te expli-
carán, a tus ancianos y te enseñaráni[3]; Presta oídos a las palabras de los sabiosii[4]; y también:
Hijo mío, no olvides estas enseñanzas, conserva mis preceptos en tu corazóniii[5], a mí, Peregri-
no, último entre todos los siervos de Dios, me parece que es cosa de no poca utilidad poner por”
escrito las enseñanzas que he recibido fielmente de los Santos Padres. Para mí esto es absoluta-
mente imprescindible, a causa de mi debilidad, para tener así al alcance de la mano una ayuda
que, con una lectura asidua, supla las deficiencias de mi memoria. Me inducen a emprender este
trabajo, además, no sólo la utilidad de esta obra, sino también la consideración del tiempo y la
oportunidad del lugar. En cuanto al tiempo, ya que él nos arrebata todo lo que hay de humano,
también nosotros debemos, en compensación, robarle algo que nos sea gozoso para la vida eter-
na, tanto más cuanto que ver acercarse el terrible juicio divino nos invita a poner mayor empeño
en el estudio de nuestra fe; por otra parte, la astucia de los nuevos herejes reclama de nosotros
una vigilancia y una atención cada vez mayores. En cuanto al lugar, porque alejados de la mu-
chedumbre y del tráfago de la ciudad, habitamos un lugar muy apartado en el que, en la celda
tranquila de un monasterio, se puede poner en práctica, sin temor de ser distraídos, lo que canta
el salmista: Descansad y ved que soy el Señoriv[6]. Aquí, todo se armoniza para alcanzar mis
aspiraciones. Durante mucho tiempo he sido perturbado por las diferentes y tristes peripecias de
la vida secular. Gracias a la inspiración de Jesucristo, conseguí por fin refugiarme en el puerto de
la religión, siempre segurísimo para todos. Dejados atrás los vientos de la vanidad y del orgu-
llo, ahora me esfuerzo en aplacar a Dios mediante el sacrificio de la humildad cristiana, pa-
ra poder así evitar no sólo los naufragios de la vida presente, sino también las llamas de ]a futura.
Puesta mi confianza en el Señor, deseo, pues, dar comienzo a la obra que me apremia, cuya fina-
lidad es poner por escrito todo lo que nos ha sido transmitido por nuestros padres y que hemos
recibido en depósito. Mi intento es exponer cada cosa más con la fidelidad de un relator, que no
con la presunción de querer hacer una obra original. No obstante, me atendré a esta ley al escri-
bir: no decirlo todo, sino resumir lo esencial con estilo fácil y accesible, prescindiendo de la ele-
gancia y del amaneramiento, de manera que la mayor parte de las ideas parezcan más bien enun-
ciadas que explicadas. Que escriban brillantemente y con finura quienes se sienten llevados a
ello por profesión o por confianza en su propio talento. En lo que a mí respecta, ya tengo bastan-

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te con preparar estas anotaciones para ayudar a mi memoria, o mejor dicho, a mi falta de memo-
ria. No obstante, no dejaré de poner empeño, con la ayuda de Dios, en corregirlas y completarlas
cada día, meditando en lo que he aprendido. Así, pues, en el caso de que estos apuntes se pierdan
y vayan a acabar en manos de personas santas, ruego a éstas que no se apresuren a echarme en
cara que algo de lo que en estas notas se contiene espera todavía ser rectificado y corregido, se-
gún mi promesa.

Regla para Distinguir la Verdad Católica del Error 2.


Habiendo interrogado con frecuencia y con el mayor cuidado y atención a numerosísimas
personas, sobresalientes en santidad y en doctrina, sobre cómo poder distinguir por medio de una
regla segura, general y normativa, la verdad de la fe católica de la falsedad perversa de la herejía,
casi todas me han dado la misma respuesta: “Todo cristiano que quiera desenmascarar las intri-
gas de los herejes que brotan a nuestro alrededor, evitar sus trampas y mantenerse íntegro e incó-
lume en una fe incontaminada, debe, con la ayuda de Dios, pertrechar su fe de dos maneras: con
la autoridad de la ley divina ante todo, y con la tradición de la Iglesia Católica.” Sin embargo,
alguno podría objetar: Puesto que el Canonv[7] de las Escrituras es de por sí más que suficiente-
mente perfecto para todo, ¿qué necesidad hay de que se le añada la autoridad de la interpretación
de la Iglesia? Precisamente porque la Escritura, a causa de su misma sublimidad, no es entendida
por todos de modo idéntico y universal. De hecho, las mismas palabras son interpretadas de ma-
nera diferente por unos y por otros. Se podría decir que tantas son las interpretaciones como los
lectores. Vemos, por ejemplo, que Novaciano explica la Escritura de un modo, Sabeliovi[8] de
otro, Donatovii[9], Eunomioviii[10], Macedonioix[11], de otro; y de manera diversa la interpre-
tan Fotinox[12], Apolinarxi[13], Priscilianoxii[14], Jovinianoxiii [15], Pelagioxiv[16], Celesti-
noxv[17] y, en nuestros días, Nestorioxvi[18]. Es pues, sumamente necesario, ante las múltiples
y enrevesadas tortuosidades del error, que la interpretación de los Profetas y de los Apóstoles se
haga siguiendo la pauta del sentir católico. En la Iglesia Católica hay que poner el mayor cuidado
para mantener lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por todos. Esto es lo verdadera y
propiamente católico, según la idea de universalidad que se encierra en la misma etimología de la
palabra. Pero esto se conseguirá si nosotros seguimos la universalidad, la antigüedad, el consenso
general. Seguiremos la universalidad, si confesamos como verdadera y única fe la que la Iglesia
entera profesa en todo el mundo; la antigüedad, si no nos separamos de ninguna forma de los
sentimientos que notoriamente proclamaron nuestros santos predecesores y padres; el consenso
general, por último, si, en esta misma antigüedad, abrazamos las definiciones y las doctrinas de
todos, o de casi todos, los Obispos y Maestros.

Ejemplo de Cómo Aplicar la Regla 3.


¿Cuál deberá ser la conducta de un cristiano católico, si alguna pequeña parte de la Igle-
sia se separa de la comunión en la fe universal? — No cabe duda de que deberán anteponer la
salud del cuerpo entero a un miembro podrido y contagioso. — Pero, ¿y si se trata de una nove-
dad herética que no está limitada a un pequeño grupo, sino que amenaza con contagiar a la Igle-
sia entera? — En tal caso, el cristiano deberá hacer todo lo posible para adherirse a la antigüe-
dad, la cual no puede evidentemente ser alterada por ninguna nueva mentira. ¿Y si en la antigüe-
dad se descubre que un error ha sido compartido por muchas personas, o incluso por toda una
ciudad, o por una región entera? — En este caso pondrá el máximo cuidado en preferir los decre-
tos — si los hay — de un antiguo Concilio Universal, a la temeridad y a la ignorancia de todos
aquellos. ¿Y si surge una nueva opinión, acerca de la cual nada haya sido todavía definido? —

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Entonces indagará y confrontará las opiniones De nuestros mayores, pero solamente de aquellos
que, siempre permanecieron en la comunión y en la fe de la única Iglesia Católica y vinieron a
ser maestros probados de la misma. Todo lo que halle que, no por uno o dos solamente, sino por
todos juntos de pleno acuerdo, haya sido mantenido, escrito y enseñado abiertamente, frecuente y
constantemente, sepa que él también lo puede creer sin vacilación alguna.

Ejemplos Históricos Contra el Error 4.


Para poner más de relieve cuanto he dicho, documentaré con ejemplos mis aserciones,
tratando de ello con un poco de mayor detenimiento, para que no suceda que el deseo de ser bre-
ve a toda costa, me haga dejar atrás cosas importantes. En el tiempo de Donatoxvii[19], de quien
han tomado el nombre los donatistas, una parte considerable de África siguió las delirantes abe-
rraciones de este hombre. Olvidándose de su nombre, de su religión de su profesión de fe, ante-
pusieron a la Iglesia de Cristo la sacrílega temeridad de un solo individuo. Quienes se opusieron
entonces al impío cisma permanecieron unidos a las Iglesias del mundo entero y sólo ellos entre
todos los africanos pudieron permanecer a salvo en el santuario de la fe católica. Obrando así,
dejaron a quienes habrían de venir el ejemplo egregio de cómo se debe preferir siempre el equili-
brio de todos los demás a la locura de unos de pocos. Un caso análogo sucedió cuando el veneno
de herejía arriana contaminó no ya una pequeña región, sino el mundo entero, hasta el punto de
que casi todos los obispos latinos cedieron ante la herejía, algunos obligados con violencia, otros
sacerdotes reducidos y engañados. Una especie de neblina ofuscó entonces sus mentes, y ya no
podían distinguir, en medio de tanta confusión de ideas, cuál era el camino seguro que debían
seguir. Solamente el verdadero y fiel discípulo de Cristo que prefirió la antigua fe a la nueva per-
fidia no fue contaminado por aquélla peste contagiosa. Lo que por entonces sucedió muestra su-
ficientemente los graves males a que puede dar lugar un dogma inventado. Todo se revolucionó:
no sólo relaciones, parentescos, amistades, familias, sino también ciudades, pueblos, regiones. El
mismo Imperio Romano fue sacudido hasta sus fundamentos y trastornado de, arriba abajo cuan-
do la sacrílega innovación arriana, como nueva Bellona o Furia, sedujo incluso al Emperador, el
primero de todos los hombres. Después de haber sometido a sus nuevas leyes incluso a los más
insignes dignatarios de la corte, la herejía empezó a perturbar, trastornar, ultrajar toda cosa, pri-
vada y pública, profana y religiosa. Sin hacer ya distinción entre lo bueno y lo malo, entre lo
verdadero y lo falso, atacaba a mansalva a todo el que se ponía por delante. Las esposas fueron
deshonradas, las viudas ultrajadas, las vírgenes profanadas. Se demolieron monasterios, se dis-
persaron los clérigos; los diáconos fueron azotados con varas y los sacerdotes fueron enviados al
exilio. Cárceles y minas se colmaron de santos. Muchísimos, arrojados de las ciudades, anduvie-
ron errantes sin posada hasta que en los desiertos, en las cuevas, entre las rocas abruptas perecie-
ron miserablemente, víctimas de las bestias salvajes y de la desnudez, del hambre y de la
sedxviii [20]. ¿Y cuál fue la causa de todo esto? Una sola: la introducción de creencias humanas
en el lugar del dogma venido del cielo. Esto ocurre cuando, por la introducción de una innova-
ción vacía, la antigüedad fundamentada en los más seguros basamentos es demolida, viejas doc-
trinas son pisoteadas, los decretos de los Padresxix[21] son desgarrados, las definiciones de
nuestros mayores son anuladas; y esto, sin que la desenfrenada concupiscencia de novedades
profanas consiga mantenerse en los nítidos límites de una tradición sagrada e incontaminada.

Testimonio de San Ambrosio 5.


Es posible que alguno piense que yo invento o exagero por amor a la antigüedad y odio a
las novedades. Quienquiera que así piense, preste por lo menos audiencia a San Ambrosioxx[22],

25
el cual, en el segundo libro dedicado al Emperador Graciano, deplorando la perversidad de los
tiempos, exclamaba: “Dios Todopoderoso, nuestros sufrimientos y nuestra sangre ya han resca-
tado suficientemente las matanzas de confesoresxxi[23], el exilio de obispos y tantas otras cosas
impías y nefandas. Ha quedado más que claro que quienes han violado la fe no pueden estar se-
guros”xxii[24]. Y en el tercer libro de la misma obra dice: “Observamos fielmente los preceptos
de nuestros Padres, y no rompemos con insolente temeridad el sello de la herencia. Porque ni los
señores, ni las Potestades, ni los Ángeles, ni los Arcángeles han osado abrir aquel profético libro
sellado: sólo a Cristo compete el derecho de desplegarlo.” “¿Quién de nosotros se atrevería a
romper el sello del libro sacerdotal, sellado por los confesores y consagrado por tantos mártires?
Incluso aquellos mismos que, constreñidos por la violencia, lo habían violado, inmediatamente
rechazaron el engaño en que habían caído y tornaron a la fe antigua. Quienes no osaron violarlo,
vinieron a ser confesores y mártires. ¿Cómo podríamos renegar de su fe, si celebramos precisa-
mente su victoria?”xxiii [25]. A todos ellos vaya, oh venerable Ambrosio, nuestra alabanza, nues-
tro encomio, nuestra admiración. ¿Quién sería tan estulto que, no pudiendo igualarlos, no desee
al menos imitar a estos hombres, a quienes ninguna violencia consiguió desviar de la fe de los
Padres? Amenazas, lisonjas, esperanza de vida, temor a la muerte, guardias, corte, emperador,
autoridades, no sirvieron de nada: hombres y demonios fueron impotentes ante ellos. Su tenaz
apegamiento a la fe antigua los hizo dignos, a los ojos del Señor, de una gran recompensa. Por
medio de ellos, Él quiso levantar las Iglesias postradas, volver a infundir nueva vida a las comu-
nidades cristianas agotadas, restituir a los sacerdotes las coronas caídas. Con las lágrimas de los
obispos que permanecieron fieles, Dios ha limpiado, como con una fuente celestial, no ya las
fórmulas materiales, sino la mancha moral de la impiedad nueva. Por medio de ellos, en fin, ha
reconducido al mundo entero — todavía sacudido por la violenta y repentina tempestad de la
herejía — de la nueva perfidia a la fe antigua, de la reciente insana a la primitiva salud, de la ce-
guera nueva a la luz de antes. Mas lo que debemos destacar principalmente en este valor casi di-
vino de los confesores es que han defendido la fe antigua de la Iglesia universal y no la creencia
de ninguna fracción de ella. Nunca habría sido posible que tan grandes hombres se prodigasen en
un esfuerzo sobrehumano para sostener las conjeturas erróneas y contradictorias de uno o dos
individuos, o que se empleasen a fondo en favor de la irreflexiva opinión de una pequeña provin-
cia. En los decretos y en las definiciones de todos los obispos de la Santa Iglesia, herederos de la
verdad apostólica y católica, es en lo que han creído, prefiriendo exponerse a sí mismos a la
muerte antes que traicionar la antigua fe universal. Así merecieron alcanzar una gloria tan gran-
de, que fueron considerados como confesores.

Testimonio del Papa Esteban 6.


El ejemplo verdaderamente grande y divino de estos Bienaventurados debería ser objeto
constante de meditación para todo verdadero católico. Ellos, irradiando como un candelabro de
siete brazos la luz septiforme del Espíritu Santoxxiv[26], han mostrado, de manera clarísima, a
los que vendrían detrás, cómo en un futuro, ante cualquier verborrea jactanciosa del error, se
puede aniquilar la audacia de innovaciones impías con la autoridad de la antigüedad consagrada.
Por lo demás, esta manera de actuar no es novedad en la Iglesia; efectivamente, en ella siempre
se observó que cuanto más ha crecido el fervor de la piedad, con tanta mayor presteza se ha
puesto barrera a las nuevas invenciones. Hay una gran cantidad de ejemplos, pero para no alar-
garme demasiado, sólo me referiré a uno, adecuadísimo para nuestra finalidad, tomándolo de la
historia de la Sede Apostólica. Todos podrán ver, con más claridad que la propia luz, con cuánta
fortaleza, diligencia y celo los venerables sucesores de los santos Apóstoles han defendido siem-

26
pre la integridad de la doctrina recibida una vez para siempre. Sucedió que el Obispo de Cartago,
Agripinoxxv[27], de piadosa memoria, tuvo la idea de hacer que los herejes se volvieran a bauti-
zar; y esto contra la Escritura, contra la norma de la Iglesia universal, contra la opinión de sus
colegas, contra las costumbres y los usos de los Padres. Esto dio origen a grandes males, porque
no sólo ofrecía a todos los herejes un ejemplo de sacrilegio, sino que también fue ocasión de
error para no pocos católicos. Dado que en todas partes se protestaba contra esta novedad, y en
cada sitio los obispos tomaban diferentes posturas con respecto a ella, según les dictaba su propio
celo, el Papa Esteban, de santa memoria, se sumó con mayor fuerza que nadie a la oposición de
sus colegas, pues entendía — acertadamente, a mi parecer — que debía sobrepasar a todos en la
devoción a la fe tanto cuanto los sobrepasaba por la autoridad [28]. Escribió entonces una carta a
África y decretó en estos términos: “Ninguna novedad, sino sólo lo que ha sido transmitido.” Sa-
bía aquel hombre santo y prudente que la misma naturaleza de la religión exige que todo sea
transmitido a los hijos con la misma fidelidad con la cual ha sido recibido de los padres, y que,
además, no nos es lícito llevar y traer la religión por donde nos parezca, sino que más bien somos
nosotros los que tenemos que seguirla por donde ella nos conduzca. Y es propio de la humildad y
de la responsabilidad cristiana no transmitir a quienes nos sucedan nuestras propias opiniones,
sino conservar lo que ha sido recibido de nuestros mayores. ¿Cómo acabó, pues, la cosa? ¿Cómo
había de acabar sino de la manera acostumbrada y normal? Se atuvieron a la antigüedad y se re-
chazó la novedad. ¿Es que acaso no hubo defensores de la innovación? Al contrario, hubo un tal
despliegue de ingenios, una tal profusión de elocuencia, un número tan grande de partidarios,
tanta verosimilitud en las tesis, tal cúmulo de citas de la Sagrada Escritura, aun que interpretada
en un sentido totalmente nuevo y errado, que de ninguna manera, creo yo, se habría podido su-
perar toda aquella concentración de fuerzas, si la innovación tan acérrimamente abrazada, defen-
dida, alabada, no se hubiera venido abajo por sí misma, precisamente a causa de su novedad.
¿Qué ocurrió con los decretos de aquel concilio africano y cuáles fueron sus consecuen-
cias?xxvi[29]. Gracias a Dios no sirvieron para nada. Todo se esfumó como un sueño y una fábu-
la y fue abolido como cosa inútil, rechazado, no tenido en cuenta. Pero he aquí que se produjo
una situación paradójica. Los autores de aquella opinión son considerados católicos, y en cambio
sus seguidores son herejes; los maestros fueron perdonados y los discípulos condenados. Quienes
escribieron los libros erróneos serán llamados hijos del reino, mientras que el infierno acogerá a
quienes se hacen sus defensoresxxvii[30]. ¿Quién puede ser tan loco hasta el punto de poner en
duda que el beato Cipriano, luz esplendorosa entre todos los santos obispos y mártires, reina jun-
to con sus colegas eternamente con Cristo? Y al contrario, ¿quién podría ser tan sacrílego que
negase que los donatistas y las otras pestes, que presuntuosamente quieren rebautizar apoyándose
en la autoridad de aquel concilio, arderán eternamente con el diablo?

Astucia Táctica de los Herejes 7.


A mi modo de ver, un juicio tan severo fue pronunciado por el Cielo a causa de la malicia
de estos mixtificadores, que no dudaban en encubrir con otro nombre las herejías que fabricaban.
Con frecuencia se apropiaban de pasajes complicados y poco claros de algún autor antiguo, los
cuales, por su misma falta de claridad parecía que concordaban con sus teorías; así simulaban
que no eran los primeros ni los únicos que pensaban de esa manera. Esta falta de honradez yo la
califico de doblemente odiosa, porque no tienen escrúpulo alguno en hacer que otros beban el
veneno de la herejía, y por que mancillan la memoria de personas santas, como si esparcieran al
viento, con mano sacrílega, sus cenizas dormidas. Haciendo revivir determinadas opiniones, que
mejor era dejar enterradas en el silencio, llevan a cabo una difamación. En esto siguen a la per-

27
fección las huellas de su primer modelo Cam, que no sólo no se preocupó de cubrir la desnudez
de Noé, sino que la hizo notar a los demás para burlarsexxviii [31]. A causa de una ofensa tan
grave a la piedad filial, hasta sus descendientes estuvieron incursos en la maldición que mereció
su pecado. Su comportamiento fue totalmente contrario al de sus hermanos, los cuales se negaron
a profanar con su mirada la venerable desnudez de su padre y a exponerle a las miradas de otros,
sino que, como está escrito, lo cubrieron acercándose de espaldas. No aprobaron ni censuraron el
error de aquel hombre santo, y por eso merecieron una espléndida bendición, que se extendió a
sus hijos de generación en generación. Pero volvamos a nuestro tema. Debemos tener horror,
como si de un delito se tratara, a alterar la fe y corromper el dogma; no sólo la disciplina de la
constitución de la Iglesia nos impide hacer una cosa así, sino también la censura de la autoridad
apostólica. Todos conocemos con cuánta firmeza, severidad y vehemencia San Pablo se lanza
contra algunos que, con increíble frivolidad, se habían alejado en poquísimo tiempo de aquel que
los había llamado a la gracia de Cristo, para pasarse a otro Evangelio, aun que la verdad es que
no existe otro Evangelio xxix[32]; además, se habían rodeado de una turba de maestros que se-
cundaban sus caprichos propios, y apartaban los oídos de la verdad para darlos a las fábulas
xxx[33], incurriendo así en la condenación de haber violado la fe primera xxxi[34]. Se habían
dejado engañar por aquellos de quienes escribe el mismo Apóstol en su carta a los hermanos de
Roma: Os ruego, hermanos, que os guardéis de aquellos que originan entre vosotros disensiones
y escándalos, enseñando contra la doctrina que vosotros habéis aprendido; evitad su compañía.
Estos tales no sirven a Cristo Señor nuestro, sino a su propia sensualidad; y con palabras dulces y
con adulaciones seducen los corazones de los sencillos xxxii[35]. Se introducen en las casas y
hacen esclavas a las mujerzuelas cargadas de pecados y movidas por toda clase de deseos, las
cuales, aunque siempre dispuestas a instruirse, no consiguen llegar nunca al conocimiento de la
verdadxxxiii [36]. Charlatanes y seductores, revolucionan familias enteras, enseñando lo que no
conviene, con el fin de adquirir una vil ganancia xxxiv[37]. Hombres de mente corrompida y
descalificados en materia de fe xxxv[38], presuntuosos e ignorantes, que se enzarzan en discu-
sioncillas y en diatribas estériles; privados de la verdad, piensan que la piedad es algo lucrati-
voxxxvi[39]. Como no tienen nada en que ocuparse, se dedican al correteo; y no sólo están ocio-
sos, sino que son parlanchines e indiscretos, hablando de lo que no debenxxxvii [40]. Han des-
preciado una buena conciencia y han naufragado en la fexxxviii [41]. Sus palabrerías fútiles y
profanas hacen que cada vez vayan más adelante en la impiedad, y esas palabras suyas corroen
como la gangrenaxxxix[42]. Con razón se ha escrito de ellos: no lograrán sus intentos, por que su
necedad se hará patente a todos, como se hizo la de aquellos (Jannes y Mambres)xl[43].

Advertencia de San Pablo a los Galatas 8.


Individuos de esa ralea, que recorrían las provincias y las ciudades mercadeando con sus
errores, llegaron hasta los Gálatas. Estos, al escucharlos, experimentaron como una cierta repug-
nancia hacia la verdad; rechazaron el maná celestial de la doctrina católica y apostólica y se de-
leitaron con la sórdida novedad de la herejía. La autoridad del Apóstol se manifestó entonces con
su más grande severidad: aun cuando nosotros mismos, o un ángel del cielo os predicase un
Evangelio diferente del que nosotros os hemos anunciado, sea anatemaxli[44]. ¿Y por qué dice
San Pablo aun cuando nosotros mismos, y no dice ¿aunque yo mismo? Porque quiere decir que
incluso si Pedro, o Andrés, o Juan, o el Colegio entero de los Apóstoles anunciasen un Evangelio
diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. Tremendo rigor, con el que, para afirmar la
fidelidad a la fe primitiva, no se excluye ni así mismo ni a los otros Apóstoles. Pero esto no es
todo: aunque un ángel del cielo os predicase un Evangelio diferente del que nosotros os hemos

28
anunciado, sea anatema. Para salvaguardar la fe entregada una vez para siempre, no le bastó re-
cordar la naturaleza humana, sino que quiso incluir también la excelencia angélica: aunque
nosotros — dice — o un ángel del cielo. No es que los santos o los ángeles del cielo puedan pe-
car, sino que es para decir: incluso si sucediese eso que no puede suceder, cualquiera que fuese el
que intentase modificar la fe recibida, este tal sea anatema. ¡Pero quizá el Apóstol escribió estas
palabras a la ligera, movido más por un ímpetu pasional humano que por inspiración divina!
Continúa, sin embargo, y repite con insistencia y con fuerza la misma idea, para hacer que pene-
tre: cualquiera que os anuncie un Evangelio diferente del que habéis recibido, sea anate-
maxlii[45]. No dice: si uno os predicara un Evangelio diferente del nuestro, sea bendito, alabado,
acogido; sino que dice: sea anatema, es decir, separado, alejado, excluido, con el fin de que el
contagio funesto de una oveja infectada no se extienda, con su presencia mortífera, a todo el re-
baño inocente de Cristo.

Valor Universal de la Advertencia Paulina 9.


Podría pensarse que estas cosas fueron dichas sólo para los Gálatas. En ese caso, también
las demás recomendaciones que se hacen en el resto de la carta serían válidas solamente para los
Gálatas. Por ejemplo: si vivimos por el Espíritu, procedamos también según el Espíritu. No sea-
mos ambiciosos de vanagloria, provocándonos los unos a los otros y envidiándonos recíproca-
mentexliii [46]. Pues si esto nos parece absurdo, ello quiere decir que esas recomendaciones se
dirigen a todos los hombres y no sólo a los Gálatas; tanto los preceptos que se refieren al dogma,
como las obligaciones morales, valen para todos indistintamente. Así, pues, igual que a nadie es
lícito provocar o envidiar a otro, tampoco a nadie es lícito aceptar un Evangelio diferente del que
la Iglesia Católica enseña en todas partes. ¿Quizá el anatema de Pablo contra quien anuncia se un
Evangelio diferente del que había sido predicado sólo valía para aquellos tiempos y no para aho-
ra? En este caso, también lo que se prescribe en el resto de la carta: Os digo: proceded según el
Espíritu y no satisfaréis los apetitos de la carnexliv[47], ya no obligaría hoy. Si pensar una cosa
así es impío y pernicioso, necesariamente hay que concluir que, puesto que los preceptos de or-
den moral han de ser observados en todos los tiempos, también los que tienen por objeto la inmu-
tabilidad de la fe obligan igualmente en todo tiempo. Por consiguiente, anunciar a los cristianos
alguna cosa diferente de la doctrina tradicional no era, no es, no será nunca lícito; y siempre fue
obligatorio y necesario, como lo es todavía ahora y lo será siempre en el futuro, reprobar a quie-
nes hacen bandera de una doctrina diferente de la recibida. Así las cosas, ¿habrá alguien tan osa-
do que anuncie una doctrina diferente de la que es anunciada por la Iglesia, o será tan frívolo que
abrace otra fe diferente de la que ha recibido de la Iglesia? Para todos, siempre, y en todas partes,
por medio de sus cartas, se levanta con fuerza y con insistencia el grito de aquel instrumento ele-
gido, de aquel Doctor de Gentes, de aquélla campana apostólica, de aquel heraldo del universo,
de aquel experto de los cielos: “si alguien anuncia un nuevo dogma, sea excomulgado.” Pero
vemos cómo se eleva el croar de algunas ranas, el zumbido de esos mosquitos y esas moscas mo-
ribundas que son los pelagianos. Estos dicen a los católicos: “Tomadnos por maestros vuestros,
por vuestros jefes, por vuestros exégetas; condenar lo que hasta ahora habéis creído y creed lo
que hasta ahora habéis condenado. Rechazad la fe antigua, los decretos de los Padres, el depósito
de vuestros mayores, y recibid...” ¿Recibid, qué? Me produce horror decirlo, pues sus palabras
están tan llenas de soberbia que me parece cometer un delito no ya el decirlas, sino incluso refu-
tarlas.

Por Qué Permite Dios Que Haya Herejías en la Iglesia 10.

29
Pero alguien dirá: ¿Por qué Dios permite que con tanta frecuencia personalidades insig-
nes de la Iglesia se pongan a defender doctrinas nuevas entre los católicos? La pregunta es legí-
tima y merece una respuesta amplia y detallada. Pero responderé fundándome no en mi capaci-
dad personal, sino en la autoridad de la Ley divina y en la enseñanza del Magisterio eclesiástico.
Oigamos, pues, a Moisés: que él nos diga por qué de tanto en cuando Dios permite que hombres
doctos, incluso llamados profetas por el Apóstol a causa de su cienciaxlv[48], se pongan a ense-
ñar nuevos dogmas que el Antiguo Testamento llama, en su estilo alegó rico divinidades extran-
jerasxlvi[49]. (Realmente los herejes veneran sus propias opiniones tanto como los paganos ve-
neran sus dioses). Moisés escribe: Si en medio de ti se levanta un profeta o un soñador — es de-
cir, un maestro confirmado en la Iglesia, cuya enseñanza sus discípulos y auditores estiman que
proviene de alguna revelación —, que te anuncia una señal o un prodigio, aun que se cumpla la
señal o el prodigio...xlvii [50]. Ciertamente, con estas palabras se quiere señalar un gran maestro,
de tanta ciencia que pueda hacer creer a sus seguidores, que no solamente conoce las cosas hu-
manas, sino que también tiene la presciencia de las cosas que sobrepasan al hombre. Poco más o
menos esto es lo que de Valentínxlviii [51], Donato, Fotino, Apolinar y otros de la misma calaña
creían sus respectivos discípulosxlix[52]. ¿Y cómo sigue Moisés? y te dice: vamos detrás de
otros dioses, que tú no conoces, y sirvámoslos. ¿Qué son estos otros dioses sino las doctrinas
erróneas y extrañas? Que tú no conoces, es decir, nuevas e inauditas. Y sirvámoslas, o sea, creá-
moslas y sigámoslas. Pues bien, ¿qué es lo que dice Moisés en este caso?: No escuches las pala-
bras de ese profeta o ese soñador. Pero yo planteo la cuestión: ¿Por qué Dios no impide que se
enseñe lo que El prohíbe que se escuche? Y Moisés responde: Porque te está probando Yahvé, tu
Dios, para ver si amas a Yahvé con todo tu corazón y con toda tu alma. Así, pues, está más claro
que la luz del sol el motivo por el que de tanto en cuando la Providencia de Dios permite maes-
tros en la Iglesia que prediquen nuevos dogmas: porque te está probando Yahvé. Y ciertamente
que es una gran prueba ver a un hombre tenido por profeta, por discípulo de los profetas, por
doctor y testigo de la verdad, un hombre sumamente amado y respetado, que de repente se pone
a introducir a escondidas errores perniciosos. Tanto más cuanto que no hay posibilidad de descu-
brir inmediatamente ese error, puesto que le coge a uno de sorpresa, ya que se tiene de tal hom-
bre un juicio favorable a causa de su enseñanza anterior, y se resiste uno a condenar al antiguo
maestro al que nos sentimos ligados por el afecto.

Ejemplos de Nestorio, Fotino, Apolinar 11.


Llegados a este punto, alguno podrá pedirme que contraste las palabras de Moisés con
ejemplos tomados de la historia de la Iglesia. La petición es justa y respondo a continuación. Par-
tiendo, en primer lugar, de hechos recientes y bien conocidos, ¿podríamos alguno de nosotros
imaginar la prueba por la que atravesó la Iglesia, cuando el infeliz Nestorio se convirtió repenti-
namente de oveja en lobo, comenzó a desgarrar el rebaño de Cristo, al mismo tiempo que aque-
llos a quienes él mordía, teniéndolo aún por oveja, estaban así más expuestos a sus mordiscos?
En verdad que difícilmente podía pasarle por la cabeza a nadie que pudiese estar en el error
quien había sido elegido por la alta judicatura de la corte imperial y era tenido en la mayor esti-
ma por los Obispos. Rodeado del afecto profundo de las personas piadosas y del fervor de una
grandísima popularidad, todos los días explicaba en público la Sagrada Escritura, y refutaba los
errores perniciosos de judíos y paganos. ¿ Quién no habría estado convencido de que un hombre
de esta clase enseñaba la fe ortodoxa, que predicaba y profesaba la más pura y sana doctrina?
Pero sin duda para abrir camino a una sola herejía, la suya, era por lo que perseguía todas las
demás mentiras y herejías. A esto precisamente es a lo que se refería Moisés, cuando decía: Te

30
está pro bando Yahvé, tu Dios, para ver si lo amas. Mas dejemos de lado a Nestorio, en el que
siempre hubo más brillo de palabras que verdadera sustancia, relumbrón más que efectiva valent-
ía, y al cual el favor de los hombres, y no la gracia de Dios, hacía aparecer grande ante la estima-
ción del vulgo. Recordemos mejor a quienes, dotados de habilidad y del atractivo de los grandes
éxitos, se convirtieron para los católicos en ocasión de tentaciones no sin importancia. Así, por
ejemplo, sucedió en Pannonia en tiempos de nuestros Padres, cuando Potino intentó engañar a la
iglesia de Sirmio. Había sido elegido obispo con a mayor estima por parte de todos, y durante un
cierto tiempo cumplió con su oficio como un verdadero católico. Pero llegó un momento en que,
como el profeta o visionario malvado del que habla Moisés, comenzó a persuadir al pueblo de
Dios que le había sido confiado de que debía seguir a otros dioses, es decir, a novedades erróneas
nunca antes conocidas. Hasta aquí nada de extraordinario. Mas lo que lo hacía particularmente
peligroso era el hecho de que, para esta empresa tan malvada, se servía de medios no comunes.
En efecto, poseía un agudo ingenio, riqueza de doctrina y óptima elocuencia; disputaba y escribía
abundantemente y con profundidad tanto en griego como en latín, como lo muestran las obras
que compuso en una y otra lengua. Por fortuna, las ovejas de Cristo que le habían sido confiadas
eran muy prudentes y estaban vigilantes en lo que se refiere a la fe católica; inmediatamente se
acordaron de las advertencias de Moisés, y aunque admiraban la elocuencia de su profeta y pas-
tor, no se dejaron seducir por la tentación. Desde ese momento empezaron a huir, como si fuera
un lobo, de aquel a quien hasta poco antes habían seguido como guía del rebaño. Aparte de Foti-
no, tenemos el ejemplo de Apolinar, que nos pone en guardia contra el peligro de una tentación
que puede surgir en el seno mismo de la Iglesia, y que nos advierte de que hemos de vigilar muy
diligentemente sobre la integridad de nuestra fe. Apolinar introdujo en sus auditores la más dolo-
rosa incertidumbre y angustia, pues por una parte se sentían atraídos por la autoridad de la Igle-
sia, y por otra eran retenidos por el maestro al que estaban habituados. Vacilando así entre uno y
otro, no sabían qué es lo que convenía hacer. ¿Era, quizá, aquél un hombre de poco o ningún re-
lieve? Al contrario, reunía tales cualidades, que se sentían llevados a creerlo, incluso demasiado
rápida mente en gran número de cosas. ¿ Quién podía hacer frente a su agudeza de ingenio, a su
capacidad de reflexión y a su doctrina teológica? Para hacerse una idea del gran número de herej-
ías aplastadas, de los errores nocivos a la fe desbaratados por él, basta recordar la obra insigne e
importantísima, de no menos de treinta libros, con la que refutó, con gran número de pruebas, las
locas calumnias de Porfirol[53]. Nos alargaríamos demasiado si recordásemos aquí todas sus
obras; merced a ellas habría podido ser igual a los más grandes artífices de la Iglesia, si no
hubiese sido empujado por la insana pasión de la curiosidad a inventar no sé qué nueva doctrina,
la cual como una lepra, contagió y manchó todos sus trabajos, hasta el punto de que su doctrina
se convirtió en ocasión de tentación para la Iglesia, más que de edificación.
Doctrina de estos herejes A primera vista parece que distingue sencillamente dos sustan-
cias en Cristo, pero de repente introduce dos personas. Cometiendo un crimen inaudito, afirma
que hay dos Hijos de Dios, dos Cristos, uno es Dios y el otro es hombre, uno es engendrado por
el Padre, el otro es nacido de la Madre. Por eso concluye que María Santísima no puede ser lla-
mada Theotokos, Madre de Dios, sino solamente Christotokos, Madre de Cristo, en cuanto que
de ella nació no el Cristo que es Dios, sino el Cristo que es hombre. Solamente alguien que no
reflexione puede creer que Nestorio, en sus escritos, admite un solo Cristo y predica una sola
persona de Cristo. En realidad, se expresó de una manera engañosa, para poder más fácilmente
insinuar el mal a través del bien, según nos dice el Apóstol: por medio de lo que es bueno me ha
dado la muerteli[54]. Si en alguna parte de sus escritos proclama que cree en un solo Cristo y en
una sola persona de Cristo, lo dice solamente para engañar. En realidad afirma que después de

31
haber nacido de la Virgen, las dos personas se reunieron en un solo Cristo, manteniendo así que
en el tiempo de la concepción o del parto virginal — e incluso durante un cierto tiempo después
— hubo dos Cristos. Según esto, Cristo habría nacido primero como un simple hombre ordinario,
sin estar todavía asociado en la unidad de persona al Verbo de Dios; sólo después habría descen-
dido en Ella persona del Verbo que lo asumiría. y si ahora Cristo sigue asumido en la gloria de
Dios, hubo, no obstante, un tiempo durante el cual no había ninguna diferencia entre El y los
demás hombres.

La Verdadera Fe Trinitaria y Cristológica 12.


Antes de seguir adelante, quizá se espera que me detenga a exponer las doctrinas heréti-
cas de quienes acabo de mencionar: Nestorio, Apolinar y Fotino. En verdad esto se saldría de mi
intento, porque no me he propuesto refutar los errores uno a uno. Si he echado mano de algunos
ejemplos: ha sido para demostrar con claridad y evidencia que cuanto dice Moisés es verdad, o
sea, para demostrar que, si un doctor de la Iglesia — un profeta, podríamos decir — que interpre-
ta los misterios proféticos, intenta introducir alguna novedad en la Iglesia de Dios, es la Provi-
dencia de Dios quien lo permite para probarnos. No obstante, no será inútil exponer, de pasada,
las doctrinas de los herejes antes citados. En cuanto a Fotino, dice que existe un Dios único y so-
lo, que hay que entender según la mentalidad judaica. Niega, por tanto, la plenitud de la Trinidad
y mantiene que ni el Verbo de Dios ni el Espíritu Santo son personaslii[55] reales. Afirma, ade-
más, que Cristo fue solamente un hombre que tuvo su origen en María. Reafirma, de todas las
maneras posibles, que debemos honrar a la sola persona de Dios Padre, y a Cristo como pura-
mente hombre. Apolinar declara que está de acuerdo con nosotros sobre la unidad de la Trinidad,
aunque luego, sobre este mismo punto, su fe no es del todo íntegra. Acerca de la Encarnación del
Señor blasfema abiertamente. Dice que en la carne de Nuestro Salvador no había realmente un
alma humana, o si la había, no tenía inteligencia ni razón humanas. La carne del Señor no fue
tomada de la carne de la Santísima Virgen María — afirma —, sino que descendió del cielo al
seno de la Virgen. Siempre inconcreto y vacilante, a veces afirmaba que esa carne es coeterna al
Verbo de Dios, otras veces que es creada por la divinidad del Verbo. No admitía que en Cristo
hay dos sustanciasliii [56] una divina y una humana, una proveniente del Padre y otra de la Ma-
dre. Pensaba realmente que la misma naturalezaliv[57] del Verbo estaba dividida, como si una
parte de El permaneciese eternamente en Dios, mientras que otra parte se había encarnado. Así,
mientras la verdad afirma que hay un solo Cristo, formado por dos sustancias, él sostenía, al con-
trario, que dos sustancias se formaron de una sola divinidad de Cristo. Nestorio está infectado
por un morbo totalmente opuesto al de Apolinar. 13. Estas son las cosas que Nestorio, Apolinar y
Fotino, como perros rabiosos, ladran contra la Iglesia Católica: Fotino no admite la Trinidad,
Apolinar afirma la convertibilidad de la naturaleza humana del Verbo y niega la existencia de
dos sustancias en Cristo, en cuanto que no admite en Cristo un alma entera, o por lo menos no
admite en ella la inteligencia y la razón, pretendiendo que el lugar de la inteligencia lo ha ocupa-
do el Verbo de Dios; por último, Nestorio dice que ha habido siempre, o al menos durante un
cierto tiempo, dos Cristos. En cambio, la Iglesia Católica, que piensa rectamente acerca de Dios
y acerca de nuestro Salvador, no profiere blasfemias ni contra el misterio de la Trinidad ni contra
la Encarnación de Cristo. La Iglesia adora una sola divinidad en la plenitud de la Trinidad y la
igualdad de la Trinidad en una única y misma majestad; profesa un solo Cristo Jesús, no dos; el
cual es igualmente Dios y hombre. Cree que en El hay una sola persona, pero dos sustancias; dos
sustancias, pero una sola persona. Dos sustancias porque el Verbo de Dios es inmutable, y por
eso no puede transformarse en carne; una sola persona, porque, admitiendo dos Hijos, podría pa-

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recer que la Iglesia adora una cuaternidad y no una Trinidad.lv[58] Pero quizá sea necesario tra-
tar más detenidamente y con mayor precisión este punto. En Dios hay una sola sustancia y tres
personas; en Cristo, dos sustancias, pero una sola persona. En la Trinidad hay diversas perso-
nas, pero la sustancia es una; en el Salvador hay más sustancias, pero es única la perso-
nalvi[59]. ¿De qué manera hay en la Trinidad diferentes personas y no diferentes sustancias?
Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; y, sin embargo, el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no tienen diferentes naturalezas, sino una única y la misma na-
turaleza. ¿Y cómo es que en el Salvador hay dos sustancias, pero no dos personas? Porque, evi-
dentemente, una cosa es la sustancia divina y otra la sustancia humana; sin embargo, la divinidad
y la humanidad no son dos Cristos, sino un único y el mismo Hijo de Dios, una sola y misma
persona, la de un único y mismo Cristo e Hijo de Dios. Igual que en el hombre una cosa es la
carne y otra es el alma, y el alma y el cuerpo no forman sino un único y mismo hombre. En Pe-
dro y en Pablo una cosa es el alma y otra cosa es el cuerpo; pero el cuerpo y el alma de Pedro no
forman dos Pedros, ni existe un Pablo-alma y un Pablo-carne, subsistentes cada uno por una do-
ble y diferente naturaleza, la del alma y la del cuerpolvii[60] Así, en un único y mismo Cristo
hay dos sustancias, pero una es divina y la otra humana, una procede de Dios Padre, la otra de la
Virgen Madre; la primera es coeterna e igual al Padre, la segunda es temporal e inferior al Padre;
una es consustancial al Padre, la otra consustancial a la Madre, sin embargo, es un único e idénti-
co Cristo en ambas sustanciaslviii [61] No tenemos, pues, un Cristo-Dios y un Cristo-hombre; el
primero increado y el segundo creado; uno impasible y el otro capaz de sufrir; uno igual al Padre
y el otro inferior a El; uno engendrado por el Padre y el otro por la Madre. Existe un único y
mismo Cristo que es Dios y hombre, increado y creado, inmutable, impasible, pero que al mismo
tiempo ha estado sujeto a cambios y a sufrimientos; un único y mismo Cristo, el cual es junta-
mente igual e inferior al Padre, generado por el Padre antes de todos los siglos y nacido de la
Madre en el tiempo, perfecto Dios y perfecto hombre. En cuanto Dios, posee la plenitud de la
divinidad; en cuanto hombre, una humanidad perfecta. Perfecta, repito, que comprende alma y
carne: una carne verdadera como la nuestra, tomada de la Madre; un alma inteligente, dotada de
pensamiento y de razón. En Cristo está, pues, el Verbo, el alma y el cuerpo, pero todo eso es un
solo Cristo, un único Hijo de Dios, un Único Salvador y Redentor nuestro. Un solo Cristo, no por
una mezcolanza corruptible de la divinidad con la humanidad — por lo de más, incomprensible
—, sino por una total y singular unidad de persona. Esta unión no modificó ni transformó ni una
sustancia ni la otra (que es el error propio de los arrianoslix[62], sino que más bien con juntó en
una sola cosa las dos naturalezas, de modo que en Cristo permanecen eternamente tanto la unici-
dad de una sola y misma persona como también las propiedades específicas de cada naturaleza.
De aquí se sigue que Dios no ha comenzado nunca a ser cuerpo, ni el cuerpo cesará en ningún
momento de ser tal. El ejemplo de la naturaleza humana puede damos alguna luz al respecto. Ca-
da hombre está compuesto de alma y cuerpo, y así será siempre, y nunca sucederá que el cuerpo
se cambie en alma o el alma en cuerpo. Puesto que cada hombre vivirá para siempre en lo suce-
sivo, en cada uno permanecerá necesariamente siempre la diferencia en las dos sustancias. Así
también en Cristo, la propiedad característica de cada sustancia persistirá por toda la eternidad,
quedando siempre a salvo la unidad de persona.

Realidad de la Naturaleza Humana de Cristo 14.


Puesto que estamos pronunciando con mucha frecuencia el término “persona,” y decimos
que Dios se ha hecho hombre in persona, es preciso prestar atención a que no parezca que afir-
mamos que el Verbo de Dios ha asumido sólo externamente lo que es propio de la naturaleza

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humana, limitándose a imitar nuestras acciones; y que no ha tomado parte en la actividad huma-
na como un verdadero hombre, sino sólo aparentemente, como se hace en el teatro, donde un so-
lo actor puede hacer el papel de varios personajes, sin ser realmente ninguno de ellos. Cada vez
que los actores imitan la conducta de otros, aunque reproduzcan a la perfección su modo de ac-
tuar y de comportarse, ellos no son los personajes representados. En realidad, sirviéndome de
términos profanos, cuando un actor hace el papel de un sacerdote o de un rey, él no es ni sacer-
dote ni rey; terminada la representación teatral, cesa de existir también el personaje representado.
Lejos de nosotros este impío e ignominioso insulto hacia Cristo, propio de la demencia mani-
quealx[63]. Es tos predicadores de tonterías fantásticas afirman que el Hijo de Dios, Dios mismo,
no ha asumido realmente la naturaleza humana, sino sólo una apariencia de hombre en sus actos
y en todo su comportamiento. La fe católica, en cambio, afirma que el Verbo de Dios se hizo
hombre hasta el punto de asumir todo lo que pertenece a nuestra naturaleza, y no por vía de fic-
ción o de apariencia, sino de una manera real y sustancial. Los actos humanos que llevaba a cabo
eran actos suyos propios, y no imitación de actos de otro; su actuar era expresión de su ser. Co-
mo cuando nosotros hablamos, conocemos, vivimos, existimos, no imitamos a los hombres, sino
que somos realmente tales. Pedro y Juan, por ejemplo, eran hombres porque tal era su ser, no por
imitación; Pablo no fingía ser Apóstol o Pablo: él era Apóstol, él era Pablo. Así, el Verbo de
Dios, asumiendo y poseyendo la carne, predicando, actuando, sufriendo en la carne — sin ningún
menoscabo de la propia naturaleza divina — se dignó mostrar que El no imitaba o fingía ser un
hombre perfecto, sino que realmente era lo que parecía: hombre verdadero y no apariencia hu-
mana. Igual que el alma uniéndose a la carne, sin transformarse en carne, no imita al hombre,
sino que lo constituye realmente, así también el Verbo de Dios, uniéndose a la naturaleza huma-
na, sin modificarse o confundirse con ella, se ha hecho realmente hombre, no una imitación o
una apariencia de hombre. Es preciso, pues, evitar absolutamente dar al término “persona” un
significado que suponga una imitación, una diferencia entre el que finge y el personaje objeto de
la ficción, en la que quien actúa no es nunca aquel a quien representa. Por eso, no suceda nunca
que creamos que el Verbo Dios ha asumido de manera ficticia semejante la naturaleza humana.
Al contrario, nosotros debemos creer que, permaneciendo inmutable su sustancia divina, ha asu-
mido una naturaleza humana completa en sí, que lo ha hecho ser carne, hombre, realidad humana
no simulada, sino verdadera; no imaginaria, sino entitiva; no destinada a cesar de existir como al
término de una acción escénica, sino a persistir para siempre de manera sustancial.

María “Madre de Dios” 15.


Esta unicidad de personalxi[64] en Cristo se actuó y fue perfecta no después del parto
virginal, sino en el mismo seno de la Virgen. Por lo tanto, debemos atender con todo cuidado a
profesar no solamente que Cristo es uno, sino que siempre ha sido uno. Sería una blasfemia into-
lerable sostener que ahora Cristo es uno, pero que durante un determinado período de tiempo
existieron dos: un Cristo después del bautismo; dos, en cambio, en el momento de la natividad.
Podremos evitar tan grande sacrilegio sólo si creemos que el hombre se unió a Cristo en la uni-
dad de persona ya desde el seno materno, en el mismo instante de la concepción virginal, y no en
el momento de la ascensión o de la resurrección, o en el del bautismo. En virtud de esta unidad
de persona se atribuye indiferentemente y de manera indistinta al hombre lo que es propio de
Dios, y a Dios lo que es propio de la carnelxii[65]. Por inspiración divina fue escrito que el Hijo
del hombre bajó del cielolxiii [66] y que el Señor de la majestad fue crucificado en la tie-
rralxiv [67]. Así nosotros decimos que el Verbo de Dios fue hecholxv[68], que la Sabiduría mis-
ma de Dios fue perfeccionada, que su ciencia fue creada, cuando es la carne del Señor la que ha

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sido hecha, creada, como fue predicho que sus manos y sus pies serían traspasadoslxvi[69]. A
causa de esta unidad de persona y en razón de este mismo misterio, es perfectamente católico
creer que cuando nació la carne del Verbo de una Madre incontaminada, fue el mismo Dios Ver-
bo quien nació de una Virgen. Negarlo sería una impiedad grande. Nadie, pues, intente jamás
privar a María Santísima del privilegio de esta gracia divina y de una gloria tan especial. Por el
querer determinado del Señor, Dios nuestro e Hijo suyo, debemos proclamarla con toda verdad y
acierto Theotokos, Madre de Dios. No, ciertamente, entendiéndolo en el sentido de una herejía
impía, la cual sostiene que María puede ser dicha Madre de Dios sólo de nombre, en cuanto que
ha engendrado a un hombre que después se convirtió en Dios; al modo como usamos común-
mente la expresión: madre de un sacerdote o madre de un obispo, no porque estas mujeres hayan
engendrado a un presbítero o a un obispo, sino porque han puesto en el mundo hombres que des-
pués se han hecho sacerdotes u obispos. No en este sentido, repito, María Santísima es Madre de
Dios, sino, como se ha dicho antes, porque en su sagrado seno se realizó el misterio sacrosanto
por el cual, en razón de una particular y única unidad de persona, el Verbo es carne en la carne, y
el hombre es Dios en Dios.

San Máximo de Turín.


Las noticias sobre la vida de San Máximo proceden de las escasas referencias que da Gennadio
de Marsella y de los datos que se deducen de los sermones escritos por el santo. Según Genna-
dio, no se conoce el lugar ni la fecha del nacimiento del que fue primer obispo de Turín. Por una
de sus homilías, sabemos que ocupaba esa sede en el año 398, cuando se reunió en la ciudad un
sínodo de los obispos de Italia del Norte y de la Galia. Tampoco son más precisos los datos que
se refieren a su muerte: Gennadio sitúa el fallecimiento de San Máximo durante el reinado de
Honorio y Teodosio el Joven, entre el 408 y el 423. Otras fuentes la sitúan en el año 465.
De su ingente obra homilética se conservan más de cien sermones, cuya brevedad ha
hecho pensar que se trate de extractos o resúmenes. Aunque en su mayor parte siguen el ciclo
litúrgico, no faltan los dedicados a conmemorar las fiestas de algunos santos y mártires turineses.
Se caracterizan por su estilo claro, fluido, persuasivo, muy apropiado para combatir el paganismo
que aún anidaba en su región, para consolar a los fieles antes las invasiones de los pueblos ger-
mánicos y, sobre todo, para instruirles en la doctrina cristiana.
San Máximo entiende la predicación como medicina para curar las llagas del alma y
mover a la conversión. La oración, la misericordia y el ayuno son las armas que recomienda a
sus fieles, para pelear como verdaderos cristianos y obtener de Dios la ayuda necesaria. Con el
fin de convertir a los paganos, exige que los cristianos sean coherentes con la fe profesada.
Loarte

*****

Dar gracias a Dios en todo momento (Sermones 72 y 73).


Repetidamente os he amonestado a que os ocupéis de la vida eterna mientras estáis en
esta breve vida, pero veo con dolor que rechazáis mis enseñanzas: os hablo de ayunar, y son muy
pocos los que ayunan; os hablo de dar limosnas, y os entregáis con más ahinco todavía en brazos
de la avaricia. No me extraña, por tanto, que ignoréis qué sea orar y dar gracias a Dios, vosotros
que al levantaros con las primeras luces no pensáis sino en comer, y una vez que habéis comido

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os abandonáis al sueño, sin acordaros para nada de dar gracias a la Divinidad que os concede el
alimento para reparar fuerzas y el sueño para que descanséis.
Así pues, tú, cristiano, si quieres serlo de verdad, debes recordar de quién es el pan que
comes y darle gracias. Tú mismo, cuando has regalado algo a alguien, ¿acaso no esperas que te
lo agradezca y que bendiga la casa de donde procede lo que ha recibido? Y si acaso no te lo
agradece, ¡con cuánta razón lo tienes por desagradecido! Del mismo modo, el Dios que nos apa-
cienta espera de nosotros que le demos gracias por los alimentos que hemos recibido de Él, y le
alabemos cuando nos hayamos satisfecho con sus dones.
Ciertamente correspondemos a los beneficios divinos cuando confesamos haberlos reci-
bido. De otro modo, si cuando los recibimos nos callamos y los echamos en olvido, por ingratos
e indignos de tanta generosidad, nos privamos de la oportunidad de recurrir en la tribulación ante
el Dios cuyos beneficios no reconocimos; y como no fuimos capaces de dar gracias en la prospe-
ridad, quedamos incapacitados para acudir a Dios en la adversidad. Y así, por ser perezosos para
alabar en tiempos de bonanza habremos de llorar los peligros en tiempos de tormenta.
(...)
Ya el domingo pasado me extendí para corregir a los que, disfrutando de los dones divi-
nos, no alaban al Creador, y utilizando los bienes celestiales, no reconocen a su Autor. Son ingra-
tos, decía, los que siendo siervos no respetan a Dios como Señor, y siendo hijos no le honran
como Padre. Pues dice Dios por el profeta: puesto que soy Señor, ¿dónde está el respeto que se
me debe? Puesto que también soy Padre, ¿dónde está el amor con que se me honra? (Mal 1:6).
Por tanto, tú, como siervo, tributa a tu Señor el obsequio de tu respeto; y como hijo, manifiéstale
el afecto de tu cariño. Pero cuando no eres agradecido, ni amas ni veneras a Dios, de donde vie-
nes a ser un siervo contumaz y un hijo soberbio.
El verdadero cristiano debe dar gracias a su Padre y Señor y procurar su gloria en
todo momento, como dice el Santo Apóstol: ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier cosa, ha-
cedlo todo para la gloria de Dios (1 Cor 10:31). Mira cuál dice el Apóstol que debe ser el género
de vida del cristiano: alimentarse más de la fe en Cristo que de las grandes comilonas, pues más
aprovecha al hombre la frecuente invocación del nombre del Señor que los múltiples y abundan-
tes banquetes: ¡más sacia la religión que la grasa de los animales! Haced todo, dice, para la gloria
de Dios. Luego todos nuestros actos deben tener a Cristo como testigo y compañero. De este
modo, haciendo el bien de la mano del que es su Autor, evitaremos el mal en virtud de su pre-
sencia, ya que nos avergonzaríamos de obrar el mal sabiendo que estamos asociados a Cristo: El
nos ayuda en el bien y nos guarda del mal.
Luego cuando nos levantemos con la primera luz del día, lo primero de todo será
dar gracias al Salvador, y antes de hacer ninguna otra cosa debemos manifestarle nuestra
piedad, porque nos ha guardado mientras dormíamos y descansábamos. Pues, ¿quién, sino Dios,
guarda al hombre que duerme? En efecto, el hombre entregado al sueño carece de todo su vigor y
se hace extraño a sí mismo, de manera que ni él mismo sabe dónde ha estado y, por tanto, no
puede cuidar de sí. Por lo que resulta del todo necesaria la asistencia de Dios a los que duermen,
ya que ellos no pueden valerse a sí mismos: Él guarda a los hombres de las insidias nocturnas,
pues no hay ningún otro hombre que lo haga. Luego debo estar agradecido a Aquél que vela por
mí mientras yo duermo seguro. Así, a los que se van a la cama los acoge en el regazo del descan-
so, los esconde en el tesoro de la paz y los oculta de la luz protegiéndolos con un velo de sombra,
a fin de que la malicia de los hombres, que no puede ser combatida con benignidad, se pierda en
las tinieblas; y así la oscuridad otorgue a los que se encuentran cansados la paz que no les conce-

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de la humanidad: pues los hombres, cuando no saben quién es su adversario, de mala gana con-
ceden la paz que no querían.
Debemos, por tanto, dar gracias a Cristo cuando nos levantemos, y hacer todas las
obras del día en la presencia del Salvador. ¿Acaso cuando eras gentil no sabías escrutar los
signos para conocer cuáles eran más propicios? Ahora es mucho más fácil: ¡sólo en la presencia
de Cristo está la prosperidad de todas las cosas! El que siembra con esta señal cosechará el fruto
de la vida eterna. El que empieza a caminar con este signo llegará hasta el Cielo. Así pues,
todos nuestros actos deben estar presididos por el nombre de Cristo y a Él debemos referir todas
las acciones de nuestra vida, como dice el Apóstol: en Él vivimos, nos movemos y somos (Hech
17:28).
Y cuando caiga el día, debemos alabarle y cantar su gloria, a fin de que merezcamos el
descanso como vencedores en la palestra de nuestras obligaciones y el sueño sea la palma de la
victoria por nuestros trabajos. Para llegar a esto no solo tenemos la razón, sino también el impul-
so del ejemplo de las aves del cielo. Incluso la más pequeña, cuando la aurora produce las prime-
ras luces del día, antes de salir de su nido rompe a gorjear para alabar al Creador con sus trinos,
ya que no puede hacerlo con palabras: tanto más le expresan su obsequio cuanto más y mejor
cantan. Lo mismo hacen al declinar el día. ¿Y qué son todos esos cantos sino una confesión de su
rendido agradecimiento? Así se comportan con su Pastor las inocentes avecillas, que no pueden
hacerlo de otro modo. Pues también tienen Pastor las aves del cielo como dijo el Señor: mirad las
aves del cielo, que no hilan ni siembran, y vuestro Padre que está en los cielos cuida de ellas (Mt
6:26). ¿Y con qué alimentos son apacentadas? Con los más vulgares. Pues si las aves dan gracias
por tan viles alimentos, ¡cuántas más deberías darlas tú por los preciosos alimentos que recibes!

Hacerse como niños (Sermón 54).


¡Qué regalo tan grande y maravilloso nos ha hecho Dios, hermanos míos! En Pascua, día
de la salvación, el Señor resucita y otorga la resurrección al mundo entero. Se levanta desde las
profundidades de la tierra hasta los cielos y, en su cuerpo, nos hace subir hasta lo alto.
Todos nosotros, los cristianos, somos el cuerpo y los miembros de Cristo, afirma el Após-
tol (cfr. 1 Cor 12:27). Al resucitar Cristo, también los miembros han resucitado con Él; y mien-
tras Él pasaba de los infiernos a la tierra, nos ha trasladado de la muerte a la vida. Pascua, en
hebreo, significa paso o partida. ¿Y qué significa este misterio, sino el tránsito del mal al bien?
¡Y qué tránsito! Del pecado a la justicia, del vicio a la virtud, de la vejez a la infancia. Hablo
aquí de la infancia en el sentido de sencillez, no de edad. Ayer, la vejez del pecado nos encami-
naba hacia la ruina; hoy, la resurrección de Cristo nos hace renacer a la inmortalidad de la juven-
tud. La sencillez cristiana hace suya la infancia.
El niño es una criatura que no guarda rencor, ni conoce el fraude, ni se atreve a engañar.
El cristiano, como el niño pequeño, no se aíra si es insultado (...), no se venga si es maltratado.
Más aún: el Señor le exige que ore por sus enemigos, que deje la túnica y el manto a los que se lo
llevan, que presente la otra mejilla a quien le abofetea (cfr. Mt 5:40). La infancia cristiana supera
a la de los hombres. Mientras ésta ignora el pecado, aquélla lo detesta. Ésta debe su inocencia a
la debilidad, aquélla a la virtud. La infancia del cristiano es digna de los mayores elogios, porque
su odio al mal proviene de la voluntad, no de la impotencia.
Las virtudes son el premio de las diversas edades. Sin embargo, la madurez de las buenas
costumbres puede hallarse en un niño, y la inocencia de la juventud puede encontrase en perso-
nas con las sienes blancas. La probidad hace madurar a los jóvenes: la vejez venerable — dice el
profeta — no es la de muchos años, ni se mide por el numero de días. La prudencia es la verda-

37
dera madurez del hombre, y la verdadera ancianidad es una vida inmaculada (Sab 4:8-9). A los
Apóstoles, que ya eran maduros en edad, les dice el Señor: si no cambiáis y os hacéis como este
niño pequeño, no entraréis en el reino de los cielos (Mt 18:3). Les envía a la fuente misma de la
vida, y les invita a redescubrir la infancia, para que esos hombres que ven debilitarse ya sus
energías, renazcan a la inocencia del corazón. Porque si uno no renace del agua y del Espiritu, no
puede entrar en el reino de los cielos (Jn 3:5).
Esto dice el Señor a los Apóstoles: si no os hacéis semejantes a este niño... No les dice:
como estos niños; sino: como este niño. Elige uno, propone sólo a uno como modelo. ¿Cuál es
este discípulo que pone como ejemplo a sus discípulos? No creo que un chiquillo del pueblo, uno
de la masa de los hombres, sea propuesto como modelo de santidad a los Apóstoles y al mundo
entero. No creo que este niño venga de la tierra, sino del Cielo. Es aquél de quien habla el profeta
Isaías: un Niño nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado (Is 9:5). Este es el chiquillo inocente que
no sabe responder al insulto con el insulto, a los golpes con los golpes. Mucho más aún: en plena
agonía reza por sus enemigos: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23:24).
De este modo, en su profunda gracia, el Señor rebosa de esta sencillez que la naturaleza
reserva a los niños. Este niño es el que pide a los pequeños que le imiten y le sigan: toma tu cruz
y sígueme (Mt 16:24).

Teodoto de Ancira.
Teodoto fue obispo de Ancira, una población situada en Galacia, en el Asia Menor. Amigo per-
sonal de Nestorio, fue, sin embargo, uno de sus principales adversarios, cuando el Concilio de
Efeso del año 431 condenó las doctrinas de aquél como heréticas. Nestorio afirmaba la existencia
de dos personas en Jesucristo, negando el título de Madre de Dios a la Virgen Marta.
Teodoto alcanzó un gran prestigio como teólogo y defensor de la ortodoxia; junto a
San Cirilo de Alejandra, representó un papel de primer orden en la confutación de los errores
nestorianos. Adentrándose en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, expuso con clari-
dad y defendió con firmeza la verdad de la existencia de dos naturalezas en la única persona de
Cristo y exaltó de modo especial la maternidad divina de Santa Marta, junto a su perpetua virgi-
nidad. Su muerte tuvo lugar en torno al año 446.
Entre sus obras merecen especial mención las dos homilías sobre el nacimiento del Se-
ñor. Pronunciadas en Ancira, fueron leídas en el Concilio de Efeso e introducidas en sus Actas.
Se recoge a continuación un pasaje de una de estas homilías. Con un estilo de argumenta-
ción muy típico de la época, Teodoto explica cuál es la lección fundamental que nos enseña la
pobreza del Nacimiento de Nuestro Salvador: asumiendo nuestra naturaleza humana en medio de
una gran indigencia, nos hizo participes de la riqueza de su divinidad.
Loarte

*****

Lección de Navidad (Homilía I en la Navidad del Señor).


Ni los profetas, que habían sido vencidos; ni los doctores, que nada habían adelantado; ni
la Ley, que carecía de la fuerza suficiente; ni los frustrados intentos de los ángeles; ni la voluntad
de los hombres, reacia a practicar lo que es bueno...: para levantar la naturaleza caída, hubo de
venir su mismo Creador.

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Y vino, no con la manifestación externa de su condición divina: precedido de un gran
clamor, con el ensordecedor estruendo del trueno, rodeado de nubes y mostrando un fuego terri-
ble; ni con sonido de trompetas, como antiguamente se había aparecido a los judíos, infundiéndo-
les terror (...); tampoco usó de insignias imperiales, ni se presentó con una corte de arcángeles:
no deseaba atemorizar al desertor de sus leyes.
El Señor de todas las cosas apareció en forma de siervo, revestido de pobreza para que la
presa no se le escapase espantada. Nació en una ciudad que no era ilustre en el Imperio, escogió
una obscura aldea para ver la luz, fue alumbrado por una humilde virgen, asumiendo la indigen-
cia más absoluta, para lograr, en silencio, al modo de un cazador, apresar a los hombres y así sal-
varles.
Si hubiese nacido con esplendor y rodeado de grandes riquezas, los incrédulos hubieran
atribuido a esa abundancia la transformación de la tierra. Si hubiese escogido la gran ciudad de
Roma, entonces la más poderosa, de nuevo habrían creído que la potencia de la Urbe fue la que
cambió el mundo. Si hubiese sido hijo del emperador, habrían atribuido el bien conseguido a la
nobleza y poder de esa cuna. Si fuese hijo de un gran hombre de leyes, lo hubiesen achacado a la
sabiduría de sus prescripciones.
¿Qué es lo que hizo en cambio? Escogió todo lo que es pobre y sin valor alguno, lo más
modesto e insignificante, para que fuese evidente que sólo la Divinidad ha transformado el
mundo. Precisamente por eso, eligió una madre pobre, una patria todavía más pobre, y Él mis-
mo se hizo pobrísimo.
No existiendo un lecho donde se le reclinase, el Señor fue colocado en un comedero de
animales, y la carencia de las cosas más indispensables se convirtió en la prueba más verosímil
de las antiguas profecías. Fue puesto en un pesebre para indicar expresamente que venía para ser
alimento, ofrecido a todos, sin excepción. El Verbo, el Hijo de Dios, al vivir en pobreza y ya-
cer en ese lugar, atrajo hacia Sí a los ricos y a los pobres, a los sabios y a los ignorantes (...).
A través de su Humanidad, el Verbo de Dios se muestra así para que a todas las criaturas,
racionales e irracionales, se les abriese la posibilidad de participar en el alimento de salvación. Y
pienso que a esto aludía Isaías cuando hablaba del misterio del pesebre: conoce el buey a su due-
ño, y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento (Is
1:3) (...).
Se nos pone aún más de manifiesto por qué quien siendo rico en razón de su divinidad, se
hizo pobre por nosotros, para hacer más fácilmente asequible a todos su salvación. A esto se refi-
rió también San Pablo cuando dijo: siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros
fueseis ricos por su pobreza (2 Cor 8:9). (...).
Pero, ¿quién era aquel rico al que se refiere el Apóstol? ¿y en qué estribaba su riqueza?
Decidme, ¿quién siendo rico, se hizo pobre en consideración a mi miseria? Que nos respondan
quienes desgajan de Dios, del Verbo, su Humanidad; disociando lo que está unido, con el pretex-
to de las dos naturalezas (...). Ese rico, ¿no es, por ventura, Aquél que se mostró como hombre, y
a quien tú separas de la divinidad? Si sólo Dios puede enriquecer a la criatura, entonces fue el
mismo Dios quien se hizo pobre, asumiendo la penuria de la criatura humana, a través de la cual
se manifestaba: rico en su divinidad, se hizo menesteroso al asumir nuestra humanidad.

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Salviano de Marsella.
Los datos biográficos que se poseen sobre su vida son escasos. Nacido en los primeros años del
siglo V, en Colonia o Tréveris, no se sabe con certeza cuando se trasladó al sur de la Galia. Des-
de el año 426 vive en la comunidad monástica de la isla de Lerins, frente a las costas de Marse-
lla. Tres años mas tarde era sacerdote.
Sus escritos revelan una esmerada formación cultural, y merecen especial atención sus
estudios jurídicos. De las numerosas homilías y de su producción literaria se han conservado al-
gunas Cartas y los tratados A la Iglesia y Sobre el gobierno divino. Esta última es su obra más
importante, compuesta de ocho libros, en la que desarrolla el tema de la providencia divina. Se
dirige a los cristianos para fortalecerles en la fe y en la confianza en Dios, en medio de la situa-
ción en que se encontraban los católicos en aquellos tiempos, bajo el dominio de los pueblos
germánicos. Junto a la intención apologética, la obra trata de atajar los desórdenes morales del
momento y exhorta a la conversión.
Loarte

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Los preceptos del Señor (Sobre el gobierno divino, 3, 5-6)


Quizá hoy alguno piensa que se ha pasado el tiempo de sufrir por Cristo lo que los Após-
toles soportaron en sus días. Es verdad: no hay emperadores paganos, no hay tiranos perseguido-
res, no se derrama la sangre de los santos, la fe no viene sometida a prueba con los suplicios.
Dios está contento de que le sirvamos en esta época de paz, que le agrademos con la pureza de
las acciones y la santidad de una vida inmaculada. Por esto le debemos más fe y devoción, por-
que exige menos de nosotros, aunque nos haya dado más. Los emperadores son cristianos, no
hay persecución alguna; la religión no se encuentra amenazada, nosotros no estamos obli-
gados a manifestar nuestra fe con una dura prueba: por eso debemos agradar más a Dios
con las obligaciones pequeñas. De hecho, demuestra estar pronto a empresas mayores, si las
cosas lo exigiesen, aquél que sabe cumplir los pequeños deberes.
Omitamos, por tanto, aquello que padeció el bienaventurado Pablo; lo que, como leíamos
en los libros religiosos escritos más tarde, padecieron los cristianos, ascendiendo así hasta la
puerta de la casa celestial a través de los peldaños de sus dolores, sirviéndose de los caballetes
del suplicio y de las hogueras como de escaleras. Veamos si al menos en aquellos actos hechos
con religiosa devoción, pequeños y comunes, que todos los cristianos pueden cumplir en el mo-
mento de paz más estable y en todo tiempo nos esforzamos realmente por responder a los precep-
tos del Señor. Cristo nos prohibe pleitear. Mas ¿quién obedece a este mandamiento? No es un
simple precepto, ya que llega hasta el punto de imponernos abandonar aquello que es el mismo
argumento de la contienda para renunciar a ella misma: al que quiera entrar en pleito contigo pa-
ra quitarte la túnica, déjale también la capa (Mt 5:40). Pero yo me pregunto: ¿quiénes son los que
dejan a los adversarios que les roben? Es más, ¿quiénes son los que no se oponen a que los ene-
migos les expolien? Estamos tan lejos de dejarles la túnica y lo demás, que, apenas podemos,
buscamos coger la túnica y el manto al adversario. ¡Y obedecemos con tanta devoción a los
mandamientos del Señor, que no nos basta con no ceder a nuestros enemigos ni el mínimo de
nuestros vestidos, sino que además, si es posible y la situación lo permite, les arrancamos todo lo
suyo!

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Este mandamiento viene unido a otro similar; dice así el Señor: si alguno te golpea en la
mejilla derecha, preséntale también la otra (Mt 5:39). ¿Cuántos son los que escuchan este precep-
to o los que, si muestran seguirlo, lo hacen de corazón? ¿Quién es el que, habiendo recibido un
golpe, no quiere devolver muchos? Está tan lejos de ofrecer a quien le golpea la otra mejilla, que
cree vencer no sólo golpeando al adversario, sino incluso matándolo directamente.
Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros — dice el Salvador —, hacedlo
también vosotros con ellos (Mt 7:12). Conocemos tan bien la primera parte de esta sentencia que
nunca la olvidamos; la segunda la omitimos siempre, como si no la conociésemos. Sabemos muy
bien lo que queremos que los demás hagan por nosotros, pero no sabemos lo que debemos hacer
nosotros por los demás. ¡Y ojalá no lo supiésemos! Sería menor la culpa debida a la ignorancia,
como se dice: el siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no fue previsor ni actuó confor-
me a la voluntad de aquél, será muy azotado (Lc 12:47). Ahora nuestra culpa es mayor porque
queremos la primera parte de esta sagrada sentencia para nuestra utilidad y provecho; y la segun-
da parte la omitimos para injuria de Dios.
Esta palabra del Señor viene otra vez reforzada y encarecida por el Apóstol Pablo, que en
su predicación dice: que nadie busque su provecho, sino el de los demás (1 Cor 10:24); y tam-
bién: buscando cada uno no el propio interés, sino el de los otros (Fil 22:4). Ve con cuanta fideli-
dad siguió el mandato de Cristo (...). Es el buen siervo de un buen Señor y un magnífico imitador
de un Maestro único: caminando sobre sus huellas, casi las hizo más claras y esculpidas. Pero
nosotros, cristianos, ¿hacemos lo que nos manda Cristo o lo que nos manda el Apóstol? Creo que
ni lo uno ni lo otro. Estamos tan lejos de ofrecer a los demás alguna cosa con un poco de sacrifi-
cio, que nos preocupamos ante todo de nuestra comodidad, molestando a los demás.

Juan Mandakuni.
Entre la abundante literatura cristiana antigua, la que floreció en Armenia en los siglos IV y V
es de las menos conocidas y, sin embargo, de riquísimo contenido espiritual.
Las fuentes documentadas hacen remontar al siglo III la predicación del Cristianismo en
Armenia, por obra de San Gregorio el iluminador. Sin embargo, ya antes de esta fecha había cris-
tianos en las regiones meridionales del País, colindantes con Siria, desde donde se realizó la pri-
mera evangelización.
La figura central de la literatura armenia es San Mesrop, a quien se atribuye la invención del al-
fabeto armenio. Murió hacia el año 440. Uno de sus sucesores en la sede patriarcal fue Juan
Mandakuni, nacido alrededor del 415, que fue catholikós de Armenia desde el año 478 hasta el
490, fecha de su fallecimiento. Modelo de pastor de almas, Juan Mandakuni es autor de homilías,
cartas y oraciones, traducidas en gran parte al alemán durante el siglo pasado.
El fragmento que se recoge en las siguientes páginas forma parte de su discurso Sobre la
devoción y respeto al recibir el Santísimo Sacramento, en el que pone de relieve la presencia real
de Cristo en la Eucaristía y las disposiciones interiores con que los fieles han de recibirle.
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Cómo acercarse al Santísimo Sacramento.


(Discurso sobre la devoción y respeto al recibir el Santo Sacramento)

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Mis huesos se estremecen de temor, mi alma tiembla y queda atónita cuando me acuerdo
que voy a acercarme al venerado y gran Sacramento. Mi espíritu oscila sin cesar entre dos senti-
mientos: muy a gusto quisiera yo acercarme al Sacramento anhelado, pero mi indignidad me
mantiene alejado. Mas el separarse y vivir alejado de él es la muerte del alma. Pues hay en ver-
dad muchos que o bien se acercan en pecado o bien se mantienen alejados de una manera no re-
cta: ambos son hijos de Satanás. Los unos no conocen la fuerza del tremendo Sacramento, sino
que se acercan a él por costumbre rutinaria con la conciencia intranquila, no para salud, sino para
juicio (cfr. I Cor 12:29); no para perdón de los pecados, sino para aumento de los mismos. Los
otros lo aprecian en poco, como algo que no tiene valor, y permanecen alejados, ya que no lo tie-
nen por necesario, pues desconocen totalmente su fuerza y su gracia, o creen que es señal de es-
tima al Sacramento el no acercarse a él con frecuencia. Pero esto no es alta estima, sino que ma-
nifiesta más bien insensatez y tibieza en permanecer lejos de la vida y desear las tinieblas y la
muerte. Esto dice el Señor mismo: Yo soy el pan de vida; quien come de este pan vivirá eterna-
mente; y el pan que Yo daré es mi carne, para la vida del mundo (Jn 6:48.51)...
¿No sabes que en el momento en que el Santo Sacramento viene al altar se abren arriba
los cielos y Cristo desciende y llega, que los coros angélicos vuelan del cielo a la tierra y rodean
el altar donde está el Santo Sacramento del Señor, y todos son llenos del Espíritu Santo? Por tan-
to, aquellos a quienes les atormentan los remordimientos de conciencia, son indignos de tomar
parte en este Sacramento hasta que no se hayan purificado por la penitencia (...). Examinaos,
probad vuestro corazones, a fin de que nadie se acerque con remordimientos de conciencia, nadie
con hipocresía, con fingimiento o falsía, nadie con dudas o incredulidad (...).
Y no lo contemples como sencillo pan, ni lo tengas ni lo estimes por vino, pues el tre-
mendo santo misterio no es visible; su poder es más bien espiritual, ya que Cristo nada visible
nos ha dado en la Eucaristía y en el Bautismo, sino algo espiritual. Vemos el cáliz, pero creemos
al Verbo divino, que dice: esto es mi cuerpo y mi sangre. Quien come mi cuerpo y bebe mi san-
gre, vive en mí y Yo en él, y Yo le resucitaré en el último día (cfr. Mt 26:26-28; Jn 6:55). Sabe-
mos con verdadera fe que Cristo mora en los altares, que nosotros nos acercamos a El, que le
contemplamos, que le tocamos, le besamos, que le tomamos y recibimos en nuestro interior, que
nos hacemos con Él un solo cuerpo (cfr. I Cor 10:17), miembros e hijos de Dios (...).
Hijo de hombre, echa una mirada a tu habitación y contempla dónde estás, a quién con-
templas, a quién besas y a quién introduces en tu corazón. Te encuentras entre potestades celes-
tiales, alabas con los ángeles, bendices con los serafines, contemplas a Cristo, besas a Cristo, re-
cibes y gustas a Cristo, te llenas del Espíritu Santo y eres iluminado y continuamente fortalecido
por la gracia divina. Por eso vosotros, sacerdotes, vosotros los ministros y dispensadores del San-
to Sacramento, acercaos con temor, custodiadlo con ansia, administradlo santamente y servidle
con esmero; tenéis un tesoro real; cuidadlo, por tanto, y custodiadlo con gran temor (...).
Guarda pura tu alma para el momento de la comunión y no la dejes de un día para otro.
No es ningún atrevimiento comulgar muchas veces con corazón puro, pues con ello vivificas y
limpias tu alma más y más. Pero si fueras indigno y tuvieras algo de que te reprochase la
conciencia y comulgases una sola vez en toda tu vida, eso sería muerte del alma (...).
Pero tal vez digas: en Cuaresma me santificaré y comulgaré. ¿Qué utilidad te reportará
el que te purifiques una vez si de nuevo te profanas? ¿Qué utilidad tendría el que te lavaras y de
nuevo te ensuciaras? ¿Qué utilidad trae el edificar si vuelves a derribar lo construido? Quieres
estar sin sufrimiento sólo en los días de fiesta y después quieres de nuevo consumirte en sufri-
mientos; quieres curarte de las heridas de tus pecados en un día y después quieres volver a recibir

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las mismas heridas; por un día te apartas del demonio y después quieres volver a ser atormentado
por él siempre.
Así les sucede a quienes reciben una vez el Santo Sacramento y después se consumen sin
cesar en pecados (...). ¿De qué ha de servir encontrar piedras preciosas un día de fiesta y perder-
las al día siguiente? Por eso, es inútil comulgar un día de fiesta, si pereces de nuevo por la indig-
nidad de una mala vida (...).
Con todo, dirás tal vez: con los ayunos de Cuaresma me he santificado; quiero, pues, re-
cibir el Santo Sacramento. Me parece enteramente razonable y lo alabo. Pero ¿por qué no lo re-
cibes siempre? Respondes: es que no puedo permanecer siempre sin pecado. Si lo que quieres
decir es: voy a comulgar el día de fiesta, pero después me voy a mantener alejado de la Comu-
nión, entonces incluso el día de fiesta eres indigno, pues tu modo de pensar es del enemigo. Pues,
¿qué aprovecha acercarse a Cristo, si no te alejas al mismo tiempo de Satanás? ¿Qué utilidad tie-
ne el tomar costosas medicinas, si el dolor perdura en tu interior? ¿Qué te aprovecha correr al
médico, si no le enseñas tus heridas? Del mismo modo no ganas bien alguno por ir a comulgar si
no quieres apartarte de tus pecados (...).
Por lo tanto, atendamos a nosotros con esmero (...). Santifiquemos nuestro corazón,
hagamos modestos nuestro ojos, guardemos la lengua de las murmuraciones, hagamos peni-
tencia por nuestros pecados, disipemos las dudas, depongamos la insensatez, cambiemos nues-
tra pereza en esfuerzo, superación . Ayunemos, perseveremos en la oración. Estemos prontos
para la beneficencia, ejercitemos virtudes con las obras. Hagámonos niños en lo malo, y en la fe,
por el contrario, perfectos. Así nos haremos en todas las virtudes dignos del augusto y gran mis-
terio. Con gran deseo y pureza consumada gustaremos entonces el santísimo y vivificador
Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo; a Él sea dada la gloria y el poder por toda la
eternidad. Amén.

“Himno Akathistos.”
El Himno Akathistos (que literalmente significa “estando de pie,” porque se canta en esta posi-
ción) es el himno mariano más famoso del Oriente cristiano y quizá de la Iglesia entera. Com-
puesto en griego, a finales del siglo V, es de autor desconocido. Su paternidad se ha atribuido a
diversos personajes, pero no hay ninguna prueba concluyente, y quizá sea mejor así. Como dice
un comentarista moderno, “está bien que el himno sea anónimo. Así el himno es de todos, por-
que es de la Iglesia.” Efectivamente, desde principios del siglo VI la Iglesia bizantina lo incluyó
en su liturgia como la expresión más alta del culto a la Santísima Virgen y lo canta en muchas
ocasiones, de modo especialmente solemne en el sábado de la 5ª semana de Cuaresma.
La estructura métrica del texto original es de una perfección suma, difícil de verter a otras
lenguas. Las veinticuatro estrofas que lo componen (unas más largas, otras más breves, alternati-
vamente) se distribuyen por igual en dos partes: una evangélica y otra dogmática. La primera
parte escenifica la narración evangélica en una serie de cuadros, que van desde la Anunciación al
encuentro de María con el anciano Simeón en el Templo de Jerusalén. La segunda parte expone
los principales artículos de la fe mariana de la Iglesia: perpetua virginidad, maternidad divina,
mediación de gracia desde el Cielo.
El Himno Akathistos es común a todos los cristianos de rito bizantino, sean católicos u
ortodoxos. Constituye, pues, un puente vetusto y solemne hacia la plena comunión entre la
Iglesia de Oriente y de Occidente.

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María en el Evangelio (Himno Akathistos, I parte, estrofas 1-12).


1. El más excelso de los ángeles fue enviado desde el Cielo para decir “Ave” a la Madre
de Dios. Al transmitir su incorpóreo saludo, viéndote hecho hombre en Ella, Señor, extasiado el
ángel, de este modo a la Madre aclamó:
Ave, por ti resplandecen los gozos, Ave, por ti se disuelve el dolor, Ave, rescate del llan-
to de Eva, Ave, salud de Adán que cayó.
Ave, Tú cima sublime a humano intelecto, Ave, Tú abismo insondable a mirada de ángel,
Ave, Tú llevas a Aquél que todo sostiene, Ave, Tú eres la sede del trono real.
Ave, oh estrella que al Astro precedes, Ave, morada del Dios que se encarna, Ave, por ti
se renueva el creado, Ave, por ti se hace niño el Señor.
¡Ave, Virgen y Esposa!
2. Bien sabía María que era Virgen sagrada, y por eso respondió a Gabriel: “Tu singular
mensaje se muestra incomprensible a mi alma, pues anuncias un parto de virginal seno, excla-
mando: ¡Aleluya!”
Aleluya, aleluya, aleluya!
3. Ansiaba la Virgen comprender el misterio, y preguntaba al Mensajero divino: “¿Podrá
mi seno virginal dar a luz un hijo? ¡Dímelo!” Y aquél, reverente, aclamándola, así respondió:
Ave, presagio de excelsos designios, Ave, Tú prueba de arcano misterio, Ave, prodigio
primero de Cristo, Ave, compendio de toda verdad.
Ave, oh escala celeste que baja el Eterno, Ave, oh puente que llevas los hombres al Cielo,
Ave, de coros celestes cantado portento, Ave, oh azote que ahuyenta a la horda infernal.
Ave, la Luz inefable has portado, Ave, Tú el “modo” a nadie has contado, Ave, la ciencia
de sabios trasciendes, Ave, Tú enciendes al fiel corazón.
¡Ave, Virgen y esposa!
4. La Virtud del Altísimo cubrió con su sombra e hizo Madre a la Virgen que no conocía
varón: aquel seno, hecho fecundo desde lo Alto, se convirtió en campo ubérrimo para todos los
que quieren alcanzar la salvación, cantando de esta manera: ¡Aleluya!
¡Aleluya, aleluya, aleluya!
5. Con el Señor en su seno, presurosa, María subió a la montaña y habló con Isabel. El
pequeño Juan, en el vientre de su madre, oyó el virginal saludo y exultó; saltando de gozo, can-
taba a la Madre de Dios:
Ave, sarmiento del más santo Brote, Ave, renuevo de un Fruto sin mancha, Ave, das vida
al Autor de la vida, Ave, cultivas a tu Agricultor.
Ave, Tú campo que muestras las más ricas gracias, Ave, Tú mesa que ofreces los dones
mejores, Ave, un pronto refugio a los fieles preparas, Ave, un pasto agradable Tú haces brotar.
Ave, Tú incienso agradable de súplicas, Ave, del mundo suave perdón, Ave, clemencia
de Dios con el hombre, Ave, confianza del hombre con Dios.
¡Ave, Virgen y Esposa!
6. Con el corazón turbado y encontrados pensamientos, el sabio José se agitaba en la du-
da; admirándote intacta, sospecha esponsales secretos, oh Inmaculada! Y cuando te supo Madre
por obra de Espíritu Santo, exclamó: ¡Aleluya!
¡Aleluya, aleluya, aleluya!

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7. Los pastores oyeron los coros de los ángeles que cantaban a Cristo, bajado entre noso-
tros. Corriendo a ver al Pastor, lo contemplan como cordero inocente, que se nutre al pecho de la
Virgen, y cantan así:
Ave, Tú Madre del Pastor-Cordero, Ave, recinto del rebaño fiel, Ave, defensa de fieras
malignas, Ave, guardiana de la eternidad.
Ave, por ti con la tierra exultan los cielos, Ave, por ti con los cielos se goza la tierra, Ave,
voz eres perenne de Apóstoles santos, Ave, de Mártires fuertes invicto valor.
Ave, potente sustento de fe, Ave, de gracia esplendente pendón, Ave, por ti fue expoliado
el infierno, Ave, por ti nos vestimos de honor.
¡Ave, Virgen y Esposa!
8. Observando la estrella que guiaba al Eterno, los Magos siguieron su fulgor. Fue lumi-
naria segura para ir en busca del Poderoso, del Señor. Y alcanzando al Dios inalcanzable, lo
aclaman felices: ¡Aleluya!
¡Aleluya, aleluya, aleluya!
9. Los Magos contemplaron en los brazos maternos al Sumo Hacedor del hombre. Sa-
biendo que era el Señor, aunque bajo la apariencia de siervo, premurosos le ofrecieron sus dones,
diciendo a la Madre bienaventurada:
Ave, oh Madre del Astro perenne, Ave, aurora del místico día, Ave, las fraguas de errores
Tú apagas, Ave, conduces con tu brillo a Dios.
Ave, al odioso tirano arrojaste del trono, Ave, Tú a Cristo nos das, clemente Señor, Ave,
rescate Tú eres de ritos nefandos, Ave, Tú eres quien salvas del cieno opresor.
Ave, Tú el culto del fuego destruyes, Ave, Tú extingues la llama del vicio, Ave, Tú ense-
ñas la ciencia al creyente, Ave, Tú gozo de todas las gentes.
¡Ave, Virgen y Esposa!
10. Pregoneros de Dios fueron los Magos en el camino de vuelta. Cumplieron tu vatici-
nio y te predicaban, oh Cristo, a todos, sin preocuparse de Herodes, el necio, que era incapaz de
cantar: ¡Aleluya!
¡Aleluya, aleluya, aleluya!
11. Iluminando Egipto con el esplendor de la verdad, arrojaste las tinieblas del error,
porque los ídolos de entonces, Señor, debilitados por la fuerza divina, cayeron. Y los hombres,
salvados, aclamaban a la Madre de Dios:
Ave, desquite del género humano, Ave, derrota del reino infernal, Ave, Tú aplastas men-
tiras y errores, Ave, Tú muestras la gran falsedad.
Ave, Tú mar que devoras al gran Faraón, Ave, Tú roca que manas el Agua de Vida, Ave,
columna de fuego que guías de noche, Ave, refugio del mundo cual nube sin par.
Ave, dadora del maná celeste, Ave, nodriza de los gozos santos, Ave, Tú místico hogar
prometido, Ave, de leche y de miel manantial.
¡Ave, Virgen y Esposa!
12. El viejo e inspirado Simeón estaba a punto de dejar este mundo engañoso. Fuiste da-
do a él como párvulo, pero en ti reconoció al perfecto Señor; y estupefacto, admirando la divina
Sabiduría, exclamó: ¡Aleluya!
¡Aleluya, aleluya, aleluya!

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Santiago de Sarug.
Santiago de Sarug es uno de los grandes Padres de la Iglesia siria. Nació en el año 451 en el dis-
trito de Sarug, a orillas del Eufrates. Según la tradición, completó sus estudios teológicos en Ede-
sa, donde recibió unos sólidos conocimientos lingüísticos, filosóficos y teológicos. A los 22 años
de edad se hizo monje y eremita.
No abundan los datos sobre su vida: en el año 502 es nombrado corepíscopo, oficio ecle-
siástico que ejercía una jurisdicción delegada del obispo. Durante esta época, visitó muchos mo-
nasterios ganándose la estima de monjes y eremitas. En el 519 fue consagrado obispo; y desde
ese momento desarrolló un extensa labor pastoral hasta el momento de su muerte, acaecida dos
años más tarde. Su fama de santidad lo hizo entrar en la liturgia y en el calendario de los
santos. En la Iglesia latina es recordado el 29 de octubre.
Santiago de Sarug ha dejado una obra variada y abundante. Destacan los escritos en ver-
so. Según algunos estudiosos, predicó unas 760 homilías, aunque sólo se han conservado la mi-
tad y no todas han sido publicadas. En los siguientes párrafos, tomados de una de sus homilías
sobre la Virgen, destaca el cariño con que Santiago de Sarug habla de la belleza sobrenatural y
humana de nuestra Madre del Cielo.
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Sede de todas las gracias (Homilía sobre la Bienaventurada Virgen María).


Tal es mi amor, que me siento impelido a hablar de aquélla que es hermosa; mas tan so-
bre mis fuerzas juzgo el argumento, que no se me antoja fácil exponerlo.
¿Qué haré, pues? A los cuatro vientos gritaré que no fui ni soy idóneo para ello y, con
amor, osaré proclamar el misterio de la criatura excelsa. Sólo el amor no yerra cuando habla,
porque el amor tiene por objeto la perfección, y llena de dádivas a quien sigue sus dictados.
Tiemblo de emoción cuando hablo de María y me maravillo, porque la hija de los hombres al-
canzó la suma medida de toda grandeza. ¿Qué ocurrió, por ventura? ¿Volcó el Hijo la gracia
misma sobre Ella? ¿O le agradó hasta el extremo de convertirse en Madre del Hijo de Dios? Que
bajó a la tierra por don suyo, es manifiesto; y como María fue toda pura, le acogió.
Vio su humildad, su mansedumbre y su pureza, y habitó en Ella, porque para Dios es fá-
cil morar entre los humildes. ¿A quien, por virtud de su gracia, miró siempre, sino a los mansos y
humildes? Puso sus ojos sobre Ella, y en Ella habitó, pues entre los de humilde condición se con-
taba. Ella misma dijo: ha puesto los ojos en la bajeza (cfr. L,c 1:48), y habitó en Ella. Por eso fue
ensalzada, porque agradó mucho.
Suma perfección ha de ser la humildad, cuando mira Dios al hombre que se humilla.
Humilde fue Moisés, preclaro entre los hombres, y el Señor se le reveló en el monte. También la
humildad se manifestó en Abraham, porque siendo justo, se llamó a sí mismo polvo y tierra (cfr.
Gn 18 27). En su humildad, Juan se proclamaba indigno de desatar siquiera las sandalias del Es-
poso, su Señor. Agradaron por humildad, en todas las generaciones, varones ilustrísimos, porque
ésta es la vía maestra por la que el hombre se acerca a Dios.
Pero ninguno en el mundo se humilló como María, y así se deduce del hecho que ninguno
ha sido exaltado como Ella. En la medida de la humildad concede Dios la gloria: Madre suya la
hizo, y ¿quién podrá parangonarse a Ella en humildad? (...). Nuestro Señor, queriendo descender
a la tierra, buscó entre todas las mujeres, y sólo a una escogió: la que sin par era bella. A Ella la

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escrutó y sólo encontró humildad y santidad, buenos pensamientos y un alma enamorada de la
divinidad; un corazón puro y deseos de perfección; por eso Dios escogió a la pura y a la llena de
belleza. Descendió de su lugar y moró en la bienaventurada entre las mujeres, porque no había en
el mundo quien comparársele pueda. Sólo existía una doncella humilde, pura, bella e inmacula-
da, que fuera digna de ser Madre suya.
En Ella observó una condición sublime, su limpieza de todo pecado, que no cabía en Ella
pasión que la inclinara a la concupiscencia, ni pensamiento que instigara a la flaqueza, ni conver-
sación mundana que condujera a males irreparables. Tampoco halló agitación por las vanidades
del mundo, ni un comportamiento a guisa de niña. Y vio que no había en el mundo nada igual o
similar, y la tomó por Madre, de la que se amamantaría con leche pura. Era prudente y llena del
amor de Dios, porque el Señor nuestro no mora en donde el amor no reina. Apenas el Gran Rey
decidió descender a nuestro lugar, porque fue su beneplácito, se hospedó en el más puro templo
del mundo, en un seno limpio, adornado de virginidad y de pensamientos dignos de santidad.
Era también hermosisima en su naturaleza y en la voluntad, porque no fue contaminada
con deshonestos pensamientos. Desde la infancia, ninguna mancha afeó su integridad; sin man-
cha, caminó por su senda sin pecados. Fue su naturaleza custodiada con el albedrío fijo en las
cosas más altas, portó en su cuerpo las señales de la virginidad y las de la santidad en el alma.
Aquél que en Ella se manifestó, me ha dado aliento para decir todas estas cosas sobre su
belleza inenarrable. Por haber llegado a ser la Madre del Hijo de Dios, vi y creí que Ella sola es
en el mundo la pura entre las mujeres. Desde que aprendió a discernir el bien del mal, permane-
ció en la pureza de corazón y en pensamientos rectos. Jamás se separó de la justicia de la ley, ni
la conmovieron las pasiones carnales. Desde la niñez, se albergaron en Ella santos pensamientos
y, con diligencia, los ponderó en su meditación. Estaba siempre el Señor ante sus ojos, y en Él se
miraba para resplandecer de Él y gozar de Él. Y después de ver Dios cuán pura y bella era su al-
ma, quiso habitar en María que estaba inmune de pecado. Porque mujer par a Ella no fue jamás
vista, se cumplieron en Ella las obras más admirables (...).
Cuanto la naturaleza es capaz de obrar con la belleza, tanto fue Ella hermosa; mas no lle-
gó a tal grado por propia voluntad. Alcanzó la excelencia humana hasta el límite en el que sólo
Dios podía otorgarle lo que de suyo no le pertenecía. Hasta donde los justos son capaces de acer-
carse a Dios, la llena de gracia llegó por la excelencia de su alma; que Dios naciese en el cuerpo
de Ella, es gracia del Señor y por ello ha de ser glorificado: ¡cuán misericordioso es!
Hasta tal medida llegó la belleza de María, que ninguna mayor que Ella surgió en el
mundo entero. Ahora y siempre demos gracias al Señor, que difundió su gracia sobre las criatu-
ras sin medida alguna.

San Fulgencio de Ruspe.


San Fulgencio de Raspe nació en Telepte, Numidia (norte de África) en el año 468. Terminados
sus estudios fue elegido procurador de la ciudad, pero renunció pronto al cargo, porque la lectura
de una página de San Agustín le decidió a abrazar la vida monástica.
La furia de los arrianos le obligó a dejar el monasterio que había fundado y gobernado
con ejemplar solicitud, y partió hacia Sicilia con intención de buscar la soledad en Egipto. Mas
cuando el Obispo de Siracusa le puso al corriente de los daños que causaba el monofisismo por
medio de los monjes egipcios, regresó a su patria, tras una visita a Roma. Allí fundó un nuevo

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monasterio, del que fue abad. Y ordenado sacerdote en el año 508, ocupó la sede episcopal de
Raspe, una pequeña ciudad marítima.
Exiliado con otros sesenta obispos por los invasores vándalos, se refugió en Cerdeña,
donde vino a ser el alma y el modelo de aquel grupo de fugitivos. El rey vándalo lo llamó a Car-
tago para participar en unas discusiones teológicas, pero su celo y su sabiduría alarmaron a los
arrianos, que obtuvieron sin dificultad su nueva deportación a Cerdeña.
Restaurada la paz en África con el advenimiento del rey Hilderico, los obispos pudieron
regresar a sus diócesis en el 523. A Fulgencio le quedaban aún diez años de fructuosa labor al
frente de su grey, hasta que el 1 de enero del 533 lo llamó el Señor.
Escribió numerosas obras, sobre los misterios de la Santísima Trinidad y de la Encarna-
ción, sobre la gracia y la predestinación, defendiendo la doctrina católica contra los errores, si-
guiendo a San Agustín. Su obra Sobre la fe, a Pedro (o Regla de la verdadera fe), resume
magistralmente toda la teología cristiana.
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El sacrificio de Cristo (Sobre la fe, a Pedro, 22-23, 61-63).


En los sacrificios de las víctimas carnales, que la Santa Trinidad el Dios único del Nuevo
y del Antiguo Testamento — mandó ofrecer a nuestros padres, se figuraba el gratísimo don de
aquel sacrificio en el que el Hijo de Dios, según la carne, iba a ofrecerse misericordiosamente
por nosotros. Según la doctrina apostólica, Él se ofrecía a si mismo por nosotros en olor de sua-
vidad, como oblación y hostia a Dios (Ef 5:2). Él, verdadero Dios y Pontífice verdadero, prefigu-
rado en el Sumo Sacerdote que todos los años entraba en el sancta sanctorum con la sangre de los
sacrificios, entró de una vez para siempre en el santuario, en favor nuestro, no por la sangre de
toros y de machos cabríos, sino por su propia sangre,
Este Pontífice mostró en sí mismo todo lo que conocía ser necesario para obtener el pleno
efecto de nuestra redención, a saber: el mismo sacerdote y sacrificio, el mismo Dios y templo.
En efecto, Él es el sacerdote por quien hemos sido reconciliados; el sacrificio que nos ha reconci-
liado; el templo en el que hemos sido reconciliados; el Dios con quien nos hemos reconciliado
(...).
Así pues, hemos sido reconciliados sólo por el Hijo según la carne, pero no sólo con el
Hijo según la divinidad, ya que la Trinidad nos reconcilió consigo por medio del Verbo, el
único que la misma Trinidad quiso que se hiciera carne. De tal modo permanece en Él la ver-
dad inmutable en la naturaleza humana y divina; y así como verdadera es siempre su divinidad,
inmutablemente recibida del Padre, así es siempre verdadera e inmutable su humanidad, que la
suma divinidad lleva unida a sí (...).
Cree firmemente y de ningún modo dudes que el mismo Unigénito Dios Verbo se hizo
carne para ofrecerse a Dios por nosotros como sacrificio y víctima en olor de suavidad. A Él,
junto al Padre y al Espíritu Santo, en los tiempos del Antiguo Testamento, los profetas, patriarcas
y sacerdotes ofrecían el sacrificio de animales; y a Él ahora, en el tiempo del Nuevo Testamento
— con el Padre y el Espíritu Santo, con los que es una sola divinidad —, la Santa Iglesia Ca-
tólica no cesa de ofrecer en la fe y en la caridad, por todo el orbe terráqueo, el sacrificio del pan
y del vino,
En aquellas víctimas carnales estaba significada la carne de Cristo, que Él mismo, no te-
niendo pecado, ofreció por nuestros pecados, y la sangre que sería derramada en remisión de

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nuestras culpas. En cambio, en este sacrificio está la acción de gracias y la conmemoración de la
carne de Cristo, que ofreció por nosotros, y de la sangre que el mismo Dios derramó por noso-
tros. Sobre esto, en los Hechos de los Apóstoles se recogen estas palabras de San Pablo: atended
vosotros y toda la grey, sobre la cual el Espíritu Santo os puso como obispos para gobernar la
Iglesia de Dios que adquirió con su sangre (Hech 20:28).
En aquellos sacrificios se significaba en figura lo que nos debía ser entregado; en este
sacrificio se muestra con evidencia lo que ya se nos ha entregado. En aquellos sacrificios se pre-
anunciaba que el Hijo de Dios sería sacrificado en favor de los impíos; en éste se le muestra ya
sacrificado por los pecadores, como testifica el Apóstol cuando dice: Cristo, estando todavía no-
sotros enfermos, al tiempo señalado murió por los impíos (Rm 5:6), y cuando éramos enemigos,
fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo (Rm S, 10).
Cree firmemente y de ningún modo dudes que el Verbo hecho carne conserva siempre
aquella verdadera carne humana en la que nació de la Virgen, en la que fue crucificado, en la que
murió y resucitó, en la que subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios, en la que tam-
bién ha de venir para juzgar a los vivos y a los muertos. Por lo que los Apóstoles oyeron a los
ángeles: vendrá de la misma suerte que le acabéis de ver subir al cielo (Hech 1:11). Y San Juan
dice: he aquí que vendrá sobre las nubes, y le verán todos los ojos, y los mismos que le traspasa-
ron; y le verán todos los pueblos de la tierra (Ap 1:7).

San Cesáreo de Arlés.


San Cesáreo de Arles nació hacia el año 470, en el territorio de la actual Chalon-sur-Saone
(Francia), punto final de la navegación del Saona, región entonces ocupada por los burgundios.
Sus padres pertenecían a una buena familia de origen galo-romano. Admitido como clérigo por
el Obispo de Chalon en el año 488, dos años después marchó Ródano abajo e ingresó en el mo-
nasterio fundado en la isla de Lerins, frente a Marsella. El rigor de los ayunos debilitó su salud, y
tuvo que ser enviado a casa de unos parientes, en Arles, para que se repusiera. Continuó sus es-
tudios y fue ordenado presbítero en el año 500. Tres años más tarde, a la muerte del obispo Fo-
nio, San Cesáreo fue nombrado Obispo de Arles.
Esta ciudad era a la sazón una encrucijada de pueblos, lenguas y civilizaciones: el Cris-
tianismo había arraigado, pero aún quedaban resabios paganos y una fuerte influencia arriana, la
religión de los godos. San Cesáreo ejerció el episcopado bajo tres régimenes distintos: visigodos,
ostrogodos y francos.Tras diversas vicisitudes y enfrentamientos con el poder civil — sufrió des-
tierro en Burdeos —, logró un entendimiento con la autoridad y, paralelamente, alcanzó del Papa
el nombramiento de Arles como sede, y el derecho a convocar — como legado suyo para Galia e
Hispania — diversos Concilios regionales. Muchos de los Sínodos que congregó se ocuparon
de la reforma de la disciplina eclesiástica. Importancia especial tuvo el Concilio 11 de Orange,
del año 529, donde se condenó el semipelagianismo; fue aprobado poco después por el Papa Bo-
nifacio II.
Cesáreo fue un celoso pastor de almas y uno de los más grandes predicadores de la Igle-
sia latina. El primer puesto entre sus obras lo ocupan 238 sermones. La colección no encierra
sólo homilías sobre pasajes bíblicos o fiestas litúrgicas, sino también discursos referentes a la
moral de las costumbres, en las que todavía persistían sustratos paganos. Además escribió dos
tratados contra el semipelagianismo y un tercero, más extenso, titulado El misterio de la Santa
Trinidad. Se conservan asimismo tres cartas pastorales de instrucción y consejo, y dos reglas

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monásticas: la Regla para los monjes y la Regla para las vírgenes. Falleció en Aries el 27 de
agosto de 543, víspera de la fiesta de su gran maestro, San Agustín.
Loarte

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Templos de Dios (Sermón 229, 1-3).


Queridísimos hermanos: con la ayuda de Cristo, hoy celebramos con júbilo y alegría el
día del nacimiento de este templo; pero nosotros mismos hemos de ser templo vivo y verdadero
de Dios. Con toda justicia el pueblo cristiano celebra fielmente la solemnidad de la madre Igle-
sia, ya que por medio de ella se sabe renacido espiritualmente. Pues quienes por el primer naci-
miento fuimos vasos de la ira de Dios, por el segundo merecimos ser constituidos en vasos de
misericordia (cfr. Rm 9:22).
En efecto, la primera natividad nos engendró para la muerte, mientras que la segunda nos
devolvió a la vida. Todos nosotros, queridísimos, antes del bautismo fuimos templos del diablo;
después del Bautismo merecimos ser templos de Cristo. Y si pensamos atentamente sobre la sal-
vación de nuestra alma, conoceremos que somos un templo vivo y verdadero de Dios. No habita
Dios en casas hechas por mano de hombre (Hech 7:48), ni en casa construida de maderas y pie-
dras; sino principalmente en el alma hecha a imagen de Dios, y edificada por la mano del mismo
artífice. Pues así dijo el bienaventurado Apóstol: santo es el templo de Dios, que sois vosotros (1
Cor 3:17).
Los templos se levantan con maderas y sillares, para que allí se congreguen los templos
vivos de Dios, y así acudan al templo de Dios: un cristiano es un templo de Dios, y muchos cris-
tianos constituyen muchos templos de Dios. Así pues, hermanos, ved cuán hermoso es el templo
que se edifica de los templos. Y del mismo modo que muchos miembros forman un solo cuerpo,
muchos templos forman un solo templo. Pero estos templos de Cristo, es decir, las almas santas
de los cristianos, están dispersos por todo el mundo: cuando llegue el día del juicio se congre-
garán todos, y en la vida eterna harán un solo templo. Al igual que muchos miembros de
Cristo forman un solo cuerpo y tienen una sola cabeza, que es Cristo, así también aquellos tem-
plos tendrán el mismo habitante, Cristo; porque somos miembros de Aquel mismo que es
nuestra cabeza. Por eso dice el Apóstol: que en el interior del hombre, por la fe, habite Cristo en
vuestros corazones (Ef 3:16-17).
Alegrémonos, porque merecimos ser templos de Dios; pero temamos, no sea que profa-
nemos el templo de Dios con malas obras. Temamos lo que dice el Apóstol: si alguien profanare
el templo de Dios, Dios le perderá a él (1 Cor 3:17). Pues Dios, que pudo crear sin ningún trabajo
el cielo y la tierra con la palabra de su poder, se digna habitar en ti; y por ello debes obrar de tal
manera que no puedas ofender a tal habitante. Nada sucio encuentre Dios en ti — esto es, en su
templo —, nada sombrío, nada soberbio: porque, si conociera allí alguna afrenta, al punto se ale-
jaría; y si el Redentor se alejase, en ese mismo momento se acercaría el mentiroso. ¿Y qué le su-
cede a aquella alma infeliz que es abandonada por Dios y ocupada por el diablo?: se vacía de la
luz y se llena de tinieblas; merma de dulzor y se embriaga de amargura; pierde la vida y encuen-
tra la muerte; adquiere el suplicio y disipa el paraíso. Por tanto, hermanos, si Dios quiso hacer de
nosotros su templo y se digno habitar sin interrupción, afanémonos con su ayuda cuanto poda-
mos en arrojar lo superfluo y reunir lo útil; en repudiar la lujuria y conservar la castidad en des-
deñar la avaricia y buscar la misericordia; en despreciar el odio y amar la caridad. Si con la ayu-

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da de Dios hacemos esto, hermanos, atraemos inmediatamente a Dios al templo de nuestro co-
razón y de nuestro cuerpo.
Por lo cual, queridísimos, si deseamos celebrar el nacimiento de este templo con alegría,
no destruyamos en nosotros los templos vivos de Dios con nuestras malas obras. Y añadiré algo
que todos pueden comprender: cuando venimos a la iglesia, preparemos nuestras almas para que
estén como queremos encontrarla. ¿Quieres hallar resplandeciente la basílica?: no manches tu
alma con sombríos pecados. Si deseas que la basílica sea luminosa, también Dios quiere que tu
alma no permanezca en tinieblas sino que haga lo que el Señor dice, para que luzca en nosotros
la luz de las buenas obras, y será glorificado Aquél que está en los cielos. Del mismo modo que
tú entras en esta iglesia, Dios quiere entrar en tu alma, como Él mismo prometió: y habitaré en
ellos y en medio de ellos andaré (2 Cor 6:16). De igual manera que no queremos encontrar en la
iglesia ni puercos, ni perros, que nos darían horror, así Dios en su templo — esto es, nuestra alma
— no quiere encontrar ningún pecado que ofenda los ojos de su majestad.

Sobre la misericordia (Sermón 25, 1-3).


Bienaventurados los misericordiosos porque alcanzarán misericordia (Mt 5:7). Dulce es
el nombre de la misericordia, hermanos; y si lo es el nombre, ¡cuánto más lo será la realidad!
Aunque todos los hombres quieren tenerla, por desgracia no todos obran de manera que merez-
can recibirla: todos quieren recibir misericordia, pero pocos son los que quieren darla.
¿Cómo te atreves tú a pedir lo que no das? Debe dar misericordia en este mundo quien
desea recibirla en el Cielo. Por eso, hermanos, ya que todos queremos misericordia, adoptémosla
como protectora en esta vida, para que nos libre del mal en el futuro. En efecto, la misericordia
está en el Cielo y a ella se llega ejerciendo la misericordia en la tierra. Así lo dice la Escritura: tu
misericordia, Señor, está en el Cielo (Sal 35:36).
Por tanto, la misericordia es terrena y celestial, es decir, humana y divina. ¿Cuál es la mi-
sericordia humana? Aquella por la que atiendes a la miseria de los pobres. ¿Y cuál es la miseri-
cordia divina? Sin duda, la que otorga el perdón de los pecados. Todo lo que la misericordia hu-
mana da en el camino, la misericordia divina lo devuelve en la definitiva Patria.
Dios tiene frío y hambre en todos los pobres de este mundo, como Él mismo afirma:
cuantas veces lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicisteis (Mt 25:40).
Dios, que se digna dar desde el Cielo, quiere recibir en la tierra.
¿Qué clase de hombres somos que, cuando Dios da, queremos recibir y, cuando pide, no
queremos dar? Cuando un pobre tiene hambre, Cristo padece necesidad. Él lo dice: tuve hambre
y no me disteis de comer (Ibid. 42). No desprecies, pues, la miseria de los pobres, si quieres tener
la firme esperanza de que tus pecados te serán perdonados; Cristo, en todos los pobres, se digna
tener hambre y sed, y lo que recibe en la tierra lo devuelve en el Cielo.
Os pregunto, hermanos, ¿qué queréis o qué buscáis cuando venís a la iglesia? ¿Qué otra
cosa sino la misericordia? Dad por lo tanto la terrena y recibiréis la celestial. A ti te pide el
pobre, y tú pides a Dios; aquél pide un bocado, tú la vida eterna. Da al mendigo lo que esperas
recibir de Cristo; óyele cuando te dice: dad y se os dará (Lc 6:38). No sé cómo te atreves a reci-
bir lo que no quieres dar. Por eso, cuando venís a la iglesia, dad limosna a los pobres según vues-
tras posibilidades. El que pueda, déles dinero; el que no, ofrézcales un poco de vino. Y si ni esto
tuviere, siempre podrá darles un bocado de pan: si no entero, al menos un trozo, para que se
cumpla lo que el Señor nos amonesta por boca del profeta: parte tu pan con el que tiene hambre
(Is 58:7). No dijo que dieras todo, no sea que tú mismo seas pobre y te quedes sin nada.

51
Si actuamos con generosidad, hermanos, Cristo nos dará aquello de lo que carece en los
pobres. Por esto Dios permite que haya pobres en el mundo, para que todo hombre tenga un mo-
do de pagar por sus pecados. Si no hubiese pobres no podríamos dar limosna y, por tanto, no re-
cibiríamos el perdón. Pudo Dios hacer ricos a todos los hombres, pero quiso acercarse a nosotros
en la miseria de los pobres: así el pobre con la paciencia, y el rico por la limosna, pueden recibir
la gracia de Dios. Por nuestro bien existe la carencia de los pobres.
Atiende y contempla: el dinero y el reino. ¿Pueden compararse? Tú das dinero a los po-
bres y recibes el reino de Cristo; das alimento, y recibes de Cristo la vida eterna; das vestidos y
de Cristo recibes el perdón de los pecados. No despreciemos, pues, a los pobres, hermanos, sino
que cuidemos de ellos, y alegrémonos de su bien; porque la miseria de los pobres es medicamen-
to para las riquezas, según lo que dijo el Señor: dad limosna, y quedaréis limpios (Lc 11:41); y
también: vended lo que poseéis y dad limosna (Lc12:33). Y por el profeta clama el Espíritu San-
to: como el agua extingue el fuego, igualmente la limosna extingue el pecado (Si 3:30). También,
en otra ocasión, repite: da limosna al pobre y éste rogará para que no te suceda ningún mal (Sir
29:15). Practiquemos, pues, la misericordia, hermanos, y la ayuda de Cristo no nos faltará para
que vivamos con la atadura de su prudencia (...).
Como muchas veces os he amonestado, hay dos tipos de limosna: una buena y otra mejor.
Una es proporcionar alimento a los pobres; la otra que perdones pronto a tu hermano cuando te
ofenda. Las dos limosnas hemos de darnos prisa en practicar, con la ayuda de Dios, para que po-
damos alcanzar de Cristo la eterna indulgencia y la verdadera misericordia. Así dice: si perdona-
reis, también vuestro Padre os perdonará vuestros pecados; si no perdonareis, tampoco vuestro
Padre perdonará vuestros pecados (Mt 6:14-15). Y el Espíritu Santo clama en otro lugar: el hom-
bre se comporta con ira con el otro hombre, ¿pide comprensión por parte de Dios? ¿No tiene mi-
sericordia con su semejante y pide misericordia a Dios? (Si 28:1-5). Añade San Juan: quien odia
a su hermano es homicida (1 Jn 3:15), y también: quien odia a su hermano está en tinieblas, y en
ellas anda, y no sabe a dónde va: porque las tinieblas cegaron sus ojos (1 Jn 2:1 1).
Así pues, hermanos, para evitar los males eternos, y alcanzar los bienes imperecederos,
hemos de vivir los dos tipos de limosna de los que he hablado, todo lo que podamos y mientras
vivamos. De esta forma, podremos decir el día del juicio: da, Señor, porque nosotros dimos; no-
sotros hicimos lo que mandaste, cumple lo que prometiste. Y Él lo hará, que vive y reina con el
Padre y con el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.

San Romano el Cantor.


Los escasos datos biográficos que poseemos sobre Romano proceden de dos documentos meno-
res, de origen litúrgico: el Sinasario y el Meneo. Según esos textos, Romano nació en Siria, en la
ciudad de Emesa, hacia el 490. Ordenado diácono en Beirut, durante el reinado del Emperador
Anastasio se trasladó a Constantinopla, donde fue incorporado a la iglesia de la Santísima Madre
de Dios. Allí se entregó a una vida de oración y de mortificación, caracterizada por su de-
voción a la Virgen. En el santuario de la Madre de Dios, recibió el carisma poético. Cuenta la
tradición que una noche de Navidad se le apareció la Virgen y le entregó un rollo para que lo
masticara y engulliera. Apenas cumplió su mandato, subió al ambón e improvisó un himno en
alabanza del Nacimiento del Señor. La vena poética, milagrosamente desatada en él, inspiró nue-
vos y numerosos Kondakia, himnos para las principales festividades litúrgicas del año, especial-
mente las de Cristo y la Virgen. Se dice que compuso un millar de himnos, aunque son muchos

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menos los que han llegado hasta nosotros. Romano, que ha pasado a la historia con el sobrenom-
bre de el cantor, murió entre el 555 y el 562, y fue sepultado en la iglesia de Ciro, donde se cele-
bra su memoria el 1 de octubre. Aunque los temas de sus composiciones son muy variados, des-
tacan los himnos mariológicos. La figura de la Virgen es contemplada a la luz de la vida y de
la obra redentora de su Hijo.
Loarte

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Las Bodas de Canaá (Himno sobre las bodas de Canaá).


Queremos narrar ahora el primer milagro obrado en Canaá por Aquél que había demos-
trado ya el poder de sus prodigios a los egipcios y a los hebreos. Entonces la naturaleza de las
aguas fue cambiada milagrosamente en sangre. Él había castigado a los egipcios con la maldi-
ción de las diez plagas y había vuelto el mar inofensivo para los hebreos, hasta tal punto que lo
atravesaron como tierra firme. En el desierto, Él les había provisto del agua que prodigiosamente
manó de la roca. Hoy, durante la fiesta de las bodas, realiza una nueva transformación de la natu-
raleza, Aquél que ha cumplido todo con sabiduría.
Mientras Cristo participa de las bodas y el gentío de los invitados banqueteaba, faltó el
vino y la alegría pareció mudarse en melancolía. El esposo estaba avergonzado, los servidores
murmuraban y afloraba en todas partes el descontento por tal penuria, levantándose el tumulto en
la sala. Ante tal espectáculo, María, la completamente pura, mandó advertir apresuradamente a
su Hijo: “No tienen vino (Jn 2:3). Hijito, te lo ruego, demuestra tu poder absoluto, Tú, que has
cumplido todo con sabiduría (...).”
Cristo, respondiendo a la Madre que le decía: “concédeme esta gracia,” contestó pronta-
mente: Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora (Jn 2:4).
Algunos han querido entrever en estas palabras un significado que justifica su impiedad.
Son los que sostienen la sumisión de Cristo a las leyes naturales, o bien le consideran, también a
Él, vinculado a las horas. Pero esto es porque no comprenden el sentido de la palabra. La boca de
los impíos, que meditan el mal, es obligada a callar por el inmediato milagro obrado por Aquél
que ha cumplido todo con sabiduría.
“Hijo mío, responde ahora — dijo la Madre de Jesús, la completamente Pura — . Tú, que
impones a las horas el freno de la medida, ¿cómo puedes esperar la hora, Hijo mío y Señor mío?
¿Cómo puedes esperar el tiempo, si has establecido Tú mismo los intervalos del tiempo, oh
Creador del mundo visible e invisible, Tú que día y noche diriges con plena soberanía y según tu
discreción las evoluciones inmutables? Has sido Tú quien ha fijado la carrera de los años en sus
ciclos perfectamente regulados: ¿cómo puedes esperar el tiempo propicio para el prodigio que te
pido, Tú que has cumplido todo con sabiduría?”
“Ya antes de que Tú lo notases, Virgen venerada, Yo sabía que el vino faltaba,” respon-
dió entonces el Inefable, el Misericordioso, a la Madre veneradísima. “Conozco todos los pen-
samientos que habitan en tu corazón. Tú reflexionaste dentro de ti: “la necesidad incitará ahora a
mi Hijo al milagro, pero con la excusa de las horas lo está retrasando.” Oh Madre pura, aprende
ahora el porqué de este retardo, y cuando lo hayas entendido, te concederé ciertamente esta gra-
cia, Yo que he cumplido todo con sabiduría.”
“Eleva tu espíritu a la altura de mis palabras y comprende, oh Incorrupta, lo que estoy
para pronunciar. En el momento mismo en que creaba de la nada cielo y tierra y la totalidad del
universo, podía instantáneamente introducir el orden en todo lo que estaba formando. Sin embar-

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go, he establecido un cierto orden bien subdividido; la creación ocurrida en seis días. Y no cier-
tamente porque me faltase el poder de obrar, sino para que el coro de los ángeles, al comprobar
que hacía cada cosa a su tiempo, pudiese reconocer en mí la divinidad, celebrándola con el si-
guiente canto: Gloria a ti, Rey potente, que has cumplido todo con sabiduría.”
“Escucha bien esto, oh Santa: habría podido rescatar de otro modo a los caídos, sin asu-
mir la condición de pobre y de esclavo. He aceptado, sin embargo, mi concepción, mi nacimiento
como hombre, la leche de tu seno oh Virgen, y así todo ha crecido en mí según el orden, porque
en mi nada existe que no sea de este modo. Con el mismo orden quiero ahora obrar el milagro, al
cual consiento por la salvación del hombre, Yo que he cumplido todo con sabiduría.”
“Entiende lo que estoy diciendo, oh Santa; he querido comenzar por el anuncio a los is-
raelitas, por enseñarles a ellos la esperanza de la fe para que, antes de los milagros, sepan quién
me ha mandado y conozcan con certeza la gloria de mi Padre y su Voluntad, ya que Él quiere
firmemente que Yo sea glorificado por todos. De hecho, cuanto obra Aquél que me ha engendra-
do, puedo obrarlo también Yo, por ser consustancial a Él y al Espíritu, Yo que he cumplido
todo con sabiduría.”
“Si sólo hubiese manifestado esto en los prodigios espantosos, ellos habrían comprendido
que soy Dios desde antes de todos los siglos, aunque me haya hecho hombre. Pero, ahora, contra-
riamente al orden, y antes incluso de la predicación, Tú me pides prodigios. He aquí el porqué de
mi retardo. Te pedía que esperases la hora de obrar milagros, por este único motivo. Pero como
los padres deben ser honrados por los hijos, tendré consideración hacia ti, oh Madre, puesto que
puedo hacerlo todo, Yo que he cumplido todo con sabiduría.”
“Di, pues, a los habitantes de la casa que se pongan a mi servicio siguiendo las órdenes:
ellos pronto serán, para sí mismos y para los demás, los testigos del prodigio. No quiero que sea
Pedro el que me sirva, ni tampoco Juan, ni Andrés, ni alguno de mis apóstoles, por temor de que
después, por su causa, surja entre los hombres la sospecha del engaño. Quiero que sean los mis-
mos criados quienes me sirvan, porque ellos mismos se convertirán en testigos de lo que me es
posible, a mí que he cumplido todo con sabiduría.”
Dócil a estas palabras, la Madre de Cristo se apresuró a decir a los servidores de la fiesta
de las bodas: haced lo que Él os diga (Jn 2:5). Había en la casa seis tinajas, como enseña la Escri-
tura. Cristo ordena a los servidores: llenad de agua las tinajas (Jn 2:8). Y al punto fue hecho.
Llenaron de agua fresca las tinajas y permanecieron allí, en espera de lo que intentaba hacer
Aquél que ha cumplido todo con sabiduría.
Quiero ahora referirme a las tinajas y describir cómo fueron colmadas por aquel vino, que
procedía del agua. Como está escrito, el Maestro había dicho en voz alta a los servidores: “Sacad
este vino que no proviene de la vendimia, ofrecedlo a los invitados, llenad las copas secas, para
que lo disfrute todo el mundo y el mismo esposo; puesto que a todos he dado la alegría de modo
imprevisto, Yo que he cumplido todo con sabiduría.”
En cuanto Cristo cambió manifiestamente el agua en vino gracias al propio poder, todo el
mundo se llenó de alegría encontrando agradabilísimo el gusto de aquel vino. Hoy podemos sen-
tarnos al banquete de la Iglesia, porque el vino se ha cambiado en la sangre de Cristo, y nosotros
la asumimos en santa alegría, glorificando al gran Esposo. Porque el auténtico Esposo es el Hijo
de María, el Verbo que existe desde la eternidad, que ha asumido la condición de esclavo y que
ha cumplido todo con sabiduría.
Altísimo, Santo, Salvador de todos, mantén inalterado el vino que hay en nosotros, Tú
que presides todas las cosas. Arroja de aquí a los que piensan mal y, en su perversidad, adulteran
con el agua tu vino santísimo: porque diluyendo siempre tu dogma en agua, se condenan a sí

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mismos al fuego del infierno. Pero presérvanos, oh Inmaculado, de los lamentos que seguirán a
tu juicio, Tú que eres misericordioso, por las oraciones de la Santa, Virgen Madre de Dios,
Tú que has cumplido todo con sabiduría.

Madre dolorosa (Cántico de la Virgen al pie de la Cruz).


Venid todos, celebremos a Aquél que fue crucificado por nosotros. María le vio atado en
la Cruz: “Bien puedes ser puesto en Cruz y sufrir — le dijo Ella — ; pero no por eso eres menos
Hijo mío y Dios mío.”
Como una oveja que ve a su pequeño arrastrado al matadero, así María le seguía, rota de
dolor. Como las otras mujeres, Ella iba llorando: “¿Dónde vas Tú, Hijo mío? ¿Por qué esta mar-
cha tan rápida? ¿Acaso hay en Canán alguna otra boda, para que te apresures a convertir el agua
en vino? ¿Te seguiré yo, Niño mío? ¿O es mejor que te espere? Dime una palabra, Tú que eres la
Palabra; no me dejes así, en silencio, oh Tú, que me has guardado pura, Hijo mío y Dios mío.”
“Yo no pensaba, Hijo de mi alma, verte un día como estás: no lo habría creído nunca, aun
cuando veía a los impíos tender sus manos hacia Ti. Pero sus niños tienen aún en los labios el
clamor: ¡Hosanna! ¡seas bendito! Las palmas del camino muestran todavía el entusiasmo con que
te aclamaban. ¿Por qué, cómo ha sucedido este cambio? Oh, es necesario que yo lo sepa. ¿Cómo
puede suceder que claven en una Cruz a mi Hijo y a mi Dios?”
“Oh Tú, Hijo de mis entrañas: vas hacia una muerte injusta, y nadie se compadece de Ti.
¿No te decía Pedro: aunque sea necesario morir nunca te negaré? Él también te ha abandonado.
Y Tomás exclamaba: muramos todos contigo. Y los otros, apóstoles y discípulos, los que deben
juzgar a las doce tribus, ¿dónde están ahora? No está aquí ninguno; pero Tú, Hijo mío, mueres en
soledad por todos. Abandonado. Sin embargo, eres Tú quien les ha salvado; Tú has satisfecho
por todos ellos, Hijo mío y Dios mío.”
Así es como María, llena de tristeza y anonadada de dolor, gemía y lloraba. Entonces su
Hijo, volviéndose hacia Ella, le habló de esta manera: “Madre, ¿por qué lloras? ¿Por qué, como
las otras mujeres, estás abrumada? ¿Cómo quieres que salve a Adán, si Yo no sufro, si Yo no
muero? ¿Cómo serán llamados de nuevo a la Vida los que están retenidos en los infiernos, si no
hago morada en el sepulcro? Por eso estoy crucificado, Tú lo sabes; por esto es por lo que Yo
muero.”
“¿Por qué, lloras, Madre? Di más bien, en tus lágrimas: es por amor por lo que muere mi
Hijo y mi Dios.”
“Procura no encontrar amargo este día en el que voy a sufrir: para esto es para lo que Yo,
que soy la dulzura misma, he bajado del cielo como el maná; no sobre el Sinaí, sino a tu seno,
pues en él me he recogido. Según el oráculo de David: esta montaña recogida soy Yo; lo sabe
Sión, la ciudad santa. Yo, que siendo el Verbo, en ti me hice carne. En esta carne sufro y en esta
carne muero. Madre, no llores más; di solamente: si Él sufre, es porque lo ha querido, Hijo mío y
Dios mío.”
Respondió Ella: “Tú quieres, Hijo mío, secar las lágrimas de mis ojos. Sólo mi Corazón
está turbado. No puedes imponer silencio a mis pensamientos. Hijo de mis entrañas, Tú me di-
ces: si Yo no sufro, no hay salvación para Adán... Y, sin embargo, Tú has sanado a tantos sin pa-
decer. Para curar al leproso te fue suficiente querer sin sufrir. Tú sanaste la enfermedad del pa-
ralítico, sin el menor esfuerzo. También hiciste ver al ciego con una sola palabra, sin sentir nada
por esto, oh la misma Bondad, Hijo mío y Dios mío.”
El que conoce todas las cosas, aun antes de que existan, respondió a María: “Tranquilíza-
te, Madre: después de mi salida del sepulcro, tú serás la primera en verme; Yo te enseñaré de qué

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abismo de tinieblas he sido librado, y cuánto ha costado. Mis amigos lo sabrán: porque Yo lle-
varé la prueba inscrita en mis manos. Entonces, Madre, contemplarás a Eva vuelta a la Vida, y
exclamarás con júbilo: Son mis padres! y Tú les has salvado, Hijo mío y Dios mío.”

San Gregorio Magno.


San Gregorio Magno nació en Roma, alrededor del año 540, en el seno de una familia patricia,
de donde salieron varios Papas y numerosos santos. En el 572 fue nombrado prefecto de la Urbe.
Dos años después abandonó la carrera política para abrazar el estado religioso. Ordenado diáco-
no por el Papa Pelagio II en el 579, fue enviado a Constantinopla como Nuncio. De vuelta a Ro-
ma, San Gregorio ejerció las funciones de consejero y secretario del Romano Pontífice. En el
590 la “Ciudad Eterna” sufrió el azote de la peste. Una de las primeras víctimas fue el Papa Pe-
lagio II. El clero, senado y pueblo romano reunidos eligieron unánimemente al antiguo prefecto
para que ocupara la cátedra de Roma.
Gregorio Magno es considerado uno de los grandes
maestros de la espiritualidad clásica occidental. Hombre de inteligencia privilegiada y de am-
plia cultura, ha dejado una profunda huella como Papa. Su celo apostólico tuvo una amplia
proyección en la labor de evangelización realizada durante su pontificado, que tuvo como
fruto la conversión de los longobardos y de los anglosajones.
Además de varios libros de carácter exegético, histórico y moral (es famoso su Comenta-
rio al libro de Job, conocido con el nombre de Moralia, y la Regla pastoral, un clásico en la histo-
ria de la Iglesia sobre el modo de comportarse los pastores), se conservan cuarenta Homilías so-
bre los Evangelios. Las veinte primeras fueron leídas al pueblo por un notario de la Iglesia roma-
na en presencia de San Gregorio, que no podía predicar a causa de una enfermedad. Las otras
veinte las predicó personalmente, no sin esfuerzo, al pueblo romano, reunido en las basílicas para
celebrar las festividades litúrgicas del año 591. San Gregorio se manifiesta en todas ellas como
un predicador popular habilísimo. Habla al pueblo de forma sencilla y paternal. No toma
como materia problemas teológicos profundos ni abusa de la interpretación alegórica. Expone
los pasajes escogidos con claridad y los aplica con feliz intuición a los casos prácticos de la vida.
San Gregorio Magno fue, por su formación y su genio, el último de los grandes espíritus
romanos de la antigüedad. Falleció en el año 604.
Loarte

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Los santos ángeles (Homilías sobre los Evangelios 34, 7-10).


Son nueve los coros de los ángeles. Por testimonio de la Escritura sabemos que hay cier-
tamente ángeles, arcángeles, virtudes, potestades, principados, dominaciones, tronos, querubines
y serafines.
La existencia de ángeles y arcángeles está atestiguada en casi todas las páginas de la Sa-
grada Escritura. De los querubines y serafines hablan con frecuencia los libros de los Profetas. Y
San Pablo menciona otros cuatro coros cuando, escribiendo a los de Éfeso, dice: sobre todos los
principados, y potestades, y virtudes, y dominaciones (Ef 1:21). Y otra vez, escribiendo a los Co-
losenses, afirma: ora sean tronos, dominaciones principados o potestades (Col 1:16) (...). Así
pues, juntos los tronos a aquellos otros cuatro de que habló a los Efesios — esto es, a los princi-

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pados, potestades, virtudes y dominaciones —, son cinco los coros de que el Apóstol hace parti-
cular mención. Si a éstos se añaden los ángeles, arcángeles, querubines y serafines, se comprueba
que son nueve los coros de los ángeles (...).
La voz ángel es nombre del oficio, no de la naturaleza, pues, aunque los santos espíritus
de la patria celeste sean todos espirituales, sin embargo no a todos se les puede llamar ángeles.
Solamente son ángeles (que significa mensajero) cuando por ellos se anuncian algunas cosas. De
ahí que afirme el salmista: hace ángeles suyos a los espíritus (Sal 103:4); como si claramente di-
jera que Dios, cuando quiere, hace también ángeles, mensaJeros, a los espíritus celestiales que
siempre tiene consigo.
Los que anuncian cosas de menor monta se llaman simplemente ángeles, y los que mani-
fiestan las más importantes, arcángeles. De ahí que a María no se le manda un ángel cualquiera,
sino el arcángel San Gabriel pues era justo que para esto viniese un ángel de los más en-
cumbrados, a anunciar la mejor de las nuevas. Por esta razón, los arcángeles gozan de nom-
bres particulares, a fin de que — por medio de los hombres — se dé a conocer su gran poderío
(...).
Miguel significa ¿quién como Dios?; Gabriel, la fortaleza de Dios; y Rafael, la medicina
de Dios. Cuantas veces se realiza algo que exige un poder maravilloso, es enviado San Miguel,
para que por la obra y por el nombre se muestre que nadie puede hacer lo que hace Dios. Por eso,
a aquel antiguo enemigo que aspiró, en su soberbia, a ser semejante a Dios, diciendo: escalaré el
cielo; sobre las estrellas de Dios levantaré mi trono; me sentaré sobre el monte del testamento, al
lado del septentrión; sobrepujaré la altura de las nubes y seré semejante al Altísimo (Is 14:13-
14); al fin del mundo, para que perezca en el definitivo suplicio, será dejado en su propio poder y
habrá de pelear con el Arcángel San Miguel, como afirma San Juan: se trabó una batalla con el
arcángel San Miguel (Ap 12:7). De este modo, aquél que se erigió, soberbio, e intentó ser seme-
jante a Dios, aprenderá — derrotado por San Miguel — que nadie debe alzarse altaneramente
con la pretensión de asemejarse a Dios.
A María es enviado San Gabriel, que se llama la fortaleza de Dios, porque venía a anun-
ciar a Aquél que se dignó aparecer humilde para pelear contra las potestades infernales. De Él
dice el salmista: levantad, ¡oh príncipes! vuestras puertas, y elevaos vosotras, ¡oh puertas de la
eternidad! y entrará el Rey de la gloria... (Sal 23:7). Y también: el Señor de los ejércitos, ése es el
Rey de la gloria (ibid. 10). Luego el Señor de los ejércitos y fuerte en las batallas, que venía a
guerrear contra los poderes espirituales, debía ser anunciado por la fortaleza de Dios.
Asimismo Rafael significa, como hemos dicho, la medicina de Dios; porque cuando, ha-
ciendo oficio de médico, tocó los ojos de Tobías, hizo desaparecer las tinieblas de su ceguera.
Luego es justo que se llamara medicina de Dios.
Y ya que nos hemos entretenido interpretando los nombres de los ángeles, resta que ex-
pongamos brevemente el significado de los ministerios angélicos.
Llámanse virtudes aquellos espíritus por medio de quienes se obran más frecuentemente
los prodigios y milagros, y potestades los que, entre los de su orden, han recibido mayor poder
para tener sometidos los poderes adversos [los demonios], a quienes reprimen para que no tien-
ten cuanto pueden a las almas de los hombres. Reciben el nombre de principados los que dirigen
a los demás espíritus buenos, ordenándoles cuanto deben hacer; éstos son los que presiden en el
cumplimiento de las divinas disposiciones.
Se llaman dominaciones los que superan en poder incluso a los principados, porque pre-
sidir es estar al frente, pero dominar es tener sujetos a los demás. De manera que las milicias an-

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angélicas que sobresalen por su extraordinario poder, en cuanto tienen sujetos a su obediencia a
los demás, se llaman dominaciones.
Se denominan tronos aquellos ángeles en los que Dios omnipotente preside el cumpli-
miento de sus decretos. Como en nuestra lengua llamamos tronos a los asientos, reciben el nom-
bre de tronos de Dios los que están tan llenos de la gracia divina, que en ellos se asienta Dios y
por medio de ellos decreta sus disposiciones.
Los querubines son llamados también plenitud de ciencia; y estos excelsos ejércitos de
ángeles son denominados querubines porque, cuanto más de cerca contemplan la claridad de
Dios, tanto más repletos están de una ciencia más perfecta; y así, en cuanto es posible a unas
criaturas, saben más perfectamente todas las cosas en cuanto que, por su dignidad, ven de modo
más claro al Creador.
En fin, se denominan serafines aquellos ejércitos de ángeles que, por su particular proxi-
midad al Creador, arden en un amor incomparable. Serafines son los ardientes e inflamados,
quienes — estando tan cerca de Dios, que entre ellos y Dios no hay ningún otro espíritu — arden
tanto más cuanto más próximo le ven. Ciertamente su amor es llama, pues cuanto más sutil-
mente ven la claridad de Dios, tanto más se inflaman en su amor.

En la Resurrección del Señor (Homilías sobre los Evangelios, 26).


La primera cuestión que viene a nuestro pensamiento durante la lectura del Evangelio de
este día es: ¿cómo era real y verdadero el cuerpo de Jesucristo después de su resurrección, que
pudo penetrar en el lugar donde estaban sus discípulos con las puertas cerradas?
Debemos tener presente que las operaciones divinas, si llegan a ser comprensibles por la
razón, dejan de ser maravillosas; tampoco tiene mérito la fe cuando la razón humana la com-
prueba con la experiencia. Estas mismas obras de nuestro Redentor, que de suyo no pueden
comprenderse deben ser medidas con alguna otra obra suya, para que los hechos más admirables
confirmen a los que lo son menos. Así, aquel mismo cuerpo que, al nacer, salió del seno virginal
de María, entró en aquella habitación cerrada donde se encontraban los discípulos. ¿Qué tiene,
pues, de extraño, que el que había de vivir para siempre, el que al venir a morir salió del seno de
la Virgen, penetrase en ese lugar con las puertas cerradas?
Enseguida, como vacilaba la fe de los que veían aquel cuerpo visible, les enseña las ma-
nos y el costado, y dio a tocar la misma carne que introdujo en aquella estancia cerrada. Con este
gesto, al mostrar su cuerpo palpable e incorruptible a la vez, manifestó dos hechos maravillosos
que, según la razón humana, son totalmente opuestos entre sí, pues es de necesidad que se co-
rrompa lo palpable y que lo incorruptible no pueda tocarse. No obstante, de modo admirable e
incomprensible, nuestro Redentor, después de la resurrección, manifestó su cuerpo inco-
rruptible para invitarnos al premio, y palpable, para confirmarnos en la fe. Nos lo mostró así
para manifestar que su cuerpo resucitado era de la misma naturaleza que antes, pero con
distinta gloria.
Y les dijo: la paz sea con vosotros. Como el Padre me envió así os envío Yo (Jn 20:21);
esto es: así como mi Padre, Dios, me envió a mí, Yo también, Dios-Hombre, os envío a vosotros,
hombres. El Padre envió al Hijo cuando, por determinación suya, debía encarnarse para la reden-
ción del género humano. Dios quiso que su Hijo viniera a este mundo a padecer, pero no dejó por
eso de amarle en todo momento. El Señor también envió a los Apóstoles que había elegido, no
para que gozasen de este mundo, sino para padecer. Del mismo modo que el Hijo fue amado del
Padre, y no obstante lo envía al Calvario, así también el Señor amó a los discípulos, y sin embar-
go los envía a padecer: así como me envió el Padre, también os envío a vosotros, es decir: cuan-

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do Yo os mando ir entre las asechanzas de los perseguidores, os amo con el mismo amor con que
el Padre me ama al hacerme venir a sufrir tormentos (...).
Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo (Jn 20:22-29). Debemos
preguntarnos qué significa el que Nuestro Señor enviara una sola vez el Espíritu Santo cuando
vivía en la tierra y otra cuando ya reinaba en el Cielo, pues en ningún otro lugar se dice clara-
mente que fue dado el Espíritu Santo sino ahora, y después, cuando desde lo alto descendió sobre
los Apóstoles en forma de lenguas de fuego. ¿Por qué motivo lo hizo, sino porque es doble el
precepto de la caridad: el amor a Dios y al prójimo?
Así como la caridad es una sola y sus preceptos dos, el Espíritu Santo es uno y se da dos
veces: la primera, por el Señor cuando vive en la tierra; la segunda, desde el Cielo, porque en el
amor del prójimo se aprende el modo de llegar al amor de Dios. De ahí que diga el mismo San
Juan: el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve (1 Jn 4:20).
Cierto que ya estaba el mismo Espíritu Santo en las almas de los discípulos por la fe, pero
hasta después de la Resurrección del Señor no les fue dado de una manera manifiesta (...).
Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús (Jn
20:24). Sólo este discípulo no se hallaba presente, y cuando vino oyó lo que había sucedido y no
quiso creer lo que oía. Volvió de nuevo el Señor y descubrió al discípulo incrédulo su costado
para que lo tocase y le mostró las manos, y presentándole las cicatrices de sus llagas curó las de
su incredulidad.
¿Qué pensáis de todo esto, hermanos carísimos? ¿Acaso creéis que fue una casualidad
todo lo que sucedió en aquella ocasión: que no se hallase presente aquel discípulo elegido y que,
cuando vino, oyera, y oyendo dudara, y dudando palpara, y palpando creyera? No, no sucedió
esto casualmente, sino por disposición de la divina Providencia. La divina Misericordia obró de
una manera tan maravillosa para que, al tocar aquel discípulo las heridas de su Maestro, sanase
en nosotros las llagas de nuestra incredulidad. De manera que la duda de Tomás fue más prove-
chosa para nuestra fe, que la de los discípulos creyentes, pues, decidiéndose él a palpar para cre-
er, nuestra alma se afirma en la fe, desechando toda duda (...).
Respondió Tomás y le dijo: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús contestó: porque me has visto
has creído (Ibid. 28-29). Dice el Apóstol San Pablo: la fe es certeza en las cosas que se esperan;
y prueba de las que no se ven (Heb 11:1). Resulta claro que la fe es la prueba decisiva de las co-
sas que no se ven, pues las que se ven, ya no son objeto de la fe, sino del conocimiento. Ahora
bien, ¿por qué, cuando Tomás vio y palpó, el Señor le dice: porque me has visto has creado?
Porque él vio una cosa y creyó otra: el hombre mortal no puede ver la divinidad; por tanto, To-
más vio al hombre y confesó a Dios, diciendo: ¡Señor mío y Dios mío!: viendo al que conocía
como verdadero hombre, creyó y aclamó a Dios, aunque como tal no podía verle.
Causa mucha alegría lo que sigue a continuación: bienaventurados los que sin haber visto
han creído (Jn 20:29). En esta sentencia estamos especialmente comprendidos nosotros, que con-
fesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Sí, en ella se nos designa a nosotros, pero
con tal que nuestras obras se conformen a nuestra fe, pues quien cumple en la práctica lo que
cree, ése es el que cree de verdad. Por el contrario, de aquéllos que sólo creen con palabras, dice
San Pablo: hacen profesión de conocer a Dios, pero lo niegan con sus obras (1 Tim 1:16). Y,
por eso, dice Santiago: la fe sin obras está muerta (Sant 2:26). (...).
Estamos celebrando la solemnidad de la Pascua; pero debemos vivir de modo que merez-
camos llegar a las fiestas de la eternidad. Todas las festividades que se celebran en el tiempo pa-
san; procurad, cuantos asistís a esta solemnidad no ser excluidos de la eterna (...). Meditad, her-
manos, en vuestro interior las promesas que son perdurables, y tened en menos las que pasan con

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el tiempo como si ya hubieran pasado. Apresuraos a poner toda vuestra voluntad en llegar a la
gloria de la resurrección, que en sí ha puesto de manifiesto la Verdad. Huid de los deseos terre-
nales que apartan del Creador, pues tanto más alto llegaréis en la presencia de Dios Omnipotente,
cuanto más os distingáis en el amor al Mediador entre Dios y los hombres, el cual vive y reina
con el Padre, en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.

Los bienes de la enfermedad (Regla pastoral 33, 12).


A los enfermos se les debe exhortar a que se tengan por hijos de Dios, precisamente por-
que los flagela con el azote de la corrección. Si no determinara dar la herencia a los corregidos,
no cuidaría de enseñarlos con las molestias; por eso el Señor dice a San Juan por el ángel (Ap
3:19): Yo, a los que amo, los reprendo y castigo; y por eso está también escrito: no rehúses, hijo
mío, la corrección del Señor ni desmayes cuando Él te castigue, porque el Señor castiga a los que
ama, y azota a todo el que recibe por hijo (Prv 3:11). Y el Salmista dice: muchas son las tribula-
ciones de los justos, pero de todas los librará el Señor (Sal 33:20) (...).
Hay, pues, que enseñar a los enfermos que, si verdaderamente creen que su patria es el
Cielo, es necesario que en la patria de aquí abajo, como en lugar extraño, padezcan algunos tra-
bajos. Se nos enseña que en la construcción del templo del Señor [el templo de Jerusalén], las
piedras que se labraban se colocaban fuera, para que no se oyera ruido de martillazos. Así ahora
nosotros sufrimos con los azotes, para ser luego colocados en el templo del Señor sin golpes de
corrección. Quienes eviten los golpes ahora, tendrán luego que quitar todo lo que haya de super-
fluo, para poder ser acoplados en el edificio de la concordia y la caridad (...)
Se debe aconsejar a los enfermos que consideren cuán saludable para el alma es la moles-
tia del cuerpo, ya que los sufrimientos son como una llamada insistente al alma para que se co-
nozca a sí misma. El aviso de la enfermedad, en efecto, reforma al alma, que por lo común vive
con descuido en el tiempo de salud. De este modo el espíritu, que por el olvido de sí era llevado
al engreimiento, por el tormento que sufre en la carne, se acuerda de la condición a que está suje-
to (...).
Debe aconsejarse a los enfermos que consideren cuán grande don es la molestia del cuer-
po, con la que pueden lavar los pecados cometidos y reprimir los que podrían cometerse. Me-
diante las llagas exteriores, en efecto, el dolor causa en el alma las llagas de la penitencia, con-
forme a lo que está escrito: los males se purgan por las llagas y con incisiones que penetran hasta
las entrañas (Prv 20:30). Se purgan los males por las llagas, esto es, el dolor de los castigos puri-
fica las maldades, tanto las de pensamiento como las de obra, ya que con el nombre de entrañas
suele entenderse generalmente el alma, y así como el vientre consume las viandas, así el alma
considerando las molestias, las purifica (...).
Para que los enfermos conserven la virtud de la paciencia, se les debe exhortar a que con-
tinuamente consideren cuántos males soportó Nuestro Redentor por sus criaturas; cómo aguantó
las injurias que le inferían sus acusadores; cómo Él, que continuamente arrebata de las manos del
antiguo enemigo a las almas cautivas, recibió las bofetadas de los que le insultaban; cómo Él,
que nos lava con el agua de la salvación, no hurtó su rostro a las salivas de los pérfidos; cómo Él,
que con su palabra nos libra de los suplicios eternos, toleró en silencio los azotes; cómo Él, que
nos concede honores permanentes entre los coros de los ángeles, aguantó los bofetones; cómo Él,
que nos libra de las punzadas de los pecados, no hurtó su cabeza a la corona de espinas; cómo Él,
que nos embriaga de eterna dulcedumbre, aceptó en su sed la amargura de la hiel; cómo Él, que
adoró por nosotros al Padre, aun siendo igual al Padre en la eternidad, calló cuando fue burlona-

60
mente adorado; cómo Él, que dispensa la vida a los muertos, llegó a morir siendo Él mismo la
Vida.

A la gloria por el esfuerzo.


La transfiguración nos enseña el cielo, pero en los Evangelios va seguida y precedida de
los anuncios de la pasión. Los Santos Padres toman pie de ello para demostrar que no hay
sufrimiento que valga la pena comparado con la gloria (cf. Hom. 37 in Evang.: PL 76,1278
ss.)
A) Grandeza de la gloria “Si consideramos, carísimos hermanos, cuál y cuán grande es el
cielo que se nos promete, despreciaría nuestra alma cuanto hay en el mundo, pues todas las ri-
quezas de esta vida, comparadas con la eterna, no son un placer, sino una carga, y deben llamarse
muerte y no vida. Porque el mismo defecto diario de nuestra corrupción ¿qué es sino cierta muer-
te continuada? Pues ¿qué lengua puede explicar ni qué entendimiento concebir la grandeza de los
goces celestiales, el mezclarse con los coros angélicos, el asistir con los espíritus bienaventura-
dos a la gloria del Creador, mirar presente la faz de Dios, ver la luz que no reconoce límites, no
ser atormentados por el temor de la muerte y gozar el don de la incorruptibilidad eterna? Ante
toda esta felicidad el alma se entusiasma y desea ya encontrarse allí donde espera gozar sin fin.”
B) Necesidad del esfuerzo “Mas no se pueden obtener los grandes premios sino mediante
grandes trabajos. De aquí que nos diga el gran predicador San Pablo: Quienquiera que compite
en el estadio, no es coronado si no compite legítimamente (2 Tim. 2:5). Así, pues, deléitese el
alma con la grandeza del premio, pero no se amedrente por los sufrimientos y trabajos.”
a) Renuncia A La Propia Familia “Por lo que la suma Verdad dice a los que se le acercan:
Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus herma-
nos, a sus hermanas aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14:26) . Extraño dile-
ma. Cristo nos manda odiar a nuestras esposas, y San Pablo amarlas (Ef 5:25). “¿Acaso podemos
amar y aborrecer a un tiempo? Mas si examinamos detenidamente el sentido de ambos preceptos
podremos cumplirlos discretamente, amando a aquellos que están ligados con nosotros por el pa-
rentesco de la carne cuando los encontramos amigos, y desconociéndolos odiándolos y apartán-
donos de ellos cuando los tengamos por adversarios en el camino del Señor. Es como amado por
medio del odio el que por su ciencia exclusivamente carnal no es escuchado cuando nos induce
al pecado.”
b) Renuncia A La Propia Vida “Mas para demostrar el Señor que este odio para con el
prójimo no debe proceder de mala voluntad del corazón, sino de caridad, dice: Y aun hasta a su
propia vida (en la Vulgata, alma). Se nos manda, pues, que odiemos al prójimo, que odiemos a
nuestra alma. Luego consta que debe aborrecer al prójimo amándole el que le aborrece como a sí
mismo. Porque entonces aborrecemos bien nuestra alma cuando no asentimos a sus deseos carna-
les, cuando nos oponemos a sus apetitos y rechazamos sus concupiscencias. Y en cuanto que
despreciándola y contrariándola la guiamos al bien, podremos decir que la amamos por medio
del odio. Asi es como debemos tener para el prójimo un odio discreto de manera que le amemos
por lo que es y le odiemos en cuanto es un obstáculo en el camino que nos conduce a Dios.” San
Pablo, al oír profetizadas sus prisiones, como quiera que “había odiado perfectamente a su alma,
decía: Pronto estoy, no sólo a ser atado, sino a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús
(Act. 21:?). No hago ninguna estima de mi vida con tal de acabar mi carrera (Act. 20:4). Ves,
pues, cómo odiaba a su alma, amándola al mismo tiempo, o mejor la amaba odiándola, puesto
que deseaba entregarla a la muerte por Jesucristo, para resucitarla a la vida, de la muerte
del pecado. Sírvanos este odio discreto que nos tenemos a nosotros mismos de norma y medida

61
del odio que debemos profesar a nuestros prójimos. Sean amados todos en este mundo, aun los
mismos enemigos; pero el adversario en el camino de Dios no sea amado, ni aunque fuere pa-
riente. Porque todo el que anhela ya lo eterno, debe considerarse en el camino de Dios, como si
no tuviera padre, ni madre, ni mujer, ni hijos, ni parientes, y aun como si él mismo no existiera; y
así conozca a Dios tanto mejor, cuanto que en su causa no reconoce a nadie. Pues es mucho lo
que los afectos carnales impiden los deseos del alma y oscurecen su luz; mas en manera alguna
los sentiremos dañosos si los sujetamos y oprimimos. En resumen, debemos amar a nuestros pró-
jimos, debemos tener caridad con todos, tanto parientes como extraños; pero jamás por ella nos
hemos de apartar del amor de Dios.”
c) Ayuno Y Limosna “Y cuál sea el odio que hemos de profesar a nuestra alma, nos lo
manifiesta la Verdad, cuando añade: El que no toma su cruz y viene en pos de mi, no puede ser
mi discípulo (Lc. 14:27). Porque la palabra cruz viene de cruciatus, tormento; y de dos modos
podemos llevar la cruz del Señor, o afligiendo nuestro cuerpo con la abstinencia, o compade-
ciendo al prójimo, al considerar como nuestras sus necesidades. El que se conduele de las nece-
sidades ajenas, lleva la cruz en su corazón.” Se puede ayunar y compadecer al prójimo por moti-
vos humanos, lo cual no basta. “De aquí que con sobrada razón nos diga Jesucristo: El que no
toma su cruz y viene en pos de mi, no puede ser mi discípulo (ibid.). Es, pues, necesario cargar
con la cruz y, además de ello, seguir al Señor, lo cual se lleva a cabo afligiendo el cuerpo con
abstinencias o socorriendo al prójimo por el deseo de agradar a Dios. Porque el que hace esto por
una mira puramente mundana, carga, es verdad, con la cruz, pero no quiere ir en pos del Señor.”

C) Plan para conseguir la gloria.


Para indicarnos la salvación por medio del cumplimiento de estos preceptos, se nos pro-
ponen los siguientes ejemplos y normas:
a) Meditar Nuestro Plan “¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre..., no calcula los
gastos, a ver si tiene para terminarla, no sea que, echados los cimientos y no pudiendo acabarla,
todos cuantos lo vean comiencen a burlarse de él diciendo: Este hombre comenzó a edificar y no
pudo concluir la obra? (Lc 14:28). Todo lo que hagamos, debe considerarse bien de antemano.”
Meditemos, pues, lo que debemos presupuestar para poder construir el edificio de nuestra salva-
ción, “porque los edificios terrenos se diferencian de los celestiales en que para construir aque-
llos es necesario ahorrar y para levantar éstos es menester repartir... No lo entendió el joven que,
invitado a seguir al Señor y “gustando como gustaba los gustos de la grandeza, no se decidió a
los de la humildad... Consideremos también lo que se dice en el mismo pasaje: Todos cuantos lo
vean comiencen a burlarse de él (ibid.), porque, según San Pablo, hemos venido a ser espectácu-
lo para el mundo, para los ángeles y los hombres (1 Cor. 4:9). En todas nuestras obras conside-
remos que las están mirando nuestros enemigos, quienes siempre tienen algo que decir de ellas, y
se congratulan de nuestros defectos. De aquí que el profeta, refiriéndose a esto mismo, dice: Dios
mío, en ti confío; no me avergonzaré, ni mis enemigos se reirán de mí (Ps. 24,2-3 Vulgata). Pues
si, al emprender las buenas obras, no vigilamos a los espíritus malignos, tendremos que sufrir la
mofa de aquellos mismos que nos incitan al mal.”
b) Pedir Perdón a Dios “Pero si antes se nos ha presentado una comparación basada en la
construcción de un edificio, ahora se nos propone otra de menor a mayor, para que por la consi-
deración de las cosas pequeñas pensemos en las grandes. Dice el Evangelio: ¿Qué rey, saliendo a
campaña para guerrear con otro rey, no considera primero y delibera si puede hacer frente con
diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil? Si no, hallándose aún lejos aquél, le en-
vía una embajada haciéndole proposiciones de paz (Lc 14:31-32). El rey, pues, antes de empren-

62
der la campaña, examina si puede hacer frente al que le declaró la guerra, y si considera que no
tiene fuerzas bastantes para resistir, le manda una legación y pide la paz. Pues ¿con qué lágrimas
debemos suplicar el perdón los que en aquel tremendo examen nos presentamos con fuerzas des-
iguales ante nuestro Rey, ya que nos hacen inferiores nuestra condición, nuestras flaquezas y
nuestra causa?
c) La Limosna y la Oración Quizás estemos ya libres de las culpas de las malas obras y
exteriormente huyamos de todo mal. Pero ¿somos por ello suficientes para dar cuenta de nuestros
pensamientos?. Nosotros, aunque aprovechemos mucho, apenas conservamos rectas nuestras
obras exteriores. Porque aunque la lujuria haya sido arrancada de la carne, no lo ha sido sin em-
bargo, de lo interior del corazón, y aquel que viene para juzgarnos examina al propio tiempo el
interior y el exterior y posa de la misma manera las obras y los pensamientos. Por lo tanto, viene
con un doble ejército contra una mitad el que ha de juzgar al mismo tiempo nuestras obras y
nuestros pensamientos, siendo así que apenas estamos preparados en lo que atañe a las obras.
¿Qué hemos de hacer, pues, carísimos hermanos, cuando vemos que con un ejército como el
nuestro no podemos oponernos al del Señor, que es doble, sino, mientras esté distante aún, en-
viarle una embajada y suplicarle la paz? Se dice que está distante, porque aun no se ve presente
para el juicio. Enviémosle nuestras lágrimas en embajada, enviémosle obras de misericordia, sa-
crifiquemos en su ara hostias de expiación, reconozcamos que no podemos competir con él en el
día del juicio; consideremos la fuerza de su poder y supliquémosle aquellos dones que son nece-
sarios para obtener la paz. Esta ha de ser la embajada que aplaque al rey que viene. Pensad cuán-
ta es la benignidad que nos muestra Aquel que viniendo puede confundirnos, y, sin embargo, re-
trasa su venida. Enviémosle nuestra embajada, llorando, dando limosnas y ofreciéndole sacrifi-
cios... El principal para obtener el perdón es el del altar, ofrendado con llanto y fervor, puesto
que aquel que resucitó de entre los muertos para nunca más morir, vuelve a padecer por nosotros,
por el misterio de este sacrificio. Pues cuantas veces se lo ofrecemos, otras tantas reproducimos
su pasión para nuestra indulgencia”... “De este hecho, carísimos hermanos, colegid con certeza
cuánto valdrá para desatar las ligaduras de nuestro corazón el sacrificio de la misa ofrecido por
nosotros mismos cuando ofrecido por otro pudo desatar los vínculos del cuerpo. ..
d) Exhortación Por lo tanto, abandone el que pueda todo lo que posea. Mas el que no
pueda abandonar todas sus cosas, envíe una embajada mientras el Rey está distante aún, y ofrez-
ca lágrimas, limosnas y sacrificios. Pues Dios, que se sabe irresistible en su ira, quiere ser apla-
cado con preces. Espera la embajada de la paz, puesto que retarda aún su venida, porque, si qui-
siera, hubiera venido ya y hubiera aniquilado a sus enemigos. Anuncia que ha de venir muy te-
rrible, y, con todo, se retrasa, porque no quiere castigar... Lavad, pues, carísimos hermanos, con
lágrimas las manchas de los pecados, limpiadlas con limosnas y expiadlas con sacrificios. No
queráis poseer por el deseo lo que no habéis dejado de usar. Tened esperanza en el Redentor y
elevad vuestro pensamiento a la patria eterna... Concédanos los gozos deseados el que nos dió el
remedio de la eterna paz, Jesucristo nuestro Señor, que vive y reina con el Padre en unión del
Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.”

Vida de San Benito Abad por San Gregorio Magno.


[Caps. 1-9; Caps. 10-18; Caps. 19-27; Caps. 28-38].
San Benito de Nursia Abad de Montecasino Patriarca de los monjes de occidente Patrono
principal de Europa Entre las numerosas obras del papa Gregorio Magno (540-604 dC) — uno
de los más grandes escritores de la Iglesia occidental — se halla la obra titulada: El Libro de los
Diálogos, escrito en forma de un diálogo entre el mismo Gregorio Magno y un personaje ficticio

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denominado Pedro. En dicha obra, San Gregorio narra la vida de varios santos venerados en su
época. El segundo capítulo (o más bien Libro) de los Diálogos está enteramente dedicado a San
Benito Abad, un santo nacido en Nursia (Umbria) hacia el año 480 dC. Gregorio conoció la vida
del monje y abad Benito a través de algunos discípulos directos del santo. Siendo Benito un jo-
ven estudiante en Roma, decide cambiar radicalmente su vida haciéndose monje (solitario). Una
hermana suya, de nombre Escolástica, ya había sido consagrada a Dios desde su infancia. Al co-
mienzo de su nueva vida Benito habita en la región montañosa de Subiaco, no lejos de Roma,
donde más tarde establece varios monasterios con numerosos discípulos. Finalmente se traslada a
Montecassino, donde funda un nuevo — y célebre — monasterio, en el cual reside hasta su
muerte. En Montecasino crece su irradiación espiritual, y allí escribe la conocida Regla para
monjes, que a lo largo de los siglos tendría amplísima difusión. Muere santamente alrededor del
año 529 dC.
El texto que presentamos corresponde al Libro II de los Diálogos. Al acercarnos a un tex-
to tan antiguo, escrito originalmente en Latin, es importante tener en cuenta no solo el género
literario usado por su autor — la narración de una serie de hechos milagrosos que jalonan la vida
del santo —, sino también la intención que tuvo: escribir no una biografía en el sentido moderno
de la palabra, sino más bien mostrar a sus fieles (los lectores) la imagen de un verdadero santo:
un hombre de Dios, un amigo de Dios, que por serlo participa de los dones divinos de poder y de
ciencia (milagros, profecías, etc.). El mismo Gregorio nos dice que no se informó acerca de to-
dos los detalles de la vida de San Benito, y que tampoco refiere en su libro todo lo que ya sabía
acerca del santo. Para Gregorio, San Benito es ante todo el ideal del monje perfecto, y la narra-
ción de su vida es como un programa de vida que presenta a sus lectores.

Prólogo. Hubo un hombre de vida venerable, por gracia y por nombre Benito, que desde su in-
fancia tuvo cordura de anciano. En efecto, adelantándose por sus costumbres a la edad, no en-
tregó su espíritu a placer sensual alguno, sino que estando aún en esta tierra y pudiendo gozar
libremente de las cosas temporales, despreció el mundo con sus flores, cual si estuviera marchito.
Nació en el seno de una familia libre, en la región de Nursia, y fue enviado a Roma a cursar los
estudios de las ciencias liberales. Pero al ver que muchos iban por los caminos escabrosos del
vicio, retiró su pie, que apenas había pisado el umbral del mundo, temeroso de que por alcanzar
algo del saber mundano, cayera también él en tan horrible precipicio. Despreció, pues, el estudio
de las letras y abandonó la casa y los bienes de su padre. Y deseando agradar únicamente a Dios,
buscó el hábito de la vida monástica. Retiróse, pues, sabiamente ignorante y prudentemente in-
docto. No conozco todos los hechos de su vida, pero los que voy a narrar aquí los sé por referen-
cias de cuatro de sus discípulos, a saber: Constantino, varón venerabilísimo, que le sucedió en el
gobierno del monasterio; Valentiniano, que gobernó durante muchos años el monasterio de
Letrán; Simplicio, que fue el tercer superior de su comunidad, después de él; y Honorato, que
todavía hoy gobierna el cenobio donde vivió primero.

I. La Criba Rota y Reparada.


Abandonado ya el estudio de las letras, hizo propósito de retirarse al desierto, acompaña-
do únicamente de su nodriza, que le amaba tiernamente. Llegaron a un lugar llamado Effide,
donde retenidos por la caridad de muchos hombres honrados, se quedaron a vivir junto a la igle-
sia de San Pedro. La ya citada nodriza, pidió a las vecinas que le prestaran una criba para limpiar
el trigo. Dejóla incautamente sobre la mesa y fortuitamente se quebró y quedó partida en dos tro-
zos. Al regresar la nodriza, empezó a llorar desconsolada, viendo rota la criba que había recibido

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prestada. Pero Benito, joven piadoso y compasivo, al ver llorar a su nodriza, compadecido de su
dolor, tomó consigo los trozos de la criba rota e hizo oración con lágrimas. A1 acabar su oración
encontró junto a sí la criba tan entera, que no podía hallarse en ella señal alguna de fractura. Al
punto, consolando cariñosamente a su nodriza, le devolvió entera la criba que había tomado rota.
El hecho fue conocido de todos los del lugar. Y causó tanta admiración, que sus habitantes colga-
ron la criba a la entrada de la iglesia, para que presentes y venideros conocieran con cuánta per-
fección el joven Benito había dado comienzo a su vida monástica. Y durante años, todo el mundo
pudo ver la criba allí, puesto que permaneció suspendida sobre la puerta de la iglesia hasta estos
tiempos de la invasión lombarda. Pero Benito, deseando más sufrir los desprecios del mundo que
recibir sus alabanzas, y fatigarse con trabajos por Dios más que verse ensalzado con los favores
de esta vida, huyó ocultamente de su nodriza y buscó el retiro de un lugar solitario, llamado Su-
biaco, distante de la ciudad de Roma unas cuarenta millas. En este lugar manan aguas frescas y
límpidas, cuya abundancia se recoge primero en un gran lago y luego sale formando un río.
Mientras iba huyendo hacia este lugar, un monje llamado Román le encontró en el camino y le
preguntó adónde iba. Y cuando tuvo conocimiento de su propósito guardóle el secreto y le animó
a llevarlo a cabo, dándole el hábito de la vida monástica y ayudándole en lo que pudo.
El hombre de Dios, al llegar a aquel lugar, se refugió en una cueva estrechísima, donde
permaneció por espacio de tres años ignorado de todos, fuera del monje Román, que vivía no le-
jos de allí, en un monasterio puesto bajo la regla del abad Adeodato a, y en determinados días,
hurtando piadosamente algunas horas a la vigilancia de su abad, llevaba a Benito el pan que hab-
ía podido sustraer, a hurtadillas, de su propia comida. Desde el monasterio de Román no había
camino para ir hasta la cueva, porque ésta caía debajo de una gran peña. Pero Román, desde la
misma roca hacía descender el pan, sujeto a una cuerda muy larga, a la que ató una campanilla,
para que el hombre de Dios, al oír su tintineo, supiera que le enviaba el pan y saliese a recogerlo.
Pero el antiguo enemigo que veía con malos ojos la caridad de uno y la refección del otro, un día,
al ver bajar el pan, lanzó una piedra y rompió la campanilla. Pero no por eso dejó Román de
ayudarle con otros medios oportunos. Mas queriendo Dios todopoderoso que Román descansara
de su trabajo y dar a conocer la vida de Benito para que sirviera de ejemplo a los hombres, puso
la luz sobre el candelero para que brillara e iluminara a todos los que estuvieran en la casa de
Dios. Bastante lejos de allí vivía un sacerdote que había preparado su comida para la fiesta de
Pascua. El Señor se le apareció y le dijo: “Tú te preparas cosas deliciosas y mi siervo en tal lugar
está pasando hambre.” Inmediatamente el sacerdote se levantó y en el mismo día de la solemni-
dad de la Pascua, con los alimentos que había preparado para sí, se dirigió al lugar indicado.
Buscó al hombre de Dios a través de abruptos montes y profundos valles y por las hondonadas
de aquella tierra, hasta que lo encontró escondido en su cueva. Oraron, alabaron a Dios todopo-
deroso y se sentaron. Después de haber tenido agradables coloquios espirituales, el sacerdote le
dijo: “¡Vamos a comer! que hoy es Pascua.” A lo que respondió el hombre de Dios: “Sí, para mí
hoy es Pascua, porque he merecido verte.” Es que estando como estaba alejado de los hombres,
ignoraba efectivamente que aquel día fuese la solemnidad de la Pascua 9. Pero el buen sacerdote
insistió diciendo: “Créeme: hoy es el día de Pascua de Resurrección del Señor. No debes ayunar,
puesto que he sido enviado para que juntos tomemos los dones del Señor.” Bendijeron a Dios y
comieron, y acabada la comida y conversación el sacerdote regresó a su iglesia. También por
aquel entonces le encontraron unos pastores oculto en su cueva. Viéndole, por entre la maleza,
vestido de pieles, creyeron que era alguna fiera. Pero reconociendo luego que era un siervo de
Dios, muchos de ellos trocaron sus instintos feroces por la dulzura de la piedad. Su nombre se
dio a conocer por los lugares comarcanos y desde entonces fue visitado por muchos, que al lle-

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varle el alimento para su cuerpo recibían a cambio, de su boca, el alimento espiritual para sus
almas.

II. Cómo Venció Una Tentación de la Carne.


Un día, estando a solas, se presentó el tentador. Un ave pequeña y negra, llamada vul-
garmente mirlo, empezó a revolotear alrededor de su rostro, de tal manera que hubiera podido
atraparla con la mano si el santo varón hubiera querido apresarla. Pero hizo la señal de la cruz y
el ave se alejó. No bien se hubo marchado el ave, le sobrevino una tentación carnal tan violenta,
cual nunca la había experimentado el santo varón. El maligno espíritu representó ante los ojos de
su alma cierta mujer que había visto antaño y el recuerdo de su hermosura inflamó de tal manera
el ánimo del siervo de Dios, que apenas cabía en su pecho la llama del amor. Vencido por la pa-
sión, estaba ya casi decidido a dejar la soledad. Pero tocado súbitamente por la gracia divina vol-
vió en sí, y viendo un espeso matorral de zarzas y ortigas que allí cerca crecía, se despojó del
vestido y desnudo se echó en aquellos aguijones de espinas y punzantes ortigas, y habiéndose
revolcado en ellas durante largo rato, salió con todo el cuerpo herido. Pero de esta manera por las
heridas de la piel del cuerpo curó la herida del alma, porque trocó el deleite en dolor, y el ardor
que tan vivamente sentía por fuera extinguió el fuego que ilícitamente le abrasaba por dentro.
Así, venció el pecado, mudando el incendio. Desde entonces, según él mismo solía contar a sus
discípulos, la tentación voluptuosa quedó en él tan amortiguada, que nunca más volvió a sentir
en sí mismo nada semejante. Después de esto, muchos empezaron a dejar el mundo para ponerse
bajo su dirección, puesto que, libre del engaño de la tentación, fue tenido ya con razón por maes-
tro de virtudes. Por eso manda Moisés que los levitas sirvan en el templo a partir de los veinti-
cinco años cumplidos, pero sólo a partir de los cincuenta les permite custodiar los vasos sagra-
dos.

PEDRO. — Algo comprendo del sentido del pasaje que has aducido, sin embargo te ruego que
me lo expongas con más claridad.
GREGORIO. — Es evidente, Pedro, que en la juventud arde con más fuerza la tentación
de la carne, pero a partir de los cincuenta años el calor del cuerpo se enfría. Los vasos sagrados
son las almas de los fieles. Por eso conviene que los elegidos, mientras son aún tentados, estén
sometidos a un servicio y se fatiguen con trabajos, pero cuando ya el alma ha llegado a la edad
tranquila y ha cesado el calor de la tentación, sean custodios de los vasos sagrados, porque en-
tonces son constituidos maestros de las almas.
PEDRO. — Bien, estoy de acuerdo. Pero ya que me has manifestado el sentido oculto de
este pasaje, te pido que sigas contándomela vida de este justo, que has comenzado a narrar.

III. El Jarro Roto Por la Señal de la Cruz.

GREGORIO. — Alejada ya la tentación, el hombre de Dios, cual tierra libre de espinas y abro-
jos, empezó a dar copiosos frutos en la mies de las virtudes, y la fama de su eminente santidad
hizo célebre su nombre. No lejos de allí, había un monasterio cuyo abad había fallecido, y todos
los monjes de su comunidad fueron adonde estaba el venerable Benito y con grandes instancias
le suplicaron que fuera su prelado. Durante mucho tiempo no quiso aceptar la propuesta, pronos-
ticándoles que no podía ajustarse su estilo de vida al de ellos, pero al fin, vencido por sus reitera-
das súplicas, dio su consentimiento. Instauró en aquel monasterio la observancia regular, y no
permitió a nadie desviarse como antes, por actos ilícitos, ni a derecha ni a izquierda del camino

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de la perfección. Entonces, los monjes que había recibido bajo su dirección, empezaron a acusar-
se a sí mismos de haberle pedido que les gobernase, pues su vida tortuosa contrastaba con la rec-
titud de vida del santo. Viendo que bajo su gobierno no les sería permitido nada ilícito, se lamen-
taban de tener que, por una parte renunciar a su forma de vida, y por otra, haber de aceptar nor-
mas nuevas con su espíritu envejecido. Y como la vida de los buenos es siempre inaguantable
para los malos, empezaron a tratar de cómo le darían muerte. Después de tomar esta decisión,
echaron veneno en su vino. Según la costumbre del monasterio, fue presentado al abad, que esta-
ba en la mesa, el jarro de cristal que contenía aquella bebida envenenada, para que lo bendijera;
Benito levantó la mano y trazó la señal de la cruz. Y en el mismo instante, el jarro que estaba al-
go distante de él, se quebró y quedó roto en tantos pedazos, que más parecía que aquel jarro que
contenía la muerte, en vez de recibir la señal de la cruz hubiera recibido una pedrada. En seguida
comprendió el hombre de Dios que aquel vaso contenía una bebida de muerte, puesto que no ha-
bía podido soportar la señal de la vida. A1 momento se levantó de la mesa, reunió a los monjes y
con rostro sereno y ánimo tranquilo les dijo: “Que Dios todopoderoso se apiade de vosotros,
hermanos. ¿Por qué quisisteis hacer esto conmigo? ¿Acaso no os lo dije desde el principio que
mi estilo de vida era incompatible con el vuestro? Id a buscar un abad de acuerdo con vuestra
forma de vivir, porque en adelante no podréis contar conmigo.” Entonces regresó a su amada so-
ledad y allí vivió consigo mismo, bajo la mirada del celestial Espectador.

PEDRO. — No acabo de entender qué quiere decir eso de que “vivió consigo mismo.”
GREGORIO. — Si el santo varón hubiese querido tener por más tiempo sujetos contra su volun-
tad a aquellos que unánimemente atentaban contra él, y que tan lejos estaban de vivir según su
estilo, quizás el trabajo hubiera excedido a sus fuerzas y perdido la paz, y hasta es posible que
hubiera desviado los ojos de su alma de los rayos luminosos de la contemplación. Pues fatigado
por el cuidado diario de la corrección de ellos, hubiera negligido su interior. Y acaso olvidándose
de sí mismo, tampoco hubiera sido de provecho a los demás. Pues, sabido es, que cada vez que
por el peso de una desmesurada preocupación salimos de nosotros mismos, aunque no dejemos
de ser lo que somos, no estamos en nosotros mismos, ya que divagando en otras cosas no nos
percatamos de lo nuestro. ¿Acaso diremos que vivía consigo mismo aquel que marchando a una
región lejana, derrochó la hacienda que había recibido y tuvo que ajustarse con un hombre de
aquel país, que le envió a apacentar puercos, a los cuales veía hartarse de bellotas mientras él pa-
saba hambre? Y sin embargo, cuando empezó a reflexionar sobre los bienes que había perdido, la
Escritura dice de él: Volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre andan sobra-
dos de pan! (Lc 15:17). Si, pues, estuvo consigo, ¿cómo volvió en sí? Por eso dije, que este vene-
rable varón habitó consigo mismo, porque teniendo continuamente los ojos puestos en la guarda
de sí mismo, viéndose siempre ante la mirada del Creador, y examinándose continuamente, no
salió fuera de sí mismo, echando miradas al exterior.
PEDRO. — Entonces, ¿cómo se explica lo que está escrito del apóstol Pedro, cuando fue sacado
de la cárcel por el ángel: Volviendo en sí, dijo: Ahora conozco verdaderamente que el Señor ha
enviado su ángel y me ha librado de las manos de Herodes y de la expectación de todo el pueblo
judío? (Hch 12:11).
GREGORIO. — De dos maneras, Pedro, se dice que salimos de nosotros mismos. Cuando cae-
mos por debajo de nosotros mismos, por un pecado de pensamiento, o cuando somos elevados
por encima de nosotros mismos, por la gracia de la contemplación. Aquel que apacentó a los
puercos cayó por debajo de sí, a causa de la divagación de su mente y de la inmundicia de su al-
ma. Por el contrario, este otro a quien el ángel liberó y arrebató su espíritu en éxtasis salió cier-

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tamente fuera de sí, pero por encima de sí mismo. Ambos volvieron en sí, el uno cuando aban-
donó su vida errada y se recogió en su corazón; el otro cuando al bajar de la contemplación re-
tornó a su estado de conciencia habitual. Así, pues, el venerable Benito habitó consigo mismo en
aquella soledad, en el sentido de que se mantuvo dentro de los limites de su pensamiento. Pero
cada vez que le arrebató a lo alto el fuego de la contemplación, entonces fue elevado por encima
de sí mismo.
PEDRO. — Esto queda claro. Pero dime, te ruego: ¿Podía abandonar a aquellos monjes después
de haber aceptado encargarse de ellos?
GREGORIO. — Entiendo, Pedro, que se ha de tolerar con entereza a un grupo de malos, si en él
hay algunos buenos a quienes se pueda ayudar. Pero donde falta en absoluto el fruto, porque no
hay buenos, es inútil afanarse por los malos, sobre todo si se presenta la ocasión de hacer otras
obras que puedan reportar mayor gloria a Dios. Según esto, ¿para qué iba a permanecer allí por
más tiempo el santo varón, si veía que todos a una le perseguían? Además, sucede con frecuencia
en las almas perfectas — cosa que no debemos olvidar — que cuando se dan cuenta de que su
trabajo produce poco fruto, se marchan a otra parte donde puedan hacer más fruto. Por eso, aquel
esclarecido predicador, que deseaba ser liberado de su cuerpo mortal y estar con Cristo, para el
cual su vivir era Cristo y una ganancia el morir (Fl 1:21), y que no sólo anhelaba las persecucio-
nes, sino que animaba a otros a soportarlas, al sufrir violenta persecución en Damasco, procuróse
una cuerda y una espuerta para huir e hizo que le bajasen ocultamente por la muralla. ¿Diremos
acaso por eso, que Pablo tuvo miedo a la muerte, cuando él mismo asegura que la deseaba por
amor a Jesús? No por cierto. Sino que viendo que en aquel lugar había de trabajar mucho y sacar
poco fruto, reservóse para otras partes donde pudiese trabajar con más fruto. El aguerrido lucha-
dor de Dios no quiso permanecer seguro dentro de los muros, sino que fue en busca del campo
de batalla. Por la misma razón, si me escuchas atentamente, en seguida verás cómo el venerable
Benito al escapar de allí con vida, no abandonó a tantos hombres rebeldes, como almas resucitó
de la muerte espiritual en otras partes.
PEDRO. — Que es como dices lo declara esa razón manifiesta y el ejemplo que has aducido.
Pero te ruego vuelvas a tomar el hilo de la narración de la vida de este gran abad.
GREGORIO. — Como el santo varón crecía en virtudes y milagros en aquella soledad, fueron
muchos los que se reunieron en aquel lugar para servir a Dios todopoderoso, de suerte que con la
ayuda de Nuestro Señor Jesucristo, que todo lo puede, erigió allí doce monasterios, a cada uno de
los cuales asignó doce monjes con su abad. Pero retuvo en su compañía a algunos, que creyó ser-
ían mejor formados si permanecían a su lado. También por entonces comenzaron a visitarle al-
gunas personas nobles y piadosas de la ciudad de Roma, que le confiaron a sus hijos para que los
educara en el temor de Dios todopoderoso. Por este tiempo Euticio y el patricio Tértulo le enco-
mendaron a sus hijos Mauro y Plácido, los dos, niños de buenas esperanzas. El joven Mauro, do-
tado de buenas costumbres, empezó a ayudar al maestro. Plácido en cambio, era todavía un niño.

IV. Del Monje Distraído Vuelto al Buen Camino.


En uno de aquellos monasterios fundados por él, había un monje que no podía permane-
cer en oración, sino que no bien los monjes se disponían a orar, él salía fuera del oratorio y se
entretenía en cosas terrenas y fútiles. Después de haber sido amonestado repetidamente por su
abad, finalmente fue enviado al hombre de Dios, quien a su vez le reprendió ásperamente por su
necedad. Vuelto al monasterio, apenas hizo caso un par de días de la corrección del hombre de
Dios, pero al tercer día volvió a su antigua conducta y comenzó de nuevo a divagar durante el
tiempo de la oración. Habiéndolo comunicado al hombre de Dios, el abad que él mismo había

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puesto en el monasterio, dijo: “Iré y le corregiré personalmente.” Fue el hombre de Dios al mo-
nasterio, y cuando a la hora señalada, concluida ya la salmodia, los monjes se ocuparon en la
oración, vio cómo un chiquillo negro arrastraba hacia fuera por el borde del vestido a aquel mon-
je que no podía estar en oración. Entonces dijo secretamente a Pompeyano, el abad del monaste-
rio, y al monje Mauro: “¿No veis quién es el que arrastra fuera a este monje?” “No,” le respon-
dieron. “Oremos, pues, para que también vosotros podáis ver a quién sigue este monje.” Después
de haber orado dos días, Mauro lo vio, pero Pompeyano, el abad del monasterio, no pudo verlo.
Al tercer día, concluida la oración, al salir del oratorio el hombre de Dios encontró a aquel monje
fuera. Y para curar la ceguera de su corazón le golpeó con su bastón, y desde aquel día no volvió
a sufrir más engaño alguno de aquel chiquillo negro y perseveró constante en la oración. Así, el
antiguo enemigo, como si él mismo hubiera recibido el golpe, no se atrevió en adelante a escla-
vizar la imaginación de aquel monje.

V. Del Agua Que Hizo Brotar de una Roca en la Cima de un Monte.


Tres de los monasterios, que en aquel mismo sitio había construido, estaban situados so-
bre las rocas de la montaña, y era muy pesado para los monjes tener que bajar cada día al lago a
por agua, sobre todo porque como el camino era peligroso y muy pendiente, cada vez que se ba-
jaba por él se corría verdadero peligro. Reuniéronse los monjes de estos tres monasterios y fue-
ron a ver al siervo de Dios Benito y le dijeron: “Mucho trabajo nos cuesta bajar diariamente al
lago a por agua. Mejor será trasladar los monasterios a otro lugar.” Benito les consoló con bue-
nas palabras y los despidió. Aquella misma noche, en compañía del niño Plácido — de quien an-
teriormente hice mención — subió a la montaña y oró allí un buen rato. Acabada su oración, pu-
so tres piedras en aquel lugar como señal, y sin decir nada a nadie regresó al monasterio. Al día
siguiente, acudieron de nuevo aquellos monjes por causa del agua. Benito les dijo: “Id y cavad
un poco en la roca donde encontréis tres piedras superpuestas. Porque poderoso es Dios para
hacer brotar agua aun de la cima de la montaña, y así ahorraros la fatiga de tan largo camino.”
Fueron, pues, allí y encontraron ya goteando la roca que les había indicado Benito. Hicieron un
hoyo en ella y al punto se llenó de agua, y tan copiosamente brotó, que aún hoy día sigue ma-
nando caudalosamente y baja desde la cima hasta el pie de aquella montaña.

VI. Del Hierro Vuelto a Su Mango Desde el Fondo del Agua.


En otra ocasión, un godo pobre de espíritu llegó al monasterio para hacerse monje y el
hombre de Dios Benito le recibió con sumo gusto. Cierto día mandó darle una herramienta —
que por su parecido con la falce llaman falcastro —, para que cortara la maleza de un sitio donde
había de plantarse un huerto. El lugar que el godo había recibido para limpiarlo estaba en la
misma orilla del lago. Mientras el godo cortaba aquel matorral de zarzas con todas sus fuerzas, se
desprendió el hierro del mango y cayó al lago, precisamente en un lugar donde era tanta la pro-
fundidad del agua, que no había esperanza alguna de recuperarlo. Perdida ya la herramienta, co-
rrió el godo tembloroso al monje Mauro, le contó lo que le había sucedido e hizo penitencia por
su falta. Enseguida, Mauro puso el hecho en conocimiento del siervo de Dios Benito, el cual, en-
terado del caso, fue al lugar del suceso, tomó el mango de la mano del godo y lo metió en el
agua. A1 momento, el hierro subió de lo hondo del lago y se ajustó al mango. Luego entregó la
herramienta al godo diciéndole: “Toma, trabaja y no te aflijas más.”

VII. Un Discípulo Suyo Que Anduvo Sobre las Aguas.

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Un día, mientras el venerable Benito estaba en su celda, el mencionado niño Plácido,
monje del santo varón, salió a sacar agua del lago y al sumergir incautamente en el agua la vasija
que traía, cayó también él en el agua tras ella. A1 punto le arrebató la corriente arrastrándole casi
un tiro de flecha. El hombre de Dios, que estaba en su celda, al instante tuvo conocimiento del
hecho. Llamó rápidamente a Mauro y le dijo: “Hermano Mauro, corre, porque aquel niño ha caí-
do en el lago y la corriente lo va arrastrando ya lejos.” Cosa admirable y nunca vista desde el
apóstol Pedro; después de pedir y recibir la bendición, marchó Mauro a toda prisa a cumplir la
orden de su abad. Y creyendo que caminaba sobre tierra firme, corrió sobre el agua hasta el lugar
donde la corriente había arrastrado al niño; le asió por los cabellos y rápidamente regresó a la
orilla.” Apenas tocó tierra firme, volviendo en sí, miró atrás y vio que había andado sobre las
aguas, de modo que lo que nunca creyó poder hacer, lo estaba viendo estupefacto como un he-
cho. Vuelto al abad, le contó lo sucedido. Pero el venerable varón Benito empezó a atribuir el
hecho, no a sus propios merecimientos, sino a la obediencia de Mauro. Éste, por el contrario, de-
cía que el prodigio había sido únicamente efecto de su mandato y que él nada tenía que ver con
aquel milagro, porque lo había obrado sin darse cuenta. En esta amistosa porfía de mutua humil-
dad, intervino el niño que había sido salvado, diciendo: “Yo, cuando era sacado del agua, veía
sobre mi cabeza la melota del abad y estaba creído que era él quien me sacaba del agua.”
PEDRO. — Portentosas son las cosas que cuentas y sin duda alguna serán de edificación para
muchos. Yo, por mi parte, te digo que cuantos más milagros conozco de este santo varón, más
sed tengo de ellos.

VIII. Del Pan Envenenado Tirado Lejos por un Cuervo.


GREGORIO. — Habiéndose ya inflamado aquellos lugares circunvecinos en el amor de nuestro
Dios y Señor Jesucristo, muchos empezaron a dejar la vida del siglo y a someter la cerviz de su
corazón al suave yugo del Redentor. Pero como es propio de los malos envidiar en los otros el
bien de la virtud que ellos no aprecian, el sacerdote de una iglesia vecina llamado Florencio,
abuelo de nuestro subdiácono Florencio,” instigado por el antiguo enemigo, empezó a tener en-
vidia del celo de tan santo varón, a denigrar su género de vida y a apartar de su trato a cuantos
podía. Mas, viendo por una parte que era imposible impedir sus progresos, y por otra, que cada
día crecía más la fama de su vida monástica, de manera que eran muchos los que se sentían lla-
mados incesantemente a una vida más perfecta por la fama de su santidad, abrasado más y más
en la llama de la envidia se hacía cada vez peor, porque deseaba recibir la alabanza de su vida
monástica, pero no quería llevar una vida santa. Cegado, pues, por las tinieblas de su envidia,
llegó a enviar al siervo de Dios todopoderoso un pan envenenado, como obsequio. Aceptólo el
hombre de Dios dándole las gracias, pero no se le ocultó la ponzoña escondida en el pan. A la
hora de la comida, solía venir del bosque cercano un cuervo, al que el santo le daba de comer por
su propia mano. Habiendo venido como de costumbre, el siervo de Dios echó al cuervo el pan
que el sacerdote le había enviado y le ordenó: “En nombre de nuestro Señor Jesucristo toma este
pan y arrójalo a un lugar donde no pueda ser hallado por nadie.” Entonces el cuervo, abriendo el
pico y extendiendo las alas, empezó a revolotear y a graznar alrededor del pan, como diciendo
que estaba dispuesto a obedecer, pero no podía cumplir lo mandado. El siervo de Dios le reiteró
la orden, diciendo: “Llévatelo, llévatelo sin miedo y échalo donde nadie pueda encontrarlo.”
Tardó todavía largo rato el cuervo en ejecutar la orden, pero al fin tomó el pan con su pico, le-
vantó el vuelo y se fue. A1 cabo de tres horas, habiendo arrojado ya el pan, regresó y recibió el
alimento acostumbrado de mano del hombre de Dios. Pero el venerable abad, viendo que el áni-
mo del sacerdote se enardecía contra su vida dolióse más por él que por sí mismo. Mas, el sobre-

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dicho Florencio, ya que no pudo matar el cuerpo del maestro, intentó matar las almas de sus
discípulos. Para ello, introdujo en el huerto del monasterio donde vivía, a siete muchachas des-
nudas, para que allí, ante sus ojos, juntando las manos unas con otras y bailando largo rato delan-
te de ellos, inflamaran sus almas en el fuego de la lascivia 22. Vio el santo varón desde su celda
lo que pasaba y temió mucho la caída de sus discípulos más débiles. Mas, considerando que todo
aquello se hacía únicamente con ánimo de perseguirle a él, trató de evitar la ocasión de aquella
envidia. Y así, constituyó propósitos en todos aquellos monasterios que había fundado y toman-
do consigo unos pocos monjes mudó su lugar de residencia. Pero, apenas el hombre de Dios hab-
ía rechazado, humildemente, el odio de su adversario, cuando Dios todopoderoso castigó terri-
blemente a su rival. Pues estando dicho sacerdote en la azotea de su casa, alegrándose con la
nueva de la partida de Benito, de pronto; permaneciendo inmóvil toda la casa, se derrumbó la
terraza donde estaba, y aplastando al enemigo de Benito, lo mató. El discípulo del hombre de
Dios, Mauro, creyó oportuno hacérselo saber al venerable abad Benito, que aún no se había ale-
jado ni diez millas del lugar, diciéndole: “Regresa, porque el sacerdote que te perseguía ha muer-
to.” Al oír esto el hombre de Dios, prorrumpió en grandes sollozos, no sólo porque su adversario
había muerto, sino porque el discípulo se había alegrado de su desastroso fin. Y por eso impuso
una penitencia al discípulo, porque al anunciarle lo sucedido se había atrevido a alegrarse de la
muerte de su rival.

PEDRO. — Admirables y sobremanera asombrosas son las cosas que acabas de contar, pues en
el agua que manó de la piedra veo a Moisés (Núm 20:11); en el hierro que remontó desde lo pro-
fundo del agua, a Elíseo (2Re 6:7); en el andar sobre las aguas, a Pedro (Mt 14:29); en la obe-
diencia del cuervo, a Elías (1 Re 17:6) y en el llanto por la muerte de su enemigo, a David (2Sam
1:2; 18:33). Por todo lo cual, veo que este hombre estaba lleno del espíritu de todos los justos.
GREGORIO. — Pedro, el hombre de Dios Benito tuvo únicamente el espíritu de Aquel que por
la gracia de la redención que nos otorgó, llenó el corazón de todos los elegidos; del cual dice san
Juan: era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1:9), y más
abajo: de su plenitud todos hemos recibido (Jn 1:16). Los santos alcanzaron de Dios el poder de
hacer milagros, pero no el de comunicar este poder a los demás, pues solamente lo concede a sus
discípulos, el que prometió dar a sus enemigos la señal de Jonás (Mt 12:39). En efecto, quiso
morir en presencia de los soberbios, pero resucitar ante los humildes, para que aquéllos se dieran
cuenta de quién habían condenado, y éstos, a quién debían amar con veneración. En virtud de
este misterio, mientras los soberbios contemplaron al que habían despreciado con una muerte
infame, los humildes recibieron la gloria de su poder sobre la muerte.
PEDRO. — Dime ahora, por favor, a qué lugares emigró el santo varón y si obró milagros en
ellos.
GREGORIO. — El santo varón, al emigrar a otra parte, cambió de lugar, pero no de enemigo.
Ya que después hubo de librar combates tanto más difíciles, cuanto que tuvo que luchar abierta-
mente contra el maestro de la maldad en persona. El fuerte llamado Casino está situado en la la-
dera de una alta montaña, que le acoge en su falda como un gran seno, y luego continúa eleván-
dose hasta tres millas de altura, levantando su cumbre hacia el cielo. Hubo allí un templo antiquí-
simo, en el que según las costumbres de los antiguos paganos, el pueblo necio e ignorante daba
culto a Apolo. A su alrededor había también bosques consagrados al culto de los demonios, don-
de todavía en aquel tiempo una multitud enloquecida de paganos ofrecía sacrificios sacrílegos.
Cuando llegó allí el hombre de Dios, destrozó el ídolo, echó por tierra el ara y taló los bosques.
Y en el mismo templo de Apolo construyó un oratorio en honor de san Martín, y donde había

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estado el altar de Apolo edificó un oratorio a san Juan. Además, con su predicación atraía a la fe
a las gentes que habitaban en las cercanías. Pero he aquí que el antiguo enemigo, no pudiendo
sufrir estas cosas en silencio, se aparecía a los ojos del abad, no veladamente o en sueños, sino
visiblemente, y con grandes clamores se quejaba de la violencia que tenía que padecer por su
causa. Los hermanos, aunque oían su voz, no veían su figura. Pero el venerable abad contaba a
sus discípulos cómo el antiguo enemigo se aparecía a sus ojos corporales horrible y envuelto en
fuego y le amenazaba echando fuego por la boca y por los ojos. En efecto, todos oían lo que de-
cía, porque primero le llamaba por su nombre, y como el hombre de Dios no le respondía nada,
enseguida prorrumpía en ultrajes. Pues cuando gritaba: “¡Benito, Benito!” y veía que éste nada
respondía, a continuación añadía: “¡Maldito y no bendito! ¿Qué tienes contra mí? ¿Por qué me
persigues?” Pero veamos ahora los nuevos embates del antiguo enemigo contra el siervo de Dios,
a quien incitó presentándole batalla, pero, muy a pesar suyo, con ello no hizo más que propor-
cionarle ocasiones de nuevas victorias.

IX. Una Enorme Piedra Levantada por Su Oración.


Un día, mientras estaban trabajando en la construcción de su propio monasterio, los mon-
jes decidieron poner en el edificio una piedra que había en el centro del terreno. A1 no poderla
remover dos o tres monjes a la vez, se les juntaron otros para ayudarlos, pero la piedra permane-
ció inamovible como si tuviera raíces en la tierra. Comprendieron entonces claramente que el
antiguo enemigo en persona estaba sentado sobre ella, puesto que los brazos de tantos hombres
no eran suficientes para removerla. Ante la dificultad, enviaron a llamar al hombre de Dios para
que viniera y con su oración ahuyentara al enemigo, y así poder luego levantar la piedra. Vino
enseguida, oró e impartió la bendición, y al punto pudieron levantar la piedra con tanta rapidez,
como si nunca hubiera tenido peso alguno.

X. El Incendio Imaginario de la Cocina.


Entonces los monjes empezaron a cavar allí la tierra delante del siervo de Dios, y ahon-
dando más el hoyo encontraron un ídolo de bronce, que por el momento guardaron en la cocina.
Pero de pronto, vieron salir fuego de la misma y creyendo que iba a quemarse todo el edificio,
corrieron a apagar el fuego. Mas hicieron tanto ruido al arrojar el agua, que acudió también allí el
hombre de Dios. Y al comprobar que aquel fuego existía sólo ante los ojos de sus monjes, pero
no ante los suyos, inclinó la cabeza en actitud de oración. Y al punto, a los monjes, que vio que
eran víctimas de la ilusión de un fuego ficticio, hizo volver a la visión real de las cosas, diciéndo-
les que hicieran caso omiso de aquellas llamas que había simulado el antiguo enemigo y que
comprobaran cómo el edificio de la cocina estaba intacto.

XI. Del Monje Joven Aplastado Por Una Pared y Sanado.


En otra ocasión, mientras los monjes estaban levantando una pared, porque así convenía,
el hombre de Dios se hallaba en el recinto de su celda entregado a la oración. Apareciósele el
antiguo enemigo insultándole y diciéndole que se iba al lugar donde los monjes estaban trabajan-
do. Comunicólo rápidamente el hombre de Dios a los monjes, por medio de un enviado, dicién-
doles: “Hermanos, id con cuidado, porque ahora mismo va a vosotros el espíritu del mal.” Ape-
nas había acabado de hablar el enviado, cuando el maligno espíritu derrumbó la pared que levan-
taban, y atrapando entre las ruinas a un monje joven, hijo de un curial, lo aplastó. Consternados
todos y profundamente afligidos, no por el daño ocasionado a la pared, sino por el quebranta-
miento del hermano, se apresuraron a anunciárselo al venerable Benito con gran llanto. El abad

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mandó que le trajeran al muchacho destrozado, cosa que no pudieron hacer sino envolviéndole
en una manta, ya que las piedras de la pared le habían triturado no sólo las carnes sino hasta los
huesos. El hombre de Dios ordenó enseguida que lo dejasen en su celda sobre el psiathium — es
decir, sobre la estera —, donde él solía orar; y despidiendo a los monjes, cerró la puerta de la
celda y se puso a orar con más intensidad que nunca. ¡Cosa admirable! Al punto se levantó cura-
do aquel monje y tan sano como antes. Y el santo envió de nuevo a acabar la pared a aquel mon-
je con cuya muerte el antiguo enemigo había creído insultar a Benito.

XII. Monjes Que Tomaron Alimento.


En esto empezó el hombre de Dios a tener también espíritu de profecía, prediciendo suce-
sos futuros y revelando a los presentes cosas que sucedían lejos. Era costumbre en el cenobio,
que cuando los monjes salieran a hacer alguna diligencia, no comieran ni bebieran fuera del mo-
nasterio. Este punto de la observancia se guardaba escrupulosamente, según lo establecido por la
Regla. Un día salieron unos monjes a cumplir cierto encargo, en el que estuvieron ocupados has-
ta muy tarde. Y como conocían a cierta piadosa mujer, entraron en su casa y tomaron alimento.
Llegaron muy tarde al monasterio y, según la costumbre, pidieron la bendición al abad. Éste les
interpeló al punto diciendo: “¿Dónde habéis comido?” En ninguna parte,” respondieron ellos.
Pero él les reprochó: “¿Por qué mentís de ese modo? ¿Acaso no entrasteis en casa de tal mujer y
comisteis allí tal y tal cosa y bebisteis tantas veces?” Cuando vieron que el venerable abad les iba
refiriendo la hospitalidad de la mujer, la clase de manjares que habían comido y el número de
veces que habían bebido, reconocieron todo lo que habían hecho, y temblando cayeron a sus pies
y confesaron su culpa. Pero él al instante los perdonó, creyendo que en adelante no volverían a
hacer semejante cosa, pues sabían que, aun ausente, les estaba presente en espíritu.

XIII. Del Hermano del Monje Valentiniano.


El hermano del monje Valentiniano, de quien más arriba hice mención, era un hombre
seglar, pero muy piadoso. Para encomendarse a las oraciones del siervo de Dios y ver a su her-
mano, acostumbraba a ir todos los años en ayunas al monasterio desde el lugar donde vivía. Cier-
to día, yendo de camino hacia el monasterio, se le juntó otro caminante que llevaba consigo co-
mida para el viaje. Siendo ya la hora avanzada, le dijo: “Ven, hermano, tomemos alimento para
no desfallecer en el camino.” A lo que respondió aquél: “De ninguna manera, hermano; no lo
tomaré, porque he tenido siempre la costumbre de ir en ayunas a visitar al venerable Benito.”
Recibida esta respuesta, el compañero de viaje no insistió más por el momento. Pero habiendo
andado otro pequeño trecho, invitóle de nuevo a comer. Tampoco esta vez quiso aceptar, porque
había hecho propósito de llegar en ayunas. Calló nuevamente el que le había invitado a comer y
consintió en caminar con él todavía un poco más sin probar alimento. Pero después de haber re-
corrido un largo trecho, cuando la hora era ya avanzada y los viajeros estaban fatigados, encon-
traron a la vera del camino un prado con una fuente y con todo lo que podía parecerles a propósi-
to para reparar sus fuerzas. Entonces díjole el compañero de viaje: “Aquí hay agua, un prado y
un lugar ameno donde podemos comer y descansar un poco, para que luego podamos acabar
nuestro viaje sin novedad.” Como estas palabras halagaron sus oídos y el lugar sus ojos, persua-
dido por esta tercera invitación, aceptó y comió. Al anochecer llegó al monasterio; presentóse al
venerable abad Benito y le pidió la bendición. Pero al instante el santo varón le reprochó lo que
había hecho en el camino, diciéndole: “¿Cómo ha sido, hermano, que el maligno enemigo, que te
habló por boca de tu compañero de viaje, no pudo persuadirte la primera vez ni tampoco la se-
gunda, pero logró persuadirte a la tercera y te venció en lo que quería?” Entonces él, reconoció

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su culpa, fruto de su débil voluntad; se echó a sus pies y comenzó a llorar avergonzado de su fal-
ta, tanto más cuanto que se dio cuenta que, aunque ausente, había prevaricado a la vista del abad
Benito.
PEDRO. — Veo que en el corazón de este santo varón había el espíritu de Elíseo, que aunque
estaba lejos, estuvo presente a lo que su discípulo Guejazi hacía (2Re 5:26).

XIV. Descubrimiento del Engaño del Rey Totila.

GREGORIO. — Ahora, Pedro, es necesario que calles un poco, para que puedas conocer aún
mayores cosas. En tiempo de los godos, su rey Totila oyó decir que el santo varón tenía espíritu
de profecía. Dirigióse a su monasterio y deteniéndose a poca distancia del mismo, le anunció su
visita. Enseguida se le pasó aviso del monasterio, diciéndole que podía venir, pero él, pérfido
como era, intentó cerciorarse de si el hombre de Dios tenía espíritu de profecía. Para ello, prestó
su calzado a cierto escudero suyo llamado Rigo, le hizo vestir con la indumentaria real y le man-
dó que se presentara al hombre de Dios como si fuera él mismo en persona. Envió para su
séquito a tres compañeros de los que solían ir en su comitiva, a saber: Vulderico, Rodrigo y Bli-
dino, para que formando cortejo con él hicieran creer al siervo de Dios que se trataba del mismo
rey Totila. Dióle además otros honores y acompañamiento, para que tanto por el séquito como
por los vestidos de púrpura le tuviese por el propio rey. Cuando Rigo llegó al monasterio osten-
tando las vestiduras reales y rodeado de numeroso séquito, el hombre de Dios estaba sentado a la
puerta. Vio cómo iba acercándose y cuando podía ya hacerse oír de él, grito diciendo: “¡Quítate
eso, hijo, quítate eso que llevas, que no es tuyo!” Al instante Rigo cayó en tierra lleno de espanto
por haber intentado burlarse de tan santo varón; y todos los que con él habían ido a ver al el
hombre de Dios, cayeron consternados en tierra. Al levantarse, no se atrevieron a acercársele,
sino que regresaron adonde estaba su rey y temblando le contaron la rapidez con que habían sido
descubiertos.

XV. Profecía Que Hizo al Rey Totila.


Entonces el rey Totila en persona llegóse al hombre de Dios, y viéndole a lo lejos sentado
no se atrevió a acercársele, sino que cayó de hinojos en tierra. El hombre de Dios le dijo dos o
tres veces: “¡Levántate!” Pero como él no se atrevía a levantarse en su presencia, Benito, siervo
de nuestro Señor Jesucristo, se dignó acercarse al rey — que permanecía postrado —, le levantó,
le increpó por sus desmanes y en pocas palabras le vaticinó todo cuanto había de sucederle. Le
dijo: “Has hecho y haces mucho daño; es ya hora de poner término a tu maldad. Ciertamente,
entrarás en Roma, atravesarás el mar y reinarás nueve años, pero al décimo morirás.” Oídas estas
palabras, el rey quedó fuertemente impresionado, le pidió la bendición y se marchó. Y desde en-
tonces fue menos cruel. Poco tiempo después entró en Roma, pasó luego a Sicilia y al décimo
año de su reinado, por disposición de Dios todopoderoso, perdió el reino con la vida. También el
obispo de la iglesia de Canosa,” a quien el hombre de Dios amaba entrañablemente por los méri-
tos de su vida ejemplar, acostumbraba a visitar al siervo de Dios. Un día, conversando con él
acerca de la entrada del rey Totila en Roma y de la devastación de la ciudad, díjole el obispo:
“Este rey destruirá de tal manera la ciudad, que ya no podrá ser jamás habitada” '2. A lo que res-
pondió el hombre de Dios: “Roma no será destruida por los hombres, sino que se consumirá en sí
misma, abatida por tempestades, huracanes, tormentas y terremotos.” Los misterios de esta pro-
fecía nos son ya más patentes que la luz, puesto que vemos demolidas las murallas de la ciudad,
arruinadas sus casas, destruidas sus iglesias por los huracanes y que se van desmoronando sus

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edificios, como cansados por una larga vejez. Su discípulo Honorato, de quien es la relación de
todo lo que voy diciendo, confiesa que esto no lo oyó de su boca, pero afirma que los monjes le
aseguraron que así lo había dicho el santo.

XVI. Un Clérigo Librado del Demonio.


En este tiempo, cierto clérigo de la iglesia de Aquino, era atormentado por el demonio.
Había sido enviado por el venerable varón Constancio, obispo de la misma iglesia, a visitar mu-
chos sepulcros de mártires, a fin de obtener de ellos la curación. Pero los santos mártires no qui-
sieron concederle la salud, para que con este motivo se manifestara la santidad de Benito. Así
pues, fue conducido a la presencia del siervo de Dios Benito, que oró a nuestro Señor Jesucristo
y al momento expulsó al antiguo enemigo del hombre poseso. Después de haberle curado le or-
denó: “Ve, y en lo sucesivo no comas carne ni te atrevas jamás a recibir orden sagrada alguna,
porque el día que intentares temerariamente acceder a orden sacro alguno, al instante volverás a
ser esclavo de Satanás.” Marchó, pues, el clérigo curado, y como la pena reciente suele atemori-
zar al espíritu, cumplió por el momento lo que el hombre de Dios le había ordenado. Pero trans-
curridos muchos años, cuando vio que los que le habían precedido habían muerto y que otros
más jóvenes que él recibían las órdenes sagradas, no acordándose de las palabras del hombre de
Dios por el largo tiempo transcurrido, hizo caso omiso de ellas, acercándose a recibir otra orden
sagrada. Inmediatamente tomó posesión de él aquel demonio que le había dejado y no cesó de
atormentarle hasta que le quitó la vida.

PEDRO. — Por lo que veo, este hombre de Dios penetró hasta los secretos de la divinidad, pues-
to que sabía que este clérigo había sido entregado a Satanás, precisamente para que no osara re-
cibir orden sagrada alguna.
GREGORIO. — ¿Cómo no iba a conocer los secretos de la divinidad, el que guardaba tan fiel-
mente los preceptos del mismo Dios, estando como está escrito que: El que se adhiere al Señor,
se hace un espíritu con él? (1 Co 6:17).
PEDRO. — Si el que se adhiere al Señor se hace un mismo espíritu con él, ¿por qué el mismo
egregio predicador dice también: Quién conoció el pensamiento del Señor, o quién fue su conse-
jero? (Rom 11,34). Pues parece ilógico que uno ignore el pensamiento de aquel con el cual ha
sido hecho un solo espíritu.
GREGORIO. — Los hombres santos, en cuanto son una misma cosa con el Señor, no ignoran su
pensamiento, pues también el mismo Apóstol dice: ¿Qué hombre conoce lo que en el hombre
hay, sino el espíritu del hombre que está en él? Así también, nadie conoce las cosas de Dios sino
el Espíritu de Dios (1Co 2,lls). Y para mostrarnos que conocía las cosas de Dios, añadió: Noso-
tros no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el espíritu de Dios (1Co 2:12). Por eso di-
ce también: Lo que ni el ojo vio ni el oído oyó, ni imaginó el corazón del hombre, eso es lo que
Dios tiene preparado para los que le aman; pero a nosotros nos lo ha revelado por su Espíritu (1
Co 2:9).
PEDRO. — Si, pues, las cosas que son de Dios fueron reveladas al mismo Apóstol por el Espíri-
tu de Dios, ¿cómo responde a lo que propuse antes, diciendo: ¡Oh profundidad de la riqueza, de
la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus cami-
nos! (Rm 11:33). Además de esto, me viene ahora a la mente otra duda. Pues el profeta David,
hablando con el Señor, dice: Con mis labios he pronunciado todos los juicios de tu boca (Sal
119:3). Y como conocer es menor que pronunciar, ¿por qué afirma san Pablo que los juicios de

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Dios son inescrutables, cuando David asegura, no sólo que los conoce, sino también que los ha
pronunciado con sus labios?
GREGORIO. — A ambas cosas te respondí brevemente más arriba, cuando te dije que los hom-
bres santos, en cuanto son una misma cosa con el Señor, no ignoran su pensamiento. En efecto,
todos los que siguen devotamente al Señor están unidos a Dios por su devoción, pero mien-
tras están abrumados por el peso de la carne corruptible, no están aún junto a Dios. Y así,
en cuanto le están unidos, conocen los ocultos designios de Dios, y en cuanto están separados de
él, los ignoran. Por eso, en tanto no penetran aún perfectamente sus secretos aseguran que sus
juicios son incomprensibles, pero en cuanto se adhieren a él por el espíritu, y por esta unión, ins-
truidos por las palabras de la Sagrada Escritura o por secretas revelaciones, reciben algún cono-
cimiento, entonces saben estas cosas y las anuncian. Así, pues, ignoran lo que Dios calla y cono-
cen lo que les habla. Por eso cuando el profeta David dijo: Con mis labios pronuncié todos tus
decretos, añadió a continuación: salidos de tu boca (Sal 119:13); como si dijera abiertamente:
“Pude conocer y proclamar estos decretos, porque tú los proferiste. Puesto que aquellas cosas
que tú no dices, por lo mismo las ocultas a nuestra inteligencia.” Concuerda, pues, la sentencia
del Profeta y la del Apóstol, porque si es cierto que los juicios de Dios son inescrutables, también
lo es que una vez han sido proferidos por su boca, pueden ser pronunciados por labios humanos,
porque lo que Dios revela puede ser conocido, pero no lo que oculta.
PEDRO. — Has resuelto esta pequeña objeción mía con razones bien claras. Pero, te ruego, que
prosigas, si tienes algo que decir aún sobre los milagros de este varón.

XVII. Profecía Sobre la Destrucción de Su Monasterio.

GREGORIO. — Cierto hombre noble, llamado Teoprobo, había sido convertido por las exhorta-
ciones del abad Benito, quien por su vida ejemplar le tenía gran confianza y familiaridad. Un día
entró Teoprobo en su celda y le encontró llorando amargamente, Esperó largo rato, pero al ver
que no cesaban sus lágrimas y que el hombre de Dios no lloraba como en la oración, sino por
alguna congoja, preguntóle la causa de tanto llanto. A lo que respondió enseguida el hombre de
Dios: “Todo este monasterio que he construido y todas estas cosas que he preparado para los
monjes, por disposición de Dios todopoderoso, serán entregadas a los bárbaros. Sólo a duras
penas he podido alcanzar que se me concedieran las vidas de los monjes.” Este oráculo, que en-
tonces oyó Teoprobo, nosotros lo vemos cumplido, pues sabemos que su monasterio ha sido des-
truido por las hordas de los lombardos. En efecto, no ha muchos años, una noche, mientras los
monjes dormían, entraron allí los lombardos y lo saquearon todo, pero no pudieron apresar ni un
solo monje. Así Dios todopoderoso cumplió lo que había prometido a su fiel siervo Benito: que
aunque entregaría los bienes a los bárbaros, salvaría empero la vida de los monjes. Y en esto veo
que a Benito le sucedió lo mismo que a san Pablo, el cual vio cómo su navío perdía todo lo que
llevaba, pero salvó, para consuelo suyo, la vida de todos los que iban con él (Hch 27).

XVIII. Un Frasco Escondido y Descubierto en Espíritu.


En otra ocasión, nuestro Exhilarato, a quien conociste después de su conversión, fue en-
viado por su amo al hombre de Dios para que llevara al monasterio dos vasijas de madera —
llamadas vulgarmente frascos —, llenas de vino. Fue y presentó sólo una; la otra la escondió en
el camino. Pero el hombre de Dios, a quien no podía ocultársele lo que se hacía en su ausencia,
recibióla dándole las gracias, pero al ir a marcharse el criado le avisó diciendo: “Mira, hijo, no
bebas ya de aquel frasco que escondiste. Inclínalo con cuidado y verás lo que hay en él.” El cria-

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do salió muy confuso de la presencia del hombre de Dios, pero a su regreso quiso comprobar lo
que le había dicho. Inclinó el frasco y al punto salió de él una serpiente. Entonces el joven Ex-
hilarato, viendo lo que había encontrado en el vino, se avergonzó de la falta cometida.

XIX. Los Pañuelos Aceptados Por Un Monje.


No lejos del monasterio había una aldea, de la cual una gran mayoría de sus habitantes
había sido convertida del culto de los ídolos a la fe en Dios, por la predicación de Benito. Había
también allí unas mujeres consagradas a Dios, a las cuales el siervo de Dios procuraba enviarles
con frecuencia algunos de sus monjes para atenderlas espiritualmente. Un día, según su costum-
bre, envió a uno de ellos. Acabada la plática, el monje que había sido enviado aceptó, instado por
aquellas santas mujeres, unos pañuelos y los escondió en su pecho. Luego que hubo regresado al
monasterio empezó el hombre de Dios a reprenderle con grandísima acrimonia diciéndole:
“¿Cómo ha penetrado la iniquidad en tu pecho?” Quedó aquél estupefacto, pues no acordándose
de lo que había hecho, tampoco atinaba a comprender por qué le reprendía. Entonces Benito le
dijo: “¿Acaso no estaba yo presente cuando recibiste de las siervas de Dios los pañuelos y los
guardaste en tu pecho?” Al oír esto, se echó a sus pies, dio satisfacción por haber obrado tan ne-
ciamente y arrojó los pañuelos que había escondido en su pecho.

XX. Del Pensamiento de Soberbia de Un Monje, Conocido en Espíritu.


Fin otra ocasión, mientras el venerable abad tomaba su alimento hacia el atardecer, cierto
monje, hijo de un abogado, le sostenía la lámpara delante de la mesa. Y mientras el hombre de
Dios comía y él le alumbraba, comenzó a pensar y decir secretamente en su interior: “¿Quién es
éste para que yo tenga que servirle y sostenerle la lámpara mientras come? ¿Y siendo yo quien
soy, he de servirle?” Al punto, dirigiéndose a él el hombre de Dios, comenzó a increparle áspe-
ramente, diciéndole: “¡Santigua tu corazón, hermano! ¿Qué es lo que estás pensando? ¡Santigua
tu corazón!” Inmediatamente llamó a los monjes, mandó que le quitasen la lámpara de sus ma-
nos, y a él le ordenó que cesara en su servicio y se sentara. Preguntado luego por los monjes qué
es lo que había pensado, les contó prolijamente cómo se había envanecido por espíritu de sober-
bia y lo que había dicho interiormente en su pensamiento contra el hombre de Dios. Con esto,
todos vieron claramente que nada podía ocultarse al venerable Benito, pues había percibido hasta
un simple discurso mental.

XXI. Doscientos Modios de Harina.


En otra ocasión, sobrevino en la región de la Campania una gran hambre que afligía a to-
do el mundo por la falta de alimentos. Empezaba también ya a escasear el trigo en el monasterio
de Benito y se habían consumido casi todos los panes, de tal manera que a la hora de la refección
de los monjes sólo pudieron hallarse cinco. Viéndolos el venerable abad contristados, trató pri-
mero de corregir con suave reprensión su pusilanimidad y luego de animarlos con esta promesa,
diciendo: “¿Por qué está triste vuestro corazón por la falta de pan? Hoy ciertamente hay poco,
pero mañana lo tendréis en abundancia.” Al día siguiente encontraron delante de la puerta del
monasterio doscientos modios de harina metido en sacos, sin que hasta el día de hoy se haya po-
dido saber, de quién se valió Dios todopoderoso para llevarlos allí. Viendo esto, los monjes ala-
baron a Dios y aprendieron a no dudar más de la abundancia, aun en tiempo de escasez.
PEDRO. — Dime, por favor, si este siervo de Dios tenía siempre espíritu de profecía o si este
espíritu invadía su alma sólo de vez en cuando.

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GREGORIO. — El espíritu de profecía, Pedro, no está continuamente inspirando la mente de los
profetas, porque si el Espíritu Santo, según está escrito, inspira donde quiere (Jn 3:8), también
has de saber que inspira cuando quiere. Por eso, preguntado el profeta Natán por el rey David, si
podía construir el templo, primeramente le dijo que sí y luego que no (2Sam 7:17). Y por lo
mismo, cuando el profeta Eliseo vio llorar a la mujer sunamita, sin conocer la causa de su llanto,
dijo al criado que la impedía acercarse: Déjala, porque su alma está llena de amargura y el Señor
me lo ha ocultado y no me lo ha revelado (2Re 4:27). Dios todopoderoso actúa así por disposi-
ción de su soberana bondad, porque unas veces da el espíritu de profecía y otras lo retira, eleva
las almas de los profetas a las alturas y al mismo tiempo las mantiene en la humildad, para
que vean lo que son por la gracia de Dios, cuando reciben este espíritu, y lo que son por sí
mismos, cuando les falta.
PEDRO. — Que es así como dices, lo manifiesta tu mismo razonamiento. Pero cuéntame por
favor, todo lo que sepas del venerable abad Benito.

XXII. Una Visión Trazó el Plano del Monasterio de Terracina.

GREGORIO. — En otra ocasión, cierto varón piadoso le rogó que enviase algunos de sus discí-
pulos para fundar un monasterio en una posesión suya, junto a la ciudad de Terracina. Accedió
Benito a su demanda; designó a los monjes que habían de ir y nombróles abad y prior. A1 despe-
dirlos les prometió: “Id y tal día iré yo y os mostraré dónde debéis edificar el oratorio, el refecto-
rio de los monjes, la hospedería y todo lo demás.” Recibida la bendición, partieron en seguida.
Esperaron con ansia el día señalado y prepararon todo lo necesario para los que habían de venir
en compañía del santo abad. Pero la noche anterior al día convenido, antes de que amaneciera, el
hombre de Dios se apareció en sueños al que había constituido abad y a su prior y les fue seña-
lando minuciosamente cada uno de los lugares donde había de edificarse algo. Al levantarse de la
cama, refiriéronse mutuamente lo que habían visto en sueños, pero no dieron crédito a la visión y
así esperaron a que viniera el siervo de Dios, tal como se lo había prometido. Mas viendo
que no había comparecido el día señalado, fueron a él y le dijeron llenos de tristeza: “Padre, es-
parábamos que vinieras, tal como nos lo habías prometido, y nos indicaras lo que habíamos de
edificar, pero no compareciste.” Él les respondió: “Hermanos, ¿cómo decís esto? ¿Acaso no vine
según había prometido?” Contestáronle: “¿Cuándo viniste?” Él respondió: “Cuando me aparecí a
los dos mientras dormíais y os señalé cada uno de los lugares. Id, pues, y según lo oísteis en la
visión, construid todos los edificios del monasterio.” Al oír esto, quedaron estupefactos; regresa-
ron al predio susodicho y construyeron todas las dependencias según las instrucciones recibidas
en la visión.
PEDRO. — Desearía que me explicaras, cómo pudo ir tan lejos, dar la respuesta a unos que
dormían y éstos reconocerle y oírle en la visión.
GREGORIO. — ¿Por qué, Pedro, porfías en querer averiguar el hecho con tanta prolijidad? Es
evidente que el espíritu es de naturaleza más sutil que el cuerpo. Por otra parte, sabemos con ab-
soluta certeza, por el testimonio de la Escritura, que el profeta Habacuc fue arrebatado y trans-
portado en un instante de Judea a Caldea con la comida. Y después de dar de comer al profeta
Daniel se halló de nuevo súbitamente en Judea (Dn 17,32-39). Si, pues, Habacuc pudo en un ins-
tante ir corporalmente tan lejos a llevar la comida, no es de maravillar que al abad Benito le fuera
concedido ir espiritualmente y decir lo necesario a los espíritus de aquellos monjes que estaban
durmiendo. Pues así como aquél fue corporalmente para llevar el alimento corporal, éste fue es-
piritualmente para llevarles una instrucción de tipo espiritual.

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PEDRO. — Confieso que la claridad de tus palabras ha hecho desaparecer en mí toda duda, pero
quisiera saber cómo era el modo habitual de hablar de este santo varón.

XXIII. Unas Religiosas Que Fueron Readmitidas a la Comunión Eclesial.

GREGORIO. — Su lenguaje habitual, Pedro, no estaba desprovisto tampoco de poder sobrenatu-


ral, porque no podían caer en el vacío las palabras de la boca de aquel, cuyo corazón estaba sus-
pendido en las cosas celestiales. Y si alguna vez decía algo, no ya ordenando sino amenazando,
su palabra tenía tanta fuerza, que parecía que la hubiese proferido no con duda o vacilación, sino
como una sentencia. En efecto, no lejos del monasterio vivían consagradas a Dios en su propia
casa dos mujeres de noble linaje, a quienes cierto piadoso varón cuidaba de proveerles de todo lo
necesario para su sustento. Pero en algunos, la nobleza de linaje suele engendrar vulgaridad de
espíritu, puesto que los que recuerdan haber sido algo más que los demás, se desprecian menos
en este mundo. Así, las citadas religiosas no habían domeñado perfectamente su lengua, ni si-
quiera bajo el freno de su hábito religioso, y frecuentemente con palabras injuriosas provocaban
a ira a aquel piadoso varón, que les suministraba lo necesario para vivir. Éste, después de aguan-
tar por largo tiempo sus ofensas, se dirigió al hombre de Dios y le contó las grandes afrentas que
de palabra tenía que sufrir. El hombre de Dios, después de oír de ellas semejantes cosas, les
mandó a decir: “Refrenad vuestra lengua, porque si no lo hacéis os excomulgaré.” — Sentencia
de excomunión que de hecho no lanzó, pues sólo amenazó con ella-. A pesar del aviso, ellas no
corrigieron en nada su conducta. A los pocos días murieron y fueron sepultadas en la iglesia. Pe-
ro cuando se celebraba en ella el sacrificio de la misa y el diácono decía, según se acostumbra, en
voz alta: “Si alguno está excomulgado salga fuera de la iglesia,” su nodriza, que solía ofrecer por
ellas la oblación al Señor, las veía salir de sus sepulcros y abandonar la iglesia. Después de com-
probar repetidas veces que a la voz del diácono salían fuera de la iglesia y no podían permanecer
en ella, recordó lo que el hombre de Dios les había mandado estando aún vivas, a saber: que las
privaría de la comunión eclesial si no enmendaban su conducta y sus palabras. Entonces, suma-
mente apenada, comunicó el caso al siervo de Dios, el cual entregó por su propia mano una obla-
ción, diciendo: “Id y haced ofrecer por ellas esta oblación al Señor y en adelante ya no estarán
excomulgadas.” Mientras se inmolaba la oblación presentada por ellas, el diácono, como de cos-
tumbre, dijo que salieran de la iglesia los excomulgados, pero en adelante no se las vio salir más
del templo. Con lo que quedó de manifiesto que al no retirarse con los excomulgados, era porque
habían sido recibidas a la comunión del Señor, gracias a su siervo Benito.
PEDRO. — Realmente, me admira que un hombre por más venerable y santo que fuera, viviendo
aún en carne mortal, pudiera absolver a unas almas que estaban ya ante el invisible tribunal de
Dios.
GREGORIO. — Pero, ¿es que no vivía en carne mortal el apóstol san Pedro, cuando oyó de la
boca del Señor: Todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos y todo lo que desatares en
la tierra será desatado en el cielo? (Mt 16:1). Este poder de atar y desatar lo tienen ahora aquellos
que gobiernan santamente, por su fe y sus buenas costumbres. Pero, para que el hombre terreno
pudiera hacer tales cosas, el Creador de cielos y tierra bajó del cielo, y para que la carne pudiera
juzgar incluso a los espíritus, Dios hecho carne por los hombres se dignó concederle esto: que su
debilidad se elevara sobre sí misma, porque la fortaleza de Dios se había debilitado por debajo de
sí misma.
PEDRO. — El razonamiento de tus palabras concuerda perfectamente con el poder de sus mila-
gros.

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XXIV. Un Monje Joven a Quien Arrojó la Tierra del Sepulcro.

GREGORIO. — Un día, cierto monje joven, que amaba a sus padres más de lo conveniente, se
marchó a su casa, saliendo del monasterio sin pedir la bendición. El mismo día, en llegando a su
casa murió y le sepultaron. Pero al día siguiente hallaron su cuerpo fuera de la fosa. De nuevo
volvieron a enterrarle, pero al día siguiente lo hallaron otra vez fuera de la tumba. Entonces co-
rrieron a los pies del abad Benito, pidiéndole entre sollozos que se dignara concederles su favor.
Al punto, dióles el hombre de Dios por su propia mano la comunión del Cuerpo del Señor, di-
ciéndoles: “Id y poned sobre su pecho esta partícula del Cuerpo del Señor y sepultadlo con ella.”
Hiciéronlo así y la tierra retuvo el cuerpo, sin volver a arrojarlo más. ¿Ves, Pedro, qué méritos no
tendría este hombre delante de nuestro Señor Jesucristo, que hasta la tierra arrojaba de sí el cuer-
po de aquel que no tenía el favor de Benito?
PEDRO. — Lo veo perfectamente y ello me llena de asombro.

XXV. Del Monje Que Encuentro Un Dragón Que Quería Devorarle.


GREGORIO. — Un monje suyo, proclive a la inconstancia, no quería perseverar en el monaste-
rio. Y aunque el hombre de Dios le corregía asiduamente y le amonestaba con frecuencia, de
ningún modo quería permanecer más en la comunidad y se empeñaba con importunos ruegos a
que le dejara marchar. Un día, cansado ya el venerable abad de tanta impertinencia, le mandó
airado que se fuese. No bien hubo abandonado el monasterio, cuando le salió al encuentro un
dragón, que abriendo sus fauces contra él amenazaba con devorarle. Entonces, tembloroso y ja-
deante empezó a gritar con fuerte voz: “¡Corred, corred, que este dragón quiere devorarme!”
Acudieron rápidamente los monjes; no vieron al dragón, pero condujeron al monasterio al monje,
despavorido y tembloroso, quien en seguida hizo promesa de no abandonar jamás el monasterio.
Y desde aquel momento permaneció constante en su promesa, gracias a que por las oraciones del
santo varón había podido ver a aquel dragón que quería devorarle y al que antes seguía sin ver.

XXVI. Un Caso de Elefantiasis Curado.


Tampoco debo callar lo que me contó el ilustre Antonio: que un esclavo de su padre fue
atacado de una elefantiasis tan grave, que se le entumecía la piel y se le caía el cabello, sin poder
ocultar la podredumbre que avanzaba por momentos. Enviado por su padre al hombre de Dios,
instantáneamente recuperó la salud perdida.

XXVII. Unos Sueldos Devueltos Milagrosamente al Deudor.


Asimismo, no puedo callar tampoco lo que su discípulo Peregrino solía contar: que en
cierta ocasión un fiel cristiano, apremiado por la obligación de saldar una deuda, creyó que sólo
hallaría remedio si acudía al hombre de Dios y le exponía la necesidad que tenía de pagarla. Fue,
pues, al monasterio halló al siervo de Dios omnipotente y le explicó cómo su acreedor le afligía
gravísimamente por doce sueldos que le debía. El venerable abad le respondió que no tenía doce
sueldos, pero después de consolarle de su pobreza con suaves palabras, le dijo: “Ve y vuelve de-
ntro de dos días, porque no tengo hoy lo que quisiera darte.” Durante estos dos días, Benito,
según su costumbre, estuvo ocupado en la oración. Cuando al tercer día volvió aquel hombre
afligido por la deuda, se encontraron inesperadamente trece sueldos sobre un arca del monasterio
que estaba llena de trigo. Mandó traerlos el hombre de Dios y entregarlos al afligido demandan-
te, diciéndole que pagara los doce sueldos y se reservara el sobrante para sus propias necesida-

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des. Pero volvamos ahora a lo que supe por referencias de los discípulos, de quienes hice men-
ción en el exordio de este libro. Un hombre tenía una grandísima envidia de su enemigo y a tal
punto llegó su odio, que ocultamente vertió veneno en su bebida. El veneno no llegó a quitarle la
vida, pero de tal manera hizo mudar el color de su piel, que aparecieron esparcidas por todo el
cuerpo unas manchas semejantes a las de la lepra. Fue enviado al hombre de Dios y recobró in-
mediatamente la salud perdida. Pues con sólo tocarle el santo desaparecieron al punto las man-
chas de su piel.

XXVIII. Una Ampolla de Cristal Que no Se Rompió.


En aquel tiempo en que el hambre afligía gravemente la región de la Campania, el hom-
bre de Dios distribuyó entre los pobres cuanto había en el monasterio, hasta el punto de no que-
dar apenas nada en la despensa, fuera de un poco de aceite en una vasija de cristal. Llegó al mo-
nasterio un subdiácono, por nombre Agapito, pidiendo con insistencia que le diesen un poco de
aceite. El hombre de Dios, que se había propuesto darlo todo en la tierra para encontrarlo todo en
el cielo, ordenó dar al demandante aquel poco de aceite que quedaba. Pero el monje encargado
de la despensa, aunque oyó perfectamente la orden, hizo oídos sordos a la misma. Poco después,
preguntó el abad si había dado lo que le había mandado. Respondió que no había dado el aceite,
porque de haberlo hecho no habría quedado nada para los monjes. Airado entonces el santo,
mandó a otros monjes que arrojasen por la ventana aquella vasija de cristal que contenía un poco
de aceite, para que en el monasterio no se guardara nada contra la obediencia. Así se hizo. Deba-
jo de la ventana había un gran precipicio erizado de enormes rocas. Arrojada, pues, la vasija de
cristal, cayó sobre las rocas, pero permaneció tan sana como si no la hubieran lanzado; de tal
manera que ni se rompió ni se derramó el aceite. Entonces el hombre de Dios mandó subirla y
entera como estaba entregarla al subdiácono. Luego reunió a la comunidad y en su presencia re-
prendió al monje desobediente por su soberbia y poca fe.

XXIX. La Tinaja Vacía Que Reboso de Aceite.


Acabada la reprensión, púsose en oración juntamente con los demás monjes. En el mismo
lugar donde oraban había una tinaja vacía y cubierta. Como el santo varón prolongara su oración,
la tapadera de la tinaja empezó a levantarse, empujada por el aceite que iba subiendo. Al fin cayó
la tapadera, y el aceite, desbordándose, comenzó a invadir el pavimento del lugar donde estaban
postrados en oración. Al darse cuenta de ello el siervo de Dios Benito, puso en seguida fin a su
oración y al punto el aceite dejó de derramarse por el suelo. Entonces amonestó con más insis-
tencia al monje desconfiado y desobediente, para que aprendiese en adelante a tener más fe y
humildad. El monje, saludablemente corregido, quedó ruborizado de ver que el venerable abad
había mostrado con milagros el poder de Dios todopoderoso, del que antes le había hablado
en la primera amonestación. Y así, no había ya quien dudara de las promesas de aquel que en un
instante trocó un vaso de cristal casi vacío en una tinaja rebosante de aceite.

XXX. Del Monje Librado del Demonio.


Un día, yendo el hombre de Dios a orar a la ermita de San Juan, situada en la misma
cumbre del monte, cruzóse con él el antiguo enemigo en figura de veterinario, llevando consigo
el cuerno y la tripédica. Preguntóle Benito: “¿Adónde vas?” Él le respondió: “A darles una po-
ción a tus monjes.” Prosiguió el venerable Benito su camino y concluida su oración regresó al
monasterio. Entre tanto, el maligno espíritu encontró a un monje anciano que estaba sacando
agua, y al punto entró en él y le arrojó por tierra, atormentándole furiosamente. El hombre de

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Dios, que regresaba ya de su oración, al ver a aquel monje tan cruelmente atormentado, diole so-
lamente una bofetada y el maligno espíritu salió tan rápidamente de él, que no se atrevió jamás a
volver a aquel monje.

PEDRO. — Quisiera saber si estos milagros tan grandes los obtenía siempre por el poder de la
oración, o si a veces los obraba con sólo el querer de su voluntad.
GREGORIO. — Los que se unen devotamente a Dios suelen obrar milagros de ambas maneras,
según lo exigen las circunstancias, de suerte que unas veces hacen prodigios por medio de la ora-
ción y otras por sólo su propio poder. Porque si san Juan dice: A todos los que le recibieron les
dio poder de llegar a ser hijos de Dios (Jn 1,12), ¿por qué maravillarse de que puedan obrar pro-
digios por su propio poder, quienes son hijos de Dios por ese mismo poder? Que obran milagros
de las dos maneras nos lo atestigua san Pedro, que resucitó a la difunta Tabita con la oración
(Hch 9,40) y entregó a la muerte a Ananías y Safira por sola su reprensión (Hch 5:1-10), puesto
que no se dice que orara para que murieran, sino únicamente que les echó en cara el pecado que
habían cometido. Luego es cierto, que unas veces obran milagros por su propia virtud, y otras
por virtud de la oración, ya que a éstos les quitó la vida recriminándoles su pecado, y a aquélla se
la restituyó orando. Y para que veas que esto es verdad, voy a traer ahora a colación dos prodi-
gios del fiel siervo de Dios Benito, en los cuales aparece claramente que uno lo obró por el poder
recibido de Dios y el otro por la oración.

XXXI. Un Labriego Maniatado.


Un godo por nombre Zalla, afiliado a la herejía arriana, en tiempos del rey Totila, se en-
cendió en odio y bárbara crueldad contra los varones piadosos de la Iglesia Católica, hasta el
punto de que si algún clérigo o monje topaba con él no escapaba con vida de sus manos. Un día,
abrasado por el ardor de su avaricia y ávido de rapiña, le dio por afligir con crueles tormentos a
cierto labriego, y a torturarle con varios suplicios. El rústico, vencido por tales tormentos, de-
claró que había confiado todos sus bienes al siervo de Dios Benito, para que creyéndole su ver-
dugo, diera entre tanto tregua a su crueldad y pudiera ganar unas horas de vida. Cesó entonces
Zalla de atormentar al labriego, pero le ató los brazos con gruesas cuerdas y comenzó a empujar-
le delante de su caballo para que le mostrara quién era el tal Benito, que había recibido en de-
pósito todos sus bienes. El labriego, que iba delante con los brazos atados, le condujo al monas-
terio del santo varón, a quien encontró sentado junto a la puerta, solo y leyendo. El labriego dijo
al cruel Zalla, que iba detrás de él: “He aquí al abad Benito, de quien antes te hablé.” Zalla fijó
en él su mirada llena de ira y ferocidad, y creyendo que podía usar con él los procedimientos te-
rroristas que acostumbraba, empezó a gritar fuertemente, diciéndole: “¡Levántate, levántate!
¡Devuelve todo lo que recibiste de este labriego!” Al oír estas palabras, el hombre de Dios, le-
vantó sus ojos de la lectura, le miró y fijó también la vista en el labriego que mantenía maniata-
do. A1 poner los ojos sobre los brazos del labriego, comenzaron a desatarse de un modo maravi-
lloso y con tanta rapidez las cuerdas que ataban sus brazos, que no hubiera podido desligarlos tan
presto celeridad humana alguna. Al ver Zalla cuán fácilmente quedaba desatado aquel que había
traído maniatado consigo, aterrado ante la fuerza de tal poder, cayó del caballo y doblando a las
plantas de Benito aquella su cerviz de inflexible crueldad, se encomendó a sus oraciones. El
hombre de Dios no dejó por eso su lectura, pero llamó a los monjes y les mandó que introdujeran
a Zalla en el monasterio y que le obsequiaran con algún alimento bendecido. Cuando volvió a su
presencia, le amonestó a que dejara tanta insana crueldad. Y así, al retirarse aplacado, no se atre-
vió a pedir nada a aquel labriego, a quien el hombre de Dios había desatado sin tocarlo, con

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sóla su mirada. Esto es, Pedro, lo que antes te decía: que aquellos que sirven con más familiari-
dad a Dios todopoderoso algunas veces suelen obrar cosas admirables con sólo su poder. Pues el
que estando sentado reprimiera la ferocidad de aquel terrible godo, y con sólo su mirada des-
hiciera las cuerdas y nudos que ataban los brazos de un inocente, nos indican por 1a misma rapi-
dez con que se hizo el milagro, que había recibido el poder de hacerlo. Ahora añadiré también un
magnífico milagro, que obtuvo por medio de la oración.

XXXII. UN MUERTO, RESUCITADO.


Cierto día, mientras el hombre de Dios había salido con sus monjes a las labores del
campo, llegó al monasterio un campesino llevando en brazos el cuerpo de su hijo muerto, y es-
tando fuera de sí por el dolor de tamaña pérdida, preguntó por el abad Benito. Cuando se le con-
testó que el abad estaba en el campo con los monjes, dejó a la puerta del monasterio el cuerpo de
su hijo difunto y trastornado por el dolor comenzó a correr en busca del venerable abad. Pero en-
tonces regresaba ya el hombre de Dios del trabajo del campo con sus monjes. Apenas le divisó el
campesino, comenzó a gritar: “¡Devuélveme a mi hijo! ¡Devuélveme a mi hijo!” A1 oír estas pa-
labras detúvose el hombre de Dios y le dijo: “¿Es que te he quitado yo a tu hijo?” A lo que res-
pondió aquél: “Ha muerto; ven y resucítale.” Al oír esto el siervo de Dios, se entristeció sobre-
manera y dijo: “Retiraos, hermanos, retiraos, que estas cosas no son para nosotros; son propias
de los santos Apóstoles. ¿Por qué queréis imponernos cargas que no podemos llevar?” Pero el
campesino, abrumado por el dolor, persistía en su demanda, jurando que no se había de ir si no
resucitaba a su hijo. Entonces el siervo de Dios preguntó: “¿Dónde está?” Él le respondió: “Su
cuerpo yace junto a la puerta del monasterio.” Llegado que hubo allí el hombre de Dios con sus
monjes, dobló las rodillas y se echó sobre el cuerpecito del niño, luego se levantó y alzando las
manos al cielo dijo: “Señor, no mires mis pecados, sino la fe de este hombre que pide que se le
resucite a su hijo, y devuelve a este cuerpecito el alma que le has quitado.” Apenas había acaba-
do de decir las palabras de esta oración, cuando volvió el alma al cuerpo del niño, estremecién-
dose éste de tal modo, que quedó bien patente a los ojos de todos que aquel cuerpo se había agi-
tado conmovido por una sacudida maravillosa. Tomó entonces al niño de la mano y vivo y sano
lo entregó a su padre. Aquí queda de manifiesto, Pedro, que no estuvo en su poder el hacer este
milagro, ya que postrado en tierra pidió poder para realizarlo.

PEDRO. — Está claro que todo es como dices, porque has probado tus palabras con hechos. Pe-
ro dime, por favor, si los santos pueden hacer todo lo que quieren y si alcanzan todo lo que dese-
an obtener.

XXXIII. El Milagro de Su Hermana Escolástica.

GREGORIO. — ¿Quién habrá, Pedro, en esta vida más grande que san Pablo? Y sin embargo
tres veces rogó al Señor que le librara del aguijón de la carne (2Co 12,8) y no pudo alcanzar lo
que deseaba. Por eso, es preciso que te cuente del venerable abad Benito cómo deseó algo y no
pudo obtenerlo. En efecto, una hermana suya, llamada Escolástica, consagrada a Dios todopode-
roso desde su infancia, acostumbraba a visitarle una vez al año. Para verla, el hombre de Dios
descendía a una posesión del monasterio, situada no lejos de la puerta del mismo. Un día vino
como de costumbre y su venerable hermano bajó donde ella, acompañado de algunos de sus
discípulos S'. Pasaron todo el día ocupados en la alabanza divina y en santos coloquios, y al acer-
carse las tinieblas de la noche tomaron juntos la refección. Estando aún sentados a la mesa

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entretenidos en santos coloquios, y siendo ya la hora muy avanzada, dicha religiosa hermana su-
ya le rogó: “Te suplico que no me dejes esta noche, para que podamos hablar hasta mañana de
los goces de la vida celestial.” A lo que él respondió: “¡Qué es lo que dices, hermana! En modo
alguno puedo permanecer fuera del monasterio.” Estaba entonces el cielo tan despejado que no
se veía en él ni una sola nube. Pero la religiosa mujer, al oír la negativa de su hermano, juntó las
manos sobre la mesa con los dedos entrelazados y apoyó en ellas la cabeza para orar a Dios to-
dopoderoso. Cuando levantó la cabeza de la mesa, era tanta la violencia de los relámpagos y
truenos y la inundación de la lluvia, que ni el venerable Benito ni los monjes que con él estaban
pudieron trasponer el umbral del lugar donde estaban sentados. En efecto, la religiosa mujer,
mientras tenía la cabeza apoyada en las manos había derramado sobre la mesa tal río de lágrimas,
que trocaron en lluvia la serenidad del cielo. Y no tardó en seguir a la oración la inundación del
agua, sino que de tal manera fueron simultáneas la oración y la copiosa lluvia, que cuando fue a
levantar la cabeza de la mesa se oyó el estallido del trueno y lo mismo fue levantarla que caer al
momento la lluvia. Entonces, viendo el hombre de Dios, que en medio de tantos relámpagos y
truenos y de aquella lluvia torrencial no le era posible regresar al monasterio, entristecido, em-
pezó a quejarse diciendo: “¡Que Dios todopoderoso te perdone, hermana! ¿Qué es lo que has he-
cho?” A lo que ella respondió: “Te lo supliqué y no quisiste escucharme; rogué a mi Señor y él
me ha oído. Ahora, sal si puedes. Déjame y regresa al monasterio.” Pero no pudiendo salir fuera
de la estancia, hubo de quedarse a la fuerza, ya que no había querido permanecer con ella de
buena gana. Y así fue cómo pasaron toda la noche en vela, saciándose mutuamente con colo-
quios sobre la vida espiritual. Por eso te dije, que quiso algo que no pudo alcanzar. Porque si
bien nos fijamos en el pensamiento del venerable varón, no hay duda que deseaba se mantuviera
el cielo despejado como cuando había bajado del monasterio, pero contra lo que deseaba se hizo
el milagro, por el poder de Dios todopoderoso y gracias al corazón de aquella santa mujer. Y no
es de maravillar que, en esta ocasión, aquella mujer que deseaba ver a su hermano pudiese más
que él, porque según la sentencia de san Juan: Dios es amor (1Jn 4:16), y con razón pudo más la
que amó más (Lc 7:47) 53.

PEDRO. — Ciertamente, me gusta mucho lo que dices.

XXXIV. Cómo Vio Salir el Alma del Cuerpo de Su Hermana.

GREGORIO. — Al día siguiente, la venerable mujer volvió a su morada y el hombre de Dios


regresó también al monasterio. Tres días después, estando en su celda con los ojos levantados al
cielo, vio el alma de su hermana, que saliendo de su cuerpo en forma de paloma penetraba en lo
más alto del cielo. Gozándose con ella de tan gran gloria, dio gracias a Dios todopoderoso con
himnos de alabanza y anunció su muerte a los monjes, a quienes envió en seguida para que traje-
ran su cuerpo al monasterio y lo depositaran en el sepulcro que había preparado para sí. De esta
manera, ni la tumba pudo separar los cuerpos de aquellos cuyas almas habían estado siempre
unidas en el Señor.

XXXV. El Alma de Germán, Obispo de Capua.


En otra ocasión, Servando, diácono y abad del monasterio que Liberio, antiguo patricio,
había fundado en la región de Campania, fue a visitar a Benito, según su costumbre. Efectiva-
mente, frecuentaba su monasterio; y como él estaba también lleno de buena doctrina y de gracia
celestial, se intercambiaban dulces palabras de vida, y suspirando preguntaban ya el suave ali-

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mento de la patria celestial. Habiendo llegado la hora de entregarse al descanso, el venerable Be-
nito subió a su celda situada en la parte superior de una torre y el diácono Servando se quedó en
la parte inferior. Una escalera comunicaba un piso con otro. Frente a la misma torre había una
habitación amplia donde descansaban los discípulos de ambos. El hombre de Dios, Benito, mien-
tras los monjes dormían aún, se anticipó a la hora de las vigilias nocturnas y se quedó de pie jun-
to a la ventana orando a Dios todopoderoso. De pronto en aquella intempestiva hora nocturna vio
difundirse una luz desde lo alto, que ahuyentó las tinieblas de la noche. Aquella luz, en medio de
la oscuridad brillaba con tanto resplandor, que su claridad superaba con creces a la luz del día.
En esta visión se siguió algo en extremo maravilloso, ya que según él mismo contó luego, apare-
ció ante sus ojos el mundo entero, como recogido en un rayo de sol. Y mientras el venerable
abad fijaba sus pupilas en el resplandor de aquella luz tan brillante, vio cómo el alma de Germán,
obispo de Capua, era llevada al cielo por los ángeles en una bola de fuego. Entonces, queriendo
tener un testigo de tamaña maravilla, llamó al diácono Servando repitiendo dos o tres veces su
nombre a grandes voces. Asustado por aquel grito, insólito en el hombre de Dios, subió y miró,
pero no vio más que una pequeña centella de aquella luz. Y como Servando quedara atónito ante
este prodigio tan grande, el hombre de Dios le contó detalladamente todo lo que había sucedido.
En seguida dio aviso al piadoso varón Teoprobo, de la villa de Casino, para que aquella misma
noche enviara un mensajero a la ciudad de Capua, con el fin de informarse de cómo estaba el
obispo Germán y se lo notificara. El mensajero encontró ya difunto al venerabilísimo obispo
Germán, e informándose minuciosamente supo que su óbito había acaecido en el mismo instante
en que el hombre de Dios había visto subir su alma al cielo.

PEDRO. — ¡Cosa sobremanera admirable y de todo punto inaudita! Pero eso que has dicho: de
que ante sus ojos apareció el mundo entero como recogido en un rayo de sol, no puedo ima-
ginármelo, porque jamás he tenido semejante experiencia. Pues, ¿cómo es posible que el mundo
entero pueda ser visto por un hombre?
GREGORIO. — Fíjate bien, Pedro, en lo que voy a decirte. Para el alma que ve al Creador, pe-
queña es toda criatura. Puesto que por poca que sea la luz que reciba del Creador, le parece exi-
guo todo lo creado. Porque la claridad de la contemplación interior amplifica la visión íntima del
alma y tanto se dilata en Dios, que se hace superior al mundo; incluso el alma del vidente se le-
vanta sobre sí, pues en la luz de Dios se eleva y se agranda interiormente. Y cuando así elevada
mira lo que queda debajo de ella, entiende cuán pequeño es lo que antes estando en sí, no podía
comprender. El hombre de Dios, pues, contemplando el globo de fuego vio también a los ángeles
que subían al cielo, cosa que ciertamente no pudo ver sino en la luz de Dios. ¿Qué hay de extra-
ño, pues, que viera el mundo reunido en su presencia, el que elevado por la luz del espíritu salió
fuera del mundo? Y al decir que el mundo quedó recogido ante sus ojos, no quiero decir que el
cielo y la tierra redujeran su tamaño, sino que, dilatado y arrebatado en Dios el espíritu del vi-
dente, pudo ver sin dificultad todo lo que estaba por debajo de Dios. Pues a esta luz que brillaba
ante sus ojos, correspondía una luz interior en su alma, que arrebatando el espíritu del vidente en
las cosas celestiales, le mostró cuán pequeñas son todas las cosas terrenas.
PEDRO. — Veo que me ha sido de gran utilidad el no haber entendido lo que dijiste antes, pues
gracias a mi lentitud en comprender, tu explicación ha sido mucho más completa. Pero ahora que
ya me has explicado estas cosas con tanta claridad, te ruego que vuelvas a tomar el hilo de la na-
rración.

XXXVI. Que Escribió una Regla Monástica.

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GREGORIO. — Con gusto, Pedro, seguiría contándote cosas de este venerable abad, pero algu-
nas las omitiré adrede, porque tengo prisa en contar los hechos de otros personajes. Con todo, no
quiero que ignores que el hombre de Dios, no sólo resplandeció en el mundo por sus muchos mi-
lagros, sino que también brilló, y de una manera bastante luminosa, por su doctrina, pues escribió
una Regla para monjes, notable por su discreción y clara en su lenguaje. El que quiera conocer
con más detalle su vida y costumbres, podrá encontrar en las ordenaciones de esta Regla todo lo
que enseñó con el ejemplo, pues el santo varón de ningún modo pudo enseñar otra cosa sino lo
que había vivido.

XXXVII. La Profecía Que de Su Muerte Hizo a los Monjes.


En el mismo año que había de salir de esta vida, anunció el día de su santísima muerte a
algunos de los monjes que vivían con él y a otros que estaban lejos; a los que estaban presentes
les recomendó que guardaran silencio de lo que habían oído y a los ausentes les indicó la señal
que les daría cuando su alma saliera del cuerpo. Seis días antes de su muerte mandó abrir su se-
pultura. Pronto fue atacado por la fiebre y comenzó a fatigarse a causa de su violento ardor. Co-
mo la enfermedad se agravaba cada día más, al sexto día se hizo llevar por sus discípulos al ora-
torio, donde confortado para la salida de este mundo con la recepción del cuerpo y la sangre del
Señor y apoyando sus débiles miembros en las manos de sus discípulos, permaneció de pie con
las manos levantadas al cielo y exhaló el último suspiro, entre palabras de oración. En el mismo
día, dos de sus monjes, uno que vivía en el mismo monasterio y otro que estaba lejos de él tuvie-
ron una misma e idéntica visión. Vieron en efecto un camino adornado de tapices y resplande-
ciente de innumerables lámparas, que en dirección a Oriente iba desde su monasterio al cielo. En
la parte superior del camino, un hombre de aspecto venerable y lleno de luz les preguntó si sab-
ían qué camino era el que estaban viendo. Al contestarle ellos que lo ignoraban, les dijo: “Éste es
el camino por al cual el amado del Señor, Benito, ha subido al cielo.” Así, pues, los presentes
vieron la muerte del santo varón y los ausentes la conocieron por la señal que les había dado. Fue
sepultado en el oratorio de San Juan Bautista, que él mismo había edificado sobre el destruido
altar de Apolo. Y tanto aquí como en la cueva de Subiaco, donde antes había habitado, brilla has-
ta el día de hoy por sus milagros, cuando lo merece la fe de quienes los piden.

XXXVIII. Una Mujer Loca, Curada en Su Cueva.


No ha mucho ocurrió el hecho que voy a narrar. Una mujer loca, mientras tuvo enajenado
el juicio, vagaba día y noche por montes y valles, bosques y campos, sin descansar en parte algu-
na, sino donde le obligaba la fatiga. Un día, después de haber andado errante durante mucho
tiempo, llegó a la cueva del bienaventurado Benito y quedóse allí dormida, ignorando empero
dónde había entrado. Al día siguiente, salió tan sana de juicio como si nunca hubiera sufrido des-
varío alguno, y durante el resto de su vida conservó la salud que había recobrado.

PEDRO. — ¿Por qué vemos con frecuencia que sucede lo mismo con los santos mártires, que no
hacen tantos milagros donde están sus cuerpos sepultados o hay reliquias suyas, y en cambio
obran prodigios mayores donde no están sepultados?
GREGORIO. — No dudo, Pedro, que los santos mártires pueden obrar muchos prodigios allí
donde yacen sus cuerpos, como de hecho así sucede, y allí hacen innumerables milagros a los
que los solicitan con recta intención. Pero, porque las almas enfermizas pueden dudar de que los
mártires estén presentes para escucharles donde saben que no están sus cuerpos, por eso es nece-

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sario que obren mayores milagros donde un alma débil puede dudar de su presencia. Pero la fe de
aquellos que tienen el alma unida a Dios tiene tanto más mérito, cuanto que saben que aunque no
estén allí sus cuerpos, no por eso dejarán de ser escuchados. Por eso, la misma Verdad, para
acrecentar la fe de sus discípulos, les dijo: Si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Pa-
ráclito (Jn 16:7). Pero siendo así que el Espíritu Paráclito procede continuamente del Padre y del
Hijo, ¿por qué dice el Hijo que debe retirarse para que venga el que no se aleja jamás de él? Pues
porque los discípulos, viendo al Señor en la carne, tenían deseos de verle siempre con los ojos
corporales. Por eso les dijo con razón: Si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu Parácli-
to. Como si dijera abiertamente: “Si no sustraigo mi cuerpo a vuestras miradas, no puedo
mostraros lo que es el amor del Espíritu; y si no dejáis de verme corporalmente, jamás aprender-
éis a amarme espiritualmente.”
PEDRO. — Me gusta tu explicación.
GREGORIO. — Debemos hacer ahora una pequeña pausa en nuestra conversación, pues si he-
mos de seguir narrando los milagros de otros santos, preciso será que, entre tanto, con el silencio
reparemos nuestras fuerzas.

San Isidoro de Sevilla.


No se conoce con exactitud la fecha de su nacimiento, aunque probablemente tuvo lugar entre
los años 560 y 570. La familia, de rancio abolengo hispano-romano, provenía de Cartagena. Su
padre emigró a Sevilla en el año 554, a causa de la invasión bizantina, y allí se estableció. Murió
pronto, dejando como jefe de la familia al hijo mayor, Leandro, que seria luego obispo de Sevi-
lla. Leandro se cuidó personalmente de la formación religiosa, humana y literaria de su hermano
menor, Isidoro, que le sucedería como obispo de la ciudad hacia el año 600 0 601. Además de
ellos, otros dos hermanos son venerados como santos: Fulgencio, obispo de Écija, y Florentina,
que abrazó la vida monástica.
San Isidoro es considerado el último de los Padres en Occidente y ha pasado a la his-
toria como el hombre más sabio de su tiempo. Se le reconoce el mérito de haber hecho de
puente entre la ciencia de los antiguos y la Edad Media. Hasta el siglo XII fue considerado como
el oráculo imprescindible en todas las ciencias, una especie de nuevo Salomón. Sus Etimologías
figuran entre los libros más citados por los escritores medievales.
Esta obra, la más importante de cuantas escribió, es en realidad un enciclopedia en veinte
libros, donde se contienen todos los conocimientos de la época: desde la gramática y las matemá-
ticas, a la medicina y al derecho; desde la teología, la historia y la filosofía, a las lenguas, la geo-
grafía, la arquitectura, la botánica... Escribió otras muchas obras, menos conocidas que las Eti-
mologías, entre las que destacan los tres libros de Sentencias, que constituyen una especie de
manual de teología dogmática y de ética.
No se conservan datos concretos de su actividad pastoral, que debió de ser intensa si —
como él mismo afirma en las Sentencias — el programa de un obispo comienza con la abnega-
ción y la humildad, y continúa con la integridad de vida, el arte de exponer la doctrina, el buen
ejemplo, la solicitud por su grey... Como metropolita de la Bética presidió algunos Concilios im-
portantes, como el II Concilio provincial de Sevilla y el IV Concilio de Toledo.
Loarte

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Cómo leer la palabra de Dios (Libros de las Sentencias, 3, 8-10).
La oración nos purifica, la lectura nos instruye. Usemos una y otra, si es posible, por-
que las dos son cosas buenas. Pero, si no fuera posible, es mejor rezar que leer.
Quien desee estar siempre con Dios, ha de rezar y leer constantemente. Cuando re-
zamos, hablamos con el mismo Dios; en cambio, cuando leemos, es Dios el que nos habla a
nosotros.
Todo progreso [en la vida espiritual] procede de la lectura y de la meditación. Con la lec-
tura aprendemos lo que no sabemos, con la meditación conservamos en la memoria lo que hemos
aprendido.
De la lectura de la Sagrada Escritura recibimos una doble ventaja, porque ilumina nues-
tra inteligencia y conduce al hombre al amor de Dios, después de haberlo arrancado a las
vanidades mundanas. Doble es también el fin que hemos de proponernos al leer: lo primero,
tratar de entender el sentido de la Escritura; y luego, esforzarnos para proclamarla con la mayor
dignidad posible. Quien lee, en efecto, busca en primer lugar comprender lo que lee, y sólo luego
trata de expresar del modo más conveniente lo que ha aprendido.
Pero el buen lector no se preocupa tanto de conocer lo que lee, cuanto de ponerlo por
obra. Es menos penoso ignorar completamente un ideal que, una vez conocido, no llevarlo a la
práctica. Por tanto, así como mediante la lectura demostramos nuestro deseo de conocer, así lue-
go, tras haber conocido, hemos de sentir el deber de poner en práctica las cosas buenas que ha-
yamos aprendido.
Nadie puede profundizar en el sentido de la Sagrada Escritura, si no la lee con asiduidad,
como está escrito: ámala y ella te exaltará, será tu gloria si la abrazas (Pro 4:8). Cuanto más asi-
duo se es en la lectura de la Escritura, más rica es la inteligencia que se alcanza. Es lo mismo que
sucede con la tierra: cuanto más se la cultiva, más produce.
Hay personas que, siendo inteligentes, descuidan la lectura de los textos sagrados. De este
modo, con su negligencia, manifiestan su desprecio por aquello que habrían podido aprender
mediante la lectura. Otros, en cambio, tienen deseos de saber, pero su falta de preparación les
supone un obstáculo. Sin embargo, estos últimos, mediante una lectura inteligente y asidua, lle-
gan a conocer lo que ignoran los otros, más inteligentes, pero perezosos e indiferentes.
De igual modo que una persona, aunque sea torpe de inteligencia, logra sacar fruto gra-
cias a su empeño y a su diligencia en el estudio, así el que descuida el don de inteligencia que
Dios le ha dado se hace culpable de condena, porque desprecia un don recibido y lo deja sin dar
frutos.
Si la doctrina no está sostenida por la gracia, no llega al corazón aunque entre por
los oídos. Hace mucho ruido por fuera, pero no aprovecha al alma. Sólo cuando interviene la
gracia, la palabra de Dios baja desde los oídos al fondo del corazón, y allí actúa íntimamen-
te, llevando a la comprensión de lo que se ha leído.

Las obras de misericordia (Libros de las Sentencias, 3:60).


La palabra misericordia se deriva de compadecer la miseria ajena. Pero nadie puede
ser misericordioso con otro si vive mal y no es, por tanto, misericordioso consigo mismo. Quien
es malo para sí, ¿para quién será bueno?
Ningún pecado puede ser redimido con las limosnas, si se persiste en él. La indulgencia,
fruto de la limosna, se concede sólo cuando se desiste de realizar obras perversas. Es verdad que
las obras de misericordia tienen capacidad de purgar todos los pecados; pero sólo si quien usa de

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misericordia procura no pecar. Por lo demás, no hay perdón de los pecados cuando la misericor-
dia se lleva a cabo para cometerlos después tranquilamente.
No es limosna la que se hace más por causa de gloria que de misericordia. En efecto, se-
gún sea la intención con que cada uno la hace, así acepta o no la limosna el Señor. Por eso, quien
apetece alabanza en este mundo por sus buenas obras, renuncia a la esperanza y no recibirá en el
futuro la gloria de premio. Más aún, cuando se alimenta al pobre por jactancia, se convierte en
pecado incluso la misma obra de misericordia.
Hasta tal punto las obras de limosna borran los pecados y conducen al reino del siglo fu-
turo que, cuando venga el juez celestial para el último juicio, dirá a los que estén a su derecha:
tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis;
estaba desnudo y me cubristeis. Les ofrecerá el premio, diciéndoles: venid, benditos de mi Padre,
recibid el reino preparado para vosotros. Pero aquellos en los que no encuentre ninguna obra de
misericordia, oirán la voz del juez eterno, que les dice: tuve hambre y no me disteis de comer:
tuve sed y no me disteis de beber. También les dirá justamente: apartaos de mí, malditos, al fue-
go eterno, preparado para el diablo y sus ángeles (Mt 25:31-35).
Quien no practica la misericordia en este mundo, no recogerá el fruto de la piedad en el
otro, como enseña el ejemplo del rico condenado a las llamas, que se vio obligado a pedir soco-
rro en el infierno porque lo negó a su vez en este mundo. Cuando estaba entre las llamas, pidió
una gota de agua a quien había negado una miga de pan. ¡Tarde abrió los ojos el rico! Lo hizo
cuando vio gozoso al pobre Lázaro, a quien había rehusado ver cuando yacía a la puerta de su
casa (cfr. Lc 16:19-31).
Pero no sólo usa de misericordia quien practica la liberalidad con el que tiene hambre o
sed, o con el desnudo, o quien socorre en algo a cualquier necesitado, sino también quien ama a
sus enemigos, quien tiene afectos de compasión y consuelo hacia quienes lloran, quien propor-
ciona consejo en cualquier necesidad. Todos éstos hacen, sin duda alguna, verdadera limosna. La
limosna de doctrina no es sólo buena, sino mejor que la misericordia material.
Es necesario compadecer de todo corazón al que pide, aun no estando necesitado, aunque
se finja indigente, aunque utilice, quizá, la apariencia de una falsa indigencia. El que da con sen-
cillez no pierde por eso el fruto de la misericordia.
Si uno es pobre y no tiene nada que dar al necesitado, no puede poner el pretexto de
su indigencia. Según el precepto del Salvador, se nos manda ofrecer al pobre un vaso de agua
fría. Si no tenemos otra cosa, y damos lo que tenemos bondadosamente, no perderemos el pre-
mio. Por lo demás, si son mayores nuestras posibilidades y dispensamos con escasez este don,
simulando pobreza, no engañamos al necesitado, sino a Dios, a quien no podemos esconder
nuestra conciencia.
Hay dos clases de limosnas: una corporal, dar al necesitado todo lo que puedas; otra
espiritual, perdonar a quien te hubiera agraviado. La primera se debe practicar con los indi-
gentes; la segunda, con los malos. Por tanto, siempre podrás comunicar algo, si no dinero, al me-
nos perdón. Pero no se debe ofrecer la limosna a regañadientes, no sea que, por ir acompañada de
tristeza, perdamos el premio de lo que distribuimos. Nuestra dádiva es perfecta cuando la ofre-
cemos con espíritu de alegría. De aquí que diga también el Apóstol: Dios ama al que da con
alegría (2 Cor 9:7). Es de temer que el pobre reciba lo que le ofrecemos con tedio, o que, des-
preciándola totalmente, se aparte afligido y triste.
Dar limosna de lo robado a otros no es oficio de misericordia, sino que es un pecado; por
eso dice Salomón: quien ofrece sacrificio del producto del robo a los pobres es como si alguien
degollara al hijo en la presencia de su padre (Sir [Vg] 34:24). Pues quien se apodera injustamente

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de lo ajeno, nunca lo reparte justamente, ni hace bien a uno lo que se arrebata injustamente a
otro.
Gran pecado es dar los bienes de los pobres a los ricos, y a costa de los necesitados
alcanzar el favor de los poderosos; es como quitar el agua a la tierra árida y seca, para regar a
los ríos, que no lo necesitan.

San Sofronio de Jerusalén.


Nació en Damasco, hacia el año 560. Probablemente ejerció como profesor de Retórica, hasta
que, todavía joven, abrazó la vida monacal. Pasó veinte años bajo la dirección experta de San
Juan Mosco. Juntos visitaron varios monasterios de Egipto, con el propósito de pasar a Roma.
Una vez en la Ciudad Eterna, el año 619 murió San Juan Mosco. Entonces, San Sofronio decidió
regresar a Palestina. En el año 633 o 634 fue elegido Patriarca de Jerusalén, mostrándose desde
entonces como un pastor celoso de su grey.
La biografía de San Sofronio podría centrarse en dos polos de interés: su afán de santidad
y su integridad doctrinal, que le llevó a sufrir mucho por defender la fe católica frente a la herejía
del monotelismo. Estas dos características quedan muy bien reflejadas en su producción literaria,
de la que nos han llegado algunas obras que podrían llamarse de entretenimiento, unos cuantos
himnos y varios escritos hagiográficos, como la Vida de los santos egipcios Ciro y Juan y algu-
nos fragmentos de una biografía del Patriarca alejandrino Juan el Limosnero, compuesta junto a
San Juan Mosco.
El mismo año de su muerte, 638, vio con inmenso pesar como la Ciudad Santa caía en
manos de los musulmanes, por obra del Califa Omar.
Loarte

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Ave María (Discurso 2 en la Anunciación de la Madre de Dios).


En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea,
llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David, y el
nombre de la virgen era María. Y habiendo entrado donde ella estaba le dijo: “Dios te salve, lle-
na de gracia, el Señor es contigo” (Lc 1:26-28).
¿Qué puede hallarse que sea más sublime que este gozo, oh Virgen Madre? ¿Qué puede
ser más excelente que esta gracia, que por voluntad divina a ti sola ha tocado en suerte? ¿O qué
puede imaginarse más alegre y espléndido? Todos los dones difieren del milagro que en ti brilla;
todos yacen por debajo de tu gracia; todos, incluso los más probados, son secundarios y poseen
una claridad muy inferior.
El Señor es contigo. ¿Quién, pues, osará luchar contra ti? Dios está de tu parte: ¿habrá
alguien que no se te rinda inmediatamente, y no te otorgue con alegría el primado y la excelen-
cia? Al considerar tus eminentes prerrogativas por encima de todas las criaturas, te aclamo con
suma alabanza: Salve, llena de gracia, el Señor es contigo. Por ti, el gozo no sólo se reparte a los
hombres, sino que se tributa también a las celestes potestades.
Verdaderamente, eres bendita entre todas las mujeres, porque transformaste en bendi-
ción, la maldición de Eva; porque lograste que por ti fuera bendito Adán, que antes yacía abatido
por la maldición del pecado.

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Bendita entre todas las mujeres, porque por ti la bendición del Padre brilló ante los hom-
bres y los liberó de la antigua maldición.
Bendita entre todas las mujeres, porque por ti tus antepasados hallaron la salvación; ya
que Tú vas a engendrar al Salvador, que les procurará la divina salud.
Bendita entre las mujeres, porque sin germen ofreciste el fruto que bendecirá el orbe de la
tierra, y le redimirá de las espinas de la maldición.
Bendita entre las mujeres, porque siendo por naturaleza mujer, serás Madre de Dios. Pues
si Aquél que de ti nacerá es Dios encarnado, Tú serás llamada, por mérito y derecho, Madre de
Dios, pues a Dios vas a dar a luz (...).
Tú llevas encerrado en tu seno al mismo Dios, que en ti mora según la carne, y por ti
se presenta como el prometido, que obtendrá el gozo para todos y comunicará la luz divina
al universo.
En ti, oh Virgen, como en un purísimo y resplandeciente cielo, Dios puso su tabernáculo;
y saldrá de ti como el esposo de su tálamo (Sal 69:5-6); e imitando la carrera del gigante correrá
durante toda su vida, llenando a todos los vivientes con la futura salvación. Y llenará con calor
divino y vivificante esplendor a cuantos a ella se encaminan.

San Juan Clímaco.


San Juan el Escolástico es conocido principalmente por su apelativo de Clímaco, que deriva de
la transcripción latina “de la escalera,” tomada del titulo de su principal obra: La escala del Pa-
raíso.
Sus datos biográficos son escasos. Nacido alrededor del año 579, entró en el monasterio
del Monte Sinaí a la edad de dieciséis años. A los veinte, hizo la profesión religiosa según la re-
gla del monasterio, hasta que se decidió a vivir como anacoreta. Dios le favoreció con el don de
lágrimas, y subió a tal grado su fama de santidad, que los monjes del monasterio le eligieron co-
mo abad: tenía entonces sesenta años. Su muerte acaeció alrededor del año 649.
Considerado un doctor universal, San Juan Clamado profundizó en el camino ascético
que puede recorrer cualquier cristiano. La escala del Paraíso, libro de gran riqueza interior y
enorme difusión, desarrolla la idea de la ascensión del alma, bajo la guía del Espíritu Santo, hasta
la semejanza con Cristo. Titulada en memoria de la escala de Jacob y dividida en treinta escalo-
nes, se pueden considerar en la obra dos partes principales: la primera abarca los veintitrés pri-
meros capítulos y trata de la lucha contra los vicios; los siete capítulos restantes giran en torno a
la adquisición de las virtudes.
El fragmento que se expone a continuación, recoge una parte del sermón número veintio-
cho, donde el santo habla del estado de oración y muestra la naturaleza de esa unión con Dios.
Loarte

*****
El Diálogo Con Dios.
(La escala del Paraíso, escalón XXVlll, no. 188-189, 190-191, 193).
La oración, como bien expresa su nombre, es diálogo del hombre con Dios, unión místi-
ca. Según los efectos que la caracterizan, es el apoyo del mundo y reconciliación con el Señor;
fuente de lágrimas y propiciatoria de nuestros pecados; defensa de la tentación y baluarte ante las
contradicciones; victoria en la lucha y empeño de los ángeles; alimento de los seres incorpóreos

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y alegría en la espera; actividad que no finaliza jamás y fuente de virtud; forjadora de carismas y
del progreso espiritual, alimento del alma y luz de la mente (...).
Reza con toda sencillez, con una sola expresión, como hicieron el publicano y el hijo
pródigo que se dirigieron a Dios misericordioso (...).
No te afanes en mirar con minuciosidad las palabras que debes usar en la oración. A me-
nudo los simples y sencillos balbuceos de los niños aplacaron al Padre que está en los cielos (cfr.
Mt 6:9). No busques muchas palabras (cfr. Mt 6:7), porque tal deseo provoca la disipación de la
mente. Con una pequeña frase el publicano agradó al Señor (cfr. Lc 18:3), y con una sola expre-
sión dicha con fe, salvó al ladrón (cfr. Lc 23:39-43). A menudo muchas palabras distraen en la
oración porque llenan la mente de fantasías; una sola, con frecuencia, contribuye al recogimien-
to: cuando a un cierto punto hay una palabra que te agrada y propicia la compunción, permanece
allí; entonces se unirá a tu oración el Ángel Custodio.
Después, no abuses de la libertad confiada, aunque hayas alcanzado la purificación.
Es más, acercándote a Dios con gran humildad, podrás obtener la más alta libertad. Tam-
bién si te encontrases en lo alto de la escala de la virtud, continúa rezando para que sean perdo-
nados tus pecados como hizo San Pablo que, asemejándose a los pecadores, exclamaba: yo soy el
primero de ellos (cfr. I Tim 1:15). La pureza y compunción de lágrimas deben dar alas a la ora-
ción, y el sabor, como el aceite y la sal condimentan los alimentos. Añade la bondad y la dulzura,
con las que debes revestirte si quieres liberar al corazón de todo aquello que arranca la liber-
tad, y poder elevarte sin esfuerzo hacia Dios.
Hasta que no hayamos alcanzado después de muchas experiencias tal claridad de oración,
seremos principiantes, como niños que empiezan a caminar. Trata de elevar la mente a Dios, o
mejor, de tenerla cerrada dentro de las operaciones de la oración y, si por debilidad infantil,
no la tienes tranquila, ponla rápidamente en orden: por desgracia nuestra mente es débil, pero el
Omnipotente podrá fijarla.
Si continúas luchando sin rendirte, finalmente descenderá sobre ti Aquél que mantiene en
sus límites los mares de la mente, y dirá, mientras tú te elevas en oración: De aquí no pasarás, ahí
se romperá la soberbia de tus olas (...) (cfr. Job 38:11).
¿A quién tengo yo en los cielos? Fuera de ti, nada deseo sobre la tierra (cfr. Sal 73:25).
Esto persigue la oración. Si unos aspiran a la riqueza, otros a la gloria u otra posesión, mi bien es
estar apegado a Dios, único fundamento de mi esperanza (cfr. Sal 73:28). La fe es la que otorga
las alas a la oración, pues de ningún otro modo podrá volar hacia el cielo. Sólo esto pedimos al
Señor (cfr. Sal 27:4). Somos todavía víctimas de las pasiones, pero de esta condición todos de-
seamos elevarnos, cortando definitivamente ese camino. Aquel juez que no temía a Dios, cede a
la insistencia de la viuda para no tener más la pesadez de escucharla (cfr. Lc 18:1-4). Dios hará
justicia al alma, viuda de El por el pecado, frente el cuerpo, su primer enemigo, y frente a los
demonios, sus adversarios invisibles. El Divino Comerciante sabrá intercambiar bien nuestras
buenas mercancías, poner a disposición sus grandes bienes con amorosa solicitud y estar pronto a
acoger nuestras súplicas (...).
No digas no haber obtenido aquello que has pedido rezando mucho, porque te has
beneficiado espiritualmente. De hecho, ¿qué bien más sublime puede existir al de estar unido
con el Señor y perseverar en esa unión ininterrumpida con Él? Quien se encuentra protegido por
la oración no deberá tener miedo de la sentencia del Juez divino, como le sucede al condenado
aquí en la tierra. Por eso, si eres sabio y no corto de vista, al recuerdo de ese juicio podrás fácil-
mente alejar de tu corazón las ofensas recibidas y todo rencor, las preocupaciones por los nego-
cios terrenos y los sufrimientos que se derivan; la tentación de las pasiones y de todo género de

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maldad. Con la súplica constante del corazón prepárate a la oración perenne de los labios, y rápi-
do avanzarás en la virtud (...).
Como canta el Salmista: “Yo conozco verdaderamente cuánto bien quisiste para mí por-
que en tiempo de guerra no permitiste que el enemigo riese a mis espaldas; por eso, grité a ti de
todo corazón, con cuerpo y alma, porque donde se encuentran unidos estos elementos, allí se en-
cuentra Dios en medio de ellos” (cfr. Sal 40:12; 1:19; 1 Tes 5:23; Mt 18:20).
No todos tienen las mismas dotes, ni según el cuerpo, ni según el espíritu. Para algunos
va bien la oración más breve, para otros es mejor la larga de los salmos. Hay quien todavía con-
fiesa estar prisionero de su cuerpo, o debe luchar con la ignorancia del espíritu; si entonces invo-
cas a nuestro Rey contra los enemigos que te asaltan de cualquier parte, ten confianza. Ya no de-
berás fatigarte mucho desechándolos de una vez, pues se alejarán de ti rápidamente: no querrán
asistir a la segura victoria que obtendrás con la oración; es más, huirán despavoridos por la fusta
de tu ferviente coloquio. Recoge todas tus fuerzas, y Dios se ocupará en cómo enseñarte a rezar.

San Ildefonso de Toledo.


Contemporáneo de San Isidoro de Sevilla, San Ildefonso nació en Toledo hacia el año 607. Re-
cibió una brillante formación en las disciplinas de su época y, siendo aún joven, ingresó en un
monasterio del que más tarde llegaría a ser abad. En el año 657 fue elegido obispo de Toledo,
cargo que desempeñó hasta su muerte, ocurrida en el 667.
Se han conservado pocos escritos de San Ildefonso. Muy enraizado en la tradición patrís-
tica, su principal esfuerzo estuvo encaminado a dar al pueblo en forma asequible la doctrina de
los antiguos. Vigoroso defensor de los privilegios de la Madre de Dios, su obra más conocida
lleva por titulo Libro sobre la virginidad perpetua de Santa Marta contra tres infieles. Consta de
una oración inicial y doce capítulos escritos en un estilo vivo y cuidado, lleno de entusiasmo y
amor a Nuestra Señora. Concluye el libro una plegaria que a continuación se reproduce parcial-
mente, en la que San Idelfonso muestra cómo el culto a la Madre de Dios no quita a Cristo nin-
guna gloria, sino que, por el contrario, le honra y le agrada mucho.
Loarte

*****

Honrar a María (Libro de la perpetua virginidad de Santa María, Xll).


En mi pobreza y miseria, yo desearía llegar a ser, para mi reparación el servidor de la
Madre de mi Señor. Apartado de la comunión con los ángeles por la caída de nuestro primer pa-
dre, desearía ser siervo de la que es Esclava y Madre de mi Creador. Como un instrumento dócil
en las manos del Dios excelso, así desearía yo estar sujeto a la Virgen Madre, íntegramente dedi-
cado a su servicio. Concédemelo, Jesús, Dios e Hijo del hombre; dámelo, Señor de todas las co-
sas e Hijo de tu Esclava; otórgame esta gracia, Dios humillado en el hombre; permíteme a mí,
hombre elevado hasta Dios, creer en el alumbramiento de la Virgen y estar lleno de fe en tu en-
carnación; y al hablar de la maternidad virginal, tener la palabra embebida de tu alabanza; y al
amar a tu Madre, estar lleno de tu mismo amor.
Haz que yo sirva a tu Madre de modo que Tú me reconozcas por tu servidor; que Ella sea
mi Soberana en la tierra de manera que Tú seas mi Señor por la eternidad. Ved con qué impa-

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ciencia anhelo ser vasallo de esta Reina, con qué fidelidad me entrego al gozo de su servidumbre,
cómo deseo hacerme plenamente esclavo de su voluntad, con qué ardor quiero no sustraerme
jamás a su imperio, cuánto ambiciono no ser nunca arrancado de su servicio... Haz que me admi-
ta entre sus súbditos y que, sirviéndola, merezca sus favores, viva siempre bajo su mandato y la
ame por toda la eternidad.
Los que aman a Dios conocen mi deseo; los que le son fieles, lo ven; los que se unen al
Señor, lo comprenden, y lo conocen aquellos a los que Dios conoce. Escuchad los que sois discí-
pulos suyos; prestad atención los infieles; sabedlo vosotros, los que no pensáis más que en la de-
sunión; comprended, sabios de este mundo que hace insensatos a los ojos de la sabiduría divina,
lo que os hace sabios a los ojos de vuestra necedad (...). Vosotros, que no aceptáis que María sea
siempre Virgen; que no queréis reconocer a mi Creador por Hijo suyo, y a Ella por Madre de mi
Creador; que rehusáis creer que sólo Ella tenga por Hijo al Señor de las criaturas; que no glorifi-
cáis a este Dios como Hijo suyo; que no proclamáis bienaventurada a la que el Espíritu Santo ha
mandado llamar así por todas las naciones; que oscurecéis su gloria negándole la incorruptibi-
lidad de la carne; que no rendís honor a la Madre del Señor con la excusa de honrar a Dios su
Hijo; que no glorificáis como Dios al que habéis visto hacerse hombre y nacer de Ella; que con-
fundís las dos naturalezas de su Hijo y rompéis la unidad de su Persona; que negáis la divinidad
de su Hijo; que rehusáis creer en la verdadera carne y en la Pasión verdadera de su Hijo; que no
creéis que ha sufrido la muerte como hombre y que ha resucitado de los muertos como Dios (...).
Mi mayor deseo es servir a este Hijo y tener a la Madre por Soberana. Para estar bajo el
imperio del Hijo, yo quiero servirla; para ser admitido al servicio de Dios, anhelo que la Madre
reine sobre mí como testimonio; para ser el servidor devoto de su propio Hijo, aspiro a llegar a
ser el servidor de la Madre. Pues servir a la Sierva es también servir al Señor; lo que se da a la
Madre se refleja sobre el Hijo, yendo desde la Madre a Aquél que Ella ha alimentado. El honor
que el servidor rinde a la Reina viene a recaer sobre el Rey.
Bendiciendo con los ángeles, cantando mi alegría junto con las voces celestiales, exultan-
do de gozo con los coros angélicos, regocijándome con sus aclamaciones, yo bendigo a mi Sobe-
rana, canto mi alegría a la que es Madre de mi Señor y Sierva de su Hijo. Yo me alegro con la
que ha llegado a ser Madre de mi Creador; con Aquélla en la que el Verbo se ha hecho carne.
Porque con Ella yo he creído lo que sabe Ella misma conmigo, porque he conocido que Ella es la
Virgen Madre, la Virgen que dio a luz porque sé que la concepción no le hizo perder su virgini-
dad, y que una inmutable virginidad precedió a su alumbramiento, y que su Hijo le ha conserva-
do perpetuamente la gloria de la virginidad. Todo esto me llena de amor, porque sé que todo ha
sido realizado por mí. No olvido que, gracias a la Virgen, la naturaleza de mi Dios se ha unido a
mi naturaleza humana para que la naturaleza humana sea asumida por mi Dios; que no hay más
que un solo Cristo, Verbo y carne, Dios y hombre, Creador y criatura.

San Anastasio Sinaíta.


Monje y sacerdote en el monasterio del Monte Sinaí, San Anastasio murió poco después del
año 700. Es, por tanto, uno de los últimos escritores orientales a quienes se reconoce el titulo de
Padre de la Iglesia.
Testigo y defensor de la fe, San Anastasio Sinaíta dejó con frecuencia su retiro para refu-
tar las herejías, especialmente el monotelismo — muy desarrollado en Oriente por aquellos años
—, que negaba la existencia de una voluntad humana en Jesucristo. Precisamente la mayor parte

94
de su actividad literaria — poco estudiada aún — se concentró en esta polémica, a la que sólo
pondría fin, en el año 681, el Concilio lIl de Constantinopla. Compuso, además, una pequeña his-
toria de las herejías y de los sínodos eclesiásticos, un comentario al relato bíblico de la Creación,
varias homilías y un volumen de preguntas y respuestas sobre cuestiones predominantemente
morales.
Entre sus homilías más conocidas se encuentra el Sermón sobre la Santa Sínaxis, donde
resume la doctrina sobre la Eucaristía y exhorta a los cristianos a comulgar dignamente.
Loarte

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Para comulgar dignamente (Sermón sobre la Santa Sínaxis).


Grande es nuestra miseria, carísimos. Porque debiéramos tener el espíritu encendido,
atento en la oración y en la súplica, principalmente en la celebración del misterio eucarístico, y
estar llenos de temor y temblor en la presencia del Señor mientras se celebra la Misa. Sin embar-
go, ni siquiera le ofrecemos el Sacrificio con pura conciencia, con espíritu contrito y humillado,
sino que durante la Santa Sínaxis terminamos nuestros asuntos públicos y la administración de
muchos y vanos negocios.
Hay gentes que no se preocupan en pensar con qué pureza y con qué dolor de sus pecados
se han de acercar a la Sagrada Mesa, sino qué vestidos se han de poner. Otros vienen, pero no se
dignan permanecer hasta el fin, sino que preguntan a los demás en qué punto va la Misa y si llega
ya el tiempo de la Comunión; y entonces rápidamente, como los perros, saltan, arrebatan el mís-
tico pan y se marchan. Otros, presentes en el templo de Dios, no están quietos ni un momento, y
se dedican a conversar prestando mas atención a las habladurías que a la oración. Otros no se
preocupan absolutamente nada de su conciencia, ni de limpiar las manchas de sus pecados por
medio de la penitencia, y van acumulando pecados sobre pecados (...).
Pues dime: ¿con qué conciencia, con qué estado de alma, con qué pensamientos te acer-
cas a estos misterios, si en tu corazón te está acusando tu misma conciencia? Contéstame: si tu-
vieras las manos manchadas de estiércol, ¿te atreverías a tocar con ellas las vestiduras del rey?
Ni siquiera tus mismos vestidos tocarías con las manos sucias, antes bien, te las lavarías y enju-
garías cuidadosamente, y entonces los tocarías. Pues, ¿por qué no das a Dios ese mismo honor
que concedes a unos viles vestidos?
Entrar en la iglesia y honrar las imágenes sagradas y las veneradas cruces, no basta por sí
solo para agradar a Dios, como tampoco lavarse las manos es suficiente para estar completamen-
te limpio. Lo que verdaderamente es grato a Dios es que el hombre huya del pecado y lim-
pie sus manchas por la confesión y la penitencia. Que rompa las cadenas de sus culpas con la
humildad del corazón, y así se acerque a los inmaculados misterios.
Quizá diga alguno: no me es grato llorar y dolerme. ¿Por qué? Porque no meditas, porque
no piensas, porque no ponderas el terrible día del juicio. Con todo, si no puedes llorar, al menos
manten un porte grave y respetuoso; echa lejos de ti el orgullo, ponte en la presencia del Señor y,
con los ojos vueltos a la tierra y con espíritu contrito, reconócete pecador. ¿No ves cómo los que
están en la presencia de un rey terreno, que muchas veces es un impío, se comportan ante él con
reverencia?
Permanece, pues, ante Dios con paz y compunción; confiesa tus pecados a Dios por
medio de los sacerdotes. Condena tus propias acciones y no te avergüences, porque hay una
vergüenza que conduce al pecado y una vergüenza que es honor y gracia (Sir 4:25). Condé-

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nate a ti mismo delante de los hombres, para que el juez te declare justo delante de los ángeles y
delante de todo el mundo.
Pide misericordia, pide perdón, pide la remisión de tus culpas pasadas y verte libre
de las futuras, para que puedas acercarte dignamente a tan grandes misterios, para parti-
cipar con pura conciencia del cuerpo y sangre de Cristo, para que te sirvan de purificación
y no de condenación. Oye a San Pablo, que dice: pruébese a sí mismo el hombre, y así coma de
aquel pan y beba de aquel cáliz. Porque quien lo come y bebe indignamente, come y bebe su
propia condenación, no haciendo el discernimiento del cuerpo del Señor. Por eso hay entra voso-
tros muchos enfermos y achacosos y mueren bastantes (1 Cor 11:28 ss.). ¿Comprendes ahora
cómo la enfermedad y la muerte provienen, con mucha frecuencia, de acercarse indignamente a
los divinos misterios?
Pero, tal vez dirás: ¿pues quién es digno? También caigo yo en la cuenta de esto. Y, sin
embargo, serás digno con tal de que quieras. Reconócete pecador; apártate del pecado, huye de la
maldad y de la ira. Practica obras de penitencia. Revístete de templanza, de mansedumbre y de
longanimidad. De los frutos de la justicia saca compasión y entrañas de misericordia para los ne-
cesitados, y entonces te habrás hecho digno.

San Andrés de Creta.


Nacido en Damasco a mediados del siglo VII, abrazó la vida monástica en un convento de Jeru-
salén, por lo que también es llamado Andrés Jerosolimitano. Como legado del Patriarca de la
Ciudad Santa, asistió al lIl Concilio de Constantinopla, que condenó la herejía del monotelismo
(año 681). Más tarde, consagrado obispo de Creta, defendió la legitimidad del culto a las imáge-
nes. Murió hacia el año 720.
San Andrés de Creta fue un excelente compositor de himnos sagrados, hasta el punto de
que la Iglesia oriental ha incorporado algunos a su liturgia. Además se conservan veintidós homi-
lías suyas. Las que se refieren a la Virgen gozan de particular importancia, pues constituyen un
testimonio muy elocuente de la fe en la Inmaculada Concepción y en la Asunción corporal de
María al Cielo.
Con toda la Tradición de la Iglesia, San Andrés expone que la Concepción de Nuestra
Señora es el inicio de la renovación de la naturaleza humana, herida por el pecado original. La
Virgen María, preservada por Dios de toda culpa, trae al mundo “las primicias de la nueva crea-
ción,” siendo — como canta la liturgia — lirio que florece entre espinas y paraíso espiritual don-
de Jesucristo, el nuevo Adán, establece su morada.
Loarte

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Madre inmaculada (Homilía I en la Natividad de la Santísima Madre de Dios).


Exulte hoy toda la creación y se estremezca de gozo la naturaleza. Alégrese el cielo en las
alturas y las nubes esparzan la justicia. Destilen los montes dulzura de miel y júbilo las colinas,
porque el Señor ha tenido misericordia de su pueblo y nos ha suscitado un poderoso Salvador en
la casa de David su siervo, es decir, en esta inmaculadísima y purísima Virgen por quien llega la
salud y la expectación de los pueblos.

96
Que las almas buenas y agradecidas entonen un cántico de alegría; que la naturaleza con-
voque a todas las criaturas para anunciarles la buena nueva de su renovación y el inicio de su re-
forma (...). Salten de alegría las madres, pues la que carecía de descendencia [Santa Ana] ha en-
gendrado una Madre virgen e inmaculada. Alégrense las vírgenes, pues una tierra no sembrada
por el hombre traerá como fruto a Aquél que procede del Padre sin separación, según un modo
más admirable de cuanto puede decirse. Aplaudan las mujeres, pues si en otros tiempos una mu-
jer fue ocasión imprudente del pecado, también ahora una mujer nos trae las primicias de la sal-
vación; y la que antes fue rea, se manifiesta ahora aprobada por el juicio divino: Madre que no
conoce varón, elegida por su Creador, restauradora del género humano.
Que todas las cosas creadas canten y dancen de alegría, y contribuyan adecuadamente a
este día gozoso. Que hoy sea una y común la celebración del cielo y de la tierra, y que cuanto
hay en este mundo y en el otro hagan fiesta de común acuerdo. Porque hoy ha sido creado y eri-
gido el santuario purísimo del Creador de todas las cosas, y la criatura ha preparado a su Autor
un hospedaje nuevo y apropiado.
Hoy la naturaleza, antiguamente desterrada del paraíso, recibe la divinidad y corre con
paso alegre hacia la cima suprema de la gloria.
Hoy Adán ofrece María a Dios en nuestro nombre, como las primicias de nuestra natura-
leza; y estas primicias, que no han sido puestas con el resto de la masa 1, son transformadas en
pan para la reparación del género humano.
Hoy se pone de manifiesto la riqueza de la virginidad, y la Iglesia, como para las bodas,
se embellece con la perla inviolada de la verdadera pureza.
Hoy la humanidad, en todo el resplandor de su nobleza inmaculada, recibe el don de su
primera formación por las manos divinas y reencuentra su antigua belleza. Las vergüenzas del
pecado habían oscurecido el esplendor y los encantos de la naturaleza humana; pero nace la Ma-
dre del Hermoso por excelencia, y esta naturaleza recobra en Ella sus antiguos privilegios y es
modelada siguiendo un modelo perfecto y verdaderamente digno de Dios. Y esta formación es
una perfecta restauración; y esta restauración una divinización; y ésta, una asimilación al estado
primitivo (...).
Hoy ha aparecido el brillo de la púrpura divina, y la miserable naturaleza humana se ha
revestido de la dignidad real.
Hoy, según la profecía, ha florecido el cetro de David, la rama siempre verde de Aarón,
que para nosotros ha producido Cristo, rama de la fuerza.
Hoy, de Judá y de David ha salido una joven virgen, llevando la marca del reino y del
sacerdocio de Aquél que, según el orden de Melquisedec recibió el sacerdocio de Aarón.
Hoy la gracia, purificando el efod místico del divino sacerdocio, ha tejido — a manera de
símbolo — el vestido de la simiente levítica, y Dios ha teñido con púrpura real la sangre de Da-
vid.
Por decirlo todo en una palabra: hoy comienza la reforma de nuestra naturaleza, y el
mundo envejecido, sometido ahora a una transformación totalmente divina, recibe las primicias
de la segunda creación. 1.
Clara alusión a que la Santísima Virgen estuvo inmune del pecado original, con el que en
cambio nacen todos los demás seres humanos.

97
San Germán de Constantinopla.
Nació en Constantinopla o en sus inmediaciones, en una fecha incierta entre el año 634 y el
654. Hacia el 705 fue nombrado obispo de Cicico, metrópoli de la provincia eclesiástica del He-
lesponto. En el 715 fue nombrado Patriarca de Constantinopla, donde permaneció hasta el 729.
Durante la crisis iconoclasta se opuso a la política de León III el Isáurico. El emperador intentó
obligar a Germán a firmar un decreto contra el culto de las imágenes. Pero el anciano patriarca,
repitiendo las razones que anteriormente había expuesto y su profesión de fe, se negó a obedecer
las órdenes imperiales. Luego, despojándose de las insignias de su dignidad patriarcal, pro-
nunció una frase que estaba destinada a gozar de fama imperecedera en la tradición orien-
tal: “si yo soy Jonás, arrójame al mar; pero sin un concilio ecuménico, oh soberano mío, no me
es posible establecer una nueva doctrina.” Presionado fuertemente por el emperador renunció a
su sede y se recluyó en Platanión, donde transcurrieron los últimos años de su vida. Murió en el
año 733, siendo casi centenario.
El conocimiento actual de la producción literaria de San Germán permite afirmar que
abarca casi todos los campos de la literatura religiosa: teológico, histórico, litúrgico, homilético y
epistolar. Entre sus homilías destacan las siete que predicó con ocasión de las principales fiestas
de la Santísima Virgen. Los sermones rebosan de la sublimidad y la grandeza del mundo divino.
Sin embargo, a pesar de su perfección y de su extrema superioridad, el Cielo no se encuentra dis-
tante de la tierra: Dios, a través de María, se abaja hasta el hombre para atraerlo a si. Por eso, se
comprende bien que el punto central de la teología mariana de San Germán sea la Maternidad
divina de la Santísima Virgen. En estrecha relación con él, aparecen las demás prerrogativas, en-
tre las cuales las más importantes son la inmunidad de Maria frente al pecado original, su Asun-
ción al Cielo y su misión de Medianera de la gracia.
Loarte

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Madre de la Gracia (Homilía sobre la zona de Santa María).1


Oh Tú, completamente casta, totalmente buena y misericordiosísima Señora, consuelo de
los cristianos, el más seguro refugio de los pecadores, el más ardiente alivio de los afligidos: no
nos dejes como huérfanos privados de tu socorro. ¿En quién nos ampararemos si somos abando-
nados lejos de ti? ¿Qué sería de nosotros, Santa Madre de Dios, que eres aliento y espíritu de los
cristianos? Así como la respiración es señal cierta de que nuestro cuerpo posee la vida, así tam-
bién tu santísimo nombre, incesantemente pronunciado por la boca de tus siervos en todo tiempo
y lugar, es no sólo signo, sino causa de vida, de alegría y de auxilio para nosotros. Protégenos
bajo las alas de tu bondad, auxílianos con tu intercesión, alcánzanos la vida eterna, Tú que eres la
Esperanza de los cristianos, esperanza nunca frustrada. Nosotros somos pobres en las obras y en
los modos divinos de actuar; pero, al contemplar las riquezas de benignidad que Tú nos mues-
tras, podemos decir: la misericordia del Señor llena toda la tierra (Sal 32:5).
Estando lejos de Dios por la muchedumbre de nuestros pecados, por medio de ti le hemos
buscado; y, al encontrarle, hemos sido salvados. Poderoso es tu auxilio para alcanzar la salva-
ción, oh Madre de Dios; tan grande que no hay necesidad de otro intercesor cerca del Señor. A ti
acude ahora tu pueblo, tu herencia, tu grey, que se honra con el nombre de cristiano, porque co-
nocemos y tenemos experiencia de que recurriendo insistentemente a ti en los peligros, recibimos

98
abundante respuesta a nuestras peticiones. Tu munificencia, en efecto, no tiene límites; tu soco-
rro es inagotable; no tienen número tus dones.
Nadie se salva, oh Santísima, si no es por medio de ti. Nadie sino por ti se libra del mal,
oh Inmaculada. Nadie recibe los dones divinos, oh Purísima, si no es por tu mediación. A nadie
sino por ti, oh Soberana, se le concede el don de la misericordia y de la gracia. Por eso, ¿quién no
te predicará bienaventurada? ¿Quién no te ensalzará? ¿quién no te engrandecerá con todas las
fuerzas de su alma, aunque nunca sea capaz de hacerlo como te mereces? Te alaban todas las ge-
neraciones porque eres gloriosa y bienaventurada, porque has recibido de tu divino Hijo maravi-
llas sin cuento y admirables.
¿Quién, después de tu Hijo, se interesa como Tú por el género humano? ¿Quién como Tú
nos protege sin cesar en nuestras tribulaciones? ¿Quién nos libra con tanta presteza de las tenta-
ciones que nos asaltan? ¿Quién se esfuerza tanto como Tú en suplicar por los pecadores? ¿Quién
toma su defensa para excusarlos en los casos desesperados?
En virtud de la cercanía y del poder que por tu maternidad has conseguido de tu Hijo,
aunque seamos condenados por nuestros crímenes y no osemos ya mirar hacia las alturas del cie-
lo, Tú nos salvas — con tus súplicas e intercesiones — de los suplicios eternos. Por esta razón, el
afligido se refugia en ti, el que ha sufrido la injusticia acude a ti, el que está lleno de males invo-
ca tu asistencia. Todo lo tuyo, Madre de Dios, es maravilloso, todo es más grande, todo sobrepa-
sa nuestra razón y nuestro poder.
También tu protección está por encima de toda inteligencia. Con tu parto has reconciliado
a quienes habían sido rechazados, has hecho hijos y herederos a quienes habían sido puestos en
fuga y considerados como enemigos. Tú, diariamente, extendiendo tu mano auxiliadora, sacas de
las olas a quienes han caído en el abismo de sus pecados. La sola invocación de tu nombre ahu-
yenta y rechaza al malvado enemigo de tus siervos, y guarda a éstos seguros e incólumes. Libras
de toda necesidad y tentación a los que te invocan, previniéndoles a tiempo contra ellas.
Por esto acudimos diligentemente a tu templo. Cuando estamos en él, parece como si nos
encontrásemos en el mismo Cielo. Cuando te alabamos, tenemos la impresión de estar cantando
a coro con los ángeles. ¿Qué linaje de hombres, aparte de los cristianos, ha alcanzado tal gloria,
tal defensa, tal patrocinio? ¿Quién no se llena inmediatamente de alegría, tras levantar confiada-
mente los ojos para venerar tu cinturón sagrado? ¿Quién se fue con las manos vacías, sin conse-
guir lo que imploraba, después de haberse arrodillado fervorosamente ante ti? ¿Quién, contem-
plando tu imagen, no se olvidó inmediatamente de sus penas? Es imposible expresar con pala-
bras la alegría y el gozo de los que se reúnen en tu templo, donde quisiste que venerásemos tu
cinturón precioso y las fajas de tu Hijo y Dios nuestro, cuya colocación en esta iglesia celebra-
mos hoy.
¡Oh urna de la que bebemos el maná del refrigerio quienes experimentamos el ardor de
los males! ¡Oh mesa que sacia con el pan de vida a los que estábamos a punto de desfallecer a
causa del hambre! ¡Oh candelabro que con su fulgor ilumina con intensa luz a quienes yacíamos
en las tinieblas! Dios te ensalza con honor sobresaliente y digno de ti, y sin embargo no rechazas
nuestras alabanzas, indignas y de poca calidad, pero ofrecidas con nuestro fervor y nuestro cariño
más grande. No rehuses, oh alabadísima, los cantos de loor que salen de unos labios manchados,
pero que se ofrecen con ánimo benevolente. No abomines de las palabras suplicantes pronuncia-
das por una indigna boca. Al contrario, ¡oh glorificada por Dios! atendiendo al amor con que te
lo decimos, concédenos el perdón de los pecados, los goces de la vida eterna y la liberación de
toda culpa.
1. Según la tradición, en la iglesia de Constantinopla donde San Germán pronunció esta homilía se veneraban algu-
nas reliquias muy valiosas, como el cinturón (“zona”) de la Virgen.

99
San Juan Damasceno.
Nació en Damasco entre los años 650 y 674, en el seno de una familia acomodada. Su padre
ocupaba un cargo importante en la Corte y él llegó a formar también parte de la administración
del califato, en calidad de Logoteta o jefe de la población cristiana, que ya estaba bajo el dominio
de los Califas. Hacia el año 726 dejó este puesto y se retiró al monasterio de San Sabas, cerca de
Jerusalén.
Ordenado sacerdote, llevó a cabo una actividad literaria considerable, contestando a las
preguntas de muchos obispos y predicando con frecuencia en Jerusalén. Hombre de vasta cultu-
ra, su apasionado amor por Jesucristo y su tierna devoción a Santa María le colocan entre los
hombres ilustres de la Iglesia, tanto por su virtud corno por su ciencia. Desde el punto de
vista teológico, su importancia radica en que supo reunir y exponer lo esencial de la tradición
patrística, sin carecer de fuerza creadora propia. Su actividad literaria ha dejado obras dogmáti-
cas, polémicas, exegéticas, ascético-morales, homiléticas y poéticas. Su nombre está indisolu-
blemente ligado a la defensa de la ortodoxia cristiana contra la herejía iconoclasta, que re-
chazaba el culto a las imágenes.
San Juan Damasceno transmitió a la Edad Media una admirable síntesis de las riquezas
doctrinales de la Patrística griega. Es, con San Juan Crisóstomo, el Padre oriental más citado por
los autores escolásticos, que lo consideraban una autoridad. Poco tiempo después de su muerte,
ocurrida alrededor del año 750, ya estaba muy difundida su fama de santidad. Recibió del II
Concilio de Nicea (año 787) los más cálidos elogios por su santidad y ortodoxia.
Loarte

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El jardín de la Sagrada Escritura (Exposición de la fe ortodoxa, IV 17).


Dice el Apóstol: Muchas veces y de muchos modos habló Dios antes por medio de los
profetas; mas en estos últimos días nos ha hablado por medio del Hijo (Heb 1:1-2). Por medio
del Espíritu Santo hablaron la ley los profetas, los evangelistas, los apóstoles, los pastores y ma-
estros. Por eso, toda Escritura es inspirada por Dios y es también útil (cfr. 2 Tm 3:16). Es, pues,
cosa bella y saludable investigar las divinas Escrituras. Como un árbol plantado junto a cursos de
agua, así el alma regada por la Sagrada Escritura crece y lleva fruto a su tiempo (Sal 1:3); es de-
cir, la fe recta, y está siempre adornada de verdes hojas, esto es, de obras agradables a Dios. Por
las santas Escrituras, en efecto, somos conducidos a cumplir acciones virtuosas y a la pura con-
templación. En ellas encontramos el estímulo para todas las virtudes y el rechazo de todos los
vicios. Por eso, si aprendemos con amor, aprenderemos mucho; pues mediante la diligencia, el
esfuerzo y la gracia de Dios que da todas las cosas, se obtiene todo: el que pide, recibe; el que
busca, halla; a quien llama, se le abrirá (Lc 11:10).
Exploremos, pues, este magnífico jardín de la Sagrada Escritura, un jardín que es oloroso,
suave, lleno de flores, que alegra nuestros oídos con el canto de múltiples aves espirituales, lle-
nas de Dios; que toca nuestro corazón y lo consuela cuando se halla triste, lo calma cuando
se irrita, lo llena de eterna alegría; que eleva nuestro pensamiento sobre el dorso brillante y
dorado de la divina paloma (cfr. Sal 67:14), que con sus alas esplendorosas nos lleva hasta el
Hijo Unigénito y heredero del dueño de la viña espiritual, y por medio de Él al Padre de las luces

100
(Sant 1:17). Pero no lo exploremos con desgana, sino con ardor y constancia; no nos cansemos
de explorarlo. De este modo se nos abrirá.
Si leemos una vez y otra un pasaje, y no lo comprendemos, no nos debemos desanimar,
sino que hemos de insistir, reflexionar, interrogar. Está escrito, en efecto: interroga a tu padre y
te lo anunciará, a tus ancianos y te lo dirán (Dt 32:7). La ciencia no es cosa de todos (cfr. 1 Cor
8:7). Vayamos a la fuente de este jardín para tomar las aguas perennes y purísimas que brotan
para la vida eterna (cfr. Jn 4:14). Gozaremos y nos saciaremos, sin saciarnos, porque su gracia es
inagotable. Si podemos tomar algo útil también de los de fuera [de los escritores profanos], nada
nos lo prohibe; pero comportémonos como expertos cambistas, que recogen el oro genuino y pu-
ro, mientras rechazan el oro falso. Acojamos sus buenas enseñanzas y arrojemos a los perros sus
divinidades y sus mitos absurdos, pues de todo eso sacaremos más fuerzas para combatirlos.

La fuerza de la Cruz (Exposición de la fe ortodoxa, I14 11).


Todas las obras y milagros de Cristo son sobresalientes, divinos y admirables; pero lo
más digno de admiración es su venerable cruz. Porque por ninguna otra causa se ha abolido la
muerte, se ha extinguido el pecado del primer padre, se ha expoliado el Infierno, se nos ha entre-
gado la resurrección, se nos ha concedido la fuerza de despreciar el mundo presente y la muerte
misma, se ha enderezado nuestro regreso a la primitiva felicidad, se han abierto las puertas del
Paraíso, se ha situado nuestra naturaleza junto a la diestra de Dios, y hemos sido hechos hijos y
herederos suyos, no por ninguna otra causa — repito — más que por la cruz de nuestro Señor
Jesucristo. La cruz ha garantizado todas estas cosas: todos los que fuimos bautizados en
Cristo, dijo el Apóstol, fuimos bautizados en su muerte (Rm 6:3). Todos los que fuimos bau-
tizados en Cristo nos revestimos de Cristo (Gal 3:27). Cristo es la virtud y la sabiduría de Dios (2
Cor 1:24).
Por tanto, la muerte de Cristo, es decir, la cruz, nos ha revestido de la auténtica sabi-
duría y potencia divina. El poder de Dios es la palabra de la cruz, porque por ésta se nos ha
manifestado la potencia de Dios, es decir, la victoria sobre la muerte; y del mismo modo que
los cuatro extremos de la cruz se pliegan y se encierran en la parte central, así lo elevado y lo
profundo, lo largo y lo ancho, esto es, toda criatura visible e invisible, es abarcada por el poder
de Dios.
La cruz se nos ha dado como señal en la frente al igual que a Israel la circuncisión, pues
por ella los fieles nos diferenciamos de los infieles y nos damos a conocer a los demás. Es el
escudo, el arma y el trofeo contra el demonio. Es el sello para que no nos alcance el ángel exter-
minador, como dice la Escritura (cfr. Ex 9:12). Es el instrumento para levantar a los que yacen,
el apoyo de los que se mantienen en pie, el bastón de los débiles, la vara de los que son apacen-
tados, la guía de los que se dan la vuelta hacia atrás, el punto final de los que avanzan, la salud
del alma y del cuerpo, la que ahuyenta todos los males, la que acoge todos los bienes, la muerte
del pecado, la planta de la resurrección, el árbol de la vida eterna.
Así, pues, ante este leño precioso y verdaderamente digno de veneración, en el que Cristo
se ofreció como hostia por nosotros, debemos arrodillarnos para adorarlo, porque fue santificado
por el contacto con el cuerpo y sangre santísimos del Señor. También hemos de obrar así con los
clavos, la lanza, los vestidos y los sagrados lugares donde el Señor ha estado: el pesebre, la cue-
va, el Gólgota que nos ha traído la salvación, el sepulcro que nos ha donado la vida, Sión, forta-
leza de la Iglesia, y otros lugares semejantes, según decía David, antepasado de Dios según la
carne: entraremos en sus mansiones, adoraremos en el lugar donde estuvieron sus pies (Sal
131:7).

101
Las palabras que se exponen a continuación demuestran que David se refiere a la cruz:
levántate, Señor, a tu descanso (Ibid., 8). La resurrección sigue a la cruz. Pues si entre las cosas
queridas estimamos la casa, el lecho y el vestido, ¿cuánto más queridas serán para nosotros, entre
las cosas de Dios y de nuestro Salvador, las que nos han procurado la salvación?
¡Adoremos la imagen de la preciosa y vivificante cruz, de cualquier materia que esté
compuesta! Porque no veneramos el objeto material — ¡no suceda esto nunca! —, sino lo que
representa: el símbolo de Cristo. Él mismo, refiriéndose a la cruz, advirtió a sus discípulos: en-
tonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo (Mt 24:30). Y, por eso, el ángel que
anunciaba la Resurrección dijo a las mujeres: buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado (Mc 16:6).
Y el Apóstol: nosotros anunciamos a Cristo crucificado (2 Cor 2:23). Hay muchos Cristos y mu-
chos Jesús, pero uno solo es el crucificado. No dijo atravesado por la lanza, sino crucificado. Hay
que adorar, por tanto, el símbolo de Cristo; donde se halle su señal, allí también se encontrará Él.
Pero la materia con que esté construida la imagen de la cruz, aunque sea de oro o de piedras pre-
ciosas, no hay que adorarla después de que se destruya la figura. Adoramos todas las cosas con-
sagradas a Dios para rendirle culto.
El árbol de la vida, el plantado por Dios en el Paraíso, prefiguró esta venerable cruz.
Puesto que por el árbol apareció la muerte (Gn 2 y 3), convenía que por el árbol se nos diera la
vida y la resurrección. Jacob, que fue el primero en adorar el extremo de la vara de José, designó
la cruz, porque al bendecir a sus hijos con las manos asidas al bastón, delineó clarísimamente la
señal de la cruz.
También la prefiguran la vara de Moisés, después de golpear el mar trazando la figura de
la cruz, de salvar a Israel y de sumergir al Faraón; sus manos extendidas en forma de cruz y que
pusieron en fuga a Amalec; el agua endulzada por el leño y la roca agrietada de la que fluía un
manantial; la vara de Aarón, que sancionaba la dignidad de su jerarquía sacerdotal; la serpiente
hecha, según la costumbre de los trofeos, sobre madera, como si estuviera muerta (aunque esta
madera fue la que dio la salvación a los que con fe veían muerto al enemigo), como Cristo fue
clavado con carne incapaz de pecado. El gran Moisés exclamó: veréis vuestra vida colgada en el
leño ante vuestros ojos (Dt 28:66). E Isaías: todo el día extendí mis manos ante el pueblo que no
cree y que me contradice (Is 15:2). ¡Ojalá los que adoramos la cruz participemos de Cristo cruci-
ficado!

El coro de los ángeles (Exposición sobre la fe ortodoxa, 11, 3).


El ángel es un ser inteligente, dotado de libre arbitrio, en continua actividad incorpórea al
servicio de Dios; enriquecido con la inmortalidad gracias al don del Altísimo, aunque sólo el
Creador sabe en qué consiste su sustancia y puede definirla (...).
El ángel es una naturaleza racional, inteligente, libre, sujeto a razonamiento y determina-
do en la voluntad, pues todo lo que ha sido creado debe estar sujeto a cambio: sólo lo increado
está fuera de la esfera de la mutabilidad. También lo que es racional está dotado de libertad y,
por eso, el ángel, al tener razón y ser inteligente, goza de libre arbitrio; es una naturaleza creada
y mutable, pues libremente puede adherirse al bien y progresar en él, o plegarse al mal (...). Tie-
ne la inmortalidad, pero sólo por gracia y don divinos, no por naturaleza, pues todo lo que tiene
principio ha de tener un fin. Sólo Dios existe desde siempre. Quien ha creado el tiempo y se
encuentra por encima de él, no está sujeto al tiempo.
Los ángeles son luces espirituales que reciben su esplendor de esa primera Luz, que no
tiene principio. No necesitan lengua, ni oídos, pues se comunican las experiencias e ideas sin au-

102
auxilio de voz. Han sido creados por medio del Verbo y recibieron su perfección a través del
Espíritu Santo, para que cada uno reciba, según su dignidad y orden, la gracia y la gloria.
Están circunscritos o limitados en el sentido de que, mientras se encuentran en el Cielo,
no están en la tierra, o si son enviados por Dios al mundo, no permanecen en el Paraíso. Pero no
están sujetos a un lugar fijado por muros, puertas, vallas o cerraduras; ni son reducidos a unos
confines precisos.
Tampoco están vinculados a figura alguna; aparecen a los que Dios quiere pero no como
son, sino en la forma adecuada a la vista de quienes los ven. Por otro lado, sólo lo que es in-
creado rechaza por naturaleza cualquier límite; las criaturas, por el contrario, están limitadas por
los términos fijados por el Creador. De otra parte, los ángeles reciben la santidad no de su
propia naturaleza, sino de otra fuente, que es el Espíritu Santo. Gracias a la iluminación de
Dios pueden predecir el futuro y no tienen necesidad de connubio porque son inmortales (...).
Los ángeles son poderosos y prontos a cumplir la voluntad de Dios; dotados de tal agili-
dad que se encuentran al instante allí donde Dios quiere. Cada uno tiene en custodia una parte de
la tierra, preside a una nación o a un pueblo, según las disposiciones del Creador: dirigen nues-
tros asuntos y nos ayudan en cuanto, por voluntad divina, están por encima del hombre y se en-
cuentran siempre en torno a Dios (...).
Contemplan al Altísimo en el grado en que el Señor se lo permite a cada uno y de este
manjar se alimentan. Superiores a nosotros porque son incorpóreos e inmunes a las pasiones cor-
porales, aunque no de cualquier pasión, porque esto sólo compete a Dios. Se transforman en
todo lo que la divinidad quiere, y, de este modo, se hacen visibles a los hombres, descu-
briéndoles los misterios divinos. Se encuentran en el Cielo y tienen la misión de alabar a
Dios y cumplir su voluntad.

Madre de la gloria (Homilía 2 en la dormición de la Virgen Marta, 2 y 14).


Hoy es introducida en las regiones sublimes y presentada en el templo celestial la única y
santa Virgen, la que con tanto afán cultivó la virginidad, que llegó a poseerla en el mismo grado
que el fuego más puro. Pues mientras todas las mujeres la pierden al dar a luz, Ella permaneció
virgen antes del parto, en el parto y después del parto.
Hoy el arca viva y sagrada del Dios viviente, la que llevó en su seno a su propio Artífice,
descansa en el templo del Señor, templo no edificado por manos humanas. Danza David, abuelo
suyo y antepasado de Dios, y con él forman coro los ángeles, aplauden los Arcángeles, celebran
las Virtudes, exultan los Principados, las Dominaciones se deleitan, se alegran las Potestades,
hacen fiesta los Tronos, los Querubines cantan laudes y pregonan su gloria los Serafines. Y no un
honor de poca monta, pues glorifican a la Madre de la gloria.
Hoy la sacratísima paloma, el alma sencilla e inocente consagrada al Espíritu Santo, salió
volando del arca, es decir, del cuerpo que había engendrado a Dios y le había dado la vida, para
hallar descanso a sus pies; y habiendo llegado al mundo inteligible, fijó su sede en la tierra de la
suprema herencia, aquella tierra que no está sujeta a ninguna suciedad.
Hoy el Cielo da entrada al Paraíso espiritual del nuevo Adán, en el que se nos libra de la
condena, es plantado el árbol de la vida y cubierta nuestra desnudez. Ya no estamos carentes de
vestidos, ni privados del resplandor de la imagen divina, ni despojados de la copiosa gracia del
Espíritu. Ya no nos lamentamos de la antigua desnudez, diciendo: me han quitado mi túnica,
¿cómo podré ponérmela? (Cant 5:3). En el primer Paraíso estuvo abierta la entrada a la serpiente,
mientras que nosotros, por haber ambicionado la falsa divinidad que nos prometía, fuimos com-
parados con los jumentos (cfr. Sal 48:13). Pero el mismo Hijo Unigénito de Dios, que es Dios

103
consustancial al Padre, se hizo hombre tomando origen de esta tierra purísima que es la Virgen.
De este modo, siendo yo un puro hombre, he recibido la divinidad; siendo mortal, fui revestido
de inmortalidad y me despojé de la túnica de piel. Rechazando la corrupción me he revestido de
incorrupción, gracias a la divinización que he recibido.
Hoy la Virgen inmaculada, que no ha conocido ninguna de las culpas terrenas, sino que
se ha alimentado de los pensamientos celestiales, no ha vuelto a la tierra; como Ella era un cielo
viviente, se encuentra en los tabernáculos celestiales. En efecto, ¿quién faltaría a la verdad lla-
mándola cielo?; al menos se puede decir, comprendiendo bien lo que se quiere significar, que es
superior a los cielos por sus incomparables privilegios. Pues quien fabricó y conserva los cielos,
el Artífice de todas las cosas creadas — tanto de las terrenas como de las celestiales, caigan o no
bajo nuestra mirada —, Aquél que en ningún lugar es contenido, se encarnó y se hizo niño en
Ella sin obra de varón, y la transformó en hermosísimo tabernáculo de esa única divinidad que
abarca todas las cosas, totalmente recogido en María sin sufrir pasión alguna, y permaneciendo al
mismo tiempo totalmente fuera, pues no puede ser comprendido.
Hoy la Virgen, el tesoro de la vida, el abismo de la gracia — no sé de qué modo expresar-
lo con mis labios audaces y temblorosos — nos es escondida por una muerte vivificante. Ella,
que ha engendrado al destructor de la muerte, la ve acercarse sin temor, si es que está permitido
llamar muerte a esta partida luminosa, llena de vida y santidad. Pues la que ha dado la verdadera
Vida al mundo, ¿cómo puede someterse a la muerte? Pero Ella ha obedecido la ley impuesta por
el Señor1 y, como hija de Adán, sufre la sentencia pronunciada contra el padre. Su Hijo, que es
la misma Vida, no la ha rehusado, y por tanto es justo que suceda lo mismo a la Madre del Dios
vivo. Mas habiendo dicho Dios, refiriéndose al primer hombre: no sea que extienda ahora su ma-
no al árbol de la vida y, comiendo de él, viva para siempre (Gn 3:22), ¿cómo no habrá de vivir
eternamente la que engendró al que es la Vida sempiterna e inacabable, aquella Vida que no tuvo
inicio ni tendrá fin?
(...) Si el cuerpo santo e incorruptible que Dios, en Ella, había unido a su persona, ha re-
sucitado del sepulcro al tercer día, es justo que también su Madre fuese tomada del sepulcro y se
reuniera con su Hijo. Es justo que así como Él había descendido hacia Ella, Ella fuera elevada a
un tabernáculo más alto y más precioso, al mismo cielo.
Convenía que la que había dado asilo en su seno al Verbo de Dios, fuera colocada en las
divinas moradas de su Hijo; y así como el Señor dijo que El quería estar en compañía de los que
pertenecían a su Padre, convenía que la Madre habitase en el palacio de su Hijo, en la morada del
Señor, en los atrios de la casa de nuestro Dios. Pues si allí está la habitación de todos los que vi-
ven en la alegría, ¿en donde habría de encontrarse quien es Causa de nuestra alegría?
Convenía que el cuerpo de la que había guardado una virginidad sin mancha en el alum-
bramiento, fuera también conservado poco después de la muerte.
Convenía que la que había llevado en su regazo al Creador hecho niño habitase en los
tabernáculos divinos.
Convenía que la Esposa elegido por el Padre, viviese en la morada del Cielo.
Convenía que la que contempló a su Hijo en la Cruz, y tuvo su corazón traspasado por el
puñal del dolor que no la había herido en el parto, le contemplase, a El mismo, sentado a la dere-
cha del Padre.
Convenía, en fin, que la Madre de Dios poseyese todo lo que poseía el Hijo, y fuese hon-
rada por todas las criaturas.

104
Los Principales Padres y Escritores Eclesiásticos.
(en cursiva van los nombres de algunos Padres y escritores de los que hasta ahora no hemos re-
cogido textos)

Didaché (70)
Papías (+ 100?)
S. Clemente Romano (+ 99-101)
S. Ignacio de Antioquía (+ 106-107)
Apología de Cuadrato (hacia el 124)
Epístola de Bernabé (70-130)
Pastor de Hermas (141-155)
Secunda Clementis (hacia 150)
S. Policarpo de Esmirna (+ 155)
S. Justino (100?-165)
Taciano (hacia 170)
Minucio Félix (177?)
Apología de Atenágoras (hacia el 178)
Discurso a Diogneto (hacia 180)
S. Teófilo de Antioquía (+ 180?)
Melitón de Sardes (segunda mitad del s. II)
La Santa Pascua (segunda mitad del s. II)
S. Ireneo de Lyon (140-202)
Clemente de Alejandría (150?-215)
Tertuliano (155-225)
S. Hipólito (+ 235)
Orígenes (185-253)
S. Gregorio el Taumaturgo (213-270)
S. Dionisio de Alejandría (200-264)
S. Cipriano (205-258)
Lactancio (250-317?)
S. Atanasio (295-373)
Eusebio de Cesarea (+339)
S. Hilario (315-367)
S. Zenón de Verona (+ 371 ?)
S. Efrén de Siria (306?-373)
S. Basilio el Grande (330-379)
Dídimo el Ciego (313-398)
S. Cirilo de Jerusalén (313-387)
S. Gregorio Nacianceno (330-390)
S. Gregorio de Nisa (335-394)
S. Ambrosio (333?-397)
S. Paciano de Barcelona (finales del s. IV)
S. Epifanio de Salamina (315-403)
Prudencio (en torno al 405)
S. Cromacio de Aquileya (+407)

105
S. Juan Crisóstomo (344-407)
Rufino deAquileia (+413)
S. Jerónimo (347-420)
Paladio (+425)
Teodoro de Mopsuestia (350-428)
S. Agustín (354-430)
S. Paulino de Nola (353-431)
Juan Casiano (360-435)
Rábulas de Edesa (+435j
S. Mesrop armeno (+441)
S. Cirilo de Alejandría (+ 444)
Teodoto de Ancira (+ 446)
S. Isidoro de Pelusio (+449)
S. Pedro Crisólogo (+ 458?)
S. León Magno (+461)
Diádoco de Fotica (400-474)
S. Vicente de Lerins (+ 450)
S. Máximo de Turín (+ 423-465)
Salviano de Marsella (segunda mitad s. V)
S. Próspero de Aquitania (+463)
Juan Mandakuni (+ 490)
Himno Akathistos (finales del s. V)
Santiago de Sarug (451-521)
Boecio (470-525)
S. Fulgencio de Ruspe (467-533)
Pseudo-Dionisio Areopagita (480-530)
Leoncio de Bizancio (+542)
S. Cesáreo de Arlés (470-543)
S. Romano el Cantor (491-560?)
Casiodoro (477-570)
S. Martín de Braga (+580)
S. Gregorio de Tours (+594)
S. Gregorio Magno (540-604)
S. Isidoro de Sevilla (560?-636)
S. Sofronio de Jerusalén (+ 638)
S. Juan Clímaco (579-649)
S. Máximo el Confesor (580-662)
S. Ildefonso de Toledo (+ 667)
S. Anastasio Sinaíta (+ 700)
S. Andrés de Creta (660-720)
S. Germán de Constantinopla (635-733)
S. Juan Damasceno (675-749)

i[i3 Dt 32:7.
ii[4] Prov 22:17.

106
iii[5] Prov 3:l.
iv[6] Salm 45:11.
v[7] CANON DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS: La palabra canon, en griego significa regla. El
cristianismo posee libros sagrados de origen divino que contienen el relato de su historia, la exposición de
su creencia y la ley de su conducta práctica. Dios ha querido que su palabra permaneciese entre nosotros
según los modos ordinarios del pensamiento humano. Los libros que la Iglesia reconoce como
“canónicos,” es decir, como reguladores de su fe y de su práctica, se fue constituyendo lentamente en el
curso de catorce siglos, desde Moisés hasta el primer siglo de la era cristiana. Estos libros sagrados
constituyen dos grandes colecciones: el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento; entre las dos
comprenden aquellos textos que, según la tradición de las iglesias apostólicas, se consideraron desde el
principio como libros revelados. Así se formó el “canon,” de cuya precisa fijación antes de finalizarse el
siglo II da fe el fragmento de Muratori.
vi[8] SABELIO: La formulación del dogma de la Santísima Trinidad tuvo lugar en el siglo IV, en el curso
de una gran batalla teológica, en que la ortodoxia católica tuvo como principal adversario la herejía que
recibió el nombre de Arrianismo. Los precedentes doctrina. les han de buscarse en determinadas doctrinas
que, desde el siglo III, ponían el acento con exagerada insistencia sobre la perfecta unidad de Dios. Esa
exaltación exclusiva de la unidad divina podía llegar a destruir la distinción de Personas en la Trinidad,
que es la consecuencia a que había llegado el Sabelianismo, que toma el nombre de Sabelio, su principal
representante. Según esta doctrina, existía tan sólo una Persona divina, en el sentido de que el Padre
y el Verbo constituían una misma Persona y eran únicamente diversas las formas, los “modos” de
manifestación -Modalismo-. Pero el excesivo hincapié sobre la unidad divina podía también dar lugar —
y lo había dado en efecto — a errores de diverso signo: el Subordinacionismo en sus diversas variedades,
que tendía a supeditar, a “subordinar” al Hijo frente al Padre haciéndole inferior a El, bien por negar al
Hijo el atributo de eternidad, bien por rebajar su naturaleza con respecto a la del Padre, o bien por
considerar a Cristo como simple hombre, aunque dotado de una dynamis, de una singular fuerza divina.
La doctrina de Sabelio y el Subordinacionismo habían sido condenados en un sínodo romano del año 262,
celebrado bajo el pontificado del Papa Dionisio (259-268).
vii[9] DONATO: En el año 315 fue obispo de Cartago. Fue el jefe e instigador principal del cisma
africano, que tomó el nombre de él y perduró hasta la conquista musulmana de África. Este cisma tuvo su
origen en una división del episcopado y del clero, a propósito de una elección del obispo de Cartago. Pero
la discordia que enfrentó al episcopado de Numidia con la Jerarquía legítima se mezcló con la agitación
social de los “circunceliones” y el separatismo antirromano de las poblaciones númidas. Donato
transformó el simple cisma en herejía al formular una doctrina eclesiológica falsa, que concebía a la
Iglesia como una comunidad integrada tan sólo por los justos. Una pretensión de rigorismo moral apareció
en el Donatismo — junto a una errónea teología sacramental — cuando exigió que los pecadores, los lapsi
que habían sido infieles en la última persecución de Diocleciano, hubieran de rebautizarse para volver a la
Iglesia, y cuando sostuvo la invalidez del bautismo conferido por un sacerdote “caído”.
viii[10] EUNOMIO: En el año 360 fue nombrado obispo, pero hubo de dimitir muy poco después, porque
se dio a conocer como hereje al admitir, con los arrianos, que no había ninguna semejanza entre Dios-
Padre y Dios-Hijo.
ix[11] MACEDONIO: Las controversias doctrinales suscitadas por el arrianismo se habían centrado en
torno al tema de la divinidad del Hijo. Mas, en buena lógica, quienes negaban la consustancialidad del
Verbo con el Padre y lo consideraban sólo como la primera de las criaturas, con mayor razón aún debían
negar, si eran consecuentes con su doctrina subordinacionista, la divinidad del Espíritu Santo, que sería
criatura del Hijo, el creador de todos los demás seres. La formulación expresa de esta doctrina de la no
divinidad del Paráclito fue hecha, avanzada ya la controversia arriana, por el obispo Macedonio de
Constantinopla, quien afirmó que el Espíritu Santo era tan sólo una criatura, superior en dignidad a todos
los Ángeles y especial dispensador de las gracias. Esta doctrina fue llamada Macedonismo, en atención al
nombre de su principal representante, y sus seguidores se denominaron macedonianos o
“pseumatómacos,” adversarios del Espíritu. La doctrina macedoniana fue inmediatamente rechazada por
San Atanasio, el gran luchador de la batalla antiarriana, en un concilio alejandrino del año 362, que
profesó expresamente la divinidad de la tercera Persona de la Trinidad.

107
x[12] FOTINO: Obispo de Sirmio, se opuso a Arrio y a los arrianos, que subordinaban entre sí las
personas divinas. Pero vino a caer en el error opuesto: Dios es el Único, y Jesús, nacido milagrosamente
de María y de Espíritu Santo, no es más que un hombre que por su santidad mereció ser el hijo adoptivo
del Único. Así, pues, a sus ojos, Jesús, ese hombre que conocemos por los Evangelios, no es la persona
eternamente consustancial al Padre: Cristo no es Dios, sino criatura de Dios.
xi[13] APOLINAR DE LAODICEA: En su celo por salvaguardar la divinidad de Jesús y la unidad de las
dos naturalezas, Apolinar estimó que ello no era posible sin una reducción de la humanidad de Cristo. Con
este fin recurrió a la teoría platónica de los tres elementos constitutivos del compuesto humano: cuerpo,
alma sensitiva y alma espiritual. En Jesucristo se darían los dos primeros elementos, es decir, el cuerpo y
un alma sensitiva; el lugar del alma espiritual o racional lo ocuparía el mismo Logos divino, con lo que
vendría a resultar que el Señor poseería íntegra la divinidad, pero su humanidad sería incompleta. La
teoría de Apolinar contradecía directamente la doctrina de la perfecta humanidad de Jesucristo, tan
esencial a los dogmas de la Encarnación y de la Redención. Apolinar no se dio cuenta de que de esta
manera Cristo, privado de la racionalidad humana, no era libre y, por consiguiente, no podía merecer;
además, el hombre no habría sido redimido en el alma racional, porque, como los Santos Padres han
enseñado siempre, solamente ha sido redimido lo que el Verbo ha asumido. El Concilio de Constantinopla
I (año 381), condenó al apolinarismo.
xii[14] PRISCILIANO: A finales del siglo IV, Prisciliano, un personaje de vida ascética y enigmática
doctrina, agitaba el mundo de la Península Ibérica, hasta su juicio y muerte en Tréveris, en el año 385,
condenado por un tribunal romano. Después, durante varios siglos, el priscilianismo sigue proyectando
una sombra más o menos confusa sobre la vida de la Iglesia española. Pero, en todo caso, el Priscilianismo
fue siempre un fenómeno regional, de proyección muy limitada.
xiii[15] JOVINIANO: Se conocen pocos datos de su biografía. Pero después de haber vivido un
exagerado ascetismo, se dio a la vida alegre; para justificar este comportamiento, escribió una serie de
obras en las que, con diversos pasajes de la Escritura, pretendía con firmar sus teorías. San Jerónimo
escribió contra él Adversus Jovinianum. Fue condenado por un sínodo romano en el año 390.
xiv[16] PELAGIO: La única cuestión teológica importante que se debatió en Occidente, durante los
siglos IV al VII, fue la cuestión de la Gracia, y ello sin que el debate alcanzase nunca una resonancia
popular, como ocurrió con las controversias orientales. El punto de arranque de la cuestión fueron las
enseñanzas de un monje bretón, Pelagio, acerca de las relaciones entre gracia divina y libertad humana,
esto es, sobre cuál sea la parte que corresponde a Dios y la parte del hombre en la salvación eterna de la
persona. El Pelagianismo, que así se llamó esta doctrina, tenía una visión racionalista, que tendía a
minimizar el papel de la gracia, y profesaba en cambio un radical optimismo en la naturaleza humana y en
la capacidad de ésta para, por sus propias fuerzas, evitar el pecado y obrar el bien. La doctrina de la Iglesia
sobre el pecado original quedaba también desvirtuada por Pelagio, ya que éste atribuía un carácter
puramente personal al pecado de Adán y negaba que ese pecado se hubiera transmitido a su descendencia.
Pelagio, obligado por los azares de los tiempos, abandonó su Britania natal y residió en Roma, y Oriente;
por esta razón, sus doctrinas alcanzaron una difusión muy amplia. En África, el Pelagianismo encontró a
su gran adversario, San Agustín, que con su obra prestó una decisiva contribución a la formulación de la
doctrina sobre la Gracia.
xv[17] CELESTINO: Afirmaba que el pecado de Adán solamente le afectó a él y no a todo el género
humano.
xvi[18] NESTORIO: El problema cristológico se planteó abiertamente cuando un teólogo formado en la
escuela de Antioquía, Nestorio, fue elevado a la Sede de Constantinopla y predicó en contra de la
Maternidad divina de María, produciendo una profunda conmoción en el pueblo. Para Nestorio, dentro de
la tradición de su escuela, María no habría engendrado al Hijo de Dios, sino al hombre Cristo en que
habitaba el Verbo. No habría de ser llamada, pues, Theotokos, Engendradora de Dios, Madre de Dios, sino
solamente Christotokos, Madre de Cristo. La predicación de Nestorio tuvo la virtud de popularizar una
cuestión que hasta entonces había sido solamente problema de teólogos, sin amplia resonancia fuera de los
cenáculos minoritarios donde se ventilaban las disputas de escuela. El pueblo sintió herida su
sensibilidad cristiana al ver negar a la Virgen María el título más honroso con que se había
acostumbrado a llamarla. En Alejandría, el patriarca San Cirilo denunció la doctrina nestoriana,
mientras que el patriarca Juan de Antioquía, impulsado por la antigua rivalidad entre las dos escuelas,

108
tomaba partido en favor de Nestorio. Las dos partes se dirigieron al Papa Celestino I solicitando su
apoyo y el Pontífice romano dio la razón a Cirilo y le comisionó para que obtuviese la retractación
de Nestorio. Cirilo redactó doce proposiciones — “anatematismos” — que Nestorio rehusó aceptar y
entonces, a instancia suya, el emperador Teodosio convocó a todos los obispos del orbe para celebrar un
concilio general en Efeso. (Ver Concilio de Efeso.)
xvii[19] Comienzos del siglo IV
xviii[20] SAN ATANASIO: Encyclica ad episcopos epístola y SAN HILARIO DE POITIERS: Ad
Constantium Augustum, Contra Constantium lmperatorem, son puntos de apoyo para este cuadro, que
parece exagerado, que nos describe San Vicente de Lerins. Quizá en Occidente la persecución arriana no
llegó a revestir caracteres tan dramáticos.
xix[21] PADRES DE LA IGLESIA: Los siglos IV y V, durante los cuales la ciencia teológica realizó
inmensos progresos, constituyen la edad de oro de la Patrística. Coincidiendo con la conquista de la
libertad por la Iglesia, toda una legión de personalidades excepcionales hizo irrupción en el horizonte
espiritual del mundo greco-latino, abriendo un profundo surco en la historia cristiana: son los Padres de la
Iglesia. Esta denominación, ampliamente consagrada por el uso, sirve para designar concretamente a
aquellos ilustres personajes en los que se aunó la ciencia sagrada más eminente con la santidad personal
públicamente pro clamada por la Iglesia. Así se distinguen de los llamados simplemente “escritores
eclesiásticos,” en los cuales podía no darse, como en los Padres, el brillo de la santidad o la plena
ortodoxia de la doctrina. Los Padres de la Iglesia aparecen a lo largo de un período histórico extenso, y
el apelativo se aplica incluso a San Bernardo, que ha sido llamado “el último de los Padres”. Pero la edad
patrística por excelencia fue, sin duda, la comprendida en los siglos romano-cristianos, que registraron el
florecimiento de una pléyade de Padres de la Iglesia, tanto griegos como latinos, y lo mismo en el ámbito
helenístico que en el occidental. El esplendor de la Patrística que se registra a partir del siglo IV no
carecía, con todo, de una preparación y de unos precedentes. En el siglo III existió una verdadera ciencia
teológica, y algunos grandes eclesiásticos del Oriente, sobre todo Orígenes, hicieron ya no sólo
Apologética o Catequesis, sino auténtica Teología. En el siglo III tuvieron su origen algunas de las
famosas “escuelas,” que continuaron marcando con su impronta peculiar a muchos “Padres” de los
tiempos posteriores. Es importante no perder de vista esta idea de continuidad, que ilumina la evolución
doctrinal y ayuda a comprender las posturas teológicas adoptadas ante los problemas que se irán
planteando, al hilo de la formulación de las grandes verdades del Dogma cristiano. Estos problemas, y
el clima de libertad en que se movía ahora la Iglesia, fue ron los principales acicates que promovieron el es
fuerzo creador y el consiguiente florecimiento de la ciencia sagrada.
xx[22] AMBROSIO, San: La serie de los grandes Padres occidentales se abre propiamente con San
Ambrosio, gobernador primero y luego obispo de Milán (333-397). San Ambrosio fue, sin duda, uno de
los hombres más influyentes de su época, que vivió en el epicentro mismo de la historia de aquel tiempo y
actuó como protagonista en varios episodios trascendentales. Por eso su importancia deriva, mucho más
que de los escritos, de su personalidad y de sus obras memorables. Ambrosio influyó poderosamente en la
conversión de San Agustín, y en las difíciles circunstancias por las que atravesaba el Imperio Romano le
tocó respaldar con su ayuda y su consejo a varios emperadores; a Graciano, que le veneraba como a un
padre; a Valentiniano II, asesinado a los veinte años, cuyas exequias celebró en 392; a Teodosio, a quien
tuvo que excomulgar por un pecado de gobernante, la matanza de Tesalónica, pero que fue su amigo y a
cuya muerte pronunció la oración fúnebre. El prestigio de San Ambrosio fue tanto que trascendió hasta
lejanas iglesias y se comunicó a su propia sede de Milán — la iglesia ambrosiana —, que alcanzó una
posición de preponderancia en toda la Italia del norte.
xxi[23] CONFESORES DE LA FE: En los siglos III y IV, a raíz de las grandes persecuciones, se
generalizó en la Iglesia un tipo de cristiano — igual podía ser clérigo que laico —, el cual, sin integrarse
en cuanto tal en la Jerarquía, gozaba de una destacada posición dentro de su comunidad: se trata del
“confesor de la fe”. Los “confesores” habían permanecido firmes en medio de las pruebas, proclamando
sin flaqueza su fidelidad a Jesucristo. Habían “confesado” su fe como los mártires, pero, a diferencia de
éstos, no habían muerto, padecieron prisiones y destierros, mas cuando pasó el huracán de la persecución
recobraron la libertad y pudieron retornar a sus iglesias. Los “confesores” fueron entonces mirados con
singular admiración por los demás cristianos y gozaron a sus ojos de gran prestigio. Los lapsi, tan
numerosos en la persecución de Decio y que por su pecado habían quedado excluidos de la comunión

109
eclesiástica, al volver tiempos más tranquilos consideraron la intercesión de los “confesores” como la
mejor credencial para ser de nuevo reintegrados a la Iglesia. Se llamó “carta de paz” al documento
extendido por un “confesor” en favor de algún cristiano “caído”. Los “confesores” desaparecieron en el
siglo IV, al finalizar la era de las persecuciones.
xxii[24] De Fide ad Gratianum Augustum, lib. 11, cap. 16, 141: ML 16, 613.
xxiii[25]De Fide ad Gratianum Augustum, lib. 111, cap. 15, 128: ML 16, 639-640.
xxiv[26] En los libros de Esdras (25.31-38; 37,17-23) y de Zacarías (4.2-3) se menciona el candelabro de
los siete brazos, que aún hoy día es un elemento en la liturgia judía. En la Iglesia, el candelabro de siete
brazos ha sido considerado con frecuencia como símbolo del Espíritu Santo con sus siete dones; puede
verse: SAN JERÓNIMO: In Zazhariam, lib. 1, cap. 4: ML 25, 1442. BEDA EL VENERABLE: In
Pentateuchum, Ex 25: ML 91. 323. RABANO MAURO: In Exodum, lib. III, cap. 12: ML 108, 154.
xxv[27] Agripino fue Obispo de Cartago en los comienzos del siglo III. Se pensaba también que los
herejes, en cuanto que están fuera de la Iglesia, no poseían el Espíritu Santo y, por consiguiente, no podían
administrar válidamente los Sacramentos. San Agustín demostró teológicamente que la validez de los
Sacramentos no depende de la santidad de los ministros, porque es Cristo quien actúa en ellos.
xxvi[29] Se refiere San Vicente de Lerins al concilio que Agripino convocó en Cartago, en el que tomaron
parte setenta obispos y en el que decidieron rebautizar a los herejes.
xxvii[30] SAN AGUSTÍN, en De unico baptismo contra Petilianum, capítulo 13; ML 43, 607, se expresa
de esta manera dura, contra los donatistas, que continuaron bautizando incluso a los católicos que se les
sumaban: “En lo que a mí respecta, diré con pocas palabras lo que pienso de esta cuestión: que aquellos
rebautizaran a los herejes fue un error humano; pero que éstos continúen todavía hoy re bautizando a los
católicos es una presunción diabólica”.
xxviii [31]xxviii[xxxi] Cfr. Gén 9:20-27. SAN GREGORIO MAGNO, en Moralium, libro 25, cap. 16, 37:
ML 76, 345-345, utiliza el mismo pasaje de la Biblia para advertir a los súbditos que no pongan en
evidencia las debilidades de los superiores, pues esto podría llevar a que los más débiles acabasen faltando
al respeto que la autor dad siempre merece; hay formas de hacer ver los errores, incluso a los superiores,
teniendo en cuenta la delicadeza y la discreción. En el Evangelio, el Señor nos habla de la delicada
corrección fraterna: Mt 18:15. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, las referencias a la
corrección fraterna son abundantes: Cfr. p. e., Salm 40:5; Prov 19:25; Ecli 11. 7; 19,13-17; 2 Tes 3:15.
xxix[32] Cr. Gal 1,6-7.
xxx[33] Cfr. 2 Tim 4:3-4.
xxxi[34] Cfr. 1 Tim 5:12.
xxxii[35] Rom 16:17-18.
xxxiii [36] Cfr. 2 Tim 3,6-7.
xxxiv[37] Cfr. Tit 1:10-11.
xxxv[38] Cfr. 2 Tim 3,8.
xxxvi[39] Cfr. 1 Tim 6:4-5.
xxxvii [40] Cfr. 1 Tim 5:13.
xxxviii [41] Cfr. 1 Tim 1:19.
xxxix[42] Cfr. 2 Tim 2:16-17.
xl[43] 2 Tim 3:9. San Pablo compara a estos frívolos y defensa dados hombres con los magos egipcios que
se opusieron a Moisés (Ex 7:11), cuyos nombres nos ha legado la tradición judía, aunque no constan en la
Escritura
xli[44] Gal, 8.
xlii[45] Gál 1:9.
xliii[46] Gál 5:25-26.
xliv[47] Gál 5:16.
xlv[48] Cfr. 1 Cor 13:2.

110
xlvi[49] 32 Cfr. Dt 13:2.
xlvii[50] Dt. 13:1-3.
xlviii[51] VALENTÍN: Valentín, nacido en Egipto, comenzó su Magisterio en Alejandría hacia el año
135, pero luego marchó a Roma y allí pasó largo tiempo haciendo propaganda gnóstica en la comunidad
cristiana y logran do reunir cierto número de prosélitos. Su doctrina afirmaba que Jesucristo no era un
hombre verdadero, sino un ser divino — un león procedente del Ple roma — que al entrar en el mundo
había tomado un cuerpo aparente — docetismo —, como aparente fue su nacimiento, pasión y muerte. La
salvación individual consistiría en dejarse iluminar por la verdadera gnosis que el Redentor había traído al
mundo. Si el hombre se dejaba vivificar por ella — afirmaba Valentín —, la parte espiritual que hay en él
— y todo lo pneumático existente en el mundo — se salvará en el último día, uniéndose de nuevo con la
luz en el Pleroma divino.
xlix[52] El autor habla de Patino y de Apolinar en el apartado siguiente. Para Valentino y Donato, ver el
“Breve léxico de conceptos y nombres,” al final de la presente edición.
l[53] PORFIRIO: Filósofo neoplatónico (232-305), discípulo de Platino, escribió hacia el año 270 quince
libros titulados Contra los cristianos. San Metodio fue el primero que refutó estos escritos con su obra
Libros contra Porfirio, que San Jerónimo cita con frecuencia alabándolos mucho, pero esta obra se ha
perdido.
li[54] Cfr. Rom. 7:13.
lii[55] PERSONA: Ver Unión Hipostática.
liii[56] SUSTANCIA: Ver Unión hipostática.
liv[57] NATURALEZA: Ver Unión hipostática.
lv[58] UNIÓN HIPOSTÁTICA: El Magisterio de la Iglesia, al proponemos el dogma de la Santísima
Trinidad, emplea los conceptos filosóficos de esencia, naturaleza, sustancia, hipóstasis y persona. Los
conceptos de esencia, naturaleza y sustancia designan la esencia física de Dios, común a las tres divinas
Personas, es decir, todo el conjunto de perfecciones de la esencia divina. Hipóstasis es una sustancia
individual, completa, totalmente subsistente en sí. Persona es una hipóstasis racional. La hipóstasis y la
naturaleza están subordinadas recíprocamente, de forma que la hipóstasis es la portadora de la naturaleza y
el sujeto último de todo el ser y de todas sus operaciones, y la naturaleza es aquello mediante lo cual la
hipóstasis es y obra. En virtud de la unión hipostática, Cristo participa de las prerrogativas divinas y de las
propiedades que pertenecen a la naturaleza humana. En el plano lógico esta unión se traduce en una
recíproca predicación de las propiedades humanas y divinas, no en una atribución directa de naturaleza a
naturaleza, sino de las propiedades de cada naturaleza a la única Persona del Verbo subsistente en
Jesucristo como Dios y como hombre.
lvi[59] El texto latino dice: In Trinitate alius, non aliud atque aliud; in Salvatore aliud atque aliud, non
alius atque alius. Se comprende mejor esta frase si se advierte que alius indica la persona, y aliud indica la
naturaleza. En la Trinidad hay dife rentes alius, es decir, .personas,” y un único aliud, o sea, una
maturaleza”; en Cristo hay un solo alius, persona,” la del Verbo eterno de Dios, y dos aliud, naturalezas, la
divina y la humana. Por lo demás, se puede advertir cómo San Vicente de lerins sigue en su exposición la
pauta del Quicumque o Símbolo Atanasiano, hasta el punto de que se ha afirmado que no sería San
Atanasio el autor de este Símbolo, sino el mismo San Vicente.
lvii[60] Cfr. Símbolo Atanasiano, 35; esta comparación, aunque sirva para dar una idea de cómo en una
sola persona se unen dos sustancias distintas, no es totalmente correcta, porque alma y cuerpo no son
naturalezas completas, mientras que la naturaleza humana y la naturaleza divina de Cristo sí lo son.
lviii[61] TERTULIANO ya había hablado claramente de dos naturalezas en Cristo, unidas sin confusión
en una sola persona, Jesús, Dios y hombre: Adversus Praxeam, 27: ML 2, 213-216. SAN LEÓN. MAGNO
dice lo mismo en el Tomo a Flaviano, Epist. 28: ML 54, 755-781; el CONCILIO DE CALEDONIA (a.
451) formula dogmáticamente esta verdad.
lix[62] No es exacto que este error fuera el propio de los arrianos; éstos afirmaban que el Hijo era inferior
al Padre. San Vicente de Lerins debería referirse aquí a los monofisitas, que decían que la naturaleza
humana de Cristo se había transformado o había sido absorbida en la naturaleza divina.

111
lx[62] MANIQUEA: Ver Maniqueismo. (MANIQUEÍSMO: Las doctrinas gnósticas ejercieron una
sensible influencia sobre otro movimiento religioso, que adquirió notable importancia en la segunda mitad
del siglo III: el Maniqueísmo. Manes, su fundador, había nacido en Persia a principios de ese siglo y llevó
las teorías dualistas hasta su formulación más extrema, inspirado en el dualismo radical de la religión
irania. La cosmognía de Manes es dualista desde el primer origen: dos principios, el del bien y el del mal;
dos reinos, el del Dios de la luz y el del señor de las tinieblas, coexistirían desde toda la eternidad y se
opondrían entre sí perpetuamente. Hoy suele considerarse el Maniqueísmo no como una herejía, sino
como un movimiento religioso ajeno al Cristianismo, pese a que Manes se titulaba a sí mismo “apóstol de
Jesucristo”. Pero los antiguos historiadores eclesiásticos catalogaban a Manes entre los heterodoxos
cristianos. En cualquier caso, el Maniqueísmo se hallaba en las lindes mismas del Cristianismo, y San
Agustín fue durante algún tiempo captado por su doctrina. Mas, sobre todo, conviene recordar que
elementos gnósticos y maniqueos alimentaron a la par una especie de oculta corriente, que discurrió
durante muchos siglos por el subsuelo de la sociedad cristiana.
lxi[64] UNICIDAD DE PERSONA: Ver Unión hipostática.
lxii[65] Ver en el .Breve léxico de conceptos y nombres.: Unión hipostática.
lxiii[66] Cfr. In 3:13.
lxiv[67] Cf 1 Cor 2:8.
lxv[68] Cfr. In 1:14.
lxvi[69] Cfr. Salm 21:17.

CE, 2005.

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