El Rey David
El Rey David
El Rey David
En el este, los arios estaban plenamente instalados en la India. Por esta época se
consolidó una rígida división social en cuatro clases. Estaban
los brahmanes (sacerdotes), los chatria (guerreros), los vaisya (ganaderos y
comerciantes) y los sudra (los antiguos aborígenes de la India, ahora reducidos a
la esclavitud). En un largo proceso que arranca incluso antes de la invasión, los
arios fueron desarrollando una religión antecedente del actual hinduismo. Los
brahmanes eran los únicos que podían conocer los ritos y los textos sagrados,
conocidos como veda, o revelación, redactados en sánscrito pero no por escrito,
sino que se transmitían oralmente. El dios principal era Visnú, también
llamado Siva, quien se ocupaba del mundo a través de sus numerosas esposas,
entre ellas la benevolente Parvati, la guerrera Durga y la destructora Kali. El
hinduismo se refiere a su doctrina como sanatana-dharma, que significa algo así
como "ley cósmica universal sin origen", pues, al contrario que otras religiones,
el hinduismo no tiene ningún fundador renombrado. Uno de sus aspectos más
destacados es la idea de los ciclos y la reencarnación. Por ejemplo, cuando un
hombre muere, se reencarna en una de las cuatro clases según la medida en que
hubiera respetado el orden cósmico en sus vidas anteriores. Así, bien mirado, las
desigualdades por el nacimiento eran una expresión de la justicia universal.
Los griegos jonios, tras haber ocupado paulatinamente las islas del Egeo,
empezaron a poblar la costa oriental. Fueron ellos quienes la bautizaron
como "Anatolia", que en griego significa "sol naciente". Así mismo adaptaron las
palabras semitas "assu" y "ereb" (este y oeste), convirtiéndolas
en Asia y Europa. Más precisamente, parece ser que fueron los cretenses quienes
adaptaron así las palabras semitas, y los jonios las tomaron de los cretenses. La
costa oriental del Egeo, juntamente con las islas, recibió el nombre de Jonia. Se
fundaron doce ciudades en la costa, la más importante de las cuales
era Mileto. Así los griegos entraron en contacto con los frigios, que por aquel
entonces dominaban casi toda la mitad occidental de Anatolia, pero no se
opusieron a la colonización griega. Al contrario, se sintieron atraídos por su
cultura y mantuvieron siempre relaciones amistosas. Su capital más importante
era Gordion. Los griegos decían que la había fundado Gordias, que había sido
un campesino al que Zeus designó para ser rey de Frigia mediante un oráculo.
Por ejemplo, el triunfo de los dorios frente a los griegos micénicos tuvo su lógica
contrapartida celestial: el dios principal de la religión micénica era Cronos, pero
fue abatido por el dios principal de los dorios: Zeus, exactamente igual como
Cronos había desplazado en su día a la diosa Gea. Naturalmente, el relevo de
poder no podía deberse a una usurpación ilegítima. La leyenda explicaba que
cuando Cronos derrocó a su padre Urano, éste le vaticinó que lo mismo le
sucedería a él. Para evitar la profecía, Cronos devoraba a sus hijos tan pronto
nacían, pero su esposa Rea reemplazó uno de ellos por una piedra, que el padre
se tragó sin apreciar la diferencia. El hijo que se salvó fue Zeus, quien, tras una
serie de vicisitudes, destronó a su cruel padre y le obligo a regurgitar a sus
hermanos (que seguían vivos, porque eran inmortales). Entre ellos
estaban Hera (la que sería su última esposa), Poseidón y Hades. Los tres
hermanos se repartieron el universo: Zeus quedó como rey de los cielos,
Poseidón como dios de los mares y Hades como dios del mundo subterráneo de
los muertos. De ellos surgiría la nueva generación de dioses griegos que
gradualmente eclipsaría a las dos anteriores (la pelásgica y la micénica).
Igual que los sumerios situaron sus héroes míticos antes del diluvio, ahora los
griegos situaban a los suyos en la era micénica, la Edad de Oro que había
precedido a la presente Edad del Hierro, como ellos la describían. En la historia
mítica de los griegos, Europa se convirtió en la primera pobladora de Creta,
madre del rey Minos. Había una leyenda que debió de gustar especialmente a los
dorios (si no es que fue íntegramente diseñada para ellos). Hacía referencia
a Hércules, hijo del propio Zeus y de la reina Alcmene, esposa del rey
tebano Anfitrión. Se contaban muchas historias sobre él, que lo convertían en el
héroe griego por excelencia, pero la que ahora nos ocupa hace referencia a sus
(numerosísimos) hijos, que resultaron ser una horda de poderosos bandidos,
los heráclidas. Uno de ellos retó uno por uno a los soldados que el rey de
Micenas había enviado para expulsarlos de Grecia. Las condiciones eran que si él
les vencía a todos, los heráclidas gobernarían Micenas, mientras que si perdía se
iría del país con todos sus hermanos, que se comprometían a no volver al menos
hasta cincuenta años más tarde (esto es, en las personas de sus hijos y nietos). El
caso es que perdió, por lo que los heráclidas se fueron, pero a la tercera
generación, cumplido el pacto, volvieron y se adueñaron de Grecia.
Evidentemente, los nietos de los heráclidas eran los dorios que, por consiguiente,
al invadir Grecia no hicieron sino volver a la tierra de sus antepasados. Es la
versión griega de la tierra prometida de los israelitas.
En cuanto a los israelitas, tras la muerte de Saúl se encontraban completamente a
merced de los filisteos. No obstante, Abner, el que había sido el principal general
de Saúl, se retiró con parte del ejército llevándose consigo a Isbóset, el único hijo
de Saúl que quedó con vida, y se retiró al este del Jordán, lejos de la influencia
filistea. Los reinos hebreos, siempre hostiles hacia los israelitas, aprovecharon las
circunstancias. Así, el reino de Moab absorbió totalmente a la tribu de Rubén.
Mientras tanto, David aprovechó la situación y convenció a los ancianos de Judá
de que lo proclamasen rey de Judá, y estableció su capital en Hebrón, una ciudad
fortificada a unos 30 kilómetros de la capital filistea de Gad. Al contrario que
Saúl, el rey David era un astuto diplomático, y supo convencer a los filisteos de
que bajo su gobierno los israelitas serían un fiel títere del que jamás tendrían que
preocuparse.
David tuvo suerte: Isbóset discutió con Abner a causa de una mujer, y éste se
enfadó hasta el punto de iniciar negociaciones con David para ayudarle a
derrocar al que había sido su protegido. David exigió a Abner que le entregara a
Mical, la hija de Saúl que había sido su esposa antes de verse obligado a huir de
Guibá. Sin duda David comprendía la importancia de poder presentarse como
yerno de Saúl a la hora de reclamar el trono de Israel. Abner le entregó a Mical y
pactó con David. Posiblemente le cedió una parte del ejército israelita.
Luego Joab, el general de David que hacía de intermediario, mató a Abner a
traición, teóricamente por una venganza personal (pues Abner había matado a su
hermano, o al menos eso dijo Joab), pero es más probable que siguiera órdenes
de David, para impedir que Abner pudiera volverse atrás y revelara el pacto a
Isbóset. David lamentó públicamente la muerte de Abner, pero Joab siguió en su
cargo.
Cada vez estaba más claro que la casa de Saúl decaía, mientras David se hacía
más fuerte. Tal vez ello movió a dos oficiales de Isbóset a cortar la cabeza de su
rey y llevársela a David. No sería descabellado suponer que David fue el inductor
de esta nueva traición, pero oficialmente se mostró más consternado aún que con
la muerte de Abner. Según la Biblia, mandó matar a los dos asesinos, se les cortó
las manos y los pies y fueron colgados públicamente junto al estanque de
Hebrón. Ahora Israel estaba sin rey. En una situación tan crítica, bajo la doble
amenaza hebrea y filistea, la necesidad de un rey fuerte era indiscutible, y el
único candidato era David, el poderoso rey de Judá, yerno de Saúl. Una embajada
israelita fue recibida en Hebrón, donde suplicó a David que aceptara reinar en
Israel y éste aceptó. Era el año 991.
La Biblia llama Israel al reino de David, pero en realidad nunca fue un reino
unido. Constaba por una parte del Israel propiamente dicho, que ocupaba los dos
tercios septentrionales del territorio, y del reino de Judá, en la parte sur. Los
israelitas nunca acabaron de considerar a Judá como parte de su pueblo. La Biblia
se esfuerza por ocultar este hecho porque fue escrita por judíos, pero el verse
obligados a recurrir a un rey judío debió de ser humillante para los israelitas.
David era consciente sin duda de estos problemas y empleó toda su diplomacia
en paliarlos. Su primera medida fue cambiar la capital (los israelitas no hubieran
tolerado mucho tiempo ser gobernados desde el centro de Judá). La ciudad ideal
era Jerusalén. Estaba situada en la frontera entre ambos territorios, era una ciudad
amurallada fácil de defender. Ésta era a la vez su mayor virtud y su mayor
inconveniente: Jerusalén era tan fácil de defender que israelitas, judíos y filisteos
nunca habían podido conquistarla. Seguía en poder de una tribu cananea,
los Jebuseos.
Una vez establecida la nueva capital en Jerusalén, los esfuerzos de David por
unificar su reino bimembre se encaminaron hacia la religión. Desde que los
filisteos destruyeron el santuario de Siló, los israelitas no tenían ningún centro
religioso común. Cada aldea adoraba a sus dioses locales en pequeños altares,
situados especialmente en las colinas (sin duda un vestigio de la antigua cultura
nómada de los israelitas: los pastores suelen venerar a sus dioses celestes en
lugares elevados). De entre la fértil mitología israelita, la parte que más
posibilidades unificadoras brindaba era la referente a Moisés y su alianza con
Dios. En torno a ella se conservaba el Arca de la Alianza, que los filisteos habían
capturado y conservado en la ciudad de Quiryat-Yearim, al norte de Judá (los
filisteos temían a los dioses extranjeros tanto como a los propios, así que no se
atrevieron a destruir el Arca, y tampoco a introducirla en su territorio). David
llevó el Arca a Jerusalén y la situó en un santuario próximo a su palacio. Aunque
él mismo ejerció buena parte de las funciones sacerdotales, nombró sumo
sacerdote a Abiatar, el único superviviente del grupo de sacerdotes que Saúl
hizo ejecutar por considerarlos partidarios de David. Posiblemente fue en este
periodo cuando empezaron a tomar forma las leyendas bíblicas que presentan a
las doce tribus de Israel viajando unidas por el desierto a las órdenes de Moisés
ayudados por su dios.
Unida política y religiosamente la nación, David se vio con fuerzas para iniciar
una expansión imperialista. En el fondo esto puede verse como una medida más
para aunar a su pueblo con un sentimiento de superioridad patriótica. Uno a uno,
conquistó los reinos hebreos de Amón, Moab y Edom. Luego avanzó aún más al
norte. No intentó atacar a los fenicios (hubiera sido un suicidio sin la ayuda de
una flota). En su lugar, firmó con ellos tratados comerciales. Sin embargo,
sometió a tributo a las poblaciones del Éufrates superior. De este modo los
israelitas se vieron dueños de un imperio de dimensiones respetables. Los límites
que Dios fija a la tierra prometida cuando le habla a Abraham según la Biblia son
precisamente los de este imperio.