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Padre Francisco Fernandez Carvajal

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DEL TABOR AL CALVARIO

— Lo que importa es estar siempre con Jesús. Él nos da la ayuda necesaria para
seguir adelante.

— Fomentar con frecuencia, y especialmente en los momentos más difíciles, la


esperanza del Cielo.

— El Señor no se separa de nosotros. Actualizar esa presencia de Dios.

I. Oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas


tu rostro, rezamos en la Antífona de entrada de la Misa de hoy1. El Evangelio nos
cuenta lo que sucedió en el Tabor. Poco antes Jesús había declarado a sus
discípulos, en Cesarea de Filipo, que iba a sufrir y padecer en Jerusalén, a morir a
manos de los príncipes de los sacerdotes, de los ancianos y de los escribas. Los
Apóstoles habían quedado sobrecogidos y entristecidos por este anuncio. Ahora,
tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a ellos solos aparte2,
para orar3. Son los tres discípulos que serán testigos de su agonía en el huerto de
los Olivos. Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro y su vestido se volvió
blanco, resplandeciente4. Y le ven conversar con Elías y Moisés, que aparecían
gloriosos y le hablaban de su muerte, que había de cumplirse en Jerusalén5.

Seis días llevaban los Apóstoles entristecidos por la predicación de Cesarea de


Filipo. La ternura de Jesús hace que ahora contemplen su glorificación. San León
Magno dice que «el principal fin de la transfiguración era desterrar del alma de los
discípulos el escándalo de la cruz»6. Nunca olvidarían los Apóstoles esta «gota de
miel» que Jesús les daba en medio de su amargura. Muchos años más tarde San
Pedro tiene perfectamente nítido estos momentos: ...cuando desde aquella
extraordinaria gloria se le hizo llegar esta voz: Éste es mi Hijo querido, en quien me
complazco. Esta voz, enviada del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el
monte santo7. El Apóstol lo recordaría hasta el final de sus días.

Siempre hace así Jesús con los suyos. En medio de los mayores padecimientos da
el consuelo necesario para seguir adelante.

Este destello de la gloria divina transportó a los Apóstoles a una inmensa felicidad,
que hace exclamar a San Pedro: Señor, ¡bueno es permanecer aquí! Hagamos tres
tiendas... Pedro quiere alargar aquella situación. Pero, como dirá más adelante el
Evangelista, no sabía lo que decía; porque lo bueno, lo que importa, no es hallarse
aquí o allí, sino estar siempre con Jesús, en cualquier parte, y verle detrás de las
circunstancias en que nos hallamos. Si estamos con Él, es igual que nos
encontremos en medio de los mayores consuelos del mundo, o en la cama de un
hospital entre dolores indecibles. Lo que importa es solo eso: verle y vivir siempre
con Él. Es lo único verdaderamente bueno e importante en esta vida y en la otra. Si
permanecemos con Jesús, estaremos muy cerca de los demás y seremos felices,
sea cual sea nuestro lugar y la situación en que nos encontremos. Vultum tuum,
Domine, requiram: Deseo verte y buscaré tu rostro, Señor, en las circunstancias
ordinarias de mi jornada.

II. San Beda, comentando el pasaje del Evangelio de la Misa, dice que el Señor,
«en una piadosa permisión, les permitió (a Pedro, a Santiago y a Juan) gozar
durante un tiempo muy corto la contemplación de la felicidad que dura siempre,
para hacerles sobrellevar con mayor fortaleza la adversidad»8. El recuerdo de
aquellos momentos junto al Señor en el monte fue sin duda una gran ayuda en
tantas situaciones difíciles de la vida de estos tres Apóstoles.

La existencia de los hombres es un caminar hacia el Cielo, nuestra morada9.


Caminar en ocasiones áspero y dificultoso, porque con frecuencia hemos de ir
contra corriente y tendremos que luchar con muchos enemigos de dentro de
nosotros mismos y de fuera. Pero quiere el Señor confortarnos con la esperanza del
Cielo, de modo especial en los momentos más duros o cuando la flaqueza de
nuestra condición se hace más patente: «A la hora de la tentación piensa en el
Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la esperanza, que no es falta
de generosidad»10. Allí «todo es reposo, alegría y regocijo; todo serenidad y calma,
todo paz, resplandor y luz. Y no luz como esta de que gozamos ahora y que,
comparada con aquella, no pasa de ser como una lámpara junto al sol... Porque allí
no hay noche, ni tarde, ni frío, ni calor, ni mudanza alguna en el modo de ser, sino
un estado tal que solo entienden quienes son dignos de gozarlo. No hay allí vejez,
ni achaques, ni nada que semeje corrupción, porque es el lugar y aposento de la
gloria inmortal...

»Y por encima de todo ello, el trato y goce sempiterno de Cristo, de los ángeles...,
todos perpetuamente en un sentir común, sin temor a Satanás ni a las asechanzas
del demonio ni a las amenazas del infierno o de la muerte»11.

Nuestra vida en el Cielo estará definitivamente exenta de todo posible temor. No


sufriremos la inquietud de perder lo que tenemos, ni desearemos tener algo
distinto. Entonces verdaderamente podremos decir con San Pedro: Señor, ¡qué bien
estamos aquí! El atisbo de gloria que tuvo el Apóstol lo tendremos en plenitud en la
vida eterna. «Vamos a pensar lo que será el Cielo. Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a
hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman.
¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella
hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar?
Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la
bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso se barro
que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me explico bien aquello del
Apóstol: ni ojo vio, ni oído oyó... Vale la pena, hijos míos, vale la pena»12.

El pensamiento de la gloria que nos espera debe espolearnos en nuestra lucha


diaria. Nada vale tanto como ganar el Cielo. «Y con ir siempre con esta
determinación de antes morir que dejar de llegar al fin del camino, si os llevare el
Señor con alguna sed en esta vida, daros ha de beber con toda abundancia en la
otra y sin temor de que os haya de faltar»13.

III. Una nube los envolvió enseguida14. Recuerda a aquella otra que acompañaba a
la presencia de Dios en el Antiguo Testamento: La nube envolvió el tabernáculo de
la reunión y la gloria de Yahvé llenaba todo el lugar15. Era la señal que garantizaba
las intervenciones divinas: Yahvé dijo a Moisés: Yo vendré a ti en una nube densa,
para que vea el pueblo que yo hablo contigo y tengan siempre fe en ti16. Esa nube
envuelve ahora en el Tabor a Cristo y de ella surge la voz poderosa de Dios Padre:
Éste es mi Hijo, el Amado, escuchadle a él.

Y Dios Padre habla a través de Jesucristo a todos los hombres de todos los tiempos.
Su voz se oye en cada época, de modo singular a través de la enseñanza de la
Iglesia, que «busca continuamente los caminos para acercar este misterio de su
Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a las
generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particular»17.

Al alzar sus ojos no vieron a nadie sino solo a Jesús18, y no estaban Elías y Moisés.
Solo ven al Señor. Al Jesús de siempre, que en ocasiones pasa hambre, que se
cansa, que se esfuerza para ser comprendido... A Jesús, sin especiales
manifestaciones gloriosas. Lo normal para los Apóstoles fue ver al Señor así, lo
excepcional fue verlo transfigurado.

A este Jesús debemos encontrar nosotros en nuestra vida ordinaria, en medio del
trabajo, en la calle, en quienes nos rodean, en la oración, cuando perdona, en el
sacramento de la Penitencia, y, sobre todo, en la Sagrada Eucaristía, donde se
encuentra verdadera, real y sustancialmente presente. Pero normalmente no se nos
muestra con particulares manifestaciones. Más aún, hemos de aprender a descubrir
al Señor detrás de lo ordinario, de lo corriente, huyendo de la tentación de desear
lo extraordinario.

Nunca debemos olvidar que aquel Jesús con el que estuvieron en el monte Tabor
aquellos tres privilegiados es el mismo que está junto a nosotros cada día. «Cuando
Dios os concede la gracia de sentir su presencia y desea que le habléis como al
amigo más querido, exponedle vuestros sentimientos con toda libertad y confianza.
Se anticipa a darse a conocer a los que le anhelan (Sab 6, 14). Sin esperar a que os
acerquéis a Él, se anticipa cuando deseáis su amor, y se os presenta,
concediéndoos las gracias y remedios que necesitáis. Solo espera de vosotros una
palabra para demostraros que está a vuestro lado y dispuesto a escucharos y
consolaros: Sus oídos están atentos a la oración (Sal 33, 16) (...).

»Los demás amigos, los del mundo, tienen horas que pasan conversando juntos y
horas en que están separados; pero entre Dios y vosotros, si queréis, jamás habrá
una hora de separación»19.

¿No será nuestra vida distinta en esta Cuaresma, y siempre, si actualizáramos más
frecuentemente esa presencia divina en lo habitual de cada día, si procuráramos
decir más jaculatorias, más actos de amor y de desagravio, más comuniones
espirituales...? «Para tu examen diario: ¿he dejado pasar alguna hora, sin hablar
con mi Padre Dios?... ¿He conversado con Él, con amor de hijo? —¡Puedes!»20.

1 Antífona de entrada. Sal 26, 8-9. — 2 Cfr. Mc 9, 2. — 3 Cfr. Lc 9, 28. — 4 Lc 9,


29. — 5 Cfr. Lc 9, 31. — 6 San León Magno, Sermón, 51, 3. — 7 2 Pdr 1, 17-18. —
8 San Beda, Comentario sobre San Marcos 8, 30; 1, 3. — 9 Cfr. 2 Cor, 5, 2. — 10
San Josemaría Escrivá, Camino, n. 139. — 11 San Juan Crisóstomo, Epístola 1 a
Teodoro, 11. — 12 San Josemaría Escrivá, en Hoja informativa n. 1, de su proceso
de beatificación, p. 5. — 13 Santa Teresa, Camino de perfección, 20, 2. — 14 Cfr.
Mc 9, 7. — 15 Ex 40, 34-35. — 16 Ex 19, 9. — 17 Juan Pablo II, Enc. Redemptor
hominis, 7. — 18 Mt 17, 8. — 19 S. Alfonso Mª de Ligorio, Cómo conversar
continua y familiarmente con Dios, Ed. Crítica, Roma 1933, 63. — 20 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 657.

† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha


autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso
personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

Padre Francisco Fernández Carvajal

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