CAGNI, HORACIO C. - La Guerra Hispanoamericana, Inicio de La Globalización (OCR) (Por Ganz1912) PDF
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HORACIO C. CAGNI
LA GUERRA HISPANOAMERICANA
INICIO DE LA GLOBALIZACION
Número de Serie:
International Standard Serial Number
ISSN 0326-6427
OLCESE EDITORES
Viamonte 494 3o piso Of. 11 (1053) Buenos Aires
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ganz'1912
EL ORIGEN DE UNA PARÁBOLA INÚTIL
Abel Posse
Lima, mayo 1999
PREFACIO
1 según el geopolítico americano-, cosa que no ocurre con un gran poder naval.
| En cuanto a España, poseedora de América sin competidores durante tanto
I tiempo, debió -decía Mahan- ocupar un puesto preponderante entre las
| potencias marítimas. Pero desde Lepanto que carecía de una historia naval
| significativa, y ello porque -a pesar de las continuas guerras- la decadencia del
| comercio y de la producción de manufacturas se acompañó del declive de su
| marina mercante y de guerra. Joaquín Costa, comentando a Mahan, lo reconoce,
8 al señalar que España no ha demostrado aptitudes para ser una potencia naval,
I pues “los barcos no salen de los montes ni de las minas, sino de la cabeza.
I Porque no hemos tenido en ella el dominio del mar, no lo hemos tenido nunca
t en los océanos”.
En 1893 Mahan era una auténtica vedette. Invitado por la Reina Victoria,
1 fue recibido en Londres con todos los honores; los altos oficiales de la Royal
Navy lo consultaban y admiraban. Luego fue huésped del Kaiser Guillermo II,
? quien se declaró un entusiasta discípulo de sus ideas; el Emperador ordenó que
¡ una copia del libro estuviera en cada barco de la Armada Alemana. En una
I misiva a un amigo, el Kaiser confiesa: “No he leído, sino devorado el libro del
? Capitán Mahan (entonces ese era su rango) y tratado de aprenderlo de corazón...
es una obra de primera clase, clásica en todos sus puntos. Está a bordo de todos
; mis barcos y constantemente consultada por mis capitanes y oficiales”*1. Dicho
sea de paso, el increíble crecimiento de la flota germana en cantidad y calidad
de barcos -segunda del mundo en vísperas de la Gran Guerra-, había sido
alertado por Mahan, quien señaló que el Imperio Alemán podía llegar a superar
en flota a la Unión. Ello provocó el lógico resquemor de Gran Bretaña, pues si
ésta podía tolerar que el Reich tuviera el mejor ejército de tierra, no podía
permitir que también tuviera el mayor poder naval. En cuanto a otra joven
potencia, Japón, también se interesó en la obra de Mahan; fue adoptada como
texto en todas las academias navales y colegios militares japoneses, luego de su
conveniente traducción.
El corolario de tan brillante teoría era llevar sus premisas a la práctica. En
primer lugar, había que crear una flota bioceánica para los EE.UU, y
consecuentemente construir un canal que conectara el Atlántico con el Pacífico
en algún lugar adecuado de América Central. Paralelamente, y como se vió
anteriormente, se construía una moderna y potente escuadra de acorazados y
cruceros de todo tipo, hasta derivar en la idea de realizar una “flota no inferior a
ninguna otra”. Esta escuadra debía tener, lógicamente, bases operativas, puertos
seguros y puntos de apoyo, más aún en una época donde el carbón era vital. Es
así que, en la inmensidad del Pacífico, destacaba la importancia de Hawai, y en
el Caribe, la de Cuba y Puerto Rico.
Pero fueron necesarios nuevos acontecimientos de política internacional
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para que se acelerara este proceso. En 1895, el moderno Japón creado por la
dinastía Meiji comenzó también su expansión, y en poco tiempo derrotó en mar
y tierra al coloso chino -entonces un gigante con pies de barro-, acontecimiento
que colocó al Imperio del Sol Naciente en el concierto de las grandes potencias.
El programa j aponés de rearme naval y el desparpajo que Tokio sentía al tratar
con la Rusia zarista -el próximo obstáculo en la expansión japonesa-, empezó a
provocar preocupación en Occidente, llevando al Káiser Guillermo II a acuñar
su célebre frase die Gelbe Gefahr, “el peligro amarillo”.
Ahora sí, el ascenso japonés justificaba más que nunca la construcción del
canal interoceánico y sus respectivas bases de avanzada, protección y
contención en Hawai y Cuba. La necesidad estratégica de defensa del canal así
lo exigían -aseguraba Mahan en una serie de artículos escritos a mediados de los
noventa-, pues el Caribe era ahora vital nudo de comunicaciones. Entre Jamaica
y Cuba, esta última debía ser elegida, pues era infinitamente más rica en
recursos y superior en ubicación.
La relación de EE.UU con Cuba era muy vieja. En 1819, España había
vendido la península de Florida al naciente país, y Cuba estaba a unas horas de
navegación. La isla tiene excelentes puertos naturales, y cualquiera de ellos
podía convertirse en bases de primer nivel para una potencia enemiga. La
preocupación por la cercanía de Cuba y por quien detenta el poder en ella ha
sido una constante de la política estadounidense, hasta hoy. Siempre pensó
Washington que algún día la isla seguiría a Florida, transformándose en un
estado más de la Unión. De hecho, impidió que las repúblicas sudamericanas
provocaran la emancipación cubana, luego de la culminación de las guerras de
independencia. Y EE.UU lo hizo apoyando directamente a España, llegando a
garantizar en 1840 1a soberanía española en la isla, ante cualquier Estado que
intentara arrancarle esa porción de su territorio.
El temor, concretamente, era que Gran Bretaña terminara apoderándose de
la isla; ya en 1823 Adams sostuvo que la cesión de Cuba al Imperio Británico
sería una grave cuestión para la Unión, que debía evitarse a toda costa,
recurriendo a la fuerza si era preciso. No estaban tan errados, pues en 1843 los
ingleses tenían el plan de establecer una república militar negra bajo
protectorado británico. En pocas palabras, EE.UU toleraba la soberanía de
España sobre Cuba porque era la que estaba en menos condiciones de fortificar
y potenciar la isla, pero esa soberanía no era tan completa como para que los
españoles la cedieran a otra potencia. La Unión prefería a España porque, de
todos los poderes internacionales, era el más incompetente.32
A raíz de la euforia siguiente a la guerra con Méjico y a la anexión de
California, en 1848, el presidente Polk encargó a James Buchanan que a través
del representante norteamericano en Madrid se comenzaran gestiones para la
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compra de Cuba, que fracasaron ante la negativa española. No hay que olvidar
que aún existían los Estados del Sur, que eran esclavistas, y pensaban que la
anexión de Cuba redituaría en mano de obra esclava barata y abundante. Por
entonces, España estaba inmersa en grandes conmociones intemas y en la
guerra carlista, es decir en peor situación que 1a que tendría a fines de siglo. Los
norteamericanos estaban dispuestos a una rápida anexión cuando estalló la
Guerra de Secesión; el impasse subsiguiente hizo que momentáneamente se
desinteresaran de la isla, preocupados por expandir la frontera interior y lamerse
las heridas de la terrible guerra civil.
El cambio en la situación geopolítica internacional de la última década del
ochocientos volvió a poner sobre el tapete la cuestión de Cuba. ¿Qué pasaría si
alguna potencia europea heredaba la isla de la decadente Corona española? No
se trataba de Inglaterra o Francia solamente. ¿Qué pasaría si España le vendía
Cuba, por ejemplo, al Imperio Alemán? Los Estados Unidos no estaban aún
dispuestos a combatir contra potencias europeas. Lo habían demostradp al
zanjar los entredichos con Gran Bretaña, con la cuestión de Venezuela y la
Guayana Británica, pero también anteriormente, en la pugna por el control del
Canadá.
En 1867, Rusia vendió Alaska a los EE.UU en siete millones de dólares;
era la primera expresión del poderío del Norte victorioso y de la autoconfianza
de la Unión. Fue entonces que se pensó seriamente en anexarse las colonias
británicas de América del Norte; Alaska era el primer paso hacia la ocupación
de toda la región. Las incursiones ilegales de los miembros de la Hermandad
Feniana de Irlandeses -con base en EE.UU- en el territorio canadiense eran cada
vez mayores. Ello, no obstante, tuvo el efecto contraproducente de que las
colonias inglesas se confederaran, convirtiéndose en el Dominio del Canadá. El
intento norteamericano de incorporar la Columbia británica -con lo cual el
Estado de Washington quedaría unido por tierra a Alaska- no dió resultado por
la firme oposición inglesa, que no quería perder las costas sobre el Pacífico.
EE.UU no tuvo más remedio que aceptar una nación independiente, tan vasta
como la propia, en la frontera norte. De hecho, el efecto fue que todas las
energías se concentraran en un viraje hacia el sur.
Existía otra razón muy importante. Al publicarse el censo de 1890, los
estadounidenses tuvieron la impresión que se había terminado la expansión
interna, que la frontera había desaparecido. Ahora se imponían conquistas fuera
de la nación, pues ésta ya había sido ocupada al límite de lo posible. En honor
de la verdad, cabe decir que este fenómeno, esta sensación de ser “empujado” a
empresas más allá de las propias fronteras, lo estaban experimentando todas las
potencias finiseculares; los grandes imperios coloniales estaban en el límite de
su expansión, pues la posibilidad de adquirir nuevos territorios estaba agotada.
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Venía el momento en que se verían impelidos unos contra otros. Es muy fácil
argumentar, y sin duda es cierto, que el motor principal era la competencia
económica, la conquista de mercados y el descarado accionar de los monopolios
industriales y financieros, que presionaban sobre repúblicas y monarquías para
lograr sus objetivos de expansión y predominio. Pero no basta para una
explicación acabada, si no se considera el “aire ideológico” que envolvía dicha
empresa y alimentaba de continuo el anhelo fáustico de las potencias
occidentales.
Este inmenso empuje expansionista fue absorbido por varios años, en la
Unión, por la ocupación de territorios vacíos -los indios, en esta concepción
expansiva racista, no eran considerados propietarios y debían ser exterminados-,
que recién se completó al declararse “cerrada” la frontera continental en 1890.
El ideólogo de la “frontera americana” fue Frederick Jackson Tumer, quien
sostenía que “cada época escribe la historia del pasado haciendo referencia a las
condiciones relevantes de su propio tiempo. Hoy las cuestiones más importantes
no son tanto las políticas como las económicas. La época de las máquinas, de
los sistemas de fábricas, es también la época de las demandas sociales”. Él
interpretaba esa última parte del siglo como la era del Hombre Económico; y su
tesis central era que el poder económico se encontraba en la adquisición de
tierras libres. “Tanto como existan espacios libres, la oportunidad para la
competencia existirá, y los poderes económicos se transformarán en poderes
políticos”.
Es muy importante retener el postulado central de Tumer, pues constituye
la base de la posterior concepción hemisférica de la geopolítica americana, que
termina por establecer directamente la ausencia de toda frontera para la
expansión estadounidense. Allí donde haya un espacio de competencia a dirimir
con otros poderes económicos y políticos, allí se considerará la potencia
americana con derecho pleno a actuar.
Por entonces, cerrada la frontera interior, comenzaba a alejarse la noción
de frontera -sobre todo psíquica- hacia el exterior, de modo que -como
describiera Frank Norris- “el Io de mayo de 1898 se disparaba un revólver en la
bahía de Manila y, en respuesta, el frente de batalla cruzaba el Pacífico
empujando hacia delante la frontera”.33 Era la lógica y evidente continuación
del movimiento de los pioneers hacia el oeste y del Destino Manifiesto.
La mente de Mahan planificó la guerra contra España, o mejor dicho contra
el Imperio Español. Una guerra no se conduce contra objetivos limitados, más
allá de lo que se vocifere al estallar ésta, puesto que en todo conflicto se busca
doblegar al adversario atacándolo donde se le alcance. Y al poder español se le
podía alcanzar y atacar tanto en el Atlántico como en el Pacífico. Y, pese a su
enorme popularidad, Mahan por sí solo no habría podido movilizar las fuerzas
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de la Unión si no hubiera encontrado eco en algunos políticos activos. Por
entonces, Brook Adams, Henry Cabot Lodge y, particularmente, Theodore
Roosevelt eran considerados “tres mosqueteros en un mundo en guerra
perpetua”. Mahan se convirtió en el D’Artagnan de este grupo y el argumento
quedó completo.
Varios policy makers y periodistas americanos llevaron las ideas de Mahan
al gran público. Albert Shaw, amigo de Lodge y Roosevelt, a través de la
Review o f Reviews; el propio Roosevelt enfatizó las doctrinas del marino en
Atlantic Monthly, convencido como estaba de que éstas debían constituirse en
una suerte de “Biblia” de los Círculos Navales de EE.UU. El nuevo libro de
Mahan, Interest o f America in Sea Power, fue plagiado reiteradas veces por
varios congresistas, quienes repetían parágrafos del mismo, junto con los de su
obra mayor, para reforzar los argumentos expansionistas.
El más conspicuo de los ideólogos cercanos a Mahan era una suerte de
H.S. Chamberlain yanqui, el renombrado Teddy Roosevelt. Siempre había
sostenido la necesidad, por parte de los EE.UU, de asumir sus posibilidades
enormes: era un país infantil que debía alcanzar la adultez, puesto que en
recursos era un gigante. Para ello debía ser “despertado” (nótese la similitud con
el Deutschland erwache de los nacionalistas germanos) pues de lo contrario se
sumiría en la decadencia. Al igual que la mayoría de los miembros del grupo
jingoísta, Roosevelt no era un hombre de negocios, sino que buscaba una mayor
aristocratización de la vida pública. En un país que exaltaba como objetivo de
vida el profit y los negocios, este grupo se identificaba con un marcado
sentimiento patriótico, acorde al Destino Manifiesto, que ya se había
evidenciado en la guerra con Méjico, la gesta de El Alamo y la toma de Tejas y
California. Personajes de alcurnia, cultos y que escribían muy bien, tenían en
Teddy Roosevelt a un hombre no sólo de ideas sino de acción.
Cuando John Long, ex-gobemador de Massachusetts, fue nombrado
Ministro de Marina, Roosevelt fue designado Subsecretario, y era evidente que
su influencia sería total y tendría el real comando de esa oficina. Era abril de
1897, y Mahan se vió con él inmediatamente. McClure, del McClure’s
Magazine señaló: “El más grande biógrafo naval es cada vez más popular; a
Roosevelt se lo ve engrandecido desde acá. Hay que tratar de apoyarlos.
Roosevelt y Mahan son justo de nuestro tamaño”. Poco después Teddy
pronunciaba un discurso mesiánico en la apertura de la Escuela Naval de
Newport: “Un pueblo verdaderamente grande, orgulloso y magnánimo,
afrontaría todos los desastres de la guerra antes que perseguir esa baja
prosperidad que se compra al precio del honor nacional... la cobardía en una
raza, lo mismo que en un individuo, es el pecado imperdonable. Hasta ahora
ninguna nación puede mantener su lugar en el mundo o realizar cualquier
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trabajo digno si no está dispuesta a defender sus derechos con mano armada... la
sumisión dócil a una mano extranjera es una cosa mezquina e indigna...”.
Roosevelt quería la guerra a toda costa. En 1895 contra Inglaterra por la
cuestión venezolana; en 1897 creía que Alemania -debido a la desafiante
actitud de la flota germana del Pacífico- era el enemigo principal. Sostenía
después que Japón estaba dispuesto a atacar EE.UU, razón por la cual propició
la anexión de Hawai, al afirmar que los japoneses tenían allí un crucero. Mahan
le aconsejó “tomar las islas primero y hablar después”. Teddy respondió: “Las
tomaría mañana, y a España la sacaría de las Indias Occidentales con una
docena de acorazados”. En vísperas de la guerra, en febrero de 1898 escribía:
“Me gustaría moldear nuestra política exterior, con el objeto definido de arrojar
de este continente a todas las potencias europeas. Empezaría por España y
terminaría por Inglaterra”. Bien podía decir su amigo Cabot Lodge: “La única
cosa en contra de Teddy es la sensación de que él quiere pelearse con alguien
inmediatamente”.34
El propio Cabot Lodge no escapaba al mesianismo generalizado. En un
famoso artículo, tiempo atrás, en Forum señalaba: “Debería haber una sola
bandera y un solo país desde el Río Grande hasta el Océano Artico...
deberíamos en interés de nuestro comercio... construir el canal de Nicaragua,
controlar las Hawai... la isla de Cuba será una necesidad... las grandes naciones
absorben con rapidez, para su futura expansión, y para su defensa todos los
lugares desolados de la tierra. Este movimiento hace a la civilización y al
progreso de la raza. Los Estados Unidos, una de las grandes naciones del
mundo, no pueden quedar al margen”. Por más que parezca exagerado el
argumento de Lodge, no cabe duda que pensaba de manera exacta y clara en
conceptos de gran espacio, una visión dirigida a la política internacional del
futuro.
Como puede verse, no sólo se trataba de la prensa intervencionista del tipo
New York Journal ni de las caricaturas ácidas de The Judge sino, incluso, de
revistas especializadas y de libros destinados a mantener la campaña
propagandística en contra de los españoles. Un tal Murat Halstead publicó en
1897 un libro titulado La historia de Cuba. Sus luchas por la libertad,
justificando la intervención norteamericana. Una vez obtenida la independencia,
la isla debería incorporarse a EE.UU, acorde al objetivo de “americanizar las
islas americanas”, pues “la paz y prosperidad de la más fértil y noble de las
islas americanas, requiere que mediante procesos internacionales pacíficos se
incline a su destino manifiesto...hacia la gran República, ocupando su puesto
como indestructible Estado de la indisoluble Unión Americana, una de las
estrellas de nuestra constelación nacional...”
Una ola de belicismo se apoderó de las Cámaras norteamericanas a partir
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de la voladura del Maine. Los sentimientos racistas y militaristas que anidaban
en el Manifest Destiny afloraron sin tapujos en los debates subsiguientes El
senador Alien (Nebraska) se proclamó ultra jingo vocif erando que España no
tenía suficiente oro para indemnizar a la Unión por el insulto inferido. El
senador Money (Mississippi) pensaba que después de una larga paz, la enterra
mejoraría la nación, poniendo de manifiesto los mejores rasgos del carácter:
devoción, abnegación, valor. Peters (Kansas) veía en el encuentro entre EE.UU
y España el choque de dos fuerzas opuestas; po run lado, el derecho divino de
los reyes, por el otro el derecho divino de los hombres. Hams (Kansas)
vociferaba el derecho a una guerra justa, pues ésta fomenta y conserva lo mejor
y más elevado de la vida nacional. Había también sinceros simpatizantes de la
causa de los insurrectos cubanos, que sin ser jingoístas se comportaban como
tales; es el caso de Williams J. Bryan, quien, en palabras que luego serían
comunes en el siglo venidero, sostenía: “Ha llegado el momento de intervenir.
La humanidad exige que actuemos”. Un editorial del Washington Posí, poco
antes de comenzar las hostilidades, fue sintomático: “Una nueva conciencia
surge en nosotros: la conciencia de la fuerza y el anhelo de mostrarla. El sabor a
Imperio está en la boca de la gente, lo mismo que el sabor de la sangre reina en
la jungla”.35
Al revisar las declaraciones de época, se tiene el sentimiento de que el
imperialismo norteamericano, que tan virulentamente se manifestaba, también
respondía a causas más profundas y complejas, fusionadas en un crisol
finisecular de diversos matices. La doctrina de la superioridad del hombre
blanco -es innegable el contenido racista de la mayoría de las afirmaciones
orales y escritas de la época-, y más concretamente del hombre anglosajón,
había calado hondo en vastos sectores de la intelectualidad yanqui. Los
norteamericanos se sentían herederos de la misión “salvífica” de relevar al
Imperio Británico en la tarea de administrar la vida y las almas de los pueblos
“bárbaros”, toda vez que Inglaterra demostraba llegar al línáte de su expansión
y evidenciaba un agotamiento espiritual. Fue, precisamente, un inglés, el
conocido poeta del Imperio Sir Rudyard Kipling, quien motivó a los
estadounidenses a heredar la misión imperial, cuando, a raíz de la victoria sobre
España, les envió un poema que dejó perplejos, pero llenos de inconfeso
orgullo, a los lectores del Magazine de McClure: “Tomen la pesada carga del
Hombre Blanco / las salvajes guerras de paz / Es lo mínimo a que pueden
atreverse / No llamen demasiado fuerte a la libertad / para disimular su
abatimiento...”.
A ello hay que añadir el fundamentalismo de raíz protestante: la certeza de
vivir en el Nuev (Mundo, en una nueva tierra prometida, de ser salvado y desde
allí poder salvar a los demás. Si los demás deseaban o no ser “salvados” pasaba
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a lugar secundario. La propaganda religiosa trabajó intensamente en este
sentido. Un pastor protestante, Josiah Strong, propulsor de la “frontera
misionera”, predicó -coincidiendo con el popular libelo de John Fiske Manifest
Destiny, pero dándole más alcance- que la raza anglosajona fue elegida por Dios
para civilizar la tierra, en una especie de cruzada que debía encabezar el Tío
Sam. “Millones de hombres de color, amarillos y negros, permanecen fuera de
las bendiciones del cristianismo -señalaba el misionero en su obra Nuestra
Patria (1886)-; al conquistar esas multitudes ignorantes, los estadounidenses
difundirán el útil Evangelio”. Cuando al término de la guerra con España
publicó Expansión under New World conditions, una propuesta para la política
exterior de EE.UU, en el prefacio agradecerá a sus inspiradores, el senador
Frye, de Maine, y el Alte. Mahan, lo cual refuerza la relación entre geopolítica y
religión en el nuevo imperialismo.
La guerra también podía pagar dividendos en términos de salvación de las
almas. Así estaban convencidas las iglesias protestantes, tanto como los
hombres de negocios respecto de las ventajas materiales. Grupos religiosos, que
habían apoyado la guerra como cruzada humanitaria, veían en la fácil victoria
sobre el Imperio católico la aprobación divina para continuar el buen trabajo de
liberar a las islas de la tiranía española. Metodistas, baptistas, presbiterianos y
episcopales, junto con varias sectas menores, se unieron -con muy pocas
disidencias- para pedir al pueblo de la Unión que aceptaran la trusión
civilizadora y evangelizadora que la Providencia les había encargado. Del
mismo modo que muchos hombres de negocios se habían preparado para sacar
ventaja en el comercio y en las inversiones en las antiguas posesiones
españolas, también las iglesias comenzaron a elaborar planes para
emprendimientos misioneros.
No se trataba sólo de una carrera en pos de lograr el imperialismo
económico, sino que, al decir de los religiosos, era un “imperialismo de lo
correcto” (imperialism of righteousness). Estas ideas, libremente expresadas por
los portavoces de los empresarios, además de los religiosos, seguramente,
ayudaron al cambio tan brusco y evidente del presidente McKinley respecto de
las posesiones españolas. McKinley era no sólo un devoto de los intereses
comerciales americanos, sino un hombre religioso en el sentido protestante.
Meses después de decidir quedarse con las Filipinas, le dijo a una delegación
metodista reunida en la Casa Blanca -en respuesta a sus ruegos y plegarias para
que Dios lo guiara-, que una noche le vino una revelación, por la cual
comprendió que no debía dejar a los filipinos librados a su suerte, sino que
debía civilizarlos y cristianizarlos.
El senador Thurston (Nebraska), quien rechazaba el jingoísmo, era el típico
exponente de la doble moral protestante de corte calvinista. Afirmaba que creía
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en la doctrina de Cristo, y que la intervención ai los asuntos de Cuba era el
deseo de Dios que luchaba en pro de la humanidad y la libertad; se apuraba, no
obstante, a decir que la guerra con España, también “aumentaría el tráfico y el
rendimiento de nuestras factorías, estimularía todas las ramas de la industria y el
comercio interior, haciendo subir las acciones de nuestras empresas”.36
No cabe pensar que la opinión pública estadounidense y los parlamentarios
guardaban una unidad monolítica detrás de los objetivos imperialistas. Como
antes y después, las fuerzas intelectuales, políticas, económicas y morales de la
Unión estaban divididas entre el intervencionismo y el aislacionismo. Charles
W. Elliot, Decano distinguido de Harvard, fue uno de los que más duramente
denunció la doctrina del jingoísmo como desvirtuada y ofensiva. Era una
corriente “extraña a la sociedad americana, pese a que algunos amigos la
propone como americanismo patriótico. La construcción de una Marina y la
presencia de un vasto Ejército implican el abandono de lo característicamente
americano. Los acorazados son típicos de una política inglesa o francesa, nada
tienen que ver con nosotros”. Y concluía que el jingoísmo era una expresión de
los aspectos combativos ocultos en el hombre, señalando a Lodge y Roosevelt,
principales belicistas, como “hijos degenerados de Harvard”.
Inflexible en todo lo que consideraba que era correcto de acuerdo a las
antiguas tradiciones, claro exponente de la geniry, Elliot se oponía a las
tendencias reformistas y modernizantes de Harvard. Se convirtió de inmediato
en el blanco de los ataques furibundos de Roosevelt y Lodge, para quienes era
impensable que un hombre tan notable no entendiera que había llegado la hora
del destino. “Si no podemos llegar a algo como nación -señaló Lodge- será
porque personas como Elliot, Cari Schurz, el Evening Post y los
sentimentalistas fútiles del tipo de los que requieren de arbitrajes
internacionales, habrán producido un carácter reblandecido y tímido que se
comerá todos los aspectos grandes de nuestra raza”. Para los intervencionistas,
en la Casa Blanca no podían existir hombres reblandecidos y tímidos. Pero
conforme los acontecimientos se precipitaban y el horizonte se oscurecía, el
movimiento pacifista se hizo más fuerte y notorio.
El republicano Thomas B. Reed, un moderado, se veía en figurillas para
pivotear el Congreso, que presidía. La administración se caracterizaba por el
extremismo: o la blanda reluctancia de Me Kinley o la dureza de Lodge. En
Inglaterra, comentando ésto, The Spectator dijo que finalizaba una época y
advenía una era militarista. Reed consideraba que hombres como Randolph
Hearst propiciaban el furor contra los españoles, y acusaba a los jingoístas de
hipócritas. En su escrito El Imperio puede esperar, Reed consiguió impactar a la
opinión pública y nuclear a los opositores a la anexión de Hawai: Imperio e
imperialismo -señalaba- tienen la misma connotación que el saqueo de Africa
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por los europeos. En Forum, un inglés, Pryce, aconsejaba a los norteamericanos
hurtarse al afán anexionista, pues la posición lejana de América y su vasto poder
la liberaban del peso del presupuesto armamentista que estaba hipotecando a
Europa: “Su ejemplo debe ser abstenerse de guerras de conquista, y ceder al
hambre de tierras sería abandonar completamente el sendero de los industriosos
Padres Fundadores”. Pryce sostenía que EE.UU no debía traicionar su
nacimiento. (Claro está que la postura del británico Pryce no era necesariamente
objetiva y desinteresada).
En tomo a estas protestas, Reed hizo lo más que pudo para atajar a los
belicistas. Veía que Me Kinley, temeroso de una ruptura del gobierno, tenía que
ceder. Cuando el senador Proctor, empresario marmolero de Vermont, arengaba
a la intervención, Reed salió al paso: “La postura de Proctor es de esperarse,
pues una guerra para él significa vender un montón de lápidas”. Luego del
editorial del Washington Post sobre “el gusto del Imperio”, Reed vió que
tampoco podía controlar a los reporteros. “Es más fácil -dijo- disuadir a un
ciclón en Kansas”. A uno de los seis que no votaron por el ultimátum a España,
le felicitó: “envidio su lujazo, yo por mi posición no podía hacerlo”.
Exaltados por la prensa y galvanizados por no tener la guerra en su propia
casa, la agresividad de la población fue en aumento. Quienes se proclamaban
pacifistas comenzaron a correr riegos; el Prof. Norton fue abucheado y
amenazado por sugerir a los estudiantes que no se alistaran, y hasta propusieron
lincharlo. “Que amargo es que al final de un siglo de descubrimientos y
esperanzas, América se embarque en una guerra injusta”, fue la triste reflexión
del anciano académico.
Entonces se fundó la Liga Antimperialista, cuyos promotores eran
reconocidos miembros de familias patricias, como Storey y Bradford, y que
contaba entre sus filas al ex-presidente Cleveland y al millonario filántropo
Andrew Camegie, entre numerosos congresistas, abogados, catedráticos,
religiosos y escritores. Entre éstos últimos hubo mucho apoyo: William Howells
escribió que la guerra era un negocio abominable, y su amigo Mark Twain
adhirió con fervor al movimiento.
El trasfondo de los antimperialistas era un aislacionismo aristocratizante,
no exento del racismo de la época. El pensamiento central era que EE.UU, en su
contacto con pueblos anexados, perdería su esencia. “Ya tenemos bastante con
los negros propios como para tomar más negros”, afirmaban. Esos “ignorantes”
y esas “razas inferiores”, con las que América no tenía conexión, sólo
conducirían a la corrupción. El notorio pacifista Cari Schurz tenía la misma
opinión respecto del Canal y del Caribe: “si hay que anexar países, al final
terminará por haber hispanos en el Congreso, y también orientales -se refería a
las Hawai-, quizá 20 senadores y 50 o 60 diputados”.37 Habría que ver la cara
50
que estos conspicuos wasp pondrían si pudieran ver la constitución actual del
Parlamento estadounidense.
De todos modos, los antimperialistas sostenían también argumentos de
peso. Insistían en que las guerras eran de liberación y no debían ser
transformadas en guerras imperialistas; buscar poder, gloria y riquezas afuera,
implicaba olvidar las necesarias reformas en la propia casa y amenazaba
liquidar el sentimiento federalista. Los problemas domésticos eran demasiado
grandes, y la nación que había surgido de una feroz contienda civil no hacía
mucho tiempo, estaba plagada de desórdenes; las cuestiones referidas a los
derechos del pueblo norteamericano, la situación de los indios y los negros, etc.,
indicaban que el país no estaba totalmente estructurado como para tener
extranjeros bajo su dominio. La expansión, por lo tanto, aún no era necesaria, ni
le había llegado la hora.
El senador Hoare, republicano, señaló: “The Monroe Doctrine is gone”.
Con la mayoría de los demócratas, sostenía que bajo la Constitución no había
lugar para un sistema colonial como el de las potencias europeas: precisamente
contra este sistema se habían sublevado los norteamericanos en 1776. Si las
Filipinas eran tomadas como parte de la Unión, entonces sus habitantes deberían
ser ciudadanos de puro derecho, y sus productos no podrían ser excluidos. La
posesión de Filipinas embarcaría a los EE.UU en la política del Lejano Oriente,
es decir sabotearía la propia Doctrina Monroe; entonces no se le podría impedir
a Europa que hiciera lo mismo en el occidente.
Los demócratas denunciaron oficialmente la política del momento hacia el
archipiélago como “goloso comercialismo”. “Nos oponemos -subrayaban- a
tomar o comprar islas distantes; es algo contrario a la Constitución si sus
habitantes nunca serán ciudadanos”. Agregaban una declaración: las Filipinas
deberían tener una forma estable de gobierno, independencia y protección
asegurada contra intervenciones extranjeras. Pero los hombres de negocios, los
magnates de los trusts y de la banca, junto con los hijos verdaderos de la
Harvard orientada al nuevo milenio, estaban dispuestos a saltar todas las
barreras morales que los políticos de viejo cuño no se atrevían a franquear.
El hecho es que, considerando los auspicios y el contexto en que esta
guerra se presentó, no era más que el prolegómeno inmediato al gran conflicto
en el cual quedó sepultado el mundo optimista y positivista de la belle époque\
no constituía otra cosa que la antesala de la masacre colectiva que se
avecindaba: las colinas feraces de Cuba eran el anticipo del lodo de Flandes.
Por cierto que la “espléndida guerrita” fue rápida y agudamente
considerada como gran negocio por los más conspicuos empresarios y
banqueros. Baruch, en su oficina neoyorquina, vio la oportunidad de hacer
buenas diferencias manejando la información por cable -según confesó en sus
51
memorias- como Rotschild hizo su fortuna al saber que Napoleón había perdido
en Waterloo. A los pocos minutos de la apertura del mercado de Londres ya
estaba enterado del desastre español (el 4 de julio todo estaba cerrado en EE.UU
pero no en Inglaterra). Los cables exultaban: “Gran victoria americana... EE.UU
poder mundial... nuevas posesiones y mercados...un Imperio que rivaliza con
Inglaterra...”
Y qué decía el common people? El hombre común, el transeúnte de la
calle, siempre entendió muy poco lo que significaba la “moral”. Como decía
Kipling: “Lo de ellos no es preguntar por qué sino marchar y morir”. Los
hombres comunes nunca tuvieron la responsabilidad ética de consustanciarse
con ningún Parlamento, Congreso o Káiser. Cuando un conservador lúcido
como Alfred Jay Nock se pregunta, en plena Gran Guerra, qué interés, qué
atractivo ejerce la guerra sobre el hombre común, concluye que guerra y paz son
sólo emprendimientos rivales que se enfrentan competitivamente, y que recaen
en el interés del recluta potencial. En la determinación de este interés, los
factores de lógico razonamiento y moral son abstractos.
El sentimiento más importante entre estos reclutas finiseculares era el
instinto igualitario. La guerra -decía Nock- ha, invariablemente, promovido este
instinto, así como la paz lo ha adormecido. “Fue en Nueva York, en el
comienzo de la Guerra Hispanoamericana, que la curiosidad me llevó a
mezclarme con muchos hombres que, alrededor de la Union Square, iban a
alistarse. Noté que, si bien algunos de ellos parecían provenir de clases bajas, y
no sería injusto considerarlos marginales, muchos otros eran comerciantes y
pequeños propietarios, que se supone debían tener algún tipo de sustento diario.
Les pregunté por qué estaban tan ansiosos de alistarse, pues no parecían
movidos por la lujuria de la sangre ni -en términos estrictos- por la búsqueda de
aventuras. No eran de espíritu elevado, por el contrario eran bastante
miserables. Lo que los motivaba no era el patriotismo, porque no sabían
suficientemente sobre la gueira ni les preocupaba mayormente. Les pregunté y
obtuve la respuesta: veían la guerra como un gran ecualizador de oportunidades.
Para cada uno de ellos era una oportunidad en una vida vacía. Era su ascenso
hacia la responsabilidad, hacia la oportunidad de ser per se tan bueno como
cualquiera”.'8
Era evidente que la paz siguiente a la guerra civil, había mantenido a los
estadounidenses bajo el handicap de un privilegio artificial; la guerra -la
primera real guerra exterior de EE.UU- les ofrecíala oportunidad de comenzar
de cero.
Pero frente a los aislacionistas, y a despecho del hombre de la calle,
personajes como Mahan, Roosevelt, Davis y Lodge sabían muy bien lo que
querían, con qué recursos podían contar y qué factibilidad de realización de
52
objetivos existía. El pueblo norteamericano, por el contrario, no sabía si las
Filipinas eran unas islas o una marca de comestibles enlatados -según decía Mr.
Dooley-, y el propio Me Kinley confesó que no las ubicaba. Mahan sí las
ubicaba muy bien. Al estallar la guerra estaba en Roma y fue reporteado; al
preguntársele cuánto duraría la guerra contestó: “3 meses y se acaba”. En ese
momento, Teddy Roosevelt le escribe: “Ud. nos dió las sugerencias que
nosotros deseábamos”, muestra de absoluta adscripción y reconocimiento.
Roosevelt siempre vislumbró que el gran poder emergente norteamericano
estaba en embrión desde el origen de la propia nación estadounidense (en ese
entonces los líderes de la Unión todavía hacían recurso a esta palabra).
“Nuestros más grandes hombres de estado -señalará después- han sido siempre
los que creyeron en la Nación, los que han tenido la fe en el poderío de nuestro
pueblo para extenderse hasta llegar a ser el más potente entre los pueblos del
mundo”. Roosevelt creía que sólo una unión de republicanos libres, con un
“instrumento casi perfecto”, la Constitución Federal, era capaz de una empresa
como la colonización del oeste, la gesta de los pioneers, que nunca -según él- la
hubieran podido lograr ni los griegos ni los romanos, ni los poderes
colonialistas de Europa, puesto que ellos no habían creado ningún “plan nuevo”,
mediante el cual conservar a la vez la unidad nacional y la libertad local e
individual. “Es el gran hecho épico de nuestra raza”, concluía.
La victoria empujó a Roosevelt rápidamente a la presidencia de los Estados
Unidos, cuando McKinley fue asesinado por un anarquista. Había contribuido a
ello su popularidad como hombre de acción, cuando con su grupo de
voluntarios, los Rough Riders, se atrevió a lanzarse al asalto de las muy bien
defendidas colinas de San Juan. Una vez en la presidencia, Teddy consideró
llegada la hora de aplicar las premisas del Destino Manifiesto a toda América.
El continente debía ser custodiado por el nuevo poder, la nueva raza, los nuevos
empresarios, abismalmente distintos de lo europeo. “Por la parte comercial,
debemos no sólo construir el canal ístmico, sino ocupar posiciones ventajosas
que nos hagan capaces de tener nuestra palabra para decidir los destinos de los
océanos del este y del oeste. Bajo el punto de vista del honor internacional, el
argumento es aún más fuerte. Los cañones que tronaron sobre Manila y
Santiago de Cuba, nos han dejado también un legado de deberes. Si no
hubiésemos expulsado una tiranía medieval más que para dejar en su puesto una
anarquía salvaje, mejor no hubiéramos comenzado esta tarea”.
Esta idea de haber luchado contra un enemigo medieval, de la victoria de la
luz sobre las tinieblas, era totalmente compatible con una visión del adversario
como depositario de la “barbarie”. “En un mundo civilizado -escribía Teddy en
The Independerá- la barbarie no puede ni debe tener ningún lugar. Es nuestro
deber para el pueblo que vive en la barbarie vigilar que esté libre de sus
53
cadenas, y no podemos librarle más que destruyendo la barbarie misma”. El hilo En cuanto a Cuba, luego de la expulsión de España los norteamericanos la
invisible, pero altamente conducente, que une a través de un siglo a la guerra ocuparon por cuatro años, ocupación militar de “pacificación” durante la cual se
hispanoamericana con el conflicto del Golfo y la crisis de los Balcanes, al consolidó asimismo, el dominio económico de los empresarios azucareros
discurso de Teddy Roosevelt con los de George Bush y Bill Clinton, resulta estadounidenses. Cierto es que el gobierno dictatorial del Gral. Leonard Wood
evidente. Dirá Roosevelt, una vez más, "toda expansión de la civilización hizo mucho por los servicios sociales y realizó una eficaz administración de la
trabaja para la paz, toda expansión de una potencia civilizada significa una isla, pero la causa fundamental por la cual los EE.UU habían ido a la guerra
victoria para la ley, el orden y la justicia”. con España -la libertad de los cubanos-, parecía olvidada. La marcada política
Propugnando entonces un entendimiento con el mundo germano- de Washington de impedir que los cubanos se gobernaran por sí mismos quedó
anglosajón, sostendrá que “los árabes hicieron oscurecer la civilización de las confirmada por la Enmienda Platt. Cuba alcanzaba en los papeles la soberanía
costas mediterráneas, como los turcos hicieron oscurecer a la civilización política, pero dicha Enmienda la limitaba, pues permitía a los EE.UU intervenir
europea sudoriental”.39Jamás se preguntó Roosevelt qué era del territorio donde en los asuntos de la isla cuando lo exigieran “la protección de vidas,
luego se asentaron las Trece Colonias en épocas en que Córdoba, Sevilla y propiedades y libertades individuales”. Además, los norteamericanos se
Granada estaban en su esplendor, y de más está decir que España también era, aseguraban la base de Guantánamo, lo cual equivalía a mantener una
para él, un Imperio oscurantista. No le importaba el pasado glorioso de las gendarmería en el territorio cubano. La Enmienda debió incorporarse a la
demás culturas; sólo sabía, y sentía, que el Nuevo Mundo estaba desplazando Constitución cubana.
definitivamente al Viejo. Si bien, desde el 20 de mayo de 1902, Cuba pasó a ser una república y
Teme a Dios y no a cumplir con tu deber, era la frase favorita de jamás formó parte de los EE.UU, también es cierto que la isla, desde entonces y
Roosevelt. Y se apuraba a acomodarla al Destino Manifiesto, que, al compás de hasta la revolución castrista de 1959, estuvo bajo virtual control de los
las marchas de John P. Sousa, alcanzaba su cénit al alborear el nuevo siglo. norteamericanos. A pesar de que -según Jenks-, seguía habiendo un
“Para que nosotros podamos servir a Dios y cumplir con nuestro deber, es desconocimiento enorme de lo que Cuba realmente era, y que un Ph.D creía que
preciso que ante todo seamos fundamentalmente americanos y que nuestro constituía un territorio de la Unión, y un funcionario que La Habana era un
patriotismo constituya la esencia misma de nuestro ser”. Cuando alcanzó la puerto de Florida, sin duda la isla pasó a ser la “vaca sagrada” de la diplomacia
presidencia, se puso con ahínco a trabajar con todos los recursos nacionales para estadounidense, mezcla de interés geopolítico y negocio azucarero.
extender la hegemonía norteamericana en todo el continente. Simbolizó el McKinley había sostenido que “según nuestro código moral, la anexión de
apogeo del nuevo imperialismo, paseando su imponente flota por todo el territorio constituiría una agresión criminal”. Eso fue al estallar la guerra. Como
mundo; en enero de 1910 bien pudo C.B.Fowler escribir su poema Teddy's se adelantó, al promediar el conflicto, había añadido Puerto Rico - donde no
Imperial Glory. Inauguró la política del Big Stick, del gran garrote (Roosevelt había ninguna revolución popular contra el gobierno colonial español- y Guam
decía: speak sqftly but cany a big stick), y los primeros golpes los dió en a las exigencias del armisticio.
Centroamérica, siendo la primera víctima Colombia, donde se había proyectado Por lo que hace a Puerto Rico, pasó a ser propiedad de los Estados Unidos.
construir el canal bioceánico. Hasta mayo de 1901 quedó bajo gobierno militar, y fue tratado como país
La intervención en el Caribe es el comienzo de expansión de la Unión conquistado. Los males endémicos de la administración española se agudizaron,
hacia el sur del continente. Tras haber fomentado la revolución de 1903, al subir los precios de los artículos de primera necesidad; como consecuencia
proclamando que Colombia era incapaz de mantener el orden en su propio país, reinó el hambre en las villas, aumentó la mortalidad y disminuyó la natalidad.
correspondía a los Estados Unidos ejercer la protección del comercio y del Los grandes daños causados por un tremendo ciclón en 1899 no fueron
tráfico de las naciones civilizadas, es decir ejercer un control policial. De este remediados. La emigración aumentó tanto que la isla parecía quedar pronto
modo, intervino para asegurarse el dominio sobre Panamá -entonces parte de despoblada. Aunque Teddy Roosevelt, ya electo presidente, hizo promesas de
Colombia- y allí construir el tan deseado Canal. Cumplía, así, con la premisa reformas, éstas no llegaron a concretarse y pasó mucho tiempo antes que la isla
geopolítica de Mahan: terminar el triángulo defensivo Hawai-Alaska-Panamá. mejorara su situación, al convertirse en Estado asociado de la Unión.
Roosevelt había cambiado la división de Kipling entre el hombre blanco y el De la polarización europea, Puerto Rico pasó a una polarización
resto, por la diferencia entre naciones civilizadas y naciones atrasadas. norteamericana, y entre esos dos estilos de vida, la personalidad de la isla se
54 55
volvió “transeúnte y pendulana, como paloma en vuelo y sin reposo,
emparedada entre dos tipos de cultura contrapuestas”, como reflexionaría
Antonio Pedreira. De todos modos, tuvo más suerte que Guam, convertida en el
lugar de disipación de las Fuerzas Armadas estadounidenses, la base de rest and
recreation de los marines comprometidos en Vietnam.
La situación con las Filipinas fue mucho más compleja. Esta cuestión
puede ser considerada una muestra clara del darwinismo social que imperaba en
el pensamiento norteamericano. En diciembre de 1898, Me Kinley -arrastrado
por la ola de orgullo patriotero y belicista que había seguido a la rápida victoria
sobre España- ordenó al Departamento de Guerra extender la ocupación militar
de Manila al resto del archipiélago. Las dudas de Aguinaldo se confirmaron, y
éste encabezó una resistencia armada, acción que empujó al Senado a apoyar el
tratado de anexión, en febrero de 1899. Para esa fecha, pocos meses después de
la retirada española, los norteamericanos tenían 120 mil hombres en el
archipiélago combatiendo contra los “insurrectos”, y las bajas empezaron a
contarse por miles. Tardaron en “pacificar” la isla. Durante años siguieron los
atentados, y la ocupación efectiva del archipiélago, a pesar de la pistola 45,
costará a los EE.UU más hombres y más recursos que la guerra contra el
Imperio Español.
Aguinaldo había sido un patriota, un hombre soñador que se había alzado
contra la decrepita autoridad colonial y había creído de buena fe en el apoyo
desinteresado y generoso de la joven, floreciente y poderosa Unión americana,
la tierra de la libertad, la esperanza y las oportunidades. Había sido tocado por
el ejemplo abnegado de José Rizal, el médico, poeta y guerrero, el Martí
filipino, hermanados en el amor a su tierra y su anhelo de trascendencia.
“Mi Patria idolatrada, dolor de mis dolores / Querida Filipinas, oye el
postrer adiós / Ahí te dejo todo, mis padres, mis amores / Voy donde no hay
esclavos, verdugos ni opresores / Donde la fé no mata, donde el que reina es
Dios...”. El poema de Rizal, escrito en la celda la noche previa a su fusilamiento
por los españoles, señala el drama de Filipinas, de Cuba, y de tantas naciones.
El drama eterno del débil frente al fuerte, del que tiene sed de libertad y justicia
frente a la cruda realidad del poder, que termina usándolos y devorándolos.
De hecho, es altamente revelador que ambas partes en conflicto, España y
Estados Unidos, se reservaron el centro de la escena, pues como poderes
imperiales sólo ellos se consideraban a sí mismos -y eran considerados- sujetos
históricos. En la mesa de negociaciones de 1898, en la que ya era Ville Lamiere,
no estaban sentados ni cubanos, ni filipinos, ni portorriqueños.
La reconsideración de la guerra hispanoamericana como guerra hispano-
cubano-filipino-norteamericana es cosa bastante reciente, producto de la
relatividad de potenciales surgida del bipolarismo, que permitió la creación de
56
un “tercer mundo” -aunque no de una “tercera posición” real-, que
imperiosamente debió hurgar en sus raíces, en sus movimientos
independentistas y sus héroes populares. José Martí, que vivió en los años 1880
en Nueva York, que leía a Emerson y Whitman y observaba lúcidamente el
poder y la cultura de la urbe norteamericana, no dejaba de tener sus dudas
acerca de hacia dónde apuntaría ese despliegue de potencia y voluntad. Emilio
Aguinaldo, antes de morir casi centenario en 1964, debió recordar nostálgico y
dubitativo su servicio a la causa norteamericana al embarcar en Hong-Kong con
el Alte. Dewey en el Olympia. Ya en los veinte recordaba a España como
“madre”. También reflexionaría sobre las increíbles transformaciones de esa
sociedad filipina, que sí se había modernizado, urbanizado y tecnificado al
estilo del cabeza de fila de Occidente, pero que aún no podía, soberanamente,
mantenerse al margen de su política.
Pero puede decirse, sin temor a equivocarse, que fue más importante la
utilización estadounidense de la Doctrina Monroe en provecho propio que
cualquier otra cosa. Y, por razones geográficas y políticas, Iberoamérica recibió
el mayor golpe. “Yo creo con todo corazón en la doctrina de Monroe -decía
Teddy-, que debe ser mirada, simplemente, como una gran política internacional
panamericana, vital para los intereses de todos nosotros. Los EE.UU tienen y
deben tener y es preciso que siempre lo tengan, el deseo, tan sólo, de ver a las
repúblicas hermanas del hemisferio occidental continuar floreciendo y la
determinación de impedir a toda potencia del Viejo Mundo de adquirir un nuevo
territorio aquí, en este continente occidental”.40 Lo que quizá ni el propio
Roosevelt podía preveer era que, con el tiempo, esta Monroe Doctrine se
expandiría hasta limitar con Corea y los Balcanes.
Teddy comprendió que las poesías de Rubén Darío eran más que literatura;
sostuvo que el principal obstáculo al dominio de Iberoamérica era el
catolicismo. El temor que la cada vez más poderosa Unión suscitaba en
Iberoamérica luego de la toma de Cuba y Filipinas -que en el fondo era no sólo
miedo a la hegemonía norteamericana sino a la norteamericanización-,
encabezó un largo debate en todo el continente, cuyos exponentes fueron
luminarias como Darío y José Enrique Rodó. Con impecable retórica, opusieron
una barrera de valores al avance “calibanesco”, barrera que pocas veces se
plasmó en algo más que un brillante escudo. Como al poder sólo se contesta con
poder, en el siglo veinte surgieron innumerables focos revolucionarios de todo
tipo y condición en Iberoamérica; puede afirmarse que 1898 se perpetuó en un
sinnúmero de continuas luchas de liberación y guerras civiles en el seno del
continente. Pero eso es motivo de otra reflexión.
57
El “Desastre” visto desde España
68
Algunas opiniones argentinas sobre la guerra hispanoamericana
78
De 1898 al Golfo y los Balcanes. Un siglo de globalización
Se han dado todas las justificaciones posibles de las razones por las cuales
EE.UU combatió a España, porque es difícil encontrar una razón terminante
valedera, si bien existen diversas explicaciones que, como se ha visto, giran en
torno del impulso mesiánico estadounidense.
Se puede argüir, y es correcto hacerlo, que los poderes indirectos fueron los
auténticos impulsores de aquella guerra, y probada está su responsabilidad en la
actual globalización. A partir de la fratricida Guerra de Secesión, estos poderes
indirectos, pretextando la defensa de los más sublimes ideales en nombre de la
“humanidad”, embarcaron al laborioso y ordenado pueblo norteamericano y sus
enormes recursos en sucesivos conflictos internacionales, con el objeto principal
de la consecución y mantenimiento de sus propios beneficios.
El concepto de “guerra justa”, inaugurado en el enfrentamiento por la
cuestión de Cuba -que culmina en la discriminación del adversarte como
depositario del mal-, acompañará esta empresa comercial y financiera desde
1898 hasta el presente. El aprovechamiento de un movimiento emancipador con
fines de engrandecimiento político y económico del poder nacional
estadounidense y de su constelación de poderes, resultará evidente desde
entonces. La apoyatura ideológica de tipo mesiánico, de raíz calvinista y
maniquea -yo soy el salvado y puedo dar la libertad, la salvación a los demás-,
unido a la doble moral -el remplazo de la salvación por el business y la
búsqueda del p r o fit- asoman acabadamente en la guerra hispano-cubano-
filipino-norteamericana.
Sin embargo, es injusto detenerse sólo en dichos aspectos, y resultaría un
examen parcial la sola lectura de esos elementos. Por una resultante de causas,
varias de las cuales se han tratado en esta reflexión, la Unión americana había
alcanzado su eclosión como poder mundial a fines del siglo pasado, y era
evidente la autoimagen de ese poder, la visión síquica que la sociedad
norteamericana tenía de sí misma en ese instante histórico. La dinámica
expansionista surgía naturalmente, del modo fresco y espontáneo que tienen las
fuerzas emergentes en la historia cuando les llega la hora.
Pensadores de renombre como Max Weber y Oswald Spengler, entre otros,
consideraban que al hombre, frente al acontecer, se le presentan dos
alternativas: o los valores humanos se realizan en un proceso histórico, o el
manejo y el desenvolvimiento de dicho proceso no respeta las instituciones
humanas, es decir no tiene realmente un sentido. Ellos pensaban esto último. Si
se considera la evolución del empíreo mundial en el último siglo, es fácil
sentirse inclinado a las tesis de mentes tan lúcidas y poderosas.
Sin embargo, sin razonar acerca de una posible teleología de 1a historia -
79
que no es motivo de este trabajo-, importa destacar que el fenómeno de
globalización ha seguido una evolución coherente e implacable. Es el producto
de un lógico desarrollo sociotecnológico -acerca del cual Ernst Jünger y tantos
otros nos enseñaron que era ocioso reflexionar sobre la bondad o maldad del
acontecer-, cuyo pilar es el monopolio de las finanzas, la tecnología, las
comunicaciones y los servicios por parte de un occidente cada vez más
americanizado y -como diría Cari Schmitt- acompañado de la consiguiente
“neutralización de la cultura”.
Obviamente, el proceso sociotecnológico orientado al one world no dejó de
tener grandes resistencias y altibajos, aunque se reveló hegemónico casi desde
el principio. Cierto es que occidente ha inficionado el planeta entero, pero existe
la certidumbre de que el proceso de globalización está llegando a sus límites, sin
haber conseguido su objetivo de homogeneización cultural, como los más
optimistas futurólogos de los setenta preveían. Bien resulta que la aldea global
no se ha consolidado mas allá de las comunicaciones y ciertos valores
impuestos desde los centros productores de sentido; en el plano político y
cultural se están dando algunas de las mayores batallas, entre la tendencia
globalizante y diversos diques de contención y resistencia.
La idea de decadencia es inseparable de la de globalización. Aunque un
estudioso joven como Arthur Hermán considere que esta idea es una
construcción de los intelectuales, él mismo facilita una visión de la declinación
específicamente norteamericana. Henry y Brook Adams eran miembros del
círculo bostoniano que incluía a Cabot Lodge, Beveridge y Teddy Roosevelt.
“La civilización que no avanza decae”, escribió Brook en 1900; la idea del
imperialismo como renovación continua es central en el pensamiento de Teddy
Roosevelt.
Pero Henry y Brook Adams no coincidían en cuestiones de fondo. Brook
trataba escépticamente la idea, largamente aceptada por los historiadores, que la
civilización occidental estaba destinada al progreso indefinido. Pero tomó la
incipiente guerra con España como una prueba de que su original teoría de la
concentración monetaria había sido prematura; la distribución final de las
fuerzas y energías globales aún no se había alcanzado. Consiguiendo colonias
de una civilización moribunda (España) y suplantando el poder económico de
otra (Gran Bretaña), los EE.UU podían postergar el comienzo de la decadencia
también en forma indefinida. En el futuro combate darwiniano por los recursos
del planeta, serían puestas a prueba máxima las energías y recursos de las
civilizaciones modernas. Si la expansión cesara, la única salida posible para esta
energía vital sería la competencia económica, que sólo beneficiaría a los
capitalistas.
Henry, contrariamente, consideraba la guerra hispanoamericana y el
80
jingoísmo como partes de las mismas fuerzas corruptas que se habían puesto en
movimiento en la guerra de 1812, y vio el ascenso de los EE.UU hacia el
globalismo como una evidencia de su decadencia. Constituye el reverso de la
misma moneda que conforma con su hermano; pero es evidente que la
manifestación de la política estadounidense sigue más las generales de' Brook.
En su Law of Civilizations on decay, Brook enfatizó no sólo la influencia de la
economía y la geografía en la historia de los Imperios, sino que profetizó la
declinación británica, el ascenso alemán y la ruptura del equilibrio de poder
europeo que había sido paciente y laboriosamente mantenido después del
Congreso de Viena.
Pero lo más significativo es que, si bien la expansión de los EE.UU se
benefició grandemente de esa ruptura de equilibrio y la consiguiente Gran
Guerra civil europea, y posteriormente con el suicidio final del Viejo Continente
en 1939-45, esa expansión comenzó a tener su entropía a partir del desafío de la
vastedad de los grandes espacios asiáticos y euroasiáticos. Además, creaciones
como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), bajo virtual
dominio norteamericano, y la capacidad panintervencionista del Tío Sam a
escala planetaria, no oscurece la realidad de que las grandes transnacionales
económico-financieras y de comunicaciones y servicios han sido las verdaderas
vencedoras de este siglo, especialmente a partir de la postguerra fría, incluso por
sobre el propio poder del gobierno norteamericano. Hoy, no se sabe quién toma
realmente las decisiones en política internacional, si los gobiernos o las bancas,
las bolsas o el mercado. Una vez más, la advertencia de Brook y la denuncia de
Henry se hacen evidentes.
La continua oscilación entre expansionismo imperialista y autocrítica
despiadada será una constante en la política exterior estadounidense, que se
traducirá en el péndulo entre panintervencionismo y aislacionismo. Bien dice
Lemer: “como todos lo que creen mesiánicamente en una idea, los
norteamericanos no comprenden porqué el resto del mundo no la adopta. No
obstante, el censor autocrítico que les infunde el temor a las causas absolutas, y
que los desilusiona cuando sucumben a ellas, los obliga a retraerse”.5í
Los mayores obstáculos al one world y al politicaly corred lo constituyen
tanto los nacionalismos como los fundamentalismos -aquí Samuel Huntington
da en la clave-, y es sintomático que un hombre de negocios como George
Soros, ante la imposibilidad virtual de un estado mundial, proponga en sus
escritos una suerte de control internacional -especialmente económico- basado
en una justicia global por encima de las fronteras, acompañada de un
correspondiente mecanismo fiscalizador y correctivo. Constituyen intentos de
estabilización y mantenimiento de un sistema en crisis, en el cual los verdaderos
actores son los poderes indirectos antes que los Estados nacionales. De
momento, pareciera que vivimos en un mundo, -luego del fin de la guerra fría y ;
del bipolarismo- ni unipolar ni multipolar, sino apolar, donde una serie de
grandes espacios en formación están luchando por consolidarse.
A partir del triunfo sobre España, los EE.UU, cautelosamente al principio, j
de manera más evidente con el paso del tiempo, expandieron la Doctrina
Monroe hacia el este y el oeste. Tal como lo había considerado Lodge, y
refrendado Bismarck al señalar la lengua común como el acontecimiento más ¡
importante para el logro de la alianza angloamericana, los EE.UU utilizaron |
como cabeza de puente en el Viejo Continente a la Rubia Albión, a la cual en ;
dos oportunidades salvarían de sucumbir. De algún modo, entre 1914 y 1945, se
produce un creciente trasvasamiento del poder imperial británico a manos j
norteamericanas. ■
Si atendemos las causas efectivas de la entrada de EE.UU en ambos
conflictos mundiales, veremos que tienen una raíz marítima, lo cual engrandece j
aún más la presencia de Mahan en la historia intelectual norteamericana. Uno es .
el caso del Lusitania, transatlántico inglés en el que viajaban varios
estadounidenses, algunos de ellos muy importantes (además de llevar munición ;
de guerra) hundido por un submarino alemán en 1915, acontecimiento que
aprovechó la prensa sensacionalista para crear en la Unión el consenso para ;
intervenir. El gobierno de Woodrow Wilson justificó que EEUU fuera a la
guerra con palabras similares a las de McKinley: “Estamos felices de luchar por
la paz definitiva, por la libertad de todos los pueblos del mundo, para garantizar ¡
la democracia en el mundo... Nos alineamos con los derechos de la
Humanidad”. Por supuesto, también se iba a la guerra para expandir e imponer
la industria, el comercio y las finanzas norteamericanas. ’
El otro aspecto es la conducta marítima estadounidense durante el siguiente )
conflicto mundial. Mediante la denominada Ley de Préstamos y Arriendo, los i
norteamericanos proporcionaron decenas de destructores a bajo costo a los ¡
ingleses, amenazados por la campaña submarina germana en los primeros años ;
del conflicto. Posteriormente, los propios buques de guerra de EE.UU, pese a ,
ser neutrales, escoltaron a los convoyes en abierta provocación a los alemanes.
La culminación fue el ataque japonés a Pearl Harbour a f ines de 1941 -colofón 1
del choque por el dominio marítimo en el Pacífico entre el Tío Sam y el Imperio
del Sol Naciente-, en circunstancias muy controvertidas, ya que Washington ;
estaba en posesión de las claves japonesas, y algunos historiadores, incluso
americanos, han señalado que el presidente Franklin D. Roosevelt estaba al
tanto del ataque, y lo aprovechó para galvanizar la voluntad de la nación, I
fuertemente aislacionista, e intervenir en el conflicto.56 ;
Hay un continuo entre el primer “recuerden” -Remember The Alamo, que
fue el leit motiv de la guerra con Méjico, el Remember The Maine y el
82
Remember Pearl Harbour. Trasciende el marco de este ensayo, pero es
innumerable la bibliografía que estudia el accionar de la prensa y los medios de
difusión, los grupos de presión de la élite y los poderes indirectos en la política
internacional del gobierno de los EEUU en los grandes eventos del siglo, desde
ambas guerras mundiales hasta los incidentes del Golfo de Tonkin y del Golfo
Pérsico.
En 1896se creó el cinematógrafo. La prensa amarilla norteamericana
comprendió de inmediato las ventajas del enorme efecto comunicativo de las
imágenes del cine; en 1898 hicieron algunos cortos pretendidamente
documentales, con la intensión de teñir de patriotismo y heroísmo la campaña
del Caribe y las Filipinas. El enemigo hispano fue presentado como
desorganizado y cobarde, huyendo en tropel ante la atildada presencia de las
fuerzas de la Unión. En un cuarto de baño neoyorquino, con siluetas de cartón
movidas por hilos y un fondo de humo de tabaco se montó un engaño histórico
simulando la batalla naval de Santiago de Cuba. Los verdaderos reporteros
recogieron imágenes muy distintas de la auténtica guerra.
De todos modos, este conflicto también inauguró una constante de la
centuria siguiente: la manipulación de imágenes y la confección de fotos y
filmes fraguados. En la campaña patriotera consiguiente, el gobierno
norteamericano creó distintos tipos de condecoraciones y distinciones por actos
de servicio, utilizando hábilmente los hechos de arrojo de sus ciudadanos para
contribuir a la justificación de su política intervencionista. No hay noticias de
que algún cubano, filipino o portorriqueño haya recibido condecoración alguna
por su contribución a la lucha común contra España.
Lo que importa destacar es que empero,
en 1898, el periodismo preparaba la opinión pública con sus noticias
truculentas, que parcializaban y bastardeaban la Verdad, pero el honor existía
entre marinos y militares, vencedores y vencidos. Con el tiempo, la
discriminación terminó alcanzando a políticos y militares. Existe un abismo
entre el trato dado al Alte. Cervera y su hombres, y los Juicios de Nuremberg y
Tokio, entre las negociaciones de París y de Yalta.
Si bien personajes como Lodge y Teddy Roosevelt eran reconocidos por
pertenecer al Morgan Hill, no significaba que su amistad con el banquero
vulnerara su servicio a la nación; en todo caso aquellos políticos compartían el
poder con los grandes empresarios y financistas, y nunca dejaban que sus
relaciones privaran sobre el interés nacional. Digan lo que digan, su patriotismo
es evidente. Basta recordar que el fin del siglo XIX es la época en que se
combinaron las grandes masas de capital formando los Trust, y que Teddy
Roosevelt, en su segunda administración, ordenó la investigación del activo y
de los métodos comerciales de las grandes corporaciones financieras (algo
83
similar quiso hacer John F. Kennedy mucho después). Pero rápidamente esta tras la ruptura del balance de poder que trajo aparejada la Gran Guerra y la
situación degeneró. ineptitud de la Sociedad de Naciones para restablecerlo, apareció en Europa una
Con la Gran Guerra, en la mayoría de los países una prensa más o menos nueva filosofía, que remplazaba el mito del Hombre Económico -factor
libre fue sustituida por otra sometida a censura, dirigida y manejada para fundamental del capitalismo y del marxismo- por el mito del Hombre Heroico.
condicionar conciencias y voluntades. La potencia económica siempre se había En el nuevo mito movilizador, los deberes estaban por encima de los derechos,
apoyado en la prensa; en 1930 el financista y traficante de armas Sir Basil la vida era sacrificio por los demás antes que egoísmo, y la comunidad era
Zaharoff dominaba más de veinte periódicos en Europa, llegando a su apogeo superior al individuo. “Es un error común y estúpido -decía Drucker- ver en la
como árbitro de la política del Imperio Británico. La Conferencia de 1929 de la exaltación del sacrificio en el totalitarismo una mera hipocresía, autodecepción
Sociedad de las Naciones para tratar las deudas de guerra e imponer un o propaganda ruidosa. Fue el producto de una profunda desesperación. Como
concordato, estaba formada casi exclusivamente por técnicos y expertos en los nihilistas de la Rusia de 1880, en Italia y en Alemania no fueron los peores,
economía internacional, en su mayoría directores de grandes bancos, sino los mejores elementos de la generación de postguerra quienes se negaron a
independientes supuestamente de toda influencia política y de los intereses de comprometerse con un mundo sin valores genuinos”.
los pueblos mismos. Esta Conferencia, que debía tratar problemas europeos, fue Resulta secundario en esta reflexión señalar la confusión de ideas, los
presidida, sin que mediara explicación alguna, por Mr. Owen Young, financista errores cosmovisionales, las obsesiones creadoras de “antitipos” y la violencia
norteamericano que había apoyado la campaña del presidente W. Wilson. La surgida de esta efervescencia social, política y cultural. Basta apuntar que la
idea central fue la creación de un Superbanco por sobre la soberanía de los gran tragedia de 1939-45 también debe ser explicada a la luz de esta oposición
Estados, mero instrumento de la finanza internacional. Varios parlamentarios feroz entre el “Hombre Económico” y el “Hombre Heroico”. La tesis de
europeos, asombrados por esa actitud inconsulta, protestaron sin ser escuchados. Drucker, para una mejor comprensión, ha de ser complementada con otras,
Desde entonces, las decisiones de la alta finanza internacional dejaron de ser como las de “nacionalización de las masas”, de George Mosse, y de “guerra
discutidas. civil europea” de Emst Nolte, que no es del caso desarrollarlas aquí.
Consecuentemente, hubo reacciones terribles. La revolución ideológica y La Segunda Guerra Mundial fue no sólo un encuentro cosmovisional sino
política surgida en Europa -también en Extremo Oriente-, entre ambas guerras un combate por la supremacía terrestre entre el III Reich y la Unión Soviética, y
mundiales, no fue más que la rebelión de naciones y pueblos y sus tradiciones por la supremacía marítima entre el Japón y los Estados Unidos; todos los
particulares, frente a la fuerza anónima de homogeneización econóiñica por demás se movieron al compás de esos cuatro colosos. Interesa aquí, en orden a
parte de los poderes conexos a la expansión financiera con base en el mundo nuestra línea de pensamiento, señalar dos aspectos de la política norteamericana
anglosajón. Cari Schmitt ha definido el segundo conflicto mundial como la en el conflicto. El primero es la “rendición incondicional”; el segundo el “Plan
lucha entre un gran espacio de poder europeo, liderado por la potencia alemana, Morgenthau”.
frente a dos principios panintervencionistas: el comunismo soviético, con la En enero de 1943, dos meses después de poner los Aliados pie en África, el
consecución de la dictadura del proletariado en todo el orbe, y el capitalismo presidente Franklin Roosevelt y el Premier Winston Churchill se encontraron
angloamericano, con la imposición de la economía libre de mercado y la en Marruecos; Stalin fue invitado pero no asistió. En las reuniones con la
democracia liberal en el mundo. Era la consecuencia de la última línea global, la prensa, el presidente de la Unión usó una expresión tomada directamente del
concepción “hemisférica” implementada por los EE.UU.57 Spykman fue el gran Gral. Grant al iniciar su tristemente célebre “larga marcha” de la Guerra de
impulsor de la geopolítica hemisférica norteamericana; se trataba de romper el Secesión: “rendición incondicional” (“El plan de guerra -dijo Roosevelt-
cerco del Mundo Antiguo sobre el Nuevo Mundo, donde EE.UU encabezaría un propone la rendición incondicional de las potencias del Eje”). Si la intención era
frente común contra Europa. Este pensamiento sigue vigencia en la política avisar a Stalin que los anglonorteamericanos estaban dispuestos a luchar hasta
mundial de Washington. el fin, el efecto fue infortunado: inexistente en el léxico del ius publicum
Pero hay otra cuestión aquí, que una vez más señala la importancia del europeo, impulsó a Alemania a una resistencia a ultranza -también al Japón-, de
trasfondo espiritual que toda época esconde tras los emergentes políticos, en modo que, al no distinguir gobernantes de gobernados, consiguió que
este caso, los nuevos desafiantes del orden internacional estructurado en prácticamente la totalidad de la población germana -y japonesa-, acosada desde
Versalles. Peter Drucker, hombre lúcido, hace tiempo lo señaló, al afirmar que, todos lados y por los bombardeos, cerrara filas con el régimen aún sin quererlo.
84 85
Nosotros creemos que fue intencional: el gobierno norteamericano inauguraba a
nivel mundial el estilo de guerra que el Norte había impuesto al Sur; es decir
quebrar totalmente la voluntad del adversario imponiéndole absolutamente sus
condiciones o aniquilarlo.
Infortunada también, por sus efectos en el endurecimiento de la resistencia
alemana y la tragedia posterior, fue el aval dado por Roosevelt y Churchill, en
setiembre de 1944, al denominado “Plan Morgenthau” para el tratamiento de la
Alemania de post-guerra. El programa consistía en la eliminación de las
industrias germanas y en la conversión del país a una nación primariamente
agropecuaria. Era idea del Secretario del Tesoro, Henry Morgenthau, quien
convenció a Roosevelt a pesar de la oposición de hombres como Hull y
Stimson; los ingleses aceptaron a regañadientes, como parte del compromiso
contraído con los norteamericanos. La consecuencia fue que, como efecto del
plan, centenares de miles de alemanes fueron condenados a la inanición, cosa
que ha permanecido casi oculta prácticamente hasta hoy.58
El proceso socioteconológico frío, cínico e inevitable, como diría Ernst
Jünger, desenmascaró la violencia criminal inherente a nuestro siglo. Han sido
los sistemas totalitarios, el comunismo y el nazifascismo, quienes encamaron
arquetípicamente esta criminalidad desbordante, pero hay que admitir que la
violencia connatural a estos fenómenos políticos había sido claramente expuesta
en sus propias bases revolucionarias, ideológicas y doctrinarias. En cambio, el
demoliberalismo anglosajón había incurrido en una criminalidad y violencia
incompatible con su combate en nombre de la libertad y la justicia. Una cosa no
desmiente ni justifica la otra.
Luego del fin de la Segunda Guerra Mundial y el triunfo del hombre
económico, visto que Stalin no estaba dispuesto a abandonar las premisas de
revolución mundial para el logro del Comunismo, habiendo llegado a un
ambiguo pero firme acuerdo de condominio compartido del planeta en la
Conferencia de Yalta, surgió un conflicto negociado que se conoció como
"guerra fría”, consolidado al amparo del techo atómico de los armamentos.
Entonces, la política concertada entre las dos grandes potencias consagró el
bipolarismo. Las Naciones Unidas, surgidas al fin del conflicto, estaban bajo
virtual control de EE.UU y la U.R.S.S. En los vaivenes de este juego mundial,
las fuerzas que se movieron en el tablero de ajedrez planetario terminaban, de
una u otra forma, siendo peones de ambos polos de poder. La guerrilla, tanto
rural como urbana, en las periferias del mundo y los represores de la “doctrina
de seguridad nacional” han sido las dos caras de una misma tragedia dialéctica.
Es lo que Nolte denominó “guerra civil mundial”, como continuación de la
guerra civil europea.
En el caso de Iberoamérica -y el resto del que fuera llamado Tercer Mundo
86
hasta la caída del Muro de Berlín-, el poder de Washington, con la colaboración
activa de la CIA, fue el factor esencial en la caída de numerosos gobiernos,
implementando asimismo diversos mecanismos de represión contra los distitnos
movimientos que pretendían constituirse en fuerzas de autodeterminación
nacional. La caída de Arbenz en Guatemala, la imposición de las dictaduras
corruptas de Batista en Cuba, Trujillo en Dominicana y Marcos en Filipinas, así
como los golpes de estado que llevaron al poder al General Pinochet en Chile y
a la Junta Militar en Argentina, deben contabilizarse en el haber de la política
norteamericana en esta “guerra civil mundial”.
Chomsky sostendrá que “las juntas militares de América y Asia son
nuestras juntas. Muchas de ellas fueron directamente instaladas por nosotros o
son directamente beneficiarías de nuestra intervención directa, y la mayoría de
las demás surgieron con nuestro apoyo tácito, utilizando entrenamiento y equipo
militar proporcionado por los Estados Unidos. Nuestra subversión e
intervención masiva se ha limitado casi exclusivamente a derroca» a
reformadores demócratas y radicales; rara vez hemos ‘desestabilizado’ a
regímenes militares, por más corruptos y terroristas que fuesen”.59
Los conflictos de Corea en la década del cincuenta y de Vietnam en la del
sesenta demostraron las limitaciones de la guerra democrática. En un país donde
la opinión pública tiene mucho peso, como los EE.UU, las imágenes de tantos
muertos brindadas por una televisión libre, condicionaron la política interior
norteamericana y contribuyeron al aislamiento y a la voluntad de derrota que
anidaba en vastos sectores de la población. Conscientes de ello, a partir de
Grenada, la información fue sometida a cierta censura y se trató de conseguir,
por todos los medios, la rendición del adversario de tumo por medio de una
tecnología militar altamente sofisticada -que impidiera el combate entre fuerzas
terrestres-, acompañado del aislamiento político internacional del adversario y
su demonización.
El pólice bombing -bombardeo policíaco desde el aire- y el bloqueo serán
las principales armas de los EE.UU y sus aliados -voluntarios e involuntarios-
europeos. Para acompañarlo de una opinión pública domesticada y favorable, se
hizo necesario un complejo mecanismo internacional de seguridad colectiva,
siempre liderado por los estadounidenses, en el cual compartir el peso del
liderazgo mundial consecuente a la caída del Muro de Berlín y la autodisolución
soviética. Este mecanismo tiene tres características esenciales: discriminación
del adversario, que como en toda represión policíaca -en este caso a escala
planetaria- queda reducido de jefe de Estado a la categoría de gángster o
criminal internacional, sea Saddam Hussein o Milosevic; desproporcionalidad
en el uso de la fuerza, es decir se puede aplicar todo el peso de las armas
modernas sin protesta de la comunidad internacional, pues se actúa sobre
87
alguien que supuestamente está al margen de ella; dilución de la responsabilidad
política y militar en la fuerza punitiva de seguridad colectiva.
El accionar político y militar en nombre de la “humanidad” -que fue el
argumento de Me Kinley para intervenir en los asuntos de España en Cuba- se
convirtió, en un siglo, en práctica cotidiana del accionar político internacional
Y la vanguardia de este modo de ser y actuar lo constituye la concepción
atlantista que, primero, compartió el poder con las Naciones Unidas y que,
después, para evitar el veto euroasiático (Rusia y China) en el Consejo de
Seguridad de dicho organismo, prescindió olímpicamente de la ONU para
actuar directamente a través de una OTAN ampliada.60 La ampliación de la
OTAN no es sino la expansión del atlantismo en el gran espacio euroasíatico.
Y, en los hechos, la imposición de la Doctrina Monroe al glacis europeo,
tratando una región como los Balcanes como si fuera el Caribe.
Uno de los más conspicuos asesores en política internacional de los
Estados Unidos, el Prof. Zbigniew Brzezinski, ha sido el principal impulsor de
la idea de que si la Unión Europea se extiende hacia el este, también debe
extenderse su órgano de seguridad. Y dado que muchos de los países de Europa
occidental son miembros formales de la OTAN, organización en la cual los
EE.UU son el principal actor, es inconcebible dejar de considerar que los temas
de seguridad europea también hacen a la seguridad norteamericana.
Según Brzezinski, la reunificación alemana y la caída de los regímenes
socialistas en Europa del Este, unida a la desafortunada experiencia de la guerra
interbalcánica, aconsejaban la incorporación a la OTAN de los países europeos
centro-orientales e, incluso, de Rusia. (Hasta ahora los rusos han sido muy
reticentes). De este modo, una OTAN expandida aseguraría la paz frente a
cualquier problema que pudiera surgir en los Balcanes así como más al este.
Dicho "Plan para Europa" presume, obviamente, el liderazgo norteamericano,
único que puede ayudar a crear una Europa unida y confiable para el próximo
siglo. Bien visto, este plan supone la consolidación de la primacía
estadounidense en Europa y el control sobre la posibilidad de todo resurgir
nacionalista en Rusia y Europa Continental. (El tratamiento dado a Serbia es
sintomático).
Otro notorio especialista en política internacional, Henry Kissinger,
también sostiene que las relaciones transatlánticas de EE.UU son prioritarias
para el siglo XXI. El éxito o fracaso de la Unión Europea de conformar
definitivamente una unidad política, la posición de Rusia en el contexto
internacional y el grado de extensión de la OTAN signarán la política atlántica
de Washington. La ampliación de la OTAN -sostiene Kissinger- y, a su debido
tiempo, una zona transatlántica de libre comercio, constituyen las piedras
fundamentales de una empresa que representa un interés político fundamental
88 .
para EE.UU. Esta es una visión incompatible con la entrega de las nuevas
democracias centroeuropeas a una esfera de influencia tradicional, concluye.
Kissinger propone extender la OTAN por dos razones: una es marcar de
cerca a Rusia, ocupando su antiguo "triángulo de seguridad", la otra es llevar los
límites de la organización más allá de la frontera alemana actual, pues si ésta
fuera la línea de defensa común, Berlín, aprovechándose de su posición, podría
llegar a cuestionar el liderazgo estadounidense.
En una cosa coinciden evidentemente Kissinger y Brzezinski: la necesidad
de "un liderazgo norteamericano firme e iluminado" para garantizar un orden
internacional "humanizado y pacífico".61 El discurso no ha cambiado demasiado
desde 1898.
A su vez, el presidente Clinton, en su mensaje al Estado de la Unión al
asumir su segundo mandato, también dijo palabras esclarecedoras: "Para dar a
los Estados Unidos medio siglo más de seguridad y prosperidad, nuestra
primera tarea es ayudar a establecer una Europa indivisa y democrática. Cuando
Europa es estable, próspera y está en paz, EE.UU está más seguro. Para ello
debemos ampliar la OTAN, estableciendo una relación estable entre ella y una
Rusia democrática...si EE.UU quiere seguir dirigiendo el mundo, quienes
dirigimos EE.UU tenemos que encontrar, sencillamente, la voluntad de pagar el
billete". Esta es una clara apelación a mantener y perfeccionar el aparato militar
norteamericano.
Evidentemente, los EE.UU son algo más que otro socio de la OTAN. A
fines de 1996, los países integrantes de esta organización, reunidos en Bruselas,
debían armonizar sus puntos de vista con miras a una acción conjunta futura. No
terminaron de ponerse de acuerdo. Francia, que tiene un puesto en el
mecanismo militar de la OTAN desde 1995, quiere hacer de la identidad
europea de defensa y seguridad el elemento central. Pero los EE.UU, hasta
ahora, no están precisamente dispuestos a que Europa tenga una auténtica
soberanía militar, ni a perder el derecho de veto sobre las decisiones europeas.
El Pentágono no piensa entregar las palancas de la maquinaria.
El colofón ha sido la incorporación de Polonia, República Checa y Hungría
al mecanismo de la OTAN y la siguiente agresión a un país soberano, Serbia,
por parte de dicha organización en el jubileo de su cincuenta aniversario, con el
pretexto de defender a la minoría kosovar. Obligados, mal que les pese, a
compartir esta aventura con el atlantismo, los países de Europa continental
deben ahora admitir un área de conflicto en los Balcanes. Las premisas de
Brzezinski, Kissinger y Clinton se han cumplido y, dígase cuánto se quiera, el
hecho consumado de la guerra de Kosovo, como la guerra hispanoamericana un
siglo atrás, es también un conflicto entre Estados Unidos y Europa. Al igual que
lo declaró Me Kinley en 1898, la guerra de Kosovo -como la del Golfo- es una
89
“guerra humanitaria”, para establecer en la práctica un protectorado.
Si la guerra del Golfo fue la defensa de los intereses petroleros occidentales
disfrazada de humanitarismo, Kosovo también esconde objetivos económicos -
minería, posibilidad de oleoductos, etc.- que una vez más indicarían que, en un
mundo donde las naciones cada vez cuentan menos, el Estado más poderoso ha
pasado a ser, en la práctica, el mayor gestor del capitalismo abstracto. Pero no
debemos descuidar los aspectos geopolíticos.
Con absoluta franqueza, Brzezinski afirma que el poder global
estadounidense, único por la rapidez de su ascenso, en escasamente un siglo,
puede ahora actuar también en el espacio euroasiático. El interés prioritario de
EE.UU es evitar que cualquier otra potencia o coalición la excluya de dicho
espacio. La presencia de EE.UU en Eurasia debe asegurar que este enorme
espacio se abra a la economía de mercado y al pluralismo del sistema liberal. Al
igual que el poder norteamericano no se detuvo en el Caribe y el Pacífico en
1898, no está dispuesto a detenerse ahora. Los Balcanes, señala Brzezinski, son
eurasiáticos. Por ende, la intervención de EE.UU en esa área no es más que
entrar en la antesala del heartland del planeta.
Sin embargo, es erróneo pensar que detrás de la extensión de la OTAN, la
consiguiente guerra humanitaria y el avance sobre Eurasia sólo existe la
voluntad de poder de EE.UU, de sus aliados y de los poderes indirectos que en
ellos se escudan, camuflado cínicamente de democracia, libertad y progreso.
También existe la convicción de que occidente significa todo eso y más.
Subyace la idea mesiánica -repitámoslo- de que la economía de mercado y la
democracia liberal a escala planetaria traen necesariamente la felicidad y la paz
mundial. En el discurso de Clinton hay un claro pasaje, la referencia al versículo
58:12 del profeta Isaías: "Levantarás los cimientos que han de durar numerosas
generaciones, serás llamado el que ha reparado la brecha y hace seguros los
caminos”. Haciendo suyo este mensaje, el presidente concluye: “EE.UU no es
un lugar, es una idea, la idea más perfecta de la historia de los pueblos".62
Lo anterior evidencia plenamente el mesianismo veterotestamentario, tan
propio del puritanismo que -no obstante todos los cambios ocurridos en la
sociedad estadounidense en el último medio siglo- aún signa la política
norteamericana, con su mensaje salvacionista y su doble moral. Antes fueron
Mahan y Spykman, ahora, en los escritos de Brzezinski y Kissinger, como en
los discursos de presidentes como Bush y Clinton, encontramos continuas
referencias a los postulados antedichos.
Lo que resulta preocupante es que, tratándose -por sus recursos
económicos, tecnológicos y militares- del principal país del planeta, los EE.UU
crean genuinamente que su modo de vida debe ser la forma de existencia de
todos los demás. Desvalorizan a quien no piensa igual; atacan a quien se opone
90
a su sistema, en cualquier parte del globo, porque creen, de buena fé, que su
política panintervencionista no debe tener fronteras, pues se consideran a sí
mismo la salvaguarda y la garantía de la paz y de un mejor derecho.
Paul Kennedy señala que, ante la realidad de los EE.UU como number one
mundial, flotan dos interrogantes: si en el aspecto militar y estratégico, pueden
conservar un razonable equilibrio entre las exigencias de asumir ese rol
planetario y los medios que poseen para atender ese compromiso; y si, además,
pueden las bases económicas y tecnológicas de su poder afrontar los desafíos
de las pautas siempre cambiantes de la producción mundial. Resulta obvio que
existe una competencia económica declarada entre los grandes bloques -Nafta,
Unión Europea y Extremo Oriente-, pero además a lo que Kennedy apunta sin
decirlo claramente, es que ninguna potencia, ni siquiera los EE.UU, puede
violar la ley de los grandes espacios. La experiencia histórica indica que,
cuando más poder se tiene, más deben ejercerse los mecanismo de ese poder, y
mayor desgaste es la consecuencia. Las experiencias del Imperio Español a
partir del S. XVII, la Francia napoleónica, el IIf Reich, el Japón Imperial y, en
cierto modo, los propios EE.UU desde Corea hasta el sudeste asiático, así lo
demuestran. Es menester recordar que la máxima expansión de Roma y su
carácter cosmopolita constituyó el germen de su decadencia y disgregación. La
caída del Muro de Berlín y la autodisolución de la U.R.S.S, lejos de solucionar
los problemas internacionales, multiplicó los compromisos de EE.UU en el
mundo, cosa que ya temían los aislacionistas del 98.
Existe otro problema que señala la debilidad relativa del “número uno”. A
pesar de la evidente voluntad política de la Casa Blanca para ejercer el liderazgo
mundial, la sociedad norteamericana no puede asumir el costo de tener muertos.
Luego del atentado de Beirut, que segó la vida de doscientos cuarenta marines
en un día, y la descabellada intervención en Somalia, con cuarenta muertos, el
“síndrome de Vietnam” volvió a aflorar de modo tal, que las acciones contra
Serbia por la cuestión de Kosovo no constituyeron más que una operación
policíaca de represión desde ¡a distancia, sin contacto con el enemigo, con tal
desprestigio a nivel internacional que no faltaron los medios que compararon la
violencia ejercida por los serbios contra los kosovares con la desplegada por la
OTAN. El cabeza de fila de occidente necesita imperiosamente de una coalición
que le permita repartir el peso de la responsabilidad del liderazgo, más que
prorratear el despilfarro de recursos en acciones cada vez más confusas y
objetables.
Toda vez que se presenta un casas belli, en cada conflicto, debemos
reconocer qué realidades se ocultan detrás de las palabras y qué verdades se
esconden detrás de los hechos aparentes. No parece que, necesariamente, los
objetivos y los resultados hayan coincidido cada vez que se hizo el recurso a
91
una guerra humanitaria. Como bien señala Walzer: “Los juicios formulados en
casos como la guerra de Cuba, no dependen del hecho que otras consideraciones
aparte de la humanidad figuraran en los planes del gobierno, ni siquiera en el
hecho que la humanidad no fuese la consideración principal. No sabemos si
alguna vez lo es, y la medida es especialmente difícil en una democracia liberal
donde los diversos motivos del gobierno reflejan el pluralismo de la sociedad...
La intervención humanitaria implica la acción militar a favor del pueblo
oprimido y requiere que e! estado interviniente siga hasta cierto punto los
propósitos de ese pueblo... No quiere decir que los propósitos de los oprimidos
sean necesariamente justos o que hay que aceptarlos totalmente. Pero se les
debe prestar más atención de la que Estados Unidos estuvo dispuesto a hacerlo
en 1898”.6J A sí se cierra el arco que a lo largo de un siglo une a la guerra
hispanoamericana con Kosovo.
No se puede predecir el futuro, pero Napoleón decía que se puede hacer
cualquier cosa con las bayonetas menos sentarse sobre ellas, y fue cuando
desatendió su propio consejo que terminó por hartar y perder a sus propios
aliados del continente. Chomsky ha alertado también sobre las consecuencias
del panintervencionismo violento norteamericano, que termina por situar a
EE.UU en el bando de los “malos” La idea de implementar un bloque militar
compuesto sólo por países europeos, implica que Europa es concierne, luego de
la desagradable experiencia de Kosovo, de que sus objetivos de política exterior
le son dictados por EE.UU y desea independizarse de su tutela.
Nuevamente Drucker advierte: "El comunismo cedió, más eso no significa
que el capitalismo y la democracia hayan triunfado. Estos ganaron simplemente
porque eran mucho mejores como alternativa. Pero ahora que las democracias
no tienen nada con qué compararse, tienen que probarse por sus propios
méritos... estamos aprendiendo muy rápido que la creencia de que el libre
mercado es todo lo que necesita una sociedad para funcionar, es pura ilusión”.
En un mundo unipolar, one world, homogéneo, la política y la geopolítica
no tendrían sentido. Entronizaría el peor totalitarismo, pues bien se dijo que en
un mundo unificado un disidente no tendría refugio, no tendría lugar hacia
donde huir. ¿Podrá entonces la hegemonía económica y técnica del occidente
norteamericanizado terminar por imponer su vestido psíquico sobre el espíritu
de culturas y pueblos? O irrumpirán nuevas fuerzas latentes hasta ahora,
capaces de provocar, una vez más, un momento de ruptura? La historia se
caracterizó siempre por ser imprevisible, por la continua posibilidad del
acontecer. Y, más allá de la remanida globalización y sus claves económicas,
políticas y geopolíticas ocultas, esperemos sobrevengan, como en 1898, tiempos
interesantes antes que inertes y aburridos.
92
NOTAS
A los efectos de una lectura más fluida del texto, las notas, en su mayoría, abarcan varias
referencias bibliográficas.
93
pg.205. Spykman, Nicholas: Los Estados Unidos frente al mundo. FCE, Méjico 1944, pg. 84.
16 El artículo del Journal reproducido en La Nación 4/4/1898. Para el papel de Hearst véase la
obra de Companys, J..- La prensa amarilla norteamericana en 1898. Sílex, Madrid. 1998-
17 El Intparcial, Madrid, 30/3/1898 y 6/4/1898. El Socialista 22/4/1898, cit. en: Noreña, María
Teresa: “La prensa obrera madrileña ante el 98”. En: Jover Zamora, José M. (comp.): El siglo XIX
en España Planeta, Barcelona 1974, pg. 589.
18 Lokalanzeiger, Berlín, 17/4/1898. Le Temps, París, 16/4/1898. La Nación, Bs.As. 20 y
21/4/1898.3jl ultimátum de EE.UU a España y la declaración de guerra en: Varios Autores: EUA.
Documentos para su historia política. Instituto Mora, Méjico 1988, T.III. pgs. 323-332.
19 The Times, Londres, 21/4/1898. La Republique, París, 20/4/1898.
20 El texto español citado en Oncken, Guillermo (dir.): Historia Universal. Tomo XXXVIII.
Montaner y Simón, Barcelona 1929, pgs. 159-160.
21 Para estos aspectos de la amistad angloamericana véase Alien, H.C.: Historia de los Estados
Unidos de América Paidós, Bs.As. 1975, Vol.II, pgs. 47-63.
22 La Nación, Bs.As., 23/4/1898. Una semblanza de Aguinaldo en Pérez del Arco: “Emilio
Aguinaldo, el noble guerrero”. Revista Diplomática Placet. Centenario de Filipinas, Bs. A s 1998.
23 The Times, Londres, 2/5/1898. La fiase de Bismarck en La Nación. B s.A s. 7/5/1898.
24 L ’Aurore, París, 4/5/1898. La Nación, Buenos Aires 6/5/1898. E l artículo de Ferrero especial
para La Nación, Bs.As. 3/5/1898.
-5 Ver el artículo de José M. Peñaranda: “Hace cien años. Los combates de Cavite y Santiago de
Cuba” Revista Defensa, Madrid, Año XXI, N°242, Junio 1998, pgs. 52 y ss. También Elorza, A. y
Hernández, E.: op. cit. pgs. 419 y ss.
16 D el relato del Cap. Víctor Corteas y Palau, en Cuevas Torres-Campo, Alberto: Historia de la
Marina de Guerra Española. Ed..Mitre, Barcelona 1984, pg. 67 y ss.
27 De los documentos del Alte. Pascual Cervera y Topete, en Diaz Píaja, F.: La historia de España
en sus documentos. De Felipe II al Desastre, ed. cit pg. 313-315. Ver La Gaceta, Madrid,
27/6/1898.
28 Vossische Zeitung, Colonia; Hamburg Nachrichten, Hamburgo; Novosti, St. Petersburgo, cit. en
La Nación, Bs. As. 6/6/1898. El Liberal, Madrid, 10/7/1898.
29 The Times, Londres, 2/7/1898 y 11/7/1898. La Nación, Bs. As. 13/7/1898. “The splendid little
war” fue la expresión de John Hay, amigo de Roosevelt. Ver: William S. T & Current, R &
Preidel, F: A history o f the United States. A. Knopf, N ew York 1965, pg. 287 y ss.
En el Dossier “Cuba 1898” de la revista La Aventura de Ja Historia, Año 1, N°2, Madrid,
Diciembre 1998, pg. 88, se establece un cómputo estimativo de las bajas de guerra. 2136 muertos
norteamericanos (370 en combate, 266 en el Maine y el resto por enfermedades) y 1700 heridos.
Más de mil muertos y 1500 heridos han de sumarse a causa de la rebelión de los tagalos filipinos.
España tuvo entre 50 y 60 mil bajas, incluyendo la guerra contra los insurgentes cubanos y el
conflicto con los EE.UU, el 90 % por enfermedades. Los mambises perdieron 5 mil combatientes.
30 Mahan, Alfred Thayer: Influencia del poder naval en ¡a Historia. Partenón, Buenos Aires 1946,
pg. 17. Las cifras de producción en Kennedy, Paul: Auge y Caída d e las Grandes Potencias.
Plaza y Janés, Barcelona 1995, pgs. 388-389.
•’* Tuchman, Barbara: The proud tower. A portrait o f the world before the w ar 1890-1914.
Bantam Books, New York 1967, pg. 151-353. Costa, Joaquín: Ideario de Costa. Biblioteca
Nueva, Madrid 1932, pgs. 85-87.
32 Jenks. Leland H.: Nuestra colonia de Cuba. Palestra. Bs. As. 1960, pg. 39 y ss.
33 J. Tumer en La Feber, W.: op. cit. pgs. 63 y ss. Alien, H.C.: op. cit. pg. 53.
34 Tuchman, B.: op. cit. pgs. 168-171. Jenks, L.: op.cit. pgs.75-76. En el archivo documental de T.
Roosevelt figuran nada menos que 1326 papeles dirigidos a él o en relación con él por H.C.Lodge
94
entre 1889 y 1919. además de 88 del Alte. Mahan, entre 1893 y 1915. Index to the Theodore
Roosevelt Papers. Library o f Congress, Washington 1969, Vol. 2, pgs. 670-677 y 736-737.
35 Jenks. L.: op. cit. pg. 77. Forwn, marzo 1895. EUA. Documentos de su historia política. Ed. cit.
pgs, 302 y ss. Halstead en Elorza, A. y Hernández, E.: op. cit. pg. 357.
36 San Martín: op. cit. pg. 415. Pratt. J.: op. cit. pg. 215. Alien, H.C.: op. cit. pg. 53. Strongen La
Feber : op.cit., pgs. 72-80. *
37 H liot y las discusiones en el Parlamento norteamericano en Tuchman, B.: op. cit. pg. 177 y ss.
También en “Reaction; approach to war” en La Feber, W.: op. cit. último capítulo,
38 Nock, Albert Jay: The State of the Union 1870-1945. Liberty Press, Indiana 1991, pgs 68-69.
Pratt, J.: op. cit, pg. 217. Baruch, Bemard: My Own Story. Holt & Co. New York 1957, pg. 108.
3VLos argumentos a favor de adquirir las Filipinas en : EUA. Documentos..Ed. cit pgs. 337-343.
Roosevelt, Theodore: L as dos Américas. La Vida Literaria, Barcelona s/f, pgs. 3 7 / 69. The
Independen! 21/12/1899.
411 Roosevelt, Theodore: El deber de América ante la Nueva Europa. Americalee, Bs. As. 1943,
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41 Para los intereses económicos en las colonias y la política de los partidos metropolitanos, véase
Marimón, A.: op cit. pgs. 33 y ss. Esparza, José Javier: “Hispanidad y globalización. Reflexiones
a propósito de 1898 y su centenario”. Disenso N° 18, Buenos Aires, verano de 1998, pg. 14.
43 Roosevelt, Theodore: La Guerra Mundial. Ed. Maucci, Barcelona 1915, pg. 90.
43 Heraldo, Madrid, 6/4/1898, Escenas d éla vida de entonces en Francos Rodríguez, José: El Año
d e la Derrota 1898. Cía. Iberoamericana de Publicaciones, Madrid 1930, pgs. 6 9 ,1 4 9 , 153 y ss.
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33 Correspondencia recibida por el Gral. Julio A . Roca. Archivo General de la Nación. Buenos
Aires. Sala VII, N° 1306, Legajo N °78 (abril-mayo ] 898).
54 CoiTespondencia oficial entre Miguel Cañé y el Ministerio de Relaciones Exteriores de la
República Argentina 1881-1898. Archivo Generalde laNación. Buenos Aires, Sala VII, N° 2206.
Cañé. Miguel: En Viaje (J88J-J882). Sopeña, Buenos Aires 1940, pg. 153-154.
Correspondencia recibida por el Gral. Julio A. Roca. Archivo Gral. de la Nación, Buenos Aires,
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datos de los personajes citados, puede consultarse con provecho Abad de Santillán, Diego: Gran
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33 Sobre los Adams, ver Hermán. Arthur: The Idea o f Decline in Western History. Free Press,
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Editora. Buenos Aires 1961. T.III. pg. 276.
5r’ Al respecto: Theobald. Alte, y Kimmel, Alte.: El secreto fina! de Pearl Harbour. Círculo
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39 Chomsky, Noam y Hermán, Edward: Washington y el fascismo en el Tercer Mundo. Siglo XXI,
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