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Bajo La Tormenta

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Primera edición: diciembre de 2021

Copyright © 2021 M. Luisa Lozano


Editado por Editorial Letra Minúscula
www.letraminuscula.com
contacto@letraminuscula.com

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin
autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.
Índice
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
EPÍLOGO
NOTAS DE LA AUTORA
Este libro está dedicado a todas aquellas personas que han sufrido en sus
propias carnes o en la de sus seres queridos la crudeza del dolor, la
violencia, el abuso, la discriminación o la crueldad por parte de otros.
Sea lo que sea aquello que nos diferencia, sea cual sea el color de nuestra
piel, o amemos a quien amemos, los lazos que nos unen deben ser siempre
mucho más fuertes de los que nos separan. Precisamente la riqueza de las
personas se encuentra en la discrepancia, en la diversidad y en la
divergencia.
No existen razones suficientes para el odio, el racismo, los prejuicios, ni
la homofobia.
Esta es una buena oportunidad para pararse a pensar en el presente y en
el futuro, pero sin olvidar jamás el pasado. Porque como dijo George
Santayana: “Aquellos que olvidan su historia están condenados a
repetirla”.
… Recordar el pasado, nos ayudará a saber de dónde venimos, y lo más
importante, nos permitirá crecer, acumular sabiduría y avanzar…
Si puedo evitar que un corazón sufra, no viviré en vano; si puedo aliviar el
dolor de una vida, o sanar una herida o ayudar a un petirrojo desmayado a
encontrar su nido, no viviré en vano.

EMILY DICKINSON
CAPÍTULO 1

Virginia 1854

S anyu pertenecía a Henri Milton. Un hombre cruel y empoderado dueño


de una de las plantaciones de tabaco más grandes del estado de
Virginia y cercana al río James. Milton poseía más tierras de cultivo y más
esclavos que la mayoría de agricultores de esa zona.
Hacía tiempo que le tenía echado el ojo a esa negra de piel clara, la
bastarda del viejo Arthur Johnson. Sanyu debía tener por entonces unos
doce o trece años. Desde que la vio despuntando sus redondeces femeninas,
tuvo claro que aquella sería una negra de primera.
Le llevó algún tiempo convencer al anciano de lo inapropiado de
mantener en la hacienda a negras de su propia sangre, y de la conveniencia
de venderla y olvidar el asunto, pero ese tozudo asno canoso se resistía a
aceptar ninguna de las ofertas que Milton le hacía por ella, hasta que su
mujer, movida por el dinero y las ansias de deshacerse de ella, lo convenció.
Los esclavos nacidos en las plantaciones resultaban no solo más baratos
que los comprados en los mercados, sino también más dóciles y fieles, pero
ese no era el caso de Sanyu. A pesar de haber nacido como esclava, esa
negra resultaba indomable, pero aquella rebelión era inútil y solo le sirvió
para que el amo se fijara mejor en ella. La hizo más visible entre aquella
hilera de esclavas expuestas entre las que solía elegir cada cierto tiempo.
Sanyu era como la tierra… fértil, de cintura delgada, tobillos finos,
robusta y, a la vez, delicada. Sus pechos eran perfectos, parejos y firmes.
Tenía buenos labios pese a su mohín de disgusto. Sus ojos miraban con
desafío, y brillaban con furia.
–Buena, negra –exclamó Milton.
Ella levantó la barbilla con la mirada fija, digna, como una bestia salvaje
que aún no sabe que nació para ser domada.
–Dará trabajo, pero las mejores lo dan…
La mano del amo voló rápida y firme contra el pómulo de la mestiza,
haciendo que girara la cabeza.
–No vuelvas a mirarme así –exclamó.
Un escozor satisfactorio pareció calentar sus dedos y la palma de su mano.
Sanyu lo miró sorprendida y rápidamente aquella mano recorrió el camino
inverso, dándole a probar sus nudillos.
Uno de los hombres, el que parecía ser el capataz, cogió un largo y fino
látigo prendido de la montura de su caballo. La mano de Milton le detuvo.
–¡No la toques!, esta mestiza es como una yegua salvaje. Es mejor
doblegarla a mano, no quiero estropear su carne.
–Sí, señor Milton.
–Dejaremos el látigo para más adelante.
Henri Milton la agarró por las muñecas, no le costó demasiado vencer su
resistencia y comenzar a zurrar duramente sus nalgas después de colocarla
sobre sus rodillas. Sanyu empezó gritar, y con cada golpe lo hacía un poco
más alto.
El amo sonreía abiertamente. Poco a poco los gritos se fueron atenuando
hasta convertirse en susurros de súplica. El calor que desprendían sus nalgas
ante aquellos golpes aumentó tanto que Milton podía sentirlo sin necesidad
de tocar su piel.
–Estas negras de piel tan clara acaban pensando que son blancas y se les
sube a la cabeza, señor –exclamó el capataz.
Sanyu lloraba de dolor, pero también de rabia ante los comentarios de los
hombres blancos.
–El único idioma que conocen de verdad sale de la lengua del látigo –
decían entre risas…
–Una buena negra no se define por el color de su piel, sino por la robustez
de su grupa –contestó Milton.
Un pálido rostro observaba la escena. Era una mujer de cabello largo y
dorado, ojos azules y pálidas cejas. La señora Margaret Milton contemplaba
el trato vejatorio y denigrante que su esposo daba a sus negras sin bajar la
vista, como si estuviera complacida con aquella ignominiosa humillación.
Sin mediar palabra, se acercó hasta Sanyu, y asiéndola por la barbilla con
firmeza, la observó con gesto frío. Su mano derecha se ocultó por un
instante en el faldón del delantal y sacó unas tijeras de costura, sostuvo su
cabello en un grueso y único mechón con una sola mano y lo llevó hacia un
lado. Tuvo que esforzarse para poder cortarlo, y al desprenderse, el cabello
se soltó desgreñado sobre el rostro de Sanyu.
–Así está mejor –escupió con una mueca maliciosa–. La tomarás como si
de una perra se tratara. No quiero bastardos en esta casa, ¿te queda claro,
Henri?
–Por supuesto, querida mía –contestó su esposo.
Sanyu se quedó arrodillada en el suelo y miró a la Señora Milton
entrecerrando los ojos. Le pareció increíble ver cómo su propia esposa era
cómplice de la maldad de ese hombre tan despiadado.
Ella nunca había conocido el cielo, pero estaba segura de que aquel iba a
ser el peor de los infiernos.
Durante el tiempo que Sanyu permaneció en aquel terrible lugar, las
noches eran siempre lo más duro para ella. Sola, en un diminuto y oscuro
sótano, por primera vez en su vida. En ocasiones, los ruidos procedentes del
exterior de aquellas sucias paredes parecían acrecentarse, y la sombra de
Milton la acechó cada noche durante meses sin que pudiera evitarla. Sanyu
cayó víctima de sus propias pesadillas, unas pesadillas mucho peores de las
que hubiera imaginado jamás.
Durante el día era como si el mundo estuviera del revés, igual que una
prenda que se tiende al sol. Todo tenía la misma forma, el mismo tamaño y
color, sin embargo, algo estaba mal. Se sentía sola y asustada, presa de una
existencia inhumana y denigrante. Y aunque su corazón seguía luchando, su
mente vagaba continuamente por el paisaje de sus miedos, siendo
dolorosamente consciente de que su futuro sería incluso peor que su pasado.
Por las noches, las lágrimas lo llenaban todo, y sin darse cuenta, la imagen
de Nala, la anciana que la había criado y la única madre que había
conocido, llegó a su mente. Hacía mucho tiempo que no pensaba en ella…
Tras su muerte, Sanyu guardó su recuerdo con tanta delicadeza como
pudo, cubriéndolo con capas de amor y sentimientos, con envolturas de
alegría de una compasión que ya no necesitaría, y lo encerró todo en lo más
profundo de su ser. Estar vacía de recuerdos y sentimientos la hacía sentirse
un poco más fuerte. Porque tras la muerte de Nala se había convertido en
media persona, como una habitación sin luz, fría, oscura y vacía.
Por la mañana abrió los ojos a la escasa luz que entraba por la diminuta
ventana del pequeño y sucio cuarto, como lo hacía cada día desde que había
llegado a aquel odioso lugar, y yació inmóvil, regresando de algún modo a
su cuerpo. Miró a su alrededor pestañeando para tratar de enfocar. Le costó
unos momentos librarse de las tinieblas de la somnolencia. Cuando lo hizo,
observó las paredes maltrechas y sucias. Echó a un lado la manta que la
cubría y se sentó, apoyando los pies desnudos en el suelo de piedra frío y
oscuro, anegado en charcos hediondos que bien podrían ser orines o heces
disueltas por el agua que se filtraba casi imperceptiblemente por las grietas
de las paredes. Sintió frío, un frío que le calaba hasta los huesos. Hacía
semanas que el otoño se había rendido frente al invierno, y las mañanas
eran tan gélidas y oscuras como las noches.
Sanyu respiró profundamente e imaginó un mundo diferente en el que
Henri Milton no existiera…
… Y así pasaron los días, los meses, y los años, en medio de la
desesperación y el silencio. Muchas veces Sanyu deseó la muerte, rogó a
Dios para que la ayudara, para que la sacara de aquel infierno, de aquella
prisión imposible de vencer. Se consolaba a sí misma imaginando una
muerte repentina que la liberara de las injusticias de aquella existencia
miserable, vacía e inhumana. Una muerte dulce, rápida e imprevista, carente
de agonía, que la ayudara a desprender su alma de sus mortales despojos
para poder volar lejos… muy lejos de allí.
El amo Milton la usó hasta que se cansó y buscó una sustituta, lo cual fue
un tremendo alivio para ella. Él era caprichoso, y ya tenía un par de
candidatas a las que desde jóvenes destinó a trabajos menores para evitar
que se estropeasen en los campos. Por suerte para Sanyu, al amo le gustaba
cambiar las esclavas de su cama con frecuencia.
CAPÍTULO 2

C orría el año 1859, yo tenía diecinueve años. Era joven y hermosa, con
una suave tez blanca, el cabello ondulado y pelirrojo, mi nariz y mis
mejillas estaban plagadas de pecas, lo que confería a mi rostro un aspecto
aniñado y angelical. Había heredado los ojos de mi madre, unos preciosos
ojos verdes de mirada penetrante, como los de un gato salvaje, lo que me
daba un aire irreal y misterioso, como el de un hada, una ninfa de cuento. A
esa edad ya era toda una mujer, y se suponía que debía casarme pronto, pero
el matrimonio carecía completamente de interés para mí. Me había
convertido en una joven dulce, amable y hermosa, y a diferencia de la
mayoría de las damas casaderas, padre no me había criado para ser la típica
mujer decorativa, siempre a la sombra de su esposo, sino que mi educación
se basó en valores más nobles, como la justicia, la honestidad, la gratitud y
el respeto hacia mí misma y hacia los demás.
Yo era una mujer fuera de lo común, mis intereses eran ayudar a mi padre
a dirigir la hacienda, cuidar de él y de nuestro hogar. Cabalgaba a
horcajadas como un hombre y vestía con pantalones y botas (indumentaria
que, aun sin ser la más adecuada para una señorita, padre me permitía a
pesar de la existencia de leyes prohibitivas al respecto en varios estados).
Conducía los carromatos, ayudaba en los establos y acudía diariamente a las
cabañas de los esclavos para ayudar a los ancianos, curar a los enfermos,
asistir a las madres parturientas o pasar algo de tiempo con los más
pequeños enseñándoles a dar de comer a las gallinas, a cepillar y ensillar los
caballos, o simplemente a contarles historias. Esa era mi vida.
Padre era un buen hombre, y aunque tenía esclavos como la mayoría de
los que vivíamos en el sur, jamás los trató de forma cruel o denigrante, lo
que le ocasionó algún que otro enfrentamiento con los propietarios de otras
plantaciones.
Siempre me había considerado una niña feliz, risueña, despierta e
inquieta. Vivía en una gran casa de estilo neogriego, el gusto por todo lo
griego en el mobiliario y en el diseño estaba en su apogeo. Enormes
columnas se erguían imponentes dando a la casa el aspecto de un hermoso
templo. La hacienda estaba situada en el condado de Georgetown, Carolina
del Sur. Era un lugar muy hermoso, tranquilo, lleno de luz, rodeado de
bosques de robles y magnolios. Estaba muy bien cuidada; decenas de
árboles llenos de musgo conducían a la plantación creando un paisaje
grandioso, imponente y majestuoso. Aquel era mi hogar, y aunque daba la
sensación de estar a millas de cualquier lugar del mundo, jamás me sentía
sola.
Durante mi infancia permanecí mucho tiempo sumida en mi propio
mundo, simplemente no me preguntaba el por qué de muchas cosas, y no
fue hasta que cumplí los quince años que empecé a interesarme por nuestro
particular modo de vida y por la política.
Un estilo de vida despreciable a todas luces y que no traería consigo más
que dolor y muerte. Las colonias del sur vivían organizadas bajo un sistema
esclavista. Cientos de miles de esclavos negros explotaban las plantaciones
de tabaco, algodón y azúcar. La población estaba compuesta por grandes y
pequeños propietarios, y esclavos.
África suministraba un gran número de hombres, mujeres y niños,
procedentes en la mayoría de los casos de raptos. Mediante cuadrillas
errantes y armadas, miles de negros eran embarcados, azotados, maltratados
y vendidos en los estados del sur, alimentando a un país completamente
dependiente de sus energías y de sus cuerpos. El comercio de esclavos, por
aquel entonces, era un negocio muy próspero y rentable; cada pocas
semanas llegaban barcos con cientos y cientos de esclavos hacinados en las
bodegas, encadenados como animales. Algunos de ellos, los que no
sobrevivían a tan largo viaje, eran arrojados al mar pasto de los tiburones; el
resto eran desembarcados en los puertos y clasificados. Los hombres a un
lado, las mujeres a otro. Algunos eran subastados en las plazas nada más
llegar, pero la mayoría de ellos eran trasladados, repartidos por diferentes
lugares y vendidos al mejor postor.
Carolina del Sur había sido una de las trece colonias que se rebelaron
contra el gobierno británico en la Guerra de la Independencia de los Estados
Unidos. Un conflicto bélico que enfrentó a las trece colonias británicas
originales en América del Norte contra el Reino de Gran Bretaña, y que
finalizó con la derrota británica en la batalla de Yorktown. Para la mayor
parte de sus protagonistas, aquella guerra fue la más extraordinaria
revolución de la historia. Los colonos reclamaban el derecho a gobernarse a
sí mismos con sus valores democráticos.
Los partidarios de la secesión estaban convencidos de que la suya era la
causa de la libertad. Ellos representaban a toda la humanidad en la lucha
contra el absolutismo, la opresión, el abuso y la tiranía. De su triunfo iba a
depender el futuro de millones de hombres y mujeres que todavía no habían
nacido, pero la opresión que decían combatir no era tan grave como la
dibujaban. Disfrutaban de un nivel económico elevado con plantaciones y
granjas cómodas y bien provistas.
América… la gran esperanza, tierra de oportunidades, sus admiradores
quedaban deslumbrados por aquel mundo tan joven y dinámico sin llegar a
percibir por completo sus acusadas contradicciones. Como las existentes
entre un norte industrial y un sur agrario y esclavista. El mismo estado que
pretendía representar los valores de la libertad, no abolió la esclavitud, así
como tampoco le otorgó la igualdad ni a los indios ni a las mujeres.
La esclavitud tenía unas claras dimensiones éticas, sociales y económicas,
y poco a poco terminó por tener derivaciones políticas de envergadura. Los
Estados esclavistas estaban claramente delimitados de los que no lo eran. El
problema real surgió precisamente cuando se desató la conquista del Oeste,
produciéndose una auténtica competición entre abolicionistas y esclavistas
con el único fin de convertir dichos territorios a sus respectivas causas.
CAPÍTULO 3

A quellos días de verano en la hacienda, en cuanto el cielo oscurecía,


solía retirarme a mi dormitorio para leer a la luz de las velas. En
aquella época, mi padre recibía visitas de lugartenientes preocupados por la
situación política del país. No era apropiado que una mujer estuviera
presente durante ese tipo de conversaciones entre hombres, tampoco estaba
de acuerdo con muchas de las cosas que allí se planteaban, por lo que solía
retirarme a descansar y mientras ellos hablaban en voz baja, yo trataba de
conciliar el sueño en el sofocante calor.
Por la mañana me despertaba ese primer rayo de polvo dorado a contraluz
que entraba suave por las ventanas abiertas. Los primeros sonidos que
llegaban a mis oídos eran los de las gallinas compitiendo por el grano que
Samuel ya estaba esparciendo por el corral.
La mayoría de los días lo que menos me apetecía era quedarme en la
cama, me moría de ganas de levantarme y salir, pero aquel día en concreto
me quedé remoloneando el tiempo suficiente para oler el café hirviendo en
la cocina a través de la ventana de mi cuarto. Me acerqué y respiré ese sutil
aroma entremezclado con el aire fresco de las primeras horas de la mañana.
Dos golpes suaves en la puerta me hicieron girarme.
–¡Adelante!
–Buenos días, mi hermosa niña.
–Buenos días, Madi.
–El desayuno está servido en el comedor. Su padre la espera.
–Gracias, bajaré enseguida –exclamé, regresando la vista de nuevo a la
ventana.
–¿Qué te ocurre, mi niña? ¿Estás bien?
–¿Sabes a qué hora se marcharon los hombres que vinieron anoche a
visitar a padre?
–Se fueron tarde, no sabría decirte…, pero los oí hablar de ese hombre
republicano, ese abogado… parecían muy preocupados.
–¿Te refieres a Lincoln?
–Creo que sí… los oí decir que está arrasando en el Norte.
Sonreí complacida, ese hombre significaba la esperanza para decenas de
miles de personas, aunque el precio de la libertad siempre había resultado
demasiado alto.
–Gracias, Madi, eres mis ojos y mis oídos en esta casa.
Madison, o como a mí me gustaba llamarla, mamá Madi, era una mujer
enorme, fuerte y de mirada firme, africana de pura raza y leal a mi familia
desde antes de que yo naciera. Tenía ese tipo de facciones que esconden a la
perfección todo lo que los labios no dicen y quisieran decir. Siempre había
cuidado de mí y de padre; sin duda esa esclava me adoraba, me miraba con
orgullo y lo que yo sentía por ella era auténtica devoción.
–Hay que erradicar los males que asolan el mundo civilizado, Madi.
Lincoln parece un hombre íntegro, fiel a sus creencias, el futuro está cerca,
lo presiento –dije, mientras me giraba para mirarla de frente.
–Ten cuidado, mi niña, decir esas cosas abiertamente puede acarrearte
problemas. Aunque el señor Talvot y tú sois muy buenos con los esclavos
puedo ver mucho odio en los ojos de los hombres blancos.
–Lo sé, Madi. –La abracé–. Tranquila, yo cuidaré de vosotros.
–Que Dios te bendiga, Alison.
Me vestí a toda prisa y baje las enormes escaleras para desayunar junto a
mi padre. Estaba sentado a la mesa ojeando la prensa con cara de
preocupación. Me acerque cariñosamente para darle un beso en la frente.
–Buenos días, padre.
–Buenos días, Alison.
–¿Todo bien? –pregunté.
–Todo lo bien que se puede esperar en estos tiempos.
–¿Qué quiere decir?
–Se avecinan cambios… cambios inciertos que estoy seguro traerán
consigo muchas desgracias.
–No le entiendo ¿a qué desgracias se refiere? –Me recosté sobre el
respaldo con la taza de café entre las manos.
–Ese abogado republicano, Lincoln, está participando en debates muy
sonados con su rival.
–¿Se refiere a ese demócrata, Stephen Douglas?
–El mismo… Douglas es Senador y candidato a la presidencia de los
Estados Unidos por el Partido Demócrata.
–¿Pero he leído que Lincoln tiene una gran masa de votantes en Illinois?
–Así es… pero parece que está perdiendo en su carrera para acceder al
Senado.
–Aún no hay nada decidido, cualquier cosa podría ocurrir ¿no cree? –
afirmé.
–Lincoln aboga por la abolición de la esclavitud, es un tema muy
delicado. El sur no le apoyará.
–Lo sé, padre, por desgracia, el sur depende de la industria agraria lo que
hace improbable que estén a favor de la abolición del trabajo esclavo.
–Te recuerdo, Alison, que nosotros somos sureños, dirigimos una
plantación de caña de azúcar, no tenemos muchos acres, pero necesitamos a
los esclavos para explotarla.
–Aun así, deberíamos luchar por aquello que es justo ¿no le parece? –
respondí súbitamente–. La libertad y la esclavitud son incompatibles a mi
juicio, y no pueden, ni deben coexistir.
–Lo justo es que el Sur se gobierne a sí mismo, así ha sido siempre, y así
debería ser. No te dejes engañar, Alison –trató de convencerme.
–Soy lo suficientemente inteligente para pensar por mí misma, padre.
–Lo sé hija, discúlpame.
–No sea esclavo de sí mismo y de unas ideas que atentan contra la
dignidad humana, se lo pido por favor. El amor, padre, es la única
esclavitud que no deshonra.
El silencio atrapó por un momento a mi progenitor; no poder rebatir esa
frase le hizo bajar por un segundo la mirada. Yo tenía razón en mis
planteamientos, estaba en lo cierto y él lo sabía, pero no podía darme la
razón sin más, cien años de historia se lo impedían.
–No tiene derecho a anclarme en un estilo de vida que detesto.
–Tienes razón –admitió.
–Hemos hablado de esto muchas veces… no estoy de acuerdo con cómo
vivimos, deberíamos liberar a los esclavos, vender la propiedad y
marcharnos de aquí para siempre.
–No puedo hacer más de lo que hago por ellos, aquí viven bien. Los alojo,
los visto y los alimento. Gracias a ellos tú tienes una buena posición y todo
lo que puedes necesitar.
–Pero…
–¿Crees que vender la plantación Talvot serviría de algo? Tendría que
incluir a los esclavos en el lote, y entonces ¿qué sería de ellos? ¿Lo has
pensado?
–Lo sé, padre, sé que con nosotros están mejor que en cualquier otra
plantación. Es usted un hombre bueno y generoso, pero entienda que los
tiempos están cambiando y que no se puede vivir esclavizando a seres
humanos.
–No me gustan esas ideas tan revolucionarias, Alison. –Su rostro se tornó
severo.
–Sinceramente creo que podemos vivir de otra manera… empezar en otro
lugar.
–¡Se acabó! Alison Talvot Scott, no quiero oír ni una sola palabra más
sobre este asunto.
A pesar de mis frustraciones no pude hacer otra cosa más que obedecer,
padre tenía razón en eso, nuestros esclavos llevaban en nuestra familia
muchos años, nadie los trataría jamás como lo hacíamos nosotros.
Tras el desayuno me despedí de padre y me dirigí como cada mañana a las
cabañas, Emily y Salomón habían sido padres de su tercer hijo, una niña a
la que llamaron Alison en mi honor. El bebé había nacido antes de tiempo,
parecía muy frágil y respiraba con cierta dificultad.
Salomón me abordó a mitad de camino.
–Buenos días, señorita Talvot.
–Buenos días, Salomón, ¿cómo está Emily? ¿Ha descansado?
–Sí, señora, está bien, ella está ahora alimentando al bebé, pero no come
mucho.
–Puede que aún no tenga suficientes fuerzas para extraer la leche, me
gustaría verlas.
–Por supuesto, Ama Talvot.
–¡Salomón! Te he dicho mil veces que no me llames así –le reprendí.
–Lo siento, señorita Alison –dijo, agachando la mirada.
–Está bien… llévame con ellas.
Entramos en el interior de la cabaña, Emily tenía a la criatura en su regazo
y estaba sentada junto al fuego.
–¡Ama! –sonrió al verme.
–¿Tú también, Emily? No quiero que me llaméis así.
–Lo siento, señorita. ¡Mire…! He conseguido que comiera un poco, se ha
quedado dormida hace unos minutos, es una niña muy fuerte.
–¿Puedo? –exclamé, abriendo los brazos.
Emily se levantó con cuidado y me dio a la pequeña Ali para que la
sostuviera, estaba envuelta en una vieja manta. Salomón me acercó una
silla, me senté, y la destapé junto al fuego para evitar que se enfriara y
poder revisar así el nudo del cordón umbilical.
No se despertó mientras lo hacía, parecía cansada y satisfecha. Observé su
respiración y me enternecí cuando la vi esbozar una leve sonrisa entre
sueños.
–Es hermosa, Emily.
–Muchas gracias, señorita.
–Parece que está todo en orden, tiene muy buen color y aunque es un poco
pequeña creo que saldrá adelante, Emi… es una niña preciosa.
–Sí, que lo es… Dios nos ha bendecido con una niña fuerte, con muchas
ganas de salir a descubrir el mundo –dijo, acariciando la mano de su esposo
que descansaba sobre su hombro.
No pude evitar sentir dolor al escucharla “descubrir el mundo” ¿Qué
mundo? ¿El de nacer siendo una esclava?, aquello era cada vez mas triste
para mí. Quería a mis esclavos, aunque nunca me gustó llamarlos así, para
mí, no eran esclavos, eran sólo hombres y mujeres que me ayudaban a
mantener los cultivos, los campos, la casa. La mayoría de ellos me habían
visto crecer, y el resto lo habían hecho conmigo… “esclavos” Odiaba esa
palabra.
–Algún día, Emily… tus hijos serán libres y podrán marcharse de aquí
para no volver jamás.
–Pero, señorita… ¿y adónde iríamos? Aquí tenemos nuestro hogar.
–Es mejor no saber adonde ir siendo hombres libres que permanecer aquí
como esclavos.
–Señorita, Alison –intervino Salomón–. Es usted una buena persona,
créame, nací siendo esclavo, y mi padre lo fue antes que yo… he vivido en
otras plantaciones, he visto a los blancos hacer cosas horribles, los vi abusar
de mi hermana y azotarla hasta matarla. He deseado la muerte muchas
veces, hasta que llegue aquí, señorita, con usted y con el amo Talvot nos
sentimos libres, nosotros trabajamos y ustedes nos dan alojamiento y
comida.
–¿Y eso te parece suficiente? –pregunté algo confundida.
–Sí, señora, nos parece más que suficiente.
Reflexione unos instantes, me costaba trabajo comprender como alguien
podía ser domesticado de aquel modo. El aire comenzó a hacerse más
denso, casi irrespirable, sentí náuseas, no podía creer hasta que punto
aquellos seres humanos estaban acostumbrados a vivir de ese modo.
Aquella situación me dolía demasiado, me sentía como si estuviera perdida,
extraviada, cegada por la lluvia, como si una sed desesperada me inundara
el alma, una sed que nada podía aplacar.

Me despedí de ellos y salí de allí. Caminé tan aprisa como pude alejándome
en dirección al bosque. Avanzaba como empujada por una tempestad y con
la mente dispersa. Me alejé hasta llegar al arroyo, me senté sobre un viejo
tronco, y suspire.
De algún modo podía oler el miedo físicamente en Emily, y en Salomón,
un miedo atroz a lo desconocido, o mejor dicho, a lo conocido…
Aquello me provocaba una terrible sensación de tristeza No sabía cómo
consolarme a mí misma, cómo sentirme mejor. Quería ayudarlos, pero
¿¡cómo…!? Aquello era descorazonador, y creo que yo, tenía incluso más
miedo que ellos.
Permitir que penetre en la mente un pensamiento triste o negativo es tan
peligroso, como caminar descalzo sobre cristales rotos, o sobre brasas.
Respiré profundamente tratando de aclarar mis pensamientos. Cerré los ojos
e inspiré el aire fresco a mi alrededor permitiendo que los aromas del
bosque me inundaran, desee que me emborracharan sus fragancias, y poder
así, hallar un poco de tranquilidad y sosiego…
Para mí no había nada mejor que ese verdadero olor a vida que traen
consigo las tormentas. Ese exquisito aroma que desprenden las pequeñas
plantas tras la lluvia, me transportaba a la infancia. Cuando llovía, muchas
veces, salía al porche para escuchar como caían las finas gotas y disfrutar
del olor a tierra mojada inundando mis sentidos. Era como si mi cerebro
conectara casi instantáneamente con mis emociones, llenándome de paz y
serenidad. Me gustaba sentir cómo las gotas de lluvia me golpeaban la cara,
y el viento revolviendo mis mechones huidizos.
Pareció que el cielo escuchara mis deseos, porque de una forma mágica y
repentina, comenzó a llover torrencialmente.
De repente, me sobresalté al oír un quejido… estaba segura de haberlo
escuchado tan sólo a unos pocos metros de mí. Me acerqué y rebusqué entre
unos matorrales. Hallé una bolsa vieja y sucia, era una especie de saco
atado en el extremo superior con una soga bien apretada. Estaba cerca del
arroyo, me costó bastante trabajo deshacer el nudo, alguien lo había atado a
conciencia. Cuando lo abrí me quede sorprendida.
–¡Pero, que…! ¿De dónde sales tu, eh? ¿Quién te ha metido ahí?
Dentro de aquel sucio y apestoso saco había un pequeño cachorro. Lo
extraje con cuidado y lo observe.
–¡Vaya!, eres, una perrita preciosa.
Comenzó a lamerme las manos y a mover su cola enloquecida, estaba
claro que aquella bolita de pelo estaba tan agradecida como fascinada por
aquella criatura estrafalaria que yo debía parecerle. La dejé en el suelo, dio
unas vueltas sobre si misma, y regreso despacio hacia a mí guiada por su
hocico. La acaricie con suavidad y la abracé tratando de darle calor, llovía
muy fuerte y ambas estábamos empapadas.
Estaba demasiado lejos de casa, necesitaba resguardarme lo antes posible.
Recordé que estaba cerca de mi vieja cabaña del árbol, padre la había
mandado construir para mí poco después de morir madre, para que pudiera
jugar y distraerme, estaba en lo alto de un enorme roble del sur. Comencé a
caminar a toda prisa. Hacía años que no iba, no estaba segura de recordar el
camino, y de encontrarla, tampoco sabía en qué condiciones estaría, quizás
alguna tormenta la hubiera derribado. Pasé varias veces por el mismo sitio,
y no lograba dar con ella, el terreno había cambiado, el follaje era diferente
a como lo recordaba, escudriñé las copas de los árboles buscando
referencias, y de pronto la vi.
El árbol que antes resultaba destacado entre los demás, se encontraba
ahora completamente oculto por la maleza. Los arbustos habían crecido a su
alrededor, de tal modo, que el bosque parecía haber abrazado mi árbol por
completo.
Me introduje entre la espesura y salí al otro lado. La lluvia me impedía ver
con claridad, me acerqué al tronco y comprobé el estado de las escaleras,
me dio la sensación de que aguantarían, y me dispuse a subir por ellas.
Cuando llegué, dejé a la bolita de pelo en el suelo. “Dios mío” “está igual
que la recordaba” La nostalgia me invadió por completo. Di una vuelta
sobre mí misma, observando… La ventana estaba intacta, el suelo y las
pareces parecían estar también en buenas condiciones, salvo por algunas
finas ramas que habían penetrado por unas rendijas creciendo en el interior
de la cabaña, todo me resultaba extrañamente familiar. De inmediato me fije
en una de las esquinas, no recordaba aquella caja, pero era mía…, allí solía
guardar los tesoros que encontraba ocultos en el bosque. Me acerqué y me
arrodille en el suelo, abrí la caja y revisé en su interior.
–¡No me lo puedo creer! ¡Velas!
Comencé a sacar una por una las cosas, encontré un viejo cuaderno con
dibujos, una tosca estrella de cinco puntas tallada a mano en un trozo de
madera, una vieja manta y una caja de cerillas vacía…
–Te olvidaste de traer fósforos la última vez que estuviste aquí, ¿eh,
Alison?
La bolita de pelo se acercó y se apartó rápidamente tras olfatear la manta.
–Huele a rayos y centellas, ¿verdad, amiga?
La tomé en brazos y nos quedamos en un rincón acurrucadas, esperando a
que la lluvia nos diera el tiempo suficiente para regresar a casa. La tormenta
podía durar horas, así que me quite la ropa empapada, y la tendí sobre el
suelo para no terminar cogiendo una pulmonía. El día que había amanecido
soleado, había dado paso a una lluvia gruesa y cálida, que de forma intensa
borraba el paisaje convirtiendo el horizonte en una bruma gris.
La cachorra estaba sobre mi regazo, la alce para mirarla detenidamente.
Era una perra de pelo corto pero muy denso, de color ocre, y ligeramente
leonado, parecía un dingo americano. Era hermosa, sus ojos eran marrón
oscuro con forma almendrada, tenía unas orejas muy gruesas y romas que
caían parcialmente a ambos lados de su carita.
–Eres una preciosidad… te llamaré, Bella, ¡eso es! ¿Te gusta, eh?
Movía su cola húmeda agradecida, y me lamía las manos sin parar.
Pasaron horas hasta que la tormenta por fin cedió, permitiendo que los
rayos del sol se colaran de nuevo entre las nubes inundando el bosque de
colores, y aromas embriagadores. Volví a vestirme, mis ropas estaban casi
secas por completo. Bella estaba dormida sobre la vieja manta maloliente y
medio podrida.
–Voy a tener que darte un buen baño cuando lleguemos a casa, ¿eh,
amiguita?
Movió la cola y me miro como si pudiera comprenderme. La tome de
nuevo en brazos, y bajamos. Cargué con ella encima prácticamente todo el
camino de vuelta, la tierra estaba tan empapada, que las botas se me
hundían en el barro a cada paso. Cuando me aproxime a la puerta principal
pude ver a Madi, seguramente se había estado preguntando donde demonios
me habría metido con aquella tormenta.
–Hola, Madi –saludé al llegar a su altura.
–Mi niña… ¿Dónde estabas? Estaba muy preocupada, ¡mira tu pelo…! ¡Y
tu ropa…! –me regañó.
–La tormenta me pilló de improviso.
–¿Qué es eso que escondes?
–¡Se llama, Bella!, –exclamé, con una sonrisa–. La encontré cerca del rio.
Alguien la introdujo en el interior de un saco, y la dejo allí, seguramente
para que se ahogara. Por suerte la encontré antes de que pudiera ocurrirle
nada.
–¡Santo Dios! pobrecita, ¡vamos, venid a la cocina!, le daremos un poco
de leche fresca.
–Han debido destetarla hace poco, no parece mal alimentada.
Madi tomó a la perrita entre sus brazos y la separo de ella casi
inmediatamente.
–¡Dios mío! ¿A qué huele?
–Bueno, es una larga historia, ¿verdad, pequeña?
–¡Es horrible!
–Trae un tazón con un poco de leche, después, está preciosidad y yo
iremos a cambiarnos y a descansar un rato.
Madi puso un bol de leche en el suelo, y Bella comenzó a beber con tanta
ansiedad que casi lo derrama con las patas. Pronto relamió el fondo del
cuenco, y Madi volvió a rellenarlo un poco más.
–¡Pobrecita! Debe llevar muchas horas sin beber, está sedienta.
–¡Y no es la única! Muero de hambre, ¿tienes algo por aquí que pueda
saciar mi estómago?
–Hay caldo de carne con verduras, aún está caliente, toma asiento, te
serviré un poco.
–Gracias, mamá Madi –le sonreí.
Me senté en la mesa de la cocina, Madi colocó ante mí un enorme plato
humeante, en su interior había diferentes verduras, un poco de carne de ave,
huevo, y pequeños trozos de pan. Aspiré el aroma de aquel caldo con
deleite y una sonrisa apareció en el rostro de Madi.
–Ten cuidado, está caliente.
–¿Y padre? –pregunté.
–Salió cuando paró de llover. Está en los campos, Samuel le acompaña.
–¿Nos prepararás más tarde un baño a esta preciosidad y a mí, Madi?
–¡Por supuesto! esa cosa peluda huele francamente mal.
Ambas reímos mientras Bella acababa el segundo bol de leche fresca con
más calma que el anterior, e inmediatamente después, se orinó sobre el
suelo de la cocina.
–¡Alison Talvot! Saca a esta bola de pelo maloliente de mi cocina –dijo
elevando la voz…
Dejé escapar una tremenda carcajada. Toda mi vida había tratado de
mostrar a Madi mi mejor cara, ocultando mis travesuras, refrenando mi
temperamento y mostrándome dulce, encantadora y vivaracha, aunque
siempre me resultó imposible ocultarle nada. Nunca me hacía demasiadas
ilusiones con ella, pues los ojos de Madi eran agudos, inteligentes, y
despiertos… y me conocía demasiado bien, por lo que nunca fui capaz de
engañarla mucho tiempo. Aun así, disfrutaba como una niña pequeña
chinchándola.
–Rápido, Bella, marchémonos de aquí antes de que se despierte la
beeestiaa… –exclamé, burlándome de Madi.
Subí con la bolita de pelo entre mis brazos hasta mi cuarto dejando a Madi
en la cocina hablando sola y maldiciendo entre dientes.
Mi dormitorio estaba situado al subir las escaleras, al final del pasillo que
quedaba inmediatamente a la izquierda. Era una habitación amplia y
cuadrada, con dos grandes ventanas con vistas al acceso principal, y una
chimenea de piedra recubierta de nogal en la que ardían perezosamente
troncos de enebro durante el invierno.
Deposité a Bella en el suelo. Saqué un viejo blusón de mi ropero y lo dejé
junto a mi cama para que pudiera acomodarse en el. La cachorra me miró
sin comprender, aulló lastimosamente inclinando un poco la cabeza, y
comenzó a mover la cola con un gesto juguetón, mordiendo la prenda y
tirando de ella.
–¡No! Es para dormir… vamos, ¡ven aquí! Échate –le ordené.
Soltó la tela de sus fauces y tras olfatearla dio un par de vueltas sobre sí
misma, ahuecando la prenda, como buscando su lugar…
No podía comprender como alguien podía ser tan cruel como para
abandonar a un pobre animal indefenso para que muriera de un modo tan
horrible. La miré con ternura y me enamoré de ella al instante, era preciosa,
parecía observar cada uno de mis movimientos con curiosidad, era un
animal muy dulce y cariñoso.
La acaricié durante un rato hasta que sus pequeños ojos se entornaron
poco a poco, cayendo en un sueño profundo tras sentirse a salvo y con el
estómago lleno.
Al verla a ella, me entró la misma necesidad. Me froté los ojos, bostecé, y
me tumbé en la cama para dormir un rato.
CAPÍTULO 4

M adre estaba hermosa cuando murió. La luz que entraba por la


ventana aquel día iluminaba sus facciones, confiriendo a su rostro un
semblante lleno de paz y serenidad. Estaba hermosa aún estando muerta,
cuando cerraron la tapa del cajón que contenía su cuerpo, me pareció que
era como esconder un hermoso cuadro dentro de una caja con el fin de
protegerlo.
Durante mucho tiempo soñé con ella, siempre un sueño diferente. Aquella
tarde, tras regresar a casa con la pequeña Bella, volví a soñar con madre. La
veía en un jardín de aspecto maravilloso, donde todas las plantas, flores,
hojas y pájaros, paseaban juntos de la mano y bailaban al son de una
maravillosa melodía. Me preguntaba dónde estaría. Cuando desperté una
fina capa de sudor perlaba mi frente.
Bella se acercó hasta la cama y estiró su cuerpo en un intento de llegar
hasta mí. La tomé en brazos y baje para cenar.
Al llegar al comedor vi a padre sentado en un extremo de la mesa.
–Buenas, noches –saludé.
–Buenas, noches hija mía.
–¿Qué tal en los campos? Madi me dijo que salió con Samuel hacia allí.
–Hoy llovió demasiado fuerte. Tanta agua de golpe suele traer más
perjuicio que beneficio, me preocupa la cosecha.
–Sí, lo imagino.
–¿Y tú? No te he visto durante la tarde ¿Dónde te has metido?
–Salí a dar un paseo y me sorprendió la tormenta. Cuando regresé comí
algo, subí a mi cuarto, y me quedé dormida.
–¿Puedo preguntar de dónde has sacado a ese animal? –preguntó con
desconcierto.
–Lo encontré está mañana. Estaba junto al río, en el interior de un saco.
Alguien la metió allí para que se ahogara con la crecida.
–¡Diantres…! ¿Quién haría algo así?
–Eso mismo pensé yo, padre.
–¿Piensas quedártela? –preguntó.
–¡Por supuesto!, ya nos hemos hecho muy amigas, ¿verdad pequeña? –la
alcé para besarla.
–¿Y tiene nombre? –sonrió.
–La he llamado, Bella. ¿Le gusta?
–Claro, hija.
Padre sonrió complacido. Dejé a Bella en el suelo y me retiré unos
instantes para lavarme las manos, cuando regresé Madi estaba sirviendo la
cena. Tomé asiento en el lado opuesto de la mesa y cenamos en silencio.
–Esta noche estás muy callada, ¿te pasa algo? –preguntó.
–Nada padre, todo está bien.
Padre agachó la cabeza y levantó las cejas ligeramente para mirarme más
allá de sus gafas. Miré un segundo hacia la ventana y después regresé la
vista al plato vacío.
–Alison Talvot… te conozco mucho mejor de lo que crees. Dime, ¿qué
tripa se te ha roto?
–Es sólo que… –dudé antes de hablar–. Echo de menos a madre.
–Comprendo, –dijo con el rostro entristecido –yo también la extraño, cada
día –sus ojos se humedecieron repentinamente, pero no dejó que las
lágrimas afloraran.
–Últimamente me pregunto, ¿cree que ella sigue viva de algún modo?
–Hija mía, tu madre siempre estará viva en nuestros corazones.
–Lo que quiero decir es que… ¿cree que nos estará viendo ahora?
–Naturalmente –dijo –los muertos nunca nos abandonan. De algún modo
siempre permanecen con a nuestro lado.
–¿De verdad lo cree?
–¡Por supuesto que sí! Y no sólo eso. Aunque no nos demos cuenta,
continúan velando por nosotros.
–Estoy de acuerdo.
–¿Sabes una cosa, cariño?
–Qué…
–Has heredado no solo su belleza, sino también su bondad. Su hermosa
sonrisa se ve plasmada en la tuya hija mía, te pareces mucho a tu madre.
Cuanto más te miro, más siento como si ella permaneciera aún en esta casa.
–Pienso seguir haciendo todas las cosas que me hagan sentir cerca de ella.
Como comer su plato favorito, recoger del jardín las flores que más le
gustaban, y pasear junto al río como ella solía hacer…
–Dios te bendiga, hija mía.
–Y a usted también, padre.
La noche nos sorprendió rápidamente. Madi trajo unos candelabros con
varias velas encendidas y los puso sobre la mesa. Padre estaba en silencio,
jugueteando con su pipa de cedro entre sus dedos.
Le observé mientras la llenaba despacio con su tabaco favorito. Tres
pellizcos, dejándolo suelto, para que pudiera pasar el aire al aspirar.
Encendió un fósforo y comenzó a dar caladas breves, no demasiado
seguidas, sin inhalar el humo, simplemente manteniéndolo en la boca.
Fumar en pipa era un arte, y como tal, mejoraba con la práctica.
–¿Le apetece una copa de brandy, padre?
–Sí. Gracias, Alison.
Me acerqué hasta una pequeña mesita y le serví una copa.
–¿No me acompañas? –preguntó invitándome a servirme una para mí.
–Por supuesto, padre. Gracias.
Tras el almuerzo o la cena, padre y yo solíamos debatir diferentes asuntos,
ya fueran concernientes a la plantación, los hombres e incluso la política.
–El partido republicano, con Lincoln al frente, está decidido a evitar
cualquier propagación de la esclavitud. Los líderes del sur amenazan con la
secesión si Lincoln llega a ganar las próximas elecciones.
–¿Qué cree que ocurrirá, padre?
Se quedó pensativo.
–Estamos abocados al desastre –exclamó preocupado.
–¿Desastre?
–Si ese escenario llega a producirse, Alison, si ese hombre consigue
suficiente apoyo, no cederá en su empeño. Nos veremos inmersos en una
guerra civil.
–¿Una guerra?
–Como lo oyes.
–¿Está seguro de eso?
–Completamente. El sur no le apoyará, no puede apoyarlo, ¡es imposible!,
la desunión, es la única opción que nos queda.
–¿La única opción? ¿¡Está loco!?
–Alison, tú no lo entiendes…
–¡No me irá a decir, que está de acuerdo con esa locura!
–¡Por supuesto que no!, pero ¿qué otra opción tenemos, hija? Necesitamos
a los esclavos.
–No puedo creer lo que oigo. Los miedos del sur no sólo incluyen la
perdida económica, sino también una igualdad racial, ¿estoy en lo cierto?
–Te equivocas…
–¡Vamos, padre!, los profesores de los que se sospechaba que podían ser
abolicionistas han sido expulsados a estados norteños y toda la literatura
abolicionista está prohibida.
–El sur sólo pretende defender sus derechos estatales.
–¿Sabe una cosa? Enfatizar las palabras de Jefferson sobre los derechos de
los estados, con el único fin de defender la esclavitud, es hacer demagogia
padre.
Me giré dándole la espalda, padre percibió con toda claridad el tono de
hastío con el que hablé. Apreté los dientes y suspire profundamente para
calmarme.
–El mundo evoluciona y nadie podrá impedirlo. La tiranía del hombre
blanco sobre los esclavos no puede durar.
–Sinceramente, Alison, espero que te equivoques.
En ese instante preferí dar la callada por respuesta.
–A veces pienso que te he consentido demasiado. Las mujeres no
entendéis de ciertos temas.
Le miré como si le fulminara. Padre me contempló desde su sillón con
seriedad.
–Un comentario inoportuno, padre, muy inoportuno.
Parpadeó. Mi actitud debió de sorprenderlo:
–Vamos, hija, recapacita –murmuró.
–Es tarde –exclamé–. Hoy fue un día largo, creo que me retiraré a
descansar. Buenas noches, padre. Bella… ¡vamos, pequeña!
Abandoné el comedor con la tez enrojecida y llena de rabia, replegada
sobre mí misma, en dirección a mi cuarto. Era la primera vez que
reaccionaba de aquel modo. Fue como romper una cuerda: un precedente
irreversible que ya no podía volver atrás. Sentía que me ahogaba. Muchas
veces parecía que la hacienda se estaba convirtiendo para mí en una especie
de paraíso vuelto del revés: una cárcel con bosque, con huerto, con jardines
y robles. Mi impaciencia y la necesidad de cambiar nuestro estilo de vida,
era solo una quimera rodeada de belleza en bruto.
Bella caminaba alegre unos pasos por delante de mí, girándose de vez en
cuando y enredándose entre mis piernas, como asegurándose de que la
seguía, ajena a mi creciente preocupación.
Entré en mi cuarto, Madi me había preparado el baño para asearme,
agradecí poder relajarme antes de ir a descansar.
El agua estaba tan caliente que parecía incapaz de contener el vapor que
emergía vigoroso. Retiré mis ropas, y muy despacio me introduje en aquel
líquido. Mi pálida piel se tornó enrojecida por la temperatura del baño.
Madi llamó a la puerta y entró con un cubo repleto de agua. Se colocó a mi
espalda y comenzó a remojarme el cabello.
–No deberías discutir con el señor sobre política.
–¿Por qué no?
–No es apropiado. Si sigues comportándote de ese modo nunca
encontrarás un marido –profetizó.
–Yo no soy una de esas señoritas tontas y presumidas cuyo único objetivo
en el mundo es perseguir un hombre. Además, no me interesa en absoluto el
matrimonio. ¿O es que aún no te has dado cuenta? –confesé–. La vida es
demasiado breve para desperdiciarla.
–¿Crees que serás joven y hermosa eternamente? Ya tienes casi veinte
años, Alison, y si dejas pasar el tiempo, ningún hombre querrá hacerte su
esposa.
–Mejor que mejor, te repito que casarme no está en mi lista de prioridades
en la vida –sentencié.
–Ya es hora de que te comportes como una señorita.
–Padre no lo consiguió, y tú tampoco lo harás… soy epicúrea… vivo para
el placer de los sentidos.
Madi suspiró con resignación sintiéndose derrotada.
–No utilices palabras que no puedo comprender –farfulló disgustada.
Dejé caer la cabeza sobre sus manos de manera que pudiera ver mi
sonrisa. Mis cabellos rojos colgaban en húmedos mechones mientras Madi
los cepillaba.
–Pues deja ya de cacarear tonterías. ¡Nunca me casaré…!
–¡Eres terca como una mula, niña!
–Pero en el fondo me quieres, ¿a que sí? –exclamé a la vez que besaba
una de sus manos con devoción.
–Para mi desgracia, haces conmigo lo que quieres.
–Lo sé –sonreí.
Madi terminó de desenredar mis cabellos en silencio, y depositó un tierno
beso sobre mi cabeza.
–¿Sabes, mi niña?, el señor Talvot tiene razón en una cosa…
–¿En qué cosa?
–Cada día te pareces más a tu madre. Eres peleona, igual que lo era ella. Y
defiendes tus ideas con uñas y dientes, pese a todo.
–Pues me alegro.
–Esas ideas tuyas son dignas de admiración, Alison, pero no llegarán
jamás a ningún sitio.
–Eso está por ver, Madi –respondí mientras jugueteaba con el agua entre
mis dedos.
–Parece que está empezando a hacer frío –comentó mientras se secaba las
manos en el delantal.
–¡Cierto!, este año ha empezado antes.
–Sal de ahí antes de que se enfríe el agua.
–Lo haré.
–Buenas noches, mi hermosa niña.
–Buenas noches, mamá Madi.
Después de que Madi se fuera, acabe mi baño, lavé a conciencia a Bella
mientras el agua aún permanecía caliente y me fui a la cama agotada.
CAPÍTULO 5

E l día llegó trayendo consigo un viento gélido, un frío que resultaba casi
glacial y poco habitual para esa época del año. El cambio de estación
ya se sentía en el aire. A pesar de que los días seguían siendo algo calurosos
durante las horas centrales, las mañanas eran desabridas y húmedas.
Refrescaba cada día un poco más, y las horas de luz se iban reduciendo
paulatinamente. Aunque prefería disfrutar del buen tiempo que trae consigo
la primavera o el verano, me encantaba contemplar los paisajes repletos de
árboles caducifolios, pasando de sus verdes tonalidades a una gran variedad
de tonos anaranjados, observar la lluvia tan romántica y cautivadora… El
verano terminaba, pero empezaba el bello espectáculo que lo cubría todo
con su extraordinario manto de fuego. Esa estación maravillosa, llena de
preciosos colores amarillos y rojos que me enamoraban.

No vi a padre durante el desayuno esa mañana. Aproveché para ojear la


prensa mientras saboreaba un dulce bizcocho empapado en almíbar de miel
y un exquisito café recién hecho.
–Di a Benjamín que ensille mi caballo, Madi, me apetece salir a cabalgar.
–Enseguida, mi niña.
Los potros eran una de mis pasiones, hablaba con ellos, los cepillaba, los
domaba y sabía tratarlos mejor que cualquier hombre del condado. Salvo en
las raras ocasiones, en las que padre obsequiaba a algunos de sus conocidos
con una gran cena, y que me obligaba a lucir vestidos como cualquier
señorita educada y complaciente que se precie, prefería vestir con traje de
amazona, para poder montar a caballo y pasear por los campos, y con ese
pensamiento me calzaba las botas apenas me levantaba, sin importar si
llovía o lucia el sol.
–¿Y padre?
–Está en su despacho, un hombre vino a verlo muy temprano esta mañana.
–¿Quién? ¿Le conoces? –pregunté con curiosidad.
–No, mi niña, no le había visto nunca, pero me pareció un hombre
extraño.
–¿Qué quieres decir?
–Al cruzarnos me miró con un gesto inexpresivo y frío. Ese hombre me
dio escalofríos.
Me pareció extraño que padre no me comentara que tendríamos visita.
Siempre había tenido una naturaleza curiosa, por lo que rápidamente me
sentí intrigada. Padre no solía faltar al desayuno, lo que me llevó a pensar
que debía estar tratando algún asunto importante.
Me acerqué hasta el despacho nada más acabar. La puerta estaba cerrada y
le oí hablar con un alguien. Espere unos segundos al otro lado antes de
llamar. La voz de padre sonó firme al otro lado.
–¡Adelante!
Entré en el despacho de techo artesonado. El perfume de la hierba húmeda
de rocío se colaba por las ventanas.
–Buenos días, padre.
–¡Alison! Buenos días, hija mía, ven, quiero presentarte a alguien. Él es,
Joffrey Dawson.
Aquel hombre me observó de arriba abajo e inclinó la barbilla
aproximadamente una pulgada.
–Señor Dawson –extendí la mano para estrechar la suya.
–Es un placer conocerla, señorita Talvot.
Noté su mano sudorosa e instintivamente la aparté con cierta repulsión.
Era algunos años más joven que mi padre, de aspecto desgarbado y bastante
desagradable. Su nariz aguileña y su mandíbula huesuda me desagradaron.
Madi tenía razón, sus ojos azules me resultaron fríos como el hielo y su
mirada me pareció siniestra, insolente y escrutadora. Sin brillo ni expresión,
los ojos de ese hombre se veían sin vida, como si fueran ciegos sin serlo y
la mismísima naturaleza del mal parecía reflejarse en ellos. Desde el primer
momento y siguiendo un instinto casi primario, desconfié de él… esos ojos
y el modo que tenía de mirarme me resultaron muy incómodos.
–El señor Dawson será nuestro nuevo capataz.
Me quede petrificada.
–¿¡Capataz!? ¡No creo que necesitemos un capataz!
Al escuchar mi protesta, la picuda nariz de ese hombre se puso blanca
alrededor de sus aletas.
–Ya estoy algo viejo para ocuparme de supervisar los campos y la
producción durante horas, hija, los servicios del señor Dawson serán de
gran ayuda.
Padre se sentó al otro lado de su escritorio, y apoyando ambos codos ante
unos papeles apretó ligeramente sus sienes con los dedos. Parecía
mortalmente fatigado.
–¿Se encuentra bien, padre?
–Sólo cansado, hija.
–¿Preocupado por la cosecha?
–El año pasado no llovió lo suficiente después de plantar, y por el
contrario, este año las lluvias amenazan con anegar los cultivos.
–Lo sé. Tenemos un verdadero problema con eso.
–Si los esclavos están construyendo drenajes, no pueden dedicarse a otros
trabajos y la cosecha se perderá.
–Si plantáramos en tierras más altas no tendríamos esos problemas –
afirmé.
–Hija ya hemos discutido eso antes. Esas tierras son yermas.
–Aun así, creo que deberíamos intentarlo –insistí.
–Parece que tienes mucho interés en llevarme siempre la contraria.
–Pero, padre, he estado informándome, existen máquinas que podrían
ayudarnos a procesar nuestros cultivos mas rápidamente sin necesidad de
aumentar los recursos humanos, podríamos obtener varias cosechas al año.
Verá, en el norte…
–¡Basta!, –dijo zanjando el asunto–. No tengo porqué discutir contigo más
este asunto.
–Padre, si sólo…
Al escuchar mi réplica, clavó sus ojos en mí con gesto severo, y después
levantó la mano obligándome a guardar silencio. No le gustaba que
cuestionara sus decisiones y menos aún delante de desconocidos, así que
agaché la cabeza sin rechistar.
–¡Obedéceme por una vez! –su voz se extendió por la sala con la
contundencia de un trueno.
–Lo siento padre, perdóneme.
–La semana que viene viajaré a Charleston para comprar más esclavos,
Joffrey me acompañará. Necesitamos más manos si queremos acabar el
trabajo antes de que vuelvan las lluvias.
–Como usted diga ¿Puedo retirarme?
–Sí. Cierra la puerta al salir, y di a Benjamín que ensille los caballos,
Joffrey y yo iremos a los campos, quiero enseñarle la plantación.
–Así lo haré, padre.
Salí del despacho dejándolos a solas. Sabía que lo que más le preocupaba
a padre, no solo era mi actitud subversiva y algo revolucionaria, sino
también mi particular rencor proyectado hacia el estilo de vida sureño y la
esclavitud.
–Siempre he animado a mi hija para que lea y pregunte.
–Se ve que es una mujer con carácter –aseveró.
–Es inteligente y testaruda. No estoy seguro de haber hecho lo correcto,
tiene una mente demasiado abierta, demasiado despierta.
–La mente es casi innecesaria cuando se es una mujer tan hermosa. Si me
permite decirlo, señor.
–Esta hija mía me da muchos dolores de cabeza…

Siempre me había considerado una mujer emocional, me guiaba más por el


corazón que por la cabeza. Mi impulsividad se veía casi siempre
compensada por una gran perspicacia e intuición, que solían llevarme a
tomar decisiones acertadas en la mayoría de las ocasiones. De algún modo
tenía buen olfato para reconocer la naturaleza de las personas, era como si
pudiera ver dentro de ellas, identificando rápidamente sus intenciones, algo
así como un presentimiento, un pálpito, una corazonada que me impulsaba a
hablar poco y observar mucho.
Al salir de casa, Benjamín estaba en los escalones del porche erguido
rígidamente.
–¿Está listo mi caballo?
–Sí, señorita.
–Bien… ensilla dos más, padre quiere ir a los campos con el nuevo
capataz.
–Sí, señorita Alison.
Mi padre me regaló a Sombra cuando cumplí quince años. Un caballo
precioso, muy inteligente, de carácter noble y curioso. Era un semental
elegante y poderoso, mayoritariamente de color negro, tan sólo la frente y la
parte inferior de sus patas tenían manchas blancas. Sus hermosas crines
recién cepilladas brillaban deslumbrantes con el sol. Era un ejemplar
magnífico, con un balance estructural muy equilibrado y atlético. Tardé algo
de tiempo en encontrar un nombre adecuado para él.
–Hola, Sombra –le susurré.
Acaricié su cuello, sus orejas y bajé despacio por su frente hasta colocar la
palma de mi mano sobre sus ollares para que me olfateara, su ardiente
respiración calentó mi mano y me acerqué para besarlo.
–¿Listo para correr como el viento?
El caballo cabeceó un par de veces junto a mí. Siempre que Benjamín lo
ensillaba se sentía un poco agitado y ansioso. A los dos nos encantaba
galopar y para Sombra estar fuera de las cuadras significaba la libertad.
–¡Vamos allá!
Me acomodé en la montura y lo azucé con decisión.
–“Hía”
Salí de la plantación al trote y después de un rato fui aumentando la
velocidad hasta que Sombra empezó a galopar, mi cuerpo se equilibraba con
el caballo, siguiendo con las caderas el movimiento de su lomo. Recorrimos
el valle admirando el paisaje y disfrutando de una libertad única. El viento
en la cara y la sensación de volar con Sombra lanzado al galope eran para
mí una felicidad incomparable y una de las experiencias más gratificantes
para el espíritu.
A la vuelta fui hasta los campos. Padre y ese capataz estaban allí, no me
acerqué a ellos, me limité a saludar alzando la mano desde cierta distancia y
continué hasta casa. Sombra había consumido una gran cantidad de energía
esa mañana.
Necesitaba refrescarse, un poco de heno y un merecido descanso.
–Dale un poco de fruta y verdura fresca, Benjamín, hoy se lo ha ganado –
exclamé.
–Sí, señorita.
Durante los días sucesivos, me mantuve a una distancia prudencial de
Joffrey Dawson, únicamente hablaba con él por necesidad y siempre que
podía observaba detenidamente su comportamiento. Había algo en ese
hombre que me erizaba la piel. No me fiaba de él, y no me gustaba nada el
modo en el que hablaba a los esclavos, ni su forma de mirarlos. Con
frecuencia, lo veía limpiando los cañones de su rifle y su revólver,
asegurándose de que sus armas estaban en debidas condiciones, como si
tratara de intimidar e infundir miedo a todo el mundo.
CAPÍTULO 6

J offrey Dawson conducía el carro, padre estaba sentado a su lado. Tres


hombres jóvenes y fuertes, un muchacho de no más de quince años y
una mujer viajaban apretados en la parte de atrás. Me dirigí a su encuentro
mientras se aproximaban.
–¡Sooo! –dijo Dawson tirando levemente de las riendas para detener el
carro.
–¡Padre! ¿Han tenido buen viaje?
–El camino a Charleston me ha resultado más largo de lo que recordaba –
exclamó cansado.
Extendí los brazos y lo abracé. Mi padre respondió a mi abrazo con cariño
y me besó en la frente.
–¿Cómo estás, hija?
–Bien, padre.
–Cada día que pasa estás más hermosa, ¡deja que te mire! –dijo
separándose un poco de mí.
Mientras saludaba a padre, miré de soslayo el carro.
–No mencionó que traería una mujer, ni tampoco a un muchacho –susurré
por lo bajo –Creí que necesitábamos hombres fuertes para los campos.
–El tipo con el que contactamos sabía bien cómo estaba organizada su
mercancía. Me hizo un buen precio por la mujer y por el chico, pensé que
podrían ayudar a Madi. Dios sabe que hay demasiado trabajo para ella en
esta casa.
–¿¡Mercancía!? ¡Por el amor de Dios, Padre! ¡No le reconozco! –me
enfurecí.
–¡Apacigua tu carácter! Solo es un modo de hablar –se justificó.
Dawson se dejó caer desde su asiento de un salto, se aproximó hasta
nosotros, y clavó en la mujer una mirada fija e intensa, como si quisiera
atravesarla con sus ojos.
–Ese vendedor nos llevó hasta un almacén, una vez allí, cogió una de las
cadenas que colgaban de un madero horizontal y sin dudar tiró de ella. Cual
captura de un buen día de pesca en el rio, esta mestiza surgió de la
oscuridad arrastrada por su sedal de acero. Una deliciosa criatura, sin duda
–interrumpió Joffrey con una media sonrisa que le hacía parecer aún más
perverso.
–Ahórrese sus comentarios, señor Dawson –le increpé.
Me acerqué a la parte de atrás y ayudé a los esclavos a apearse. Aquellos
hombres tenían la mirada baja, se les presumía llenos de miedo e
incertidumbre. Miraron a su alrededor con sorpresa, al ver a varios niños
negros correr despreocupados por la hacienda.
Extendí la mano para ayudar a la joven mujer a bajar del carromato, y me
sorprendió que fuera la única de todos ellos capaz de mantenerme la
mirada.
Los observé en silencio durante un instante, sus ropas estaban raídas y sus
rostros llenos de miedo. De algún modo estaba decidida a aligerar parte de
su calvario, a hacer lo que pudiera para disminuir sus penas y tratar de
librarles de sus miserables vidas.
–Mi nombre es Alison –dije–. Bienvenidos a la plantación Talvot. Samuel
os acompañará a vuestras cabañas, podréis asearos y se os proporcionarán
ropas limpias. Madi os preparará algo de comer, imagino que tendréis
hambre después de un viaje tan largo.
Se miraron entre sí con asombro al escucharme. Entre los esclavos de
otras plantaciones se escuchaban rumores sobre la generosidad y la
benevolencia con la que los “amos” de la plantación Talvot trataban a sus
esclavos. Y era verdad.
Todos aquellos hombres eran muy parecidos entre sí, ojos negros,
saltones, labios gruesos, pelo oscuro, recio, anillado y una complexión
fuerte.
–¿Cómo os llamáis?
El más alto habló en primer lugar.
–Mi nombre es Albert, ama Talvot.
–Yo me llamo Barack, señora.
Era el más mayor de los cinco, debía tener unos treinta años, con barba
espesa y grandes músculos.
–Hay mucho trabajo por aquí, Barack, nos vendrá muy bien contar con un
hombre fuerte como tú.
–Por supuesto, ama –dijo sin mirarme.
–Señora, yo soy Tom y éste, es mi hermano, Connor.
–¿Qué edad tienes muchacho?
–Acabo de cumplir quince años, ama.
–No permito que nadie me llame “ama”–comencé a explicar elevando un
poco la voz –señorita Talvot o Alison es suficiente. Quiero que sepáis que
en esta plantación se os necesita y se os tratará lo mejor posible. Aquí no
existe el látigo, no castigamos ni humillamos. Aquí los problemas no se
solucionan así. Solo os pido a cambio lealtad y esfuerzo… trabajareis cada
día en los campos hasta el sábado, las jornadas serán largas, pero los
domingos podréis descansar, y reuniros todos juntos en torno a la mesa. ¡No
permitiré peleas! ¡Robos! ¡O abusos entre vosotros! Si queréis que se os
trate con respeto, haced lo mismo con los demás…
Una vez que hube acabado mi discurso, me giré para encontrarme de
frente con la joven cuyos ojos reflejaban cierta intriga.
–¿Y tú muchacha? ¿Cuál es tu nombre? –pregunté.
–Me llamo Sanyu.
La miré con fascinación, extasiada por su hermoso rostro. Era una joven
negra, pero su piel era mucho más clara de lo normal. Aquella criatura se
había visto beneficiada por la mezcla birracial. Las características
fenotípicas del hombre blanco eran claramente predominantes en ella. Tenía
la nariz recta, los labios carnosos y bien definidos. Sus ojos eran negros de
pestañas espesas y largas, las líneas de su mandíbula dibujaban el mentón
más bonito que había visto jamás. Su cuello era largo y delgado. Su piel se
presumía tersa y parecía invitar a la caricia. Era una mestiza realmente
hermosa. No podía dejar de mirarla, y las manos comenzaron a sudarme. Mi
estómago se puso boca abajo, en el momento en el que me detuve ante
aquellos ojos, que mantenían mi mirada y que me resultaban llenos de
secretos, parecían brillar con luz propia, eran vivos y tan profundos como la
más oscura de las noches. Unos ojos colmados de múltiples interrogantes,
de mirada intensa y penetrante.
–Yo me llamo Alison –extendí mi mano para tomar la suya–. Sanyu…–
repetí.
–Sí, señorita.
–Es un bonito nombre, ¿tiene algún significado?
–Me lo puso la anciana que me crió, significa “felicidad”, señorita.
Sonreí abiertamente ante la mirada confusa de aquella joven…
–Un poco de felicidad es justo lo que necesitamos en esta casa.
La joven me miró a los ojos con una sonrisa radiante, poniendo sobre mí
la totalidad de sus sentidos, nadie me había mirado así jamás y sólo me hizo
falta un breve segundo para darme cuenta de que nadie más me miraría de
aquel modo…
–¿Cuántos años tienes? –quise saber.
–Nací en Julio de 1838 pero no sé el día exacto.
–Eso son… veintidós años –afirmé –tenemos casi la misma edad.
Sanyu sonrió.
–Bienvenida, espero que te encuentres cómoda entre nosotros. La
plantación Talvot es un buen lugar para vivir.
Tras unos segundos desvió la vista hacia la casa que se erguía frente a
nosotras con sus enormes columnas. Sus ojos se agrandaron mientras la
observaba impresionada, de ahora en adelante ese sería su hogar.
–¿Es imponente, verdad? –pregunté.
–Y muy hermosa.
–Me encanta esta casa. Es luminosa, pero no demasiado, y de noche se
llena de las sombras más sugerentes… de pequeña disfrutaba
escondiéndome en todos los oscuros recovecos que encontraba. Mi madre
siempre se pasaba horas buscándome, al parecer no entendía que no quisiera
que me encontrara. Es raro, pero nunca me asustó la oscuridad.
–Tal vez porque un niño nunca piensa que la oscuridad pueda durar para
siempre.
Fruncí ligeramente el ceño y tragué el nudo que se me había formado en
la garganta. Durante un instante, vi reflejado en sus ojos una especie de
dolor y se me rompió el corazón al verla.
–Nada dura para siempre.
–Se equivoca –protestó.
Esa afirmación, pese a que había sido bastante abrupta, no debería
haberme acelerado tanto el corazón.
–¿Cómo dices? –entrecerré los ojos y la estudié con atención.
–Que hay cosas que sobreviven para siempre, indefinidamente, y perduran
eternas en el tiempo, a veces incluso, van más allá de la propia muerte.
Aquella frase me pilló desprevenida. La analicé durante un segundo, esa
esclava era despierta e inteligente, exudaba una fuerza interior que me
parecía fascinante, y me di cuenta de que en toda mi vida me había cruzado
con una mujer como ella.
–Interesante… muy interesante –murmuré.
Temblé cuando posó de nuevo su mirada directamente sobre la mía. Sus
ojos oscuros eran brillantes, tanto como dos perlas negras recién lustradas, y
por un instante me perdí dentro de ellos. Entonces bajó las pestañas, que
casi acariciaron sus mejillas, y las elevó de nuevo lentamente, como un
telón. Tuve la sensación de que aquel pestañeo era una especie de truco
cuya única finalidad era hacerme caer de espaldas, con las cuatro patas en
alto, como un gato panza arriba, y casi lo consigue…
–Te quedarás aquí, y ayudarás a Madi en todo lo que necesite. Ella te
mostrará tu habitación, tendrás tiempo de asearte y comer algo.
–Gracias, señorita.
–De nada, Sanyu.
La inesperada aparición de aquella joven cambió algo en mi interior.
Durante algunas semanas, aquella nueva esclava solía mantenerse esquiva,
su corazón resultaba impenetrable a mis desesperados intentos por hacerme
con ella y ganarme su confianza.
Pero, por desgracia, esa situación no era culpa de Sanyu. El veneno que
aquella mestiza llevaba dentro de sus venas era una mezcla de la rabia, la
inseguridad y el miedo que había vivido durante toda su vida.
Todos nosotros, sin saberlo, siendo mejores o peores personas, vivíamos
de la esclavitud y casi la habíamos interiorizado, estaba claro que el que
vendía hombres era la primera sanguijuela, pero no lo era menos quien los
explotaba de sol a sol. Yo llevaba años sintiéndome culpable por participar
de algún modo en aquella barbarie. No podía continuar viviendo de ese
modo, pero era mujer, y las mujeres no tomaban decisiones…
El único modo en el que creía poder compensar de alguna manera ese
hecho era tratando a mis esclavos con dignidad.

Un día, tras volver de cabalgar por los campos, entré en la casa y al pasar
por delante de la biblioteca, la vi. Acariciaba con sus dedos el lomo de uno
de los libros que había allí. Me apoyé en el quicio de la puerta con una
sonrisa mientras la observaba sin que ella se diera cuenta.
–¿Te gusta ese o buscas algo en particular? –pregunté.
Sanyu dio un respingo al escucharme tan inesperadamente y continúo
limpiando con manos temblorosas el resto de los libros.
–Puedo decirte dónde encontrar cualquier libro que haya en esta
biblioteca.
–Lo siento, señorita Alison, yo… no estaba haciendo nada.
–Lo sé, tranquila. No pretendía asustarte. Es solo que me pareció que ese
libro te gustaba, ¿puedo?
Caminé hacia ella, al llegar a su altura me detuve frente a la estantería y
leí el título de la obra en voz alta.
–Moby Dick –sonreí abiertamente y extraje el volumen que estaba junto a
otros muy similares–. Tienes buen ojo, es un libro magnífico, y con unas
ilustraciones excelentes.
–¿De qué trata? –preguntó, llena de curiosidad.
–Narra la historia de Ismael, un joven deseoso de aventuras que se
embarca en un ballenero, el Pequod. Su autoritario y misterioso capitán,
Achab, sufre un incidente con una ballena blanca que le amputa una pierna.
Obsesionado por dar muerte al monstruo y vengarse así de ella, la bautiza
como Moby Dick y se lanza a dar caza a ese demonio blanco junto a sus
hombres en una persecución obsesiva y autodestructiva.
Se le iluminó la cara al escuchar el argumento.
Lo contemplé un segundo mientras acariciaba la tapa con los pulgares y se
lo ofrecí.
–¡Quédatelo! –exclamé, extendiéndoselo.
Sanyu lo miró ilusionada.
–Pero, señorita Talvot, no sabría qué hacer con él. Yo… no sé leer –dijo
de un modo inocente.
–Eso no es un problema, yo puedo enseñarte.
–No creo que al amo Talvot le parezca buena idea, señorita.
–¿Por qué dices eso? –fruncí el ceño.
–Hay quien piensa que enseñar a los esclavos a leer y escribir tiende a
excitar el descontento en sus mentes, y produce la insurrección y la
rebelión.
–Créeme, a padre no le importará en absoluto –sonreí–. ¡Cógelo!, lo
leeremos juntas.
Sanyu lo acepto, lo abrió por la mitad, y lo acercó a su nariz a la vez que
aspiraba intensamente. Y por fin, pude vislumbrar la más maravillosa de las
sonrisas que había contemplado jamás.
–Me gusta como huele –dijo–. Huele como el chocolate.
–Puedes quedártelo, pero ¡solo si prometes no comértelo! –bromeé.
Otra encantadora sonrisa brotó de sus labios y me sentí más que
complacida.
Esa hermosa joven mestiza no solo me parecía realmente increíble, era,
además, increíblemente real…
CAPÍTULO 7

U na noche me despertó un extraño sueño antes de que el día


despuntara. Toda mi vida había soñado mucho, aunque no siempre
que lo hacía era capaz de recordarlo con demasiada claridad, pero ese sueño
se me quedó grabado.
Me sentía correr descalza por el bosque. La tierra era fresca y húmeda
bajo mis pies. Era como galopar sin Sombra. Corría tan rápido que podía
percibir el viento en la cara mientras me desplazaba a una gran velocidad
casi sin esfuerzo… disfrutando del color y del aroma de las flores y los
arbustos. Mi cuerpo resplandecía bajo los rayos del sol como el mismísimo
bosque. No podía detenerme, algo me lo impedía y seguí corriendo en busca
de ese “algo” que desconocía, pero que llamaba mi atención y que parecía
arrastrarme, igual que lo haría un tronco al ser arrastrado por las aguas de
un río tumultuoso. Me detuve ante un arroyo cristalino, me agaché,
refresqué mi garganta y sentí que sorbía vida. Por espacio de unos minutos
contemplé mi rostro reflejado en el agua. Levanté la vista y frente a mí,
estaba ella. Esbelta y hermosa, sobre un mar de espuma, bullicioso y
revuelto, como el caudal de una cascada. Estaba erguida por encima de las
aguas, sin apenas rozarlas, como si flotara ingrávida. Su efigie me resultaba
majestuosa y llena de calma. Quise acercarme, nadar hasta ella, pero su
imagen se diluyó en el aire en cuanto me lancé al agua… y en ese momento,
la realidad me trajo de vuelta a la vida.
Había tenido un sueño tan mágico que hubiera deseado que durara para
siempre, para poder contemplar su belleza en silencio indefinidamente.
Me levanté de la cama y me asomé a la ventana de mi cuarto a respirar un
poco de aire fresco. Esa noche, las estrellas se alineaban en un cielo
completamente despejado, como si atendieran directrices de antiguos
augurios largamente olvidados. No había ni una sola nube surcando esa
increíble y mágica oscuridad que asomaba amenazante sobre nuestras
cabezas. La noche era apacible, y daba a las cosas un halo encantador. La
luna llena enviaba sus rayos claros y fríos a todas las cosas por igual, y los
árboles, bañados por su blanca luz, proyectaban espesas sombras por todo el
jardín.
Me puse una bata y salí del dormitorio. El pasillo estaba a oscuras y, solo
al final, me pareció que se filtraba una tenue luz por la rendija de una de las
puertas. Ante ella me detuve el tiempo necesario para escuchar, pero no
pude oír nada dentro, al contrario, un silencio sepulcral lo llenaba todo.
Caminé con cuidado tratando de hacer el menor ruido para no despertar a
nadie, era evidente que todos dormían.
Bajé las escaleras con sigilo y entré en la cocina. Rebusqué entre los
armarios hasta hallar un vaso y mientras me servía un poco de agua, percibí
unos pasos ligeros que se acercaban. Pasos propios de mujer hicieron crujir
sutilmente la madera del tercer peldaño de las escaleras. De pronto distinguí
una figura confusamente y su elegante porte me resultó familiar. La
muchacha se acercó a los fogones sin hacer ningún ruido, encendió la
lumbre y comenzó a calentar agua, supuse que para preparar un poco de té,
mientras tanto yo permanecía observándola recostada sobre la pared
contraria.
–Buenos días –le susurré desde el lugar donde me hallaba.
Sanyu se sobresaltó y se giró rápidamente en mi dirección.
–Buenos días, señorita Talvot.
–Lo siento. ¿Te asusté?
–Un poco. No esperaba encontrar a nadie levantado tan temprano.
–Me desperté en mitad de un sueño, y después no he conseguido volver a
dormir. He bajado para beber un poco de agua.
–Estoy preparando té, ya está casi listo –exclamó nerviosa–. Si lo desea
puede esperar en la sala, se lo serviré enseguida.
–Preferiría tomarlo contigo, si no te importa. No me gusta desayunar sola
–dije a la vez que me aproximaba a ella.
–¿Conmigo? –cuestionó con sorpresa.
–Eso he dicho ¿Hay algún problema con eso?
–¡No! Por supuesto que no, señorita.
Sanyu abrió la pequeña alacena donde se almacenaba la vajilla y extrajo
dos tazas de porcelana y dos pequeños platillos. Con delicadeza vertió el
humeante té y me acercó la taza.
–Gracias.
–De nada.
–¿Puedo preguntar qué haces levantada? Aún no termina de despuntar el
alba ¿Te divierte deambular por la casa en plena noche como un fantasma?
–me reí.
–No duermo demasiado bien.
–¿Por qué? ¿Te preocupa algo?
–¡No! Todo está bien, tranquila señorita. Es solo que… mis noches son
siempre demasiado largas… así que suelo bajar temprano para tomar un té
antes de empezar con mis tareas.
–Comprendo.
Por un momento hubo un completo silencio y empezamos a sorber nuestro
té. El sol comenzaba a tomar cierto protagonismo y la luz fue llenando poco
a poco la estancia. Miré el rostro de Sanyu reflejado en el cristal de la
alacena que había justo delante de ella. Era igual que en mi sueño, un rostro
hermoso y a la vez salvaje, su piel era perfecta y sus labios carnosos se
veían sonrosados y atractivos.
–Eres muy hermosa –murmuré.
Me devolvió la mirada distraídamente a través del cristal y un segundo
después bajó los ojos. Pestañeo sutilmente un par de veces de ese modo que
me dejaba como atontada, después se llevó la taza a los labios y volvió a
sorber un poco de su té.
–Gracias, señorita, usted también lo es.
Giró levemente su cuerpo para mirar por una de las ventanas que daba al
patio trasero. Acerqué de nuevo la taza a mis labios sin dejar de observarla,
me quedé tan hipnotizada mirándola que mi muñeca giró sin darme cuenta
antes de que la porcelana llegara a tocar mis labios, haciendo que un poco
de líquido se derramara sobre mi ropa.
–¡Oh, diablos!
–¿Se ha quemado, señorita? –dijo girándose de golpe y recorriendo la
escasa distancia que nos separaba.
–¡Qué tonta soy! Me lo he echado encima –me ruboricé.
–Deje que la ayude a limpiar este desastre –dijo tomando un paño y
restregando con cuidado sobre la mancha –por fortuna el té no suele
estropear la ropa. Debería tener más cuidado.
–Lo siento, soy una calamidad.
–¿Seguro que no se ha quemado?
Su aliento sobre mi piel me pareció tan cálido y perfumado como una
brisa de verano, y su mirada tan dulce, delicada y viva como los ojos de un
cervatillo. Sanyu se inclinó un poco más sobre mí mientras limpiaba mi
ropa, y la sutileza del aroma de su piel fue un auténtico latigazo para mis
nervios. Mi sangre comenzó a circular con tanto vigor, que podía notar el
violento palpitar de mi corazón contra las paredes de los vasos sanguíneos
de mi cuello.
–No, tranquila estoy bien.
Cuando levantó la vista se topó con mis ojos fijos en ella. Su cuerpo se
puso rígido y pude darme cuenta de que ella, al igual que yo, también
temblaba, y que su aliento, al igual que el mío, se quedaba atascado en la
garganta.
–Disculpa mi torpeza, no sé qué me ha pasado.
–No importa, señorita. Bueno –su voz sonó inquieta –creo que esto ya
está.
–Muchas gracias, Sanyu.
–Por nada, señorita Alison.
Nuestras miradas volvieron a cruzarse una vez más, hasta que Sanyu,
visiblemente nerviosa, se giró apresuradamente rompiendo el momento. Me
quedé unos segundos contemplando el brillo suave y sedoso de su espalda,
y la tersura de su nuca sobre la que se elevaba su cabello recogido.
Sacudí la cabeza sonriendo como una tonta, y le hablé de nuevo, solo para
obligarme a dejar de sonreír:
–¿Habías visto algún amanecer más hermoso? –la noté tensarse al
acercarme.
Sanyu respondió con un signo negativo de cabeza y sus labios dibujaron
una indefinible sonrisa cuando se giró para mirarme.
–Es… precioso –exclamó.
–Sí, que lo es. En estas tierras, el alba siempre trae consigo una
luminosidad plateada y agradable.
–Cierto. Es como si las musas de la naturaleza nos abrieran poco a poco
sus tesoros y empezaran a sonreírnos, para alentarnos al trabajo, ¿no le
parece, señorita?
–Yo no lo habría expresado mejor…
El sol, las flores, el mar cristalino, los vívidos fulgores de las estrellas de
las noches de verano, la brisa fresca que acompañaba las mañanas…
dejaron de tener importancia para mí, y ya no tuve mirada más que para
Sanyu, para su juventud, para su hermosura, para su fuerza primaveral que
daba luz a sus ojos y encanto a su sonrisa.
Tuve que armarme de valor para detenerme, para no tocarla, para no
declararle la pasión que me provocaba, para esconder el fuego de mis ojos,
para no explicarle los estragos que en mi pobre corazón había hecho su
presencia en unas pocas semanas.
Aquel año ocurrirían infinidad de hechos imprevistos que lograrían
cambiar el rumbo de mi vida para siempre.
CAPÍTULO 8

D urante las siguientes semanas, cada domingo, Sanyu y yo dábamos


largos paseos hasta el rio, yo le contaba historias y ella me escuchaba
entusiasmada. Bella siempre nos acompañaba, había crecido mucho y nunca
se separaba de mi lado. Hablábamos de todo, recorríamos a nado el trecho
que mediaba de una orilla a la otra y reíamos, reíamos mucho. Jugábamos
también a atraparnos como niñas, “te he pillado, Sanyu…” y San se escurría
dejando en mis manos la sensación de un hueco hiriente.
Y era precisamente ahí, en aquellos momentos, en los que podíamos llegar
a creer que éramos libres, que nada de lo que restringía nuestra vida existía
realmente.

Ese domingo caminamos en silencio hasta llegar a un claro del bosque, la


tranquilidad reinaba a nuestro alrededor. Era una mañana encantadora y
cálida. Nos sentamos bajo un árbol altivo y orgulloso, un enorme roble
adornado de ramas vigorosas salpicadas de saludables tonos verdes y pardos
que daban cobijo a decenas de nidos de carboneros de Carolina, cardenales
rojos, herrerillos y gorriones de corona blanca.
–¿Quieres que te lea un rato?
–Sí, por favor.
Sonreí abiertamente, saqué el libro de mi bolsa y comencé a leer. Sanyu
me escuchaba atentamente con los ojos como platos y una sonrisa dibujada
en su rostro.
–Los marineros lanzaban sus arpones, pero Moby Dick no aparecía. Se
sucedieron entonces tres días y tres noches de persecución y lucha.
–¿¡Y qué ocurrió!? –preguntó con impaciencia.
–Los botes fueron destrozados, y la ballena parecía insensible a la
multitud de arpones que le eran arrojados.
–Es muy lista, ¡no la cogerán! –el brillo de emoción que reflejaban sus
pupilas me resultaba conmovedor.
–La mañana del tercer día, el capitán logró hundir su arpón sobre el lomo
de la bestia.
–¡Oh, no! –gritó.
–El animal en un acto reflejo de dolor, destruyó la proa del barco,
hundiéndolo rápidamente. La cuerda del arpón se enredó en la pierna del
capitán y este fue arrastrado a las profundidades…

Una sonrisa de satisfacción asomó en el rostro de Sanyu, mientras mantenía


su mirada suspendida en algún sitio indeterminado, como flotando en el
aire. Cerré el libro y la contemplé en silencio. Mi inexperto corazón, que
había permanecido dormido e inocente toda mi vida, despertaba a un
sentimiento poderoso. Los pensamientos puros, las ilusiones cándidas como
copos de nieve, se transformaron en un instante en un velo misterioso. El
mundo de la inocencia y de la calma desapareció para mí, dando paso a un
horizonte que se convertía sin darme cuenta en un mar de fuego, de
sentimientos y de amor.
Pasamos toda la tarde bajo la sombra de aquel hermoso árbol. Tras la
lectura, Sanyu me contó lo que fue nacer siendo hija de una esclava y un
hombre blanco. La separaron para siempre de su madre al poco tiempo de
nacer, su amo y padre por aquel entonces vendió a su madre, obligado por
su celosa esposa, cuando Sanyu aún era un bebé y la entregó a una anciana
de la plantación para que la criara. Me contó como asistió a brutales escenas
de crueldad, su única posesión era un áspero y viejo vestido de estopa de
lino. Dormía en el suelo, húmedo y frío.
–No teníamos una ración regulada. Nuestra comida consistía en harina de
maíz hervida. Se echaba en una bandeja o comedero grande de madera y se
ponía en el suelo. Entonces se llamaba a los niños, como si fueran cerdos, y
como cerdos íbamos y devorábamos las gachas. Algunos con conchas de
ostras, otros con trozos de ripia, algunos con las manos desnudas y ninguno
con cuchara.
Me contó que el que comía más deprisa era el que más conseguía comer,
el que era más fuerte conseguía el mejor sitio y pocos de ellos dejaban el
comedero satisfechos. Dijo que cuanto más cantaban los esclavos era
cuando se sentían más desgraciados. Las canciones de los esclavos
representaban los pesares de su corazón, y cantar les aliviaba, como alivian
las lágrimas a un corazón afligido.
–El hombre blanco que era mi padre me vendió a la plantación Milton en
Virginia. Fueron los peores años de mi vida. Dormía en un sótano húmedo,
sucio y sin apenas luz. El amo Milton era un hombre cruel, disfrutaba
haciendo sufrir a sus esclavos y sometiendo a sus esclavas. Era un borracho
y un mal jugador de cartas, acumulaba muchas deudas. Su esposa era aún
peor que él, si es que eso es posible.
–No comprendo cómo puede haber gente tan… inhumana.
–Lo peor para mí eran las noches, cuando el amo se emborrachaba y
entraba violentamente en aquel sótano. Las primeras veces interrumpiendo
mi sueño, después lo esperaba despierta y aterrorizada. Ya no conseguía
dormir hasta que no se marchaba… a veces, cuando me resistía me
golpeaba y me dejaba allí, encerrada durante días.
–Dios mío, Sanyu.
–¿Alguna vez ha mirado el techo de una habitación cuando la noche es
oscura y las ventanas están cerradas? Esa oscuridad es horrible. No puedes
ver la diferencia entre tener los ojos abiertos y cerrados. No creo que haya
nada más oscuro que eso. Y el silencio… –dijo mirándose las manos–.
Nunca había oído un silencio como ese. A veces, era tan profundo, absoluto
y prolongado, que tenía que tocarme las orejas para comprobar que aún
estaban pegadas a mi cabeza. Era insoportable.
El recuerdo inesperado de aquellos aciagos días despertó en Sanyu un
pequeño escalofrío. La sentí estremecerse, aunque puso mucho cuidado en
que yo no lo notara.
–¿Cómo lograste salir de allí?
–Me vendieron junto con otra docena de esclavos para pagar a unos
hombres a quienes el amo debía dinero.
–Aquí estás a salvo, nadie te hará sufrir, Sanyu. Si por mí fuera, daría la
libertad a todos los esclavos de la plantación, vendería las tierras y me
marcharía al Norte, o a cualquier otro lugar lejos de aquí.
–¿No le gusta el Sur, señorita? –pregunto desconcertada.
–Amo estas tierras, el Sur es mi hogar, pero no a toda costa ¿entiendes?
–No muy bien, señorita Alison.
–Odio vivir así, ¡odio tener esclavos!
–¿No le gusta tener esclavos? –cuestionó.
–Ningún hombre debería tener la potestad o el derecho de someter a otros.
–Nunca he oído a un blanco hablar así –dijo sorprendida.
–Ni creo que lo hagas, ni siquiera mi padre está de acuerdo conmigo y
casi nadie en este condado, a decir verdad, pero yo creo que la esclavitud es
una abominación. Que tenga esclavos no significa que esté de acuerdo con
este modo de vida, aunque tenga que asumirlo ¿me comprendes?
–Creo que sí.
–Llevo años tratando de convencer a mi padre para liberarlos, vender las
tierras y marcharnos al Norte, pero es un hombre muy terco y no dejará su
hogar por nada del mundo. La hacienda da mucho trabajo, y por desgracia
los esclavos son más baratos que los trabajadores, de manera que no
renunciará a su estilo de vida.
–¿Y si no está de acuerdo con todo esto? ¿Cómo puede vivir así, señorita
Alison?
–Cuando mi madre murió, padre quedó desolado y volcó todo su cariño,
todas sus energías y toda su vida en mí. No puedo fallarle, debo permanecer
a su lado, soy su única familia.
–Es natural. Yo no sé lo que es tener una familia, pero si la tuviera,
permanecería siempre a su lado, pasase lo que pasase, igual que usted.
–A veces pienso que soy una mala persona por ser partícipe de todo este
horror.
Mis ojos se empañaron en una décima de segundo, obligándome a
pestañear varias veces para evitar las lágrimas.
–Yo creo que es una de las personas más nobles y con el corazón más
puro que he conocido jamás.
–Gracias, Sanyu.
Contemplé el horizonte, el sol comenzaba a ocultarse. Mi mirada se
perdió un instante en el paisaje, apenas iluminado por los últimos rayos del
sol. Me giré hacia Sanyu.
–Se está haciendo tarde, deberíamos volver…
–Sí, señorita Alison.
Aguanté todo lo que pude, rumiando en silencio mi rabia y mi impotencia,
luchando para no dejarme llevar por el odio hacia mí misma que crecía
imparable en mi interior. Mi nivel de ansiedad se incrementó, haciéndome
dolorosamente consciente de que los cimientos de la mujer en la que creía
haberme convertido, se desvanecían, como se desvanece el agua entre las
manos.

Tras la cena llegó la noche, me senté junto a la chimenea de la cocina. Bella


dormía junto a mí. Sanyu me observó rebuscar entre los leños un pequeño
trozo de madera, abrí mi navaja y en silencio comencé a tallar una figura.
Durante más de una hora, los únicos sonidos que se escuchaban eran el
agua hirviendo en la cazuela que tenía Madi en la lumbre y el roce del metal
contra la madera. Sanyu no dejaba de obsequiarme con miradas furtivas
mientras realizaba aquella actividad. Y aunque yo trataba de no pensar en
ello, podía sentirla. En algunas ocasiones incluso había intercambiado
miradas con ella, miradas que cualquiera hubiera considerado indecorosas,
y eso me decía que podía albergar esperanzas. En ese momento lo supe, fui
consciente de lo que sentía por ella y presentí que iba a amarla más allá de
la locura.
Parecía fascinada por los bucles de mi pelo, que simulaban haber sido
esculpidos con fuego, y por mis ojos, que reverberaban con un verde tan
intenso como la hierba fresca, o como el musgo que cubría el tronco de los
árboles… Observó cómo terminaba de tallar aquella tosca pieza de madera,
convirtiéndola en una figura que se asemejaba a un caballo, y sonrió cuando
la dejé sobre la cornisa de la chimenea.
En cuanto me levanté, Bella despertó de su sueño, se estiró y lamió mi
mano.
–Es tarde, será mejor que nos retiremos a descansar, mañana será un día
duro de trabajo.
Madi se acercó hasta mí, me rodeó con sus brazos y me dio un tierno y
cálido beso en la mejilla.
–Buenas noches, mi niña –exclamó.
–Buenas noches, mamá Madi.
–Buenas noches, señorita Alison.
–Buenas noches, Sanyu. ¡Vamos, Bella! –La perrita me siguió.

Aquella noche me dio la sensación de que Sanyu estaba especialmente


contenta, habíamos disfrutado todo el día de nuestra mutua compañía,
durante breves instantes al mirarla parecía estar relajada y serena, como si
no se sintiera realmente una esclava. Estaba segura de que era una
sensación extraña para ella, pero a mí me pareció muy agradable. Esa noche
me costó mucho conciliar el sueño. No podía dejar de pensar en ella, su
imagen no se desdibujaba de mi mente. Deseaba volver a disfrutar de su
compañía a solas, y volver a mirarla de reojo mientras me escuchaba leer
con atención. El domingo próximo se me antojaba terriblemente lejano…

Querido Dios

La señorita Alison me está leyendo un libro. Nunca había estado más


sorprendida en toda mi vida, como la primera vez que la vi leer y me
pareció que el libro le hablaba. Me resultaba muy extraño ver que lo miraba
y movía los labios. Deseaba con todo mí ser que ese libro me hiciera lo
mismo a mí. Tan pronto como terminó de leer, lo cogí entre mis manos, lo
abrí y lo acerqué a mi oído con grandes esperanzas de que me dijese algo,
pero me puse muy triste y decepcionada, porque el libro no me hablaba, y
en ese instante me vino a la cabeza el pensamiento de que todos y todo,
incluso ese libro, me desprecian porque soy negra.
La señorita Alison es una buena persona, su corazón es inmenso y puro.
Hace animales con trozos de madera usando sólo una navaja. Cuida de los
ancianos y cuenta historias a los niños. Nunca había visto que un blanco
pudiera tratar de ese modo a los esclavos. Ojalá hubiera más personas en
este mundo como ella. Soy extrañamente feliz desde que he llegado a esta
casa.
Gracias, querido Dios, cuida de todos nosotros y de la señorita Alison.
Sanyu intentó dormir. Colores, sonidos, formas, todo era borroso a su
alrededor, estaba cansada, pero el sueño no llegaba. Imágenes de ese día,
nuestras conversaciones y mi forma de mirarla, de tratarla, pasaban veloces
por su mente, esa noche resultó ser un flujo interminable de pensamientos y
sentimientos.
Finalmente, desistió de dormir. Apartó las sábanas y se levantó de la
cama. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo distinguir los
objetos que la rodeaban. Se sentó sobre un pequeño banco que había situado
justo bajo el ventanal de su dormitorio, apoyó la espalda sobre el
apoyabrazos de uno de los extremos y flexionó un poco las piernas. Se
inclinó hacia delante, abrazando sus rodillas, y miró hacia fuera, a través de
la ventana. Más allá de los angostos jardines que daban a la parte trasera de
la plantación se podían distinguir los muros de piedra que delimitaban la
propiedad, devorados por la hiedra. La luz de la luna brillaba serena sobre
la tierra, y en ese momento se dio cuenta de que solo después de vivir en la
oscuridad, puedes realmente saber a qué sabe la felicidad.

Al día siguiente, cuando Sanyu tendía la ropa en el exterior de la casa, pudo


ver al hijo mayor de Salomón y Emily con aquel pequeño trozo de madera
con forma de caballo entre sus manos… el peso que oprimía su corazón se
aligeró, y sonrió abiertamente al percibir la bondad y la calma que reinaban
a su alrededor.
Semanas más tarde, pudo darse cuenta de que muchos de los hijos de los
esclavos poseían pequeñas piezas de animales talladas en vastos trozos de
madera. No fue nada inmediato, ni milagroso, pero poco a poco, esos y
otros muchos detalles, le hicieron reparar en el gran corazón de su ama y de
lo afortunada que era de haberla conocido, y de pronto la invadió de nuevo
el sordo rugido de aquella felicidad extraña que no parecía tener fin.
CAPÍTULO 9

A quel era un sábado más, un sábado sin nubes, sin viento. Un sábado
inofensivo, muy parecido a los otros. Un sol atronador, caliente y
generoso daba brillo a los campos, dándoles la apariencia de un gran lago
verde. Todo exudaba paz, era una mañana preciosa, con ecos, con trinos de
pájaros, y con brisa tonificante…
Samuel entró en la casa vociferando y dando gritos, le oí llamarme desde
mi dormitorio.
–¡Señorita! ¡Señorita Talvot!
–¡Samuel Louis! ¡Saca tus sucias botas de esta casa! –Le reprendió Madi.
–Mama Madi… necesito hablar con la señorita Alison.
–Que diantres ha pasado para que entres con estas prisas, ¿eh?
–¿Qué ocurre, Samuel? –pregunté desde lo alto de las escaleras.
No fue su voz solamente, fue su ademán rígido, nervioso y también su
temblor lo que me alarmó…
–Por favor, señorita Alison, ¡dese prisa! El señor Dawson va a azotar a
Sanyu.
–¿¡Qué!?
Salí a toda velocidad de la casa, monté mi caballo y galopé en dirección a
las cabañas. Los esclavos formaban un corro alrededor de la escena, Joffrey
les estaba obligando a mirar. Al llegar encontré a Sanyu maniatada a un
enorme poste de madera, sus ropas estaban rotas y su espalda expuesta.
Joffrey la estaba azotando con saña. Me situé por detrás y agarré fuerte el
látigo antes de que pudiera propinarle un solo golpe más.
–¿¡Qué demonios haces, Dawson!? –grité a sus espaldas.
–Señora, esta mestiza me atacó, estoy dándole un escarmiento.
Las uñas de Sanyu estaban marcadas en su mejilla y la sangre resbalaba
por su rostro brotando a través de unos arañazos semejantes a los de un gato
cautivo y domesticado, pero que sabe bien que con un golpe de zarpa puede
pulverizar a aquel que pretenda molestarle en demasía.
–¡Suéltala inmediatamente!
–Lo siento, señorita Talvot, pero alguien tiene que enseñar a estos
malditos negros a respetar a los blancos.
–¡He dicho que la sueltes!
–El señor Talvot me contrató para…
–¿Para qué, Joffrey? –le interrumpí –¿Para golpear a personas a tu antojo?
Jamás había estado tan furiosa en toda mi vida. Me erguí ante él, segura y
decidida a encabritarme, como un caballo que siente sus bridas tocadas por
un extraño.
–Ni siquiera los animales merecen ser tratados así ¡Aquí no usamos el
látigo! No permitiré que se les azotes y menos aún si disfrutas con ello.
–Pero…
–¡Suéltala! ¡Ahora!
–¡Esta sucia negra me atacó! –argumentó.
–No me hagas repetirlo, Dawson –mi rostro se transformó.
–Como ordene, señora, ¡soltadla!
–Te lo advierto, Joffrey y solo te lo voy a decir una vez… si vuelves a
ponerle las manos encima a Sanyu o a uno solo de mis hombres, te echaré a
patadas de aquí, ¿está claro? ¡Márchate!, hablaré contigo más tarde.
–Sí, señora…
Sanyu estaba casi inconsciente debido al terrible dolor, cayendo a los pies
del poste cuando desataron sus manos. Al verla allí, sentí su dolor de un
modo que traspasó mi alma. Desde el principio había tenido la certeza de
que ese hombre traería consigo problemas. Sus arrebatos de agresividad
verbal hacia los esclavos brotaban en él como la pólvora, pero esa era la
primera vez que traspasaba la línea con un castigo físico. Desde que Joffrey
Dawson había llegado a la plantación Talvot, los esclavos más mayores se
volvieron taciturnos, los rostros de algunos de los hombres y mujeres se
contraían como si el miedo los chupara por dentro y sus pasos en cualquier
dirección parecían precipitarse.
–Tranquila… shhh, ya pasó… estoy aquí… ya pasó…
Samuel y Connor me ayudaron a llevarla a casa. Sanyu quedó tumbada
sobre la cama boca abajo, examiné sus heridas con cuidado.
–¿Qué ha pasado, Samuel?
–Sanyu llevaba pan a las cabañas, señorita Talvot, el señor Dawson le
salió al paso, él intentó… –dijo mientras hacía girar su sombrero entre las
manos.
Samuel no se atrevió a continuar y bajo la mirada a sus botas.
–¿¡Qué!? –pregunté con impaciencia.
–Intentó llevarla a una zona apartada del bosque, señorita Alison –se
apresuró a decir Connor –Sanyu quiso escapar, ella sabía lo que ocurriría si
iba con él.
–Maldito –murmuré entre dientes –quiero que os mantengáis alejados de
él, todos vosotros, es un hombre peligroso e impredecible, ¿está claro?
–Sí, señorita –contestó Samuel.
–Ella se resistió, ama Talvot, y lo abofeteó tratando de zafarse –concluyó
Connor.
–Dejadme sola con ella, volved al trabajo. Madi, tráeme agua caliente y
paños limpios.
–Enseguida, mi niña.
No pude evitar que asomara a mis ojos una mirada compasiva. Los
primeros golpes le habían provocado moretones y contusiones, los cuales se
habían abierto con los sucesivos. Aquella piel canela que tanto me fascinaba
estaba hecha jirones por los latigazos. Con una dulzura que no lograba
eliminar el dolor de mi corazón, limpié y cubrí sus heridas con una pequeña
cantidad de miel. Improvisé unas vendas y rodeé con ellas su torso, dejando
su espalda cubierta por completo para evitar que se infectara. Los nervios se
apoderaron de mi juicio cuando sentí su pecho desnudo tan cerca de mí.
El temblor en sus hombros, la rigidez de su rostro y la dureza con la que
apretaba sus labios, dejaban entrever su enorme sufrimiento.
¿Cómo podía haberme cautivado una mujer tan distinta a mí?
Quise tocarla, abrazarla para darle consuelo, pero me contuve.
–Te pondrás bien –exclamé.
–Es usted muy buena persona, señorita, que Dios la bendiga.
–Siento muchísimo lo que ha pasado, Sanyu y lamento profundamente no
haber podido llegar a tiempo para detenerlo antes.
–No se preocupe, señorita Alison –de nuevo las lágrimas empezaron
humedecer sus mejillas.
Deseaba consolarla a través del contacto físico, pero algo me lo impedía,
así que trasladé ese abrazo a mis palabras tiernas y reconfortantes.
–Te has defendido con uñas y dientes –exclamé con dulzura–. Has sido
muy valiente.
–No permitiré que ningún hombre vuelva a tomar por la fuerza lo que solo
a mí me corresponde entregar. Antes prefiero morir.
–Te prometo que Joffrey no volverá a ponerte las manos encima. Si
vuelve a acercarse a ti, o intenta azotar a una sola persona más, juro que le
echaré de mis tierras.
Sanyu me miró directamente a los ojos y en ese momento me alcanzó la
bala, una bala que aturdía, como aturden los golpes en la cabeza. No había
salido de ningún rifle. Salió de una frase. Una simple e inesperada frase que
bruscamente cambió de un modo rotundo el panorama de mi vida. Una
frase irrevocablemente cierta…
–Siempre habrá otro Joffrey dispuesto a levantar su látigo contra un
esclavo.
–Por favor, no digas eso –le rogué.
–No se canse, señorita. Es imposible nadar contracorriente. Los blancos
nos odian, para ellos no somos más que trozos de carne sin vida, sin valor.
–En esta casa jamás se os ha tratado como esclavos, Sanyu. En esta casa
no se os castiga así y no pienso permitirlo. ¡De ningún modo!
–Sigo siendo lo que soy… la hija bastarda de un hombre blanco. Una
mestiza. No pertenezco a ninguna de las dos razas… no soy ni blanca, ni
negra.
–Pensar así no te hará ningún bien.
–Nada me hará sentirme nunca bien, señorita Ali. ¡Soy lo que soy, ya está!
Tomé su cara entre las manos y acaricié suavemente sus mejillas. De
pronto, Sanyu calló. Se dio cuenta de que yo estaba delante, muy cerca de
ella, alzó la cara con el rostro aún húmedo, pero sus ojos se habían secado
repentinamente, y nos miramos en silencio. Nuestros alientos casi podían
rozarse, y en ese momento la mirada de Sanyu se posó durante un breve
segundo sobre mis labios, a la vez que entreabría la boca de un modo tan
sensual que me estremecí. Mi corazón comenzó a latir con fuerza, y mi
deseo por ella palpitó con exigencia, no solo en mi pecho, también en otras
partes de mi cuerpo.
Me asusté de mi propia reacción, mi cuerpo parecía funcionar solo,
movido por algo inédito y enérgico, algo tan ardiente que me descolocó.
Aparté mis manos de su rostro con cierto pesar y bajé la mirada un poco
avergonzada.
Deseaba besarla, y estuve a punto de hacerlo. Nunca había sentido nada
igual y el pánico me dejó paralizada. Sanyu me dedicó una mirada tan dulce
y tierna cuando mis mejillas enrojecieron que mis piernas comenzaron a
temblar, y sentí que podía ver dentro de mí.
Ella era así, tan natural y sencilla como los vientos que agitan las copas de
los árboles.
–Eres mucho más que el color de tu piel…
–Pero no todos los blancos piensan como usted –dijo apartando la mirada.
–Lo sé… –exclamé con tristeza –ahora descansa, volveré más tarde para
ver cómo te encuentras.
Acaricie su cabello negro como el azabache, me dejé llevar por mis
deseos y lo bese. El perfume de su pelo me pareció suave, como un aroma
primaveral en pleno invierno. Solo fue un instante y en ese momento aún no
lo sabía, pero ese perfume, ese aroma maravilloso que oprimió mis sienes y
desbocó mis sentidos, permanecería en mi memoria durante el resto de mi
vida, penetrando directamente en mi corazón, anegándolo, sumergiéndolo
poco a poco en una languidez de felicidad inefable.
–Ahora trata de relajarte. Te vendrá bien dormir un poco, Sanyu. Le
pediré a Madi que te prepare algo caliente para cenar.
No contesto, pegó sus labios a mi oído. Era como si todo lo que nos
estuviera rodeando existiera solo para ella y para mí:
–Gracias.
–Duerme, Sanyu.
El día, que había amanecido radiante y luminoso, se tornó gris y
desagradable, comenzó a llover con fuerza, parecía un día muerto, como si
todo el mundo hubiera huido y las cabañas hubieran quedado deshabitadas
o como si todos hubiesen caído repentinamente enfermos. Madi se apresuró
a cerrar las contraventanas, el aire comenzaba a soplar furioso haciendo que
las gotas de lluvia salpicaran sobre los cristales como dardos. El aire
vibraba, colándose por todos los rincones, emitiendo silbidos que
cambiaban de tono dependiendo de la intensidad de las ráfagas. Cuando el
viento soplaba de ese modo, me resultaba molesto, y cuando además lo
hacía de forma persistente, influía negativamente en mi estado de ánimo.
–Maldito tiempo loco –dijo padre mientras echaba una mirada a través de
los cristales del comedor.
–Este viento… me perturba –afirmé con pesar.
–La estación de las lluvias este año azotará con fuerza, todo son
problemas –exclamó padre cerrando el periódico con el rostro preocupado.
–He leído que Lincoln ha ganado las elecciones, padre.
–Lo sé, hija. La Confederación ha declarado oficialmente la secesión de
los estados Unidos.
–¡Dios mío! ¿Cree que la guerra puede ser inminente?
–Si estalla… no durará mucho, de eso estoy seguro.
–Deberíamos abandonar Georgetown, padre.
–¡No empieces otra vez con eso, Alison! Esta tierra significa todo para mí.
No la abandonaré, es lo único por lo que vale la pena trabajar, luchar y hasta
morir.
Bella alzó sus patas delanteras sobre mi regazo, como si pretendiera
distraerme de mis preocupaciones, jugar, como otras veces conmigo,
mordiéndome con cuidado las manos y la ropa. Había crecido mucho y ya
no podía tomarla en brazos como antes, así que abracé su cabeza y la apreté
contra mi pecho. Miré a padre un minuto y hablé…
–Sorprendí a Dawson azotando a Sanyu esta mañana, le he prohibido que
vuelva a hacer nada semejante. No me gusta ese hombre, padre. Es
peligroso y cruel, los esclavos le temen.
–¿Le preguntaste el motivo de ese castigo?
–¡Por supuesto que no!, no existen motivos suficientes para azotar a una
persona, ¿no creé?
–Hablaré con él.
–¡Hágalo pronto! Si vuelvo a sorprenderlo tratando de castigar a un
esclavo juro por Dios que me las pagará.
–¿La muchacha está bien?
–Sí –admití con tristeza–. Tardará algunas semanas en recuperarse, pero
llegué a tiempo para detenerlo. Ese hombre es un salvaje. Podría haberla
matado.
–Te preocupas en exceso por ellos, hija mía. Tratarlos bien es una cosa,
pero tu sufrimiento es demasiado ¿no te parece?
–No, padre, no me parece. ¡Son personas! ¡No son animales!, lloran,
sufren, aman y ríen como usted y como yo.
–Me hago cargo, hija.
–Merecen ser tratados con dignidad, es lo mínimo que se nos debe exigir
después de la explotación a la que los hemos sometido durante más de cien
años.
–Tu madre tampoco estuvo nunca de acuerdo con tener esclavos, cuando
nos casamos y vino a vivir aquí desde Pensilvania, le costó adaptarse. Te
pareces demasiado a ella.
–Me alegro de que así sea –exclamé–. Iré a ver cómo está Sanyu, debería
cambiarle los vendajes. Si me disculpa…
Me sonrió con una sonrisa inédita en él, se levantó de su sillón y caminó
en mi dirección con una extraña expresión en la cara, como de alguien que
claudica ante lo evidente, posó su mano sobre mi hombro y me sacudió
ligeramente.
–Eres una buena persona, hija mía.
–Gracias, padre. Que descanse.
–Hasta mañana, tesoro.
Me dirigí directamente al piso de arriba y entré con cuidado en el cuarto
de Sanyu. Estaba dormida, boca abajo, su cuerpo permanecía
completamente inmóvil y su mejilla izquierda hundida en la almohada.
Revisé su espalda sin atreverme a tocarla, restos de sangre habían
atravesado la tela. De repente, Sanyu se removió en un lamento, como si se
le hubiesen metido un puñado de avispas bajo los vendajes. Me senté a su
lado y comencé a retirarlos con todo el cariño que pude, pero la voz que
salía de su garganta con cada vuelta que deshacía de aquel fajamiento de
momia, se quebró en llanto, en gestos de dolor, y en una mirada vidriosa y
resignada.
–Lo siento… lo siento.
–No se preocupe, lo hace muy bien, señorita Alison.
–Quisiera poder ahorrarte este sufrimiento, pero no puedo.
–No sufra por mí. Lo soportaré.
–Eres muy valiente. Pronto estarás mejor, ya lo verás.
Después de volver a limpiar sus heridas y recolocar un nuevo vendaje,
abrí un pequeño frasco y vacié una pequeña cantidad de líquido en una
cuchara.
–Ven, incorpórate un poco. Tómate esto…
–Está muy amargo –dijo haciendo una mueca.
–Es láudano. Mitigará el dolor y te ayudará a dormir.
–Gracias.
–Te he traído una campanita, quiero que la hagas sonar si necesitas
cualquier cosa, ¿de acuerdo? Dejaré la puerta de mi habitación abierta…
–No sé cómo agradecerle lo que está haciendo por mí.
–No tienes que agradecerme nada.
–Pero Madi puede ocuparse, no tendría que tomarse tantas molestias.
–Quiero hacerlo yo, además para mí no es ninguna molestia. Es mi deber.
–Es usted un ángel.
–Voy a cuidar de ti, San –afirmé con solemnidad.
–¿San?, –me miró con cierta curiosidad–. Nunca me habían llamado así.
Me gusta… suena bien –sonrió como para sí misma.
–Yo también lo creo. Bueno, te dejo para que puedas descansar, ¿de
acuerdo?
–De acuerdo. Buenas noches, señorita Alison.
–Buenas noches, San.
Me alejé caminando despacio, antes de salir me giré una vez más para
encontrarme con sus ojos y la descubrí regalándome una sonrisa sincera que
nacía del alivio.
Le devolví ese mismo gesto y me dirigí a mi dormitorio. Dejé la puerta
abierta y me preparé para leer un rato, sin embargo, no podía concentrarme
en nada y me fui a dormir temprano. Al apagar la luz de las velas volví a
ver el rostro de San, era imposible apartarla de mis pensamientos. Sus ojos,
sus mejillas humedecidas por las lágrimas, sus sensuales labios, el exquisito
aroma de su pelo y su sonrisa.
Recordé lo hermoso que resultaba contemplar los atardeceres junto al rio,
y me di cuenta de que en ella se apreciaba esa misma calma, y esa misma
magia, pero en su boca.
Su imagen volvía una y otra vez a mi mente. No me cansaba de pensar en
ella, desprendiéndome de todo menos de su imagen, de sus facciones, de las
líneas de su rostro. Sumida en una existencia distorsionada, divagando,
sustituyendo la realidad por fantasías repletas de esperanzas, de
sentimientos, de placeres, de anhelos… y así pasé la noche, soñando
despierta.
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CAPÍTULO 10

P asaron semanas y las heridas de Sanyu estaban prácticamente


cicatrizadas. Me encargaba personalmente de su cuidado y de cambiar
sus vendajes dos veces al día, limpiando su piel escrupulosamente para
evitar infecciones. Por suerte era una joven muy fuerte y se recuperó sin
problemas. Mientras estuvo convaleciente la cuidé con todo el cariño que
pude. En mi interior sabía que aquella forma de cuidarla era para mí una
necesidad, protegerla era mi prioridad. Me sentía unida a esa mujer, de un
modo único y misterioso.
Durante todo ese tiempo, Sanyu había mejorado mucho en la lectura y
escritura, cada día tomaba mis lecciones con una sonrisa, resultó ser una
mujer mucho más inteligente de lo que nunca llegué a pensar. Aunque había
muchas palabras que no lograba comprender, siempre se afanaba en
preguntar y leía durante horas, cada vez con mayor fluidez, bajo mi atenta
mirada.
Me provocaba un gran sosiego oírla leer, y ella estaba entusiasmada por
todas aquellas historias que la alejaban de su vida. Poco a poco ella también
parecía darse cuenta de lo importante que era tenerme a su lado, y gracias a
todo ese tiempo que pasamos juntas, conociéndonos mejor, las
circunstancias que un día nos separaban se disiparon. Fue como una de esas
tormentas que estallan en segundos y que rápidamente dan paso a un sol
que radiante y luminoso lo resuelve todo para dejarlas en nada.
Sanyu escribía en un trozo de papel las palabras que le resultaban más
difíciles de pronunciar, para leerlas una y otra vez hasta aprendérselas casi
de memoria. Yo no podía evitar contemplarla, me obsesionaban aquellas
manos, me restaban facultades, deseaba tocarlas con todo mi ser. Hubiera
querido que dejara de escribir para no fijarme en ellas. Un instinto más
fuerte que la razón me decía que San también sentía algo por mí. Con
frecuencia la había sorprendido contemplándome con anhelo y a la vez con
tristeza, una tristeza que me desconcertaba.
Yo no le había mencionado a Sanyu la raíz de lo que sentía, solo había
mostrado un pequeño tallo a ras de tierra, pero la única certeza de mi vida
era que me había enamorado de ella, y amarla silenciosamente era tan
inherente para mí, como el aire que respiraba, como el agua que bebía.
Para mí, San era como la aurora emergiendo delicada por la infinita línea
que separa el cielo de las aguas, como el sol tibio del mediodía atravesando
las hojas de los árboles con sus rayos inquietos de oro, la bifurcada lengua
de espuma lamiendo vigorosa las dos caras de una proa, ella era ese viento
cargado de aromas soplando mis velas…
–Las aguas que la rode-aban se iban hinchan-do en aplios…, aplios.
–¡Amplios…! –la corregí.
–Amplios círculos…, –lo siento, le hago perder el tiempo.
–¿¡Estás loca!? Cada día lo haces mejor.
–¿De verdad?
–Estoy orgullosa de ti –afirmé con una sonrisa.
San levantó la vista para mirarme de tal modo que provocó que mi
corazón se desbocara dentro de mi pecho. Sus ojos resplandecían con un
brillo que no había visto antes, y me di cuenta de que ningún bosque, rio,
cascada, o amanecer, habrían resultado más hermosos que la sonrisa que
brotó de inmediato en su semblante.
–¡Enséñeme como se escribe esa palabra! –exclamó entusiasmada.
–¿Qué palabra? –pregunté con un hilo de voz.
–Orgullosa…
Me acerqué, tomé una hoja de papel y la puse frente a ella, Sanyu cogió la
pluma, sumergió la punta en el tintero y me miró. Rodeé con mi mano su
puño con cuidado. Un escalofrío recorrió mi espalda al sentirla, al tenerla
tan cerca. Dirigí su mano poco a poco, dibujando despacio la palabra, a la
vez que decía cada una de las sílabas en voz alta. Justo antes de que acabara
de escribirla mi corazón se detuvo de golpe al sentir su calido aliento sobre
mi piel y la suavidad de sus labios sobre mi mejilla izquierda. En ese
momento, me di cuenta de que no podía disimular más mis sentimientos
hacia ella, se me cortó la respiración y sentí que mi mundo, sencillamente,
le pertenecía.
Posé mis ojos en los suyos y no pude evitarlo. Ese deseo que había estado
evadiendo durante tanto tiempo me golpeó sin piedad. Recorrí su hermoso
rostro con las yemas de mis dedos. La delicada piel de sus mejillas parecía
arder bajo mis manos. Sanyu sintió un escalofrió y dejó escapar un pequeño
suspiro al aire. Nuestras miradas se volvieron más intensas por unos
segundos, otorgando otros significados a aquellas caricias, a la calidez de
los latidos de nuestros corazones, a esa energía que circulaba entre nuestras
cuerpos, que estaban cada vez más próximos el uno del otro. No era la
primera vez que había tenido un gesto así con ella, pero en esa ocasión todo
parecía distinto. Mis deseos, durante tanto tiempo contenidos, se apoderaron
enteramente de mi juicio. Hacía mucho tiempo que mi alma consumida
anhelaba la suya. Me estremecí, y ella también.
No pude evitar centrar mis ojos sobre sus labios entreabiertos, que me
invitaban a tomarlos sin palabras, y así lo hice, y fue precioso…
Ese beso fue como una unión de almas. Almas que se reconocen y saben
que se pertenecen para siempre.
Aquel contacto nos transportó literalmente a las nubes, el calor, la
suavidad de nuestras bocas unidas con aquella intimidad, era mucho más de
lo que ninguna de las dos había soñado jamás. Al principio fue sosegado,
tímido, casi tembloroso… tan tenue como un suspiro, un instante después
ese indeciso contacto acabó por despertar nuestros instintos y nuestras
bocas se unieron en un impulso irresistible.
En otro momento, me habría resultado imposible hacer algo así, pero ahí
estaba yo, Alison Talvot, con los labios de aquella hermosa mujer entre los
míos, unidos en una sensual caricia y con el infinito de nuestra parte…
–Los hombres blancos te temen porque tu aura de diosa los intimida –dije
en un susurro, sin dejar de mirar sus hermosos ojos negros.
–¿Y tú? –dijo, por primera vez sin anteponer la palabra señorita.
–¿Yo…?
–¿Qué sientes tú, Alison Talvot?
–Yo… yo siento, una especie de calma que se apodera de mi cuerpo y de
mi mente cada vez que te tengo cerca… no eres sólo magia, mi diosa de
ébano. Eres la fuerza que determina la realidad que está por llegar,
recuérdalo siempre… Desde que te conocí, para mí, no hay más mundo que
el tuyo.
Sanyu nunca había conocido el amor, el respeto, ni la bondad de un
corazón, hasta que me permitió entrar en su vida y mostrar quien era yo
realmente.
–Tengo miedo, señorita Alison.
–¿Señorita? ¿Ya no soy solo Ali? –exclamé mientras aún la acariciaba.
Sanyu dirigió la vista al suelo.
–¿De qué tienes miedo? –levanté su barbilla, pero sus ojos esquivaban los
míos.
–De lo que siento.
–¿Y qué sientes, San? ¡Dímelo!, te lo ruego…
–Yo… –dudó.
–Necesito oírtelo decir –la sujeté con cuidado por los codos y la atraje
hacia mí.
–Jamás pensé que pudiera sentirme así, y no sé qué hacer.
–¿Sentirte cómo?
–Como que no puedo vivir sin ti. Creo que te amo –susurró, clavando sus
ojos en los míos.
Un mundo nuevo se abrió ante mis ojos. Era maravilloso escuchar
aquello. No tenía lógica, pero era maravilloso. Las lógicas dejaban de serlo
cuando sus ojos se posaban en los míos y podía sentir el calor de su mirada.
–¿Solo lo crees…? –exclamé levantando sutilmente una ceja.
–Lo sé… –murmuró en voz baja, con las mejillas encendidas como brasas.
La sensación de mi pecho explotando de felicidad no era comparable a
nada que hubiera sentido antes. Esas palabras eran un milagro. Mis manos
sobre sus mejillas y mis ojos perdidos en la oscuridad de los suyos eran para
mí algo mágico. Había algo portentoso en San, era una maravilla tenerla
conmigo, disfrutar de su presencia, de su compañía, era una mujer muy
hermosa, misteriosa, capaz de hechizarme, de acelerar mis ritmos y al
mismo tiempo darme paz.
–Y yo te amo a ti, San –dije aferrándome a sus palabras y a ella–. Eres mi
destino, parecemos diferentes pero tenemos el mismo corazón.
–¿Tú crees?
–Estoy segura.
–¿Cuánto tiempo hace que sientes esto?
–Desde el mismo instante en que llegaste y puse mis ojos en ti, algo en mi
interior se despertó, comenzó a crecer un sentimiento que nunca antes había
experimentado, brotó así, de golpe, como brotan las semillas en la tierra
fértil.
–Eres un milagro ¿lo sabías?
–Llevo meses tratando de acallar mis sentimientos hacia ti, San, y ya no
puedo resistirlo. No quiero vivir sin ti ni un instante más. Siento que
nuestras almas son idénticas.
Nuestras bocas volvieron a acercarse muy despacio, hasta unirse de nuevo
en un suave y dulce beso que selló para siempre un sentimiento único,
instintivo y sincero, generando en nuestros corazones un amor expansivo,
exclusivo, irresistible y hasta incomprensible.
A partir de aquel día, ya no hubo insomnio para mí sin la imagen de
Sanyu transformada en mi amante. Era un hermoso placer para mí idearla,
bajo las suaves sábanas de mi cama, con su piel de canela rozándome.
Mirándome con sus preciosos ojos oscuros, suplicando para que la hiciera
mía.
Pero aquellos mismos ojos negros que consiguieron mi libertad no
parecían nunca perder su sello de esclavitud. Era como estar sumida en un
intenso sueño donde todo parecía real y falso a la vez.
CAPÍTULO 11

D urante los siguientes tres meses fui arreglando la vieja cabaña del
árbol, mandé reforzarla y ampliarla, tuvimos que traer muchos
troncos para construir con ellos un nuevo techo y reforzar la estructura
original, sustituir las viejas escaleras por una gran pasarela que ascendía
poco a poco hasta la puerta. Utilizamos los árboles que quedaban más cerca
para hacerla mucho mas grande y repartir el peso de toda la estructura.
Mantuve la entrada oculta tras el amplio follaje, quería que aquel lugar
continuara siendo un secreto para todos y un refugio maravilloso para
nosotras. Esa parte del bosque había pertenecido a la familia de mi padre
desde hacía muchas décadas, casi un veintiséis por ciento del paraje estaba
dentro de los límites de nuestras tierras. Otro cincuenta y dos por ciento era
propiedad del estado, un catorce por cierto pertenecía a la industria forestal
y el ocho por ciento restante, estaba dividido entre otros colectivos,
parroquias y diferentes organizaciones.

El cielo estaba oscuro a medio día, cargado de nubes preñadas de tormenta.


De pronto un enorme trueno sonó aterrador.
–Se avecina una fuerte tormenta… –dije mirando al cielo.
–Quizás deberíamos apresurarnos y regresar a la plantación.
Las primeras gotas comenzaron a caer despacio.
–Primero quiero que veas algo… ¡Ven! –apreté el paso.
Mientras nos acercábamos al lugar, las gotas de lluvia se fueron haciendo
cada vez más abundantes y gruesas, y en un par de minutos empaparon por
completo nuestras ropas.
–¿Qué te parece?
Sanyu sonrió de un modo mágico.
–Es preciosa.
Una verdadera oleada de perfumes ascendía desde la tierra mojada hasta
nosotras, y bajo la influencia algo misteriosa del silencio que reinaba,
observé embelesada las gotas de lluvia tibia acariciando sus mejillas.
Estudié con cuidado cada curva, cada rasgo de sus hermosas facciones que
parecían haber sido esculpidas con una gracia infinita y serena. Su
majestuoso perfil poseía una delicadeza incomparable. Todo su rostro era
una maravillosa combinación de encantos, bajo la luz discreta que
penetraba a través de las hojas de los árboles.
–Nunca había conocido a nadie que le gustara tanto estar encima de los
árboles.
–Pero, ¿te gusta?
–Creo que es perfecta –dijo –igual que tú…
–Algún día, San… viviremos aquí… las dos juntas, solas, libres…
–Eres una soñadora, Alison Talvot.
–¿Te gustaría verla por dentro? –exclamé, sonriendo.
–Lo estoy deseando –contestó, entrelazando sus dedos con los míos.
Al entrar la observé, nunca había visto a nadie sonreír de aquel modo, era
como ver pasar el mundo ante mis ojos. San no dijo ni una palabra, pero su
mirada reflejaba un brillo indescriptible, como si fuera real y
completamente feliz, se giró hacia mí sin hablar. Estaba bella a rabiar.
–Eres hermosa, mujer… –dije en un susurro.
Nos miramos, y nos sonreímos en silencio. Comencé a temblar de pies a
cabeza cuando Sanyu cruzó sus brazos y deslizó las mangas de su vestido
hacia abajo, dejando que resbalara por su cuerpo, hasta quedar en el suelo.
Me sentí morir al detenerme en las bondades de esa mujer de piel canela,
luciendo imponente frente a mí, completamente desnuda.
Su cuerpo, todavía húmedo por la lluvia, invitaba a acariciarlo. Tan alta, y
con esa abundante melena negra que la hacía parecer todavía más sensual,
unos pechos perfectamente definidos, como tallados en barro ancestral, de
pezones pequeños, oscuros y unas piernas sedosas interminables y perfectas
bajo la redondez de sus firmes nalgas. Tragué saliva cuando se aproximó.
–De cerca eres aún más hermosa. Tu piel es tan blanca y delicada como el
alabastro, tus labios rojos como la sangre, tu melena de fuego, y tus
poderosos e intensos ojos verdes son tan luminosos y claros como el bosque
en primavera. Mirarlos es como mirar un arroyo cristalino. Te amo, Alison
Talvot. Muero por besarte, deseo hacerlo hasta que nuestros labios se
desgarren. Necesito estar contigo, acariciarte, sentir tu calor, y descansar en
tu piel…
Tomó mis manos entre las suyas, acortando la distancia entre nosotras, y
besó mi frente, mis párpados, mis mejillas y hasta la punta de mi nariz.
Comencé a sonreír cuando bordeó mi boca con la suavidad de su lengua.
Besó cautelosamente las comisuras de mis labios y comencé a temblar, era
la primera vez que la tenía desnuda frente a mí. Había fantaseado con ese
momento muchas veces, pero la realidad superaba con creces cualquier cosa
que yo hubiera podido imaginar. Mis manos comenzaron a acariciar su
hermoso cuerpo, rocé su largo cuello y su nuca con la yema de mis dedos.
Su piel se erizó instantáneamente, ella posó las suyas sobre mis hombros y
comenzó a deshacerse de mi ropa.
–Quiero verte desnuda –suspiró.
Tragué saliva con dificultad una vez más. Obedeciendo a sus deseos,
acabé lo que ella había empezado y terminé de desnudarme muy despacio.
Mi cuerpo se estremeció un poco, por el frío y la humedad. San se acercó,
pegando su cuerpo al mío por completo, y de pronto sentí un calor
abrasador. Me acarició el abdomen y subió despacio hasta mis senos,
acariciándolos suavemente durante unos instantes, para después apretarlos
ligeramente mientras los acunaba entre sus manos, desde la parte inferior
hacia arriba y de los laterales hacia el centro. Deslizó las yemas de los
pulgares por mis pezones endurecidos mientras observaba mis reacciones.
Gemí sin darme cuenta ante aquel contacto. Atacó mi cuello, y sus húmedos
labios poco a poco descendieron por mi piel hasta llegar a mis senos,
dibujando caricias circulares y sutiles succiones sobre mis pechos. Cerré los
ojos y comencé a gemir aún más, sentí una excitación intensa y maravillosa,
mi respiración se aceleró y la miré con deseo, entreabriendo los labios.
Aquellas caricias eran deliciosas, me gustaba cómo me tocaba.
Ascendió de nuevo hasta mis labios y me besó. Tomó mis muñecas y con
decisión colocó mis manos sobre sus pechos.
–Acaríciame –dijo, mirándome con intensidad.
Los abarqué completamente, ahuecando mis manos y ejerciendo una
ligera presión. Sus pechos eran firmes y hermosos, los acaricié con mis
dedos y después los probé con mi boca, eran exquisitos, dulces y tibios.
Regresé de nuevo a sus labios y volvimos a besarnos.
Sentí como tiraba de mí. Nos movimos despacio hasta la cama, mis pies
obedecían a los suyos, ligeros, ingrávidos a la vez que nos besábamos. Su
aliento cayó sobre el mío como una cascada ardiente. San me atrajo
suavemente para colocarme sobre ella, sentir su piel bajo la mía me hizo
liberar un gemido contenido. Estábamos allí, en el refugio que había
construido para nosotras, con la piel erizada, suspirando de puro deseo, y
envolviéndonos la una a la otra con el calor de nuestros cuerpos…
Besé de nuevo sus labios mientras acariciaba su cuello con delicadeza; me
deslicé por él, me estremecí aspirando el perfume de su piel, su olor era
dulce e irresistible, una fragancia perfecta y delicada.
Una fuerza de persuasión que me atraía, que me incitaba y que me
resultaba aún más poderosa que las palabras invadió mis sentidos, como
invade el oxígeno unos pulmones vacíos. Bajé mis manos, tomé sus senos y
los uní con fuerza pasando mi lengua por en medio de ambos. La oía
respirar cada vez más rápido y eso me enloquecía… Besé y acaricié su
cuerpo palmo a palmo mientras me deleitaba con su sabor y su suavidad.
San se giró despacio, cambiando nuestras posiciones, y colocándose encima
de mí, me quedé sorprendida con su forma de mirarme, comenzó a besarme
el cuello, las garganta, las clavículas, deslizando con suavidad la punta de
su lengua, sus labios y su aliento por mi cuerpo, hasta llegar nuevamente a
mis pechos, entreabrió los labios y los miró con deseo, se inclinó y los
cubrió con su boca.
Mi espalda se arqueó de golpe en respuesta a esas caricias, estaba
excitada, ambas lo estábamos. Sanyu marcó la línea desde mi pecho hasta
mi pelvis, humedeciendo el camino. Levantó la mirada hasta mis ojos,
como si estuviera pidiendo permiso para continuar adentrándose en mi
cuerpo. No le dije nada, era incapaz de hablar, pero sin duda comprendió
por mis gestos lo mucho que yo lo deseaba. Quería que me hiciera sentir lo
que nunca había sentido. Se incorporó levemente y admiró mi sexo
desnudo, acercó sus dedos y los enredó sobre mis rizos rojizos.
Se agachó, y me olfateó, hundiendo su nariz entre mis pliegues.
–Me gusta tu olor –dijo con una sonrisa –y ahora, voy a descubrirte, a
probarte. Quiero ver a qué sabes.
Se me erizó la piel ante aquellas palabras. Podía notar como mi sexo latía
ferviente anhelando sus caricias, abrí las piernas y me acomodé en el
lecho…
Acarició esa parte de mi cuerpo con los labios y la lengua de arriba abajo,
explorándome, deleitándose, recorriendo los huecos más oscuros de mi ser,
con unas caricias completamente nuevas para mí. Mi sexo latía
violentamente entre mis piernas. No podía parar de gemir y retorcerme de
placer. San lamía apasionadamente todos y cada uno de los pliegues de mi
intimidad, succionando mi centro hasta hacerme gritar.
Me estremecí aún más cuando sentí su lengua introducirse profundamente
en mi interior. Abrí los ojos, y me encontré con la oscuridad de los suyos
mirándome como si fuera un animal salvaje. Sanyu apretaba mis muslos
con las manos mientras me devoraba por completo. Continuó con sus
caricias un buen rato, mientras yo me rendía completamente derrotada ante
los placeres de la carne. Las sensaciones que me produjo penetraron hasta
mis huesos. Mi cuerpo tembló involuntariamente, se tensó, se estremeció,
obligándome a gemir sin descanso con los pulmones congestionados, para
en un solo segundo lograr tocar el cielo con las manos.
San apartó su cara sonriendo satisfecha, y ascendió de nuevo por mi
cuerpo dejando un camino de besos ardientes sobre mi vientre, y la piel de
mi estómago. Levantó la vista, clavó sus ojos en mí y enredó sus piernas
con las mías para unirnos de un modo que transcendía mi piel y mis
sentidos. Introdujo sus manos bajo mis nalgas para elevar mis caderas, y su
ardiente sexo cubrió el mío por completo, como un manto de fuego.
Gemimos, jadeamos, sudamos, nos movimos juntas, rozando nuestros
cuerpos, acariciándonos, saciando la sed en nuestras bocas, entrelazando
fuerte nuestras manos, disfrutando de la intensidad de lo que estábamos
sintiendo, y dejándonos llevar por aquella energía inagotable que nos hizo
delirar, y hasta gritar, una energía que nos hizo más libres de lo que jamás
pudimos imaginar…
–Esto ha sido mucho más intenso, tierno y placentero de lo que nunca
imaginé que sería –exclamé.
–Deseaba hacerlo con todo mí ser. Nunca me había sentido así, no he
podido evitarlo…
–Ha sido hermoso, San.
–Eres dulce como la miel, Alison.
–Ni en mis mejores sueños habría imaginado que pudiera ser así –exclamé
sorprendida.
–Yo tampoco. Es la primera vez que me entrego voluntariamente a otra
persona, y hacerlo contigo ha sido pura magia. Le has dado sentido a todo
lo que antes no lo tenía.
–Voy a cuidar siempre de ti –le prometí.
No podía detener la enorme sonrisa que capturó mi boca, ni el orgullo que
brillaba en mis ojos. La abracé aún más fuerte, me encantaba la sensación
del tener el corazón de Sanyu golpeando fuerte contra el mío. Mis mejillas
estaban encendidas como brasas y el sudor resbalaba por mi cuerpo como
gotas de rocío. Nos miramos a los ojos y por un instante todo a nuestro
alrededor simplemente desapareció.
–Daría todo cuanto poseo por saber en qué estás pensando.
–Jamás imaginé que se pudiera llegar a sentir tanto por alguien.
–Estar juntas de este modo, San. Ha sido lo más grande que he vivido
jamás, ha sido glorioso, como un milagro…
–Tengo miedo, Ali –exclamó, alzando la cara para mirarme.
–¿Miedo, de qué?
–¿Crees que iremos al infierno por lo que hemos hecho?
–¿Por qué dices eso?
–Somos mujeres, es de suponer que el amor solo debe darse entre un
hombre y una mujer, ya sabes, para poder crear una familia, un hogar.
–¿Te arrepientes?
–¡No! ¡Por supuesto que no! –contestó rápidamente.
–¿Entonces?
–Es sólo que… me asusta que Dios se enoje y nos castigue.
–No lo hará, créeme, San. Él es bueno y bondadoso.
–Lo sé. Él te trajo hasta mí. –sonrió.
–De cualquier forma, no tenemos nada de qué avergonzarnos. Lo que
hemos hecho es unirnos. El amor es bonito –suspiré–. Lo más hermoso de
la tierra. Lo único que nos justifica, lo más puro, la forma de comunicación
y de expresión más elevada, más limpia y sublime. El amor, San, es lo más
sagrado, ¿no te das cuenta?
–Es cierto, Ali ¿cómo podría Dios castigar a sus hijos por amarse entre
ellos? Después de todo, ¿no es eso lo que promulga?
–Eso es exactamente… además ¿Quién crees que nos ha puesto a la una
en el camino de la otra? –cuestioné.
–Tienes razón. Y lo sé, porque estoy segura de que eres un ángel de
Nuestro Señor, uno de los más especiales que debe tener, y te mandó a la
tierra para salvarme.
Sonreí, complacida al escucharla hablar así, y me di cuenta de lo mucho
que la amaba. Era todo una especie de embrujo. Algo que imaginaba
perpetuo, eterno, e imperecedero, “para toda la vida…”, cuando se es tan
joven como lo éramos nosotras, es fácil imaginar algo “para toda la vida”.
Estaba enamorada de ella, de su juventud, de su pureza, y de sus sueños
románticos unidos a los míos.
Así iba a ser nuestro amor, pensaba yo: un mirar el futuro juntas,
escuchando con un solo oído, respirando los mismos climas, los mismos
ambientes, amando las mismas cosas… sin escollos, sin nadie dispuesto a
separarnos, un mundo sin guerras, sin odios, ni enfermedades, ni achaques.
La vida no podía ser más perfecta, nada era malo, ni vicioso, ni
humillante; al contrario, todo era hermoso, sereno y mágico, cuando San
estaba entre mis brazos… era imposible no creer en Dios, sintiendo dentro
aquel amor tan poderoso y puro.
–Tus labios son del color de las cerezas –dijo mientras los acariciaba con
sus dedos.
–Los tuyos, sin embargo, son tan carnosos y acogedores que podría
descansar en ellos eternamente.
–Mis labios… han sido creados para besarte, Alison Talvot.
–Tienes una boca preciosa, la más bonita y deseable que he visto en toda
mi vida –susurré.
–Me siento tan feliz.
–Yo también –me esforcé para limpiar la tonta sonrisa de mi cara.
–Tienes el corazón de un ángel y el espíritu de un guerrero. Eres genuina,
amable y sincera. Nunca he conocido a alguien como tú.
–Tú haces que quiera ser mejor persona, San.
Levantamos la manta y nos acomodamos juntas, cubriendo nuestros
cuerpos, acariciándonos, cara a cara. Mirándonos a los ojos, los míos,
verdes como el bosque en primavera, los suyos oscuros como una noche sin
estrellas. En pocos minutos, sentimos nuestras miradas pesadas por el sueño
y nuestras respiraciones se fueron haciendo cada vez más lentas. Sanyu
apoyó su cara en mi pecho y nos quedamos durmiendo.
Nunca había hecho nada parecido, jamás había sentido una intimidad tan
grande, pero me resultó muy sencillo, y a la vez increíblemente maravilloso,
amar a San aquella tarde bajo la tormenta.
CAPÍTULO 12

A brí los ojos aún ensoñiscada, contemplé su rostro durante unos


segundos, y volví a cerrarlos sin hablar. San tenía su cuerpo ceñido al
mío, aquella sensación me transportaba más allá de las copas de los árboles
y de aquel pedazo de cielo que nos cubría.
–¡Despierta, lirón!, –susurró.
Emití un pequeño gruñido en respuesta, y un segundo después percibí en
los labios un roce dulce, algo suave que me acariciaba sedosamente. Poco a
poco fui extremando el contacto hasta convertirlo en un beso desesperado,
frenético, rabioso de dolor.
–Quiero que me despiertes así todos los días de mi vida.
–Me lo pensaré –dijo sonriendo.
–¿Dormiste bien?
–Sí, aunque no demasiado, tengo el sueño un poco más ligero. Tú, sin
embargo, duermes tan profundamente que parece que estés hibernando.
–Será de auténtica satisfacción –afirmé, rascándome la cabeza.
–¿Sabías que haces ruiditos mientras duermes? –aseguró.
–¡Mientes! –exclamé, incorporándome en la cama ligeramente.
–¡En serio! Era algo así como un ronquido tenue y sin intervalos, un
zumbido constante y duradero, como el ronroneo de un gato.
Apoyé la barbilla sobre su pecho para mirarla.
–Bueno, los gatos ronronean cuando se sienten bien. ¿Sabías que
ronronear equivale a sonreír?
–No, pero a mí me ha parecido un sonido tranquilizador y lleno de
felicidad.
–Si el amor tuviera un sonido, indudablemente sería el ronroneo –
murmuré mientras acariciaba sus manos.
–Eres un encanto, Alison.
–¿Cuánto hemos dormido? –pregunté confusa.
–No demasiado.
–Me quedaría aquí toda la vida… en esta misma cama, contigo…
–Yo también –respondió jugueteando con mis cabellos –pero por
desgracia debemos volver.
No respondí, tenía la necesidad repentina de sentirla aún más y acaricié su
espalda mientras la abrazaba. Sanyu parecía encerrada en sus propios
pensamientos. La miré con un amor, y un respeto tan profundo y sincero,
que San creyó que se le partiría el pecho.
–¿En qué piensas, mi amor? –pregunté.
–No puedo comprender aún lo que está ocurriendo –dijo, sujetando mi
rostro entre sus manos.
–¿Qué falta te hace comprender? Nos queremos, San.
–Lo sé, pero…
Situé un dedo sobre sus labios para acallar su voz, y nos miramos durante
un rato en silencio, un silencio que únicamente se rompía por el latir de
nuestros corazones. Después vino la tempestad, la tormenta, y el deseo, el
mismo deseo que nos había mantenido entrelazadas hacía tan solo unas
pocas horas.
La vida entera se trenzaba y destrenzaba en aquel continuo fluir de
instantes. Y los ojos ya no veían: sentían. Y el tacto ya no rozaba: veía. Y el
aire se mezclaba en nuestras bocas, respirándonos la una a la otra, como si
no hubiera más oxígeno que el que exhalaban nuestros pulmones, y la
eternidad podía asirse, volverse propia… y nos amamos de nuevo.
Aquello era la felicidad más elevada, emociones en estado puro, alegría y
relajación. Disfrutamos de esa sensación inigualable e incomparable la una
en los brazos de la otra, como si nuestros corazones bombearan con un
único latido, como si su piel y la mía fueran una sola…
Al mirar a la ventana, vi que la lluvia se había sosegado y que la tarde se
había llenado de luz. Los rayos del sol eran tan vivos que danzaban entre las
hojas de los árboles y los pájaros cantaban enloquecidos con trinos alegres y
variados.
–Si te perdiera me volvería loca –dije, con la mirada perdida en las gotas
que resbalaban por los cristales.
–No vas a perderme, Ali.
–Quisiera vivir contigo, San. Las dos solas, ajenas a todo cuanto ocurre,
alejadas del mundo entero.
Sanyu tapó mis labios con los dedos.
–Puede que en otra vida, en otro mundo, pero no en este…
–No digas eso, por favor –supliqué.
–¿¡Cómo podríamos vivir juntas!? Tú eres blanca, yo soy una esclava
mestiza, y por si eso fuera poco, además, ¡somos mujeres!
–Nadie tiene porqué enterarse de lo nuestro.
–Lo que estamos haciendo es muy peligroso, podrían colgarme si alguien
se entera…
–Nunca permitiría que te ocurriera nada malo, ¿lo sabes verdad?
–Sé qué harás lo posible para mantenerme a salvo, pero la crueldad de los
hombres blancos es infinita, Alison.
–Te prometo que, algún día, conoceremos el mundo juntas. Y lo más
importante, aprenderemos de la mano, en un baile infinito, hasta el día en
que debamos dejarnos marchar. Aunque debo avisarte… siempre he creído
en los “para siempres”.
–Que romántico…
–Afloras mis sentimientos más puros, mi lado más humano.
–¡Qué guapa eres! –dijo con un brillo de ilusión en sus ojos.
–Háblame de tu vida, San. Quiero saberlo todo sobre ti.
–Mi vida… yo no he tenido vida, solo dolor y sufrimiento. Miedo,
incertidumbre y tormento… Eternamente presa de una existencia dura y
desarraigada, mi vida ha sido muy difícil, como podrás suponer. He sufrido
mucho.
Me pareció que sus ojos se inundaban en lágrimas. Los besé con
devoción, como si besara una reliquia.
Sanyu comenzó a hablar y volcó todo sin omitir detalles. Dejé que hablara
sin interrumpir, la escuché con atención y con el corazón encogido,
mientras se desahogaba vomitando todas las experiencias horribles que
había vivido en la plantación Milton. Al escucharla verbalizar aquel
infierno, hubiera deseado matar a ese salvaje con mis propias manos, de
haberlo tenido delante.
Intenté no caer en la tentación de exteriorizar mi propio asco hacia Milton
para no romper el momento, respetando sus silencios, escuchándola y
tratando de ponerme en su piel… aunque creo que esto último resultaba
imposible. Nadie puede imaginarse el dolor y la desesperación que puede
llegar a sufrir un esclavo siendo un hombre blanco, de manera que me
centré en las emociones, más que en las palabras en sí mismas… intenté no
ser condescendiente, sin minimizarlas ni criticarlas, simplemente aprecié
sus esfuerzos por intentar expresar lo que sentía (si no es fácil para nadie,
mucho menos para alguien como Sanyu).
La escuché, no sólo poniendo mis oídos, sino todo mi cuerpo… centré mis
ojos en los suyos, no podía tratar de buscar soluciones, simplemente
necesitaba prestarle toda mi atención, todo mi tiempo, todo mi silencio.
Siempre había creído que el dolor psíquico era tan real o incluso peor aún
que un montón de huesos rotos. Resulta imposible obligar a un cuerpo a que
acelere sus ritmos y como si de una larga enfermedad se tratara, la mujer
que yacía desnuda en mi lecho debía encontrar la manera de reponerse de lo
vivido. No esperaba que lo olvidara sin más, porque eso hubiera resultado
imposible, pero sí, quizás, aprender a vivir con ello.
–Me han pasado demasiadas cosas, Alison. No tengo nada en la vida, nada
que ofrecer. Te mereces a alguien mejor que yo –sus ojos se llenaron de
lágrimas.
–¡Te equivocas! La autenticidad y la honestidad que veo en ti, son
cualidades casi imposibles de encontrar en un mundo en el que se le da más
valor a las posesiones que a las personas, un mundo en el que reinan las
apariencias. Créeme, tienes mucho que ofrecer.
–Únicamente soy una mujer, esclava y mestiza.
–¡No vuelvas a decir eso! No me importa que seas una esclava, no me
importa el color de tu piel, ¿no lo ves? Yo te amo, precisamente por ser una
mujer… para mí eres perfecta tal y cómo eres, San.
–¿Y cómo soy?
–Eres inteligente, de corazón fuerte y noble, valiente como nadie,
perseverante, positiva, luchadora, tienes hambre de futuro y ganas de salir
adelante, das siempre lo mejor de ti misma, San. Te amo, tengo mucha
suerte de que estés a mi lado, la vida no te dio mucho y también te quitó
bastante, pero, aunque no lo creas, tengo mil razones para estar orgullosa de
ti y muchas razones más para amarte. Has pasado por momentos muy
oscuros, pero eso solo te ha servido para hacerte más fuerte, resistente e
inteligente. Eres maravillosa y tan hermosa que duelen los ojos al admirarte
y el corazón se estruja dentro del pecho. Te quiero y te respeto como a mí
misma.
–Gracias –dijo, sin poder contener las lágrimas.
–No digas nada, no es necesario, solo abrázame, siénteme, y deja que mi
piel hable por mí…
San lloró entre mis brazos durante un buen rato, la apreté contra mi pecho
hasta que se calmó… Por un segundo pensé que la gratitud de Sanyu hacia
mí la había llevado a enamorarse, sabía que si no aprecias a alguien, resulta
imposible quererlo… pero no importaba el motivo por el que San había
empezado a amarme, lo único que resultaba importante para mí era que,
después de todo lo que había sufrido, su corazón aún fuera capaz de
hacerlo.
–Me gustaría hablar con padre, convencerlo para que te dé tu libertad.
Sus cejas se elevaron por la sorpresa y sus ojos se abrieron como platos.
–¿Por qué habrías de hacer eso?
–Porque te amo de veras, San… y me enfurece el hecho de que no te
sientas al mismo nivel que yo, y porque te quiero tanto que me cuesta hasta
respirar cuando no estoy a tu lado. Necesito que me ames…
–No te entiendo, ya te amo, Ali.
–Me amas como mi esclava ¿no lo entiendes? ¡No puedo permitirlo…!
Necesito que lo hagas desde tu libertad.
–Hay tanta belleza y tanta bondad en tu corazón que es imposible no
amarte, Alison Talvot.
–De cualquier modo, las cosas deben cambiar. No quiero que sigas siendo
una esclava. Te quiero a mi lado como una igual. Deberíamos huir de aquí,
marcharnos tan lejos como podamos.
La estreché con fuerza contra mi pecho y nos quedamos allí, disfrutando
del momento, dejando que el silencio se prolongara, sumidas en nuestros
propios pensamientos. Poco a poco, el día fue languideciendo en promesas
y yo me veía incapaz de separarme de ella. Contemplaba su perfil tendido
junto al mío, su nariz recta, la comisura de sus labios, sus preciosos ojos
rasgados. Estaba completamente enamorada de ella.
Un nudo en mi garganta me impidió tragar cuando mis dedos se
deslizaron por las cicatrices de su espalda.
–Perdóname, San –exclamé, con lágrimas en los ojos.
–¿Por qué tendría que perdonarte? –contestó, levantando su rostro para
mirarme.
–Te quiero tanto que siento tu dolor como si yo misma te lo hubiera
infringido.
–¿Pero, qué dices?
–Siento vergüenza de mi propia raza, y como la mujer blanca que soy, te
imploro el perdón de los míos…
–Tú no has hecho nada, todo lo contrario, me has salvado. No te
preocupes…
–Sí lo hago, me preocupo, y mucho, además.
–Ali… no soy yo quien tiene que perdonar a los blancos lo que han hecho
con mi raza, sino Dios. Él es el único ante quien tendrán que rendir cuentas
algún día.
–¡Dios! ¿Y dónde estaba Dios mientras ese hombre te hacía aquellas
cosas? ¿Eh? ¿¡Dónde estaba!?
–Shhh… –puso los dedos sobre mis labios para calmarme –Dios está en
todas partes, Ali. Ahora mismo está aquí… en ti.
Hubo un silencio breve.
–Siento muchísimo todo lo que has tenido que pasar –le tendí la mano
tímidamente, acariciando sus dedos.
–Está bien. No te preocupes más… hay que aceptar las cosas como son.
–No hagas eso, San. No te conformes.
–No lo hago, créeme… el día que llegue aquí… el día que te conocí…
volví a nacer.
Me di cuenta de que Sanyu lo decía temblando, y aunque no lo confesara
abiertamente, podía ver el miedo en sus pupilas, como antes, como siempre,
pero no quería confesar su temor, seguramente con el único propósito de
calmar mi desazón.
–¡Acércate! –me dijo–. Vas a coger frío.
–No te preocupes, soy una chica dura… el frío no puede afectarme.
–Tu piel es gruesa, pero no impenetrable, y ahora mismo estas
rugosidades me indican que tienes frío.
–Esto no es frío, mi amor; es deseo, anhelo, miedo, ansia, excitación,
hambre de ti, sed y pasión…
–Por Dios, Alison, ahora es mi piel la que se eriza con tus palabras.

Durante las horas siguientes me preguntaba cómo dos personas tan distintas
entre sí, y que provenían de mundos tan opuestos, habían llegado a una
compenetración sentimental tan matemática y tan sólida. Nos entendíamos a
la perfección, incluso sin hablar, sólo mirándonos, levantando una mano o
gesticulando. Entre ella y yo había resortes que solo nosotras entendíamos.
Carraspeos que plasmaban presagios, muecas que alzaban miradas,
suspiros que señalaban sentimientos… todo para nosotras era exclusivo,
propio. Y no permitiríamos que nadie se introdujera en nuestro coto
cerrado.
CAPÍTULO 13

T odas las noches, dormida o despierta, soñaba con Sanyu y esperaba


ansiosa el momento de reencontrarnos en nuestro refugio del árbol. No
pasábamos demasiado tiempo separadas, pero por la imposibilidad de
estrecharla entre mis brazos mientras estábamos en la plantación se me
hacía interminable. Día tras día iba contando las horas para reunirme con
ella.
Mi amor por San era inquebrantable, y ella también me amaba ¿Qué más
se le podía pedir a la vida?, me sentía dichosa por tener la oportunidad de
compartir la mía con ella y ser felices juntas. Como cada domingo, Sanyu y
yo pasábamos gran parte del día amándonos a escondidas en nuestra cabaña
del árbol.
De regreso a la plantación, caminábamos por el sendero, charlando
despreocupadas, cuando al aproximarnos a la casa me di cuenta del enorme
revuelo. En cuanto Madi me vio, se quedó frente a mí estática y con gesto
grave. Me oteaba con desconfianza, como si intuyese algo…
–¿Dónde te habías metido, Alison? ¡Te hemos estado buscando por todas
partes! –exclamó.
–He ido al bosque a dar un paseo con Bella y Sanyu.
–¿¡Un paseo de casi cinco horas!?
–Lo siento, Madi. El tiempo se me ha escapado sin darme cuenta ¿pasa
algo?
–Es el señor –dijo, agachando la cabeza.
–¿¡Padre!? ¿Qué ha ocurrido? –entré en casa a toda prisa.
–Hemos avisado al doctor, le ha recetado un tónico y ha recomendado que
descanse en lo posible, hasta que ceda la fiebre –exclamó Madi, subiendo
tras de mí las escaleras.
Al llegar al piso de arriba me dirigí a toda prisa hacia el cuarto de padre.
Crucé la puerta y le vi allí, tendido en su cama. Tenía la frente perlada por
el sudor. Me acerqué hasta su lecho y tomé su mano, sentándome a su lado.
–Padre… estoy aquí.
–Alison… hija mía. ¿Dónde estabas?
–En el bosque, con Sanyu y Bella.
–No quiero que te alejes demasiado, Alison. La situación es muy delicada,
no quiero que te ocurra nada malo –comenzó a toser y su respiración se
agitó.
–No hable, por favor, padre, el doctor nos ha dicho que necesita
descansar…
–Tranquilízate, un poco de tos y unas décimas de fiebre no acabarán con
tu viejo padre.
–No son unas décimas, padre. Está usted ardiendo.
Sanyu entró en la habitación, cargada con una palangana de agua y unos
paños. Se sentó en el lado opuesto de la cama, remojó uno de los paños y lo
colocó sobre la frente de padre con delicadeza.
–No se preocupe, padre. Cuidaremos de usted, se pondrá bien.
–Nos toca vivir malos tiempos, hija, una época de lobos hambrientos.
–Descanse un poco, amo Talvot –interrumpió Sanyu–. Le prepararé un
caldo de gallina caliente y pronto se sentirá mucho mejor.
–Gracias, Sanyu –dijo antes de cerrar de nuevo los ojos.
Coloqué mi mano sobre la de San, que aún descansaba encima del paño
frío que había puesto sobre la frente de mi padre.
–Gracias –le susurré, guiñándole un ojo.
–De nada –se ruborizó.
Pasé el resto de la tarde y hasta bien entrada la noche cuidando de él, a
cada instante cambiaba los paños de su frente, mientras, padre deliraba por
la intensa fiebre. Una luz muy tenue parpadeó por la rendija que formaba la
puerta entreabierta del dormitorio. Me detuve frente a ella y la vi allí, la luz
de las velas suavizaba sus facciones.
–No te he oído llegar.
–Mi niña –dijo Madi en un susurro–. Ve a descansar, yo me quedaré con
él.
–Gracias, mamá Madi. ¿Y Sanyu?
–Está abajo, subirá enseguida con un caldo caliente para el señor, ¿quieres
que le diga algo?
–Dile que vaya a mi cuarto cuando acabe, por favor.
–Así lo haré, Ali.
Padre siempre decía que nuestro futuro era incierto, sin embargo, a mí me
parecía bonito soñar con aquel futuro en el que imaginaba mi vida junto a
Sanyu. Mi futuro estaba allí, en su sangre, en sus latidos, y no dejaría que
nada ni nadie intentara arrebatármelo. Llevaba casi una hora sumida en mis
pensamientos cuando unos golpes suaves en la puerta con los nudillos me
hicieron reaccionar. Era Sanyu, que regresaba tras entregar a Madi la sopa
caliente para mi padre. Al entrar en mi alcoba, se giró despacio para cerrar
la puerta con llave y se apresuró a reunirse conmigo.
–¡Alison!
–¡San! –extendí mis brazos para recibirla.
Sanyu me abrazó fuerte, tratando de consolarme.
–¿Estás bien?
–Estoy asustada. ¿Y si no se recupera? ¿Y si empeora?
–Tranquila, mi amor, se recuperará, ya lo verás, tu padre es un hombre
muy fuerte.
–Lo sé, pero al verle ahí, delirando por la fiebre, no he podido evitar
acordarme de madre. Ella enfermó del mismo modo, un día comenzó a
sentirse mal y las fiebres se la llevaron…
–Cuanto lo siento.
Sanyu tomó mi rostro entre sus manos, las lágrimas resbalaban por mis
mejillas, imparables, por primera vez desde que nos habíamos conocido
Sanyu sintió mi dolor y mi angustia, y eso la conmovió.
–Duerme conmigo esta noche, cariño –exclamé.
–¿Aquí?, pero…
–Te necesito a mi lado. Eres la única persona que me da paz, sólo
teniéndote cerca lograré descansar. Si te vas, estoy segura de que apenas
podré dormir.
–Me encantaría quedarme contigo, Ali, pero deja de llorar, por favor, no
me gusta verte tan triste. Tienes que ser fuerte, tu padre te necesita, ahora
eres lo más parecido al hombre de la casa –sonrió–. Tienes mucho que
hacer mientras él se recupera.
–Lo sé… pero esto se me hace cada día más difícil.
–¿Por qué dices eso?
–Quiero marcharme de aquí. Quiero escapar de todo esto. No puedo más...
–¿Marcharte? –exclamó desconcertada.
–¡Marcharnos, San! Lejos de aquí. Donde nadie nos conozca, quiero
empezar de nuevo en otro lugar…, contigo.
–Te olvidas de que soy una esclava, ¡tú esclava!
–¡San…! ¿Por qué me hablas así?, jamás te he tratado como a una esclava,
yo… te quiero.
–Lo sé, pero escapar no es una buena idea, no iríamos muy lejos.
–¿Insinúas que prefieres quedarte aquí? ¿En el sur? ¿Aún a riesgo de que
estalle una guerra civil? No lo entiendo, San. Creí que querías ser libre,
libre para vivir tu vida, conmigo…
–Y lo quiero, Alison, ¡te lo prometo!, pero tengo miedo… ningún lugar
me parece más seguro que esta casa ahora mismo. No te enfades conmigo
por favor.
–Tranquila, te comprendo, pero creo que es un error quedarse aquí, pronto
estallará una guerra y estamos en el peor bando posible, te lo aseguro.
–¿Entonces qué hacemos, Alison? –exclamó asustada.
–No lo sé, sé que no puedo dejar a padre. No en su estado, pero huir de
aquí es lo único que se me ocurre. Puede que te parezca una cobarde, pero
no sé que más podemos hacer, mi amor.
–No pienses más, cariño. Ven, túmbate, necesitas descansar. Hoy ha sido
un día muy largo. Me quedaré contigo, dormiremos juntas ¿quieres?
–Sí, por favor, estar a tu lado es todo cuanto necesito.
Nos recostamos sobre la cama, el cansancio era tal que fui la primera en
quedarme profundamente dormida. Mientras tanto, Sanyu velaba mi sueño,
observándome dormir en silencio. De algún modo, no podía dejar de pensar
en mi propuesta. Escapar de allí juntas, ir al Norte, vivir otra vida, una vida
con la que Sanyu ni siquiera había soñado, una vida libre… aquello la
asustaba de verdad, pero a la vez la llenaba de ternura y de amor. Sabía que
habíamos creado un amor sólido, un vínculo irrompible, y que junto a mí
podía ser una persona distinta. Poco a poco, esos pensamientos fueron
llenando su corazón de una calma indescriptible, y mientras acariciaba mi
melena de fuego también se quedó dormida. Y durmió tan placidamente que
se olvidó hasta de quién era.
Al despertar por la mañana me encontró con la mirada clavada en el techo
del dormitorio.
–Cariño ¿estás bien? ¿Cuánto tiempo llevas despierta?
–Casi una hora –contesté.
–¿¡Una hora!? ¿Por qué no me has despertado?
–Estaba pensando…
–¿En qué, mi amor? –preguntó Sanyu, incorporándose sobre mí y
besándome la mejilla con cariño.
–En todo lo que hablamos anoche… lo tengo decidido. Cuando padre esté
recuperado, quiero dejar el sur.
–Pero, Alison ¿y qué harás? ¿De qué vivirás?
–Madre tenía propiedades cerca de Pensilvania, las heredó de sus padres.
El dinero no es un problema, padre lleva años guardando una aportación,
quería que fuera mi dote el día que me casara, pero el matrimonio no es una
opción para mí. No me gustan los hombres, nunca me gustaron. No pienso
casarme jamás y mucho menos ahora que estoy enamorada de ti.
–¿Y vas a dejar aquí al señor Talvot? ¿¡Solo!?
–¿Y qué otra cosa puedo hacer, San? ¡Debo encontrar mi felicidad!
–Lo sé y lo comprendo, Ali.
–¡Ven conmigo, San! ¡Seamos felices! ¡Las dos solas! ¡Juntas!
–Pero, cielo…
–Esto es todo lo que te ofrezco –dije, poniendo la mano sobre mi pecho –
Todo lo que tengo, lo que soy, lo que me mueve, lo que nace de mí. Si me
quieres, dime que sí. Solo que sí. Y cuidaré de ti con todo mi amor,
probablemente más de lo debido, si es que eso puede ser posible, pero no te
faltará de nada, te lo prometo y te lo ofrezco por siempre y sin fecha de
caducidad. Un amor leal y seguro. Te amaré toda mi vida, solo a ti, porque
tú me haces volar, me haces feliz, San.
Sanyu se quedó pensativa.
–Dime que vendrás conmigo… dime que no me abandonarás… no puedo
hacerlo sin ti.
–Iría contigo hasta el mismísimo infierno si me lo pidieras, Alison Talvot.
No concibo mi vida sin ti. Estoy asustada, pero no podría continuar
respirando si te perdiera.
–Amor mío –dije, estrechándola muy fuerte entre mis brazos–. Te quiero
con toda mi alma.
–Y yo a ti, mi Ali. Te quiero y te querré siempre.
Nos besamos de un modo natural e instintivo. Detrás de nuestra forma de
besarnos había algo más que la simple unión de un par de labios
entrelazados. Para nosotras escondían mucho más, era un acto sensual,
tierno, romántico, apasionado, íntimo y maravilloso. Bebíamos de nuestras
bocas, saciando la sed de nuestras almas, cerrando los ojos conseguíamos
alejar nuestros pensamientos, completamente protegidas de la
vulnerabilidad.
Nuestros cuerpos y nuestras mentes se unían de un modo casi mágico,
cuando nuestros labios se encontraban, quedando completamente atrapadas
en un hechizo maravilloso, lleno de sentimientos y emociones de todo tipo:
unión, amor, amistad, pasión, ternura, cariño…besarnos era uno de nuestros
pasatiempos favoritos. Para nosotras los besos se habían convertido en una
forma de llegar a la conformación de la pareja, un acto de autentico afecto
que no tenía por qué tener un fin sexual, sino más bien una autentica
demostración de amor, sensibilidad y placer en sí mismo.
Besé los labios de Sanyu delicadamente, deteniéndome en cada
centímetro de su carne, oliéndola, admirándola, enamorándome más y más
con cada roce, fusionando nuestras fantasías, equilibrando nuestras
hormonas, liberando nuestras mentes, acelerando nuestro pulso y el latir de
nuestros corazones, elevando la velocidad de nuestras respiraciones, nos
besamos así… sin prisas, sin presiones, despacio y con suavidad,
intensificando aquel beso poco a poco y disfrutando de su sabor…
–Voy a comerte el corazón a besos –exclamé clavando mis ojos en los
suyos con intensidad.
–Hazlo, y mientras tanto yo recorreré sin límites tu cuerpo.
Me dejé llevar y me perdí en sus labios, en su tibia saliva, estremecida,
emborrachada por la pasión que sentía, una pasión que desbordaba el calor
de mi cuerpo, y silenciaba los suspiros de mi pecho…

Bella emitió un quejido.


–¡No…! –la regañé–. Puedes dormir en el cuarto, pero no subirás a la
cama.
Se alzó sobre sus patas traseras y apoyó la cabeza sobre el colchón con
ojos lastimeros y buscando mimos. San estiró su mano por encima de mi
pecho para acariciar su cabeza.
–¡Pobre, Bella! ¡Mami es mala! –dijo.
–¡San…!
–¿¡Qué!?
–¡No le digas eso! ¿Quieres consentirla?
–Bueno, ¿alguien tiene que hacerlo no?
Solo pude sonreír, aquellos instantes eran pura magia, como si
estuviéramos lejos del mundo entero, solo nosotras, nuestro amor y, por
supuesto… Bella.

Nos costó muchísimo salir del dormitorio esa mañana, pero había que
hacerlo. Me dirigí directamente al cuarto de mi padre. Sanyu bajó hasta la
cocina para ayudar a Madi a preparar el desayuno.
–¡Padre! –me acerqué hasta la cama.
–Buenos días, hija mía.
–Me alegro de verle despierto, por fin la fiebre ha disminuido ¿cómo se
encuentra?
–Me encuentro muy cansado, parece que me ha pasado por encima un
ferrocarril.
–Es normal, pero no se desanime. Debe descansar un poco más, verá
como pronto se sentirá mucho mejor.
–Seguro que sí…
–Ayer me asusté mucho al verle. Estaba muy preocupada por usted.
–No te preocupes, Alison. Tu viejo padre dará mucha guerra aún –
exclamó con una sonrisa.
–Sanyu y Madi están preparando el desayuno, debería comer algo para
recuperar fuerzas. Está deshidratado por la fiebre, anoche incluso deliraba.
–No tengo apetito, pero lo intentaré, hija –dijo, incorporándose
ligeramente sobre su lecho.
–Le dejo descansar un rato más, yo también iré a desayunar y luego
cabalgaré hasta los campos. No se preocupe por nada padre, yo me encargo
de todo.
–Gracias, Alison.
Al acercarme a la puerta para salir de la habitación, volvió a hablar entre
dientes:
–No podría estar más orgulloso de ti.
Sonreí complacida al escucharle.
–Descanse un poco, padre –salí cerrando la puerta.
En la cocina, Sanyu y Madi preparaban el desayuno sin hablar.
–Esta mañana me di cuenta de que no dormiste en tu habitación –dijo
Madi, mientras servía el café en unas tazas de porcelana.
Sanyu se quedó petrificada al escucharla, el corazón le latía rápidamente y
la voz se le ahogó en su garganta.
–La señorita Alison me llamó a su cuarto, me pidió que me quedara con
ella, estaba muy triste.
–Sí, lo sé… os lleváis muy bien ¿no?
–Sí. La señorita Ali es muy buena conmigo.
–Mi niña… es toda bondad y corazón. Anda, sírvele el desayuno, debe
estar en el comedor esperando.
–Enseguida, Madi.
Sanyu se dirigió hasta el comedor. El doctor Stewart había regresado para
ver cómo se encontraba mi padre, e insistí en invitarle a tomar un café antes
de subir al dormitorio.
Mientras Sanyu depositaba la bandeja del desayuno sobre la mesa,
nuestras miradas se cruzaron y nos regalamos una tímida sonrisa.
–Gracias, San –exclamé, rozando levemente uno de sus dedos mientras el
doctor no miraba.
El doctor Stewart era un hombre alto, delgado, de aspecto elegante y
apuesto a pesar de su edad. Contaría con algo más de sesenta años, hablaba
despacio y se movía despacio, pero dudo que pensara despacio, era
inteligente y médico de nuestra familia desde hacía muchos años. A pesar
de su pelo gris, era uno de esos hombres que no cambian mucho con la edad
en cuanto a su aspecto físico.
–¿Qué le parecen las ultimas noticias sobre la secesión, doctor?
–Hay muchos sureños partidarios de la unión que no quieren la guerra.
–Estoy francamente preocupada por cómo acabará todo esto –exclamé.
–Tranquila, no le pasará nada a su familia –dijo, mientras miraba a través
del ventanal de la sala.
–¿No cree que seremos considerados traidores?
–Es posible, señorita Alison, es posible…
–En mi opinión –afirmé con rotundidad –considero que la secesión es
anticonstitucional y que la esclavitud es perniciosa y nefasta para cualquier
sociedad.
–Estoy completamente de acuerdo con usted –dijo, mientras se llevaba la
taza de café a los labios.
–El Sur está ebrio de entusiasmo, los jóvenes están excitados, deseosos de
que estalle un conflicto, ¡tienen tantas ganas de luchar!, no logro
comprenderlo.
–Yo tampoco, señorita Alison –exclamó resignado –y dígame, ¿cómo está
su padre esta mañana? ¿Se tomó el tónico que le recomendé?
–Sí, doctor. Ayer estuvo muy débil, tenía mucha fiebre, deliraba… aunque
esta noche parece que ha logrado descansar un poco. Me tiene preocupada.
–Me gustaría verle.
–Por supuesto, le acompañaré gustosa.
Tras desayunar, acompañé al doctor Stewart hasta el dormitorio donde
descansaba mi padre y me retiré para dejarlos a solas. Tardo un buen rato en
salir. Cuando lo hizo, le acompañé hasta la puerta principal mientras me
daba las indicaciones necesarias para su recuperación. Aún seria necesario
que guardara reposo, su tos se había intensificado y la fiebre no terminaba
de cesar por completo, tenía una especie de infección en los pulmones que
había que continuar vigilando. Se despidió de mí con un apretón de manos y
prometió regresar más adelante.
–¿Se recuperará? –pregunté.
–Es pronto para asegurarlo, me preocupan sus pulmones, está demasiado
fatigado, pero soy optimista. John es un hombre fuerte y siempre contó con
una salud de hierro. Lo mantendremos estrechamente vigilado, quiero que
descanse lo máximo posible –explicó –y que se tome la medicina que le di
al menos tres veces al día, eso debería reducir los accesos de tos.
–Descuide doctor, me encargaré personalmente de que así sea.
–Muy bien, ahora tengo que marcharme.
–De acuerdo.
Me contempló tranquilamente con sus serenos ojos azules.
–Cuide de su padre, Alison, y cuídese usted también. Llámenme si
empeora, ¿de acuerdo? –dijo, mientras se ponía de nuevo su sombrero.
–Lo haré doctor, muchas gracias por venir.
–Que pase un buen día –se despidió estrechándome la mano.

Acompañé a padre durante el resto del día. Le administré su medicina según


las indicaciones que había prescrito el médico y le di la cena, como haría
una madre con su hijo.
Sentada en una mecedora que había junto a su cama, leí durante horas, y
de vez en cuando, mis ojos abandonaban la lectura para mirarlo mientras él
dormía tranquilo, hasta que el sueño me fue ganando la batalla y también
me quedé dormida.
Estaba cansada, pero sobre todo, estaba muy preocupada por el repentino
y maltrecho estado de salud de mi padre. En algún momento de la noche, la
oscuridad se instaló en mi cerebro, permitiendo que se cruzaran por mi
mente extrañas formas. Sumiéndome de pronto en las tinieblas, en una
terrible pesadilla, durante la cual, el corazón me latía rápido, casi
desenfrenado. Las sienes me quemaban y podía sentir una especie de
vibración sonora en la garganta, como si estuviera gritando, pero sin voz…
Soñé con un lugar oscuro, frío y desértico. Las piedras que emergían
desde la tierra eran de un gris ennegrecido, y se alzaban enormes bajo un
cielo moribundo. Eran puntiagudas y resbaladizas, como dientes putrefactos
de una boca oscura y aberrante. Aquellas rocas parecían absorber toda la
humedad del ambiente, avariciosas, y egoístas. Pequeños caminos de agua
enturbiada emergían de sus grietas, como si nacieran de ellas materias
impuras arrastrando putrefacción. Deambulé por aquel inhóspito lugar lo
que me pareció una eternidad, completamente perdida, desorientada y
errante, como un alma del averno. Hasta donde alcanzaba la vista no había
ni rastro de vida, los pájaros no sobrevolaban el cielo, incluso las plantas
parecían reacias a brotar en las proximidades. Solo un árbol se había
atrevido a crecer en tan oscuro y pedregoso suelo, un árbol enorme cuyas
ramas retorcidas y vacías de hojas clamaban al cielo, como si imploraran un
poco de misericordia. Caminé entre las piedras para llegar hasta él.
Y allí, bajo el tronco de aquel árbol de aspecto nudoso y negruzco se
hallaba una tumba silenciosa y vacía. En cuya lápida podía leerse con toda
claridad un nombre grabado con letras de fuego: John Talvot.
Me desperté con un frío tan intenso que parecía capaz de despegar la
carne de mis huesos, y con la frente empapada en sudor… me levanté de un
salto, pestañeando sobresaltada y frotándome con fuerza los ojos. Observé a
mi padre y me acerqué hasta él lo suficiente para asegurarme de que
respiraba. Estaba durmiendo tan tranquila y plácidamente que apenas podía
distinguir su pecho elevarse con cada respiración.
Me retiré sin hacer el menor ruido, y bajé hasta la cocina para beber un
poco de agua y calmar mis nervios. No recordaba haber tenido jamás una
pesadilla tan real y aterradora como aquella. Medité durante largo rato,
buscando un significado, y entonces comprendí que ante mí se dibujaba un
doloroso camino, y sentí como si ese sueño me estuviera preparando para
un largo y penoso viaje, un viaje que acabaría para mí frente a esa tumba
solitaria, y que esa muerte sería más triste incluso que la mía propia.
No mencioné a nadie aquel terrible sueño que parecía premonitorio, ni
siquiera a San, lo mantuve tan oculto como pude, tratando de no
rememorarlo, hasta que poco a poco, dejó de atormentarme y permaneció
olvidado para siempre en algún recóndito y profundo rincón de mi
memoria.
CAPÍTULO 14

E l tiempo pasaba lento, era algo así como un pasar eterno, que no
modificaba nada y que lo dejaba todo como embebido en viscosidad.
La primavera llegó hasta nosotros envejecida, cansada de su propia lentitud.
La inestabilidad que se extendía por todo el país no podía ser ajena a
ninguno de nosotros y la incertidumbre era algo palpable. Los
acontecimientos políticos se iban embrollando cada vez más.
Todos teníamos miedo a la guerra que se estaba fraguando y a sus futuras
consecuencias.
Un largo desfile de acontecimientos internos que pocos conocían, habían
ido preparando el terreno para que al fin, estallara la bomba y con ella la
guerra.
–¡Señorita Talvot! ¡Un jinete se aproxima! –gritó Connor desde la puerta.
Un muchacho cabalgaba al galope hacia nosotros. Inmediatamente salí a
su encuentro. Era un chico de no más de dieciséis años, delgado como un
junco y de ojos negros como el carbón.
–El fuerte Sumter ha caído, señorita Talvot –dijo sin dilación, nada más
llegar hasta mí–. ¡Estamos en guerra!
–¿¡Cuándo ha ocurrido!? –exclamé con nerviosismo.
–Esta madrugada…
–“Dios mío” –pensé–. Gracias, muchacho.
El joven espoleó su caballo y se alejó de nosotros a la misma velocidad
con la que había llegado. Sanyu y Madi salieron, no dijeron nada, pero me
conocían lo suficiente para ser conscientes de mi preocupación y el
desasosiego que se apoderaba de mí. Aquello era como una pesadilla que no
tenía lógica ni realidad.
Las tres nos abrazamos en silencio durante unos minutos.
–Ali –dijo Madi–. Deberías subir y decírselo a tu padre.
–Lo haré más tarde, ahora debe descansar.
Esa misma tarde le conté a padre los últimos acontecimientos. No se
sorprendió, los complejos problemas políticos, económicos y divisorios que
atravesaba el país no podían acabar de otra manera, decía…
Al día siguiente recibió la visita de su abogado, Claude Becker. Ignoraba
cuál era el motivo de aquella repentina reunión, pero supuse que tenía que
ver con la noticia de la inminente guerra. El señor Becker era un hombre de
baja estatura y movimientos rápidos, de unos cincuenta años. Con voz
profunda y melodiosa.
Sonrió amablemente al cruzarse conmigo al tiempo que desaparecía tras la
puerta del dormitorio de mi padre. Estuvieron a solas más de una hora, al
salir de nuevo, descendió la escalera con evidente despreocupación, se
acercó, y me estrechó la mano con firmeza.
–¿Cómo está, señorita Talvot?
–Bien, señor Becker –contesté.
–Un placer volver a verla, está usted más hermosa cada día.
–Gracias, señor.
–Si me disculpa, debo marcharme ya, tengo un poco de prisa.
–¡Claro! Le acompaño hasta la puerta.
–Muy amable.
Becker era calvo, con algunos mechones de cabello en las sienes que
parecían parches. Eso, unido a su piel sonrosada y sus facciones vivas y
despiertas, le daba un aire de enanito, como si fuera un niño que simulaba
ser hombre, o quizás un hombre que pretendía pasar por un niño. Era un
tipo de lo más extraño, una especie de rata de biblioteca. Hablaba con
facilidad y sin detenerse, modulando su voz como si de un músico se
tratara, jugando con las palabras, como buen abogado.
–¿Puedo preguntar qué asunto le ha traído hasta aquí, señor Becker?
Claude Becker me miró fijamente, igual que un experto luchador al que
golpean en el primer asalto y se repliega para estudiar a su contrincante.
–Me he enterado de la delicada salud del señor Talvot y he querido
interesarme por su estado, eso es todo –dijo fríamente.
–Me gusta la lealtad que demuestras a mi padre, Claude, pero no permitas
que te domine, soy su única hija, sus asuntos son mis asuntos, si ocurre algo
quiero saberlo de inmediato, más ahora que está enfermo, lo comprendes
¿verdad? –no pude evitar una sonrisa.
–Por supuesto. No se preocupe, señorita Alison, los intereses de la familia
Talvot son una prioridad para mí.
Madi se me acercó por detrás en cuanto el abogado se marchó.
–No me gusta ese hombre, va siempre demasiado tieso, como si estuviese
muy seguro de sí mismo. Además, se diría que oculta algo.
–En confianza, Madi –respondí –yo también comienzo a tenerle antipatía.
Subí hasta el dormitorio para estar con padre por el resto de la tarde, ni
siquiera traté de indagar por el motivo de aquella inesperada visita, tenía ya
bastante en que pensar, tan solo deseaba que su enfermedad le diera un
respiro. Estaba cada vez más débil y abatido, y mi miedo aumentaba
conforme lo hacían sus síntomas.

Mi padre languidecía, adelgazaba cada vez más y decía que le dolía el


pecho. Perdía fuerzas día tras día, su tos era cada vez más persistente, hasta
que un día se agravó notablemente. Su pecho sonaba como un nido de
serpientes, sobre todo por las noches, y su piel se tornó amarillenta y
rugosa, como cera derretida. Ocurrió todo a raíz de la noticia de la guerra.
Aquel era un viernes destemplado, ceniciento, de pulso desbocado. Padre
recibió innumerables visitas esa semana. Los comentarios se transmitían en
voz baja, pareciera que se estuviera fraguando algo solemne en aquel siseo
continuo y en aquel pisar silencioso. La suspicacia general crecía. Y la
desconfianza aislaba a todos en sus propios miedos.
El sábado amaneció como un día cualquiera, a pesar de los
acontecimientos y de los rumores, la gente circulaba por las calles del
pueblo convencida de que “no iba a pasar nada” y de que “la guerra duraría
poco”. A mediodía, regresé de los campos para almorzar. Estábamos
sentados a la mesa, padre apenas hablaba y tenía los labios secos.
Cogí sus manos, estaban heladas, sin embargo, su frente parecía fuego.
–Debería meterse en la cama…
Se levantó oscilando, sin pronunciar palabra, tenía la espalda encorvada y
la tos sofocándolo. Se giró hacia mí, estaba pálido y tenía los ojos hundidos.
–No puedo más, voy a subir a tumbarme.
Tropezó contra la silla y me apresuré a sujetarle para que no cayera. Ardía
y temblaba. Al llegar al pie de las escaleras, se apoyó contra la pared. Temí
que fuera a desmayarse. Daba miedo mirarlo. Le llevé a la cama y Sanyu
me ayudo a acostarlo.
–Será preciso avisar al médico –me dijo Sanyu.
–Lo haré inmediatamente, padre lleva demasiado tiempo enfermo.
Era difícil en aquellos momentos encontrar un médico, la mayoría de
ellos, habían sido reclamados para ir al frente o para asistir a los heridos en
los campamentos, pero por suerte el doctor Stewart era demasiado mayor
para ser reclutado. No vivía lejos de nuestra plantación por lo que
podríamos contar con él siempre que fuera necesario.
–No quiero un médico –balbuceó padre–. Quiero descansar nada más.
Tragué saliva y miré al techo.
–Vamos, San. Dejemos que descanse…
Padre respiró hondo, como si aquella frase le ensanchara los pulmones.
Traté de calmar mis nervios, y me dediqué el resto del día a supervisar y
organizar el trabajo en los campos, no quería dejarme llevar por el dolor o el
miedo, y decidí mantener mi mente tan ocupada como me fuera posible. Al
acabar la jornada, paseé junto al río hasta que anocheció, deambulé sin
rumbo fijo, anduve horas y horas eligiendo rutas a capricho, sin meta
determinada, haciendo tiempo. Estaba ensimismada, abstraída. No
conseguía dejar de pensar en padre, tenía la cabeza a punto de explotar,
repleta de preocupaciones, apesadumbrada, con el corazón encogido y la
incertidumbre brotándome por los poros. Caminé en silencio mucho tiempo,
emborrachándome de preguntas y de miedos, hasta que la oscuridad y el
frío de la noche me obligaron a regresar a casa.
Estaba realmente preocupada por la salud de mi padre: desvariaba, tosía,
la fiebre le dejaba postrado. Madi no se apartaba de su lado, “tú descansa”,
me decía. Le preparaba tisanas, sopas calientes y todo tipo de caldos
reconstituyentes. Lentamente empezó a mejorar, pero aunque la fiebre
cedía, la postración no lo abandonaba.
Pasaron varias semanas durante las cuales la plantación funcionaba con
normalidad, nada había cambiado aparentemente, la cosecha estaba lista
para ser transportada cuando llegó la peor de las noticias. El ejército de los
Estados Unidos, impidió el acceso al mar de Carolina del Sur, a través del
bloqueo naval de los principales puertos del estado. Con ello consiguieron
suprimir las exportaciones de algodón, tabaco y otros productos hacia
Europa, a la vez que impedían la importación de armamento. Lo llamaron
“El Plan Anaconda”. Fue un golpe muy inteligente, el Norte se propuso
asfixiar y destruir la economía del Sur aprisionando nuestros territorios, al
igual que haría una anaconda que se enrosca firmemente alrededor de su
víctima hasta matarla, rompiendo sus huesos e impidiéndole respirar.
Aquel fue el primer síntoma de inestabilidad para el Sur, el estallido final,
una especie de golpe maestro. Como un preludio macabro de una sinfonía
inevitable.
–Dios Santo… es imposible enviar la cosecha fuera de Carolina del Sur,
los puertos y las vías ferroviarias están bloqueadas por las tropas de la
unión. Esto será la ruina económica para todos, especialmente para el
estado de Carolina ¿Se da cuenta, padre?
–¿Qué pretenden? ¿Matarnos de hambre?
–Es un problema serio, mucho más serio de lo que parece a simple vista.
El río Mississippi y el río Tennessee están cercados –exclamé con
preocupación.
–Sin duda el Norte cuenta con grandes generales, esa táctica divide
totalmente a la confederación. ¡Malditos yanquis!
–Se lo advertí, padre. Le dije que esto podría ocurrir ¿¡Qué se supone que
haremos ahora!?
–No lo sé, Alison…
–Quizás deberíamos llevar parte de la cosecha en carros hacia otros
estados y tratar de venderla.
–¿¡Estás loca!? ¡Tienen controladas más de 3.500 millas! Eso resultaría
demasiado arriesgado.
–Sé que no es el mejor modo, pero ¿que otra opción tenemos?
–Habrá soldados de la unión por todas partes, hija mía.
–Es probable, sí… pero somos civiles, no tienen porqué ser hostiles con
nosotros.
–Somos sureños y dueños de esclavos ¡Nos odian! ¡Olvídalo, Alison!
–¿Y entonces? ¿Qué vamos a hacer entonces?
Mi padre se dejó caer sobre el respaldo de su cama con un ligero temblor
en sus manos, tenía el rostro crispado y la tez pálida.
–Propongo almacenar la cosecha y quedarnos aquí, seguir trabajando
como hasta ahora y esperar –me acarició el brazo como dándome ánimos.
La guerra había empezado, el país estaba dividido en dos zonas y los
crímenes aumentaban día tras día. Desde que había estallado la guerra, nada
era normal, no podía serlo. Los días me resultaban largos e inacabables.
Todo se reducía a trabajar y esperar…
–¡Esperar! ¿Esperar a qué, padre? ¿A morir?
–Esperar y rezar, Alison. No nos queda otra salida.
La enfermedad de mi padre le había concedido una pequeña tregua, pero
Sanyu era aún más testaruda que mi viejo progenitor y no le permitía
levantarse de la cama.
–Ha estado muy grave, amo Talvot y debe cuidarse.
–¡No soy ningún viejo moribundo, mujer!
–Lo sé, pero las convalecencias suelen ser traidoras, es mejor que se lo
tome con calma –dijo.
Padre siempre protestaba, pero en el fondo, estaba segura de que le
complacía que estuviéramos las tres tan pendientes de él. Yo le llevaba
libros para que se distrajera, inventaba problemas menores en la plantación,
para que pudiese ocupar sus horas en resolverlos y así sentirse útil, y mi
dulce Sanyu le preparaba caldos apetitosos. El tiempo pasaba lento. La
crudeza de la guerra no tardó mucho en dejarse ver, aquello fue algo que no
sorprendió a ninguno de nosotros, al menos a mí, no me sorprendió en
absoluto, pero si algo dejaba entrever muy a las claras los horrores de esta
lucha, fue que resultaba fraticida y, en muchos aspectos, con componentes
muy crueles.
Decenas de contiendas se sucedían en diferentes lugares, miles de
soldados de ambos bandos perecían bajo la artillería o las caballerías. Como
ocurrió en la batalla de Shiloh en Tennessee, donde un proyectil estalló,
matando a seis caballos, hiriendo a toda la posición y rompiendo en pedazos
a su sargento, que ya estaba herido. Tras las contiendas, los soldados de
ambos bandos enterraban a sus camaradas e incineraban sus caballos.
En algunos lugares donde los ejércitos de la unión habían tomado y
controlado la zona, los soldados confederados incendiaban deliberadamente
las granjas para evitar que cayeran en manos de los yanquis… todo era una
locura intensa que parecía no acabar nunca.
Corríamos riesgos notables, pues el país estaba plagado de cuadrillas de
secesionistas insidiosos, desertores de ambos bandos y hombres sedientos
de sangre.
El Sur estaba en llamas por la guerra y los acontecimientos se sucedían
rápidamente, como arrastrados por un viento violento, decidido e
impetuoso.
Que equivocados estaban todos con respecto a la guerra, en un principio,
la mayoría se hallaban convencidos de que una sola batalla bastaría para
terminar la lucha. Los jóvenes, emocionados, se apresuraban a enrolarse
antes de que la guerra terminase, deseosos de batirse con los yanquis. Las
mujeres contribuían preparando uniformes, y cortando vendas. Todos se
organizaban…
Trenes repletos de tropas uniformadas, soldados y milicianos armados a
medias, excitados, exultantes y con ganas de gritar, cruzaban el condado
diariamente en dirección a Virginia. No podía creerlo, todo había sucedido
demasiado rápido. ¡Qué necios y presuntuosos!
Los siguientes meses pasaron lentos. Padre continuaba enfermo, sus
fiebres terminaron por ceder, pero dejaron su cuerpo tan incapacitado que
ya no era capaz ni de caminar sin ayuda. Estaba pálido, demacrado, sus
pulmones se esforzaban por llenarse cada día un poco más, tosía de manera
insidiosa y casi siempre estaba agotado.
Sus cejas estaban unidas en un leve frunce, un gesto cada vez más
habitual que trataba de disimular, pero que yo me había vuelto experta en
reconocer.
–¿Has dicho algo, mi vida? estabas susurrando –dijo pesadamente.
Extendí una mano para tomar su temperatura.
–Estoy bien, padre, solo un poco distraída con mis pensamientos.
–Pareces agitada.
Apreté la mano contra su frente.
–¿Estaba agitada? No sé, no sabría decirle.
–Eso me pareció –se encogió de hombros.
–Me tiene muy preocupada, padre, cada día le veo más débil, hoy
especialmente.
Jugueteé con mis dedos intentando concentrarme en la arrugada manga de
su camisón. Padre puso sus agudos ojos sobre mí…
–No pasa nada, Alison, estoy bien…
–¡No padre! ¡No está bien! ¿No lo ve?
–Por favor, hija. No quiero discutir, ¡déjame solo!
–Pero…
–¡Por favor, Alison! –insistió.
–Como quiera, descanse un poco, le pediré a Madi que le prepare algo
caliente para cenar.
–Gracias, tesoro.
Al salir de su cuarto me di de bruces con Sanyu.
–¡Mi amor! –Exclamé bajando la voz.–. ¡Me has asustado!
–Te estaba buscando…
–¿Te pasa algo? Te noto preocupada.
–Es Tom, el hermano de Connor –dijo, con el rostro desencajado.
–¿Tom? ¿Qué pasa con él?
–No aparece por ningún sitio, Ali, se rumorea que ha huido.
–¿Huido? ¿Pero porqué? ¡Eso seria una locura! Si lo encuentran podría
ocurrirle cualquier cosa… ¡avisa a Connor! Quiero hablar con él.
–Ya le mandé llamar, está abajo, esperándote.
–Gracias, cariño –le sonreí y acaricié su barbilla con los dedos.
Bajé las escaleras a toda prisa, le vi allí mientras lo hacía, al pie de la
escalinata, con gesto nervioso, sujetando su sombrero de paja con ambas
manos, haciéndolo girar entre sus dedos con nerviosismo y la mirada en el
suelo.
–Ama Talvot.
–¿Qué ha ocurrido, Connor? ¿Dónde está Tom?
–Desperté de madrugada y no estaba, ama. Pensé que estaría en las
letrinas y volví a dormirme. Esta mañana su cama seguía vacía, me levanté
y le busqué por todas partes, pero no le encuentro, ama.
–¿Sabes si tenía deseos de escapar?
–Tom no ha escapado, de ser así yo tendría que saberlo, es mi hermano
mayor, siempre ha cuidado de mí… él nunca me abandonaría.
–Comprendo. Tranquilo, Connor. Saldremos inmediatamente en su busca.
Avisa al señor Dawson y a Samuel. Que ensillen los caballos.
–El señor Dawson tampoco está, señorita.
–¿Cómo?
–Nadie le ha visto desde ayer.
“Qué extraño” –pensé –“Joffrey Dawson desaparece de la plantación a la
misma vez que uno de mis hombres”. Me di cuenta inmediatamente de que
algo malo había ocurrido
–Ve a la cabaña y tráeme una camisa de tu hermano, nos llevaremos a
Bella, quizás nos sea de ayuda…
–Sí, ama.
Se dio la vuelta y antes de salir de nuevo por la puerta le grite:
–¡Connor!
–¿Sí?
–No me llames ama.
Sonrió y se alejó a toda prisa.
–¡Bella! ¡Vamos, pequeña!
Bella era una perra cautelosa, muy reservada con las personas en general y
evasiva con respecto a los desconocidos. Conmigo y con San era
extremadamente cariñosa, pero con los demás, en general, limitaba su
búsqueda de afecto. Era un animal muy inteligente, su condición primitiva y
asilvestrada la dotaba de una gran habilidad como cazadora. Con frecuencia
solía traer diferentes presas a casa a medio devorar, sobre todo ardillas que
deambulaban por el suelo distraídas, roedores y conejos. Sin duda estaba a
medio camino entre un lobo y un perro.
A pesar de que la encontré con apenas dos meses de vida, su naturaleza de
animal salvaje nunca se borró del todo, por lo que resultaba muy
independiente y autosuficiente. Una depredadora nata, acostumbrada a
rastrear presas y a cazar su propio alimento, aunque le encantaba la fruta y
el arroz… cazar era una especie de juego para ella, y estaba segura de que
nos sería de gran ayuda.
El olfato de Bella era increíble, siempre andaba rebuscando y husmeando
presas, llevaba mucho tiempo perfeccionando de forma natural esas
habilidades, no era necesario enseñar a Bella a rastrear, sabía cómo hacerlo
de forma instintiva. Lo único que tuve que hacer fue ayudarla a entender el
juego y liderarla. Tomé la camisa de Tom y la acerqué a su hocico.
–¡Vamos, Bella! –jugué con ella un segundo, aumentando su excitación –
¡Vamos, pequeña! ¡Busca! ¡Vamos, busca!
CAPÍTULO 15

R ecorrimos el bosque y los alrededores de la plantación buscando a


Tom, no había rastro de él, parecía que se lo había tragado la tierra.
Bella se detenía cada poco tiempo intentando seguir su rastro para después
tomar una nueva dirección. De vez en cuando inclinaba la cabeza a un lado,
como si escuchase algo que era inaudible para nosotros.
–¡Tom! –grité, de un modo desesperado.
No estaba segura, pero sentía bajo la piel que algo malo pasaba, y de vez
en cuando Samuel y yo intercambiábamos miradas graves, cabizbajas.
Deambulamos en todas direcciones, desmontábamos cada poco rato
buscando huellas, pero no hallábamos absolutamente nada.
–¡Tom!
Recorrimos el bosque hasta el río en dirección al Sur. Miramos en la
vereda, en los prados y en los campos hasta llegar a los límites de nuestras
tierras, y ni rastro.
Sacudí la cabeza chasqueando la lengua.
–Tengo un mal presentimiento, Samuel –dije, con el rostro compungido.
–No diga eso, señorita.
–Es muy raro –exclamé súbitamente.
Samuel deslizó una mano sobre mi hombro.
–Quizás se haya caído y esté mal herido o quizás no estemos buscando en
el lugar adecuado.
–Sí, tienes razón. Continuemos un poco más.
Cabalgamos durante mucho más tiempo del que creí, y después de casi
cinco horas de intensa búsqueda, Bella encontró un nuevo rastro, olfateó y
olfateó el suelo nerviosa, la seguimos durante un tiempo y de pronto el
rastro se intensificó, y la perra se alejó de nosotros a toda prisa.
–¡Bella! Vamos, Samuel, creo que ha encontrado algo.
Espoleamos los caballos y fuimos tras ella. Bella corría a toda velocidad
hasta que se detuvo en un claro del bosque. Arañó el suelo y sacó algo que
estaba parcialmente oculto bajo la hojarasca. Me detuve a su lado y bajé del
caballo.
–¡Muy bien, Bella! ¡Buena chica!, –alabé su hallazgo como recompensa,
acariciándola durante unos segundos –¡Bien hecho, Bella!
Le quité de la boca algo aplastado, era un viejo sombrero. Lo miré
extrañada y se lo mostré a Samuel.
–Es de Tom, ama.
–¿Estás seguro?
–Sí, señorita –aseguró entrecerrando los ojos–. Es su sombrero.
Aquello me dio mala espina, miré a mí alrededor pero no encontré nada
fuera de lo normal. Era como buscar una aguja en un pajar. Volví a acercar
el sombrero a Bella para que se impregnara de nuevo de su olor.
–¡Vamos, pequeña! ¡Busca…!
Continuamos un buen rato recorriendo el bosque hasta que el rastro se
perdió definitivamente cerca del rio.
–Bella está agotada, es mejor dejarlo por hoy.
–Lo que usted diga, señora.
–Regresemos a casa, Samuel, continuaremos mañana temprano, y
traeremos más hombres.
–Sí, señorita Alison.
Al llegar de nuevo a la plantación nos cruzamos con algunos esclavos que
agachaban la cabeza cuando pasábamos a su lado. De pronto, vi a Albert
correr hacia nosotros.
–¡Señorita…! ¡Señorita Talvot!
–¡Albert! ¿Qué ocurre?
–Es Tom, señora.
Las lágrimas corrían por sus mejillas.
–Está muerto, señorita.
–¿¡Qué!?
–El señor Joffrey lo ha matado.
Los sentimientos que mejor podían definir mi estado de ánimo cuando
escuché aquello eran, odio, rechazo, resentimiento, antipatía y una profunda
repulsión. Todos aquellos sentimientos no eran justificables desde un punto
de vista racional porque atentaban contra la posibilidad de diálogo, pero
Joffrey Dawson se había convertido en alguien peligroso. Y para mí nada
justificaría el crimen de Tom. Cabalgué a toda prisa hacia casa, cuando
llegué, Joffrey estaba de pie con las riendas en la mano, sobre la grupa de su
caballo yacía boca abajo el cuerpo sin vida de Tom.
–Buenos días, jefa –exclamó con una sonrisa sádica.
–¡Santo Cielo! ¿¡Qué has hecho, Dawson!?
–Este negro había huido, lo perseguí mucho rato hasta que logré darle
caza.
–¿Darle caza? ¿¡Crees que estás cazando venados!? ¡Maldita sea, Joffrey!
–Intentó coger mi pistola cuando traté de atraparlo, así que, tuve que
matarle.
–¿¡Cómo has podido!? –me enfurecí.
–Tal vez lo que ha pasado haya sido lo mejor, así los demás sabrán lo que
hacemos con los negros fugitivos.
–Recoge tus cosas y márchate de mis tierras.
–¡Le hago un favor! ¿Y así me lo paga?
–¿¡Un favor!? –grité de ira–. Vete de aquí, antes de que te mate.
–Ninguna mujer me da órdenes.
–¿No me has oído, Joffrey?
–Me necesita más de lo que cree, señora. Yo sé bien como sacar
rendimiento a los esclavos.
Connor se acercó despacio hacia el cuerpo de su hermano mayor, al llegar
tomó su cabeza entre las manos y la levantó ligeramente.
–¡No! ¡Tom…! ¡Asesino! –gritó lleno de furia–. ¡Asesino!
Intentó agarrar a Joffrey por el cuello, pero este se echó hacia atrás, y
sacando su pistola, apuntó a la cabeza del muchacho. Me interpuse entre
ambos con mi rifle en alto y con el corazón latiendo fuerte en mi pecho.
–¡Quieto! –grité.
–Lo que me faltaba por ver –protestó.
–Baja esa pistola inmediatamente, Joffrey.
–¿Se pone de parte de un maldito negro?
–Por última vez, sal de mis tierras o te vuelo la cabeza.
–¡Asesino…! –continuaba gritando Connor mientras Sanyu lo abrazaba,
tratando de calmarlo.
–¡Contén tu lengua muchacho o te arrepentirás!
Accioné el percutor con el pulgar rápidamente y apoyé firmemente el
dedo sobre el gatillo.
–Guarda esa pistola, Dawson ¿me has oído? ¡Ahora! –exclamé con la
mirada fría.
–No creo que tenga agallas para apretar ese gatillo.
–Dame un motivo, ¡un solo motivo!, porque te aseguro que lo estoy
deseando.
Me miró con desconfianza y guardó su revolver en el cinto luchando
contra su propia rabia. Se sacudió el polvo de su ropa y su sombrero antes
de volver a dirigirse a mí.
–Otro año de guerra y usted, señorita Talvot, se bajará de su pedestal.
Habrá muchos cambios por aquí…
–No volveré a repetirlo, Dawson, fuera de mi vista.
Joffrey se quedó rígido, sin moverse, sin mirar a ninguna parte, como una
estatua de ira petrificada. Giró la cara hacía mí y me miró con odio. Irguió
su cuerpo como el de una víbora que se defiende y escupió al suelo con aire
de desprecio.
–Esto no va a quedar así –profetizó.
–Si vuelvo a verte merodeando por mis tierras eres hombre muerto.
Connor permanecía adherido a las faldas de Sanyu como una sombra.
Dawson empujó el cuerpo de Tom y lo dejó caer al suelo como si fuera un
fardo, un mero pedazo de carne. Subió a su caballo, lo espoleó duramente
moviendo los talones, y se marchó al galope…
Me quedé ahí, de pie, contemplándolo mientras se alejaba. Una profunda
tristeza inundó mi corazón y el pecho comenzó a dolerme. Tenía la
sensación de que no podía proteger a los míos, me había pasado con Sanyu
cuando ese cerdo la había azotado, y volvía a pasarme al no ser capaz de
impedir la muerte de Tom.
–Ali… –dijo Sanyu–. Entra en casa, te prepararé un baño caliente,
necesitas relajarte y cambiarte de ropa ¿quieres?
–No puedo más, San… no sé lo que me pasa. Todo esto me está
superando.
No me moví, no podía moverme. Me sentía petrificada, transportada a una
esfera donde todo se detenía, donde las fuerzas se inmovilizaban.
Comencé a llorar desconsolada, el corazón me martilleaba en el pecho tan
violentamente, que creí no poder sostenerme. Sanyu tomó mi cara entre sus
manos y me miró sin decir una palabra. No hacía falta hablar para que
Sanyu fuera consciente de la angustia y la impotencia que me invadían. Me
apoyé en ella y la abracé.
–No pude, San. No pude protegerte a ti cuando Joffrey te atacó, y no he
podido proteger a Tom –rompí en lágrimas –¿¡Qué voy a hacer si no puedo
proteger a los míos!?
–El señor Dawson es un hombre malvado, no podías saber que esto
ocurriría. Tú no tienes la culpa, Alison.
–Pero me siento responsable de todos vosotros ¿no lo entiendes?
–Lo entiendo, pero aun así, no debes culparte por la maldad de otras
personas. Vamos, entremos en casa.
–¡Barack! –dije elevando la voz.
–¿Sí, señorita Talvot?
–Ocúpate del cuerpo de Tom y avisa a todos… que dejen el trabajo, hoy
estamos de luto. Lo velaremos esta noche y mañana le daremos sepultura.
–Enseguida, ama.
–Connor –exclamé, aproximándome al muchacho–. Lo siento muchísimo.
–No llore por favor, ama Talvot, usted no tiene la culpa de nada.
–Todos vosotros sois mi responsabilidad, Connor.
–Quisiera vengar a Tom y matar a Dawson con mis propias manos –dijo
lleno de rabia.
–Lo sé, yo también, pero escúchame bien, Connor, no permitas jamás que
el odio inunde tu corazón. La violencia solo engendra violencia y nos
impide crecer y ser felices.
El muchacho asintió con la cabeza. Le sujeté por los hombros y apreté mis
manos con fuerza, en un intento de transmitirle mi dolor y mi apoyo. No fui
capaz de mirarle a los ojos.
Entré en casa con San y subí directamente a mi dormitorio. Dejé caer al
suelo mi cinturón y me lancé a la cama llorando sin consuelo. Sentí como la
habitación entera se descomponía en gritos, en ruidos, en vibraciones. Todo
aquello me parecía una pesadilla, se me antojaba absurdo y sin sentido,
como si se estuviera representando una parodia de la vida real, pero para
mí, la vida real era lo que acababa de ocurrir, aquella que precisaba
perdones para justificar injurias, la que se nutría de mentiras para conseguir
fines…
La triste realidad que me estaba rodeando en aquellos momentos era
únicamente una burda representación, tan hipócrita como falsa. Una estafa
humana para obligarme a creer que se podía ser feliz rodeada de
mezquindad. Una especie de ensayo general para una existencia que no
existía, tan absurda como usar un traje de etiqueta para cubrir a un muerto.
Me sentí desfallecer, mi odio por Joffrey Dawson lo estaba presidiendo
todo, sólo pensar en él me producía náuseas. Ese demonio de mirada fría le
había arrebatado la vida a otro ser humano, solo porque que podía hacerlo.
La cabeza me dolía y el cuerpo me pesaba.
Solo yo era la culpable de lo acontecido, debí haber echado a ese hombre
de mis tierras el día que azotó a San, pero no lo hice ¿Por qué no lo hice?
Lloré de rabia, de asco y de impotencia. No volví a salir de mi cuarto en
todo el día. Me quedé allí, regodeándome en mi dolor, tragando mis propios
reproches, asumiendo mi responsabilidad y lamentándome una y otra vez
por mis errores.
CAPÍTULO 16

A laintroducirlo
mañana siguiente enterramos el cuerpo sin vida de Tom, después de
en un ataúd que construyó el mismísimo Connor, ayudado
por Barack y Salomón. Estuvieron trabajando en él toda la noche, y cuanto
más trataban ambos de evitarle al chico ese sufrimiento, más ahínco ponía
el muchacho en su labor. Era como si aquella actividad lo liberase
momentáneamente de su dolor y de su pena.
Durante el funeral, el viejo Arthur dedicó unas palabras al difunto
mientras las mujeres se lamentaban. Al acabar todos entonaron canciones
juntos. En ese momento recordé lo que San me había contado sobre las
canciones de los esclavos y cómo liberaban su sufrimiento a través de ellas.
El corazón se me encogió dentro del pecho al escucharlos, más que
canciones parecían lamentos…
Era desgarrador para mí ver como los negros eran considerados seres
subhumanos, sin derechos, comparados y tratados como animales, sin tan
siquiera considerarlos personas y, por lo tanto, jurídicamente desamparados.
Eran tratados como meros objetos o cosas, humillados y vejados de forma
constante. Obligados a trabajar en los campos hasta su muerte.
Había incluso quien se empeñaba en debatir si los individuos de raza
negra tenían alma humana, de ser así, tratar de una manera tan denigrante a
los esclavos hubiera resultado ilegal a ojos de la iglesia, por lo que la
mayoría se reafirmaban en la idea de que las personas negras no tenían
alma. En mi opinión esa fue sin duda la peor y más terrible culpa de todos
los hombres, la vergüenza para toda la raza blanca. El pecado original de los
Estados Unidos de América.
Las piernas me flaqueaban. Era como si todo lo que había sucedido lo
recordara como entre brumas, igual que uno de esos relatos que nos
impresionan cuando somos niñas y que, cuando crecemos, no podemos
distinguir si lo vimos, o solo fueron explicados. Me fui alejando de ellos,
poco a poco, hasta dejarme caer a los pies de un árbol aislado. Sollozando,
me llevé las manos a la cara para secar mis lágrimas y el sudor que
empapaba mi frente. Sanyu me miró preocupada desde la distancia. Cuando
todo acabó los esclavos se retiraron a las cabañas y la vi a acercarse.
–¿Estás bien?
Seguía sin poder hablar, jamás me había sentido tan débil, tan ausente, tan
perdida, tan hundida.
–Comprendo tu dolor, mi amor –dijo –, pero no debes sentirte culpable
por la muerte de Tom. Todos estamos juntos en esto, todos debemos superar
las circunstancias. No se consigue nada sucumbiendo a la tristeza y a la
pena. Debemos ser fuertes, ahora más que nunca.
–Esto es muy duro para mí –admití, enjugándome las lágrimas.
–Lo sé…
–Es como si lo hubiera matado yo.
–¿¡Estás loca!? ¡No quiero volver a escuchar algo así! ¿¡Me oyes bien!?
–¡San!, –sus palabras me hicieron reaccionar–. No te enojes conmigo, por
favor.
–¡Pues deja de decir tonterías! Me duele escucharte decir esas cosas ¿lo
entiendes?
No tuve en cuenta que mi forma de hablar podía herirla.
–Lo siento, mi amor. Tienes razón.
–Te perdono si me regalas una sonrisa.
La expresión de mi rostro pasó de la tristeza a la felicidad en cuestión de
segundos.
–Una y mil –dije.
San comenzó a sonreír con una sonrisa que yo no conocía en ella,
despreocupada y segura.
De pronto mi atención se desvió hacia otra parte. Unos metros más allá de
donde nos encontrábamos vi a Connor, tenía un pequeño palo en su mano
derecha. De pronto tomó impulso y lo lanzó con fuerza por encima de unos
matorrales. Un segundo después surgió Bella como de la nada, saltó y
atrapó el palo entre sus dientes. Connor se agazapó y la perra corrió hacia él
entregándoselo para repetir el juego una vez más.
–¿Estás viendo lo que yo?
–Todavía tengo ojos –contestó.
–Parece que Bella tiene un nuevo compañero de juegos.
–Sí, eso parece –giró la cara para mirarme–. Va a ser muy duro para él,
solo es un muchacho.
–Lo sé, pero nosotras le ayudaremos. No quiero que a ese chico le falte de
nada, San –el animal continuaba corriendo gozoso en compañía de Connor.
El corazón de San se encogió dentro de su pecho con aquella inesperada
frase y se impresionó tanto, que si antes me amaba entrañablemente, desde
ese momento su amor se convirtió en adoración.
–Eres maravillosa, Alison. Tu corazón está hecho de alas de mariposa,
eres capaz de darlo todo por las personas a las que amas –me miraba como
sorprendida–. Tu única debilidad es que te preocupas demasiado por los
demás y casi nunca te das prioridad. Eres buena y a la vez tu rabia es tan
poderosa, como las tormentas.
–¿De verdad, lo crees? Porque yo muchas veces dudo de todo, hasta de mí
misma.
–Eres fuerte y consecuente con lo que sientes, una líder nata que siempre
trata de mantener a los suyos a salvo y hacerlos felices. No tienes paciencia
cuando te topas con gente farsante y problemática. Si abusan de tu
confianza, te vuelves fría como un océano de hielo. Eres hermosa, pero
también muy peligrosa si se meten contigo o con aquellos a los que amas, y
si alguien se atreve a hacerlo, es mejor que corra lo más lejos posible.
–Cuando te escucho hablar así, tengo la sensación de que me conoces
mejor que yo misma.
–Te conozco muy bien, porque eres una persona leal y transparente que no
teme mostrar lo que siente, ni tampoco huye de sus miedos, los enfrenta.
Aunque a veces eres terca como una mula, pero eso es solo porque casi
siempre tienes la razón. Eres toda pasión y amas con cada fibra de tu ser.
Enamorarme de ti es lo mejor que me ha pasado en la vida, tanto, que me
avergüenzo de sentirme tan feliz en medio de este constante sufrimiento –
esbozó una sonrisa melancólica.
–Quiero besarte –dije de pronto.
–¡Alison! –un leve rubor se esparció por su cuello.
San miró a su alrededor. Su pecho se agitaba inquieto bajo su vestido. Sus
dedos rozaron los míos con suavidad, se le había encendido la cara, sus
mejillas ardían y sus ojos brillaban como si estuviera embriagada por algún
tipo de alcohol.
–Quiero hacerte el amor.
–Por Dios, Ali…
–Te quiero desnuda sobre mí. Temblando de ganas y necesidad.
San contuvo el aliento, y su respiración se agitó aún más cuando me erguí
para levantarme, acercándome peligrosamente a ella mientras lo hacía. La
miré con intensidad y mis ojos se oscurecieron por el deseo. Admiré la
hermosura de su rostro y me quedé con los ojos fijos sobre sus labios que
desprendían un singular y poderoso atractivo.
–Esos labios… son mi tortura, mi obsesión divina.
San entreabrió ligeramente la boca y mi corazón comenzó a galopar
desbocado.
–Si pudiera, exhalaría mi alma a través de mis labios infundiéndola en la
tuya con un beso suave, eterno, e infinito –afirmé con determinación.
–Sé paciente, mi amor. Aguanta hasta que muera el día y te prometo que
la plácida noche me llevara hasta ti… y mis brazos te transportarán a un
mundo nuevo, lleno de paz y de calma, y mis labios llevarán a tu alma
profunda melancolía. Amaremos juntas a la aurora y a la tibia luz que
llora…
–Eres poesía –la miré con adoración –Te quiero, San. No me dejes nunca.
–No lo haré.
–¿Lo prometes?
–Lo prometo.
–Si pudiera me casaría contigo, me gustaría que fueras mi esposa y yo la
tuya –sonreí con tristeza.
–Lo soy ante los ojos de Dios, Alison. Soy tuya, completamente tuya y lo
seré siempre. Puede que Milton tuviera mi cuerpo, pero jamás me tuvo a mí.
Sólo a ti he entregado mi piel, mi corazón, mi sangre y mi alma.
–¡Te admiro tanto, San!, soportaste mucho dolor. Nunca hablas de lo dura
que fue tu vida y sin embargo los problemas que enfrentaste no te han
hecho caer, siempre mantienes la cabeza en alto. Lo que más me asombra,
es la tristeza que no muestras. Tengo la intención de hacerte feliz y te
prometo que intentaré hacer todos tus sueños realidad.
A pesar de las circunstancias, el día se volvió alegre. Los suaves rumores
de aquella hermosa mañana y el perfume de las flores que nos rodeaban,
fueron los únicos testigos del beso que deposité en sus labios.
CAPÍTULO 17

A quel día un soldado llegó malherido a la plantación, le acogimos


durante unas semanas, hasta que se recuperó de sus heridas, debía
reunirse con un contingente de las tropas confederadas que estaban
acampados a unas pocas millas. Era un muchacho de poco más de veinte
años, tenía una herida de bala en su pierna izquierda, y varios golpes por
todo el cuerpo, estaba asustado y hambriento. Le ayudamos, no podíamos
dejar que ese muchacho fuera apresado por el ejército de la unión o muriera
por los caminos, no sabíamos si era un desertor, solo era un joven asustado.
Le mantuvimos oculto en la plantación durante dos semanas. Durmió casi
todo el tiempo durante las primeras cuarenta y ocho horas. Cuando despertó
por fin de su letargo, nos habló de algunas de las batallas que había vivido.
–Estaban acorralados, los asediábamos por todas partes. Era una batalla
desigual, el Ejercito de la Unión sufrió terribles pérdidas en inútiles asaltos,
fue una carnicería. Jamás había visto tantos cadáveres…
–Esta guerra se está cobrando demasiadas vidas –suspiró mi padre.
–Por suerte, nosotros nos encontrábamos muy bien atrincherados,
parapetados en las colinas de detrás de la ciudad. Fue una gran victoria,
señor.
–Una guerra entre hermanos no es una victoria para nadie –exclamé
contrariada.
–Tiene razón, señorita Talvot, pero llegados a este punto del conflicto, es
su vida o la nuestra. ¿Comprende?
–Lo comprendo, perdone mi brusquedad, no he debido decir eso –admití
con pesar.
–No se disculpe, señorita. Entiendo su malestar. Esta guerra es dura para
todos. Yo casi pierdo la vida en Virginia el pasado mes de diciembre,
cuando un proyectil se llevó la cabeza de un oriundo soldado de Carolina
del Sur a cuatro yardas de donde yo me hallaba –exclamó.
–Debió ser aterrador –respondió padre.
–Le aseguro que no he pasado tanto miedo en toda mi vida, señor. Los
caballos muertos en las refriegas, se descomponían rápido en la tórrida
atmósfera, y nadie se preocupaba de retirarlos. Los compuestos orgánicos
en descomposición se volatilizaban en el aire, invadiendo nuestros
pulmones con un tufo nauseabundo, una pestilencia insoportable que se
pegaba a la piel y a la ropa. Ese mismo viernes, de madrugada, la ciudad
vivió el caos más absoluto, fue saqueada por las tropas de la Unión.
–¿Dónde ocurrió eso? –pregunté.
–En Fredericksburg, Virginia.
–¡Santo Dios! –añadió padre.
–Casas quemadas hasta los cimientos, muebles tirados por las calles,
pillaje por doquier. Fue una escena dantesca y una vergüenza para el
ejército de la Unión. No hay dinero en el mundo para pagar las penurias que
últimamente hemos tenido que padecer.
–Ni bandera lo suficientemente larga, para cubrir la vergüenza de matarse
entre hermanos ¿no cree? –exclamé.
–No son los militares los que inician las guerras, Alison, sino lo políticos
–padre se quedó mirándome fijamente –continúa hijo.
–A las cinco y media, las tropas federales se retiraban a marchas forzadas
en la batalla de Bull Run, hostigadas en diversos puntos por la caballería de
montura negra de Virginia. El verbo retirarse, no hace justicia a tan
vergonzosa huida en desbandada. Los soldados presas del terror, se
desembarazaban de sus armas y avíos, y en tropel se movían cual rebaño de
ovejas acuciadas por el pánico, escapando sin orden ni concierto.
–Maldita guerra –dije para mis adentros.
–Hombres heridos perecieron bajo las ruedas de los pesados carros, que
huían por los caminos a toda velocidad. Carruajes ligeros en los que
viajaban diputados del Congreso, volcaron o quedaron hechos pedazos en la
horrible confusión del pánico que reinaba.
–Esta guerra es absurda, una auténtica locura –exclamó padre con
preocupación.
–Las fundiciones comienzan a acusar la falta de hierro. A causa del
bloqueo no llega nada, y las minas de Alabama están prácticamente
paradas. Necesitamos sables, bayonetas, pistolas, cañones y otras armas,
necesitamos hebillas y espuelas, es un caos. En Atlanta ya no existen
estatuas de hierro, ni cancelas, ni barandas… todo ha sido llevado a las
fundiciones. Falta armamento, pólvora y alimentos para las tropas.
–¡Qué inteligentes los yanquis! –inquirió padre.
–¡O qué ilusos y necios nosotros! ¿No le parece? –interrumpí con gesto
severo.
–Lo único que sale de los trenes son hombres enfermos, heridos o muertos
–dijo el joven con tristeza.
Aquel horror provocó en mi corazón un pequeño dolor sordo, un dolor
que iba en aumento y que me subía poco a poco hasta instalarse en mi
garganta, donde se me enroscaba haciéndome un nudo y el nudo se
descomponía en lágrimas, me sentí indignada, desesperada, y triste.
–¿Cómo fue que caíste herido? –pregunté.
–Mi pelotón se vio sorprendido por un contingente de la Unión, nos
superaban en número, durante el fuego cruzado caí herido y me golpee la
cabeza al caer de mi caballo, quedando inconsciente, cuando desperté todo
había terminado, la mayoría de los soldados de mi unidad perecieron.
Debieron darme por muerto. Tuve mucha suerte.
–Aquí estarás bien hasta que te recuperes, hijo –dijo padre.
–Les agradezco mucho todo lo que han hecho por mí. Espero poder
devolverles el favor algún día.
–Cualquiera hubiera actuado como nosotros muchacho, esta guerra está
resultando demasiado larga, demasiado dura, tenemos que ayudar como
bien podamos. Ahora descansa un poco, la cena se servirá enseguida. Seria
un honor para mi hija y para mí que nos acompañara a la mesa.
–Así lo haré. Muchas Gracias, señor Talvot.

Madi y Sanyu estaban ultimando los preparativos para la cena cuando baje a
la cocina.
–Mmm huele delicioso… –afirmé con una sonrisa mientras me acercaba a
los fogones.
La cazuela estaba aún sobre el fuego y llena hasta el borde. Era un guiso
con verduras y algo de carne. Pan de maíz recién horneado y un pastel de
manzana completaban el menú. Madi cocinaba como los ángeles, y yo
siempre comía con deleite todo lo que ella preparaba.
–Me muero de hambre. San, pásame una cuchara ¿quieres? –dije
asomándome al guiso que estaba en la lumbre.
–¡Alison Talvot, saca tus manos de mi puchero…! –exclamó Madi.
–Oh vamos, mama Madi… ¡solo quiero probar un poquito!
–Ni lo sueñes… no probarás bocado hasta que todos estéis sentados a la
mesa.
–Es una bruja –le susurré en voz baja a Sanyu haciendo una mueca y
poniendo los ojos en blanco, provocándole una hermosa sonrisa.
–Sanyu –exclamó Madi con voz grave–. No dejes que Alison se acerque a
la cazuela. Voy a colocar la vajilla en la mesa.
–Sí, mama Madi.
En cuanto Madi abandonó la cocina, me acerque por detrás a ella y
tomándola por la cintura la apreté en un abrazo contra mi cuerpo, en un
intento desesperado por sentirla. San tragó saliva cuando sintió la firmeza
de mis pechos rozando su espalda. Llevaba muchos días sin tener la
oportunidad de estar a solas con mi San.
–Te echo de menos –murmuré en su oído con voz ronca.
Envolví su cuerpo deslizando mis manos sobre su abdomen, apretando
mis dedos, intentando sentirla a través de la ropa. Abandoné su oreja para
deslizarme aspirando su cuello y rozándolo sutilmente con mis labios.
–Ali… para…
–No puedo…, te deseo…
Sentí como la respiración de San se agitaba, su pecho subía y bajaba,
ascendí una de mis manos ahuecándola sobre uno de sus senos, al hacerlo
un tenue gemido escapó de su garganta. Se giró con decisión para quedar
frente a mí. Tenía los ojos tan oscurecidos que me era imposible distinguir
el iris de la pupila. Acaricié su barbilla con el pulgar y me separé un poco
de ella para admirarla.
–Nos van a ver –dijo suavemente.
–Nadie nos va a ver. Madi está poniendo la mesa. Estamos solas tú y yo…
anda, no seas mala –volví a acercarme–. Dame un beso.
–¡Alison…! –trataba de huir de mis caricias sonriendo como una niña
pequeña a la que le hacen cosquillas.
–Necesito estar cerca de ti, abrazarte, sentirte... ¿Vendrás esta noche a mi
cuarto?
–No lo sé…
–Por favor, San… me muero por estar contigo a solas, aunque sólo sea un
ratito.
–Es que…
–¿Qué ocurre, cariño? ¿Qué es lo que te preocupa?
–Creo que, Madi, sospecha algo…
–A estas alturas, ya no me importa que se enteren. Ni Madi, ni nadie.
–¿¡Estás loca!? –preguntó sin perder la sonrisa.
–Completamente –contesté muy seria.
Acarició mis labios con sus dedos mientras posaba sus ojos sobre ellos
con una mirada de deseo que me hizo estremecer. Entreabrí los labios para
atrapar sus yemas.
–Estoy ardiendo…
–Lo sé –dijo bajando otra vez la mirada a mi boca.
–Pues deja de mirarme así o te como a besos aquí y ahora –mi corazón
bombeaba con furia la sangre que se arremolinaba por mis venas.
–Eres como una gata juguetona y feroz, que prolonga deliberadamente la
agonía de un pequeño ratón que ha caído entre sus zarpas –murmuró sin
dejar de mirarme.
–Y tú eres el incauto, travieso y diminuto ratoncillo que deja de roer al
sentir mis pasos, y se deja atrapar por su curiosidad inocente.
–Te quiero –dijo.
–Y yo a ti, mi amor –susurre antes de robarle un tímido beso.
El pomo chirrió al girar y la puerta se abrió.
–Alison, tu padre y el joven soldado te esperan en el comedor –la voz de
Madi sonó a nuestras espaldas.
–Gracias Madi, iré enseguida.
Guiñé un ojo a Sanyu y le dije “miau” sin emitir sonido alguno, a lo que
ella sonrió. Me dirigí hasta el comedor, salude, y me senté a la mesa con
una sonrisa absurda dibujada en mi rostro. Mi padre y ese joven estaban
enfrascados en una conversación que ni siquiera era capaz de escuchar. Mi
cabeza estaba muy lejos de allí, estaba sobre su hombro, mirando sus manos
mientras cortaba las verduras, estaba en su sonrisa y en su forma de zafarse
de mis caricias, estaba en la oscuridad de sus ojos, en esa forma suya de
mirarme que me dejaba sin aliento y en la calidez de sus labios. De pronto
mis deseos se convirtieron en realidad y Sanyu entró en el salón con una
bandeja en las manos. La observé en silencio mientras servia la cena,
necesitaba deleitarme con la armonía de su cuerpo, ver su melena negra
flotando hueca sobre sus hombros. Yo no sé qué especie de talismán tenia
Sanyu para absorber mi vida de aquel modo. Mi mundo entero parecía
bullir con ella; San era la única persona en la tierra capaz de detener mi
aliento o de obligarme a respirar. Estaba completamente enamorada de ella.
–¿No estás de acuerdo, Alison? ¡Alison! –dijo mi padre elevando un poco
la voz.
–¿Q… qué?
–¿Dónde demonios estás?
–Discúlpeme padre, estaba distraída.
–Últimamente estas siempre en las nubes, hija. Estoy empezando a
preocuparme.
–Estaba pensando en mis cosas. ¿Qué decía?
–El joven Jackson me hablaba de los planes que tiene cuando finalice esta
guerra. Es un muchacho lleno de sueños, estoy seguro de que le ira bien.
–Claro, padre. Si usted lo dice…
–Me gustaría abrir mi propio negocio –expuso el joven–. Tengo un buen
amigo, Peter, nos gustaría asociarnos y establecernos juntos en Nueva York.
No pude evitar levantar la mirada cuando lo escuché. Había dicho
¿establecerse juntos?, me pareció raro oír hablar así a un hombre. Le
observé con detenimiento. Desde que ese joven había llegado a casa, me
resultó extraño, diferente a otros hombres, su forma de expresarse, de hablar
y de moverse me parecía delicada, sensible. Regresé la mirada al plato y
agité un poco la cabeza tratando de aclarar mis pensamientos.
–¿Está casado, señor Jackson? –preguntó mi padre.
–No, señor.
–En ese caso, estará prometido con alguna hermosa joven ¿me equivoco?
–No, señor Talvot, la verdad es que no estoy prometido.
–Pero a un hombre tan apuesto e inteligente como usted no deben faltarle
candidatas ¿No es cierto?
–¡Padre, por favor! –exclamé al ver al chico un poco nervioso con aquel
tema de conversación.
El joven dirigió su mirada hacia mí y me brindó una bonita sonrisa, como
agradeciendo ser rescatado de ese momento tan embarazoso. Terminamos la
cena en silencio. Mi padre se retiró casi de inmediato para dejarme a solas
con aquel muchacho, en un intento de procurarme compañía masculina. Le
seguí la corriente, en cierto modo, me sentía cómoda ante la presencia de
aquel joven.
–Disculpe a mi padre. En ocasiones es demasiado indiscreto.
–Tranquila, señorita Talvot, a veces se preguntan esas cosas cuando no se
sabe de qué hablar –sonrió.
–O cuando se está obsesionado por encontrar un marido para una hija
rebelde, y sin interés alguno en el matrimonio –los dos nos reímos a
carcajadas.
–En ese caso, mejor que piense que se ha salido con la suya ¿no cree?
–Me parece una gran idea, dejemos que sea feliz por una noche.
Ninguno de los dos le reprochó a mi pobre padre ese acto. Ambos reímos
y conversamos amigablemente. Era un joven inteligente y despierto, tenía el
pelo ensortijado de un bonito tono castaño, sus ojos eran azules y sus labios
no eran ni delgados ni gruesos, sino que estaban en un agradable término
medio.
–¿Le apetece una copa de brandy, señor Jackson?
–Sí, gracias.
Me acerqué hasta el mueble donde se situaban las bebidas, y serví un poco
de nuestro mejor brandy en dos copas. Caminé de nuevo en dirección a la
mesa y entregué una de ellas al joven, que la recibió con una sonrisa.
–Gracias, muy amable.
–No hay de qué. ¡Y dígame! ¿De dónde es, señor Jackson?
–Nací en Greenville, en el Condado de Butler. Alabama.
El joven se recostó un poco sobre la silla. Todo su cuerpo pareció
aflojarse. Acercó el cristal a sus labios y me dedicó una dulce mirada por
encima del borde del mismo, saboreando por unos instantes el licor antes de
tragarlo.
–¿Qué le parece?
–Es fantástico.
–Es el favorito de mi padre, seguro que se sentirá complacido de que lo
compartamos ¡brindo por él! –exclamé alzando mi copa –puede que sea un
poco casamentero, indiscreto y quisquilloso, pero he de reconocer que tiene
un gusto exquisito para el coñac.
–Su padre se preocupa por usted, señorita Alison.
–Lo sé. Solo bromeaba, mi padre es el mejor hombre del mundo.
–Es afortunado al tenerla a usted por hija.
Volví la cabeza un poco para mirar hacia San mientras subía las escaleras.
Observé embelesada su nuca y sus brazos desnudos. Llevaba uno de mis
vestidos, era verde oscuro, con un precioso escote bajo que realzaba a la
perfección el portentoso encanto de sus pechos. La vi subir los peldaños
uno por uno y no dejé de mirarla ni un segundo, hasta que la vi girar por el
pasillo de la izquierda, desapareciendo completamente de mi vista.
–Hay algo que me intriga de usted, señor Jackson –el joven arrugó la
nariz–. ¿Por qué lucha en esta guerra? ¿Por qué se alistó?
El soldado hizo una lenta y honda inspiración expulsando el aire
silenciosamente. Apuró el último trago de su copa y se echó hacia atrás
cruzando las piernas.
–No defiendo la esclavitud, si es eso lo que le preocupa.
–¿Entonces? –cuestioné, entornando los ojos.
–Al principio del conflicto, miles de jóvenes acudieron a la llamada del
Presidente de los Estados Confederados y se alistaron como voluntarios
para participar en las operaciones militares. Unos meses después, y tras
numerosas bajas, se hicieron modificaciones sobre el reclutamiento. El
Congreso Confederado intentaba combatir las pérdidas sufridas en batalla y
todos los hombres de entre veinte, y treinta y cinco años, fuimos reclutados
de forma obligatoria para servir a la causa.
–Lo siento mucho, desconocía ese hecho.
–Tranquila, no importa. No lucho por ideales, ni mucho menos por
expandir la esclavitud. Lucho por sobrevivir…
–Matar o morir ¿no? –afirmé, abatida.
–Por desgracia, así es…
–Perdone mi ignorancia, señor Jackson.
–Lo haré encantado –me dijo con una sonrisa radiante–. Si me sirve otra
copa de este exquisito brandy.
–¡Eso está hecho! –añadí, guiñándole un ojo.
El joven me observó en silencio mientras rellenaba ambas copas.
Brindamos mudamente y bebimos a la vez, paladeando el licor antes de
dejar que el líquido resbalara calentando nuestras gargantas.
–¿Puedo preguntarle algo en confianza, señorita Alison?
–¡Claro! –afirmé.
–No quisiera parecer entrometido, pero, tengo la sensación de que su
corazón ya tiene por quien latir…
–¿Cómo dice? –exclamé sorprendida.
–Esa hermosa esclava, la joven mulata.
–¿San?
–Perdóneme, pero… no he podido evitar darme cuenta de cómo la mira
¿Usted la ama, verdad, Alison?
Me incorporé un poco en mi asiento y mi respiración se aceleró de
repente. Ese hombre acababa de llegar a la plantación, ¿Cómo era posible
que se hubiera dado cuenta? y de ser así, ¿Cuántos mas lo sabrían? Sanyu
me había dicho que Madi sospechaba, pero ¿y mi padre? ¿Y el resto de
esclavos…? Mi cabeza empezó a dar vueltas como las aspas de un molino
que giran agitadas por una tempestad.
–Tranquila, Alison. Su secreto está a salvo conmigo.
–¿Cómo puede decir eso? Apenas me conoce –traté de disimular.
–Créame, lo sé. Sé lo que es fingir y rumiar a solas los conflictos
interiores por no tener a nadie con quien compartirlos. Sé lo que es no poder
pedir ayuda a nadie, no querer decepcionar a tu familia y no tener la
suficiente fortaleza psicológica para aceptar los insultos, las burlas o las
críticas. Sé lo que es la desesperación, creer que tu única oportunidad es
cambiar, casarte y, quizás, tener hijos.
–Insinúa usted que…
–Sí, Alison, yo también soy como usted… estoy enamorado, pero no de
una mujer, como debería ser… por eso me he dado cuenta, por eso la
entiendo, y por eso necesitaba decirle que no está sola. Hay muchas otras
personas como nosotros, personas sensibles que con un simple cruce de
miradas, son capaces de ver mas allá de lo que expresan nuestros ojos.
Como si fueran capaces de penetrar en nuestras almas.
–San es el amor de mi vida.
–Me he dado cuenta… –sonrió.
–Me da un poco de vergüenza, hasta ahora no he sido consciente de que
mis sentimientos fueran tan evidentes –mis mejillas se sonrojaron, un poco
por el coñac, pero sobre todo por mi propia confesión.
–No lo son ¡créame!, solo yo me he dado cuenta. Su amor por esa joven y
el mío por Peter es algo que nos une.
–Da un poco de miedo ir en contra de todo lo establecido, pero no pienso
renunciar a mi felicidad por nada del mundo –afirmé con determinación –y
mi felicidad está junto a ella.
–Escúcheme…, cuando acabe esta maldita guerra, quiero unirme a Peter,
lo amo y mi único deseo es estar con él. Abriremos nuestro propio negocio,
ese es nuestro sueño…
–Es un bonito sueño.
–Cualquier cosa que necesite, no dude en pedírmela. Mi familia está bien
situada. Le devolveré el favor que me ha hecho usted cuidando de mi todo
este tiempo… No está sola, Alison. Ahora tiene usted un amigo en quien
puede confiar.
–Muchísimas gracias, señor Jackson.
–Por favor, llámame Ben.
–Me alegro de haber tenido esta conversación, Ben.
–Yo también, Alison. Tu padre y tú sois muy buenas personas, me habéis
acogido en vuestra casa como si de un hijo se tratara, debería haber más
personas como vosotros, el mundo sería un lugar mejor.
–¡Exagerado! –afirmé con una enorme sonrisa.
–Muchísimas gracias, de verdad.
–Vamos, Ben. No ha sido nada, estoy convencida de que cualquiera en
nuestro lugar habría hecho lo mismo.
–Buena, hermosa y además humilde. Sin duda creo que debería pedir tu
mano al señor Talvot –sonrió enigmáticamente.
–Créeme, lo harías el hombre más feliz de Carolina del Sur.
–No entiendo como no hay un centenar de jóvenes haciendo cola a tu
puerta para cortejarte. Tienes los ojos más bonitos que he visto en mi vida.
–Gracias. Eres muy amable.
Ben contuvo el aliento por un segundo antes de hablar:
–Tus ojos son grandes y luminosos, me recuerdan al color verde del mar.
No me extraña que esa joven se haya quedado prendada. Mirarse en ellos
debe ser como someterse a las profundidades marinas.
–Gracias. Los heredé de mi madre –exclamé, llena de orgullo.
–Debió ser una mujer muy hermosa, sin duda.
–Lo fue, murió hace ya mucho tiempo. Yo tenía nueve años.
–Lo siento. Perder una madre siempre es difícil, pero hacerlo cuando se es
aún tan niña debió ser un duro golpe.
–Afortunadamente mi padre ha desempeñado ambos papeles a la
perfección, fue difícil en su momento, pero así es la vida ¿no?

La tertulia se prolongó hasta bien entrada la noche. El hecho de que Ben me


hubiera revelado un secreto igual al mío fue un gran alivio para mí. Después
de todo, ahora sabía que no estaba sola, que podría contar con alguien más.
Agradecí su comprensión y su sinceridad.
Nos despedimos y subí hasta mi alcoba, cuando abrí la puerta, San estaba
completamente dormida sobre mi cama, su respiración era lenta, pausada, y
profunda. Había tardado demasiado tiempo en subir y la pobre había caído
rendida. Me senté con cuidado en el borde de la mullida cama, y la miré
unos minutos sin hacer el menor ruido, merecía la pena mirarla ¡estaba tan
hermosa cuando dormía!, me quedé embelesada observándola. Yacía de
lado, descalza, lo que me permitía contemplar la sutileza de sus piernas, que
parecían estar colocadas para ser contempladas. Eran visibles hasta la
rodilla y una de ellas, bastante más arriba. La piel de sus rodillas era
brillante y tenían hoyuelos. Sus pantorrillas eran magnificas y sus tobillos
largos, esbeltos, y hermosos con líneas melódicas suficientes para inspirar
un sugestivo poema.
Su cabeza reposaba de lado sobre la almohada. Durante cinco minutos
permanecí así, admirando su sueño en silencio absoluto, completamente
dominada por su serena y soberana belleza. Finalmente me acerqué y me
acurruqué a su lado, abrazándola con todas mis fuerzas con el corazón
lleno, y con una sensación de paz indescriptible.
Sanyu abrió los ojos y buscó mis labios. Nos besamos despacio, fue un
derroche de ternura. No era necesario hablar, solo sentirnos, sabiendo que
estábamos ahí la una para la otra, y así abrazadas y haciendo un nudo con
nuestros cuerpos nos quedamos dormidas.

Una semana después, con sus heridas completamente sanadas y el ánimo


elevado, Ben se despedía de nosotros dispuesto a reunirse con el resto de su
ejército. Se mantenía militarmente erguido. Estaba muy guapo con su
uniforme gris, levita con doble botonadura adornada con cuello amarillo,
fajín rojo, filigranas doradas en las bocamangas, y gorra a juego con dos
rifles de latón cruzados en la parte frontal. Estrechó la mano de mi padre,
agradeciendo su hospitalidad y se giró hacia mí para darme un caluroso
abrazo.
–¿Tendrás cuidado, soldado? –le guiñé un ojo.
–Lo tendré, descuida.
–Me alegro mucho de haberte conocido, Ben.
–Yo también a ti, Alison. –dijo mientras subía a su montura.
–Espero que volvamos a vernos.
–Puedes estar segura.
Su precioso caballo castaño de crines claras movió la cabeza en mi
dirección, la bajó tres veces y luego resopló. Lo sujeté por el bocado y miré
su ojo negro.
–Te escribiré, te lo prometo.
–Me sentiré feliz de tener noticias tuyas, Ben.
–Buena suerte, hijo –dijo padre.
–Gracias por todo, señor Talvot, cuídense…
Nos sonreímos una vez más y después de darle una palmada a la grupa de
su caballo, le vi alejarse.
CAPÍTULO 18

E stuve fuera varios días, viajé hasta Charleston para reunirme con el
dueño de una plantación de arroz en Berkeley. Padre insistió en que
Samuel y Barack me acompañaran, y por supuesto me llevé a Sanyu
conmigo. La carreta estaba llena de caña de azúcar de nuestra última
cosecha, no podíamos exportar a Europa, por lo que no era extraño usar el
trueque para sobrevivir mientras duraba la guerra. Regresamos a casa con
varios sacos de arroz y semillas para nuestro huerto, compré más gallinas y
un ternero. Al salir de la ciudad la gente estaba alborotada, el barullo que
nos rodeaba iba en aumento. Un grupo de personas se agolpaba tratando de
leer una noticia. En medio de la confusión, comencé a escuchar abucheos e
insultos.
–¿Que ocurre, Alison?
–No estoy segura. ¡Esperad aquí! –dije, bajando de la carreta.
–¡Eh, Chico! –murmuré a un joven que vendía periódicos en plena calle –
¿Qué está pasando?
–Es la ley de Emancipación, señora.
–Dame uno de esos ejemplares.
En la primera plana aparecía la noticia del documento que el Presidente
Lincoln había firmado esa misma semana, y que ponía fin a aquella
existencia insoportable cambiando el estatus legal de más de 3,5 millones
de afroamericanos esclavizados. Sentí una felicidad inigualable que sin
duda se veía reflejada en mi rostro.
Levanté la vista, y Sanyu me sonrió como si me estuviera leyendo la
mente, daba la impresión de que le apremiaba saber lo que estaba
ocurriendo. Tropezando entre la muchedumbre me dirigí a la carreta y
azucé los caballos.
–Ha pasado algo importante, ¿verdad?
–Así es, San… es algo increíble.
–¿De qué se trata?
–Lo sabrás cuando lleguemos.
A lo lejos quedaba el revuelo, los murmullos y exclamaciones. Las voces
se perdían en aquel caos helado. Era una terrible información para la
mayoría de los blancos, pero una maravillosa noticia para mí. Aquella ley
sin duda marcaría el fin de una etapa. En aquel momento, mi única obsesión
era llegar cuanto antes a casa. El viaje de regreso transcurrió sin problemas.
Al llegar, Barack y Samuel se ocuparon de descargar la carreta. Bajé y tomé
a Sanyu de la mano para ayudarla a apearse.
–Salomón, reúne a todos en la puerta, que vengan hombres, mujeres y
niños… quiero anunciaros algo.
–Sí, señora.
Entré a toda prisa en el despacho, padre estaba sentado revisando unos
papeles, en cuanto entré por la puerta, me miró por encima de sus gafas de
lectura.
–Hola hija. Me alegro de que hayas llegado ¿Qué tal el viaje? ¿Algún
problema?
–Todo muy bien, padre. Le hacía descansando… ¿Qué hace levantado?
–Tengo trabajo retrasado, cielo.
Me acerqué para darle un beso y noté su frente algo caliente.
–Creo que vuelve a tener un poco de fiebre.
–No puedo estar todo el día sin hacer nada, hija mía, mientras mi cuerpo
me lo permita me ocuparé de la plantación como he hecho hasta ahora. No
te preocupes, estoy bien.
Su ya arraigada y profunda tos provocada por la necesidad de respirar
volvió a hacer acto de presencia con punzadas vagas a través del pecho.
–Vamos padre, respire con calma… ¿quiere un poco de agua?
–No es necesario, se me pasará enseguida. Y dime ¿cómo te ha ido?
–Bien, hemos traído varios sacos de arroz, un ternero, gallinas y semillas
para el huerto. Ha sido un viaje largo, pero provechoso.
–Me alegro mucho.
–Padre –dudé antes de hablar.
–Dime, tesoro.
–Traigo noticias. Ha ocurrido algo importante.
–Lo sé, hija, he leído la prensa esta mañana –exclamó, quitándose las
gafas y poniéndolas sobre la mesa, para después frotarse enérgicamente el
entrecejo.
–Entonces, ya está al corriente…
–Así es…
–Lincoln ha proclamado la Ley de emancipación –dije muy seria.
Su expresión cambió de repente, lo miré en silencio y me devolvió a su
vez una mirada con un gesto desdeñoso.
–Ese hombre es muy listo, aprovecha la esclavitud en su propio beneficio
–se recostó sobre el respaldo de su asiento.
–¡No diga tonterías!
–¿¡Tonterías!? ¿Entonces, como explicas que la emancipación solo afecte
a los estados esclavistas rebeldes?
–Pues no lo sé, padre. No lo había pensado.
–Su objetivo es debilitar económica y políticamente a los separatistas,
Alison.
–Yo creo que es un hombre valiente e inteligente.
–¡Nos está condenando a la ruina! –aquella frase brotó de sus labios como
la lava de un volcán.
–Sin embargo, yo creo que Lincoln pasará a la historia de este país como
el mejor presidente de los Estados Unidos. No importan las razones reales,
la esclavitud es una aberración y debe ser erradicada.
–Lincoln es un supremacista blanco –exclamó exasperado–. Como tantos
otros, ha otorgado a los negros la igualdad política, pero nunca ha hablado
de igualdad social ¿no te das cuenta? Su razonamiento no es moral, Alison,
sino económico y, sobre todo, político. Incluso me atrevería a afirmar que
hay un trasfondo bélico en todo esto.
–¿Insinúa que la emancipación no es más que otra estrategia de guerra? –
cuestioné.
–En mi opinión, sí.
–¿Y se puede saber en qué se basa para afirmar tal cosa?
–Dar la libertad a los esclavos le beneficia ¿no lo ves? La Unión ha
sufrido grandes derrotas con miles de soldados caídos. Su idea es convencer
a los esclavos de que su futuro, su libertad, se juega en este conflicto. Serán
muchos los hombres negros que se alcen armados como soldados contra
nosotros, hija.
–El ejército de la liberación –murmuré.
–¿Cómo dices?
–Nada, padre, es solo que… Si el mundo estuviera gobernado por
mujeres, sería un lugar muy distinto. Los hombres son demasiado
presuntuosos, demasiado vanidosos, siempre queriendo ser los amos de
todo cuanto les rodea, provocando guerras, sometiendo a pueblos… es
lamentable.
Sus carcajadas resonaron en las paredes del despacho.
–No me hagas reír, Alison –se burló. Terminó de llenar su pipa y la
encendió.
–Tengo razón, y lo sabe –contemplé el humo por un momento–. No
debería fumar, padre, el doctor Stewart lo desaconsejó explícitamente.
–Lo sé –dijo mientras daba otra calada.
Me quedé de pie junto a la ventana del despacho mirando al exterior. El
hermoso sol del invierno enviaba sus rayos a la cabeza inclinada y canosa
del viejo Arthur y calentaba la nuca de la pequeña Alison que jugaba entre
sus brazos. Sonreí al contemplarlos…
–¿En qué piensas, hija?
–Voy a comunicar a todos la nueva Ley.
–Pero… ¡se marcharán!
–Probablemente.
–¿Qué haremos entonces?
–Ofreceré un salario a los que decidan quedarse, pero si yo estuviera en su
pellejo, me marcharía sin dudar.
–Que Dios nos asista, hija.
Nuestra conversación se vio interrumpida en un par de ocasiones a causa
de su desigual respiración por los estertores propios de una tos cavernosa.
–Alégrese por ellos, padre ¡hágalo por mí! –le rogué.
–¿¡Alegrarme!? ¿Cómo demonios piensas que vamos a llevar la
plantación si se van?
–Contrataremos hombres, ganaremos un poco menos, pero saldremos
adelante. Podemos vender algunos acres, ya pensaremos en algo. No se
preocupe antes de tiempo.
–Esto es un completo desastre –dijo, negando con la cabeza.
–Tengo que ir a darles la noticia.
–Hazlo. No podemos retenerlos –claudicó.
–Y ahora, deje de hacerse el fuerte y suba a descansar, tiene un poco de
fiebre, y no me gusta nada esa insistente tos, no quiero que empeore, ahora
que parece un poco más recuperado.
–De acuerdo, cielo. Voy a terminar de revisar unos documentos y me
acostaré un rato. Te veré más tarde.
–Le quiero, padre.
–Y yo a ti, hija mía.
Nos quedamos mirándonos. Padre intentó mantener en su rostro una
sonrisa, pero estaba demasiado preocupado, y aunque trataba de
disimularlo, la sonrisa se borraba poco a poco de su rostro, como el agua
desaparece en la tierra.
Salí del despacho, no podía disimular la felicidad que invadía todo mi ser,
padre estaba inquieto por la nueva situación, pero para mí todo comenzaba
a encajar. Me dirigí a la cocina, Sanyu estaba sentada junto al fuego,
hablando con Madi.
–San, ¡ven conmigo!
–¿Adónde?
–Quiero decirte algo…
Subí las escaleras hasta mi habitación con Sanyu cogida de mi mano.
Estaba feliz por la noticia, pero al mismo tiempo, estaba nerviosa. Había
estado esperando algo así desde hacía mucho tiempo. Entramos en mi
cuarto, cerré la puerta y la estreché con fuerza contra mi pecho.
–Mi amor…
–¿Qué pasa, Alison? ¡Me estás asustando!
–San, desde hoy eres una mujer libre.
–¿Qué quieres decir?
–Se ha declarado la libertad a todos los esclavos. El Gobierno de los
Estados Unidos lo ha anunciado hoy.
–No entiendo.
–¡Eres libre, San! ¡Libre para hacer cualquier cosa que desees!
Sanyu se acercó hasta la cama con una expresión desconcertante.
–¿Qué ocurre, amor? ¿No estás contenta?
–Sí, por supuesto que sí, es sólo que… no sé que debo hacer ahora.
–Eres libre, San –comencé a reír–. ¡Libre!
–Libre… –repitió incrédula.
Nos cogimos de las manos y comenzamos a dar vueltas en círculo tan
rápido que perdimos el equilibrio y caímos a los pies de la cama
completamente felices. Nos abrazamos sin dejar de sonreírnos hasta que la
habitación dejó de girar a nuestro alrededor.
–Es maravilloso, aunque lo cierto es que soy libre desde que te conocí,
creaste en mí una nueva forma de sonreír, hiciste que mi rostro empezara a
brillar, y me mostraste esa luz que hay en tus ojos tan hermosa y atractiva.
Me brindaste una libertad sin condiciones, Ali.
–Eres el amor de mi vida, San.
–Te quiero –susurró.
–Y yo a ti –la besé.
–¿Y qué haremos ahora? –preguntó, llena de entusiasmo.
–¿Qué te gustaría hacer?
–Quiero seguir a tu lado, Ali. Mi libertad empezó el día que te conocí ¿lo
sabes verdad?
–Amor mío… –volví a besarla una vez más –¡Estoy tan feliz por ti…!
¡Por todos vosotros!
–Eres un ángel del cielo, Alison –su mirada brillo de la emoción.
–¡Rápido! ¡Acompáñame abajo!, no puedo esperar para decírselo a todos.
Bajamos los peldaños de las escaleras de tres en tres cogidas de la mano.
Madi nos observó desde la puerta de la cocina con sorpresa, mientras
secaba sus manos con el delantal que la cubría.
–¡Mamá Madi, ven! –grité –tienes que escuchar esto.
Todos estaban esperando con caras de preocupación, no podían ni
imaginar que sus vidas estaban a punto de cambiar para siempre. Al salir los
miré durante unos segundos. Pasé mis ojos de unos a otros con alegría.
Todos estaban allí, Salomón, y su esposa Emily, sus dos hijos, Sam, el
mayor, Lucke, el mediano, y la pequeña Alison que ya tenía tres años. El
viejo Arthur y su esposa Milly. Samuel, Connor, el joven Albert. Bryan y su
esposa Mildred, Benjamín, Barack, y todos los demás… Sanyu y Madi se
quedaron unos pasos por detrás y comencé a hablar:
–Buenas tardes a todos. Quiero anunciaros algo muy importante. Desde
esta misma mañana, primer día de enero en el año de Nuestro Señor de
1863, toda persona retenida como esclavo, dentro de cualquier territorio
perteneciente a aquellos estados alzados en rebelión contra los Estados
Unidos, quedarán desde este momento y para siempre en libertad. El
gobierno ejecutivo de los Estados Unidos, autoridades militares y navales,
reconocerán y defenderán la libertad de dichas personas.
Se hizo un murmullo de voces arremolinadas que se alzó en el silencio,
como el sonido de un enjambre de abejas acercándose. Alcé las manos para
acallarlos y continuar hablando.
–Como bien sabemos…, Carolina del Sur pertenece a uno de esos estados
considerados separatistas, por lo que, desde este momento, todos y cada uno
de vosotros sois libres para marchar de estas tierras o para quedaros si ese
es vuestro deseo. Para los que decidáis marcharos, solo puedo desearos
suerte y para los que quieran quedarse aquí, negociaremos un salario digno
por vuestro trabajo, pero decidáis lo que decidáis, quiero ofreceros todo mi
apoyo y mi cariño. Antes de marcharos, os proporcionaremos algunas
raciones de comida para el camino y una pequeña cantidad de dinero en
efectivo, es lo mínimo que puedo hacer por vosotros. Que Dios os bendiga
y os proteja. Muchas gracias a todos.
Algunos sonreían con alegría, otros se abrazaban entre lágrimas o se
miraban entre sí incrédulos, pero en la mayoría de ellos se podía leer una
felicidad difícilmente expresable con palabras.
–Sois libres, podéis marchar cuando queráis, podéis llevar con vosotros
todo cuanto necesitéis de vuestras cabañas, todo lo que hay en ellas es
vuestro.
–¿Y adónde debemos dirigirnos ahora, señorita Alison?
–Mi recomendación es que dejéis el Sur lo antes posible, lo mejor es
dirigirse hacia el Norte, Iowa, Illinois, Ohio, Pensilvania… cualquier lugar
es mejor que éste.
De pronto Connor corrió hacia mí y sus brazos me rodearon con tanta
fuerza que casi me impedía respirar…
No me moví, permanecí allí abrazándolo hasta que el chico se retiró para
mirarme.
–¿Y qué hago yo, ama Talvot? ¿Adónde debo ir yo?
Sus palabras me llegaron al alma de tal modo, que mis ojos se
humedecieron repentinamente, obligándome a pestañear varias veces para
evitar las lágrimas. Le agarré por los hombros y le miré a los ojos.
–Si tú quieres Connor, sería muy feliz de que te quedaras con nosotras.
Conmigo y con San. Nosotras cuidaremos de ti.
–Si quieres puedes venir conmigo, Connor –dijo Barack, mirando hacia
nosotros.
Connor se encogió de hombros.
–Eso parece razonable ¿te gustaría ir con él? –sus ojos brillaron y asintió
enérgicamente con la cabeza.
–Bien –apreté ligeramente mis manos que aún permanecían sobre sus
hombros.
–¿Seguirá entrenando a Bella para que traiga el palo? –sonrió.
–Por supuesto que sí. Y cada vez que lo haga, pensaré en ti.
–Gracias por todo, ama Talvot –volvió a abrazarme.
–Cuídate mucho, Connor. Haz caso a Barack y no te separes de su lado
¿de acuerdo?
–No lo haré, señorita.
Poco a poco, todos se fueron retirando hacia sus respectivas cabañas para
ir recogiendo sus cosas y prepararse para tan largo viaje. Me quedé
observándolos en silencio durante unos minutos. San avanzó hacia mí y
entrelazó sus dedos con los míos, mientras Madi observaba aquel gesto sin
pronunciar palabra.
Mis sentimientos chocaban entre sí, ¿era posible sentirse feliz y triste al
mismo tiempo? A pesar de que se había cumplido uno de mis sueños más
inalcanzables, uno que jamás creí posible, una especie de melancolía
invadió mi corazón y lloré al darme cuenta de que probablemente no
volvería a ver a ninguno de ellos jamás.
CAPÍTULO 19

T ras la ley de emancipación, los esclavos habían abandonado nuestras


tierras, me dio mucha pena verlos marchar, la mayoría llevaban toda la
vida con nosotros. Durante los primeros días me costó habituarme a aquel
silencio tan profundo que reinaba a nuestro alrededor. Era un silencio
solemne y letal, semejante al acecho de las bestias en la oscuridad. Me
encontraba extraña al ver la plantación tan vacía. Ya no se escuchaban
canciones, no se oían rumores, ni los niños corrían jugando de un lado a
otro, solo había una quietud eterna. Pero aun así, me sentía feliz por ellos,
aquel era para mí un sueño hecho realidad. Madi y Sanyu fueron las únicas
que se quedaron conmigo y con padre, que aún seguía enfermo y debilitado.
Tuvimos que repartirnos las tareas, era imposible hacernos cargo de las
tierras nosotras solas, pero, por suerte, nos había dado tiempo a recolectar la
mayor parte de los cultivos antes de que los hombres se marcharan,
almacenándolos en el granero. San y yo nos dedicamos por entero al huerto,
mientras Madi se ocupaba de las gallinas, el ternero y tres cerdos. Al
menos, habíamos conseguido almacenar alimentos suficientes para subsistir
durante un tiempo.
Esa noche las dos estábamos en mi dormitorio, sentadas junto al fuego, la
jornada había sido larga y agotadora. Yo leía una novela de amor, Jane Eyre
de Charlotte Brontë, mientras ella me miraba ensimismada. El reflejo de las
llamas confería a su rostro tal belleza que cada poco tiempo, abandonaba la
lectura para mirar la hermosura de sus facciones. Estaba completamente
enamorada de esa mujer, y ella de mí… a veces, por las noches, cuando
disfrutábamos de esa soledad, parecía que estábamos solas en el universo,
como si la guerra no existiera.
Para nosotras, el amor era mirar al cielo al mismo tiempo en el que
aprietas la mano de la persona a la que amas.
–Me encanta esta historia, pero dime ¿acabarán juntos?
–No puedo revelarte el final, mi amor. Tendrás que esperar a que termine
de leerlo, no tendría gracia de otro modo ¿no te parece?
–No, por favor ¡No puedo esperar!
–¿Quieres que continúe leyendo un poco más?
–Me encantaría…, pero eso… –se levantó dirigiéndose hacia mí–. Me
restaría tiempo para estar contigo de otra manera.
Cuando se arrodilló frente a mí, encontré el resplandor de las llamas
bailando fulgurantes en sus pupilas y sus mejillas encendidas por el efecto
del calor.
–¿De qué manera? –pregunté acercándome a sus labios.
Y con una mirada ardiente afirmó–. ¡De ésta!
Acercó su boca a la mía con rapidez y me dio un beso tan apasionado que
me dejó literalmente sin aliento. El aire desapareció de repente, sus manos
avanzaron por encima de mi ropa y me rodeó por la cintura, ansiosa. Su
aliento me quemaba la piel. Cuando abandonó mis labios y comenzó a
descender hasta mi cuello, exhalé un gemido y enredé mis dedos en la
oscuridad de su pelo, para evitar que sus labios se separaran de mí…
–Me moría de ganas de sentirte así –dijo visiblemente excitada.
–Yo también.
Volví a acercarme despacio a sus labios y bebí de ellos, éramos como
manantial y desierto. El sabor de sus besos era dulce y penetrante. San
respondió con rapidez y sus manos recorrieron mis muslos, antes de
alcanzar mi cuerpo. Sus dedos se ciñeron a mi piel con la intensidad justa,
provocándome pequeños escalofríos de anticipación. Tiró de mí y en un par
de zancadas cruzó la habitación, dejándome caer en la cama y
despojándome de mi ropa con movimientos decididos y cargados de
premura. Gimió tan pronto tuvo mi sexo al descubierto, ardiente y ávido de
ella.
Fue un encuentro rápido y urgente. San terminó sudorosa y exhausta, se
dejó caer sobre mí, jadeando sobre mis labios entreabiertos, anhelantes y
sorprendidos por su inesperada necesidad. Volvió a moverse, a danzar sobre
mi cuerpo, de un modo más tierno y suave, sin darse tiempo a descansar y
nos amamos de nuevo, envueltas en un sudor tibio y maravilloso,
consecuencia del placer que sentíamos.
Sus labios abrasadores, grandes pecadores sin saberlo, contrastaban con la
serenidad y la pureza de su alma. Era una criatura increíble, tierna, dulce,
apasionada e inteligente, y desde el mismo día en que llegó, anidó en mi
corazón, cambió mi mundo y mi forma de mirarlo.
Me encontraba cada vez más feliz y conmovida al ser consciente del amor
que experimentábamos, que se hacía cada vez más grande, al comprender
que no hay sexo, etnia, color o razón, que impida que un cuerpo flote con
una mirada de amor. Que lo más bonito para nosotras era entendernos con el
corazón y con la piel.
–San…, mi amor –la abracé con desesperación–. Te quiero tanto, nunca
dejaré de quererte –le prometí.
Jamás pronuncié un “nunca” más sincero que aquel… La abracé fuerte y
alcé la vista mirando el techo, era tan alto que hubiera permitido la
colocación de otro piso, sin alterar las normas establecidas por el
reglamento de la construcción.
Nos quedamos así, abrazadas en silencio por un tiempo indeterminado,
hasta que algo inesperado interrumpió súbitamente nuestro idilio.
El sonido de los cascos de más de media docena de caballos resonó
mientras se aproximaban a la casa, amparados en la oscuridad de la noche.
Me incorporé sobre la cama con gesto de preocupación. Bella levantó la
cabeza instintivamente unos segundos antes de que yo pudiera escucharlos.
–¿Ocurre algo? –preguntó confusa.
–¡Jinetes!
Me cubrí el cuerpo con la colcha y me acerqué sigilosa a la ventana para
echar un vistazo, desde mi posición en el piso de arriba, tenía a la vista el
acceso principal y la entrada a la plantación. Un grupo de soldados norteños
se acercaba. Uno de ellos, el que parecía de mayor rango, comenzó a dar
instrucciones a los demás…
–¡Escuadrón! ¡Alto! ¡Cabo, distribuya a los hombres! ¡Qué rodeen la
casa!
–¡Oh, no! –exclamé.
–¡Ali…! –dijo asustada.
–Mi amor ¡escóndete! –dije mientras me vestía de nuevo a toda prisa–. No
salgas de esta habitación hasta que vuelva a buscarte, pase lo que pase, ¿de
acuerdo?
–¡De acuerdo!
Me calcé las botas y me coloqué el cinto a toda prisa, saqué mi revolver y
comprobé que había balas en tambor.
–¡Ali! –gritó.
Me giré al escucharla.
–¡Ten cuidado!
–¡Escóndete! ¡Volveré a buscarte!
Salí del dormitorio y bajé las escaleras lo más rápido que pude.
–¡Sargento! ¡Prepare las antorchas!
–¿Señor, qué está ocurriendo aquí? –dije dirigiéndome al soldado que
daba las órdenes.
El oficial levantó su mano y la llevó hasta su frente haciendo un saludo
militar.
–¡Mayor Turner, señora, del cuerpo de caballería de Kill Patrick! Ojalá
pudiéramos salvar su casa, pero debo cumplir órdenes.
–¿Qué quiere decir?
–¡Haga salir a todo el mundo!
–Por favor, Mayor. Mi padre no se encuentra en condiciones, está enfermo
en cama, ¡no pueden hacer eso!
–Es una guerra dura para todo el mundo, señora.
–Nosotros no participamos en esta guerra, oficial, solo intentamos
sobrevivir.
–Señora, créame que lo siento, pero cumplo órdenes.
Miré a los ojos de ese hombre con tanta frialdad como pude.
–Esta casa es todo lo que tenemos, Mayor. ¡No nos iremos!
De pronto la voz de mi padre sonó a mis espaldas.
–¡Ya ha oído a mi hija, oficial! ¡No nos iremos! –tosió profusamente
mientras se sostenía a duras penas con ayuda de un bastón.
–¡Padre! Por favor, entre en casa, no debe levantarse ya sabe lo que dijo el
doctor.
–¡Sargento! ¡Sáquelos del porche!
–¡Ni se le ocurra tocarme! Tendrá que quemar la casa conmigo dentro,
señor –exclamé, sacando mi arma.
–¡No! –gritó padre, agarrando mi brazo–. Tranquilízate, hija, te lo suplico.
–¡Baje el arma, señora! –ordenó con gesto duro–. Hágale caso a su padre,
guarde ese revólver.
–Déjenos en paz, Mayor –bramé, clavando mis ojos en él–. O le juro que
vaciaré mi cargador contra usted, o contra el primero de sus hombres que se
atreva a poner un pie en esta casa.
El oficial me examinó silenciosamente, después miró a sus hombres y
todos rompieron en una carcajada.
–Le aseguro que desearía tener un dólar por cada vez que me han dicho
eso. ¡No es gracioso, muchachos! –los soldados volvieron a reír con
despreocupación.
–No tengo intención de ser graciosa, Mayor –contesté–. Hablo en serio,
por favor márchense.
Tras lo que me parecieron unos segundos interminables, en los que ese
hombre parecía estar debatiendo qué hacer con nosotros, volví a sentir la
horrible sensación de no poder controlar la situación. Intenté mantenerme
firme y que no se percatara de mi miedo.
Se hizo un silencio sepulcral durante unos segundos. Bajé un poco mi
arma y el oficial me miró antes de hablar.
–¡Sargento! ¡Reúna a los hombres! ¡Nos vamos!
–Gracias, es usted un buen hombre –exclamó mi padre.
–Su hija es una mujer muy obstinada, señor…
–Talvot, John Talvot.
–Tiene usted suerte de tenerla a su lado, señor Talvot, es muy valiente hay
pocas mujeres como ella.
–Se lo agradezco de veras, Mayor –contestó.
–Deberían marcharse de aquí, otro pelotón volverá y estoy seguro de que
no será tan condescendiente.
–Gracias, Mayor –respondí.
Acarició levemente su sombrero y salieron de la plantación. Me sentí
aliviada, habíamos ganado algo de tiempo, pero la situación era cada vez
más difícil para todos.
–Tesoro –dijo padre–. Lo que has hecho esta noche, es un valeroso gesto,
pero vivir en tiempos de guerra es difícil y peligroso, no quiero que vuelvas
a hacer algo así, ¿me oyes?
–¡Pero, padre! Ellos iban a…
–Por favor, Alison –me interrumpió –no quiero que te ocurra nada malo.
–Tengo que cuidar de nuestros intereses, de todos nosotros y de usted,
padre.
–Lo sé, hija mía. Eres una mujer muy fuerte, pero debes actuar de manera
inteligente, y enfrentarte a un grupo de soldados enemigos no lo es…
–Lo que usted diga.
–Acompáñame a mi habitación, por favor, me siento mal.
Ayudé a padre a volver de nuevo hasta su habitación. Me pareció que
hasta su forma de caminar era otra, se movía con esfuerzo, como si
intentara abrirse paso a través de un bosque enmarañado.
Al llegar, le faltaba el aliento. Le ayudé a acostarse y conseguí que tomara
un sorbo de su medicina, exhausto por el esfuerzo.
Con los ojos aún cerrados, padre me habló suavemente, con frases cortas
y rápidas.
–Si me ocurriera algo…
–Por favor, no diga eso, se lo suplico –dije agarrando su mano.
–Ve a casa del reverendo Baxter, él se encargará de todo, Alison.
–Padre…, se pondrá bien, ¡ya lo verá!, yo cuidaré de usted, solo tiene que
descansar un poco más…
Sus párpados temblaron ante el esfuerzo que le supuso hablar.
–Después tendrás que ir a buscar al doctor Stewart ¿lo entiendes?
–Sí, padre, lo entiendo. Por favor, no hable, intente descansar un poco ¿de
acuerdo?
–Buenas noches, hija mía.
–Que Dios le bendiga, buenas noches.
Estaba tan débil y enfermo que tan solo unas semanas después, apenas salía
de su alcoba, la enfermedad roía sus entrañas, aniquilando mis esperanzas.
Sus pulmones se vieron subyugados por un mal desconocido e incurable
que tomaba el control de su cuerpo día tras día, y que había que domar con
continuas inyecciones de morfina para que aquella tortura no lo hiciera
desfallecer ni rugir de dolor con sus crueles arañazos.
Ya no solía cuestionar mis ideas, mis rebeldías o mis comentarios sobre
los acontecimientos. Nunca preguntaba. De vez en cuando lanzaba ideas
inconcretas, vaguedades que en vano pretendían convencerme: “Hay que
perdonar”, o bien “La mayor parte de los conflictos nos los creamos
nosotros mismos”. Razones que parecían sentencias y que él aprovechaba
para colar intrusamente en algunas de nuestras conversaciones.
CAPÍTULO 20

A quella noche, padre comenzó a sentir grandes angustias y fatigas en el


estómago. Levanté la vista y me fijé en sus ojos, me estaba mirando
desde la cama. Era como si estuviera tratando de decirme algo sin palabras.
Sufría, sin embargo, no lo demostraba, aquel disimulo era su heroísmo.
Cené en su dormitorio, sentada junto a él. Llevaba muchos días sin
separarme de su lado. Para mí, fue una cena expectante, inquieta, triste y sin
excesiva conversación. Me aproximé al ventanal para abrir los cristales, la
noche era especialmente calurosa. En el exterior la cosa no era diferente y
por desgracia no corría ni un soplo de aire fresco. Únicamente se percibía
un aroma denso que se apelmazaba en los pulmones y cosquilleaba los ojos.
Padre estaba cansado, pálido y, sobre todo, apático. Su aspecto estaba
cada vez mas deteriorado. Sus síntomas no solo se habían agravado, sino
que otros nuevos se sumaban atenazando su ya delicada salud. Cansancio
muscular, dolor en el pecho, dificultad para respirar, tos intensa, fiebre, y
pérdida tanto de apetito como de peso.
Amaba a mi padre con todo mi corazón, y verlo tan débil me asustaba.
Llevaba meses enfermo, demasiados. Estaba segura de que no se
recuperaría, y de que aquella horrible pesadilla que me asaltó mucho tiempo
atrás, era ya una dolorosa realidad. Aprendí a leer su mirada, apenas a
observar su respiración, escudriñando cada gesto por si hallaba algo que no
quisiera decirme, porque no había llegado el momento. Sin darme cuenta,
mi esperanza de robarle horas, minutos y segundos a su enfermedad se
desvanecía.
Así llegaron los mareos, las caídas, las ausencias, los temblores, los
delirios… y dos semanas después comenzó un proceso degenerativo,
doloroso y cruel con mi padre y conmigo. Lo que me hizo darme cuenta de
que la etapa final estaba próxima.
No era consciente, pero de alguna manera llevaba mucho tiempo
preparándome para ese preciso momento, entendí entonces que ser fuerte no
significaba no derramar ni una lágrima. Ser fuerte significaba aceptar que
ya no existía nada que pudiéramos hacer, que a partir de ese momento los
cuidados debían intensificarse más, y lo único (que no era poco) que podía
seguir haciendo era cuidarlo y amarlo. Ser fuerte significaba procurarle una
muerte digna, serena y en paz.
–Estoy muy preocupada por usted, padre. El doctor Stewart insiste en que
lo mejor sería trasladarlo a un hospital, y yo estoy de acuerdo con él. Si se
queda aquí, morirá.
–No saldré de esta casa.
–¡Ayúdeme, padre! No puedo quedarme de brazos cruzados esperando
una recuperación milagrosa que no termina de llegar, deje que le lleve al
hospital.
–Acércate, hija mía.
Me levanté de la silla y me arrodillé junto su cama. Su cuerpo se mostraba
frágil y vulnerable. Al estrechar sus manos entre las mías, las sentí frías.
–Alison, ve a buscar papel y pluma, quiero redactar una carta.
–Sí, padre.
Bajé al despacho e hice lo que me pidió, regresé a su dormitorio y me
preparé para escribir.
–¿A quién debo dirigirla?
–Claude Becker.
–De acuerdo.
–¿Qué día es hoy, hija?
–Hoy es 23 de Junio, padre.
–Escribe, por favor.
–Le escucho.
–Mediante el presente documento, con fecha 23 de Junio del año de
nuestro Señor 1864. Yo, John Talvot McNell nacido el 19 de septiembre de
1807 a la edad de 57 años, y en pleno uso de mis facultades, lego mi
hacienda, mis tierras y la totalidad del capital depositado en el Banco
Central de Charleston, a mi única hija, Alison Talvot Scott. Así mismo, le
serán otorgadas las propiedades que en su día fueron patrimonio de mi
difunta esposa, la señora Anna Marie Scott. Una casa familiar situada en el
estado de Pensilvania, y otra propiedad en Delaware, así como la totalidad
de las acciones de la empresa de siderurgia pertenecientes a la familia
materna. Y para que conste y sea respetada mi voluntad redacto y firmo el
presente testamento.
–Padre…
–Eso es todo, Alison.
–Pero…
–Guarda bien ese documento, cuando ya no esté tendrás un buen
patrimonio que administrar. Cuida de los intereses de nuestra familia, dejo
en tus manos el trabajo de toda mi vida y el legado de tu difunta madre.
Cuídate mucho, hija mía, actúa siempre según los dictámenes de tu corazón,
y sigue siempre tu instinto.
–Padre, por favor, no hable de ese modo, no se despida de mí, aún no…
–Debo hacerlo, hija, ambos sabemos que no me queda mucho tiempo. No
viviré para llevarte de mi brazo hasta el altar, ni para conocer a mis nietos.
Ni siquiera viviré para ver el final de esta guerra. Sé fuerte Alison y
recuerda, tu madre y yo siempre estaremos contigo, en tu corazón.
Las lágrimas resbalaron por mi rostro, no pude evitarlas, apoyé la cabeza
sobre su regazo y me abandone al dolor y a la pena.
–Le quiero mucho, padre.
–Lo sé, hija mía –dijo mientras acariciaba mi cabello–. Yo también te
quiero. Te amé desde el mismo instante que tu madre te dio a luz y te
sostuve entre mis brazos, me sonreíste y supe que serías la alegría de mi
vida y así ha sido. Estoy orgulloso de la mujer fuerte e inteligente en la que
te has convertido.
–No me deje, padre, se lo suplico.
–Estoy muy cansado, Alison, apenas tengo fuerzas para seguir respirando.
–Tengo miedo –exclamé, con los ojos inundados en lágrimas.
–Yo no lo tengo, hija mía. Sé que estarás bien, siempre has sabido cuidar
de ti misma y de los demás, incluso has cuidado de mí.
–Gracias, padre. Gracias por ser siempre mi ejemplo, por no señalarme el
camino, sino dejar que yo misma lo eligiera con libertad. Gracias por estar
siempre ahí, aconsejándome y marcándome el norte cuando no entendía mi
brújula. Gracias por educarme en el respeto y por enseñarme que la
sencillez, aunque parezca que no, supera lo complejo. Gracias por amarme
con mis imperfecciones, convivir con ellas y no intentar cambiarlas.
–No somos perfectos, hija mía, nadie lo es. Tenemos defectos y muchos
errores sobre nuestras espaldas, pero eso siempre ha formado parte del plan,
Alison. Los errores forman parte de la vida y no debemos juzgarlos, porque
nadie ha transcurrido todo su camino de puntillas, sin llegar a tropezarse.
–Le prometo que nunca daré nada por ganado, ni tampoco por perdido, y
que el dolor no podrá jamás conmigo, al contrario, solo me hará más fuerte.
–Estoy orgulloso de ti, Alison.
–Gracias, padre.
–Ahora vete, necesito descansar, y tú también.
–Pero…
–Por favor, Alison.
–Como usted diga.
Le abracé con todo mi amor, apagué la llama de la vela que había sobre la
pequeña mesita junto a su cama y me retiré en silencio.
–¡Bella! –la perra levantó la cabeza a mi llamada –vamos pequeña,
dejemos a padre descansar ¿eh? –acaricié su lomo y el animal agitó la cola
cariñosamente como respuesta.
Al salir al pasillo, Sanyu y Madi me esperaban con gesto de preocupación.
–¿Cómo está el señor, Ali? –preguntó Madi.
–Está muy débil, no sé cuánto tiempo podrá aguantar.
–Me quedaré con él, tu ve a descansar, llevas demasiados días
encargándote de todo, mi niña, no quiero que enfermes tú también.
–Pero, padre me necesita…
–Llevas más de una semana encerrada en ese cuarto, Alison. Comes y
cenas ahí, no te distraes con nada, ya ni siquiera sales a cabalgar. No puedes
seguir así.
–Lo sé… –exclamé dolorosamente.
–Pues no se hable más. Descansa, esta noche yo me quedaré con él –
sentenció.
–Gracias, mamá Madi, lo cierto es que lo necesito, estoy agotada.
–Te he preparado un baño caliente, Alison –añadió Sanyu.
–¿Tan mal huelo? –afirmé, olfateándome a mí misma.
–Tonta –sonrió con dulzura.
Madi nos observaba estupefacta.
–Parecéis dos niñas…
–Necesito reírme un poco, Madi. No me riñas, por favor.
–Lo siento, pequeña, tienes razón, anda ve con Sanyu y date un baño, te
vendrá bien. Necesitas relajarte.
Le di un beso y la vi desaparecer después en la oscuridad del cuarto de mi
padre.
Sanyu me miró con ternura, consciente de mi sufrimiento y del dolor que
suponía para mí perder la única familia que me quedaba.
–¿Estás bien? –preguntó.
–No, San, no lo estoy.
–Lo siento muchísimo, Ali.
–Lo sé, mi amor, gracias por estar ahí.
–No tienes que dar las gracias, no estás sola, Madi y yo estaremos siempre
contigo.
–Lo sé, mi San, y por eso te lo agradezco. Podrías haberte ido, como
hicieron todos los demás.
–¡Nunca! ¿Me oyes bien? –tomó mi cara entre las manos y la levantó para
mirarme–. ¡Nunca podría separarme de ti! Te quiero ¿lo has olvidado?
–Claro que no…
–Pues no vuelvas a decir algo así.
–Perdóname, creo que estaba compadeciéndome de mí misma.
–Vamos, o se enfriará el agua.
La seguí hasta el dormitorio. Mientras me quitaba la ropa, San estaba
distraída frotando con una pastilla de jabón un paño húmedo. Se mordió los
labios, la vi estirar con los dientes una pielecita rebelde que le crecía junto a
la comisura. Cuando se giró, se quedó paralizada, observando mi cuerpo
desnudo frente a ella. Caminé despacio en su dirección y la vi tragar saliva.
–¿Estás bien?
–Ss…sí.
–¿Te ocurre algo? Parece que fuera la primera vez que me ves así.
–¿Así, cómo?
–Desnuda, por supuesto.
–Lo siento, es que… ¡eres tan hermosa! Mi corazón se paraliza cuando te
miro, y además, contemplarte así, desnuda, me produce un nudo en la
garganta y me cuesta trabajo incluso respirar.
–¿Te pongo nerviosa?
–Ya lo creo –sonrió con timidez.
–No muerdo, a menos que tú quieras…
–¿Intentas provocarme? –exclamó, entrecerrando los ojos.
–Es posible…
–Estás loca ¿lo sabes no?
–Quítate la ropa –susurré–. Báñate conmigo, San. Quiero acariciarte bajo
el agua.
–Ali…
–Por favor –supliqué.
–No sé cómo te las arreglas siempre para conseguir que no sea capaz de
negarte nada.
–Porque soy encantadora –dije con picardía.
–Cierra la puerta con llave, no quiero que Madi pueda sorprendernos.
–No te preocupes, no lo hará.
Entrar en el agua me pareció liberador, pero necesitaba algo más para
volverme a sentir en paz. Sanyu se desnudó bajo mi atenta mirada, me
deleité admirando el prodigio de su cuerpo, que parecía haber sido
esculpido en barro ancestral y moldeado sutilmente para el placer. Se acercó
despacio, entró en la bañera, y se sentó apoyando su espalda sobre mi pecho
desnudo. La rodeé de inmediato con los brazos y las piernas.
–Estás atrapada –dije.
–Completamente –contestó.
Permanecimos en silencio durante unos minutos, disfrutando de ese
mágico momento.
–Ali…
–Dime, cariño.
–Te amo.
–Yo también te amo, San.
Besé su cuello húmedo y acaricié sus hombros. Humedecí sus pechos con
la ayuda de un paño y comencé a enjabonarla de manera casi ceremonial,
muy despacio, recreándome en ella, en cada rincón, pliegue y curva. Para
entonces, mi cuerpo no solo estaba mojado por fuera, un ardor intenso
crecía en mi interior. Mis muslos rodeaban su cintura y pude sentir como
mis pezones se endurecían al instante al contacto con su espalda. Tenía el
pelo recogido y oculto bajo un pañuelo, mordí con cuidado su largo y
hermoso cuello, hasta llegar al lóbulo de su oreja donde me detuve un
instante, aspirando su perfume dulcemente.
–Debe ser pecado tener tantas ganas de ti.
San dejó caer la cabeza hacia atrás, dejando su cuello a merced de mis
labios. Recorrí el camino inverso hasta llegar a su hombro y la escuché
gemir. Me volví completamente loca y comencé a acariciarla, ansiosa,
encendida, excitada. Sus jadeos se intensificaron cuando, ahuecando mis
manos, me apoderé de sus senos, acariciándolos, pellizcándolos, dibujando
círculos alrededor de sus pezones. Sanyu comenzó a buscar mi cuerpo por
debajo del agua, me acarició despacio, acercándose poco a poco a mi
intimidad, rozándola por fuera. Eché la cabeza hacia atrás, cerrando los
ojos.
–Hazlo, lo necesito –supliqué.
En ese momento comenzó a deslizar sus dedos por los pliegues de mi
sexo, recorriéndome. Un relámpago de fuego cruzó veloz mi columna
vertebral arqueando mi espalda, evidenciando mi deseo, disolviendo mis
fluidos entre el agua y sus dedos, y otro gemido salió de su garganta. Aquel
sonido me erizó la piel. Se removió y la miré mientras se daba la vuelta para
quedar frente a mis ojos. Una suave brisa había empezado a colarse por las
ventanas abiertas y las velas goteaban en la corriente, haciendo que
diminutos ríos de cera serpentearan por los lados.
El tintineo constante de la luz de aquellas velas se reflejaba en sus pupilas,
estaba muy hermosa y me miraba como si fuera la primera vez, como
sorprendida de sus propios sentimientos, de sus propias reacciones, me
miraba con deseo. Me sorprendió tanto que me quedé casi paralizada con
aquella imagen. San se inclinó y se lanzó contra mi boca a la vez que sus
manos envolvían mis pechos. Un quejido desesperado salió de mi garganta
cuando sus dedos juguetearon con mis pezones. Abandonó mis labios y
descendió por mi cuello. Mi piel húmeda acentuaba sus caricias. Sus manos
recorrieron mi cintura hasta llegar a mis caderas, buscando de nuevo con
ansia el triángulo entre mis piernas; mientras tanto, las mías atrapaban la
parte inferior de sus nalgas, su firmeza bajo las palmas de mis manos me
hizo estremecer, aumentando mis deseos de sentirla sobre mí.
–¡Oh, Dios! Hazme el amor –exclamé con la voz ronca.
Su mano se deslizó una vez más por mi palpitante intimidad, rozando los
lugares más prohibidos de mi ser. San no dejaba de mover los dedos sobre
la sensible e hinchada carne, y una maravillosa sensación de placer se
apoderó de mí. Mi cuerpo se tensó cuando sus dedos se deslizaron
profundamente en mi interior y nuestros gemidos se hicieron uno. San
aceleró sus movimientos acompañando con sus caderas a su propia mano.
El agua comenzó a derramarse con cada embestida, no quería gritar, pero
me resultaba imposible defenderme del placer que me estaba produciendo
tener a la mujer que amaba tomándome de aquel modo.
Nuestras respiraciones se intensificaron, se unieron, se confundieron, San
buscaba mi mirada sin pudor, con los ojos tan oscuros como los de un
animal salvaje. Pronto esos movimientos obtuvieron la respuesta que
buscaban, y un profundo gemido salió de mi garganta, mi cuerpo se arqueó,
vibró, se estremeció. Me aferré a su cuello y me dejé llevar por aquella
explosión de placer que estallaba en mi vientre, mientras un ardor abrasador
recorría mis vasos sanguíneos, quemándome la piel. Mi cuerpo quedó
inmóvil, mi corazón no podía latir más desbocado, respiraba a duras penas.
San me retuvo en un abrazo tembloroso, mientras depositaba tiernos besos
sobre mis cabellos, hasta que poco a poco mi conciencia regresó.
–¿Estás bien? –preguntó.
–Mucho mejor.
–Gracias, Alison.
–¿Por qué?
–Por entregarte a mí sin reservas.
–Ha sido hermoso, San.
La acaricié en silencio unos instantes, y algo dentro de mí explotó de
nuevo. Deseaba hacerle el amor, conseguir que llegara al clímax del mismo
modo que había hecho ella conmigo unos minutos antes. La miré con deseo,
y la aproximé a mí para besarla apasionadamente, turbando sus sentidos. Lo
hice de un modo tan inesperado que San no tuvo tiempo de reacción.
–Esto no es…
Volví a cubrir su boca con la mía impidiendo que siguiera hablando, a la
vez que nublaba su razón. Con un gemido gutural, San se entregó a su
propio fuego en el instante en el que el pensamiento racional se vio
sobrepasado por los sentidos. Cerró los ojos, me rodeo el cuello con ambos
brazos y abrió sus piernas esperándome. No lo dudé y me dirigí al lugar que
tanto deseaba. Abrí sus pliegues con delicadeza y me introduje en ella,
podía notar su calor a través del agua, su exquisita humedad y como mis
dedos resbalaban a través de ella con una facilidad asombrosa. La llené de
besos mientras entraba y salía de su cuerpo lentamente hasta que me fue
pidiendo más…
–Mi amor –susurró contra mis labios.
Me excité tanto al escuchar sus gemidos que aceleré las embestidas y
añadí el pulgar para acaríciala por fuera a la vez que la penetraba. San
acompañaba mis movimientos haciendo danzar sus caderas bajo el agua
mientras me miraba fijamente a los ojos. Se agarró a los bordes de la bañera
con las manos intensificando el ritmo. Sus jadeos y su respiración acelerada
me advertían de que el momento estaba cerca. La vi morderse el labio
inferior con fuerza dejando caer la cabeza hacia atrás, y de su garganta
brotó un poderoso y prolongado gemido a través de unos labios trémulos,
acompañando a su orgasmo.
–Dios, mío…
Contuve la respiración, reconociendo el sentimiento de amor que
avasallaba mi corazón. Cuando San consiguió recuperar el aliento me miró
y mis ojos le devolvieron ternura.
Un mechón de mi cabello cruzaba mi rostro, San lo acomodó detrás de mí
oreja, y me rozó con dulzura los labios con un suave y fugaz beso.
–Eres, hermosa –afirmó.
–Tú también.
–Me siento como una mariposa que se ve impulsada y atraída por el fuego
con el único deseo secreto de quemarse.
–Derrites mi corazón con tu ternura, como el sol derrite la nieve. Cuando
te escucho hablar así, San, la sangre de mis venas hierve tan ardiente como
un hierro candente que chasquea y se queja al sumergirlo en el agua, pero
que al fin se templa, como se templa mi corazón cuando me sostienes entre
tus brazos.
Acercó de nuevo sus labios a los míos entornando los ojos, y me quedé
prendida de su boca en una caricia prolongada e interminable. San me
sonrió enamorada y nos quedamos allí, abrazadas, quietas, disfrutando de la
calidez que nuestros cuerpos unidos nos proporcionaban, con el alma
sosegada. Escondí la cabeza en el hueco de su cuello, con el mismo gesto
tímido de un pajarillo que oculta el pico bajo su ala. Me resultaba
maravilloso tenerla así, poder oler el aroma de su piel. Sentir su suavidad,
su cuerpo tan pegado al mío, sentir como nuestras respiraciones eran cada
vez más lentas y relajadas y nuestras manos entrelazadas fuerte.
Cada pedacito roto que guardábamos dentro sanaba al estar la una en
brazos de la otra. Nos miramos a los ojos una vez más antes de volver a unir
nuestros labios con un beso profundo que expresaba sin palabras todo lo
que sentíamos. Salimos por fin del agua y nos dirigimos hacia la cama.
El cansancio acumulado durante días y la liberación que me supuso
aquella explosión de sensaciones, esa maravillosa respuesta orgásmica que
rodeaba todos y cada uno de nuestros encuentros íntimos, y que parecía
activar todo un cóctel de hormonas en mi riego sanguíneo y en mi cerebro,
hizo que mi nivel de estrés disminuyera considerablemente.
Normalmente, después de hacer el amor, San y yo pasábamos largo rato
acariciándonos con ternura, hablando de nuestras cosas, o simplemente
disfrutando del silencio, pero esa noche, el sexo había sido para mí más
potente que un sedante. Mi ritmo cardíaco disminuyó tanto que parecía que
mi corazón fuera a detenerse por completo, San me abrazó y me dejé llevar
por el sueño casi de forma inmediata.
CAPÍTULO 21

S anyu despertó envuelta en el calor de mis brazos, le costó unos minutos


abrir los ojos, pero el alba ya despuntaba y la luz comenzaba a colarse
por las ventanas del dormitorio. Debía levantarse e ir a la cocina para
preparar el desayuno antes de que Madi la echara de menos; con pesar retiró
mi brazo izquierdo que la mantenía presa, aun profundamente dormida me
removí cambiando de posición y quedándome boca arriba. Mis pechos de
alabastro quedaron expuestos como dos magnolias de amor. La sentí
besarlos entre sueños, hasta que un segundo después, salió del lecho con
sumo cuidado para no despertarme. Seguramente hubiera deseado
permanecer aferrada a ellos, comerme a besos como hacía siempre antes de
marcharse, pero eso sin duda habría interrumpido mi sueño, que se
presumía plácido, así que se marchó con cuidado del dormitorio. Estaba
terminando de cerrar la puerta con sigilo cuando una voz la sobresaltó.
–¡Dime que no has pasado ahí la noche! –exclamó Madi, al pie de la
escalera.
–Mamá Madi, ¡me has asustado!
–¡Respóndeme! –su gesto era duro.
Sanyu se quedó sin palabras, no sabía que decir, dudó un segundo y al fin
no pudo hacer otra cosa más que confesar.
–Madi yo… sí, he dormido aquí, Alison y yo…
–¡Cállate! –Madi levantó las manos–. No quiero saber los detalles.
–Lo siento –agachó la cabeza.
–No esperaba esto de Alison, pero de ti… eres…
–¿¡Qué!? ¿Eh? ¿Qué soy… negra?
–¡Eres una mujer!
–Ah, es por eso… porque soy una mujer, comprendo.
–No es natural, Sanyu ¿entiendes?
–Amar a Alison es lo más natural que he hecho en toda mi vida, Madi.
–¿¡Amar!? –resopló.
–Sí, Madi. Amo a Alison con todo mi corazón.
–No puedo creer lo que oigo –hubo un silencio cortante.
–Madi…
–¡Márchate! ve a la cocina a preparar el desayuno para Alison, yo bajaré
enseguida. Tengo que despertar al señor Talvot.
Madi se volvió bruscamente y caminó hacia el dormitorio de mi padre.
Sanyu la observó mientras lo hacía, y sus miradas volvieron a cruzarse justo
antes de cerrar la puerta. Los ojos de Madi se entornaron en un gesto
severo, y San notó cómo comenzaban a flojearle las rodillas.
El desayuno de padre estaba servido, así que Sanyu regresó de nuevo al
dormitorio para comprobar si ya estaba despierta. Hacía mucho tiempo que
para Sanyu ya nada era concebible sin mí, y mis sentimientos por ella eran
exactamente iguales. El verano había llegado, y aunque las nubes cubrían el
cielo esa mañana, no llovía y el calor desde muy temprano era sofocante.
Entró tan sigilosamente en el dormitorio como lo había hecho un rato antes
para marcharse. Yo aún permanecía en la cama, yacía de lado, cubriendo
parte de mi rostro con el antebrazo derecho. San se acercó…
–Mi amor ¡vuelve a la cama! ¡Aún es temprano!
–Pero… ¿cómo me escuchaste? No he hecho ningún ruido.
–¡Fácil! –me giré para mirarla–. Soy capaz de olfatear el perfume de tu
piel a una milla de distancia.
–¡Mentirosa! –gruñó.
–No te miento.
–¡Sí, lo haces…!
–Anda ven… abrázame.
–Ali.
El tono de voz de Sanyu me puso en alerta, de pronto la sonrisa de mis
labios se desvaneció.
–¿Pasa algo, San?
–Madi me sorprendió antes, saliendo de aquí. Lo sabe.
–¿Qué es lo que sabe?
–Pues que estamos… ya sabes… juntas. ¿Qué si no?
No pude evitar soltar una tremenda carcajada.
–¿Y?
–¿No te importa?
–En absoluto –afirmé solemne–. No tengo que darle explicaciones a nadie
y mucho menos a Madi. Aunque sé que ella no me las pediría jamás, ¡ya
sabes cómo es! Le gusta controlarlo todo.
–Parecía muy enfadada…
–No te preocupes, hablaré con ella.
–Me dijo cosas –exclamó un poco avergonzada.
–¿Cosas? ¿Qué cosas? –me senté en la cama con las piernas cruzadas
como si fuera una niña pequeña.
–Ya sabes…
–No mi amor… ¡no sé!, tendrás que ser más explícita.
–Pues, me dijo que esto no era natural, que somos mujeres, en fin… ese
tipo de cosas.
–¡Ya! ¿Y qué le respondiste? Porque te conozco y sé que no quedarías
callada sin más… ¿me equivoco?
–No –soltó una risilla traviesa –le dije, que amarte era lo más natural que
había hecho en toda mi vida.
Las carcajadas resonaron por toda la habitación aún más fuerte.
–¿¡Le dijiste que me amabas!? –pregunté perpleja.
–Mjm.
–¡Esa es mi chica! Supongo que estuvo a punto de darle un ataque.
–Supones bien.
Los gritos de Madi llegaron hasta nosotras a través de la puerta cerrada,
eran gritos desesperados, como chillidos agudos e inarticulados, pero no
parecía gritar de manera deliberada, eran más bien gritos de reacción. Nos
miramos e inmediatamente salimos al pasillo alarmadas.
–¿Qué ocurre, Madi? –pregunté desconcertada.
Sus ojos reflejaban dolor y estaban inundados, las lágrimas corrían por sus
mejillas, sollozaba y las manos le temblaban.
–Es el señor…
–¿¡Padre!? –exclamé, con el corazón en la garganta.
Corrí hacia el dormitorio. Padre yacía inmóvil. Un puñal ardiendo me
atravesó el pecho, contuve la respiración mientras me acercaba a él. Me
senté a su lado, el color de su piel se había tornado céreo y su rostro
reflejaba una especie de sosiego, de paz…
–¡Dios mío! ¡No! ¡Padre!
Me acerque aún más para abrazarlo.
–Padre mío –murmuré, llorando–. Perdóneme –abracé su cuello y lloré sin
consuelo empapando con mis lágrimas el camisón que lo cubría.
Sanyu y Madi permanecían a mis espaldas abrazadas y llorando también
en silencio.
–¿Cómo ha sido? –dije con un hilo de voz.
–Salí temprano para echar de comer al ganado y regresé a la cocina para
prepararle su desayuno, cuando entré de nuevo en el dormitorio recordé que
no había cerrado la puerta del establo así que dejé la bandeja sobre la mesa
con cuidado de no despertar al señor, y bajé de nuevo. Al subir me topé con
Sanyu, hablamos dos minutos y después entré en el dormitorio, abrí las
cortinas, me acerqué a su cama y entonces me di cuenta…
–Lo siento mucho, padre. Siento no haber estado aquí…
–Ali –la mano de San acarició con suavidad mi espalda.
Sentir su calor me reconfortó, agradecía que estuviera conmigo en ese
momento tan difícil.
–Era imposible saber cuándo ocurriría.
–Debí haber estado con él.
–No te tortures, por favor, Alison.
–Debí haber estado con él –volví a susurrar, sin apenas voz.
Me giré y me abracé fuerte a su cintura mientras San acariciaba mis
cabellos. Madi se acercó hasta nosotras con el rostro compungido y las tres
nos fundimos en un silencioso abrazo.
Después de unos minutos, Madi insistió en que la dejara asolas con él para
poder vestir y preparar el cuerpo, quise ayudarla pero no me lo permitió,
sabía que para mí hubiera sido en extremo doloroso. Así que me dejé llevar
por San, sin oponer resistencia, aturdida, desecha y con los ojos anegados
en lágrimas. Las piernas parecían no ser capaces de sostener el peso de mi
cuerpo, sentía que me desmayaba.
–Un esfuerzo más y llegaremos hasta el comedor, cariño.
Me dejé caer sobre el sillón de la sala, me costaba respirar y mis manos
temblaban visiblemente. Las lágrimas de la garganta se apiñaban en mis
ojos y no dejaban de brotar por ellos, como ríos desbordados. No recordaba
haber sentido tanto dolor en toda mi vida, ni siquiera cuando perdí a mi
madre.
–Tenemos que avisar al padre Baxter y al doctor Stewart.
–Lo sé, tranquila.
–Di a Samuel que ensille mi caballo, partiré inmediatamente –dije,
poniéndome en pie.
–¿¡A Samuel!? –me miró asustada–. Mi amor, los esclavos se fueron hace
meses…
–Oh, es…, es cierto, los esclavos. Yo…, lo olvidé… –sacudí la cabeza
como si quisiera ahumar el avispero de mi mente.
–¿Estás bien? No me asustes, cariño.
–Tranquila, estoy bien.
San sujetó mi barbilla con ternura entre sus dedos para que la mirara.
–Cariño, escúchame. No quiero que salgas en este estado, estás muy
nerviosa. Es mejor esperar un poco, ¿de acuerdo?
–Tienes razón.
–Yo iré contigo, ahora quédate aquí, te traeré un poco de agua.
–Gracias, San.

Perder a mi madre fue duro para mí siendo tan sólo una niña, pero la muerte
de mi padre me daba una perspectiva muy distinta sobre mi propia
existencia y cuál era a partir de ese momento mi lugar. Sentí que mi punto
de referencia en la vida había desaparecido, era como si estuviera perdida.
Me resultaba muy duro sentirme completamente huérfana.
Siempre me había perseguido aquel terror congénito que me inspiraba
siempre la muerte ante la certeza de que también yo, algún día, había de
pasar por aquel trance. Encontrar el significado del dolor era difícil.
Lloré mucho, lloré con lágrimas silenciosas y discretas, lloré por nuestras
discusiones, por nuestros desencuentros, por los momentos felices y los
amargos… Lloré todos mis recuerdos ligados a él.
CAPÍTULO 22

P adre se había ido, se fue mientras dormía, se le apagó su luz y


desapareció. No podía creerlo, me había dejado, abandonó su cuerpo y
nunca más vería otro amanecer. Sentí un dolor indescriptible. “Muerte”
siempre fue una palabra que me daba miedo. Pero cuando padre murió
después de tanto tiempo luchando contra un mal desconocido, enfermo, y
cada día más imposibilitado, me vi obligada a enfrentarla.
Él era mi única familia, mi pilar, el único hombre de mi vida. Dimos aviso
al médico y la voz de su fallecimiento corrió como la pólvora, acudieron
muchos vecinos y conocidos al entierro. El Reverendo Baxter celebró una
misa y dedicó unas palabras a recordarlo:
–El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace
recostar. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Me guía
por senderos justos, por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo:
tú vara y tu callado me sostienen –hizo una pausa–. John Talvot ya no está
entre nosotros. Nuestro Señor le ha llamado a su presencia para otorgarle el
bien más preciado, el mejor de los dones… la vida eterna, porque este
mundo, no es más que una antesala, un pasillo hacia el mundo venidero. Él
no nos creó solo para nuestra vivencia en este mundo, sino que Dios puso al
hombre primero en esta tierra, para que cumpliera su objetivo en la vida, y
una vez que el objetivo se ha cumplido, su alma vuelve al mundo de la
verdad, donde mora eternamente en presencia de Dios. El reino de los
cielos, es donde cosechamos lo que sembramos durante toda nuestra vida
aquí, en la tierra. John Talvot, fue un buen hombre, y como buen cristiano,
supo sembrar el respeto, el amor y la paz entre los suyos y entre sus
semejantes. John fue siempre un padre entregado, y un devoto esposo, fiel a
sus principios y a su familia, era un hombre justo, honrado y trabajador; su
alma está ahora en manos de Dios y, junto a Él, hallará descanso. Por eso
debemos dar gracias a Nuestro Señor al permitirle disfrutar de la
inmortalidad, por los siglos de los siglos. Amén…

Mi padre cumplió su propósito en este mundo y llegó a su lugar de descanso


ideal. Esa idea, no suprimía mi angustia por su pérdida, pero me dio algo de
consuelo en cierto modo. Interiorizar las palabras del reverendo, llevándolas
desde la mente hasta el corazón, consiguió aliviar algo mi dolor.
Durante semanas, me sentí completamente perdida, rota. Recordaba las
palabras de mi padre, cuando de niña me leía la biblia. Me decía que para
crear una nueva vida eran necesarias tres cosas, un padre, una madre y Dios.
Decía que si faltaba alguno de los dos, entonces, Dios asumiría su rol, pero
por más que lo pensaba no encontraba consuelo en ello. Padre, que se había
ocupado por completo de mí, ya no estaba entre nosotros.
–Amor –susurró Sanyu –la cena está servida en el comedor, acompáñame
por favor.
–No tengo demasiado apetito, San.
–Por favor, Ali. Debes comer o enfermarás.
–No te preocupes, estoy bien.
–¡Me preocupo y mucho! ¡No podemos perderte a ti también!
–Eso no va a suceder, San.
–¿No lo entiendes? ¡No podría soportarlo, Ali!, –rompió a llorar–. Me
moriría si algo malo te sucediera.
–Vamos, cariño, deja de llorar. No me gusta verte así… –una media
sonrisa se dibujó en mis labios.
–Lo haré si dejas que te cuide.
–Créeme, ya lo haces y muy bien, además. Eres lo mejor que me ha
pasado en la vida, San.
–Necesito volver a verte sonreír, Alison. Hacerte feliz.
–Mi amor, ¡escúchame! Tú y yo, estamos destinadas a ser felices entre
aflicciones ¿no te das cuenta? –exclamé, sosteniendo sus mejillas con
ambas manos, para obligarla a mirarme–. Nada puede empañar lo que
sentimos, ni el dolor, ni las lágrimas… ni siquiera la muerte.
–Eso es precioso, Ali.
–No, tú eres preciosa –dije besando sus lágrimas.
Nuestras miradas se entrelazaron en silencio, volviéndose cada vez más
intensas. El amor, el respeto y la admiración que sentíamos la una por la
otra, era tan inmenso y poderoso que no había espacio para nada más.
Nuestro mundo giraba alrededor de la otra, como gira la tierra alrededor del
sol.
– Venga, cielo. Vamos a cenar –dije con cariño.
Sequé sus lágrimas y la estreché con fuerza entre mis brazos. Su sola
presencia era suficiente para calmar mis emociones y devolverme a la vida.
Temblaba con cada mirada, con cada roce de sus labios, con cada caricia, su
presencia disparaba mis emociones y me proporcionaba un inmenso alivio.
–¿Dónde está Madi? ¿Nos acompañará? –pregunté de pronto.
–Me dijo que se retiraba a descansar, hoy fue un día largo y caluroso.
–Es cierto, hay demasiado trabajo en esta casa. A veces me pregunto de
dónde saca las fuerzas.
–Esta noche cenaremos las dos solas –exclamó, con una sonrisa pícara.
–En ese caso creo que encenderé un millón de velas.
–Pero si aún no ha anochecido, tonta…
–Lo sé, pero tengo la sensación de que será una noche muy larga.
Caminamos hasta el comedor, el aroma de la comida me resultó delicioso,
había pan de maíz recién horneado, y estofado de pescado con verduras y
arroz. Sanyu había dispuesto la vajilla y los cubiertos que ella misma usaría
frente a mí.
–Mañana debería ir al rio –exclamé, después de limpiar mis labios con la
servilleta.
–¿Para qué?
–Bueno, puede que hayamos tenido suerte y volvamos a encontrar peces
en las trampas.
–Es una gran idea.
–¿Me acompañarás?
–¿Al río?
–¡Claro! Ya sabes que me gusta que vengas conmigo a todas partes.
–Lo sé –sonrió tímidamente.
–¿Y eso? –pregunté con tono de burla.
–¿¡Qué!?
–¿Por qué te sonrojas?
–No me he sonrojado.
–Oh, ya lo creo que sí… te has puesto roja como un tomate –la chinché.
–¿Tengo que recordarte lo que ocurrió la última vez que fuimos juntas a
mirar esas trampas de las que hablas? –me miró entornando los ojos.
Esta vez fueron mis mejillas, y hasta mi cuello, los que se tornaron de un
color carmesí imposible de disimular al recordar ese día en el que mis
ansias de sentir a quien consideraba mi mujer me volvieron completamente
loca de deseo, haciendo que suplicara por sus caricias, entregándome a ella,
y permitiendo que la lujuria se apoderara de mi juicio. Sanyu carcajeó al
verme.
–Eso ha sido un golpe bajo –protesté.
–Lo siento… estabas a tiro.
–¡Me las pagarás! –sentencié.
–Oh, sí –se burló.
–Ya lo creo que sí…
–¡Anda!, acaba tu plato, apenas has probado bocado. Mientras tanto yo
retiraré todo esto o Madi ensordecerá nuestros oídos con sus eternas
protestas…
–Sube a descansar, mi amor. Esta noche yo recogeré la mesa.
–¿Pero, qué dices?
–Lo que oyes… ¿crees que no soy capaz de hacerlo?
–Por supuesto que sí, pero me parece tan extraño.
–¿Por qué?
–Porque nadie ha cuidado antes de mí como lo haces tú.
–Pues acostúmbrate porque esto va a ser así de ahora de adelante.
San me dedicó una maravillosa sonrisa, se acercó y me besó antes de
alejarse subiendo las escaleras. No me demoré mucho tiempo en recoger la
mesa y limpiar la vajilla. Cuando abrí la puerta de mi dormitorio, San se
encontraba echada de espaldas sobre mi cama, esperándome, sonriéndome.
Las ondas de su cabello flotaban extendidas sobre la almohada, como si
fuera obra de una cuidadosa mano artificial. Sus ojos oscuros, tan
sugestivos, atrayentes y tentadores... miraban hacia mí y sus dientes
brillaban al sonreír.
–Hola, ama Talvot.
–Saaan…, no me llames ama –dije con cariño.
–Mírame.
–Lo estoy haciendo…
–¿Te parezco, guapa?
–Guapísima –repuse inmediatamente.
–Se me está ocurriendo una idea.
–¿Ah, sí?
Una sonrisa que indicaba que estaba tramando algo se dibujaba en su
semblante. Comenzó a acariciarse el rostro así misma con dos dedos,
dibujando movimientos lentos y sutiles sobre el contorno de su mandíbula,
descendió por su cuello hasta su pecho y subió nuevamente hasta sus labios
entreabiertos. Sin mediar palabra, los introdujo dentro de su boca y
comenzó a succionarlos tan despacio, que dejé de respirar y tuve que tragar
saliva antes de poder hablar.
–¿Te has quedado con hambre? –dije para provocarla.
San deslizo los dedos hacia fuera y un segundo después introdujo esa
misma mano por debajo de las sábanas, mirándome con ojos traviesos.
–No sé de qué me hablas.
Mi mente parecía haber perdido toda autonomía, sumergiendo mi cerebro
en una especie de encantamiento, mis pensamientos quedaron neutralizados,
paralizados por la oscuridad y el brillo insinuante de sus ojos, eliminando
cualquier posibilidad de coherencia.
–Estoy completamente desnuda.
Sus ojos brillaban provocativos, sugerentes, lujuriosos. Mis sentimientos
hacia ella eran tan intensos, que una especie de fuerza me arrastraba
siempre hacia sus brazos sin que pudiera oponer resistencia. Cada vez que
contemplaba a aquella hermosa criatura a la que amaba con locura,
únicamente era capaz de obedecer las pulsiones de mi cuerpo, anulando mi
voluntad y mi capacidad de raciocinio.
–¿No me digas? –tartamudeé al hablar.
San ladeó la cabeza felinamente, agarró la ropa de cama con la mano
izquierda, hizo una pausa dramática y apartó la sábana de golpe. ¡Vaya si
estaba desnuda!
–¿Me estás poniendo a prueba esta noche?
–¿Tú que crees?
–Sí, tienes un cuerpo muy bonito –dije fingiendo desinterés –pero ya lo he
visto todo ¿recuerdas?
Lanzó una risita traviesa y se tapó de nuevo.
–Me deseas, puedo verlo en tus ojos –afirmó con descaro.
–Eres muy traviesa ¿lo sabías?
–Ven a mí…
Volvió a reír mientras una de sus manos jugaba incansablemente con las
ropas de la cama, mostrando de nuevo su hermosa desnudez. El aire entraba
a raudales por las ventanas, trayendo consigo aromas nocturnos
maravillosos. Me aproximé un paso más, y recorrí su rostro y su cuerpo
desnudo con la mirada.
–Alison Talvot Scott. Te doy tres minutos para que vengas aquí y me
hagas el amor –susurró.
–Me sobran dos –contesté, antes de arrojarme sobre ella.
Sus ojos brillaron y una sonrisa triunfante escapó de sus labios cuando
cubrí su cuerpo con el mío.
–Así está mejor –dijo suavemente–. Ahora… enséñame lo que sabes
hacer, Alison Talvot.
Comencé a moverme despacio sobre ella, deleitándome con su cuerpo,
retroalimentando un deseo que nunca terminaba de saciarse, rozando su piel
con la mía sutilmente, vagando por cada curva, por cada pliegue tan
delicadamente como un gato lo haría sobre la repisa de una chimenea. Me
coloqué perfectamente sobre ella, cubriendo su sexo con el mío, y nos
amamos con esa intensidad mágica y maravillosa que únicamente
proporciona el primer amor. Ambas nos encontrábamos en un estado
permanente de sensualidad, como si estuviéramos cubiertas por una nube de
amor, de erotismo, de excitación…
San emitió un gemido ronroneante y ya no hubo más palabras, solo
caricias, jadeos, pasión, gemidos interminables, besos, sudor y falta de
aire…
CAPÍTULO 23

A quella noche la pasamos juntas, nos amamos como si el mundo fuera


a desvanecerse de un momento a otro, y como siempre, dormimos
poco, con los ojos a medio cerrar, y el corazón despierto.
Me despertó una tremenda tormenta; cuando me levanté para cerrar las
ventanas, un relámpago iluminó de pronto el cielo, las nubes se
arremolinaban sobre nuestras cabezas transportadas por el viento, haciendo
que la oscuridad, poco a poco, fuera ganando terreno. Eran nubes lóbregas y
densas. La lluvia caía violentamente con gotas gruesas, maltratando la tierra
con toda su fuerza y sin ningún atisbo de que intentara parar. La
temperatura había descendido considerablemente durante la madrugada, y
el viento se hacía más patente cada vez. La lluvia insistente y las nubes
cargadas con no muy buenas intenciones dieron paso al espectáculo. Los
rayos comenzaron a caer iluminándolo todo.
–¡Te vi! ¡Te encontré! –sonreí.
Un relámpago volvió a iluminar la habitación, permitiendo ver mi propio
reflejo en la ventana, extendí la mano para tocarlo, pero la imagen ya había
desaparecido y mis dedos solo rozaron el frío cristal.
–¿Qué haces, cariño?
–Esperando…
–¿Y qué esperas si puede saberse?
–A los rayos. ¡Mira! ¡Ahí cayó otro!
–Ali, por favor, vuelve aquí. No los mires… ¡los vas a atraer!
–Parece que vaya a acabarse el mundo hoy.
–¡Alison! No hables así… me da miedo.
–¡Eres una miedica! –me burlé.
–Pues sí, lo soy. Siempre me han asustado las tormentas, sobre todo
cuando vienen con mucho ruido y con rayos.
–Este tipo de tormentas siempre me han parecido un fenómeno
interesante. Solo se presentan cuando hace mucho calor y humedad.
–Vuelve a la cama, te lo suplico.
Recorrí la corta distancia que nos separaba para volver junto a ella, en
cuanto me introduje otra vez bajo las sabanas, Sanyu se acercó a mí y sus
brazos me rodearon tan fuerte que casi no podía respirar.
–Tranquilízate, mi amor, no pasa nada… –afirmé, a la vez que acariciaba
sus cabellos con ternura.
–No puedo –susurró, pegada a mi cuello.
–Ese rayo ha caído lejos, la tormenta pronto amainará.
–No me gustan los rayos.
–Son bonitos, poderosos…
–¡Son peligrosos! –protestó.
–Cuando era niña yo también tenía miedo de las tormentas, de los rayos y
los truenos. Cuando el viento soplaba tan fuerte que azotaba las copas de los
árboles, corría a los brazos de mi padre, que me contaba siempre la misma
historia para que me calmara y pudiera dormir ¿quieres oírla?
–Me encantaría.
–Había una vez, un trueno, que buscaba compañera para casarse…
–¿Era guapo el trueno?
–¡San…! ¡Calla y escucha!
Sanyu sonrió burlona…
–Era normal –concluí –No me interrumpas…
–¿Cómo tú? –dijo, mientras dibujaba el contorno de mi mandíbula.
–¡San…!
–Lo siento, continua.
–Bien, por donde iba… ¡Sí! El trueno estaba triste, porque todas las
fuerzas de la naturaleza huían de él… ¡Era tan rudo y poseía una voz tan
potente…! Hasta que un día encontró una luz muy hermosa, se llamaba
“relámpago”. Ella se enamoró del trueno, lo aceptó a pesar de que todos le
temían, a pesar de su estrepitoso ruido, a pesar de todo, así que se casaron y
al poco tiempo nació la tormenta.
–¿Es morena la tormenta?
–Sí, San, es morena y tiene los ojos negros como tú –la besé.
–Me parece que tú eres mi trueno y yo soy tu relámpago.
–¿Qué quieres decir?
–¡Nada!
–¿¡Nada!? –me subí a horcajadas sobre ella y la sujeté con una sola mano
mientras con la otra le hacía cosquillas. San nunca podía resistirse a una
buena sesión de cosquillas.
–Oh, por Dios… ¡vale ya! ¡Para!
–No pararé hasta que confieses…
–¡Por Dios, para!
–¡Confiesa mujer…!
–Pues eso –se reía sin parar.
–¿Eso? ¿¡Qué!?
–Que eres muy ruidosa, cuando estás... ¡ya sabes! –una risa maliciosa
asomaba a sus facciones.
–¿Qué insinúas?
–Cuando hacemos el amor eres peor que un millón de truenos juntos.
–¿Ruidosa yo? ¡Ahora verás!
–¡No, por favor!
San reía y daba vueltas sobre la cama, intentando esquivar mis manos que
perseguían su cuerpo, juguetonas.
–¡Voy a demostrarte lo ruidosa que puedo llegar a ser!
Continué con mi ataque a sus costillas y costados hasta que la risa y la
respiración se hicieron tan intensas que caímos rendidas la una junto a la
otra.
–Estás loca, Alison Talvot –dijo con la voz entrecortada.
–Oh, sí… lo estoy, pero por ti.
En ocasiones, deseas que el mundo se pare, pero nunca lo hace… yo lo
deseaba cada vez que tenía a San entre mis brazos. Cuando por fin la risa
fue cediendo y nuestras respiraciones se hicieron más lentas, me giré hacia
ella y comencé un ritual de caricias con las yemas de mis dedos por todo su
cuerpo. Con pequeños y sutiles toques, recorrí sus piernas, pies, costados,
abdomen, brazos, manos… eran caricias tan delicadas y dulces que mis
dedos apenas rozaban su piel.
Esa era mi gran habilidad, el gran misterio de la suavidad de una caricia,
de la sutileza de mis movimientos. Sentía como una enorme sensación de
bienestar y relajación invadía a mi San con aquellas caricias. Noté como se
dibujaba una sonrisa en sus labios, y en ocasiones, como su piel también se
erizaba. El tiempo se detenía para mí en esos instantes, mientras desplazaba
mis dedos por su hermosa piel, sabiendo que su espalda la delataría y cada
vez que rozara la parte central, no podría evitar estremecerse…
Mis terribles palabras, la devolvieron a la realidad:
–Todo lo bueno tiene un final, y la sesión de cosquillearte no va a ser una
excepción…
–Tienes magia en esas manos –exclamó, aún sin darse la vuelta.
–Tengo mis trucos.
–¿¡Aclárame eso…!?
–Bueno, ya sabes… por esta cama han pasado las más bellas damas del
condado.
–¿¡Cómo!? –se giró hacia mí con una mirada casi asesina, mientras yo
reía burlándome de ella.
–Mi experiencia me ha demostrado que el placer sólo se activa cuando las
caricias se realizan a una velocidad de dos millas por hora, o lo que es lo
mismo, dos centímetros por segundo y sin presionar demasiado.
–Alison Talvot, te voy a matar…
–¿Celosa? –exclamé con una sonrisa picarona.
–Se escribe “celos” pero en realidad se pronuncia “no me caen bien tus
amiguitas”.
–No debí enseñarte a leer ni a escribir –la chinché.
Mis risotadas llenaron la habitación mientras los ojos y los labios de San
se convertían poco a poco en dos rendijas oscuras.
–¡Te odio!
–Me amas.
–Eres una bruja malvada, ¿Dónde dejaste tu escoba? ¿Eh?
–¡Vamos, amor! ¡Solo bromeaba! Sabes que eres la primera y única mujer
de mi vida y siempre lo serás…
–Más te vale…
…y así pasaban los días, las semanas y los meses, disfrutando lo que la
vida había puesto en nuestro camino y tratando de olvidar aquello que nos
producía dolor. Viviendo el día a día con orgullo y sin miedo.
Abrazándonos, abrazándonos fuerte…
Siempre juntas a pesar de los problemas, a pesar de la guerra, a pesar de la
raza, a pesar de ser mujeres, a pesar de las tormentas…
… a pesar de todo.
CAPÍTULO 24

M e llevó algún tiempo realizar los trámites para hacerme cargo de la


herencia, y un par de viajes a Charleston para tasar la hacienda y
retirar parte de los fondos en metálico. Oscurecía cuando llegué de nuevo a
la plantación. Madi y San salieron a mi encuentro en cuanto escucharon mi
caballo galopando.
–Mi niña, gracias a Dios que llegaste. No me gusta que cruces el bosque
de noche, son demasiados los peligros que pueden acechar a una mujer sola
en los caminos.
–Tranquila, Madi. Voy armada, ¿recuerdas? –mis ojos se clavaron en San.
No podía evitarlo, la echaba terriblemente de menos cuando nos
separábamos, aunque fuera por poco tiempo. En cuanto puse mis ojos en
ella sentí deseos de besarla, de abrazarla, de estrujarla contra mí. ¡Dios! la
amaba con todas mis fuerzas. Esa forma tan ardiente que tenía de mirarme
me derretía, y estaba segura de que lo hacía a propósito… la expresión de
sus ojos, de su cara, su actitud, su forma de mover las caderas cuando
caminaba delante de mí… Sí. Me hipnotizaba y San lo sabía.
–Aun así, no hay nada peor que un hombre con malas intenciones. –Entró
en casa protestando en voz baja.
–Hola, mi reina –susurré en su oído cuando Madi nos dio la espalda.
Con una mirada salvaje y sin decir una sola palabra, atrapó mi labio
inferior entre sus dientes y lo mordió con más fuerza de la esperada. Lo que
hizo que mi cuerpo reaccionara instantáneamente dejando escapar un
gemido tembloroso, como si tiritara de frío… la miré sorprendida.
–¿M… me extrañaste?
–Ni te lo imaginas –contestó.
Me dejó momentáneamente atrapada en su mirada, unos segundos
después se alejó con parsimonia para caminar por delante de mí.
Esa mujer me volvía irremediablemente loca, estaba rendida ante sus ojos,
ante su cuerpo, ante sus encantos. Perdida, indefensa, impotente, y
completamente desarmada…
Subí hasta mi dormitorio y después de cambiarme y asearme baje para
cenar, Madi y San me esperaban de pie en el comedor. Tardaron meses en
acostumbrarse a acompañarme a la mesa, comer en la misma mesa que los
amos era algo inconcebible para un esclavo, pero ellas ya no lo eran y
aunque muchas veces actuaban como tal, me esforzaba por que se sintieran
al mismo nivel que yo.
Madi llevaba en casa toda mi vida, incluso desde antes de que yo naciera.
Me conocía muy bien y, desde hacía meses, conocía nuestro secreto;
muchas veces la sorprendía mirándonos de hito en hito, por lo que nada más
acabar de cenar me decidí a hablarle del asunto, no le había preguntado a
San si le parecía bien hacerlo o no, lo decidí en un impulso. Vivíamos las
tres juntas y no quería tener que fingir que no sentía lo que sentía.
–Madi, voy a contarte algo y no quiero que te alteres ¿de acuerdo?
–Alison, te conozco lo suficiente como para que mis rodillas comiencen a
temblar con solo escuchar lo que acabas de advertir… ¿Qué ocurre?
–Necesito que me escuches con atención.
–No me pongas más nerviosa y confiesa lo que tengas que decir.
–Quiero hablarte de San y de mí… de nosotras…
Sanyu levantó la vista para mirarme, quedó tan sorprendida por mis
primeras palabras, que dejó caer su mandíbula inferior casi hasta el suelo.
–No hace falta que digas nada, Alison –exclamó–. Lo sé…
–Sé que lo sabes, pero necesito hablarte de ello.
–No me parece apropiado.
Las velas tintineaban sobre la mesa, el fuego de la chimenea ardía, pero, a
pesar de sus esfuerzos, no conseguía iluminar por completo el enorme
comedor. La oscuridad susurraba en los rincones, las sombras parecían
bailar a lo largo de las paredes, oscilando de un lado a otro, acompañando
las llamas… Sanyu continuaba en silencio, pasando los ojos de una a otra
con cada frase que intercambiábamos.
–Nos queremos, Madi –dije, con voz rápida y baja.
–¿Os queréis? ¿Qué quiere decir eso de que os queréis? ¡Me estás
diciendo que os queréis como se quieren un hombre y una mujer! ¿Es eso?
¿Es así como os queréis?
–Sí –respondí con determinación –San y yo estamos enamoradas y nuestra
intención es…
Madi cabeceó, y levantó ambas manos cubriendo por completo sus oídos,
en un intento de evitar escuchar mi inesperado arrebato de sinceridad.
–¡No necesito saber los detalles!
Madi ladraba, pero no mordía y yo me aprovechaba siempre de ello
vergonzosamente.
–¡Venga, mi negrita! –la abracé.
Nos quedamos un rato en silencio, pero no fue incómodo, casi fue como
hablar sin decir nada.
–Alison Talvot, no me tires de la lengua, o te diré cosas que no querrás
escuchar.
–Vamos, mamá Madi. Reconozco que me he enamorado de una persona
de quien seguramente no debo o al menos no resulta socialmente correcto,
pero así es el amor… En ocasiones surge con fuerza y no respeta leyes,
imposiciones, pautas sociales, parentescos y un sinfín de cosas más.
–¡Lo vuestro no puede ser! ¡Dos mujeres no pueden amarse de ese modo!
¿No lo entiendes? va en contra de la naturaleza, en contra de Dios, en contra
de todo…
–¿¡Cómo puedes decir eso!? –aquella frase me pilló desprevenida.
–¿Y qué esperabas?
–Tu apoyo, Madi o por lo menos tu comprensión.
–Lo siento –dijo sin más.
–Todo esto no te hubiera parecido mal si yo fuera un hombre ¿no es
verdad?
Mi comentario resultó un tanto seco, pero siendo sincera, durante toda la
cena solo había tenido una cosa en mente, y era precisamente sentirme libre
de amar a San, también ante sus ojos.
–Pero no lo eres, Alison, por Dios.
–Por favor, Madi –la interrumpí–. No metas a Dios en esto.
–¡No lo entiendo! –continuó.
–Verás, Madi. Desde que el mundo es mundo ha habido amores
prohibidos o casi prohibidos. Dos amigos o hermanos que aman a una
misma mujer, el que se enamora perdidamente de la mujer de su vecino,
aquellos primos que eran como hermanos y sin embargo el amor surgió
entre ellos, como una llama imparable que lo arrasa todo… barreras al fin y
al cabo, barreras culturales, raciales, religiosas… hacen que muchas veces
el amor se viva como un imposible. Y eso es un completo error.
–Te has olvidado de los amos que se enamoran de sus esclavas.
–¡San nunca ha sido una esclava para mí! ¡Ni tú tampoco! Si te cuento
todo esto es porque necesito que nos des tu bendición, no quiero seguir
ocultándome ante tus ojos. Cuando madre murió, tú ocupaste de algún
modo su lugar, me has cuidado, curado y alimentado durante años. No
quiero que levantes un muro en tu corazón y nos dejes fuera. Te quiero, te
queremos y eso es lo único que importa.
–El amor entre mujeres, Alison, no es natural.
–¡Natural! –grité de ira –¿Y esta maldita guerra? ¿Es natural? ¿Es natural
matarse entre hermanos? ¿Azotar a una persona porque no te gusta su piel?
¿Arrancarles los hijos de los brazos a las esclavas y venderlos al mejor
postor? ¿Es eso natural? No Madi, te aseguro que no es natural. Créeme,
amar a San es lo más natural que he hecho jamás.
–Eso es precisamente lo mismo que ella dijo cuándo la sorprendí saliendo
de tu dormitorio.
San dejó de masticar y el pequeño bocado se quedó en su carrillo derecho,
sus delgados dedos se aferraron a su cuchara y se mordió la lengua para
evitar llorar mientras nos miraba con los ojos humedecidos.
–Me alegro de que saques el tema porque, desde esta noche, San dormirá
conmigo.
–No necesitas pedir permiso para hacer cuanto desees.
–No lo hago, Madi –le lancé una mirada tan dura que enrojecieron sus
mejillas.
–¿Y tú?, –atacó de nuevo –¿No tienes nada que decir? –su mirada se
dirigió a San.
San apretó los labios con tanta fuerza, que por un momento perdieron su
color.
–Lo siento, Madi. No me negaré a mí misma, ni ante ti, ni ante nadie.
–¿No os dais cuenta de lo que ocurriría si alguien se enterara de lo
vuestro? –exclamó con preocupación.
–¡Pues claro que lo sé! –respondió San –¿Crees que no sufro por eso?
Una lágrima solitaria descendió rápida por su rostro hasta desaparecer en
la comisura de sus labios.
La mirada de Madi regresó de nuevo a mí. Estaba sentada, rígida, alerta,
esperando, mirando… permaneció unos minutos en silencio, casi podía oír
su agitado corazón golpeándole en el pecho. Se inclinó hacia delante y
entrecerró los ojos. Respiró profundamente, tragándose su expresión de
disgusto, apretó los labios soltando un agudo y decidido suspiro y por fin
habló:
–Lo siento, Alison. Te quiero, eres un ángel y si Dios te ha bendecido con
el don del amor, aunque venga de manos de una mujer, no seré yo quien te
juzgue por ello.
–¿Lo ves? ¡Acabas de hacerlo!
–¿Hacer qué?
–Derribar tu primer muro, sin tan siquiera ser consciente de ello –la
abracé.
–Será mejor que recoja la mesa –dijo, mientras se levantaba de la silla
nerviosa–. Se está haciendo tarde y tengo muchas cosas que hacer aún.
Antes de desaparecer por la puerta de la cocina, Madi se giró sobre sí
misma para dirigirse por última vez a nosotras, su voz sonó profunda y
melodiosa, como si en un solo instante lo hubiera comprendido todo.
–Vive cada momento de tu vida, porque todos ellos son preciosos y no
debes malgastarlos –y desapareció.
Sanyu se levantó inmediatamente y comenzó a recoger parte de la vajilla
sin decir una palabra.
–Bueno… ¿finalmente ha entrado en razón, no? –me atreví a preguntar.
–Hablaremos más tarde, el viaje desde Charleston es agotador, deberías
descansar yo subiré dentro de un momento –dijo antes de marcharse.
Mientras regresaba a mi dormitorio fui recapacitando, pensando en todas las
cosas que había dicho, quizás me hubiera excedido, o quizás hubiera sido
mejor hablarlo con San antes de lanzar la bomba. Agité la cabeza, como si
con ello pudiese borrar toda aquella conversación. Entré en mi cuarto, me
miré al espejo y vi un rostro que parecía lejano, casi el de una extraña.
¿Cuándo fue la última vez que me había apartado de mi camino para saber
si había tomado una buena dirección? Siempre que decidía algo me sentía
orgullosa, como que era dueña de mi vida, de mi destino, pero nunca me
paraba a pensar donde terminaría ese camino. Quizás en esta ocasión me
había precipitado. San entró y me sorprendió sumida en mis pensamientos.
–Alison, ¿cómo no me advertiste de qué harías una cosa así?
–San, yo…
Me quedé atónita, había esperado un sermón, y en su lugar encontré una
mirada de aprobación; comencé a decir algo, pero San se apresuró a colocar
su dedo sobre la pequeña cavidad encima de mi labio para que me callara.
Tomó mi rostro entre sus delicadas manos y con esa insondable y profunda
mirada suya atrajo mis ojos, como si de imanes se tratara.
–Gracias –exclamó.
–¿Por qué?
–Por defendernos de un modo tan genuino, por ofrecerme un amor en su
forma más pura. Esa clase de amor que tan solo quiere expresarse, y que no
pide nada a cambio. La clase de amor que he estado esperando durante toda
mi vida, y que creí que no existiría. No para mí.
Me quedé sorprendida, habría jurado que estaba molesta conmigo por
confesar a Madi todo lo que sentía por ella, sin ni tan siquiera pedir su
opinión. Aquellas palabras me emocionaron tanto que deshice la corta
distancia que nos separaba para fundirme una vez más en aquellos
maravillosos labios, que me resultaban más dulces que la miel. San
respondió a mi beso desbordando una pasión contenida, como si al igual
que yo, hubiera estado esperando ese instante con un deseo que ya había
durado demasiado tiempo. En un abrir y cerrar de ojos nuestras ganas de
sentirnos se apoderaron de nosotras y comenzamos a desnudarnos
apresuradamente, con esa necesidad que teníamos la una de la otra. Nos
dirigimos hacia el lecho, entre besos y caricias, hasta que sus piernas
tocaron el borde de la cama y se dejó caer. Me coloqué sobre ella con la
respiración acelerada, la miré, me vi reflejada en sus ojos y sentí el amor
más grande, puro e infinito que puede llegar a sentir un ser humano.
–Te amo, San. Quiero estar contigo para siempre.
–Mi alma ya te pertenece, posee ahora mi piel y mis sentidos, porque, si
no lo haces, creo que voy a morirme…
Nos acariciamos y nos besamos, completamente ebrias de deseo. Hicimos
el amor con locura, con pasión, con devoción. Recorriendo nuestra piel con
los labios, los dientes y la lengua, buscando ese lugar en nuestros cuerpos
que al ser besado y acariciado produce una sensación inexplicable de placer,
a veces ese lugar, era el cuello, la parte de atrás de la nuca, o un leve soplo
en el oído. Otras veces eran lugares ocultos, mucho más íntimos. Los
primeros gemidos eran sofocados, más tarde se fueron convirtiendo en
quejidos hondos y rápidos, como los que arranca el reiterado golpe de un
instrumento cortante, después vinieron otros articulados, violentos,
anhelosos, como si la laringe quisiera beberse todo el aire que existía a
nuestro alrededor, para enviarlo hasta las entrañas y transcurrido algún
tiempo, la voz se alteró, se hizo ronca, oscura, como si naciese debajo de
nuestros pulmones, en las profundidades de nuestro ser, en lo más íntimo
del organismo… en el alma. Como si estuviera a punto de acabársenos la
vida.
Sujeté sus mejillas con las manos, apoyando mi frente sobre la suya,
respirando nuestros propios alientos, tratando de conseguir más oxígeno.
San gemía con los ojos cerrados.
–Mírame.
Necesitaba saber que aquello no era un sueño, que lo había conseguido,
que la felicidad estaba ahí, podía tocarla con las manos. Quería susurrarle
mil palabras al oído, pero me contuve, deseaba expresarle a través de mis
ojos todo lo que sentía mi corazón, sin necesidad de usar la voz.
–Mírame, San –supliqué.
Sanyu abrió sus enormes ojos negros y la sentí suspirar entre mis brazos.
Me estremecí al contemplarla, me incorporé ligeramente sobre ella para
tener una mejor perspectiva de su rostro y clavé mis ojos en los suyos con
intensidad, mientras me entregaba por completo a ella, a ese instante que
me cambiaba la vida, que me dejaba sin aliento, consciente de que tenía
algo por lo que vivir, por lo que luchar, que me había ocurrido a mí… y el
tren de mi vida ya solo podía tomar una dirección y no era otra que los
brazos de la mujer que amaba.
La quería tanto, que parecía que mi corazón fuera a explotar. Necesitaba
sacar todo aquello de mi interior, dejar que brotara, liberarlo, expresarlo a
través de mi piel, de mis sentidos, deseaba gritar, gemir, abandonarme al
placer, pero solo podía centrarme en ella, en hacerle el amor hasta verla
morir de satisfacción entre mis brazos, y hacer de su vientre mi hogar.
Acoplé mi boca a la suya y nuestras lenguas se encontraron, acariciándose
con una pasión casi desesperada, dándose de beber la una a la otra, como si
hubiéramos estado vagando por un desierto infinito, hasta hallar finalmente
un oasis en nuestros labios. Nos movimos juntas, haciendo danzar nuestras
caderas con la cadencia de una pieza musical, de una obra poética,
compartiendo nuestros fluidos, mirándonos a los ojos, uniendo nuestros
cuerpos, hasta convertirlos en uno solo.
Comencé a temblar en el mismo instante, en el que me di cuenta que
también se acercaba el momento para San. Traté de detener mi propio
estímulo, centrando toda mi atención en ella, en complacerla, hasta que
llegó a un punto de no retorno. Esperaba deseosa que se produjera esa
liberación para poder atender a mi propio cuerpo. Volvimos a fijar nuestras
miradas y llegamos juntas a la cima del placer. Consumando el final
mediante un recorrido escalonado y extenso que nos hizo delirar hasta
llegar a tocar el cielo con las manos.
–Te amo con desesperación –susurré, pegada a su oído.
La sentí sonreír contra mi piel, tenía la cara escondida entre mi cuello y
mi pecho, y la respiración tan agitada que le era imposible hablar. Me
desplacé un poco hasta quedarme de lado, San vio cómo mis ojos brillaban
como cristalizados mientras mis manos acariciaban su cabello. Dibujé el
contorno de sus labios con las yemas de mis dedos, mientras, ella trataba de
atraparlos con delicadeza entre sus dientes. Las miradas llenas de ternura
nos envolvían. Muchas veces me sorprendían sus ojos, era como si su mirar
fuera tangible, como si el brillo que desprendían aquellos ojos llegara a
tocarme.
–San.
–Qué, mi vida.
–Acabo de darme cuenta de que jugamos al amor.
–¿Qué quieres decir?
–Nos insinuamos, nos provocamos, nos besamos, y nos dejamos llevar,
pero no hacemos el amor.
–¿Ah, no…? –frunció el ceño.
–Es el amor, quien nos hace a nosotras…
–Tus palabras besan donde los labios no llegan ¿lo sabías? Eres un
milagro, Ali. ¡Te llevo tan dentro de mí!
Sus largas pestañas temblaron ligeramente, y sus labios se separaron
despacio dibujando una perfecta curvatura, hasta que sus dientes reflejaron
la luz y comenzaron a brillar como perlas.
–Un día de estos, San… voy a comerme esa sonrisa que me regalas y
dejaré el mundo sin luz.
–El mundo puede quedarse en completa oscuridad. Es tú mirada la que
ilumina mi corazón, y te aseguro que esa luz jamás podrá apagarse.
–Siempre tienes argumentos sólidos para convencerme.
–Y tú hermosas palabras con las que enamorarme cada minuto un poco
más.
Nos quedamos abrazadas, sintiéndonos, dejando que el latido de nuestros
corazones disminuyera hasta ser casi inaudible. La noche nos abrazó y nos
abandonamos a la sensación de paz que nos proporcionaba amarnos sin
reservas.
Después de que San se durmiera entre mis brazos, lloré. Lloré de puro
gozo, de felicidad extrema, a pesar de todo el dolor y el sufrimiento que
había rodeado nuestras vidas. Lloré un buen rato, en silencio, y lo hice
como una liberación asociada a la cantidad de sensaciones que me llenaban
por dentro, desbordando mi alma, como un río se desborda con la crecida.
CAPÍTULO 25

E sa noche el cielo estaba extraordinariamente claro, el centelleo de


miles de millones de estrellas parecía palpitar con un pulso común, la
luz de la luna iluminaba los alrededores de la plantación. El cielo era tan
oscuro y, a su vez, tan repleto de estrellas, que resultaba utópico no
preguntarse cómo era posible que existieran las malas personas bajo una
bóveda tan hermosa.
Nada hacía sospechar lo que ocurriría. Si hay algo en la vida que no se
puede elegir, además de la familia, son sin duda, los enemigos. La vida a
veces, es como cuando juegas por primera vez al ajedrez. Cuando empiezas
a entender cómo se mueven las piezas, ya has perdido.
“Las serpientes” son de entre todos los animales, uno de los más parecidos
a los hombres, se arrastran, reptando sigilosas, cambian la piel a
conveniencia, y de ese modo esperan su oportunidad, agazapadas,
inmóviles, acechando en la oscuridad para alimentarse de las crías de otras
especies, asaltando sus nidos, incapaces de enfrentarse a ellos de frente en
una lucha limpia. Son pacientes y aprovechan la menor oportunidad para
asestar su mordedura letal. Solo tienen veneno para una picadura, por lo que
eligen con cuidado el cómo, y el cuándo. Necesitan horas para generar más
veneno, por lo que aprovecharán al máximo su oportunidad. Un golpe
rápido y certero y aquellos que llevan su marca son condenados a una
muerte segura, lenta y dolorosa. Mientras el veneno corre por las venas, el
corazón de la víctima se acelera unos instantes, y después late cada vez más
despacio, hasta que por fin se detiene, pero, a diferencia de los hombres, las
serpientes incluso con toda su mezquindad, nunca morderían a sus
semejantes… Esa noche, el cielo estaba extraordinariamente claro, pero las
sombras oscuras acechaban ocultas en su propio instinto, latentes,
invisibles, esperando su oportunidad.
Su mentón cuadrado y prominente, y sus ojos hundidos hacían que las
mujeres torcieran el rostro al observarlo. La chaqueta larga hasta las botas
tapaba el revólver Colt Navy en su cinto. Con el ala del sombrero cubría su
mirada azul desafiante. Dos cuatreros que se dedicaban al robo de ganado le
acompañaban. Esos hombres tenían el rostro frío como el hielo y los
pensamientos fijos en la venganza.
Se movieron con sigilo, dos por la puerta principal y el tercero por detrás,
no les fue difícil conseguir su objetivo, entraron en la casa amparados en las
sombras. El alcohol les resultaba de algún modo necesario para encontrar la
desinhibición de su conducta, eliminando cualquier control sobre sus
instintos e impulsos, dejando que afloraran sus comportamientos agresivos,
pero el factor sorpresa se desvaneció de pronto, al derribar por torpeza un
jarrón que descansaba sobre una pequeña mesa.
–¿¡Qué ha sido eso!?, –el ruido atrajo mi atención –¡San, quédate aquí!
Cogí mi pistola y me apresuré a ver lo que ocurría.
–Hay alguien abajo –murmuré en voz baja.
–¡Alison, no vayas! –exclamó asustada.
–Shhh cierra la puerta y no hagas ningún ruido.
Era muy tarde, el silencio reinaba en el interior de la casa. Comencé a
andar despacio junto a la pared, revolver en mano, me agaché al llegar a la
altura de las escaleras y asomé levemente la cabeza tratando de enfocar con
la mirada en medio de aquella oscuridad. Mi respiración estaba muy
agitada. Alguien había irrumpido en la plantación, no sabía quién, pero lo
que sí sabía era que, quien quiera que fuese, no tenía buenas intenciones.
Me pareció que mi corazón latía por lo menos a doscientas pulsaciones por
minuto cuando, poco a poco, comencé a descender silenciosa las escaleras,
evitando cuidadosamente el chirrido del tercer escalón. De pronto los
escuché, las carcajadas se oían en un tono tan bajo, que me resultaba
imposible distinguir entre su sonido y el ruido de mis pensamientos. Tras
bajar el último escalón, me agazapé al otro lado de un aparador que había
cerca de la puerta principal. Pude distinguir una figura, estaba a tan sólo
unos pocos metros, era un hombre corpulento, estaba armado y se dirigía
hacia mi posición.
En la oscuridad en la que estaba sumergida, intenté definir la silueta de su
boca entreabierta mostrando sus pestilentes dientes, su imagen era tan
diáfana, que no sabía si la veía o me la estaba imaginando. Mi mente estaba
difusa, espesa, intentaba pensar… pero no podía moverme, si lo hacía me
descubriría. Mi grado de desesperación se acercaba a dimensiones infinitas,
mientras la carcajada seguía ahí, desde su sucio rincón, acechándome. Sentí
miedo, pero también una rabia incalculable, el silencio volvió a llenarlo
todo, y solamente la voz del viento gimiendo llegaba a mis oídos. Recorrí la
habitación con la mirada en busca de una salida, el tiempo se me acababa…
estaba segura de que al menos eran tres o cuatro, y no podía enfrentarme a
ellos sola.
Ese hombre me vio y disparó su arma, por suerte me agaché y no me
alcanzó, inmediatamente devolví el fuego. Un grito desgarrador salió de su
garganta cuando la bala penetró en su pierna derecha. Aquello le hizo
tambalearse y caer al suelo volviéndose loco, y disparando el resto de la
munición sin apuntar. Estaba tan cerca de ese hombre que pude escuchar la
cadencia de fuego y hasta la rotación de los cilindros de su pistola con toda
claridad. No estaba dispuesto a que le hiriera sin llevarse mi vida por
delante, y no me alcanzó por poco.
Le observé desde dónde me escondía mientras recargaba su revólver,
algunas balas cayeron de sus temblorosas manos. Se incorporó con todo el
dolor del disparo. Su herida era limpia aunque dolía y perdía mucha sangre.
–¡Mierda, Joffrey! ¡Esa puta me ha dado! –gritó.
¿¡Dawson está detrás de todo esto!? –pensé…
–¡Tire el revólver, señorita Alison! ¡Hágame caso, o me veré obligado a
matarla! –la voz sonó distorsionada, desde el lugar en el que permanecía
oculto.
–¿Por qué has vuelto, Joffrey? –grité –¡Te dije que si volvías a pisar mi
propiedad, sería yo misma quien te mataría!
Se rio de forma diabólica, y las risas de los otros hombres se sumaron a la
suya. Estaban bebidos, pero no demasiado, el alcohol los había vuelto
locuaces, perniciosos y destructivos.
–¿¡Qué quieres!? –exclamé.
–¡Quiero a esa negra que tanto proteges! ¡Entrégamela y nos iremos de
aquí!
–¡Ni lo sueñes, Dawson!
–¡Sé que estáis solas! –arguyó.
–¡No le pondrás tus sucias manos encima! –volví a gritar.
Mientras hablaba con él me moví sigilosa hasta el comedor y me oculté
pasando de un mueble a otro. Joffrey hizo una señal a uno de sus hombres
para que fuera por detrás.
–¡Quiero a esa mestiza, no me iré sin ella!, –su voz se escuchaba ahora
desde otro lugar.
Un ruido detrás de mi posición me hizo girarme, estaba oscuro y apenas
podía ver nada, traté de enfocar en la oscuridad, pero las cortinas ocultaban
parcialmente los ventanales y la luz de la luna no iluminaba la estancia. Me
pareció distinguir una silueta e instintivamente disparé mi arma. Antes de
que pudiera reaccionar uno de los hombres se abalanzó sobre mí y me
derribó. Perdí mi pistola durante el forcejeo, traté de defenderme con toda la
rabia que pude, pero ese hombre era más alto, más fuerte y más corpulento
que yo…
–¡Suéltame, cerdo!
Aquel hombre agarraba mis manos, eran tan frías y huesudas que sentí un
temblor de pánico en el estómago. Me apretó con tanta fuerza que pensé
que me rompería las muñecas si trataba de zafarme de su agarre. Por un
segundo su cara estuvo tan cerca de la mía, que las tripas se me revolvieron
al percibir su fétido aliento a whisky barato.
–Estate quieta… ¡Vaya! ¡Que hierban mis huesos en agua salada! Eres una
gatita preciosa –exclamó.
Le escupí a la cara –¡No te acerques a mí!
El hombre arrugó el rostro y antes de que pudiera reaccionar soltó una de
mis manos y me dio un tremendo puñetazo, nunca había sentido tanto dolor,
me tambaleé aturdida. Un fuerte mareo me sobrevino y de repente todo se
oscureció aún más…
–¿¡Alison!? –escuché la voz de Sanyu a lo lejos, pero fui incapaz de
contestar.
El hombre que me había golpeado se ocultó y atrapó a San,
sorprendiéndola por la espalda antes de que pudiera acercarse más.
–¡Mira lo que nos ha llovido del cielo, Dawson! –exclamó ese hombre
alejándose de mí–. Que me embadurnen de brea y me echen al fuego, si esta
mestiza no es para comérsela.
Escuché sus risas alejándose y me desmayé. No sé cuánto tiempo
permanecí inconsciente, los gritos de Sanyu me hicieron reaccionar. Estaba
muy asustada y chillaba con exagerado miedo, tratando quizás de que
localizara su voz.
Dawson la mantenía agarrada por el brazo y el otro hombre la derribó. Me
arrastré por el suelo buscando mi arma, pero no la encontraba, no estaba
allí… Como pude me dirigí hacia el lugar donde escuchaba a San. Cuando
me aproximé lo suficiente, vi como Joffrey intentaba forzarla, ese cerdo
estaba encima de ella. El otro hombre observaba la escena, tenía el rostro
cuarteado y enrojecido, aunque era un hombre joven. Sanyu gritaba y se
resistía mientras Joffrey la sujetaba por las muñecas.
–¡No te resistas, maldita negra, o será peor!
–¡Vamos, Dawson! Dale a esa mestiza su merecido. Enséñale cómo somos
los hombres blancos del sur.
La puerta principal se abrió de pronto.
–¡Que me arranquen la piel y que la tiendan al sol! –protestó sorprendido.
Un hombre negro, envejecido, estaba de pie bajo el quicio, portando en
sus manos un rifle Henry de cañón octogonal. No dudó ni un segundo en
usarlo. El hombre que me había atacado recibió el primer disparo en el
costado, con un rápido movimiento el viejo accionó la palanca inferior
eyectando un nuevo cartucho a la recámara disparando una vez más. El
disparo se alojó en su espalda, y ese hombre quedó tendido en el suelo boca
abajo. El viejo agotó la munición, se disponía a colocar una nueva tanda de
cartuchos en la recámara cuando el hombre que estaba herido en la pierna
disparó, alcanzándolo en el pecho.
–¡No! –grité por inercia.
Joffrey giró la cara en mi dirección. Se levantó y se dirigió hacia mí. Poco
después llegó el sonido de otro disparo. Madi había tumbado al tercer
hombre, dejando a Dawson sorprendido al ver a su compañero gritar.
Madi empuñaba una pequeña pistola que mi padre guardaba en uno de los
cajones del escritorio de su despacho. El disparo fue directo a la ingle. Uno
de sus testículos se volatilizó en el acto. El hombre se agarró la entrepierna,
cayendo de dolor al suelo. La hemorragia bañaba sus manos, la sangre le
salía a borbotones y unos segundos después quedo tirado en el mismo lugar,
completamente inerte.
Sanyu trató de huir aprovechando la confusión del momento pero Joffrey
la atrapó por el cuello, a la vez que nos apuntaba con su pistola, moviendo
su mano de una a otra, mientras continuaba agarrando del cuello a mi San,
que se iba quedando sin respiración.
–¡Suelta la pistola, negra!
–¡Apártese de ella, señor Dawson! –contestó Madi llorando.
Su risa resonaba en el silencio de la habitación y sus ojos tenían un brillo
enfermizo.
–¡Que la sueltes! –gritó con furia.
–¡Márchese! ¡Déjenos en paz!
De repente su gesto se tornó tan frío como un témpano de hielo y sin
mediar palabra, disparó dos veces contra Madi, alcanzándola de lleno. El
cuerpo de Madi cayó al suelo sin vida.
–¡Nooo! ¡Madi! ¡Bastardo!
Una daga de fuego me atravesó el corazón al ver el rostro de la mujer que
había considerado como una madre para mí durante tantos años, con la
mirada vacía y la sangre brotando abundantemente de su cuerpo.
–Voy a darte tu merecido, vas a saber lo que es un hombre de verdad,
Alison Talvot. Me divertiré de lo lindo, y cuando haya acabado contigo,
haré lo mismo con tu negra y te mantendré con vida hasta que termine para
que puedas ver cómo sufre.
–Suéltala…–dije entre dientes.
–¡Os mataré a las dos! –Sus gritos se convertían en carcajadas…
Golpeó con fuerza a Sanyu y la lanzó contra una de las paredes, quedando
en el suelo aturdida. Mi corazón retumbaba con fuerza en mi pecho, todo
estaba oscuro y sólo oía los pasos de aquel hombre siniestro. Joffrey
encendió una pequeña lámpara de aceite que iluminó la estancia
parcialmente.
–Te voy a encontrar y después te voy a matar –dijo.
En ese momento yo solo podía notar que temblaba, estaba agazapada,
arrodillada en el suelo cuando vi mí revolver brillar bajo en sofá de la sala,
me arrastré y lo alcancé. Mientras lo hacía, Dawson lanzó el quinqué, que
prendió rápidamente una de las cortinas del comedor.
Me vio cuando me moví para ocultarme en otro lugar y comenzó a
disparar, mientras, yo trataba de protegerme de las balas. Agotó su cargador,
volvió a recargar y en ese momento dejó escapar un grito de dolor.
–¡Aaargh! ¡Maldito perro rabioso!
Bella se lanzó sobre él, mordiendo fuerte la muñeca de la mano con la que
sujetaba su pistola, haciendo que soltara el arma. El animal agitaba la
cabeza de un lado a otro con fuerza y rapidez, como si quisiera despedazar
aquel trozo de carne entre sus fauces. Joffrey comenzó a golpear a la perra y
a tratar de apartarla de él sin éxito, Bella apretaba cada vez más a su presa,
su poderosa mandíbula se encajó, clavando profundamente los dientes
alrededor de su carne, provocando que Dawson sangrara abundantemente y
vociferara como un loco. La sangre salía a borbotones a través de la boca
del animal, empapando su hocico y volviéndola aún más agresiva. La perra
gruñó como nunca la había visto hacerlo. La arteria de su muñeca derecha
quedó completamente desgarrada. Sabía que Bella me quería mucho, tanto,
que estaba segura de que moriría tratando de defenderme. Al fin y al cabo
los dingos americanos eran perros salvajes y su herencia genética los dotaba
de un instinto de caza y presa, defensa y agresión, un espíritu combativo y
un acusado temple para discernir cuando sienten una amenaza hacia ellos o
hacia sus amos.
Joffrey intentó coger su pistola, pero se le escurrió entre los dedos, no
podía moverlos. Al atravesarle la muñeca, además de los vasos sanguíneos,
los dientes de Bella debieron cortarle algo por dentro.
Llené mis pulmones de aire y contuve la respiración. No podía dudar, me
erguí y le miré, tenía los ojos llameantes, con una insoportable mirada roja,
sangrienta, llena de odio. Dawson sonrió al enfrentarse a la muerte, pero, en
esa ocasión, se entregaría a ella. Le apunté a la cabeza con frialdad y apreté
el gatillo. El disparo le destrozó la mitad del rostro, salpicando sus restos
vitales por todas partes y arrebatándole el último estertor a ese demonio de
mirada vacía, y como un fardo cayó hacia atrás sobre un enorme charco de
sangre.
CAPÍTULO 26

L as llamas se extendieron rápidamente a través de las cortinas a los


muebles cercanos y finalmente a toda la estancia, el humo comenzó a
ser asfixiante, corrí hacia San y acuné sus mejillas entre mis manos, Sanyu
dejó escapar una lágrima de alivio en cuanto me tuvo delante.
–Mi amor…
–¡Oh, Ali!
Nos abrazamos desesperadas.
–La han matado, han matado a Madi –dijo, con los ojos empapados en
lágrimas y con las manos temblorosas.
–Lo sé, mi amor ¿Tú estás bien? ¿Te han hecho daño?
–Estoy bien, si no llega a ser por ti… ¡Dios! ¡Estaba tan asustada! Creí
que iban a matarnos también a nosotras.
–A eso vinieron, San…
El humo se extendía a toda velocidad, la temperatura a nuestro alrededor
comenzaba a ser insoportable y el aire insuficiente.
Comencé a toser.
–¡Ven conmigo, cariño! –dije con premura.
Entré a toda prisa en el despacho con San de la mano, me dirigí detrás del
escritorio, abrí el cajón central y saqué unos documentos importantes, así
como el dinero en efectivo que teníamos en la caja fuerte y los guardé en las
alforjas de la montura de mi padre.
–Tenemos que salir de aquí ¡Ayúdame! Hay que sacar a Madi.
De pronto el suelo pareció moverse bajo mis pies, ¿qué demonios me
estaba pasando?, aquel mareo tan intenso no podía ser culpa del golpe que
ese hombre me había propinado. Agité la cabeza ligeramente para
despejarme.
Arrastramos el cuerpo sin vida de Madi hasta el exterior. Al pasar por la
puerta principal, miré el rostro del viejo que nos había salvado la vida, de
no haber aparecido en ese momento, no creo que hubiera podido abatir a
esos tipos yo sola.
No lo había visto nunca, no era uno de mis hombres, no sabía de donde
había salido, pero ese esclavo había muerto tratando de salvarnos. Lo
alejamos de las llamas y nos quedamos allí. Ni siquiera pudimos tratar de
sofocar el fuego que se propagaba imparable por toda la casa, cualquier
esfuerzo hubiera resultado insuficiente. Los cristales de las ventanas
reventaban a medida que las llamas los alcanzaban… fue desgarrador
contemplar aquella escena, toda mi vida estaba dentro de esa casa, todos
mis recuerdos, mis pertenencias, el esfuerzo y el trabajo que mi padre me
había legado tan sólo unos meses antes, todo… y yo lo había perdido.
Las lágrimas se agolpaban en mis ojos pugnando por salir, una sensación
desoladora invadía mi alma, no sentía miedo exactamente, era otra cosa. Un
cansancio infinito, un cansancio que nunca podría reclamar descanso. Un
recordar cosas irrecordables. La crueldad humana era insostenible en todas
partes, nadie podía luchar contra la crueldad humana, vencía siempre ella…
–¿Dónde esta Bella? ¡Bellaaa! –grité–. ¡Bellaaa!
La perra surgió de la oscuridad corriendo hacia nosotras a toda velocidad,
al llegar hasta mí comenzó a lloriquear con un quejido lastimero.
–¿Qué te ocurre pequeña? ¿Estás bien? Deja que te vea…
–Está bien, Ali. ¡No tiene nada!, gracias bella. –La besó.
–Buena chica. –La abracé–. Tranquila pequeña –la calmé.
–Gracias a Dios que estamos bien las tres –dijo San aliviada.
Sanyu y yo respirábamos agitadas por los nervios, en el exterior los
caballos de los tres hombres relinchaban con desesperación, sujetos a un
poste de madera. Agitados y asustados por las llamas, resoplando su cálido
aliento visible en medio de la neblina de la noche y de aquella atmósfera
espectral. Estaba agotada, era incapaz de moverme, sentí arcadas, la frente y
el labio superior empezaron a sudarme profusamente. La cabeza me daba
vueltas y el frío se instaló en todo mi cuerpo.
–¿Qué hacemos con los cuerpos, Ali…? ¿¡Alison!?
De pronto, me fallaron las fuerzas y me sentí desfallecer, dejándome caer
de rodillas al suelo, había usado mis últimas energías para salir de allí,
arrastrando el cuerpo de Madi. Sanyu me observó desconcertada y pudo leer
en mis ojos el dolor, un dolor inmenso, como jamás había sentido.
–¡Mi amor! ¿Qué te pasa?
–No es nada –afirmé–. Estoy bien, San.
–¿¡Estas herida!? –exclamó con horror.
–Es solo un rasguño –mentí para no asustarla.
–¡Oh, Dios mío, no…!
–Tienes que ayudarme, San. Tenemos que llegar a la cabaña ¿de acuerdo?
Allí estaremos a salvo.
–¿Qué hacemos con los cuerpos? No podemos dejarlos aquí…
–No puedo moverme, San. Apenas me quedan fuerzas ¿Seguro que tú
estás bien? –revisé sus ropas en busca de alguna herida.
–Estoy bien, cariño, llegaste a tiempo para impedir que Joffrey llegara
más lejos.
Me abrazó fuerte y me meció entre sus brazos, a la vez que besaba mi
frente y mis cabellos.
–Vamos, mi amor, tienes que ayudarme, tienes que levantarte ¿Puedes
caminar? –preguntó.
–Lo intentaré –dije poniéndome en pie, grité al hacerlo…
–¡Déjame ver esa herida!
–¡No! ¡Debemos irnos ya!
–¿Qué hacemos con los animales? ¡Deberíamos soltarlos!
–No te preocupes por ellos, el establo está alejado, las llamas no lo
alcanzarán. Estarán bien.
–Traeré uno de esos caballos, espérame aquí.
–¡No! Por favor, ve a por sombra. Padre me lo regaló, no quiero dejarlo
aquí.
–Pero yo nunca he ensillado un caballo…
–Tú pon la montura sobre su lomo, yo le pondré las correas y coge el
bocado que hay junto a la puerta. ¡Vamos date prisa!
–De acuerdo, cariño. Espérame aquí, vuelvo enseguida.
–No tardes, San, no creo que aguante mucho tiempo, me estoy mareando.
Me apoyé sobre el tronco de uno de los arboles mientras San se alejaba,
aproveché su ausencia para revisar mi cuerpo, la herida sangraba mucho, y
el dolor era como si me hubieran clavado un hierro incandescente.
Comenzaba a sentirme cada vez más mareada y aturdida.
San regresó unos minutos después junto a sombra. Con las manos
temblorosas ajusté la cincha y adapté los estribos, le coloqué el frontal por
detrás de las orejas con cuidado y até las riendas. San me ayudó a subir al
caballo, tomó las riendas y nos condujo a través del bosque, hasta nuestro
refugio del árbol. Bella corría feliz delante de nosotras, ajena a nuestra
desesperación.
La luna se escondía entre los arboles dando paso a un sol débil que
asomaba rojizo, la temperatura era cálida, pero yo temblaba de frío. Estaba
cada vez más pálida y la frente me brillaba por el sudor. Sanyu me miraba
cada poco tiempo para asegurarse de que estaba bien. Luché contra mí
misma para no dejarme llevar por el agotamiento, tratando de mantener los
ojos abiertos y la mente lúcida.
–Ya casi hemos llegado, solo falta un poco más, aguanta, cariño, por
favor.
Con mucho esfuerzo intenté bajar del caballo pero terminé cayendo al
suelo. El dolor era abrasador e insoportable. Esa bala me había alcanzado en
un costado, cuando Joffrey vació su cargador a toda velocidad.
Sanyu me ayudó y, poco a poco, caminamos hasta dejarme caer en la
cama. Durante un tiempo que no pude precisar, perdí el contacto con la
realidad, con el mundo que me rodeaba, no sabía si me había dormido, me
había desmayado o simplemente la muerte se había adueñado de mi alma.
El caso es que desaparecí, el dolor se esfumó en un instante y una enorme
sensación de paz lo inundó todo. Me sumergí en un lugar oscuro, sin
sonidos, sin formas, sin resquicios donde apoyarse. No sentía mi cuerpo.
Intenté abrir los ojos, gritar para escapar de ese encierro, de aquel lugar sin
formas, sin recodos posibles. Aquello debía tratarse de un sueño, de una
pesadilla en la que había caído sin saber por qué. No sentía nada, solo el
horror, la sangre, y la oscuridad.
Soñé que me metían en una caja estrecha y oscura, de nada servían mis
gritos para advertir que estaba viva, oía el ruido de la tapa al cerrarse y el
sonido del martillo golpeando los clavos, las paladas de arena golpeaban en
la madera. Un escalofrío de gusanos recorría mi cuerpo inmóvil, desperté
empapada en sudor, con el corazón desbocado y casi sin aire. Al abrir los
ojos, todo era oscuridad, intenté moverme, incorporarme, estirar los brazos,
pero era imposible, el techo y las paredes de esa caja de madera me lo
impedían. Una intensa luz cegó mis ojos, al principio no pude ver nada.
Pestañeé unas cuantas veces antes de ser capaz de enfocar. Sanyu me
observaba con esa sonrisa que siempre me hizo perder la razón, mientras
me retiraba un paño húmedo de la frente, introduciéndolo en un cubo con
agua para volver a colocármelo después de escurrirlo.
–Mi amor… ¿cómo te sientes?
–San, ¿cuánt…? ¿Cuánto tiempo he dormido?
–Has estado inconsciente dos días y dos noches. Has tenido mucha fiebre,
delirabas…
Traté de incorporarme pero apenas pude moverme del sitio. Un
improvisado vendaje cubría mi abdomen.
–Por favor, no te muevas, Ali.
–Creí que había muerto, sentí como era enterrada… ha sido horrible.
–Ya pasó, mi amor –me acarició la mejilla.
–Tengo sed. Necesito beber algo, San.
–Te traeré un poco de agua.
–Gracias –volví a cerrar los ojos.
–No debes moverte, el doctor Stewart ha estado aquí, tuvo que extraerte la
bala, de lo contrario la infección te hubiera matado.
–¿Aquí?
–Las llamas alertaron a los Thomson. Fueron muchos los que vinieron
para ayudar Ali. La voz se corrió rápidamente, incluso vinieron algunos de
los esclavos liberados que aún estaban por la zona. Son muchas las personas
que te quieren. Entre todos consiguieron extinguir las llamas antes de que lo
devoraran todo, la mayoría de las habitaciones de la planta baja están
calcinadas, es imposible recuperar nada, hay muchos daños, y el piso
superior no llegó a arder del todo. Yo ni siquiera me atreví a entrar. Los
cadáveres de esos hombres siguen allí.
–¿Qué quieres decir con que no te atreviste a entrar?
–Fui a caballo hasta la casa en cuanto te desmayaste, necesitaba buscar
ayuda y recuperar cualquier cosa que pudiera sernos útil, cuando llegué, un
río de personas trataba de sofocar el fuego. Al principio me asusté y no dejé
que me vieran.
–¿Fuiste tú sola a la plantación? ¡San! ¡Es demasiado peligroso!
–No tenía opción, Alison. ¡Estabas herida!
–Gracias a Dios que no te ha pasado nada –dije, acariciando sus manos.
–El doctor vino conmigo hasta aquí para atenderte, perdiste mucha sangre,
era imposible moverte, te curó y aseguró que volvería en unos días.
–Me duele –mi rostro se contrajo en una mueca.
–Debes descansar. Te he preparado algo de comer, necesitas alimentarte.
El doctor fue muy claro con eso…
–Gracias –sonreí.
–Gracias a ti por no dejarme sola en este mundo. Ahora estoy segura de
que te pondrás bien, cariño –me acarició el rostro y me besó.
–¿Y Madi?
–Tranquila, le hemos dado sepultura en tus tierras, junto al resto de tu
familia. Espero que no te moleste.
–¡Claro que no! Madi fue una segunda madre para mí. Te agradezco que
te hayas hecho cargo de sus restos.
–No ha sido nada.
–Siento no haber estado ahí para despedirla.
–Estabas gravemente herida, aún lo estás. Sé que la querías mucho, no te
atormentes por eso. Ahora duerme, necesito que descanses, necesito que te
recuperes…
–¿Dónde está, Bella?
–Tranquila, está bien. Está fuera, retozando en el barro –sonrió
dulcemente –Ese animal te adora ¿sabes? Apenas se ha separado de tu lado.
–Le debemos mucho, gracias a ella pude abatir a ese malnacido. Me
alegro de haber acabado con él.
–Yo también, ese hombre era un demonio.
–Ayúdame a incorporarme un poco, San, apenas tengo fuerzas para
moverme.
–Con cuidado, Alison… el doctor me dijo que no debes hacer esfuerzos o
la herida podría volver a sangrar.
–¿Crees que hacer el amor se considera un esfuerzo? –acaricié sus dedos
con suavidad.
–¡Alison! ¿Estás loca? No haremos absolutamente nada hasta que estés
completamente recuperada…debes descansar.
–¡Vamos, San! ¡Eso es cruel!
–Pronto estarás mejor, mi amor. Ya lo verás.
–Sólo bromeaba. No creo que pueda ni tan siquiera salir de esta cama yo
sola.
–Come un poco, Ali, por favor.
–¿Me ayudas? –Sonreí.
–Claro que sí.
–Gracias.
San no sólo era capaz sanar las heridas en mi cuerpo, también las de mi
alma, cuidó de mí con todo su amor. Cada mañana revisaba y sustituía mis
vendajes. Me alimentó y me aseó cada día durante semanas, hasta que fui
capaz de valerme de nuevo por mí misma. No sé qué habría sido de mí sin
ella, siempre estaba a mi lado mostrando su mejor sonrisa, apoyándome,
levantando mi ánimo cuando las fuerzas me abandonaban, y la tristeza
aparecía ensombreciéndolo todo.
CAPÍTULO 27

U n par de murciélagos negros cruzaron silenciosos el cielo nocturno.


San descendió por la pasarela de madera y cruzó la tierra húmeda de
escarcha. La presentí a mis espaldas y me volví con una sonrisa cuando se
acercó.
–¿Qué haces aquí fuera, mi cielo? –preguntó.
–Estaba pensando en padre –le dije cuando llegó a mi lado.
–Vas a coger frío –me reprendió.
–Me pregunto desde cuál de esas estrellas estará mirándonos.
San estuvo a punto de echarse a llorar al escucharme.
–Estoy segura de que está en todas ellas… –contestó.
Tomó mis manos entre las suyas, besó el dorso de cada una y apretó con
fuerza sus delicados dedos contra mis palmas. Ella me sonrió, estaba
radiante con su vestido de encaje. Uno de los vestidos que yo jamás usaba y
que le había regalado para que luciera hermosa.
San observó cómo los cimientos de mi mundo se resquebrajaban, y la
persona fuerte que había sido, desaparecía durante un instante.
–¿Estás bien, Ali?
–Deberíamos volver a la plantación, contratar hombres y reconstruir la
propiedad. Es lo que padre hubiera deseado.
–¿Quieres que volvamos mañana?
–Sí, San. No puedo esperar más tiempo, necesito ir a casa.
–De acuerdo, pero ahora vayamos dentro, comamos algo y durmamos un
poco, estoy agotada.
–Sin duda debes estarlo, tanto tiempo cuidando de mí, cuidando de todo…
–Cuidar de ti es lo que me hace feliz.
–A mí me ocurre lo mismo, San. Despiertas en mí instintos de protección
tan primarios que me harían dar mi vida a cambio de la tuya.
En la oscuridad, los ruidos extraños parecían acrecentarse. La atmósfera
estaba cargada con aromas verdaderamente sutiles, como el de los
eucaliptos, o el musgo húmedo de los robles. Aromas embriagadores que
flotaban en un aire que olía a tormenta. Después de comer algo, San y yo
nos acurrucamos bajo las sábanas. A mi amor no le gustaban las tormentas,
decía que eran impredecibles.
–Con suerte, esta pasará de largo sin tener tiempo de descargar toda su
fuerza.
–Eso espero. No me agrada nada la idea de estar en un árbol bajo la
tormenta. Podría caer un rayo, incendiar la cabaña y matarnos mientras
dormimos.
–Creí que habíamos pasado muy buenos ratos aquí.
–Desde luego que sí. Los mejores de mi vida, pero me da un poco de
miedo, Alison.
–Pronto volveremos a casa, te lo prometo.
–Gracias, cariño.
–Cierra los ojos, duerme tranquila, mi amor –le susurré.
Gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer con fuerza sobre el techo de
madera. Al principio de forma esporádica, luego más seguidas, hasta que
me fue imposible percibir intervalo alguno entre ellas. Era increíble lo
mucho que había llovido durante todo el año. Debajo de las sábanas, Sanyu
yacía inmóvil, abrazando mi cuerpo. A pesar del húmedo aire tibio, sentía
escalofríos. Sabía que debía procurar dormir, que si no lo hacía por la
mañana estaría cansada, pero me era imposible. De vez en cuando mis
labios rozaban su frente a lo que ella respondía con una dulce sonrisa.
–¿Tú tampoco puedes dormir? –pregunté.
–La verdad es que no, por más que lo intento, el sueño no llega.
–Parece que la noche amenaza con prolongarse indefinidamente.
Bajo la luz de los relámpagos, de la lluvia que caía y de los truenos que
rasgaban el cielo, Sanyu comenzó a llorar. Las lágrimas que había
aguantado durante tanto tiempo fueron por fin liberadas bajo el oscuro velo
de la lluvia.
–¿Qué te ocurre? ¿Por qué lloras, mi amor?
–Han pasado demasiadas cosas últimamente, estoy superada. Esta guerra
que no parece acabar nunca, la enfermedad de tu padre, la muerte de Madi,
el ataque de esos hombres, el incendio. Por no mencionar el miedo que sentí
cuando te vi herida, fue horrible, solo pensar que podías morir tú también
me aterrorizaba.
Ahogó un sollozo en la garganta, reteniéndolo a pesar de que le quemaba.
–Mi vida, tranquilízate… No voy a morirme.
–Eres todo lo que tengo, Alison.
–Shhh, lo sé cariño, tranquila… –la abracé fuerte.
El sollozo finalmente desapareció. El ruido de la lluvia y el pasado se
desvanecieron en las sombras, como se desvanece el humo ante el viento,
ante un presente más brillante y silencioso.
–Recuerdo la primera vez que te vi. Tan hermosa y fiera. Fuiste la única
capaz de mantenerme la mirada, orgullosa, segura de ti misma a pesar de tu
condición. Pensé entonces que tú podrías ser a quien llevaba tanto tiempo
esperando, ¿sabes esa sensación? Esa de ver unos ojos y una boca, una
mirada y una sonrisa, ¿y creer que estás en el paraíso? Sin conocerte, ya no
me parecías tan desconocida. No me preguntes por qué, pero lo único que
sé, es que creí haberte visto en un montón de sueños de los que no consigo
acordarme.
–Estoy loca por ti, Alison –dijo.
–Bésame, San. Bésame hasta que la luz del sol nos sorprenda, hasta
llenarme con tu esencia, bésame hasta que los labios me duelan y me cueste
pronunciar tu nombre. Bésame hasta que te sientas conmovida en los más
íntimos repliegues de tu corazón, bésame de un modo dulce, apasionado,
puro, doloroso y prolongado, hasta quedarnos sin oxígeno. Quiero morir en
tu boca, mi amor, y renacer en tu piel, porque tú eres la única persona en
este mundo, que con un sólo roce de sus labios, es capaz de sosegar mi
alma, al mismo tiempo que acelera el flujo de mis arterias, inundando de
vida mi corazón.
–Dios mío, Alison…
San se dejó caer sobre mi cuerpo, inclinó la cabeza sobre mi pecho y su
boca dibujó caricias infinitas en mi piel. Cuando alzó su mirada buscando la
mía, sus magníficos ojos negros destellaban un fuego casi divino. Con las
manos puestas sobre mis hombros, la boca entreabierta, los labios trémulos
y embriagándome con el perfume de su aliento me susurró un “te amo”.
Dos palabras, dos simples palabras que despertaron mis instintos, mis
ansias, y mis ganas de fundirme con ella, hasta convertirnos en un solo
cuerpo, en una sola piel, un solo ser, disfrutando a la vez de un fuego dulce
que abrazaba nuestras almas, levantándolas, purificándolas, como si
estuviéramos en contacto con Dios, bendecidas por él. Abstraídas,
espiritualizadas, lejos de lo terrenal. ¡Oh, sí! Estábamos en el cielo.
Sofocadas y con un deseo irresistible, irrefrenable y apasionado de morir en
brazos de la otra.
–En la cama eres como el color de tu pelo.
¿¡Cómo es eso!?
–Puro fuego, fuego ardiente y vivo. Llamas que me recorren, quemando
mis entrañas.
–¡Vaya! Interesante comparación.
–Más interesante es el fuego que escondes entre tus piernas.
–¡San…! ¿¡Serás descarada!? –le di un azote cariñoso en sus firmes
nalgas.
–¿¡Qué!? ¿Acaso estoy mintiendo?
–Si yo soy, el fuego… tú eres el viento que lo aviva. No lo olvides nunca.
–No lo haré.
Así nos entregamos, en medio de la nada, durante horas y con un inmenso
amor, que más tarde dio paso a una grave pesadez que nos invadía, una
necesidad imperiosa de dejarnos caer y dormir, dormir largas horas,
complacidas, enamoradas, satisfechas.

Los primeros rayos del sol sobre mi rostro me despertaron. San dormía boca
abajo, me giré para besar las cicatrices de su espalda una a una. Ella se
removió y se dio la vuelta para mirarme de frente.
–Buenos días, mi diosa de ébano –exclamé.
–Buenos días, amor –sonrió ensoñiscada.
–¿Cansada?
–Si todas las noches a tu lado son así de maravillosas, no me importa
dormir poco.
–Aún es temprano. ¡Ven! ¡Abrázame! Durmamos un poco más.
–Mmm, sí…
San escondió la cara en el hueco de mi cuello y así en un abrir y cerrar de
ojos, sucumbimos a la llamada de Morfeo. El Dios de los sueños nos
acogió, abrazando nuestros cuerpos con sus alas, seduciendo nuestras
mentes, permitiendo que nuestros sueños fueran serenos y placenteros,
llenos de fantasías e ilusiones. Disfrutamos de un descanso profundo y
reparador, sumergidas en un mundo onírico, alejado de todo y lleno de paz.
CAPÍTULO 28

U nos días después de la derrota confederada acaecida en la tercera


batalla de Petersburg el 2 de Abril de 1865, y tras la toma de
Richmond por parte del ejército de la unión, llegaría hasta nosotras la mejor
de las noticias. El conflicto bélico que durante años había desangrado a los
Estados Unidos cesaba para siempre el 9 de Abril de ese mismo año,
mediante la rendición del General Robert Edward Lee ante el también
General del norte, Ulises S. Grant.
El Sur, incapaz de resistir los avances de un ejército norteño, que los
superaba tanto en número como en armamento, depuso las armas, evitando
así un sacrificio que hubiera resultado estéril. El ejército confederado
extenuado, diezmado, sin víveres y careciendo de monturas suficientes para
resistir, desistió y se rindió ante la imposibilidad de continuar.
En un gesto de generosidad y benevolencia, el General norteño permitió
que los oficiales confederados conservaran sus armas de cinto y sus
monturas, regresando a sus hogares, siempre y cuando se comprometieran a
respetar las leyes de los Estados Unidos. Grant no sólo no se vanaglorió de
su victoria, sino que además se mostró magnánimo, permitiendo que se
repartieran más de veinticinco mil raciones entre los soldados del Sur.
La guerra, aquella interminable guerra que había enfrentado a hermanos
contra hermanos, en una lucha provocada por realidades sociales
diametralmente opuestas, había llegado a su fin.
Poco a poco, fuimos volviendo a la normalidad, todo volvió a
restablecerse y nuestros corazones se llenaron de esperanza.
Esa mañana, hacia el oeste, una bandada de nubes iluminadas por detrás
brillaban rosadas en un cielo que se abría vestido de un color índigo terso y
puro…y los vencejos cruzaban regocijados por un cielo limpio.
En cuanto a nosotras, nunca habíamos sido tan infinitas, permanentes e
indivisibles. Nuestro amor era el (absoluto) en torno al cual todo se
convertía en relativo. Éramos la tierra y la vida, el lugar de pertenencia de la
otra…la entrega total e íntima, una brasa inagotable capaz de iluminar la
eternidad, y así construíamos la intimidad de las dos, en lo más pequeño, en
lo más discreto…

El olor del café inundó mis fosas nasales, de tal modo que mi cerebro pasó
de la nada a la conciencia más absoluta a una velocidad vertiginosa.
–Mmm, café… –Mi voz sonó ronca al emitir mis primeras palabras.
–Buenos días, dormilona.
–Huele de maravilla.
–Levántate y ve a asearte, el desayuno está casi listo –dijo, al tiempo que
me besaba fugazmente.
–Quiero más besos. Los necesito.
–Alison Talvot, eres imposible.
–Pero me quieres… –sonreí.
–Con todo mi corazón –dijo, guiñándome un ojo.
Me desperecé sentada en la cama, y después me levanté para asearme.
Bella se alzó sobre sus patas traseras y se apoyó en mi cintura para
saludarme, le acaricié la cabeza mientras lamía mis manos, la besé, la
achuché y jugueteé un rato con ella antes de abrirle la puerta para que
saliera. Era muy juguetona y cariñosa, pero salir al bosque por las mañanas
le gustaba más que cualquier cosa.
–El fin de esta guerra es la mejor noticia que podíamos tener, ¿no te
parece?
–Sin duda. Esta lucha ha durado demasiado.
–Cierto. Pero todo ha terminado al fin. Ahora podremos vivir en paz, y lo
más importante… en libertad.
–¿Qué quieres hacer?
–¿A qué te refieres, cariño?
–¿Has decidido ya si vas a quedarte en el Sur? –preguntó San de pronto.
–No estoy segura de nada, quisiera marcharme, pero me duele dejar todo
atrás. Vender la plantación sería como fallarle a padre.
–¿Y qué sugieres entonces?
–La reconstruiré, pero de momento no voy a venderla.
–Me parece una gran idea.
–Después nos marcharemos a Pensilvania, y de allí a Delaware.
Viviremos en la casa de verano de mis abuelos maternos, no es muy grande
y puede que necesite algunos arreglos, pero está aislada y alejada de todo,
allí podremos tener intimidad. Resultará perfecta para nosotras, San. Lejos
de miradas indiscretas y prejuiciosas.
–Delaware…
–Sí, mi amor, es un lugar precioso.
–¿Está muy lejos?
–Un poco, tendremos que cruzar varios estados en tren, pero te aseguro
que merecerá la pena ¡Te va a encantar!
–Estoy segura de que sí –se acercó para extenderme un tazón de humeante
café –ten cuidado, cielo. Quema mucho.
Lo soplé un par de veces antes de probarlo.
–Mmm, maravilloso. Gracias, mi vida –le sonreí.
–De nada, cariño –dijo, devolviéndome una sonrisa preciosa.
–Hace siglos que no voy, la última vez tenía diez años, pero la casa es
muy bonita y el entorno junto al río Delaware resulta maravilloso, además
está muy cerca de Nueva York y Nueva Jersey, dos ciudades que siempre
quise conocer.
–Iremos donde tú quieras, Ali. Te seguiré hasta el fin del mundo, ¿lo
sabes, verdad? –afirmó mientras me abrazaba.
–Lo sé, pequeña. Te quiero mucho…
–Y yo a ti más.
Miré al cielo a través de la ventana, los rayos del sol se ocultaban a ratos
tras unos jirones de nubes dispersas, cubriendo la tierra de tonos grises y
apagados. Pensé en mi vida, y en cómo, durante mucho tiempo, me había
convertido en una mujer sin color, encadenada a su tierra, pero ahora tenía a
San… Una mujer maravillosa y viva, que asumía todos los colores que yo
había perdido. Era como un sueño.
CAPÍTULO 29

T an solo unos días después, el 14 de Abril, ocurrió lo impensable.


Desde Washington D.C. llegó la triste noticia del asesinato de
Abraham Lincoln, orquestado y planeado por un hombre simpatizante de la
confederación, John W. Booth. El asesinato del Presidente de los Estados
Unidos era sólo una parte de una conspiración aún mayor. Aquella triste
noticia no hizo más que avivar mis temores de que el conflicto armado se
reactivara de algún modo. Después de aquello no hubo dudas. Nos
marcharíamos de allí lo antes posible. Nos llevó algún tiempo reconstruir la
hacienda, las llamas habían hecho estragos en la planta inferior, la fachada y
los techos. La planta superior no estaba quemada, pero el humo se había
apoderado de todo, convirtiendo la casa en lo más parecido al infierno.
El dolor que sentí al entrar y contemplar el que había sido mi hogar, sólo
era comparable al dolor que me produjo la pérdida de mis padres y mis
seres queridos. Gasté una enorme cantidad de dinero en reparar todo el
daño, pero merecía la pena. Aquella casa representaba el trabajo de toda una
vida y la ilusión de mi padre. Era su hogar, como también había sido el mío
desde el mismo día de mi nacimiento. Cerré la plantación y me deshice de
los terrenos. Carl Thompson era nuestro vecino más próximo y, tras
hablarle de mi marcha, me hizo una generosa oferta por las tierras que
lindaban con su propiedad.
Escribí una carta a mi amigo, Ben Jackson, quien no dudó en ofrecerse a
recogernos a San y a mí en la estación de tren de Pensilvania, y desde allí
acompañarnos en su carruaje hasta Delaware, donde viviríamos a partir de
ahora.
El tren comenzó a traquetear cada vez con mayor velocidad mientras nos
alejábamos de la estación, de la ciudad, de mi prisión. El viaje resultó más
largo de lo que había imaginado, pero la sensación de paz y felicidad que
invadió mi corazón resultaba indescriptible, y crecía proporcionalmente
conforme nos alejábamos de Carolina del Sur. Me quedé absorta
observando el paisaje, los bosques, las montañas y los prados. No pensé en
nada, solo quería sentir paz y acallar las voces beligerantes que se
arremolinaban en mi mente, provocando una auténtica guerra de emociones
en mi interior que no hacían otra cosa más que aturdirme, martirizarme, y
confundirme, como si tuviera la necesidad de refugiarme en los recuerdos
felices de mi niñez. Unas voces que a ratos me gritaban: vuelve, este es tu
lugar, todo cambiará, no desesperes… Cerré los ojos y me dejé mecer por el
vaivén que me acunaba, adormilándome, sosegándome…
–¿Sabes, cariño? Decir adiós no resulta fácil, pero a pesar de haberlo
dejado todo atrás, no puedo expresar con palabras la enorme alegría de
cumplir mi sueño de marcharme para siempre contigo, San.
–Eres maravillosa, Alison. Jamás pensé que pudiera ser tan feliz,
agradezco a Dios cada día por tu existencia.
–Nunca he ansiado los lujos, aunque he podido disfrutarlos, pero desde
que te conocí, tan sólo ansío mirarme en tus ojos, porque en ellos es donde
consigo hallar la felicidad absoluta.
–Que hermosas palabras.
–El amor que siento por ti, San, es todo cuanto necesito.
–Sé que no puedo restituir todo aquello que has perdido. Tu padre, el
hogar que conocías, Madi…
–No tienes que hacerlo, debemos dar las gracias por aquello que hemos
podido disfrutar, y aceptar que las personas a las que queremos también se
van, pero no desaparecen del todo si aún permanecen vivas en nuestros
corazones.
–Lo sé –exclamó con resignación.
–Lo que ha ocurrido es muy triste, pero nosotras estamos aquí, y debemos
aprovecharlo, debemos ser felices y libres, porque eso es lo que ellos
hubieran querido para nosotras.
La mirada de San quedó suspendida en el aire durante unos breves
segundos, permanecí callada observándola con admiración. San se inclinó
hacia mí y me cogió las manos, acariciándome el dorso con sus pulgares.
Una sensación maravillosa se apoderó de mí y mi corazón, una vez más, se
encogió en el interior de mi pecho al escucharla:
–Te prometo que te amaré con todo mi corazón hasta el fin de mis días,
hasta mi último aliento, y si Dios decide que me reúna con él antes que tú,
te prometo que llegado el momento, cuando llegue tu hora, volveré a
buscarte, te tomaré de la mano y te ayudaré a cruzar al otro lado y
estaremos juntas eternamente, en un universo paralelo lleno de amor y de
paz, en el que ni el odio, ni el miedo, tendrán jamás cabida.
Se me formó un nudo en el estómago que me impedía hablar. Las palabras
se quedaron totalmente atascadas en mi garganta y el oxígeno no llegaba de
manera suficiente al interior de mis pulmones. Mi corazón se aceleró, vibró
dentro de mi pecho y la llama de ese amor que era solo nuestro, volvió a
iluminarlo todo. La vida me había regalado el bien más preciado que una
mujer puede soñar, algo intangible y que no se puede comprar con dinero,
algo que no se puede exigir, algo hermoso y mágico que nace en lo más
profundo del corazón. El verdadero amor.
–Te amo, San.
–Y yo a ti, Alison.

Paso el tiempo y nuestra vida juntas era perfecta, sosegada, y llena de


entrega, nuestro hogar estaba repleto de amor, disfrutábamos de todas las
cosas que nos rodeaban, dábamos largos paseos, contemplábamos
amaneceres y atardeceres increíblemente hermosos, llenos de color y
fantasía. Incluso en algunas ocasiones viajábamos para conocer ciudades
cercanas. Nos entregábamos la vida la una a la otra, no podíamos ser más
felices, y, de alguna manera, no acababa de creérmelo.
De vez en cuando íbamos a Nueva York para visitar a nuestros amigos,
Ben y Peter, con quienes nos habíamos asociado, invirtiendo una gran suma
de mi herencia en acciones de su empresa. Gracias a la fusión de nuestros
capitales y a la increíble visión de negocio por parte de Peter, aprovechando
los avances en esterilización y refrigeración, ganamos una fortuna
elaborando, almacenando y distribuyendo cerveza por varios estados.
Teníamos más dinero del que necesitábamos, así que San y yo decidimos
cumplir un sueño común, creando una pequeña escuela para niños y niñas
de color analfabetos. Lo hacíamos todo juntas, porque así éramos felices,
ayudando a los demás. Como hiciera yo con ella años atrás, San les
enseñaba a leer y a escribir, y yo les instruía en materias más complejas,
enseñándoles ciencias básicas como matemáticas, geografía e historia, y
naturaleza.
Esa actividad nos completaba y nos llenaba por dentro. Los niños siempre
habían formado parte de mi vida cuando vivía en Georgetown, y aunque no
fuéramos a ser madres nunca, necesitábamos rodearnos de su ingenuidad y
de sus risas. A última hora de la tarde, cuando hacía buen tiempo, nos
gustaba pasear por el cauce del rio, cuyas aguas parecían dormidas bajo la
sombra de sauces melancólicos con sus ramas colgantes, robles rojos,
hayas, aliagas y romeros, mientras hablábamos de nuestras cosas,
disfrutando de atardeceres rojos y anaranjados. Delaware era hermoso, lleno
de playas tranquilas y multitud de paisajes reconfortantes.
–¿Echas de menos el Sur? –preguntó de pronto con una sonrisa
melancólica.
–Es una pregunta difícil de contestar. Extraño mi casa, a mis padres y a
Madi, pero no volvería a Georgetown. Soy feliz aquí, este es mi hogar
ahora.
–A veces, lo que empieza como una auténtica locura, se convierte en lo
mejor de tu vida, ¿no crees? –exclamó, con la mirada puesta en el suave y
cálido cielo que ofrecía el atardecer.
–¿Amarme es una locura para ti? –bromeé.
–No me refería a eso, tonta, si no a cómo cambiamos nuestra vida,
dejando todo cuanto habíamos conocido atrás. Cuando vinimos aquí desde
Carolina del Sur, tenía la sensación de estar huyendo de algo y al mismo
tiempo tenía miedo de lo que nos esperaría al llegar.
–Huíamos, San. Huíamos de los acontecimientos, pero, sobre todo,
huíamos del dolor, si es que eso es posible –tragué saliva con dificultad.
–Ahora me doy cuenta de que es la mejor decisión que hemos tomado
jamás. Aunque hay una cosa que extraño mucho.
–¿Qué cosa? –pregunté con una media sonrisa.
–Nuestra cabaña del árbol –respondió nostálgica.
–¿Te refieres a ese lugar mágico y secreto donde hicimos el amor un
millón de veces? –le guiñé un ojo –Sí, yo también la hecho muchísimo de
menos.
–Quizás podríamos construir una cabaña en algún árbol del jardín ¿No te
parece?
–Lo que me parece es que cada día te amo más…
San me sonrió, acomodó un mechón de mi cabello detrás de mí oreja,
apartándolo de mi frente con dulzura y acercó sus labios a los míos. Nos
besamos delicadamente, a la vez que entrelazábamos fuerte nuestras manos.
Un instante después separamos nuestras bocas manteniendo nuestras frentes
unidas.
–Comienza a hacer frío, ¿volvemos a casa? –susurré.
–Cuanto antes mejor –contestó.
–¿Y esas prisas?
–Hay algo que necesito hacer en cuanto lleguemos.
–¿Tan importante es ese “algo” que no puede esperar a mañana?
–Importantísimo –afirmó en tono seductor.
–¿Ah, sí? ¿Y puedo saber de qué se trata?
Los ojos negros de Sanyu me miraron fijamente y después se posaron en
mis labios. Respondí bajando la vista a los suyos, llena de excitación.
–Estoy hambrienta de ti, Alison, hambrienta de morderte la piel y saber
que lo que está sucediendo, que la vida que tenemos, es real y no una
trampa de mi imaginación.
San me tomó entre sus brazos y me besó suave e insistentemente, su
lengua entro en mi boca húmeda y cálida enredándose con la mía y
acariciándola con devoción. Levanté las manos y deslicé mis dedos por su
mandíbula y su cuello. Las manos de San se enredaron en mi cabello rojo
mientras tomaba la parte de atrás de mi cabeza para mantenerla en su lugar
y besarme a placer. San gimió contra mi boca.
–Oh, Dios mío –suspiró al retroceder ligeramente para murmurar contra
mis labios –te deseo tanto.
No podía hablar, mi garganta se había secado y solo asentí con la cabeza.
Sanyu era maravillosa, parecía un ser de otro mundo para mí, su belleza era
inclasificable. Podía pasarme horas enteras contemplándola, me sentía
fascinada. Dicen que la belleza, lo esencial, es invisible a los ojos, pero en
el caso de San eso se veía a la legua. La hermosura de sus exóticas
facciones unidas a su carácter, su extraordinaria nobleza, y a la dulzura de
sus ojos, me hacían cada día más consciente de que la necesitaba como el
aire, mi corazón ardía con facilidad entre sus brazos. Tenía la total certeza
de haber encontrado lo más difícil de hallar en el mundo, había encontrado
a mi alma gemela.
–Tengo la sensación de que somos la misma persona pero en diferentes
cuerpos –murmuré entre sus labios.
–La posibilidad de encontrarte y de que te enamoraras de mí, Ali. Era
demasiado improbable, así que esto debe ser cosa del destino.
–Ojalá me arrancasen de dentro el miedo que tengo de perderte, San.
–No tengas miedo, mi amor, estoy aquí, estoy contigo. No vas a perderme,
siempre estaré a tu lado, ¿me oyes?
–Quiero morir entre tus brazos.
–Lo harás, mi amor, esta misma noche, pero morirás de amor y
satisfacción. Hay muchas cosas que quiero hacer contigo, anoche tuve un
sueño, ¿sabes? soñé que hacíamos cosas muy atrevidas, caricias y placeres
que no voy a mencionarte de momento.
–Por Dios, San –la besé –llévame a casa.
EPÍLOGO

30 años después:

S olía despertarme muy temprano. Desde hacía algunos años me era


imposible dormir más allá del alba, pero, esa mañana, el sol estaba
muy alto cuando abrí los ojos. Sus rayos, formando rendijas de luz, se
filtraron y atravesaron el visillo de la ventana con impertinencia, arañando
el suelo y las sábanas, directos hacia mí, sin interaccionar con nada por el
camino, recordándome que fuera la vida ya había comenzado. Ese día me
sentí realmente cansada, la noche había sido demasiado larga, y mi sueño se
había visto interrumpido por un profundo dolor en el pecho que me había
despertado hasta en dos ocasiones durante la madrugada, el sudor empapaba
mi ropa y el aire llegaba a mis pulmones a duras penas. Últimamente solía
sufrir episodios similares con más intensidad y frecuencia de lo que hubiera
deseado. Afortunadamente el dolor fue poco a poco cediendo por sí solo y
volví a quedarme profundamente dormida. Cuando los rayos del sol
iluminaron el dormitorio, me desperté. Suspiré, me froté la cara, y me
incorporé un poco en la cama para acabar de despejarme.
–Buenos días, mi amor –susurré, como cada mañana.
–Hoy se te han pegado las sabanas, ¿eh cariño? –escuché la voz de Sanyu
tan clara como el agua.
–Desde luego que sí, hoy fue una noche larga, ya va siendo hora de salir
de la cama, Alison –me dije a mí misma.
Me levanté, abrí la ventana, y mientras cerraba por un instante los ojos,
respiré profundamente el aire puro y limpio, revitalizándome,
oxigenándome. La brisa fresca era, por sí sola, capaz de devolverme la
energía física, ayudándome a mantener la claridad mental, reequilibrando
mi cuerpo, mis funciones vitales, y regenerando mis células. Inspiré y espiré
varias veces, intentando llenar mis pulmones de vida.
Aquella era una mañana cálida. La primavera estaba en todo su esplendor,
los días parecían eternos, luminosos, y llenos de colores. Centenares de
flores maravillosas adornaban los prados y la vereda del río, llenando el aire
de sutiles aromas, y de fragancias extraordinarias.
Mientras desayunaba recordé a padre. Habían pasado ya tantos años desde
su partida, que su recuerdo llegó hasta mí salpicado de nostalgia. Recordé
su larga lucha hasta hallar definitivamente la muerte. Noches de angustias y
desvelos, de turbación, incredulidad y desconsuelo, pero también de
momentos cargados de amor, un amor puro e infinito que ni la muerte podía
llegar a empañar. “Qué difícil es vivir, padre”, y aunque pensar en él ya no
dolía como antes, me di cuenta de que en aquella época el consuelo era para
mí exactamente igual de inútil, tanto como un bolsillo roto, como un
tenedor en la sopa, o como un calcetín que ha perdido su pareja. La vida en
ocasiones podía ser tan injusta como breve.
Sobre la mesa del porche había un jarrón adornado con flores silvestres.
Esas mismas flores que hacía tan sólo unos días lucían erguidas y
desprendían impetuosas su aroma, echaron a perder su destilada fragancia.
Sus tallos ya no eran vigorosos, sino fláccidos, y sus pétalos se desprendían
poco a poco con la brisa suave del viento. Anduve unos pasos, me aproximé
a la mesa y acaricié las flores marchitas.
En ese momento, una especie de conmoción me inundó por dentro, y sentí
un insondable vacío en mi corazón. En las ocasiones en las que Ben y Peter
habían venido a visitarme, decían que muchas veces mi mirada se tornaba
inaccesible, parecía algo así como un abismo, en cuyo fondo podía
apreciarse la crudeza de mi dolor, y en ocasiones incluso la sombra de la
locura.
Solo aquellos que conocen esa ignota dimensión son capaces de hacerse
una idea de la clase de sentimientos que embargan un corazón que ha
sufrido una pérdida tan dolorosa.
Todas las mañanas regresaba a la vida con la extraña sensación de haber
vivido entre dos muertes.
Una parte de mi había muerto con ella. La otra esperaba la segunda
muerte que habría de llegar más tarde, la mía propia. Mi vida estaba en una
especie de prórroga, en un tiempo de descuento, incierto y que otorgaba un
sabor desesperado a la vida. Mis heridas se habían convertido en escaras, en
lesiones necróticas. Llevaba una angustia casi mortal en el alma. Había
quedado seccionada, con una mitad de mí muerta y la otra agonizante, con
mi mundo íntimo pulverizado, embotado, y completamente derrotado.
Caminé despacio junto al río, paladeando los recuerdos y recogiendo sus
flores favoritas a mi paso. Amapolas de un rojo carmesí, jazmines
amarillos, magnolias frescas, tan hermosas y blancas como las primeras
nieves del invierno. Y sus favoritas, las flores de melocotón, tan delicadas y
dulces como ella, con sus preciosos pétalos denticulados y su color rosado
fuerte.
En lo alto de un pequeño cerro, a la sombra de un hermoso sauce en el que
solíamos disfrutar de ese momento mágico en el que el día estaba llegando
a su fin, deleitándonos con atardeceres anaranjados, hermosos y suaves, en
los que el astro rey iluminaba nuestras vidas, me arrodillé.
Con cariño retiré las hojas y flores marchitas y deposité el ramo fresco
junto a su tumba. La lápida era de piedra, bajo su nombre y la fecha había
una pequeña inscripción que mandé tallar:

Sanyu
Julio de 1838
28 de Abril 1894
“En Memoria de San, mi único
y verdadero amor”

Acaricié la lápida con las yemas de mis dedos y las lágrimas regresaron
una vez más, inundando mis ojos y emborronándome la vista en milésimas
de segundo. Prisionera del pasado, e incapaz de atribuir sentido a las cosas,
me dejé llevar una vez más por el dolor de su ausencia.
–Mi amor… si alguien hubiera querido escribir lo que hasta ahora ha sido
mi vida, únicamente reconozco dos fechas importantes:
La primera, el día que te conocí. La segunda, el día que te fuiste. Entre las
dos transcurrió mi vida entera, lo que ocurrió antes de ti, no lo recuerdo. Y
lo que ha sucedido a partir de tu marcha, carece completamente de
importancia.
Mi diosa de ébano, mi alma gemela, amor de mi vida… únicamente puedo
seguir respirando gracias a mi memoria y a mis sueños, en los que siempre
estás presente. La ensoñación es para mí como un refugio que me ampara,
que me proporciona unas cuantas horas de placer, algo que busco de un
modo desesperado, como una niña que ansía una cita con una pequeña
felicidad oculta, tratando siempre de continuar mis sueños donde los dejé la
noche anterior.
Morir de amor es un dolor que aún soy capaz de asumir, capaz de
soportar; pero lo que realmente es insoportable para mí es resucitar cada
mañana en la más absoluta soledad. Lejos de tu cuerpo, de tu risa, de tu
presencia. Lejos de tus manos, de tu boca, y de la calidez de tu piel de
canela.
¡Te echo tanto de menos, San! hace poco más de tres años que te fuiste,
pero, para mí, es como si hubiera transcurrido toda una eternidad. He
pasado este tiempo inmersa en proyectos descabellados que me permitan
soportar la tristeza de lo real, pero lo real es ambivalente. Supongo que
siempre hay algún gesto tranquilizador en medio del mayor espanto, una
esperanza en el horror más grande, un resquicio de cielo soleado, incluso en
mi corazón sombrío.
Trato de mantener mi curiosidad por las cosas que me rodean, de
mentalizarme, de mantener mi relación con los demás, para evitar un
naufragio melancólico del que, no obstante, me hallo presa. Mi vida sin ti es
aún más difícil de como imaginé que sería, San. Aun así… noto que es
posible amarme a mí misma, porque sé que he sido amada.

Después de derramar infinitas y silenciosas lágrimas, besé otra vez con


devoción el manto verde de hierba fresca que la cubría. Permanecí así,
arrodillada en el mismo lugar, hablando con San durante horas. Estar allí,
junto al lugar donde se hallaban sus restos, me proporcionaba ese sosiego y
esa paz que ansiaba mi alma. A veces le hablaba de mí, de nosotras, le
contaba mis sueños o mis temores, le leía libros de historias maravillosas; o
simplemente permanecía en silencio, junto a su tumba. Finalmente, el día se
hizo noche y regresé a casa para continuar viviendo sin ella otro día más.
Durante los meses posteriores a su pérdida, cada vez que la recordaba,
volvía a reproducirse en mi cabeza nuestro último encuentro. Esa última
noche de amor que nos habíamos regalado, sin saber que no habría más
amaneceres, ni más atardeceres, ni más noches en vela. Cuando esos
momentos abordaban mi mente, por unos instantes me sonreía a mí misma,
pero el dolor de no tenerla, de no poder acariciarla, ni besarla, iba poco a
poco haciendo que mí semblante fúnebre borrara de mi cara ese arco iris
invertido que rutilaba en mi memoria. Me equivoqué… me dejé llevar por
el desconsuelo, en vez de celebrar con alegría reencontrarme con sus ojos,
como hacía siempre ella.
Debí sonreírla sin reservas, y quedarme sumergida en su mirada, en esa
imagen, en ese intercambio de sonrisas, lejos de las tinieblas y del dolor de
su ausencia. Debí haber permanecido para siempre en un mundo diferente,
un mundo nuevo creado para ella, para nosotras, en el que el dolor no
hubiera tenido cabida. Un mundo ideal y luminoso, como una sinfonía
adormecedora, como la música de los grandes maestros, un mundo que me
alejara de mi penosa y prosaica vida, aniquilando mi dolor, y evitando que
me hundiera por lóbregos senderos en el abismo de la pena, tranquilizando
mi espíritu y haciéndome feliz.
Pero la vida que continúa siempre hacia delante, sin importarle que
nosotros nos quedemos rezagados, tarda un tiempo indeterminado en
mitigar las cosas que duelen. Todo es cuestión de tiempo y resistencia.
San y yo siempre fuimos una especie de seres livianos, casi
incombustibles, siempre amparadas en la inocencia y disfrutando de las
delicias de un paraíso único y perdido, eterno e ingenuo, un paraíso propio.
Daba igual lo que ocurriera en el mundo, siempre ajenas al sufrimiento,
ligeras, enamoradas y felices.
–Ojalá me hubieras sacado de este infierno para llevarme contigo y
quedarnos para siempre en esos veranos memorables, cuando nuestra
juventud parecía ser eterna. Transportándome a esos momentos mágicos y
luminosos cuyo único fin era el deleite de estar juntas, la alegría de estar
vivas. La felicidad plena y la dicha de compartir, de contarnos historias, de
juegos entre las sábanas, de risas bajo los mismos cielos azules, disfrutando
de interminables noches en vela, plagadas de amor, de locura, de entrega y
de estrellas.
Deberías haberte quedado siempre a mi lado, abrazarme muy fuerte bajo
la tormenta, como siempre hacías. Días y noches incesantes, sin
interrupciones, sin distracciones, solas tú y yo en nuestro pequeño universo.

Al llegar a casa comí algo y dediqué un breve momento a una de mis


actividades favoritas, la lectura. Antes de ir a dormir esa noche, tomé papel
y pluma y las palabras brotaron de mí sin darme cuenta, dejando que mis
pensamientos cobraran vida.

Para el amor de mi vida:

Mi querida San. Te escribo esta carta porque sé que te gustan esos


regalos que no se pueden comprar con dinero, esos regalos que salen del
corazón en forma de sentimientos, y que se adornan con palabras. Con ella,
quiero regalarte esta historia de amor, contada desde lo más profundo de
mi alma. Hoy hace ya 34 años que nuestros caminos se encontraron, dos
caminos diferentes, completamente opuestos, pero con algo en común, la
necesidad de amar.
Creo que fue así como comenzó todo. Estoy segura de que las cosas
suceden siempre por algún motivo y que las casualidades no existen, es el
destino el que nos cruza y nos guía, por lo tanto, es él quien hace que
nuestra vida a veces resulte ser tan extraña como mágica.
Justo cuando me estaba acostumbrando a la soledad, cuando creía saber
quién era y cuál era mi propósito en la vida, llegaste tú. Y algo me decía
que ibas a ser ese trocito de felicidad que le faltaba a mi vida, esa pieza,
ese engranaje perfecto que hace que todo encaje de repente. Entraste en mi
existencia de golpe, como un caballo desbocado; y yo me quedé perdida en
tu mirada, atrapada, casi poseída, tan ilusionada como asustada.
Apareciste así, con algo de miedo, pero con paso firme y decidido, entonces
ocurrió lo inevitable y un día nos besamos, y fueron tus labios y tu piel los
que marcaron un antes y un después en mi mundo entero, y desde aquel
instante te convertiste en mi única prioridad, mi única ilusión, te
convertiste en toda mi vida, en toda mi existencia, en mi razón de ser y en
mi locura.
Mi amor, no solo me mostraste que la vida puede tener otro color, sino
que me enseñaste a saber lo que era amar y lo que podemos cambiar por
amor. Gracias a ti tuve la fuerza que necesitaba para revelarme, para
hallar la valentía necesaria para alejarme de todo aquello que no era
satisfactorio para mí, porque mi felicidad eras tú.
Fue una época mágica, sin duda, pero estos años a tu lado han sido los
mejores de mi vida, me lo has dado todo, San. A tu lado he mostrado mi
verdadero yo, solo contigo he conseguido ser quien realmente soy, y eso, es
lo que me hace amarte cada segundo de mi existencia. Verme reflejada en
tu mirada sin miedo, y sentir que estoy justo donde debo estar, es lo mejor
que me ha podido ocurrir en la vida, contigo he sido capaz de enfrentarme
a cualquier cosa.
Estas palabras no son un adiós, sino un hasta pronto, quiero que sepas
que no cambiaría nada, ni un solo segundo de mi existencia, si eso
significara no haberte conocido. Trataré de no estar triste, porque sé que
nos volveremos a encontrar. Recuerda, mi corazón sigue latiendo por ti a
pesar de estar fracturado y completamente derrotado. Recuerda siempre
que el amor que siento en mi pecho crece cada día un poco más, y que es
precisamente ese amor inconmensurable, ilimitado, desmedido y eterno el
que cada noche me conduce de nuevo hasta ti, llenando mis horas vacías de
luz, de besos, de placeres sublimes, de complicidad, de pasión y de ternura.
Doy gracias a Dios por todos los años que has permanecido a mi lado,
dándole color a mi vida, dándole luz a mi oscuridad, dándole alegría a mi
tristeza, dándole sentido a mi existencia.

Te amo hasta el infinito.


Alison.

Releí lo que había escrito varias veces, y por fin me decidí a meterme en la
cama. Necesitaba momentos de calma en mi vida, momentos de quietud que
me ayudaran a pensar y a distraerme del afán de mi propia mente, y de
alguna manera esperaba hallar en esas líneas la tranquilidad y el sosiego que
ansiaba mi alma.
De pronto, el sonido sordo de la lluvia golpeó los cristales de la casa, el
murmullo del agua y el recuerdo de San me acunaron hasta que me quedé
dormida. Llevaba poco tiempo así, desconectada del mundo, cuando ese
horrible dolor regresó más vivo que nunca, era como tener una enorme
brasa ardiendo en el interior de mi pecho. Un dolor sordo y a la vez
punzante. Traté de tranquilizarme y respirar despacio, como hacía siempre.
Comencé a sudar y a sentir cierta incomodidad en la cabeza y muchas
náuseas.
En la mesita de noche se hallaba un vaso de agua, me incorporé levemente
y bebí un sorbo, humedecí mis dedos en el interior del líquido, y remojé con
ellos ligeramente mis muñecas y mi nuca. Me tumbé de nuevo. La carta aún
permanecía a mi lado, entre las sábanas. La deposité en su almohada, cerré
los ojos y pensé en ella. Poco a poco, las sensaciones fueron desapareciendo
a la vez que desaparecía mi conciencia.
No sé cuánto tiempo pasó, pero, de pronto, vi mi cuerpo desde cierta
distancia, tendido en la cama, boca arriba. Sentí paz y tanta ligereza que me
sobrecogí. Las sensaciones eran muy extrañas; de repente noté que flotaba,
miré a mi alrededor y me acerqué a mi propio cuerpo, que yacía inmóvil en
la cama. Me asusté, y miré a hacia la ventana, la lluvia había cesado y el
cuarto de pronto se había llenado de luz, “quizás se ha hecho de día”. No
sabía que estaba pasando, pero ese miedo que había sentido rápidamente dio
paso a una calma inusitada que me desbordó. Miré hacia abajo y pude sentir
las manos de San alrededor de mi cintura. Me abrazaba fuerte y podía notar
el calor de su mejilla apoyada contra la mía. Me giré para mirarla:
–Amor mío –me aferré con fuerza a ella y sentí que me fundía con su
cuerpo.
–Hola, cariño –me sonrió.
–¡Estás aquí…! ¿¡Estoy soñando!?
–Mi vida, tranquila. Esto no es ningún sueño, estoy aquí contigo, ahora
puedes verme y tocarme –su voz era honda y rebosante de paz.
–Llevo días sintiéndome extraña –dije, un poco confundida.
–Todo está bien ahora. El dolor no volverá.
–¿Qué es lo que me ha pasado? ¿Acaso estoy…?
–¿Muerta? –dijo con serenidad.
Asentí con la cabeza.
–Así es, mi amor, pero no sufras por eso, no debes temer nada.
–No tengo ningún miedo –sonreí.
–Te prometí que vendría a por ti cuando llegara el momento, ¿lo
recuerdas?
–Perfectamente. ¡Dios, te he echado tanto de menos, San…!
–Lo sé, mi amor, te he visto sufrir, y llorar muchas veces. He estado a tu
lado todo el tiempo, sosteniendo tu mano, velando tu sueño, pero no podías
verme. Nunca me fui del todo, una parte de mí siempre estuvo aquí,
acompañándote en silencio.
–A veces te he presentido a mi lado, creí que me estaba volviendo loca.
Necesitaba tanto volver a verte, volver a tocarte. Dime que no despertaré de
este sueño, mi amor.
–Tranquila, no lo harás. Estoy aquí, ya nada volverá a separarnos jamás.
Somos eternas, amor mío.
–Gracias –sentí que lloraba, pero no había lágrimas en mis ojos.
–Esa carta que me has escrito esta noche, es… preciosa.
–Esas pocas palabras son solo una parte insignificante de lo que en
realidad siento por ti, San. Te quiero tanto –la besé.
–Lo sé, siempre lo supe. Conseguiste sanar mis heridas y hacerme
inmensamente feliz, me has dado una vida maravillosa.
–La vida que merecías, cariño, la que ambas merecíamos.
–Ahora dame la mano, tenemos que irnos ya.
–¿Y dónde iremos ahora?
–A nuestra cabaña del bosque, sé que es el mejor lugar para nosotras, ¿no
te parece?
–Creo que es una maravillosa idea –dije, completamente entusiasmada.
San me abrazó de nuevo, sentir su cuerpo tan cerca del mío después de
tanto tiempo me hizo estremecer de un modo que me pareció que
empezábamos a flotar, como ingrávidas. Era un sueño maravilloso sentir de
nuevo a mi San.
–¿Y qué pasará con mi cuerpo? –exclamé, un poco confusa.
–No te preocupes por él… a donde vamos, ya no lo necesitas, nuestros
cuerpos son inmateriales, pero aún podemos sentirlos –me acarició la
mejilla y la felicidad me inundó cuando sentí el calor de sus labios sobre los
míos.
–No puedo creer que estés aquí.
–¿Tienes miedo? –preguntó.
–No. Solo tengo amor dentro de mí, San.
–Eres un ángel, Alison, las dos lo somos.
–¡Es increíble! realmente maravilloso, siempre tuve fe en ti, en mí, en
nosotras, pero esto…, esto es mucho más de lo que nunca llegué a imaginar,
es… ¡un milagro!
–Dios nos ha bendecido, Ali. Nos ha regalado el mayor de los dones, el
más ansiado de los tesoros, nos ha concedido “la eternidad”.
–¿Cómo es…? –pregunté llena de curiosidad.
–¿Quién? ¿Dios?
–Mjm.
–Dios está guardado por un velo, recatado por una nube, es inmenso,
prodigioso. En la tierra, se habla de un Dios incomprensible por su poder,
por su excelsitud, por su gloria, por su misericordia, pero la grandeza de
Dios, no lo es tanto por lo que se sabe de él, como por todo lo que se ignora.
–¿En serio, esto es real? No voy a despertar en cualquier momento y te
desvanecerás ¿verdad?
–No lo haré.
–Gracias, Señor –exclamé, llena de felicidad.
–He venido a por ti, mi vida, para llevarte conmigo a otro universo, a un
mundo paralelo, un mundo diferente y mágico donde no existe el miedo, ni
el dolor. Llevo mucho tiempo esperando para hacerlo, y ese momento ha
llegado.
–Estás más hermosa que nunca, mi amor –acaricié su rostro con devoción.
–Tú también.
–Estoy lista –afirmé.
–Pues marchémonos.
–Te quiero con todo mi corazón, San.
–Lo sé, cariño, yo también te quiero a ti.
…Y así fue como traspasamos el umbral de una gloriosa existencia,
dejando atrás una vida mortal, porque todo en nosotras se había llenado de
luz, éramos sueño, amor y magia, nos habíamos vuelto almas, almas
encendidas con la hermosura de una gracia sublime, y nuestros ensueños
navegaron dulcemente por un mar infinito, sometidas a la brújula que Dios
nos había dado, en un perpetuo tránsito, un movimiento sin término, una
carrera sin meta, una eternidad maravillosa…

FIN

Una vida después de la muerte, una vida futura, un “más allá” es una de las
creencias más extendida en el mundo. Necesitamos creer que hay algo más,
porque de lo contrario ¿qué sentido tendría la propia existencia?
Nos reafirmamos en la idea de que es posible que exista una vida más allá
de la muerte, que nuestras almas, nuestros espíritus o nuestra energía se
transforme en otra cosa. Desde tiempos inmemoriales el ser humano ha
tenido miedo a la muerte por el desconocimiento de lo que habrá al otro
lado. La muerte es el mayor de los misterios, no hay ninguno más profundo
o importante. Es un paso necesario para todos los seres vivos en el ciclo de
la vida. Es un portal, una puerta… Mucho se ha escrito sobre la vida y la
muerte, y lo único que hemos aprendido tras dedicar grandes pensamientos
a esta materia… es que no podemos entenderla. Muchos son los que se han
lanzado a discernir lo que ocurre realmente en el trance de la muerte, pero
pocos son los que han arrojado una luz sobre tan trascendental incógnita. La
única realidad es que ciertos conocimientos no están hechos para el hombre.
Puede que alcancemos una vida eterna junto a aquellos a quienes hemos
amado, puede que en otros casos haya quien crea que el ciclo de la vida
continúa imparable y que volveremos nuevamente a nacer, o puede que esa
hipotética existencia tenga lugar en un ámbito de espiritualidad. Todo es
relativo, todo depende del color del cristal con que se mire, los principales
puntos de vista sobre ello vienen de la mano de la religión, de la metafísica
y del esoterismo. En cualquier caso, lo único que es común a todos los seres
humanos, no es otra cosa que…

la esperanza.
NOTAS DE LA AUTORA

Como siempre que llego a este momento, a este punto, aprovecho para darte
las gracias por leer este libro. Deseando que lo hayas disfrutado tanto como
yo. Gracias por permitir que mis historias te acompañen o que al menos,
consigan evadirte durante el tiempo que dure su lectura.
Gracias también por tenerme entre tus manos, leyéndome justo en este
momento en el que desde el pasado te dedico unas palabras para que tú las
leas en mi futuro. Ese mismo futuro que ahora, en este momento, resulta
que es tu presente.
Antes de exponer este libro al mundo, asumo que no gustará a todo el que
lo lea. Cada escritor tiene su público y yo debo encontrar el mío. De entre
todas las personas que me lean, sólo una pequeña proporción dejará un
comentario o una opinión sobre esta novela. Por ello, me gustaría pedirte de
corazón que seas tú una de esas personas, y que compartas tu opinión
conmigo, con todos, con el mundo.
Después de subir un libro, espero esos comentarios con ilusión y con unas
ganas que están por encima incluso de las ventas. Porque las ventas, pueden
ser mayores o menores, eso no me importa, no es relevante para mí. Lo
único importante es lo que tú sientes, saber que he conseguido transmitirte
emociones, pasiones.
Llegar al corazón de las personas es algo intangible, es algo mágico y
maravilloso, es algo que no se puede comprar.
Sé que la mayoría no lo harán, quizás porque crean que no merece la
pena, que no aportarán nada nuevo o porque simplemente no lo hacen
nunca, los motivos son muchos y variados.
Por mi parte, hagas lo que hagas, soy feliz de haber compartido contigo
una parte muy íntima de mi misma.
Escribir se ha convertido para mí en una necesidad, en una pasión, en una
forma de aplacar el dolor, en un impulso, y a la vez en un sueño… creando
historias que hasta yo misma me llego a creer, estrangulando las palabras y
lo sentimientos para dejarlos volar, posarse sobre mi piel y morar en mi
persona, porque me resulta muy hermoso descubrir y crear personajes que
viven situaciones dispares, enredadas en mis palabras mientras trato de
encontrarme a mí misma, porque a veces es preferible la coraza del papel
con sus infinitas rectificaciones que el suicidio irreverente de unos labios
inoportunos, y también porque las palabras escritas siempre
permanecerán…
Como escritora aficionada no me mueve el dinero, no me mueve la fama,
lo único que me motiva es emocionarte. Emocionarte a ti, que tienes mi
libro entre las manos; quiero ser capaz de seducirte y apasionarte a partes
iguales. Que no puedas esperar a saber lo que pasa, que me leas con una
sonrisa perpetua en los labios y con el alma en un puño. Pido mucho, soy
consciente, pero ese es mi sueño, y soñar, amiga mía, es gratis, es
maravilloso, y si soy capaz de conseguir que ese sueño sea una realidad,
todo cobrará sentido, y habrá merecido la pena tantísimo esfuerzo. Hasta la
próxima historia mi querida lectora. Gracias por todo.

Atentamente:

M. Luisa Lozano
mlh89p@gmail.com
Instagram: @llhescritora
Twitter: @Mllescritora

Nunca dejes de soñar, porque soñar, es vivir y leer es volar. Respira y


sonríe sin temor. La vida es un bonito paisaje para saborear despacio, y
cada libro es un viaje maravilloso, un nuevo latido, una gran medicina si se
abre el corazón y se navega por él.

M. Luisa Lozano

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