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Inferno

recoge la obra poética completa del gran escritor cubano Reinaldo


Arenas. En el prólogo, Juan Abreu, amigo del poeta, nos define su poética en
los siguientes términos: «Su poesía es parte relevante de un todo de único y
original aliento; parte que contribuye a ilustrar, de forma concisa y
descarnada, las obsesiones fundamentales del autor: la patria (como territorio
al que estamos condenados, que nos reconoce para reclamar el derecho a
aniquilarnos), la nostalgia, el misterio de la madre, el esplendor y deterioro de
la carne, la maldición asumida por el creador de un mundo hipócrita y
mediocre incapaz de grandeza alguna, el desprecio por todo tipo de poder, su
amor a la libertad. Su poesía posee un carácter furioso, lúdico, mordaz,
macabro e hiriente que nos remite al barroco quevediano, a Arthur Rimbaud y
a François Villon, a Baudelaire y al Conde de Lautréamont. La poesía de
Reinaldo Arenas confirma y enriquece los vectores fundamentales de su obra:
la negación de cualquier tipo de autoridad, la furia ante la calamitosa
condición humana, el reclamo de libertad absoluta a cualquier precio».

Página 2
Reinaldo Arenas

Inferno
ePub r1.0
Titivillus 14.04.2023

Página 3
Título original: Inferno
Reinaldo Arenas, 2001

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

Página 4
Índice de contenido

Cubierta

Inferno

Prólogo

Inferno

Leprosorio (Trilogía poética)

I El central
Manos esclavas
Las buenas conciencias
Una cacería tropical
Peripecias de un viaje
De noche
Las relaciones humanas
Únicamente
Paqueño pretexto para una monótona descarga
La monótona descarga
«Grandioso» finale
Introducción del simbolo de la fe

II Morir en junio y con la lengua afuera


(Ciudad)

III Leprosorio
(Éxodo)

Voluntad de vivir manifestándose


Prólogo
Esa sinfonía que milagrosamente escuchas
Desfile
Aportes
Sinfonía
Cuando le dijeron
Esas espléndidas diosas
Epigrama

Página 5
Un cuento
Premio
Voluntad de vivir manifestándose

II Sonetos desde el infierno


Envío
A mitad del camino de mi muerte
Ovaladas son las puertas del infierno
Todo lo que pudo ser, aunque haya sido
Seco rumor se expande por la orilla
Nadie se habrá de alarmar si en esta tarde
Primera luna
Una especie de fango está cayendo
Detrás de todo el fango que te asfixia
De modo que Cervantes era manco
¿Qué es la vida? ¿un folletín?
Siendo la vida una especie de montura
Luna II
Jamás podré explicarme que la muerte
También tenemos el ministerio de la muerte
No es el muerto quien provoca el estupor
No sabiendo aún que estaba muerto
¿Quién recordará nuestros gestos muertos?
Ya que toda vida sera muerte
Luna III
La mano del infierno se parece
La mano del infierno se parece
La mano del infierno se parece
Te he buscado en la noche milenaria
Dicen que el amor es algo muy sublime
La tétrica mofeta es prisionera
No es por Hamlet que muere la suicida
La rosa está pintada de rosado
Tan espantado estoy de tanto espanto
Luna IV
A veces en las tardes de optimismo
Blancas siluetas pasan naufragando
¡No, música tenaz, me hables del cielo!
En oscura prisión voy naufragando
Sólo el afán de un náufrago podría

III Mi amante el mar

Página 6
MI Amante el mar

IV El otoño me regala una hoja


Voces
Nelson rodríguez
Si te llamaras nelson: (a un joven norteamericano)
¿Pensar?
Blanco mojoncito
Después de haber leído un artículo escrito por el señor roberto fabricio
para el Miami Herald
Epigrama
Viejo niño
Dracula loses his cold blood
Mientras el cielo gire
«Oh sole mio»
Mar
Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche
El otoño me regala una hoja
Última luna
Autoepitafio

Sobre el autor

Notas

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PRÓLOGO

«Todo trabajaba en su destino: los árboles, los planetas,


los escualos»[1]

1. VOZ MANCHADA DE TIERRA

Reinaldo Arenas pensaba que el mundo era un sitio inhabitable, infernal,


me lo dijo muchas veces; así que es lógico, coherente con la visión que tuvo
del mundo, que su poesía reunida se titule INFERNO. Es una poesía de este
mundo, del mundo que le tocó vivir. También solía afirmar que Dios nos
había hecho trampa, que el planeta Tierra era el Infierno y que (en este punto
siempre esbozaba una sonrisa entre siniestra y esperanzada), no teníamos de
qué preocuparnos pues al morir el único sitio que quedaba disponible era el
Cielo. Muchos de los poemas que integran este libro los escuché de boca del
autor. Leídos a la intemperie (física y espiritual) de la Cuba de los años
setenta: a la sombra de los árboles, o protegidos por un matorral, durante
nuestras tertulias en el Parque Lenin. También a la orilla del mar o durante
una excursión para alejarnos del fárrago ideológico de La Habana inmersa en
alguna gigantesca movilización. Siempre oteando el horizonte, siempre
atentos a presencias indeseadas y a las fiebres del cielo.
Escuchar a Reinaldo constituía un acontecimiento. Poseía una voz
ondulada, como manchada de tierra, de lluvia, como embarrada de jugo de
hierbas, voz machacada contra las hojas, voz arrastrada por los potreros,
sudada de pedregales, untada de lombrices y semen. Hablaba tal y como
escribía, él y su lenguaje literario formando un todo cadencioso, un magma
primitivo y exquisito, aristado y melódico. Voz afilada como punzón de
preso, impregnada de una desamparada dulzura animal. Lenguaje mestizo y
promiscuo, catártico y desmesurado, lírico y ceremonial. Voz de campesino
iluminado.

Página 8
He conocido dos seres humanos en cuya presencia siempre tuve la oscura
sensación, sensación visceral, nunca intelectual, de que me distinguían con el
simple hecho de admitirme en sus cercanías: uno de ellos fue Reinaldo, el
otro la escritora cubana Lydia Cabrera. Ambos trasmitían una otredad, una
ajenidad a nuestra estricta humana condición, que yo sentía y que me
provocaba un respeto no a la persona en sí (ambas asequibles y terrenales),
sino a lo que parecía acompañarlos, escoltados: algo innombrable. Desde el
día en que los conocí identifiqué ese algo con la poesía.
Curiosamente, tanto Cabrera como Arenas no eran poetas, en el sentido
formal, canónico del término. Es mucho más exacto considerarlos prosistas.
Uno novelista, fundamentalmente, la otra cuentista y autora de estudios e
investigaciones de carácter antropológico. Pero sus textos están atravesados
por un poderoso caudal poético que no se halla con frecuencia en muchos
autores dedicados a los versos. Lo que me lleva a lo que todos sabemos: poeta
no es aquel que escribe versos sino quien está poseído por ese misterio
indescriptible que llamamos poesía. Arenas era uno de esos poseídos.
La poesía de Reinaldo Arenas no ocupa, desde el punto de vista
cuantitativo, un lugar prominente en el cuerpo de su obra, Su producción
poética es relativamente pequeña si tenemos en cuenta que en sus cuarenta y
siete años de vida escribió ocho novelas, numerosos relatos largos, un
considerable número de cuentos, un volumen de ensayos, su autobiografía; y
sólo tres extensos poemas agrupados bajo el titulo de Leprosorio y otro
puñado de poemas ocasionales a lo largo de los últimos veinte años de su
vida. Esto no hace su poesía menos importante, al contrario. Es parte
relevante de un todo de único y original aliento; parte que contribuye a
ilustrar, de forma concisa y descarnada, las obsesiones fundamentales del
autor: la patria (como territorio al que estamos condenados, que nos reconoce
para reclamar el derecho a aniquilarnos), la nostalgia, el misterio de la madre,
el esplendor y deterioro de la carne, la maldición asumida por el creador en un
mundo hipócrita y mediocre incapaz de grandeza alguna, el desprecio por
todo tipo de poder, su amor a la libertad.
Su poesía es una suerte de marea que invade la prosa y que es invadida a
su vez por aquella.
También sus poemas nos sirven para profundizar en un Arenas inmediato,
zumbón, irredento, restallante como un bofetón propinado en respuesta a una
ofensa que merece réplica inmediata. Respuesta que exige la brevedad del
poema, que adquiere en ocasiones resonancias de poesía de barricada
dedicada a ultrajar e insultar al enemigo. Baste recordar aquí el poema

Página 9
dedicado a un profesor de la universidad norteamericana de Tulane (a quien
consideraba uno de esos apologistas de la dictadura de Castro), al que llama
Blanco Mojoncito. Su poesía posee un carácter furioso, lúdico, mordaz
macabro e hiriente que nos remite al barroco quevediano, a Arthur Rimbaud y
a François ViIlon, a Baudelaire y al Conde de Lautréamont.
La poesía de Reinaldo Arenas confirma y enriquece los vectores
fundamentales de su obra: la negación de cualquier tipo de autoridad, la furia
ante la calamitosa condición humana el reclamo de libertad absoluta a
cualquier precio.

Página 10
2. MAR AMANTE

Mantenía una extraña relación con el mar. Mar que permea, atraviesa,
inunda, arrasa, conduce su obra. Mar como símbolo de eternidad. Mar de
esperanzas, mar en el que deshacerse al fin no para desaparecer sino para
entrar en contacto con algún vigoroso adolescente que se zambulla en sus
aguas. Tal y como afirma en su Autoepitafio. Nadamos. Nos sumergimos en
las tibias aguas en busca de sosiego, de refugio. Sentados al pie de las olas
redondas soñamos con escapar. Un bote, un velero, una goma, un artefacto
submarino, un carguero, una canoa, una balsa, un escualo amaestrado, un
cangrejo gigante; algo que nos lleve en cualquier dirección, lejos de la isla.
Soñamos con transponer las costas vigiladas.
Conservo un recuerdo táctil de la arena. De los ensalivados verdes
arrecifes.
Como a los brazos de un amante. Como a entablar una batalla física,
amorosa. Así, poseído y frenético se lanzaba a las olas. Con desesperación
genuina, acumulada durante siglos; anhelante. Animal que devuelven a su
elemento cuando ya está a punto de asfixiarse. Transformado físicamente al
contacto de aquel cuerpo milenario y descomunal al que reverenciaba como a
un Dios. El mar de Arenas no es el de Vicente Huidobro, verbal, truculento y
mental, hímnico. Ni el de Virgilio Piñera en su extraordinario poema «La isla
en peso», donde asedia al poeta y lo «rodea por todas partes», como un
cáncer. El del autor de «El color del verano» es un mar carnal, semejante,
hermano, un mar: con el que se puede singar y que aún nos ama después de
eso. Un mar maternal.
Años después, en Miami, lo vi precipitarse entre las olas de forma
semejante. Hambriento de caricias, de protección.

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3. QUE ALGUIEN SEPA QUE ESTALLAS

La trilogía que integra la primera parte de este libro, titulada Leprosorio,


compuesta por El Central, Morir en junio y con la lengua afuera y
Leprosorio fueron concebidas en épocas aciagas para el escritor. Quiero decir
más aciagas de lo habitual. Tuve el privilegio de escuchárselos durante
nuestras «leninistas» tertulias. Como bien decía Samuel Beckett: «cuando uno
está con la mierda hasta el cuello sólo queda cantar»… Eso hizo Arenas,
cantar su espanto, dejar constancia de las sucesivas agonías que le tocó vivir.
En aquellos años de rampante represión intelectual, religiosa y vital en Cuba.
El Central fue concebido durante los meses que Reinaldo pasó cortando
caña, como medida de castigo por su conducta impropia, en el central
azucarero «Manuel Sanguily» en la provincia de Pinar del Río. De esta
experiencia germinal, puesto que la esclavitud en la isla está relacionada con
la tierra, la historia y el nacimiento de la nación, surge El Central, poema de
aliento épico en el que la barbarie sufrida por indios cubanos y luego por los
negros esclavos africanos se encuentra con las nuevas formas de esclavitud
impuestas por el régimen totalitario. Continuidad histórica de abusos y
despotismo. Poema que proclama: nuestro destino es la esclavitud y el
espanto; lo que cambia es el escenario en el que esclavitud y espanto se
padecen. Poema poseído por la furia de decir:
¿Alguien siente el desesperado crepitar de la Isla donde millones de
esclavos (ya sin color) arañan la tierra inútilmente?
(Qué claro está todo: ni grandes frases, ni complicadas especulaciones
filosóficas, ni el poema hermético. Para el terror hasta la sencillez del verso
épico: decir)
En el segundo de los poemas de la trilogía, Morir en junio y con la lengua
afuera, la ciudad toma el centro de la escena. Ciudad asolada por la estupidez,
la intolerancia y la violencia de otra dictadura, esta vez disfrazada de utopía
en construcción. «La ciudad. Puta en llamas, puta mil veces ofendida. Puta
recogiéndose sobre sus escorias húmedas…» Ciudad que es purulento
castillo, desasosegado laberinto que despliega sus panoramas, sus paisajes
calcinantes y desoladores por los que se desliza el poeta gritando su
desolación y su furia obstinada:

Canta,

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que alguien sepa que estallas
que alguien sepa que todos estamos estallando siempre,
que alguien allá, mucho más allá,
en otro tiempo
(el del odio, el de las aguzadas furias)
oiga tu estallido siempre.

El tercer poema, Leprosorio, desmonta el mito de la patria, que ha


quedado reducida a estafa, a cárcel que abarca toda su geografía, patria y
cárcel que no son más que una enfermedad contagiosa que pudre el alma de
sus habitantes, patria de la que no se puede hacer otra cosa que huir. La fuga
como única esperanza, y la pérdida y la renuncia a esa patria (convertida en
inmenso leprosorio), tan furiosamente buscada en el primer poema. Fuga y
confirmación de una soledad intransferible e inacabable, fuga en la que la
mismísima naturaleza se confabula con los opresores de turno para aniquilar
al poeta rebelde:
Salir a la explanada surcada de árboles furiosos, correr entre el
blanquizal del tiroteo y los relámpagos; retando al rayo (¡Traidor! ¡traidor!.
Dichosamente traidor), apresurarme bajo la tormenta, desafiando y
revolviendo la hojarasca, hundiéndome en el limo y otra vez surgiendo,
aferrándome a las ramas con las manos supurantes y enfangadas, azotando
el aire con mi rostro que lanza humaredas de furia y embiste… Seguir
corriendo, más rápido, más rápido, los monstruos apuntándome con todos
sus artefactos, fusiles, hachas, catapultas, lanzallamas, cohetes, ballestas,
flechas, bombas, bazucas, picas, macanas, arcabuces, cañones o
lombardas… Mientras el cielo continúa lanzando fuegos y vendavales, y la
tierra, cual matrona ofendida, conmina a sus millones de alimañas para que
me asesten el golpe final… Seguir reptando, arrastrándome, incorporándome
y otra vez precipitándome contra la corriente, abofeteando árboles y
ciénagas, rayo y torrente. No podrán conmigo. No van a poder destruirme.
Ya verán. Ya ven cómo los reto. Yal retarlos los burlo, los traiciono y derroto.

En el vórtice de la poesía areniana están la cólera y la rebeldía. Ellas lo


alimentan, nutren su obstinación, lo fortalecen en la batalla cual dioses
homéricos, lo conminan a mantener la ecuanimidad y el ritmo hasta el último
aliento. Cólera y rebeldía solitarias, que saben que el único sentido posible tal
vez esté en el sinsentido absoluto. Hay que asumir la total soledad que
proviene de la monstruosa indiferencia, del mutismo del universo. Arenas

Página 13
comparte el horror de Kurt, el personaje de Conrad, que siente, en palabras de
Camus, «la gran intensidad con que la naturaleza, o un paisaje, nos rechazan».

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4. UNA SOLEDAD CÓSMICA GRAVITABA

En contra de lo que pudiera pensarse al leer su poesía, Reinaldo era un


individuo extremadamente simpático. Divertido. Odiaba la autocompasión.
Pocas veces lo vi triste y sólo en una ocasión vi sus ojos humedecerse; y fue
de rabia al pensar que le faltaba valor para suicidarse; cosa que el tiempo
probó falsa. Dueño de un humor negro exuberante y sofisticado. Humor que
recorre toda su obra asumiendo numerosos registros, y que es inseparable de
su estética y de su personalidad. Solía mantener la calma, pero sus furias
podían alcanzar tonos apocalípticos. Era muchos: los que yo conocí se
ganaron mi admiración, mi respeto y mi cariño. Una soledad cósmica
gravitaba sobre él siempre. Cuando en su novela Otra vez el mar uno de los
personajes exclama: El no está solo, él es solo; está hablando de su creador.
Tenía la elegancia de un paisaje, la armonía de un río, la belleza oscura de un
niño que se defendió a sangre y fuego y que nunca creció (es decir, que nunca
fue envilecido con la adultez). Lector infatigable, generoso con sus
conocimientos; dueño de una fe en lo imaginario, de un amor por los libros
que jamás he vuelto a encontrar. Yo, a pesar de la barrera que interponía entre
nosotros mi heterosexualidad (tengamos presente que Arenas era un
homosexual militante que llegó incluso a teorizar en alguna de sus obras
acerca de una supuesta superioridad homosexual), lo amaba por eso, por su
devoción por los libros y las palabras. Él era real, verdadero, en un mundo en
el que nunca se sabe quién es quién; un mundo lleno de fantasmas, de seres
intangibles, sin consistencia. A diez años de su muerte es aún una presencia
tutelar. Hoy, todavía, a la hora de tomar decisiones cruciales, me pregunto:
¿qué diría Reinaldo? Y doy gracias porque existió entre nosotros su alma
indoblegable.
Hay algo que concierne especialmente a los lectores de este libro y que se
perdió cuando se quitó la vida aquel siete de diciembre de 1990 (y ya que
hablábamos de su humor es preciso señalar que escogió para suicidarse la
fecha del aniversario de la muerte en combate de Antonio Maceo, caudillo e
icono machista de la cultura patriarcal cubana) en su miserable apartamento
de Hell's Kitchen: su deliciosa manera de leer sus poemas. Podía leer versos
que describieran algo horrible, descorazonante, y hacer que los que
escuchaban rieran saludablemente divertidos. Hallaba, escarbando en el
horror, una profunda y amoral felicidad: fruto de su desesperado amor por la
vida. Esa felicidad afloraba al leer sus poemas. Cualquiera que tuvo la fortuna

Página 15
de escucharlo estará de acuerdo en que sus lecturas construían una verdadera
fiesta.

Página 16
5. IMÁGENES CON MÚSICA DE FONDO

Rescato de mi memoria y despliego imágenes. Es La Habana de los años


setenta. Calor abrasador. Chillerío de las multitudes que pelean por un espacio
en los abarrotados ómnibus. Crujir de cuerpos que se achicharran. Himnos.
Almas vigiladas que se pudren. Hambre. Almas envilecidas por el
colectivismo, por las consignas y la militarización. Delatores agazapados en
las risas y abrazos de supuestos amigos. Trabajo voluntario obligatorio.
Hambre. Asisto a una asamblea laboral en la que acusan a un «compañero» de
infidelidad conyugal (la que lo acusa es la amante que es a su vez
«compañera» de trabajo) para eliminarlo de la competencia por el derecho a
comprar una batidora: sólo han asignado dos a cada centro de trabajo y
doscientos obreros aspiran a poseer el artefacto. Miedo, mucho miedo.
Hambre. Llego a la Escuela de Arte de San Alejandro, donde asisto a clases
nocturnas de pintura; en el patio hay restos de una gran hoguera: durante un
mitin de repudio han quemado los cuadros de «estudiantes traidores». Miedo,
mucho miedo. Hambre. Vileza supurando. Trepo las escaleras mugrientas.
Respiro la penumbra acucarachada. Dos niños arrastran por el pasillo un
recipiente al que han adosado unas toscas ruedas: contiene agua. Hace años
que el agua no acude a los grifos en esta zona. Llamo a la puerta, grito: ¡Rey!
Pausa. Estruendo de candados y cadenas. Entro al minúsculo cuartucho en el
antiguo Hotel Monserrate. Hay olor a té y a limón. El terso olor del limón
humaniza la atmósfera. ¿Pero dónde rayos has conseguido limones?,
pregunto. Me hace un gesto con la mano, tuerce los ojos hacia arriba para
indicarme que espere y corre a continuar tecleando desesperadamente en la
mastodóntica Underwood. No hay hojas, así que ha adaptado un rollo de
papel, al que llamamos «los papiros», obtenido mediante ilegales maniobras,
al carro de la máquina. Escribe El asalto, su novela antiutópica que merece
estar junto a las de Zamiatin, Huxley, Orwell, Kostler. Está descalzo, viste un
pantalón viejo, cortado a la altura de los muslos, y una camiseta descolorida.
Sortijas castañas enmarcan el rostro concentrado. En la radio vocifera algún
cantante «comprometido» con la dictadura. Reinaldo me explica que tiene que
escribir con la radio a todo volumen para que los delatores que lo rodean no
escuchen el teclear con el que rehace sus textos confiscados y destruidos (una
de sus enormes novelas, «Otra vez el mar», tuvo que reescribirla tres veces)
por la policía. Sonríe al decir esto, con los ojos iluminados por una dulzura y

Página 17
una fe en el abismo que aún hoy me conmueven y fortalecen. Me pongo a
hojear un libro.
Enseguida termino y te hago un poco de té, me dice.
Este escritor perseguido, humillado, encarcelado, torturado y vejado por
su amor a expresarse libremente, que hacía de asumir su maldición un
destino, era y es para mi un hermoso ejemplo de dignidad. No se puede
ascender mucho más allá en la escala humana mediante el uso de las palabras.
En una época en que la mayoría de los intelectuales cubanos aceptaron
sumisamente la denigrante fórmula: «Dentro de la Revolución todo fuera de
la Revolución nada», la figura de Reinaldo Arenas destacaba contra ese
panorama desolador, prostituido.
Los que tuvimos la dicha y el honor de conocerlo y acompañarlo, sabemos
que simbolizó todo lo que debe esperarse de un creador: absoluto compromiso
con su obra, amor a la libertad por sobre todas las cosas, integridad
intelectual, coraje, fe en la página en blanco como patria posible.
Su coraje y su comunión con la literatura iluminaron la lobreguez de la
época que nos tocó vivir. Época plagada de cobardía, oportunismos y
sumisiones. Gracias a él supe que la única literatura deseable se halla al
margen de toda forma de poder. Contra toda forma de poder.

Página 18
6. ESTE ES TU MOMENTO

Este volumen de su poesía reunida viene a confirmar que Reinaldo Arenas


es el escritor maldito del siglo veinte cubano. Un hombre salido de los
pedregales de un desolado paraje de nuestra campiña, que ascendió y dejó en
el firmamento de la literatura cubana una huella de sangre, escozor y luz. Un
escritor formidable y, sin duda, el más atrevido, transgresor y valiente que ha
producido la isla.
Ya en 1975, en un poema escrito en la Prisión del Morro, vislumbró este
momento que vivimos ahora, con la aparición de su poesía completa. En ese
poema, reiteraba su voluntad de vivir manifestándose, el compromiso de
permanecer fiel a su destino creador aún después de muerto:

Ahora me comen.
Ahora siento cómo suben y me tiran de las uñas.
Oigo su roer llegarme hasta los testículos.
Tierra, me echan tierra
y piedra
que me cubre.
Me aplastan y vituperan
repitiendo no sé qué aberrante resolución que me atañe.
Me han sepultado.
Han danzado sobre mi.
Han apisonado bien el suelo.
Se han ido, se han ido dejándome bien muerto y enterrado.

Este es mi momento.

Sin duda lo es, este es tu momento Reinaldo Arenas, el momento de tu


poesía.

JUAN ABREU
Barcelona, junio de 2001

Página 19
INFERNO[2]

Página 20
A José Lezama Lima

Página 21
LEPROSORIO

(TRILOGÍA POÉTICA)

Página 22
I

EL CENTRAL
(Fundación)

Página 23
A mi querido R.
que me regaló 87 hojas en blanco[3]

Página 24
1
MANOS ESCLAVAS

MANOS esclavas lustran la esfera


donde, a veces, suele detenerse la mirada
de un rey.
Manos esclavas han pulido esos granos
para que la reina, solemne y minuciosa.
os conceda la gracia de disolverlos
en su lengua.
Manos esclavas
han revuelto esa tierra
han sembrado esa tierra
han exprimido esos tallos
han cuajado ese jugo
para que el ilustre extranjero, acorazado con
el vocabulario y los andariveles de su época,
lance al fondo el delicioso terrón, agite la
esbelta cucharilla,
y beba.
Manos esclavas
han pulido la esfera sobre la cual, a veces,
suele posarse la mano del rey —aquí, aquí,
es este sitio. Y señala, majestuoso, las
tierras conquistadas.
Aquí, aquí.
Aquí el dedo del fanfarrón. El indignado dedo
del gran dictador, señalando los campos que
manos esclavas
tendrán que arañar.
Y los ministros promulgan leyes,
y los periódicos acogen blasfemias
y las chillonas cotorras
alojadas en los suntuosos palacios abandonados
por los antiguos traficantes,
acatan danzando

Página 25
Aquí, aquí
80.000 manos acá, en la zona occidental
que hay que resembrar, abonar, recolectar, empacar
y exportar.
Allá, allá.
Que rieguen, que fertilicen esta nueva variedad
que Yo propongo, que Yo dispongo, que Yo ordeno
que se siembre, cultive y adore.
Y Las cotorras danzan en las antiguas columnas
que jamás se desplomarán, pues hechas fueron
para estas ilustres, oficiales ceremonias.
Aquí, aquí.
(los dedos majestuosos)
un fuerte para aniquilar, un fraile para
adoctrinar. Y hombres nuestros. Hombres blancos
y valientes; hombres peludos y hediondos; hombres
de rechinante y fuerte virilidad, duros y divinos.
Salven esas almas perdidas, no escatimen violencias.
Están bendecidos por la gracia del Papa.

Elemental y apabullante
rústico y gritón
amenazador y furioso
bárbaro y bambollesco
ha de ser el discurso del nuevo trajinador de sentimientos.
Su presencia, voluminosa y velluda.
Sus andares, libidinosos y ásperos.
Sus promesas, descomunales y estúpidas
Sus leyes, intransigentes y arbitrarias.
Sólo así, oh elegidos, podrán ejercer ustedes el absoluto dominio.
Sólo así, oh elegidos, serán ustedes sinceramente adorados.

Manos esclavas
en nombres de la patria y sus sagrados principios
manos que se adentran en la tierra
que arañan y se inclinan
manos que se desgarran
en nombre de principios obligatorios y sagrados.

Bella la figura del indio

Página 26
desnudo.
Bello su cuerpo sin vellos. Bella la pieza del antípoda que, cilíndrica y
reluciente, cuelga. La vieja (divina) reina, mientras le elogiaba al
Almirante un centenar de papagayos «por ser de muy hermosos colores,
unos muy verdes, otros muy colorados, otros amarillos con 30 pintas»,
miró, sin perder la compostura, aquella proporción colgante, tan
reluciente. Y aquellos muslos. Ay, dorados y duros; torneados. Tan
diferentes de estas carnes europeas, peludas, blandas y lechosas;
envueltas en trapos.
Y toda esa solemne inspección sin emitir ni un regio pestañeo.
Altiva, otorgando su gracia al colorido de los papagayos.
Cien obispos ceremoniosos, observando.
Cien guardias de corpus recelosos.
¿Miró Fernando? ¿Miró el muy maricón? ¿Miró ese nieto de judío?
¿Ese pedazo de cabrón converso? Ya lo llamaré a contar después; luego
que con promesas y títulos, es decir, con palabras y papeles, hayamos
aplacado un tanto la avaricia de este marino ambulante, que, por cierto,
ha regresado bastante averiado.
—Y qué mansos, qué mansos. Pase usted las manos. Majestad.
Toque usted esta piel, Majestad. Vean, vean y toquen, divinas
majestades. También ustedes, señores. Toquen.
Y todos miran, palpan,
alaban al Señor.
Y todos se ajustan los anteojos,
observan,
aplauden:
un millón de niños (16 a 18 años)
desfilan marciales.
Junto al cartel, «400.000 habaneras al cogoyo»,
el sólido artefacto de cemento y
yeso: José Martí.
Desde allí la clase dirigente contempla extasiada. Una banda oficial
infesta el viento con sus consabidos himnos. Y dos millones de piernas
exquisitas se levantan marciales; saludan, descienden se marchan
armoniosas.
Tras el uniforme, los jóvenes sudorosos y viriles bultos configuran una
extensión que cambia de sitio con el rítmico andar. Tras las altas
columnas, la clase dirigente recibe el solemne homenaje.
—Mire qué bien marchan, comandante —comenta uno de los
íntimos con el Gran Cacique— o Mire usted qué ritmo, qué paso qué

Página 27
disciplina. -Y el Gran Cacique, vasto y ventrudo, grasiento y barbudo,
mira y sonríe.
Manos esclavas
han pulido esas mínimas aristas
con que la reina, golosa,
se endulza
la lengua.
Manos esclavas
han trabajado meticulosamente
ese pequeño terrón que tú, notable
consumidor extranjero, adecuadamente emperifollado
para sentarte al aire libre,
lanzas al fondo del moderno
recipiente
—¿Tres es suficiente? —preguntas—. Y agregas otro.
Manos esclavas
sentarse.
Manos esclavas
hicieron posible ese derrame de saliva
en el órgano de la augusta anciana.
(Vea usted su boca).
Querido,
detrás de todas esas fiestas publicas. Detrás de todo desfile, himnos,
despliegue de banderas y elogios. Detrás de toda ceremonia oficial, se
esconde la intención de estimular tu coeficiente de productividad y de
explotarte
Esto me lo dijo Carlos Marx, haciendo un gracioso giro, soltando
una carcajada y marchándose apresurado tras los fondillos de los niños-
militares que integraban la retaguardia.
Efectivamente, un poco más allá
estaban los camiones que transportarían al divino
material
hasta las plantaciones cañeras

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LAS BUENAS CONCIENCIAS

AUNQUE aún no han llegado las lluvias ya está aquí el olor de la primavera,
reventando por todos los sitios. Señor. Aunque aún no ha llegado la época de
los grandes aguaceros, ya se presiente el estruendo de unas aguas que
presagian vendavales. Yo no sé. Pero el tiempo lo va agarrando a uno; lo va
envolviendo, me seduce. Aquí cada planta suelta un típico, extraño olor que
llama; y de cada yerba brota una vibración que atrae; y es digno de mirar todo
este verdor que espera. Es digno y es espantoso mirar todo este olor, todo este
verdor que espera por el hacha, Señor. Hasta en el salto de la jutía, animal que
así se traslada de gajo en gajo y así puede atravesar la Isla, hay algo que
aterra; hay algo que aterra bajo esos movimientos de libertad; hay algo que da
grima bajo esos precisos brincos en la claridad… Ya está aquí la época en que
se desbordan las cañadas. Y todas correrán lisas y brillantes; y las hojas se
extenderán saturadas. Ya está aquí el olor del tiempo, la dulzura y la humedad
del tiempo; y no es culpa mía sí siento deseos de tirar los hábitos y echar a
correr; no es culpa mía si siento deseos de empezar a gritar, y aullar; si síento
deseos de revolcarme entre las hojas lisas y relucientes. No es culpa mía, es el
tiempo, Señor. Y uno debe obedecer a la naturaleza, porque ella es quien crea
y ordena las costumbres de acuerdo a las solicitudes del cuerpo y del alma,
Señor. Yo quisiera informar más sobre este asunto a sus Divinas Majestad no
porque piense que ellas lo ignoran, sino para que vean que generoso es Dios
que también me ha otorgado a mí en una milésima de fracción, las mismas
percepciones que a sus Divinidades… Yo, soldado fracasado, simple fraile de
la orden de los Dominicos, también participo del cosquilleo cósmico, de la
insólita melodía… Pero debo decirles que los distinguidos caballeros que sus
Serenísimas Majestades han elegido para implantar la gracia y el consuelo de
Dios en estas regiones, no cumplen cabalmente las nobles encomiendas
impuestas por sus Dignidades.
Ellos llegan y no se preocupan de implantar esos consuelos sino por
investigar a palos dónde están los tesoros. Ellos llegan y no se preocupan de
salvar almas, sino de llenar bolsas. Poca es en ellos la inquietud por alcanzar
la gloria y mucha la avidez por aniquilar y hacerse ricos encomenderos. He
visto alzarse la espada y el fuego contra indefensos hechos para el ritmo, para

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el canto o para el trabajo sobre agua y árboles. Y ellos los golpean, y los
obligan a trabajar veinte horas diarias, y ellos los hacen descender al fondo
del mar y que allí revienten buscando perlas. Y ellos los hacen descender al
fondo de la tierra y que allí se asfixien buscando oro; y aún se fornican a las
más, y a los más atractivos; y luego, cuando estos se ahuyentan porque ya no
resisten, ellos, los nuestros, les lanzan los perros, y las pobres criaturas son
desgarradas y descuartizadas por estas fieras introducidas por nosotros —aquí
no había perros, Señor—. Y tanto ha sido el furor desatado, innecesaria
violencia y la codicia, que ya de esta raza original que no necesitaba de telas
ni de leyes para ser pacíficos y vivir, quedan muy pocos, Señor. Unos
murieron de hambre, otros de trabajo y muchos de viruelas (plaga que
también trajimos nosotros). Unos se quitaron la vida con zumo de yuca; otros,
con yerbas malas; otros se ahorcaron de los árboles. Y muchas mujeres han
hecho también como los maridos, y se han colgado al mismo tiempo que
ellos, y se han lanzado con sus criaturas contra los peñascos, dicen que para
no parir hijos que sirviesen a extranjeros. Y ellos, los nuestros, siguen
golpeando, no cesan de esclavizar, ofender y matar. Y ellos, los indios, son
brillantes y lampiños; relucen, como peces al sol. Y gustan de beber y danzar;
y tienen sus músicas y sus formas de adorar al cielo; y tienen sus doctores. Y
nada he visto en su forma de ser que no pudiere relatarse. ¿Dónde están las
tropas de salvación que sus serenísimas Majestades enviaron a estas tierras
para que todos fueran nobles cristianos, Y nadie padeciese del pecado de
idolatría, y todos entrasen en el reino de los Cielos?… Cristo clemente, Cristo
misericordioso, Omnipotente Dios. Ya siento los estallidos de la primavera,
ya presiento los escarceos del aguacero. Y en medio de las ceremonias del
tiempo, en medio de la desobediencia del aire y los estruendos, he salido al
monte y he tratado de dar consuelo y protección a los que ahora son
perseguidos. Y ellos, aunque no me han entendido, han visto en mi rostro la
común señal de la tristeza y la horrible y mutua señal del espanto, se han
hecho mis amigos… Dios, odioso Dios, esta tarde, bajo los estruendos de la
primavera que ya revienta, que ya sube queriendo ahogar mi voz, queriendo
descontrolar mis manos, he entrado en una cueva donde más de cien indios
yacían amontonados y muertos (como animales en tiempo de plaga), después
de haber tomado todos, una yerba maldita. Sagrado Señor, alabado Señor,
maldito Señor, y ellos son brillantes y su pelo es lacio y negro, y su piel
apretada y suave. Y saben nadar y remontarse a los árboles, y algunos viven
así, en barbacoas flotantes, o entre las hojas. Qué podemos hacer para no
ganarnos una eternidad aborrecible en la memoria de los que habrán de

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juzgarnos. Qué podemos hacer por esos cuerpos cimbreantes que se deslizan
relucientes por entre las aguas y bejucos, y para quienes ya está preparada el
hacha… Yo propongo a sus serenísimas Majestades (y esto sí lo incluyo en la
carta) que, ya que es de sus conveniencias el sistema esclavista para el
desarrollo de estas tierras, que se mantenga el mismo con gente apropiada
para esas labores bajo este clima hecho para la danza y las zambullidas. Los
etíopes del África son más fuertes, son negros, como ya es conocido de sus
Divinidades, y por su fortaleza, por la negrura de su piel y por la rigidez de su
pelo poseen condiciones más adecuadas para llevar a cabo los regios planes
de sus Majestades. Ellos soportarían mejor las violentas labores. Además son
feos. Yo no me cansare de decir que los naturales de estas islas son dulces y
melancólicos y que prefieren la muerte inmediata a renunciar, a sus danzas, a
sus fiestas a sus prodigios desnudos sobre aguas y hojas… Decía también que
ya estaban aquí los grandes presagios de las estaciones abrumadoras; Pero yo
soportaré los excitantes olores y el inquietante llamado de la tierra. Durante
toda mi vida no cesaré de pedir una confrontación de los planes
confeccionados por sus Divinas Majestades con la ejecución que de ellos
hicieron sus encargados. Para que sus Majestades puedan saber de todo esto
con mayor claridad, he decidido llegarme hasta sus sagradas presencias, si es
que mis huesos alcanzan para ello, y no se pierde en el mar… También se da
aquí una diminuta y extraña flor blanca, como un lirio, pero aún más fina.
Brota esta flor cuando se barrunta la primavera. Su nombre es bruja, pues en
una sola noche emerge el tallo de la tierra y florece. Algunas semillas llevo en
mis hábitos que serán entregadas a sus Divinidades en cuanto me acojan bajo
su gracia.

Pero ya aquí el aguacero.


Ya aquí el desequilibrio de los colores anegados. Daré un maullido. Con los
hábitos abotargados saldré al campo, y veré los cuerpos hermosos y doloridos,
retorciéndose. Correré bajo los árboles empapados y veré las figuras desnudas
colgando de sus ramas. Y tocaré las figuras; y me abrazaré a las figuras. Y
empezaré a bailar bajo los árboles donde cuelgan las figuras, balanceándolas.
Dios, Dios que tantas veces inútilmente invoco, otra prueba tendré de su
sordidez, cuando terminada la ceremonia, me tire sobre las plantaciones de las
brujas y me embriague del olor y de la humedad del tiempo, sin que nada me
haya ocurrido a pesar de los incesantes relampagueos, de los perros salvajes
que amenazan desde la lluvia, y de mi invariable petición: mátame. Aquí
sobre estas flores dormiré toda la noche.

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(Madre amantísima
pobre madre día
disuelta ya en las ajadas tierras de
la infancia
he aquí como el tiempo nos ha convertido
en adoradores del más implacablñe de los dioses,
el que no existe).

Los adolescentes son.


Los hombres y las mujeres «deben ser».
He aquí la gran diferencia.
Un adolescente está libre de toda afectación, y de todo compromiso, pues su
condición es efímera, exclusiva. Un adolescente sabe que todo lo merece
(aunque todo se le niegue) y por lo tanto, aún tiene la oportunidad de
aborrecer. Los adolescentes no habitan en ningún sitio. No aman, solo saben
enfurecerse o cantar. Un adolescente puede darse el lujo de despreciar la
muerte o el crepúsculo (términos equivalentes, quizás). Nada los compromete,
pues son hermosos y únicos. Un hombre es un conjunto de antiguos y nuevos
resabios que ni él mismo puede clasificar. Un hombre es el trapo con que otro
se restriega en culo luego de haber expulsado los residuos de sus familiares
más allegados —los más alimenticios—. Un hombre es la pesadilla de un
sueño confuso, o, si se quiere dar mayor categoría, el culo que utiliza el trapo,
o la imagen grotesca que provoca esas pesadillas. Los adolescentes son libres
porque jamás se han interesado por la libertad; son dichosos, pues consideran
ridícula esta palabra; son deliciosos, pues al levantarse no se miran en los
espejos. Enarbolan con el día sus estruendos típicos, sabiendo que más allá no
hay nada, sabiendo (sin importarles) que más acá no hay más. Cuando están
hechos para el placer no lo buscan, se les busca. Los adolescentes son
violentos y gentiles; son tiernos y criminales; son naturales y breves. No se
enredan en grandes discursos altisonantes; no creen en sabios consejos; no
esperan. Una espalda, un mar centelleante, un golpear de puños contra el
fondo de un taburete en el barracón, bañarse solos y juntos en la charca más
cercana al campamento, un modo exclusivo de mirar o de andar, una forma
insuperable de inaugurar la mañana al ajustarse los calzoncillos verdes. Y el
ademán señorial con que se palpan los testículos, he aquí sus únicos tesoros;
los necesarios. Los adolescentes dondequiera saben estar, pues siempre están
más allá. No tienen criterios exclusivos, no tienen alma ni principios: no están
corrompidos. Una mujer es un hueco desesperado que supura, se encoge,

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agita, pide a gritos y si no alcanza (algunas son jorobadas o profesoras de
latín) chilla hasta volverse santa o revolucionaria. Un hombre es un producto
bíblico, mansa bestia sin interés que resopla cuando posee, o de lo contrario
duerme la siesta, La mujer, es siempre histérica, egoísta y sentimental. El
hombre es una especie de mulo oloroso que gusta sentarse cuando se halla en
chancletas. Una mujer, si es normal, acata siempre las ideas del que la ensarta.
Un hombre, normal, adora siempre la imagen del que lo humilla. Una
cualidad los define mutuamente; son excesivamente exhibicionistas, anuncian
con varios meses (a veces con años) de anticipación la fecha exacta en que
darán comienzo a sus fornicaciones. Siempre son conservadores, es decir, no
ofrecen resistencia (ni modifican) a la evolución natural del espanto. No son
como pudieron haber sido.
Siendo así, resuelvo:
Que se llame, se recoja, se busque, se persiga, y finalmente, se reclute a todo
adolescente, y sean enviados a granjas, fincas, centrales y centros productivos
donde sean necesarios. Pues ellos serán los únicos que como habitan en otro
mundo pueden soportar cualquiera; y como su orgullo y su indiferencia y su
capacidad para la dicha están por encima de nuestros más flamantes aparatos
de la persecución y de la ofensa, no pueden ser humillados. Además, como no
están envilecidos, es decir, como no son hombres, no abrazarán nuestras
doctrinas para adquirir privilegios y dejar de producir. Y como se consideran
distintos podemos someterlos sin que en ello nos vayan remordimientos, y sin
que tengamos que ofrecer recompensas ni estimulaciones. Ah, y son jóvenes,
son fuertes, ignoran el tiempo, y como todo lo desprecian, todo lo pueden
hacer bien. En esa gran masa enemiga está la fuerza que nos conducirá a la
victoria. Por tanto:
Hoy mismo promulgo la Ley del Servicio Militar Obligatorio para todo
adolescente mayor de 15 años y derogo cuantas disposiciones, leyes,
artículos, encíclicas, constituciones, códigos, reglas, preceptos, ordenanzas,
estatutos, edictos, cartas magnas y cédulas se opongan a la misma. Firmo y
ordeno que se ejecute. Dada en el Palacio de la Revolución el 3 de abril de
1964, Año de la Economía, la Habana, Cuba, territorio libre de América.

Los indios cubanos, muchas veces, andaban desnudos menos en la guerra. Oh


Dios, ¿tendré siempre que oír las mismas sandeces y salir huyendo de mi
propia tierra?

Dicen que cambian oro por espejos y cascabeles.


Dicen que como no llevan vestidos

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constantemente son excitados sus deseos.
Dicen que comen carbón.
Dicen que corriendo adelantan a un
ciervo. ¿Habrá dulce de coco en la bodega?

Los indios Lucayos gustaban llevar


el cabello hasta los tobillos. Ayer
racionaron los cigarros.
Los indios chicoranos curaban
los heridos, enterraban a los muertos
y no comían carne. Platón, ¿vendía aceite en Egipto[4]
para cubrir los gastos de su viaje?

Los indios yucatecos no admitían


rameras entre las casadas. ¿Caga
el Papa?

Los indios floridos eran grandes putos y tenían mancebías de hombres


públicamente donde por las noches se recogían más de mil de ellos. Anoche
«recogieron») en Coppelia.
Los indios floridos, sin embargo se negaron a darle el cu1o a Juan de
Grijalba, y combatieron como endemoniados. ¿Habrá un dios que se conduela
de mis pliegues? ¿Habrá un dios ara rodas los temores?

Los indios palmeros comen arañas, hormigas, gusanos) salamanquesas,


lagartijas, culebras, palos, tierra, cagajones y cagarrutas; y a pesar de estar tan
hambrientos andan muy contentos y alegres, bailando y cantando. ¿Es rizado
el bollo de la reina?

Los indios cubanos andaban en cueros vivos. En las bodas, el novio es


cacique, todos los caciques convidados prueban a la novia antes que él; si es
labrador, todos los labradores; si la prueba un sacerdote, ella queda muy
esforzada y agradecida… No hay refresco, no hay descanso, no hay
transporte.
Los indicios panucos se limpiaban
el trasero con la mano izquierda, pues
comían con la derecha. Dice el periódico que todos
voluntariamente, estamos dispuestos a morir aquí y ahora.
Los indios cubanos, sigue explicando el cronista,

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murieron todos de trabajo y hambre.
No eran muy altos y gustaban del
guabiniquinaj. ¿Me engullirá la cultura occidental?
¿Me ahogaré en tintas de oficinas? ¿O
moriré
aplaudiendo al Gran Cacique, ahora con barbas y rifles
automáticos?

El sacerdote de los indios nicaragüenses que administra el oficio, da tres


vueltas alrededor del cautivo, le abre el pecho le rocía la cara con sangre, le
saca el corazón y desmiembra el cuerpo. Un recluta (mecánico) se alzó, sólo,
con un rifle. Al séptimo día lo bajaron de las lomas, ametrallado.

Dice
Gómara que todos los cristianos que
cautivaron indios y los mataron
trabajando, han muerto malamente o no lograron
sus vidas o lo que con ellos ganaron
(hojas en la mata de ciruela).
Esto hace a la Historia un poco más
injustificable. Además, no concuerda con
las leyes de la Dialéctica.

Dice
la vieja Períca
que la dejen divertir
que ella no quiere morir
con picazón en la críca.
(Otra vez, otra vez el aguacero.)
Esto hace aún más remota la
esperanza del descanso;
aunque, desde luego, no concuerda
con las leyes de la Biología.

(Madre amantísima
pobre madre perdida
en el recuerdo de aborrecibles mañanas
en el tumulto de las horas en blanco
en la conquista de promesas inútiles,

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he aquí como el tiempo nos ha convertido
en adoradores del más implacable de los
dioses,
el que no existe).

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UNA CACERÍA TROPICAL

POR sobre relampagueantes aletazos de agua los krúmeres han llegado pero
es poca la mercancía son pocos los chillidos que pueblan el cayac los lugres
las cachuchas las urcas y falúas las balsas y tablas flotantes no ha causado
efecto ni la gran propaganda desplegada por radios y pancartas por televisores
y periódicos por afiches y paredes embadurnadas por agentes de masas por
agentes militares por agentes secretos faltan brazos aún faltan brazos un
negocio redondo no se hace con sólo 8 negros en una pequeña chalupa más
allá veo tres dos de este lado pero eso no es nada de este modo no se
construirá la nueva sociedad es imposible así abastecer a los colonos de
fuertes brazos para los trapiches el cordaje choca con las aguas tensas desde la
alta cofa el negrero mira las oscuras tierras pobladas de fuerza de trabajo allí
están las manos que tocan tambores que danzan que se deslizan por los
árboles y que tampoco son cristianas un gallardete un flamante gallardete para
cada héroe una medalla una orden primero de mayo un carnet de confianza
una pequeña nave unas monedas de oro un hato y hasta una hacienda para
quien acompañe y coopere quien se lance a tierra firme a la selva y agarre.

Humo en las torres, humo en las altas torres.

Bajo los árboles entre las parpadeantes y escasas lámparas que han
sobrevivido al racionamiento de la energía eléctrica los muchachos se pasean
como estupendas bestias tocan tambores tiran lanzas fluyen bajo las luces
ostentando el privilegio de una piel tensa de unos muslos largos de una
cabellera por debajo de las orejas el negrero se agita vocea y la gran nave
fondea en aguas costeras quién se atreverá a impedir que yo avance quién será
capaz de poner obstáculos a los sagrados principios que rigen la nueva
sociedad donde ya no hay explotadores.

Humo en las torres, humo en las altas torres.

Pero el negro matungo o dahomellano o karabalí o minas o lucumí o


ajudas o koromantis o negro no está desprevenido y ante el portentoso
despliegue de arcabuces rebenques lazos que se deslizan más hábiles que

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serpientes y cucañas que ya se agitan huye pero he aquí que ya llegan los
camiones a lo largo de la calle 23 toda una caravana de perseguidores acaba
de estacionarse allá una cuadrilla de picas hábilmente manipuladas por viejos
piratas avanza acá un centenar de soldados se parapetan tras los muros vigilan
escaleras y edificios cierran las calles por donde diestros hacen su entrada los
agentes de Ministerio del Interior se agitan los filibusteros los marineros que
sueñan opulentos porvenires se preparan trampas y el negrero ordena soltar
los perros.

Humo en las torres, humo en las altas torres.

Echa a correr el negro


más la jauría de las perseguidoras
conducidas por negreros de avanzada
diligente lo apresa y la rubia cabeza
del muchacho se estrella contra
la selva legendaria.

Negro
no hay sociedades secretas
no hay sociedades mágicas
no hay ritos
no hay sociedades que te salven.

Tu color te condena.

Nadie podrá escapar inútiles serán los carnets la rápida sacada de la


camisa fuera de los pantalones los gestos de tragamundo o el discreto
jamoneo por si acaso el poli es maricón el au1lido las palabras suplicantes el
mire usted yo estoy integrado y además todos los domingos abro 137 huecos
en el «Cordón de La Habana» aun cuando saques una tijera y te peles al rape
en este mismo instante nada te salvará aun cuando en este mismo momento
empieces a gritar consignas y te acoraces de pancartas y medallas nada te
salvará hay que echar a correr pero ya la jauría salta ya un escuadrón de
guanches machete en alto azotan pantanos y bejucos se adentran eliminan
bosques contaminan ríos ahuyentan leones mosquitos y demás alimañas
típicas y siguen siguen avanzando ay qué modo de guaranguear más allá está
el furor de los lanza-cuerdas de los lanza-piedras de los lanza-estacas de los

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lanza-lanzas a la señal otorgada por el estampido de un tiro los perros con
auténticos giros se abren a dentelladas.

Humo en las torres, humo en las altas torres.

Echa a correr el muchacho y las audaces


fieras exaltadas por el grito del pirata se
despliegan por escaleras ascensores y ventanales
trepan las torres y el negro se cae cae
en la tierra hirviente que lo achata y
engulle cae en los abismos brillantes
que lo retienen embruteciéndolo cae en la
Granja Estatal que lo esclaviza cae cae
cae finalmente en el oscuro vientre del barco
que lanza emanaciones torturantes
allí salta
allí golpea aúlla pero el niño
por mucho que se revuelva no escapa
y perece
perece en el infestado vientre de la Isla.

Muchacho no hay consigna


por muy bien que las sepas parodiar
que te rescaten no hay instituciones cívicas
no hay instituciones internacionales
no hay instituciones.

Tu juventud te condena.

Tambores, hay que aferrarse al enrejado y saltar; hay que romper mesas,
tirar si11as, alzar sí es posible el vuelo, huir, pero he aquí que los krúmeres
(los mismos negros traficantes de negros) conocen las costumbres, las
secretas señales, los escondites secretos. Y los blancos muchachos caen
gracias a la intervención de los blancos muchachos adiestrados en el abyecto
y siempre patriótico oficio de la traición. A un costado del parque se ha
instalado una orquesta, sus notas bambollescas usurpan el tiempo, los gritos.
Visto desde aquí, desde la altura, el paisaje es casi romántico; centenares de
muchachos corriendo por parapetos, muros, altas columnas, y canteros, y
centenares de hombres agarrándolos. Y algún que otro tiro por parte de los

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perseguidores para demostrarle a los perseguidos que la paciencia tiene un
límite; y, desde luego, el aplauso unánime del calvo, de la ama de casa, del
maricón frustrado, del funcionario con disnea y de la mujer frígida de Stekel;
sin ellos no hubiésemos alcanzado tal victoria. A pesar de todo, algunos han
logrado treparse a las altas ramas donde no llega ni el raider ni el colmillo,
para ellos hay que apelar a la eficiencia de la civilización occidental, como
grandes garzas erizadas caen de las columnas (con el corre-corre el pelo ha
adquirido formas demoníacas) y llegan a las manos ávidas de los milicianos.
En grupos de 12 son atados por el cuello y a golpes de puntapiés sacados de la
selva. En la esquina, la infatigable orquesta parece barnizar la lucha con un
popular cha-cha-chá.

Humo en las torres, humo en las altas torres.

Flechas, piadosas genuflexiones, collares en el cuello o tarjetas de


Secundaria Básica, cantos lúbricos, litúrgicos o guerreros, gestos de
bayaderas por parte de algún adolescente o un certificado que testifique,
científicamente, la desviación de la columna vertebral, una negra malpariendo
en el mar (alguien le pisó el vientre), niños tirándose de cabeza contra el
pavimento, o la protesta de un fraile o de un secretario del imperio (del otro,
claro), ¿sirven para detener el acoso, la furia del nuevo dictador que parece
mago, que cabalga bestias fáusticas, que trae oropeles radiantes, que además
es alto, que sabe tetrifícar el pasado y manejar los resortes de la esperanza en
esa multitud estupidizada de siempre? —ah, y que sabe bramar… No, no hay
salida; no hay salida. No esperes el apoyo de las multitudes; no esperes el
consuelo del que también revienta de otra forma, ellos se consuelan viéndote
a ti reventar. Corre, sencillamente corre. Corre hasta que tropieces con el
metálico rostro, con la muralla infranqueable, o con el mar custodiado. Pero,
oye, no dejes de correr jamás.

Un zurriagazo
y el blanco niño cae en el asfalto despoblado.
Un chillido de perseguidoras
y el negro en la selva perece.

Humo en las torres, humo en las altas torres.

Negro
no hay tambores en la noche

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que amedrenten la codicia del tratante
de nada re servirá beber sangre de
gallo. Ellos terminarán bebiéndose tu sangre.

Niño
no hay danza frenética no hay trompeta solemne chillona no hay
música
moderna ya que te inmunice y
de nada te servirá hartarte de helados
hasta reventar. Ellos terminarán siempre reventándote.

El despliegue de las últimas estrategias ha verificado un triunfo absoluto.


Las piezas, convenientemente mancornadas avanzan conducidas por el
personal negrero, detrás de la jauría que ya resopla husmeando el mar. Llegan
las guaguas y, metódicamente, son conducidos a su interior. Cruzan ya el
entrepuente, se pone en marcha el motor, se cierran las puertas y a golpe de
rebencazos son lanzados al fondo del barco. ¿Oyes sus gritos. Olles el
estruendo que arman esos pobres y apestosos diablos allá abajo. Tu, que estás
en la esquina luego de haber engullido (previa cola) un helado de chocolate.
Tú, que miraste pasar la interminable fila de las guaguas, un poco fastidiado
pues te hicieron perder algunos minutos al cruzar la calle, ¿oyes algo?,
¿Escuchas algún comentario?, ¿Piensas?, ¿Meditas? ¿Sabes realmente lo que
está ocurriendo? ¿Conoces la Historia? Tu, asqueroso lector, ¿eres realmente
mi semejante?

La monja en el fortín.
La monja repartiendo estampas,
breviarios, oraciones, y la joven gracia
de su figura
a los soldados del fortín.
La monja, ligeramente grasienta
(ah, es terrible el calor del trópico),
rezando por los soldados del fortín.
La monjita, la monjita.
La joven monjita blanca,

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ligeramente irritada,
mirando tímidamente
las irreverentes prominencias de los soldados
en el fortín.

Y
Continúan llegando camiones atestados.
Se necesitan brazos.
Se necesitan brazos.

Siempre se necesitan brazos para construir un imperio.


No me preguntes cuál.
No me preguntes cuál
Te hablo del que conozco,
es decir,
el que padezco.
Hay luz.
Hay el reflejo de las pancartas,
muy bien iluminadas, desde luego,
y los bombillos ocasionales dispuestos
alrededor de la tribuna
donde la puta uniformada e histérica
danza.
Típica figura de la nueva sociedad:
la puta
revolucionaría.
La puta en el claro de luz fría
al son de un cha-cha-chá
(compuesto en otra época)
danza, mueve el culo y danza
(lo que pasó pasó, parecen decir esas nalgas).
¿Alguien ve el ceremonioso pestañeo con que
mientras danza
aprueba las excitantes manifestaciones del
soldado?
No hay que ser indiscretos. Basta
sencillamente con mirar.
La puta uniformada,
danza.

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Humo en las torres, humo en las altas torres

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PERIPECIAS DE UN VIAJE

SURGE la calma. El barco queda clavado en el centro del océano. Los


negros, abajo, comienzan a desesperarse. Los marineros parecen fantasmas.
Pasan varío s días. Los marineros, amotinados y cagándose en la madre de
Dios, se apoderan del agua corrompida, los que la prueban revientan.
También muchos negros mueren, pero los más fuertes logran quitarse las
cadenas y con ellas empiezan a golpear el fondo del barco. Se les tira hiere-
pies, pólvora, ceniza, cal viva y agua hirviendo. Los negros aún más
enfurecidos mientras sueltan ojos y cabellos siguen golpeando. Por último la
tripulación decide abandonar el barco. Pero antes se le prende fuego para que
algún pirata al acecho no pueda apoderarse del tesoro. Se cierran todas las
escotillas, se esparcen las llamas. Inmediatamente la tripulación se aleja,
remando por el mar inmóvil. Los negros, en el vientre del barco rugen y se
achicharran.

Pero
eso fue con ellos, querido.
No con nosotros que hemos sido citados
por una ley militar
o recogidos en nombre del pueblo. Y
en regios Leylands
hemos sido conducidos hasta el mismo campo de
trabajo, y
disciplinadamente hemos ocupado nuestras literas,
nos hemos acordado del número que nos han adjudicado,
hemos recibido uniforme y
un par de zapatos y
un sombrero. Y
hemos sido vacunados. Y
hemos probado a veces hasta postres en la comida. Y
una vez
hasta se nos permitió que nos visitaran,
(por unas horas se suspendieron los trabajos).

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Y hemos descendido al día de todas las madres.
Y hemos abrazado a las tías.
Y hemos preguntado por la salud de nuestras abuelas.
Y hemos visto,
hemos creído ver, en medio del barullo (hubo dulces)
divinas carretas repletas de jóvenes en trajes de
verano
rumbo a la playa.
Y todo esto por allí, por donde comienzan las plantaciones.

¿Cree usted
que la Cruz Roja Internacional
podría poner algún
reparo?

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DE NOCHE LOS NEGROS

OH, sí, ya sé que todo esto son inútiles artificios para retardar el
degollamiento.
Oh, sí, ya sé que el gran estallido será inevitable (mediocre, oscuro) y que
de nada me servirán armonías, análisis ni blasfemias.
Pero cuando están clausuradas todas las posibilidades, cuando ya se han
agotado urinarios y calzadas: ah, poema; ah, poema; ah, horrible.
Cuando las furias. Cuando el deseo se deshace en inútiles interrogaciones,
cuando el cansancio suple al deseo, cuando la derrota aniquila al deseo,
cuando la madrugada neutraliza al deseo: ah, poema; ah, horrible.
Es aquí donde convergen los grandes andamios y las paralelas y metálicas
furias por las cuales se desliza nuestra sangre, nuestra única sangre, nuestra
sangre de siempre, la más dulce.
Es aquí donde el humo esparce muleconas en la tarde animosa. Son
nuestros huesos que fluyen en los abismos de la perenne furia. Son nuestras
vidas que se derriten en las infatigables fornallas de la Isla.
Ah, poema; ah, poema.
He aquí como para sobrevivir (para sobrevivir siempre, poema) te has
convertido en la recompensa de las tardes estériles y en las justificaciones del
aborrecido.
Llegamos, y aquí están las altas torres, y las infatigables calderas,
saludándonos.
Llegamos, y aquí está el implacable código desplegándose; y el verde, el
verde; las aristas del verde, engulléndonos.
Llegamos, y un fraile mientras se masturba con el arpón de una cruz, nos
convierte automáticamente al cristianismo gracias a una bula pontifical.
Llegamos, y un pirata, mientras saquea nuestro sudor nos enseña, de paso,
con un puntapié, el significado de la palabra patria.

Virgen, y a todas éstas el flamboyán, reventando sus rojas corolas al final de


la tarde.
Virgen, y a todas éstas el antiguo deseo, las antiguas proporciones de la
dicha, el antiguo sentimiento. Y el padecer y añorar como si aún fuéramos

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humanos.
Virgen, y a todas éstas la insolente llamada, los pistones girando; la gran
rueda; y nuestros brazos que enarbolan mochas, que se alzan, que hacen
sucumbir la plantación a los pies del jefe de brigada.

Guarda tus notas, hijo mío; guarda tus notas, pues nada será más
provechoso para tu imaginación que este golpe de guámpara incesante, que
este roer de la claridad incesante.
Guarda las palabras escogidas, hijo; guarda las palabras rebuscadas,
querido?; pues ninguna palabra, por muy noble que sea, le dará más vigencia
a tu poema que el grito: ¡de pie, cabrones!, rayando siempre el alba.
Guarda esas libretas, queridísimo; guarda ese minucioso acaparamiento de
citas y frases decisivas. La poesía, al igual que el porvenir, se gesta en el
vertiginoso giro de un pistón de 4 tiempos; en el mareante desfile de las
carretas cañeras y en la árida voz del que te ordena más rápido, más rápido.
Oh, la poesía está aquí, en la parada al mediodía para el trago de agua sucia.
Oh, la poesía esta aquí, en el torbellino de moscas que ascienden a tu rostro
cuando levantas la tapa del excusado.
Con la creación del bocabajo (ta bueno ya, niño; ta bueno ya, mi amo; ta
bueno ya, señó) es indiscutible que se inaugura toda una escuela literaria.
Donde florece el espanto, donde florece el espanto, allí está tu victoria;
donde florece el espanto (¿dónde no?) allí está el inmenso arsenal donde
todos, sin distinción de colores ni filosofías, podrán ir a beber.

Donde florece
Donde florece
Donde florece el espanto

Poeta,
allí estás:

La augusta maricona, con su insoluble y metafísica angustia (quién me


entollará hoy, quién me entollará mañana) vagó inútilmente hasta el alba;
regresó. Y se hizo inmortal.
El soldado (a quién mataré hoy, a quién mataré mañana), padeció de
pronto la obsesión de las revelaciones. En un acto público, en medio del
espectáculo, disparó contra una de las venerables cabezas. Disparó, no acertó,
mas se hizo inmortal.

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Viajeros, oh viajeros,
aunque ustedes lo ignoren (como lo ignoro yo),
aunque ustedes sólo vean los destellos de un
nuevo terror (como lo veo yo),
aquí se está gestando el porvenir; sí,
aquí, todos unidos, mansamente unidos,
apretamos un poco más la tuerca
y escalamos un peldaño de la
«Historia».
Tú también la aprietas,
viajero.
Tú también.

Mas, ¿es que alguna vez se ha dejado de hacer la historia a golpe de


rebencazos, zurriagazos, latigazos, estacazos (y continúe usted aportando
variedades de janazos)? Esto no es secreto ni para un monje cartujo. Ah, hasta
los más empedernidos humanistas, instalados en su segura cobardía, justifican
ya cualquier violencia.

Ya ves como ni los conventos se declaran en recle.


Ya ves como quieras o no optas siempre por la blasfemia.
Ya ves como quieras o no sonríes cuando te estampan el
gallardete,
Héroe.

El día estalla en innumerables días que se prolongan hasta el último día.


Con él los negros, a golpe de garrocha, salen del ba-rracón. El mayoral vigila,
la contramayoral ordena; la caña aguarda. El negro acata. Y el día estalla en
innumerables días, en un largo día, que se prolonga hasta tu muerte.

A veces un negro
se lanza de cabeza a un tacho,
hasta sus huesos se convierten
en azúcar.

Aumenta la cuota, nada sensacional ocurre,


¿acaso no se lo iba a comer de todos modos
el azúcar, el ta ta ta, el ta ta ta, incesante.

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A veces un negro
abre las fornallas
y se lanza de cabeza a la caldera.

Esto no causa ninguna interrupción,


después de todo, el negro puede pasar como carbón de piedra
Y son escasos los objetos que echados a una caldera no ardan.
Además, ¿de todos modos?, ¿no iba la caldera a consumir su vida? ¿El
guirindán, el guirindán, incesante.
Al alba, con el toque del Avemaría se inicia la jornada.

«Y aquellas cabezas rapadas


surgiendo como soles negros
en el horizonte occidental, ¿no eran
realmente un gran espectáculo?»

Ah,
al amanecer,

mientras se reparten los guantes y las mochas y los tractores levantan


montañas de tierra que baten contra las paredes del campamento, mientras se
planifican las peripecias del espanto, ¿habrá tiempo para masturbarse?, ¿habrá
tiempo para darle coherencia a alguna imagen excitante?, ¿habrá tiempo para
la rápida inspiración, para la eficaz erección, para la violenta y compulsiva
eyaculación?
El adolescente medita (pero, ¿hubo tiempo para meditar?). El adolescente
hunde sus manos en los calzoncillos verdes (el color de la época). Hay que
darse prisa, hay que darse prisa. Pero he aquí que ya llegan los otros; alguien
se orina; alguien grita que se caga; todos quieren apoderarse de las letrinas.
No hay tiempo
no hay tiempo
La patria os llama, hijos amantísimos.
Se invocan los héroes,
se citan los muertos.

Toda la sangre derramada sobre la tierra en cualquier momento de su


cansona biografía se te recuerda para que tú des la tuya, oh hijo amantísimo,
oh hijo queridísimo, hijo mío.
Sonrisas.

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De noche los negros. Su larga sonrisa es una sábana castañeteante.
De noche los negros. Sus manos torturadas son garras invisibles, aún
insospechadas.
De noche los negros. ¿Hay tiempo para pensar? ¿Hay tiempo para emitir
un quejido? ¿Hay tiempo para darle coherencia al furor?
De noche los negros. No me preguntes. No me atosigues con patrióticas y
elevadas interrogaciones. No me acoses. Yo sólo deseo una esquina no
vigilada por el guardiero, un plantón invisible. Yo solamente quisiera tirarme
allí, donde los cagajones resecos, y no me preguntes más.
De noche los negros. ¿Conoces tú el significado de la palabra calimbar?
Acaso tu abuelo conjugó ese verbo, uno de los grandes aportes de la lengua
castellana.
De noche los negros. ¿Relatan historias de capiangos, de med-meri? ¿O
adoran secretamente el font-font del contramayoral?
De noche los negros. ¿Se distinguen en el manigual, entre las sombras?
¿No pueden salir corriendo?
De noche los negros. Son fantasmas disciplinados ya por el terror.
De noche los negros. Son el remoto gemido de un tam-tam petrificado por
las experiencias del hiere-pies, por las jaurías y las indigestiones de la
mabinga.
De noche los negros. Dejan de ser negros. Son tristes, no pensativos.
Están fatigados. Desean
descansar.
Ah, ¿pero conoce usted el significado
de la palabra
reenganche?
Ah, ¿pero no ha actualizado usted su vocabulario?
¿No sabe usted, por ejemplo, lo que quiere decir «planchar un campo de
caña»?
¿No sabe usted, por ejemplo, lo que significa «calorizar el encuentro
fraternal»?
¿No sabe usted, por ejemplo, señor arribado de tierras distantes, simpático
mariconzuelo acompañado de su esposa bilingüe y humanista, no conoce
usted el verbo renganchar, el verbo calimbar, el verbo recaptar, o el efecto
de hacer conciencia? Francamente debe usted pasar una escuela, un cursillo
de esos, rápidos y eficaces, donde la calidad revolucionaria se demuestra, ante
todo, pelándose al rape.

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En el cuartel, las rosas.
Las grandes rosas de papel. Miles de manos femeninas y voluntarias han
trabajado esos ásperos carrones. Para no robarle tiempo a la producción, cada
recluta pondrá solamente la dirección de su madre. La rosa lleva un letrero:
aquí en mi puesto, felicidades. Miles de manos amorosas recibirán la tarjeta.
Miles de manos amorosas, ¿olerán la rosa?
Virgen purísima, y a todas estas el gran flamboyán con sus regias corolas
inundando la tarde.
Y a todas ésta tú, cándida, inexistente y gentil, bendiciendo el vacío.

Virgen
ah Virgen.
Ah, virgo de la Virgen.
Ah.

Virgen: hay miles de jóvenes metidos en los lugares más insólitos de la


Isla. Ellos se levantan antes que el día y cortan, cortan. A las 12, si no hubo
asamblea o chequeo de emulación, una carreta lleva las cámaras llenas de
agua sucia y (felizmente) tibia. Se hace fila, se almuerza, y a la una se toma
de nuevo la vereda del campo. Las cañas saltan en el aire; las cañas son
cortadas en tres trozos en el aire. Cada machetero va dejando un reguero de
cañas ya cortadas, un reguero de furias ya cortadas; va dejando, va dejando un
reguero de juventud ya cortada. Al oscurecer, luego del metódico repile para
que la alzadora pueda depositar las cañas en el camión (exigen normas
técnicas), se regresa al barracón, de noche. Hay miles y miles de jóvenes,
Virgen, a los cuales tú podrías consolar a la hora del regreso subiéndote un
poquito más la saya, dejando entrever algo que esté más allá del tobillo y más
abajo de la sagrada diadema, mandando a la porra aureolas y esferas y
volviéndote, finalmente, algo útil, algo palpable, algo perfectamente
penetrable.
Virgen, Virgen, aun cuando no estés a la moda aun cuando vengas
enredada en colores, trapos y grasas, ellos quieren un hueco. Virgen; ellos
quieren un hueco, no un hueco virgen. Y yo no puedo complacerlos a todos.
Virgen.
Son miles y miles, son miles y miles! ¡Virgen!
Verde y polvorienta
la gran plantación
se echa a los pies

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del gran dirigente,
de recorrido en su Alfa Romeo por los centrales de avanzada.
Manos de recluta (7 pesos al mes por 3 años) limpian el parabrisas de este
magnífico automóvil de factura occidental.
Manos de recluta hacen sucumbir los agresivos tallos a los pies del
distinguido personaje.
Manos de recluta manejan las máquinas que conducen los tallos al central.
Manos de recluta conducen el vehículo (llegó la hora de la despedida) en
el que se aleja el alto personaje.
Manos de recluta (al oscurecer) descienden la bandera.
Voces de recluta gritan: «Campamento atenjó»,
Voces jóvenes y aún fuertes —voces.
Voces increíbles y roncas, potentes —voces.
Manos jóvenes de recluta se tapan la frente.
Saludan.

¿Quién aún tiene la suficiente furia, la insolente inocencia para decidirse a


trepar las montañas (otra vez, otra vez) que se alzan firmes y legendarias al
final de la exquisita llanura, como montañas?

Al Avemaría la dotación apareció en la plaza. (Amanecía).


El contramayoral traía a los testigos con mazas y cadenas, y los
macuencos se movían con lentitud. Cada cimarrón fue reconvenido a razón de
500 zurriagazos. Luego se les ordenó a todos iniciar el trabajo. A la oración
los trajeron de nuevo. (Oscurecía). Entonces el amo les dio permiso para
bailar tambor.
De noche los reclutas inician las premoniciones de un día de descanso.
Remiendan (rapos, aniquilan incipientes barbas; enja-bonan testículos y falos
aún sin estrenar. Retozan. Más allá, el central, enjaezado de luminarias como
una catedral medieval en tiempos de la cuaresma, chisporrotea contra la
negrura.
De noche los reclutas. Inventan resonancias con manos y literas. Con
cáscaras inventan juegos de barajas. Fabulosas mujeres inexistentes. Inventan
recursos para no oxidar la memoria.
Llegamos.
Y ya todo estaba previsto,
los grandes planes futuros, los grandes terrores presentes, Las altas tierras de
la Isla
acorazada por su perenne espanto.

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Llegamos y no hay nadie esperándonos
ni siquiera para decirnos que regresemos.
No hay nada, sino la orden inacabable,
la resolución a largo plazo,
los carteles donde se nos muestra el futuro
y la gran plantación de caña donde se nos aniquila
el presente.
Llegamos
y aquí están ya los grandes artefactos mecánicos listos para ser
conducidos.
Llegamos
y aquí están ya las inevitables planillas (sexo, edad, nombre del padre,
nombre de la madre, peso, actitud ante el trabajo, inte-gración y conciencia
revolucionaria, conducta, color de los ojos) listas para ser llenadas.
Llegamos
cuando ya era demasiado tarde para dejar de aplaudir.
Llegamos
cuando ya era imposible seleccionar nuestro infierno.
De noche los reclutas. Se tiran almohadas, exhiben sus sexos; juegan a
que no son hombres para poderse manosear recíproca-mente.
Luego, rendidos, se extienden sobre las literas
tan sólo por un rato
y entregan sus sueños a las especulaciones de la Sección
Política.
De noche los reclutas. No tienen color, no tienen deseos, no
tienen pensamientos, ya.
No tienen juventud, ya.
No tienen relucientes ni agresivos instrumentos, ya.
Tienen un cansancio inmenso.
Desean dormir.
Déjalos.
Mira cómo flotamos. Mira cómo nuestros cuerpos se deslizan cual anguilas.
Mira cómo en el fondo se unen nuestros dedos largos. Fuimos al cayo a través
del manglar. Corrimos por entre troncos secos, mosquitos, pantanos, para que
no nos cogiera la noche. Pisamos la tierra que se resentía y supuraba fango. Y
vimos millones de cangrejos, aún pequeños, emergiendo, corriendo asustados
(una muela en alto), integrándose a la costa pantanosa. Al anochecer ya

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estábamos de regreso; pero antes le otorgamos una mirada final al sol, clásica
bola de fuego cayendo tras un palmar en acoso.
De noche.
De noche.
Hay fiesta. Ha llegado mayo con los inevitables y efímeros oropeles de la
primavera tropical (pronto el verano los devorará). Y como estamos al final
de zafra, el amo ha decidido que hoy sea el día tabla. El barullo se inicia en un
rezo, junto al barracón. La negrada está ya reunida a su alrededor. La fiesta
comienza por cantos y batir de palmas. Pero al llegar el amo, el bongó
comienza a retumbar y una pareja sale del corro. Un matungo hace de
bastonero. La pareja empieza a perseguirse en síncopes, tratando de abrazarse
con los cuerpos, pero las notas del bongó vienen siempre a estorbar el
entronque. El ama sonríe por el colmillo. El amo ríe a carcajadas. Todo el
afán de los danzantes está en enlazar alguna parte de su cuerpo menos los
brazos, para esto disparan los muslos, se mueven las cinturas, se encañonan
los bustos, arremolinan las nalgas. Pero las percusiones saltan entre ellos,
haciéndoles retroceder y avanzar sin permitirles lograr su objetivo. Al
comienzo, los movimientos son moderados y las percusiones lentas; pero ya
los bailadores se han emborrachado de música y han perdido el control. Ahora
comienza la verdadera danza. El tam-tam, furioso por el contacto con el
fuego, empieza a retumbar, dominando al bongó. Los negros danzan en torno
a la hoguera deteniéndose ante el guardiero que les moja las bembas. Los
tambores emitan ya un aullido largo y cavernario. Todos, hombres, mujeres,
mulecones, muleconas, se han incorporado a la frenética danza… El amo, el
ama, el mayoral, la contramayorala y los niños, vinieron a ver comenzar la
danza, pero se retiraron pronto.
En qué aguas
se reúnen el que cuenta el terror
y el terror que se cuenta.
En qué abismo furioso perece
la música y el danzante.
Quién es el que interpreta.
Quién es el que padece.
Cuál de los dos es el autor
del trágico mamotreto.
La noche. Y abril estallando con sus infinitos oropeles.
¿Quién define el estruendo de la infatigable
derrota, del alambique infatigable?

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¿El mismo estruendo?
¿El que oye el estruendo?
¿El que padece el estruendo?
¿El que grita y se abrasa?
¿El diluvio o su emocionado cantor?
¿Cuál de los dos gritos llegó a mi
oído?
Virge, Vrgen.
Aquí estoy,
husmeando letrinas, mirando —a la hora del baño—
los divinos y esclavizados cuerpos del momento
y tratando de sacarme un alarido
algo más alto que el estruendo de las duchas
y los ahogados suspiros que emanan de los cansados
y desnudos cuerpos.

De noche los negros.


Hay siempre el restallar del látigo en la insólita atmósfera.
Hay siempre la flotilla de vigilancia muy cerca de la costa.
Hay siempre como el signo, la oscura señal de la maldición
guareciéndose en nuestra sonrisa.
De noche los reclutas.
Hay siempre la sirena del central, infestando, infestando.
Hay siempre el chillido metálico que te llama para que
apagues un campo de caña.
Hay siempre la invariable nube de mosquitos y el inconsciente gemido del
adolescente.
De noche los negros.
Hay siempre la restallante blancura del percal en que se envuelve el
cuerpo del amo a la llegada de la primavera.
Hay siempre los cantos lúbricos, los cantos litúrgicos, los cantos
guerreros, el infatigable aullido ele los perros, y ¿el consuelo?
Hay siempre
más allá del imposible descanso: más allá aún de la fatiga y del acoso,
¡alguien que te acosa y te fatiga, que te exige, que te recrimina y ofende, que
te premia con un garrotazo y con la muerte.
De noche los negros. ¿Son «almas que gimen»? ¿Son aguas que fluyen?
¿Son perros que ladran? ¿Son cosas que revientan? De noche los negros, ¿son
negros?

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De noche los reclutas. Sólo hay una orden, la de no descansar. Sólo hay
un futuro, el de no descansar. Sólo hay un pasado, el de no recordar.
De noche los negros. ¿Hubo chequeo de emulación intercampamento? De
noche los reclutas. ¿Dónde terminan las transfiguraciones del guardiero? De
noche los negros. Hay un peso inalzable en el sitio donde debieron albergarse
los recuerdos.
De noche los reclutas. Hay una extraña bestia que lanza coces, lenguazos
de fuego, apabullantes sentencias, donde debimos pasearnos esta tarde.
De noche los negros. Son negros, son reclutas, son bestias que giran
violentas y torpes; fatigadas y torpes; hambrientas y torpes; esclavizadas y
torpes.
De noche, ¿son negros? De noche, ¿son reclutas?
Son sombras que estiran su furia sobre un hierro con patas, la cama; son
sombras que extienden su hambre sobre una tabla con patas, la mesa; son
sombras que ahogan sus sueños en un tanque con patas, sus cuerpos.
De noche, de noche,
de noche los negros
de noche, ¿se distingue el color de su piel? ¿se distingue el color de su
angustia?
¿se distingue el color?
De noche, de noche
de noche los reclutas,
¿saben ellos la dimensión de la estafa que padecen?
He aquí que ha llegado el momento en que dos épocas confluyen.
He aquí, otra vez, la vil estación de los ritos y de los sacrificios
en honor a los muertos ilustres.
He aquí otra vez las grandes consignas,
el reventar de la historia.
Y todos fervientes inauguramos las fiestas de las Lupercales.
Mientras, a un costado de la antigua mansión abandonada urgentemente
por sus propietarios asciende de nuevo el olor de la enredadera.
¿Alguien lo siente?
¿Alguien presiente el legendario homenaje que nos lanzan esas flores
mínimas?
¿Alguien que no chille, que no aplauda, oye el antiguo chillido?
¿Alguien que no aplauda, alguien que en este mismo momento no ríe
oye la estruendosa, la perenne carcajada de la tierra?
Pero hay que

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aplaudir
bajar el lomo y aplaudir
levantar la mocha y aplaudir.
Hay que cortar toda la caña sin dejar de aplaudir.
Al son del látigo, loado sea Dios.
Al son de los testículos cloqueantes en medio del cañaveral y el aullido
del guardiero, loado sea Dios.
Al son de las magníficas espuelas que revientan mulas y tu vida, loado sea
Dios.
Al son del bocabajo (ta bueno ya, ta bueno ya, ta bueno ya), loado sea
Dios.
Al son del trapiche que a veces de un tajo nos lleva una mano, loado sea
Dios.
Al son del sudor, al son de la inmensa caldera que oscila, al son de los
tachos que giran, que giran, loado sea Dios.
Al son de los perros que, extremadamente diestros, no supieron traer con
vida el cuerpo del cimarrón, loado sea Dios.
Al son del ahorcado balanceándose a mitad del camino para que sirva de
ejemplo, loado sea Dios.
Al son del zurriagazo y la voluntaria zambullida en la caldera (único acto
voluntario que puede ejecutar un negro esclavo a lo largo de toda su vida)
loado sea Dios.
De noche.
De noche.
De noche.
De noche se celebran los encuentros entre brigadas.
De noche se celebran los juicios populares.
De noche se condena a 30 años a un recluta porque se disparó un tiro en la
pierna
pues ya no resistía.
De noche.
De noche.
¿Alguien siente el desesperado crepitar de la Isla donde millones de
esclavos (ya sin color) arañan la tierra inútilmente?
No hay nada que decir, sino inclinarse y escarbar.
No hay nada que decir sobre la libertad en un sitio donde
todo el mundo tiene el deber de callarse o el derecho a perecer balaceado.

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No hay nada que decir sobre la humanidad donde todo el mundo tiene el
derecho a aplaudir o perecer balaceado.
No hay nada que decir sobre los sagrados principios de la justicia en un
sitio donde todo el mundo tiene el derecho a inclinar su cuerpo esclavo, o
sencillamente, perecer balaceado.
(Qué claro, qué claro está todo: ni grandes frases, ni complicadas
especulaciones filosóficas, ni el poema hermético. Para el terror basta la
sencillez del verso épico: decir).

Hay que decir.


Hay que decir.
En un sitio donde nada se puede decir es donde más hay que
decir.
Hay que decir.
Hay que decirlo todo.

Ah, pero, ¿ha visitado usted el círculo que forman las casas de vivienda y que
se conoce con el nombre de batey?
¿Visitó usted ya el trapiche, la casa de calderas, la casa de administración,
los almacenes, la gran casa del amo y los árboles de recreo? —los naturales
tenían la Casa de la Tristeza, nosotros la sustituimos por la Casa de
Contratación—. Todo, desde luego, lejos de los barracones, donde no llegue
el hedor.
Ellos marchan en filas, y usted agita la cucharilla en el vaso.
Ellos son mal albergados, son mal alimentados, se bañan, si llega el carro
del agua; apenas si duermen. Y usted agita la cucharilla en el vaso.
Ellos son citados por una orden impostergable. Ellos son pelados al rape;
son envueltos en telas ásperas. Ellos tienen que soportar el calor con esas
telas. Ellos no pueden hablar si no se les autoriza. Y usted agita la cucharilla
en el vaso.
Ellos salen una vez al mes (48 horas de permiso), pero no pueden llegar a
la casa pues el transpone está dedicado al tiro de la caña. Y usted agita la
cucharilla en el vaso.
Ellos padecen plagas colectivas; sin querer se sacan los ojos con las
filosas hojas de la caña; queriendo se cortan las manos para obtener una
licencia. Y usted agita la cucharilla en el vaso.
Ellos beben agua podrida; ellos pierden los dientes; ellos padecen hernias,
y si se niegan a trabajar son sometidos a un consejo de guerra. Y usted agita la
cucharilla en el vaso.

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Para ellos cuando la madre se enferma no hay salida; si muere es posible
que se le concedan 24 horas.
Ellos no sueñan con países lejanos. Ignoran los estilos artísticos, las
categorías de la lujuria y las resonancias de los grandes idiomas.
Ellos no han pensado jamás cruzar el mar. Esperan que al final del mes se
les entregue una cuchilla de afeitar (rusa), unos cordones para las botas
(cubanos), y alguna carta retenida (familiar).
Ellos no esperan. Sus aspiraciones oscilan entre un sombrero y unos
espejuelos.
Ellos.
Ellos.
Ellos.
Ah, poemas; ah, poema. He aquí cómo se fatigan dedos e imágenes y aún
sigo ardiendo.
Ah, poemas; poema.
Cómo otra vez el sol inútil cae sobre la enredadera de la vieja mansión
y todo parece presagiar la llegada del aguacero y de las grandes, secretas,
resonancias.
Y todo parece conminarme para que lo interprete, dando señales de una
legendaria y renovada estafa.
De noche.
De noche.
Se crean, ya, nuevos planes de persecución y reclutamiento. Se analizan,
ya, las deficiencias del terror organizado y se estipulan grandes planes de
desolación a largo plazo.
Ya aquí el infatigable farfullo de semillas y tierras, el olor que asciende,
las fastuosas corolas fluyendo, las literas organizadas, el esplendor de unas
aguas vistas a distancia por entre cuerpos magníficos y esclavizados, y la
maldición que se renueva al levantar un costado del mosquitero.
Ah,
¿pero conoce usted las diversas fases de la fabricación del azúcar?
Quieras o no, aquí te las endilgo:

a) La caña pasa por las esteras, se la tritura, se le extrae el jugo, se niegan


pases, se recargan los horarios, se celebran consejos de guerra, se convoca a
reuniones urgentes.
Y la violencia se encona como un machetazo en la época de las lluvias.

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b) El jugo delicioso, cantado ya por poetas y narradores, sufre el proceso
de la imbibición, se purifica; llega a las pailas, se agita, bulle, se aprietan las
tuercas, se redoblan los azotes y la vigilancia; se castiga por no haber dado el
corte bien bajo; se exige una arroba más por día.
Y la violencia se encona como un machetazo en la época de las lluvias.

c) De allí, el guarapo, ya limpio, pasa a los tachos, se realiza el proceso de


evaporación, se efectúa el punteo, el chequeo al final del corte, el repile
urgente, el doble-turno. Vamos caminando hasta el barracón donde esta noche
estudiaremos la biografía de Lenin. Todo esto lo puede ver usted por los
cristales de los gigantescos tanques donde bulle la melaza.
Y la violencia se encona como un machetazo en la época de las lluvias.

d) De los tachos, la melaza salta a las máquinas cristalizadoras. Huir. Pero


alguien grita, alguien se esconde detrás de cada cogollo y aprisiona. Y el
líquido rojo cae en la inmensa paila, y el hombre aullando se arrastra. Y la
inmensa paila recoge la melaza generosa. Los tambores están mudos, los
rifles truenan. Cae, pero no puede gritar cojones; cae sin poder gritar Dios
mío; cae sin poder decir ta bueno ya, ta bueno ya, señó. Con un gorgoteo final
el embudo se abre y un torrente cae en el saco. La balanza anuncia el peso
exacto: una tonelada métrica de azúcar.

De noche.
De noche.
De noche nuestros huesos piadosamente extendidos, el regalo de la
enredadera (en el recuerdo) y la certeza de que no existen etapas de
transición; la invariable conquista. El sueño.
Hemos creado centenares de leyes represivas. Hemos construido unos 150
campos de concentración. Hemos fusilado a unas 50 mil personas, hemos
desterrado a un millón. Y hemos esclavizado al resto.
¿Alguien se atreve a negarnos la eternidad?

Abril estallando.
Abril estallando.
He aquí que ya se acerca la época de las grandes lluvias, ah queridísimas, y yo
estoy en espera de que me baje la inspiración pues ayer alguien me levantó mi
última camisa blanca.

Página 60
He aquí cómo en el crepúsculo el raspar de una olla adquirió resonancias
filosóficas.
He aquí cómo a falta de delirios apelas a los ejercicios gimnásticos. He
aquí cómo un árbol incendió una calle y las hojas en blanco.

Oh, sí, ya sé.


Oh, sí, ya sé.

Pero yo estoy esperando


yo esperando.

Ah, inevitable, imprescindible, horrible.


Único consuelo.

Página 61
6
LAS RELACIONES HUMANAS

YA ESTA aquí la primavera. Ya aquí, el escozor que sube, que sube. Ya aquí,
las bofetadas, nuestra cotidiana ración. Y cada vez más lejano, y cada vez más
lejano, aquel sitio, donde palmeras considerables flotaban junto a lirios. Oh,
eso era ver la vida como detrás de un vidrio. Al menos entonces podíamos
señalarla… Ya están aquí los inevitables olores. Y, en el centro del cielo, la
inevitable claridad que desciende, obligándonos a recordar, acosándonos con
emanaciones y centelleos. Como una insólita anacronía, el primer aguacero
desciende sobre ciudades atestadas e histéricas.
¿Seguiré
aullando por entre alcantarillas
y amenazas?
¿o
sencillamente depositaré el cigarro y continuaré la siempre interrumpida
lectura?
¿Me detendré en el tiempo (cuál, cuál)? O aceptaré la nueva bocanada de
injurias, los nuevos ritos bárbaros?
Y todo
en nombre del progreso de las ciudades. Y todo en nombre de la revolución
perenne y de las nuevas conquistas.

Mr. Reeves
era un negrero arruinado que se metió a vagabundo. Llegó a las costas de
Brasil a mediados de 1800. Allí descubrió que sus hijos con buenos
ejemplares africanos salían de una extraordinaria belleza y que los ricos
brasileños se los disputaban. Desde entonces tuvo cuantos hijos pudo con
negras, especialmente dahomellanas —las más fuertes y esbeltas—. Los
vendió y fundó un gran criadero. Cuando hubo construido el gran vivero
comenzó a hacer experimentos de cruces. Logró especies exquisitas y
rarísimas de las que salían ejemplares que le pagaban a precio de oro, todos
eran hijos suyos. En su establecimiento tenía escuelas y preparaba la prole
para distintos oficios. Criaba caleseros, doncellas, huríes, apolos, bailarinas,
eunucos, magos, y todo lo que le pedían. Las grandes damas del Brasil iban

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allí a buscar favoritos. La gente decía, en burla, que también criaba monjas. A
Mr. Reeves le llamaban el Patriarca.
Ya aquí, el lujoso espectáculo del crepúsculo tropical. América para los
que sueñan… Ya aquí, las sucesivas fanfarrias, los nuevos embaucadores y
los invariables estandartes de la infamia. El mar, el bullicioso estruendo de las
aguas violentas; y en las mañanas (rocío, rocío) el hedor de un caballo muerto
también es un testimonio de la primavera.

El hombre
rubio se estableció en las costas occidentales de África. Allí, traficando
con los negros, se hizo señor. Para efectuar la trata construyó (luego) una
ciudad de madera sobre el agua. Y para él, un palacio. Su mujer era
extremadamente celosa. Si alguna de las esclavas domésticas le parecía
hermosa le hacía meter el rostro en agua hirviendo, o le cortaba la nariz; si era
excesivamente bella, la degollaba. Obligaba a todas las esclavas a llevar el
vientre desnudo para descubrir de inmediato si alguna salía en estado (en el
palacio el único hombre era su marido). Un día enterró viva una niña a quien
su marido le había otorgado una sonrisa. Con el tiempo los celos fueron
aumentando. Para que sus esclavas jóvenes no pudieran ver a su esposo, les
hizo sacar los ojos a todas. Para la atención íntima del marido dispuso sólo de
eunucos. Cien mujeres que a ella le parecían sospechosas a pesar de estar
ciegas y con un seno cortado, fueron emparedadas vivas contra un gigantesco
baobab. Sus recelos se saciaban. Todas las tardes hacía desfilar freme a ella a
las esclavas y les palpaba el vientre. Sí alguna había engrosado una pulgada
era degollada al oscurecer. También lleva con rigurosa puntualidad las fechas
de sus menstruaciones; si alguna se retardaba un día le atravesaba el vientre
con una larga daga. Ella misma realizaba la inspección de la matriz. Sus celos
se hicieron extensivos hasta los eunucos; a todos los jóvenes les sacó los ojos.
A uno de rasgos imprecisos y excesivamente delicado lo amarró a un extremo
de una vara y lo sumergió en el foso de los cocodrilos. Un día, a la hora de la
comida, la más antigua sirvienta, desde luego ciega, rozó inconscientemente
el brazo del amo. La esposa tomó un cuchillo y se lo enterró en el cuello a la
esclava mientras la trataba a gritos de traidora. La mujer, con el cuchillo
dentro, aún suplicaba y bramaba, y como el señor, fastidiado por tanto ruido a
la hora de la comida, le ordenó a su mujer que la dejara en paz, la esposa le
cercenó la cabeza de un tajo a la antigua y fiel sirvienta. Finalmente
retomaron la comida. Por las noches, el amo y su mujer se encerraban en la
cámara nupcial. El amo saboreaba algunas frutas de la región. Ella realizaba
el minucioso tanteo. Investigaba todo el cuerpo del hombre para ver si

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descubría alguna caricia no otorgada por ella misma. Lo olía resollando,
sopesaba los testículos; y en el momento de la eyaculación, que ella
provocaba tras esfuerzos heroicos, sacaba, rápido, el instrumento de su cuerpo
y comprobaba si la cantidad de semen (derramada sobre la palma de sus
manos) era la acostumbrada. El marido, indiferente y somnoliento, se dejaba
hacer. Luego se retiraba y pasaba el resto de la noche en una de las hamacas
del jardín. Desde la alta habitación, la mujer vigilaba. Sin embargo, a pesar de
toda sus disposiciones y medidas, el pesar de las meticulosas inspecciones, de
los incesantes degollamientos, un día descubrió, bajo un plantón, el cuerpo de
su marido enredado al cuerpo de una esclava ciega. Por un instante la mujer
pensó que aquello era imposible. Aullando se abalanzó sobre los cuerpos que
se retorcían, separó a la esclava y la arrastró hasta el patio. La amarró a un
poste y metódicamente le fue taladrando el cuerpo con un hierro candente. Al
llegar al sexo empujó con tal violencia que la esclava emitió un aullido que
hasta el fondo del palacio se estremeció, y los eunucos encargados de
mantener vivas las brasas echaron a correr —el ama se encargó luego de que
todos ellos, voluntariamente, se tiraran al foso de los cocodrilos—. Ese
mismo día llevó el cuerpo de la muerta al río, lo cortó en varias bandas, lo
lavó y lo hizo transportar hasta la despensa de la cocina. Por varias semanas
hizo servir a la mesa la carne adobada de aquella esclava, acompañada con
vinos y manjares exquisitos. El último día del festín le dijo a su marido:
«Durante este tiempo la carne que hemos comido ha sido la de tu amante». El
marido la miró, se mesó la barba, y se limpió los dientes con un palillo de
ébano. Luego se retiró a descansar a una de las hamacas del jardín. Esa noche
la mujer descubrió (o confirmó un antiguo temor) que aquel hombre la haría
enloquecer, y que por mucho que lo sometiese o utilizase, él estaría siempre
libre y distante, en otro mundo o en ninguno. Con una gran navaja se arrastró
gimiendo por entre los árboles del jardín. Llegó hasta la hamaca, y cuando
levantó el arma para clavársela allí, allí donde noche tras noche realizase el
tanteo el hombre la miró invariable y se limitó a desabrocharse la bragueta.
La mujer, dando un salto viró el arma y se rascó varias veces el interior del
estómago. Aún resoplando cayó hacia adelante, rozando casi la hamaca donde
el hombre rubio ya se había zafado el último botón.
¿Escribes desde una ventana?
¿Miras a la ciudad amparado Iras unos espejuelos oscuros?
¿Oíste ayer el divertimento en re-menor (Mozart)
insólitamente bien ejecutado por la Orquesta de
Cámara de la Filarmónica de la R. S. S. de Lituania?

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¿Te gusta entonces el mar?
Ah,
después del aguacero qué gusto pasearse bajo los árboles, qué agradable
aprisionar las hojas olorosas y húmedas. ¿No es entonces cuando acude la
visión lejana de un castillo? ¿No es entonces cuando tu mezquina, tu
miserable infancia, adquiere las proporciones de un caserón inexistente en
cuyos canales golpean las leyendas mientras la lluvia estalla en los higuillos y
en los mayales florecidos?
Cruzan los insólitos jinetes por el inmenso jardín en lluvias
(dentro se muerden higos, se cascan nueces y avellanas).
Vienen las familias sobre eufóricas carreras bajo la lluvia (dentro se
entierran botellas, retumba el enyaguado).
Salen los querequeteses nublando un horizonte de lluvias
(dentro se abren armarios, se alargan mesas, se despliegan
candiles, danzan los duendes).
Hay nieve.
Hay nieve.
y un chorro de agua azul
que corre, que se desliza casi impasible,
que se detiene ya junto al pequeño montículo
de los ítamorreales.
Por la arboleda vienen cantando las mujeres.
El
teniente Benito es el jefe de una brigada. La brigada de Benito es la mejor
brigada del campamento. Tiene Benito 26 años, una pistola, el pelo lacio, y
300 reclutas bajo su mando; y un sanitario. El sanitario también es recluta. El
sanitario es muy delicado, aun cuando se trata de acogerse a los ademanes y al
vocabulario de la tropa. Benito mira al sanitario cuando sospecha que nadie lo
mira. Benito se rasca los testículos cuando el sanitario lo mira. Benito le
impone al sanitario tareas realmente excesivas que sólo alguien habituado a la
sumisión y al perpetuo espanto sería capaz de cumplir. Benito, desde luego,
quisiera templarse al sanitario, pero se niega (rotundo) a aceptar esta idea. El
sanitario, desde luego, quisiera que Benito se lo templase, pero ni siquiera se
atreve a pensar que esto pudiese ser posible. Una noche se realizaba el
chequeo de emulación inter-campamentos. En el campamento de Benito había
fiesta. El campamento de Benito había ganado el primer lugar en todo el
cuerpo del ejército de Occidente. Hubo discursos, entrega de banderas,
personajes distinguidos, aplausos, himnos, tocados por la banda militar y, al

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final, un tanque de cerveza. Benito le ordenó al sanitario que repartiese la
cerveza. Entre los personajes distinguidos había un hombre joven, de
ademanes desenvueltos, de sonrisa juguetona, y además un gran bebedor de
cerveza que simpatizó con el sanitario y, por lo tanto, logró situarse muy
cerca del tanque. Benito observaba el asunto. El sanitario sumergía sus largas
manos en el agua helada, sacaba una cerveza y se la ofrecía al risueño
personaje. Benito le ordenó al sanitario que abriese varias docenas de
cervezas para ofrecérselas a un grupo de camaradas tenientes; el sanitario las
abrió en un parpadear, inmediatamente abrió otra para el risueño personaje.
Benito le ordenó entonces al sanitario que limpiase las mesas, labor que éste
hizo con una velocidad inaudita; y al momento estaba otra vez ofreciéndole
una cerveza al simpático personaje. Benito le ordenó entonces al sanitario que
trasladase todo un tendido de bombillos hacía el otro extremo del
campamento. Como una exhalación el sanitario cumplió la orden y regresó a
su puesto, junto al tanque y al personaje. Benito entonces le ordenó al
sanitario que dejara ya de servir y que se retirase a descansar. El sanitario se
hizo el desentendido. Benito reiteró la orden. El sanitario la rechazó alegando
que no estaba cansado. Benito sacó el revólver y descerrajó cinco tiros en la
cabeza del sanitario… En el consejo de guerra este caso fue tratado como
insubordinación de primera categoría. El teniente Benito fue absuelto.
Después del aguacero
después del aguacero
la tierra satisfecha y lavada resuella
apacible.
Después.
Después.
Me iré.
El invariable estruendo del mar, única oración que santificará el horizonte.
Un grupo de cangrejos agitan trompetas, corazas y resuellos violetas mientras
que en la mesa de hierro la carta, impecablemente mecanografiada, nos da
testimonios de un funeral. El Gran Almirante, hechizado, contemplaba una
estatuilla de la Victoria de Samotracia (discretamente, discretamente). Y por
las alcantarillas se deslizaron los dientes de un peine junto a bolígrafos sin
repuestos, flores y descascaradas asas de orinales y bandejas falsamente
japonesas. Se disuelve el pinar; sobre la invariable bóveda del follaje el pájaro
que se asfixia dio testimonio de las diversas conjunciones (todas horribles).
Ah mortal, ah mortal. Tras los cristales de la alta mansión en ruinas se
observa el trajinar de los murciélagos que toman precauciones contra el

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crepúsculo. El relámpago, la gente que se apresura a tomar ómnibus y aceras.
Agotada la edición del Granma, el rostro del último héroe es violentamente
traspasado por los goterones.
Hay músicas, hay músicas (se oyen sus gritos).
y en el patio de la casa relucen las piedras diminutas.
La nave y los cielos violetas se corrompen ante la presencia de un
hombre agachado.
Motores, y el ta ta ta, incesante.
En la pequeña cabina telefónica (500 km de la ciudad más cercana) el
espléndido recluta extiende sus muslos y juega con el auricular luego de haber
clausurado las persianas.
(Yo, dentro, lo observo).
Al anochecer, las emanaciones de los yerbicídas y la oración del torrente
ultrajada a veces por la conversación de los cocineros. (Las lentas, las
incesantes y desesperadas migraciones)
—para qué, para qué.
Y la avioneta contra el manglar. Hormigas con alas, hormigas con alas, y un
nuevo testimonio de la infamia en apariencia de rosa sobre una leyenda de
felicitación.
Alguien toca.
Alguien toca.
Me voy.
Me voy disolviendo.
Me voy desvaneciendo.
Me voy evaporando.
Me voy muriendo.
Me voy callando.
Me voy gritando.
Me voy engarrotando.
Me voy reventando
sin haber visto el reventar
de esta tierra de muchos truenos
y rayos.
El ta ta ta, el ta ta ta, el ta ta ta,
incesante.

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ÚNICAMENTE, ÚNICA
MENTE

LOS ADOLESCENTES esconden su estupor bajo ademanes


ásperos.
Los adolescentes intentan protegerse con señales libidinosas.
Hacinados en el camión, alguien miró la luna cuando ya
abandonábamos la ciudad.

Al menos ella existe, al menos aún ella está igual.

Qué se puede esperar de esta juventud


hecha a la persecución,
a la orden insoslayable,
a los largos discursos altisonantes,
al trabajo obligatorio e inútil,
a la sucesiva inseguridad.
Nada, nada puede esperarse de esta juventud.
Los adolescentes ajustan sus gastadas ropas,
se lanzan frenéticos al mar.
Formidables y violentos se desparraman por
las antiguas avenidas predominantes.
Finalmente, se disuelven en la luz del trópico.
En el hediondo recinto donde se aguarda por el
interrogatorio hay una alta ventana de cristal esmerilado, y
más allá, y más allá —y más allá, ¿qué?
Qué puede esperarse de esta juventud
que va a una universidad donde no se enseñan lenguas
sino textos temibles,
que habita un sitio donde siempre se les comunica
por qué debe morir constantemente,
por qué debe estar dispuesta a renunciar a todo
—aún a la dicha del propio renunciamento.
Qué se puede esperar de esta juventud a la que le

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dicen tienes que hacerte trabajador agrícola,
que le ordenan tienes que convertirte en militar,
que se le ordena vivir bajo la servidumbre y
la miseria
sin siquiera tener el consuelo de expresar
su desesperación.
Todo, todo se puede esperar de esta juventud.
Atravesaremos la ciudad devastada.
Atravesaremos la ciudad en ruinas.
Atravesaremos la ciudad en perenne erosión,
y no miraremos las vidrieras vacías y
no nos entretendremos en las colas inacabables
y no miraremos los grandes insultos que devoran
los polvorientos ventanales;
no miraremos a ese hombre que humillado y
hambriento
cruza silencioso y enfurecido la calle;
no miraremos la gente que se agolpa frente a un
establecimiento
donde posiblemente venderán refrescos de albaricoque
dentro de
7 horas.
Nada miraremos, sino que seguiremos por la ciudad
en constante derrumbe y únicamente nos detendremos
frente al mar.
Únicamente frente al mar abriremos los ojos.
Únicamente frente al mar respiraremos un instante
(ni siquiera se vislumbra el estímulo de una
esperanza colérica).
Únicamente.
Única
mente.

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PEQUEÑO PRETEXTO PARA UNA
MONÓTONA DESCARGA

OH, sí, cómo me revienta hablar de la historia.


Cómo me revienta y precisa.
Cómo me encojona y fatiga.
—«Cómo trabajosamente compongo»: patada sobre
el culo sobre patada sobre el culo.
Ah, cómo chisporrotea la mierda cuando se revuelve.
Ah, con qué prudencia todo dictador condena a muerte a quien ose
manejar la espumadera.
Ah, cómo asquerosamente me apasiona revolver.
Ah, cuánto apestan los héroes.
Oh, cuánto apestas.

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LA MONÓTONA DESCARGA

HABLAR de la historia
es hablar de nuestra propia mierda
almacenada en distintas letrinas.
—Manos esclavas conducen los camiones por d terraplén polvoriento.
Hablar de la historia
es entrar en un espacio cerrado
y vernos a nosotros mismos
con trajes más ridículos, quizá,
pero apresados por las mismas furias
y las mismas mezquindades.
—Manos esclavas labran cruces, cetros, cofas, gallardetes y curañas; hacen
funcionar las palancas.
Hablar de la historia
es abandonar momentáneamente nuestro obligatorio silencio para decir (sin
olvidar las fechas) lo que entonces no pudieron decir los que padecieron el
obligatorio silencio.
Para decir ahora lo que ya es inútil.
—Manos esclavas sacan oro, mueven trapiches, construyen puentes, fosas
y carreteras, estrangulan y aplauden.
Hablar de la historia es reconstruir cachiporras, medallas oxidadas, restos
de barcos y leyendas, épicas traiciones, fragmentos de heroes y pueblos
devastados; y luego del fatigoso trabajo, tirarlo todo donde yacen nuestras
cachiporras, medallas, restos de barcos y leyendas, épicas traiciones,
fragmentos de héroes y pueblos devastados.
—Manos esclavas lustran la esfera.

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«GRANDIOSO» FINALE

OH, pero qué maricona más pesimista, dirá el actualizado burgués (aferrado a
un sillón de mimbre que se derrumba) captado por las optimistas consignas
ocasionales del marxista que sabe que sin la santa fe del cretino no podría
engullirse a tiempo la tierra, antes que estalle
Pero
yo
Veo un continente de indios esclavizados y hambrientos, reventando en
las minas o en el fondo del mar.
(Afuera estalla el aguacero y los invasores cruzan el do aferrados a
bamboleantes criznejas.)
Pero
yo
Veo tres millones de negros esclavizados y hambrientos, extendiendo el
cañaveral a los pies del amo.
(Afuera llueve y una gran nave pirata recala en el puerco.)
Pero
yo
Veo un ejército de adolescentes esclavizados y hambrientos, arañando la
tierra.
(Lluvias. Y la flota soviética que arriba en «visita amistosa»).
Qué querías que te dijese, de qué quieres que te hable.
De qué puedo hablarte,
dime
de qué otra cosa puedo
hablarte
sin que merezca que me arranquen la lengua
por traidor.
Dime
¿Salvaste el tesoro del Tatarrax?
¿Has visto de cerca el rostro de los héroes?
¿Serías capaz de olvidar las sucesivas humillaciones
sobre las que apacientas tu futuro?

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O
¿es que aún confías en el edificante hedor de los
cadáveres?
Veo manos esclavas agitándose siempre
en la fija tiniebla del tiempo.
Tararí,
He aquí la trompeta
tocada por respetables señores
cuya inocencia y seriedad
la testifican la carencia de alas, el vientre
prominente y el padecer de
hemorroides.
Tararí,
He aquí la corneta
tocada no por tritones ni por animales de
17 lenguas fulminantes,
sino por espléndidas máquinas
que saben transformar la energía solar
y aprovechar los residuos del bagazo.
Tararí,
He aquí el pitazo, el cornetazo,
el badajazo descomunal. He aquí el golpe orquestal
inapelable, el ronco bramar, el mecanizado
chillido,
la insolente llamada.
La siempre renovada y potente,
la actualizada
la electrificada
la patriotizada
la legendaria
la esclavizante
la incesante
la ineludible llamada.
—el golpe de gracia.
Vamos.

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INTRODUCCIÓN DEL SÍMBOLO DE LA FE

SÉ que más allá de la muerte


está la muerte,
sé que más acá de la vida
está la estafa.
Sé que no existe el consuelo
que no existe
la anhelada tierra de mis sueños
ni la desgarrada visión de nuestros héroes.
Pero
te seguimos buscando, patria,
en las traiciones del recién llegado
y en las mentiras del primer cronista.
Sé que no existe el refugio del abrazo
y que Dios es un estruendo de hojalata.
Pero
te seguimos buscando, patria,
en las amenazas del nuevo impostor
y en las palmas que revientan buldoceadas.
Sé que no existe la visión
del que siempre perece entre las llamas
que no existe la tierra presentida
Pero
te seguimos buscando, tierra,
en el roer incesante de las aguas,
en el reventar de mangos y mameyes,
en el tecleteo de las estaciones
y en la confusión de todos los gritos.
Sé que no existe la zona del descanso
que faltan alimentos para el sueño,
que no hay puertas en medio del espanto.
Pero
te seguimos, buscando, puerta,

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en las costas usurpadas de metralla,
en la caligrafía de los delincuentes,
y en el insustancial delirio de una conga.

que hay un torrente de ofensas aún guardadas
y arsenales de armas estratégicas,
que hay palabras malditas, que hay prisiones
y que en ningún sitio está el árbol que no existe.
Pero
te seguimos buscando, árbol,
en las madrugadas de cola para el pan
y en las noches de cola para el sueño.
Te seguimos buscando, sueño,
en las contradicciones de la historia
en los silbidos de las perseguidoras
y en las paredes atestadas de blasfemias.

que no hallaremos tiempo
que no hay tiempo ya para gritar,
que nos falla la memoria,
que olvidamos el poema, que, aturdidos,
acudimos a la última llamada
(el agua, la cola del cigarro).
Pero
te seguimos buscando, tiempo,
en nuestro obligatorio concurrir a mítines,
funerales y triunfos oficiales,
y en las interminables jornadas en el campo.
Te seguimos buscando, palabra,
por sobre la charla de las cacatúas
y el que vendió su voz por un paseo,
por sobre el cobarde que reconoce el llanto
pero tiene familias… y horas de recreo.
Te seguimos trabajando, poema,
por sobre la histeria de las multitudes
y tras la consigna de los altavoces,
más allá del ficticio esplendor y las promesas.
Que es ridículo invocar la dicha

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que no existe «la tierra tan deseada»
que no hallarán calma nuestras furias.
Todo eso lo sé.
Pero te seguimos buscando, dicha,
en la memoria de un gran latigazo
y tras el escozor de la última patada.
Te seguirnos buscando, tierra,
en el fatigado ademán de nuestros padres
y en el obligatorio trotar de nuestras piernas.
Te seguimos buscando, calma,
en el infinito gravitar de nuestras furias
en el sitio donde confluyen nuestros huesos
en los mosquitos que comparten nuestros cuerpos
en el acoso por sueños y aceras
en el aullido del mar
en el sabor que perdieron los helados
en el olor del galán de noche
en las ideas convertidas en interjecciones ahogadas
en las noches de abstinencia
en la lujuria elemental
en el hambre de ayer que hoy hambrientos condenados
en la pasada humillación que hoy humillados denunciamos.
En la censura de ayer que hoy amordazados señalamos
en el día que estalla
en los épicos suicidios
en el timo colectivo
en el chantaje internacional
en el pueril aplauso de las multitudes
en el reventar de cuerpos contra el muro
en las mañanas ametralladas
en la perenne infamia
en el ímpublicable ademán de los adolescentes
en nuestra voracidad impostergable
en el insolente estruendo de la primavera
en la ausencia de Dios
en la soledad perpetua
y en el desesperado rodar hacía la muerte
te seguimos buscando

Página 76
te seguimos
te seguimos.

Central «Manuel Sanguily»[5].


Consolación del Norte. Pinar del Río.
Mayo de 1970.

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II

MORIR EN JUNIO Y CON LA LENGUA


AFUERA
(Ciudad)

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Si hace buen tiempo
tomaremos el tranvía de las serpentinas
esperaremos el pequeño coche oscuro
que se desliza veloz entre las hojas.
Si hace buen tiempo
nos llegaremos hasta la esquina
y allí aguardaremos un ómnibus vacío
(no importa a qué sitio, no importa cuánto demore).
Nos sentaremos en el último asiento
y por los cristales
miraremos el mundo girando.
El mundo inundado
el mundo como una inquieta rueda verde
golpeando con sus ramas
nuestra casa fugaz y de cristales.
Oye:
Si hace buen tiempo
(las uñas bien cortadas)
es que alguien llama,
es que la hora de las presentaciones ha llegado,
es que ha llegado el tiempo de visitar lejanos parientes
que la distan da, el poco trato,
han vuelto memorables, queridos,
casi hermosos.
Lagos,
inmensas extensiones onduladas y azules,
explanadas sin fin donde un lirio puede señalar la extinción de un
país
o el comienzo de otra era geológica
—Aquí estalló una bomba.
Si alguien nos mira
esgrimiremos labios extendidos,
misteriosas señales con el índice,
misteriosas sonrisas.
Y un poco más allá, amparadas por la lejanía,
las vastas copas,
los alargados penachos de las palmas
fluyendo sobre troncos blancos.

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Donde en la tarde, un pájaro.
Donde en la tarde, un pájaro.
Su canto es claro y brillante,
oloroso, diríamos,
como los pinos después del aguacero.
Su canto resuena entre las hojas
y es alto, constante, solo, sonoro como un golpe
dado en lo profundo.
Si corremos por la avenida,
si de pronto pasamos
su canto inundará los colores
estallará único, y breve, y hechizante.
Y entonces ya no hay por qué hablar.
Y entonces ya no hay por qué seguir preguntando.
Si hace buen tiempo
navegar sobre árboles inundados.
Sin mucho estruendo descender por las aguas
(Allá, allá)
y tocar rezumantes canales de techos inexistentes.
La Gran Casa
alta, ligeramente encorvada
vista tras los cristales del viaje,
tras el apresuramiento del viaje,
tras el diluvio y la rapidez del viaje.
Entonces sí lucirá hermosa.
Entonces si querremos descender.
abrir, gritar,
(aquí, aquí)
mirando el techo enorme que gira.
Mirándonos girar bajo el gran techo.
Pero no te detengas.
Nadie puede detenerse ya.
Nadie puede detenerse nunca.
(La sabiduría no está en saber empuñar
sino en saber deshacernos de lo que quizás hubiera sido un
consuelo o nos hubiese aferrado a la costumbre de una grata
maldición).

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Con tus desteñidos colores de siempre, remendados, gastados,
bien almidonados.
no te detengas.
Con la misma forma triste de elegir y despreciar, de investigar; no
te detengas.
Con la certeza de que ni aquí ni allá ni en ningún sitio, pero
sigue, pero
sigue.
Ah, si alguna vez dijeras voy a empezar.
Si tan solo te propusieras empezar.
Si tan sólo intentaras levantarte.
Si cuando, como sucede siempre, el resplandor del día
comienza a inundar persianas y sueños
intentarás ponerte de píe.
Dar un golpe, un grito,
un aullido único, breve,
pero tuyo.

Porque contra la muerte


no bastan ya nuestras furias
nuestro odio
nuestras frustraciones ni nuestras
buenas intenciones.
Porque contra la muerte
no hay frotaciones ni tendernos
ni algo que no sucedió
ni horas que no pudimos emplear sino en
huir.
Si tan sólo hicieras un ademán contra el rayo de sol
que cotidianamente ofende tus ojos
cuando, taimado, toca la alfombra.
Canta,
que alguien sepa que estallas
que alguien sepa que todos estamos estallando siempre,
que alguien allá, mucho más allá,
en otro tiempo
(el del odio atento, el de las aguzadas furias)
oiga tu estallido
siempre.

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Que se oiga tu estallido siempre.
Que tu estallido se integre, se instale
en el tiempo.
Y sea
un chillido más en el aborrecible concierto.
Y sea
otro fijo chisporroteo en la paila bullente de siempre.
Y sea
una alimaña más, plenamente instalada, regiamente equipada
para la travesía y las estancias
—para el viaje—
por la sucesiva y candente explanada de siempre.

Pálidos niños,
apenas guarnecidos de telas desteñidas.
Equilibristas de todos los tiempos extendiendo sus amplias
sonrisas en los aeropuertos internacionales
(Kundri, la bruja, señala prometedora hacia el umbral).
Fugaces canciones,
fugaz estruendo de color y luz:
La ciudad. Puta en llamas, puta mil veces ofendida. Puta
recogiéndose sobre sus escorias húmedas:
La ciudad.
Reclínate.
No mires aquel costado donde el humo abofetea siempre
los umbrales del futuro abyecto,
del presente abyecto,
del abyecto pasado.
Reclínate.
Aquí están las grandes hojas girando
Aquí están las olas, suaves, altas, silenciosas
(hay un cristal entre tú y ellas)
deshaciéndose.
Aquí, la gran extensión,
los traficantes de regio uniforme,
los niños que se acercan,
exhiben gestos elocuentes

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exhiben alarmantes posiciones
exhiben, a veces, una cabellera
desproporcionada a sus ambiciones.
Exhiben, típicas figuras del
infierno, una juventud que se corrompe inútil y rápida.
Todos agitan sus manos más allá del cristal,
todos, especialistas en el arte de atizarnos el corazón,
emiten señales, se pierden entre tambores y aullidos.

Oh, dios,
estás frío y perplejo ante una muchedumbre
que se contorsiona
que danza, que bufa babeante tan sólo porque han sido renovados
los nombres de sus estafadores.
Oh, dios,
estás postergado y silencioso,
estás muerto y vejado
por esa muchedumbre enardecida que danza
más allá de los troncos blancos.
Oh, dios,
estás resplandeciente y altivo, cruel e impasible,
(como siempre)
sobre el precipicio, mirándonos caer.
Estás alto y blanco e inasible,
soltando la gran carcajada de siempre,
mirándonos caer,
mirándonos caer.
Hace buen tiempo
Hace buen tiempo.
Estamos enfermos.
Estamos siempre al borde de la última catástrofe
la definitiva.
No.
Estamos más allá de todas las catástrofes
de los crepúsculos espectaculares,
de la «insólita primavera».
Estamos más allá de Jos encuentros imprevisibles

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y de las grandes teorías de metas y consumos.
Estamos muertos.
(Todos estamos muertos).
Nuestros huesos, irrescatables y cloqueantes,
fluyen, se abren paso entre los huesos.
Estamos muertos.
(Todos estamos muertos.) Nuestros huesos, innumerables y
brillantes, avanzan correctamente pulidos, casi solemnes, por la
carretera de los huesos. Estamos muertos.
(Todos estamos muertos).
Y nuestro perenne aullido de muerto
se prolonga sin tiempo
por la carretera
de los muertos.
Hace buen tiempo.
Hace buen tiempo.
Si alzas la ventanilla, el aire, contaminado de buenas
intenciones
inundará también nuestro privado recinto
y entonces, ¿quién quedará para contar?
Si alzas un momento los cristales
te consumirás en el acto
electrocutada por tanto amor oficial,
y por el aliento de todos los inspectores de la dicha.
Reclina la cabeza,
ajusta las manos en el cuello,
ver pasar, ver pasar.
La fiebre sube. La verdadera pesadilla
es proporcionada por estas curvas magistrales
tomadas perfectamente a insólitas velocidades.
La verdadera pesadilla culmina cuando, con un solo
golpe de vista,
dominas todo un palmar batiendo en la profunda llanura.
Mire usted
yo soy solo. Yo vivo solo. Yo tengo un cuarto de paredes
blancas, de paredes fijas. Yo tengo un balcón y un árbol
(trabajo me ha costado mantenerlos).
Por la noche los perros interfieren el ta ta ta de las musas

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divinas, ya en extinción.
Por el día, un desafío de ollas, de cascos que se agitan,
de latas, de piafantes maestras voluntarias,
de esbirros disfrazados de bañistas,
de bocinas con altoparlantes
me impelen a tomar el artefacto.
Mire usted.
Yo habito el sitio justo del espanto
por mí pasa el intersticio de las furias
aquí converge la tos con el ladrido.
aquí se interrumpe el mar por el lechero
y como hay racionamiento, las gallinas acabaron con el
césped.
¡No camines por allí, te cagarías!
Ah, ¿pero puede haber algo más
normal?
Hasta el pánico nocturno ya se aleja
intoxicado de marchas militares.
La fiebre baja. Hay que levantarse.
Hay que tirarse encima de lo que sea. Tomar el trapeador. Tomar
la escoba; ahuyentar al gato que ahora aúlla, inminente y
aborrecible como un niño. Ahuyenta al gato, enfrenta las arañas,
los mosquitos. Con una mano bate el viento con la otra moviliza
alimañas con la otra descarga la palanca con la otra conjura
cucarachas con ésta sujeta el bastidor con aquélla cierra la
persiana mientras que con ésta romas el papel con la otra frotas las
rodillas y con ésta te tapas hasta el cuello con la otra colocas bien
el libro con la otra discurres hasta el vientre con la otra acercas
una silla pero con ésa te quedas aguardando.
Hace buen tiempo.
Hace buen tiempo.
Déjame en paz
no toques a esta hora
no me llames
no insistas no pretendas volver
no vengas
más.

Hay que evitar siempre la confianza.

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Hay que aniquilar las posibilidades de la calma.
Hay que rechazar siempre, sin treguas, eliminando.

Deja la llave.
No te preocupes por sacudir los libros,
si llego tarde o con quién ando,
si en mi infierno ocupas algún sitio.
Ah, no me menciones, no intentes regresar.
No pretendas asestarme una ofensa memorable.
Porque no existe nada, óyeme, porque no vamos jamás a ningún
sitio.
Porque no me importa ya.
Porque no estamos.

Mi pobre bestia negra,


mi fantasma; mi oscuro propietario.
Ah, mi horrible, mi intransigente bestia,
inevitable.
Cuánto has sufrido.
Cuánto te falta aún.
Siempre a mi lado.

Al alba los colores se confunden


con el histérico temblor de las pestañas.
Al alba hay siempre una tropilla de acongojados
monstruos rígidos, mansos, acorazados de
articulaciones, desfilando junto al lago.
Llámalos.

Una torre. Un barco perdido


entre las cáscaras, un ratón dorado
entre las piedras, y ese rumor de
calaveras, ese campanilleo, ese
aletear constante, ese aullido que
sube, ese aullido que aumenta, y las
palanganas (infinidad de palanganas
portando carneros desollados) simétricamente dispuestas,
subiendo el horizonte.

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Buen tiempo.
Buen tiempo.

Subamos las cortinas discretamente,


con ese aire de cansancio ya tan propio en nosotros.
Con esa fatiga que a los ojos del que observa
(siempre alguien observa)
nos investirá de cierta elegancia
«Ese típico, supuestamente bondadoso, gesto del aristócrata».
Por el cristal ligeramente ahumado del vehículo
el campo es una extensión casi violeta
(adjetivación sujeta a nuestro estado de ánimo).
El libro, y cada grieta en la distancia
puede convertirse en un presagio,
en un argumento para suspender la lectura
en algo que justifique no mirarte.
Se alargan tus manos;
logras envolverte en ese ritmo. Miras la naturaleza ligeramente
deformada gracias a la torpeza de la ingeniería húngara[6]. Miras
la naturaleza ligeramente antinatural, fluyendo en los cristales. Un
poco de imaginación, un adentrarse más en ese ritmo, y todo será
como si huyéramos.
Y todo será como si realmente estuviéramos viajando.
Mire usted.
Tenemos una hermosa mansión. Es una casa de habitaciones
amplias que tiene no sé qué de honestidad regocijante. Sus muros
anchos nos protegen del calor y del frío. Su techo elevado está
cubierto de enredaderas que abrigan una vasta buhardilla. Sus
muebles, guarnecidos de terciopelo oscuro, conducen las
conversaciones hacia temas exitosos. Su balcón es de hierro
forjado. Las palomas se elevan, se posan sobre la girouette. Todo
es calmado, tranquilo, silencioso, dentro de sus amplios muros y
más allá del cercado[7].

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Ja Ja: ¿Y qué?

Hay que descender.


Llamarán para el café.
Y ellas, piadosas,
ligeramente exaltadas
por los oropeles del domingo
esperarán, no alineadas,
tu aparición.

Sé inteligente
Sé discreto y cordial
Sé brutal y cortés
(Una mano en el bolsillo puede
salvar el gesto equívoco)
Te abalanzas
Te embisten
Sé resuelto y atento y ligeramente torpe (todo a la vez)
Y no te apresures a huir.

—Dónde fue, dónde fue—.

Y sin embargo aún a veces siento


como una especie de piedad inmensa que desciende hacia esas
bestias pestilentes y aglutinadas, alambicadas y risueñas,
parpadeantes y sentadas. Aún a veces siento que una intención de
gritar por ellas sube al pecho; que un deseo de metódicamente ir
abrazándolas sube al pecho; que una sensación de intransigente
bondad llega, y me asfixia.
Y quedo desarmado, complaciéndolas.
Si es soltera le ofrecerás un cigarro, mirarás tembloroso
sus rodillas; serás el «niño tímido», torpe, cautivado.
Si es una mujer de larga espalda (desnuda, desde luego) y de
«carrera», seré el codicioso, el que no puede más, el que

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brama y se agita y abruptamente hace cambiar de posición
las piernas.
Si es la niña joven, la «hija de papá», debo hacerme el galante «a
pesar de mi orgullo»; debo demostrar que, aunque 10 lamento, no
puedo más; me humillo, toro enjaulado, cabro mayor cogido por
los cuernos; y comparto su refresco de limón.
Me brindaré estofado, al pincho,
en casaca militar, grasiento,
discretamente estudioso,
indeciso ante las definiciones.
Sobre todo que alguien pueda hacer
un chiste a causa de mi forma de bailar.
¿No te asfixias?
¿No sientes que sería absolutamente justo
caerle a trompadas a la luna?
¿No encuentras agrio el dulce?
¿No imaginas magnífico el hallazgo de
una lagartija en el pastel?
Dime,
¿Cómo puedes vivir?
¿Cómo te las arreglas tú, él, todos,
para guar así,
pálidos, etéreos, perfumados y suaves,
escoria con escoria,
tan risueños?
Entro. Salgo. Discretamente la mano en el bolsillo
tal como dijiste.
Entro: Sonrío. Doy tiempo a que se instalen,
que inicien el festín.
Dejo que alguien juzgue al cielo con observaciones
previsibles.
Me alejo. Camino hasta el balcón. Toco una reja. Ya
me marcho.

¿No sientes que alguien pudo


haber llamado?
¿No hubiera sido mejor pararme
de cabeza?
¿Acaso complací a la señora que sostenía

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la taza entre los
dedos?
En el portal
las aves disecadas sobre el simulado
césped.
Por las tardes
Los niños suelen meter los ojos por las
rejas.
Y mirar:
Es un cisne es
un pato de agua es
un ave de verdad
dicen.
Investido ya de sucesivos espantos
tomo la corona, tomo el primer atajo.
Entro, llego, me marcho.
Aquí el portal, las amarillentas
figuras.
Los pinos rígidos (son de importación)
sumidos en la paciente (eterna) espera de la nieve.
Aquí el sol.
Digo culo, y es como si dijera
buenas tardes.
Digo coño, y es como si reafirmase
amo la música.
Digo Dios, y es como si anunciara
ya me marcho.

El muchacho, el único humano entre tres mil,


fue expulsado por haber tratado de reparar un close
con una puerta ajena
(Puerta del Estado).
Uno llega a estos sitios sin más aspiraciones
que padecer las humillaciones corrientes del
charlista. Y de pronto, se encuentra con alguien
que vive; con alguien que aún tiene un cerebro,
una idea, un modo específico de aullar.
Uno llega a estos sitios sólo para decir:
a) cuándo nació Cervantes

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b) cuándo murió y
c) qué dicen que dijo.
Y de pronto se encuentra con alguien
que se preocupa más por saber
qué hacer
para que luego
digan algo de
nosotros.
Entonces: qué.
Si el juego pudiese absorbemos totalmente.
Si la estupidez guarnecida de maletines negros y chapas oficiales
más la cola de tres horas en el comedor colectivo hubiesen sido
suficiente.
(A otros les basta, estoy seguro).
Las lomas son altas y grises y se juntan contra un
cielo gris. Los árboles son chatos; extienden sus
gajos mustios como apenados de estar aún
presentes (fueron tantas las talas oficiales) y
brindan un poco de sombra discretamente. Las
casas se agachan rígidas. La misericordia,
taimada, florece sólo en la humedad del
recipiente hediondo que alguien puso en la jaula.
El paisaje no permite imaginar que exista el mar.
Al regreso (porque para confirmar el espanto se impone siempre
un regreso) él ya no está. De lo que sucedió, el dose, la expulsión,
logré enterarme tras moderadas y sagaces investigaciones.
Me voy.
Ya es tarde. Hubo aplausos.
Y preguntas (quizás porque la
dirección así lo impuso).
Alguien confundió a Cervantes con un
músico.
Hubo risas.
Me voy.
Uno mira esas lomas fijas
que reverberan bajo un cielo fijo.
Uno mira esas casas chatas
que se agachan bajo un cielo fijo.

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Uno ve cómo las dos extensiones grises
se van cerrando en la distancia. Terminan
por unirse.
Allá, donde vuelan las auras, es posible que caiga un
aguacero.
A quién gritar.
A quién decir que no y ser oídos.
Qué nueva estatua se habrá de conmover
cuando el viajero, cansado, polvoriento,
(el clásico viajero)
la abrace dando gritos y clamando[8].

El resplandor de la tarde
cae en el asiento delantero.
Los árboles extienden sus gajos abochornados
y aguardando.
La mano asciende hasta los labios para evitar la entrada de la
tierra.
Oíganlas ustedes:
Dicen que por las noches
sale a degollar gatos en los patios ajenos.
Dicen que por la noches se sienta desnudo en el balcón
y mira al cielo.
Dicen que la vista de la luna le causa resoplidos, estornudos,
evidentes convulsiones.
Dicen que por las noches instala eficaces trampas,
redes invisibles, huecos en el aire capaces de precipitar al más
seguro, ese que ostenta un carné del Partido.
Dicen que por las noches se viste de azul y se va hacia donde
gira la rueda luminosa.
Que se viste de blanco, dicen.
Que es un demonio, dicen.
Que sólo su presencia corrompe, que algunas calles se han
encorvado
gracias al maleficio de su mirada.
Que lo vigilan, dicen.
Que de un momento a otro lo van a fulminar, dicen.

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Dicen
que lo han visto buscar algo extraviado en el pinar cercano.
Que no se peina, dicen. Que usa pelucas, dicen, que no come,
dicen.
Que es terriblemente cruel y que su rostro varía de acuerdo al
rigor de las estaciones.
Dicen que por las noches sale a robar a la tintorería cercana.
Dicen que por las noches envenena a los perros,
tira cubos de agua hirviendo al patio,
rompe un bombillo,
lanza una piedra a la casa de enfrente.
Que no tiene padres, dicen.
Que no trabaja, dicen.
Que sólo se entiende con el mar, dicen.
Que no es un ser humano, dicen.

Hace un tiempo espléndido. Claro, limpio,


ligeramente frío. El aire penetra, otorgándonos
una elasticidad casi olvidada. Un legendario
barniz se inocula favorecedor, cubre ya nuestros
rostros. Salimos. Pródigo en contradicciones, el
tiempo nos ha investido de una elegante
plasticidad. El aire alarga las pestañas, los dedos,
la conversación ceremoniosa. Extiende nuestros
labios.

Continuamos.
Esta noche al pasar como siempre por el puente polvoriento que
da al campo de trabajo he visto, al fondo de las ceibas, mi sombra
degollándose. Esta noche, al escuchar de nuevo el estrépito de las
aguas sucias —las botas resecas molestaban—, he oído el chillido
de alguien por sobre los techos infestados de terror. He sentido un
cansancio tan grande, un deseo tan grande de ya, de ya… Esta
noche, al mirar mis manos, al palpar mi rostro, al escuchar el
vocerío de los otros acercándose, he creído ver —he visto— el
insobornable espanto que rige todos nuestros gestos, aún los
aparentemente más libres o despiadados.

Dónde fue, dónde fue.

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Ah, si al menos pudiese estar uno siempre reventando. Si tan
sólo ese consuelo tuviera uno siempre. Si el degollamiento
antecediese al degollamiento o fuese el epílogo de otro
degollamiento interminable. Si todo fuese un perenne degollarse.
Ah, si al menos continuamente sintiese el filo traspasando, y el
chorro de sangre hirviente continuamente bañara el horizonte.
Entonces no tendría que verme allá, inclinado sobre el resplandor,
casi paciente, casi convencido, haciendo como que escucho la voz
del más cercano y pensando la hora del almuerzo se aproxima.
Dichoso.

Dónde fue, dónde fue.

Esta noche, esta noche (la irritante costumbre aniquilando la


inteligencia) al ir posesionándome del inevitable fracaso, al tratar
de abrir, sin ser oído, la reja y entrar, tarde ya, he creído escuchar
—he escuchado— mi aullido, allá arriba, entre los descascarados
ventanales de persianas fijas, donde, como siempre, deberían estar
acuchillándome. Esta noche, al cruzar la esquina siguiendo la
pista de un gesto en apariencia prometedoramente victorioso, al
perderme en la esquina, al doblar, me he visto es-tallando allá,
entre las últimas luces y los árboles heroicos que sucumbirán para
dar acceso a una pista de maniobras militares.

Dónde fue, dónde fue.

Esta noche, entre la monótona derrota y el bostezo, pañuelos


blancos, albas inútiles, rígidas, disecadas; aglomeradas en una
memoria que ni siquiera podrá identificarlas, he oído, entre el
resollar de caballos, reclutas y tractores (codos descansaban) las
variadas escalas del espanto. Esta noche he tocado la verdadera
médula, el hueso hediondo del horror, el rostro agujereado y
supurante, el fijo rostro de la estafa. Los bolsillos son amplios; el
viento forma círculos en el limo sucio de las aguas. Qué importa
un rostro más, qué más da si realmente en la sombra se cogieron
las manos. Al pasar, uno me saludó, ahuyentándome amigable; el
otro simuló no verme. Comprendí… La pequeña casa de las rosas
(jardín al fondo) se ha convertido en un «comedor obrero». La
tierra, la claridad, el grito, expulsan sin tregua los últimos

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misterios guarecidos urgentemente en el envés de las paragüitas.
Alguien pintó con colores incompatibles AGRUPACIÓN PR-2
CEI. ¿Escuchan ustedes el chillido sobrevolando por encima de
gracias, aplausos y promesas de alto vuelo? ¿Escuchan ustedes
ese largo, ese triunfal aullido de lata que sale de garganta
humana? Así ha de ser siempre, ronco, vulgar, inalterable. Hecho
para ustedes. Para ser escuchado por ustedes, por mí. En ese ronco
parloteo de lata sucesivamente averiada, en ese alto barullo,
perenne, inútil, ininteligible, en ese estruendo reside la eternidad.
La única que existe.

Dónde fue, dónde fue.

Pero cállate. Cállate. Si el fuego es la consecuencia de un


frotamiento puede afirmarse por lo tanto que el infierno se debe
también a esa consecuencia. Esto, y seguimos con los
frotamientos, implica una revalorización del pecado original[9].
Cállate.
Es cierto
que algunas veces el miedo
tomó dimensiones físicas, palpables.
Temiste que entrara por la ventana
como algo ennegrecido y fulminante.
Era la euforia, era el terror.
Era la dicha de saber que al fin.
¡Al fin!
Es cierto
que vigilaste atento detrás de la ventana
no para protegerte (cómo)
no para huir (a dónde)
sino sencillamente para disfrutar de ese acto final
caro y único
con que exquisitamente suele premiarse la autenticidad.
(¿fue entonces?)

Pero mira
ya nada debe importarte.
Nada debe preocuparnos profundamente.
El gran amo está aquí; el amo vigila.

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El gran amo dispondrá cuánto debes vivir,
para qué sirves, cuál es tu fin.
Ya no hay porqué, ya no hay motivos, no.
Calma y paseos organizados, excursiones,
visitas fugaces.
El tiempo no era feo.
Hasta el pequeño discursito se pudo tolerar.
Somos invitados. ¿Ves aquel punto? Es un cuartel
convenido en escuela.
Mira cómo marchan marciales los alumnos.
Mira cómo marchan.
Mira cómo rítimicamente levantan el pie.
Mira cómo quedan rígidos, petrificados a la orden de
atención.
Mira: es una escuela.
Vamos

Y el sol se eleva como una pelota Plateada


por un deportista condecorado.
Pero calma, pero calma. No hay nada que temer. No
hay. Elimina ese obstinado acento de resentimiento. El
amo atiende. Si te portaras bien, si comprendieras, el
amo, seguro estoy de ello, te otorgaría un exclusivo
micro clima donde podrías apacentar inocemes
endecasílabos. No hay nada que temer. El amo, el
generoso, el gran padre, está presente. Él escolta nuestro
sueño, él disipa nuestros sueños, él forja nuestros
sueños. A qué cerner: el gran amo vigila, el gran amo
atiende, el gran amo vela por ti[10]. Deslízate, déjate
llevar, escucha tan sólo esa marcha, intégrate a esa
marcha, piérdete en ella. Ya está, ya está. No me digas
que mueres, no me digas que algo te preocupa. Tu dios,
recientemente anclado, radiame, esbelto y tecnificado ya
te toma, ya te mece, ya te eleva hasta allí, hasta allí. Qué
dicha. Ya no tienes que andar.

Vamos
Y el día se disuelve como el cuerpo del suicida que
en extremo previsor escogió la paila de estaño hirviente.

Página 96
Fue en Isla de Pinos
(hoy «Isla de la Juventud»).
Llovía y Percival lloraba sentado
en un arado de
tres esteras.
Yo, en la hamaca, me dedicaba a aguantar la respiración
y a encontrar agradable el coro de las ranas
(evidentemente erotizadas)
instaladas en el mosquitero.
Percival,
estás triste,
pálido como el espanto,
y aunque no has envejecido, nada puedo agregar en tu favor. Estás
inmóvil y llorando bajo la lluvia siempre, borceguíes desteñidos,
cara de arcabucero, anacrónica estampa del desconsuelo en este
paisaje donde a falta de mitos cultivamos toronjas de exportación.
Estás gris.
Tu armazón de adolescente se disuelve en quejidos breves (Toda
una generación de enciclopedias se derrumba), mientras la Isla
afianzando su tradición de presidio modelo extiende ahora sus
rejas hasta el mar.
Percival,
estás acatarrado y hambriento,
ligeramente ancho de caderas, frente al barracón inundado,
típica figura del hombre nuevo.
Realmente tu historia y la mía son las mismas.
Tú, añorando las tolvaneras de un dudoso palacio que se disuelve.
Yo, queriendo volver al corredor donde la humedad del
enyaguado
dibujaba monstruos considerables.
(Escenografía sujeta a la escala social).
Tú en Munsalwasche,
dudando por piedad de Dios mismo.
Yo en Catalina de Güines revisando el marxismo.
Tú «admitido en la Tabla Redonda».
Yo obligatoriamente concurriendo a la Asamblea.
Tú en el bosque, educado por tu madre.

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Yo en el estupor, buscando el rio.
Tú estampando tu espanto en 45 mil octosílabos de rima pareada.
Yo ofendiendo las divinidades recientes.
Tú apurando el vaso donde José de Arimatea había recogido la
sangre de las llagas de Cristo.
Yo en la cola del refresco.
Los dos ataviados de campesino en la corte inhóspita.
Los dos perdidos por unos caballeros de armas entusiastas.
Los dos tocando a las puertas del misterioso castillo.
Quién responde.
Quién vive.
Quién se atreve a contestar.
Yo entre hieráticas bibliotecarias
analizando los estantes de literatura cubana.
Tú del brazo de Tristán, aniquilando leyendas célticas.
Tú señalando el oscuro, el malvado poder.
Yo en la pureza, no en la purificación.
Tú entre criaturas híbridas y magos castrados por sus propias
manos.
Yo ejercitándome en la «perversa» disciplina.
Tú en la oscura tenebrosidad.
Yo en las lívidas iluminaciones.
Tú en el preludio de un discurso orquestal y las voces de los
caballeros que cantan hosanna.
Yo histérícamente consumiéndome entre la osamenta fastidiosa de
los himnos nacionales.
Tú, negra armadura, lanza, escudo, yelmo,
puro, loco.
Yo, guámpara, cantimplora, botas de cuero, guantes,
artefactos para el sol, anteojos de alambre,
estúpido, pensando.
Los dos como Anfortas, dirigiéndonos la misma pregunta:
Qué te hace sufrir.
Qué nos hace sufrir.
Qué sensación de perenne estafa cae,
irremisible,
sobre las nobles intenciones y los mínimos gestos.
Ambos

Página 98
fugitivos de la realidad, .
invocando sentencias
sobre briosos corceles atentos a nuestro menor descuido.
Ambos solos, buscando en la pequeña noche, que el tiempo
luego se encargará de ensanchar, .
el cambiante rostro de un padre desconocido
que no quiso aguardarnos.
Percival —en cada etapa la inútil búsqueda—, estás alto y pálido
y lloras (pequeña señal de anacronía, rezagos de salón). Tu rostro
bajo el agua.
refleja ya mis propias contracciones (pequeña anacronía,
rezagos de un sistema en extinción).
Dónde está el sentido de esta incesante búsqueda.
Dónde el final de esta fastidiosa peregrinación.
Qué haríamos si por una contradicción del azar enconrrásemos a
nuestro progenitor.
—Qué hay más allá del encuentro.
Cómo seguir después-
Estás casi transparente bajo la lluvia.
Tus ojos miran hacia un tiempo que a mí no me fue dado padecer.
Adónde iremos dentro de un momento. Adónde
iremos ya.

(Tu inmenso rostro fijo, tu verde rostro fijo, tu antiguo y joven


rostro, flotando ya).
Ahora sólo nos queda despedirnos hasta el próximo evento
deportivo.
Hasta los prechequeos de la primavera.
Hasta la nueva lectura de las cifras.
Hasta que alguien, en medio del barullo, dé falsas señales que nos
apresuremos a seguir.
Qué buscas, qué buscamos.
Qué impulsa nuestras piernas a herir los ijares de
los briosos corceles atentos al menor descuido
para lanzarnos de cabeza contra el muro.
Vamos
En tanto la madre nos protege con sus garras.
La madre nos orienta hacia el terror.

Página 99
La madre se transforma en «virgen casta», la madre se disfraza de
ofendida.
La madre se disuelve entre los surcos para
ser ya
el hueco que enfanga nuestras manos.
—La madre estimulando los espantos—.
Sí nuestras historias son exactas. Sólo resta,
levantar el mosquitero y abrazarte.

En la ciudad los turistas.


Franceses de la clase media, gente inteligente, «progresista»,
diríamos, que no tiene por qué desperdiciar esta ganga.
En la ciudad los turistas.
Como peces de colores más allá del cristal.
Visitan los significativos lugares. Los sitios
donde la historia se concentra en una mano
armada, en una boca abierta, en un jinete en
estampida. Todo tallado en piedra. Todo
reluciente o un poco verdoso por el tiempo. En el
motel, convenientemente equipado, ellos piden
cigarros, refrescos, ron Caney. Flotan. Pagan en
dólares. En el hotel, iluminado como una
inmensa pecera, ellos fluyen raudos, sostienen
conversaciones amistosas, se desnudan; al modo
occidental garrapatean típicas postales
nacionales. Ante todo el folclor, ante rodo la
manida imagen del tambor tras las arecas. Ante
rodo las fachadas relucientes, los restaurantes
exclusivos, los cigarros exclusivos que el pueblo
produce y de los cuales, a veces, tiene el
privilegio de apoderarse de una cajetilla vacía
tirada al descuido por el rubio personaje. Aire
acondicionado en el lobby y en todas las
habitaciones. Así como en el vehículo que
mañana los llevará hasta la Gran Piedra. Hermosa
vista.
En la ciudad, los turistas.

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(Kundri, la bruja, aprovecha el parpadeo lumínico
de las pancartas para alzarse la falda).
Ellos no saben nada. Ellos pagan y se les pasea.
Y se les enseña lo que debe enseñárseles (el grúa,
previamente seleccionado, ha recibido un cursillo
intensivo). Ellos trasponen puertas de cristal.
Compran tabaco, botellas, un sombrero de paja,
postales.
Pagan
Por cada sorbo alguien hundió sus manos en la
tierra
ardiendo
Por cada bocanada alguien encorvó sus espaldas
en la tierra
ardiendo Por cada ademán de satisfacción, de «qué merveille»
alguien enterró sus sueños en tierra
ardiendo
La claridad reciente aún no les causa estupor, y fluyen,
grandes aves exóticas,
exhibiendo las últimas creaciones,
modernas, confortables (mire usted qué colores)
del imperio
que, seguramente, aborrecen.
Ellos dispensan, elogios, sonrisas, visitan
planes especiales, se zambullen en piscinas exclusivas,
quedan políticamente convencidos de las buenas intenciones
que se esconden tras ese que, metralleta en mano,
dirige una cuadrilla de mil hombres.
Ellos pueden marcharse.
Ellos son los «otros», los que hay que eliminar.
Los que tarde o temprano (es tanto el veneno derrochado)
deslizarán triunfales el cuello
por el nudo corredizo.

Levantamos el cristal. Amanece. Como en un


libro de lectura «el tren corre por entre los pastos
verdes aún velados de brumas matinales»[11].

Página 101
Ligeramente te agitas, discretamente te llevas la
mano enguantada hasta los labios, bostezas.
Inteligentemente restauras las apariencias con el
día. Dulcemente, piadosamente, amorosamente,
me concedes un ligero pestañeo y un roce con el
codo en la rodilla. Te contemplo. Atraviesas una
etapa de clásica hermosura.
Sonríes.
Qué hemos hecho.
Además del desabotonarnos las camisas; más allá
del imprescindible cuchicheo, de la discreta
blasfemia, del no mirar cuando ellos cruzan por
el frente, del estar siempre acentos señalando las
estafas sucesivas,
(padeciéndolas),
justificándolas en fin con el desprecio.
Qué hemos hecho.
Además de tropicalmente envejecer
lamentando la ausencia de urinarios.
Qué hemos hecho.
Estamos pálidos y tristes. Invariablemente
jóvenes, fatigados casi sorprendidos, sí, por esta
piadosa estación (para todos igual) que nos ha
hecho sacudir las viejas ropas (las más gruesas),
que apacienta nuestros gestos que nos hace casi
danzar en las aceras. Estamos, como siempre,
cautivos, discretamente olorosos, cepillados y
limpios, guiando las conversaciones hacia
acontecimientos venerables, tocándonos los
hombros, hechizados. Aún bajo los árboles.

Qué hemos hecho.

El hombre nuevo bate su antiguo sombrero de yarey (es terrible el


resplandor del trópico)
y se dispone a sacarse las botas bajo la yuraguana.
El hombre nuevo espanta un mosquito con sus manos torpes.
El hombre nuevo dormita tras el tronco de la yuraguana (lo siento,
pero no hay otro árbol)

Página 102
como un cocodrilo legendario.
Le están saliendo pequeños garfios en las manos al hombre
nuevo. Son los guantes naturales que Dios, piadoso,
concede siempre al esclavo.
Le están saliendo algunas manchas en la cara al hombre
nuevo. Son los resistentes colores que Dios, piadoso,
concede siempre al esclavo.
Le están saliendo excrañas corazas en los pies al hombre
nuevo. Son magníficas herraduras que Dios, piadoso,
concede siempre al esclavo.
El hombre nuevo está perdiendo el habla, la memoria, ya no
ve. Son los invariables privilegios que Dios, piadoso,
concede siempre al esclavo.

El sol

Bajamos la ventanilla. Las grandes piedras y


la retórica de la nueva fanfarria incrustada en
latas y telas que ondean. Escandalosos parapetos
colocados en sitios estratégicos. Hay que mirar.
Todo resplandece ya bajo la claridad
impostergable. Todo restalla. Todo se disuelve
destiñéndose.

El sol

(Kundri, la bruja, vestida de penitente, hace una reverencia y la


naturaleza se sacude el hielo invernal).

Alzamos la ventanilla. El campo se deshace


en memorables, queridas, oscuras porciones
hechas para contemplarlas en el viaje. Hechas
para mirarlas mientras se huye. Cerramos los
ojos. Abrimos los ojos. Y es el estruendo, el aún
inmutable estruendo de la tierra húmeda,
ascendiendo. Apoteosis del chantaje: aquí
también la primavera.
Ah, estallar.
Morir en junio

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y con la lengua afuera.
La lengua maniobrando en el paisaje.
La lengua ensanchándose en el tiempo.
La lengua ganando proporciones.
La lengua cubriendo el horizonte.
La lengua supurando contra el cielo.

Ah, estallar.
Morir en junio
y con la ventana abierta.
(la ventana me sirve de pretexto para hacer desfilar bestias
metálicas)
La lengua trepándose ya al marco.
La lengua cruzando esos umbrales.
La lengua azotando ministerios.
La lengua inspeccionando los discursos.
La lengua recorriendo necrocomios.
La lengua señalando las lombrices.
La lengua maldiciendo las retretas.
La lengua augurando más estafas.
La lengua embriagándose de escarnios.
Ah, estallar.
Ya están tocando. Ya vienen a buscarnos.
Qué cansancio tan grande anulando el divino furor,
qué paisaje que quise y no contemplo; Percival[12],
Percival ajustando los estribos. Percival entre sacos de cemento.
Percival restaurando el estupor al rascarse inconsciente los
testículos.
Percival entre obreros de avanzada escrutando los rostros
rencorosos.
Ya están tocando, ya vienen a buscarnos.
¿Cómo bajar las escaleras,
con qué gesto habré de saludarlos?
¿Qué ademán (casi triunfal), que fatigada expresión?
de dicha, de al fin, podrá desconcertarlos, guardare
(gran tesoro) en mi memoria?
Qué armas tan recientes, que antigua intención en el sonido.
Qué resueltos se acercan. Ah, qué larga fue la espera.
Abramos.

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Que entre el aire, que el clamor saturado de la tierra nos
embriague.
(Qué cansancio, qué dicha tan distinta, que consuelo.)
¡Mira!
¡Mira!
Nuevos infiernos se aproximan y yo solo lamento no estar
presente para poder también cantarlos
Tu espléndida, tu larga mano en el cristal,
subiendo.
Olfateamos.
Previsoriamente hacemos el pronóstico atmosfenco.
Callamos.
(Qué concurrir de pájaros y olores, que equilibrada danza, qué
alto el cielo).
Sí hace buen tiempo serán mis funerales una fiesta.

La Habana, noviembre de 1970

Página 105
III
LEPROSORIO
(Éxodo)

Página 106
A la memoria de Virgilio Piñera,
una vez más

Página 107
La Isla mide 111,111 km2 (cifra del ejército) o 120,050 (cifra
del Censo de Población).
Su producto principal es la caña de azúcar.
Su metal más valioso, el níquel.
Su población, constituida por una mezcla de casi todas las
razas, es ahora de unos nueve millones de habitantes.
Su configuración es alargada y estrecha, comparándosele
generalmente con la de un caimán o la de un arado criollo.
Su clima es tórrido y belicoso.
Su tradición fundamental: la superficialidad, la inconstancia y
la pereza.
111,111 km2
(cifra del ejército)
de aburrido estupor.
120,050 km2
(cifra del censo)
perennemente entregados a la erosión y a la putrefacción, a la
corrupción y a la contaminación.
120,000 o 111,111 km2
imponiendo su inminente condición de meneo.
111,111 o 120,000 km2
absolutamente cerrados,
acorazados por las aguas,
amurallados de sol y agua,
haciendo señorear su tradición fundamental.
Más allá de esta elevación sin importancia,
una nueva elevación sin importancia,
una anónima agrupación terrosa,
un batir chato.
La polvareda o el derrumbe, el manglar con su infatigable
escozor, royendo;
y entre la polvareda y el derrumbe, como un nido de garrapatas,
algún caserío desamparado, entregado al viento, junto al tedio y al

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potrero.
Por el sendero, la áspera figura del hombre y del buey, junto a
otro hombre y a otro buey,
pasa emitiendo monosílabos gastados, con su mugir
reglamentario.
Ah, cárcel, cárcel, cárcel. Y siguen.
En la cerca de palos descascarados
pesadamente un pájaro revolotea,
gira y vuelve al mismo sitio.
Usted sigue avanzando, sabiendo que más allá continúa la
perezosa ondulación. Llega y sube, desciende y sube, la mal
ajustada herradura de la bestia, tin, tin, tin, y el mismo revoloteo
repitiéndose en el poste que se repite. ¿Qué tal? Bien ¿y usted?
Bien. ¿Y la familia? Bien. ¿Y por allá? Bien. Menos mal… Y el
crujir de la montura y del polvo, el árbol raquítico que en un
recodo nos aguarda para transmitirnos la visión de otro árbol
raquítico, todo te va diciendo: la perezosa ondulación, la perezosa
ondulación.
Ah, cárcel, cárcel, cárcel.
Cuando llueva (aquí llueve torrencialmente o no llueve) el
agua formará un pantano en el bajío de la sabana sobre las plantas
espinosas (jía, guisaso, marabú). Esta agua, de histérico fondo,
recalentada y rojiza, será por varios meses el paraíso de los niños
barrigones (no poseemos otros ejemplares), de los guayacones
efímeros y de una jicotea de paso que aquí dejará su carapacho.
Cuando terminen las lluvias (si vienen) será de nuevo el lodazal
pastoso, el terronal erizado, la yerba fina y hedionda… Un
sabanero de largas y finas patas corriendo ante ti chilla desolado
incitándote a que le tires una piedra. Entonces, sigues.
111,111 km2 de semicallejones sinuosos
de un semipalmar y un semilago,
de un semirío y una semiciudad,
de un semibosque y un semidesierro,
de un semilenguaje y un semilamento,
de un semilíparloteo y un semichillido,
de un aburrimiento.
Y todo amparándose en nuestra tradición fundamental.

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Contra la cual, te advierto desde ahora, nada intentes, pues
perecerás.
Si eres el producto típico, el habitante común, natural, el más
numeroso, el ritmo del tambor (o algo por el estilo) y el
enardecido sudar de unas nalgas que se agitan bastarán para
integrarte a la tradición fundamental. —Oh, cómo habrás de
defenderla, cómo te desternillarás en el meneo, chillando,
aplaudiendo; sin cesar revolviéndote—. Si rebelde, ya te llegará la
citación pertinente, el telegrama inaplazable, la orden sin
apelaciones de ¡al combate, hijo amantisino!, o ¡a la prisión,
degenerado inmoral! Y si eres algo verdaderamente
contraproducente, impostergable, ladino y genial, verdaderamente
una rara avis, y a pesar de tantas quisquillosas peripecias
citaciones y códigos, trampas y resoluciones, sigues empeñado en
no acatar nuestra flamante tradición, ¿para qué pues guarda la Isla
en sus intrincados receptáculos los gérmenes de todas las
putrefacciones, los más taimados e incombatibles virus, los
microbios más opulentos y legendarios, los bacilos y todas las
bacterias más resistentes?… Allí donde insólitamente el restallar
de la pólvora y las patadas, las tripas vacías y el meneo no
pudieron contener tu alarido transcendente, nuestra tierra aporta
sus inmensas reservas tropicales.
La Isla, señora de los estanques inagotables, extiende su vaho
fundamental.
Rumorosamente, el viento agita los depósitos de la
contaminación.
El aire se carga para un nuevo combate.
Al crepúsculo, como insólitos ejércitos que bordonean una
diabólica oración, se esparcen las legiones fulminantes.
Pallidum Treponema
Bacilo de Hansen
Bacilo Anerobio
Bacilo de Koch
Síndrome del Bebé Gris…
Las manos aún se mueven, aún intentan correr sobre el teclado
que reclama su ganada porción de infierno virgen. El cuerpo
contraído, los ojos atentos, el cerebro que arde, todo quiere
manifestase por las manos. El ritmo pide a los dedos rapidez; el

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mismo tac tac conmina a la carrera, y el teclado emitiendo notas
crecientes se desliza arrasando semipalmares y semiciudades,
semibarrancos y semichillidos, impulsado por un divino, último
furor… La pesadez llega a los párpados, el escozor de algo que
interiormente revienta se muestra por las uñas.
A medias han quedado la descripción del paisaje y la estafa. A
medias el antiguo clamor y el descubrimiento de una soledad sin
limites junto al hueco donde (siglos atrás) enterráramos los
pomos.
El aguacero de diciembre y el dulce terror ante el
descubrimiento de los adolescentes y el mar
se han detenido.
Pensamientos furiosos quedan varados.
Ah, cárcel, cárcel.
Cárcel donde los mismos pies
chocando contra el mismo muro
no pueden configurar el espacio requerido
para estirarse completamente y pensar en la prisión.
Las cucarachas han ahuyentado el alma (que como todos saben
muere primero que el cuerpo), y el olor del urinario común
siempre descompuesto inunda la celda. «¡A respirar parejo!»,
gritan los reclusos. Y el excremento flota como un bálsamo
siniestro y palpable… Ya no se trata de salir o pensar en salir,
sino de no tener que respirar. Cerrar los ojos y mansamente, con
disciplinada técnica, intentar olvidar naufragando en el vaho.
La memoria es ahora ese dolor inconsciente
desabrido y lejano
algo angustioso y violáceo que muere.
En su delirio, la memoria sólo acoge fragmentos de imágenes
desesperadas, visión de una gruta dentada entrando en el cerebro
lanzas serpenteantes, ripios de un poema. ¿Leído dónde? ¿Escrito
por quién?
«Las albas nubes y el mar
Las albas nubes y el mar…»
Cruces o ballestas
rifles o manuales
oraciones o sacaojos
himnos o patadas

Página 111
«Las albas nubes y el mar
Las albas nubes y el mar…»
Millones de puntos brillantes dan testimonios vanales y aquel
dolor «violáceo y desesperado»
mira para desesperarse aún más a aquél que fuiste (o que no
fuiste)
y hasta una música escuchas (que nunca escuchaste)
y hasta un día de fiesta ves (que nunca viste)
y tú estás allí (donde nunca estuviste) tumbado bocarriba
y escuchando bajo la risa y la zarza-rosa que nunca existió.

en el asombro del tiempo y del brocal mágico.
En la roldana que acompaña la canción inventada mientras baja el
cubo.

colocando entre las ramas del árbol gigantesco (¿higuillo o
cerezo?)
las imprescindibles abejas, una puerta que será tu casa.

en el sendero que da al arroyo
en la sabana que se proyecta hacia la luna,
en el quicio y el esplendor del follaje. (¿Fue así?)
Ja, ja, ja:
¿Y en la pedrada que te abolió la arboleda?
¿Y en la batalla incesante entre abuelas, tías, madres, madrinas y
demás alimañas allegadas que terminaba en tijeras surcando el
aire, promesas de ineludibles ahorcamientos y reproches
convulsivos a la Virgen?
Ja ja:
¿Y en los palillos de guano que introducías por el culo gozando
sufridamente como la tía solterona?
(¿Fue así?)
Un brazo
semialzándose
intenta conjurar la apatía,
los párpados se alzan y descienden,
la cabeza se refugia en el mosquitero,
las piernas se contorsionan, pero el cuerpo

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vuelto bocabajo sigue yaciendo
y, el inmenso sopor instalándose en arterias, respiración y sueño
solo deja con vida aquella sensación de aguas lejanas que
agonizan de aguas remotas que fluyen y agonizan tenuemente,
tenuemente…
Tenuemente entre las sábanas flotas.
¿Cómo contradecir ese sol que revienta desolando balcones
avenidas y cerebros?
¿Cómo contradecir el centelleo de ese asfalto que te lanza, ya
sin tregua, ciego y desesperado, tras el aparatoso ritmo de esas
nalgas, tras un cuello? ¿Cómo impedir que la desolación, la
claridad y el sopor aneguen tu propia desesperación, y las
inmediatas reclamaciones se instalen en tus ventanas y tus manos
busquen no las hojas en blanco, sino lo tibio y húmedo, lo
ardiente y estupidizante, el bálsamo justo a ese panorama
desesperado y vacío?
Sin un glorioso pasado para aborrecerlo, sin una legendaria
cultura para afamarnos, sin antiguos museos ni regios
monumentos que demoler. ¿Cómo pues adaptarnos al avance del
progreso, a la gran demolición, al derrumbe, sin su requisito
fundamental: algo para derrumbar?
No
obteniendo respuestas,
la mano vuelve a la almohada
desciende y toca los testículos sudados.
Algo se puede hacer, algo queda allí por abolir.
Entre las sábanas flotas
hasta derivar ya sin levantarte hacia un letargo viscoso.
Resplandor y mediodía engulléndolo.
Luego, lluvias
alfombrando toda la Isla con sus miríadas de flamantes insectos.
¿Qué iba a hacer que no recuerdo?
¿Por qué subí hasta acá?
¿Qué hago con estos sacacorchos en el cuello?
Y al entrar
(al volver)
sólo la inmensa cortina tintineando,
adormeciendo y configurando abstractas dimensiones,

Página 113
anegando, juntando cielo y tierra,
formando ya los monumentales depósitos de la contaminación.

Pallidum Treponema
Endocarditis Lema
Meningitis Bacteriana
Linfangitis
Confusión y Papiledema…

Sobre el aguachal millones de pisadas, giros, oscilaciones,


trepidaciones, saltos, vuelos y revuelos se abren paso; en jaurías
trepan enredaderas, musgos, muros, paredes y pancartas; saltan e
invaden el jardín. No hay piel ni cerrojo que puedan contener tal
invasión. El mismo cuerpo parece estar hecho para acoger tal
pululación, y he aquí que suben. He aquí que en el aire anegado
multiplicándose navegan, penetran y poseen. Ahora es el goce de
adueñarse de algo blando y perforable, el furor de adentrarse…
Pronto una capa se descorre y ellos se instalan; un canal se abre y
ya navegan por la sangre. Pronto el mismo aguacero de afuera
fluye en las venas y tocado por una suerte de euforia tropical
estalla en el cerebro.

Estafilococos Dorados
Virus Rojo
Virus Verde
Virus Virulento
Virus TropicaL.

Como sombras que la misma claridad auspicia


pasan las figuras.
Las esbeltas figuras enmeJenadas, ágiles y radiantes, envueltas
en esa suerte de condenado derivar de uno a otro extremo del
estupor.
Como sombras radiantes para ser observadas sólo de lejos
pasan rozándote,
y al tocarlas, al minuciosamente investigarlas, algo te dice:
nada.
Son como la espuma brillante.

Página 114
Son como dorados espectros que a medida que nos acercamos
desaparecen.
Luego,
dentro de un momento,
después de investigar la espuma,
cuando ya de regreso,
concluido el obligado regateo y el acoplamiento
hayan saltado el muro,
cuando desaparezcan sigilosos tras la reja,
cómo demostrar que aquí estuvieron,
qué dejaron que testifique su llegada
o su ausencia.
Como sombras que la misma claridad auspicia
y borra.
Así van pasando
y sólo queda la palpable dimensión de tu cuerpo.
Cuerpo de la Soledad
aun cuando sobre él se abatan lenguas, duros vientres, muslos o
cabellos tersos.
Cuerpo de la Soledad a pesar del enardecido cuello y las
abultadas manos.
Cuerpo de la Soledad, los mismos brazos que se extienden y
abarcan dibujan el vacío.
Cuerpo de la Soledad, la misma desnudez tocada, que nos
muestra sino la inmensa, desoladora visión de nuestra desnudez
intacta.
¿Estuvo?
¿No ha estado?
¿Se ha ido?
¿Ha llegado?
(¿Qué más da?)
¿Cómo era el cuerpo, el otro cuerpo, aquel cuerpo, aquellos
cuerpos?
En la deteriorada memoria todos se confunden y funden hasta
formar un solo cuerpo, el gran cuerpo,
el único cuerpo poseído,
cuerpo constante, desesperado y ardiente,
Cuerpo de La Soledad.

Página 115
Al
retumbar
la lluvia sobre el techo,
algo como un coro o una voz
hablando sobre ciclones…
Al retumbar la lluvia, al comenzar de nuevo sobre el techo,
¿éste que ahora está aquí seria el que estuvo ayer?
¿Vendrá mañana?
¿O es éste el que ya vino y yo no estaba?
¿Viene? ¿Ha venido? ¿No vino?
¿Vendrá? ¿Será el otro? ¿Vinieron…? Y en la esforzada
meditación, el estruendo de otro estruendo lejano escuchado de
lejos por otro estruendo lejano…
En fin, está, es éste, vino, aún no ha llegado, se fue, vendrá, no
vendrán, llegaron, nunca
vinieron.
Lejano, lejano; el estruendo.
Pero
retomemos
las tres características absolutamente ineludibles que definen la
Isla: superficialidad, inconstancia y pereza. Superficialidad hasta
tal punto superficial que nos impide ver y valorar nuestra
inconstancia y nuestra pereza. Pereza que aniquila antes que se
geste toda posible invención audaz, el gesto violento y trágico, la
arriesgada decisión rotunda que de un golpe podría salvarnos o
borramos —siempre liberarnos— de la ramplona inconstancia.
Inconstancia que engullendo memorias y sueños se remonta sobre
la furia y la venganza (esas armas triunfales) y asume el
aniquilamiento de toda conjuración heroica… Siendo pues estas
tres condiciones las que nos definen, el fruto máximo y natural de
estas tierras es, por lo tanto, el dictador, señor y caudillo, verdugo
y padre, amo, presidente, ministro, general, maestro, doctor y
brujo que otorga y quita, perdona o degüella entronizado en el tam
tam y el perenne meneo y corre-corre. La superficialidad lo unge
de poderes y medallas, la pereza lo ampara, la inconstancia lo
acredita impidiéndonos acumular recuerdos (tradiciones
respetables, humanos códigos) contra la burla, la usurpación, la
bravuconería, el caos… Pereza que reduce a un balbuceo, a una

Página 116
melopea escéptica, a un ademán vago y grotesco, a una solitaria
risotada la divina rebeldía (la armonía) que es patrimonio del
hombre cierto. Superficialidad e inconstancia que nos hacen que
olvidemos al momento la descomunal patada recibida en el culo y
que sigamos siempre sorprendiéndonos ante el estruendo del
nuevo puntapié.

Diego Velázquez Dictador


Hernando de Soto Dictador
Dionisio Vives Dictador
Luis de las Casas Dictador
Francisco Tacón Dictador

Al terminar el día, al hundirse bruscamente el sol entre esa


opresiva y viscosa muralla que contra el cielo forman las aguas
contaminadas, qué sensación de grito ahogado, qué añoranza de
algo que no conocimos, qué frustración queriéndose alzar, qué
ansias de no estar fijos, sepultados y mirándonos, marchando
directamente hacia abajo. Qué ruego ahogado nos insta a partir y a
la vez encadena… Al terminar el día, qué tropel de voces, qué
sordos gritos unidos al horizonte rasante, qué intención de
explicar, qué alta y sonora protesta al abrir los labios reduciéndose
a una disgresión trivial repleta de palabras mil veces transitadas…
Al terminar el día, qué pesado vapor enjabelgado de insectos cae
pesadamente sobre los árboles de plomo repartiéndose sobre las
cabezas aletargadas de nueve millones de engendros letárgicos.

Endocarditis Lenta
Weyler Valeriano Dictador
Cefalea Avanzada
Machado Gerardo Dictador
Neuritis Periférica
Batista Fulgencio Dictador
Gangrena Orgánica
Castro Fidel Dictador…

Yo he visto, yo he visto.
Yo he visto no la tortura sicológica, no los sofisticados
experimentos bioquímicos, no el tecnificado crematorio, ni

Página 117
siquiera la velocísima (ya lo dice su nombre) silla eléctrica —
recuerde que estamos en una prisión tropical que es además el
primer territorio libre de América, por lo tamo, aquí no son
necesarias esas finezas—; yo he visto alzarse el machete y abrir
de un solo golpe un cráneo rapado, he visto la estampida a boca
de jarro contra un hombre maniatado y amordazado, he visto la
patada en el rostro, el sorpresivo cabillazo en el lomo o la
fulminante puñalada en el vientre otorgada a «un objetivo
político» por un preso común que resultó ser un oficial
condecorado por el mismísimo Premier… Yo he visto entrar toda
una tropa en la galera y, verdaderamente sin discriminación,
repartir rebencazos al tuntún.
Pero naturalmente, como usted no estaba allí es como si nada
de esto hubiese ocurrido.
Yo he visto, yo he visto.
Yo he visto a un recluso afilar pacientemente durante meses
un pedazo de hierro extraído (ilegalmente) de su litera. Lo frotaba
día y noche contra el piso. Una tarde, a la hora en que nos sacaban
a comer, convocó a todos sus amigos para que presenciaran su
autodegollamiento. Con violencia profesional se cercenó la
garganta. Aun así, como un verdadero surtidor, giraba sobre sí
mismo y seguía esgrimiendo el arma. De este modo logró
mantener a raya a toda la población penal que de alguna manera
(no sé cuál) quería socorrerlo. Finalmente cayó desangrado
manchándome el rostro y el uniforme. Allí estuvo hasta el día
siguiente en que vino el director de la prisión. Cuando las ratas
olfatearon la sangre llegaron en tropel y comenzaron a engullir.
Toda la noche estuvimos gritándoles desde las rejas y lanzándoles
nuestras escasas pertenencias para ver si las ahuyentábamos. Pero
(verdaderamente voraces los animalitos) ni el menor caso nos
hicieron. Por la mañana los camilleros se llevaron una confusión
de inmundicias.
Todo eso lo ví, pero, naturalmente, si usted no lo vio, cómo
puedo mostrárselo.

Yo he visto, yo he visto.
Yo he visto, mientras en la azotea custodiada de la prisión
lavaba la ropa de los oficiales, llegar un teniente con los últimos
reclusos, jóvenes entre 15 y 18 años, acusados de ser Testigos de

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Jehová. Los he visto hacer una larga fila bajo la orden del teniente
quien da entonces comienzo al Círculo de Estudio Político. Uno
por uno los reclusos tienen que leer en voz alta el último discurso
de Castro beatíficamente estampado en el periódico Granma. He
visto cómo el primer recluso se niega a leer, pretextando sus
principios religiosos. He visto al teniente arremeter a ballonetazos
y a patadas contra el joven, que cae al suelo. El resto de la
guarnición se apresura y todos a puntapiés destrozan el cuerpo del
muchacho que aterrorizado grita que no lo maten. He visto
entonces el segundo joven de la fila comenzar a leer
despaciosamente el largo discurso, siempre en posición de
atención en tanto que sus lágrimas caen sobre el papel.
Todo eso lo vi alzando los ojos discretamente y sin dejar de
lavar la ropa de los oficiales.
Cierto, Jehová no fue testigo de este acontecimiento (ni
siquiera el New York Times, su gerente financiero en la tierra),
sino yo, simple preso común, lavandero y «rehabilitado». Por lo
tanto, no se inquiete: usted no tiene por qué creerme.
¿Cómo pues manchar su pulcra conciencia de hombre
progresista, lúcido y hasta revolucionario, cómo sembrar en su
corazón la inmortal yerba del desencanto, su veneno más puro si
helo ahí, impecablemente ataviado, sólo de paso, muy junto a la
tribuna, contemplando el desfile y escuchando los himnos luego
de haber arribado de una excursión intensiva por las granjas
modelos?
Como doradas semidiosas,
lustrosas, infatigables y libres a pesar de los himnos,
verdaderamente dueñas de la tarde, las ratas.
Cada túnel o hueco, tambuche o caverna de esta prisión
medieval (a fines del siglo XX)
se despuebla ahora de sus prodigiosas criaturas.
Hay que verlas a la luz del crepúsculo
conglomeradas ante nuestras rejas.
A mordiscos y a chillidos se amontonan una sobre las otras,
fornicando o disputándose quién sabe qué efímera porción de
inmundicia.
Y todo con tal desfachatez, con tan ostensible confianza,
tan dueñas de la situación y del lugar

Página 119
que de un momento a otro parece que van a mostrarnos
sus certificados de propiedad.
(Esta noche lo mejor será refugiarnos en las literas más altas y
rogar a los dioses y al diablo que nuestros huesos no sean un
manjar apetecible).
Cárcel, cárcel, cárcel. Y nada más.

He aquí que en medio de la estruendosa música él se aleja. Y


aunque camina hacia el mar no mira esas aguas.
Y aunque ahora se vuelve y se detiene no es para observar la
trama incesante de los cuerpos que oscilan.
He aquí que ni la tumultuosa insinuación de los cinturones
retadoramente desabrochándose le hace volver la cabeza.
He aquí que ni las ceñidas trusas, ni las espaldas ni los cuellos
(dignos al menos de un esbozo o de una invitación) lo detienen.
Y sigue avanzando ajeno al estruendo y su giro incesante.
Indiferente a la trama.
Indiferente a los acampanados y viriles gritos.
Indiferente a la embriagante resistencia de los rostros jóvenes.
Indiferente a la única redención posible bajo la estridencia de
las órdenes, el meneo y la lluvia.
(Se está muriendo, al fin se está muriendo).
Y la música, esa melodía estupidizante que cubriéndolo todo
como un tapiz gigantesco a él lo excluye, aumenta su frenesí.
Y él observa desde lejos el trajín de las siluetas bajo el paño.
Y he aquí que no levanta la carpa y entra, que no atiende la
requisitoria de muslos, cinturas y torsos,
que no reclama un sitio en el perenne escozor de los cadetes,
que una melena,
que un rostro inquisitivamente tocado por el acné y el deseo,
que esa manera de sentarse, que esa risa,
ni el fulgurante centelleo
de la bicicleta conducida por el tórrido adolescente
lo han hecho volverse.
(Se está muriendo, al fin se está muriendo.)

Los árboles
bajo el efecto del chas chas incesante van de la saturación al
desmadejamiento. Allá arriba los últimos filamentos se doblegan,

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los extremos se retuercen, las bayas abultadas revientan. Todo cae
abriéndose, semilla, cuesco, vaina, pulpa, funda, carnosidad o
fibra entran en la apelmazada hojarasca, en la rítmica pudrición.
Bajo el hervidero de los insectos, el semibosque rezuma un sopor
pestífero. Algo pesado cae y se integra alterando brevemente el
zumbido incesante. Por todos lados la misma gusanera hirviente,
la misma nube de mosquitos, el mismo velo de guasasas, el
inmenso vaho y la espantosa aureola cerniéndose. Todo
agitándose y sobrecogiéndose, replegándose y avanzando dentro
de una atmósfera de alucinada tensión ciclónica.
Los brazos
como desmayados caen rígidos, el pecho emite levantamientos
apresurados. Los párpados sólo ven lo que se encuentra en el
ángulo que abarca su caída: un pájaro que desde el suelo salta
empapado sobre una rama, y vuelve otra vez, se sacude las alas y
vuelve otra vez hasta hacerse invisible bajo el incesante
tamborileo.

Artritis Séptica
Pericarditis Supurada
Leptospirosis Avanzada
Arteriosclerosis General
Gerardo Machado General
Depresión y confusión mental.

El torrente
tramando bajo los árboles
arrastra lombrices, semillas a medio
germinar, nidos hediondos, frutas semipicoteadas, maxilares de
caballo, pezuñas de ovejos, ranas infladas, muelas de cangrejo,
patas de araña, lagartos boquiabiertos, mierda de gato, mierda de
perro, mierda de vaca, mierda de pájaro, mierda de gente, mierda
de ratón, mierda de murciélago y otras mil mierdas, provocando
tal fermentación que cualquiera diría que una divinidad traviesa
dejó caer sobre las aguas un gigantesco alkazelser… El torrente,
ahora auspiciando monumentales ebulliciones anega todo el
campo. Pozos y gallineros, pendientes y desfiladeros, paredes y
techos se mezclan como dentro de un barril gigantesco, de donde
brota una suerte de balido, chillido o aullido, lamento elemental y

Página 121
rotundo de animal o alimaña, perro, caballo hombre o vaca,
grulla, gallina, musmón o dinosaurio… El abismo verdoso con
indetenible fragor avanza.

Incordio Bubático
Vasculitis Infecciosa
Periateritis Nudosa
Urticaria General
Batista General
Ulceraciones y Caquexias.

«Siento una voz que me llama», canta desgañitándose la


mulata cuyas nalgas patrocinan la nación. Y al terminar, al
terminar la frase toda aquella masa compacta poseída por el Dios
del Meneo («la voz que los llama») girando involucra a presentes
y ausentes, sigue… En el centro de la confusión y el aguachal que
avanza un inmenso culo gira, revolviéndonos. ¿Quién pues se
resiste? El mismo lodo, emitiendo chapoteos rítmicos precipita el
bamboleo. Todos se frotan meneándose, y el sudor, al caer,
ablanda la pista, haciendo más propicio, más inevitable, el
resbalamiento y el choque. Hay que verlos danzar, amasándose,
entoyándose y girando, ahogándose entre chapoteo del tun tun que
se eleva, chos, chos, excitados, abrazándose y separándose, chos,
chos, ensartándose y desensartándose, chos, chos, oscilando sus
dioses.

Elefantiasis Compulsiva.
Tularemia Virus.
Sífilis Galopante.
Cólera Morbo.
Castro Comandante.
Náusea y Diarrea…

El mismo pájaro inidentificable


(¿mayito o totí? ¿bíjirila o guacaíca?)
se posa sobre el hollín de una casa agachada.
Pesadez de trópico y siesta interminable
que el ruido de un motor o alguien que llama
por llamar (¡Emeteria! ¡Emeteria!) agranda.

Página 122
A la entrada de la ciudad el mismo gorgoteo,
los mismos tragantes infestados.
El mismo tiempo que dejaste
instalando su odiosa contaminación.
Y la canción que muere estrangulada,
y los labios que apenas si revientan interjecciones
ineludibles (¡Ea! ¡Epa! ¡Hurra! ¡Ay! ¡Paff…!)
La memoria mansamente se aleja.
Sólo fragmentos de un árbol aparecen.
Y hasta las hojas más veloces retroceden
espantadas
ante la inminencia del tambor y la sed
que contoneándose ocupan el chato horizonte.
Parapetado en los traspatios entre cajones y
entablando
el chato horizonte.
Apuntalado entre balcones apuntalados,
ladrillos que se desmoronan, paredes sin ventanas
techos entre latas y sacos,
el chato horizonte.
Infestado de banderas, colorines, flores
de papel, pancartas y esa flagrante pereza
donde culo y barba comienzan a oscilar,
el chato horizonte.
Por entre los huecos del prefabricado me asomo
y así lo veo, como lo han visto todos los que ven,
infestado de sudores y oscilamientos vanos,
el chato horizonte.
111.111 km2 de pereza
otorgándonos la certeza de conocernos
yaciendo putrefactos en la estridente hojarasca
del cañaveral.
111.111 km2 de inconstancia, los nombres grandiosos, las
nobles intenciones se fragmentan.
111.111 km2 de superficialidad,
los imperceptibles matices,
las dulces y lejanas tonalidades se disuelven
y quedamos sólo aptos

Página 123
para aquello que entra por los poros
y nublando la perspectiva ridiculiza o embota.

111.111 km2 de superficialidad.


111.111 km2 de pereza.
111.111 km2 de inconstancia.

Y entre ellas las gigantescas nalgas sin tiempo moviéndose


infatigables
para euforia de las barbas sudorosas.
La semiciudad de bloques y cajones, planchuelas y ventanas
enjauladas sirve de escenario típico para la conjunción fatal. Culo
ondulante, reculame culea enredándose en Barba Apestosa.
Bacba, erizándose de barbas y hediondeses acoge a Culo Gi gante.
Culo Gigante se acula, se alza y se lanza, naufraga y se hunde
meneándose en la barba que crece abrazándolo.

111.111 km2 de barba.


111.111 km2 de culo.

Barba y Culo
Culo y Barba

en avasalladora espiral meneándose


hasta configurar (y no cesa el tambor)
El Todo Nacional.

Y quien ante tal meneo se yergue, perece.


Quien pretenda arremeter contra ese culo, perece.
Quien intente cortar tales barbas, perece.
Quien sólo sueñe con negar la inminencia
de ese Culo-Barba-Nacional, perece.
Quien tire de esas harhas perece, quien toque ese culo, perece.
Ya con disparo en la nuca
O despeñado en un abismo
Ya guindando de una guásíma
O con una puñalada en el vientre
Ya con una cuerda en los testículos
O en un accidente aéreo

Página 124
Ya balaceado en el mar
O acribillado en un muro
Ya enterrado vivo hasta el cuello
O con una piedra en la espalda
Ya por la corrupción de un menor
O por la confesión de un mayor
Ya por desacato a la Ley Fundamental
O por el asesinato de un fantasma
Ya en el fondo de una represa
O tras la lápida estricta
Ya en el centro del Océano
O en el corazón de la Plaza Pública.

(y es natural que así sea


pues es un traidor.)

Más si aún resiste, si taimadamente elude tan serios cargos


estatales, he aquí nuestras tierras, llanuras, montes, fauna y
tradición, prestas a rendirles cuentas al traidor, pues, lo repito,
genuino traidor es. Y silbantes parten helechos, canas y marismas,
remolinos y emanaciones, truenos, monjas y albañales,
escolopendras, putas y bejucos, militantes políticos y pedregales,
obispos y calabazas podridas, duquesas a medio vestir y jefes
sindicales marabusales, presidentes de CDR, marquesas y
enjambres de mosquitos, ranúnculos, flemas y almirantes,
ortópteros, delatores y generales, bibijaguas y profesores de
semiótica, frailes, renacuajos, bollos leporinos y fiscales,
hormigas locas, comandantes, jejenes, maestras graduada y
ministros con alas, cerros, junglas, páramos y pantanos… Y
mientras apasionadamente lo buscan acompañan la persecución
con su congénita letanía.

Pallidium Treponema
Sarcoma Epitelial
Bubas del Capitán General
Síndrome del Bebé Gris
Síndrome Rápidamente Fatal
Síndrome del Conde de Balmaseda
Anemia Persistente

Página 125
Tacón General y Mal de Leda
Panciotomes Irreversible
Fiebre Intermitente
Virus Transmisible
Granulosa Inguinal
Anemia Aplasticia
Machado General
Rubéola e Ictericia
Leucemia y Batista General
Microbios Progresivos
Larvas-Rápido-Vuelos
Herpes Corrosivos
Viruelas del Marqués de Someruelos
Hipocondría Neura
Erisipela Estomacal
WeyIer General y Cáncer en la Pleura
Orugas Patógenas
Dermatitis Exofoliatris
Listerias Monocilógenas
Edemas-Anglo-Neuróticos
Hepatitis Viral
Generales Escleróticos
Poliomielitis Parcial
Rash-Máculo-Papular
Castroenteriris General
Vómito Negro
Virus Rojo
Estafilococos Dorados
Incontinencia y Angurria
Espasmos y Contracciones
Bacilo de Hansen
Superinfecciones…

y el traidor cae

Ya con el rostro carcomido


O con un brazo desprendido
Ya con la piel levantada
O con las [ripas perforadas

Página 126
Ya con un pie abultado
O con el rostro granulado
Ya con los ojos sangrantes
O con la cabeza supurante
Ya surcado de vetas
O con la uñas violetas
Ya con la cara amarilla
O con un hueco en las costillas
Ya con los testículos inflamados
O con el culo erizado
Ya con las manos entumecidas
O con la nariz carcomida
Ya resuelto en una inmensa erisipela
O vomitando las muelas
Ya con el forúnculo en la frente
O ennegreciendo de repente
Ya reventando en el acto
O con el cerebro tumefacto
Ya con los maxilares rígidos
Ya con las tripas al sol
Ya con un pantano en la espalda
Ya con la lengua verde
Ya resolviéndose en un bullir pernicioso
Ya convirtiéndose en un torrente infeccioso
Ya naufragando en un mar comatoso…

Cárcel, cárcel, cárcel, sin camas, ni bastidores, ni mantas, ni


un saco para delimitar mi hediondez y mi rincón. Acuclillado en
medio del insólito jolgorio, manipulando también el tonto
parloteo. La jaula estricta, la misma pestilencia flotando, los
cuerpos ya sin camisas ni pantalones. Cuando el mediodía acosa
los barrotes (las evaporaciones del tiempo no admiten ninguna
posición) y hemos almorzado ya la minúscula ración de
espaguettis blancos y no soñamos ni aguardamos, sino que
tapándonos la nariz aguantamos un poco más, qué lejos, qué
imposibles entonces, mar abierto, noches y jazmines, ciudades
esbeltas y luminosas, trenes y mediterráneos, conciertos y
libros… Palabras, qué lejos ahora, siempre. Entre la hediondez
amurallada, qué lejos todo 10 que no sea el pequeño agujero del

Página 127
centro de la galería donde por unánime concilio arrojamos las
colillas a fin de fomentar con los residuos un fumadero colectivo.
Cárcel, cárcel. Hay que verte de noche, inmenso cajón repleto
de figuras boca-abajo, royendo lona o piso, persiguiendo, quién
sabe gracias a qué lucubraciones, el espasmo elemental mientras
la luz del bombillo resbalando por la reja invade los ojos cerrados.
La divina rebeldía ya no enardece palabras o quejas. Sólo el
chasquido del candado sostiene nuestra única euforia: la hora de ir
a comer.
Cárcel, no para lamentarse, sino para mirar fijamente la
muerte consciente (a veces anhelada) del preso, a quien sólo le
resta dormir su furia intacta que aún a veces pretende alzarse y
cae, antes que el cuerpo, más pesada y deteriorada, más frágil y
humillada. Y hasta la misma masturbación es imposible con
tantos ronquidos desiguales y las botas del guardián en el pasillo.
Ah, cárcel, cárcel. Y nada más.

Y cuando tú ya no estés.
(O cuando yo ya no esté…)
La incesante letanía lo ha despertado,
pero el cuello se vuelve hacia un lado
y el contacto con la almohada lo apacigua.
Tras el semisueño, un rumor, una extraña bandada,
y la cadenciosa armonía
de unos versos inconclusos
(¿Leídos dónde? ¿Aprendidos para qué?)

«Las albas nubes y el mar.


Las albas nubes y el mar…»


en la tierra rojiza
cavando una pequeña sepultura
para la última cencerénica de la infancia.
Tú bajo los crotos
haciendo pasar la tierra por mis manos.
Tú en la doliente claridad del crepúsculo
remedando un silbido que no quiere ser silbido
sino voz angustiosa,

Página 128
estruendo que abarque y defina.
Tú en el campo anegado
recolectando yerba de Guinea para los conejos
(¿O eran curieles?)
y cantando.
Ja ja ja:
Y entre los itamorreales del jardín
obligando al perro a abrir la boca y a mamártela.
(¡Fue así!)
Se revuelve entre las sábanas
y cae.
De nuevo ambas manos en el rostro, despejando un lago.
Tú, flotando bocarriba en la corriente inundada de sol
mientras desde la orilla los ineludibles bañistas te llaman.
Ja ja ja: ¡Los llamas!
Tú bajo una arcada
vestido de blanco y con un libro.
Ja ja: Uniformado y haciendo la guardia
de milicias.
Tú en un tren, en un barco inmenso, en una nave de alas de
aluminio, sobre la superficie del mar abultado, despidiéndote.
Ja ja: En una guagua repleta, sudando a chorros y diciendo
con voz afectadísima «chao», sin ser escuchado…
(¡Es así!)
La mano
lentamente traza el círculo
(¿Espantó algún mosquito? ¿Se quejó del calor?)
y volviendo al punto de partida cubre nuevamente el rostro…
Cuántas nubes de calzoncillos flotantes cruzan ahora cual pulcras,
cual tiernas, cual
aladas e imposibles gaviotas
sobre un mar que vanamente se retuerce embistiendo
regresando,
alejándose.
Y
cuando tú
ya no estés
al adolescente que empuje la verja qué le dirán.

Página 129
Cuando tú ya no estés cómo subirán precipitados la
escalera>
abrirán arma ríos y gavetas
y con euforia oficial se repartirán los trapos.
Cuando tú ya no estés
¿quién en una tarde como todas por una esquina pasará
buscándote y al no verte se dirigirá a la parada de enfrente donde
ya alguien le ha hecho una señal ostensiblemente prometedora?
y cuando tú ya no estés
¿Al cabo de un corto tiempo alguien notará realmente que no
estás?
¿Quién recordará que has estado, que aquí estuviste, que has sido?
¿Qué cuerpo solo lamentará realmente la ausencia de tu cuerpo y
no su soledad?
¿Qué hondo dolor, qué gran amor que el sol no puede desteñir ni
el mar borrar
alguien en tu honor notará que le falta y que es irreparable.
Ja ja ja: Nadie te percibirá realmente.
Cuando tu ya no estes
(Cuando yo ya no esté).
¿Qué sollozo en tu honor?
¿Qué silencio en tu honor?
¿Qué voz tras la reja?
¿Qué timbre o qué bicicleta centelleante?
¿Qué ausencia en qué sitio desciende?
Nadie.
Nadie.
Ja ja: Partiendo sí, pero a los estáticos bloques,
escoltado por una fúnebre conmiseración
escasa y reglamentaria.
Ja ja: Partiendo sí, pero a las fauces abiertas del granito
sin mar para soñar.
Ja ja: partiendo sí, pero al sitio previsto
por los códigos inexorables del gigantesco estanque contaminado
al cual perteneces y bien conoces.
Ja ja: partiendo sí, pero al abismo sordo y repleto,
un poco más al fondo quizá por tratarse de «un caso especial».
Ya desciendes.

Página 130
Ya desciendes.
Oyendo
el taimado golpear del aguacero ya desciendes… Ya siente los
brazos que lo cubren, que lo visten, que momentáneamente
conmovidos lo acarician… Cierra los ojos. Le cierran los ojos…
Al oscurecer, un parque como una tortuga varada bajo la algazara
de los pájaros; las mujeres y los jóvenes subastan sus cuerpos a
los marineros extranjeros por un par de medias y un pulover.
Ahora la gran manada fluye hacia ese parque y ese tráfico de
cuerpos y trapos. El ritmo legendario de la Isla culmina en esa
mano levantada que al pasar por el banco donde están los
marineros se soba los testículos. El ritmo legendario culmina en
esas nalgas que al pasar por el banco inician el contoneo, la
subasta y el trueque. El ritmo legendario culminando se expande
sobre este lomo de tortuga húmeda bajo el cacareo y el
excremento de los pájaros y los ojos desorbitados ante un par de
zapatos relucientes… El ritmo legendario, el sudoroso ritmo el
mareante ritmo exaltado ahora por las radios portátiles y las
grabadoras de contrabando recomienza. Y tú no estás. Y tú no
estarás. Tú nada vas a decir. Tú partes, sí, a medias terminando, a
medías ensayando, típicamente confirmando el ritmo legendario,
bailando de otra forma, más atroz, agrandando con tu muerte el
mismo ritmo… Tú partes, sí, al rincón señalado por nuestra
tradición, nunca alejándote.
Tú no partes, tú te apartas.

Se ha incorporado.
La misma sangre lo impulsa hacia el espejo.
Se enfrenta a su rostro, esa suerte de superficie granulosa, bullente
y rojiza que crece cubriéndole ya los ojos. Se mira las manos
acribilladas de lunares supurames; los brazos surcados por arterias
que arden, los dedos crispados y redondos a pumo de estallar. Y
no vuelve a la cama. De un salto traspone la habitación, hospital,
salón, pasillo, castillo, prisión, galera, celda, cueva o torre
enrejada. En medio del estruendo de su sangre sale al patio, jardín
o explanada, cerco, rastrillo o corral; se precipita y sigue saltando

Página 131
por sobre el estanque, pozo, foso, garita, puente levadizo o
fanguizal.
Desgarrándose entre el escozor y las supuraciones continúa bajo
el estruendo de la fiebre y del cielo.
Salir bajo el descomunal aguacero mientras los monstruos
desde las monumentales ventanas enrejadas me hacen señales
recriminatorias y me gritan traidor, a la vez que dando la voz de
alarma me lanzan improperios y recriminaciones morales… Salir
a la explanada surcada de árboles furiosos, correr entre el
blanquizal del tiroteo y los relámpagos; retando al rayo (¡Traidor!
¡traidor! Dichosamente traidor), apresurarme bajo la tormenta,
desafiando y revolviendo la hojarasca, hundiéndome en el limo y
otra vez surgiendo, aferrándome a las ramas con las manos
supurantes y enfangadas, azotando el aire con mi rostro que lanza
humaredas de furia y embiste… Seguir corriendo, más rápido,
más rápido, los monstruos apuntándome con todos sus artefactos,
fusiles, hachas, catapultas, lanzallamas, cohetes, ballestas, flechas,
bombas, bazucas, picas, macanas, arcabuces, cañones o
lombardas… Mientras el cielo continúa lanzando fuegos y
vendavales, y la tierra, cual matrona ofendida, conmina a sus
millones de alimañas para que me asesten el golpe final… Seguir
reptando, arrastrándome, incorporándome y otra vez
precipitándome contra la corriente, abofeteando árboles y
ciénagas, rayo y torrente. No podrán conmigo. No van a poder
destruirme. Ya verán. Ya ven cómo los reto. Y al retarlos los
burlo, los traiciono y derroto.
Blanco de relámpagos
correr.
Castañeteante, afiebrado, ennegrecido y emitiendo
maldiciones correr.
Contaminando de virus, bacterias, resoluciones, propaganda,
cárceles, resentimientos, odios y pantanos
correr,
Hirviente y supurante
correr.
Flagelando con las uñas el horizonte
cagándome en la madre de todos los dioses mayores y menores,
cagándome en todas las madres, menores y mayores

Página 132
pateando estatuas,
desenterrando esqueletos venerables y pulverizándolos
renunciando a todo perdón, reconciliación o consuelo
(incluyendo olvido, memoria, exhortación y crimen)
quemando todas las naves
(incluyendo nuestro propio corazón)
partir
y ostentando llagas y tumefacciones
no aspirar más que a un desangramiento sucesivo prolongado y
frenetlco.

Correr
entre el tiroteo y el azote del cielo
burlando, traicionando, dejando atrás
la intransferible configuración de nuestros 111,111 kilómetros
cuadrados
(cifra del ejército, naturalmente)
de leprosorio[13].

La Habana, 1974-1976

Página 133
VOLUNTAD DE VIVIR
MANIFESTÁNDOSE

Página 134
A Lázaro Gómez por sus quince años de amistad creadora
desesperadamente compartidos.
A Claudia Harshfield, constancia de la razón.

Página 135
PRÓLOGO

Reúno aquí mis poemas más o menos cortos escritos en mis últimos veinte
años. Mis poemas de la adolescencia por fortuna se perdieron. En cuanto a los
poemas más extensos aparecerán, tal vez, agrupados bajo el objetivo título de
Leprosorio o algo por el estilo.
Los textos de este libro son inspiraciones furiosamente cronometradas de
alguien que ha vivido bajo sucesivos envilecimientos. El envilecimiento de la
miseria durante la tiranía de Batista, el envilecimiento del poder bajo el
castrismo, y el envilecimiento del dólar en el capitalismo —y como si eso
fuera poco, he habitado los últimos nueve años en la ciudad más populosa del
mundo que ahora sucumbe a la plaga más descomunal del siglo XX—. He sido
testigo de todos esos espantos y ellos han propiciado estos poemas.
Pronto lo único que quedará de mí serán estas palabras tercamente ordenadas.
Sería un egoísmo el no compartirlas con los demás: las mismas son el fruto de
la venganza cumplida.
He contemplado el infierno, la única porción de realidad que me ha tocado
vivir, con ojos familiares; no sin satisfacción lo he vívido y cantado. Así lo
haré hasta el final del comienzo. Sólo me arrepiento de lo que no he hecho.
Hasta última hora la ecuanimidad y el ritmo.

REINALDO ARENAS (Nueva York, 1989)

Página 136
ESA SINFONÍA QUE
MILAGROSAMENTE ESCUCHAS

Página 137
DESFILE

Sin duda habría sido hermoso habernos paseado por un


paraje azul.
Tú, exhalando no se sabe qué inaudita
(maldita)
armonía
que alguna relación tiene con el cuello o el paso.
Yo, hojeando con el pie hojas amarillas y pensando
tristemente (egoístamente, desde luego)
en el crepúsculo.
Al anochecer, sin embargo, tomaríamos un tren para
Marruecos o Ambers
(no ando ya bien en geografía),
desayunaríamos pues en Burdeos o en Quién Sabe Dónde.
Hay niebla.
Hay niebla.
y se oye más allá del mar en el canto de una sirena de motor
tan imposible ya como las homéricas.
Pero he aquí que la ruta 32 no pasa.
«¡Está desviada por la llegada de Breshniev!»,
me grita el adolescente furioso, patéticamente enjaezado
con los aperos de la época.
Y yo te miro así vestido.
Y tú me miras ya desintegrándome.
Y los dos decidimos marchar a pie
y al son de tus manidas blasfemias que culminarán
(ya lo sé)
en que esta noche no saltarás el muro acorazado de vidrios
que limitan con el C. D. R. que da a mi cuarto donde yo,
temeroso y vanamente,
te he de aguardar.

(La Habana, julio de 1971)

Página 138
APORTES

Carlos Marx
no tuvo nunca sin saberlo una grabadora
estratégicamente colocada en su sitio más íntimo.
Nadie lo espió desde la acera de enfrente
mientras a sus anchas garrapateaba pliegos y más pliegos.
Pudo incluso darse el lujo heroico de maquinar pausadamente contra el
sistema imperante.
Carlos Marx
no conoció la retractación obligatoria,
no tuvo por qué sospechar que su mejor amigo
podría ser un policía,
ni, muchos menos, tuvo que convertirse en policía.
La precola para la cola que nos da derecho a seguir en la cola
donde finalmente lo que había eran repuestos para
presillas («¡Y ya se acabaron, compañero!»)
le fue también desconocida.
Que yo sepa
no sufrió un código que lo obligase a pelarse al rape
o a extirpar su antihigiénica barba.
Su época no lo conminó a esconder sus manuscritos
de la mirada de Engels.
(Por otra parte, la amistad de estos dos hombres
nunca fue «preocupación moral» para el estado).
Si alguna vez llevó a una mujer a su habitación
no tuvo que guardar los papeles bajo la colchoneta y,
por cautela política,
hacerle, mientras la acariciaba, la apología al Zar de Rusia
o al Imperio Austrohúngaro.
Carlos Marx
escribió lo que pensó,
pudo entrar y salir de su país,
soñó, meditó, habló, tramó, trabajó y luchó,
contra el partido o la fuerza oficial imperante en su época.

Página 139
Todo eso que Carlos Marx pudo hacer pertenece ya
a nuestra prehistoria.
Sus aportes a la época contemporánea han sido inmensos.

(La Habana, junio de 1969)

Página 140
SINFONÍA

Esa sinfonía que milagrosamente escuchas


(El dueño de la radio portátil se ha dormido por lo que no ha
sintonizado «Radió Cordón de La Habana»)
no te pertenece.
Esas resonancias magistrales,
esas inesperadas estancias que levantan parajes mágicos
y despliegan cortinajes,
esa armonía que ahora se abre como un mar
esa música
es de orra época.
Tú no tienes que ver nada con ella.
Y es lógico que llores, como lo haces,
aunque no sepas, aunque no quieras confesar, por qué.

(La Habana, abril de 1969)

Página 141
CUANDO LE DIJERON

Cuando le dijeron que estaba vigilado,


que por las noches cuando él salía
alguien con una experta llave entraba en la habitación
y hurgaba en los frascos de aspirina
y en los consabidos, indiferentes, libros;
cuando le dijeron que decenas de policías
en su honor trajinaban,
que habían logrado sobornar a sus familiares más allegados,
que sus amigos íntimos
ocultaban tras los testículos mínimas libretas
donde anotaban sus silencios y comas,
no sintió miedo,
pero sí cierta sensación de fastidio
que al instante supo controlar:
No van a lograr, se prometió, que me considere importante.

(La Habana, septiembre de 1972)

Página 142
ESAS ESPLÉNDIDAS DIOSAS

Esas espléndidas diosas


que esparcen el amor o la cólera,
la amenaza de una discordia, la grandeza de una batalla.
Esas diosas que detienen el sol
por deferencia a un hombre
y administran la gloria, la eternidad y los sueños,
no existieran, a no dudarlo, de no ser por aquél que,
ciego y paciente,
se dedicó a cantarlas.
Esos milagros, esas mentiras, esas tribus errantes,
esa cruz,
esa leyenda, ese amor, esos mitos y esas verdades
que nos enaltecen justifican y proyectan
no existirían
si voces empecinadas no se hubiesen dado a la tarea
de cantar en la sombra.

Ahora
que a falta de sombras sobran focos
y nadie puede ya cantar,
¿quién después que obtengamos el pulover por el cupón 45
o el cortaúñas por el 119
podrá demostrar que hemos existido?

(La Habana, diciembre de 1973)

Página 143
EPIGRAMA

Un millón de niños condenados bajo la excusa de «La Escuela al campo»


a ser no niños, sino esclavos agrarios.
Un millón de niños condenados a repetir diariamente consignas humillantes.
Un millón de niños rapados y marcados con una insignia.
Un millón de niños reducidos a levantar el pie a noventa grados y bajarlo
marcialmente mientras repiten ¡hurra!
Un millón de niños para los cuales la primavera traerá la aterradora señal de
que hay que partir hacia la recogida de frutos menores.
Un millón de niños enjaulados, hambrientos y amordazados, apresuradamente
convirtiéndose en bestias para no perecer de un golpe.
Un millón de niños para los cuales ni las hadas ni los sueños, ni la rebeldía, ni
«la libertad de expresión» serán inquietudes trascendentales pues no sabrán
que pudieron existir tales cosas.
Un millón de niños para los cuales jamás habrá niñez, más sí el odio, las
vastas plantaciones que hay que abatir.
Un millón de niños manejando un martillo descomunal para quienes toda
posibilidad de belleza o expansión o ilusión será un concepto irrisorio,
mariconil, o más bien reaccionario.
Un millón de niños perennemente desfilando ante una pantalla y una
polvareda y un estrépito ininteligible.
No en balde, oh, Fifo, has abarrotado la isla con inmensas pancartas que
dicen LOS NIÑOS NACEN PARA SER FELICES.
—Sin esa explicación, ¿quién podría imaginarlo?

(La Habana, febrero de 1972)

Página 144
UN CUENTO

Como ya tenía 35 años, el estómago vacío y una decena de manuscritos


que tal como estaba el sistema jamás le publicaría. Roberto Fernández decidió
suicidarse.
Fue entonces cuando se le apareció el diablo.
Venía, naturalmente, uniformado yen el pecho ostentaba numerosas
distinciones tintineantes.
Durante varias horas hombre y diablo hablaron.
Fernández modificó todos sus manuscritos, agregó, quitó, tachó, enmendó
y eliminó todo aquello que al parecer del diablo podía ser «mal interpretado
por las generaciones presentes que construyen afanosamente el futuro»…
Inmediatamente sus obras fueron publicadas en la lujosa colección Letras
Unidimensionales. Se le entregó, ipso facto, por orden expresa del diablo, el
gran premio «Metal de Auroras» y se le dio, gran privilegio, una casa
espaciosa.
A los pocos días murió «repentinamente».
Sus exequias fueron apoteósicas. Se le dispensaron honras fúnebres oficiales
y civiles. El mismo diablo, como despedida de duelo, pronunció un discurso
conmovedor que se difundió por el mundo entero.
Pero su cuerpo fue incinerado junto con todos los manuscritos, tanto los
originales como los que había corregido.
Indiscutiblemente, el diablo es un agente precavido.

(La Habana, 12 de noviembre de 1972)

Página 145
PREMIO

A aquel hombre
(de alguna forma hay que llamarlo)
que no tuvo hijos, ni mujer, ni amigos,
ni madre amantísima, ni paciente abuela
un día el cielo le concedió la gracia de
un enemigo poderoso.
Desde entonces no está solo.

Se rumorea que secretamente sueña, y hasta


posee ya algunos amigos.

(La Habana, octubre de 1971)

Página 146
VOLUNTAD DE VIVIR MANIFESTÁNDOSE

Ahora me comen.
Ahora siento cómo suben y me tiran de las uñas.
Oigo su roer llegarme hasta los testículos.
Tierra, me echan tierra.
Bailan, bailan sobre este montón de tierra
y piedra
que me cubre.
Me aplastan y vituperan
repitiendo no sé qué aberrante resolución que me atañe.
Me han sepultado.
Han danzado sobre mí.
Han apisonado bien el suelo.
Se han ido, se han ido dejándome bien muerto y enterrado.

Éste es mi momento.

(Prisión del Morro, La Habana, 1975).

Página 147
II
SONETOS DESDE EL INFIERNO

Página 148
ENVÍO

Ruego al Diablo y a su más alto dignatario


acojan esta suerte de blasfemia
como se acoge un mal, una epidemia,
que acaba con esclavo y propietario.

Que acaba con esclavo y propietario


y si pudiera con la tierra entera,
pues, para serles franco, yo quisiera
convertir al mundo en un osario.

Convertir al mundo en un osario


y si pudiera todos los confines,
y si pudiera cientos de universos.

Ése es el propósito temerario


(no me hablen de rosas, amores o delfines)
que inspiraron estos furiosos versos.

(La Habana, 1980)

Página 149
A MITAD DEL CAMINO DE MI MUERTE

A mitad del camino de mi vida.


DANTE

A mitad del camino de mi muerte


me hallé con setecientas mariquitas
que bailaban no sé qué baile o suerte
de danza de «te pones y te quitas».

Estaban todas tan pálidas, marchitas,


andrajosas y hediondas, casi inertes,
que el mover una pierna era una cita
que apresuraba el tiempo de la muerte.

Aterrado intenté salir huyendo


de aquella especie de macabra danza;
sin embargo, mientras más iba corriendo

más claro divisaba en la distancia


mi cuerpo en el barullo repitiendo
todos los movimientos de la extraña alianza.

(La Habana, 1973)

Página 150
OVALADAS SON LAS PUERTAS DEL
INFIERNO

Ovaladas son las puertas del infierno,


del infierno ovaladas son las puertas;
cada una custodiada por cien tuertas
que gritan: maldito ya estás en el averno.

Me dirás que el saludo no es muy tierno


y el porqué de la simetría no lo aciertas.
¡Bribón! Recuerda que estás en el infierno
y que compartes con incultas tuertas.

Si alguien te pregunta por la brisa


responderás emitiendo dentelladas
o contesta: ¡fogón! ¡fogón! ¡fogón!

Como ves, el infierno carece de sonrisa


y cualquier camino conduce hasta la nada
que carece también de explicación.

(La Habana, 1972)

Página 151
TODO LO QUE PUDO SER, AUNQUE HAYA
SIDO

Todo lo que pudo ser, aunque haya sido,


jamás ha sido como fue soñado.
El dios de la miseria se ha encargado
de darle a la realidad otro sentido.

Otro sentido, nunca presentido,


cubre hasta el deseo realizado;
de modo que el placer aun disfrutado
jamás podrá igualar al inventado.

Cuando tu sueño se haya realizado


(difícil, muy difícil cometido)
no habrá sensación de haber triunfado,

más bien queda en el cerebro fatigado


la oscura intuición de haber vivido
bajo perenne estafa sometido.

(La Habana, 1972)

Página 152
SECO RUMOR SE EXPANDE POR LA ORILLA

Seco rumor se expande por la orilla,


un puñal en cada costa está plantado.
Hasta la estrella que milenaria brilla
has de mirarla con ojo desconfiado.

De extremo a extremo, el mar está infestado


de extraños garfios, armas y flotillas.
¡Ah! Y con lo que musitas ten cuidado:
Hay una grabadora en cada silla.

Éste es el futuro que han labrado


manos esclavas y tipos con patillas.
No negarás que todo se ha observado.

Sólo la vida se ha como extraviado,


atada a otro tiempo, a otras pesadillas,
que no pertenecen al presente ni al pasado.

(La Habana, 1970)

Página 153
NADIE SE HABRÁ DE ALARMAR SI EN ESTA
TARDE

Nadie se habrá de alarmar si en esta tarde


en que arde el cielo como mi alma arde,
me pierdo entre las hoscas arboledas
o me engulle un dragón envuelto en sedas.

En plena calle y con muy buen sentido


el monstruo cumplirá su cometido.
Y ustedes seguirán con paso lerdo
lo mismo si me quedo o si me pierdo.

Lo mismo si me quedo o si perezco,


lo mismo si perezco aunque me quede,
lo mismo si perezco y no me quedo.

Tal es la sentencia que merezco


por habitar un sitio donde jamas se puede
y no importarme el mismo sitio un bledo.

(La Habana, 1976)

Página 154
PRIMERA LUNA

Una vez más tu rostro dilatado


misteriosamente me conmueve.
y ya no soy aquél que enamorado
contemplaba tu ascenso «lento y leve».

Hasta alguien ahora me ha informado


(en forma no oficial y más bien breve)
que el hombre también tu suelo ha hollado
suelo sin color, dulzura o nieve.

Pero qué prueban naves y sentencia


a quien en el páramo apresado
ha llorado solo en tu presencia

la ira de saberse aniquilado,


y en tu cara de hastío y de abstinencia
un gesto de dolor ha contemplado

(La Habana, 1979)

Página 155
UNA ESPECIE DE FANGO ESTÁ CAYENDO

Una especie de fango está cayendo


sobre todo lo que intentan nuestros gestos,
un horror sin tiempo va engullendo
lo que después del horror quedó en el cesto.

Horror y horror se combinan prestos


para toda ilusión ir aboliendo
hasta sólo dejarnos el molesto
recurso inútil de seguir viviendo.

Tanto fango cubriendo el horizonte,


tanto ruido inútil desatado,
tanto horror en el tiempo cabalgando,

que por mucho que el recuerdo se remonte


siempre veo que mi cuerpo se ha esfumado
y sólo la imagen del horror lo va formando.

(La Habana, 1969)

Página 156
DETRÁS DE TODO EL FANGO QUE TE
ASFIXIA

Detrás de todo el fango que te asfixia


hundiéndote más y más en el espanto,
se esconde el gran fanguero que propicia
tu resbalar más hondo hacia el espanto.

El espanto que ves se llama espanto,


pero podría llamarse Juan o Alicia.
Ya verás algún día qué es espanto
y evocarás este espanto cual caricia.

Cual caricia, espantado evocarás


este espanto que es brasa en la garganta.
Mañana habrá de ser quemada planta;

pasado, por esa ceniza llorarás.


Que hasta el fuego será objeto de avaricia
cuando pasen dos semanas más.

(La Habana, 1969)

Página 157
DE MODO QUE CERVANTES ERA MANCO

De modo que Cervantes era manco;


sordo, Beethoven; Villon, ladrón;
Góngora de tan loco andaba en zanco.
¿Y Proust? Desde luego, maricón.

Negrero, sí, fue Don Nicolás Tanco,


y Virginia se suprimió de un zambullón,
Lautrémont murió aterido en algún banco.
Ay de mí, también Shakespeare era maricón.

También Leonardo y Federico García


Withman, Miguel Ángel y Petronio,
Gide, Genet y Visconti, las fatales.

Ésta es, señores, la breve biografía


(¡vaya, olvidé mencionar a san Antonio!)
de quienes son del arte sólidos puntales.

(La Habana, 1971)

Página 158
¿QUÉ ES LA VIDA? ¿UN FOLLETÍN?

¿Qué es la vida? ¿Un folletín?


¿Una especie de emblema azucarado?
¿Un estornudo dado en el trajín
de la cola para optar por un candado?

¿Qué es la vida? ¿Una emboscada?


¿Una caverna donde no hay confín?
¿O el insulto anunciado en un clarín
el encuentro de la nada con la nada?

¿Qué es la vida? ¿Un caos varado?


¿Una suerte de trusa enjabonada?
¿Una araña agazapada en el bombín?

¿O es quedarse así, solo y callado,


mientras pasa distante la jornada
y, sin haberla agrandado, llega el fin?

(La Habana, 1970)

Página 159
SIENDO LA VIDA UNA ESPECIE DE MONTURA

Siendo la vida una especie de montura


colocada debajo del caballo,
del trote recibimos la herradura;
del viaje, una porción de horribles callos.

Cuando me vuelvo y miro sólo me hallo


resuelto en una inmensa matadura.
Todo es al revés: soy el lacayo
y sobre mí descansa la cabalgadura.

A veces por intrincado precipicio;


otras, al borde de un torrente.
No hay aguijón que no soporte

ni encuentro forma de perder el juicio.


Soy un pobre bruto que no siente,
soy del caballo su medio de transporte.

(La Habana, 1969)

Página 160
LUNA II

Como es posible que ya no siendo aquel


que iluminaste bajo un cielo extraño,
sigas tú siendo igual año tras año:
la misma cara de puta ingenua y fiel.

Mi rostro no es el juvenil sino el huraño


propio de un tiempo generoso en hiel,
pronto habrá de estrujarse como paño
habitado por moscas, no por miel.

Y así en sucesiva algarabía


yo, que ya no soy yo sino el contrario,
moriré de tedio en plena guerra

y a nadie asombrará mi profecía:


pronto ante tu rostro milenario
brillarán los huesos de la tierra.

(La Habana, 1979)

Página 161
JAMÁS PODRÉ EXPLICARME QUE LA
MUERTE

Jamás podré explicarme que la muerte


siendo como es, sencillamente muerte,
transfiera esa sensación de ver la muerte
como un río que nos lleva hacia otra muerte.

¿Qué, después de la muerte sino muerte


puede haber si vivo sólo hay muerte?
Sin embargo, ¿cómo vivir para la muerte
o cómo acostumbrarse a todo muerte?

De tanto interrogar sobre la muerte


no obteniendo más respuestas que la muerte
(muerte por muerte, y luego, ¿sólo muerte?)

a veces pienso si este cantar de muerte


me salva para siempre de la muerte
o me condena, sin morir, a muerte.

(La Habana, 1970)

Página 162
TAMBIÉN TENEMOS EL MINISTERIO DE LA
MUERTE

También tenemos el Ministerio de la Muerte.


Amplios pasillos dan hacia la muerte.
Altos archivos se ocupan de la muerte.
Hay jefes y subjefes de la muerte.

Hay muchas formas de aplicar la muerte.


Tenemos la muerte por muerte sin muerte.
También, la muerte y luego la mas muerte.
Y la muerte que es muerte y sobremuerte.

Muerte es también la muerte sin más muerte


que verme, aunque vivo, entre la muerte.
Muerte es la muerte que no siendo muerte

sólo inculca en tu andar ansias de muerte.


Muerte es nuestra muerte pues con muerte
tratamos de aplazar el instante de la muerte.

(La Habana, 1971)

Página 163
NO ES EL MUERTO QUIEN PROVOCA EL
ESTUPOR

No es el muerto quien provoca el estupor,


es la sorpresa de ver cómo olvidamos
su propia muerte, nuestro gran dolor.
Queda el muerto, nosotros nos marchamos.

No es el muerto, no, quien se retira.


Somos nosotros que vamos discutiendo,
sobre el cadáver que mudo nos mira,
la posibilidad de seguir sobreviviendo.

Cuando en la memoria al muerto divisamos


(juegos del tiempo, macabro escanciador)
no es pues al muerto a quien estamos viendo:

Somos nosotros que tétricos quedamos


al ver cómo miramos sin horror
al que en el gran horror se va pudriendo.

(La Habana, 1970)

Página 164
NO SABIENDO AÚN QUE ESTABA MUERTO

No sabiendo aún que estaba muerto,


el muerto arremetió contra la muerte
y la muerte, sabiéndolo ya muerto,
para burlarse le ocultó su muerte.

Triunfal argumentaba el pobre muerto


diciendo mil sandeces de la muerte
(cosas que quizás de no estar muerto
hubiesen bastado para darle muerte).

«¡Dónde está la victoria de la muerte!»,


parafraseaba enardecido el muerto
ante la impasible presencia de la muerte

que escuchó sin alardear de muerte.


Sólo al final, sonriente, fue hasta el muerto
y presentó su credencial de muerte.

(La Habana, 1970)

Página 165
¿QUIÉN RECORDARÁ NUESTROS GESTOS
MUERTOS?

¿Quién recordará nuestros gestos muertos?


¿Cuál es la canción de los muertos?
¿Qué no dijimos por habernos muerto?
¿Qué hacer si estamos todos muertos?

¿Sabes tú lo que es verdaderamente un muerto?


¿Sabes tú lo que significa saberse muerto
¿Sabes tú cuánto estupor guarda un muerto?
¿Sabrías hacer el panegírico a un muerto?

¿Quién recoge el grito de los muertos?


¿Qué decir de esta conglomeración de muertos?
¿Qué peso legal tiene la denuncia de un muerto,

¿Dónde termina la muerte de los muertos?


¿Quién pide libertad para los muertos?
¿Qué importa un muerto más entre los muertos?

(La Habana, 1974)

Página 166
YA QUE TODA VIDA SERA MUERTE

Ya que toda vida será muerte,


ya que de la muerte surgirá la vida,
nacer, ¿es vivir para la muerte?
morir, ¿es confirmar la vida?

Mas cuando todo es muerte siendo vida


y toda vida es un caudal de muerte:
morir, ¿es escoger la vida?
vivir, ¿es aceptar la muerte?

Cuando la muerte ciñe nuestra vida


que no sólo fue vida, sino muerte
(vida porque culmina con la muerte,

muerte porque supimos qué es la vida),


¿qué nueva vida surge de esa muerte?,
¿qué muerte es ésa que engendra la vida?

(La Habana, 1971)

Página 167
LUNA III

Cabe concebir que entre más plena,


su inmensa congoja milenaria
transformada en una insólita aria
sobre el ennegrecido mar resuena.

Es por eso que el mar desencadena


la más infernal de sus plegarias
en forma tan audaz y atrabiliaria
que hasta a la misma luna esto la apena.

Entonces contiene sus lamentos,


el extraño clamor se vuelve canto.
(Abajo el mar ya se serena.)

Los marineros dicen «son los vientos».


Pero tú que por no amar amaste tanto
sabes que esta noche hay luna llena.

(La Habana, 1979)

Página 168
LA MANO DEL INFIERNO SE PARECE

La mano del infierno se parece


(árbol al que el veneno resplandece)
a un tumulto de voces incoherentes
que quieren habitar junto a tu frente.

Tú deseas ahuyentar ese torrente


de aullidos o aburridas estupideces,
mas la mano del infierno no te ofrece
otro sitio más que el maloliente

rincón donde cansado y cotidianamente


en brazos de las alimañas te adormeces.
Te adormeces hasta despertar indiferente

al horror por el cual siempre pereces


y también ya tú vas entre la gente
repitiendo las insólitas sandeces.

(La Habana, 1972)

Página 169
LA MANO DEL INFIERNO SE PARECE

La mano del infierno se parece


(esa mano de furia que me abrasa)
al árbol del mal que reverdece
cuando lavas con fuego su coraza.

Mano infernal es ésta que rechaza


los gritos que provoca su presión
y mientras su apretar nos despedaza
tenemos que otorgarle una ovación.

Mano que asfixia sin dejar sus huellas,


mano que estrangula a ahorcado y lazo
en nombre de un futuro iluminado,

somete al presente, cambia estrellas,


para luego borrar de un ramalazo
lo que millones de siglos han formado.

(La Habana, 1972)

Página 170
LA MANO DEL INFIERNO SE PARECE

La mano del infierno se parece


a dos y dos que suman ciento nueve;
árbol que en el viento no se mueve,
flor que si la miras te enardece

y siempre te da citas para un jueves


que en la escala de la espera no aparece.
Al final, la mano del infierno se te ofrece
a conducirte pues eres viejo y llueve…

y al llegar a la esquina se convierte


en araña de histéricos chillidos
que presionándote el cuello te derrumba,

carga con tu reloj, fortuna y suerte


y luego, alzándose el vestido,
se pierde en el estruendo de una rumba.

(La Habana, 1972)

Página 171
TE HE BUSCADO EN LA NOCHE MILENARIA

Te he buscado en la noche milenaria


que devoró a Kant y a Marco Bruno,
en el mar y su furia legendaria,
en la Biblia y hasta en un son montuno.

Debo confesar que te he soñado


en la confusión de vastos urinarios,
en el callejón con su horror desamparado,
en un parque y en cien mil balnearios.

Repitiendo mil sandeces te he buscado


auscultando los cuerpos y los rostros
entre estruendo de injurias y anatemas.

y finalmente te he encontrado:
eres la soledad ante la cual me postro
para que surja el argumento de mis poemas.

(La Habana, 1971)

Página 172
DICEN QUE EL AMOR ES ALGO MUY
SUBLIME

Dicen que el amor es algo muy sublime.


Oh, dicen que realmente es un tesoro.
¿Cómo encontrarlo en el libro que se imprime
para estampar los discursos del Gran Loro?

Dicen que el amor no tiene precio,


que es ternura, ilusión, caro consuelo.
¿Cómo hallarlo en el insulto y el desprecio
o en la cadena que impide alzar el vuelo?

Del amor se han enunciado mil sandeces


que yo no puedo recordar ahora
y que sería inútil recordar más tarde.

Pienso en ese amor (aún pienso a veces)


y algo muy remoto sé que llora
y algo aún más remoto siento que arde.

(La Habana, 1972)

Página 173
LA TÉTRICA MOFETA ES PRISIONERA

La tétrica mofeta es prisionera


de una imagen incesante y no encontrada,
es por eso que ensaya con cualquiera
y cualquiera le propina una patada.

A veces la imagen que quisiera


simula haber hecho su llegada
y la tétrica mofeta, engalanada,
al «príncipe azul» le da bandera.

El príncipe la toma por el cuello,


le clava un alfiler, siete cuchillos,
le lleva el traje y no saca la espada.

Mas la tétrica mofeta sin resuello,


descubre en sus ojos «cierto brillo»
que la dejan por siempre cautivada.

(La Habana, 1970)

Página 174
NO ES POR HAMLET QUE MUERE LA
SUICIDA

No es por Hamlet que muere la suicida


que es por el río que pasa murmurando,
siempre entre barbacanas carcomidas
la horrible trama del porqué y el cuándo.

No es por amor que realiza la partida


hacia las aguas que la van precipitando,
sino porque ataviada ya y en la comida
una mosca ante su nariz pasó volando.

Ofelia entre las aguas va dormida


piensan algunos que la van mirando
infelices, desconocen la embestida.

que un pez a sus nalgas le va dando.


Triste final, después que ya no hay vida
el placer de vivir va disfrutando.

(La Habana, 1970)

Página 175
LA ROSA ESTÁ PINTADA DE ROSADO

La rosa está pintada de rosado,


que no alcanzó la cuota de pintura
para darle ese matiz tan bien marcado
del rojo, su clásica hermosura.

El nombre de la rosa no ha cambiado,


mas, ay, su color y su frescura
nada tienen que ver con un pasado
en el cual era ella la más pura.

Pronto la rosa será como una araña,


siempre agresiva y pestilente
que a todo el que la mire lo irá hincando.

Mas eso no impide la patraña


que a ese amasijo de púas y de dientes
por rosa lo sigamos señalando.

(La Habana, 1971)

Página 176
TAN ESPANTADO ESTOY DE TANTO
ESPANTO

Tan espantado estoy de tanto espanto


que ya no es espanto lo que siento
sino un fastidioso resentimiento
por no poder enumerar todo ese espanto.

Cuando en la tarde, que es color de espanto,


opacando el espanto por un momento,
un adolescente se posa ante mi espanto,
su imagen más que placer es presentimiento

de que pueda ser el cancerbero de mi espanto.


El me habla de manzanas verdes, de un evento;
mas yo, sólo pensando en el espanto,

rehúyo toda conversación unión o canto,


disfrazo de ingenuidad mi sentimiento
y me marcho escoltado por mi espanto.

(La Habana, septiembre de 1971)

Página 177
LUNA IV

Fría estatua de arena que en el cielo


(es decir, en el espacio indefinido)
gozas del esplendor y el desconsuelo
de imponernos tu rostro adolorido.

¿Serás aquélla, la misma que mi abuelo,


en un tiempo también intolerable,
señalaba como la única culpable
del destino sin fin de su desvelo

y el despilfarro total de su locura?


Ahora que te miro frente a frente
sin sueños ni temores ni inocencia,

descubro más allá de tu amargura


un fulgor de diosa indiferente
cuya sola razón es la inclemencia.

(La Habana, 1979)

Página 178
A VECES EN LAS TARDES DE OPTIMISMO

A veces en las tardes de optimismo


un ave azul surca la ladera
y alegres imaginamos que el abismo
alguien llegó para llevarnos fuera.

Incoherentes gritamos hasta el paroxismo


(el más audaz enarbola una bandera).
Otra vez las palabras honor, guerra, civismo,
hasta que suena la metralla artera.

y en medio del estupor quien mire al cielo


sólo verá planear su desconsuelo.
El pájaro azul no es más que un espejismo

que se esfuma ya tras la barrera,


y quedamos aquí, siempre lo mismo,
sin poder respirar ni ver afuera.

(La Habana, 1973)

Página 179
BLANCAS SILUETAS PASAN NAUFRAGANDO

Blancas siluetas pasan naufragando


tocadas por no sé qué maldición
que aunque perenne en ella voy pensando
apenas si vislumbro su intención.

Con el tiempo se va multiplicando


esa marcha incesante y sin razón
de figuras que al cielo van alzando
no se sabe qué llanto o qué oración.

Engarzadas en innobles imposturas


blancas siluetas chocan contra el muro
que resulta imposible de burlar.

Llevan del dolor tal desmesura


que yo clamo y pregunto qué conjuro
las hace padecer sin reventar.

(La Habana, 1970)

Página 180
¡NO, MÚSICA TENAZ, ME HABLES DEL
CIELO!

¡No, música tenaz, me hables del cielo!


José Martí

¡No, música tenaz, me hables del cielo!,


donde es obligación cavar la tierra.
No creo que exista tal consuelo
donde sólo es vivir perenne guerra.

Pues quien del horror ya corrió el velo


sabe que sólo horror el mundo encierra.
Inútil es tu canto, ardor y celo:
oigo la última puerta que se cierra.

y es tanto el estupor de ese chasquido


que la voz más audaz ya se resiente
a su ruido seco, su mortal estruendo,

y hasta el más musical de los sonidos


ante tal algarabía de batientes
su rumor también va enmudeciendo.

(La Habana, 1971)

Página 181
EN OSCURA PRISIÓN VOY NAUFRAGANDO

En oscura prisión voy naufragando


mientras me evado de diez mil prisiones;
cada paso que doy lo doy pensando:
menos que esto ha costado paredones.

No más soñar, no más canciones;


ni siquiera aquellas concebidas
o por el estertor de mil heridas
o por el azar de improvisaciones.

Del infierno al final vamos llegando,


cúmulo fijo de resoluciones
no por horribles menos conocidas.

A éste un par de medias le voy dando;


a aquél, del calzoncillo los botones.
Lo demás se acabó, era mi vida.

(La Habana, 1973)

Página 182
SÓLO EL AFÁN DE UN NÁUFRAGO PODRÍA

Sólo el afán de un náufrago podría.


José Martí

Sólo el afán de un náufrago podría


remontar este infierno que aborrezco.
Crece mi furia y ante mi furia crezco
y sólo junto al mar espero el día.

Llegará y yo estaré sobre la arena


blanco esqueleto que no dice adiós.
Decir adiós es acortar la pena,
y yo me quedo porque yo soy dos.

Andaré en otro tiempo envilecido


pensando en el náufrago que fui.
¿Ansías de regresar? Sí, las tendré

junto a la dicha de ya haber partido.


Todo espanto fluirá siempre hacia mí,
menos aquél, que no admitiré.

(La Habana, 1979)

Página 183
III
MI AMANTE EL MAR

Página 184
MI AMANTE EL MAR

La Habana, noviembre
5
de 1973
«AÑO DEL XX ANIVERSARIO»
Compañera Noelia Silvia Fonseca.
Resp.
Zona Congelada.
Míramar.
Ciudad.
Yo soy la esposa de Reinaldo Arenas,
quien hace varias semanas
solicitó
con la autorización de su
sindicato (SINTAE)
y de su centro de trabajo (UNEAC),
el cuarto deshabitado
sito en la calle 3era A No. 8602,
(interior).
Yo le suplico
a su condición de revolucionaria
y de mujer que admiro
escuche nuestro caso:
tengo dos hijas
menores de cinco años
de modo que el hecho de poder
habitar ese cuarto que nadie ocupa,
sería para nosotros una gran
dicha.
Lo más que podemos aspi-
rar.

Yo veo
La tapa de un limón exprimido.

Página 185
Yo veo mujeres de rostros sedientos.
Yo veo mis manos engarrotándose.
Yo veo el apresuramiento del mundo por aniquilarse.
Yo veo qué difícil es seguir diciendo que hay que seguir.
Yo veo un niño pidiéndome un medio.
Yo veo que ya no soy el de antes, que ya no puedo como antes.
Oh, ponte otra vez
la camisa de colorines,
álzate las cejas,
y marcha allí,
donde la rueda luminosa
girando
te promete oficialmente
de uno a treinta años
de prisión en la
prisión.
Yo veo
Que hoy no regué los geranios robados en el Parque Forestal.
Yo veo que marcho torpe sobre el teclado
y esto que digo me cuesta bastante trabajo.
Yo veo un gato gris (o sencillamente sucio)
escalando la reja.
Yo veo que otra vez han tratado de forzarme la puerta.
Veo cajas de cartón, guaguas repletas, calles
polvorientas,
mecánicos gestos,
miradas indefinibles.
Veo a ése que pasa portando la desolada imagen de su
soledad,
se mira en el espejo, la primera arruga, me dice,
y soy yo.

Veo el sol impregnando de estupor mis dedos.

Veo la noche que desciende y succiona como un


tragante gigantesco.
Veo que marcho hacia el barullo tratando de atraer,
padeciendo.

Página 186
Veo veintisiete quilos en el bolsillo
una camisa sucia torpemente colgando del perchero,
una pancarta desoladora interrumpiendo el tráfico.
Veo un desfile militar.
Veo un pedazo de papel y un par de zapatos, una botella
semienterrada y unas
latas.

¿Qué instinto, qué ilusión,


qué locura te mueve?
Qué cobardía,
qué ancestral terquedad
te hace pensar,
en la tarde que es de plomo,
que no es ésta tu tarde,
que no es éste tu infierno,
que no eres tú ése que en el barullo grotesco
te apresuras ávido
sobre la primera mirada o señal
burdamente otorgada
quizás al vacío.
¿Qué te hace pensar que te marchas más allá, buscando,
huyendo, aullando,
esperando
el terremoto promisorio,
la extraña nave, el fuego unánime
o el ave legendaria —águila, cigüeña, sirena, logogrifo, urogallo
o ratón volador— que en su fuerte pico
te transporte y redima,
si abres los ojos y te ves,
solo, fluyendo acompasadamente entre la
escoria, imitándola,
agrandándola?

—Y sin la mata de cerezas, Dios mio.

Yo veo
Maricas violetas.

Página 187
Viejas rojas.
Policías Verdes.
Resortes
de una misma tra-
ma
ya.
Urinarios que resuenan solitarios y al yo entrar borbotan
carcajadas.
Yo veo que estoy perdiendo mi deliciosa estupidez.
Yo veo que voy dos o tres veces por semana al «trabajo
voluntario».
Veo un tubo de pasta dental vacío.
una colilla y un botón zafado.
Yo veo que ya solamente de perfil me acepto
(los chícharos, evidentemente, envejecen).
Yo veo que casi nunca digo la verdad y cuando la digo
me retracto.
Veo un rostro emergiendo podrido de la arena.
Veo manos cuartos jabas
alguien que ta ta, y padece.
Gente que pasa chillando, muchachos que hacen cabriolas
—la reja intacta.
Veo una figura anónima con un maletín donde va su alma.
Veo una planilla, una caja de fósforos, una carta aburrida,
un pañuelo colocado entre las persianas.
Yo veo, cómo no, hola, qué tal, y, aunque no coma,
engordo.
Yo
me siento, yo me paro, yo me levanto, yo
ando.
Yo veo la tapa de un limón exprimido.
Yo me veo traficando con una radio portátil.
Yo veo un cigarro a medio fumar, diciembre, septiembre, la
maleza,
el pinar custodiado,
el adolescente que impele, nubla y abruma.
y otra vez rodar a la minúscula bóveda
—conservada gracias a amenazas de muerte—

Página 188
donde precipitadamente el cuerpo cede.

Yo veo
hojas en blanco,
horas en blanco,
un tiempo blanco que se abre blanco.
Oh día blanco, oh cielo embadurnado de cal,
oh árbol cortado,
noche, techo, gavetas, tenedores, constelaciones tiritantes,
¿qué me están diciendo?,
¿de qué me hablan?,
¿qué que nunca he tenido y
he perdido añoro?
¿Qué que nunca podré alcanzar
y sin embargo presiento que
sin ello
no podré seguir viviendo
busco?
¿Qué estoy buscando?
¿Qué me ordenan ustedes que busque?
¿Qué me están diciendo?
¿Cómo descubrirlo?
¿Cómo descubrirme?
Diálogo, drama, filo-
sofía, locura,
vanas añoranzas
ante el umbral de un estupor
que no podemos descifrar.
Horas, papiros, papeles
vanamente agotados
ante esas fijas armonías
que nos excluyen,
y sin embargo, presentimos, quizás absurdamente,
que nos hacen señales.
Cicutas, horcas,
crucifixiones,
hogueras,
destierros,
castraciones,

Página 189
fusilamientos y
torturas,
y ustedes impasibles.
Cómo abrazarme,
cómo poseerme,
para qué andar,
¿cómo hablar de olores y tiempos —de otro
terror—
cuando ahí en la esquina
perennemente un carro patrullero se estaciona,
y allá, en lo alto, la luna (mi astro regente) exhala su helado,
inmutable,
sin duda inhumano desafío?
Desamparado en medio de figuras desamparadas: oh desamparo
mayor.
Solo, girando entre solitarias figuras: oh soledad mía.
Aterrorizado, debatiéndome entre el terror de diez millones de bestias
aterrorizadas: oh terror que yo sólo conozco.
Hambriento y furioso, traficando entre figuras enfurecidas y hambrientas; oh
hambre y furias mías.
Adolorido y humillado, estafado, recorriendo rostros adoloridos, estafados y
humillados: oh estafa mía que yo sólo conozco. Delirante e insatisfecho,
circulando entre el delirio y la insatisfacción; oh delirio e insatisfacción que ni
siquiera insinúo.

Yo veo
Yo veo

El sol
acongojadoramente irrumpe por las persianas recientemente pintorreteadas
por mis manos. La tarde, inmensa y sin escapatorias, te acorrala. Gimiendo
deambulas, saludas y sigues tras el ademán procaz, tras la figura esbelta y
despeinada, rumbo al monte. Y el cielo no se abre para dar paso al artefacto
gigantesco de tu sueño que podía iluminar esa secreta sinfonía que ya casi no
escuchas. ¿Qué soy sino el objeto que ellos quieren ver reflejado? ¿Qué cosa
hace mi rostro, sino la mueca o la sonrisa que la circunstancia reclama? Ah
mano levantada. Ah pie abrigado enterrándose en el fango. Ah
conversaciones tétricas, horrorosos aplausos, sentencia unánime, o la promesa

Página 190
de una tela brillante subrepticiamente contratada en la sombra por dos o tres
meses de sueldo. Ella, la tela,
quizás, atenúe un poco la demacrada endeblez que la falta de vitamina y de
sueños se apresuran a
instalar en tu rostro.

Ah mano levantada.
Ah mano levantada.

Y no llega el Gentil varón de ademán y corcel medievales que intrépido te


rapte —puta loca.

Ah mano levantada.
Ah mano levantada.

Y no llega la Dama Legendaria de cráneo helado al descubierto que al fin te


redima con su lanza —puta llorona.

Ah mano levantada.
Ah mano levantada.

Y no llega el Rústico Matón de Esquina con su cabilla envuelta en el


periódico «Juventud Rebelde» —puta masoquista
Ah, tarde
que instalando su tramoya en mi pecho
crece y estalla.

—Y sin la mata de cerezas, Dios mío.

Y yo mirando un limón exprimido.


Y yo solicitando un cuarto que no me habrán de conceder.
Alguien pasa arrastrando un estandarte de tres ruedas.
Y yo mirándome.
Tarde y madrugada,
y noche de inútil sigilo
y frustración y bulla.
Desciende, desciende aún más

Página 191
para que te entiendan.
Despójate de todo y danza.
Elucubrando soluciones metafísicas, danza.
Danza típicamente,
degollándote, danza.
Danza en el recinto con sudor acondicionado.
Al son de las dos brujas que sin cesar comentan,
danza.
Yo veo
un noticiero espantoso,
una calle espantosa.
Una máscara fija.
Y treinta años, y treinta años después —peores
aún— aguardándome.
Y una soledad sin tiempo,
y una arruga.
Y un cúbrete, cúbrete, no para algún día
descubrirte, sino para morirte tapado.
Yo salgo.
Yo abro los brazos.
Yo grito que he muerto.
Yo estoy muerto.
Yo estoy muerto.

(La tapa de limón se cubre de moscas).

Se ha detenido un instante.
Se ha cepillado las uñas.
Se ha perfumado y entalcado.
Se ha engalanado.
Al fin se ha peinado.
Va a entregarse.

(Y la tapa de limón, negra de moscas.)

Mi amante el mar me aguarda.


Mí amante el mar furiosamente yergue su anhelo, y
helo ahí que

Página 192
resplandece de azul para esperarme.
Mi amante el mar pulsa una canción sonora y amante,
tiende una alfombra de espumas amantes,
abre su inmenso pecho de amante, mueve sus labios tibios
de amante: —ven de noche, ven al oscurecer, parte rápido.
No pienses que te vigilan y corre; no oigas los disparos y
huye. Sigue huyendo, huyendo siempre, huye.
Yo veo
catedrales y cielos,
transatlánticos, trenes y
conciertos, playas, neblinas y
auténtica soledad.
Mezquino, mezquino: aún aquí me pateo
y salgo.

Mi amante el mar,
el homenaje a mí decisión de amante, se infla de
amor.
(En la puerta, la tapa de limón es un zumbido
oscuro).

Tómame pues sólo a tí puedo ya entregarme.


Tómame aunque no me lleves a ningún sitio,
aunque sólo sea para asfixiarme con tu abrazo,
aunque inmediatamente después de entrar en ti
me acuchilles.
Tómame, amante único que aún me estremeces y alientas,
antes de que sea demasiado tarde para entregarme,
antes de que me prohíban ir descalzo a verte,
antes de que te anulen con una resolución
que desde luego aprobaré aplaudiendo.
Llévame y después mátame
más déjame flotar sobre tu vientre.
Envuélveme, húndeme, aplástame.
Soñando que me llevas, que me amas, arrástrame.

Ha salido.
Ha salido.

Página 193
Mi amante el mar me devolverá el niño que fui
bajo la arboleda y el sol
o con un susurro mecerá mis huesos.
Mi amante el mar prolongará mi búsqueda y mi furia,
mi canto,
o con un susurro guardará mis huesos.
Mi amante el mar con sus labios de amante
también me despertará de este largo sueño
que es pesadilla,
o en un susurro engullirá mis huesos

Se ha ido
Se ha ido

Libre al fin, muerto al fin, cabalgando en tus brazos.

(La Habana, noviembre de 1973)

Página 194
IV
EL OTOÑO ME REGALA
UNA HOJA

Página 195
VOCES

Nosotros vinimos por el aire


Nosotros vinimos por el mar
Nosotros llegamos amarrados a la cámara de un auto
Nosotros llegamos sujetos a la rueda de un avión
Nosotros salimos conjurando tiburones y guardacostas
Nosotros salimos taladrando un túnel en el aire
Nosotros salimos agarrados a la cola de un cometa
Nosotros llegamos a nado, vomitando la bilis,
soltando el bofe,
los huesos al sol, deshidratados,
descarnado el corazón.
Sí, sin duda somos los más dichosos
—los afortunados.
Los demás yacen sin tiempo bajo el mar
o condenan nuestra fuga
mientras secreta y desesperadamente desean partir.

(Nueva York, 1985)

Página 196
NELSON RODRÍGUEZ

Nelson Rodríguez nació el 19 de julio de 1943 en la provincia de Las


Villas, Cuba. Estudió en el colegio de Los Maristas. Maestro voluntario en la
Sierra Maestra en 1960. En 1964 publicó su libro de cuentos El regalo en
Ediciones R, dirigidas por Virgilio Piñera. En 1965 fue confinado a un campo
de concentración en la provincia de Camagüey. En 1972, tras salir del campo,
intenta desviar un avión cubano hacia Florida. El avión, escoltado por
numerosos militares, aterrizó en La Habana y Nelson Rodríguez fue
condenado a la pena de muerte por fusilamiento. Dejó un libro inédito sobre
sus experiencias como forzado, que ha desaparecido a mano de las
autoridades cubanas.

Página 197
SI TE LLAMARAS NELSON
(A UN JOVEN NORTEAMERICANO)

Los que te tienen, oh libertad, no te conocen.


JOSÉ MARTÍ

Si te llamaras Nelson
estarías ahora desfilando marcialmente
(mano levantada, paso firme, pelo al rape)
frente a la tribuna donde el jefe
conceda quizás la gracia de un saludo
Si te llamaras Nelson
grabarías en la memoria esta escena
y luego clandestinamente
en el breve descanso o el pase reglamentario
(veinticuatro horas)
escribirías
Sí te llamaras Nelson
pasarías días enteros (los mejores) en la cola
del helado
pasarías toda tu vida esperando un par de zapatos
que una tía («bondadosa») prometió enviarte desde «El Norte»
Si te llamaras Nelson
estarías ahora siendo interrogado
no porque hayas protestado públicamente
no porque hayas salido a la calle con tus hermosos cabellos sueltos
no porque hayas criticado abiertamente
como haces aquí
el sistema (allí nadie se atrevería a tanto)
sino porque alguien descubrió que eras poeta
o algo por el estilo
y por lo tanto ya esgrimen contra ti
«el cuerpo del delito»
Si te llamaras Nelson

Página 198
de la misma plaza donde gritas o te diviertes
serías conducido a un campo de trabajo forzado
te levantarías al alba y contarías las horas
sólo por la llegada del camión custodiado
que te llevará al barracón
Si te llamaras Nelson
por lo que haces por lo que no haces
llevarías siempre un mono azul, una cabeza rapada
unas botas rusas molestísimas
y un número junto al pecho.
Si te llamaras Nelson
conocerías el verdadero significado
de esa libertad que desprecias y atacas
porque nunca la habrías disfrutado
Sí te llamaras Nelson
estarías ahora intentando salir de tu país
estarías ahora lanzándote al mar
estarías ahora siendo capturado en pleno vuelo
estarías ahora siendo capturado antes de que iniciases
la estampida
(el mejor delator es allí siempre tu mejor amigo)
estarías ahora otra vez incomunicado y esperando
la sentencia
estarías ahora caminando con las manos atadas hacia
el pelotón de fusilamiento
Si te llamaras Nelson
tendrías como única recompensa a toda tu vida
la visión de tus propios hermanos apuntándote
Pero si te llamaras Nelson
ni siquiera en el momento en que la metralla entra en tu cuerpo
podrías gritar
como gritas aquí defendiendo impunemente a los verdugos
porque ellos hombres previsores
te llevarán amordazado al paredón
Si te llamaras Nelson
estarías ahora pudriéndote en una fosa común
estarías ahora enterrado en un lugar anónimo
que nadie irá a fotografiar

Página 199
estarías ahora bien sepultado en un hueco
donde nadie irá a descubrirte ni sabrá qué hiciste
ni quién fuiste
ni si realmente has existido
Si te llamaras Nelson
comprenderías lo que significa esa libertad
gracias a la cual (y contra la cual) gritas y
comenzarías a conocerte
y a despreciarte.
Pero le llamas Jimmy, Tom, Eddy, y ya recoges la pancarta impresa en
tinta impecable. Tomas el tren o el auto, y regresas a casa pues esta noche has
de estar ready para asistir al concierto de los Rollíng Stones (ya tienes el
pulover lumínico) en el Madison Square Garden, o ver el Festival de Cine
Soviético (qué progresista) en el Carnegie Hall Cinema. Y luego, con un
grupo de amigos (o de amigas), riendo, bebiendo, fumando, aullando de vida,
Village abajo, rumbo al río.

Si re llamaras Nelson

(Nueva York, 14 de agosto de 1981)

Página 200
¿PENSAR?

Pensar no forma parte


de los deberes del esbirro
Pensar no forma parte
de los deberes del cretino
Pensar no forma parte
de los deberes del esclavo
Pensar no forma parte
de los deberes del profesor
Pensar no forma parte
de los deberes del turista
Pensar no forma parte
de los deberes del burgués
Pensar no forma parte
de los deberes del militante
Pensar no forma parte
de los deberes del embajador
Pensar no forma parte
de los deberes del presidente
Pensar no forma parte
de los deberes del obispo
Pensar no forma parte
de los deberes del alumno
Pensar no forma parte
de los deberes del soldado
Pensar no forma parte
de los deberes del oficial
Pensar no forma parte
de los deberes del jurado
Pensar no forma parte
de los deberes del fiscal
Pensar no forma parte
de los deberes del locutor
Pensar no forma parte

Página 201
de los deberes del actor
Pensar no forma parte
de los deberes del espectador
Pensar no forma parte
de los deberes de la señora
Pensar no forma parte
de los deberes de la puta.
Pensar, pensar, pensar.
Extraña, molesta, impertinente
palabrita. ¿No es verdad?

(Nueva York, 1983

Página 202
BLANCO MOJONCITO

A un profesor norteamericano en la Universidad de


Tulane, Nueva Orleans

Blanco mojoncito,
quisieras ser guerrillero, pero como renunciar a los
productos Shaklee, a la loción después del baño, a la
nevera bien surtida ni (oh, de ninguna manera) a la lectura
del New York Times que tan puntualmente llega a tu
puerta.

Blanco mojoncito,
te arroban los desfiles militares y las marchas
multitudinarias, pero tu pie opta por el confortable
Addidas y no por la bota rusa, y tu culo no cambiará
jamás (a pesar de su férrea ideología) el suave papel
sanitario por las cuatro hojas del Granma, cuya tinta
(dicho sea de paso) te dilataría las hemorroides.

Blanco mojoncito,
admiras las vastas plantaciones colectivas (¿koljós o
granjas del pueblo?) donde los jóvenes ya no tienen que
pensar ni soñar, pero permaneces acá en tu espaciosa
habitación refrigerada, armoniosamente invadida por
plantas ornamentales que se detienen junto a la biblioteca
bien surtida donde un afiche, EL FUTURO PERTENECE
AL COMUNISMO, domina el conjunto.

Blanco mojoncito,
ligeramente bronceado, consistente y pulcro, comedido y
escultórico, residuo casi final de una dieta rica en
proteínas y carreritas en short por todo el parque, por
mucho Baron Dandy o Air Freshener («shake well befare
each use») que esparzas en tu impecable apartamento nada
podrá impedir que tu olor te condene.

Página 203
Blanco mojoncito,
para ti todo marchará admirablemente mientras esa teoría
que defiendes y tan bien te alimenta (¡me dicen que ya
tienes hasta el tenore professor!) no se te aplique en la
práctica, matándote de hambre.

(Nueva York, 1984)

Página 204
DESPUÉS DE HABER LEÍDO UN ARTÍCULO
ESCRITO POR El SEÑOR ROBERTO FABRICIO
PARA El MIAMI HERALD

Un soneto me manda hacer Violante.


Quevedo

Un soneto me manda a ser violento


contra la estupidez que me circunda;
o bien lo escribo o si no reviento
por la tanta imbecilidad que nos inunda.

Un soneto no, dos mil y un ciento


deben atacar la nauseabunda
retórica que nos presenta al malaliento
como la fragancia más profunda.

Frailes y esbirros se unen en inmunda


amalgaba feroz contra el oficio
de decir la verdad simple y rotunda.

¿Qué haremos pues, señor, sí el maleficio,


aprovechando hipocresía y barahúnda,
propone que la libertad es sólo un vicio!

(Nueva York, octubre de 1984)

Página 205
EPIGRAMA

A la calumnista; digo, columnista, de un periódico


hispano en el estado de la Florida

Sus escritos, señora Norka o Nurko,


más que en español están en turco.
¿El tema? Siempre el mismo: nada, nada.
¡Y al pie su horrible foto engalanada!

En eso de decir nada es usted terca


(como en lo de esparcir el venenito),
es la misma terquedad conque la puerca
año tras año nos ofrece algún puerquito.

No se puede precisar cuál es el surco


que calienta su semilla envenenada
o si cobra aquí o al lado de la cerca.

Y en esto francamente me bifurco:


¿Pues cómo puede el señor de la mesada
pagar cual río lo que es sólo una alberca.

(Nueva York, octubre de 1984)

Página 206
VIEJO NIÑO

Yo soy ese niño de cara redonda y sucia


que en cada esquina os molesta con su
«can you spend one quarter?»
Yo soy ese niño de cara sucia
—sin duda inoportuno—
que de lejos contempla los carruajes
donde otros niños emiten risas y saltos considerables.
Yo soy ese niño desagradable
—sin duda inoportuno—
de cara redonda y sucia que ante los grandes faroles
o bajo las grandes damas también iluminadas
o ante las niñas que parecen levitar
proyecta el insulto de su cara redonda y sucia.
Yo soy ese niño hosco, más bien gris,
que envuelto en lamentables combinaciones
pone una nota oscura sobre la nieve
o sobre el césped tan cuidadosamente recortado
que nadie sino yo, porque no pago multas, se atreve a pisotear.
Yo soy ese airado y solo niño de siempre
que os lanza el insulto del airado niño de siempre
y os advierte: si hipócritamente me acariciáis la cabeza
aprovecharé la ocasión para levantarles la cartera.
Yo soy ese niño de siempre
ante el panorama del inminente espanto.
Ese niño, ese niño,
ese niño que corrompe el poema con su nota naturalista.
Ese niño, ese niño,
ese niño que impone arduos y aburridos ensayos
y hasta novelas, aún más aburridas, sobre «los bajos fondos».
Ese niño, ese niño,
ese niño de cara airada y sucia que impone arduas
y siniestras revoluciones
para luego seguir con su cara aún más airada y sucia.

Página 207
Ese niño, ese niño,
ese niño ante el panorama siempre inminente
(sólo inminente)
del inminente espanto, de la inminente lepra, del inminente
piojo,
del delito o del crimen inminentes.
Yo soy ese niño repulsivo que improvisa una cama
con cartones viejos y espera, seguro, que venga usted a
hacerle compañía.

(Nueva York, octubre de 1983)

Página 208
DRACULA LOSES HIS COLD BLOOD

Drácula está hasta la coronilla


de tanto technicolor derrochado en su nombre.
Le indignan esos cuellos de cisnes,
modelados en los YMCA,
donde hasta la misma vena aorta es difícil de localizar.
Ah, y esa sangre que succiono,
consecuencia de una dieta estrictamente balanceada
(health food and sugar free)
ni siquiera llega a ruborizarme.
Por otra parte, cómo va a hallar reposo en un ataúd
que incesantemente está siendo fotografiado.
Han llegado incluso a ponerme una almohada
que detesto.
Cómo habitar un castillo invadido por la epidemia del
turismo.
De noche —él mismo lo confiesa— me estremezco
en el féretro, pensando si habré contraído el SIDA o el herpes
genital.
Niños, temibles como niños,
parodiando su figura única han invadido los túneles.
En cada bujarda hay una cámara cinematográfica
y las legendarias aguas de los fosos, teñidas de rojo escarlata,
están iluminadas por potentes focos.
Arriba, sobre la última veleta,
más alta que los pabellones de un McDonald,
flamea una bandera con dos largos colmillos.
Las grutas se han poblado de alaridos estereofónicos
y relámpagos violetas.
Pero los EXITS correctamente dispuestos
impiden que la gente se pierda por entre tantos recovecos.

¡ESTÁ USTED ENTRANDO EN EL CASTILLO DE DRÁCULA QUE ES


TAMBIÉN DISCOTECA Y PARQUEO GRATIS! (Explica un

Página 209
altoparlante a aquellos que no quisieron comprar el audífono personal).
¡TODO PODRÁ SER OBSERVADO!

(Todo menos su huésped que enfurecido partió con su ataúd quién sabe a
dónde).

(Nueva York, octubre de 1983)

Página 210
MIENTRAS EL CIELO GIRE

Para Lázaro Gómez

Mientras el cielo gire


serás mi redención y mi condena,
visión magnética,
lirio en calzoncillos,
salvación y locura
cada noche empezando.
Mientras el cielo gire
ningún infierno me podrá ser extraño
pues he de cuidar que a ti no te dañe,
ninguna alegría pasará inadvertida
pues de alguna manera habré de mostrártela,
Mientras
el cielo
gire
serás la verdad de mí mismo,
la canción y el veneno,
el peligro y el éxtasis,
la vigilia y el sueño,
el pavor y el milagro.
Mientras el cielo gire… ¿Pero acaso gira el cielo?
Bien: mientras el cielo exista.
Mientras
el cielo
exista
serás mi razón por lo insólito,
el encuentro y la huida,
la quietud y el escándalo,
el candor y la culpa,
el suicidio y la vida.
Mientras

Página 211
el cielo
exista
serás mi dolor más notorio,
mi soledad más trágica
mi perdición unánime
mi perpetuo silencio
y mi consuelo total.
Mientras el cielo exista… ¿Pero acaso existe el cielo?
Bueno: mientras tú mismo existas.
Mientras
tú mismo
existas
serás el espejo y el tiempo,
lo infinito y lo súbito,
la memoria y lo insólito,
la derrota y el verso,
mi enemigo y mi imagen.
Porque no habrá más soles que los que tú mismo irradias
como no habrá otra pena que el saber que tú existes.
¿Pero acaso tú existes?

(Nueva York, mayo de 1985)

Página 212
«OH SOLE MIO»

dulce y remoto
como una canción de la adolescencia,
imprégname otra vez con tu tibieza,
baña esta desolación
que tu ausencia agiganta;
depárame el mar,
el más transparente,
donde desde lo alto, flotando,
vea mi silueta deslizarse.
Irrítame con tu estruendo,
disuélveme en tu esplendor,
alienta aunque sea mi memoria.
No dejes que sucumba
ante el helado panorama
poblado sólo de máscaras inhóspitas
(máscara yo también).
Envuelto en trapos,
en miles de trapos
que ni siquiera congenian con mí talla;
envuelto en miles de trapos
y en miles de gestos
que no me pertenecen,
resuelto en enormes picazones,
en escozores que el hielo magnífica,
tu imposible presencia escruto en todo rincón helado,
te espero en cada esquina
convertida en paso
o mejor dicho carrera de los vientos,
te invoco en varios idiomas
que pronuncio pésimamente
y me hundo en los parques
unánimemente blanqueados por la muerte.
Pero siempre hacía arriba,

Página 213
siempre hacía arriba
(al menos los ojos y los brazos)
fanáticamente empecinado en que aparezcas.

(Nueva York, 1983)

Página 214
MAR

Ya no tenemos el mar,
pero tenemos voz para inventarlo.
No tenemos el mar,
pero tenemos mares que no podremos olvidar:
El mar encrespado de la cólera,
el mar viscoso del destierro,
el fúlgido mar de la soledad,
el mar de la traición y el desamparo.
No tenemos el mar,
pero tenemos mares.
Mares repletos de excrementos,
mares de gomas de automóviles
donde empecinadamente deriva un esqueleto
(las falanges aún aferradas a la cámara
y el fragor de la metralla en el oleaje).
No tenemos el mar,
pero tenemos mares.
Mares de ínescrupulosos traficantes,
mares de esbirros disfrazados de bañistas
y profesores que comercian con el crimen,
mares de playas convertidas en trincheras,
mares de cuerpos balaceados
que aún retumban en nuestra memoria salpicándola.
No tenemos el mar,
pero tenemos náufragos,
tenemos uñas, tenemos dedos cercenados,
alguna oreja y un ojo que el ahíto tiburón no quiso aprovechar.
Tenemos uñas,
siempre tendremos uñas
y las aguas hirvientes de las furias,
y esas aguas, las pestilentes, las agresivas aguas,
se alzarán victoriosas con sus víctimas
hasta formar un solo mar de horror, un mar unánime

Página 215
un mar
sin tiempo y sin orillas sobre el abultado vientre del verdugo.

(Nueva York, noviembre de 1983)

Página 216
DOS PATRIAS TENGO YO:
CUBA Y LA NOCHE

Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.


José Martí

Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche,


sumidas ambas en un solo abismo.
Cuba o la noche (porque son lo mismo)
me otorgan siempre el mismo reproche:

«En el extranjero, de espectros fantoche,


hasta tu propio espanto es un espejismo,
rueda extraviada de un extraño coche
que se precipita en un cataclismo

donde respirar es en sí un derroche,


el sol no se enciende y sería cinismo
que el tiempo vivieras para la hermosura».

Si ésa es la patria (la patria, la noche)


que nos han legado siglos de egoísmo,
yo otra patria espero, la de mi locura.

(Nueva York, 1986)

Página 217
EL OTOÑO ME REGALA UNA HOJA

El otoño me regala una hoja.


Con temblor que imagino suplicante
acaba de caer junto a mí.
Última llama que se disuelve,
una hoja reclama mi atención más exacta
mi más desprendida devoción.

El otoño me regala una hoja.


Remota fragancia, final rubor,
no tiene otra rama que la improbable mirada de un transeúnte
no cuenta con otra salvación que mi despedida.

Una hoja
desesperadamente pretende instalarse en mi pecho.
Quiere el leve saludo del vagabundo,
la hermana mirada del condenado
la cálida complicidad de la maldición.
¿Pero qué puedo hacer con ella
si mi temeraria vida de profesor visitante
apenas si me permite coleccionar libros de texto?

Indiferente a mis justificaciones,


frágil y cerca como la esperanza,
pide ser acogida por mis dedos.
¿Pero qué puedo hacer con este espectro
que ante mí empalidece desprendido del árbol vital?
Por otra parte,
yo me especializo en literatura cubana del siglo 19.
Nada sé de botánica.

El otoño me regala una hoja


que sin mayores trámites se apodera de mí
y convertida ya en hoja de papel
me obliga a dibujar en ella mi autorretrato.

Página 218
El otoño me regala una hoja
—una hoja blanca de papel—,
patria infinita del desterrado
donde todas las furias se arremolinan.

El otoño me regala una hoja.

(Ithaca, octubre de 1985)

Página 219
ÚLTIMA LUNA

Por qué esta sensación de ir a buscarte


hacia donde por mucho que vuele
no he de hallarte.
Qué terror sin tiempo ahora me impele
a por sobre tanto terror siempre evocarte.
No ha de encontrar sosiego nuestra pena
(que hallarlo sería comenzar otra condena)
y por lo mismo jamás cesaré de contemplarte.
Luna, una vez más aquí estoy detenido
en la encrucijada de múltiples espantos.
El pasado es todo lo perdido
y si del presente me levanto
es para ver que estoy herido
(y de muerte)
porque ya el futuro lo he vivido.
Ésa, indiscutiblemente, ésa es la suerte
que por venir del infierno arrostro.
Extraña amante,
sólo me queda contemplar tu rostro
(que es el mío)
porque tú y yo somos un río
que recorre un páramo incesante,
circular e infinito:
un solo grito.

(Nueva York, 25 de diciembre de 1985)

Página 220
AUTOEPITAFIO

Mal poeta enamorado de la luna,


no tuvo más fortuna que el espanto;
y fue suficiente pues como no era un santo
sabía que la vida es riesgo o abstinencia,
que toda gran ambición es gran demencia
y que el más sórdido horror tiene su encanto.
Vivió para vivir que es ver la muerte
como algo cotidiano a la que apostamos
un cuerpo espléndido o toda nuestra suerte.
Supo que lo mejor es aquello que dejamos
—precisamente porque nos marchamos—
Todo lo cotidiano resulta aborrecible,
sólo hay un lugar para vivir, el imposible.
Conoció la prisión, el ostracismo,
el exilio, las múltiples ofensas
típicas de la vileza humana;
pero siempre lo escoltó cierto estoicismo
que le ayudó a caminar por cuerdas tensas
o a disfrutar del esplendor de la mañana.
Y cuando ya se bamboleaba surgía una ventana
por la cual se lanzaba al infinito.
No quiso ceremonia, discurso, duelo o grito,
ni un túmulo de arena donde reposase el esqueleto
(ni después de muerto quiso vivir quieto).
Ordenó que sus cenizas fueran lanzadas al mar
donde habrán de fluir constantemente.
No ha perdido la costumbre de soñar:
espera que en sus aguas se zambulla algún adolescente.

(Nueva York, 1989)

Página 221
REINALDO ARENAS (Holguín, Cuba, 1943-Nueva York 1990). Novelista
cubano cuya obra inicial se inscribió en la narrativa del boom
latinoamericano, y cuyas últimas producciones son un testimonio doloroso y
satírico de su vida, como en Antes que anochezca (1992).
Criado en el seno de una familia humilde y campesina, su adolescencia estuvo
marcada por su unión a la insurrección castrista desde 1958. Con el triunfo de
la revolución, tuvo oportunidad de participar en el programa de educación del
nuevo gobierno, donde su formación autodidacta se vio enriquecida por la
frecuentación de dos maestros, J. Lezama Lima y V. Piñera, que avalaron sus
tempranas publicaciones.
En 1967, cuando sólo contaba diecinueve años, apareció su primera y última
novela editada en la isla, Celestino antes del alba, ya que el resto de su
producción se publicó en el extranjero. Entrada la década de los años sesenta,
fue víctima de las medidas del gobierno cubano contra los homosexuales y el
acoso contra él aumentó hasta que en 1973 fue acusado de abuso sexual y
arrestado: huyó y se convirtió en fugitivo por el interior de la isla, pero poco
después se le detuvo y encarceló en la prisión de El Morro.
Finalmente, en 1980, por una amnistía gubernamental, pudo optar por el
exilio. Se trasladó primero a Miami, donde no tuvo suerte, y luego a Nueva
York, ciudad en la que se instaló definitivamente y continuó escribiendo,

Página 222
hasta que, enfermo de sida, decidió quitarse la vida en 1990, dejando más de
veinte libros, que incluyen diez novelas, algunos poemas, relatos breves y
obras de teatro.
En esa densa producción corresponde destacar El mundo alucinante (1966),
Otra vez el mar y la autobiográfica Antes que anochezca, cuya versión
cinematográfica se estrenó en 2001. El mundo alucinante fue llevada de
contrabando a Francia, hecho que acentuó la hostilidad del gobierno cubano
hacia el escritor; la obra es una recreación mítica de la vida del cura mexicano
Servando Teresa de Mier. Otra vez el mar, una de sus novelas fundamentales,
fue confiscada por la policía política; Reinaldo Arenas se vio obligado a
reescribirla tres veces.
Otras obras que cabe mencionar son El palacio de las blanquísimas mofetas
(1980), El central (1981), Termina el desfile (1981), Arturo, la estrella más
brillante (1984), El color del verano (1991) y El asalto (1988). Arenas, junto
a S. Sarduy, está considerado uno de los principales continuadores del
neobarroquismo cubano inaugurado por la obra de Lezama Lima.

Página 223
Notas

Página 224
[1] La frase que encabeza este prólogo pertenece a Los Cantos de Maldoror de

Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont. Aprovecho la ocasión para llamar la


atención (y exhortar a los lectores de Arenas a leer a Ducasse) sobre la
importancia que tuvo para nuestro autor el libro del uruguayo-francés. Para
mí no hay duda de que la madre del fabuloso Tiburón Sangriento de «El color
del verano, es la enorme tiburona con la que Maldoror copula en el Canto
segundo del legendario libro. <<

Página 225
[2] El título de este libro obedece también a la intención del autor de rendir

menaje a José Lezana Lima, quien fuera su amigo y maestro. Como se sabe,
la novela en que trabajaba el autor de Paradiso al morir, se titulaba Inferno.
Postumamente, sus fragmentos aparecieron bajo el título Oppiano Lícario. <<

Página 226
[3]
El «A mi querido R», de la dedicatoria se refiere a Reinaldo García-
Ramos, quien residía en Cuba cuando se escribió el poema. Una dedicatoria
más explícita podía entonces perjudicarlo. <<

Página 227
[4] La pregunta: «¿Platón vendía aceite en Egipto para cubrir los gastos de su

viaje?» ha sido extraída de una afirmación que sobre el mismo asunto hace
Plutarco en su Vida de Solón. <<

Página 228
[5]

Para la «vida y costumbres» de los indios he acudido a las obras de los


cronistas españoles, muy especialmente al libro Historia general de lar India,
de Francisco López de Gómara. Cabe suponer que la situación del indio bajo
la esclavitud española fue aún más cruel que como nos la muestran los
cronistas españoles que a la vez fueron soldados, frailes, esclavistas u otros
agentes muy allegados al imperio.
Para la trata y esclavitud de los negros he seguido, y citado, la biografía
novelada El negrero, de Lino Novás Calvo, obra de valores literarios
excepcionales en el contexto de la literatura cubana, y cuyas informaciones
históricas se apoyan en 98 textos irrebatibles.
Aunque la improvisación que aquí aparece a cargo de fray Bartolomé de las
Casas es de mi invención, todos conocen su amor por los indios que lo llevó a
alentar (y aumentar) la esclavitud de los negros.
Desde luego, las imágenes actuales personales o, si se quiere, sentimentales
que integran el poema son también reales, pero a ningún historiador le
interesará verificarlas. Además, ¿cómo hacerlo?
<<

Página 229
[6] «Miras la naturaleza ligeramente deformada gracias a la torpeza de la

ingeniería húngara», Ese pasaje hace referencia indirecta a ciertos defectos (o


mas bien cierto desprecio hacia los usuarios) característicos en muchos
vehículos fabricados en los países comunistas y exportados a Cuba. En este
caso el defecto radica en la ventanilla. Para mantener el ritmo en el poema se
ha utilizado aquí la nacionalidad húngara, pero desde el punto de vista de «el
contenido» o el «contexto», como suele decirse, hubiese sido lo mismo haber
escrito «ingeniería, búlgara, soviética, etc.» (recuérdese que este poema se
escribió en 1970). <<

Página 230
[7] El párrafo que comienza «tenemos una hermosa mansión» hasta «Y más

allá del cercado», es una mezcla de un texto de G. Droz con textos originales.
He aquí el texto de Droz: «C'est une maison modeste qui a je ne sai quoi de
honnête et de rejoissant. Les murs épais protègent bien contre la chaleur et le
froid. Le toit élevé recouvert de tuiles abrite une vaste grenier. Le balcón est
en fer forge. Les pigeons perchent sur la girouette, et toute est tranquille et
calme dans l’enclos». (La maison).
Me he permitido sustituir las tejas (tuiles) por una enredadera. <<

Página 231
[8] «Qué nueva estatua se habrá de conmover ruando el viajero, cansado,

polvoriento (el clásico viajero) la abrace dando gritos y clamando». Véase


Tres héroes, de José Martí, donde se hace referencia a la estatua de Simón
Bolivar, en Caracas, estatua que, de acuerdo con la leyenda, se estremecía
«como un padre» ante los sollozos del peregrino en destierro. <<

Página 232
[9] Para tener una idea de las diversas, infinitas, especulaciones que se han

hecho sobre el fuego, los frotamientos y sus orígenes es aconsejable consultar


el libro Sicoanálisis del fuego, de Gastón Bachelard. <<

Página 233
[10] En cuanto al pasaje «El gran amo vigila», «el gran amo vela por ti» son

obvios los puntos de contacto con el libro 1984 de Orwell no porque se


pretenda parodiar o citar al gran narrador inglés, sino porque las tétricas
profecías descritas magistralmente por él, constituyen, eliminando ciertos
oropeles regionalistas, la realidad padecida ya por mí en el momento en que
escribía este texto: Cuba 1970. <<

Página 234
[11] «El tren corre por entre los pastos verdes aún velados de brumas
matinales». El texto primitivo, tomado del libro de A. Cherel. El francés sin
esfuerzo, dice: «Le train filaít a travers le pâturage verts de La Normandie».
Se ha alterado el tiempo del verbo. <<

Página 235
[12] La historia de Percival, llamado también Percebal, Parcival, Parzibal,
Paredeur y, por último, Parsifal, es, saltando las discrepancias intrascendentes
sostenidas por todas las enciclopedias consultadas: la siguiente: Percival, el
más joven y único superviviente de siete hermanos muertos junto a su padre
en empresas caballerescas, es internado en el bosque donde crece ignorante de
las aventuras y deberes de los caballeros medievales; educado de esa manera
por su madre que no quiere para su ya único hijo el mismo destino que
sufrieran los anteriores. Pero un día, el muchacho «sencillo de espíritu y puro
de corazón» (en esto concuerdan todas las enciclopedias), descubre
casualmente en la floresta a unos caballeros, se entusiasma con sus armas y
quiere ir con ellos a la corte del rey Arturo. Abandona pues a su madre, quien
tras darle los últimos consejos «muere de dolor» y llega, aún ataviado de
campesino, a la legendaria y macabra corte. Allí comienzan sus múltiples y
alucinantes aventuras. Se encuentra con el terror, con el pecado, con el
estupor, con el misterio y, desde luego, con lo que aparentemente es el amor.
Aunque ningún crítico haya reparado en ello (la función de los críticos es no
advertir siquiera lo evidente), las dos constantes, las dos fatalidades, que
parecen regir y justificar esa cadena de aventuras son: a) la presencia de la
madre que limita y condena y que, más que los caballeros, es quien impulsa a
Percival a salir huyendo del bosque. No importa que ella haya muerto: (hay
que poner distancia, hay que alejar esa presencia (esa potencia) invisible; hay
que ir al encuentro de la libertad. b) La búsqueda del padre, es decir, el deseo
de igualarlo y superarlo. Percival como héroe debe borrar —sobrepasar— la
imagen del héroe que le antecede; sólo así podrá lograr su autenticidad. He
aquí, quizá, la esencia de uno de los «romances» más antiguos de la literatura
europea.
Tal vez podría afirmarse que el rescate del «santo grial» fue la consecuencia
de un problema doméstico.
Con Percival se inicia el ciclo de aventuras de Los caballeros de la Tabla
Redonda, comenzado por Chrétien de Troyes en l16O. Esa primera versión,
llamada también «roman francés del ciclo bretón», consta de 45 mil
octosílabos de rima pareada. Se han hecho innumerables variantes, entre ellas
la de Gerbert de Montreuil, quien le dio el monstruoso tamaño de 63 mil
versos.

Página 236
Ricardo Wagner trabajó durante quince años sobre ese tema, construyendo
una de las tragedias sinfónicas más monumentales de todos los tiempos.
Wagner cambió el nombre de Percival por el de Parsifal; del árabe: parsi,
puro; fal, loco… Wagner, anota un comentarista, sintió la necesidad de
subrayar con fuerza (contra el sentimiento dominante de la piedad) la
presencia del pecado y la necesidad de su experiencia. Esa obra mereció el
elogio de Nietzsche.
Kundri, la fea e insignificante hechicera del poema medieval, se convierte en
Parsifal en la esencia primigenia de la mujer; es la bruja, la ingenua, la audaz,
la sufrida, la terca, la puta, la arrepentida, la hermosa, la sarcástica, la
deseada, la esclava, la heroica y la repudiada.
Hablando de Kundri, el escriror M. Milá ha dicho: «Son las fuerzas del mal
que luego se enfrentan, que luego se asocian en la oscura tenebrosidad
traspasada por lívidas iluminaciones».
<<

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[13] Leprosorio (Éxodo) integra el tercer libro de la trilogía poética (de alguna

forma hay que llamarla) que comienza con El Central (Fundación) y prosigue
con Morir en junio y con la lengua afuera (Ciudad). El título general de la
obra es Leprosorio.
La dedicatoria a Virgilio Piñera es un modesto homenaje a uno de los autores
más importantes de nuestra literatura, quien sufriera ostracismo y censura en
Cuba y de quien soy su deudor.
El número de habitantes de la isla de Cuba están en relación con la fecha en
que se terminó de escribir el poema (1976).
Los nombres de casi codos los dictadores (generales, capitanes, etc.) aquí
consignados pueden encontrarse en cualquier libro de historia de Cuba escrito
con cierto rigor. Desde luego, si el libro fue escrito mientras el dictador
detentaba el poder, él mismo no aparecerá como tal.
El testimonio sobre las cárceles cubanas está fundamentado en mi experiencia
personal (prisiones de El Morro, La Cabaña, Reparto Flores y Cárcel o P. N.
R. de Guanabacoa, de 1974 a 1976).
Los versos «Las albas nubes y el mar», (al como consigna el poema fueron,
¿leídos dónde? ¿Escritos por quién? Hasta ahora mi memoria no ha podido
averiguarlo.
En cuanto al título de esta obra, Leprosorio, si descabelladamente nos
guiáramos por la Real Academia de la Lengua Española, debería ser
«Leprosería», palabra que a mí me suena como a un sirio donde se alquilan o
se ponen a la yema los leprosos… <<

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