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Reinaldo Arenas
Inferno
ePub r1.0
Titivillus 14.04.2023
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Título original: Inferno
Reinaldo Arenas, 2001
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Cubierta
Inferno
Prólogo
Inferno
I El central
Manos esclavas
Las buenas conciencias
Una cacería tropical
Peripecias de un viaje
De noche
Las relaciones humanas
Únicamente
Paqueño pretexto para una monótona descarga
La monótona descarga
«Grandioso» finale
Introducción del simbolo de la fe
III Leprosorio
(Éxodo)
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Un cuento
Premio
Voluntad de vivir manifestándose
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MI Amante el mar
Sobre el autor
Notas
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PRÓLOGO
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He conocido dos seres humanos en cuya presencia siempre tuve la oscura
sensación, sensación visceral, nunca intelectual, de que me distinguían con el
simple hecho de admitirme en sus cercanías: uno de ellos fue Reinaldo, el
otro la escritora cubana Lydia Cabrera. Ambos trasmitían una otredad, una
ajenidad a nuestra estricta humana condición, que yo sentía y que me
provocaba un respeto no a la persona en sí (ambas asequibles y terrenales),
sino a lo que parecía acompañarlos, escoltados: algo innombrable. Desde el
día en que los conocí identifiqué ese algo con la poesía.
Curiosamente, tanto Cabrera como Arenas no eran poetas, en el sentido
formal, canónico del término. Es mucho más exacto considerarlos prosistas.
Uno novelista, fundamentalmente, la otra cuentista y autora de estudios e
investigaciones de carácter antropológico. Pero sus textos están atravesados
por un poderoso caudal poético que no se halla con frecuencia en muchos
autores dedicados a los versos. Lo que me lleva a lo que todos sabemos: poeta
no es aquel que escribe versos sino quien está poseído por ese misterio
indescriptible que llamamos poesía. Arenas era uno de esos poseídos.
La poesía de Reinaldo Arenas no ocupa, desde el punto de vista
cuantitativo, un lugar prominente en el cuerpo de su obra, Su producción
poética es relativamente pequeña si tenemos en cuenta que en sus cuarenta y
siete años de vida escribió ocho novelas, numerosos relatos largos, un
considerable número de cuentos, un volumen de ensayos, su autobiografía; y
sólo tres extensos poemas agrupados bajo el titulo de Leprosorio y otro
puñado de poemas ocasionales a lo largo de los últimos veinte años de su
vida. Esto no hace su poesía menos importante, al contrario. Es parte
relevante de un todo de único y original aliento; parte que contribuye a
ilustrar, de forma concisa y descarnada, las obsesiones fundamentales del
autor: la patria (como territorio al que estamos condenados, que nos reconoce
para reclamar el derecho a aniquilarnos), la nostalgia, el misterio de la madre,
el esplendor y deterioro de la carne, la maldición asumida por el creador en un
mundo hipócrita y mediocre incapaz de grandeza alguna, el desprecio por
todo tipo de poder, su amor a la libertad.
Su poesía es una suerte de marea que invade la prosa y que es invadida a
su vez por aquella.
También sus poemas nos sirven para profundizar en un Arenas inmediato,
zumbón, irredento, restallante como un bofetón propinado en respuesta a una
ofensa que merece réplica inmediata. Respuesta que exige la brevedad del
poema, que adquiere en ocasiones resonancias de poesía de barricada
dedicada a ultrajar e insultar al enemigo. Baste recordar aquí el poema
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dedicado a un profesor de la universidad norteamericana de Tulane (a quien
consideraba uno de esos apologistas de la dictadura de Castro), al que llama
Blanco Mojoncito. Su poesía posee un carácter furioso, lúdico, mordaz
macabro e hiriente que nos remite al barroco quevediano, a Arthur Rimbaud y
a François ViIlon, a Baudelaire y al Conde de Lautréamont.
La poesía de Reinaldo Arenas confirma y enriquece los vectores
fundamentales de su obra: la negación de cualquier tipo de autoridad, la furia
ante la calamitosa condición humana el reclamo de libertad absoluta a
cualquier precio.
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2. MAR AMANTE
Mantenía una extraña relación con el mar. Mar que permea, atraviesa,
inunda, arrasa, conduce su obra. Mar como símbolo de eternidad. Mar de
esperanzas, mar en el que deshacerse al fin no para desaparecer sino para
entrar en contacto con algún vigoroso adolescente que se zambulla en sus
aguas. Tal y como afirma en su Autoepitafio. Nadamos. Nos sumergimos en
las tibias aguas en busca de sosiego, de refugio. Sentados al pie de las olas
redondas soñamos con escapar. Un bote, un velero, una goma, un artefacto
submarino, un carguero, una canoa, una balsa, un escualo amaestrado, un
cangrejo gigante; algo que nos lleve en cualquier dirección, lejos de la isla.
Soñamos con transponer las costas vigiladas.
Conservo un recuerdo táctil de la arena. De los ensalivados verdes
arrecifes.
Como a los brazos de un amante. Como a entablar una batalla física,
amorosa. Así, poseído y frenético se lanzaba a las olas. Con desesperación
genuina, acumulada durante siglos; anhelante. Animal que devuelven a su
elemento cuando ya está a punto de asfixiarse. Transformado físicamente al
contacto de aquel cuerpo milenario y descomunal al que reverenciaba como a
un Dios. El mar de Arenas no es el de Vicente Huidobro, verbal, truculento y
mental, hímnico. Ni el de Virgilio Piñera en su extraordinario poema «La isla
en peso», donde asedia al poeta y lo «rodea por todas partes», como un
cáncer. El del autor de «El color del verano» es un mar carnal, semejante,
hermano, un mar: con el que se puede singar y que aún nos ama después de
eso. Un mar maternal.
Años después, en Miami, lo vi precipitarse entre las olas de forma
semejante. Hambriento de caricias, de protección.
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3. QUE ALGUIEN SEPA QUE ESTALLAS
Canta,
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que alguien sepa que estallas
que alguien sepa que todos estamos estallando siempre,
que alguien allá, mucho más allá,
en otro tiempo
(el del odio, el de las aguzadas furias)
oiga tu estallido siempre.
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comparte el horror de Kurt, el personaje de Conrad, que siente, en palabras de
Camus, «la gran intensidad con que la naturaleza, o un paisaje, nos rechazan».
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4. UNA SOLEDAD CÓSMICA GRAVITABA
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de escucharlo estará de acuerdo en que sus lecturas construían una verdadera
fiesta.
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5. IMÁGENES CON MÚSICA DE FONDO
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una fe en el abismo que aún hoy me conmueven y fortalecen. Me pongo a
hojear un libro.
Enseguida termino y te hago un poco de té, me dice.
Este escritor perseguido, humillado, encarcelado, torturado y vejado por
su amor a expresarse libremente, que hacía de asumir su maldición un
destino, era y es para mi un hermoso ejemplo de dignidad. No se puede
ascender mucho más allá en la escala humana mediante el uso de las palabras.
En una época en que la mayoría de los intelectuales cubanos aceptaron
sumisamente la denigrante fórmula: «Dentro de la Revolución todo fuera de
la Revolución nada», la figura de Reinaldo Arenas destacaba contra ese
panorama desolador, prostituido.
Los que tuvimos la dicha y el honor de conocerlo y acompañarlo, sabemos
que simbolizó todo lo que debe esperarse de un creador: absoluto compromiso
con su obra, amor a la libertad por sobre todas las cosas, integridad
intelectual, coraje, fe en la página en blanco como patria posible.
Su coraje y su comunión con la literatura iluminaron la lobreguez de la
época que nos tocó vivir. Época plagada de cobardía, oportunismos y
sumisiones. Gracias a él supe que la única literatura deseable se halla al
margen de toda forma de poder. Contra toda forma de poder.
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6. ESTE ES TU MOMENTO
Ahora me comen.
Ahora siento cómo suben y me tiran de las uñas.
Oigo su roer llegarme hasta los testículos.
Tierra, me echan tierra
y piedra
que me cubre.
Me aplastan y vituperan
repitiendo no sé qué aberrante resolución que me atañe.
Me han sepultado.
Han danzado sobre mi.
Han apisonado bien el suelo.
Se han ido, se han ido dejándome bien muerto y enterrado.
Este es mi momento.
JUAN ABREU
Barcelona, junio de 2001
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INFERNO[2]
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A José Lezama Lima
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LEPROSORIO
(TRILOGÍA POÉTICA)
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I
EL CENTRAL
(Fundación)
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A mi querido R.
que me regaló 87 hojas en blanco[3]
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MANOS ESCLAVAS
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Aquí, aquí
80.000 manos acá, en la zona occidental
que hay que resembrar, abonar, recolectar, empacar
y exportar.
Allá, allá.
Que rieguen, que fertilicen esta nueva variedad
que Yo propongo, que Yo dispongo, que Yo ordeno
que se siembre, cultive y adore.
Y Las cotorras danzan en las antiguas columnas
que jamás se desplomarán, pues hechas fueron
para estas ilustres, oficiales ceremonias.
Aquí, aquí.
(los dedos majestuosos)
un fuerte para aniquilar, un fraile para
adoctrinar. Y hombres nuestros. Hombres blancos
y valientes; hombres peludos y hediondos; hombres
de rechinante y fuerte virilidad, duros y divinos.
Salven esas almas perdidas, no escatimen violencias.
Están bendecidos por la gracia del Papa.
Elemental y apabullante
rústico y gritón
amenazador y furioso
bárbaro y bambollesco
ha de ser el discurso del nuevo trajinador de sentimientos.
Su presencia, voluminosa y velluda.
Sus andares, libidinosos y ásperos.
Sus promesas, descomunales y estúpidas
Sus leyes, intransigentes y arbitrarias.
Sólo así, oh elegidos, podrán ejercer ustedes el absoluto dominio.
Sólo así, oh elegidos, serán ustedes sinceramente adorados.
Manos esclavas
en nombres de la patria y sus sagrados principios
manos que se adentran en la tierra
que arañan y se inclinan
manos que se desgarran
en nombre de principios obligatorios y sagrados.
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desnudo.
Bello su cuerpo sin vellos. Bella la pieza del antípoda que, cilíndrica y
reluciente, cuelga. La vieja (divina) reina, mientras le elogiaba al
Almirante un centenar de papagayos «por ser de muy hermosos colores,
unos muy verdes, otros muy colorados, otros amarillos con 30 pintas»,
miró, sin perder la compostura, aquella proporción colgante, tan
reluciente. Y aquellos muslos. Ay, dorados y duros; torneados. Tan
diferentes de estas carnes europeas, peludas, blandas y lechosas;
envueltas en trapos.
Y toda esa solemne inspección sin emitir ni un regio pestañeo.
Altiva, otorgando su gracia al colorido de los papagayos.
Cien obispos ceremoniosos, observando.
Cien guardias de corpus recelosos.
¿Miró Fernando? ¿Miró el muy maricón? ¿Miró ese nieto de judío?
¿Ese pedazo de cabrón converso? Ya lo llamaré a contar después; luego
que con promesas y títulos, es decir, con palabras y papeles, hayamos
aplacado un tanto la avaricia de este marino ambulante, que, por cierto,
ha regresado bastante averiado.
—Y qué mansos, qué mansos. Pase usted las manos. Majestad.
Toque usted esta piel, Majestad. Vean, vean y toquen, divinas
majestades. También ustedes, señores. Toquen.
Y todos miran, palpan,
alaban al Señor.
Y todos se ajustan los anteojos,
observan,
aplauden:
un millón de niños (16 a 18 años)
desfilan marciales.
Junto al cartel, «400.000 habaneras al cogoyo»,
el sólido artefacto de cemento y
yeso: José Martí.
Desde allí la clase dirigente contempla extasiada. Una banda oficial
infesta el viento con sus consabidos himnos. Y dos millones de piernas
exquisitas se levantan marciales; saludan, descienden se marchan
armoniosas.
Tras el uniforme, los jóvenes sudorosos y viriles bultos configuran una
extensión que cambia de sitio con el rítmico andar. Tras las altas
columnas, la clase dirigente recibe el solemne homenaje.
—Mire qué bien marchan, comandante —comenta uno de los
íntimos con el Gran Cacique— o Mire usted qué ritmo, qué paso qué
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disciplina. -Y el Gran Cacique, vasto y ventrudo, grasiento y barbudo,
mira y sonríe.
Manos esclavas
han pulido esas mínimas aristas
con que la reina, golosa,
se endulza
la lengua.
Manos esclavas
han trabajado meticulosamente
ese pequeño terrón que tú, notable
consumidor extranjero, adecuadamente emperifollado
para sentarte al aire libre,
lanzas al fondo del moderno
recipiente
—¿Tres es suficiente? —preguntas—. Y agregas otro.
Manos esclavas
sentarse.
Manos esclavas
hicieron posible ese derrame de saliva
en el órgano de la augusta anciana.
(Vea usted su boca).
Querido,
detrás de todas esas fiestas publicas. Detrás de todo desfile, himnos,
despliegue de banderas y elogios. Detrás de toda ceremonia oficial, se
esconde la intención de estimular tu coeficiente de productividad y de
explotarte
Esto me lo dijo Carlos Marx, haciendo un gracioso giro, soltando
una carcajada y marchándose apresurado tras los fondillos de los niños-
militares que integraban la retaguardia.
Efectivamente, un poco más allá
estaban los camiones que transportarían al divino
material
hasta las plantaciones cañeras
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LAS BUENAS CONCIENCIAS
AUNQUE aún no han llegado las lluvias ya está aquí el olor de la primavera,
reventando por todos los sitios. Señor. Aunque aún no ha llegado la época de
los grandes aguaceros, ya se presiente el estruendo de unas aguas que
presagian vendavales. Yo no sé. Pero el tiempo lo va agarrando a uno; lo va
envolviendo, me seduce. Aquí cada planta suelta un típico, extraño olor que
llama; y de cada yerba brota una vibración que atrae; y es digno de mirar todo
este verdor que espera. Es digno y es espantoso mirar todo este olor, todo este
verdor que espera por el hacha, Señor. Hasta en el salto de la jutía, animal que
así se traslada de gajo en gajo y así puede atravesar la Isla, hay algo que
aterra; hay algo que aterra bajo esos movimientos de libertad; hay algo que da
grima bajo esos precisos brincos en la claridad… Ya está aquí la época en que
se desbordan las cañadas. Y todas correrán lisas y brillantes; y las hojas se
extenderán saturadas. Ya está aquí el olor del tiempo, la dulzura y la humedad
del tiempo; y no es culpa mía sí siento deseos de tirar los hábitos y echar a
correr; no es culpa mía si siento deseos de empezar a gritar, y aullar; si síento
deseos de revolcarme entre las hojas lisas y relucientes. No es culpa mía, es el
tiempo, Señor. Y uno debe obedecer a la naturaleza, porque ella es quien crea
y ordena las costumbres de acuerdo a las solicitudes del cuerpo y del alma,
Señor. Yo quisiera informar más sobre este asunto a sus Divinas Majestad no
porque piense que ellas lo ignoran, sino para que vean que generoso es Dios
que también me ha otorgado a mí en una milésima de fracción, las mismas
percepciones que a sus Divinidades… Yo, soldado fracasado, simple fraile de
la orden de los Dominicos, también participo del cosquilleo cósmico, de la
insólita melodía… Pero debo decirles que los distinguidos caballeros que sus
Serenísimas Majestades han elegido para implantar la gracia y el consuelo de
Dios en estas regiones, no cumplen cabalmente las nobles encomiendas
impuestas por sus Dignidades.
Ellos llegan y no se preocupan de implantar esos consuelos sino por
investigar a palos dónde están los tesoros. Ellos llegan y no se preocupan de
salvar almas, sino de llenar bolsas. Poca es en ellos la inquietud por alcanzar
la gloria y mucha la avidez por aniquilar y hacerse ricos encomenderos. He
visto alzarse la espada y el fuego contra indefensos hechos para el ritmo, para
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el canto o para el trabajo sobre agua y árboles. Y ellos los golpean, y los
obligan a trabajar veinte horas diarias, y ellos los hacen descender al fondo
del mar y que allí revienten buscando perlas. Y ellos los hacen descender al
fondo de la tierra y que allí se asfixien buscando oro; y aún se fornican a las
más, y a los más atractivos; y luego, cuando estos se ahuyentan porque ya no
resisten, ellos, los nuestros, les lanzan los perros, y las pobres criaturas son
desgarradas y descuartizadas por estas fieras introducidas por nosotros —aquí
no había perros, Señor—. Y tanto ha sido el furor desatado, innecesaria
violencia y la codicia, que ya de esta raza original que no necesitaba de telas
ni de leyes para ser pacíficos y vivir, quedan muy pocos, Señor. Unos
murieron de hambre, otros de trabajo y muchos de viruelas (plaga que
también trajimos nosotros). Unos se quitaron la vida con zumo de yuca; otros,
con yerbas malas; otros se ahorcaron de los árboles. Y muchas mujeres han
hecho también como los maridos, y se han colgado al mismo tiempo que
ellos, y se han lanzado con sus criaturas contra los peñascos, dicen que para
no parir hijos que sirviesen a extranjeros. Y ellos, los nuestros, siguen
golpeando, no cesan de esclavizar, ofender y matar. Y ellos, los indios, son
brillantes y lampiños; relucen, como peces al sol. Y gustan de beber y danzar;
y tienen sus músicas y sus formas de adorar al cielo; y tienen sus doctores. Y
nada he visto en su forma de ser que no pudiere relatarse. ¿Dónde están las
tropas de salvación que sus serenísimas Majestades enviaron a estas tierras
para que todos fueran nobles cristianos, Y nadie padeciese del pecado de
idolatría, y todos entrasen en el reino de los Cielos?… Cristo clemente, Cristo
misericordioso, Omnipotente Dios. Ya siento los estallidos de la primavera,
ya presiento los escarceos del aguacero. Y en medio de las ceremonias del
tiempo, en medio de la desobediencia del aire y los estruendos, he salido al
monte y he tratado de dar consuelo y protección a los que ahora son
perseguidos. Y ellos, aunque no me han entendido, han visto en mi rostro la
común señal de la tristeza y la horrible y mutua señal del espanto, se han
hecho mis amigos… Dios, odioso Dios, esta tarde, bajo los estruendos de la
primavera que ya revienta, que ya sube queriendo ahogar mi voz, queriendo
descontrolar mis manos, he entrado en una cueva donde más de cien indios
yacían amontonados y muertos (como animales en tiempo de plaga), después
de haber tomado todos, una yerba maldita. Sagrado Señor, alabado Señor,
maldito Señor, y ellos son brillantes y su pelo es lacio y negro, y su piel
apretada y suave. Y saben nadar y remontarse a los árboles, y algunos viven
así, en barbacoas flotantes, o entre las hojas. Qué podemos hacer para no
ganarnos una eternidad aborrecible en la memoria de los que habrán de
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juzgarnos. Qué podemos hacer por esos cuerpos cimbreantes que se deslizan
relucientes por entre las aguas y bejucos, y para quienes ya está preparada el
hacha… Yo propongo a sus serenísimas Majestades (y esto sí lo incluyo en la
carta) que, ya que es de sus conveniencias el sistema esclavista para el
desarrollo de estas tierras, que se mantenga el mismo con gente apropiada
para esas labores bajo este clima hecho para la danza y las zambullidas. Los
etíopes del África son más fuertes, son negros, como ya es conocido de sus
Divinidades, y por su fortaleza, por la negrura de su piel y por la rigidez de su
pelo poseen condiciones más adecuadas para llevar a cabo los regios planes
de sus Majestades. Ellos soportarían mejor las violentas labores. Además son
feos. Yo no me cansare de decir que los naturales de estas islas son dulces y
melancólicos y que prefieren la muerte inmediata a renunciar, a sus danzas, a
sus fiestas a sus prodigios desnudos sobre aguas y hojas… Decía también que
ya estaban aquí los grandes presagios de las estaciones abrumadoras; Pero yo
soportaré los excitantes olores y el inquietante llamado de la tierra. Durante
toda mi vida no cesaré de pedir una confrontación de los planes
confeccionados por sus Divinas Majestades con la ejecución que de ellos
hicieron sus encargados. Para que sus Majestades puedan saber de todo esto
con mayor claridad, he decidido llegarme hasta sus sagradas presencias, si es
que mis huesos alcanzan para ello, y no se pierde en el mar… También se da
aquí una diminuta y extraña flor blanca, como un lirio, pero aún más fina.
Brota esta flor cuando se barrunta la primavera. Su nombre es bruja, pues en
una sola noche emerge el tallo de la tierra y florece. Algunas semillas llevo en
mis hábitos que serán entregadas a sus Divinidades en cuanto me acojan bajo
su gracia.
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(Madre amantísima
pobre madre día
disuelta ya en las ajadas tierras de
la infancia
he aquí como el tiempo nos ha convertido
en adoradores del más implacablñe de los dioses,
el que no existe).
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agita, pide a gritos y si no alcanza (algunas son jorobadas o profesoras de
latín) chilla hasta volverse santa o revolucionaria. Un hombre es un producto
bíblico, mansa bestia sin interés que resopla cuando posee, o de lo contrario
duerme la siesta, La mujer, es siempre histérica, egoísta y sentimental. El
hombre es una especie de mulo oloroso que gusta sentarse cuando se halla en
chancletas. Una mujer, si es normal, acata siempre las ideas del que la ensarta.
Un hombre, normal, adora siempre la imagen del que lo humilla. Una
cualidad los define mutuamente; son excesivamente exhibicionistas, anuncian
con varios meses (a veces con años) de anticipación la fecha exacta en que
darán comienzo a sus fornicaciones. Siempre son conservadores, es decir, no
ofrecen resistencia (ni modifican) a la evolución natural del espanto. No son
como pudieron haber sido.
Siendo así, resuelvo:
Que se llame, se recoja, se busque, se persiga, y finalmente, se reclute a todo
adolescente, y sean enviados a granjas, fincas, centrales y centros productivos
donde sean necesarios. Pues ellos serán los únicos que como habitan en otro
mundo pueden soportar cualquiera; y como su orgullo y su indiferencia y su
capacidad para la dicha están por encima de nuestros más flamantes aparatos
de la persecución y de la ofensa, no pueden ser humillados. Además, como no
están envilecidos, es decir, como no son hombres, no abrazarán nuestras
doctrinas para adquirir privilegios y dejar de producir. Y como se consideran
distintos podemos someterlos sin que en ello nos vayan remordimientos, y sin
que tengamos que ofrecer recompensas ni estimulaciones. Ah, y son jóvenes,
son fuertes, ignoran el tiempo, y como todo lo desprecian, todo lo pueden
hacer bien. En esa gran masa enemiga está la fuerza que nos conducirá a la
victoria. Por tanto:
Hoy mismo promulgo la Ley del Servicio Militar Obligatorio para todo
adolescente mayor de 15 años y derogo cuantas disposiciones, leyes,
artículos, encíclicas, constituciones, códigos, reglas, preceptos, ordenanzas,
estatutos, edictos, cartas magnas y cédulas se opongan a la misma. Firmo y
ordeno que se ejecute. Dada en el Palacio de la Revolución el 3 de abril de
1964, Año de la Economía, la Habana, Cuba, territorio libre de América.
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constantemente son excitados sus deseos.
Dicen que comen carbón.
Dicen que corriendo adelantan a un
ciervo. ¿Habrá dulce de coco en la bodega?
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murieron todos de trabajo y hambre.
No eran muy altos y gustaban del
guabiniquinaj. ¿Me engullirá la cultura occidental?
¿Me ahogaré en tintas de oficinas? ¿O
moriré
aplaudiendo al Gran Cacique, ahora con barbas y rifles
automáticos?
Dice
Gómara que todos los cristianos que
cautivaron indios y los mataron
trabajando, han muerto malamente o no lograron
sus vidas o lo que con ellos ganaron
(hojas en la mata de ciruela).
Esto hace a la Historia un poco más
injustificable. Además, no concuerda con
las leyes de la Dialéctica.
Dice
la vieja Períca
que la dejen divertir
que ella no quiere morir
con picazón en la críca.
(Otra vez, otra vez el aguacero.)
Esto hace aún más remota la
esperanza del descanso;
aunque, desde luego, no concuerda
con las leyes de la Biología.
(Madre amantísima
pobre madre perdida
en el recuerdo de aborrecibles mañanas
en el tumulto de las horas en blanco
en la conquista de promesas inútiles,
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he aquí como el tiempo nos ha convertido
en adoradores del más implacable de los
dioses,
el que no existe).
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UNA CACERÍA TROPICAL
POR sobre relampagueantes aletazos de agua los krúmeres han llegado pero
es poca la mercancía son pocos los chillidos que pueblan el cayac los lugres
las cachuchas las urcas y falúas las balsas y tablas flotantes no ha causado
efecto ni la gran propaganda desplegada por radios y pancartas por televisores
y periódicos por afiches y paredes embadurnadas por agentes de masas por
agentes militares por agentes secretos faltan brazos aún faltan brazos un
negocio redondo no se hace con sólo 8 negros en una pequeña chalupa más
allá veo tres dos de este lado pero eso no es nada de este modo no se
construirá la nueva sociedad es imposible así abastecer a los colonos de
fuertes brazos para los trapiches el cordaje choca con las aguas tensas desde la
alta cofa el negrero mira las oscuras tierras pobladas de fuerza de trabajo allí
están las manos que tocan tambores que danzan que se deslizan por los
árboles y que tampoco son cristianas un gallardete un flamante gallardete para
cada héroe una medalla una orden primero de mayo un carnet de confianza
una pequeña nave unas monedas de oro un hato y hasta una hacienda para
quien acompañe y coopere quien se lance a tierra firme a la selva y agarre.
Bajo los árboles entre las parpadeantes y escasas lámparas que han
sobrevivido al racionamiento de la energía eléctrica los muchachos se pasean
como estupendas bestias tocan tambores tiran lanzas fluyen bajo las luces
ostentando el privilegio de una piel tensa de unos muslos largos de una
cabellera por debajo de las orejas el negrero se agita vocea y la gran nave
fondea en aguas costeras quién se atreverá a impedir que yo avance quién será
capaz de poner obstáculos a los sagrados principios que rigen la nueva
sociedad donde ya no hay explotadores.
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serpientes y cucañas que ya se agitan huye pero he aquí que ya llegan los
camiones a lo largo de la calle 23 toda una caravana de perseguidores acaba
de estacionarse allá una cuadrilla de picas hábilmente manipuladas por viejos
piratas avanza acá un centenar de soldados se parapetan tras los muros vigilan
escaleras y edificios cierran las calles por donde diestros hacen su entrada los
agentes de Ministerio del Interior se agitan los filibusteros los marineros que
sueñan opulentos porvenires se preparan trampas y el negrero ordena soltar
los perros.
Negro
no hay sociedades secretas
no hay sociedades mágicas
no hay ritos
no hay sociedades que te salven.
Tu color te condena.
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lanza-lanzas a la señal otorgada por el estampido de un tiro los perros con
auténticos giros se abren a dentelladas.
Tu juventud te condena.
Tambores, hay que aferrarse al enrejado y saltar; hay que romper mesas,
tirar si11as, alzar sí es posible el vuelo, huir, pero he aquí que los krúmeres
(los mismos negros traficantes de negros) conocen las costumbres, las
secretas señales, los escondites secretos. Y los blancos muchachos caen
gracias a la intervención de los blancos muchachos adiestrados en el abyecto
y siempre patriótico oficio de la traición. A un costado del parque se ha
instalado una orquesta, sus notas bambollescas usurpan el tiempo, los gritos.
Visto desde aquí, desde la altura, el paisaje es casi romántico; centenares de
muchachos corriendo por parapetos, muros, altas columnas, y canteros, y
centenares de hombres agarrándolos. Y algún que otro tiro por parte de los
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perseguidores para demostrarle a los perseguidos que la paciencia tiene un
límite; y, desde luego, el aplauso unánime del calvo, de la ama de casa, del
maricón frustrado, del funcionario con disnea y de la mujer frígida de Stekel;
sin ellos no hubiésemos alcanzado tal victoria. A pesar de todo, algunos han
logrado treparse a las altas ramas donde no llega ni el raider ni el colmillo,
para ellos hay que apelar a la eficiencia de la civilización occidental, como
grandes garzas erizadas caen de las columnas (con el corre-corre el pelo ha
adquirido formas demoníacas) y llegan a las manos ávidas de los milicianos.
En grupos de 12 son atados por el cuello y a golpes de puntapiés sacados de la
selva. En la esquina, la infatigable orquesta parece barnizar la lucha con un
popular cha-cha-chá.
Un zurriagazo
y el blanco niño cae en el asfalto despoblado.
Un chillido de perseguidoras
y el negro en la selva perece.
Negro
no hay tambores en la noche
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que amedrenten la codicia del tratante
de nada re servirá beber sangre de
gallo. Ellos terminarán bebiéndose tu sangre.
Niño
no hay danza frenética no hay trompeta solemne chillona no hay
música
moderna ya que te inmunice y
de nada te servirá hartarte de helados
hasta reventar. Ellos terminarán siempre reventándote.
La monja en el fortín.
La monja repartiendo estampas,
breviarios, oraciones, y la joven gracia
de su figura
a los soldados del fortín.
La monja, ligeramente grasienta
(ah, es terrible el calor del trópico),
rezando por los soldados del fortín.
La monjita, la monjita.
La joven monjita blanca,
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ligeramente irritada,
mirando tímidamente
las irreverentes prominencias de los soldados
en el fortín.
Y
Continúan llegando camiones atestados.
Se necesitan brazos.
Se necesitan brazos.
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Humo en las torres, humo en las altas torres
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4
PERIPECIAS DE UN VIAJE
Pero
eso fue con ellos, querido.
No con nosotros que hemos sido citados
por una ley militar
o recogidos en nombre del pueblo. Y
en regios Leylands
hemos sido conducidos hasta el mismo campo de
trabajo, y
disciplinadamente hemos ocupado nuestras literas,
nos hemos acordado del número que nos han adjudicado,
hemos recibido uniforme y
un par de zapatos y
un sombrero. Y
hemos sido vacunados. Y
hemos probado a veces hasta postres en la comida. Y
una vez
hasta se nos permitió que nos visitaran,
(por unas horas se suspendieron los trabajos).
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Y hemos descendido al día de todas las madres.
Y hemos abrazado a las tías.
Y hemos preguntado por la salud de nuestras abuelas.
Y hemos visto,
hemos creído ver, en medio del barullo (hubo dulces)
divinas carretas repletas de jóvenes en trajes de
verano
rumbo a la playa.
Y todo esto por allí, por donde comienzan las plantaciones.
¿Cree usted
que la Cruz Roja Internacional
podría poner algún
reparo?
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5
DE NOCHE LOS NEGROS
OH, sí, ya sé que todo esto son inútiles artificios para retardar el
degollamiento.
Oh, sí, ya sé que el gran estallido será inevitable (mediocre, oscuro) y que
de nada me servirán armonías, análisis ni blasfemias.
Pero cuando están clausuradas todas las posibilidades, cuando ya se han
agotado urinarios y calzadas: ah, poema; ah, poema; ah, horrible.
Cuando las furias. Cuando el deseo se deshace en inútiles interrogaciones,
cuando el cansancio suple al deseo, cuando la derrota aniquila al deseo,
cuando la madrugada neutraliza al deseo: ah, poema; ah, horrible.
Es aquí donde convergen los grandes andamios y las paralelas y metálicas
furias por las cuales se desliza nuestra sangre, nuestra única sangre, nuestra
sangre de siempre, la más dulce.
Es aquí donde el humo esparce muleconas en la tarde animosa. Son
nuestros huesos que fluyen en los abismos de la perenne furia. Son nuestras
vidas que se derriten en las infatigables fornallas de la Isla.
Ah, poema; ah, poema.
He aquí como para sobrevivir (para sobrevivir siempre, poema) te has
convertido en la recompensa de las tardes estériles y en las justificaciones del
aborrecido.
Llegamos, y aquí están las altas torres, y las infatigables calderas,
saludándonos.
Llegamos, y aquí está el implacable código desplegándose; y el verde, el
verde; las aristas del verde, engulléndonos.
Llegamos, y un fraile mientras se masturba con el arpón de una cruz, nos
convierte automáticamente al cristianismo gracias a una bula pontifical.
Llegamos, y un pirata, mientras saquea nuestro sudor nos enseña, de paso,
con un puntapié, el significado de la palabra patria.
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humanos.
Virgen, y a todas éstas la insolente llamada, los pistones girando; la gran
rueda; y nuestros brazos que enarbolan mochas, que se alzan, que hacen
sucumbir la plantación a los pies del jefe de brigada.
Guarda tus notas, hijo mío; guarda tus notas, pues nada será más
provechoso para tu imaginación que este golpe de guámpara incesante, que
este roer de la claridad incesante.
Guarda las palabras escogidas, hijo; guarda las palabras rebuscadas,
querido?; pues ninguna palabra, por muy noble que sea, le dará más vigencia
a tu poema que el grito: ¡de pie, cabrones!, rayando siempre el alba.
Guarda esas libretas, queridísimo; guarda ese minucioso acaparamiento de
citas y frases decisivas. La poesía, al igual que el porvenir, se gesta en el
vertiginoso giro de un pistón de 4 tiempos; en el mareante desfile de las
carretas cañeras y en la árida voz del que te ordena más rápido, más rápido.
Oh, la poesía está aquí, en la parada al mediodía para el trago de agua sucia.
Oh, la poesía esta aquí, en el torbellino de moscas que ascienden a tu rostro
cuando levantas la tapa del excusado.
Con la creación del bocabajo (ta bueno ya, niño; ta bueno ya, mi amo; ta
bueno ya, señó) es indiscutible que se inaugura toda una escuela literaria.
Donde florece el espanto, donde florece el espanto, allí está tu victoria;
donde florece el espanto (¿dónde no?) allí está el inmenso arsenal donde
todos, sin distinción de colores ni filosofías, podrán ir a beber.
Donde florece
Donde florece
Donde florece el espanto
Poeta,
allí estás:
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Viajeros, oh viajeros,
aunque ustedes lo ignoren (como lo ignoro yo),
aunque ustedes sólo vean los destellos de un
nuevo terror (como lo veo yo),
aquí se está gestando el porvenir; sí,
aquí, todos unidos, mansamente unidos,
apretamos un poco más la tuerca
y escalamos un peldaño de la
«Historia».
Tú también la aprietas,
viajero.
Tú también.
A veces un negro
se lanza de cabeza a un tacho,
hasta sus huesos se convierten
en azúcar.
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A veces un negro
abre las fornallas
y se lanza de cabeza a la caldera.
Ah,
al amanecer,
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De noche los negros. Su larga sonrisa es una sábana castañeteante.
De noche los negros. Sus manos torturadas son garras invisibles, aún
insospechadas.
De noche los negros. ¿Hay tiempo para pensar? ¿Hay tiempo para emitir
un quejido? ¿Hay tiempo para darle coherencia al furor?
De noche los negros. No me preguntes. No me atosigues con patrióticas y
elevadas interrogaciones. No me acoses. Yo sólo deseo una esquina no
vigilada por el guardiero, un plantón invisible. Yo solamente quisiera tirarme
allí, donde los cagajones resecos, y no me preguntes más.
De noche los negros. ¿Conoces tú el significado de la palabra calimbar?
Acaso tu abuelo conjugó ese verbo, uno de los grandes aportes de la lengua
castellana.
De noche los negros. ¿Relatan historias de capiangos, de med-meri? ¿O
adoran secretamente el font-font del contramayoral?
De noche los negros. ¿Se distinguen en el manigual, entre las sombras?
¿No pueden salir corriendo?
De noche los negros. Son fantasmas disciplinados ya por el terror.
De noche los negros. Son el remoto gemido de un tam-tam petrificado por
las experiencias del hiere-pies, por las jaurías y las indigestiones de la
mabinga.
De noche los negros. Dejan de ser negros. Son tristes, no pensativos.
Están fatigados. Desean
descansar.
Ah, ¿pero conoce usted el significado
de la palabra
reenganche?
Ah, ¿pero no ha actualizado usted su vocabulario?
¿No sabe usted, por ejemplo, lo que quiere decir «planchar un campo de
caña»?
¿No sabe usted, por ejemplo, lo que significa «calorizar el encuentro
fraternal»?
¿No sabe usted, por ejemplo, señor arribado de tierras distantes, simpático
mariconzuelo acompañado de su esposa bilingüe y humanista, no conoce
usted el verbo renganchar, el verbo calimbar, el verbo recaptar, o el efecto
de hacer conciencia? Francamente debe usted pasar una escuela, un cursillo
de esos, rápidos y eficaces, donde la calidad revolucionaria se demuestra, ante
todo, pelándose al rape.
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En el cuartel, las rosas.
Las grandes rosas de papel. Miles de manos femeninas y voluntarias han
trabajado esos ásperos carrones. Para no robarle tiempo a la producción, cada
recluta pondrá solamente la dirección de su madre. La rosa lleva un letrero:
aquí en mi puesto, felicidades. Miles de manos amorosas recibirán la tarjeta.
Miles de manos amorosas, ¿olerán la rosa?
Virgen purísima, y a todas estas el gran flamboyán con sus regias corolas
inundando la tarde.
Y a todas ésta tú, cándida, inexistente y gentil, bendiciendo el vacío.
Virgen
ah Virgen.
Ah, virgo de la Virgen.
Ah.
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del gran dirigente,
de recorrido en su Alfa Romeo por los centrales de avanzada.
Manos de recluta (7 pesos al mes por 3 años) limpian el parabrisas de este
magnífico automóvil de factura occidental.
Manos de recluta hacen sucumbir los agresivos tallos a los pies del
distinguido personaje.
Manos de recluta manejan las máquinas que conducen los tallos al central.
Manos de recluta conducen el vehículo (llegó la hora de la despedida) en
el que se aleja el alto personaje.
Manos de recluta (al oscurecer) descienden la bandera.
Voces de recluta gritan: «Campamento atenjó»,
Voces jóvenes y aún fuertes —voces.
Voces increíbles y roncas, potentes —voces.
Manos jóvenes de recluta se tapan la frente.
Saludan.
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Llegamos y no hay nadie esperándonos
ni siquiera para decirnos que regresemos.
No hay nada, sino la orden inacabable,
la resolución a largo plazo,
los carteles donde se nos muestra el futuro
y la gran plantación de caña donde se nos aniquila
el presente.
Llegamos
y aquí están ya los grandes artefactos mecánicos listos para ser
conducidos.
Llegamos
y aquí están ya las inevitables planillas (sexo, edad, nombre del padre,
nombre de la madre, peso, actitud ante el trabajo, inte-gración y conciencia
revolucionaria, conducta, color de los ojos) listas para ser llenadas.
Llegamos
cuando ya era demasiado tarde para dejar de aplaudir.
Llegamos
cuando ya era imposible seleccionar nuestro infierno.
De noche los reclutas. Se tiran almohadas, exhiben sus sexos; juegan a
que no son hombres para poderse manosear recíproca-mente.
Luego, rendidos, se extienden sobre las literas
tan sólo por un rato
y entregan sus sueños a las especulaciones de la Sección
Política.
De noche los reclutas. No tienen color, no tienen deseos, no
tienen pensamientos, ya.
No tienen juventud, ya.
No tienen relucientes ni agresivos instrumentos, ya.
Tienen un cansancio inmenso.
Desean dormir.
Déjalos.
Mira cómo flotamos. Mira cómo nuestros cuerpos se deslizan cual anguilas.
Mira cómo en el fondo se unen nuestros dedos largos. Fuimos al cayo a través
del manglar. Corrimos por entre troncos secos, mosquitos, pantanos, para que
no nos cogiera la noche. Pisamos la tierra que se resentía y supuraba fango. Y
vimos millones de cangrejos, aún pequeños, emergiendo, corriendo asustados
(una muela en alto), integrándose a la costa pantanosa. Al anochecer ya
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estábamos de regreso; pero antes le otorgamos una mirada final al sol, clásica
bola de fuego cayendo tras un palmar en acoso.
De noche.
De noche.
Hay fiesta. Ha llegado mayo con los inevitables y efímeros oropeles de la
primavera tropical (pronto el verano los devorará). Y como estamos al final
de zafra, el amo ha decidido que hoy sea el día tabla. El barullo se inicia en un
rezo, junto al barracón. La negrada está ya reunida a su alrededor. La fiesta
comienza por cantos y batir de palmas. Pero al llegar el amo, el bongó
comienza a retumbar y una pareja sale del corro. Un matungo hace de
bastonero. La pareja empieza a perseguirse en síncopes, tratando de abrazarse
con los cuerpos, pero las notas del bongó vienen siempre a estorbar el
entronque. El ama sonríe por el colmillo. El amo ríe a carcajadas. Todo el
afán de los danzantes está en enlazar alguna parte de su cuerpo menos los
brazos, para esto disparan los muslos, se mueven las cinturas, se encañonan
los bustos, arremolinan las nalgas. Pero las percusiones saltan entre ellos,
haciéndoles retroceder y avanzar sin permitirles lograr su objetivo. Al
comienzo, los movimientos son moderados y las percusiones lentas; pero ya
los bailadores se han emborrachado de música y han perdido el control. Ahora
comienza la verdadera danza. El tam-tam, furioso por el contacto con el
fuego, empieza a retumbar, dominando al bongó. Los negros danzan en torno
a la hoguera deteniéndose ante el guardiero que les moja las bembas. Los
tambores emitan ya un aullido largo y cavernario. Todos, hombres, mujeres,
mulecones, muleconas, se han incorporado a la frenética danza… El amo, el
ama, el mayoral, la contramayorala y los niños, vinieron a ver comenzar la
danza, pero se retiraron pronto.
En qué aguas
se reúnen el que cuenta el terror
y el terror que se cuenta.
En qué abismo furioso perece
la música y el danzante.
Quién es el que interpreta.
Quién es el que padece.
Cuál de los dos es el autor
del trágico mamotreto.
La noche. Y abril estallando con sus infinitos oropeles.
¿Quién define el estruendo de la infatigable
derrota, del alambique infatigable?
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¿El mismo estruendo?
¿El que oye el estruendo?
¿El que padece el estruendo?
¿El que grita y se abrasa?
¿El diluvio o su emocionado cantor?
¿Cuál de los dos gritos llegó a mi
oído?
Virge, Vrgen.
Aquí estoy,
husmeando letrinas, mirando —a la hora del baño—
los divinos y esclavizados cuerpos del momento
y tratando de sacarme un alarido
algo más alto que el estruendo de las duchas
y los ahogados suspiros que emanan de los cansados
y desnudos cuerpos.
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De noche los reclutas. Sólo hay una orden, la de no descansar. Sólo hay
un futuro, el de no descansar. Sólo hay un pasado, el de no recordar.
De noche los negros. ¿Hubo chequeo de emulación intercampamento? De
noche los reclutas. ¿Dónde terminan las transfiguraciones del guardiero? De
noche los negros. Hay un peso inalzable en el sitio donde debieron albergarse
los recuerdos.
De noche los reclutas. Hay una extraña bestia que lanza coces, lenguazos
de fuego, apabullantes sentencias, donde debimos pasearnos esta tarde.
De noche los negros. Son negros, son reclutas, son bestias que giran
violentas y torpes; fatigadas y torpes; hambrientas y torpes; esclavizadas y
torpes.
De noche, ¿son negros? De noche, ¿son reclutas?
Son sombras que estiran su furia sobre un hierro con patas, la cama; son
sombras que extienden su hambre sobre una tabla con patas, la mesa; son
sombras que ahogan sus sueños en un tanque con patas, sus cuerpos.
De noche, de noche,
de noche los negros
de noche, ¿se distingue el color de su piel? ¿se distingue el color de su
angustia?
¿se distingue el color?
De noche, de noche
de noche los reclutas,
¿saben ellos la dimensión de la estafa que padecen?
He aquí que ha llegado el momento en que dos épocas confluyen.
He aquí, otra vez, la vil estación de los ritos y de los sacrificios
en honor a los muertos ilustres.
He aquí otra vez las grandes consignas,
el reventar de la historia.
Y todos fervientes inauguramos las fiestas de las Lupercales.
Mientras, a un costado de la antigua mansión abandonada urgentemente
por sus propietarios asciende de nuevo el olor de la enredadera.
¿Alguien lo siente?
¿Alguien presiente el legendario homenaje que nos lanzan esas flores
mínimas?
¿Alguien que no chille, que no aplauda, oye el antiguo chillido?
¿Alguien que no aplauda, alguien que en este mismo momento no ríe
oye la estruendosa, la perenne carcajada de la tierra?
Pero hay que
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aplaudir
bajar el lomo y aplaudir
levantar la mocha y aplaudir.
Hay que cortar toda la caña sin dejar de aplaudir.
Al son del látigo, loado sea Dios.
Al son de los testículos cloqueantes en medio del cañaveral y el aullido
del guardiero, loado sea Dios.
Al son de las magníficas espuelas que revientan mulas y tu vida, loado sea
Dios.
Al son del bocabajo (ta bueno ya, ta bueno ya, ta bueno ya), loado sea
Dios.
Al son del trapiche que a veces de un tajo nos lleva una mano, loado sea
Dios.
Al son del sudor, al son de la inmensa caldera que oscila, al son de los
tachos que giran, que giran, loado sea Dios.
Al son de los perros que, extremadamente diestros, no supieron traer con
vida el cuerpo del cimarrón, loado sea Dios.
Al son del ahorcado balanceándose a mitad del camino para que sirva de
ejemplo, loado sea Dios.
Al son del zurriagazo y la voluntaria zambullida en la caldera (único acto
voluntario que puede ejecutar un negro esclavo a lo largo de toda su vida)
loado sea Dios.
De noche.
De noche.
De noche.
De noche se celebran los encuentros entre brigadas.
De noche se celebran los juicios populares.
De noche se condena a 30 años a un recluta porque se disparó un tiro en la
pierna
pues ya no resistía.
De noche.
De noche.
¿Alguien siente el desesperado crepitar de la Isla donde millones de
esclavos (ya sin color) arañan la tierra inútilmente?
No hay nada que decir, sino inclinarse y escarbar.
No hay nada que decir sobre la libertad en un sitio donde
todo el mundo tiene el deber de callarse o el derecho a perecer balaceado.
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No hay nada que decir sobre la humanidad donde todo el mundo tiene el
derecho a aplaudir o perecer balaceado.
No hay nada que decir sobre los sagrados principios de la justicia en un
sitio donde todo el mundo tiene el derecho a inclinar su cuerpo esclavo, o
sencillamente, perecer balaceado.
(Qué claro, qué claro está todo: ni grandes frases, ni complicadas
especulaciones filosóficas, ni el poema hermético. Para el terror basta la
sencillez del verso épico: decir).
Ah, pero, ¿ha visitado usted el círculo que forman las casas de vivienda y que
se conoce con el nombre de batey?
¿Visitó usted ya el trapiche, la casa de calderas, la casa de administración,
los almacenes, la gran casa del amo y los árboles de recreo? —los naturales
tenían la Casa de la Tristeza, nosotros la sustituimos por la Casa de
Contratación—. Todo, desde luego, lejos de los barracones, donde no llegue
el hedor.
Ellos marchan en filas, y usted agita la cucharilla en el vaso.
Ellos son mal albergados, son mal alimentados, se bañan, si llega el carro
del agua; apenas si duermen. Y usted agita la cucharilla en el vaso.
Ellos son citados por una orden impostergable. Ellos son pelados al rape;
son envueltos en telas ásperas. Ellos tienen que soportar el calor con esas
telas. Ellos no pueden hablar si no se les autoriza. Y usted agita la cucharilla
en el vaso.
Ellos salen una vez al mes (48 horas de permiso), pero no pueden llegar a
la casa pues el transpone está dedicado al tiro de la caña. Y usted agita la
cucharilla en el vaso.
Ellos padecen plagas colectivas; sin querer se sacan los ojos con las
filosas hojas de la caña; queriendo se cortan las manos para obtener una
licencia. Y usted agita la cucharilla en el vaso.
Ellos beben agua podrida; ellos pierden los dientes; ellos padecen hernias,
y si se niegan a trabajar son sometidos a un consejo de guerra. Y usted agita la
cucharilla en el vaso.
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Para ellos cuando la madre se enferma no hay salida; si muere es posible
que se le concedan 24 horas.
Ellos no sueñan con países lejanos. Ignoran los estilos artísticos, las
categorías de la lujuria y las resonancias de los grandes idiomas.
Ellos no han pensado jamás cruzar el mar. Esperan que al final del mes se
les entregue una cuchilla de afeitar (rusa), unos cordones para las botas
(cubanos), y alguna carta retenida (familiar).
Ellos no esperan. Sus aspiraciones oscilan entre un sombrero y unos
espejuelos.
Ellos.
Ellos.
Ellos.
Ah, poemas; ah, poema. He aquí cómo se fatigan dedos e imágenes y aún
sigo ardiendo.
Ah, poemas; poema.
Cómo otra vez el sol inútil cae sobre la enredadera de la vieja mansión
y todo parece presagiar la llegada del aguacero y de las grandes, secretas,
resonancias.
Y todo parece conminarme para que lo interprete, dando señales de una
legendaria y renovada estafa.
De noche.
De noche.
Se crean, ya, nuevos planes de persecución y reclutamiento. Se analizan,
ya, las deficiencias del terror organizado y se estipulan grandes planes de
desolación a largo plazo.
Ya aquí el infatigable farfullo de semillas y tierras, el olor que asciende,
las fastuosas corolas fluyendo, las literas organizadas, el esplendor de unas
aguas vistas a distancia por entre cuerpos magníficos y esclavizados, y la
maldición que se renueva al levantar un costado del mosquitero.
Ah,
¿pero conoce usted las diversas fases de la fabricación del azúcar?
Quieras o no, aquí te las endilgo:
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b) El jugo delicioso, cantado ya por poetas y narradores, sufre el proceso
de la imbibición, se purifica; llega a las pailas, se agita, bulle, se aprietan las
tuercas, se redoblan los azotes y la vigilancia; se castiga por no haber dado el
corte bien bajo; se exige una arroba más por día.
Y la violencia se encona como un machetazo en la época de las lluvias.
De noche.
De noche.
De noche nuestros huesos piadosamente extendidos, el regalo de la
enredadera (en el recuerdo) y la certeza de que no existen etapas de
transición; la invariable conquista. El sueño.
Hemos creado centenares de leyes represivas. Hemos construido unos 150
campos de concentración. Hemos fusilado a unas 50 mil personas, hemos
desterrado a un millón. Y hemos esclavizado al resto.
¿Alguien se atreve a negarnos la eternidad?
Abril estallando.
Abril estallando.
He aquí que ya se acerca la época de las grandes lluvias, ah queridísimas, y yo
estoy en espera de que me baje la inspiración pues ayer alguien me levantó mi
última camisa blanca.
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He aquí cómo en el crepúsculo el raspar de una olla adquirió resonancias
filosóficas.
He aquí cómo a falta de delirios apelas a los ejercicios gimnásticos. He
aquí cómo un árbol incendió una calle y las hojas en blanco.
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LAS RELACIONES HUMANAS
YA ESTA aquí la primavera. Ya aquí, el escozor que sube, que sube. Ya aquí,
las bofetadas, nuestra cotidiana ración. Y cada vez más lejano, y cada vez más
lejano, aquel sitio, donde palmeras considerables flotaban junto a lirios. Oh,
eso era ver la vida como detrás de un vidrio. Al menos entonces podíamos
señalarla… Ya están aquí los inevitables olores. Y, en el centro del cielo, la
inevitable claridad que desciende, obligándonos a recordar, acosándonos con
emanaciones y centelleos. Como una insólita anacronía, el primer aguacero
desciende sobre ciudades atestadas e histéricas.
¿Seguiré
aullando por entre alcantarillas
y amenazas?
¿o
sencillamente depositaré el cigarro y continuaré la siempre interrumpida
lectura?
¿Me detendré en el tiempo (cuál, cuál)? O aceptaré la nueva bocanada de
injurias, los nuevos ritos bárbaros?
Y todo
en nombre del progreso de las ciudades. Y todo en nombre de la revolución
perenne y de las nuevas conquistas.
Mr. Reeves
era un negrero arruinado que se metió a vagabundo. Llegó a las costas de
Brasil a mediados de 1800. Allí descubrió que sus hijos con buenos
ejemplares africanos salían de una extraordinaria belleza y que los ricos
brasileños se los disputaban. Desde entonces tuvo cuantos hijos pudo con
negras, especialmente dahomellanas —las más fuertes y esbeltas—. Los
vendió y fundó un gran criadero. Cuando hubo construido el gran vivero
comenzó a hacer experimentos de cruces. Logró especies exquisitas y
rarísimas de las que salían ejemplares que le pagaban a precio de oro, todos
eran hijos suyos. En su establecimiento tenía escuelas y preparaba la prole
para distintos oficios. Criaba caleseros, doncellas, huríes, apolos, bailarinas,
eunucos, magos, y todo lo que le pedían. Las grandes damas del Brasil iban
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allí a buscar favoritos. La gente decía, en burla, que también criaba monjas. A
Mr. Reeves le llamaban el Patriarca.
Ya aquí, el lujoso espectáculo del crepúsculo tropical. América para los
que sueñan… Ya aquí, las sucesivas fanfarrias, los nuevos embaucadores y
los invariables estandartes de la infamia. El mar, el bullicioso estruendo de las
aguas violentas; y en las mañanas (rocío, rocío) el hedor de un caballo muerto
también es un testimonio de la primavera.
El hombre
rubio se estableció en las costas occidentales de África. Allí, traficando
con los negros, se hizo señor. Para efectuar la trata construyó (luego) una
ciudad de madera sobre el agua. Y para él, un palacio. Su mujer era
extremadamente celosa. Si alguna de las esclavas domésticas le parecía
hermosa le hacía meter el rostro en agua hirviendo, o le cortaba la nariz; si era
excesivamente bella, la degollaba. Obligaba a todas las esclavas a llevar el
vientre desnudo para descubrir de inmediato si alguna salía en estado (en el
palacio el único hombre era su marido). Un día enterró viva una niña a quien
su marido le había otorgado una sonrisa. Con el tiempo los celos fueron
aumentando. Para que sus esclavas jóvenes no pudieran ver a su esposo, les
hizo sacar los ojos a todas. Para la atención íntima del marido dispuso sólo de
eunucos. Cien mujeres que a ella le parecían sospechosas a pesar de estar
ciegas y con un seno cortado, fueron emparedadas vivas contra un gigantesco
baobab. Sus recelos se saciaban. Todas las tardes hacía desfilar freme a ella a
las esclavas y les palpaba el vientre. Sí alguna había engrosado una pulgada
era degollada al oscurecer. También lleva con rigurosa puntualidad las fechas
de sus menstruaciones; si alguna se retardaba un día le atravesaba el vientre
con una larga daga. Ella misma realizaba la inspección de la matriz. Sus celos
se hicieron extensivos hasta los eunucos; a todos los jóvenes les sacó los ojos.
A uno de rasgos imprecisos y excesivamente delicado lo amarró a un extremo
de una vara y lo sumergió en el foso de los cocodrilos. Un día, a la hora de la
comida, la más antigua sirvienta, desde luego ciega, rozó inconscientemente
el brazo del amo. La esposa tomó un cuchillo y se lo enterró en el cuello a la
esclava mientras la trataba a gritos de traidora. La mujer, con el cuchillo
dentro, aún suplicaba y bramaba, y como el señor, fastidiado por tanto ruido a
la hora de la comida, le ordenó a su mujer que la dejara en paz, la esposa le
cercenó la cabeza de un tajo a la antigua y fiel sirvienta. Finalmente
retomaron la comida. Por las noches, el amo y su mujer se encerraban en la
cámara nupcial. El amo saboreaba algunas frutas de la región. Ella realizaba
el minucioso tanteo. Investigaba todo el cuerpo del hombre para ver si
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descubría alguna caricia no otorgada por ella misma. Lo olía resollando,
sopesaba los testículos; y en el momento de la eyaculación, que ella
provocaba tras esfuerzos heroicos, sacaba, rápido, el instrumento de su cuerpo
y comprobaba si la cantidad de semen (derramada sobre la palma de sus
manos) era la acostumbrada. El marido, indiferente y somnoliento, se dejaba
hacer. Luego se retiraba y pasaba el resto de la noche en una de las hamacas
del jardín. Desde la alta habitación, la mujer vigilaba. Sin embargo, a pesar de
toda sus disposiciones y medidas, el pesar de las meticulosas inspecciones, de
los incesantes degollamientos, un día descubrió, bajo un plantón, el cuerpo de
su marido enredado al cuerpo de una esclava ciega. Por un instante la mujer
pensó que aquello era imposible. Aullando se abalanzó sobre los cuerpos que
se retorcían, separó a la esclava y la arrastró hasta el patio. La amarró a un
poste y metódicamente le fue taladrando el cuerpo con un hierro candente. Al
llegar al sexo empujó con tal violencia que la esclava emitió un aullido que
hasta el fondo del palacio se estremeció, y los eunucos encargados de
mantener vivas las brasas echaron a correr —el ama se encargó luego de que
todos ellos, voluntariamente, se tiraran al foso de los cocodrilos—. Ese
mismo día llevó el cuerpo de la muerta al río, lo cortó en varias bandas, lo
lavó y lo hizo transportar hasta la despensa de la cocina. Por varias semanas
hizo servir a la mesa la carne adobada de aquella esclava, acompañada con
vinos y manjares exquisitos. El último día del festín le dijo a su marido:
«Durante este tiempo la carne que hemos comido ha sido la de tu amante». El
marido la miró, se mesó la barba, y se limpió los dientes con un palillo de
ébano. Luego se retiró a descansar a una de las hamacas del jardín. Esa noche
la mujer descubrió (o confirmó un antiguo temor) que aquel hombre la haría
enloquecer, y que por mucho que lo sometiese o utilizase, él estaría siempre
libre y distante, en otro mundo o en ninguno. Con una gran navaja se arrastró
gimiendo por entre los árboles del jardín. Llegó hasta la hamaca, y cuando
levantó el arma para clavársela allí, allí donde noche tras noche realizase el
tanteo el hombre la miró invariable y se limitó a desabrocharse la bragueta.
La mujer, dando un salto viró el arma y se rascó varias veces el interior del
estómago. Aún resoplando cayó hacia adelante, rozando casi la hamaca donde
el hombre rubio ya se había zafado el último botón.
¿Escribes desde una ventana?
¿Miras a la ciudad amparado Iras unos espejuelos oscuros?
¿Oíste ayer el divertimento en re-menor (Mozart)
insólitamente bien ejecutado por la Orquesta de
Cámara de la Filarmónica de la R. S. S. de Lituania?
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¿Te gusta entonces el mar?
Ah,
después del aguacero qué gusto pasearse bajo los árboles, qué agradable
aprisionar las hojas olorosas y húmedas. ¿No es entonces cuando acude la
visión lejana de un castillo? ¿No es entonces cuando tu mezquina, tu
miserable infancia, adquiere las proporciones de un caserón inexistente en
cuyos canales golpean las leyendas mientras la lluvia estalla en los higuillos y
en los mayales florecidos?
Cruzan los insólitos jinetes por el inmenso jardín en lluvias
(dentro se muerden higos, se cascan nueces y avellanas).
Vienen las familias sobre eufóricas carreras bajo la lluvia (dentro se
entierran botellas, retumba el enyaguado).
Salen los querequeteses nublando un horizonte de lluvias
(dentro se abren armarios, se alargan mesas, se despliegan
candiles, danzan los duendes).
Hay nieve.
Hay nieve.
y un chorro de agua azul
que corre, que se desliza casi impasible,
que se detiene ya junto al pequeño montículo
de los ítamorreales.
Por la arboleda vienen cantando las mujeres.
El
teniente Benito es el jefe de una brigada. La brigada de Benito es la mejor
brigada del campamento. Tiene Benito 26 años, una pistola, el pelo lacio, y
300 reclutas bajo su mando; y un sanitario. El sanitario también es recluta. El
sanitario es muy delicado, aun cuando se trata de acogerse a los ademanes y al
vocabulario de la tropa. Benito mira al sanitario cuando sospecha que nadie lo
mira. Benito se rasca los testículos cuando el sanitario lo mira. Benito le
impone al sanitario tareas realmente excesivas que sólo alguien habituado a la
sumisión y al perpetuo espanto sería capaz de cumplir. Benito, desde luego,
quisiera templarse al sanitario, pero se niega (rotundo) a aceptar esta idea. El
sanitario, desde luego, quisiera que Benito se lo templase, pero ni siquiera se
atreve a pensar que esto pudiese ser posible. Una noche se realizaba el
chequeo de emulación inter-campamentos. En el campamento de Benito había
fiesta. El campamento de Benito había ganado el primer lugar en todo el
cuerpo del ejército de Occidente. Hubo discursos, entrega de banderas,
personajes distinguidos, aplausos, himnos, tocados por la banda militar y, al
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final, un tanque de cerveza. Benito le ordenó al sanitario que repartiese la
cerveza. Entre los personajes distinguidos había un hombre joven, de
ademanes desenvueltos, de sonrisa juguetona, y además un gran bebedor de
cerveza que simpatizó con el sanitario y, por lo tanto, logró situarse muy
cerca del tanque. Benito observaba el asunto. El sanitario sumergía sus largas
manos en el agua helada, sacaba una cerveza y se la ofrecía al risueño
personaje. Benito le ordenó al sanitario que abriese varias docenas de
cervezas para ofrecérselas a un grupo de camaradas tenientes; el sanitario las
abrió en un parpadear, inmediatamente abrió otra para el risueño personaje.
Benito le ordenó entonces al sanitario que limpiase las mesas, labor que éste
hizo con una velocidad inaudita; y al momento estaba otra vez ofreciéndole
una cerveza al simpático personaje. Benito le ordenó entonces al sanitario que
trasladase todo un tendido de bombillos hacía el otro extremo del
campamento. Como una exhalación el sanitario cumplió la orden y regresó a
su puesto, junto al tanque y al personaje. Benito entonces le ordenó al
sanitario que dejara ya de servir y que se retirase a descansar. El sanitario se
hizo el desentendido. Benito reiteró la orden. El sanitario la rechazó alegando
que no estaba cansado. Benito sacó el revólver y descerrajó cinco tiros en la
cabeza del sanitario… En el consejo de guerra este caso fue tratado como
insubordinación de primera categoría. El teniente Benito fue absuelto.
Después del aguacero
después del aguacero
la tierra satisfecha y lavada resuella
apacible.
Después.
Después.
Me iré.
El invariable estruendo del mar, única oración que santificará el horizonte.
Un grupo de cangrejos agitan trompetas, corazas y resuellos violetas mientras
que en la mesa de hierro la carta, impecablemente mecanografiada, nos da
testimonios de un funeral. El Gran Almirante, hechizado, contemplaba una
estatuilla de la Victoria de Samotracia (discretamente, discretamente). Y por
las alcantarillas se deslizaron los dientes de un peine junto a bolígrafos sin
repuestos, flores y descascaradas asas de orinales y bandejas falsamente
japonesas. Se disuelve el pinar; sobre la invariable bóveda del follaje el pájaro
que se asfixia dio testimonio de las diversas conjunciones (todas horribles).
Ah mortal, ah mortal. Tras los cristales de la alta mansión en ruinas se
observa el trajinar de los murciélagos que toman precauciones contra el
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crepúsculo. El relámpago, la gente que se apresura a tomar ómnibus y aceras.
Agotada la edición del Granma, el rostro del último héroe es violentamente
traspasado por los goterones.
Hay músicas, hay músicas (se oyen sus gritos).
y en el patio de la casa relucen las piedras diminutas.
La nave y los cielos violetas se corrompen ante la presencia de un
hombre agachado.
Motores, y el ta ta ta, incesante.
En la pequeña cabina telefónica (500 km de la ciudad más cercana) el
espléndido recluta extiende sus muslos y juega con el auricular luego de haber
clausurado las persianas.
(Yo, dentro, lo observo).
Al anochecer, las emanaciones de los yerbicídas y la oración del torrente
ultrajada a veces por la conversación de los cocineros. (Las lentas, las
incesantes y desesperadas migraciones)
—para qué, para qué.
Y la avioneta contra el manglar. Hormigas con alas, hormigas con alas, y un
nuevo testimonio de la infamia en apariencia de rosa sobre una leyenda de
felicitación.
Alguien toca.
Alguien toca.
Me voy.
Me voy disolviendo.
Me voy desvaneciendo.
Me voy evaporando.
Me voy muriendo.
Me voy callando.
Me voy gritando.
Me voy engarrotando.
Me voy reventando
sin haber visto el reventar
de esta tierra de muchos truenos
y rayos.
El ta ta ta, el ta ta ta, el ta ta ta,
incesante.
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7
ÚNICAMENTE, ÚNICA
MENTE
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dicen tienes que hacerte trabajador agrícola,
que le ordenan tienes que convertirte en militar,
que se le ordena vivir bajo la servidumbre y
la miseria
sin siquiera tener el consuelo de expresar
su desesperación.
Todo, todo se puede esperar de esta juventud.
Atravesaremos la ciudad devastada.
Atravesaremos la ciudad en ruinas.
Atravesaremos la ciudad en perenne erosión,
y no miraremos las vidrieras vacías y
no nos entretendremos en las colas inacabables
y no miraremos los grandes insultos que devoran
los polvorientos ventanales;
no miraremos a ese hombre que humillado y
hambriento
cruza silencioso y enfurecido la calle;
no miraremos la gente que se agolpa frente a un
establecimiento
donde posiblemente venderán refrescos de albaricoque
dentro de
7 horas.
Nada miraremos, sino que seguiremos por la ciudad
en constante derrumbe y únicamente nos detendremos
frente al mar.
Únicamente frente al mar abriremos los ojos.
Únicamente frente al mar respiraremos un instante
(ni siquiera se vislumbra el estímulo de una
esperanza colérica).
Únicamente.
Única
mente.
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PEQUEÑO PRETEXTO PARA UNA
MONÓTONA DESCARGA
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LA MONÓTONA DESCARGA
HABLAR de la historia
es hablar de nuestra propia mierda
almacenada en distintas letrinas.
—Manos esclavas conducen los camiones por d terraplén polvoriento.
Hablar de la historia
es entrar en un espacio cerrado
y vernos a nosotros mismos
con trajes más ridículos, quizá,
pero apresados por las mismas furias
y las mismas mezquindades.
—Manos esclavas labran cruces, cetros, cofas, gallardetes y curañas; hacen
funcionar las palancas.
Hablar de la historia
es abandonar momentáneamente nuestro obligatorio silencio para decir (sin
olvidar las fechas) lo que entonces no pudieron decir los que padecieron el
obligatorio silencio.
Para decir ahora lo que ya es inútil.
—Manos esclavas sacan oro, mueven trapiches, construyen puentes, fosas
y carreteras, estrangulan y aplauden.
Hablar de la historia es reconstruir cachiporras, medallas oxidadas, restos
de barcos y leyendas, épicas traiciones, fragmentos de heroes y pueblos
devastados; y luego del fatigoso trabajo, tirarlo todo donde yacen nuestras
cachiporras, medallas, restos de barcos y leyendas, épicas traiciones,
fragmentos de héroes y pueblos devastados.
—Manos esclavas lustran la esfera.
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«GRANDIOSO» FINALE
OH, pero qué maricona más pesimista, dirá el actualizado burgués (aferrado a
un sillón de mimbre que se derrumba) captado por las optimistas consignas
ocasionales del marxista que sabe que sin la santa fe del cretino no podría
engullirse a tiempo la tierra, antes que estalle
Pero
yo
Veo un continente de indios esclavizados y hambrientos, reventando en
las minas o en el fondo del mar.
(Afuera estalla el aguacero y los invasores cruzan el do aferrados a
bamboleantes criznejas.)
Pero
yo
Veo tres millones de negros esclavizados y hambrientos, extendiendo el
cañaveral a los pies del amo.
(Afuera llueve y una gran nave pirata recala en el puerco.)
Pero
yo
Veo un ejército de adolescentes esclavizados y hambrientos, arañando la
tierra.
(Lluvias. Y la flota soviética que arriba en «visita amistosa»).
Qué querías que te dijese, de qué quieres que te hable.
De qué puedo hablarte,
dime
de qué otra cosa puedo
hablarte
sin que merezca que me arranquen la lengua
por traidor.
Dime
¿Salvaste el tesoro del Tatarrax?
¿Has visto de cerca el rostro de los héroes?
¿Serías capaz de olvidar las sucesivas humillaciones
sobre las que apacientas tu futuro?
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O
¿es que aún confías en el edificante hedor de los
cadáveres?
Veo manos esclavas agitándose siempre
en la fija tiniebla del tiempo.
Tararí,
He aquí la trompeta
tocada por respetables señores
cuya inocencia y seriedad
la testifican la carencia de alas, el vientre
prominente y el padecer de
hemorroides.
Tararí,
He aquí la corneta
tocada no por tritones ni por animales de
17 lenguas fulminantes,
sino por espléndidas máquinas
que saben transformar la energía solar
y aprovechar los residuos del bagazo.
Tararí,
He aquí el pitazo, el cornetazo,
el badajazo descomunal. He aquí el golpe orquestal
inapelable, el ronco bramar, el mecanizado
chillido,
la insolente llamada.
La siempre renovada y potente,
la actualizada
la electrificada
la patriotizada
la legendaria
la esclavizante
la incesante
la ineludible llamada.
—el golpe de gracia.
Vamos.
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INTRODUCCIÓN DEL SÍMBOLO DE LA FE
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en las costas usurpadas de metralla,
en la caligrafía de los delincuentes,
y en el insustancial delirio de una conga.
Sé
que hay un torrente de ofensas aún guardadas
y arsenales de armas estratégicas,
que hay palabras malditas, que hay prisiones
y que en ningún sitio está el árbol que no existe.
Pero
te seguimos buscando, árbol,
en las madrugadas de cola para el pan
y en las noches de cola para el sueño.
Te seguimos buscando, sueño,
en las contradicciones de la historia
en los silbidos de las perseguidoras
y en las paredes atestadas de blasfemias.
Sé
que no hallaremos tiempo
que no hay tiempo ya para gritar,
que nos falla la memoria,
que olvidamos el poema, que, aturdidos,
acudimos a la última llamada
(el agua, la cola del cigarro).
Pero
te seguimos buscando, tiempo,
en nuestro obligatorio concurrir a mítines,
funerales y triunfos oficiales,
y en las interminables jornadas en el campo.
Te seguimos buscando, palabra,
por sobre la charla de las cacatúas
y el que vendió su voz por un paseo,
por sobre el cobarde que reconoce el llanto
pero tiene familias… y horas de recreo.
Te seguimos trabajando, poema,
por sobre la histeria de las multitudes
y tras la consigna de los altavoces,
más allá del ficticio esplendor y las promesas.
Que es ridículo invocar la dicha
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que no existe «la tierra tan deseada»
que no hallarán calma nuestras furias.
Todo eso lo sé.
Pero te seguimos buscando, dicha,
en la memoria de un gran latigazo
y tras el escozor de la última patada.
Te seguirnos buscando, tierra,
en el fatigado ademán de nuestros padres
y en el obligatorio trotar de nuestras piernas.
Te seguimos buscando, calma,
en el infinito gravitar de nuestras furias
en el sitio donde confluyen nuestros huesos
en los mosquitos que comparten nuestros cuerpos
en el acoso por sueños y aceras
en el aullido del mar
en el sabor que perdieron los helados
en el olor del galán de noche
en las ideas convertidas en interjecciones ahogadas
en las noches de abstinencia
en la lujuria elemental
en el hambre de ayer que hoy hambrientos condenados
en la pasada humillación que hoy humillados denunciamos.
En la censura de ayer que hoy amordazados señalamos
en el día que estalla
en los épicos suicidios
en el timo colectivo
en el chantaje internacional
en el pueril aplauso de las multitudes
en el reventar de cuerpos contra el muro
en las mañanas ametralladas
en la perenne infamia
en el ímpublicable ademán de los adolescentes
en nuestra voracidad impostergable
en el insolente estruendo de la primavera
en la ausencia de Dios
en la soledad perpetua
y en el desesperado rodar hacía la muerte
te seguimos buscando
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te seguimos
te seguimos.
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II
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Si hace buen tiempo
tomaremos el tranvía de las serpentinas
esperaremos el pequeño coche oscuro
que se desliza veloz entre las hojas.
Si hace buen tiempo
nos llegaremos hasta la esquina
y allí aguardaremos un ómnibus vacío
(no importa a qué sitio, no importa cuánto demore).
Nos sentaremos en el último asiento
y por los cristales
miraremos el mundo girando.
El mundo inundado
el mundo como una inquieta rueda verde
golpeando con sus ramas
nuestra casa fugaz y de cristales.
Oye:
Si hace buen tiempo
(las uñas bien cortadas)
es que alguien llama,
es que la hora de las presentaciones ha llegado,
es que ha llegado el tiempo de visitar lejanos parientes
que la distan da, el poco trato,
han vuelto memorables, queridos,
casi hermosos.
Lagos,
inmensas extensiones onduladas y azules,
explanadas sin fin donde un lirio puede señalar la extinción de un
país
o el comienzo de otra era geológica
—Aquí estalló una bomba.
Si alguien nos mira
esgrimiremos labios extendidos,
misteriosas señales con el índice,
misteriosas sonrisas.
Y un poco más allá, amparadas por la lejanía,
las vastas copas,
los alargados penachos de las palmas
fluyendo sobre troncos blancos.
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Donde en la tarde, un pájaro.
Donde en la tarde, un pájaro.
Su canto es claro y brillante,
oloroso, diríamos,
como los pinos después del aguacero.
Su canto resuena entre las hojas
y es alto, constante, solo, sonoro como un golpe
dado en lo profundo.
Si corremos por la avenida,
si de pronto pasamos
su canto inundará los colores
estallará único, y breve, y hechizante.
Y entonces ya no hay por qué hablar.
Y entonces ya no hay por qué seguir preguntando.
Si hace buen tiempo
navegar sobre árboles inundados.
Sin mucho estruendo descender por las aguas
(Allá, allá)
y tocar rezumantes canales de techos inexistentes.
La Gran Casa
alta, ligeramente encorvada
vista tras los cristales del viaje,
tras el apresuramiento del viaje,
tras el diluvio y la rapidez del viaje.
Entonces sí lucirá hermosa.
Entonces si querremos descender.
abrir, gritar,
(aquí, aquí)
mirando el techo enorme que gira.
Mirándonos girar bajo el gran techo.
Pero no te detengas.
Nadie puede detenerse ya.
Nadie puede detenerse nunca.
(La sabiduría no está en saber empuñar
sino en saber deshacernos de lo que quizás hubiera sido un
consuelo o nos hubiese aferrado a la costumbre de una grata
maldición).
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Con tus desteñidos colores de siempre, remendados, gastados,
bien almidonados.
no te detengas.
Con la misma forma triste de elegir y despreciar, de investigar; no
te detengas.
Con la certeza de que ni aquí ni allá ni en ningún sitio, pero
sigue, pero
sigue.
Ah, si alguna vez dijeras voy a empezar.
Si tan solo te propusieras empezar.
Si tan sólo intentaras levantarte.
Si cuando, como sucede siempre, el resplandor del día
comienza a inundar persianas y sueños
intentarás ponerte de píe.
Dar un golpe, un grito,
un aullido único, breve,
pero tuyo.
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Que se oiga tu estallido siempre.
Que tu estallido se integre, se instale
en el tiempo.
Y sea
un chillido más en el aborrecible concierto.
Y sea
otro fijo chisporroteo en la paila bullente de siempre.
Y sea
una alimaña más, plenamente instalada, regiamente equipada
para la travesía y las estancias
—para el viaje—
por la sucesiva y candente explanada de siempre.
Pálidos niños,
apenas guarnecidos de telas desteñidas.
Equilibristas de todos los tiempos extendiendo sus amplias
sonrisas en los aeropuertos internacionales
(Kundri, la bruja, señala prometedora hacia el umbral).
Fugaces canciones,
fugaz estruendo de color y luz:
La ciudad. Puta en llamas, puta mil veces ofendida. Puta
recogiéndose sobre sus escorias húmedas:
La ciudad.
Reclínate.
No mires aquel costado donde el humo abofetea siempre
los umbrales del futuro abyecto,
del presente abyecto,
del abyecto pasado.
Reclínate.
Aquí están las grandes hojas girando
Aquí están las olas, suaves, altas, silenciosas
(hay un cristal entre tú y ellas)
deshaciéndose.
Aquí, la gran extensión,
los traficantes de regio uniforme,
los niños que se acercan,
exhiben gestos elocuentes
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exhiben alarmantes posiciones
exhiben, a veces, una cabellera
desproporcionada a sus ambiciones.
Exhiben, típicas figuras del
infierno, una juventud que se corrompe inútil y rápida.
Todos agitan sus manos más allá del cristal,
todos, especialistas en el arte de atizarnos el corazón,
emiten señales, se pierden entre tambores y aullidos.
Oh, dios,
estás frío y perplejo ante una muchedumbre
que se contorsiona
que danza, que bufa babeante tan sólo porque han sido renovados
los nombres de sus estafadores.
Oh, dios,
estás postergado y silencioso,
estás muerto y vejado
por esa muchedumbre enardecida que danza
más allá de los troncos blancos.
Oh, dios,
estás resplandeciente y altivo, cruel e impasible,
(como siempre)
sobre el precipicio, mirándonos caer.
Estás alto y blanco e inasible,
soltando la gran carcajada de siempre,
mirándonos caer,
mirándonos caer.
Hace buen tiempo
Hace buen tiempo.
Estamos enfermos.
Estamos siempre al borde de la última catástrofe
la definitiva.
No.
Estamos más allá de todas las catástrofes
de los crepúsculos espectaculares,
de la «insólita primavera».
Estamos más allá de Jos encuentros imprevisibles
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y de las grandes teorías de metas y consumos.
Estamos muertos.
(Todos estamos muertos).
Nuestros huesos, irrescatables y cloqueantes,
fluyen, se abren paso entre los huesos.
Estamos muertos.
(Todos estamos muertos.) Nuestros huesos, innumerables y
brillantes, avanzan correctamente pulidos, casi solemnes, por la
carretera de los huesos. Estamos muertos.
(Todos estamos muertos).
Y nuestro perenne aullido de muerto
se prolonga sin tiempo
por la carretera
de los muertos.
Hace buen tiempo.
Hace buen tiempo.
Si alzas la ventanilla, el aire, contaminado de buenas
intenciones
inundará también nuestro privado recinto
y entonces, ¿quién quedará para contar?
Si alzas un momento los cristales
te consumirás en el acto
electrocutada por tanto amor oficial,
y por el aliento de todos los inspectores de la dicha.
Reclina la cabeza,
ajusta las manos en el cuello,
ver pasar, ver pasar.
La fiebre sube. La verdadera pesadilla
es proporcionada por estas curvas magistrales
tomadas perfectamente a insólitas velocidades.
La verdadera pesadilla culmina cuando, con un solo
golpe de vista,
dominas todo un palmar batiendo en la profunda llanura.
Mire usted
yo soy solo. Yo vivo solo. Yo tengo un cuarto de paredes
blancas, de paredes fijas. Yo tengo un balcón y un árbol
(trabajo me ha costado mantenerlos).
Por la noche los perros interfieren el ta ta ta de las musas
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divinas, ya en extinción.
Por el día, un desafío de ollas, de cascos que se agitan,
de latas, de piafantes maestras voluntarias,
de esbirros disfrazados de bañistas,
de bocinas con altoparlantes
me impelen a tomar el artefacto.
Mire usted.
Yo habito el sitio justo del espanto
por mí pasa el intersticio de las furias
aquí converge la tos con el ladrido.
aquí se interrumpe el mar por el lechero
y como hay racionamiento, las gallinas acabaron con el
césped.
¡No camines por allí, te cagarías!
Ah, ¿pero puede haber algo más
normal?
Hasta el pánico nocturno ya se aleja
intoxicado de marchas militares.
La fiebre baja. Hay que levantarse.
Hay que tirarse encima de lo que sea. Tomar el trapeador. Tomar
la escoba; ahuyentar al gato que ahora aúlla, inminente y
aborrecible como un niño. Ahuyenta al gato, enfrenta las arañas,
los mosquitos. Con una mano bate el viento con la otra moviliza
alimañas con la otra descarga la palanca con la otra conjura
cucarachas con ésta sujeta el bastidor con aquélla cierra la
persiana mientras que con ésta romas el papel con la otra frotas las
rodillas y con ésta te tapas hasta el cuello con la otra colocas bien
el libro con la otra discurres hasta el vientre con la otra acercas
una silla pero con ésa te quedas aguardando.
Hace buen tiempo.
Hace buen tiempo.
Déjame en paz
no toques a esta hora
no me llames
no insistas no pretendas volver
no vengas
más.
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Hay que aniquilar las posibilidades de la calma.
Hay que rechazar siempre, sin treguas, eliminando.
Deja la llave.
No te preocupes por sacudir los libros,
si llego tarde o con quién ando,
si en mi infierno ocupas algún sitio.
Ah, no me menciones, no intentes regresar.
No pretendas asestarme una ofensa memorable.
Porque no existe nada, óyeme, porque no vamos jamás a ningún
sitio.
Porque no me importa ya.
Porque no estamos.
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Buen tiempo.
Buen tiempo.
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Ja Ja: ¿Y qué?
Sé inteligente
Sé discreto y cordial
Sé brutal y cortés
(Una mano en el bolsillo puede
salvar el gesto equívoco)
Te abalanzas
Te embisten
Sé resuelto y atento y ligeramente torpe (todo a la vez)
Y no te apresures a huir.
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brama y se agita y abruptamente hace cambiar de posición
las piernas.
Si es la niña joven, la «hija de papá», debo hacerme el galante «a
pesar de mi orgullo»; debo demostrar que, aunque 10 lamento, no
puedo más; me humillo, toro enjaulado, cabro mayor cogido por
los cuernos; y comparto su refresco de limón.
Me brindaré estofado, al pincho,
en casaca militar, grasiento,
discretamente estudioso,
indeciso ante las definiciones.
Sobre todo que alguien pueda hacer
un chiste a causa de mi forma de bailar.
¿No te asfixias?
¿No sientes que sería absolutamente justo
caerle a trompadas a la luna?
¿No encuentras agrio el dulce?
¿No imaginas magnífico el hallazgo de
una lagartija en el pastel?
Dime,
¿Cómo puedes vivir?
¿Cómo te las arreglas tú, él, todos,
para guar así,
pálidos, etéreos, perfumados y suaves,
escoria con escoria,
tan risueños?
Entro. Salgo. Discretamente la mano en el bolsillo
tal como dijiste.
Entro: Sonrío. Doy tiempo a que se instalen,
que inicien el festín.
Dejo que alguien juzgue al cielo con observaciones
previsibles.
Me alejo. Camino hasta el balcón. Toco una reja. Ya
me marcho.
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la taza entre los
dedos?
En el portal
las aves disecadas sobre el simulado
césped.
Por las tardes
Los niños suelen meter los ojos por las
rejas.
Y mirar:
Es un cisne es
un pato de agua es
un ave de verdad
dicen.
Investido ya de sucesivos espantos
tomo la corona, tomo el primer atajo.
Entro, llego, me marcho.
Aquí el portal, las amarillentas
figuras.
Los pinos rígidos (son de importación)
sumidos en la paciente (eterna) espera de la nieve.
Aquí el sol.
Digo culo, y es como si dijera
buenas tardes.
Digo coño, y es como si reafirmase
amo la música.
Digo Dios, y es como si anunciara
ya me marcho.
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b) cuándo murió y
c) qué dicen que dijo.
Y de pronto se encuentra con alguien
que se preocupa más por saber
qué hacer
para que luego
digan algo de
nosotros.
Entonces: qué.
Si el juego pudiese absorbemos totalmente.
Si la estupidez guarnecida de maletines negros y chapas oficiales
más la cola de tres horas en el comedor colectivo hubiesen sido
suficiente.
(A otros les basta, estoy seguro).
Las lomas son altas y grises y se juntan contra un
cielo gris. Los árboles son chatos; extienden sus
gajos mustios como apenados de estar aún
presentes (fueron tantas las talas oficiales) y
brindan un poco de sombra discretamente. Las
casas se agachan rígidas. La misericordia,
taimada, florece sólo en la humedad del
recipiente hediondo que alguien puso en la jaula.
El paisaje no permite imaginar que exista el mar.
Al regreso (porque para confirmar el espanto se impone siempre
un regreso) él ya no está. De lo que sucedió, el dose, la expulsión,
logré enterarme tras moderadas y sagaces investigaciones.
Me voy.
Ya es tarde. Hubo aplausos.
Y preguntas (quizás porque la
dirección así lo impuso).
Alguien confundió a Cervantes con un
músico.
Hubo risas.
Me voy.
Uno mira esas lomas fijas
que reverberan bajo un cielo fijo.
Uno mira esas casas chatas
que se agachan bajo un cielo fijo.
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Uno ve cómo las dos extensiones grises
se van cerrando en la distancia. Terminan
por unirse.
Allá, donde vuelan las auras, es posible que caiga un
aguacero.
A quién gritar.
A quién decir que no y ser oídos.
Qué nueva estatua se habrá de conmover
cuando el viajero, cansado, polvoriento,
(el clásico viajero)
la abrace dando gritos y clamando[8].
El resplandor de la tarde
cae en el asiento delantero.
Los árboles extienden sus gajos abochornados
y aguardando.
La mano asciende hasta los labios para evitar la entrada de la
tierra.
Oíganlas ustedes:
Dicen que por las noches
sale a degollar gatos en los patios ajenos.
Dicen que por la noches se sienta desnudo en el balcón
y mira al cielo.
Dicen que la vista de la luna le causa resoplidos, estornudos,
evidentes convulsiones.
Dicen que por las noches instala eficaces trampas,
redes invisibles, huecos en el aire capaces de precipitar al más
seguro, ese que ostenta un carné del Partido.
Dicen que por las noches se viste de azul y se va hacia donde
gira la rueda luminosa.
Que se viste de blanco, dicen.
Que es un demonio, dicen.
Que sólo su presencia corrompe, que algunas calles se han
encorvado
gracias al maleficio de su mirada.
Que lo vigilan, dicen.
Que de un momento a otro lo van a fulminar, dicen.
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Dicen
que lo han visto buscar algo extraviado en el pinar cercano.
Que no se peina, dicen. Que usa pelucas, dicen, que no come,
dicen.
Que es terriblemente cruel y que su rostro varía de acuerdo al
rigor de las estaciones.
Dicen que por las noches sale a robar a la tintorería cercana.
Dicen que por las noches envenena a los perros,
tira cubos de agua hirviendo al patio,
rompe un bombillo,
lanza una piedra a la casa de enfrente.
Que no tiene padres, dicen.
Que no trabaja, dicen.
Que sólo se entiende con el mar, dicen.
Que no es un ser humano, dicen.
Continuamos.
Esta noche al pasar como siempre por el puente polvoriento que
da al campo de trabajo he visto, al fondo de las ceibas, mi sombra
degollándose. Esta noche, al escuchar de nuevo el estrépito de las
aguas sucias —las botas resecas molestaban—, he oído el chillido
de alguien por sobre los techos infestados de terror. He sentido un
cansancio tan grande, un deseo tan grande de ya, de ya… Esta
noche, al mirar mis manos, al palpar mi rostro, al escuchar el
vocerío de los otros acercándose, he creído ver —he visto— el
insobornable espanto que rige todos nuestros gestos, aún los
aparentemente más libres o despiadados.
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Ah, si al menos pudiese estar uno siempre reventando. Si tan
sólo ese consuelo tuviera uno siempre. Si el degollamiento
antecediese al degollamiento o fuese el epílogo de otro
degollamiento interminable. Si todo fuese un perenne degollarse.
Ah, si al menos continuamente sintiese el filo traspasando, y el
chorro de sangre hirviente continuamente bañara el horizonte.
Entonces no tendría que verme allá, inclinado sobre el resplandor,
casi paciente, casi convencido, haciendo como que escucho la voz
del más cercano y pensando la hora del almuerzo se aproxima.
Dichoso.
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misterios guarecidos urgentemente en el envés de las paragüitas.
Alguien pintó con colores incompatibles AGRUPACIÓN PR-2
CEI. ¿Escuchan ustedes el chillido sobrevolando por encima de
gracias, aplausos y promesas de alto vuelo? ¿Escuchan ustedes
ese largo, ese triunfal aullido de lata que sale de garganta
humana? Así ha de ser siempre, ronco, vulgar, inalterable. Hecho
para ustedes. Para ser escuchado por ustedes, por mí. En ese ronco
parloteo de lata sucesivamente averiada, en ese alto barullo,
perenne, inútil, ininteligible, en ese estruendo reside la eternidad.
La única que existe.
Pero mira
ya nada debe importarte.
Nada debe preocuparnos profundamente.
El gran amo está aquí; el amo vigila.
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El gran amo dispondrá cuánto debes vivir,
para qué sirves, cuál es tu fin.
Ya no hay porqué, ya no hay motivos, no.
Calma y paseos organizados, excursiones,
visitas fugaces.
El tiempo no era feo.
Hasta el pequeño discursito se pudo tolerar.
Somos invitados. ¿Ves aquel punto? Es un cuartel
convenido en escuela.
Mira cómo marchan marciales los alumnos.
Mira cómo marchan.
Mira cómo rítimicamente levantan el pie.
Mira cómo quedan rígidos, petrificados a la orden de
atención.
Mira: es una escuela.
Vamos
Vamos
Y el día se disuelve como el cuerpo del suicida que
en extremo previsor escogió la paila de estaño hirviente.
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Fue en Isla de Pinos
(hoy «Isla de la Juventud»).
Llovía y Percival lloraba sentado
en un arado de
tres esteras.
Yo, en la hamaca, me dedicaba a aguantar la respiración
y a encontrar agradable el coro de las ranas
(evidentemente erotizadas)
instaladas en el mosquitero.
Percival,
estás triste,
pálido como el espanto,
y aunque no has envejecido, nada puedo agregar en tu favor. Estás
inmóvil y llorando bajo la lluvia siempre, borceguíes desteñidos,
cara de arcabucero, anacrónica estampa del desconsuelo en este
paisaje donde a falta de mitos cultivamos toronjas de exportación.
Estás gris.
Tu armazón de adolescente se disuelve en quejidos breves (Toda
una generación de enciclopedias se derrumba), mientras la Isla
afianzando su tradición de presidio modelo extiende ahora sus
rejas hasta el mar.
Percival,
estás acatarrado y hambriento,
ligeramente ancho de caderas, frente al barracón inundado,
típica figura del hombre nuevo.
Realmente tu historia y la mía son las mismas.
Tú, añorando las tolvaneras de un dudoso palacio que se disuelve.
Yo, queriendo volver al corredor donde la humedad del
enyaguado
dibujaba monstruos considerables.
(Escenografía sujeta a la escala social).
Tú en Munsalwasche,
dudando por piedad de Dios mismo.
Yo en Catalina de Güines revisando el marxismo.
Tú «admitido en la Tabla Redonda».
Yo obligatoriamente concurriendo a la Asamblea.
Tú en el bosque, educado por tu madre.
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Yo en el estupor, buscando el rio.
Tú estampando tu espanto en 45 mil octosílabos de rima pareada.
Yo ofendiendo las divinidades recientes.
Tú apurando el vaso donde José de Arimatea había recogido la
sangre de las llagas de Cristo.
Yo en la cola del refresco.
Los dos ataviados de campesino en la corte inhóspita.
Los dos perdidos por unos caballeros de armas entusiastas.
Los dos tocando a las puertas del misterioso castillo.
Quién responde.
Quién vive.
Quién se atreve a contestar.
Yo entre hieráticas bibliotecarias
analizando los estantes de literatura cubana.
Tú del brazo de Tristán, aniquilando leyendas célticas.
Tú señalando el oscuro, el malvado poder.
Yo en la pureza, no en la purificación.
Tú entre criaturas híbridas y magos castrados por sus propias
manos.
Yo ejercitándome en la «perversa» disciplina.
Tú en la oscura tenebrosidad.
Yo en las lívidas iluminaciones.
Tú en el preludio de un discurso orquestal y las voces de los
caballeros que cantan hosanna.
Yo histérícamente consumiéndome entre la osamenta fastidiosa de
los himnos nacionales.
Tú, negra armadura, lanza, escudo, yelmo,
puro, loco.
Yo, guámpara, cantimplora, botas de cuero, guantes,
artefactos para el sol, anteojos de alambre,
estúpido, pensando.
Los dos como Anfortas, dirigiéndonos la misma pregunta:
Qué te hace sufrir.
Qué nos hace sufrir.
Qué sensación de perenne estafa cae,
irremisible,
sobre las nobles intenciones y los mínimos gestos.
Ambos
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fugitivos de la realidad, .
invocando sentencias
sobre briosos corceles atentos a nuestro menor descuido.
Ambos solos, buscando en la pequeña noche, que el tiempo
luego se encargará de ensanchar, .
el cambiante rostro de un padre desconocido
que no quiso aguardarnos.
Percival —en cada etapa la inútil búsqueda—, estás alto y pálido
y lloras (pequeña señal de anacronía, rezagos de salón). Tu rostro
bajo el agua.
refleja ya mis propias contracciones (pequeña anacronía,
rezagos de un sistema en extinción).
Dónde está el sentido de esta incesante búsqueda.
Dónde el final de esta fastidiosa peregrinación.
Qué haríamos si por una contradicción del azar enconrrásemos a
nuestro progenitor.
—Qué hay más allá del encuentro.
Cómo seguir después-
Estás casi transparente bajo la lluvia.
Tus ojos miran hacia un tiempo que a mí no me fue dado padecer.
Adónde iremos dentro de un momento. Adónde
iremos ya.
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La madre se transforma en «virgen casta», la madre se disfraza de
ofendida.
La madre se disuelve entre los surcos para
ser ya
el hueco que enfanga nuestras manos.
—La madre estimulando los espantos—.
Sí nuestras historias son exactas. Sólo resta,
levantar el mosquitero y abrazarte.
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(Kundri, la bruja, aprovecha el parpadeo lumínico
de las pancartas para alzarse la falda).
Ellos no saben nada. Ellos pagan y se les pasea.
Y se les enseña lo que debe enseñárseles (el grúa,
previamente seleccionado, ha recibido un cursillo
intensivo). Ellos trasponen puertas de cristal.
Compran tabaco, botellas, un sombrero de paja,
postales.
Pagan
Por cada sorbo alguien hundió sus manos en la
tierra
ardiendo
Por cada bocanada alguien encorvó sus espaldas
en la tierra
ardiendo Por cada ademán de satisfacción, de «qué merveille»
alguien enterró sus sueños en tierra
ardiendo
La claridad reciente aún no les causa estupor, y fluyen,
grandes aves exóticas,
exhibiendo las últimas creaciones,
modernas, confortables (mire usted qué colores)
del imperio
que, seguramente, aborrecen.
Ellos dispensan, elogios, sonrisas, visitan
planes especiales, se zambullen en piscinas exclusivas,
quedan políticamente convencidos de las buenas intenciones
que se esconden tras ese que, metralleta en mano,
dirige una cuadrilla de mil hombres.
Ellos pueden marcharse.
Ellos son los «otros», los que hay que eliminar.
Los que tarde o temprano (es tanto el veneno derrochado)
deslizarán triunfales el cuello
por el nudo corredizo.
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Ligeramente te agitas, discretamente te llevas la
mano enguantada hasta los labios, bostezas.
Inteligentemente restauras las apariencias con el
día. Dulcemente, piadosamente, amorosamente,
me concedes un ligero pestañeo y un roce con el
codo en la rodilla. Te contemplo. Atraviesas una
etapa de clásica hermosura.
Sonríes.
Qué hemos hecho.
Además del desabotonarnos las camisas; más allá
del imprescindible cuchicheo, de la discreta
blasfemia, del no mirar cuando ellos cruzan por
el frente, del estar siempre acentos señalando las
estafas sucesivas,
(padeciéndolas),
justificándolas en fin con el desprecio.
Qué hemos hecho.
Además de tropicalmente envejecer
lamentando la ausencia de urinarios.
Qué hemos hecho.
Estamos pálidos y tristes. Invariablemente
jóvenes, fatigados casi sorprendidos, sí, por esta
piadosa estación (para todos igual) que nos ha
hecho sacudir las viejas ropas (las más gruesas),
que apacienta nuestros gestos que nos hace casi
danzar en las aceras. Estamos, como siempre,
cautivos, discretamente olorosos, cepillados y
limpios, guiando las conversaciones hacia
acontecimientos venerables, tocándonos los
hombros, hechizados. Aún bajo los árboles.
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como un cocodrilo legendario.
Le están saliendo pequeños garfios en las manos al hombre
nuevo. Son los guantes naturales que Dios, piadoso,
concede siempre al esclavo.
Le están saliendo algunas manchas en la cara al hombre
nuevo. Son los resistentes colores que Dios, piadoso,
concede siempre al esclavo.
Le están saliendo excrañas corazas en los pies al hombre
nuevo. Son magníficas herraduras que Dios, piadoso,
concede siempre al esclavo.
El hombre nuevo está perdiendo el habla, la memoria, ya no
ve. Son los invariables privilegios que Dios, piadoso,
concede siempre al esclavo.
El sol
El sol
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y con la lengua afuera.
La lengua maniobrando en el paisaje.
La lengua ensanchándose en el tiempo.
La lengua ganando proporciones.
La lengua cubriendo el horizonte.
La lengua supurando contra el cielo.
Ah, estallar.
Morir en junio
y con la ventana abierta.
(la ventana me sirve de pretexto para hacer desfilar bestias
metálicas)
La lengua trepándose ya al marco.
La lengua cruzando esos umbrales.
La lengua azotando ministerios.
La lengua inspeccionando los discursos.
La lengua recorriendo necrocomios.
La lengua señalando las lombrices.
La lengua maldiciendo las retretas.
La lengua augurando más estafas.
La lengua embriagándose de escarnios.
Ah, estallar.
Ya están tocando. Ya vienen a buscarnos.
Qué cansancio tan grande anulando el divino furor,
qué paisaje que quise y no contemplo; Percival[12],
Percival ajustando los estribos. Percival entre sacos de cemento.
Percival restaurando el estupor al rascarse inconsciente los
testículos.
Percival entre obreros de avanzada escrutando los rostros
rencorosos.
Ya están tocando, ya vienen a buscarnos.
¿Cómo bajar las escaleras,
con qué gesto habré de saludarlos?
¿Qué ademán (casi triunfal), que fatigada expresión?
de dicha, de al fin, podrá desconcertarlos, guardare
(gran tesoro) en mi memoria?
Qué armas tan recientes, que antigua intención en el sonido.
Qué resueltos se acercan. Ah, qué larga fue la espera.
Abramos.
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Que entre el aire, que el clamor saturado de la tierra nos
embriague.
(Qué cansancio, qué dicha tan distinta, que consuelo.)
¡Mira!
¡Mira!
Nuevos infiernos se aproximan y yo solo lamento no estar
presente para poder también cantarlos
Tu espléndida, tu larga mano en el cristal,
subiendo.
Olfateamos.
Previsoriamente hacemos el pronóstico atmosfenco.
Callamos.
(Qué concurrir de pájaros y olores, que equilibrada danza, qué
alto el cielo).
Sí hace buen tiempo serán mis funerales una fiesta.
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III
LEPROSORIO
(Éxodo)
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A la memoria de Virgilio Piñera,
una vez más
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La Isla mide 111,111 km2 (cifra del ejército) o 120,050 (cifra
del Censo de Población).
Su producto principal es la caña de azúcar.
Su metal más valioso, el níquel.
Su población, constituida por una mezcla de casi todas las
razas, es ahora de unos nueve millones de habitantes.
Su configuración es alargada y estrecha, comparándosele
generalmente con la de un caimán o la de un arado criollo.
Su clima es tórrido y belicoso.
Su tradición fundamental: la superficialidad, la inconstancia y
la pereza.
111,111 km2
(cifra del ejército)
de aburrido estupor.
120,050 km2
(cifra del censo)
perennemente entregados a la erosión y a la putrefacción, a la
corrupción y a la contaminación.
120,000 o 111,111 km2
imponiendo su inminente condición de meneo.
111,111 o 120,000 km2
absolutamente cerrados,
acorazados por las aguas,
amurallados de sol y agua,
haciendo señorear su tradición fundamental.
Más allá de esta elevación sin importancia,
una nueva elevación sin importancia,
una anónima agrupación terrosa,
un batir chato.
La polvareda o el derrumbe, el manglar con su infatigable
escozor, royendo;
y entre la polvareda y el derrumbe, como un nido de garrapatas,
algún caserío desamparado, entregado al viento, junto al tedio y al
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potrero.
Por el sendero, la áspera figura del hombre y del buey, junto a
otro hombre y a otro buey,
pasa emitiendo monosílabos gastados, con su mugir
reglamentario.
Ah, cárcel, cárcel, cárcel. Y siguen.
En la cerca de palos descascarados
pesadamente un pájaro revolotea,
gira y vuelve al mismo sitio.
Usted sigue avanzando, sabiendo que más allá continúa la
perezosa ondulación. Llega y sube, desciende y sube, la mal
ajustada herradura de la bestia, tin, tin, tin, y el mismo revoloteo
repitiéndose en el poste que se repite. ¿Qué tal? Bien ¿y usted?
Bien. ¿Y la familia? Bien. ¿Y por allá? Bien. Menos mal… Y el
crujir de la montura y del polvo, el árbol raquítico que en un
recodo nos aguarda para transmitirnos la visión de otro árbol
raquítico, todo te va diciendo: la perezosa ondulación, la perezosa
ondulación.
Ah, cárcel, cárcel, cárcel.
Cuando llueva (aquí llueve torrencialmente o no llueve) el
agua formará un pantano en el bajío de la sabana sobre las plantas
espinosas (jía, guisaso, marabú). Esta agua, de histérico fondo,
recalentada y rojiza, será por varios meses el paraíso de los niños
barrigones (no poseemos otros ejemplares), de los guayacones
efímeros y de una jicotea de paso que aquí dejará su carapacho.
Cuando terminen las lluvias (si vienen) será de nuevo el lodazal
pastoso, el terronal erizado, la yerba fina y hedionda… Un
sabanero de largas y finas patas corriendo ante ti chilla desolado
incitándote a que le tires una piedra. Entonces, sigues.
111,111 km2 de semicallejones sinuosos
de un semipalmar y un semilago,
de un semirío y una semiciudad,
de un semibosque y un semidesierro,
de un semilenguaje y un semilamento,
de un semilíparloteo y un semichillido,
de un aburrimiento.
Y todo amparándose en nuestra tradición fundamental.
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Contra la cual, te advierto desde ahora, nada intentes, pues
perecerás.
Si eres el producto típico, el habitante común, natural, el más
numeroso, el ritmo del tambor (o algo por el estilo) y el
enardecido sudar de unas nalgas que se agitan bastarán para
integrarte a la tradición fundamental. —Oh, cómo habrás de
defenderla, cómo te desternillarás en el meneo, chillando,
aplaudiendo; sin cesar revolviéndote—. Si rebelde, ya te llegará la
citación pertinente, el telegrama inaplazable, la orden sin
apelaciones de ¡al combate, hijo amantisino!, o ¡a la prisión,
degenerado inmoral! Y si eres algo verdaderamente
contraproducente, impostergable, ladino y genial, verdaderamente
una rara avis, y a pesar de tantas quisquillosas peripecias
citaciones y códigos, trampas y resoluciones, sigues empeñado en
no acatar nuestra flamante tradición, ¿para qué pues guarda la Isla
en sus intrincados receptáculos los gérmenes de todas las
putrefacciones, los más taimados e incombatibles virus, los
microbios más opulentos y legendarios, los bacilos y todas las
bacterias más resistentes?… Allí donde insólitamente el restallar
de la pólvora y las patadas, las tripas vacías y el meneo no
pudieron contener tu alarido transcendente, nuestra tierra aporta
sus inmensas reservas tropicales.
La Isla, señora de los estanques inagotables, extiende su vaho
fundamental.
Rumorosamente, el viento agita los depósitos de la
contaminación.
El aire se carga para un nuevo combate.
Al crepúsculo, como insólitos ejércitos que bordonean una
diabólica oración, se esparcen las legiones fulminantes.
Pallidum Treponema
Bacilo de Hansen
Bacilo Anerobio
Bacilo de Koch
Síndrome del Bebé Gris…
Las manos aún se mueven, aún intentan correr sobre el teclado
que reclama su ganada porción de infierno virgen. El cuerpo
contraído, los ojos atentos, el cerebro que arde, todo quiere
manifestase por las manos. El ritmo pide a los dedos rapidez; el
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mismo tac tac conmina a la carrera, y el teclado emitiendo notas
crecientes se desliza arrasando semipalmares y semiciudades,
semibarrancos y semichillidos, impulsado por un divino, último
furor… La pesadez llega a los párpados, el escozor de algo que
interiormente revienta se muestra por las uñas.
A medias han quedado la descripción del paisaje y la estafa. A
medias el antiguo clamor y el descubrimiento de una soledad sin
limites junto al hueco donde (siglos atrás) enterráramos los
pomos.
El aguacero de diciembre y el dulce terror ante el
descubrimiento de los adolescentes y el mar
se han detenido.
Pensamientos furiosos quedan varados.
Ah, cárcel, cárcel.
Cárcel donde los mismos pies
chocando contra el mismo muro
no pueden configurar el espacio requerido
para estirarse completamente y pensar en la prisión.
Las cucarachas han ahuyentado el alma (que como todos saben
muere primero que el cuerpo), y el olor del urinario común
siempre descompuesto inunda la celda. «¡A respirar parejo!»,
gritan los reclusos. Y el excremento flota como un bálsamo
siniestro y palpable… Ya no se trata de salir o pensar en salir,
sino de no tener que respirar. Cerrar los ojos y mansamente, con
disciplinada técnica, intentar olvidar naufragando en el vaho.
La memoria es ahora ese dolor inconsciente
desabrido y lejano
algo angustioso y violáceo que muere.
En su delirio, la memoria sólo acoge fragmentos de imágenes
desesperadas, visión de una gruta dentada entrando en el cerebro
lanzas serpenteantes, ripios de un poema. ¿Leído dónde? ¿Escrito
por quién?
«Las albas nubes y el mar
Las albas nubes y el mar…»
Cruces o ballestas
rifles o manuales
oraciones o sacaojos
himnos o patadas
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«Las albas nubes y el mar
Las albas nubes y el mar…»
Millones de puntos brillantes dan testimonios vanales y aquel
dolor «violáceo y desesperado»
mira para desesperarse aún más a aquél que fuiste (o que no
fuiste)
y hasta una música escuchas (que nunca escuchaste)
y hasta un día de fiesta ves (que nunca viste)
y tú estás allí (donde nunca estuviste) tumbado bocarriba
y escuchando bajo la risa y la zarza-rosa que nunca existió.
Tú
en el asombro del tiempo y del brocal mágico.
En la roldana que acompaña la canción inventada mientras baja el
cubo.
Tú
colocando entre las ramas del árbol gigantesco (¿higuillo o
cerezo?)
las imprescindibles abejas, una puerta que será tu casa.
Tú
en el sendero que da al arroyo
en la sabana que se proyecta hacia la luna,
en el quicio y el esplendor del follaje. (¿Fue así?)
Ja, ja, ja:
¿Y en la pedrada que te abolió la arboleda?
¿Y en la batalla incesante entre abuelas, tías, madres, madrinas y
demás alimañas allegadas que terminaba en tijeras surcando el
aire, promesas de ineludibles ahorcamientos y reproches
convulsivos a la Virgen?
Ja ja:
¿Y en los palillos de guano que introducías por el culo gozando
sufridamente como la tía solterona?
(¿Fue así?)
Un brazo
semialzándose
intenta conjurar la apatía,
los párpados se alzan y descienden,
la cabeza se refugia en el mosquitero,
las piernas se contorsionan, pero el cuerpo
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vuelto bocabajo sigue yaciendo
y, el inmenso sopor instalándose en arterias, respiración y sueño
solo deja con vida aquella sensación de aguas lejanas que
agonizan de aguas remotas que fluyen y agonizan tenuemente,
tenuemente…
Tenuemente entre las sábanas flotas.
¿Cómo contradecir ese sol que revienta desolando balcones
avenidas y cerebros?
¿Cómo contradecir el centelleo de ese asfalto que te lanza, ya
sin tregua, ciego y desesperado, tras el aparatoso ritmo de esas
nalgas, tras un cuello? ¿Cómo impedir que la desolación, la
claridad y el sopor aneguen tu propia desesperación, y las
inmediatas reclamaciones se instalen en tus ventanas y tus manos
busquen no las hojas en blanco, sino lo tibio y húmedo, lo
ardiente y estupidizante, el bálsamo justo a ese panorama
desesperado y vacío?
Sin un glorioso pasado para aborrecerlo, sin una legendaria
cultura para afamarnos, sin antiguos museos ni regios
monumentos que demoler. ¿Cómo pues adaptarnos al avance del
progreso, a la gran demolición, al derrumbe, sin su requisito
fundamental: algo para derrumbar?
No
obteniendo respuestas,
la mano vuelve a la almohada
desciende y toca los testículos sudados.
Algo se puede hacer, algo queda allí por abolir.
Entre las sábanas flotas
hasta derivar ya sin levantarte hacia un letargo viscoso.
Resplandor y mediodía engulléndolo.
Luego, lluvias
alfombrando toda la Isla con sus miríadas de flamantes insectos.
¿Qué iba a hacer que no recuerdo?
¿Por qué subí hasta acá?
¿Qué hago con estos sacacorchos en el cuello?
Y al entrar
(al volver)
sólo la inmensa cortina tintineando,
adormeciendo y configurando abstractas dimensiones,
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anegando, juntando cielo y tierra,
formando ya los monumentales depósitos de la contaminación.
Pallidum Treponema
Endocarditis Lema
Meningitis Bacteriana
Linfangitis
Confusión y Papiledema…
Estafilococos Dorados
Virus Rojo
Virus Verde
Virus Virulento
Virus TropicaL.
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Son como dorados espectros que a medida que nos acercamos
desaparecen.
Luego,
dentro de un momento,
después de investigar la espuma,
cuando ya de regreso,
concluido el obligado regateo y el acoplamiento
hayan saltado el muro,
cuando desaparezcan sigilosos tras la reja,
cómo demostrar que aquí estuvieron,
qué dejaron que testifique su llegada
o su ausencia.
Como sombras que la misma claridad auspicia
y borra.
Así van pasando
y sólo queda la palpable dimensión de tu cuerpo.
Cuerpo de la Soledad
aun cuando sobre él se abatan lenguas, duros vientres, muslos o
cabellos tersos.
Cuerpo de la Soledad a pesar del enardecido cuello y las
abultadas manos.
Cuerpo de la Soledad, los mismos brazos que se extienden y
abarcan dibujan el vacío.
Cuerpo de la Soledad, la misma desnudez tocada, que nos
muestra sino la inmensa, desoladora visión de nuestra desnudez
intacta.
¿Estuvo?
¿No ha estado?
¿Se ha ido?
¿Ha llegado?
(¿Qué más da?)
¿Cómo era el cuerpo, el otro cuerpo, aquel cuerpo, aquellos
cuerpos?
En la deteriorada memoria todos se confunden y funden hasta
formar un solo cuerpo, el gran cuerpo,
el único cuerpo poseído,
cuerpo constante, desesperado y ardiente,
Cuerpo de La Soledad.
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Al
retumbar
la lluvia sobre el techo,
algo como un coro o una voz
hablando sobre ciclones…
Al retumbar la lluvia, al comenzar de nuevo sobre el techo,
¿éste que ahora está aquí seria el que estuvo ayer?
¿Vendrá mañana?
¿O es éste el que ya vino y yo no estaba?
¿Viene? ¿Ha venido? ¿No vino?
¿Vendrá? ¿Será el otro? ¿Vinieron…? Y en la esforzada
meditación, el estruendo de otro estruendo lejano escuchado de
lejos por otro estruendo lejano…
En fin, está, es éste, vino, aún no ha llegado, se fue, vendrá, no
vendrán, llegaron, nunca
vinieron.
Lejano, lejano; el estruendo.
Pero
retomemos
las tres características absolutamente ineludibles que definen la
Isla: superficialidad, inconstancia y pereza. Superficialidad hasta
tal punto superficial que nos impide ver y valorar nuestra
inconstancia y nuestra pereza. Pereza que aniquila antes que se
geste toda posible invención audaz, el gesto violento y trágico, la
arriesgada decisión rotunda que de un golpe podría salvarnos o
borramos —siempre liberarnos— de la ramplona inconstancia.
Inconstancia que engullendo memorias y sueños se remonta sobre
la furia y la venganza (esas armas triunfales) y asume el
aniquilamiento de toda conjuración heroica… Siendo pues estas
tres condiciones las que nos definen, el fruto máximo y natural de
estas tierras es, por lo tanto, el dictador, señor y caudillo, verdugo
y padre, amo, presidente, ministro, general, maestro, doctor y
brujo que otorga y quita, perdona o degüella entronizado en el tam
tam y el perenne meneo y corre-corre. La superficialidad lo unge
de poderes y medallas, la pereza lo ampara, la inconstancia lo
acredita impidiéndonos acumular recuerdos (tradiciones
respetables, humanos códigos) contra la burla, la usurpación, la
bravuconería, el caos… Pereza que reduce a un balbuceo, a una
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melopea escéptica, a un ademán vago y grotesco, a una solitaria
risotada la divina rebeldía (la armonía) que es patrimonio del
hombre cierto. Superficialidad e inconstancia que nos hacen que
olvidemos al momento la descomunal patada recibida en el culo y
que sigamos siempre sorprendiéndonos ante el estruendo del
nuevo puntapié.
Endocarditis Lenta
Weyler Valeriano Dictador
Cefalea Avanzada
Machado Gerardo Dictador
Neuritis Periférica
Batista Fulgencio Dictador
Gangrena Orgánica
Castro Fidel Dictador…
Yo he visto, yo he visto.
Yo he visto no la tortura sicológica, no los sofisticados
experimentos bioquímicos, no el tecnificado crematorio, ni
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siquiera la velocísima (ya lo dice su nombre) silla eléctrica —
recuerde que estamos en una prisión tropical que es además el
primer territorio libre de América, por lo tamo, aquí no son
necesarias esas finezas—; yo he visto alzarse el machete y abrir
de un solo golpe un cráneo rapado, he visto la estampida a boca
de jarro contra un hombre maniatado y amordazado, he visto la
patada en el rostro, el sorpresivo cabillazo en el lomo o la
fulminante puñalada en el vientre otorgada a «un objetivo
político» por un preso común que resultó ser un oficial
condecorado por el mismísimo Premier… Yo he visto entrar toda
una tropa en la galera y, verdaderamente sin discriminación,
repartir rebencazos al tuntún.
Pero naturalmente, como usted no estaba allí es como si nada
de esto hubiese ocurrido.
Yo he visto, yo he visto.
Yo he visto a un recluso afilar pacientemente durante meses
un pedazo de hierro extraído (ilegalmente) de su litera. Lo frotaba
día y noche contra el piso. Una tarde, a la hora en que nos sacaban
a comer, convocó a todos sus amigos para que presenciaran su
autodegollamiento. Con violencia profesional se cercenó la
garganta. Aun así, como un verdadero surtidor, giraba sobre sí
mismo y seguía esgrimiendo el arma. De este modo logró
mantener a raya a toda la población penal que de alguna manera
(no sé cuál) quería socorrerlo. Finalmente cayó desangrado
manchándome el rostro y el uniforme. Allí estuvo hasta el día
siguiente en que vino el director de la prisión. Cuando las ratas
olfatearon la sangre llegaron en tropel y comenzaron a engullir.
Toda la noche estuvimos gritándoles desde las rejas y lanzándoles
nuestras escasas pertenencias para ver si las ahuyentábamos. Pero
(verdaderamente voraces los animalitos) ni el menor caso nos
hicieron. Por la mañana los camilleros se llevaron una confusión
de inmundicias.
Todo eso lo ví, pero, naturalmente, si usted no lo vio, cómo
puedo mostrárselo.
Yo he visto, yo he visto.
Yo he visto, mientras en la azotea custodiada de la prisión
lavaba la ropa de los oficiales, llegar un teniente con los últimos
reclusos, jóvenes entre 15 y 18 años, acusados de ser Testigos de
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Jehová. Los he visto hacer una larga fila bajo la orden del teniente
quien da entonces comienzo al Círculo de Estudio Político. Uno
por uno los reclusos tienen que leer en voz alta el último discurso
de Castro beatíficamente estampado en el periódico Granma. He
visto cómo el primer recluso se niega a leer, pretextando sus
principios religiosos. He visto al teniente arremeter a ballonetazos
y a patadas contra el joven, que cae al suelo. El resto de la
guarnición se apresura y todos a puntapiés destrozan el cuerpo del
muchacho que aterrorizado grita que no lo maten. He visto
entonces el segundo joven de la fila comenzar a leer
despaciosamente el largo discurso, siempre en posición de
atención en tanto que sus lágrimas caen sobre el papel.
Todo eso lo vi alzando los ojos discretamente y sin dejar de
lavar la ropa de los oficiales.
Cierto, Jehová no fue testigo de este acontecimiento (ni
siquiera el New York Times, su gerente financiero en la tierra),
sino yo, simple preso común, lavandero y «rehabilitado». Por lo
tanto, no se inquiete: usted no tiene por qué creerme.
¿Cómo pues manchar su pulcra conciencia de hombre
progresista, lúcido y hasta revolucionario, cómo sembrar en su
corazón la inmortal yerba del desencanto, su veneno más puro si
helo ahí, impecablemente ataviado, sólo de paso, muy junto a la
tribuna, contemplando el desfile y escuchando los himnos luego
de haber arribado de una excursión intensiva por las granjas
modelos?
Como doradas semidiosas,
lustrosas, infatigables y libres a pesar de los himnos,
verdaderamente dueñas de la tarde, las ratas.
Cada túnel o hueco, tambuche o caverna de esta prisión
medieval (a fines del siglo XX)
se despuebla ahora de sus prodigiosas criaturas.
Hay que verlas a la luz del crepúsculo
conglomeradas ante nuestras rejas.
A mordiscos y a chillidos se amontonan una sobre las otras,
fornicando o disputándose quién sabe qué efímera porción de
inmundicia.
Y todo con tal desfachatez, con tan ostensible confianza,
tan dueñas de la situación y del lugar
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que de un momento a otro parece que van a mostrarnos
sus certificados de propiedad.
(Esta noche lo mejor será refugiarnos en las literas más altas y
rogar a los dioses y al diablo que nuestros huesos no sean un
manjar apetecible).
Cárcel, cárcel, cárcel. Y nada más.
Los árboles
bajo el efecto del chas chas incesante van de la saturación al
desmadejamiento. Allá arriba los últimos filamentos se doblegan,
Página 120
los extremos se retuercen, las bayas abultadas revientan. Todo cae
abriéndose, semilla, cuesco, vaina, pulpa, funda, carnosidad o
fibra entran en la apelmazada hojarasca, en la rítmica pudrición.
Bajo el hervidero de los insectos, el semibosque rezuma un sopor
pestífero. Algo pesado cae y se integra alterando brevemente el
zumbido incesante. Por todos lados la misma gusanera hirviente,
la misma nube de mosquitos, el mismo velo de guasasas, el
inmenso vaho y la espantosa aureola cerniéndose. Todo
agitándose y sobrecogiéndose, replegándose y avanzando dentro
de una atmósfera de alucinada tensión ciclónica.
Los brazos
como desmayados caen rígidos, el pecho emite levantamientos
apresurados. Los párpados sólo ven lo que se encuentra en el
ángulo que abarca su caída: un pájaro que desde el suelo salta
empapado sobre una rama, y vuelve otra vez, se sacude las alas y
vuelve otra vez hasta hacerse invisible bajo el incesante
tamborileo.
Artritis Séptica
Pericarditis Supurada
Leptospirosis Avanzada
Arteriosclerosis General
Gerardo Machado General
Depresión y confusión mental.
El torrente
tramando bajo los árboles
arrastra lombrices, semillas a medio
germinar, nidos hediondos, frutas semipicoteadas, maxilares de
caballo, pezuñas de ovejos, ranas infladas, muelas de cangrejo,
patas de araña, lagartos boquiabiertos, mierda de gato, mierda de
perro, mierda de vaca, mierda de pájaro, mierda de gente, mierda
de ratón, mierda de murciélago y otras mil mierdas, provocando
tal fermentación que cualquiera diría que una divinidad traviesa
dejó caer sobre las aguas un gigantesco alkazelser… El torrente,
ahora auspiciando monumentales ebulliciones anega todo el
campo. Pozos y gallineros, pendientes y desfiladeros, paredes y
techos se mezclan como dentro de un barril gigantesco, de donde
brota una suerte de balido, chillido o aullido, lamento elemental y
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rotundo de animal o alimaña, perro, caballo hombre o vaca,
grulla, gallina, musmón o dinosaurio… El abismo verdoso con
indetenible fragor avanza.
Incordio Bubático
Vasculitis Infecciosa
Periateritis Nudosa
Urticaria General
Batista General
Ulceraciones y Caquexias.
Elefantiasis Compulsiva.
Tularemia Virus.
Sífilis Galopante.
Cólera Morbo.
Castro Comandante.
Náusea y Diarrea…
Página 122
A la entrada de la ciudad el mismo gorgoteo,
los mismos tragantes infestados.
El mismo tiempo que dejaste
instalando su odiosa contaminación.
Y la canción que muere estrangulada,
y los labios que apenas si revientan interjecciones
ineludibles (¡Ea! ¡Epa! ¡Hurra! ¡Ay! ¡Paff…!)
La memoria mansamente se aleja.
Sólo fragmentos de un árbol aparecen.
Y hasta las hojas más veloces retroceden
espantadas
ante la inminencia del tambor y la sed
que contoneándose ocupan el chato horizonte.
Parapetado en los traspatios entre cajones y
entablando
el chato horizonte.
Apuntalado entre balcones apuntalados,
ladrillos que se desmoronan, paredes sin ventanas
techos entre latas y sacos,
el chato horizonte.
Infestado de banderas, colorines, flores
de papel, pancartas y esa flagrante pereza
donde culo y barba comienzan a oscilar,
el chato horizonte.
Por entre los huecos del prefabricado me asomo
y así lo veo, como lo han visto todos los que ven,
infestado de sudores y oscilamientos vanos,
el chato horizonte.
111.111 km2 de pereza
otorgándonos la certeza de conocernos
yaciendo putrefactos en la estridente hojarasca
del cañaveral.
111.111 km2 de inconstancia, los nombres grandiosos, las
nobles intenciones se fragmentan.
111.111 km2 de superficialidad,
los imperceptibles matices,
las dulces y lejanas tonalidades se disuelven
y quedamos sólo aptos
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para aquello que entra por los poros
y nublando la perspectiva ridiculiza o embota.
Barba y Culo
Culo y Barba
Página 124
Ya balaceado en el mar
O acribillado en un muro
Ya enterrado vivo hasta el cuello
O con una piedra en la espalda
Ya por la corrupción de un menor
O por la confesión de un mayor
Ya por desacato a la Ley Fundamental
O por el asesinato de un fantasma
Ya en el fondo de una represa
O tras la lápida estricta
Ya en el centro del Océano
O en el corazón de la Plaza Pública.
Pallidium Treponema
Sarcoma Epitelial
Bubas del Capitán General
Síndrome del Bebé Gris
Síndrome Rápidamente Fatal
Síndrome del Conde de Balmaseda
Anemia Persistente
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Tacón General y Mal de Leda
Panciotomes Irreversible
Fiebre Intermitente
Virus Transmisible
Granulosa Inguinal
Anemia Aplasticia
Machado General
Rubéola e Ictericia
Leucemia y Batista General
Microbios Progresivos
Larvas-Rápido-Vuelos
Herpes Corrosivos
Viruelas del Marqués de Someruelos
Hipocondría Neura
Erisipela Estomacal
WeyIer General y Cáncer en la Pleura
Orugas Patógenas
Dermatitis Exofoliatris
Listerias Monocilógenas
Edemas-Anglo-Neuróticos
Hepatitis Viral
Generales Escleróticos
Poliomielitis Parcial
Rash-Máculo-Papular
Castroenteriris General
Vómito Negro
Virus Rojo
Estafilococos Dorados
Incontinencia y Angurria
Espasmos y Contracciones
Bacilo de Hansen
Superinfecciones…
y el traidor cae
Página 126
Ya con un pie abultado
O con el rostro granulado
Ya con los ojos sangrantes
O con la cabeza supurante
Ya surcado de vetas
O con la uñas violetas
Ya con la cara amarilla
O con un hueco en las costillas
Ya con los testículos inflamados
O con el culo erizado
Ya con las manos entumecidas
O con la nariz carcomida
Ya resuelto en una inmensa erisipela
O vomitando las muelas
Ya con el forúnculo en la frente
O ennegreciendo de repente
Ya reventando en el acto
O con el cerebro tumefacto
Ya con los maxilares rígidos
Ya con las tripas al sol
Ya con un pantano en la espalda
Ya con la lengua verde
Ya resolviéndose en un bullir pernicioso
Ya convirtiéndose en un torrente infeccioso
Ya naufragando en un mar comatoso…
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centro de la galería donde por unánime concilio arrojamos las
colillas a fin de fomentar con los residuos un fumadero colectivo.
Cárcel, cárcel. Hay que verte de noche, inmenso cajón repleto
de figuras boca-abajo, royendo lona o piso, persiguiendo, quién
sabe gracias a qué lucubraciones, el espasmo elemental mientras
la luz del bombillo resbalando por la reja invade los ojos cerrados.
La divina rebeldía ya no enardece palabras o quejas. Sólo el
chasquido del candado sostiene nuestra única euforia: la hora de ir
a comer.
Cárcel, no para lamentarse, sino para mirar fijamente la
muerte consciente (a veces anhelada) del preso, a quien sólo le
resta dormir su furia intacta que aún a veces pretende alzarse y
cae, antes que el cuerpo, más pesada y deteriorada, más frágil y
humillada. Y hasta la misma masturbación es imposible con
tantos ronquidos desiguales y las botas del guardián en el pasillo.
Ah, cárcel, cárcel. Y nada más.
Y cuando tú ya no estés.
(O cuando yo ya no esté…)
La incesante letanía lo ha despertado,
pero el cuello se vuelve hacia un lado
y el contacto con la almohada lo apacigua.
Tras el semisueño, un rumor, una extraña bandada,
y la cadenciosa armonía
de unos versos inconclusos
(¿Leídos dónde? ¿Aprendidos para qué?)
Tú
en la tierra rojiza
cavando una pequeña sepultura
para la última cencerénica de la infancia.
Tú bajo los crotos
haciendo pasar la tierra por mis manos.
Tú en la doliente claridad del crepúsculo
remedando un silbido que no quiere ser silbido
sino voz angustiosa,
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estruendo que abarque y defina.
Tú en el campo anegado
recolectando yerba de Guinea para los conejos
(¿O eran curieles?)
y cantando.
Ja ja ja:
Y entre los itamorreales del jardín
obligando al perro a abrir la boca y a mamártela.
(¡Fue así!)
Se revuelve entre las sábanas
y cae.
De nuevo ambas manos en el rostro, despejando un lago.
Tú, flotando bocarriba en la corriente inundada de sol
mientras desde la orilla los ineludibles bañistas te llaman.
Ja ja ja: ¡Los llamas!
Tú bajo una arcada
vestido de blanco y con un libro.
Ja ja: Uniformado y haciendo la guardia
de milicias.
Tú en un tren, en un barco inmenso, en una nave de alas de
aluminio, sobre la superficie del mar abultado, despidiéndote.
Ja ja: En una guagua repleta, sudando a chorros y diciendo
con voz afectadísima «chao», sin ser escuchado…
(¡Es así!)
La mano
lentamente traza el círculo
(¿Espantó algún mosquito? ¿Se quejó del calor?)
y volviendo al punto de partida cubre nuevamente el rostro…
Cuántas nubes de calzoncillos flotantes cruzan ahora cual pulcras,
cual tiernas, cual
aladas e imposibles gaviotas
sobre un mar que vanamente se retuerce embistiendo
regresando,
alejándose.
Y
cuando tú
ya no estés
al adolescente que empuje la verja qué le dirán.
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Cuando tú ya no estés cómo subirán precipitados la
escalera>
abrirán arma ríos y gavetas
y con euforia oficial se repartirán los trapos.
Cuando tú ya no estés
¿quién en una tarde como todas por una esquina pasará
buscándote y al no verte se dirigirá a la parada de enfrente donde
ya alguien le ha hecho una señal ostensiblemente prometedora?
y cuando tú ya no estés
¿Al cabo de un corto tiempo alguien notará realmente que no
estás?
¿Quién recordará que has estado, que aquí estuviste, que has sido?
¿Qué cuerpo solo lamentará realmente la ausencia de tu cuerpo y
no su soledad?
¿Qué hondo dolor, qué gran amor que el sol no puede desteñir ni
el mar borrar
alguien en tu honor notará que le falta y que es irreparable.
Ja ja ja: Nadie te percibirá realmente.
Cuando tu ya no estes
(Cuando yo ya no esté).
¿Qué sollozo en tu honor?
¿Qué silencio en tu honor?
¿Qué voz tras la reja?
¿Qué timbre o qué bicicleta centelleante?
¿Qué ausencia en qué sitio desciende?
Nadie.
Nadie.
Ja ja: Partiendo sí, pero a los estáticos bloques,
escoltado por una fúnebre conmiseración
escasa y reglamentaria.
Ja ja: Partiendo sí, pero a las fauces abiertas del granito
sin mar para soñar.
Ja ja: partiendo sí, pero al sitio previsto
por los códigos inexorables del gigantesco estanque contaminado
al cual perteneces y bien conoces.
Ja ja: partiendo sí, pero al abismo sordo y repleto,
un poco más al fondo quizá por tratarse de «un caso especial».
Ya desciendes.
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Ya desciendes.
Oyendo
el taimado golpear del aguacero ya desciendes… Ya siente los
brazos que lo cubren, que lo visten, que momentáneamente
conmovidos lo acarician… Cierra los ojos. Le cierran los ojos…
Al oscurecer, un parque como una tortuga varada bajo la algazara
de los pájaros; las mujeres y los jóvenes subastan sus cuerpos a
los marineros extranjeros por un par de medias y un pulover.
Ahora la gran manada fluye hacia ese parque y ese tráfico de
cuerpos y trapos. El ritmo legendario de la Isla culmina en esa
mano levantada que al pasar por el banco donde están los
marineros se soba los testículos. El ritmo legendario culmina en
esas nalgas que al pasar por el banco inician el contoneo, la
subasta y el trueque. El ritmo legendario culminando se expande
sobre este lomo de tortuga húmeda bajo el cacareo y el
excremento de los pájaros y los ojos desorbitados ante un par de
zapatos relucientes… El ritmo legendario, el sudoroso ritmo el
mareante ritmo exaltado ahora por las radios portátiles y las
grabadoras de contrabando recomienza. Y tú no estás. Y tú no
estarás. Tú nada vas a decir. Tú partes, sí, a medias terminando, a
medías ensayando, típicamente confirmando el ritmo legendario,
bailando de otra forma, más atroz, agrandando con tu muerte el
mismo ritmo… Tú partes, sí, al rincón señalado por nuestra
tradición, nunca alejándote.
Tú no partes, tú te apartas.
Se ha incorporado.
La misma sangre lo impulsa hacia el espejo.
Se enfrenta a su rostro, esa suerte de superficie granulosa, bullente
y rojiza que crece cubriéndole ya los ojos. Se mira las manos
acribilladas de lunares supurames; los brazos surcados por arterias
que arden, los dedos crispados y redondos a pumo de estallar. Y
no vuelve a la cama. De un salto traspone la habitación, hospital,
salón, pasillo, castillo, prisión, galera, celda, cueva o torre
enrejada. En medio del estruendo de su sangre sale al patio, jardín
o explanada, cerco, rastrillo o corral; se precipita y sigue saltando
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por sobre el estanque, pozo, foso, garita, puente levadizo o
fanguizal.
Desgarrándose entre el escozor y las supuraciones continúa bajo
el estruendo de la fiebre y del cielo.
Salir bajo el descomunal aguacero mientras los monstruos
desde las monumentales ventanas enrejadas me hacen señales
recriminatorias y me gritan traidor, a la vez que dando la voz de
alarma me lanzan improperios y recriminaciones morales… Salir
a la explanada surcada de árboles furiosos, correr entre el
blanquizal del tiroteo y los relámpagos; retando al rayo (¡Traidor!
¡traidor! Dichosamente traidor), apresurarme bajo la tormenta,
desafiando y revolviendo la hojarasca, hundiéndome en el limo y
otra vez surgiendo, aferrándome a las ramas con las manos
supurantes y enfangadas, azotando el aire con mi rostro que lanza
humaredas de furia y embiste… Seguir corriendo, más rápido,
más rápido, los monstruos apuntándome con todos sus artefactos,
fusiles, hachas, catapultas, lanzallamas, cohetes, ballestas, flechas,
bombas, bazucas, picas, macanas, arcabuces, cañones o
lombardas… Mientras el cielo continúa lanzando fuegos y
vendavales, y la tierra, cual matrona ofendida, conmina a sus
millones de alimañas para que me asesten el golpe final… Seguir
reptando, arrastrándome, incorporándome y otra vez
precipitándome contra la corriente, abofeteando árboles y
ciénagas, rayo y torrente. No podrán conmigo. No van a poder
destruirme. Ya verán. Ya ven cómo los reto. Y al retarlos los
burlo, los traiciono y derroto.
Blanco de relámpagos
correr.
Castañeteante, afiebrado, ennegrecido y emitiendo
maldiciones correr.
Contaminando de virus, bacterias, resoluciones, propaganda,
cárceles, resentimientos, odios y pantanos
correr,
Hirviente y supurante
correr.
Flagelando con las uñas el horizonte
cagándome en la madre de todos los dioses mayores y menores,
cagándome en todas las madres, menores y mayores
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pateando estatuas,
desenterrando esqueletos venerables y pulverizándolos
renunciando a todo perdón, reconciliación o consuelo
(incluyendo olvido, memoria, exhortación y crimen)
quemando todas las naves
(incluyendo nuestro propio corazón)
partir
y ostentando llagas y tumefacciones
no aspirar más que a un desangramiento sucesivo prolongado y
frenetlco.
Correr
entre el tiroteo y el azote del cielo
burlando, traicionando, dejando atrás
la intransferible configuración de nuestros 111,111 kilómetros
cuadrados
(cifra del ejército, naturalmente)
de leprosorio[13].
La Habana, 1974-1976
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VOLUNTAD DE VIVIR
MANIFESTÁNDOSE
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A Lázaro Gómez por sus quince años de amistad creadora
desesperadamente compartidos.
A Claudia Harshfield, constancia de la razón.
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PRÓLOGO
Reúno aquí mis poemas más o menos cortos escritos en mis últimos veinte
años. Mis poemas de la adolescencia por fortuna se perdieron. En cuanto a los
poemas más extensos aparecerán, tal vez, agrupados bajo el objetivo título de
Leprosorio o algo por el estilo.
Los textos de este libro son inspiraciones furiosamente cronometradas de
alguien que ha vivido bajo sucesivos envilecimientos. El envilecimiento de la
miseria durante la tiranía de Batista, el envilecimiento del poder bajo el
castrismo, y el envilecimiento del dólar en el capitalismo —y como si eso
fuera poco, he habitado los últimos nueve años en la ciudad más populosa del
mundo que ahora sucumbe a la plaga más descomunal del siglo XX—. He sido
testigo de todos esos espantos y ellos han propiciado estos poemas.
Pronto lo único que quedará de mí serán estas palabras tercamente ordenadas.
Sería un egoísmo el no compartirlas con los demás: las mismas son el fruto de
la venganza cumplida.
He contemplado el infierno, la única porción de realidad que me ha tocado
vivir, con ojos familiares; no sin satisfacción lo he vívido y cantado. Así lo
haré hasta el final del comienzo. Sólo me arrepiento de lo que no he hecho.
Hasta última hora la ecuanimidad y el ritmo.
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ESA SINFONÍA QUE
MILAGROSAMENTE ESCUCHAS
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DESFILE
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APORTES
Carlos Marx
no tuvo nunca sin saberlo una grabadora
estratégicamente colocada en su sitio más íntimo.
Nadie lo espió desde la acera de enfrente
mientras a sus anchas garrapateaba pliegos y más pliegos.
Pudo incluso darse el lujo heroico de maquinar pausadamente contra el
sistema imperante.
Carlos Marx
no conoció la retractación obligatoria,
no tuvo por qué sospechar que su mejor amigo
podría ser un policía,
ni, muchos menos, tuvo que convertirse en policía.
La precola para la cola que nos da derecho a seguir en la cola
donde finalmente lo que había eran repuestos para
presillas («¡Y ya se acabaron, compañero!»)
le fue también desconocida.
Que yo sepa
no sufrió un código que lo obligase a pelarse al rape
o a extirpar su antihigiénica barba.
Su época no lo conminó a esconder sus manuscritos
de la mirada de Engels.
(Por otra parte, la amistad de estos dos hombres
nunca fue «preocupación moral» para el estado).
Si alguna vez llevó a una mujer a su habitación
no tuvo que guardar los papeles bajo la colchoneta y,
por cautela política,
hacerle, mientras la acariciaba, la apología al Zar de Rusia
o al Imperio Austrohúngaro.
Carlos Marx
escribió lo que pensó,
pudo entrar y salir de su país,
soñó, meditó, habló, tramó, trabajó y luchó,
contra el partido o la fuerza oficial imperante en su época.
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Todo eso que Carlos Marx pudo hacer pertenece ya
a nuestra prehistoria.
Sus aportes a la época contemporánea han sido inmensos.
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SINFONÍA
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CUANDO LE DIJERON
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ESAS ESPLÉNDIDAS DIOSAS
Ahora
que a falta de sombras sobran focos
y nadie puede ya cantar,
¿quién después que obtengamos el pulover por el cupón 45
o el cortaúñas por el 119
podrá demostrar que hemos existido?
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EPIGRAMA
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UN CUENTO
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PREMIO
A aquel hombre
(de alguna forma hay que llamarlo)
que no tuvo hijos, ni mujer, ni amigos,
ni madre amantísima, ni paciente abuela
un día el cielo le concedió la gracia de
un enemigo poderoso.
Desde entonces no está solo.
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VOLUNTAD DE VIVIR MANIFESTÁNDOSE
Ahora me comen.
Ahora siento cómo suben y me tiran de las uñas.
Oigo su roer llegarme hasta los testículos.
Tierra, me echan tierra.
Bailan, bailan sobre este montón de tierra
y piedra
que me cubre.
Me aplastan y vituperan
repitiendo no sé qué aberrante resolución que me atañe.
Me han sepultado.
Han danzado sobre mí.
Han apisonado bien el suelo.
Se han ido, se han ido dejándome bien muerto y enterrado.
Éste es mi momento.
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II
SONETOS DESDE EL INFIERNO
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ENVÍO
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A MITAD DEL CAMINO DE MI MUERTE
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OVALADAS SON LAS PUERTAS DEL
INFIERNO
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TODO LO QUE PUDO SER, AUNQUE HAYA
SIDO
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SECO RUMOR SE EXPANDE POR LA ORILLA
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NADIE SE HABRÁ DE ALARMAR SI EN ESTA
TARDE
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PRIMERA LUNA
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UNA ESPECIE DE FANGO ESTÁ CAYENDO
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DETRÁS DE TODO EL FANGO QUE TE
ASFIXIA
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DE MODO QUE CERVANTES ERA MANCO
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¿QUÉ ES LA VIDA? ¿UN FOLLETÍN?
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SIENDO LA VIDA UNA ESPECIE DE MONTURA
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LUNA II
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JAMÁS PODRÉ EXPLICARME QUE LA
MUERTE
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TAMBIÉN TENEMOS EL MINISTERIO DE LA
MUERTE
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NO ES EL MUERTO QUIEN PROVOCA EL
ESTUPOR
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NO SABIENDO AÚN QUE ESTABA MUERTO
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¿QUIÉN RECORDARÁ NUESTROS GESTOS
MUERTOS?
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YA QUE TODA VIDA SERA MUERTE
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LUNA III
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LA MANO DEL INFIERNO SE PARECE
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LA MANO DEL INFIERNO SE PARECE
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LA MANO DEL INFIERNO SE PARECE
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TE HE BUSCADO EN LA NOCHE MILENARIA
y finalmente te he encontrado:
eres la soledad ante la cual me postro
para que surja el argumento de mis poemas.
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DICEN QUE EL AMOR ES ALGO MUY
SUBLIME
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LA TÉTRICA MOFETA ES PRISIONERA
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NO ES POR HAMLET QUE MUERE LA
SUICIDA
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LA ROSA ESTÁ PINTADA DE ROSADO
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TAN ESPANTADO ESTOY DE TANTO
ESPANTO
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LUNA IV
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A VECES EN LAS TARDES DE OPTIMISMO
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BLANCAS SILUETAS PASAN NAUFRAGANDO
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¡NO, MÚSICA TENAZ, ME HABLES DEL
CIELO!
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EN OSCURA PRISIÓN VOY NAUFRAGANDO
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SÓLO EL AFÁN DE UN NÁUFRAGO PODRÍA
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III
MI AMANTE EL MAR
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MI AMANTE EL MAR
La Habana, noviembre
5
de 1973
«AÑO DEL XX ANIVERSARIO»
Compañera Noelia Silvia Fonseca.
Resp.
Zona Congelada.
Míramar.
Ciudad.
Yo soy la esposa de Reinaldo Arenas,
quien hace varias semanas
solicitó
con la autorización de su
sindicato (SINTAE)
y de su centro de trabajo (UNEAC),
el cuarto deshabitado
sito en la calle 3era A No. 8602,
(interior).
Yo le suplico
a su condición de revolucionaria
y de mujer que admiro
escuche nuestro caso:
tengo dos hijas
menores de cinco años
de modo que el hecho de poder
habitar ese cuarto que nadie ocupa,
sería para nosotros una gran
dicha.
Lo más que podemos aspi-
rar.
Yo veo
La tapa de un limón exprimido.
Página 185
Yo veo mujeres de rostros sedientos.
Yo veo mis manos engarrotándose.
Yo veo el apresuramiento del mundo por aniquilarse.
Yo veo qué difícil es seguir diciendo que hay que seguir.
Yo veo un niño pidiéndome un medio.
Yo veo que ya no soy el de antes, que ya no puedo como antes.
Oh, ponte otra vez
la camisa de colorines,
álzate las cejas,
y marcha allí,
donde la rueda luminosa
girando
te promete oficialmente
de uno a treinta años
de prisión en la
prisión.
Yo veo
Que hoy no regué los geranios robados en el Parque Forestal.
Yo veo que marcho torpe sobre el teclado
y esto que digo me cuesta bastante trabajo.
Yo veo un gato gris (o sencillamente sucio)
escalando la reja.
Yo veo que otra vez han tratado de forzarme la puerta.
Veo cajas de cartón, guaguas repletas, calles
polvorientas,
mecánicos gestos,
miradas indefinibles.
Veo a ése que pasa portando la desolada imagen de su
soledad,
se mira en el espejo, la primera arruga, me dice,
y soy yo.
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Veo veintisiete quilos en el bolsillo
una camisa sucia torpemente colgando del perchero,
una pancarta desoladora interrumpiendo el tráfico.
Veo un desfile militar.
Veo un pedazo de papel y un par de zapatos, una botella
semienterrada y unas
latas.
Yo veo
Maricas violetas.
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Viejas rojas.
Policías Verdes.
Resortes
de una misma tra-
ma
ya.
Urinarios que resuenan solitarios y al yo entrar borbotan
carcajadas.
Yo veo que estoy perdiendo mi deliciosa estupidez.
Yo veo que voy dos o tres veces por semana al «trabajo
voluntario».
Veo un tubo de pasta dental vacío.
una colilla y un botón zafado.
Yo veo que ya solamente de perfil me acepto
(los chícharos, evidentemente, envejecen).
Yo veo que casi nunca digo la verdad y cuando la digo
me retracto.
Veo un rostro emergiendo podrido de la arena.
Veo manos cuartos jabas
alguien que ta ta, y padece.
Gente que pasa chillando, muchachos que hacen cabriolas
—la reja intacta.
Veo una figura anónima con un maletín donde va su alma.
Veo una planilla, una caja de fósforos, una carta aburrida,
un pañuelo colocado entre las persianas.
Yo veo, cómo no, hola, qué tal, y, aunque no coma,
engordo.
Yo
me siento, yo me paro, yo me levanto, yo
ando.
Yo veo la tapa de un limón exprimido.
Yo me veo traficando con una radio portátil.
Yo veo un cigarro a medio fumar, diciembre, septiembre, la
maleza,
el pinar custodiado,
el adolescente que impele, nubla y abruma.
y otra vez rodar a la minúscula bóveda
—conservada gracias a amenazas de muerte—
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donde precipitadamente el cuerpo cede.
Yo veo
hojas en blanco,
horas en blanco,
un tiempo blanco que se abre blanco.
Oh día blanco, oh cielo embadurnado de cal,
oh árbol cortado,
noche, techo, gavetas, tenedores, constelaciones tiritantes,
¿qué me están diciendo?,
¿de qué me hablan?,
¿qué que nunca he tenido y
he perdido añoro?
¿Qué que nunca podré alcanzar
y sin embargo presiento que
sin ello
no podré seguir viviendo
busco?
¿Qué estoy buscando?
¿Qué me ordenan ustedes que busque?
¿Qué me están diciendo?
¿Cómo descubrirlo?
¿Cómo descubrirme?
Diálogo, drama, filo-
sofía, locura,
vanas añoranzas
ante el umbral de un estupor
que no podemos descifrar.
Horas, papiros, papeles
vanamente agotados
ante esas fijas armonías
que nos excluyen,
y sin embargo, presentimos, quizás absurdamente,
que nos hacen señales.
Cicutas, horcas,
crucifixiones,
hogueras,
destierros,
castraciones,
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fusilamientos y
torturas,
y ustedes impasibles.
Cómo abrazarme,
cómo poseerme,
para qué andar,
¿cómo hablar de olores y tiempos —de otro
terror—
cuando ahí en la esquina
perennemente un carro patrullero se estaciona,
y allá, en lo alto, la luna (mi astro regente) exhala su helado,
inmutable,
sin duda inhumano desafío?
Desamparado en medio de figuras desamparadas: oh desamparo
mayor.
Solo, girando entre solitarias figuras: oh soledad mía.
Aterrorizado, debatiéndome entre el terror de diez millones de bestias
aterrorizadas: oh terror que yo sólo conozco.
Hambriento y furioso, traficando entre figuras enfurecidas y hambrientas; oh
hambre y furias mías.
Adolorido y humillado, estafado, recorriendo rostros adoloridos, estafados y
humillados: oh estafa mía que yo sólo conozco. Delirante e insatisfecho,
circulando entre el delirio y la insatisfacción; oh delirio e insatisfacción que ni
siquiera insinúo.
Yo veo
Yo veo
El sol
acongojadoramente irrumpe por las persianas recientemente pintorreteadas
por mis manos. La tarde, inmensa y sin escapatorias, te acorrala. Gimiendo
deambulas, saludas y sigues tras el ademán procaz, tras la figura esbelta y
despeinada, rumbo al monte. Y el cielo no se abre para dar paso al artefacto
gigantesco de tu sueño que podía iluminar esa secreta sinfonía que ya casi no
escuchas. ¿Qué soy sino el objeto que ellos quieren ver reflejado? ¿Qué cosa
hace mi rostro, sino la mueca o la sonrisa que la circunstancia reclama? Ah
mano levantada. Ah pie abrigado enterrándose en el fango. Ah
conversaciones tétricas, horrorosos aplausos, sentencia unánime, o la promesa
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de una tela brillante subrepticiamente contratada en la sombra por dos o tres
meses de sueldo. Ella, la tela,
quizás, atenúe un poco la demacrada endeblez que la falta de vitamina y de
sueños se apresuran a
instalar en tu rostro.
Ah mano levantada.
Ah mano levantada.
Ah mano levantada.
Ah mano levantada.
Ah mano levantada.
Ah mano levantada.
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para que te entiendan.
Despójate de todo y danza.
Elucubrando soluciones metafísicas, danza.
Danza típicamente,
degollándote, danza.
Danza en el recinto con sudor acondicionado.
Al son de las dos brujas que sin cesar comentan,
danza.
Yo veo
un noticiero espantoso,
una calle espantosa.
Una máscara fija.
Y treinta años, y treinta años después —peores
aún— aguardándome.
Y una soledad sin tiempo,
y una arruga.
Y un cúbrete, cúbrete, no para algún día
descubrirte, sino para morirte tapado.
Yo salgo.
Yo abro los brazos.
Yo grito que he muerto.
Yo estoy muerto.
Yo estoy muerto.
Se ha detenido un instante.
Se ha cepillado las uñas.
Se ha perfumado y entalcado.
Se ha engalanado.
Al fin se ha peinado.
Va a entregarse.
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resplandece de azul para esperarme.
Mi amante el mar pulsa una canción sonora y amante,
tiende una alfombra de espumas amantes,
abre su inmenso pecho de amante, mueve sus labios tibios
de amante: —ven de noche, ven al oscurecer, parte rápido.
No pienses que te vigilan y corre; no oigas los disparos y
huye. Sigue huyendo, huyendo siempre, huye.
Yo veo
catedrales y cielos,
transatlánticos, trenes y
conciertos, playas, neblinas y
auténtica soledad.
Mezquino, mezquino: aún aquí me pateo
y salgo.
Mi amante el mar,
el homenaje a mí decisión de amante, se infla de
amor.
(En la puerta, la tapa de limón es un zumbido
oscuro).
Ha salido.
Ha salido.
Página 193
Mi amante el mar me devolverá el niño que fui
bajo la arboleda y el sol
o con un susurro mecerá mis huesos.
Mi amante el mar prolongará mi búsqueda y mi furia,
mi canto,
o con un susurro guardará mis huesos.
Mi amante el mar con sus labios de amante
también me despertará de este largo sueño
que es pesadilla,
o en un susurro engullirá mis huesos
Se ha ido
Se ha ido
Página 194
IV
EL OTOÑO ME REGALA
UNA HOJA
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VOCES
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NELSON RODRÍGUEZ
Página 197
SI TE LLAMARAS NELSON
(A UN JOVEN NORTEAMERICANO)
Si te llamaras Nelson
estarías ahora desfilando marcialmente
(mano levantada, paso firme, pelo al rape)
frente a la tribuna donde el jefe
conceda quizás la gracia de un saludo
Si te llamaras Nelson
grabarías en la memoria esta escena
y luego clandestinamente
en el breve descanso o el pase reglamentario
(veinticuatro horas)
escribirías
Sí te llamaras Nelson
pasarías días enteros (los mejores) en la cola
del helado
pasarías toda tu vida esperando un par de zapatos
que una tía («bondadosa») prometió enviarte desde «El Norte»
Si te llamaras Nelson
estarías ahora siendo interrogado
no porque hayas protestado públicamente
no porque hayas salido a la calle con tus hermosos cabellos sueltos
no porque hayas criticado abiertamente
como haces aquí
el sistema (allí nadie se atrevería a tanto)
sino porque alguien descubrió que eras poeta
o algo por el estilo
y por lo tanto ya esgrimen contra ti
«el cuerpo del delito»
Si te llamaras Nelson
Página 198
de la misma plaza donde gritas o te diviertes
serías conducido a un campo de trabajo forzado
te levantarías al alba y contarías las horas
sólo por la llegada del camión custodiado
que te llevará al barracón
Si te llamaras Nelson
por lo que haces por lo que no haces
llevarías siempre un mono azul, una cabeza rapada
unas botas rusas molestísimas
y un número junto al pecho.
Si te llamaras Nelson
conocerías el verdadero significado
de esa libertad que desprecias y atacas
porque nunca la habrías disfrutado
Sí te llamaras Nelson
estarías ahora intentando salir de tu país
estarías ahora lanzándote al mar
estarías ahora siendo capturado en pleno vuelo
estarías ahora siendo capturado antes de que iniciases
la estampida
(el mejor delator es allí siempre tu mejor amigo)
estarías ahora otra vez incomunicado y esperando
la sentencia
estarías ahora caminando con las manos atadas hacia
el pelotón de fusilamiento
Si te llamaras Nelson
tendrías como única recompensa a toda tu vida
la visión de tus propios hermanos apuntándote
Pero si te llamaras Nelson
ni siquiera en el momento en que la metralla entra en tu cuerpo
podrías gritar
como gritas aquí defendiendo impunemente a los verdugos
porque ellos hombres previsores
te llevarán amordazado al paredón
Si te llamaras Nelson
estarías ahora pudriéndote en una fosa común
estarías ahora enterrado en un lugar anónimo
que nadie irá a fotografiar
Página 199
estarías ahora bien sepultado en un hueco
donde nadie irá a descubrirte ni sabrá qué hiciste
ni quién fuiste
ni si realmente has existido
Si te llamaras Nelson
comprenderías lo que significa esa libertad
gracias a la cual (y contra la cual) gritas y
comenzarías a conocerte
y a despreciarte.
Pero le llamas Jimmy, Tom, Eddy, y ya recoges la pancarta impresa en
tinta impecable. Tomas el tren o el auto, y regresas a casa pues esta noche has
de estar ready para asistir al concierto de los Rollíng Stones (ya tienes el
pulover lumínico) en el Madison Square Garden, o ver el Festival de Cine
Soviético (qué progresista) en el Carnegie Hall Cinema. Y luego, con un
grupo de amigos (o de amigas), riendo, bebiendo, fumando, aullando de vida,
Village abajo, rumbo al río.
Si re llamaras Nelson
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¿PENSAR?
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de los deberes del actor
Pensar no forma parte
de los deberes del espectador
Pensar no forma parte
de los deberes de la señora
Pensar no forma parte
de los deberes de la puta.
Pensar, pensar, pensar.
Extraña, molesta, impertinente
palabrita. ¿No es verdad?
Página 202
BLANCO MOJONCITO
Blanco mojoncito,
quisieras ser guerrillero, pero como renunciar a los
productos Shaklee, a la loción después del baño, a la
nevera bien surtida ni (oh, de ninguna manera) a la lectura
del New York Times que tan puntualmente llega a tu
puerta.
Blanco mojoncito,
te arroban los desfiles militares y las marchas
multitudinarias, pero tu pie opta por el confortable
Addidas y no por la bota rusa, y tu culo no cambiará
jamás (a pesar de su férrea ideología) el suave papel
sanitario por las cuatro hojas del Granma, cuya tinta
(dicho sea de paso) te dilataría las hemorroides.
Blanco mojoncito,
admiras las vastas plantaciones colectivas (¿koljós o
granjas del pueblo?) donde los jóvenes ya no tienen que
pensar ni soñar, pero permaneces acá en tu espaciosa
habitación refrigerada, armoniosamente invadida por
plantas ornamentales que se detienen junto a la biblioteca
bien surtida donde un afiche, EL FUTURO PERTENECE
AL COMUNISMO, domina el conjunto.
Blanco mojoncito,
ligeramente bronceado, consistente y pulcro, comedido y
escultórico, residuo casi final de una dieta rica en
proteínas y carreritas en short por todo el parque, por
mucho Baron Dandy o Air Freshener («shake well befare
each use») que esparzas en tu impecable apartamento nada
podrá impedir que tu olor te condene.
Página 203
Blanco mojoncito,
para ti todo marchará admirablemente mientras esa teoría
que defiendes y tan bien te alimenta (¡me dicen que ya
tienes hasta el tenore professor!) no se te aplique en la
práctica, matándote de hambre.
Página 204
DESPUÉS DE HABER LEÍDO UN ARTÍCULO
ESCRITO POR El SEÑOR ROBERTO FABRICIO
PARA El MIAMI HERALD
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EPIGRAMA
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VIEJO NIÑO
Página 207
Ese niño, ese niño,
ese niño ante el panorama siempre inminente
(sólo inminente)
del inminente espanto, de la inminente lepra, del inminente
piojo,
del delito o del crimen inminentes.
Yo soy ese niño repulsivo que improvisa una cama
con cartones viejos y espera, seguro, que venga usted a
hacerle compañía.
Página 208
DRACULA LOSES HIS COLD BLOOD
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altoparlante a aquellos que no quisieron comprar el audífono personal).
¡TODO PODRÁ SER OBSERVADO!
(Todo menos su huésped que enfurecido partió con su ataúd quién sabe a
dónde).
Página 210
MIENTRAS EL CIELO GIRE
Página 211
el cielo
exista
serás mi dolor más notorio,
mi soledad más trágica
mi perdición unánime
mi perpetuo silencio
y mi consuelo total.
Mientras el cielo exista… ¿Pero acaso existe el cielo?
Bueno: mientras tú mismo existas.
Mientras
tú mismo
existas
serás el espejo y el tiempo,
lo infinito y lo súbito,
la memoria y lo insólito,
la derrota y el verso,
mi enemigo y mi imagen.
Porque no habrá más soles que los que tú mismo irradias
como no habrá otra pena que el saber que tú existes.
¿Pero acaso tú existes?
Página 212
«OH SOLE MIO»
dulce y remoto
como una canción de la adolescencia,
imprégname otra vez con tu tibieza,
baña esta desolación
que tu ausencia agiganta;
depárame el mar,
el más transparente,
donde desde lo alto, flotando,
vea mi silueta deslizarse.
Irrítame con tu estruendo,
disuélveme en tu esplendor,
alienta aunque sea mi memoria.
No dejes que sucumba
ante el helado panorama
poblado sólo de máscaras inhóspitas
(máscara yo también).
Envuelto en trapos,
en miles de trapos
que ni siquiera congenian con mí talla;
envuelto en miles de trapos
y en miles de gestos
que no me pertenecen,
resuelto en enormes picazones,
en escozores que el hielo magnífica,
tu imposible presencia escruto en todo rincón helado,
te espero en cada esquina
convertida en paso
o mejor dicho carrera de los vientos,
te invoco en varios idiomas
que pronuncio pésimamente
y me hundo en los parques
unánimemente blanqueados por la muerte.
Pero siempre hacía arriba,
Página 213
siempre hacía arriba
(al menos los ojos y los brazos)
fanáticamente empecinado en que aparezcas.
Página 214
MAR
Ya no tenemos el mar,
pero tenemos voz para inventarlo.
No tenemos el mar,
pero tenemos mares que no podremos olvidar:
El mar encrespado de la cólera,
el mar viscoso del destierro,
el fúlgido mar de la soledad,
el mar de la traición y el desamparo.
No tenemos el mar,
pero tenemos mares.
Mares repletos de excrementos,
mares de gomas de automóviles
donde empecinadamente deriva un esqueleto
(las falanges aún aferradas a la cámara
y el fragor de la metralla en el oleaje).
No tenemos el mar,
pero tenemos mares.
Mares de ínescrupulosos traficantes,
mares de esbirros disfrazados de bañistas
y profesores que comercian con el crimen,
mares de playas convertidas en trincheras,
mares de cuerpos balaceados
que aún retumban en nuestra memoria salpicándola.
No tenemos el mar,
pero tenemos náufragos,
tenemos uñas, tenemos dedos cercenados,
alguna oreja y un ojo que el ahíto tiburón no quiso aprovechar.
Tenemos uñas,
siempre tendremos uñas
y las aguas hirvientes de las furias,
y esas aguas, las pestilentes, las agresivas aguas,
se alzarán victoriosas con sus víctimas
hasta formar un solo mar de horror, un mar unánime
Página 215
un mar
sin tiempo y sin orillas sobre el abultado vientre del verdugo.
Página 216
DOS PATRIAS TENGO YO:
CUBA Y LA NOCHE
Página 217
EL OTOÑO ME REGALA UNA HOJA
Una hoja
desesperadamente pretende instalarse en mi pecho.
Quiere el leve saludo del vagabundo,
la hermana mirada del condenado
la cálida complicidad de la maldición.
¿Pero qué puedo hacer con ella
si mi temeraria vida de profesor visitante
apenas si me permite coleccionar libros de texto?
Página 218
El otoño me regala una hoja
—una hoja blanca de papel—,
patria infinita del desterrado
donde todas las furias se arremolinan.
Página 219
ÚLTIMA LUNA
Página 220
AUTOEPITAFIO
Página 221
REINALDO ARENAS (Holguín, Cuba, 1943-Nueva York 1990). Novelista
cubano cuya obra inicial se inscribió en la narrativa del boom
latinoamericano, y cuyas últimas producciones son un testimonio doloroso y
satírico de su vida, como en Antes que anochezca (1992).
Criado en el seno de una familia humilde y campesina, su adolescencia estuvo
marcada por su unión a la insurrección castrista desde 1958. Con el triunfo de
la revolución, tuvo oportunidad de participar en el programa de educación del
nuevo gobierno, donde su formación autodidacta se vio enriquecida por la
frecuentación de dos maestros, J. Lezama Lima y V. Piñera, que avalaron sus
tempranas publicaciones.
En 1967, cuando sólo contaba diecinueve años, apareció su primera y última
novela editada en la isla, Celestino antes del alba, ya que el resto de su
producción se publicó en el extranjero. Entrada la década de los años sesenta,
fue víctima de las medidas del gobierno cubano contra los homosexuales y el
acoso contra él aumentó hasta que en 1973 fue acusado de abuso sexual y
arrestado: huyó y se convirtió en fugitivo por el interior de la isla, pero poco
después se le detuvo y encarceló en la prisión de El Morro.
Finalmente, en 1980, por una amnistía gubernamental, pudo optar por el
exilio. Se trasladó primero a Miami, donde no tuvo suerte, y luego a Nueva
York, ciudad en la que se instaló definitivamente y continuó escribiendo,
Página 222
hasta que, enfermo de sida, decidió quitarse la vida en 1990, dejando más de
veinte libros, que incluyen diez novelas, algunos poemas, relatos breves y
obras de teatro.
En esa densa producción corresponde destacar El mundo alucinante (1966),
Otra vez el mar y la autobiográfica Antes que anochezca, cuya versión
cinematográfica se estrenó en 2001. El mundo alucinante fue llevada de
contrabando a Francia, hecho que acentuó la hostilidad del gobierno cubano
hacia el escritor; la obra es una recreación mítica de la vida del cura mexicano
Servando Teresa de Mier. Otra vez el mar, una de sus novelas fundamentales,
fue confiscada por la policía política; Reinaldo Arenas se vio obligado a
reescribirla tres veces.
Otras obras que cabe mencionar son El palacio de las blanquísimas mofetas
(1980), El central (1981), Termina el desfile (1981), Arturo, la estrella más
brillante (1984), El color del verano (1991) y El asalto (1988). Arenas, junto
a S. Sarduy, está considerado uno de los principales continuadores del
neobarroquismo cubano inaugurado por la obra de Lezama Lima.
Página 223
Notas
Página 224
[1] La frase que encabeza este prólogo pertenece a Los Cantos de Maldoror de
Página 225
[2] El título de este libro obedece también a la intención del autor de rendir
menaje a José Lezana Lima, quien fuera su amigo y maestro. Como se sabe,
la novela en que trabajaba el autor de Paradiso al morir, se titulaba Inferno.
Postumamente, sus fragmentos aparecieron bajo el título Oppiano Lícario. <<
Página 226
[3]
El «A mi querido R», de la dedicatoria se refiere a Reinaldo García-
Ramos, quien residía en Cuba cuando se escribió el poema. Una dedicatoria
más explícita podía entonces perjudicarlo. <<
Página 227
[4] La pregunta: «¿Platón vendía aceite en Egipto para cubrir los gastos de su
viaje?» ha sido extraída de una afirmación que sobre el mismo asunto hace
Plutarco en su Vida de Solón. <<
Página 228
[5]
Página 229
[6] «Miras la naturaleza ligeramente deformada gracias a la torpeza de la
Página 230
[7] El párrafo que comienza «tenemos una hermosa mansión» hasta «Y más
allá del cercado», es una mezcla de un texto de G. Droz con textos originales.
He aquí el texto de Droz: «C'est une maison modeste qui a je ne sai quoi de
honnête et de rejoissant. Les murs épais protègent bien contre la chaleur et le
froid. Le toit élevé recouvert de tuiles abrite une vaste grenier. Le balcón est
en fer forge. Les pigeons perchent sur la girouette, et toute est tranquille et
calme dans l’enclos». (La maison).
Me he permitido sustituir las tejas (tuiles) por una enredadera. <<
Página 231
[8] «Qué nueva estatua se habrá de conmover ruando el viajero, cansado,
Página 232
[9] Para tener una idea de las diversas, infinitas, especulaciones que se han
Página 233
[10] En cuanto al pasaje «El gran amo vigila», «el gran amo vela por ti» son
Página 234
[11] «El tren corre por entre los pastos verdes aún velados de brumas
matinales». El texto primitivo, tomado del libro de A. Cherel. El francés sin
esfuerzo, dice: «Le train filaít a travers le pâturage verts de La Normandie».
Se ha alterado el tiempo del verbo. <<
Página 235
[12] La historia de Percival, llamado también Percebal, Parcival, Parzibal,
Paredeur y, por último, Parsifal, es, saltando las discrepancias intrascendentes
sostenidas por todas las enciclopedias consultadas: la siguiente: Percival, el
más joven y único superviviente de siete hermanos muertos junto a su padre
en empresas caballerescas, es internado en el bosque donde crece ignorante de
las aventuras y deberes de los caballeros medievales; educado de esa manera
por su madre que no quiere para su ya único hijo el mismo destino que
sufrieran los anteriores. Pero un día, el muchacho «sencillo de espíritu y puro
de corazón» (en esto concuerdan todas las enciclopedias), descubre
casualmente en la floresta a unos caballeros, se entusiasma con sus armas y
quiere ir con ellos a la corte del rey Arturo. Abandona pues a su madre, quien
tras darle los últimos consejos «muere de dolor» y llega, aún ataviado de
campesino, a la legendaria y macabra corte. Allí comienzan sus múltiples y
alucinantes aventuras. Se encuentra con el terror, con el pecado, con el
estupor, con el misterio y, desde luego, con lo que aparentemente es el amor.
Aunque ningún crítico haya reparado en ello (la función de los críticos es no
advertir siquiera lo evidente), las dos constantes, las dos fatalidades, que
parecen regir y justificar esa cadena de aventuras son: a) la presencia de la
madre que limita y condena y que, más que los caballeros, es quien impulsa a
Percival a salir huyendo del bosque. No importa que ella haya muerto: (hay
que poner distancia, hay que alejar esa presencia (esa potencia) invisible; hay
que ir al encuentro de la libertad. b) La búsqueda del padre, es decir, el deseo
de igualarlo y superarlo. Percival como héroe debe borrar —sobrepasar— la
imagen del héroe que le antecede; sólo así podrá lograr su autenticidad. He
aquí, quizá, la esencia de uno de los «romances» más antiguos de la literatura
europea.
Tal vez podría afirmarse que el rescate del «santo grial» fue la consecuencia
de un problema doméstico.
Con Percival se inicia el ciclo de aventuras de Los caballeros de la Tabla
Redonda, comenzado por Chrétien de Troyes en l16O. Esa primera versión,
llamada también «roman francés del ciclo bretón», consta de 45 mil
octosílabos de rima pareada. Se han hecho innumerables variantes, entre ellas
la de Gerbert de Montreuil, quien le dio el monstruoso tamaño de 63 mil
versos.
Página 236
Ricardo Wagner trabajó durante quince años sobre ese tema, construyendo
una de las tragedias sinfónicas más monumentales de todos los tiempos.
Wagner cambió el nombre de Percival por el de Parsifal; del árabe: parsi,
puro; fal, loco… Wagner, anota un comentarista, sintió la necesidad de
subrayar con fuerza (contra el sentimiento dominante de la piedad) la
presencia del pecado y la necesidad de su experiencia. Esa obra mereció el
elogio de Nietzsche.
Kundri, la fea e insignificante hechicera del poema medieval, se convierte en
Parsifal en la esencia primigenia de la mujer; es la bruja, la ingenua, la audaz,
la sufrida, la terca, la puta, la arrepentida, la hermosa, la sarcástica, la
deseada, la esclava, la heroica y la repudiada.
Hablando de Kundri, el escriror M. Milá ha dicho: «Son las fuerzas del mal
que luego se enfrentan, que luego se asocian en la oscura tenebrosidad
traspasada por lívidas iluminaciones».
<<
Página 237
[13] Leprosorio (Éxodo) integra el tercer libro de la trilogía poética (de alguna
forma hay que llamarla) que comienza con El Central (Fundación) y prosigue
con Morir en junio y con la lengua afuera (Ciudad). El título general de la
obra es Leprosorio.
La dedicatoria a Virgilio Piñera es un modesto homenaje a uno de los autores
más importantes de nuestra literatura, quien sufriera ostracismo y censura en
Cuba y de quien soy su deudor.
El número de habitantes de la isla de Cuba están en relación con la fecha en
que se terminó de escribir el poema (1976).
Los nombres de casi codos los dictadores (generales, capitanes, etc.) aquí
consignados pueden encontrarse en cualquier libro de historia de Cuba escrito
con cierto rigor. Desde luego, si el libro fue escrito mientras el dictador
detentaba el poder, él mismo no aparecerá como tal.
El testimonio sobre las cárceles cubanas está fundamentado en mi experiencia
personal (prisiones de El Morro, La Cabaña, Reparto Flores y Cárcel o P. N.
R. de Guanabacoa, de 1974 a 1976).
Los versos «Las albas nubes y el mar», (al como consigna el poema fueron,
¿leídos dónde? ¿Escritos por quién? Hasta ahora mi memoria no ha podido
averiguarlo.
En cuanto al título de esta obra, Leprosorio, si descabelladamente nos
guiáramos por la Real Academia de la Lengua Española, debería ser
«Leprosería», palabra que a mí me suena como a un sirio donde se alquilan o
se ponen a la yema los leprosos… <<
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