Cuadernillo de Literatura 2022. 5to Año. III Milenio.
Cuadernillo de Literatura 2022. 5to Año. III Milenio.
Cuadernillo de Literatura 2022. 5to Año. III Milenio.
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Colegio secundario TERCER MILENIO
Cuadernillo de Literatura
5to A y B
Año: 2022
Alumno/a:
Índice
“La lotería”, de Shirley Jackson 3
El sexto siempre vuelve, de Mónica Cragnolini 16
El verosímil 19
“Caramelos de fruta y ojos grises”, de Liliana Bodoc 21
“Piel de Judas”, de Juan José Panno 24
“Última vuelta”, de Samanta Schweblin 24
“La hostería”, de Mariana Enríquez 25
“Sredni Vashtar”, de Saki 32
Antología de la literatura fantástica. J. L. Borges, A. Bioy Casares y S. Ocampo (comp.) 35
Introducción a la literatura fantástica (1970). Tzvetan Todorov 37
El género fantástico 37
El monstruo fantástico, de Elena Alonso 39
Ciencia ficción y utopía, de Eric Rabkin 47
Teoría política: Utopías en la Ciencia Ficción, de Raymond Williams 48
La distopía y el poder 50
“Muxes de Juchitán”, de Martín Caparrós 53
“Recuerdos de los años de plomo”, de Osvaldo Soriano 61
“Camila O’Gorman”, de Agustina González Carman 65
Crónicas periodísticas 80
La literatura de no-ficción en los Estados Unidos y en la Argentina 80
Historia y discurso 82
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“La lotería”, de Shirley Jackson
La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban
profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la
oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y
tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba
apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos
volvieran a sus casas a comer.
Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la
sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un
rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los
profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no
tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix
acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los
otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los
niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.
Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos,
mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin
alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y
suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes
mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus
hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó,
agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras.
Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano
mayor. La lotería —igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween— era dirigida
por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.
El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de
él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se
levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de
correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre
el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el
taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante
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de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja
sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.
Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba
ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad
del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba
modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con
algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y
fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja
nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez
más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados,
dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su
hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia
los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había
conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.
Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero
ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era
necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor
Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía
de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del
año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y
otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin
y se dejaba allí el resto del año.
Había que atender muchos detalles antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que
confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de
cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por
parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una
especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los
cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o
cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la
ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía
utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se
había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada
participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa
blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran
dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.
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En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora
Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al
grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.
—Me había olvidado por completo de qué día era —le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos
mujeres se echaron a reír por lo bajo—. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña —
prosiguió la señora Hutchinson—, y entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la vista;
entonces recordé que estábamos a veintisiete y vine corriendo.
—De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.
La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras
filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La
gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta
como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La
señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en
tono jovial:
—No querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? —respondió la señora Hutchinson con una
sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la
llegada de la mujer.
—Muy bien —anunció sobriamente el señor Summers—, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo
antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?
—Clyde Dunbar —comentó—. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?
—Yo, supongo —respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.
—La esposa saca la papeleta por el marido —anunció el señor Summers, y añadió—: ¿No tienes ningún hijo mayor que
lo haga por ti, Janey?
Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del
sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora
Dunbar.
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—Horace no ha cumplido aún los dieciséis —explicó la mujer con tristeza—. Me parece que este año tendré que
participar yo por mi esposo.
—De acuerdo —asintió el señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y luego preguntó
—: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?
El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen
chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».
—Bien —dijo el señor Summers—, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?
Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.
—¿Todos preparados? —preguntó—. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se
adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el
mundo tenga la suya. ¿Está claro?
Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos
permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, este
alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers. «Hola,
Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor
Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media
vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia,
sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.
—Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente —comentó la señora Delacroix a la señora Graves en
las filas traseras—. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.
—Clark… Delacroix…
—Allá va mi marido —comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la
caja.
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—Dunbar —llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres
exclamaba: «Ánimo, Janey», y otra decía: «Allá va».
—Ahora nos toca a nosotros —anunció la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó al
señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos
hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso.
La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.
—Harburt… Hutchinson…
—Vamos allá, Bill —dijo la señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.
—Jones…
—Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería —comentó el señor Adams al viejo Warner. Este
soltó un bufido y replicó:
—Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que
volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía:
«La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del
bosque. La lotería ha existido siempre —añadió, irritado—. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe
Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.
—Eso no traerá más que problemas —insistió el viejo Warner, testarudo—. Hatajo de jóvenes estúpidos.
—Ojalá se den prisa —murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor—. Ojalá acaben pronto.
El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja.
Luego, llamó a Warner.
—Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería —proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud
—. Setenta y siete loterías.
—Watson… —el muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso,
muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.
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—Zanini…
Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto
su papeleta, murmuró:
Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De
pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:
Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando
el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:
—¡No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!
—Tienes que aceptar la suerte, Tessie —le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:
—Bueno —anunció, acto seguido, el señor Summers—. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos
apresurarnos un poco más para terminar a tiempo.
—Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?
—Están Don y Eva —exclamó la señora Hutchinson con un chillido—. ¡Ellos también deberían participar!
—Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie —replicó el señor Summers con suavidad
—. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.
—Me temo que no —respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo—. Mi hija
juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.
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—Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya —declaró el señor Summers a
modo de explicación—. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?
—Tres —declaró Bill Hutchinson—. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.
—Muy bien, pues —asintió el señor Summers—. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?
—Entonces, ponlas en la caja —le indicó el señor Summers—. Coge la de Bill y colócala dentro.
—Creo que deberíamos empezar otra vez —comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible—. Les digo que no
es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo han visto.
El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al
suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.
—¡Escúchenme todos! —seguía diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.
—¿Preparado, Bill? —inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su
esposa e hijos.
—Recuerden —continuó el director del sorteo—: Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la
suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.
El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.
—Saca un papel de la caja, Davy —le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita
—. Saca solo un papel —insistió el señor Summers—. Harry, ocúpate tú de guardarlo.
El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el
pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.
—Ahora, Nancy —anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la
respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado—. Bill, hijo —dijo el
señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su
papeleta—. Tessie…
La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios
y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.
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—Bill… —dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de
sacarla con el último de los papeles.
—Espero que no sea Nancy —cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.
—Antes, las cosas no eran así —comentó abiertamente el viejo Warner—. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.
—Muy bien —dijo el señor Summers—. Abran las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.
El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que
estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con
expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.
—Tessie… —indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill
Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.
Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la
marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill
Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.
Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de
utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas
de papel que habían extraído de la caja, había más piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo
que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.
La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:
Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson.
Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado
mientras los vecinos avanzaban hacia ella.
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—¡Vamos, vamos, todo el mundo! —gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con
la señora Graves a su lado.
—¡No es justo! ¡No hay derecho! —siguió exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó
sobre ella.
Pues bien, lo nuevo e importante en R. Girard es «la generalización posterior de este mecanismo del
double bind (mímesis de deseo – rechazo leído como rivalidad) primero a la génesis de las sociedades,
y luego a la explicación de las crisis sociales…» [González Faus 1981: 16]. ¿Cómo llega Girard a esta
generalización? Véase: «Digamos también una palabra sobre lo que yo llamo la mediación del doble,
para comprender mejor el desbocamiento de la crisis. Ese deseo que es el suyo y que yo voy a imitar,
puede ser que fuera insignificante en el punto de partida, puede ser que no tuviera una intensidad muy
fuerte. Pero, cuando me dirijo hacia el mismo objeto que usted, la intensidad de su deseo aumenta. Se
va a convertir en mi imitador, como yo soy el suyo. Lo esencial, es el proceso de feed-back que hace
que toda pareja de deseos pueda convertirse en una máquina infernal. Produce siempre más deseo,
siempre más reciprocidad y, por tanto, siempre más violencia» [Girard 1996: 25]. En este sentido, se
puede alinear a Girard en la lista de aquellos pensadores que han estudiado al hombre desde la crisis.
Por ejemplo, ya Heráclito afirmaba que «la guerra es el origen de todas las cosas». Tomas Hobbes,
por su parte, declaraba que «el hombre es lobo para el hombre».
El chivo expiatorio
Esta estructura mimética, cargada inexorablemente de violencia, está presente en todos los hombres,
llevando tarde o temprano a la violencia general, no de manera concreta, sino difusa. En este contexto,
la misma estructura mimética lleva la violencia de todos contra todos a la violencia de todos contra
uno, puesto que se imita incluso el odio del otro: «Deseando la misma cosa, los miembros del grupo
se hacen todos antagonistas, en parejas, en triángulos, en polígonos, todo lo que usted quiera. La
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contaminación significa que ciertos individuos van a abandonar su antagonismo personal para ‘elegir’
el del vecino. Vemos eso todos los días, cuando, por ejemplo, diferimos sobre los políticos el odio que
constatamos para nuestros enemigos privados, sin osar satisfacerlo contra éstos. De tal forma es así
que aparecen chivos expiatorios parciales, a los cuales, el mismo fenómeno de concentración, va a
reducir progresivamente en número y a aumentar la carga simbólica…» [Girard 1996: 31].
Es muy necesario insistir en el hecho de que todo este mecanismo se realiza de manera inconsciente,
pues muchas de las interpretaciones de Girard lo presentan como una solución que la comunidad toma
voluntariamente. Para evitar que se le compare con el inconsciente freudiano, Girard utiliza la palabra
méconnaissance (desconocimiento). González Faus explica: «Cuanto más desconocido es este proceso
y más cree la gente que la eliminación de la víctima no es obra de su violencia sino de un imperativo
absoluto, más consigue el sacrificio poner fin a la violencia» [González Faus 1981: 10].
Así pues, el chivo expiatorio aparece como el causante de todos los males de la comunidad. Incluso,
él mismo se experimenta culpable de todo. Véase el clásico ejemplo de Edipo, quien se experimenta
culpable de la peste que asola a Tebas por haber cometido asesinato e incesto. Así, la crisis mimética
se resuelve de manera sacrificial, puesto que es necesario acabar con el chivo expiatorio. Esto hace
que Girard afirme que el asesinato está en la base de toda sociedad, tanto de las antiguas como de las
nuevas: el asesinato de Remo por Rómulo (gemelos=dobles miméticos) como fundamento de la
civilización romana; el asesinato de Abel por Caín como fundamento de la civilización cainita; el
asesinato de Luis XVI como fundamento de la moderna democracia, etc. Que estos asesinatos son
camuflados, transfigurados o incluso borrados en las narraciones, se verá a continuación.
El otrora chivo expiatorio se convierte en una clase de divinidad que suscita nuevamente la imitación
y la contra-imitación de tinte netamente religioso. Sólo en relación con la víctima se entienden las
muy distintas prohibiciones, así como los ritos y los mitos:
«Se ve bien, pues, no imitar a esa víctima en todo eso que hace o parece hacer para suscitar la crisis:
los antagonistas potenciales se evitan y se separan los unos de los otros. Se obligan a no desear los
mismos objetos. Se toman medidas para evitar la misma contaminación mimética general: el grupo se
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divide, separa a sus miembros mediante las prohibiciones. Cuando la crisis parece amenazar de nuevo
se recurre a los grandes medios, y se imita lo que la víctima hizo, parece ser, para salvar a la
comunidad. Ella acepta hacerse matar. Se va a elegir una víctima sustitutoria y que morirá en su lugar,
una víctima sacrificial: es la invención del rito. Por último, se va a recordar esta visita sagrada: a eso
se le llama mito… En el sacrificio se rehace el mito. Para procurar que el mecanismo del chivo
expiatorio funcione de nuevo y que restablezca una vez más la unidad de la comunidad se tiene buen
cuidado de copiar con exactitud la secuencia original. Se comienza pues, por sumergirse
deliberadamente en una imitación de una crisis mimética» [Girard 1996: 33].
Aquí puede observarse uno de los puntos más significativos de la teoría mimética: hasta ahora no
había un modelo convincente que explicara el hecho de que todos los pueblos primitivos poseen
tabúes, ritos y mitos, pero que al mismo tiempo aclarara el porqué de las notables diferencias entre los
mismos. Por ejemplo, en algunas culturas el incesto es estrictamente prohibido, mientras que en otras
se tolera, o bien, en algunas se prohíbe durante el tiempo normal mientras que en el tiempo del rito se
permite. Girard ha postulado una hipótesis de trabajo que permite comprender la unidad y diferencia
de los ritos y mitos de una manera clara y sencilla. Ciertamente, tal teoría ha recibido muchas críticas
por su pretensión de explicar todos los fenómenos, tanto culturales como religiosos.
Dado lo anterior, González Faus resume las aportaciones de Girard de la siguiente manera: «1) el
mecanismo victimario es el fundamento de la religión. 2) Es a partir de él como surge el proceso de
hominización y se van generando la cultura y las instituciones. 3) Todos los mitos (y, posteriormente
a ellos, los textos de persecución) contienen ese linchamiento fundador camuflado» [González Faus
1981: 19].
El proceso de hominización
Girard argumenta que la dinámica de la mímesis de apropiación es tal, que puede explicar no sólo los
entredichos o tabúes y los ritos, sino también el mismo proceso de hominización: «Si logramos
concebir la hominización a partir de la mímesis de apropiación y de los conflictos que engendra, nos
veremos libres de la objeción que hace Lévi-Strauss en Tótem y tabú. Y al mismo tiempo nos
ponemos por encima del cuento de hadas evolucionista situándonos en una problemática concreta por
primera vez» [Girard 1982: 103]. Partiendo de los conocimientos actuales, Girard reivindica algunas
aportaciones tanto de la etología como de la etnología y busca unir lo que para ellas está separado. La
etología ha centrado su atención en la mímesis para explicar muchas conductas animales y
compararlas con las humanas. A partir de esto, se desarrolló el concepto de dominance patterns
(modelos de dominación), para poner de manifiesto las relaciones de subordinación en las sociedades
animales. Ahora bien, Girard afirma que el mérito de la etología radica en que «la estabilización de
los dominance patterns impide las disensiones en el seno del grupo animal; impide que las rivalidades
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miméticas prosigan interminablemente. Los etologistas tienen razón al afirmar que los dominance
patterns representan un papel análogo al de ciertas diferenciaciones y subdivisiones a veces
jerárquicas, aunque no siempre, en las sociedades humanas; se trata de canalizar los deseos en
direcciones divergentes y de hacer imposible la mímesis de apropiación» [Girard 1982: 104].
Por su parte, la etnología ha tenido el mérito de ver claramente el carácter sistemático de la cuestión,
pues «la representación del sistema en cuanto sistema caracteriza esencialmente a las sociedades
humanas […] El sistema, que era implícito en los animales, se ha hecho explícito. Además, es mucho
más complicado. La representación y la memoria de esta representación le permiten extenderse a
territorios considerables y perpetuarse durante varias generaciones sin modificaciones notables o, por
el contrario, con unas modificaciones que somos capaces de observar y de registrar, lo cual hace que
tengamos una historia» [Girard 1982: 105].
Uniendo ambas aportaciones, se tiene una continuidad entre la mímesis de apropiación en los
animales y en los hombres, pero también una discontinuidad basada en la sistematización y en la
simbolización: «en otras palabras, si la concurrencia mimética no degenera normalmente en una lucha
mortal, en nuestra sociedad, es por razones distintas de cómo ocurre en la sociedad animal. No son los
frenos del instinto los que actúan, sino por el contrario una armadura simbólica sumamente poderosa
que hace posible la “desimbolización” y la indiferenciación relativa de los sectores competitivos»
[Girard 1982: 106-107].
Otro punto de apoyo es el siguiente: «Hay motivos para pensar que la fuerza y la intensidad de la
imitación van creciendo con el volumen del cerebro en toda la línea que lleva al homo sapiens»
[Girard 1982: 107]. Hasta ahora, se había visto que el aumento del cerebro y los respectivos
fenómenos que origina tenían una base que integra lo biológico y lo cultural (punto de unión entre los
etólogos y los etnólogos), pero no se había dado con el motor de esa dinámica. Girard afirma que el
mecanismo de la víctima expiatoria puede, sin mayores problemas, ser esa clave faltante hasta ahora
(tesis atrevida, ya que pone a la violencia como uno de los factores para el aumento del cerebro):
«Hay que mostrar que es la intensificación de la rivalidad mimética, visible por doquier al nivel de los
primates, lo que debe destruir los dominance patterns y suscitar nuevas formas cada vez más
elaboradas y humanizadas de la cultura por medio de la víctima expiatoria» [Girard 1982: 109].
Recuérdese que la mímesis de apropiación tiende de suyo a la violencia, la cual provoca tarde o
temprano una crisis mimética general, en la cual la violencia de todos contra todos se resuelve en la
violencia de todos contra uno. Ahora bien, es claro que esto no se da en los animales, ya que los
dominance patterns son como un regulador biológico que impide que la violencia se propague de esa
manera, pues equivaldría a la autodestrucción de las sociedades animales. Si se da en el hombre es
porque esos dominance patterns han sido “saltados”. El proceso de hominización, el paso del animal
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al hombre está dado, según el parecer de Girard, por el surgimiento de una primera crisis mimética, la
cual engendró «las formas “diferidas”, simbólicas y humanas de la cultura» [Girard 1982: 108].
En conclusión: «Podemos concebir la hominización como una serie de escalones que permiten
domesticar unas intensidades miméticas cada vez mayores, separados unos de otros por crisis
catastróficas pero fecundas, ya que hacen saltar de nuevo el mecanismo fundador y aseguran en cada
etapa unos entredichos cada vez más rigurosos por dentro y unas canalizaciones rituales más eficaces
por fuera» [Girard 1982: 109].
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El sexto siempre vuelve, de Mónica Cragnolini
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El verosímil
Una novela es un espejo que se pasea por un ancho camino. Tan pronto refleja el azul del cielo ante nuestros ojos,
como el barro de los barrizales que hay en el camino. ¡Y el hombre que lleva el espejo en el cuévano será acusado por
ustedes de ser inmoral! Más justo sería acusar al largo camino donde está el barrizal y, más aún, al inspector de caminos
que deja el agua estancada y que se formen los barrizales.
Stendhal
En la Poética de Aristóteles, un texto del siglo IV antes de Cristo, el filósofo afirma, con relación a la literatura:
"Deben preferirse las cosas imposibles, pero verosímiles, a las cosas posibles, pero no convincentes". Y más adelante
insiste: "Con respecto a la poesía es preferible algo imposible, pero creíble, que algo posible, pero no creíble". En la
Historia, deben prevalecer los hechos verdaderos, aunque resulten poco creíbles; en la literatura, los hechos verosímiles,
aunque no sean verdaderos. Suele afirmarse que un hecho verosímil es el que tiene apariencia de verdadero. Pero, ¿a qué
patrón o modelo debe adecuarse un hecho si quiere resultar verosímil? Para contestar a esta pregunta, hay una respuesta
clásica que no me convence: debe parecerse a la realidad, debe tener la apariencia de algo real. Trataré de argumentar
por qué no me convence esa respuesta.
“En la Historia, deben prevalecer los hechos verdaderos, aunque resulten poco creíbles; en la literatura, los hechos
verosímiles, aunque no sean verdaderos.”
Todos sabemos que en lo que solemos llamar la realidad existen muchos crímenes sin resolver; seguramente son más
que los que se resuelven mediante la identificación y arresto del asesino. Pero supongamos que vemos una película
policial o leemos una novela policial en la que el crimen queda sin resolver: la decepción sería grande. Y eso no es
porque no tenga apariencia de realidad. No conozco ningún caso, en eso que llamamos la realidad, en que un tipo joven
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con plata se haya enamorado y casado con su empleada doméstica. No sabemos entonces por qué ese hecho ocurre con
tanta frecuencia en novelas, telenovelas y películas si es que, como se nos dice, deben parecerse a la realidad para
resultar verosímiles. Son muchísimos más, lamentablemente, los jóvenes que no pueden salir de la miseria y la
marginalidad para triunfar, por ejemplo, en el deporte. En el cine, por el contrario, son más los segundos que los
primeros. Y le creemos. Algo similar ocurre con el llamado género gótico o de terror. Para varios de los amantes del
género, la muy promocionada película Blair Witch Project resultó un fiasco. Probablemente, porque esperaban que de la
oscuridad profunda de ese bosque apareciera un monstruo que justificara al género, cosa que no ocurre. Casi desde sus
orígenes, la comedia ha resultado más divertida cuanto más enredada y disparatada es su trama; nadie reclama que una
comedia, para hacer reír, deba semejarse a la realidad. Refiriéndose a su "Poema conjetural", Borges dice: "Aunque
desde luego, sea del todo inverosímil, porque esos últimos momentos de Laprida, perseguido por quienes iban a matarlo,
tienen que haber sido menos racionales: más fragmentarios, más casuales (...). Creo que si hubiera sido un poema
realista, (...), el poema habría perdido mucho; y mejor que sea falso, es decir, que sea literario".
Los ejemplos podrían seguir. En suma: no le creemos más al arte cuanto más se parece a la realidad; en arte, los
hechos representados son más verosímiles cuanto más respetan las leyes de los géneros. Podría pensarse que para
conocer las leyes de los géneros deberíamos ser especialistas en literatura. No es cierto. Así como podemos hablar
gramaticalmente sin conocer las reglas de la gramática, también podemos tener conciencia de los géneros sin ser
expertos en ellos. Cualquiera está preparado para reconocerlos, y para decepcionarse cuando no se cumplen, como el
pibe que devuelve con mala cara la película de acción que alquiló porque "hay pocos tiros".
EL GRAN PEZ
Hace algunos años, un estudiante del secundario me dijo que le habían dado para leer una canto de la Eneida de
Virgilio y "La señorita Cora", el cuento de Julio Cortázar. Pensé que el cuento de Cortázar le iba a gustar, porque su
argumento estaba muy cerca de la experiencia de un adolescente, y que la Eneida lo iba a aburrir soberanamente. Me
equivoqué: lo apasionaron las aventuras de Eneas y no le gustó el cuento. Otra vez, pudo más el género que el parecido
con la realidad. ¿Qué tiene que ver con lo que llamamos realidad el derrotero del Dante, de la mano de Virgilio, por los
círculos del Infierno? ¿Qué, el monólogo de un príncipe desquiciado ante una calavera? ¿Qué, algunas de las aventuras
de un hidalgo alienado y terco y un escudero bruto? ¿Qué, la absurda historia de Gregor Samsa, quien una mañana,
después de una noche de pesadillas, se despierta convertido en un bicho?
Supongamos que usted va caminando y, en un baldío, ve unos bloques grandes de hormigón. Y supongamos que un
niño le pregunta qué es eso. Usted puede contestarle que son unos bloques que se utilizan para la construcción de
edificios, o bien puede decirle que en el baldío vive un gigante que juega con ellos al Rasti. Parece evidente que la
primera respuesta se acerca más a la verdad y la segunda a la literatura. Porque la literatura no necesita parecerse a la
realidad para hablarnos de los enigmas del mundo y de los avatares de la condición humana. Sus historias son
verosímiles, aunque sabemos que no son reales, y a veces no podrían serlo. De esto se da cuenta el hijo, empresario y
pragmático, de El gran pez (2003), la magnífica película de Tim Burton. Y cuando se da cuenta, acepta a su padre
moribundo tal como ha sido y como es, un hombre cuya historia es inescindible de los relatos que la refieren. Cuando, en
la película, el Dr. Bennett narra al hijo la verdadera historia de su nacimiento, agrega, al final, que él prefiere la otra
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historia, la de su padre, en la que justo en el día que nace su hijo, pesca el gran pez; quizás no sea verdadera pero,
viniendo de su padre, es verosímil. Y, como la del gigante del baldío, necesaria.
Ellos vendían caramelos de fruta en los bares. Y, algunas veces estampitas de la Virgen. Pero las estampitas no eran
para vender sino para pedir colaboración. Aunque la verdad es que resultaba mejor con los caramelos de fruta. Y mejor
si los ofrecía Magui, porque era chiquita y tenía ojos grises. A Tomás la calle le había enseñado que los ojos grises
vendían más que los ojos marrones.
Los dos hermanos tenían su clientela fija: viejos hombres de bar que compraban caramelos y los olvidaban en sus
bolsillos. Los viejos hombres de bar no podían comer caramelos porque tenían la boca ocupada con cigarrillos negros y
palabras para arreglar el mundo. Tomás solía pensar que, cuando los bares cerraban, los viejos hombres permanecían
inmóviles, con el cigarrillo a medio terminar, la palabra a medio pronunciar y la taza de café a la mitad de camino entre
la mesa y los labios. A la mañana siguiente el sonido de la persiana metálica los ponía en funcionamiento.
Era sábado... Tomás y Magui terminaron de vender sus caramelos mucho antes de lo acostumbrado. ¡Buena suerte
que la gente anduviera ese día con ganas de masticar azúcar!
Los niños empezaron a caminar hacia la estación de trenes. Cada hora, salía el tren que los dejaba más allá de los
suburbios industriales. En un lugar donde las calles no tenían nombre y las casas no tenían vidrios. Tomás iba pateando
la cajita de cartón vacía donde habían estado los caramelos. De pronto, Magui se detuvo.
— ¿Qué hay? —preguntó su hermano.
Magui señaló en dirección a la plaza que tenía juegos.
— Quiero ir al tobogán —dijo.
— Mejor nos vamos —contestó Tomás pensando que llegaba a tiempo para jugar un rato a la pelota.
Magui sacudió la cabeza para decir que no, que por favor sea bueno y él entendió por qué la gente le compraba
caramelos.
— Está bien... —aceptó.
Era sábado, y mediodía de otoño. La plaza estaba casi desierta. Solamente había un niño, con una mujer que lo
cuidaba.
Magui corrió hasta el tobogán. Tomás en cambio, se sentó en un banco de cemento. Tenía ganas, pero mejor no.
Porque si llegaba a verlo otro chico de la calle le iba a gritar de todo; y encima iba a andar diciendo que Tomás era una
nena.
Tomás se acurrucó en el banco, del lado del sol. Se sacó la bolsita que su madre le ataba a la cintura para que
guardara la ganancia. ¡Qué suerte que ese sábado las personas anduvieran con ganas de masticar azúcar! Magui se
deslizaba por el tobogán agarradita de los costados. Y claro, era chiquita. No la iba a comparar con el que se tiraba de un
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envión, daba una vuelta en el suelo y se pone de pie. Ahí estaba la escalera del tobogán. Ahí estaba el chico con su
mamá.
Tomás no quería dormirse, pero el sol quería que se durmiera. Lo envolvió en una manta con olor a aire libre, le trajo
buenos sueños desde allá arriba. Y, en pocos minutos, le ganó la pelea.
Durmió, hecho un ovillo. Tomás estuvo soñando cosas lindas. Sueños distintos a la vida. Tan pero tan distintos como
unos ojos marrones de unos ojos grises. No durmió mucho tiempo, porque cuando despertó el sol estaba en el mismo
lugar, y los pinos de la plaza tenían la misma altura. Lo único diferente era que el niño y su mamá se habían marchado.
Tomás se restregó la cara y miró al tobogán: Magui no estaba.
Llevaba algunos años vendiendo caramelos por los bares; precisamente la mitad de su vida y había aprendido que en
la calle nada desaparece porque sí.
— ¡Magui! —llamó— ¡Magui!
Lo primero que hizo fue recorrer la plaza, capaz Magui quiso esconderse atrás de un árbol o a lo mejor atrás de los
arbustos en forma de paraguas, pero no estaba. Capaz se había escondido atrás del monumento con soldados y caballos,
pero no estaba allí. Tomás miró la cara de los soldados para ver cuál de todos se aguantaba la risa para no descubrir el
escondite. Dio una vuelta al monumento con el corazón golpeando fuerte, pero Magui no estaba.
Él miró a todos lados, nunca la ciudad le había parecido tan grande. En su esquina de siempre encontró a un
lustrabotas que conocía…
— Don, ¿no la ha visto a Magui?
— ¿A tu hermanita? —encogió los hombros—. No.
Siguió en dirección a los bares donde vendían caramelos, entró en cada uno y repitió la misma pregunta una y otra
vez:
— ¿No la vieron a Magui?
Los viejos hombres de bar parecían preocuparse, hasta preguntaron cómo había pasado y quisieron saber dónde se
había perdido, pero ninguno abandonó su silla.
Al principio, Tomás sólo preguntaba...
Después, espió para ver si su hermana estaba adentro de las tazas de café con leche. Para ver si, de tan flaquita que
era, se había metido en el pan de los sándwiches que la gente comía.
Un hombre del bar leía un periódico. Tomás se detuvo en seco porque creyó ver a Magui en una foto, pero después
comprendió que se había equivocado, no era Magui la que miraba desde el papel. Él alcanzó a leer las palabras que
estaban escritas sobre la foto: "Cifras negras, aumenta el número de chicos desaparecidos..."
Al terminar con los bares conocidos, empezó a correr más rápido. Observó la expresión que la gente tenía cuando él
pasaba a su lado. Miró en el interior de los autos, en las vidrieras. Dobló la esquina y empezó a correr. Se detuvo en un
puesto de revistas ¿No la vieron a Magui? Corrió a la parada de taxis ¿No la vieron? Siguió corriendo...
Cruzó con el semáforo encima. Iba esquivando y atropellando gente. — Doña, ¿no la vio a Magui? Señor, ¿no la vio
a Magui?
Llegó corriendo a la estación de trenes —Tiene ojos grises, ¿nadie la vio?
La gente abordaba los vagones, a nadie parecía importarle que Magui no estaba.
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Se alejó corriendo casi sin aire y de pronto, frente a él maravillosamente de azul y rojo vio a Superman en un enorme
cartel.
Cualquiera sabe que Superman puede volar sobre la ciudad: nadie mejor que él para ayudarlo. Tomás se paró de puntas
de pie para hablarle:
— Caramelos de fruta... Ojos grises —eran las palabras de su tristeza—: Me quedé dormido y se perdió...
Pero Superman no pareció escucharlo.
La calle que eligió terminaba en el hospital. A lo mejor, detrás de esos muros estaba Magui con dolor de panza.
Pasó por la puerta giratoria, preguntó y preguntó:
— ¿Acá está Magui con dolor de panza?
Los de blanco no sabían. Los de celeste tampoco. En todos los pasillos, una mujer lo hacía callar con un dedo sobre
sus labios:
— Es que estoy buscando a mi hermana— explicaba Tomás.
— Silencio, hospital —respondía ella.
Tomás salió de allí. Atardecía con frío. Su carrera lo llevó hasta una zona desvanecida de la ciudad. Atravesó baldíos,
se tropezó con las baldosas, sin sentido, sin aire, sin rodillas...
El basural lo llamaba. Tomas se metió sin miedo, ni asco. Encontró una muñeca sin brazos, pero Magui era más linda.
Encontró cáscaras de manzana, pero Magui era más dulce. Un pedazo de pan, pero Magui era más buena. La noche
había terminado de cerrar, él ya estaba cansado
— ¡Magui! —llamó de un susurro—: Magui, si te encuentro nos vamos a casa a tomar la sopa.
El basural lo oyó en silencio.
En un bar de la ciudad había un periódico olvidado en una de las mesas.
"Cifras negras..." Pero los soldados del monumento no pudieron defenderla
"Un importante número de organizaciones internacionales hicieron público un documento estremecedor..." Pero la
gente seguía tomando café con leche.
"Ha crecido de manera dramática el número de niños robados..." Y los trenes partían.
"Los niños que trabajan en la calle son las principales víctimas..." Pero a Superman no pareció importarle.
"Por cada día que estas soluciones demoren habrá niños que no regresen a sus casas" El hospital no tuvo tiempo para
escucharlo.
"El documento puntualiza que el precio de paga por estos niños..."
Al fin, Tomás se sentó, rodeado por la noche hostil. Apoyó su cabeza sobre sus piernas y se la cubrió con los brazos
como si fueran el techo de una casa.
Sin Magui junto a él, la intemperie dolía más que nunca.
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“Piel de Judas”, de Juan José Panno
Rajá pa’ dentro, rajá pa’ dentro te digo, que te voy a arrancar la cabeza, te miraste cómo tenés esas rodillas,
desgraciumana, me vas a volver loca, vos querés que yo me vuelva loca, que me internen en un manicomio querés, decí,
decí la verdad, callate la boca y andá a lavarte, mirá esas manos, vení para acá, mirate esos tobillos, aaaayyy, el
soponcio, me agarra el soponcio, el hígado, ahora vas a ver cuando vuelva tu padre, porque con tu padre no jodés, claro,
para eso está la señora, la sirvienta que te tiene que planchar la ropa, preparar la comida, y vos en lo único que pensás es
en jugar a la pelota con esa manga de atorrantes, te voy a mataaaar, un día se me va a terminar la paciencia y te voy a
pegar una paliza que no te vas a olvidar en tu vida, eso querés ¿no?, tiene razón la Pocha, a ustedes hay que tenerlos
cortitos porque una les da el codo y se agarran todo el brazo, te dije media hora y mirá la hora que es, no me comés, no
me hacés los deberes, y encima te pasás toda la tarde con esa pelota de porquería, noooo, pero ya vas a ver cuando venga
tu padre, ¿sabés qué sos vos?, sos la piel de judas, la peste bubónica sos, callate la boca, chito, chito eh, andá a lavarte,
vení para acá, ¿te viste las zapatillas?, no, qué te vas a mirar vos si lo único que te importa es jugar a la pelota con los
desgraciados esos, meta pelota y pelota todo el día y a mí que me parta un rayo, ¿te vas a ir a lavar o no te vas a ir a
lavar?, ¡¡¡esas rodillas!!!, percudidas las tenés, per-cu-di-das, te vas a tener que lavar con acaroína, ayyy, tu hermano no
era así, ah nooo, el Carlitos es una monada, nunca me llamaron del colegio para decirme nada, nunca una palabra de
más, un niño prodigio el Carlitos, no como vos pedazo de bestia, machona de porquería, tendrías que haber sido varón
vos, siempre lo dije.
Julia me sonríe desde el otro caballo. Cuando el animal sube, las luces le iluminan el pelo; cuando baja, ella se toma
del mástil y se arquea hacia atrás, sin dejar de mirarme. Somos indias hermosas. En la calesita, montamos nuestros
caballos hasta el infinito, huimos de terribles amenazas y rescatamos de la muerte a animales en peligro. Si algo sale mal,
si necesitamos duplicar nuestras fuerzas, chocamos los rubíes de nuestros anillos y una energía cósmica nos da
superpoderes. Julia estira hacia mí su mano y yo la tomo de los dedos, apenas alcanzamos a mantenernos agarradas.
Pregunta si la quiero. Digo que sí. Pregunta si vamos a vivir juntas para siempre. Le digo que sí. Pregunta si algún día
tendremos un castillo, si va a ser inmenso y si las indias viven en castillos así, inmensos. Le digo que sí, que por
supuesto, que eso es lo que hacen las indias hermosas. Mamá está entre la gente que espera en el banco. La busco pero no
la veo. Me abrazo a la crin dorada de mi caballo. Julia me imita y esperamos a mamá para saludarla. La calesita gira y
mamá sigue sin aparecer. Dos hermanos nos miran desde uno de los bancos. Hay más gente también, otros chicos con sus
padres esperando el turno en la boletería. Cuando completamos otra vuelta, el menor de los hermanos nos señala. Están
sentados junto a una mujer muy vieja, que también nos mira. Tiene un chal plateado, el pelo blanco y la piel oscura;
parece cansada. Dónde está mamá, dice Julia. Busco a mamá. El boletero que sacude la llave no es el hombre de siempre.
El carrusel se detiene, tenemos que bajar. Los hermanos dejan su banco y vienen hacia nuestros caballos. De todos los
que hay, ellos quieren estos, y vamos a tener que dárselos. Julia se aferra a su caballo, mira a los chicos que ya suben.
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Hay que bajar, digo. Me mira asustada, quieren nuestros caballos, dice, los rubíes, choquemos los rubíes, dice estirando
su mano hacia mí. Pienso en darle el gusto, pero los hermanos se trepan y me preocupa no ver a mamá. El mayor se
acerca y le da dos palmadas al morro de mi caballo. El otro le hace un gesto a Julia para que se baje. Ella tiene los
cachetes inflados y colorados, parece que está por llorar. Acaricio la piel cálida, fuerte, de mi caballo. Apenas alcanzo a
bajar y siento al chico tomar con fuerza la montura y subirse. Taconea y grita, trata al caballo como a un animal de
guerra. La calesita empieza a moverse y descubro que Julia ya no está en su caballo ni cerca de mí. Tengo que bajar, pero
no la encuentro. Tampoco a mamá. La abuela de los hermanos camina hacia mí y me hace un gesto para ayudarme a
saltar. Sus manos me dan miedo. Me toma de los dedos. Está helada y es tan flaca que es como si le tocara los huesos. La
calesita sigue girando. Me tiro y tropezamos. Caigo al piso de tierra y creo que ella cae conmigo. Trato de levantarme
pero no puedo. Algo pasa. Siento un dolor profundo, en todo el cuerpo, algo que se comprime, o se aplasta, algo muy
delicado. Los brazos y las piernas tardan en responderme, se mueven lento, ya no soportan su propio peso. Siento frío y,
con esfuerzo, apenas logro girar para volverme hacia la calesita. Entonces los hermanos aparecen por la derecha, dos
soldados erguidos sobre los corceles. Cuando el mayor me ve me señala asustado y enseguida empiezan a bajar. Algunos
padres se acercan y me ayudan a incorporarme. Les cuesta levantarme, me mueven con cuidado. Entre varios me
acompañan hasta un banco. El mayor de los hermanos me acaricia el pelo y acomoda sobre mis hombros un chal, el
menor se sienta a mi lado y me mira asustado. Descubro el anillo, el rubí brillante en mi piel vieja y oscura, y me quedo
así, inmóvil, los dedos sobre los huesos de las rodillas, atenta al movimiento de los caballos vacíos. Que suben y bajan.
Suben y bajan. Y detrás, infinitas, las praderas verdes que me separan del castillo.
El humo del cigarrillo le daba náuseas, siempre le pasaba lo mismo cuando su madre fumaba en el auto. Pero no se
atrevía a pedirle que lo apagara, porque ella estaba de muy mal humor. Resoplaba y el humo le salía por la nariz y se le
metía en los ojos. En el asiento de atrás escuchaba música su hermana Lali con los auriculares incrustados en los oídos.
Nadie hablaba. Florencia miró por la ventanilla las mansiones de Los Sauces y esperó con ganas el túnel y el dique y los
cerros colorados. Nunca se cansaba del paisaje a pesar de que lo veía varias veces por año, cada vez que iban a la casa de
Sanagasta.
Este viaje era distinto. No era por gusto. Su papá casi las había obligado a irse de La Rioja. Toda la noche anterior
Florencia había escuchado la pelea y a la mañana la decisión estaba ya tomada: hasta las elecciones, mientras su papá
estuviera en campaña para concejal de la capital, ellas se iban a Sanagasta. El problema era Lali. Salía todos los fines de
semana y se emborrachaba y tenía muchos novios.
Lali, quince años, el pelo largo hasta debajo de la cintura, lacio y oscuro; era hermosa, aunque tenía que usar menos
maquillaje, abandonar las uñas largas y coloradas y aprender a caminar con tacos; Florencia la veía con sus botas nuevas
y le daba risa verla chueca y lenta, con tanto cuidado; le parecía ridícula la sombra azul que usaba en los párpados y los
aros de perlas tan horribles. Pero entendía que a los hombres les gustara y que su papá no la quisiera dando vueltas por
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La Rioja durante la campaña. Florencia había tenido que defender a su hermana varias veces después de clases, a las
piñas. Tu hermana la puta, la trola, la petera, la chupapija, ya le hicieron el culo o qué. Siempre eran chicas las que
insultaban a Lali. Una vez había vuelto a casa con un labio partido después de una pelea en la esquina de la escuela y,
mientras se lavaba en el baño y pensaba la mentira que iba a decirles a sus padres —que le habían dado un pelotazo en la
cara en el entrenamiento de vóley—, se sintió una estúpida. Su hermana nunca le agradecía que la defendiera. Nunca le
hablaba, en realidad. No le importaba lo que dijeran de ella, no le importaba que Florencia se peleara por ella, no le
importaba Florencia. Se la pasaba en su habitación probándose ropa y escuchando música estúpida, pavadas románticas,
vas a verme llegar, vas a oír mi canción, vas a entrar sin pedirme la llave, la distancia y el tiempo no saben la falta que le
haces a mi corazón, todo el día la misma canción, daban ganas de matarla. A Florencia le caía mal su hermana, pero no
podía evitar enojarse cuando la trataban de puta. No le gustaba que trataran a nadie de puta: se hubiera peleado por
cualquiera.
A ella nunca iban a tratarla de puta, eso lo tenía clarísimo. Abrió la ventanilla para ver mejor el dique y la Pollera de la
Gitana, esa parte del cerro que parecía la marca de una catarata de sangre ya seca. El aire apenas húmedo le llenó la boca.
A ella iban a decirle tortillera, mostra, enferma, quién sabe qué cosas.
Mamá, poné música, querés, que se me gastaron las pilas, dijo Lali.
Cómo estaba la cosa, pensó Florencia. A su mamá no le gustaba Sanagasta. Como muchos riojanos, se iba al pueblo en el
verano, cuando el calor de la capital alcanzaba los cincuenta grados y a la siesta no se podía dormir y daban ganas de
morirse. Pero siempre hablaba de Uspallata o del mar, estaba harta de ese pueblo sin restaurantes, con gente cerrada y
antipática y el mercado artesanal, que nunca variaba la oferta, ¡ni siquiera cambiaban las cosas de lugar! Estaba harta de
la procesión de la Virgen Niña, de las grutas por todas partes, de que en el pueblo hubiera tres iglesias y ningún bar para
tomarse un café. Si alguien le decía que se podía tomar un café en la Hostería, se sulfuraba también. Estaba harta de la
Hostería. De la amabilidad de Elena, la dueña, que a ella le resultaba una mujer falsa y creída. Harta de que la única
diversión fuera cenar pollo al horno en la Hostería, jugar a la ruleta y las maquinitas en el casino de la Hostería, conocer a
algún turista europeo en la Hostería. Por suerte, solía decir, ellos tenían pileta de natación en su propia casa; si no,
hubieran tenido que usar la de la Hostería y ahí ella se volvía loca. Ni una parrilla había en el pueblo, rezongaba. Ni una
parrilla.
Llegaron a Sanagasta al mismo tiempo que la primera combi de la tarde, cerca de las seis y media. El sol, ya bajo, les
cambiaba el color a los cerros y el verde de los árboles del valle era de musgo aterciopelado. Lali lloraba. Ella detestaba
Sanagasta y estaba tan enojada, tan convencida de que cuando terminara la secundaria se escaparía a Córdoba, donde
vivía uno de sus novios… Florencia había escuchado el plan de huida cuando se lo contaba por teléfono a una amiga.
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La casa estaba bastante fresca y su mamá, siempre friolenta, encendió la estufa. Florencia salió al parque: la casa de fin
de semana de su familia era bastante pequeña porque su papá había preferido una construcción chica y un terreno muy
grande para tener pileta, árboles, mucho espacio para que los perros corrieran, una glorieta y hasta flores, le encantaban
las flores, mucho más que a su mamá, que prefería los cactus. Florencia se sentó en el sillón hamaca y empezó a
identificar los colores: naranja y fucsia de las flores, turquesa de la pileta, verde tuna, rosado de la casa. Le mandó un
mensaje a su mejor amiga, Rocío, que vivía en Sanagasta: Ya llegué, pasá a buscarme.
Tenían mucho de qué hablar: Rocío le había adelantado por mail que también había bardo en su casa. Es decir, que había
problemas con su papá, porque la familia de Rocío era mínima: su mamá estaba muerta y no tenía hermanos. Rocío
mensajeó que se encontraran en el quiosco, que ya estaba abierto, y Florencia salió corriendo sin avisar, con algo de plata
en el bolsillo para tomar una Coca. De todo lo que le gustaba de Sanagasta, una de sus cosas favoritas era poder irse sin
avisar y que sus padres no se enojaron ni se asustaran.
Había olor a quemado en el aire, probablemente una fogata de hojas caídas. Era el momento más lindo del día. Rocío la
esperaba sentada en una de las sillas de plástico del quiosco —que servía sandwichs y empanadas a la noche— con shorts
de jean desflecados, una remera blanca, el pelo suelto y la mochila debajo de la mesa. Florencia la besó, se sentó y no
pudo evitar mirarle las piernas, el vello dorado que con la luz del atardecer parecía brillantina desparramada. Pidieron
una Coca de dos litros y Florencia quiso saber todo.
Hacía años que el padre de Rocío trabajaba en la Hostería como guía turístico: llevaba a los huéspedes al parque
arqueológico, al dique, a la Cueva de la Salamanca. Era el empleado favorito: usaba la 4×4 de la dueña cuando se le
rompía la camioneta, comía gratis en el restaurante cuando quería, usaba el pool y el metegol sin pagar. En el pueblo
decían que era el amante de Elena. Rocío lo negaba, su papá no iba a meterse con la dueña de la Hostería, esa estirada,
decía. Florencia había hecho todos los recorridos turísticos con Rocío y su papá. Él era un guía increíble, cuidadoso y
simpático: tan entretenido que uno no se cansaba aunque estuviera trepando cerros bajo un sol tremendo.
Rocío se limpió la Coca-Cola que le había quedado sobre el labio, un bigote marrón.
Las cosas andaban medio mal, le contó, porque Elena tenía problemas de plata y estaba histérica, pero se fue todo a la
mierda cuando su papá les contó a unos turistas de Buenos Aires que la Hostería había sido una escuela de policía hacía
treinta años, antes de ser hotel.
Pero tu papá siempre dice eso en los paseos, cuando cuenta la historia del pueblo, dijo Rocío.
Y sí, pero Elena no sabía. A estos turistas el dato les re interesó, quisieron saber más y le preguntaron a Elena
directamente. Ella se enteró ahí de que mi papá contaba de la escuela de policía y se pelearon y lo echó.
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No quiere que los turistas piensen mal, dice mi papá, porque fue escuela de policía en la dictadura, ¿te acordás de que lo
estudiamos en el colegio?
Mi papá dice que no, que Elena se persigue, que ahí fue escuela de policía nomás.
Después, Rocío dijo que era una excusa de Elena lo de la escuela de policía en la dictadura, que no le importaba nada esa
historia, si había comprado la Hostería hacía diez años apenas. Que estaba de culo con su papá y lo quería echar, que se
agarró de eso nomás. Andaba mal de plata, tenía que echar gente. Elena le había quitado a su papá la llave de la Hostería,
le había pedido plata para arreglar algunas cosas de la camioneta que él no había roto, que estaban deterioradas por uso
nada más, y le había prohibido que hiciera los tours por su cuenta con amenaza de juicio. Y todo sin pagarle el último
mes de trabajo.
Pero él los puede hacer igual los paseos, qué tiene que ver.
No los va a hacer más, no quiere tener problemas. Aparte, dice que está harto de los sanagasteños, se quiere ir de acá.
Rocío se terminó su vaso de Coca y llamó al perro del quiosco, que se acercó enseguida y pareció decepcionado cuando
recibió caricias en vez de comida.
Yo no me quiero ir, me gusta acá, quiero hacer la secundaria en La Rioja, con vos y con las chicas.
Florencia se agachó a acariciar las orejas del perro, que se le había acercado para probar suerte; así podía esconder un
poco la cara, no quería que Rocío la viera a punto de llorar. Si se iba de Sanagasta, se escapaba con ella, no le importaba
nada. Pero entonces escuchó la mejor noticia posible, la mejor noticia que había escuchado en su vida.
Le dije, le pedí que nos quedáramos y mi papá me dijo que de Sanagasta nos íbamos pero nomás para La Rioja, él ya
habló para un trabajo ahí con la secretaría, ¿no es buenísimo?
Florencia apretó los labios y después dijo que era genial. Se terminó su vaso de Coca-Cola para tragarse la emoción.
Vamos para la plaza de las rosas, dijo Rocío, que se abrieron los pimpollos, no sabés lo lindas que están las flores.
El perro las acompañó y también un resto de Coca-Cola en la botella. Ya era casi de noche. Todas las calles del centro de
Sanagasta estaban asfaltadas e iluminadas. A través de las ventanas de algunas casas se podía ver a la gente reunida,
sobre todo mujeres, rezando el rosario. A Florencia le daban un poco de miedo esas reuniones cuando había velas
encendidas y el resplandor titilante iluminaba las caras y los ojos cerrados. Parecía un funeral. En su familia nadie rezaba.
En eso eran muy raros.
Rocío se sentó en uno de los bancos y dijo: Por fin, Flor, ahora te puedo contar, allá en el quiosco no daba, a ver si nos
escuchaban. Me tenés que ayudar en una cosa.
En qué.
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No, primero decime que me vas a ayudar, prometeme.
Bueno.
Rocío abrió la mochila que había cargado todo el camino hasta la plaza y le mostró el contenido, que, bajo la luz del
farol, hizo saltar a Florencia: le pareció que esa carne era un animal muerto, un pedazo de cuerpo humano, algo macabro.
Pero no: eran chorizos. Para aliviarse y para que Rocío no se riera de su momento de pánico, dijo: ¿Qué querés, que te
ayude a hacer un asado?
Entonces Rocío explicó su plan y en sus ojos se notaba que odiaba a Elena. Sabía, se le notaba, que era novia de su papá.
Sabía que habían discutido por el tema de la escuela de policía, pero el verdadero problema era otro. Aunque no lo
admitía. Solamente era obvio por cómo hablaba de ella, porque le temblaba la voz de alegría cuando se la imaginaba
humillada. Era obvio que quería castigar a Elena y defender a su mamá. Florencia hizo fuerza con la mente, le habían
dicho una vez que, si deseaba algo de verdad, podía lograr que sucediera y ella quería que Rocío confiara en ella, que se
confesara. Si lo hacía, serían inseparables. Pero Rocío no lo hizo y a Florencia sólo le quedó aceptar reunirse con ella,
después de cenar, en la parte de atrás de la Hostería, con una linterna.
*****
Se podía entrar en el parque por la zona donde estaba la pileta, esa parte estaba siempre abierta. En Sanagasta nadie
cerraba las puertas que daban a la calle, además. La Hostería estaba fuera de temporada, así que el edificio que quedaba
en medio del parque sí estaba cerrado. Solamente se usaba el edificio de adelante, de oficinas, que daba a la calle; la
separación era el casino, ubicado en el medio, también cerrado salvo que alguien lo alquilara para un evento especial. La
forma de la Hostería era extraña y, en efecto, se parecía muchísimo a un cuartel.
Florencia y Rocío entraron descalzas para no hacer ruido. Tenían llaves del edificio central porque el papá de Rocío se
había quedado con un juego de la puerta de atrás y una copia de la llave maestra de las habitaciones. Seguramente
pensaba devolverlas y en el furor de la pelea se había olvidado, pensaba Rocío. Pero, en cuanto las vio, tuvo la idea:
entrar en la Hostería por la noche, cuando la encargada dormía en una habitación del edificio de adelante, en las oficinas,
bien lejos. Entrar en varias habitaciones, hacer un agujero en los colchones —que eran de gomaespuma: para tajearlos ni
siquiera necesitaba un buen cuchillo—, meterles adentro un chorizo y volver a hacer la cama. En un par de meses, el olor
a carne en descomposición iba a resultar insoportable y, con suerte, tardarían mucho en encontrar el origen de la peste. A
Florencia la sorprendió la maldad del plan y Rocío le dijo que había visto el método en una película.
No bien abrieron la puerta, apareció el Negro, uno de los perros de la Hostería, el más guardián. Pero el Negro conocía a
Rocío y le lamió la mano. Para tranquilizarlo todavía más, ella le dio uno de los chorizos y el Negro se fue a comerlo
cerca de un cactus. Entraron sin problemas. El pasillo estaba muy oscuro y, cuando Florencia encendió la linterna, sintió
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un miedo bestial. Estaba segura de que iba a iluminar una cara blanca que correría hacia ellas o que la luz dejaría ver los
pies de un hombre escondiéndose en un rincón. Pero no había nada. Nada más que las puertas de las habitaciones,
algunas sillas, el cartel que indicaba los baños, la salita de internet con la computadora apagada y algunas fotos
enmarcadas de las Chayas de años anteriores —la Hostería siempre se llenaba en la Chaya y se organizaban festivales
chayeros en el parque.
Rocío le hizo señas para que se apurara. Estaba muy linda en la oscuridad, pensó Florencia, con el pelo atado en una cola
de caballo y un pulóver oscuro, porque de noche en Sanagasta siempre hacía frío. En el silencio del edificio vacío podía
escuchar su respiración agitada. Estoy re nerviosa, le susurró Rocío al oído y se llevó la mano de Florencia que no
cargaba la linterna al pecho. Sentí cómo me late el corazón. Florencia dejó que Rocío apretara su mano contra esa tibieza
y sintió una sensación extraña, ganas de hacer pis, un hormigueo en la panza. Rocío le soltó la mano y se metió en una de
las habitaciones, pero la sensación se quedó ahí y Florencia tuvo que agarrar la linterna con las dos manos porque la luz
temblaba.
Tajear el colchón con el cuchillo de cocina que traían resultó fácil, tal como Rocío había vaticinado. Tampoco costó
introducir un chorizo en el agujero. De costado, la abertura del cuchillo se notaba, pero, cuando entre las dos pusieron las
sábanas otra vez, el truco resultaba perfecto. Nadie podría darse cuenta de que el colchón ocultaba carne; por lo menos,
no enseguida. Lo hicieron en dos habitaciones más y Florencia, que empezaba a tener miedo, dijo por qué no nos vamos,
ya está. No, tengo seis chorizos más, dale, dijo Rocío, y Florencia tuvo que seguirla.
Se metieron en una habitación que daba a la calle, tenían que tener mucho cuidado de que no se viera desde afuera la luz
de la linterna porque la persiana que daba al exterior no estaba bien cerrada, si hasta entraba un poco de la iluminación de
los faroles. A esa hora no andaba nadie por Sanagasta, pero nunca se sabía. ¿Si alguien se pensaba que había ladrones en
la Hostería y les disparaban? Todo podía ser. Lograron hacer el tajo, meter el chorizo y armar la cama sin problemas.
Pero, cuando iban a acostarse sobre la cama matrimonial recién hecha, desde afuera llegó un ruido que las obligó a
agacharse, asustadas. Fue repentino e imposible: el ruido del motor de un auto o de una camioneta, a un volumen tan alto
que no podía ser real, tenía que ser una grabación. Y después otro motor más y entonces alguien empezó a golpear con
algo metálico las persianas y las dos se abrazaron en la oscuridad gritando porque a los motores y los golpes en la
ventana se les agregaron corridas de muchos pies alrededor de la hostería y gritos de hombres; y los hombres que corrían
ahora golpeaban todas las ventanas y las persianas e iluminaban con los faroles del camión o camioneta o auto la
habitación donde ellas estaban, por entre las rendijas de la persiana podían ver los faroles, el coche estaba subido al jardín
y los pies seguían corriendo y las manos golpeando y algo metálico también golpeaba y se escuchaban gritos de hombre,
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muchos gritos de hombre, alguno decía “vamos, vamos”, se escuchó un vidrio roto y más gritos. Florencia sintió cómo se
hacía pis y no pudo contenerse, no pudo y tampoco podía seguir gritando porque el miedo no la dejaba respirar.
Los faroles del auto se apagaron y la puerta de la habitación se abrió de par en par.
Las chicas intentaron levantarse, pero temblaban demasiado. Florencia creyó que se iba a desmayar. Escondió la cara en
el hombro de Rocío y la abrazó hasta lastimarla. Habían entrado dos personas. Una encendió la luz y las chicas
reconocieron apenas a Elena, la dueña de la Hostería, y a la empleada que cuidaba la Hostería a la noche.
Qué hacen acá, dijo Elena cuando las reconoció, y la empleada bajó la pistola que tenía en la mano. Enojada, Elena las
levantó de los hombros, pero se dio cuenta de que las chicas estaban demasiado asustadas: las había escuchado gritar
como si las estuvieran matando. Sus propios gritos las delataron. Las chicas no le tenían miedo a ella: algo más había
pasado, pero Elena no se explicaba qué y, cuando quiso interrogarlas, ellas lloraban o le preguntaban si eso había sido la
alarma de la Hostería, qué había sido ese ruido y los tipos que golpeaban. Qué alarma, dijo Elena varias veces, de qué
tipos hablan, pero las chicas no parecían entender. Una de las dos, la hija del abogado candidato a concejal, se había
hecho pis encima. La hija de Mario tenía una mochila llena de chorizos. Qué era todo eso, por Dios. Por qué habían
gritado así y durante tanto tiempo: Telma, la empleada, decía que las había escuchado llorando y aullando unos cinco
minutos.
Fue la hija de Mario la que habló primero y con más tranquilidad: les dijo que habían escuchado autos, habían visto
faroles, les habló otra vez de corridas y golpes en las ventanas. Elena se enojó. La pendeja le mentía, le inventaba esa
historia de fantasmas para arruinarle la Hostería como había querido arruinársela Mario; la traicionaba como Mario,
seguramente por orden de Mario. No quiso escuchar más. Llamó por teléfono a la mujer del abogado y a Mario, les contó
que había encontrado a las chicas en la Hostería y les pidió que las vinieran a buscar. Esta vez no llamo a la policía, les
dijo, pero, si hay una próxima, van a pasar la noche en la comisaría.
Rocío y Florencia se separaron de su abrazo a los tirones cuando vinieron a buscarlas. Mañana te llamo, se dijeron; fue
todo cierto, nos puso una alarma, no, no era una alarma, se decían cosas al oído y no escuchaban el enojo de sus padres,
que exigían explicaciones, explicaciones que no iban a recibir esa noche. La mamá de Florencia le cambió los pantalones
meados a su hija en silencio, con cara de preocupada. Mañana me contás todo, dijo, y le costaba seguir fingiendo enojo:
se la notaba un poco asustada. Ah, y no la ves más a tu amiga, eh. Hasta que tu padre diga que volvemos a La Rioja, te
quedás en casa todo el tiempo. Castigada y sin protestar. Pendejas de mierda, a mí quién me mandó esta desgracia, se
puede saber.
Florencia se subió la frazada hasta casi taparse la cara y decidió que nunca más iba a apagar el velador. No le preocupaba
la amenaza de no ver a Rocío: tenía el celular con mucho crédito y sabía que, eventualmente, su mamá iba a aflojar.
Ahora le preocupaba mucho más dormir. Tenía miedo de los hombres que corrían, del auto, de los faros. ¿Quiénes eran,
adónde se habían ido? ¿Y si venían a buscarla otra vez, otro día? ¿Y si la seguían hasta La Rioja? La puerta de su
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habitación estaba entreabierta y empezó a transpirar cuando vio que alguien se movía en el pasillo, pero era solamente su
hermana.
Qué pasó.
Nada, dejame.
Dejame.
Ya vas a contar, no te va a quedar otra, una semana encerrada conmigo en esta casa de mierda. Olvidate de tu amiguita.
Andate a la mierda.
Si no qué.
Si no, le cuento a mamá que sos tortita. Todo el mundo se da cuenta menos ella, boluda. Te agarraron a los chupones con
tu amiga, ¿no?
Conradín tenía diez años y, según la opinión profesional del médico, el niño no viviría cinco años más. Era un médico
afable, ineficaz, poco se le tomaba en cuenta, pero su opinión estaba respaldada por la señora De Ropp, a quien debía
tomarse en cuenta. La señora De Ropp, prima de Conradín, era su tutora, y representaba para él esos tres quintos del
mundo que son necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con aquéllos, estaban
representados por él mismo y su imaginación. Conradín pensaba que no estaba lejos el día en que habría de sucumbir a la
dominante presión de las cosas necesarias y cansadoras: las enfermedades, los cuidados excesivos y el interminable
aburrimiento. Su imaginación, estimulada por la soledad, le impedía sucumbir.
La señora De Ropp, aun en los momentos de mayor franqueza, no hubiera admitido que no quería a Conradín, aunque tal
vez habría podido darse cuenta de que al contrariarlo por su bien cumplía con un deber que no era particularmente
penoso. Conradín la odiaba con desesperada sinceridad, que sabía disimular a la perfección. Los escasos placeres que
podía procurarse acrecían con la perspectiva de disgustar a su parienta, que estaba excluida del reino de su imaginación
por ser un objeto sucio, inadecuado.
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En el triste jardín, vigilado por tantas ventanas prontas a abrirse para indicarle que no hiciera esto o aquello, o recordarle
que era la hora de ingerir un remedio, Conradín hallaba pocos atractivos. Los escasos árboles frutales le estaban
celosamente vedados, como si hubieran sido raros ejemplares de su especie crecidos en el desierto. Sin embargo, hubiera
resultado difícil encontrar quien pagara diez chelines por su producción de todo el año. En un rincón, casi oculta por un
arbusto, había una casilla de herramientas abandonada, y en su interior Conradín halló un refugio, algo que participaba de
las diversas cualidades de un cuarto de juguetes y de una catedral. La había poblado de fantasmas familiares, algunos
provenientes de la historia y otros de su imaginación; estaba también orgulloso de alojar dos huéspedes de carne y hueso.
En un rincón vivía una gallina del Houdán, de ralo plumaje, a la que el niño prodigaba un cariño que casi no tenía otra
salida. Más atrás, en la penumbra, había un cajón, dividido en dos compartimentos, uno de ellos con barrotes colocados
uno muy cerca del otro. Allí se encontraba un gran hurón de los pantanos, que un amigo, dependiente de carnicería,
introdujo de contrabando, con jaula y todo, a cambio de unas monedas de plata que guardó durante mucho tiempo.
Conradín tenía mucho miedo de ese animal flexible, de afilados colmillos, que era, sin embargo, su tesoro más preciado.
Su presencia en la casilla era motivo de una secreta y terrible felicidad, que debía ocultársele escrupulosamente a la
Mujer, como solía llamar a su prima. Y un día, quién sabe cómo, imaginó para la bestia un nombre maravilloso, y a partir
de entonces el hurón de los pantanos fue para Conradín un dios y una religión.
La Mujer se entregaba a la religión una vez por semana, en una iglesia de los alrededores, y obligaba a Conradín a que la
acompañara, pero el servicio religioso significaba para el niño una traición a sus propias creencias. Pero todos los jueves,
en el musgoso y oscuro silencio de la casilla, Conradín oficiaba un místico y elaborado rito ante el cajón de madera,
santuario de Sredni Vashtar, el gran hurón. Ponía en el altar flores rojas cuando era la estación y moras escarlatas cuando
era invierno, pues era un dios interesado especialmente en el aspecto impulsivo y feroz de las cosas; en cambio, la
religión de la Mujer, por lo que podía observar Conradín, manifestaba la tendencia contraria.
En las grandes fiestas espolvoreaba el cajón con nuez moscada, pero era condición importante del rito que las nueces
fueran robadas. Las fiestas eran variables y tenían por finalidad celebrar algún acontecimiento pasajero. En ocasión de un
agudo dolor de muelas que padeció por tres días la señora De Ropp, Conradín prolongó los festivales durante todo ese
tiempo, y llegó incluso a convencerse de que Sredni Vashtar era personalmente responsable del dolor. Si el malestar
hubiera durado un día más, la nuez moscada se habría agotado.
La gallina del Houdán no participaba del culto de Sredni Vashtar. Conradín había dado por sentado que era anabaptista.
No pretendía tener ni la más remota idea de lo que era ser anabaptista, pero tenía una íntima esperanza de que fuera algo
audaz y no muy respetable. La señora De Ropp encarnaba para Conradín la odiosa imagen de la respetabilidad.
-No le hará bien pasarse el día allí, con lo variable que es el tiempo -decidió repentinamente, y una mañana, a la hora del
desayuno, anunció que había vendido la gallina del Houdán la noche anterior. Con sus ojos miopes atisbó a Conradín,
esperando que manifestara odio y tristeza, que estaba ya preparada para contrarrestar con una retahíla de excelentes
preceptos y razonamientos. Pero Conradín no dijo nada: no había nada que decir. Algo en esa cara impávida y blanca la
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tranquilizó momentáneamente. Esa tarde, a la hora del té, había tostadas: manjar que por lo general excluía con el
pretexto de que haría daño a Conradín, y también porque hacerlas daba trabajo, mortal ofensa para la mujer de la clase
media.
-Creí que te gustaban las tostadas -exclamó con aire ofendido al ver que no las había tocado.
Esa noche, en la casilla, hubo un cambio en el culto al dios cajón. Hasta entonces, Conradín no había hecho más que
cantar sus oraciones: ahora pidió un favor.
No especificó su pedido. Sredni Vashtar era un dios, y un dios nada lo ignora. Y ahogando un sollozo, mientras echaba
una mirada al otro rincón vacío, Conradín regresó a ese otro mundo que detestaba.
Y todas las noches, en la acogedora oscuridad de su dormitorio, y todas las tardes, en la penumbra de la casilla, se elevó
la amarga letanía de Conradín:
La señora De Ropp notó que las visitas a la casilla no habían cesado, y un día llevó a cabo una inspección más completa.
-¿Qué guardas en ese cajón cerrado con llave? -le preguntó-. Supongo que son conejitos de la India. Haré que se los
lleven a todos.
Conradín apretó los labios, pero la mujer registró su dormitorio hasta descubrir la llave, y luego se dirigió a la casilla para
completar su descubrimiento. Era una tarde fría y Conradín había sido obligado a permanecer dentro de la casa. Desde la
última ventana del comedor se divisaba entre los arbustos la casilla; detrás de esa ventana se instaló Conradín. Vio entrar
a la mujer, y la imaginó después abriendo la puerta del cajón sagrado y examinando con sus ojos miopes el lecho de paja
donde yacía su dios. Quizá tantearía la paja movida por su torpe impaciencia. Conradín articuló con fervor su plegaria
por última vez. Pero sabía al rezar que no creía. La mujer aparecería de un momento a otro con esa sonrisa fruncida que
él tanto detestaba, y dentro de una o dos horas el jardinero se llevaría a su dios prodigioso, no ya un dios, sino un simple
hurón de color pardo, en un cajón. Y sabía que la Mujer terminaría como siempre por triunfar, y que sus persecuciones,
su tiranía y su sabiduría superior irían venciéndolo poco a poco, hasta que a él ya nada le importara, y la opinión del
médico se vería confirmada. Y como un desafío, comenzó a cantar en alta voz el himno de su ídolo amenazado:
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Sredni Vashtar el hermoso.
La puerta de la casilla seguía entreabierta. Los minutos pasaban. Los minutos eran largos, pero pasaban. Miró a los
estorninos que volaban y corrían por el césped; los contó una y otra vez, sin perder de vista la puerta. Una criada de
expresión agria entró para preparar la mesa para el té. Conradín seguía esperando y vigilando. La esperanza gradualmente
se deslizaba en su corazón, y ahora empezó a brillar una mirada de triunfo en sus ojos que antes sólo habían conocido la
melancólica paciencia de la derrota. Con una exultación furtiva, volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Sus ojos
fueron recompensados: por la puerta salió un animal largo, bajo, amarillo y castaño, con ojos deslumbrados por la luz del
crepúsculo y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y del cuello. Conradín se hincó de rodillas. El Gran
Hurón de los Pantanos se dirigió al arroyuelo que estaba al extremo del jardín, bebió, cruzó un puentecito de madera y se
perdió entre los arbustos. Ese fue el tránsito de Sredni Vashtar.
Y mientras la criada salió en busca de la señora, Conradín sacó de un cajón del aparador el tenedor de las tostadas y se
puso a tostar un pedazo de pan. Y mientras lo tostaba y lo untaba con mucha mantequilla, y mientras duraba el lento
placer de comérselo, Conradín estuvo atento a los ruidos y silencios que llegaban en rápidos espasmos desde más allá de
la puerta del comedor. El estúpido chillido de la criada, el coro de interrogantes clamores de los integrantes de la cocina
que la acompañaba, los escurridizos pasos y las apresuradas embajadas en busca de ayuda exterior, y luego, después de
una pausa, los asustados sollozos y los pasos arrastrados de quienes llevaban una carga pesada.
-¿Quién se lo dirá al pobre chico? ¡Yo no podría! -exclamó una voz chillona.
1. Historia
Bioy Casares afirma que las ficciones fantásticas pueblan todas las literaturas, que ya se encuentran en libros como
la Biblia, La Odisea, La Ilíada o Las Mil y una Noches, y que quizás los primeros especialistas en el género fueron
los chinos. Pero la literatura fantástica –como género poco más o menos configurado y circunscribiéndonos al
espacio de Europa y América– aparece en el siglo XIX y en el idioma inglés. Aunque –continúa Bioy– hay
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precursores en los siglos XIV (el infante Don Juan Manuel), XVI (Rabelais), XVII (Quevedo) y XVIII (De Foe y
Horace Walpole).
● El ambiente o la atmósfera
● La sorpresa
b) Clasificación:
● Aparición de fantasmas
● Viajes por el tiempo
● Los Tres Deseos
● Acción que comienza en el mundo de los vivos y continúa en el infierno
● Presencia de un personaje soñado
● Metamorfosis
● Tema de la inmortalidad
● Acciones paralelas que obran por analogía
● Fantasías metafísicas (“Aquí lo fantástico está, más que en los hechos, en el razonamiento”)
● Cuentos y novelas de Franz Kafka (“Las obsesiones del infinito, de la postergación infinita, de la
subordinación jerárquica, definen sus obras”)
● Algunos cuentos de Borges, que mezclan la ficción con el ensayo
● Vampiros y castillos
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Introducción a la literatura fantástica (1970). Tzvetan Todorov
Llegamos así al corazón terminada actitud frente al texto: deberá rechazar tanto la interpretación alegórica como
la interpretación “poética”. Estas tres exigencias no tienen el mismo valor. La primera y la tercera constituyen
verdaderamente el género; la segunda puede no cumplirse. Sin embargo, la mayoría de los ejemplos cumplen con las tres.
(pág. 24)
Vimos que lo fantástico no dura más que el tiempo de una vacilación: vacilación común al lector y al personaje, que
deben decidir si lo que perciben proviene o no de la “realidad”, tal como existe para la opinión corriente. Al finalizar la
historia, el lector, si el personaje no lo ha hecho, toma sin embargo una decisión: opta por una u otra solución, saliendo
así de lo fantástico. Si decide que las leyes de la realidad quedan intactas y permiten explicar los fenómenos descritos,
decimos que la obra pertenece a otro género: lo extraño. Si, por el contrario, decide que es necesario admitir nuevas leyes
de la naturaleza mediante las cuales el fenómeno puede ser explicado, entramos en el género de lo maravilloso. Lo
fantástico tiene pues una vida llena de peligros, y puede desvanecerse en cualquier momento. Más que ser un género
autónomo, parece situarse en el límite de dos géneros: lo maravilloso y lo extraño. (pág. 31)
(…) nada nos impide considerar lo fantástico precisamente como un género siempre evanescente. Semejante categoría no
tendría, por otra parte, nada de excepcional. La definición clásica del presente, por ejemplo, nos lo describe como un
puro límite entre el pasado y el futuro. La comparación no es gratuita: lo maravilloso corresponde a un fenómeno
desconocido, aún no visto, por venir: por consiguiente, a un futuro. En lo extraño, en cambio, lo inexplicable es reducido
a hechos conocidos, a una experiencia previa, y, de esta suerte, al pasado. En cuanto a lo fantástico en sí, la vacilación
que lo caracteriza no puede, por cierto, situarse más que en el presente. (pág. 32)
El género fantástico
En las ficciones, lo fantástico se construye a partir de la duda y la incertidumbre, entre los límites de lo que puede
suceder y lo imposible. Elementos fantásticos o sobrenaturales aparecen en la creación literaria desde hace muchísimo
tiempo: en los mitos griegos y romanos, en las narraciones de Oriente, en las novelas de caballería o góticas. Pero la
literatura fantástica propiamente dicha surge más tarde, de las plumas de E.T.A Hoffmann, Guy de Maupassant y Edgar
Allan Poe. La literatura fantástica se caracteriza por la irrupción de lo inexplicable en la realidad cotidiana. Así, los
personajes y los lectores vacilan entre una explicación lógica o una sobrenatural para ese hecho. La vacilación entre
ambas explicaciones es lo que define a la literatura fantástica.
El género fantástico es difícil de definir y muchas veces su concepto se mezcla con el de otros géneros vecinos, como
el extraño y el maravilloso. Dentro de la ficción no realista podemos separar los relatos en tres grupos según la forma en
que explican los elementos sobrenaturales.
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Lo maravilloso (o “lo sobrenatural aceptado”): Los cuentos maravillosos presentan elementos sobrenaturales (magos
con poderes, monstruos, vampiros, hadas, lámparas maravillosas, alfombras voladoras, etc.) y no se rigen por leyes
lógicas pues suceden en “otro mundo”. Por ejemplo: cuentos de hadas, algunas narraciones de Las mil y una noches,
relatos de ciencia ficción (o “maravilloso científico”, como se la denominaba en el siglo XIX), La muerte enamorada de
Téophile Gautier, o una obra más cercana como El señor de los Anillos de Tolkien.
Lo extraño (o “lo sobrenatural explicado”): El personaje, como el lector, duda entre una explicación racional o una
irracional. Pero en el final se resuelve este dilema, pues se explicita que lo que ha sucedido fue un sueño, la alucinación
de un personaje o cualquier otro origen subjetivo. Ejemplos: “El horla” de Guy de Maupassant, Manuscrito hallado en
Zaragoza de Potocki, y muchos de los cuentos de Edgar Allan Poe.
Lo fantástico: El acontecimiento extraño irrumpe en la vida cotidiana del personaje y tanto él como el lector dudan entre
una explicación racional o una irracional. Y esta vacilación tampoco logra resolverse al final del relato, por lo cual las
dos interpretaciones se mantienen, dejando al lector que opte por una u otra. Ejemplos: “La pata del mono” de Jacobs,
“Sredni Vashtar” de Saki, o “Continuidad de los parques” de Julio Cortázar.
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El monstruo fantástico, de Elena Alonso
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Ciencia ficción y utopía, de Eric Rabkin
Otro género que debemos considerar es el de las utopías". Literalmente, utopía significa no-lugar, pero el término incluye
un juego de palabras con <eu-topía> (buen lugar), y por analogía, con <dis-topía> (mal lugar). El género utopía incluye a
ambas; La máquina del tiempo de H.G.Wells, por ejemplo,es una distopía, mientras que Mirando hacia atrás (1888) de
Edward Bellamy, la más famosa utopía positiva de los EEUU, es una eutopía: lo que las diferencia es la aprobación o no
aprobación, por parte del autor, de la sociedad que describe. La de Wells, además, cumple con nuestros criterios para
definir la ciencia ficción, al presentar un mundo narrativo cuya diferencia con el nuestro se hace evidente al compararlo
con un cuerpo organizado de conocimientos. Pero esto no sucede en todas las utopías. Uno (1953) de David Karp,
presenta un mundo donde la necesidad de aprobación de los habitantes es utilizada por el estado, que convierte a todos en
informantes de sus vecinos. Esta distopía no extrapola su mundo narrativo a partir de un cuerpo organizado de
conocimientos, como la sociología, sino de una serie desarticulada e inorgánica de perspectivas sociales contemporáneas.
William Morris, por otra parte, que escribió Noticias desde ninguna parte como una respuesta a la utopía industrialista y
centralizadora de Bellamy, invierte las tendencias de la sociedad de su época para imaginar su utopía (vuelta al
artesanado, descentralización), pero al igual que Karp trabaja a partir de esa colección más amorfa de ideas que uno
puede llamar perspectivas contemporáneas.
Así, para constituir el género de las utopías, debemos hacernos tres preguntas:
1. ¿Aprueba el autor el mundo del relato?
2. ¿La obra extrapola a partir de las ideas de su época, o las invierte?
3. ¿Esas ideas nos remiten a un cuerpo de conocimientos organizado o provienen de una colección amorfa de
perspectivas contemporáneas?
El permutar estas dicotomías nos provee de ocho categorías. Cinco de estas han sido tratadas. La abadía de Théleme, de
Rabelais, es una utopía basada en la extrapolación de perspectivas contemporaneas: Si sólo se admitiera en ella a los
nobles y hermosos, bastaría para gobernarla una sóla regla: <Haz lo que quieras>. Rebelión en la granja, de George
Orwell, es una distopía que extrapola perspectivas sobre la naturaleza humana; pero al mismo incluye una inversión:
extrapola no hacia el futuro sino hacia una fábula con animales. Nosotros (1924) de Eugene Zamiatin, una distopía de
ciencia ficción, incluye la inversión de todas las ideas de la ciencia política de su tiempo. El siguiente diagrama organiza
las relaciones entre distintas obras en tanto pertenezcan al género de las utopías.
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Teoría política: Utopías en la Ciencia Ficción, de Raymond Williams
I. Existen conexiones estrechas y evidentes entre la ciencia ficcion y la ficción utópica, aunque en ningún caso,
examinando profundamente la cuestión, se trata de una relación simple; las relaciones entre ambos géneros son
excepcionalmente complejas. Por lo tanto, si analizamos las ficciones que han sido clasificadas como utópicas podemos
distinguir rápidamente cuatro tipos:
1. El paraíso, en el que un modo de vida más feliz se describe simplemente como existente en algún lugar
2. El mundo modificado externamente, en el que un nuevo tipo de vida ha sido posible por un suceso
natural inesperado sobre el que el ser humano no tiene voluntad.
3. La transformación voluntaria, en el que un nuevo tipo de vida se obtiene por el esfuerzo humano de
organización.
4. La transformación tecnológica, en el que un nuevo tipo de vida ha sido posible por un descubrimiento
técnico.
Queda por supuesto en claro que estos tipos a menudo se superponen.. En realidad, la superposición y a menudo la
confusión entre 3. y 4. son particularmente importantes. Ambas categorías pueden clarificarse a partir de la negación de
cada uno de los tipos anteriores: negación que es por lo común denominada <distopía>. Tenemos entonces:
1. El infierno, en el que un modo de vida más desdichado se describe como existente en algún lugar.
2. El mundo modificado externamente, en el que un nuevo -pero menos feliz- tipo de vida ha sido
originado por un suceso natural inesperado e incontrolable.
3. La transformación voluntaria, en el que un nuevo -pero menos feliz- tipo de vida ha sido originado por
degeneración social, por la emergencia o reemergencia de tipos de orden social dañinos, o por las
consecuencias imprevistas -y desastrosas- de un esfuerzo de mejoramiento social.
4. La transformación tecnológica, en el que las condiciones de vida han empeorado por el desarrollo
tecnológico.
En tanto no puede establecerse una definición a priori del modo utópico, no podemos excluir en principio ninguna de
estas funciones distópicas, aunque es cIaro que son más fuertes en 3. y 4., perceptibles en 2.. y apenas evidentes en 1., en
donde la respuesta negativa a la Utopía ha dado paso a un fatalismo o pesimismo relativamente autónomos. Estas
indicaciones se refieren con alguna precisión a las definiciones positivas, y sugieren que los elementos de
transformación, antes que los elementos más generales de otredad, pueden ser cruciales. (Para ver qué es lo que define a
la utopía, se hace un análisis de la distopía, que es la negación de la primera. Entonces se verifica que, en la negación de
la utopía, el rasgo predominante es “transformación”.)
Podemos pues considerar estos tipos en relación con la ciencia ficción, una categoría general aún más difícil. Lo que
estamos buscando son los modos diferenciales en los que la ciencia, en sus distintas definiciones posibles, puede jugar
como elemento de cada uno de estos tipos Encontramos que:
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1. El paraíso y el infierno pueden ser descubiertos, alcanzados, por nuevas formas de viaje que dependen
de desarrollos científicos y tecnológicos (viaje espacial) o cuasi-científicos (viaje en el tiempo). Pero
esta es una función instrumental; el modo del viaje no afecta por lo común al lugar descubierto. El tipo
de ficción es apenas afectada, tanto si el descubrimiento se hace por un viaje espacial o marítimo. El
lugar, más que la travesía, es lo dominante (Los desposeídos, de Ursula K. Le Guin).
2. El mundo modificado externamente puede ser relatado, construido, profetizado en un contexto de
mayor comprensión científica de los hechos naturales. Esta puede ser también sólo una función
instrumental; un nuevo nombre para el viejo diluvio universal. Pero el elemento de mayor comprensión
científica puede llegar a ser significativo o aún dominante en la ficción, por ejemplo en el énfasis de las
leyes naturales en la historia humana, que pueden de manera decisiva (a menudo catastrófica) alterar las
perspectivas humanas normales
3. La transformación voluntaria puede ser concebida como inspiración del espíritu científico, tanto en sus
términos más generales -tales como la secularización y la racionalidad- como en una combinación de
estos con las ciencias aplicadas que hace posible y sostiene la transformación. De manera alternativa,
los mismos impulsos pueden ser evaluados negativamente: el hormiguero “moderno y científico” o la
tiranía. Cada modo deja abierta la cuestión de la acción social del espíritu científico y de la ciencia
aplicada, aunque es la inclusión de alguna acción social, explícita o implícita (tal como la derrota de
una clase por otra) lo que distingue este tipo del tipo 4. Debemos notar también que hay ejemplos
importantes del tipo 3. en los que el espíritu científico y la ciencia aplicada se subordinan a -o se
asocian directamente con- un énfasis dominante en la transformación social y política (incluso
revolucionaria); o en los que son neutrales respecto de la transformación social y política, la que se
lleva a cabo en sus propios términos; o bien -lo cual es de significancia crucial para el diagnóstico-
aquella en la que la ciencia aplicada, y menos a menudo el espíritu científico, es de hecho controlada,
modificada o suprimida, en un retorno voluntario a un modo de vida <más simple>, <más natural>.. En
este último modo hay algunas combinaciones interesantes de una ciencia <no material> muy avanzada
y de una economia <primitiva>.
4. La transformación tecnológica tiene una relación directa con la ciencia aplicada. Es la nueva tecnología
la que, para bien o para mal, ha creado los nuevos modos de vida Como sucede de manera más general
en el determinismo tecnológico, esta tiene un efecto social escaso o nulo, aunque se la describe
comúnmente como poseedora de ciertas consecuencias sociales <inevitables>.
Podemos ahora describir más claramente algunas relaciones significativas entre la ficción utópica y la ciencia ficción,
como paso previo a la discusión de algunas utopías modernas y escrituras distópicas. Resulta tentador extender ambas
categorías hasta hacerlas aproximadamente idénticas, y es cierto que la presentación de la otredad parece vincularlas,
como modos de deseo o de advertencia en los que el elemento de discontinuidad respecto del <realismo> ordinario logra
un énfasis crucial. Pero este elemento de discontinuidad es en sí mismo fundamentalmente variable. En realidad, lo que
más debe tenerse en cuenta, tanto en la ficción propiamente utópica como en la distópica, es esa forma de continuidad, de
conexión implícita, que la forma está destinada a contener. Así, revisando otra vez los cuatro tipos, podemos efectuar
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algunas distinciones cruciales que permitan definir a los textos utópicos de los distópicos (algunas de estas descansan
también en la cuestión aparte de la distinción de ciencia ficción respecto de modos antiguos, hoy residuales, que se
agrupan junto con ella sólo por motivos de organización):
1. El paraíso y el infierno son sólo raramente utópicos o distópicos. Son ordinariamente las proyecciones de una
conciencia mágica o religiosa, inmanentemente universal y atemporal, y por lo tanto están situados más allá de las
condiciones de cualquier vida humana ordinaria y terrenal. Por eso el Paraíso Terrenal y las Islas de la Felicidad no son
ni utopías ni pertenecen a la ciencia ficción. El Jardín del Edén previo a la Caída es potencialmente utópico, para algunas
ramas del Cristianismo; puede llegarse a él por la redención. La Tiena de Cokaygne medieval es potencialmente utópica;
puede ser, y fue, imaginada como una condición humana posible y terrenal. Los planetas paradisíacos e infernales y las
culturas de la ciencia ficción son a veces simple magia y fantasía: presentación deliberada, a menudo sensacional, de
formas extrañas.. En otros casos son potencialmente utópicas o distópicas, en la medida en que se conectan con (o se
extrapolan a partir de) elementos humanos y sociales conocidos o imaginables
2. El mundo modificado externamente es típicamente una forma que se coloca antes o después de los modos utópicos o
distópicos. Que el hecho sea interpretado mágica o científicamente es algo que normalmente no lo afecta. El énfasis
habitual se pone en la limitación o en la impotencia humanas: los hechos nos salvan o nos destruyen, y somos sus
objetos. En En los días de la comuna de Wells (1906) el resultado semeja una transformación utópica, pero el
desplazamiento de la acción es significativa. La mayoría de los demás ejemplos, dentro de la ciencia ficción, son de
manera implícita o latente distópicos: el mundo natural despliega fuerzas que están más allá del control humano, y que
por lo tanto ponen límites o anulan todo logro humano
3. La transformación voluntaria es el modo utópico o distópico característico, en sentido estricto
4. La transformación tecnológica es el modo utópico o distópico reducido de la acción de un agente a la
instrumentalidad; en realidad sólo llega a ser utópico o distópico en sentido estricto cuando se lo utiliza como imagen de
una consecuencia, que funciona socialmente como deseo o advertencia conscientes.
La distopía y el poder
En su significado literal, distopía significa mal (dis) lugar (topos). La distopía es un género literario cuyas historias se
desarrollan en sociedades ficticias sumamente corruptas, opresivas y negativas para sus habitantes. Estas sociedades no
son realistas, son radicalmente diferentes de aquella en la que vive el autor (y los lectores) y suelen situarse en un tiempo
posterior a aquel en el que fue escrita la obra. Las distopías suelen seguir las peripecias de un protagonista que sufre los
efectos de esa perniciosa sociedad y que lleva a cabo todos sus esfuerzos para lograr rebelarse o, simplemente, sobrevivir.
Podemos hablar de dos subgéneros principales dentro del mundo de las distopías. En primer lugar, las distopías
clásicas, entre las que se inscriben algunas novelas como 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley,
Fahrenheit 451 de Ray Bradbury o La mano izquierda de la oscuridad de Ursula K. Le Guin. En estas distopías, la
sociedad que aparece ilustrada se encuentra dominada por grupos (el estado, la oligarquía) que por medio de diferentes
mecanismos de poder (leyes, prohibiciones, militarización, producción ideológica) dirigen a la población y la moldean
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con el fin de homogeneizarlos y extraer beneficios de ello. En este tipo de distopías, algunos de los temas fundamentales
son la masa y la masificación, la individualidad, el control mental, la vigilancia y el control. Las distopías clásicas surgen
a la luz de los fascismos del siglo XX (el nazismo alemán, la Italia de Mussolini, el franquismo) y de la experiencia de
vida en las grandes metrópolis tecnológicas. El Estado suele ser el blanco de las críticas que las distopías llevan a cabo,
pero hacia finales del siglo XX también empiezan a aparecer novelas que critican el rol de las empresas en las sociedades
posmodernas.
El segundo tipo de distopías lo constituye el subgénero apocalíptico. Este subgénero, a diferencia del anterior, se
encarga de ilustrar una sociedad en proceso de descomposición que ya no es como la del autor: todas las instituciones que
antes cohesionaban a los grupos (colegio, familia, Estado, etc) o han perdido considerablemente su capacidad de
dominar. Los personajes viven en un mundo inhóspito, peligroso, en el que las necesidades básicas se vuelven difíciles de
satisfacer. Se ven ante el desafío de construir nuevos grupos y de defenderse de todas aquellas amenazas que se ciernen
sobre ellos (desastres naturales, zombies, otros humanos). La sociedad apocalíptica es una en la que es más difícil
encontrar un único grupo de poder que domine a toda la población. Sin embargo, esto no quiere decir que los personajes
no sigan atados a estructuras, formas de pensar, mandatos de la sociedad anterior. Las razones que han ocasionado el
derrumbe de la sociedad son variadas: desde catástrofes de la naturaleza, hasta guerras, epidemias y rebeliones.
Entre el presente del autor (y de los lectores) y el presente de la ficción distópica hay una diferencia notoria cuyas
causas nunca se explican de forma explícita y clara: no se desarrolla claramente cómo se llegó ahí, no hay una
introducción en la que se nos ponga al tanto de eso. Sólo tenemos indicios que debemos interpretar para poder reponer la
información que nos falta. Esta ausencia de información respecto de la distancia entre dos tiempos se llama salto elíptico
y es un procedimiento fundamental en este género.
Los mundos distópicos se crean por exageración o inversión de características propias de la sociedad del autor. Por
ejemplo, en la película Langosta, de Yorgos Lanthimos, se exageran varios elementos de la sociedad que el autor de la
película considera negativos: el amor romántico, la búsqueda de pareja, la presión por emparejarse. Básicamente, la idea
de que es natural al hombre conformar una pareja monogámica se cuestiona a partir de la exageración: la presión por
conseguir una se convierte en una obligación legal. También puede verse en un capítulo como “15 millones de méritos”,
de la serie Black Mirror, que parte de la idea del mérito como herramienta de ascenso social y la exagera hasta convertir
al trabajo (estructurado según los términos de la meritocracia) en una forma de esclavitud. Lo que hace es criticar la idea
de mérito y plantearla como un mero discurso vacío. Parábola del sembrador trabaja por inversión: ¿qué pasaría si el
estado, con su intervención en la sociedad, desapareciera o se ausentara? Todo esto nos lleva a pensar que, aunque los
dos mundos (el del autor y el de la ficción) sean distintos, existe una continuidad que permite interpretar la distopía como
metáfora y crítica del mundo del autor. Los elementos del mundo del autor se exageran o se invierten en el mundo de la
ficción. Esta relación de exageración o inversión es una relación crítica que rige las distopías y que se llama principio de
continuidad.
El poder
Como podemos ver, el tema central de las distopías es la dominación, las relaciones de poder. Las distopías son una
indagación sobre el tema del poder, es decir, de la capacidad de influencia de un grupo sobre otro en el marco de una
sociedad. La pregunta que trata de responder una distopía es una pregunta clásica y que tiene una larga historia: ¿cómo es
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que se ejerce el poder? ¿Cómo es que en una sociedad un grupo tiene influencia sobre otro? Las concepciones que las
distopías elaboraron sobre el poder evolucionaron a la luz de las teorías sociales y antropológicas que se fueron
elaborando a lo largo del tiempo. En este sentido, podemos hablar de dos grandes respuestas a la pregunta por el poder
que aparecen retratadas en las distopías. La más clásica es la del poder como sustancia, es decir, el poder represivo o
soberano. Según la teoría del poder represivo, el poder es algo que se tiene y que un grupo dominante ejerce, en forma
de prohibición sobre un grupo dominado. El grupo dominante o el soberano logra influenciar al grupo dominado porque
posee algo que el otro grupo no posee: la fuerza y la violencia. Los subordinados responden al grupo dominante bajo
amenaza de que se les extraiga algo: un bien, una propiedad, la vida. El soberano puede quitar la vida de aquel que se
rebela contra él y es bajo amenaza de muerte que lo obliga a actuar y que lo lleva a reprimir conductas transgresoras. A
costa de reprimir por la fuerza las conductas desestabilizadoras, el soberano se aseguraría entonces su dominio. Se
supone que, en esta ecuación, si el grupo dominante es eliminado, el sector dominado se libera. Esta respuesta a la
pregunta sobre el poder fue construida por diversos autores como Thomas Hobbes, cuyo libro Leviatán fue durante
mucho tiempo el más importante tratado de doctrina política de Europa. Para Hobbes, el dominado se somete al
dominador en una especie de contrato: al ceder sus derechos, el dominado obtiene ciertas ventajas (como la seguridad de
su vida, sobre la que el Estado se encargará de velar).
A esta concepción más clásica (que comparten pensadores de todo el espectro decimonónico, desde el liberalismo
clásico hasta el marxismo incipiente), se le presentaron, con el tiempo, algunos reparos. Si el poder es algo que se tiene o
no se tiene: ¿cómo se explican las relaciones de opresión al interior de una familia? ¿Un padre de familia tiene el poder
dentro de su casa pero lo pierde cuando sale de ella? Por otra parte, si el poder es una prohibición, el ejercicio de una
dominación: ¿eso alcanza para mantener sometidos a los súbditos durante veinticuatro horas los 365 días del año? ¿La
sola prohibición junto con la amenaza de uso de la fuerza? Un breve repaso por la historia nos lleva a ver que el modelo
del soberano que influencia la conducta por medio de la fuerza no basta para explicar las sociedades actuales, porque es
un modelo que resulta útil para explicar procesos históricos concretos como la Edad Media europea. En la Edad Media, el
poder de un señor feudal, efectivamente, se basaba en la amenaza de muerte contra aquel que violara sus leyes. Pero esto
no bastaba para mantener controlados a los campesinos del feudo. La Edad Media fue un tiempo turbulento, interrumpido
por constantes revueltas y lucha de intereses. En esas luchas, el soberano debía movilizar su fuerza para reducir el
tumulto. De ese encuentro entre tropas y campesinos, la muerte era un resultado corriente. La gran cantidad de luchas
iniciadas por los campesinos durante ese período parece decirnos que este modelo represivo del poder no es tan efectivo
como parece: no impide que los súbditos se rebelen. Además, el poder soberano no parece económico: provoca una gran
mortandad entre aquellos que representan la fuerza de trabajo del feudo; si cada vez que hay una revuelta, el señor feudal
debe perder en una batalla tanto soldados como trabajadores, las pérdidas son mayores que las ganancias.
Es con estos problemas que surge la segunda visión sobre el poder: el poder como relación productiva. En esta
segunda concepción, que también aparece representada por las narraciones distópicas, el poder no se limita a prohibir: el
poder produciría sujetos que aceptan la dominación, que son educados para reproducir las relaciones preexistentes. Los
pensadores del clasicismo, inspirados en los recientes descubrimientos científicos en el campo de la medicina, la biología
y la mecánica, se dan cuenta de que el cuerpo de las personas puede ser sometido de una manera mucho más económica
que aquella que requiere del uso de la fuerza como amedrentamiento: se le puede enseñar al sujeto a ejercer el propio
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control sobre sí mismo. Para esto, el individuo debería naturalizar la dominación a un punto tal que ésta se confunda con
la vida misma. Para lograr este objetivo, toda una serie de tecnologías de control se ponen en juego. Son las disciplinas.
Las disciplinas son técnicas de poder orientadas a exponer el cuerpo y la mente de las personas a ciertas rutinas de trabajo
y pensamiento que colaboran con la naturalización de las relaciones de dominación. Es este el momento en el que surgen
los espacios de encierro: cárceles, hospitales, colegios, escuelas, talleres. Cada una de estas instituciones constituye un
lugar físico en el que el sujeto pasa un determinado número de horas, ocupa un lugar específico, con el cuerpo en una
posición determinada, haciendo tareas concretas, interiorizando consignas y verdades. Como fruto de la disciplina, el
individuo se subjetiva: se convierte en un ser “normal”, habituado a rutinas de trabajo y pensamiento específicas. El
poder se internaliza en el cuerpo y en la mente de los individuos: es el panóptico, estructura de autovigilancia inspirada
en la disposición arquitectónica propia de las cárceles. Lo que la segunda perspectiva sobre el poder nos dice es que el
poder, en las sociedades modernas, no trabaja por prohibición, porque la prohibición, automáticamente, da la posibilidad
de resistencia. Además, de la prohibición, necesita la producción: ¿qué más efectivo, si quiero lograr que alguien haga
algo, que hacerle creer que lo está haciendo por voluntad propia, que eso que está haciendo es lo normal? En este marco,
la eliminación del grupo dominante no bastaría para suprimir las relaciones de dominación: quienes se subjetivaron como
dominados, seguirán siendo dominados, incluso aunque el régimen, el gobierno, el soberano caiga. Cada uno lleva el
poder consigo mismo.
La distopía está muy atenta a las formas en las que el poder se ejerce. Los autores de distopías son muy sensibles a
detectar las diferentes tecnologías a partir de las cuáles los sujetos son sometidos al régimen ficcional que se está
imaginando. Las tecnologías que se incluyen en los mundos distópicos emulan a aquellas propias del mundo real
(amplificadas). Podemos hallar dispositivos disciplinarios (todos aquellos que se aplican sobre el cuerpo de los
individuos: castigos físicos, aparatos o máquinas correctivas, el encierro y la vigilancia). También podemos encontrar
dispositivos normativos (leyes, reglas, protocolos que prohíben o fomentan ciertas prácticas en la población). Los
discursos oficiales suelen ser verticalistas y mitológicos: se impone un relato desde las altas esferas, un relato que suele
tener un componente mitológico muy grande y que instala una forma oficial de ver el mundo.
Amaranta tenía siete años cuando terminó de entender las razones de su malestar: estaba cansada de hacer lo que no
quería hacer. Amaranta, entonces, se llamaba Jorge y sus padres la vestían de niño, sus compañeros de escuela le jugaban
a pistolas, sus hermanos le hacían goles. Amaranta se escapaba cada vez que podía, jugaba a cocinar y a las muñecas, y
pensaba que los niños eran una panda de animales. De a poco, Amaranta fue descubriendo que no era uno de ellos, pero
todos la seguían llamando Jorge. Su cuerpo tampoco correspondía a sus sensaciones, a sus sentimientos: Amaranta
lloraba, algunas veces, o hacía llorar a sus muñecas, y todavía no conocía su nombre.
Son las cinco del alba y el sol apenas quiere, pero las calles del mercado ya están llenas de señoras imponentes: ochenta,
cien kilos de carne en cuerpos breves. Las señoras son rotundas como mundos, las piernas zambas, piel cobriza, los ojos
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grandes negros, sus caras achatadas. Vienen de enaguas anchas y chalecos bordados; detrás van hombrecitos que
empujan carretillas repletas de frutas y verduras. Las señoras les gritan órdenes en un idioma que no entiendo: los van
arreando hacia sus puestos. Los hombrecitos sudan bajo el peso de los productos y los gritos.
—Güero, cómprame unos huevos de tortuga, un tamalito.
El mercado se arma: con el sol aparecen pirámides de piñas como sandías, mucho mango, plátanos ignotos, tomates,
aguacates, hierbas brujas, guayabas y papayas, chiles en montaña, relojes de tres dólares, tortillas, más tortillas, pollos
muertos, vivos, huevos, la cabeza de una vaca que ya no la precisa, perros muy flacos, ratas como perros, iguanas
retorciéndose, trozos de venado, flores interminables, camisetas con la cara de Guevara, toneladas de cedés piratas,
pulpos ensortijados, lisas, bagres, cangrejos moribundos, muy poco pez espada y las nubes de moscas. Músicas varias se
mezclan en el aire, y las cotorras.
—¿Qué va a llevar, blanco?
—A usted, señora.
Y la desdentada empieza a gritar el güero me lleva, el güero me lleva, y arrecian las carcajadas. El mercado de Juchitán
tiene más de dos mil puestos y en casi todos hay mujeres: tienen que ser capaces de espantar bichos, charlar en zapoteco,
ofrecer sus productos, abanicarse y carcajearse al mismo tiempo todo el tiempo. El mercado es el centro de la vida
económica de Juchitán y por eso, entre otras cosas, muchos dijeron que aquí regía el matriarcado.
—¿Por qué decimos que hay matriarcado acá? Porque las mujeres predominan, siempre tienen la última palabra. Acá la
que manda es la mamá, mi amigo. Y después la señora.
Me dirá después un sesentón, cerveza en la cantina. En la economía tradicional de Juchitán los hombres salen a laborar
los campos o a pescar, y las mujeres transforman esos productos y los venden. Las mujeres manejan el dinero, la casa, la
organización de las fiestas y la educación de los hijos, pero la política, la cultura y las decisiones básicas son privilegio de
los hombres.
—Eso del matriarcado es un invento de los investigadores que vienen unos días y se quedan con la primera imagen.
Aquí, dicen, el hombre es un huevón y su mujer lo mantiene .
Dice el padre Francisco Hererro o cura Paco, párroco de la iglesia de San Vicente Ferrer, patrono de Juchitán.
—Pero el hombre se levanta muy temprano porque a las doce del día ya está el sol incandescente y no se puede.
Entonces, cuando llegan los antropólogos ven al hombre dormido y dicen ah, es una sociedad matriarcal. No, ésta es una
sociedad muy comercial y la mujer es la que vende, todo el día; pero el hombre ha trabajado la noche, la madrugada.
—Pero entonces no se cruzan nunca…
—Sí, para eso no se necesita horario, pues. Yo conozco la vida íntima, secreta, de las familias y te puedo decir que allí
tampoco existe el matriarcado.
No existe, pero el papel de las mujeres es mucho más lucido que en el resto de México.
—Aquí somos valoradas por todo lo que hacemos. Aquí es valioso tener hijos, manejar un hogar, ganar nuestro dinero:
sentimos el apoyo de la comunidad y eso nos permite vivir con mucha felicidad y con mucha seguridad.
Dirá Marta, mujer juchiteca. Y se les nota, incluso, en su manera de llevar el cuerpo: orgullosas, potentes, el mentón
bien alzado, el hombre —si hay hombre— un paso atrás.
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Juchitán es un lugar seco, difícil. Cuentan que cuando Dios le ordenó a San Vicente que hiciera un pueblo para los
zapotecos, el santo bajó a la tierra y encontró un paraje encantador, con agua, verde, tierra fértil. Pero dijo que no: aquí
los hombres van a ser perezosos. Entonces siguió buscando y encontró el sitio donde está Juchitán: éste es el lugar que
hará a sus hijos valientes, trabajadores, bravos, dijo San Vicente, y lo fundó.
Ahora Juchitán es una ciudad ni grande ni chica, ni rica ni pobre, ni linda ni fea, en el Istmo de Tehuantepec, al sur de
México: el sitio donde el continente se estrecha y deja, entre Pacífico y Atlántico, sólo doscientos kilómetros de tierra. El
Istmo siempre ha sido tierra de paso y de comercio: un espacio abierto donde muy variados forasteros se fueron
asentando sobre la base de la cultura zapoteca. Y su tradición económica de siglos le permitió mantener una economía
tradicional: en Juchitán la mayoría de la población vive de su producción o su comercio, no del sueldo en una fábrica: la
penetración de las grandes empresas y del mercado globalizado es mucho menor que en el resto del país.
—Acá no vivimos para trabajar. Acá trabajamos para vivir, no más.
Me dice una señorona en el mercado. Alrededor, Juchitán es un pueblo de siglos que no ha guardado rastros de su
historia, que ha crecido de golpe. En menos de veinte años, Juchitán pasó de pueblo polvoriento campesino a ciudad de
trópico caótico, y ahora son cien mil habitantes en un damero de calles asfaltadas, casas bajas, flamboyanes naranjas,
buganvillas moradas; hay colores pastel en las paredes, jeeps brutales y carros de caballos. Hay pobreza pero no miseria,
y cierto saber vivir de la tierra caliente. Algunos negocios tienen guardias armados con winchester “pajera”; muchos no.
Juchitán es un pueblo bravío: aquí se levantaron pronto contra los españoles, aquí desafiaron a las tropas francesas de
Maximiliano y a los soldados mexicanos de Porfirio Díaz. Aquí, en 1981, la Coalición Obrero Campesino Estudiantil del
Istmo —la COCEI— ganó unas elecciones municipales y la convirtió en la primera ciudad de México gobernada por la
izquierda indigenista y campesina. Juchitán se hizo famosa en esos días.
Amaranta siguió jugando con muñecas, vestidos, comiditas, hasta que descubrió unos juegos que le gustaban más.
Tenía ocho o nueve años cuando las escondidas se convirtieron en su momento favorito: a los chicos vecinos les gustaba
eclipsarse con ella y allí, detrás de una tapia o una mata, se toqueteaban, se frotaban. Amaranta tenía un poco de miedo
pero apostaba a esos placeres nuevos:
—Así crecí hasta los once, doce años, y a los trece ya tomé mi decisión, que por suerte tuvo el apoyo de mi papá y de mi
mamá.
Dirá mucho después. Aquel día su madre cumplía años y Amaranta se presentó en la fiesta con pendientes y un vestido
floreado, tan de señorita. Algunos fingieron una sorpresa inverosímil. Su mamá la abrazó; su padre, profesor de escuela,
le dijo que respetaba su decisión pero que lo único que le pedía era que no terminara borracha en las cantinas:
—Jorge, hijo, por favor piensa en tus hermanos, en la familia. Sólo te pido que respetes nuestros valores. Y el resto, vive
como debes.
Amaranta se había convertido, por fin, abiertamente, en un “muxe”. Pero seguía sin saber su nombre.
Muxe es una palabra zapoteca que quiere decir homosexual pero quiere decir mucho más que homosexual. Los muxes
de Juchitán disfrutan desde siempre de una aceptación social que viene de la cultura indígena. Y se “visten” —de mujeres
— y circulan por las calles como las demás señoras, sin que nadie los señale con el dedo. Pero, sobre todo: según la
tradición, los muxes travestidos son chicas de su casa. Si los travestis occidentales suelen transformarse en hipermujeres
hipersexuales, los muxes son hiperhogareñas:
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—Los muxes de Juchitán nos caracterizamos por ser gente muy trabajadora, muy unidos a la familia, sobre todo a la
mamá. Muy con la idea de trabajar para el bienestar de los padres. Nosotros somos los últimos que nos quedamos en la
casa con los papás cuando ya están viejitos, porque los hermanos y hermanas se casan, hacen su vida aparte pero
nosotros, como no nos casamos, siempre nos quedamos. Por eso a las mamás no les disgusta tener un hijo muxe. Y
siempre hemos hecho esos trabajos de coser, bordar, cocinar, limpiar, hacer adornos para fiestas: todos los trabajos de
mujer.
Dice Felina, que alguna vez se llamó Ángel. Felina tiene 33 años y una tienda —“Estética y creaciones Felina”— donde
corta el pelo y vende ropa. La tienda tiene paredes verdes, maniquíes desnudos, sillones para esperar, una mesita con
revistas de cotilleo, la tele con culebrón constante y un ordenador conectado a internet; Felina tiene una falda corta con su
larga raja, sus piernas afeitadas más o menos, las uñas carmesí. Su historia es parecida a las demás: un descubrimiento
temprano, un período ambiguo y, hacia los doce o trece, la asunción de que su cuerpo estaba equivocado. La tradición
juchiteca insiste en que un muxe no se hace -nace-y que no hay forma de ir en contra del destino.
—Los muxes sólo nos juntamos con hombres, no con otra persona igual. En otros lugares ves que la pareja son dos
homosexuales. Acá en cambio los muxes buscan hombres para ser su pareja.
—¿Se ven más como mujeres?
—Sí, nos sentimos más mujeres. Pero yo no quiero ocupar el lugar de la mujer ni el del hombre. Yo me siento bien como
soy, diferente: en el medio, ni acá ni allá, y asumir la responsabilidad que me corresponde como ser diferente.
Cuando cumplió catorce, Amaranta se llamaba Nayeli —“te quiero” en zapoteca— y consiguió que sus padres la
mandaran a estudiar inglés y teatro a Veracruz. Allí leyó su primer libro “de literatura”: se llamaba Cien años de soledad
y un personaje la impactó: era, por supuesto, Amaranta Buendía.
—A partir de ahí decidí que ése sería mi nombre, y empecé a pensar cómo construir su identidad, cómo podía ser su vida,
mi vida. Tradicionalmente los muxes en Juchitán trabajamos en los quehaceres de la casa. Yo, sin menospreciar todo
esto, me pregunté por qué tenía que cumplir esos roles.
Amaranta mueve su mano derecha sin parar y conversa con soltura de torrente, eligiendo palabras:
—Entonces pensé que quería estar en la boca de la gente, del público, y empecé a trabajar en un show travesti que se
llamaba New Les Femmes.
Durante un par de años las cuatro “New Les Femmes” recorrieron el país imitando a actrices y cantantes. Amaranta se
lo tomó en serio: estudiaba cada gesto, cada movimiento, y era muy buena haciendo a Paloma San Basilio y Rocío
Durcal. Era una vida y le gustaba —y podría haberle durado muchos años.
En Juchitán no se ven extranjeros: no hay turismo ni razones para que lo haya. Suele hacer un calor imposible, pero
estos días sopla un viento sin mengua: aire corriendo entre los dos océanos. El viento refresca pero pega a los cuerpos los
vestidos, levanta arena, provoca más chillidos de los pájaros. Los juchitecas se desasosiegan con el viento.
—¿Qué está buscando por acá?
En una calle del centro hay un local con su cartel: Neuróticos Anónimos. Adentro, reunidos, seis hombres y mujeres se
cuentan sus historias; más tarde ese señor me explicará que lo hacen para dejar de sufrir, “porque el ser humano sufre
mucho los celos, la ira, la cólera, la soberbia, la lujuria”. Después ese señor —cuarenta años, modelo Pedro Infante— me
contará la historia de uno que vino durante muchos meses para olvidar a un muxe:
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—El pobre hombre ya estaba casado, quería formar una familia, pero extrañaba al muxe, lo veía, la esposa se enteraba y
le daba coraje. Y si no, igual a él le resultaba muy doloroso no poder dejarlo.
Sabía que tenía que dejarlo pero no podía, lo tenía como embrujado.
De pronto me pareció evidente que ese hombre era él.
—¿Y se curó?
Le pregunté, manteniendo la ficción del otro.
—No, yo no creo que se cure nunca. Es que tienen algo, mi amigo, tienen algo.
Me dijo, con la sonrisa triste. Felina me había contado que una de las “funciones sociales” tradicionales de los muxes
era la iniciación sexual de los jóvenes juchitecas. Aquí la virginidad de las novias era un valor fundamental y los jóvenes
juchitecas siguen respetando más a las novias que no se acuestan con ellos, y entonces los servicios de un muxe son el
mejor recurso disponible.
Las New Les Femmes habían quedado en encontrarse, tras tres meses de vacaciones, en un pueblo de Chiapas donde
habían cerrado un buen contrato. Amaranta llegó un día antes de la cita y esperó y esperó. Al otro día empezó a hacer
llamadas: así se enteró de que dos de sus amigas habían muerto de sida y la tercera estaba postrada por la enfermedad.
Hasta ese momento Amaranta no le había hecho mucho caso al VIH, y ni siquiera se cuidaba.
—¿Cómo era posible que las cosas pudieran cambiar tan drásticamente, tan de pronto? Ellas estaban tan vivas, tenían
tanto camino por delante No te voy a decir que me sentía culpable, pero sí con un compromiso moral enorme de hacer
algo.
Fue su camino de Damasco. Muerta de miedo, Amaranta se hizo los análisis. Cuando le dijeron que se había salvado, se
contactó con un grupo que llevaba dos años trabajando sobre el sida en el Istmo: Gunaxhii Guendanabani—Ama la Vida
era una pequeña organización de mujeres juchitecas que la aceptaron como una más. Entonces Amaranta organizó a sus
amigas para hacer campañas de prevención. Los muxes fueron muy importantes para convencer a los más jóvenes de la
necesidad del sexo protegido.
—El tema del VIH viene a abrir la caja de Pandora y ahí aparece todo: las elecciones sexuales, la autoestima, el contexto
cultural, la inserción social, la salud, la economía, los derechos humanos, la política incluso.
Amaranta se especializó en el tema, consiguió becas, trabajó en Juchitán, en el resto de México y en países
centroamericanos, dio cursos, talleres, estudió, organizó charlas, marchas, obras de teatro. Después Amaranta se
incorporó a un partido político nuevo, México Posible, que venía de la confluencia de grupos feministas, ecologistas,
indigenistas y de derechos humanos. Era una verdadera militante.
En la cantina suena un fandango tehuano y sólo hay hombres. Afuera el calor es criminal; aquí adentro, cervezas. En las
paredes hay papagayos pintados que beben coronitas y en un rincón la tele grande como el otro mundo repite un gol
horrible. Bajo el techo de palma hay un ventilador que vuela lento.
—Venga, güero, tómese una cerveza.
Una mesa con cinco cuarentones está repleta de botellas vacías y me siento con ellos. Al cabo de un rato les pregunto
por los muxes y hay varias carcajadas:
—No, para qué, si acá cada cual tiene su mujercita.
—Sus mujercitas, buey.
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Corrige otro. Un tercero los mira con ojitos achinados de cerveza:
—A ver quién de ustedes no se ha chingado nunca un muxe. A ver quién es el maricón que nunca se ha chingado un
muxe.
Desafía, y hay sonrisas cómplices.
—¡Por los muxes!
Grita uno, y todos brindan…brindamos.
La invitación estaba impresa en una hoja de papel común: “Los señores Antonio Sánchez Aquino y Gimena Gómez
Castillo tienen el honor de invitar a usted y a su apreciable familia al 25 aniversario de la señorita María Rosa Mística
que se llevará a cabo en”. La fiesta fue la semana pasada; ayer, cuando me la encontré en la calle vendiendo quesos que
prepara con su madre, la señorita María Rosa Mística parecía, dicho sea con todos los respetos, un hombre feo retacón y
muy ancho metido adentro de una falda interminable que me dijo que ahorita no podía charlar pero quizás mañana.
—A las doce en el bar Jardín, ¿te parece?
Dijo, pero me dio el número de su celular “por si no llego”. Y ahora la estoy llamando porque ya lleva una hora de
retraso; no, sí, ahorita voy. Supuse que se estaba dando aires —un supuesto truco femenino-. Al rato, Mística llega con
Pilar —“una vecina”— y me cuenta que vienen del velorio de un primo que se murió de sida anoche:
—Pobre Raúl, le daba tanta pena, no quería decirle a nadie qué tenía, no quería que su madre se enterara. Si acá todos la
queríamos Pero creía que la iban a rechazar y decía que era un virus de perro, un dolor de cabeza, escondía los análisis. Y
se dejó morir de vergüenza.
Dice Mística, triste, transfigurada: ahora es una reina zapoteca altiva, inmensa. El cura Paco me había dicho que aquí
todavía no ha penetrado el modelo griego de belleza: que las mujeres para ser bellas tienen que ser frondosas, carnosas,
bebedoras, bailonas. “Moza, moza, la mujer entre más gorda más hermosa”, me dijo que se dice. Así que Mística debe
ser una especie de Angelina Jolly: un cuerpo desmedido, tacos, enaguas anchas y un huipil rojo fuego con bordados de
oro. El lápiz le ha dibujado labios muy improbables, un corazón en llamas.
—Yo también estoy enferma. Pero no por eso voy a dejarme morir, ¿no? Yo estoy peleando, a puritos vergazos. Ahorita
me cuido mucho y cuido a las personas con las que tengo relaciones: la gente no tiene la culpa de que yo me haya
enfermado. Yo no soy así, vengativa. Ahorita ando con un muchacho de 16 años; a mí me gustan mucho los niños y, la
verdad, pues me siento bien con él pero también me siento mal porque es muy niño para mí.
Declara su vecina. Pilar es un muxe pasado por la aculturación moderna: hace unos años se fue a vivir a la ciudad de
México y consiguió trabajo en la cocina de un restorán chino.
—Y también trabajo a la noche, cuando salgo y no me siento cansada, si necesito unos pesos voy por Insurgentes, por la
Zona Rosa y me busco unos hombres. A mí me gusta eso, me siento muy mujer, más que mujer. A mi lo único que me
falta es ésta.
Dice y se aprieta con la mano la entrepierna. Pilar va de pantalones ajustados y una blusa escotada que deja ver el
nacimiento de sus tetas de saldo.
—Te sobra, se diría.
Le dice Mística, zumbona.
—Sí, me falta, me sobra. Pensé en operarme pero no puedo, son como cuarenta mil pesos, es mucho dinero.
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Cuarenta mil pesos son cuatro mil dólares y Pilar cobra doscientos o trescientos pesos por servicio. Mística transpira y
se seca con cuidado de no correrse el maquillaje. A Mística no le gusta la idea de trabajar de prostituta:
—No, le temo mucho. Me da miedo enamorarme perdidamente de alguien, me da miedo la violencia de los hombres. Yo
me divierto en las fiestas y en la conga, cuando ando tomada ligo mucho.
Tradicionalmente los muxes juchitecas no se prostituyen: no lo necesitan porque no existe la marginación que les
impide otra salida. Pero algunas han empezado a hacerlo.
—Ni tampoco quiero operarme. Yo soy feliz así. Tengo más libertad que una mujer, puedo hacer lo que quiero. Y
también tengo mi marido que me quiere y me busca
Dice Mística. Su novio tiene 18 años y es estudiante: ya llevan, dice, orgullosa, más de seis meses juntos.
En septiembre del 2002, Amaranta había encontrado un hombre que por fin consiguió cautivarla: era un técnico en
refrigeración que atendía grandes hoteles en Huatulco, un pueblo turístico sobre el Pacífico, a tres horas al norte de aquí.
—Era un chavo muy lindo y me pidió que me quedara con él, que estaba solo, que me necesitaba, y nos instalamos
juntos. Era una relación de equidad, pagábamos todo a la par, estábamos haciendo algo juntos.
Amaranta se sentía enamorada y decidió que quería bajar su participación política para apostar a “crear una familia”.
Pero una noche de octubre se tomó un autobús hacia Oaxaca para asistir a un acto; el autobús volcó y el brazo izquierdo
de Amaranta quedó demasiado roto como para poder reconstruirlo: se lo amputaron a la altura del hombro.
—Yo no sé si creer en el destino o no, pero sí creo en las circunstancias, que las cosas se dan cuando tienen que darse.
Era un momento de definición y con el accidente tuve que preguntarme: Amaranta dónde estás parada, adónde va tu vida.
Su novio no estuvo a la altura, y Amaranta se dio cuenta de que lo que más le importaba era su familia, sus compañeros
y compañeras, su partido. Entonces trató de no dejarse abatir por ese brazo ausente, retomó su militancia con más ganas
y, cuando le ofrecieron una candidatura a diputada federal —el segundo puesto de la lista nacional—, la aceptó sin dudar.
Empezó a recorrer el país buscando apoyos, hablando en público, agitando, organizando: su figura se estaba haciendo
popular y tenía buenas chances de aprovechar el descrédito de los políticos tradicionales y su propia novedad para
convertirse en la primera diputada travestida del país y —muy probablemente— del mundo.
El padre Paco lleva bigotes y no está de acuerdo. El cura quiere ser tolerante y a veces le sale: dice que la
homosexualidad no es natural pero que en las sociedades indígenas, como son más maduras, cada quien es aceptado
como es. Pero que ahora, en Juchitán, hay gente que deja de aceptar a algunos homosexuales porque se están
“occidentalizando”.
—¿Qué significa occidentalizarse en este caso?
—Pues, por ejemplo meterse en la vida política, como se ha metido ahora Amaranta. A mí me preocupa, veo otros
intereses que están jugando con ella o con él no, con ella, pues. Porque el homosexual de aquí es el que vive
normalmente, no le interesa trascender, ser figura, sino que vive en la mentalidad indígena del mundo. Mientras no
rompan el modo de vida local, siguen siendo aceptados
—¿Tú has roto con esa tradición de los muxes?
Le preguntaré otro día a Amaranta.
—La apuesta no es dejar de hacer pasteles o de bordar o de hacer fiestas, para nada; la apuesta es fortalecer desde estos
espacios públicos eso que siempre hemos hecho.
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Amaranta Gómez Regalado es muy mujer. Más de una vez, charlando con ella, me olvido de que su documento dice
Jorge.
Hay estruendo de cuervos y bocinas y no se sabe quién imita a quién. En el medio del Zócalo —la plaza central de
Juchitán—, junto al quiosco donde a veces toca la banda o la marimba, una panda de skaters hace sus morisquetas sobre
ruedas. Las piruetas les fallan casi siempre. Una mujer montaña con faldas de colores, enaguas y rebozo se cruza en el
camino y casi provoca el accidente. Llevan pantalones raperos y gorras de los Gigantes de San Francisco o los Yankees
de Nueva York, y uno me dirá que lo que más quiere en la vida es pasar la frontera, pero que ahora con la guerra quién
sabe:
—No vaya a ser que te metan en su army y te manden al frente.
Entonces le pregunto por los muxes y le brillan los ojos: no sé si es sorna, orgullo o sólo un buen recuerdo.
—¿Tú has venido por eso?
No puedo decirle que no; tampoco vale la pena explicarle que no es lo que él supone. Se huele el mango, los plátanos
maduros, pescado seco, la harina de maíz y las gardenias. Más allá, una sábana pintada y colgada de dos árboles anuncia
que “la Secretaría de la Defensa Nacional te invita a ingresar a sus filas en el arma de Infantería. Te ofrecemos
alojamiento, alimentación, seguro médico, seguro de vida”; dos soldaditos magros esperan candidatos. Los lustrabotas se
aburren y transpiran. Por la calle pasa el coche con altavoz que lee las noticias: “Siete días tuvieron encerradas a
parturienta y sus gemelas por no pagar la cuenta” Dos mujeronas van agarradas de la mano y una le tienta a otra con la
mano una pequeña parte de la grupa:
—¡Mira lo que te pierdes!
Le grita a un hombre flaco que las mira. A un costado, bajo un toldo para el sol espantoso, se desarrolla el “Maratón
microfónico y de estilistas” organizado por Gunaxhii Guendanabani: una docena de peluqueras muxes y mujeres
tijeretean cabezas por la causa mientras una señora lee consejos “para vivir una sexualidad plena, responsable y
placentera”. Una chica de quince embarazada, vestidito de frutas, se acerca de la mano de su mamá imponente.
Colegialas distribuyen cintas rojas y Amaranta saluda, da aliento, contesta a unas mujeres que se interesan por su
candidatura o por su brazo ausente. Lleva un colgante de obsidianas sobre la blusa de batik violeta y la pollera larga muy
floreada, la cara firme, la frente despejada y los ojos, sobre todo los ojos. Se la ve tan a gusto, tan llena de energía:
—¿Y cómo te resulta esto de haberte transformado en un personaje público?
—Pues mira, no he tenido tiempo de preguntármelo todavía. Por un lado era lo que yo quería, lo había soñado,
imaginado.
—Pero si ganas te va a resultar mucho más difícil conseguir un novio.
Amaranta se retira el pelo de la cara, coqueta, con mohínes:
—Sí, se vuelve más complicado, pero el problema es más de fondo: si a los hombres les cuesta mucho trabajo estar con
una mujer más inteligente que ellos, ¡pues imagínate lo que les puede costar estar con un muxe mucho más inteligente
que ellos! ¡Ay, mamacita, qué difícil va a ser!
Dice, y nos da la carcajada.
Amaranta Gómez Regalado y su partido, México Posible, fueron derrotados. El resultado de las elecciones fue una
sorpresa incluso para los analistas, que les auguraban mucho más que los 244.000 votos que consiguieron en todo el país.
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Según dijeron, el principal problema fue el crecimiento de la abstención electoral y las enormes sumas que gastaron en
propaganda los tres partidos principales. Amaranta se deprimió un poco, trató de disimularlo y ahora dice que va a seguir
adelante pese a todo.
La noche del 24 de diciembre de 1976, mientras en las calles sonaban las sirenas de los patrulleros, Pedro López y su
mujer, Beatriz, terminaban de colgar los regalos para los chicos en el árbol de Navidad.
A las diez se sentaron a comer un pollo con papas. Beatriz había cortado mazapán y turrón de Gijona porque los
chicos no querían esperar hasta medianoche. Estaban inquietos por la llegada de Papá Noel.
A las once, cuando estaban terminando de cenar, sonó el timbre. Pedro y Beatriz se sorprendieron porque no
esperaban visitas. Juan, el mayor de los chicos, saltó de la silla y corrió a responder el portero eléctrico. “¿Quién es?”,
preguntó. “Papá Noel”, le respondieron desde abajo. Y Juan les abrió con el portero eléctrico. Enseguida oyeron el
ascensor y Beatriz respiró, de pronto, un aire de angustia. Cuando golpearon a la puerta Pedro fue a ver por la mirilla. En
el corredor, bajo la luz difusa, estaba Papá Noel. Tenía, como todos los que se ven por la calle, una barba postiza y el
gorro de piel. Sonreía. En una mano llevaba un bolso, en la otra, una ametralladora liviana.
A través de la puerta Pedro preguntó a quién buscaban. “A vos” le contestaron, y la puerta saltó en pedazos. En un
instante la casa se llenó de Papás Noel. Algunos tenían bigote falso y otros se habían pintado los suyos de blanco. Todos
llevaban botas militares y transpiraban. El que Pedro había visto a través de la mirilla lo golpeó con el caño del arma;
otro torció los brazos de Beatriz y se los ató a la espalda. Los chicos, que habían empezado a llorar, fueron empujados a
la habitación y obligados a tirarse en la cama. En quince minutos revisaron todo el departamento y guardaron en las
bolsas el poco dinero que encontraron, los relojes, las chucherías de familia y los cubiertos de plata. Casi no hablaban. A
Pedro se lo llevaron entre tres, apretado en el ascensor. Los otros se quedaron para acarrear el televisor, el estéreo y todo
lo que tuviera algún valor. Los chicos quedaron solos, encerrados en la habitación.
Casi destrozado por los golpes, Pedro fue a parar al baúl del Ford Falcon. A Beatriz le habían cerrado la boca con estopa
y la llevaron en el asiento trasero hasta las afueras de Buenos Aires, donde la tiraron a la vera de una ruta oscura y
desolada. Diez años más tarde, Pedro López sigue desaparecido.
En esos días yo estaba viviendo en Bruselas, donde unos amigos me habían dado hospitalidad. Había salido de la
Argentina en junio de 1976, dos meses después del golpe, con el pretexto de cubrir, como periodista, la pelea entre
Carlos Monzón y Jean Claude Boutier, en Mónaco. Pocos días antes, el ejército había secuestrado a Haroldo Conti, uno
de los mejores escritores argentinos, al que asesinó de a poco. De todos modos, yo creía que iba a quedarme fuera del
país sólo por cinco o seis meses, “hasta que lo peor haya pasado”.
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En enero, desconcertado por un frío de diez grados bajo cero y el año nuevo bajo la nieve, escuché el relato sobre la
suerte de Pedro López en un debarras donde sólo cabían un colchón en el suelo y una silla para poner la ropa y dejar
algunos libros. El amigo que acaba de llegar de Buenos Aires me contó esa y otras historias de aquel desdichado tiempo.
Costaba creerlo. Visto a la distancia —y con la cercanía de la amistad o el afecto por las víctimas—, había algo de
irreal en esos relatos que daban horrorosa sustancia a los escuetos cables que leíamos en Le Monde. ¿Era posible tanta
saña, tanta impiedad? Sin embargo, ya lo había dicho el general Jorge Rafael Videla en diciembre de 1975, antes de
tomar el poder: “Si es necesario correrán ríos de sangre”.
“No podés volver”, me dijo el recién llegado. “Esto va para largo”, me había dicho Osvaldo Bayer, que estaba
refugiado en Essen, Alemania Federal. “El médico me prohibió subir la escalera, de modo que tengo que dejar esta
casa”, me escribía desde Buenos Aires Roberto Cossa, que había ido a despedirme al aeropuerto cuando dejé el país.
Estaba harto de recibir amenazas anónimas y no se decidía a irse a España porque estaba escribiendo una pieza que
necesitaba nutrirse del clima terrible de Buenos Aires. Tenía que mudarse —y eso se intuía entre líneas—, porque lo
estaban cercando. Varios de nuestros amigos ya habían “caído” y él era de los que se oponían al golpe de Estado y había
intentado una revista de oposición.
¿Qué hacer desde el extranjero, en esa ciudad gris y parca que es Bruselas? Denunciar el horror. Incorporarse a lo que
la junta militar llamaba “la campaña antiargentina”. Es decir, visitar las redacciones de diarios y revistas para pedir que
no olvidaran el drama argentino. Trabajar con Amnesty International. Publicar un periódico de esclarecimiento en
Europa.
Junto a Julio Cortázar, Hipólito Solari Yrigoyen, Rodolfo Mattarollo, Carlos Gabetta, Gino Lofredo y Martínez
Zemborain, sacamos en París Sin Censura, un mensuario de debate y denuncia. Otros, en Madrid, México y Estocolmo,
abrieron publicaciones con el apoyo de partidos progresistas, fundaciones para la paz e iglesias protestantes.
Curiosamente no podíamos contar con los comunistas: la Unión Soviética y sus aliados daban un apoyo “crítico” a la
junta para impedir —decían— que avancen sobre el gobierno “los elementos más fascistas de las fuerzas armadas”.
Radio Moscú combatía las dictaduras de Uruguay, Paraguay, Chile y Brasil, pero consideraba a los jerarcas argentinos
“autoridades militares”. Como reconocimiento, la junta multiplicó sus envíos de granos a la URSS durante el embargo
cerealero dictado por los Estados Unidos en respuesta a la invasión de Afganistán.
En 1977 nos llegó la noticia de que un grupo de madres de desaparecidos había empezado a reunirse todos los jueves
frente a la casa de gobierno, en Buenos Aires. La organizadora, Azucena Villaflor, fue secuestrada y asesinada junto a
dos monjas francesas. Un joven teniente de la marina, Alfredo Astiz, se había infiltrado en el grupo de apoyo y las
entregó con la misma cobardía con la que unos años más tarde —durante la guerra de las Malvinas— entregaría las Islas
Georgias del Sur a las tropas inglesas sin disparar un solo tiro.
Astiz, que luego sería apodado “el ángel de la muerte” y ascendido por el gobierno constitucional de Alfonsín, fue
comisionado en 1978 para viajar a París y contrarrestar la “campaña antiargentina” que los exiliados habían organizado
—según la dictadura—, con el apoyo de las “democracias decadentes de Europa”.
Después de la euforia del campeonato mundial de fútbol, miles de turistas argentinos fueron a Europa a gastar los
dólares baratos que obtenían en negocios de importación, o de vaciamiento de empresas nacionales proclamadas
“obsoletas”.
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Recuerdo que se paseaban por las calles de París con el desdén de los triunfadores. Se los escuchaba gritar en los
restaurantes y en las tiendas, negar con firmeza que en la Argentina ocurriera algo anormal. Acusaban a los exiliados de
enriquecerse traicionando a la patria.
La noche de año nuevo de 1979, mi mujer y yo nos habíamos refugiado de la nieve en un bar de Montmartre. Ella es
francesa, pero debemos haber hablado un momento en castellano, porque un joven atildado y peinado a la brillantina se
acercó a nuestra mesa y nos anunció, orgulloso, que también él era argentino. Debe habernos tomado por turistas o por
imbéciles, porque inmediatamente empezó a elogiar la política económica de la dictadura y su titánica lucha contra el
terrorismo apátrida.
Le pregunté si conocía la carta enviada por el periodista Rodolfo Walsh a la junta militar y al presidente Carter antes
de ser secuestrado para siempre.
Me miró y me preguntó si yo era “exiliado”, es decir, subversivo. Le dije que sí, que porque existía gente como él yo
estaba allí, lamentando el asesinato de tantos amigos y el saqueo de la patria. Casi llegamos a las manos.
Catherine y yo nos fuimos caminando en silencio bajo la nieve. Yo tenía vergüenza de haber nacido en el mismo lugar
que ese hombre. Supongo que a él le ocurría algo parecido.
En esos días, en pleno centro de Buenos Aires, un coche se detuvo frente al Obelisco. Tres hombres bajaron a un
joven, lo apoyaron sobre la pirámide y lo fusilaron delante de la gente que siguió su camino como si oyera el monótono
ruido de un relámpago. Me contaron la historia en Barcelona y casi no la creí. Años más tarde, en el juicio a las juntas
militares, alguien recordó haber visto la ejecución. Nadie sabía, en cambio, que existieran campos de confinamiento y
tortura en la Escuela de Mecánica de la Armada, a dos pasos del estadio de River Plate, donde se había jugado el
Mundial de Fútbol de 1978. En esas celdas clandestinas, ninguno de ellos tuvo un tribunal que lo juzgara. La tortura y la
muerte fueron apañadas por la jerarquía de la Iglesia católica y por los grandes medios de difusión.
El caso de Jacobo Timerman, editor del diario La Opinión, donde yo trabajé tres años, fue una excepción. Al
principio, en 1976, Timerman apoyó el golpe de Estado, pero se opuso a la matanza y publicó en su diario los pedidos de
habeas corpus en favor de personas desaparecidas. A su turno Timerman fue encarcelado y torturado por el general
Ramón Camps. Como Timerman es judío, los militares se ensañaron particularmente con él y lo interrogaron siempre
delante de un retrato de Adolf Hitler.
La presión internacional, en especial desde Estados Unidos, le salvó la vida y Jorge Rafael Videla lo deportó después
de quitarle la nacionalidad argentina.
A veces, por las noches, con Julio Cortázar, caminábamos por las calles desiertas de París y nos preguntábamos qué
hacer. Osvaldo Bayer, desde Alemania, nos urgía a suscribir un llamado para que por lo menos cien intelectuales y
científicos argentinos nos embarcáramos en un avión rumbo a Buenos Aires, acompañados de periodistas y
personalidades europeas. Se trataba, según él, de golpear a la dictadura con un escándalo internacional y, sobre todo, de
ser coherentes y llevar hasta las últimas consecuencias nuestra lucha contra el fascismo.
Cortázar se negó en una reunión tumultuosa que tuvimos en mi departamento de la rue de Meaux. Sostenía que el
gesto sería inútil y humillante para él. Recuerdo la decepción de Bayer, su desesperación de anarquista orgulloso.
Todavía hoy nos preguntamos qué habría ocurrido si aterrizábamos en Buenos Aires rodeados de fotógrafos, políticos,
filósofos y sacerdotes.
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Algunos conocidos cambiaban de vereda cuando los cruzábamos en las calles de París o de Roma. Esta imagen no se
me borrará jamás: en el boulevard Saint Michel me topé una tarde con un periodista que había trabajado conmigo en
Buenos Aires y antes de que le tendiera la mano huyó despavorido, como si viera venir a un leproso con la campanilla al
cuello.
Cuando el general Leopoldo Galtieri decidió recuperar las Malvinas, los militares jugaron a todo o nada un régimen
que estaba cayéndose a pedazos por el fracaso del plan económico de libre competencia y por la presión de los
trabajadores, que habían desbordado a la burocracia sindical y salían a manifestar su descontento por las calles.
Pocos días antes de la reconquista de las Malvinas, la policía tuvo que disparar contra una manifestación obrera y hubo
un muerto y varios heridos. Las Madres de Plaza de Mayo ya habían conmovido al mundo y Adolfo Pérez Esquivel, que
conoció la cárcel militar, era Premio Nobel de la Paz.
Durante la guerra, los exiliados nos debatíamos en una espantosa encrucijada: teníamos que explicar en el extranjero,
y ante los aliados de Gran Bretaña, que las Malvinas eran argentinas y, a la vez, que el gobierno que acababa de
recuperarlas era ilegítimo y criminal. No podíamos apoyar el bombardeo inglés sobre nuestro territorio, ni tampoco
convalidar el gesto de la dictadura que, sabíamos, era demagógico y estaba destinado a perpetuar al régimen en el poder.
Terrible disyuntiva que dividió a los exiliados en todo el mundo. Los nacionalistas, incluso algunos intelectuales que
se decían de izquierda, aplaudieron o aprobaron a los militares. El filósofo León Rozitchner, desde Venezuela, sostuvo la
tesis de la ilegitimidad absoluta; según él no se podía reprobar los treinta mil crímenes de la represión y convalidar la
recuperación de las islas por los mismos verdugos. Yo estaba cerca de la tesis de Rozitchner, que luego se convirtió en
un libro ejemplar: Malvinas: de la guerra “sucia” a la guerra “limpia”. Otra vez fuimos acusados de traición a la
patria, amenazados y calumniados.
Cuando el teniente Astiz rindió las Georgias del Sur y el general Mario Menéndez entregó Puerto Argentino, la
dictadura estaba resquebrajada, exhausta, y confió al general Reynaldo Bignone la misión de negociar un retorno sin
traumas a la legalidad constitucional. Nunca sabremos qué se concertó entre políticos y militares para llegar a las
elecciones de octubre de 1983, aunque no es difícil adivinarlo ahora, cuando los ex comandantes de las juntas están
presos pero la mayoría de los represores siguen en libertad.
En abril de 1983, cuando mis novelas pudieron publicarse, regresé al país después de casi ocho años.
Fue el momento más conmovedor de mi vida. Llegué con Catherine y con el Negro Vení, el gato que me había
acompañado en todos esos años de soledad y de impaciencia. Buenos Aires había sufrido mucho y se le notaba en cada
esquina, en las caras apagadas de la gente. Una nube de horror y de culpa le había ensuciado el alma.
Los argentinos vamos a tardar mucho en ser felices. La hipoteca moral y económica que nos dejaron es demasiado
siniestra. Las heridas están abiertas y hay demasiada gente que no puede sostener la mirada persistente de los miles de
hombres y mujeres que ya no están con nosotros, que ni siquiera tienen un lugar de reposo en el camposanto. Aún las
Madres de Plaza de Mayo siguen su ronda de espera dolorida. Todavía los jóvenes van a buscar la utopía a otras tierras,
como nuestros abuelos la buscaron en ésta. Pero estamos aquí otra vez, mirando el futuro en puntas de pie, parados sobre
un tembladeral, sacudidos por un viento que viene del pasado y no sabemos si nos arrastrará hacia el futuro, o hacia el
abismo.
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“Camila O’Gorman”, de Agustina González Carman
1 Entre 1835 y 1852, nuestro país estaba organizado como una : la Con-federación Argentina. Esto
implicaba que si bien las provincias se reconocían como parte de un todo, cada una conformaba un
Estado soberano. Así, las provincias funciona-ban como una nación para las relaciones exteriores,
pero no tenían instituciones políticas comunes, ni una constitución cuyas leyes tuvieran validez en
todo el territorio.
2 El adjetivo alude a lo que está más allá de lo que podemos ver y comprender (meta- sig-nifica 'más
allá de).
3 La frase significa 'fuera de la Ciudad de Buenos Aires'.
4 (1793-1877) fue un militar y político argentino, goberna-dor de la provincia de Buenos Aires entre
1829 y1832, y entre 1835 y 1852. Fue el caudillo más destacado de la Confederación. Sus ideas eran
federales.
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tés de yuyos. Pasarían muchos años antes de que Sigmund Freud 5- desarrollara sus teorías psicoanalíticas sobre la
interpretación de los sueños. Las pesadillas que una mujer pudiera sufrir durante aquella época no eran, por lo tanto, más
que "cosas de mujeres": aún no representaban, como se cree hoy, miedos o sombras de la vida inconsciente. Sin llegar a
saber lo que esos sobresaltos y pesadillas significaban, en el invierno de 1828, Joaquina finalmente dio a luz a María
Camila O'Gorman, en un parto demasiado largo y difícil para una mujer que ya había tenido cuatro hijos. Adolfo
O'Gorman conoció a su nueva hija recién pasados varios días del nacimiento: en ese momento se encontraba atendiendo
algunos asuntos en la casa de verano, en La Matanza, y el nacimiento de un hijo no era, por entonces, un evento lo
suficientemente importante para que el padre de familia interrumpiera las tareas que lo mantenían ocupado.
5 Sigmund Freud (1865-1939) fue un neurólogo austríaco, considerado el padre del psicoanálisis. Su
obra más conocida, Lo interpretación de ¡os sueños 0900), postuló un nuevo modelo so-bre la mente
humana, al poner el foco en el inconsciente, un conjunto de compor-tamientos, ideas e imágenes que
escapan a la voluntad y a la consciencia.
6 Luego del período revolucionario (1810-1820), los intentos de dictar una constitución y consolidar
una forma de gobierno estable fra-casaron, y surgieron dos posiciones opuestas: los consideraban que
la organización política debía realizarse mediante un gobierno central fuerte; los por el con-trario,
reclamaban una organización política nacional en la que las provincias conservaran plena autonomía.
7 Un presidente no se ajusta a ninguna ley e impone su obediencia. Se aplica a los gobiernos que
llegan al poder con un golpe de Estado. Se opone a un gobierno de derecho, elegido por los
ciudadanos y regido por las leyes del país.
8 (1753-1810) fue un noble y militar francés, fun-cionario de la Corona española. Su desta-cada
actuación en las invasiones inglesas le valió el nombramiento como virrey del Río de la Plata, entre-
1807 y 1809. Fue el penúltimo virrey del virreinato.
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pronto comenzó a interesarse por la historia de Ana María Perichón, esa mujer que, según decían, era su abuela y que se
encontraba recluida allí, tan cerca de su propia habitación.
—Las mujeres no preguntan ni cuestionan, las mujeres obedecen sin chistar le decía a menudo su madre—. Te dije que
no te acerques a la Perichona: es una mujer sin razón.
—¡Pero es mi abuela! —respondía, sin comprender, la niña—. ¿Qué puede haber hecho que sea tan malo para que ni
siquiera pueda hablarle?
—Tienes que preguntar menos y obedecer más. ¡Quisiera saber de dónde sacas tantas preguntas y cuestionamientos!
A Joaquina le preocupaba el espíritu libre y curioso de Camila, su desobediencia, su insistente rebeldía. Corrían
tiempos en que la obediencia era un mandato fundamental para las mujeres, y eso debía enseñarle a su pequeña hija.
Pero el destino se encargaría de demostrar que no sería tan sencillo.
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Quién es esa hermosa mujer
que se cruzó en mi camino,
¿será una fiar cuyo destino
es junto a mí florecer?
9 Algo aséptico es algo que está libre de gérmenes que puedan provocar una infección.
10 La introspección es la reflexión sobre los propios actos o estados de ánimo y de conciencia.
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Durante el segundo mandato de Rosas, los conflictos sociales se fueron volviendo cada vez más virulentos. El
Restaurador intentó restablecer el orden de manera autoritaria: ordenó la persecución, exilio y fusilamiento de todo aquel
que tuviera ideas unitarias o contrarias a las suyas. Para ello, creó la Mazorca, una organización parapolicial 11 destinada
al control de las ideas a través del tenor. Existen diferentes versiones respecto al origen del nombre de esta organización.
Algunas fuentes señalan que hacía referencia a la unión en la causa común: sus integrantes estaban unidos como los
granos del maíz. Los opositores a Rosas suponían, en cambio , que el nombre "Mazorca" se debía a que la palabra es
parecida a la expresión "más horca"12, porque apretaba al pueblo, más y más, para eliminar la oposición.
Los integrantes de la Mazorca podían estar en cualquier lado, escuchando. Esto generó entre los vecinos un tenor total
a expresarse. Una situación semejante es difícil de concebir en la actualidad, porque la libertad de expresión y de opinión
no solo está incorporada en nuestra Constitución Nacional, sino que en la mayoría de los países del mundo se considera
un derecho inalienable13: cualquier persona puede expresar y hasta publicar sus ideas políticas en diarios o redes sociales,
aun cuando sean contrarias a las opiniones de los dirigentes del país o críticas respecto a su accionar, así como
cualquiera puede conversar de política en un bar u otro lugar público . En la Argentina, el Congreso de la Nación
sancionó en 2009 la Ley de Eliminación de Calumnias e Injurias, que protege a los periodistas y la libertad de expresión
a la hora de comunicar públicamente hechos que involucren a funcionarios políticos. Pero en la época en la que Rosas
asumió su segundo mandato, alrededor de 180 años atrás, conceptos como libertad individual, igualdad o derechos eran
mala palabra. Y no solo la Mazorca vigilaba, sino que incluso se corría el riesgo de que un criado o un vecino denunciara
a cualquiera, si sospechaba que tenía ideas unitarias: por lo que no había libertad para debatir ni siquiera en el interior
del hogar.
La Mazorca utilizaba como signo distintivo una cinta roja (color con el que se identificaban los federales) prendida en
la ropa. Esta cinta era conocida como "la divisa punzó". Rápidamente, la obligatoriedad del uso de este emblema se
extendió a toda la Confederación, como identificación con el régimen rosista.
La divisa punzó no fue el único emblema rosista. El color rojo se comenzó a utilizar en la vestimenta, los edificios y
los objetos del hogar y de las iglesias. Si en una casa la vajilla era de color celeste (color con el que se identificaban los
unitarios), la familia que vivía en ella automáticamente pasaba a convertirse en sospechosa.
En este contexto, la brecha entre cómo eran las mujeres del entorno de Camila y cómo debían ser (que no es lo mis-
mo) era muy grande . Ana María Perichón representaba una excepción a la regla del comportamiento femenino de la,
época: por eso su accionar generó escándalo. Y por eso fue una personalidad influyente en la rebelde y contestataria
Camila. Pero la niña contaba también con otro modelo de mujer, alejado afectivamente pero cercano como inspiración
femenina: Encarnación Ezcurra, nada menos que la esposa del gobernador Rosas. Las habilidades sociales de
Encarnación Ezcurra la convirtieron en una figura influ-yente políticamente, una característica nada habitual en las
mujeres de ]a época, donde la participación femenina en las cuestiones políticas era nula.
11 Parapolicial es un adjetivo que se aplica a aquellas organizaciones que cumplen funciones propias
de la policía, pero manteniéndose al margen de esta y realizando actos ilegales
12 La horca es una estructura compuesta por uno o dos palos verticales sujetos al suelo, y otro
horizontal del que cuelga una cuerda con un nudo corredizo. Se utiliza para dar muerte por
ahorcamiento a los condenados a esta pena.
13 La palabra se refiere a algo que no puede ser quitado negado a ninguna persona.
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Gracias a su influencia en la carrera política de su marido, Encarnación Ezcurra se ganó el título de Heroína de la
Santa Federación. Pero en octubre de 1838 llegó, de manera imprevista, su muerte.
Con solo 43 años, Encarnación dejó viudo a Rosas en pleno mandato y con cuatro hijos de los cuales ocuparse. Más
tarde, sería la pequeña Manuelita —como llamaban cariñosamente a la menor de los hijos del matrimonio—quien
cumpliría funciones simbólicas de primera dama, acompañando a su padre en ceremonias protocolares 14 y recibiendo a
figuras políticas argentinas e internacionales. Con sus gestos de humanidad y dulzura, Manuela amortiguaba el carácter
rígido de Rosas. Pero, a diferencia de Encarnación, nunca llegó a ser su consejera política ni a tener injerencia 15 en las
decisiones que su padre tomaba sobre el destino de la Confederación.
Y es que la participación política no formaba (o no debía formar) parte del universo femenino. Cuando Camila, incluso
siendo ya una mujer adulta, opinaba sobre política, su padre la hacía callar, y hasta la castigaba. La familia O'Gorman
adhería al régimen rosista, pero Camila no temía demostrar su descontento con la violencia generalizada y las amenazas
de la Mazorca. Sus hermanas Clara y Carmen, en cambio, acomodadas sin cuestionar a los mandatos de la época, eran el
orgullo de la familia; educadas y refinadas, solo se interesaban por encontrar 1 buen partido para casarse, porque el
matrimonio y la maternidad conformaban el único proyecto de vida aceptable para las mujeres del 1.8c)c) . Pero Camila
no podía adaptarse; al silencio y el bajo perfil que se requería de las señoras de la alta sociedad: a ella le interesaba leer,
cantar, tocar el piano, discutir sobre política. Y una mujer así no pasaba desapercibida.
14 Las ceremonias protocolares son actos diplomáticos y oficia-les en los que se sigue un protocolo,
es decir, una serie de reglas de formalidad.
15 Tener injerencia es estar habilitado para intervenir en algo, ya sea mediante la opinión o mediante
la acción.
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Como Blanquita no sabía leer, era Camila quien se encargaba de leer en voz alta para la negra el contenido de los
mensajes de Pedro, una tarea que le apasionaba.
Querida mía, los días son cada vez más largos y yo no veo la hora
de estar junto a usted. Por aquí el trabajo es mucho y eso ayuda a olvidar la distancia que nos separa...
De esta manera, Blanquita y Pedro se convirtieron para Camila en referentes de lo que significaba el amor verdadero.
Tanto sus padres como el resto de los matrimonios que conocía mantenían relaciones cordiales, pero para ella el amor
era otra cosa. Camila no concebía la idea de casarse con un hombre del cual no estuviese profundamente enamorada;
quería que su hombre significase para ella lo que Pedro para Blanquita. Por eso también le apasionaba escuchar las
historias del romance de su abuela con el virrey Liniers: si su abuela había dado prioridad a sus sentimientos por encima
de su reputación, del nombre de su familia y de su libertad, era porque el amor verdadero realmente valía la pena.
16 El es un baile folclórico rioplatense que tiene su origen en las tradi-ciones de los negros
esclavizados durante la Colonia. Se realiza al compás de tambores, instrumentos de percusión y se
baila con pasos cortos y los pies pegados al suelo. En la actualidad, tiene mucha vigencia en la cultura
de Uruguay.
17 La parroquia del Socorro, también conocida como basílica de Nuestra Señora del Socorro, es una
iglesia católica que data de 7750. Está ubicada en el barrio porteño de Retiro.
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hagan. Pero esta estrategia no siempre funciona. En la obstinada 18 Camila, el permiso de los padres no le haría perder
interés en el candombe, sino que le daría rienda suelta.
Y así fue como en ese espacio insólito para las niñas de la alta sociedad, Camila y Manuelita se conocieron. Y se
hicieron íntimas amigas . Comenzaron a frecuentarse no solo en el candombe, sino también en sus casas, compartiendo
tertulias19. y reuniones sociales. Cuando, en 1838, Encamación Ezcurra murió, Camila fue el sostén emocional principal
de la hija del gobernador. Acompañó a su amiga durante el velatorio celebrado en la residencia de los Rosas y fue testigo
del modo en que Manuelita de a poco iba ocupando el lugar de su madre como acompañante del Restaurador.
Fue en la casa de Manuela Rosas que Camila conoció a Lázaro Torrecillas, un joven de buena familia que comenzó a
cortejarla20. Sus hermanas estaban felices por ella, incluso hasta el punto de envidiarla. Pero a Camila no la hacía
particularmente feliz que un hombre la deseara, porque ella no le correspondía en ese amor. Esta postura generó largos
debates en su familia, pero Camila, quien, a sus dieciocho años, ya se había convertido en toda una mujer, no pensaba
casarse si no era con un hombre del cual estuviese profundamente enamorada. Su padre creía que esas ideas se las había
metido en la cabeza la abuela Ana María, su propia madre. Clara y Carmen, por su parte, sentían que Dios le daba pan a
quien no tenía dientes, como dice el dicho popular: ellas, que soñaban con casarse con un hombre de buena familia, tener
hijos para educar y una casa propia que organizar, seguían viviendo en la residencia familiar, sin muchos estímulos con
los que pasar los días; mientras Camila, que mostraba total desinterés por el mandato social de formar una familia que
pesaba sobre las mujeres, ya tenía un pretendiente con intención de desposarla.
Ajena al revuelo que causaba en su familia su desinterés por contraer matrimonio con Torrecillas, Camila había
empezado, entretanto, a dar clases en la parroquia del Socorro. La iglesia estaba cerca de su casa y allí iba a misa desde
pequeña. Camila odiaba el ocio que la sociedad tenía reservado para las mujeres de su clase, y ayudar al prójimo era algo
que siempre la había movilizado. Y pensó que así como había enseñado a leer a Blanquita, también podía darles esa
oportunidad a otras personas. Muchos creían que aprender a leer era una pérdida de tiempo para las mujeres, porque las
obligaciones femeninas se reducían a las cuestiones domésticas o manuales: los quehaceres del hogar y el cuidado de los
hijos. Leer y escribir eran saberes necesarios para desarrollar el pensamiento, para aportar ideas, para crear; y la
actividad intelectual se reservaba exclusivamente para los hombres . Aunque tampoco bastaba con ser hombre: los
criados no necesitaban la lectura y la escritura para trabajar en el campo, limpiar o conducir carruajes; con la fuerza
física y la obediencia alcanzaba.
Frente a estas limitaciones en el reparto social de los saberes, las clases de Camila fueron un éxito en el barrio. A ellas
se presentó, un día, una joven que Camila había visto varias veces en la casa del gobernador, cuando iba a visitar a
Manuela: se trataba de Eugenia Castro, una mujer con la que Rosas había comenzado una relación informal luego de la
muerte de su esposa.
18 Camila es obstinada porque insiste con una idea y no puede sacársela de la cabeza. En lenguaje
coloquial, diríamos que es cabeza dura.
19 Las tertulias son reuniones sociales, en las que las personas se encuentran para conversar sobre
diferentes temas y recrearse.
20 El verbo alude a los actos que se realizan con el fin de captar el amor de una mujer, seducirla.
significa 'contraer matrimonio.
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Eugenia tenía quince años cuando empezó su relación con Rosas. Era una jovencita morocha y hermosa, con cierto
aire de abandono y la timidez propia de quien no se siente dueño de nada y vive temeroso de incomodar. Con sus
cuarenta y cinco años, viudo y padre de cuatro hijos —dos de los cuales eran mayores que Eugenia—, Rosas era el amo
y señor de la provincia, al que nada se le negaba. ¿Oué podían tener en común? Rosas había conocido a la joven antes de
la muerte de su esposa, cuando el padre de Eugenia, el coronel Juan Gregorio Castro, un militar de carrera, dejó a sus
hijos a cargo del gobernador. Convertido en su tutor, Rosas envió a Eugenia a la casa de una familia conocida, pero allí
la maltrataban hasta los sirvientes . Rosas decidió, entonces, llevarla a su casa para que cuidara a su esposa. Al poco
tiempo de instalarse en la casa de Rosas y luego del fallecimiento de Encarnación, Eugenia dio a luz una hija, bautizada
Mercedes, cuya paternidad fue atribuida a un sobrino de la difunta señora. Pero en la medida en que la joven siguió
teniendo hijos —Angela, Emilio, Nicanora y, más tarde, Joaquín, Justina y Adrián—, para los habitantes de esa casa no
hubo misterio: Rosas había convertido a Eugenia en su amante. Así como Encarnación había sido la única mujer en la
vida de Rosas en los años en que se hizo rico y alcanzó la suma del poder, Eugenia fue la compañera secreta de los años
en que él disfrutó del poder, cuando la quinta de Palermo se convirtió en un lugar casi legendario. Rosas llamaba a la
jovencita "la cautiva"21, porque la vida de ella estaba enclaustrada dentro de las habitaciones privadas del gobernador, y
sus apariciones en público eran contadas. Por entonces, no estaba mal visto que un hombre no reconociera legalmente a
sus hijos extramatrimoniales , ni aun tratándose de una persona pública como el gobernador de la provincia. Por otro
lado, para los hombres había una mayor flexibilidad en cuanto a lo prohibido y lo permitido, por lo que la re-lación de
Rosas con otras mujeres era un secreto a voces por el que nadie se escandalizaba.
Eugenia asistía a las clases de Camila en secreto. Prefería ni pensar qué podría pasar si el gobernador se enteraba de
que pasaba sus tardes en la iglesia tomando clases de lectura y escritura. Y con ello ponía en riesgo también a Camila.
Lo que nunca imaginó fue que a través de esta actividad prohibida sería testigo de otro acto clandestino, que tendría
como protagonista a la propia Camila.
21 Se llamaba cautivas a las mujeres que los indios llevaban a sus tribus como botín, después de
algún malón en la frontera. Esteban Echeverría las inmortalizó en un famoso poema largo titulado La
cautiva (1837).
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pesar de que el celibato era obligatorio para los sacerdotes católicos desde hacía siglos (esta condición se impuso en el
siglo xvi), el monseñor vivía con una mujer, con la que, se dice, compartía también la cama. Josefa Gómez, Pepa, como
le decían sus allegados, era el ama de llaves del cura y, si bien su relación con él no era pública (no podía serlo),
tampoco era del todo secreta. Elortondo y su "asistente" eran siempre bienvenidos en la quinta de Palermo, donde
frecuentaban a Rosas y a Ma-nuelita, y contaban con su guiño para llevar adelante su relación. Las uniones de este tipo
no eran, por entonces, especialmente transgresoras. Incluso existía un término para nombrar a las mujeres que
compartían su vida con un cura: las barraganas. Este concepto, que significa 'fuera de la ganancia' (barra: del árabe,
'fuera' ; gana: del latín, ganancia) hacía referencia a que las mujeres así unidas no eran susceptibles de heredar bienes. En
la época de Rosas, y ya desde mucho antes, el dinero y el amor estaban muy relacionados con el poder.
Al principio, el joven Ladislao disfrutaba también de la compañía de Josefa: como no tenía conocidos en Buenos
Aires, pasaba tiempo junto a ella. Pero el camino de la fe lo llevó a conocer a Eduardo O'Gorman, hermano mayor de
Camila, y en él encontró un amigo. Al igual que Ladislao, Eduardo se había ordenado como cura jesuita. La Compañía
de Jesús, fundada por san Ignacio de Loyola, es la mayor orden religiosa católica del mundo. Aun en la actualidad, su
actividad se extiende a los campos educativo, social, intelectual, misionero y de medios de comunicación católicos. Los
curas jesuitas no solo presiden misas en las iglesias, sino que también imparten clases, escriben libros y trabajan en villas
miserias o barrios de bajos recursos.
22 Coco Chanel (-1883--197-1) fue una diseñadora francesa de alta costura. Se trata de dos prendas
interiores femeninas. El era una prenda usada por las mujeres para ceñirse el cuerpo desde debajo del
pecho hasta las caderas. Por su parte, el miriñaque era un armazón de tela rígida que se colocaba
debajo del vestido para darle volumen. La palabra se refiere al encanto particular que tiene una
persona para llamar la atención o convocar a los demás. Se llama ligreses a las personas que asisten a
una determinada parroquia. significa que adherían a Rosas y a su ideología.
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despeinado y mojado, el maquillaje corrido. Sin embargo, la inesperada presencia de la hermana de su amigo movilizó al
joven, quien al instante sintió galopar su corazón.
Camila se enteró, ese día, de que Ladislao había sido destinado como cura de la parroquia del Socorro, donde ella daba
clases. Empezaron, entonces, a pasar tiempo juntos. Así nació una relación que les permitía compartir momentos de
trabajo y complicidad libres del reproche del entorno: se trataba de la señorita Camila y el cura Ladislao, dos buenos
amigos que trabajaban en beneficio de la comunidad.
Pronto, el joven cura comenzó a ser respetado en el barrio. Sus sermones eran muy efectivos y tenía un carisma
especial que resultaba inspirador para sus feligreses. Camila ayudaba a Ladislao a organizar las misas y en cuestiones
administrativas de la parroquia, mientras charlaban de cosas de la vida y compartían mates. Ella se sentía distinta a su
lado, porque con Ladislao podía hablar sobre cualquier cosa con absoluta libertad, incluso de los reparos que sentía
respecto a la gestión del Restaurador. Si bien ambos eran confesos adscriptos al régimen de Rosas, les preocupaba la
violencia creciente que se estaba extendiendo en toda la Confederación. El librero amigo de Camila, por ejemplo, había
sido asesinado hacía poco por propagar ideas contrarias al régimen. Por eso, tener a alguien de confianza para hablar de
sus preocupaciones, del futuro y de la violencia los hizo sentirse más unidos.
Y un día, charlando con Eugenia —quien había demostrado ser su alumna más esmerada—, Camila se sintió en
confianza y le habló de unos sentimientos que empezaban a invadir su corazón:
— Ay, Eugenia, no sé qué me pasa... Quiero ver todo el tiempo al padre Ladislao, y cuando estoy angustiada, siento
que solo su palabra puede calmarme.
—¡Niña Camila! No diga esas cosas, que las paredes escuchan. Usted tiene que encontrar un buen hombre para casarse
y tener hijos y dejarse de tonterías.
Pero el consejo de Eugenia no había logrado calmar el corazón inquieto de Camila. Poner en palabras los sentimientos
que la embargaban la llevaron a necesitar hablar más sobre ellos, exteriorizarlos para poder verlos con más claridad.
Acudió, entonces, a Blanquita. La criada se horrorizó: no podía comprender que esa libertad que el alma de Camila se
estaba permitiendo tuviera su inspiración en su propia historia de amor con Pedro, a quien la unía un amor honesto e
inocente. Y ante su imposibilidad de comprenderla, le sugirió que hablara con su abuela. Mientras tanto, ella prepararía
un té de yuyos para quitar del corazón de Camila esos sentimientos pecaminosos 23. Su abuela Ana María, claro, supo la
confusión que inva-día a su nieta antes de que ella pusiera en palabras sus sentimientos.
Para ganar la confianza de su nieta, comenzó a entonar los versos que cuando era pequeña le había enseñado: "Quién
es esa hermosa mujer / que se cruzó en mi camino...".
El contenido de los versos y el ritmo de la canción hicieron que el corazón de Camila quisiera sincerarse:
—A mí no me importa lo que piense la gente, abuela. Yo no podría estar con un hombre si no lo amo con toda mi alma.
Siento que soy como vos...
—¿Y qué dice de todo esto el padre Ladislao?
—Ah, no... él no sabe nada sobre mis sentimientos. ¿y si él no siente lo mismo? ¿Oué voy a hacer, abuela? Si fuera así,
si yo supiera que Ladislao no siente nada por mí, me volvería la persona más triste de toda la Confederación. Dejaría de
comer, de beber, de bañarme. Y vendría a encerrarme acá con vos.
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—La semilla de amor que germinó en tu corazón no puede haber sido en vano. Si creció de manera tan intensa, es
porque ese hombre la impulsó a crecer, aunque ni él ni vos se dieran cuenta. Tenés que decirle lo que sentís, querida
Camila.
Las palabras de la Perichona quedaron resonando en la cabeza de la joven. Y cuanto más pensaba en ellas, mayor era
la ansiedad por saber si su amor era correspondido.
Esa misma tarde, Camila debía dar clases en la parroquia. Cuando terminó con su último alumno, ya estaba
anocheciendo. Antes de irse a su casa, pasó a saludar al padre Ladislao, que estaba ordenando su oficina. Pero, al verlo,
ya no pudo irse. Su corazón palpitaba con fuerza. Algo como un nudo en la garganta la ahogaba. Y entonces, sabiendo
qué estaban solos, Camila puso como testigo a toda la 'presencia divina que inundaba el lugar y le dijo al -hombre que
amaba en secreto:
—Ladislao, no puedo ocultar más mis sentimientos. y me atrevo a confesar que estoy enamorada de usted, a riesgo de
que no sienta lo mismo por mí. Por favor, dígame algo, diga que también me ama.
—¡Camila! ¡Eso no puede ser! Mi devoción es hacia el Señor, a él encomendé mi vida...
—No, Ladislao, hace meses que llevo ocultos mis sentimientos. No pueden haber crecido en el fondo de mi corazón en
vano: yo sé que usted también siente algo por mí.
Camila se acercó y tocó la cara de Ladislao. Y el roce de sus pieles confirmó el amor mutuo, a pesar de la resistencia
que el joven cura intentó anteponer. Se besaron con pasión olvidando las prohibiciones, los pecados y las opiniones de
los demás . Se abandonaron al amor y al placer de estar juntos, de ser dos en uno, de sentir esa oleada de felicidad que
consiste en amar a otro por primera vez, de sentirse correspondido.
Hoy, casi 170 años después de la historia de Camila y Ladislao, enamorarse de un cura sigue siendo un pecado moral
imperdonable. El amor entre personas de distintas clases sociales, de edades marcadamente diferentes, de personas
demasiado jóvenes o demasiado grandes, o de personas del mismo sexo, a muchos les resulta incórnodo. Hoy, casi 170
años después de la historia de Camila y Ladislao, existen demasiados "peros" para el amor. En 1848, cuando las almas
de Camila y Ladislao se encon-traron, las consecuencias de que esa noticia se hiciera pública eran impredecibles. Estaba
en juego la reputación de las familias —el nombre de los O'Gorman y el futuro del entonces gobernador de Tucumán y
tío de Ladislao, Celedonio Gutiérrez—, de la Iglesia católica y de quien regía la Confederación entera, Juan Manuel de
Rosas. Y es que el amor es inofensivo y romántico, nos sensibiliza y nos emociona cuando lo vemos en las películas,
pero cuando toca intereses políticos, cuando afecta el statu quo 24 cultural y social de una comunidad, cuando se convierte
en un acto de rebelión, genera confusión en la sociedad y un impulso de represión en sus autoridades. Y así como sucede
con el amor, sucede con otros órdenes de la vida social: cuando Nicolás Copérnico formuló, en el siglo xvi, la teoría
heliocéntrica, o cuando, un siglo más tarde, Galileo Galilei la apoyó, la Iglesia católica los persiguió por difundir ideas
contrarias a su ideología y por generar caos, inseguridad, dudas y escepticismo en la sociedad.
Camila O'Gorman y Ladislao Gutiérrez no sabían que su historia de amor prohibida, esa que apenas comenzaba,
pasaría a engrosar la lista de amores clandestinos, amores cuyo encuentro es condenado tanto en la vida real como en la
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ficción: como Camila y Ladislao, hubo también un Romeo y Julieta 25, un Edward "Manos de Tijera" y Kim26, un príncipe
Carlos de Inglaterra y Camila Parker Bowles27, un Jack y Rose28, una Anna Karenina con su conde Vronsky29.
25 Romeo y Julieta (1597), de Shakespeare, cuenta la historia trágica de una pareja que debe ocultar
su amor por los rencores que separan a sus familias y protagonizan.
26 La película El joven Manos de tijeras (1990). Edward es la creación de un científico loco y vive
recluido en su casa-castillo, hasta que conoce a Kim. Su amor no estará bien visto por la comunidad.
27 Ellos mantuvieron una relación clandestina en los años 90, cuando él estaba casado con la princesa
Diana.
28 Protagonistas del film Titanic (1997), ocultan su amor por pertenecer a clases sociales distintas.
29 En la novela realista de León Tolstoi, Anna Karenina (1877), la relación entre , una mujer casada,
y el conde Vronsky ha quedado como ejemplo de amor clandestino en la historia cultural universal.
30 La palabra herejía se utiliza en el discurso religioso para señalar ciertas creencias o ideas
contrarias a los preceptos de la fe cristiana. La relación entre Camila y Ladislao era una herejía porque
los sacerdotes no pueden tener relaciones íntimas ni casarse.
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Rosas —incluyendo al futuro presidente Domingo Faustino Sarmiento 31—, "' por su parte, declararon que la tiranía del
Restaurador era la culpable de corromper la moral de la mujer argentina. Esto enfureció al gobernador de Buenos Aires.
Una mañana, Camila despertó con el sonido del llanto apagado de su amado. Ladislao estaba preocupado por el futuro
de ambos y vivía con temor de que los descubrieran. Camila esperaba aliviarlo con un abrazo y unos mates com-
partidos, como lo había hecho otras veces. Pero esta vez no fue así. Alguien había pasado por debajo de la puerta de la
casa humilde donde vivían el periódico del día: allí se afir-maba que el cura había raptado a la joven de buena familia.
—¿De dónde sacaste este diario? —preguntó Camila.
—Cuando desperté estaba en el suelo, junto a la puerta.
—Tenemos que irnos cuanto antes.
—¿Adónde vamos a ir, Camila? —dijo, desesperado, Ladislao—. Nos busca la policía. El que nos dejó el diario por
debajo de la puerta sabe quiénes somos. Nos van a denunciar, ¡nos van a detener! ¿Y si nos matan?
—Nos tenemos que ir adonde no nos encuentren. Quien haya puesto el diario lo hizo para avisar que estamos en
peligro, para que huyamos, no para que nos entreguemos. Si nos entregamos nos van a separar, y para eso prefiero morir.
Y así continuaron, entre el deseo de estar juntos y el miedo a ser atrapados, hasta que un día cometieron una
imprudencia. Sucedió en agosto de 1848, a ocho meses de llegar a Goya. Valentina y Máximo, como se hacían llamar
allí, fueron invitados a una tertulia en la casa del juez de paz 32, Andrés Perichón: la comunidad deseaba conocer a los
nuevos maestros. El hecho de que el anfitrión del encuentro llevara el apellido de su abuela despertó la curiosidad de
Camila y, luego de muchas dudas, la pareja decidió, finalmente, aceptar la invitación. Pero resultó que a la reunión
estaba invitado también un sacerdote irlandés llamado Michael Gannon, que era conocido del monseñor Elortondo.
Gannon reconoció a Ladislao: se habían conocido en Buenos Aires. Por entonces, la noticia de la fuga de Ladislao con la
joven O'Gorman ya era vox populi33 en las provincias del Interior. De modo que, aunque los amantes negaron ser
quienes eran en realidad, ya nada podían hacer: los habían descubierto. Gannon los denunció. El juez de Paz decidió
trasladar a Ladislao a la cárcel y a Camila a la casa de una familia vecina. Luego, tras comunicar la noticia al gobernador
de Coya, quien a su vez avisaría a Buenos Aires, quedó a la espera de instrucciones.
Separada de su amante, Camila estaba presa de la desesperación. Imaginaba a Ladislao atormentado, débil y
arrepentido. Necesitaba verlo para convencerlo de que ellos no habían hecho nada malo, que su único delito había sido
amarse.
Pero nadie hablaba de amor en Buenos Aires : con la noticia de la aparición de los amantes, solo se escuchaban
hipótesis de rapto, violación y secuestro. Camila O'Gorman y Ladislao Gutiérrez fueron llevados de regreso a Buenos
Aires para ser juzgados. Camila negó haber sido forzada y afirmó ser la iniciadora del romance y la ideóloga de la fuga.
31 Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) fue un político, escritor, docente, periodista, militar y
estadista argentino. Ocupó el cargo de gobernador de la provincia de San Juan entre 1862 y 1864, y la
presidencia de la Nación argentina entre 1868 y 1874, entre otros puestos políticos.
32 Tenía como función administrar la justicia en un poblado pequeño y resolver los conflictos que
surgieran en ese territorio.
33 Es una expresión latina que significa 'de público conocimiento'. Se utiliza cuando algo es conocido
popularmente, cuando está en boca de todos.
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Logró hacerle llegar una carta a Manuelita Rosas, pidiéndole que intercediera por ella ante su padre, pero su suerte ya
estaba echada. El Restaurador temía que la herejía que los jóvenes habían cometido se propagara por toda la
Confederación, e impulsara a la rebelión a otras mujeres. La única manera de detener eso era con una sentencia ejemplar
que demostrara que su poder seguía siendo incuestionable. El padre de Camila, por su parte, estaba dispuesto a apoyar la
decisión de Rosas, sin importar lo implacable que fuera. Adolfo O'Goiivan no quería ser el padre de una mujer pecadora
y, a pesar de las súplicas de Joaquina, no dudó en pedir la pena de muerte para su propia hija, quien había puesto el
nombre O'Gorman en lo más alto de la vergüenza pública.
Impasible34 ante los pedidos de clemencia 35, Rosas condenó a muerte a Ladislao Gutiérrez y Camila O’Gorman.
Fueron fusilados poco tiempo después, en la mañana del 18 de agosto de 1848, en el Cuartel General de los Santos
Lugares de Rosas, donde actualmente se ubica la localidad de San Andrés, en el partido de General San Martín. La
mayor parte de las dependencias de este cuartel fueron demolidas en 1906, y quedó en pie solamente el edificio que
albergaba la comandancia general, donde funciona el Museo Histórico Regional de San Martín "Brigadier General don
Juan Manuel de Rosas".
A la señal del mayor Torzida, el pelotón de fusilamiento acabó con la vida de los jóvenes. Con solo veintitrés años,
Camila se convirtió, así, en la primera mujer ejecutada en la Confederación Argentina. Sus cuerpos fueron depositados
en el mismo ataúd.
Algunas versiones posteriores, luego reiteradas en varias novelas y en la película Camila (1984), de María Luisa
Bemberg, pretendieron que la joven O'Gorman estaba embarazada de ocho meses cuando fue fusilada junto a Ladislao.
Sin embargo, no existe ningún registro, relato de testigos presenciales o fuente histórica que confirme esa hipótesis. Si
esto hubiese sido cierto, probablemente Rosas habría desistido del cumplimiento de la sentencia: el revuelo social y
político de tan polémica decisión lo habría perjudicado de una manera incalculable, porque la vida, a pesar de todas las
contradicciones, tenía un valor supremo. Lo que ocurrió, en realidad, fue que la ejecución de los amantes fue hábilmente
explotada por los adversarios de Rosas, quienes, propagando la noticia infundada 36 del embarazo de la joven O'Gorman,
lograron producir un escándalo internacional que contribuyó a la caída política del Restaurador.
En uno de los pasajes de la tragedia Romeo y Pillete, de William Shakespeare, publicada en 1597, se lee: "Los
enamorados pueden andar sobre las telas de araña que se mecen en el tibio calor del verano, así de leve es la ilusión".
porque las historias de amor prohibido y desesperado que terminan trágicamente no nacieron con Camila. y Ladislao.
Tampoco con Romeo y Julieta. El poder persiguió a los amantes inoportunos para reprimirlos y condenarlos desde el
origen de los tiempos. Acaso los que no pudieron amarse en la tierra de los hombres hayan podido hacerlo
silenciosamente en el más allá, si es que algo así existe. Esperando su sentencia de muerte en celdas separadas, Ladislao
pidió como última voluntad que le hicieran llegar a Camila una nota de despedida. Allí decía:
Camila mía: Acabo de saber que mueres conmigo. Ya que no hemos podido vivir unidos en la tierra, nos
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uniremos en el cielo, ante Dios. Te abraza, tu Gutiérrez.
Crónicas periodísticas
Siete cacos disfrazados de duendes intentaron desvalijar una pañalera situada en el barrio El Mondongo.
Los bandidos entraron al local durante la madrugada a través de una claraboya que una de las empleadas había olvidado
cerrar. Tomaron el dinero de la caja (dos horneros, un yaguareté y un guanaco) y cargaron en sendas bolsas pañales de
reconocidas marcas, además de baberos, biberones y toallitas húmedas. Pero el ilícito no resultó exitoso porque los
primogénitos de Caco fueron interceptados a las pocas cuadras por cuatro pitufos que casualmente se paseaban en
patrullero. (CLARÍN, 17-05.18)
CLAUSURAS
Dos restoranes de Puerto Madero fueron clausurados ayer por el Gobierno de la ciudad, dado que no tenían sus
habilitaciones en regla.
El 25 de enero ya habían sido cerradas instalaciones de nueve establecimientos, aunque esa vez fue porque ocupaban
con cerramientos y mesas espacios que debían estar libres para caminar.
Por esta misma causa, la Corporación Puerto Madero, que administra el barrio, denunció a otros diez restoranes que
serían inspeccionados por la justicia próximamente. (CLARÍN, 6-02.06)
Como consecuencia del ascenso cada vez más firme de los medios audiovisuales, a comienzos de la década de 1960, la
prensa gráfica se encontraba en decadencia. Paralelamente, la narrativa literaria realista, que llevaba ya una larguísima
historia, parecía agotada, automatizada. La solución adoptada puede parecer obvia hoy, pero en su momento constituyó
un hallazgo: aprovechar las técnicas de la literatura realista para contar una historia completamente real que,
precisamente por esto, impactaría fuertemente en el lector. Éste es, en síntesis, el marco en que Truman Capote escribe A
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sangre fría37. Este autor, que poseía una posición de privilegio tanto en el campo literario como en el periodístico, sabe
reconocer las virtudes y los defectos de cada una de esas series, propone una mezcla de ambas y alcanza una posición aun
mejor: su novela tuvo un éxito impresionante, a los pocos meses de su publicación en la revista New Yorker era editada
como libro y más tarde, llevada al cine. Se trata, entonces, de un fenómeno vinculado con el funcionamiento de las series
literaria y periodística, de una ruptura y, a la vez, conjugación, de esas tradiciones.
El caso de Walsh es diferente. Si bien, también en Argentina, la prensa gráfica y la novela realista se mostraban en
declive, más que tratarse de una cuestión de alterar géneros literarios y periodísticos, se replanteaban los fines de la
escritura, porque se buscaba cambiar la realidad. Los golpes de militares de accionar fuertemente represivo que, entre
1955 y 1982, interrumpieron regularmente los gobiernos democráticos impusieron a los intelectuales la pregunta acerca
de cuál era el rol que debían jugar. Muchos optaron por la denuncia de las situaciones de injusticia y violación de los
derechos humanos de las que la mayor parte de la población no tenía noticia. Por eso, Operación masacre (1957), que fue
el libro inaugural en esta línea, trata de un caso político y no, como A sangre fría, un caso policial. La denuncia es el
rasgo que diferencia el nuevo periodismo argentino del estadounidense.
Rodolfo Walsh hace un uso político de la literatura y supone que ese uso implica prescindir de la ficción. Sin embargo,
aunque desde ese punto de vista, el documento y la invención se oponen frontalmente, las técnicas ficcionales sirven para
potenciar la efectividad del relato. Y eso es lo que busca Walsh: provocar un efecto sobre lo real; “Escribí este libro para
que actuara”, dice el autor en el prólogo a Operación masacre.
Hechos como los narrados por Walsh en Operación masacre y, más tarde, ¿Quién mató a Rosendo? (1969) y El caso
Satanowsky (1973) no tenían lugar en los grandes diarios, temerosos de las represalias de los gobiernos dictatoriales. Éste
es otro de los puntos en los cuales el nuevo periodismo argentino se separa del estadounidense. En el epílogo de ¿Quién
mató a Rosendo?, como en el prólogo a Operación masacre, el argentino esboza una crítica al respecto: “Este silencio de
arriba no importa demasiado. Tanto en aquella oportunidad como en ésta me dirigí a los de abajo, a los más
desconocidos”.
Tanto Capote como Walsh se inscriben en una tradición que busca relacionar el periodismo y la literatura. A sangre fría
y Operación masacre se publican, ambas, primero en revistas de actualidad y finalmente con el formato del libro.
También las dos obras surgen de un trabajo de investigación de tipo periodístico. Esto no significa que con la literatura de
no-ficción la realidad entra por primera vez en la historia de la literatura. Significa que, por primera vez, un relato de un
hecho de actualidad puede leerse como una novela.
37 Truman Capote (1924-1984), periodista y escritor estadounidense. En 1966 se entera del asesinato, sin
motivo aparente, de los cuatro miembros de una familia de Kansas y decide escribir esa historia realmente
ocurrida con la forma de una novela. La titula A sangre fría y afirma ante los críticos que lo interrogan que ha
inventado un nuevo género literario: la novela de no-ficción.
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Tradicionalmente, los textos periodísticos y los literarios se habían diferenciado por partir de y apuntar a dos polos
diferentes:
Historia y discurso
Las narraciones, tanto las que refieren hechos reales (como las crónicas, las biografías, las anécdotas) o las que relatan
hechos ficcionales (como los cuentos, las películas, las parábolas, las leyendas), se relacionan siempre con dos preguntas:
¿qué pasó? y ¿cómo se cuenta lo que pasó?
La primera pregunta se responde precisando los hechos, el lugar y el momento en que transcurrieron, y sus
protagonistas. Este nivel en el que se contemplan los acontecimientos ocurridos en el tiempo se denomina historia.
La segunda pregunta alude a la relación que hay entre quien cuenta y lo que cuenta, es decir, entre el narrador y lo
narrado. Se observará, en este caso, si el narrador cuenta algo que le pasó a él mismo, a un amigo o a un desconocido; si
lo vio, lo escuchó o simplemente lo imaginó; también se pondrá en cuestión si ocurrió mucho tiempo antes o próximo al
momento en que el narrador cuenta. Este nivel en el que se contempla el modo en que se exponen los hechos ocurridos se
denomina discurso.
Los textos narrativos se caracterizan por referirse, ante todo, a hechos ocurridos que involucran a personas. Aunque
también se describan circunstancias u objetos, éstos quedan subordinados a los hechos.
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Ahora bien, no todos los hechos son dignos de ser narrados. Es común que sólo se cuenten aquellos que se distinguen del
resto porque constituyen un suceso o acontecimiento que resulta interesante. Por ejemplo, es probable que el hecho de
que alguien desayune, se bañe, tome el colectivo y pase la mañana en la escuela, carezca de interés como para que
alguien organice un relato en torno a él. Pero si en la mitad de ese día rutinario, sucede que el personaje en cuestión
consigue la llave de un aula que se mantiene misteriosamente cerrada y descubre allí la máquina del tiempo, un cadáver
pútrido, un ser sobrenatural, o un portal hacia otra dimensión, entonces, valdrá la pena contarlo.
Es decir, las narraciones se refieren a hechos cuya existencia es anterior al acto de contar y que, por alguna razón
interesante, motivan el acto de narrar.
La función autor
En la enunciación literaria, autor y lector no mantienen, estrictamente hablando, una comunicación directa por medio
del texto. La obra, en realidad, no expresa al autor sino que tiene una existencia autónoma.
Puede servir de claro ejemplo “El flautista de Hamelín”, de autor anónimo que, como todo relato folclórico, se transmitió
de boca en boca y de generación en generación. Como puede observarse en este caso, no es necesario conocer al autor o
lector efectivos del texto. El relato se ha desprendido del circuito real de comunicación y ha sobrevivido en forma
independiente.
Por otra parte, la noción autor no se asocia directamente con la persona física a la que representa. El concepto de autor
podría ser situado en la intersección entre hombre de carne y hueso y obra. En efecto, un grupo de textos y un conjunto
de rasgos estilísticos sirven para designar la función autor. Es decir, cuando se habla de José Hernández como autor, no
se hace referencia directamente al hombre que fue literato y político en la Argentina de fines de siglo XIX y que tuvo una
vida particular, sino que la palabra autor designa un conjunto de textos escritos por él (fundamentalmente el Martín
Fierro) que tienen un determinado estilo (que es el de José Hernández).
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