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Lección Tercera

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Lección tercera

En la última lección se habló de la desgracia y del mal. ¿De dónde proviene? ¿Tiene su
origen en el hombre, tie ne su origen antes del hombre, más allá del hombre? ¿Cómo es
que la desgracia y el mal están tan injustamente repartidos que a los buenos les va mal y a
los malos les va bien, sin orden ni concierto, y al azar? Se formula una in culpación, y esta
inculpación aumenta hasta lo máximo cuando Dios es pensado como el Dios personal,
creador del mundo, al que se enfrenta el hombre con la pregunta: ¿cómo puede ser esto
posible? ¿Un Dios todopoderoso, bondadoso, justo, ha creado este mundo, un mundo así?
¿El ha permitido que en este mundo crezca el mal? A es tas preguntas se dan respuestas a
las que se denomina teo diceas, esto es, justificaciones de Dios. Pero también es posible
esta sublevación cuando no es relevante un Dios personal. Dostoievski la ha expresado
poéticamente de un modo magnifico en la figura de Iván Karamazov. <<En absurdos
descansa el mundo», nos declara. «No entiendo nada», dice. «Tampoco quiero
comprender.» Enumera
los hechos horribles y dice: «no es à Dios a quien niego. Lo acepto. Pero no acepto el
mundo que ha creado. De vuelvo mi billete de entrada; preparo todo para alejar me», es
decir, para suicidarse. En suma, ¿por qué vive? Su respuesta es: «por causa de la rabiosa e
indecente sed de vivir, que dura hasta los treinta años, la vulgar sed kara mazóvica de
vivir», como se expresa él. Se subleva, refle xiona, juzga, no hace nada.

Cuando, por omisión de todo obrar, se hace cómplice del asesinato de su padre, no lo
soporta y se vuelve loco. La solución la da Dostoievski en su poema mediante su hermano
Alioska, que le responde en relación a la suble vación: «Cristo puede perdonarlo todo
porque, siendo inocente, ha derramado su sangre por todos». Esta es la solución que da
Dostoievski; pero lo que dice Iván se ha convertido (hasta en sus más pequeños detalles y,
por lo demás, hasta hoy) en un modo usual de hablar los poetas y escritores, y se ha
expresado innumerables y repetidas veces como un horror presuntamente nuevo.

¿Se puede responder de alguna manera a esta subleva ción? Aun cuando se prescinda de
la cuestión de Dios, del perdón mediante la sangre de Cristo, si no se acepta esta solución,
si no se acepta absolutamente ninguna solu ción, ¿qué ocurre entonces?

Kant ha expuesto con magnífica coherencia cómo hay que exigir sinceridad. Lo ha expuesto
asi: yo no puedo sa ber si lo que digo es verdadero, pero puedo y debo saber si en verdad
pienso lo que digo. Según Kant, si hago una profesión de fe al tuntún, sin saber si creo o no,
incurro en una mentira.

Así ocurre en todos los juicios. La sinceridad exige que yo examine mis juicios, que
compruebe si realmente los hago efectivos. Si hago esto, entonces es inevitable el si
guiente resultado: la sublevación de Iván tiene un buen motivo. No podemos leer esto sin
conmovernos, y, cuan do queremos hacer efectivo el juicio, notamos que hay
algo en nosotros que se opone, lo que Dostoievski mues tra en el poema mediante el hecho
de que Iván no pueda realizarlo en la vida práctica. Se opone algo que podemos expresar
de la forma más simple y abstracta así: «de todo lo que veo en el mundo y de las cosas más
horribles no puedo, absolutizando, sacar una conclusión sobre el sen tido del mundo entero
o sobre el Dios creador, pues esto cae fuera del horizonte en el que yo conozco. Lo que en
esta sublevación expreso es mucho más de lo que yo sé y pue do saber; por eso, en mi
juicio tengo que ser moderado»> Pero puede ser un acto voluntario de la desesperación de
un hombre al que no le gusta vivir, y por supuesto es ver dad que en el mundo entero, y
todos los días, hay hom bres que se quitan la vida a sí mismos, hecho éste que analizamos
desde el punto de vista de la Psiquiatria, he cho éste que tiene muchisimas causas y que de
ningún modo es susceptible de una sola interpretación. No hay que negar que puede ser un
acto voluntario de la desespe ración del hombre, y que la consecuencia teórica, mas no la
que saca Iván es posible. Quien sea sincero también tiene que reconocer que esto es un
estado de co sas en el mundo.

Pero ¿qué ocurre si ahora se manifiesta la otra cara del mundo, la que nos descubre la
magnificencia de éste? ¡Cómo vamos a poner en duda la admirable y misteriosa finalidad
que reina en todo lo viviente! ¡Cómo vamos a dudar de todas las cosas magníficas que nos
ocurren, del júbilo que experimentamos nosotros mismos al vivir! Esto no se puede negar.
Pero si ahora se saca la conclu sión: por tanto, el todo constituye una magnífica armo nia; y
si filósofos y teólogos sacan de alguna manera la conclusión de la majestuosa
magnificencia que habrá al final, sea ello el reino de Dios, sea la gran armonía que piensa,
por ejemplo, un Hegel, en el que todo tiene su puesto, cada cosa tiene su sitio, su sentido
en el todo, y este todo es la razón, el espíritu absoluto mismo; si apare
ce esta posición, entonces la sinceridad reconocerá las verdades existentes en la
sublevación de Iván. Y ni la sublevación ni la fe en la armonía es soportable para la
veracidad del hombre sincero.

Por consiguiente, ¿no sabemos cuál de las dos actitudes ante el mundo es la correcta?
¿Puede que no tengamos derecho a emitir ninguno de estos juicios? Al contrario. Nuestra
situación es tal, que entramos en circunstancias en las que esas sencillas oposiciones que
he formulado tan simplemente tienen, bajo todo punto de vista, significado de cifras. Las
cifras son el lenguaje que en este momento nos babla así y quiere subyugarnos. Pero, en
tanto que seres racionales, tenemos el poder de ser superiores a caci una de semejantes
cifras, el poder de servirnos de lo que es contrario a ellas. Es cierto que estamos sometidos
as leyes biológicas as las que tampoco comprendemos; es cierto que todos nosotros
podemos volvernos dementes y no tener a mano medios para impedirlo; pero también
tenemos algo en nosotros con lo que contamos mientras exista, a saber, el hecho de que
podemos ser racionales. No cabe absolutamente duda alguna de que, por los hombres, hay
razón en el mundo, en el hombre aislado y en los hombres asociados. Existe la grandeza
del hombre, existen los hombres a los que se les denomina héroes, santos, poetas; existe
eso de lo que no se puede negar que también es siempre para nosotros una garantía, y
existe algo que ciertamente no permite abarcar con ello la globalidad del todo y el
fundamento por el cual nosotros somos. Pero no lo podemos negar. Con otras palabras: en
nuestra existencia empírica vivimos en un mundo en el que ocurren todas estas cosas, nos
interpelan, siguen siendo equívocas y, mientras vivamos, nos inquietan con la pregunta de
lo que ello significa, de lo que ello significa para nosotros. En esta inquietud está entonces
la pregunta por Dios, por la transcendencia, por el algo mediante lo cual nosotros somos, a
lo cual interrogamos y a lo cual
quisiéramos oír decir que es, lo que es y por qué nos habla en cifras. Desde hace siglos se
ha puesto cada vez más de moda lo que ha habido a lo largo de todos los tiempos; ya en el
Antiguo Testamento se cuenta que hay hombres que dicen: «no hay Dios». Es sumamente
importante que el hombre pueda hacer esta afirmación. Quien esté in tranquilo apenas
podrá eludir los momentos en que dice lo que está expresado en esa frase del Antiguo
Testamen to. Pero si ahora seguimos pensando y nos preguntamos a nosotros mismos:
«pues ¿qué ocurriría si no hubiera un Dios? ¡Sin embargo es evidente que hay algo! Sin
duda existimos nosotros. Existe el mundo. ¿Qué ocurriría?»>, entonces oimos respuestas a
las que voy a pasar revista rá pidamente, cada una de las cuales hizo necesaria una lar ga
exposición. Por ejemplo:
Existe la ley natural. Pero ¿de dónde proviene?¿Dentrode qué fronteras es válida? ¿Qué
significa azar? Otra: Existe la materia. Pero ¿qué es la materia? Hoy, merced a la ciencia
misma, ha terminado por hacerse inconcebi ble. Antes se tenían las concepciones simples
que han ideado los filósofos, y que eran tan peculiarmente trivia les y comprensibles. Ahora
que pasó esto ya existe la pre gunta: ¿qué es, pues, la materia? ¿Es lo que verdadera
mente es y de lo que proviene todo, de lo que se origina la vida y finalmente la razón
misma? Son respuestas dispa ratadas, a las que se puede refutar fácilmente, a priori, por
asi decirlo. Otra dice así:

Existe la vida. No hay absolutamente duda alguna de que existe lo vivo. Hoy hay
naturalistas que son gente en tendida en su especialidad, pero ciegos en lo demás, no
dándose cuenta del abismo radical que existe entre lo sin vida y lo vivo. Lo vivo existe. Es
cierto que lo vivo es po sible en un recinto sumamente minúsculo de la superficie terreste,
bajo condiciones físico-químicas únicas, que han coincidido aquí, en el sistema solar, y
seguramente en ningún otro lugar. Pero existe. ¿Es quizás esto la realidad? Hubo un
fisiólogo en el siglo XIX que dijo: nunca jamás se podrá explicar la vida a partir de lo
inorgánico, sino a la inversa: la vida es lo primitivo, y todo lo sin vida es el cadáver que se
ha formado a partir de lo vivo. Esto son fantasías. Me limito a caracterizarlo de la siguiente
forma: falta la respuesta; sobran afirmaciones. Además, se puede decir:

La realidad esto es lo que se dice las más de las veces-es la historia. Todo tiene historia: el
cosmos, la vida, la humanidad. Todo está en devenir. Es un proceso oscuro que
experimenta el hombre mismo como historia humana y está sometido a él ésta es la opinión
-; el hombre queda a merced de este proceso: así como está a merced del acontecer
natural, también está a merced del acontecer humano de la historia, o tal vez a merced de
un acontecer del ser que tiene lugar en el fondo, y del que proviene el eco que sólo resuena
en nuestro tiempo, en el fenómeno de la historia. Sea como fuere, la historia ha de ser la
realidad.

En cambio, otra respuesta es: no podemos negar que nosotros en tanto que hombres, en
tanto que individuos particulares, tenemos conciencia de que hay algo que al menos
depende de nosotros, conciencia de que tenemos responsabilidad. Incluso podemos llegar
al extremo de afirmar que es razonable que alguien diga: «el hombre no tiene una voluntad
libre, no hay que hacerlo responsable». A decir verdad, lo más cierto que hay para nosotros
es la experiencia de que debemos hacer algo, y de que nos des preciamos a nosotros
mismos cuando hacemos esto y aquello o no lo hacemos. Este algo que nos habla aquí y
que nosotros expresamos abreviadamente con la palabra responsabilidad, es una realidad
que, por cierto, no se puede comprobar con los métodos de las ciencias naturales, ni
tampoco con los de las ciencias del espíritu, absolutamente con ningún método científico,
sino que perte nece a aquellas certidumbres de las que de ningún modo
dudamos cuando las hemos experimentado una vez. Ade más, se puede decir:
La realidad es lo creador ya existente en la naturaleza, y después en el hombre.

No continuamos. En todos estos casos que he enume rado y que, cuando no hay un Dios,
dan respuestas a lo que entonces hay, en todos estos casos se pone como algo absoluto
una cosa experimentada, que experimentamos en el mundo, y se la convierte en el todo.
Con lo cual, cada una de estas respuestas se convierte automáticamente en lo que nosotros
denominamos cifras. Lo que al principio es conocimiento científico, particular, metódico y
nece sario, se convierte, mediante semejantes ampliaciones no percibidas como no críticas,
en algo que sirve a los hom bres de cifras cuando éstos se atienen a lo siguiente: a la
necesidad de las leyes naturales, como si esto fuera algo divino, o incluso como si esto
fuera el Dios mismo; a la historia, como si sólo pudiéramos sacrificarnos y servir a ella,
contentos de estar enrolados en ella mediante la cifra indemostrable (que también negamos
como cifra, espero mostrarlo otra vez más adelante) de que todo lo que es es historia. Así
pues, en todos estos casos existe la tarea, en primer lugar, de tomar conciencia metódica
de lo que propiamente se sabe y no se sabe, y esto es posible, pero sólo con una crítica
realmente metódica; y, en segundo lugar, la tarea de que se conozca que esas
representacio nes generales que deben ponerse en el lugar de la divini dad tienen carácter
de cifras, pero de cifras con respecto a las que después tenemos que preguntar: ¿me
interpelan acaso más que las cifras de la divinidad, de los dioses?

Se puede decir: en estas observaciones que acabo de ha cer se muestra un mundo


confuso. Si nos introducimos nosotros mismos en él y aceptamos siempre lo que se nos
grita al oído como lo que es verdaderamente real, queda mos a merced de un lenguaje
cifrado que es inservible y en el que somos engañados, porque no reflexionamos lo
suficiente, y porque no examinamos con la propia esencia que somos y queremos ser las
cifras que constituyen el resultado.
Y finalmente oímos una respuesta (evidentemente apenas la oímos hoy en Occidente, pero
sí en la antigua India) que dice así: puesto que todo lo que nos ocurre se muestra
propiamente como no siendo real; puesto que todo lo que acontece significa que no será
más tarde ni era antes; puesto que, por ello, en el fondo no hay ninguna realidad, la
cuestión que se plantea no es más que ésta: ¿de dónde proviene la falsa ilusión de que hay
una realidad? Ante esta cuestión fracasa el pensamiento indio y sólo puede contar historias,
y, a su vez, los indios sólo pueden presentarnos aquí ciertos mitos como cifras.

Repito: en el compendio de lo que les acabo de exponer tenemos que tener claro, primero,
que hay cosas que podemos conocer, y en la medida en que las podemos conocer se
acercan al terreno de las ciencias. Segundo: que hay cifras que nos interpelan, y otras que,
por el contrario, nos rechazan; cifras con las que nos reconocemos a nosotros, y cifras con
las que notamos que yo no soy el que piensa semejantes cifras. En esto se trata de lo que
yo quiero. El hombre tiene la posibilidad de querer lo que él
quiero. El hombre tiene la posibilidad de querer lo que él quisiera ser, pero esto es una frase
a medias y no completamente correcta, pues por voluntad nosotros entendemos
generalmente querer algo con un fin. Sin embargo, no podemos querer o hacer con algún
fin aquello de lo que se trata aquí. Por tanto, lo que no es accesible al conocer como
contenido de saber ni es accesible a la voluntad (en la medida en que ésta también se
extiende más allá del conocer) como meta, como objetivo de su hacer, constituye el punto
principal, del que sólo voy a decir con una breve formulación: es nuestra libertad humana,
en la que no sólo llevamos a cabo acciones particulares, sino en la que nosotros, lo que
nosotros propiamente somos y sentimos cada día, nos somos regalados, o como digo se de
Dios. Este hecho histórico es sumamente digno de tener en cuenta. Si consideramos este
hecho (que no se puede negar) como una gran ilusión, y decimos con Iván Karamazov:
«nada de esto aceptamos; lo que aconteció con esta ilusión fue precisamente un gran
engaño de sí mismo; el asunto es sin duda otro completamente diferente», entonces esto
me parece un juicio muy superficial. Naturalmente esto no es tan simple. Esto se le aparece
a uno en los momentos en que se ocupa en los grandes hombres de la historia, en los
profetas, pensadores y poetas, en los creyentes, de los que tenemos suficientes testimonios
en toda su vida práctica. Cuando penetramos hasta el fondo de nosotros, se nos abre algo
que ninguna Psicología puede comprender mejor, sino en lo que notamos que éstos son
hombres que, al menos mediante su realidad, nos testifican algo por lo que ya deberíamos
interesarnos.

Y finalmente una última observación: entre los teólogos existe hoy una tesis que se oye de
vez en cuando con variaciones: el camino hacia Dios sólo va a través de la revelación. En la
primera lección he citado la frase: o Jesucristo o el nihilismo. Pues bien, ésta es una
afirmación que a mí me parece que pertenece a las que son objetivamente falsas, aunque
en ello se hable de Dios. Cuando un teólogo dice: «creer en Dios sin la revelación es un
error» esto podemos leerlo en Bultmann -, entonces uno se sorprende, y ve condenados
milenios de filosofía que existió antes de que hubiera cristianismo y en la cual los hombres
hablaron de Dios. En virtud de esta historia, e independientemente de que tengamos una
experiencia íntima del cristianismo, nosotros afirmamos que la idea de Dios es tan primitiva
en la filosofía como en la teología, que la reclama para la revelación. Sólo por esto puedo
yo, en tanto que profesor de filosofía, hablar de semejante tema. Y ahora sobre este tema.
se nota que a la vez percibe que ello quizá no esté bien, sino que los hombres han hecho
algo que él expresa en aquella segunda frase. O en otra forma, mucho más banal,
encontramos en Strindberg expresiones que son conmovedoras a su modo, en cualquier
caso conmovedoras para Strindberg, el cual ve igualmente que ya no existe Dios para los
hombres, y dice: «Dios se ha retirado, Dios se ha escondido definitivamente, se niega a
manifestarse, no podemos hacer nada por ello, tenemos que esperar hasta que se vuelva a
mostrar». También aquí hay una cifra extraña, mucho menos interesante que la seriedad de
Nietzsche, pero así y todo también interesante durante un momento, hasta que se dice
inmediatamente: ¡qué extravagancia, cuando se habla de Dios, expresar con esta cifra algo
que podría hacer la arbitrariedad de un hombre finito! ¿Por qué se va a retirar Dios? ¿Por
qué se va a esconder? Estas no son declaraciones que nos interpelen; pero
el hecho de que se hagan semejantes declaraciones -y yo acabo con ellas, porque esto me
lleva demasiado lejos; están en boga desde hace cien años- atestigua que aquí no acontece
mera y simplemente algo, que cesa la fe en Dios, sino que mediante la libertad de los
hombres acontece algo que después éstos interpretan en cifras, se forman una idea de ello
y al final es probable que también se equivoquen completamente, pues ¿quién se atrevería
a decir que la fe en Dios se haya apagado hoy en el mundo? No se puede emitir un fallo ni a
favor ni en contra de ello, porque esto se sustrae a la investigación científica.

Pero además hay que decir sobre esto: si por ejemplo fuese cierta la opinión de que no
existe un Dios, entonces constituye un hecho prodigioso el que una ilusión haya estimulado
durante milenios a hombres de supremo rango, se haya convertido en origen de las más
magníficas creaciones del espíritu, también en origen de lo que denominamos
humanidades, más allá de las humanidades de los griegos, que, por su parte, ya se
basaban en la idea de Dios. Este hecho histórico es sumamente digno de tener en cuenta.
Si consideramos este hecho (que no se puede negar) como una gran ilusión, y decimos con
Iván Karamazov: «nada de esto aceptamos; lo que aconteció con esta ilusión fue
precisamente un gran engaño de sí mismo; el asunto es sin duda otro completamente
diferente», entonces esto me parece un juicio muy superficial. Naturalmente esto no es tan
simple. Esto se le aparece a uno en los momentos en que se ocupa en los grandes
hombres de la historia, en los profetas, pensadores y poetas, en los creyentes, de los que
tenemos suficientes testimonios en toda su vida práctica. Cuando penetramos hasta el
fondo de nosotros, se nos abre algo que ninguna Psicología puede comprender mejor, sino
en lo que notamos que éstos son hombres que, al menos mediante su realidad, nos
testifican algo por lo que ya deberíamos interesarnos.
Y finalmente una última observación: entre los teólogos existe hoy una tesis que se oye de
vez en cuando con variaciones: el camino hacia Dios sólo va a través de la revelación. En la
primera lección he citado la frase: o Jesucristo o el nihilismo. Pues bien, ésta es una
afirmación que a mí me parece que pertenece a las que son objetivamente falsas, aunque
en ello se hable de Dios. Cuando un teólogo dice: «creer en Dios sin la revelación es un
error»> -esto podemos leerlo en Bultmann-, entonces uno se sorprende, y ve condenados
milenios de filosofía que existió antes de que hubiera cristianismo y en la cual los hombres
hablaron de Dios. En virtud de esta historia, e independientemente de que tengamos una
experiencia íntima del cristianismo, nosotros afirmamos que la idea de Dios es tan primitiva
en la filosofía como en la teología, que la reclama para la revelación. Sólo por esto puedo
yo, en tanto que profesor de filosofía, hablar de semejante tema.
Y ahora sobre este tema.
En primer lugar voy a decir algunas palabras sobre lo que denominamos transcendencia. La
transcendencia se nos hace presente cuando el mundo ya no es experimentado como lo
existente por sí, como lo que es en sí, lo eterno, sino como un tránsito, ya sea este tránsito
descrito después en la cifra, ya experimente incluso dentro de la Física, en la Cosmología,
una objetividad extraña, que es irrelevante desde el punto de vista práctico. Siendo así, esta
transcendencia, visto desde la cual todo el ser del mundo es un tránsito, constituye el punto
de referencia para la libertad humana. La libertad humana, de la que no hablamos
directamente en estas lecciones, es sin duda el mayor enigma y la más grande y más actual
certidum- bre de la autoconciencia humana, no comprensible desde nada de lo que
investigamos en cualquier parte del mundo, tampoco desde lo vivo ni desde el lugar de
donde éste provenga, cualquiera que este lugar sea, sino que esta li- bertad, donde está,
ciertamente no se experimenta a sí misma producida por sí misma, sino, como dije hace un
momento, regalada a sí. Pero ¿desde dónde es, pues, regalada? Si no lo es desde el
mundo, lo es desde algo que está antes del mundo, por así decirlo. Por eso nunca llegará a
ser objeto de investigación como una cosa existente en el mundo. Sólo lo que acontece
mediante ella puede ser entendido, convirtiéndose entonces en objeto de las ciencias del
espíritu, en el que la libertad desaparece de nuevo; esta libertad que nosotros conocemos,
en toda conciencia en la que husmeemos, dicho con la expresión que usé hace un
momento: si hago esto, tengo que despreciame cuando conozco en mi algo que se impone
incondicionalmente, no tanto desde la abstracción del imperativo categórico, que es
indispensable, sino desde la fuerza del amor, que necesita al imperativo categórico tan sólo
como medio en los periodos transitorios delicados, por así decirlo. Por tanto, la
transcendencia, que no puede ser comprendida desde el mundo, y que es algo que
tampoco el mundo permite comprender, sino aquello por lo que yo me hago consciente de
mi libertad, es aquello de lo que quisiéramos hablar. Inmediatamente ven que propiamente
no se puede hablar de ella, pues hablar podemos hacerlo de las cosas del mundo que se
convierten en objetos para nosotros. Sin embargo, el hecho de que hablamos de ella se
muestra en toda la filosofía y se muestra, entre otras co sas, en el hecho de que hablemos
de cifras. Ya seguiremos viendo esto. La conciencia de esta libertad, que es a la vez
experiencia, pensamiento y acción (y no una cosa sin las otras), parece habérsenos hecho
patente en la historia cuando entramos en comunicación comunicación unilateral con
hombres del pasado. En cualquier caso, de ningún modo es evidente; a menudo es negada,
y puede parecernos (aunque podemos engañarnos) que no todos los hombres son
impresionados por ella. Esta transcendencia a la que en la primera parte de nuestras
exposiciones denominamos simplemente Dios más tarde será necesario hacer una
distinción-, esta transcendencia que no conocemos y con la que estamos en relación en
virtud de nuestra libertad, nos la imaginamos o la pensamos en cifras. La cifra nunca es la
transcendencia misma. En el Antiguo Testamento están escritas las palabras, conocidas
para todos ustedes, «no te formarás ninguna imagen ni símil», que, según Kant, son las
palabras más profundas de la Biblia. ¿Por qué? Porque la transcendencia aprehendida con
imágenes y símiles ya no es la transcendencia, sino que se ha vuelto finita. Si nos
formamos imágenes y símiles de la divinidad, entonces ésta es algo del mundo, como lo
han sido tantos dioses en la historia. Pero en el Antiguo Testamento mismo los textos están
verdaderamente repletos de imágenes de la divinidad; se habla sin cesar de que Dios es
colérico, misericordioso, celoso, justo, de que da órdenes, dicta leyes, etc.; por tanto, están
llenos de imágenes y de símiles. Es una antinomia insuperable del hombre, en tanto que
existencia sensible finita, el no poder evitar tener que pensar la transcendencia o la
divinidad (de la que no debe formarse imágenes ni símiles) como ser finito mediante
imágenes y símiles, es decir, acercarse a ella mediante cifras. Esta tensión no cesa nunca,
no puede cesar. Podemos aprehender en conceptos la divinidad. Podemos decir con una
expresión kantiana: nosotros podemos contemplar lo aparente de la divinidad, pero no
debemos dejarnos engañar por ello. No debemos considerar todas las cifras como cosas
corpóreas, como la divinidad misma, sino que podemos escucharla, verla, leerla como
cifras, para, de esta forma, entrar en contacto con la transcendencia, sin estar obligados
(aunque en apariencia siempre lo esta mos) a convertir las cifras, por así decirlo, en la
realización, en la corporeidad de la divinidad misma, las cuales nunca lo son.

Pues bien, cifras hay muchísimas: a lo largo de la historia, en el Antiguo y en el Nuevo


Testamento; de ningún modo es posible reducirlas a un común denominador; la teología ha
intentado a veces ordenarlas, introducirlas en un gran todo sistemático: es imposible. Es
decisivo el hecho de que sean históricas, únicas en su forma. Por eso, no se habla de Dios
en general, sino del Dios de Abraham, de Jacob, del Dios que se apareció a Moisés, etc.: se
habla en concreto, históricamente, pero en cifras.

Se puede decir el hombre mismo llega a ser la clase de Dios que él ve en las cifras. La
lucha del hombre por si se consuma en su lucha por la divinidad. Una frase análoga a ésta
se halla incluso en Lutero. Ahora bien, semejantes frases no significan por ejemplo: es el
hombre el que ha creado a Dios y a sus dioses, y no Dios el que ha creado al hombre. Se
habría tenido que inventarlo (dicen las famosas palabras de Voltaire) si no lo hubiera, y
Feuerbach explica cómo se realiza la creación de Dios por el hombre de diversas formas.
Las frases que yo empleé al principio de ningún modo tenían este significado, pues aquella
lucha se manifiesta en la escisión sujeto-objeto: nosotros estamos orientados hacia objetos;
y en la lucha que se libra en el fenómeno de la escisión sujeto-objeto siempre es incorrecto
echar hacia uno de los lados aquello de lo que verdaderamente se trata. Evidentemente, en
esta lucha tiene lugar una producción de cifras por el hombre, pero en las cifras producidas
habla el objeto, la realidad de la transcendencia, en el fenómeno de una cosa objetiva. Se
niega tan poco la realidad de la transcendencia como la del hombre, en este caso del
hombre que es posible «<exis tencia», pues el hombre en tanto que entidad psicológica
mente comprensible es naturalmente algo diferente. En esto, en la escisión sujeto-objeto de
aquello en que nos manifestamos, el mismo fenómeno es tanto una producción realizada
por el hombre como un efecto que ejerce influjo sobre el hombre. Oponer lo uno a lo otro
equivale a ocultar la experiencia fundamental. Naturalmente que hay un juego de la
fantasía, mediante imágenes, con la divinidad. Es algo puramente subjetivo. Semejante
juego de niños tampoco tiene fuerza alguna. Existe el juego serio en el que está la
conciencia: éste no es un juego de niños, sino que en estas representaciones y
pensamientos yo estoy referido a una realidad posible. Completamente seria, y ya no juego,
es la cifra de la realidad de la transcendencia sólo en el instante concreto en que el hombre
toma decisiones, ama, se compromete, se hace idéntico a sí mismo, y cosas por el estilo.

Pues bien, la lucha no tiene lugar sólo allí donde se tra ta de si hay o no hay
transcendencia, sino más bien precisamente en el hecho de que la idea de Dios en sí está
llena de antinomias, como veremos posteriormente en la próxima clase, y en el hecho de
que las imágenes de los dioses luchen las unas contras las otras. La lucha es tal, que sólo
puede cesar si cesa el mundo, si cesa el tiempo, si cesa nuestro modo de vivir. En nuestro
modo de vivir necesitamos las cifras. Donde hay cifras hay muchas cifras.
Donde hay muchas cifras existe la posibilidad más natural de todas de que haya muchos
dioses. Muchos dioses los hay por todas partes en la historia, hasta hoy; hoy denominamos
esto de otra forma, por ejemplo, multiplicidad de poderes, que se enfrentan, o multiplicidad
de valores, que están en contradicción los unos con los otros. Esto es mucho más simple o
grandioso en la mitología griega, en la que el hombre hacia ofrendas a Afrodita, pero, con
ello, ofendía necesariamente a Hera y a Artemisa, pues la belleza del variado y cambiante
erotismo está en contradicción con el matrimonio de Hera y con la castidad que exige
Artemisa. Pero el hombre sirve a todos los dioses, es decir, hoy a éstos, mañana a aquéllos
y a muchos otros, y está con naturalidad en lo múltiple. Yo digo que, a pesar de la existencia
de lo Uno, no cesó la multiplicidad. La multiplicidad de los dioses nunca ha sido superada
en las grandes religiones, y tampoco en el cristianismo. Existen pensamientos sublimados,
construcciones inteligentes, que después realzan una y otra vez al Dios uno como lo
verdadero, y de ningún modo lo rebajan; pero la praxis de la vida, que, por cierto, es lo
principal y no la teoría que redacto yo sentado a la mesa de trabajo en la celda de un
convento-, en la pra xis de la vida el politeísmo es la realidad de nuestra existencia empírica
todavía dispersa. No digo: la realidad definitiva. Pero digo: mientras vivamos no se podrá
suprimir la lucha de las cifras en tanto que lucha de los dioses.

Bueno, siento tener que interrumpir aquí la exposición. La próxima vez seguiré
desarrollándoles las ideas fundamentales de la transcendencia, para después llegar al
punto donde el hombre ha intentado, desde hace miles de años, saltar por encima del
mundo entero de las cifras con la frase «no te formarás ninguna imagen ni símil».

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