Aira, Cesar - Cecil Taylor
Aira, Cesar - Cecil Taylor
Aira, Cesar - Cecil Taylor
Amanecer en Manhattan. Con las primeras luces, muy inciertas, cruza las últimas calles
una prostituta negra que vuelve a su cuarto después de una noche de trabajo.
Despeinada, ojerosa, el frío de la hora transfigura sus borracheras en una estúpida
lucidez, un ajado apartamiento del mundo. No ha salido de su barrio habitual, por lo que
no le queda mucho camino que recorrer. El paso es lento; podía estar retrocediendo;
cualquier distracción podría disolver el tiempo en el espacio. Aunque en realidad desea
dormir, en este punto ni siquiera lo recuerda. Hay muy poca gente afuera; los pocos que
salen a esa hora (o los que no tienen de dónde salir) la conocen y por lo tanto no miran
sus zapatos altísimos, violetas, su falda estrecha con un largo tajo, ni los ojos que de
cualquier modo no mirarían otros, vidriosos o blandos. Se trata de una calle angosta, un
número cualquiera de calle, con casas viejas. Después vienen dos cuadras de
construcciones algo más modernas, pero en peores condiciones, comercios, vagos
condominios de los que se desploma una escalera de incendios, una cornisa sucia.
Pasando una esquina está el edificio donde duerme hasta la tarde, en una habitación
alquilada que comparte con dos niños, sus hermanos. Pero antes, sucede algo: se ha
formado un grupo de trasnochados; una media docena de hombres reunidos en la mitad
de este callejón miran una vidriera. Siente curiosidad por estas turbias estatuas. Nada se
mueve en ellos, ni siquiera el humo de un cigarrillo. A ella no le quedan cigarrillos.
Avanza mirándolos, y como si fueran el punto que necesitaba para enganchar el hilo del
cual sostenerse, su paso se vuelve algo más liviano, más suspendido. Cuando llega, los
hombres tampoco la miran. Necesita unos instantes para comprender de qué se trata.
Están frente a un negocio abandonado. Detrás de la vidriera sucia hay una penumbra, y
en ellas cajas polvorientas y escombros. Pero además hay un gato, y frente a él, de
espaldas al vidrio, una rata. Ambos animales se miran sin moverse, la caza ha llegado a
su fin, y la víctima no tiene escape. El gato tensa con sublime parsimonia todos sus
nervios. Los espectadores se han vuelto seres de piedra, ya no estatuas: planetas, el frío
mismo del universo... La prostituta golpea la vidriera con la cartera, el gato se distrae
una fracción de segundo y eso le basta a la rata para escaparse. Los hombres despiertan
de la contemplación, miran con disgusto a la negra cómplice, un borracho la escupe, dos
la siguen... Antes de que termine de desvanecerse la oscuridad tiene lugar algún hecho
de violencia.
Tomemos las biografías de artistas. Vienen inmejorablemente al caso. Los niños leen
las vidas de los músicos célebres, que siempre fueron niños músicos; luego, se trata de
una succes story, el relato de un triunfo, con su estrategia espectacular o secreta, sus
venganzas, su transparencia de lágrima de dinosaurio. Son mecanismos sutiles, dentro
de su esencial idiotez, que no permanecen mucho en la memoria (salvo algún detalle)
pero no por eso la deforman menos: le injertan grandes toboganes irisados,
conformando un panorama tan pintoresco que la víctima se cree un Proust, lo que de por
sí es un bonito falso triunfo en la vida. Imposible no desconfiar de esos libros, sobre
todo si han sido el alimento primordial de nuestras puerilidades pasadas y por venir.
"Antes" estaba el éxito futuro, "después" estaban sus recompensas deliciosas, tanto más
deliciosas por haber sido objeto de puntualísimas profecías. Los malos augurios tienen
el nacarado de una perfección; los buenos, levantan el mundo en las manos y se lo
ofrecen a los astros. La Reina de la Noche, en una palabra, canta de día.
1956. Empecemos de nuevo. Para ese entonces Cecil Taylor, un genial músico negro de
poco más de treinta años, prodigioso pianista y sutil estudioso de la avant-garde musical
del siglo, había consolidado su estilo, es decir su invención. Excepto un par de jazzmen
cercanos a su trabajo, nadie podía hacerse la menor idea de lo que estaba realizando.
¿Cómo se la habrían hecho? Su originalidad estaba en la transmutación del piano, que
de instrumento pasó a ser en sus manos un método composicional libre, instantáneo.
Los llamados "racimos tonales" con los que se desarrollaba su escritura momentánea ya
habían sido utilizados anteriormente por un músico, Henry Cowell, aunque Cecil llevó
el procedimiento a un punto en el que, por sus complicaciones armónicas, y sobre todo
por la sistematización de la corriente sonora atonal en flujos tonales, no podía
compararse con nada existente. Supongamos que vivía (es el tipo de datos de que nos
proveen las biografías) en un ruinoso departamento del East End de Manhattan.
Ratones, de los que aman los norteamericanos, una cantidad indefinida y constante de
cucarachas, la embotada promiscuidad de una vieja casa con escaleras estrechas, son el
panorama original. La atmósfera. Lo innecesario. En su cuarto había un piano que no
siempre podía hacer afinar por falta de los catorce dólares necesarios, y era un mueble
ya casi póstumo. Dormía allí por la mañana y parte de la tarde, y salía al anochecer.
Trabajaba de lavacopas en un bar. Ya había grabado un disco (In transition) y esperaba
algunos trabajos temporarios en bares con piano.
Por supuesto, sabía que era preciso descartar la idea de un reconocimiento súbito, y
hasta de un triunfo gradual, a la manera de círculos concéntricos; no era tan ingenuo.
Pero sí esperaba, y tenía todo el derecho a hacerlo, que tarde o temprano su talento
llegaría a ser celebrado. (Aquí hay una verdad y un error: es cierto que hoy se lo aprecia
en todo el mundo, y quienes hemos escuchado sus discos durante años con amor y una
admiración sin límites seríamos los últimos en ponerlo en duda; pero también hay un
error, un error de tipo lógico, y esta historia intentará mostrar, sin énfasis, la propiedad
del error. Claro que nada confirma la necesidad de esta historia, que no es más que un
capricho literario. Sucede que una vez imaginada se vuelve en cierto modo necesaria.
La historia de la prostituta que espantó a la rata no es necesaria tampoco, lo que no
quiere decir que la gran serie virtual de las historias sea innecesaria en su conjunto; y sin
embargo lo es. La de Cecil Taylor es una vieja fábula, le conviene el modo de la
aplicación. La atmósfera no es necesaria... ¿Pero cómo oír la música fuera de una
atmósfera?)
El bar con piano en cuestión resultó un local al que acudían músicos y drogadictos. El
artista se predispuso a una acogida fluctuante entre la indiferencia y el interés;
descartaba el escándalo, en ese ambiente. Se predispuso a que la indiferencia fuera el
plano, y el interés el punto; el plano podía cubrir el mundo como un toldo de papel, el
interés era puntual y real como un "buenos días" entre peces. Se preparaba para la
incongruencia inherente a las grandes geometrías. El azar de la concurrencia podía
proveerlo de un atisbo de atención; nadie sabe lo que crece de noche (él tocaría después
de las doce, al día siguiente en realidad), y lo que uno hace nunca pasa totalmente
desapercibido. Pero esta vez pasó. Para su gran sorpresa, la oportunidad se reveló
precisamente "nunca". Escarnio invisible licuado en risitas inaudibles. Así transcurrió la
velada, y el patrón canceló la segunda presentación para la próxima noche, aunque no la
había pagado. Por supuesto, Cecil no discutió con él su música. No vio la utilidad. Se
limitó a volver con los ratones.
Dos meses más tarde, su distraída rutina de trabajo (ya no era lavacopas sino empleado
en una estación de servicio) fue realzada una vez más por un contrato verbal para actuar
en un bar, una sola noche esta vez, y a mitad de la semana. El bar se parecía al anterior,
aunque quizá fuera algo peor, y la concurrencia no difería: incluso era posible que
algunos de los que habían estado presentes aquella noche se repitieran aquí. Eso llegó a
pensar, el muy iluso. Su música sonó en los oídos de una decena y media de músicos,
drogadictos y alcohólicos, quizás hasta en las bellas orejitas negras, con su pimpollo de
oro, de una mujer vestida de raso: una mantenida, por la heroína. No hubo aplausos,
alguien se rió pesadamente (de otra cosa, con toda seguridad) y el dueño del bar no se
molestó siquiera en decirle buenas noches. ¿Por qué iba a hacerlo? Hay momentos así,
en que la música queda sin comentarios. Se prometió, sin motivo, venir en otra
oportunidad al bar (alguna vez lo había frecuentado, como oyente) para imaginarse a sus
anchas la posición del ser humano ante la música: el pianista consumado, la sucesión de
viejas melodías, lentas y espaciadas. No lo hizo nunca, por creer que no valía la pena.
Se consideraba una persona desprovista de imaginación. Transcurrida una semana, la
representación de este fracaso se fundió con la del anterior, y eso le produjo una cierta
extrañeza. ¿Se trataría de una repetición? No había motivos para creerlo, y sin embargo
la realidad se mostraba así de simple.
Tres meses más tarde, una conversación de madrugada en una mesa del Village
Vanguard resultó en un ofrecimiento para presentarse allí una noche, como
complemento a un grupo renombrado. Abandonó su empleo en la estación de servicio y
trabajó diez horas diarias en su piano (se había mudado a un cuarto en una vieja casa de
proxenetas en Bleeker Street) durante la semana que lo separaba de su presentación. Al
V.V. asistía la flor y nata del mundillo del jazz. Estaba persuadido de que en ese
momento se formaría el primer círculo, así fuera pequeño como un punto, del que se
irradiaría la comprensión de su actividad musical, y en consecuencia esta actividad
misma.
No hubo más que unos aplausos condescendientes: "al menos sudó". Esto lo
desconcertaba. En la parte posterior del escenario había algunos músicos que desviaron
la vista con una sonrisita de monos. Fue a sentarse a la mesa donde estaban sus
conocidos, que hablaban de otra cosa. Uno le tomó el codo e inclinándose hacia él
sacudió lentamente la cabeza hacia la derecha y la izquierda. Con una gran carcajada,
alguien prorrumpió en un "Después de todo, ya terminó". El crítico de jazz más
prominente de la época estaba sentado unas mesas más allá. El que había sacudido la
cabeza fue a conversar con él y regresó con este mensaje:
—Sinhué —así lo llamaban al crítico entre ellos— hizo un silogismo claro como un
cielo sin nubes: el jazz es una forma de música, por lo tanto es una parte de la música.
Como lo que hace nuestro buen Cecil no es música, tampoco puede aspirar a la
categoría de jazz. Según él, y según lo que entiendo yo, que soy un autodidacta, no se
puede avanzar hacia el jazz sino desde el embudo de lo general, es decir no habría
particularidades que puedan relacionarse por analogía con el jazz.
—Debí suponer que pasaría algo así —le decía Cecil a su amante esa noche—. Pero
también debí suponer que la extrañeza misma en lugar de atravesar la coraza de
ignorancia de esa gente, sirviera como una vaselina para que la impenetrabilidad de la
coraza girara sobre sí misma y se volviera inútil. Mi música tiene muchos aspectos, y yo
sólo conozco los musicales. La vida está llena de sorpresas.
En la primavera tuvo un nuevo contrato, esta vez por una semana entera, en un bar
cuyas características más visibles eran las ráfagas de importancia nula que se le confería
a la música que sonaba en él. Viejas negras, ex esclavas, debían de tocar allí de
madrugada, sus pianos apolillados. El dueño estaba ocupado exclusivamente por el
tráfico de heroína, y era algún mozo el que apalabraba a los pianistas. Cecil tocaría a la
medianoche, durante dos horas. La gente entraba y salía, no podía confiarse en que
nadie, entre una compra y una venta, o entre la adquisición y el uso, tuviera el ánimo lo
bastante despejado como para apreciar una forma genuinamente novedosa de música.
Con esa composición de lugar se sentó al piano.
Habrían transcurrido dos o tres minutos de su ejecución cuando se le acercó por atrás el
dueño del bar, agitando la mano en la que no sostenía el cigarrillo.
—Shh, shh —le dijo cuando estuvo a su lado—. Preferiría que no siguieras, hijo.
Cecil retiró las manos del teclado. Algunos parroquianos aplaudieron riéndose. Subió
una señora negra que comenzó a tocar "Body & Soul". El dueño le tendió un billete de
diez dólares al demudado músico, pero cuando éste lo iba a tomar retiró la mano:
Era un individuo peligroso. Pesaría noventa kilos, es decir cincuenta más que Cecil,
que se marchó sin esperar más reprimendas.
Cecil era una especie de duende, elegante pese a su miseria, siempre en terciopelo y
cueros blancos, zapatos en punta como correspondía a su cuerpecito pequeño,
musculoso. Podía llegar a perder dos kilos en una tarde de improvisaciones en su viejo
piano. Extraordinariamente distraído, liviano, volátil, cuando se sentaba y cruzaba las
piernas (pantalones anchos, camisa inmaculada, chaleco tejido) era redundante como un
bibelot; lo mismo cuando encendía un cigarrillo, o sea casi todo el tiempo. El humo era
el bosque en el que este duende tenía su morada, a la sombra de una telaraña húmeda.
Esa noche caminó por las profundas calles del sur de la isla, pensando. Había algo
curioso: la actitud del difuso irlandés que vendía heroína no difería gran cosa de la que
había mostrado poco antes la señora Vanderbilt. Pero ambos personajes no se parecían
en nada. Salvo en esto. ¿Pasaría por ahí, por el acto de interrumpirlo, un común
denominador de la especie humana? Por otra parte, en las últimas palabras del sujeto
encontraba algo más, algo que ahora reconstruía en el recuerdo de todas sus desdichadas
presentaciones. Siempre le preguntaban si lo hacía en broma o no. Claro que la señora
Vanderbilt, por ejemplo, no se había rebajado a preguntárselo, pero en general había
supuesto la existencia de la pregunta; más aún, diríase que su indignación no se había
debido más que a la insolencia de hacerle necesario ponerse en actitud de proferir,
explícita o tácitamente, tal pregunta a un negro. Ella había dicho "no lo sé, ni me
importa". Pero en cierto modo había mostrado que le importaba. Cecil se preguntó por
qué era posible preguntarle eso a él, y la misma pregunta no era pertinente respecto de
lo demás. Por ejemplo él jamás le habría preguntado a la señora V. si hacía lo que hacía
(fuera esto lo que fuera) en serio o en broma. Lo mismo al dueño del bar de esta noche.
Había algo inherente a su trabajo que provocaba la interrogación.
La señora Vanderbilt, por otro lado, participaba en una famosa anécdota, que citaban
casi todos los libros de psicología escritos en los últimos años. En cierta ocasión había
querido amenizar una cena con música de violín. Preguntó quién era el mejor violinista
del mundo; ¿qué menos podía pagar, ella? Fritz Kreisler, le dijeron. Lo llamó por
teléfono. No doy conciertos privados, dijo él: mis honorarios son demasiado altos. Eso
no es problema, respondió la señora: ¿cuánto? Diez mil dólares. De acuerdo, lo espero
esta noche. Pero hay un detalle más, señor Kreisler: usted cenará en la cocina con la
servidumbre, y no deberá alternar con mis invitados. En ese caso, dijo él, mis honorarios
son otros. Ningún problema; ¿cuánto? Dos mil dólares, respondió el violinista.
Los conductistas amaban ese cuento, y lo seguirían amando toda su vida, contándoselo
incansablemente entre ellos y trascribiéndolo en sus libros y artículos... Pero la anécdota
de él, de Cecil, ¿la amaría alguien, la contaría alguien? ¿No tenían que triunfar también
las anécdotas, para que las repitiera alguien?
Ese verano fue invitado, junto con una legión de músicos a participar en el festival de
Newport, que dedicaría un par de jornadas, por la tarde, a presentar artistas nuevos.
Cecil reflexionó: su música esencialmente novedosa resultaría un desafío en ese marco.
Por primera vez se haría oír en un concierto, no en el desagradable ambiente distraído
de los bares (aunque todos los grandes músicos de jazz habían triunfado en los bares).
Pues bien, llegado el momento, su presentación tuvo lugar en un clima de la mayor
frialdad. No hubo aplausos, y los pocos críticos presentes se retiraron al pasillo a fumar
un cigarrillo a la espera del número siguiente. En unas pocas crónicas se lo mencionó,
pero sólo como una extravagancia. "No es música", decían, lacónicos, los entendidos.
Mientras que los demás se preguntaban si habría sido una broma. El cronista de Down
Beat proponía la cuestión (bajo luz irónica, claro está) como una paradoja: si golpeamos
al azar el teclado de un piano... En resumen, una reedición de la paradoja llamada "del
cretense". La música, pensaba Cecil, no es paradojal, pero lo que me sucede a mí en
cierta forma es una paradoja. Pero no hay paradojas del estilo, no puede haberlas. Eso es
lo paradojal en mi caso.
En el curso de los meses que siguieron se presentó en una media docena de bares,
siempre distintos ya que el resultado era idéntico en todos los casos, y hubo dos
invitaciones: primero a una universidad, después a un ciclo de artistas de vanguardia en
la Cooper Unión. En el primer caso Cecil fue con una esperanza fluctuante que resultó
desperdiciada (la sala se vació a los pocos minutos de iniciada la actuación y el profesor
que lo había invitado debió hacer un difícil malabarismo para justificarse, y lo odió
desde entonces), pero al menos sirvió para que comprobara otro pequeño detalle. Un
público selecto, es un público snob. El snobismo es un secreto a voces, que se calla. El
público universitario no tenía motivos para "entender" la música; no digamos
"apreciarla", porque eso no les concernía. Pero a su vez actuaba una presión (ellos
mismos eran esa presión) para que sí la entendieran. La mentira encontraba su difícil
atmósfera ideal, el malentendido podía quedarse a vivir para siempre en esas aulas. Un
pequeño porcentaje de mentira, por pequeño que fuera, podía apuntalar la verdad
indiscutible de lo real. ¿Quién nos asegura, al fin de cuentas, que realmente estamos
vestidos en el sentido que importa, que los pantalones y las camisas y las corbatas no
son obscenos? Pues bien, su actuación no produjo nada de eso. ¿Entonces el snobismo
no existía? Si era así, todo el edificio mental accesorio de Cecil se venía abajo. Ya no
podría entender nunca al mundo.
Cecil abandonó uno de sus empleos habituales y con algo de dinero ahorrado pasó los
meses de invierno estudiando y componiendo. En la primavera surgió un contrato por
unos días, en un bar de Brooklyn, donde se repitió lo de siempre, la primera noche.
Cuando volvía a su casa en el tren, el movimiento, el paso de las estaciones inmóviles,
produjo en él un estado propicio al pensamiento. Entonces advirtió que la lógica de todo
el asunto era perfectamente clara, y se preguntó por qué no lo había visto antes: en
efecto, en todas las historias con que Hollywood le había lavado el cerebro siempre hay
un músico al que al principio no aprecian y al final sí. Ahí estaba el error. En el paso del
fracaso al triunfo, como si fueran el punto A y el punto B que une una línea. En realidad
el fracaso es infinito, porque es infinitamente divisible, cosa que no sucede con el éxito.
Supongamos, se decía Cecil en el vagón vacío a las tres de la mañana, que para llegar a
ser reconocido deba actuar ante un público cuyo coeficiente de sensibilidad e
inteligencia haya superado un umbral de X. Pues bien, si comienzo actuando, digamos,
ante un público cuyo coeficiente sea de una centésima parte de X, después tendré que
"pasar" por un público cuyo coeficiente sea de una quincuagésima parte de X, después
por uno de una vigésimo quinta parte de X... y así ad infinitum.
"De modo que mientras continúe la serie, siempre fracasaré, porque nunca tendré el
público de la calidad mínima necesaria. ¡Es tan obvio!"
Seis meses después fue contratado para tocar en un tugurio al que asistían turistas
franceses.
Se presentó poco antes de la medianoche. Sentado en el taburete, estiró las manos hacia
las teclas, atacó con una serie de acordes... Unas risotadas sonaron sin énfasis. El maître
le hacía señas de que bajara, con gesto alegre. ¿Habrían decidido ya que era una broma?
No, estaban razonablemente disgustados. Subió de inmediato, para tapar el mal
momento, un pianista negro de unos cuarenta años. A Cecil nadie le dirigió la palabra,
pero de todas maneras esperó que le pagaran una parte de lo prometido (siempre lo
hacían) y se quedó mirando y escuchando al pianista. Reconocía el estilo, algo de
Monk, algo de Bud Powel. Lo emocionaba la música. Un pianista convencional, pensó,
siempre estaba tratando con la música en su forma más general. Efectivamente, le
dieron veinte dólares, con la condición de que nunca volviera a pedirles trabajo.