Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Theophile de Gautier

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 61

THÉOPHILE GAUTIER

LA MUERTE ENAMORADA
Théophile Gautier

Nació en 1811, en Tarbes, Francia. Fue un destacado novelista y poeta francés.


Gracias a su amigo y traductor Gérard de Nerval siguió el rumbo literario. Durante
gran parte de su vida recorrió países como Italia, España, Turquía, Rusia, Argelia
y Egipto, aprendizaje que posteriormente plasmaría en sus obras: Constantinopla
(1853), Viaje a España (1843), y Tesoros del arte de Rusia (1867).

Como novelista es reconocido por sus narraciones breves Clarimonda, la muerta


enamorada (1836), y El capitán Fracasse (1863), en la que se cuentan las aventuras de
una compañía de teatro.

En su obra lírica destaca: Esmalte y camafeos (1852), inspiración para los parnasianos,
ya que se exponían rápidas impresiones a partir de la percepción de paisajes.

Asimismo, desarrolló el género del ensayo en su obra la Historia del romanticismo


(1874). Escribió un sinfín de artículos publicados en la prensa, por lo cual sería
valorado por Charles-Augustin Sainte-Beuve, como el crítico literario más notable
de la época.

Falleció el 23 de octubre de 1872 en Neuilly-sur-Seine, Francia.


La muerte enamorada
Théophile Gautier

Juan Pablo de la Guerra de Urioste


Gerente de Educación y Deportes
Christopher Zecevich Arriaga
Subgerente de Educación
Doris Renata Teodori de la Puente
Asesora de Educación
María Celeste del Rocío Asurza Matos
Jefa del programa Lima Lee
Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez Zevallos
Selección de textos: Yesabeth Kelina Muriel Guerrero
Corrección de estilo: Manuel Alexander Suyo Martínez
Diagramación: Ambar Lizbeth Sánchez García
Concepto de portada: Melissa Pérez García
Editado por la Municipalidad de Lima
Jirón de la Unión 300, Lima
www.munlima.gob.pe
Lima, 2020
Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa


Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que
el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de
ello, una fructífera relación con el conocimiento, con
la creatividad, con los valores y con el saber en general,
que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su
entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas


primordiales de esta gestión municipal; con ello
buscamos, en principio, confrontar las conocidas
brechas que separan al potencial lector de la biblioteca
física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean
nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo
como país, pero también oportunidades para lograr
ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve
a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene
nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea


una reformulación de nuestros hábitos, pero, también,
una revaloración de la vida misma como espacio de
interacción social y desarrollo personal; y la cultura
de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa
agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se


elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido
amigable y cálido que permiten el encuentro con el
conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de
autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima


tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los
vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese
maravilloso y gratificante encuentro con el libro y
la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar
firmemente en el marco del Bicentenario de la
Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells


Alcalde de Lima
LA MUERTE ENAMORADA
Me preguntas hermano si he amado; sí. Es una historia
singular y terrible, y, a pesar de mis sesenta y seis años,
apenas me atrevo a remover las cenizas de este recuerdo.
No quiero negarte nada, pero no referiría a otra persona
menos experimentada que tú una historia semejante. Se
trata de acontecimientos tan extraordinarios que apenas
puedo creer que hayan sucedido. Fui, durante más de
tres años, el juguete de una ilusión singular y diabólica.
Yo, un pobre cura rural, he llevado todas las noches en
sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una vida de
condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una
sola mirada demasiado complaciente a una mujer pudo
causar la perdición de mi alma, pero, con la ayuda de
Dios y de mi santo patrón, pude desterrar al malvado
espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida se había
complicado con una vida nocturna completamente
diferente. Durante el día, yo era un sacerdote del Señor,
casto, ocupado en la oración y en las cosas santas.
Durante la noche, en el momento en que cerraba los ojos,
me convertía en un joven caballero, experto en mujeres,
perros y caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo.
Y cuando al llegar el alba me despertaba, me parecía lo
contrario, que me dormía y soñaba que era sacerdote.
Me han quedado recuerdos de objetos y palabras de esta

8
vida sonámbula, de los que no puedo defenderme y, a
pesar de no haber salido nunca de mi parroquia, se diría
al oírme que soy más bien un hombre que lo ha probado
todo, y que, desengañado del mundo, ha entrado en la
religión queriendo terminar en el seno de Dios días tan
agitados, que un humilde seminarista que ha envejecido
en una ignorada casa de cura, en medio del bosque y sin
ninguna relación con las cosas del siglo.

Sí, he amado como no ha amado nadie en el mundo


con un amor insensato y violento, tan violento que me
asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Oh,
qué noches! ¡Qué noches!

Desde mi más tierna infancia, había sentido la vocación


del sacerdocio; también fueron dirigidos en este sentido
todos mis estudios, y mi vida, hasta los veinticuatro años,
no fue otra cosa que un largo noviciado. Con los estudios
de teología terminados, pasé sucesivamente por todas las
órdenes menores, y mis superiores me juzgaron digno,
a pesar de mi juventud, de alcanzar el último y terrible
grado. El día de mi ordenación fue fijado para la semana
de Pascua. Jamás había andado por el mundo. El mundo
era para mí el recinto del colegio y del seminario. Sabía

9
vagamente que existía «algo» que se llamaba mujer, pero
no me paraba a pensarlo: mi inocencia era perfecta. Solo
veía a mi madre, anciana y enferma, dos veces al año y
esta era toda mi relación con el exterior.

No lamentaba nada, no sentía la más mínima duda


ante este compromiso irrevocable; estaba lleno de alegría
y de impaciencia. Jamás novia alguna contó las horas con
tan febril ardor; no dormía, soñaba que cantaba misa.
¡Ser sacerdote! No había en el mundo nada más hermoso:
hubiera rechazado ser rey o poeta. Mi ambición no iba
más allá.

Les digo esto para mostrarles cómo lo que me


sucedió no debió sucederme y cómo fui víctima de tan
inexplicable fascinación. Llegado el gran día caminaba
hacia la iglesia tan ligero que me parecía estar sostenido
en el aire, o tener alas en los hombros. Me creía un ángel,
y me extrañaba la fisonomía sombría y preocupada de
mis compañeros, pues éramos varios. Había pasado la
noche en oración, y mi estado casi rozaba el éxtasis. El
obispo, un anciano venerable, me parecía Dios Padre
inclinado en su eternidad, y podía ver el cielo a través de
las bóvedas del templo.

10
Tú sabes los detalles de esta ceremonia: la bendición,
la comunión bajo las dos especies, la unción de las
palmas de las manos con el aceite de los catecúmenos
y, finalmente, el santo sacrificio ofrecido al unísono con
el obispo. No me detendré en esto. ¡Oh, qué razón tiene
Job, y cuán imprudente es aquel que no llega a un pacto
con sus ojos! Levanté casualmente mi cabeza, que hasta
entonces había tenido inclinada, y vi ante mí, tan cerca
que habría podido tocarla —aunque en realidad estuviera
a bastante distancia y al otro lado de la balaustrada—, a
una mujer joven de una extraordinaria belleza y vestida
con un esplendor real. Fue como si se me cayeran las
escamas de las pupilas. Experimenté la sensación de un
ciego que recuperara súbitamente la vista. El obispo,
radiante, se apagó de repente, los cirios palidecieron en
sus candelabros de oro como las estrellas al amanecer,
y en toda la iglesia se hizo una completa oscuridad. La
encantadora criatura destacaba en ese sombrío fondo
como una presencia angelical; parecía estar llena de luz,
luz que no recibía, sino que derramaba a su alrededor.

Bajé los párpados, decidido a no levantarlos de nuevo,


para apartarme de la influencia de los objetos, pues me
distraía cada vez más, y apenas sabía lo que hacía.

11
Un minuto después volví a abrir los ojos, pues a
través de mis párpados la veía relucir con los colores
del prisma en una penumbra púrpura, como cuando
se ha mirado al sol. ¡Ah, qué hermosa era! Cuando los
más grandes pintores, persiguiendo en el cielo la belleza
ideal, trajeron a la tierra el divino retrato de la Madonna,
ni siquiera vislumbraron esta fabulosa realidad. Ni los
versos del poeta ni la paleta del pintor pueden dar idea.
Era bastante alta, con un talle y un porte de diosa; sus
cabellos, de un rubio claro, se separaban en la frente, y
caían sobre sus sienes como dos ríos de oro; parecía una
reina con su diadema; su frente, de una blancura azulada
y transparente, se abría amplia y serena sobre los arcos
de las pestañas negras, singularidad que contrastaba
con las pupilas verde mar de una vivacidad y un brillo
insostenibles. ¡Qué ojos! Con un destello decidían el
destino de un hombre; tenían una vida, una transparencia,
un ardor, una humedad brillante que jamás había visto
en ojos humanos; lanzaban rayos como flechas dirigidas
a mi corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía
del cielo o del infierno, pero ciertamente venía de uno
o de otro. Esta mujer era un ángel o un demonio, quizá
las dos cosas, no había nacido del costado de Eva, la
madre común. Sus dientes eran perlas de Oriente que

12
brillaban en su roja sonrisa, y a cada gesto de su boca
se formaban pequeños hoyuelos en el satén rosa de
sus adorables mejillas. Su nariz era de una finura y de
un orgullo regios, y revelaba su noble origen, en la piel
brillante de sus hombros semidesnudos jugaban piedras
de ágata y unas rubias perlas, de color semejante al de
su cuello, que caían sobre su pecho. De vez en cuando
levantaba la cabeza con un movimiento ondulante de
culebra o de pavo real que hacía estremecer el cuello de
encaje bordado que la envolvía como una red de plata.

Llevaba un traje de terciopelo nacarado de cuyas


amplias mangas de armiño salían unas manos patricias,
infinitamente delicadas. Sus dedos, largos y torneados
eran de una transparencia tan ideal que dejaban pasar la
luz como los de la aurora.

Tengo estos detalles tan presentes como si fueran de


ayer, y aunque estaba profundamente turbado nada escapó
a mis ojos; ni siquiera el más pequeño detalle: el lunar en
la barbilla, el imperceptible vello en las comisuras de los
labios, el terciopelo de su frente, la sombra temblorosa
de las pestañas sobre las mejillas, captaba el más ligero
matiz con una sorprendente lucidez.

13
Mientras la miraba sentía abrirse en mí puertas hasta
ahora cerradas; tragaluces antes obstruidos dejaban
entrever perspectivas desconocidas; la vida me parecía
diferente, acababa de nacer a un nuevo orden de ideas.
Una escalofriante angustia me atenazaba el corazón; cada
minuto transcurrido me parecía un segundo y un siglo.
Sin embargo, la ceremonia avanzaba, y yo me encontraba
lejos del mundo, cuya entrada cerraban con furia mis
nuevos deseos. Dije sí, cuando quería decir no, cuando
todo mi ser se revolvía y protestaba contra la violencia
que mi lengua hacía a mi alma: una fuerza oculta me
arrancaba a mi pesar las palabras de la garganta. Quizá
por este motivo tantas jóvenes llegan al altar con el firme
propósito de rechazar clamorosamente al esposo que les
imponen y ninguna lleva a cabo su plan. Por esta razón,
sin duda, tantas novicias toman el velo, aunque decididas
a destrozarlo en el momento de pronunciar sus votos. Uno
no se atreve a provocar tal escándalo ni a decepcionar a
tantas personas; todas las voluntades, todas las miradas
pesan sobre uno como una losa de plomo; además,
todo está tan cuidadosamente preparado, las medidas
tomadas con antelación de una forma tan visiblemente
irrevocable, que el pensamiento cede ante el peso de los
hechos y sucumbe por completo.

14
La mirada de la hermosa desconocida cambiaba
de expresión según transcurría la ceremonia. Tierna y
acariciadora al principio, adoptó un aire desdeñoso y
disgustado, como de no haber sido comprendida.

Hice un esfuerzo, capaz de arrancar montañas, para


gritar que yo no quería ser sacerdote, sin conseguir nada;
mi lengua estaba pegada al paladar y me fue imposible
traducir mi voluntad en el más mínimo gesto negativo.
Aunque despierto, mi estado era semejante al de una
pesadilla, donde se quiere gritar una palabra de la que
nuestra vida depende sin obtener resultado alguno.

Ella pareció darse cuenta de mi martirio y, como


para animarme, me lanzó una mirada llena de divinas
promesas. Sus ojos eran un poema en el que cada mirada
era un canto.

Me decía:

—Si quieres ser mío te haré más dichoso que el mismo


Dios en su paraíso; los ángeles te envidiarán. Rompe ese
fúnebre sudario con que vas a cubrirte, yo soy la belleza,
la juventud, la vida; ven a mí, seremos el amor. ¿Qué
podría ofrecerte Yahvé como compensación? Nuestra

15
vida discurrirá como un sueño y será un beso eterno.
Derrama el vino de ese cáliz y serás libre, te llevaré a islas
desconocidas, dormirás apoyado en mi seno en un lecho
de oro macizo bajo un dosel de plata. Te amo y quiero
arrebatarte a tu Dios ante quien tantos corazones nobles
derraman un amor que nunca llega hasta él.

Me parecía oír estas palabras con un ritmo y una


dulzura infinita, su mirada tenía música, y las frases
que me enviaban sus ojos resonaban en el fondo de mi
corazón como si una boca invisible las hubiera susurrado
en mi alma. Me encontraba dispuesto a renunciar a Dios
y, sin embargo, mi corazón realizaba maquinalmente las
formalidades de la ceremonia. La hermosa mujer me lanzó
una segunda mirada tan suplicante, tan desesperada, que
me atravesaron el corazón cuchillas afiladas, y sentí en el
pecho más puñales que la Dolorosa.

Todo terminó. Ya era sacerdote.

Jamás fisonomía humana manifestó una angustia


tan desgarradora; la joven que ve morir a su novio
súbitamente junto a ella, la madre junto a la cuna vacía de
su hijo, Eva sentada en el umbral del paraíso, el avaro que
encuentra una piedra en el lugar de su tesoro, y el poeta

16
que deja caer al fuego el único manuscrito de su más bella
obra, no muestran un aire tan aterrado e inconsolable.
La sangre abandonó su rostro encantador, que se volvió
blanco como el mármol; sus hermosos brazos cayeron a
lo largo de su cuerpo como si sus músculos se hubieran
relajado y se apoyó en una columna, pues desfallecían
sus piernas. Yo me dirigí vacilante hacia la puerta de
la iglesia, lívido, con la frente inundada de sudor más
sangrante que el del Calvario. Me ahogaba. Las bóvedas
caían sobre mis hombros y me parecía como si sostuviera
solo yo con mi cabeza todo el peso de la cúpula.

Al franquear el umbral una mano se apoderó


bruscamente de la mía, ¡una mano de mujer! Jamás había
tocado otra. Era fría como la piel de una serpiente y me
dejó una huella ardiente como la marca de un hierro al
rojo vivo. Era ella.

—¡Infeliz, infeliz! ¿Qué has hecho? —me susurró.


Luego desapareció entre la multitud.

El anciano obispo pasó a mi lado; me miró


severamente. Mi comportamiento era de lo más extraño,
palidecía, enrojecía, me encontraba turbado. Uno de mis
compañeros se apiadó de mí y me llevó con él; hubiera

17
sido incapaz de encontrar solo el camino del seminario.
A la vuelta de una esquina, mientras el joven sacerdote
miraba hacia otro lado, un paje vestido de manera extraña
se me acercó y, sin detenerse, me entregó un portafolios
rematado en oro, indicándome que lo ocultara; lo deslicé
en mi manga y lo tuve guardado hasta que me quedé solo
en mi celda. Hice saltar el broche; solo había dos hojas
con estas palabras: «Clarimonda, en el palacio Concini».
Como yo no estaba entonces al corriente de las cosas de la
vida, no conocía a Clarimonda, a pesar de su celebridad,
e ignoraba por completo dónde se encontraba el palacio
Concini. Hice mil conjeturas tan extravagantes unas
como otras, pero con tal de volver a verla, me importaba
bastante poco que pudiera ser gran dama o cortesana.

Este amor, nacido hacía bien poco, se había enraizado


de forma indestructible. De tan imposible como me
parecía, ni siquiera pensaba en intentar arrancarlo. Esta
mujer se había apoderado de mí, por completo, tan solo
una mirada suya había bastado para transformarme; me
había insinuado su voluntad; y ya no vivía en mí, sino
en ella y para ella. Hacía mil extravagancias, besaba mi
mano donde ella me había cogido y repetía su nombre
durante horas. Solo con cerrar los ojos la veía con la

18
misma claridad que si estuviera ante mí y me repetía
las mismas palabras que ella me dijo en el pórtico de la
iglesia: «Infeliz, infeliz, ¿qué has hecho?». Comprendía
todo el horror de mi situación y el carácter fúnebre y
terrible del estado que acababa de profesar se revelaba
ante mí. Ser sacerdote, es decir, castidad, no amar,
no distinguir ni edad ni sexo, apartarse de la belleza,
arrancarse los ojos, arrastrarse en la sombra helada de
un claustro o de una iglesia, ver solo moribundos, velar
cadáveres desconocidos y llevar sobre sí el duelo de la
negra sotana con el fin de convertir la túnica en un manto
para el propio féretro.

Y sentía mi vida como un lago interior que crece y se


desborda; la sangre me latía con fuerza en las arterias;
mi juventud, tanto tiempo reprimida, estallaba de golpe,
como el áloe que tarda cien años en florecer y se abre con
la fuerza de un trueno.

¿Cómo hacer para ver de nuevo a Clarimonda? No


tenía pretextos para salir del seminario, no conocía a
nadie en la ciudad; ni siquiera permanecería allí por
más tiempo, pues solo esperaba a que me designasen la
parroquia que debía ocupar. Intenté arrancar los barrotes

19
de la ventana, pero la altura era horrible, y sin escalera
era impensable. Además, solo podría bajar de noche y
¿Cómo conducirme en el inextricable laberinto de calles?
Estas dificultades —que no serían nada para otros— eran
inmensas para mí, pobre seminarista recién enamorado,
sin experiencia, sin dinero y sin ropa.

«¡Ah! —me decía a mí mismo en mi ceguera—, si no


hubiera sido sacerdote habría podido verla todos los días,
habría sido su amante, su esposo; en vez de estar cubierto
con mi triste sudario, tendría ropas de seda y terciopelo,
cadenas de oro, una espada y plumas como los jóvenes
y hermosos caballeros. Mis cabellos, deshonrados por
la tonsura, jugarían alrededor de mi cuello, formando
ondeantes rizos. Tendría un lustroso bigote, y sería un
valiente. Pero, una hora ante el altar, unas pocas palabras
apenas articuladas me separaban para siempre de entre
los vivos, ¡y yo mismo había sellado la losa de mi tumba,
había corrido el cerrojo de mi prisión!».

Me asomé a la ventana. El cielo estaba


maravillosamente azul, los árboles se habían vestido
de primavera; la naturaleza hacía gala de una irónica
alegría. La plaza estaba llena de gente; unos iban, otros

20
venían. Galanes y hermosas jovencitas iban en parejas
hacia el jardín y los cenadores. Grupos de amigos pasaban
cantando canciones de borrachos. Había un movimiento,
una vida, una animación que aumentaba penosamente
mi duelo y mi soledad. Una madre joven jugaba con su
hijo en el umbral de la casa. Le besaba su boquita rosa
perlada de gotas de leche, y le hacía arrumacos con mil
divinas puerilidades que solo las madres saben hacer. El
padre, de pie, a una cierta distancia, sonreía dulcemente
ante esta encantadora escena y sus brazos cruzados
estrechaban su alegría contra el corazón. No pude
soportar este espectáculo; cerré la ventana y me eché
en la cama con un odio y una envidia espantosa en el
corazón, mordiendo mis dedos y la manta como un tigre
con hambre de tres días.

No sé cuántos días permanecí de este modo; pero al


volverme en un furioso espasmo vi al padre Serapion,
de pie en la habitación, observándome atentamente. Me
avergoncé de mí mismo y, hundiendo la cabeza en mi
pecho, me cubrí el rostro con las manos.

—Romualdo, amigo mío —me dijo Serapion después


de algunos minutos de silencio—, te sucede algo extraño;

21
¡tu conducta es verdaderamente inexplicable! Tú, tan
sosegado y tan dulce, te revuelves ahora como un
animal furioso. Ten cuidado hermano, y no escuches las
sugerencias del diablo; el espíritu maligno, irritado por
tu eterna consagración al Señor, te acecha como un lobo
rapaz, e intenta un último esfuerzo para atraerte a él.
En vez de dejarte abatir, mi querido Romualdo, haz una
coraza de oración, un escudo de mortificación y combate
valientemente al enemigo: lo vencerás. La virtud necesita
de la tentación, y el oro sale más fino del crisol. No te
asustes ni te desanimes. Las almas mejor guardadas y
las más firmes han tenido estos momentos. Ora, ayuna,
medita y se alejará el malvado espíritu.

El discurso del padre Serapion me hizo volver en mí


y me tranquilicé.

—Venía a anunciarte que te ha sido asignada la


parroquia de C**: el sacerdote que la ocupaba acaba de
morir, y el obispo me ha encargado que te instale allí.
Debes estar preparado para mañana.

Respondí afirmativamente con la cabeza y el padre


se retiró. Abrí el misal y comencé a leer oraciones; pero
pronto las líneas se tornaron confusas bajo mis ojos. Las

22
ideas se enmarañaron en mi cerebro, y el libro se deslizó
de entre mis manos sin darme cuenta.

¡Partir mañana sin haberla visto!, ¡añadir otro


imposible más a todos los que ya había entre nosotros!,
¡perder para siempre la esperanza de encontrarla a menos
que sucediera un milagro!, ¿escribirle?, ¿y a través de
quién haría llegar mi carta? Con el carácter sagrado de
mi estado, ¿a quién podría abrir mi corazón?, ¿en quién
confiar? Fui presa de una terrible ansiedad. Además,
me venía a la memoria lo que el padre Serapion me
acababa de decir de los artificios del diablo: lo extraño
de la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda,
el destello fosforescente de sus ojos, la ardiente huella
de su mano, la turbación en que me había hundido,
el cambio repentino que se había operado en mí, mi
piedad desvanecida en un instante; todo ello demostraba
claramente la presencia del diablo, y la mano satinada
no era sino el guante con que cubría sus garras. Estos
pensamientos me sumieron en un gran temor, recogí el
misal que había caído de mis rodillas al suelo y volví a
mis oraciones.

A la mañana siguiente, Serapion vino a recogerme.


Dos mulas cargadas con nuestro equipaje esperaban

23
a la puerta. Él montó una, y yo, mejor o peor, la otra.
Mientras recorríamos las calles de la ciudad miraba todas
las ventanas y balcones por si veía a Clarimonda; pero era
demasiado temprano, y la ciudad aún no había abierto los
ojos. Mi mirada intentaba atravesar los estores y cortinas
de los palacios ante los que pasábamos. Serapion, sin
duda, atribuía esta curiosidad a la admiración que me
causaba la belleza de la arquitectura, pues aminoraba el
paso de su montura para darme tiempo de ver. Por fin
llegamos a la puerta de la ciudad y empezamos a subir
la colina. Cuando llegué a la cima me volví para mirar
una vez más el lugar donde vivía Clarimonda. La sombra
de una nube cubría por completo la ciudad; los tejados
azules y rojos se confundían en un semitono general
donde flotaban, aquí y allá, los humos de la mañana,
como blancos copos de espuma. Gracias a un singular
efecto óptico se dibujaba, rubio y dorado, bajo un rayo
único de luz, un edificio que sobrepasaba en altura a las
construcciones vecinas, hundidas por completo en el
vaho; aunque estaba a más de una legua, parecía muy
cercano. Podían distinguirse los más mínimos detalles,
las torres, las azoteas, las ventanas e incluso las veletas
con cola de milano.

—¿Qué palacio es ese que veo allá a lo lejos iluminado


por un rayo de sol? —Le pregunté a Serapion.

24
Puso la mano por encima de sus ojos y cuando lo vio
me contestó:

—Es el antiguo palacio que el príncipe Concini regaló


a la cortesana Clarimonda; allí suceden cosas horribles.

En ese instante —aún no sé si fue realidad o ilusión—


creí ver cómo en la terraza se deslizaba una silueta
blanca y esbelta que brilló un segundo y se apagó. ¡Era
Clarimonda!

¡Oh! ¿Sabía ella entonces que en ese momento desde


lo alto de este amargo camino que me separaba de ella
que no descendería nunca más, ardiente e inquieto, no
apartaba mis ojos del palacio que habitaba y al que un
insignificante juego de luz parecía acercarme como para
invitarme a entrar y ser su dueño? Sin duda lo sabía,
pues su alma estaba demasiado ligada a la mía como
para sentir el menor estremecimiento, y esta sensación
la había impulsado a subir a la terraza, envuelta en sus
velos, en el helado rocío de la mañana.

La sombra se apoderó del palacio, y todo fue un


océano inmóvil de tejados y cumbres donde solo se
distinguía una ondulación montuosa. Serapion arreó a

25
su mula, cuyo paso siguió la mía enseguida, y un recodo
del camino me arrebató para siempre la ciudad de S**,
pues no volvería nunca.

Al cabo de tres días de camino a través de campos


tristes vislumbramos a través de los árboles el gallo
del campanario de la iglesia donde debía servir.
Después de recorrer calles tortuosas flanqueadas por
chozas y cercados llegamos ante la fachada, que no se
caracterizaba por su grandeza. Un porche adornado con
algunas nervaduras y dos o tres pilares del mismo gres
toscamente tallados, tejas y contrafuertes del mismo gres
que los pilares, esto era todo. A la izquierda, el cementerio
con la hierba crecida y una gran cruz de hierro en medio;
a la derecha y a la sombra de la iglesia, la casa parroquial.
Era una casa de una sencillez extrema y de una desolada
pulcritud. Entramos. Algunas gallinas picoteaban unos
pocos granos de avena; acostumbradas como estaban a la
negra sotana de los curas, no se espantaron con nuestra
presencia y apenas se apartaron para dejarnos pasar. Se
oyó un ladrido ronco y áspero, y vimos aparecer un perro
viejo. Era el perro de mi antecesor. Tenía los ojos apagados,
el pelo gris y todos los síntomas de la mayor vejez que un
perro puede alcanzar. Lo acaricié suavemente y se puso

26
a caminar junto a mí lleno de una indecible satisfacción.
Vino también a nuestro encuentro una mujer muy
vieja que había sido el ama de llaves del anciano cura,
quien después de conducirme a una habitación de la
planta baja me preguntó si había pensado despedirla.
Le respondí que me quedaría con ella, con ella y con el
perro, asimismo con las gallinas y con todos los muebles
que su amo le había dejado al morir, cosa que la llenó
de alegría, una vez que el padre Serapion le pagó en el
momento el dinero que quería a cambio.

Cuando estuve instalado, el padre Serapion volvió al


seminario. De forma que me quedé solo y sin otro apoyo
que yo mismo. La idea de Clarimonda comenzó de nuevo
a obsesionarme, y aunque me esforzaba en apartarla de
mí, no siempre lo conseguía. Una tarde, paseando por mi
jardín entre los caminos bordeados de boj, me pareció ver
a través de los arbustos una silueta de mujer que seguía
todos mis movimientos, y vi brillar entre las hojas dos
pupilas verde mar; pero era solo una ilusión, pues al pasar
al otro lado encontré la huella de un pie tan pequeño que
parecía de un niño. El jardín estaba rodeado por murallas
muy altas, inspeccioné todos los recodos y rincones y
no había nadie. Jamás pude explicarme este hecho, que

27
no fue nada comparado con las cosas extrañas que me
habían de suceder. Durante un año viví cumpliendo
con exactitud todos los deberes correspondientes a mi
estado, orando, ayunando y socorriendo enfermos,
dando limosnas hasta privarme de lo más indispensable.
Pero sentía en mi interior una profunda aridez y la fuente
de la gracia estaba seca para mí. No podía gozar de la
felicidad que da el cumplimiento de una misión santa.
Mi pensamiento estaba en otra parte, y las palabras de
Clarimonda me volvían a los labios como un estribillo
que se repite involuntariamente. ¡Oh, hermano, medita
bien esto!

Por haber mirado solamente una vez a una mujer, por


una falta aparentemente tan leve, he sufrido durante años
las más miserables turbaciones. Mi vida está trastornada
para siempre jamás.

No voy a entretenerlos más tiempo con derrotas y


victorias seguidas siempre de las más profundas caídas
y pasaré a relatar enseguida un hecho decisivo. Una
noche llamaron violentamente a la puerta. La anciana
ama de llaves fue a abrir, y un hombre de rostro cobrizo
y ricamente vestido, aunque a la moda extranjera, y

28
con un gran puñal, apareció en el umbral a la luz del
farol de Bárbara. La primera impresión de esta fue de
miedo, pero el hombre la tranquilizó diciéndole que
necesitaba verme enseguida para algo relacionado
con mi ministerio. Bárbara le hizo subir. Yo ya iba a
acostarme. El hombre me dijo que su señora, una gran
dama, estaba a punto de morir y deseaba un sacerdote.
Le respondí que estaba dispuesto a acompañarle; cogí lo
necesario para la Extremaunción y bajé a toda prisa. En
la puerta resoplaban de impaciencia dos caballos negros
como la noche, y de su pecho emanaban oleadas de
humo. Me sujetó el estribo y me ayudó a montar uno de
ellos, después montó él el otro, apoyando solamente una
mano en la silla. Apretó las rodillas y soltó las riendas de
su caballo, que salió como una flecha. El mío, cuya brida
también sujetaba él, se puso al galope y se mantuvo a la
par que el suyo. Bajo nuestro insaciable galope, la tierra
desaparecía gris y rayada, y las negras siluetas de los
árboles huían como un ejército derrotado. Atravesamos
un sombrío bosque tan oscuro y glacial que un escalofrío
de supersticioso terror me recorrió el cuerpo. La estela
de chispas que las herraduras de nuestros caballos
producían en las piedras dejaba a nuestro paso un
reguero de fuego, y si alguien nos hubiera visto a esta

29
hora de la noche, nos habría tomado a mi guía y a mí por
dos espectros cabalgando en una pesadilla. De cuando
en cuando, fuegos fatuos se cruzaban en el camino, y las
cornejas piaban lastimeras en la espesura del bosque,
donde a lo lejos brillaban los ojos fosforescentes de algún
gato salvaje. La crin de los caballos se enmarañaba cada
vez más, el sudor corría por sus flancos y resoplaban
jadeantes. Cuando el escudero les veía desfallecer emitía
un grito gutural sobrehumano, y la carrera se reanudaba
con furia. Finalmente se detuvo el torbellino. Una
sombra negra salpicada de luces se alzó súbitamente
ante nosotros; las pisadas de nuestras cabalgaduras se
hicieron más ruidosas en el suelo de hierro, y entramos
bajo una bóveda que abría sus fauces entre dos torres
enormes. En el castillo reinaba una gran agitación; los
criados, provistos de antorchas, atravesaban los patios,
y las luces subían y bajaban de un piso a otro. Pude
ver confusamente formas arquitectónicas inmensas,
columnas, arcos, escalinatas y balaustradas, todo un lujo
de construcción regia y fantástica. Un paje negro en quien
reconocí enseguida al que me había dado el mensaje de
Clarimonda, vino a ayudarme a bajar del caballo, y un
mayordomo vestido de terciopelo negro con una cadena
de oro en el cuello y un bastón de marfil avanzó hacia

30
mí. Dos lágrimas cayeron de sus ojos y rodaron por sus
mejillas hasta su barba blanca.

—¡Demasiado tarde, padre! —dijo bajando la


cabeza—, ¡demasiado tarde!, pero ya que no pudiste
salvar su alma, ven a velar su pobre cuerpo.

Me tomó del brazo y me condujo a la sala fúnebre;


mi llanto era tan copioso como el suyo, pues acababa de
comprender que la muerta no era otra sino Clarimonda,
tanto y tan locamente amada. Había un reclinatorio
junto al lecho; una llama azul, que revoloteaba en una
pátera de bronce, iluminaba toda la habitación con una
luz débil e incierta, y hacía pestañear en la sombra la
arista de algún mueble o de una cornisa. Sobre la mesa en
una urna labrada, yacía una rosa blanca marchita, cuyos
pétalos, salvo uno que se mantenía aún, habían caído
junto al vaso, como lágrimas perfumadas; un roto antifaz
negro, un abanico, disfraces de todo tipo se encontraban
esparcidos por los sillones, y hacían pensar que la muerte
se había presentado de improviso y sin anunciarse en
esta suntuosa mansión. Me arrodillé, sin atreverme a
dirigir la mirada al lecho, y empecé a recitar salmos con
gran fervor, dando gracias a Dios por haber interpuesto

31
la tumba entre el pensamiento de esa mujer y yo, para
así poder incluir en mis oraciones su nombre santificado
desde ahora. Pero, poco a poco, se fue debilitando
este impulso, y caí en un estado de ensoñación. Esta
estancia no tenía el aspecto de una cámara mortuoria.
Contrariamente al aire fétido y cadavérico que estaba
acostumbrado a respirar en los velatorios, un vaho
lánguido de esencias orientales, no sé qué aroma de
mujer, flotaba suavemente en la tibia atmósfera. Aquel
pálido resplandor se asemejaba más a una media luz
buscada para la voluptuosidad que al reflejo amarillo de
la llama que tiembla junto a los cadáveres. Recordaba
el extraño azar que me había devuelto a Clarimonda en
el instante en que la perdía para siempre y un suspiro
nostálgico escapó de mi pecho. Me pareció oír suspirar
a mi espalda y me volví sin querer. Era el eco. Gracias
a este movimiento mis ojos cayeron sobre el lecho de
muerte que hasta entonces habían evitado. Las cortinas
de damasco rojo estampadas, recogidas con entorchados
de oro, dejaban ver a la muerta acostada con las manos
juntas sobre el pecho. Estaba cubierta por un velo de
lino de un blanco resplandeciente que resaltaba aún más
gracias al púrpura del cortinaje, de una finura tal que
no ocultaba lo más mínimo la encantadora forma de su

32
cuerpo y dejaba ver sus bellas líneas ondulantes como el
cuello de un cisne que ni siquiera la muerte había podido
entumecer. Se hubiera creído una estatua de alabastro
realizada por un hábil escultor para la tumba de una
reina, o una doncella dormida sobre la que hubiera
nevado.

No podía contenerme; el aire de esta alcoba me


embriagaba, el olor febril de rosa medio marchita
me subía al cerebro, me puse a recorrer la habitación
deteniéndome ante cada columna del lecho para
observar el grácil cuerpo difunto bajo la transparencia
del sudario. Extraños pensamientos me atravesaban el
alma. Me imaginaba que no estaba realmente muerta y
que no era más que una ficción ideada para atraerme a
su castillo y así confesarme su amor. Por un momento
creí ver que movía su pie en la blancura de los velos y se
alteraban los pliegues de su sudario. Luego me decía a mí
mismo: «¿Acaso es Clarimonda? ¿Qué pruebas tengo? El
paje negro puede haber pasado al servicio de otra mujer.
Debo estar loco para desconsolarme y turbarme de este
modo». Pero mi corazón contestaba: «es ella, claro que es
ella». Me acerqué al lecho y miré aún más atentamente
al objeto de mi incertidumbre. Debo confesaros

33
que tal perfección de formas, aunque purificadas y
santificadas por la sombra de la muerte, me turbaban
voluptuosamente, y su reposado aspecto se parecía tanto
a un sueño que uno podría haberse engañado. Olvidé
que había venido para realizar un oficio fúnebre y me
imaginaba entrando como un joven esposo en la alcoba
de la novia que oculta su rostro por pudor y no quiere
dejarse ver. Afligido de dolor, loco de alegría, estremecido
de temor y placer me incliné sobre ella y cogí el borde del
velo; lo levanté lentamente, conteniendo la respiración
para no despertarla.

Mis venas palpitaban con tal fuerza que las sentía


silbar en mis sienes, y mi frente estaba sudorosa como si
hubiese levantado una lápida de mármol.

Era en efecto la misma Clarimonda que había visto


en la iglesia el día de mi ordenación; tenía el mismo
encanto, y la muerte parecía en ella una coquetería más.
La palidez de sus mejillas, el rosa tenue de sus labios, sus
largas pestañas dibujando una sombra en esta blancura
le otorgaban una expresión de castidad melancólica y
de sufrimiento pensativo de una inefable seducción. Sus
largos cabellos sueltos, entre los que aún había enredadas

34
florecillas azules, almohadillaban su cabeza y ocultaban
con sus bucles la desnudez de sus hombros; sus bellas
manos, más puras y diáfanas que las hostias, estaban
cruzadas en actitud de piadoso reposo y de tácita oración,
y esto compensaba la seducción que hubiera podido
provocar, incluso en la muerte, la exquisita redondez y el
suave marfil de sus brazos desnudos que aún conservaban
los brazaletes de perlas. Permanecí largo tiempo absorto
en una muda contemplación, y cuanto más la miraba
menos podía creer que la vida hubiera abandonado para
siempre aquel hermoso cuerpo.

No sé si fue una ilusión o el reflejo de la lámpara,


pero hubiera creído que la sangre corría de nuevo bajo
esta palidez mate; sin embargo, ella permanecía inmóvil.
Toqué ligeramente su brazo; estaba frío, pero no más frío
que su mano el día en que rozó la mía en el eco de la iglesia.
Incliné de nuevo mi rostro sobre el suyo derramando
en sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas. ¡Oh, qué
amargo sentimiento de desesperación y de impotencia!

¡Qué agonía de vigilia! Hubiera querido poder juntar


mi vida para dársela y soplar sobre su helado despojo la
llama que me devoraba. La noche avanzaba, y al sentir

35
acercarse el momento de la separación eterna no pude
negarme la triste y sublime dulzura de besar los labios
muertos de quien había sido dueña de todo mi amor.
¡Oh, prodigio!, una suave respiración se unió a la mía,
y la boca de Clarimonda respondió a la presión de mi
boca: sus ojos se abrieron y recuperaron un poco de
brillo, suspiró y, descruzando los brazos, rodeó mi cuello
en un arrebato indescriptible.

—¡Ah, eres tú, Romualdo! —dijo con una voz lánguida


y suave como las últimas vibraciones de un arpa—; ¿qué
haces? Te esperé tanto tiempo que he muerto; pero ahora
estamos prometidos, podré verte e ir a tu casa. ¡Adiós,
Romualdo, adiós! Te amo, es todo cuanto quería decirte,
te debo la vida que me has devuelto en un minuto con tu
beso. Hasta pronto.

Su cabeza cayó hacia atrás, pero sus brazos aún me


rodeaban, como reteniéndome. Un golpe furioso de
viento derribó la ventana y entró en la habitación; el
último pétalo de la rosa blanca palpitó como un ala
durante unos instantes en el extremo del tallo para
arrancarse luego y volar a través de la ventana abierta,
llevándose el alma de Clarimonda. La lámpara se apagó y
caí desvanecido en el seno de la hermosa muerta.

36
Cuando desperté estaba acostado en mi cama, en
la habitación de la casa parroquial, y el viejo perro
del anciano cura lamía mi mano que colgaba fuera de
la manta. Bárbara se movía por la habitación con un
temblor senil, abriendo y cerrando cajones, removiendo
los brebajes de los vasos. Al verme abrir los ojos, la
anciana gritó de alegría, el perro ladró y movió el rabo,
pero me encontraba tan débil que no pude articular
palabra ni hacer el más mínimo movimiento. Supe
después que estuve así tres días, sin dar otro signo de
vida que una respiración casi imperceptible. Estos días
no cuentan en mi vida, no sé dónde estuvo mi espíritu
durante este tiempo, no guardé recuerdo alguno. Bárbara
me contó que el mismo hombre de rostro cobrizo que
había venido a buscarme por la noche, me había traído
a la mañana siguiente en una litera cerrada, y se había
vuelto a marchar inmediatamente. En cuanto recuperé
la memoria examiné todos los detalles de aquella noche
fatídica. Pensé que había sido el juego de una mágica
ilusión; pero hechos reales y palpables tiraban por tierra
esta suposición. No podía pensar que era un sueño,
pues Bárbara había visto como yo al hombre de los
caballos negros y describía con exactitud su vestimenta
y compostura. Sin embargo, nadie conocía en los

37
alrededores un castillo que se ajustara a la descripción de
aquel en donde había encontrado a Clarimonda.

Una mañana apareció el padre Serapion. Bárbara


le había hecho saber que estaba enfermo y acudió
rápidamente. Si bien tanta diligencia demostraba afecto
e interés por mi persona, no me complació como debía.
El padre Serapion tenía en la mirada un aire penetrante
e inquisidor que me incomodaba. Me sentía confuso y
culpable ante él, pues había descubierto mi profunda
turbación, y temía su clarividencia.

Mientras me preguntaba por mi salud con un tono


melosamente hipócrita, clavaba en mí sus pupilas
amarillas de león, y hundía su mirada como una sonda
en mi alma. Después se interesó por la forma en que
llevaba la parroquia, si estaba a gusto, a qué dedicaba el
tiempo que el ministerio me dejaba libre, si había trabado
amistad con las gentes del lugar, cuáles eran mis lecturas
favoritas y mil detalles parecidos. Yo le contestaba con la
mayor brevedad, e incluso él mismo pasaba a otro tema
sin esperar a que hubiera terminado. Esta charla no tenía,
por supuesto, nada que ver con lo que él quería decirme.
Así que, sin ningún preámbulo y como si se tratara de
una noticia recordada de pronto y que temiera olvidar,

38
me dijo con voz clara y vibrante que sonó en mi oído
como las trompetas del juicio final:

—La cortesana Clarimonda ha muerto recientemente


tras una orgía que duró ocho días y ocho noches. Fue
algo infernalmente espléndido. Se repitió la abominación
de los banquetes de Baltasar y Cleopatra. ¡En qué siglo
vivimos, Dios mío! Los convidados fueron servidos
por esclavos de piel oscura que hablaban una lengua
desconocida; en mi opinión, auténticos demonios; la
librea del de menor rango hubiera vestido de gala a un
emperador. Sobre Clarimonda se han contado muchas
historias extraordinarias en estos tiempos, y todos sus
amantes tuvieron un final miserable o violento. Se ha
dicho que era una mujer vampiro, pero yo creo que se
trata del mismísimo Belcebú.

Calló, y me miró más fijamente aún para observar


el efecto que me causaban sus palabras. No pude evitar
estremecerme al oír nombrar a Clarimonda, y, la noticia
de su muerte, además del dolor que me causaba por su
extraña coincidencia con la escena nocturna de que fui
testigo, me produjo una turbación y un escalofrío que se
manifestó en mi rostro a pesar de que hice lo posible por
contenerme. Serapion me lanzó una mirada inquieta y
severa, luego añadió:

39
—Hijo mío, debo advertirte, has dado un paso hacia
el abismo, cuidaos de no caer en él. Satanás tiene las
garras largas, y las tumbas no siempre son de fiar. La losa
de Clarimonda debió ser sellada tres veces, pues, por lo
que se dice, no es la primera que ha muerto. Que Dios te
guarde, Romualdo.

Serapion dijo estas palabras y se dirigió lentamente


hacia la puerta. No volví a verle, pues partió hacia S**
inmediatamente después.

Me había recuperado por completo y volvía a mis tareas


cotidianas. El recuerdo de Clarimonda y las palabras del
anciano padre estaban presentes en mi memoria; sin
embargo, ningún extraño suceso había ratificado hasta
ahora las fúnebres predicciones de Serapion, y empecé a
creer que mis temores y mi terror eran exagerados. Pero
una noche tuve un sueño. Apenas me había quedado
dormido cuando oí descorrer las cortinas de mi lecho y
el ruido de las anillas en la barra sonó estrepitosamente;
me incorporé de golpe sobre los codos y vi ante mí una
sombra de mujer. Enseguida reconocí a Clarimonda.
Sostenía una lamparita como las que se depositan en las
tumbas, cuyo resplandor daba a sus dedos afilados una

40
transparencia rosa que se difuminaba insensiblemente
hasta la blancura opaca y rosa de su brazo desnudo.
Su única ropa era el sudario de lino que la cubría en su
lecho de muerte, y sujetaba sus pliegues en el pecho,
como avergonzándose de estar casi desnuda, pero su
manita no bastaba, y como era tan blanca, el color del
tejido se confundía con el de su carne a la pálida luz de
la lámpara. Envuelta en una tela tan fina que traicionaba
todas sus formas, parecía una estatua de mármol de
una bañista antigua y no una mujer viva. Muerta o viva,
estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza siempre era
la misma; tan solo el verde brillo de sus pupilas estaba
un poco apagado, y su boca, antes bermeja, solo era de
un rosa pálido y tierno semejante al de sus mejillas. Las
florecillas azules que vi en sus cabellos se habían secado
por completo y habían perdido todos sus pétalos; pero
estaba encantadora, tanto que, a pesar de lo extraño de
la aventura y del modo inexplicable en que había entrado
en mi habitación, no sentí temor ni por un instante.

Dejó la lámpara sobre la mesilla y se sentó a los pies


de mi cama; después, inclinándose sobre mí, me dijo con
esa voz argentina y aterciopelada, que solo le he oído a
ella:

41
—Me he hecho esperar, querido Romualdo, y sin
duda habrás pensado que te había olvidado. Pero vengo
de muy lejos, de un lugar del que nadie ha vuelto aún;
no hay ni luna ni sol en el país de donde procedo; solo
hay espacio y sombra, no hay camino, ni senderos; no
hay tierra para caminar, ni aire para volar y, sin embargo,
heme aquí, pues el amor es más fuerte que la muerte y
acabará por vencerla. ¡Ay!, he visto en mi viaje rostros
lúgubres y cosas terribles. Mi alma ha tenido que luchar
tanto para, una vez vuelta a este mundo, encontrar su
cuerpo y poseerlo de nuevo... ¡Cuánta fuerza necesité
para levantar la lápida que me cubría! Mira las palmas de
mis manos lastimadas. ¡Bésalas para curarlas, amor mío!
—me acercó a la boca sus manos, las besé mil veces, y
ella me miraba hacer con una sonrisa de inefable placer.

Confieso para mi vergüenza que había olvidado por


completo las advertencias del padre Serapion y el carácter
sagrado que me revestía. Había sucumbido sin oponer
resistencia, y al primer asalto. Ni siquiera intenté alejar
de mí la tentación; la frescura de la piel de Clarimonda
penetraba la mía y sentía estremecerse mi cuerpo de
manera voluptuosa. ¡Mi pobre niña! A pesar de todo lo
que vi, aún me cuesta creer que fuera un demonio: no

42
lo parecía desde luego, y jamás Satanás ocultó mejor sus
garras y sus cuernos. Había recogido sus piernas sobre
los talones y, acurrucada en la cama, adoptó un aire de
coquetería indolente. Cada cierto tiempo acariciaba
mis cabellos y con sus manos formaba rizos como
ensayando nuevos peinados. Yo me dejaba hacer con la
más culpable complacencia y ella añadía a la escena un
adorable parloteo. Es curioso el hecho de que yo no me
sorprendiera ante tal aventura y, dada la facilidad que
tienen nuestros ojos para considerar con normalidad los
más extraños acontecimientos, la situación me pareció
de lo más natural.

—Te amaba mucho antes de haberte visto, querido


Romualdo, te buscaba por todas partes. Tú eras mi sueño
y me fijé en ti en la iglesia, en el fatal momento; me dije:
¡es él! y te lancé una mirada con todo el amor que había
tenido, tenía y tendría por ti. Fue una mirada capaz
de condenar a un cardenal, de poner de rodillas a mis
pies a un rey ante su corte. Tú permaneciste impasible y
preferiste a tu Dios. ¡Ah, cuán celosa estoy de tu Dios al
que has amado y amas aún más que a mí! ¡Desdichada,
desdichada de mí!, jamás tu corazón será para mí sola,
para mí, a quien resucitaste con un beso, para mí,
Clarimonda la muerta, que forzó por tu causa las puertas

43
de la tumba y viene a consagrarte su vida; recobrada para
hacerte feliz.

Estas palabras iban acompañadas de caricias delirantes


que aturdieron mis sentidos y mi razón hasta el punto
de no temer proferir para contentarla una espantosa
blasfemia y decirle que la amaba tanto como a Dios.

Sus pupilas se reavivaron y brillaron como crisopacios:

—¡Es cierto, es cierto!, ¡tanto como a Dios! —


dijo rodeándome con sus brazos—. Si es así, vendrás
conmigo, me seguirás donde yo quiera. Te quitarás ese
horrible traje negro. Serás el más orgulloso y envidiable
de los caballeros, serás mi amante. Ser el amante confeso
de Clarimonda, que llegó a rechazar a un papa, es algo
hermoso. ¡Ah, llevaremos una vida feliz, una dorada
existencia! ¿Cuándo partimos, caballero?

—¡Mañana!, ¡mañana! —gritaba en mi delirio.

—Mañana, sea —contestó—. Tendré tiempo de


cambiar de ropa, porque esta es demasiado ligera y no
sirve para ir de viaje. Además, tengo que avisar a la gente
que me cree realmente muerta y me llora. Dinero, trajes,

44
coches, todo estará dispuesto, vendré a buscarte a esta
misma hora. Adiós, corazón —Se despidió y rozó mi
frente con sus labios. La lámpara se apagó, se corrieron
las cortinas y no vi nada más; un sueño de plomo se
apoderó de mí hasta la mañana siguiente. Desperté más
tarde que de costumbre, y el recuerdo de tan extraña
visión me tuvo todo el día en un estado de agitación;
terminé por convencerme de que había sido fruto de
mi acalorada imaginación. Sin embargo, las sensaciones
fueron tan vivas que costaba creer que no hubieran sido
reales, y me fui a dormir no sin cierto temor por lo que
iba a suceder, después de pedir a Dios que alejara de mí
los malos pensamientos y protegiera la castidad de mi
sueño.

Enseguida me dormí profundamente, y mi sueño


continuó. Las cortinas se corrieron y vi a Clarimonda, no
como la primera vez, pálida en su pálido sudario y con las
violetas de la muerte en sus mejillas, sino alegre, decidida
y dispuesta, con un magnífico traje de terciopelo verde
adornado con cordones de oro y recogido a un lado para
dejar ver una falda de satén. Sus rubios cabellos caían
en tirabuzones de un amplio sombrero de fieltro negro
cargado de plumas blancas colocadas caprichosamente,
y llevaba en la mano una fusta rematada en oro. Me dio
un toque suavemente diciendo:

45
—Y bien, dormilón, ¿así es como haces tus
preparativos? Pensaba encontrarte de pie. Levántate,
que no tenemos tiempo que perder —salté de la cama—.
Anda, vístete y vámonos —me dijo señalándome un
paquete que había traído—; los caballos se aburren y
roen su freno en la puerta. Deberíamos estar ya a diez
leguas de aquí.

Me vestí enseguida, ella me tendía la ropa riéndose a


carcajadas con mi torpeza y explicándome su uso cuando
me equivocaba. Me arregló los cabellos y cuando estaba
listo me ofreció un espejo de bolsillo de cristal de Venecia
con filigranas de plata diciendo:

—¿Cómo te ves?, ¿me tomarás a tu servicio como


mayordomo?

Yo no era el mismo y no me reconocí. Mi imagen


era tan distinta como lo son un bloque de piedra y una
escultura terminada. Mi antigua figura no parecía ser sino
el torpe esbozo de lo que el espejo reflejaba. Era hermoso
y me estremecí de vanidad por esta metamorfosis. Las
elegantes ropas y el traje bordado me convertían en otra
persona y me asombraba el poder de unas varas de tela
cortadas con buen gusto. El porte del traje penetraba mi

46
piel, y al cabo de diez minutos había adquirido ya un
cierto aire de vanidad.

Di unas vueltas por la habitación para manejarme


con soltura. Clarimonda me miraba con maternal
complacencia y parecía contenta con su obra.

—Ya está bien de chiquilladas, en marcha, querido


Romualdo. Vamos lejos, y así no llegaremos nunca —
me tomó de la mano y salimos. Las puertas se abrían a
su paso apenas las tocaba, y pasamos junto al perro sin
despertarle.

En la puerta estaba Margheritone, el escudero que ya


conocía; sujetaba la brida de tres caballos negros como
los anteriores, uno para mí, otro para él y otro para
Clarimonda. Debían ser caballos bereberes de España,
nacidos de yeguas fecundadas por el Céfiro, pues corrían
tanto como el viento, y la luna, que había salido con
nosotros para iluminarnos, rodaba por el cielo como una
rueda soltada de su carro; la veíamos a nuestra derecha,
saltando de árbol en árbol y perdiendo el aliento por
correr tras nosotros. Pronto aparecimos en una llanura
donde, junto a un bosquecillo, nos esperaba un coche
con cuatro vigorosos caballos; subimos y el cochero les

47
hizo galopar de una forma insensata. Mi brazo rodeaba el
talle de Clarimonda y estrechaba una de sus manos; ella
apoyaba su cabeza en mi hombro y podía sentir el roce de
su cuello semidesnudo en mi brazo. Jamás había sido tan
feliz. Me había olvidado de todo y no recordaba mejor el
hecho de haber sido cura que lo que sentí en el vientre de
mi madre, tal era la fascinación que el espíritu maligno
ejercía en mí. A partir de esa noche, mi naturaleza se
desdobló y hubo en mí dos hombres que no se conocían
uno a otro. Tan pronto me creía un sacerdote que cada
noche soñaba que era caballero, como un caballero que
soñaba ser sacerdote. No podía distinguir el sueño de la
vigilia y no sabía dónde empezaba la realidad ni dónde
terminaba la ilusión. El joven vanidoso y libertino se
burlaba del sacerdote, y el sacerdote detestaba la vida
disoluta del joven noble. La vida bicéfala que llevaba
podría describirse como dos espirales enmarañadas
que no llegan a tocarse nunca. A pesar de lo extraño
que parezca no creo haber rozado en momento alguno
la locura. Tuve siempre muy clara la percepción de mis
dos existencias. Solo había un hecho absurdo que no
me podía explicar: era que el sentimiento de la misma
identidad perteneciera a dos hombres tan diferentes.
Era una anomalía que ignoraba ya fuera mientras me

48
creía cura del pueblo C**, ya como il signor Romualdo,
amante titular de Clarimonda.

El caso es que me encontraba —o creía encontrarme—


en Venecia; aún no he podido aclarar lo que había de
ilusión y de real en tan extraña aventura. Vivíamos en
un gran palacio de mármol en el Canaleio, con frescos y
estatuas, y dos Ticianos de la mejor época en el dormitorio
de Clarimonda: era un palacio digno de un rey. Cada uno
de nosotros tenía su góndola y su barcarola con nuestro
escudo, sala de música y nuestro poeta. Clarimonda
entendía la vida a lo grande y había algo de Cleopatra
en su forma de ser. Por mi parte, llevaba un tren de vida
digno del hijo de un príncipe, y era tan conocido como
si perteneciera a la familia de uno de los doce apóstoles o
de los cuatro evangelistas de la serenísima república. No
hubiera cedido el paso ni al mismo dux, y creo que desde
Satán, caído del cielo, nadie fue más insolente y orgulloso
que yo. Iba al Ridotto y jugaba de manera infernal. Me
mezclaba con la más alta sociedad del mundo, con
hijos de familias arruinadas, con mujeres de teatro, con
estafadores, parásitos y espadachines. A pesar de mi
vida disipada, permanecía fiel a Clarimonda. La amaba
locamente. Ella habría estimulado a la misma saciedad, y

49
habría hecho estable la inconstancia. Tener a Clarimonda
era tener cien amantes, era poseer a todas las mujeres por
tan mudable, cambiante y diferente de ella misma que
era: un verdadero camaleón. Me hacía cometer con ella la
infidelidad que hubiera cometido con otras, adoptando
el carácter, el porte y la belleza de la mujer que parecía
gustarme. Me devolvía mi amor centuplicado, y en vano
jóvenes patricios e incluso miembros del Consejo de los
Diez le hicieron las mejores proposiciones. Un Foscari
llegó a proponerle matrimonio; rechazó a todos. Tenía
oro suficiente; solo quería amor, un amor joven, puro,
despertado por ella y que sería el primero y el último.
Hubiera sido completamente feliz de no ser por la
pesadilla que volvía cada noche y en la que me creía cura
de pueblo mortificándome y haciendo penitencia por
los excesos cometidos durante el día. La seguridad que
me daba la costumbre de estar a su lado apenas me hacía
pensar en la extraña manera en que conocí a Clarimonda.
Sin embargo, las palabras del padre Serapión me venían
alguna vez a la memoria y no dejaban de inquietarme.

La salud de Clarimonda no era tan buena desde


hacía algún tiempo. Su tez se iba apagando día a día. Los
médicos que mandaron llamar no entendieron nada y no

50
supieron qué hacer. Prescribieron algún medicamento
sin importancia y no volvieron. Pero ella palidecía
visiblemente y cada vez estaba más fría. Parecía tan
blanca y tan muerta como aquella noche en el castillo
desconocido. Me desesperaba ver cómo se marchitaba
lentamente. Ella, conmovida por mi dolor, me sonreía
dulcemente con la fatal sonrisa de los que saben que van
a morir.

Una mañana, me encontraba desayunando en una


mesita junto a su lecho, para no separarme de ella ni un
minuto, y partiendo una fruta me hice casualmente un
corte en un dedo bastante profundo. La sangre, color
púrpura, corrió enseguida, y unas gotas salpicaron a
Clarimonda. Sus ojos se iluminaron, su rostro adquirió
una expresión de alegría feroz y salvaje que no le conocía.
Saltó de la cama con una agilidad animal de mono o de
gato y se abalanzó sobre mi herida que empezó a chupar
con una voluptuosidad indescriptible. Tragaba la sangre
a pequeños sorbitos, lentamente, con afectación, como
un gourmet que saborea un vino de Jerez o de Siracusa.

Entornaba los ojos, y sus verdes pupilas no eran


redondas, sino que se habían alargado. Por momentos se
detenía para besar mi mano y luego volvía a apretar sus

51
labios contra los labios de la herida para sacar todavía
más gotas rojas. Cuando vio que no salía más sangre, se
incorporó con los ojos húmedos y brillantes, rosa como
una aurora de mayo, satisfecha, su mano estaba tibia y
húmeda, estaba más hermosa que nunca y completamente
restablecida.

—¡No moriré! ¡No moriré! —decía loca de alegría


colgándose de mi cuello—; podré amarte aún más
tiempo. Mi vida está en la tuya y todo mi ser proviene
de ti. Solo unas gotas de tu rica y noble sangre, más
preciada y eficaz que todos los elixires del mundo, me
han devuelto a la vida.

Este hecho me preocupó durante algún tiempo,


haciéndome dudar acerca de Clarimonda, y esa misma
noche, cuando el sueño me transportó a mi parroquia
vi al padre Serapion más taciturno y preocupado que
nunca:

—No contento con perder su alma quieres perder


también vuestro cuerpo. ¡Infeliz, en qué trampa has
caído!

El tono de sus palabras me afectó profundamente,


pero esta impresión se disipó bien pronto, y otros

52
cuidados acabaron por borrarlo de mi memoria. Una
noche vi en mi espejo, en cuya posición ella no había
reparado, cómo Clarimonda derramaba unos polvos en
una copa de vino sazonado que acostumbraba a preparar
después de la cena. Tomé la copa y fingí llevármela a
los labios dejándola luego sobre un mueble como para
apurarla más tarde a placer y, aprovechando un instante
en que estaba vuelta de espaldas, vacié su contenido bajo
la mesa, luego me retiré a mi habitación y me acosté
decidido a no dormirme y ver en qué acababa todo esto.
No esperé mucho tiempo, Clarimonda entró en camisón
y una vez que se hubo despojado de sus velos se recostó
junto a mí. Cuando estuvo segura de que dormía tomó
mi brazo desnudo y sacó de entre su pelo un alfiler de
oro, murmurando:

—Una gota, solo una gotita roja, un rubí en la punta


de mi aguja... Puesto que aún me amas no moriré... ¡Oh,
pobre amor!, beberé tu hermosa sangre de un púrpura
brillante. Duerme mi bien, mi dios, mi niño, no te haré
ningún daño, solo tomaré de tu vida lo necesario para
que no se apague la mía. Si no te amara tanto me decidiría
a buscar otros amantes cuyas venas agotaría, pero desde
que te conozco todo el mundo me produce horror. ¡Ah,

53
qué brazo tan hermoso, tan perfecto, tan blanco! Jamás
podré pinchar esta venita azul —lloraba mientras decía
esto y sentía llover sus lágrimas en mi brazo, que tenía
entre sus manos. Finalmente se decidió, me dio un
pinchacito y empezó a chupar la sangre que salía. Apenas
hubo bebido unas gotas tuvo miedo de debilitarme y
aplicó una cinta alrededor de mi brazo después de frotar
la herida con un ungüento que la cicatrizó al instante.

Ya no cabía duda. El padre Serapion tenía razón.


Pero, a pesar de esta certeza, no podía dejar de amar a
Clarimonda y le hubiera dado toda la sangre necesaria
para mantener su existencia ficticia. Por otra parte, no
tenía qué temer, la mujer respondía del vampiro, y lo que
había visto y oído me tranquilizaba. Mis venas estaban
colmadas, de forma que tardarían en agotarse y no iba
a ser egoísta con mi vida. Me habría abierto el brazo yo
mismo diciéndole:

—Bebe, y que mi amor se filtre en tu cuerpo con mi


sangre.

Evitaba hacer la más mínima alusión al narcótico y a


la escena de la aguja, y vivíamos en una armonía perfecta.
Pero mis escrúpulos de sacerdote me atormentaban más

54
que nunca y ya no sabía qué penitencia podía inventar
para someter y mortificar mi carne. Aunque todas mis
visiones fueran involuntarias y sin mi participación, no
me atrevía a tocar a Cristo con unas manos tan impuras
y un espíritu mancillado por semejantes excesos reales
o soñados. Para evitar caer en semejantes alucinaciones,
intentaba no dormir, manteniendo abiertos mis párpados
con los dedos, y permanecía de pie apoyado en los muros
luchando con todas mis fuerzas contra el sueño. Pero la
arena del adormecimiento pesaba en mis ojos, y al ver
que mi lucha era inútil dejaba caer mis brazos y, exhausto
y sin aliento, dejaba que la corriente me arrastrase
hacia la pérfida orilla. Serapion me exhortaba de forma
vehemente y me reprochaba con dureza mi debilidad y
mi falta de fervor. Un día en que mi agitación era mayor
que de ordinario me dijo:

—Solo hay un remedio para que te desembaraces


de esta obsesión, y aunque es una medida extrema la
llevaremos a cabo: a grandes males, grandes remedios.
Conozco el lugar donde fue enterrada Clarimonda;
vamos a desenterrarla para que veas en qué lamentable
estado se encuentra el objeto de su amor. No permitirás
que tu alma se pierda por un cadáver inmundo devorado

55
por gusanos y a punto de convertirse en polvo; esto te
hará entrar en razón.

Estaba tan cansado de llevar esta doble vida que acepté;


deseaba saber de una vez por todas quién era víctima de
una ilusión, si el cura o el gentilhombre, y quería acabar
con uno o con otro o con los dos, pues mi vida no podía
continuar así. El padre Serapion se armó con un pico,
una palanca y una linterna y a medianoche nos fuimos
al cementerio de** que él conocía perfectamente. Tras
acercar la luz a las inscripciones de algunas tumbas,
llegamos por fin ante una piedra medio escondida
entre grandes hierbas y devorada por musgos y plantas
parásitas, donde desciframos el principio de la siguiente
inscripción:

Aquí yace Clarimonda que fue mientras vivió la más


bella del mundo.

—Aquí es —dijo Serapion y, dejando en el suelo su


linterna, colocó la palanca en el intersticio de la piedra y
comenzó a levantarla. La piedra cedió y se puso a trabajar
con el pico. Yo le veía hacer más oscuro y silencioso que
la noche misma; él, ocupado en tan fúnebre tarea, sudaba
copiosamente, jadeaba, y su respiración entrecortada

56
parecía el estertor de un agonizante. Era un espectáculo
extraño y, cualquiera que nos hubiera visto desde fuera,
nos habría tomado por profanadores y ladrones de
sudarios antes que por sacerdotes de Dios. El celo de
Serapion tenía algo de duro y salvaje que le asemejaba
más a un demonio que a un apóstol o a un ángel, y sus
rasgos austeros recortados por el reflejo de la linterna
nada tenían de tranquilizador.

Sentía en mis miembros un sudor glacial, y mis


cabellos se erizaban dolorosamente en mi cabeza; en el
fondo de mí mismo veía el acto de Serapion como un
abominable sacrilegio, y hubiera deseado que del flanco
de las sombrías nubes que transcurrían pesadamente
sobre nosotros hubiera salido un triángulo de fuego
que le redujera a polvo. Los búhos posados en los
cipreses, inquietos por el reflejo de la linterna, venían a
golpear sus cristales con sus alas polvorientas, gimiendo
lastimosamente; los zorros chillaban a lo lejos y mil ruidos
siniestros brotaban del silencio. Finalmente, el pico de
Serapion chocó con el ataúd, y los tablones retumbaron
con un ruido sordo y sonoro, con ese terrible ruido que
produce la nada cuando se la toca; derribó la tapa y vi
a Clarimonda, pálida como el mármol, con las manos

57
juntas; su blanco sudario formaba un solo pliegue de la
cabeza a los pies. Una gótica roja brillaba como una rosa
en la comisura de su boca descolorida. Al verla, Serapion
se enfureció:

—¡Ah! ¡Estás aquí demonio, cortesana impúdica,


bebedora de sangre y de oro! —Y roció de agua bendita
el cuerpo y el ataúd sobre el que dibujó una cruz con
su hisopo. Tan pronto como el santo roció a la pobre
Clarimonda su hermoso cuerpo se convirtió en polvo y
no fue más que una mezcla espantosa deforme de ceniza
y de huesos medio calcinados.

—He aquí a tu amante, señor Romualdo —dijo


el despiadado sacerdote mostrándome los tristes
despojos—, ¿irá a pasearse al Lido y a Fusine con esta
belleza?

Bajé la cabeza, solo había ruinas en mi interior.


Volví a mi parroquia, y el señor Romualdo, amante de
Clarimonda, se separó del pobre cura a quien durante
tanto tiempo había hecho tan extraña compañía. Solo
que la noche siguiente volví a ver a Clarimonda, quien
me dijo, como la primera vez en el pórtico de la iglesia:

58
—¡Infeliz! ¡infeliz!, ¿qué has hecho?, ¿por qué has
escuchado a ese cura imbécil?, ¿acaso no eras feliz?, ¿y qué
te había hecho yo para que violaras mi tumba y pusieras
al descubierto las miserias de mi nada? Se ha roto para
siempre toda posible comunicación entre nuestras almas
y nuestros cuerpos. Adiós, me recordarás —Se disipó en
el aire como el humo y nunca más volví a verla.

¡Ay de mí! Tenía razón; la he recordado más de una vez


y aún la recuerdo. La paz de mi alma fue pagada a buen
precio; el amor de Dios no era suficiente para reemplazar
al suyo. Y, he aquí, hermano, la historia de mi juventud.
No mires jamás a una mujer, y camina siempre con los
ojos fijos en tierra, pues, aunque seas casto y sosegado,
un solo minuto basta para hacerte perder la eternidad.

59

También podría gustarte