Theophile de Gautier
Theophile de Gautier
Theophile de Gautier
LA MUERTE ENAMORADA
Théophile Gautier
En su obra lírica destaca: Esmalte y camafeos (1852), inspiración para los parnasianos,
ya que se exponían rápidas impresiones a partir de la percepción de paisajes.
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vida sonámbula, de los que no puedo defenderme y, a
pesar de no haber salido nunca de mi parroquia, se diría
al oírme que soy más bien un hombre que lo ha probado
todo, y que, desengañado del mundo, ha entrado en la
religión queriendo terminar en el seno de Dios días tan
agitados, que un humilde seminarista que ha envejecido
en una ignorada casa de cura, en medio del bosque y sin
ninguna relación con las cosas del siglo.
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vagamente que existía «algo» que se llamaba mujer, pero
no me paraba a pensarlo: mi inocencia era perfecta. Solo
veía a mi madre, anciana y enferma, dos veces al año y
esta era toda mi relación con el exterior.
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Tú sabes los detalles de esta ceremonia: la bendición,
la comunión bajo las dos especies, la unción de las
palmas de las manos con el aceite de los catecúmenos
y, finalmente, el santo sacrificio ofrecido al unísono con
el obispo. No me detendré en esto. ¡Oh, qué razón tiene
Job, y cuán imprudente es aquel que no llega a un pacto
con sus ojos! Levanté casualmente mi cabeza, que hasta
entonces había tenido inclinada, y vi ante mí, tan cerca
que habría podido tocarla —aunque en realidad estuviera
a bastante distancia y al otro lado de la balaustrada—, a
una mujer joven de una extraordinaria belleza y vestida
con un esplendor real. Fue como si se me cayeran las
escamas de las pupilas. Experimenté la sensación de un
ciego que recuperara súbitamente la vista. El obispo,
radiante, se apagó de repente, los cirios palidecieron en
sus candelabros de oro como las estrellas al amanecer,
y en toda la iglesia se hizo una completa oscuridad. La
encantadora criatura destacaba en ese sombrío fondo
como una presencia angelical; parecía estar llena de luz,
luz que no recibía, sino que derramaba a su alrededor.
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Un minuto después volví a abrir los ojos, pues a
través de mis párpados la veía relucir con los colores
del prisma en una penumbra púrpura, como cuando
se ha mirado al sol. ¡Ah, qué hermosa era! Cuando los
más grandes pintores, persiguiendo en el cielo la belleza
ideal, trajeron a la tierra el divino retrato de la Madonna,
ni siquiera vislumbraron esta fabulosa realidad. Ni los
versos del poeta ni la paleta del pintor pueden dar idea.
Era bastante alta, con un talle y un porte de diosa; sus
cabellos, de un rubio claro, se separaban en la frente, y
caían sobre sus sienes como dos ríos de oro; parecía una
reina con su diadema; su frente, de una blancura azulada
y transparente, se abría amplia y serena sobre los arcos
de las pestañas negras, singularidad que contrastaba
con las pupilas verde mar de una vivacidad y un brillo
insostenibles. ¡Qué ojos! Con un destello decidían el
destino de un hombre; tenían una vida, una transparencia,
un ardor, una humedad brillante que jamás había visto
en ojos humanos; lanzaban rayos como flechas dirigidas
a mi corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía
del cielo o del infierno, pero ciertamente venía de uno
o de otro. Esta mujer era un ángel o un demonio, quizá
las dos cosas, no había nacido del costado de Eva, la
madre común. Sus dientes eran perlas de Oriente que
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brillaban en su roja sonrisa, y a cada gesto de su boca
se formaban pequeños hoyuelos en el satén rosa de
sus adorables mejillas. Su nariz era de una finura y de
un orgullo regios, y revelaba su noble origen, en la piel
brillante de sus hombros semidesnudos jugaban piedras
de ágata y unas rubias perlas, de color semejante al de
su cuello, que caían sobre su pecho. De vez en cuando
levantaba la cabeza con un movimiento ondulante de
culebra o de pavo real que hacía estremecer el cuello de
encaje bordado que la envolvía como una red de plata.
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Mientras la miraba sentía abrirse en mí puertas hasta
ahora cerradas; tragaluces antes obstruidos dejaban
entrever perspectivas desconocidas; la vida me parecía
diferente, acababa de nacer a un nuevo orden de ideas.
Una escalofriante angustia me atenazaba el corazón; cada
minuto transcurrido me parecía un segundo y un siglo.
Sin embargo, la ceremonia avanzaba, y yo me encontraba
lejos del mundo, cuya entrada cerraban con furia mis
nuevos deseos. Dije sí, cuando quería decir no, cuando
todo mi ser se revolvía y protestaba contra la violencia
que mi lengua hacía a mi alma: una fuerza oculta me
arrancaba a mi pesar las palabras de la garganta. Quizá
por este motivo tantas jóvenes llegan al altar con el firme
propósito de rechazar clamorosamente al esposo que les
imponen y ninguna lleva a cabo su plan. Por esta razón,
sin duda, tantas novicias toman el velo, aunque decididas
a destrozarlo en el momento de pronunciar sus votos. Uno
no se atreve a provocar tal escándalo ni a decepcionar a
tantas personas; todas las voluntades, todas las miradas
pesan sobre uno como una losa de plomo; además,
todo está tan cuidadosamente preparado, las medidas
tomadas con antelación de una forma tan visiblemente
irrevocable, que el pensamiento cede ante el peso de los
hechos y sucumbe por completo.
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La mirada de la hermosa desconocida cambiaba
de expresión según transcurría la ceremonia. Tierna y
acariciadora al principio, adoptó un aire desdeñoso y
disgustado, como de no haber sido comprendida.
Me decía:
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vida discurrirá como un sueño y será un beso eterno.
Derrama el vino de ese cáliz y serás libre, te llevaré a islas
desconocidas, dormirás apoyado en mi seno en un lecho
de oro macizo bajo un dosel de plata. Te amo y quiero
arrebatarte a tu Dios ante quien tantos corazones nobles
derraman un amor que nunca llega hasta él.
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que deja caer al fuego el único manuscrito de su más bella
obra, no muestran un aire tan aterrado e inconsolable.
La sangre abandonó su rostro encantador, que se volvió
blanco como el mármol; sus hermosos brazos cayeron a
lo largo de su cuerpo como si sus músculos se hubieran
relajado y se apoyó en una columna, pues desfallecían
sus piernas. Yo me dirigí vacilante hacia la puerta de
la iglesia, lívido, con la frente inundada de sudor más
sangrante que el del Calvario. Me ahogaba. Las bóvedas
caían sobre mis hombros y me parecía como si sostuviera
solo yo con mi cabeza todo el peso de la cúpula.
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sido incapaz de encontrar solo el camino del seminario.
A la vuelta de una esquina, mientras el joven sacerdote
miraba hacia otro lado, un paje vestido de manera extraña
se me acercó y, sin detenerse, me entregó un portafolios
rematado en oro, indicándome que lo ocultara; lo deslicé
en mi manga y lo tuve guardado hasta que me quedé solo
en mi celda. Hice saltar el broche; solo había dos hojas
con estas palabras: «Clarimonda, en el palacio Concini».
Como yo no estaba entonces al corriente de las cosas de la
vida, no conocía a Clarimonda, a pesar de su celebridad,
e ignoraba por completo dónde se encontraba el palacio
Concini. Hice mil conjeturas tan extravagantes unas
como otras, pero con tal de volver a verla, me importaba
bastante poco que pudiera ser gran dama o cortesana.
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misma claridad que si estuviera ante mí y me repetía
las mismas palabras que ella me dijo en el pórtico de la
iglesia: «Infeliz, infeliz, ¿qué has hecho?». Comprendía
todo el horror de mi situación y el carácter fúnebre y
terrible del estado que acababa de profesar se revelaba
ante mí. Ser sacerdote, es decir, castidad, no amar,
no distinguir ni edad ni sexo, apartarse de la belleza,
arrancarse los ojos, arrastrarse en la sombra helada de
un claustro o de una iglesia, ver solo moribundos, velar
cadáveres desconocidos y llevar sobre sí el duelo de la
negra sotana con el fin de convertir la túnica en un manto
para el propio féretro.
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de la ventana, pero la altura era horrible, y sin escalera
era impensable. Además, solo podría bajar de noche y
¿Cómo conducirme en el inextricable laberinto de calles?
Estas dificultades —que no serían nada para otros— eran
inmensas para mí, pobre seminarista recién enamorado,
sin experiencia, sin dinero y sin ropa.
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venían. Galanes y hermosas jovencitas iban en parejas
hacia el jardín y los cenadores. Grupos de amigos pasaban
cantando canciones de borrachos. Había un movimiento,
una vida, una animación que aumentaba penosamente
mi duelo y mi soledad. Una madre joven jugaba con su
hijo en el umbral de la casa. Le besaba su boquita rosa
perlada de gotas de leche, y le hacía arrumacos con mil
divinas puerilidades que solo las madres saben hacer. El
padre, de pie, a una cierta distancia, sonreía dulcemente
ante esta encantadora escena y sus brazos cruzados
estrechaban su alegría contra el corazón. No pude
soportar este espectáculo; cerré la ventana y me eché
en la cama con un odio y una envidia espantosa en el
corazón, mordiendo mis dedos y la manta como un tigre
con hambre de tres días.
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¡tu conducta es verdaderamente inexplicable! Tú, tan
sosegado y tan dulce, te revuelves ahora como un
animal furioso. Ten cuidado hermano, y no escuches las
sugerencias del diablo; el espíritu maligno, irritado por
tu eterna consagración al Señor, te acecha como un lobo
rapaz, e intenta un último esfuerzo para atraerte a él.
En vez de dejarte abatir, mi querido Romualdo, haz una
coraza de oración, un escudo de mortificación y combate
valientemente al enemigo: lo vencerás. La virtud necesita
de la tentación, y el oro sale más fino del crisol. No te
asustes ni te desanimes. Las almas mejor guardadas y
las más firmes han tenido estos momentos. Ora, ayuna,
medita y se alejará el malvado espíritu.
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ideas se enmarañaron en mi cerebro, y el libro se deslizó
de entre mis manos sin darme cuenta.
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a la puerta. Él montó una, y yo, mejor o peor, la otra.
Mientras recorríamos las calles de la ciudad miraba todas
las ventanas y balcones por si veía a Clarimonda; pero era
demasiado temprano, y la ciudad aún no había abierto los
ojos. Mi mirada intentaba atravesar los estores y cortinas
de los palacios ante los que pasábamos. Serapion, sin
duda, atribuía esta curiosidad a la admiración que me
causaba la belleza de la arquitectura, pues aminoraba el
paso de su montura para darme tiempo de ver. Por fin
llegamos a la puerta de la ciudad y empezamos a subir
la colina. Cuando llegué a la cima me volví para mirar
una vez más el lugar donde vivía Clarimonda. La sombra
de una nube cubría por completo la ciudad; los tejados
azules y rojos se confundían en un semitono general
donde flotaban, aquí y allá, los humos de la mañana,
como blancos copos de espuma. Gracias a un singular
efecto óptico se dibujaba, rubio y dorado, bajo un rayo
único de luz, un edificio que sobrepasaba en altura a las
construcciones vecinas, hundidas por completo en el
vaho; aunque estaba a más de una legua, parecía muy
cercano. Podían distinguirse los más mínimos detalles,
las torres, las azoteas, las ventanas e incluso las veletas
con cola de milano.
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Puso la mano por encima de sus ojos y cuando lo vio
me contestó:
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su mula, cuyo paso siguió la mía enseguida, y un recodo
del camino me arrebató para siempre la ciudad de S**,
pues no volvería nunca.
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a caminar junto a mí lleno de una indecible satisfacción.
Vino también a nuestro encuentro una mujer muy
vieja que había sido el ama de llaves del anciano cura,
quien después de conducirme a una habitación de la
planta baja me preguntó si había pensado despedirla.
Le respondí que me quedaría con ella, con ella y con el
perro, asimismo con las gallinas y con todos los muebles
que su amo le había dejado al morir, cosa que la llenó
de alegría, una vez que el padre Serapion le pagó en el
momento el dinero que quería a cambio.
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no fue nada comparado con las cosas extrañas que me
habían de suceder. Durante un año viví cumpliendo
con exactitud todos los deberes correspondientes a mi
estado, orando, ayunando y socorriendo enfermos,
dando limosnas hasta privarme de lo más indispensable.
Pero sentía en mi interior una profunda aridez y la fuente
de la gracia estaba seca para mí. No podía gozar de la
felicidad que da el cumplimiento de una misión santa.
Mi pensamiento estaba en otra parte, y las palabras de
Clarimonda me volvían a los labios como un estribillo
que se repite involuntariamente. ¡Oh, hermano, medita
bien esto!
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con un gran puñal, apareció en el umbral a la luz del
farol de Bárbara. La primera impresión de esta fue de
miedo, pero el hombre la tranquilizó diciéndole que
necesitaba verme enseguida para algo relacionado
con mi ministerio. Bárbara le hizo subir. Yo ya iba a
acostarme. El hombre me dijo que su señora, una gran
dama, estaba a punto de morir y deseaba un sacerdote.
Le respondí que estaba dispuesto a acompañarle; cogí lo
necesario para la Extremaunción y bajé a toda prisa. En
la puerta resoplaban de impaciencia dos caballos negros
como la noche, y de su pecho emanaban oleadas de
humo. Me sujetó el estribo y me ayudó a montar uno de
ellos, después montó él el otro, apoyando solamente una
mano en la silla. Apretó las rodillas y soltó las riendas de
su caballo, que salió como una flecha. El mío, cuya brida
también sujetaba él, se puso al galope y se mantuvo a la
par que el suyo. Bajo nuestro insaciable galope, la tierra
desaparecía gris y rayada, y las negras siluetas de los
árboles huían como un ejército derrotado. Atravesamos
un sombrío bosque tan oscuro y glacial que un escalofrío
de supersticioso terror me recorrió el cuerpo. La estela
de chispas que las herraduras de nuestros caballos
producían en las piedras dejaba a nuestro paso un
reguero de fuego, y si alguien nos hubiera visto a esta
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hora de la noche, nos habría tomado a mi guía y a mí por
dos espectros cabalgando en una pesadilla. De cuando
en cuando, fuegos fatuos se cruzaban en el camino, y las
cornejas piaban lastimeras en la espesura del bosque,
donde a lo lejos brillaban los ojos fosforescentes de algún
gato salvaje. La crin de los caballos se enmarañaba cada
vez más, el sudor corría por sus flancos y resoplaban
jadeantes. Cuando el escudero les veía desfallecer emitía
un grito gutural sobrehumano, y la carrera se reanudaba
con furia. Finalmente se detuvo el torbellino. Una
sombra negra salpicada de luces se alzó súbitamente
ante nosotros; las pisadas de nuestras cabalgaduras se
hicieron más ruidosas en el suelo de hierro, y entramos
bajo una bóveda que abría sus fauces entre dos torres
enormes. En el castillo reinaba una gran agitación; los
criados, provistos de antorchas, atravesaban los patios,
y las luces subían y bajaban de un piso a otro. Pude
ver confusamente formas arquitectónicas inmensas,
columnas, arcos, escalinatas y balaustradas, todo un lujo
de construcción regia y fantástica. Un paje negro en quien
reconocí enseguida al que me había dado el mensaje de
Clarimonda, vino a ayudarme a bajar del caballo, y un
mayordomo vestido de terciopelo negro con una cadena
de oro en el cuello y un bastón de marfil avanzó hacia
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mí. Dos lágrimas cayeron de sus ojos y rodaron por sus
mejillas hasta su barba blanca.
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la tumba entre el pensamiento de esa mujer y yo, para
así poder incluir en mis oraciones su nombre santificado
desde ahora. Pero, poco a poco, se fue debilitando
este impulso, y caí en un estado de ensoñación. Esta
estancia no tenía el aspecto de una cámara mortuoria.
Contrariamente al aire fétido y cadavérico que estaba
acostumbrado a respirar en los velatorios, un vaho
lánguido de esencias orientales, no sé qué aroma de
mujer, flotaba suavemente en la tibia atmósfera. Aquel
pálido resplandor se asemejaba más a una media luz
buscada para la voluptuosidad que al reflejo amarillo de
la llama que tiembla junto a los cadáveres. Recordaba
el extraño azar que me había devuelto a Clarimonda en
el instante en que la perdía para siempre y un suspiro
nostálgico escapó de mi pecho. Me pareció oír suspirar
a mi espalda y me volví sin querer. Era el eco. Gracias
a este movimiento mis ojos cayeron sobre el lecho de
muerte que hasta entonces habían evitado. Las cortinas
de damasco rojo estampadas, recogidas con entorchados
de oro, dejaban ver a la muerta acostada con las manos
juntas sobre el pecho. Estaba cubierta por un velo de
lino de un blanco resplandeciente que resaltaba aún más
gracias al púrpura del cortinaje, de una finura tal que
no ocultaba lo más mínimo la encantadora forma de su
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cuerpo y dejaba ver sus bellas líneas ondulantes como el
cuello de un cisne que ni siquiera la muerte había podido
entumecer. Se hubiera creído una estatua de alabastro
realizada por un hábil escultor para la tumba de una
reina, o una doncella dormida sobre la que hubiera
nevado.
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que tal perfección de formas, aunque purificadas y
santificadas por la sombra de la muerte, me turbaban
voluptuosamente, y su reposado aspecto se parecía tanto
a un sueño que uno podría haberse engañado. Olvidé
que había venido para realizar un oficio fúnebre y me
imaginaba entrando como un joven esposo en la alcoba
de la novia que oculta su rostro por pudor y no quiere
dejarse ver. Afligido de dolor, loco de alegría, estremecido
de temor y placer me incliné sobre ella y cogí el borde del
velo; lo levanté lentamente, conteniendo la respiración
para no despertarla.
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florecillas azules, almohadillaban su cabeza y ocultaban
con sus bucles la desnudez de sus hombros; sus bellas
manos, más puras y diáfanas que las hostias, estaban
cruzadas en actitud de piadoso reposo y de tácita oración,
y esto compensaba la seducción que hubiera podido
provocar, incluso en la muerte, la exquisita redondez y el
suave marfil de sus brazos desnudos que aún conservaban
los brazaletes de perlas. Permanecí largo tiempo absorto
en una muda contemplación, y cuanto más la miraba
menos podía creer que la vida hubiera abandonado para
siempre aquel hermoso cuerpo.
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acercarse el momento de la separación eterna no pude
negarme la triste y sublime dulzura de besar los labios
muertos de quien había sido dueña de todo mi amor.
¡Oh, prodigio!, una suave respiración se unió a la mía,
y la boca de Clarimonda respondió a la presión de mi
boca: sus ojos se abrieron y recuperaron un poco de
brillo, suspiró y, descruzando los brazos, rodeó mi cuello
en un arrebato indescriptible.
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Cuando desperté estaba acostado en mi cama, en
la habitación de la casa parroquial, y el viejo perro
del anciano cura lamía mi mano que colgaba fuera de
la manta. Bárbara se movía por la habitación con un
temblor senil, abriendo y cerrando cajones, removiendo
los brebajes de los vasos. Al verme abrir los ojos, la
anciana gritó de alegría, el perro ladró y movió el rabo,
pero me encontraba tan débil que no pude articular
palabra ni hacer el más mínimo movimiento. Supe
después que estuve así tres días, sin dar otro signo de
vida que una respiración casi imperceptible. Estos días
no cuentan en mi vida, no sé dónde estuvo mi espíritu
durante este tiempo, no guardé recuerdo alguno. Bárbara
me contó que el mismo hombre de rostro cobrizo que
había venido a buscarme por la noche, me había traído
a la mañana siguiente en una litera cerrada, y se había
vuelto a marchar inmediatamente. En cuanto recuperé
la memoria examiné todos los detalles de aquella noche
fatídica. Pensé que había sido el juego de una mágica
ilusión; pero hechos reales y palpables tiraban por tierra
esta suposición. No podía pensar que era un sueño,
pues Bárbara había visto como yo al hombre de los
caballos negros y describía con exactitud su vestimenta
y compostura. Sin embargo, nadie conocía en los
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alrededores un castillo que se ajustara a la descripción de
aquel en donde había encontrado a Clarimonda.
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me dijo con voz clara y vibrante que sonó en mi oído
como las trompetas del juicio final:
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—Hijo mío, debo advertirte, has dado un paso hacia
el abismo, cuidaos de no caer en él. Satanás tiene las
garras largas, y las tumbas no siempre son de fiar. La losa
de Clarimonda debió ser sellada tres veces, pues, por lo
que se dice, no es la primera que ha muerto. Que Dios te
guarde, Romualdo.
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transparencia rosa que se difuminaba insensiblemente
hasta la blancura opaca y rosa de su brazo desnudo.
Su única ropa era el sudario de lino que la cubría en su
lecho de muerte, y sujetaba sus pliegues en el pecho,
como avergonzándose de estar casi desnuda, pero su
manita no bastaba, y como era tan blanca, el color del
tejido se confundía con el de su carne a la pálida luz de
la lámpara. Envuelta en una tela tan fina que traicionaba
todas sus formas, parecía una estatua de mármol de
una bañista antigua y no una mujer viva. Muerta o viva,
estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza siempre era
la misma; tan solo el verde brillo de sus pupilas estaba
un poco apagado, y su boca, antes bermeja, solo era de
un rosa pálido y tierno semejante al de sus mejillas. Las
florecillas azules que vi en sus cabellos se habían secado
por completo y habían perdido todos sus pétalos; pero
estaba encantadora, tanto que, a pesar de lo extraño de
la aventura y del modo inexplicable en que había entrado
en mi habitación, no sentí temor ni por un instante.
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—Me he hecho esperar, querido Romualdo, y sin
duda habrás pensado que te había olvidado. Pero vengo
de muy lejos, de un lugar del que nadie ha vuelto aún;
no hay ni luna ni sol en el país de donde procedo; solo
hay espacio y sombra, no hay camino, ni senderos; no
hay tierra para caminar, ni aire para volar y, sin embargo,
heme aquí, pues el amor es más fuerte que la muerte y
acabará por vencerla. ¡Ay!, he visto en mi viaje rostros
lúgubres y cosas terribles. Mi alma ha tenido que luchar
tanto para, una vez vuelta a este mundo, encontrar su
cuerpo y poseerlo de nuevo... ¡Cuánta fuerza necesité
para levantar la lápida que me cubría! Mira las palmas de
mis manos lastimadas. ¡Bésalas para curarlas, amor mío!
—me acercó a la boca sus manos, las besé mil veces, y
ella me miraba hacer con una sonrisa de inefable placer.
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lo parecía desde luego, y jamás Satanás ocultó mejor sus
garras y sus cuernos. Había recogido sus piernas sobre
los talones y, acurrucada en la cama, adoptó un aire de
coquetería indolente. Cada cierto tiempo acariciaba
mis cabellos y con sus manos formaba rizos como
ensayando nuevos peinados. Yo me dejaba hacer con la
más culpable complacencia y ella añadía a la escena un
adorable parloteo. Es curioso el hecho de que yo no me
sorprendiera ante tal aventura y, dada la facilidad que
tienen nuestros ojos para considerar con normalidad los
más extraños acontecimientos, la situación me pareció
de lo más natural.
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de la tumba y viene a consagrarte su vida; recobrada para
hacerte feliz.
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coches, todo estará dispuesto, vendré a buscarte a esta
misma hora. Adiós, corazón —Se despidió y rozó mi
frente con sus labios. La lámpara se apagó, se corrieron
las cortinas y no vi nada más; un sueño de plomo se
apoderó de mí hasta la mañana siguiente. Desperté más
tarde que de costumbre, y el recuerdo de tan extraña
visión me tuvo todo el día en un estado de agitación;
terminé por convencerme de que había sido fruto de
mi acalorada imaginación. Sin embargo, las sensaciones
fueron tan vivas que costaba creer que no hubieran sido
reales, y me fui a dormir no sin cierto temor por lo que
iba a suceder, después de pedir a Dios que alejara de mí
los malos pensamientos y protegiera la castidad de mi
sueño.
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—Y bien, dormilón, ¿así es como haces tus
preparativos? Pensaba encontrarte de pie. Levántate,
que no tenemos tiempo que perder —salté de la cama—.
Anda, vístete y vámonos —me dijo señalándome un
paquete que había traído—; los caballos se aburren y
roen su freno en la puerta. Deberíamos estar ya a diez
leguas de aquí.
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piel, y al cabo de diez minutos había adquirido ya un
cierto aire de vanidad.
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hizo galopar de una forma insensata. Mi brazo rodeaba el
talle de Clarimonda y estrechaba una de sus manos; ella
apoyaba su cabeza en mi hombro y podía sentir el roce de
su cuello semidesnudo en mi brazo. Jamás había sido tan
feliz. Me había olvidado de todo y no recordaba mejor el
hecho de haber sido cura que lo que sentí en el vientre de
mi madre, tal era la fascinación que el espíritu maligno
ejercía en mí. A partir de esa noche, mi naturaleza se
desdobló y hubo en mí dos hombres que no se conocían
uno a otro. Tan pronto me creía un sacerdote que cada
noche soñaba que era caballero, como un caballero que
soñaba ser sacerdote. No podía distinguir el sueño de la
vigilia y no sabía dónde empezaba la realidad ni dónde
terminaba la ilusión. El joven vanidoso y libertino se
burlaba del sacerdote, y el sacerdote detestaba la vida
disoluta del joven noble. La vida bicéfala que llevaba
podría describirse como dos espirales enmarañadas
que no llegan a tocarse nunca. A pesar de lo extraño
que parezca no creo haber rozado en momento alguno
la locura. Tuve siempre muy clara la percepción de mis
dos existencias. Solo había un hecho absurdo que no
me podía explicar: era que el sentimiento de la misma
identidad perteneciera a dos hombres tan diferentes.
Era una anomalía que ignoraba ya fuera mientras me
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creía cura del pueblo C**, ya como il signor Romualdo,
amante titular de Clarimonda.
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habría hecho estable la inconstancia. Tener a Clarimonda
era tener cien amantes, era poseer a todas las mujeres por
tan mudable, cambiante y diferente de ella misma que
era: un verdadero camaleón. Me hacía cometer con ella la
infidelidad que hubiera cometido con otras, adoptando
el carácter, el porte y la belleza de la mujer que parecía
gustarme. Me devolvía mi amor centuplicado, y en vano
jóvenes patricios e incluso miembros del Consejo de los
Diez le hicieron las mejores proposiciones. Un Foscari
llegó a proponerle matrimonio; rechazó a todos. Tenía
oro suficiente; solo quería amor, un amor joven, puro,
despertado por ella y que sería el primero y el último.
Hubiera sido completamente feliz de no ser por la
pesadilla que volvía cada noche y en la que me creía cura
de pueblo mortificándome y haciendo penitencia por
los excesos cometidos durante el día. La seguridad que
me daba la costumbre de estar a su lado apenas me hacía
pensar en la extraña manera en que conocí a Clarimonda.
Sin embargo, las palabras del padre Serapión me venían
alguna vez a la memoria y no dejaban de inquietarme.
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supieron qué hacer. Prescribieron algún medicamento
sin importancia y no volvieron. Pero ella palidecía
visiblemente y cada vez estaba más fría. Parecía tan
blanca y tan muerta como aquella noche en el castillo
desconocido. Me desesperaba ver cómo se marchitaba
lentamente. Ella, conmovida por mi dolor, me sonreía
dulcemente con la fatal sonrisa de los que saben que van
a morir.
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labios contra los labios de la herida para sacar todavía
más gotas rojas. Cuando vio que no salía más sangre, se
incorporó con los ojos húmedos y brillantes, rosa como
una aurora de mayo, satisfecha, su mano estaba tibia y
húmeda, estaba más hermosa que nunca y completamente
restablecida.
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cuidados acabaron por borrarlo de mi memoria. Una
noche vi en mi espejo, en cuya posición ella no había
reparado, cómo Clarimonda derramaba unos polvos en
una copa de vino sazonado que acostumbraba a preparar
después de la cena. Tomé la copa y fingí llevármela a
los labios dejándola luego sobre un mueble como para
apurarla más tarde a placer y, aprovechando un instante
en que estaba vuelta de espaldas, vacié su contenido bajo
la mesa, luego me retiré a mi habitación y me acosté
decidido a no dormirme y ver en qué acababa todo esto.
No esperé mucho tiempo, Clarimonda entró en camisón
y una vez que se hubo despojado de sus velos se recostó
junto a mí. Cuando estuvo segura de que dormía tomó
mi brazo desnudo y sacó de entre su pelo un alfiler de
oro, murmurando:
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qué brazo tan hermoso, tan perfecto, tan blanco! Jamás
podré pinchar esta venita azul —lloraba mientras decía
esto y sentía llover sus lágrimas en mi brazo, que tenía
entre sus manos. Finalmente se decidió, me dio un
pinchacito y empezó a chupar la sangre que salía. Apenas
hubo bebido unas gotas tuvo miedo de debilitarme y
aplicó una cinta alrededor de mi brazo después de frotar
la herida con un ungüento que la cicatrizó al instante.
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que nunca y ya no sabía qué penitencia podía inventar
para someter y mortificar mi carne. Aunque todas mis
visiones fueran involuntarias y sin mi participación, no
me atrevía a tocar a Cristo con unas manos tan impuras
y un espíritu mancillado por semejantes excesos reales
o soñados. Para evitar caer en semejantes alucinaciones,
intentaba no dormir, manteniendo abiertos mis párpados
con los dedos, y permanecía de pie apoyado en los muros
luchando con todas mis fuerzas contra el sueño. Pero la
arena del adormecimiento pesaba en mis ojos, y al ver
que mi lucha era inútil dejaba caer mis brazos y, exhausto
y sin aliento, dejaba que la corriente me arrastrase
hacia la pérfida orilla. Serapion me exhortaba de forma
vehemente y me reprochaba con dureza mi debilidad y
mi falta de fervor. Un día en que mi agitación era mayor
que de ordinario me dijo:
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por gusanos y a punto de convertirse en polvo; esto te
hará entrar en razón.
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parecía el estertor de un agonizante. Era un espectáculo
extraño y, cualquiera que nos hubiera visto desde fuera,
nos habría tomado por profanadores y ladrones de
sudarios antes que por sacerdotes de Dios. El celo de
Serapion tenía algo de duro y salvaje que le asemejaba
más a un demonio que a un apóstol o a un ángel, y sus
rasgos austeros recortados por el reflejo de la linterna
nada tenían de tranquilizador.
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juntas; su blanco sudario formaba un solo pliegue de la
cabeza a los pies. Una gótica roja brillaba como una rosa
en la comisura de su boca descolorida. Al verla, Serapion
se enfureció:
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—¡Infeliz! ¡infeliz!, ¿qué has hecho?, ¿por qué has
escuchado a ese cura imbécil?, ¿acaso no eras feliz?, ¿y qué
te había hecho yo para que violaras mi tumba y pusieras
al descubierto las miserias de mi nada? Se ha roto para
siempre toda posible comunicación entre nuestras almas
y nuestros cuerpos. Adiós, me recordarás —Se disipó en
el aire como el humo y nunca más volví a verla.
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