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05 - Lec - Clas - Ameri - Lxii - Vol-5

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Estas Lecturas Clásicas no podrían complementarse de

mejor manera que compendiando textos de América,


aunque debe afirmarse que este volumen es más bien
una suerte de mapa geopolítico en la cual la memoria

AMÉRICA
oral y la historia nos brindan un gran cuadro donde,
por supuesto, lo latinoamericano crece. Se integran aquí
poesía y prosa, géneros complementarios que sirven de
crisol para una misma realidad.
Este volumen recorre un vuelo casi fugaz, se ocupa
de más de 400 años, inicia con la partida de Quetzalcóatl, literatura

pasando por el descubrimiento de América y la defensa


de Tenochtitlan en manos de Cuauhtémoc, continúa
con la Conquista y la Colonia, donde se advierten
tiempos oscuros de expoliación e injusticias en contra de
los pueblos indígenas, apenas defendidos por la trému-
la luz humanitaria de fray Bartolomé de las Casas.
Narra las luchas libertarias valerosamente sosteni-
das por Hidalgo y Morelos, por Sucre y San Martín.
Nos lleva también más allá del Río Magdalena, en
el sueño independentista del libertador de América:
Simón Bolívar. Es la carta de navegación del esplendor
y la esperanza de América. Aquí la realidad y la fanta-
sía se mecen juntas sobre una delgada línea, como un
equilibrista sin miedo de caer al vacío.
Que la lectura de estos textos sirva para reafir-
mar nuestra fe en América y para hacer viable el gran
proyecto del maestro Vasconcelos: ¡Que por nuestra
raza, hable el espíritu!
dg
AMÉRICA

ANTOLOGÍA
Consejo Editorial

grupo parlamentario del Dip. Tomás Brito Lara, Titular


partido de la revolución democrática Presidencia

grupo parlamentario del Dip. José Enrique Doger Guerrero, Titular


partido revolucionario institucional
Dip. Eligio Cuitláhuac González Farías, Suplente

grupo parlamentario del Dip. Juan Pablo Adame Alemán, Titular


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grupo parlamentario del Dip. Ricardo Astudillo Suárez, Titular


partido verde ecologista de méxico
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grupo parlamentario del Dip. Alberto Anaya Gutiérrez, Titular


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movimiento ciudadano
Dip. Francisco Alfonso Durazo Montaño, Suplente

grupo parlamentario del Dip. Luis Antonio González Roldán, Titular


partido nueva alianza
Dip. José Angelino Caamal Mena, Suplente

secretario general Mtro. Mauricio Farah Gebara

secretario de servicios parlamentarios Lic. Juan Carlos Delgadillo Salas

centro de estudios sociales y de opinión pública


centro de estudios para el adelanto de las mujeres y la equidad de género
centro de estudios de las finanzas públicas
centro de estudios para el desarrollo rural sustentable y la soberanía alimentaria
centro de estudios de derecho e investigaciones parlamentarias
centro de documentación, información y análisis

Édgar Piedragil Galván


Secretario Técnico del Consejo Editorial
AMÉRICA

ANTOLOGÍA

MÉXICO 2014
Coeditores H. Cámara de Diputados, LXII Legislatura
Consejo Editorial, Cámara de Diputados
Miguel Ángel Porrúa, librero-editor

Edición príncipe México, 1924


Departamento Editorial de la Secretaría de Educación

© 2013 edición en 2 volúmenes


© 2014 edición en 5 volúmenes

Derechos reservados por © 2013-2014


características tipográficas Miguel Ángel Porrúa, librero-editor
y de diseño editorial Amargura 4, San Ángel
Delegación Álvaro Obregón
01000 México, D.F.

Proyecto y dirección Miguel Ángel Porrúa

Edición Aldonza María Porrúa

Textos preeliminares Danner González

Bibliografía Biblioteca map

Diseño Verónica Santos | Omar Ponce

Cuidado editorial Gabriela Pardo


Mónica Beltrán | Norma García

Arte digital Moisés Yrízar | Gerardo Cruz | José Luis Martínez

Apoyo técnico Antonia Peralta | Teresa Santana

Derechos reservados conforme a la ley


ISBN 978-607-401-845-5 obra completa
ISBN 978-607-401-849-3 tomo v

Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta


del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la
autorización expresa y por escrito de gemaporrúa, en términos de
lo así previsto por la Ley Federal del Derecho de Autor y, en su caso,
por los tratados internacionales aplicables.

IMPRESO EN MÉXICO PRINTED IN MEXICO


l i b r o i m p r e s o s o b r e pa p e l d e f a b r i c a c i ó n e c o l ó g i c a c o n b u l k a 80 g ra m o s

w w w. m a p o r r u a . c o m . m x
estas lecturas
discurso sobre américa
danner gonzález

e sta colección de Lecturas Clásicas no podría completarse


de mejor manera que compendiando textos de América,
aunque debe afirmarse que este volumen es más bien una suerte
de mapa geopolítico en la cual la memoria oral y la historia
nos brindan un gran cuadro donde, por supuesto, lo latino-
americano crece. Hay que tener presente que el siglo xx fue
marcado por la intención de generar un sentido de pertenencia
a nuestra tierra, lo mismo en textos como el Ariel, de José
Enrique Rodó, como en La raza cósmica, de José Vasconcelos.
Se integran aquí poesía y prosa, géneros complementarios
que sirven de crisol para una misma realidad. Toda la litera-
tura latinoamericana, desde el Río Bravo hasta el Cabo de
Hornos, tiene solamente dos grandes temas: la glosa de la
soledad y la búsqueda de la identidad americana. Esta selec-
ción forma parte de un programa educativo que aspiró —y
continúa haciéndolo— a que el lector cobrara conciencia de
su realidad y se situara en su latitud y en su tiempo.

|7|
Gabriel García Márquez dijo al graduarse del bachillerato:
“Yo no vengo a decir un discurso”. Permítaseme decir que yo,
en cambio, sí he venido a decir un discurso, porque América
es también oralidad y porque la de los americanos debe ser
una voz que, a la manera de Ramón López Velarde, se levante
en mitad del foro “para cortar a la epopeya un gajo”.
El contenido de este volumen es un discurso sostenido que
encuentra sus raíces en la larga noche de los tiempos, en el flore-
cimiento de las ciudades de Uxmal y Tenochtitlan, a medio
camino entre Quito y Cuzco, en los proverbiales poemas de
Netzahualcóyotl.
El discurso americano atraviesa el Atlántico a bordo de
las tres carabelas de Colón y surca los océanos en el primer
viaje de circunnavegación de la historia —primero con
Magallanes y a la muerte de éste en Filipinas, con Juan Sebastián
Elcano, capitanes siempre ávidos de descubrir nuevas rutas,
territorios inexplorados.
Este volumen recorre un vuelo casi fugaz, se ocupa de más
de 400 años, inicia con la partida de Quetzalcóatl, pasando
por el descubrimiento de América y la defensa de Tenochtitlan
en manos de Cuauhtémoc, continúa con la Conquista y la
Colonia, donde se advierten tiempos oscuros de expoliación e
injusticias en contra de los pueblos indígenas, apenas defen-
didos por la trémula luz humanitaria de Fray Bartolomé de
las Casas. Nos lleva también más allá del Río Magdalena, en
el sueño independentista del libertador de América: Simón
Bolívar. Narra las luchas libertarias valerosamente sostenidas

8  da n n e r g o n z á l e z
por Hidalgo y Morelos, por Sucre y San Martín. Esta es la
carta de navegación del esplendor y la esperanza de América.
Aquí la realidad y la fantasía se mecen juntas sobre una delgada
línea, como un equilibrista sin miedo de caer al vacío.
La historia de los pueblos americanos es la historia ejemplar
de sus hombres y mujeres. No se trata de vana palabrería.
América ha sido desde sus orígenes tierra de artificio, de imagi-
nación floreciente, de sabios y científicos, de artistas y guerreros.
Nuestra estirpe desciende de hombres y mujeres curtidos bajo el
sol del esfuerzo, con un hondo sentido de respeto a la naturaleza.
Nuestras ciudades precolombinas nada tuvieron que envidiarle
nunca a Egipto, Roma o Constantinopla.
Sabemos quiénes somos y de qué somos capaces los latino-
americanos. Nos queda el deber puntual de construir un futuro
acorde a la grandeza de nuestro pasado y a las expectativas del
presente. Que la lectura de estos textos sirva para reafirmar
nuestra fe en América y para hacer viable el gran proyecto del
maestro Vasconcelos: ¡Que por nuestra raza, hable el espíritu!
dg
textos previos
lecturas para
encender la imaginación
danner gonzález

a casi un siglo de distancia, la cruzada educativa de José


Vasconcelos sigue siendo la más importante que se
haya hecho en México por la claridad de sus objetivos y a
pesar del alcance de sus medios. Vasconcelos soñó con una
república de hombres y mujeres instruidos. Había nacido
en la provincia mexicana y conocía de cerca la miseria de
sus paisanos, su analfabetismo y su consecuente pobreza
cultural y material. Sabía que el 80 por ciento de la población
era iletrada y que la mitad ni siquiera hablaba español. De-
finió bajo un lema en apariencia simple, los grandes ejes
sobre los cuales habría de definirse la política cultural del
momento: “Alfabeto, pan y jabón”; revitalizó la Universidad
Nacional e impulsó decididamente la Secretaría de Educa-
ción Pública y las escuelas rurales, además de influir en
innumerables misiones educativas y embajadas culturales.
En los años veinte del siglo pasado, el libro era un obje-
to cultural “demasiado raro, demasiado caro y demasiado

| 13 |
inaccesible”.1 Agotada ya la primera década de este nuevo
siglo, el libro continúa siendo raro y caro. Este nuevo es-
fuerzo editorial pretende hacerlo accesible. La única solu-
ción a los grandes problemas nacionales sigue siendo la
misma que planteó Vasconcelos: educación, educación y
más educación.
En el canon propuesto por Vasconcelos para estas Lec-
turas Clásicas en 1924, se agrupan en el primer volumen
los fundamentos místicos de la humanidad, el encuentro
de los hombres y los dioses: “Los Vedas” y “El Ramayana”,
la literatura en sánscrito de Oriente, la vida de Buda, los
cuentos y poemas de Tagore, “La Ilíada” y “La Odisea”,
las historias bíblicas del “Antiguo” y “Nuevo Testamento”,
y en la estructura original de su segundo volumen se
incluye, entre otros: “El Cantar del Mío Cid” y “El Qui-
jote”, “El Juglar de Nuestra Señora”, “Tristán e Isolda”,
“Parsifal”, “El Rey Lear”, “La tempestad”, “Cuentos de
Tolstói”, cuentos de Andersen y los Hermanos Grimm,
leyendas americanas y textos históricos sobre Colón,
Magallanes, Simón Bolívar, Hidalgo y Morelos, entre
otros. Las estampas de Roberto Montenegro y los graba-
dos de Gabriel Fernández Ledesma, además de descansos
visuales, son un goce estético para el lector.
La épica o se vive o se lee, pero siempre se aprende a
recrearla en la imaginación. No hay cineasta tan grande ni
1
Claude Fell, José Vasconcelos: Los años del águila, 1920-1925: educación, cultura e
iberoamericanismo en el México postrevolucionario, unam, México, 1989, p. 479.

 14  da n n e r g o n z á l e z
producción tan colosal para contarnos con exactitud la
majestuosidad del palacio de Aladino o el combate de Áyax
y Héctor. En cambio las espadas de los Atridas sonarán con la
misma intensidad en nuestros oídos, siempre que visitemos
las páginas de las Lecturas Clásicas.
Esta es una obra para recrear y sentir deseos de volver a
crear el mundo. Cervantes escribió “El Quijote” y al parecer,
Salvador Novo fue quien lo adaptó para niños.2 Luego en-
tonces Novo sería autor de Cervantes, reflejo de Avella-
neda,3 de Cide Hamete Benengeli4 y del creador de “Pierre
Menard, autor de El Quijote”.5 Es probable que de entre
los lectores de estas obras surjan mañana escritores clásicos
de los grandes temas de su tiempo. Lo imposible, escribe
Borges, es no componer, siquiera una vez “La Odisea”.
Me vincula a estas lecturas un cariño especial, por-
que fueron los libros de cabecera de mi infancia. Por eso,
cuando Miguel Ángel Porrúa me encargó hacer una inci-
tación a la lectura de estos textos me pareció que no podía
encargárseme tarea más bella y más gratificante. Aquí
2
Blanca Rodríguez, “El Quijote en las Lecturas clásicas para niños”, en María Stoopen
(coord.), Horizonte cultural del Quijote, Facultad de Filosofía y Letras, unam, México,
2010, p. 303.
3
A Alonso Fernández de Avellaneda (seudónimo), se le atribuye el segundo tomo de
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Tarragona, España, 1614.
4
Cide Hamete Benengeli (historiador musulmán), personaje creado en el texto de
la novela de Cervantes quien afirmaba que ésta había sido escrita, a partir de su capítulo ix,
por este personaje. Se trata de un giro literario metaficcional para dar credibilidad al
texto. Sostenía que la historia presentaba décadas de antigüedad y que don Quijote fue
un personaje real.
5
Título de un relato escrito por Jorge Luis Borges, mismo que se incluye en su libro
Ficciones, 1944.

l e c t u r a s pa r a e n c e n d e r l a i m a g i n a c i ó n  15 
están los pilares de la civilización entera. Esta selección
compendia las bases sólidas, reales y ficticias, humanas y
divinas, sobre las que la humanidad ha cifrado a lo largo de
su historia, sus alegrías y sus miedos, el lamento de sus
horrores y sus cantos de esperanza.
En esta nueva edición desaparece el adjetivo “para niños”,
porque como deben verse, son lecturas para niños y jó-
venes, pero también para hombres y mujeres de todas las
edades. Son libros para formar lectores. A pesar del impe-
rio de la imagen en nuestro siglo, tendremos relatos mientras
tengamos el beneficio de la palabra en libertad, mientras no
nos dejemos esclavizar por el televisor, mientras sigamos
entendiendo que los libros son una de las mejores crea-
ciones del alma humana. Allí donde haya un lector, la
palabra escrita seguirá encendiendo la imaginación.
Tenemos que devolver a las bibliotecas su carácter for-
mador del espíritu y del lugar donde germinan las ideas
que han ordenado y prefigurado por siglos a las sociedades.
Que nunca más se les asocie como lugar de aburrimiento,
porque allí viven las grandes historias que desatan la ima-
ginación y la creación, estímulos esenciales de la grandeza
humana. Que nunca más vuelvan a calificarse como el lu-
gar donde van a morir los libros, sino que vuelvan a ser
espacios de alegrías y de consolación de penas, lugar de
amor y desamor, morada de héroes y campo de épicas
batallas, sitio donde habita la poesía, lugar de rito, anun-
ciación y profecía.
dg
a guisa de prólogo
haré la historia de este libro*
josé vasconcelos

t odo el que haya comparado nuestro ambiente hispano-


americano y aun español, con la cultura intensa de los
países anglosajones, se habrá dado cuenta de lo escaso que
son entre nosotros los libros; no tanto por su carestía, sino
por lo difícil que comúnmente se hace encontrarlos, entre
otras causas porque no existen traducidos a nuestro idioma.
De allí que para hacer en nuestra raza, obra de verdadera
cultura sea menester comenzar por crear libros, ya sea escri-
biéndolos, ya sea editándolos, ya traduciéndolos. Un
hombre que sólo sepa inglés, que sólo sepa francés, pue-
de enterarse de toda la cultura humana; pero el que sólo
sabe español, no puede juzgarse, ya no digo culto, ni si-
quiera informado de la literatura y el pensamiento del
mundo. Y siempre será para nosotros un bochorno tener
que aprender lenguas extrañas, no sólo para comunicarnos

*
El texto de José Vasconcelos se refiere a la obra de la cual emana el presente
volumen. Lecturas clásicas para niños, 2 vols., México, 1924.

| 17 |
con nuestros semejantes, lo cual estaría muy bien, sino
aun para conocer el pensamiento del mundo.
Si los gobiernos de nuestros pueblos castizos tuvieran
siquiera una noción de los deberes que impone el destino
de una raza, si los gobernantes pudieran ver un metro más
allá del ruin interés personal y de la corta preocupación del
momento; si su patriotismo fuera de verdad un sentimiento
elevado de decoro y de amor común, ya hace mucho tiempo
que nuestras repúblicas se habrían puesto de acuerdo para
establecer una casa editorial enorme, que diera a los 90 mi-
llones de hombres de habla española, todos los libros de
que hoy carecen, escritos en su lengua y vendidos a mínimo
precio. Urge fundar ya que no un gobierno común, por lo
menos un Consejo Educativo Cultural, que dirija el pensa-
miento y el desarrollo espiritual de este pueblo.
Pero ya que éstos son por ahora sueños irrealizables,
nosotros resolvimos dedicar atención siquiera a las realiza-
ciones parciales, y reflexionando particularmente en lo
que leen los niños en las escuelas primarias, echamos de
menos la mara­villosa literatura infantil que han creado
o traducido los ingleses, adaptándola siempre ingeniosa-
mente a su propio temperamento. En cambio nuestros
textos de segundo y tercer año son una prueba lamentable
de que apenas copiamos las formas de la cultura, pero sin
penetrar su intención. ¿Por qué graduar la lectura en dos y
tres libros, si esto está muy bien en inglés, donde cada pa-
labra tiene que ser aprendida ortográficamente, además de

 18  j o s é va s c o n c e l o s
ideológicamente, mientras que en nuestro idioma, quien
aprende a leer un buen libro de primer año, ya puede
entender cualquiera otra obra escrita? ¿Por qué no se ha
visto que estas lecturas graduadas tienen por objeto realizar
ejercicios de deletreo (spelling), que en nuestro idioma son
completamente absurdos? ¡En cambio, no se advierte que
los ingleses complementan sus libros de simple ejercicio
de lectura con cuentos maravillosos y lecturas de clásicos
adaptados a la imaginación infantil! ¿Por qué el niño de
México atiborrado de textos ha de carecer, sin embargo, de esa
amenidad de información literaria que un niño de habla
inglesa adquiere desde el tercer año de su enseñanza?
Tales reflexiones quedaron englobadas hace algunos
años en una circular —que pasó inadvertida— la cual re-
comendaba que se substituyeran los textos mediocres con
lecturas originales o adaptadas de La Ilíada y La Odisea, del
Quijote y el Romancero. En honor de la verdad, la circular
que menciono quedó sin efecto, no sólo por la indiferen-
cia con que fue acogida, sino porque padecía del vicio tan
común a nuestras leyes de mandar hacer las cosas, antes de
que existan los medios de ejecutarlas. Sucedio con ella, en
menor escala, lo que con nuestra famosa ley de enseñanza
obligatoria y con los decretos de algunos generales revo-
lucionarios, que han dictado penas severas contra el que
no aprenda a leer; sucede que nadie toma en cuenta todo
esto, por la sencilla razón de que no hay escuelas ni libros
donde se pueda aprender. Si tuviésemos más sentido de

a g u i sa d e p ró lo g o  19 
gobierno, ya desde el 57, a la vez que dictar leyes copiadas
sobre enseñanza obligatoria, hubiésemos dedicado algunas
de las fincas expropiadas al clero, para formar fondos de
enseñanza, antes de permitir que los bienes desamortiza-
dos llegasen a constituir fortunas privadas y latifundios
que han sido una nueva calamidad social.
Así nos pasó a nosotros con la circular aludida, no
pudo permanecer en práctica porque no se hubiese podido
encontrar un número suficiente de ejemplares. Al darnos
cuenta de ello, pensamos que se podría hacer una gran
edición infantil del Quijote para regalarla por todo el país,
y en efecto, pudimos arreglarnos con una casa española
que nos ha vendido 50 mil ejemplares, muy aceptables, a
un precio extremadamente bajo.
Así que estuvo en nuestro poder la edición de referen-
cia, el señor doctor Bernardo J. Gastélum, subsecretario de
Educación, mandó expedir una nueva circular en la que con
mayor acopio de datos se señalaron los defectos de los textos
usuales de lectura y la conveniencia de que los niños se ins-
truyesen en los mejores ejemplos de la literatura universal,
adaptada convenientemente a sus capacidades.
Esta segunda circular superó a la primera, cuando
menos por las resistencias que ha suscitado. Muchos li-
breros se sintieron lastimados en sus intereses; algunos
pedagogos se creyeron postergados; los diarios —con
incompleta información sobre el asunto— escribieron,
sin embargo, sesudos editoriales, condenando nuestros

 20  j o s é va s c o n c e l o s
proyectos. Finalmente las principales casas editoras inter-
pelan al suscrito en un concurrido banquete. El Estado no
debe editar libros, nos dijeron “porque al hacerlo arruina a
la industria privada, mediante una competencia desleal”.
Los niños no deben leer los clásicos, agregaron, “porque
no están al alcance de sus pequeñas inteligencias”.
Repusimos que el Estado tiene el derecho de abaratar
el libro y difundirlo, aun cuando por hacerlo se arruinen
20 empresas, pero que en realidad lo que tendría que pasar
era que todos aquellos que han aprendido a leer en el
millón de libros repartidos por el gobierno tendrían que
volverse clientes de los editores, porque tenían que seguir
leyendo, y así, lo que hubieren dejado de vender de car-
tillas de enseñanza, lo recuperarían con creces, con los
libros de todo género que un pueblo instruido consume.
Por lo que hace a la lectura escolar, les hicimos ver la
petulancia con que nosotros los mayores juzgamos el cere-
bro in­fantil. Nuestra propia pereza nos lleva a suponer
que el niño no comprende lo que a nosotros nos cuesta
esfuerzo; olvidamos que el niño es mucho más despierto y
no está embotado por los vicios y apetitos. Tanto es así,
agregué, que me atreví a formular la tesis de que todos los
niños tienen genio y sólo al llegar a los 16 años nos volve-
mos tontos. Además, les dije, es menester de­sechar el
temor de los nombres que no se comprenden bien: la pa-
labra clásico causa alarma; sin embargo, lo clásico es lo
que debe servir de modelo, de tipo, lo mejor de una época.

a g u i sa d e p ró lo g o  21 
Lo que hoy llamamos genial, será clásico mañana, y lo
clásico es lo mejor de todas las épocas. ¿Por qué ha de
reservarse eso para los hombres maduros que frecuente-
mente ya no leen? ¿Y por qué a los niños se les ha de dar
la basura del entendimiento únicamente porque nosotros
suponemos que no entienden otra cosa?
Sin embargo, todos los problemas sociales, fáciles en la
teoría, encuentran escollos a veces insuperables en la prác­
tica. ¿Cómo íbamos a hacer para dar a los maestros los
libros cuyo empleo se les recomienda? ¿Dónde están en
castellano los bellos cuentos, las adaptaciones de Shakes-
peare y de Swift, de Grecia y Roma, que andan en las
manos de todos los niños ingleses? Hay, es claro, unas
cuantas obras, debidas a la reciente actividad de los edi-
tores de España; pero no bastan ni por el número, ni por
la extensión, ni por el precio.
Se hace menester, por lo mismo, fabricar los libros; así
como es necesario construir los edificios de la escuela. Y
aquí está el presente libro, creación desinteresada de cola-
boradores de la Secretaría de Educación Pública, seis no-
bles ingenios que han puesto su esfuerzo a disposición de
los niños de habla castellana.
Quien examine el índice de esta obra advertirá que se
trata de una selección respetuosa de toda la literatura uni-
versal, depurada sin empequeñecimientos, rica y amena.
Podrá parecer extraño al criterio superficial que se
mezclen tesis tan disímiles como el Aladino y el Prometeo

 22  j o s é va s c o n c e l o s
y la Historia de Sarmiento o de Bolívar; pero a esto hay que
responder que es así la vida de compleja en la apariencia,
aunque uniforme en su sentido profundo y alto. En todo
caso, se ha observado el único criterio posible en una se-
lección de esta índole, el criterio cronológico combinado
con el de calidad.
Se nos ha sugerido que se adicione el volumen con
noticias históricas, con reseñas geográficas; nos hemos ne-
gado porque no nos propusimos hacer una enciclopedia;
quisimos ofrecer a los niños una visión panorámica orde-
nada en el tiempo, y la enseñanza profunda que sin duda
derivarán de sentirse en contacto con los más notables su-
cesos, los mejores ejemplos y las más bellas ficciones que
han producido los hombres.
jv

[Ciudad de México, 1924]


razones para
la presente publicación*
bernardo j. gastélum

e l niño posee dentro de sí mismo, cierta potencialidad de


desarrollo que le basta por sí sola para ejercitar determi-
nadas adquisiciones mentales; la acción docente, cuando no
la respeta, resulta errónea, porque hace artificiosa la enseñanza,
ahogando la espontaneidad y mecanizándola. No hay que
discutir la utilidad de obras preparadas para facilitar formas
especiales de conocimiento, frecuentemente se exagera esta
modalidad, produciendo en el espíritu estrechez que lo man-
tiene dentro de un infantilismo forzado, ya que las materias de
enseñanza carecen en sí mismas de la parte estimulante que
deben tener para facilitar su aprendizaje.
El espíritu que se educa bajo una disciplina fecunda, tiene
en todos los instantes de su evolución, en derredor de los cono-
cimientos formados, una penumbra de ideas, hipótesis, etcé-
tera; de aquí su progreso continuo; en cambio, el individuo
que sólo lee textos, sabe o no sabe, sin término medio, todo lo
aprecia dentro de fórmulas hechas.
*
Texto tomado de Lecturas clásicas para niños, 2 vols., México, 1924.

| 25 |
La intención de hacer a todas horas obra pedagógica, echa
a perder el mejor propósito y es causa fundamental de errores
de enseñanza; en tanto que si tiene por condición permanecer
siempre accesible y ser constantemente penetrable, los niños la
soportan celebrándola, porque ennoblece su espíritu formán-
doles su gusto literario y artístico. La acción de las lecturas en
esta forma, es continua, nunca pierde su interés, ya que cum-
ple con aquel principio de psicología experimental que ha
servido de base para grandes innovaciones pedagógicas, “de la
penetración de lo parcialmente inteligible”, que debe exigirse
a todo el material pedagógico; y no sucederá, como ahora con
las lecturas escalonadas, que su acción es momentánea, per-
diendo su interés de un día para el otro, no educando por
consecuencia y obstruyendo el desarrollo mental del niño;
pues los libros exclusivamente para niños, les parece a ellos
mismos demasiado pueril lo que contienen, la inteligencia del
niño descubre con frecuencia algo que no le agrada en esa
afectada simplicidad de los textos, les ocurre exactamente lo
que nos pasaría a nosotros con libros que nos fueran hechos
para nuestra edad y profesión.
Los libros de lectura para escuelas son obras en que falta
inspiración, y aunque la tuvieran, por ser hechos por inteli-
gencias eminentes, pierden su carácter por el solo hecho de ser
textos, estando, por este motivo, dentro de cierto radio.
El idioma español se pronuncia generalmente como se
escribe. Desde el momento que el niño después de su primer
año de escuela debe dominar los fundamentos de la lectura

 26  b e r na r d o j . g as t é lu m
mecánica, la práctica de continuar obligándolo a que use tex-
tos para aprender a leer durante los años sucesivos de escuela,
obliga a su espíritu a que se mantenga dentro de cierto plan
mental, hecho condenado por las investigaciones psicológicas,
en las que se basan los métodos pedagógicos modernos, ya que
generalmente esos libros los forman lecturas peptonizadas.
La existencia de esos libros tiene su explicación en aque-
llos países cuyo idioma se escribe en una forma y se pronuncia
en otra distinta; pero entre nosotros, ha resultado una imita-
ción servil de los métodos sajones. Por consiguiente, desde el
momento que el niño ha cursado su primer año escolar, ha-
biendo aprendido a leer, esta Secretaría considera conveniente,
que las prácticas sucesivas de lecturas, en los años posteriores
de escuelas, se hagan en ediciones de clásicos apropiadas a su
edad, para lo que desde luego se pro­cederá a formar un libro.
Estas lecturas, al mismo tiempo que perfeccionarán al niño
en este ejercicio mucho mejor que lo hacen los malos textos de
lectura usados hasta ahora, servirán mante­niendo siempre su
interés, para formar su gusto literario y artístico, puesto que
desde una edad temprana, habrán estado en contacto con
espíritus verdaderamente superiores, no dándose el caso, como
sucede ahora, que hay jóvenes que llegan a adquirir un título
profesional y en ninguna ocasión de su vida han leído un
verdadero libro.
bjg

[Ciudad de México, 1924]


AMÉRICA
las leyendas
el címbalo de oro
antonio mediz bolio

e n el tiempo que no se cuenta hubo en la Tierra del faisán y


del venado un pueblo feliz. Feliz el pueblo de aquel reina-
do porque olvidando guerras y sacrificios supo cuidar los cam-
pos de tal modo, que hasta los cerros florecieron y más feliz el
rey sabedor de los bienes de sus súbditos, viendo ensancharse la
ciudad, rica ciudad, alrededor del Palacio Blanco que habitaba,
siempre guardado por muchos y muy buenos guerreros devotos
de la “serpiente de plumas de oro”, su jefe y señor.
Pero la mano que todo lo domina, la que reparte el rocío
del cielo y el calor de la tierra, tenía dispuesto lo que sucedió y
que vais a oír.
Cerca de los dominios del rey Feliz y en la falda de un
monte misterioso, habitado por corcovados, había un pueblo
y en el pueblo una vieja hechicera que conocía los secretos de
las hierbas y podía recoger la plata de la luna. Habitaba una
cabaña formada con tierra y hojas de palmera en el confín del
pueblo; nadie vivió en ella nunca sino la vieja desde hacía

l a s l ey e n d a s  33 
muchos años, hasta que sintiendo próxima su muerte, quiso
tener un hijo. Para lograrlo, fuese una noche al monte de los
corcovados misteriosos y de ellos recibió un huevo grande,
mucho más grande que los de las águilas, que puso a incubar
debajo de la tierra de su choza.
Del huevo brotó un niño con cara de hombre que no creció
más de siete palmos y dejó de crecer; pero era despierto como
una ardilla y desde que nació hablaba y sabía tantas cosas que
maravillaba a la gente. La vieja contó que era su nieto, para
que se lo creyeran.
La vieja acostumbraba ir todos los días con su cántaro a
traer agua del pozo público, y el enano quedaba solo en la casa
y lo registraba todo.
Sucedió que él había puesto su atención en que su abuela
no se separaba nunca de las tres piedras del hogar, y, cuando iba
a salir, lo tapaba cuidadosamente. El enano quiso saber lo que
había allí escondido.
Para esto, como era sagaz y malicioso, imaginó hacer un
agujero en el fondo del cántaro, para que cuando la vieja fuese
con él por agua, no lo pudiese llenar y tardara mucho y enton-
ces él tuviera tiempo de remover las cenizas del fogón.
Y aquel día, mientras la abuela estaba esperando que el
cántaro agujereado se llenara, el enano fue y removió las ce-
nizas y metió las manos adentro de ellas; y he aquí que sacó
afuera un címbalo de oro. Y fue y lo golpeó con una varita.
Y el címbalo resonó con un sonido terrible, como el de un
trueno espantoso, que se oyó en toda la tierra y la estremeció.
Corre y viene la abuela y dice desolada al enano:

 34  américa
—¿Qué has hecho infeliz?...
Y él dice:
—Yo no he hecho nada, un pavo fue el que gritó dentro
del monte. Y ya había ocultado presuroso el címbalo bajo las
cenizas. Pero la vieja sabía la verdad y no le creyó.
Estaba dicho que aquel que encontrara el címbalo de oro
escondido debajo de la tierra y del fuego, haciéndolo sonar,
destronaría al Rey Feliz del vecino reinado, por lo que la noti-
cia se esparció por toda la comarca con gran alboroto, y el viejo
rey que estaba dormido en la casa blanca, despertó y de los pies
a la cabeza tembló de espanto.
Hizo marchar a sus hombres por todos los caminos a bus-
car al que había tocado el instrumento terrible de la terrible
música; los que encontraron al enano lleváronlo delante del
viejo rey, quien lo esperó sentado en su trono en medio de la
plaza y debajo de una ceiba que tenía mil años.
Todos los consejeros del rey rieron al ver llegar al enano
pensando que era muy pequeño para destronar a su Señor, por
lo que le aconsejaron lo pusiera a prueba. Entonces dijo el an-
ciano rey al enano:
—Si en verdad eres el que ha de sucederme, demuéstralo.
Y el enano contestó:
—Pregunto, cómo he de demostrarlo.
Y dijo el rey:
—Si eres tú quien ha de sucederme, has de tener más sabi-
duría que yo mismo. Dime pues, sin equivocarte en uno solo,
cuántos frutos hay en las ramas de esta ceiba que nos tiene a
su sombra.

l a s l ey e n d a s  35 
Y el enano miró las ramas del árbol grande, lleno todo de
frutos menudos, y respondió:
—Yo te digo que son 10 veces 100 mil y dos veces 73 y si
no me crees, sube tú mismo al árbol y cuéntalos uno por uno.
Quedó confuso el viejo rey; pero entonces salió de la ceiba
un gran murciélago que le dijo al oído:
—El enano ha dicho la verdad.
Mas no se dio por vencido y para proponer al enano una
segunda prueba, levantó los ojos llenos de orgullo y dijo:
—Bien saliste, al parecer, de la primera prueba; pero esto
no es bastante. Mañana mandaré que alcen un tablado en
medio de esta plaza y allí, delante de todo el mundo, el mi-
nistro de Justicia romperá sobre tu cráneo, con un mazo de
piedra, una medida llena de cocos. Si puedes quedar a salvo,
será verdad que eres el rey venido a substituirme.
Oyó el enano y dijo:
—Consiento, pero siempre que aceptes sufrir la misma
prueba si yo quedo vivo.
—Yo sufriré lo mismo que tú puedas sufrir, dijo el rey viejo.
Vuelve, pues, por donde viniste y preséntate mañana aquí.
—Iré y volveré, habló el enano. Pero el camino que trae
aquí desde mi casa es estrecho y pedregoso, no es camino para
que pase un rey. Yo haré uno digno de mí y por él vendré ma-
ñana a buscarte. Descansa, te deseo.
Y el enano se volvió a la cabaña de su abuela. Y no se sabe
cómo, pero durante esa sola noche, el camino que llevaba a los
dominios del rey, fue todo hecho de piedra lisa y brillante. Por
él caminó al amanecer el enano con la vieja y gran cortejo de

 3 6  américa
gentes asombradas, hasta la presencia del rey, que muy espan-
tado estábale esperando, sin haber dormido en toda la noche.
Delante de todo el pueblo subió el enano al tablado y el
ministro de Justicia rompió sobre su cabeza, uno por uno,
todos los frutos de palmera que estaban preparados, gol-
peándolos con un pesado martillo de piedra. El enano no
se movió ni hizo otra cosa que reír con una pequeña risa,
pues sabía que su abuela le había puesto, secretamente, una
plancha de cobre encantado debajo de los cabellos. Por eso
no sintió nada.
Cuando el viejo rey lo vio levantarse vivo y sano se estre-
meció diciendo entre dientes: “Sí es”. Pero no cedió, porque el
tener poderío sobre los hombres es cosa muy dulce que no se
deja fácilmente y así dijo al enano:
—Bien está. Pero como es preciso que no quede duda de
que eres mi substituto, soportarás otras pruebas, duerme por
hoy en mi casa blanca y mañana hemos de ver.
A lo que contestó el enano:
—Permaneceré en la comarca; pero no en tu palacio que
no es digno de un rey como yo. Durante esta noche, levantaré
un palacio digno de mí y de él me verás salir mañana.
Y así fue. Delante del palacio del viejo rey apareció a la ma-
ñana siguiente uno más alto, labrado y deslumbrante, todo de
piedra pulida. Por la soberbia puerta salió el enano y bajó la es-
calera acompañado por muchos vasallos (alguien dijo que los
vasallos eran los corcovados del monte). Así llegó hasta donde
el viejo rey estaba, turbado y temeroso. Y propuso al enano la
tercera prueba:

l a s l ey e n d a s  37 
—Hagamos cada uno una estatua a nuestra propia imagen
y pongámosla a arder en el fuego. La estatua que el fuego res-
pete será la de aquel que deba ser rey.
—Bien está —dijo el enano— comienza tú.
El viejo rey hizo su estatua de madera durísima y en cuanto
la puso al fuego, se consumió reduciéndose a ceniza y carbón.
Entonces le dijo el enano:
—Te hago gracia, puedes fabricar otra si quieres.
El viejo rey, tembloroso, hizo afanosamente otra estatua
suya y la hizo con la piedra más dura; pero en cuanto la pusie-
ron en el fuego, se deshizo en ceniza de cal.
—Déjame por merced, hacer la última —pidió al enano
suspirando. El enano, que reía con su pequeña risa, aceptó,
y entonces el viejo rey hizo otra estatua y ésta fue de metal
brillante; mas en cuanto la acarició el fuego, se derritió como si
fuera de cera tierna.
—Vencido estoy, dijo el viejo rey, más apesadumbrado, a no ser
que la estatua que tú hagas se queme tan fácilmente como éstas.
Y el enano siempre con su pequeña risa, fue y trajo barro
mojado y con él hizo una figurita muy parecida a su persona.
La puso en el fuego, y en el fuego, mientras más se cocía, más
fuerte y fina era la estatua de barro.
Maravillado el pueblo y convencido de la verdad del enano,
pidió fiestas para coronarlo nuevo rey. Pero el enano dijo:
—No puedo coronarme mientras aquí no haya un palacio
para mi vieja madre y otros para los príncipes de mi corte, y
muchos más para mis guerreros, y un monasterio para las vír-
genes del fuego, y una gran plaza para los espectáculos, y un

 38  américa
gran templo. Mañana veréis todo esto y mucho más. Ahora,
que el viejo rey sufra las pruebas que yo he sufrido, pues así
está pactado.
Y el viejo rey fue puesto a la prueba del martillo y al primer
golpe quedó muerto.
Como lo había prometido el nuevo rey enano, al amanecer
del otro día vio asombrado, el pueblo, resplandecer una gran
ciudad (la grande Uxmal) con numerosos palacios, primorosa-
mente labrados en piedra y numerosos templos y sitios especia-
les para el juego de pelota.
Fue suntuosa la coronación del nuevo rey y hubo muchas
bellas danzas en su honor.
“Así floreció Uxmal, como ninguna ciudad del mundo, bajo
el reinado de aquel rey. El pueblo se dedicó al cultivo de las ar-
tes más bellas; aprendieron a moldear los metales que traían
de lejos y a dibujar en la piedra cosas delicadas, y a labrar los
hilos de colores vivísimos y variados y a tejerlos y a hacer con
las pieles de los animales adornos y rodelas. Aprendieron mu-
chos secretos de curar con hierbas y supieron la virtud de las
piedras verdes y de las amarillas. Tuvieron conocimiento del
hablar bonito y jugaron con las palabras como con las flechas
en el aire, y fueron perfectos en la música para la cual inventa-
ron muchos instrumentos nuevos”.
Cuando después de 60 vidas de hombre murió el enano rey
que hizo a su pueblo más feliz que enantes, todos los hombres lo
lloraron e hicieron estatuas con su efigie, de barro fino, pintadas
de colores brillantes, para no olvidarlo nunca, y muchos guerreros
guardaron su tumba en donde floreció el odorante árbol del copal.

l a s l ey e n d a s  39 
quetzalcóatl

b lanco, alto, corpulento, de frente ancha, de ojos negros y


barba tupida de oro rizado, era Quetzalcóatl el sumo sa-
cerdote de Tula, dueño de los vientos, adorado por los pueblos
toltecas en la remota antigüedad de México.
Nadie supo nunca de dónde había venido. Tal vez de otro
país atravesando el mar en la estrecha carabela del milagro;
pero como el sabio y prudente Quetzalcóatl enseñó a su pueblo
las artes más difíciles como fundir y trabajar la plata, labrar las
piedras verdes que se llaman “chalchivites” y otras hechas de
conchas coloradas y blancas, el arte de trabajar las plumas
de los pájaros, fue elegido rey tributándole desde entonces ho-
nores sin cuento.
Dictó para su pueblo leyes sabias y austeras como su vida
misma, leyes que hacía publicar a un pregonero desde el Mon-
te de los Clamores para que se oyeran hasta 300 millas lejos.
Por honestidad llevaba siempre largo el vestido. Habitaba
en palacios milagrosos, unos de plata, otros de turquesas, otros
de plumas como enormes nidos y otros de “chalchivites”, la

 40  américa
piedra suntuaria que sus vasallos, de ligero andar, traían desde
muy lejos.
En tiempos de Quetzalcóatl el pueblo recibió los benefi-
cios de los dioses y cuentan que la tierra producía mazorcas
de maíz del tamaño de un hombre, cañas altas y verdes como
árboles, algodón de colores, por lo que no era menester teñirlo,
y aves desconocidas de pluma y canto, por lo que nada faltaba
a los habitantes de la dichosa Tula.
Mas vino el tiempo malo y la fortuna de Quetzalcóatl y de los
toltecas acabó para siempre. Los dioses, disfrazados de nigro-
mánticos o viejos hechiceros, vinieron a la tierra con el propósito
de destronar a Quetzalcóatl y arrojarlo de sus dominios.
Para lograrlo, uno de los nigrománticos, llamado Vitzilo-
puchtli presentóse en el palacio real pidiendo hablar con Quet-
zalcóatl. Los pajes, temerosos de molestar a su amo, trataron de
convencer al anciano Vitzilopuchtli que debía marcharse; mas
tanto insistió el hechicero que obtuvo al fin lo que deseaba.
Quetzalcóatl, sentado en un trono resplandeciente de pie-
dras preciosas, recibió al forastero diciéndole:
—¿Hijo, cómo estás y qué deseas?
—Deseo —respondió Vitzilopuchtli— ofreceros la esencia
que cura todos los males devolviendo la juventud.
—Enhorabuena —repuso con alegría el rey—, hace días
que te aguardo, pues me siento enfermo y dolorido.
—Entonces bebed de este elíxir, que el corazón de quien lo
bebe se ablanda hasta sentirse feliz.
Dijo el hechicero presentando a Quetzalcóatl una fina va-
sija de barro esmaltado. Bebió el rey del líquido y a los pocos

l a s l ey e n d a s  41 
instantes notó que, efectivamente, ya no sentía dolores en el
cuerpo por lo que bebió más sin saber que el hechicero pre-
tendía embriagarle con el vino blanco de la tierra, hecho de
magueyes y llamado “Teumetl”, para conducirlo más tarde y
fácilmente fuera de la ciudad.
Tanto bebió Quetzalcóatl de aquel líquido blanco desterra-
dor de males, que al fin la embriaguez apoderóse de su corazón
haciendo germinar en su cerebro la idea de partir para siempre.
—¿A dónde iré, hijo? Aconséjame. Quiero salir de Tula
para siempre.
—Irás a Tlapallan —repuso el hechicero satisfecho de los
efectos de la bebida blanca— que ahí te espera otro anciano
como yo y si haces lo que te indique, volverás a ser más joven
que cualquier mancebo feliz.
Entre tanto, otro de los nigrománticos, para evitar que su
pueblo defendiese a Quetzalcóatl, quedó en la plaza repartien-
do a los toltecas del mismo vino blanco hasta embriagarlos.
Cuando lo consiguió, sentóse en medio del mercado haciendo
bailar a un muchacho sobre la palma de su mano para llamar
la atención.
Pronto vióse rodeado por una muchedumbre de curiosos
que atisbaban los movimientos del muchacho sobre la palma
de la mano del hechicero. Todos se preguntaban: ¿Qué embuste
es éste? ¿Cómo puede bailar un muchacho sobre la palma de
una mano? Debe ser hechicero. Démosle muerte a pedradas
por practicar la brujería.
Así lo hicieron y después de muerto, comenzó a heder el
cadáver del brujo, por lo que decidieron los toltecas llevarlo

 42  américa
fuera de la ciudad. Quisieron levantar el cuerpo muerto sin lo-
grarlo, por que pesaba como un fardo de los más grandes, y en-
tonces le ataron alrededor del cuello una soga de pita resistente
para llevarlo a rastras al campo fuera de la ciudad.
Pesaba tanto el cadáver, que la soga revéntose cuanto tiraron
de ella muchos toltecas, lanzándolos a distancia y muriendo
todos del golpe. Otros toltecas sustituyeron a los primeros, refor-
zando las sogas, y nuevamente cayeron en tierra como los otros.
Cuando, muertos muchos toltecas, comprendió Vitzilopu-
chtli que sin dificultad podría salir de Tula Quetzalcóatl, aún
embriagado como estaba, acompañóle hasta las puertas de la
ciudad permitiendo que fueran con él algunos de sus pajes y
vasallos. Después dedicóse a quemar todas las casas de plata
y concha y plumas que encontró. Incendió los campos. Ape-
dreó a los pájaros lindos, dejando en ruinas la antigua y prós-
pera ciudad de los toltecas.
Quetzalcóatl, seguido por sus fieles servidores, tomó el ca-
mino que conduce al mar. Cuando llegó a un sitio que llaman
Quautitlán, debajo del árbol más grande y más grueso, sentóse
a descansar. Se le notaba triste. Pidió a uno de sus vasallos un
espejo, miró su rostro y dijo: “Soy un anciano, justo es que
me suceda lo que me sucede”. Después, como último gesto de
dominio y de sabiduría, tomó piedras del camino y apedreó el
árbol. Todas las piedras que tiró Quetzalcóatl se incrustaron
en el árbol y ahí quedaron para siempre como símbolo de su
fuerza divina.
Al son de flautas que, para alegrarlo, tañían sus servidores,
continuó el rey el camino hacia el mar.

l a s l ey e n d a s  43 
Cuando llegó a un sitio que llaman Talnepantla, viendo
por última vez y a lo lejos las ruinas de su ciudad antigua y
próspera, lloró tristemente, hasta necesitar apoyarse con las
manos en la roca para no caer. Sentóse sobre una piedra gran-
de y siguió llorando hasta la hora en que voló el último pájaro.
Las manos de Quetzalcóatl quedaron para siempre seña-
ladas en la roca, y sus lágrimas horadaron la piedra como símbolo
de su dolor de rey.
Cuando llegó a un sitio que se llama Coahpa, los hipócri-
tas hechiceros vinieron a su encuentro aparentando disuadirlo
del viaje que emprendía.
—Quetzalcóatl, ¿a dónde vas? ¿Por qué abandonas a tu pue-
blo? Preguntáronle. A lo que respondió majestuosamente el rey:
—Ahora nadie podrá impedirlo, ni vosotros que lo causás-
teis. Voy a Tlapallan a donde me llama el sol.
—Ve enhorabuena; pero déjanos la sabiduría de las artes
para fundir plata, para labrar las piedras preciosas, para tejer
plumajes y decorar vasijas.
Entonces, Quetzalcóatl, quitándose las muchas y preciosas
joyas labradas que llevaba, arrójolas en una fuente, como lo
hace el día con las estrellas de la noche, y dijo:
—Ahí están mi riqueza y mi sabiduría. Tomadlas.
Más adelante, el viaje fue difícil y hosco. Las sierras del
volcán y la sierra nevada con sus altos picos blancos, cerraban
el paso hacia el mar y los pajes que le acompañaban, todos
enanos y corcovados, fueron muriendo de frío y de cansancio.
Quetzalcóatl siguió solo hasta las riberas del horizonte en
donde comienza la línea del mar.

 44  américa
Hizo construir una balsa, formada de culebras, y en ella
entró y asentóse como en una canoa, que se fue por el mar
navegando.
Y así como se ignora de dónde vino, no se sabe para dónde
se fue, desde que se perdió a los ojos de los hombres en las ri-
beras del mar.

l a s l ey e n d a s  45 
las hazañas de los hijos del sol
arturo capdevila

e ranse unos tiempos de rígidas normas. Toda insignia como


toda institución, se autorizaba en supersticiosas imposi-
ciones del pasado.
Porque un día un personaje más o menos mítico se dio 450
vueltas a la cabeza con una larga cinta —el “llautu”— el inca
la usa como emblema real. Por razón parecida se añade el
“mascapaycha”, o sea el fleco purpúreo. Por una causa análoga
se adorna la frente con las plumas sagradas del “coraquenque”,
el divino pájaro de la montaña, el ave fabulosa, de la cual se
decía que a la muerte de un hijo del sol, bajaba sumisa a las
manos del gran sacerdote y se dejaba arrancar dos plumas, una
de cada ala —blanca la una, negra la otra— para las sienes del
heredero.
Váyase notando cómo estos detalles se acomodan siempre
a las fórmulas propias de la religión solar; una religión sincera
y veraz, fundada en el amor a la naturaleza.

 46  américa
Esos 12 flecos que caían de la orla real simbolizaban los
12 signos zodiacales. Esas dos plumas del ave mítica —negra
la una, blanca la otra—, representaban la dos mitades del año:
el invierno oscuro y el verano claro. En los menores rasgos se
manifiesta el acatamiento a las leyes del cosmos. Sabido es, por
lo demás, que el inca una vez al año gobernaba el arado, en
señal de dedicación agrícola y de culto a la tierra. Su cetro por
esto mismo era una segur de oro.
Paz y trabajo de los campos significaba la segur de oro;
como que estos hijos del sol amaban sobremanera las faenas
campestres. Querían que en sus dominios el hombre fuera
feliz. Para llegar al hombre comenzaban por la naturaleza.
Mandaban hacer canales, represas, caminos, acequias… Todo,
menos consentir la presencia del páramo. Porque consentirlo
vale por empobrecer a la patria, moral y materialmente. Pensa-
miento político, no de un día sino de todas las generaciones in-
caicas. Ahí están para demostrarlo, esos estupendos acueductos
de la ingeniería autóctona. Celebrando la felicidad colectiva se
oía, hasta en los desiertos, sonar la canción del agua.
¿Qué mucho que rindiesen pródigamente las regiones la-
bradías, bienestar y riqueza, si la tarea de labrar se cumplía con
la escrupulosidad de un rito religioso? Y era aquél un rito ale-
gre, una verdadera fiesta. Es fama que, llegada la época opor-
tuna, mientras los hombres roturaban el suelo con la estaca pri-
mitiva, las mujeres, no lejos, rastrillaban al son de viejos aires
del país, como en las églogas y en los idilios…
Bajo tal sistema, trabajaban la totalidad de los súbditos
fuertes en la totalidad de la tierra apta. Y si acaso quedaba

l a s l ey e n d a s  47 
algún erial, como el que había del lado de Atacama, caro paga-
ba su ocio con el tributo de sus incontables esmeraldas.
Nada, por otra parte, acredita de tan estricto modo la cul-
tura de un pueblo como sus caminos; tanto más, si se trata de
pueblos antiguos. Los que viajan mucho, sabiendo para qué
viajan, valen más que los sedentarios. El que vive en quietud
se expone a ignorarse en sí mismo. Falto de curiosidad por las
cosas, no sentirá sus estímulos para la acción. Pocas y pobres
serán sus obras. Sus pensamientos, como las tortugas, se echa-
rán la casa encima; se volverán estrechos y melancólicos. El
que camina, en cambio, suelta a andar con él sus ideas: las re-
fresca, las ventila. Lo que era firme y arraigado se queda en su
sitio; lo que estaba de más, se lo lleva el viento.
Y los peruanos caminaron mucho. Mas no como los vio-
lentos, que pasan destruyendo, y ya no vuelvan más; ni como
los fugitivos, que sólo atienden a huir, sino que practicaron vías
cómodas, que conocieron palmo a palmo, y por ellas fueron y
vinieron muchas veces, ya marchando de conquista, ya acom-
pañando al rey en sus viajes de recreo o de inspección.
Estos caminos unían todas las ciudades del imperio.
Se sabe de uno que corría desde Quito hasta el sur chileno;
particularmente importante, porque en él los ingenieros india-
nos habían salvado numerosos y grandes obstáculos, validos
del terraplén, de la galería o de los puentes de maguey.
Cieza de León que anduvo por aquellas rutas, nos ha dejado
descripción muy completa de ellas, que conviene recordar.
He aquí cómo nos cuenta que eran los caminos de los llanos:
“Y en estos valles y la costa, los caciques y principales hicieron

 48  américa
un camino tan ancho como 15 pies; por una parte y por otra
de él iba una pared mayor que un estado, bien fuerte; y todo el
espacio deste camino iba limpio y echado por debajo de arbo-
ledas y destos árboles por muchas partes caían sobre el camino
ramos dellos, llenos de frutas, y por todas las florestas andaban
en las arboledas muchos géneros de pájaros…”.
López de Gomara nos ha contado también cómo eran las
incaicas:
“Van muy derechos estos caminos —escribe— sin rodear
cuesta ni laguna, y tienen pro sus jornadas y trechos de tierra,
unos grandes palacios que llaman ‘tambos’”.
Y en otro lugar:
“Tenían dos caminos reales del Quito al Cuzco, obras costo-
sas y notables; una por la sierra y otra por los llanos, que duran
más de 600 leguas. El que iba por lo llano era tapiado por ambos
lados y ancho de 25 pies; tiene sus acequias de agua en que hay
muchos árboles dichos ‘molli’. El que iba por lo alto era de la
mesma anchura, cortado en vivas peñas y hecho de cal y canto; y
ya abajaban los cerros, ya alzaban los valles para igualar el cami-
no; edificio, al dicho de todos, que vence las pirámides de Egipto
y las calzadas romanas y todas obras antiguas”.
De ordinario, limitábase su interés a la carrera de los “chas-
quis”, correos del gobierno, que reemplazándose de posta en posta,
llevaban a las fronteras las órdenes imperiales, cuya procedencia
certificaba el emisario exhibiendo un hilo del “mascapaycha”.
Pero a veces los caminos se llenaban de flores; con prefe-
rencia, de “arirumas”. Era que se acercaba el séquito incaico en
prolongada columna.

l a s l ey e n d a s  49 
Salían entonces el “curaca” y su guardia a ofrecer los ho-
menajes de la veneración al monarca. Y allá en los primero
puestos ya se iban enterando de su augusta salud… El hijo
del sol llegaba sano y contento. La marcha no había sido fati­
gosa. Tan pronto faldearon una montaña, como se encajonaron
en una garganta sombría; o bien pasaron, como Mayta Capac,
por puente colgante, rasando un torrente bravo. Un día vieron
que se les abría el horizonte en una plenitud de azul, arriba y
abajo, y dieron con la orilla resonante del mar. Nunca les faltó
camino…
La muchedumbre, entre tanto, llenaba los lugares, deseoso
cada uno de mirar la divina faz del rey. Rodeada de numerosa
escolta, se veía su litera, tan guarnecida de esmeraldas, tan ful-
gurante de oro… Y detrás y adelante, los varones de renombre,
los abanderados del arco iris, los soldados con su equipo com-
pleto… Pero nadie lograba ver el rostro del emperador.
Sin embargo, solía ocurrir que el inca dejaba descorrer las
cortinas de púrpura de las andas, para mostrarse, resplande-
ciente y sereno, la cabeza en alto, las sienes ceñidas con el
“lautu” multicolor, trémulas al viento las plumas simbólicas
del coraquenque.
El pueblo, entonces, en el paroxismo de la adoración, rom-
pía en ululante alarido, capaz —según la bella hipérbole de un
cronista—, de hacer caer las aves del firmamento. “¡Oh, muy po-
deroso señor, hijo del sol —le decían—, tú sólo eres el Señor; el
mundo te escucha!”. O también. “Tahuantinsuyu Capac: ¡Señor
de las cuatro partes de la sierra! Con razón afirmaba Atahualpa,
que a no quererlo él, los pájaros no volarían en su reino”.

 50  américa
Y con los años, sucedía que por la misma carretera pasaban
los estandartes de la guerra; cierta señal de que la política del
Cuzco —política pacifista— había fracasado ante la obstina-
ción de algún vecino bárbaro.
También entonces salían las multitudes al paso de los ejér-
citos. Mas ya no había ni altos ni regocijos. A marcha apretada,
cuando no de carrera, proseguían la ruta los soldados del
Perú, con prisa de ganar terreno al enemigo. Cubríanles las
cabezas cascos de madera o de pieles hirsutas, si no de luciente
metal. Chispeaban a la lumbre solar los temibles arcos, los dar-
dos arrojadizos, las lanzas rematadas en hueso triangular…
Así hasta fatigar los ojos. Caía la tarde, y las infanterías inaca-
bables continuaban pasando bajo la puesta del sol. Por fin, ya
anochecido, el último guerrero se borraba en el confín obscuro.
Entonces era el seguirles con los oídos, calculando la distancia
por los ladridos de los perros, cada vez más lejanos y tristes en
la honda noche.
Felizmente, la tropa regresaba siempre victoriosa, con la
alegría de haber cumplido una obra bienhechora. Obra bien-
hechora, porque mediante la expansión cuzqueña, se asegura-
ba el triunfo del culto solar, culto bueno, que siempre fue para
las sociedades sin distinción de épocas ni de razas, causa de
civilización o de renacimiento. Pues donde quiera que brilló el
rayo del dios Sol, se apagaron —sea un ejemplo— las hogueras
de los sacrificios humanos.
Razón tenían, entonces, los príncipes vencedores en hacer,
con gran acompañamiento, aquellas entradas triunfales, de
vuelta a la ciudad, que la historia no podrá olvidar.

l a s l ey e n d a s  51 
Los cronistas lo cuentan maravillados.
Rompía la marcha el regimiento de los músicos, tocando
bocinas y atabales. Luego venían los batallones de lanceros, si-
guiendo a los capitanes. Lucían en los pechos medallas ilustres.
Ondeaban en las cabezas plumas raras. Cada uno mostraba
algún rico despojo de los vencidos. Aplausos y gritos de salu­
tación se perdían en la confusión estruendosa de los tambores.
Al medio de la columna —nota lúgubre— caminaban los pri-
sioneros, llenos de ignominia, desnudos por aquella fría altitud
del Cuzco; desnudos y las manos atadas a la espalda. Más allá,
los opulentos “orejones”, los prohombres de la corte, luciendo
fastuoso atavío, cantaban el “hualí”, o canto a la victoria, pre-
gonando las virtudes heroicas de los predilectos del sol. En pos,
cantando y bailando, celebraban la entrada triunfal, 500 o más
hijas de gente noble. Aquellas lindas jóvenes traían en las manos
ramos de flores escogidas; llevaban las sienes ceñidas de guir-
naldas, y en los quiebros armoniosos de la danza, hacían sonar,
con claro tintineo, los cascabeles que les colgaban de las muñecas,
de las rodillas, de los tobillos. Gozando con tan gracioso espec-
táculo, avanzaba en palanquín de oro, el inca afortunado. Y allí
la guardia de honor; allí el plumaje multicolor de los adornos;
allí los abanicos chispeantes de esmeraldas; allí el lujo de los
quitasoles…
Muchas y grandes hazañas se coronaban con esta entrada
triunfal. Muchas y muy grandes también se iniciaban con ella.
¡Venturosos incas! Digámoslo de una vez. Su mayor hazaña
fue que fueron hasta en la guerra, hombres de paz.

 52  américa
netzahualcóyotl
salvador novo

o diado y perseguido por el ambicioso Tezozómoc, que de-


seaba arrebatarle el cetro de Texcoco, huía por montes y
selvas el rey Ixtlixóchitl, sexto emperador de los chichimecas,
llevando consigo a su tierno hijo Netzahualcóyotl. Diéron-
les alcance las tropas enemigas y apenas tuvo tiempo el padre
amante de esconder a su hijo entre las ramas de un capulín,
desde el cual éste vio cómo su padre, valiente y firme, moría a
manos de los de Atzcapotzalco.
Grande fue el regocijo de Tezozómoc al saber que ya
no existía el rey de Texcoco; mas al enterarse de que no había
muerto Netzahualcóyotl, montó en grande cólera, pues
veía en él un futuro peligro para la estabilidad de su tiranía.
Así fue que ordenó que se le diera muerte dondequiera que se
le hallase.
Largo tiempo vagó, alimentándose de hierbas, semidesnudo
y maltrecho, el joven príncipe, hasta que sus tías, nobles damas

l a s l ey e n d a s  53 
de México, se atrevieron a pedir al tirano de Atzcapotzalco per-
miso para alojarlo en su palacio y completar su educación.
Accedió Tezozómoc, a quien los años y las enfermedades
habían hecho entrar en razón, y Netzahualcóyotl, ya en se-
guridad, comenzó a tramar planes para la restauración de su
imperio. Para ello contaba con la simpatía de todos los pueblos
que reconocían su talento y su bondad y que sufrían por otra
parte bajo el yugo de Atzcapotzalco.
El anciano Tezozómoc, que desde hacía tiempo perma-
necía en una cesta de algodones a causa de sus males, murió
dejando dos hijos de los cuales, aunque el trono pertenecía al
primogénito Maxtla, fue Tayautzín quien lo ocupó, por póstu-
ma disposición de su padre, que conocía el carácter tiránico de
Maxtla y quiso evitar mayores calamidades a sus pueblos. Pero
éste, como era natural, no quedó contento y asesinó a su propio
hermano para arrancarle el poder.
Una vez en el trono, la primera preocupación de Maxtla
fue quitar a Netzahuacóyotl de su camino, para lo cual urdió
infinitos planes, ya tratando de asesinarlo en un banquete, ya
haciéndolo perseguir por supuestos bandidos. Sólo su buena
estrella pudo salvarlo y, cada vez más decididamente apoyado
por los pueblos de Anáhuac, declaró la guerra a Maxtla, se res-
tableció en el trono de sus mayores, y, llegado a Atzapotzalco,
vengó la muerte de su padre arrojando a los cuatro vientos la
sangre del tirano.
Ya en el poder, organizó sabiamente su gobierno, se hizo
construir un palacio suntuoso y se dedicó al cultivo de las
bellas artes, por las que desde niño sentía especial atracción. Se

 54  américa
dice que compuso 60 himnos, hoy casi todos perdidos. Fue el
primero en prohibir los sacrificios humanos y la idolatría, esta-
bleciendo el culto a Tloque Nahuaque, el Dios Desconocido.
Murió a los 73 años de edad, después de reinar 43, dejando en
el trono a su hijo Netzahualpilli.

LA VANIDAD DE LAS COSAS HUMANAS

Son las caducas pompas del mundo como los verdes sauces,
que por mucho que anhelen a la duración, al fin un inopinado
fuego los consume, una cortante hacha los destroza, un cierzo
los derriba y la avanzada edad y decrepitud los agobia y entris-
tece; siguen las púrpuras las propiedades de la rosa en el color
y la suerte; dura la hermosura de éstas en tanto que sus castos
botones avaros recogen y conservan aquellas porciones que
cuaja en ricas perlas la Aurora y económica deshace y derrite en
líquidos rocíos; pero apenas el padre de los vivientes dirige so-
bre ellas el más ligero rayo de sus luces, les despoja su belleza
y lozanía, haciendo que pierdan por marchitas, el encendido y
purpúreo color con que agradablemente ufanas se vestían. En
breves periodos cuentan las deleitosas repúblicas de las flores
sus reinados, porque las que por la mañana ostentan soberbia-
mente engreídas la vanidad y el poder, por la tarde lloran la
triste decadencia de su trono, y los repetidos parasismos que
las impelen al desmayo, la aridez, la muerte y el sepulcro.
Todas las cosas de la tierra tienen término, porque en la más
festiva carrera de sus engreimientos y bizarrías, calman sus
alientos, caen y se despeñan para el abismo. Toda la redondez

l a s l ey e n d a s  55 
de la tierra es un sepulcro; no hay cosa que sustente, que con
título de piedad no la esconda y la entierre. Corren los ríos, los
arroyos, las fuentes y las aguas, y ningunas retroceden para sus
alegres nacimientos; aceléranse con ansia para los vastos do­
minios de Tloluca, y cuanto más se arriman a sus dilatados
márgenes, tanto más van labrando las melancólicas urnas
para sepultarse. Lo que fue ayer no es hoy, ni lo de hoy se ase-
gura que será mañana. Llenas están las bóvedas de pestilentes
polvos, que antes eran huesos, cadáveres y cuerpos con alma,
ocupando éstos los tronos, autorizando los doseles, presidiendo
las asambleas, gobernando ejércitos, conquistando provincias,
poseyendo tesoros, arrastrando cultos, lisonjeándose con el fausto,
la majestad, la fortuna, el poder y la admiración. Pasaron estas
glorias como el pavoroso humo que vomita y sale del infernal
fuego del Popocatépetl, sin otros monumentos que recuerden
sus existencias que las toscas pieles en que se escriben. ¡Ah! ¡Ah!
¿Y si yo os introdujera en los obscuros senos de esos panteones,
y os preguntara que cuáles eran los huesos del poderoso Achal-
chiuchtlanetzin, primer caudillo de los antiguos toltecas, de
Necazecmitl, reverente cultor de los dioses? ¿Si os preguntara
dónde está la incomparable belleza de la gloriosa emperatriz
Xihutzal, y por el pacífico Tolpiltzin, último monarca del infe-
liz reino tulteca? ¿Si os preguntara que cuáles eran las sagradas
cenizas de nuestro primer padre Xólotl; las de munificentísimo
Nópal; las del generoso Tloltzin, y aun por los calientes carbones
de mi glorioso, inmortal aunque infeliz y desventurado padre
Ixtlixóchitl? Si así os fuera preguntando por todos nuestros
augustos progenitores, ¿qué me responderíais? Lo mismo que

 56  américa
yo respondiera: Indipohdi, indipohdi; nada sé, nada sé, porque
los primeros y últimos están confundidos con el barro. Lo
que fue de ellos ha de ser de nosotros y de los que nos sucedie-
ren. Anhelemos, invictísimos príncipes, capitanes esforzados,
fieles amigos y leales vasallos; aspiremos al cielo, que allí todo
es eterno y nada se corrompe. El horror del sepulcro es lisonjera
cuna para el sol, y las funestas sombras brillantes luces para los
astros.
No hay quien tenga poder para inmutar esas celestes lámi-
nas, porque como inmediatamente sirven a la inmensa gran-
deza del Autor, hacen que hoy vean nuestros ojos lo mismo
que registró la preterición y registrará nuestra posteridad.

l a s l ey e n d a s  57 
ninoyolnonotza1

1. Me reconcentro a meditar profundamente dónde poder


recoger algunas bellas y fragantes flores. ¿A quién pregun-
tar? Imaginaos que interrogo al brillante pájaro zumbador,
trémula esmeralda; imaginaos que interrogo a la amarilla
mariposa: ellos me dirán que saben dónde se producen las
bellas y fragantes flores, si quiero recogerlas aquí en los bos­
ques de laurel, donde habita el Tzinitzcán, o si quiero to-
marlas en la verde selva donde mora el Tlauquechol.
Allí se las puede cortar brillantes de rocío; allí llegan a su
desarrollo perfecto. Tal vez podré verlas si es que han apa-
recido ya; ponerlas en mis haldas, y saludar con ellas a los
niños y alegrar a los nobles.
2. Al pasear, oigo como si verdaderamente las rocas respon­
dieran a los dulces cantos de las flores; responden las
aguas lucientes y murmuradoras; la fuente azulada can-
ta, se estrella, y vuelve a cantar; el Cenzontle contesta; el

Arreglo castellano de J.M. Vigil sobre la versión inglesa de Daniel G. Brinton.


1

 58  américa
Coyol­tótotl suele acompañarle, y muchos pájaros cantores
esparcen en derredor sus gorjeos como una música. Ellos
ben­dicen a la tierra, haciendo escuchar sus dulces voces.
3. Dije, exclamé: ojalá no os cause pena a vosotros, amados
míos, que os habéis parado a escuchar; ojalá que los brillan­
tes pájaros zumbadores acudan pronto. ¿A quién busca­remos,
noble poeta? Pregunto y dijo: ¿en dónde están las bellas y
fragantes flores con las cuales pueda alegraros, mis nobles
compañeros? Pronto me dirán ellas cantando: Aquí, oh
cantor, te haremos ver aquello con que verdaderamente
alegrarás a los nobles, tus compañeros.
4. Condujéronme entonces al fértil sitio de un valle, sitio
floreciente donde el rocío se difunde con brillante esplen-
dor, donde vi dulces y perfumadas flores cubiertas de
rocío; esparcidas en derredor a manera de arco-iris. Y me
dijeron: Arranca las flores que desees, oh cantor —ojalá
te alegres—, y dalas a tus amigos, que puedan regocijarse
en la tierra.
5. Y luego recogí en mis haldas delicadas y deliciosas flores,
y dije: —¡Si algunos de nuestro pueblo entrasen aquí! ¡Si
muchos de los nuestros estuviesen aquí! Y creí que podía
salir a anunciar a nuestros amigos que todos nosotros nos
regocijaríamos con las variadas y olorosas flores, y escoge-
ríamos los diversos y suaves cantos con los cuales alegraría-
mos a nuestros amigos, aquí en la tierra, y a los nobles en
su grandeza y dignidad.
6. Luego yo, el cantor, recogí todas las flores para ponerlas
sobre los nobles, para con ellas cubrirlos y colocarlas en sus

l a s l ey e n d a s  59 
manos; y me apresuré a levantar mi voz en un canto digno,
que glorificase a los nobles ante la faz de Tloque-in-Na-
huaque, en donde no hay servidumbre.2
… El dolor llena mi alma al recordar en dónde yo, el cantor, vi
el sitio florido.

2
Tloque-in Nahuaque: Cabe quien está el ser de todas las cosas, conservándolas y
sustentándolas.- Molina.
el descubrimiento
de américa
el viaje de colón
la primera travesía del atlántico
carlos pereyra

e n la mañana del 3 de agosto de 1492, las tres pequeñas em-


barcaciones del descubrimiento se alejaban de la costa. Los
frailes de La Rábida, todo el pueblo de Palos y muchos vecinos
de Moguer y de Huelva, presenciaban la partida.
—¡No volverán! —decían muchos— ¡No volverán!
Los expedicionarios se dirigieron a las islas Canarias para
reparar averías de la Pinta, operación que se hizo en la Gomera, y
el día 6 de septiembre levaron anclas en la isla de Hierro. El día
9, los expedicionarios perdían de vista las últimas tierras de las
islas africanas. Empezaban su penetración en un mundo mis-
terioso. Colón acordó desde el principio contar menor distancia
de la que recorría, “porque si el viaje fuese luengo no se espan-
tase ni desmayase la gente”. Los marineros gobernaban mal, en
opinión del almirante, y hubo riña sobre esto. Antes de que se
hubiese avanzado un gran trecho, ya estaban desavenidos el

el descubrimiento de américa  63 
jefe de la expedición y los tripulantes de la Santa María. En las
dos carabelas el orden y la disciplina no se alteraban. Uno
de los dones de que carecía Colón en mayor grado, era el de
gobierno.
Se caminaba a razón de dos leguas y media por hora. El
mar estaba tranquilo. A los dos días de haber perdido de vis-
ta la tierra, encontraron un mástil de navío, pero no pudieron
tomarlo. El día 13 ocurrió un hecho memorable. La ruta era
hacia el oeste; las embarcaciones iban contra las corrientes; al
caer la tarde de aquel día notaron que las agujas noroesteaban.
Por primera vez se había advertido la variación magnética. El
fenómeno se repitió de allí al 17: “Temían los marineros, y es-
taban penados, y no decían de qué. Conociólo el almirante;
mandó que tornasen a marcar el norte en amaneciendo, y
halló que estaban buenas las agujas; la causa fue porque la
estrella que parece que hace movimiento y no las agujas”. Así
calmaba las alarmas de los marineros. Pero, ¿había razón para
temer? El día 14 se había visto desde la Niña un garjao y un
rabo de junco, aves que no se apartan de tierra sino 25 leguas
a lo más; el día 16 notaron muchas manchas de hierba muy
verde, recientemente desprendida. La tierra estaría cerca. Y no
era infundada esta suposición, pues se aproximaban a unos
rompientes descubiertas en 1802. En la mañana del 17 notaron
que las hierbas parecían de ríos, y hallaron en ellas un cangrejo
vivo. Hasta les pareció que el agua era menos salada desde que
salieron de las Canarias… Había propensión al optimismo y a
la admiración; el tiempo era como abril en Andalucía: los aires,
siempre más suaves; la mar, muy bonancible, como en el río de
Sevilla; todos iban muy alegres; noches antes vieron caer del

 64  américa
cielo un maravilloso ramo de fuego a cuatro a cinco leguas; los
navíos, quien más podía andar andaba, por ver primero tierra.
El 17 a la mañana, los de la Niña mataron una tonina, y el
almirante vio un ave blanca de las que no suelen dormir en
la mar. Martín Alonso, con la Pinta, que era gran velera,
no aguardó más a la mañana del 18, y se adelantó para ver
tierra aquella noche. Así lo dijo a Colón desde su carabela. Los
signos se multiplicaban: muchas aves iban hacia el poniente;
había una gran cerrazón al norte. En la nao cayó un alcatraz.
Las islas estaban, sin duda, a derecha y a izquierda; pero el
almirante no quiso barloventear sino seguir hasta las Indias.
A la vuelta se vería todo. Tales son sus palabras. Era el 19 de
septiembre, y estaban a 400 leguas justas de las islas Canarias.
La primera parte del viaje confirmaba las relaciones y datos en
que se fundaba la expedición. Si estaban a 400 leguas justas de
las islas Canarias, y si veían signos seguros de tierra; aves, hier-
bas y cerrazón, “entre islas andaban”. En 10 singladuras más
se llegaría a las Indias.
Amaneció el 20, gran día para la ilusión y la esperanza.
“Vinieron a la nao dos alcatraces, y después otro, que fue señal
de estar cerca la tierra, y vieron mucha yerba, aunque el día
pasado no habían visto della. Tomaron un pájaro en la mano,
que era como un garjao; era pájaro de río y no de mar; los pies
tenía como gaviota; vinieron al navío, en amaneciendo, dos o
tres pajaritos de tierra cantando, y después, antes del sol salido,
desaparecieron”.
La mar —dice Colón— era llana como un río, y se cuajaba de
hierba. Los aires eran los mejores del mundo. Otro buen signo:

el descubrimiento de américa  65 
una ballena. Las ballenas, decía el almirante, andan siempre
cerca de tierra. En realidad, estaba a cuatro leguas de las rom-
pientes. Pero los marineros, atentos también, observaban que
todos los vientos eran contrarios para la vuelta. La desconfianza
se acentuaba. El día 22, afortunadamente, cesaron las murmu-
raciones, pues sopló un viento del oeste, que Colón bendijo
desde el fondo de su alma. El 23 fue día de una tórtola, de un
pajarito de río y de otras aves blancas. Pero la gente contaba ya
las horas con creciente disgusto. Llevaban 14 días sin ver tierra,
y la mar se había mostrado casi constantemente mansa y llana.
Sin mar grande no ventaría para el regreso. Pero apenas dicho
esto, una voz, que parecía la de los grandes profetas, exclamó
frente a la extensión ilimitada “Alzóse mucho la mar, y sin
viento, que los asombraba, por lo cual dice aquí el almirante:
Así que muy necesaria me fue la mar alta, que no pareció salvo
el tiempo de los judíos cuando salieron de Egipto, contra
Moysén que los libraba del cautiverio”.
En la calma del día 25 hablaban el almirante y Martín
Alonso, de nave a nave, sobre una carta de marear enviada tres
días antes por aquél al capitán de la Pinta, en la que, según
parece, había ciertas islas por la mar que atravesaban. Los dos
navegantes convenían en que habían llegado al paraje de las
islas; pero puesto que no las hallaban, era, o bien porque
las corrientes los habían desviado hacia el nordeste, o porque los
pilotos habían errado en la cuenta de la navegación. Martín
Alonso devolvió la carta. El almirante se puso a cartear en ella
con su piloto y sus marineros. El sol había desaparecido ya.
A la luz del crepúsculo, Martín Alonso examinaba la extensión

 66  américa
desde la popa de su carabela. Alegremente llama de pronto a
Colón pidiéndole albricias. El almirante se arrodilla con
todos los suyos para dar gracias a Dios mientras Martín Alonso
y los que le acompañaban claman desde la Pinta:
Gloria in excelsis Deo
Los de la Santa María repiten la invocación de Martín Alonso.
En la Niña, muchos marineros suben sobre la jarcia y el mástil
para ver la tierra. Los pilotos dejan la ruta seguida para llegar
al punto señalado por Martín Alonso, que se hallaría a una dis-
tancia de 25 leguas; pero el día 26 encontraron que la supuesta
tierra había sido una ilusión. Entretanto, la mar parecía un río,
y los aires no dejaban de ser dulces y suavísimos.
Era justamente la mitad del tiempo que había de trans­
currir entre la última visión de las islas africanas, que habían
dejado atrás, y el saludo a las Indias en la mañana del 12 de
octubre. Comenzaba, pues, la segunda mitad del trayecto; aquella
en que se cuentan los minutos como antes los días. Pero la in-
certidumbre hacía más penoso el transcurso del tiempo. Si
hubieran sabido, como después de esa travesía, que ésta no podía
durar menos de un mes, habrían sentido sólo tedio e impacien-
cia. Pero aguardaban por momentos la vista de la tierra buscada,
y la tierra no parecía. Ya la bonanza, las hierbas, los cangrejos,
las ballenas y las aves de río no alimentaban sus esperanzas. El
aire era tan sabroso que no faltaba sino oír el ruiseñor. Después
del monótono transcurso de los seis días siguientes, en los que
se convino como artículo de fe que habían quedado atrás las
islas, Martín Alonso indicó, en la noche del sábado, 6 de octubre,

el descubrimiento de américa  67 
que se navegase a la cuarta del oeste, a la parte del sudoeste.
¿Lo proponía por Cipango? Si erraban el derrotero de la isla
tardarían más en tomar puerto. Era preferible ir directamente a
la Tierra Firme del Gran Khan, y volver después a Cipango, así
como a las otras islas.
El día 7, Martín Alonso izó una bandera en el tope del
mástil y disparó una bombarda en señal de que se veía la tierra.
Pasaron algunas horas, y como no se confirmase el anuncio,
dispuso el almirante hacer algo para acelerar el arribo. Los por-
tugueses habían descubierto casi todas sus islas guiándose
por el vuelo de las aves. Iban éstas hacia el oeste-sudoeste, y
se tomó ese rumbo, que había sido el indicado por Martín
Alonso. La hierba parecía muy fresca el día 8; los aires semeja-
ban los de abril en Sevilla: “era placer estar a ellos; tan olorosos
son”. El día 9 navegaron al sudoeste: “Toda la noche oyeron
pasar pájaros”.
Amaneció el 10 de octubre: “Aquí la gente ya no lo podía
sufrir; quejábase del largo viaje; pero el Almirante los esforzó
lo mejor que pudo, dándoles buena esperanza de los provechos
que podrían haber. Y añadía que por demás era quejarse,
pues que él había venido a las Indias, y que así lo había de pro-
seguir hasta hallarlas, con la ayuda de Nuestro Señor”. Estas
quejas son lo que se llama el motín de la Santa María. El único
de los contemporáneos que menciona tal suceso es Oviedo, y
lo relata en estos términos: “Salidos, pues, deste cuidado y te-
mor de las yerbas, determinados todos tres capitanes y cuantos
marineros allí iban de dar la vuelta, y a un consultando entre
sí de echar a Colón en la mar, creyendo que los había burlado;

 68  américa
como él era y sintió la murmuración que de él se hacía, como
prudente, comenzó a confortarlos con muchas y dulces pala-
bras, rogándoles que no quisiesen perder su trabajo y tiempo.
Acordábales cuánta gloria y provecho de la constancia se les
seguiría perseverando en su camino; prometíales que en breves
días darían fin a sus fatigas y viaje, con mucha e indubitada
prosperidad, y, en conclusión, les dijo que dentro de tres días
hallarían la tierra que buscaban. Por tanto, que estuviesen de
buen ánimo y prosiguiesen su viaje, que para cuando decía él
les enseñaría un Nuevo Mundo y tierra…”.
Corría otra leyenda, destinada a morir en la atmósfera lu-
gareña de Palos y Huelva, con las generaciones inmediatas al
descubrimiento. No eran españoles —todos los expediciona-
rios, en suma, menos el italiano— quienes habían desfallecido.
El débil había sido Colón, obligado a capitular ante los amoti-
nados de la Santa María, Colón que habría vuelto a las Canarias
si no lo hubiera sostenido el valor de Martín Alonso. Tan in-
concebible es la una como la otra de estas dos versiones. Ni
Colón ni los españoles desesperaron; ni hubo el motín en que
se vio amenazado de muerte el almirante, ni se le puso a éste
un plazo definitivo para el descubrimiento, con amenazas
de muerte dictadas por los capitanes. De lo único que tenemos
testimonio indudable, es de la desconfianza creciente y de
las quejas más vivas cada día —de las exigentes reclamaciones
del pánico, en una palabra— de un pánico extendido entre los
elementos ínfimos de la marinería, y esto sólo de la nave capi-
tana. Ni en la Pinta, ni en la Niña se vio algo semejante. Las
dos carabelas eran mandadas por españoles, y los marineros

el descubrimiento de américa  69 
aca­taban la disciplina tradicional. La Santa María tenía la insig-
nia de un extranjero, hombre de saber, de gran ascendiente, que
llevaba títulos otorgados por los reyes —hombre de mucha elo-
cuencia y autoridad—; pero extraño a la mayoría de los secretos
de la técnica naval, y, además, de genio crudo, enojadizo, hom-
bre egoísta e injusto, divorciado de la solidaridad que se
establece en el mar a través de los grados de la jerarquía. Las
murmuraciones no eran de aquel día ni de la víspera: eran con-
tinuas, de todos los días que llevaban de viaje, y serían las
mismas en todos los viajes de Colón. Callaban los murmurado-
res persuadidos por los engaños de la ilusión o de la mala fe del
almirante. Pero hubo un momento en que de la murmuración
surgía ya la disputa, y en que había el peligro de que fuese
arrojado al mar, no Colón, sino el principio de autoridad. Sonó
el disparo de una bombarda para llamar a la Pinta, que iba
siempre delante, como más velera. Martín Alonso aguardó, y
cuando estuvo al habla con el almirante, dijo éste:
—Mi gente muestra mucha queja. ¿Qué os parece que fa-
gamos?
Vicente Yáñez Pinzón encontró una respuesta que toda su
magnífica historia posterior hace no sólo verosímil sino lógica:
—¿Qué faremos? Andemos fasta 2 mil leguas, e si aquí
non falláremos lo que vamos a buscar, de allí podremos dar la
vuelta.
Y Martín Alonso, más concluyente que su hermano, pro-
puso los medios:
—¡Cómo, señor! ¿Agora partimos de la villa de Palos, y ya
vuesa merced se va enojando? Avante, señor, que Dios nos dará

 70  américa
victoria que descubramos tierra; que nunca Dios querrá que
con tal vergüenza volvamos.
¿Qué dificultad había en ello? ¿Los descontentos?
—Señor —continuaba Martín Alonso—, aforque vuesa
merced a media docena dellos, o échelos al mar, y si no se atreve,
yo y mis hermanos barlovearemos sobre ellos y lo haremos.
—Bienaventurados seáis — respondió el almirante—. An-
demos otros ocho días, e si en éstos no fayamos tierra, daremos
otra orden en lo que debemos hacer de tamaña navegación.
La tierra estaba cerca. Lo decía un junco verde que vieron
junto a la nao. Lo decía una caña y un palo que recogieron los
de la Pinta. Pero, sobre todo, lo decían un palillo labrado, y una
tablilla, y un pedazo de caña, y una hierba de las que nace en
tierra, y, por último, otro palillo cargado de escaramujos. “Con
estas señales respiraron y alegráronse todos”.
A las 10 de la noche estaba el almirante en el castillo de
popa. Vio una lumbre. ¿Sería tierra? Llamó a Pero Gutiérrez,
repostero del rey, para decirle que mirase, y Pero Gutiérrez tam­
bién vio la lumbre. El oficial real Rodrigo Sánchez dijo que no
la veía. O había desaparecido, o había sido una alucinación en
el almirante y un simple efecto de la complacencia cortesana
en Pero Gutiérrez, que, sin verla, convenía en haber visto la
lumbre. El almirante afirmaba que era como una candelilla de
cera que se alzaba y levantaba. Tuvo, en todo caso, por cierto,
que estaban cerca de tierra. Después de la Salve, mandó que se
hiciese buena guarda en el castillo de proa. Los reyes habían
prometido mercedes a quien primero viese tierra, y el almirante,
además, ofreció un jubón de seda. Dos horas después de la

el descubrimiento de américa  71 
media noche, quedó evidentemente demostrada la existencia
de una tierra en la proximidad de las embarcaciones. Quien
la vio primero fue Francisco Rodríguez Bermejo —Rodrigo de
Triana—, perteneciente a la Pinta, que siempre llevaba la
delantera. Amainaron, y al amanecer del viernes 12 de octubre,
pisaron tierra en una isleta de las llamadas después Lucayas,
que los indígenas designaban con el nombre de Guanahaní.
Esta isleta no ha sido identificada posteriormente. Todas las
discusiones de los geógrafos han sido estériles. ¿Se abordó a la
isla del Gato o a la de Samana? En todo caso, la cuestión sólo
tiene un interés de orden sentimental, y bien puede quedar,
como otras muchas, en el limbo de la incertidumbre.

 72  américa
la empresa de magallanes
carlos pereyra

l a flota se componía de cinco embarcaciones: Trinidad,


San Antonio, Concepción, Victoria y Santiago, que eran
de 120 toneladas las dos primeras, de 90 la tercera, de 85 la
cuarta y de 75 la quinta. El capitán general iba en la Trinidad;
Juan de Cartagena, su segundo y sustituto, en la San Antonio,
Gaspar de Quesada, en la Concepción; Luis de Mendoza, en
la Victoria y Juan Serrano mandaba la Santiago. En la mañana
del lunes 10 de agosto de 1519, una salva de artillería anun-
ciaba que la flota de Magallanes bajaba el Guadalquivir. Esa
flota había sido perfectamente organizaba hasta en sus meno-
res detalles, tanto como puede serlo una flota moderna, y lle-
vaba 237 hombres a bordo. Acabados los últimos preparativos
en Sanlúcar de Barrameda, Magallanes salió de este puerto el
20 de septiembre. Una sola de las embarcaciones que llegaron
al Oriente, la Victoria, volvió al mismo puerto con 18 hombres,
el 6 de septiembre de 1522, después de haber andado 14,460
leguas en el primer viaje de circunvalación de la tierra.

el descubrimiento de américa  73 
Los expedicionarios hicieron escala en la isla de Tenerife, el
26 de septiembre; el 29 entraron en el puerto de Montaña Roja,
y se ponían en camino el 2 de octubre, ya de noche. Navegaron
hacia el sur y tomaron una ligera inclinación al sur cuarta del su-
doeste. Esto implicaba un cambio en las instrucciones que había
dado Magallanes por escrito a Juan de Cartagena, capitán de la
nao San Antonio, veedor de la Armada y “conjunta persona de
Magallanes”. La providencia absurda de bilocar el mando pro-
dujo serias dificultades, pues Cartagena pretendía que nada se
proveyese sin él. Magallanes, desentendiéndose de la disposición
de Sus Altezas la reina Juana y el rey Carlos, dispuso que todos
le siguiesen, “como estaban obligados, de día por la bandera y de
noche por el farol. Y no le pidiesen más cuenta”.
Pasando entre Cabo Verde y las islas de este hombre, siguió
la expedición hasta el paralelo de Sierra Leona. Detenida allí
por las calmas, surgieron desavenencias más graves aún entre
Magallanes y Cartagena, quien fue preso y puesto en custodia
bajo la responsabilidad de Luis de Mendoza. Antonio de Coca
fue designado para substituir a Cartagena.
Hecha por fin la travesía del Atlántico, el 29 de noviembre
estaba la expedición a 27 leguas del cabo de San Agustín, con-
tinuó hacia el suroeste, y el 8 de diciembre se avistaba la costa
del Brasil. El 13 de ese mismo mes entró en Río de Janeiro. De
allí se hizo a la vela el 27 y el 10 de enero de 1520 Magallanes
enfrentaba el cabo de Santa María, de donde la costa corre
hacia el oeste. La tierra que parecía llana y arenosa, tenía una
altura en forma de sombrero, a la que llamaron Monte Vidi.
Navegando por agua dulce, creyeron reconocer “hasta lo más

 74  américa
interior del río”. Magallanes, personalmente, pasó a lo otra
banda y encontró que el río tenía “20 leguas de ancho”. Pasando
por el cabo de Santón, llegó el día 8 de febrero al de Santa
Polonia, y el 24 de febrero vio una entrada que corre hacia el
noroeste y que fue reconocida para saber si era estrecho. Le dio
el nombre de San Matías. Entretanto, los tiempos se hacían
cada vez más inclementes, y las naves se dispersaban con fre-
cuencia. Muchas veces pasaban tres o cuatro días antes de que
lograsen reunirse. Las tierras no tenían gente, ni agua, ni leña.
Eran de “lindos campos sin árboles”. No había medio de hacer
provisiones, y los peligros arreciaban. Después de pasar a fines
de marzo por una Bahía de los Trabajos, el último día de ese
mes, víspera del Domingo de Ramos, Magallanes llegaban al
puerto de San Julián, escogido desde luego para invernar. La
gente, desalentada por la esterilidad y por el frío de aquel país,
intentaba volver atrás, y lo pedía así, a menos que se alargasen
las raciones. Magallanes contestó que estaban pronto a morir o
cumplir lo que había prometido; que el rey había ordenado el
viaje que debía llevar, y que había de navegar hasta hallar el fin
de aquella tierra, o algún estrecho, que no podía faltar; que,
en cuanto a la comida, no tenían de qué quejarse, pues había en
aquella tierra abundancia de buen pescado, buenas aguas, mu-
chas aves de caza y mucha leña. Y que el pan y el vino no les
habían faltado, ni les faltarían si quisiesen pasar por el arreglo
de raciones. Y, entre otras reflexiones, les exhortó y rogó a que
no faltasen al valeroso espíritu que la nación castellana había
manifestado y mostraba cada día en mayores cosas, ofreciéndoles
del rey correspondientes premios, con lo cual se sosegó la gente.

el descubrimiento de américa  75 
Sin embargo, había serias prevenciones contra el capítulo
general, y en la noche del 1 de abril estalló un movimiento se-
dicioso. Gaspar de Quesada era el guardián de Cartagena, y
Álvaro de Mezquita, pariente de Magallanes, había sustituido
a Antonio de Coca en el mando de la nao San Antonio. Ahora
bien, Quesada y Cartagena, acompañados de Luis de Men­
doza, se apoderaron de las naos San Antonio, Concepción y
Victoria. Con esto, a Magallanes le quedaban sólo dos: la Tri-
nidad y la Santiago. Por otra parte, los sediciosos tenían la
ventaja de haberse hecho con los bateles de las cinco embarca-
ciones. Magallanes, con astucia, tacto y extraordinaria audacia,
contuvo el movimiento, mandando dar muerte por sorpresa
al tesorero Luis de Mendoza. Reteniendo el batel de la San
Antonio, con el que los sediciosos le enviaban un recado, Ma-
gallanes, a su vez, dispuso que el alguacil Gonzalo de Espinosa,
acompañado de seis hombres, pasase a la Victoria, y entregase
una carta de requerimiento a Luis de Mendoza. Mientras éste
leía la carta con sonrisa de burla, Espinosa le dio una puñalada
en la garganta, y uno de los marineros una cuchillada en la
cabeza, que lo dejaron muerto. Magallanes envió al instante el
batel y 15 hombres, que izaron la bandera de la victoria. Juntas
así la Capitana, la Victoria y la Santiago, Magallanes se apoderó
de la San Antonio, que estaba más adentro, y presos Quesada,
Antonio Coca y los sobresalientes que habían pasado a la
San Antonio, envió por Juan de Cartagena a la Concepción, y
lo puso junto con los otros. Magallanes ordenó entonces que
fuese llevado a tierra el cadáver de Mendoza y allí se le descuar-
tizó. Degollado Gaspar de Quesada, se le descuartizo también,

 76  américa
y, por último, dispuso Magallanes dejar abandonados en la tie-
rra a Juan de Cartagena y al clérigo Pedro Sánchez de la Reina.
Hechos estos castigos, perdonó a más de 40 hombres, dignos de
muerte, por ser necesarios para el servicio de las naos y por no
malquistarse con el rigor.
Enviado Juan Serrano para que descubriera la costa ade-
lante, la nao Santiago, en que iba, que era la menor de las ca-
rabelas, quedó deshecha en una tempestad, y la gente tuvo que
volver a la armada por tierra, desde el río de Santa Cruz. Todos
los tripulantes se salvaron, con excepción de un esclavo, y pu-
dieron recuperar los aparejos y mercancías, para utilizarlos en
las otras naos.
La armada permaneció hasta el 24 de agosto en la bahía
de San Julián, donde se había construido una casa de piedra
para la herrería, y el tiempo pasó recorriendo los buques, muy
necesitados de reparaciones.
En junio se presentaron seis indios, llamados patagones por
sus enormes pies, “no desproporcionados a su estatura”. De allí
nació la creencia de que eran gigantes.
Una tentativa de colonización que había hecho Magalla-
nes, enviado 30 hombres al interior para que se quedasen si la
tierra les proporcionaba medios de subsistencia, dejó demos-
trado que en aquella latitud no era factible la formación de un
centro de población. Sólo como castigo y sin esperanza, queda-
ban allí los dos sentenciados: Cartagena y Sánchez de la Reina.
Continuando la expedición, llegó el 26 de agosto al río de
Santa Cruz, descubierto por Juan Serrano, sitio peligroso por
las tormentas. Una nueva detención para esperar el buen tiempo,

el descubrimiento de américa  77 
aplazó la salida hasta el 18 de octubre. Las instrucciones que
dio Magallanes fueron que se continuase hasta la altura de los
75º y que si, después de desaparejadas dos veces, las naos te-
nían que retroceder, se dirigirían a las Molucas por el estenor-
deste, tomando la vía del cabo de Buena Esperanza y de la isla
de San Lorenzo, sin tocar estos puntos.
Emprendido, pues, el viaje, se descubrió el cabo de las
Vírgenes a los tres días, o sea el 21 de octubre. Creyendo que
la profunda bahía era estrecha, Magallanes resolvió pasarlo.
Mandó que las naos San Antonio y Concepción reconociesen
la bahía en cinco días, y él entretanto, quedó aguardando con la
Trinidad y la Victoria. Una nueva tempestad estuvo a punto de
acabar con la escuadra. La borrasca duró día y medio.
Vueltas las dos naos exploradoras, sus informes diferían. La
una decía que había hallado golfos con altísimas riberas; la otra
aseguraba que había estrecho, pues en tres días no se encontró
el término de aquel brazo. Magallanes se inclinaba a la última
opinión, y dispuso que la San Antonio saliese de nuevo. La
operación fue inútil, pues la nao anduvo 40 leguas, y tampoco
halló término. Magallanes resolvió embocar el brazo de mar
con toda la armada, dando aquel resultado negativo como ple-
namente confirmatorio de su opinión. Llamó a consejo, y,
reconocidos los víveres, suficientes para tres meses, los capita-
nes resolvieron seguir a su general. Esteban Gómez, portugués,
piloto de la nao San Antonio, dictaminó que, “pues se había
hallado el estrecho para pasar a las Molucas, se volviesen a Cas-
tilla para llevar otra armada, porque había gran golfo que pasar,
y si les tomasen algunos días de calmas o tormentas, perecerían

 78  américa
todos”. Magallanes contestó que, “aun cuando tuviese que comer
los cueros de vaca de que estaban forradas las antenas, había de
pasar adelante, y descubrir lo que había prometido al empera-
dor”. Magallanes dio inmediatamente una de aquellas órdenes
en que imponía su voluntad por el terror, y empezó el tránsito.
“Esteban Gómez era tenido por gran marino, y la gente mos-
traba hacer mudanza; pero Magallanes mandó pregonar por
las naos que nadie, so pena de la vida, hablase del viaje”, y sin
más anunció la partida para la mañana siguiente.
Esa noche, la tierra, “áspera y fría”, se vio cubierta de
fuegos en la parte sur. Le bautizaron Tierra del Fuego. “Em-
prendida la navegación por el estrecho, halló en lo interior de
aquella bahía una angostura como de una legua de ancho, por
la cual entró, y habiéndola rebasado se encontró en otra ba-
hía menor. Después pasó por otra angostura, semejante a la
primera, y se halló con otra bahía mayor que las anteriores,
donde había más islas. Aquí tenía andadas más de 50 leguas de
estrecho, y comisionó a la nao San Antonio a descubrir la sa-
lida de otro brazo de mar que se apartaba al S. E., entre unas
sierras cubiertas de nieve, previniéndole volviese dentro de tres
días. Magallanes siguió adelante, y como tardase en reunírsele
la San Antonio, pasados siete días envió a la Victoria en busca
de aquélla. No fue encontrada, y se repitió la pesquisa por toda
la armada. Esto hizo suponer a Magallanes que hubiese habi-
do una desgracia, o que, habiéndose levantado la gente contra
Álvaro de la Mezquita, su sobrino, navegara la vuelta a España.
Así había sido, pues como no se encontrase a Magallanes en el
surgidero, donde lo dejó la San Antonio, y no respondiendo

el descubrimiento de américa  79 
la armada a los cañonazos ni a las humaredas, el piloto Este-
ban Gómez y Jerónimo Guerra, escribano, resolvieron volver a
España. Hubo riña sobre esto entre Gómez y Mezquita, y los
dos salieron heridos. Prendido Mezquita y nombrado capitán
Jerónimo Guerra, la San Antonio tomó el rumbo de Guinea,
y de allí el de España, llegando a Sevilla el 6 de mayo de 1521.
Todos le veían determinado a seguir; todos temían darle
una opinión contraria a su resolución, por la muerte de Luis
de Mendoza y Gaspar de Quesada y el destierro de Juan de
Cartagena y Pedro Sánchez de Reina; pero, al parecer, esta-
ban obligados a decir libremente lo que pensaban, y el gene-
ral los requería para ello. Naturalmente, todos hablaron en
un sentido favorable, o por lo menos, dando a las objeciones
una forma condicional. Magallanes, en efecto, tenía tomado
su partido. Veía el terror que inspiraba su voluntad, y se pro-
ponía sólo motivar la resolución a que había llegado, presen-
tándola como respuesta al voto favorable de los expediciona-
rios, artificiosamente consultados sin junta. Decía Magallanes
en su respuesta, como final de las razones dadas para seguir
adelante, “que si Dios los había traído a aquel lugar, y les
tenía descubierto aquel canal tan deseado, los llevaría al tér-
mino de su esperanza”. Notificado este parecer y orden, “con
grande fiesta de tiros, mandó levar el ancla, y dando la vela,
se dirigió al noroeste cuarta del oeste, por un tramo en que
hay muchas islas al desembocar el estrecho”. El día 21 de no-
viembre, entre cabo Victoria y cabo Deseado, a la misma altura
del cabo de las Vírgenes, la expedición “se halló en una mar
obscura y gruesa, que era indicio de gran golfo”. Pero después

 80  américa
lo llamaron mar Pacífico, “porque en todo el tiempo que nave-
garon por él no tuvieron tempestad alguna”.
Desde la entrada hasta la salida habían empleado 20 días
en pasar al estrecho y les pareció que tenía 100 leguas de boca
a boca. Juzgaron que la tierra de la derecha era la continuación
del continente, cuya línea habían seguido sin ninguna interrup­
ción, y que la otra era una isla, pues oían los bramidos del mar
en la parte opuesta.
Del cabo Formoso, o Pilares, se dirigieron al noroeste, y
después de dos días y tres noches vieron dos pedazos de tierra
que corrían de sur a norte, y que parecían mogotes. Hacia fines
de diciembre la navegación se hizo penosa por falta de víveres:
“comían por onzas, bebían agua hedionda y guisaban el arroz
con agua salada”. Había pasado entre la isla interior de las dos
de Juan Fernández y la costa de Chile sin ver las islas ni el
continente.
La primera tierra que descubrió después de los dos mo-
gotes del 1 de diciembre, fue una isleta cubierta de arboleda,
inhabitada, que apareció el 24 de enero. La llamó San Pablo, y
pudiera identificarse con la isla Pilcairn. Continuando la ruta
con los rumbos del noroeste cuarta oeste, oeste noroeste, oeste
cuarta norte, y noroeste, el día 4 de febrero halló otra isla de-
sierta, a la que puso por nombre de los Tiburones. Tanto esta
isla como la anterior eran también conocidas como las Des-
venturadas, pues los expedicionarios no encontraron en ellas
ningún refresco.
Las islas fueron llamadas de las Velas Latinas, aunque pre-
valeció otro nombre, de los Ladrones, que también les dieron.

el descubrimiento de américa  81 
Posteriormente, el archipiélago quedó oficialmente designado
como islas Marianas.
Después de repartir víveres, que eran cocos, tubérculos y
arroz, se encaminaron el 9 de marzo, hacia el oeste cuarta del
suroeste y el 16 vieron tierra del archipiélago que años más tar-
de se llamó de las Filipinas. La primera isla encontrada fue
la de Yunagán, y la que les dio fondeadero la de Puluán. De éstas
tomaron a la de Gada, en el oeste, y de la de Gada, despoblada,
pero con agua y leña a la de Seilani, habitada y con oro. Lle-
vados por un temporal, fondearon en la isla Mazaguá. Y, por
último, de Mazaguá se encaminaron a las islas Cebú y Mactán
teatro de la tragedia en que perdió la vida Magallanes y quedó
malograda su empresa.
El general llevaba consigo un esclavo, natural de Malaca,
con cuya intervención pudo tener lengua de algunos habitan-
tes de Mazaguá que habían estado en Malaca. El reyezuelo de
Mazaguá se declaró dispuesto a dar lo que tenía —bien poco,
por cierto—, y a auxiliar a los expedicionarios con sus informes
y consejos. Dijo, pues, que hacía el rumbo señalado por él, y
que era el oeste suroeste, había mucho oro, cuyos granos eran
como garbanzos y lentejas. El rey de Mazaguá acompañó a
Magallanes como práctico, y guiados por él fue como llegaron
los expedicionarios a Mactán y Cebú, pasando por Seilani. El
rey de Mazaguá, pariente del de Cebú, intercedió para que
éste recibiera de paz a los expedicionarios y les facilitase los
víveres de que tenían urgentísima necesidad. El rey de Cebú
asistió a la misa que se dijo en la playa, y declaró que estaba dis-
puesto a hacerse cristiano. Esta fácil decisión, y acaso el ejemplo

 82  américa
de algunas de las recientes proezas de Cortés, fueron causa de
que Magallanes, sin el genio político del conquistador de Méjico,
diese una dirección extraviada a sus proyectos.
La isla era rica en jengibre, oro y otros artículos de rescate.
Además, y esto era lo más importante para su viaje, se le infor-
mó que, por la isla de Burneyo o Borneo, podía establecer la
línea de comunicaciones con las Molucas. Cebú, por lo mismo,
estaba destinada a ser una escala mercantil, y para ello pensó
Magallanes que convendría dominar toda la isla, pues tenían
mando en ella otros caciques, aparte del que se había hecho
cristiano. Aquí fue donde se mostró el corto alcance político de
Magallanes. En vez de buscar la sumisión de todos los caci-
ques, y de dividir a éstos, como Hernán Cortés en Méjico, los
unió contra el que se había hecho cristiano, pues quiso que éste
fuese reconocido por jefe de los otros, y, no habiéndolo conse-
guido, castigó la resistencia con el incendio de una villa y el
saqueo de cuantos víveres halló en ella. Pasando adelante con sus
imprudentes atentados, anunció al rey de la isla de Mactán que
le quemaría su villa si no prestaba obediencia al rey cristiano de
Cebú. Ahora bien, “este rey de la isla de Mauthán, que está
cerca de la susodicha isla de Subuth, que era más poderoso, y
tenía más gente de guerra y más copia de armas que los otros,
y estaba más acostumbrado a ser señor absoluto y mandar, no
quiso venir al llamamiento del señor de Subuth, diciendo que
en ninguna manera lo había de adorar ni reconocerle superio-
ridad. Pues como el capitán Magallanes supiese que el rey de
Mauthán no quería venir a dar la obediencia al rey de Subuth,
queriendo llevar adelante lo que en aquello había determinado

el descubrimiento de américa  83 
y acordado hacer, mandó armar 40 españoles de los más escogi­
dos y valientes de su compañía, y tomándolos consigo, y algunos
tiros de artillería, entró con ellos en los bateles de las naos, e
dióle el rey de Subuth cierta copia de gente de indios, para que
lo guiasen y mostrasen la tierra, y para que, si menester fuere, le
ayudasen si hubiese necesidad de pelear con el rey de Mauthán,
e así se fue para la isla de Mauthán (que, según se dijo) no está
muy lejos de la isla de Subuth. Sintiendo, pues, el rey de Mauthán
que Magallanes iba contra él, juntó hasta 3 mil indios de sus
súbditos, y vínose con ellos a la ribera del mar, de aquella parte
de su isla de Mauthán, donde Magallanes había ya saltado en
tierra. E como Magallanes vido que aquel bárbaro se quería
poner en resistencia, determinó de no le volver las espaldas, sino
pelear con él, no embargante que la gente que consigo llevaba
era, sin comparación, mucha menos que la que su contrario
traía, porque ellos no era, según dicho es, más de 40 españoles,
y los indios contrarios eran más de 3 mil. E hizo luego sacar de
los bateles los tiros de artillería, y ponerlos en tierra a la ribera
del mar, y, animando a sus españoles, les dijo así: “No os espante,
hermanos míos, la multitud de estos indios nuestros enemigos,
que Dios será en nuestra ayuda, y acordaos que, pocos días
ha, vimos y oímos que el capitán Hernán Cortés venció por
veces, en las partes del Yucatán, con 200 españoles, a 200 y a
300 mil indios”. He dicho esto a los españoles, dijo a los indios
de Subuth que consigo llevaba, que le dejasen a él y a sus espa-
ñoles con aquellos mauthanos, porque no los había traído consigo
para que peleasen, sino para que lo guiasen y mostrasen la tierra,
y que él y aquellos pocos españoles bastaban para vencer a sus

 84  américa
enemigos. Después que el capitán Magallanes hubo animado a
los suyos para la batalla, fueron con gran ímpetu a dar en los
enemigos; y peleando valientemente, hacían gran estrago en
ellos. Mas como eran los nuestros pocos, y gran número de
los contrarios, fatigaban en gran manera a Magallanes y a sus
españoles, especialmente con unas astas de lanzas luengas de
que aquellos indios usan. E, finalmente, andando así, trabada
la batalla, fue muerto en ella el capitán Magallanes y siete espa-
ñoles, lo cual visto por los otros, y que era imposible vencer
a tanta multitud de indios tan belicosos y tan bien armados
se comenzaron a retraer, juntándose todos y poniéndose en
ordenanza”.
Reembarcados los españoles mediante el auxilio del rey cris­
tiano, que temió perecer con ellos, fue elegido general Duarte
Barbosa, cuñado de Magallanes. Una nueva catástrofe aguar-
daba a los españoles en Cebú. El rey cristiano pensó que su
alianza con los extranjeros le costaría la vida, y, poniéndose de
acuerdo con el rey de Mactán y con los cuatro de Cebú, sacri­
ficó a Duarte Barbosa, en compañía de más de 20 españoles que
asistieron a un banquete ofrecido por el cacique para destruirlos.
Sólo escapó de la matanza el capitán Juan Serrano, quien con-
ducido a la playa, maniatado y desnudo, pedía a los de las naves
que lo rescatasen; pero ellos, temiendo otra celada, dejaron a
aquel infeliz, y partieron con las tres naos restantes hacia la isla
de Bohol.
Desde el 27 de abril, día de la muerte de Magallanes, hasta
el de la partida en 1 de mayo, las bajas eran de 35 individuos.
Ocho habían muerto de enfermedad en las islas. Antes de llegar

el descubrimiento de américa  85 
a éstas, y en el camino, desde la salida del estrecho, hubo 11
defunciones. Desde la salida de Sanlúcar hasta la salida del es-
trecho, las bajas fueron 16 por muerte y dos por destierro de los
castigados en San Julián. Quedaba, pues, muy poca gente para
la maniobra de las tres naos, y se acordó quemar la Concep-
ción, por más vieja, dejando la jarcia, pertrecho y armamento
para las otras dos. Fue elegido general Juan Caraballo, portu-
gués piloto de la Concepción.
Buscaban una isla que produjese arroz, pues había gran
falta de mantenimientos, y como no encontrasen ese grano en
Quipindo, puerto de Mindanao, se dirigieron a Pulúan, pasando
por Cuguayá. Allí rescataron arroz, puercos, gallinas y cabras en
abundancia. Iban todos contentos, sanos, llenos de esperanza.
Creían que en Borneo se les darían noticias exactas para llegar a
las Molucas. Fondearon el día 8 de julio, y encontraron una gran
ciudad. La isla producía arroz, azúcar, canela, jengibre, mirabo-
lanos, alcanfor y otras drogas, y tenía abundancia de camellos,
puercos y cabras. El rey lo era de verdad, pues los ocho españoles
que desembarcaron fueron recibidos por 2 mil guerreros vesti-
dos de seda, con arcos, flechas, cerbatanas, alfanjes y corazas de
conchas de tortuga. Para el jefe de los españoles dispusieron un
elefante con castillo de madera. En la bahía maniobraban juncos
y cañamices de proa dorada. Sin embargo, aquel rey era descon-
fiado, y no fue posible trabar buenas relaciones con él, pues, lejos
de eso, empezó a oponer dificultades, por haber cautivado tres de
los ocho españoles que desembarcaron.
Bajo la jefatura de Gonzalo Gómez de Espinoza, depuesto
del mando por Caraballo, las dos naves continuaron en busca

 86  américa
de las Molucas. Se dirigieron por el norte de Borneo y el sur de
Cagayán hacia Joló, Basilán y la punta austral de Mindanao.
Con gran dificultad para guiarse, pues no hallaban pilotos se-
guros, tomaron de Mindanao hacia el sur por Sarangani, Sangi
y Siau, hasta llegar a Tidore, en las Molucas, el 9 de noviembre
de 1521.
El clavo abundaba en Terrenate, Tidore, Motil, Maquián
y Bachián. Vieron, por fin, aquel árbol corpulento, de corteza
como de oliva, de hoja parecida a la del laurel. Lo vieron en-
vuelto en el manto de nieblas que cubren los collados de las
islas. Comparaban la flor con la del azahar, y veían en los ra-
cimos una apariencia del espino o enebro. Visitaron los silos
donde se guarda la rica especia, en espera de los mercaderes
que van a comprarla.
Vieron los árboles de la nuez moscada, altos como los no-
gales de Castilla, y comparados por muchos a la nudosa carrasca,
con sus frutas como bellotas.
El árbol de la canela se les antojó granado, y examinaron
la corteza desprendida del tronco por la fuerza de los calores.
Los sembrados de jengibre se extendían en grandes vegas,
como el azafrán de España, y lo encontraron también silvestre.
El oro de los archipiélagos, las perlas de Jagima y de Joló, la
pimienta larga de Malua, que se abraza como hiedra a los árbo-
les, el sándalo de Timor, los tejidos de ambón, y en los centros
populosos los productos industriales de China y Japón, todo esto
les daba la revelación de las verdaderas Indias, que durante cerca
de 30 años habían buscado los españoles en los paraísos antilla-
nos y en las selvas pantanosas de Darién y Veragua.

el descubrimiento de américa  87 
Los reyes de Tidore, Terrenate, Bachián, Maquián y Gi-
lolo, se dieron por amigos y vasallos del emperador. Se habían
conquistado, pues, el mundo de la quimera de Colón. Ya sólo
faltaba que en Castilla se supiese el resultado de la expedición.
Cargadas las naos; recibidas las cartas de sumisión de los reyes;
metidos a bordo los papagayos y los presentes de miel labrada
por las abejas-moscas, y acomodados los jóvenes de las islas
que iban a España como embajadores de los nuevos vasallos,
se encontró que la Trinidad no podría hacer el viaje sin repa-
raciones, que tomarían por lo menos hasta marzo de 1522. Era
el mes de diciembre de 1521, y se acordó que Juan Sebastián
Elcano partiese con la nao Victoria por la ruta índica de los
portugueses, y que la Trinidad, convenientemente reparada,
siguiese después el rumbo de Panamá, para que allí se trans-
bordase la especería al mar del norte.
Como hemos dicho arriba, el 6 de septiembre de 1522 lle-
gaba Juan Sebastián Elcano a Sanlúcar de Barrameda. Había
salido el 21 de diciembre de 1521, con 60 compañeros, incluso
13 indios de Tidore. Recorrió, según su cuenta, 14 mil leguas
en aquellos 10 meses. De la tripulación llegaron 18 a España,
pues 15 fallecieron durante la navegación, dos desertaron en
Timor y 12 fueron detenidos por los portugueses en Santiago
de Cabo Verde. De los indios, algunos murieron también. La
salud de todos los viajeros era mala, y su aspecto, lastimoso.
la conquista
vida de cuauhtémoc
luis gonzález obregón

c uauhtémoc, águila que cayó, como significa el jeroglífico


de su nombre, había nacido en lo que fue señorío de Tla-
telolco, el año de 1496 según unos, o en 1502 según otros, pues
los primeros afirman que era mozo de 23 a 24 años de edad
—como dice Bernal Díaz del Castillo que le conoció— y los
segundos aseguran, que era “mancebo de 18 años”, fundándo-
se en el testimonio de Hernán Cortés, que así lo escribió en sus
cartas a Carlos V.
Cuauhtémoc fue hijo del célebre Tlacatecuhtli azteca Ahui­
zotl, cuyo indómito carácter heredó, y de la señora Tlilalcápatl,
nieta del célebre poeta Netzahualcóyotl. Corría, pues, por sus
venas la sangre de un guerrero y palpitaban en su corazón los
nobles sentimientos de un melancólico poeta.
Cuauhtémoc, al levantarse el pueblo en contra de los espa-
ñoles, era Hueiteopixque, o Sumo Sacerdote, Tecuhtli o señor
del calpulli o barrio del Tlatelolco, cacicazgo que había here-
dado de su madre, y Tlacatécatl o general en jefe del ejército.

l a c o n q u i s ta  91 
Los cronistas que le conocieron dicen que era hombre de
mucho valor y terrible; muy esforzado, “de muy gentil dispo-
sición así de cuerpo como de facciones; y la cara algo larga y
alegre, y los ojos más parecían que cuando miraba que eran
con gravedad y halagüeños, y no había falta en ellos… El color
de su piel tiraba más a blanco que al color y matiz de esotros
indios mexicanos”.
La actividad desplegada por Cuauhtémoc, durante los días
que siguieron a la cruel matanza y rapiña en el Templo Mayor,
fue característica en él desde entonces, como lo fue después
cuando los suyos le confiaron el mando supremo del Imperio.
No había día que no saliese a combatir personalmente y no
desperdiciaba instante para fortalecer el ánimo de sus soldados.
Vuelto Cortés a la ciudad el 24 de junio de 1520, encontró a
México en guerra. Los ataques al cuartel de los españoles eran
continuos. Desconfiando ya deMotecuhzoma, éste a su vez
había mandado decir a los suyos, que “hiciesen cuenta que ya
él no era nada”. Tanto insistió Cortés a fin de que cesasen las
hostilidades de los levantados, que con imprudencia consistió
enviar como mensajero a Cuitláhuac, hermano de Motecuhzo-
ma y tíos ambos de Cuauhtémoc, el cual no regresó al cuartel y
se rebeló en contra de su señor y del Conquistador ocupando a
la muerte de Motecuhzoma su lugar.
Desde el 25 de junio, los mexicanos habían cerrado el mer-
cado y no les llevaron víveres a los españoles. Cortés tuvo que
mandarlo abrir por la fuerza y proveerse de comestibles.
Los ataques al cuartel se repetían. La mañana del 27 de
junio de 1520 resolvieron subir a la azotea a Motecuhzoma,

 92  américa
con el fin de que suspendieran aquellos ataques furibundos.
La versión indígena de los cronistas refiere que Motecuhzoma
ya no tenía vida “porque hacía más de cinco horas que estaba
muerto”, asesinado por los españoles, que le habían clavado
en una espada y cubriéndolo con una rodela lo presentaban
como vivo a sus vasallos. Lo cierto es, que en aquella ocasión
no habló él sino Itzcuauhtzin en su persona, diciéndoles “que
mirasen lo que hacían porque su señor que estaba allí presente,
les rogaba que curasen de pelear, porque no les iría bien de ello,
y por ser los españoles tantos y tan valientes que no podrían
prevalecer contra ellos; y él estaba ya preso con hierros, y que
si peleasen contra los españoles temía que ellos le matarían…”
Apenas había Itzcuauhtzin acabado de pronunciar aquellas
palabras, cuando el animoso Cuauhtémoc, a quien ya “querían
elegir por rey”, altivo, y en alta voz dijo: “qué es lo que dice ese
bellaco de Motecuhzoma, mujer de los españoles, pues con
ánimo mujeril se entregó a ellos de puro miedo, porque ya no
es nuestro rey, y como a tan vil hombre le hemos de dar el cas-
tigo y pago”.
Alzó el brazo y acompañando la acción al tremendo re-
proche, disparó una y varias flechas, secundándole los suyos a
quienes comandaba como Tlacatécatl.
La versión de los cronistas castellanos, cuenta que fue en-
tonces cuando Motecuhzoma recibió una pedrada, y que ella
le ocasionó la muerte.
Muerto el temido señor, hasta ese día respetado por sus va-
sallos casi como dios, y elegido Cuitláhuac para sucederle en
el gobierno de México, Cuauhtémoc, a las órdenes de su tío y

l a c o n q u i s ta  93 
señor, y encabezando el grupo de sus valientes, prosiguió pe-
leando con ardor: en las calles, frente al cuartel, en la calzada
de Tacuba, por donde salieron huyendo los conquistadores la
memorable Noche Triste del 30 de junio de 1520.
Los laureles conquistados en aquella jornada, pertenecen
principalmente a Cuitláhuac, que por entonces había ocupa-
do el icpalli del Imperio. Cuitláhuac gobernó primero como
Tlacatécatl o general en jefe del ejército, durante los 80 días del
duelo que acostumbraban guardar los mexicanos a la muerte
de sus señores. El 7 de septiembre fue consagrado Tlacatecuh­
tli de México Tenochtitlán, o coronado emperador como dicen
los cronistas, por querer designar las cosas indígenas con los
nombres de las españolas. Cuitláhuac, con tal carácter gober-
nó otros 80 días desplegando una actividad inmensa para hos-
tilizar a los conquistadores y resistirlos cuando volviesen a la
ciudad; pero atacado de la peste de viruelas, importada por un
negro de Narváez, murió a fines de noviembre de 1520.
Celebradas las exequias del difunto Señor de los mexicanos
y transcurridos los 80 días rituales por su muerte, Cuauhtémoc
fue a fin elegido Tlacatecuhtli, alta dignidad que le correspon-
día de justicia por su valor y por su inteligencia; porque fue sin
duda el único de los tecuhtin o reyes que tuvo México, que conci­
biera la idea de constituir una nacionalidad.
No fue como sus antecesores en el Imperio un déspota, ni un
tirano que agobiase a las otras tribus de su misma raza, impo-
niéndoles tributos excesivos y haciéndoles multitud de prisione-
ros, a fin de saciar la voracidad de corazones y de sangre humana,
que los feroces dioses reclamaban en los horrendos sacrificios.

 94  américa
Cuauhtémoc, ante el peligro común que amenazaba a
todas las tribus indígenas, les invitó repetidas veces para defen-
derse unidas en contra de los intrusos extranjeros.
Nadie lo comprendió. Divididas las tribus por odios secu-
lares engendrados por las sangrientas guerras que se hacían en-
tre sí, para imponerles nuevos tributos u obtener víctimas que
inmolar a los voraces dioses, dejaron aislados a Cuauhtémoc y
a su heroica gente; y los que no permanecieron indiferentes a
que sucumbiera, ayudaron servilmente al Conquistador, y en
centenares y millares acudieron a su lado para sitiar a la gran
ciudad de México Tenochtitlán, que en el siglo xiv había surgi-
do entre las aguas de los lagos, fundada en el islote donde sobre
un nopal se había posado un águila que devoraba un serpiente,
y que en el siglo xvi iba a ser sepultada bajo sus escombros,
defendida por otra águila que cayó ahogada por la serpiente de
la discordia.

l a c o n q u i s ta  95 
sitio de méxico
luis gonzález obregón

l a defensa heroica de México Tenochtitlán por Cuauhté-


moc, es la página más gloriosa de la historia de su vida.
Desde antes de que se formalizara el sitio, su actividad
multiplicaba los preparativos para la defensa. Enviaba a los
pueblos que estaban matriculados entre sus vasallos, empeño-
sos mensajeros en solicitud de ayuda de gente, dispensándoles
en cambio de pagar los tributos, o por lo menos disminuyendo
la cantidad de ellos. No cesaba de hostigar a los españoles por
todos los medios que estaban a su alcance.
En el interior de la ciudad acopió toda clase de armas ofen-
sivas y defensivas, dardos, macanas, rodelas y largas lanzas
para atacar a los caballos. Abrió fosos y levantó albarradones, a
modo de trincheras. Se proveyó de víveres, de leña, de agua
potable. Reunió cuanta gente de guerra pudo, hábil y útil, pues
a los débiles o enfermos que no podían prestar ayuda alguna,
los des­pachó a los espesos bosques o a las altas montañas, a fin

 96  américa
de que allí permaneciesen ocultos. Puso trampas de ramas y
troncos y estacadas, para que cayesen los caballos y no pudie-
sen navegar los bergantines de los extranjeros y las canoas de
los indios aliados.
La lucha antes de cerrar el cerco y durante el sitio, fue tre-
menda y encarnizada. Escaramuzas, combates formales, peleas
cuerpo a cuerpo para arrebatar las armas a los castellanos y con
ellas causarles daño, de todo hubo, porque Cuauhtémoc estaba
resuelto a no rendirse a los humanitarios ofrecimientos de paz,
que les proponía Cortés, y había contestado: “que antes quería
morir”; y había dicho a su gente que cuando ya no tuviesen
armas, “se dejasen crecer las uñas de los dedos de las manos y
desgarrasen con ellas las carnes de sus enemigos”.
La verdad es, que la conquista de aquella heroica ciudad la
hicieron los mismos indios, y la defensa de la soñada patria sólo
Cuauhtémoc y su gente valerosa.
Cortés, al formalizar el sitio, tenía un ejército de 86 caballos,
800 peones o infantes, tres cañones de hierro, 15 de cobre y 13
bergantines. En cambio el número de indios aliados lo hacen
subir los cronistas a 200 mil, y por exagerada que sea la cifra,
siempre superó muchísimo el ejército aliado al invasor.
Así, con mucho acierto hace observar el sabio historiador
Clavijero: “Ya no tenían que temer los españoles por parte de
tierra firme, y Cortés se hallaba con excesivo número de tro-
pas, que hubiera podido emplear en el asedio de México más
gente que la que Xerjes envió contra Grecia, si por causa de la
situación de aquella capital no hubiese servido de embarazo más
bien que de provecho tan gran muchedumbre de sitiadores.

l a c o n q u i s ta  97 
Los mexicanos, por el contrario, se hallaban abandonados
por sus confederados y por sus súbditos, rodeados de enemi­
gos y afligidos por el hambre. Tenía aquella desventurada
Corte contra sí, los españoles y el reino de Acolhuacán; la repú-
blica de Tlaxcala, de Huexotzingo y de Cholula; casi todas las
ciudades del Valle de México; las numerosas naciones de toto-
nacas, mitecas, otomites, tlahuican, cohuizcas, matlazincas y otras,
de modo que además de los enemigos extranjeros más de la
mitad del Imperio conspiraba contra su ruina y la otra mitad
la miraba con indiferencia”.
En vano Cuauhtémoc envió embajadores por todas partes.
Llegó a ser tan criminal la conducta de algunas tribus, que el
salvaje régulo de los tarascos Zinzincha Tangoaxan, sacrificó
los embajadores para celebrar los funerales del viejo Zangua.
Tenían razón los heroicos mexicanos de ver con el mayor
desprecio a aquellos estúpidos y rencorosos indios aliados.
Escasos de provisiones como estaban, les arrojaban maíz y tor-
tillas, gritándoles: “¡Tomad hambrientos!”. Al ver derrumbar
uno a uno los templos de sus dioses y las casas de sus señores, y
los muros de la ciudad, les decían con burla: “Tirad, destruid,
que ya tendréis que edificar de nuevo”.
La situación de los sitiados era angustiosa. La peste, el hambre
y la sed aumentaban el número de las víctimas, tanto, que faltaba
ya gente para los combates. Los ataques no se interrumpían ni por
las calzadas, ni por las calles, ni por dentro y fuera de la ciudad.
Una de las veces que Cortés ofreció la paz a Cuauhtémoc,
reunió éste un consejo de los suyos, manifestándoles que estaba
dispuesto a cumplir lo que se resolviese, y como todos estuviesen

 98  américa
por la guerra, dijo con calor: “Pues así queréis, que sea; guar-
dad mucho el maíz y bastimentos que tenemos, y muramos
todos peleando; y dende aquí adelante ninguno sea osado a me
demandar paces, si no, yo le mataré”.
El venerable fray Bernardino de Sahagún, pinta bien los
últimos días del sitio. “Estaban los tristes mexicanos, hombres
y mujeres, niños y niñas, viejos y viejas, heridos y enfermos, en
un lugar bien estrecho, y bien apretados los unos con los otros,
y con grandísima falta de bastimentos y al calor del sol, y al
frío de la noche, y cada hora esperando la muerte. No tenían
agua dulce para beber, ni pan de ninguna manera para comer,
bebían de el agua salada y hedionda; comían ratones y lagar-
tijas, y cortezas de árboles y otras cosas no comestibles, y desta
causa enfermaron muchos y murieron muchos, y de los niños
no quedó nadie, que los mismos padres y madres los comían
(que era gran lástima de ver y mayormente de sufrir) peleando
el día y la noche, donde hubo muchos reencuentros y celadas, y
murieron muchos de ambas partes, así indios como españoles”.
Según cómputo de Cortés, Díaz del Castillo y otros cronis-
tas, murieron de los sitiados en la guerra 100 mil y de la peste
50 mil. De los sitiadores más de 100 españoles, y no se puede
calcular el número de los aliados que perecieron. Los ataques
a la ciudad duraron 93 días, desde el 21 de mayo hasta el 13 de
agosto de 1521.
Los aliados incendiaban y derrumbaban casas por todas
partes. Se disputaban el terreno palmo a palmo. Muchas oca-
siones la crueldad de los indios tlaxcaltecas fue tal con los
mexicanos, que los mismos españoles les fueron a las manos.

l a c o n q u i s ta  99 
Los heroicos defensores de México Tenochtitlán fueron
poco a poco perdiendo todo. Las mujeres y los niños vivían a
las orillas del lago con el agua al cuello, entre los tules y otras
plantas acuáticas.
“Al fin llegaron a tanto trabajo —dice Dorantes de Carranza—
que Cuauh-temotzín hizo vestir y armar a todas las mujeres de
la ciudad con sus armas, rodeles y espadas, para que peleasen
como hombres, haciendo demostración por las calles, azoteas y
terradas en gran número de gente, porque tenía México 200
mil vecinos, que todos los acabó la guerra”.
El 13 de agosto, por coincidencia extraña, los mexicanos
contaban en su calendario el día miquítztli, esto es, muerte.
Cuauhtémoc no pudo más. Resolvió salir por entre los
carrizales del lago con su familia y sus adictos y escoltado de
las 50 canoas, que formaban su heroica flotilla, e ir en bus-
ca de algún pueblo amigo. Gonzalo de Sandoval mandaba los
11 bergantines españoles que quedaban, pues dos habían sido
abordados e inutilizados por Cuauhtémoc. García de Holguín,
que tripulaba uno de los más veleros, resolvió dar alcance a la
embarcación del gran señor, la cual reconoció por ir entoldada
y adornada ricamente. García de Holguín hizo señas para que
se detuviese, y como no fue obedecido fingió tirar apuntando
con las escopetas y ballestas. Cuauhtémoc se levantó en la popa
de su canoa, presto a la defensa; pero reflexionando que con él
estaban su esposa Tacuiachpo y otras mujeres, cuyas vidas no
quiso peligrasen, dijo, imperiosamente: “No me tiren, que
yo soy el rey de México y desta tierra y lo que te ruego es, que no
me llegues ni a mi mujer ni a mis hijos, ni a ninguna mujer ni

 100  américa
a ninguna cosa de las que aquí traigo, sino que me tomes a mí
y me lleves a Malinche”.
Malinche era el nombre con que designaban los indios a
Cortés, quizá por verlo siempre al lado de la célebre Malíntzin
o Marina, que con Jerónimo de Aguilar, sirvió de “lengua” o
intérprete a los conquistadores.
Al oír las palabras de Cuauhtémoc, García de Holguín
tuvo gran gozo, e hizo subir a su prisionero en el bergantín, po­
niéndoles mantas y esteras para que se sentase en compañía de
sus familiares. Les dio de comer y tomó rumbo para conducir-
los ante el Conquistador.
Gonzalo de Sandoval, cuando supo la prisión de Cuauhté-
moc —refiere Bernal Díaz del Castillo— disputó a García de
Holguín la gloria de llevar a tan ilustre prisionero, alegando
que él era el jefe de la flota de los bergantines; pero García
de Holguín no cedió el honor que le había deparado la suerte
y que le quería arrebatar Sandoval. Los mexicanos se habían
rendido en un sitio conocido ahora por el barrio de la Concep-
ción Tequipeuhca, donde existió un Teocalli que fue substi-
tuido por un templo cristiano. Cerca de este lugar existió otro
barrio pequeño conocido en la época de la conquista con el
nombre de Amaxac, donde hoy están las calles de Santa Lucía,
llamadas así por una ermita que allí edificaron los españoles.
En este barrio de Amaxac, en la azotea de un principal
llamado Aztatoatzin, esperó Cortés al valeroso Cuauhtémoc, la
tarde en que se lo llevaron prisionero.
Cortés estaba sentado en una silla de brazos, bajo un dosel
de toldo carmesí. Junto tenía a varios de sus capitanes y a doña

l a c o n q u i s ta  101 
Marina y a Jerónimo de Aguilar. Frente a frente con el Con-
quistador, el joven prisionero, le dijo: “Señor Malinche, yo ya
he hecho lo que estaba obligado en defensa de mi ciudad y
vasallos y no puedo más… Haz de mí lo que quisieres…”.
Y poniendo la mano sobre la empuñadura de una daga que
Cortés tenía en el cinto, agregó: “Dame de puñaladas y máta-
me… Es lo mejor… Aborrezco el vivir y me será ya molesto”.
“Cortés le respondió —dice Díaz del Castillo— con doña Marina
y Aguilar, y dijo muy amorosamente que por haber sido tan
valiente y haber defendido su ciudad se le tenía en mucho y
tenía en más a su persona… que descansase su corazón y de
sus capitanes, e que mandara a México y a sus provincias como
de antes lo solía hacer…”.
Luego ordenó que Gonzalo de Sandoval condujera a
Cuauhtémoc al cercano pueblo de Coyoacán, juntamente
con su mujer y los otros señores principales que habían caído
prisioneros.

 102  américa
antigua tenoxtitlán
alfonso reyes

t res sitios concentran la vida de la ciudad: en toda ciudad


normal otro tanto sucede. Uno es la casa de los dioses, otro
el mercado y el tercero el palacio del emperador. Por todas las
collaciones y barrios aparecen templos, mercados y palacios
menores. La triple unidad municipal se multiplica, bautizando
con un mismo sello toda la metrópoli.
El templo menor es un alarde de piedra. Desde las monta-
ñas de basalto y de pórfido que cercan el valle, se han hecho
rodar moles gigantescas. Pocos pueblos —escribe Humboldt—
habrán removido mayores masas. Hay un tiro de ballesta de
esquina a esquina del cuadrado, base de la pirámide. De la
altura, puede contemplarse todo el panorama chinesco. Alza el
templo 40 torres, bordadas por fuera, y cargadas en lo interior
de imaginería zaquizamíes, maderamiento picado de figuras
y monstruos. Los gigantescos ídolos —afirma Cortés— están
hechos con una mezcla de todas las semillas y legumbres que

l a c o n q u i s ta  103 
son alimento del azteca. A su lado, el tambor de piel de ser-
piente que dejaba oír a dos leguas su fúnebre retumbo; a su
lado, bocinas, trompetas y navajones. Dentro del templo pu-
diera caber una villa de 500 vecinos. El muro que lo circunda
fórmanlo unas moles en figura de culebras asidas, que serán
más tarde pedestales para las columnas de la catedral. Los sa-
cerdotes viven en la muralla cerca del templo; visten hábitos
negros, usan los cabellos largos y despeinados, evitan ciertos man­
jares, practican todos los ayunos. Junto al templo están recluidas
las hijas de algunos señores, que hacen vida de monjas y gastan los
días tejiendo en pluma.
Pero las calaveras expuestas y los testimonios ominosos del
sacrificio, pronto alejan al soldado cristiano, que, en cambio, se
explaya con deleite en la descripción de la feria.
Se hallan en el mercado —dice— “todas cuantas cosas se
hallan en toda la tierra”. Y después explica que algunas más
en punto a mantenimientos, vituallas, platería. Esta plaza prin­
cipal está rodeada de portales, y es igual a los de Salamanca.
Dis­curren por ella diariamente —quiere hacernos creer— 60
mil cuando menos. Cada especie o mercadería tiene su calle sin
que se consienta confusión. Todo se vende por cuenta y medida,
pero no por peso. Tampoco se tolera el fraude: por entre aquel
torbellino, andan siempre disimulados unos celosos agentes, a
quienes se ha visto romper las medidas falsas. Diez o doce jue-
ces, bajo su solio, deciden los pleitos del mercado, sin ulterior
trámite de alzada, en equidad y a vista del pueblo. A aquella
gran plaza traían a tratar los esclavos, atados en unas varas largas
y sujetos por el collar.

 104  américa
Allí venden —dice Cortés— joyas de oro y plata, de plomo,
de latón, de cobre, de estaño; huesos, caracoles y plumas; tal
piedra labrada y por labrar, adobes, ladrillos, madera labrada y
por labrar. Venden también oro en grano y en polvo, guardado
en cañoncitos de pluma que, con las semillas más generales,
sirven de moneda. Hay calles para la caza, donde se encuentran
todas las aves que congrega la variedad de los climas mexica-
nos, tales como perdices y codornices, gallinas, lavancos, dorales,
zarcetas, tórtolas, palomas y pajaritos en cañuela; buharros y
papagayos, halcones, águilas, cernícalos, gavilanes. De las aves
de rapiña véndense también los plumones con cabeza, uñas y
pico. Hay conejos, liebres, venados, gamos,tuzas, topos, lirones
y perros pequeños que crían para comer, castrados. Hay calle
de herbolarios, donde se venden raíces y hierbas de salud, en
cuyo conocimiento empírico se fundaba la medicina: más de
1,200 hicieron conocer los indios al doctor Francisco Hernández,
médico de cámara de Felipe II y Plinio de la Nueva España.
Al lado, los boticarios ofrecen ungüentos, emplastos y jarabes
medicinales. Hay casas de barbería donde lavan y rapan la ca-
beza. Hay casas donde se come y bebe por precio. Mucha leña,
astilla de ocote, carbón y braserillos de barro. Esteras para la
cama, y otras más finas, para el asiento o para esterar salas y cá­
maras. Verduras en cantidad, y sobre todo, cebolla, puerro, ajo,
borraja, mastuerzo, berro, acedera, cardos y tagarninas. Los ca-
pulines y las ciruelas son las frutas que más se venden. Miel de
abejas y cera de panal; miel de caña de maíz tan untuosa y
dulce como la de azúcar; miel de maguey, de que hacen tam-
bién azúcares y vinos. Cortés, describiendo estas mieles al

l a c o n q u i s ta  105 
emperador Carlos V, le dice con encantadora sencillez: “¡Mejo-
res que el arrope!”. Los hilados de algodón para colgaduras,
tocas, manteles y pañizuelos, le recuerdan la Alcaicería de Gra-
nada. Asimismo hay mantas de henequén, sogas y cotaras y
otras zarrabusterías que sacan del henequén. Hay hojas ve­
getales de que hacen su papel. Hay cañutos de olores con
liquidámbar, llenos de tabaco. Colores de todos los tintes y ma-
tices. Aceites de chía que unos comparan a mostaza y otros a
zaragatona, con que hacen la pintura, inatacable por el agua:
aún conserva el indio el secreto de esos brillos de esmalte con
que unta sus jícaras y vasos de palo. Hay cueros de venado
con pelo y sin él grises y blancos, artificiosamente pintados;
cueros de nutrias, tejones y gatos monteses, de ellos adobados
y de ellos sin adobar. Vasijas, cántaros y jarros de toda forma y
fábrica, pintados, vidriados y de singular barro y calidad. Maíz
en grano y en pan, superior al de la Islas conocidas y Tierra
Firme. Pescado fresco y salado, crudo y guisado. Huevos de
gallinas y ánsares, tortillas de huevos de las otras aves.
El zumbar y ruido de la plaza —dice Bernal Díaz— asom-
bra a los mismos que han estado en Constantinopla y en Roma.
Es como un mareo de los sentidos, como un sueño de Brueghel,
donde las alegorías de la materia cobran un calor espiritual. En
pintoresco atolondramiento, el Conquistador va y viene por las
calles de la feria y conserva de sus recuerdos la emoción de un
raro y palpitante caos: las formas se funden entre sí; estallan en
cohete los colores; el apetito despierta al olor picante de las yer-
bas y las especias. Rueda, se desborda del azafate todo el paraíso
de la fruta: globos de color, ampollas transparentes, racimos de

 106  américa
lanzas, piñas escamosas y cogollos de hojas. En las bateas re-
dondas de sardinas, giran los reflejos de plata y de azafrán, las
orlas de aletas y colas en pincel; de una cuba sale la bestial ca-
beza del pescado, bigotudo y atónito. En las calles de la cetrería,
los picos sedientos, las alas azules y guindas, abiertas como un
laxo abanico, las patas crispadas que ofrecen una consistencia
terrosa de raíces; el ojo duro y redondo, del pájaro muerto. Más
allá las pilas de granos vegetales, negros, rojos, amarillos y
blancos, todos relucientes y oleaginosos. Después, la venatería
confusa, donde sobresalen, por entre colinas de lomos y flores de
manos callosas, un cuerno, un hocico, una lengua colgante: fluye
por el suelo un hilo rojo que se acercan a lamer los perros.
A otro término, el jardín artificial de tapices y de tejidos, los ju­
guetes de metal y de piedra, raros y monstruosos, sólo com-
prensibles —siempre— para el pueblo que los fabrica y juega
con ellos; los mercaderes rifadores, los joyeros, los pellejeros,
los alfareros, agrupados rigurosamente por gremios como en las
procesiones de Alsloot. Entre las vasijas morenas se pierden los
senos de la vendedora. Sus brazos corren por entre el barro como
en su elemento nativo: forman asas a los jarrones y culebrean
por los cuellos rojizos. Hay, en la cintura de las tinajas, unos
vivos de negro y oro que recuerdan el collar ceñido a su garganta.
Las anchas ollas parecen haberse sentado, como la india, con las
rodillas pegadas y los pies paralelos. El agua, rezumando, gor-
goritea en los búcaros olorosos.
“Lo más lindo de la plaza —declara Gómara— está en las
obras de oro y pluma, de que contrahacen cualquier cosa y
color. Y son los indios tan oficiales desto, que hacen de pluma

l a c o n q u i s ta  107 
una mariposa, un animal, un árbol, una rosa, las flores, las yer-
bas y peñas, tan al propio que parece lo mismo, que o está vivo
o natural. Y acontéceles no comer en todo un día, poniendo,
quitando y asentando la pluma, y mirando a una parte y a otra,
al sol, a la sombra, a la vislumbre, por ver si dice mejor a
pelo o a contrapelo, o al través, de la haz o del envés; y, en fin, no
la dejan de las manos hasta ponerla en toda perfección. Tanto
sufrimiento pocas naciones le tienen, mayormente donde hay
cólera como en la nuestra.
”El oficio más primo y artificioso es platero; y así, sacan al
mercado cosas bien labradas con piedra y hundidas con fuego:
un plato ochavado, el un cuarto de oro y el otro de plata, no
soldado, sino fundido y en la fundición pegado; una calderica
que sacan con su asa, como acá una campana, pero suelta; un
pesce con una escama de plata y otra de oro, aunque tengan
muchas. Vacían un papagayo que se le ande la lengua, que se le
meneen la cabeza y las alas. Funden una mona que juegue pies
y cabeza y tenga en las manos un huso que parezca que hila,
o una manzana que parezca que come. Y lo tuvieron a mucho
nuestros españoles, y los plateros de acá no alcanzan el primor.
Esmaltan, asimismo, engastan y labran esmeraldas, turquesas
y otras piedras y agujeran perlas…”.
Los juicios de Bernal Díaz no hacen ley en materia de arte;
pero bien revelan el entusiasmo con que los conquistadores
consideraron al artífice indio: “Tres indios hay en la Ciudad de
México —escribe— tan primos en su oficio de entalladores y
pintores, que se dicen Marcos de Aquino y Juan de la Cruz y el

 108  américa
Crespillo, que si fueran en tiempo de aquel antiguo y afamado
Apeles y de Miguel Ángel o Berruguete, que son de nuestros
tiempos, los pusieron en número dellos”.
El emperador tiene contrahechas en oro y plata y piedras y
plumas, todas las cosas que debajo del cielo hay en su señorío.
El emperador aparece, en las viejas crónicas, cual un fabuloso
Midas cuyo trono reluciera tanto como el sol. Si hay poesía en
América —ha podido decir el poeta— ella está en el gran Moc-
tezuma de la silla de oro. Su reino de oro, su palacio de oro, sus
ropajes de oro, su carne de oro. El mismo ¿no ha de levantar
sus vestiduras para convencer a Cortés de que no es de oro?
Sus dominios se extienden hasta términos desconocidos; a todo
correr, parten a los cuatro vientos sus mensajeros, para hacer
ejecutar sus órdenes. A Cortés, que le pregunta si era vasallo de
Moctezuma, responde el asombrado cacique:
—Pero, ¿quién no es su vasallo?
Los señores de todas esas tierras lejanas residen mucha
parte del año en la misma corte, y envían sus primogénitos al
servicio de Moctezuma. Día por día acuden al palacio hasta
600 caballeros cuyos servidores y cortejo llenan dos o tres dila-
tados patios y todavía hormiguean por la calle, en los aledaños
de los sitios reales. Todo el día pulula en torno del rey el sé­quito
abundante, pero sin tener acceso a su persona. A todos se sirve
de comer a un tiempo, y la botillería y despensa quedan abier-
tas para el que tuviere hambre y sed. “Venían 300 o 400 mance­
bos con el manjar, que era sin cuento, porque todas las veces
que comía y cenaba (el emperador) le traían de todas las mane-
ras de manjares, así de carnes como de pescados y frutas y

l a c o n q u i s ta  109 
yerbas que en toda la tierra se podían haber. Y porque la tierra
es fría, traían debajo de cada plato y escudilla de manjar un bra­
serico con brasa, porque no se enfriase”. Sentábase el rey en
una almohadilla de cuero, en medio de un salón que se iba
poblando con sus servidores; y mientras comía, daba de comer
a cinco o seis señores ancianos que se mantenían desviados de
él. Al principio y fin de las comidas, unas servidoras le daban
aguamanos, y ni la toalla, platos, escudillas y braserillos que
una vez sirvieron volvían a servir. Parece que mientras cenaba
se divertía con los chistes de sus juglares y jorobados, o se hacía
tocar música de zampoñas, flautas, caracoles, huesos y ataba-
les, y otros instrumentos así. Junto a él ardían unas ascuas olo-
rosas, y le protegía de las miradas un biombo de madera. Daba
a los truhanes los relieves de su festín y les convidaba con jarros
de chocolate. “De vez en cuando —recuerda Bernal Díaz—
traían unas copas de oro fino, con cierta bebida hecha del mismo
cacao, que decían era para tener acceso con mujeres”.
Quitada la mesa, ida la gente, comparecían algunos seño-
res, y después los truhanes y jugadores de pies. Unas veces el
emperador fumaba y reposaba, y otras veces tendían una este-
ra en el patio y comenzaban los bailes al compás de los leños
huecos. A un fuerte silbido empiezan a sonar los tambores y
los danzantes van apareciendo con ricos mantos, abanicos, ra-
milletes de rosas, papahígos de pluma que fingen cabezas de
águilas, tigres y caimanes. La danza alterna con el canto; todos
se toman de las manos y empiezan por movimientos suaves y
voces bajas. Poco a poco van animándose; y, para que el gusto

 110  américa
no decaiga, circulan por entre las filas de danzantes los escan-
ciadores, colando en hondos jarros el vino.
Moctezuma “vestíase todos los días cuatro maneras de
vestiduras, todas nuevas, y nunca más se las vestía otra vez.
Todos los señores que entraban en su casa, no entraban calza-
dos” y cuando comparecían ante él, se mantenían humillados,
la cabeza baja y sin mirarle a la cara. “Ciertos señores —añade
Cortés— reprehendían a los españoles, diciendo que cuando
hablaban conmigo estaba exentos mirándome a la cara, que
parecía desacatamiento y poca vergüenza”. Descalzábanse,
pues, los señores, cambiaban los ricos mantos por otros más
humildes, y se adelantaban con tres reverencias: “Señor —mi
señor— gran señor”. “Cuando salía fuera el dicho Moctezuma,
que eran pocas veces, todos los que iban por él y los que topaba
por las calles, le volvían el rostro, y todos los demás se postra-
ban hasta que él pasaba”, nota Cortés. Precedíale uno como
lictor con tres varas delgadas, una de las cuales empuñaba él
cuando descendía de las andas. Hemos de imaginarlo cuando
se adelanta a recibir a Cortés, apoyado en brazos de dos seño-
res, a pie y por mitad de una ancha calle. Su cortejo, en larga
procesión camina tras él formando dos hileras arrimado a los
muros. Precédenle sus servidores, que extienden tapices a
su paso.
El emperador es aficionado a la caza; sus cetreros pueden
tomar cualquier ave a ojeo, según era fama; en tumulto, sus
monteros acosan a las fieras vivas. Mas su pasatiempo favorito
es la caza de altanería: de garzas, milanos, cuervos y picazas.
Mientras unos andan a volatería con lazo y señuelo, Moctezuma

l a c o n q u i s ta  111 
tira con el arco y la cerbatana. Sus cerbatanas tienen los bro-
queles y puntería tan largos como un jeme y de oro: están ador-
nadas con formas de flores y animales.
Dentro y fuera de la ciudad tiene sus palacios y casas de
placer y en cada una, su manera de pasatiempo. Abrense las
puertas a calles y a plazas, dejando ver patios con fuentes, losa-
dos como los tableros de ajedrez; paredes de mármol y jaspe,
pórfido, piedra negra; muros veteados de rojo, muros traslucien­
tes; techos de cedro, pino, palma, ciprés, ricamente entallados
todos. Las cámaras están pintadas y esteradas; tapizadas otras
con telas de algodón, con pelo de conejo y con pluma. En el
oratorio hay chapas de oro y plata con incrustaciones de pedre-
ría. Por los babilónicos jardines —donde no se consentía hor-
taliza ni fruto alguno de provecho— hay miradores y corredo-
res en que Moctezuma y sus mujeres salen a recrearse; bosques
de gran circuito con artificios de hojas y flores, conejeras, viva-
res, riscos y peñoles, por donde vagaban ciervos y corzos; 10
estanques de agua dulce o salada, para todo linaje de aves pa-
lustres y marinas, alimentadas con el alimento que les es natu-
ral: unas con pescados, otras con gusanos y moscas, otras con
maíz y algunas con semillas más finas. Cuidan de ellas 300
hombres, y otros cuidan de las aves enfermas. Unos limpian
los estanques, otros pescan, otros les dan a las aves de comer;
unos son para espulgarlas, otros para guardar los huevos, otros
para echarlas cuando encloquecen, otros las pelan para aprove-
char la pluma. A otra parte se hallan las aves de rapiña, desde
los cernícalos y alcotanes hasta el águila real, guarecidas bajo
toldos y provistas de sus alcándaras. También hay leones

 112  américa
enjaulados, tigres, lobos, adives, zorras, culebras, gatos, que
forman un infierno de ruidos, y a cuyo cuidado se consagran
otros 300 hombres. Y para que nada falte en este museo de
historia natural, hay aposentos donde viven familias de albi-
nos, de monstruos, de enanos, corcovados y demás contrahe-
chos.
Había casas para granero y almacenes, sobre cuyas puer-
tas veíanse escudos que figuraban conejos y donde se aposenta­
ban los tesoreros, contadores y receptores; casas de armas cuyo
escudo era un arco con dos aljabas, donde había dardos, hon-
das, lanzas y porras, broqueles y rodelas, cascos, grabas y bra-
zaletes, bastos con navaja de pedernal, varas de uno de dos
gajos, piedras rollizas hechas a mano, y unos como paveses que,
al desenrollarse, cubren todo el cuerpo del guerrero.
Cuatro veces el Conquistador anónimo intentó recorrer los
palacios de Moctezuma: cuatro veces renunció, fatigado.

l a c o n q u i s ta  113 
el padre de las casas
josé martí

c uatro siglos es mucho, son 400 años. Cuatrocientos años


hace que vivió el Padre de las Casas, y parece que está vivo
todavía, porque fue bueno… No se puede ver un lirio sin pen-
sar en el Padre de las Casas, porque con la bondad se le fue
poniendo de lirio el color, y dicen que era hermoso verlo es-
cribir, con su túnica blanca, sentado en su sillón de tachuelas,
peleando con la pluma de ave porque no escribía de prisa.
Y otras veces se levantaba del sillón, como si le quemase: se
apretaba las sienes con las dos manos, andaba a pasos grandes
por la celda y parecía como si tuviera un gran dolor. Era que
estaba escribiendo, en su libro famoso de la Destrucción de las
Indias, los horrores que vio en las Américas cuando vino de
España la gente a la conquista. Se le encendían los ojos, y se
volvía a sentar, de codos en la mesa, con la cara llena de lágri-
mas. Así pasó la vida, defendiendo a los indios.
Aprendió en España a licenciado, que era algo en aquellos
tiempos, y vino con Colón a la Isla Española en un barco de

 114  américa
aquellos de velas infladas y como cáscara de nuez. Hablaba
mucho a bordo, y con muchos latinos. Decían los marineros
que era grande su saber para un mozo de 24 años. El sol lo veía
él siempre salir sobre la cubierta. Iba alegre en el barco, como
aquel que va a ver maravillas.
Pero desde que llegó empezó a hablar poco. La tierra, sí,
era muy hermosa y se vivía como en una flor: ¡pero aquellos
conquistadores debían venir del infierno, no de España! Espa-
ñol era él también y su padre, y su madre; pero él no salía por
las islas Lucayas a robarse a los indios libres: ¡porque en 10
años ya no quedaba indio vivo de los 3 millones o más, que
hubo en la Española! Él no los iba cazando, con perros ham-
brientos, para matarlos a trabajo en las minas; él no les quema-
ba las manos y los pies cuando se sentaban porque no podían
andar, o se les caía el pico porque ya no tenían fuerzas; él no
los azotaba hasta verles desmayar, porque no sabían decirle a
su amo dónde había más oro; él no se gozaba con sus amigos,
a la hora de comer, porque el indio de la mesa no pudo con
la carga que traía de la mina, y le mandó cortar en castigo las
orejas; él no se ponía el jubón de lujo, y aquella capa que lla-
maban ferreruelo, para ir muy galán a la plaza a las 12, a ver
la quema que mandaba hacer la justicia del gobernador, la
quema de los cinco indios. Él los vio quemar, los vio mirar con
desprecio desde la hoguera a los verdugos, y ya nunca se puso
más que el jubón negro, ni cargó caña de oro, como los otros
licenciados ricos y regordetes, sino que se fue a consolar a
los indios por el monte, sin más ayuda que su bastón de rama
de árbol.

l a c o n q u i s ta  115 

Ya en la isla lo conocían todos, y en España hablaban de él.
Era flaco y de nariz muy larga, y la ropa se le caía del cuerpo y
no tenía más poder que el de su corazón; pero de casa en casa
andaba echando en cara a los encomenderos, la muerte de los
indios de las encomiendas; iba a palacio, a pedir al goberna-
dor que mandase cumplir las ordenanzas reales; esperaba en
el portal de la audiencia a los oidores, caminando de prisa con
las manos a la espalda, para decirles que venía lleno de es-
panto, que había visto morir a 6 mil niños en tres meses. Y los
oidores le decían: “Cálmese, licenciado, ya se hará justicia”. Se
echaban el ferreruelo al hombro, y se iban a merendar con los
encomenderos que eran los ricos del país y tenían buen vino y
buena miel de Alcarria.
Ni merienda ni sueño había para Las Casas: sentía en sus
carnes mismas los dientes de los molosos que los encomen-
deros tenían sin comer, para que con el apetito los buscasen
mejor a los indios cimarrones; le parecía que era su mano la
que chorreaba sangre, cuando sabía que, porque no pudo con
la pala, le habían cortado a un indio la mano; creía que él era
el culpable de toda la crueldad, porque no la remediaba; sintió
cómo se iluminaba y crecía, y cómo que eran sus hijos todos los
indios americanos.
De abogado no tenía autoridad y lo dejaban solo; de sacer-
dote tendría la fuerza de la Iglesia, y volvería a España, y daría
los recados del cielo, y si la corte no acababa con el asesinato,
con el tormento, con la esclavitud, con las minas, haría temblar

 116  américa
la corte. Y el día en que entró de sacerdote, toda la isla fue a
verlo con el asombro de que tomara aquella carrera un licen-
ciado de fortuna; y las indias le echaron, al pasar, a sus hijitos,
a que le besasen los hábitos.
Entonces empezó su medio siglo de pelea, para que los in-
dios no fuesen esclavos; de pelea en las Américas; de pelea en
Madrid, de pelea con el rey mismo; contra España toda, él solo,
de pelea.
la colonia
las mulas de su excelencia
vicente riva palacio

e n la gran extensión de Nueva España puede asegurarse


que no existía una pareja de mulas como las que tiraban
de la carroza de Su Excelencia el señor virrey, y eso que tan dados
eran en aquello tiempos los conquistadores de México a la cría
de las mulas, y tan afectos a usarlas como cabalgadura, que
los reyes de España, temiendo que afición tal fuese causa del
abandono de la cría de caballos y del ejercicio militar, manda-
ron que se obligase a los principales vecinos a tener caballos
propios y disponibles para el combate; pero las mulas del virrey
eran la envidia de todos los ricos y la desesperación de los ga-
naderos de la capital de la colonia.
Altas, con el pecho tan ancho como el del potro más pode-
roso. Los cuatro remos finos y nerviosos como los de un reno;
la cabeza descarnada, y las movibles orejas y los negros ojos
como los de un venado. El color tiraba a castaño, aunque con
algunos reflejos dorados, y trotaban con tanta ligereza que ape-
nas podría seguirlas un caballo al galope.

la colonia  121 
Además de eso, de tanta nobleza y tan bien arrendadas, que
al decir del cochero de Su Excelencia, manejarse podrían, si no
con dos hebras de las que forman las arañas, cuando menos con
dos ligeros cordones de seda.
El virrey se levantaba todos los días con la aurora; le es-
peraba el coche al pie de la escalera de palacio; él bajaba pau-
sadamente; contemplaba con orgullo su incomparable pareja;
entraba en el carruaje; se santiguaba devotamente, y las mulas
salían haciendo brotar chispas de las pocas piedras que se en-
contraban en el camino.
Después de un largo paseo por los alrededores de la ciudad,
llegaba el virrey, poco antes de las 8 de la mañana; a detenerse
ante la catedral, que en aquel tiempo, y con gran actividad,
se estaba construyendo.
Iba aquella obra muy adelantada, y trabajaban allí multi-
tud de cuadrillas, que generalmente se dividían por naciona­
lidades, y eran unas de españoles, otras de indios, otras de mes-
tizos y otras de negros, con el objeto de evitar choques, muy
comunes por desgracia, entre operarios de distinta raza.

___
Había entre aquellas cuadrillas dos que se distinguían por la
prontitud y esmero con que cada una de ellas desempeñaba
los trabajos más delicados que se le encomendaban, y era lo
curioso que una de ellas estaba compuesta de españoles y la otra
de indios.
Era capataz de la española un robusto asturiano, como de
40 años, llamado Pedro Noriega. El hombre de más mal carácter,

 122  américa
pero de más buen corazón que podía encontrarse en aquella
época entre todos los colonos.
Luis de Rivera gobernaba como capataz la cuadrilla de los in-
dios, porque más aspecto tenía de indio que de español, aunque
era mestizo del primer cruzamiento, y hablaba con gran facilidad
la lengua de los castellanos y el idioma náhuatl o mexicano.
No gozaba tampoco Luis de Rivera de un carácter angeli-
cal: era levantisco y pendenciero, y más de una vez había dado
ya que hacer a los alguaciles.
Por una desgracia, las dos cuadrillas tuvieron que trabajar
muy de cerca de una de la otra, y cuando Pedro Noriega se
enfadaba con los suyos, que era muchas veces al día, les gritaba
con voz de trueno:
—¡Qué españoles tan brutos! ¡Parecen indios!
Pero no bien había terminado aquella frase, cuando, vi-
niendo o no al caso, Rivera les gritaba a los suyos:
—¡Qué indios tan animales! ¡Parecen españoles!
Como era natural, esto tenía que dar fatales resultados. Los
directores de la obra no cuidaron de separar aquellas cuadrillas,
y como los insultos menudeaban, una tarde Noriega y Rivera
llegaron, no a las manos, sino a las armas, porque cada uno de
ellos venía preparado ya para un lance, y tocóle la peor parte al
mestizo, que allí quedó muerto de una puñalada.
Convirtióse aquello en un tumulto, y necesario fue para cal-
marle que ocurriera gente de justicia y viniera tropa de palacio.
Separóse a los combatientes: levantóse el cadáver de Luis
de Rivera, y atado codo con codo salió de allí el asturiano, en
medio de los alguaciles, para la cárcel de la ciudad.

la colonia  123 
___
Como el virrey estaba muy indignado; como los señores de
la Audiencia ardían en deseos de hacer un ejemplar castigo
al mismo tiempo que complacer al virrey, y como existía una
real cédula disponiendo que los delitos de españoles contra
hijos del país fueran castigados con mayor severidad, antes de
15 días el proceso estaba terminado y Noriega sentenciado a
la horca.
Inútiles fueron todos los esfuerzos de los vecinos para alcan­
zar el indulto: ni los halagos de la virreina, ni los memoriales
de las damas, ni el influjo del señor arzobispo, nada; el virrey,
firme y resuelto, a todo se negaba, dando por razón la necesi-
dad de hacer un singularísimo y notable castigo ejemplar.
La familia de Noriega, que se reducía a la mujer y a una
guapa chica de 18 años, desoladas iban todo el día, como se
dice vulgarmente, de Herodes a Pilatos, y pasaban largas horas
al pie de la escalera de palacio, procurando siempre ablandar
con su llanto el endurecido corazón de Su Excelencia.
Muchas veces esperaban al pie del coche en que el virrey
iba a montar, y contaban sus cuitas, que la desgracia siem-
pre cuenta, al cochero del virrey, que era un andaluz joven
y soltero.
Como era natural, tanto enternecían a aquel buen andaluz
las lágrimas de la madre como los negros ojos de la hija. Pero
él no se atrevía a hablar al virrey, comprendiendo que lo que
tantos personajes no habían alcanzado él no debía siquiera in-
tentarlo.

 124  américa
Y sin embargo, todavía la víspera del día fijado para la eje-
cución decía a las mujeres, entre convencido y pesaroso:
—¡Todavía puede hacer Dios un milagro! ¡Todavía puede
hacer Dios un milagro!
Y las pobres mujeres veían un rayo de esperanza; porque
en los grandes infortunios, los que no creen en los milagros
sueñan siempre en lo inesperado.
Llegó por fin la mañana terrible de la ejecución, y cubierto
de escapularios el pecho, con los ojos vendados, apoyándose en
el brazo de los sacerdotes, que a voz en cuello lo exhortaban
en aquel trance fatal, causando pavor hasta a los mismos es-
pectadores, salió Noriega de la cárcel, seguido de una inmensa
muchedumbre que caminaba lenta y silenciosamente, mien-
tras que el pregonero gritaba en cada esquina:
“Esta es la justicia que se manda hacer con este hombre,
por homicidio cometido en la persona de Luis de Rivera.
“Que sea ahorcado.
“Quien tal hace, que tal pague”.

___
El virrey aquella mañana montó en su carroza, preocupado y
sin detenerse, como de costumbre, a examinar su pareja de mu-
las; quizá luchaba con la incertidumbre de si aquello era un
acto de energía o de crueldad.
El cochero, que sabía ya el camino que tenía que seguir,
agitó las riendas de las mulas ligeramente, y los animales
partieron al trote. Cerca de un cuarto de hora pasó el virrey

la colonia  125 
inmóvil en el fondo del carruaje y entregado a sus medita-
ciones; pero repentinamente sintió una violenta sacudida, y
la rapidez de la marcha aumentó de una manera notable. Al
principio prestó poca atención, pero a cada momento era más
rápida la carrera.
Su Excelencia sacó la cabeza por una de las ventanillas, y
preguntó al cochero:
—¿Qué pasa?
—Señor, que se han espantado estos animales y no obedecen.
Y el carruaje atravesaba calles y callejuelas y plazas, y do-
blaba esquinas sin chocar nunca contra los muros, pero como
si no llevara rumbo fijo y fuera caminando al azar.
El virrey era hombre de corazón y resolvió esperar el resul-
tado de aquello, cuidando no más de colocarse en uno de los
ángulos del carruaje y cerrar los ojos.
Repentinamente detuviéronse las mulas; volvió a sacar el
virrey la cabeza por el ventanillo, y se encontró rodeado de mul-
titud de hombres, mujeres y niños que gritaban alegremente:
—¡Indultado! ¡Indultado!
La carroza del virrey había llegado a encontrarse con la co-
mitiva que conducía a Noriega al patíbulo; y como era de ley
que si el monarca en la metrópoli, o los virreyes en las colonias,
encontraban a un hombre que iba a ser ejecutado, esto valía el
indulto, Noriega con aquel encuentro feliz quedó indultado
por consiguiente.
Volvióse el virrey a palacio, no sin llevar cierta complacen-
cia porque había salvado la vida de un hombre sin menoscabo
de su energía.

 126  américa
Tornaron a llevar a la cárcel al indultado Noriega, y todo
el mundo atribuyó aquello a un milagro patente de Nuestra
Señora de Guadalupe, de quien era ferviente devota la familia
de Noriega.
No se sabe si el cochero, aunque aseguraba que sí, creía en
lo milagroso del lance. Lo que sí pudo averiguarse fue que tres
meses después se casó con la hija de Noriega, y que Su Exce-
lencia le hizo un gran regalo de boda.
La tradición agrega que aquel lance fue el que dio motivo a
la real cédula que ordenaba que un día de ejecución de justicia
no salieran de palacio los virreyes.
¡Para que se vea de todo lo que son capaces las mulas!

la colonia  127 
el obispo chicheñó
ricardo palma

l ima, como todos los pueblos de la tierra, ha tenido (y tiene)


un gran surtido de tipos extravagantes, locos mansos y
cándidos. A esta categoría pertenecieron, en los tiempos de la
República, Bernardito, Basilio Yegua, Manongo Moñón, Bofe-
tada del Diablo, Saldamando, Cogoy, el Príncipe, Adefesios en
Misa de Una, Felipe la Cochina, y pongo punto por no hacer
interminable la nomenclatura.
Por los años de 1780 comía pan en esta ciudad de los reyes
un bendito de Dios, a quien pusieron en la pila bautismal el
nombre de Ramón. Era éste un pobrete de solemnidad, man-
tenido por la caridad pública, y el hazmerreír de muchachos
y gente ociosa. Hombre de pocas palabras, pues para comple-
mento de desdichas era tartamudo, a todo contestaba con un sí,
señor, que al pasar por su desdentada boca se convertía en chí,
cheñó.
El pueblo llegó a olvidar que nuestro hombre se llamaba
Ramoncito, y todo Lima lo conocía por Chicheñó, apodo que

 128  américa
se ha generalizado después aplicándolo a las personas de ca-
rácter benévolo y complaciente que no tienen hiel para pro-
ferir una negativa rotunda. Diariamente, y aun tratándose de
ministros de Estado, oímos decir en la conversación familiar:
“¿Quién? ¿Fulano? ¡Si ese hombre no tiene calzones! Es un
Chicheñó”.
En el año que hemos apuntado llegaron a Lima, con proce­
dencia directa de Barcelona, dos acaudalados comerciantes
catalanes, trayendo un valioso cargamento. Consistía éste en
sederías de Manila, paño de San Fernando, alhajas, casullas de
lana y brocado, mantos para imágenes y lujosos paramentos
de iglesia. Arrendaron un vasto almacén en la calle de Bode­
gones, adornando una de las vidrieras con pectorales y cruces
de brillantes, cálices de oro con incrustaciones de piedras pre-
ciosas, anillos, arracadas y otras prendas de rubí, ópalos, zafi-
ros, perlas y esmeraldas. Aquella vidriera fue pecadero de las
limeñas y tenaz conflicto para el bolsillo de padres, maridos y
galanes.
Ocho días llevaba de abierto el elegante almacén, cuando
tres andaluces que vivían en Lima, más pelados que ratas de
colegio, idearon la manera de apropiarse parte de las alhajas,
y para ello ocurrieron al originalísimo expediente que voy a
referir.
Después de proveerse de un traje completo de obispo, vis-
tieron con él a Ramoncito, y dos de ellos se plantaron sotana,
solideo y sombrero de clérigo.
Acostumbraban los miembros de la Audiencia ir a las 10
de la mañana a palacio en coche de cuatro mulas, según lo
dispuesto en una real pragmática.

la colonia  129 
El conde de Pozos-Dulces, don Melchor Ortiz de Rojano,
era a la sazón primer regente de la Audiencia, y tenía por co-
chero a un negro devoto del aguardiente, quien, después de
dejar a su amo en palacio, fue seducido por los andaluces, que
le regalaron media pelucona a fin de que pusiese el carruaje a
disposición de ellos.
Acababan de sonar las 10, hora de almuerzo para nuestros
antepasados, y las calles próximas a la plaza Mayor estaban casi
solitarias, pues los comerciantes cerraban las tiendas a las 9:30,
y seguidos de sus dependientes iban a almorzar en familia. El
comercio se reabría a las 11.
Los catalanes de Bodegones se hacían llevar con un criado
el desayuno a la trastienda del almacén, e iban ya a sentarse a
la mesa cuando un lujoso carruaje se detuvo a la puerta. Un
paje de aristocrática librea, que iba a la zaga del coche, abrió
la portezuela y bajó el estribo, descendiendo dos clérigos y tras
ellos un obispo.
Penetraron los tres en el almacén. Los comerciantes se des-
hicieron en cortesías, besaron el anillo pastoral y pusieron junto
al mostrador silla para Su Ilustrísima. Uno de los familiares
tomó la palabra y dijo:
—Su Señoría el señor obispo de Huamanga, de quien soy
humilde capellán y secretario, necesita algunas alhajitas para
decencia de su persona y de su santa iglesia catedral, y sabiendo
que todo lo que ustedes han traído de España es de última
moda, ha querido darles la preferencia.
Los comerciantes hicieron, como es de práctica, la apología
de sus artículos, garantizando bajo palabra de honor que ellos

 130  américa
no daban gato por liebre, y añadiendo que el señor obispo no
tendría que arrepentirse por la distinción con que los honraba.
—En primer lugar —continuó el secretario— necesitamos
un cáliz de todo lujo para las fiestas solemnes. Su Señoría no se
para en precios, que no es ningún roñoso.
—¿No es así, ilustrísimo señor?
—Chí, cheñó— contestó el obispo.
Los catalanes sacaron a lucir cálices de primoroso trabajo
artístico. Tras los cálices vinieron cruces y pectorales de brillan-
tes cadenas de oro, anillos, alhajas para la Virgen de no sé qué
advocación y regalos para las monjitas de Huamanga. La fac-
tura subió a 15 mil duros mal contados.
Cada prenda que escogían los familiares la enseñaban a su
superior preguntándole:
—¿Le gusta a su señoría ilustrísima?
—Chí, cheñó— contestaba el obispo.
—Pues al coche.
Y el pajecito cargaba con la alhaja, a la vez que uno de los
catalanes apuntaba el precio en un papel.
Llegado el momento del pago, dijo el secretario:
—Iremos por las talegas al palacio arzobispal, que es don-
de está alojado su señoría, y él nos esperará aquí. Cuestión de
15 minutos. ¿No le parece a su señoría ilustrísima?
—Chí, cheñó, respondió el obispo.
Quedando en rehenes tan caracterizado personaje, los co-
merciantes no tuvieron ni asomo de desconfianza, amén que
aquellos no eran estos tiempos de bancos y papel-manteca en
que 15 mil duros no hacen peso en el bolsillo.

la colonia  131 
Marchados los familiares, pensaron los comerciantes en el de-
sayuno, y acaso por llenar fórmula de etiqueta dijo uno de ellos:
—¿Nos hará su señoría ilustrísima el honor de acompa-
ñarnos a almorzar?
—Chí, cheñó.
Los catalanes enviaron a las volandas al fámulo por algu-
nos platos extraordinarios, y sacaron sus dos mejores botellas
de vino para agasajar al príncipe de la Iglesia, que no sólo
les dejaba fuerte ganancia en la compra de alhajas, sino que les
aseguraba algunos centenares de indulgencias valederas en el
otro mundo.
Sentáronse a almorzar, y no les dejó de parecer chocante
que el obispo no echase su bendición al pan, ni rezase siquiera
en latín, ni por más que ellos se esforzaron en hacerlo conver-
sar, pudieran arrancarle otras palabras que chí, cheñó.
El obispo tragó como un Heliogábalo.
Y entretanto pasaron dos horas, y los familiares con las 15
talegas no daban acuerdo de sus personas.
—Para una cuadra que distamos de aquí al palacio arzo-
bispal es ya mucha la tardanza, dijo, al fin amoscado, uno de
los comerciantes. —¡Ni que hubieran ido a Roma por bulas!
¿Le parece a su señoría que vaya a buscar a sus familiares?
—Chí, cheñó.
Y calándose el sombrero, salió el catalán desempedrando
la calle.
En el palacio arzobispal supo que allí no había huésped
mitrado, y que el obispo de Huamanga estaba muy tranquilo
en su diócesis cuidando de su rebaño.

 132  américa
El hombre echó a correr vociferando como un loco, alboro-
tóse la calle de Bodegones, el almacén se llenó de curiosos para
quienes Ramoncito era antiguo conocido, descubrióse el pastel,
y por vía de anticipo mientras llegaban los alguaciles, la em-
prendieron los catalanes a mojicones con el obispo de pega.
Debemos añadir que Chicheñó fue a chirona; pero recono-
cido por tonto de capirote, la justicia lo puso pronto en la calle.
En cuanto a los ladrones, hasta hoy (y ya hace un siglo)
que yo sepa, no se ha tenido noticia de ellos.

la colonia  133 
simón bolívar
carlos pellicer

s imón Bolívar es el hombre más grande que ha nacido en el


Nuevo Mundo. Su tierra natal es Venezuela: nació en Cara-
cas el 24 de julio de 1783.
Sus padres y parientes eran muy ricos. Poseían una hermo-
sa hacienda, la hacienda de San Mateo, en donde Bolívar pasó
largas temporadas y así aprendió desde la más tierna infancia,
a amar el campo y las montañas, el cielo y el mar.
Tenía cinco años solamente cuando un día en que le ense-
ñaban a montar a caballo, habiéndolo puesto sobre un burro,
el animal hizo un movimiento extraño y echó por tierra al pe-
queño jinete. El niño se levantó diciendo: ¿cómo quieren que
aprenda a montar a caballo si lo que me dan es un burro?
Poco tiempo después murió el padre. Su infancia corrió en-
tre los dulces días familiares de su espléndida casa de Caracas y
las temporadas pasadas en el campo, en el seno de la naturaleza.
Poco tiempo después perdió a su madre quedando al cuidado

 134  américa
de sus tíos que lo amaron siempre mucho. Entonces empezó a
recibir lecciones de gramática y cosmografía que le daba don An-
drés Bello, quien era ya entonces un hombre notable; pero fue
el señor don Simón Rodríguez, hombre de gran talento, quien
modeló en gran parte el alma y el carácter de aquel muchacho
que iba a ser más tarde llamado por los pueblos y los hombres
el Libertador de América. Cuando Bolívar cumplió 16 años sus
tíos decidieron enviarlo a Europa para que allí terminase sus es-
tudios y su educación. Arreglado el viaje, partió a fines de 1799,
rumbo a España. Pero el buque pasó primero a Veracruz en don-
de iba a recoger una fuerte cantidad de dinero que el antiguo
virreinato de la Nueva España debía hacer embarcar para la me-
trópoli. Pero mientras llegaban los caudales, Bolívar tuvo tiempo
de visitar la Ciudad de México, pasando la diligencia que lo con-
ducía por la pintoresca Jalapa y la monumental Puebla. Sólo 10
días pudo permanecer en México el joven venezolano. Como era
rico y de una familia distinguida y traía además cartas de reco-
mendación para el oidor Aguirre y el arzobispo, fue presentado
inmediatamente a las personas notables de la ciudad y también
al virrey que era entonces el señor don Manuel José de Azanza.
Bolívar, educado finamente y poseyendo además el incompara-
ble don de la simpatía personal, tuvo siempre la fortuna de ser
muy bien acogido en todas partes y por todas las personas que lo
conocían. La marquesa de Uluapa le dio alojamiento en su pala-
cio y el virrey Azanza gustaba de conversar con aquel muchacho
que ya daba señales de mucha inquietud y de mucho talento.
Una tarde, después de un largo paseo por la ciudad acom-
pañado del oidor Aguirre, fue Bolívar a palacio a visitar al virrey

la colonia  135 
quien lo invitó a tomar chocolate. La conversación era amena e
interesante; pero, poco a poco, hablando de viajes y de la Amé-
rica del Sur, principió a hablarse de la organización de las Colo-
nias Españolas de América. Bolívar nerviosamente habló de la
independencia y sostuvo con toda la fuerza de su grande alma
la idea de que Nuestra América debía ser ya independiente de
España. El tema de la conversación empezó a molestar el ánimo
del virrey, quien levantándose de su asiento y yendo hasta el fon-
do del salón, llamó al oidor Aguirre para decirle que debía des-
pachar para Veracruz inmediatamente, a aquel muchacho que,
según el virrey, tenía ideas peligrosas. Bolívar regresó a Veracruz
y después de mes y medio de viaje en el que hubo de padecer
los rigores de una espantosa tormenta, llegó a España en donde
debía esperarle un suceso muy importante.
En Madrid, la hermosa capital de España, vivía el rey Car-
los IV rodeado de lujosa corte y numerosa servidumbre. Como
era un rey tonto, y de carácter muy débil, se abandonaba al
dominio de su ministro Godoy, hombre inteligente y muy
ambicioso. España, que tres siglos antes, durante los grandes
reinados de Carlos V y Felipe II, fue la nación más poderosa de
Europa, en este tiempo del reinado de Carlos IV empezaba a
perder casi completamente su gran fuerza política en Europa,
por el desprestigio de sus últimos reyes y de sus hombres de
gobierno.
Bolívar llegó a Madrid y fue presentado por un colombiano
amigo suyo que tenía grandes valimientos entre la nobleza y
los hombres de palacio, a todas las personas de la corte que por
sus riquezas o por sus elevados puestos públicos hacían sonar su
nombre en Madrid.

 136  américa
Un día conoció Bolívar a la señorita María Teresa Toro,
sobrina de un marqués y de familia muy honesta. El dulce
sentimiento del amor se apoderó de aquellas dos almas y las
virtudes de María Teresa hallaron en el hermoso corazón de
Bolívar el sitio más delicado para hacer crecer en el alma del
caraqueño, las ilusiones y deliciosas tristezas que da el primer
amor. El muchacho pensó inmediatamente en casarse; pero la
familia de la novia, en vista de la excesiva juventud de los no-
vios dispuso aplazar el matrimonio por algún tiempo.
Aranjuez es un lindo lugar cerca de Madrid adonde van el
rey y la reina y los príncipes a pasar días de placer y descanso.
Un día, en el sitio destinado al juego de pelota, jugaban dos
muchachos. Uno de ellos era el príncipe de Asturias, heredero
del trono de España, hijo primogénito de rey Carlos IV. El
otro jugador, era Simón Bolívar. La reina y sus damas conver-
saban y miraban el juego. De repente Bolívar dio un fuerte pe-
lotazo en la cabeza al príncipe y éste fue a quejarse con la reina;
pero la soberana lo convenció de que esos pequeños accidentes
eran simples cosas del juego y que debía volver a jugar.
Algún tiempo después el príncipe, con el nombre de Fer-
nando VII, se coronaba rey de España y de las Indias. Algún
tiempo después Bolívar, Libertador de América, iba a arreba-
tarle el más elevado tesoro de su Corona: las Colonias Españo-
las del Nuevo Mundo. Aquel pelotazo fue el anuncio de un
desastre para España.
Por este tiempo, Bolívar, que había descuidado bastante sus
estudios, se dedicó a ellos con tanto afán, que en poco tiempo
aprendió muchas cosas y se dedicó a otras.

la colonia  137 
Poco después hizo un viaje a Francia, fue a París, y allí vio
de cerca al hombre más famoso de aquellos días, a Napoleón
Bonaparte que era el general más notable del mundo, pues ha-
bía derrotado muchas veces a ejércitos unidos de diferentes
naciones. Bolívar, entonces, admiraba a Napoleón.
Regresó a Madrid, y se casó con la señorita María Teresa.
Los jóvenes esposos salieron poco tiempo después para Vene-
zuela. Sólo 10 meses vivió Bolívar lleno de felicidad y de amor
al lado de su esposa; ésta murió al cabo de ese tiempo, en
Caracas, dejando a su esposo hundido en inmenso dolor. Viu-
do a los 19 años, decidió viajar por Europa para buscar reposo
en la inquietud constante de los viajes. Después de pasar en
España algunos días al lado de la familia de su esposa, salió
para Francia. París se llenaba de fiestas con motivo de la coro-
nación de Napoleón Bonaparte. El que antes sólo fuera un ge-
neral lleno de victorias y también un revolucionario, ahora trai-
cionaba sus principios democráticos y apoyado por sus ejércitos
ceñía sobre su frente la vieja Corona Francesa que él mismo
había ayudado a derribar hacía unos cuantos años. Bolívar, en-
tonces, ya no admiraba a Napoleón.
Volvía a ser París, como en los tiempos lujosos de los reyes,
la ciudad de la elegancia y de la moda, de la cortesía y del pla-
cer. Damas de grande inteligencia y belleza reunían en los sa-
lones de sus palacios a los hombres más distinguidos y a las
mujeres más hermosas. Bolívar, tan joven, lleno de simpatía, de
talento y de fina educación, frecuentó todos los sitios de París
donde se unían al talento el lujo y la belleza. Por este tiempo
acababa de regresar de un largo y maravilloso viaje por Nuestra

 138  américa
América, el barón de Humboldt. Este hombre era un sabio.
Había recorrido casi todo el Nuevo Mundo, midiendo la altura
de las montañas más altas, la anchura y profundidad de los
grandes ríos, la elevación de las mesetas sobre el nivel del mar,
la fuga de los litorales eternamente movidos por las olas; ruinas
de antiguas ciudades, árboles viejos, rincones notables de la na-
turaleza, animales desconocidos en Europa, organizaciones de
gobierno; pueblos y razas, todo lo estudió con curiosidad, con
paciencia admirable, aquel viajero maravilloso que era también
un gran sabio: Alejandro de Humboldt. Nuestra América debe
a este hombre ilustre el que Europa conociera bastante bien,
desde hace más de un siglo, su geografía, su fauna y su flora, y
su cultura de entonces. Humboldt reunía en su casa de París a
multitud de personas distinguidas que visitaban, llenas de cu-
riosidad, las riquísimas colecciones que el sabio alemán llevaba
a Europa después de su largo viaje por América. Bolívar fre-
cuentó la amistad de Humboldt así como la de otros sabios
que entonces residían en París. Gastaba sus días en divertirse
mucho, en pasear siempre, y en hacerse presente en donde-
quiera que el talento y la cortesía se aliaban para hacer agrada-
ble la vida. Vestía entonces el joven venezolano hermosos trajes
y usaba joyas espléndidas. Era de mediana estatura, delgado,
ensortijado el cabello y la frente anunciadora ya de grandes su-
cesos, la boca grande pero bien dibujada, la nariz hermosa, los
ojos muy grandes y negros, que causaban siempre, al decir de
todas las personas que lo conocieron, una profunda simpatía
en dondequiera que se presentaba. Hablaba francés perfecta-
mente y podía conversar sobre muchas cosas. Fue siempre un
gran conversador.

la colonia  139 
En París se reunió con su antiguo maestro don Simón Ro-
dríguez y juntos salieron para Italia. ¡Italia! La tierra donde
creció la República Romana y el vasto Imperio de Roma. Italia,
llena de historia y de arte, bajo un cielo luminoso y azul, ba-
ñada por dos mares y acariciada por dulces climas. Bolívar y
su maestro viajaban a pie por Italia. En Milán asistió el futuro
Libertador de América a la segunda coronación de Napoleón
Bonaparte, emperador de Francia y rey de Italia. Por esos días
pasó Napoleón revista a sus tropas, y un poco cerca de él esta-
ba Bolívar con su maestro Rodríguez. El gran soldado francés
miraba frecuentemente con curiosidad a Bolívar. Siguió éste
viajando por Italia. Llegó a Roma.
Roma es la ciudad histórica más importante de Europa.
Ella sola encierra gran parte de la historia humana. Cuando
se llega a Roma, el corazón se multiplica y los ojos de toda
una vida no alcanzarían para mirar tantas cosas. Rodeada de
colinas, sobrelleva majestuosamente y con gloria su antigüedad
de 26 siglos. En Roma la imaginación se enciende como una
selva entera tocada por un rayo. Bolívar y su maestro se hos-
pedaron en una posada desde la que aún puede admirarse las
ruinas gigantescas del antiguo Circo Romano. Todo en Roma
es grandioso, hasta las ruinas. Bolívar gustaba de vagar solo por
aquella parte de la ciudad en donde aún se levantan los restos
imperiales de la Roma del grande emperador Trajano. El joven
caraqueño que iba a realizar después la Independencia en casi
toda Nuestra América, tenía una gran tristeza en el fondo del
alma, y esa gran tristeza no le abandonaría jamás. Ya su cora-
zón se llenaba de altísimos sentimientos. Una tarde, paseando

 140  américa
por el Monte Aventino, una de las colinas que rodean a Roma,
en compañía de su maestro Rodríguez, habiendo quedado am-
bos muy callados y silenciosos, mientras el sol, por la campi-
ña romana tocaba las últimas piedras de las tumbas de la Vía
Appia, Bolívar se puso de pie y juró a su maestro y a sí mismo
dedicar su vida a la empresa gloriosa de la Libertad de Nuestra
América. Y bajaron a la ciudad llenos de emoción y entusiasmo
patrióticos.
El carácter del futuro Libertador de América, empezaba ya
a revelarse lleno de energía y de libertad. Por esos días el em-
bajador de España en Roma le invitó a visitar al papa. Al llegar
frente al pontífice, el embajador, hincando las dos rodillas, besó
las cruces bordadas en las sandalias del papa. Bolívar perma-
neció de pie. En vano el embajador le hacía señas para que hi-
ciera lo que él acababa de hacer. Los momentos pasaban como
siglos desagradables, la situación era penosa. Entonces Bolívar
dijo: “Bien se conoce lo mucho que el papa aprecia la Cruz de
Cristo cuando la lleva en los pies”. Y se negó a arrodillarse.
Bolívar y su maestro recorrieron a pie, casi toda Italia. Es-
tuvieron después en Austria y Alemania; allí se embarcó Bolí-
var rumbo a los Estados Unidos en los que después de haber
visitado las principales poblaciones, tomó pasaje para Venezue-
la y llegó a Caracas a fines de 1806. Al regresar de nuevo a su
tierra natal, contaba 23 años de edad y poseía una ilustración
variada conseguida en constantes lecturas y viajes numerosos
y detallados.
Desde que regresó a Caracas hasta mediados de 1810, se
dedicó al engrandecimiento y cuidado de su hacienda de San

la colonia  141 
Mateo y a estudiar y cultivar su poderosa inteligencia con la
lectura de los libros clásicos, que más tarde había de servirle
para iluminar su criterio político y para embellecer su estilo de
escritor admirable. Bella juventud la de este hombre, iniciada
intensamente en el matrimonio que la muerte dividió y conti-
nuaba en medio de grandes riquezas y placeres, viajes artísticos
y amistades ilustres y envuelta siempre en el fuerte manto de la
pasión divina por la libertad.
En Caracas, como en la mayor parte de las ciudades gran-
des de Nuestra América, habían estallado y fracasado casi todas
las conspiraciones y movimientos a favor de la independencia,
antes de 1810. A Venezuela, por ejemplo, había llegado en 1806
el general Francisco de Miranda con una expedición compues-
ta casi toda de elementos extranjeros, organizada a favor de la
libertad. El general Miranda, venezolano y soldado glorioso y
famosísimo en Europa y los Estados Unidos tuvo un gran pe-
sar al ver que los venezolanos, en su mayoría, no hicieron caso
de su expedición ni de sus esfuerzos generosos. Miranda disol-
vió su pequeño ejército y regresó a Europa.
El 19 de abril de 1810, cuatro años después de la intentona
del general Miranda, estalló en Caracas una conspiración que
iniciaba la Independencia de Venezuela respecto de España.
Bolívar era uno de los jefes de la conspiración. Depuesto el ca-
pitán general Emparán, se dio principio a la nueva organización
de Venezuela. Se pensó inmediatamente en buscar el apoyo de
Inglaterra y se nombró una comisión especial, la que, en calidad
de plenipotenciario, presidió Simón Bolívar a quien acompa-
ñaban el señor López Méndez y don Andrés Bello, que como

 142  américa
se recordará había sido maestro de Bolívar y era ya un escritor
y un sabio ilustre. En Londres fueron atendidos con la mayor
gentileza por el gobierno británico que no pudo prestar toda la
ayuda que se deseaba por estar unido a España por un tratado
de alianza. Bolívar buscó en Londres al general Miranda y lo
llevó a Venezuela a su regreso para que organizara los ejércitos
de la libertad. Durante los años de 1811 y principios de 1812 se
agitó la juventud Caraqueña en la política nueva que dirigían
en la “Sociedad Patriótica”, Bolívar y Miranda. El 5 de julio de
1811 los venezolanos se declararon independientes para siempre
del gobierno español. A principios de 1812 un espantoso terre-
moto hizo pedazos la ciudad de Caracas y la mayor parte de
las ciudades venezolanas. Un sacerdote católico gritaba sobre las
ruinas de un templo, que aquello era castigo del cielo por querer
independizar a Venezuela de España. Bolívar pasaba por ahí y
al oír los disparates del clérigo, se dirigió, enfurecido, a la mul-
titud y después de hablar a favor de la independencia terminó
diciendo estas palabras soberbias: “Si la naturaleza se opone,
lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”.
Nombrado Miranda generalísimo de las tropas venezola-
nas, fue enviado Bolívar en comisión al castillo de Puerto
Cabello. Sublevada la tropa, traicionado el jefe, después de sos-
tener durante tres días con 40 hombres la defensa de su puesto,
Bolívar abandonó el Puerto y se dirigió al general Miranda
comunicándole el desastre y doliéndose tanto de aquello, a tal
punto, que le decía que en sus manos se había perdido la pa-
tria. Los españoles organizados y dirigidos por Monteverde
habían iniciado operaciones con bastante fortuna. Miranda,

la colonia  143 
acostumbrado en Europa a mandar ejércitos disciplinados, co-
menzó a impacientarse y aun hasta perder la fe en el triunfo, a
la vista de aquellas tropas mal armadas y peor disciplinadas que
no podían satisfacer las exigencias militares de un general acos-
tumbrado a mandar ejércitos notables. Los españoles avanza­
ban y en su avance cometían toda clase de atropellos. Miranda
creyó conveniente buscar un arreglo con Monteverde sobre
las bases de toda garantía, en las personas y bienes de todos
aquellos que hubiesen colaborado con él en la campaña contra
el gobierno español. Fue un error. El gran venezolano lo come-
tió de buena fe, sinceramente. Miranda creyó que con ese arreglo
salvaría a la sociedad venezolana de los actos de barbarie del
jefe español. Si el error de Miranda fue grande, las consecuen-
cias fueron espantosas. Monteverde firmó la capitulación para
cometer, pocos días después, una traición malvada: ordenó el
arresto de muchas personas que más tarde fueron asesinadas y
la confiscación de los bienes de todos aquellos que habían teni-
do relación con el movimiento insurgente. Miranda pidió pa-
saporte para regresar a Europa y fue traicionado en el Puerto
de la Guayra, encarcelado en los calabozos de Puerto Cabello y
enviado después a España cargado de cadenas. Murió en una
prisión de Cádiz, viejo, lleno de gloria y de dolor. Así acabó el
general Francisco de Miranda, uno de los hombres más gran-
des que han nacido en Nuestra América, y llamado con justicia
el más ilustre precursor de la libertad iberoamericana. Francia y
los Estados Unidos le deben gratitud y gloria.
Bolívar salió de Caracas ayudado por un español amigo
suyo, quien logró a fuerza de súplicas que el jefe español, el

 144  américa
traidor Monteverde, lo dejase salir libremente del país. Llegó a
Curazao, frente a Venezuela, y de allí salió para Cartagena de
Indias, en la costa colombiana del Atlántico, en donde escribió
y publicó un manifiesto lleno de tristeza y heroísmo. Pidió a
las autoridades, que también habían iniciado un movimiento
independiente, que fuera admitido para servir en el ejército
colombiano en favor de la libertad. Se le confió al punto la mi-
sión militar para recuperar el Río Magdalena, principal vía de
comunicación de aquel país. Con una rapidez extraordinaria,
cumplió Bolívar su misión derrotando siempre a los españoles.
Después de estos triunfos, rogó a las autoridades colombianas
que le permitieran ir a libertar a Venezuela. Consiguió permiso
y tropa. Bolívar inició su campaña sobre Venezuela, y después
de una serie de victorias, vertiginosamente, entró triunfador a
Caracas que lo aclamó desde ese día como su libertador y
padre. Dos cosas recordaremos de esta célebre campaña mi­litar
de Bolívar al que ya desde este momento nombraremos con el
título glorioso de Libertador. Al iniciar su campaña para recu-
perar a Venezuela, firmó en la ciudad de Trujillo un decreto
terrible en el cual declaraba la guerra a muerte a todos los espa-
ñoles sin distinción de edad ni sexo. Aquello no era más que
una respuesta tan bárbara y brutal como lo merecía la conduc-
ta de los españoles con los venezolanos después de la traición
infame de Monteverde. Ese documento es un grito de deses-
peración. Aquel apóstol de la libertad se vio obligado a poner
en juego todos los medios, aun los más crueles para cumplir su
misión divina de Libertador de pueblos. Cuando Bolívar avan-
zaba sobre Caracas, en uno de los combates sufrió la pérdida de

la colonia  145 
uno de sus tenientes más distinguidos: Anastasio Girardot.
Era casi un muchacho y pertenecía a una de las mejores fa-
milias de Colombia; era muy valeroso y honrado. Murió heroi-
camente, y su corazón, encerrado en una urna, fue llevado
triunfalmente a Caracas por el Ejército Libertador que cus-
todiaba aquella prenda, aquel símbolo de heroísmo ente ilu-
minadas procesiones nocturnas que aumentaban el fervor pa-
triótico de los soldados. Monteverde y sus tenientes se
reorganizaron con rapidez, y Bolívar, con menos fuerzas que el
jefe español, tuvo que salir de Caracas. La fortuna principiaba
a abandonarlo. La mayor parte de los habitantes de Caracas salió
con el Libertador y sus tropas. Todos temían las venganzas
de Monteverde. Casi toda aquella gente murió en los caminos, de
hambre, de fatiga y de dolor. Era un desfile espantoso, que con-
trastaba con aquel otro que había traído triunfalmente des-
de la ciudad de Valencia hasta Caracas, el corazón de Girardot.
Bolívar empezó a ser derrotado muchas veces. Se vio obligado
a abandonar a Venezuela y a regresar a Colombia, que enton-
ces se llamaba Nueva Granada, a dar cuenta a su superioridad
de los triunfos y de los desastres. Oscuros rivales le hicieron
salir de Colombia, en donde se embarcó rumbo a la isla de Ja-
maica, posesión inglesa, en la que pasó algunos meses. Estaba
entonces tan extenuado y flaco, que uno de los jefes ingleses de
la isla, dijo, después de conocerlo y conversar con él: “La llama
ha consumido el aceite”. Y así era verdad. De aquel hombre
que estaba en toda la fuerza de su juventud, casi no quedaba
más que sus ojos. Aquellos grandes ojos oscuros acostumbra-
dos a contemplar la hermosura del mar, de la tierra y del cielo.

 146  américa
Aquellos grandes ojos oscuros que se iluminaban con violencia
así en la cólera como en la alegría, y que sabían mirar en el
horizonte histórico de Nuestra América, el porvenir de nues-
tros pueblos, con precisión maravillosa. Desde Jamaica escribió
Bolívar para los periódicos de Londres, largas noticias sobre las
cosas de Nuestra América. Escribió entre otras una carta céle-
bre en la que, después de estudiar y analizar las condiciones de
entonces de nuestros pueblos, profetizaba de un modo asom-
broso, el porvenir político de estas tierras que aún pertenecían
a España. En esa carta habló de México y de todos los países
hermanos. Era en 1815, el año de la meditación, de la reflexión
y de las profecías de Bolívar. Anunció para nosotros el imperio
de Iturbide y los desastres políticos que llenan nuestro siglo xix.
Una noche estuvieron a punto de matarlo. Un negrito pagado
por los españoles, dio de puñaladas a un amigo de Bolívar que
estaba acostado en la hamaca en la que acostumbraba dormir
el Libertador, creyendo que era éste el que estaba adentro.
De Jamaica pasó el Libertador a la pequeña República de
Haití en la isla de Santo Domingo. Un hombre generoso y
de notable inteligencia era el jefe del gobierno: Petión. Bolívar
se acercó a él y le pidió ayuda para libertar a Venezuela. Petión
le concedió todo: dinero, hombres, armas y municiones. La ex-
pedición libertadora dirigida por Bolívar, desembarcó en la costa
de Venezuela y después de algunos fracasos, el Libertador regresó
a Haití en donde proyectó una nueva expedición. Guerrilleros
venezolanos, valerosos y decididos, llaman al Libertador. Bolívar
regresa y se dirige a las llanuras fertilizadas por el gran río Ori-
noco y sus afluentes. Un día de 1817, Bolívar y su gente fueron

la colonia  147 
sorprendidos y derrotados por los españoles en uno de los caños
del Orinoco, llamado de Casacoima. Apenas pudo salvar su vida
metido entre el agua y dejando solamente la cabeza afuera cu-
briéndose un poco con plantas acuáticas. Con Bolívar se salva-
ron algunos de sus mejores tenientes de entonces. Después de
algunas horas de zozobra y cuando comprendieron que el ene-
migo se había alejado, salieron de sus escondites y alcanzaron
a mirar la luz de una casita en la que después de comer algo,
salieron al plan de la casa y se pusieron a conversar. Entre dos
árboles se colgó una hamaca que ocupó el Libertador. La luna
llena iluminaba el campo de aquella hermosa noche. Aquellos
hombres seguían dando vuelta al tema obligado de la conversa-
ción, que era naturalmente la sorpresa y derrota de aquel día.
Tan cerca había estado el enemigo, que ellos desde sus escon-
dites oyeron nombrar a Bolívar y exclamaciones violentas contra
él. De pronto hubo un silencio en la conversación y el Liber­
tador lleno de fe en su destino, habló más o menos así: dentro
de poco tiempo libertaremos a Venezuela; pasaremos después a
Nueva Granada y llegaremos hasta Quito libertando pueblos y
ciudades. Pero nuestras armas no se detendrán allí y seguire-
mos hasta el Perú, a la tierra de los incas, para subir más tarde a
el Potosí, la gran montaña de plata en cuya cumbre plantare-
mos la bandera de la Libertad. Parecía un loco. Aquel hombre
derrotado y casi solo hacía programas gigantescos de Libertad
y de gloria. El capitán Martel, uno de sus ayudantes, se dirigió
a otro y le dijo: Ahora sí estamos completamente perdidos, por-
que el Libertador se ha vuelto loco. Y así era la verdad, porque
en medio de aquella situación tan penosa y difícil, parecía cosa

 148  américa
de loco hacer tantos proyectos de libertad, cuando hasta enton-
ces, con excepción de la campaña gloriosa de 1813, todo para
Bolívar había salido mal. Pero era un genio, uno de esos hom-
bres que sólo de muy de cuando en cuando nacen y que parecen
iluminados por la Providencia para llevar a cabo las empresas
más difíciles, a pesar de todos los peligros y todas las dificulta-
des. Y aquello que el Libertador anunció en aquella hermosa
noche, entre el espanto y la desconfianza de sus compañeros,
todo se cumplió con aquella precisión maravillosa con que se
realizaron todas las cosas que él se propuso, porque lo que pen­
saba era siempre grande, bueno y sublime.
Bolívar tenía que luchar contra todo. Por eso como ejemplo
de voluntad, es uno de los más altos de la historia humana.
Cuando él dijo una vez que si la naturaleza se oponía, lucharía
contra ella y la vencería, no por eso había contado con el mayor
obstáculo. Porque las mayores dificultades las encontraría en-
tre sus mismos compañeros de armas; la envidia, la traición, la
rivalidad sin grandeza, miserable y mezquina, habrán de salir-
le al paso muchas veces, y él entonces, habrá de triunfar de todo
con su sola superioridad sobre sus enemigos, por el sacrificio y
por el heroísmo. Tenía además la virtud de la elocuencia: su
palabra convencía hasta a sus peores enemigos. Era un hombre
simpático, de esos seres dotados de una simpatía personal tan
encantadora y fuerte, que conversar con él y sentirse cerca de
él, era una alegría para el alma y una fiesta para el corazón.
Desde que principió la guerra de Independencia, tuvo rivales.
A todos, o a casi todos, los había convencido con su palabra o

la colonia  149 
con sus hechos. Para 1817 tuvo necesidad de llevar a cabo en la
persona de uno de sus mejores tenientes, un ejemplo supremo:
el general Piar, uno de sus más notables generales de entonces,
conspiró contra la autoridad de Bolívar, y fue fusilado después
de habérsele sometido al juicio de un consejo de guerra.
Desde 1815 había desembarcado en la costa colombiana
un gran ejército español mandado por uno de los más valien-
tes e ilustrados generales de España, don Pablo Morillo, quien
recuperó el virreinato de la Nueva Granada y pasó a Venezuela
con intenciones de recuperarla también. En los llanos de Vene-
zuela apareció entonces un hombre dotado prodigiosamente
para la guerra. Era un campesino que había pasado su infancia
casi como esclavo en una hacienda y que había llegado a ser
el jinete más notable de la llanura. Se llamaba José Antonio
Páez y había organizado por su cuenta a muchos llaneros que
lo seguían y adoraban. (Llanero se le llama en Venezuela a los
que entre nosotros, en México, llamamos charros y a lo que
en la República Argentina se les llama gauchos. El llanero, el
charro y el gaucho, son hombres nacidos para pasar la mayor
parte de su vida montados sobre un caballo. Son incansables
en las grandes marchas y saben domar potros en un solo día.)
Bolívar encontró a Páez en 1818. El jefe de los llaneros era ya
famoso por haber logrado triunfos notables sobre los españoles
y aceptó reconocer a Bolívar como jefe supremo del Ejército
Libertador.
El año de 1818 fue tal vez el más adverso, el más infortu-
nado para Bolívar. Él y sus compañeros de guerra perdieron
casi todas las acciones militares realizadas durante ese año. La

 150  américa
derrota mayor se la infligió el general Morillo en marzo en un
lugar que fue funesto siempre para el Ejército Libertador: La
Puerta, cerca de Caracas. Como sintiera Bolívar que su autori-
dad no estaba suficientemente cimentada para evitar rivalida-
des y pequeñeces entre sus mismos compañeros, pensó reunir
un Congreso con representantes de las provincias de Venezuela
que estaban en poder de las tropas Libertadoras. Este Congreso
fue un acto político de la mayor importancia. Nos recuerda,
por igualdad de circunstancias, al insigne Morelos, reunien-
do el Congreso de Chilpancingo y despojándose de la supre-
ma autoridad; Bolívar hizo lo mismo, y, como a Morelos, el
Congreso se negó a admitirle la renuncia que hizo del mando
supremo y además fue nombrado Presidente de la República.
El Congreso se reunió en la ciudad de Angostura, a orillas del
Orinoco, en febrero de 1819. El Libertador leyó el discurso más
importante de su vida en el que se mostraba, como en otras
ocasiones, hombre del más profundo pensamiento y que cono-
cía o adivinaba sin equivocarse, el alma de estos pueblos ibe-
roamericanos. Entregó Bolívar ese mismo día al Congreso un
proyecto de Constitución, de leyes sabiamente pensadas y que
habrían sido muy beneficiosas para el país. Decía con justicia,
que después de tres siglos de esclavitud no era posible ni conve-
niente pasar de la tiranía en que se había vivido, a una libertad
desenfrenada. Proponía que el Senado, uno de los grupos de
autoridad más alta en el gobierno, fuese hereditario, porque no
estando acostumbrados al gobierno popular y mucho menos a
cambiar frecuentemente a los gobernantes, se hacía necesario
dejar, entre el Presidente de la República y el pueblo, un grupo

la colonia  151 
de hombres que no fuera removido en sus cargos públicos, sino
que conservarán durante toda su vida el cargo de senadores.
Porque era verdad lo que él decía: un pueblo que sale de la
opresión y la tiranía no puede inmediatamente entregarse a las
prácticas del gobierno popular, libre y democrático, sin hacerse
pedazos en los desórdenes que trae como consecuencia la fal-
ta de costumbre para nombrar y elegir libremente sus propios
magistrados. El discurso leído por el Libertador en el Congreso
de Angostura en 1819 es, además de una vivísima lección de
cosas políticas, un ejemplo de estilo por la claridad y belleza
de su prosa.
Durante el año de 1819 el general Páez, con sus llaneros,
desarrolló un plan de campaña contra los españoles que dio
los mejores resultados. Cansar al enemigo, obligarlo a salir de
sus posiciones en donde podía abastecerse de cuanto necesitaba;
atraerlo siempre al corazón de Los Llanos en donde la caballe-
ría patriota, con su natural y extraordinaria habilidad, vencería
al enemigo más fácilmente. De esta campaña de Los Llanos,
quedará para siempre como el más hermoso recuerdo, el famo-
so hecho del general Páez en el lugar llamado Las Queseras del
Medio, sobre los márgenes del Río Arauca. Páez movió 150 ji-
netes y los hizo pasara el río. Morillo estaba muy cerca con 6
mil hombres. El jefe patriota, aparentemente, se retiraba. Morillo
lanzó sobre él mil hombres. Cuando los españoles daban alcan­
ce a los venezolanos, Páez, irguiéndose sobre su caballo, grito:
vuelvan caras, y se lanzó sobre los soldados de Morillo, hacién-
dole más de 300 muertos e hiriendo a otros muchos. Al ver
aquello el jefe español y sus tropas de retiraron en desorden.

 152  américa
Así peleaba Páez, el más salvaje y atrevido de los soldados de la
libertad, el más famoso guerrillero de la Independencia suda-
mericana. La acción de Las Queseras del Medio conmovió in-
tensamente al ejército patriota, llenándolo de esperanza y de
fe (3 de abril de 1819).
Bolívar envió una comisión a Londres para contratar solda-
dos que después de las guerras napoleónicas habían quedado
sin ocupación. Desde el año anterior habían empezado a llegar
a Venezuela, entrando por las bocas del Orinoco y remontán-
dolo después, muchos soldados y oficiales ingleses.
Para 1819 estaba ya organizada la Legión Británica. Estos
hombres presentaron servicios notables en el ejército patriota, y
algunos de ellos como O’Leary, que llegó a general, merecieron
más tarde admiración y gratitud (O’Leary es el mejor historia-
dor de Bolívar).
La liberación de la Nueva Granada, hoy Colombia, estuvo
siempre en el pensamiento y en la acción del Libertador. Bolí-
var resolvió nuevamente ir a libertar lo que aún era virreinato y
se propuso atacar a las tropas españolas que estaban en Nueva
Granada, cuando menos lo esperasen. Para lograrlo, tendría
que atravesar Los Llanos de Venezuela y escalar la cordillera de
Los Andes que separa a Colombia de las tierras venezolanas
y bajar después a buscar a los soldados españoles. Y todo esto
tendría que hacerse durante el invierno de aquellas tierras (ju-
nio, julio y agosto). Para ese tiempo los ríos se desbordan a cau-
sa de las grandes lluvias y los llanos se inundan a tal punto que
el agua se pierde en el horizonte semejando un mar. La falta
de vado dificulta atravesar los ríos y el peligro crece por todas

la colonia  153 
partes. En la cordillera, el invierno es atroz. Un viento hela-
do llamado páramo causa frecuentemente la muerte del via-
jero. La niebla cubre los precipicios y las tempestades de nieve
aumentan las dificultades para viajar. En junio de 1819 salió
Bolívar del pueblo de Mantecal, en el corazón de los llanos, al
frente de sus tropas. Eran las 5 de la tarde; llovía, y las llanuras
inundados presentaban un aspecto imponente. Bien pronto la
marcha comenzó a hacerse sumamente difícil. El paisaje esta-
ba lleno de inmensa desolación. Cielo gris y agua gris. Uno que
otro árbol sacaba sus ramas fuera del agua. Pasaban los últi-
mos pájaros. Llovía a todas horas y los alimentos principiaban
a escasear. Muchos días duró esta marcha penosísima sobre
los llanos inundados. Un día se dibujó en el horizonte la línea
quebrada de la cordillera con sus picos coronados de nieve. Al
acercarse a Los Andes muchos llaneros desertaron, huyeron.
Acostumbrados al calor, no podían soportar el viento frío que
bajaba de los montes. Pero la marcha continuó, y el ejército,
alentado por el Libertador, principió a subir la cordillera, alta y
desierta. A los bosques gigantescos de las faldas, siguió la vege-
tación rala y escasa de las partes altas. El agua es tan fría, que
para aquellos hombres acostumbrados a los climas calientes, se
hizo insoportable. Esa agua helada produjo diarreas mortales y
muchos ingleses perecieron en aquellos caminos elevadísimos
y apenas transitables. Pero allí estaba Bolívar reanimando al
ejército, llenando de fe y entusiasmo a aquellos hombres que
apenas comían y cuyos vestidos estaban hechos pedazos. Casi
todos los caballos perecieron en aquella marcha espantosa. Era
más bien un ejército de esqueletos, que un Ejército Libertador

 154  américa
el que principió a bajar la cordillera por el lado de Colombia
a principios de julio. El paso de Los Andes por Bolívar y su
ejército, es una de las hazañas más grandes y heroicas de la his-
toria humana. La naturaleza se oponía a sus propósitos, pero él
había dicho antes que habría de vencerla, y la venció.
El valle de Cerinza ofreció la delicia de su panorama a
aquellos hombres que bajaban la cordillera después de haber
pasado tantas penas y trabajos en todo el camino. Después de
un ligero descanso para reponerse y alimentarse, inició Bolívar
su campaña, puesto en contacto con el enemigo. Tuvo varios
combates durante todo el mes de julio, en los que la fortuna es-
tuvo siempre de su parte. Los españoles se retiraban para evitar
que Bolívar atacase, a Bogotá, capital del virreinato de Nueva
Granada. Pero el Libertador, después de una marcha forzada
durante la noche, cerró la salida al enemigo y le obligó a com-
batir en el puente de Boyacá, el 7 de agosto. La derrota espa-
ñola fue completa. El jefe y los oficiales cayeron prisioneros. El
general Santander se distinguió sobremanera en la preparación
de esta campaña y en la batalla misma de Boyacá. Bolívar
entró a Bogotá el 10 por la tarde, en medio de las aclamaciones
de la ciudad. A los pocos días siguió rumbo a Venezuela, y se
presentó al Congreso, reunido en la ciudad de Angostura, para
dar cuenta de su campaña. El Congreso depositó su confianza
una vez más en tan ilustre hombre y Bolívar después de haber
hablado largamente de su última campaña, pidió la creación
de la República de Colombia que había de formarse con el an-
tiguo virreinato de Nueva Granada y la capitanía general de
Venezuela, unidas.

la colonia  155 
La nueva Nación, por obra de Bolívar, fue creada. Durante
el año de 1820 ocurrieron dos hechos importantes. La regulari-
zación de la guerra sobre bases relativamente humanitarias: es
decir, la supresión de la guerra a muerte, el canje de prisioneros,
en fin, una guerra menos cruel, menos bárbara y menos odiosa.
En la ciudad venezolana de Trujillo, en donde siete años
antes había proclamado el Libertador la guerra a muerte, se
iniciaron los trabajos de armisticio, suspensión de hostilidades
y regularización de la guerra. Por seis meses se suspendió la
labor militar. Esta tregua la aprovechó el Libertador en comprar
armas, en vestir a su ejército y en hacer conocer en Europa por
medio de la prensa y de agentes especiales, la situación en que
se encontraba el país que él estaba libertando. El representante
de Bolívar para los arreglos de la tregua fue el general Antonio
José de Sucre, oficial distinguido y muy joven que desde la
edad de 14 años servía en el Ejército Libertador. Era prudente
y valeroso, de gran talento y corazón; reunía en su agradable
persona todas las virtudes civiles y militares. Pertenecía a una
de las principales familias de Venezuela, la que había perecido
casi completamente durante la guerra. Bolívar supo apreciar
siempre las altas virtudes de Sucre, y un día anunció a sus ofi-
ciales de confianza que aquel joven habría de ser su rival en
poco tiempo. Y así dijo la verdad, porque cuatro años después
Sucre rivalizaba en actos militares y en elevación de espíritu, al
mismo Bolívar; pero Sucre amaba grandemente al Libertador y
lo admiraba y respetaba. Bolívar tenía los mismos sentimientos
hacia Sucre. Después de terminados los arreglos para el armis-
ticio, el generalísimo español don Pablo Morillo, deseó conocer

 156  américa
personalmente a aquél contra quien había combatido desde
1816. En el pueblo de Santa Ana, cerca de Trujillo, se entrevis-
taron ambos jefes. Bolívar salió a las orillas del pueblo a recibir
al general español. Lo acompañaban unos cuantos oficiales, y
como era costumbre en él, no se distinguía por su modo de
vestir, de sus propios ayudantes. Morillo se presentó con gran
aparato y muchos soldados. Al darse cuenta de que Bolívar
venía casi solo, retiró la mayor parte de su acompañamiento.
¿Cuál de todos aquellos es Bolívar?, preguntó Morillo a un
oficial venezolano que se había adelantado a recibirlo. El nota-
ble jefe español se sorprendió al ver que Bolívar era un hombre
de estatura pequeña, muy delgado, y en quien no parecía que
hubiese capacidad para realizar tantas cosas. Morillo, después
de la batalla de Boyacá, perdida por uno de sus tenientes, había
escrito al ministro de la guerra de España: “Bolívar es un
guerrillero incansable, su actividad es asombrosa. Es más peli-
groso vencido que vencedor y en un solo día deshace todos
nuestros trabajos de varios años”. Bolívar y Morillo se abraza-
ron en el pueblo de Santa Ana, y después de pasar el día juntos
poseídos de sincera alegría, se despidieron al día siguiente para
no volver a verse jamás. La importancia de los tratados firma-
dos en Trujillo por los representante de Morillo y Bolívar y re-
frendados más tarde por ambos jefes, era inmensa y constituía un
gran triunfo político para el Libertador: El jefe español al tratar
de igual a igual con Bolívar, le concedía así una autoridad idén-
tica a la suya, y reconoció de hecho el derecho que tenía para
luchar por la independencia de su país. El general Morillo se
embarcó pronto para España y dejó al general La Torre encar-
gado del mando supremo. Los seis meses de tregua terminaron,

la colonia  157 
y la guerra recomenzó. El 24 de junio del año siguiente
(1821), en la llanura de Carabobo, midieron sus fuerzas Bolívar
y La Torre. El general Páez y sus terribles caballerías, deci-
dieron en gran parte la victoria. Bolívar dirigió personal-
mente la acción, y el ejército español, derrotado, se retiró en
orden hacia Puerto Cabello. En Boyacá, se había conseguido
para siempre la libertad de Nueva Granada; en Carabobo, para
siempre también se había conseguido la libertad de Venezuela.
Habiendo desaparecido así todo problema militar en Vene-
zuela y Colombia, el Libertador comenzó a preparar la guerra
en el sur. Así, el delirio de Casacoima habrá de cumplirse en
todos sus detalles y aun habrá de superarse. Pasó Bolívar a Bo-
gotá y entre las cosas más importantes que se le ocurrieron en-
tonces, está la que se refiere al Istmo de Panamá. Pensó el Li-
bertador abrir un canal interoceánico, para acortar la distancia
entre América, Europa y Asia, aumentando así colosalmente el
comercio entre estos continentes y beneficiando sobremanera a
los nuevos pueblos de Nuestra América. Escribió a su comisio-
nado en Londres para que gestionara el dinero suficiente a fin
de iniciar la apertura del canal. Los trabajos llegaron a comen-
zarse; pero bien pronto presentó quiebra la negociación inglesa
que iba a dar el dinero y además la urgencia de la guerra en
el sur no permitió al Libertador llevar a cabo tan importante
hecho. El año 1822 avanzaba Bolívar sobre lo que hoy se nom-
bra República del Ecuador y entonces se conocía con el nombre
de Presidencia de Quito. Había enviado con anterioridad al
general Sucre con una parte del ejército. El 6 de abril de 1822,
en un lugar escarpado en el que la naturaleza parece recrearse

 158  américa
con peligros y dificultades, Bolívar atacó las posiciones españo-
las, haciendo cruzar a sus soldados bajo el fuego de las armas
enemigas, el ruidoso Río Juanambú. La batalla fue una de
las más sangrientas. Ambos contendientes se debilitaron gran-
demente. La victoria fue de Bolívar, pero le costó muy cara,
pues allí perecieron, además de muchos soldados, oficiales
muy valerosos. Fue la batalla de Bomboná. Mes y medio des-
pués, el 24 de mayo, el general Sucre hacía pedazos al ejército
español mandado por el general Aymerich. Esta batalla fue un
hecho extraordinario. Se combatió a más de 4 mil metros de
altura sobre el nivel del mar, en las elevaciones intermedias
del volcán de Pichincha, a la vista de la ciudad de Quito, Sucre
recogió un botín espléndido. El jefe español se entregó prisio-
nero al vencedor, que supo respetarlo, y Sucre entró a Quito
triunfante, bendecido y aclamado. Toda esta campaña liberta-
dora del Ecuador se hizo entre los volcanes, en medio de una
naturaleza fantástica, inexplorada y agresiva. Bolívar ascendió
al Chimborazo preguntando hasta qué altura habían llegado
Humboldt y Bompland, para subir así él hasta donde nadie
hubiese llegado. Y esto así pasó, pues el Libertador puso sus
plantas donde nadie las había llegado a poner hasta entonces.
Era incansable y, sin vanidad, no permitió nunca que nadie lo
superase en nada. Páez y sus llaneros reconocieron en él a un
jinete diestrísimo. Porque aquel hombre todo lo sabía: desde
herrar un caballo y curar heridos, hasta improvisar los mejores
discursos en las más diversas circunstancias.
Después de haber estado el Libertador en Quito, siguió
para el puerto de Guayaquil que quedó anexado a la gran

la colonia  159 
República de Colombia. Allí tuvo una importante entrevista
con el general don José de San Martín.
Era el general San Martín, argentino, nacido en el pueblo
de Yapeyú en 1778. Educado casi desde la infancia en España,
estudió allí artes militares su juventud la pasó en la península
donde se distinguió muchísimo por su valor y conocimientos
militares, defendiéndola contra la invasión de los ejércitos fran­
ceses de Napoleón Bonaparte. Cuando recibió noticias de que
en la ciudad de Buenos Aires, capital del virreinato del Río de
la Plata, se había iniciado, casi al mismo tiempo que en toda
Nuestra América, el movimiento de Independencia, se separó
del ejército español y se presentó en Buenos Aires, a ofrecer sus
servicios en el ejército patriota. Era San Martín un soldado
eminente, un militar de profesión, un Miranda menos inteli-
gente, pero más joven y optimista que aquel gran venezolano.
Después de organizar notablemente un ejército en el norte de
la actual República Argentina, pasó San Martín a la ciudad
de Mendoza, al pie de Los Andes, para llevar a cabo la crea-
ción de un gran cuerpo de ejército que debía atravesar la cor­
dillera para hacer independiente a Chile y seguir más tarde
hacia el Perú, con el mismo objeto generoso. Con minuciosi-
dad y previsión admirables ya después de ejercitar a sus soldados
en toda clase de marchas sobre terrenos difíciles, ordenada-
mente, inició San Martín el paso de Los Andes en 1817. Esta
hazaña fue un ejemplo ilustre de su ciencia militar. Cuando
bajó a los valles chilenos sus tropas presentaban un aspecto
feliz. No era ni mucho menos aquel trágico ejército del Liber-
tador, hambriento y semidesnudo, hecho pedazos por la marcha

 160  américa
sobre los llanos inundados y la ascensión a la cordillera en ple-
no invierno. Bolívar fue el caudillo improvisado de la Revolu-
ción; el fruto natural de estas tierras, con mil aspectos como
ellas, soldado extraordinario en los fracasos y triunfos, hombres
de América por excelencia, fruto y flor de estos países.
Con las batallas de Chacabuco (12 de febrero de 1817) y
Maipo (5 de abril de 1818), acabó San Martín con el poderío
español en Chile. Allí le fue ofrecido el mando supremo del go-
bierno, que supo rehusar, noblemente, y después de organizar
una escuadra salió en ella rumbo al Perú. Fácilmente ocupó a
Lima, que el virrey abandonó por considerar de la mayor im-
portancia dominar las tierras altas en donde podría abastecer-
se y atacar o defenderse con toda amplitud. El 28 de julio de
1821 el general San Martín proclamó pública y solemnemente
la independencia del Perú. Esta independencia era un poco
ilusoria. San Martín poseía las costas peruanas, áridas, desier-
tas, inservibles. Pero un gran ejército español poseía la mayor
y mejor parte del territorio peruano. El ilustre argentino reci-
bió el título de Protector del Perú y en julio del año siguiente,
1822, salió para el Puerto de Guayaquil, en la actual República
del Ecuador, donde se entrevistó con el Libertador Bolívar. El
motivo de la entrevista de estos dos grandes hombres era el de
determinar de una vez para siempre, si el Puerto de Guayaquil
pertenecería al Perú o a la Gran Nación fundada por Bolívar,
es decir, a la gran Colombia. Bolívar se adelantó unos días a
su rival, y después de desarrollar una hábil política, Guaya-
quil perteneció a los dominios del Libertador. El 26 de de julio
de 1822 llegó San Martín a Guayaquil. Ese día y el siguiente

la colonia  161 
conversó largamente con Bolívar. Derrotado previamente el
ilustre argentino en el asunto referente a Guayaquil, pasó a
tratar otra cuestión de la mayor importancia: Si la América del
Sur debería regirse por gobiernos monárquicos o por gobier-
nos republicanos. San Martín sostuvo con toda la sinceridad de
su alma, que nuestra América debería ser gobernada por un rey.
Bolívar sostuvo lo contrario. San Martín propuso que se ofreciera
el trono o los tronos de América, a príncipes europeos. Bolívar no
creía en esas cosas. San Martín habló de la creación de una noble-
za criolla. Bolívar habló entonces de Iturbide de cuyo imperio se
tenían la más desconsoladoras noticias. Como se recordará, Itur-
bide, que era mexicano, peleó durante toda la guerra de Indepen-
dencia contra los patriotas mexicanos, y en los últimos días de la
guerra traicionó al ejército español yéndose con el ejército nacio-
nal. Este hombre traicionó así dos veces: siendo mexicano peleó
durante toda la guerra de Independencia contra los mexicanos y
a favor de España. Siendo militar al servicio de España traicionó
a las tropas españolas, pasando a servir, en los últimos días de la
campaña, entre los soldados mexicanos. Era pérfido, ambicioso y
cruel. Unos meses después de su segunda traición, se coronó a sí
mismo emperador de México. Un año duró su imperio. Durante
ese tiempo derrochó el poco dinero que había y puso en ridículo a
la nación mexicana. Este hombre, que persiguió y derrotó a Mo-
relos en más de una ocasión, al Gran Morelos, el héroe más ilustre
de la Independencia Mexicana; este emperador de trapo, que se
vestía como Napoleón y que pretendió fundar una aristocracia en
un país como éste, ese hombre merece no el odio, porque el odio
es estéril, pero sí el olvido de la nación mexicana.

 162  américa
Bolívar y San Martín no pudieron entenderse. El venezo­
lano era un genio y su genio era variado como el clima de Nuestra
América. Era gran soldado, gran político, gran diplomático, gran
escritor. Era hombre de elegancias y buen gusto, de cultura clá-
sica y refinada educación. Su personalidad brillaba lo mismo en
un salón que en un vivac. El argentino era solamente un gran
soldado, un militar profesional de brillantísima carrera y era
también, sobre todas las cosas, un corazón generoso y abne­
gado. Estos dos hombres gloriosos y nobles, no pudieron en-
tenderse. Uno de los dos debía desaparecer del inmenso escena-
rio de la libertad sudamericana. El 28 de julio se embarcó San
Martín de regreso para el Perú. Al llegar a Lima presentó su
renuncia como jefe del gobierno y después de dictar una pro-
clama bellísima para el pueblo peruano, se dirigió a Chile, país
que él libertó con su espada gloriosa y siguió rumbo a la Argen-
tina en donde se embarcó para Europa. Bolívar quedó así como
árbitro supremo de los destinos de América. Era desde ese mo-
mento, el único responsable de la libertad continental. A la sa-
lida de San Martín, el gobierno peruano se anarquizó profun-
damente. El desorden cundió por todas partes y Bolívar fue
llamado por el Congreso de Lima para que tomara el mando
del ejército y aceptara también la dictadura. Después de enviar
al general Sucre y de esperar largamente el permiso que el
Libertador pidiera al Congreso de Bogotá para pasar al Perú,
marchó Bolívar sobre Lima, la que ocupó sin oposición, que-
dando investido del difícil y peligroso cargo de dictador, y comen­
zando desde luego a organizar la campaña militar que debía
tener como resultados finales, la derrota completa de los

la colonia  163 
ejér­cito españoles y la independencia absoluta del Perú. Durante
todo el año de 1823 preparó el Libertador, ayudado siempre
eficazmente por Sucre, la famosa campaña del Perú. Numero-
sas y aguerridas eran las tropas españolas que defendían el viejo
virreinato. Notables generales españoles mandaban tan disci-
plinados y valerosos ejércitos. A principios de 1824, en enero,
estaba el Libertador en el pueblo de Pativilca, pequeño puerto a
30 leguas de Lima hacia el norte. Una fiebre maligna estuvo
a punto de acabar con su vida. La convalecencia fue larga y
penosa y más penosa aún por encontrarse el Ejército Liber­
tador en circunstancias desfavorables para iniciar la campaña.
Bolívar estaba débil, abatido y triste. En uno de esos días de
amargura, llegó a visitarlo uno de sus mejores amigos colom-
bianos que regresaron de Lima, el señor don Joaquín Mos­
quera. El Libertador, sentado en una vieja silla de baqueta re-
clinada contra la pared de la casa donde vivía, tenía un aspecto
terrible y al mismo tiempo doloroso. Cuando el señor Mosquera
llegó a visitarlo, después de enterarse por el mismo Libertador
de las circunstancias desfavorables en que se encontraba el
ejército, le preguntó “Y ahora, ¿qué piensa usted hacer?”. A lo
que el Libertador respondió con esta sola y maravillosa pala-
bra: “Triunfar”. Aquella inmensa voluntad no se doblegaba
ahora como en tantas otras ocasiones difíciles no se había do-
blegado. Aquella voluntad inmensa a la que debió la América
del Sur la libertad y la gloria. Poco tiempo después se inició la
campaña. Los primeros meses se emplearon en situarse venta-
josamente y tener algún contacto con el enemigo. El 6 de agos-
to de 1824 a las 5 de la tarde, se dio la batalla de Junin. No se

 164  américa
disparó un solo tiro. Toda la lucha fue al arma blanca. La ac-
ción fue breve, pero sangrienta. Al ponerse el sol los clarines del
Ejército Libertador tocaron dianas. Una carga de caballería di-
rigida personalmente por Bolívar, decidió el triunfo. Allí ha-
bían peleado soldados venezolanos, colombianos, peruanos y
argentinos.
Los argentinos al mando de su jefe Necochea se batieron
bravamente. Así, en los campos de batalla de la América del
Sur durante la guerra de Independencia, se vieron unidos los
pueblos hermanos para libertarse del dominio español. Des-
graciadamente, en los días de la paz no han vuelto a unirse
como se unieron en los días de la guerra. Estos pueblos, que
según los deseos de Bolívar, debían formar una sola y mag-
nífica República, una inmensa confederación para ejercer su
influencia bienhechora en el desarrollo de la humanidad. Des-
pués de la victoria de Junin, Bolívar entregó el mando supremo
del ejército al general Sucre y regresó a Lima. Dio al Libertador
a su admirable lugarteniente, un programa completo que debía
tener por resultado el golpe final en poco tiempo, y así fue. El 9
de diciembre de 1824, en el campo de Ayacucho, midieron sus
fuerzas el Ejército Libertador fuerte de 6 mil hombres, man-
dado por Sucre, y el ejército español, mandado por el virrey
La Serna, fuerte de 9 mil hombres. Fue la última batalla de la
Independencia Iberoamericana y la última derrota de España
en América. Antes de iniciarse el combate, oficiales y solda-
dos de ambos ejércitos tuvieron algunas horas de armisticio en
las que conversaron cordialmente, abrazándose al despedirse,
pues había amigos y parientes en ambos partidos. La cortesía

la colonia  165 
y la hidalguía, herencia y tradición de indios y españoles, se
manifestó entonces, en esos instantes, soberanamente. Iniciada
la batalla, se vio pronto que el triunfo estaría por el Ejército
Libertador. El general Sucre, joven de 29 años, iba de un sitio
a otro dando órdenes y entusiasmando al ejército con palabras
de valor y nobleza. La caballería mandada por el general co-
lombiano José María Córdova, de 25 años de edad, se lanzó al
ataque después de estas palabras de su jefe: “Soldados: armas
a discreción, paso de vencedores”. Consumada la victoria, el
general Sucre, con su generosidad proverbial, concedió una ca-
pitulación honrosa al virrey y sus tropas. Cayeron prisioneros
el virrey La Serna y la mayor parte de los generales y oficiales
del ejército español. El vencedor trató a los vencidos con una
generosidad sin ejemplo, ofreciéndoles pasaportes y gastos de
viaje para regresar a España. La batalla de Ayacucho aseguró
para siempre la libertad de Nuestra América.
En todas las ciudades del continente fue celebrada con gran
regocijo la victoria de Ayacucho. En la Ciudad de México, se hi­
cieron grandes festejos por tal motivo y el nombre del Liberta-
dor Simón Bolívar fue objeto de aclamaciones y veneración por
parte de todo el público iberoamericano. En Europa y los Esta-
dos Unidos, los hombres más notables le tributaron admiración
y gloria. Bolívar era llamado, con razón, el hombre más ilustre
del mundo. El general Sucre marchó, por orden de Bolívar,
hacia el Alto Perú. Allí debía Sucre derrotar los últimos restos
del ejército español, lo que sucedió poco tiempo después. El
Libertador salió de Lima a encontrar al vencedor de Ayacucho.
En todo el camino recibió el homenaje de las ciudades y los

 166  américa
pueblos, y en la ciudad de Arequipa, el 16 de mayo de 1825,
decretó la creación de una nueva República formada con las
provincias del Alto Perú. El nuevo país, por el voto unánime de
sus habitantes, tomó el nombre de su fundador, y se llamó Bo-
livia. En la Paz y en Chuquisaca, Bolívar y los suyos fueron
objeto de fiestas espléndidas. En la ciudad de Potosí, después de
recibir el homenaje de sus hijos agradecidos, subió acompañado
de una gran comitiva a la cumbre del famoso cerro del mismo
nombre que era entonces uno de los minerales de plata más
ricos del Universo. Al llegar a la cumbre, el Libertador recordó
emocionado su vida pasada y la gloria de Colombia. Era el más
grande orador de América. Se había cumplido así, con esta es-
cena en la cumbre del cerro de Potosí, aquella conversación pro­
fética, aquel delirio de libertad, aquella divina locura de Bolívar
en el caño de Casacoima, una noche de 1817, cuando derrotado
completamente, habló entre el espanto de los pocos amigos que
lo siguieron, de los países y de las tierra que él debía libertar.
Y todo se cumplió fielmente, a pesar de la naturaleza y a pesar de
la envidia. En 1826, después de un paseo triunfal por todas las
ciudades del Alto Perú, regresó el Libertador a Lima. Era para
entonces el hombre más poderoso de América, el que arrastraba
tras de sí a los pueblos fascinados por el brillo de su genio y por
la gloria de su vida. Pocos hombres han alcanzado tan grande
gloria. Al llegar a Lima, el Libertador realizó el que después
de la libertad de América fue su mayor acto político: El Con-
greso de Panamá. En el otoño de 1826 se reunió en Panamá un
Congreso de representantes de los países iberoamericanos.
De muchos años atrás, Bolívar pensó en buscar la manera de

la colonia  167 
confederar, de unir políticamente a todos los Estados iberoame-
ricanos que por la sangre, por la tradición, la tierra y el idioma
estaban unidos. El Libertador, que amó a Nuestra América como
ningún otro hombre antes ni después de él ha vuelto a amarla,
deseó verla unidad en una sola y poderosa nación de la que
acaso México, decía él, fuera la capital. Todos los países del con­
tinente fueron invitados para reunirse en Panamá a tratar de
una alianza continental que conseguiría la unión de los países
hermanos para obtener así un solo y formidable país; para que
Nuestra América, desunida como estaba, dejara de presentar una
situación de riesgo, por su desunión misma, respecto de las
naciones poderosas de Europa. Fragmentada, nada valía ante
las grandes naciones del mundo; unida, debía ser, en poco de
tiempo, la primera nación del universo. El Congreso de Pana-
má fue un fracaso. Sólo cuatro países enviaron representantes.
De todo se trató menos de lo que debía tratarse. Bolívar, desde
Lima, contempló el fracaso de sus ideas altísimas y comprendió
como nadie el peligro futuro de Nuestra América por su desu-
nión y por la rivalidad entre los mismos Estados, por la política
estrecha y estúpida que algunos jefes de estos países principia-
ban ya a poner en acción. Así se fundó el Iberoamericanismo,
es decir, el deseo de hacer una sola y grande patria, no solamente
para ser más fuerte y respetable estando unidos, sino también para
dar un ejemplo único de cordialidad y amor a la humanidad.
A fines del siglo xix el gobierno de los Estados Unidos, que era
ya entonces uno de los más poderosos del mundo, invitó a todos
los países iberoamericanos a enviar representantes que reunién­
dose en la ciudad de Washington, trabajaran a favor de una unión

 168  américa
continental pero, que debería tener como jefe al gobierno de los
Estados Unidos del Norte. Esto es el Panamericanismo. El pro­
grama del Libertador, que fuera desechado o despreciado por
aquellos para quienes fue hecho y aprovechado con gran ven-
taja por un país que ha maltratado a todos los pueblos iberoa­
mericanos. Si algún día Nuestra América llega a reunirse en un
solo Estado político, ese día la gloria de Bolívar habrá llegado a
una cumbre a la que ninguna otra gloria humana llegará jamás.
A fines de 1825 regresaba el Libertador a Colombia llamado
con urgencia por el gobierno de Bogotá. Cuatro años había du-
rado su ausencia, el tiempo que necesitó para hacer la libertad
de la actual República del Ecuador, del antiguo virreinato del Perú
y para crear y organizar la República de Bolivia en la que quedó
como presidente el general Antonio José de Sucre, gran maris-
cal de Ayacucho. Durante todo el tiempo que Bolívar estuvo
ausente de Colombia, gobernó aquel país como vicepresidente
de la República el general Santander. Era un hombre inteli-
gente, hábil organizador, calculador y ambicioso. La gloria del
Libertador le enturbió siempre la mirada y creyó rivalizarlo.
Para 1826 el vicepresidente Santander había logrado organizar
un partido político en contra de Bolívar. Éste fue llamado a Co-
lombia porque el general Páez se había insubordinado en Ve-
nezuela contra el gobierno de Bogotá. Después de estar algunos
días en esta ciudad, el Libertador siguió camino a Venezuela para
convencer a Páez y reducirlo al orden. Bolívar empezaba a dar
ya muestras de debilidad en su política y en lugar de castigar como
debiera al insubordinado llanero, lo trató con mucha benevolen­

la colonia  169 
cia y le devolvió todos sus empleos que el Congreso de Bogotá
le había retirado. Bolívar entró a Caracas en medio de una mu-
chedumbre fanática que lo adoró. El prestigio de este hombre
había llegado a tal grado, que en la misa, en las iglesias católi-
cas, se cantaba la gloria de Bolívar entre la epístola y el Evange-
lio. En Caracas pasó el Libertador los últimos dulces días de su
vida, haciendo recuerdos de su infancia y de su juventud con
los pocos amigos y parientes que de entonces le quedaban. A
fines de 1827 regresó el Libertador a Bogotá deteniéndose en la
ciudad de Bucaramanga. Cerca, en Ocaña, debía reunirse una
convención de diputados para revisar y reformar la Constitución.
Esto tenía muy excitados los ánimos de los políticos enemigos
de Bolívar, pues pensaban que el Libertador quería hacerse elegir
presidente perpetuo de la Gran Colombia. Poco tiempo antes
Bolívar había recibido cartas de amigos y generales, en las que
le pedían que fundara con todos los países que había libertado,
un inmenso imperio que llamándose Imperio de los Andes, tu-
viera por primer emperador o rey a Bolívar; el grande hombre
rechazó enérgica y sinceramente este proyecto de monarquía y
a uno de sus amigos respondió lo siguiente: “El título de Liber-
tador es el más grande que ha recibido el orgullo humano y por
tanto no puedo rebajarlo”. Les recordó a sus amigos el ejemplo
de Iturbide y declaró una vez más que un trono sería funesto en
Nuestra América. Después de la convención reunida en Ocaña
y que fue disuelta por el Libertador por no haberse llegado a
obtener un buen acuerdo entre los partidarios de Santander y
los partidarios de Bolívar, regresó éste a Bogotá. El 28 de sep-
tiembre de ese año, a media noche, fue asaltada la casa donde

 170  américa
vivía el Libertador, por un grupo de asesinos que estuvieron a
punto de matarlo. Bolívar se salvó gracias a la serenidad y jui-
cio de la bella Manuelita Sáenz, que lo hizo saltar por una ven-
tana. El vicepresidente Santander tenía con anterioridad noti-
cias de esta conjuración para asesinar al Libertador y guardó
silencio. Al día siguiente fueron fusilados algunos de los direc-
tores de la conspiración, habiéndose perdonado a la mayoría y
conmutado a algunos otros la pena de muerte por la de destierro.
El general Santander, destituido de todos sus cargos, salió des-
terrado para los Estados Unidos y Europa. Un gran dolor llenó
desde entonces el alma de Bolívar. Dictador por tercera vez,
no fue sino con suma repugnancia que aceptó tan desagrada-
ble encargo. Al año siguiente, 1829, el gobierno del Perú declaró
la guerra a Colombia. Sucre fue enviado a dirigir la campaña y
después de derrotar completamente a los peruanos, concedió
una capitulación generosa, como todos los actos de su vida, a
los desventurados vencidos (Portete de Tarqui. 26 de febrero
de 1829).
Los últimos años de la vida del Libertador están llenos de
amargura y de gigantesco dolor. El general Santander y sus par­
tidarios habían logrado minar con infamias y traiciones el presti­
gio de Bolívar. Después de la bochornosa guerra con el Perú,
siguieron los levantamientos, la insubordinación de algunos de
los generales más distinguidos. El general Córdova, uno de los
vencedores de Ayacucho, se insurreccionó contra el gobierno
de Bolívar y tuvo una muerte oscura, combatiendo a las fuerzas
que fueron enviadas en su contra. El general Páez, después
de algunos actos lamentables de desobediencia y anarquía, se

la colonia  171 
declaró en rebelión contra el Libertador y fueron inútiles todos
los esfuerzos de éste para tratar con Páez, quien declaró poco
tiempo después, la separación de Venezuela de la Gran Colom-
bia. Páez se cubrió de infamia insultando al Libertador, a quien
mandó decir que el nuevo gobierno de Venezuela le prohibía
volver a dicho país. Así correspondía Venezuela todos los sacri-
ficios de Bolívar por darle libertad. En enero de 1830, el Liber-
tador reunió el Congreso en Bogotá y renunció una vez más la
Presidencia de la República. Aceptaba su renuncia en medio de
la mayor emoción del Congreso y del pueblo, se despidió de sus
amigos y salió para Cartagena de Indias. Durante su estancia
en ese puerto atlántico recibió la noticia de la muerte del más
ilustre de sus generales. Sucre había sido asesinado en la mon-
taña de Berruecos, por los políticos colombianos, cuando alejado
para siempre de las cosas de gobierno, se dirigía a la ciudad de
Quito a encontrar a su esposa. Así murió el soldado más puro
de la Independencia de América, a los 35 años de edad; el más
prudente y caballeroso de los jefes militares, el honrado y va-
liente y talentoso vencedor de Ayacucho. Cuando el Libertador
recibió la noticia de la muerte de Sucre, exclamó: “¡Santo Dios,
se ha derramado la sangre de Abel!”. Bolívar lloró a su mejor
amigo y a su más ilustre colaborador y marchó a Barranquilla,
en el norte de Colombia, donde agobiado y abatido por todas
las decepciones, sintió que sus males del cuerpo se agravaban y
se dirigió al cercano puerto de Santa Marta. Allí pasó los últimos
días de su vida. Pobre y abandonado, aceptó la hospitalidad
que le ofreciera en su quinta de San Pedro Alejandrino, un
generoso caballero español. Allí volvió a leer algunos de los

 172  américa
libros que había leído en su juventud. Releyendo las aventuras
de Don Quijote y conversando con los pocos amigos que lo
siguieron, pasó sus últimos días. El 10 de diciembre dictó su
última proclama, llena de perdón para sus enemigos y de votos
fervientes por la tranquilidad y la dicha de Colombia. El 17 a
la 1 de la tarde, entró en la muerte. Tenía 47 años. La noticia se su
fallecimiento resonó en todo el mundo. Mientras en América
se le maldecía, en Europa se le tributaban los más apasionados
elogios, las más altas demostraciones de admiración y de respeto.
A su muerte quedó entregada Nuestra América al más desen-
frenado desorden. El Libertador fue sepultado en la iglesia ma-
yor de Santa Marta, y 12 años después trasladado su cuerpo a
Venezuela, tardíamente arrepentida de sus culpas, sepultándo-
sele en una tumba espléndida.
Pocas veces un hombre ha vivido una vida tan bella. Pocas
veces una sola alma ha amado tanto a la humanidad y se ha sa­
crificado tanto por el más alto ideal de los hombres: La Liber-
tad. Pocas veces el genio humano ha florecido tan maravillosa-
mente, tan prodigiosamente, como en Bolívar. Su vida toda es
una lección estupenda de belleza y de heroísmo, de sacrificio y
de fe. Un vértigo de gloria corre como una catarata a lo largo de
la vida de este hombre inmortal. La vida de Bolívar es la heren-
cia más preciosa y noble que ha recibido Nuestra América. Dejó
el Libertador trazados de mano maestra, todos los programas
de vida para estas tierras. Comprendió como nadie, todos los
problemas iberoamericanos. Dijo que era urgente y necesario
buscar intercambios de sangre; que estos pueblos sólo podrían
salvarse, mezclándose con europeos de todas partes —ejemplo:

la colonia  173 
la Argentina—, y esto, como todo lo que él pensó y dijo, ha
venido realizándose, así en los bienes como en los males, con
una seguridad asombrosa. La originalidad de su genio profun-
damente iberoamericano, será siempre el orgullo mayor de nues­
tro continente. Por desgracia, algunas de aquellas buenas cosas
que él deseó para nosotros, se han realizado, pero en contra de
nuestros destinos. El Canal de Panamá se abrió; pero ese pedazo
de tierra ya no nos pertenece. Fueron los norteamericanos los
que supieron aprovecharse de tan importante lugar, cometiendo
para ello uno de los mayores atentados que han co­metido con-
tra Nuestra América. Sólo la unión puede salvar a nuestros
pueblos. Recordamos a Bolívar como a un genio de la Libertad,
como a un hombre lleno de gloria en estos países donde la glo-
ria ha sido siempre tan escasa. Pero en realidad lo hemos olvi-
dado, porque no hemos sabido seguir el maravilloso reflejo de
su vida. ¿De qué sirven las estatuas consagradas a los héroes
si alrededor de ellas se agitan multitudes de perezosos, analfa-
betos y miserables? Pensemos en Nuestra América, trabajemos
por ella, esforcémonos con todas las fuerzas de nuestra inteli-
gencia y de nuestro espíritu en unirnos todos para ser respeta-
bles, civilizados, fuertes; no busquemos la fuerza para servir-
nos de ella como arma de conquista; porque toda conquista es
desenfreno y codicia criminal y contra toda conquista y abusos
militares combatió siempre Bolívar. Renunció varias veces el
mando supremo del gobierno para tornar a ser simple ciuda­
dano, deseándolo con toda la sinceridad de su gran alma. (Véanse
sus últimas cartas.) Dictador y militar, se consideró a sí mismo

 174  américa
hombre peligroso para un gobierno democrático, y combatió
el militarismo y los gobiernos militares, diciendo en más de
una ocasión estas palabras profundas: “Desgraciado del pueblo
cuando el hombre armado delibera”. Porque el soldado es hom­
bre de garantía y defensa, y antes que otra cosa es y debe ser
siempre hombre de paz. Bolívar está considerado como uno de
los más insignes guerreros de la historia. Pero al revés de los
grandes capitanes del mundo —Alejandro, Hanníbal, Julio César,
hasta Napoleón—, hombres de genio que gastaron lo mejor de
su vida en el horrendo oficio de matar hombres y esclavizar
pueblos. Bolívar es Libertador de casi todo un continente y aun
en medio de una de las guerras más bárbaras y crueles y a pesar
de su proclama de guerra a muerte, fue casi siempre generoso y
hombre lleno de perdón y ternura. Fue un gran soldado, pero
soldado de la Libertad. Seamos fuertes para combatir al mal,
para defender el bien, para alargar sobre el horizonte de uni-
verso toda la dicha que los hombres todos nos debemos nos
unos a los otros. Amemos con todo nuestro amor y nuestra ad-
miración la vida y la gloria de Bolívar; sólo que para amarla y
admirarla es necesario y hermoso poner nuestro esfuerzo per-
sonal al servicio de nuestra América, espiritual, noblemente.
Entonces, Simón Bolívar, Libertador de Venezuela, Colombia,
Ecuador y Perú, fundador de Bolivia y ratificador de la libertad
continental, el Libertador de América, nacerá de nuevo entre
nosotros.

la colonia  175 

ENTRE LIBERTADOR Y DICTADOR


Ricardo Palma
i

Estando de sobremesa el Libertador Bolívar en Chuqui-


saca, allá por los años de 1825, versó la conversación sobre las
excentricidades del doctor Francia, el temerario dictador de
Paraguay.
Lo que algunos comensales referían sobre aquel sombrío
tirano, que se asemejaba a Luis XI en lo de tener por favorito a
su barbero Bejarano, despertó en el más alto grado de curiosi-
dad de Bolívar.
—Señores —dijo el Libertador—, daré un ascenso al ofi-
cial que se anime a llevar una carta mía para el gobernador del
Paraguay, entregarla en propia mano y traerme la respuesta.
El capitán Ruiz se puso de pie y contestó:
—Estoy a las órdenes de vuecelencia.

ii

Al día siguiente, acompañado de una escolta de 25 soldados,


emprendió Ruiz el camino de Tarifa para atravesar el Chaco.
Después de un largo mes de fatigas, llegaron a Candelaria en el
alto Paraguay, donde existía una guardia fronteriza que de­
sarmó a la escolta sin permitirla pasar adelante. El oficial para-
guayo, custodio de la frontera, envió inmediatamente un chas-
qui al gobierno con el aviso de lo que ocurría.

 176  américa
Francia le mandó instrucciones; y el capitán Ruiz, acom-
pañado de dos jinetes paraguayos, que no hablaban español,
sino guaraní, continúo el viaje hasta la Asunción, sin que en el
tránsito se le dejara comunicar con nadie.

Pasó Ruiz por algunas calles de la capital hasta llegar al pa-


lacio del dictador, donde sin permitírsele apear del caballo, tuvo
que entregar al oficial de guardia el pliego de que era conductor.
Una hora después salió éste, dio a Ruiz una carta sellada y
lacrada, que contenía la respuesta del dictador a Bolívar, y el so-
bre el oficio, con estas palabras de letra del autócrata paraguayo.
Llegó a las 12. —Despachado a la una, con oficio. —Francia.

iii

El capitán volvió grupas, escoltado por los dos vigilantes para-


guayos, que no se apartaron un minuto de su lado hasta llegar
a Candelaria, donde lo esperaban los 25 hombres de su escolta.
Después de mil contratiempos, naturales a camino tan pe-
noso como el del desierto Chaco, puso Ruiz en manos del Li-
bertador la ansiada correspondencia, y obtuvo el ascenso, leal y
honrosamente merecido.
Los compañeros de armas de Ruiz acudieron presurosos a
su alojamiento, esperando oír de su boca descripciones pinto-
rescas del país paraguayo y estupendos informes sobre la per-
sona del enigmático dictador:
—¿Qué ha visto por allá, compañero?
—Árboles, arroyos y dos soldados que me custodiaban.

la colonia  177 
—¿Nada más?
—Nada más.
—¿Qué ha oído en ese pueblo? ¿Qué se dice de nosotros?
—No he oído más que el zumbar del viento; con nadie he
hablado; sólo mis dos guardianes hablaban; y como lo hacían
en guaraní, no les comprendí jota.
—¿Y Francia? ¿Qué tal se portó con usted? ¿Es bajo? ¿Es
alto? ¿Es feo? ¿Es buen mozo? En fin, díganos algo.
—¿Qué les he de decir, si yo no he conocido al dictador, ni
he pasado del patio de su casa, ni visto de la ciudad sino cuatro
o cinco calles, y eso al galope, más tristes que un cementerio?
El despotismo extravagante del doctor Francia estuvo más
arriba que la curiosidad burlesca del Libertador.
La nota del Libertador Bolívar al tirano Francia se limitaba
a proponerle que sacase al Paraguay del aislamiento con el
resto del mundo civilizado, enviando y recibiendo agentes di-
plomáticos y consulares. La contestación, de que fue conductor
el capitán Ruiz, no puede ser más original, empezando por el
título de Patricio que da al general Bolívar. Hela aquí tal como
apareció en un periódico del año 1826: “Patricio: Los portu-
gueses, porteños, ingleses, chilenos, brasileros y peruanos, han
manifestado a este gobierno iguales deseos a los de Colombia,
sin otro resultado que la confirmación del principio sobre que
gira el feliz régimen que ha libertado de la rapiña y de otros
males a esta provincia, y que seguirá constante hasta que se
restituya al Nuevo Mundo la tranquilidad que disfrutaba antes
que en él apareciesen apóstoles revolucionarios, cubriendo con
el ramo de oliva el pérfido puñal para regar con sangre la libertad

 178  américa
que los ambiciosos pregonan. Pero el Paraguay los conoce, y,
en cuanto pueda, no abandonará su sistema, al menos mien-
tras yo me halle al frente de su gobierno, aunque sea preciso
empuñar la espada de la justicia para hacer respetar tan santos
fines. Y si Colombia me ayudase, me daría un día de placer
y repartiría con el mayor agrado mis esfuerzos entre sus bue­
nos hijos, cuya vida deseo que Dios Nuestro Señor guarde por
muchos años. —Asunción, 23 de agosto de 1825. —Gaspar
Rodríguez de Francia”.
Bolívar leyó y releyó para sí; sonrióse al ver que el suscrip-
tor lo desbautizaba llamándole Patricio en vez de Simón, y
pasando la carta a su secretario Estenós, murmuró:
—¡La pim…pinela! ¡Haga usted patria con esta gente!

la colonia  179 
hidalgo
manuel gutiérrez nájera

l o fue Hidalgo un genio para la guerra, como lo fue More-


los, ni un batallador, como los Galeana; pero ese humilde
cura párroco, de alma y cabellos blancos, fue el primero que
oyó el quejido de los opresos, como se oye en un confesona­
rio la confidencia de dolor. A ese curato de Dolores fue el indio
desvalido en busca del buen sacerdote que había de socorrerle.
Y aquel insigne cura bautizó la libertad.
Sentimos amor a todos los grandes insurgentes; pero de
ellos, ninguno es más querido que ese viejecito de canas inma-
culadas; a él volvemos la mirada en los conflictos, a él solamen-
te le llamamos padre.
Y es padre, no por la investidura sacerdotal, es padre por el
amor que nos tuvo. Sus manos fueron hechas para bendecir, y
bendijeron a una nación recién nacida. Es padre en el sentido
altísimo de este vocablo: en el que expresa un absoluto desinte-
rés y un infinito amor.

 180  américa
Gloria del clero humilde, del que pena en villorrios y corti-
jos es el que en Dolores alzó el estandarte de la libertad. Itur­
bide podrá representar un ejército bizarro; Hidalgo encarna
todo un pueblo. Iturbide se unió a la causa de la Independen­
cia cuando ésta era rica y vencía. Hidalgo la abrazó, levantándola
del suelo, cuando muy niña, se moría de hambre y de sed y de
frío. Iturbide fue emperador, fue Hidalgo fusilado.
¡Oh, qué buen cura de almas! ¡Cómo quisiéramos revivirlo
para besar sus canas! Es como el padre ya muerto, como el pa-
dre que nos quiso tanto y al que no podremos enseñarle ya la
hermosa nieta. ¿Cómo sacarle del sepulcro, cómo despertarle,
cómo decirle: Tú que tanto sufriste por nosotros, ve el hogar
que hemos formado?
Llegó la libertad a esa parroquia de Dolores como pidiendo
limosna. Llegó recomendada por una buena y noble dama, por
la Corregidora Domínguez. Fue indigente, desnuda casi, al cu-
rato hospitalario. Y allí le dieron pan y besos. Allí la virgen de
Guadalupe le prometió la victoria.
Morelos fue el hombre de la energía y del valor; Hidalgo, el
de la bondad y la fe. Aquél fue el héroe; éste es el padre.
¿No os parece oír como un rumor de confesión llegando a
los oídos del cura Hidalgo? Se confesaba la nación entera, y al
confesarse, en desahogo de su corazón, decía penas sufridas y
perennes congojas y nobilísimos anhelos.
Mientras los primates le perseguían y anatematizaban, ese
cura que pedía limosna para dar limosna, ése que oía el azote y
escuchaba la voz lastimera e imprecante del pobre indio, ése
tuvo amor y tuvo compasión, y tuvo fe.

la colonia  181 
Fue sacerdote en el excelso significado de esta palabra.
¿Quiénes suavizaron la condición del mexicano en la épo-
ca de la conquista? Las Casas, los buenos misioneros espa-
ñoles. ¿Quién nos dio patria? Un cura: Hidalgo.
Esos que de cerca oyen latir el corazón del pueblo; ésos que
han padecido en la misión, en el curato pobre, en la cabaña de
adobes y carrizos, ésos son lo que nos han hecho beneficios.
La bondad no bajó de lo alto: subió de la masa oscura y
olvidada.
Padre Hidalgo: tus canas reflejan, en la obra de nuestra
Independencia, el misterioso resplandor del alba.

 182  américa
morelos
genaro garcía

m orelos nació en Valladolid de Michoacán, el 30 de septiem-


bre de 1765, y residió allí hasta 1779, en que se trasladó a
la hacienda de Tahuejo, de la jurisdicción de Apatzingán, don-
de trabajó como labrador durante 11 años. Hacia 1790 volvió
a Valladolid para comenzar la carrera eclesiástica, no obstante
que tenía a la sazón 25 años de edad. Hizo sus estudios en
aquella ciudad, primeramente en el Colegio de San Nicolás, y
luego en el seminario; tardó seis años en concluirlos. Al mismo
tiempo que seguía su carrera, trabajaba a fin de mantener a
su madre Juana Pavón, viuda de Manuel Morelos, y a su her-
mana Antonia Morelos. Ayudaba a su hermano Nicolás More-
los; consta que pagó por él como fiador a causa de la quiebra
de un estanco. Favorecía, además, a sus ahijados, a veces con
sumas considerables de dinero. Vino a graduarse en la Real y
Pontificia Universidad de México, y recibió en Valladolid las
órdenes eclesiásticas, menores y mayores. La ilustración que

la colonia  183 
alcanzó fue muy deficiente; sin embargo, aprendió a expresar
claramente sus ideas con frases concisas.
Consagróse en seguida a enseñar gramática y retórica a los
niños de Uruapan. Continuaba esta labor, hacia 1798, cuando
recibió el nombramiento de cura de Churumuco, que aceptó
fiado en la protección divina, aunque se miraba pequeño para
desempeñarlo. Se estableció entonces con su madre y herma-
na en Tamácuaro de la Aguacana, cabecera de su curato, cuya
clima ardoroso y enfermizo dañó gravemente a los tres, por lo
cual Morelos hizo salir de allí violentamente, en silla de ma-
nos, a su madre y a su hermana; estrictamente apegado a sus
deberes, no quiso abandonar a Tamácuaro, a pesar de su salud
bastante quebrantada; poco después tuvo noticia de que su
madre se hallaba moribunda en Pátzcuaro; pero ni aun en-
tonces quiso dejar acéfala a su parroquia, sino que se limitó a
pedir a la diócesis que lo mandara a tierra fría; al fin perdió a su
madre sin haber tenido el consuelo de verla durante sus últi-
mos instantes.
A causa de que fue nombrado cura de Carácuaro en aquel
mismo año, se radicó en Nocupétaro, de clima más benigno
que el de Tamácuaro; pero cuyos naturales, inducidos por la
maldad en que vivían, le negaron la obediencia, la tasación y el
servicio personal que estaban obligados a prestarle, y elevaron
a la diócesis una queja calumniosa en contra de él, si bien inú-
tilmente, pues Morelos demostró su inculpabilidad.
Predispuesto por su naturaleza vigorosa, el clima cálido del
sur y probablemente también por la soledad de su hogar, en-
tabló relaciones amorosas con una mujer ignorada, de la que

 184  américa
tuvo dos hijos: Juan Nepomuceno, nacido hacia 1803, y José,
posteriormente. Redimió esta falta reconociendo a Juan y a
José de una manera pública.
De los años siguientes conocemos un detalle importante: la
renuncia que hizo de su jurisdicción sobre las haciendas Cu-
tzián y de Santa Cruz a favor de los curatos de Turicato y de
Churumuco para mejorar su administración espiritual, pues
estaban mucho más cercanas a aquellos curatos que al de Ca-
rácuaro: tal renuncia reducía considerablemente las ya exiguas
obvenciones parroquiales que recaudaba Morelos. No obstante,
pudo adquirir allí, a costa probablemente de continuas econo-
mías, una casa que valía “11,543 pesos”.
Así vivió hasta 1810, en que Hidalgo inició la primera de
nuestras revoluciones ofreciendo a las multitudes la libertad
y la riqueza que tanto ambicionaban, porque se sentían opri-
midas y pobres: ignorantes de que ambos bienes sólo se alcan-
zan con el progreso y que éste jamás se fuerza; se insurreccio-
naron al punto con el mayor entusiasmo y siguieron a Hidalgo
sin elementos de lucha; pero seguras de que su patrona celes-
tial, la Virgen de Guadalupe, les daría el triunfo: las muche-
dumbres se dejan seducir por cualquier promesa. Aunque
Hidalgo se abstuvo de proclamar la independencia y permitía
a sus huestes que vitorearan a Fernando VII, la revolución no
arrastró a las clases superiores que son conservadoras siempre,
para no exponer las comodidades que han conquistado, por-
que su mayor cultura les enseña que las revoluciones sólo
producen ruina y barbarie al destruir las riquezas acumuladas
y transformar en loables hábitos los peores delitos; el clero alto

la colonia  185 
de la Nueva España, por ejemplo, combatió el movimiento de
Independencia, mientras que el clero bajo, por el contrario, lo
secundó. Por pertenecer Morelos a este último clero y haber sido,
además, discípulo de Hidalgo en el Colegio de San Nicolás
de Valladolid, simpatizó doblemente con la revolución; de modo
que apenas le habló Hidalgo en Indaparapeo, la tarde del 20 de
octubre de 1810, aceptó el grado de su lugarteniente para “correr
las tierras calientes del sud”.
No hemos logrado descubrir cuál fue el plan de guerra y go­
bierno que los dos se proponían desarrollar. Hidalgo se limitó
a decir en su manifiesto de 15 de diciembre de aquel año, que
deseaba establecer un Congreso formado “de representantes de
todas las ciudades, villas y lugares de este reino”; creía que el
americano debía gobernarse por el americano, de igual modo que
el alemán por el alemán, según declaró cuando fue procesado.
Quizá los caudillos insurgentes carecieron de un plan positivo;
el propio Hidalgo aseguró entonces que “no adoptó plan nin-
guno de organización en todo ni en parte”, y Morelos reconoció
después que su sistema tendía únicamente a que recayese en los
criollos el gobierno que estaba en las manos de los europeos. Se
podría inferir de aquí que los caudillos insurgentes no querían
compartir los beneficios de la Independencia con los indígenas,
a pesar de que eran quienes principalmente la llevaban a cabo; esta
exclusión vendría a comprobar que todas las revoluciones son
tan falaces como la francesa, que en vez de otorgar la libertad,
la igualdad y la fraternidad que había ofrecido, tiranizó a la misma
Francia, convirtió en parias a incontables de sus hijos o los guillo­
tinó sin exceptuar a las mujeres ni a los octogenarios y diezmó
a la Europa.

 186  américa
Morelos principió sus campañas contra los realistas en no-
viembre de 1810 con “16 indígenas de Nocupétaro”, solamente
y otros escasísimos elementos de guerra; mas a pesar de esto y
de su falta absoluta de conocimientos militares, tomó a Tecpan,
el Veladero, el Aguacatillo y otros puntos estratégicos antes de
que feneciera dicho mes; inspirado exclusivamente por su ge-
nio extraordinario, pudo desplegar desde el primer momento
una táctica pronta y además fecunda en eficaces ardides. Luego
derrotó al esforzado capitán Paris que mandaba a mil hombres,
y ocupó a Chichicualco. Decía entonces: “Se an dado beinte y
seis batallas en rumbos desde 13 de Nbre. de 1810 hasta 23 de
mayo de 1811, y despreciando guerrillas y muchos pormenores,
se an ganado beinte y dos y cuatro se an empatado: y en las
22 an acabado los más beteranos y Milicianos de Acapulco, Oa-
xaca, Puebla y fixo de Veracruz con algunos colorados y Dra-
gones de México que llaman de España: y en todas ellas sólo
ha perdido la América 75 soldados”. En seguida se apoderó de
Chilpancingo y Tixtla; deshizo la fuerza del teniente coronel
Fuentes que había conquistado renombre en España; se pose-
sionó de Chilapa, Tlapa, Chautla de la Sal, Izúcar, Cuautla,
Taxco y Tenancingo, donde derrotó al brigadier Porlier; volvió
a Cuautla y resistió allí gloriosamente durante 72 días el sitio
que le puso el hasta entonces victorioso general Calleja, con
el mejor ejército que había visto la Nueva España; reapareció
también en Chautla, y en Chilapa desbarató las tropas que
estaban a punto de entrar en Huajuapan; se situó en Tehuacán;
salvó un botín considerable de plata; venció a la guarnición de
Orizaba; conquistó la provincia entera de Oaxaca, y rindió, en

la colonia  187 
fin, el 19 de agosto de 1813, la fortaleza de Acapulco que pare-
cía inexpugnable.
Para conseguir tan importantes y repetidos éxitos, Morelos
elegía con singular acierto a sus tenientes y soldados y se hacía
obedecer y amar de ellos fácilmente: estimaba más a poca gente
con disciplina que a un mundo de hombres sin ella; daba exce-
lente ejemplo a sus subordinados, y a nadie permitía ni aun a
la “voz del pueblo”, que infringiera la disciplina militar; man-
tenía en su ejército la unidad de mando, sin la cual se vuelve
ilusorio el triunfo; proscribía el sistema corruptor de mantener
jefes y oficiales separados de las fuerzas, y reprimía los abusos
de sus subalternos sin exceptuar a ninguno, porque juzgaba
que la tolerancia en esto constituía una verdadera complici-
dad; ordenó, así, que se encapillase y ejecutara “dentro de tres
horas” al militar que cometiera los delitos de robo o saqueo por
valor de más de un peso; a fin de no carecer de ningún elemen-
to de guerra, establecía talleres de armas, fábricas de pólvora,
fundiciones de plomo y cobre y casas de moneda; extraño a la
envidia, se complacía en premiar, conforme a los méritos de
cada uno, a cuantos militaban a sus órdenes, en elogiar a los
otros caudillos insurgentes y en honrar a los que morían sobre
el campo de batalla; negábase a otorgar ascensos “sin mérito”;
quitaba a los oficiales todo manejo de fondos para remediar su
“ambiciosa codicia” y obligarlos a que cumplieran mejor con
“sus deberes”; proyectaba y maduraba sus planes de campaña
con la mayor anticipación posible; se posesionó de Tehuacán,
verbigracia, a fin de que le sirviera de base en sus operaciones
ulteriores contra Oaxaca; no se dejaba desvanecer por la gloria

 188  américa
de las armas, y antes bien reconocía que cualquier cambio de
fortuna podía destruirla: “por lo mismo —agregaba— jamás
se me ha llenado la cabeza de viento”; no combatía a sus ene-
migos sino después de haberles ofrecido la paz con el objeto
de no dañarlos innecesariamente, y aunque los trataba en lo
general “conforme a sus obras” y a la justicia, ordenando que
recibieran la pena o el perdón que merecían, optaba por indul-
tarlos cada vez que le era posible, pues se inclinaba más hacia
la clemencia que hacia el rigor; cuando en Oaxaca conservó la
vida de 200 españoles, no exceptuó a Pardo ni a Padruns que
debían “muertes a sangre fría”.
Morelos se distinguió no sólo por su genio militar sorpren-
dente, sino también por sus excepcionales dotes administra­
tivas. Humanitario en grado sumo, se apresuró a abolir la ser-
vidumbre y la distinción de castas una y otra vez; su bando
de 5 de octubre de 1813 comenzaba así: “Porque deve alejarse de
la América la esclavitud y todo lo que a ella huela…” y en sus
23 puntos para la Constitución, no toleraba más distinciones
entre los americanos que las del vicio y la virtud; preocupado
tanto de los menesterosos como de la misma independencia,
dispuso que el 50 por ciento de los bienes decomisados a los
realistas, se diese a los pobres, de suerte que todos quedaran
socorridos y ninguno se enriqueciera en lo particular; reco-
mendaba a sus compatriotas que se vieran como hermanos, y
confiaba más en la unión y en la concordia que en las armas,
por lo cual sacrificaba a aquéllas sus propios intereses persona-
les; acatando las ideas exageradamente religiosas de todo el
pueblo de la Nueva España, no toleraba otro culto que el católico,

la colonia  189 
y exigía que la devoción a la Virgen de Guadalupe se mantu-
viera “en todos los pueblos del reyno”. Comprendiendo que las
naciones que no entran en el concierto de los demás quedan
condenadas a desaparecer, procuraba celebrar tratados con la
Gran Bretaña, los gobiernos independientes de la América Me-
ridional y los Estados Unidos; inquebrantable en su propósito
de independencia, desoía con altivez los ofrecimientos de amis-
tad de las autoridades realistas; escribió, así, al calce del mani-
fiesto conciliatorio que Calleja expidió al tomar posesión del
virreinato: “Que entregue el bastón de mando a los Criollos y
quedaremos en Paz”; ordenaba a todos los mexicanos y mexi-
canas que trabajasen “en el destino que cada cual fuese útil”,
porque la ociosidad es fecunda en malos hábitos, y persuadido
de que únicamente sobreviven y prosperan los pueblos de ca-
rácter moral, prohibía los homicidios, desafíos, pendencias, pro­
vocaciones, el “juego recio”, la fabricación de naipes, cualquier
“echo, dicho o deseo” que perjudicase al prójimo, y aun el uso
del tabaco, que juzgaba un “detestable vicio” muy dañoso para
la salud; quería que las leyes atenuasen la indigencia, y aboga-
ba por el aumento del jornal del pobre, mediante su mayor
ilustración y mejoramiento de costumbres; respetaba común-
mente los derechos individuales, y opinaba que la Constitu-
ción debía resguardar la propiedad de cada uno y convertir el
hogar en “un asilo sagrado”; sólo admitía las contribuciones
que oprimían poco; cuidaba de que la justicia estuviera “plena-
mente asistida”, por presentir de seguro que sin ella ningún
pueblo disfruta de paz y bienestar; atendía con escrúpulo el
buen gobierno de los lugares que ocupaba, y, celoso de su

 190  américa
propia autoridad, la defendía franca y resueltamente, pero
quizá también con alguna presunción, pues se permitía decir
entonces: “yo sé bien cómo anda el mundo”; sin embargo, no
aspiraba a ejercer una autoridad absoluta, y condenaba al con-
trario a quienes reasumían en sí todos los poderes bajo el pre-
texto de “salvar a la patria”, pero a la cual arruinaban, porque
“mirándola peligrar”, impedían a los otros ciudadanos que acu­
dieran a salvarla.
Morelos fue ante todo un patriota ejemplar. Su mayor an-
helo consistió en hacer feliz a su patria “el blanco de todo” y la
“madre común”, según decía; gustaba más de llamarse “Siervo
de la Nación”, que “Generalísimo de las Armas de la América
Septentrional”, y daba las gracias con mayor efusión por los
servicios que otros prestaban a ésta que por los que él mismo
recibía. No exceptuaba de la obligación de defender a la patria,
ni a los eclesiásticos, mujeres, niños y ancianos, y llamaba infa-
mes a cuantos vivían en país realista sin dar pruebas de patrio-
tismo; por lo que hacía a él, aceptaba de antemano cualquier
puesto donde pudiera ser útil a la Nueva España.
Naturalmente, Morelos tuvo errores como cualquier otro
hombre. Así, por asegurar la ayuda de los Estados Unidos, les
ofreció la provincia de Tejas, suponiendo que el fin de emanci-
pación justificaba todos los medios; ignorante de los principios
económicos, procuraba moderar con las leyes “la opulencia”,
que suele lastimar a los humildes, y fijaba precios, en las leyes
también, a los artículos de primera necesidad para combatir
los monopolios, criadores del hambre del pueblo; a causa pro-
bablemente de que tampoco sabía que uno de los principales

la colonia  191 
corolarios de la justicia es el derecho de propiedad, y que, por
tanto, las mismas leyes no pueden destruirlo, propuso la con-
fiscación de los bienes de los enemigos y la del oro, la plata y
“demás preciosidades” de las iglesias, si bien ofreciendo el re-
integro; es curioso que el propio Morelos condenara a muerte,
como observamos ya, a los militares que robaban o saquea-
ban; con tendencias comunistas llegó, en fin, hasta proyectar la
inutilización de “todas las haciendas grandes”, cuyos terrenos
“laboriosos” excedieran de “dos leguas”, y la destrucción de
los acueductos, presas, caseríos y demás oficinas “de los hacen­
deros pudientes, criollos o gachupines”. Pero debemos considerar
que todos los revolucionarios han permitido el robo, y que, a
pesar de que el comunismo recluta sus adeptos, casi exclusiva-
mente entre los incapaces que envidian las riquezas producidas
por los aptos, también suele ganar a alguno que otro hombre
de noble espíritu y sentimentalismo exagerado, como Morelos.
Una vez que rindió la fortaleza de Acapulco, se despojó
del poder supremo que hasta entonces había ejercitado, y lo
transfirió al Congreso Insurgente, que él mismo creó, para que
existiera un cuerpo con la majestad debida que pudiese regir
sabiamente a la nación. Por desgracia aquel Congreso, falto de
experiencia política y además de gratitud, depuso a Morelos,
quien aceptó estoicamente tal humillación, diciendo que si no
se le creía útil como general, serviría de buena voluntad como
el último soldado del Ejército Independiente; quizá pensó que
era justa su deposición, porque se complacía en reconocer que del
yerro “no estuvo esempto ni el primer hombre ni el más sabio
de los hombres”.

 192  américa
Morelos continuó sirviendo con lealtad al Congreso, y en
varias ocasiones impidió que lo aprehendieran sus enemigos.
Precisamente por salvarlo en Tamálac, el 5 de noviembre de
1815, no vaciló en sacrificarse conteniendo él solo a las fuerzas
realistas y ordenando a la vez al general Bravo que vino a auxi-
liarlo: “Vaya U. a escoltar al Congreso, que aunque yo perezca,
no le hace, pues ya está constituido el gobierno”. Morelos salvó
así al Congreso por última vez, pero quedó vencido y en poder
de los realistas.
Traído a la capital, lo procesaron luego los tribunales co-
munes y el del Santo Oficio, que arteramente amenazaba con
la condenación eterna a los reos que se negaban a delatar a
sus cómplices. Morelos, de bronce antes, se volvió de cera, no
obstante que había expuesto su vida en múltiples combates y
conservando su serenidad habitual en los mayores infortunios;
quizá su confesor le convenció de que el Concilio IV de Toledo
tuvo derecho para ordenar que se declarase excomulgado de-
lante del Espíritu Santo a cualquiera que intentara privar a los
reyes de sus señoríos. Morelos era un creyente tan ingenuo que
oficialmente se llamaba “Coronel del más privilegiado y distin-
guido Regimiento del señor San Miguel Arcángel”; no podía
dudar, en consecuencia, del infierno ni de sus penas terrorífi-
cas e inacabables; para siempre sintió, así, un pavor invencible
al pensar que se vería sujeto a ellas y además privado de las
inefables delicias del cielo si no denunciaba a sus hermanos
los insurgentes; de aquí que los delatara, no con el objeto de
conservar su vida, sino a fin de ganar a Dios; los delatados no
lo culparon: en su caso habrían hecho lo mismo.

la colonia  193 
Muy pocos días después, Morelos recibió con perfecta tran-
quilidad las balas de los soldados que lo fusilaron en San Cris-
tóbal Ecatepec, el 22 de diciembre de aquel mismo año. Honrado
sin mácula, no dejó bienes de fortuna, a pesar de que había ma­
nejado caudales enormes.

EL GENERAL DON JOSÉ MARÍA MORELOS


SEGÚN EL “DIARIO” DEL LICENCIADO ROSAINS,
SECRETARIO PARTICULAR DEL HÉROE

Día 10 de febrero. Marchó el señor Morelos a San Francisco


Huizo, pueblo de mediano vecindario, cabecera de la doctrina
de San Pablo Huizo, donde tuvo su campamento el coman-
dante español Régules y de donde salió luego en fuga cuando
supo que Morelos había encumbrado la cuesta de San Juan del
Rey. Esta jornada fue de tres leguas, por buen camino. Huizo
está al poniente de Oajaca.
Día 15 de febrero. Andadas cuatro leguas llegó el señor Mo-
relos al pueblo de Yanhuitlán, curato de dominicos de Oajaca,
con buena población y con algunas casas decentes. Será este
lugar monumento eterno del genio cruel y sanguinario de los
realistas, pues en él pasaron por las armas, mandado por Ré-
gules, a más de 80 vecinos de las inmediaciones, de los cuales
arrojaron a una barranca como 60.
Día 23 de febrero. Marchamos a Tepozcolula, que dista cuatro
leguas. En su medianía está el pueblo de San Juanico, que es
triste espectáculo de la revolución. Sus casas están incendiadas,

 194  américa
su templo sin ornamentos ni utensilios, pues todos fueron ro-
bados, lastimadas sus paredes, y de su pavimento parece que
exhalan suspiros sus miserables víctimas; todo esto conmovió
el ánimo del señor Morelos en aquel lugar pavoroso. Tepozco-
lula es cabecera de partido y antes fue subdelegación, aprecia-
ble por su vasto comercio de algodón, grana y matanzas de
ganado cabrío y por comprender más de 100 pueblos en los que
hacían lucrosos repartimientos los alcaldes mayores, y los co-
braban por sus manos, abusando de su autoridad y cometiendo
muchas vejaciones en los pobres indios. Tiene seis diversas aguas,
y de éstas la más apreciable es la de Tondá. Aunque la iglesia
que llaman Capilla Vieja, está arruinada, sus fragmentos y
hermosas columnas manifiestan que de tiempo atrás se cono-
cieron en América las bellezas de la arquitectura.
Día 3 de marzo. Este día fue de ceniza, y después de to-
marla nos encaminamos a Zacatepec, que dista cinco leguas y
consta como de 300 familias; pertenece al curato de Amuzgos
y por lo civil a Jamiltepec. Cerca de él estaba un buen cam-
pamento enemigo, que abandonó a sólo la noticia de nuestra
aproximación. Aquella campiña produce mucha grana y abun-
da en plátanos y palmas de coco.
Día 12 de marzo (viernes). Una salva de artillería y vísperas
cantadas anunciaron ayer la jura, de la junta soberana nacional
instalada en Zitácuaro, y se efectuó con la pompa posible. La
tropa y oficialidad se vistió con el aseo que pudo en una mar-
cha tan penosa y larga. Formó guardia desde el cuartel general
hasta la iglesia, donde se presentó el señor Morelos de grande
uniforme: marchaba a su vanguardia, en columna, la división

la colonia  195 
de Galeana, y a su retaguardia la escolta. Colocóse en la iglesia
bajo el dosel. El cura don Miguel Gómez exigió el juramento
sobre los santos Evangelios a la oficialidad, en el altar mayor y
después lo prestaron las repúblicas de indios. En seguida co-
menzó la misa y predicó don Joaquín Gutiérrez, capellán de
honor del señor Morelos.
Concluida esta función, formada la tropa en el atrio de la
iglesia, hizo el juramente el regimiento de Tlapa con su co-
mandante indio don Victoriano Maldonado, al frente de sus
banderas. Terminada esta ceremonia, se retiró el señor Morelos
a su posada en el mismo orden que había venido. Todo con-
tribuyó a dar esplendor a dicha función: el aseo de la tropa,
su número, su brillante armamento, obró con entusiasmo en
aquella gente popular, no acostumbrada a presenciar estas es-
cenas, y la desengañó de que aquel ejército no era formado de
centauros a alimañas, como se les había hecho creer a las viejas
por los españoles, principalmente por las pastorales del señor
Bergosa, obispo de Oajaca.
Día 18 de marzo (jueves). La jornada de hoy de siete leguas,
es la más penosa que ha hecho el ejército hasta el paraje de
la Cruz Alta, la mayor parte de loma y con algunos pedazos
de bosque muy a propósito para que se ocultase el enemigo.
Aunque este paraje tiene porción de jacales, los encontramos
abandonados de sus dueños. Absolutamente no hay pastos sino
a larga distancia, como ni tampoco agua. Reuniéronse allí
muchas circunstancia para probar la constancia y valor con
que nuestro ejército arrostraba los mayores contratiempos y
peligros.

 196  américa
Día 19 de marzo (viernes). Día de regocijo por ser cum-
pleaños del señor Morelos. Cuando otro lo hubiera empleado
en banquetes y regocijos, el general suspendió su marcha y se
detuvo en este páramo solo, porque se quedaron a pie muchos
soldados y cansadas 60 mulas de carga. Su trabajo en el des-
pacho fue igual al de otros días. No permitió que se hiciesen
salvas ni saludos, ni recibió otro obsequio que el sincero afecto
de cuantos le rodeábamos. Su vida es una serie continuada de
trabajos de toda especie; su comida un pedazo de carne fría,
sentado en el suelo, y casi no descansa.
Día 22 de marzo (lunes). Hoy después de haber andado
tres leguas de camino barrancoso y áspero, nos quedamos en
el paraje del Tamarindo, y como los aposentadores no nos es-
peraban en él y es un desierto, todos nos quedamos sin comer,
incluso el señor Morelos; no hubo pan ni tortillas, un añejo
chicharrón de chivato fue su único manjar, y… gracias. Sin
embargo, todos estuvimos alegres. En aquel punto hay buenos
pastos y un fresco arroyo inmediato.
Día 26 de marzo (viernes). En la historia de nuestra revo­
lución se pronunciarán con respeto los nombres del Veladero,
Aguacatillo y Tonaltepec que están a nuestra vista, pues a ellos
llegó el general Morelos cuando no contaba en su hueste
más de 400 hombres, 80 armas de fuego y el resto con mache-
tes, hondas y garrotes; y el enemigo tenía infinita mayor parte,
con más de 2 mil fusiles y el resto repartido en diversos puntos
ventajosos. Sin embargo, Morelos los afrontó con tan poca
fuerza, resistió 33 ataques y un sitio de más de un mes en el
punto llamado el Paso; y últimamente, asaltó en su mismo campo

la colonia  197 
(de los Tres Palos) al comandante Paris tomándole más de mil
fusiles, su artillería, caja militar y equipajes; todo esto es admi-
rable y casi excede los términos de la creencia. Efectivamente,
20 honderos rechazaron tras de sus trincheras a 500 enemigos;
nueve hicieron frente en una loma a 700 y les quitaron una
culebrina; un espía a quien sorprendieron en una vereda estre-
chísima a tres fuegos, se abrió paso con los estribos de su silla
de montar por entre los fusiles, y eran tantos los balazos que le
cruzaban, que el macho sobre que cabalgaba se paraba a cada
instante sacudiendo las orejas; por fin este hombre mata a uno
de un tajo de revés, y lejos de acobardarse, cuando ya se ve
libre de peligro, acude encolerizado al campo de Morelos pi-
diéndole una escopeta para vengarse de sus enemigos. Este
hombre famoso era conocido con el nombre de Pedro el Peta­
tano: se mete en el campo enemigo con su sable, pregunta por
el comandante, y no dándosele noticia por los soldados, en-
cuentra al fin a un hombre decente que cree que es el jefe,
descarga sobre él un golpe mortal, y acudiendo en su defensa
varios soldados, cierran contra él y con sus golpes muere, asom-
brándolos con su valor, intrepidez y prodigalidad de su vida.
Pero aún es más admirable el caso ocurrido en uno de los
ataques habidos en aquellos lugares. Empeñóse un tiroteo con
nuestras tropas durante el sitio; hallábase un loro en la cima de
una ceiba, en las orillas del río llamado del Marqués: este ani-
malito, sin asustarse como era natural con el tiroteo, comenzó
a gritar: ¡Fuego! ¡Fuego! A tales voces se reaniman los nuestros,
creyendo ser aquéllala voz de su comandante; entones vuelven
a la carga, y creyendo los enemigos que desde lo alto se les

 198  américa
disparaba, se ponen en fuga. En estos lugares tuvieron sus pri-
meros ensayos las tropas de Morelos, que le dieron tanto pres-
tigio entre los suyos, y causó tanto terror a sus enemigos. En
fin, hoy hemos andado cosa de tres leguas. Este paraje es escaso
de pastos, aunque no de aguas, por cruzar inmediato el río del
Marqués; en él aunque muy abajo, se cogen muchas mojarras:
sus casas están destruidas por los enemigos.
Por la tarde quiso el señor Morelos ver el puerto desde un
lugar acomodado, y a este fin tomó el camino de las Cruces,
que es asperísimo y todo de peña viva. Como a la legua y media
de distancia se encuentran vestigios de un campamento en que
el enemigo tuvo cerca de 3 mil hombres, y a poco trecho, en el
mismo camino, está una trinchera, desde la cual 20 hombres
(honderos) hicieron retroceder a cerca de 500 que comandaba
don Pedro Vélez, hoy castellano de Acapulco, logrando dar tan
fuerte pedrada a uno de los principales jefes, que intimidó al
resto de la tropa. También se descubre desde allí muy bien la
ciudad y el castillo de Acapulco.
Día 3 de abril (sábado). En la jornada de hoy como de tres
leguas para llegar al punto de los Dragos, hay dos cosas nota-
bles. La una es el árbol en cuyo pie se acostó el señor Morelos un
día en que dispersos todos sus soldados y fatigado inútilmente
de poderlos contener, desesperado de conseguirlo, se acostó junto
a un cañón atravesado en el camino, donde durmió largo tiem-
po sin que le sobresaltara la inmediación del enemigo ni afli-
giera el abandono de los suyos. La otra es el paraje llamado de
Bejuco donde acaeció una cosa igual, pues acometidos los nues­
tros por Carreño, gobernador de Acapulco, muerto éste, huye-
ron tanto los americanos como los realistas.

la colonia  199 
Día 4 de abril (domingo). Hechos los aprestos para el ata-
que de la ciudad de Acapulco y conmovida la tropa con la mú-
sica militar, se dio principio a la acción, ocupando el costado
derecho el brigadier Ávila, el izquierdo Galeana, y el centro
la escolta de Morelos, al mando del coronel don Felipe Gon-
zález. La tropa de Galeana desalojó al enemigo del cerro de
las Iguanas; González se entró hasta las primeras casas de la
ciudad, despreciando los fuegos cruzados del castillo, lanchas
y baluarte del hospital. Ávila ganó la Casa Mata y cerro de su
situación, persiguiendo a los que la defendían hasta las orillas
del poblado; el cerro, sobre la gran dificultad que había para
subirlo colocado el enemigo sobre su eminencia, quedaba pro-
tegido y cubierto con anchas peñas, no sólo de los tiros de fusil,
sino aun de la artillería gruesa. Hemos tenido tres muertos, e
ignoramos los de los enemigos; uno de éstos cayó prisionero;
tratólo el señor Morelos con mucha benignidad, y le puso en
las manos la tercera intimación de rendirse para el comandante
de la fortaleza, no obstante el modo incivil y bárbaro con que
habían sido tratados los que llevaron las anteriores intimaciones,
pues fueron aporreados, y aun las mujeres les echaron encima
zacate ardiendo… ¡no fue mal refresco!
Día 7 de abril (miércoles). Hoy no se ha hecho fuego nin-
guno. Llegó en este día a nuestro campo doña Manuela Me-
dina, india natural de Tasco, mujer extraordinaria a quien la
junta le dio el título de capitana porque ha hecho varios servi-
cios a la nación y acreditádose por ellos, pues ha levantado una
compañía y se ha hallado en siete acciones de guerra. Hizo
un viaje de más de 100 leguas por conocer al general Morelos.

 200  américa
Después de haberlo visto, dijo que ya moría con ese gusto aun-
que la despedazase una bomba de Acapulco.
Por la tarde salió el señor general a observar la Casa Mata
y la vereda por donde debe atacarse a la ciudad. La casa es am-
plia, por dentro está forrada hasta cosa de dos varas de madera
durísima; en lo interior tiene una barda de cal y canto, y ha-
ciendo en ella troneras para fusil, podría oponerse en la misma,
en caso necesario, una vigorosa resistencia.
Día 9 de abril (viernes). Salió el señor Morelos a recorrer
su campo, poniéndose en puntos arriesgados para enseñar a la
oficialidad, a pesar de que se le oponían los que estaban cerca
de su persona. Cinco balas de a 24 cruzaron a distancia de me-
nos de tres varas de donde el general se colocó para observar los
movimientos del enemigo.

la colonia  201 
san martín
josé martí

s an Martín fue el libertador del sur, el padre de la República


Argentina, el padre de Chile. Sus padres eran españoles
y a él lo mandaron a España para que fuese militar del rey.
Cuando Napoleón entró en España con su ejército, para
quitarles a los españoles la libertad, los españoles todos pe­
learon contra Napoleón: pelearon los viejos, las mujeres, los
niños; un niño valiente, un catalancito, hizo huir una noche a
una compañía, disparándoles tiros desde un rincón del monte;
al niño lo encontraron muerto, muerto de hambre y de frío;
pero tenía en la cara como una luz, y sonreía como si estuviese
contento. San Martín peleó muy bien en la batalla de Bailén y
le hicieron teniente coronel.
Hablaba poco, parecía de acero; miraba como un águila:
nadie lo desobedecía; su caballo iba y venía por el campo de
pelea, como el rayo por el aire.
En cuanto supo que América peleaba para hacerse libre, vino
a América: ¿qué le importaba perder su carrera, si iba a cumplir

 202  américa
con su deber? Llegó a Buenos Aires; no dijo discursos: levantó
un escuadrón de caballería; en San Lorenzo fue su primera ba-
talla: sable en mano se fue San Martín detrás de los españoles,
que venían muy seguros tocando el tambor, y se quedaron sin
tambor, sin cañones y sin bandera.
En los otros pueblos de América los españoles iban ven-
ciendo: a Bolívar lo había echado Morillo, el cruel, de Venezuela;
Hidalgo estaba muerto; O’Higgins salió huyendo de Chile: pero
donde estaba San Martín siguió siendo libre la América.
Hay hombres así, que no pueden ver la esclavitud; San
Martín no podía: y se fue a libertar a Chile y al Perú. En 18
días cruzó con su ejército Los Andes altísimos y fieros: iban los
hombres como por el cielo, hambrientos, sedientos: abajo, muy
abajo, los árboles parecían hierba, los torrentes rugían como
leones. San Martín se encuentra al ejército español y lo deshace
en la batalla de Maipú; lo derrota para siempre en la batalla de
Chabuco; liberta a Chile.
Se embarca con su tropa, y va a libertar al Perú. Pero en el
Perú estaba Bolívar, y San Martín le cede la gloria. Se fue a
Europa triste, y murió en brazos de su hija Mercedes. Escribió
su testamento en una cuartilla de papel, como si fuera el parte
de una batalla. Le habían regalado el estandarte que el con-
quistador Pizarro trajo hace cuatro siglos, y él le regaló el
estandarte, en el testamento, al Perú.
Un escultor es admirable porque saca una figura de la
piedra bruta; pero esos hombres que hacen pueblos son más que
hombres. Quisieron algunas veces lo que no debieron querer;

la colonia  203 
pero ¿qué no le perdonará un hijo a su padre? El corazón se
llena de ternura al pensar en esos gigantescos fundadores.
Esos son héroes: los que pelean para hacer a los pueblos
libres, o los que padecen en pobreza y desgracia por defender
una gran verdad; los que pelean por la ambición, por hacer es-
clavos a otros pueblos, por tener más mando, por quitarle a otro
pueblo sus tierras, no son héroes, sino criminales.

DOS ANÉCDOTAS SOBRE SAN MARTÍN

San Martín, el viejo y glorioso soldado, conversaba un día con


su hija, la señora Mercedes de Balcarce, y otras personalidades
argentinas, entre las que se encontraba Sarmiento, cuando de
improviso se presentó entre ellos una de sus dos nietecitas, toda
deshecha en lágrimas.
—Mientras hacía el puchero —dijo la nena con angelical
sencillez— para ti y mi mamá, han roto el vestido de mi mu­ñeca;
ahora no tiene ella con qué vestirse y está con mucho frío; abrí-
gala tú con tu capa, que si no se me muere.
San Martín procuró consolarla acariciándola, pero la nena
lloraba inconsolable. Entones el glorioso abuelo sacó de su cofre
una medalla con cintas ya descoloridas y la entregó a la niña,
diciéndole:
—Toma, mi hijita, ponle eso para que se le pase el frío.
La nena se apaciguó, y ya consolada, se fue a jugar con la
medalla.
Ratos después la señora de Balcarce recogía del patio la
medalla, pudiendo leer en ella esta inscripción:

 204  américa
“Bailén, 8 de junio de 1808”.
—Papá, dijo la señora, ¿no se ha fijado en la medalla que dio
a la niña? ¡Es la condecoración que acordó a usted el gobierno
de España por haber sido uno de los vencedores de Bailén!
Sonriendo con melancólica tristeza, San Martín respondió:
—Es cierto, mi querida hija; pero ¿cuál es el valor de todas
estas cintas y condecoraciones si no alcanzan a detener las lá-
grimas de una niña?

___
Hallábase San Martín en el campamento de Mendoza. El ede-
cán de servicio en la antesala de su tienda, entró un día anun-
ciándole:
—Un oficial pregunta por el ciudadano don José de San
Martín.
—Hágale usted entrar.
Entró el oficial, ratificándose en que venía a ver el ciudadano,
y no al general en jefe.
—Puede usted hablar —le dijo San Martín.
—Vengo a confiarme a usted, como un hijo a su padre —
balbuceó el oficial—. Soy habilitado de mi cuerpo. Ayer recibí
de la Comisaría de Guerra, para socorro de los oficiales y solda-
dos, una suma de dinero. Llevábala a su destino, cuando entró,
por mi desgracia, a saludar a un oficial amigo mío que se halla-
ban enfermo. Varios compañeros estaban jugando a los naipes
en el aposento. Me invitaron. Al principio rehusé. Luego quise
tentar la suerte. Resolví jugar la pequeña suma que me corres-

la colonia  205 
pondía de la cantidad total que llevaba. Como debo al sastre y
a varios proveedores, no pudiendo pagar mis deudas con esa
suma, ocurrióseme que si lograba duplicarla o triplicarla, sal-
dría de apuros. El caso es que perdí. Ofuscado por el golpe,
quise reponer la pérdida; ¡juego de nuevo y vuelvo a perder!...
En fin, arriesgué todo lo que llevaba, y lo perdí todo… He
pasado la noche vagando por los alrededores del campamento.
¡Estoy deshonrado! ¡Ruégole, señor, que se apiade de mi situa-
ción y salve mi honor! Yo le pagaré después como pueda, aun-
que sea sirviéndole de criado. ¡Lo que no quiero es que se me
ajusticie como ladrón y llegue la noticia a mi pobre madre!...
El general San Martín le contestó después de una pausa:
—Como general estaría obligado a hacerle enjuiciar ante
el Consejo de Guerra. Pero usted se ha confiado a mi lealtad y
promete enmendarse…
Y tiró de una gaveta de su escritorio, sacó unas onzas de
oro hasta completar la suma que el oficial le pedía, y al entre-
gárselas le dijo:
—Vaya usted, y en el acto entregue ese dinero en la caja
su cuerpo. ¡Que en su vida se vuelva a repetir un pasaje seme­
jante! Y, sobre todo, guarde usted en el más profundo secreto
el asunto de esta entrevista, porque si alguna vez el general
San Martín llega a saber que usted ha revelado algo de lo
ocurrido, en el acto le manda fusilar.

 206  américa
resumen de la vida del general sucre
simón bolívar

Usted créame, general, nadie ama la gloria tanto como yo.


Jamás un jefe ha tributado más gloria a un subalterno.
Ahora mismo se está imprimiendo una relación de la vida de usted,
hecha por mí; cumpliendo con mi conciencia, le doy a usted cuanto merece.
Esto lo digo para que vea que soy justo: desapruebo mucho
lo que no me parece bien, al mismo tiempo que admiro lo que es sublime.
(Párrafo de una carta de Bolívar a Sucre, fechada en Lima el 21 de febrero de 1825.)

e l general Antonio José de Sucre nació en la ciudad de Cu-


maná, provincia de Venezuela, el año de 1790, de padres
ricos y distinguidos.
Recibió su primera educación en la capital, Caracas. En
el año de 1802 principió sus estudios de matemáticas para se-
guir la carrera de ingeniero. Empezada la revolución, se de-
dicó a esta arma y mostró desde los primeros momentos una
aplicación y una inteligencia que le hicieron sobresalir entre
sus compañeros. Muy pronto empezó la guerra y desde luego
el general Sucre salió a campaña. Sirvió a las órdenes del ge-

la colonia  207 
neral Miranda, con distinción, en los años 11 y 12. Cuando los
generales Mariño, Piar, Bermúdez y Valdez emprendieron la
reconquista de su patria, en el año de 13, por la parte oriental,
el joven Sucre les acompañó a una empresa la más atrevida
y temeraria. Apenas un puñado de valientes, que no pasaban
de ciento, intentaron y lograron la libertad de tres provincias.
Sucre siempre se distinguía por su infatigable actividad, por su
inteligencia y por su valor. En los célebres campos de Maturín y
Cumaná se encontraba de ordinario al lado de los más audaces,
rompiendo las filas enemigas, destrozando ejércitos contrarios
con tres o cuatro compañías de voluntarios que componían
todas nuestras fuerzas. La Grecia no ofrece prodigios mayores.
Quinientos paisanos armados, mandados por el intrépido Piar,
destrozaron 8 mil españoles en tres combates en campo raso.
El general Sucre era un de los que se distinguían en medio de
estos héroes.
El general Sucre sirvió el E. M. G. del ejército de Oriente
desde el año de 1816 hasta el de 1817, siempre con aquel celo,
talento y conocimientos que le han distinguido tanto. Él era el
alma del ejército en que servía. Él metodizaba todo, él lo diri-
gía todo, mas con esa modestia, con esa gracia con que hermo-
sea cuanto ejecuta. En medio de las combustiones que necesa-
riamente nacen de la guerra y de la revolución, el general Sucre
se hallaba frecuentemente de mediador, de consejero, de guía,
sin perder nunca de vista la buena causa y el buen camino. El
era el azote del desorden, y, sin embargo, el amigo de todos.
Su adhesión al Libertador y al gobierno, le ponían a me-
nudo en posiciones difíciles, cuando los partidos domésticos

 208  américa
encendían los espíritus. El general Sucre quedaba en la tem-
pestad, semejante a una roca, combatida por las olas, clavados
los ojos en la patria, y sin perder, no obstante, el aprecio y el
amor de los que combatía.
Después de la batalla de Boyacá, el general Sucre fue nom-
brado jefe del Estado Mayor General Libertador, cuyo destino
desempeñó con su asombrosa actividad. En esta capacidad,
asociado al general Briceño y al coronel Pérez, negoció el ar-
misticio y regularización de la guerra con el general Morillo
el año de 1820. Este tratado es digno del alma del general
Sucre: la benignidad, la clemencia, el genio de la beneficencia
lo dictaron: él será eterno como el más bello monumento de la
piedad aplicaba a la guerra: él será eterno como el nombre del
vencedor de Ayacucho.
Luego fue destinado desde Bogotá a mandar la división de
tropas que el gobierno de Colombia puso a sus órdenes para
auxiliar a Guayaquil, que se había insurreccionado contra el
gobierno español. Allí Sucre desplegó su genio conciliador,
cortés, activo, audaz.
Dos derrotas consecutivas pusieron a Guayaquil al lado
del abismo. Todo estaba perdido en aquella época: nadie es-
peraba salud sino en un prodigio de la buena suerte. Pero el
general Sucre se hallaba en Guayaquil, y bastaba su presencia
para hacerlo todo. El pueblo deseaba librarse de la esclavitud;
el general Sucre dirigió este noble deseo con acierto y con glo-
ria. Triunfa en Yaguachi y libra así a Guayaquil. Después un
nuevo ejército se presentó en las puertas de esta misma ciudad,
vencedor y fuerte. El general Sucre lo conjuró, lo rechazó sin

la colonia  209 
combatirlo. Su política logró lo que sus armas no habían alcan-
zado. La destreza del general Sucre obtuvo un armisticio del
general español, que en realidad era una victoria. Gran par-
te de la batalla de Pichincha se debe a esta hábil negociación;
porque sin ella, aquella célebre jornada no habría tenido lugar.
Todo habría sucumbido entonces, no teniendo a su disposición
el general Sucre medios de resistencia.
El general Sucre formó, en fin, un ejército respetable du-
rante aquel armisticio con las tropas que levantó en el país,
con las que recibió del gobierno de Colombia y con la división
del general Santa Cruz que obtuvo del Protector del Perú, por
resultado de su incansable perseverancia en solicitar por todas
partes enemigos a los españoles poseedores de Quito.
La campaña que terminó la guerra del sur de Colombia,
fue dirigida y mandada en persona por el general Sucre; en ella
mostró sus talentos y virtudes militares; superó dificultades
que parecían invencibles; la naturaleza le ofrecía obstáculos,
privaciones y penas durísimas. Mas a todo sabía remediar su
genio fecundo. La batalla de Pichincha consumó la obra de
su celo, de su sagacidad y de su valor. Entonces fue nombrado,
en premio de sus servicios, general de División e intendente del
Departamento de Quito. Aquellos pueblos veían en él su Li-
bertador, su amigo; se mostraron más satisfechos del jefe que
les era destinado, que de la libertad misma que recibían de sus
manos. El bien dura poco; bien pronto lo perdieron.
La pertinaz ciudad de Pasto se sublevó poco después de
la capitulación que le concedió el Libertador, con una gene-
rosidad sin ejemplo en la guerra. La de Ayacucho, que acabamos

 210  américa
de ver con asombro, no lo era comparable. Sin embargo, este
pueblo ingrato y pérfido obligó al general Sucre a marchar con-
tra él, a la cabeza de algunos batallones y escuadrones de la
guardia colombiana. Los abismos, los torrentes, los escarpados
precipicios de Pasto fueron franqueados por los invencibles
soldados de Colombia. El general Sucre los guiaba, y Pasto fue
nuevamente reducido al deber. El general Sucre bien pronto
fue destinado a una noble misión militar y diplomática cerca de
este gobierno, cuyo objeto era hallarse al lado del Presidente
de la República para intervenir en la ejecución de las operacio-
nes de las tropas colombianas auxiliarse del Perú. Apenas llegó
a esta capital, cuando el gobierno del Perú le instó, repetida
y fuertemente, para que tomase el mando del ejército unido;
él se denegó a ello, siguiendo su deber y su propia modera-
ción, hasta que la aproximación del enemigo, con fuerza muy
superiores, convirtió la aceptación del mando en una honrosa
obligación. Todo estaba en desorden: todo iba a sucumbir sin
el jefe militar que pusiese en defensa la plaza del Callao, con
las fuerzas que ocupaban esta capital. El general Sucre tomó, a
su pesar, el mando.
El Congreso, que había sido ultrajado por el presidente
Riva Agüero, depuso a este magistrado luego que entró en el
Callao, y autorizó al general Sucre para que obrase militar
y políticamente como Jefe Supremo. Las circunstancias eran
terribles, urgentísimas: no había que vacilar, sino obrar con
decisión.
El general Sucre renunció, sin embargo, el mando que le
confería el Congreso, el que siempre insistía con mayor ardor en

la colonia  211 
el mismo empeño, como que era él el único hombre que podía
salvar la patria en aquel conflicto tan tremendo. El Callao
encerraba la caja de Pandora, y al mismo tiempo era un caos.
El enemigo estaba a las puertas con fuerzas dobles; la plaza no
estaba preparada para un sitio; los cuerpos de ejército que la
guarnecían eran de diferentes estados, de diferentes partidos;
el Congreso y el Poder Ejecutivo luchaban de mano armada;
todo el mundo mandaban en aquel lugar de confusión, y al
parecer, el general Sucre era responsable de todo. Él, pues,
tomó la resolución de defender la plaza, con tal que las autori-
dades supremas la evacuasen, como ya se había determinado
de antemano por parte del Congreso y el Poder Ejecutivo.
Aconsejó a ambos Cuerpos que se entendiesen y transigiesen
sus diferencias en Trujillo, que era el lugar designado para su
residencia.
El general Sucre tenía órdenes positivas de su gobierno de
sostener al del Perú, pero de abstenerse de intervenir en sus di-
ferencias intestinas; esta fue su conducta invariable, observan-
do religiosamente sus instrucciones. Por lo mismo, ambos par-
tidos se quejaban de indiferencias, de indolencia, de apatía por
parte del general de Colombia, que si había tomado el mando
militar había sido con suma repugnancia, y sólo por complacer
a las autoridades peruanas, pero bien resuelto a no ejercer otro
mando que el estrictamente militar. Tal fue su comportamien-
to en medio de tan difíciles circunstancias. El Perú puede decir
si la verdad dicta estas líneas.
Las operaciones del general Santa Cruz en el Alto Perú
habían empezado con buen suceso y esperanzas probables. El
general Sucre había recibido órdenes de embarcarse con 4 mil

 212  américa
hombres de las tropas aliadas hacia aquella parte. En efecto,
dirige su marcha con 3 mil colombianos y chilenos; desembarca
en el puerto de Quilca y toma la ciudad de Arequipa. Abre co-
municaciones con el general Santa Cruz, que se hallaba en el
Alto Perú; a pesar de no recibir demanda alguna de dicho ge-
neral, de auxilios, dispone todo para obrar inmediatamente contra
el enemigo común. Sus tropas habían llegado muy estropea-
das, como todas las que hacen aquella navegación; los caballos
y bagajes había costado una inmensa dificultad obtenerlos: las
tropas de Chile se hallaban desnudas, y debieron vestirse antes
de emprender una campaña rigurosa. Sin embargo, todo se efec­
tuó en pocas semanas. Ya la división del general Sucre había
recibido parte del general Santa Cruz, que la llamaba en su
auxilio, y algunas horas después de la recepción de este parte,
estaba en marcha, cuando se recibió el triste anuncio de la di­
so­lución de la división peruana en las inmediaciones de, Desa­
guadero. Por entonces todo cambiaba de aspecto. Era, pues
indispensable mudar de plan. El general Sucre tuvo una entre-
vista con el general Santa Cruz en Moquegua, y allí combina-
ron sus ulteriores operaciones. La división que mandaba el ge-
neral Sucre vino a Pisco, y de allí pasó, por orden del Libertador,
a Supe para oponerse a los planes de Riva Agüero, que obraba
de concierto con los españoles.
En estas circunstancias el general Sucre instó al Libertador
para que le permitiese ir a tomar el valle de Juaja con las tropas
de Colombia, para oponerse allí al general Canterac, que
venía del sur. Riva Agüero había ofrecido cooperar a esta ma-
niobra; mas su perfidia pretendía engañarnos. Su intento era

la colonia  213 
dilatarla hasta que llegasen los españoles, sus auxiliares. Tan
miserable treta no podía alucinar al Libertador, que la había
previsto con anticipación, o más bien, que la conocía por docu-
mentos interceptados de los traidores y de los enemigos.
El general Sucre dio en aquel momento brillante testimo-
nio de su carácter generoso. Riva Agüero le había calumniado
atrozmente: le suponía autor de los decretos del Congreso, el
agente de la ambición del Libertador, el instrumento de su ruina.
No obstante esto, Sucre ruega encarecida y ardientemente al
Libertador, para que no le emplee en la campaña contra Riva
Agüero, ni aún como simple soldado; apenas se pudo conse-
guir de él que siguiese como espectador y no como jefe del ejér-
cito unido; su resistencia era absoluta. Él decía que de ningún
modo convenía la intervención de los auxiliares en aquella
lucha, e infinitamente menos la suya propia, porque se le supo-
nía enemigo personal de Riva Agüero y competidor al mando.
El Libertador cedió con infinito sentimiento, según se dijo, a los
vehementes clamores del general Sucre. Él tomó en persona el
mando del ejército, hasta que el general La Fuente, por su
noble resolución de ahogar la traición de un jefe y la guerra
civil de su patria, prendió a Riva Agüero y a sus cómplices. En-
tonces el general Sucre volvió a tomar el mando del ejército; allí
su economía desplegó todos sus recursos para mantener con
comodidad y agrado las tropas de Colombia. Hasta entonces
aquel departamento había producido muy poco a nada al
Estado. Sin embargo, el general Sucre establece el orden más
estricto para la subsistencia del ejército, conciliando a la vez
el sacrificio de los pueblos y disminuyendo el dolor de las

 214  américa
exacciones militares con su inagotable bondad y con su infinita
dulzura. Así fue que el pueblo y el ejército se encontraron tan
bien cuanto las circunstancias lo permitían.
Sucre tuvo orden de hacer un reconocimiento de la fron-
tera, como lo efectuó con el esmero que acostumbra, y dictó
aquellas providencias preparatorias que debían servirnos para
realizar la próxima campaña.
Cuando la traición del Callao y de Torre-Tagle llamó los ene­
migos a Lima, el general Sucre recibió órdenes de contrarrestar
el complicado sistema de maquinaciones pérfidas que se ex-
tendió en todo el territorio contra la libertad del país, la gloria
del Libertador y el honor de los colombianos. El general Sucre
combatió con suceso a todos los adversarios de la buena causa;
escribió con sus manos resmas de papel para impugnar a los ene­
migos del Perú y de la libertad, para sostener a los buenos, para
confortar a los que empezaban a desfallecer por los prestigios
del error triunfante. El general Sucre escribía a sus amigos que
más interés había tomado por la causa del Perú que por una
que le fuese propia o perteneciese a su familia. Jamás había
desplegado un celo tan infatigable; mas sus servicios no se vie-
ron burlados; ellos lograron retener en la causa de la patria a
muchos que la habrían abandonado sin el empeño generoso de
Sucre. Este general tomó al mismo tiempo a su cargo la direc-
ción de los preparativos que produjeron el efecto maravilloso
de llevar el ejército al Valle de Jauja, por encima de Los Andes
helados y desiertos. El ejército recibió todos los auxilios necesa-
rios, debidos, sin duda, tanto a los pueblos peruanos que los
prestaban como al jefe que los había ordenado tan oportuna y
discretamente.

la colonia  215 
El general Sucre, después de la acción de Junín, se consagró
de nuevo a la mejora y alivio del ejército. Los hospitales fueron
provistos por él, y los piquetes que venían de alta al ejército
eran auxiliados por el mismo general: estos cuidados dieron al
ejército 2 mil hombres que quizá habrían perecido en la mise-
ria sin el esmero del que consagraba sus desvelos a tan piadoso
servicio. Para el general Sucre todo sacrificio por la humanidad
y por la patria parece glorioso. Ninguna atención bondadosa es
indigna de su corazón: él es el general del soldado.
Cuando el Libertador lo dejó encargado de conducir la cam-
paña durante el invierno que entraba, el general Sucre desplegó
todos los talentos superiores que le han conducido a obtener la
más brillante campaña de cuantas forman la gloria de los hijos del
Nuevo Mundo. La marcha del ejército unido desde la provincia de
Cotabamba hasta Huamanga, es una operación insigne, com-
parable quizá a lo más grande que presenta la historia militar.
Nuestro ejército era inferior en mitad al enemigo, que poseía
infinitas ventajas materiales sobre el nuestro. Nosotros nos
veíamos forzados a desfilar sobre riscos, gargantas, ríos, cum-
bres, abismos, siempre en presencia de un ejército enemigo y
siempre superior. Esta corta, pero terrible campaña tiene un
mérito que todavía no es bien conocido en su ejecución: ella me­
rece un César que la describa.
La batalla de Ayacucho es la cumbre de la gloria americana
y la obra del general Sucre. La disposición de ella ha sido per-
fecta y su ejecución divina. Maniobras hábiles y prontas desba-
rataron en una hora a los vencedores de 14 años y a un enemigo
perfectamente constituido y hábilmente mandado. Ayacucho

 216  américa
es la desesperación de nuestros enemigos. Ayacucho, semejante
a Waterloo, que decidió del destino de la Europa, ha fijado la
suerte de las naciones americanas. Las generaciones venideras
esperan la victoria de Ayacucho para bendecirla y contemplarla
sentada en el trono de la libertad, dictando a los americanos el
ejercicio de sus derechos y el “sagrado imperio” de la naturaleza.
El general Sucre es el padre de Ayacucho: es el redentor de
los hijos del Sol: es el que ha roto las cadenas con que envolvió
Pizarro el imperio de los incas. La posteridad representará a
Sucre con un pie en el Pichincha y el otro en el Potosí, llevan-
do en sus manos la cuna de Manco-Capac y contemplando las
cadenas del Perú, rotas por su espada.
[Lima, 1825]
índice

estas lecturas

discurso sobre américa | danner gonzález. ................................................................. 7

textos previos

lecturas para encender la imaginación | danner gonzález........................................ 13

a guisa de prólogo haré la historia de este libro | josé vasconcelos.................... 17

razones para la presente publicación | bernardo j. gastélum................................. 25

américa

las leyendas................................................................................................................. 31

el címbalo de oro | antonio mediz bolio................................................................ 33

quetzalcóatl......................................................................................................... 40

las hazañas de los hijos del sol | arturo capdevila............................................ 46

netzahualcóyotl | salvador novo. .......................................................................... 53

la vanidad de las cosas humanas...................................................................... 55

ninoyolnonotza. ..................................................................................................... 58

el descubrimiento de américa..................................................................................... 61

el viaje de colón, la primera travesía del atlántico | carlos pereyra........... 63

la empresa de magallanes | carlos pereyra........................................................ 73

la conquista................................................................................................................. 89

vida de cuauhtémoc | luis gonzález obregón. .......................................................... 91


sitio de méxico | luis gonzález obregón.................................................................. 96

antigua tenoxtitlán | alfonso reyes.................................................................... 103

el padre de las casas | josé martí....................................................................... 114

la colonia................................................................................................................... 119

las mulas de su excelencia | vicente riva palacio. ............................................... 121


el obispo chicheñó | ricardo palma....................................................................... 128

simón bolívar | carlos pellicer. ........................................................................... 134

entre libertador y dictador | ricardo palma. .................................................. 176


i..................................................................................................................... 176

ii.................................................................................................................... 176

iii. .................................................................................................................. 177

hidalgo | manuel gutiérrez nájera........................................................................ 180

morelos | genaro garcía....................................................................................... 183


el general don josé maría morelos según el “diario”
del licenciado rosains, secretario particular del héroe. .............................. 194
san martín | josé martí........................................................................................ 202

dos anécdotas sobre san martín....................................................................... 204

resumen de la vida del general sucre | simón bolívar................................... 207


AMÉRICA

se terminó en la Ciudad de México durante el mes de


agosto del año 2014. La edición impresa sobre papel
de fabricación ecológica con bulk a 80 gramos,
estuvo al cuidado de la oficina
litotipográfica de la
casa editora.
ISBN 978-607-401-845-5 obra completa
ISBN 978-607-401-849-3 tomo v
Estas Lecturas Clásicas no podrían complementarse de
mejor manera que compendiando textos de América,
aunque debe afirmarse que este volumen es más bien
una suerte de mapa geopolítico en la cual la memoria

AMÉRICA
oral y la historia nos brindan un gran cuadro donde,
por supuesto, lo latinoamericano crece. Se integran aquí
poesía y prosa, géneros complementarios que sirven de
crisol para una misma realidad.
Este volumen recorre un vuelo casi fugaz, se ocupa
de más de 400 años, inicia con la partida de Quetzalcóatl, literatura

pasando por el descubrimiento de América y la defensa


de Tenochtitlan en manos de Cuauhtémoc, continúa
con la Conquista y la Colonia, donde se advierten
tiempos oscuros de expoliación e injusticias en contra de
los pueblos indígenas, apenas defendidos por la trému-
la luz humanitaria de fray Bartolomé de las Casas.
Narra las luchas libertarias valerosamente sosteni-
das por Hidalgo y Morelos, por Sucre y San Martín.
Nos lleva también más allá del Río Magdalena, en
el sueño independentista del libertador de América:
Simón Bolívar. Es la carta de navegación del esplendor
y la esperanza de América. Aquí la realidad y la fanta-
sía se mecen juntas sobre una delgada línea, como un
equilibrista sin miedo de caer al vacío.
Que la lectura de estos textos sirva para reafir-
mar nuestra fe en América y para hacer viable el gran
proyecto del maestro Vasconcelos: ¡Que por nuestra
raza, hable el espíritu!
dg
AMÉRICA

ANTOLOGÍA

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