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Nuestra Señora de Paris Victor Hugo

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NUESTRA SEÑORA

DE PARÍS

Víctor Hugo

https://TheVirtualLibrary.org

ÍNDICE

LIBRO PRIMERO

I.

La gran sala

II.

Pierre Gringoire

III.

Monseñor el Cardenal

IV.

Maese Jacques Coppenole

V.

Quasimodo

VI.

La Esmeralda

LIBRO SEGUNDO

I.
De Caribdis a Escila

II.

La plaza de Gréve

III.

Besos para golpes

IV.

Los inconvenientes de it tras una be-

lla mujer de noche por las calles

V.

Prosiguen los inconvenientes

VI.

La jarra rota

VII.

Una noche de bodas

LIBRO TERCERO

I.

Nuestra señora

II.

París a vista de pájaro

LIBRO CUARTO
Las almas piadosas

Claude Frollo

Immanis pecoris custos immanior ipse

El perro y el dueño

Continuación de Claude Frollo

Impopularidad

LIBRO QUINTO

I.

Abbas beati Martini

II.

Esto matará aquello

LIBRO SEXTO

I.

Ojeada imparcial a la antigua magis-

tratura

II.

El agujero de las ratas

III.

Historia de una torta de levadura de

maíz
IV.

IV. Una lágrima por una gota de

agua

V.

Fin de la historia de la torta de maíz

LIBRO SÉPTIMO

I.

Del peligro de confiar secretos a una

cabra

II.

Un sacerdote y un filósofo hacen

dos

III.

Las campanas

IV.

'ANA KH

V.

Los dos hombres vestidos de negro

VI.

Del efecto que pueden producir sie-


te palabrotas lanzadas al aire

VII.

El fantasma encapuchado

VIII.

Utilidad de las ventanas que dan al

río

LIBRO OCTAVO

I.

El escudo convertido en hoja seca

II.

Continuación del escudo transfor-

mado en hoja seca

III.

Fin del escudo transformado en hoja

seca

IV.

Larciate ogni speranza

V.

La madre

VI.
Tres corazones de hombre distintos

LIBRO NOVENO

I.

Fiebre

II.

Jorobado, tuerto y cojo

III.

Sordo

IV.

Loza cristal

V.

La llave de la puerta roja

VI.

Continuación de la llave de la puer-

ta roja

LIBRO DÉCIMO

I.

Gringoire tiene algunas buenas ide-

as

II.
Haceos truhán.

III.

¡Viva la alegría!

IV.

Un torpe amigo

V.

El retiro donde el rey de Francia re-

za sus horas

VI.

Llamita en Baguenaud

VII.

¡Ayúdanos Chateaupers!

LIBRO UNDÉCIMO

I.

El zapatito

II.

La creatura bella bianco vestita (Dance)

III.

El casamiento de Febo

IV.
Casamiento de Quasimodo

LIBRO PRIMERO

LA GRAN SALA

HACE hoy (1) trescientos cuarenta y ocho años,

seis meses y diecinueve días que los parisinos

se despertaron al ruido de todas las campanas

repicando a todo repicar en el triple recinto de

la Cité, de la Universidad y de la Ville.

De aquel 6 de enero de 1482 la historia no ha

guardado ningún recuerdo. Nada destacable en

aquel acontecimiento que desde muy temprano

hizo voltear las campanas y que puso en mo-

vimiento a los burgueses de París; no se trataba

de ningún ataque de borgoñeses o picardos, ni

de ninguna reliquia paseada en procesión;

tampoco de una manifestación de estudiantes

en la Viña de Laas ni de la repentina presencia

de Nuestro muy temido y retpetado reñor, el

Rey, ni siquiera de una atractiva ejecución pu-


blica, en el patíbulo, de un grupo de ladrones o

ladronas por la justicia de París. No to motiva-

ba tampoco la aparición, tan familiar en el París

del siglo XV, de ninguna atractiva y exótica

embajada, pues hacía apenas dos días que la

última de estas cabalgatas, precisamente la de

la embajada flamenca, había tenido lugar para

concertar el matrimonio entre el Delfín y Mar-

garita de Flandes, con gran enojo, por cierto, de

monseñor el Cardenal de Borbón.que, para

complacer al rey, hubo de fingir agrado ante

todo el rústtco gentío de burgomaestres fla-

mencos y hubo de obsequiarles en su palacio de

Borbón con una atractiva representación y una

entretenida farsa, mientras una fuerte lluvia

inundaba y deterioraba las magníficas tapicer-

ías colocadas a la entrada para la recepción de

la embajada.

1. Nota de Víctor Hugo en la página del

título de su manuscrito: «He escrito las


tres o cuatro primeras páginas de Nues-

tra Señora de Parír el 25 de julio de

1830. La revolución de julio me inte-

rrumpió. Después vino al mundo mi

querida pequeña Adela (¡bendita sea!) y

continúo escribiendo Nuertra Señora de

Parír el primero de septiembre; la obra

se terminó el 15 de enero de 1831.» Ade-

la nació el segundo día de la revolución.

Lo que aquel 6 de enero animaba de tal forma al

pueblo de París, como dice el cronista Jehan de

Troyes, era la coincidencia de la doble celebra-

ción, ya de tiempos inmemoriales, del día de

Reyes y la fiesta de los locos.

Ese día había de encenderse una gran hoguera

en la plaza de Grévez(2), plantar el mayo en el

cementerio de la capilla de Braque y represen-

tar un misterio(3) en el palacio de justicia.

La víspera, al son de trompetas y tambores,

criados del preboste de París, ataviados de


hermosas sobrevestas de camelote co. for viole-

ta, y con grandes cruces blancas bordadas en el

pecho, habían ya hecho el pregón por las plazas

y calles de la villa y una gran muchedumbre de

burgueses y de burguesas acudía de todas par-

tes, desde horas bien tempranas, hacia alguno

de estos tres lugares mencionados, escogiendo

según sus gustos la fogata, el mayo o la repre-

sentación del misterio. Conviene precisar, como

elogio al tradicional buen juicio de los curiosos

de París, que la mayoría de la gente tomaba

partido por la hoguera, to que era muy propio

dada la época del año o por el misterio que por

ser representado en la gran sala del palacio,

cubierta y bien cerrada, se encontraba al abrigo

y que la mayor parte dejaba de lado al pobre

«mayo» mal florido, temblando de frío y solito

bajo el cielo de enero en el cementerio de la

capilla de Braque.

(2) Lo que hoy es la plaza del Hótel de ville


(Ayuntamiento) se conocía como plaza de

Grève hasta 1830. Bajaba suavemente hasta el

río Sena. En la Edad Media era el punto de reu-

nión de los obreros sin trabajo.

Bajo el antiguo régimen, los burgueses y demás

gentes del pueblo que habían sido condenados

a muerte,eran ahorcados en esta plaza. Los no-

bles o personajes de relieve eran decapitados

allí mismo con hacha o con espada, y los culpa-

bles de herejía eran quemados vivos, así como

muchos de los acusados de brujería. A los ase-

sinos se les colocaba en la «rueda» y a los acu-

sados de crímenes de lesa majestad se les des-

cuartizaba.

(3) Parece como si Víctor Hugo mezclase deli-

beradamente (para dar quizás mayor densidad

a las fiestas de gran regocijo popular) épocas y

fiestas diversas. Así, tenemos en efecto que la

Edad Media celebraba el carnaval durante dos

meses y el autor ha unido estas celebraciones


con la «plantación del mayo», que en su origen

era un árbol verde adornado de cintas que se

plantaba con mucha pompa el primero de ma-

yo. La fiesta del seis de enero tenía en la Edad

Media un gran relieve popular y la fiesta de los

locos (heredera de las antiguas saturnales) se

situaba en fecha variable entre diciembre y ene-

ro. Estaba, en principio, reservada al bajo clero,

que en ella encontraba motivos para protestar

contra las más altas jerarquías. Degeneró y

acabó siendo prohibida, aunque era más bien

una prohibición de derecho que no de hecho.

Los comentaristas resaltan que aquí, como un

porn más adelante, al hablar del teatro medie-

val, Víctor Hugo confunde los misterios -de

tema religioso- y las moralitér o rotier

-representaciones profanas de tema moral o de

reflexión.

La afluencia de gente se concentraba sobre todo

en las avenidas del Palacio de justicia pues se


sabía que los embajadores flamencos, Ilegados

dos días antes, iban a asistir a la representación

del misterio y a la elección del papa de los locos

que se iba a realizar precisamente en aquella

misma sala.

No era nada fácil aquel día poder entrar en la

Gran Sala, famosa ya por ser considerada la

sala cubierta más grande del mundo (si bien es

cierto que Sauval no había aún medido la gran

sala del palacio de Montargis).

La plaza del palacio, abarrotada de gente, ofrec-

ía a los curiosos que se encontraban asomados

a las ventanas, la impresión de un mar, en don-

de cinco o seis calles, como si de otras tantas

desembocaduras de ríos se tratara, vertían de

continuo nuevas oleadas de cabezas. Las olea-

das de tal gentío, acrecentadas a cada instante,

chocaban contra las esquinas de las casas, que

surgían, como si de promontorios se tratara, en

la configuración irregular de la plaza.


En el centro de la alta fachada gótica del pala-

cio,la gran escalinata utilizada sin cesar por un

flujo ascendente y descendente de personas,

interrumpido momentáneamente en el rellano,

se expandía en oleadas hacia las dos rampas

laterales. Pues bien, esa escalinata vertía gente

incesantemente hacia la plaza como una casca-

da sus aguas en un lago.

Los gritos, las risas, el bullicio de la muche-

dumbre, producían un inmenso ruido y un

clamor incesante. De vez en cuando el bullicio

y el clamor se acrecentaban y el continuo tras-

iego de la multitud hacia la escalera provocaba

avalanchas motivadas tanto pot los empujones

de algún arquero, al abrirse camino, como por

el cocear del caballo de algún sargento del pre-

boste enviado al lugar para restablecer orden;

tradición admirable esta que los prebostes(4)

han dejado a los condestables, éstos a su vez a

los mariscales y así hasta los gendarmes de


nuestros días.

4. El preboste era, en general, un oficial de la

gendarmería. Tenía a su

cargo diversas funciones de policía general o

judicial. Existían el preboste real, el preboste de

los mercaderes, etcétera.

Ante las puertas, en las ventanas, por las luce-

ras o sobre los tejados, pululaban millares de

rostros burgueses, tranquilos y honrados que

contemplaban el palacio observando el gentío y

contentándose sólo con eso; la verdad es que

existe mucha gente en París que se satisface con

el espectáculo de ser espectadores, pues a veces

ya es suficiente entretenimiento el contemplar

una maravilla tras la cual suceden cosas.

Si nos fuera permitido a nosotros, hombres de

1830, mezclarnos con el pensamiento a estos

parisinos del siglo Xv, y penetrar con ellos, za-

randeados y empujados en aquella enorme sala

del palacio, tan estrecha aquel 6 de enero de


1482, no habría dejado de ser interesante y en-

cantador el espectáculo de vernos rodeados de

cosas que,por ser tan antiguas, las hubiéramos

considerado como nuevas.

Si el lector nos to permite, vamos a intentar

evocar con el pensamiento la impresión que

habría experimentado al franquear con noso-

tros el umbral de aquella enorme sala y verse

rodeado por una turba vestida con jubón, so-

brevesta y cota...

En primer lugar zumbidos de orejas y deslum-

bramiento en los ojos. Por encima de nuestras

cabezas una doble bóveda ojival artesonada con

esculturas de madera pintada en azul y con

flores de lis doradas y bajo nuestros pies un

pavimento de mármol alternando losas blancas

y negras. A nuestro lado un enorme pilar y

luego otro y otros más, hasta siete pilares en la

extensión de aquella enorme sala sosteniendo

en la mitad de su anchura los arranques de la


doble bóveda y, en torno a los cuatro primeros

pilares, tiendas de comerciantes deslumbrantes

de vidrios y de oropeles y, en torno a las tres

últimas, bancos de madera de roble, gastados

ya y pulidos por las calzas de los pleiteantes y

las togas de los abogados.

Rodeando la sala y a to largo de sus muros en-

tre las puertas, entre los ventanales, entre los

pilares, la fila interminable de las estatuas de

todos los reyes de Francia, desde Faramundo:

los reyes holgazanes con los brazos caídos y los

ojos bajos; los reyes valerosos y batalladores

con sus manos y sus cabezas orgullosamente

dirigidas al cielo. Además, en las altas ventanas

ojivales, vitrales de mil colores y en los amplios

accesos a la sala, riquísimas puertas delicada-

mente talladas y en conjunto, bóvedas, pilares,

muros, chambranas, artesonados, puertas, esta-

tuas, todo recubierto de arriba a abajo por una

espléndida pintura azul y oro que, un porn


descolorida en la época en que la vemos, había

casi desaparecido bajo el polvo y las telarañas

en el año de gracia de 1549 en que Du Breul la

admiraba todavía.

Imaginemos ahora esa inmensa sala oblonga,

iluminada por la claridad tenue de un día de

enero, invadida por un gentfo abiga-

rrado y bullicioso deambulando a to largo de

los muros y girando en torno a sus siete pilares

y obtendremos así una idea, un tanto confusa

aún, del conjunto del cuadro cuyos detalles

más curiosos vamos a intentar resaltar.

Es claro que si Ravaillac no hubiera asesinado a

Enrique IV, no habría habido pruebas del pro-

ceso Ravaillac depositadas en la escribanía del

Palacio de justicia, ni tampoco cómplices inte-

resados en su desaparición, ni incendiarios

obligados, a falta de algo mejor, a pegar fuego a

la escribanía para hacerlas desaparecer ni a

incendiar el Palacio de justicia para hacer des-


aparecer la escri-. banía y en fin, en buena lógi-

ca tampoco se habría producido el incendio de

1618 y el viejo palacio permanecería aún en pie

con su inmensa sala y podría yo decir al lector:

«Id a verla» y así unos y otros evitaríamos: yo

hacerla y él leer una descripción quizás no muy

buena. Todo esto viene a probar que los gran-

des acontecimientos tienen consecuencias in-

calculables.

También es cierto en primer lugar que Ravaillac

no tenía cómplices y en segundo lugar que sus

cómplices, de haberlos tenido, claro, no habrían

estado implicados en el incendio de 1618. Exis-

ten otras dos explicaciones muy plausibles. La

primera, la gran estrella en llamas de un pie de

ancha y de un codo de alta que, como todo el

mundo sabe, cayó del cielo sobrè el palacio el

siete de marzo pasada la media noche; en se-

gundo lugar, está la cuarteta de Theophile:

«Certes, ce fut un triste jeu, / Quand à Paris


dame justice, / Pour avoir mangé trop d'epice,

/ se mit tout le palais en feu» (5).

5. Sin duda fue un triste juego, / Cuando en

París la Señora justicia, Por haber comido de-

masiadas especias, / Puso fuego a todo su pa-

lacio.

Se piense to que se piense de esta triple explica-

ción política, física o poética del incendio del

Palacio de justicia en 1618, to cierto es que des-

graciadamente éste se produjo.

Hoy, a causa de esta catástrofe, queda muy

poco del palacio, gracias también a las sucesi-

vas restauraciones que se han realizado y que

han acabado con to que el fuego había respeta-

do. Queda muy poca cosa ya de la que fue pri-

mera residencia de los reyes de Francia, muy

poca cosa de este palacio, hermano mayor del

Louvre, de este palacio en el que en tiempos de

Felipe el Hermoso buscaban los restos de las

magníficas construcciones realizadás por el rey


Roberto y descritas por Hergaldo. Casi todo ha

desaparecido. ¿Qué se ha hecho del salón de la

Cancillería en el que el rey San Luis «consumó

su matrimonio»? ¿Y del jardín en donde él

mismo administraba justicia «revestido de una

cota. de camelote, con una sobrevesta de Tirita-

ña, sin mangas, y con una túnica de sándalo

negro sobre los hombros, echado en un hermo-

so tapiz y con Joinville al lado»?(6) ¿Dónde está

la cámara del Emperador Segismundo? ¿Y la de

Carlos IV? ¿Y la de Juan sin Tierra? ¿Dónde

aquella escalinata desde la que Carlos VI pro-

mulgó su edicto de gracia? ¿Y la losa en la que

Marcel degolló, en presencia del Delffn, a Ro-

bert de Clermont y al mariscal de Champagne?

¿Y la portilla donde fueron rotas las bulas del

antipapa Benedicto y por donde se marcharon

los que las habían traído, castrados y enca-

pirotados, con mofas y cantando la palinodia

por todo París? ¿Y la gran sala con sus dorados,


sus azules, sus ojivas, sus estatuas y pilares y su

bóveda inmensa toda esculpida? ¿Y la cámara

dorada? ¿Y el león de piedra que había en la

entrada con la cabeza baja y la cola entre las

piernas, como los leones del trono de Salomón

en actitud sumisa como cuadra a la fuerza

cuando se encuentra ante la justicia? ¿Y las

hermosas puertas? ¿Y los bellísimos vitrales? ¿Y

los herrajes cincelados que provocaban la envi-

dia de Biscornette? ¿Y las delicadas obras de

ebanistería de Du Hancy?... ¿Qué han hecho el

tiempo y los hombres de tales maravillas? ¿Qué

hemos recibido por todo eso, por toda esta his-

toria gala, por todo este arte gótico?

Por to que al arte se refiere, las pesadas cimbras

rebajadas de M. de Brosse, este torpe arquitecto

del pórtico de Gervais y, en cuanto a la historia,

los recuerdos parlanchines del gran pilar en

donde aún resuenan los comadreos de los Patru

(7).
No es mucho, la verdad, pero volvamos a la

auténtica gran sala del verdadero y viejo pala-

cio.

Las dos extremidades de este gigantesco para-

lelogramo estaban ocupadas, una por la famosa

mesa de mármol, tan larga, tan ancha, tan grue-

sa como jamás se vio -dicen los viejos pergami-

nos en un estilo que hubiera provocado el ape-

tito de Gargantúa-, Hremejante loncha de

mármol en el mundoH, otra por la capilla en

donde Luis XI se había hecho esculpir de rodi-

llas ante la Virgen y a donde había hecho llevar

sin preocuparle un ápice los dos nichos vacíos

que dejaba en la fila de las estatuas reales, las

de Carlomagno y San Luis, dos santos a los que

suponía él gran influencia en el cielo por haber

sido reyes de Francia.

6. Jean Sire de joinville escribió, solicitado por

la reina Juana mujer de Felipe el Hermoso, una

Historia de San Luis (Luis IX, rey de Francia de


1226 a 1270, hijo de Luis VIII y de Blanca de

Castilla). Dentro de esa historia de San Luis,

uno de los pasajes más celebrados es el del rey

administrando justicia en el jardín de Vincen-

nes, o en el jardín al que se hace alusión en el

texto.
7. Olivier Patru, famoso abogado y profesor de
Boileau (1604-1681).

La capilla aún nueva, construida hace apenas

seis años, tenía ese gusto encantador de arqui-

tectura delicada, de escultura admirable, fina-

mente cincelada, que define en Francia el fin

del gótico y continúa hasta mediados del siglo

XV1 en esas fantasías espiendorosas del Rena-

cimiento. El pequeño rosetón abierto sobre el

pórtico era una obra maestra de delicadeza y de

gracia, habríase dicho una estrella de encaje.

En el centro de la sala frente a la puerta, se al-

zaba un estrado de brocado de oro, adosado al

muro, en donde se había abierto un acceso pri-

vado mediante una ventana al pasillo de la

cámara dorada para la legación flamenca y los

demás invitados de relieve a la representación

del Misterio.

En esa mesa de mármol, según la tradición,


debía representarse el misterio y a cal fin había

sido ya preparada desde la mañana. La rica

plancha de mármol muy rayada ya por las pi-

sadas, sostenía una especie de tablado bastante

alto, cuya superficie superior, bien visible des-

de toda la sala, debía servir de escenario y cuyo

interior, disimulado por unos tapices, serviría

de vestuario a los diferentes personajes en la

obra. Una escalera, colocada sin disimulo por

fuera, comunicaría el escenario y el vestuario y

sus peldaños asegurarían la entrada y salida de

los actores. No había personaje alguno, ni peri-

pecia, ni golpe de teatro que no necesitara ser-

virse de aquella escalera ¡inocente y adorable

infancia del arte y de la tramoya!

Cuatro agentes del bailío del palacio, guardia-

nes forzosos de todos los placeres del pueblo,

tanto en los días de fiesta como en los días de

ejecución, permanecían de pie en cada una de

las cuatro esquinas de la mesa de mármol.


La representación tenía que comenzar tras la

última campanada de las doce del mediodía en

el gran reloj del palacio. No era muy pronto

precisamente para una representación teatral,

pero había sido preciso acomodarse al horario

de los embajadores flamencos.

Ocurría, sin embargo, que todo aquel gentío

estaba allí desde muy temprano y no pocos de

aquellos curiosos temblaban de frío desde el

amanecer ante la gran escalinata del palacio.

Los había incluso que afirmaban haber pasado

la noche a la intemperie, tumbados ante el gran

portón, para tener la seguridad de entrar los

primeros. La muchedumbre crecía por momen-

tos y, como el agua que rebasa el nivel, empe-

zaba a trepar por los muros, a agolparse en

torno a los pilares, a amontonarse en las corni-

sas, en las balaustradas de los ventanales y en

todos los salientes y relieves de la fachada. Por

todo ello las molestias, la impaciencia, el abu-


rrimiento, la libertad de un día de cinismo y de

locura, las discusiones que surgían por un bra-

zo demasiado avanzado, un zapato demasiado

apretado el cansancio de la larga espera, daban

ya, bastante antes de la hora de llegada de los

embajadores, un ambiente enconado y agrio al

bullicio de toda aquella gente encerrada, api-

ñada,empujada, pisoteada y sofocada. No se

oían más que quejas e improperios contra los

flamencos y el preboste de los comerciantes,

contra el cardenal de Borbón y el bailío de pala-

cio, contra Margarita de Austria(8), contra los

alguaciles, o contra el frío, el calor, o el mal

tiempo, o el obispo de París o contra el papa de

los locos, las pilastras las estatuas... contra una

puerta cerrada o una ventana abierta. Todo ello

para gran diversión de bandas de estudiantes o

de lacayos que, diseminados entre la multitud,

se aprovechaban del malestar general para, con

sus bromas, provocar y aguijonear, por decirlo


de alguna manera, aquel mal humor general.

8. Margarita de Austria era la «prometida» del

delfín y tenía, a la sazón, tres años.

Había entre otros un grupo de estos alegres

demonios que, después de haber destrozado la

cristalera de un ventanal, se había sentado des-

caradamente en la repisa y desde a11í lanzaban

sus miradas y sus burlas, tanto a los de adentro,

como a los de afuera.

Por sus gestos, sus risas estentóreas, por las

llamadas burlonas que se hacían de una a otra

parte de la sala, se deducía con facilidad que

para aquellos estudiantes no contaba el cansan-

cio que invadía al resto de los asistentes y que

disfrutaban con el espectáculo que se producía

ante sus ojos esperando que aquello continuara.

-¡Por mi alma que vos sois Joanner Frollo de

Molendino! -exclamó uno de ellos dirigiéndose

a una especie de diablejo rubio, de buen ver y

cara de picaro, que se apoyaba en las hojas de


acanto de uno de los capiteles-. Vos sois el que

llaman Juan del Molino, por vuestros dos bra-

zos y vuestras dos piernas que se asemejan a las

aspas movidas por el viento. ¿Desde cuándo

estáis ahí?

-Por todos los diablos -respondió Joanner Fro-

llo-, más de cuatro horas llevo ya y espero me

sean descontadas de mi tiempo en el purgato-

rio. Me he oído a los cuatro sochantres del rey

de Sicilia entonar el versículo primero de la

misa mayor de las siete en la Santa Capilla.

-Son magníficos -replicó el otro-, y su voz es

más aguda aún que sus bonetes. Antes de fun-

dar una misa para San Juan, el Rey debería

haberse informado de si a San Juan le gusta el

latín cantado con acento provenzal.

-¡Sólo to ha hecho para dar empleo a esos mal-

ditos chantres del Rey de Sicilia! -exclamó se-

camente una vieja del gentío, situada bajo el

ventanal-. ¡No está mal! ¡Mil libras parisinas


por una misa!, ¡y por si fuera poco con cargo al

arrendamiento de la pesca de mar del mercado

de París!

-Calma, señores -replicó un grave personaje,

rechoncho que se tapaba la nariz junto a la

vendedora de pescado-, había que fundar una

misa, ¿no?, ¿o queréis que el rey vuelva a en-

fermar?

-Así se habla, sire Gille Lecornu, maestro pele-

tero y vestidor del Rey -exclamó el estudiante

desde el capitel.

Una carcajada de todos los estudiantes acogió

el desafortunado nombre del pobre peletero y

vestidor real.

-El Cornudo ¡Gil Cornudo! -decían unos.

-Cornutur et hirsutut -replicaba otro.

-Pues claro -añadía el diablejo del capitel-, ¿de

qué se ríen? Es el honorable Gil Cornudo, her-

mano de maese Juan Cornudo, preboste del

palacio del Rey, a hijo de maese Mahiet Cornu-


do, portero primero del Parque de Vincennes,

burgueses todos de París y todos casados de

padres a hijos.

La algazara aumentaba y el obeso peletero del

rey, sin decir palabra, procuraba sustraerse a

las miradas que le clavaban de todos los lados,

pero en vano sudaba y resoplaba pues, como

una cuña que se clava en la madera, todos sus

esfuerzos no servían sino para encajar su oron-

da cara roja de ira y de despecho en los hom-

bros de quienes le rodeaban. Finalmente uno de

ellos, gordo y bajo, y honrado como él, salió en

su ayuda:

-¡Maldición! ¡Estudiantes hablando así a un

burgués! En mis tiempos se los habría azotado

y con palos que luego habrían servido para

quernarlos.

Al oír esto, toda la banda se rió a carcajadas.

-¡Hala! ¿Quién canta tan fino? ¿Quién es ese

pájaro de mal ágüero?


-¡Toma!, ¡si yo le conozco!: es maese André

Musnier.

-¡Claro!, como que es uno de los cuatro libreros

jurados de la Universidad! =dijo otro.

-Todo es cuádruple en esa tienda -añadió un

tercero-: las cuatro naciones(9), las cuatro facul-

tades, las cuatro fiestas, los cuatro procurado-

res, los cuatro electores, los cuatro libreros.

9 Los estudiantes estaban repartidos en cuatro

especies de «congregaciones»: Francia, Picardía,

Normandía, Alemania, que eran a la vez Co-

fradías, asociaciones y organismos administra-

tivos.

-Pues habrá que armarles un follón de todos los

demonios -dijo Jean Frollo.

-Musnier, to quemaremos los libros.

-Musnier, apalearemos a tus lacayos.

-Musnier, nos meteremos con to mujer, con la

gorda de la señora Oudarda que está tan fresca

y alegre como si estuviera viuda.


-¡Que el diablo os lleve! -masculló maese André

Musnier.

-Maese Andrés- dijo Juan Frollo, colgado aún

de su capitel-, o to callas o me tiro encima.

Entonces maese Andrés levantó la vista como

para medir la altura del pilar y el peso del

guasón, multiplicó su peso por el cuadrado de

la velocidad y se calló.

Juan, dueño ya del campo de batalla, dijo alta-

neramente:

-Te aseguro que to haré aunque sea hermano de

un archidiácono. ¡Vaya gentuza nuestros seño-

res de la Universidad! ¡Ni siquiera han sabido

hacer respetar nuestros privilegios en un día

como el de hoy! Porque en la Ville tenemos hoy

el fuego y el mayo; misterio, papa de los locos y

flamencos en la Cité, y en la Universidad, nada.

-¡Aunque la plaza Maubert es to suficientemen-

te grande! -dijo uno de los estudiantes que es-

taban sentados en la repisa de la ventana.


-¡Abajo el rector, los electores y los procurado-

res! -gritó Juan.

-Habrá que hacer otra fogata esta tarde en el

Champ-Gaillard, con todos los libros de maese

Andrés -replicó el otro.

-¡Y con los pupitres de los escribas!

-¡Y con las varas de los bedeles!

-¡Y con las escupideras de los decanos!

-¡Y con las arcas de los electores!

-¡Y con los escabeles del rector!

-¡Fuera! -replicó, zumbón, el pequeño Juan-,

fuera maese Andrés, bedeles y escribas. ¡Fuera

teólogos, médicos y decretistas! ¡Fuera los pro-

curadores, fuera los lectores, fuera el rector!

-¡Es el fin del mundo! -murmuró maese Andrés,

tapándose los oídos.

-A propósito, ¡mirad, el rector! ¡Miradle ahí, en

la plaza! -gritó uno de los de la ventana y todos

se volvieron a mirar hacia la plaza.

-¿Es de verdad nuestro venerable rector, maese


Thibaut? -preguntó Juan Frollo del Molino, que

no podía ver to que ocurría en la plaza, por

estar asido a uno de los pilares interiores.

-Sí, sí -respondieron los otros-; seguro que es él,

el rector.

En efecto, en aquel momento el rector y todos

los representantes de la Universidad se dirigían

en grupo hacia la embajada y estaban cruzando

la plaza del palacio.

Los estudiantes, apiñados en la ventana, les

saludaron al pasar con mofas y aplausos iróni-

cos. El rector, que encabezaba la comitiva, reci-

bió.la primera andanada, que no fue pequeña.

-¡Buenos días, señor rector!; ¡hola a los buenos

días!

-¿Cómo así por aquí, jugador empedernido?

¿Así que habéis dejado vuestra partida de da-

dos?

-¡Mira cómo trota en su mula! ¡Pero si sus ore-

jas son más grandes que las de ella!


-¡Hola, hola! ¡A los buenos días, señor rector Thibaut!

-¡ Tybalde aleator!(10); ¡jugador, viejo imbécil!

-¡Que dios os guarde! ¿Os han salido seis do-

bles esta noche?

-¡Mírale! ¡Mira qué cara arrugada y pastosa de

tanto jugar a los dados!

-¿A dónde vais así Tybalde ad dados(11), de es-

palda a la Universidad, trotando hacia la Ville?

-Seguro que va a buscar su tugurio de la calle

Thibautodé(12) -exclamó Juan del Molino.

Toda la banda acogió la rechifla con voz de

trueno y aplausos furiosos.

-Vais a buscar vuestro tugurio de la calle Thi-

bautodé, ¿no es así, señor rector, jugador del

demonio?

Después les tocó a los demás dignatarios.

-¡Fuera los bedeles! ¡Fuera los maceros!

-Eh, oye, Robin Poussepain, ¿quién es ese tipo?

-¡Pero si es Gilbert de Sully, Gilbertus Soliaco,

el canciller del colegio de Autun.


-Eh, tú que estás mejor situado que yo, toma mi

zapato y tíraselo a la cara.

-Saturnalitias mittimut ecce nucets(13).

-¡Mueran los seis teólogos con sus sobrepellizas

blancas!

-Ah, ¿pero son los teólogos?; creí que eran las

seis ocas blancas que Santa.Genoveva regaló a

la Ville por el feudo de Roogny.

10. Thibaut, jugador de dados.

11. Thibaut de los dados (en latín macarrónico).

12. Thibaut-aux-dés; Thibaut de los dados (jue-

go de palabras en francés).

13. Mira, to envío nueces de las saturnales

(Marcial, Epigramru, VII, 91, 2). La gente se

tiraba nueces durante las saturnales romanas.

-¡Fuera los médicos!

-¡Fuera diputados y cardenales!

-¡Ahí va mi birrete, canciller de Santa Genove-

va! ¡Me hicisteis una faena! ¡Os digo que es cier-

to!, mi puesto en la nación de Normandía se to


dio al pequeño Ascanio Falzaespada, de la pro-,

vincia de Burges, que era italiano.

-¡Es una injusticia! -gritaron los demás estu-

diantes-. ¡Fuera el Canciller de Santa Genoveva!

-Eh, eh, ¡Fijaos! Es Maese Joaquin de Ladehors.

-¡Anda! y Luis Dahuille y Lamberto Hoctement.

-¡Que el diablo se lleve al procurador de la na-

ción alemana!

-¡Y a los capellanes de la Santa Capilla con sus

mucetas grises! ¡ Cum tunicis grisis!

-¡ Seu de pellibus grisis funatis!(14)

-¡Mira los maestros en artes! ¡Bonitas capas ne-

gras! ¡Qué bonitas capas rojas!

-¡Mira!, ¡Parecen la cola del rector! Se diría que

es un dux veneciano ataviado para sus bodas

con el mar.

-Eh, Juan, mira: ¡Los canónigos de Santa Geno-

veva!

-¡Al diablo la canonjía!

-Y ahora el Abad Claud Choart. Doctor Claudio


Choart, ¿buscáis acaso a María Giffarde? La

hallaréis en la calle Glatigny, preparando el

lecho del rey de los ribaldos.

-Paga sus cuatro denarios; quatuor denarios.

- Aut unum bombum(15).

-¿Queréis que os.lo haga gratis?

-¡Compañeros! maese Simon Sanguin, elector

de la Picardía, con su mujer a la grupa.

-Port equitem sedet altra cura (16).

-¡Ánimo, maese Simon!

-¡Buenos días señor elector!

-¡Buenas noches señora electora!

-¡Qué suerte tienen de verlo todo!-, suspiraba

Joannes de Molendino, agarrado aún a la hojaras-

ca de su capitel y mientras tanto el librero jura-

do de la Universidad maese Andrés Musnier,

hablaba al oído del peletero real, maese Gil

Lecornu.

-Os digo que éste es el fin del mundo, jamás se

han visto tales desmanes entre los estudiantes y


todo ello es debido a los malditos inventos mo-

dernos que echan todo a perder; las artillerías

las serpentinas, las bombardas, pero sobre todo

la imprenta, esa peste llegada de Alemania. Ya

no se hacen libros ni manuscritos, la imprenta

hunde a la librería. Esto es el fin del mundo.

14. Con sus tunicas grises, o forradas de pieles

grises.

15. O una bomba.

16. El caballero lleva a la grupa la negra preo-

cupacines.

-Yo ya lo había observado en el aumento de

yentas de terciopelo -dijo el peletero.

Justo entonces sonaron las doce.

-¡Ah. .! -coreó la multitud al unísono. Los estu-

diantes se caIlaron y se produjo luego un

enorme revuelo, un movimiento continuo de

pies y de cabezas, carraspeos conscantes... Todo

el mundo se acomodó, se situó, se colocó, se

agrupó. Se produjo luego un silencio con las


cabezas levantadas, las bocas abiertas y las mi-

radas fijas codas en la mesa de mármol, pero no

aparecía nadie en la mesa. Los cuatro guardías

del bailío seguían a11í, tiesos a inmóviles como

cuacro estatuas. Las miradas se dirigieron hacia

el estrado, reservado a la legación flamenca,

mas la puerta permanecía cerrada y el estrado

vacío. Todo aquel gentío no esperaba más que

ores cosas desde bien temprano: que dietan las

dote, que apareciera la legación flamenca y que

empezara el misterio; y hasta ahora sólo habían

dado las dote. Aquello era por demás.

Esperaron todos uno, dos, tres, cinco minutos,

un cuarto de hora y nada; el estrado concinua-

ba desierto y el escenario vacío. A la impacien-

cia siguió la cólera; se protestaba en voz baja

todavía, con gesto irritado: ¡el miscerio!, ¡el mis-

terio! murmuraba apagadamence el gentío; el

ambience se iba calentando. Una cempestad,

aunque de momento sólo eran cruenos, se esta-


ba preparando entre aquella multitud y fue

Juan del Molino quien produjo el primer chis-

pazo:

-¡El misterio ya y al diablo los flamencos! -dijo a

voz en grito enroscándose al capitel como una

culebra. La genre aplaudió con Bran calor.

-El misterio -repitieron todos-; ¡al diablo con

Flandes!

-Queremos el misterio inmediatamente -dijo el

estudiance-, o a fe mía que colgamos al bailío a

guisa de farsa y representación.

-¡Así se habla! -exclamó la muchedumbre-, y

empecemos por colgar a los guardias-. Una

Bran aclamación acogió estas palabras al tiem-

po que los cuacro pobres diablos palidecieron y

se miraban incrédulos.

La genre se avalanzó sobre ellos, y veían cómo

la débil balaustrada de madera que les separa-

ba se curvaba y cedía ante la presión del gencío.

La situación era crícica.


-¡A ellos! ¡A ellos! -gritaban de todas partes.

Justo en ese momento la tapicería del vestuario,

ya descrita, se levantó y dio paso a un persona-

je ante cuya vista cesó súbitamente todo y la

cólera se trocó en curiosidad como por arte de

magia.

-¡Silencio! ¡Silencio!

El personaje, nada tranquilo y temblando como

una hoja, avanzó hacia la mesa de mármol,

haciendo reverencias a diestro y siniestro, que

parecían más bien genuflexiones a medida que

se iba acercando.

Ya la calma se había restablecido un tanto y

sólo se oía ese ligero murmullo que surge

siempre entre el silencio de la multitud.

Y el personaje comenzó a hablar:

-Señores burgueses, señoritas burguesas: va-

mos a tener el honor de declamar y representar

ante su eminencia el señor cardenal un bellísi-

mo paso que lleva por título El recto juicio de


Nuestra Señora la Virgen María y en él yo hago el

papel de Júpiter. Su eminencia acompaña ahora

a la muy honorable embajada de monseñor el

duque de Austria que se encuentra en estos

momentos oyendo el discurso del Señor Rector

de la Universidad en la puerta de Baudets. En

cuanto llegue su Eminencia el Cardenal, da-

remos comienzo a la represenracióm

Nada menos que la intervención de Júpiter fue,

pues, necesaria para salvar a los cuatro desdi-

chados guardias del bailío de palacio.

Si hubiéramos tenido la dicha de haber inven-

tado esta historia verídica y por consiguiente

ser los responsables de ella ante nuestra señora

la crítica, no podría habérsenos aplicado el pre-

cepto clásico Nec dens intersit(17). Por otra parte

el traje de júpiter era muy atractivo y contri-

buyó no poco a calmar al gentío, atrayendo ha-

cia él su atención. Júpiter estaba vestido con

una brigantina cubierta de terciopelo negro


adornada con clavos dorados a iba tocado con

un bicoquete guarnecido de botones de plata

dorada y, de no ser por el maquillaje y la espesa

barba que le tapaban cada uno la mitad de la

cara, o por el rollo de cartón dorado cuajado de

lentejuelas y cintas relucientes que empuñaba

en su mano y en el que cualquier experto habr-

ía reconocido fácilmente el rayo, o, si no hubie-

ra sido por sus piernas, color carne, con cintas

entrecruzadas al estilo griego, se le podría

haber tomado, tal era la seriedad de su atuen-

do, por un arquero bretón de la guardia del

señor de Berry.

17. Y que no intervenga ningún Dios (Horacio,

Arte poética, 190)

II

PIERRE GRINGOIRE (18)

SIN embargo, mientras hablaba, la satisfacción

y la admiración provocadas por su vestimenta

se iban poco a poco desvaneciendo y al llegar a


aquella desafortunada conclusión: «En cuanto

llegue su eminencia el cardenal, daremos co-

mienzo a la representación», su voz fue apaga-

da por un trueno de gritos y abucheos.

-¡Empezad ahora mismo! ¡Queremos el miste-

rio(19) ahora mismo! -gritaba el populacho y

más alta que ninguna sobresalía la voz de Juan

de Molendino, traspasando el griterío como el

pífano en una cencerrada de Niza.

-Que comience ahora mismo -chillaba el estu-

diante.

-¡Fuera Júpiter y el cardenal de Borbón!

-vociferaban Robin Poussepain y los otros es-

tudiantes encaramados en la ventana.

-¡Que empiece ya la comedia! -repetía el gent-

ío-. ¡Ahora mismo! ¡Inmediatamente! ¡El saco y

la cuerda para los cómicos y el cardenal!

El pobre Júpiter, desconcertado, amedrentado,

pálido de terror bajo el maquillaje, dejó caer su

rayo, se quitó el bicoquete y saludaba temblo-


roso y balbuciente: -Su eminencia... los embaja-

dores... Margarita de Flandes...- no sabía qué

decir. En el fondo su preocupación era ser col-

gado. ,

Colgado por el populacho si no empezaban o

por el cardenal si to hacían; en cualquier caso

su conclusión era siempre la misma: una horca.

Por fortuna alguien vino a sacarle de aquella

incertidumbre y a asumir la responsabilidad

del momento.
18. Pierre Gringoire fue un personaje real, naci-
do en Normandía (1475-1538), al que Victor

Hugo reviste con rasgos de fantasía. Dentro del

teatro profano escribió, en 1512, Le jeu du prin-

ce der rot , su obra más celebrada, cuya traduc-

ción sería: El drama (o paso, o representación/

del príncipe de los locos.

19 Véase la nota 3 de este libro. Debería llamar-

lo «moralité», que sería referente al teatro pro-

fano. Esta denominación correspondería al sen-

tido moral y crítico que encierran estas obras.

Aquí, para conservar en lo posible fidelidad al

texto original, to hemos traducido por misterio

(aunque a veces, para evitar repeticiones,

hemos empleado paso, auto o comedia).

Un individuo, que permanecía de pie del lado

de acá de la balaustrada, en un espacio libre en

torno a la mesa de mármol, y en el que nadie

hasta entonces había reparado, pues su figura


alta y delgada quedaba totalmente oculta a la

vista tras el pilar en el que se apoyaba; este in-

dividuo alto, delgado, pálido, rubio, todavía

joven aunque se le veían ya arrugas en las sie-

nes y en las mejillas, con ojos vivaces y una

boca sonriente, con ropa larga negra, muy gas-

tada y llena de brillo, se acercó a la mesa de

mármol e hizo una seña al pobre cómico; pero

éste, excitado y nervioso, no le veía.

El recién llegado avazó unos pasos:

-¡Júpiter! -le dijo-. ¡Mi querido lúpiter!

El comediante seguía sin enterarse. Entonces el

hombre rubio, impacientado ya, le gritó casi a

la cara.

-¡Miguel Giborne!

-¿Quién me está llamando? -preguntó Júpiter

sobresaltado, como saliendo de un sueño.

-Yo -respondió el personaje de negro.

-¡Ah! -dijo Júpiter.

-Comenzad ahora mismo; complaced al públi-


co. Yo calmaré al bailío; dejadlo de mi cuenta, y

él se encargará de tranquilizar al cardenal.

Júpiter pudo por fin respirar.

-¡Señores burgueses! -gritó con toda la fuerza

de sus pulmones a la multitud que seguía abu-

cheándole. ¡Vamos a comenzar ahora mismo!

- Evoe, Jupiter; plaudite, cives(¡Bravo, Júpiter!

Aplaudid, ciudadanos.) -exclamaron los estu-

diantes.

-Aplaudid, aplaudid -gritaba el pueblo. A esto

siguió una salva de aplausos atronadora que

Júpiter aprovechó para colarse bajo la tapicería.

Sin embargo el desconocido personaje que tan

mágicamente acababa de trocar la tempestad en

bonanza, como dice nuestro viejo y querido

Corneille, había vuelto a la penumbra de su

pilar y allí habría permanecido invisible, in-

móvil y mudo, como hasta entonces, de no

haberle sacado de aquel sitio dos mujeres que,

por hallarse en primera fila, habían observado


su breve coloquio con Miguel Giborne, Júpiter.

-Maestro -dijo una de ellas haciéndole señas

para que se acercara.

-Callaos, querida Lienarda -le dijo su compañe-

ra, una moza guapa, lozana y muy endominga-

da-. No es un letrado sino un seglar, así que no

hay que llamarle maestro sino micer.

-¡Eh, micer! -dijo Lienarda.

El desconocido se acercó a la balaustrada.

-¿Qué se les ofrece, señoritas? -preguntó con

cortesía.

-¡Oh!, nada, nada -dijo Lienarda un canto tur-

bada-. Es que mi amiga Gisquette la Gencienne

desea hablaros.

-¡Oh!, no -prosiguió Gisquette ruborizada-. Es

que Lienarda os ha llamado maestro y yo le he

indicado que tenía que decir micer.

Las dos jóvenes bajaron la vista y el otro, inte-

resado en entablar conversación, las miraba

sonriente.
-Entonces, ¿no tenéis nada más que decirme,

señoritas?

-¡Oh, no, no!, nada más -respondió Gisquette.

-No, no; nada más -añadió Lienarda.

El apuesto joven hizo ademán de retirarse, pero

a las dos curiosas no les seducía abandonar la

presa.

-Micer -dijo abiertamente Gisquette, con el

ímpetu de una exclusa que se abre o de una

mujer que coma partido por algo-: ¿Conocéis a

ese soldado que va a hacer el papel de Nuestra

Señora la Virgen, en la representación del mis-

terio?

-¿Os referís al papel de Júpiter? -dijo el desco-

nocido.

-¡Claro, claro! -dijo Lienarda-. ¡Mira que es ton-

ta! Entonces, ¿conocéis a Júpiter?

-¿A Miguel Giborne?, claro, señora.

-¡Vaya barba que lleva! -añadió Lienarda.

-¿Va a ser bonito to que van a decir?


-Muy bonito -respondió sin dudarlo el desco-

nocido.

-¿Qué va a ser? -preguntó Lienarda.

-El buen juicio de Nuestra Señora, la Virgen. Una

obrita que os gustará, señoritas y con moraleja

al final.

-Entonces, ¿va a ser diferente? -siguió Lienarda.

Se hizo un breve silencio que rompió el desco-

nocido.

-Es una obra totalmente nueva; sin estrenar

aún.

-Entonces -continuó Gisquette- ¿no es la misma

que dieron hace dos años, cuando la llegada del

señor legado, en la que intervenían tres mucha-

chas que hacían de...

-De sirenas -completó Lienarda.

-Y salían desnudas del todo -añadió el joven.

Lienarda bajó púdicamente los ojos. Gisquette

al verla hizo lo mismo. El joven prosiguió

hablando sonriente:
-Era muy bonito y muy agradable a la vista; to

de hoy es un auto moral, hecho especialmente

para la señorita de Flandes.

-¿Se cantarán serranillas? -preguntó Gisquette.

-¡Ni hablar! -respondió el desconocido. Es una

obrita moral; no hay que confundir los géneros;

si fuese una farsa cómica, todavía.

-Pues es una pena -dijo Gisquette-; aquel día

salían en la fuente de Ponceau hombres y muje-

res salvajes que luchaban haciendo grandes

gestos y cantando motetes y pastorelas.

-Lo apropiado para un embajador -dijo seca-

mente el desconocido-, puede no serlo para una

princesa.

-Y cerca de ellos -interrumpió Lienarda-, y muy

bajo, unos cuantos instrumentos tocaban me-

lodías muy bonitas.

-Es verdad, y para refrescar a los que pasaban

-decía Gisquette- la fuente manaba chorros de

vino, de leche y de hipocras(21) para que bebie-


ra quien quisiera

-Y un poco más abajo del Ponceau -añadió Lie-

narda-, en la Trinidad se representaba una pa-

sión(22) con personajes pero sin hablar.

-¡Ah, sí! Ya me acuerdo -dijo Gisquette-; Jesús

crucificado con los dos ladrones a su derecha y

a su izquierda.

Entonces las dos jóvenes, excitadas por el re-

cuerdo de la llegada del legado, comenzaron a

hablar a la vez.

-Y antes, en la Porte-aux-Peintres, habíamos

visto a mucha gente toda muy bien vestida.

-Y en la fuente de San Inocencio, ¿te acuerdas

del cazador aquel que perseguía a una cierva

con gran alboroto de trompas y perros?

-Sí; y también en la carnicería de París; acuérda-

te de todos aquellos andamiajes que represen-

taban la bastilla de Dieppe.

21. Bebida hecha con vino, azúcar, canela y

otros ingredientes.
22. En el siglo xv las representaciones de la Pa-

sión eran frecuentes. Empezaron haciéndose

como una breve dramatización en el interior de

las tglestas y luego, ante la amplitud y expecta-

ción que fueron adquiriendo, tuvieron que

hacerse en el exterior. A este tipo de represen-

taciones se las conoce con el nombre de miste-

rios.

La tradición del misterio de la pasión se ha

perpetuado incluso hasta nuestros días y aún

son numerosas las representaciones que de ella

se hacen a nivel popular.

En el siglo xv, las representaciones podían ex-

tenderse a to largo de aratro o más días. Así El

misterio de la pasión, de Arnoul Gréban, representado en 1450 en Paris,


tenía 35.000 versos.

Otro autor de relieve fue Jean Michel. En 1846,

se representó en Angers su Misterio de la Pasión,

dividido nada menos que en diez jornadas.

-Y cuando pasaba el legado, ¿recuerdas, Gis-

quette?, dieron la señal de ataque y cortaron la


cabeza a todos los ingleses.

-Y también representaban algo junto a la puerta

del Châtelet.

-Y en el Pont-au-Change, que estaba también

preparado para representaciones.

-Y cuando pasaba el legado dieron suelta en el

puente a más de doscientas docenas de los más

variados pájaros. Era precioso, ¿verdad, Lie-

narda?

-Pues hoy será más bonito aún, logró decir su

interlocutor que ya estaba impacientado de

tanto oírlas.

-¿Nos prometéis que va a ser bonita la repre-

sentación de hoy? -preguntó Gisquette.

-¡Seguro! -respondió y añadió luego con cierto

énfasis-: Señoritas, yo soy el autor.

-¿De verdad? -exclamaron, asombradas, las dos

jóvenes a is vez.

-De verdad -respondió el poeta pavoneándose

un porn-; es decir, to hemos hecho entre los


dos; Juan Marchand que ha serrado las tablas,

ha construido el andamiaje y los decorados, y

yo que he escrito la obra; me llamo Pierre Grin-

goire.

Ni el mismo autor del Cid habría dicho con

tanto orgullo: Pierre Corneille(23).

Nuestros lectores habrán podido darse cuenta

del tiempo transcurrido desde que Júpiter se

escondió tras la tapicería, hasta el instante en

que el autor de la nueva pieza hizo tales revela-

ciones ante la ingenua admiración de Gisquette

y Lienarda.

Conviene también señalar como cosa extraña

que todo aquel gentío que sólo unos minutos

antes se mostraba tan tumultuoso, ahora espe-

raba pacientemente fiándose de las palabras del

comediante. Esto confirma una verdad, com-

probada a diario en nuestros teatros, y es que la

mejor manera de conseguir que el público no se

impaciente es prometerle que la función va a


comenzar en seguida. Pero el estudiante Joan-

nes no se había dormido.

23. Autor dramático del clasicismo francés

(1606-1684), que escribió, entre otras obras, El

Cid, estrenada en 1637, y de muy directa inspi-

ración, como buena parte de sus obras, en te-

mas de autores y ambiente españoles; en esta

ocasión de Las Mocedades del Cid, de Guillén

de Castro, publicada en España en 1631.

Del Cid puede decirse que es la primera trage-

dia clásica de la literatura francesa y supuso la

gloria para su autor que se vio ennoblecido por

el rey Luis XIII.

-¡Eh! -exclamó, en medio de aquella apacible

espera, que había seguido al tumulto anterior-.

Por júpiter ¡Por la Virgen san tísima! ¡Saltim-

banquis del demonio! ¿Pero estáis de broma?

Venga ya, ¡la obra! ¡La obra!

No hizo falta más.

Del interior del tinglado empezó a sonar una


música de ins trumentos graves y agudos, al

tiempo que se corrían las cortinas l para dar

paso a cuatro personajes muy maquillados y

con vestimenta muy llamativa que comenzaron

a subir por aquella empi nada escalera; una vez

llegados al escenario, se colocaron en fila 1 para

saludar al público con grandes reverencias. La

música cesó. i Comenzaba la representación del

misterio.

Los cuatro personajes fueron largamente

aplaudidos y, en me. . dio de un silencio reli-

gioso, iniciaron un prólogo del que gusto sa-

mente vamos a excusar al lector pues, como

ocurre aún en nuestros días, el público estaba

mucho más pendiente de la vestimenta de los

actores que del papel que recitaban y además es

comprensible que así sea. Los cuatro iban ves-

tidos de amarillo y blanco a partes iguales que

se diferenciaban únicamente en la calidad del

tejido: el primero era de brocado, oro y plata, el


segundo de seda, el tercero de lana y el otro de

lienzo. Además el primer personaje llevaba una

espada en la mano, el segundo dos llaves do-

radas, el tercero una balanza y el cuarto una

pala. Además, para completar su simbolismo y

facilitar así la comprensión de las L teligencias

más perezosas, se podía leer en grandes letras

negraa bordadas: ME LLAMO NOBLEZA en la

parte superior de la túnica del brocado; ME

LLAMO CLERO, sobre la túnida de seda; ME

LLAMO MERCANCÍA, en la de lana y ME

LLAMO TRABAJO, en la parte inferior de la de

tela.

Las túnicas más cortas indicaban claramente al

espectador atento el sexo masculino de los que

las llevaban así como su tocado que completaba

la alegoría, mientras que las otras dos alegorías

femeninas estaban representadas por túnicas

más largas a iban tr cadas con caperuzas.

Había que carecer y muy mucho de imagina-


ción para no llegar a interpretar, ayudados por

la expbsición poética del prólogo, que el trabajo

estaba casado con Mercancía a igualmente

Clérigo con Nobleza y que además las dos feli-

ces parejas poseían como pa. trimonio común

un delfín de oro para adjudicarle a la más bell

de las mujeres. Juntos iban, pues, por el mundo

a la búsqueda di tal belleza. Después de haber

descartado sucesivamente a la reina Golconda,

a la princesa Trebizonda, a la hija del Gran

Khan deI Tartaria, etc., Trabajo y Clero, Noble-

za y Mercancía, habían vi nido a descansar so-

bre la mesa de mármol del Palacio de Justicia y

allí, ante tan honorable auditorio, exponían

tantas máximas y sentencias como pudieran

oírse en los exámenes de la facultad de bellas

artes, como sofismas, sentencias, conclusiones,

figuras y actas necesarias para obtener una li-

cenciatura.

Todo aquello era hermoso ciertamente.


Pero entre toda aquella gente a quienes las cua-

tro alegorías vertían a porfía oleadas de metá-

foras, no había oídos más atentos, ni corazón

más dispuesto, ni mirada más perspicaz, ni

cuello más tenso que los oídos, la mirada, el

cuello o el corazón del autor, nuestro bravo

poeta Pierre Gringoire, el mismo que no había

resistido poco antes al gozo de revelar su nom-

bre a las dos guapas mozuelas. Había vuelto a

su pilar y, desde a11í, muy cerca de ellas, escu-

chaba, observaba y saboreaba.

Los generosos aplausos con que sé había acogi-

do el comienzo de su prólogo, le resonaban aún

en su interior y se encontraba totalmente absor-

to en esa especie de contemplación estática en

la que un autor ve surgir, una a una, todas sus

ideas, por boca de los actores, entre el silencio

de todo el auditorio. ¡Feliz Pierre Gringoire!

Es penoso decirlo, pero este primer éxtasis se

vio muy pronto turbado. Apenas si Gringoire


había acercado a sus labios esa copa embriaga-

dora de felicidad y de triunfo, cuando hubo ya

de degustar una gota de amargura.

Un mendigo harapiento, a quien nadie daba

limosna perdido entre tanta gente y que no se

sentía satisfecho con to robado, había decidido

encaramarse a algún lugar bien visible para así

atraer miradas y limosnas.

Así pues, se había subido, durante la recitación

de los primeros versos del prólogo, apoyándose

en el pilar del estrado, hasta la cornisa que bor-

deaba la balaustrada en su parte inferior, y a11í

estaba sentado, ante todo el gentío, en deman-

da de piedad y de limosna, mostrando sus

harapos y una repugnante llaga que le cubría el

brazo derecho. Por to demás no decía ni una

sola palabra.

Como permanecía en silencio, pudo leerse el

prólogo sin ningtín inconveniente y ningún

desorden se habría producido si la mala fortu-


na no hubiera permitido que Joannes, el estu-

diante, le descubriera, desde to alto de su pilar,

haciendo muecas y gesticulando. El verle así

provocó en el festivo joven una risa contagiosa

y, sin preocuparse de si interrumpía o no el

espectáculo a importándole muy poco la aten-

ción de los espectadores, gritó alegremente.

-¡Caramba! ¡Mira ese canijo tullido a donde se

ha subido para pedir limosna!

Quien haya lanzado una piedra a una charca

llena de ranas o haya hecho un disparo en me-

dio de una bandada de pájaros puede hacerse

una idea del efecto que aquellas palabras in-

congruentes provocaron en medio del silencio

general de la sala.

Gringoire se estremeció como sacudido por una

descarga eléctrica. El prólogo se cortó y todas

las cabezas se volvieron de golpe hacia el men-

digo que, lejos de desconcertarse por el inciden-

te, vio en él la mejor ocasión para una buena


cosecha y se puso a decir con tono lastimero,

medio cerrando los ojos.

-¡Una caridad por el amor de Dios!

-¡Que el diablo me lleve! -exclamó Joannes, ¡pe-

ro si es Clopin Trouillefou! Qué, amigo, ¿tanto

to molestaba to herida de la pierna que has te-

nido que pasártela al brazo?

Y al decir esto lanzó con la habilidad de un

mono un ochavo en el mugriento sombrero que

el mendigo extendía con su brazo llagado. El

mendigo recibió sin inmutarse la limosna y el

sarcasmo, y prosiguió con un tono lastimero:

-¡Una caridad por el amor de Dios!

Este episodio había distraído enormemente al

auditorio y un buen número de espectadores,

Robin Poussepain y los otros estudiantes,

aplaudían alegremente al dúo tan original que

acababan de improvisar, en medio del prólogo,

el estudiante con su voz chillona y el mendigo

con su imperturbable salmodia.


Gringoire estaba indignadísimo y, una vez re-

hecho de su estupor, se desgañitaba gritando

casi a los cuatro actores en escena:

-¡Seguid, demonios, seguid!- sin dignarse echar

siquiera una mirada de desdén a aquellos pro-

vocadores.

En aquel instante sintió que alguien le tiraba de

la capa; se volvió un tanto malhumorado y se

esforzó en forzar una sonrisa, que bien to me-

recía la ocasión, pues se trataba del bonito bra-

zo de Gisquette la Gencienne que, a través de la

balaustrada, solicitaba de esta manera su aten-

ción.

-Señor, ¿van a continuar con la representación?

-¡Claro! -respondió Gringoire, extrañado por cal

pregunta.

-Entonces, micer, tendríais la gentileza de ex-

plicarme...

-¿Lo que van a decir? -le interrumpió Grin-

goire-. Pues sí; escuchadlos...


-No, no -dijo Gisquette-; to que han dicho hasta

ahora.

Gringoire dio un respingo como alguien a

quien le hurgan en una herida.

-¡Lo que hay que oír! Niña tonta y obtusa-,

masculló entre dientes.

Desde entonces Gisquette dejó de interesarle to

más mínimo.

Pero los comediantes habían obedecido a las

invectivas de Gringoire, y el público, al ver que

seguían hablando y actuando, se puso nueva-

mente a escuchar aunque ya había perdido un

tanto el interés de la pieza con aquel corte tan

bruscamente producido entre las dos partes.

Así to comentaba en voz baja el mismo Grin-

goire.

Poco a poco la tranquilidad fue completa pues

el estudiante no decía ya nada más y el mendi-

go debía estar contando las monedas que había

en su sombrero. La obra seguía, pues, nueva-


mente su ritmo.

Se trataba en realidad de una pieza muy bonita

que hoy mismo, con algún arreglo, podría re-

presentarse y con éxito. La exposición, un poco

larga quizás y un canto hueca, conforme a las

reglas, era sencilla. Gringoire, en el cándido

santuario de su fuero interno, admiraba su cla-

ridad y su precisión. Como es de suponer, los

cuatro personajes alegóricos se mostraban ya

un tanto cansados de haber recorrido las tres

partes del mundo sin llegar a Poder deshacerse,

en justicia, de su delfín de oro. Al llegar a este

punto, comenzaron a hacer mil alabanzas del

maravilloso pez con delicadas alusiones al

prornetido(24) de Margarita de Flandes, a la

sazón tristemente recluido en Amboise y sin

llegar a imaginar todavía que Trabajo, Clero,

Nobleza y Mercancía -acababan de dar la vuel-

ta al mundo justamente por él.

24. Se refiere a Carlos VIII, que entonces conta-


ba con doce años solamente.

Así, pues, el mencionado delfín era joven,

apuesto, gallardo y sobre todo -origen magnífi-

co de todas las virtudes reales- era hijo del león

de Francia.

Confieso que esta atrevida metáfora es magní-

fica y que la historia natural del teatro, en un

día de alegrías y de epitalamios regios, no tiene

por qué rechazar que un delfín pueda ser hijo

de un león. Son justamente esos raros y pindá-

ricos cruces los que prueban el entusiasmo.

Pero para que no todo sean alabanzas hay que

decir que el poeta debería haber desarrollado

su original idea en algo menos de los doscien-

tos versos que empleó, aunque fuese obligado,

por disposición del preboste, hacer durar la

representación del misterio desde el mediodía

hasta las cuatro y ¡algo hay que decir para lle-

nar ese tiempo! Además el público to escucha-

ba pacientemente.
De pronto, en medio de una discusión entre la

señorita Mercancía y doña Nobleza, justo en el

instance mismo en el que maese Trabajo pro-

nunciaba aquel verso admirable: «Onc ne vis

daps les bois béte plus triomphante» (Jamás se

vió en los bosques bestia más triunfante.). La

puerta del estrado, tan in. convenientemente

cerrada hasta entonces, se abrió en el momento

más inoportuno, haciendo coincidir el último

verso con la vos resonante del ujier que anun-

ció secamente: -Su eminencia el Cardenal de

Borbón.

III

MONSEÑOR EL CARDENAL

POBRE Gringoire! El estruendo de todos los

bombazos de L noche de San Juan o la descarga

cerrada de veinte arcabuces o la detonación de

aquella famosa traca de la Tour de Billy que,

durante el asedio de París aquel domingo 29 de

septiembre de i 1465, mató de golpe a siete bor-


goñeses, o la explosión de toda la pólvora al-

macenada en la Porte du Temple, le habrían

desgarrado con menos rudeza los oídos, en

aquel momento solemne y democrático, que

aquellas breves palabras, salidas de la boca del

ujier: « Su eminencia el Cardenal de Borbón.»

No es que Pierre Gringoire temiese a monseñor

el Cardenal o le desdeñara pues no tenía ni esa

cobardía ni ese atrevimiento; era un verdadero

ecléctico, como hoy se diría; era uno de esos es-

píritus elevados y firmes, moderados y serenos,

que siempre saben mantener el justo medio

(stare in dimidio rerum) y que son verdaderos

filósofos liberales y razonables, sin negar su

categoría a los cardenales. Raza preciosa y nun-

ca extinguida la de estos filósofos a quienes la

prudencia, como si de una nueva Adriana se

tratara, parece haber dado un ovillo de hilo,

que, porn a poco, van devanando desde el ori-

gen del mundo a través del laberinto de los


aconteceres humanos.

Aparecen en todas las épocas, siempre los

mismos, es decir conformes al tiempo en que

viven y, sin contar a nuestro Pierre Gringoire

que sería su representante en el siglo Xv, si

llegáramos a concederle la categoría que mere-

ce sería ciertamente el espíritu de estos filósofos

el que animaba al padre du Breul cuando escri-

bía, allá en el siglo XVI, estas palabras, subli-

mes en su ingenuidad y dignas de cualquier

siglo: «Soy parisino de origen y parrhisino en el

hablar, puesto que en griego Parrhisia significa

libertad de hablar y ésta la he utilizado incluso

con sus eminencias los cardenales, el tío y el

hermano del príncipe de Conty: siempre con

respeto a su categoría y sin ofender a nadie de

su séquito que resulta en todas las ocasiones

muy numeroso.»

Así, pues, no existía ni odio al cardenal, ni

desdén hacia su presencia en la impresión des-


agradable que ésta produjo en Pierre Gringoire.

Antes al contrario, nuestro poeta tenía el buen

juicio suficiente y una blusa demasiado raída

para no conceder la necesaria importancia al

hecho que muchas de las alusiones de su pró-

logo, particularmente la glorificación del delfín,

como hijo del león de Francia, fueran a ser re-

cogidas por el eminentísimo oído del cardenal.

Sin embargo, no es el interés ciertamente el que

priva en la naturaleza de los poetas. Copside-

rando que la entidad de un poeta pueda estat

catalogada con la calificación de diez al ser ana-

lizada por un químico -o farmacopolizada co-

mo diría Rabelais-, la encontraría compuesta

por una parte de interés y nueve de amor pro-

pio. Ahora bien, en el momento de abrir la

puerta al cardenal, las nueve partes del amor

propio de Gringoire, hinchadas y tumefactas

por la admiración popular, se hallaban en un

estado prodigioso de crecimiento, bajo cuya


presión desaparecería, ahogada, esa mínima

molécula de interés que acabamos de citar co-

mo componente de los poetas; ingrediente pre-

cioso por otra parte, lastre de realismo y de

humanidad, sin cuya existencia no podrían

pisar la tierra.

Gringoire gozaba al sentir, al ver, al palpar,

podríamos decir, la presencia de un gran públi-

co -de pícaros y de bribones en buena parte, es

cierto, pero de un gran público al fin-, de un

público estupefacto, petrificado y como asfixia-

do ante las inconmensurables tiradas que bro-

taban sin cesar de cada una de las panes de su

epitalamio.

Puedo asegurar que él mismo compartía la

aprobación general y que, opuestamente a La

Fontaine, que en la representación de su come-

dia El florentino preguntaba: « ¿Quién es el zo-

penco que ha compuesto esta comedia? » Gringoire

habría preguntado gustosamente: « ¿De quién es


esta obra maestra? » Júzguese, pues, el efecto que

en él produjo la brusca a intempestiva apari-

ción del cardenal.

Desgraciadamente ocurrió to que él temía ya

que la aparición de su eminencia trastornó a los

espectadores. Todas las cabezas se volvieron

hacia el estrado y ya no había manera de en-

tenderse:

-¡El cardenal! ¡El cardenal! -repetían a coro,

interrumpiendo por segunda vez el desventu-

rado prólogo.

El cardenal se detuvo un momento en el um-

bral, paseando indiferente su mirada por todo

el auditorio, hecho que provocó el delirio. To-

dos pretendían verle mejor y empujaban a los

demás y metían sus cabezas por entre los hom-

bros de los de delante.

Se trataba de un personaje de gran relieve y el

verle era más importante que cualquier repre-

sentación. Carlos, cardenal de Borbón, arzobis-


po y conde de Lyon, primado de las Galias,

estaba a la vez emparentado con Luis XI por

parte de su hermano Pedro, señor de Beaujeu,

casado con la hija mayor del rey. También em-

parentaba con Carlos el Temerario por parte de

su madre Agnés de Borgoña. Ahora bien, el

rasgo dominante, el rasgo que distinguía y de-

finía el carácter del primado de las Galias, era

su espíritu cortesano y su devoción al poder.

Podemos imaginar los innumerables apuros

que este doble parentesco le habían acarreado,

los escollos y tempestades que su barca espiri-

tual tuvo que sortear para no estrellarse ni con

Luis ni con Carlos; ese Caribdis y ese Escila que

habían devorado nada menos que al duque de

Nemours y al condestable de Saint-Paul. Gra-

cias al cielo se había defendido bien en aquella

travesía y había conseguido llegar a Roma sin

tropiezos. Pero aunque se encontrara ya a sal-

vo, en puerto, o precisamente por eso mismo,


nunca recordaba sin inquietud los diversos

avatares de su vida política, tan laboriosa

siempre y con tantos contratiempos. Tenía la

costumbre de decir que el año de 1476 había

sido para él, el negro y Marco, ya que en ese

mismo año, habían muerto su madre, la duque-

sa de Bourbonnais y su primo el duque de Bor-

goña, y que un luto le había consolado del otro.

Además era también un buen hombre; Ilevaba

una vida alegre, de cardenal, y degustaba con

placer los vinos reales de Challuau. Tampoco

despreciaba a Ricarda la Garmoise, ni a Tomasa

la GaiIlarde y prefería dar limosna a lindas

jóvenes más que a mujeres ya viejas; razones

todas ellas por las que caía muy simpático al

populacho de Paris.

No se desplazaba si no era rodeado de una pe-

queña corte de obispos y ábates de alto linaje,

galantes, decididos y prestos a divertirse si la

ocasión to requería. En más de una ocasión las


beatas de Saint-Germain-d'Auxerre, al pasar,

anochecido ya, bajo las ventanas iluminadas de

la residencia del Borbón, se habían escan-

dalizado al oír que las mismas voces que hab-

ían cantado las vísperas durante el día, salmo-

diaban ahora, entre un entrechocar de copas, el

proverbio báquico de Renedicto XII, aquel papa

que añadió una tercera corona a la tiara: «Bi-

bamus papaliter» (26).

26. Bebamos a to papa. Benedicto XII, papa de

Aviñón, 1334-1342. Este piadoso benedictino

fue administrador íntegro, pero los historiado-

res italianos to pintan con gran inclinación

hacia la buena comida y los buenos vinos. De

ahl la indicación de Víctor Hugo.

Su popularidad, tan justamente adquirida, le

preservó de un mal recibimiento por parte de la

multitud que poco antes se mostraba tan dis-

conforme con su retraso y muy poco dispuesta

a respetar a un cardenal, justo en el mismo día


en que iban a elegir a un papa. Pero los parisi-

nos son poco rencorosos y cotno además se

había comenzado la representación sin su pre-

sencia, era como si los buenos burgueses hubie-

ran quedado un poco por encima de él, y se

áaban por satisfechos.

Por otra parte, como el cardenal era un hombre

apuesto y llevaba un hermoso ropaje de color

rojo, que le iba muy bien, tenía de parte suya a

las mujeres, es decir, a la mitad del auditorio.

Tampoco sería justo ni de buen gusto chillar a

un cardenal por haberse hecho esperar, tratán-

dose de un hombre tan apuesto y al que tan

bien le iban los ropajes de color rojo.

Así que entró, saludó luego a la asistencia, con

esa sonrisa hereditaria que los grandes tienen

para con el pueblo, y se dirigió lentamente

hacia su butaca de terciopelo escarlata con as-

pecto de estar pensando en otras cosas.

Su.cortejo -al que vamos a llamar su estado


mayor- de obispos y de ábates siguió hacia el

estrado, con gran revuelo y curiosidad por par-

te de la asistencia.

La gente presumía señalándolos, diciendo a

quién de todos ellos conocía: uno indicaba

quién era el obispo de Marsella, Alaudet, si no

recuerdo mal; otro señalaba al chantre de

Saint-Denis o a Robert de Lespinasse, abad de

Saint-Germain-des-Prés, hermano libertino de

una de las amantes de Luis XI..., todo ello, en

fin, dicho con errores y cacofonías. Los estu-

diantes, por su parte, seguían con sus palabro-

tas; era su día; la fiesta de los locos; su fiesta

saturnal; la orgía anual de la curia y de las es-

cuelas. Ese día no existían salvajadas a las que

no se tuviese derecho, como si de cosas sagra-

das se tratara. Además se hallaban entre el

gentío muchas mujeres alegres, como Simona

Quatrelivres, Inés la Gadina o Robin Piédebou;

así que, to menos que se podía hacer en aquella


fecha, era decir salvajadas, maldecir de Dios de

vez en cuando, sobre todo estando, como esta-

ban, en buena compañía de gentes de iglesia y

de chicas alegres. No se privaban de ello y, en

medio de todo aquel jaleo, se oían blasfemias y

procacidades, salidas de todas aquellas lenguas

desatadas de clérigos y estudiantes, que habían

estado amordazadas durante el resto del año,

por temor al hierro rojo de San Luis. ¡Cómo se

burlaban de él en el propio Palacio de Justicia!

¡Pobre San Luis!

Arremetían contra los recién llegados al estrado

y atacaban al de sotana negra o blanca, gris o

violeta. Joannes Frollo de Molendino, como

hermano que era de un archidiácono, había

arremetido osadamente contra la sotana roja y

cantaba a voz en grito, clavando sus ojos desca-

rados en el cardenal: «Capra repelta mero».(

Capa llena de vino. Refiriéndose a la cappa

magna de los cardenales.)


Todos estos detalles que, para edificación del

lector, exponemos al desnudo, estaban de cal

manera mezclados con el bullicio general que

prácticamente quedaban ahogados antes de

llegar al estrado reservado a los personajes.

Ademas el cardenal no se habría sentido muy

impresionado por los excesos de aquel día, da-

do el arraigo que el pueblo tenía por estas tra-

diciones. Le preocupaba mucho más y su as-

pecto así to denotaba, algo que le seguía de

cerca y que hizo su aparición en el estrado casi

al mismo tiempo que él: la delegación flamen-

ca.

No es que él fuera un político profundo ni que

le preocuparan nada las posibles consecuencias

de la boda de su señora prima, Margarita de

Borgoña con su señor primo Carlos, el delfín de

Viena, ni cuánto pudieran durar las buenas

relaciones, un tanto deterioradas ya, entre el

duque de Austria y el rey de Francia, ni cómo


tomaría el rey de Inglaterra este desdén hacia

su hija. Todo eso le inquietaba muy porn y no

le impedía degustar cada noche el buen vino de

las cosechas reales de Chaillot, sin sospechar

que acaso algunos frascos de aquel vino (un

porn revisado y corregido, es aerto, por el

médico Coictier), cordialmente ofrecidos a

Eduardo IV por Luis XI, librarían un buen día a

Luis X1 de Eduardo IV.

La muy honorable embajada de monseñor el duque

de Austria no traía al cardenal ninguna de las

preocupaciones reseñadas. Le preocupaba más

bien en otros aspectos porque, en efecto, era

bastante penoso y ya hemos aludido a ello en

este mismo libro, el verse obligado a festejar y a

acoger con buen semblante, él, Carlos de

Borbón, a unos burgueses de poca monta; él,

todo un cardenal, a unos simples regidores; él,

un francés, amable degustador de buenos vi-

nos, a unos flamencos, vulgares bebedores de


cerveza; y todo ello en público. Era ciertamente

uno de los gestos más fastidiosos que nunca

habría hecho para complacer al rey.

Así, pues, cuando el ujier anunció con su voz

sonora: « Sus señorías, los enviados del señor duque

de Austria», él se volvió hacia la puerta, con las

más cuidadosas maneras del mundo. Ni que

decir tiene que, al verlos, toda la sala hizo lo

mismo.

Entonces fueron entrando de dos en dos -con

una seriedad que contrastaba con el ambience

petulante del co'rtejo eclesiástico del cardenal

de Borbón- los cuarenta y ocho embajadores de

Maximiliano de Austria, figurando en cabeza el

muy reverendo padre Jehan, abad de

Saint-Bertain, canciller del Toisón de Oro y Jac-

ques de Goy, señor de Dauby, gran bailío de

Gante. Se produjo en la asamblea un gran silen-

cio, acompañado de risas reprimidas al escu-

char todos aquellos nombres estrambóticos y


todos aquellos títulos burgueses que cada per-

sonaje comunicaba imperturbablemente al

ujier, para que éste los anunciase inmediata-

mente, mezclando y confundiendo sus nombres

y títulos.

Eran maese Loys Roelof, magistado de la villa

de Lovaina, micer Clays d'Estuelde, concejal de

Bruselas, micer Paul de Baeust, señor de Voir-

mizelle presidente de Flandes; maese Jean Co-

leghens, burgomaestre de la villa de Anvers;

maese George de la Moere, primer magistrado

de la villa de Gante; micer Gheldof Van der

Hage, primer concejal de los parchones de la

misma villa... y el señor de Bierbecque y Jean

Pinnock y Jean Dymaerzelle..., etc., bailíos, ma-

gistrados, burgomaestres; burgomaestres, ma-

gistrados y bailíos, tiesos todos, envarados,

almidonados, endomingados con terciopelos y

damascos con birretes de terciopelo negro y

grandes borlas bordeadas con hilo de oro de


Chipre; honorables cabezas después de todo;

dignas y severas figuras del mismo corte de las

que Rembrand pinta tan serias y graves sobre el

fondo negro en su Ronda de Noche; personajes

todos que llevaban inscrito en su frente que

Maximiliano de Austria había tenido razón en

confiarse de lleno, como decía en su manifiesto, a

su buen sentido, valor, experiencia, lealtad y hombr-

ía de bien.

Pero había una excepción: se trataba de un per-

sonaje de rostro fino, inteligente, astuto, con

una especie de hocico de mono y diplomático,

ante quien el cardenal dio tres pasos a hizo una

profunda reverencia y que tan sólo se llamaba

Guillermo Rym, consejero y pentionario de la villa

de Gante.

Muy pocas personas conocían entonces la iden-

tidad de Guillermo Rym, raro genio que, de

haber vivido en tiempos de la revolución, habr-

ía brillado con luz propia, pero que en el siglo


xv se veía reducido a actuar soterradamente y a

vivir en las intrigas, como dice el duque de

Saint-Simon.

Era muy estimado por el intrigante más desta-

cado de Europa.

Maquinaba familiarmente con Luis XI y con

frecuencia metía la mano en los proyectos se-

cretos del rey.

De rodo esto, claro, era ignorante aquel gentío

que se maravillaba viendo cómo su cardenal

hacía reverencias a aquel enclenque personaje

del bailío flamenco.

IV

MAESE JACQUES COPPENOLE

MIENTRAS el pensionario de Gante y su emi-

nencia el cardenal cambiaban una profunda

reverencia y algunas palabras en voz baja, un

hombre alto, fornido de hombros y de cara lar-

ga, pretendía entrar al mismo tiempo que Gui-

llermo. Habríase dicho un dogo persiguiendo a


un zorro. Su gorro de fieltro y su chaqueta de

cuero chocaban con los cuidados terciopelos y

las finas sedas de su entorno. Juzgándole por

un palafrenero cualquiera, el ujier le detuvo.

-¡Eh, amigo! ¡No se puede pasar!

El hombre de la chaqueta de cuero le rechazó

de un empujón.

-¿Qué pretende este tipo? -preguntó con un

tono de voz, que atrajo la atención de la sala

hacia el extraño coloquio-. ¿No ves quién soy?

-¿Vuestro nombre? -preguntó el ujier.

Jacques Coppenole.

-¿Vuestros títulos?

-Calcetero; del comercio conocido por Las trey

cadenetar, en Gante.

El ujier quedó desconcertado. Pase el anunciar

concejales y burgomaestres, pero anunciar a un

calcetero... era demasiado. El cardenal estaba

sobre ascuas. El pueblo escuchaba y miraba.

Dos días Ilevaba su eminencia intentado peinar


a aquellos osos flamencos para hacerlos un

porn más presentables en público; pero aquella

inconveniencia era ya demasiado. Guillermo

Rym, con su fina sonrisa, se acercó al ujier.

-Anunciad a maese Jacques Coppenole, secreta-

rio de los concejales de la villa de Gante -le su-

girió en voz baja.

-Ujier -confirmó el cardenal en alta voz-, anun-

ciad a maese Jacques Coppenole, secretario de

los concejales de la ilustre villa de Gante.

Esto fue un error porque Guillermo Rym, él

solo, habría arreglado aquel embrollo, pero

Coppenole había oído las palabras del cardenal.

-¡Ni hablar! ¡Por los clavos de Cristo! -gritó con

su voz de trueno-. ¿Jacques Coppenole, calcete-

ro! ¿Me has oído, ujier?, ni más ni menos. ¡Por

los clavos de Cristo! Calcetero es bastante im-

portante y más de una vez monseñor el archi-

duque ha venido a mi comercio.

Estallaron risas y aplausos, pues cosas así las


comprende y las aplaude en seguida el pueblo

de París.

Conviene saber que Coppenole era un hombre

del pueblo y pueblo era el público allí congre-

gado; por eso la comunicación entre ambos

había sido rápida; casi como un chispazo.

Aquella altiva salida del calcetero flamenco,

humillando a la gente de la corte, había remo-

vido en el corazón de aquellos plebeyos no sé

qué sentimiento de orgullo y dignidad, todavía

un tanto impreciso en el siglo xv. Aquel calcete-

ro, que acababa de plantarle cara al cardenal,

era como ellos, era de su clase, y representaba

ciertamente un sentimiento agradable para

unos pobres infelices, acostumbrados al respeto

y a la obediencia hacia los criados mismos de

los guardias del bailío o del abad de Santa Ge-

noveva, servidor a su vez del cardenal.

Coppenole saludó con altivez a su eminencia

que, a su vez devolvió el saludo a aquel pode-


roso burgués, temido de Luis XI. Después,

mientras Guillermo Rym, hombre prudente y

maligno, como dice Philippe de Comines, les

seguía con una sonrisa burlona y de superiori-

dad, se dirigió cada uno a su sitio; el cardenal

nervioso y preocupado, Coppenole tranquilo y

altivo, pensando sin duda que, después de to-

do, su título de calcetero era tan importante

como cualquier otro y que María de Borgoña,

madre de esta Margarita, cuyas bodas concer-

taba hoy Coppenole, le hubiera temido menos

como cardenal que como calcetero. ¿Por qué?

Pues porque un cardenal no habría podido

amotinar a los ganteses contra los partidarios

de la hija de Carlos el Temerario. Tampoco ha-

bría servido un cardenal para animar a la mu-

chedumbre con upas palabras y que ésta resis-

tiera a sus lágrimas y a sus ruegos, cuando la

señorita de Flandes fue a suplicar por ellos ante

el pueblo al pie mismo del patíbulo. El calcetero


sin embargo sólo tuvo que levantar su brazo,

revestido de cuero, para hacer rodar vuestras

dos cabezas, ilustrísimos señores Guy de Hym-

bercourt y canciller Guillermo Hugonet.

Pero aún no había pasado todo para el pobre

cardenal; aún tenía que apurar hasta la última

gota el cáliz de la mala compañía en que se en-

contraba.

Seguro que el lector no se habrá olvidado del

descarado mendigo, colocado desde el comien-

zo del prólogo a los bordes del estrado cardena-

licio. La llegada de tan ilustres huéspedes no le

había desplazado de aquel lugar y, mientras

prelados y embajadores se apretujaban como

auténticos arenques flamencos en los asientos

de la tribuna, él se había puesto cómodo, cru-

zando tranquilamente sus piernas sobre el ar-

quitrabe. Era de una insolencia increíble, no

observada en principio por nadie, pues la aten-

ción se centraba en otros puntos; tampoco él


estaba pendiente de to que ocurría en la sala y

balanceaba su cabeza con una despreocupación

de napolitano, repitiendo de vez en cuando,

entre el rumor general: «Una limosna, por cari-

dad.»

Seguramente había sido el único de entre los

asistentes que no se había dignado volver la

cabeza cuando el altercado entre Coppenole y

el ujier. Ahora bien, quiso la casualidad que el

maestro calcetero de Gante, con quien el pueblo

simpatizaba ya vivamente y en quien todas las

miradas estaban clavadas, fuera a sentarse pre-

cisamente en la primera fila del estrado, encima

del mendigo; y la sorpresa no fue pequeña

cuando todos pudieron ver cómo el embajador

flamenco, después de haber examinado al ex-

travagance tipo sentado bajo sus olos, le daba

una palmada amistosa en el hombro cubierto

de harapos. El mendigo se volvió y los dos ros-

tros reflejaron la sorpresa, el reconocimiento y


la alegría... Después sin preocuparse para nada

de los espectadores, el calcetero y el lisiado se

pusieron a hablar en voz baja apretándose las

manos, mientras que los andrajos de Clopin

Trouillefou, extendidos sobre el paño dorado

del estrado, daban más bien la impresión de un

gusano en una naranja.

La originalidad de esta escena tan singular

provocó tales rumores de locura y de satisfac-

ción entre el gentío que no pasó mucho tiempo

sin que el cardenal se apercibiera de ello. En-

tonces se asomó y, no pudiendo ver desde

donde estaba, más que de una manera muy

incómoda a imperfecta, la casaca ignominiosa

de Trouillefou, dedujo claramente que el men-

digo andaba pidiendo limosna e, indignado por

su audacia, exclamó:

-Señor bailío del palacio, hacedme el favor de

lanzar a ese tipejo al río.

-¡Por los clavos de Cristo!, señor cardenal -dijo


Coppenole, sin dejar la mano de Clopin-: ¡Si es

uno de mis amigos!

-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaron todos. Desde entonces

maese Coppenole gozó en París, como en Gan-

te, de un gran prettigio entre el pueblo pues la.r

personas como él to tienen cuando actúan con

eta desenvoltura, dire Philippe de Comines.

El cardenal se mordió los labios y, volviéndose

hacia su vecino, el abad de Santa Genoveva, le

dijo a media voz:

-Valientes embajadores nos envía el señor ar-

chiduque para anunciarnos a su madame Mar-

garita.

-Vuestra eminencia -le respondió el abad- se

excede en cortesías con estos cochinos flamen-

cos. Margarita ante porcos.

-Más bien habría que decir -le respondió el car-

denal con una sonrisa-: Porcos ante Margari-

tam.

Todo el cortejo de sotanas se maravilló con


aquel juego de palabras, to que tranquilizó un

tanto al cardenal pues con ello había quedado

en paz con Coppenole, al ser también aplaudi-

do su retruécano.

Permítasenos preguntar a aquellos de nuestros

lectores que tienen capacidad de generalizar

una imagen y una idea, si se imagínan clara-

mente el espectáculo que ofrecía, en el instance

en que solicitamos su atención, aquel enorme

paralelogramo que era la gran sala del palacio.

En el centro, adosado al muro occidental, un

amplio y magnífico estrado de brocado de oro

por el que van entrando en procesión, por una

puertecilla en arco de ojiva, graves personajes

anunciados uno tras otro por la voz chillona de

un ujier. En los primeros bancos se ven ya mu-

chas y venerables figuras vestidas de armiño,

terciopelo y escarlata. En torno al estrado, que

permanece silencioso y digno, surge frente a él,

por debajo de él, por todas partes, un gran


gentío y un rumor confuso de voces. Miles de

miradas populares y miles de murmullos se di-

rigen hacia cada parte del estrado, pues el es-

pectáculo es ciertamente curioso y atrae la

atención de los espectadores. Pero, ¿qué es esa

especie de tablado, con cuatro fantoches emba-

durnados encima y otros cuatro debajo, que se

ve a11á, al fondo? ¿Quién es aquel hombre de

blusón negro y de figura pálida que se encuen-

tra junco al tablado? ¡Ay, querido lector! Es

Pierre Gringoire y su prólogo. Nos habíamos

olvidado de él y era eso to que él se temía.

Desde la entrada del cardenal, Gringoire no

había cesado de preocuparse por su prólogo.

Primero había pedido a los actores, que se hab-

ían quedado cortados, que continuasen y que

alzasen su voz; después, al ver que nadie escu-

chaba, les había hecho callar y, desde entonces,

hacía ya prácticamente más de un cuarto de

hora, andaba agitándose, moviéndose de un-


lado para otro, hablando con Gisquette y Lie-

narda y animando en fin a los espectadores más

próximos a que le escuchasen, pero todo era en

vano, pues nadie dejaba de mirar al cardenal, a

la embajada flamenca y al estrado, único centro

de atracción de todas las miradas.

Hay que decir, y to hacemos con pena, que el

prólogo comenzaba ya a aburrir ligeramente al

auditorio, en el momento en que su eminencia

había venido a distraer la atención de una ma-

nera tan terrible.

Después de todo, tanto en el estrado como en la

mesa de mármol, tenía lugar el mismo espectá-

culo: el conflicto entre Trabajo, Clero, Nobleza

y Mercancía. Además muchos de los allí pre-

sentes preferían sencillamente verlos vivos;

respirando, actuando, en car. ne y hueso, en la

embajada flamenca o en aquella corte episco-

pal, bajo el ropaje del cardenal o la chaqueta de

cuero de Coppenole; prefería verlos a to vivo


que maquillados o, por decirlo así, disecados

bajo sus ropajes amarillos y blancos con que les

había disfrazado Gringoire.

Éste, sin embargo, al ver que la calma había

renacido, imaginó una estratagema que habría

podido arreglarlo todo.

-Señor -dijo volviéndose hacia uno de los espec-

tadores más próximos, un hombre de aspecto

pacífico y un poco rechoncho-. ¿Y si recomen-

zamos?

-¿Cómo? -dijo aquel hombre.

-Eso; que si seguimos con la representación

-dijo Gringoire.

-Como os plaza -respondió el hombre.

Esta semi aprobación le fue suficiente a Grin-

goire que, tomando la iniciativa, comenzó a

vociferar intentando pasar to más Posible por

un espectador.

-¡Que recomience el misterio! ¡Que recomience!

-¡Demonios! -dijo Joannes de Molendino-, ¿qué


es to que dicen a11á abajo? -la verdad es que

Gringoire hacía tanto ruido como cuatro-. Pero

bueno, amigos, ¿no ha terminado aún el mis-

terio? ¿Y quieren empezarlo otra vez? ¡Ni

hablar! ¡No hay derecho!

-¡Ni hablar!, ¡ni hablar! -gritaron los estudian-

tes. ¡Fuera! ¡Fuera el misterio!

Pero Gringoire se multiplicaba y chillaba más

fuerte que ellos.

-¡Que empiece! ¡Que empiece!

Todo aquel ruido atrajo la atención del carde-

nal.

-Señor bailío del palacio -dijo a un hombre alto,

vestido de negro que se encontraba a unos pa-

sos de él-. ¿Esos villanos están acaso metidos en

la pila del agua bendita para armar tanto jaleo?

El bailío del palacio era algo así como un ma-

gistrado ar.fibio; una especie de murciélago del

orden judicial y, a la vez, algo de rata y de pája-

ro, de juez y de soldado.


Se aproximó a su eminencia y, no sin temer su

enojo, intentó explicarle, entre balbuceos, la

incongruencia del pueblo; que hacía ya tiempo

que habían dado las doce sin que su eminencia

hubiera hecho su aparición, y que los come-

diantes se habían visto obligados a comenzar

sin su presencia.

El cardenal se echó a reír.

-A fe mía que el señor rector de la Universidad

debería haber hecho otro tanto. ¿Qué opináis

vos, micer Guillermo Rym?

-Monseñor -respondió-, debemos darnos por

satisfechos

con habernos librado de la mitad de la come-

dia; eso hemos salido

ganando. -

-¿Pueden, pues, esos rufianes proseguir su far-

sar -preguntó el bailío.

-Que sigan, que sigan -dijo el cardenal-; me da

to mismo; mientras tanto voy a leer el breviario.


El bailío se acercó al borde del estrado y,

haciendo con su mano un gesto de silencio

gritó:

-¡Burgueses y villanos todos! Para satisfacción

de quienes quieten que recomience la represen-

tación y de los que desean ver cómo acaba, su

eminencia ordena que prosiga.

Tuvieron, pues, que resignarse ambos bandos,

aunque público y autor guardaron por ello un

cierto rencor hacia el cardenal.

Así que los personajes continuaron su represen-

tación con la esperanza de Gringoire de que su

obra fuera oída hasta el final y esta esperanza y

otras de sus ilusiones se vieron decepcionadas

porque, si bien se había conseguido restablecer

el silencio entre el auditorio, no se había fijado

Gringoire en que, cuando el cardenal dio la

orden de proseguir, el estrado no se encontraba

aún Ileno y que, después de la legación flamen-

ca, seguían llegando nuevos personajes inte-


grantes del cortejo. Gringoire seguía, pues, con

su prólogo mientras el ujier iba anunciando

nombres y cargos de los recién llegados, orga-

nizándose, como es lógico, un bullicio conside-

rable.

Imaginemos el efecto que pueden producir du-

rante la representación de una obra de teatro

los chillidos de un ujier, lanzando a voz en gri-

to, entre dos rimas, cuando no entre dos hemis-

tiquios, paréntesis como éste:

-¡Maese Jacques Charmolue, procurador real en

los tribunales de la Iglesia!

-Jehan de Harlay, escudero, caballero de la

ronda y vigilancia nocturnas de la ciudad de

París!

-¡Micer Galiot de Genoilhac, caballero, señor de

Brussac, jefe de los artilleros del rey!

-¡Maese Dreux Raguier, inspector de las aguas

y bosques del rey nuestro señor en los territo-

rios franceses de Champagne y de Brie!


-¡Maese Denis Lemercier, encargado de la casa

de ciegos París!... etcétera.

Todo aquello era insoportable para Gringoire.

Aquel extraño cortejo, que impedía por com-

pleto la representación, le indignaba tanto más,

cuanto que se daba cuenta de que el interés por

la obra iba acrecentándose, y de que sólo falta-

ba para el éxito el sec oída.

No era fácil imaginar una trama tan ingeniosa y

tan dramática como la de aquella pieza. Los

cuatro personajes del prólogo se lamentaban de

la inutilidad de su incesante búsqueda, cuando

la diosa Venus en persona, vera incensu patuit

dea(28), se apareció ante ellos vestida con una

espléndida túnica, bordada con el bajel de la

villa de París.

28. Por su misma forma de andar se reconoció a

la diosa (Virgilio, Eneida, I, 405).

Venía a reclamar para sí misma el delfín pro-

metido a la más hermosa y era apoyada en sus


pretensiones por Júpiter, cuyos truenos se oían

retumbar en los vestuarios. Ya la diosa iba a

conseguir su deseo es decir, iba para expresarlo

sin metáforas, a desposarse con el delfín, cuan-

do una joven vestida de damasco blanco y lle-

vando en su mano una margarita -clarísima

personificación de la señorita de Flandes- se

presentó, dispuesta a disputárselo a Venus.

Efectos de teatro y peripecias diversas después

de una larga controversia. Venus, Margarita y

los demás personajes deciden someterlo al recto

juicio de la Santísima Virgen(29). Quedaba aún

otro papel, el de don Pedro, rey de Mesopota-

mia, pero resultaba difícil con tantas inte-

rrumpciones el poder determinar su im-

portancia.

29 Ésta es justamente la circunstancia que da el

título a la obra El recto juicio de Nuestra Señora

la Virgen María.

Todos ellos habían subido al escenario por la


escalerilla a la que ya antes hemos hecho alu-

sión, pero ya no había remedio y nadie podía

ya comprender ni sentir los valores y la belleza

de la obra. Era como si, a la entrada del catde-

nal, un hilo invisible y mágico hubiera atraído

todas las miradas, desde la parte meridional en

donde estaba la mesa de mármol, hasta la parte

occidental en donde estaba el estrado. No había

nada capaz de quitar el hechizo al auditorio y

todas las miradas seguían atentas a la llegada

de nuevos personajes; y sus malditos nombres,

sus caras, su atuendo le producían una diver-

sión continua. Era desolador aquello. Salvo

Gisquette y Lienarda que se volvían hacia

Gringoire cuando éste las tiraba de la manga,

salvo aquel personaje paciente y rechoncho que

se encontraba a su lado, nadie escuchaba, nadie

se preocupaba para nada de la pobre farsa.

Gringoire sólo veía los rostros de perfil.

¡Con cuanta amargura veía derrumbarse paso a


paso todo aquel tinglado de gloria y de poesía!

¡Y pensar que aquella multitud había estado a

punto de revelarse contra el bailío del palacio,

impaciente por ver su obra! ¡Y ahora que estaba

representándose no les importaba! ¡Una repre-

sentación que había comenzado entre el clamor

unánime del pueblo! ¡Eternos flujo y reflujo del

fervor popular! ¡Y pensar que habían estado a

punto de lanzarse contra los guardias del bail-

ío! ¡Qué no habría dado él, Gringoire, por vol-

ver de nuevo a esos dulces momentos del co-

mienzo!

Con la llegada de todos los embajadores había

cesado aquel brutal monólogo del ujier y el

poeta pudo por fin respirar. Los actores habían

ya recornenzado valientemente, cuando he aquí

que maese Coppenole, el calcetero, se levanta

de pronto y, ante la atención de toda la sala,

Gringoire le oye pronunciar esta abominable

arenga.
-Señores burgueses y terratenientes de París,

¡En el nombre de Dios! Me estoy preguntando

qué hacemos aquí. Estoy viendo allá, en aquel

escenario, a gentes que parece que quieren pe-

garse y desconozco si es a eso a to que vosotros

llamáis mi.cterio pero, en cualquier caso, no es

divertido. ¡Pelean con las palabras y nada más!

Hace ya un buen rato que espero impaciente el

primer golpe y no to veo; son cobardes que sólo

se ofenden con injurias. ¡Deberían haber traído

a luchadores de Londres y de Rotterdam para

saber to que es bueno! Se habrían dado tales

puñetazos que podrían oírse desde la plaza.

Pero esos dan pena. ¡Si al menos nos hubieran

dado una danza morisca o algo por el estilo! A

mí me habían hablado de otra cosa; me habían

prometido una fiesta de locos con la elección de

un papa. También nosotros tenemos nuestro

papa de los locos en Gante y en esto ¡voto al

diablo!, no os vamos a la zaga. Os voy a decir


cómo to hacemos: nos reunimos, como voso-

tros, un gentío enorme, y luego, uno por uno,

van metiendo su cabeza por un agujero, que da

al lugar en donde se encuentra el público, y

comienzan a hacer muecas. El que haya hecho

la mueca más fea queda nombrado papa por

aclamación popular. Os aseguro que es muy

divertido. ¿Queréis elegir vuestro papa a la

manera de mi tierra? Siempre será menos latoso

que escuchar a estos charlatanes quienes, por

cierto, también podrán entrar en el juego, si se

deciden a hacer su mueca en el agujero. ¿Qué

dicen a esto, señores burgueses? Hay aquí sufi-

ciente muestra grotesca de ambos sexos para

divertirnos a is flamenca y somos to suficien-

temente feos para hacer bonitas muecas.

Gringoire le habría respondido si la indigna-

ción, la cólera y la estupefación, no le hubiesen

dejado mudo. Pero, como además la propuesta

del popular calcetero fue acogida con tan


enorme entusiasmo por los burgueses

-halagados al oírse llamar terratenienter- todo

habría resultado inútil. No había más que se-

guir la corriente y Gringoire se cubrió la cara

con las manos, lamentando no disponer de un

manto, para taparse la cabeza como el Aga-

menón de Tumanto(30).

(30). Fue un pintor griego, nacido en el 400 an-

tes de Cristo, cuyo cuadro más célebre era un

sacrificio de Ifigenia, donde se veía a Aga-

menón cubriéndose el rostro.

QUASIMODO

EN un abrir y cerrar de ojos todo se preparó

para poner en práctica la idea de Coppenole.

Burgueses, estudiantes y curiales se pusieron a

trabajar y como escenario para las muecas se

eligió una pequeña capilla que se hallaba frente

a la mesa de mármol. Después se rompió uno

de los cristales del bello rosetón situado sobre


la puerta, dejando libre un círculo de piedra

por donde se decidió que los participantes de-

berían meter la cabeza. Para llegar a él bastaba

con subirse a dos toneles, cogidos no se sabe en

dónde y puestos uno sobre otro sin apenas es-

tabilidad. Se reglamentó también que cada

candidato, hombre o mujer (también podía ele-

girse una papisa), con el fin de que no se pudie-

ran ver sus muecas antes de meter la cabeza

por aquella lucera, se cubriera el rostro y to

mantuviera tapado en la capilla hasta el mo-

mento de su aparición. La capilla se llenó en

muy poco tiempo con un buen número de con-

cursantes tras los cuales se cerró la puerta.

Coppenole desde su sitio del estrado daba las

órdenes, dirigía, to arreglaba todo. En medio de

aquel bullicio, el cardenal, tan desconcertado

como Gringoire, so pretexto de resolver unos

asuntos y de asistir a las vísperas, se retiró jun-

to con su séquito, sin que la muchedumbre, tan


vivamente agitada en el momento de su lle-

gada, lamentara mínimamente su ausencia. Fue

Guillermo Rym el único en advertirla. La aten-

ción popular, igual que hace el sol, proseguía

su curso y recorría la sala de parte a parte, des-

pués de detenerse unos instantes en el centro.

La mesa de mármol y el estrado habían atraído

la atención, pero ahora le tocaba el turno a la

capilla de Luis XI. Se había dado rienda suelta a

la locura y ya no se veían más que flamencos y

populacho.

Comenzaron las muecas. La primera cara que

apareció por aquel agujero o tragaluz con

párpados enrojecidos y con la boca tan abierta

como unas fauces y con tantas arrugas en la

frente como las botas de los húsares del impe-

rio, provocó tan ruidosas risotadas, que el

mismo Homero habría confundido a aquellos

villanos con dioses del Olimpo. Pero aquella

sala no era, ni mucho menos, el Olimpo y el


pobre Júpiter de Gringoire to sabía mejor que

nadie. Se sucedieron la segunda, la tercera y

otras muecas más, y siempre provocaban las

risotadas y el jolgorio de la multitud. Era como

si aquel espectáculo tuviera algo de embriaga-

dor o de fascinante difícil de ser transmitido al

lector de nuestros días.

Habría que imaginarse una serie de rostros que

presentaran sucesivamente todas las formas

geométricas, desde el triángulo hasta el trape-

cio, desde el cono al poliedro, todas las expre-

siones humanas, desde la cólera hasta la lujuria;

todas las edades, desde las arrugas de un recién

nacido, hasta las de una vieja moribunda; Co-

das las fantasmagorías religiosas, desde el fau-

no hasta Belcebú; todos los perfiles de anima-

les, desde unas fauces hasta un pico desde el

morro al hocico. Imaginemos aún los mascaro-

nes del PontNeuf o las pesadillas pétreas sali-

das de la mano de Germain Pilon(31), adqui-


riendo vida y espíritu y acercándose para mira-

ros frente a frente con sus ojos de fuego; o ima-

ginad todos los disfraces del carnaval de Vene-

cia sucedibndose ante el cristal de vuestro ca-

talejo. En una palabra: un calidoscopio huma-

no.

31 Estos mascarones del Pont-Neuf, atribuidos

a Germain Pilon, haan impresionado mutho a

Víctor Hugo y los cita en varias partes de s

obras.

Aquella orgía era cada vez más propiamente

flamenca. Un cuadro de Teniers nos daría aún

una idea harto imperfecta. Imaginemos más

bien, en auténtica bacanal, una de las batallas

pintadas por Salvator Rosa. Allí no quedaban

ya ni estudiantes, ni embajadores, ni burgueses,

ni hombres, ni mujeres. No había ya ningún

Clopin Trouillefou, ni Gilles Lecornu, ni Marie

Quatrelivres, ni Robin Poussepain; todo se bo-

rraba en el libertinaje colectivo. La gran sala no


era sino un inmenso horno de desvergüenza y

jovialidad, en donde cada boca era un grito,

cada ojo un destello de

luz, cada rostro una mueca y cada individuo

una postura.

Todo allí gritaba y rugía; los extraños rostros

que llegaban, uno tras otro, al rosetón a hacer

sus muecas, eran como teas encen-

didas echadas en aquel enorme brasero que era

la sala y, de todo aquel gentío en efervescencia,

subía como el vapor de un horno, un rumor

agrio, agudo, duro y silbante como las alas de

un moscardón.

-¡Hala! ¡Maldición!

-¡Mira ésa! ¡Fíjate qué cara!

-¡Bueno! ¡No es para tanto!

-¡Otra! ¡Que salga otra!

-¡Guillemette Maugerepuis, mira ese motro de

toro! ¡Sólo le faltan los cuernos! ¿No será to

marido?
-¡Otro! ¡Que salga otro!

-¡Por la barriga del papa! ¡Qué cara es ésa!

-¡Eh eh! ¡Eso es trampa! ¡Eso no es la cara! ¡Sólo

se puede enseñar la cara!

-¡Esa condenada de Perrette Callebotte es capaz

de todo! -¡Bravo! ¡Bravo!

-¡Uff! ¡Me ahogo!

-¡Mira! ¡A ése ~o le caben las orejas por el agu-

jero!... Pero seamos justos con nuestro amigo

jehan. En medio de aquel alboroto, aún se le

veía en to alto del pilar, como a un grumete en

su gavia. Bregaba con una furia incteíble. De su

boca totalmente abierta se escapaban gritos

incomprensibles, no porque la intensidad del

clamor general los ahogase, sino porque segu-

ramente iban más a11á del límite de la escala

perceptible de los sonidos agudos: las doce mil

vibraciones de Sauveur o las ocho mil de Biot

(32).

32 Joseph Sauveur (1653-1716) fue, a pesar de


su sordera, el creador de la acvstica musical,

calculando el número de vibraciones de un so-

nido. Fue sordomudo hasta los seis años. Jean

Biot, astrónomo y matemático, vino, entre

otros, a España para la medición del meridiano.

Gringoire, por su parte, después de aquellos

momentos de abatimiento, había conseguido

rehacerse y se mostraba decidido a hacer frente

a cualquier adversidad.

-Continuad, repetía una vez más a sus come-

diantes, auténticas máquinas parlantes y, dan-

do grandes pasos ante la mesa de mármol, le

entraban deseos de acercarse también a la luce-

ra de la capilla, aunque no fuera más que para

darse el gusto de hacerle una mueca de burla a

aquel pueblo ingrato.

«Nada de venganzas que serían indignas de

nosotros; lucharemos hasta el fin», se repetía,

«porque el influjo que la poesía tiene sobre el

pueblo es muy grande y acabaré por interesar-


les. Veremos quién gana si las vulgaridades o

las bellas letras.»

Pero, ¡ay!, sólo él quedó como espectador de su

propia obra y ahora era todavía peor que antes

pues ya sólo veía las espaldas de la gente. Esto

no es totalmente cierto, pues aquel hombre pa-

ciente y rechoncho, a quien ya había consultado

poco antes, miraba aún al escenario. Gisquette

y Lienarda hacía ya rato que habían desertado.

Gringoire se emocionó hasta el fondo de su

corazón ante la fidelidad de aquel espectador y

se acercó a él para hablarle, pero hubo de sacu-

dirle fuertemente, pues el pobre se había ador-

milado, apoyado en la balaustrada.

-Muchas gracias, señor -le dijo Gringoire.

-¿De qué señor? -contestó el otro con un boste-

zo.

-Ya me doy cuenta de que todo ese ruido os

impide oír a gusto la obra -le dijo Gringoire-.

Tranquilizaos porque os prometo que vuestro


nombre pasará a la posteridad. ¿Cómo os llam-

áis?

-Renault Château, guardasellos del Châtelet de

Paris, para serviros.

-Señor, sois aquí el único representante de las

musas -dijo Gringoire.

-Muchas gracias; sois muy amable -añadió el

guardasellos del Châtelet.

-Sois el único que ha escuchado la obra, ¿qué os

ha parecido?

-Vaya -respondió el rechoncho magistrado, un

tanto adormilado aún-: interesante, bastante

buena en realidad.

Hubo de contentarse Gringoire con tal elogio

pues una atro-

nadora salva de aplausos, en medio de un gri-

terío ensordecedor, puso fin a su conversación.

Se había, por fin, elegido el papa de los locos.

-¡Viva!, ¡viva! -gritaba la multitud.

En efecto, la mueca que en aquel momento


triunfaba en el hue-

co del rosetón era algo formidable.

Después de tantas caras hexagonales o penta-

gonales y heteróclitas que habían pasado por la

lucera sin culminar el ideal grotesco, formado

en las imaginaciones exaltadas por la orgía sólo

la mueca sublime que acababa de deslumbrar a

la asamblea habría sido capaz de arrancar los

votos necesarios. Hasta el mismo maese Cop-

penole se puso a aplaudir y Clopin Trouillefou,

que también había participado -y sólo Dios

sabe cuán horrible es la fealdad de su rostro- se

confesó vencido y to mismo haremos nosotros,

pues es imposible transmitir al lector la idea de

aquella nariz piramidal, de aquella boca de

herradura, de aquel olo izquierdo, tapado por

una ceja rojiza a hirsuta, mientras que el de-

recho se confundía totalmente tras una enorme

berruga, o aquellos dientes amontonados, me-

llados por muchas partes, como las almenas de


un castillo, aquel belfo calloso por el que aso-

maba uno de sus dientes, cual colmillo de ele-

fante; aquel mentón partido y sobre todo la

expresión que se extendía por todo su rostro

con una mezcla de maldad, de sorpresa y de

tristeza. Imaginad, si sois capaces, semejante

conjunto.

La aclamación fue unánime. Todo el mundo se

dirigió hacia la capilla y sacaron en triunfo al

bienaventurado papa de los locos y fue enton-

ces cuando la sorpresa y la admiración llegaron

al colmo, al ver que la mueca no era tal; era su

propio rostro.

Más bien toda su persona era una pura mueca.

Una enorme cabeza erizada de pelos rojizos y

una gran joroba entre los hombros que se pro-

yectaba incluso hasta el pecho. Tenía una com-

binación de muslos y de piernas tan extrava-

gante que sólo se tocaban en las rodillas y,

además, mirándolas de frente, parecían dos


hojas de hoz que se juntaran en los mangos;

unos pies enormes y unas manos monstruosas

y, por si no bastaran todas esas deformidades,

tenía también un aspetto de vigor y de agilidad

casi terribles; era, en fin, algo así como una ex-

cepción a la regla general, que supone que, can-

to la belleza como la fuerza, deben ser el resul-

tado de la armonía. Ése era el papa de los locos

que acababan de elegir; algo así como un gigan-

te roto y mal recompuesto.

Cuando esta especie de cíclope apareció en la

capilla, inmóvil, macizo, casi tan ancho como

alto, cuadrado en .ru base, como dijera un gran

hombre(33), el populacho to reconoció inme-

diatamente por su gabán rojo y violeta cuajado

de campanillas de plata y sobre todo por la

perfección de su fealdad, y comenzó a gritar

como una sola voz:

-¡Es Quasimodo, el campanero! ¡Es Quasimodo,

el jorobado de Nuestra Señora! ¡Quasimodo, el


tuerto! ¡Quasimodo, el patizambo! ¡Viva! ¡Viva!

Fíjense si el pobre diablo tenía motes en donde

escoger:

-¡Que tengan cuidado las mujeres preñadas!

-gritaban los estudiantes.

-¡O las que tengan ganas de estarlo! -añadió

Joannes.

Las mujeres se tapaban la cara.

-¡Vaya cara de mono! -decía una.

-Y seguramente tan malvado como feo -añadió

otra.

-Es como el mismo demonio -porfiaba una ter-

cera.

(33) Frase de Napoleón, aunque, naturalmente,

en sentido muy alejado del que nos ocupa.

-Tengo la desgracia de vivir junto a la catedral

y todas las noches le oigo rondar por los cana-

lones.

-¡Como los gatos!

-Es cierto; siempre anda por los tejados.


-Nos echa maleficios por las chimeneas.

-La otra noche vino a hacerme muecas por la

claraboya y me asustó tanto que creí que era un

hombre.

-Estoy segura de que se reúne con las brujas; la

otra noche me dejó una escoba en el canalón.

-¡Uf! ¡Qué cara tan horrorosa tiene ese joroba-

do!

-Pues, ¡cómo será su alma!

Los hombres, por el contrario, aplaudían encan-

tados.

Quasimodo, objeto de aquel tumulto, perma-

necía de pie a la puerta de la capilla, triste y

serio, dejándose admirar.

Un estudiante, Robin Poussepain creo que era,

se le acercó burlón, chanceándose un porn de él

y Quasimodo no hizo sino cogerle por la cintu-

ra y lanzarle a diez pasos por encima de la gen-

te sin inmutarse y sin decir una palabra.

Entonces maese Coppenole, maravillado, se


acercó a él.

-¡Por los clavos de Cristo! ¡Válgame San Pedro!

Nunca he visto nadie tan feo como tú y creo

que eres digno de ser papa aquí y en Roma. A1

mismo tiempo, y un canto festivamente, le pa-

saba la mano por la espalda. Como Quasimodo

no se movía, Coppenole prosiguió:

-Eres un tipo con quien me gustaría darme una

comilona, aunque me costase una moneda nue-

va de doce tornesas. ¿Te hace?

Quasimodo no contestaba.

-¡Por los clavos de Cristo! ¿Pero eres sordo o

qué?

Y en efecto, Quasimodo era sordo.

Sin embargo, estaba empezando a impacientar-

se por los modales de Coppenole y de pronto se

volvió hacia él, con un rechinar de dientes tan

terrible, que el gigante flamenco retrocedió co-

mo un buldog ante un gato. Se hizo entonces a

su alrededor un círculo de miedo y de respeto


de, por to menos, unos quince pasos de radio.

Una vieja aclaró entonces a maese Coppenole

que Quasimodo era sordo.

-¡Sordo! -dijo el calcetero con una enorme carca-

jada flamenca-. ¡Por los clavos de Cristo! Es un

papa perfecto.

-Yo le conozco -dijo Jehan, que había bajado

por fin de su capitel para ver a Quasimodo de

más cerca-; es el campanero de mi hermano el

archidiácono.

-¡Hola, Quasimodo!

-¡Demonio de hombre! -dijo Robin Poussepain,

un tanto contusionado aún por su caída-: Apa-

rece aquí y resulta que es~ jorobado; se echa a

andar y es patizambo; to mira y es tuerto;

hablas y es sordo. ¿Pues cuándo habla este Poli-

femo?

-Cuando quiere -respondió la vieja-; es sordo

de tanto tocar las campanas, pero no es mudo.

-Menos mal -observó Jehan.


-¡Ah!y tiene un ojo de más -añadió Pierre Pous-

sepaia,

-No -dijo juiciosamente Jehan-. Un tuerto es

mucho m£, incompleto que un ciego, pues sabe

to que le falta.

Mientras tanto todos los mendigos los lacayos,

los ladrones i junto con los estudiantes habían

ido a buscar en el armario de la I curia la tiara

de cartón y la toga burlesca del papa de los

locos.

Quasimodo se dejó vestir sin pestañear con una

especie de do. cilidad orgullosa. Después le

sentaron en unas andas pintarrajeadas, y doce

oficiales de la cofradía de los locos se to echa-

ron a hombros. Una especie de alegría amarga

y desdeñosa iluminó enton ces la cara triste del

cíclope, al ver bajo sus pies deformes agueIlas

cabezas de hombres altos y bien parecidos.

Después se puso en marcha aquella vociferante

procesión-de andrajosos para siguiendo la cos-


tumbre dar la vuelta por el inte rior de las ga-

lerías del palacio, antes de hacerlo por las pla-

zas y calles de la Villa.

VI

LA ESMERALDA

INFORMAMOS encantados a nuestros lectores

que durance toda esta escena Gringoire y su

obra habían aguantado bravamente. Los acto-

res, espoleados por él, habían continuado reci-

tando y el no había cesado de escucharlos. Se

había resignado ante aquel enorme vocerío y

decidió llegar hasta el final con la esperanza de

un cambio de actitud por parte del público.

Este fulgor

de esperanza se reavivó al comprobar cómo

Quasimodo, Coppenole y el cortejo ensordece-

dor del papa de los locos salían de la sala, en

medio de una gran algarada, seguidos ávida-

mente por el gentío que se precipitó tras ellos.

Menos mal -se dijo-; ya era hora de que todos


esos alborotadores se largaran. Por desgracia

todos los alborotadores to formaban todo el

público y, en un abrir y cerrar de ojos, la sala

quedó vacía.

A decir verdad, todavía quedaban algunos es-

pectadores; unos dispersos, otros agrupados

junto a los pilares. Mujeres, viejos o niños can-

sados del tumulto y del jaleo. Algunos estu-

diantes se habían quedado a caballo en las cor-

nisas de las ventanas y miraban to que ocurría

en la plaza.

Bueno -pensó Gringoire-, hay gente bastante

para escuchar mi obra; no son muchos, pero es

un público selecto, un público culto.

Poco después debía oírse una sinfonía, encar-

gada de producir un gran efecto a la llegada de

la Santísima Virgen y entonces él cayó en la

cuenta de que se habían llevado la orquesta

para la procesión de los locos.

-Saltaos esa parte -les dijo estoicamente.


Se acercó poco más tarde a un grupo de gentes

que le parecía interesado en la obra y... he aquí

una pequeña muestra de la conversación que

cogió al vuelo.

-Maese Cheneteau, ¿conocéis la residencia de

Navarra, la que pertenecía al señor de Ne-

mours?

-Sí; ¿la que estaba frente a la capilla de Braque?

(34)

-Pues bien, el fisco se la ha alquilado a Gui-

llaume Alixandre, el historiador, por seis libras

y ocho sueldos parisinos al año.

-¡Cómo suben los alquileres!

En fin -se dijo Gringoire-; seguro que hay otros

que están escuchando con más atención.

-¡Camaradas! -gritó de pronto uno de aquellos

tipos de la ventana: ¡Za Etmeralda! ¡Está en la

plaza la Esmeralda!

Estas palabras produjeron un efecto mágico y la

poca gente que aún quedaba en la sala se preci-


pitó hacia las ventanas, subiéndose a los muros

para ver, al mismo tiempo que repetían: ¡1a

Ermeralda! ¡La Etmeralda!

Desde la plaza se oía un gran ruido de aplau-

sos.

-Pero, ¿qué es eso de la Ermeralda?

-preguntaba Gringoire, juntando las manos

desesperadamente-. ¡Dios mío! Parece que aho-

ra les ha tocado el turno a las ventanas

-volvióse hacia la mesa de mármol y vio que la

representación se había interrumpido de nue-

vo. Era justo el momento en que Júpiter tenía

que aparecer con su rayo; pero Júpiter se había

quedado inmóvil, al pie del escenario.

-¡Miguel Giborne! -le gritó irritado el poeta-.

¿Qué haces ahí? Te toca a ti. Sube ahora mismo.

34. Se trata de la capilla fundada por Arnauld

de Braque donde se plataba el «mayo» al que

ya se ha hecho alusión.

-No puedo -dijo Júpiter-; un estudiante acaba


de llevarse la escalera.

Gringoire miró y vio que efectivamente era así

y que esta circunstancia cortaba toda la comu-

nicación de la obra entre el nudo y el desenlace.

-¡Qué simpático! -murmuró entre dientes-. ¿Y

para qué ha cogido la escalera?

-Para poder asomarse y así ver a la Etmeralda

-respondió compungido Júpiter-. Vino y dijo:

¡Anda! ¡Una escalera que no sirve para nada y

se la llevó!

Fue el golpe de gracia. Gringoire to recibió con

resignación.

-¡Podéis iros todos al diablo! -dijo a los come-

diantes-; y si me pagan a mí, cobraréis también

vosotros.

Y se retiró cabizbajo, pero el último de todos,

como un general que ha luchado con valor.

Luego, mientras bajaba por las tortuosas escale-

ras del palacio, iba mascullando entre dientes:

-¡Maldita retahíla de asnos y buitres! ¡Vienen


con la idea de asistir al misterio y... nada! Todo

el mundo les preocupa: Clopin Trouillefou, el

cardenal, Coppenole, Quasimodo..., ¡el mismí-

simo demonio incluso!, pero de la Virgen María

no quieren saber nada. Si to llego a saber...

¡Vírgenes os habría dado yo a vosotros, pa-

panatas! ¡Y yo que había venido con la idea de

ver los rostros y sólo las espaldas he podido

ver! ¡Ser poeta para tener el éxito de un botica-

rio! En fin; también Homero hubo de pedir li-

mosna por las calles de Grecia y Nasón(35) mu-

rió en el exilio entre los moscovitas, pero... que

me lleven todos los demonios si entiendo to

que han querido decir con su Ermeralda. ¿Qué

significa esa palabra? Debe ser una palabra

egipcia (36).

35 Nasón, es decir, Ovidio, fue desterrado por

orden de Octavio Augusto a la Costa del mar

Negro, pero no entre los moscovitas sino entre

los getas; y a11í murió.


36 Con el nombre genérico de egipcio se viene a

designar en francés a todos los nómadas, como

bohemios, gitanos, zíngaros...

LIBRO SEGUNDO

DE CARIBDIS A ESCILA

ANOCHECE muy pronto en enero y cuando

Gringoire salió del palacio, las calles estaban ya

desiertas. Aquella oscuridad le agradó y se im-

pacientaba ya por llegar a alguna callejuela

sombría y desierta, para poder a11í meditar a

sus anchas y para que el filósofo hiciera la pri-

mera cura en la herida abierta del poeta. En

aquellos momentos la filosofía era su único

refugio, pues además no sabía a dónde ir. Des-

pués del estrepitoso fracaso de su intento tea-

tral no se atrevía a volver a la habitación que

ocupaba en la calle Grenier-sur-l'Eau frente al

Port-au-Foin. El pobre hombre había contado

con to que el preboste le pagaría por su epita-

lamio para, a su vez, liquidar con maese Gui-


llaume DoulxSire, encargado de los arbitrios de

las reses de pezuña partida de París, los seis

meses de alquiler que le debía; es decir, doce

sueldos parisinos. Doce veces más que todo to

que él tenía, incluidas sus calzas y su camisa.

Después de pensar un momento, cobijado pro-

visionalmente bajo el portillo de la prisión del

tesorero de la Santa Capilla, en qué lugar podr-

ía pasar aquella noche, teniendo como tenía a

su disposición todos los empedrados de París,

se acordó de que la semana anterior había visto

en la calle de la Savaterie, a la puerta de un

consejero del parlamento, una de esas piedras

que sirven de escalones para poder subirse a las

mulas, y de haber pensado que, en caso de ne-

cesidad, podría servir de almohada a un men-

digo o a un poeta, y dio gracias a la providencia

por haberle sugerido tan buena idea; pero,

cuando se preparaba para atravesar la plaza del

palacio y adentrarse en aquel tortuoso laberinto


de las calles de la Cité, por donde serpentean

todas esas viejas hermanas que son las calles de

la Barilleirie, de la Vieille Draperie, de la Sava-

terie, de la juiverie, etc., que aún se mantienen

hoy con sus casas de nueve pisos, vio la proce-

sión del papa de los locos que salía también del

palacio, enfilando casi su mismo camino, con

acompañamiento de gran griterío de antorchas

encendidas, y la orquestilla del pobre Gringoi-

re. A su vista se reavivaron las heridas de su

amor propio y huyó. En la amarga desgracia de

su aventura dramática, todo recuerdo de ese

día le agriaba y le abría de nuevo su llaga.

Quiso pasar entonces por el puente de

Saint-Michel por el que corrían unos mucha-

chuelos tirando petardos y cohetes.

-¡Al diablo todos los cohetes! -dijo Gringoire y

se encaminó hacia el Pont-au-Change.

Habían colgado, en las casas situadas a la en-

trada del puente, tres telas que representaban al


rey, al delfín y a Margarita de Flandes, y otros

seis paños más pintados esta vez con retratos

del duque de Austria del cardenal de Borbón,

del señor de Beaujeu, de doña Juana de Francia

así como del bastardo del Borbón y no sé qué

otro más; todos ellos iluminados con antorchas

para ser vistos por la multitud.

-¡Buen pintor ese Jean Fourbault! -dijo Gringoi-

re con un profundo suspiro, dando la espalda a

todas aquellas pinturas para adentrarse en una

calle oscura que surgía ante él. Tan solitaria pa-

recía que pensó que, metiéndose en ella, podría

escapar a todo el bullicio y a todos los ruidos de

la fiesta.

Apenas hubo dado unos pasos, cuando sus pies

tropezaron contra algo y cayó al suelo, era el

ramo del mayo que los de la curia habían depo-

sitado por la mañana a la puerta del presidente

del parlamento, en honor a la solemnidad de

aquel día. Gringoire aguantó heroicamente


aquel contratiempo y levantándose se dirigió

hacia el río. Después de dejar tras de sí la torre-

cilla civil y la torre de to criminal, caminó a to

largo del muro de los jardines reales por la ori-

lla no pavimentada, en donde el barro le llega-

ba hasta los tobillos; llegó a la parte occidental

de la isla de la Cité, se paró a mirar el islote del

Passeur-aux-Vaches(1), desaparecido actual-

mente, con el caballo de bronce y el

Pont-Neuf(2). Entre las sombras de aquel islote,

parecía como una masa negra al otro lado del

estrecho paso de agua blancuzca que le separa-

ba de ella. Podía adivinarse por los rayos de

una lucecita, una especie de cabaña en forma de

colmena, en donde el barquero del ganado se

cobijaba por las noches.

1. Barquero de las vacas.

2. El islote: actualmente la punta o el extremo

del Vert-Galant en donde termina, río abajo, la

isla de la Cité. La estatua de Enrique IV a la que


se hace alusión fue erigida en 1614. Era la pri-

mera vez que se exponía en Francia, a la vene-

ración pública, la representación de un perso-

naje contemporáneo (Enrique IV, primer mo-

narca de la casa de Borbón, rey de Navarra ab-

juró, recuérdese su frase «Parfs bien vale una

misa», y fue nombrado Rey de Francia en 1583).

Promulgó en 1598 el Edicto de Nantes, garanti-

zando a los protestantes la libertad de culto.

Fue asesinado por Ravaillac en 1610.

-¡Ay feliz barquero que no sueñas con la gloria

ni compones epitalamios! -pensó Gringoire-.

¿Qué to importan a ti las bodas de los reyes o

las duquesas de Borgoña% ¡Para ti no hay más

margaritas que las que crecen en el campo y

que sirven de alimento a tus vacas! Y a mí, poe-

ta, me abuchean y paso frío y debo doce suel-

dos por el alquiler, y las suelas de mis zapatos

están tan gastadas y transparentes que podrían

muy bien utilizarse como cristales para to farol.


¡Gracias, barquero del ganado, porque to caba-

ña me permite descansar la vista y me hace

olvidar París!

La explosión de un doble petardo, surgido

bruscamente de la cabaña del barquero, le des-

pertó de aquella especie de ensueño lírico en

que se había sumido. Se trataba del barquero

que sin duda quería también participar en las

alegrías de aquella fecha y que había lanzado

un cohete artificial.

Aquella explosión puso a Gringoire la piel de

gallina.

-¡Maldita fiesta! ¿No podré librarme de ti ni

siquiera aquí, junto al barquero?

Luego miró cómo el Sena corría a sus pies y un

terrible pensamiento cruzó por su mente.

-¡Con cuanto placer me lanzaría al agua si no

estuviera tan fría! -y tuvo entonces una reacción

desesperada; puesto que no podía escapar ni al

papa de los locos ni a las pinturas de Jehan


Fourbault, ni a los ramos del «mayo» ni a los

petardos, ni a los cohetes, to mejor sería parti-

cipar de lleno en la fiesta y acercarse a la plaza

de Gréve. Al menos, pensaba, a11í podré en-

contrar un tizón de la fogata para calentarme y

podré cenar algunas migas de los tres enormes

escudos de armas hechos con azúcar que ha-

brán colocado presidiendo la mesa para el ban-

quete público de la villa.

II

LA PLAZA DE GRÈVE(3)

HOY día no quedan de la plaza de Grève, tal

como existía entonces, más que algunos vesti-

gios perceptibles apenas, como la atractiva to-

rrecilla del ángulo norte de la plaza, cubierta

por un encalado vulgar que borra las aristas de

las esculturas y

3. Véase la nota 2 del libro primero.

que incluso desaparecerá absorbida por esas

nuevas construcciones que están acabando con


todas las viejas fachadas de París.

Quienes como nosotros no pasan por la plaza

de Grève sin echar una ojeada de nostalgia y de

simpatía a esa pobre torrecilla, estrangulada

entre dos caserones de tiempos de Luis XV,

pueden construir en su imaginación el conjunto

de edificios al que pertenecía a imaginar íntegra

la vieja plaza gótica del siglo xv.

Era, como to es hoy, un trapecio irregular, limi-

tada en una de sus partes por el muelle y por

una serie de casas altas, estrechas y sombrías en

las otras tres.

De día, podía admirarse la diversidad de sus

edificaciones, esculpidas en piedra o talladas en

madera, representando muestras completas de

los diferentes modelos de arquitectura domés-

tica de la Edad Media, remontándose desde el

siglo XV hasta el X1, desde el crucero que co-

menzaba a destronar la ojiva, hasta el arco ro-

mánico, de medio punto, que había sido reem-


plazado por el arco ojival y que se extendía aún

por el primer piso de aquella vieja casa de la

Tour Roland que hace ángulo entre el Sena y la

plaza, por el lado de la calle de la Tannerie.

De noche sólo se distinguía, entre la masa de

edificios, la silueta negra de los tejados desple-

gando en torno a la plaza su cadena de angulos

agudos. Y es que una de las diferencias más

palpables entre las ciudades de antes y las de

ahora, es que ahora las fachadas dan a las pla-

zas y a las calles y antes eran los hastiales o los

piñones los que daban a las plazas; es decir,

que las casas han dado media vuelta desde

hace dos siglos.

En el centro, en la parte oriental de la plaza, se

veía una construcción maciza, con mezcla de

estilos, formada por tres viviendas superpues-

tas y que era conocida por los tres nombres que

definen su historia, su destino y su arquitectu-

ra: la casa del delfín, por haberla habitado el


delfín Carlos V; la mercancía, por haber servido

de ayuntamiento, y la casa de los pilares, a cau-

sa de unos gruesos pilares que sustentaban sus

tres plantas.

Los ciudadanos encontraban en ella todo to que

una buena villa, como París, necesitaba: una

capilla para rezar a Dios, una audiencia para

juzgar, y parar en caso necesario los pies a los

agentes del rey, y un desván, provisto de buena

artillería, pues los burgueses de París saben que

con frecuencia no basta con rezar y pleitear

para defender los privilegios de su ciudad, sino

que es necesario también disponer, en los des-

vanes del ayuntamiento, de Buenos arcabuces,

aunque estén mohosos.

La plaza de Grève tenía ya entonces ese aspecto

siniesto que le confieren el recuerdo que ella

misma evoca y el ayuntamiento de Dominique

Boccador, sombrío sustituto de la casa de los

pilares. Conviene añadir que un patíbulo y una


picota o, como eran llamados entonces, una

justicia y una escala erigidos juncos en medio

de la plaza, tampoco contribuían mucho a no

fijar la mirada en una plaza tan fatal, lugar de

agonía de tanta gente y en donde cincuenta

años más tarde iba a nacer la fiebre de San Va-

llier, enfermedad provocada por el horror al

cadalso, monstruosa como ninguna otra enfer-

medad, por tener su origen no en Dios sino en

los hombres.

Es un consuelo, dicho sea de paso, el pensar

que la pena de muerte que hace trescientos

años llenaba con sus ruedas de hierro; con sus

patíbulos de piedra y con todos sus permanen-

tes instrumentos de suplicio, fijos en el suelo, la

plaza de Grève o los mercados o la plaza

Dauphine o la Croix-du-Trahoir o el mercado

de los cerdos y el horrible Montfaucon y la pla-

za de los gatos y la puerta de Saint-Denis y

Champeaux; además de los que existían en la


Puerta Baudets y en la Puerta de Saint Jacques;

todo ello sin contar las numerosss escalas de los

prebostes, del obispo, de los capítulos, de los

abades, de los priores con derecho a ad-

ministrar justicia, sin contar tampoco las con-

denas a morir ahogado en el Sena; es consola-

dor que hoy, perdidas ya todas las piezas de su

armadura, su derroche de suplicios, sus conde-

nas de imaginación y fantasía, su cámara de

torturas, a la que cada cinco años se añadía una

cama de cuero en la prisión del Gran Châtelet,

esa antigua soberana de la sociedad feudal,

eliminada casi de nuestras leyes y de nuestras

villas, atacada en todos los códigos, expulsada

de plaza en plaza; es consolador en verdad que,

después de todo esto, sólo tenga en nuestro

inmenso París un rincón vergonzoso en la plaza

de Gréve, una miserable guillotina, furtiva,

vergonzante y siempre temerosa de ser sor-

prendida en flagrante delito, por la rapidez con


que desaparece después de haber cumplido su

misión.

III

BESOS PARA GOLPES

CUANDO Pierre Gringoire llegó a la plaza de

Grève se encontraba aterido. Había dado un

rodeo por el Pont-aux-Meuniers (Puente de los

molineros) para así evitar la multitud concen-

trada en el Pont-au- Changes(Puente del cam-

bio) y las pinturas de Jean Fourbault; pero las

ruedas de los molinos del obispo le habían sal-

picado al pasar y su blusón estaba empapado.

Le parecía además que el fracaso de su obra le

hacía aún más frio. lero y por eso apresuró la

marcha para llegar antes a la gran f<) gata de la

fiesta que ardía con un fuego impresionante en

medie de la plaza. Una multitud considerable

se apiñaba a su alrededor

-¡Malditos parisinos! -se dijo para sí pues Grin-

goire, como verdadero poeta dramático que


era, utilizaba con alguna frecuencia estos

monólogos-. ¡Y además no me dejan acercarme

al fuego, ahora que necesito un hueco al calor!

¡Mis zapatos se han calado y esos malditos mo-

linos me han puesto pingando! ¡Demonio de

obispo y sus molinos! ¡Ya me gustaría saber

para qué quiere un obispo tantos molinos!

¿Querrá hacerse obispo molinero? Si para ello

necesita mi bendición, se la doy a él, a su cate-

dral y a sus molinos. ¿Me dejarán un sitio junto

al fuego todos esos mirones? ¿Qué pintarán

ahí? ¡Calentarse! ¡Pues vaya cosa! ¡Menudo

espectáculo mirar cómo se van quemando un

centenar de leños!

Fijándose un poco mejor se dio cuenta de que el

círculo era un poco más ancho de to necesario

para calentarse y que toda aquella gente estaba

a11í concentrada por algo más que por el sim-

ple hecho de ver cómo se quemaba un buen

montón de leños.
En un buen espacio libre, abierto entre el fuego

y el gentío, una joven estaba bailando.

Tan fascinado se quedó ante aquella deslum-

bradora visión que, por muy poeta iróntco o

por muy filósofo escéptico que se considerara,

no fue capaz de distinguir a primer golpe de

vista si en realidad se trataba de un ser huma-

no, de un hada o de un ángel.

No era muy alta, pero to parecía por la finura

de su talle, que se erguía atrevido con agilidad;

era morena pero se adivinaba que a la luz del

día su tez debía tener ese reflejo dorado de la.s

mujeres andaluzas y romanas. Sus pies, peque-

ños, también parecían andaluces. Se diría que

estaban presos, pero cómodos a la vez, en sus

graciosos zapatos. Bailaba y giraba como un

torbellino sobre ina vieja alfombra persa y, cada

vez que se acercaba en sus giros vertiginosos,

sus ojos negros lanzaban destellos de luz.

Todo el mundo tenía sus ojos clavados en ella y


la miraba boquiabierto. En efecto, al verla dan-

zar así, al ritmo del pandero, con sus dos her-

mosos brazos jugando por encima de la cabeza,

ina, grácil y vivaz como una avispa, con su cor-

piño dorado, su restido de mil colores lleno de

vuelos, con sus hombros desnulos, sus piernas

estilizadas que la falda, al hincharse, dejaba

asonar con frecuencia; su pelo negro, su mirada

de fuego, parecía ina criatura sobrenatural.

-En verdad -pensaba Gringoire-, es una sala-

mandra, una ninfa, una diosa o una de las ba-

cantes del monte Menaleo(6). En aquel momen-

to una de las trenzas de la «salamandra» so1tó

y una moneda de latón que la sujetaba rodó por

el suelo. -¡Ah, no! -se dijo Gringoire-: ¡Es una

gitana!

Todo su entusiasmo se había esfumado.

6 Monte de Arcadia consagrado al culto de Ba-

co. Los recuerdos de la

antigüedad y el ocultismo contemporáneo, con


sus propios cultos, forman una mezcla muy

característica de la Edad Media, y constante en

Nuestra Señora de París.

Nuevamente se puso a bailar y cogiendo del

suelo dos sables, )s apoyó de punta en su fren-

te, haciéndolos girar en un sentido, al tiempo

que ella to hacía en el otro. Se trataba de una

gitana efectivarnente y, a pesar del desencanto

de Gringoire, el conjunto aquel que la gente

estaba presenciando se hallaba cargado de be-

lleza y de magia. La fogata iluminaba con su

resplandor crudo y ojizo que se reflejaba, tem-

bloroso en los rostros de la mucheiumbre y en

la frente morena de la joven. Al fondo de la

plaza se adivinaba un reflejo pálido y vacilante

de sombras, contra la vieja fachada negra de la

Mairon aux Pilierr(7) y contra los brazos de

piedra de la horca.

7. La casa de los pilares.

Entre los mil rostros que este fulgor teñía de


escarlata había uno que parecía absorto, como

ningún otro, en la contemplación de la bailari-

na. Se trataba de una figura de hombre, austera,

serena, sombría. Aquel hombre, cuya ropa

quedaba oculta por la gente que le rodeaba, no

tendría más allá de los treinta y ctnco años; era

calvo y apenas si algún mechón de pelo ralo y

gris apa-

recía en sus sienes. Su frente se veía surcada de

incipientes arrugas, pero los ojos hundidos de-

notaban una juventud extraordinaria, una vida

ardorosa y una profunda pasión. Los mantenía

prendidos en la gitana y mientras la alocada

joven de dieciséis años bailaba y revoloteaba

para satisfacción de todos, los pensarnientos de

aquel hombre se tornaban más sombríos. A

veces una sonrisa y un suspiro se encontraban

juntos en sus labios, resultando la sonrisa más

dolorosa que el suspiro.

La muchacha se detuvo por fin, ladeante, y el


pueblo la aplaudió con delirio.

-Djali -dijo de pronto la gitana.

Entonces Gringoire vio llegar a una linda cabri-

ta blanca, espabilada, ágil, lustrosa, con cuernos

dorados, pezuñas doradas y un collar dorado.

No la había visto hasta entonces pues había

estado echada todo el rato en un rincón de la

alfombra, mirando bailar a su ama.

-¡Djali!, ahora te toca a ti -dijo la bailarina. Y

sentándose entregó graciosamente el pandero a

la cabra.

-¡Djali! -continuo-; ¿en qué mes del año esta-

mos?

La cabra levantó su pata delantera y golpeó una

vez en el pandero. Era el primer mes del año,

en efecto, y la multitud aplaudió.

-¡Djali! -dijo la joven volviendo el pandero al

revés-. ¿En qué día del mes estamos?

La cabrita levantó su patita dorada y golpeó

seis veces el pandero.


-¡Djali! -prosiguió la gitana cambiando nueva-

mente la posición del pandero-. ¿Qué hora es?

Djali golpeó siete veces el pandero, justo

además en el instance en que daban las siete en

el reloj de la Mairon-aux-Pilierr.

La gente estaba maravillada.

-¡Hay brujería en esto! -dijo una voz siniestra en

el gentío. Era la del hombre calvo, que no había

apartado sus ojos de la gitana.

La joven se estremeció y se volvió hacia él, pero

los aplausos de la gente sofocaron aquella ex-

clamación; incluso consiguieron borrarla de su

mente porque la gitana continuó con su cabra.

-¡Djali! ¿Cómo hace maese Guichard

Grand-Retny, el capitán de los pistoleros (8) de

la villa en la procesión de la Candelaria?

Djali, apoyándose en sus patas traseras, co-

menzó a balar y a andar con lal gracia y tan

seriamente que todo el círculo de espectadores

se echó a reír ante esta parodia del celo del ca-


pitán de los pistoleros.

-¡Djali! -prosoguió la joven, animada por su

creciente éxito-. ¿Cómo predica maese Jacques

Charmolue, procurador del rey en los tribuna-

les de la Iglesia?

La cabra se puso nuevamente de pie, bailando

y moviendo sus patas delanteras de una mane-

ra tan extraña que, exceptuando su mal francés

y su mal latín, era el mismo Jacques Charmo-

lue, con sus gestos, con su acento y en definiti-

va con sus mismas formas de actuar.

Y la multitud aplaudía a rabiar.

-¡Sacrilegio y profanación se llama a eso!

-exclamó de nuevo la voz de aquel hombre.

8. La pistola era entonces un arma blanca -daga

o puñal- así llamada por ser fabricada en Pis-

toia, en la Toscana; es solo a partir del siglo xvi

cuando este nombre comienza a designar arma

de fuego.

La gitana se volvió de nuevo hacia él.


-¡Ah!, ¡es ese hombre ruin otra vez! -y luego,

haciendo una mueca con la boca, en un gesto

que debía serle familiar, giro sobre sus talones

y se dispuso a recoger en su pandereta los do-

nativos del público.

Llovían las monedas, los ochavos, las de plata,

grandes y pequeñas, sueldos... Cuando pasó

ante Gringoire, éste se llevó la mano al bolsillo,

en un gesto un canto distraído, y ella se detuvo.

-¡Demonio! -dijo el poeta, al no encontrar más

que el fondo de su bolsillo, es decir, nada. Sin

embargo, a11í estaba la hermosa joven mirán-

dole con sus negros ojos, mientras esperaba con

la pandereta tendida hacia él. Gringoire sudaba

la gota gorda. El Perú le habría dado, si to

hubiera tenido en el bolsillo, pero Gringoire no

tenía el Perú, ni tan siquiera se había aún des-

cubierto América.

Por suerte, un pequeño incidente fortuito vino

a sacarle de apuros.
-¡Quieres largarte ya, saltamontes egipcio!

-gritó una voz agria, desde el lado más sombrío

de la plaza.

La joven se volvió asustada. No se trataba aho-

ra de la voz de aquel hombre calvo, sino de una

voz de mujer, con tinte de maldad.

Aquel grito que canto asustó a la gitana pro-

vocó sin embargo la risa de un grupo de niños

que rondaba por a11í.

-Es la prisionera de la Tour-Roland -decían en-

tre risas-; es la gruñona de la Sachette; seguro

que aún no ha cenado; dadle alguna sobra del

convite de la ciudad -y todos se dirigieron hacia

la Maiton aux Pilierr.

Gringoire aprovechó aquel momento de duda y

turbación de la bailarina para desaparecer. Los

gritos de los críos le recordaron su vientre vacío

y corrió hacia la mesa del banquete, pero las

piernas de aquellos pilluelos eran más rápidas

que las suyas y, cuando llegó, habían ya arra-


sado con todo y no quedaba ni un triste pas-

telillo de los de a cinco perras la libra. Sólo se

veían en la pared unas esbeltas flores de lis,

entremezcladas con algún rosal, pintadas hacia

1434 por Mathieu Biterne. ¡Como cena era bien

poco!, y resultaba muy fastidioso acostarse sin

cenar aunque, bien mirado, peor era no cenar y

no tener en dónde dormir. Ése era su problema:

ni pan ni techo. Se veía acosado por doquier y

la fortuna no se le mostraba nada propicia.

Hacía tiempo que Gringoire estaba convencido

de que Júpiter creó a los hombres en un acceso

de misantropía y que, durante toda su vida, el

sabio tendrá su filosofía en estado de sitio y

acosada por el destino. En cuanto a él, nunca el

cerco había sido tan completo. Oía cómo su

estómago tomaba posiciones y no le parecía

conveniente que el hambre y la mala fortuna

asediaran de cal forma a la filosofía.

Este melancólico pensamiento le absorbía cada


vez con más fuerza, cuando una extraña can-

ción, Ilena de dulzura, le sacó bruscamente de

sus ensueños. Era otra vez la gitana que se hab-

ía puesto a cantar. Su voz y su danza eran como


su belleza, encantadoras, aunque difíciles de

definir. Eran algo así como una especie de pu-

reza, de sonoridad, como algo etéreo y volátil.

Era una continua eclosión de melodías, de ca-

dencias originales, de tonos sencillos, mezcla-

dos con notas agudas y vibrantes de gamas y

arpegios que hubieran incluso confundido a un

ruiseñor. Eran suaves modulaciones de la voz

que subían y bajaban como el pecho de la joven

cantante. Su bello rostro seguía con una agili-

dad singular todos los caprichos de su canto

desde la inspiración más original hasta la más

casta dignidad. Parecía a veces una loca y a

veces una reina.

La letra de sus canciones pertenecía a una len-

gua desconocida para Gringoire y que incluso

debía serlo también para ella por la escasa rela-

ción que parecía existir entre la música y la le-

tra.

Estos cuatro versos, por ejemplo, eran cantados


por ella con una loca alegría:

Un cofre con gran riqueza

Hallaron dentro un pilar,

Dentro del, nuevas banderas

Con figuras de espantar

y poco después, ante el acento que dio a esta

estancia:

Alarabes de cavallo

Sin poderse menear

Con espadas, y los cuellos

Ballestas de buen echar(9).

9. Son versos sacados de un antiguo romancero

español que hablaban sobre la entrada del rey

Rodrigo en Toledo publicado en 1821 por Abel

Hugo, hermano del escritor, y no sin faltas de

ortografía. Los dos últimos versos por ejemplo,

tienen este texto:

Con espadas a los cuellos

Ballestas de bien tirar.

Gringoire sentía que se le saltaban las lágrimas.


La canción transpiraba una alegría singular y la

muchacha daba la sensación de estar cantando

como to hacen los pájaros, despreocupada y

con serenidad.

La canción de la bohemia había turbado las

ensoñaciones de Gringoire, a la manera con que

un cisne turba la calma del estanque. La escu-

chaba con una especie de arrebaco y de olvido

de todo. Era el primer momento que pasaba sin

sufrir, desde hacía muchas horas. Pero ese

momento fue más bien corto, pues la misma

voz de aquella mujer, que ya antes interrum-

piera la danza de la gitana, to hizo de nuevo

gritando desde el mismo oscuro rincón de la

plaza.

-Quieres callarte, cigarra del infierno.

La pobre cigarra se calló del todo y Gringoire se

tapó los oídos y exclamó:

-¿Quién es esa maldita sierra mellada que viene

a romper la lira?
Los demás espectadores murmuraban como él

y más de uno dijo en voz alta:

-¡Al diablo la Sachette!

Y la invisible vieja, aguafiestas, habría tenido

motivos para arrepentirse de sus agrestones a

la gitana si los espectadores no se hubieran dis-

traído en esos momentos con la procesión del

papa de los locos que, tras su largo recorrido

por las,calles de la villa, venía a desembocar en

la plaza de Grève rodeado de antorchas y bulli-

cio.

Esta procesión que vimos iniciarse y partir des-

de el palacio se habría acrecentado al paso re-

clutando a toda clase de merodeadores y vagos

de París que se sumaban a ella. Por eso, a su

llegada .a la plaza de Grève, presentaba un as-

pecto más que respetable. En primer lugar, des-

filaba Egipto; iba a la cabeza el duque de Egip-

to, a caballo, con sus condes sujetándole la bri-

da y los estribos; detrás, egipcios y egipcias,


mezclados todos, con sus hijos, gritando, car-

gados sobre los hombros.

Todos ellos, conde, duque y pueblo, vestidos de

harapos y de oropel. Seguía a continuación el

reino del hampa(10), o to que es igual, todos los

ladrones de Francia, situados por orden de im-

portancia, de menor a mayor.

10. La descripción del mundo del hampa que

Hugo hace a continuación tiene una base, en

cuanto a los elementos utilizados, en la descrip-

ción de la corte de los milagros de Sauval. Mu-

chos escritores del siglo xtx principalmente

Balzac, han utilizado con frecuencia el tema de

los truhanes, con su argot y sus organizaciones

secretas de los bajos fondos.

Desfilaban así, de cuatro en cuatro, con sus en-

señas respectivas para indicar sus categorías y

los grados de aquella extraña facultad. Casi

todos estaban lisiados; quienes cojos, quienes

mancos, los vagos, los concheros, los huberti-


nos, los epilépticos, los calvos, los locos, los

libertinos, los calaveras, los ruines, los venta-

jistas, los canijos, los mercachifles, los marrulle-

ros, los huérfanos, los encapuchados...(11) toda

una relación, en fin, como para cansar al mismo

Homero. En el centro del cónclave de los enca-

puchados era difícil descubrir al rey del hampa,

el gran coërre, acurrucado en un carrito, tirado

por dos enormes perrazos.

Detrás del reino del hampa venía el imperio de

Galilea. GuiIlaume Rousseau, emperador de

este imperio, desfilaba majestuoso vestido de

una túnica púrpura manchada de vino, prece-

dido de unos bufones que iban batiéndose y

danzando; rodeado de sus maceros de sus ser-

vidores y de sus pasantes del tribunal de cuen-

tas. En último lugar, desfilaban los curiales con

sus «mayos» coronados de flores, sus hábitos

negros, su música digna de un aquelarre y sus

enormes velones de cera amarilla. En el centro


de toda esta multitud, los grandes dignatarios

de la cofradía de los locos llevaban sobre sus

hombros unas andas más recargadas de cirios

que el relicario de Santa Genoveva(12) en época

de peste. Sobre las andas replandecía con bácu-

lo, capa y mitra, el nuevo papa de los locos, el

campanero de Nuestra Señora, Quasimodo el

jorobado.

11. A título orientativo, damos una exposición

aproximada de los diferentes dignatarios del

reino del hampa, con la traducción aproximada

de sus nombres:

Concheror: Falsos peregrinos de Santiago, con

sus conchas como distintivo.

Hubertinor: Decían haber sido mordidos por

lobos rabiosos y sanados por San Huberto.

Epilépticos: Falsos epilépticos que echaban es-

puma por la boca, ayudándose de jabón en ella

introducido.

Calvor o tirloror: Que se decían curados de la


tiña, en sus peregrinaciones.

Los locos: Iban de cuatro en cuatro, siempre

acompañados de sus botellas.

Los ruiner: Siempre ayudados por sus muletas

(falsos cojos en muchas ocasiones).

Ventajirtas: O ganchos que fingían perder o

ganar en el juego para atraer a otros ingenuos.

Huérfanor: Los mendigos más jóvenes.

Encapuchador: Pretendían, falsamente, tener la

lepra.

12. Santa Genoveva es la patrona de París. En el

año 451, Atila atraviesa el Rhin con casi 700.000

hombres. Se acerca a París y sus habitantes,

presos por el pánico, comienzan a huir. Enton-

ces, Genoveva, una joven consagrada a Dios,

les tranquiliza, convencida de que París será

respetada gracias a la protección divina. Los

hunos dudaron sobre la acción a seguir y por

fin se dirigieron hacia Orleáns, al sur de París.

Entonces, la ciudad reconoció a Genoveva co-


mo su patrona. Diez años después, son los

francos los que asedian París. La ciudad está a

punto de entregarse, rendida por el hambre,

pero Genoveva logra escapar a la vigilancia

enemiga y se aprovisiona de víveres y vuelve

con la misma suerte con que había conseguido

escapar. La acción se considera milagrosa. A su

muerte, en el año 512, se la entierra junto a

Clodoveo en la basílica que éste había construi-

do en el 510.

Cada cuerpo de la grotesca procesión tenía su

música particular. Así los egipcios hacían sonar

sus tímpanos y sus tambores africanos. Los

hampones, raza muy poco musical, no pasaban

de la viola, del cuerno y del rabel gótico del

siglo x11. Tampoco el imperio de Galilea les

superaba en gran cosa. Apenas si se distinguía

en su música algún primitivísimo rabel, con

notas que no iban más allá del re-la-mi; sin em-

bargo, donde se desplegaban con más vigor, en


medio de una impresionante cacofonía, todas

las excelencias musicales de la época, era en

torno al papa de los locos. Eran notas agudas

del rabel, contra-altos y bajos del rabel, sin ol-

vidar, claro está, las flautas y el cobre. Que no

to olviden los lectores: se trataba de la orquesta

de Gringoire.

Es muy difícil hacerse una idea del grado de

regocijo orgulloso al que había llegado, en el

trayecto del palacio a la Gréve, el repulsivo y

triste rostro de Quasimodo. Era sin duda la

primera satisfacción de amor propio jamás ex-

perimentada por él pues hasta entonces sólo

humillaciones había recibido, o desdén por su

condición o por to repulsivo de su persona. Por

muy sordo que fuera, no cabe duda de que sa-

boreaba, como auténtico papa, todas las acla-

maciones de la multitud, a la que odiaba por-

que también él se sentía odiado por ella.

¡Poco le importaba que sus súbditos se reduje-


ran a un montón de locos, tullidos, ladrones o

mendigos! Daba igual pues, en cualquier caso,

constituían un pueblo y él era su soberano y

por ello tomaba en serio todos aquellos aplau-

sos burlones, aquellas deferencias grotescas,

entre los que podía entreverse un cierto tras-

fondo de miedo real entre el gentío, pues el

jorobado era un gigantón y, aunque zambo, era

bastante ágil y también irascible a pesar de su

sordera; tres cualidades para moderar to ridícu-

lo.

Era difícil, por otra parte, conocer si el nuevo

papa de los locos era consciente de sus propios

sentimientos y de los que él mismo inspiraba en

la gente, pues el espíritu que habitaba su cuer-

po fallido debía ser forzosamente algo incom-

pleto y sordo también.

Por eso sus impresiones, al verse así, ante la

gente, eran muy confusas a imprecisas. Lo que

dominaba más claramente era una sensación de


orgullo y su manifestación más clara era la

alegría. Existía como un halo en torno a aquella

sombría y contrahecha criatura.

Por todo esto hubo miedo y sopresa cuando, en

el momento en que Quasimodo, ebrio de orgu-

llo, pasaba triunfalmente ante la Mai-

son-axx-Pilierr, un hombre surgió de pronto de

entre el gentío y le arrancó de las manos con un

gesto de cólera el báculo de madera dorada,

representación de su loca dignidad papal.

Aquel hombre tan temerario era el personaje

calvo que se encontraba poco antes entre los

espectadores que admiraban a la gitana, y que

la había dejado helada al proferir aquellas pa-

labras de amenaza y odio.

Llevaba ropa de eclesiástico y hasta Gringoire,

que no le había reconocido hasta entonces, se

fijó en él al salir de entre el gentío.

-¡Anda! -dijo con sorpresa-, ¡pero si es mi maes-

tro en ciencias(13), dom Claude Frollo, el archi-


diácono! ¿Qué diablos está haciendo con ese

horrible tuerto? ¡Le va a destrozar Quasimodo!

13. En ciencias ocultas, como la astrología, la

alquimia, la magia, con las que Claudio Frollo

se hallaba muy relacionado.

Y efectivamente surgió un grito de terror cuan-

do el enorme Quasimodo se tiró de las andas.

Muchas mujeres volvieron la vista para no ver

cómo destrozaba al archidiácono. Se avalanzó

sobre él pero, al verle así, de cerca, se echó de

rodillas a sus pies. El clérigo le quitó la tiara, le

rompió el báculo y le rasgó su capa de re-

lumbrón.

Quasimodo siguió de rodillas, humilló la cabe-

za y juntó las manos en ademán de súplica.

Luego se entabló entre ambos un extraño diá-

logo de gestos y de signos porque ninguno de

los dos hablaba. El clérigo, de pie, irritado, con

gesto amenazador a imperativo y Quasimodo

prosternado humillado y suplicante, cuando la


verdad es que, con un solo dedo, podría haber

aplastado al clérigo.

Finalmente el archidiácono sacudió con violen-

cia los hombros de Quasimodo y le hizo una

seña para que se levantara y éste se levantó.

Entonces la cofradía de los locos, repuestos ya

de esos momentos de estupor, quiso defender a

su papa, tan bruscamente destronado. Los

egipcios, los hampones y los curiales se acerca-

ron vociferando en torno al clérigo.

Entonces Quasimodo se colocó ante él, prote-

giéndole, al mismo tiempo que enseñaba sus

músculos y sus puños de atleta y, enfrentándo-

se a los asaltantes, les mostró sus dientes, cual

tigre enfurecido.

El clérigo recobró su sombría seriedad, hizo

una seña a Quasimodo y se retiró, silencioso,

precedido del gigantón que iba apartando a la

gente a su paso.

Cuando llegaron al final de la plaza, después


de atravesar la multitud, la nube de curiosos y

de desocvpados pretendió seguirlos; entonces

Quasimodo se colocó detrás del archidiácono,

mirando a la gente y marchaba de espaldas,

corpulento, agresivo, monstruoso a hirsuto

como él era; tensando sus músculos, pasándose

la lengua por sus dientes de jabalí, gruñendo

como una bestia salvaje y haciendo amago de

avalanzarse sobre sus perseguidores con los

gestos o con la mirada.

Desaparecieron los dos por una calleja estrecha

y tenebrosa y nadie se arriesgó en su persecu-

ción, pues la nueva visión de Quasimodo re-

chinando los dientes daba la sensación de ce-

rrar la entrada.

-¡Es algo increíble! -dijo Gringoire-, pero, ¿en

dónde diablos encontraré algo para cenar?

IV

LOS INCONVENIENTES DE IR TRAS

UNA BELLA MUJER DE NOCHE


POR LAS CALLES

GRINGOIRE por to que pudiera pasar, quiso

seguir a la gitana. La había visto tomar, con su

cabra, la calle de la Coutellerie y él había hecho

lo mismo.

-¿Y por qué no? -se dijo.

Gringoire, filósofo práctico de las calles de

París, se había dado cuenta de que nada es tan

propicio al ensueño como seguir a una mujer

bella sin saber a dónde va. Existe en esta abdi-

cación voluntaria del libre albedrío, en esta fan-

tasía, que a su vez se sotnete a otra fantasía,

una mezcla de independenaa fantástica y de

obediencia ciega, un no sé qué intermedio entre

la libertad y la esclavitud, que agradaba a

Gringoire. En efecto, su espíritu era esen-

cialmente mixto, complejo a indeciso, interesa-

do en todos los temas y pendiente un poco de

todas las propensiones humanas, pero neutrali-

zando cada una de ellas con su contraria.


Le gustaba compararse a la tumba de Mahoma,

atraída en sentidos contrarios por dos piedras

de imán, dudando eternamente entre lo alto y

lo bajo, entre la bóveda y el suelo, entre la caída

y la elevación entre, el cenit y el nadir.

Si Gringoire viviera en nuestros días ¡qué bien

sabría mantenerse en un término medio entre

to clásico y to romántico!, pero no era to sufi-

cientemente primitivo como para vivir trescien-

tos años y era una lástima. Su ausencia es un

vacío que hoy día lamentamos.

Por otra parte, para seguir por las calles a los

transeúntes (y sobre todo a las transeúntes),

cosa que Gringoire hacía con cierta frecuencia,

to mejor es no saber en dónde va uno a dormir.

Iba, pues, pensativo detrás de la muchacha, que

aceleraba el paso y hacía it al trote a su cabriti-

lla al ver que la gente se recogía ya y que las

tabernas, únicos establecimientos abiertos aquel

día se iban cerrando.


Después de todo, iba pensando Gringoire, en

algún lugar tendrá que dormir y las gitanas

suelen tener buen corazón. ¡Quién sabe s¡...l, y

él llenaba esos puntos suspensivos con no se

sabe muy bien qué ideas peregrinas.

Sin embargo, de vez en cuando, al pasar junto a

los últimos grupos de burgueses que se des-

pedían ya para retirarse, cogía al vuelo algún

retazo de sus conversaciones que venían a

romper la lógica de sus optimistas hipótesis.

A veces se trataba de dos viejos que comenta-

ban...

-Maese Thibaut Fernicle, ¿sabéis que hace frío?

¡Gringoire to sabía bien desde el comienzo del

invierno!

-Ya to creo maese Bonifacio Disome. ¿Tendre-

mos un invierno como el de hace tres años, el

del 80, en el que la madera costó a ocho sueldos

el haz?

-¡Bah! ¡Eso no eso no fue nada, maese Thibaut!


¿Se acuerda de aquel invierno de 1407, que no

paró de helar desde San Martín hasta la Cande-

laria? Lo hacía con tal fuerza que hasta la plu-

ma del parlamento se helaba a cada tres pala-

bras y por eso hubo que suspender las actua-

ciones de la justicia...

Un porn más a11á eran unas vecinas a la ven-

tana, alumbradas con candiles que el viento

hacía chisporrotear.

-¿Vuestro marido os ha contado ya la desgracia,

señora Boudraque?

-No. ¿De qué se trata, señora Tourquant?

-Del caballo del señor Gilles Godin, el notario

del Châtelet, que se ha desbocado, al ver a los

flamencos y la procesión, y ha tirado por los

suelos a maese Philipot Avrillot, oblato de los

celestinos.

-¿De verdad?

-Ya to creo.

-¡Un caballo burgués! ¡Quién to iba a pensar! ¡Si


al menos hubiera sido un caballo del ejército!

Y se iban cerrando las ventanas y Gringoire,

distraído con las conversaciones, perdía el hilo

de sus ideas.

Por suerte to volvla a encontrar en seguida y

enlazaba sin dificultad, gracias sobre todo a la

bohemia que, con su cabra, marchaba por de-

lante; eran dos delicadas finas y encantadoras

criaturas, en las que admiraba sus pequeños

pies, sus lindas formas, sus graciosos adema-

nes, confundiendo casi a las dos en su imagi-

nación, al considerarlas mujeres por su inteli-

gencia y su amistad y cabritillas por su ligereza

y agilidad y por la destreza de sus andares.

Las calles se iban haciendo cada vez más oscu-

ras y solitarias. Hacía bastante tiempo que hab-

ía sonado el toque de queda y sólo se veía ya,

muy de cuando en cuando, a un transeúnte por

las calles o una luz en las ventanas.

Gringoire se había internado, siguiendo a la


egipcia, en aquel dédalo inextricable de calle-

juelas, encrucijadas y callejones sin salida, que

rodean el antiguo sepulcro de los inocentes y

que se asemeja a un ovillo enmarañado por un

gato.

-Desde luego estas callejuelas tienen muy poca

lógica -decía Gringoire, perdido en esos mil

caminos, que venían a desembocar en ellos

mismos, y que la joven daba la impresión de

conocer tan bien, moviéndose entre ellos con

pasos ligeros sin la más pequeña duda.

En cuanto a él, no habría tenido la menor idea

del lugar en donde se encontraba, si no hubiera

sido porque, al paso, a la vuelta de una calleja,

descubrió la masa octogonal de la picota del

mercado, cuyo tejadillo abierto destacaba vi-

vamente su silueta negra contra una ventana

iluminada aún en la calle Verdelet.

Hacía ya un ratito que la joven se había dado

cuenta de que la seguían y varias veces había


vuelto hacia él su cabeza con cierta preocupa-

ción. Incluso una vez se había parado en seco y,

aprovechando un rayo de luz que se escapaba

de la puerta entreabierta de una panadería, le

había mirado fijamente de arriba a abajo.

Después Gringoire había visto hacer a la gitana

la mueca aquella que debía resultarle familiar,

y había seguido su camino.

La mueca dio que pensar a Gringoire pues hab-

ía burla y desdén en aquel gesto, hasta cierto

punto gracioso, y por eso comenzó a bajar la

cabeza y a contar los adoquines, siguiendo a la

joven a una distancia mayor cuando, al doblar

una calle, en donde momentáneamente la había

perdido de vista, oyó un grito penetrante.

Apresuró el paso. La calle estaba totalmente a

oscuras; sin embargo, una lamparita que ardía

en una hornacina a los pies de la Virgen, en un

rincón de la calle permitió a Gringoire distin-

guir a la gitana debatiéndose en los brazos de


dos hombres que procuraban ahogar sus gritos.

La cabritilla, asustada, bajaba los cuernos y se

ponía a balar.

-¡Socorro! ¡A mí la ronda! ¡Socorro, guardianes!

-gritó Gringoire al mismo tiempo que se dirigía

valientemente hacia a11í. Uno de los que suje-

taban a la joven se volvió hacia él; era la for-

midable figura de Quasimodo.

Gringoire no emprendió la huida pero tampoco

dio un paso más adelante.

Quasimodo se llegó hasta él y de un revés to

lanzó a cuatro pasos contra el empedrado; lue-

go se adentró rápidamente hacia la oscuridad

llevándose a la joven bajo el brazo como si fue-

ra un echarpe de seda, seguido de su compañe-

ro; mientras la pobre cabra corría tras ellos ba-

lando quejumbrosa.

-¡Asesinos! ¡Socorro! -gritaba la desdichada

gitana.

-¡Alto ahí, miserables! ¡Soltad a esa mujer! -dijo


con voz de trueno un caballero que surgió de

repente de una plazuela próxima. Se trataba de

un capitán de los arqueros, armado de pies a

cabeza y con un espadón en la mano.

Arrancó a la bohemia de los brazos de Quasi-

modo, estupefacto; la colocó de través en la silla

de montar y en el momento en que el terrible

jorobado, recuperado de la sorpresa, se lanzaba

sobre él para recuperar a su presa, surgieron

quince o más arqueros que seguían a su capitán

armados todos con espadas.

Se trataba de un escuadrón de la guardia real

que hacía la contrarronda por orden de micer

Roberto d'Estouteville, guardián del prebostaz-

go de París.

Entre todos cercaron a Quasimodo, to cogieron

y to ataron. Rugía, echaba espuma por la boca,

mordía y, si no hubiera sido de noche, pode-

mos estar seguros de que su horripilante cara,

más repulsiva aún por hallarse encolerizado,


habría puesto en fuga a todo el escuadrón. Pe-

ro, por la noche, carecía de su arma más te-

mible; su fealdad.

Su compañero se escabulló durante la refriega.

La gitana se irguió con elegancia en la silla del

oficial, apoyó sus dos manos en los hombros

del capitán y le miró fijamente durante unos

segundos, como encantada de su atractivo as-

pecto y de la ayuda que acababa de prestarle.

Después, rompiendo a hablar la primera, le dijo

haciendo más dulce aún su dulce voz: -¿Cómo

os llamáis, señor gendarme?

-Capitán Febo de Cháteaupers para serviros,

preciosa res pondió el capitán irguiéndose.

-Gracias -le dijo.

Y mientras el capitán se entretenía atusándose

su bigote a la borgoñona, ella se deslizó hasta el

suelo, desde el caballo, como una flecha que cae

a tierra y huyó tan rápidamente, que un re-

lámpago habría tardado más en desvanecerse.


-¡Por el ombligo del papa! -dijo apretando las

ligaduras de Quasimodo-. A fe mía que habría

preferido quedarme con la mozuela.

-¡Qué queréis capitán! -dijo uno de los guar-

dias-. La pájara ha levantado el vuelo pero nos

queda el murciélago.

PROSIGUEN LOS INCONVENIENTES

GRINGOIRE, aturdido por la caída, se había

quedado en el suelo ante la hornacina de la

Virgen que había en la calle y, poco a poco, iba

recobrándose. Primero estuvo algunos minutos

flotando, como medio perdido en una especie

de semi-inconsciencia, bastante atractiva, en

dohde la vaga representación de la gitana y de

su cabra se confundían con el peso del puño de

Quasimodo. Sin embargo, esta situación no se

prolongó demasiado, pues sintió muy pronto

una viva impresión de frío en la parte de su

cuerpo que se encontraba en contacto con el


empedrado y que acabó por espabilarle y sacar

su espíritu a la superficie.

-¿De dónde me viene esta frialdad? -se pre-

guntó bruscamente, y fue entonces cuando

comprobó que se hallaba sobre una

corriente de agua que fluía por la calle, proce-

dente de las casas. -Demonio de cíclope joroba-

do -masculló entre dientes intentando levantar-

se, sin conseguirlo, pues se encontraba aún un

tanto aturdido y demasiado magullado. Así

que hubo de quedarse en el suelo, resignado,

sonándose con la mano que le quedaba libre.

-¡Entre el fango de París! -pensaba, seguro ya

de que aqueIlo iba a ser su lecho «¿y qué hacer

en un lecho rino meditar?»(14)-. El fango

de.París apesta pues debe contener cantidad de

sales volátiles y vitrosas; eso es, al menos, to

que piensan maese Nicolás Flamel y los hermé-

ticos (15)

14. Es, tnodificado, un verso de una fábula de


La Fontaine.

15. Nicolás Flamel (1310-1418). Escribano de la

universidad de quien decía que sus grandes

riquezas eran debidas a sus conocimientos de

alquimia y de brujería.

Esta palabra le trajo súbitamente al espíritu la

idea del archidiácono Claude Frollo y recordó

la escena violenta que había entrevisto cuando

la zíngara se debatía entre dos hombres. Había

otro más con Quasimodo y la figura altiva del

archidiácono se dibujó confusamente en su re-

cuerdo.

-¡Sería muy extraño!- y comenzó a reconstruir

sobre esa base y con esos datos un fantástico

edificio de hipótesis, un castillo de cartas filosó-

fico, para volver en seguida a la realidad, al

sentirse de nuevo en contacto con el agua de la

calle.

Aquel sitio se hacía cada vez más insoportable,

pues cada molécula del agua que corría por la


calle robaba otra molécula de calor a los riñones

de Gringoire y el equilibrio entre la temperatu-

ra del cuerpo y la del arroyuelo aquel empeza-

ba a establecerse de una manera bastante ruda.

Otro inconveniente totalmente distinto surgió

de improviso pues un grupo de muchachetes,

un grupo de esos pequeños salvajes que desde

siempre han correteado por las calles de París

con el nombre de pilluelos y que, ya cuando

nosotros mismos éramos niños, nos tiraban

piedras al salir de la escuela, porque no íbamos

sucios ni desharrapados como ellos; una panda

de estos rapaces se dirigía, entre risas y gritos,

hacia la plaza en donde estaba Gringoire, sin

importarles nada el sueño de los vecinos. Lle-

vaban a rastras una especie de saco y, sólo con

el ruido de sus zuecos, se habría despertado

hasta un muerto.

Gringoire, que aún no to estaba del todo, se

incorporó a medias.
-¡Eh! ¡Annequin Dandéche! ¡Eh! ¿Jean Pince-

bourde! -chillaban a voz en grito-; el viejo Eus-

taquio Moubon, el viejo ferretero de la esquina,

acaba de morirse y hemos cogido su jergón y

vamos a hacer una hoguera con él; hoy es el día

de los flamencos. Y fueron a tirar el jergón justo

encima de Gringoire, hasta donde habían lle-

gado sin haberle visto. Uno de ellos le sacó un

puñado de paja y fue a encenderlo en la lampa-

rilla de la Virgen.

-¡Dios me valga! -susurró Gringoire-. ¡Pues no

voy a pasar calor ni nada!

La situación era crítica ya que se encontraba

entre el fuego y el agua; realizó un esfuerzo casi

sobrenatural, como el de un falsificador que

intenta escapar cuando quieren quemarle.

Logró ponerse de pie y lanzando el jergón con-

tra los pilluelos aquellos, se escapó.

-¡Santa María! -gritaron asustados-; es el fan-

tasma del ferretero que ha vuelto -y también


ellos echaron a correr.

El jergón se adueñó del campo de batalla. Bel-

forét, el tío Le Juge y Corrozet aseguran que al

día siguiente fue recogido con gran pompa por

el cura del barrio y guardado como parte del te-

soro de la iglesia de Saint Opportune, con to

que el sacristán consiguió unas buenas propi-

nas hasta 1789 a costa del gran milagro de la

estatua de la Virgen de la esquina, en la calle

Mauconseil que, aquella memorable noche del

6 al 7 de enero había con su sola presencia

exorcizado al difunto Eustaquio Moubon quien,

para hacer una travesura al diablo en el mo-

mento de la muerte, había ocultado astutamen-

te su alma en el jergón.

VI

LA JARRA ROTA

DESPUÉS de haber escapado a todo correr, sin

saber hacia dónde, y darse más de un coscorrón

contra alguna esquina; después de saltar unos


cuantos arroyuelos y atravesar bastantes calle-

jones y plazas en busca de una salida por entre

el entramado del viejo mercado y después de

explorar en su miedo to que el bello latín llama

tota via, cheminum et viaria, nuestro poeta se

detuvo de pronto, primeramente por el cansan-

cio y luego por el dilema que acababa de venir-

le al espíritu:

-Me parece, maese Pierre Gringoire -se dijo

apoyando el dedo en la frente- que estáis co-

rriendo como un chalado. Aquellos pilluelos

han debido asustarse al veros tanto como vos to

habéis hecho al verlos. Tengo la impresión, os

digo, de que habéis oído el ruido de sus zuecos

alejándose hacia el sur, mientras vos to hacéis

hacia el norte. Así que una de dos: o han huido

y entonces el jergón que olvidaron con el miedo

va a ser esa cama confortable que estáis bus-

cando desde esta mañana y que la Virgen os

envía milagrosamente en recompensa de esa


«moralidad» que habéis intentado representar,

o bien los rapaces esos no han huido, y enton-

ces han debido pegarle fuego al jergón, en cuyo

caso podéis aprovecharlo para alegraros, seca-

ros y calentaros. Sea como sea, fuego o cama,

ese jergón es un regalo del cielo y se me ocurre

que, a to mejor, la santísima Virgen de la esqui-

na de la calle de Mauconseil se ha llevado a

Eustaquio Maubon sólo para eso y en ese caso

sería una locura que huyerais así, a toda prisa,

cual un picardo ante un francés, dejándoos

atrás to que andáis buscando con tantas ganas.

¡Sería de tontos!

Así que echó marcha atrás y por todos los me-

dios, olfateando como un perro y escuchando

con todo interés, intentó dar con el bendito

jergón, pero todo fue en vano. Todo eran cruces

de calles, callejones sin salida, bifurcaciones en

las que nunca llegaba a orientarse con seguri-

dad... En fin, se encontraba más perdido en


aquella maraña de callejuelas de to que se habr-

ía encontrado en el laberinto del hotel de las

Tournelles; así que, agotada ya su paciencia,

exclamó solemnemente:

-¡Malditas encrucijadas! Seguro que las ha

hecho el diablo a imitación de su propio triden-

te.

Más tranquilo ya después de esta exclamación,

tras observar un resplandor rojizo al fondo de

una larguísima y estrecha callejuela, sintió que

su moral se acrecentaba.

-¡Alabado sea Dios! ¡Si es a11á, al fondo! ¡Si es

mi jergón el que está ardiendo! -y, cual nave-

gante que zozobra en medio de la noche, aña-

dió piadosamente-: ¡Salve, salve, marls stella!

No podríamos decir, en verdad, a quién iba

dirigida aquella letanía, si a la Virgen o al

jergón.

No habría aún dado dos pasos pot aquella larga

calleja, sin pavimentar llena de barro y en pen-


diente, cuando observó algo que le pareció muy

singular y es que no estaba desierta. Acá y a11á,

a to largo de la misma, grupos de masas vagas

a imprecisas se dirigían hacia el resplandor

vacilante del fondo de la callejuela, como esos

torpes insectos, que se arrastran pot la noche

entre las hierbas, hacia la hoguera de un pastor.

Nada le hace a uno tan aventurero como el no

tenet un cuarto. Gringoire, pues, siguió avan-

zando hacia el resplandor y pronto alcanzó a

una de aquellas larvas que se arrastraban pere-

zosamente siguiendo a las demás. A1 Ilegar vio

que no era otra cosa que un miserable lisiado,

sin piernas, que se servía de sus manos para an-

dar, dando una especie de saltos, como una

araña herida a la que sólo le quedan dos patas.

Precisamente cuando pasaba al lado de aquella

araña con rostro humano, alzó hacia él una voz

plañidéra.

- ¡La buona mancia, signor! ¡La buona mancia! (16)


16. Caridad, señor, caridad. (En italiano.)

-Vete al diablo -dijo Gringoire-, y que me lleve

a mí también si entiendo to que dices. Y siguió

adelante.

Alcanzó a otra de aquellas masas ambulantes y

la examinó con atención. Se trataba esta vez de

un tullido, cojo y manco al mismo tiempo. Lo

era de tal modo, que el complicadísimo sistema

de muletas y de piernas de madera que le sos-

tenía, le daba el aspecto de un andamiaje de

albañilería en marcha. Gringoire, que gustaba

de hacer comparaciones nobles y clásicas, le

comparó a unas trébedes vivas de la fragua de

Vulcano. Igual que el anterior, le saludó a su

paso poniéndole el sombrero a la altura del

mentón, como una bacía de barbero, gritándole:

- Señor caballero; para comprar un troso de pan(17).

17. En español, en el original.

-Parece que también éste habla, pero to hace en

una lengua tan rara que, si él mismo la entien-


de, es más feliz que yo.

Luego, golpeándose la frente pot una repentina

asociación de ideas, dijo:

-¡A propósito! ¿Qué diablos querrían decir esta

mañana con aquello de su Esmeralda(18)

18. En español, en el original.

Quiso acelerar el paso pero pot tercera vez algo

le cortó el camino. Ese algo, o mejor, ese al-

guien era un ciego; un ciego bajito y barbudo,

con cara de judío que, maniobrando en torno a

él con el bastón y guiado pot un enorme perro,

le lanzó con un acento húngaro:

- Facitote caritatem.

-¡Menos mall -dijo Pierre Gringoire-; pot fin

doy con alguien que me habla en cristiano. De-

bo tener cara de limosnero para que todos me

pidan limosna, teniendo en cuenta el estado de

debilidad en que se encventra mi bolsa.

-Mi querido amigo -dijo volviéndose hacia el

ciego-, hace ya una semana que vendl mi últi-


ma camisa, y para decírtelo mejor, en la lengua

de Cicerón que tan bien entiendes: Vendidi heb-

domade nuper trantita meam ultimam chemiram.

Dicho to cual, dio la espalda y siguió andando;

pero el ciego aceleró el paso a su ritmo y hete

aquí que el lisiado y el tullido aparecen tam-

bién a buen ritmo, y con gran estrépito de es-

cudillas y de muletas contra el empedrado; y

así los tres, empujándose tras el pobre Gringoi-

re, se pusieron a entonar su cantinela.

- ¡Caritatem! -decía el ciego.

- ¡La buona mancia! -decía el tullido; y el cojo

empalmaba esa musiquilla con su:

-¡Un pedaso de pan!

-Esto es la torre de Babel -decía Gringoire,

tapándose las orejas y echando a correr. Pero

también el ciego y el tullido y el cojo corrían

tras él y, a medida que iba internándose en la

calle, empezaron a pulular a su alrededor más

cojos y más tullidos y más ciegos y mancos y


tuertos y leprosos, enseñando sus llagas. Unos

salían de los portales, otros de las callejas ale-

dañas, otros más de algún tragaluz o de algún

sótano, mugiendo todos o rugiendo y chillan-

do, cojeando, renqueando o arrastrándose hacia

la luz y revolcándose entre el fango, coal babo-

sas después de llover.

Gringoire, a quien aún seguían sus tres perse-

guidores, no sabiendo en qué podía parar todo

aquello, corría, asustado, empujando y tirando

a cojos y ciegos, saltando por encima de más li-

siados o pisando a quien se ponía delante, co-

mo aquel capitán inglés que fue a encallar en

un banco de cangrejos.

Pensó en volver sobre sus pasos, pero era ya

demasiado tarde, pues toda aquella legión ta-

paba casi por completo la calle, y los tres men-

digos seguían acosándole. Así que continuó

hacia adelante, empujado al mismo tiempo por

aquella oleada irresistible, por el miedo y por


una especie de vértigo que le hacía ver aquello

como una horrible pesadilla.

Por fin alcanzó el extremo de la calle, que des-

embocaba en una gran plaza en donde mil lu-

ces dispersas titilaban, envueltas en la niebla de

la noche. Gingoire entró en ella corriendo con la

idea de zafarse, por rapidez, de los tres espec-

tros lisiados que casi se habían otra vez agarra-

do a él.

-¿Onde vas, hombre?(19) -le gritó el cojo sol-

tando las dos muletas y acercándose a él con las

dos piernas más sanas que jamás hubieron co-

rrido por las calles de París.

Mientras tanto el tullido, el que no tenía pier-

nas, se puso de pie ante la sorpresa de Gringoi-

re; le plantó en la cabeza su pesado cuenco y el

ciego le miraba frente a frente con ojos centelle-

antes.

-¿En dónde me hallo? -preguntó el poeta ate-

rrorizado.
-En la Corte de los Milagros(20) -respondió un

cuarto fantasma que se les había juntado.

-Por mi alma que así debe ser pues compruebo

que los cojos corren y que los ciegos ven, pero,

¿en dónde está el Salvador?

19. En español, en el original.

20. La Corte de los Milagros se encontraba en el

barrio des Halles, entre la calle Réaumur y la

plaza du Caire actuales (en el antiguo París ha-

bía una docena de Cortes de los Milagros). En

el siglo xvii, bajo Luis XIV, se llegó a liquidar

casi por completo.

21. Había dos fortalezas en París, el gran Châte-

let y el pequeño Châtelet. El primero fue demo-

lido en 1802 y estaba emplazado en la orilla de-

recha del Sena, frente al Pont-au-Change. Era la

sede de la jurisdicción de lo criminal del pre-

bostazgo de París. El pequeño Chitelet estaba

situado en la orilla izquierda y servía de pri-

sión. Se demolió en 1782.


Como respuesta obtuvo una carcajada siniestra.

El desdichado se encontraba de verdad en la

temible Corte de los Milagros, en donde ningún

hombre prudente se habria decidido a entrar a

tales horas. Círculo mágico en el que los solda-

dos del Châtelet(21) o los guardias del prebos-

tazgo, que se aventuraban por a11í, desa-

parecían hechos pedazos. Ciudad de ladrones,

horrible verruga, surgida en la cara de París,

cloaca de donde salía cada mañana para volver

a esconderse por la noche ese torrente de vicios

de mendicidad y de miseria, que siempre existe

en las calles de las grandes urbes; colmena

monstruosa a la que volvían por la noche, con

su botín, todos los zánganos del orden social;

falso hospital en donde el bohemio, el fraile

renegado, el estudiante perdido, los indesea-

bles de todas las nacionalidades: españoles, ita-

lianos, alemanes... de todas las religiones: jud-

íos, cristianos, mahometanos, idólatras, cubier-


tos de llagas simuladas, mendigos de día que

son bandidos por las noches; inmenso vestuario

en donde se vestían y se cambiaban todos los

adores de la eterna comedia que el robo, la

prostitución y el asesinato representaban sobre

el adoquinado de París.

Se trataba de una gran plaza irregular y mal

pavimentada, como to eran entonces todas las

plazas de París. Algunas fogatas encendidas

aquí y a11á, en torno a las cuales hormigueaban

grupos extraños. Todo era movimiento y gritos.

Se oían risas estentóreas, Ilantos de niños, voces

de mujeres. Las manos, las cabezas de todas

aquellas gentes, recortadas en negro sobre el

fondo luminoso de las fogatas, se perfilaban en

mil gestos extraños. A veces, en el suelo, en

donde tremolaban las llamas, mezcladas con

grandes sombras indefinidas, se podía ver pa-

sar un perro que parecía un hombre o a un

hombre que parecía un perro. Los límites de las


razas y de las especies parecían borrarse en

aquella ciudad, como en un pandemonium

pues hombres, mujeres, animales, sexo, edad,

salud y enfermedad, todo parecía patrimonio

común en aquel pueblo; todo se hallaba junto,

mezclado, confundido, superpuesto y todos, en

fin, participaban de todo.

El resplandor vacilante y débil de aquellas fo-

gatas permitía a Gringoire distinguir, en medio

de su turbación, en torno a toda la inmensa

plaza, un horrible cuadro de casas viejas cuyas

fachadas, carcomidas, deformadas, mugrientas,

tenían un par de luceras encendidas en cada

una.

Todo ello le parecía, en medio de las sombras,

como enormes cabezas de viejas colocadas en

círculo, ceñudas y monstruosas, contemplando

un aquelarre.

Era para él como un mundo nuevo, desconoci-

do, inaudito, deforme, reptil, increíble y fantás-


tico. Se sentía cada vez más aterrado, sujeto por

los tres mendigos, como si fueran tenazas, en

medio de un gentío ensordecedor, con caras

que se encrespaban y ladraban.

El infortunado Gringoire intentaba recobrar su

presencia de ánimo para saber si era sábado,

pero sus esfuerzos eran vanos, pues el hilo de

su pensamiento y de su memoria se había roto.

Dudaba ya de todo; fluctuaba entre to que veía

y to que sentía y se hacía siempre la misma

pregunta.

-Si yo soy, ¿esto es también?, y si esto es, ¿yo

soy también?

En aquel momento surgió un grito muy claro

de entre el bullicio increíble que le rodeaba.

-¡Llevémosle ante el rey! ¡Llevémosle ante el

rey!

-¡Virgen santa! -murmuró Gringoire-. El rey

aquí será un chivo(22).

22. Forma que, se decía, tomaba el diablo, prin-


cipalmente en los aquelarres. Víctor Hugo dice

en una nota para los documentos de Nuertra

Señora de Parír que «el diablo para reunir el

aquelarre, hace aparecer, entre nubes, a un chi-

vo que sólo es visto por los brujos».

-¡Al rey! ¡Al rey! -repitieron todas las voces.

Le llevaron a rastras, disputándose entre ellos

por arrastrarle con sus garras, pero ninguno de

los tres mendigos soltó su presa y se la arranca-

ron a los demás rugiendo:

-¡Es nuestro!

El jubón casi destrozado del poeta rindió en

aquella lucha su último suspiro.

Al atravesar la horrible plaza su vértigo des-

apareció y unos pocos pasos más al1á recobró

el sentido de la realidad. Comenzaba a familia-

rizarse con el ambience de aquel lugar. En el

primer momento, de su cabeza de poeta, o más

sencillamente o más prosaicamente, de su

estómago vacío se había elevado una especie de


vapor que, al expandirse entre él y las cosas, no

le había permitido más que entreverlas, envuel-

tas en la bruma incoherente de su pesadilla, en

esas tinieblas de los sueños que deforman todos

los contornos, que hacen gesticular a todas las

formas, que hacen que los objetos se amonto-

nen a grupos desmesurados, transformando las

cosas en quimeras y a los hombres en fantas-

mas. Poco a poco, a esta alucinación le fue si-

guiendo una visión menos turbada y menos

deformante, y to real iba abriéndose paso a su

alrededor; le golpeaba los ojos, chocaba contra

sus pies a iba desmontando pieza a pieza toda

aquella espantosa creación de la que en princi-

pio se creyó rodeado.

Había que darse cuenta de que no iba cami-

nando por la laguna Estigia sino por el fango;

de que no eran demonios quienes le llevaban

cogido sino ladrones y que no se jugaba el alma

sino la vida (puesto que carecía de ese precioso


conciliador que actúa tan eficazmente entre el

bandido y el hombre honrado y que se llama

bolsa) y finalmente cuando observó más de

cerca y con más sangre fría la juerga aquella de

la plaza se dio cuenta de que no era un aquela-

rre sino una reunión de taberna.

Porque, en efecto, la corte de los milagros no

era sino una taberna de truhanes enrojecida

tanto por el vino como por la sangre.

El espectáculo que se ofreció a sus ojos cuando

su harapienta escolta le dejó, al fin, no era el

más propicio para pensamientos poéticos, aun-

que se tratara de una poesía infernal; antes al

contrario era aquella situación la realidad más

prosaica y vulgar de la taberna. Si no estuvié-

semos en el siglo xv habría que decir que Grin-

goire había descendido de Miguel Ángel a Ca-

llot(23).

En torno a la gran hoguera que ardía en una

enorme losa redonda y que envolvía con sus


llamas las patas al rojo de unas trébedes, vacías

por el momento, se habían colocado aquí y a11á

algunas mesas carcomidas; las habían puesto al

azar, sin orden ninguno, sin que ningún lacayo,

versado en geometría, se hubiera dignado ajus-

tar un poco su paralelismo o al menos preocu-

pado de que no se cortasen en ángulos tan poco

usuales. Encima de aquellas mesas relucían

algunas jarras rebosando vino y cerveza y a su

alrededor se agrupaban muchos rostros báqui-

cos, rojos de fuego y de vino. Había un hombre

de voluminoso vientre y de cara jovial que be-

saba ruidosamente a una mujerzuela ya bien

entrada en carnes. Había también un falso sol-

dado, un marrullero como se decía entre ellos,

que deshacía, silbando, los vendajes de su falsa

herida y que desentumecía su rodilla, sana y

fuerte, cubierta desde la mañana con mil liga-

duras. Otro encanijado hacía to contrario: pre-

paraba con celidonia y sangre de buey su pier-


na de Dios(24) para el día siguiente. Dos mesas

más a11á un conchero, con su hábito de pere-

grino, recitaba las quejas de la Santa Reina sin

olvidar la salmodia y su tono nasal. Más a11á

un hubertino recibía lecciones de epilepsia de

un viejo espumoso que le enseñaba el arte de

echar espumarajos masticando un pedazo de

jabón. A su lado, un hidrópico se deshinchaba,

to que obligaba a taparse la nariz a cuatro o

cinco ladronas que se disputaban en la misma

mesa un niño robado aquella misma noche.

Circunstancias todas que dos siglos más tarde

«parecieron tan ridícular a la corte» como dice

23. Gran pintor y grabador francés de gran in-

fluencia (1592-1653).

24 Así llamaban a los miembros con heridas

simuladas.

Sauval «que sirvieron de entretenimiento al rey y

como tema al real ballet de 'La Noche', dividido en

cuatro partes y bailado en el teatro del Pe-


tit-Bourbon. Jamás -añade un testigo ocular de

1653- las súbitas metamorfosis de la corte de los

milagros han sido tan acertadamente represen-

tadas. Benserade nos había preparado para

ellas con unos versos muy galantes.»

Las risotadas y las canciones obscenas se oían

por doquier y cada cual se ocupaba de sí mis-

mo criticando y maldiciendo sin escuchar a los

demás. Se brindaba continuamente con las ja-

rras de vino y las pendencias surgían ya en ese

mismo instante, arreglándose mediante peleas

con las jarras melladas.

Un enorme perro tumbado junto a la hoguera

miraba impasible y había también algunos críos

que participaban en aquella orgía. El niño que

habían robado lloraba sin parar; otro niño, de

unos cuatro años, bien gordito y sentado en un

banco con las piernas colgando, no decía una

palabra, un tercero extendía por la mesa, con

un dedo, la cera líquida que iba fluyendo de


una vela y el último, un niñito, en cuclillas en-

tre el fango, estaba casi metido en un caldero

que rascaba con una teja y del que sacaba unos

sonidos que harían desmayarse a Stradivarius.

Había también un tonel junto al fuego con un

mendigo sentado encima. Era el rey en su tro-

no.

Los tres que sujetaban a Gringoire le llevaron

ante el tonel y toda aquella bacanal se quedó en

silencio, excepto el niño aquel que seguía

dándole al caldero.

Gringoire con la vista baja no se atrevía ni a

respirar.

-Hombre, quítate el sombrero(En español et. el

original.) -le dijo uno de los tres tipos que le

sujetaban y, antes de que hubiera comprendido

lo que quería decir, el otro se lo había quitado

ya. Era un triste gorro, la verdad, pero valía

aún para el sol o en caso de lluvia. Gringoire

suspiró.
El rey entonces desde to alto del tonel le dirigió

la palábra:

-¿Quién es este bribón?

Gringoire se estremeció. Aquella voz, aunque

acentuada por el tono de amenzada, le recordó

otra voz que aquella misma mañana había da-

do el primer golpe a su misterio, diciendo con

voz gangosa en medio del auditorio: Una cari-

dad, por favor. Entonces levantó la cabeza y vio

que, en efecto, se trataba de Clopin Trouillefou.

Clopin Trouillefou, revestido de sus insignias

reales, no llevaba ni un harapo de más ni de

menos y la llaga de su brazo había desapareci-

do y llevaba en la mano uno de esos látigos

hechos con correas de cuero de los que utiliza-

ban entonces los alguaciales de vara para con-

centrar a la gente y que se llamaban boulayer.

Llevaba en la cabeza una especie de gorro re-

dondo y cerrado por arriba, aunque resultaba

difícil saber si se trataba de una chichonera pa-


ra niños o de una corona real, pues podía pasar

muy bien por ambas cosas.

Sin embargo, Gringoire, sin saber por qué, hab-

ía recobrado alguna esperanza al reconocer en

el rey de la corte de los milagros al maldito

pordiosero de la Gran Sala.

-Señor -musitó---. Monseñor..., Sire..., ¿cómo

debería Ilamaros? -dijo al fin al haber llegado al

punto culminante de su crescendo y no saber

ya cómo subir ni cómo bajar.

-Monseñor, majestad o camarada, Ilámame

como quieras, pero rápido. ¿Qué puedes alegar

en to defensa?

- ¿En tu defensa? -pensó Gringoire-; esto no me

gusta -y continuó entre tartamudeos-: Yo soy el

que esta mañana...

-¡Por las uñas del diablo! Dime to nombre y

nada más, bribón. Escucha: estás ante tres po-

derosos soberanos: yo, Clopin Trouillefou, rey

de Thunes, sucesor del gran Coësre, supremo


soberano del reino del hampa; aquel viejo ama-

rillo que ves allá con un trapo ceñido a la cabe-

za es Mathias Ungadi-Spicali, duque de Egipto

y de Bohemia. Y ese gordinflón que no nos es-

cucha y que está acariciando a esa ramera, es

Guillermo Rousseau, emperador de Galilea.

Has entrado en el reino del hampa sin ser de

los nuestros; has violado los privilegios de

nuestra ciudad y en consecuencia debes ser

castigado, a menos que seas capón, franc-mitou

o escaldado, es decir, en el argot de la gente

honrada: ladrón, mendigo o vagabundo. ¿Eres

algo de eso? Justifícate; dinos tus cualidades.

-¿Cualidades? ¡Ay! -dijo Gringoire- no tengo

ese honor; sólo soy autor...

-¡Basta! -cortó Trouillefou sin dejarle acabar-.

Vas a ser colgado. ¡Es algo muy sencillo, hon-

rados señores burgueses! Igual que tratáis a los

nuestros en vuestro mundo así os tratamos no-

sotros en el nuestro. Las leyes que aplicáis a los


truhanes, os las aplican a vosotros los truhanes.

¿Que son malas? La culpa es vuestra. Es bueno

el ver de vez en cuando upa mueca de honrado

burgués por encima del collar de cáñamo; eso

to hace todo más honorable; así que... ¡ánimo,

amigo!; reparte alegremente tus harapos a esas

señoritas. Te vamos a colgar para divertir a los

truhanes y tú les vas a dar to bolsa para que

puedan beber. Si quieres hacer alguna mogi-

ganga ahí encontrarás junto al gran mortero un

buen reclinatorio de piedra que hemos robado

en Saint-Pierre-aux-Boeufs. Te quedan cuatro

minutos para encomendarle to alma a Dios.

Desde luego, la arenga resultó formidable.

-¡Así se habla, a fe mía! Clopin Trouillefou pre-

dica como nuestro santo padre, el papa

-exclamó el emperador de Galilea rompiendo la

jarra para calzar la mesa.

-Señores emperadores y reyes -dijo Gringoire

con sangre fría (no sé cómo había recobrado la


firmeza y hablaba con gran decisión)-; no sabéis

to que estáis diciendo. Yo me llamo Pierre

Gringoire y soy el poeta que ha escrito la mora-

lidad, esa obra que se ha representado esta ma-

ñana en la gran sala del palacio.

-¡Ah! ¿Eres tú? -dijo Clopin-. Yo estaba allí. ¡Por

todos los santos! ¿Y qué pasa, camarada? ¿El

que esta mañana nos hayas aburrido es una

razón para que no to colguemos esta noche?

Me va a costar salir con bien de ésta -pensó

Gringoire-, pero hizo aún un último intento-:

No veo por qué no vais a colocar a los poetas

entre los truhanes cuando Esopo fue un vaga-

bundo, Homero fue un mendigo, Mercurio era

un ladrón...

Clopin le interrumpió.

-Creo que quieres alelarnos con esos conjuros:

¡Venga ya; menos cuento y déjate ahorcar!

-Perdóneme el rey de Thunes -replicó Gringoi-

re, disputando el terreno palmo a palmo-; creo


que merece la pena... ¡Un momento!... escu-

chadme... No querréis condenarme sin haberme

escuchado.

Su temblorosa voz quedaba ahogada por el

bullicio que había a su alrededor. El niño segu-

ía rascando su caldero con más furor que nunca

y para colmo una vieja acababa de poner enci-

ma de las trébedes una sartén llena de sebo que

chisporroteaba al fuego con un ruido como el

que haría una cuadrilla de niños persiguiendo a

una máscara.

Pero Clopin Trouillefou pareció conferenciar

un momento con el duque de Egipto y con el

emperador de Galilea, que estaba com-

pletamente borracho y luego gritó malhumora-

do:

-¡Silencio! -y como ni el caldero ni la sartén

podían oírle y seguían con su dúo, saltó del

tonel abajo y largó una patada al caldero que

rodó más de diez pasos con niño y todo y otro


puntapié a la sartén, volcando todo el aceite en

el fuego, y luego volvió gravemente a su trono

sin preocuparse de los suspiros ahogados del

niño ni de los gruñidos de la vieja cuya cena se

había convertido en una bella y blanca llama-

rada.

Trouillefou hizo una señal y el duque, el empe-

rador, los escoltas y los falsos leprosos vinieron

a colocarse a su alrededor formando un semi-

círculo, en el que Gringoire, todavía fuertemen-

te sujeto, ocupaba el centro. Era aquél un semi-

círculo de harapos, de andrajos, de relumbrón,

de horquillas, de hachas, de piernas sucias de

vino, de fuertes brazos desnudos, de caras

sórdidas, sin lustre y embrutecidas. En medio

de esta tabla redonda de la bellaquería, Clopin

Trouillefou, como el dogo de aquel senado,

como el rey de la pradera, como el papa de

aquel cónclave, dominaba todo, primero desde

la altura de su tonel y además por un algo de


altanería y de ferocidad que brillaba en sus pu-

pilas y que hacía corregir en su perfil salvaje el

tipo bestial de la raza de los truhanes; habríase

dicho una cabeza de jabalí entre hocicos de cer-

dos.

-¡Escuchadme! -dijo a Gringoire acariciándose

el deforme mentón con su mano callosa-; no

entiendo por qué razón no has de ser colgado;

es cierto que tal cosa parece repugnarte y es

sencillamente porque vosotros, los burgueses,

no estáis acostumbrados. Le dais demasiada

importancia al asunto; y además no to desea-

mos ningún mal. ¿Quieres el medio de librarte

de esto por el momento? Hazte de los nuestros.

Podemos imaginar el efecto que semejante pro-

puesta produjo en Gringoire cuando veía ya

que la vida se le escapaba y comenzaba a per-

der toda esperanza. Se agarró, pues, a ella, con

todas sus fuerzas.

-Ya to creo que sí -dijo.


-¿Estás de acuerdo en enrolarte con los corta-

bolsas?

-Con los cortabolsas, exactamente -respondió

Gringoire. -¿Te reconoces miembro de la fran-

coburguesía? (26)

26. Habitante de la ciudad que no paga impues-

tos.

-De la francoburguesía.

-¿Sujeto del reino del hampa?

-Del reino del hampa.

-¿Truhán?

-Truhán.

-¿Con toda el alma?

-Con toda mi alma.

-Quiero que sepas -prosiguió el rey- que no por

eso vas a dejar de ser colgado.

-¡Diablos! -dijo el poeta.

-Lo que ocurre es que serás colgado más ade-

lante, con más ceremonia, con cargo a la buena

villa de París, en una bonita horca de piedra y


por los honrados burgueses. Es un consuelo.

-Como vos digáis -respondió Gringoire.

-Hay más ventajas pues, en calidad de franco-

burgués, no tendrás que pagar ni el impuesto

de lodos, ni el de pobres, ni el de farolas a los

que están sujetos los burgueses de París.

-Que así sea -añadió el poeta-; consiento en ello.

Soy truhán, hampón, francoburgués, cortabol-

sas y todo to que queráis, aunque yo era todo

eso antes, señor rey de Thunes, pues soy fi-

lósofo: et omnia in philosophia, omnes in philo-

sopho continentur(27), como vos sabéis muy

bien.

27 Y todas esas cosas están contenidas en la

filosofla y todos los horn bres en el filósofo.

El rey de Thunes frunció las cejas.

-¿Por quién me tomas, amigo? ¿Qué argot de

judío de Hungría nos cantas? No conozco el

hebrero, pero no hay que ser judío para ser

ladrón y yo incluso ya ni robo; estoy por enci-


ma de esas cosas; yo mato. Cortacuellos sí, no

cortabolsas.

Gringoire trató de deslizar alguna excusa en

medio de aquellas palabras que la cólera hacía

más cortantes:

-Os pido perdón monseñor, pero no es hebrero

es latín.

-Te repito que no soy judío -gritó encolerizado

Clopin-, y ¡te juro que to haré colgar, vientre de

sinagoga! Igual que a ese pequeño mendigo de

Judea que 'está junto a ti y que un día espero

clavar en un mostrador como una moneda falsa

que es.

Al decir esto se refería, señalándole con el de-

do, al pequeño y barbudo judío húngaro que se

había acercado a Gringoire soltándole to de

Facitote caritatem, y que como no conocía otra

lengua, miraba con sorpresa cómo el mal

humor del rey se desbordaba sobre él.

Por fin monseñor Clopin se calmó.


-Bribón -le dijo- ¿Quieres entonces ser truhán?

-Sin duda -respondió Gringoire.

-No todo consiste en querer -dijo el verdugo

Clopin-; la buena voluntad no añade ninguna

cebolla a la sopa y no sirve más que para it al

paraíso y el paraíso nada tiene que ver con el

hampa. Debes probarnos que sirves para algo si

de verdad deseas ser admitido en el hampa y

para empezar tienes que registrar y robar al

maniquí.

-Haré todo to que os plazca -aseguró Gringoire.

Clopin hizo una señal y algunos de los truha-

nes se marcharon del círculo para volver mo-

mentos más tarde con dos postes terminados en

la parte inferior por dos espátulas con armazón

que les permitía fácilmente sostenerse en el

suelo. Sobre la parte superior de ambos postes

atravesaron una viga con to que se formó un

bonito patíbulo portátil, erigido ante Gringoire

en un abrir y cerrar de ojos. Nada le faltaba


pues hasta tenía una cuerda balanceándose

graciosamente en la viga.

-¿Qué se propondrán? -se preguntaba Gringoi-

re no sin cierta inquietud, cuando un ruido de

campanillas que empezó a sonar en aquel mo-

mento puso fin a su ansiedad. Se trataba de un

maniquí que los truhanes habían colgado por el

cuello de una cuerda; una especie de espan-

tapájaros vestido de rojo con tal cantidad de

campanillas y de cascabeles que se habría po-

dido enjaezar con ellos a más de treinta mulas

castellanas.

Aquellas mil campanillas tintinearon un rato, al

mover la cuerda, después fueron apagándose

poco a poco hasta que dejaron de oírse cuando

el maniquí hubo recobrado la inmovilidad to-

tal, siguiendo la ley del péndulo, que ha destronado a la clepsidra y al reloj


de arena.

Entonces Clopin, indicando a Gringoire un vie-

jo taburete tambaleante, colocado bajo el mani-

quí, le dijo:
-Súbete encima.

-¡Por todos los diablos! -le objetó Gringoire- Me

voy a romper la cabeza, pues vuestro escabel

cojea como un dístico de Marcial; tiene una

pata de hexámetro y otra de pentámetro.

-Sube -repitió Clopin.

Gringoire subió por fin al escabel y después de

unos cuantos equilibrios de la cabeza y de los

brazos, consiguió encontrar el cen. tro de gra-

vedad.

-Ahora -prosiguió el rey de Thunes-, enrosca el

pie derecho alrededor de to pierna izquierda y

ponte de puntillas sobre el pie izquierdo.

-Monseñor -dijo Gringoire-, ¿os proponéis de

verdad que me rompa algo?

Clopin movió la cabeza.

-Escúchame, amigo, y no hables tanto. Voy a

explicarte en dos palabras en qué consiste el

juego. Vas a ponerte de puntillas cotno to he

dicho y así podrás llegar al bolsillo del muñeco;


le registrarás y cogerás una bolsa que hay en él.

Si to haces toâo sin que llegue a oírse el ruido

de ningún cascabel, será perfecto y podrás ser

un truhán como nosotros y así sólo nos quedará

ya molerte a palos durante ocho días.

-¡Que el diablo me lleve! ¡Ni hablar! -dijo Grin-

goire. ¿Y si ,hago sonar las campanillas?

-Entonces lo colgaremos. ¿Está claro?

-No entiendo nada -respondió Gringoire.

-Escúchame otra vez. Tienes que registrar al

muñeco y quitarle la bolsa pero si, en esta ope-

ración, se oye una sola campanilla, serás ahor-

cado. ¿Lo entiendes ahora?

-Bueno; hasta ahora está claro, ¿y después?

-Si consigues quitarle la bolsa sin que se oiga

ninguna campanilla, entonces ya eres un

truhán y serás molido a palos durance ocho

días seguidos. ¿Lo entiendes ya todo, sin nin-

guna duda?

-No, monseñor, no to entiendo. Vamos a ver: en


el peor de los casos, colgado; y en el mejor, apa-

leado; entonces, ¿qué ventajas tengo yo?

-¿Y convertirte en truhán no tiene importancia?

¿No significa nada para ti? Si te molemos a pa-

los es por to bien, para endurecerte el cuerpo.

-Un gran placer; muchas gracias -replicó el poe-

ta.

-Venga ya; aceleremos -dijo el rey dando una

patada al tonel, que resonó como un tambor-.

Registra al muñeco y acabemos, pero que que-

de claro una vez más: si se oye un solo cascabel

pasas a ocupar el sitio del maniquí.

La banda de hampones aplaudió fuertemente

aquellas palabras de Clopin y se fueron colo-

cando todos alrededor de la horca con unas

risotadas tan despiadadas que Gringoire com-

prendió que les divertía demasiado, para no

temer to peor. No le quedaba, pues, la más mi-

nima esperanza salvo la remotísima posibilidad

de salir con bien de aquella terrible prueba, así


que decidió comer el riesgo no sin antes dirigir

una ferviente súplica al muñeco al que iba a

desvalijar, convencido de que sería más fácil de

enternecer que los truhanes.

Aquellos miles de cascabeles con sun lengüeci-

tas de cobre se le antojaban fauces abiertas de

áspides, prestas a morder y a silbar.

-;Oh! -se decía bajito a sí mismo- ¿Será posible

que mi vida dependa de la más pequeña vibra-

ción del más pequeño de estos cascabeles? ¡Oh!

-añadía juntando sun manos-: ;Campanilla! ¡No

tembléis, no vibréis, no cascabeléis!

Aún tuvo una última intentona con Trouillefou.

-¿Y si se levanta un poco de brisa? -le preguntó.

-Te colgaremos -respondió sin dudar.

Visto que no había aplazamiento ni tregua ni

escapatoria posible, tomó valientemente una

decisión. Enroscó el pie derecho en la pierna

izquierda, se puso de puntillas sobre el pie iz-

quierdo y estiró el brazo; pero, en el instance en


que iba a tocar al maniquí, su cuerpo, apoyado

sólo en un pie, se desequilibró al moverse el

taburete, que sólo tenía tres, y entonces instin-

tivamente se apoyó en el maniquí y fue a parar

al suelo aturdido por los fatales tintineos de las

mil campanillas del maniquí que, al tirar de

él, cedió primero y, girando después sobre sí

mismo, se balanceó majestuosamente entre los

don postes.

-¡Maldición! -gritó al caer y se quedó como

muerto con la cara contra el suelo, pero seguía

oyendo el terrible carillón y la risa diabólica de

los truhanes y la voz de Trouülefou que decía:

-Levantadme a este tipejo y colgadle sin más

historian.

Se levantó y vio que ya habían descolgado el

muñeco para hacerle sitio.

Los truhanes le subieron al tabuerete y Clopin

se le acercó; le puso la soga al cuello y dándole

anon golpecitos en el hombro le dijo:


-Ahora ya no te escapas ni aunque tuvieses las

tripas del papa.

La palabra gracia se quedó cortada en los labios

de Gringoire. Paseó la mirada en torno a él pero

no había ninguna esperanza; todos reían.

-Bellevigne de l'Etoile -dijo el rey de .Thanes a

un corpulento truhán que salió de las filas-:

súbete a la viga.

Bellevigne de l'Etoile subió ágilmente a la viga

transversal y un instance más tarde, Gringoire,

aterrorizado, levantó la vista y le vio, en cucli-

llas, en la viga, por encima de su cabeza.

-Ahora -prosiguió Clopin Trouillefou-, cuando

yo dé una palmada, tú, André le Rouge reti-

rarás el taburete de un rodillazo; tú, François

Chante-Prune to colgarás de los pies del bribón

y tú, Bellevigne, to echarás sobre sun hombros;

pero todos al mismo ciempo, ¿entendido?

Gringoire sintió un escalofrío.

-¿Ya estáis? -dijo Clopin a los tres truhanes,


prestos a lanzarse sobre Gringoire como tres

arañas sobre una wosca. El pobre condenado

tuvo anon momentos de espera horribles mien-

tras Clopin empujaba tranquilamente con el pie

hasta el fuego anon trozos de sarmiento que se

habían quedado fuera del alcance de las lla-

mas-. ¿Ya estáis? -repitió, separando sun manos

para dar una palmada. Un segundo más y todo

acabado.

Pero se detuvo como iluminado por una idea

repentina.

-¡Un momento! -dijo-; se me olvidaba..., no te-

nemos costumbre de colgar a un hombre sin

preguntarle antes si hay alguna mujer que le

quiera. Camarada, aún te queda un último re-

curso: o te casas con una truhana o la cuerda.

Esta ley gitana, por extraña que pueda parecer

al lector, está aún vigente en la legislación in-

glesa. Ved si no Burington's Observations.

Gringoire respiró pues era, en la última media


hora, la segunda vez que se salvaba; por eso no

se confió demasiado.

-¡Eh! -gritó Chopin, puesto de pie en su barri-

ca=, ¡eh!, ¡mujeres, hembras! ¿Hay entre voso-

tras, desde la bruja hasta la gata, una bribona

que se quiera quedar con este bribón? ¡Tú, Co-

lette, la Chamaronne! ¡Elisabeth Trouvain! ¡Tú,

Simone Jodouyne! ¡Marie Piédebou! ¡Thonne la

Longue! ¡Bérarde Fanouel! ¡Michelle Genaille!

¡Claude Rongeoreille! ¡Mathurine Girorou! ¡Tú,

Isabeau la Thierrye! ¡Venid todas a ver! ¡Un

hombre por nada! ¿Quiéq to quiere?

Gringoire, en el estado en que se encontraba, no

debía estar muy apetitoso y las truhanas no se

sintieron precisamente atraídas por aquella

propuesta y el desventurado las oía decir:

-No, no, colgadle; así disfrutaremos todas.

Sin embargo, tres de ellas salieron de entre las

filas y se acercaron a olfatearle. La primera era

una muchacha gorda de cara cuadrada que


examinó con mucha atención el deplorable

jubón del filósofo. Su blusón estaba ya muy

viejo y tenía más agujeros que un asador de

castañas.

La moza puso mala cara al verlo:

-¡Vaya tela vieja! -y se dirigió a Gringoire-

¿dónde tienes la capa?

-Se me ha perdido -dijo Gringoire.

-¿Y el sombrero?

-Me to han quitado. . . -- .

-¿Y los zapatos?

-Empiezan a fallarles la suela.

-¿Y to bolsa?

-Ay, ¿mi bolsa? -suspiró Gringoire- no me que-

da ni un denario parisino.

-Anda, que to cuelguen y da las gracias -replicó

la truhana dándole la espalda.

La segunda, vieja, negruzca, arrugada y repul-

siva, con una fealdad que llamaba la atención

en la corte de los milagros, dio una vuelta alre-


dedor de Gringoire. A éste le entró miedo de

que pu'diera quedarse con él pero, por fortuna,

dijo ella entre dientes:

-Está muy flaco- y se alejó.

La tercera era una joven lozana y nada fea.

-¡Sálvarne! -le dijo por to bajo el pobre diablo.

Ella le miró un instante un canto apiadada, lue-

go bajó los ojos, se cogió la falda con la mano y

se quedó indecisa. Él seguía con la vista todos

sus movimientos, pues representaba su último

fulgor de esperanza.

-No -dijo al fin la joven-; Guillaume Longue-

joue me zurraría -y volvió al grupo.

-Camarada -le dijo Clopin-; no tienes suerte.

Se puso de pie encima del tonel y dijo, imitan-

do el tono y las maneras de un subastador, con

gran regocijo de los presentes: ¿nadie to quiere?

¡A la una, a las dos, a las tres! -y volviéndose

hacia la horca hizo un gesto con la cabeza-:

«Adjudicado».
Bellevigne de l'Etoile, Andry le Rouge y Fran-

çois Chance-Prune se acercaron a Gringoire.

En aquel momento se elevó un clamor entre los

hampones: ¡La Esmeralda! ¡La Esmeralda!

Gringoire se echó a temblar y se volvió hacia el

lado de donde procedía el clamor. La multitud

se separó y dio paso a una pura y resplande-

ciente figura. Era la gitana.

-¡La Esmeralda! -dijo Gringoire, estupefacto, en

medio de sus emociones, sintiendo cómo esa

palabra mágica era capaz de aglutinar todos los

recuerdos del día.

Hasta en la corte de los milagros parecía ejercer

su imperio y encanto aquella extraña criatura.

A su paso, hampones y hamponas se ponían

calmadamente en fila y hasta sus rostros bruta-

les se iluminaban bajo sus miradas.

Se aproximó al sentenciado con paso ligero

seguida por su cabrita Djali. Gringoire estaba

ya más muerto que vivo. La Esmeralda le exa-


minó un momento en silencio.

-¿Vais a ahorcar a este hombre? -preguntó a

Clopin con mucha seriedad.

-Sí, hermana -le respondió el rey de Thunes-; a

menos que ttí le tomes por marido.

-Lo tomo -respondió.

En este punto Gringoire creyó firmemente que

había estado soñando desde la mañana y que

ésta no era sino la continuación de su sueño. La

situación, aunque bastante graciosa, no era por

ello menos violenta.

Soltaron el nudo corredizo y bajaron del esca-

bel al poeta, el cual no tuvo más remedio que

sentarse; tan viva era su emoción.

El duque de Egipto, sin pronunciar una sola

palabra, trajo un cántaro de arcilla; la gitana se

to ofreció a Gringoire pidiéndole que to lanzara

contra el suelo. Así to hizo, y la jarra se rompió

en cuatro trozos(28).

28. Cuando una gitana se casaba, toda la cere-


monia consistía en romper un jarro de arcilla

ante el hombre del que quería ser compañera y

así vivían juntos tantos años como los fragmen-

tos en que se hubiera roto el jarro. Al cabo de

ese tiempo los esposos quedaban libres de nue-

vo y podían separarse o romper otra vez una

nueva jarra.

-Hermano -dijo entonces el duque de Egipto,

imponiendo las manos en su frente-: ella es to

mujer; hermana, él es to marido durante cuatro

años. ¡Marchaos!

VII

UNA NOCHE DE BODAS

POCO después nuestro poeta se encontraba en

un pequeño aposento con bóveda de ojiva, ce-

rrado y caliente, ante una mesa que parecía

estar pidiendo alimentos a una alacena colgada

al lado; con la perspectiva de una buena cama y

frente a una bonita muchacha. La aventura le

parecía, desde luego, obra de encantamiento y


estaba empezando a considerarse un personaje

de cuento de hadas, por to que de vez en cuan-

do miraba a su alrededor como buscando la

carroza de fuego arrastrada por dos aladas

quimeras; el único medio capaz de trasladarle

en tan poco tiempo del averno al paraíso.

A veces miraba también con obstinación los

agujeros de su jubón para asirse así a la reali-

dad y poder seguir haciendo pie, pues ése era

el único contacto con la sierra ya que su razón

estaba lanzada hacia los cielos de la fantasía.

La muchacha no parecía prestarle mucha aten-

ción: se movía de aquí para allá, cambiando de

sitio una silla, hablando con su cabra y hacien-

do de vez en cuando su graciosa mueca con la

boca; por fin se sentó junto a la mesa y Gringoi-

re pudo contemplarla a gusto.

Lectores: todos habéis sido niños alguna vez y

quizás os consideráis felices de serlo aún. Sin

duda, habéis perseguido en más de una ocasión


(por mi parte los mejores días los he empleado

en ello) de matorral en matorral, a la orilla de

un arroyo en un día de sol, a alguna linda libé-

lula, verde o azul, zigzagueante y rozando casi

con su vuelo todas las ramas.

Conservaréis también el recuerdo de vuestro

pensamiento amoroso y de vuestra mirada

atraída hacia ese remolino azul y púrpura de

sus alas cuyo centro era una leve forma flotan-

te, apenas visible por la rapidez de sus movi-

mientos. Ese ser aéreo, confusamente percibido

entre temblores vivísimos de alas, os parecía

quimérico, imaginario, imposible de tocar, im-

posible casi de contemplar. Pero cuando por fin

la libélula se posaba en un junco del arroyo y

podíais entonces examinarla, conteniendo el

aliento, sus largas alas de gasa, su alargado

cuerpo de esmaltes, sus dos globos de cristal,

¡qué asombro no sentíais y qué temor de que

nuevamente aquella forma quimérica desapa-


reciera de nuevo entre sombras! Recordad

aquellas impresiones y podréis llegar a com-

prender to que sentía Gringoire al contemplar

en forma visible y palpable a la Esmeralda que

hasta aquel momento sólo había logrado entre-

ver a través de remolinos de danza, de cancio-

nes y de bullicio.

-Aquí está la Esmeralda- se decía cada vez más

sumido en sus ensoñaciones-. Ésta es -pensaba

siguiéndola vagamente con la mirada-. ¡Una

criatura celestial! ¡una bailarina callejera! ¡Tanto

y tan poco! Ella ha sido quien le ha dado esta

mañana el golpe de gracia a mi misterio y

quien esta noche me salva la vida. ¡Mi ángel

malo y mi ángel de la guarda! ¡Una hermosa

mujer, desde luego!, y que debe amarme con

locura para haberse quedado conmigo como to

ha hecho. A propósito -dijo levantándose de

pronto con ese sentimiento de to real que cons-

tituía el fondo de su carácter y de su filosofía-,


todavía no sé muy bien cómo han pasado las

cosas, pero soy to marido.

Con esta idea en su cabeza y en sus ojos, Grin-

goire se acercó a la muchacha de una manera

tan marcial y tan galante que la joven retroce-

dió.

-¿Qué queréis de mí? -le preguntó.

-¿Por qué me to preguntáis, mi adorable Esme-

ralda? -le respondió Gringoire con un acento

tan apasionado que hasta él mismo se sor-

prendía al oír su voz.

La gitana abrió más sus grandes ojos y dijo:

-No sé to que queréis decir.

-¡Cómo! -repuso Gringoire enardeciéndose ca-

da vez más y pensando que, después de todo,

sólo tenía que habérselas con una virtud de la

corte de los milagros-. ¿No soy tuyo, mi dulce

amiga?, y tú no era mía acaso? -le dijo asiéndo-

la con toda ingenuidad por la cintura. La blusa

de la gitana se deslizó entre sus manos como


una anguila. Dio luego un salto hasta el otro

extremo de la estancia; se agachó para erguirse

a continuación con una navaja en la mano con

cal rapidez que Gringoire no tuvo tiempo de

ver de dónde la había sacado. Se mostraba exci-

tada y altiva, con los labios apretados y reso-

plando por la nariz; sus mejillas se habían en-

cendido y su mirada centelleaba. A1 mismo

tiempo su cabrita blanca se había colocado ante

ella y hacía frente a Gringoire con sus dos boni-

tos cuernos, dorados y puntiagudos. Todo hab-

ía tenido lugar en un abrir y cerrar de ojos.

La libélula se había transformado en avispa y

estaba dispuesta a picar.

Nuestro filósofo estaba perplejo mirando alela-

do canto a la cabra como a la muchacha.

-¡Virgen Santa! -exclamó cuando la sorpresa le

permitió hacerlo-. ¡Vaya par de flamencas!

-Debes ser un tipo muy osado.

-Perdón, señorita -añadió Gringoire con una


sonrisa-. ¿ Por qué me habéis tomado entonces

por marido?

-¿Habrías querido que to dejara colgar?

-Entonces -siguió el poeta, desalentado ya de

sus esperanzas amorosas-, ¿sólo habéis pensa-

do en salvarme de la horca al casaros conmigo?

-¿Y qué otro pensamiento podría,haber tenido?

Gringoire se mordió los labios diciéndose: Bue-

no, pues no soy tan triunfante como creía en las

cosas de Cupido, pero entonces, ¿por qué haber

roto aquel pobre jarro?

Todavía estaban prestos a la defensa la navaja

de Esmeralda y los cuernos de la cabra.

-Señorita Esmeralda, capitulemos -dijo el poe-

ta-, no soy escribano del Châtelet y no quiero

complicaros por el hecho de Ilevar una daga en

París, en contra de las ordenanzas y las prohi-

biciones del señor preboste, pero no debéis ig-

norar que Noël Lescripvain ha sido multado

hace ocho días a pagar diez sueldos parisinos


por haber llevado un chafarote; pero eso no me

importa y lo que quiero deciros es que os juro

por la parte del paraíso que me pueda corres-

ponder que no me acercaré a vos sin vuestro

permiso y aprobación pero, por favor, dadme

algo para cenar.

En el fondo Gringoire, como monsieur Lespr-

éaux, se mostraba muy poco voluptuoso y no

era del estilo de esos caballeros y mosqueteros

que toman a las jóvenes por asalto. En el amor

como en todas las cosas prefería contemporizar

y situarse en un término medio.

Pensaba además que una buena cena en amis-

tosa intimidad y con hambre, como era su caso,

podía resultar un entreacto excelente entre el

prólogo y el desenlace para una aventura amo-

rosa.

La Zíngara no respondió pero hizo su mohín

desdeñoso, irguió el cuello como un pájaro y se

echó a reír haciendo desaparecer el lindo puñal


de la misma manera que había aparecido, sin

que Gringoire hubiera podido ver dónde guar-

daba la abeja su aguijón.

Unos instantes más tarde había ya en la mesa

un pan de centeno, una loncha de tocino, algu-

nas manzanas rugosas y una jarra de cerveza.

Gringoire se puso a comer con tal ímpetu que

ante el tintineo furioso que hacía su tenedor de

hierro al rozar contra la loza se habría dicho

que todo su amor se había trocado en apetito.

La muchacha, sentada ante él, le miraba hacer

en silencio, visiblemente abstraída por otros

pensamientos que le provocaban a veces una

sonrisa; al mismo tiempo su mano acariciaba la

cabeza de la cabra que se hallaba suavemente

apresada entre sus rodillas.

Una vela de cera amarilla iluminaba aquella

escena de voracidad y de ensueño pero, una

vez apaciguados los primeros balidos de su

estómago, le invadió una falsa vergüenza al ver


que no quedaba más que una manzana.

-¿Vos no coméis, señorita Esmeralda?

Ella respondió moviendo negativamente la

cabeza y su mirada perdida se detuvo en la

bóveda de la estancia.

¿Qué le preocupará? -se preguntó Gringuire

mirando al mismo punto en que ella fijaba su

vista-. No puede ser el gesto de ese enano es-

culpido en el centro de la bóveda. ¡Qué diablo!

Yo soy más importante.

-¡Eh, señorita! -dijo alzando la voz.

Pero ella no parecía oírle.

Insistió de nuevo, un poco más alto esta vez.

-¡Señorita Esmeralda!

Trabajo inútil. La mente de la joven se encon-

traba en otra parte y la voz de Gringoire carecía

de fuerza para hacerla volver. Por suerte la ca-

bra se puso a balar en aquel momento y a mor-

disquear cariñosamente la manga de su ama.

-¿Qué te ocurre, Djali? -dijo vivamente la zínga-


ra sobresaltada.

-Tiene hambre -dijo Gringoire encantado de

recomenzar la conversación.

Y la Esmeralda se puso a desmigar pan que

Djali comía graciosamente en el hueco de su

mano.

Gringoire, no queriendo darle tiempo para vol-

ver a sus ensoñaciones, lanzó una pregunta

delicada.

-¿Entonces no me queréis como marido?

-No -le reapondió la joven mirándole a la cara.

-¿Y como amante?

La Esmeralda hizo su mohín con la boca y res-

pondió:

-No.

-¿Y como amigo?

Entonces le miró fijamente y tras un momento

de reflexión le dijo:

-Quizás.

Ese quizás tan caro a los filósofos enardeció a


Gringoire.

-¿Conocéis lo que es la amistad? -le preguntó.

-Sí -respondió la gitana-. Sí; es como ser herma-

no y hermana; como dos almas que se tocan sin

confundirse; como los dedos de una mano.

-¿Y el amor? -inquirió Gringoire.

-¡El amor! -dijo con una voz trémula y con ojos

brillantes-: Es como ser dos en uno; como un

hombre y una mujer confundidos en un ángel;

es como el cielo.

Mientras hablaba así, la bailarina se mostraba

tan hermosa y llamaba tan singularmente la

atención de Gringoire que no pudo evitar una

comparación entre su belleza y el exotismo

oriental de sus palabras.

Sus labios sonrosados esbozaban una sonrisa;

su frente cándida y serena se ensombrecía a

veces por sus pensamientos, como un espejo se

empaña con el aliento, y en sus largas pestañas

negras flotaba una luz inefable que iluminaba


su perfil con la misma delicadeza que Rafael

iba a encontrar más tarde en esa intersección

mística de virginidad, maternidad y divinidad.

Gringoire sin embargo no se detuvo ahí.

-¿Cómo hay que hacer entonces para agrada-

ros?

-Hay que ser un hombre.

-¿Y entonces, qué es lo que yo soy?

-Un hombre lleva yelmo en la cabeza, espada

en la mano y espuelas de oro en los talones.

-Bueno -dijo Gringoire. Así que sin caballo no

hay hombre que valga. ¿Amáis a alguien?

-¿Con amor verdadero?

-Con amor verdadero.

Permaneció pensativa un momento y respondió

con una expresión muy particular.

-Lo sabré muy pronto.

-¿Por qué no esta misma noche? -solicitó con

ternura el poeta-: ¿Por qué no a mí?

Ella le miró entonces gravemente.


-Sólo podría amar a un hombre que pudiera

protegerme. Gringoire se ruborizó y encajó la

respuesta como pudo. Era evidente que la joven

quería aludir a la escasa ayuda que él le había

prestado en la circunstancia crítica de hacía

apenas dos horas. Entonces, semioculto entre

otras vivencias de la noche, le surgió aquel re-

cuerdo y se golpeó la frente. -A propósito, se-

ñorita, perdonad mi distracción, pues debería

haber comenzado por ahí. ¿Cómo os las habéis

arreglado para libraros de las garras de Quasi-

modo? La pregunta hizo estremecerse a la gita-

na.

-¡Oh! ¡Aquel horrible jorobado! -dijo cubriéndo-

se el rostro con las manos y al mismo tiempo se

echó a temblar como aterida de frío.

-Horrible, en efecto.

Gringoire seguía sin embargo con su pregunta.

-Pero, ¿cómo conseguisteis libraros de él?

La Esmeralda sonrió, luego suspiró y se quedó


en silencio.

-¿Sabéis por qué os seguía? -insistió Gringoire,

intentando continuar en el tema y dando un

rodeo.

-No lo sé -respondió la joven y añadió con vi-

veza-: También vos me seguíais. ¿Por qué?

-En realidad -respondiole Gringoire- ni yo

mismo lo sé.

Se produjo un silencio. Gringoire rayaba la me-

sa con el cuchillo. La muchacha sonreía y parec-

ía mirar algo a través de la pared y de pronto se

puso a esbozar esta canción:

Cuando las pintadas aves

Mudas están, y la tierra...(29)

29. En español en el original. Versos pertene-

cientes a un antiguo romance español que narra

la entrada en Toledo del rey Rodrigo.

La Esmeralda se interrumpió aquí bruscamente

y comenzó a hacer caricias a Djali.

-Es muy bonita vuestra cabra -le dijo Gringoire.


-Es mi hermana -le respondió ella.

-¿Por qué os llaman la Esmeralda? -inquirió el

poeta.

-No lo sé.

-Alguna razón habrá.

Entonces sacó de su pecho una especie de sa-

quito oblongo que llevaba colgado al cuello

mediante una cadena de cuentas de azabache

que exhalaba un penetrante olor a alcanfor.

Estaba recubierto de seda verde y llevaba en su

centro un gran abalorio verde que imitaba a

una esmeralda.

-Quizás sea a causa de esto -dijo.

Gringoire quiso tocar el saquito y la Esmeralda

retrocedió. -No te toques; es un amuleto y

podrías romper el hechizo o éste perjudicarte a

ti.

La curiosidad despertaba cada vez un mayor

interés en el poeta.

-¿Quién os lo ha dado?
Ella le puso un dedo en la boca y guardó otra

vez el amuleto en su seno. Gringoire seguía

acosándola con preguntas a las que ella apenas

contestaba.

-¿Qué quiere decir esa palabra, la Esmeralda?

-No lo sé -repetía.

-¿A qué lengua pertenece?

-Creo que al egipcio.

-Estaba seguro -dijo Gringoire-: ¿No sois fran-

cesa?

-No lo sé.

-¿Conocéis a vuestros padres?

Entonces ella se puso a entonar una vieja me-

lodía:

Mon père est l'oiseau,

ma mére est l'oiselle,

je passe l'eau sans nacelle,

je passe l'eau sans bateau.

Ma mère est l'oiselle,

Mon père est l'oiseau (30).


30. Mi padre es el pájaro / Pájara es mi madre /

paso el agua sin barca/ paso el agua sin barco.

/ Pájara es mi madre / mi padre es el pájaro.

-Está bien -dijo Gringoire-, ¿qué edad teníais al

llegar a Francia?

-Yo era muy pequeña.

-¿Vinisteis a París?

-No; a París viene el año pasado. Cuando

entrábamos por la Puerta Papal vi volar por los

aires la curruca de los cañaverales y me dije: el

invierno va a ser duro.

-Y lo ha sido -dijo Gringoire, encantado de con-

seguir hacerla hablar-. Lo he pasado soplán-

dome los dedos. ¿Tenéis acaso el don de la pro-

fecía?

Ella volvió a su laconismo.

-No.

-Ese hombre al que llamáis el duque de Egipto,

es el jefe de vuestra tribu.

-Sí.
-Pues ha sido él quien nos ha casado, le hizo

observar el poeta.

Ella volvió a hacer su mohín de siempre y dijo:

-Si ni siquiera conozco tu nombre.

-¿Mi nombre? ¿Quieres saberlo?; escucha: me

llamo Pierre Gringoire.

-Pues yo conozco uno más bonito -le dijo ella.

-¡No seáis mala! -contestó el poeta-; pero no me

importa, pues no me enfadaré. Quizás cuando

me conozcáis mejor lleguéis a amarme. Pero me

habéis contado vuestra vida con tal confianza

que me siento casi obligado a hacer lo mismo.

Así que os diré que me llamo Pierre Gringoire y

que soy hijo del arrendador de la casa del nota-

rio de Gonesse; que a mi padre lo colgaron los

borgoñones y a mi madre le abrieron el vientre

los picardos cuando el sitio de París hace ya

más de veinte años. Así que yo era huérfano a

los seis y aprendí a andar las calles de París,

aunque no comprendo cómo pude sobrevivir


hasta los dieciséis con las cuatro ciruelas que

me daba una frutera o con las cortezas de pan

que me daba algún panadero... Por las noches

me las arreglaba para que me detuvieran los

guardias y así podía dormir sobre un mal

jergón aunque, como podéis comprobar, nada

de esto me impidió crecer y adelgazar. En in-

vierno me calentaba tomando el sol bajo los

porches del hotel de Sens y siempre me pareció

ridículo que las hogueras de San Juan se reser-

vasen para la canícula. A los dieciséis años qui-

se empezar a trabajar en serio y desde entonces

lo he intentado todo: primero me hice soldado,

pero no era lo bastante valiente; después me

hice monje, pero sin ser lo bastante devoto y

además no me gusta beber. Desesperado ya, en-

tré como aprendiz de carpintero, pero carecía

también de la fuerza suficiente. La verdad es

que lo que más me gustaba era ser maestro y,

aunque no sabía leer, nunca creí que eso fuera


un gran inconvenience. Al cabo de cierto tiem-

po llegué a la conclusión de que no servía para

nada y entonces, totalmente convencido de lo

que quería, me hice poeta y rimador. Cuando

uno es un vagabundo siempre se puede coger

ese oficio y mejor es eso que robar, como me

aconsejaban algunos de los bribones de mis

amigos. Por suerte un buen día encontré a dom

Claude Frollo, el reverendo archidiácono de la

iglesia de Nuestra Señora, que se interesó por

mí y, gracias a él, hoy me puedo considerar un

verdadero letrado, conocedor del latín, desde

los oficios de Cicerón hasta el martirologio de

los padres celestinos, y no soy negado ni para

la escolástica ni para la poética ni para la rítmi-

ca y tampoco se me da mal la hermética. Por

otra parte, soy también el autor del misterio

que se ha representado hoy, con gran éxito y

gran concurrencia de público, nada menos que

en la Gran Sala del palacio. He escrito además


un libro de más de seiscientas páginas sobre

aquel prodigioso cometa de 1465, que volvió

loco a un hombre y también he tenido otros

éxitos. Veréis: como entiendo algo de caza, tra-

bajé en aquella bombarda de Jean Maugue que,

como sabéis, reventó en el puente de Charenton

el día del ensayo matando a veinticuatro curio-

sos. Fijaos que no soy un mal partido y conozco

muchas gracias y muy interesantes para ense-

ñar a vuestra cabra cómo imitar al obispo de

Paris, ese maldito fariseo cuyos molinos salpi-

can a todo el que cruza por el puente de los

molineros. Además mi misterio me reportará

buen dinero contante. Si me pagan. En fin, me

pongo a vuestras órdenes con mi inteligencia,

mis conocimientos y mi sabiduría. Dispuesto

estoy, señorita, a vivir con vos castamente o

alegremente, como más os plazca, o bien como

marido y mujer, si así lo queréis, o como her-

mano y hermana, si os parece mejor.


Gringoire se calló en espera de los efectos pro-

ducidos por su perorata, pero la Esmeralda

seguía con la vista fija en el techo.

- Febo -dijo a media voz-, y luego volviéndose al

poeta-: ¿Qué quiere decir Febo?

Sin comprender muy bien la relación que pu-

diera haber entre su alocución y semejante pre-

gunta, no se sintió molesto de poder dar nuevas

pruebas de su erudición y respondió pavo-

neándose:

-Es una palabra latina que quiere decir Sol.

-¿Sol? -dijo ella.

-Es también el nombre de un apuesto arquero

que era un dios -añadió Gringoire.

-¡Dios! -repitió la zíngara, imprimiendo a su

acento un algo de ensoñación y de apasiona-

miento.

En aquel momento uno de sus brazaletes cayó

al suelo. Gringoire se agachó presto para reco-

gerlo y cuando se incorporó, la gitana y su ca-


bra habían desaparecido. Oyó el ruido de un

cerrojo al cerrarse. Era una pequeña puerta que

comunicaba sin duda con una estancia vecina y

que se cerraba por fuera.

-¡Si al menos me hubiera dejado una cama! -dijo

nuestro filósofo.

Dio una vuelta a la estancia y no encontró

ningún mueble apropiado para dormir excepto

un arcón de madera, bastante largo con la tapa

repujada y que al tumbarse daba a Gringoire

más o menos la misma sensación que debió

experimentar Micromegas(31) al tumbarse so-

bre los Alpes.

31. Personaje de una obra de Voltaire.

-Bueno -se dijo, acomodándose como mejor

pudo-. Habrá que resignarse, pero la verdad

que es una noche de bodas bien rara. ¡Qué

lástima! Había en aquella boda del cántaro roto

algo de ingenuo y de ancestral que me seducía.

LIBRO TERCERO
INUESTRA SEÑORA (1)

TODAVÍA hoy la iglesia de Nuestra Señora de

París continúa siendo un sublime y majestuoso

monumento, pero por majestuoso que se haya

conservado con el tiempo, no puede uno por

menos de indignarse ante las degradaciones y

mutilaciones de todo tipo que los hombres y el

paso de los años han infligido a este venerable

monumento, sin el menor respeto hacia Carlo-

magno que colocó su primera piedra, ni aun

hacia Felipe Augusto que colocó la última.

(1) Primitivamente Nuestra Señora de París fue

un templo galorromano, luego basílica cristiana

y más tarde iglesia románica. La actual iglesia

catedral de Nuestra Señora fue fundada por el

obispo Maurice de Sully que quiso dar a la ciu-

dad una catedral digna de su grandeza. Su

construcción se inicia en 1163 con aportaciones

eclesiásticas y ofrendas reales. El pueblo parti-

cipa también generosamente con sus brazos y


esfuerzos: taIlistas, forjadores, escultores, cris-

taleros trabajan dirigidos por Jean de Chelles y

Pierre Montreuil, que fue también el arquitecto

de la Santa Capilla de París. Los planos origina-

les son por fin culminados hacia 1345. Vamos a

hacer una brevísima relación de acontecimien-

tos históricos relacionados con esta catedral: fue

depositaria de la corona de espinas, antes de

que se terminara la Santa Capilla, construida a

este efecto por San Luis (Luis IX de Francia). En

ella tuvieron lugar en 1302 los primeros estados

generales del reino con Felipe el Hermoso.

Aunque Enrique IV dijo más tarde KParís bien

vale una miss», antes tuvo lugar en Nuestra

Señora su cvrioso matrimonio con Margarita de

Valois; ella sola en el coro y él, como hugonote,

esperando a la puerta, en el exterior. Durante la

revolución la catedral se dedicó al cvlto de la

razón y sirvió también, en cierto modo, de al-

macén de piensos y de forraje. En ella fue coro-


nado Napoleón como emperador en 1804 por el

papa Pío VII. Muy abandonada en el curso de

los tiempos fue, en buena parte motivada por la

popularidad de la novela de Vícto• Hugti, or-

denada en 1814 una restauración general, bajo

el gobierno de la monarquía de Julio. Vio-

llet-le-Duc se ocupó de la obra a hizo una res-

tauración muy completa de estatuaria, vidrie-

ras, bóvedas, pórticos, coro y procedió incluso a

la edificación de la flecha posterior (90 metros).

Estos trabajos se prolongaron hasta 1864 y fue-

ron por cierto bastante criticados en su época.

La plaza del Parvis, que da acceso a la catedral

y a la que canto se alude en esta obra fue el lu-

gar de muchas representaciones de teatro reli-

gioso de la Edad Media, como el «cmisterio» de

San Teófilo o la pasión de Jean Michel o de Ar-

nould Greban, con sus más de 30.000 versos y

más de diez jornadas de representación.,

Desde otro punto de vista, anecdótico y actual,


la plaza del Parvis marca el kilómetro cero de

las carreteras nacionales que salen de París.

En el rostro de la vieja reina de nuestras cate-

drales, junto a cualquiera de sus arrugas, se ve

siempre una cicatriz. Tempus edax, homo eda-

cior(2), expresión que yo trauciría muy gusto-

samente: el tiempo es ciego; el hombre es estú-

pido.

2. El tiempo devasta, pero el hombre es el ma-

yor devastador. (Ovidio, Metamorfosis.)

Si para examinar con el lector, dispusiéramos,

una a una, de las distintas huellas destructoras

impresas en la vieja iglesia, las producidas por

el tiempo resultarían muy inferiores a las pro-

vocadas por los hombres, especialmente por los

hombres dedicados al arte.

Tengo forzosamente que referirme a estos

hombres dedicados al arte pues, en este senti-

do, han existido individuos con el título de ar-

quitectos a lo largo de los dos últimos siglos.


En primer lugar y para no citar más que algu-

nos ejemplos capitales, hay seguramente en la

arquitectura muy pocas páginas tan bellas co-

mo las que se describen en esta fachada, en

donde al mismo tiempo pueden verse sus tres

pórticos ojivales, el friso bordado y calado con

los veintiocho nichos reales y el inmenso ro-

setón central, flanqueado por sus dos ventana-

les laterales, cual un sacerdote por el diácono y

el subdiácono; la grácil y elevada galería de

arcos trilobulados sobre la que descansa, apo-

yada en sus finas columnas, una pesada plata-

forma de donde surgen las dos torres negras y

robustas con sus tejadillos de pizarra. Conjunto

maravilloso y armónico formado por cinco

plantas gigantescas, que ofrecen para recreo de

la vista, sin amontonamiento y con calma, in-

numerables detalles esculpidos, cincelados y

tallados conjuntados fuertemente y armoniza-

dos en la grandeza serena del monumento. Es,


por así decirlo, una vasta sinfonía de piedra;

obra colosal de un hombre y de un pueblo; una

y varia a la vez, como las Ilíadas y los Roman-

ceros de los que es hermana; realización prodi-

giosa de la colaboración de todas las fuerzas de

una época en donde se perciben en cada piedra,

de cien formas distintas, la fantasía del obrero,

dirigida por el genio del artista; una especie de

creación humana, poderosa y profunda como la

creación divina, a la que, se diría, ha robado el

doble carácter de múltiple y de eterno.

Y lo que decimos de su fachada conviene a la

iglesia entera; y lo que decimos aquí de la igle-

sia catedral de París conviene a todas las igle-

sias de la cristiandad en la Edad Media, pues

todo se armoniza en este arte, originado en sí

mismo, lógico y equilibrado. Medir el dedo de

un pie es medir al gigante entero.

Pero volvamos a la fachada de Nuestra Señora

tal como se nos aparece hoy, cuando acudimos


piadosamente a admirar la belleza serena y

poderosa de la catedral que aterroriza, al decir

de los cronistas: quae mole .sua terrorem inquit

spectantibus (3).

Tres cosas importantes se echan en falta hoy en

la fachada: primero, la escalinata de once pel-

daños que la elevaban antiguamente sobre el

suelo; después la serie inferior de estatutas que

ocupaban los nichos de los tres pórticos y la

serie superior de los veintiocho reyes más anti-

guos de Francia, que guarnecían la galería del

primer piso desde Childeberto hasta Felipe

Augusto, que sostenía en su mano «la manzana

imperial».

La escalinata ha desaparecido con el tiempo al

irse elevando lenta pero progresivamente el

nivel del suelo de la Cité. Pero aun devorando

uno a uno esos once peldaños que conferían al

monumento una altura majestuosa, el tiempo

ha dado a la iglesia más quizás de lo que le ha


quitado, pues ha sido precisamente el tiempo el

que ha extendido por su fachada esta pátina de

siglos que hace de la vejez de los monumentos

la edad de su belleza. Pero ¿quién ha echado

abajo las dos hileras de estatuas? ¿Quién ha

vaciado los nichos? ¿Quién ha tallado en medio

del pórtico central esa ojiva nueva y bastarda?

¿Quién se ha atrevido a colocar esa pesada a

insípida puerta de madera esculpida en estilo

Luis XV junto a los arabescos de Biscornette?'

Los hombres, los arquitectos, los artistas de

nuestros días.

3 Pues su mole inspira terror a los espectadores

(Du Breul).

4 Forjador famoso.

5 Colocada en 1413, tenía una altura de 9 me-

tros. En 1785 fue retirada sin saber por qué ni

por quién.

Y dentro del edificio, ¿quién ha derribado la

colosal estatua de San Cristóbal(5), conocida


entre las estatuas como lo es entre las salas la

del gran palacio o la flecha de Estrasburgo en-

tre los campanarios? ¿Y los miles de estatuas

que existían entre las columnas de la nave cen-

tral del coro, en las más variadas posturas; de

rodillas, de pie, a caballo; hombres, mujeres,

niños, reyes, obispos, gendarmes; unas de ma-

dera, otras de piedra, de mármol, de oro, de

plata, de cobre a incluso de cera? ¿Quién las ha

barrido brutalmente? Seguro que no ha sido el

tiempo.

¿Y quién ha reemplazado el viejo altar gótico,

espléndidamente recargado de relicarios y de

urnas, por ese pesado sarcófago de mármol con

nubes y cabezas de ángeles, que se asemeja a

un ejemplar desaparecido del Val-de-Grace o

de los Inválidos? ¿Quién ha sellado tan absur-

damente ese pesadísimo anacronismo de pie-

dra al pavimento carolingio de Hercandus?(6)

¿No fue acaso Luis XIV, en cumplimiento del


voto de Luis XIII?(7) ¿Y quién ha puesto esas

frías cristaleras blancas en lugar de aquellos

vitrales de «color fuerte» que hacían que los

ojos maravillados de nuestros antepasados no

supieran decidirse entre el gran rosetón del

pórtico y las ojivas del ábside? ¿Y qué diría un

sochantre al ver ese embadurnamiento amarillo

con el que nuestros vandálicos arzobispos han

enjabelgado su catedral?

Recordaría que ése era el color con el que el

verdugo pintaba los edificios «infames»; se

acordaría del hotel del Petit-Bourbon, también

embadurnado totalmente de amarillo por la

traición del condestable; pero de un amarillo

después de todo, dice Sauval, de tan buena

calidad y pintado tan a conciencia que en más

de un siglo no se le ha podido quitar la pintura.

Creería que aquel lugar sagrado era un lugar

infame y huiría de a11í. Y si subimos a las to-

rres, sin detenernos en las mil barbaries de todo


género, ¿qué ha sido de aquel pequeño y encan-

tador campanario que descansaba en la inter-

sección del crucero y que con la misma elegan-

cia y la misma arrogancia que su vecina la fle-

cha -también destruida- de la Santa Capilla, se

clavaba en el cielo más alto que las torres, deci-

dido, agudo, sonoro, calado como un encaje?

Un arquitecto de buen gusto (1787) to cercenó y

creyó que bastaría cubrir la llaga con ese enor-

me emplaste de plomo que parece la tapa de

una cacerola(8).

6. Cuadragésimo segundo obispo de París en la

época de Carlomagno.

7. Hace referencia a la época de Luis XIII que

consagró Francia a la Virgen a hizo la promesa

de renovar la decoración del coro a causa de su

desesperación por no haber tenido hijos tras

veintitrés años de matrimonio. Luis XIV inau-

guró los trabajos en 1699. La piedad de Cous-

tou data de 1723. Posteriormente, salvo la pie-


dad, Viollet-le-Duc restableció en to que pudo

el primitivo estado (véase nota 1 de este libro).


8. La flecha, originaria de 1220,fue posterior-
mente repuesta por Viollet-le-Duc en 1859.

Así ha sido tratado en todas partes este maravi-

lloso arte de la Edad Media, sobre todo en

Francia. Tres clases de lesiones pueden distin-

guirse en sus ruinas y cualquiera de ellas le

afecta con distinta gravedad: primeramente el

tiempo que to ha dañado insensiblemente por

muchas partes y ha enmohecido su superficie;

después las revoluciones políticas y religiosas

que, ciegas y encolerizadas por naturaleza, se

han lanzado tumultuosamente sobre él y han

desgarrado su riquísimo revestimiento de es-

culturas, de tallas, agujereado sus rosetones,

quebrado sus collares de arabescos y estatuillas

y arrancando sus estatuas, por causa, a veces,

de sus coronas y a veces de sus mitras; y, en fin,

las modas cada vez más grotescas y estúpidas

que, a partir de las anárquicas desviaciones del


Renacimiento, se han venido sucediendo en la

inevitable decadencia de la arquitectura. Las

modas han causado mayores males que las re-

voluciones, pues han cortado por to sano, han

atacado al esqueleto mismo del arte, han corta-

do, segado, desorganizado, anulado el edificio,

tanto en la forma como en su simbolismo, tanto

en su organización lógicz como en su belleza y

además han reconstruido, pretensión esta que,

al menos, no habían tenido ni el tiempo, ni las

revoluciones. En aras del buen gusto, ellas han

organizado descaradamente, en las heridas de

la arquitectura gótica, sus miserables adornos

de un día, sus cintas de mármol, sus pompones

de metal; una verdadera lepra ornamental, de

volutas, de vueltas, de encajes, de guirnaldas,

de franjas, de llamas, de piedra, de nubes de

bronce, de amorcillos regordetes, de querubi-

nes mofletudos, que empiezan a devorar el ros-

tro del arte en el oratorio de Catalina de Médi-


cis y to hacen expirar dos siglos más tarde,

atormentado y gesticulante en el gabinete de la

Dubarry.

Para resumir, pues, los aspectos que acabamos

de indicar, tres clases de estragos desfiguran

hoy la arquitectura gótica(9): arrugas y verru-

gas en la epidermis constituyen la obra del

tiempo; brutalidades, contusiones y fracturas

son los efectos de las revoluciones, desde Lute-

ro hasta Mirabeau; pero las mutilaciones, am-

putaciones, dislocaciones del armazón, rertau-

racionet, todo esto to ha causado el trabajo

griego, romano, y bárbaro de los profesores,

según Vitrubio y Vignole.

9 Como estudioso y descubridor de la Edad

Media, Víctor Hugo cvestiona el arte renacen-

tista. En una ocasión dijo «es el anochecer to

que confundimos con el amanecer» refiriéndose

al Renacimiento.

Todo este arte magníficamente creado por los


vándalos ha sido asesinado por los académicos.

A los daños causados por el correr de los siglos

o por las revoluciones que devastan al menos

con imparcialidad y grandeza, ha venido a

unírseles una caterva de arquitectos colegiados,

patentados, jurados y juramentados que de-

gradan a conciencia y con mal gusto el arte sus-

tituyendo, a la mayor gloria del Partenón, los

encajes góticos de la Edad Media, por las esca-

rolas de Luis XIV. Es la coz del aslio al león que

agoniza; es el viejo roble que no sólo es podado

sino que además es picado, mordido y des-

hecho por las orugas.

¡Qué lejos de nuestra época la de Robert Cena-

lis cuando comparando Nuestra Señora de

París con el famoso templo de Diana de Éfeso,

tan alabado por lo.r antiguor paganos, inmota-

lizado por Erostrato, encontraba la catedral

gala «más sobresaliente en longitud, anchura,

altura y estructuraa!
Nuestra Señora de París no es, por to demás, to

que pudiera llamarse un monumento completo,

definitivo, catalogado; tampoco es una iglesia

románica ni mucho menos una iglesia gótica ni

un edificio prototipo. Nuestra Señora de París

no tiene, como la abadía de Tournus, esa forta-

leza maciza y grave, ni la redonda y amplia

bóveda, ni la desnudez fría, ni la sencillez ma-

jestuosa de los edificios que tienen su origen en

el arco de medio punto. No es tampoco, como

la catedral de Bourges, el resultado magnífico,

ligero, multiforme, denso, erizado y eflorescen-

te de la ojiva. Es imposible clasificarla entre esa

antigua familia de iglesias sombrías, misterio-

sas, bajas, como aplastadas por el medio punto,

casi egipcias, si no fuera por la techumbre; je-

roglíficas, sacerdotales, simbólicas, más carga-

das en sus adornos de rombos y de zigzás que

de fiores, con más flores por adorno que anima-

les y con mayor preferencia hacia los animales


que hacia los hombres; es más la obra del arqui-

tecto que la del obispo; representa la primera

transformación del arte, cargado aún de disci-

plina teocrática y militar, que tiene su raíz en el

bajo imperio y se detiene en Guillermo el Con-

quistador (10).

10 Guillermo el Conquistador, siglo xt. Hijo de

Roberto el Diablo, duque de Normandía y que

llegó a ser Rey de Inglaterra. Personaje de gran

relieve en la historia francesa.

No es posible tampoco colocar a nuestra cate-

dral entre la otra familia de iglesias altas, estili-

zadas, aéreas, ricas en vitrales y en esculturas,

de formas agudas y atrevidas, comunales y

burguesas cual símbolos políticos, o libres y

caprichosas y desenfrenadas cual obras de arte.

A este grupo pertenece la segunda transforma-

ción de la arquitectura; es decir: la que no parti-

cipa ya de to jeroglífico ni de to inmutable ni

sacerdotal sino de ese concepto artístico, pro-


gresista y popular, que se origina con la vuelta

de las cruzadas y termina con Luis XI(11).

Nuestra Señora de París no es de pura raza

románica como las primeras ni de pura raza

árabe como las segundas(12). Es un edificio de

transición. Cuando el arquitecto sajón acababa

de levantar los primeros pilares de la nave, la

ojiva, que venía de las cruzadas, surge conquis-

tadora y triunfante sobre los amplios capiteles

románicos, que estaban preparados para so-

portar únicamente arcos de medio punto y

dueña ya desde entonces, campeó por el resto

de la iglesia. Poco experta y tímida en sus ini-

cios, se ensancha, se contiene y no se atreve aún

a manifestarse lanzándose y elevándose en fle-

chas y en lancetas como to harán más adelante

tantas y tan maravillosas catedrales. Se diría

que no puede olvidar la existencia de sus pesa-

dos pilares románicos.

11 La muerte de San Luis IX (1270) marca el fin


de las cruzadas. Fue rey de Francia desde 1461

hasta 1483. Nuestra Señora de París se levanta

en el lugar de una basílica cristiana que ocupa-

ba, a su vez, el lugar de un templo romano, en

la mayor de las tres islas que hay sobre el Sena.

Maurice Sully inició la construcción del coro en

1163; otras naves y la fachada se terminaron en

el año de 1200 por el obispo Eudes de Sully y

las torres estaban ya acabadas en el 1245. las

capillas de las naves y las del coro se hacen a

continuación, dirigidas por el arquitetto Jean de

Chelles. La fachada norte y la sur se terminan

hacia 1260 y la catedral puede considerarse

como terminada en 1345.

12. La arquitectura que llamamos gótica y que

es, según dicen, de los árabes (Fénélon en su

carta a la academia). El propio Víttor Hugo

hace alusión a este mismo concepto del origen

árabe del arte gótico en sus Odat y baladar...:

«c...La ojiva nos ha venido de Oriente... se nos


ha dicho siempre.»

Por otra parte, los edificios de transición del

románico al gótico no son menos preciosos para

el estudio que los tipos puros, pues sin ellos se

habría perdido el matiz del arte que ellos expre-

san y que es como el injerto de la ojiva en el

medio punto.

Nuestra Señora de París es particularmente una

curiosa muestra de esa variedad. Cada cara,

cada piedra del venerable monumento es no

sólo una página de la historia de su país sino

también una página de la historia de la ciencia

del arte. Para no precisar aquí más que algunos

detalles importantes diremos, como ejemplo,

que la pequeña Puerta Roja llega casi a los lími-

tes de las delicadezas góticas del siglo xv, mien-

tras que los pilares de la nave, por su yolumen

y su peso, se retrotraen hasta los tiempos de la

abadía carolingia de Saint-Germain-des-Prés.

Podría creerse que seis siglos separan la puerta


de los pilares y hay, entre los herméticos, quie-

nes creen encontrar en los símbolos del gran

pórtico un compendio satisfactorio de su cien-

cia y que la iglesia de Saint jac-

ques-de-la-Boucherie era un jeroglífico comple-

to; y así, la abadía románica, la iglesia filosofal,

el arte gótico y el sajón, el macizo pilar redondo

que recuerda a Gregorio VII, el simbolismo

hermético mediante el cual Nicolás Flamel pre-

ludiaba ya a Lutero, la unidad papal, el cisma,

Saint-Germain-des-Prés, Saint Jac-

ques-de-la-Boucherie, todo ello estaría fundido,

combinado y amalgamado en la catedral de

Nuestra Señora, esta iglesia central y generado-

ra entre las viejas iglesias de París de una espe-

cie de quimera, por hallarse compuesta con la

cabeza de una, con los miembros de otra, con la

grupa de otra más y con un porn de todas ellas

al fin.

Debemos repetir otra vez que estas construc-


ciones híbridas son muy interesantes tanto para

el artista como para el historiador o para el

amante del arte. Hacen sentir hasta qué punto

la arquitectura es algo primitivo, al demostrar,

como también to demuestran los vestigios

ciclópeos, las pirámides de Egipto, las gigantes-

cas pagodas hindúes, que las más grandes

construcciones arquitectónicas no son tanto

productos individuales como auténticas obras

sociales; que son más bien la creación del pue-

blo con su trabajo que el genio de un solo hom-

bre; el sedimento que deja un país, la acumula-

ción que van formando los siglos, el poso de las

evaporaciones sucesivas de la sociedad huma-

na; en una palabra: especies en formación. Ca-

da oleada en el tiempo deposita su aluvión,

cada raza superpone una capa en el monumep-

to, cada individuo aporta su grano de arena.

Así to hacen los castores, así las abejas y así to

hace el hombre. Babel, el gran símbolo de la ar-


quitectura, es una gran colmena.

Los grandes edificios como las grandes monta-

ñas son obra de los siglos. Con frecuencia el

arte se transforma cuando ellos están en plena

construcción: Pendent opera interrupta(13), y

continúan tranquilamente siguiendo las normas

de la nueva moda. El nuevo arte coma el mo-

numento como to encuentra, se incrusta en él,

to asimila, to desarrolla según su fanrasía y to

termina si puede hacerlo; pero todo ello sin

molestias, sin esfuerzos, sin reacciones, si-

guiendo una ley natural y tranquila; es como

un injerto que se hace, una savia nueva que

circula, una vegetación que renace. Es verdad

que, en las sucesivas soldaduras de dos artes,

en las diferentes plantas de un mismo edificio,

existe materia suficiente para buen número de

gruesos volúmenes a incluso para una historia

natural de la humanidad. El hombre, el artista,

el individuo desaparecen por completo ante


esas grandes masas sin nombre de autor en las

que la inteligencia humana toda queda resumi-

da y simplificada; es como si el tiempo fuese el

arquitecto y el pueblo el albañil.


13. Los trabajos interrumpidos quedan en sus-
penso (Virgilio, Eneida, IV-88.)

Como aquí no consideramos más que la arqui-

tectura europea cristiana, esta hermana menor

de las grandes obras del Oriente, se nos aparece

como una inmensa formación dividida en tres

zonas bien delimitadas que se superponen: la

zona románica(14), la zona gótica y la zona re-

nacentista que podríamos definir como greco-

rromana.

La capa románica, la más antigua y profunda,

está ocupada por el arco de medio punto, que

reaparece traído por la columna griega hacia la

capa moderna y más elevada que es el Renaci-

miento. La ojiva se encuentra entre las dos. Los

edificios que pertenecen exclusivamente a una

de estas tres capas son perfectamente dife-

rentes; unos y completos en sí mismos. Es la

abadla de Jumièges, es la catedral de Reims y es


la Santa Cruz de Orleáns. Pero las tres zonas se

amalgaman y se mezclan por los bordes como

los colores en el espectro solar. De ahí los mo-

numentos complejos, los edificios de matices y

de transición. El uno es románico por los pies,

gótico en el cuerpo y grecorromano en la cabe-

za; es porque se ha tardado seiscientos años en

construirlo. Esta variedad es poco frecuente. El

torreón de Etampes es una buena muestra de

ello. Los monumentos de dos estilos son más

repetidos, como Nuestra Señora de Paris, edifi-

cio ojival que se entronca por sus primeros pi-

lares en el período románico de donde proce-

den también el pórtico de Saint-Denis y la nave

de Saint-Germain-desPrés. También to son la

encantadora sala capitular, semigótica, de Bos-

cherville, en donde la capa románica le llega

hasta la cintura y la catedral de Rouen que sería

totalmente gótica si no bañara la extremidad de

su flecha central en la zona del Renaci-


miento(15). En cualquier caso todos estos mati-

ces y diferencias sólo afectan al exterior de los

edificios; es como si el arte cambiara de piel

pues siempre queda respetada totalmente la

constitución de la iglesia cristiana; se mantiene

siempre la misma armazón interna, la misma

disposición lógica de sus partes. Sea cual sea el

envoltorio de esculturas y los trabajos de talla

de una catedral, siempre se encuentra debajo de

él, al menos en una fase de germen y de rudi-

mento, la basílica romana que repite ya eter-

namen:e su planta, según un mismo sistema.

Siempre indefectiblemente vemos dos naves

que se cortan en cruz, y cuya extremidad su-

perior redondeada en ábside, forma el coro.

Siempre tienen dos naves laterales, para las

procesiones por el interior y para las capillas,

que sirven de ambulatorios laterales, a los dos

lados de la nave central, con la que tienen co-

municación por medio de los intercolumnios.


14. También llamada, según los lugares y los

climas, lombarda, sajona y bizantina que repre-

sentan cuatro arquitecturas hermanas y parale-

las, teniendo cada una sus caracteres particula-

res, pero derivando todas ellas de la bóveda de

medio punto. (Nota de Victor Hugo.)

15 Esta parte de la flecha, de madera, fue con-

sumida por el fuego en 1823. (Nota de Victor

Hugo.)

Partiendo de ahí, el número de capillas, de

pórticos, de campanarios y de agujas se modifi-

ca hasta el infinito según la fantasía del siglo

del pueblo mismo o del arte en sí, puesto que,

una vez asegurada la prestación del culto, la

arquitectura obra como mejor le place, combi-

nando, según el logaritmo que le convenga,

estatuas, vidrieras, rosetones, arabescos, enca-

jes, capiteles o bajorrelieves; y de ahí la varie-

dad tan prodigiosa de exteriores en estos edifi-

cios cuyo fondo está presidido por el orden y


por la unidad. El tronco del árbol es inmutable

aunque la vegetación sea caprichosa.

II

PARES A VISTA DE PÁJARO(6)

HEMOS intentado reparar para el lector esta

admirable iglesia de Nuestra Señora de París y

hemos expuesto someramente la mayor parte

de las bellezas que tenía en el siglo XV y que

hoy le faltan: pero hemos omitido la principal;

el panorama que sobre París se tenía entonces

desde to alto de sus torres.

6. Este capítulo fue escrito del 18 de enero al 2

de febrero de 1831 después de terminada la

novela el 15 de enero de 1831.

Cuando, después de haber subido a tientas du-

rante mucho tiempo por la tenebrosa espiral

que atraviesa perpendicularmente la espesa

muralla de campanarios, se desembocaba por

fin en una de las dos plataformas inundadas de

luz y de aire, el cuadro que por codas partes se


extendía bajo los ojos era bellísimo; era un es-

pectáculo rui generis del que sólo pueden

hacerse una idea aquellos lectores que hayan

tenido la fortuna de ver una villa gótica entera,

completa, homogénea como todavía existen

algunas en Nuremberg, en Baviera, Vitoria, en

España, o incluso algunas muestras más redu-

cidas, siempre que estén bien conservadas, co-

mo Vitré en Bretaña o Nordhausen en Prusia.

Aquel París de hace trescientos cincuenta años,

el París del siglo Xv, era ya una ciudad gigante.

Generalmente, los parisinos nos equivocamos

con frecuencia acerca del terreno que desde en-

tonces creemos haber ganado. París, desde Luis

XI, apenas si ha crecido en poco más de una

tercera parte; claro que también ha perdido en

belleza to que ha ganado en amplitud. París ha

nacido, como se sabe, en esa vieja isla de la

Cité, que tiene forma de cuna, siendo sus orillas

su primera muralla y el Sena su primer foso.


Durante varios siglos siguió existiendo como

isla, con dos puentes, al norte el uno y al sur el

otro, y dos cabezas de puente que eran al mis-

mo tiempo sus puertas y sus defensas: el Grand

Châtelet en la orilla derecha y el Petit Châtelet

en la orilla izquierda. Más tarde, a partir de los

reyes de la tercera dinastía, encontrándose de-

masiado estrecho en su isla, y no pudiendo casi

revolverse, París cruzó el río y entonces, más

allá del Grand Châtelet y más a11á también del

Petit Chátelet, empezó a cercar el campo por

ambos lados del Sena un primer recinto amura-

llado y con torres; aún quedaban en el siglo

pasado algunos vestigios de aquel primitivo

cierre, pero hoy no nos queda sino el recuerdo

y, acá o a11á, alguna tradición, como la Porte

Baudets o Baudoyer, Porta Bagauda.

Poco a poco la ola de nuevas construcciones,

empujada siempre desde el corazón de la villa

hacia afuera, desborda, desgasta, roe y borra


aquel primitivo recinto. Felipe Augusto le hace

un nuevo dique encerrando a París en una ca-

dena circular de torreones altos y sólidos. Du-

rante más de un siglo las casas se arraciman, se

amontonan y van elevando su altura dentro de

aquel reducto como se eleva el agua de un em-

balse. Empiezan a hacerse profundas, piso so-

bre piso, unas sobre otras, y surgen cada vez

más altas como la savia comprimida y quieren

todas asomar la cabeza por encima de sus veci-

nas para respirar un poco de aire. Las calles se

hacen más profundas y estrechas y las plazas se

van Ilenando hasta desaparecer, hasta que, im-

posibilitadas de contenerse, saltan por encima

de las murallas de Felipe Augusto(17) y se es-

parcen alegremente por la llanura sin orden

alguno, como unas fugitivas, y una vez a11í

van organizándose, se acondicionan y se crean

jardines en el llano. A partir de 1367 la villa se

extiende con tal fuerza por los suburbios que se


hace necesaria una nueva muralla, principal-

mente por la orilla derecha. Carlos V construye

esa muralla(18). Pero una ciudad como París

está sometida a un crecimiento continuo y es

precisamente este tipo de ciudades el que se

convierte en capital del país pues son como

embudos en donde convergen todas las ver-

tientes geográficas, políticas morales a in-

telectuales de un país; en ellas desembocan

todas las pendientes naturales de un pueblo;

son como pozos de civilización, por decirlo de

algún modo, o sumideros en donde el comer-

cio, la industria, la inteligencia, la población y

en fin, todo to que es savia, todo to que es vida

y alma en una nación se va filtrando y ama-

sando sin cesar, gota a gota, siglo a siglo. Este

recinto que mandó hacer Carlos V corre, pues,

la misma suerte que el de Felipe Augusto ya

que a finales del siglo Xv empieza a ser supera-

do y queda desbordado, y el arrabal se extiende


más a11á y así hasta el XVI en el que existe una

impresión de retroceso. Así, a simple vista, pa-

rece que se reduce cada vez más hacia la vieja

ciudad, pero resulta sólo una impresión debida

al enorme crecimiento exterior que ha sufrido

la ciudad nueva. Así pues, a partir del siglo Xv,

para no it más lejos, París había superado los

tres círculos concéntricos de murallas, que, en

tiempos de Juliano el Apóstata, se encontraban,

es un decir en germen entre el Grand Châtelet y

el Petit Chátelet. La desbordante ciudad había

hecho sucesivamente sus cuatro cinturones,

como un niño que crece y hace pequeñas y esta-

lla sus ropas del año anterior. En la época de

Luis XI todavía podían verse en algunos luga-

res restos de torreones, restos de antiguas mu-

rallas, que surgían por entre aquel mar de ca-

sas, como las cimas de algunas colinas en épo-

cas de gran inundación o como archipiélagos

del viejo París sumergido bajo el nuevo.


17. Esta muralla fue construida entre 1180 y
1210.
Desde entonces, desgraciadamente, París ha

seguido transformándose a nuestra vista, pero

sólo ha superado un recinto más, el de Luis XV;

muralla miserable de barro y de adobe, digna

del rey que ordenó construirla y del poeta que

la ha cantado.

Le mur murant Paris, rend Paris murmu-

rant(19).

18 En aquella época, finales del siglo xtv (1370),

París se extendía sobre 440 Ha y contaba con

150.000 habitantes; hoy tiene más de 11.000 Ha

y más de tres millones de habitantes.

19. Juego de palabras que, al no producirse en

español, pierde gran parte de su sentido epi-

gramático. Su traducción podría ser: eEl muro

que mura (amuralla) París, hace murmurar a

París.»

En el siglo XV, París se hallaba aún dividida en


tres villas claramente separadas, teniendo cada

una su fisonomía propia, su especialidad, sus

costumbres y hábitos, sus privilegios y su pro-

pia historia: La Cité, la Universidad y la Ville.

La Cité, que ocupaba la isla, era la más antigua,

la menos importante y a la vez madre de las

otras dos, apretujada entre ellas y, que se nos

perdone la comparación, como una viejecita

entre dos mozas jóvenes y hermosas. La Uni-

versidad se extendía por la orilla izquierda del

Sena, desde la Tournelle hasta la Tour de Nesle,

puntos que, en el París de hoy, corresponden,

uno al Mercado de Vinos y otro a la Casa de la

Moneda. Su recinto abarcaba ampliamente la

zona en donde Juliano había construido sus

termas así como la montaña de Santa Genove-

va(20). El punto culminante de esta curva de

murallas era la Porte Papale, que corresponde

hoy, más o menos, al actual emplazamiento del

Panteón. La Ville, que era la mayor de estas tres


partes de París, ocupaba la orilla derecha. El

muelle sobre el Sena, interrumpido a veces y

cortado en varios lugares, corría a lo largo del

río desde la Tour de Billy hasta la Tour du Bois,

aproximadamente lo que hoy se extiende entre

el Grenier d'Abondance y las Tullerías. A esos

cuatro puntos en que el Sena cortaba los muros

de la capital, la Tournelle y la Tour de Nesle, en

la orilla izquierda, y la Tour de Billy y la Tour

de Bois, en la orilla derecha, se les conocía pre-

ferentemente con el nombre de las cuatro torres

de París. La Ville se introducía en las tierras de

labranza más profundamente que la Universi-

dad. El punto en donde acababa el recinto de la

Ville (el de Carlos V) se encontraba en las puer-

tas de Saint-Denis y de Saint-Martin, cuyo em-

plazamiento aún se mantiene en nuestros días.

20. Santa Genoveva es la patrona de París. Véa-

se nota 12 del libro segundo.

Como hemos dicho, cada una de estas tres


grandes divisiones de París era una ciudad en

sí misma, pero una ciudad demasiado especial

para ser completa; una ciudad que no podría

existis sin las otras dos y con tres aspectos bien

diferenciados en cada una: en la Cité abunda-

ban las iglesias, en la Ville los palacios y los co-

legios en la Universidad.

Pasando por alto las originalidades de menor

relieve del viejo París y los caprichos del dere-

cho de servidumbre y no tomando más que,

desde un punto de vista muy general, el con-

junto de jurisdicciones comunales, debemos

decir que la isla pertenecía al obispo, la orilla

derecha al preboste de los mercaderes y la orilla

izquierda al rector; y que el preboste de París,

oficial real y no municipal, mandaba en todo

aquel conjunto. La Cité tenía Nuestra Señora, la

Ville el Louvre y el ayuntamiento y la Univer-

sidad la Sorbona. A la Ville pertenecían tam-

bién los mercados como a la Cité el hospital y a


la Universidad el Pré-aux-Clercs. Los delitos

cometidos por los estudiantes en la orilla iz-

quierda, en el Préaux-Clercs, eran juzgados en

la isla, en el Palacio de justicia, y eran castiga-

dos en la orilla derecha, en Montfaucon; a me-

nos que el rector interviniera, sintiéndose sufi-

cientemente fuerte, en épocas de debilidad real,

pues se consideraba privilegio entre los es-

tudiantes el ser ahorcados en su propio «feu-

do».

La mayoría de estos privilegios, dicho sea de

paso, y los había mucho mejores que el que

acabamos de citar, habían sido arrancados a los

reyes mediante revueltas y motines -siempre ha

sido así-, pues es sabido que los reyes nunca

han concedido nada que no les haya sido pre-

viamente arrancado por el pueblo. Existe un

viejo documento que, a propósito de la fideli-

dad, dice esto mismo de una manera bien can-

dorosa: Civibur fidelitat in reger, quae tamen ali-


quoties reditionibur interrupta, multa peperit privi-

legia. . (La lealtad de los ciudadanos para con

los reyes, aunque interrumpida a veces por las

revueltas, les ha proporcionado muchos privi-

legios.)

En el siglo XV el Sena bañaba cinco islas en el

recinto de París: la isla de Louviers en donde

había entonces árboles y en donde ya no hay

más que madera, la isla de las vacas y la isla de

Nuestra Señora las dos deshabitadas, salvo

alguna vieja casucha, y ambas feudo del obispo

(en el siglo XVII, de las dos islas se hizo una

sola que hoy conocemos con el nombre de isla

de San Luis) y finalmente la Cité con el islote

del barquero de las vacas, en su punta, cubierto

más tarde por el terraplén del Pont-Neuf. Cinco

puentes contaba entonces la Cité; tres a la dere-

cha, el Pont Notre-Dame y el Pont-au-Change,

de piedra los dos, y el Pont-aux-Meuniers, éste

de madera; otros dos a la izquierda; le Pe-


tit-Pont, de piedra, y el Pont Saint-Michel, de

madera. Todos ellos con casas. La Universidad

tenía seis puertas, construidas por Felipe Au-

gusto, y eran, a partir de la Tournelle, la Porte

Saint-Victor, la Porte Bordelle, la Porte Papale

la de Saint-Jacques, la de Saint-Michel y la de

Saint-Germain. La Ville, por su parte, contaba

con otras seis, construidas éstas por Carlos V y

eran, a partir de la Tour de Billy, la Porte

Saint-Antoine, la Porte du Temple, la de

Saint-Martin, la de Saint-Denis, la de Montmar-

tre y la Porte de Saint-Honoré. Todas ellas eran

sólidas y hermosas pues su belleza no las hacía

menos fuertes. Un foso ancho y profundo, de

rápidas corrientes en época de crecidas y pro-

cedente del Sena, bañaba los muros en torno a

París. Por la noche eran cerradas todas sus

puertas y cortado el río en los dos extremos de

la ciudad mediante gruesas cadenas. París

dormía tranquilo.
A vista de pájaro, esas tres partes, la Cité, la

Universidad y la Ville, presentaban cada una,

una maraña inextricable de calles curiosamente

entremezcladas; sin embargo, a primera vista,

podía descubrirse que entre las tres formaban

un solo cuerpo, cruzado por dos largas calles

paralelas sin interrupción, y casi en línea recta,

que atravesaba a la vez los tres burgos de un

extremo a otro y de sur a norte, perpendicu-

larmente al Sena, uniéndolos, mezclándolos y

que servían para comunicar y para trasvasar

continuamente a las gentes de unos con las gen-

tes de los otros; haciendo, en fin, una sola ciu-

dad con los tres barrios.

La primera de estas calles iba desde la puerta

de Saint-Jacques hasta la de Saint-Martin. La

llamaban calle de Saint Jacques en la Universi-

dad, calle de la judería en la Cité y calle de

Saint-Martin en la Ville. Cruzaba dos veces el

agua por le Petit Pont y por el Pont de Notre


Dame. La segunda, llamada calle de la Harpe

en la orilla izquierda, calle de la Barillerie en la

Isla, calle de Saint Denis en la orilla derecha y

que en uno de los brazos del Sena era Pont

Saint-Michel y en el otro Pont-au-Change, iba

desde la Porte de Saint-Michel, en la Universi-

dad, hasta la Porte de Saint-Denis en la Ville.

En una palabra: denominadas de cien maneras

diferentes, eran siempre las dos calles madres,

las dos arterias de París. Todas las demás venas

de la triple ciudad venían a ellas bien a alimen-

tarse o bien a vaciarse.

Independientemente de estas dos arterias dia-

metrales que atravesaban París de parte a parte,

a to ancho, y que eran comunes a la Cité, la

Ville y la Universidad, tenían cada una su calle

mayor particular, que se extendía en la direc-

ción Norte-Sur, paralela al Sena y que cruzaba

en ángulo recto las dos arterias. Así, en la ViIle,

se bajaba en línea recta desde la Porte de


Saint-Antoine a la Porte de Saint-Honoré y en

la Universidad desde la Porte SaintVictor a la

Porte Saint-Germain. Esas dos grandes vías, al

cruzarse con las dos primeras, formaban el nu-

do sobre el que descansaba, entrecruzado y

apretado en todos los sentidos la red, el dédalo

de las calles de París. En el dibujo indescifrable

de esa red podían distinguirse además, obser-

vando atentamente, corno dos ramos, alargado

uno hacia la Universidad y el otro hacia la Vi-

lle, dos manojos de calles más anchas que se extendían entre los puentes y
las puertas.

Todavía hoy se conserva algo de aquel plan

geométrico.

Pero, ¿bajo qué aspecto se presentaba este con-

junto visto desde las torres de Nuestra Señora

en 1482? Vamos a intentar describirlo.

Para el espectador que llegaba jadeante a aque-

llas alturas, representaba, de entrada, una des-

lumbrante impresión de tejados, de chimeneas,

de calles, de puentes, de plazoletas, de flechas y


de campanarios. Todo se agolpaba ante los ojos

al mismo tiempo; el aguilón tallado, los tejadi-

llos puntiagudos, la torrecilla colgada entre dos

esquinas de los muros, la pirámide de piedra

del siglo xI, el obelisco de pizarra del xv, un

torreón desnudo y redondo, la torre cuadrada y

calada de una iglesia; todo to grande y to pe-

queño y to aéreo y to macizo. La mirada se

perdía durante mucho tiempo en la profundi-

dad de aquel laberinto, en donde todo tenía su

originalidad, su razón, su genio, su gracia, su

belleza; en donde todo tenía contactos con el

arte, desde la más pequeña casita encalada y

esculpida con vigas exteriores, puerta rebajada

y pisos salientes, hasta el Louvre real que tenía

por entonces toda una hilera de torres. Pero las

principales masas que se distinguían cuando la

vista comenzaba a adaptarse a aquel aímulo de

edificios eran, comenzando por la Cité: la isla

que, como dice Sauval aprovechando algún


acierto de estilo entre el fárrago de expresiones

que utiliza «está hecha como un gran navío

encallado en el cieno y varado río abajo hacia el

centro del Sena.H

Acabamos de decir que en el siglo xv este navío

estaba agarrado a las dos orillas del río por cin-

co puentes. Este perfil de barco había ya sor-

prendido a los escribas heráldicos, pues de ahí

procede y no del asedio de los normandos,

según Favyn y Pasquier, el bajel que blasona el

viejo escudo de armas de París. Para quien sabe

descifrarlo, un blasón es como un enigma; es un

lenguaje. Toda la historia de la segunda mitad

de la Edad Media figura en los blasones así

como en el simbolismo de las iglesias románi-

cas figura toda la historia de su primera mitad.

Los blasones son los jeroglíficos del feudalismo

después de los de la teocracia.

La Cité se ofrecía, pues, a sus ojos con la popa

hacia levante y la proa hacia el poniente. Vuelto


hacia la proa, se veía un numerosísimo rebaño

de viejos tejados sobre los que sobresalía ar-

queado el ábside emplomado de la Santa Capi-

lla, semejando la grupa de un elefante cargando

con su torre; sólo que en esta ocasión, la torre

era la flecha más audaz, la más elaborada, la

más labrada, la más calada que nunca se haya

visto en el cielo a través de su cono de encaje.

En la plaza que hay delante de Nuestra Señora,

una hermosa plaza con casas antiguas, venían a

desembocar tres calles. La fachada arrugada y

ceñuda del Hótel-Dieu y su tejado, que se diría

cubierto de postillas y de verrugas, se asomaba

al lado sur de la plaza; y a la derecha, a la iz-

quierda, a oriente y a occidente, en ese estrecho

recinto de la Cité, se elevaban los campanarios

de sus veintiuna iglesias, de todas las épocas,

de todos los estilos, de todos los tamaños, des-

de la baja y carcomida campánula románica de

Saint-Denys-du-Pas, carcer Glaucini, hasta las


finas agujas de Saint-Pierre-aux-Boeufs y de

Saint Landry. Detrás de Nuestra Señora se ex-

tendían hacia el norte el claustro con sus galer-

ías góticas; hacia el sur el palacio semirrománi-

co del obispo y hacia levante la punta desierta

del Terrain. Entre aquel amontonamiento de

casas, la vista distinguía por sus altas mitras de

piedra calada que coronaban entonces, a nivel

del tejado, las ventanas más altas del palacio, el

hotel que la ciudad ofreció, bajo el rey Carlos

VI, a Juvenal de los Ursinos, y un poco más allá

los barracones alquitranados del Marché-Palus;

más alejos aún el ábside nuevo de

Saint-Germain-le-Vieux, agrandado en 1458 con

un trozo de la calle de los Febues; y se veía

también, de vez en cuando, un cruce de calles,

Ileno de gente, una picota, erguida en una es-

quina, un hermoso trozo de pavimento de la

época de Felipe Augusto, un enlosado rayado

ya por los cascos de los caballos en medio de la


calle y mal reemplazado en el siglo xvi por un

pobre empedrado, llamado pavimento de la

liga; un patio trasero abandonado con una to-

rrecilla calada como se hacían en el siglo Xv y

como todavía puede verse una en la calle de los

Bourdonnais. A la derecha de la Santa Capilla

se veía, en fin, hacia poniente, y bien asentado

con su grupo de torres al borde del agua, el

Palacio de justicia. Las arboledas de los jardines

del rey, que cvbrían la punta occidental de la

Cité, octiltaban el islote del barquero. En cuanto

al agua, apenas si se la podía ver a ambos lados

de la Cité pues el Sena se ocultaba bajo los

puentes y éstos se escondían bajo las casas.

Y cuando la mirada se perdía más a11á de los

puentes, cuyos tejados enmohecidos antes de

tiempo por la humedad del río aparecían ver-

dosos, si se dirigía a la izquierda, hacia la Uni-

versidad, el primer edificio que saltaba a la vis-

ta era un sólido grupo de torres, el Pe-


tit-Châtelet cuya gran puerta, totalmente abier-

ta, devoraba el extremo del Petit-Pont, y más

tarde, recorriendo aún con la mirada de levante

a poniente, de la Tournelle a la Tour de Nesle,

se descubría un largo cordón de casas con vigas

esculpidas, con ventanas de vidrios coloreados.

Sobresaliendo en cada planta el interminable

zigzag de los piñones burgueses, cortados con

frecuencia por la boca de una calle o, a veces,

por el frente o por el codo de algún palacete de

piedra que, como un gran señor entre un grupo

de villanos, se extendía gustoso en patios y jar-

dines, en alas y en estancias por entre aquellos

grupos de casas apiñadas y encogidas. Cinco o

seis de aquellas mansiones daban al muelle del

Sena, desde la residencia de Lorraine que com-

partía con los Bernardinos el gran recinto con-

tiguo a la Tournelle, hasta la mansión de Nesle

cuya torre principal era uno de los mojones

límite de París, y cuyos tejados puntiagudos


recogían durante tres meses al año, entre los

triángulos negros de sus pizarras, el reflejo es-

carlata del sol poniente.

Este lado del Sena era, por to demás, el menos

comercial de los dos pues los estudiantes to

ocupaban bulliciosamente en número muy su-

perior a los artesanos y no puede decirse que

existiera malecón, propiamente hablando, más

que desde Pont-Saint-Michel hasta la Tour de

Nesle. El resto de las orillas del Sena era o bien

terreno perdido, como más allá de los Bernar-

dinos, o bien un conglomerado de casas tocan-

do casi el agua, igual que pasaba entre los dos

puentes.

Había gran algazara de lavanderas que chilla-

ban, hablaban y cantaban durante todo el día a

to largo de la orilla y que golpeaban fuertemen-

te la ropa como en nuestros días. No es ésta una

de las menores alegrías de París.

La Universidad formaba un bloque a simple


vista, constituyendo de un extremo a otro un

conjunto homogéneo y compacto. Sus mil teja-

dos juntos, angulosos, unidos entre sí, casi to-

dos iguales geométricamente, ofrecían desde to

alto el aspecto de una cristalización de la mis-

ma sustancia. El caprichoso cauce de calles no

cortaba muy desproporcionadamente todo este

conjunto de casas y los cuarenta y dos colegios

estaban diseminados por a11í de forma bastan-

te equilibrada y se encontraban un porn por

codas partes. Las techumbres variadas y gra-

ciosas de estos bellos edificios eran del mismo

gusto artístico que los tejados normales que por

a11í se veían sobresaliendo, eso sí, sobre ellos

pero, en definitiva, eran variaciones al cuadra-

do o al cubo del mismo conjunto geométrico.

Hacían más complicado el conjunto, pero sin

modificarlo; to completaban sin cambiarlo,

pues la geometría es armonía. Algunos hermo-

sos hoteles sobresalían por aquí y por a11í entre


las pintorescas buhardillas de la orilla izquier-

da, como la residencia de Nevers la de Roma o

la de Reims, todas desaparecidas ya. La resi-

dencia de Cluny subsiste aún para consuelo del

artista, aunque hace algunos años han recorta-

do estúpidamente su torre. Cerca de Cluny, se

encontraban las termas de Juliano, un palacio

romano con bonitos arcos cimbrados. Había

también numerosas abadías, de belleza más

piadosa, y de una grandeza más grave y serena

que las residencias pero no menos bellas ni ma-

jestuosas.

Las primeras que chocaban a la vista eran las

de los Bernardinos con sus tres campanarios, la

de Santa Genoveva(22), cuya torre cuadrada

aún existente hace echar de menos el conjunto

que falta; la Sorbona, mitad colegio, mitad mo-

nasterio de la que aún sobrevive una admirable

nave, el bello claustro cuadrado de los Ma-

turinos; su vecino, el claustro de San Benito


entre cuyos muros se han dado prisa en la cha-

puza de construir un teatro entre la séptima y

la octava edición de este libro(23); los Francis-

canos con sus tres fachadas en piñón, yuxta-

puestas; los Agustinos, cuya graciosa aguja

formaba después en la Tour de Nesle la segun-

da crestería de este lado de París por la parte

occidental. Los colegios, que constituyen en

efecto el eslabón intermedio entre el claustro y

el mundo, se encontraban un poco a mitad de

camino entre las residencias y las abadías, de-

ntro de este aspecto monumental del que ve-

nimos hablando, exhibiendo una severidad

plena de elegancia, una escultura menos evapo-

rada que la de los palacios y una arquitectura

menos seria que la de los conventos. Desgracia-

damente ya no queda casi nada de estos mo-

numentos en donde el arte gótico entremezcla-

ba con tanta precisión la riqueza y la economía.

Las iglesias, por ejemplo (y eran numerosísimas


y espléndidas en la Universidad y se escalona-

ban por esa zona pertenecientes a todos los

estilos, desde las románicas de San Julián hasta

las ojivales de San Severino), to dominaban

todo y como un nuevo elemento armonizador

dentro de la armonía a11í existente, surgían

atravesando por doquier la gran variedad de

artísticos piñones, con sus campanarios cala-

dos, con sus flechas cinceladas, sus agujas suti-

les y esbeltas, cuyas líneas no representaban

sino una variación en el conjunto de los agudos

perfiles de los tejados.

El terreno que ocupaba la Universidad era

monstruoso. La montaña de Santa Genoveva

presentaba hacia el sureste una enorme ampo-

lla. Era todo un espectáculo para la vista, desde

to alto de Nuestra Señora, aquel entramado de

callejuelas estrechas y tortuosas (hoy llamado el

barrio latino), aquellos racimos de casas que

esparcidos por todas las direcciones desde la


cima de aquella elevación, se precipitaban en

completo desorden y casi a pico por sus flancos

hasta la orilla del río, dando la impresión de

que unas bajaban, otras tepaban, sosteniéndose

todas unas contra otras. Se distinguía a11á aba-

jo un flujo continuo de miles de puntos negros

cruzándose en el pavimento, y que no eran sino

las gentes vistas desde arriba y desde lejos.

22. La actual Tour Clovis.

23. La primera edición data de 1831 y la octava

de 1832.

Finalmente, entre todos aquellos tejados, entre

todas aquellas flechas y entre todo el montón

de edificios que se plegaban, se torcían y recor-

taban de manera tan curiosa los últimos límites

de la Universidad, se descubría de vez en

cuando un gran trozo de muralla enmohecido,

una maciza torre redonda, una puerta de mu-

ralla almenada, semejando una fortaleza: era el

cierre, el recinto cie Felipe Augusto. A1 otro


lado se veían verdes prados y más a11á aún se

alejaban las carreteras a cuyos lados se levanta-

ban todavía algunas casas de los arrabales tanto

más escasas cuanto más distances estaban de la

ciudad.

Algunos de aquellos suburbios tenían su im-

portancia. Se escalonaban, a partir de la Tour-

nelle, en primer lugar el burgo de San Víctor

con su puente de un ojo sobre el Bièvre, con su

abadía en donde podía leerse el epitafio de Luis

el Gordo, epitaphium Ludovici Grorti, y su

iglesia de flecha octogonal, flanqueada por cua-

tro campaniles del siglo xi (aún puede verse

una semejante en Etampes que todavía no ha

sido derrumbada). Más a11á, el burgo de

Saint-Marceau, que tenía ya tres iglesias y un

convento y luego, dejando a la izquierda el mo-

lino de los Gobelinos y sus cuatro muros blan-

queados, se encontraba el burgo de Saint Jac-

ques con un hermoso crucero esculpido y la


iglesia de Saint Jacques du Haut-Pas, gótica por

entonces, puntiaguda y encantadora; Saint Ma-

gloire, bella nave del siglo xiv que Napoleón

transformó en pajar; Notre-Dame-des-Champs

con sus mosaicos bizantinos. Después de dejar,

en pleno campo ya, el monasterio de los car-

tujos, rico edificio, contemporáneo del palacio

de justicia, con sus jardincillos geométricos, y

las ruinas embrujadas de Vauvert, la mirada se

centraba, hacia occidente, en las tres agujas

románicas de Saint-Germain-des-Prés. El burgo

de Saint-Germain era por entonces un rnunici-

pio bastante grande con quince o veinte calles.

El campanario agudo de San Sulpicio marcaba

uno de los límites del burgo. Justo al lado se

distinguía el recinto cuadrangular de la feria de

Saint-Germain, en donde hoy mismo está el

mercado; luego la picota del obispo, bonita to-

rrecilla redonda con un cono de plomo a guisa

de gorro. La tejera se hallaba un poco más ale-


jada, en la calle del Four, que conducía al horno

comunal; el molino estaba en el altozano. Había

también una casita aislada y mal vista; pero to

que atraía sobre todo las miradas y las mante-

nía fijas durante más tiempo era la misma

abadía. Es verdad que el monasterio tenía un

aspecto impecable, tanto por su iglesia como

por su empaque. Era un palacio abacial donde

los obispos de París se consideraban felices de

pasar una noche; tenía un refectorio al que su

arquitecto había imprimido un aspecto y una

belleza tan espléndidos como el rosetón gótico

de una catedral; una capilla elegantísima de la

Virgen, un dormitorio monumental, unos in-

mensos jardines, su puente levadizo, su mura-

lla almenada, que destacaba por el verdor de

los prados que la rodeaban; unos patios en

donde relucían al sol las armaduras al lado de

las capas doradas y todo ello agrupado en tor-

no a tres altas agujas románicas, bien asentadas


en un ábside gótico, recortándose majestuosas

en el hofizonte.

Cuando, después de haber contemplado duran-

te mucho tiempo la Universidad, girabais la

vista hacia la orilla derecha, hacia la Ville, el

carácter del espectáculo cambiaba por comple-

to. La Ville era en efecto mucho más grande

que la Universidad y mucho menos compacta.

En una primera impresión se la veía dividida

en varias partes individualmente bien defini-

das. Hacia levante, en la parte de la Ville que

todavía hoy recibe el nombre de Marais (ma-

risma), en donde el galo Camulógeno atascó a

César entre el barro, había un amontonamiento

de palacios que llegaba hasta la orilla del río. Se

destacaban casi juntas cuatro de esas residen-

cias: Jovy, Sens, Barbeau y la residencia de la

reina asomaban al Sena sus desvanes de piza-

rra, adornados con esbeltas torrecillas. Entre las

cuatro ocupaban el trecho que se extiende entre


la calle de Nonaindières y la abadía de los Ce-

lestinos cuya aguja se destacaba por entre los

piñones de las casas y las, almenas. Algunas

casas viejas y verdosas muy próximas al agua,

construidas delante de aquellas suntuosas resi-

dencias, no impedían contemplar los hellos

ángulos de sus fachadas con amplias ventanas

cuadradas enmarcadas con piedra, ni sus por-

ches ojivales recargados de estatuas, ni las vi-

vas aristas de sus muros perfectamente corta-

das, ni todos esos encantadores hallazgos de la

arquitectura que hacen que el arte gótico parez-

ca renovar sus combinaciones en cada monu-

mento.

Detrás de aquellas residencias se extendía en

todos los sentidos, a veces abierto con una em-

palizada, otras enmarcado con grandes árboles,

como una cartuja, o almenado como una ciuda-

dela, el recinto inmenso y multiforme de aque-

lla maravillosa mansión de Saint-Pol en donde


el rey de Francia tenía espacio para alojar so-

berbiamente a veintidós príncipes de la calidad

de un Delfín, o de un duque de Borgoña con

sus servidores y todo su séquito, sin contar a

los grandes señores ni al emperador cuando

venía a ver París, y sin contar tampoco a sus

leones que tenían su lugar aparte en el hotel

real.

Conviene precisar que sólo el apartamento de

un príncipe estaba compuesto por aquel enton-

ces de no menos de once estancias, desde la

sala de recepción hasta el oratorio, sin contar,

claro, las galerías, los baños, los baños de vapor

y otros «lugares superfluos» que componían

cada apartamento; sin contar, claro está, los

jardines privados de cada huésped real; sin

mencionar las cocinas, las bodegas, los refecto-

ries generales de la casa, los corrales en donde

podían contarse veintidós dependencias pro-

pias del palacio, desde el horno hasta las cavas,


pasando per toda clase de juegos como el ma-

llo, el frontón, las anillas, y luego las pajarerías,

los acuarios,las casas de fieras, las cuadras, los

establos,las bibliotecas, los arsenales y las

herrerías. Esto era entonces un palacio de rey,

un Louvre, una mansión Saint-Pol; una ciudad

dentro de la ciudad.

Desde la torre en donde estamos colocados, la

mansión SaintPol, aunque medio oculta per las

cuatro grandes residencias a las que hemos

aludido, era aún maravillosa y muy digna de

contemplarse. Podían distinguirse perfecta-

mente, hábilmente unidas al cuerpo principal

mediante galerías con vidrieras y columnatas,

los tres hoteles que Carlos V había amalgamado

a su palacio; el hotel del Petit-Muce, con una

balaustrada de encaje que orlaba graciosamente

su tejado; el hotel del abad de Saint-Maur, con

aspecto de fortaleza y una poderosa torre con

matacanes, aspilleras y caponeras; y en la


amplísima puerta sajona, tallado el escudo del

obispo entre los dos cuerpos del puente levadi-

zo; el hotel del conde de Etampes cuyo torreón,

un tanto arrumbado en la parte más elevada, se

asemejaba a la cresta almenada de un gallo; y

aquí y allá tres o cuatro bien poblados robles

parecían como inmensas coliflores, y los reto-

zos de los cisnes en las aguas claras de los es-

tanques con pliegues de sombra y de luz; y

muchos más patios de los que se veían trozos

magníficos; el hotel de los leones con sus ojivas

bajas apoyadas en pequeños pilares sajones, sus

rastrillos de hierro y sus perpetuos rugidos. Y

per encima de todo este conjunto se destacaba

la flechà desconchada del Ave María y a su

izquierda la residencia del preboste de París,

flanqueada por cuatro torrecillas, primorosa-

mente caladas. En el centre, al fondo, el hotel

Saint Poi propiamente dicho, con sus variadí-

simas fachadas y sus enriquecimientos conti-


nuos desde Carlos V, con sus excrecencias

híbridas con que la fantasía de los arquitectos

to habían recargado hacía ya dos siglos, con

todos los ábsides de sus capiIlas, con todos los

piñones de sus galerías, con sus mil veletas a

los cuatro vientos y sus dos altas torres conti-

guas, cuyo tejado cónico, rodeado de almenas

en su base, asemejaba a uno de esos sombreros

puntiagudos con el ala levantada.

Prosiguiendo la ascensión de los escalones de lo

que desde lejos parecía un anfiteatro después

de salvar un profundo paso en los tejados de la

Ville que no era sino la huella de la calle Saint-

Antoine, la vista, limitándonos siempre a los

monumentos más importantes, se detenía en la

mansión de Angulema, vasta construcción de

varias épocas en donde se veían partes nuevas,

muy blancas, que no casaban mejor en el con-

junto que un remiendo rojo sobre un jubón

azul. Sin embargo, el tejado, singularmente


puntiagudo y elevado del palacio moderno,

erizado de gárgolas cinceladas y rematado con

planchas de plomo, en donde se revolvían en

mil arabescos, fantásticas y deslumbrantes in-

crustaciones de cobre dorado; este tejado curio-

samente damasquinado, surgía elevándose con

gracia por entre las oscuras ruinas del antiguo

edificio cuyos vetustos torreones, abombados

por el tiempo cual barricas viejas hundiéndose

sobre sí mismas y abriéndose de arriba a abajo,

parecían gruesos vientres desabrochados. Por

detrás aparecía aún, alzándose majestuoso, el

bosque de torres del palacio de Tournelles. No

existe un golpe de vista en todo el mundo, ni en

la Alhambra ni en Chambord, más fantástico,

más aéreo ni más prodigioso que esta arboleda

de torres, campanarios, chimeneas, veletas; de

espirales, de linternas caladas que parecían ta-

lladas a cincel; de torrecillas en forma de huso,

y diferentes todas en altura; algo así como un


gigantesco ajedrez de piedra.

A la derecha de las Tournelles, el manojo de

enormes torres, negras como la tinta, mezclán-

dose unas con otras y atadas, por decirlo de

algún modo, por un foso circular; el gran to-

rreón con muchas más aspilleras que ventanas;

ese puente levadizo siempre levantado y ese

rastrillo siempre echado es la Bastilla y una es-

pecie de picos negros que sobresalen por las

almenas y que, de lejos, podrían confundirse

con gárgolas, son sus cañones. Bajo sus balas de

hierro, al pie del formidable edificio, se ve la

Porte SaintAntoine como escondida entre sus

dos torres.

Más a11á de las Tournelles, hasta la muralla de

Carlos V, se extendía con ricas parcelas de hier-

ba y de flores una alfombra de cultivos y de

parques reales, en medio de los cuales podía

reconocerse, por su laberinto de árboles y de

avenidas, el famoso jardín Dedalus que Luis XI


había ofrecido a Coictier. El observatorio del

doctor estaba emplazado encima del Dedalus

como una gruesa columna que tuviera una casi-

ta por capital. En ese lugar se han hecho horós-

copos terribles. A11í se encuentra hoy la plaza

Royale(24).

24. Hoy Plaza de los Vosgos. Víctor Hugo vivió

a11í en 1832.

Como ya hemos dicho la zona de los palacios

de la que estamos intentando dar una idea al

lector, no insistiendo más que en cosas some-

ras, ocupaba el ángulo que la muralla de Carlos

V formaba con el Sena hacia el oriente.

El centro de la Ville, en la orilla derecha, to

formaban un conglomerado de casas populares

a donde iban a desembocar los tres puentes y

sabido es que sobre los puentes no se constru-

yen palacios sino más bien casas.

Sin embargo, aquel conglomerado de viviendas

burguesas, apretujadas como los alveolos de


una colmena, tenía su belleza, pues a veces

existen en las ciudades tejados tan bellos como

las olas en el mar. Las calles entrecruzadas y

confusas se organizaban en manzanas de for-

mas divertidas, sobre todo en torno a Les

Halles, en donde formaban una especie de es-

trella de mil puntas. Las caIles de Saint-Denis y

de Saint-Martin con sus innumerables ra-

mificaciones subían una tras otra como si se

tratara de dos grandes árboles con sus ramas

entremezcladas, y con sus líneas tortuosas iban

serpeando por todas partes las calles de la

Plâtrerie, de la Verrerie, de la Tixeranderie...,

pero también podían verse bonitos edificios

que rompíán la ondulación de piedra de aquel

mar de casas con piñón, como por ejemplo a la

entrada del Pontaux-Changeurs, detrás del cual

se veía el Sena lleno de espuma por las ruedas

del Pont-aux-Meuniers. Allí aparecía el Châte-

let, no ya torre romana como bajo Juliano el


Apóstata sino torre feudal del siglo XIII y hecho

de piedra tan dura que el pico no lograba

arrancar en tres horas el espesor de un puño:

aparecía también la rica torre cuadrada de Saint

jacques-de-la-Boucherie con sus ángulos salpi-

cados de esculturas. Magnífica ya aunque no

estuviera acabada en el siglo xv. Le faltaban

primordialmente esos cuatro monstruos que,

aún hoy asomados a las cuatro esquinas del

tejado, parecen otras tantas esfinges que plan-

tean al nuevo París los enigmas del pasado.

Rault, su escultor, no las colocó hasta 1526 y le

dieron veinte francos por su trabajo; se veía

también la Maison-aux-Piliers que daba a aque-

lla plaza de Gréve, de la que ya hemos infor-

mado al lector; o Saint Gervais, echada a perder

más tarde por un pórtico de buen gusto; o Saint

Méry cuyas viejas ojivas eran casi arcos de me-

dio punto; Saint Jean, proverbial por su esplén-

dida aguja; había aún otra veintena de monu-


mentos que no desdeñaban mezclar sus mara-

villas en aquel caos de calles oscuras, estrechas

y profundas; agregad aún los cruceros esculpi-

dos en piedra, que se prodigaban en las encru-

cijadas en mayor número que los cadalsos, y el

cementerio de los Inocentes del que destacaba a

to lejos por encima de los tejados su vallado

arquitectural, o el rollo de les Halles cuya

cúspide asomaba entre dos chimeneas de la

calle de la Cossonnerie, o la escalinata de la

Croix-du-Trahoir en el cruce de su calle, siem-

pre llena de gente, o los viejos edificios circula-

res del mercado del trigo; o tramos de la anti-

gua muralla de Felipe Augusto, que asomaban

aquí y a11á, ahogados entre las casas; torres

comidas por la hiedra, puertas desvencijadas,

trozos de muro derrumbados y deformados; el

muelle del Sena con sus mil tiendas y sus deso-

lladeros sucios de sangre; el Sena, cargado de

barcos desde el Port-au-Foin hasta Forl'Evéque


y aún os quedáis con una imagen harto confusa

de to que en 1482 era el trapecio de la Ville.

Con estos dos barrios, uno de residencias y otro

de casas, la tercera parte que ofrecía la Ville en

su aspecto general era una larga zona de abad-

ías que la iba bordeando en casi todo su entor-

no, de levante a poniente, y que por detrás del

cinturón de fortificaciones que cerraba París le

hacía un segundo cinturón interior de con-

ventos y capillas. Así, al lado mismo del parque

de Tournelles, entre la calle Saint-Antoine y la

antigua calle del Temple, se hallaba Santa Cata-

lina, que extendía su inmensa huerta hasta las

murallas de París. Entre la antigua y la nueva

calle del Temple, estaba el Temple, siniestro

haz de torres, alto, plantado y aislado en medio

de un vasto cerco amurallado. Entre la calle

Neuve-duTemple y la calle de Saint-Martin, se

encontraba la abadía de Saint-Martin, en medio

de sus jardines; soberbia iglesia fortificada que,


con su recinto de torres y su tiara de campana-

rios, sólo se veía superada en fuerza y esplen-

dor por Saint-Germain-desPrés. El recinto de la

Trinidad se extendía entre las dos calles de

Saint-Martin y Saint-Denis y, finalmente, les

Filles-Dieu, entre la calle Saint-Denis y la calle

de Montorgueil. A11í mismo, al lado, se distin-

guían los tejados mugrientos y el recinto, sin

pavimentar, de la corte de los milagros,. que

representaba el único círculo profano entre

aquella piadosa cadena de conventos.

Finalmente, la cuarta parte que se destacaba

por sí misma en la aglomeración de tejados de

la orilla derecha y que limitaban el ángulo oc-

cidental del recinto y el borde del agua, río aba-

jo, era un nuevo grupo de residencias y palace-

tes muy juntos, a los pies del Louvre. El viejo

Louvre de Felipe Augusto, inmensa edificación

con su gran torre central, rodeada de otras

veintitrés torres importantes sin contar las to-


rrecillas, se divisaba, a to lejos, engarzado entre

los tejados góticos de la residencia de Alençon

y el palacio del Petit-Bourbon. Esta hidra de

torres, guardiana gigantesca de París, con sus

veinticuatro cabezas siempre erguidas, con sus

grupas monstruosas cubiertas de plomo o de

pizarra, resplandecientes de reflejos metálicos,

limitaba de forma sorprendente la configura-

ción de la Ville hacia el poniente.

Todo aquello era un conglomerado inmenso

(insula to llamaban los romanos) de casas bur-

guesas flanqueado a derecha y a izquierda por

dos bloques de palacios, coronados por el

Louvre el uno, y el otro por las Tournelles, bor-

deado al norte por un largo cinturón de abadías

y tierras cultivadas que la vista amalgamaba y

confundía en un solo bloque; mil edificios con

los tejados de pizarra o de tejas, destacándose

unos sobre otros y mostrando curiosas crester-

ías, con los campanarios tatuados, repujados y


ornamentados de las cuarenta y cuatro iglesias

de la orilla derecha y con miles de calles trans-

versales.

Así era la Ville que limitaba de un lado por un

recinto de altas murallas con torres cuadradas

(las de la Universidad eran redondas) y del otro

por el Sena con sus puentes y sus numerosos

barcos; eso era, debemos repetir, la Ville en el

siglo xv.

Algunos arrabales se agolpaban junto a sus

puertas al otro lado de las murallas, pero eran

menos numerosos y más distanciados que los

de la Universidad. Estaban formados, detrás de

la BastiIla, por una veintena de viejas casas,

amontonadas en torno a las curiosas esculturas

de la Croix-Faubin y de los arbotantes de la

abadía de Saint-Antoine-des-Champs; más a11á

Popincourt, perdido entre trigales y más lejos

aún la Courtille, animado pueblecito con varias

tabernas, y el burgo de Saint-Laurent con su


iglesia cuyo campanario, a11á lejos, parecía

unido a la torre de SaintMartin; y también el

burgo de Saint-Denis con su enorme recinto de

Saint-Ladre; y la Grange-Batelière, al otro lado

de la puerta de Montmartre, rodeada de mura-

llas blancas y casi con tantas iglesias como mo-

linos, aunque sólo éstos se han conservado

pues la sociedad no pide ya más que el alimen-

to del cuerpo. Finalmente, más a11á del Louvre,

se veía estirarse entre prados, el burgo de

Saint-Honoré, bastante importante ya, y se veía

también verdear la Petite-Bretagne y extenderse

el Marché-aux-Pourceaux en cuyo centro se

dibujaba redondo el horrible horno en donde se

quemaba a los falsificadores de moneda. Entre

la Courtille y Saint-Laurent la vista había ya

observado, en la cima de un otero, reposando

sobre llanos desiertos, una especie de edificio

que semejaba a to lejos una columnata ruinosa,

erguida sobre una base socavada. No era


ningún Partenón ni siquiera un templo de Júpi-

ter Olímpico; era Montfaucon.

Y ahora, si la enumeración de tantos edificios,

por elemental que hayamos pretendido hacerla,

no ha pulverizado en el espíritu del lector la

imagen general del viejo París, intentaremos

resumirla en unas pocas palabras.

En el centro, la isla de la Cité, semejante por su

forma a una enorme tortuga, haciendo resaltar

sus puentes escamados de tejas, como patas

bajo su gris caparazón de tejados. A la izquier-

da, el trapecio monolítico., firme, denso, apre-

tado y erizado de la Universidad. A la derecha,

el amplio semicírculo de la Ville con muchos

más jardines y monumentos.

Los tres bloques, Cité, Universidad, Ville, jas-

peados de innumerables calles y, cruzándolo

todo, el Sena, el nutricio Sena, como le llama

Du Breul, abarrotado de puentes y de barcos.

Todo alrededor una llanura inmensa con mil


diferentes remiendos de cultivos, sembrada de

bellas aldeas y a la izquierda Issy, Vauvres,

Vaugirad, Montrouges, Gentilly con su torre

redonda y su torre cuadrada..., etc., y otras tan-

tas a la derecha, desde Conflans hasta Vi-

lle-L'Evêque. A1 horizonte una orla de colinas

dispuestas en círculo como los bordes de un

estanque... y finalmente, ya lejos también, hacia

oriente, Vincennes y sus siete torres cuadrangu-

lares... con Bicétre y sus torrecillas puntiagudas

hacia el sur; Saint-Denis y su aguja hacia el

Norse y Saint-Cloud y su torreón hacia el occidente. Este era el París que,


desde to alto de

las torres de Nuestra Señora, veían los cuervos

que a11í moraban, en 1482.

Es, sin embargo, de esta misma ciudad de París

de la que Voltaire dijo que antes de Luis XIV no

poseía mát que cuatro bellor monumentos: la

cúpula de la Sorbona, el Val-de-Gráce, el Louv-

re moderno y ya no recuerdo el cuarto; el

Luxemburgo quizás. Afortunadamente no por


ello Voltaire dejó de escribir Cándido y no por

ello dejó de tener la sonrisa más diabólica de

entre todos los hombres que se han sucedido en

la larga serie de la humanidad. Todo esto prue-

ba que se puede ser un genio y no comprender

nada de un arte al que no se pertenece. ¿No

creía Moliére hacer gran honor a Rafael y a Mi-

guel Ángel llamándoles «esos remilgador de su

siglo»?

Pero volvamos al París del siglo XV, que no era

únicamente una bella ciudad; era una ciudad

homogénea, un producto arquitectónico a

histórico de la Edad Media, una crónica escrita

en piedra. Era una ciudad no formada más que

por dos capas: la capa románica y la capa góti-

ca, pues la capa romana hacía mucho tiempo

que había desaparecido, con excepción de las

termas de juliano, por donde atravesaba la es-

pesa corteza de la Edad Media. En cuanto a la

capa céltica, no se encontraba el menor vestigio


ni haciendo excavaciones.

Cincuenta años después, cuando el Renaci-

miento vino a mezclar a esta unidad tan severa

y sin embargo tan variada el lujo deslumbrante

de sus fantasías y de sus sistemas, sus abusos

de medios puntos romanos, de columnas grie-

gas y de sus arcos rebajados góticos, su escultu-

ra tan delicada y tan ideal, su gusto particular

por los arabescos y las hojas de acanto, su pa-

ganismo arquitectónico contemporáneo de Lu-

tero, entonces puede que París fuera más bello

pero menos armonioso a la vista y al pensa-

miento. Pero aquel momento espléndido duró

poco. El Renacimiento no fue impartial; no se

contentó sólo con edificar sino que quiso tam-

bién derribar, aunque también es verdad que el

Renacimiento necesitaba espacio. Por eso, el

París gótico sólo estuvo completo durante un

brevísimo espacio de tiempo, pues apenas si se

estaba terminando Saint jac-


ques-de-la-Boucherie cuando se comenzaba ya

la demolición del viejo Louvre.

Desde entonces la ciudad ha continuado de-

formándose día a día y el París gótico bajo el

que se hundía el París románico ha de-

saparecido también pero, en este caso, ¿se pue-

de decir qué París le ha sustituido?

Existe el París de Catalina de Médicis en las

Tullerías(25); el de Enrique II en el Ayunta-

miento dos edificios de gran gusto;el París de

Enrique IV en la plaza Royale, fachadas de la-

drillo con esquinas de piedra y tejados de piza-

rra; casas tricolores; el París de Luis XIII en el

Val-de-Grâce con una arquitectura aplastada y

rechoncha, con bóvedas en forma de asas de

cesto con un no sé qué de abultamiento en las

columnas y de joroba en la cúpula; el París de

Luis XIV en los Inválidos, grandioso, rico y

dorado, pero frío; el de Luis XV en San Sulpi-

cio, con volutas, lazos y cintas y nubes y fideos


y escarolas; todo ello cincelado en piedra; el

París de Luis XVI en el Panteón, un San pedro

de Roma mal copiado (el edificio ha sido redu-

cido torpemente y esto ha afeado sus líneas); el

París de la República en la escuela de medici-

na26, de un dudoso gusto grecorromano, que

quiere imitar al Coliseo o al Partenón, como la

constitución del año 111 a las leyes de Minos y

que en arquitectura se llama gusto mersidor27;

el París de Napoleón en la plaza Vendôme, su-

blime en este caso, con una columna de bronce,

hecha de cañones28; el París de la Restauración

en la Bolsa, con una columnata blanquísima

que sustenta un friso muy alisado; el conjunto

es cuadrado y costó veinte millones apro-

ximadamente.

25 Hemos visto con dolor a indignación que se

tenía el proyecto de agrandar, de refundir, de

retocar; en una palabra: de destruir este palacio

admirable. Los arquitectos de hoy tienen manos


demasiado burdas para tocar estas delicadas

obras renacentistas. Esperamos que no se atre-

van. Además esta demolición de las Tullerías

no representaría solamente un hecho brutal del

que hasta un vándalo ebrio se sonrojaría sería

además una traición, pues las Tullerías no son

simplemente una obra de arte del siglo xvt; son

también una página de la historia del siglo xtx.

Este palacio ya no pertenece al rey sino al pue-

blo, así que conviene dejarlo como está. Nues-

tra revolución le ha marcado el rostro en dos

ocasiones; en una de sus dos fachadas se ven

los bombazos del 10 de agosto y en la otra los

del 29 de julio; es un edificio sagrado. París, 7

de abril de 1831. INota de Víctor Hugo, en la

quinta edición.)

A cada uno de estos monumentos característi-

cos va unido por similitud de gustos, de formas

o de actitudes, una determinada cantidad de

casas, diseminadas por diferentes barrios y que


un ojo experto sabe distinguir y fechar fácil-

mente. Cuando se sabe mirar, no es difícil en-

contrar el espíritu de un siglo y la fisionomía de

un rey incluso hasta en los llamadores de las

puertas.

El París actual carece, pues, de fisonomía gene-

ral; no es más que una colección de ejemplares

de varios siglos de la que han desaparecido los

más bellos. La capital sólo crece en casas; ¡y qué

casas! A1 paso que vamos, París se renovará

cada cincuenta años; por eso el sentido históri-

co de su arquitectura se va borrando un poco

cada día. Los monumentos son cada día más

raros y parece como si se fueran hundiendo

poco a poco absorbidos por las casas. El París

de nuestros padres era de piedra, pero nuestros

hijos tendrán un París de yeso.

En cuanto a los monumentos modernos del

París nuevo, preferiríamos no hablar y no es

porque no los admiremos como se merecen,


puesto que Santa Genoveva de M. Soufflot es

en realidad la más bella tarta de Saboya hecha

en piedra y el palacio de la Legión de Honor es

también una muestra y muy distinguida de

repostería. La cúpula del mercado del trigo es

un gorro de jockey inglés a gran escala y las

torres de San Sulpicio son dos enormes clarine-

tes, y es sólo una manera de hablar, y la torre

del telégrafo(29) retorcida y gesticulante parece

un gracioso añadido a su tejado; Saint-Roche

tiene un pórtico sólo comparable por su mag-

nificencia al de Santo Tomás de Aquino, así

como un calvario en relieve, en los sótanos, y

un sol de madera dorada. Son cosas ver-

daderamente maravillosas. No hay que oividar

la linterna del laberinto del jardín de plantas,

realmente ingeniosa. En to que al Palacio de la

Bolsa se refiere, griego por su columnata,

románico por el medio punto de sus puertas y

ventanas y renacentista por su gran bóveda


rebajada, se trata, sin duda alguna, de un mo-

numento correctísimo y muy puro, como to

prueba el estar coronado por un ático, como no

se veían en Atenas; de bella línea recta y gracio-

samente cortado, aquí y a11á, por tubos de es-

tufa. Agreguemos que si, por regla general, la

arquitectura de un edificio se adapta a su fun-

ción de tal manera que su función pueda dedu-

cirse del simple aspecto del edificio, nunca nos

cansaríamos de admirar un edificio que podría

ser indistintamente un palacio real, una cámara

de diputados, un ayuntamiento, un colegio, un

picadero, una academia, un depósito de mer-

cancías, un tribunal, un museo, un cuartel, un

sepulcro, un templo o un teatro. Mientras tanto

es una Bolsa. Un monumento debería además

adaptarse al clima y éste está hecho expresa-

mente para nuestro cielo frío y lluvioso, pues

tiene un tejado casi de azotea, como en oriente,

to que hace que en invierno, cuando nieva,


haya que barrer el tejado; bien es verdad que

los tejados se hacen para ser barridos; y en to

que respecta a su destino, del que acabamos de

hablar, to cumple a las mil maravillas y es Bolsa

en Francia como hubiera sido templo en Grecia

aunque buena maña se ha dado el arquitecto en

ocultar la esfera del reloj que habría destruido

si no la pureza de líneas de su bella fachada,

pero dispone, en cambio, de esa hermosa co-

lumnata que rodea el monumento y bajo la que,

en días de gran solemnidad religiosa, pueda

circular majestuosamente la procesión de los

agentes de bolsa y corredores de comercio.

26 Debe tratarse de un error de Víctor Hugo,

pues este edificio se construyó bajo Luis XV.

Una estatua de este rey fue reemplazada por la

de la Beneficencia durante la Revolución.

27. Décimo mes del calendario republicano

francés.

28. La columna tiene 44 metros de altura y está


rodeada por una espiral de bronce, fundida con

los 1.200 catfiones tomados en la batalla de

Austerlitz, con representación de escenas mili-

tares. La primera estatua que figuró arriba de la

columna fue la de Napoleón I, en César. En

1871, la Comuna derriba el monumento y es

erigida nuevamente durante la tercera repúbli-

ca.

29. Se trata del telégrafo de Chappe que envia-

ba mensajes ópticos mediante posiciones dife-

re.nes de sus brazos articulados. En su juven-

tud, Víctor Hugo tenía ocasión de verlo desde

la ventana de su pensión a incluso escribió de él

una sátira en el año 1819, titulada precisamente

El telégrafo.

Todos éstos son, sin duda, soberbios monu-

mentos. Añádase un montón de bellas calles,

graciosas y variadas como la calle de Rivofi y

no me cabe la menor duda de que París, visto

desde un globo, pueda presentar un día esa


riqueza de líneas o esa opulencia de detalles y

esa diversidad de aspectos o ese no sé qué de

grandiosidad en la sencillez y de inesperado en

to bello que caracteriza a un damero.

Pero por muy admirable que os parezca el París

de hoy, rehaced el París del siglo XV, recons-

truidlo en vuestro pensamiento, mirad la luz a

través de esta sorprendente hilera de agujas, de

torres y de campanarios, extended la mirada en

medio de la inmensa ciudad, rompedla en la

extremidad de las islas; doblegad al Sena bajo

sus puentes, con sus aguas verdes y amarillas

más cambiantes que la piel de una serpiente;

recortad claramente en el azul del horizonte el

perfil gótico de este viejo París a imaginad su

entorno flotando entre la bruma invernal, aga-

rrada a sus innumerables chimeneas; sumergid-

lo en una noche cerrada y observad el juego

fantástico de las luces y las sombras en aquel

oscuro laberinto de edificios; iluminadlo con un


rayo de luna para que to perfile vagamente y

para hacer surgir de entre la niebla las grandes

cabezas de sus torres; o bien tomad de nuevo

esa negra silueta, ensombreced los mil ángulos

agudos de sus flechas y de los piñones de su

casas, y hacedla surgir más dentada que la

mandíbula de un tiburón sobre el cielo de cobre

del ocaso... y luego comparad.

Y si queréis recibir de la vieja ciudad una im-

presión que la ciudad moderna no podría da-

ros, subid una mañana de fiesta solemne, al

amanecer en la fiesta de pascua o en Pente-

costés, subid a cualquier punto elevado de

donde podáis dominar la capital entera y asis-

tid al despertar de todos los carillones y ved, a

una señal venida del cielo -pues el es sol quien

la da- cómo sus mil iglesias se estremecen al

tiempo; primero son tintineos aislados que van

de una iglesia a otra, como cuando los músicos

advierten que se va a comenzar y después, de


pronto, contemplad, pues parece que en algu-

nos momentos los oídos tengan ojos también,

contemplad cómo se eleva al mismo tiempo de

cada campanario algo así como una columna

de ruido o como una humareda de armonía.

Primero la vibración de cada columna sube

recta, pura y, por así decirlo, aislada de las de-

más, hacia el cielo esplendoroso de la mañana y

después, poco a poco, se funden acrecentándo-

se, mezclándose y borrándose unas en otras; se

amalgaman en un magnífico concierto. Ya es

únicamente una masa de vibraciones sonoras,

desprendida sin cesar de los innumerables

campanarios, que va flotando, que se ondula,

que salta y que gira sobre la ciudad conducien-

do hasta más a11á del horizonte el círculo en-

sordecedor de sus oscilaciones.

Pero este mar de armonía no es un caos. Por

grande y profundo que sea no ha perdido su

transparencia y veréis serpear por él, indepen-


diente, cada grupo de notas que se escapa de

cada carillón; podéis seguir en él el diálogo, a

veces chillón y a veces grave, de la carraca o del

bordón y podéis ver saltar las octavas de un

campanario a otro y verlas lanzarse aladas,

ligeras y silbantes desde la campana de plata, o

caer rotas y cojas de la campana de madera;

podréis admirar entre ellas la riquísima gama

que se descuelga y remonta incesantemente de

las siete campanas de San Eustaquio; veréis

correr en todas direcciones notas rápidas y cla-

ras, zigzagueando luminosamente para desva-

necerse cual relámpagos. A to lejos se percibe la

voz agria y quebrada de la abadía de San

Martín; aquí la voz siniestra y gruñona de la

Bastilla; en el otro extremo la sólida torre del

Louvre, con su bajo profundo. El real carillón

del palacio lanza sin cesar en todas las direc-

ciones trinos resplandecientes sobre los que

caen, con idéntica cadencia, los graves redobles


de la torre de Nuestra Señora que les hacen

sacar chispas, como el yunque bajo el martillo.

A veces podéis ver pasar sonidos de todas las

formas, procedentes del triple campanario de

Saint-Germain-des-Prés, y además de vez en

cuando este conglomerado de ruidos sublimes

se entreabre para dar paso a la fuga del Ave

María que estalla y burbujea como un penacho

de estrellas. Por debajo, en to más profundo del

concierto, se puede distinguir confusamente el

canto interior de las iglesias que transpira a

través de los poros vibrantes de sus bóvedas.

Todo esto es, de verdad, una ópera que merece

la pena ser oída. Normalmente los ruidos que

de París se oyen durante el día, son como el

habla de la ciudad y por la noche son su respi-

ración, pero, en este caso, es la ciudad que can-

ta. Aprestad el oído a ese tutti de campanarios,

desparramad por el conjunto el murmullo de

medio millón de hombres, la queja eterna del


río, el aliento infinito del viento, el cuarteto

grave y lejano de los cuatro bosques, emplaza-

dos en las colinas del horizonte cual inmensas

cajas de órgano; eliminad como en una media

tinta todo to que el carillón tenga de excesi-

vamente agudo y bajo y decid si habéis visto a

oído en el mundo algo tan rico, tan alegre, tan

dorado, tan deslumbrante como este tumultuo-

so repique de campanas, como ese ardiente

brasero de música, como esas diez mil voces de

bronce cantando juntas en flautas de piedra de

trescientos pies de altura, como esa ciudad que

es una orquesta toda ella, o como esa sinfonía

comparable al ruido de la tempestad.

LIBRO CUARTO

ILAS ALMAS PIADOSAS

DIECISÉIS años antes del tiempo en que trans-

curre esta historia y en una hermosa mañana de

domingo de Quasimodo, una criaturita había

sido abandonada, después de la misa, en la


iglesia de Nuestra Señora, en una tarima, junto

al pórtico, a mano izquierda, frente a la gran

imagen de San Cristóbal, a quien la estatua es-

culpida en piedra del caballero Antonio des

Essarts contemplaba, arrodillado desde 1413,

hasta que alguien se decidió a derribar al santo

y al caballero. Era costumbre colocar en esa

tarima a los niños abandonados y a11í queda-

ban expuestos a la caridad pública.

Aquella especie de ser vivo echado sobre aque-

lla tarima en la mañana de Quasimodo del año

de gracia de 1467 parecía excitar en muy alto

grado la curiosidad de un grupo considerable

de gente, agolpado alrededor. El grupo estaba

formado en buena parte por personas del bello

sexo, aunque todas eran, más bien, mujeres

mayores.

En primera fila, y más inclinadas sobre la tari-

ma, se distinguían cuatro, con una especie de

sotana y capuchón gris, que podían muy bien


pertenecer a alguna piadosa cofradía; no veo

por qué la historia no ha de transmitir a la pos-

teridad los nombres de estas cuatro discretas y

venerables señoras; eran Agnès la Herme, Je-

hanne de la Tarme, Henriette la Gaultière y

Gauchére la Violette, viudas todas ellas y co-

frades de la capilla Ptienne-Haudry, salidas de

la casa con permiso de la superiora, según los

estatutos de Pierre d'Ailly para oír el sermón.

Pero, si bien estas hospitalarias mujeres de

Étienne-Haudry observaban de momento las

normas de Pierre d'Ailly, violaban alegremente

las de Michel de Brache y del Cardenal de Pisa

que prescribían un inhumano silencio.

-¿Qué es eso, hermana? -decía Agnès a Gauché-

re, observando a la criaturita a11í expuesta que

lloraba y se retorcía asustada de tantas miradas.

-Pero, ¿adónde vamos a llegar -decía Johanne-

si es así como hacen a los niños de ahora?

-Entiendo poco de niños -añadía Agnès-, pero


creo que debe ser pecado el mirar a éste.

-Pero es que no es un niño, Agnès.

-Es un mono fallido -observaba Gauchère.

-Es un milagro -comentó Henriette la Gaultilre.

-Pero es que es el tercero -insistía Agnès-, desde

el domingo de laetare(1), pues hace tan sólo

ocho días que tuvimos el milagro del que se

burlaba de los peregrinos y que fue castigado

por Nuestra Señora de Aubervilliers y era ya el

segundo del mes.

1. El cuarto domingo de Cuaresma.

-Es un verdadero monstruo abominable este

supuesto niño abandonado -añadió Jehanne.

-Se desgañita como para dejar sordo a un chan-

cre -decía Gauchére-. ¡Cállate ya, chillón!

-¡Y pensar que es el señor de Reims quien envía

esta monstruosidad al señor de París! -añadió la

Gaultiére juntando las manos.

-Debe ser una bestia, un animal -decía Agnès la

Herme-, el producto de un judío con una cerda.


Algo que no es cristiano y que por to tanto hay

que arrojar al agua o al fuego.

-Supongo que nadie querrá adoptarle -opinaba

la Gaultière.

-¡Ah no, Dios mío! -exclamó Agnès-. ¡Pobres

nodrizas de niños abandonados; esas que viven

en la calle que da al río, junto a la residencia del

obispo! ¡Tener que amamantar a este pequeño

monstruo! ¡Preferiría dar de mamar a un vam-

piro!

-¡Qué ingenua es esta pobre la Herme! -añadía

Jehanne-. ¿No os dais cuenta, hermana, que

este monstruito no tiene menos de cuatro años

y que le apetecería más un asado que vuestro

pecho?

En efecto, no era ya un recién nacido aquel

monstruito (nos costaría mucho encontrar otro

nombre para él). Era una masa angulosa y en

movimiento envuelto en un saco de tela con la

marca de micer Guillaume Chartier, obispo de


París por entonces, y del que nada más asoma-

ba la cabeza; una cabeza deforme en la que úni-

camente se veía un bosque de cabellos rojos, un

ojo, la boca y los dientes. El ojo lloraba, la boca

chillaba y se diría que los dientes estaban pres-

tos para moder. Aquel conjunto se debatía en el

saco, ante el asombro del gentío cada vez más

numeroso que se iba renovando continuamen-

te.

Doña Aloïse de Gondelaurier, señora noble y

rica que llevaba de la mano a una preciosa niña

de unos seis años y que llevaba un largo velo

prendido del cucurucho dorado de su tocado,

se detuvo al pasar ante la tarima para observar

un momento a la desgraciada criatura mientras

su linda niña Flor de Lys de Gondelaurier, ves-

tida de seda y terciopelo, deletreaba, indicán-

dolo con su dedito, el letrero clavado en la ma-

de ra de la tarima: Niños Expósitos.

-Realmente -dijo la dama, retirándose disgus-


tada--, yo creí que aquí sólo se exponían niños

-y dio media vuelta a la vez que echaba en el

plato un florín de plata que tintineó entre las

demás monedas atrayendo todas las miradas

de las pobres beatas de la capilla Étien-

ne-Audry.

Momentos más tarde el grave y letrado Robert

Mistricolle, protonotario del rey, pasó por a11í

con un enorme misal bajo un brazo y apoyada

en el otro su mujer (Doña Guillemette la Mai-

nesse), Ilevando así, a ambos lados, sus dos

reguladores, el espiritual y el temporal.

-¡Un niño expósito! -dijo después de examinar

el objeto-; seguro que to han encontrado junto

al muro del río Flageto(2.)

2. Río del infierno en la mitología griega.

-Sólo se le ve un ojo -observó la señora Guille-

mette-; en el otro tiene una verruga.

-No es una verruga -contestó maese Robert

Mistricolle-; se trata de un huevo que encierra


dentro otro demonio como él, que, a su vez

tiene otro huevo más pequeño, que contiene, a

su vez, otro diablo y así sucesivamente.

-¿Y cómo sabéis eso? -le preguntó Guillemette.

-Lo sé pertinentemente -afirmó el protonotario.

-Señor protonotario -preguntó Gauchère-, ¿qué

pronóstico hacéis de este niño abandonado?

-El más desgraciado de todos -respondió Mis-

tricolle.

-¡Ay, Dios mío! -dijo una vieja de entre el audi-

torio= ¡Con la terrible peste que hemos padeci-

do el año pasado y que además se dice que los

ingleses van a desembarcar en Harefleu!

-Y, a lo mejor, va a impedir que la reina venga a

París en el mes de septiembre -dijo otra-. ¡El

comercio marcha ya tan mal!

-Soy de la opinión -intervino Jehanne de la

Tarme- que sería mejor colocar a este brujo en

un haz de leña que en esta tarima.

-¡Eso, eso! En un haz de leña ardiendo -añadió


la vieja.

-Eso sería to más prudente -sentenció Mistrico-

lle. Hacía cierto tiempo que un joven sacerdote

escuchaba los comentarios de aquellas mujeres

y las sentencias del protonotario. Tenía un

aspecto grave, frente ancha y mirada profunda;

apartó silenciosamente a los curiosos y, exami-

nando al pequeño brujo, extendió su mano so-

bre él. Ya era hora, pues todas aquellas beatas

se relamían imaginando aquel bonito haz de

leña ardiendo.

-Adopto a este niño -dijo el sacerdote y

arropándole con su sotana se to llevó, ante la

mirada asombrada de la gente, y desapareció

instantes más tarde por la Porte-Rouge que

daba acceso al claustro desde la iglesia.

Pasada la primera sorpresa, Jehanne de la Tar-

me dijo al oído de la Gaultiére:

-Ya os había dicho, hermana, que este joven

cura, Claude Frollo, es un brujo.


II

CLAUDE FROLLO

CLAUDE Frollo no era, en efecto, un personaje

vulgar; pertenecía a una de esas familias que en

el lenguaje impertinente del siglo pasado se

llamaban indistintamente alta burguesía o pe-

queña nobleza. Su familia había heredado de

los hermanos Paclet el feudo de Tirechappe,

que dependía del obispo de París; veintiuna de

las casas de esta heredad habían sido objeto en

el siglo xui de muchos pleitos. Como poseedor

del mismo, Claude Frollo era uno de los siete

veintiún señores con pretensiones a ese feudo

sobre París y sus arrabales y durante mucho

tiempo ha podido verse su nombre, inscrito en

calidad de tal, entre el hotel de Tancarville, per-

teneciente al señor François le Rez, y el Colegio

de Tours, en el cartulario de

Saint-Martin-des-Champs.

Sus padres le habían ya destinado desde niño al


estado eclesiástico y a tal fin se le había ense-

ñado a leer en latín y a bajar los ojos y a hablar

en voz baja siendo aún muy niño; su padre le

había internado en el colegio de Torchi, en la

Universidad y allí había crecido entre misales y

lexicones.

Era, por to demás, un niño triste, grave y serio

que estudiaba con gran entusiasmo y que

aprendía muy rápido; no alborotaba excesiva-

mente en los recreos y participaba rara vez en

los jaleos de la calle Fouarre; no sabía, pues, lo

que era dare alapar et capillor laniare(3) y no hab-

ía tenido la más mínima relación con las revuel-

tas y manifestaciones de 1463 que se mencionan

en los anales bajo el epígrafe de: «Sexto distur-

bio de la Universidad». No se burlaba casi nun-

ca de los pobres estudiantes de Montagu, por

sus cappetes,(4) de donde les venía el nombre, ni

de los becados del colegio de Dormans, por su

tonsura rapada y su sobretodo de tres piezas de


paño azul, verde y morado, azurini color¡ et

bruni como reza el documento del cardenal de

las Cuatro Coronas. Era asiduo visitante, en

cambio, de las grandes y pequeñas escuelas de

la calle Jean-de-Beauvais. El primer estudiante

que el abad de SaintPierre de Val veía siempre

al comenzar la lectura del derecho canónico era

Claude Frollo; siempre estaba a11í, frente a la

cátedra, junto a un pilar de la escuela

Saint-Vendregesile, con su tintero de cuerno,

mordisqueando su pluma, escribiendo en sus

rodilleras gastadas y soplándose los dedos en

invierno. El primer alumno que el doctor en

decretales, micer Miles d'Isliers, veía llegar ca-

da lunes por la mañana, sofocado, al abrirse las

puertas de la escuela del Chef-Saint-Denis, era

Claude Frollo. Por todo ello, a sus dieciséis

años, el joven estudiante habría podido enfren-

tarse en teología mística a un padre de la Igle-

sia, a un padre de los concilios en teología


canónica y en teología escolástica a un doctor

de la Sorbona.

3. Dar bofetadas y arrancarse el pelo.

Superada la teología, se había dedicado con

gran ímpetu al estudio de las decretales y así

del Maitre de.r Sentences había pasado a Las

capitularer de Carlomagno y sucesivamente, en

su apetito de saber, había ido devorando decre-

tales tras decretales, las de Teodoro, obispo de

Hispalia; las de Bouchard, obispo de Worms;

las de Yves, obispo de Chartres y, más tarde, el

decreto de Graciano que siguió a las Capitula-

res de Carlomagno y la compilación de Grego-

rio IX y así hasta la epístola Super specula de

Honorio III. Llegó a ver claro y se familiarizó

con los estudios largos y profundos del derecho

civil y del derecho canónico enfrentados en el

caos de la Edad Media, período que abre el

obispo Teodoro en el 618 y cierra, en 1227, el

papa Gregorio.
Digeridas las decretales, se lanzó a los estudios

de medicina y de las artes liberales; estudió la

ciencia de las hierbas y de los ungüentos y se

hizo experto en fiebres y en contusiones, en

heridas y en abscesos. El mismo Jacques d'Es-

pars to habría aceptado como médico físico y

Richard Hellain(5) como médico cirujano.

4 Capa corta, especie de hábito o uniforme con

el que se vestían.

5 Prestigiosos doctores de la Facultad de Medi-

cina de mediados y finales del siglo xv, respec-

tivamente.

Superó igualmente todos los grados de licencia-

tura tesis y doctorado en artes. Estudió latín,

griego, hebreo y triple santuario, muy raro en

aquella época; le dominaba una auténtica fiebre

de conocimientos y tenía un enorme empeño en

atesorar ciencia.

A los dieciocho años había ya pasado las cuatro

facultades y estaba convencido de que el único


objetivo de esta vida era el saber.

Fue por aquel entonces cuando los excesivos

calores del verano de 1466 provocaron aquella

gran peste que se llevó a más de cuarenta mil

criaturas en el vizcondado de París, entre los

que hay que contar, dice Jean de Troyes, a

«maese Arnoul, astrólogo del rey, que era un

hombre de bien, conocedor y muy agradable».

Había corrido el rumor por la Universidad de

que la calle Tirechappe había sido particular-

mente devastada por la enfermedad, y era a11í

precisamente en donde residían, en su feudo,

los padres de Claude. Acudió alarmado el jo-

ven estudiante a la casa paterna y se encontró

con que los dos habían muerto la víspera. Un

hermanito que tenía, todavía de pañales, vivía

aún y estaba llorando abandonado en su cuna.

Era la única familia que le quedaba, así que

cogió al niño en brazos y salió cabizbajo y pen-

sativo pues hata entonces sólo había vivido


inmerso en la ciencia y en adelante tendría que

ocuparse de la vida.

Esta catástrofe provocó una profunda crisis en

la existencia de Claude; huérfano, hermano

mayor, cabeza de familia a los diecinueve años,

se sintió muy bruscamente arrancado de sus

fantasías de estudiante a la realidad de la vida.

Entonces, lleno de piedad, se consagró apasio-

nadamente a su hermano; circunstancia extraña

y dulce esta de los afectos humanitarios en al-

guien que, como él, sólo se había hasta entonces

preocupado por los libros.

Aquel afecto se desarrolló de una manera sin-

gular y, por tratarse de un alma nueva, fue casi

como un primer amor. Separado desde la in-

fancia de sus padres, a quienes apenas si había

conocido, enclaustrado, emparedado casi entre

sus libros, ávido sobre todo de estudiar y de

aprender, pendiente hasta entonces de su inte-

ligencia, que se dilataba con los conocimientos


y atento a su imaginación que crecía con las

lecturas, el pobre estudiante no había tenido

tiempo de sentir su corazón y así, ese hermani-

to sin padre ni madre, ese niño caído brusca-

mente del cielo en sus brazos, hizo de él un

hombre nuevo. Se dio cuenta de que existía en

el mundo algo más que las especulaciones de la

Sorbona y los poemas de Homero; de que el

hombre necesita afectos, de que la vida sin ter-

nura y sin amor es un engranaje seco y chirrian-

te y llegó a figurarse, sólo a figurarse, pues es-

taba aún en esa edad en la que las ilusiones sólo

son reemplazadas por otras ilusiones, que los

vínculos de la sangre y de la familia eran los

únicos indispensables y que un hermanito bas-

taba para colmar toda una vida.

Se entregó, pues, al amor de su pequeño Jehan

con la pasión de un carácter maduro ya, ardien-

te y concentrado; aquella frágil criatura, bonita,

rubia, sonrosada y de cabellos rizados, aquel


huerfanito sin más apoyo que el de otro huér-

fano le conmovió hasta el fondo de sus entrañas

y, acostumbrado como estaba a pensar, re-

flexionó mucho acerca de Jehan y con un cariño

infinito. Se ocupó de él como de algo muy frágil

y de gran valor; fue, en fin, para el niño mucho

más que un hermano; se convirtió en una ma-

dre para él.

Como Jehan era aún niño de pecho cuando

perdió a su madre, Claude tuvo que buscarle

una nodriza. Además de la heredad de Tire-

chappe, había recibido también de su padre la

del Molino, que dependía de la torre cuadrada

de Gentilly; se trataba de un molino sobre un

altozano, próximo al castillo de Winchestre (Bi-

cétre) del que se ocupaba una molinera que

amamantaba a un hermoso niño; no estaba de-

masiado alejado de la Universidad y el mismo

Claude le llevó al pequeño Jehan.

Desde entonces, comprendiendo que se había


echado una pesada carga, tomó la vida muy en

serio; el pensamiento de su hermanito se con-

virtió para él no sólo en distracción sino en el

objetivo de sus estudios y decidió consagrarse

por entero a un futuro del que tendría que res-

ponder ante Dios y resolvió no tener más espo-

sa ni más hijo que la felicidad y la fortuna de su

hermano y se afirmó, pues, más que nunca en

su vocación religiosa. Sus méritos, su ciencia,

su cualidad de vasallo inmediato del obispo de

París, le abrían de par en par las puertas de la

Iglesia. A los veinte años, por dispensa especial

de la Santa Sede, ya era cura y tenía a su cargo,

como el más joven de los capellanes de Nuestra

Señora el altar, llamado en razón de la misa

tardía que en él se decía, altare pigrorum(6).

6 Altar de los perezosos.

A11í, sumido más que nunca en sus queridos

libros que solamente dejaba para acercarse du-

rante una hora a la heredad del Molino, aquella


mezcla de sabiduría y de austeridad, tan rara a

su edad, le había granjeado muy pronto el res-

peto y la admiración del claustro. Desde el

claustro, su fama de sabio había trascendido al

pueblo, que empezaba ya a considerarle un

poco, cosa harto frecuente entonces, como bru-

jo.

Fue el día de Quasimodo, en el momento en

que volvía de decir la misa de perezosos en su

altar, situado al lado de la puerta del coro que

daba a la nave, a la derecha, y muy próximo a

la Virgen, cuando se fijó en el grupo de viejas,

que murmuraban en torno a la tarima de los

niños abandonados.

Fue entonces cuando se aproximó a la desgra-

ciada criatura tan odiada y tan amenazada. Su

desamparo, su deformidad, su abandono, el

recuerdo de su hermano, la idea que le vino

repentinamente a su espíritu de que, si él mor-

ía, su querido Jehan podría también encontrar-


se miserablemente en aquella tarima de los ni-

ños abandonados; todo ello, agolpado a la vez

en el corazón, le provocó una gran compasión y

fue entonces cuando cogió al niño y se lo llevó.

Cuando sacó al niño de su envoltorio to en-

contró muy deforme, en efecto; el pobre diable-

jo tenía una verruga en el ojo izquierdo, la ca-

beza casi unida directamente a los hombros, la

columna vertebral combada, saliente el es-

ternón y las piernas arqueadas. Así y todo tras-

lucía vitalidad y, aunque resultara imposible el

saber en qué lengua balbucía, sus gritos demos-

traban fuerza y salud. La compasión de Claude

se acrecentó al comprobar aquellas deformida-

des y prometió en to íntimo de su corazón edu-

car a aquel niño por amor a su hermano a fin de

que, cualesquiera que fueran las faltas que su

hermano Jehan pudiera cometer, tuviera en su

favor aquella obra de caridad hecha a su inten-

ción. Era como una inversión de buenas obras


realizada a nombre de su joven hermano; era

un pequeño caudal de buenos actos que de-

seaba reunirle por adelantado para el caso en

que un día aquel muchachete careciera de esa

moneda, que es la única admitida para el pago

del viaje al paraíso.

Bautizó a su hijo adoptivo y le llamó Quarimo-

do, bien por coincidir con el día en que to en-

contró o bien para definir con ese nombre hasta

qué punto la pobre criatura aparecía incomple-

ta y apenas esbozada pues, en efecto, Quasi-

modo, tuerto, jorobado y pa= tizambo apenas si

era un más o meno s.(7)

7. Traducción libre de Quasimodo. En el oficio

del primer domingo después de pascua, una de

las plegarias de la misa comienza con las pala-

bras KQuarimodo geniti infanter.v... más o me-

nos como niños recién nacidos de ahí el nombre

de domingo de Quasimodo dado a ese día.

Quasimodo, en latín, significa: más o menos,


aproximadamente...

III

IMMANIS PECORIS CUSTOS IMMANIOR

IPSE(8)

ERA el año 1482 y para entonces Quasimodo

había crecido y desde hacía ya varios años era

el campanero de Nuestra Señora, gracias a su

padre adoptivo, Claude Frollo, que, a su vez,

había llegado a archidiácono de Josas, gracias a

su superior micer Luis de Beaumocit, arzobispo

de París en 1472, a la muerte de GuiIlaume

Chartier, gracias a su patrón, Olivier le Daim,

barbero del rey Luis XI, por la gracia de Dios.

8. Guardián de un rebaño monstruoso y más

monstruo él mismo. Alejandrino de Víctor

Hugo en el manuscrito de su obra de teatro

Hernani, parodiando un verso de Virgilio, de la

quinta égloga. El título primitivo de este capítu-

lo, según el manuscrito era «le ronneur de clo-

chet.v, el campanero.
Quasimodo era, pues, carillonero de Nuestra

Señora.

Con el tiempo se había formado una especie de

intimidad entre el campanero y la iglesia. Sepa-

rado para siempre del mundo por la doble fata-

lidad de su nacimiento desconocido y de su na-

turaleza deforme, aprisionado desde la infancia

en aquel doble cerco infranqueable, el pobre

desgraciado se había acostumbrado a no ver

nada en este mundo más allá de aquellos mu-

ros religiosos que le habían acogido bajo su

sombra. Nuestra Señora había sido sucesiva-

mente para él, a medida que iba creciendo y

desarrollándose, el huevo, el nido, la casa, la

patria, el universo.

Es verdad que existía una especie de armonía

misteriosa preexistente ya entre Quasimodo y

aquel edificio. Cuando, desde muy niño aún, se

arrastraba torpemente y con mucho miedo bajo

las tinieblas de sus bóvedas, se asemejaba, con


su cara humana y su constitución animal, al

reptil natural de aquellas losas húmedas y os-

curas sobre las que la sombra de los capiteles

románicos proyectaba formas extrañas.

Más tarde, cuando maquinalmente se colgó por

primera vez de la cuerda de las torres y quedó

suspendido de ella haciendo sonar la campana,

le pareció a Claude, su padre adoptivo, que

aquello provocaba en Quasimodo las reaccio-

nes de un niño cuando se suelta a hablar.

Y así fue como, poco a poco, desarrollándose

siempre en el sentido de la catedral y viviendo

y durmiendo en ella y no saliendo casi nunca

de allí y aguantando noche y día su presión

misteriosa, llegó a parecérsele tanto, a incrus-

tarse de tal forma en ella que casi formaba ya

parte integrante del edificio. Sus ángulos sa-

lientes se empotraban, si se nos permite la ima-

gen, en los ángulos entrantes del edificio y así

parecía no sólo su habitante sino su contenido


más natural; hasta podría decirse que había

tomado su misma forma, como un caracol toma

la forma de la concha que to envuelve; era su

morada, su agujero, su envoltura. Existía entre

él y su vieja iglesia una simpatía instintiva muy

honda; existían tantas afinidades magnéticas,

tantas afinidades materiales, que, en cierto mo-

do, estaba tan unido a ella como una tortuga a

su concha, y la rugosa catedral era su capa-

razón.

Claro que no es necesario prevenir al lector

para que no tome al pie de la letra las figuras

literarias que nos vemos obligados a emplear

aquí para poder expresar el acoplamiento sin-

gular, simétrico, inmediato, consustancial, casi

de un hombre y un edificio. Igualmente, inútil

es decir hasta qué punto se había familiarizado

con la catedral en una cohabitación tan íntima y

tan prolongada; aquella morada le era propia;

no había recoveco que Quasimodo no conocie-


ra, ni altura que no hubiera escalado y más de

una vez había trepado por varios pisos de la

fachada agarrándose tan sólo a las asperezas, a

los salientes de las esculturas. Las torres, por

cuya superficie exterior se le veía trepar corno

un lagarto que se desliza por un muro, aquellas

dos gigantes gemelas, tan altas, tan amenaza-

doras, tan temibles, no le provocaban ni vérti-

go, ni aturdimiento, ni estremecimiento alguno;

se diría incluso, al ver la facilidad con la que

escalaba, al ver la suavidad con la que a ellas se

agarraba, que las tenía amaestradas. A fuerza

de trepar, de saltar, de lanzarse por entre los

huecos abismales de la gigantesca catedral, se

había convertido en cierto modo en mono o en

gacela como los niños calabreses que aprenden

a nadar antes de andar y que juegan ya, desde

muy niños, con el mar.

Además daba la impresión de que no sólo era

su cuerpo el que se había amoldado a la cate-


dral, sino también su espíritu, pero resultaría

muy difícil determinar en qué estado se encon-

traba aquel alma, qué pliegues había adquirido,

qué forma había adoptado bajo aquella envol-

tura nudosa, en aquella vida salvaje, pues Qua-

simodo había nacido ya tuerto, jorobado y cojo

y fue, gracias a una gran dedicación y a una

inmensa paciencia, como Claude Frollo consi-

guió enseñarle a hablar. Pero una grave fatali-

dad iba unida al pobre niño abandonado: cam-

panero de Nuestra Señora a los catorce años, un

nuevo defecto vino a completar su perfección;

las campanas le habían roto el tímpano y se

había quedado sordo y así la única puerta de

comunicación con el mundo que le había sido

concedida por la naturaleza se le había cerrado

bruscamente para siempre; y al cerrarse, se in-

terceptó el único rayo de luz y de alegría que

habría podido aún iluminar el alma de Quasi-

modo. Su alma se abismó en una noche pro-


funda y la melancolía de aquel desgraciado se

hizo incurable y total como su deformidad.

Hay que decir también que su sordera le hizo,

de alguna manera, mudo, pues, para no ser

causa de burla en los demás, tan pronto como

se vio sordo se sumió decididamente en un

silencio que no rompía apenas, salvo alguna

vez, cuando se encontraba solo. Ató volunta-

riamente aquella lengua que cantos esfuerzos

había supuesto a Claude Frollo el desatar. Esto

suponía que, cuando la necesidad le obligaba a

hablar, su lengua se encontrara entumecida,

torpe, como una puerta con los goznes oxida-

dos.

Si ahora intentásemos penetrar en el alma de

Quasimodo a través de esa corteza espesa y

dura; si pudiésemos sondar las profundidades

de aquel organismo contrahecho, si nos fuese

dado mirar con una antorcha tras esos órganos

sin transparencia, explorar el interior tenebroso


de aquella criatura opaca, iluminar sus rincones

oscuros, sus callejones absurdos y lanzar un

fulgurante rayo de luz sobre su psique, enca-

denada en el fondo de aquel antro, la hallaría-

mos sin duda en alguna actitud desgraciada,

empobrecida, encogida y raquítica como a

aquellos prisioneros de los plomos de Venecia

que envejecían totalmente encorvados en un

cuchitril de piedra demasiado bajo y demasia-

do estrecho.

Es cierto que el espíritu se atrofia en un cuerpo

deforme y así Quasimodo apenas si sentía mo-

verse ciegamente dentro de él un alma creada a

imagen suya. Las impresiones de los objetos su-

frían una refracción considerable antes de lle-

gar hasta su pensamiento. Su cerebro era un

medio muy especial: las ideas que to atravesa-

ban salían de él muy tergiversadas, pues la re-

flexión que procedía de esta refracción era ne-

cesariamente divergente y desviada.


De ahí las mil ilusiones ópticas, las mil aberra-

ciones de juicio, las mil desviaciones por donde

divagaba su pensamiento, unas veces alocado y

otras idiotizado.

El primer efecto de esa fatal organización con-

sistía en la deformación de las imágenes a

través de su vista pues sus percepciones inme-

diatas eran escasas; el mundo exterior se le pre-

sentaba mucho más alejado que a nosotros.

El segundo efecto de su desgracia era el hacerle

malo.

Era malo en efecto porque era salvaje y era sal-

vaje porque era repulsivo. Existía una lógica en

su naturaleza, como en la nuestra.

Su fuerza, desarrollada extraordinariamente

añadía un punto más a su maldad. Malus puer

robustus(9), dice Hobbes. Sin embargo, hay que

hacerle justicia en algún aspecto ya que su

maldad no era seguramente innata en él. Ya

desde sus primeros contactos con los hombres,


se había sentido y luego visto abucheado, insul-

tado, rechazado. Las palabras humanas siem-

pre eran para él crítica o burla y, al crecer, sólo

odio había visto hacia él. Y también él to cogió;

había contraído el mal general; había recogido

el arma con que le habían herido.

9 Un niño vigoroso es un niño malo.

Después de todo, sólo de mala gana volvía su

rostro hacia los hombres; con su catedral tenía

bastante. Estaba poblada de figuras de mármol,

reyes, santos, obispos que al menos no se reían

de él en sus narices y sólo tenían para él una

mirada tranquila y benévola. Las demás esta-

tuas, las de los monstruos y demonios, no sent-

ían odio hacia él, hacia Quasimodo. Se les pa-

recía demasiado para ello. Era más bien de los

otros hombres de quien se burlaban. Los santos

eran sus amigos y le bendecían y también eran

amigos suyos los monstruos y le guardaban;

por eso se desahogaba largos ratos con ellos;


por eso, a veces pasaba horas enteras, en cucli-

llas, ante una de esas estatuas, charlando solita-

riamente con ella y, si alguien aparecía enton-

ces, se escapaba como un amante sorprendido

dando una serenata.

La catedral era para él no solamente su com-

pañía sino su mundo, el universo entero, la

naturaleza toda. No soñaba con más árboles

que las vidrieras siempre en flor, ni con más

sombra que la de los follajes de piedra que

surgían llenos de pájaros en la enramada de los

capiteles sajones, ni con más montañas que las

colosales torres de la iglesia, ni con más océa-

nos que el de París susurrando a sus pies.

Lo que amaba sobre todo.en su edificio mater-

no, to que despertaba su alma y le hacía abrir

sus débiles alas, replegadas míseramente en su

caverna, to que a veces le hacía feliz eran las

campanas. Las quería, las acariciaba, las habla-

ba, las comprendía. Desde el carillón de la agu-


ja del crucero hasta la gran campana del pórtico

a todas las quería con gran ternura. El campa-

nario del crucero, las dos torres eran para él

como tres enormes jaulas, cuyos pájaros, cria-

dos por él, sólo para él cantaban. Sin embargo,

eran las que le habían vuelto sordo, pero las

madres quieren con frecuencia más a aquel hijo

que mas les hace sufrir.

También es cierto que su voz era la única que él

podía oír y en este aspecto la gran campana era

su predilecta; era la que prefería de entre aque-

lla familia de jóvenes ruidosas que se zaran-

deaban en torno a él los días de fiesta. Él la lla-

maba María y estaba sola en la torre meridional

con su hermana Jacqueline, más pequeña que

ella y encerrada en una jaula menos grande al

lado de la suya. La llamaban Jacqueline por el

nombre de la mujer de Jean de Montagu, que la

donó a la iglesia, hecho este que no le impidió

figurar, descabezado, en Montfaucon. En la


segunda torre había otras seis campanas y fi-

nalmente las seis más pequeñas vivían en el

campanario, sobre el crucero, con la campana

de madera que únicamente se tocaba desde la

tarde del jueves Santo hasta la mañana de la

vigilia de Pascua. Quasimodo disponía, pues,

de quince campanas en su harén, pero su favo-

rita era la gran María.

Sería difícil hacerse una idea de su alegría en

los días de gran repique; tan pronto como el

archidiácono le soltaba diciéndole: «¡Anda!», él

subía por la escalera de caracol del campanario

con mayor rapidez que la que otros tienen ba-

jando. Entraba jadeante en la cámara aérea de

la gran campana y la miraba unos momentos

con recogimiento y amor y luego, dirigiéndole

dulcemente la palabra, la acariciaba con la ma-

no como a un buen caballo antes de una carrera

y la compadecía por el trabajo que iba a llevar a

cabo. Luego de estas primeras caricias, gritaba


a sus ayudantes, situados en el piso inferior de

la torre, para que comenzaran. Éstos se colga-

ban de los cables; el cabrestante rechinaba y la

enorme cápsula de metal empezaba a moverse

lentamente. Quasimodo, palpitante, la iba si-

guiendo con la mirada. El primer golpe del ba-

dajo contra la pared de bronce hacía temblar

todo el andamiaje al que Quasimodo estaba

subido y él vibraba con la campana. «¡Venga!»,

gritaba entre enormes carcajadas. El movimien-

to del bordón se aceleraba y a medida que al-

canzaba un ángulo más abierto, el ojo de Qua-

simodo se abría también cada vez más fos-

forescente y llameante. Empezaba por fin el

gran repiqueteo y toda la torre se ponía a tem-

blar, con sus andamiajes, plomos, siIlares, ru-

giendo todo a la vez desde la base de los ci-

mientos hasta los adornos de las cresterías.

Quasimodo entonces hervía hasta echar espu-

ma; iba y venía y temblaba con la torre de pies


a cabeza. La campana, lanzada ya y furiosa,

mostraba alternativamente a las dos fachadas

de la torre sus fauces de bronce, de donde surg-

ía aquel trueno de tempestad que podía oírse a

cuatro leguas. Quasimodo se colocaba ante

aquellas fauces abiertas, se agachaba y se levan-

taba según el ritmo de la campana, respiraba su

aliento poderoso, mirando alternativamente a

la plaza que se movía allá abajo, a doscientos

metros bajo sus pies, y a la enorme lengua de

cobre que de segundo en segundo venía a rugir

en sus oídos. Era la única palabra que él podía

oír, el único sonido capaz de turbar en él el si-

lencio universal; y se esponjaba como un pájaro

al sol. De pronto el frenesí de la campana se

apoderaba de él y su mirada se transformaba;

esperaba el paso del bordón, como una araña

espera a la mosca y se lanzaba bruscamente

contra él a cuerpo descubierto y entonces, col-

gado sobre el abismo, lanzado con el balanceo


formidable de la campana, se agarraba al mons-

truo de bronce por las orejuelas, to oprimía con

sus dos rodillas, to espoleaba con sus dos talo-

nes y redoblaba, con todo el choque y todo el

peso de su cuerpo, la furia del volteo.

La torre se estremecía y entonces él chillaba y

hacía rechinar los dientes; sus cabellos rojizos

se erizaban, su pecho hacía el ruido del fuelle

de una fragua, su ojo se inflamaba y la campa-

na monstruosa relinchaba jadeante bajo su peso

y entonces ya no era el bordón de Nuestra Se-

ñora ni Quasimodo, sino más bien un sueño, un

turbillón o una tempestad; el vértigo cabalgan-

do sobre el ruido; un espíritu sobre una grupa

voladora; un extraño centauro, mitad hombre,

mitad campana; una especie de Astolfo ho-

rrible, llevado en un prodigioso hipogrifo de

bronce(10). La presencia de este ser extraordi-

nario hacía circular por la catedral como un

soplo de vida. Parecía como si se desprendiese


de él en opinión al menos de las supersticiones

siempre exageradas de la gente, una emanación

misteriosa que vitalizara las piedras de Nuestra

Señora y que hiciera palpitar las entrañas pro-

fundas de la vieja iglesia.

10 Personaje y episodio de Orlando furioso de

Ariosto; en él aparece Astolfo llevado hasta la

luna por un caballo alado.

Bastaba con saber que se encontraba en ella

para imaginarse cómo cobraban vida y se mov-

ían las mil estatuas de los pórticos y de las ga-

lerías. En realidad la catedral parecía una cria-

tura que, dócil y obediente bajo su mano, espe-

rara sus deseos para elevar su gruesa voz, o

que estuviese poseída a insuflada de Quasimo-

do como de un genio familiar y hasta se habría

podido creer que él hacía respirar el inmenso

edificio, pues, en efecto, estaba en Codas sus

partes, se multiplicaba por todos los puntos del

monumento. A veces se veía con espanto, en to


más elevado de una de sus torres, a un curioso

enano trepando, serpeando, avanzando a cua-

tro patas, descolgándose sobre el abismo, sal-

tando de saliente en saliente y urgando en el

vientre de alguna gargona esculpida; todos

sabían que se trataba de Quasimodo echando a

los cuervos de sus nidos; otras veces uno podía

tropezarse, por algún rincón oscuro de la igle-

sia con una especie de quimera viva, agachada

y hosca; era Quasimodo meditando. O bien se

podía divisar bajo un campanario una cabeza

enorme y un paquete de miembros desor-

denados balanceándose con furia de una cuer-

da; era Quasimodo que tocaba a vísperas o al

ángelus. Con frecuencia, por la noche, se veía

vagar una forma horrible por la frágil balaus-

trada, como de encaje, que corona las torres y

bordea el contorno del ábside; era otra vez el

jorobado de Nuestra Señora. Entonces, decían

los vecinos, toda la iglesia adquiría un aspecto


horrible, fantástico, sobrenatural; ojos y bocas

se abrían por codas partes; se oía ladrar a los

perros, aullar a las tarascas de piedra, a las

sierpes que vigilan día y noche con los cuellos

estirados y las fauces abiertas, en torno a la

monstruosa catedral y si era durante la Noche-

buena mientras la gran campana, que parecía

agonizar, llamaba a los fieles a la misa del gallo,

se extendía por la sombría fachada un aire tan

extraño que se habría dicho que el gran pórtico

devoraba a la multitud y que el rosetón to con-

templaba impasible. Y todo esto procedía de

Quasimodo. Egipto le habría tomado por el

dios de aquel templo; la Edad Media le creía el

demonio; él era su alma, en realidad.

Hasta tal extremo era así que, para quienes sa-

ben que Quasimodo ha existido, la catedral se

encuentra hoy desierta, inanimada, muerta. Se

percibe que algo ha desaparecido. Ese enorme

cuerpo está vacío, es un esqueleto; su espíritu


to ha abandonado y to que vemos es el hueco y

nada más. Es como una calavera en donde se

ven las cuencas de los ojos pero sin mirada.

IV

EL PERRO Y EL DUEÑO

EXISTÍA sin embargo un ser humano hacia el

que Quasimodo no manifestaba el odio y la

maldad que sentía para con los otros y a quien

amaba, quizás tanto, como a su catedral; era

Claude Frollo.

La razón era muy sencilla; Claude Frollo le hab-

ía recogido, le había adoptado, le había alimen-

tado y le había criado. De pequeñito venía a

refugiarse entre las piernas de Claude Frollo

cuando los perros y los niños le perseguían

ladrando. Claude Frollo le había enseñado a

hablar, a leer y a escribir y haberle dado, en fin,

la gran campana en matrimonio era como en-

tregar Julieta a Romeo.

Por todo ello el agradecimiento de Quasimodo


era profundo, apasionado, sin límites y aunque

el rostro de su padre adoptivo fuese con dema-

siada frecuencia hosco y severo, aunque sus

palabras fuesen habitualmente escasas, duras a

imperativas, nunca aquella gratitud se había

desmentido y el archidiácono tenía en Quasi-

modo al esclavo más sumiso, al criado más

dócil y al guardián más vigilante. Cuando el

desdichado campanero se quedó sordo se había

establecido entre él y Claude Frollo un miste-

rioso lenguaje de signos que sólo ellos dos

comprendían, así que el archidiácono era el

único ser humano con quien Quasimodo podía

comunicarse. Sólo dos cosas había en este

mundo con las que Quasimodo tuviera rela-

ción: Nuestra Señora y Claude Frollo.

Nada se podía comparar a la autoridad del ar-

chidiácono para con el campanero si no eran la

dependencia del campanero para con el archi-

diácono. No habría sido necesaria más que una


señal de Claude y la convicción de que aquello

iba a agradarle para que Quasimodo se precipi-

tara desde to más alto de las torres de Nuestra

Señora. Era algo admirable el ver que coda

aquella fuerza física, tan extraordinariamente

desarrollada en Quasimodo, se sometiera cie-

gamente a la disposición de otra persona; había

en aquel hecho una devoción filial y una sumi-

sión servil y también la fascinación de un espí-

ritu para con otro. Se trataba de un torpe, pobre

y burdo organismo que se mantenía con la ca-

beza baja y los ojos suplicantes, sometido a una

inteligencia elevada y profunda, dominante y

muy superior; existía agradecimiento por en-

cima de todo.

Agradecimiento llevado a límites tan extremos

que no sabríamos con qué compararlo pues esta

virtud no es de las que cuenten con muchos

ejemplos entre los hombres, así que diremos

que Quasimodo amaba al archidiácono como


jamás perro alguno o elefante o caballo haya

amado a su dueño.

CONTINUACIÓN DE CLAUDE FROLLO

EN 1482, Quasimodo tendría unos veinte años

y Claude Frollo unos treinta y seis: el primero

había crecido mientras el otro había envejecido.

Claude Frollo no era ya el sencillo estudiante

del colegio Torchi, el tierno protector de un

niño, el joven y soñador filósofo que tantas co-

sas sabía y que todavía ignoraba muchas más.

Era un cura austero, grave y taciturno, pastor

de almas; señor archidiácono de Josas, segundo

acólito del obispo, encargado de los dos deca-

natos de Montlhery y de Châteaufort y de cien-

to sesenta y cuatro curatos rurales. Era un per-

sonaje imponente y sombrío ante quien tem-

blaban los monaguillos de alba y roquete, los

sacristanes, los cofrades de San Agustín, los

clérigos de maitines de Nuestra Señora cuando


pasaba lentamente bajo las altas ojivas del coro,

majestuoso, pensativo, con los brazos cruzados

y con la cabeza tan inclinada sobre el pecho que

sólo se veía de su rostro su despejada frente.

Pero dom Claude Frollo no había abandonado

la ciencia ni tampoco la educación de su her-

mano pequeño -esas dos tareas de su vida-,

aunque con el tiempo habían surgido algunas

contrariedades en esas dos agradables ocupa-

ciones. A la larga, dice Paul Diacre, el mejor

tocino se vuelve rancio y así el pequeño Jehan

Frollo, Ilamado du Moutin, por el lugar en

donde se había criado, no había crecido si-

guiendo el camino que su hermano Claude ha-

bía pretendido imprimirle. El hermano mayor

querría haber contado con un alumno dócil,

piadoso, docto y honrado pero el pequeño, co-

mo esos arbolitos que echan a perder el esfuer-

zo del jardinero y se vuelven testarudamente

hacia el lado de donde les viene el aire y el sol,


el hermano pequeño no crecía ni echaba ramas

bellas y frondosas más que del lado de la pere-

za, de la ignorancia y de la buena vida. Era un

verdadero demonio, muy desordenado, to que

hacía fruncir el ceño a dom Claude, pero tam-

bién simpático y sutil, circunstancias estas que

celebraba alegremente el hermano mayor.

Claude le había confiado al mismo colegio de

Torchi en donde él mismo había pasado sus

primeros años dedicado al estudio y al recogi-

miento y no dejaba de suponerle una gran pena

el ver que, en aquel santuario en el que el nom-

bre de Frollo había sido edificante, hoy fuera

motivo de escándalo; por todo ello a veces hac-

ía a Jehan reproches muy serios que éste se sa-

cudía intrépidamente. Después de todo, como

ocurre en todas las comedias, el golfillo tenía

buen corazón, pero acabado el efecto del

sermón, seguía haciendo tan tranquilamente las

mismas trapisondas y golferfas. Tan pronto se


trataba de algún novato, al que había mal-

tratado y zarandeado a guisa de bienvenida

-alegre tradición cuidadosamente perpetuada

hasta nuestros días-, como de provocar a una

banda de estudiantes que se habían, como era

clásico, metido en una taberna, quasi clarsico

excitati para acabar después apaleando al ta-

bernero con «bastones ofensivos» y saqueando

ale-

gremente la taberna hasta destrozar los toneles

de vino de la bodega. Otras veces era un bonito

informe en latín que el submonitor del colegio

de Torchi llevaba, apenado, a don Claude con

una dolorosa indicación en el margen: Rixa;

prima causa vinum optimum potatum(11). Final-

mente, se decía también, cosa horrible en joven

de dieciséis años, que sus correrías llegaban

muy frecuentemente hasta la calle de Glatigny.

A causa de todo esto, Claude, contristado y

desanimado en sus afectos humanos, se había


lanzado, con más ardor aún, en los brazos de la

ciencia, esa hermana que, al menos, no se to ríe

en tus narices, que paga siempre, aunque en

moneda poco consistente, las atenciones que se

han tenido con ella. Así que se hizo más sabio

y, al mismo tiempo y como consecuencia lógica,

más rígido come sacerdote y cada vez más tris-

te como hombre. Existen para cada uno de no-

sotros paralelismos entre nuestra inteligencia,

nuestras costumbres y nuestro carácter que se

desarrollan sin interrupción y no se rompen

más que en las grandes perturbaciones de la

vida. Como Claude Frollo había recorrido des-

de su juventud prácticamente todo el círculo de

conocimientos humanos positivos, exteriores y

lícitos, se vio obligado, a menos de detenerse

ubi defuit orbis(12), a it más allá; a buscar otros

alimentos a la actividad insaciable de su inteli-

gencia. El símbolo antiguo de la serpiente mor-

diéndose la cola conviene sobre todo a la cien-


cia y hasta parece que Claude Frollo to había

experimentado pues, al decir de algunas perso-

nas muy serias, después de haber agotado el far

del saber humano, había intentado penetrar en

el nefas(13). Se dice que había probado sucesi-

vamente todos los frutos del árbol de la ciencia

y, bien por hambre o por hastío, había acabado

por probar el fruto prohibido. Como nuestros

lectores saben ya muy bien, había participado

en todas las conferencias de teólogos, en la Sor-

bona, había acudido a todas las asambleas de

los conocedores del arte bajo la enseña de

Saint-Hilaire, a las discusiones de los decretis-

tas, bajo la enseña de Saint-Martin, a los con-

gresos de médicos bajo la advocación de Nues-

tra Señora ad cupam nortrae Dominae; había de-

gustado todos los manjares perrnitidos y apro-

bados que aquellas cuatro inmensas cocinas,

Ilamadas las cuatro facultades, podían elaborar

y ofrecer a la inteligencia; pues bien, las había


devorado todas, a incluso se había saciado pero

sin llegar a calmar su hambre, entonces había

excavado más adentro, más profundamente,

más por debajo de toda ciencia conocida, mate-

rial y limitada; se había aventurado hasta po-

ner, quizás, su alma en peligro y se había sen-

tado, en su misma cueva, a la mesa misteriosa

de los alquimistas, de los astrólogos, de los

herméticos, a cuyos extremos se sientan Ave-

rroes, Guillaume de París y Nicolás Flamel, en

la Edad Media, y que se prolonga hasta Orien-

te, a la luz del candelabro de los siete brazos,

hasta Salomón, Pitágoras y Zoroastro(14). Eso

era, al menos, to que, con razón o sin ella, su-

ponía la gente.

11. Disputa; causa primera: haber bebido buen

vino.

12. En donde termina el círculo.

13 Fas, nefas; lo lícito y lo ilícito.

14. Los recuerdos de la antigüedad y el ocul-


tismo constituyen una carac:erística de la Edad

Media.

También es cierto que el archidiácono visitaba

con bastante frecuencia el cementerio de los

Santos Inocentes, en donde se hallaban ente-

rrados su padre y su madre con otras tantas

víctimas de la peste de 1466; es verdad, pero

también es cierto que parecía mucho menos

devoto de la cruz de su fosa que de las figuras

cabalísticas con las que estaban recargadas la

tumba de Nicolás Flame] y la de Claude Perne-

lle, construida justo al lado.

Es verdad también que con cierta asiduidad se

le había visto recorrer la calle de los lombardos

y entrar furtivamente en una casita que hacía

esquina con la calle de los Ecrivains y la de Ma-

rivaulx, la misma que Nicolás Flamel había

mandado construir y en la que murió hacia

1417 y que, deshabitada desde entonces, co-

menzaba a derrumbarse por canto como los


herméticos y los alquimistas, buscadores de la

piedra filosofal, de todos los países habían des-

gastado sus paredes grabando en ellas sus

nombres.

Algunos vecinos afirmaban incluso haber visto,

por un tragaluz, al archidiácono Claude Frollo

removiendo y excavando la sierra en sus dos

sótanos cuyas jambas estaban atiborradas de

versos y de jeroglíficos innumerables, escritos

por el mismo Nicolás Flamel. Se suponía que

Flamel había enterrado la piedra filosofal en

aquellos sótanos y durante dos siglos, los al-

quimistas, desde Magistri hasta el padre Pacifi-

que, no se han cansado de remover aquel suelo

hasta que la casa, tan cruelmente registrada y

revuelta de arriba abajo, había acabado casi

desapareciendo, reducida a polvo.

Es cierto también que el archidiácono se había

apasionado singularmente por el simbolismo

del pórtico de la catedral de Nuestra Señora,


esa página del libro indescifrable de los magos

y alquimistas, escrita en piedra por el obispo de

París, Guillaume, que debe de estar seguramen-

te condenado, por haber implantado un fron-

tispicio tan infernal a un poema tan santo como

el que representa eternamente el resto del mo-

numento.

Pasaba también el archidiácono Claude por

haber vaciado el coloso de San Cristóbal y

aquella otra estatua alargada y enigmática, eri-

gida por entonces en la entrada del pórtico y a

la que el pueblo, burlándose, llamaba el señor

Legrit.

Pero to que todos habían podido observar eran

las horas interminables que pasaba sentado en

el parapeto que existía ante los pórticos, con-

templando las esculturas de los mismos, fiján-

dose unas veces en las vírgenes locas con sus

lámparas hacia abajo y otras en las vírgenes

prudentes con sus lámparas hacia arriba, y mu-


chas otras calculando el ángulo de la mirada de

aquel cuervo, esculpido en el pórtico de la iz-

quierda que fija su mirada en un punto miste-

rioso de la iglesia, en donde podría seguramen-

te estar oculta la piedra filosofal si no aparecie-

se en los sótanos de la casa de Nicolás Flamel.

Era, digámoslo de paso, un destino singular

para la iglesia de Nuestra Señora en aquella

época, el ser amada de cal manera con intensi-

dad y finalidad diferentes, pero con tanta devo-

ción, por aquellos dos seres tan dispares como

Quasimodo y Claude. Amada por uno de ellos

-aquella especie de semihombre instintivo y

salvaje- a causa de su belleza, por su grandiosi-

dad, por la armonía que se desprende del

magnífico conjunto y por el segundo

-imaginativo, culto y apasionado- a causa de su

significado, por su mito, por el sentido que en-

cierra, por el simbolismo que se desprende de

las esculturas de su fachada, como un texto


sobre el que se ha escrito otro en un palimpses-

to; en una palabra: por el enigma que propone

eternamente a la inteligencia humana.

Y es cierto también, para acabar ya, que el ar-

chidiácono se había habilitado en la torre que

da a la plaza de Gréve, al lado del hueco de las

campanas, una pequeña y secreta celda, en la

que decían que nadie podía entrar, ni siquiera

el obispo, sin su permiso.

Hacía ya mucho tiempo que dicha celda había

sido abierta, en to más alto de la torre, entre los

nidos de los cuervos, por el obispo Hugo de

Besançon, personaje muy dado en su tiempo a

toda clase de hechicerías(15).

15 Víctor Hugo había nacido en Besançon en

1802; de ahí la citación de este personaje de

quien habla Du Breul.

Nadie sabía qué podía ocultarse en aquella cel-

da pero con alguna frecuencia se había visto

por las noches, desde los arenales del Terrain, a


través de una pequeña claraboya existente en la

parse posterior de la torre, aparecer, desapare-

cer y reaparecer de nuevo a intervalos cortos a

iguales, una claridad roja, intermitente, muy

rara, que parecía seguir los impulsos de un fue-

lle, por la gradación de su intensidad, y cuyo

origen debía set más el de una llama que el de

una luz. En la oscuridad de la noche y a aquella

altura, producía un efecto muy especial que

hacía murmurar a las comadres: «Ya está so-

plando el archidiácono y encendiendo el in-

fierno a11á arriba.»

Y no es que hubiese en todo aquello pruebas

palpables de brujería pero era como el humo,

que nos dice que hay un fuego cerca y como,

además, la reputación que tenía el archidiácono

era harto sospechosa...

Hay que decir sin embargo que las ciencias de

Egipto, la nigromanria, la magia, incluso la más

blanca y la más inocente, tenían en él al enemi-


go más encarnizado y al acusador más impla-

cable ante los tribunales oficiales de Nuestra

Señora; ahora bien, que todo ello fuera una

aversión sincera o una astucia de ladrón, como

esos que gritan: ¡socorro!, ¡ladrones!, no era

óbice para que las más doctas cabezas del capí-

tulo consideraran al archidiácono como un al-

ma aventurada hasta los vestíbulos del infierno

y perdida en los antros de la cábala; que anda-

ba a tientas pot entre las tinieblas de las ciencias

ocultas. Tampoco el pueblo se dejaba engañar y

así, para cualquiera que tuviera un poco de

sagacidad, Quasimodo pasaba pot set el demo-

nio y Claude Frollo el brujo, y parecía evidente

que el campanero tenía que servir al archidiá-

cono durante un cierto tiempo, pasado el cual,

le llevaría su alma, como en pago pot sus servi-

cios. Por eso, el archidiácono, a pesar de la vida

excesivamente austera que llevaba, gozaba de

mala reputación entre las gentes sencillas y no


existía nariz beata, pot inexperta que fuera, que

no olfateara en él al brujo.

Y si con los años se le habían ido formando

abismos en su ciencia, también se le habían

igualmente formado en su corazón. Eso era al

menos to que podía creerse al examinar su ros-

tro en el que no se traslucía su alma más que velada pot una nube sombría.
¿De dónde le

venía si no su frente calva, su cabeza siempre

inclinada y su pecho prominente de tanto sus-

pirar? ¿Qué pensamientos siniestros le hacían

sonreír con su deje de amargura mientras sus

cejas fruncidas se juntaban como dos toros

prestos a luchar entre sí? ¿Pot qué eran grises

los escasos cabellos que aún le quedaban? ¿Qué

era aquel fuego interior que centelleaba a veces

en su mirada hasta el punto de parecer sus ojos

agujeros perforados en las paredes de un hor-

no?

Aquellos síntomas de violenta preocupación

moral habían alcanzado su grado más alto de


intensidad en la época en que tiene lugar esta

historia y en más de una ocasión algún mona-

guillo había huido aterrorizado al encontrarle

solo en la iglesia; hasta cal

punto su mirada era extraña a hiriente; y en

más de una ocasión igualmente, estando en el

coro, a la hora de los oficios, su vecino de asien-

to le había oído mezclar al gregoriano ad omnen

tonum(16) algunos paréntesis ininteligibles, y

más de una vez la lavandera del Terrain, encar-

gada de la «colada del capítulo», había llegado

a observar, con enorme temor, marcas de uñas

y de dedos crispados en la sobrepelliz del señor

archidiácono de Josas.

Por otra parte, su severidad era cada vez mayor

y él mismo jamás había llevado una vida tan

ejemplar. Tanto pot su estado como pot su

carácter se había mantenido siempre alejado de

las mujeres y ahora parecía odiarlas más que

nunca y su capucha caía sobre los ojos al menor


ruido de unas faldas de seda. Hasta cal punto

su austeridad y su reserva eran estrictas en este

aspecto, que cuando madame de Reaujeu, hija

del rey, vino en diciembre de 1481 a visitar el

claustro de Nuestra Señora, se opuso obsti-

nadamente a su entrada, recordando al obispo

el estatuto del Libro Negro, fechado la víspera

de San Bartolomé en 1334, que prohibía el acce-

so al claustro a toda mujer «fuese quien fuese,

vieja o joven, dama o sirvienta».

A lo que el obispo se vio en la obligación de

citarle la ordenanza del legado Odo, que ex-

ceptúa a algunas grandes señoras, aliquae gran-

der mulieres, quae sine scandalo evitari non pors-

sunt(17). Pero aún así el archidiácono protestó

objetando que la ordenanza del legadu, que se

remontaba a 1207, era anterior en 120 años al

Libro Negro y pot consiguiente abolida pot él y

se había negado a presentarse ante la princesa.

También había podido observarse que su


horror hacia las egipcias y zíngaras se había

multiplicado desde hacía algún tiempo y que

había incluso solicitado del obispo un edicto

con prohibición expresa para las gitanas de

bailar y de tocar el pandero en la plaza de en-

trada a la iglesia de Nuestra Señora. Y al mismo

tiempo estaba consultando en los mohosos ar-

chivos del provisorato para reunir los casos de

brujos y de brujas condenados a la hoguera o a

la horca pot complicidad de maleficios con ma-

chos cabríos, con cerdas o con cabras.

16. En todos los tonos.


17. Algunas grandes damas que no puedan set
rechazadas sin escándalo.

VI

IMPOPULARIDAD

EL archidiácono y el campanero, ya to hemos

dicho, eran muy poco apreciados por la mayor-

ía de las gentes de las cercanías de la catedral.

Cuando Claude y Quasimodo salían juntos,

cosa harto frecuente, y se les veía cruzar -el

criado marchando detrás del amo- las calles

húmedas, estrechas y sombrías de las manza-

nas de casas que rodean a Nuestra Señora, más

de una palabra injuriosa, más de un canturreo

irónico, más de una pulla insultante les acosaba

al páso, a menos que Claude Frollo, cosa muy

poco frecuente, caminase con la cabeza alta y

erguida, mostrando su frente severa y casi au-

gusta a los burlones desconcertados.

Toutes sortes de gens vont après ler poètes.


Comme après les hiboux vont criant les fau-

vettes(18).

A veces era un chiquillo burlón que se jugaba la

piel y los huesos por disfrutar del inefable pla-

cer de clavar un alfiler en la joroba de Quasi-

modo; otras una mocita gallarda, más atrevida

de to necesario, rozaba el hábito negro del cura

a la vez que le cantaba en sus barbas la tonadi-

lla burlona: niche, niche, le diable est pris(19).

A veces un grupo de viejas escuálidas sentadas

a la sombra en los escalones de unos soportales

rezongaba ruidosamente al paso del archidiá-

cono y del campanero y les lanzaba entre mal-

diciones bienvenidas optimistas como: K¡Mira,

mira; por ahí pasa uno que tiene su alma igual

que el cuerpo del otro!» Otras era un grupo de

estudiantes o de soldados, jugando a tres en

raya, quienes levantándose todos a su paso les

saludaban en latín con algún clásico abucheo

como: ; ¡Eia, eia ; Claudius cum claudo(20.)


Lo normal era que estos insultos pasaran des-

apercibidos para el cura y para el campanero

pues Quasimodo estaba demasiado sordo para

poder oír cosas tan graciosas y Claude dema-

siado ensimismado.

18. Toda clase de gentes corren tras los poetas

como tras los búhos corren chillonas las curru-

cas. Regnier, Sátiras, 49-50.

19. Chincha, chincha: cogieron al diablo.


20. Juego de palabras entre Claudius y Claudo
que, al alejarse de la fonética española, pierde

su sentido. Su traducción es: Mira, mira: Clau-

dio con el cojo.

LIBRO QUINTO

IABBAS BEATI MARTINI (1)

LA fama de dom Claude había llegado muy

lejos y le había valido, hacia la misma época en

que se negó a ver a madame de Beaujeu, una

visita cuyo recuerdo conservó durante mucho

tiempo.

Era de noche y se había recogido, después de

los oficios, en su celda canónica del claustro de

Nuestra Señora. Ésta, exceptuando algunas

redomas de vidrio colocadas en un rincón y

llenas de unos polvos bastante sospechosos,

muy parecidos al polvo de proyección(2), nada

tenía de extraño ni de misterioso.

Había también, aquí y allá, algunas inscripcio-


nes en las paredes pero eran sólo simples sen-

tencias científicas o piadosas extraídas de bue-

nos autores. Acababa de sentarse el archidiáco-

no a la luz de un candelabro de cobre, con tres

bocas, ante un enorme arcón lleno de manuscri-

tos y tenía el codo apoyado en el libro, abierto,

de Honorio de Autun, De praedeatinatione et

libero arbitrio(3); estaba hojeando con reflexión

profunda un infolio impreso que acababa de

traer y que era el único producto de imprenta

que podía encontrarse en aquella celda, cuan-

do, de pronto, interrumpiendo su reflexión,

llamaron a la puerta.

1. El abad de San Martín.

2. Polvos a los que se atribuían por los alqui-

mistas la facultad de transmutar en oro los de-

más metales.

3. De la predestinación y del libre arbitrio.

Honorio de Autun, comienzos del siglo xii, es-

cribió Inevitabile, teu de libero arbitrio.


-¿Quién va? -contestó el sabio con el mismo

tono amable de un dogo hambriento al que

distraen mientras roe unos huesos, y una voz

respondió desde fuera:

-Soy yo, vuestro amigo Jacques Coictier.

Frollo le abrió la puerta.

Era efectivamente el médico del rey; un perso-

naje de unos cincuenta años, de fisonomía dura

aunque suavizada por una mirada astuta,

acompañado de otro hombre. Los dos llevaban

ropajes de color pizarra, forrados de piel de

ardilla, bien ceñidos con cinturones y con un

gorro de igual tejido y del mismo color. Tenían

las manos ocultas entre las mangas, los pies

entre sus hábitos y los ojos bajo sus sombreros.

-¡Que Dios me valga, señores! -dijo el archidiá-

cono como mandándoles pasar-. No esperaba v

isita tan honrosa a estas horas -a la vez que les

hablaba de manera tan cortés, paseaba su mi-

rada del médico al compañero de manera in-


quieta y escrutadora.

-Nunca es demasiado tarde para visitar a un

sabio de tanta consideración como dom Claude

Frollo de Tirechappe -respondió el doctor Coic-

tier con un acento de la región del francocon-

dado que arrastraba las frases con la majestad

de un vestido de cola.

Entonces se inició entre el médico y el archidiá-

cono uno de esos prólogos ampulosos que,

según la costumbre de aquella época, eran casi

obligatorios en cualquier conversación entre

sabios y que no les impedía detestarse cordial-

mente aunque, bien mirado, cal situación se

repite hoy en día, pues los cumplidos que de la

boca de un sabio se dirigen hacia otro sabio no

son sino un vaso de hiel endulzada.

Las alabanzas de Claude Frollo hacia Jacques

Coictier aludían principalmente a las grandes

ventajas personales que el muy digno médico

había sabido obtener, a to largo de su brillante


carrera, de cada una de las enfermedades del

rey, que constituían una operación alquimista

mucho más rentable que la búsqueda de la pie-

dra filosofal.

-¡En verdad mi señor doctor Coictier, me he

alegrado mucho al enterarme del obispado ob-

tenido por vuestro sobrino, el reverendo Pierre

Versé! ¿No es ahora obispo de Amiens?

-Sí, señor archidiácono; es una gracia especial

sin duda de la misericordia divina.

-¿Sabéis que teníais un magnífico aspecto el día

de Navidad, al frente de vuestra compañía de

la eámara de cuentas, señor presidente?

-Vicepresidente, dom Claude; nada más que

vicepresidente.

-¿Cómo va vuestra magnífica residencia de la

calle Saint-André-des-Arcs? Es un Louvre,

¿sabéis?, me gusta particularmente el albarico-

quero que tenéis esculpido en la puerta con ese

juego de palabras tan curioso: A l'abri-cozier.


-¡Ay, dom Claude! No sabéis bien to que me

están costando

esas obras. Me estoy arruinando a medida que

la construcción progresa.

-¡Bueno! ¿No percibís las rentas de la cárcel y

de los juzgados dependientes del palacio y las

de las casas, tornos, cabañas y barracas de la

Clôture? Es como ordeñar a una buena vaca.

-Mi señorío de Poissy no me ha proporcionado

nada este año.

-Pero vuestros derechos de Triel de Saint James,

de SaintGermain-en-Laye, siguen siendo muy

buenos, ¿no?

-Veintiséis libras y ni siquiera libras parisinas.

-Tenéis también, como cosa fija, el cargo de

consejero del rey.

-Sí, mi querido colega, pero ese maldito señorío

de Poligny, que canto da que hablar, no me

reporta, un año con otro, más de sesenta escu-

dos de oro.
En los cumplidos que dom Claude dirigía a

Jacques Coictier se desprendía un tono irónico,

agrio y sordamente burlón, como la sonrisa

triste y cruel de un hombre superior y desgra-

ciado que juega a ratos para distraerse con la

sólida prosperidad de un hombre vulgar; pero

el otro no era capaz de advertirlo.

-Por vida mía que me alegra encontraros con

tan buena salud -le dijo ya finalmente don

Claude estrechándole la mano.

--Gracias, maestro.

-¡Ah!, a propósito, ¿cómo se encuentra vuesrro

real enfermo? -preguntó Claude.

-No paga to suficiente a su médico -le respon-

dió el doctor, mirando de reojo a su compañero.

-¿Lo creéis así, compañero Coictier? -dijo éste.

Estas palabras pronunciadas con un cierto tono

de sorpresa e incluso de reproche, atrajo sobre

este personaje la atención del archidiácono que,

a decir verdad, no había decaído ni un solo mo-


mento desde que había franqueado el umbral

de su celda. Habían sido precisas las mil razo-

nes que tenía para tratar con consideración al

doctor Jacques Coictier, el todopoderoso médi-

co del rey Luis XI, para haberle recibido con

aquella compañía, y por eso no puso buena

cara cuando Jacques Coictier le aclaró:

-Por cierto, dom Claude, os traigo a un colega

muy interesado en veros a causa de vuestra

gran reputación.

-¡Vaya!: ¿el señor es también de la medicinal

-preguntó el archidiácono, fijando en el compa-

ñero de Coictier su mirada penetrante. Pero se

encontró, bajo las cejas del desconocido, con

otra mirada no menos penetrante y desafiante

que la suya.

Por to que la débil claridad de la lámpara per-

mitía juzgar, se trataba de un viejo de unos se-

senta años y de estatura media que parecía un

canto enfermo y achacoso. Su perfil, aunque de


líneas burguesas, tenía algo de poderoso y de

severo; sus pupilas brillaban bajo el arco de las

cejas tan profundamente como una luz en el

fondo de un antro; y bajo su gorro avanzado

que le caía sobre la nariz, se adivinaba la an-

chura de la frente de un genio.

Él mismo contestó directamente a la pregunta

del archidiácono.

-Reverendo maestro -dijo con una voz grave-,

vuestra reputación ha llegado hasta mí y he

querido consultaros. Soy tan solo un gentil-

hombre de provincias que se descalza antes de

entrar en. la morada de los sabios y me gustaría

que conociérais mi nombre: me llamo Touran-

geau.

¡Singular para un gentilhombre! -pensó el ar-

chidiácono que se notaba sin embargo ante algo

fuerte y serio. Su clarividencia le permitía des-

cubrir una gran inteligencia bajo el gorro forra-

do de piel del compadre Tourangeau. Mientras


consideraba aquel rostro serio el rictus de iron-

ía, que la presencia de Jacques Coictier había

esbozado en su rostro taciturno, se fue poco a

poco desvaneciendo como el crepúsculo en el

horizonte nocturno.

Se había vuelto a sentar, triste y preocupado, en

su gran sillón con su codo apoyado en la mesa,

como de costumbre, y la frente apoyada en la

mano. Después de unos segundos de reflexión,

invttó a sentarse a los dos visitantes y se dirigió

al compadre Tourangeau.

-¿Sobre qué ciencia venís a consultarme, maes-

tro?

-Reverendo -le contestó Tourangeau-, estoy

enfermo, muy enfermo. Se dice de vos que sois

un gran Esculapio y he venido a pediros algu-

nos consejos de medicina.

-¡De medicinal -dijo el archidiácono moviendo

la cabeza. Pareció concentrarse durante unos

instantes y luego prosiguió:


-Compadre Tourangeau, puesto que así os

llamáis; volved la cabeza y encontraréis mi res-

puesta escrita en la pared.

El compadre Tourangeau obedeció y leyó por

encima de su cabeza esta inscripción grabada

en el muro: Ia medicina er hija de for tue-

ñot-Jamblique(4).

4. El neoplatónico Jamblique –siglos III y IV de

nuestra era- se sintió siempre muy atraído por

el ocultismo y por los cultos esotéricos.

Pero el doctor Jacques Coictier había oído la

pregunta de su compañero con un despecho

que se acrecentó ante la respuesta de dom

Claude; se acercó al compadre Tourangeau y le

dijo al oído en voz to bastante baja para que no

pudiera escucharla el archidiácono:

-Ya os había advertido de su locura, pero vos

habéis insistido en verle.

-Es que podría ocurrir que este loco tuviera

razón, doctor Jacques -le respondió Tourange-


au en el mismo tono y con una sonrisa amarga.

-¡Como queráis! -replicó Coictier secamente.

Luego se volvió hacia el archidiácono:

-Sois rápido en vuestro trabajo, dom Claude, y

veo que os importa menos Hipócrates que una

avellana a un mono. ¡Un sueño la medicina!

Estoy seguro que farmacólogos y médicos os

lapidarían si estuvieran aquí. ¡Así que negáis la

influencia de los filtros en la sangre y de los

ungüentos en el cuerpo! ¿Negáis la eterna far-

macia de flores y de metales que se llama mun-

do, hecha expresamente para ese eterno enfer-

mo que se llama hombre?

-Yo niego al médico, no a la medicina ni al en-

fermo -respondió fríamente dom Claude.

-Así, pues, no es verdad -prosiguió Coictier

acalorado- que la gota sea un herpes interno,

que pueda curarse una herida de artillería me-

diante la aplicación de un ratón asado o que

una sangre joven pueda devolver la juventud a


unas venas viejas ya, mediante una trasfusión

sabiamente realizada. No es verdad que dos y

dos son cuatro o que el emprostotonos sucede

al opistotonos(5).

5. Opistotonos es una forma avanzada del téta-

nos; se manifiesta por echar la cabeza y el cuer-

po hacia atrás. El emprostotonos es una con-

tracción muscular que hace inclinar el cuerpo

hacia adelante.

El archidiácono respondió sin inmutarse:

-Hay cosas sobre las que opino de forma muy

particular.

Coictier se puso rojo de cólera.

-¡Eh, eh! No hay que enfadarse -dijo el compa-

dre Tourangeau-; el señor archidiácono es

nuestro amigo.

Coictier se cal-mó susurrando en voz baja.

-¡Después de todo se trata de un loco!

-Demonios, maestro Claude -continuó Touran-

geau después de un breve silencio-; me siento


muy violento; quería haberos hecho dos consul-

tas, una reference a mi salud y otra referente a

mi estrella.

-Señor -le replicó el archidiácono-, si pensáis

así, mejor habríais hecho no cansándoos en

subir la escalera hasta mi celda, pues ni creo en

la medicina ni creo en la astrología.

-¿Es verdad? -dijo el compadre sorprendido.

Coictier se reía forzadamente.

-Ya os dije que estaba loco -dijo muy bajo a

Tourangeau-. ¡No cree en la astrología!

-¡Cómo comprender -prosiguió dom Claude-

que cada rayo de estrella sea como un hilo que

sujete la cabeza de un hombre!

-¿Y en qué creéis entonces? -exclamó el compa-

dre Tourangeau.

El archidiácono permaneció indeciso unos ins-

tantes y, dejando escapar una sombría sonrisa

que parecía contradecir a su respuesta, les dijo:

- Credo in Deum.
- Dominum nostrum -completó Tourangeau,

haciendo la señal de la Cruz.

-Amén -terminó Coictier.

-Reverendo maestro -continuó el compadre-,

me alegro en el alma de veros en tan buena

religión pero, ¿siendo tan sabio como sois, to

sois hasta el punto de no creer ya en la ciencia?

-No -contestó el archidiácono tomando al com-

padre Tourangeau por el brazo, al mismo tiem-

po que un destello de entusiasmo brilló en sus

pupilas sin brillo-; no, yo no niego la ciencia.

No me he arrastrado durante tanto tiempo ni

he clavado las uñas en la tierra a través de las

interminables ramificaciones de la caverna, sin

percibir, delante de mí, a11á lejos, al fondo

mismo de la oscura galería una luz, una llama,

algo, sin duda el reflejo del deslumbrante labo-

ratorio central en donde los pacientes y los sa-

bios han encontrado a Dïos.

-Y entonces -le interrumpió Tourangeau-, ¿qué


es to que consideráis como cierto y verdadero?

-La alquimia.

-Pardiez, dom Claude, la alquimia tiene sin

duda su razón de exitir pero, ¿por qué blasfe-

mar de la medicina y de la astrología?

-Nada; vuestra ciencia del hombre no es nada,

y nada es tampoco vuestra ciencia del cielo -les

respondiá con autoridad el archidiácono.

--Pero eso es olvidarse de Epidauro y de Caldea

-le replicó el médico con sarcasmo.

-Escuchad maese Jacques; estoy hablando de

buena fe, pues yo no soy médico del rey y su

majestad no me ha dado el jardín Dédalo paca

observar las constelaciones. No os enfadéis y

escuchadme. ¿Qué verdad habéis sacado, no

digo ya de la medicina, que es algu demencial

por demás, sino de la astrología? Citadme las

virtudes del bustrofedón(6) vertical, los hallaz-

gos del número ziruph y del número zefirod

(7).
6. Antiguos sistemas griegos de escritura.

7. Nombre cabalístico de las diez perfecciones

divinas.

-Negaréis -dijo Coictier- la fuerza simpática de

la clavícula(8) de la que procede la cabalística.

8. La clavícula o pequeña llave era un libro que

se decía escrito por Salomón.

-Grave error, maese Jacques, pues ninguna de

vuestras fórmulas desemboca en la realidad y

por el contrario la alquímia cuenta con muchos

descubrimientos que no podréis negar; por

ejemplo: el hielo aprisionado bajo tierra duran-

te miles de años se transforma en cristal de ro-

ca; el plomo es el padre antepasado de todos

los metales (ya que el oro no es un metal; el oro

es la luz). A1 plomo sólo le faltan cuatro perío-

dos, de doscientos años cada uno, para que

pueda pasar sucesivamente al estado de arsé-

nico rojo, del arsénico rojo al estaño y de éste a

la plata. Éstos son hechos probados, pero el


creer en la clavícula, en la línea plena y en las

estrellas es tan ridículo como creer, como los

habitantes del Gran Catay, que la oropéndola

se transforma en topo y los granos de trigo en

peces del género ciprino.

-He estudiado la hermética -exclamó Coictier- y

os aseguro...

El fogoso archidiácono no le dejó terminar:

-Y yo he estudiado la medicina, la astrología y

la hermética y os aseguro que únicamente aquí

se encuentra la verdad -y al decir esto, abrió el

arcón y tomó una redoma llena de aquellos pol-

vos de los que ya hemos bablado-. ¡Solamente

aquí se encuentra la luz! Hipócrates es un sue-

ño, Urania es un sueño; Hermes es un pensa-

miento. El oro es el sol y hacer oro es ser Dios;

ésa es la única ciencia. Os digo que he profun-

dizado en la medicina y en la astrología y no es

nada. ¡Nada! ¿EI cuerpo humano? ¡Tinieblas!

¿Los astros? ¡Tinieblas! -y se dejó caer de nuevo


en su sillón en actitud dominadora a inspirada,

mientras el compadre Tourangeau le observaba

silencioso y Coictier sonreía burlón, alzando

imperceptiblemente los hombros y repitiendo

en voz baja:

-¡Está loco!

Entonces intervino de pronto Tourangeau:

-¿Y habéis conseguido ya el objet.ivo maravillo-

so? ¿Habéis conseguido hacer oro?

-Si to hubiera conseguido --tespondió el archi-

diácono, articulando lentamente sus palabras

como alguien que está reflexionando- el rey de

Francia se llamaría Claude y no Luis.

Ante esta respuesta, Tourangeau frunció el ce-

ño.

-Pero, ¿qué estoy diciendo? -prosiguió dom

Claude con una sonrisa un canto desdeñosa-:

¿Qué me importaría el trono de Francia pu-

diendo levantar el imperio de Oriente?

-¡Magnífico! -añadió el compadre.


-¡Ah!, ¡pobre loco, pobre loco! -murmuró Coic-

tier.

Pero el archidiácono proseguía, dando la im-

presión de responder sólo a sus pensamientos.

-No, no; todavía sigo a gatas; aún sigo despe-

llejándome la cara y las rodillas entre las pie-

dras del camino subterráneo. Logro percibir

algo pero no puedo verlo aún; no hago sino

deletrear, no puedo leer aún.

-Y si supieseis leer -le preguntó el compadre-,

¿seríais capaz de fabricar oro?

-¡Sin duda alguna! -le respondió el archidiáco-

no.

-En ese caso, Nuestra Señora sabe cómo necesi-

to el dinero, y me gustaría mucho aprender a

leer en vuestros libros. Decidme, reverendo

maestro, ¿vuestra ciencia es acaso enemiga o

desagrada a Nuestra Señora?

A esta pregunta del compadre, dom Claude

respondió serenamente y con altivez.


-¿De quién soy entonces archidiácono?

-Es verdad, maestro; os voy a pedir algo: ¿con-

sentiríais en iniciarme? Hacedme deletrear con

vos.

Claude tomó entonces la actitud majestuosa y

pontifical de un Samuel.

-Sois ya un tanto viejo y se necesitarían más

años de los que os quedan para emprender un

viaje como éste a través del misterio. ¡Vuestros

cabellos son ya grises! Se sale de la caverna con

el pelo blanco, es verdad, pero hay que entrar

con los cabellos negros. La ciencia sabe muy

bien, ella sola, socavar, marchitar y secar los

rostros humanos; no necesita que la vejez se los

preste, pero si el deseo de entrar en su discipli-

na os domina a pesar de todo y si a vuestra

edad deseáis descifrar el temible alfabeto de los

sabios, está bien, venid conmigo y yo intentaré

enseñaros. No os pediré, pues ya sois muy an-

ciano para ello, que visitéis las cámaras mor-


tuorias de las pirámides, de las que habla el

antiguo Herodoto, ni la torre de ladrillos de

Babilonia, ni el inmenso santuario de mármol

blanco del templo indio de Eklinga. Tampoco

he visto, como os pasa a vos, las construcciones

caldeas edificadas según la técnica sagrada de

Sikra, ni el templo de Salomón, ya destruido, ni

las lápidas del sepulcro de los reyes de Israel

que están rotas; nos limitaremos a algunos

fragmentos del libro de Hermes de los que dis-

ponemos aquí. Os podría explicar la estatua de

San Cristóbal, el símbolo de Semeur y el de los

dos ángeles del pórtico de la Santa Capilla, uno

de los cuales tiene en sus manos un jarrón y el

otro una nube...

A1 llegar aquí, Jacques Coictier, desarmado por

las réplicas fogosas del archidiácono, reaccionó

interrumpiéndole con el tono condescendiente

con el que un sabio corrige a otro:

-Erras, amici Claudi(9). El símbolo no es el


número. Tomáis a Orfeo por Hermes.

9. Te equivocas, mi querido Claudio.

-Sois vos el que yerra -le replicó gravemente el

archidiácono-. Dédalo es la base; Orfeo es la

muralla y Hermes es el edificio; es el todo. Ve-

nid cuando os plazca -prosiguió volviéndose

hacia Tourangeau-, que yo os mostraré las la-

minillas de oro depositadas en el fondo del

crisol de Nicolás Flamel, y podréis compararlas

con el oro de Guillermo de París. Os enseñaré

también las secretas virtudes del término grie-

go peristera (10), pero ante todo, os haré leer

una tras otra las letras de mármol del alfabeto,

las páginas de granito del libro. Iremos del

pórtico del obispo GuiIlautne y de Saint Je-

an-le-Rond hasta la Santa Capilla y luego a la

casa de Nicolás Flamel, en la calle de Mari-

vaulx, a su tumba, que se encuentra en los San-

tos Inocentes, a sus dos hospitales de la calle

Montmorency. Os haré leer también los jeroglí-


ficos que recubren los cuatro salientes de hierro

del pórtico del hospital Saint-Gervais y de la

calle de la Ferronnerie. Deletrearemos juntos

las fachadas de Saint-Côme, de

Sainte-Geneviéve-des-Ardents, de Saint-Martin

y de Saint-Jacques-de-la-Boucherie...

10. En griego antiguo, significaría, primero,

palorna; luego, verbena

Hacía ya mucho tiempo que el Tourangeau, por

inteligente que pareciera su miiada, daba la

impresión de no poder seguir a dom Claude así

que le interrumpió.

-¡Pardiez! ¿Qué libros son los vuestros?

-Aquí tenéis uno -dijo el archidiácono.

Y abriendo la ventana de la celda, señaló con el

dedo la inmensa iglesia de Nuestra Señora, que

perfilando contra el cielo estrellado la negra

silueta de sus dos torres, de sus costillas de

piedra y de su monstruosa grupa, parecía una

enorme esfinge de dos cabezas sentada en me-


dio de la ciudad.

El archidiácono contempló silencioso durante

unos momentos el gigantesco edificio, y exten-

diendo con un suspiro su mano derecha en di-

rección del libro impreso, abierto encima de la

mesa, y su mano izquierda hacia Nuestra Seño-

ra, y paseando con pena la mirada del libro a la

iglesia, dijo:

-¡Ay! Esto matará a aquello.

Coictier, que apresuradamente se había

aproximado al libro, no pudo por menos de

exclamar:

-¡Qué pasa! ¿Qué hay de temible en esto: Glossa

in epistolas D. Pauli. Norimbergae, Antonius

Koburguer, 1474?(11) No es nada nuevo; es un

libro de Pierre Lombard, el maestro de las sen-

tencias. ¿Es acaso por estar impreso?

-Vos lo habéis dicho -respondió Claude, que

parecía absorto en una profunda meditación y

permanecía de pie con el índice doblado y apo-


yado en el infolio, salido de las famosas prensas

de Nuremberg. Después añadió estas misterio-

sas palabras-: ¡Ay, ay, ay! ¡Las cosas pequeñas

acaban con las grandes; un diente triunfa sobre

una masa. La rata del Nilo mata al cocodrilo; el

pez espada mata a la ballena; el libro matará al

edificio!

La llamada a silencio en el claustro sonó en el

momento en que el doctor Jacques repetía muy

bajo a su compañero su eterna canción:

-¡Está loco!

A to que su compañero añadió esta vez:

-Creo que sí.

A aquellas horas ningún extraño podía ya per-

manecer en el claustro. Los dos visitantes se

retiraron.

-Maestro -dijo el Tourangeau despidiéndose del

archidiácono-,estimo en mucho a los sabios y a

los grandes espíritus y os tengo a vos en gran

estima. Venid mañana al palacio de las Tour-


nelles y preguntad por el abad de Saint-Martin

de Tours.

El archidiácono volvió a su celda estupefacto,

comprendiendo por fin qué clase de personaje

era el compadre Tourangeau y recordando este

pasaje del cartulario de Saint-Martin de Tours:

Abbas beati Martini, scilicet rex Franciae, est cano-

nicus de consuetudine et habet parvam praebendam

quam habet sanctus Venantius et debet sedere in

sede thesaurarii(12).

Se aseguraba que desde entonces el archidiáco-

no tenía frecuentes charlas con Luis XI cuando

su majestad venía a París, y que el crédito de

dom Claude hacía sombra a Olivier le Daim y a

Jacques Coictier, que, según su costumbre, re-

prendía mucho al rey por ello.

11. Glosa a las epístolas de San pablo. Nurem-

berg. A. Koburguer, 1474.

12. El abad de San Martín, es decir, el rey de

Francia, es canónigo según la costumbre y tiene


la pequeña prebenda de San Venancio y debe

sentarse en el asiento del tesorero.

II

ESTO MATARÁ A AQUELLO

QUE nuestros lectores nos perdonen si nos de-

tenemos un momento para analizar el sentido

que se ocultaba tras aquellas palabras enigmá-

ticas dichas un poco antes por el archidiácono:

Esto matará a aquello. El libro matará al edificio.

Creemos que este pensamiento tenía dos senti-

dos; era primeramente el pensamiento de un

cura; el espanto de un cura ante una circuns-

tancia nueva cual era la imprenta. Era el miedo

y el deslumbramiento del hombre del santuario

ante la prensa luminosa de Gutenberg; eran el

púlpito y el manuscrito; la palabra hablada y la

palabra escrita, alarmadas ante la palabra im-

presa; algo así como el estupor de un pajarillo

contemplando al ángel de is Legión desplegan-

do sus seis millones de alas. Era como la voz


del profeta que oye susurrar y afanarse a la

humanidad ya emancipada, que lee en el futuro

y ve cómo la inteligencia socava la fe y cómo

las opiniones van acabando con las creencias,

cómo el mundo zarandea a Roma. Pronóstico

del filósofo que ve cómo el pensamiento huma-

no volatilizado por la imprenta, se va eva-

porando del frasco teocrático. Terror del solda-

do que al ver el ariete de bronce, dice que su

fortaleza será fatalmente abatida. Aquello signi-

ficaba que un poder iba a suceder a otro poder;

quería, en fin, significar: la imprenta hará su-

cumbir a la Iglesia.

Pero bajo este pensamiento, el primero y el más

elemental sin duda, creemos que había otro

más avanzado; un corolario del primero, más

difícil de deducir y más fácil de contradecir;

una visión filosófica no sólo para el cura, sino

para el sabio y para el artista. Era el presenti-

miento de que el pensamiento humano, al cam-


biar de forma, cambiaria también en la expre-

sión, que las ideas capitales de cada generación

no iban a tratarse ya del mismo modo ni a es-

cribirse de la misma manera; que el libro de

piedra, tan duro y perdurable, iba a ceder la

plaza al libro de papel, más sólido y más per-

durable aún. Bajo este aspecto la vaga fórmula

del archidiácono encerraba un segundo sentido:

significaba que un arte iba a destronar a otro

arte. Quería decir: la imprenta matará a la ar-

quitectura.

En efecto, desde el origen de las cosas hasta el

siglo XV de la era cristiana inclusive, la arqui-

tectura ha sido el gran libro de la humanidad,

la expresión principal del hombre en sus dife-

rentes estadios del desarrollo, sea éste bajo la

forma de la fuerza o de la inteligencia.

Cuando la memoria de las primeras razas se

sintió demasiado llena de cosas, cuando el ba-

gaje de recuerdos del género humano se hizo


tan pesado y confuso que la palabra, desnuda y

volátil, corría el riesgo de perderse en el cami-

no, fueron transcritos en el suelo de la forma

más visible, más duradera y más natural a la

vez. Se selló cada tradición bajo un monumen-

to.

Los primeros monumentos fueron simples tro-

zos de roca, que el hierro no había tocado, dice

Moisés. La arquitectura comenzó como toda

escritura; primero fue alfabeto. Se plantaba una

piedra en el suelo y era una letra y cada letra

era un jeroglífico y sobre cada jeroglífico des-

cansaba un grupo de ideas igual que hace el ca-

pitel sobre la columnar fue así como actuaron

las primeras razas en todas partes, en todo ins-

tante y en toda la superficie de la tierra. Así

encontramos la piedra erguida de los celtas, en

la Siberia asiática y en las pampas americanas.

Más adelante se hicieron palabras y colocando

una piedra sobre otra se fueron acoplando las


sílabas y el verbo intentó algunas combinacio-

nes. Palabras son el dolmen y el cromlech de

los celtas y los túmulos etruscos y el galgal(13)

hebrero. Algunas de estas palabras, el túmulo

básicamente, representan nombres propios,

pero a veces, cuando se disponía de muchas

piedras de una gran extensión de terreno, se

escribía una frase completa y así tenemos el

acumulamiento enorme en Carnac que sería ya

toda una fórmula completa.


13. Galgal es un amontonamiento de piedras
encima de una cripta. Hoy carece de valor

histórico esta definición o atribución de «cpala-

bras» a las diferentes civilizaciones.

Finalmente se hicieron los libros. Las tradicio-

nes habían engendrado símbolos bajo los cuales

desaparecían como los troncos de los árboles

bajo su propio follaje y esos símbolos en los que

creía la humanidad iban creciendo multi-

plicándose, cruzándose y haciéndose cada vez

más complicados. Los primitivos monumentos

no eran suficientes para contenerlos y eran des-

bordados por todas partes, aunque aquellos

monumentos expresaran apenas una tradición

ruda como ellos mismos, sencilla, desnuda y a

ras de suelo. El símbolo necesitaba expandirse

en el edificio y así la arquitectura se desarrolló

a la par que el pensamiento humano. Se con-

virtió en un gigante de mil patas y mil cabezas


y fijó, bajo una forma eterna, visible y palpable,

todo aquel simbolismo etéreo. Mientras que

Dédalo, que es la fuerza, medía, y mientras

Orfeo, que es la inteligencia, cantaba, el pilar,

que es una letra, el arco, que es una sílaba, la

pirámide, que es una palabra, puestos todos a

la vez en movimiento por una ley geométrica y

por una ley poética, se agrupaban, se combina-

ban, se amalgamaban, bajaban, subían, se yux-

taponían sobre el suelo, se escalonaban en el

cielo hasta escribir, al dictado de la idea general

de una época, aquellos libros maravillosos que

eran los maravillosos edificios de la pagoda de

Eklinga, el Ramseidón de Egipto(14), o el tem-

plo de Salomón.

14 Templo funerario de Ramsés II en Tebas.

Ahora bien, la idea madre, el verbo, no se

hallaba tan sólo en el fondo de todos aquellos

edificios sino también en la forma. El templo de

Salomón, por ejemplo, no era únicamente la


encuadernación del libro sagrado, era él mismo

el libro sagrado. En cada uno de sus recintos

concéntricos, los sacerdotes podían leer el ver-

bo traducido y manifestado a los ojos y así pod-

ían seguir sus transformaciones de santuario en

santuario hasta encerrarle en su último ta-

bernáculo, bajo su forma más concreta que aún

seguía siendo arquitectónica: el arca. Y así el

verbo estaba encerrado en el edificio, pero su

imagen estaba en su envoltura como un rostro

humano está sobre el sarcófago de una momia.

El pensamiento, la idea que ellos representaban

se manifestaba no sólo en la forma de los edifi-

cios sino en el emplazamiento que escogían

para erigirlos. Según que el símbolo que quisie-

ran expresar fuera ligero o grave, Grecia coro-

naba sus montañas con un templo armonioso a

la vista, la India excavaba las suyas para cin-

celar en ellas esas deformes pagodas subterrá-

neas, sustentadas por gigantescas hileras de


elefantes de granito.

Así, durance los seis mil primeros años de la

humanidad desde la más remota pagoda del

Indostán hasta la catedral de Colonia, la arqui-

tectura ha representado a la escritura del géne-

ro humano. Y esto es tan cierto que no sólo

cualquier pensamiento religioso sino cualquier

pensamiento humano tiene en este inmenso

libro su página y su monumento.

Toda civilización tiene su origen en la teocracia

y su fin en la democracia y esta misma ley de

libertad, sucesora de la unidad, también apare-

ce escrita en la arquitectura. No nos cansaremos

de insistir que no hay que creer que la albañi-

lería solamente tenga poder para edificar tem-

plos o para expresar los mitos o los símbolos

sacerdotales o para transcribir en jeroglíficos,

en páginas de piedra, las tablas misteriosas de

la ley; llega un momento en toda sociedad

humana en que el simbolismo sacro se gasta y


se oblitera bajo el pensamiento libre cuando el

hombre se libera del sacerdote o cuando la ex-

crecencia de las filosofías y de los sistemas roe

la faz de la religión; si esto fuera así, la arquitec-

tura no sería capaz de reproducir este nuevo

estado del espíritu humano, pues sus páginas

escritas por el anverso estarían vacías por el re-

verso y su obra quedaría tnincada y el libro

resultaría incompleto.

Tomemos, por ejemplo la Edad Media en la que

vemos más claro por estar más cerca de noso-

tros.

Durante su primer período, mientras la teocra-

cia organiza Europa, mientras el Vaticano or-

ganiza y reúne a su alrededor los elementos de

una Roma hecha con la Roma que yace de-

rrumbada en torno al Capitolio, mientras el

cristianismo va buscando en los escombros de

la civilización anterior todas las capas de la

sociedad y reconstruye con estas ruinas un


nuevo universo jerárquico en el que el sacerdo-

cio es la piedra angular, se oye primero manar

de entre aquel caos y luego poco a poco, bajo el

soplo del cristianismo, bajo la mano de los

bárbaros, se ve surgir de los escombros de las

arquitecturas muertas, griega y romana, esta

misteriosa arquitectura románica, hermana de

las construcciones teocráticas de Egipto y de la

India, emblema inalterable del catolicismo pu-

ro, inmutable y jeroglífico de la unidad papal.

En efecto, todo el pensamiento de entonces está

escrito en ese sombrío estilo románico, domi-

nado todo él por un sentimiento de autoridad,

de unidad, por un sentimiento impenetrable de

absoluto, por todo lo que se resume en fin, en

Gregorio VII. El sacerdote en todas partes;

jamás el hombre, la casta siempre pero nunca el

pueblo. Pero llegan las cruzadas, que es un

gran movimiento popular, y como todo gran

movimiento popular, cualesquiera que sean sus


causas y sus fines, desprende siempre de su

último precipitado un espíritu de libertad. Van

a surgir novedades. He aquí que se abre el per-

íodo tempestuoso de las Jacqueries(15) y de las

Praguerías y de las Ligas; y la autoridad se

tambalea; la unidad se divide. El feudalismo

exige repartir con la teocracia, en espera del

pueblo que surgirá inevitablemente y que to-

mará, como siempre, la parte del león. Quia

nominor leo(16). Así que el señorío aparece bajo

el sacerdocio y más tarde el municipio bajo el

señorío; la faz de Europa ha cambiado y tam-

bién lo ha hecho la faz de la arquitectura; ha

pasado la página, igual que ha hecho la civili-

zación, y el nuevo espíritu de la época la en-

cuentra dispuesta a seguir escribiendo bajo sus

dictados. De las cruzadas ha vuelto con la ojiva

como las naciones con la libertad. Entonces,

mientras Roma se va desmembrando, la arqui-

tectura románica muere. El jeroglífico abando-


na la catedral y se va a blasonar las torres para

dar prestigio al feudalismo. La misma catedral,

edificio tan dogmático en otros tiempos, inva-

dida ya en lo sucesivo por la burguesía, por el

pueblo y por la libertad, se escapa del sacerdote

y cae en poder del artista y éste la construye a

su gusto. Adiós al misterio, al mito, a la ley.

Ahora es la fantasía y el capricho. El sacerdote,

con tal de disponer de su basílica y de su altar,

no tiene nada que objetar. Los cuatro muros

pertenecen al artista. El libro de la arquitectura

no pertenece ya al sacerdocio, ni a la religión, ni

a Roma, sino a la imaginación, a la poesía al

pueblo. De ahí las numerosas y rápidas trans-

formaciones de esta arquitectura que con sólo

tres siglos asombrosos de vida marcan un con-

traste con la inmovilidad estancada de la arqui-

tectura románica que tiene seis o siete. Sin em-

bargo, el arte avanza con pasos de gigante y

ahora es el genio y la originalidad populares


quienes realizan el trabajo que antes realizaban

los obispos. Cada raza escribe, al pasar, en ese

libro la línea que le corresponde; tacha los vie-

jos jeroglíficos románicos en el frontispicio de

las catedrales y apenas si se ve, aquí y a11á,

asomar el dogma bajo el nuevo símbolo que en

él deposita; el ropaje popular apenas si permite

adivinar la osamenta religiosa y resultaría su-

mamente difícil hacerse una idea de las li-

bertades que, incluso para con la iglesia, se to-

man los arquitectos. Son los capiteles, ornamen-

tados con monjes y monjas, acoplados vergon-

zosamente, como en la sala de las chimeneas

del Palacio de justicia de París; es el arca de

Noé esculpida con todas sus letras, como en el

tímpano del gran pórtico de la catedral de

Bourges, o es un monje báquico con orejas de

burro y con el vaso en la mano riéndose en las

narices de toda la comunidad, como en el lava-

bo de la abadía de Boscherville. Existe en esta


época, para el pensamiento escrito en la piedra,

un privilegio perfectamente comparable a nues-

tra actual libertad de prensa; es la libertad de la

arquitectura.

15. De Jacques, nombre dado a los aldeanos.

Las jacqueries serían, pues, el nombre dado a las

revueltas aldeanas francesas, siendo la más

célebre la que estalló en 1358, después de la

derrota de Poitiers.

16. Porque me llamo león. Alude al pasaje de la

fábula de Fedro en que el león se atribuye la

primera parte de las reparticiones por ser quien

es, precisamente.

Y esta libertad va más a11á incluso pues a veces

un pórtico, una fachada o una iglesia entera

presenta un sentido simbólico totalmente ajeno

al culto o incluso hostil a la iglesia. Ya desde el

siglo XIII con Guillaume de París, o con Nicolás

Flamel en el XV, se están escribiendo esta clase

de páginas sediciosas. La misma iglesia de


Saint-Jacques-de-la-Boucherie es una muestra

de esta oposición.

Como entonces, sólo en este sentido se permitía

la libertad de expresión no había más posibili-

dad de manifestarla que con este tipo de libros,

llamados edificios. Sin utilizar esta forma de ex-

presión, habría sido quemado en la plaza

pública por mano del verdugo, cualquier ma-

nuscrito, si alguien hubiera sido to bastante

imprudente como para correr cal riesgo. El

pensamiento pórtico de la iglesia hubiera asis-

tido al suplicio del pensamiento libre. Así,

pues, como no se disponía de otro camino que

el de la construcción para expresarse, para salir

a la luz pública, todo el pensamiento se concen-

traba en ella y de ahí la inmensa cantidad de

catedrales que han cubierto Europa en número

tan prodigioso que, aun habiéndolo comproba-

do, apenas si se le puede dar crédito. Todas las

fuerzas materiales y espirituales de la sociedad


convergían en el mismo punto: la arquitectura.

De esta forma, so pretexto de edificar iglesias a

mayor gloria de Dios, el arte se desarrollaba en

proporciones grandiosas.

Entonces todo el que nacía poeta se hacía arqui-

tecto. El genio esparcido entre las masas, com-

primido por codas partes bajo el feudalismo,

como bajo una testudo(17) de escudos de bron-

ce, no encontrando otras salidas que la arqui-

tectura, se encaminaba hacia ese arte y sus Ilía-

das tomaban forma de catedrales y todas las

demás manifestaciones del arte se situaban

obedientes bajo la disciplina de la arquitectura.

Eran los obreros de aquella magna obra. El ar-

quitecto, el poeta, el maestro totalizaba en su

persona la escultura que cincelaba en las facha-

das, la pintura con que iluminaba las vidrieras,

la música que animaba sus campanas y que

insufiaba en sus órganos. Incluso la pobre poes-

ía propiamente dicha, la que se obstinaba en


vejetar en los manuscritos, para ser considerada

en algo, estaba obligada a encuadrarse en los

edificios bajo la forma de himno o de proaa

aunque, bien mirado, era el mismo papel que

habían jugado las tragedias de Esquilo en las

fiestas sacerdotales de Grecia o el Génesis en el

templo de Salomón.

17. Tortuga: las legiones romanas hacían con

sus escudos, en formación de ataque, una espe-

cie de bóveda por encima de sus cabezas.

De esta forma, y hasta Gutenberg la arquitectu-

ra es la escritura principal, la escritura univer-

sal. La Edad Media ha escrito la última página

de este libro granítico, que había tenido su ori-

gen en Oriente y que había sido continuado por

la antigüedad griega y romana. Por otra parte

el fenómeno de una arquitectura popular suce-

diendo a una arquitectura de casta, como

hemos visto en la Edad Media, se repite como

todo movimiento análogo de la inteligencia


humana, en las otras grandes épocas de la his-

toria. Así ocurre, para no evocar aquí más que

someramente una ley que exigiría ser desarro-

llada en varios volúmenes, en el alto Oriente,

cuna de los tiempos más primitivos después de

la arquitectura indú; en la arquitectura fenicia,

madre opulenta de la arquitectura árabe; en la

antigüedad, después de la arquitectura egipcia,

de la que el estilo etrusco y los monumentos

ciclópeos no son más que una variedad; en la

arquitectura griega, de la que el estilo romano

no es sino una prolongación recargada de la

cúpula cartaginesa; en los tiempos modernos,

después de la arquitectura románica; en la ar-

quitectura gótica; y desdoblando estas tres se-

ries, encontraremos el mismo símbolo en las

tres hermanas mayores, es decir: la arquitectura

indú, la arquitectura egipcia y la arquitectura

románica. El símbolo sería la teocracia, la casta,

la unidad, el dogma, el mito; Dios, y para las


tres hermanas menores, la arquitectura fenicia,

griega y gótica, sea cual sea la diversidad de

forma inherente a su naturaleza, encontraremos

igual sentido, es decir: libertad, pueblo, hom-

bre.

Llámese brahmán, mago o papa en las cons-

trucciones indúes, egipcias o románicas, se adi-

vina siempre al sacerdote y nada más; sin em-

bargo, todo es diferente en la arquitectura po-

pular; son más ricas y menos sagradas; en la

fenicia se adivina al mercader, en la griega al

republicano y en la gótica al burgués.

Las características generales de toda arquitectu-

ra teocrática son la invariabilidad, el horror al

progreso, la conservación de la línea tradicio-

nal, la consagración de los tipos primitivos, la

sumisión continua de todas las formas del

hombre y de la naturaleza a los caprichos in-

comprensibles del símbolo. Son libros tenebro-

sos que sólo los iniciados saben descifrar.


Además cualquier forma, cualquier deformidad

incluso, encierra un sentido que la hace invio-

lable. No pidáis a las construcciones indúes,

egipcias o romanas que reformen su proyecto o

mejoren su estatuaria pues todo perfecciona-

miento les parece impiedad.

Se diría que en esas arquitecturas la rigidez del

dogma se haya extendido a la piedra como una

segunda petrificación.

Por el contrario, los caracteres generales pro-

pios de las cons-

trucciones populares son: variedad, progreso,

originalidad, opulencia y cambio continuo. Se

encuentran to suficientemente independizadas

de la religión como para pensar en su belleza,

para cuidarla, para modificar incensantemente

los adornos de estatuas o arabescos; en una

palabra, pertenecen al siglo y tienen en conse-

cuencia algo humano que mezclan continua-

mente con el símbolo divino bajo el que aún se


producen. De ahí esos edificios asequibles a

cualquier alma, a cualquier inteligencia o a

cualquier imaginación, simbólicas todavía, pero

fáciles de comprender como la naturaleza mis-

ma. Entre la arquitectura teocrática y ésta existe

la misma diferencia que entre una lengua sa-

grada y una lengua vulgar, entre el jeroglífico y

el arte, entre Salomón y Fidias.

Si resumimos to que hemos expuesto hasta aquí

muy someramente pasando por alto mil prue-

bas y miles de objeciones de detalle, Ilegamos a

esto: la arquitectura ha sido hasta el siglo Xv el

registro principal de la humanidad; en ese in-

tervalo no ha aparecido en todo el mundo el

más mínimo pensamiento, por complicado que

haya sido, que no se haya hecho piedra en un

eedificio; toda idea popular, como toda ley reli-

giosa, ha tenido sus monumentos; en fin, que

no ha existido pensamiento importante que no

haya sido escrito en piedra. ¿Y por qué? Porque


cualquier pensamiento, religioso o filosófico

tiene interés en perpetuarse, porque cualquier

idea que haya sido capaz de conmover a una

generación, quiere arrastrar otras ideas y dejar

su huella. Ahora bien, ¿no es muy precaria la

inmortalidad de un manuscrito? ¿No es mucho

más sólido, duradero y resistente un edificio

que la expresión de un libro? Basta la simple

antorcha de un turco para destruir la palabra

escrita, pero para poder demoler la palabra

hecha piedra, se precisa de una revolución so-

cial, de una revolución terrestre. Los bárbaros

han pasado sobre e1 Coliseo y tal vez el diluvio

haya pasado también sobre las pirámides.

En el siglo xv todo cambia.

El pensamiento humano descubre un medio de

perpetuarse no sólo más duradero y más resis-

tente que la arquitectura, sino también más fácil

y más sencillo. La arquitectura queda destro-

nada. A las letras de piedra de Orfeo van a su-


ceder las letras de plomo de Gutenberg.

El libro va a matar al edificio.

La invención de la imprenta es el acontecimien-

to más grande de la historia; es la madre de

todas las revoluciones; es el modo de expresión

de la humanidad que se renueva totalmente; es

el pensamiento humano que se despoja de una

forma para vestirse con otra; es, en una palabra

el definitivo cambio de piel de esta serpiente

simbólica que desde Adán representa la inteli-

gencia.

Bajo la forma de imprenta el pensamiento es

más imperecedero que nunca; es volátil a indes-

tructible. Se mezcla con el viento. Con la arqui-

tectura se hacía montaña y se apoderaba con

gran fuerza de una época y de un lugar; ahora

se convierte en bandada de pájaros, se disemina

a los cuatro vientos y ocupa al mismo tiempo

todos los lugares del espacio y del aire.

Lo repetiremos una vez más. ¿Quién no es ca-


paz de ver que de esta forma el pensamiento es

mucho más indeleble? De sólido que era se ha

hecho vivaz, pasa de ser duradero a ser inmor-

tal; se puede demoler una masa pero, ¿cómo

extirpar la ubicuidad? Ya puede venir un dilu-

vio que aunque la montaña haya desaparecido

bajo las olas, los pájaros seguirán volando pues

bastará con que una sola arca flote sobre el ca-

taclismo para que se posen en ella, sobrenaden

con ella, asistan con ella al reflujo de las aguas y

el nuevo mundo que emerja del caos contem-

plará, al despertarse, volar sobre él, alado y

vivo, el pensamiento del mundo sumergido.

Y cuando se llegue a la conclusión de que este

modo de expresión es no sólo el más conserva-

dor, sino el más sencillo, el más cómodo, el más

práctico para todos; cuando se observe que no

arrastra consigo un enorme bagaje y que no

necesita pasado instrumental; cuando se com-

pare la enorme dificultad para traducir un pen-


samiento en piedra, utilizando para ello la asis-

tencia de cuatro o cinco artes y toneladas de oro

y montañas de piedra y bosques enteros de

andamios y todo un pueblo de obreros; cuando

todo esto se compara al pensamiento, que para

hacerse libro no necesita más que un porn de

.papel y de tinta y una pluma, ¿cómo vamos a

sorprendernos de que la inteligencia humana

haya cambiado la arquitectura por la imprenta?

Cortad bruscamente el lecho primitivo de un

río; abrid un canal a un nivel inferior y veréis

cómo el río abandona su cauce.

Igualmente puede observarse cómo a partir del

descubrimiento de la imprenta la arquitectura

se va desecando poco a poco, se atrofia y se

desnuda. Cómo se nota que las aguas bajan,

que la savia se retira y que el pensamiento de

los tiempos y de los pueblos la abandonan.

Este enfriamiento es todavía insensible en el

siglo xv, pues la prensa es demasiado joven aún


y no hace sino retirar a la poderosa arquitectura

un excedente de su abundancia de vida.

Pero, a partir del siglo xvi, la enfermedad de la

arquitectura es visible; ya no es la expresión

esencial de la sociedad y se convierte en un

miserable arte clásico. De ser gala, europea,

indígena, se hace griega y romana; de personal

y moderna se hace seudoantigua. Es a esta de-

cadencia a la que llamamos Renacimiento. De-

cadencia magnífica a pesar de todo, pues el

viejo genio gótico, ese sol que se pone tras la

gigantesca prensa de Maguncia, ilumina aún,

durante algún tiempo, con sus últimos rayos,

todo el amontonamiento híbrido de arcadas

latinas y columnatas corintias.

A este atardecer es a to que nosotros llamamos

amanecer.

Sin embargo, desde el momento en que la ar-

quitectura ya no es más que un arte como otro

cualquiera; en cuanto deja de ser el arte total, el


arte soberano, el arte tirano, carece entonces de

la fuerza necesaria para retener a las demás

artes y éstas se emancipan, rompen el yugo del

arquitecto y cada una se va por su lado y salen

ganando en este divorcio. El aislamiento to

acrecienta todo. La escvltura se hace estatuaria,

la imaginería se convierte en pintura y el canon

en música. Algo así como un imperio que se

desmorona a la muerte de su Alejandro y cuyas

provincias se transforman en reinos.

De ahí Rafael, Miguel Ángel Jean Goujon, Pa-

lestrina, esos esplendores del deslumbrante

siglo xvi.

Al mismo tiempo que las artes, el pensamiento

se emancipa por codas las partes. Los heresiar-

cas de la Edad Media habían mellado fuerte-

mente el catolicismo y es en el siglo %vi cuando

se rompe la unidad religiosa. Antes de la im-

prenta, la reforma no hubiera sido más que un

cisma, pero la imprenta la convierte en revolu-


ción. Suprimid la prensa y la herejía quedará

abatida. Fatal o provindencial, Gutenberg es el

precursor de Lutero.

Sin embargo, cuando el sol de la Edad Media se

ha puesto del todo, cuando el genio gótico se ha

extinguido para siempre en el horizonte del

arte, la arquitectura se va desluciendo, se deco-

lora cada vez más y hasta llega a desaparecer;

el libro impreso, ese gusano roedor del edificio,

la succiona y la devora. La arquitectura se des-

poja, se deshoja y adelgaza a ojos vista; se hace

mezquina, se empobrece y hasta se anula. Ya

no es capaz de expresar nada, ni siquiera el

recuerdo del arte de to que fue en otro tiempo.

Reducida a ella misma, abandonada por las

demás artes, porque el pensamiento humano la

abandona, recurre a artesanos en lugar de artis-

tas y así el vidrio sustituye a las vidrieras; el

picapedrero reemplaza al escultor. Adiós, pues,

a toda la savia, a toda originalidad, a la vida y a


la inteligencia. Se arrastra como una triste

mendiga de taller, de copia en copia. Miguel

Ángel, que desde el siglo Xvl la sentía morir,

había tenido una última idea desesperada.

Aquel titán del arte había amontonado el Pan-

teón sobre el Partenón y había creado San Pe-

dro de Roma. Gran obra que merecía ser única,

última originalidad de la arquitectura, firma de

un artista gigantesco al pie de un colosal regis-

tro de piedra que se cerraba. Pero muerto Mi-

guel Ángel, ¿qué puede hacer esta miserable

arquitectura que se sobrevive a sí misma en

estado de espectro y de sombra? Toma San Pe-

dro de Roma y to calca, to parodia; es una man-

ía lastimosa. Cada siglo tiene su San Pedro de

Roma: en el xviI el Val-de-Grâce, en el XVIII

Sainte-Geneviève. Cada país tiene su San Pedro

de Roma: Londres tiene el suyo y San Peters-

burgo también; París tiene dos o tres. Insignifi-

cante testamento, último desvarío de un gran


arte decrépito que vuelve a su infancia antes de

morir.

Si en lugar de monumentos característicos co-

mo los que acabamos de citar examinamos el

aspecto general del arte de los siglos xvI al xvili

observaremos los mismos fenómenos de decai-

miento y de ruindad.

A partir de Francisco II, la forma arquitectural

del edificio desaparece cada vez más y deja

surgir la forma geométrica, como el esqueleto

huesudo de un enfermo raquítico. Las bellas

líneas del arte ceden su lugar a las frías a inexo-

rables líneas del geómetra. Un edificio ya no es

cal sino un poliedro. Y sin embargo la ar-

quitectura se atormenta para ocultar esa des-

nudez. Así tenemos el frontón griego incrusta-

do en el frontón romano y al reves. Siempre es

to mismo; el Panteón en el Partenón, San Pedro

de Roma. Así las casas de ladrillo, enmarcadas

en piedra de la época de Enrique IV, o la plaza


Royale o la plaza Daufine. Así son las iglesias

en tiempos de Luis XIII, macizas, barrigudas,

bajas, encogidas, catgadas con una cúpula co-

mo una joroba, o la arquitectura de tiempos del

cardenal Mazarino, el horrible pastiche italiano

de las Quatre-Nations. Ahí tenemos aún los

palacios de Luis XIV coal largos cuarteles

hechos para cortesanos; rígidos, glaciales y

aburridos, o los de Luis XV con sus adornos de

escarolas y todas las verrugas y todos los hon-

gos que desfiguran esa vieja arquitectura cadu-

ca, desdentada y presuntuosa. Desde Francisco

II hasta Luis XV el mal gusto ha ido creciendo

en progresión geométrica. A1 arte sólo le queda

ya la piel cubríendole los huesos y agoniza mi-

serablemente.

Pero, ¿qué ocurre con la imprenta? Toda esta

vida que se escapa de la arquitectura se va con-

centrando en ella. A medida que la arquitectura

va perdiéndose, la imprenta crece y se amplía.


El capital de energía que el pensamiento

humano gastaba en edificios to invierte ahora

en libros. Por eso en el siglo xvI la imprenta

alcanza ya el nivel de la arquitectura que va

declinando; lucha con ella y acaba por vencerla.

En el xvü, la vemos ya soberana, triunfante,

asentada en su victoria para ofrecer al mundo

la fiesta de un gran siglo literario. En el siglo

XVIII, después de un prolongadísimo descanso

en la corte de Luis XIV, coge de nuevo la espa-

da de Lutero, arma con ella a Voltaire y corre

tumultuosa al ataque de esta vieja Europa de la

que ya ha matado la expresión arquitectural y

ya en los estertores del siglo to ha dástruido

todo.

Hay que esperar el XIX para comenzar una

nueva reconstrucción.

Sin embargo, preguntamos ahora, ¿auál de las

dos artes representa en realtdad, desde hace

tres siglos, al pensamiento humano? ¿Cuál de


ellas to traduce con más fidelidad? ¿Cuál de

ellas consigue expresar, no sólo sus manías

literarias y escolásticas, sino también su enor-

me, su profundo y universal movimiento?

¿Cuál se superpone constantemente sin ruptu-

ras y sin lagunas al género humano que camina

cual un monstruo de mil pies? ¿La arquitectura

o la imprenta?

La imprenta. No nos equivoquemos: la arqui-

tectura está muerta, ha muerto definitivamente;

muerta por el libro impreso; muerta en fin por-

que dura menos y es más cara que el libro. Una

catedral cuesta capitales ingentes, así que ima-

ginemos qué inversión no sería ahora necesaria

para volver a escribir el libro de la arquitectura

para hacer surgir de nuevo millones de edifi-

cios; para volver a la época en que la cantidad

de monumentos era tal que en boca de un testi-

go ocular: «Habría podido decirse que el mur.-

do, al desperezarse, se había despojado de sus


viejas ropas para cubrirse con un blanco vesti-

do de iglesias.» Erat enim ut ri mundur, ipre excu-

tiendo semet, rejecta veturtate, candidam eccie.ria-

rum vertem indueret (Glaber Radulphus) (18).

18. Es el autor de una crónica en varios libros

del año 900 al 1046

¡Un libro se hace tan pronto cuesta tan poco y

puede llegar tan lejos! ¡Cómo sorprenderse de

que el pensamiento se deslice por esa pendien-

te! No quiere esto decir que la arquitectura no

produzca aún aquí o a11á un bello monumento,

una obra maestra aislada. Se podrá tener aún,

bajo el reino de la imprenta, una columna

hecha, supongo, por todo un ejército, con caño-

nes fundidos como se tenía, bajo el reinado de

la arquitectura, Ilíadas y Romanceros, Ma-

habahratas y Nibelungos, hechos por todo un

pueblo con rapsodias amontonadas y fundidas.

El gran accidente de un arquitecto de ingenio

podrá aparecer en el siglo xx como el de Dante


en el XIII, pero nunca será ya la arquitectura el

arte social y colectivo, el arte dominante. El

gran poema, el gran edificio, la gran obra de la

humanidad no se construirá ya, se imprimirá.

Y aunque en lo sucesivo la arquitectura pueda

manifestarse accidentalmente, ya nunca será la

dueña; seguirá el dictado de la literatura, a la

que antes dictaba ella su ley. Se invertirán las

posiciones respectivas de ambas artes. Es ver-

dad que en tiempos de la arquitectura los poe-

mas, escasos, se parecían a los monumentos. En

la India, Vyasa(19) es espeso, extraño, impene-

trable como una pagoda. En el Oriente egipcio,

la poesía tiene, como los edificios, grandeza y

serenidad de líneas; en la Grecia antigua, la be-

Ileza, el equilibrio, la calma; en la Europa cris-

tiana, la majestad católica, la ingenuidad popu-

lar, la rica y lujuriante vegetación de una época

de renovación. La Biblia se parece a las pirámi-

des, la Ilíada al Partenón, Homero a Fidias. Ya


en el siglo XIII Dante es la última iglesia romá-

nica y Shakespeare, en el XVI, la última catedral

gótica.

19 Asceta legendario considerado autor de los

grandes poemas sagrados de la India.

Así, para resumir lo dicho hasta aquí de forma

necesariamente incompleta y truncada, diremos

que el género humano tiene dos libros, dos re-

gistros, dos testamentos: la arquitectura y la

imprenta; la biblia de piedra y la biblia de pa-

pel. Sin duda alguna, al contemplar las dos

biblias, tan hojeadas y consultadas a través de

los siglos, nos estará permitido el añorar la ma-

jestad visible de la escritura de granito; esos

gigantescos alfabetos formulados en co-

lumnatas, en pilones, en obeliscos; esa especie

de montañas humanas que cubren el mundo y

el pasado, desde la pirámide hasta el campana-

rio, desde Kéops hasta Estrasburgo. Hay que

releer el pasado en esas páginas de mármol;


hay que admirar y hojear constantemente el

libro escrito por la arquitectura, pero no hay

que negar la grandeza del edificio que eleva, a

su vez, la imprenta.

Este edificio es colosal. No sé qué hacedor de

estadísticas ha calculado que colocando uno

sobre otro todos los volúmenes salidos de la

imprenta, desde Gutenberg, se llenaría el espa-

cio existente entre la tierra y la luna. Pero no es

de esta clase de grandeza de la que queremos

hablar. Sin embargo cuando se intenta abarcar

con el pensamiento una imagen total del con-

junto de las producciones desde la imprenta

hasta nuestros días, ¿no se nos aparece este

conjunto como una inmensa construcción, te-

niendo por base al mundo entero, en la que la

humanidad trabaja sin descanso y cuya mons-

truosa cabeza se pierde entre las brumas pro-

fundas del futuro? Es como el hormiguero de

las inteligencias, la colmena a donde todas las


imaginaciones, esas abejas doradas, llegan con

su miel; es la torre de los mil pisos. Por aquí y

por allá se ven desembocar en sus rampas las

cavernas tenebrosas de la ciencia que se cruzan

en sus entrañas. En todas partes de la superficie

el arte hace proliferar ante los ojos sus arabes-

cos, sus rosetones y sus encajes. Allí cada obra

individual, por caprichosa y aislada que parez-

ca, tiene su sitio y su resalte. La armonía proce-

de del conjunto. Desde la catedral de Shakes-

peare hasta la mezquita de Byron, mil campa-

narios se agrupan y se entremezclan en esta

metrópoli del pensamiento universal. En su

base se pan escrito algunos antiguos títulos de

la humanidad que la arquitectura no había re-

gistrado. En la entrada, a la izquierda, se ha se-

llado el viejo bajorrelieve en mármol blanco de

Homero; a la derecha, se yerguen las siete ca-

bezas de la Biblia políglota. Más a11á se eriza la

hidra del Romancero y algunas otras formas


híbridas como los Vedas y los Nibelungos.

Ocurre además que el prodigioso edificio se

mantiene inacabado y la imprenta, esa máquina

gigante que bombea sin cesar toda la savia inte-

lectual de la sociedad, vierte incesantemente

nuevos materiales para la obra. Todo el género

humano está en ese andamiaje y cada inteligen-

cia es uno de sus obreros. El más humilde colo-

ca una piedra o tapa un agujero y cada día se

coloca una nueva hilada. Retif de la Bretonne

aporta su cesto de cascotes. Independientemen-

te de la aportación original a individual de cada

escritor existen aportaciones colectivas. El siglo

xvII1 concurre con su Enciclopedia, la revolu-

ción aporta su Monitor(20). Naturalmente que

se trata de una construcción que crece y se

completa en espirales sin fin y en donde se

produce también la confusión de lenguas; es

una actividad incesante un trabajo infatigable,

un concurso entusiasta de toda la humanidad;


es el refugio prometido a la inteligencia contra

un nuevo diluvio o contra otra invasión de los

bárbaros; es la segunda torte de Babel del géne-

ro humano.

20. El Monitor Univerral apareció en 1789 y se

prolongó pasta 1868, en que fue reemplazado

pot el boletín official. No se limitaba a la publi-

cación de los textos oficiales sino que los com-

pletaba con comentarios que eran consultados,

llegado el caso, por gobiernos sucesivos para

informar o incluso orientar a la opinión general.

LIBRO SEXTO

IOJEADA IMPARCIAL A LA ANTIGUA MA-

GISTRATURA

EN el año de gracia de 1482, el gentilhombre

Robert de Estouteville, caballero, señor de Bey-

ne, barón de Ivry y de SaintAndry en la Marca,

consejero y chambelán del rey y guardián de la

prebostería de París, era un personaje muy

afortunado. Tenía casi diecisiete años cuando


recibió del rey, el 7 de noviembre de 1465, el

año del cometa, el honorable cargo de preboste

de París, que era considerado como un señorío

más que un cargo propiamente dicho: Dignitas,

dice Joannes Loemnoeus, quae cum non exigua

potestate politiam concernente, atque praerogativis

multis et juribus conjuncta est(1). Era algo extra-

ordinario ver en 82 a un gentilhombre, comi-

sionado por el rey, para una institución que se

remonta a la época del matrimonio de la hija

natural de Luis XI con monseñor, el bastardo

del Borbón. El mismo día en que Robert de Es-

touteville había reemplazado a Jacques de Vi-

lliers en el prebostazgo de París, maese Jean

Dauvet sustituía a maese Hélye de Torrettes en

la primera presidencia de las cortes, en el par-

lamento; Jean Jouvenel de los Ursinos suplan-

taba a Pierre de Morvilliers en el puesto de can-

ciller de Francis; Regnaul des Dormants despo-

seía a Pierre Puy del cargo de receptor de peti-


ciones ordinarias de la residencia real. Pero,

¿sobre cuántas cabezas se habían paseado la

cancillería, el ministerio y la presidencia desde

que Robert de Estouteville había sido nombra-

do preboste de Paris?

1.Dignidad que entraña un rnnsiderable poder,

relativo a la policía otros múltiples derechos y

prerrogativas.

Le había sido entregado en guarda, decían las

camas credenciales; y desde luego que lo guar-

daba bien, pues se aferraba a él, se había entre-

gado a él y hasta se había identificado con él

tan bien que había logrado escapar a la furia de

cambios que dominaba a Luis XI, rey descon-

fiado, hostigador y trabajador, que pretendía

conservar mediante revocaciones frecuentes la

elasticidad de su poder. Aún había más ya que

el buen caballero había obtenido para su hijo la

continuidad de su cargo y hacía ya dos años

que el nombre del gentilhombre Jacques de


Estouteville, escudero, figuraba junto al suyo

encabezando el registro ordinario del pre-

bostazo de París. ¡Rarísimo en verdad, insigne

favor! Es cierto que Robert de Estouteville era

un buen soldado, que había lealmente enarbo-

lado su pendón contra la liga del bien público(2) y que además había
ofrecido a la reina un maravilloso ciervo confitado el día de su entrada en

París en 14... Contaba también con la buena

amistad de micer Tristán l'Hermite, preboste de

los mariscales del palacio del rey; así que micer

Robert gozaba de una dulce y plácida existen-

cia: primeramente unos buenos emolumentos a

los que se unían y colgaban, como unos raci-

mos más de su viña, las rentas de la secretaría

de lo civil y de lo criminal del prebostazgo más

las rentas civiles y criminales de las auditorías

del Embas del Châtelet, sin contar los pequeños

pontazgos de Mantes y de Corbeil y los im-

puestos sobre leña y sal. Añádase a esto el pla-

cer de la ostentación en sus cabalgadas por la

ciudad, y el destacar sobre la vestimenta rojo y


tostado de los ediles y de los jefes de la tropa de

su hermoso uniforme de guerra, que aún hoy

podemos admirar esculpido en su sepulcro en

la abadía de Valmont, en Normandía, y su mo-

rrión repujado en Montlhéry. Y además, ¿no

suponia nada el ejercer autoridad sobre los

guardias de la docena, el conserje y vigía del

Châtelet, los dos auditores del Châtelet, audito-

res castelleti, los dieciséis comisarios de los die-

ciséis barrios, el carcelero del Châtelet, los cua-

tro sargentos enfeudados, los ciento veinte sar-

gentos de a caballo, los ciento veinte sargentos

de vara, el caballero de la ronda con toda su

ronda, con su ronda inferior y su contrarronda?

¿No era nada ejercer justicia, alta y baja, dere-

cho de arrestar y de colgar, sin contar la pri-

mera jurisdicción, en primera instancia, in pri-

ma instantia, como dicen los documentos, sobre

el vizcondado de Paris, tan gloriosamente do-

tado con siete nobles bailiajes?(3) ¿Se puede


uno imaginar algo más grato que dictar senten-

ciás y ordenar arrestos como hacía a diario mi-

cer Robert de Estouteville, en el Grand Châtelet

bajo las ojivas amplias y achatadas de Felipe

Augusto? ¿Y el ir como acostumbraba cada

noche a la encantadora mansión de la calle Ga-

lilée, en el recinto del Palais-Royal, que poseía

como dote de su mujer, madame Ambroise de

Loré, a descansar de la fatiga que le hubiera

producido el haber enviado a algún pobre dia-

blo a pasar la noche por su cuenta en «aquella

celdita de la calle de la Escorcherie, que los

prebostes y los edíles de París solían utilizar

como su prisión y que medía once pies de lar-

go, siete pies y cuatro pulgadas de ancho y

otros once pies de alto»?

2. Revuelta organizada por una parte de la no-

bleza contra Luis XI en el año de 1464, en la que

el rey se vio obligado a capitular (Tratado de

Conflans, 1465).
3. El bailío era un agente del rey o de un noble;

se encargaba, a partir del siglo XII, de las fun-

ciones judiciales. El bailiaje sería pues la juris-

diccíón correspondiente a un bailío.

Pero micer Robert de Estouteville tenía, además

de su justicia particular como preboste y viz-

conde de Paris, parte, ojeada y un buen mor-

disco también, en la gran justicia del rey. No

había cabeza importante que no hubiera pasado

por sus manos antes de ir a parar a las del ver-

dugo. Él mismo fue quien había ido a buscar a

la Bastille-Saínt-Antoine, para llevarle a las

Halles, al señor de Nemours, y al condestable

de Saint-Pol para llevarle a la plaza de Grève;

éste protestaba y gritaba, con gran satisfacción

del preboste, que no estimaba en absoluto al

señor condestable.

He aquí, en realidad, más de lo necesario para

hacer feliz a ilustre la existencia y para merecer,

al menos, una página notable en esta interesan-


te historia de los prebostes de París, en la que

uno puede enterarse de que Oudard de Ville-

neuve tenía una residencia en la calle de las

Boucheries, que Guillaume de Hangest cornpró

la grande y la pequeña Saboya, que Guillaume

de Thiboust cedió a las religiosas de Santa Ge-

noveva sus casas de la calle Clopin, que

Hugues Aubriot vivió en la residencia del

Porc-Épic, y otras mil circunstancias domésti-

cas.

Sin embargo y con tantas razones para tomarse

la vida con paciencia y alegría, micer Robert de

Estouteville se había levantado aquella mañana

del 7 de enero de 1482 muy enfadado y de un

humor insoportable. ¿De dónde le venía aquel

malhumor? Ni él mismo habría sabido decirlo.

¿Sería porque el cielo estaba gris?, ¿porque la

hebilla de su viejo cinturón de Monthléry no

ajustaba bien y oprimía demasiado militarmen-

te su gordura de preboste? ¿Quizás porque


había visto pasar bajo su ventana a unos rufia-

nes burlándose de él, en pandilias de cuatro, sin

camisa bajo sus jubones, con el gorro roto y

bien provistos de zurrón y botella? ¿Podría ser

el vago presentimiento de las trescientas seten-

ta libras, dieciséis sueldos y ocho denarios que

el futuro rey Carlos VIII iba a retirarle de sus

rentas el año siguiente? Todo ello queda a elec-

ción del lector; nosotros nos inclinamos a creer

sencillamente que estaba de mal humor porque

estaba de mal humor.

Por otra parte, era al día siguiente de una fiesta,

día de aburrimiento para todos, principalmente

para el magistrado encargado de barrer y reco-

ger todas Las basuras, en sentido propio y figu-

rado que una fiesta produce en una ciudad co-

mo París.

Y además tenía sesión en el Grand Châtelet,

aunque hemos observado que los jueces se las

arreglan en general para que su día de audien-


cia sea un día de buen humor al objeto de po-

der descargar cómodamente sobre alguien, en

el nombre del rey, de la justicia o de la ley.

Sin embargo, la audiencia había comenzado sin

su presencia y sus lugartenientes en lo civil, en

lo criminal y en lo particular hacían sus funcio-

nes, según la costumbre. Desde las ocho de la

mañana algunos grupos de burgueses y de

burguesas amontonados y apiñados en un

rincón oscuro del auditorio de Embas del Cha-

telet, entre una sólida barrera de roble y la pa-

red, asistían tranquilamente al espectáculo va-

riado y regocijante de la justicia civil y criminal

administrada por maese Florian Barbedienne,

auditor del Châtelet lugarteniente del señor

preboste, de manera un tanto atropellada y

caprichosa.

La sala era pequeña, abovedada y baja; al fondo

se veía una mesa con el emblema de flor de lis,

y un gran sillón de madera de roble, repujado,


que pertenecía al preboste y que permanecía

vacío; y a la izquierda un escabel para el audi-

tor, maese Florian. Abajo se hallaba el escribano

garabateando y al frente estaba el pueblo. En la

puerta y junto a la mesa, guardias del preboste

con sobrevesta de camelot violeta con cruces

blancas. Dos guardias del Par-

loir-aux-Bourgeois, vestidos con sus jubones de

la fiesta de Todos Los Santos, medio rojos, me-

dio azules, vigilaban ante una puerta baja y

cerrada que se veía al fondo, detrás de la mesa.

Sólo una ventana en ojiva, fuertemente encaja-

da en el grueso muro, iluminaba con un rayo

pálido de enero, a dos grotescas figuras: el ca-

prichoso demonio de piedra, colgante en el

centro de la bóveda, y el juez sentado al fondo

de la sala sobre Las flores de lis.

En efecto, imaginaos en la mesa del preboste,

entre dos legajos de procesos, apoyado en sus

codos, con un pie pisando la cola de su toga de


paño marrón liso, con la cara envuelta en pieles

blancas de cordero, de Las que destacaban sus

negras cejas; coloradote, enfadado, cerrando un

ojo, llevando con majestad la grasa de sus meji-

llas, que se juntaban en su mentón, imaginaos

así a maese Florian Barbedienne, auditor en el

Châtelet.

Ahora bien; el auditor era sordo y éste era, en

verdad, un ligero defecto para un auditor. Pero

no por ello maese Florian dejaba de juzgar sin

apelación y con sensatez. Claro que es cierto

que a veces basta con que un juez tenga aspecto

de estar atento y, en este caso, el venerable au-

ditor cumplía con creces esta tarea, la única

para administrar una buena justicia, tanto me-

jor cuanto que su atención no podia ser distraí-

da por ningún ruido.

Por otra parse, había en el áudítorio un impla-

cable controlador de sus hechos y de sus gestos

en la persona de nuestro amigo Jehan Frollo du


Moulin, aquel joven estudiante de ayer, aquel

peatón al que siempre se podia encontrar en

cualquier parte de París, excepto ante la cátedra

de sus profesores.

-¡Mira! -decía por lo bajo a su compañero Pous-

sepain, que se reía burlón a su lado mientras

comentaba las escenas que se sucedían ante sus

ojos-, ahí está Jehanneton du Buisson, la linda

hija del gandul del mercado nuevo. ¡Por mi

vida que ese viejo va a condenarla! ¡Tiene me-

nos vista que oído! ¡Quince sueldos y cuatro

denarios parisinos por haber robado dos rosa-

rios! Resulta un poco raro. Lex duri carminis(4).

¿Quién es ése? ¡Robin-Chief-deVille, posadero!

¿Por haber sido maestro en su officio? Es el

pago de su entrada. ¡Eh! ¡Dos caballeros entre

estos truhanes! Aiglet de Soins y Hutin de

Mailly. ¡Dos escuderos, Corpus Crirtil ¡Ah!, han

jugado a los dados; ¿cuándo veré aquí a nues-

tro rector? ¡Cien libras parisinas de multa a


favor del rey! ¡El Barbedienne ese multa como

si estuviera sordo! (y es que lo está). Quiero ser

mi hermano el archidiácono, si ello me impide

jugar, jugar día y noche, vivir para jugar, si eso

me impide morir jugando y jugarme el alma

después de la camisa. ¡Virgen Santa, cuántas

mozas! ¡Como ovejitas una tras otra! ¡Ambioise

Lécuyère! ¡Isabeau la Peynette! ¡Bérarde Giro-

nin! ¡Si me las conozco a todas, Dios Santo!

¡Malta, multa! ¡Eso os enseñaré a llevar cin-

turón dorado! ¡Diez sueldos parisinos! ¡Coque-

tas! ¡Oh!, el viejo hocico de ese juez sordo a im-

bécil. ¡Ay! ¡Zopendo de Florian! ¡Mastuerzo de

Barbedienne! ¡Miradle en su mesa! ¡Come

pleinteantes, come procesos, come, mastica, se

ceba, se llena! Multas, gastos, tasas, costos, sala-

rios, daños, intereses, prisiones, cárcéles y ce-

pos con costas son para él como dulces de na-

vidad y mazapanes de San Juan. ¡Mírale qué

cerdo! ¡Anda! ¡Otra mujer amorosa! ¡Thibaud la


Thibaude nada menos! ¡Por haberse salido de la

calle Glatigny! ¿Qaién es ése? ¡Gieffroy Ma-

bonne, gendarme! ¡Ha maldecido el nombre del

Padre! ¡Anda! ¡Multa a la Thibaude! ¡Malta a

Gieffroy! ¡Multa a los dos! ¡Viejo sordo! ¡Ha

debido confundir los dos casos! ¡Van diez con-

tra uno a que hace pagar la blasfemia a la moza

y el amor al gendarme! ¡Eh, mira, Robert Pous-

sepain! ¿A quién traen ahora? ¡Anda, si son dos

sargentos! ¡Por Júpiter! ¡Si están aquí todos los

lebreles de la jauría! ¡Debe ser la gran pieza de

la batida! Un jabalí. ¡Es uno, Robin, es uno! ¡Y

bien grande! ¡Por Hércules! Si es nuestro

príncipe de ayer, nuestro papa de los locos,

nuestro campanero, nuestro tuerto y nuestro

cojo y nuestro cheposo y nuestra mueca. ¡Si es

Quasimodo...!

4. El texto de la ley es duro.

Y no era nada menos.

Era Quasimodo, atado, liado, vigilado, agarro-


tado y bien guardado. La escuadra de guardias

que le rodeaba iba asistida por el caballero de

ronda en persona, que llevaba bordado el escu-

do de Francia en el pecho y el de la ciudad en la

espalda. Nada se veía en Quasimodo, excepto

su deformidad, que pudiera justificar todo

aquel aparato de alabardas y arcabuces y estaba

triste, silencioso y tranquilo. Apenas si su único

ojo lanzaba de cuando en cuando una mirada

solapada y colérica sobre sus ataduras.

Paseó esa misma mirada a su alrededor pero

tan apagada y adormilada que las mujeres le

señalaban con el dedo pero para reírse de él.

Sin embargo, maese Florian, el auditor, hojeó

con atención el expediente de la denuncia pre-

sentada contra Quasimodo, que le llevó el es-

cribano y después de haberlo visto se quedó

meditativo durante un momento.

Gracias a esta precaución que siempre había

procurado tener antes de proceder a un inter-


rogatorio, podía conocer por adelantado los

nombres, cualidades y delitos del detenido;

tenía réplicas previstas a preguntas también

previstas y conseguía salir con bien de todas las

sinuosidades del interrogatorio sin que se nota-

ra demasiado su sordera. El expediente del

proceso era para él como el perro para el ciego.

Si acontecía por casualidad que su sordera le

traicionase aquí o a11á por alguna frase inco-

herente o por alguna pregunta incomprensible,

era algo que algunos consideraban que era de-

bido a su profundidad y otros a su imbecilidad.

En cualquiera de estos dos casos, el honor de la

magistratura quedaba a salvo, pues siempre es

mejor que un juez sea considerado imbécil o

profundo que no sordo. Así que él ponía sumo

cuidado en disimular su sordera a los ojos de

todos y generalmente lo conseguía con tal bri-

llantez que hasta él mismo llegaba a creérselo,

lo que era, por otra parte, más fácil de lo que


puede imaginarse. Todos los jorobados cami-

nan erguidos, los tartamudos van perorando y

los sordos hablando en voz baja. El creía que,

todo lo más, era un poquito duro de oído; era

ésta la única concesión que hacía en este aspec-

to a la opinión pública, en sus momentos de

franqueza y de examen de conciencia.

Habiendo rumiado a fondo el asunto de Qua-

simodo, echó la cabeza hacia atrás, y cerró un

tanto los ojos para dar más empaque e impar-

cialidad, aunque en aquel momento estaba a la

vez sordo y ciego, doble condición sin la cual

no se es un juez perfecto; y así, con esta actitud

magistral, dio comienzo al interrogatorio.

-¿Vuestro nombre?

Pero he aquí un caso «no previsto por la ley»; el

que un sordo tenga que interrogar a otro sordo.

Quasimodo, a quien nada advertía que se le

estaba formulando una pregunta, continuó mi-

rando al juez fijamente y no respondió. El juez,


sordo también, y sin que nada le indicara la

sordera del acusado, creyó que éste había res-

pondido, como hacían en general todos los acu-

sados, y continuó con su aplomo mecánico y

estúpido.

-Está bien. ¿Vuestra edad?

Quasimodo tampoco respondió a esta pregun-

ta. El juez la creyó cumplimentada y prosiguió.

-Y ahora vuestro estado.

Se mantuvo el mismo silencio en el acusado,

pero el auditorio había comenzado a susurrar y

a mirarse unos a otros.

-Está bien -continuó imperturbable,el auditor,

cuando supuso que el acusado había acabado

su tercera respuesta-. Se os acusa ante nos: pri-

mo, de desórdenes nocturnos; secundo, de vías

de hecho deshonestas en la persona de una mu-

jer loca, in praejudicium meretricis; tertio, de re-

belión y desobediencia a los arqueros de la or-

denanza del rey nuestro señor. Explicadnos


todos estos puntos. Escribano, ¿habéis tomado

ya nota de todo lo que el acusado ha dicho has-

ta ahora?

Ante esta desafortunada pregunta se produjo

un estallido de risotadas desde la escribanía al

auditorio, tan violento, tan loco, tan contagioso

y tan general que hasta los dos sordos pudieron

enterarse. Quasimodo se dio la vuelta levan-

tando su joroba en un gesto desdeñoso, mien-

tras que maese Florian, igualmente sorpren-

dido, y suponiendo que las risas de los espec-

tadores habrían sido provocadas por alguna

réplica irreverente del acusado, materializada

para él en aquel gesto de hombros, le apostrofó

con indignación.

-¡Pícaro! ¡Vuestra respuesta sería merecedora

de la horca! ¿Sabéis con quién estáis hablando?

No era esta salida la más adecuada para dete-

ner la general explosión de risotadas, y así pa-

reció a todos tan incongruente y absurda que


aquella risa loca se contagió incluso a los sar-

gentos del Parloir-aux-Bourgeois, una especie

de sotas de espadas en quienes la estupidez se

había vestido de uniforme. Sólo Quasimodo

conservó su serenidad por la simple razón de

no entender nada de lo que en torno suyo esta-

ba ocurriendo. El juez, cada vez más irritado se

creyó en la obligación de continuar con el mis-

mo tono, esperando con ello infundir terror en

el acusado, para que al influir éste en el audito-

rio, abandonase su actitud y renaciese de nuevo

la calma y el respeto.

-Es decir, hombre perverso y rapaz, que os

permitís faltar al auditorio del Châtelet, al ma-

gistrado comisionado para la justicia popular

de París, encargado de la investigación de los

crímenes, delitos y malos hechos, encargado

del control de los oficios y de prohibir su mo-

nopolio, de conservar el empedrado, de impe-

dir la reventa de aves y caza y de distribuir la


leña y otras clases de madera; de preservar a la

ciudad del barro y al aire de enfermedades con-

tagiosas, de mirar continuamente por el bien

del público, en una palabra, sin gajes ni espe-

ranza de salarios. ¿Sabéis que me llamo Florian

Barbedienne, lugarteniente en propiedad del

señor preboste y además comisario, cuestor,

controlador y observador con igual poder en

prebostería, bailiaje, conservación y presidial...?

No hay razón especial para que un sordo se

pare mientras está hablando a otro sordo. Dios

sabe dónde y cuándo habría tomado tierra

maese Florian, lanzado así por las ramas de la

alta elocuencia, si la puerta baja del fondo no se

hubiera abierto de repente para dar paso al

mismísimo preboste en persona.

No se turbó maese Florian ante su aparición,

sino que volviéndose hacia él y enfocando

bruscamente hacia el preboste la arenga con la

que estaba fulminando a Quasimodo unos


momentos antes dijo:

-Señor, requiero la pena que os plazca contra el

acusado aquí presente por grave y mirífico des-

acato a la justicia.

Y se sentó, sofocado, secándose las gruesas go-

tas de sudor que caían de su frente y empapa-

ban como lágrimas los pergaminos expuestos

ante él. Micer Robert de Estouteville frunció el

entrecejo a hizo a Quasimodo un gesto tan im-

perioso y significativo que el sordo comprendió

en buena parte.

El preboste le dirigió la palabra con severidad.

-¿Qué has hecho para estar aquí, rufián?

El pobre diablo, suponiendo que el preboste le

preguntaba su nombre, rompió el silencio que

había mantenido hasta entonces y respondió

con una voz ronca y gutural.

-Quasimodo.

La respuesta cuadraba tan mal con la pregunta

que las alocadas risas comenzaron a exteriori-


zarse de nuevo y micer Robert tuvo que gritar

encolerizado:

-¿También te burlas de mí, pícaro sinvergüen-

za?

-Campanero de Nuestra Señora- respondió

Quasimodo creyendo que debía explicar al juez

quién era.

-Campanero, ¿eh? -replicó el preboste que se

había despertado aquella mañana de bastante

mal humor, como ya hemos dicho, para que su

furia no necesitara ser atizada por tan extrañas

respuestas-. ¡Así que campanero! Ya haré yo

que te den un carillón de latigazos en el lomo

por las calles de París, ¿me entiendes ahora,

truhán?

-Si lo que queréis conocer es mi edad -dijo Qua-

simodo-, creo que hago los veinte para San

Martín.

Aquello era ya demasiado; y el preboste no

pudo contenerse.
-¡Ah! ¿Te burlas del preboste, miserable? Seño-

res sargentos de vara, llévenme a este bribón a

la picota de la plaza de Grève y azótenle duran-

te una hora. ¡Por Dios que me las va a pagar!, y

quiero que se pregone esta sentencia, mediante

cuatro trompetasjurados, por las siete castellan-

ías del vizcondado de París.

El escribano se puso a redactar la sentencia.

-¡Por las barbas de Cristo! ¡Ya lo creo que está

bien juzgado! -exclamó desde su rincón el joven

estudiante Jehan Frollo du Moulin.

El preboste se volvió y fijó de nuevo en Quasi-

modo su mirada centelleante.

-Creo que este bribón ha dicho por las barbas

de Cristo. Escribano, añada doce denarios pari-

sinos de multa por blasfemar y que se dé la

mitad a la obra de San Eustaquio, pues tengo

devoción especial a este santo.

La sentencia quedó redactada en pocos minu-

tos, siendo su contenido sencillo y breve. La


costumbre de la prebostería y del vizcondado

de París no había sido aún viciada por el presi-

dente Thibaut Baillet y por Roger Barmne, el

abogado del rey. No estaba obstruida entonces

por el espeso bosque de embrollos y trámites

que esos dos jurisconsultos impusieron a co-

mienzos del siglo XVI. Todo era claro, expedi-

tivo y explícito. Se iba derecho al asunto y se

distinguía rápidamente al final del camino, sin

zarzas ni recovecos, la rueda, el patíbulo o la

picota; al menos se sabía siempre por dónde se

iba.

El escribano presentó la sentencia al preboste,

que puso en ella su sello, y salió para continuar

su visita por los demás auditorios con un espí-

ritu tan dispuesto que debió llenar aquel día

todas las prisiones de París. Jehan Frollo y Ro-

bin Poussepain se reían bajo cuerda y Quasi-

modo contemplaba todo aquello con un aire de

indiferencia y de sorpresa.
Sin embargo, el escribano, en el momento en

que maese Florian Barbedienne leía, a su vez, la

sentencia para firmarla, se sintió movido de

piedad por aquel pobre diablo y con la espe-

ranza de rebajarle algo la pena, se acercó lo más

que pudo a la oreja del auditor y le dijo se-

ñalándole a Quasimodo:

-Este hombre está sordo.

Esperaba que el conocimiento de la enfermedad

de Quasimodo despertaría el interés de maese

Florian en su favor; pero ya hemos visto que

maese Florian no tenía interés en que nadie se

apercibiese de su sordera y por otra parte era

tan duro de oído que no oyó una sola palabra

de lo que le había dicho el escribano; pero, co-

mo deseaba dar la impresión de oír, respondió:

-¡Ay, ay, ay!, eso es otra cosa; no sabía yo eso:

una hora más de picota en ese caso.

Y firmó la sentencia modificada en este sentido.

-Le está muy bien -dijo Robin Poussepain, que


guardaba un cierto rencor a Quasimodo-, eso le

enseñará a no maltratar a la gente.

II

EL AGUJERO DE LAS RATAS

PERMÍTANOS el lector conducirle hasta la

plaza de Grève la que dejamos ayer con Grin-

goire, para seguir a Esmeralda.

Son las diez de la mañana. Todo nos da a en-

tender que es el día siguiente a una fiesta. El

suelo está lleno de restos, cintas, trápos, plumas

de penachos, cera de los velones y migajas del

festín popular.

Buen número de gente deambula, como se dice

ahora; por acá y por a11á revolviendo con el pie

los tizones apagados ya de la fogata de la alegr-

ía, extasiándose ante la Maison-aux-Piliers, re-

c.ordando las hermosas colgaduras de la víspe-

ra y contemplando hoy como último placer los

clavos de los que colgaban. Los vendedores de

sidra y de cerveza pasean sus barriles entre la


gente. Algunos traseúntes van y vienen con

prisa. Los comerciantes charlan y se llaman

desde la puerta de sus tiendas. La fiesta, los

embajadores, Coppenole, el papa de los locos

están en boca de todos. Todos comentan y ríen

a más y mejor. Sin embargo, cuatro guardias de

a caballo, que acaban de apostarse en las cuatro

esquinas de la picota, han reunido a su alrede-

dor un buen número de gente esparcida por la

plaza condenada a la inmovilidad y al aburri-

miento con la pequeña esperanza de poder con-

templar una ejecución.

Si ahora el lector, después de haber contempla-

do esta escena viva y chillona que se representa

en los cuatro lados de la plaza, dirige su mirada

hacia la antigua casa medio gótica y medio ro-

mánica de la Tour Roland que hace esquina con

el muelle del poniente, podrá observar en el

ángulo de la fachada un gran breviario público

con ricas decoraciones, preservado de la lluvia


por un pequeño tejadillo, y de los ladrones por

una reja que permite sin embargo hojearlo. Al

lado de aquel breviario hay una estrecha clara-

boya en ojiva, cerrada con dos barrotes de hie-

rro, en forma de cruz, que es la única abertura

que lleva un poco de aire y de luz a una peque-

ña celda, sin puerta, abierta en la planta baja, en

el espesor del muro de la vieja casa, y llena de

una paz tanto más profunda y de un silencio

tanto más triste cuanto que choca con el am-

bience existente en la plaza pública que hay a

su lado, la plaza más bulliciosa, animada y po-

pular de París.

Esta celda era célebre en París desde hacía casi

tres siglos, cuando madame Rolande de la

Tour-Roland, en señal de duelo por la muerte

de su padre en las cruzadas, la había hecho

excavar en los muros de su propia casa con

objeto de encerrarse a11í para siempre, sin con-

servar de su palacio más que esa vivienda cuya


puerta estaba tapiada y con la claraboya abierta

constantemente tanto en verano como en in-

vierno, y habiendo ofrecido el resto de su for-

tuna a Dios y a los pobres. La desconsolada

dama había esperado la muerte durante veinte

años en aquella tumba anticipada, implorando

noche y día por el alma de su padre, durmien-

do sobre cenizas, sin tener siquiera una piedra

como almohada; vestida con un saco negro y

viviendo únicamente de la limosna que los

transeúntes depositaban en el reborde de la

claraboya, pan y agua principalmente; así recib-

ía ella la caridad después de haberla ejercitado.

A su muerte, en el momento de trasladarla a su

nuevo sepulcro, había legado a perpetuidad

aquel sitio para las mujeres afligidas, a las ma-

dres, viudas o doncellas, que necesitaran rogar

mucho por el prójimo o por ellas mismas y que

desearan enterrarse vivas por un gran dolor o

por penitencia. Los pobres de su época le hab-


ían ofrecido unos hermosos funerales con

lágrimas y bendiciones. Pero con gran pesar

suyo la piadosa joven no había Podido ser ca-

nonizada como santa por falta de medios. Los

más impíos esperaban que el asunto se hubiera

arreglado en el paraíso más fácilmente que en

Roma y habían rogado a Dios simplemente por

la difunta ya que no to hacía el papa. La gran

mayoría se había conformado con guardar co-

mo sagrada la memoria de Rolande y con hacer

reliquias de sus harapos. La ciudad, por su par-

te, había fundado, en memoria de la dama, un

breviario público, que guardaba cerca de la

lucera de la celda, para que los transeúntes se

detuvieran de vez en cuando, aunque sólo' fue-

ra para rezar, para que la oración obligara a

pensar en la caridad y para que las a11í reclui-

das, herederas de la cueva de madame Rolan-

de, no muriesen de hambre o por olvido.

No eran infrecuentes en las ciudades de la


Edad Media esta especie de tumbas. Podían

encontrarse con alguna frecuencia, en la calle

más concurrida, en el mercado más ruidoso .y

multicolor, en cualquier parte, bajo las patas de

los caballos, o casi casi, bajo las ruedas de las

carretas, una cueva, un pozo un calabozo va-

llado y con rejas en cuyo interior rogaba noche

y día un ser humano, entregado voluntaria-

mente a una eterna plegaria, a una dura peni-

tencia. Y todas las reflexiones que despertase

hoy en nosotros este extraño espectáculo, esta

horrible celda, eslabón intermedio entre la casa

y la tumba, entre el cementerio y la ciudad,

aquel ser vivo apartado de la comunidad

humana y considerado casi como muerto, aque-

lla lámpara consumiendo en la sombra su úl-

tima gota de aceite, aquel resto de vida vacilan-

te, aquel soplo, aquella voz, aquella eterna

súplica en una caja de piedra, aquel rostro vuel-

to para siempre hacia el otro mundo, aquellos


ojos iluminados ya por otro sol, aquel oído pe-

gado a las paredes de la tumba, aquel alma

prisionera en el cuerpo, aquel cuerpo prisio-

nero en el calabozo, bajo la envoltura de carne y

granito, el rumor de aquella alma en pena, na-

da de todo aquello era conocido por la gente; la

piedad poco razonadora y poco sutil de aque-

llos tiempos no discernía todas estas facetas en

un acto religioso.

Tomaba la cosa en bloque y honraba, veneraba

y santificaba el sacrificio en circunstancias con-

cretas, pero no analizaba los sufrimientos que

de él se derivaban y los compadecía relativa-

mente. Llevaba de vez en cuando algo de co-

mida al desgraciado penitence, miraba por la

ventanita para comprobar si aún vivía; desco-

nocía su nombre y apenas si sabía desde cuán-

do había comenzado a morir, y cuando algún

forastero les preguntaba sobre el esqueleto vi-

viente que se pudría en aquella cueva, los veci-


nos respondían simplemente: es el recluso, o es

la reclusa, según que se tratara de un hombre o

de una mujer.

Así se veía todo en aquel tiempo, sin metafísi-

cas ni exageraciones sin cristales deformantes, a

simple vista. No se había inventado aún el mi-

croscopio ni para las cosas del espíritu ni para

las de la materia.

Por to demás, aunque no causara mucha extra-

ñeza, los ejemplos de esta clase de enclaustra-

ción en el interior de las ciudades eran frecuen-

tes en realidad cal como acabamos de decir.

Había en París un buen número de estas celdas

de penitencia y de oración y casi todas estaban

ocupadas, aunque bien es verdad que el clero

se preocupaba de que no quedaran vacías por-

que podría inducir a tibieza en la fe de los cre-

yentes y por esto mismo las ocupaban con le-

prosos cuando se carecía de penitentes.

Además de la celda de la Grève había otra en


Montfaucon, otra en el cementerio de los Ino-

centes, otra no sé muy bien dónde, hacia la casa

de Clichon, creo, y otras tantas más en muchos

lugares de las que encontramos el rastro en las

tradiciones populares, a falta del lugar material

de las mismas.

La Universidad también tenía la suya. En la

montaña de Sainte-Geneviéve una especie de

Job de la Edad Media cantó durante treinta

años los salmos penitenciales sobre un esterco-

lero, en el fondo de una cisterna, volviendo a

empezar cuando los terminaba, salmodiando

más alto durante la noche, magna voce per um-

bra.r y aún hoy el que gusta de conocer estas

cosas creerá oír su voz al entrar en la calle del

Pozo que habla.

Para limitarnos solamente a la celda de la

Tour-Roland, hay que decir que nunca había

carecido de penitentes. Desde la muerte de ma-

dame Rolande, apenas si había estado libre uno


o dos años. Muchas mujeres la habían ocupado

hasta la muerte, entrando en ella para llorar a

sus padres, a sus amantes o por sus propias

faltas. La maledicencia parisina, que se mete en

todo incluso en to que menos debería importar-

les, pretendía no haber visto encerradas a mu-

chas viudas.

Según era costumbre en la época, una inscrip-

ción latina en el muro indicaba al transeúnte

que supiera leer el destino piadoso de aquella

celda. Hasta mediados del siglo xvi se ha con-

servado la costumbre de explicar la historia de

algunos edificios mediante una breve leyenda

colocada encima de la puerta; por ello puede

hoy mismo leerse, en Francia, sobre la ventani-

lla de la prisión de la casa señorial de Tourville:

Sileto et spera(5); en Irlanda, bajo el escudo exis-

tente sobre el portalón de entrada del castillo

de Fortescue, reza la inscripción: Forte scutum,

salus ducum(6); y en Inglaterra, por encima de la


entrada principal de la mansión hospitalaria de

los condes de Cowper, se ve: Tuum est(7). En-

tonces cualquier edificio encerraba un pensa-

miento.

5. Calla y espera.

6. Escudo fuerte, seguridad de los duques.

7. Esta es tu casa.

Como no había puerta en la celda tapiada de la

Tour-Roland, se había grabado con gruesos

caracteres romanos, por encima de la ventana,

estas dos palabras:

TU ORA(8)

Pero como el pueblo, con su enorme sentido

común, no ve tanta delicadeza en las cosas y

traduce simplemente Ludovico Magno(9) por

Porte Saint-Denis, había dado a esta cavidad

oscura, sombría y húmeda el nombre de Aguje-

ro de las ratas(10), explicación quizás menos

sublime que la otra, pero mucho más pintores-

ca.
8. Tú reza.

9. A Ludovico Magno era la dedicatoria de la

Puerta de Saint-Denis erigida en 1672 para

conmemorar las vittorias de Luis XIV en el

Rhin.

10. Es un juego de palabras el que se origina

fonéticamente con este nombre; en francés se

dice trou-aux-rats, equivalente en la pronuncia-

ción a «tru o rau, igual a Ta ora, emblema que

figuraba en aquella celda.

III

HISTORIA DE UNA TORTA DE LEVADURA

DE MAIZ

EN la época en que transcurre esta historia, la

celda de la TourRoland estaba ocupada; si el

lector desea saber por quién no tiene más que

escuchar la conversación de tres comadres que

cuando les hemos preguntado por el agujero de

las ratas, se dirigían precisamente hacia aquel

lado, subiendo por el Châtelet hasta la Grève,


bordeando el rlo.

Dos de estas mujeres iban vestidas como bue-

nas burguesas de París: con su fina marquesota

blanca, faldas de tiritaña con rayas rojas y azu-

les, con medias de lana blanca con ribetes de

color, muy ajustadas a las piernas, con zapatos

cuadrados de cuero marrón y suelas negras y

principalmente con un peinado, una especie de

cuerno de lentejuelas, lleno de cintas y de enca-

jes como el que aún llevan las mujeres de la

región de Champagne. Todo ello dejaba traslu-

cir que pertenecían a esa clase de ricas comer-

ciantes, que se encuentran entre las que los la-

cayos llaman a veces una mujer y a veces una

dama.,No llevaban ni sortijas, ni cruces de oro,

pudiéndose deducir fácilmente que no era por

pobreza sino por miedo a una rnulta.

Su compañera iba más o menos ataviada de la

misma manera, pero había en su presencia y en

su desenvoltura ese no sé qué que define a la


mujer de un notario provinciano. Se le notaba,

por la forma de llevar su cinturón por encima

de las caderas, que no llevaba aún mucho tiem-

po en París. Añadid a eso una gorguera plisada,

lazos en los zapatos, que las rayas de su falda

iban en el sentido de to ancho y no de to largo y

otros tantos detalles que chocaban con el buen

gusto.

Las dos primeras andaban con ese aire propio

de las parisinas que enseñan París a las provin-

cianas. La provinciana llevaba de la mano a un

muchachete gordinflón que tenía en la suya

una gran torta.

Lamentamos tener que añadir que, a causa del

frío del invierno el muchachete se servía de su

lengua como pañuelo.

El muchacho se hacía arrastrar, non patribus

aequis(11), como dice Virgilio, y tropezaba a

cada paso, con gran griterío de su madre. La

verdad es que iba más preocupado por la torta


que por el suelo y sin duda debía existir un

motivo serio que le impedía tirarle un mordisco

(a la torta), pues se contentaba con mirarla go-

losamente. Creernos que la madre debería

haberse encargado de llevar la torta y no some-

ter así al mofletudo muchacho a la crueldad de

convertirle en un nuevo Tántalo.

11. A pasos desiguales (Virgilio, Eneida, II-724).

Sin embargo, las tres señoritas (el nombre de

damas se reservaba entonces a la nobleza)

hablaban todas al mismo tiempo.

-Hay que darse prisa, señorita Mahiette- decía

la más joven de las tres y a la vez la más gruesa,

a la provinciana-. Me temo mucho que vamos a

llegar tarde pues nos han dicho en el Châtelet

que le llevaban inmediatamente a la picota.

-Bueno, bueno; ¡no es para tanto, señorita Ou-

darde Musnier! -decía la otra parisina-; seguro

que al menos le tendrán dos horas a11í; tene-

mos tiempo de sobra. ¿Habéis visto alguna vez


Poner a alguien en la picota, querida Mahiette?

-Sí -dijo la provinciana-; en Reims.

-¡Bah! ¡Qué tiene que ver ésta con vuestra pico-

ta de Reims; una mala jaula en donde sólo me-

ten a campesinos? ¡Vaya cosa!

-¡Cómo que campesinos! ¡Campesinos en el

mercado de los paños! -dijo Mahiette- ; ¡en

Reims! Hemos visto a11í bien de criminales y

algunos habían matado incluso a su padre y a

su madre. ¡Sí, sí, campesinos! ¿Por quiénes nos

tomáis Gervaise?

La provinciana estaba a punto de enfadarse por

el honor de su picota, cuando por fortuna la

discreta señorita Oudarde Mousnier cambió de

conversación.

-A propósito, señorita Mahiette, ¿qué os han

parecido nuestros embajadores flamencos?

¿Los podéis encontrar tan guapos en Reims?

-Tengo que confesar -respondió Mahiette-, que

sólo en París se pueden ver flamencos así.


-Os habéis fijado en la embajada, en ese gran

embajador que es calcetero -preguntó Oudarde.

-Sí -contestó Mahiette-. Parecía un Saturno.

-¿Y en aquel otro gordo cuya cara parecía un

vientre desnudo? -prosiguió Gervaise-. ¿Y en

aquel otro, bajito, con ojos pequeños y como

bordeados de parpados rojizos, duros y denta-

dos como un cardo?

-Sus caballos sí que son bonitos -dijo Ouarde-,

enjaezados como los llevan a la moda de su

país.

-Ay querida -interrumpió la provinciana Ma-

hiette mostrando un aire de superioridad-,

pues, ¿qué diríais si hubieseis visto en el año 61

hace dieciocho años, cuando la coronación del

rey, los caballos de su séquito y los de los

príncipes? Plumeros y gualdrapas de todas

clases, unas de paños de Damásco, de fino paño

de oro con adornos de martas cibelinas. Otros

con terciopelos y pieles de armiño y cargados


todos de adornos y de campanillas de oro y de

plata. ¡Cuánto dinero no habría costado todo

eso! ¡Y los preciosos muchachos a caballo, que

hacían de pajes!

-Lo que no impide -replicó secamente la señori-

ta Oudardeque los flamencos lleven caballos

hermosísimos y que ayer les hayan ofrecido

una cena soberbia en el ayuntamiento; en la

residencia del señor preboste de los mercade-

res, en donde se les sirvieron frutas confitadas,

hipocrás, especias y otras exquisiteces.

-¿Qué estáis diciendo, vecina? -exclamó Gervai-

se-, los flamencos han cenado con el señor car-

denal, en su residencia del Petit-Bourbon.

-Que no, que ha sido en el ayuntamiento.

-Os digo que ha sido en el Petit-Bourbon.

-Segurísimo que ha sido en el ayuntamiento

-respondió Oudarde con un tono seco-; y

además el doctor Scourable les ha dedicado un

discurso en latín que les ha complacido enor-


memente. Me lo ha contado mi marido que es

librero jurado.

-Pues segurísimo que ha sido en el Pe-

tit-Bourbon -respondió Gervaise en el mismo

tono-, y además os dire to que les ha ofrecido el

procurador del señor cardenal: doce dobles de

hipocrás blanco, clarete y tinto; veinticuatro

cestillos de mazapán dorado de Lión y otras

tantas tartas de a dos libras la pieza y seis tone-

letas del mejor vino de Beaune que se pueda

encontrar, blanco y clarete. Supongo que me

creerás ahora; lo sé por mi marido que es el jefe

de los guardias del Parloir-aux-Bourgeois y que

precisamente comparaba esta mañana a los

embajadores flamencos con los del preste

Juan(12) y con el emperador de Trebisonda que

vinieron desde Mesopotamia hasta París, con el

último rey y que llevaban aros en las orejas.

12. Nombre mítico, dado en la Edad Media al

soberano de Etiopía.
-Estoy tan segura de que ha sido en el ayunta-

miento -replicó Oudarde muy poco irnpresio-

nada por aquel alarde de precisiones- y de que

nunca se ha visto tal cantidad de viandas y dul-

ces.

-Pues yo os digo que han sido servidos por Le

Sec, guardia de la ciudad, en la residencia del

Petit-Bourbon, y seguramente es eso lo que os

induce al error.

-Os digo que en el ayuntamiento.

-Que no, querida, que no. Y además habían

encendido en cristales mágicos la palabra Espe-

ranza que está escrita en la gran puerta de la

entrada.

-En el ayuntamiento, seguro que ha sido en el

ayuntamiento, y además lo diré que Husson le

Voir tocó la flauta.

-¡Yo os digo que no!

-¡Pues yo os digo que sí!

-¡Pues yo os digo que no!


La buena y rellena Oudatde se disponía ya a

replicar de manera que en aquella discusión

habrían llegado a los moños si no hubiera sido

porque Mahiette las interrumpió diciendo:

-¡Eh! ¡Qué hace toda esa gente reunida a11á, al

otro lado del puente! Están mirando todos algo

que hay en el centro, ¿no?

-Es verdad -dijo Gervaise-, oigo como si tocaran

una pandereta. Creo que es la pequeña Esme-

ralda que hace sus juegos con la cabra. Hala,

más deprisa, Mahiette; avivad el paso y tirad

más deprisa del niño que habéis venido aquí

para conocer las cosas curiosas de París. Ya

ayer habéis visto a los flamencos, hoy vais a ver

a la zíngara.

-¡La zíngara! -dijo Mahiette volviéndose brus-

camente y cogiendo fuertemente a su niño por

el brazo-. ¡Que Dios me guarde! Me robaría mi

hijo; ven acá Eustaquio.

Y echó a comer por el malecón hacia la Grève


hasta dejar muy atras el puente; pero el niño

del que iba tirando se cayó de rodillas y ella,

toda jadeante, se detuvo. Oudarde y Gervaise

la alcanzaron.

-¿Creéis que esta gitana os va a robar a vuestro

hijo? -dijo gervaise-. ¡Qué imaginación la vues-

tra!

Mahiette movía la cabeza preocupada.

-Lo que más me choca es que la Sachette(13)

tiene la misma idea de las gitanas.

13. La Sachette era una especie de monja vesti-

da con tela de saco y que llevaba en la cabeza

una capucha también de saco.

-¿Qué es la Sachette? -preguntó Mahiette.

-Pues la hermana Gudule -dijo Oudarde.

-¿Y quién es esa hermana Gudule?

-Se ve que sois de Reims para no saberlo

-respondió Oudarde-; es la reclusa del agujero

de las ratas.

-¿Quién? -preguntó Mahiette-, ¿esa pobre mujer


a la que llevamos esta torta?

Oudarde hizo con la cabeza un signo de afir-

mación.

-Esa misma precisamente; vais a verla en se-

guida en su ventanuco, en la Grève. Piensa co-

mo vos sobre estas gitanas vagabundas que

tocan el pandero y dicen la buenaventura a la

gente. No se sabe de dónde le viene esa aver-

sión a los zíngaros y a los gitanos; pero vos,

Mahiette, ¿por qué habéis echado a correr nada

más verla?

-¡Oh! -exclamó Mahiette, tomando entre sus

manos la cabeza del niño-, no quiero que me

ocurra como a Paquette la Chantefleurie.

-¡Vaya! Pues tienes que contarnos esa historia,

mi buena amiga -le dijo Gervaise cogiéndola

del brazo.

-Me gustaría -respondió Mahiette-, pero, ¡ay!

¡De París tenías que ser para no conocerla! Pues

os diré que, pero no necesitamos pararnos para


contar la historia, Paquette de Chantefleurie era

una guapa muchacha de dieciocho años cuando

yo lo era también, es decir, hace dieciocho años

y que sólo ella tiene la culpa de no ser hoy, co-

mo yo lo soy, una buena y fresca madre de

treinta y seis años con un marido y un hijo. Era

la hija de Guybertaut, ministril de barcos en

Reims, el mismo que había tocado ante el rey

Carlos VII en su consagración, cuando bajaba

por nuestro río Vesle, desde Sillery hasta Mui-

son. Incluso viajaba en aquel barco madame la

Doncella. Pues murió su anciano padre siendo

aún Paquette muy niña; así que sólo se quedó

con su madre, hermana de M. Mathieu Pradon,

calderero de París. Vivía en la calle Parin Garlin

y murió el año pasado. Ya veis cómo era su

familia. La madre era una buena mujer que, por

desgracia, no enseñó nada a Paquette excepto

un poco de muñequería, to que no impidió que

la pequeña fuese creciendo y siguiera siendo


pobre. Vivían las dos en Reims, río abajo, en la

calle de la Folle-Peine. Fijaos en esto porque

creo que fue eso to que trajo la desgracia a la

Paquette. En el 61, el año de la coronación de

nuestro rey Luis XI que Dios guarde, Paquette

era tan alegre y tan bella que en todas las partes

la llamaban la Chantefleurie. ¡Pobre niña! Tenía

unos dientes hermosísimos y le gustaba reírse

para enseñarlos. Pero chica a quien le gusta

reír... Pero unos bellos dientes pierden a unos

lindos ojos. Ésa era la Chantefleurie. La vida les

era dura a ella y a su madre y desde la muerte

de su padre habían quedado muy desampara-

das. Su trabajo de muñequería apenas si les

proporcionaba seis denarios a la semana, to que

no supone más de dos maravedises de águila.

Estaban muy lejos de cuando el tío Guybertaut

ganaba doce sueldos parisienses en una sola

ceremonia de coronación y con una sola can-

ción. Un invierno, en ese mismo año del 61, las


dos mujeres no tenían ni leña, ni troncos y hac-

ía mucho frío, to que le dio a la Chantefleurie

tan buen color que algunos hombres la llama-

ban Paquette y otros Paquerette(14) y ella se

perdió. ¡Eustaquio! ¡Te estoy viendo morder la

tarta! Nos dimos cuenta de que se había echado

a perder un domingo que vino a la iglesia con

una cruz de oro al cuello. ¡A los catorce años!

¡Os dais cuenta! Primero fue el joven vizconde

de Cormontreuil, que tiene su campanario a

tres cuartos de legua de Reims después micer

Henri de Triancourt, caballerizo del rey; más

tarde, ya con menor categoría, Chiart de Beau-

lion, sargento de armas, y luego, cada vez más

bajo, Guery Aubergen, pinche de cocina del

rey, y Macé de Frépus, barbero del Delfín, y

Thévenin le Moine, cocinero del rey y así, cada

vez menos jóvenes y de menor categoría, fue a

parar con Guillaume Racine, menestril de zan-

fonía y con Thierry de Mer, linternero. Así la


pobre Chantefleurie fue de todos. Había perdi-

do hasta su última moneda de oro. ¡Qué os di-

ría yo, amigas mías! En la coronación de aquel

mismo año del 61 ella misma ocupó la cama del

rey de los rufianes. ¡Todo en el mismo año!


14. Paquette y Paquerette corresponde, en
francés, al nombre de la margarita, la flor.

Mahiette suspiró y se secó una lágrima que

asomaba a sus ojos.

-La verdad es que es una historia no muy ex-

traordinaria que digamos -dijo Gervaise-, pero

no veo que aparezcan en ella ni gitanas ni ni-

ños.

-¡Paciencia! -intervino Mahiette-: niños; ahora

vais a ver uno. En el 66, dieciséis años va a

hacer este mes, por Santa Paula, Paquette dio a

luz a una niña. ¡Pobre desdichada! Ella se puso

muy contenta pues hacía mucho tiempo que

venía deseando un hijo. Su madre, una buena

mujer que había siempre cerrado los ojos ante

todo, había muerto y así Paquette no tenía a

nadie en este mundo que la amara ni nadie a

quien amar. Desde hacía ya cinco años que se

había perdido la Chantefleurie era una pobre


criatura. Estaba sola en la vida, señalada con el

dedo, abucheada por las calles, perseguida y

golpeada por los guardias y era la mofa de los

muchachos harapientos. Además tenía ya vein-

te años y esa edad es casi la vejez para las muje-

res como ella y la vida que llevaba comenzaba a

ptoducirle menos que la muñequería de antes;

por cada arruga de más, un escudo de menos;

el invierno le resultaba especialmente duro, la

leña era cada vez más escasa en su leñera y el

pan en su artesa. Ya no podía trabajar porque al

prostituirse se había hecho perezosa y sufría

mucho más porque al hacerse perezosa se había

hecho glotona. Así es al menos como el señor

cura de Saint-Rerny explica el porqué mujeres

como ella tienen más frío y más hambre que

otras pobres cuando son viejas.

-Sí -observó Gervaise-, pero, ¿y las gitanas?

-Un momento, Gervaise --dijo Oudarde, cuya

atención era menos impaciente-. ¿Qué quedaría


para el final si todo se dijera al comienzo? Se-

guid, Maihette, por favor, seguid con la pobre

Chantefleurie.

Y Mahiette prosiguió:

-Estaba, pues, muy triste y era muy desgraciada

y las lágrimas habían marcado dos surcos en

sus mejillas y en su vergüenza, en su locura y

en su abandono creyó que sería menos vergon-

zoso, menos loco y que estaría menos abando-

nada si tuviera algo en el mundo o alguien a

quien poder amar o que la amara y eso tenía

que ser un niño, porque sólo un niño podía ser

tan inocente como para eso. Había llegado a esa

conclusión después de haber intentado amar a

un ladrón, el único hombre que podía aceptar-

la, pero se dio cuenta, al cabo de algún tiempo,

de que el ladrón la despreciaba. A estas mujeres

de la vida les hace falta un amante o un hijo

para llenarles el corazón, si no son muy desgra-

ciadas. Pero como no podía tener un amante, se


centró en el deseo de tener un hijo y, como

nunca había dejado de ser piadosa, se to pedía

siempre a Dios en sus preces y el buen Dios se

apiadó de ella y le dio una hija. No quiero deci-

ros cuánta fue su alegría. Fue una catarata de

lágrimas, de besos y de caricias. Ella misma

arnamantó a la pequeña, le hizo pañales con su

manta, la única que tenía en su cama, y ya no

volvió a sentir ni el frío ni el hambre y la belle-

za le volvió de nuevo, pues una soltera vieja

puede ser muy bien una joven madre. Volvió a

la galantería, la gente volvía a ver a la Chante-

fleurie y volvió a encontrar clientes para su

mercancía y de todos aquellos horrores hizo

pañales, gorritos y baberos, juboncitos de enca-

je, gorritos de satén, sin pensar siquiera en vol-

ver a comprar otra manta. ¡Señorito Eustaquio,

le he dicho que no mordisquee la torta! Está

claro que la pequeña Agnés, era el nombre de

pila de la niña porque apellido hacía ya mucho


que la Chantefleurie no to tenía; está claro que

aquella pequeña.se encontraba envuelta entre

más cintas y bordados que la hija de un rey.

¡Tenía entre otras cosas un par de zapatitos que

ni el mismo rey Luis XI los tuvo nunca iguales!

Ella misma se los había confeccionado y borda-

do; había puesto en ellos toda la habilidad de

sus conocimientos de muñequería y toda la

delicadeza de un manto para una virgen. ¡Era el

más precioso par de zapatos nunca visto! Eran

casi tan largos como el pulgar.de mi mano y

habría sido necesario verla jugar con sus piece-

citos para poder creer que podrían caber en

ellos porque, ¡eran unos piececitos tan peque-

ños y tan lindos y tan sonrosados! Más sonro-

sados aún que el satén de los zapatitos. Cuando

tengáis niños, Oudarde, os daréis cuenta de que

no hay nada tan bonito como los pies y las ma-

nitas de los niños.

-Lo estoy deseando -dijo Oudarde.con un sus-


piro-; pero estoy esperando que ése sea el deseo

de mi señor Andry Musnier.

-Por lo demás -prosiguió Mahiette-, la niña de

Paquette no tenía sólo bonitos los pies. Yo lle-

gué a verla cuando sólo tenía cuatro meses y

era un cielo de niña. Tenía los ojos más grandes

que la boca y el cabello, suavísimo y muy ne-

gro, empezaba ya a rizársele. Habría sido una

auténtica morenaza a los dieciséis años. A su

madre la traía más chalada cada día. La acari-

ciaba, la besaba, le hacía cosquillas, la lavaba, la

acicalaba y hasta se la comía a besos. La traía

loca por completo y ella daba mil gracias a

Dios. Se extasiaba sobre todo con sus piececitos

sonrosados; eran para ella una locura de gozo.

Siempre los estaba besando y se maravillaba de

su pequeñez. La calzaba, la descalzaba, los ad-

miraba, se maravillaba, los ponía al trasluz, le

daba pena ponerla a andat en su cuna y se

habría pasado la vida entera de rodillas,


calzándola y descalzándola, como si se tratara

de los pies del Niño jesús.

-Es un cuento precioso -dijo a media voz Ger-

vaise-, pero dónde aparece la gitana en todo

esto.

-Ahora viene -le replicó Mahiette-. Llegaron un

día a Reims una especie de caballeros muy ex-

traños. Eran pícaros auténticos; truhanes que

iban recorriendo el país, llevados por su duque

y por sus condes. Eran cetrinos y tenían el pelo

muy rizado y aros de plata en las orejas. Las

mujeres eran aún más feas que los hombres;

tenían el rostro más negro y to llevaban descu-

bierto. Llevaban también una capa pequeña, un

viejo paño, hecho de cáñamo, sobre los hom-

bros y una larga cola de caballo. Los niños que

se colgaban de sus piernas habrían asustado

hasta a los monos. Era una verdadera banda de

canallas que venía derecha desde el bajo Egipto

hasta Reims, atravesando Polonia. El papa los


había confesado, según se decía, y les había

puesto de penitencia el it caminando durante

siete años por el mundo sin dormir en camas.

Por eso los llamaban penitenciarios y olían que

apestaban. Se decía que antes habían sido sa-

rracenos, to que explica que creyeran en Júpiter

y que reclamaran diez libras tornesas en todos

los arzobispados, obispados y abadías de mon-

jes mitrados. Parece que tenían este derecho

por una bula del papa que los amparaba. Ven-

ían a Reims a decir la buenaventura en el nom-

bre del rey de Argelia y del emperador de

Alemania. Comprenderéis que no hizo falta

más para no permitirles la entrada en la ciudad.

Así que toda aquella banda acampó tan tran-

quila cerca de la Porte de Braine, en el montícu-

lo aquel en donde hay un molino junto a los

pozos de las antiguas yeserías. La ciudad entera

fue a verlos: to miraban la mano y to hacían

profecías maravillosas. Eran capaces de pre-


decir que Judas llegaría a ser papa. Había mu-

chos rumores sobre ellos como el de ser ladro-

nes de niños y de dinero y el de comer carne

humana. La gente sensata advertía a los im-

prudentes: «No vayáis», pero ellos se les acer-

caban a escondidas; era como una especie de

arrebato y la verdad es que decían cosas insos-

pechadas. Las madres estaban muy orgullosas

de sus hijos desde que aquellas egipcias les

hubieran leído en la paima de sus manos toda

suerte de milagros escritos en pagano y en tur-

co. Una creía tener en su hijo a un emperador,

otra a un papa y otras a un capitán. La curiosi-

dad se apoderó también de la pobre Chante-

fleurie y quiso saber qué tenía en su casa y si su

linda hijita Agnés no llegaría a ser un día em-

peratriz de Armenia a otra cosa; así que la llevó

a las egipcias y éstas venga acariciarla y admi-

rarla y besarla con sus negras bocas y venga

maravillarse de sus manitas; todo ello, claro,


con gran satisfacción de la madre. Hicieron

muchas alabanzas de sus piececitos sobre todo

y de sus preciosos zapatos. La niña no tenía

aún el año y ya empezaba a balbucir, riéndose

con su madre como una locuela. Estaba gordita

y rolliza y tenía mil gestos encantadores como

si fuera un angelito del cielo; se asustó mucho

de aquellas egipcias y se echó a llorar. Su ma-

dre entonces la abrazó muy fuerte y se fue en-

cantada con la buenaventura que las adivina-

doras aquellas habían echado a su hija Agnès.

Llegaría a ser una belleza, un dechado de vir-

tudes, una reina en fin. A1 día siguiente, apro-

vechó un momentito en que la niña dormía en

su cama, pues la acostaba siempre con ella; dejó

la puerta entreabierta y se fue a contarle a una

vecina de la calle de la Séchesserie que llegaría

un día en que su hija Agnès sería servida en la

mesa por el propio rey de Inglaterra, por el

archiduque de Etiopía y otras tantas sorpresas


más. Al volver, como no oyera los lloros de la

niña, mientra subía la escalera, se dijo: «Todav-

ía está durmiendo». Vio que la puerta estaba

mucho más abierta de to que ella la había deja-

do, entró, se acercó a la cama la pobre madre y

vio que la cama estaba vacía. La niña no estaba

a11í y encontró en el suelo uno de sus zapati-

tos. Salió de la habitación, se lanzó escaleras

abajo y empezó a golpearse la cabeza contra las

paredes gritando: «¡Mi hija! ¡Dónde está mi

hija! ¡Quién me ha robado a mi hija!». La calle

estaba vacía, la casa se encontraba aislada y na-

die pudo decirle nada. Se fue entonces a la ciu-

dad, registró todas las calles, corrió por todas

las partes durante todo el día, loca, desvariada,

terrible, olfateando puertas y ventanas como un

animal salvaje que ha perdido sus cachorros.

Iba jadeante, despeinada, asustaba el verla y

tenía cal fuego en sus ojos que secaba hasta las

lágrimas. Detenía a los transeúntes y les grita-


ba: «¡Mi hija, mi hija, mi pequeñita! Seré la es-

clava de quien me la devuelva, seré su perro y

podrá, si quiere, arrancarme el corazón.» En-

contró al cura de Saint-Remy y le dijo: «¡Señor

cura; trabajaré la sierra con mis uñas, pero de-

vuélvame a mi hijita!». Era desgarrador, Ou-

darde; y vi a un hombretón, duro él, a maese

Ponce Lacabre, el procurador, Ilorar como un

niño. ¡Ay, pobre madre! Por la noche volvió a

casa. Durante su ausencia una vecina había

visto a dos egipcias entrar a escondidas en su

casa, con un paquete en el brazo, y luego salir y

escaparse corriendo después de cerrar la puer-

ta. Después se oía en la casa de Paquette como

llantos de niño. La madre se echó a reír, loca de

alegría, subió las escaleras como si tuviera alas,

empujó la puerta como de un cañonazo y en-

tró... ¡Algo terrible, Oudarde! En lugar de su

linda Agnès, tan sonrosada y fresca que parecía

un regalo de Dios, una especie de monstruo


pequeño, repulsivo, cojo, tuerto y contrahecho

gateaba por las baldosas. Ella se tapó los ojos

asustada. «¡Oh!, se dijo; será que las brujas han

convertido a mi hija en este espantoso animal.»

Se llevaron rápidamente de a11í al pequeño

patizambo, pues de to contrario se habría vuel-

to loca. Debía ser el hijo monstruoso de alguna

egipcia que se había entregado al diablo. Parec-

ía de unos cuatro años y hablaba una lengua

que desde luego no era humana; eran frases

imposibles. La Chantefleurie se había abalan-

zado sobre el zapatito, como único recuerdo de

to que había amado tanto, y se quedó a11í in-

móvil, muda y casi sin respirar durante tanto

tiempo que creyeron que se había muerto. De

pronto tuvo un estremecimiento, empezó a

besar furiosamente su reliquia y se deshizo en

sollozos como si su corazón acabara de estallar.

Os aseguro que todas nos echamos a llorar

igual. Ella seguía diciendo: «¡Mi niña, mi bonita


niña! ¿Dónde estás?» Y sus gritos nos desgarra-

ban las entrañas. Todavía me entran ganas de

llorar al acordarme. Nuestros hijos son como la

médula de los huesos. ¡Mi pobre Eustaquio!

¡Eres tan bonito! ¡Si supierais qué bueno es!

Ayer mismo me decía: «Yo quiero ser guardia.»

¡Oh Eustaquio! ¡Si llegara a perderte! La Chan-

tefleurie se levantó de pronto y echó a correr

por las calles de Reims gritando: «¡Al campa-

mento de los egipcios! ¡Al campamento de los

egipcios! ¡Que vengan los guardias para que-

mar a las brujas!» Pero los gitanos se habían

marchado ya. Era una noche muy cerrada y no

se pudo it tras ellos. A1 día siguiente, a dos

leguas de Reims-, en una zona de brezos, se

encontraron entre Sueux y Tilloy los restos de

una gran fogata así como algunas cintas que

habían pertenecido a la niña de la Paquette,

manchas de sangre y boñigas de macho cabrío.

La noche que acababa de pasar era precisamen-


te la del sábado y ya nadie puso en duda que

los egipcios habían celebrado aquelarre entre

aquellos brezos y que habían incluso devorado

a la niña en compañía de Belcebú, como es

costùmbre entre los mahometanos. Cuando la

Chantefleurie se enteró de aquellas cosas tan

horribles no lloró; movió los labios como para

decir algo, pero no pudo. Al día siguiente tenía

todos los cabellos canos y al otro desapareció.

-Es en verdad una historia espantosa -dijo Ou-

darde-, que hará llorar hasta a un borgoñón.

-Ya no me extraña que tengáis tanto miedo a

los gitanos -añadió Gervaise.

-Y vos habéis hecho muy bien en marcharos tan

pronto con vuestro Eustaquio -continuó Ou-

darde- porque esos de ahí son también gitanos

de Polonia.

-¡Qué va! -dijo Gervaise-, dicen que vienen de

España y de Cataluña.

-¿De Cataluña? Es posible -respondió Oudar-


de-. Polonia, Cataluña, Valonia, confundo

siempre esos países, pero to que sí es seguro es

que son gitanos.

-Y que tienen los dientes to suficientemente

largos como para comerse a los niños -añadió

Gervaise-. Y no me extrañaría que también la

Esmeralda los hubiera probado, aunque sea tan

remilgadita. Su cabrita blanca hace cosas dema-

siado maliciosas como para no pensar que haya

algo raro detrás de todo eso.

Mahiette andaba silenciosa; estaba absorta en

esa especie de nebulosa que queda por así decir

tras un relato triste y doloros y que no desapa-

rece más que después de haberse propagado, a

través de vibraciones, hasta las fibras más ínti-

mas del corazón. A pesar de ello Gervaise le

preguntó:

-¿Y no se ha podido saber qué ha sido de la

Chantefleurie?

Mahiette no respondió. Gervaise le repitió otra


vez la pregunta, sacudiéndola el brazo y

llamándola por su nombre. Sólo entonces Ma-

hiette pareció despertar de sus pensamientos.

-¿Que qué ha sido de la Chantefleurie? -dijo

repitiendo maquinalmente las palabras que aún

le sonaban en el oído; y haciendo luego un es-

fuerzo para concentrar la atención en el sentido

de estas palabras, réspondió-: Nunca más se ha

sabido de ella.

Y añadió después de una breve pausa:

-Unos dicen haberla visto salir de Reims, al

anochecer, por la puerta de Flechembault, otros

que al amanecer, por la vieja puerta Bassée. Un

pobre encontró su cruz de oro colgada en la

cruz de un crucero en el campo en donde tiene

lugar la feria. Se trata de aquella joya que la

perdió en el año 61. Era un regalo del buen viz-

conde de Cormontreuil, su primer amante. Pa-

quette no quiso nunca deshacerse de ella por

muchas miserias que hubiera pasado. La esti-


maba más que a su vida. Por eso cuando vimos

que se había deshecho de su cruz pensamos

todas que estaba muerta. Sin embargo, hay gen-

te en Cabaret-les-Vantes que dice haberla visto

pasar por el camino de París, andando descalza

por los pedregales. Pero en ese caso tuvo que

haber salido por la Puerta de Vesle y entonces

las cosas no concuerdan. O, mejor dicho, yo

creo que salió por la puerta de Vesle en efecto,

pero para irse de este mundo.

-No os entiendo -dijo Gervaise.

-La Vesle -respondió Mahiette con una sonrisa

melancólica- es el rfo.

-¡Pobre Chantefleurie! -dijo Oudarde tamblan-

do-. ¡Ahogada!

-Ahogada -prosiguió Mahiette-, y, ¿quién habr-

ía dicho al tío Guybertaut cuando pasaba bajo

el puente de Tinqueux, río abajo, cantando en

su barca, que un día su pequeña Paquette pa-

saría también bajo aquel puente pero sin barca


y sin canción?

-¿Y el zapatito? -le preguntó Gervaise.

-Desapareció con la madre.

-Pobre zapatito -dijo Oudarde.

Oudarde, mujer gruesa y sensible, se habría

contentado con suspirar acompañando a Ma-

hiette; pero Gervaise, más curiosa, tenía aún

más preguntas.

-¿Y el monstruo? -dijo de pronto a Mahiette.

-¿Qué monstruo? -preguntó ésta.

-El pequeño monstruo egipcio, dejado por las

brujas aquellas en la casa de la Chantefleurie a

cambio de su niña. ¿Qué habéis hecho con él?

Supongo que también to ahogaríais.

-No -respondió Mahiette.

-¡Cómo! ¿Lo quemasteis? Es más lógico, claro;

tratándose de un niño brujo...

-Ni to uno ni to otro, Gervaise; el señor arzo-

bispo se interesó por el niño egipcio; to exor-

cizó, to bendijo, hizo salir con mucho cuidado


al diablo de su cuerpo y to envió a París para

exponerlo en la tarima de madera, en Nuestra

Señora, como niño expósito.

-¡Estos obispos! -dijo Gervaise entre dientes-

como son tan sabios no hacen nada como los

demás. ¿Qué os parece, Oudarde? ¡poner al

diablo donde los niños expósitos!, porque no

hay duda de que aquel pequeño monstruo era

el demonio, ¿y qué han hecho con él en París,

Mahiette? Porque estoy segura de que ninguna

persona caritativa to quiso.

-No lo sé -respondió la de Reims-. Fue precisa-

mente por esas fechas cuando mi marido se

hizo con la escribanía de Beru, a dos leguas de

la ciudad, y ya no volvimos a ocuparnos del

caso. ¡Con eso de que delante de Beru están los

dos cerros de Cernay que no to dejan ver las

torres de la catedral de Reims!

Mientras hablaban así, las tres dignas burgue-

sas habían llegado a la plaza de Gréve. En su


preocupación habían pasado sin detenerse por

delante del breviario público de la Tour-Roland

y se dirigían maquinalmente hacia la picota en

torno a la cual se reunía más gentío cada vez y

es probable que el espectáculo que atraía en

aquel momento todas las miradas las habría

hecho olvidar por completo el agujero de las

ratas y la paiada que habían decidido hacer allí

si el gordinflón de Eustaquio, de seis años, al

que su madre llevaba de la mano, no se to

hubiera recordado bruscamente.

-Madre -dijo como si algo le advirtiese que el

agujero de las ratas había quedado atrás-: ¿me

puedo comer ya la torta?

Si Eustaquio hubiera sido más hábil, es decir

menos goloso, habría esperado un porn más y,

a la vuelta en la Universidad, en casa de micer

Andry Musnier, en la calle Madame-la-Valence,

cuando hubieran estado los dos brazos del Sena

y los cinco puentes de la Cité entre el agujero


de las ratas y la torta, habría lanzado entonces

aquella pregunta tímidamente:

-Madre, ¿puedo comerme ya la torta?

Perd esa pregunta, hecha por Eustaquio en un

momento poco prudente, despertó la atención

de Mahiette.

-¡A propósito! -exclamó-, nos olvidamos de la

reclusa. Decidme dónde está el agujero de las

ratas para dejarle la torta.

-Ahora mismo -le respondió Oudarde-. ¡Es una

obra de caridad!

No era ésa la opinión de Eustaquio.

-¡Adiós mi torta! -dijo levantando los hombros

y acercándolos alternativamente hacia los oí-

dos, como expresión manifiesta de descontento.

Las tres mujeres volvieron sobre sus pasos y, al

llegar a la proximidad de la Tour-Roland, Ou-

darde dijo a las otras dos mujeres:

-No debemos mirar las tres a la vez por el agu-

jero para que no se asuste la Sachette; haced


como que estáis leyendo el dominur en el bre-

viario mientras asomo la nariz por el tragaluz.

La Sachette me conoce un poco; ya os diré

cuándo podéis venir.

Se fue ella sola hacia el tragaluz y cuando in-

trodujo su mirada en el interior, sintió una in-

mensa compasión que se manifestó en todos los

rasgos de su rostro; su expresión alegre y su

fisionomía confiada cambiaron tan bruscamen-

te de color como si hubiera pasado de un rayo

de sol a un rayo de luna. Sus ojos se humede-

cieron, su boca se contrajo como para llorar y

un momento más tarde, Ilevándose el dedo a

los labios, hizo una seña a Mahiette para que se

acercara a ver.

Mahiette se acercó emocionada, en silencio y de

puntillas como cuando uno se acerca al lecho

de un moribundo.

Era ciertamente un espectáculo penoso el que

ofrecían las dos mujeres, mientras miraban sin


moverse y sin respirar apenas por las rejas de la

claraboya del Agujero de las Ratas.

La celda era estrecha, más ancha que profunda,

con bóvedas de ojiva y su interior se parecía

bastante al alveolo de una gran mitra de obis-

po.

En la losa desnuda del suelo, en un rincón, se

veía a una mujer sentada o más bien acurruca-

da. Su mentón estaba apoyado en las rodillas y

éstas a su vez estaban fuertemente asidas por

los brazos. Así acurrucada, vestida con un saco

marrón que la envolvía por completo entre sus

pliegues, su larga cabellera gris echada hacia

adelante le tapaba la cara y se deslizaba por sus

piernas Ilegando casi hasta los pies. Tenía así, a

primera vista, una forma extraña recortada so-

bre el fondo umbrío de la celda; parecía algo así

como un triángulo negruzco cortado en dos por

el rayo de luz que venía de la claraboya, una de

cuyas partes aparecía iluminada y la otra oscu-


ra. Era como uno de esos espectros divididos en

una parte de luz y en otra de sombra respecti-

vamente, como pueden verse en los sueños o en

la obra extraordinaria de Goya, pálidos, in-

móviles, siniestros, acurrucados junto a una

rumba o recostados contra la reja de un calabo-

zo. No era ni mujer, ni hombre, ni ser viviente

ni tenía tampoco una forma definida; era una

figura, una especie de visión, mezcla de real y

fantástico, como la luz y la sombra.

Apenas si, a través de sus cabellos extendidos

hasta el suelo, podía distinguirse un perfil es-

cuálido y austero; su ropa dejaba asomar la

extremidad de un pie descalzo que se crispaba

sobre el suelo duro y helado; y to poco que de

forma humana podía adivinarse bajo aquella

envoltura de luto hacia estremecerse.

Aquella figura, que parecía pegada al suelo,

daba la impresión de no tener ni movimiento,

ni pensamiento, ni aliento. Bajo aquel delgado


saco de lienzo, en enero, descalza en un suelo

de granito, sin fuego, a la sombra de un calabo-

zo con una lucera oblicua por la que sólo entra-

ba el viento y nunca el sol, ella no parecía ni su-

frir ni sentir. Se hubiera dicho que se había

hecho piedra con el calabozo y hielo con la es-

tación. Tenía juntas las manos y fija la mirada.

A primera vista se la podía confundir con un

espectro, después con una estatua.

Sin embargo, sus labios amoratados se abrían a

intervalos y temblaban, pero tan muertos y tan

maquinalmente, como las hojas movidas por el

viento.

También de sus ojos tristes se escapaba una

mirada, una mirada inefable, una mirada pro-

funda, lúgubre, imperturbable, fija en uno de

los ángulos de la celda que no podía verse des-

de fuera; una mirada que parecía unir todos los

pensamientos sombrios de aquel alma desespe-

rada a no sé qué objeto misterioso.


Así era la criatura a la que llamaban rectuaa,

por el lugar en donde se encontraba y Sachette

por !a ropa que llevaba.

Las tres mujeres, ya que Gervaise se había uni-

do a Mahiette y a Oudarde, miraban por la lu-

cera. Sus cabezas interceptaban la débil luz del

calabozo sin que la desventurada a la que se la

quitaban pareciera ni siquiera fijarse en ellas.

-No la molestemos -dijo Oudarde en voz baja-;

se encuentra como en éxtasis y está rezando.

Pero Mahiette contemplaba con una ansiedad

cada vez mayor aquella cabeza demacrada,

marchita y despeinada y sus ojos se Ilenaban de

lágrimas.

-Sería curiosísimo-, murmuraba mientras pasa-

ba la cabeza por los barrotes del tragaluz y con-

seguía dirigir la mirada hasta el ángulo en

donde los ojos de la desdichada parecían estar

invariablemente fijos.

Cuando retiró su cabeza de la claraboya, su


rostro estaba inundado de lágrimas.

-¿Cómo llamáis a esta mujer? -preguntó a Ou-

darde.

-La llamamos Gudule -respondió Oudarde.

-Y yo -prosiguió Mahiette-, yo la llamo Paquet-

te la Chantefleurie.

Entonces, llevándose el dedo a la boca, hizo

seña a Oudarde, que se había quedado estupe-

facta, de que introdujera la cabeza por la lucera

y que mirase. Ésta miró y vio en el ángulo en el

que la vista de la reclusa estaba clavada con

aquella sombra de éxtasis, un zapatito de satén

rosa, bordado con mil adornos de oro y plata.

Gervaise miró después a Oudarde y entonces

las tres mujeres, contemplando a la desdichada

madre, se echaron a llorar.

Pero ni sus miradas ni sus lágrimas habían lo-

grado distraer a la reclusa, que seguía con sus

manos juntas, sus labios mudos, sus ojos in-

móviles. Para quien conociera su historia, ese


zapatito sobre el que se concentraba su mirada,

partía el corazón.

Las tres mujeres seguían aún sin decir palabra;

no se atrevían a hablar ni incluso en voz baja.

Aquel profundo silencio, aquel dolor tan in-

menso y aquel gran olvido en donde todo había

desaparecido excepto una sola cosa, les produc-

ía el efecto de un altar mayor en Pascua o en

Navidad. Se callaban, se recogían y hasta casi

estaban dispuestas a arrodillarse. Les daba .la

sensación de haber entrado en una iglesia el día

de tinieblas.

Por fin Gervaise, la más curiosa de las tres, y en

consecuencia la menos sensible, intentó hacer

hablar a la reclusa:

-¡Hermana! ¡Hermana Gudule! -repitió la lla-

mada hasta tres veces, hablando más alto cada

vez, pero la reclusa no se movió. Ni una mira-

da, ni una palabra, ni un suspiro, ni un signo de

vida. Oudarde, a su vez, con una voz más dulce


y acariciadora le dijo:

-¡Hermana! ¡Hermana Santa Gudule!

El mismo silencio, la misma inmovilidad.

-¡Extraña mujer! ¡Ni una bombarda la pertur-

baría! -exc~amó Gervaise.

-A to mejor está sorda -dijo Oudarde con un

suspiro.

-O ciega, quizás -añadió Gervaise.

-O tal vez muerta -añadió Mahiette.

La verdad era que, si bien el alma no había aún

abandonado aquel cuerpo inerte, dormido y

aletargado, sí se había ocultado tan profunda-

mente, que las percepciones externas no le lle-

gaban en absoluto.

-Tendremos que dejar la torta en la claraboya

-dijo Oudarde-, alguien la cogerá, porque...

¿cómo podemos hacer para despertarla?

Eustaquio, que hasta entonces se había mante-

nido distraído por un carrito tirado por un pe-

rro, que acaba de pasar, se dio cuenta de pronto


de que las tres mujeres estaban mirando algo

por el tragaluz, se sintió, también él picado por

la curiosidad y subiéndose a una gran piedra,

se puso de puntillas y arrimó su cara redonda a

la lucera diciendo:

-¡Madre, déjeme mirar!

Al oír aquella voz infantil clara, fresca, sonora,

la reclusa se estremeció y volvió la cabeza con

el movimiento brusco de un resorte metálico.

Con sus dos largas y descarnadas manos apartó

los cabellos que le caían por la frente y clavó en

el niño unos ojos sorprendidos amargos y des-

esperados. Fue como un relámpago aquella

mirada.

-¡Dios mío! -exclamó de pronto escondiendo la

cabeza entre las rodillas, y parecía que su voz.

ronca fuera a desgarrarle el pecho-, ¡por to me-

nos no me enseñéis a los hijos de los demás!

-Buenos días, señora -le dijo el niño con grave-

dad.
Pero aquella impresión había despertado a la

reclusa. Un largo escalofrío recorrió todo su

cuerpo de pies a cabeza; sus dientes co-

menzaron a castañetear. Levantó un poco la

cabeza y dijo apretando los codos contra las

caderas y cogiéndose los pies con las manos

como para calentarlos.

-¡Oh! ¡Qué frío tan horrible!

-Pobre mujer -dijo Oudarde con gran compa-

sión-. ¿Queréis un poco de fuego?

Ella movió la cabeza rechazándolo.

-Tomad entonces un porn de hipocrás que os

calentará -le dijo Oudarde al tiempo que le

ofrecía un pequeño frasco.

Ella movió nuevamente la cabeza, rechazándo-

lo y, mirando fijamente, respondió.

-Agua.

Oudarde insistió.

-No, hermana; no es el agua para este tiempo

tan frío. Tenéis que beber un poco de hipocrás


y comeros esta torta de maíz que hemos hecho

para vos.

Ella le rechazó la torta que Mahiette le ofrecía y

dijo:

-Sólo pan negro.

-Vamos -dijo Gervaise llena de compasión, y

quitándose la capa de lana se la ofreció dicien-

do-: Tomad esta capa que os dará un poco más

calor que la vuestra. Echáosla por los hombros

-ella rechazó la capa como to había hecho antes

con el frasco y la torta.

-Un saco -pidió.

-Pero tenéis que daros cuenta de que ayer fue

fiesta -insistía la buena de Oudarde.

-Ya me he dado cuenta pues hace dos días que

estoy sin agua en la jarra -y añadió después de

un silencio-: Cuando hay fiesta se olvidan de

mí, y así tiene que ser. ¿Por qué la gente va a

pensar en mí si yo no pienso en ellos; a carbón

apagado, cenizas frías. `


Y como si se hubiera cansado de canto hablar,

dejó caer de nuevo la cabeza entre sus rodillas.

La sencilla y caritativa Oudarde que creyó in-

terpretar en sus últimas palabras que se queja-

ba de frío, le respondió con ingenuidad.

-¿Queréis entonces un porn de fuego?

-¡Fuego! -dijo la Sachette con un extraño acen-

to-. ¿Haréis también un poco para calentar a la

pobre niña que está bajo sierra desde hace

quince años?

Todos sus miembros empezaron a temblar; su

palabra vibraba, sus ojos brillaban y se había

incorporado sobre sus rodillas. Entonces tendió

de pronto su mano blanca y esquelética hacia el

niño que la miraba sorprendido.

-¡Llevaos a este niño! -gritó- ¡Va a pasar la egip-

cia!

Entonces cayó de bruces al suelo y su frente se

golpeó fuertemente al caer produciendo el rui-

do de una piedra contra otra. Las tres mujeres


la creyeron muerta, pero poco después se re-

movió y vieron cómo se arrastraba sobre sus

rodillas y con los codos hasta el rincón en don-

de se encontraba el zapatito. Entonces ellas ya

no se atrevieron a mirar pero oyeron los mil

besos y los mil suspiros mezclados con gritos

desgarradores y golpes sordos como los de una

cabeza que se golpea contra la pared. Más tar-

de, después de uno de aquellos golpes, espe-

cialmente violento, las tres se estremecieron y

ya no volvieron a oír nada.

-¿Se habrá matado? -dijo Gervaise decidiéndose

a introducir la cabeza por entre la reja-: ¡Her-

mana, hermana Gudule!

-Hermana Gudule -insistió Oudarde.

-¡Ay Dios mío! ¡Ya no se mueve! -decía Gervai-

se-. ¿Se habrá muerto? ¡Gudule, Gudule!

Mahiette, asustada hasta el punto casi de no

poder hablar, dijo haciendo un gran esfuerzo:

-¡Paquette, Paquette la Chantefleurie!


Un niño que sopla ingenuamente la mecha mal

encendida de un petardo y que to hace estallar

en sus propios ojos, no se queda tan asustado

como Mahiette ante la reacción producida en la

celda de la hermana Gudule al oír aquel nom-

bre.

Todo el cuerpo de la reclusa se estremeció, se

puso de pie y dio un salto hacia la claraboya

con unos ojos tan encendidos que Mahiette y

Oudarde, el niño y la otra mujer retrocedieron

hasta la pared del malecón.

La figura siniestra de la reclusa aparecía aga-

rrada a la reja de la lucera.

-¡Ahh! -gritaba con una risa espantosa-. ¡Me

está llamando la egipcia!

Y entonces la escena que se desarrollaba en la

picota retuvo su mirada huraña. Su frente se

frunció horrorizada y sacando por fuera de la

reja sus dos brazos esqueléticos gritó con voz

estentórea:
-¡Otra vez tú, hija de Egipto! ¡Me estás llaman-

do otra vez ladrona de niños! ¡Maldita seas!

¡Maldita! ¡Maldita! ¡Maldita!

IV

UNA LÁGRIMA POR UNA GOTA DE AGUA

ESTAS palabras eran, por decirlo así, el punto

de unión de las dos escenas que hasra allí se

habían desarrollado paralelamente y en el

mismo momento aunque cada una en su teatro

Particular. Una, la que acabamos de leer, en el

Agujero de las Ratas, y la otra, que leeremos

ahora, en las gradas de la picota. La primera no

había tenido más testigos que las tres mujeres

que el lector acaba de conocer; la segunda había

tenido como espectadores a todo el público que

ya hemos visto antes agolparse en la plaza de

Grève en torno a la picota y a la horca.

Todo aquel gentío, al que los cuatro guardias,

colocados desde las nueve de la mañana en

cada una de las esquinas de la picota, hacían


suponer una ejecución sencilla, no un ahorca-

miento sino más bien una flagelación, un deso-

rejamiento, o algo por el estilo; toda aquella

turba había aumentado de tal manera que los

cuatro guardias, con la gente acosándolos de-

masiado cerca, se habían visto obligados en

más de una ocasión a apretarla, como se decía

entonces, con fuertes latigazos o incluso con las

grupas de los caballos.

Aquel gentío, acostumbrado ya a la espera de

las ejecuciones públicas no se mostraba dema-

siado impaciente y se entretenla contemplando

la picota, que era una especie de construcción

muy sencilla formada por un cubo de mampos-

tería, de unos diez pies de altura y hueco en el

interior. Unos escalones de piedra, sin labrar, a

los que se llamaba por antonomasia la ercalera,

llevaban a la plataforma superior, en la que se

veía una rueda horizontal, de madera de roble,

maciza. Se ataba al condenado a esta rueda, de


rodillas y con los brazos a la espalda. Un eje de

madera, accionado por un cabrestante oculto en

el interior, imprimía rotación a la rueda, que se

mantenía constantemente en un plano horizon-

tal, presentando así la cara del condenado a

todos los ángulos de la plaza. A eso se le llama-

ba girar al criminal.

Vemos, púes, que la picota de la Grève estaba

lejos de ofrecer todas las distracciones que

ofrecía la de las Halles. Nada tenía de monu-

mental ni de arquitectural. Carecía de techo en

forma de cruz de hierro y de bóveda octogonal

y de las frágiles columnillas que al llegar a to

alto se desplegaban en capiteles de acanto y de

flores; no tenía tampoco gárgolas con animales

monstruosos ni delicadas tallas esculpidas en

piedra como en las Halles.

Había que contentarse con aquellas cuatro pa-

redes de barro con dos filas de baldosas de gres

y una mala horca de piedra al lado, sencilla, sin


ningún adorno.

Poca cosa era aquello para los entusiastas del

arte gótico. Claro que nada había menos entu-

siasta en arte que aquellos papanatas de la

Edad Media, a quienes la belleza de cualquier

picota les importaba un bledo.

El condenado llegó por fin, atado al fondo de

una carreta, y en cuanto le izaron a la platafor-

ma y cuando pudo ser contemplado desde los

cuatro ángulos de la plaza, atado ya con cuer-

das y correas a la rueda de la picota, un abu-

cheo impresionante surgió en toda la plaza en-

tre risas y aclamaciones. Todos habían recono-

cido a Quasimodo.

Porque era él, en efecto, y el cambio era curiosí-

simo, pues hoy se encontraba en aquella picota

de la misma plaza en la que el día anterior hab-

ía sido aclamado y proclamado como papa y

príncipe de los locos, formando su cortejo el

duque de Egipto, el rey de Thunes y el empe-


rador de Galilea. Lo que es indudable es que no

había nadie entre aquel gentío, ni incluso él

mismo, que pensase un poco en esa doble cir-

cunstancia de triunfador y condenado. Faltaban

en aquel espectáculo Gringoire y su filosofía.

A1 poco rato Michel Noiret, trompeta oficial

del rey, nuestro señor, impuso silencio al popu-

lacho y pregonó la sentencia según orden y

mandato del señor preboste. Después se retiró

tras la carreta con sus hombres, vestidos con

uniforme y librea.

Quasimodo, impasible, no pestañeaba. Cual-

quier resistencia habría sido inútil por to que se

llamada entonces, en el estilo de la cancillería

criminal, la vehemencia y la firmexa de la.r

atadurat, to que quería decir que, en caso de

resistencia, las ligaduras y las cadenas se le

habrían incrustado probablemente en la carne.

Es ésta, por to demás, una tradición carcelaria y

penitencial que no se ha perdido, y asl las espo-


sas la conservan aún, como recuerdo, en nues-

tros días y entre nosotros, pueblo civilizado,

dulce y humano (el penal y la guillotina entre

paréntesis).

Quasimodo se había dejado llevar y empujar

subir, atar y encadenar. Excepto el gesto estú-

pido de asombro de un salvaje, nada podía de-

ducirse de su fisionomía. Se sabía que era sor-

do, pero habría podido decirse que era también

ciego.

Le pusieron de rodillas sobre la rueda y no hizo

el menor gesto. Le despojaron de su jubón y de

su camisa quedándose desnudo hasta la cintura

y no hizo el menor gesto. Le ataron de nuevo

con más correas y clavillos y se dejó hacer. Sólo

suspiraba ruidosamente de vez en cuando co-

mo un ternero cuya cabeza cuelga y se balancea

asomándose por los bordes de la carreta del

carnicero.

-El muy cernícalo -dijo Jehan Frollo du Moulin


a su amigo Robin Poussepain (pues los dos

estudiantes habían seguido al reo, como es

lógico)- comprende menos que un moscardón

encerrado en una caja.

Fue una carcajada inmensa la que provocó en el

gentío la joroba, al desnudo, de Quasimodo, su

pecho de camello y sus hombros callosos y pe-

ludos. En medio de aquella algazara un hombre

de uniforme, de baja estatura y aspecto robusto,

subió a la plataforma y se colocó junto al reo.

Su nombre comenzó a circular en seguida entre

la asistencia; se trataba de maese Pierrat Torte-

rue, torturador oficial del Chátelet.

Empezó por colocar en uno de los ángulos de la

picota un reloj de arena, cuya cápsula superior

estaba llena de arena roja, que dejaba fluir hacia

el recipiente inferior; después se despojó de un

gabán corto que llevaba y se le vio coger en su

mano derecha un látigo fino con largas correas

blancas, relucientes, anudadas, trenzadas, pro-


vistas de uñas metálicas. Con la mano izquier-

da se remangaba la camisa del brazo derecho.

Jehan Frollo gritaba, levantando su cabeza ru-

bia y rizada por encima de la gente (para ello se

había subido a los hombros de Robin Pousse-

pain).

-¡Vengan a ver, señoras y señores! ¡Vengan

pues van a flagelar perentoriamente a maese

Quasimodo, el campanero de mi hermano, el

señor archidiácono de Josas; una curiosa mues-

tra de arquitectura oriental, con la espalda en

forma de cúpula y las piernas como columnas

salomónicas!

Y la multitud aplaudía y to celebraba con riso-

tadas, principalmente los niños y las mvcha-

chas.

Finalmente, el torturador golpeó el suelo con el

pie y la rueda comenzó a girar. Quasimodo se

tambaleó entre sus ligaduras. El estupor que se

dibujó bruscamente en su rostro deforme pro-


vocó de nuevo otra oleada de carcajadas.

De pronto y cuando la rueda en su giro pre-

sentó ante maese Pierrat la espalda montañosa

de Quasimodo, Pierrat levantó el brazo y las

finas correas silbaron cortantes en el aire como

un manojo de culebras y cayeron con furia en

los hombros del desdichado.

Quasimodo saltó sobre sí mismo, como si des-

pertase sobresaltado y empezó a darse cuenta

de to que pasaba. Se retorció entre sus ligadu-

ras y una violenta contracción de sorpresa y de

dolor descompuso los músculos de su rostro,

pero no lanzó una sola queja; únicamente vol-

vió la cabeza hacia atrás, a la derecha y luego a

la izquierda con movimientos nerviosos, como

un toro picado en la grupa por un tábano.

Un segundo latigazo siguió al primero y luego

otro y otro y otro sin parar. La rueda no cesaba

de girar y los latigazos seguían Iloviendo. Pron-

to empezó a surgir la sangre; se la vio chorrear


en mil hilillos por los negros hombros del joro-

bado y las finas correas del látigo, al g.irar sil-

bando, la esparcían en gotas entre la multitud.

Quasimodo había recobrado, al menos en apa-

riencia, su impasibilidad del principio. Primero

había intentado sordamente sin grandes sacu-

didas visibles romper sus ligaduras. Se había

visto cómo se encendían sus ojos, cómo se ten-

saban sus músculos, cómo se contraían sus

miembros, cómo se estiraban las correas y cru-

jían las cadenas. Era un esfuerzo poderoso,

prodigioso, desesperado; sin embargo las viejas

cadenas de la prebostería no cedían, crujieron

un porn y nada más. Quasimodo acabó agotado

y del estupor pasó a un sentimiento amargo y

profundo de desesperación; cerró su único ojo,

dejó caer la cabeza sobre su pecho y se hizo el

muerto.

Desde ese momento ya no se movió. Nada con-

siguió provocarle un solo movimiento; ni su


sangre, que seguía fluyendo, ni los latigazos

que descargaban sobre él con furia redoblada,

ni la cólera del torturador que se excitaba a sí

mismo y se embriagaba con la ejecución, ni el

ruido de aquellas correas horribles, aceradas y

silbantes.

Por fin un ujier del Châtelet, vestido de negro,

montado sobre un caballo negro, parado junto

a la escalera desde el comienzo de la ejecución,

extendió su vara de ébano hacia el reloj de are-

na. El torturador se detuvo. La rueda se detuvo

también y el ojo de Quasimodo comenzó a

abrirse lentamente.

La flagelación había terminado. Dos criados del

torturador oficial lavaron los hombros ensan-

grentados del reo, los frotaron con no sé qué

ungüento que cerró al momento todas las llagas

y le echaron por los hombros una especie de

paño amarillo a guisa de casulla. Mientras Pie-

rrat Torterue hacía gotear en el suelo las correas


rojas, empapadas de sangre.

Pero aún no había acabado todo para Quasi-

modo; aún le quedaba aguantar aquella hora de

picota que maese Florian Barbedienne había tan

juiciosamente añadido a la sentencia de micer

Robert d'Estouteville. Y todo ello a la mayor

gloria del viejo juego de palabras fisiológico y

psicológico de Jean de Cumène: Surdur ab-

turdxt.

Así que dieron la vuelta al reloj de arena y deja-

ron al jorobado atado a la rueda para que se

hiciera justicia hasta el final.

El pueblo, principalmente en la Edad Media, es

en la sociedad to que el niño en la familia;

mientras permanece en ese estado de ignoran-

cia primaria, de inmadurez moral a intelectual,

se puede decir de él como del niño:

Cet âge est sans pitié(15).

15. Esa edad no tiene piedad (La Fontaine,

Fábular, IX-2, «Las dos palomas»).


Ya hemos indicado cómo Quasimodo era gene-

ralmente odiado y por más de una razón en

verdad. Seguro que no habría ni un solo espec-

tador entre toda aquella multitud que no tuvie-

ra o no hubiera creído tener alguna razón para

quejarse del temible jorobado de Nuestra Seño-

ra. La alegría había sido total al verle aparecer

en la picota y el castigo tan rudo que acababa

de sufrir y la lamentable situación en que le

habían dejado, lejos de enternecer al popula-

cho, habían hecho su odio más encendido,

animándolo con una punta de alegría.

Por eso, una vez satisfecha la vindicte publique

como dicen todavía hoy los leguleyos, llegó el

turno de las mil venganzas particulares. Aquí,

como en la gran sala, eran sobre todo mujeres

las que actuaban... pues todas le tenían algún

motivo de rencor; unas por su. malicia, otras

por su fealdad; éstas eran las que más furiosas

se mostraban.
-¡Máscara del anticristo! -le decía una.

-¡Cabalgador de mangos de escoba! -le gritaba

otra.

-¡Mira qué cara tan trágica nos pone! -aullaba

una tercera-. ¡Como para hacerte papa de los

locos si ayer fuera hoy!

-Está bien -añadía una vieja-; ésa es la mueca de

la picota. ¿Cuándo veremos la de la horca?

-¿Cuándo to taparán con to gran campana, y a

cien pies bajo el suelo, maldito campanero?

-¡Y pensar que es este diablo el que toca el

ángelus!

-¡Eh, tú! ¡Sordo! ¡Tuerto! jorobado! ¡Monstruo!

-¡Tu cara es mejor abortivo que cualquier medi-

cina o cualquier fármaco!

Y los dos estudiantes, Jehan du Moulin y Robin

Poussepain, cantaban a voz en grito el viejo

estribillo popular:

Une hart

Pour un pendart!
Un fagot

Pour le magot (16).

16 Una cuerda para el bribón / un haz de leña

para el monigote.

Y le llovían otras mil injurias más y abucheos a

imprecaciones y risotadas y pedradas por do-

quier.

Quasimodo era sordo pero veía muy bien y el

furor público no estaba pintado en los rostros

con menos fuerza que en las palabras y además

las pedradas explicaban muy bien las risotadas.

En principio lo aguantó todo, pero poco a poco

aquella paciencia que se había endurecido bajo

el látigo del torturador, cedió y abrió el camino

a todas aquellas picadas de insectos. El toro de

Asturias que no se inmuta apenas por el puya-

zo del picador, se irrita por las mordeduras de

los perros y por las banderillas. Primero paseó

una mirada amenzadora sobre la multitud pe-

ro, agarrotado como estaba, su mirada no tuvo


fuerza suficiente para espantar a las moscas

que le picaban en sus llagas. Entonces se re-

movió como para librarse de sus ligaduras y

sus furiosos esfuerzos hicieron chirriar los ejes

de la vieja rueda de la picota. Ante esa circuns-

tancia las risas y los abucheos redoblaron.

Entonces el miserable, al no poder romper su

collar de fiera encadenada, se apaciguó y úni-

camente, y a intervalos, algún suspiro de rabia

contenida henchía todas las cavidades de su

pecho. Su rostro no denotaba ni vergüenza ni

rubor, pues se encontraba demasiado alejado

del estado de persona sociable y demasiado

cer:a del estado natural para saber qué era la

vergüenza, aunque, bien mirado, su extrema

deformidad le hacía seguramente insensible a

la infamia. Pero la cólera, el odio, la desespera-

ción hacían descender lentamente hacia aquel

rostro repulsivo una nube cada vez más sombr-

ía y más cargada de electricídad que se deshac-


ía en mil relámpagos en el ojo del cíclope.

Aquella nube, sin embargo, se iluminó por un

momento, al paso de una mula que cruzaba

entre el gentío llevando a un sacerdote.

Tan pronto como vio a la mula y al cura la ex-

presión de su rostro se suavizó y al furor que

contraía las facciones de su cara sucedió una

extraña sonrisa llena de dulzura de una sumi-

sión y de una ternura inefables. A medida que

el sacerdote se aproximaba, aquella sonrisa se

hacía más abierta, más clara, más radiance. Era

como si el desdichado reo saludara la venida de

un salvador. Sin embargo, en el momento en

que la mula se acercó to suficiente a la picota

para que su caballero pudiera reconocer al reo,

el cura bajó la mirada, dio media vuelta brus-

camente y espoleó a la mula como si tuviera

prisa por librarse de los gritos y reclamaciones

humillantes y como si le molestase el ser reco-

nocido y saludado por un pobre diablo en tan


lamentable situación.

Aquel cura era el archidiácono Claude Frollo.

La nube entonces ensombreció aún más la fren-

te de Quasimodo y aún seguía dibujándose en

su rostro la sonrisa, pero ya una sonrisa amar-

ga, decepcionada y profundamente triste.

El tiempo iba transcurriendo. Hacía ya hora y

media al menos que permanecía a11í desgarra-

do, maltratado, entre burlas continuas y casi

hasra apedreado.

De pronto, agitándose nuevamente entre sus

cadetias con una desesperación increíble que

hizo retemblar todo aquel armazón que le sos-

tenía y rompiendo por una vez el silencio que

con tanta obstinación había mantenido hasta

entonces, gritó con una voz ronca y furiosa que

semejaba más bien un ladrido que un grito

humano y ,que ahogó las burlas y el griterío de

la gente:

-¡¡Agua!!
Aquella exclamación desesperada, lejos de pro-

vocar la compasión, fue como un nuevo pretex-

to de diversión para el buen público parisino

que rodeaba la escalera y que, es preciso acla-

rarlo, tomado así, en masa y multitudinario, no

era menos cruel y menos embrutecido que

aquella horrible tribu de truhanes entre la cual

ya hemos paseado a nuestros lectores y que no

era sino la capa más ínfima del populacho. Ni

una sola voz surgió en torno al desventurado

Quasimodo que no fuera para hacer mofa de su

sed. También es cierto que en aquel momento

aparecía más gro-

tesco y repulsivo que lastimoso con su cara

enrojecida y chorreando sangre, con la mirada

de su ojo totalmente perdida, con su boca es-

pumeante de cólera y de sufrimiento y su len-

gua casi colgando. Hay que decir además que,

aunque se hubiera encontrado entre aquella

turba algún alma buena y caritativa de algún


burgués o de alguna burguesa que hubiera in-

tentado acercar un vaso de agua a aquella mie-

rable criatura en pena, existía alrededor de la

escalera de la picota un prejuicio cal de ver-

güenza y de ignominia que habrían sido sufi-

cientes para desanimar y hacer retroceder al

buen samaritano.

Pocos minutos después, Quasimodo paseó por

entre la multitud aquella una mirada de deses-

peración y volvió a repetir con voz más desga-

rradora esta vez:

-¡¡Agua!!

Y todos se echaron a reír.

-¡Bebe esto! -gritaba Poussepain, tirándole a la

cara una esponja empapada en el agua que

corría por la calle-. ¡Toma, maldito sordo! Soy

deudor tuyo.

Una mujer le tiró una piedra a la cabeza.

-Eso to enseñará a despertarnos a todos con to

maldito carillón.
-¿Y qué? -gritaba un lisiado intentado alcanzar-

le con su muleta-. ¿Vas a seguir echándonos

conjuros desde arriba de las torres de Nuestra

Señora?

-¡Aquí tienes una escudilla para beber! -añadía

un hombre lanzándole una jarra rota contra el

pecho-. Seguro que has sido tú el que, al pasar

por delante, has hecho dar a luz a mi mujer un

niño con dos cabezas.

-Y a mi gata un gato con seis patas -gruñó una

vieja al tiempo que le lanzaba una teja.

-¡Agua! -repitió por tercera vez Quasimodo.

Entonces vio cómo se apartaba el gentío. Una

muchacha curiosamente ataviada salió de entre

la gente. Iba acompañada de una cabrita blanca

de cuernos dorados y llevaba una pandereta en

la mano.

El ojo de Quasimodo centelleó. Era la bohemia

a la que había intentado raptar la noche ante-

rior, fechoría por la que comprendía vagamente


que estaba sufriendo aquel castigo, to que, por

otra parte, no era cierto ni mucho menos, pues

se le estaba castigando por la desgracia de ser

sordo y por haber sido juzgado por un sordo.

Estaba seguro de que también ella había venido

para vengarse y darle, como hacían los otros, su

golpe correspondiente.

Y en efecto, la vio subir rápidamente a la esca-

lera. La cólera y el despecho le ahogaban.

Hubiera deseado derrumbar la picota y si con

el centelleo de su ojo hubiera podido fulminar a

la zíngara, ésta habría quedado pulverizada

antes de alcanzar la plataforma.

Ella, sin decir una sola palabra, se aproximó al

reo, que se retorcía en vano para librarse de

ella, y soltando una calabaza que a guisa de

recipiente tenía atada a la cintura, la acercó

muy despacio a los labios áridos del desdicha-

do.

Entonces, de aquel ojo tan seco y encendido


hasta entonces, se vio desprenderse una lágri-

ma que fue lentamente deslizándose por aquel

rostro deforme y contraído hacía ya mucho rato

por la desesperación. Quizás era la primera

lágrima jamás vertida por aquel infortunado.

No se acordaba ya de la sed y la gitana, con su

gracioso gesto de impaciencia, acercó sonriente

el cuello de la calabaza a la boca con dientes

enormes de Quasimodo. Éste bebió a largos

tragos pues tenía una sed ardiente.

Al acabar, el desdichado alargó sus labios amo-

ratados para intentar besar sin duda la bella

mano que acababa de socorrerle, pero la joven

que, quizás debido al incidente de la noche an-

terior, no se mostraba demasiado confiada, re-

tiró su mano con el gesto asustado de un niño

que teme ser mordido por un animal.

Entonces el pobre sordo, con una tristeza infini-

ta, fijó en ella una mirada llena de reproches.

En cualquier otro lugar habría sido un espectá-


culo enternecedor el que una bella muchacha,

fresca, pura, encantadora, y tan débil al mismo

tiempo, ayudase con tanta caridad a un ser tan

deforme y tan horrible, pero en aquella picota

el espectáculo era sublime.

Toda la multitud se sintió sobrecogida y co-

menzó a aplaudir furiosamente al tiempo que

gritaba:

-¡Bravo! ¡Bravo!

Fue entonces cuando la reclusa vio desde la

lucera de su agujero a la gitana, subida en la

picota, y cuando lanzó su siniestra imprecación:

-¡Maldita seas, hija de Egipto! ¡Maldita! ¡Maldi-

ta! ¡Maldita!

FIN DE LA HISTORIA DE LA TORTA

DE MAÍZ

LA Esmeralda palideció y descendió de la pico-

ta tambaleante, perseguida aún por la voz de la

reclusa:
-¡Baja, baja, gitana ladrona, que ya subirás

algún día!

-Es una chifladura más de la Sachette

-murmuraba el populacho y no hicieron más

caso. Esa clase de mujeres eran temidas y su

misma condición las hacía sagradas, pues nadie

se atrevía a molestar a quien rezaba continua-

mente noche y día.

Llegó por fin la hora de llevarse a Quasimodo.

Lo desataron y el populacho se dispersó.

Cerca del Grand Pont, Mahiette, que volvía con

sus dos come pañeras, se detuvo bruscamente:

-A propósito, Eustaquio, ¿qué has hecho de la

torta?

-Madre, mientras que hablabais con esa dama

del agujero, un perro ha mordido la torta y yo

he hecho to mismo.

-Cómo, señorito -dijo la madre-, ¿te la has co-

mido entera?

-Madre, ha sido el perro; yo le reñía, pero como


no me hacía caso yo he hecho to mismo, claro.

-Este niño es terrible -dijo la madre sonriendo y

riñéndole al mismo tiempo-. ¿Podéis creer, Ou-

darde, que él solito se comió todas las cerezas

de nuestro huerto de Charleraege? Por eso su

abuelo dice que, de mayor, será capitán. ¡Que

no se repita, eh, señorito! Andando, leoncete.

LIBRO SÉPTIMO

IDEL PELIGRO DE CONFIAR SECRETOS

A UNA CABRA

HABÍAN transcurrido varias semanas.

Eran los primeros días del mes de marzo. El sol,

al que Dubartas, ese clásico antepasado de la

perífrasis, no había aún llamado el gran duque

de lat candelas, no estaba por ello menos alegre

y esplendoroso. Era uno de esos días de prima-

vera, tan tranquilos y bellos que todo París fes-

teja como si fueran domingos, desparramándo-

se por plazas y paseos. En esos días claros, cáli-

dos y serenos, hay una hora muy propicia para


admirar el pórtico de Nuestra Señora. Es justo

el momento en que el sol, declinando ya hacia

su ocaso mira casi de frente a la catedral. Sus

rayos, cada vez más horizontales, se retiran

lentamente del empedrado de la plaza, y van

ascendiendo a pico a to largo de la fachada

haciendo destacar con su luz y sus sombras los

mil relieves que la forman, mientras que el gran

rosetón central flambea como el ojo encendido

de un cíclope destellante de reverberaciones.

Era aquella hora.

Frente a frente de la alta catedral, roja de sol

poniente, en la balconada de piedra abierta

sobre el pórtico de una rica mansión gótica que

hacían ángulo con la plaza y con la calle del

Parvis, un grupo de bellas muchachas refa y

charlaba con gran alegría. Por la longitud del

velo que caía desde to más alto de su tocado,

adornado con numerosas perlas, hasta sus pies,

por la finura de la blusa bordada que cubría sus


hombros, dejando ver, según la atrevida moda

de entonces, el nacimiento de sus bellos pechos

virginales, por la riqueza de sus enaguas, más

bonitas aún que sus vestidos (refinamiento ma-

ravilloso), por los tules, por los terciopelos con

que estaban hechas todas sus ropas y princi-

palmente por la blancura de sus manos, mani-

fiestamente ociosas y desocupadas, no era difí-

cil adivinar que se trataba de bellas y ricas he-

rederas. Era en efecto la señorita Flor de Lis de

Gondelaurier y sus compañeras Diana de

Christeuil, Amelotte de Montmichel, Colombe

de Gaillefontaine y la pequeña de Champchev-

rier. Todas ellas hijas de buena familia, reuni-

das en aquel momento en casa de la viuda de

Gondelaurier, con motivo de la llegada a Paris

de monseñor de Beaujeu y de su señora esposa

para escoger a las damas de honor de la prince-

sa heredera, Margarita, a la que había que reci-

bir en Picardía, de manos de los flamencos.


Todos los hidalgos en treinta leguas a la redon-

da pretendían ese favor para sus hijas y mu-

chos de ellos las habían ya llevado o enviado a

París. Éstas habían sido confiadas por sus pa-

dres a la guarda discreta y vigilante de mada-

me Aloîse de Gondelaurier, viuda de un anti-

guo jefe de los ballesteros del rey, retirada con

su única hija en su casa de la plaza del Parvis

de Nuestra Señora en Paris.

El balcón en donde se hallaban aquellas jóvenes

pertenecía a una sala ricamente tapizada con

cuero de Flandes de color leonado con ramos

dorados. Las vigas que rayaban paralelamente

el techo alegraban la vista con mil curiosas es-

culturas pintadas y doradas. En unos bargue-

ños repujados, brillaban aquí y allí espléndidos

esmaltes; una cabeza de jabalí, de porcelana,

coronaba un magnífico aparador cuyos dos

niveles testimoniaban que la dueña de la casa

era mujer o viuda de un caballero distinguido.


A1 fondo, al lado de una alta chimenea ador-

nada de arriba a abajo con escudos y blasones

se hallaba sentada en un riquísimo sillón de

terciopelo rojo la dama de Gondelaurier, cuyos

cincuenta años se dejaban notar tanto en sus

vestidos como en su rostro. A su lado, perma-

necía de pie un joven de porte orgulloso, aun-

que un tanto vano y bravucón; uno de esos

guapos mozos que caen bien a todas las muje-

res aunque los hombres graves y fisionomistas

los desprecien un tanto. Aquel joven lucía un

brillante uniforme de capitán de los arqueros

del rey, ínuy semejante al traje de júpiter que ya

hemos tenido ocasión de admirar en el primer

libro de esta historia, para evitarle así al lector

la pesadez de una segunda descripción.

Las señoritas estaban sentadas, unas en la sala

y otras en el balcón, sobre almohadones de ter-

ciopelo de Utrecht con cantonerás doradas unas

y otras sobre escabeles de roble tallados con


flores y ccn figuras. Cada una tenía en sus rodi-

llas un trozo de un gran tapiz para tejer a ma-

no, que estaban confeccionando en común y

del que un buen trozo se extendía por la estera

que cubría el suelo. Charlaban entre ellas con

esa voz susurrante y esas medias risas conteni-

das, propias de una charla de muchachas cuan-

do hay un hombre joven entre ellas. Ese joven,

cuya presencia bastaba para poner en juego el

amor propio de aquellas muchachas, parecía no

preocuparse demasiado por ellas, y mientras

ellas intentaban sutilmente atraer su atención,

él parecía más bien interesado en sacar brillo

con su guante de piel a la hebilla de su cin-

turón.

De vez en cuando la señora le dirigía la palabra

y él le respondía como buenamente podía, pero

con una especie de cortesía torpe y un tanto

forzada.

Por las sonrisas, por los gestos de complicidad


de madame Aloîse, por los guiños que hacía a

su hija Flor de Lis, mientras hablaba bajito con

el capitán, se desprendía fácilmente que debían

ya estar prometidos o que iban muy pronto a

contraer matrimonio Flor de Lis y el joven

acompañante, mas por la indiferencia y la acti-

tud un canto forzada del oficial, podía deducir-

se también, al menos por su parte, que no era

un compromiso de amor.

Todo su aspecto manifestaba una expresión de

desagrado y aburrimiento que nuestros lugar-

tenientes de guarnición traducen hoy admira-

blemente con la expresión: K¡Qué lata! ¡Hoy me

ha tocado a mí!»

La buena señora, muy entusiasmada con su

hija, como corresponde a una buena madre, no

se daba cuenta del escaso entusiasmo del oficial

y no se cansaba de señalarle muy bajito, las mil

perfecciones con las que Flor de Lis tejía su ta-

piz o devanaba su ovillo.


-Fijaos -le decía tirándole de la manga para po-

der hablarle al oído-. Pero, ¡fijaos cómo se aga-

cha!

-¡Ya to veo, ya! -decía el joven y volvía inmedia-

tamente a su silencio distraído y glacial.

Poco después la joven se agachaba de nuevo y

madame Aloîse le insistía:

-¿Habéis visto alguna vez cara tan atractiva y

tan alegre como la de vuestra prometida?

¿Puede haberlas más blancas y más rubias?

¿No son sus manos las más perfectas? ¿Y su

cuello, no es encantador? ¡Si hasta podría decir-

se que es como el de un cisne! ¡Cuánto os envi-

dio a veces! ¡Y qué suerte tenéis de ser hombre,

pícaro libertino! ¿A que mi hija es adorable?

¿Verdad que estáis perdidamente enamorado?

-¡Claro, claro! -respondía el oficial pensando en

otras cosas.

-Pero, decidle algo -le indicó de pronto mada-

me Aloise, empujándole hacia ella-. Os mostr-


áis demasiado tímido.

Podemos asegurar a los lectores que la timidez

no era virtud ni defecto del capitán; no obstante

intentó hacer to que le pedía.

-Bella prima -dijo aproximándose a Flor de Lis-,

¿cuál es el tema de este bello tapiz en el que

trabajáis?

-Querido primo -respondió Flor de Lis con un

cierto aire despectivo-: ya os to he dicho más de

tres veces: es la gruta de Neptuno.

Era evidente que Flor de Lis veía mucho más

claro que su madre la actitud fría y displicente

del capitán, hasta el punto que él sintió la nece-

sidad de iniciar una conversación.

-¿Y para quién es toda esa neptunería? -le pre-

guntó.

-Para la abadía de Saint-Antoine-des-Champs

--le respondió Flor de Lis sin levantar la vista.

El capitán cogió una esquina del tapiz.

-¿Quién es bella prima, este gendarme gor-


dinflón que sopla con todas sus fuerzas en una

trompeta?

-Es Tritón -respondió la joven.

Se deducía de sus respuestas un tono de enfado

y el joven comprendió que convenía decirle

algo al oído, cualquier tontería, una galantería o

cualquier cosa; así que se inclinó pero no fue

capaz de encontrar en su imaginación nada

más tierno o más íntimo que esto:

--¿Por qué vuestra madre lleva siempre un so-

breveste con escudo de armas, como nuestras

abuelas en tiempos de Carlos VII? Decidle,

hermosa prima que ya no se llevan esas cosas y

que su gozne y su laurel bordados en su vesti-

do en forma de blasón le dan un aspecto de

chimenea acampanada que anda. Además, os

juro que no está bien que uno se siente encima

de sus escudos de armas.

Flor de Lis elevó hacia él sus bellos ojos para

reprocharle así su actitud.


-¿Eso es todo to que tenéis que decirme? -le dijo

en voz baja.

Pero la buena señora Aloise, encantada de ver-

les así tan juntos y susurrándose cosas al oído,

decía mientras jugueteaba con los cierres de su

libro de las horas:

-¡Qué emocionante escena de amor!

El capitán, cada vez más molesto, recurrió nue-

vamente a la tapicería:

-¡Es en realidad un trabajo encantador!

-exclamó.

A1 oír esto Colombe de Gaillefontaine, otra

bella rubia de piel blanca con hermosos ador-

nos de damasco azul en su cuello, se decidió a

dirigir unas palabras a Flor de Lis con la espe-

ranza de ser respondida por el capitán:

-Querida Gondelaurier, ¿habéis visto las tapi-

cerías del hotel de la Roche-Guyon?

-¿Es el hotel en cuyo patio está el jardín de la

lencera del Louvre? -intervino sonriente Diane


de Christeuil, mostrando sus hermosos dientes,

razón por la que sonreía por cualquier cir-

cunstancia.

-¿Y donde se encuentra el torreón de la antigua

muralla de París -añadió Amelotte de Montmi-

chel, una bellísima morena, rizosa y lozana, que

tenía la costumbre de suspirar, tanto como la

otra de reír, sin saber muy bien por qué.

-Querida Colomba -intervino madame Aloise-,

¿os referís a la residencia que pertenecía al se-

ñor de Bacqueville, durante el reinado dé Car-

los VI? Ya to creo que guarda hermosas tapicer-

ías.

-¡Carlos VI! ¡El rey Carlos VI, nada menos!

-murmuró el joven capitán atusándose el bigo-

te-. ¡Cuántos viejos recuerdos tiene esta buena

señora!

Madame de Gondelaurier proseguía:

-¡Soberbias tapicerías, ya to creo! Un trabajo tan

elaborado que no se encuentra otro igual.


En aquel momento Bérangére de Champchev-

rier, una espigada niña de siete años, que esta-

ba mirando la plaza por entre los trifolios de la

balconada, exclamó:

-¡Eh! Mirad, bella madrina Flor de Lis, qué

hermosa bailarina está danzando en la plaza y

cómo toca la pandereta.

Y, en efecto, se oía el alegre sonido de una pan-

dereta.

-Será alguna gitana de Bohemia -dijo Flor de

Lis, volviéndose displicente a mirar.

-¡Vamos, vamos! -exclamaban sus compañeras

y corrieron todas hacia el balcón, mientras Flor

de Lis, dolida por la frialdad de su prometido,

las seguía lentamente, y éste, tranquilo porque

el incidence había acabado con aquella conver-

sación forzada, se retiraba hasta el fondo de la

estancia con la impresión de un soldado que ha

sido relevado de su servicio. Sin embargo, de-

bería ser un agradable y encantador servicio el


ocuparse de la bella Flor de Lis, al menos así to

había sido al principio. Pero el capitán había

ido desilusionándose poco a poco y la perspec-

tiva de su próximo matrimonio le dejaba cada

vez más frío. Además era un hombre de humor

inconstante y, digámoslo, también de gusto un

tanto vulgar. Aunque de muy noble cuna, la

vida militar le había hecho contraer hábitos de

soldadesca y así le gustaba frecuentar las taber-

nas y su ambience; sólo se encontraba a gusto

diciendo palabrotas, entre galanteos militares y

haciendo conquistas entre mujeres fáciles. Sin

embargo su familia le había ofrecido una sólida

educación y buenas maneras pero, desde muy

joven, había comenzado a recorrer todo el país,

de guarnición en guarnición, llevando vida de

cuartel y cada día aquel barniz de gentilhombre

se iba borrando un poquito con el roce de su

talabarte de oficial. Aunque la seguía visitando

de vez en cuando por un resto de dignidad, se


sentía doblemente molesto en casa de Flor de

Lis; primeramente porque, a fuerza de disper-

sar su amor en todo tipo de lugares y ocasiones,

le quedaba ya muy poco para ofrecerle a ella, y

además porque rodeado de damas tan bellas,

tan estiradas, tan emperifolladas y tan decentes,

tenía el recelo constante de que su boca, acos-

tumbrada por demás a palabrotas y blasfemias,

pudiera en cualquier momento perder su freno

y dejar escapar alguna expresión tabernaria.

¡Puede uno imaginarse el efecto producido!

Además todo esto se mezclaba en él con gran-

des pretensiones de elegancia de buena presen-

cia y de distinción. Así que cada cual se las

arregle como buenamente pueda para entender

esto. Yo sólo soy historiador y me limito a ex-

poner los hechos.

De modo que, pensando o sin pensar, llevaba

ya un ratito en silencio, apoyado en la cham-

brana esculpida de la chimenea, cuando Flor de


Lis se volvió de pronto hacia él y le dirigió la

palabra. Después de todo, si la pobre muchacha

estaba enfadada, no era por ella sino por culpa

de su corazón.

-Querido primo, ¿no nos habéis hablado de una

joven zíngara a la que salvasteis hace dos me-

ses, de manos de una docena de ladrones,

mientras hacíais la ronda nocturna?

-Creo que sí, bella prima.

-¿Y no será acaso esta misma que está ahora

bailando en la plaza? Acercaos, primo Febo, a

ver si la reconocéis.

Él percibió un secreto deseo de reconciliación

en aquella amable invitación que le hacía para

acercarse a ella y por el hecho de haberle lla-

mado por su nombre. El capitán Febo de

Châteaupers (pues es él a quien tiene el lector

ante su vista desde el comienzo del capítulo) se

aproximó lentamente al balcón.

-Fijaos -le dijo Flor de Lis, tomando tiernamen-


te el brazo de Febo-, mirad esa jovencita que

baila en medio de la gente, ¿es la zíngara que

conocéis?

Febo la miró un instante y dijo:

-Sí; la reconozco por su cabra.

-¡Ah, es verdad! Tiene una cabritilla -exclamo

Amelotte con admiración.

-¿Es verdad que sus cuernos son de oro?

-preguntó Bérangére.

Madame Aloise contestó sin moverse de su

sillón:

-¿No es una de esas gitanas que llegaron el año

pasado por la Porte Gibard?

-Mi señora madre -corrigió amablemente Flor

de Lis-, esa puerta se llama ahora Porte d'En-

fert.

La señorita Gondelaurier conocía hasta qué

punto aquella manera anticuada de hablar de

su madre chocaba al capitán y en efecto éste

había ya empezado a rezongar, diciendo entre


dientes:

-¡La Porte Gibard! ¡La Porte Gibard! ¡Ni que

tuviera que pasar por ella Carlos VI!

-¡Madrina! -exclamó Bérangère moviendo sin

cesar los ojos y fijándolos en las torres de Nues-

tra Señora-. ¿Quién es ese hombre de negro que

se ve a11á arriba?

Todas las jóvenes levantaron la mirada hacia

las torres y vieron en efecto a un hombre con

los codos apoyados en la balaustrada superior

de la torre septentrional que daba a la plaza de

Gréve. Era un clérigo. Se distinguían claramen-

te sus ropajes y su rostro apoyado en ambas

manos y se mantenía tan quieto que parecía

una estatua.

Su mirada estaba fija en la plaza. Era algo así

como la mirada del milano que acaba de des-

cubrir un nido de pájaros al que no quita la

vista.

-Es el señor archidiácono de Josas -dijo Flor de


Lis.

-Tenéis una vista magnífica si sois capaz de

reconocerle desde aquí -precisó la Gaillefontai-

ne.

-¡Con qué atención mira a la bailarina! -añadió

Diane de Christeuil.

-Pues que tenga cuidado esa egipcia -dijo Flor

de Lis- ya que al archidiácono no le gusta Egip-

to.

-Pues es una pena que la mire de esa manera

porque la verdad es que baila maravillosamen-

te -añadió Amelotte de Montmichel.

-Primo Febo -dijo de pronto Flor de Lis-, ya que

conocéis a esa gitanilla, ¿por qué no le pedís

que suba? Nos distraería mucho.

-¡Muy bien! -dijeron todas las muchachas

aplaudiendo.

-Es una locura -respondió Febo-. Seguramente

ya no se acuerda de mí y yo no conozco ni su

nombre; pero puesto que así to deseáis, señori-


tas, voy a intentarlo -y, asomándose a la ba-

laustrada del balcón, se puso a gritar.

-¡Pequeña!

La bailarira no tocaba la pandereta en ese mo-

mento y volvió la cabeza hacia el lugar de don-

de venía aquella voz. Su mirada se fijó en Febo

y se paró de repente.

-¡Pequeña! -insistió el capitán, al tiempo que

con el dedo le hacía signos para que subiera.

La joven volvió a mirar se ruborizó como si una

llama le hubiera subido hasta las mejillas, y

cogiendo la pandereta bajo él brazo, se dirigió

por entre los espectadores asombrados hacia la

puerta de la casa desde la que Febo la llamaba,

lentamente, titubeando y con la mirada perdida

de un ave que cede a la fascinación de una ser-

piente.

Poco después se descorrió la cortina que había

ante la puerta y apareció la gitana en el umbral

de aquella sala. Estaba ruborizada, confusa,


sofocada, bajo sus grandes ojos y sin atreverse a

dar un paso más.

Bérangére se puso a aplaudir.

La bailarina sin embargo permanecía inmóvil

en el umbral de la puerta. No cabía duda de

que su aparición había producido también un

efecto singular en aquel grupo de jóvenes.

También era cierto que un vago a impreciso

deseo de agradar al apuesto oficial animaba a

todas a la vez y que su espléndido uniforme era

el punto de mira de todas sus coqueterías y

que, desde su llegada, existía entre ellas una

cierta rivalidad secreta y sorda que no se confe-

saban casi ni a sí mismas pero que no por ello

dejaba de manifestarse constantemente en sus

gestos y en sus palabras. Ahora bien, como la

belleza de todas ellas era pareja, todas luchaban

en igualdad de condiciones y todas podían es-

perar la victoria. Y, claro, la aparición de la gi-

tana había roto bruscamente aquel equilibrio.


Era tan rara su belleza que cuando surgió a la

entrada de la estancia parecía despedir una

especie de luz propia; en aquella sala cerrada,

un canto sombría bajo los artesonados y los

tapices de las paredes, ella aparecía incompara-

blemente más hermosa y más radiante que en

la plaza pública. Era como una antorcha trasla-

dada de la claridad a la penumbra; y aquellas

nobles damiselas se sintieron, a su pesar, des-

lumbradas. Cada una de ellas se sintió herida

en su belleza, y por esta razón su frente de ba-

talla, perdónesenos la expresión, cambió inme-

diatamente sin decirse una sola palabra entre

ellas, pero todas to entendieron perfectamente.

El espíritu femenino se compenetra más rápi-

damente que la inteligencia de los hombres.

Una enemiga acababa de presentarse; y todas

tuvieron este mismo sentimiento y todas se

aliaron contra ella. Basta una gota de vino para

teñir todo un vaso de agua; y para teñir o cam-


biar el ambience de toda una reunión de her-

mosas mujeres basta con la llegada de una más

bonita que ellas; sobre todo si en la reunión hay

un solo hombre.

Por ello el recibimiento que hicieron a la gitana

fue maravillosamente glacial. La miraron de

arriba a abajo después se miraron entre ellas y

todo quedó dicho. Sabían perfectamente to que

querían. Por su parte la muchacha esperaba que

le dijeran algo y estaba tan emocionada que no

se atrevía a levantar los párpados.

Fue el capitán el primero que rompió el silen-

cio.

-¡A fe mía, que es una criatura encantadora!

-afirmó con un tono intrépido de ligereza-.

¿Qué opináis vos, mi querida prima?

Esta observación que un admirador más deli-

cado debería haber hecho en voz baja, no

ayudó precisamente a disipar los celos de las

jóvenes que permanecían muy atentas a la gita-


na.

Así Flor de Lis respondió al capitán con una

disimulada afectación desdeñosa.

-No está mal.

Las otras hicieron sus cuchicheos ante esta res-

puesta, hasta que madame Aloîse, que no era la

menos celosa, pues to estaba por su hija, se di-

rigió a la bailarina.

-Acercaos, pequeña.

-Acercaos, pequeña -repitió con una dignidad

cómica Bérangère, que apenas si le llegaba a la

cadera.

La egipcia se acercó hacia la noble dama.

-Bella niña -dijo Febo con énfasis acercándose

unos pasos hacia ella-. No sé si tengo la enorme

dicha de ser reconocido por vos...

Ella le interrumpió dirigiéndole una sonrisa y

una mirada llena de una infinita delicadeza.

-¡Oh, sí! -le dijo.

-Tiene buena memoria -observó Flor de Lis.


-Es que la otra noche -añadió Febo- desapare-

cisteis rápidamente. ¿Os asusté acaso?

-¡Oh, no! -dijo la gitana.

Y había en el acento con que aquel ¡oh, no! fue

pronunciado, después del ¡oh, .rí.á anterior,

algo inefable que hirió a Flor de Lis.

-Pues me dejasteis en sustitución vuestra, pre-

ciosa niña -continuó el capitán cuya lengua se

iba soltando al hablar a una chica de la calle- a

un maldito tipo tuerto y jorobado; el campa-

nero del obispo creo que era. Me han dicho que

era hijo bastardo de un archidiácono y diablo

de nacimiento. Tiene un nombre la mar de di-

vertido; se llama Témporas o Pascua Florida o

Martes de Carnaval(1), ya no sé cómo: ¡Un

nombre de fiesta, de las de repicar campanas!

¡Se permitía raptaros como si estuvieseis hecha

para un muñidor! ¡Es por demás! Decid, ¿qué

pretendía de vos ese cárabo?

-No lo sé -respondió ella.


1. Una nota de Víctor Hugo en sus papeles de

Nuestra Señora de París dice: «nombres para

elegir el del campanero: Malempant, Mar-

di-Gras, Babylas, Quatre-vents, Quasimodo,

Guerf, Mammés, Ovide, Ischirion.

-¡Es inconcebible! ¡Un campanero raptar a un

chica como si fuera un vizconde! ¡Un villano

cazar furtivamente la caza de los nobles! ¡Es

increíble! Hay que decir de paso que bien caro

lo ha pagado, pues maese Pierrat Torterue es el

más rudo palafrenero que jamás haya zurrado a

un pícaro; y además os diré, por si os sirve de

consuelo, que la piel de vuestro campanero ha

sido bien vapuleada con sus manos.

-¡Pobre hombre! -respondió la gitana, a la que

aquellas palabras habían reavivado el recuerdo

de las escenas de la picota.

El capitán soltó una risotada.

-¡Cuernos! ¡Es ésa una compasión que le cae a

ese bribón como una pluma en el culo de un


cerdo! Que me vuelva barrigudo como un papa

si...

Se detuvo en seco.

-Perdón, señoras. Creo que iba a decir alguna

tontería.

-¡Por Dios, señor! -dijo la Gaillefontaine.

-Está hablando a esa criatura en su propia len-

gua -añadió a media voz Flor de Lis cuyo des-

pecho crecía por momentos y desde luego no

disminuyó viendo cómo el capitán estaba en-

cantado de la gitana y principalmente de sí

mismo, ni al verle pavonearse repitiendo con

galantería grosera y soldadesca:

-Una hermosa mujer, a fe mía.

-Y bastante burdamente vestida -dijo Diane de

Christeuil luciendo su dentadura con una son-

risa.

Esta reflexión abrió un rayo de luz para las de-

más, pues les hizo ver el lado más vulnerable

de la gitana. Ya que no podían morder en su


belleza, atacaban su vestimenta.

-Es cierto, pequeña -dijo la Montmichel-.

¿Dónde has aprendido a correr por las calles

vestida así sin toca ni gorguera?

-Y esa falda tan corta es para echarse a temblar

-añadió la Gaillefontaine.

-Y además, querida, insitió con cierta crudeza

Flor de Lis -corréis el riesgo de que os detenga

la guardia de la docena por llevar ese cinturón

dorado.

-Pequeña -siguió la Christeuil con una sonrisa

implacable-, si to cubrieras honestamente esos

brazos, no to los quemaría Canto el sol.

Realmente era un auténtico espectáculo, digno

de un espectador más inteligente que Febo, el

ver cómo aquellas hermosas jóvenes con sus

lenguas envenenadas a irritadas, serpenteaban,

se deslizaban y se retorcían alrededor de la bai-

larina callejera. Eran crueles y graciosas. Rebus-

caban, hurgaban malignamente con sus pala-


bras en su pobre y extraña vestimenta, adorna-

da con lentejuelas y oropeles. Todo eran sonri-

sas, ironías y humillaciones continuas. Llovían

sobre la egipcia la falsa y altiva amabilidad, los

sarcasmos y las miradas despectivas. Eran co-

mo aquellas jóvenes romanas que se divertían

clavando alfileres de oro en los senos de una

hermosa esclava. Eran como elegantes galgas

cazadoras girando, con las fauces abiertas y los

ojos exaltados, en torno a una pobre cervatilla

del bosque, a las que la mirada del amo no per-

mite matar.

¿Qué era, después de todo, ante aquellas jóve-

nes de gran abolengo una miserable bailarina

callejera? No les preocupaba to más mínimo su

presencia y hablaban de ella, ante ella o a ella

misma, en voz alta como de algo sucio y bas-

tante abyecto, aunque bastante bonito a la vez.

La gitana no era insensible a aquellas punzadas

y de vez en cuando subía a su rostro un rubor


de vergüenza, y un destello de cólera encendía

sus ojos o sus mejillas; más de una réplica des-

deñosa estuvo a punto de aflorar a sus labios y

hacía con evidente desprecio aquel mphín del

que ya hemos hablado al lector en otras ocasio-

nes, pero se callaba. Inmóvil dirigía a Febo una

mirada de resignación, triste y dulce; había

también algo de dicha y de ternura en aquella

mirada. Podría decirse incluso que prefería

estar callada por miedo a que la echasen de allí.

Febo, por su parte, sonreía y tomaba partido

por la gitana con una mezcla de impertinencia

y de compasión.

-Déjalas que hablen, querida -repetía haciendo

sonar sus espuelas de oro-; vuestra vestimenta

tiene mucho de extravagante pero, ¿qué impor-

tancia puede tener eso siendo como sois una jo-

ven encantadora?

-¡Dios mío! -exclamó la rubia Gaillefontaine,

resaltando su cuello de cisne con una sonrisa


amarga-, observo que los señores arqueros de

la ordenanza del rey se encandilan gustosa-

mente ante los bellos ojos de las egipcias.

-¿Y por qué no? -contestó Febo.

Ante esta respuesta displiceñte del capitán,

lanzada como una piedra sin preocuparse del

lugar en donde pueda caer, Colombe se echó a

reír y Diana y Amelotte y también Flor de Lis, a

la que al mismo tiempo le brotó una lágrima de

sus ojos.

La gitana, que había bajado la vista ante.las

palabras de Colombe de Gaillefontaine, la elevó

de nuevo radiante de alegría y de orgullo para

mirar a Febo con agradecimiento. Estaba muy

hermosa en aquel momento.

La buena señora Alo?se, que presenciaba aque-

llas escenas, se sintió ofendida y no acertaba a

comprender.

-¡Virgen santa! -exclamó de pronto-. ¿Qué es

eso que se mueve entre mis piernas? ¡Ay, des-


graciado animal!

Era la cabra que acababa de llegar buscando a

su dueña y que, al precipitarse hacia ella, había

metido sus cuernos entre el revuelo de rtipa

que formaba a sus pies el vestido de la noble

dama cuando permanecía sentada.

Aquello fue una diversión más. La gitana la

separó sin decir una palabra.

-¡Oh! ¡Es ésta la cabritilla con sus pezuñas do-

radas! -exclamó Bérangère dando saltos de

alegría.

La gitanilla se puso de rodillas y apoyó en sus

mejillas la cabeza suave y acariciadora de la

cabrita. Parecía como si la pidiera perdón por

haberla abandonado de aquella manera.

Diane se puso a susurrar algo al oído de Co-

lombe.

-¡Dios mío! ¡Pero cómo no to habré pensado

antes! Es la gitana de la cabra. La llaman bruja

y dicen que su cabra hace imitaciones y trucos


milagrosos.

-¡Pues que nos divierta también la cabra

haciéndonos uno de esos milagros!

Diane y Colombe se dirigieron vivamente a la

gitana diciéndola:

-¡Dile a to cabra que nos haga un milagro, pe-

queña!

-No sé to que queréis decir con ello -respondió

la bailarina.

-Pues eso; un milagro; magia, en fin, cualquier

brujería de ésas.

-No sé hacerlo.

Y se puso a acariciar de nuevo la linda cabeza

de su cabra mientras le decía:

-¡Djali! ¡Djali!

Flor de Lis se fijó entonces en una bolsita de

cuero bordada que la cabra llevaba colgada del

cuello.

-¿Qué es eso? -preguntó a la gitana.

La gitana la miró con sus grandes ojos y res-


pondió muy seriamente:

-Eso es mi secreto.

-Ya me gustaría conocer cuál es to secreto

-pensó Flor de Lis.

Entonces se levantó la buena señora y dijo con

cierto tono de enfado.

-Veamos, gitanilla; si tú y to cabrita no vais a

bailarnos nada, ¿qué hacéis aquí adentro?

La gitanilla, sin responder, se dirigió lentamen-

te hacia la puertá y sus pasos eran más lentos

cuanto más se acercaba a ella; era como si un

invencible imán la retuviera y de pronto se vol-

vió hacia Febo con los ojos húmedos de lágri-

mas.

-¡Válgame Dios! -exclamó el capitán-. No puede

uno marcharse así. Volved y bailad algo para

nosotros. A propósito, querida, ¿cómo os llam-

áis?

-La Esmeralda -contestó la bailarina sin dejar

de mirarle.
Ante este extraño nombre, una risotada loca

estalló entre las jóvenes.

-¡Vaya nombre tan horrible para una señorita!

-dijo Diane.

-Ya veis que es una embrujadora -replicó Ame-

lotte.

-Desde luego, querida -dijo solemnemente ma-

dame Altiise-, ese nombre no to han pescado

vuestros padres en la pila del bautismo.

Desde hacía ya algunos minutos y sin que na-

die se fijara, Bérangère había atraído a la cabra

hacia un rincón ofreciéndole un mazapán y en

un momento las dos se habían hecho buenas

amigas. La curiosa niña había soltado el saquito

que la cabra llevaba colgado del cuello, to había

abierto y había vaciado su contenido sobre la

alfombra. Se trataba de un alfabeto en el que

cada letra estaba grabada por separado en una

pequeña tablilla de boj. Apenas aquellos jugue-

tes quedaron extendidos en la alfombra cuando


la niña vio con sorpresa, y éste debía ser uno de

los milagros, retirar algunas letras con su patita

dorada y alinearlas en un orden perfecto. Al

cabo de unos momentos quedó formada una

palabra que la cabra debía tener la costumbre

de escribir, por to poco que tardó en formarla.

Bérangére exclamó de pronto juntando las ma-

nos con admiración:

-¡Madrina, Flor de Lis, fijaos to que acaba de

hacer la cabra!

Flor de Lis se acercó y al verlo se estremeció.

Las letras ordenadas en el suelo formaban esta

palabra:

FEBO

-¿Ha sido la cabra la que lo ha escrito?

-preguntó ella con la voz alterada.

-Sí, madrina -respondió Bérangére.

-Era imposible dudar de ello pues la niña no sabía escribir.

-¡Ése es el secreto! -pensó Flor de Lis.

Pero al grito de la niña habían acudido todos; la


madrer las jóvenes, la bohemia y el oficial.

La gitana vio la tontería que había escrito su

cabra y se puso roja y luego pálida y finalmente

se echó a temblar ante el capitán como si fuera

culpable. Éste se quedó muy sorprendido

mirándola con una sonrisa.

-¡Febo! -murmuraban estupefactas las jóvenes-.

¡Es el nombre del capitán!

-¡Tenéis una memoria excelente! -dijo Flor de

Lis a la gitana que se había quedado petrifica-

da. Un porn después, rompiendo a llorar y cu-

briéndose el rostro con sus bellas manos ex-

clamó balbuciente-: ¡Es una bruja! -pero en el

fondo de su corazón oía otra voz más amarga

aún que decía: ¡Es una rival!

Y se desvaneció.

-¡Hija mía! ¡Hija mía! ¡Vete, gitana del infierno!

En un abrir y cerrar de ojos la Esmeralda reco-

gió las inoportunas letras, hizo una seña a Djali

y salió por una puerta mientras se llevaban por


otra a Flor de Lis.

El capitán Febo, que se había quedado solo,

dudó un momento entre las dos puertas y si-

guió a la gitana.

II

UN SACERDOTE Y UN FILÓSOFO

HACEN DOS

EL sacerdote que las jóvenes habían visto en lo

alto de la torre septentrional, asomado a la pla-

za y muy atento a la danza de la gitana, era en

efecto el archidiácono Claude Frollo.

Nuestros lectores no se han olvidado de aquella

misteriosa celda que el archidiácono se había

reservado en esa torre (no sé, para decirlo de

pasada, si es la misma cuyo interior puede ver-

se aún hoy por una pequeña ventana cuadrada,

abierta hacia el levante a la altura de un hom-

bre, en la plataforma de donde arrancan las dos

torres; un cuartucho, hoy vacío y destartalado,

cuyas paredes, mal revocadas, están adornadas


aquí y a11á con algunos dibujos amarillentos

que representan fachadas de catedrales. Imagi-

no que ese agujero esté habitado por murciéla-

gos y arañas, en competencia unos y otras, y

haciendo los dos una guerra de exterminio a las

posibles moscas).

Todos los días, una hora antes de la puesta del

sol, el archidiácono subía la escalera de la torre

y se encerraba en aquella celda en donde a ve-

ces pasaba noches enteras.

Aquel día, una vez llegado ante la puerta del

cuartucho, en el momento en que metía en la

cerradura la pequeña y complicada llave que

llevaba siempre consigo en la escarcela colgada

del costado, llegó a sus oídos un ruido de pan-

dereta y de castañuelas que procedía de la pla-

za del Parvis. La celda, ya lo hemos dicho, no

tenía más que una lucera que daba a la parte

posterior de la iglesia.

Claude Frollo volvió a guardar precipitada-


mente la llave y unos instantes más tarde se

encontraba en la parte superior de la torre, en

aquella actitud sombría y de recogimiento en

que las jóvenes to habían visto.

Estaba a11í serio, inmóvil, absorto en un pen-

samiento y con la mirada fija en algún punto.

Todo París estaba a sus pies con las mil flechas

de sus edificios y su horizonte circular de coli-

nas suaves, con su río serpeando bajos los

puentes y sus gentes circulando por las calles,

con las nubes de humo de sus chimeneas y con

la cadena montañosa de sus tejados aprisio-

nando a Nuestra Señora. Pero de toda la ciu-

dad, el archidiácono sólo miraba un punto con-

creto de la calle: la plaza del Parvis; y de entre

toda aquella multitud sólo una figura atraía su

atención: la gitana.

Habría sido difícil definir la naturaleza de

aquella mirada y de dónde procedía la llama

que de ella surgía. Era una mirada fija, Ilena de


turbación y de tumultos. Y por la inmovilidad

profunda de todo su cuerpo, agitado a interva-

los por un escalofrío maquinal como un árbol

por el viento, por la rigidez de sus codos, más

mármol que la balaustrada en la que se apoya-

ban, por la sonrisa petrificada que contraía su

rostro, se habría dicho que en Claude Frollo

sólo había una cosa viva; su mirada.

La gitana estaba bailando. Giraba la pandereta

con la punta de los dedos y la lanzaba al alto

danzando zarabandas provenzales; ágil, ligera,

alegre y sin sentir el peso de la mirada terrible

que caía a plomo sobre su cabeza.

El gentío se agolpaba en torno a ella. De vez en

cuando un hombre vestido con una casaca

amarilla y roja ordenaba aquel círculo e iba

luego a sentarse en una silla, a unos pasos tan

sólo de la bailarina, y apoyaba la cabeza de la

cabra en sus rodillas. Aquel hombre parecía ser

el compañero de la gitana. Claude Frolllo, des-


de aquel lugar tan elevado en donde se encon-

traba, no podía distinguir sus rasgos.

Desde el momento mismo en que el archidiá-

cono descubriera al desconocido aquel, su aten-

ción pareció repartirse entre la bailarina y él.

De pronto se incorporó y un temblor recorrió

todo su cuerpo:

-¿Quién puede ser ese hombre? -se dijo hablan-

do entre dientes-. ¡Siempre la había visto sola!

Entonces se metió en la bóveda tortuosa de la

escalera espiral y bajó. A1 pasar ante la puerta

del carillón, que se encontraba entreabierta, vio

algo que le llamó la atención; vio a Quasimodo

que, asomado a una abertura de esos tejadillos

de pizarra que se asemejan a enormes celosías,

estaba también mirando a la plaza. Su atención

era tan grande que ni siquiera se dio cuenta de

que pasaba por a11í su padre adoptivo. Su ojo

salvaje tenía una expresión singular. Era una

mirada cautivada y dulce.


-Sí que es raro -murmuró Claude-. ¿Será a la

gitana a quien está mirando así? -y siguió ba-

jando. Al poco rato el preocupado archidiácono

salió a la plaza por la puerta que se encuentra

bajo la torre.

-¿Qué ha pasado con la gitana? -preguntó

mezclándose con el grupo de espectadores que

la pandereta había reunido allí.

-No to sé --contestó alguien- acaba de desapa-

recer. Creo que se ha ido a bailar algún fandan-

go a esa casa de ahí en frente, de donde la han

llamado.

En lugar de la gitana, en aquella misma alfom-

bra cuyos arabescos se borraban momentos

antes bajo los dibujos caprichosos de la danza,

el archidiácono no vio más que al hombre de

rojo y amarillo quien a su vez, para ganar algu-

nas monedas, se paseaba alrededor del corro en

donde bailaba la gitana con los codos en las

caderas, con la cabeza echada hacia atrás y la


cara congestionada con el cuello estirado y lle-

vando una silla entre los dientes. En aquella

silla tenía atado a un gato que le habría presta-

do una vecina y que maullaba muy asustado.

-¡Por Nuestra Señora! -exclamó el archidiácono

cuando el saltimbanqui, sudando a mares, pasó

ante él con aquella pirámide de silla y gato en-

cima-. ¿Qué hace aquí maese Pierre Gringoire?

La voz severa del archidiácono sobresaltó tanto

al pobre diablo que perdió el equilibrio con

todo su edificio, y silla y gato cayeron sobre las

cabezas de aquel público en medio de un griter-

ío ensordecedor.

Seguramente maese Pierre Gringoire (porque se

trataba de él) habría tenido que vérselas con la

vecina del gato y con muchos de los espectado-

res a causa de los golpes y arañazos, si no se

hubiera apresurado, aprovechándose del tu-

multo, para refugiarse en la iglesta a donde

Claude Frollo le hacía señas para que le siguie-


se.

La catedral estaba ya vacía y en penumbra. La

oscuridad se apoderaba de las naves laterales y

las lámparas de las capillas comenzaban a bri-

llar en contraste con las tinieblas que envolvían

las bóvedas. Sólo el gran rosetón de la fachada

principal, envolviendo en mil colores los últi-

mos rayos horizontales del sol, destacaba en la

penumbra como un revoltijo de diamantes re-

flejando en el otro extremo su espectro deslum-

brador.

Después de andar unos pasos, dom Claude se

apoyó en un pilar y se quedó mirando a Grin-

goire fijamente. No era aquella mirada la que

preocvpaba a Gringoire, avergonzado como

estaba de haberse visto sorprendido por una

persona grave y docta con aquel traje de paya-

so. La mirada del cura no encerraba ni burla ni

ironía; era más bien seria, tranquila, penetrante

y fue el archidiácono el primero en romper el


silencio.

-Venid acá, maese Pierre. Vais a tener que ex-

plicarme muchas cosas. Primero: ¿a qué se debe

el que hace dos meses que no se os haya visto y

que aparezcáis ahora por las plazas, vestido con

tanta elegancia ¡a fe mía!, con trajes medio ama-

rillos y medio rojos como si fueseis una manza-

na de Caudebec?

-Micer -dijo lastimosamente Gringoire-, se trata

en verdad de una extraña indumentaria y me

encuentro más apurado por ello que un gato

con una calabaza encima. Sé que no está bien, y

to lamento mucho, exponer el húmero de un

filósofo pitagórico a las porras de los guardias,

si llegan a encontrarme de cal guisa. Pero, ¿qué

queréis, reverendo? La culpa la tiene mi anti-

guo jubón que me abandonó cobardemente a

comienzos del invierno, con el pretexto de que

se caía a pedazos y que necesitaba it a descan-

sar al cesto del trapero. ¿Qué se puede hacer?


La civilización no ha avanzado aútr hasta el

punto de permitirle a uno it desnudo por ahí

como pretendía el antiguo Diógenes. Añádase a

esto que se avecinaba un tiempo muy frío y no

es precisamente el mes de enero el mejor para

intentar con éxito hacer avanzar un paso así a la

humanidad. Apareció esta casaca, la cogí y dejé

mi viejo blusón negro que, para un hermético

como yo, estaba ya muy poco herméticamente

cerrado. Así que aquí me tenéis, vestido de his-

trión, como San Ginés. ¿Qué queréis? Es como

un eclipse; como si Apolo hubiera guardado los

rebaños de Admeto.

-¡Pues habéis encontrado un buen oficio!

-replicó el archidiácono.

-Estoy de acuerdo, maestro, en que es mejor

filosofar y poetizar, soplar la llama en el horno

o recibirla del cielo, que andar llevando gatos

por el empedrado. Por eso cuando os habéis

dirigido a mí me he quedado tan desconcertado


como un asno ante un asador pero, ¿qué quer-

éis, maestro? Hay que vivir todos los días y los

versos alejandrinos más bellos no valen para

comer to que un trozo de queso de Brie. Hice

para la princesa Margarita de Flandes aquel

famoso epitalamio que ya conocéis, pero la ciu-

dad no me to paga so pretexto de que no era

muy bueno. ¡Vamos!, como si se pudiera dar

por cuatro perras una tragedia de Sófocles. Así

que iba a morirme de hambre cuando por suer-

te me di cuenta de que no andaba mal de

mandíbulas y las he dicho: haced una exhibi-

ción de fuerza y de equilibrio y alimentaos vo-

sotras mismas. Ale to iptam. Un montón de

vagabundos que se han hecho buenos amigos

míos me han enseñado unos cuancos trucos

hercúleos y así puedo ofrecer todos los días a

mis dientes el pan que han ganado a to largo de

la jornada con el sudor de mi frente. A pesar de

todo, concedo, reconozco que es un pobre em-


pleo de mis facultades intelectuales y que el

hombre no está hecho para pasarse la vida to-

cando el pandero o mordiendo sillas. Pero, re-

verendo padre, no basta con pasar la vida, hay

que ganársela.

Dom Claude le escuchaba en silencio. De pron-

to sus ojos hundidos se hicieron tan sagaces y

penetrantes que Gringoire se sintió, por decirlo

así, escudriñado hasta el fondo del alma por

aquella mirada.

-Muy bien, maese Pierre, pero, ¿de dónde viene

el encontrarnos en compañía de esta bailarina

de Egipto?

-Bueno, pues por nada -contestó Gringoire-,

porque ella es mi mujer y yo soy su marido.

Los ojos tenebrosos del sacerdote se inflama-

ron.

-¿Habrás sido capaz de tal cosa, miserable? -le

gritó cogiendo con furia el brazo de Gringoire-.

¿Hasta tal punto to ha abandonado Dios como


para poner tus manos en esa joven?

-Os juro, monseñor por la parte que me pueda

corresponder del paraíso -le respondió Gringoi-

re temblando por todo su cuerpo- que nunca la

he tocado, si es eso to que os inquieta.

-¿Y por qué hablas entonces de marido y mu-

jer?

Gringoire se apresuró entonces a contarle, to

más sucintamente posible, todo to que el lector

conoce ya de sus aventuras en la Corte de los

Milagros y de su matrimonio y del cántaro roto.

Parecía, por to demás que aquel matrimonio no

se había consumado y que la gitana le escamo-

teaba todos los días su noche de bodas, como

ya ocurriera aquel primer día.

-Es un fastidio -dijo para terminar-, pero se de-

be a que he tenido la desgracia de desposar a

una virgen.

-¿Qué queréis decir? -preguntó el archidiácono

que se había ido apaciguando gradualmente al


it escuchando el relato.

-Es harto difícil de explicar -le respondió el poe-

ta-, pues se trata de una superstición. Mi mujer,

es por to que me ha dicho un viejo hampón, al

que llaman entre nosotros el duque de Egipto

una niña abandonada, o perdida que da to

mismo. Lleva colgado del cuello un amuleto,

que según aseguran, le ayudará algún día a

encontrar a sus padres, pero que perdería su

virtud si la joven perdiera la suya. Y de ahí se

desprende el que nosotros dos seamos tan vir-

tuosos.

-Así pues -prosiguió dom Claude cuya frente se

despejaba por momentos-, vos creéis, maese

Pierre, que esta joven no se ha aproximado

jamás a ningún hombre.

-¿Qué creéis, dom Claude, que puede hacer un

hombre ante una superstición así? Ella tiene eso

metido en la cabeza. Estoy seguro de que esa

pudibundez de monja no es sino una rareza


que se ha conservado ferozmente entre estas

jóvenes gitanas tan fáciles de dominar. Ella sin

embargo dispone de tres cosas para su protec-

ción: el duque de Egipto que la tomado bajo su

protección para venderla, quizás, a algún señor

abad; segundo, toda su tribu que siente por ella

más veneración que si de Nuestra Señora se

tratara y luego una navaja preciosa que la muy

pícara lleva siempre escondida en alguna parte,

a pesar de las ordenanzas del preboste y que le

aparece siempre en las manos en cuanto se la

coge por la cintura. ¡Es como una avispa furio-

sa, creedtne!

El archidiácono siguió acosándole a preguntas.

La Esmeralda era, a juicio de Gringoire, una

criatura inofensiva y encantadora a incluso

guapa si no fuera por un mohín que le era muy

propio; una muchacha ingenua y apasionada,

desconocedora de todo y apasionada por todo.

Desconocía aún, incluso en sueños, cuál era la


diferencia entre un hombre y una mujer; era

así; loca sobre todo por la danza, por el ruido,

por la libertad; algo así como una mujer abeja

con alas invisibles en los pies y viviendo siem-

pre en un torbellino. Esa manera de ser la debía

al tipo de vida que había llevado siempre.

Gringoire había llegado a saber que de muy

niña había recorrido España y Cataluña y había

estado hasta en Sicilia; también creía Gringoire

que había ido con la caravana de zíngaros, de la

que ella misma formaba parte, al reino de Arge-

lia, país situado en la Acadia, que limita por un

lado con Albania y Grecia y por el otro con el

mar de Sicilia y que está nada menos que en el

camino de Constantinopla.

Los gitanos, decía Gringoire, eran vasallos del

rey de Argelia en su calidad de jefe de la nación

de los Moros Blancos. Lo que era cierto es que

Esmeralda había venido a Francia desde Hun-

gría, siendo aún muy niña. De todos estos paí-


ses la muchacha había conservado jirones de

jergas extrañas, canciones a ideas extranjeras

que hacían que su lenguaje fuese algo tan abi-

garrado como sus vestidos, medio parisinos y

medio africanos. Además las gentes de los ba-

rrios que ella frecuentaba la querían por su

alegría, por su gentileza, por sus modales deci-

didos, por su forma de bailar y sobre todo por

sus canciones. En toda la ciudad, sólo había

según ella dos personas que la odiaran y de las

que ella hablaba muy frecuentemente y con

gran temor: la Sachette de la Tour-Roland, una

vulgar reclusa que no se sabía por qué, pero

sentía un extraño odio hacia los gitanos y que

maldecía a la pobre bailarina cada vez que pa-

saba ante su lucera y a un sacerdote que siem-

pre que la encontraba la miraba y le hablaba de

cal forma que ella sentía miedo. Esta última

circunstancia confundió al archidiácono sin que

Gringoire se preocupara demasiado por su tur-


bación. Hasta cal punto habían bastado dos

meses para que el despreocupado poeta olvida-

ra los detalles singulares de aquella noche en

que había encontrado a la gitana y la presencia

del archidiácono en aquel asunto. Por to demás

la bailarina no temía nada. Como no echaba la

buenaventura, estaba al abrigo de procesos por

magia tan frecuentes entre los gitanos.

Además Gringoire era para ella como un her-

mano, no como un marido, y el filósofo sopor-

taba muy pacientemence aquella especie de

matrimonio platónico que al menos le propor-

cionaba una morada y pan. Cada mañana salía

de la truhanería generalmente con la gitana, y

la ayudaba a hacer la colecta por las plazas re-

cogiendo las monedas de cobre y de plata y por

la noche volvía con ella y se quedaban bajo el

mismo techo; ella sin embargo se encerraba en

su cuartucho y se dormía con el sueño de los

justos.
Una exístencia muy dulce y muy propicia a la

fantasía y además en su alma y en su conciencia

no escaba muy seguro de estar perdidamente

enamorado de la gitana. Casi le gustaba la ca-

bra tanco como ella. Era un animalito encanta-

dor, dulce, inteligente, espiritual; casi casi una

cabra sabia. Nada más frecuente en la Edad

Media que esos animales sabios que maravilla-

ban a todos los que los veían y que con tanta

frecuencia habían llevado a la hoguera a Bus

instructores. Sin embargo, las brujerías de la

cabrita de pezuñas doradas eran truquitos ino-

centes. Gringoire se los explicó al archidiácono

a quien parecían interesar mucho aquellos deta-

lles. Bastaba casi siempre con presentar a la

cabra la pandereta en cal o cual posición para

que ella realizara la gracia pretendida. Fue la

misma gitana quien le había adiestrado en ello

pues mostraba para esas habilidades un talento

tan notable que le habían bastado dos meses


para enseñar a la cabra a escribir con las letras

sueltas la palabra Febo.

-Febo -dijo el cura-; ¿por qué Febo?

-No lo sé -contestó Gringoire-. Debe tratarse de

alguna palabra que ella cree dotada de algún

poder mágico y secreto. Incluso to repite en voz

baja cuando cree estar sola.

-¿Estáis seguro -insistió Claude con su mirada

penetrantede que se trata de una palabra y no

de un nombre?

-¿Un nombre de quién? -preguntó el poeta.

-Yo qué sé -contestó el sacerdote.

-Yo imagino, micer, que estos bohemios son

bastante supersticiosos y adoran al sol y de ahí

vendrá to de Febo.

-No me parece tan claro como a vos, maese

Pierre.

-A mí me da igual. Puede estar repitiendo Febo

cuantas veces quiera. Lo que es cierto es que

Djali me quiere tanco como a ella.


-¿Qué es eso de Djali?

-Es su cabra.

El archidi£cono apoyó el mentón en la mano y

se quedó medicando un momento y de pronto

se volvió bruscamente hacia Gringoire.

-¿Y puedes jurarme que no la has tocado?

-¿A quién? -dijo Gringoire-, ¿a la cabra?

-No, a esa mujer.

-¿A mi tnujer? Os juro que no.

-¿Y to encuentras a Bolas con ella mochas ve-

ces?

-Todas las noshes durance más de una hors.

Dom Claude frunció el entrecejo.

-¡Oh! Solus cum sola non cogitabantur orare paler

noster(2).

2 Solo y sola no podrá pensarse que rezan el

padrenuestro.

-A fe mía que podría rezar no ya el padrenues-

tro sino el ave María y el credo in Deum patrem

omnipotentem sin que ella se preocupe m£s de


mí que una gallina de una iglesia.

Júrame por to madre -repitió el archidi£cono

con violencia-, que no has tocado a esa criarura

ni con la puma de los dedos.

-Os to juraría también por la cabeza de mi pa-

dre pues ambas cosas se relacionan, pero per-

mitidme a mi vez una pregunta, reverendo ma-

estro.

-Hablad, señor.

-¿Por qué os importa canto?

La p£lida figura del archidi£cono se tornó roja

coal las mejillas de una muchacha y se quedó

cortado un momento; luego dijo visiblemente

rurbado.

-Escuchad, maese Pierre Gringoire. Que yo se-

pa, aún no estáis condenado; me intereso por

vos y os deseo to mejor; sin embargo, cualquier

contacto, el más mínimo incluso, con esa gitana

del demonio, os haría vasallo de Satanás. Sabéis

que el alma se pierde siempre por el cuerpo,


pues bien; ¡desgraciado de vos si os acerc£is a

esa mujer! No puedo deciros más.

-Lo intenté una vez el primer dia -dijo Gringoi-

re rascándose una oreja.

-¿Tuvisteis tal atrevimiento, maese Pierre? -y la

frente del sacerdote se ensombreció.

-En otra ocasión -prosiguió el poeta, sonrien-

do-, miré por el ojo de la cerradura antes de

acostarme y vi en camisón a la criatura más

deliciosa que jamás haya hecho crujir los trave-

saños de la cama con sus pies desnudos.

-¡Vete al diablo! -le gritó el cura con su mirada

terrible, empujando por los hombros al maravi-

llado Gringoire y desapareció con grandes zan-

cadas por entre los arcos sombríos de la cate-

dral.

III

LAS CAMPANAS

DESDE aquella mañana de la picota los vecinos

de Nuestra Señora habían creído observar que


el entusiasmo de Quasimodo para tocar las

campanas había remitido un canto. Antes se

oían las campanadas por cualquier pretexto;

largos repiques al alba que se prolongaban de

prima a completas, repiques para la misa ma-

yor, diferentes tañidos según se tratara de boda

o de bautizo; en fin, repiques que se entremez-

claban en el aire como un bordado hecho con

los sonidos más encantadores.

La vieja iglesia, toda llena de vibraciones y so-

nidos, era un gozo continuo de campanas. Se

notaba continuamente la presencia de un espí-

ritu sonoro y caprichoso que cantaba por todas

aquellas bocas de cobre. Y ahora aquel espíritu

se había, parecía haberse diluido; la catedral

estaba triste y permanecía en silencio. Las fies-

tas y los entierros tenían su repique sencillo,

seco y desnudo; nada más que to que exigía el

ritual. De la doble sonoridad de las iglesias,

órgano por dentro y campanas por fuera, sólo


se oía el órgano. Podría decirse que ya no esta-

ba el músico del campanario. Sin embargo, a11í

estaba Quasimodo. ¿Qué se había transformado

en él? ¿Sería que la vergüenza y la desespera-

ción de la picota permanecían aún en el fondo

de su corazón? ¿Sería que los azotes del tortu-

rador repercutían aún en su alma y que la tris-

teza de semejante trato había apagado en él

todo sentimiento, incluso la pasión por las

campanas? ¿No sería acaso que María había

encontrado una rival en el corazón del campa-

nero de Nuestra Señora y que la gran campana

y sus catorce hermanas estaban siendo des-

cuidadas por algo más amable y más bonito?

Ocurrió que en aquel año de gracia de 1482, la

Anunciación cayó en un manes, 25 de marzo(3).

Aquel día, la atmósfera era tan pura y transpa-

rente que Quasimodo sintió renacer su amor

por las campanas. Subió, pues, a la torre sep-

tentrional mientras que abajo el sacristán abría


de par en par las puertas de la iglesia, que en-

tonces tenían enormes paneles de madera ma-

ciza, forrados de cuero, tachonados con clavos

dorados y encuadrados con tallas Kmuy cuida-

dosamente trabajadas».

3 La Anunciación, que no es fiesta móvil, cae

siempre el 25 de marzo, nueve meses antes de

Navidad. Víctor Hugo muestra aquí y en otras

partes de la novela un cierto desconocimiento

en to referente a la liturgia.

Una vez arriba, en el hueco, junto a las campa-

nas, Quasimodo se quedó un rato contemplan-

do, con un triste movimiento de cabeza, las

seise campanas como si alguna extraña congoja

se hubiera interpuesto en su corazón entre ellas

y él.

Pero cuando las hubo puesto en movimiento,

cuando sintió aquel racimo de campanas mo-

verse todas bajo su mano, cuando vio, pues no

la oía, la octava palpitante subir y bajar por


aquella escala sonora como un pájaro que salta

de rama en rama, cuando el diablo de la músi-

ca, ese demonio que sacude un manojo chis-

peante de acordes, de trinos y de arpegios, se

apoderó del pobre sordo, entonces se sintió

nuevamente feliz, se olvidó de todo y su co-

razón, que se iba ensanchando, hizo resplande-

cer su rostro.

Iba y venía, volteaba aquí y a11á, corría de una

cuerda a otra, animaba a aquellos seis cantores

con la voz y con el gesto como un director de

orquesta que espolea la inteligencia de sus

músicos.

-¡Vamos! -decía- ¡Vamos, Gabrielle! Lanza todo

to ruido a la plaza, que hoy es fiesta. ¡No seas

perezosa, Thibauld! ¡Que to estás parando!

¡Venga ya! ¿Acaso to has oxidado, so perezosa?

De acuerdo. ¡Más de prisa, más de prisa! ¡Que

no se vea el badajo! ¡Déjales sordos a todos,

como yo! ¡Eso es! ¡Bravo, bravo, Thibauid! Gui-


llaume, Guillaume, eres el más grande y Pas-

quier el más pequeño. ¡Pero Pasquier va más

rápido! ¡Muy bien, muy bien, Gabrielle! ¡Fuerte,

más fuerte aún! ¡Eh!, ¿qué hacéis ahí arriba vo-

sotros dos, Gorriones? No os veo hacer el me-

nor ruido. ¿Qué picos de cobre son los vuestros

que parecen bostezar en vez de cantar? ¡Venga!

¡A trabajar, que hoy es la Anunciación y hace

buen sol! ¡Que suene bien! ¡Pobre Guillaume,

estás jadeando, amigo!

Estaba tan entregado a espolear a sus campa-

nas, que saltaban las seis, a cada cual mejor,

sacudiendo sus relucientes grupas como un tiro

de mulas españolas azuzado continuamente

por los gritos y los ánimos del arriero.

De pronto, dejando resbalar su mirada por en-

tre las anchas escamas de las pizarras que cu-

bren a cierta altura el muro vertical del campa-

nario, vio en la plaza a una muchacha extraña-

mente vestida, que se detenía, que desenrollaba


una alfombra en donde una cabritilla acababa

de sentarse y a un grupo de espectadores que

se arremolinaba a su alrededor.

Aquella escena cambió súbitamente el curso de

sus ideas y detuvo su entusiasmo musical cgmo

una corriente de aire solidifica unas gotas de

resina líquida. Se detuvo entonces, se olvidó de

las campanas y se acurrucó tras el tejadillo de

pizarra, fijando en la bailarina aquella mirada

soñadora, tierna y dulce que ya sorprendiera en

una ocasión al archidiácono.

Las campanas, olvidadas, dejaron de tocar

bruscamente, todas a la vez, con gran desespe-

ración de los entusiastas de los volteos que es-

taban escuchando entusiasmados desde el

Pont-au-Change y que hubieron de marcharse,

decepcionados, como un perro al que se le en-

seña un hueso y le dan un piedra.

IV

'ANA KH (4)
UNA hermosa mañana de aquel mismo mes de

marzo, creo que era el sábado 29, día de San

Eustaquio, nuestro joven amigo, el estudiante

Jehan Frollo du Moulin, observó al vestirse que

los gregüescos en donde tenía su bolsa no hac-

ían ningún sonido metálico.

-¡Pobre bolsa! -dijo sacándola del bolsillo-. ¡Ni

tan siquiera una miserable pieza! ¡Cómo to han

dejado de reventada los dados, la cerveza y

Venus! ¡Qué flácida, arrugada y vacía to en-

cuentras! ¡Pareces la garganta de una furia!

¡Decidme, señor Cicerón y vos, señor Séneca,

ahora que veo vuestras obras, bien usadas ya, y

esparcidas por el suelo, de qué me sirve el co-

nocer mejor que el encargado de acuñar mone-

da o que un judío del Pont-aux-Changeurs que

un escudo de oro coronado vale treinta y cinco

onzas de a veintinco sueldos y ocho denarios

parisinos cada uno y que un escudo de cuarto

creciente vale treinta y seis onzas de veintiséis


sueldos y seis denarios tofneses cada uno, si no

tengo un miserable maravedí para jugármelo al

seis doble! ¡Oh, cónsul Cicerón! Ésta no es una

desgracia que pueda remediarse con perífrasis

del estilo de quemadmodum y de verum enim

vero(5).

4 Fatalidad, en griego.

5 Así como... pero en verdad...

Se vistió decepcionado. Mientras se ataba sus

botines le vino a la mente un pensamiento que

rechazó en seguida, pero que apareció de nue-

vo, y se puso el chaleco al revés, to que eviden-

ciaba claramente una violenta lucha interior;

por fin, lanzando al suelo su gorro con cierta

rabia, exclamó:

-¡Qué le vamos a hacer! ¡Que sea to que sea! Me

voy a casa de mi hermano; seguro que me sol-

tará un sermón, pero al menos me dará algún

escudo.

Entonces se puso la casaca, cogió el gorro del


suelo y salió a la desesperada.

Bajó por la calle de la Harpe camino de la Cité.

A1 pasar por la calle de la Huchette, el olor de

sus admirables asadores girando sin cesar le

hicieron cosquillas en el olfato y no pudo por

menos de echar una amorosa mirada al cicló-

peo asador, el mismo que un día hiciera excla-

mar patéticamente al franciscano Calatagirone

aquello de: ¡ Veramente querte rotisserie sono

co ra stupenda! Pero como Jehan no tenía con

qué pagar, siguió andando entre suspiros bajo

los porches del Petit Châtelet, aquel inmenso

trébol doble de torres macizas que guardaba la

entrada de la Cité.

Ni siquiera se permitió el lujo, al pasar, de tirar

una piedra, como era costumbre, a la miserable

estatua de aquel Périnet Lecrerc que había en-

tregado a los ingleses el París de Carlos VI; cri-

men horrible que su efigie, con la cara macha-

cada por las piedras y manchada de barro, ha


expiado ya, durance tres siglos, en el cruce de

la calle de la Harpe con la de Bussi, como en

una eterna picota.

Una vez cruzado el Petit-Pont y después de

recorrer la calle nueva de Santa Genoveva, Juan

de Molendino se encontró delante de la cate-

dral de Nuestra Señora. Fue entonces cuando

nueva-. mente la indecisión le hizo dudar y

estuvo paseando un ratito ante la estatua de M.

Legris repitiéndose un canto preocupado:

-¡El sermón me cae, eso es seguro, el escudo. .

ya veremos!

Preguntó a un pertiguero que salía del claustro:

-¿Sabéis dónde puedo encontrar a mon§eñor el

archidiácono de Josas?

-Creo que se encuentra en su escondrijo de la

torre -le respondió el pertiguero-, pero os acon-

sejo que no le molestéis, a menos que vengáis

de parte de alguien corno el papa o su majestad

el rey.
Jehan dio una palmada.

-¡Diantre! Es la mejor ocasión para ver la famo-

sa celda de las brujerías.

Decidido tras esta reflexión penetró resuelta-

mente por la pequeña puerta negra y comenzó

a subir la escalera de caracol de Saint Gilles que

lleva a los pisos altos de la torre.

-¡Tengo que verla! -se decía de paso-. ¡Tiene

que ser algo curioso esa celda que mi reverendo

hermano oculta más que sus partes pudendas!

Dicen que enciende allí fuegos infernales y que

cuece en ella a todo fuego la piedra filosofal.

¡Demonio! Me importa un rábano la piedra

filosofal y preferiría encontrar en ese hornillo

una tortilla con huevos de pascua y jamón an-

tes que la mayor piedra filosofal del mundo.

Cuando llegó a la galería de las columnillas,

resopló un momento y maldijo a aquella inter-

minable escalera con no sé cuántos millones de

diablos y continuó subiendo por la estrecha


puerta del patio septentrional, hoy cerrada al

público. Poco después de dejar atrás la jaula de

las campanas, encontró un pequeño reIlano

practicado en uno de los refuerzos laterales y

bajo su techo una pequeña puerta en ojiva, con

una fuerte armazón de hierro y una gran cerra-

dura que consiguió ver a través de una tronera

practicada en frente, en la pared circular de la

escalera. Quienes hoy tengan curiosidad de

visitar esa puerta la reconocerán por una ins-

cripción, grabada con letras blancas sobre la

pared ennegrecida, que reza: ADORO A CO-

RALIE. 1829. FIRMADO UGÈNE. Firmado for-

ma parte de la inscripción.

-¡Uf! -dijo el estudiante-. Aquí debe ser.

La llave estaba puesta en la cerradura y la puer-

ta frente a él. La empujó suavemente y asomó

la cabeza por ella.

Seguro que el lector conocerá algo de la obra

admirable de Rembrandt, ese Shakespeare de la


pintura. Entre tantas maravillosas láminas, hay

en particular un aguafuerte que, se supone,

quiere representar al doctor Fausto, y que pro-

duce siempre un gran asombro en quien to con-

templa. Es una celda oscura. En medio hay una

mesa llena de objetos repugnantes, como cala-

veras esferas, alambiques, compases, pergami-

nos, jeroglíficos... El doctor está delante de la

mesa con su gran hopalanda y un gorro de piel,

calado hasta las cejaS.

Sólo se le ve de medio cuerpo y se halla un po-

co incorporado en su inmenso sillón, apoyán-

dose en la mesa con los puños crispados y ob-

servando con curiosidad y terror un gran círcu-

lo luminoso, formado por letras mágicas, que

brilla en la pared del fondo como el espectro

solar en la cámara oscura. Ese sol cabalístico

parece temblar y llena la tenebrosa celda de un

resplandor misterioso. Es al mismo tiempo

horrible y hermoso.
Algo parecido a la celda de Fausto se ofreció a

la vista de Jehan cuando aventuró su cabeza

por la puerta entreabierta. Se trataba igualmen-

te de un reducto apenas iluminado, con un

gran sillón y una larga mesa, compases, alam-

biques, esqueletos de animales colgados del

techo, una esfera por el suelo, hipocéfalos mez-

clados con probetas en donde temblaban lami-

nillas de oro, calaveras colocadas sobre perga-

minos llenos de figuras y de símbolos, enormes

manuscritos amontonados extendidos descui-

dadamente por entre los quebradizos pergami-

nos; en fin, toda una basura científica, amonto-

nada y llena de polvo y de telas de araña; no se

veía sin embargo círculo luminoso alguno, ni

doctor contemplando en éxtasis la llameante

visión, como el águila mira al sol.

Pero la celda no estaba desierta; había un hom-

bre sentado en el sillón a inclinado sobre la me-

sa. Jehan, colocado detrás de él, no podía ver


más que sus hombros y la parte posterior de su

cabeza; no le costó sin embargo reconocer aque-

lla cabeza calva a la que la propia naturaleza

había dado una tonsura perpetua, como si

hubiera pretendido adornar con un símbolo

externo la irresistible vocación religiosa del

archidiácono.

Así, pues, Jehan reconoció fácilmente a su her-

mano; pero la puerta se había abierto tan sua-

vemente que ningún ruido había advertido a

dom Claude de su presencia y el curioso estu-

diante aprovechó esta circunstancia para du-

rante algunos instantes examinar a su gusto

aquella celda. Un fogón, que no había observa-

do a primera vista, aparecía a la izquierda del

sillón, por debajo de la claraboya. El rayo de

luz que penetraba por aquella abertura atrave-

saba una tela de araña redonda que inscribía

con gusto su delicado rosetón en la ojiva de la

lucera, en cuyo centro el insecto-arquitecto


permanecía inmóvil como el eje de aquella rue-

da de encaje.

Sobre el fogón había acumulados en desorden

toda clase de vasijas, recipientes de gres, alam-

biques de cristal, matraces de carbón. Jehan

observó con pena que no había ninguna sartén.

¡Menuda batería de cocina! -pensó.

Además no había fuego en el fogón y parecía

no haber sido encendido hacía mucho; Jehan

descubrió en un rincón, como olvidada y cu-

bierta de polvo entre aquellos instrumentos de

alquimia, una careta de cristal, que debía servir

para preservar el rostro del archidiácono al

manipular sustancias peligrosas. Al lado había

un fuelle no menos polvoriento con una ins-

cripción incrustada en el cobre de la parte su-

perior, que decía: SPIRA, SPERA (6).

(6)Sopla y espera.

Había otras muchas inscripciones en las pare-

des, según era costumbre de los herméticos.


Unas estaban escritas con tinta, otras grabadas

con objetos punzantes. Aquellas letras góticas o

hebreas o griegas o romanas y las inscripciones

estaban escritas al azar, todas mezcladas, unas

encima de otras, las más recientes borraban a

las más antiguas y se entremezclaban todas

como las ramas de un matorral o como las lan-

zas en una batalla. Era como una mezcla confu-

sa de todas las filosofías, de todas las imagina-

ciones, de todos los conocimientos humanos.

Había alguna aquí y a11á que destacaba sobre

las demás como una bandera entre las picas de

las lanzas. Casi siempre se trataba de una breve

divisa griega o latina, como sabía tan bien for-

mularlas la Edad Media: ¿Unde? ¿Inde? Homo

homini monrtrum. Artra, cartra, nomen, numen.

Méya Ptbktov, rya xaxóv. Sapere aude. Flat ubi

vult...(7) A veces aparecían palabras desprovis-tas de sentido aparente: 'A


vxyxocpx¡íx, lo que

muy bien podía estar ocultando alguna alusión

amarga al régimen del claustro. A veces se veía


una sencilla máxima de disciplina clerical for-

mulada en hexámetros reglamentarios: Coelet-

tem dominum terrettrem dicito domnum (8).

Aparecían también por muchas partes citas de

grimonios hebraicos, de los que Jehan, que de

griego sabía ya muy poco, no entendía absolu-

tamente nada, y todo aquello estaba mezclado

continuamente con estrellas, figuras humanas o

de animales o de triángulos que se entrecruza-

ban, to que hacía que las paredes garrapateadas

de aquella celda pareciesen más bien una hoja

de papel por la que hubiera pasado un mono

con una pluma cargada de tinta.

7. ¿De dónde? ¿De ahi? El hombre es un mons-

truo para el hombre. Astros, campo, nombre,

divinidad. Gran libro, gran mal. Atrévete a sa-

ber. (El espíritu) sopla donde quiere.

8. Llámese Celeste al Señor terrestre al señor.

Por lo demás la celda presentaba un aspecto

general de abandono y de deterioro; y el mal


estado en que se encontraban los utensilios de

trabajo permitía suponer que su dueño hacía

tiempo que había abandonado aquello, distraí-

do quizás por otras preocupaciones.

Pero ese dueño se encontraba inclinado sobre

un enorme manuscrito adornado con extraños

dibujos y parecía atormentarle una idea que le

asaltaba continuamente en sus meditaciones.

Eso era al menos to que Jehan dedujo al oírle

murmurar con los intervalos propios de alguien

que está soñando un poco en voz alta.

-Sí; ya to había dicho Manou y el propio Zoro-

astro to enseñaba, el sol nace del fuego, la luna

del sol. El fuego es el alma 'del gran todo. Sus

átomos elementales se expanden y fluyen in-

cesantemente por el mundo en corrientes infini-

tas. La luz se produce en los puntos de inter-

sección de esas corrientes en el cielo...; si esa

intersección de corrientes se realiza en la tierra,

entonces se desprende oro... La luz y el oro son


una misma cosa: fuego en estado concreto...; la

diferencia entre to visible y to palpable... del

fluido al sólido para la misma sustancia, del

vapor de agua al hielo; eso es todo... No son

sueños... es la ley general de la naturaleza...

Pero, ¿cómo hacer para concretar científicamen-

te el secreto de esta ley general?... Entonces,

¿esta luz que inunda mi mano es oro?... estos

mismos átomos dilatados según una determi-

nada ley..., ¿bastaría con condensarlos según

otra ley?... ¿Cómo hacerlo? Los hay que han

ideado enterrar un rayo de sol... Averroes... sí,

sí, fue Averroes. Averroes consiguió enterrar

uno bajo la primera columna de la izquierda en

el santuario del Corán, en la gran mezquita de

Córdoba; pero hasta dentro de ocho mil años

no podrá abrirse la fosa, para comprobar si

aquella operación ha tenido éxito.

-¡Demonios! -se dijo Jehan-, ¡pues ya hay que

esperar para obtener un escudo!


-Los hay que han pensado -continuó el archi-

diácono en sus ensoñaciones- que sería mejor

realizarlo con un rayo de Sirio... pero las difi-

cultades para obtener ese rayo en estado puro

son muy grandes, dada la presencia simultánea

de otras estrellas que se entremezclan con él...

Flamel cree que to más sencillo es operar con el

fuego terrestre... Flamel... ¡Qué nombre de pre-

destinado!;Flammal... Eso es: fuego. El diaman-

te procede del carbón, el oro procede del fue-

go... Pero, ¿cómo obtenerlo?... Magistri afirma

que hay nombres de mujer con un atractivo,

con un encanto tan dulce y misterioso que basta

con sólo pronunciarlos durante la operación...

Leamos to que sobre esto dice Manou: KAllí en

donde se honra a las mujeres los dioses se ale-

gran y en donde se las desprecia, es inútil rogar

a Dios... La boca de una mujer es siempre pura;

es como el agua corriente o como un rayo de

sol... El nombre de la mujer debe ser agradable,


dulce, imaginativo... debe acabar por vocales

largas y parecerse a las palabras de bendi-

ción...» Es cierto; tiene razón el sabio. En efecto:

la María, la Sofía, la Esmeral... ¡Maldición!, otra

vez ese pensamiento.

Cerró violentamente el libro y se pasó la mano

por la frente como para deshacerse de aquella

idea obsesiva; luego cogió un clavo y un pe-

queño martillo en cuyo mango figuraban curio-

samente algunos signos cabalísticos.

-Hace ya algún tiempo -se dijo con una sonrisa

amarga-, que vengo fracasando en todos mis

experimentos. La idea fija se apodera de mí y

me seca el cerebro como un trébol de fuego. No

he logrado aún descubrir el secreto de Casiodo-

ro cuya lámpara ardía sin mecha y sin aceite.

Algo que en realidad tiene que ser sencillo.

-¡Demonios! -dijo Jehan entre dientes.

-Así, pues -prosiguió el sacerdote-, ¡basta con

un miserable pensamiento para debilitar a un


hombre y volverlo loco! ¡Cómo se reiría de mí

Claude Pernelle, que no fue capaz, la pobre, de

desviar de su rumbo ni por un sólo instance el

pensamiento de Nicolás Flamel! ¡Pero cómo es

posible teniendo en mis manos el martillo

mágico de Zéchiélé! A cada golpe que desde el

fondo de su celda daba el temible rabino sobre

este clavo y con este martillo, cualquiera de sus

enemigos a quien él hubiera condenado, ya

podía encontrarse a dos mil leguas, se hundía

un codo en la tierra, que acababa irremisible-

mente por devorarle. Hasta el rey de Francia,

por haber llamado una noche desconsiderada-

mente a la puerta del taumaturgo, se hundió en

el pavimento de París hasta las rodillas. ¡Esto

ha ocurrido hace apenas tres siglos!... Pues

bueno, yo tengo el martillo y el clavo y no son

en mis manos herramientas más terribles que

un mazo en manos de un carpintero. Y sin em-

bargo sólo me falta encontrar la palabra mágica


que pronunciaba Ziéchélé al golpear en el cla-

vo.

-¡Tonterías! -pensó Jehan.

Vamos, probemos de nuevo, prosiguió viva-

mente el archidiácono. Si to consigo, veré surgir

de la cabeza del clavo la chispa azul...

¡Emen-hétan! ¡Emen-hétan! (9) No es eso; no es

eso... Sigéani, sigéani! (10). ¡Que este clavo abra

una tumba a quienquiera que lleve el nombre

de Febo!... ¡Maldición! ¡Otra vez y siempre esta

maldita idea!

9 Aquí y a11í. En el capítulo siguiente, Víctor

Hugo habla del significado de estas palabras.

10 Dice Victor Hugo, en el dossier de Nuertra

Señora de Part: «El espíritu Sigéani, en el reino

de Ará preside los elementos: lanza el rayo y

los relámpagos.»

Y lanzó el martillo con gran cólera. Después se

arrellanó de tal forma en el sillón y se apoyó de

cal manera en la mesa que Jehan no conseguía


verle tras el respaldo y durante algunos mi-

nutos sólo veía su puño convulsivo y crispado

sobre el libro. De pronto, don Claude se le-

vantó, cogió un compás y en silencio grabó en

letras mayúsculas esta palabra griega

'ANA KH

-Mi hermano está loco -se dijo Jehan a sí mis-

mo-. Habría sido mucho más sencillo escribir

Fatum. No todo el mundo ha de conocer el

griego.

El archidiácono volvió a sentarse en su sillón y

apoyó su cabeza en ambas manos, como hace

un enfermo que siente la cabeza pesada y con

fiebre.

E1 estudiante seguía observando a su hermano

con creciente sorpresa. No podía entenderlo él,

que vivía con el corazón al descubierto, él, que

sólo se guiaba por la ley natural, que daba vía

libre a sus pasiones, sin oponerles el menor

obstáculo, él, que no concedía importancia al-


guna a sus emociones a las que cada día abría

un nuevo surco para que fluyeran sin más, y

que no conocía tampoco la furia con que fer-

menta y hierve el mar de las pasiones humanas

cuando se le cierran las salidas y cómo arreme-

te y crece y se desborda, ni cómo socava el co-

razón y estalla en sollozos internos y en sordas

convulsiones hasta que destroza sus diques y

cava su lecho.

La envoltura austera y glacial de Claude Frollo,

aquella superficie fría de virtud escarpada a

inaccesible, había conseguido engañar conti-

nuamente a Jehan y el alegre y despreocupado

estudiante nunca había supuesto que pudiera

existir lava incadescente, furiosa y profunda

bajo la frente de nieve del Etna.

Desconocemos si súbitamente se dio cuenta de

todas esas cosas pero, aunque era un tanto vo-

luble, comprendió que había visto to que no

debería haber visto, y que acababa de sorpren-


der el alma de su hermano mayor en uno de

sus momentos más íntimos y que Claude no

debía saberlo. Así, pues, viendo que el archi-

diácono se había sumido nuevamente en su

primera inmovilidad, retiró muy despacito su

cabeza y simuló ruido de pasos detrás de la

puerta como alguien que llega y que quiere

advertir de su llegada.

-Entrad -dijo el archidiácono desde el interior

de la celda-; os estaba esperando. He dejado la

llave expresamente en la cerradura. Pasad, pa-

sad, maese Jacques.

El estudiante penetró con decisión y el archi-

diácono, a quien cal visita y en cal lugar, des-

agradaba mucho, se removió en su sillón.

-¿Cómo? ¿Eres tú, Jehan?

-A1 menos empieza también por J -dijo el estu-

diante con su cara colorada, descarada y alegre.

El rostro de dom Claude había adquirido de

nuevo su expresión severa.


-¿Qué to traes por aquí?

-Hermano -respondió el estudiante intentando

mostrar una expresión formal, compasiva y

modesta al tiempo que movía nervioso el gorro

entre sus manos con cierto tinte de inocencia-,

venía a pediros...

-¿Qué?

-Un poco de moral de la que ando muy necesi-

tado -y Jehan añadió sin apenas levantar la

voz-: Y un poco de dinero del que estoy mucho

más necesitado -esta última parte de la frase

quedó inédita.

-¡Señor! -respondió fríamente el archidiácono-,

estoy muy descontento de vos.

-¡Vaya! -suspiró el estudiante.

Dom Claude giró su sillón un cuarto de círculo

y miró fijamente a Jehan.

-Me alegro mucho de veros.

Era aquel un exordio amenazador por to que

Jehan se preparó para un rudo golpe.


Jehan, todos los días me traen quejas vuestras.

¿Qué historia es ésa en que habéis molido a

palos al pequeño vizconde Albert de Ramon-

champ?

-¡Bueno! -respondió Jehan-, ¡vaya cosa! Un paje

tonto que se divertía embadurnando a los estu-

diantes corriendo con su caballo por el barro.

-Y, ¿quién es -prosiguió el archidiácono- un tal

Mahiel Fargel al que habéis destrozado la túni-

ca? Tunicam dechiraverunt, dice la denuncia.

-¡Bueno! ¡Una capa de Montaigu! ¡No valía na-

da!

-La denuncia dice tunicam y no cappettam.

¿Sabéis latín?

Jehan no respondió.

-¡Eso es! -prosiguió el sacerdote moviendo la

cabeza-; ¡así van hoy los estudios y las letras!

Apenas si alguien comprende el latín, el sirio es

desconocido, el griego se hace tan odioso que

ya ni siquiera se considera ignorancia entre los


dottos el saltarse una palabra griega y oír:

Graecum est non legitur(11)

11. Es griego; no hay que leerlo.

El estudiante levantó resuelto los ojos.

-Mi querido hermano, ¿queréis que os explique

en buen francés esa palabra griega escrita en la

pared.

-¿Qué palabra?

-'ANA KH.

Un ligero rubor se dibujó en las mejillas del

archidiácono, como las pequeñas humaredas

que anuncian al exterior las conmociones secre-

tas de un volcán. Pero el estudiante casi ni se

fijó.

-A ver, Jehan -dijo entre balbuceos el hermano

mayor-. ¿Qué quiere decir esa palabra?

-FATALIDAD.

Dom Claude se quedó pálido y el estudiante

prosiguió despreocupado:

-Y la palabra de abajo grabada por la misma


mano, 'Avxyvsîx significa impureza; para que

veáis que uno sabe griego.

El archidiácono permaneció silencioso; aquella

lección de griego le había hecho volver a sus

ideas. El pequeño Jehan, que tenía toda la habi-

lidad de un niño mimado, juzgó que era el

momento favorable para insistir en su petición,

así que comenzó a hablar con una voz muy

suave.

-Mi buen hermano, ¿me guardáis acaso rencor

por cuatro bofetadas y cuatro golpes más o

menos, dados en buena lid a unos cuantos mo-

zalbetes, quibusdam mormosetis? (12) Ya veis,

hermano, que uno sabe también latín.

12 Unos botarates.

Sin embargo aquella halagadora hipocresía no

produjo en su severo hermano el efecto espera-

do. Cerbero no mordió el pastel de miel. La

frente del archidiácono permaneció inalterable.

-¿A dónde queréis ir a parar? -le cortó en un


tono seco.

-Muy bien; ¡al grano! -respondió Jehan decidi-

do--. Necesito dinero.

Ante aquel descaro, la fisonomía del archidiá-

cono se tornó paternal y pedagógica.

-Debéis saber, querido Jehan, que nuestro feu-

do de Tirechappe, contando el censo y las ren-

tas de las veintiuna casas, no nos proporciona

más a11á de treinta y nueve libras, once suel-

dos y seis denarios parisinos. La mitad más que

en tiempos de los hermanos Paclet, pero no

creáis que es mucho.

-Pero lo necesito -dijo estoicamente Jehan.

-Sigo; debéis saber también que nuestras vein-

tiuna casas dependen del feudo del obispado y

que para poder liberar esta dependencia debe-

mos pagar al señor obispo dos marcos de plata

dorada, por un valor de seis libras parisinas.

Pues bien, aún no he podido reunir esos dos

marcos; ya to sabéis.
-Pero yo necesito dinero -repitió Jehan por ter-

cera vez.

-¿Y qué queréis que hagamos?

Esta última pregunta hizo brillar en los ojos de

Jehan un rayo de esperanza; así que de nuevo

volvió a su actitud suave y astuta.

-Sabéis, hermano Claude, que nunca recurriría

a vos con malas intenciones. No se trata de pre-

sumir en las tabernas con vuestro dinero, ni de

pasearme por las calles de París con ropajes

suntuosos y con mi lacavo, cum meo laquario;

no, querido hermano: to necesito para una obra

de caridad.

-¿Qué obra de caridad es ésa? -preguntó dom

Claude un poco sorprendido.

-Tengo dos amigos que desearían ofrecer un

canastillo de ropas para el niño de una pobre

viuda, de las hospitalarias. Es una obra de cari-

dad que costará por to menos tres florines y a

mí me gustaría contribuir con el mío.


-¿Cómo se llaman vuestros dos amigos?

-Pierre L'Assommeur y Baptiste Croque-Oison

(13).

-¡Bueno! -dijo el archidiácono-, esos dos nom-

bres le van a una obra de caridad como una

bomba al altar mayor.

Cierto es, y se dio cuenta de ello más tarde, que

Jehan no había ni mucho menos acertado en la

elección de nombre para sus dos amigos.

-Y además -prosiguió el sagaz dom Claude-:

¿Desde cuándo un canastillo de ésos vale tres

florines? ¿Y para el niño de una hospitalaria?

¿Y desde cuándo las viudas hospitalarias cui-

dan a sus niños con tantas ropitas y remilgos?

Jehan se lanzó otra vez más un canto a la des-

esperada.

-Pues to necesito para it a ver esta noche a Isa-

beau la Thiery al Val-d'Amour.

-¡Miserable impuro! -exclamó el sacerdote.

-'Avayveia(14) -dijo Jehan.


13 Los apellidos son muy curiosos y podrían

traducirse más o menos por: Pedro el Matón y

Bautista el Comegansos. De ahí la reacción del

archidiácono.

14. Impureza.

Esta cita, astutamente tomada por el estudiante

de las que había en las paredes de la celda,

produjo un extraño efecto en el sacerdote que

se mordió los labios y su cólera se disimuló

entre el rubor de su rostro.

-Marchaos, que estoy esperando a alguien -dijo

entonces a Jehan.

El estudiante volvió a la carga una vez más.

-Hermano Claude, dadme al menos un peque-

ño parisis para poder comer.

-¿Por qué parte vais de las decretales de Gra-

ciano?

-No to sé. Perdí mis cuadernos.

-¿Y en humanidades latinas por dónde vais?

-Me robaron mi ejemplar de Horacio.


-¿Y de Aristóteles, qué habéis visto?

-¡Por Dios, hermano! No recuerdo qué padre de

la Iglesia ha dicho que todos los errores de los

heréticos de todas las épocas han tenido siem-

pre como escondrijo la metafísica de Aristóte-

les. ¡Fuera Aristúteles! No desearía desgarrar

mi religión con su metafísica.

Jovencito -replicó el archidiácono-, en la última

entrada del rey había un gentilhombre, de

nombre Comines, Philippe de Comines que

llevaba bordada su divisa en la gualdrapa de su

caballo; os aconsejo que meditéis sobre ella;

decía:

Qui non laborat non manducet'5.

Ante esa respuesta, el estudiante se quedó en

silencio, se cogió la oreja con los dedos y su

expresión se tornó hosca. De pronto se volvió

rápido hacia dom Claude con la presteza de

una ardilla.

-Así que me negáis una triste moneda para


comprar un poco de pan en una tahona.

-Qui non laborat non manducet (15)

15 El que no trabaja no come.

Ante esta respuesta inflexible del archidiácono,

Jehan se tapó la cara con las manos, como una

mujer que solloza y exclamó con una mueca de

desesperación: ¡Osotorotoi!

-¿Qué quiere decir eso, caballero? -le preguntó

Claude sorprendido por aquella salida.

-¿Cómo? -respondió el estudiante mirando a,su

hermano con insolencia, después de haberse

restregado los ojos con las manos para dar así

la impresión de estar llorando-, ¡es griego! Es

un anapesto~de Esquilo que sirve para expre-

sar el dolor a la perfección.

Y entonces lanzó una risotada tan violenta y

ridícula que hizo sonreír al archidiácono. La

atlpa era suya, en efecto; ¿quién le había man-

dado mimar tanto a aquel muchacho?

-¡Pero, hermano! -prosiguió Jehan enardecido


por aquella sonrisa-. ¡Mirad qué agujeros tengo

en los zapatos! ¿Puede haber en el mundo co-

turno más trágico que mis botas enseñando la

lengua por la suela?

Pero el archidiácono había vuelto de nuevo a su

seriedad de antes.

-Ya os enviaré unas botas nuevas, pero de dine-

ro nada.

-Sólo un miserable ochavo, hermano, insistió

suplicante Jehan, y me aprenderé de memoria a

Gracián y creeré en Dios y seré un verdadero

Pitágoras de ciencia y de virtud, pero, ¡por fa-

vor, dadme una monedita de nada! Queréis ver

cómo me ataca el hambre, que está ahí con su

boca abierta, más negra y repugnance que un

tártaro; como la nariz de un fraile.

Dom Claude movió la cabeza.

-Qui non laborat...

Jehan no le permitió terminar.

-¡Pues muy bien! ¡Vete al demonio! ¡Viva la


vida! ¡Me iré de taberna en taberna, buscando

camorra! ¡Romperé todo y me iré con mujeres!

-y al decir esto lanzó su gorro contra la pared, y

chasqueó con los dedos como si fueran casta-

ñuelas.

El archidiácono le miraba seriamente.

-¡No tenéis espíritu ninguno!

-En ese caso, según Epicúreo, carezco de un no

sé qué, hecho de algo que no se sabe qué es.

Jehan, tenéis que pensar seriamente en enmen-

daros.

-¡Vaya, hombre! ¡No faltaría más! -dijo mirando

alternativamente a su hermano y a los alambi-

ques del horno-. ¡Todo es aquí cornudo: las

ideas, las vasijas...!

Jehan, estáis en una pendiente resbaladiza,

¿sabéis a dónde

vais?

-A la taberna -respondió Jehan.

-La taberna acaba llevando a la picota.


-Es una linterna como otra cualquiera y a to

mejor Diógenes hubiera podido con ella encon-

trar a su hombre.

-Y la picota acaba llevando a la horca.

-La horca es una balanza que tiene a un hombre

en un extremo y a toda la tierra en el otro.

-Y la horca acaba llevando al infierno.

-Una inmensa fogata.

-Jehan, Jehan! ¡Que vas a acabar mal!

-Bien, pero el principio habrá sido bueno.

En aquel momento se oyó ruido de pasos en la

escalera.

-Silencio -dijo el archidiácono, llevándose un

dedo a los labios- aquí viene maese Jacques.

Escuchad, Jehan -añadió en voz baja-, no habl-

éis nunca de to que aquí hayáis visto o podáis

oír. Escondeos bajo es fogón y no digáis nada.

El estudiante se acurrucó bajo el horno y allí se

le ocurrió una idea genial.

-A propósito, hermano Claude, un florín para


que no abra la boca.

-¡Silencio! Os to prometo.

-Tenéis que darmelo.

-Cógelo tú -dijo el archidiácono tirándole con

rabia su escarcela. Jehan se escabulló bajo el

horno y la puerta se abrió.

LOS DOS HOMBRES VESTIDOS DE NEGRO

EL personaje que entró llevaba túnica negra y

su rostro era sombrío. Lo que así de golpe sor-

prendió principalmente a Jehan (que como

podéis suponeros se las había arreglado en

aquel hueco para colocarse y poder ver y oír

todo a su gusto) fue la enorme seriedad de ro-

paje y de rostro en el recién llegado.

A pesar de todo podía descubrirse una cierta

dulzura en aquel rostro pero una dulzura más

bien de gato o de juez, una dulzura empalago-

sa. Tenía el cabello gris, arrugas en el rostro;

rozaba los sesenta años, parpadeaba continua-


mente, tenía las cejas blancas, el labio inferior

colgante y muy grandes las manos.

Cuando Jehan comprendió que no era más que

eso, es decir, un médico o un magistrado y que

su nariz y su boca estaban demasiado separa-

das una de otra, señal de estupidez, se encogió

en su agujero, lamentando el tiempo que iba a

perder a11í, en aquella postura tan molesta y en

tan mala compañía.

El archidiácono no se había ni siquiera levanta-

do ante la presencia de tal personaje. Le había

hecho señas para que se sentara en un escabel

cercano a la puerta y después de unos momen-

tos de silencio que parecían una continuación

de una meditación anterior, le dijo con cierto

aire de superioridad.

-Buenos días, maese Jacques.

-¡Hola, maestro! -respondió el hombre de ne-

gro.

Había en las dos formas con que fueron pro-


nunciados por una parte el maese Jacques y por

otra aquel maestro por excelencia, una diferen-

cia notoria, como de monseñor a señor, de do-

mine a domne. Era, con toda evidencia, el en-

cuentro del doctor con el discípulo.

-¡Bueno! -prosiguió el archidiácono después de

un nuevo silencio que maese Jacques se guardó

mucho en no turbar-. ¿Lo vais consiguiendo?

-¡Ay! No, maestro, respondió el otro con una

sonrisa triste; sigo soplando y soplando, pero

nada; cenizas todo to que queráis pero ni la

menor chispa de oro.

Dom Claude hizo un gesto de impaciencia.

-No me refiero a eso, maese Jacques Charmo-

lue, sino al proceso de vuestro hechicero. ¿No

es Marc Cenaine, como se llama el magistrado

del Tribunal de Cuentas? ¿Ha confesado ya su

magia? ¿Se ha resuelto el caso?

-¡Ay! no por desgracia -respondió maese Jac-

ques, con su deje triste de siempre-. Ese hombre


es una roca. Ni aunque le quemásemos en el

Marché-aux-Pourceaux diría una palabra; sin

embargo no hemos escatimado medios para

obtener la verdad y está ya medio descoyunta-

do. Le hemos dado toda clase de brevajes y

hierbas de San Juan, como dice el viejo cómico

Plauto.

Advorsum stimulor, laminas, crucesque compedes-

que.

Nervos, catenas, carceres, numellas, perdicas boias

(16).

Pero de nada sirve todo eso; es terrible ese

hombre; no logro comprender su resistencia.

-No habéis encontrado nada nuevo en su casa.

-Pues sí - dijo maese Jacques buscando en su

escarcela-, este pergamino. Hay en él algunas

palabras que no logramos entender; sin embar-

go, tenemos al abogado de lo criminal, Philippe

Lheulier, que conoce algo el hebreo que apren-

dió en el asunto de los judíos de la calle Kan-


tersten en Bruselas.

Mientras hablaba, maese Jacques desenrollaba

un pergamino.

-Dadmelo -dijo el archidiácono, que añadió al

echar una ojeada al documento-: ¡Pura magia,

maese Jacques! ¡Emen-hétan! Es la exclamación

de las estriges cuando llegan al aquelarre (17).

Per ipsum et cum ipso et in ipso(18) es el conjuro

para volver a encadenar al diablo en el infierno.

¡Hax, pax, max! Esto pertenece a la medici-

na(19). Una fórmula contra la mordedura de

perros rabiosos. ¡Maese Jacques! Todo esto es

suficiente; vos sois procurador del rey en asun-

tos eclesiásticos; este pergamino es abominable.

-Le enviaremos de nuevo a la tortura. Pero ten-

go aquí también -dijo rebuscando en su bolsa-

más cosas que hemos encontrado en casa de

Marc Cenaine.

Era una vasija familiar, parecida a las que había

en el fogón de dom Claude.


-¡Vaya! -dijo el archidiácono-. Es un crisol de

alquimista.

-Tengo que confesaros -prosiguió maese Jac-

ques esbozando una torpe y tímida sonrisa- que

también he probado con él y no me ha ido me-

jor que con el mío.


16. Contra pinchos hierros candentes postes y
ataduras / cuerdas, cadenas, cárceles, argollas

/ ataduras y collares de hierro. Plauto, Asinaria

(549-550).

17. Estrige es el vampiro hembra; mezcla de

mujer y de perra.

18. Por él, con él y en él. Del canon de la misa.

19. Hax, pax, max son palabras intraducibles.

Piénsese en la relación, en aquella época, entre

la medicina y el ocultismo.

El archidiácono se puso a examinar la vasija.

-¿Qué es to que ha grabado en el crisol? ¡Och,

och! ¡El conjuro contra las pulgas! Este Marc

Cemaine es un ignorante. ¡Cómo ibais a conse-

guir oro con esto! ¡Sólo sirve para adornar

vuestra habitación en verano!

-Ya que estamos con los errores -dijo el procu-

rador del rey-, acabo de fijarme en el pórtico de

abajo antes de subir; ¿vuestra reverencia está


segura de que la abertura de la obra de física se

abre del lado del hospital y que de las siete fi-

guras desnudas que aparecen a los pies de

Nuestra Señora, la que lleva las alas en los pies

es la de Mercurio?

-Claro -respondió el clérigo-. Lo ha escrito

Agustín Nypho, aquel doctor italiano que tenía

un demonio barbudo que le enseñaba todas las

cosas; ahora cuando bajemos os explicaré todo

esto sobre el texto mismo.

-Gracias, maestro -dijo Charmolue con una

gran reverencia-. ¡Ah! ¡Ya me olvidaba de ello!

A propósito, ¿cuándo os parece que podemos

detener a la pequeña hechicera?

-¿A qué hechicera?

-Ya la conocéis: a esa gitana que, a pesar de la

prohibición de la autoridad, viene todos los

días a bailar en la plaza. Tiene una cabra ende-

moniada con cuernos de diablo, que lee y escri-

be y que conoce la matemática como Pica-


trix(20); con eso bastaría para detener a toda la

gitanería. Ya está listo el proceso y en cualquier

momento se puede proceder. ¡Es linda mucha-

cha, esa bailarina, a fe mía! ¡Tiene los ojos ne-

gros más bonitos del mundo! ¡Como dos car-

bunclos de Egipto! ¿Cuándo empezamos?

El archidiácono se puso pálido al oírle.

-Ya os to indicaré -respondió entre balbuceos y

articulando apenas la voz. Y luego prosiguió-:

ocupaos de Marc Cenaine.

-Quedad tranquilo -dijo sonriente Charmolue-.

Haré que to aten otra vez a la cama de cuero.

¡Diablo de hombre! Llega a cansar al propio

Pierrat Torterue que tiene unas manos mucho

más fuertes que las mías. Como dice el buen

Plauto

Nudus vinctus, centum pondo, es quando pendes

per pedes(21).

-¡El tormento del torno!, es lo mejor que tene-

mos. Le pasaremos por él.


20. Astrólogo árabe del siglo XIII.
21. Desnudo, atado, pesas como cien cuando
estás colgado por los pies. (Plauto, Arinaria,

301.)

Dom Claude parecía sumido en una sombría

preocupación y vol. viéndose hacia Charmolue:

-Maese Pierrat... maese Jacques quiero decir,

ocupaos de Marc Cenaine.

-Muy bien, muy bien, dom Claude. Pobre hom-

bre. Ha sufrido tanto como Mummol. ¡Qué idea

la suya de it al aquelarre! ¡Un magistrado del

tribunal de cuentas que debería conocer el texto

de Carlomagno Stryga vel masca! (22) En cuanto

a esa joven, Esmeralda, creo que la llaman, es-

peraré vuestras órdenes. ¡Ah!, y cuando pase-

mos por el pórtico me explicáis también el sig-

nificado del jardinero pintado de frente que se

ve al entrar en la iglesia. ¿No representa al

sembrador? ¡Eh, maestro!, ¿en qué estáis pen-

sando?
22. Un vampiro o un hechicero.

Dom Claude, abstraído, no le escuchaba.

Charmolue observó, siguiendo la dirección de

su mirada, que estaba mirando distraídamente

la gran tela de araña que adornaba la claraboya.

Justo en aquel momento una mosca, que anda-

ba buscando el sol de marzo, se lanzó contra

aquella red y quedó a11í atrapada. Al agitarse

la tela, la enorme araña hizo un movimiento

brusco fuera de su escondrijo central y se pre-

cipitó sobre la mosca a la que dobló en dos con

sus antenas delanteras mientras que con su

trompa repugnante le vaciaba la cabeza.

-¡Pobre mosca! -dijo el procurador del rey para

asuntos eclesiásticos, a la vez que hacía un mo-

vimiento con la mano para salvarla. El archi-

diácono, como volviendo en sí bruscamente, le

detuvo el brazo con cierta violencia.

-¡Maese Jacques, dejad actuar a la fatalidad!

El procurador se volvió un tanto confuso y


asustado. Tuvo la sensación de haber sido co-

gido por el brazo con una pinza de hierro. Los

ojos del clérigo permanecían fijos, huraños,

encendidos y se mantenía pendiente de aquel

conjunto de mosca y araña.

-¡Ah, sí! -prosiguió el sacerdote con una voz

que parecía surgida de las entrañas-, esto es el

símbolo de todo. Vuela, es alegre acaba de na-

cer; busca la primavera, el aire libre, la liber-

tad...; ¡Ah, sí! ¡Pero que se tope con el rosetón

fatal! Entonces le sale la araña, la repugnante

araña... Maese Jacques, dejadlo; ¡es la fatalidad!

¡Ay, Claude! ¡Tú eres esa araña repulsiva! ¡Po-

bre bailarina! Volabas hacia la ciencia, hacia la

luz, hacia el sol; no to preocupaba más que el

llegar a la inmensa luz de la verdad eterna; pe-

ro al lanzarte hacia el manantial deslumbrante

de luz que da al otro mundo, al mundo de la claridad, de la inteligéncia y de


la ciencia, como

un insecto deslumbrada, como un doctor insen-

sato, no has visto la sutil tela de araña, tejida


por el destino, entre la luz y tú, y to has lanza-

do sobre ella a pecho descubierto, como un

miserable loco y ahora to debates, con la cabeza

rota y las alas arrancadas, entre las antenas de

hierro de la fatalidad. ¡Maese Jacques! ¡Ay

maese Jacques! Dejad hacer a la araña.

-Os aseguro -le contestó Charmolue, que le mi-

raba sin comprender- que no haré nada. Pero

por favor, maestro, soltadme el brazo. Tenéis

una mano como unas tenazas.

El archidiácono, en su ensimismamiento, no

estaba escuchándole.

-¡Oh, insensato! -continuó sin dejar de mirar a

la claraboya-, y aunque pudieras desgarrar esa

tela con tus alas de mosquito, ¿crees que habr-

ías logrado llegar hasta la luz? ¡Ay! El cristal

que se encuentra detrás, ese obstáculo transpa-

rente, esa muralla invisible más dura que el

bronce que separa todas las filosofías de la ver-

dad, ¿cómo habrías hecho para atravesarlo?


¡Oh, vanidad de la ciencia! ¡Cuántos sabios no

vienen de muy lejos, volando para destrozarse

la frente contra ti! ¡Cuántos sistemas se estre-

llan revoloteando contra ese cristal eterno!

Y se quedó en silencio. Daba la impresión de

que estas últimas ideas que le habían llevado

insensiblemente desde él mismo hacia la cien-

cia, le habían calmado. Jacques Charmolue le

hizo centrarse por completo en la realidad al

dirigirle esta pregunta:

-Y bien, maestro, ¿cuándo me ayudaréis a hacer

oro? Me impaciento ya por conseguirlo.

El archidiácono movió la cabeza y esbozó una

amarga sonrisa.

-Maese Jacques, debéis leer a Michel Psellus, en

su Dialogus de energia et operatione daemo-

num(23). Lo que estamos haciendo no tiene

nada de inocente.
23. Michel Psellus, escritor bizantino del siglo
X, (1018-1078), de gran prestigio en su tiempo

escribió: Diálogo sobre el poder y la acción de los demonios.

-¡Más bajo, maestro! Estoy seguro de ello, pero

hay que hacer un porn de hermética cuando

uno no es más que procvrador del rey en asun-

tos para la Iglesia con treinta escudos torneses

al año. Así que hablemos bajo, por favor.

En aquel momento un ruido de mandíbulas

masticando, que procedía de debajo del horno,

llegó al oído inquieto de Charmolue.

-¿Qué ha sido eso? -preguntó.

Era el estudiante que, molesto y aburrido en su

escondrijo, había encontrado una corteza de

pan y un trozo de queso revenido y se había

puesto a comerlo sin más preocupación, a guisa

de desayuno para consuelo de su estómago

vacío. Como tenía mucha hambre, hacía tam-

bién mucho ruido y to acentuaba más en cada


mordisco; esto era to que había despertado la

preocupación del procurador.

-Es ttno de mis gatos -intervino rápidamente el

archidiácono- que estará regalándose por ahí

abajo con algún ratón.

La explicación satisfizo a Charmolue.

-Es verdad, maestro -le respondió éste con una

sonrisa respetuosa- todos los grandes filósofos

han tenido siempre animales domésticos.

Acordaos de aquello que ya dijera Servius: Nu-

llus enim locus .sine genio est (24).

24 No hay lugar que no tenga su genio.

Pero dom Claude, temeroso de alguna nueva

intervención de Jehan, recordó a su digno

discípulo que aún debían estudiar juntos algu-

na de las figuras del pórtico y ambos salieron

de aquella celda, con un gran ¡uf! del estudiante

que empezaba a preocuparse ya de que en su

rodilla quedara marcada para siempre la huella

de su barbilla.
VI

DEL EFECTO QUE PUEDEN PRODUCIR

SIETE PALABROTAS LANZADAS AL AIRE

¡TE Deum laudamu! -exclamó maese Jehan sa-

liendo de su agujero-. ¡Menos mal que se han

largado esos dos búhos! ¡Och, och! ¡Hax! ¡Pax!

¡Max! ¡Pulgas! ¡Perros rabiosos! ¡Demonios!

¡Estoy hasta la coronilla de su conversación!

¡Me da vueltas la cabeza! ¡Y encima el queso

estaba rancio! ¡En fin! ¡Abajo, pues! ¡Cojamos la

escarcela del hermano mayor y transformemos

todas estas monedas en botellas!

Lanzó una mirada de ternura y de admiración

al interior de la preciosa escarpela, compuso un

poco su ropa, se frotó las botas, sacudió las ce-

nizas de sus pobres bocamangas, se puso a sil-

bar y a dar unos saltitos en el aire, miró a ver si

quedaba algo por a11í que pudiera cogerse y

tomó algún que otro amuleto de bisutería que

encontró por el fogón y que podría regalar a


Isabeau la Thierry; por fin volvió la puerta que

su hermano no había cerrado como última in-

dulgencia y que él, a su vez, dejó abierta, como

una travesura más y bajó por aquella escalera

de caracol saltando como un pájaro.

Hacia la mitad de la escalera, totalmente en

penumbra, se tropezó con algo que se apartó

lanzando un gruñido y supuso que podía ser

Quasimodo y le hizo tanta gracia aquel lance

que bajó el resto de la escalera retorciéndose de

risa. Todavía seguía riéndose al llegar a la pla-

za. Dio unas cuantas patadas en el suelo cuan-

do se vio en la calle.

-¡Oh! ¡Mi bueno y bendito suelo de París! ¡Mal-

dita escalera que agotaría hasta a los mismos

ángeles de la escala de Jacob! ¡En qué estaría

pensando yo para subir por esa maldita escale-

ra de piedra que llega hasta el cielo! ¡Total, para

comer un mal pedazo de queso con pelos y

para ver los campanarios de París por una cla-


raboya!

No había dado más que unos pasos cuando vio

a aquellos dos búhos, es decir, a dom Claude y

a maese Jacques Charmolue contemplando una

de las esculturas del pórtico. Se aproximó a

ellos de puntillas y oyó cómo el archidiácono

decía en voz baja a Charmolue.

-Fue Guillaume de París quien mandó grabar

un Job en esa piedra color lapislázuli y dorada

en los bordes. Job aparece en la piedra filosofal,

que también ella debe ser puesta a prueba y

martirizada para que pueda ser perfecta, como

dice Raimundo Lulio: Sub conrervatione for-

mae specificae ralva anima(25).

25. Bajo la conservación de su forma singular el

alma queda intacta.

-Me da lo mismo -dijo Jehan-, pues el que tiene

la bolsa soy yo.

En aquel momento se oyó una voz fuerte y so-

nora que lanzaba detrás de él una sarta de pa-


labrotas y blasfemias.

-¡Sangre de Dios! ¡Vientre de Dios! ¡Rediós!

¡Cuerpo de Dios! ¡Por el ombligo de Belzebú!

¡Rayos y truenos! ¡Por todos los papas!

-¡Por mi alma! -exclamó jehan-. Ése sólo puede

ser mi amigo el capitán Febo.

Ese nombre de Febo fue oído por el archidiáco-

no en el momento en que estaba explicando al

procurador del rey el dragón que esconde la

cola en un baño del que sale humo y asoma la

cabeza de un rey. Dom Claude se estremeció, se

interrumpió con gran sorpresa de Charmolue,

se volvió y vio a su hermano Jehan que se acer-

caba a un oficial de buena presencia, a la puerta

de la mansión de Gondelaurier.

Era efectivamente el capitán Febo de Château-

pers que, apoyado en la esquina de la casa de

su prometida, estaba jurando como un bárbaro.

-A fe mía que vuestros juramentos son de una

facundia admirable -le dijo Jehan a la vez que le


estrechaba la mano.

-¡Rayos y truenos! -respondió el capitán.

-¡Bueno, ya está bien, ya está bien! -replicó el

estudiante-. ¿De dónde os viene hoy, mi gentil

capitán, este torrente de lindas frases?

-Perdonadme, mi buen camarada Jehan

-exclamó Febo sacudiéndole la mano-; no es

fácil parar en seco a un caballo al galope y yo

estaba jurando al galope. Salgo de casa de esas

mojigatas y siempre me ocurre igual al estar

con ellas; cuando las dejo se me llena la boca de

juramentos y tengo que escupirlos o reviento.

¡Rayos y truenos! '

-¿Queréis venir a echar un trago? -le propuso el

estudiante. Esta propuesta sosegó un canto al

capitán.

-Me gustaría, pero no tengo dinero.

-¡Hoy to tengo yo!

-¿Ah, sí? ¡A verlo!

Jehan mostró la escarcela al capitán con majes-


tad y sencillez. Pero el archidiácono que se hab-

ía alejado de Charmolue, dejándole sorprendi-

do y estupefacto, se había aproximado a escasa

distancia de ellos dos, observándoles sin que

ellos se dieran cuenta, atentos como estaban

mirando la escarcela de Jehan. Febo exclamó:

-Para vos, mi querido Jehan, una bolsa es como

tener la luna en un cubo de agua. Se la puede

ver pero no está a11í; es sólo el reflejo. ¡Pardiez!

¡Te apuesto algo a que son piedras!

-Éstas son las piedras con las que empiedro mi

bolsillo -le respondió orgullosamente Jehan.

Y sin más explicaciones, vació la escarcela en

una repisa próxima, dándose más importancia

que un senador romano.

-¡Santo cielo! -masculló Febo-. Monedas de todo

tipo. ¡Es asombroso!

Jehan permanecía digno a impasible. Un par de

maravedises se le habían caído al suelo y cuan-

do el capitán, lleno aún de asombro, hizo


ademán de agacharse para recogerlos, Jehan le

retuvo.

-¡Dejad, capitán Febo de Cháteaupers!

Febo contó todas las monedas y volviéndose

con solemnidad hacia Jehan, dijo:

-¿Sabéis, Jehan, que tenéis en total veintiséis

cuartos parisinos? ¿A quién habéis desvalijado

esta noche en la calle Coupe-Gueule?

Jehan, echando para atrás su cabeza rubia y

rizada, dijo con tono de desdén y cerrando un

poco los ojos.

-Uno que tiene un hermano archidiácono a

imbécil.

-¡Por los cuernos de Dios! -exclamó Febo-. Vaya

con el hombre importante.

-¡Vamos a beber! -dijo Jehan.

-¿A dónde vamos? -exclamó Febo. ¿A la Pom-

me d'Eve?

-No, capitán. Vamos a la Vieille Science(26). Una

vieja que sierra un ansa. Es un jeroglífico; me


gusta.

-Dejaos de jeroglíficos, Jehan. Es nejor el vino

de la Pomme d'Eve y además hay junto a la

puerta una parra, al sol, que me alegra cuando

bebo.

-De acuerdo; va por Eva y su manzana -dijo el

estudiante que añadió tomando a Febo por el

brazo-: A propósito, mi querido capitán, acab-

áis de hablar de la calle Coupe-Gueule. Ya no

es así; actualmente ya no somos tan bárbaros;

ahora se llama Coupe-Gorge (27).

26 Juego de palabras sin traducción equivalente

en español: scie (sierra), ence (asa): science.

27 Coupe-Gueule podría traducirse por Cor-

ta-bocas. Coupe-Gorge podría ser Cor-

ta-cuellos.

Los dos amigos se encaminaron, pues, hacia la

Pomme d'Eve. Inútil es explicar que previamente

habían recogido todo el dinero y que el archi-

diácono les seguía, sombrío y huraño. ¿Podría


tratarse de aquel maldito nombre que, desde la

entrevista con Gringoire, aparecía en todos sus

pensamientos? No to sabía, pero... a fin de

cuentas era también un Febo, y ese nombre

bastaba para que el archidiácono siguiera a

paso de lobo a aquellos dos despreocupados

compañeros, oyendo to que decían, observando

todos sus movimientos con una gran ansiedad.

Además, to más fácil era oír todo to que habla-

ban, pues to hacían casi a gritos, preo-

cupándoles muy poco que los transeúntes se

enteraran de sus confidencias. Hablaban de

mujeres, de vino, de desafíos, de locuras...

A1 doblar una esquina les llegó el sonido de una pandereta que procedía de
una calle

próxima. Dom Claude oyó cómo el oficial decía

al estudiante.

-¡Rayos y truenos! Apretemos el paso.

-¿Por qué, Febo?

-Tengo miedo de que me vea la gitana.

-¿Qué gitana?
-La joven esa de la cabra.

-¿La Esmeralda?

-Esa misma, Jehan, siempre se me olvida ese

demonio de nombre. Apresuremos el paso o

acabará por reconocerme y no quiero que esa

chica me pare en la calle.

-¿La conocéis pues, Febo?

Al llegar aquí el archidiácono observó cómo

Febo, un tanto burlón, se acercó al oído de Je-

han y le dijo algunas palabras en voz baja; lue-

go Febo se echó a reír sacudiendo la cabeza con

un gesto de triunfo.

-¿De verdad? -preguntó Jehan.

-¡Por mi alma! -contestó Febo.

-¿Esta noche?

-Esta noche.

-¿Estáis cierto que va a venir?

-¿Estáis loco, Jehan? Esas cosas no se dudan.

-¡Capitán Febo, sois un oficial afortunado!

Los dientes del archidiácono castañeteaban al


oír aquello y un escalofrío, perceptible incluso

en sus ojos, le recorrió el cuerpo. Se detuvo un

momento y se apoyó en una esquina como si

estuviera ebrio.y continuó con la persecución

de los dos alegres y despreocupados mozos.

Cuando volvió de nuevo a acercarse a ellos, ya

habían cambiado de conversación; ahora canta-

ban a voz en grito la vieja canción:

Los niños de los Petits-Carreaux

se dejan colgar como terneros.

VII

EL FANTASMA ENCAPUCHADO

LA ilustre taberna de la Pomme d'Eve se hallaba

en el barrio de la Universidad, en el cruce de la

calle Rondelle con la de Bátonnier. Era una sala

bastante amplia, situada en la planta baja. Su

techo de poca altura se apoyaba en un sólido

pilar de madera pintado de amarillo. Había

mesas por todas partes; jarros de esraño relu-

cientes, colgados de las paredes; mucha cliente-


la, chicas en abundancia una cristalera que da-

ba a la calle y una parra a la puerta. Sobre la

puerta se veía una placa metálica de colores bri-

Ilantes que tenía pintadas una manzana y una

mujer. La placa es:aba ya oxidada por la lluvia

y giraba al viento sobre un eje de zierro. Esta

especie de veleta, inclinada hacia el suelo, era el

dis:intivo de la taberna.

Empezaba a anochecer y el cruce en donde se

encontraba la taberna estaba ya oscuro y ésta,

llena de luces, se destacaba de lejos como una

fragua en la oscuridad. A través de los cristales

rotos de la entrada se oía el ruido del entrecho-

car de los vasos, el buIlicio, los juramentos, las

discusiones. . A través del humo y la neblina

que el ambiente de la sala empujaba hacia la

cristalera de la entrada, se distinguían cien fi-

guras borrosas y de vez en cuando se destacaba

de entre ellas alguna carcajada estridente. Los

transeúntes que iban a sus asuntos pasaban de


largo sin mirar siquiera hacia aquella alborota-

dora vidriera. Sólo a veces algún rapazuelo

indigente se ponía de puntillas para alzarse

hasta la repisa de la ventana aquella y lanzaba

al interior de la taberna el acostumbrado grito

burlón con que se abucheaba a los borrachos:

-¡Borrachos, borrachos, borrachos!

Había un hombre, sin embargo, que se paseaba

imperturbable por delante de la bulliciosa ta-

berna, mirando continuamente hacia ella y no

apartándose más que un centinela de su garita.

Iba embozado hasta la nariz con una capa que

acababa de comprar a un ropavejero muy

próximo a la Pomme d'Eve, sin duda alguna

para preservarse del frío de las tardes de marzo

o quizás para ocultar sus ropajes. De vez en

cuando se detenía ante el ventanal traslúcido,

de cristales emplomados, y escuchaba o miraba

o se impacientaba golpeando los pies contra el

suelo.
Por fin se abrió la puerta de la taberna, circuns-

tancia esta que debía estar esperando. Salieron

de allí dos bebedores a quienes por un momen-

to la claridad que se filtró al abrir la puerta tiñó

de rojo sus rostros joviales. Entonces el embo-

zado se escondió tras un porche del otro lado

de la calle y siguió observando desde allí.

-¡Rayos y truenos! -gritó uno de los dos bebe-

dores-. Van ya a dar las siete; es la hora de mi

cita.

-Os digo -proseguía su compañero con voz

muy pastosa- que no vivo en la calle Mauvai-

ses-Paroles, indignus qui inter mala verba habi-

tat(28); vivo en la calle Jean-Pain-Mollet, in vico

Johannis-Pain-Mollet, y si decís to contrario sois

más cornudo que un unicornio. Todo el mundo

sabe que el que ha montado una vez en un oso

no vuelve a tener nunca miedo, pero vuestra

nariz siempre tira hacia las golosinas como

Saint Jacques de l'Hôpital.


28. Indigno el que vive entre las malas palabras.

Jehan, mi querido amigo; estáis completamente

borracho -decía el otro.

Y el otro le respondía tambaleándose.

-Os gusta decirlo Febo, pero está comprobado

que la nariz de Platón tenía el perfil de un perro

de caza.

Sin duda alguna ellector ha reconocido ya a

nuestros dos bravos amigos, el capitán y el es-

tudiante. Lo mismo le pasó al que los vigilaba

pues comenzó a seguir a paso lento todos los

zigzás que el estudiante obligaba a hacer al

capitán que, como bebedor más asiduo había

conservado toda su sangre fría.

Al escucharlos atentamente el embozado pudo

coger al completo esta interesante conversa-

ción.

-¡Por Baco! Intentad enderezar vuestros pasos,

señor bachiIler pues ya sabéis que tengo que

dejaros. Ya son las siete y estoy citado a esa


hora con una mujer.

-¡Eh! Pues dejadme. Estoy viendo lanzas de

fuego y estrellas. Sois como el castillo de

Dampmartin, siempre lleno de juerga.

-Por las verrugas de mi abuela, amigo Jehan,

estáis fuera de razón. A propósito, ¿ya no os

queda más dinero?

-Señor rector, no hay ningún error; la pequeña

carnicería, parva buchería.

-¡Pero, Jehan; mi buen amigo Jehan! Sabéis que

estoy citado con esa pequeña en el Pont

Saint-Michel y que sólo puedo llevarla a casa

de la Falourdel, la alcahueta del puente, y que

tengo que pagar la habitación. La vieja zorra de

bigote blanco no me fiará. ¿Jehan! ¡Por favor!

¿Nos hemos bebido acaso toda la bolsa del cu-

ra? ¿Ya no os queda ni un triste cuarto parisien-

se?

-La conciencia de haber sabido aprovechar bien

el tiempo es un justo y sabroso condimento


para la mesa.

-¡Por codas mis tripas! ¡Parad ya de hablar ton-

terías y decidme, por todos los demonios, si

aún os queda alguna moneda! ¡Dejádmela,

pardiez, o tendré que registraros aunque seais

un leproso como Job y sarnoso como César.

-Señor, la calle Galiache es una calle que co-

mienza en la calle de la Verrerie y termina en la

calle de Tixeranderie.

-Muy bien, mi buen amigo Jehan, mi pobre ca-

marada; muy bien to de la calle Galiache, pero

¡por todos los cielos! ¡Volved a la realidad! Sólo

necesito un cuarto parisino y to necesito a las

siete.

-Que todo el mundo se calle y que escuche esta

canción:

Cuando las ratas se coman a los ratones,

El rey será señor de Atrás.

Cuando la mar que es grande y ancha

Esté helada por San Juan,


Se verá por encima del hielo,

Salir a los de Atrás de su ciudad.

-Bueno, estudiante del anticristo, ¡ojalá to ahor-

quen con las tripas de to madre! -dijo Febo

dándole un empujón con el que, borracho como

estaba, fue a darse contra la pared y cayó tran-

quilamente al pavimento de Felipe Augusto.

Con un poco de esa piedad fraterna que nunca

abandona del todo el corazón de un bebedor,

Febo fue empujando a Jehan con el pie hasta

una de esas almohadas de pobre que la provi-

dencia ha colocado en todas las esquinas de

París y que los ricos denigran con desdén

Ilamándolas montones de basura. El capitán

colocó la cabeza de Jehan en un plano inclinado

hecho de un montón de tronchos de berza y en

ese mismo instante el estudiante se puso a ron-

car haciendo magníficamente el bajo. Pero no se

había apagado aún todo el rencor en el corazón

del capitán que le dijo mientras se alejaba.


-¡Ojalá to recojan con el carro de la basura!

El hombre de la capa, que no había cesado de

seguirle, se detuvo un momento frente al cuer-

po del estudiante no sabiendo qué decisión

tomar y finalmente, tras un profundo suspiro,

se alejó también siguiendo los pasos del ca-

pitán.

Igual que han hecho ellos, nosotros vamos

también a dejar a Jehan durmiendo bajo la

benévola mirada de las estrellas y si, al lector le

apetece, vamos a seguir a los otros dos persona-

jes.

A1 llegar a la calle Saint-André-des-Arcs, el

capitán Febo observó que alguien le seguía.

Había visto por casualidad, al mirar hacia atrás,

una especie de sombra que se arrasttaba tras él

arrimándose a las paredes. Cuando él se paraba

ella se paraba también y si echaba a andar, la

sombra hacía otro tanto. Sin embargo apenas si

llegó a inquietarse un porn.


-¡Bah! -se dijo-; ¡si no llevo ni un cuatto!

Se detuvo de nuevo ante la fachada del colegio

de Autun porque fue allí precisamente donde

había iniciado to que él Ilamaba sus estudios;

aún le quedaban costumbres traviesas de su

época de estudiante y no pasaba nunca por

aquel lugar sin infligir a la estatua del cardenal,

erigida a la derecha del portal, aquella especie

de afrenta de la que tan amargamente se queja

Priapo en la sátira de Horacio Olim truncus

eram ficulnus(29). Se había encarnizado tanto

en sus acciones que la inscripción Eduenrsis

episcopus(30) estaba ya casi borrada. Así que se

detuvo, como era su costumbre, ante aquella

estatua.

29 En otros tiempos yo era un tronco de higue-

ra ( Sátiras, 1, 8).

30. Obispo de Autun.

En el momento en que distraídamente se había

puesto a atarse los cordones de las botas, vio


cómo la sombra se acercaba a él con pasos len-

tos; tan lentos eran que tuvo tiempo de fijarse

en la capa y el sombrero que llevaba. Una vez a

su lado se detuvo y permaneció a11í más in-

móvil que la estatua del cardenal Bertrand. Sus

ojos lanzaron hacia Febo una mirada llena de

esa luz imprecisa que se ve por la noche en los

ojos de los gatos.

El capitán era valiente y le habría importado

muy poco el vérselas con un ladrón con un pu-

ñal en la mano, pero aquella estatua móvil,

aquel hombre petrificado, le dejaron helado. Le

vinieron a la memoria no sé qué leyendas que

se contaban entonces acerca de un fantasma

encapuchado, vestido de fraile, que merodeaba

en las noches por las calles de París. Durante

unos instantes permaneció sorprendido hasta

que él mismo rompió aquel silencio con una

risa forzada.

-Señor, si sois un ladrón como presumo, me


hacéis el efecto de una garza que pretende sacar

algo de una cáscara de nuez. Mi familia está

totalmente arruinada, amigo. Dirigíos, pues, a

otra parte. Creo que en la capilla de este colegio

hay un trozo de madera de la Vera Cruz engar-

zado en plata.

En ese instante la sombra sacó la mano de de-

bajo de la capa y la lanzó pesadamente sobre

Febo como la garra de un águila, al tiempo que

decía.

-¡Capitán Febo de Cháteaupers!

-¡Cómo demonios conocéis mi nombre! -dijo

Febo.

-No solamente conozco vuestro nombre

-prosiguió el hombre de la capa, con voz sepul-

cral-; sé también que tenéis una cita esta noche.

-Es verdad -respondió Febo estupefacto.

-A las siete.

-Sí; dentro de un cuarto de hora.

-En casa de la Falourdel.


-Precisamente a11í, sí señor.

-La alcahueta del Pont-Saint-Michel.

-De San Miguel arcángel, como reza el padre-

nuestro.

-¡Impío! -gruñó el espectro-. ¿Con una mujer?

-Confiteor.

-Que se llama...

-La Esmeralda -contestó Febo despreocupada-

mente, a la vez que notaba cómo su aplomo le

iba volviendo gradualmente.

A1 oír ese nombre, la garra de la sombra sacu-

dió con furor el brazo de Febo.

-Mentís, capitán Febo de Châteaupers.

El que hubiera podido ver en aquel momento el

rostro encendido del capitán, el salto que dio

hacia atrás, tan violento que logró soltarse de

las tenazas que le sujetaban, el gesto de bravura

con el que echó su mano a la empuñadura de la

espada sin que la inmovilidad de aquella som-

bra se perturbara un solo instante; el que hubie-


ra visto todo esto habría sentido miedo. Era

como el combate de don Juan con la estatua del

comendador.

-¡Por Cristo y Satanás! -gritó el capitán-. ¡Esa

palabra ha sido oída muy pocas veces por los

oídos de un Cháteaupers! No to atreverás a

repetirla.

-¡Mentís! -repitió fríamente la sombra.

Los dientes del capitán rechinaron y se olvidó

en ese momento de fantasmas encapuchados y

de supersticiones. Sólo sentía que un hombre le

insultaba.

-¡Eso está muy bien! -dijo entre balbuceos con

una voz ahogada por la rabia. Sacó su espada y

luego, tartamudeando, pues la cólera hace tem-

blar igual que el miedo-. ¡Aquí! ¡Ahora mismo!

¡Las espadas, las espadas! ¡Sangre en el empe-

drado!

El otro no se movió siquiera. Cuando vio a su

adversario en guardia y presto a batirse, dijo


con un acento vibrante de amargura:

-Capitán Febo, olvidáis vuestra cita.

Los arrebatos de hombres como Febo son como

sopas de leche en las que una gota de agua fría

es suficiente para detener la ebullición. Aque-

llas palabras hicieron bajar la espada que re-

fulgía en las manos del capitán.

-Capitán -prosiguió el hombre-, mañana, pasa-

do mañana, dentro de un mes o dentro de diez

años me encontraréis presto a cortaros el cuello,

pero ahora id a vuestra cita.

-En efecto -dijo Febo, como queriendo capitular

consigo mismo-;son dos cosas maravillosas

tener una cita con una espada y con una mujer,

pero no veo, por qué he de perder la una por la

otra si puedo disponer de las dos.

Y envainó su espada.

-Id a vuestra cita -insistió el desconocido.

-Señor -respondió Febo atropelladamente-, mu-

chas gracias por vuestra cortesía. En realidad


siempre tendremos tiempo mañana, o cuando

sea, de llenar de puntadas y ojales el jubón de

nuestro padre Adán. Os agradezco vuestra gen-

tileza en permitirme pasar un cuarto de hora

agradable. En verdad esperaba dejaros tum-

bado en el arroyo y disponer aún de tiempo

para la bella, pensando que es de buen tono

hacer esperar un poco a las mujeres en tales

situaciones, pero me parecéis valiente y es me-

jor dejar la partida para mañana. Voy, pues, a

mi cita de las siete como vos sabéis muy bien

-al decir esto Febo se rascó la oreja-. ¡Por los

cuernos del diablo! ¡Ya to olvidaba! No tengo ni

un ochavo para pagar el alquiler de la buhardi-

lla y la vieja bruja querrá cobrarse por adelan-

tado pues no se fía de mí.

-Aquí tenéis con qué pagar.

Febo sintió que la fría mano del desconocido

deslizaba en la suya una moneda de buen ta-

maño. No pudo evitar aceptarla y estrechar


aquella mano.

-¡Por Dios que sois un buen hombre!

-Con una condición -dijo el hombre-: Probadme

que es cierto to que decís y que soy yo el equi-

vocado. Escondedme en alguna parte desde

donde pueda ver si se trata en realidad de la

mujer cuyo nombre habéis mencionado.

-¡Oh! -respondió Febo-; eso me da igual. Nos

quedaremos en la habitación de Santa Marta.

Podréis verlo todo a vuestro gusto desde la

perrera que hay allado.

-Venid, pues -dijo la sombra.

-A vuestras órdenes -respondió el capitán-. No

sé si sois micer Diabolus en persona pero, por

esta noche seamos buenos amigos que mañana

os pagaré las deudas; las de la bolsa y las de la

espada.

Y empezaron a andar rápidamente. Unos minu-

tos más tarde el rumor del río les anunció que

habían llegado al Pont-Saint-Michel, entonces


con casas a ambos lados de su cauce.

-Primero voy a haceros entrar -dijo Febo a su

compañero-, y luego iré a buscar a la muchacha

que me estará esperando junto al Petit Châtelet.

El compañero no respondió. Desde que se hab-

ían puesto a andar no había dicho nada. Febo

se detuvo frente a una puerta baja y llamó

bruscamente. Un rayo de luz surgió por entre

las rendijas de la puerta.

-¿Quién llama? -preguntó una voz desdentada.

-¡Por el cuerpo de Cristo y por su cabeza! ¡Por

el vientre de Dios! -respondió el capitán. La

puerta se abrió al instante, apareciendo en ella

una vieja temblorosa sosteniendo una lámpara

en sus manos no menos temblorosas. La vieja

estaba casi doblada en dos, iba vestida de hara-

pos y se le movía continuamente la cabeza en

cuya cara aprecían dos ojos muy pequeños.

Llevaba un pañuelo sujetándola el pelo y tenía

arrugas en todas partes, en la cara, en las ma-


nos en el cuello; los labios se le apretaban con-

tra las encías y tenía alrededor de la boca como

unos pinceles de pelo blanco que le daban el

aspecto de un gato. El interior del cuchitril

aquel no estaba menos deteriorado que ella.

Estaba formado por unas paredes de yeso, unas

vigas negruzcas en el techo, una chimenea

desmantelada, telas de araña por todos los rin-

cones y en el centro unas cuantas mesas y tabu-

retes mal calzados, un niño sucio junto a las

cenizas de la chimenea y al fondo una escalera

o más bien una escala de madera que conducía

a una trampilla abierta en el techo. A1 entrar en

aquella madriguera, el misterioso compañero

de Febo se embozó hasta los ojos. Sin embargo

el capitán, jurando como un sarraceno, se apre-

suró, como dice nuestro admirable Regnier a

hacer relucir el tol en un escudo.

-La habitación de Santa Marta -dijo.

La vieja le trató de monseñor y guardó el escu-


do en un cajón; era, claro está, la moneda que el

hombre del embozo había dado a Febo. En un

momento en que la vieja volvió la espalda, el

muchachote despeinado y harapiento que ju-

gaba con las cenizas se aproximó hábilmente al

cajón, cogió el escudo y puso en su lugar una

hoja seca que había arrancado a uno de los le-

ños de la chimenea.

La vieja indicó a los dos gentileshombres, como

ella les llamaba, que la siguieran y subió por la

escala delante de ellos.

A1 llegar al piso superior, colocó la lámpara en

un arcón y Febo, como viejo conocido de la

casa, abrió una puerta que daba a un cuartucho

oscuro.

-Entrad ahí, amigo -le dijo a su compañero. El

hombre de la capa obedeció sin pronunciar una

sola palabra y la puerta se cerró tras él. Oyó

cómo Febo corrió el cerrojo y cómo un momen-

to más tarde bajaba la escalera con la vieja. La


luz había desaparecido.

VIII

UTILIDAD DE LAS VENTANAS

QUE DAN AL RIO

CLAUDE Frollo (pues presumimos que el lec-

tor, más ihteligente que Febo, no ha visto en

toda esta aventura más fantasma encapuchado

que el archidiácono) tanteó durante unos se-

gundos el reducto tenebroso en donde Febo le

había encerrado.

Era uno de esos recovecos que los arquitectos

aprovechan a veces entre los puntos de inter-

sección entre el tejado y el muro de descarga. El

corte vertical de aquella perrera, como tan bien

to había definido Febo, habría dado un triángu-

lo. Por otra parte no había ni ventana ni lucera

y el abuhardillado del techo impedía man-

tenerse de pie. Claude se acurrucó, pues, entre

el polvo y los cascotes que había por el suelo.

Le ardía la cabeza y tanteando con las manos a


su alrededor encontró un trozo de vidrio que

apoyó en su frente y cuyo frescor le alivió un

poco. ¿Qué pasaba en aquel momento por el

alma oscura del archidiácono? Sólo Dios y él to

sabían. ¿En qué orden fatal colocaba en su pen-

samiento a la Esmeralda a Febo, a Jacques

Charmolue a su hermano pequeño, tan amado

y abandonado por él en medio del barro, su

sotana de archidiácono, su reputación, quizás,

arrastrada hasta casa de la Falourdel, o a todas

aquellas visiones y aventuras? No sabría decir-

lo, pero sí es cierto que aquellas ideas tenían

que formar en su espíritu un horrible conjunto.

Hacía ya un cuarto de hora que estaba espe-

rando y le parecía haber envejecido un siglo,

cuando de pronto oyó crujir las tablas de la

escalera. Alguien estaba subiendo. La trampilla

se abrió y apareció un rayo de luz pues en la

portezuela apolillada de aquel cuchitril había

una rendija bastante ancha a la que pegó inme-


diatamente su cara. Así podría ver todo to que

ocurriera en la habitación de al lado. La vieja

con cara de gato fue la primera en pasar por la

trampilla; llevaba una lámpara a iba seguida de

Febo que se retocaba el bigote; después seguía

una tercera persona que no era sino la bella y

graciosa figura de la Esmeralda. El sacerdote la

vio surgir de abajo como una aparición des-

lumbrante. Claude se echó a temblar; una espe-

cie de nube cubrió sus ojos y notaba en sus ar-

terias la presión del corazón. Todo comenzó a

zumbar y a girar a su alrededor y ya no vio vio

ni oyó nada más.

Cuando volvió en sí, Febo y la Esmeralda se

encontraban solos, sentados en el arcón de ma-

dera, al lado de la lámpara, cuya luz permitía

destacar perfectamente las figuras de los dos

jóvenes; había también un miserable camastro

al fondo de aquel cuartucho.

Junto al camastro una ventana cuyo cristal


hundido, como una tela de araña mojada por la

lluvia, dejaba ver un pedazo de cielo y la luna

tumbada a to lejos entre blandos edredones de

nubes.

La joven estaba ruborizada, violenta, excitada.

Sus largas pestañas daban sombra de púrpura a

sus mejillas y el oficial, al que no se atrevía ni a

mirar, estaba radiante. Distraídamente y con un

gesto encantadoramente torpe iba trazando con

su dedo unas líneas incoherentes sobre el banco

y luego se quedaba contemplando su dedo. No

podían verse sus pies pues la cabritilla estaba

echada encima.

Mucho le costó a dom Claude enterarse de to

que decían a causa del zumbido de su sangre y

de su propia confusión.

(Nada hay más banal que la charla de dos ena-

morados; se limita a una repetición continua de

o.r amo; frase musical bastante torpe a insípida

para quienes la escuchan indiferentes si no va


adornada con alguna floritura. Pero Claude no

los estaba escuchando con indiferencia.)

-¡Oh! -decía la joven sin levantar los ojos-, no

me despreciéis, señor Febo, comprendo que

está muy mal to que estoy haciendo.

-¡Despreciaros, mi bella niña! -respondía el ca-

pitán con un aire de galantería superior y dis-

tinguida-. ¿Por qué iba a despreciaros, pardiez?

-Por haberos seguido hasta aquí.

-En estépunto no vamos a ponernos de acuer-

do, preciosa. No debería despreciaros sino

odiaros.

La joven se le quedó mirando asustada.

-¿Odiarme? ¿Qué es to que os he hecho?

-Por haberos hecho tanto de rogar.

-¡Ay! -le respondió-, es que si falto a mi prome-

sa... no encontraré a mis padres... y el amuleto

perderá su hechizo... Pero... ¡qué me importa

ahora tener padre y madre!

Y al decir esto fijaba en el capitán sus enormes


ojos negros, humedecidos por la felicidad y la

ternura.

-¡AI diablo si os entiendo! -exclamó Febo.

La Esmeralda permaneció silenciosa unos mo-

mentos y luego, con una lágrima en sus ojos y

un suspiro en sus labios, dijo.

-¡Os amo señor!

Rodeaba a la joven tal perfume de castidad y tal

encanto de virtud que Febo no acababa de en-

contrarse a gusto junto a ella. Sin embargo se

sintió enardecido por aquella confesión.

-¡Que me amáis, decís? -esbozó entusiasmado

al tiempo que pasaba su brazo por la cintura de

la gitana.

Era ésta la ocasión que estaba esperando. El

sacerdote to vio y tocó con la yema del dedo un

puñal que llevaba oculto en el pecho.

-Febo -prosiguió con dulzura la gitana apar-

tando suavemente de su talle las manos tenaces

del capitán-, sois bueno, generoso y bello y me


habéis salvado a mí que no soy más que una

pobre muchacha perdida en Bohemia. Hace

mucho tiempo que sueño con un oficial que me

salva la vida. Ya soñaba con vos antes de cono-

ceros, Febo. En mi sueño había un hermoso

uniforme, como el vuestro, una gran apostura,

una espada. Además os llamáis Febo que es un

nombre muy bonito; me gusta vuestro nombre

y vuestra espada. Sacadla, Febo, para que pue-

da verla.

-¡Qué niña! -dijo el capitán al tiempo que des-

envainaba su sable sonriente. La gitana miró la

empuñadura, la hoja y examinó con adorable

curiosidad las iniciales de la guarda y besó la

espada diciéndole.

-Sois la espada de un valiente. Amo a mi ca-

pitán.

Febo aprovechó nuevamente aquella ocasión

para besar su hermoso cuello, to que hizo que

la joven, escarlata como una cereza, se incorpo-


rara.

Los dientes del archidiácono rechinaron en la

oscuridad de su escondrijo.

-Febo, dejadme hablaros -dijo la gitana-. Andad

un porn para que pueda ver to apuesto que sois

y para que oiga resonar vuestras espuelas. ¡Qué

guapo sois!

El capitán se levantó para complacerla riñéndo-

la con una sonrisa de satisfacción.

-¡Sois como una niña! A propósito, encanto,

¿me habéis visto alguna vez con uniforme de

gala?

-No; ¡qué lástima! -le respondió ella.

-¡Eso sí que me cae bien!

Febo volvió a sentarse pero en esta ocasión mu-

cho más cerca de ella.

-Escuchad, querida.

La gitana le dio unos golpecitos en la boca con

su linda mano, con un gesto lleno de gracia y

de alegría.
-No, no os escucharé. ¿Me amáis? Quiero oíros

decir que me amáis.

-¡Que si to amo, ángel de mi vida! -exclamó el

capitán arrodillándose-. Mi cuerpo, mi alma, mi

sangre, todo es tuyo, todo es para ti. Te quiero

y no he querido a nadie más que a ti.

El capitán había repetido tantas veces esta

misma frase y en tantas situaciones tan simila-

res que la soltó de corrido y sin un solo error.

Ante esta declaración apasionada, la egipcia

dirigió hacia el sucio techo, a falta de un cielo

mejor, una mirada llena de ângélica felicidad.

-¡Oh! -dijo entre murmullos-; ¡éste es uno de los

momentos en que uno debería morir!

Febo dedujo que era un buen «momento» para

robarle otro beso, que sirvió para prolongar la

tortura del archidiácono en su miserable rincón.

-¡Morir! -exclamó el enamorado capitán-. ¿Qué

es to que estáis diciendo, ángel mío? ¡Es justa-

mente el momento de vivir! ¡Morir al comienzo


de algo tan dulce! ¡Por los cuernos de un buey,

qué tontería! ¡Ni hablar!; escuchadme mi queri-

da Similar... Esmenarda... Perdón, pero vuestro

nombre es tan prodigiosamente sarraceno que

me resulta difícil pronunciarlo. Es como la es-

pesura por donde sólo despacio se puede an-

dar.

-¡Dios mío! -dijo la pobre muchacha-. ¡Yo que

creía que mi nombre era bonito por su singula-

ridad!, pero, puesto que no os agrada, me gus-

taría llamarme Goton.

-¡Ay! ¡No hay que llorar por cosas tan triviales,

encanto! Es un nombre al que sólo hay que

acostumbrarse y eso es todo; en cuanto me to

aprenda bien, saldrá solito; ya verás. Escu-

chadme, querida Similar, os adoro con pasión.

Y to que es realmente milagroso es que os amo

de verdad. Sé de una jovencita que se muere de

rabia.

La joven, un poco celosa, le interrumpió.


-¿Quién es?

-¡Qué más nos da! -dijo Febo-. ¿Vos me amáis?

-¡Oh! -exclamó ella.

-Pues entonces no hay más que hablar. Ya ver-

éis cómo también yo os amo. Que Neptuno me

ensarte si no os hago la criatura más feliz del

mundo. Encontraremos una casita en cualquier

parte y haré desfilar a mis arqueros bajo vues-

tras ventanas. Van todos a caballo y dejan pe-

queños a los del capitán Mignon. Hay balleste-

ros, lanceros y culebrines de mano. Os llevaré a

ver las grandes maniobras de los parisinos al

campo de Rully. ¡Es magnífico! ¡Ochenta mil

hombres armados y treinta mil arneses blancos!

Las sesenta banderas de todos los cuerpos, es-

tandartes del parlamento, del tribunal de cuen-

tas, del tesoro de los generales... en fin, una

parada de todos los demonios. Os enseñaré los

leones del palacio del rey, que son bestias real-

mente salvajes. A todas las mujeres les gusta


mucho.

Hacía ya algún tiempo que la muchacha, sub-

yugada por sus felices pensamientos, estaba

soñando al eco de la voz del capitán, pero no

escuchaba sus palabras.

-¡Oh! ¡Ya to creo que seréis feliz! -proseguía el

capitán al tiempo que soltaba suavemente el

cinturón de la gitana.

-Pero, ¿qué estáis haciendo? -dijo ella con pres-

teza.

Aquella vía de hecho la había despertado de

sus fantasías.

-Nada -respondió Febo-. Sólo decía que sería

conveniente abandonar toda esta vestimenta de

fantasía y de bailarina cuando viváis conmigo.

-¡Cuando viva contigo, mi querido Febo! -dijo

la joven con ternura. Y se quedó silenciosa y

pensativa.

El capitán, animado por esa ternura, la tomó

nuevamente del talle sin que ella se resistiera y


comenzó muy suavemente a soltar los lazos de

la blusa de la muchacha y soltó tanto su gor-

gueruelo que el archidiácono, nervioso, vio

aparecer por entre el tul de la blusa el bello

hombro desnudo de la gitana, suave y moreno

cual una luna surgiendo en el horizonte entre

brumas.

La joven dejaba hacer a Febo y parecía no darse

cuenta de ello. La mirada del joven capitán se

encendía.

De pronto, volviéndose hacia él con expresión

amorosa, le dijo:

-Febo, tienes que instruirme en to religión.

-¿En mi religión? -exclamó Febo soltando una

risotada-. ¡Instruiros yo en mi religión! ¡Rayos y

truenos! ¿Qué pensáis hacer con mi religión?

-Es para casarnos -respondió ella.

El rostro del capitán adquirió una expresión

que reflejaba al mismo tiempo la sorpresa y el

desdén, la despreocupación y la pasión liberti-


na.

-Pero, bueno, ¿nos vamos a casar?

La gitana se quedó pálida y dejó caer tristemen-

te la cabeza sobre su pecho.

-Veamos, mi bella enamorada. ¿Qué locuras

son ésas? ¡Valiente cosa el matrimonio! ¿Se es

acaso menos amante por no haber soltado unos

latinajos delante de un cura?

Y mientras decía estas cosas con una voz dulce,

se iba aproximando cada vez más a la gitana;

sus manos acariciadoras habían vuelto a su

posición primera, rodeando aquel talle tan fino

y grácil; sus ojos se encendían con más viveza y

todo anunciaba que el señor Febo había llegado

a uno de esos momentos en que el mismo Júpi-

ter hace tantas tonterías que el bueno de Home-

ro se ve obligado a llamar a una nube en su

ayuda.

Sin embargo, dom Claude to presenciaba todo;

aquella portezuela estaba hecha con duelas de


tonel, podridas ya, que le permitían ver cómo-

damente a través de sus anchas rendijas. Aquel

sacerdote de piel cetrina y de anchos hombros,

condenado hasta entonces a la austera virgini-

dad del claustro, se estremecía y enardecía ante

aquellas escenas de amor de noche y de volup-

tuosidad.

Aquella joven y hermosa muchacha, entregada

apasionadamente a aquel otro joven ardoroso,

le encendía la sangre en sus venas y se produc-

ían en su interior extrañas reacciones. Su vista

se perdía, celosa y lasciva, en to que las manos

del capitán iban desvelando.

Si alguien entonces hubiera podido contemplar

el aspecto del desventurado clérigo pegado a

aquellas tablas apolilladas habría creído ver a

un tigre observando cómo un chacal devoraba

a una gacela. Sus pupilas brillaban como ascuas

a través de las grietas de la puerta.

De pronto, Febo arrancó de un gesto rápido el


gorgueruelo de la gitana. La pobre muchacha

que se había quedado pálida y soñadora, reac-

cionó con un sobresalto y se separó bruscamen-

te del intrépido capitán al ver desnudos su cue-

llo y sus hombros, roja de confusión y muda de

vergüenza, cruzó sus brazos sobre sus senos

para ocultarlos. A no ser por el fuego encendi-

do de sus mejillas, viéndola así silenciosa a in-

móvil, se habría dicho que era la estatua del

pudor. Sus ojos se mantenían bajos. Pero aquel

gesto del capitán puso al descubierto el mise-

rioso amuleto que le colgaba del cuello.

-¿Qué es esto? -le dijo tomándolo como pretex-

to para acercarse de nuevo a la joven a la que

acababa de asustar.

-No to toquéis -respondió ella con viveza-, es

mi guardián. Él me permitirá un día encontrar

a mi familia. Si me conservo digna de ello. ¡Oh!

¡Dejadme, capitán! ¡Madre mía, mi pobre ma-

dre! ¿Dónde estás? ¡Ayúdame! ¡Por favor, señor


Febo, devolvedme mis prendas!

Febo retrocedió y dijo fríamente.

-¡Ay! ¡Ya veo que no me queréis!

-¡Que no os amo! -exclamó la pobre desventu-

rada, al tiempo que se abrazaba al capitán, al

que hizo sentarse a su lado. ¡Que no os amo,

Febo de mi alma! ¡Que no os amo, Febo de mi

vida! ¡Qué estás diciendo, cruel, que me desga-

rras el corazón! ¡Tómame! ¡Tómame toda! ¡Haz

de mí to que desees! ¡Soy toda tuya! ¡Qué pue-

de importarme el amuleto! ¡Qué me importa mi

madre! ¡Tú eres mi madre pues es a ti a quien

yo amo! ¡Febo, mi bien amado Febo! ¿Me ves?

Soy yo, mírame. Soy esa muchacha, a la que tú

no deseas abandonar, que viene a ti, que to

busca. Mi vida, mi alma, mi cuerpo, todo os

pertenece, capitán. No nos casaremos si eso to

disgusta; pero además, ¿quién soy yo? Una

desgraciada mujer del arroyo, mientras que tú,

Febo, eres un gentilhombre. ¡Buena cosa en


verdad! ¡Una bailarina casándose con un ofi-

cial! ¡Estaba loca! No, Febo, no. Seré to amante,

to diversión, to placer. Siempre que to desees

seré tuya. ¡Qué me importa ser despreciada,

manchada, deshonrada! Para eso he nacido.

¡Ser amada! Seré la más feliz y la más orgullosa

de todas las mujeres. Y cuando sea vieja y fea,

Febo, cuando ya no sirva para amaros, entonces

aún podré serviros; otras os bordarán pañuelos;

yo seré la criada que se ocupará de vos; me

permitiréis sacar brillo a vuestras espuelas, ce-

pillar vuestro uniforme, quitar el polvo a vues-

tras botas de montar. ¿Verdad, Febo mío, que

me permitiréis hacerlo? Mientras tanto, ¡tóma-

me! ¡Toma, Febo, todo to pertenece! ¡Ámame,

no to pido más! Nosotras las gitanas sólo eso

necesitamos: amor y aire libre.

Y mientras así hablaba, colgaba sus brazos del

cuello del oficial; le miraba alzando los ojos,

suplicante, con una bella sonrisa y toda llorosa


mientras su delicado pecho rozaba la sobreves-

te de paño y los ásperos bordados. Su bello

cuerpo medio desnudo se asía a sus rodillas.

El capitán, embriagado de deseo, colocó sus

ardientes labios en aquellos bellísimos hombros

africanos. La muchacha, con la mirada perdida

en el techo, echada hacia atrás, se estremecía

jadeante bajo aquel beso.

De pronto, por encima de la cabeza de Febo,

ella vio otra cabeza, un rostro lívido, verdoso,

convulsionado, con una mirada de condenado

y junto a aquella cara, vio también una mano

que sostenía un puñal. Eran la cara y la mano

del archidiácono que había roto la puerta y que

estaba a11í, aunque Febo no podía verle. La

joven permaneció inmóvil, helada, muda, ante

aquella espantosa visión, como una paloma que

levantara su cabeza en el momento mismo en

que el gavilán fija en su nido una mirada de

presa con sus ojos redondos.


Ni siquiera pudo lanzar un grito. Vio cómo el

puñal descendía sobre Febo y luego volvía a

elevarse, humeante.

-¡Maldición! -dijo el capitán y cayó al suelo.

Ella se desvaneció.

En el momento en que sus ojos se cerraban,

cuando todas sus sensaciones se desvanecían,

creyó percibir en sus labios un contacto de fue-

go, un beso más abrasador que el hierro rojo de

un verdugo.

Cuando recobró sus sentidos, se hallaba rodea-

da de los soldados de ronda que se llevaban al

capitán, bañado en sangre; el clérigo había des-

aparecido; la ventana del fondo, que daba al

río, estaba abierta de par en par, Recogieron

una capa que suponían debía pertenecer al ofi-

cial y oyó a alguien decir cerca de ella.

-Es esta bruja la que ha apuñalado al capitán.

LIBRO OCTAVO

IEL ESCUDO CONVERTIDO EN HOJA SECA


GRINGOIRE y toda la corte de los milagros se

hallaban en una incertidumbre mortal. Hacía

ya más de un mes que no sabían qué había po-

dido ocurrir con la Esmeralda, to que entris-

tecía enormemente al duque de Egipto y a sus

amigos los truhanes. Tampoco sabían nada de

su cabra, circunstancia esta que hacía mayor el

dolor de Gringoire. Una noche la egipcia había

desaparecido y desde entonces no había vuelto

a dar señales de vida. Toda búsqueda había

resultado vana. Algunos mendigos epilépticost

dijeron a Gringoire que la habían visto aquella

noche por los alrededores del

Pont-Saint-Michel acompañada de un oficial;

pero aquel marido a la moda de Bohemia era, a

la vez, un filósofo incrédulo y además conocía

mejor que nadie hasta qué punto a su mujer le

preocupaba la virginidad. Había tenido la oca-

sión de juzgar el pudor inexpugnable que re-

sultaba de la combinación de la virtud del amu-


leto por una parte y de la gitana por otra y hab-

ía hasta calculado matemáticamente la resisten-

cia de aquella castidad elevada al cuadrado. Así

que, en este aspecto, estaba tranquilo.

Por eso precisamente no acertaba a explicarse

aquella desaparición y su pena era muy grande.

Habría adelgazado si eso hubiera sido posible.

Se había despreocupado de todo incluso de sus

aficiones literarias. Había abandonado su gran

obra De figuri.r regularibut et irregulaributz

que había pensado publicar, imprimir, con el

primer dinero que tuviese (la imprenta le chi-

flaba desde que había visto el Didatcalon de

Hugues de Saint-Victor, impreso con los céle-

bres caracteres de Vindelin de Spine).

1. Los «sabouleux», que aquí traducimos por

epilépticos por tratarse de una palabra de ar-

got, se metían en la boca trozos de jabón que

producía espuma, entonces ellos se las arregla-

ban con sus gestos para dar la impresión de ser


epilépticos y excitar la caridad pública.

2. De las figuras (retóricas) regulares a irregula-

res.

Un día, mientras paseaba cabizbajo ante la

Tournelle de to criminal, observó que un grupo

de gente se arremolinaba en torno al Palacio de

justicia.

-¿De qué se trata? -preguntó a un joven que

salía de a11í.

-No to sé muy bien, señor -le respondió el jo-

ven-. Dicen que están juzgando a una mujer por

haber asesinado a un oficial y como parece que

se ha encontrado brujería en ello, el obispo y el

Santo Oficio han intervenido en el asunto y mi

hermano, que es el archidiácono de Josas, se

pasa ahí adentro toda su vida. Quería haberle

hablado, precisamente, pero no me ha sido po-

sible a causa del gentío, cosa que no deja de

contrariarme porque necesito dinero.

-Lo siento mucho, señor -dijo Gringoire-, y me


gustaría prestaros algo, pero si mis calzas están

llenas de agujeros no es porque me sobren los

escudos.

No se atrevió a decir al joven que conocía a su

hermano el archidiácono, al que no había vuel-

to a ver desde la escena de la iglesia, negligen-

cia esta que le hacía sentirse un tanto molesto.

El estudiante se marchó y Gringoire se fue

hacia el gentío que iba subiendo por la escalera

de la gran sala. Pensaba que no hay nada como

el espectáculo de un proceso criminal para di-

sipar la melancolía, por la estulticia regocijante

que de ordinario muestran los jueces. La gente

con la que se había mezclado subía apre-

tujándose y silenciosa. Después de un lento a

insípido camino por un larguísimo pasillo

sombrío que serpenteaba por el interior del

viejo palacio, llegó frente a una puerta baja, que

daba acceso a una sala. La estatura de Gringoi-

re le permitió explorar con la mirada por enci-


ma de las cabezas de aquella multitud abiga-

rrada en la sala. Ésta era enorme y bastante

sombría, to que le daba un aspecto todavía ma-

yor. Estaba comenzando a anochecer y las altas

ventanas ojivales no dejaban entrar más que un

pálido rayo de luz que se apagaba antes de al-

canzar la bóveda formada por un entresijo

enorme de maderas talladas, cuyas mil figuras

parecían moverse confusamente en la sombra.

Ya se habían encendido algunas velas, coloca-

das aquí y allá en algunas mesas, brillando so-

bre las cabezas de los escribanos, inclinados

sobre sus papeles. El gentío ocupaba la parte

anterior de la sala y a derecha a izquierda se

veían personas togadas sentadas ante sus me-

sas; al fondo, en un estrado, un gran número de

jueces de los que no se veían las últimas filas,

confundidas ya entre la penumbra. En cual-

quier caso, todos permanecían inmóviles y su

expresión era siniestra. Flores de lis en profu-


sión adornaban las paredes de la sala y se podía

distinguir vágamente, por encima de las cabe-

zas de los jueces, un gran crucifijo así como

picas y alabardas en cuyas puntas brillaba el

resplandor de las velas.

-Señor -preguntó Gingoire a uno de sus veci-

nos- ¿sabéis qué hacen todas esas personas,

sentadas en fila como prelados en un concilio?

-Señor -le respondió el vecino-, los de la dere-

cha son los consejeros de la Gran Cámara y los

de la izquierda los encargados de las diligen-

cias; los letrados son los que llevan las togas

negras y los prelados las togas rojas.

-¿Y el que se ve al fondo, por encima de todos

ellos, aquel gordinflón que está sudando?

-Aquél es el señor presidente.

-¿Y esas ovejas que están detrás de él?

-prosiguió, en el mismo tono, Gringoire que,

como ya hemos visto, detestaba a la ma-

gistratura, debido sin duda al odio que alber-


gaba contra el Palacio de Justicia, desde su des-

afortunada representación dramática.

-Ésos son los señores letrados de diligencias de

la casa del rey.

-¿Y el jabalí aquel, que está delante?

-Es el escribano de la corte del parlamento.

-¿Y ese cocodrilo de la derecha?

-Es maese Philippe Lheulier, abogado extraor-

dinario del rey.

-¿Y ese enorme gato negro de la izquierda?

-Es maese Jacques Charmolue, procurador real

en asuntos eclesiásticos con los señores del San-

to Oficio.

-Y decidme ya, ¿qué pinta aquí toda esa gente?

-Están juzgando.

-Pero, ¿a quién? No veo a ningún acusado.

-Es una mujer, señor; no podéis verla porque

nos está dando la espalda y la tapa la gente.

Miradla; ahora se la ve; está allí junco a aquel

grupo de alabarderos.
-¿Quién es la mujer? ¿Conocéis su nombre?

-No, señor; acabo de llegar pero imagino que se

trata de algún asunto de brujería puesto que

está presente el Santo Oficio.

-¡Vaya! -dijo nuestro filósofo-. Vamos a ver

cómo toda esa gente de toga come carne huma-

na. No está mal; al fin y al cab¿ es un espectácu-

lo como otro cualquiera.

-Señor -observó el vecino-. ¿No os parece muy

tranquilo el aspecto de maese Jacques Charmo-

lue?

-¡Qué quiere que le diga! -respondió Gringoire-.

Pero yo desconfío de la calma y de la dulzura

que tiene narices afiladas y labios delgados.

El público cortó esta conversación a impuso

silencio a los dos charlatanes. Se estaba escu-

chando un alegato importante.

En medio de la sala, una vieja cuyo rostro des-

aparecía de tal modo bajo su vestimenta que

podría incluso habérsela confundido con un


montón de harapos, estaba diciendo:

-Señores; esto es tan cierto como que yo soy la

Falourdel, con establecimiento desde hace cua-

renta años en el Pont-Saint-Michel y pagando

puntualmente todas mis rentas y censos, en el

portal que está frente a la casa de Tas-

sin-Caillart, el tintorero, que está al lado de

arriba del río. Hoy soy una pobre vieja, señores,

pero en otros tiempos era una linda muchacha.

Hacía ya unos cuantos días que me venían di-

ciendo: «Eh, Falourdel, no hiléis tan rápido en

vuestra rueca por is noche que al demonio le

gusta devanar con sus cuernos el ovillo de la

rueca de las viejas. Tened por cierto que el fan-

tasma encapuchado que el año pasado andaba

por los alrededores del templo, anda rondando

ahora por la Cité; así que ya sabéis, Falourdel;

mucho cuidado; no vaya a llamar a vuestra

puerta.» Y una noche estaba yo hilando con mi

rueca y llaman a la puerta. Pregunto quién es y


lanzan unos juramentos. Abro y entran dos

hombres; uno de negro con un apuesto oficial.

Del de negro sólo se podían ver los ojos que

eran como dos brasas pues el resto no era más

que capa y sombrero. Bueno; van y me dicen:

«La habitación de Santa Marta.» Es la habita-

ción de arriba, señores, la tnás limpia. Van y me

dan un escudo. Guardo el escudo en un cajón y

me digo: con esto podré comprar unos callos en

el matadero de la glorieta. Subimos al cuarto y

una vez arriba, mientras yo estaba de espaldas

al oficial, el hombre de negro desapareció.

Aquello me sorprendió un poco. Sigo: el oficial

que tenía la prestancia de un gran señor, baja

conmigo y se marcha. No había yo aún termi-

nado de hilar un cuarto de madeja, cuando

vuelve con una hermosa muchacha, una muñe-

ca que habría brillado como el sol si hubiera

estado peinada. Traía con ella un chivo, un

gran macho cabrío blanco y negro, ya no me


acuerdo. Eso me da que sospechar. La chica,

eso no es cosa mía, pero el chivo. . no me gus-

tan esos animales; tienen barba y cuernos...; se

parecen a un hombre. Y además huelen a sába-

do(3). Sin embargo no dije nada pues me hab-

ían dado un escudo. Es lógico, ¿no es verdad,

señor juez? Hago subir a la chica y al capitán al

cuarto de arriba y les dejo solos; es decir, con el

chivo. Bajo y me pongo otra vez a hilar. Tengo

que deciros que mi casa tiene una planta baja y

un primero como las otras casas del puente y

que canto la ventana de la planta baja como la

del primero dan al río.

3. Se decía que los sábados, día del Sabbat, el

diablo tomaba la forma de un chivo.

Así que yo estaba hilando y no sé por qué esta-

ba pensando en el fantasma encapuchado que

el chivo me había traído a la cabeza y además la

chica iba vestida muy raramente. De repente

oigo un grito arriba y un ruido como si algo


hubiera caído al suelo y más tarde oí cómo abr-

ían la ventana. Me fui entonces a la mía, que

está abajo y veo pasar ante mis ojos una masa

negra que cae al agua. Era un fantasma vestido

de sacerdote; había claro de luna y pude verlo

muy bien cómo iba nadando hacia la Cité. En-

tonces, temblorosa, llamé a la guardia. Estos

señores de la docena(4) entran y ya, desde el

primer momento, sin saber siquiera de qué iba

la cosa, como estaban contentos, van y me pe-

gan. Les expliqué to que pasaba y juntos subi-

mos al cuarto. ¿Qué encontramos a11í? Mi po-

bre habitación toda manchada de sangre, el

capitán tendido en el suelo y con un puñal en el

cuello; la muchacha haciéndose la muerta y al

chivo todo asustado. Bueno, me dije, tardaré

quince días en limpiar el suelo, habrá que ras-

parlo... será terrible. Se llevaron al oficial. ¡Po-

bre joven! y a la chica medio desnuda. ¡Ay!,

espere, espere. Lo peor fue que, al día siguiente,


cuando quise coger el escudo para comprar los

callos, me encontré en su lugar una hoja seca.

4 La vigilancia estaba entonces formada de do-

ce sargentos; de ahí su nombre.

Cuando la vieja se calló, un murmullo de

horror circuló por el auditorio.

-Ese fantasma, el chivo... todo esto huele a bru-

jería -dijo el vecino de Gringoire.

-¡Y la hoja seca! -añadió otro.

-No hay duda -prosiguió un tercero-; es una

bruja que tiene tratos con el fantasma encapu-

chado para desvalijar a los oficiales.

El mismo Gringoire no estaba muy lejos de en-

contrar todo aquello horrible y verosímil.

-Mujer Falourdel -dijo el presidente con majes-

tad-. ¿No tiene nada más que declarar a la justi-

cia?

-No, monseñor -respondió la vieja-; a no ser

que en el atestado se ha dicho que mi casa era

un chamizo ruinoso y maloliente, to que es


hablar de manera ultrajante para mí. Las casas

del puente no tienen buena pinta porque hay

mucha gente en ellas pero no por ello dejan de

vivir en ellas los carniceros que son gente muy

rica y casados con bellas mujeres, todas muy

limpias.

El magistrado que había dado a Gringoire el

aspecto de cocodrilo se levantó.

-¡Paz! -dijo-. Les ruego, señores, que no pierdan

de vista el hecho de que se ha encontrado un

puñal a la acusada. Mujer Falourdel, ¿habéis

traído aquella hoja seca en que se transformó el

escudo que el demonio os había dado?

-Sí, monseñor -respondió la vieja-. La encontré.

Aquí la tenéis.

Un ujier llevó la hoja muerta al cocodrilo, que

hizo un gesto lúgubre y la pasó al presidente

que, a su vez, la envió al procurador del rey

para asuntos de la Iglesia. Y así fue dando la

vuelta a toda la sala.


-Es una hoja de álamo -dijo maese Jacques

Charmolue-. Nueva prueba de brujería.

Un consejero tomó la palabra.

-Testigo; dos hombres subieron a la vez a vues-

tra habitación; el hombre de negro al que visteis

primeramente desaparecer y luego nadar en el

Sena con ropas de clérigo, y el oficial. ¿Quién

de los dos os dio el escudo?

La vieja reflexionó un momento y dijo.

-Fue el oficial -un rumor se produjo entonces

entre el público.

-¡Vaya! -pensó Gringoire-. Esto es algo que me

hace dudar.

Sin embargo, maese Philippe Lheulier, el abo-

gado extraordinario del rey, intervino de nue-

vo.

-Recuerdo a sus señorías que en la declaración

escrita a la cabecera de su cama, el oficial asesi-

nado dijo que, en el momento en que el hombre

de negro le había abordado, tuvo vagamente la


impresión de que muy bien podría tratarse del

fantasma encapuchado. Añadió también que el

fantasma le había insistido vivamente a que

fuera a intimar con la acusada y, al insinuarle,

el capitán que estaba sin dinero, él le había da-

do el escudo con el que el dicho oficial pagó a

la Falourdel. Así, pues, ese escudo es moneda

del infierno.

Aquella observación concluyente pareció disi-

par todas las Judas de Gringoire y de los demás

escépticos del auditorio.

-Sus señorías tienen el expediente -añadió el

abogado del rey sentándose-; pueden consultar

to dicho por el capitán Febo de Châteaupers.

A1 oír este nombre, la acusada se levantó y su

cabeza sobresalió entre los asistentes a la sala.

Fue entonces cuando Gringoire, espantado,

reconoció a la Esmeralda.

Estaba pálida y sus cabellos siempre tan gracio-

samente trenzados y salpicados de cequíes,


caían en desorden. Tenía los labios amoratados

y sus ojos hundidos daban miedo. ¡Pobre Es-

meralda!

-¡Febo! -dijo ella con turbación-, ¿dónde está?

¡Monseñores, por favor! ¡Antes de matarme

decidme si vive aún!

-Callaos, mujer -cortó el presidente-. Eso no es

de vuestra incumbencia.

-¡Por caridad! ¡Decidme si aún vive!- rogaba

ella, juntando sus bellas manos, ahora descar-

nadas, y se oía el ruido de cadenas por entre

sus ropas.

-¡Está bien! -dijo secamente el abogado del rey-

se está muriendo. ¿Estáis ya contenta?

La desventurada volvió a sentarse, ya sin voz,

sin lágrimas y blanca como la cera.

El presidente se inclinó hacia un hombre colo-

cado a sus pies, vestido de negro y con un bo-

nete dorado. Llevaba una cadena al cuello y

una vara en la mano.


-Ujier -le dijo-, llamad a la segunda acusada.

Todas las miradas se dirigieron hacia una por-

tezuela que se abrió, y con gran sorpresa de

Gringoire, dio paso a una cabritilla de lindos

cuernos y pezuñas doradas. El elegante animal

se detuvo un momento a la entrada, estiró el

cuello como si, encaramada en la punta de una

roca, tuviera ante sus ojos un enorme horizonte.

De pronto descubrió a la gitana y, saltando por

encima de la mesa y de la cabeza de un escri-

bano, se plantó de dos saltos en sus rodillas y

luego se puso a juguetear graciosamente entre

los pies de su ama en demanda de una caricia o

de una palabra; la acusada sin embargo perma-

neció inmóvil y no hubo ni siquiera una mirada

para la pobre Djali.

-Eh pero si es el horrible animal del que antes

he hablado -dijo la vieja Falourdel-; ¡las reco-

nozco muy bien a las dos!

Entonces intervino Jacques Charmolue.


-Si to desean vuestras señorías, procederemos a

interrogar a la cabra.

Era la cabra, en efecto la segunda acusada. Era

muy frecuente entonces los procesos de brujería

levantados contra un animal. Encontramos,

entre otros, en las cuentas de la prebostería de

1466 un curioso detalle de los gastos del proce-

so de Gillet-Soulart y de su cerda, ejecutadot

por rur fechoríaa, en Corbeil. A11í está todo

consignado; los costos de la fosa para guardar a

la cerda, los quinientos haces de leña recogidos

en el puerto de Morsan, las tres pintas de vino

y el pan, última comida del condenado, que

compartió fraternalmente con el verdugo, hasta

los once días de cuidados y el alimento de la

cerda a ocho denarios parisinos por día. Algu-

nas veces se llegaba aún más lejos en este asun-

to de los animales. Las capitulaciones de Car-

lomagno y de Luis el Bondadoso inflingen gra-

ves penas a los fantasmas inflamados que se


atrevieran a mostrarse en el aire.

Pero el procurador para asuntos eclesiásticos

dijo:

-Si el demonio que posee a esta cabra, y que se

ha resistido a todos los exorcismos, persiste en

sus maleficios y si continúa asustando a esta

corte, le prevenimos que nos veremos forzados

a solicitar para él la horca o la hoguera.

Gringoire sintió un sudor frío. Charmolue co-

gió de una mesa la pandereta de la gitana y

presentándosela de una cierta manera a la ca-

bra, le preguntó:

-¿Qué hora es?

La cabra le miró con ojos inteligentes, levantó

su patita dorada y golpeó siete veces contra el

suelo; y en efecto eran las siete. Un movimiento

de pánico agitó a aquella multitud.

Gringoire no pudo contenerse.

-¿No os dais cuenta de que no sabe to que hace?

-exclamó to más fuerte que pudo.


-¡Silencio en la sala! -dijo secamente el ujier.

Jacques Charmolue, haciendo las mismas ma-

niobras con la pandereta, mandó hacer a la ca-

bra otras de sus habilidades acerca de la fecha,

del día, del mes, del año, etc., de las que el lec-

tor ya ha sido testigo. Pues bien; por una ilu-

sión óptica, propia de los debates judiciales, los

mismos espectadores que, en más de una oca-

sión habían aplaudido en las plazas las inocen-

tes astucias de Djali, ahora, bajo las bóvedas del

Palacio de justicia, se sentían horrorizados y

creían decididamente que aquella cabritilla era

el mismo demonio.

Pero aún fue peor cuando, después de que el

procurador del rey vaciara en el suelo un saqui-

to de cuero lleno de letras sueltas que la cabra

llevaba atado al cuello, se la vio it separando

con su pata las necesarias para formar el nom-

bre de Febo. Los sortilegios de que el capitán

había sido víctima parecieron entonces irre-


futablemente demostrados y, a los ojos de la

concurrencia, la gitana, aquella encantadora

bailarina que tantas veces había deslumbrado a

los transeúntes con su gracia y donaire, ya no

fue más que una horripilante bruja.

Pero la Esmeralda no reaccionaba; ni las gracio-

sas evoluciones de Djali, ni las amenzas del

tribunal, ni las sordas imprecaciones del audi-

torio, nada de todo ello llegaba a su pensamien-

to.

Fue preciso para estimularla que un sargento la

sacudiese sin piedad y que el presidente eleva-

ra solemnemente el tono de voz.

-Muchacha, sois de raza bohemia, dada a los

maleficios. En complicidad con esa cabra em-

brujada, implicada en el proceso, en la noche

del 29 de marzo último, habéis asesinado y

apuñalado de acuerdo con los poderes de las

tinieblas, y con ayuda de encantamientos y

prácticas de hechicería, a un capitán de los ar-


queros de la ordenanza del rey, Febo de Châte-

aupers. ¿Persistís en vuestra negativa?

-¡Horror! -gritó la joven ocultando su rostro

entre las manos-. ¡Mi Febo! ¡Oh! ¡Es el infierno!

-¿Persistís en negarlo? -le preguntó fríamente el

presidente.

-¡Sí; to niego -dijo en un tono terrible al tiempo

que se incorporaba y sus ojos brillaban con un

fulgor de ira.

El presidente prosiguió imperturbable.

-Entonces, ¿cómo explicáis los cargos que se os

imputan?

Ella le respondió con voz entrecortada.

-Ya to he dicho. No to sé. Fue un cura. Un cura

al que no conozco y que me persigue. Un cura

infernal.

-Eso es, repuso el juez. El fantasma encapucha-

do.

-¡Apiadaos de mí, monseñores! No soy más que

una pobre muchacha.


-De Egipto -dijo el juez.

Maese Jacques Charmolue tomó la palabra con

dulzura.

-Vista la penosa obstinación de la acusada, se

requiere la aplicación de la tortura.

-Concedido -dijo el presidente.

Todo el cuerpo de la desdichada joven se es-

tremeció, pero se levantó sin embargo ante las

órdenes de los alabarderos y se encaminó con

paso firme, precedida por Charmolue y por los

sacerdotes de la Inquisición, entre dos filas de

alabarderos, hacia una puerta secreta que se

abrió súbitamente y se cerró tras su entrada, to

que produjo en Gringoire el efecto de unas fau-

ces horribles que acababan de devorarla.

Cuando hubo desaparecido se oyó un balido

quejumbroso. Era la cabrita que lloraba.

Se suspendió la audiencia. Cuando un conseje-

ro precisó que sus señorías se encontraban can-

sadas y que sería esperar demasiado tiempo


hasta el final de la tortura, el presidente res-

pondió que un magistrado debe saber sacrifi-

carse en el cumplimiento de su deber.

-¡Vaya con la desagradable pícara! -dijo un vie-

jo juez-. ¡Tener que aplicarle el tormento antes

de que hayamos cenado!

II

CONTINUACIÓN DEL ESCUDO

TRANSFORMADO EN HOJA SECA

DESPUÉS de subir y bajar varios escalones por

entre pasillos tan oscuros que era necesario

iluminarlos con lámparas en pleno día, la Es-

meralda, rodeada continuamente de su lúgubre

cortejo, fue introducida a empujones por los

guardias del palacio en una cámara siniestra.

Era una cámara redonda en la planta baja de

uno de esos torreones que todavía hoy, en

nuestro siglo, sobresalen por entre las moder-

nas construcciones con que el nuevo París ha

recubierto al antiguo. No había ventanas en


aquella especie de cueva ni más aberturas que

la entrada misma, baja y con una pesada puerta

de hierro, aunque no por ello carecía de clari-

dad.

Empotrado en el mismo muro había un horno

encendido con un gran fuego y era éste el que

llenaba aquella cueva con sus reverberaciones,

haciendo totalmente inútil la iluminación de

una miserable vela que aparecía colgada en un

rincón. El rastrillo de hierro que servía de cierre

para el horno estaba levantado en aqueIlos

momentos y de su boca llameante, empotrada

en el muro tenebroso, sólo dejaba ver la extre-

midad inferior de sus barrotes como una hilera

de dientes negros, agudos y espaciados que se-

mejaba una de esas bocas de dragón legendario

lanzando llamaradas.

A la luz que salía de aquella boca, la prisionera

vio, esparcidos por la estancia, terribles instru-

mentos cuyo use ella desconocía aún. En el cen-


tro y casi a ras de tierra se extendía un colchón

de cuero del que colgaba una correa con hebi-

lla, unida a una argolla de cobre que mordía un

monstruo achatado esculpido en la piedra an-

gular de la bóveda. Tenazas, pinzas con largos

brazos de hierro, se amontonaban en el interior

del horno y al rojo vivo entre las brasas.

El sangrante resplandor del horno sólo ilumi-

naba en toda aquella estancia un montón de

cosas horribles.

Aquel infierno se llamaba sencillamente la

cámara del interrogatorio.

En la cama estaba displicentemente sentado

Pierrat Torterue, el torturador oficial. Sus ayu-

dantes, dos enanos de cara cuadrada, con de-

lantales de cuero, sujetos con cintas de lona,

ponían a punto los hierros del horno.

Por más que la pobre muchacha había recobra-

do su valor, sintió un miedo horrible nada más

entrar en aquella estancia.


Los guardias del bailío del palacio se colocaron

a un lado, los sacerdotes de la Inquisición en

otro.

El escribano, la escribanía y una mesa se encon-

traban al fondo de la cámara. Maese Jacques

Charmolue se aproximó a la gitana con una

sonrisa.

-Querida niña -le dijo-, ¿persistís en vuestra

negativa?

-Sí -respondió ella, con voz casi apagada.

-En ese caso -prosiguió Charmolue-, nos será

muy penoso interrogaros con más insistencia

de to que quisiéramos. Sentaos en esta cama,

por favor. Maese Pierrat, dejad sitio a esta joven

y cerrad la puerta.

Pierrat se levantó con un gruñido.

-Si cierro la puerta, se me va a apagar el horno.

-Muy bien -continuó Charmolue-, pues dejadla

abierta entonces.

La Esmeralda se había quedado de pie pues


aquel lecho de cuero, en el que tantos desgra-

ciados se habían retorcido, le hacía es-

tremecerse y el terror le calaba hasta la médula

de los huesos. Así, pues, se quedó allí asustada

y semiinconsciente. A una señal de Charmolue,

los dos ayudantes la cogieron y la sentaron en

aquel camastro. No le hicieron ningún daño

pero cuando aquellos hombres la tocaron,

cuando estuvo en contacto con el cuero, sintió

como si toda su sangre fluyera al corazón. Echó

una mirada turbada por toda la habitación y le

pareció que todo se movía y que todo avanzaba

hacia ella; que la subía a to largo del cuerpo

para morderla y pincharla. Le pareció que todo

aquel deforme utillaje de tortura que había vis-

to en la estancia fueran murciélagos, arañas,

ciempiés y y otros bichos.

-¿Dónde está el médico? -preguntó Charmolue.

-Aquí -respondió alguien vestido de negro, a

quien ella no había visto antes.


La Esmeralda se estremeció.

-Señorita -prosiguió la voz dulce y suave del

procurador para asuntos de la Iglesia-, os to

pregunto por tercera vez: ¿persistís en negar los

hechos de los que se os acusa?

En esta ocasión, no pudo responder más que

con una señal de cabeza pues le faltó la voz.

-¿Persistís? -dijo jacques de Charmolue-. Enton-

ces, sintiéndolo mucho, me veré obligado a

cumplir con los deberes que me exige mi cargo.

-Señor procurador del rey -interrumpió brus-

camente Pierrat-: ¿Por dónde comenzamos?

Charmolue dudó un instance haciendo un ges-

to ambiguo, como el de un poeta que busca una

rima.

-Por el borceguí -contestó al fin.

La desventurada se sintió tan profundamente

abandonada por Dios y por los hombres, que

su cabeza cayó sobre su pecho como algo inerte

incapaz de sostenerse por sí mismo.


El torturador y el médico se acercaron a ella al

mismo tiempo y mientras tanto los dos ayudan-

tes se pusieron a rebuscar entre aquel horrible

arsenal.

Al ruido de aquellas espantosas herramientas,

la infortunada joven tembló como una rama

muerta galvanizada.

-¡Oh! -murmuró tan bajo que nadie pudo oírlo-.

¡Oh, mi Fébo! -y luego se sumió en una inmovi-

lidad y en un silencio totales.

Aquel espectáculo habría desgarrado el co-

razón de cualquiera, excepto el corazón de los

jueces. Podría decirse que era una pobre alma

pecadora interrogada por Satanás ante el porti-

llo escarlata del infierno.

El desgraciado cuerpo al que iban a aplicar

aquel espantoso revoltijo de sierras, ruedas y

caballetes, el ser que iban a manipular las rudas

manos de los verdugos y los brazos de las tena-

zas, no era sino aquella criatura frágil, dulce y


blanca. ¡Pobre grano de mostaza el que la justi-

cia humana entregaba para ser triturado a las

espantosas muelas de la tortura.

Pero ya las manos callosas de los ayudantes de

Pierrat Torterue habían puesto brutalmente al

descubierto aquella encantadora pierna, aquel

delicado pie que tantas veces habían maravilla-

do a los transeúntes con su gracia y con su be-

lleza en tantas plazuelas de París.

-¡Qué penal -masculló el torturador al contem-

plar aquellas formas tan graciosas y tan delica-

das. Si el archidiácono hubiera estado presente,

irremisiblemente habría tenido que acordarse

en aquel momento de su símbolo de la mosca y

la araña. Poco después la desdichada vio, a

través de una nube que se extendía por sus

ojos, aproximarse la bola y en seguida vio su

pie aprisionado entre cierres de hierro desapa-

recer envuelto en aquel espantoso aparato. Fue

entonces cuando el mismo terror le devolvió su


coraje.

-¡Quitadme eso! -gritó con rabia, incorporándo-

se con su cabellera revuelta-. ¡Piedad! -volvió a

exclamar.

Entonces se lanzó fuera de aquella cama para

echarse a los pies del procurador del rey, pero

su pierna permanecía sujeta al pesado bloque

de roble y de hierros y cayó encima de la bota,

más rota que una abeja que tuviera plomo en

sus alas.

A una señal de Charmolue la llevaron nueva-

mente a la cama y dos enormes manos sujeta-

ron a su fino talle la correa que colgaba de la

bóveda.

-Por última vez, ¿confesáis los hechos del pro-

ceso? -preguntó Charmolue con su imperturba-

ble aspecto de bondad.

-Soy inocente.

-Entonces, muchacha, ¿cómo explicáis las cir-

cunstancias que concurren en vuestra causa?


-Lo siento, monseñor. No to sé.

-¿Lo negáis, pues?

-Todo.

-Proseguid -dijo Charmolue a Pierrat.

Pierrat hizo girar la manivela de la bota y ésta

comenzó a oprimir el pie, to que obligó a la

desgraciada a lanzar uno de esos gritos que

carecen de transcripción en cualquier lengua

humana.

-Deteneos -dijo Charmolue a Pierrat-. ¿Confes-

áis? -preguntó a la gitana.

-¡Todo! -gritó la miserable-. ¡Lo confieso todo!

Pero, ¡tened piedad!

No había calculado sus fuerzas al afrontar el

tormento. ¡Pobre niña! Su vida había transcu-

rrido tan alegre, tan suave, tan dulce, que el

primer dolor la había vencido.

-La piedad me obliga a deciros -observó el pro-

curador del rey- que es la muerte to que os es-

pera, si confesáis.
-Me to imagino -dijo, y cayó en la cama de cue-

ro, deshecha, doblada en dos, colgada de la

correa atada a su pecho.

-¡Arriba, preciosa! Aguantad un poco -le dijo

maese Pierrat mientras la levantaba un poco

para soltarle las correas-. Os parecéis al borre-

guito de oro que cuelga del cuello de monseñor

de Borgoña.

Jacques Charmolue dijo elevando el tono de

voz.

-¡Tomad nota, escribano! Joven gitana, ¿confes-

áis vuestra participación en los ágapes, aquela-

rres y maleficios del infierno, con los fantasmas,

las brujas y los vampiros? Responded.

-Sí -dijo tan bajo que sus palabras se perdían en

sus labios.

-¿Confesáis haber visto al macho cabrío que

Belcebú hace aparecer entre nubes para convo-

car el aquelarre y que sólo las brujas pueden

ver?
-Sí.

-¿Confesáis haber adorado las cabezas de Bo-

fomet, esos abominables ídolos de los templa-

rios?

-Sí.

-Y haber tenido trato habitual con el diablo bajo

la forma de una cabra familiar, como figura en

el proceso.

-Sí.

-Y finalmente ¿confesáis y reconocéis que, con

la ayuda del demonio y con la del fantasma,

conocido vulgarmente por el fantasma encapu-

chado, en la noche del veintinueve de marzo

pasado habéis apuñalado y asesinado a un ca-

pitán llamado Febo de Châteaupers?

Entonces la Esmeralda levantó sus grandes ojos

y se quedó mirando fijamente al magistrado;

después respondió como maquinalmente, sin

convulsiones ni estremecimientos.

-Sí.
Era evidente que todo se había desquiciado en

aquella mujer.

-Anotad, escribano -prosiguió Charmolue.

Luego, dirigiéndose a los ayudantes, añadió:

-Desatad a la prisionera y llevadla a la audien-

cia.

Cuando detcalzaron a la prisionera, el procura-

dor para asuntos eclesiásticos examinó su pie

todavía hinchado por el dolor.

-¡Bueno! El mal no ha sido muy duro. Parece

que habéis gritado a tiempo. Todavía podréis

bailar, preciosa.

Después se volvió hacia sus acólitos de la In-

quisición.

-¡Por fin la justicia se ha hecho luz! ¡Es tranqui-

lizador esto, señores! La señorita podrá atesti-

guar que hemos actuado con toda la dulzura

posible.

III

FIN DEL ESCUDO TRANSFORMADO


EN HOJA SECA

CUANDO pálida y cojeando, volvió a la sala de

la audiencia, fue recibida con un murmullo

general de satisfacción. Por parte del auditorio

aquel murmullo significaba un sentimiento de

impaciencia satisfecha; to mismo que se expe-

rimenta en el teatro cuando se acaba el último

entreacto y cuando por fin se levanta el telón y

la obra va a comenzar. Por parte de los jueces,

era la esperanza de cenar pronto. Hasta la ca-

brita baló de alegría y quiso correr hacia su

dueña; no pudo hacerlo porque la habían atado

a un banco.

Se había hecho totalmente de noche. El número

de velas seguía siendo el mismo y su luz era tan

escasa que apenas si iluminaba los muros de la

sala y todos los objetos se hallaban como sumi-

dos entre brumas a causa de la oscuridad. Se

distinguían malamente algunos de los rostros

apáticos de los jueces. Frente a ellos, al otro


extremo de la larga sala, podía verse un punto

vago de blancura que se destacaba claramente

entre las sombras: era la acusada.

Había llegado a su sitio medio arrastrándose.

Cuando Charmolue se hubo magistralmente

instalado en el suyo, dijo sin mostrar excesiva

vanidad por su éxito.

-La acusada ha confesado todo.

-Mujer gitana -prosiguió el presidente-: ¿No es

cierto que habéis confesado todos vuestros

hechos de brujería y de prostitución así como el

asesinato de Febo de Châteaupers?

El corazón de la gitana se encogió y sus sollo-

zos se oyeron entre la sombra.

-Todo to que queráis, pero matadme pronto.

-Señor procurador del rey para asuntos ecle-

siásticos -dijo el presidente-, la cámara está dis-

puesta a oír vuestras requisitorias.

Maese Charmolue exhibió un terrible montón

de hojas y comenzó a leer con mucha gesticula-


ción y con el tono exagerado propio de la abo-

gacía una parrafada en latín en donde todas las

pruebas del proceso se exponían en perífrasis

ciceronianas adornadas con citas de Plauto, su

comediante favorito. Lamentamos no poder

ofrecer a nuestros lectores esta pieza tan desta-

cable de su exposición. El orador se manifesta-

ba con gestos ampulosos y todavía se encontra-

ba en el exordio y el sudor le cubría ya la frente,

los ojos y la cabeza. De pronto, se interrumpió

en medio de una de sus parrafadas y su mira-

da, que de ordinario era tranquila y hasta un

canto estúpida, se transformó y pareció fulmi-

nante.

-Señores -exclamó (ahora en francés puesto que

no figuraba en los papeles)-, Satán se encuentra

de cal modo mezclado en este asunto que in-

cluso asiste a nuestros debates, importándole

muy poco la personalidad de quien le represen-

te. ¡Mirad ahí! Y al hablar así, señaló con la ma-


no a la cabrita que, al ver gesticular a Charmo-

lue, debió creer que ella podía hacer otro tanto

y sentándose sobre sus patas traseras, imitaba

como mejor le salía, con sus patas delanteras, y

su cabeza con perilla, la pantomima patética del

procurador del rey para asuntos de la Iglesia.

Recordemos que era ésa una de sus más gracio-

sas imitaciones. El incidente y esta prueba defi-

nitiva produjeron un gran efecto; así que ataron

las patas a la cabra y el procurador del rey en-

contró de nuevo el hilo de su elocuencia.

Fue larguísimo aquello pero la perorata resultó

admirable. Aquí tenemos la última frase; añá-

dase a ella la voz engolada y el gesto jadeante

de maese Charmolue.

-Ideo, Domini, coram rtryga demonrtrata, crimine

patente, intentionet criminis exirtente, in nomine

ranctae ecclesiae NottraeDominae Paritienrir, quae

ert in saisina habendi omnimodam altam et balsam

justitiam in hac intemerata Civitatir intula tenore


praetentium declaramut nor requirere, primo ali-

quandam pecuniariam indemnitatem; secxndo,

amendationem honorabilem ante portalium maxi-

mum Nortrae Dominae, ecclesiae cathedrali.r; tertio,

rententiam in virtute cujus irta stryga cum rua

capella, teu in trivio vulgariter dicto la Gréve, reu in

insula exeunte in fluvio Sequanae junta pointam

jardini regalir, executate .tint (5)

5 Y pot tanto, señores, en presencia de una bru-

ja comprobada, siendo patente el crimen, exis-

tiendo intención criminal, en nombre de la san-

ta iglesia de Nuestra Señora de París, que tiene

derecho a administrar toda clase de justicia alta

y baja, en esta isla sin tacha de la Cité, declara-

mos, de acuerdo con las pruebas, requerir, en

primer lugar alguna indemnización pecuniaria;

en segundo lugar un retratto honroso ante el

pórtico de la catedral de Nuestra Señora y en

tercer lugar una sentencia, en virtud de la cual

esta bruja y su cabra sean ejecutadas bien en la


plaza, que vulgarmente se conoce con el nom-

bre de Grève o bien a la salida de la isla sobre el

río Sena cerca de la punta del jardín real.

Dicho esto, se ajustó el gorro y volvió a sentar-

se.

-¡Eh! -suspiró Gringoire, decepcionado-: ¡Bassa

latinitas!(6)

6 ¡Qué latín tan vulgar!

Otro hombre de toga negra, que estaba junto a

la acusada, se puso de pie. Era su abogado.

Los jueces, todos en ayunas, comenzaron a

murmurar.

-Sed breve, abogado -le dijo el presidente.

-Señor Presidente -respondió el abogado-,

puesto que mi defendida ha confesado su cri-

men, sólo me queda una palabra que decir a

sus señorías. He aquí un texto de la ley sálica:

«Si una bruja-vampiro se ha comido a un hom-

bre y to confiesa, pagará una multa de ocho mil

denarios que equivalen a doscientos sueldos de


oro.» Ruego a la cámara que únicamente con-

dene a mi cliente al pago de esta indemniza-

ción.

-Ese texto está ya derogado -adujo el abogado

extraordinario del rey.

-Nego -replicó el defensor.

-¡Que se vote! -terció un consejero-; el crimen es

manifiesto y ya es demasiado tarde.

Se procedió a la votación sin abandonar la sala.

Los jueces manifestaron su votación con el go-

rro porque todos tenían prisa. Se vio cómo sus

cabezas se iban descubriendo una tras otra en

la penumbra de la sala, ante la pregunta lúgu-

bre que les dirigía muy bajo el presidente. La

pobre acusada parecía mirarles pero sus ojos

empañados no podían vet nada.

A continuación el escribano se puso a escribir y

pasó al presidente un largo pergamino.

Fue entonces cuando la desventurada Esmeral-

da oyó cómo se removía la gente, cómo se en-


trechocaban las picas y oyó también una voz

glacial que decía:

-Muchacha gitana, en fecha que decida el rey

nuestro señor, al medio día, seréis conducida

en una carreta, en sayal, descalza y con la soga

al cuello, ante el pórtico de la catedral de Nues-

tra Señora y a11í os retractaréis con una antor-

cha de cera, de dos libras de peso, en la mano y

de a11í seréis conducida a la plaza de Gréve en

donde seréis colgada y estrangulada en la horca

de la ciudad. Igualmente se procederá con

vuestra cabra. Pagaréis a la Inquisición tres

leones de ono en reparación de los crímenes

que habéis cometido y que vos misma habéis

confesado, de brujería, de magia, de lujuria y

de asesinato en la persona del señor Febo de

Châteaupers. ¡Que Dios tenga piedad de vues-

tra alma!

-¡Oh! ¡Debe set un sueño! -murmuró la gitana

mientras sentía cómo unas rudas manos se la


llevaban.

IV

LASCIATE OGNI SPERANZA (7)

EN la Edad Media, cuando un edificio estaba

terminado, había pot debajo de la tierra otro

tanto como to que se veía en el exterior. Salvo

los que estaban construidos sobre pilotes, como

Nuestra Señora, los palacios, las fortalezas, las

iglesias, tenían siempre un doble fondo. En las

catedrales setrataba casi de otra especie de ca-

tedral subterránea, baja, oscura, misteriosa,

ciega y muda, bajo la nave superior, rebosante

de luz y con música de órgano y sonidos de

campanas resonando noche y día; a veces aque-

Ila planta no era más que un sepulcro. En los

palacios, en las fortalezas, los sótanos eran pri-

siones y a veces también sepulcros o ambas

cosas a la vez. Esas imponentes construcciones,

de las que ya en otra parte hemos explicado

cómo se formaban, no tenían simplemente ci-


mientos sino, por decirlo de algún modo, raíces

que se iban ramificando, bajo el suelo, en estan-

cias, galerías y escaleras, como to que se edifi-

caba en la superficie, y así los palacios y forta-

lezas estaban enterradas hasta medio cuerpo.

7. Dejad toda esperanza. Texto inscrito, según

Dante, a la entrada del Infierno (Infierrso, III-9).

Los sótanos de un edificio constituían otro edi-

ficio, al que había que bajar en lugar de subir, y

que construía sus pisos subterráneos bajo el

montón de pisos exteriores del monumento

igual que esos bosques o esas montañas que se

invierten reflejados en las aguas límpidas de un

lago por debajo de los bosques y de las monta-

ñas de la orilla.

En la fortaleza de Saint-Antoine, en el Palacio

de justicia de París, en el Louvre, esos sótanos

eran prisiones y sus plantas subterráneas se

reducían y ensombrecían a medida que iban

descendiendo. Eran otras tantas zonas en don-


de se iban escalonando diferentes matizaciones

del horror. Dante no ha encontrado nada mejor

para su infierno que esos calabozos en forma de

embudos que desembocaban generalmente en

un foso con fondo de cuba en donde Dante co-

locó a Satanás y donde la sociedad metía a sus

condenados a muerte. En cuanto algún misera-

ble era encerrado a11í, decía adiós a la luz, al

aire, a la vida, a ogni tperanza. No volvía a salir

de a11í sino era para ser quemado o ser colga-

do. A veces se pudrían a11í hasta la muerte. La

justicia humana llamaba a eso olvidar. Entre los

hombres y él, el condenado sentía pesar sobre

su cabeza un amontonamiento de piedras y de

carceleros; y la prisión entera, la imponente y

maciza fortaleza, no era más que una inmensa y

complicada cerradura que le encadenaba para

siempre fuera del mundo de los vivos.

En un fondo de cuba así, en las mazmorras ex-

cavadas por San Luis, en los calabozos de la


Tournelle, allí habían encerrado a la Esmeralda,

condenada a la horca, por miedo quizás a una

evasión. ¡Todo el colosal Palacio de justicia so-

bre su cabeza! ¡Pobre mosca que habría sido

incapaz de remover la menor de sus piedras!

En realidad, la providencia y la sociedad hab-

ían sido igualmente injustas pues nunca habría

sido necesario para sometar a una criatura tan

frágil semejante exhibión de desgracias y de

tortura.

A11í estaba ella, perdida en la oscuridad, sepul-

tada, encerrada, emparedada. Si alguien la

hubiera visto en cal estado, habiéndola antes

visto reír y bailar al sol, se habría echado a

temblar. Fría como la noche, como la muerte,

sin una ligera brisa entre sus cabellos, sin

ningún ruido humano en sus oídos, sin ningún

rayo de luz en sus ojos, partida en dos, cargada

de cadenas, acurrucada junto a una jarra de

agua y un poco de pan, echada sobre un mon-


toncito de paja en un charco de agua formado a

sus pies por el rezumar del calabozo, sin mo-

vimiento y apenas sin aliento; casi no podía ni

sufrir. Febo, el sol, el mediodía, el aire libre, las

calles de París, sus danzas siempre aplaudidas,

los dukes devaneos con el capitán; luego el

clérigo, la alcahueta, el puñal la sangre, la tor-

tura, el patíbulo, todo esto desfilaba por su ca-

beza, a veces como una visión alegre y dorada

y otras cual una pesadilla informe. En cualquier

caso sólo era una lucha terrible y vaga que se

perdía en la oscuridad o una música lejana,

a11á, en la tierra pero imposible de oír en aque-

lla profundidad en la que ella había caído.

Desde que se encontraba a11í ni velaba ni

dormía. En aquella infortunada mazmorra no

era capaz de distinguir la vigilia del sueño, ni el

sueño de la realidad, ni el día de la noche.

Allí todo se mezclaba y se rompía flotando con-

fusamente en su cabeza y ya no sabía ni era


capaz de sentir ni de pensar. Nunca jamás cria-

tura alguna se había visto tan sumida en la na-

da. Y así, insensible, helada, petrificada, apenas

si había sido capaz de oír el ruido de una tram-

pilla que dos o tres veces se había abierto en

algún lugar por encima de ella, sin dejar siquie-

ra filtrarse un haz de luz, para que una mano

pasara a través de ella un trozo de pan negro.

Sin embargo era aquélla la única comunicación

que le quedaba con los hombres; las visitas pe-

riódicas del carcelero.

Había algo a to que su oído se mostraba aún

sensibilizado: por encima de su cabeza la

humedad se filtraba a través de las piedras en-

mohecidas de la bóveda, dejando discurrir a

intervalos regulares una gota de agua. Maqui-

nalmente escuchaba el ruido de aqueIla gota al

caer en el charco que había junto a ella.

Aquella gota representaba el único movimiento

a su alrededor, el único reloj que marcaba el


tiempo, el único entre todos los ruidos de la

superficie de la tierra que llegaba hasta ella.

Para ser más exactos habría que decir que sent-

ía también, en aquella cloaca de fango y de ti-

nieblas, una cosa fría que, de cuando en cuan-

do, le rozaba los pies o los brazos y que la hacía

estremecerse.

Tampoco sabía cuánto tiempo llevaba a11í. Se

acordaba,de haber oído en algún lugar pronun-

ciar una condena de muerte contra alguien y

luego de que la habían llevado a la mazmorra.

También se acordaba de haberse despertado,

helada, en el silencio de la noche y de haber

intentado desplazarse,arrastrándose con las

manos, pero entonces unas argollas le habían

lastimado los tobillos, y había sentido también

el ruido de cadenas. Poco más tarde percibió

que todo estaba amurallado a su alrededor y

que debajo de ella había humedad en el suelo y

un montón de paja. No había ni una mala luz ni


un respiradero. Ella se había sentado entonces

en la paja y, a veces para cambiar de postura,

sobre un escalón de piedra que había en el ca-

labozo. Durante algún tiempo había intentado

contar los negros minutos, marcados por aque-

lla gota de agua, pero pronto aquel triste traba-

jo de un cerebro enfermo se había cortado por

sí solo en su cabeza y la había sumido en una

especie de estupor.

Por fin un día o una noche (pues día y noche tenían el mismo color en aquel
sepulcro) creyó

oír por encima de su cabeza un ruido más fuer-

te que el que de ordinario hacía el carcelero al

traerle su ración de agua y de pan. Levantó

entonces la cabeza y vio como un rayo rojizo

pasar a través del hueco de la portezuela o

trampilla practicada en la bóveda de la mazmo-

rra. Al mismo tiempo la pesada cerradura chi-

rrió, la trampa rechinó al girar sobre sus oxida-

dos goznes se abrió y ella logró ver una luz,

una mano y la parte inferior del cuerpo de dos


hombres; la puerta era demasiado baja y no

podía ver sus cabezas. Aquella luz le hirió tan

vivamente que hubo de çerrar los ojos.

Cuando volvió a abrirlos de nuevo la puerta ya

se había cerrado, el farol se hallaba encima del

escalón y un hombre, sólo uno, se hallaba de

pie delante de ella. Una cogulla negra le caía

hasta los pies y un capuchón del mismo color le

tapaba el rostro. No se veía nada de su persona,

ni su cara ni sus manos. Era un largo sudario

negro que se mantenía de pie y bajo el cual

podía verse que se movía algo. Ella se quedó

mirándolo fijamente durante algunos minutos

pero ni él ni ella se dijeron nada. Podría decirse

que eran dos estatuas solamente. Dos cosas

parecían tener vida en aquel calabozo; la mecha

del farol que chisporroteaba a causa de la

humedad ambiente y la gota de agua de la

bóveda que cortaba aquella crepitación irregu-

lar con su chapoteo monótono y hacía temblar


la luz del farol en círculos concéntricos en el

agua aceitosa de la charca.

Por fin la prisionera rompió el silencio:

-¿Quién sois?

-Un sacerdote.

Aquella palabra, su acento, el sonido de su voz

la hicieron estremecerse.

El sacerdote prosiguió articulando sordamente.

-¿Estáis preparada?

-¿Para qué?

-Para morir.

-¡Oh! -dijo ella-. ¿Será pronto?

-Mañana.

Su cabeza que se había erguido con alegría vol-

vió a caer sobre el pecho.

-¡Es mucho tiempo! -murmuró-. ¿Que más les

daba hacerlo hoy mismo?

-¿Tan desgraciada sois? -le preguntó el sacerdo-

te tras un silencio.

-Tengo mucho frío -respondió la gitana.


Entonces se cogió los pies con las manos, en un

gesto habitual de quienes sienten frío y que ya

vimos también hacer a la reclusa de la

Tour-Roland, y sus dientes castañetearon.

Por debajo del capuchón, el sacerdote pareció

pasear su mirada por el calabozo.

-¡Sin luz! ¡Sin fuego! ¡Sin agua! ¡Es horrible!

-Sí; respondió ella con el gesto asombrado que

la desgracia había dejado en su cara-. La luz es

para todos. ¿Por qué sólo me dan la oscuridad?

-¿Sabéis -preguntó el sacerdote después de un

nuevo silencio- por qué estáis aquí?

-Creo que alguna vez me to dijeron -dijo

pasándose sus dedos por las cejas como para

ayudarse a recordar- pero ya no to sé.

De pronto rompió a llorar como un niño.

-Querría salir de aquí, señor. Tengo frío y mie-

do y hay aquí bichos que se me suben por el

cuerpo.

-Muy bien; seguidme.


A1 decir esto el sacerdote la tomb por el brazo

y, aunque la desgraciada estaba helada hasta

los huesos, aquella mano le produjo una sensa-

ción de frío.

-¡Oh! -murmuró ella-, es como la mano helada

de la muerte. ¿Quién sois vos?

E1 sacerdote alzó su capucha y ella se quedó

mirándole. Era aquel rostro siniestro que venía

persiguiéndola desde hacía tanto tiempo; aque-

lla cabeza de demonio que se le había apareci-

do en la casa de la Falourdel, por encima de la

adorada cabeza de Febo; aquellos ojos que hab-

ía visto brillar por última vez cerca de un pu-

ñal.

Aquella aparición tan fatal siempre para ella y

que, de desgracia en desgracia, la había ido

empujando hasta el suplicio, la sacó de su em-

botamiento y le pareció que aquella especie de

velo que había cubierto su memoria se estaba

desgarrando. Todos los detalles de su lóbrega


aventura, desde la escena nocturna, en casa de

la Falourdel, hasta su encierro en la Tournelle,

le vinieron atropelladamente a su cabeza pero

no imprecisos y confusos como hasta entonces,

sino nítidos, crudos, tajantes, vivos y terribles.

Aquellos recuerdos medio borrados y obstrui-

dos por el exceso de sufrimiento, se reavivaron

ante el tostro sombrío que tenía delante, de

igual manera que el calor hace surgir frescas en

el papel blanco las letras invisibles trazadas en

él con tinta simpática. Creyó, al verle, que todas

las llagas de su corazón se reabrían, sangrantes,

a la vez.

-¡Ah! -exclamó con un temblor convulsivo y

tapándose los ojos con las manos-. ¡Es él!

Luego, descorazonada, dejó caer sus brazos y

se quedó sentada, con la cabeza baja, la mirada

fija en el suelo, muda y temblorosa.

El clérigo la miraba con los ojos de un milano

que desde las alturas ha estado planeando en


torno a una pobre alondra, oculta en los triga-

les, y que cada cada vez ha ido reduciendo los

círculos formidables de su vuelo y de pronto se

abate sobre su presa como una flecha y la sujeta

jadeante en sus garras.

Ella se puso a murmurar muy bajo:

-¡Acabad! ¡Terminad ya! ¡El golpe de gracia! -y,

aterrorizada, ocultaba la cabeza entre sus hom-

bros como el cordero que espera el mazazo del

carnicero.

-Así, pues, ¿os causo horror? -dijo él por fin.

Pero ella no le respondió-. ¿Os causo horror?

-volvió a insistir.

Los labios de la muchacha se contrajeron como

si sonriera.

-Sí -contestó-. El verdugo hace escarnio del

condenado. ¡Hace meses que me persigue, que

me amenaza, que me aterroriza! Sin él, Dios

mío, ¡qué feliz habría sido! ¡Él me ha lanzado a

este abismo! ¡Santo cielo! ¡Él le ha matado! ¡Mi


Febo!

En este punto dijo levantando los ojos hacia el

clérigo y estallando en sollozos.

-¡Miserable! ¿Quién sois vos? ¿Qué os he

hecho? ¿Por qué me odiáis? ¿Qué tenéis contra

mí?

-¡Te amo! -contestó el clérigo

Entonces su llanto se cortó súbitamente y se

quedó mitándole de una manera estúpida. El

clérigo se había puesto de rodillas ante ella y la

miraba con ojos encendidos.

-¿Me oyes? Te digo que te amo.

-¡Qué triste amor! -dijo la desgraciada estreme-

ciéndose.

El clérigo prosiguió.

-Es el amor de un condenado.

Los dos permanecieron en silencio durante

algún tiempo, abrumados por el peso de sus

emociones; él, como turbado, ella como idioti-

zada.
-Escucha -dijo por fin el sacerdote, que parecía

hater recobrado una extraña serenidad-: Te lo

voy a contar todo. Voy a decirte to que hasta

ahora no me he atrevido siquiera a decirme a

mí mismo cuando interrogaba furtivamente mi

conciencia en las horas profundas de la noche

en donde la oscuridad es tal que parece que

Dios no puede vernos. Escúchame, muchacha;

antes de conocerre yo era feliz...

-¡Y yo! -suspiró débilmente la Esmeralda.

-No me interrumpas. Sí; era feliz o, al memos,

creía serlo. Era puro y mi alma estaba Ilena de

una claridad transparente. No habfa nadie más

orgulloso y radiante que yo. Los sacerdotes me

hacían consultas sobre la castidad y los docto-

res sobre la religión. Sí; to conocía todo. La

ciencia era mi hermana y me satisfacía. Y no es

que no tuviera otros pensamientos, pues m£s

de una vez mi cuerpo se había estremecido al

paso de unas formas de mujer. Pero esa fuerza


del sexo y de la sangre que, loco adolescente,

había creído ahogar para siempre, m£s de una

vez conmovió convulsivamente la cadena de

los férreos votos que me atan, miserable de mí,

a las frías piedras del altar; pero el ayuno, la

oración, el esrudio, las maceraciones del claus-

tro habían permitido que el espíritu dominase

al cuerpo. Además evitaba siempre a las mu-

jeres; y por otra pane me bastaba con abrir un

libro para que todos los vapores impuros de mi

cerebro se desvanecieran ante el esplendor de

la ciencia. A1 poco tiempo sentía cómo se iban

alejando las cosas espesas del mundo y me en-

contraba tranquilo, deslumbrado y sereno en

presencia del resplandor de la eterna verdad.

Mientras el demonio no envió para atacarme

m£s que vagas sombras de mujer que pasaban

ante mis ojos, por la iglesia o por las calles, o en

el cameo y que apenas si me venían en mis sue-

ños, aquello to vencía con facilidad. Pero, ¡ay!,


si no he podido alzarme con la victoria es por

culpa de Dios que ha hecho al hombre y al de-

monio de fuerzas desiguales. Escúchame, un

día...

Aquí el clérigo se detuvo y la prisionera oyó

surgir de su pecho sollozos que producían es-

tertores desgartadores.

El sacerdote prosiguió.

-... Un dia me encontra a asoma o a a ventana a

mi celda... ¿Qué libro estaba leyendo entonces?

¡Todo es como un torbellino dentro de mi cabe-

za! En fin; estaba leyendo. Mi ventana data a la

plaza y de pronto oí un ruido de pandereta y

música. Molesto por verme así interrumpido en

mis meditaciones, miré hacia la plaza y to que

yo vi, to veía también mocha genre; sin embar-

go, creedme, no era un espect£culo hecho para

ser contemplado por ojos humanos. Allá abajo,

en el suelo, era mediodía y brillaba el sol, esta-

ba bailando una criatura. Tan hermosa era que


el mismo Dios la habría preferido a la Virgen y

la habría escogido para madre y habría querido

nacer de ella si ella hubiese existido cuando él

se hizo hombre. Tenía unos espléndidos ojos

negros y entre sus cabellos negros jugueteaba el

sol transformándolos en hilos de oro. Sus pies

desaparecían con el ritmo rápido de la danza

como desaparecen los radios de una rueda que

gira velozmente. Por coda su cabeza y en sus

trenzas negras había unas placas de metal que

destellaban con los rayos de sol y eran como

una corona de estrellas sobre su frente. Su ves-

tido cuajado de lentejuelas brillaba azul, cubier-

to de mil destellos, como una noche de verano.

Sus brazos, ágiles y morenos, se anudaban y se

movían en torno a su cintura y la forma de su

cuerpo era de una belleza sorprendente. ¡Oh!

¡Era una figura resplandeciente que se destaca-

ba con fulgor de entre la misma luz del sol!. .

¡Ay, muchacha!, aquella joven eras tú. Sorpren-


dido, embriagado, hechizado, to miraba y to

miraba. Te miré tanto que, de pronto, me es-

tremecí de pavor y me sentí presa de la fatali-

dad.

El sacerdote, emocionado, se detuvo otra vez.

Más tarde prosiguió.

-Y ya medio fascinado intenté asirme a algo en

mi caída. Recordé las trampas que el demonio

me había tendido en otras ocasiones. Aquella

criatura que veía abajo poseía esa belleza sobre-

natural que sólo del cielo o del infierno puede

proceder. No podía ser una simple muchacha

hecha de barro y débilmente ilumi. nada en su

interior por el vacilante rayo de un alma de

mujer. ¡Tenía que ser un ángel! Pero un ángel

de tinieblas y de llamas, que no de luz. Mien-

tras pensaba en eso, vi junto a ti una cabra, el

animal de los aquelarres, que me miraba y se

reía. El sol del mediodía ponía fuego en sus

cuernos. Fue entonces cuando logré entrever


que era una trampa del demonio y estuve cierto

de que tú venías del infierno y que venías para

perderme. Estaba seguyo de ello.

Al llegar aquí el clérigo miró de frente a la pri-

sionera y añadió fríamente.

-Y aún to creo. Sin embargo to hechizo iba sur-

tiendo su efecto; to danza me trastornaba y

sentía cómo el misterioso maleficio me iba do-

minando. Todo to que debería estar despierto

se adormecía en mi espíritu y al igual que los

que mueren de frío perdidos en la nieve, encon-

traba placer en dejarme envolver por aquel

sueño. De pronto empezaste a cantar. ¿Qué

podía hacer yo, miserable? T'u canto era aún

más seductor que to danza. Quise huir y fue

imposible. Estaba clavado y fuertes raíces me

sujetaban al suelo. Me parecía que el mármol

del suelo me había subido hasta las rodillas y

tuve que quedarme hasta el final. Tenía helados

los pies y la cabeza me hervía. Por fin to com-


padeciste de mí, dejaste de cantar y desapare-

ciste. El reflejo de aquella deslumbrante visión,

el eco de aquella música hechicera se fueron

poco a poco desvaneciendo de mis ojos y de

mis oídos y caí contra un rincón de la ventana

más rígido y más débil que una estatua. El to-

que de vísperas me despertó. Me levanté y eché

a correr pero, ¡ay:, algo, dentro de mí, se había

caído y no podía levantarse; algo había surgido

en mí de to que no podía desprenderme.

Tras una breve pausa, prosiguió de nuevo.

-Sí; a partir de aquel día hubo dentro de mí un

hombre al que no conocía. Quise servirme de

todos mis antiguos remedios: el claustro, el

altar, el trabajo, los libros. ¡Locura inútil! ¡Cómo

suena a hueco la ciencia, cuando golpea con

desesperación una cabeza llena de pasiones!

¿Sabes acaso, muchacha, to que desde entonces

veía entre mi libro y yo? A ti. Veía to sombra; la

imagen de aquella aparición luminosa que un


día había atravesado el espacio para llegar has-

ta mí. Pero aquella imagen no tenía ya el mis-

mo color; era sombría, fúnebre, tenebrosa, co-

mo el círculo negro que se graba mucho tiempo

en la vista del imprudence que ha mirado fija-

mente al sol. Como no podía librarme de ti;

como oía siempre to canción zumbona en mi

cabeza y hasta en mis rezos to veía bailar y por

la noche me parecía que to cuerpo venía a des-

lizarse sobre el mío, quise verte, tocarte, saber

quién eras, comprobar si to imagen se asemeja-

ba a aquella imagen ideal que de ti me había

quedado; quebrar quizás mi sueño en contacto

con la realidad. En cualquier caso esperaba que

una impresión nueva borrara la primera, pues

la primera se me había hecho ya insoportable.

Te busqué y logré verte ¡por desgracia! Cuando

conseguí verte por segunda vez, deseé verte

mil veces; deseé verte siempre; ¿cómo puede

uno detenerse en esa pendiente infernal? Desde


entonces dejé de ser yo. El otro extremo del hilo

con el que el demonio me había atado las alas

estaba sujeto a to pie y desde entonces fui, co-

mo tú, un ser errante y vagabundo. Te esperaba

bajo los porches para verte, to espiaba en la

calle, tras las esquinas, to vigilaba desde to alto

de mi torre. Por las noches volvía a mí mismo y

me encontraba más hechizado, más desespera-

do, más embrujado, más perdido. Supe que

eras egipcia, bohemia, gitana, zíngara, ¿cómo

Podía dudar entonces de to magia? Escucha.

Esperé que un proceso pudiera liberarme de to

poder, de to encanto. Una bruja hechizó a Bru-

no d'Asr la hizo quemar y se curó. Yo conocía

la historia y quise intentar el remedio. Traté

primero de que se to prohibiera bailar en la

plaza ante el atrio de Nuestra Señora, esperan-

do así olvidarte si tú no volvías, pero no to tu-

viste en cuenta y volviste. Más tarde se me ocu-

rrió secuestrarte y hasta to intenté una noche.


Éramos dos y ya to habíamos conseguido

cuando surgió ese maldito capitán que to libró

de nosotros y allí comenzó to desgracia, la mía

y la suya. Por fin, sin saber ya qué hacer, to

denuncié al Santo Oficio pensando en curarme

como Bruno d'Ast. Pensaba, aunque confusa-

mente, que un proceso to entregaría a mí; que

en una prisión podría tenerte y serías mía; que

a11í no podrías escaparte de mí; que hacía ya

mucho tiempo que tú me poseías y que ya era

hora de que yo to poseyera a mi vez. Cuando

uno hace el mal, tiene que hacer todo el mal. ¡Es

una locura quedarse a medias en to monstruo-

so! ¡La profundidad del crimen provoca deli-

rios de gozo! ¡Un sacerdote y una bruja pueden

fundirse en el placer sobre la paja de una maz-

morra! Así que to denuncié. Fue entonces

cuando to asustaba con mis encuentros. Lo que

tramaba contra ti, la tormenta que iba acumu-

lando sobre to cabeza se escapaba de mí en


amenazas y en relámpagos. Pero todavía no

estaba seguro pues mi proyecto presentaba

aspectos horribles que me obligaban a retroce-

der. Quizás si hubiera renunciado entonces, mi

repugnante idea se habría podido resecar en mi

cerebro sin llegar a fructificar. Creí siempre que

podría depender de mí el proseguir o detener el

proceso. Pero todo mal pensamiento es inexo-

rable y desea convertirse en realidad. En donde

yo me creía poderoso la fatalidad disponía de

más poder que yo. ¡Qué penal, ¡qué penal, ha

sido ella, la fatalidad, la que se ha apoderado

de ti y to ha entregado al engranaje terrible de

la máquina que tan tenebrosamente yo mismo

había construido. Escúchame, que ya estoy aca-

bando. Un día, otro bonito día de sol, veo pasar

ante mí a alguien que pronuncia to nombre y

que se ríe con lujuria en sus ojos. ¡Maldición! Le

seguí. El resto ya to conoces. El clérigo se calló

y la muchacha sólo acertó a exclamar.


-¡Oh, mi Febo!

-No pronuncies ese nombre -dijo el clérigo co-

giéndola violentamente del brazo-. ¡No vuelvas

a pronunciar ese nombre! ¡Qué miserables so-

mos! ¡Ese nombre es el que nos ha perdido! O

más bien, por el juego inexplicable de la fatali-

dad, nos hemos perdido los unos a los otros.

Estás sufriendo, ¿verdad? Tienes frío, la oscuri-

dad to ciega, el calabozo to aprisiona; pero to

queda un rayo de luz en tus entrañas, ¡aunque

sólo sea to amor de niña por ese hombre vacío

que jugaba con to corazón! Para mí es distinto;

¡yo llevo el calabozo en mi interior y el frío y la

desesperación están dentro de mí! ¡La oscuri-

dad reina en mi alma! ¿Sabes acaso lo que yo he

sufrido? He asistido a to proceso. Estaba senta-

do en los bandos del Santo Oficio; sí; bajo una

de las capuchas de los sacerdotes un condena-

do se retorcía de dolor. Cuando to condenaron

yo estaba a11í y a11í estaba también cuando to


interrogaron y cuando to encerraron. ¡Guarida

de lobos! Era mi crimen, mi patíbulo to que yo

estaba viendo alzarse lentamente sobre to ca-

beza. En cada testimonio, en cada prueba, en

cada requisitoria, yo estaba allí y me ha sido

posible contar cada uno de tus pasos en esta vía

dolorosa. También estaba yo a11í cuando esa

bestia feroz... ¡Oh!, ¡pero yo no había previsto la

tortura! Escúchame. Te he seguido en la cámara

de la tortura. Te he visto desnudar y manipular

medio desnuda por las manos infames del ver-

dugo. Y vi to pie, ese pie al que hubiera queri-

do, por un imperio, besar una sola vez y morir;

ese pie bajo el que yo habría experimentado

tanta felicidad si me pisara la cabeza, to vi pre-

so en aquella horrible bota que convierte los

miembros de un ser vivo en un amasijo san-

grante. ¡Oh, el miserable! Mientras veía eso,

escondía bajo mis hábitos un puñal con el que

me desgarraba el pecho. Cuando tú lanzaste


aquel grito, to hundí en mis carnes; al segundo

grito me to clavé en el corazón. Mira, ¡creo que

aún estoy sangrando.

Abrió entonces su sotana y en efecto, su pecho

aparecía desgarrado como por el zarpazo de un

tigre y tenía en un costado una herida bastante

ancha todavía sin cicatrizar.

La prisionera retrocedió horrorizada.

-¡Oh! -dijo el clérigo-. ¡Ten piedad de mí, mu-

chacha! Te crees desdichada, pero, ¡ay!, no sa-

bes to que es la desgracia. ¡Amar a una mujer!

¡Ser sacerdote! ¡Ser odiado! Amarla con todas

las fuerzas de su alma; saberse presto a dar su

sangre por la más pequeña de sus sonrisas; su

reputación, su salvación, la inmortalidad, la

eternidad, esta vida y la otra; lamentar no haber

sido rey, genio, emperador, arcángel o dios

para someterse a sus pies como el menor de los

esclavos. ¡Estrecharla noche y día en mis sue-

ños y en mis pensamientos y verla enamorada


de un uniforme de soldado! ¡No poder ofrecerle

sino una miserable sotana de clérigo que le

provocará miedo y rechazo! ¡Estar presente con

sus celos y su rabia mientras ella prodiga a un

miserable a imbécil fanfarrón sus tesoros de

amor y de belleza! ¡Contemplar ese cuerpo que

os abrasa, esos senos tan dulces, esa carne pal-

pitar y enrojecer bajo los besos de otro! ¡Oh,

cielos! ¡Amar sus pies, sus brazos, su cuello,

pensar en sus venas azules, en su piel morena

hasta retorcerse noches enteras en el suelo de la

celda, y ver convertirse en torturas todas las

caricias, con las que uno ha soñado para ella!

No haber conseguido después de todo más que

acostarla en aquella cama de cuero. ¡Ésas son

las verdaderas tenazas puestas al rojo en el fue-

go del infierno! ¡Feliz el que es aserrado entre

dos tablas o descuartizado con cuatro caballos!

¿Sabes algo del suplicio que to hacen sufrir no-

ches enteras tus propias arterias que to hierven,


to corazón que estalla y to cabeza que se rom-

pe; tus dientes que se muerden las manos; ver-

dugos encarnizados que to vuelven con-

tinuamente como en una parrilla al rojo en pen-

samientos de amor, de celos y de desespera-

ción? ¡Muchacha, por favor! ¡Dame un momen-

to de tregua! ¡Un porn de ceniza para estas bra-

sas! Enjuga, to to ruego, el sudor que a chorros

discurre por mi frente! ¡Niña! Tortúrame con

una mano pero acariciame con la otra! ¡Ten

piedad, muchacha! ¡Compadécete de mí!

El sacerdote se revolvía en el agua del suelo y

se golpeaba la cabeza contra las aristas de los

escalones de piedra mientras la muchacha, in-

móvil, le escuchaba y le miraba.

Cuando por fin se calló, agotado y jadeante,

ella repitió a media voz:

-¡Oh, mi Febo!

El sacerdote se arrastró hasta ella de rodillas.

-Por favor -suplicó- ¡si tenéis entrañas no me


rechacéis! ¡Te amo! ¡Soy un miserable! ¡Cuando

pronuncias ese nombre, desventurada, es como

si triturases con tus dientes todas las fibras de

mi corazón! ¡Por favor! Me voy contigo al in-

fierno si vienes de a11í. El infierno en donde

estés será mi paraíso, pues to presencia es más

encantadora que la de Dios. Dime, ¿no me

amas? El día en que cualquier mujer llegase a

rechazar un amor semejante, habría creído que

las montañas se abrirían. ¡Oh! ¡Si tú quisieras...!

¡Podríamos ser tan felices! Huirlamos. Yo to

ayudaría a hacerlo. Podríamos it a cualquier

lugar. Buscaríamos en la tierra el lugar más

luminoso, con más árboles, con cielo más azul.

¡Nos amaríamos, nos entregaríamos nuestras

almas y nuestra sed de nosotros mismos sería

tan insaciable que la calmaríamos en común en

la copa inextinguible de nuestro amor!

La muchacha le interrumpió con una risa terri-

ble a hiriente.
-¡Fijaos, padre, tenéis sangre en las uñas!

El sacerdote se quedó petrificado durante algu-

nos instantes, con la vista fija en sus manos.

-Pues entonces -prosiguió el clérigo, con una

extraña dulzura- ultrájame, búrlate de mí,

abrúmame, pero ven conmigo. ¡Apresurémo-

nos! Te repito que es para mañana. Es el patíbu-

lo de la Grève, ¿recuerdas? ¡Está ya preparado!

¡Es horrible, verte marchar en esa carreta! ¡Por

favor, nunca había sentido como ahora todo to

que to amo! Podrás amarme quizás después de

haberse salvado y no me importa que puedas

odiarme tanto tiempo como quieras, pero ven,

por favor. ¡Es mañana! ¡Mañana! ¡La horca! ¡Tu

suplicio! ¡Sálvate! ¡Apiádate de mí!

La tomó el brazo; estaba muy turbado y quiso

llevarla consigo.

Ella clavó en él una mirada penetrante.

-¿Qué le ha ocurrido a mi Febo?

-¡Ah! -dijo el clérigo soltándola el brazo-. ¡No


tenéis piedad!

-¿Qué le ha ocurrido a Febo? -repitió fríamente.

-Ha muerto -contestó el clérigo.

-¿Muerto? -dijo ella con el mismo tono glacial-.

Entonces, ¿por qué me habláis de vivir?

Él no la escuchaba.

-¡Oh! -decía hablando consigo mismo-; debe

estar muerto. La hoja profundizó mucho a in-

cluso creo que llegué con la punta al corazón.

Sí; tenía puesta mi vida en aquel puñal.

La muchacha se lanzó sobre él como una fiera

rabiosa y le empujó hacia la escalera con fuerza

sobrehumana.

-¡Vete, monstruo! ¡Vete, asesino! ¡Déjame morir!

¡Que nuestras sangres dejen sobre to frente una

mancha indeleble! ¿Ser tuya? jamás! jamás!

¡Nada, ni el infierno será capaz de reunirnos!

¡Vete, maldito!

El clérigo tropezó en la escalera, cogió su

lámpara y empezó a subir lentamente los esca-


lones que llevaban a la puerta; la abrió. y salió

del calabozo.

De pronto la muchacha vio de nuevo aparecer

su cabeza; tenía una expresión de espanto y le

gritó con una voz de rabia y desesperación.

-Te repito que ha muerto.

Ella cayó de bruces y ya no se volvió a oír en la

mazmorra más que el suspiro de aquella gota

de agua que hacía temblar el charco en la oscu-

ridad.

LA MADRE

NO creo que pueda haber en el mundo nada

más alegre que las ideas que despierta en el

corazón de una madre la vista de los zapatitos

de su hijo principalmente cuando se trata de los

zapatos de una fiesta, de los domingos, del día

del bautizo; esos zapatitos bordados hasta la

misma suela con los que el niño no ha dado

todavía un paso. Ese zapatito tiene tanta gracia,


le es tan imposible andar que, para la madre, es

como si viera a su hijo. Le sonríe, to besa y le

habla. Se pregunta cómo un pie puede ser tan

pequeñito y, aunque no esté el niño, sólo basta

el zapatito para hacer aparecer ante los ojos de

la madre a la dulce y frágil criatura. Cree verla

y to consigue en realidad; la ve viva, sonriente,

con sus delicadas manitas, con su cabecita re-

donda y sus labios puros; con sus ojos serenos

cuyo cristalino es azulado. Si es en invierno, ahí

está, gateando por la alfombra y trepando con

grandes dificultades a un taburete y la madre

tiembla pensando que pueda acercarse al fue-

go. Si es en verano, va gateando por el patio o

por el jardín, o arranca la hierba de entre las

piedras, mira ingenuamente a los grandes pe-

rros, a los grandes caballos, sin miedo alguno;

juega con las conchas, con las flores y enfada al

jardinero que encuentra los macizos llenos de

arena y tierra por los caminos del jardín. Todo


es alegre y brillante a su alrededor, como to es

él y hasta el soplo de aire y el rayo de sol que

juegan a placer entre los rizos alborotados

de-su pelo. E1 zapato sugiera a la madre todo

esto y le derrite el corazón como el fuego a la

cera.

Pero cuando el niño se pierde, esos mil recuer-

dos alegres y tiernos que se agolpan en torno al

zapatito se convierten en otros tantos motivos

de cosas horribles. Ese bonito zapato bordado

no es más que un instrumento de tortura que

destroza continuamente el corazón de la madre.

La fibra afectada siempre es la misma; la más

profunda, la más sensible; pero ya no es un

ángel quien la acaricia sino un demonio el que

la desgarra.

Una mañana, mientras el sol de mayo surgiá

majestuoso por esos cielos de un azul intenso

sobre los que al Garofalo le gusta colocar sus

descendimientos de la Cruz, la reclusa de la


Tour-Roland oyó un ruido de ruedas de caba-

llos y de hierros en la plaza de Grève. Se des-

pertó, colocó su melena en sus orejas para redu-

cir el ruido y se puso a contemplar de rodillas

aquel objeto inanimado que adoraba desde hac-

ía ya quince años. Aquel zapatito, 'ya to hemos

dicho, significaba para ella todo el universo. En

él estaban concentrados todos sus pensamien-

tos y así sería hasta su muerte. La cantidad de

amargas imprecaciones que había lanzado al

cielo, la quejas enternecedoras, las plegarias y

los sollozos, a causa de aquel juguetito de satén

rosa, sólo la cueva sombría de la Tour-Roland

podía saberlo. Nunca tanta desesperación se ha

extendido sobre algo tan lindo y tan gracioso.

Se habría dicho que aquella mañana su dolor se

escapaba más violento que de costumbre y

desde el exterior se oían sus lamentos lanzados

en voz alta y monótona. Algo que partía el co-

razón.
-¡Hija mía! ¡Hija mía! -decía la Sachette-. ¡Mi

pobre, mi querida niña! ¡Ya no to veré nunca!

¡Se acabó para siempre! ¡Me parece que fue

ayer! ¡Dios mío, Dios mío! ¡Más valiera no

habérmela dado para quitármela tan pronto!

¿No sabéis acaso que nuestros hijos viven

siempre en nuestro vientre y que una madre

que ha perdido a su hijo ya no cree en Dios?

¡Ay! ¡Qué desgraciada soy! ¡Quién me mandó

salir de casa aquel día! Señor, Señor, ¿por qué

me la habéis quitado así? ¿Es que no me habéis

visto nunca con ella cuando la calentaba con

gozo con mi cuerpo, cuando me sonreía mien-

tras mamaba, cuando hacía andar sus piececitos

por mi pecho hasta llegar a mi boca? ¡Si hubie-

rais visto esto, Dios mío, habríais tenido piedad

de mi alegría y no me habríais quitado el único

amor que me quedaba en mi corazón! ¿Tan

miserable era yo, señor, para que ni siquiera me

hubieseis mirado antes de condenarme? ¡Ay,


Señor! Aquí está mi zapato; pero, ¿dónde está

el pie? ¿Y el resto? ¿Y mi hija? ¿Qué han hecho

contigo? ¡Devolvedmela, señor! ¡Devolvedrne-

la, aunque sólo sea una hora, un minuto y

mandadme después con los demonios para

toda la eternidad! ¡Mis rodillas, Señor, se han

descarnado quince años de tanto rogaros! ¿No

es bastante aún, Señor? ¡Oh!, si supiera dónde

está una orla de vuestras vestiduras, me aga-

rraría a ella con mis manos y no tendríais más

remedio que devolvérmela. Mirad su zapatito,

señor, ¿no os apiadáis de mí? ¿Podéis condenar

a este suplicio a una pobre madre, durante

quince años? ¡Virgen santal ¡Virgen santa de los

cielos! ¡A mi niño jesús, me to han quitado, me

to han robado, me to han comido entre los bre-

zos, le hañ bebido la sangre y han machacado

sus huesos! ¡Qué me importa a mí que esté en

el cielo! No quiero a vuestro ángel, quiero a mi

niña! ¡Soy una leona y quiero a mi cachorro!


¡Oh! ¡Me arrastraré y me golpearé la cabeza

contra las piedras; me condenaré y os mal-

deciré si no me devolvéis a mi hija! Ya veis

cómo tengo los brazos destrozados, ¿no vais a

tener piedad de mí, Señor? ¡Oh! ¡Devolvedtne a

mi hija aunque no me deis más que sal y pan

negro; ella me calentará como el sol! ¡Dios mío!

¡Señor mío! Yo sólo soy una pobre pecadora,

pero mi hija me hacía piadosa; por su amor me

había hecho más religiosa y os veía a través de

sus sonrisas como por una rendija en el cielo.

¡Oh, Señora!, permitidme que pueda únicamen-

te una vez, una sola vez, calzar en su lindo pie

sonrosado este zapatito y moriré bendiciéndo-

os, Virgen Santa. ¡Quince años! ¡Qué mayor

sería ya! ¡Desventurada niña! Entonces, ¿será

posible que ya no vuelva a verla? ¿Ni siquiera

en el cielo?, porque yo no iré allí. ¡Cuánta mise-

ria! ¡Tener que contentarse con este zapato!

La desgraciada mujer se había echado sobre el


zapatito, su consuelo y su desesperación desde

hacía ya muchos años; pero sus entrañas se

desgarraban en sollozos como el primer día,

pues siempre es el primer día para una madre

que ha perdido a su hija. Esa pena, ese dolor

nunca se hace viejo. La ropa de luto puede gas-

tarse o blanquearse con el tiempo pero el co-

razón siempre estará enlutado.

En aquel momento pasaron ante la celda un

grupo de voces frescas y alegres. Siempre que

veía a niños a oía sus voces, la pobre madre se

precipitaba hacia el ángulo más sombrío de su

sepulcro. Se habría dicho que intentaba hundir

su cabeza entre los muros para no oírlos. Esta

vez sin embargo no fue así; se irguió como so-

bresaltada y escuchó con gran atención; uno de

los muchachos acababa de decir.

-Es que hoy van a colgar a una gitana.

Con el brusco sobresalto de aquella araña que

ya hemos visto lanzarse sobre una mosca al


notar el movimiento de su tela, ella corrió hacia

el tragaluz que daba, como ya sabemos, a la

plaza de Gréve. En efecto, se había colocado

una escalera cerca del patíbulo permanente y el

verdugo se ocupaba en la revisión de las ca-

denas oxidadas por la lluvia. Había curiosos a

su alrededor.

El alegre grupo de muchachos ya se había ale-

jado. La Sachette buscaba con la mirada a algún

transeúnte al que pudiera interrogar y vio cerca

de su celda a un sacerdote que aparentaba estar

leyendo en el breviario público pero que le in-

teresaba mucho menos aquel breviario protegi-

do por rejas que el patíbulo hacia el que, de vez

en cuando, lanzaba una ojeada sombría y es-

quiva.

-Padre -le preguntó-. ¿A quién van a colgar ahí?

El sacerdote la miró sin responder y ella pre-

guntó de nuevo. Entonces dijo:

-No to sé.
-Han dicho unos chiquillos que iban a colgar a

una gitana -insistió la reclusa.

-Creo que sí -respondió el sacerdote.

Entonces Paquette la Chantefleurie soltó una

carcajada de hiena.

-Hermana, mucho debéis odiar a las gitanas

-replicó el sacerdote.

-¿Que si las odio? Son brujas y ladronas de ni-

ños. Me devoraron a mi niña, ¡pobrecita! Mi

única hija. ¡Ya no me queda coraxón! ¡Ellos se la

comieron!

Asustaba el verla pues su aspecto era aterrador.

El sacerdote la miró fríamente.

-Hay una sobre todo a la que odio y he malde-

cido. Es una joven de la edad que mi hija tendr-

ía ahora, si su madre no me la hubiera comido.

Cada vez que esa joven víbora pasa ante mi cel-

da me revuelve la sangre.

-Pues hermana, alegraos, porque ésa es a la que

vais a ver morir.


Inclinó la cabeza sobre el pecho y se alejó len-

tamente.

La reclusa se retorció los brazos de contento.

-Le había predicho que la colgarían. Gracias,

padre.

Y se puso a dar grandes zancadas ante los ba-

rrotes de su ventana, desmelenada, con los ojos

encendidos y empujando la pared con su hom-

bro. Tenía el aspecto feroz de una loba ham-

brienta, encerrada hace mucho tiempo y que

imagina próximo el momento de la comida.

VI

TRES CORAZONES DE HOMBRE DISTINTOS

SIN embargo, Febo no había muerto. Los hom-

bres de su especie son duros de pelar. Cuando

maese Philippe Lheulier, abogado extraordina-

rio del rey, dijo a la pobre Esmeralda: Se está

muriendo, era por error o por broma.

Cuando el archidiácono repitió a la condenada:

e.rtá mxerto, ocurría que, en realidad no sabía


nada de ello, aunque to creyera, aunque conta-

ra con ello y aunque no dudara de ello a incluso

aunque así to esperase.

Habría sido demasiado duro dar a la mujer que

amaba buenas noticias de su rival. Cualquier

hombre habría hecho otro tanto en su lugar.

No es que la herida de Febo no hubiera sido

grave, pero to había sido menos de to que el

archidiácono se jactaba. El boticario, al que le

habían llevado en el primer momento los sol-

dados de la ronda, había temido por su vida

durante ocho días a incluso se to había dicho en

latín. Pero la juventud había vencido y, como

:>curre con frecuencia, a pesar de los pronósti-

cos y de los diagaósticos, la naturaleza se había

complacido en salvar al enfermo ante las barbas

del médico. Ya había sufrido los primeros inte-

-rogatorios por parte de Philippe Lheulier y de

los inquisidores -stando aún en el catre del bo-

ticario, circunstancia esta que le ha)ía molesta-


do mucho. Por eso, un buen día, sintiéndose

mejor, iejó sus espuelas de oro al boticario, en

pago de sus servicios, y lesapareció.

Esta circunstancia no entorpeció para nada la

instrucción del proceso, ya que la justicia de

entonces se preocupaba muy poco de la clari-

dad y de la equidad de un proceso criminal.

Sólo se pedía que el criminal fuera colgado. Los

jueces tenían bastantes pruebas contra la Esme-

ralda; creían, por otra parte, que Febo había

muerto y no se preocuparon más de ello.

Por to demás, Febo no había ido muy lejos.

Había ido sencillamente a reunirse con su com-

pañía, de guarnición en Queue-enBrie, en Hle

de France, a poca distancia de París.

Además no le agradaba en absoluto compare-

cer en persona en aquel proceso. Deducía va-

gamente que su papel iba a ser poco airoso; en

el fondo, no tenía ideas muy claras y no sabía

muy bien qué .pensar del asunto. Poco religioso


y harto supersticioso, como cualquier soldado,

cuando pensaba en aquella aventura no queda-

ba muy tranquilo acerca de la cabra, las extra-

ñas circunstancias en que había conocido a la

Esmeralda, la forma no menos extraña en que

ella le había dejado adivinar su amor, su condi-

ción de gitana y en fin el asunto del fantasma

encapuchado. Creía entrever en esa historia

mucho más de magia que de amor; probable-

mente una bruja o tal vez el diablo; en fin, una

comedia o, para decirlo en el lenguaje de la

época, un misterio muy desagradable en el que

él desempeñaba un papel muy poco airoso; el

del que recibe los golpes y las burlas. En cual-

quier caso, el capitán se encontraba muy ape-

sadumbrado y sentía esa especie de vergüenza

que La Fontaine ha definido tan admirablemen-

te.

Honteux comme un renard qu'une poule aurait

pris.(8)
Esperaba que el asunto no diera mucho que

hablar; pensaba que, estando él ausente, su

nombre apenas si sería pronunciado o que, en

cualquier caso, no iría más allá del alegato de la

Tournelle. En nada se equivocaba en este últi-

mo punto pues no existía entonces la Gaceta de

los tribunales y como apenas si pasaba una se-

mana sin hervir a un falsificador o sin colgar a

una bruja, o sin quemar a un hereje en cual-

quiera de las innumerables justicias(9) de París,

se estaba ya tan acostumbrado a ver en todos

los cruces a la vieja Temis feudal, con los brazos

remangados haciendo su trabajo en las horcas,

en las escaleras y en las picotas, que no se le

daba la menor importancia.


8. Avergonzado como un zorro, atrapado por
una gallina.

9. Se conocía con este nombre a los patíbulos y

picotas fijos, erigidos en las plazas públicas.

La gente bien de aquella época apenas si conoc-

ía el nombre del condenado que pasaba a su

lado y todo to más era el populacho el que gus-

taba aún de platos tan vulgares como el de una

ejecución. Una ejecución era un incidente habi-

tual en la vía pública; algo así como el horno

portátil del panadero o la venta pública de car-

nes y pieles; así, el verdugo era una especie de

carnicero con ropas un poco más oscuras que

los demás.

Así, pues, Febo no tardó demasiado en olvidar-

se de la encantadora Esmeralda o Similar, como

él decía, ni de la puñalada de la gitana o del

fantasma encapuchado (poco le importó cuál

de los dos había sido, y de los resultados del


proceso). Sin embargo en cuanto su corazón se

vio libre, en seguida le vino a la cabeza la ima-

gen de Flor de Lis. Su corazón, como la física de

la época, sentía horror del vacío.

Además, la permanencia en Queue-en-Brie era

muy aburrida; se trataba de un pueblo de

herradores y de vaqueras, de manos ásperas y

agrietadas; una larga fila de casuchas y chozas

que bordean ambos lados de la calle a to largo

de media legua; en fin, to que se dice una

Queue(10).

10 Queue significa cola en francés.

Flor de Lis era su anterior pasión; una linda

joven con una dote encantadora. Así, pues, una

buena mañana, repuesto ya de su herida, y su-

poniendo que después de dos meses el asunto

aquel de la gitana estaría ya bien olvidado, el

enamorado caballero llegó impaciente a las

puertas de la mansión Gondelaurier.

No prestó demasiada atención a un grupo harto


numeroso que se agolpaba en la plaza, ante el

pórtico de Nuestra Señora. Pensó que puesto

que era el mes de mayo, se trataría de alguna

procesión, de algún pentecostés o de alguna

otra fiesta. Ató su caballo a las anillas de la en-

trada y subió alegremente a ver a su bella pro-

metida

Ésta se encontraba sola con su madre.

Flor de Lis guardaba aún en su corazón la esce-

na de la bruja, su cabra, aquel maldito alfabeto

y la prolongada ausencia de Febo. Sin embargo,

al ver entrar a su capitán, le encontró un aspec-

to tan atractivo, con su gonela nueva, su tahalí

tan reluciente, y con una actitud tan apasionada

que se ruborizó de placer. Ella misma estaba

más atractiva que nunca. Había trenzado de

maravilla su magnífica cabellera rubia y llevaba

un vestido azul celeste que tan bien les va a las

mujeres muy blancas, coquetería que le había

enseñado Colombe, y tenía un tanto turbada la


mirada con esa especie de languidez amorosa

que aún les favorece más.

Febo, que hacía tiempo no había visto a ningu-

na mujer, salvo las busconas de Queue-en-Brie,

se quedó embelesado contemplando a Flor de

Lis. Esta circunstancia le propició una actitud

galante y delicada que facilitó rápidamente la

reconciliación. La misma señora de Gondelau-

rier, siempre tan maternal y sentada en su gran

sillón, no se sintió con fuerzas para hacerle re-

proches y los que le dedicó Flor de Lis, se con-

virtieron pronto en tiernos arrullos.

La muchacha se hallaba junto a la ventana te-

jiendo aún su gruta de Neptuno. El capitán,

apoyado en el respaldo de su silla, recibía los

amorosos reproches, a media voz, de Flor de

Lis.

-¿Qué ha sido de vos desde hace más de dos

meses, mala persona?

-Os juro -respondía Febo, un poco molesto por


la pregunta-, que sois tan hermosa que hasta un

obispo se prendaría de vos -y ella no podía evi-

tar una sonrisa.

-Está bien, está bien, caballero. Dejemos mi be-

lleza y respondedme. ¡No debo serlo tanto, por

to que se ve!

-Pues sabed, querida prima que me llamaron

de mi guarnición.

-¿Y dónde está la tal guarnición, por favor? ¿Y

por qué no habéis venido ni siquiera a despedi-

ros?

-En Queue-en-Brie.

Febo estaba encantado de que la primera pre-

gunta le ayudara a esquivar la segunda.

-¡Pero si está aquí, al lado! ¿Cómo no habéis

venido a verme ni una sola vez?

La pregunta era ya muy comprometida para

Febo.

-Es que... el servicio... y además, mi encantado-

ra prima, sabed que he estado enfermo.


-¡Enfermo! -exclamó ella, asustada.

-Sí... herido.

-¡Herido!

La pobre muchacha se quedó confusa.

-¡Oh! No os asustéis por tan poca cosa -dijo

Febo despreocupadamente-. Una discusión,

una estocada. ¡Qué más os da!

-¡Qué más me da! -exclamó Flor de Lis alzando

sus bellos ojos llenos de lágrimas-. ¡No sabéis to

que decís! ¿Qué estocada ha sido ésa? Quiero

saberlo todo.

-Está bien, querida. He tenido mis más y mis

menos con Mahé Fédy, ¿sabéis? El teniente de

Saint-Germain-en-Laye y nos hemos descosido

la piel un poquito cada uno. Eso ha sido todo.

El mentiroso capitán sabía muy bien que un

lance de honor permite a un hombre realzarse

ante los ojos de una mujer. En efecto, Flor de

Lis le miraba a los ojos con un sentimiento de

miedo, de amor y de admiración. Pero no se


había quedado tranquila del todo.

-¡Ojalá estéis totalmente repuesto, Febo mío!

No conozco a ese Mahé Fédy, pero es un villa-

no y, ¿por qué habéis discutido?

Aquí Febo, cuya imaginación se mostraba me-

diocremente creadora,empezaba ya a encontrar

dificultades para salir bien parado de su proe-

za.

-¡Ya no me acuerdo!... ¡Cosa de poco! Un caba-

llo... unas palabras... Hermosa prima, dijo, para

así poder cambiar de conversación. ¿Por qué

hacen tanto ruido en la plaza?

Febo se aproximó a la ventana.

-¡Dios mío! ¡Fijaos, querida prima, cuánta gente

hay en la plaza!

-No to sé -dijo Flor de Lis-; algo he oído de una

bruja que va a retractarse esta mañana ante la

iglesia para ser colgada luego.

El capitán estaba tan seguro de que el asunto de

la Esmeralda estaba ya liquidado, que le impor-


taron muy poco las palabras de Flor de Lis. A

pesar de todo le hizo un par de preguntas.

-¿Cómo se llama la bruja?

-No to sé -le contestó.

-Y, ¿qué dicen que ha hecho?

Ella contestó levantando esta vez sus blancos

hombros.

-No to sé.

-¡Dios mío! -dijo la madre-. Hay tantas brujas

ahora que se las quema sin saber ni cómo se

llaman. Sería tanto como querer conocer el

nombre de todas las nubes del cielo. Pero po-

demos estar tranquilos dentro de todo, pues

Dios lleva un buen registro. Aquí la venerable

dama se levantó y se acercó a la ventana.

-¡Señor! Tenéis razón, Febo. ¡Qué cantidad de

populacho! ¡Bendito sea Dios! ¡Están hasta en

los tejados! ¿Sabéis, Febo?, esto me recuerda mi

juventud; la entrada del rey Carlos VII. Había

tanta gente como hoy. Ya no sé en qué año era.


Cuando os cuento estas cosas os da la impre-

sión de mucho tiempo; ¡sin embargo, para mí es

tan poco! En cualquier caso el pueblo era mu-

cho mejor que hoy. Había gente hasta en los

matacanes de la Porte Saint-Antoine. El rey

llevaba a la reina a la grupa de su caballo y tras

sus altezas iban todas las damas a la grupa con

sus señores. Recuerdo que nos reímos mucho

porque al lado de Amanyon de Garlande, que

era muy bajito, iba el señor de Matefelon, un

caballero de estatura gigantesca, que había ma-

tado ingleses a montones. Era muy hermoso.

Era un desfile de todos los gentileshombres de

Francia con sus oriflamas desplegadas al vien-

to. Desfilaban los de pendón y los de bandera,

y, ¿yo qué se cuánto más? El señor de Calan

con pendón, Jean de Châteaumorant con ban-

dera. El señor de Coucy con bandera y más

lienzos que ningún otro, exceptuando. al duque

de Borbón... ¡Ay! ¡Qué triste es pensar en cosas


que han existido y que ya no volverán!

Los dos enamorados no escuchaban a la respe-

table viuda. Febo había vuelto a apoyarse en el

respaldo de la silla de su prometida, lugar pri-

vilegiado, desde donde su mirada libertina

dominaba todas las aberturas de la marquesota

de Flor de Lis, que de vez en cuando se entre-

abría tan oportunamente, permitiéndole ver

tantas cosas exquisitas y dejándole adivinar

tantas otras, que Febo deslumbrado por aquella

piel con reflejos de Satin, se decía para sí:

¿Cómo puede amarse a alguien que no sea

blanca?

Los dos estaban silenciosos. La joven le miraba

de vez en cuando con ojos dulces y enamorados

y sus cabellos jugaban con un rayo de sol de

primavera.

-Febo -dijo de pronto Flor de Lis en voz baja-.

Vamos a casarnos dentro de tres meses, jurad-

me que jamás habéis amado a otra mujer.


-¡Os to juro, ángel mío! -respondió Febo acom-

pañando sus palabras con una mirada apasio-

nada. Hasta él mismo se to creía seguramente

en esos momentos.

La buena madre, encantada de ver a los prome-

tidos en una armonía tan dulce, había salido de

la estancia para ocuparse de algún quehacer de

la casa. Febo se dio cuenta de ello y la soledad

animó de tal manera al aventurado capitán que

se le llenó la cabeza de extrañas ideas. Flor de

Lis le amaba, él era su prometido y los dos es-

taban solos. Su antigua atracción hacia ella se

había despertado, no quizás en toda su frescu-

ra, pero sí en todo su ardor. Después de todo

tampoco es un gran crimen el comer un poco

de trigo aunque aún esté verde. No sé si fue

esto to que le pasó por la cabeza, pero to que es

cierto es que Flor de Lis se asustó repentina-

mente por la expresión de su mirada. Miró a su

alrededor y no vio a su madre.


-¡Dios mío! -dijo sonrojada y nerviosa-. ¡Qué

calor tengo!

-Sí -respondió febo-, ya estamos cerca del me-

diodía y el sol es molesto; corramos las cortinas.

-No, no; al contrario -dijo la pobre muchacha-;

necesito aire.

Y como una cierva que oye el jadear de la jaur-

ía, se levantó y corrió hacia la ventana; la abrió

y se apresuró hasta el balcón.

Febo, un tanto contrariado, la siguió.

La plaza de Nuestra Señora, a la que daba el

balcón, como sabemos, ofrecía en aquellos

momentos un espectáculo siniestro y singular

que cambió el motivo del miedo de la tímida

Flor de Lis.

Un gentío enorme que refluía hacia todas las

canes adyacentes, abarrotaba la plaza propia-

mente dicha. El pequeño muro que rodeaba la

plaza no habría sido suficiente para mantenerla

libre si no hubiera sido reforzado por una doble


y apretada fila de alabarderos y de arcabuceros

con sus culebrinas en la mano.

Gracias a ese bosque de picas y de arcabuces, la

plaza estaba vacía. La entrada estaba flanquea-

da por un destacamento de alabarderos con las

enseñas del obispo. Las fuertes puertas de la

iglesia estaban cerradas, to que contrastaba con

las innumerables ventanas de la plaza que

abiertas todas de arriba a abajo dejaban asomar

miles de cabezas amontonadas casi como las

balas de cañón en un parque de artillería.

La superficie de toda aquella multitud era gris,

sucia y terrosa. El espectáculo que estaba espe-

rando era evidentemente de los que interesan y

atraen a to que hay de más bajo entre la pobla-

ción. Nada más repulsivo que el rumor qJee

surgía de aquel hormiguero de gorros amari-

llentos y de cabellos sórdidos. Entre aqupl gen-

tfo había más risas que gritos y abundaban más

las mujeres que los hombres.


De vez en cuando el rumor general se veía

atravesado por una voz agria y vibrante.

-¡Eh! ¡Mahiet Baliffre! ¿Van a colgarla ahí?

-¡Imbécil! ¡Aquí es la retractación pública, en

sayal! ¡Dios va a soltarle unos latinajos a la cara!

Siempre se hace a mediodía. Si to que to inter-

esa es la horca, èntonces vete a la Grève.

-Ya iré después.

-Eh, Boucandry, escucha. ¿Es verdad que ha

rechazado al confesor?

-Sí, Bechaigne; parece que sí.

-¡Vaya con la pagana!

-Siempre se hace así, señor. El bailío del palacio

tiene que entregar al malhechor, ya juzgado,

para la ejecución; si es laico al preboste de

París; si es clérigo al encargado del obispado.

-Gracias, señor.

-¡Dios mío! -decía Flor de Lis- ¡Pobre criatura!

Este pensamiento llenaba de dolor la mirada

que ella paseaba por la multitud. El capitán,


mucho más pendiente de ella que de aquel

montón de harapientos, pasaba el brazo, amo-

rosamente, rodeándola por la cintura. Ella se

volvió suplicante y sonriente.

-¡Por favor, Febo, dejadme ahora! ¡Si volviera

mi madre vería vuestra mano!

En aquel momento comenzaron lentamente a

dar las doce en el reloj de Nuestra Señora y un

murmullo de satisfacción estalló entre la multi-

tud. Todavía no se habían extinguido las vibra-

ciones de la última campanada cuando todas

las cabezas se arremolinaron, como las aguas

bajo un vendaval, y un inmenso clamor surgió

del suelo, de las ventanas y de los tejados.

-¡¡¡Ahí viene!!!

Flor de Lis se llevó las manos a los ojos para no

ver.

-Preciosa -le dijo Febo- ¿deseáis entrar?

-No -respondió; y los ojos ojos que acababa de

cerrar por miedo, volvió a abrirlos por curiosi-


dad.

Una carreta, tirada por un robusto caballo nor-

mando, rodeada de soldados a caballo con li-

brea violeta y grandes cruces blancas en el pe-

cho, acababa de desembocar en la plaza por la

calle SaintPierre-aux-Boeufs. Los soldados de la

guardia iban abriéndoles paso. A1 lado de la

carreta iban a caballo algunos oficiales de la

justicia y de la política, reconocibles por sus

ropajes negros y por su torpe manera de mon-

tar. A la cabeza de todos ellos desfilaba maese

Jacques Charmolue.

En la fatal carreta iba sentada una muchacha

con los brazos atados a su espalda, sin ningún

sacerdote a su lado. Iba con el sayal y sus largos

y negros cabellos (la moda de entonces era no

cortarlos hasta llegar al pie del cadalso) caían

sueltos por su cuello y sus hombros medio des-

cubiertos.

Por entre la ondulante cabellera, más negra y


brillante que el plumaje de un cuervo, se veía

retorcerse y anudarse un cordón gris y rugoso

que desollaba las frágiles clavículas y se enro-

llaba al delicado cuello de la pobre muchacha

como un gusano a una flor. Bajo la cuerda bri-

llaba un pequeño amuleto adornado con abalo-

rios verdes que le habían dejado, sin duda,

porque no puede negarse nada a los que van a

morir. Los espectadores de las ventanas podían

ver en el fondo de la carreta sus piernas desnu-

das que ella intentaba ocultar por un último

instinto de pudor femenino. A sus pies se veía

una cabrita atada. La condenada sujetaba con

sus dientes su camisa mal puesta.

Se diría que, en su desgracia, estaba sufriendo

más por verse así expuesta, medio desnuda, a

todas las miradas. ¡Ay! El pudor no se ha hecho

para ser sometido a tales circunstancias.

-¿Jesús! -dijo vivamente Flor de Lis al capitán-.

¡Mirad, querido primo! ¡Es aquella vulgar gita-


na de la cabra!

Mientras hablaba así se volvió hacia Febo, que

tenía los ojos fijos en la carreta y que se encon-

traba muy pálido.

-¿Qué gitana de la cabra? -preguntó entre bal-

buceos.

-¡Cómo! -replicó Flor de Lis- ¿No os acordáis

ya?

Febo la interrumpió.

-No sé a qué os referís.

Febo hizo ademán de entrar, pero Flor de Lis,

cuyos celos, que esta misma gitana había ya

excitado en otra ocasión, acababan de desper-

tarse de nuevo, le lanzó una mirada penetrante

y desconfiada. Ella recordaba vagamente en ese

momento haber oído hablar de un capitán mez-

clado en el proceso de aquella bruja.

-¿Qué os ocurre, Febo? Se diría que esa mujer

os ha turbado.

Febo intentó bromear.


-¡A mí! ¡Ni mucho menos! ¡Qué cosas!

-Entonces quedaos y veamos hasta el fin -indicó

ells imperiosamente.

A1 desventurado capitán no le quedó más so-

lución que permanecer a11í. Lo que le tranqui-

lizaba un poco era que la condenada no quitaba

la vista del suelo de la carreta. Era la Esmeral-

da, con toda certeza. En este último peldaño del

oprobio y de la desgracia, ella se mostraba aún

hermosa y sus enormes ojos negros parecían

más grandes aún a causa de to demacradas que

apareclan sus mejillas. Su perfil lívido era puro

y sublime. Se parecla a to que había sido, como

una Virgen de Masaccio se parece a una Virgen

de Rafael: más débil, más delgada, más dema-

crada.

Por to demás, salvo su pudor, no quedaba en

ella nada que no estuviera descuidado, como si

todo le fuera indiferente, tan castigada se habia

visto por el estupor y por la desesperación. Su


cuerpo se movía al compás de los tumbos de la

carreta como algo roto a inerte. Su mirada era

triste y desvaída y aún podía percibirse una

lágrima en sus ojos pero inmóvil o, por mejor

decir, helada.

Ya la lúgubre cabalgata había pasado por entre

la multitud, entre gritos de alegría y actitudes

de curiosidad.

Hay que decir sin embargo, a fuer de historia-

dor fiel, que viéndola tan bella y tan abatida,

mucha de aquella gente, incluso los de corazón

más duro, se sintieron conmovidos. Por fin la

carreta llegó hasta la plaza y se detuvo ante el

pórtico central. La escolta se colocó a ambos

lados. Cesaron los rumores y los gritos entre la

multitud y en medio de aquel silencio lleno de

solemnidad y de ansiedad, se abrieron las dos

hojas de la gran puerta, girando sobre sus goz-

nes, que chirriaron con un ruido de pífano. En-

tonces se vio todo a to largo la profundidad de


la iglesia, sombría, de luto, iluminada apenas

por algunos cirios que brillaban a to lejos en el

altar mayor; abierta, como las fauces de una

caverna en medio de una plaza rebosante de

luz. Más al fondo, entre las sombras del ábside,

lograba entreverse una gigantesca cruz de pla-

ta, bordada sobre un lienzo negro que colgaba

desde la bóveda hasta el suelo. Toda la nave

estaba desierta, aunque en los asientos del coro

se distinguían confusamente algunas cabezas

de clérigos y, cuando la puerta se abrió del to-

do, surgió de la iglesia un canto grave y monó-

tono que lanzaba a bocanadas fragmentos de

salmos lúgubres sobre la cabeza de la condena-

da:

«... Non timebo millia populi circumdantis me;

exurge, Domine; salvum me fac, Deus. »

«... Salvum me fac, Deur quoniam intraverunt

aquae usque ad animam meam.»

«... Infixus .rum in limo profundi; et non ests subs-


tantia.» (11)

Al mismo tiempo otra voz aislada del coro en-

tonaba en las gradas del altar mayor este me-

lancólico ofertorio.

Qui verbum meum audit, et credit ei qui misfit me,

habet vitam aeternam et in judicium non venit; .sed

transit a morte in vitam. (l2)

11 No temeré a los miles de hombres que me

rodean; levántate, Señor, sálvame, Dios...

Sálvame, Dios, pues que las aguas han pene-

trado hasta mi alma... He sido hundido en el

limo del abismo y no hay apoyo para ml (Sal-

mos, III, LXVIII).

12 El que oye mi palabra y cree en el que me ha

enviado, tiene la vida eterna y no será juzgado;

pasa de la muerte a la vida.

Este salmo que algunos ancianos perdidos, en-

tre la oscuridad, cantaban de lejos a aquella

hermosa criatura llena de juventud y de vida,

acariciada por la brisa de la primavera, inun-


dada de sol, era de la misa de difuntos.

El pueblo escuchaba con recogimiento. La infe-

liz, asustada, tenía la vista y el pensamiento

perdidos en las entrañas oscuras de la iglesia.

Sus labios blancos temblaban como rezando y

cuando el auxiliar del verdugo se acercó a ella

para ayudarla a bajar de la carreta, oyó que

repetía en voz baja esta palabra: Febo.

Le desataron las manos y la hicieron bajar,

acompañada de su cabra, a la que también hab-

ían soltado y que se puso a balar de alegría al

sentirse libre. La hicieron andar descalza por el

duro empedrado hasta llegar a los escalones del

pórtico. La cuerda que llevaba al cuello se iba

arrastrando tras ella como si fuera una sirviente

que les siguiera.

En aquel momento cesaron los cánticos de la

iglesia y una gran cruz de oro y una fila de ci-

rios se pusieron en movimiento entre las som-

bras. Se oyó sonar la alabarda de los suizos y


poco después apareció ante los ojos de la multi-

tud una larga procesión de clérigos con casulla

y de diáconos con dalmática, que avanzaba len-

tamente hacia la condenada, entonando sus

salmos.

Su mirada se detuvo en el que iba en cabeza

inmediatamente detrás del que portaba la cruz.

-¡Oh! -exclamó muy bajo y con un escalofrío-,

¡Otra vez él! ¡El clérigo!

En efecto, era el archidiácono. Llevaba a su iz-

quierda al sochantre y el chantre iba a su dere-

cha, portando el bastón propio de su oficio. Iba

avanzando con los ojos fijos y abiertos, ento-

nando con voz fuerte:

«De ventre inferi clamavi et exauditti vocem

meam,

«Et projecitti me in profundum in corde marir,

et flumen circumdedit me.» (13)

13 He gritado desde el vientre del infierno y

has oído mi voz / y me has precipitado en el


abismo, en el corazón del mar y el agua me ha

rodeado.

En el momento en que el clérigo apareció a la

luz bajo el alto pórtico ojival, envuelto en una

amplia capa plateada con una cruz negra, esta-

ba tan pálido que más de uno, entre la multi-

tud, pudo pensar que era uno de los obispos de

mármol, arrodillados en las losas sepulcrales

del coro, que se había levantado y que venía a

recibir en el umbral de la tumba a la que iba a

morir.

Ella, no menos pálida, ni se había dado cuenta

de que le habían puesto en la mano un pesado

cirio de cera amarilla, ya encendido; tampoco

había oído la chillona voz del escribano que leía

el texto fatal de la retractación pública. Cuando

le pidieron que dijera Amén, respondió Amén.

No se rehízo hasta que vio al clérigo hacer se-

ñas a sus guardianes para que se alejaran y

avanzar lentamente hacia ella.


Entonces sintió cómo la sangre le hervía en la

cabeza y un resto de indignación se encendió

en aquel alma entumecida y fría.

El archidiácono se aproximaba a ella lentamen-

te. Incluso en aquella situación extrema ella vio

cómo paseaba por su desnudez una mirada

brillante de lujuria, de celos y de deseo. Des-

pués le dijo en voz alta.

-Mujer, ¿habéis pedido perdón a Dios por vues-

tras faltas y por vuestros pecados? -se acercó a

su oído (los espectadores creían que estaba

haciendo su última confesión) y añadió-: ¿Quie-

res aceptarme? Todavía puedo salvarte.

Ella le miró fijamente.

-Vete, demonio, o to denuncio.

Él se sonrió con una horrible sonrisa.

-No to creerán. No harías más que añadir un

nuevo escándalo a to crimen. Respóndeme.

¿Me aceptas?

-¿Qué has hecho con mi Febo?


-Está muerto -dijo el sacerdote.

En ese mismo instante el miserable archidiáco-

no levantó maquinalmente la mirada y vio al

otro lado de la plaza, en el balcón de la man-

sión Gondelaurier, al capitán de pie junto a Flor

de Lis. Dudó un instance, se pasó la mano por

los ojos, volvió a mirar, masculló una maldición

y todos los músculos de su rostro se contrajeron

violentamente.

-Pues bien, ¡muere si quieres! Nadie to poseerá

-dijo entre dientes.

Entonces levantó la mano sobre la gitana y

gritó con voz fúnebre:

-I nunc, anima anceps, et sit tibi Deus mirericors

(14).

Era la temible fórmula con la que se acostum-

braba a cerrar estas sombrías ceremonias. Era la

señal convenida del sacerdote al verdugo.

El pueblo se arrodilló.

-Kyrie eleison -dijeron los restantes curas, si-


tuados bajo la ojiva del pórtico.

-Kyrie eleiron -repitió la multitud con el mur-

mullo que corre por todas las cabezas como el

chapoteo de un mar agitado.

-Amén -terminó el archidiácono.

Volvió la espalda a la condenada, su cabeza

cayó sobre su pecho, sus manos se cruzaron y

se reunió con el resto del cortejo. Poco después

se le vio desaparecer, con la cruz, la capa y los

cirios bajo los arcos brumosos de la catedral y

su voz sonora se fue apagando lentamente en el

coro entonando este último versícvlo de deses-

peración:

Omnes gurgites tui et fluctus tui super me transie-

runt (15).

14. Vete ahora, alma incierta, y que Dios tenga

misericordia de ti.

15. Todos tus remolinos, todas tus olas han pa-

sado sobre mi (Jonás, II).

Al mismo tiempo, el golpear intermitente del


asta con puntera de hierro de las alabardas de

los suizos, ahogándose poco a poco bajo los

intercolumnios de la nave, producía el efecto de

las campanadas de un reloj dando la última

hora de la condenada.

No obstante las puertas de Nuestra Señora

permanecían abiertas, mostrando una iglesia

vacía, desolada, oscura, sin cirios y sin voces.

La condenada permanecía inmóvil en su sitio,

esperando que dispusiesen de ella. Uno de los

sargentos de vara hubo de acercarse a micer

Charmolue que, durante toda aquella escena,

había permanecido examinando el bajorrelieve

del gran pórtico que representa para unos el

sacrificio de Abrahán y para otros la operación

filosofal, tomando al sol por el ángel, al fuego

por la leña y al filósofo artesano por Abrahán.

Costó bastante arrancarle de su contemplación

pero por fin se volvió y, a una señal suya, dos

hombres vestidos de amarillo, los ayudantes


del verdugo, se aproximaron a la gitana para

atarle las manos.

La desventurada, en el momento de subir nue-

vamente a la fatídica carreta y encaminarse

hacia su última estación, se sintió quizás inva-

dida por añoranzas de vida y levantó sus ojos

rojos y secos hacia el cielo, hacia el sol, hacia las

nubes de plata recortadas aquí y a11á en trape-

cios y en triángulos azules y después los bajó

hacia tierra mirando a la gente, a las casas... De

pronto, mientras el hombre de amarillo le esta-

ba atando los brazos, ella lanzó un grito terri-

ble; un grito de alegría. En aquel balcón de

a11á, de la esquina de la plaza, acababa de ver-

le; era su amigo, su señor, Febo; la otra apari-

ción de su vida. ¡El juez la había mentido! Era

él; no había duda. Estaba a11í, hermoso, vivo,

vestido con su deslumbrante uniforme, con

plumas en el gorro y la espada en el costado.

-¡Febo! -gritó-. ¡Febo de mi vida!


Quiso extender hacia él sus brazos temblorosos

de amor y de felicidad, pero estaban atados.

Entonces vio cómo el capitán fruncía el ceño y

cómo la bella joven, que se apoyaba en él, la

miraba con boca desdeñosa y ojos irritados; el

mismo Febo pronunció algunas palabras que

no llegaron hasta ella y los dos se eclipsaron

precipitadamente tras los cristales del balcón.

-¡Febo! -gritó desesperada-. ¿También tú to has

creído?

Un pensamiento monstruoso acababa de asal-

tarla. Se acordó de que había sido condenada

por asesinato en la persona de Febo de Châte-

aupers.

Hasta aquí to había soportado todo, pero este

último golpe fue demasiado rudo y cayó des-

vanecida al suelo.

-¡Vamos! -ordenó Charmolue-. ¡Subidla a la

carreta y acabemos ya!

Nadie había aún descubierto en la galería de las


estatuas de los reyes, esculpidos inmediata-

mente por encima de las ojivas del pórtico, a un

extraño espectador que hasta entonces to había

observado todo tan impasiblemente con tal

atención, con un rostro tan deforme que, a no

ser por su ropaje medio rojo y medio violeta, se

le habría podido confundir con uno de aquellos

monstruos de piedra por cuyas bocas desaguan

desde hace seiscientos años los largos canalo-

nes de la catedral. Aquel espectador no se había

perdido nada de to que, desde el mediodía,

había ocurrido ante el pórtico de Nuestra Seño-

ra. Ya desde los primeros momentos, sin que

nadie se hubiera preocupado de mirarle, había

atado fuertemente a una de las columnillas de

la galería una gruesa cuerda de nudos cuyo

extremo colgaba hasta la escalinata. Una vez

hecho esto se había quedado mirando tranqui-

lamente y silbaba de vez en cuando al pasar los

mirlos delante de él. De pronto, cuando los


ayudantes del verdugo se disponían a ejecutar

la flemática orden de Charmolue, saltó al otro

lado de la balaustrada de la galería, cogió la

cuerda con los pies primero, con las rodillas y

con las manos luego, y después se le vio des-

colgarse por la fachada como una gota de lluvia

deslizándose por un cristal; se le vio luego co-

rrer hacia los dos verdugos con la velocidad de

un gato caído de un tejado, derribarles con sus

enormes puños, coger a la gitana de una mano,

como una niña coge una muñeca y de un solo

salto Ilegar hasta la iglesia, alzando a la joven

sobre su cabeza y gritando con voz estentórea.

-¡Asilo!

-¡Asilo! ¡Asilo! -repitió la muchedumbre y diez

mil aplausos hicieron refulgir de alegría y de

orgullo el único ojo de Quasimodo.

La sacudida hizo volver en sí a la condenada

que abrió los ojos y al ver a Quasimodo volvió

a cerrarlos súbitamente como asustada de su


salvador.

Charmolue y los verdugos y toda la escolta se

quedaron atónitos. En el recinto de Nuestra

Señora, la condenada era en efecto inviolable

pues la catedral era un lugar de asilo y toda la

justicia humana expiraba en sus umbrales.

Quasimodo se había detenido bajo el gran

pórtico. Sus enormes pies parecían tan sólida-

mente asentados en el suelo cotno los pesados

pilares románicos. Su enorme cabeza peluda se

hundía en sus hombros como los leones que

tienen enormes melenas en lugar de cuello.

Sujetaba a la muchacha en sus manos callosas

como un paño blanco, pero con tanta precau-

ción que parecía tener miedo de romperla o de

marchitarla. Se habría dicho que era consciente

de sostener algo delicado, exquisito y precioso

hecho para unas manos distintas de las suyas y

a veces daba la impresión de no atreverse ni a

tocarla. Después, de pronto, la estrechaba entre


sus brazos contra su anguloso pecho, como a su

bien, como a su tesoro, como habría hecho la

propia madre de aquella muchacha. Su ojo de

gnomo se inclinaba sobre ella; la inundaba de

ternura, de dolor y de compasión y luego se

retiraba súbitamente inundado de luz. Ante

esto, las mujeres reían y lloraban y la multitud

se entusiasmaba pues, en aquellos momentos,

Quasimodo mostraba en realidad una belleza

especial. Se mostraba hermoso. Aquel huérfa-

no, aquel niño abandonado, aquel deshecho se

sentía augusto y fuerte y miraba a la cara, a esa

sociedad de la que se sentía apartado y en la

que él estaba ahora influyendo tan Po-

derosamente; miraba de frente a esa justicia

humana a la que él había arrancado su presa, a

todos esos tigres, obligados a morder en el vac-

ío, a los verdugos y a todas aquellas fuerzas del

rey a las que, con la fuerza de Dios, acababa de

aplastar él, el más despreciable de todos.


Y además era algo enternecedor aquella protec-

ción venida de un ser tan deforme, hacia una

criatura tan desventurada; era conmovedor el

que Quasimodo salvara a aquella condenada a

muerte. Eran las dos miserias más extremas de

la naturaleza y de la sociedad que se juntaban y

se ayudaban mutuamente.

Después de algunos minutos de triunfo, Qua-

simodo se introdujo bruscamente en la iglesia

con su carga. El pueblo, atraído siempre por las

proezas, le buscaba con la mirada por entre la

oscuridad de la nave, lamentando la rapidez

con que había desaparecido de su vista y de sus

aclamaciones. De pronto se le vio aparecer de

nuevo en uno de los extremos de la.galería de

los reyes de Francia; la atravesó corriendo como

un loco, levantando su conquista con los brazos

y gritando:

-¡Asilo!

La multitud estalló otra vez en aplausos. Una


vez que hubo atravesado aquella galería, volvió

a desaparecer en el interior de la iglesia. Poco

después reapareció en la plataforma superior,

con la gitana siempre entre sus brazos, y siem-

pre corriendo como un loco y gritando:

-¡Asilo! ¡Asilo! ¡Asilo!

-¡Viva! ¡Bravo! -gritaba el pueblo por su parte, y

aquellas estruendosas aclamaciones llegaban

hasta la otra orilla, sorprendiendo a la gente de

la Grève y a la reclusa que seguía esperando

con la vista fija en el patíbulo.

LIBRO NOVENO

FIEBRE

CLAUDE Frollo no estaba ya en Nuestra Seño-

ra cuando su hijo adoptivo cortaba tan por to

sano aquel nudo fatal con el que el desgraciado

archidiácono había atado a la gitana y se había

atado a sí mismo. Cuando llegó a la sacristía, se

quitó el alba, la capa y la estola, arrojándolo


todo en las manos de uno de los sacristanes y

salió rápidamente por una puerta semioculta

del claustro. Allí ordenó a un barquero del Te-

rrain que le cruzara a la orilla izquierda del

Sena. Una vez a11í se perdió por entre las em-

pinadas calles de la Universidad sin rumbo fijo,

encontrando a cada paso grupos de hombres y

mujeres que se apresuraban alegres hacia el

Pont Saint-Michel con la esperanza de llegar

aún a tiempo de ver colgar a la bruja. Iba páli-

do, perdido, turbado, más ciego y confuso que

un ave nocturna suelta y perseguida en pleno

día por una pandilla de muchachos.

No sabía dónde estaba ni to que pensaba. Iba

como en sueños; andaba, caminaba, corría, to-

mando cualquier calle al azar, sin saber cuál

era, empujado constantemente hacia adelante

por la Grève, por la horrible Grève que sentía

confusamente a sus espaldas.

Atravesó así la montaña de Sainte Geneviève


saliendo por fin de la ciudad por la Porte

Saint-Victor, y continuó alejándose del recinto

de torres de la Universidad hasta que las casas

empezaron a hacerse más escasas, hasta que,

por fin, una elevación del terreno le hizo perder

de vista aquel odioso París. Cuando ya se creyó

a cien leguas, en el campo, en zona deshabita-

da, se detuvo y le pareció que por fin respiraba.

Entonces ideas horribles se amontonaron en su

cabeza. Comenzó a ver claro en su alma y se

estremeció.

Pensó en aquella desventurada muchacha que

le había perdido y a quien él, a su vez, había

perdido. Echó una mirada huraña a la doble vía

tortuosa que la fatalidad había obligado a se-

guir a sus dos destinos hasta llegar a aquel

punto de intersección en que el destino mismo

los había destrozado implacablemente. Pensó

en el absurdo de los votos perpetuos, en la va-

nidad de la ciencia, de la castidad, de la reli-


gión, de la virtud, incluso en la misma inu-

tilidad de Dios. Se hundió conscientemente en

malos pensamientos y, a medida que se hundía

más en ellos, sentía estallar en sus entrañas una

risa satánica y cavando así en su álma, al com-

probar cuán grande era el espacio que la natu-

raleza había reservado en ella a las pasiones, su

risa se hizo aún más amarga. Removió en el

fondo de su corazón todo su odio, toda su mal-

dad y reconoció, con la mirada fría de un médi-

co que examina a un enfermo, que ese odio y

esa maldad no no eran más que amor viciado;

que el amor, ese manantial en el hombre de

todas las virtudes humanas, se tornaba en algo

horrible en el corazón de un sacerdote, y que

un hombre como él se convertía en demonio al

hacerse sacerdote. Entonces su risa fue atroz y

de pronto se quedó pálido al considerar el as-

pecto más siniestro de su fatal pasión; de ese

amor corrosivo, envenenado, rencoroso, impla-


cable que únicamente había conseguido el pati-

bulo para uno y el infierno para el otro; con-

denados ambos.

Luego volvió a reírse pensando que Febo esta-

ba vivo que, después de todo el capitán vivía,

que estaba alegre y contento, que tenía un uni-

forme más bonito que nunca y una nueva

amante a la que llevaba para ver cómo colga-

ban a la anterior. Pero aquella risa sarcástica

fue mayor cuando se dio cuenta de que, de en-

tre todos los seres vivos a los que habría desea-

do la muerte, la egipcia única criatura a la que

no odiaba, era a la única a la que no había per-

donado.

Su pensamiento pasó luego del capitán al pue-

blo y tuvo un arrebato inaudito de celos: pensó

que también el pueblo, todo el pueblo habla

tenido ante sus ojos y casi desnuda a la mujer

que él amaba. Se retorcía los brazos al pensar

que aquella mujer, cuya forma, entrevista sólo


por él en la oscuridad, le hubiera propor-

cionado la suprema felicidad, había sido entre-

gada, en pleno día, a todo un pueblo, vestida

como para una noche de voluptuosidad. Lloró

de rabia por todos aquellos misterios de amor

profanados, manchados, desnudos, marchitos

para siempre. Lloró de rabia imaginando cuán-

tas miradas inmundas se habrían recreado en

aquel sayal mal ajustado; pensando que aquella

bella muchacha, aquella virginal azucena, aquel

vaso de pudor y de delicias al que sólo tem-

blando se habría atrevido él a aproximar sus

labios, acababa de convertirse en una escudilla

pública a la que el populacho más vil de París,

los ladrones, los mendigos, los lacayos, se ha-

bían acercado a beber, todos juntos, un placer

desvergonzado, impuro y depravado.

Y cuando intentaba hacerse una idea de la di-

cha que habría podido encontrar en la tierra si

ella no hubiera sido gitana ni él sacerdote; si


Febo no hubiera existido y si ella le hubiera

amado; cuando se figuraba que una vida llena

de serenidad y de amor le habría sido posible,

también a él; que en aquellos momentos y en

cualquier lugar de la tierra había parejas felices,

disfrutando de dulces charlas bajo naranjos o a

la orilla de cualquier arroyuelo, o ante un atar-

decer o bajo una noche estrellada; y que, si Dios

to hubiera permitido, habría podido formar con

ella una de esas felices parejas, su corazón se

deshacía en ternuras y se llenaba de desespera-

ción.

-¡Oh! ¡Es ella! ¡Es ella!

Era ésta la idea fija que le asediaba sin cesar,

que le torturaba, que le presionaba el cerebro y

que le desgarraba las entrañas; sin embargo, no

to lamentaba, no se arrepentía; todo to que hab-

ía hecho, volvería a hacerlo una vez más. Pre-

fería verla en las manos del verdugo que en los

brazos del capitán; pero estaba sufriendo; sufría


tanto que a veces se arrancaba los cabellos para

ver si habían encanecido.

Hubo un momento entre otros en que pensó

que quizás en aquel mismo instante la horrible

cadena que había visto por la mañana podría

estar apretando su nudo de hierro alrededor de

aquel cuello tan frágil y tan gracioso, y ese pen-

samiento le hizo sudar por todos los poros de

su cuerpo.

Hubo otro momento en que, mientras se reía

diabólicamente de sí mismo, se representó a la

Esmeralda tal como la viera el primer día, vi-

vaz, despreocupada, alegre atractivamente ves-

tida, inquieta, alada, armoniosa, y la Esmeralda

del último día, con el sayal y la cuerda al cuello,

subiendo lentamente con sus pies descalzos por

la empinada escalera del patíbulo; su imagina-

ción le presentó de cal manera este doble cua-

dro que no pudo evitar un grito terrible en su

garganta.
Mientras que aquel huracán de desesperación

transformaba, rompía, doblaba, arrancaba de

raíz todo en su alma él se quedaba contem-

plando la naturaleza que vivía a su alrededor.

A sus pies unas gallinas rebuscaban picoteando

entre la maleza; los escarabajos de esmalte corr-

ían al sol y por encima de su cabeza algunas

nubes grises huían por el cielo azul y por el

horizonte la torre de la abadía de Saint-Victor

asomaba por un altozano su obelisco de pizarra

y el molinero del otero de Copeaux contempla-

ba silbando el lento girar de las aspas de su

molino. Toda aquella vida tranquila, activa,

organizada que bajo mil aspectos, se iba repro-

duciendo en su entorno, le molestaba y por ello

reanudó su huida.

Siguió así, campo a través, hasta la noche.

Aquella huida de la naturaleza, de la vida, de sí

mismo, del hombre, de Dios, de todo, se pro-

longó durante el día entero. A veces se tiraba al


suelo y arrancaba con sus uñas plantas de trigo

todavía tiernas; a veces se detenía en la calle

desierta de un pueblo y sus pensamientos le

resultaban tan insoportables que se cogía la

cabeza con las dos manos como para arrancár-

sela y lanzarla al suelo.

Hacia el atardecer se examinó de nuevo y se

encontró casi loco; la tempestad levantada en él

desde el instante en que había perdido la espe-

ranza y la voluntad de salvar a la gitana no

había dejado en su conciencia ni sola idea sana,

ni un solo pensamiento en su sitio. Su razón

permanecía prácticamente destruida por com-

pleto. Sólo aparecían en su mente dos imágenes

muy nítidas: la Esmeralda y el patíbulo; el resto

era oscuridad. Aquellas dos imágenes juntas

dibujaban en su espíritu un grupo espantoso y

cuanto más atención les prestaba, más se agi-

gantaban en una progresión fantástica; una

llena de gracia, de encanto, de belleza, de luz y


el otro Reno de horror, de manera que, al final,

la Esmeralda se le aparecía como una estrella y

la horca como un enorme brazo descarnado.

Algo destacable es que, durante aquella horri-

ble tortura, nunca le surgió la idea seria de mo-

rir. ¡Así estaba hecho aquel miserable! Se afe-

rraba a la vida y hasta es posible que, detrás de

todo ello, viese realmente el infierno.

El día seguía declinando y el ser vivo que aún

existía en él, pensó confusamente en la vuelta.

Se imaginaba lejos de París pero, cuando se

orientó mejor, comprobó que no había hecho

sino rodear el recinto de la Universidad. La

torre de Saint-Sulpice y las tres altas agujas de

Saint-Germain-des-Prés se recortaban en el

horizonte, a su derecha y cuando oyó el quién

vive de los hombres de armas del abad, los vi-

gilantes del recinto almenado de

Saint-Germain, se volvió y tomó el sendero que

había delante entre el molino de la abadía y la


leprosería uel burgo y un momento después se

encontró cerca del Pré-aux-Clercs. Aquel prado

era famoso por los tumultos que se organiza-

ban día y noche; era la hidra de los monjes de

Saint-Germain, quod monachis Sancti-Germani

pratensis hydra fuit, clericis nova semper dissidio-

rum capita surcitantibus(1).

1. Que para los monjes de San Germán fue una

hidra, pues los clérigos suscitaban siempre

nuevos motivos de disputa. (Cita de Du Breul.)

El archidiácono temió encontrar a alguien y

tenía miedo de todo rostro humano. Acababa

de evitar la Universidad, el barrio de

Saint-Germain y pretendía entrar en las calles

to más tarde Posible. Pasó de largo el

Pré-aux-Clercs, tomó el camino desierto que le

separaba del Dieu-Neuf y llegó por fin al borde

del agua. A11í dom Claude encontró a un bar-

quero que por unos pocos denarios parisinos, le

hizo remontar el Sena hasta el puente de la


Cité, y le dejó en aquel istmo abandonado en el

que el lector ha visto ya soñar a Gringoire y que

continuaba hasta pasados los jardines del rey,

paralelo a la isla del barquero de las vacas.

El movimiento monótono del barco y el chapo-

teo del agua habían adormecido un poco al

desventurado Claude. Cuando ya el barquero

se hubo alejado, él permaneció aún estúpida-

mente, de pie, en la orilla, mirando hacia delan-

te y no viendo las cosas más que a través de los

movimientos deformantes que le hacían ver

una especie de fantasmagoría. No es raro que el

cansancio producido por un gran dolor pro-

duzca estos efectos en la mente.

El sol se había ya escondido tras la alta Tour de

Nesle; era el momento del crepúsculo; el cielo

era blanco como blanca era el agua del río. En-

tre aquellas dos blancuras, la orilla izquierda

del Sena, en la que él tenía fijos los ojos, proyec-

taba su masa sombría y, cada vez más delgada


por la perspectiva, se hundía entre las brumas

del horizonte como una flecha negra. Estaba

rodeada de casas, de las que sólo se distinguía

su oscura silueta, nítidamente recortada en la

oscuridad, en el fondo claro del cielo y del

agua. Aquí y a11á las ventanas comenzaban a

encenderse como brasas. Aquel inmenso obe-

lisco negro, así aislado, entre los dos manteles

blancos del cielo y del río, muy ancho en aquel

lugar, produjo en dom Claude un efecto singu-

lar, comparable a to que pudiera sentir un

hombre que, tumbado de espaldas al pie de los

capiteles de la catedral de Estrasburgo, viera la

enorme aguja hundirse por encima de su cabe-

za en las penumbras del crepúsculo; sólo que

aquí era Claude quien estaba de pie y el obelis-

co el que estaba echado; pero, como el río, al

reflejar al cielo, prolongaba el abismo por deba-

jo de él, el inmenso promontorio parecía tan

atrevidamente lanzado hacia el vacío como la


flecha de una catedral y la impresión era la

misma.

Esta impresión tenía incluso algo de más extra-

ño y profundo, ya que parecía la aguja de Es-

trasburgo, pero como si fuera de dos leguas;

algo inaudito, gigantesco a inconmensurable;

un edificio como ningún ojo humano haya visto

nunca; una torre de Babel.

Las chimeneas de las casas, las almenas de las

murallas, los piñones tallados de las fachadas,

la flecha de los agustinos, la Tour de Nesle,

todos aquellos salientes que mellaban el perfil

del colosal obelisco, acrecentaban aquella ilu-

sión, engañando curiosamente a la vista con los

resaltes y relieves de unas esculturas densas y

fantásticas. Claude creyó ver, en el estado de

alucinación en que se encontraba -ver con sus

ojos de la cara- el campanario del infierno; las

mil luces esparcidas por toda la altura de aque-

lla espantosa torre, le parecieron otras tantas


bocas del inmenso horno interior y las voces y

los ruidos, que de ellas salían, otros Cantos

estertores y gritos. Entonces le entró el miedo y

se tapó las orejas con las manos para no oírlos,

dio media vuelta para no ver nada y se alejó a

grandes pasos de aquella horrible visión.

La visión sin embargo estaba en él.

Cuando se adentró en las calles, la gente que se

codeaba al resplandor de los escaparates le

producía el efecto de un eterno it y venir de

espectros a su alrededor. Sentía ruidos horri-

bles en el oído y fantasías extraordinarias le

turbaban el espíritu. No veía ni casas, ni suelo,

ni carros, ni hombres, ni mujeres, sino un caos

de objetos indefinidos que se fundían por los

bordes unos en otros. En una esquina de la calle

de la Barillerie había una tienda de comestibles

cuyo alero estaba, según costumbre inmemo-

rial, guarnecido todo a to largo de anillas de

hojalata de las que colgaban bastoncitos de


madera que, movidos por el viento, se entre-

chocaban produciendo un sonido como de cas-

tañuelas. Él creyó oír entrechocarse en la oscu-

ridad los huesos de los esqueletos colgados en

Montfaucon(2).

2 Localidad próxima a la Villete -hoy en pleno

casco de París- donde se elevaba un famoso

cadalso, construido en el siglo xtu. No desapa-

reció hásta 1760. En este siniestro patíbulo pod-

ían ser colgados hasta sesenta condenados a la

vez. Circunstancia curiosa es que su construc-

tor, Marigny, fue colgado en él así como mu-

chos otros personajes conocidos, como in-

tendentes de finanzas, etc., incluso el almirante

Gaspar de Coligny, que defendió la plaza de

San Quintín,luchando contra los españoles;

posteriormente convertido al protestantismo, y

una de las primeras víctimas de la famosa no-

che de San Bartolomé, vio expuesto su cnerpo

en el tristemente famoso patíbulo de Montfau-


con.

-¡Oh! -exclamó-, ¡el viento de la noche empuja a

unos contra otros y junta el ruido de sus cade-

nas con el de sus huesos! ¡Tal vez ella se en-

cuentre ahí colgada entre los demás!

Enloquecido, no supo ya a dónde ir. Unos pa-

sos más allá, se encontró en el Pont

Saint-Michel. Vio luz en la ventana de una

planta baja y se aproximó. A través de sus cris-

tales resquebrajados, descubrió una habitación

sórdida que despertó en su espíritu un recuer-

do confuso. En aquella sala, mal iluminada por

una débil lámpara, había un hombre rubio y

jovial, de figura agradable, que estaba abrazan-

do y besando entre grandes risotadas a una

muhacha, vestida con mucho descaro. Cerca de

la lámpara se veía a tna vieja hilando y cantan-

do a la vez con una voz cascada. Corno as riso-

tadas del joven no eran continuas, la canción de

la vieja legaba a trozos hasta el clérigo. Era algo


muy poco inteligible y horroroso.

Grève, aboye, Grève grouille!

File, file, ma quenouille,

File sa corde au bourreau

Qui siffle dans le préau.

Grève, aboye, Grève grouille.

La belle corde de chanvre!

Semez d'ici jusqu'á Vanvre

Du chanvre et non pas du blé.

Le voleur n'a pas volé

La belle corde de chanvre!

Grève grouille, Grève aboye!

Pour voir la fille de joie

Pendre au gibet chassieux

Les fenêtres sont des yeux.

Grève, grouille, Grève aboye (3).

3 ¡Grève, ladra, Grève bulle! / Hila hila rueca

mía / Hila su cuerda al verdugo / Que silba en

el prado / ¡Grève, ladra, grève bulle! / ¡Qué

bonita cuerda de cáñamo! / Sembrad desde


Issy hasta Vanvre / Cáñamo que no trigo / El

ladrón no la ha robado / la bonita cuerda de

cáñamo / ¡Grève buye, Grève ladra! / Para ver

a la ramera / colgar de la horca asquerosa /

Las ventanas son como ojos / ¡Grève bulle,

Grève ladra!

Al llegar aquí, el joven volvía a reír y a acariciar

a la joven. La vieja era la Falourdel y la mucha-

cha una mujer pública; el joven era su hermano

Jehan.

Dom Claude seguía mirando, pues le daba

igual un espectáculo que otro.

Vio cómo Jehan se acercaba a una ventana del

fondo de la sala, la abría y echaba una ojeada al

muelle del Sena en donde brillaban a to lejos

mil ventanas encendidas, y le oyó decir al ce-

rrarla:

-¡Por vida mía! Se está haciendo de noche. Los

burgueses encienden sus velas y Dios sus estre-

llas.
Después se acercó a la chica y rompió una bote-

lla que había en una mesa a la vez que gritaba.

-¡Vacía otra vez! ¡Ya no me queda dinero! Isa-

beau, querida amiga, no estaré contento de

Júpiter hasta que no cambie tus pechos blancos

en dos negras botellas para mamar vino día y

noche, vino de Beaune.

Aquella broma hizo reír a la ramera y Jehan

salió.

Apenas si dom Claude tuvo tiempo de echarse

al suelo para no encontrarse de frente con Jehan

y ser reconocido. Por suerte la calle era oscura y

el estudiante estaba borracho. Sin embargo, dis-

tinguió al archidiácono tumbado en el suelo.

-¡Vaya, vaya! Aquí hay uno que hoy se to ha

pasado bien -y empujó con el pie a dom Claude

que contenía la respiración.

-Borracho del todo -dijo Jehan-. Andando, que

está como una cuba; es como una sanguijuela

salida del tonel. ¡Y está calvo! Es un viejo -dijo


agachándose-,;Fortunate renex!

Después dom Claude le oyó alejarse y decir:

-Da igual; la razón es hermosa y mi hermano, el

archidiácono es un hombre con suerte por ser

bueno y tener dinero.

Entonces el archidiácono se levantó y corrió sin

parar hasta Nuestra Señora, cuyas enormes

torres veía aparecer en la oscuridad por encima

de las casas.

Al llegar a la plaza de la catedral, totalmente

sofocado, retrocedió y no se atrevió a levantar

la vistá hacia el funesto edificio.

-¡Oh! -dijo en voz baja-, ¿será verdad que tales

cosas hayan pasado aquí hoy; esta misma ma-

ñana?

Por fin se decidió a mirar a la iglesia. La facha-

da se destacaba, oscura, sobre un cielo rutilante

de estrellas y la luna, en cuarto creciente, estaba

en aquel momento encima de la torre derecha y

parecía colgada, como un pájaro luminoso, en


el borde de la balaustrada, recortada en trébo-

les negros.

La puerta del claustro se hallaba cerrada pero el

archidiácono llevaba siempre consigo la llave

de la torre en donde se encontraba el laborato-

rio y la utilizó para entrar en la iglesia.

Encontró a11í una oscuridad y un silencio de

caverna. Por las grandes sombras que caían por

todas partes en anchos pliegues, se dio cuenta

de que aún no habían quitado las colgaduras

para la ceremonia de aquella mañana. La gran

cruz de plata refulgía en la oscuridad, salpicada

de algunos puntos brillantes, como una vía

láctea en aquella noche de sepulcro. Las altas

ventanas del coro mostraban por encima de las

colgaduras negras el extremo superior de sus

ojivas, cuyas vidrieras, atravesadas por la luz

de la luna, sólo tenían los colores apagados de

la noche, como el violeta, el blanco y el azul que

sólo se ven en las caras de los muertos. El ar-


chidiácono, al ver alrededor del coro aquellas

puntas pálidas de la parte superior de las oji-

vas, creyó ver mitras de obispos condenados.

Cerró los ojos y cuando los abrió de nuevo le

parecieron caras pálidas que le miraban fija-

mente.

Echó a andar por la iglesia y le pareció que

también la iglesia se movía; que vivía; que cada

pilar se convertía en una enorme pata que gol-

peaba el suelo con su enorme planta pétrea y

que la gigantesca catedral se asemejaba a una

especie de elefante prodigioso que resoplaba y

que se ponía en movimiento, utilizando los

pilares como patas, sus dos torres como trom-

pas y el inmenso paño negro como gualdrapa.

La fiebre o la locura habían alcanzado tal inten-

sidad que el mundo exterior no era para el in-

fortunado clérigo más que una especie de apo-

calipsis visible, palpable, pavorosa.

Hubo un momento en que estuvo más calmado


y recorriendo las naves laterales observó, detrás

de uno de los pilares, una luz rojiza. Se acercó a

ella como si fuera una estrella; era la pequeña

lamparita que iluminaba noche y día el brevia-

rio público de Nuestra Señora, tras una rejilla

de hierro. Se avalanzó sobre el santo libro con

la esperanza de encontrar en él algún consuelo

o algo de ánimo. El libro se encontraba abierto

en este pasaje de Job por el que su vista se pa-

seó: KY un espíritu pasó ante mi rostro y sentí

como un ligero soplo y se me erizó el vello de

mi piel.x

Ante aquella lúgubre lectura, experimentó to

que experimenta un ciego al sentirse picado por

el bastón que ha recogido del suelo. Las piernas

comenzaron a fallarle y se derrumbó sobre el

suelo, pensando en la que había muerto aquel

mismo día. Sentía que pasaban por su cerebro

tantas humaredas monstruosas que le parecía

como si su cabeza se hubiera convertido en una


de las chimeneas del infierno.

Quizás permaneció durante mucho tiempo en

esta actitud, sin pensar en nada, anonadado y

pasivo bajo la mano del demonio.

Poco a poco fue recobrándose y pensó en it a

refugiarse en la torre cerca de su fiel Quasimo-

do. Se incorporó y como sentía miedo cogió,

para iluminarse la lamparita del breviario.

4quello era un sacrilegio pero no estaba en

condiciones para preocuparse por tan poca co-

sa.

Subió lentamente por la escalera de las torres,

lleno de un secreto terror, que debía afectar

también a los escasos traseúntes de la plaza de

Nuestra Señora que vieran aquella misteriosa

luz rojiza de la lámpara ascendiendo, a aquellas

horas, de aspillera en aspillera, hasta to alto del

campanario.

De pronto sintió algo de frío en su rostro y es

que se encontraba bajo la puerta de la más ele-


vada de las galerías. El aire era fresco; por el

cielo corrían grandes nubes blancas que se

mezclaban unas sobre otras y se aplastaban en

los ángulos, asemejándose a un río desbordado

por la corriente del invierno. La luna, varada en

su cuarto creciente en medio de las nubes, se

asemejaba a un navío celeste, encallado entre

aquellos hielos del aire.

Bajó la vista y contempló durante un momento,

por entre el enrejado de columnillas que une las

dos torres, a to lejos y a través de un velo de

humos y de brumas, la multitud silenciosa de

los tejados de París, afilados, innumerables,

amontonados y pequeños como las olas de un

mar tranquilo en una noche de verano.

El resplandor de la luna se esparcía por el cielo,

dando a la sierra un tono de ceniza. En aquel

momento el reloj levantó su voz endeble y cas-

cada y dio las doce. El clérigo pensó en el me-

diodía y que eran las doce que volvían de nue-


vo.

-¡Oh! -se dijo muy bajo- ¡Qué fría debe estar ya!

De pronto, el viento apagó su lámpara y casi

simultáneamente vio surgir, por el lado opues-

to de la torre, una sombra, un resplandor, una

forma blanca de mujer. Se estremeció pues jun-

to a aquella mujer había una cabritilla que pro-

longaba con su balido la última campanada del

reloj.

Tuvo el valor de mirarla. Era ella; estaba pálida

y sombría. Su melena le caía sobre los hombros

como por la mañana pero sus manos estaban

libres y no llevaba la soga al cuello. Estaba li-

bre; estaba muerta. Iba vestida de blanco y un

velo blanco también le cubría la cabeza. Se

acercaba a él lentamente, mirando al cielo y la

cabra sobrenatural la seguía. Entonces se sintió

de piedra y demasiado pesado para huir. A

cada paso que ella avanzaba, él retrocedía otro;

eso era todo. Así volvió hasta la bóveda oscura


de la escalera. Se sentía helado ante la idea de

que ella pudiera llegar hasta donde él se encon-

traba; si to hubiera hecho, él habría muerto de

terror.

Ella se acercó hasta la puerta de la escalera y se

detuvo a11í durance algunos momentos; miró

fijamente hacia la oscuridad pero, aparente-

mente no vio al clérigo y siguió. Le pareció más

alta que cuando vivía. Vio la luna a través de su

vestido blanco y hasta Ilegó a percibir su respi-

ración.

Cuando hubo pasado, empezó a bajar la escale-

ra con la lentitud que había observado en aque-

lla aparición, creyéndose él mismo un espectro,

asustado, con el cabello erizado y con su

lámpara apagada en su mano; mientras bajaba

los peldaños en espiral, oía nítidamente en su

oído una voz que reía y que repetía:

«... Y un espíritu pasó ante mi rostro y sentí

como un ligero soplo y se me erizó el vello de


mi piel.»

II

JOROBADO, TUERTO Y COJO

EN la Edad Media todas las ciudades y, hasta

Luis XII, coda Francia, tenían sus lugares de

asilo. Estos lugares de asilo, en medio del dilu-

vio de leyes penales y de jurisdicciones bárba-

ras que inundaban la ciudad, eran como islas

que se elevaban por encima del nivel de la jus-

ticia humana. Cualquier criminal que arribara a

ellas podía considerarse salvado. En cada arra-

bal había tantos lugares de asilo como patíbu-

los. Era como el abuso de la impunidad frente

al abuso de los suplicios; dos cosas negativas

que intentaban corregirse una con otra. Los

palacios del rey, las residencias de los príncipes

y principalmente las iglesias disfrutaban del

derecho de asilo. A veces se hacía lugar de asilo

a toda una ciudad, sobre todo cuando se necesi-

taba repoblarla. En 1467, Luis XI hizo de París


un lugar de asilo.

Una vez puesto el pie en el asilo, el criminal era

sagrado, pero tenía que guardarse muy mucho

de no salir de él, pues dar un paso fuera del

santuario suponía caer de nuevo a la corriente.

La rueda, el patíbulo, la estrapada, montaban

guardia en torno al lugar de refugio y acecha-

ban continuamente a su presa como los tibu-

rones en torno al barco. Se han visto condena-

dos que encanecían así en un claustro, en la

escalera de un palacio, en el huerto de una

abadía, bajo los porches de una iglesia. Así,

pues, el asilo era una forma de prisión como

cualquier otra. Ocurría a veces que un decreto

solemne del parlamento violaba el asilo y de-

volvía al condenado a los verdugos; sin embar-

go, esta circunstancia se presentaba muy rara-

mente. Los parlamentos tenían miedo de los

obispos y cuando estos dos estamentos llega-

ban a enfrentarse, la toga no hacía buen juego


con la sotana. A veces sin embargo, como en el

caso de los asesinos de Petit-Jean, verdugo de

París, y en el de Emery Rousseau, asesino de

Jean Valleret, la justicia pasaba por encima de

la Iglesia y procedía a la ejecución de las sen-

tencias. Sin embargo, a menos que un decreto

del parlamento no les amparara, ¡ay de quienes

violaran a mano armada un lugar de asilo! Ya

se sabe cuál fue la muerte de Robert de Cler-

mont, mariscal de Francia, y la de Jean de

Chálons, marsical de Champagne y sin embar-

go el reo no era más que un cal Perrin Marc,

empleado de un cambista, un miserable asesi-

no; pero los dos mariscales habían roto las

puertas de Saint-Méry. Hechos como éste se

consideraban con gran severidad.

Existía en lo relativo a los refugios un gran res-

peto que, según la tradición, se extendía a veces

hasta a los animales. Aymoin nos habla de un

ciervo que, acosado por Dagoberto, se había


refugiado junto al sepulcro de San Dionisio; se

salvó porque la jauría se detuvo en seco,

quedándose ladrando.

Las iglesias disponían generalmente de una

celdita preparada para recibir a los que supli-

caban asilo. En 1407, Nicolás Flamel hizo cons-

truir para ellos encima de las bóvedas de Saint

Jacquesde-la-Boucherie una habitación que le

costó cuatro libras, seis sueldos y deciséis dena-

rios parisinos.

En Nuestra Señora existía una celda en la te-

chumbre de las capillas laterales, bajo los arbo-

tantes, frente al claustro, precisamente en el

lugar en donde hoy la mujer del portero de las

torres ha hecho un jardín, que es a los jardines

colgantes de Babilonia to que una lechuga a

una palmera o to que una portera es a la reina

Semíramis.

Fue a11í donde, tras su desenfrenada y triunfal

carrera por las torres y las galerías, Quasimodo


había depositado a la Esmeralda. Mientras

duró aquella carrera la muchacha no había re-

cobrado el sentido a iba medio adormilada,

medio despierta, sin sentir nada excepto que

iba por el aire, que estaba flotando y que volaba

y que alguien la llevaba por encima de la tierra.

De vez en cuando oía las risas sonoras y la voz

ruidosa de Quasimodo en su oído. Cuando

abría los ojos, veía confusamente abajo el París

salpicado con sus mil tejados de pizarra y de

tejas como un mosaico rojo y azul y delante de

ella la cara horrible y alegre de Quasimodo; en-

tonces sus párpados se cerraban de nuevo y

creía que todo había terminado, que la habían

ejecutado durante su desvanecimiento y que el

deforme espíritu que había presidido su desti-

no, se había apoderado de ella y se la llevaba;

no se atrevía a mirarle y no Podía hacer nada.

Pero cuando el campanero de Nuestra Señora,

con sus cabellos revueltos por el viento y jade-


ante por su esfuerzo, la dejó en la celda del re-

fugio y cuando sintió que sus pesadas manos

desataban cuidadosamente la soga que le las-

timaba los brazos, experimentó esa especie de

sacudida que despierta sobresaltados a los pa-

sajeros de un navío cuando encalla en medio de

una noche oscura. Sus pensamientos comenza-

ron también a despertarse y los recuerdos se le

fueron apareciendo uno a uno. Así comprobó

que estaba en Nuestra Señora y se acordó de

haber sido arrancada a las manos del verdugo,

recordó que Febo estaba vivo y que ya no la

amaba; estas dos ideas, en las que tanta amar-

gura se mezclaba, se presentaban juntas a la

pobre condenada; entonces se volvió hacia

Quasimodo que se mantenía de pie ante ella, y

que le asustaba.

-¿Por qué me habéis salvado?

Él la miró con ansiedad como intentando adi-

vinar to que ella estaba diciendo. Ella volvió a


repetirle la pregunta y entonces él le lanzó una

mirada profunda y triste y huyó.

La Esmeralda se quedó asombrada.

Vovió poco después con un paquete que dejó a

sus pies. Eran vestidos que algunas mujeres

caritativas habían dejado para ella en el umbral

de la iglesia.

Entonces se miró a sí misma y, al verse casi

desnuda, se sonrojó. Estaba volv iendo la vida a

la gitana.

Quasimodo pareció experimentar también una

especie de pudor y, tapándose los ojos con sus

enormes manos, se alejó otra vez pero, en esta

ocasión, con pasos lentos.

Ella se vistió rápidamente. Era un vestido blan-

co y un velo también blanco; los hábitos de una

novicia del Hospital.

Casi no había aún terminado cuando vio volver

a Quasimodo. Traía esta vez un cesto bajo un

brazo y un colchón en el otro. Había en el cesto


una botella, pan y algunas provisiones; puso el

cesto en el sueio y dijo:

-Comed.

Extendió después el colchón en el suelo y dijo:

-Dormid.

Eran su propia comida y su propio colchón to

que el campanero había ido a buscar.

La gitana levantó sus ojos hacia él en agradeci-

miento y no pudo articular palabra alguna,

pues el pobre diablo era horrible, en verdad;

bajó la cabeza como con un escalofrío de miedo.

Entonces él le dijo:

-Os doy miedo. Soy muy feo, ¿verdad? No es

necesario que me miréis; escuchadme única-

mente. Durante el día deberéis quedaros aquí y,

de noche, podéis pasear por la iglesia; pero no

salgáis nunca de la iglesia, ni de día ni de noche

o estaréis perdida. Os matarían y yo moriría.

Emocionada, levantó la cabeza para responder-

le pero ya había desaparecido. Ella se encontró


sola pensando en las palabras singulares de

aquel ser casi monstruoso y extrañada por el

tono de su voz que era muy ronco pero, a la

vez, muy dulce.

Después examinó la celda; era una habitación

de unos seis pies cuadrados con una lucera y

una puerta en el plano inclinado del techo; de

piedras lisas. Varias gárgolas con figuras de

animales parecían asomarse en torno a ella y

estirar el cuello para asomarse por la pequeña

claraboya. Por el borde del tejado veía la parte

alta de mil chimeneas que hacían subir bajo sus

ojos los humos de todos los hogares de París.

Triste espectáculo para la pobre gitana, niña

expósita, condenada a muerte, desgraciada

criatura, sin patria, sin familia, sin hogar.

Cuando el pensamiento de su soledad se le

aparecía así, más angustioso que nunca, sintió

que una cabeza velluda y barbuda se deslizaba

entre sus manos y entre sus rodillas y se echó a


temblar (todo le asustaba ya).

Era la pobre cabra, la ágil Djali, que se había

ido tras ella en el momento en que Quasimodo

había dispersado a la brigada de Charmolue y

que se deshacía en carantoñas a sus pies, desde

hacía más de una hora, sin poder obtener ni

una triste mirada. La egipcia, entonces, la cu-

brió de besos.

-¡Oh, Djali! -decía-. ¡Cómo to he olvidado! ¡Tú

siempre estás pensando en mí! ¡No eres ingrata!

Y al mismo tiempo, como si una mano invisible

hubiera levantado el peso que oprimía las

lágrimas de su corazón, desde hacía ya mucho

tiempo, se echó a llorar; y a medida que las

lágrimas corrían sentía que, con ellas, se iba

también to que había de más acre y de más

amargo en su dolor.

Llegada la noche, la encontró tan bella y la luna

le pareció tan dulce que dio la vuelta a la galer-

ía superior que rodea la iglesia. Sintió un gran


alivio al comprobar qué tranquila se aparecía la

tierra desde aquella altura.

III

SORDO

A la mañana siguiente, al despertarse, se dio

cuenta de que había dormido y esta circunstan-

cia la extrañó pues hacía mucho tiempo que

había perdido la costumbre de dormir. Un ale-

gre rayo de sol mañanero entraba por la clara-

boya y le daba en la cara. AI mismo tiempo que

el sol, vio en la claraboya algo que la asustó; era

la horrible cara de Quasimodo. Cerró los ojos

sin querer pero era en vano pues creía seguir

viendo, a través de sus párpados rosa, aquella

máscara de gnomo, tuerto y con los dientes

mellados. Sus ojos seguían aún cerrados cuan-

do oyó una voz ruda que le decía muy amiga-

blemente.

-No tengáis miedo que soy yo, vuestro amigo.

Había venido a veros dormir. ¿Verdad que no


os molesta el que os vea dormir? ¿Qué más os

da que yo esté aquí cuando tenéis los ojos ce-

rrados. Ahora me voy; ya los podéis abrir que

me he escondido tras la pared.

Había algo aún más lastimero que aquellas

mismas palabras y era el tono con que las decía.

La egipcia, emocionada, abrió los ojos y efecti-

vamente ya se había marchado de la claraboya.

Se acercó hasta ella y vio al pobre jorobado acu-

rrucado en uno de los ángulos del muro, en

una postura incómoda. Entonces ella, inten-

tando superar la repugnancia que le inspiraba,

le dijo con dulzura que se acercara. Por el mo-

vimiento de los labios de la egipcia, Quasimodo

creyó que le mandaba irse y entonces se levantó

y se retiró lentamente cojeando, con la cabeza

baja, sin atreverse siquiera a levantar hacia la

joven su triste mirada llena de desesperación.

Ella le pidió nuevamente que se acercara pero

él seguía alejándose. Entonces la Esmeralda


salió fuera de la celda y le cogió por un brazo.

Sintiéndose así tocado por ella, Quasimodo

comenzó a temblar por todo el cuerpo. Levantó

su ojo suplicante y, al ver que ella le acercó

hacia sí misma, toda su cara se iluminó de

alegría y de ternura. Ella quiso que entrara en

la celda pero él se obstinó en quedarse a la en-

trada.

-No, no -le dijo-; el búho no puede entrar nunca

en el nido de la alondra.

Entonces ella se sentó muy graciosamente en su

lecho con la cabra, dormida, a sus pies y los dos

se quedaron inmóviles duran-. to algunos ins-

tantes, considerando en silencio, él tanta gracia

y ella tanta fealdad. A cada momento, ella des-

cubría en Quasimodo alguna deformidad más.

Su mirada se paseaba desde las rodillas zambas

a su espalda jorobada y desde la joroba a su

único ojo. No era capaz de entender que un ser

tan torpemente esbozado pudiera existir en


realidad. Sin embargo había en él, repartidas,

tanta tristeza y tanta dulzura que empezó a

acostumbrarse a aquella fealdad.

Fue él quien rompió el silencio.

-¿Me pedís que me quede?

Ella le hizo un signo afirmativo con la cabeza al

tiempo que le decía:

-Sí.

Él entendió en seguida el movimiento de la

cabeza.

-¡Ay! -dijo, no atreviéndose casi a terminar-, es

que... ¡como soy sordo!

-¡Pobre hombre! -dijo la gitana con una expre-

sión de comprensiva compasión.

Él se sonrió dolorosamente.

-Creéis que ya no me faltaba más que eso,

¿verdad? Pues, sí; soy sordo; así estoy hecho. Es

horrible, ¿verdad? ¡Vos si que sois hermosa!

Había en el tono de aquel desventurado un

sentimiento tan profundo de su miseria, que


ella no tuvo fuerzas para añadir más; por otra

parte no habría podido oírlo. Él añadió.

-Nunca me he sentido tan feo como ahora;

cuando me comparo con vos, me apiado de mí,

pobre monstruo. Seguramente os parezco como

un animal, ¿no? Vos, sin embargo, sois como

un rayo de sol, como una gota de rocío, como el

trino de un pájaro. Yo soy algo horrible; ni

hombre ni animal, un no sé qué más duro, más

pisoeeado, más deforme que una piedra.

Entonces se echó a reír y aquella risa era to más

desgarrador del mundo.

-Sí; yo soy sordo, pero si me habláis mediante

gestos y signos, os entenderé. Tengo un maes-

tro que habla conmigo de esa manera y además

entenderé rápidamente cuáles son vuestros de-

seos por el movimiento de los labios y por

vuestra mirada.

-Muy bien -le dijo la gitana-; decidme entonces

por qué me habéis salvado.


-Os he comprendido -le respondió-; me pre-

guntáis por qué os he salvado. Seguramente os

habéis olvidado de un miserable que intentó

raptaros una noche; un miserable al que al día

siguiente consolasteis en la picota infame.

Aquella gota de agua y vuestra compasión es

algo que no podré pagar con mi vida. Vos os

habéis olvidado de aquel miserable, pero yo to

he recordado.

Ella le estaba escuchando con una ternura pro-

funda. Una lágrima había brotado del ojo del

campanero pero no llegó a caer e incluso parec-

ía como si hubiese tomado a honor el sorberla.

-Escuchadme -continuó cuando estuvo seguro

de que la lágrima no se escaparía-, tenemos

aquí torres tan altas que cualquier hombre que

cayera de ellas se mataría antes de llegar al sue-

lo; cuando queráis que me tire, no tendréis que

pronunciar una sola palabra; bastará con mi-

rarme.
Entonces se levantó. Aquel ser tan extraño, por

desgraciada que fuera la gitana, le inspiraba

compasión. Le pidió que se quedara.

-No, no -respondió-. No puedo quedarme de-

masiado tiempo. No me encuentro cómodo

cuando me miráis y si no retiráis la vista es sólo

por compasión. Será mejor que me vaya a don-

de pueda veros sin que me veáis.

Luego, sacando un pequeño silbato metálico, se

to dio a la gitana y le dijo.

-Tomad; si me necesitáis, o si queréis que ven-

ga, cuando ya no os cause miedo, silbad con

esto; ese ruido to oigo muy bien. Y dejando el

silbato en el suelo se marchó.

IV

LOZA Y CRISTAL

FUERON pasando los días y la calma volvía

poco a poco al alma de la Esmeralda. El exceso

de dolor como el exceso de alegría es algo vio-

lento que dura poco. El corazón humano no


puede permanecer demasiado tiempo en nin-

guno de esos extremos. La bohemia había su-

frido tanto que ya no le quedaba más que el

asombro.

Con la seguridad le había vuelto también la

esperanza. Ahora estaba fuera de la sociedad,

fuera de la vida, pero presentía vagamente que

quizás no iba a ser imposible el volver a engra-

narse en ella. De momento era como una muer-

ta que tuviera en reserva una llave de su tum-

ba.

Sentía alejarse de ella poco a poco las terribles

imágenes que durante tiempo la habían obse-

sionado. Todos aquellos repugnantes fantas-

mas, Pierrat Torterue, Jacques Charmolue, se

iban borrando en su espíritu; todos, incluso el

del sacerdote.

Y además Febo estaba vivo; eso era seguro; ella

misma le había visto. Después de todas aque-

llas sacudidas fatales que habían hecho que


todo se derrumbara en ella, sólo una cosa había

quedado en pie en su alma: el sentimiento de

su amor por el capitán. Es que el amor es como

un árbol, un árbol que crece por sí mismo, que

echa profundamente sùs raíces por todo nues-

tro ser y con frecuencia sigue aún reverdecien-

do incluso en un corazón destrozado.

Y to que es más inexplicable es que, cuanto más

ciega es la pasión, con más tenacidad se man-

tiene. Nunca es más sólida que cuando no tiene

en qué apoyarse.

Pero sin duda la Esmeralda no pensaba en el

capitán sin amargura. Sería.espantoso que tam-

bién él estuviera engañado, que hubiera creído

to imposible, que hubiera entendido que había

sido ella quien le apuñaló; ¡ella que habría dado

mil vidas por él! Pero en fin, no había que

tenérselo demasiado en cuenta porque, ¿no

había confesado ella ru crimen? ¿No había ce-

dido, débil mujer, a la tortura? La culpa era


toda suya. Debería haberse dejado arrancar las

uñas antes que pronunciar tal palabra. En fin,

con que ells volviese a ver a Febo una sola vez,

un solo minuto..., una sola palabra, una mirada

servirían para sacarle de su error, para hacerle

volver a ella. De eso estaba segura. Estaba con-

fusa también por muchas cosas extrañas; por el

azar de la presencia de Febo el día de la retrac-

tación pública, por la joven con quien se hallaba

en aquellos momentos. Sin duda que debía ser

su hermana. La explicación no era muy razona-

ble pero se contentaba con ella porque necesi-

taba creer que Febo continuaba amándola so-

lamente a ella. ¿No se to había jurado? ¿Qué

más necesitaba aquella crédula e ingenua cria-

tura? Y además en todo aquel asunto, ¿no esta-

ban las apariencias más bien contra ella que

contra él? Así, pues, ella esperaba, esperanzada.

Digamos que la iglesia, aquella enorme iglesia

que la rodeaba por todas las partes, que la


guardaba y la preservaba, era en sí misma un

poderoso tranquilizante. Las líneas solemnes de

su arquitectura, la atmósfera religiosa de todos

los objetos que la rodeaban, los pensamientos

piadosos y serenos que transpiraban, por así

decirio, todos los poros de aquellas piedras,

actuaban sobre ella sin que ella se diera cuenta.

En el edificio se producían ruidos de una calma

y majestad tales que tranquilizaban a su alma

enferma: el canto monótono de los oficios, las

respuestas del pueblo a los sacerdotes, inarticu-

ladas a veces, sonoras otras, el armonioso tem-

blor de las vidrieras, el órgano resonando como

cien trompetas, los tres campanarios zumbando

como tres enjambres gigantes... Toda aquella

orquesta, cual gama gigantesca que subía y

bajaba continuamente desde la muchedumbre

al campanario, adormecía su memoria, su ima-

ginación y su dolor. Las campanas, sobre todo,

la mecían. Era como un magnetismo poderoso


el que aquellos enormes instrumentos lanzaban

a oleadas sobre ella.

Por todo esto cada amanecer la encontraba más

tranquila, menos pálida y con una respiración

más acompasada. A medida que sus llagas in-

ternas se iban cerrando, su gracia y su belleza

florecían en su rostro, pero más recogidas y

serenas. Iba recobrando también su carácter

habitual a incluso algo de su alegría; aquella

mueca suya tan graciosa, su pudor, el placer de

cantar y el amor por su cabra. Por las mañanas

tenía gran cuidado de vestirse en uno de los

ángulos de su celda por miedo a que pudiera

verla por la lucera alguno de los vecinos

próximos.

A veces, cuando el recuerdo de Febo se to per-

mitía, pensaba en Quasimodo. Era el único la-

zo, la única relación y comunicación que le

quedaba con los hombres, con los seres vivien-

tes. ¡La pobre desventurada se encontraba más


aislada del mundo que Quasimodo! No conse-

guía comprender nada de aquel extraño amigo

que el azar le había deparado.

A menudo se reprochaba no sentir una gratitud

ciega, pero es que se sentía incapaz de acos-

tumbrarse al desgraciado campanero. Su feal-

dad le resultaba excesiva.

No había utilizado nunca el silbato de Quasi-

modo, to que no impidió que éste apareciera de

cuando en cuando los primeros días. Ella hacía

todo to posible para no volverse con demasiada

repugnancia cuando él le traía el cesto con las

provisiones o la jarra de agua, pero él percibía

siempre el más pequeño gesto en este sentido y

se alejaba con tristeza.

En una ocasión se presentó cuando la gitana

estaba acariciando a Djali y él permaneció pen-

sativo unos momentos ante este grupo tan gra-

cioso de la cabra y la gitana hasta que por fin

exclamó, moviendo su pesada y deformada


cabeza.

-Mi desgracia es que me parezco demasiado a

un hombre; me gustaría ser animal del todo,

como to es esta cabra.

Ella se quedó mirándole con gran asombro y él

respondió a aquella mirada.

-Yo sé muy bien por qué to digo -y se fue.

En otra ocasión se presentó a la entrada de la

celda -no entraba nunca- en el momento en que

la Esmeralda entonaba una antigua balada es-

pañola; no entendía la letra pero se le había

quedado en la memoria porque, de niña, las

gitanas la habían acunado con ella. A la vista de

aquella cara que había aparecido tan brus-

camente, la muchacha se interrumpió con un

gesto involuntario de miedo. El desgraciado

campanero se puso de rodillas ante la entrada

de la celda y juntando sus enormes manos con

un gesto suplicante, le dijo con gran pena.

-Por favor, os to ruego; continuad; no me ech-


éis.

Ella, que no quiso afligirle, prosiguió su ro-

manza con un cierto temblor. Su miedo se fue

disipando sin embargo y se dejó llevar total-

mente por la canción melancólica y armoniosa

que estaba cantando. Él se había quedado de

rodillas, con las manos juntas, como rezando

atento conteniendo la respiración, con su mira-

da fija en las pupilas brillantes de la gitana. Se

habría dicho que oía la canción a través de sus

ojos.

Otra vez se acercó a ella con ademán torpe y

tímido, como siempre.

-Escuchadme -le dijo con esfuerzo-, tengo algo

que deciros.

La gitana le hizo comprender por señas que le

escuchaba y entonces él comenzó a suspirar,

entreabrió sus labios y durante un momento

pareció que iba a hablar y después se quedó

mirándola, hizo un movimiento negativo con la


cabeza y se alejó lentamente, con las manos en

la frente, dejando estupefacta a la gitana.

Entre las grotescas figuras esculpidas en el mu-

ro, había una que él apreciaba muy particular-

mente y con la que parecía cambiar con fre-

cuencia miradas fraternas. Una vez la egipcia le

oyó decir.

-¿Por qué no seré yo de piedra como tú?

Y, en fin, en otra ocasión, una mañana la Esme-

ralda se había acercado hasta el borde del teja-

dillo y estaba mirando la plaza por encima del

tejado puntiagudo de Saint Jean-le-Rond. Qua-

simodo se encontraba también a11í, detrás de

ella. Se solía colocar así para evitar en to posible

a la muchacha el desagrado de mirarle. De

prontó la gitana se echó a temblar y una lágri-

ma y un rayo de luz brillaron a la vez en sus

ojos. Se arrodilló al borde del tejadillo y ten-

diendo sus brazos a la plaza con angustia se

puso a suplicar.
-¡Febo! ¡Ven! ¡Una palabra! ¡Sólo una palabra!

¡En nombre del cielo! ¡Febo! ¡Febo!

Su voz, su rostro, su gesto, toda ella tenían la

expresión desgarradora de un náufrago que

lanza la señal de socorro a un alegre navío que

navega a to lejos, por el horizonte, entre rayos

de sol.

Quasimodo se asomó a la plaza y comprobó

que el objeto de aquella tierna y delirante súpli-

ca era un joven, un capitán, un apuesto caballe-

ro con uniforme refulgente, que se paseaba ca-

racoleando por el fondo de la plaza y saludaba

con su casco empenachado a una bella dama

que le miraba sonriente desde su balcón.

Además el oficial no podía oír a la desventura-

da que le llamaba pues se encontraba demasia-

do lejos.

Pero el pobre sordo la había oído y un suspiro

profundo surgió de su pecho. Se volvió. Su co-

razón rebosaba de lágrimas y se golpeaba con-


vulsivamente la cabeza con sus dos puños. A1

final tenía en cada mano un puñado de cabellos

rojizos.

La gitana no le prestaba atención, pero él decía

en voz baja y con rechinar de dientes.

-¡Maldición! ¡Así es como hay que ser por to

visto! ¡Sólo hay que ser hermoso por fuera!

Pero la gitana seguía de rodillas y gritaba con

una agitación extraordinaria.

-¡Oh! ¡Mírale! ¡Ahora se baja del caballo! ¡Va a

entrar en aquella casa! ¡Febo! No me oye. ¡¡Fe-

bo!! ¡Qué mala es esa mujer! ¿Por qué le tendrá

que hablar al mismo tiempo que yo? ¡Febo!

¡Febo!

El sordo la miraba y entendía perfectamente

todos aquellos gestos. El ojo del pobre campa-

nero se llenaba de lágrimas pero no las dejaba

correr por su cara. De pronto, él la tiró suave-

mente del borde de la manga y ella se volvió.

Tenía un aspecto muy tranquilo y le dijo.


-¿Queréis que vaya a buscárosle?

Ella lanzó un grito de alegría.

-¡Oh, sí! ¡Corred! ¡Rápido! ¡Traédmelo! ¡Traed-

me al capitan! Te querré si me to traes -y le

abrazaba las rodillas. Quasimodo no pudo por

menos que mover la cabeza dolorosamente.

-Os to traeré -repitió con voz débil. Des,pués

volvió la cabeza y se precipitó a grandes pasos

por la escalera abajo, ahogado en sollozos.

Giando llegó a la plaza, no vio más que el caba-

llo atado a la puerta de la residencia Gondelau-

rier. El capitán acababa de entrar.

Levantó la mirada hacia el tejado de la catedral

y vio a la Esmeralda en el mismo sitio y en la

misma postura y le hizo una señal de resigna-

ción con la cabeza. Después se quedó recostado

junto al porche de la casa dispuesto a esperar la

salida del capitán.

Celebraban en casa de los Gondelaurier uno de

esos días de gala que preceden a las bodas.


Quasimodo veía entrar a mucha gente pero no

salía nadie. De vez en cuando miraba hacia el

tejado y la egipcia no se movía más de to que to

hacía él. Un palafrenero vino a desatar el caba-

llo y le metió en las cuadras de la casa.

Así pasó la jornada entera, Quasimodo apoya-

do en el porche y la Esmeralda en el tejado y

Febo, seguramente, a los pies de Flor de Lis.

Se hizo de noche. Una noche cerrada, sin luna.

Por más que Quasimodo intentaba mirar hacia

la Esmeralda, ésta pronto se confundió con una

especie de mancha blanca en el crepúsculo; des-

pués nada; se borró pues todo era oscuridad.

Quasimodo vio cómo se iluminaban de arriba a

abajo de la fachada las ventanas de la casa de

los Gondelaurier. Vio también cómo se iban

encendiendo uno a uno todos los ventanales de

la plaza y allí estaba cuando se apagó el último

de ellos, pero el capitán no salía. Cuando los

últimos paseantes habían regresado ya a sus


casas, cuando todas las ventanas de las demás

casas se apagaron, allí permanecía aún Quasi-

modo solo, completamente solo en la oscuri-

dad. Aún no existía alumbrado en la plaza de

Nuestra Señora.

Era más de medianoche y los ventanales de la

mansión Gondelaurier permanecían aún en-

cendidos. Quasimodo, inmóvil y atento, veía

pasar tras los cristales de mil colores una multi-

tud de sombras que se movían y bailaban. Si no

hubiera sido sordo, a medida que los ruidos de

París se apagaban, habría oído cada vez más

nítidamente en el interior de la casa Gondelau-

rier, un ruido de fiesta de alegría y de música.

Hacia la una de la mañana los invitados co-

menzaron a retirarse. Quasimodo, oculto en la

oscuridad, los veía salir bajo el porche ilumina-

do con antorchas, pero ninguno de ellos era el

capitán y su cabeza se llenaba de pensamientos

tristes. A veces se quedaba mirando al aire,


como aburrido. Grandes nubarrones negros,

pesados, desgarrados colgaban como hamacas

de crespón bajo la bóveda estrellada de la no-

che. Parecían las telas de araña del cielo.

En uno de aquellos momentos vio de pronto

cómo se abría misteriosamente la puer-

ta-ventana del balcón, cuya balaustrada de pie-

dra se recortaba por encima de su cabeza. La

frágil puerta de cristal dio paso a dos persona-

jes tras los cuales volvió a cerrarse sin ruido.

Eran un hombre y una mujer. Le costó bastante

trabajo a Quasimodo reconocer en el hombre al

apuesto capitán y en la dama a la que había

visto por la mañana dar la bienvenida al oficial

desde to alto de aquel mismo balcón. La plaza

estaba totalmente a oscuras y un doble cortinaje

carmesí que se había cerrado tras la puer-

ta-ventana, al salir a la terraza, no dejaba llegar

al balcón más que un poquito de luz de la es-

tancia.
El hombre y la joven, por to que podía deducir

nuestro sordo que no oía una sola palabra de to

que se decían, parecían abandonados a una

tierna a íntima conversación. La joven había

permitido al oficial que le abrazara la cintura

con su brazo y se resistía dulcemente a ser be-

sada.

Quasimodo asistía desde abajo a aquella escena

tanto más graciosa cuanto que no estaba hecha

para ser vista. Contemplaba con amargura

aquella felicidad y aquella belleza pues, des-

pués de todo, la naturaleza no era muda en

aquel pobre hombre y por muy torcida que

tuviera su columna vertebral no dejaba por ello

de estremecerse como la de cualquier otra per-

sona. Pensaba en la miserable parte que le hab-

ía reservado la providencia y cómo las mujeres

el amor y el placer pasarían siempre de largo

ante sus ojos y tendría que contentarse con ver

la felicidad de los otros. Pero to que que más le


desgarraba de aquel espectáculo, to que llenaba

de indignación su espíritu, era el pensar to que

tendría que sufrir la egipcia si to viera. Es ver-

dad que la noche era muy cerrada y que la Es-

meralda, contando con que aún estuviera en el

mismo sitio (cosa que no ponía en duda), se

encontraba muy lejos, pues apenas si él mismo

podía distinguir en el balcón a los dos ena-

morados; esto era to único que le consolaba.

La conversación se hacía cada vez más anima-

da. La joven parecía suplicar al capitán que no

le pidiese más y Quasimodo no distinguía en

todo ello más que las bellas manos juntas, las

sonrisas mezcladas con lágrimas, las miradas a

las estrellas de la joven y los ojos ardientes del

capitán fijos sobre ella.

Por fortuna, pues la resistencia de la joven fla-

queaba ya, la puerta del balcón se abrió de

súbito apareciendo una señora mayor. La bella

dama se quedó un tanto confusa, el oficial


adoptó una postura de desagrado y los tres

volvieron adentro.

Poco después un caballo piafó bajo el porche y

el brillante oficial, envuelto en su capa, pasó

rápidamente ante Quasimodo. El campanero le

dejó doblar la esquina de la calle y luego echó a

correr tras él, con su agilidad de mono, gritan-

do.

-¡Eh! ¡Capitán!

El capitán se detuvo.

-¿Qué me querrá este bribón? -dijo al divisar en

la oscuridad aquella especie de figura derren-

gada que corría tras él dando tumbos.

Pero ya Quasimodo había llegado hasta él y

había cogido con decisión las bridas de su caba-

llo.

-Seguidme, capitán; hay aquí alguien que desea

hablaros.

-¡Por el cuerno de Mahoma! -masculló Febo-. A

este pajarraco me to conozco yo de algo. ¡Eh,


amigo! ¿Quieres soltar la brida de mi caballo?

-Capitán -respondió el sordo-. ¿No me pre-

guntáis quién es?

-Te digo que sueltes el caballo -repitió Febo

impaciente-. ¿Qué querrá este tipo que se aga-

rra al testuz de mi caballo? ¿Te has creído que

mi caballo es una horca?

Quasimodo, lejos de soltar las bridas del caba-

llo, se disponía a óbligarle a dar la vuelta. Inca-

paz de explicarse la resistencia del capitán se

apresuró a decirle.

-Venid, capitán. Os espera una mujer -y añadió

haciendo un esfuerzo-: una mujer que os ama.

-¡Vaya un pájaro que me cree en la obligación

de it a ver a todas las mujeres que me aman! ¡O

que dicen que me aman! ¿Y si por una casuali-

dad se pareciera a ti, cara de lechuza? Di a

quien to envíe, que se vaya al diablo y que voy

a casarme.

-Escuchadme -exclamó Quasimodo, creyendo


que con esta palabra acabaría con sus dudas-.

Venid, monseñor, se trata de la egipcia que ya

conocéis.

Estas palabtas produjeron gran impresión en

Febo, pero no la que el sordo había esperado.

Hay que recordar que el capitán se había reti-

rado con Flor de Lis momentos antes que Qua-

simodo salvara a la condenada de manos de

Charmolue. Desde entonces, en todas sus visi-

tas a la casa Gondelaurier se había guardado

bien de volver a hablar de aquella muchacha

cuyo recuerdo le apenaba, después de todo. Por

su parte Flor de Lis no había considerado inte-

ligente decirle que la egipcia vivía.

Febo creía, pues, muerta a la pobre Similar y

que de esto hacía ya, al menos, uno o dos me-

ses. Añádase a todo esto que desde hacía ya un

rato el capitán pensaba en medio de la oscuri-

dad profunda de la noche, en la fealdad sobre-

natural, en la voz sepulcral del extraño mensa-


jero; en que era más de la medianoche y que la

calle estaba desierta como la noche aquella en

que fuera atacado por el fantasma encapuchado

y que su caballo resoplaba cada vez más ante la

presencia de Quasimodo.

-¡La egipcia! -exclamó casi con susto-. ¡Ya, ya!

¿De dónde vienes? Acaso del otro mundo.

Y echó mano al puño de su daga.

-¡Pronto, pronto! -insistía el sordo, tratando de

sujetar al caballo-. ¡Por aquí!

Febo le asestó una fuerte patada en medio del

pecho. El ojo de Quasimodo se encendió y has-

ta inició un ademán para lanzarse sobre Febo

pero dijo conteniéndose:

-¡Qué feliz deberíais ser de tener a alguien que

os ame! -insistió sobre la palabra alguien y dijo

soltando las bridas del caballo-: ¡Marchaos!

Febo picó espuelas y salió jurando. Quasimodo

vio cómo desaparecía entre la niebla de la calle.

-¡Será posible que la rechace! -murmuraba entre


dientes.

Volvió a Nuestra Señora, encendió su lámpara

y subió a la torre. Tal como suponía, la gitana

estaba aún en el mismo sitio.

En cuanto le vio aparecer corrió hacia él.

-¡Venís solo! -exclamó juntando con dolor sus

bellas manos.

-No he podido encontrarle -dijo secamente

Quasimodo.

-¡Deberías haberle esperado toda la noche!

-añadió con cierto enfado.

Él vio su gesto de cólera y entendió el reproche.

-Ya le vigilaré mejor en otra ocasión -respondió

agachando la cabeza.

-¡Vete! -le dijo.

Y se fue. La Esmeralda.estaba descontenta con

él. Quasimodo había preferido ser maltratado

por ella que afligirla. Se había guardado para sí

mismo todo el dolor.

A partir de aquel día la egipcia no volvió a ver-


le. Quasimodo dejó de it a su celda. Todo lo

más lograba divisar a veces su figura en to alto

de una torre, con aire melancólico y con la vista

fija en ella. Pero desaparecía al notar que ella le

había descubierto.

Hay que decir que se sentía un tanto afligida

por la ausencia voluntaria del pobre jorobado.

En el fondo de su corazón ella se to agradecía,

aunque Quasimodo nunca se hacía ilusiones.

Ella no le veía, pero sentía la presencia de un

buen genio en torno a ella. Una mano invisible

renovaba sus provisiones mientras dormía. Una

mañana encontró en su ventana una jaula con

pájaros. Muy cerca de su celda, por la ventana

se veía una escultura que la asustaba y ya en

más de una ocasión se to había indicado a Qua-

simodo. Una buena mañana -pues todas estas

cosas se hacían de noche- ya no estaba a11í. La

habían roto. Quien trepara hasta aquella escul-

tura no to había hecho sin riesgo de su vida.


A veces, al anochecer, oía una voz velada, cerca

del campanario, que cantaba, como para dor-

mirla, una canción triste y curiosa. Eran versos

sin rima, como hechos por un sordo.

Ne regarde pas la figure,

Jeune fille, regarde le coeur.

Le coeur d'un beau jeune homme est souvent

difforme

Il y a des coeurs ou l'amour no se conserve pas.

Jeune fille, le sapin n'est pas beau,

N'est pas beau comme le peuplier,

Mais il garde son feuillage l'hiver.

Hélas! A quoi bon dire cela?

Ce qui lest pas beau a tort d'être;

La beauté Jaime que la beauté.

Avril tourne le dos á janvier.

La beauté est parfaite,

La beauté peut tout,

La beauté est la seul chose qui ri existe pas à

demi.
Le corbeau ne vole que le jour,

Le hibou ne vole que la nuit

Le cygne vole la nuit et le jour(4).

4 No mires la cara / muchacha, mira el corazón

/ El corazón de u hermoso joven es a veces

deforme / Hay corazones en los que no perdu

ra el amor / Muchacha, el abeto no es hermoso

/ no es hermoso com el álamo / Pero conserva

el follaje en invierno / ¡Ay!, ¿para qué deci es-

to? / Lo que no es bueno no tienen razón de ser

/ La belleza sólo a I belleza ama / Abril vuelve

la espalda a enero / La belleza es perfecta /La

belleza lo puede todo / is belleza es la única

cosa que no existe a me dias / El cuervo sólo

vuela de día / El búho sólo vuela de noche / El

cisne vuela de noche y de día.

Otra mañana vio, al despertarse, en su ventana,

dos jarroncitos llenos de flores. Uno era de cris-

tal muy bonito y reluciente pero estaba resque-

brajado y había dejado escapar el agua por to


que sus flores se habían marchitado; el otro era

un jarro ~de loza vulgar y corriente pero había

conservado todo el agua y sus flores rojas se

habían conservado frescas.

No estoy seguro si to hizo con intención pero la

Esmeralda cogió el ramillete marchito y to llevó

todo el día en el pecho.

Aquel día no oyó cantar la voz en la torre y no

le dio demasiada importancia. Se pasaba todo

el día acariciando a Djali, vigilando la puerta de

la residencia Gondelaurier, conversando muy

bajo con Febo y echando migas de pan a las

golondrinas.

Por otra parte ya no veía ni oía a Quasimodo. El

pobre campanero parecía haber desaparecido

de la catedral. Pero una noche que permanecía

desvelada pensando en su capitán, oyó suspi-

ros junto a su celda. Se levantó asustada y vio a

la luz de la luna una masa informe echada de-

lante de su puerta. Era Quasimodo que estaba


a11í, durmiendo en el suelo.

LA LLAVE DE LA PUERTA ROJA

EL archidiácono había llegado a enterarse por

los rumores de la calle de qué forma se había

salvado la egipcia y cuando to confirmó no su-

po to que sintió. Se había hecho a la idea de la

muerte de la Esmeralda y de esta manera vivía

tranquilo pues había llegado a la sima más pro-

funda del dolor. El corazón humano (dom

Claude había meditado mucho sobre este tema)

no puede aguantar más que un cierto grado de

desesperación. Cuando la esponja está ya to-

talmente empapada, el mar puede cubrirla pero

sin añadirle ni una lágrima más.

Si la Esmeralda hubiera muerto, la esponja es-

taría empapada y ya todo estaría dicho para

dom Claude en esta tierra. Pero al saberla viva,

al igual que Febo, nuevamente volverían las

torturas, las sacudidas, las alternativas; la vida


en fin. Y Claude estaba harto de todo aquello.

Así, pues, al confirmar la noticia, se encerró en

su celda del claustro y no apareció ni en las

conferencias capitulares ni en los oficios. Cerró

la puerta a todos incluso al obispo y así quedó

enclaustrado durante varias semanas. Le creye-

ron enfermo y así era, en efecto. ¿Qué hacía así

encerrado? ¿Bajo qué pensamientos se debatía

el infortunado? ¿Se estaba entregando a su

última batalla, a su temible pasión? ¿Estaba

elaborando un último plan de muerte para ella

y de perdición para él?

Su Jehan, su adorado hermano, su niño mima-

do, Ilegó a su puerta en una ocasión y llamó y

juró y suplicó y se identificó diez veces, pero

Claude no abrió.

Pasaba jornadas enteras con la cara pegada a

los cristales de la ventana. Desde aquella ven-

tana, situada en el claustro, veía la celda de la

Esmeralda a incluso a veces la veía con su cabra


o con Quasimodo. Se fijaba en las delicadas

atenciones del vulgar sordo, en su obediencia,

en sus maneras delicadas y sumisas para con la

gitana. Se acordaba, porque su memoria era

excelente, y la memoria es el tormento de los

celosos, se acordaba de la forma especial con

que el campanero la había mirado en una oca-

sión y se preguntaba qué motivos habrían mo-

vido a Quasimodo para salvarla. Fue testigo de

mil detalles entre la bohemia y el sordo cuya

pantomima, vista de lejos y analizada por su

pasión, le pareció muy tierna. Desconfiaba de la

particularidad de las mujeres y sintió confusa-

mente que se le despertaban unos celos, que

nunca habría sospechado y que le hacían enro-

jecer de vergüenza y de indignación.

-¡Pase aún por el capitán, pero por éste!

Tal pensamiento le trastornaba.

Sus noches eran terribles. Desde que supo que

la gitana estaba viva, las frías ideas del espectro


y de la tumba, que durance un día entero le

habían obsesionado, se habían desvanecido y la

carne volvía a aguijonearle y se retorcía en el

lecho sabiendo a la muchacha tan cerca de él.

Cada noche su delirante imaginación le repre-

sentaba a la Esmeralda en todas las actitudes

que más le habían hecho hervir la sangre. La

veía echada sobre el capitán apuñalado, con los

ojos cerrados y sus hermosos senos manchados

con la sangre de Febo; y aquel momento de

delicias en que el archidiácono había depo-

sitado sobre sus labios pálidos un beso que,

aunque medio muerta, la desgraciada sintió

que la quemaba. La veía desnudada por las

manos salvajes de los verdugos, dejando des-

calzo y permitiendo que metieran en aquella

bota de tornillos de hierro su pequeño pie, su

pierna fina y redonda, su rodilla ágil y blanca.

Seguía viendo aún aquella rodilla de marfil,

que quedaba fuera del horrible aparato de Tor-


terue. Y se la imaginaba también con el sayal y

la soga al cuello, descalza, con los hombros

desnudos, casi desnuda, como la había visto el

último día.

Aquellas imágenes voluptuosas le hacían cris-

par los puños y estremecerse.

Una noche, entre otras, aquellas imágenes le

calentaron tan cruelmente su sangre virgen de

sacerdote, que mordió su almohada, saltó de la

cama, se echó un sobrepelliz encima y salió de

su celda medio desnudo, con la lámpara en la

mano y fuego en la mirada.

Conocía dónde se encontraba la llave de la

Puerta Roja que comunicaba el claustro con la

iglesia; además siempre llevaba consigo, como

ya sabemos, una llave de la escalera de las to-

rres.

VI

CONTINUACION DE LA LLAVE

DE LA PUERTA ROJA
AQUELLA noche la Esmeralda se había dor-

mido en su celda, olvidada ya de los malos

momentos, llena de esperanza y de dulces pen-

samientos. Llevaba ya dormida bastante rato,

soñando, como to hacía siempre, con Febo,

cuando le pareció oír ruido a su alrededor. Su

sueño era ligero a inquieto como el sueño de un

pájaro. Cualquier cosilla la despertaba. Abrió

los ojos. La noche era muy oscura, pero descu-

brió en su lucera una cara que la estaba miran-

do. Una lámpara iluminaba aquella cara y,

cuando vio que había sido descubierta por la

Esmeralda, la apagó.

La joven, sin embargo, había tenido tiempo de

reconocerla y sus párpados se cerraron aterro-

rizados.

-¡Oh! -dijo con voz ahogada- ¡El clérigo!

Todas sus desgracias pasadas desfilaron ante

ella como en un relámpago y se dejó caer en la

cama, helada por el miedo.


Momentos más tarde sintió un contacto a to

largo de su cuerpo que la hizo estremecerse de

tal forma que se incorporó, furiosa y despierta,

sobre el lecho.

El clérigo se había acercado a ella y la rodeaba

con sus brazos.

Ella quiso gritar entonces, pero no pudo.

-¡Vete, monstruo! ¡Vete, asesino! -le dijo con

voz baja y temblorosa, Ilena de cólera y de te-

rror.

-¡Piedad! ¡Piedad! -murmuró el sacerdote, be-

sando los hombros de la muchacha.

Ella le cogió la cabeza por el poco pelo que le

quedaba a intentó alejarse de sus besos como si

fueran mordeduras.

-¡Por favor! -insistía el infortunado-. ¡Si cono-

cieras la fuer-

za de mi amor por ti! Es como el fuego, como

plomo derretido; como mil cuchillos clavados

en el corazón.
Y detuvo con gran fuerza los brazos de la joven;

ésta le gritó asustada.

-¡Déjame o to escupo en la cara!

Él entonces la soltó.

--¡Humíllame! ¡Pégame! ¡Sé cruel conmigo!

¡Haz to que quieras, pero ámame! ¡Apiádate de

mí!

Ella entonces le golpeó con furia de niño. Sus

manos se encrespaban para arañarle la cara.

-¡Vete, demonio!

-¡Por piedad, ámame! -gritaba el pobre cvra

échandose sobre ella y respondiendo a sus gol-

pes con caricias.

De pronto ella comprobó que él era el más fuer-

te.

-¡Hay que acabar! -dijo el clérigo apretando los

dientes.

La joven se vio dominada, jadeante y rota entre

sus brazos, a su merced y sintió cómo una ma-

no pasaba lascivamente por su cuerpo. Hizo


entonces un supremo esfuerzo y se puso a gri-

tar con todas sus fuerzas.

-¡Socorro! ¡A mí! ¡Un vampiro!, ¡un vampiro!

Pero nadie acudía. Sólo Djali estaba despierta y

balaba con angustia.

-Cállate -decía el cura jadeante.

De pronto, mientras se debatía, arrastrándose

por el suelo, la mano de la gitana encontró algo

frío y metálico. Era el silbato de Quasimodo. Lo

cogió con una gran convulsión, Ilena de espe-

ranza, to llevó a los labios y sopló con todas las

fuerzas que le quedaban. El silbato emitió un

sonido claro, agudo, penetrante.

-¿Qué es eso? -dijo el clérigo.

Y casi al mismo tiempo se sintió cogido por una

mano vigorosa. La celda estaba a oscuras y no

pudo distinguir quién le sujetaba así, pero oyó

un rabioso rechinar de dientes y entre la escasa

luz, mezclada entre las sombras, vio brillar un

gran cuchiilo por encima de su cabeza.


El clérigo creyó percibir la forma de Quasimo-

do y supuso que no podía ser otro. Se acordó

de haber tropezado al entrar contra un bulto

cruzado ante la puerta, pero como el recién

llegado no pronunciaba una sola palabra, no

sabía qué creer. Entonces sujetó el brazo que

sostenía el cuchillo al tiempo que gritaba.

-¡Quasimodo!

Pero, en su desesperación, había olvidado que

Quasimodo era sordo.

En un abrir y cerrar de ojos el clérigo estaba en

el suelo con una pesada rodilla en su pecho.

Por la forma angulosa de la rodilla, dedujo que

se trata en efecto de Quasimodo pero, ¿qué ha-

cer? ¿Cómo hacerse reconocer? La noche,

además de sordo, le hacía ciego.

Se encontraba perdido; la joven, sin piedad,

como una tigresa irritada, no intervenía para

salvarle y el cuchillo estaba ya muy cerca de su

cabeza. La situación era muy crítica. De pronto,


su adversario se detuvo y por un momento

pareció vacilante.

-¡No quiero mancharla de sangre! -dijo con una

voz sorda.

Era, en efecto, la voz de Quasimodo. Entonces

el clérigo notó una enorme mano que le cogía y

le arrastraba por los pies fuera de la celda. Era

a11í, afuera, donde iba a morir. Por suerte para

él, la luna había salido hacía un momento y

después de franquear la puerta de la celda, uno

de sus pálidos rayos cayó sobre el rostro del

clérigo. Quasimodo le miró de frente y, al verle,

se estremeció. Entonces le soltó al tiempo que

retrocedía lentamente.

La gitana que se había acercado a la puerta vio

sorprendida el brusco cambio de papeles. Aho-

ra era el clérigo el que amenazaba y Quasimo-

do el que suplicaba.

Dom Claude, que amenzaba al sordo con gestos

de cólera y de reproche, le hizo señas para que


se retirara.

El sordo bajó la cabeza y se puso de rodillas

ante la puerta de la gitana.

-Monseñor -le dijo con voz grave y resignada-,

después haced to que os plazca, pero matadme

antes.

A1 decir esto, tendía su cuchillo al sacerdote,

que, fuera de sí, se lanzó a cogerlo, pero fue

más rápida la muchacha y cogió ella el cuchillo

de las manos de Quasimodo. Luego se echó a

reír con furia.

-Acércate -le dijo al cura.

Mantenía el cuchillo en alto y el cura se quedó

indeciso pues seguramente habría sido capaz

de clavárselo.

-No to atreverás, cobarde -le gritó. Después

añadió con una expresión implacable, a sabien-

das incluso de que iba a atravesar con mil hie-

rros al rojo el corazón del cura.

-¡Ah! ¡Sé además que Febo no ha muerto!


El cura derribó a Quasimodo de una patada y

temblando de rabia desapareció bajo la bóveda

de la escalera.

Cuando se hubo marchado, Quasimodo recogió

el silbato que acababa de salvar a la gitana.

-Se estaba oxidando -le dijo al devolvérselo- y

luego la dejó sola.

La joven, trastornada por la violencia de aque-

lla escena, se derrumbó agotada en el lecho y se

puso a sollozar. Su horizonte se había vuelto de

nuevo siniestro.

Por su parte, el cura, había regresado a tientas

hasta su celda.

Estaba ciaro. ¡Dom Claude estaba celoso de

Quasimodo! Con aspecto meditativo repetía

sus fatalas palabras:

-¡No será de nadie!

LIBRO DÉCIMO

IGRINGOIRE TIENE ALGUNAS BUENAS

IDEAS
DESDE que Pierre Gringoire había comprendi-

do la marcha de aquel asunto y que decidida-

mente habría soga, horca y otras historias para

los personajes principales de la comedia, no se

había preocupado demasido del tema; pero los

truhanes, entre los que se había quedado, con-

siderando que, en el peor de los casos, era la

mejor compañía de París, habían seguido inte-

resándose pot la egipcia. Él to consideraba

normal pot pane de quienes no tenían, como

ella otras perspectivas que Charmolue y Torte-

rue y que no cabalgaban, como él, pot regiones

fantásticas entre las dos alas del pegaso.

Sabía pot sus conversaciones que su desposada

del cántaro roto se había refugiado en Nuestra

Señora, y se había alegrado mucho, pero ni si-

quiera tenía la intención de it a verla; a veces

pensaba en la cabritilla y eso era todo. Por lo

demás, durante el día, hacía sus piruetas para

vivir y pot la noche lucubraba una memoria


contra el obispo de París pues se acordaba de

haber quedado empapado pot las ruedas de sus

molinos y no se to perdonaba. Tenía también

entre manos el comentario de la bonita obra de

Baudry le Rouge, obispo de Noyon y de Tour-

nai, De Cupa Petrarum(1), que le había desper-

tado un súbito interés pot la arqueología, in-

dinación que había sustituido en su corazón al

hermetismo, del que, pot otra parte, no era más

que un corolario natural puesto que existe una

relación íntima entre el hermetismo y la cons-

trucción. Gringoire había pasado sencillamente

del amor hacia una idea al amor a la forma de

esa misma idea.

1. Sobre la talla de las piedras.

Un día, se había detenido cerca de

Saint-Germain-L'Auxerrois, junto a la esquina

de una residencia llamada le For-l'Evêque, que

quedaba frente a otra llamada le For-le-Roi(2).

Había en aquel For-l'Evêque una atractiva capi-


lla del siglo xiv cuyo ábside daba a la calle.

Gringoire examinaba devotamente las esailtu-

ras externas, pues se encontraba en una de esas

etapas de goce egoísta, exclusivo, supremo, en

las que el arcista no ve en el mundo más que el

arte y sólo le interesa el mundo del arte. De

pronto siezte cómo una mano se posa grave-

mente en sus hombros; se vuelve y ve que se

trata de su antiguo amigo, de su antiguo maes-

tro, el archidácono.

2. Jurisdicción del obispo y jurisdicción del rey,

respectivamente.

Se quedó sorprendido. Hacía mucho tiempo

que no había visto al archidiácono y dom Clau-

de era uno de esos hombres solemnes y apasio-

nados cuyo encuentro interfiere siempre en el

equilibrio de un filósofo escéptico.

El archidiácono permaneció en silencio algunos

instantes, durante los cuales Gringoire tuvo el

placer de observarle. Encontró a dom Claude


muy cambiado, pálido como una mañana de

invierno, ojeroso y con el pelo casi blanco. Fue

pot fin el cura quien rompió el silencio diciendo

con tono tranquilo pero gélido.

-¿Cómo os encontráis, maese Pierre?

-¿Mi salud? Bueno, se puede decir de todo; pe-

ro bien, en conjunto; no hago excesos. ¿Record-

áis, maestro?, el secreto de una buena salud,

según Hipócrates, id ert cibi, potus, romni, Yenur,

omnia moderate sint (3).

3. Es que los alimentos, las bebidas, el sueño y

el amor, todo sea moderado.

-Así, pues, no tenéis preocupaciones, maese

Pierre -prosiguió el archidiácono, mirándole

fijamente.

-No; desde luego que no.

-¿Y qué estáis haciendo ahora?

-Pues ya to veis maestro; estaba examinando las

tallas de estas piedras y la manera como ha sido

cincelado este bajorrelieve.


El clérigo esbozó una sonrisa amarga, de esas

en que sólo se mueve una de las extremidades

de la boca.

-¿Y eso os divierte?

-¡Estoy como en el paraíso! -contestó Gringoire

y añadió inclinándose sobre las esculturas, con

ese entusiasmo de un conocedor de los fenó-

menos vivos.

-¿Acaso no encontráis, pot ejemplo, que esta

metamorfosis de bajorrelieve ha sido realizada

con gran habilidad, delicádeza y paciencia?

Mirad esta columnata. ¿Habéis visto quizás en

torno a algún capitel hojas más tiernas y más

acariciadas pot el cincel? Mirad estos tres alto-

rrelieves de Jean Maillevin que, desde luego, no

son las mejores obras de este gran genio. Pero

la ingenuidad, la suavidad de los rostros, la

gracia de sus movimientos, los pliegues de los

ropajes y ese encanto inexplicable que se mez-

cla con todos sus defectos, hacen que esas figu-


rinas aparezcan más alegres y delicadas, inclu-

so demasiado. ¿No to encontráis divertido?

-Desde luego -respondió el clérigo.

-¡Y si vierais el interior de la capilla! -prosiguió

el poeta con un entusiasmo locuaz-. ¡Esculturas

por doquier! ¡Todo lleno como el cogollo de

una col! ¡El ábside, en particular, es tan piadoso

que no he visto nada igual en ninguna parte!

Dom Claude le interrumpió.

-Ya veo que sois feliz.

-Pues sí, la verdad. Primero me gustaron las

mujeres, luego los animales y ahora me gustan

las piedras. Es tan divertido como los animales

y las mujeres pero menos pérfido.

El clérigo, con un gesto suyo, habitual, se llevó

la mano a la frente.

-¿De verdad?

-Pues claro -dijo Gringoire-. Además da mu-

chas satisfacciones.

Entonces cogió al clérigo por el brazo, que se


dejó llevar fácilmente, y le hizo entrar en la

torreta de la escalera de ForL'Evéque.

-¡Esto sí que es una escalera! Me siento feliz

sólo con verla. Tiene los escalones más curiosos

y a la vez más sencillos de todo París. Todos

están rebajados por la base. Su belleza y senci-

llez consisten en la distancia que hay de uno a

otro, de un pie más o menos, y que están entre-

lazados, enclavados, encajados, encadenados,

engastados, entretallados unos con otros, como

mordiéndose, pero de una forma sólida y deli-

cada a la vez.

-¿Y no deseáis nada más?

-Nada más.

-¿Y no echáis nada de menos?

-No siento añoranzas ni deseos. Mi vida trans-

curre tranquila.

-Sí, pero el hombre propone y Dios dispone.

-Yo soy un filósofo pirroniano -le respondió-, y

todo to mantengo en equilibrio.


-¿Y cómo os ganáis la vida?

-Escribo de cuando en cuando alguna epopeya

y alguna tragedia, pero to que más me da es el

trabajo que vos ya conocéis, maestro; eso de

llevar pirámides de sillas con mis dientes.

-¡Un oficio vulgar para un filósofo!

-¡Pero sigo con to del equilibrio! -respondió

Gringoire-. Cuando se tiene una idea, uno la

encuentra en todas las cosas.

-De acuerdo, de acuerdo -respondió el archi-

diácono, que prosiguió, después de un breve

silencio-. Sin embargo, vivís harto miserable-

mente.

-Miserable puede, desgraciado no.

En aquel momento oyeron un ruido de caballos

y los dos vieron desfilar, al otro lado de la calle,

una compañía de arqueros de la ordenanza del

rey, con lanzas en ristre y su capitán a la ca-

beza. Era un desfile muy vistoso y los cascos de

los caballos resonaban fuertemente en el ado-


quinado.

-¡Qué manera tenéis de mirar a ese oficial! -dijo

Gringoire al archidiácono.

-Es que me parece que le conozco.

-¿Cómo se llama?

-Creo -dijo el clérigo-, que se llama Febo de

Châteaupers.

-¡Febo! ¡Un nombre muy curioso! Hay también

un Febo que es conde de Foix y además me

acuerdo de una muchacha que sólo juraba por

Febo.

-Venid, tengo algo que deciros.

Desde el desfile de aquella tropa se notaba una

gitación bajo el aspecto glacial del archidiáco-

no. Echó a andar y Gringoire se fue tras él,

acostumbrado como estaba a obedecerle, al

igual que cualquiera que hubiera tratado a este

hombre de gran personalidad. Llegaron en si-

lencio hasta la calle de los Bernardinos que ~p

encontraba desierta y a11í dom Claude se de-


tuvo.

-¿Qué queréis decirme, maestro? -le preguntó

Gringoire.

-¿No os parece -le respondió el archidiácono

con un aire de reflexión profunda-, que la ves-

timenta de estos caballeros que acabamos de

ver es más bonita que la vuestra y que la mía?

Gringoire movió la cabeza.

-A fe mía que prefiero mi tabardo amarillo y

rojo que esas escamas de hierro y de acero.

¡Vaya gusto it haciendo al andar el mismo rui-

do que el malecón de la chatarra en un día de

terremoto!

-Así, pues, Gringoire, ¿nunca habéis sentido

envidia de esos buenos mozos con sus unifor-

mes de guerra?

-¿Envidia de qué, señor archidiácono? ¿De su

fuerza? ¿De sus armaduras? ¿De su disciplina?

Es mejor la filosofía y la independencia, aunque

sea con harapos. Prefiero ser cabeza de ratón


que cola de león.

-Es curioso to que decís -le contestó el cura so-

ñador-; hay que reconocer, sin embargo, que un

uniforme es algo muy bonito.

Viéndole tan pensativo, Gringoire se alejó un

poco para admirar el porche de una casa

próxima. A1 poco rato volvió dando palmadas

de satisfacción.

-Si estuvierais menos preocupado por los bellos

uniformes de esa gente de guerra, os rogaría

que os acercarais a ver esa puerta. Siempre he

dicho que la casa del señor de Aubry tiene.la

entrada más soberbia del mundo.

-Pierre Gringoire -dijo el archidiácono-, ¿qué ha

sido de aquella bailarina egipcia?

-¿La Esmeralda? ¡Pues sí que cambiáis brusca-

mente de conversación!

-¿No era vuestra mujer?

-Sí, por el sistema de una jarra rota. Teníamos

para cuatro años. A propósito -añadió Gringoi-


re mirando al archidiácono con un gesto un

tanto burlón-. ¿Pensáis mucho en ella, ¿no?

-¿Y vos? ¿Ya no os interesa?

-Un poco. ¡Tengo tantas cosas...! ¡Dios mío, qué

bonita era su cabra!

-¿No os había salvado la vida la gitana esa?

-Pardiez que es cierto.

-¿Y qué ha sido de ella? ¿Qué habéis hecho con

ella?

-No sé qué deciros, pero creo que la colgaron.

-¿Estáis seguro?

-Seguro, seguro no. Cuando vi que querían

colgar a unos cuantos, me retiré del juego.

-¿Eso es todo to que sabéis?

-¡Esperad! Me dijeron que se había refugiado en

Nuestra Señora y que a11í estaba segura. Me

alegro de ello pero no he sabido si la cabra se

salvó con ella. Y no sé nada más.

-Os voy a informar de algo más -dijo dom

Claude y su voz, hasta entonces baja, lenta y


casi apagada, se hacía oír sonora-. Está refugia-

da en Nuestra Señora, efectivamente, pero de-

ntro de tres días la justicia la detendrá y será

colgada en la plaza de Grève. Hay sobre esto

un decreto del parlamento.

-Es una pena, ¿no?

El clérigo se hallaba de nuevo frío y tranquilo.

-Y, ¿quién demonios -insistió el poeta- se ha

interesado en solicitar un decreto de integra-

ción? ¿No podían dejar tranquilo al parlamen-

to? ¿A quién molesta el que una pobre mucha-

cha se refugie bajo los arbotantes de la catedral

junto a los nidos de las golondrinas?

-Hay demonios en el mundo -le respondió el

archidiácono.

-Esto empieza a ponerse mal -observó Gringoi-

re.

El archidiácono prosiguió tras un silencio:

-Así, pues, ¿ella os salvó la vida?

-Sí, señor; entre mis buenos amigos los truha-


nes. Faltó un pelo para que me colgaran. Hoy to

hubieran lamentado.

-¿No queréis hacer nada por ella?

-Ya to creo que me gustaría, dom Claude. ¡Pero

si voy a meterme en un lío por eso...!

-Y, ¿qué importa?

-¿Cómo que qué importa? Es fácil decirlo, ma-

estro. Tengo dos grandes obras comenzadas.

El clérigo se golpeó la frente. A pesar de su

calma aparente, de vez en cuando un gesto vio-

lento revelaba convulsiones internas.

-¿Cómo salvarla?

Gringoire le dijo:

-Maestro; os voy a responder: 11 padelt, to que

en turco quiere decir: Dios es nuestra esperan-

za.

-¿Cócno salvarla? -repitió Claude, pensativo.

También Gringoire se golpeó la frente esta vez.

-Escuchadme, maestro; yo tengo mucha imagi-

nación. ¿Y si se pidiese gracia al rey?


-¿Gracia a Luis XI?

-¿Y por qué no?

-Es más fácil quitarle un hueso a un tigre.

Gringoire continuó entonces buscando nuevas

soluciones.

-¡Eh! ¡Escuchad! ¿Queréis que envíe a las ma-

tronas una solicitud declarando que la mucha-

cha está encinta?

Aquella idea hizo brillar las hundidas pupilas

del sacerdote.

-¡Encinta! ¡Qué absurdo! ¿Acaso sabes tú algo

del asunto?

Gringoire se quedó asustado por su tono y se

apresuró a decir.

-¡Qué va! ¡Yo no sé nada! Nuestro matrimonio

era un verdadero foris maritagium(4)

4. Matrimonio realizado con los de fuera.

Yo quedé fuera del matrimonio. Pero podría

obtenerse un aplazamiento.

-Eso es una locura, una infamia; cállate.


-No deberíais enfadaros -murmuró Gringoire-.

Con un aplazamiento, que no hace mal a nadie,

se pueden ganar cuarenta denarios esas matro-

nas que son mujeres pobres -pero el clérigo no

le estaba escuchando.

-Pero es preciso que salga de a11í

-murmuraba-. El decreto debe ser cumplido

dentro de tres días. Además no habría sido ne-

cesario tal decreto. ¡Ese Quasimodo! Desde lue-

go las mujeres tienen unos gustos depravados;

y levantando la voz:

-Maese Pierre, escuchad: to he pensado bien;

sólo hay un medio de salvarla.

-¿Cuál?, porque yo no veo más.

-Escuchad, maese Pierre. Recordad que le deb-

éis la vida. Voy a exponeros francamente mi

idea. La catedral está vigilada noche y día y no

se permite salir salvo a los que ants se haya

visto entrar. Vos podéis entrar; vendréis hasta

a11í y yo os introduciré. Os cambiaréis las ro-


pas con ella; ella se pondrá vuestro jubón y vos

su falda.

-Hasta ahora va bien -observó el filósofo-, ¿y

luego?

-¿Luego? Ella saldrá con vuestras ropas y vos

os quedaréis a11í con las suyas. Quizás vos

acabéis en la horca pero ella se salvará.

Gringoire se rascó la oreja con un aire muy se-

rio.

-¡Vaya! Es una idea que a mí sólo no se me

habría ocurrido nunca.

Ante la propuesta inesperada de dom Claude,

la cara abierta y bonachona del poeta se había

oscurecido bruscamente, como se oscurece un

risueño paisaje italiano ante un vendaval ines-

perado, producido al esconderse el sol tras las

nubes.

-Bueno Gringoire, ¿qué os parece mi proyecto?

-Os diré, señor, que no es que quizás me cuel-

guen; es que me colgarán con toda certeza.


-Pero eso no es asunto nuestro.

-¡Pestes! -protestó Gringoire.

-Ella os salvó la vida; es una deuda que debéis

pagar.

-¡Hay otrás muchas que tampoco he pagado!

-Maese Pierre; es absolutamente necesario.

El archidiácono hablaba con gran autoridad.

-Escuchadme, dom Claude -respondió el poeta

consternado-. Defendéis una idea que creo

equivocada, pues no entiendo por qué me habr-

ían de ahorcar a mí en vez de a otro.

-¿Pues qué tenéis entonces para aferraros tanto

a la vida?

-¡Cómo! ¡Mil razones!

-Decid cuáles son, por favor.

-¿Cuáles?; el aire, el cielo, la mañana, la noche,

el claro de luna mis buenos amigos los truha-

nes, los buenos ratos pasados con las mozas, los

bellos monumentos de París que estoy estu-

diando, los tres libros que tengo empezados,


uno de los cuales va contra el obispo y sus mo-

linos y, ¡yo qué sé cuántas cosas más! Anaxá-

goras decía que estaba en el mundo para admi-

rar el sol. Además tengo la suerte de pasar to-

dos mis días, de la mañana a la noche, con un

hombre de ingenio que soy yo y me resulto

muy agradable.

-¡Cabeza de chorlito! -murmuró el archidiáco-

no-. A ver, dime: esa vida que tan maravillosa

to parece, ¿quién to la ha conservado? ¿A quién

debes el respirar este aire, o ver el cielo, o el

poder distraer to cerebro de pájaro con pampli-

nas y otras tonterías? ¿Sin ella dónde estarías

ahora? ¿Quiere que muera ella, ella, gracias a la

cual tú estás vivo? ¿Quieres que muera una

criatura como ella, hermosa, dulce, adorable,

necesaria para la luz del mundo y más divina

que Dios? Y mientras tanto tú, medio sabio y

medio loco, bosquejo de persona, especie de

vegetal que to imaginas que piensas y que an-


das, ¿tú seguirías viviendo con esa vida que has

robado, tan inútil como una vela en pleno sol?

¡Un poco de caridad Gringoire! Sé generoso

también tú ya que ella empezó siéndolo.

El clérigo se mostraba vehemente y Gringoire

que le escuchaba primero indiferente, luego

enternecido, acabó haciendo una mueca trágica

imitando con su cara pálida a la de un recién

nacido que llora.

-¡Qué patético os habéis puesto! -le dijo en-

jugándose una lágrima-. Bueno, ya pensaré en

ello. Pero, ¡vaya ideas las vuestras! Aunque,

después de todo, prosiguió tras un silencio,

¿quién sabe? ¡A to mejor no me cuelgan! No se

casan siempre los que se prometen. Cuando me

encuentren en aquella celda, tan grotescamente

vestido con falda y con cofia, a to mejor se

echan a reír. Además si me cuelgan, ¡pues qué!

La cuerda es una clase de muerte como cual-

quier otra o, mejor dicho, no es una muerte


como cualquier otra; es una muerte digna del

sabio que ha oscilado toda su vida; una muerte

que no es ni carne ni pescado, como el espíritu

del verdadero escéptico; una muerte impreg-

nada de pirronismo y de dudas, que se mantie-

ne entre el cielo y la tierra y que le deja a uno

en suspenso. Es una muerte de filósofo y cal

vez me estaba predestinada. Es algo magnífico

el morir como se ha vivido.

El cura tuvo que interrumpirle.

-¿Estamos de acuerdo?

-¿Qué es la muerte a fin de cuentas? -prosiguió

Gringoire con exaltación-. Un mal momento, un

peaje; el paso de poco a nada. Como alguien

preguntara a Cercidas, el megapolitano, si mor-

ía a gusto, respondió: «¿Y por qué no? Después

de morir veré a grandes hombres como a Pitá-

goras entre los filósofos, a Hecateo entre los

historiadores, a Homero entre los poetas o a

Olimpo entre los músicos.»


El archidiácono le tendió la mano y le dijo:

-Estamos, pues, de acuerdo. Vendréis mañana.

Aquel gesto hizo reaccionar a Gringoire que se

mostró más realista.

-¡Ah! ¡Ni hablar! ¡Qué va! ¡Desde luego que no!

-dijo con el tono de un hombre que acaba de

despertarse. ¡Morir colgado! ¡Eso es absurdo!

No quiero.

-Adiós entonces -y el archidiácono añadió entre

dientes-: ¡Ya to encontraré!

-No me interesa volver a encontrarme con este

diablo de hombre -pensó Gringoire; y acercán-

dose hasta dom Claude le dijo.

-Eh, señor archidiácono, ¡que no haya enfado

entre viejos amigos! Veo que os interesáis por

esa joven, por mi mujer, quiero decir, pues muy

bien; habéis ideado una estratagema para sacar-

la sana y salva de la catedral, pero ese sistema

me resulta extremadamente desagradable. ¡Si

yo encontrara otro! Os advierto que se me aca-


ba de ocurrir ahora mismo una inspiración muy

luminosa. Si se me ocurriera una idea eficaz

para sacaria de ese mal trance sin compromiso

para mi cuello con ningún tipo de nudo corre-

dizo. ¿Qué me diríais entonces? ¿No os sería

suficiente? ¿Es necesario que me cuelguen para

que así os quedéis contento?

El clérigo retorcia con impaciencia los botones

de su sotana.

-¡Qué torrente de palabras! Vamos a ver cuál es

to plan.

-Muy bien -prosiguió Gringoire hablándose a sí

mismo y rascándose la nariz con el dedo índice

en señal de meditación-. ¡Eso es! Los truhanes

son buena gente y la tribu de Egipto quiere mu-

cho a la Esmeralda, así que colaborarán a la

primera insinuación. Nada hay más fácil que

eso. Una maniobra excelente. En medio del

desorden será fácil llevársela. Mañana mismo

por la noche. No habrá que decírselo dos veces.


-¡El plan! Cuéntalo -le dijo el cura sacudiéndole

violentamente.

Entonces Gringoire se volvió majestuoso hacia

él.

-¡Dejadme! Ya veis que to estoy elaborando -se

quedó aún unos momentos reflexionando y

luego se puso a aplaudir su propia idea gritan-

do-: ¡Admirable! ¡No puede fallar! ¡El éxito es

seguro!

-Cuál es el plan -insistió vehemente dom Clau-

de.

Gringoire estaba radiante.

-Acercaos que os to digo al oído. Es una con-

tramina verdaderamente genial que nos saca a

todos de apuro. ¡Pardiez! Hay que reconocer

que no soy un idiota.

Se interrumpió pensativo.

-¡Ah! Y la cabrita, ¿está con la joven?

--Sí. ¿Qué demonios tiene eso que ver?

-Sí; la habrían colgado. También colgaron a una


cerda el mes

pasado. AI verdugo le gustan estas cosas. Y

además se come después al animal. ¡Colgar a

mi pequeña Djali! ¡Pobre cabritilla!

-¡Maldición! -exclamó dom Claude-. El verdugo

eres tú. ¿Cuál es el medio de salvación que has

encontrado, bribón? ¿Habrá que sacarte la idea

con los forceps?

-¡Es formidable, maestro. Escuchad!

Gringoire se acercó al oído del archidiácono y

le habló muy bajo, mirando a uno y a otro lado

de la calle por donde, además, no pasaba nadie.

Cuando hubo contado todo, dom Claude le

cogió la mano, indiferente y le dijo.

-Está bien, hasta mañana.

-Hasta mañaná -repitió Gringoire.

Y mientras el archidiácono se alejaba por un

lado, él se iba por el otro, diciéndose en voz

baja.

-Es un asunto muy serio, señor Pierre Gringoi-


re, pero no importa. Que no se diga que, por ser

pequeño, uno se asusta de las grandes empre-

sas. Bitón llevó sobre sus hombros un gran toro

y los alzacolas, las currucas y las moscaretas

son capaces de cruzar el océano.

II

HACEOS TRUHÁN

DE vuelta al claustro, el archidiácono encontró

a su hermano Jehan du Moulin que le estaba

esperando a la puerta de su celda. Para no abu-

rrirse durante la espera, se había entretenido

dibujando en la pared, con un carbón, el perfil

de su hermano mayor, enriquecido con una

nariz desmesurada.

Apenas si dom Claude miró a su hermano pues

eran otros los asuntos que le ocupaban. El ale-

gre rostro de aquel bribón cuya presencia había

serenado tantas veces la fisonomía triste del

clérigo no era capaz en aquellos momentos de

disipar las brumas que cada día con más fuerza


se iban haciendo más espesas en aquella alma

corrompida y mefítica.

-Hermano, vengo a veros --le dijo tímidamente

Jehan.

El archidiácono ni siquiera levantó los ojos

hacia él.

-¿Pues?

-Hermano -prosiguió el hipócrita-, sois tan

bueno para mí y me dais tan buenos consejos

que acabao siempre volviendo a vos.

-¿Y qué más?

-¡Ay, hermano! Qué razón teníais al decirme:

Jehan! ¿jehan!,

cessat doctorum, doctrina,

d:scipulorum disciplina(5). Jehan, sé prudente,

Jehan sé estudioso, Jehan no paséis las noches

fuera del colegio sin razón que to justifique y

sin permiso de los maestros. No os peleéis con

los picardos, noli, Joannet, verberare picardor,

no os envilezcáis como un asno inculto, quasi


asinur illiteratus. Jehan, permitid que la pru-

dencia de los maestros os imponga los castigos

precisos. Jehan, Jehan, visitad todas las noches

la capilla y cantad una antífona, con los versícu-

los y las oraciones, a nuestra gloriosa señora la

Virgen María. ¡Ay! ¡Qué excelentes consejos, los

vuestros!

5. Abandonáis la doctrina de los dodos, la dis-

ciplina de los discípulos.

-¿Y qué más?

-Hermano, ¡tenéis ante vos a un hombre culpa-

ble y criminal, a un miserable libertino, a un

monstruo! Mi querido hermano, Jehan ha piso-

teado vuestros sabios y generosos consejos co-

mo si fueran paja a inmundicia. Dios, que es

extraordinariamente justo, ya me ha castigado

por ello. Mientras no me ha faltado el dinero,

me he entregado a las comilonas, a hacer locu-

ras y a la vida fácil. ¡Oh! ¡Qué hermosa cara

tiene el libertinaje visto de frente! ¡Pero qué


horrible sin embargo visto por detrás! Ahora

que no tengo ni blanca, que he vendido mis

ropas, mi camisa y mi toalla, ¡se me acabó la

buena vida! Se acabó la hermosa lámpara y ya

no me queda más que una vulgar mecha de

sebo con malos olores. Las chicas se ríen de mí.

No puedo beber más que agua y los acreedores

y los remordimientos me persiguen.

-¿Y ya se acabó?

-¡Ay, mi querido hermano! Me gustaría llevar

una vida mejor y por eso acudo a vos con el

corazón contrito, como un penitente en busca

de confesión y me doy grandes golpes de pe-

cho. Tenéis toda la razón en querer que me li-

cencie y me haga maestro ayudante en el cole-

gio de Torchi. Os tengo que decir que ahora

siento en mí una gran vocación hacia este esta-

do. Pero carezco hasta de tinta y tendré que

comprarla; tampoco tengo plumas y tendré que

comprarlas; ni papel, ni libros; me falta de todo.


Necesito para todo ello algunos dineros y acu-

do a vos, querido hermano, con el corazón con-

trito.

-¿Eso es todo?

-Sí -dijo el estudiante-. Sólo un poco de dinero.

-No to tengo.

El estudiante dijo entonces, con un aire serio y a

la vez decidido. -Muy bien, hermano. Lamento

mucho tener que deciros que me han hecho en

otras partes propuestas muy atractivas. ¿No me

vais a dar dinero? ¿No? En ese caso voy a

hacerme truhán.

Al pronunciar esa terrible palabra, tomó la acti-

tud de Ajax, esperando ver caer el rayo sobre

su cabeza.

El archidiácono le dijo fríamente.

-Haceos truhán.

Jehan le hizo una profunda reverencia y se

alejó, silbando, por la escalera del claustro.

Cuando pasaba por el patio del claustro, bajo la


ventana de la celda de su hermano, oyó cómo

se abría ésta; levantó entonces la vista y vio

pasar por la abertura la severa cabeza de su

hermano.

-¡Vete al diablo! Ahí va el último dinero que vas

a recibir de mí.

A1 mismo tiempo, el archidiácono le arrojó una

bolsa que hizo al estudiante un buen chichón

en la frente. Jehan se alejó, enfadado y contento

a la vez, como un perro al que le hubiesen gol-

peado con un hueso.

III

¡VIVA LA ALEGRÍA!

EL lector ya sabrá que una parte de la Corte de

los Milagros estaba cerrada por la antigua mu-

ralla del recinto de la ciudad, y que buena parte

de las torres de esa muralla empezaban ya a

derrumbarse en aquella época. Una de aquellas

torres la habían convertido los truhanes en lu-

gar de diversión. Habían hech


un bar en la sala de abajo y las demás cosas en

los pisos de arriba. Aquella torre era el lugar

más activo y en consecuencia el más re pugnan-

te de la truhanería. Era como un enjambre

monstruos zumbando noche y día. De noche,

cuando el resto de la pordio sería estaba ya

durmiendo y cuando no se veía ya ninguna luz

e las ventanas de aquellas casas de adobes,

cuando ya no se oía nin gún grito en aquel in-

numerable montón de casas, en aquellos hor

migueros de ladrones, de prostitutas, de niños

robados o de bas tardos, se podía reconocer

siempre aquella torre alegre por el rui do que

de ella surgía y por la luz escarlata que se di-

fundía a 1 vez por los respiraderos y por las

ventanas y por las grietas d sus ruinosos mu-

ros; aquel resplandor se escapaba, por decirlo

así por todos los poros de la torre.

El sótano hacía, pues, de taberna. Se bajaba a

ella a través d una portezuela y de una escalera


tan escarpada como un alejandrino clásico. En

la puerta aparecía, a guisa de emblema, una

pintura mal embadurnada que representaba

unas monedas nuevas y unos pollos muertos y

desplumados. Por debajo de aquella pintura

figuraba una inscripción interpretativa de la

misma: Aux ronneurs pour les trépatsés(6).

6 Juego fonético de palabras sin equivalencia en

español, que podría ser más o menos: Aux sols

(sous) neufs poulets trépassés (a monedas nue-

vas, pollos muertos), que fonéticamente y con

cierta imaginación podría leerse: Aux sonneur

pour les trépassés (a los campaneros para los

muertos).

Una noche, cuando el toque de queda sonaba

en todas las torrres de París, si a los vigías les

hubiera dado por entrar en la temible Corte de

los Milagros, habrían podido ver que en la ta-

berna aquella había más jaleo que de costum-

bre, que se bebía y se juraba más que nunca.


Afuera había varios grupos que hablaban en

voz baja, como cuando se está tramando una

conspiración, mientras que acá o a11á, algunos

de aquellos tipos afilaban contra a empedrado

las hojas de sus cuchillos.

Sin embargo, en el interior, el vino y el juego

distraían tan fuertemente aquella noche a los

truhanes que habría resultado muy difícil adi-

vinar, por to que ellos decían, de qué se trataba.

Sólo se veía que estaban más alegres que de

ordinario y que a todos se les veía de vez en

cuando algún arma entre las ropas; una hoz, un

hacha, un tajo o el cañón de un viejo arcabuz.

La sala, de forma redonda, era muy amplia

pero las mesas se hallaban tan juntas unas de

otras y los bebedores eran tantos que todo to

que había en la taberna: hombres, mujeres,

bancos, jarras de cerveza, los que bebían, los

que dormían y los que jugaban, los sanos, los

lisiados... parecían amontonados con tanto or-


den y armonía como un montón de conchas de

ostras. Había algunas velas de sebo encendidas

por las mesas, pero la verdadera luminaria de

la taberna, to que hacía el papel de araña de

techo en un teatro de ópera, era el fuego. Aquel

sótano eran tan húmedo que nunca se dejaba

apagar la chimenea, ni incluso en pleno verano.

Era enorme, con campana esculpida, protegida

con fuertes parrillas de hierro y atizadores.

Tenía uno de esos grandes fuegos de leña y de

turba que de noche, en las calles de los pueblos,

reflejan en rojo, sobre las paredes de enfrente,

el espectro de las ventanas enrejadas. Un en-

cargado, sentado gravemente cerca del fuego,

hacía girar un asador, lleno de trozos de carne.

Aunque la confusión era grande, en una prime-

ra ojeada podían distinguirse entre el gentío

tres grupos principales que se apiñaban en tor-

no a tres personajes, ya conocidos del lector:

uno, curiosamente ataviado con muchos ador-


nos a la moda oriental, era Mathias Hungadi

Spicali, duque de Egipto y de Bohemia. El bri-

bón estaba sentado encima de una mesa con las

piernas cruzadas, el dedo levantado, haciendo

exhibición de su ciencia, en voz alta, hablando

de magia blanca o de magia negra a cuantos le

rodeaban boquiabiertos. Otro grupo se agolpa-

ba en torno a nuestro antiguo amigo, el valiente

rey de Tunos, armado hasta los dientes. Clopin

Trouillefou, con aspecto serio y en voz baja,

organizaba el pillaje de un enorme tonel lleno

de armas, medio reventado ya, del que salían

en cantidad hachas, espadas, cazoletas, cotas de

malla, cuchillos, puntas de lanza y azagayas,

saetas y más hierros, como salen manzanas y

uvas del cuerno de la abundancia. Cada cual

iba cogiendo del montón, uno un morrión, otro

un estoque, otros un puñal; incluso los niños se

armaban y hasta algún lisiado había que, ar-

mado y hasta acorazado, pasaba por entre las


piernas de los bebedores como un enorme esca-

rabajo.

Y, finalmente, un tercer grupo, el más ruidoso y

jovial y también el más numeroso, Ilenaba los

bancos y las mesas en medio de los cuales pero-

raba entre juramentos una voz aflautada que

surgía por debajo de una pesada armadura

completa, desde el casco a las espuelas. El indi-

viduo que así se había colgado toda una pa-

noplia, desaparecía de cal manera tras aquella

vestidura de guerra que sólo se veía de su per-

sona su descarada nariz, roja, respingona, unos

rizos rubios, una boca rosa y unos ojos inquie-

tos.

Llevaba el cinturón cuajado de dagas y puña-

les; una gran espada al costado, una ballesta

oxidada a su izquierada y una enorme jarra de

vino ante él, sin contar a una rolliza moza des-

carriada, que se encontraba a su derecha. Todas

las bocas que le rodeaban bebían, juraban y


reían.

Añádase a todo esto otros veinte grupos secun-

darios, las mozas y mozos de servicio que iban

de acá para allá con las jarras en la cabeza, los

jugadores en cuclillas dándole a los dados, o a

las bolas, a las tabas o al juego apasionante de

las anillas; con las discusiones en un rincón y

las caricias y los besos en otro. Mecclando todo

esto podrá tenerse una idea de aquel cuadro

sobre el que vacilaba la luz de aquella gran

chimenea llameante, que proyectaba sobre las

paredes de la taberna mil sombras desmesura-

das y grotescas. En to que al ruido se refiere,

era como el interior de una campana en pleno

repique.

La grasera de la que saltaba una lluvia de grasa

llenaba con su chisporroteo continuo los inter-

valos de los mil diálogos que se entrecruzaban

de una a otra parte de la sala.

Había en medio de todo aquel jaleo, al fondo de


la taberna, en el banco interior de la chimenea,

un filósofo que se hallaba meditando; tenía los

pies en las cenizas y los ojos puestos en los ti-

zones; era Pierre Gringoire.

-¡Vamos, rápido! ¡Apresuraos! ¡Armaos! ¡Antes

de una hora estamos en marcha! -decía Clopin

Trouillefou a todos aquellos charlatanes. Había

también una muchacha que tarareaba:

Bonsoir, mon père et ma mère!

Les derniers couvrent le feu(7).

7. Buenas noches, padre, hasta mañana, madre,

/ los últimos que se acuesten tapan el fuego.

Dos jugadores de cartas discutían.

-¡Tramposo! -gritaba el más enfadado de los

dos, amenazando al otro con el puño-. ¡Te voy a

dejar la cara hecha un trébol! Y así podrás pasar

por Mistigri(8) en el juego de cartas de mon-

señor el rey.

-¡Uf! -protestaba un normando, reconocible por

su acento gangoso-. Estamos aquí amontonados


como los santos de Caillouville (9).

8 El Valet o la Sota de trébol en la baraja.

9 Varios centenares de estatuas de santos se

amontonaban en la pequeña capilla de Caillou-

ville, cerca de la abadía de Saint-Wandrille.

Víctoe Hugo hace notar en su documentación

para Nuertra Señora de Parfr el refrán norman-

do «tassés comme les saints de Caillouville».

-Hijos -decía el duque de Egipto a su auditorio,

hablando en falsete-, las brujas de Francia van a

los aquelarres sin escoba ni grasa ni montura;

sólo van con algunas palabras mágicas. Las

brujas de Italia tienen siempre un macho cabrío

esperándolas a la puerta, pero todas ellas salen

por la chimenea.

La voz del joven bribón, armado de pies a ca-

beza, dominaba aquel barullo.

-¡Bravo! ¡Bravo! ¡Hoy hago mis primeras armas!

¡Truhán! Por Cristo que soy truhán. ¡Llenadme

el jarro de vino! Amigos míos; me llamo Jehan


Frollo du Moulin y soy gentilhombre. Estoy se-

guro de que si Dios fuera gendarme se acabaría

haciendo salteador. Hermanos, vamos a hacer

una bonita expedición y todos somos valientes.

Asaltaremos la iglesia, derribaremos sus puer-

tas y sacaremos de a11í a la muchacha; la salva-

remos de los jueces y de los curas; desmantela-

remos el claustro y quemaremos al obispo en el

obispado. Y además to haremos todo en menos

tiempo del que tarda un burgomaestre en tra-

garse una cucharada de sopas. Nuestra causa es

justa. Saquearemos la catedral y se acabó. Col-

garemos a Quasimodo. ¿Conocéis a Quasimo-

do, señoritas? ¿Le habéis visto jadear con el

bordón el día de Pentecostés? ¡Por todos los

diablos que es digno de verse! ¡Se diría un dia-

blo a caballo de una gárgola! ¡Amigos míos,

escuchadme! Soy truhán hasta el fondo de mi

corazón y tengo alma de bellaco. He sido rico y

me comí mis bienes. Mi madre quería hacer de


mí un oficial y mi padre subdiácono; mi tía

consejero de los tribunales, mi abuela proto-

notario del rey y mi tía abuela tesorero togado;

pero yo me he hecho truhán. Se to dije a mi

padre y me escupió a la cara su maldición; se to

dije también a mi madre que se echó a llorar, la

pobre señora, y a babear como ese tronco en la

parrilla. ¡Viva la alegría! ¡Soy un auténtico libe-

rado! Tabernera, amiga mía, ¡más vino que to-

davía puedo pagarlo! Pero que no sea de Su-

resnes que me raspa el gaznate; preferiría, ¡qué

diablos!, hacer gárgaras con un cesto.

El auditorio aplaudía y se reía a carcajadas;

viendo todo aquel jaleo a su alrededor el estu-

diante prosiguió.

-¡Qué bien suena este ruido! Populi debacchantis

populosa debacchatio!(10)

Y se puso a cantar, con la vista turbada, como

en éxtasis y como un canónigo entonando las

vísperas.
- ¡Quae cantica!;quae organa!;quae cantilenae!¡quae

melodiae hic tine fine decantantur! Sonnat melliflua

hymnorum, organa suavitaima angelorum melodia,

cantica canticorum mira(11).


10. Popular desenfreno de un pueblo desenfre-
nado.

11. ¡Qué cánticos! ¡Qué instrumentos! ¡Qué me-

lodías! ¡Qué interminables melodías se oyen

aquí! Se oyen, dulces como la miel, los instru-

mentos de los himnos, la suavísima música de

los ángeles, los cánticos más admirables de en-

tre los cánticos. (Según San Agustín.)

Se interrumpió un momento y dijo:

-¡Cantinera del demonio, dame de cenar!

Hubo un momento en que nadie hablaba y jus-

to entonces se oyó la voz agria del duque de

Egipto que adoctrinaba a sus gitanos.

-La comadreja se llama Adouine, el zorro

Pie-azul o el Corredor de bosques, el lobo Pie

gris o Pie dorado, el oso, el Viejo o el Abuelo. El

sombrero de un gnomo le hace a uno invisible

y permite ver las cosas invisibles. Para bautizar

a un sapo hay que vestirle de terciopelo rojo y


negro, ponerle un cascabel al cuello y una cam-

panilla en las patas. El padrino se pone delante

y la madrina detrás. Es el demonio Sidragasum

quien tiene el poder de hacer bailar desnudas a

las muchachas.

-¡Por todos los demonios! -interrumpió Jehan-.

Ya me gustaría a mí ser el demonio Sidraga-

sum.

Mientras tanto los truhanes seguían armándose

entre cuchicheos, al otro lado de la taberna.

-¡La pobre Esmeralda! -decía una gitana-. Es

nuestra hermana. Tenemos que sacarla de a11í.

-Entonces, ¿sigue aún en Nuestra Señora?

-preguntó un mendigo con cara de judío.

-¡Sí, pardiez!

-Pues entonces, camaradas -exclamó el mendi-

go-, ¡a Nuestra Señora todos! Porque además

hay en la capilla de San Fereol y Ferrution dos

estatuas, una de San Juan Bautista y otra de San

Antonio, las dos de oro, y que pesan entre las


dos diecisiete marcos de oro y quince estelines;

las peanas, de plata dorada, diecisiete marcos y

cincó onzas. Sé todo esto porque soy orfebre.

En este momento, sirvieron la cena a Jehan que

recostándose en el pecho de la cantinera dijo:

-¡Por San Voult-de-Loucques, a quien el pueblo

llama San Goguelu, que soy un hombre feliz!

Tengo ante mí a un imbécil que me mira con su

cara barbilampiña de archiduque y a mi iz-

quierda otro cuyos dientes son tan largos que le

tapan el mentón. Y para colmo, yo, como el

mariscal de Gié en el asedio de Pontoise, tengo

mi diestra apoyada en una protuberancia. ¡Por

las barbas de Mahoma, camarada! ¡Pareces un

mercader de pelotas y encima to vas a sentar

junto a mí! ¡Amigo mío! Yo soy un noble y las

mercancías son incompatibles con la nobleza.

¡Largo de ahí, pues! ¡Y vosotros, dejad ya de

pegaros! ¡Pero, cómo! Tú, Bautista Croque-

Oison, con esa nariz tan bonita, ¿vas a exponer-


la ante los puños de ese buitre? ¡Imbécil! Non

cuiquam datum est habere nasum(12). ¡Eres divi-

na, Jacqueline Ronge Oveille! ¡Es una pena que

estés calva! ¡Eh! Yo me llamo Jehan Frollo y mi

hermano es archidiácono. ¡Que se vaya al dia-

blo! Todo to que os digo es cierto. A1 hacerme

truhán he renunciado alegremente a la mitad

de una casa situada en el paraíso y que mi

hermano me había prometido: Dimidiam do-

mum in paradiro. Cito el texto: tengo un feudo

en la calle Tirechappe y todas las mujeres se

enamoran de mí; esto es tan cierto como que

San Eloy era un orfebre excelente y que los cin-

co oficios de la buena villa de París son los cur-

tidores, los tafileteros, los talabarteros, los bol-

seros y los zapateros, y que san Lorenzo fue

quemado con cáscaras de huevo. Os to juro,

camaradas. Preciosa, hay claro de luna; mira

por la claraboya cómo el viento desgarra las

nubes. Así haré yo con to corpiño. ¡Eh, chicas!


¡Quitad los mocos a los niños y arreglad las

mechas de esas velas! ¡Por Crisco y por Ma-

homa! ¿Qué es to que estoy comiendo? ¡Por

Júpiter! Los cabellos que no se encuentran en la

cabeza de estas rameras, me los encuentro en el

plato. ¡Oye, vieja! ¿Sabes? Me gustan las torti-

llas calvas. ¡Que el diablo to deje pasmada! ¡Va-

liente hostelería de Belcebú en donde las rame-

ras se peinan con los tenedores!

12. Una nariz así no la tiene cualquiera.

Y después de todo esto rompió su plato contra

el suelo y se puso a cantar a voz en grito:

-No tengo / en el nombre de Dios / ni fuego ni

ley / ni rey ni Dios.

Mientras tanto Clopin Trouillefou había acaba-

do ya con la distribución de armas y se

aproximó a Gringoire que parecía sumido en

una profunda meditación, con los pies apoya-

dos en la parrilla de la chimenea.

-Amigo Pierre -le dijo el rey de Tunos-: ¿En qué


diablos estáis pensando?

Gringoire se volvió hacia él con una sonrisa

melancólica.

-Me gusta el fuego, querido señor. No por la razón trivial de que puede
calentarnos los pies

o de que sirve para calentar la sopa, sino por-

que tiene chispas. A veces me paso horas ente-

ras mirando las chispas y descubro mil cosas en

esas estrellas que espolvorean el fondo negro

del hogar. Es como si esas estrellas fueran otros

tantos mundos.

-¡Que me parta un trueno si to entiendo! -le dijo

el truhán-. ¿Sabes qué hora es?

-No to sé -respondió Gringoire.

Clopin se acercó entonces al duque de Egipto.

-Camarada Mathias, el cuarto de hora no es

bueno. Dicen que el rey Luis XI está en París.

-Razón de más para arrancarle a nuestra her-

mana de las garras -le respondió el viejo bo-

hemio.

-Hablas como un hombre, Mathias -le dijo el


rey de Tunes-. Además actuaremos rápidos. No

hay que temer resistencia en la iglesia. Los

canónigos son como liebres y nosotros somos

muchos. La gente del parlamento se va a que-

dar mañana con un palmo de narices cuando

vengan a buscarla. ¡Por las tripas del papa! ¡No

quiero que la cuelguen a esa bella niña!

Clopin salió de la taberna.

Mientras tanto, Jehan seguía gritando con voz

ronca:

-¡Bebo, como, estoy borracho, soy como el

mismo júpiter! ¡Eh! ¡Tú, Pierre L'Assommeur!,

si me sigues mirando así to voy a desempolvar

la nariz de un papirotazo.

Por su parte, Gringoire, arrancado a sus medi-

taciones, se había puesto a considerar to ani-

mado de aquella escena tan alborotadora que :e

rodeaba y comentaba entre dientes.

- Luxuriosa res vinum et tumultuosa ebrietas(13).

¡Ay! ¡Qué bien hago no bebiendo! Y con cuanto


tino dijo San Benito: « Vinum aportare facit edam

sapientes» (14).

13. El vino y la embriaguez son cosas lujuriosas.

14. El vino hace apóstatas incluso a los mismos

sabios.

En aquel momento entró Clopin gritando con

voz de trueno.

-¡Medianoche!

A esta palabra que hizo el efecto de un botasilla

en un regimiento que ha hecho alto, todos los

truhanes, hombres, mujeres y niños, salieron

tumultuosamente fuera de la taberna con gran

ruido de armas y hierros.

La luna se había ocultado. La Corte de los Mi-

lagros se había quedado a oscuras. No había

ninguna luz, pero estaba muy lejos de quedar

desierta pues podían distinguirse muchos gru-

pos de hombres y mujeres hablando entre ellos

en voz baja. Se oía el rumor de sus voces y se

veía relucir toda clase de armas en la oscuridad.


Clopin se subió a una gran piedra.

-¡A vuestras filas, los de la germanía, a vuestras

filas los de Egipto y vosotros también galileos!

Un gran movimiento se produjo en la oscuri-

dad y todo aquel enorme gentío pareció for-

marse en columnas.

Minutos más tarde el rey de Tunos elevó la voz.

-¡Ahora silencio para cruzar París! El santo y

seña es;pequeria llama vagabunda! ¡No se en-

cenderán las antorchas hasta llegar a Nuestra

Señora! ¡En marcha!

Diez minutos más tarde, la ronda de a caballo

huía despavorida ante una larga procesión de

hombres negros y silenciosos que bajaba hacia

el Pont-au-Change, a través de las calles tortuo-

sas que atraviesan en todas direcciones el denso

barrio de las Halles.

IV

UN TORPE AMIGO

AQUELLA noche Quasimodo no dormía. Aca-


baba justo de hacer la última ronda por la igle-

sia y no se había fijado siquiera que, en el mo-

mento en que estaba cerrando las puertas, el

archidiácono había pasado cerca de él y había

mostrado un cierto malhumor al verle echar

cuidadosamente los cerrojos de la enorme ar-

madura de hierro que daba a las dos anchas

hojas de la puerta la solidez de una muralla.

Dom Claude mostraba además un aspecto más

preocupado que de costumbre. Por otra parte,

maltrataba constantemente a Quasimodo desde

aquella aventura nocturna en la celda de la Es-

meralda. Pero por más rudo que fuera su trato,

y aunque incluso alguna vez le pegara, nada

era capaz de quebrantar la sumisión, la pacien-

cia y la entrega del fiel campanero. Soportaba

todo to que viniese del archidiácono sin un re-

proche y sin ninguna queja. Ya fueran injurias,

amenazas a incluso golpes. Todo to más le se-

guía con su mirada inquieta cuando dom Clau-


de subía por la escalera hacia la torre, aunque,

desde aquella ocasión, el archidiácono no había

vuelto voluntariamente a presentarse ante los

ojos de la egipcia.

Sin embargo, aquella noche, después de haber

echado una última mirada a sus pobres campa-

nas, tan descuidadas ahora, a Jacqueline, a Ma-

rie y a Thibauld, había subido hasta to más alto

de la torre septentrional y allí, dejando en ei

tejado su linterna sorda, bien cerrada, se había

quedado contemplando París. La noche, como

ya hemos dicho, era muy oscura y París que,

por decirlo así, no estaba iluminado en aquella

época, presentaba a la vista un confuso montón

de masas negras, cortado aquí y a11á, por la

curva blancuzca del Sena.

Quasimodo sólo veía luz en la ventana de un

edificio lejano cuyo perfil vago y sombrío se

perfilaba muy por encima de los tejados, hacia

la Porte de Saint-Antoine. También a11í había


alguien en vela.

Dejando flotar por aquel horizonte de brumas

su mirada cínica, el campanero presentía muy

dentro de sí una vaga preo,.cupación. Hacía ya

varios días que se sentía inquieto y vigilante.

Veía rondar continuamente en torno a la cate-

dral a hombres de aspecto siniestro que vigila-

ban a la joven y pensaba que se estaba tra-

mando algún complot contra la desventurada

refugiada. Se imaginaba que existía un odio

popular hacia ella igual que existía ese odio

hacia él y tenía la impresión de que muy pronto

podría ocurrir algo imprevisto. Por eso perma-

necía en el campanario, al acecho, roñando en

.rur ensueñor como dice Rabelais, con el ojo tan

pronto en la celda como en París, montando la

guardia, como un buen perro, con el corazón

lleno de temor y desconfianza.

De pronto, mientras escrutaba la gran ciudad

con aquel único ojo que la naturaleza, por una


especie de compensación, le había hecho tan

penetrante que casi bastaba para reemplazar a

los demás órganos de los que carecía Quasimo-

do, le pareció que la silueta del muelle de la

Vieille-Pelleterie tenía algo especial, que había

un cierto movimiento en aquel punto que la

línea del pretil que se destacaba en negro sobre

el reflejo blanco del agua, no estaba igual que la

de los otros malecones, sino que se ondulaba

ante la vista, como las olas de un río o como las

cabezas de una muchedumbre en marcha.

Aquello le pareció raro y miró con más aten-

ción. Aquel movimiento parecía dirigirse hacia

la Cité, pero no se veía ninguna luz. Se mantu-

vo durante algún tiempo en el malecón y luego

iba fluyendo poco a poco, como dirigiéndose

hacia el interior de la isla, hasta que de pronto

cesó y el aspecto del malecón volvió a verse

recto a inmóvil como siempre.

En el momento en que Quasimodo se hacía


sobre ello un montón de conjeturas, creyó dis-

tinguir que el movimiento aquel reaparecía otra

vez por la calle del Parvis y que se prolongaba

por la Cité, perpendicularmente a la fachada de

Nuestra Señora. Aunque la oscuridad era in-

tensa, logró distinguir por fin, cómo una cabeza

de columna desembocaba por esa calle y cómo

un enorme gentío se extendía en un momento

por la plaza. En medio de aquella oscuridad

sólo fue capaz de distinguir que se trataba de

un enorme gentío.

Aquel espectáculo producía miedo por sí mis-

mo; y es que el silencio de aquella procesión tan

especial, tan interesada en ocultarse en las

sombras oscuras de la noche, no era menos pro-

fundo que la propia oscuridad. Sin embargo

algún ruido tenía que originar, aunque sólo

fuera el producido por sus pisadas aunque éste

no pudiera llegar a nuestro sordo. Aquella mu-

chedumbre de la que apenas si lograba ver algo


y de la que no oía nada andaba y se agitaba sin

embargo muy cerca de él y le producía el efecto

de un desfile de muertos, mudo a impalpable,

perdido entre las sombras.

Le parecía ver que avanzaba hacia él una niebla

llena de hombres y que las sombras se movían

en la oscuridad.

Entonces renacieron sus temores y por un mo-

mento le vino a la mente la idea de una tentati-

va contra la gitana y sintió confusamente la

violencia de aquella situación y fue entonces

cuando reflexionó con unos razonamientos más

rápidos y mejores de to que habría cabido espe-

rar de un cerebro tan mal organizado como el

suyo.

¿Sería conveniente despertar a la gitana? ¿Ayu-

darla a huir? ¿Por dónde? Las calles estaban

sitiadas y la iglesia pegada al río por la parte

posterior. No tenía barca y entonces compren-

dió que no había escapatoria por ahí. Existía sin


embargo una posibilidad: luchar hasta la muer-

te si fuera preciso, en el pórtico de la catedral;

resistir al menos hasta que pudieran venir a

ayudarle, si es que alguien podía venir, en vez

de turbar el sueño de la Esmeralda, pues siem-

pre sería demasiado pronto el despertar a la

pobre desgraciada para morir.

Detenido en esta decisión, se puso a estudiar al

enemigo con más calma.

El gentío aumentaba por momentos en la plaza

del Parvis. Deducía que no debían hacer apenas

ruido puesto que las ventanas de las calles y de

la plaza permanecían cerradas. De pronto vio

brillar una luz y en un instance se encendieron

siete a ocho antorchas que se paseaban por en-

cima de las cabezas agitando sus mechones de

fuego. Quasimodo vio entonces claramente

cómo se amontonaba en la plaza un terrible

rebaño de hombres y mujeres, harapientos,

armados con guadañas, picas, hoces, partesanas


cuyas mil puntas relucían; por codas partes

bieldos negros ponían cuernos a aquellas caras

horribles. Se acordó vagamente de aquel popu-

lacho y creyó reconocer en aquellas caras a

quienes unos meses antes le habían saludado

como papa de los locos. Un hombre que llevaba

una antorcha en una mano y un látigo en la

otra se subió a una piedra del pretil de la plaza

y parecía arengar al gentío. Luego vio cómo

aquel extraño ejército tomaba posiciones en

torno a la iglesia. Quasimodo recogió su linter-

na y bajó a la plataforma de entre las tomes

para poder ver de más cerca y preparar la ma-

nera de defenderse.

Clopin Trouillefou se había colocado ante el

gran pórtico de Nuestra Señora y había organi-

zado a su tropa para la batalla. Aunque no es-

peraba ninguna resistencia, quiso, como un

general prudence, conservar un orden que le

permitiera hacer frente, en caso de necesidad, a


un ataque súbito, a la vigilancia o a la guardia

de los doscientos veinte arqueros. Así, pues,

había escalonado a su brigada de cal manera

que, vista desde to alto y desde lejos, se habría

pensado en el triángulo romano de la batalla de

Ecnoma, en el hocico de cerdo de Alejandro o

en la famosa cuña de Gustavo Adolfo. La base

de este triángulo se apoyaba en el fondo de la

plaza, de manera que cerraba la calle del Parvis;

uno de sus lados miraba al Hôtel-Dieu y el otro

a la calle de Saint-Pierre-auxBoeufs. Clopin

Trouillefou se había situado en la cúspide con

el duque de Egipto, nuestro amigo Jehan y los

epilépticos más atrevidos.

No era cosa muy rara en las ciudades de la

Edad Media una empresa como la que los

truhanes intentaban en aquellos momentos

contra Nuestra Señora. Lo que hoy llamamos

policía no existía entonces. En las ciudades po-

pulosas, en las capitales sobre todo, no había un


poder central, único y regulador. El feudalismo

había construido de una manera muy curiosa

estas grandes comunas. La ciudad estaba for-

mada por un conjunto de mil señoríos que la

dividían en numerosos compartimentos de

formas y tamaños diversos. De ahí las mil po-

licías contradictorias; es decir, la falta de polic-

ía. En París, por ejemplo, independientemente

de los ciento cuarenta y un señores con preten-

siones feudales, había veinticinco que se creían

con derechos propios; desde el obispo de París,

que tenía ciento cinco calles, hasta el prior de

Notre-Dame-desChamps que tenía cuatro. To-

dos estos justicieros feudales no reconocían

más que nominalmente la autoridad soberana

del rey. Todos tenían derechos viarios y todos

se encontraban en sus propios feudos.

Luis XI fue aquel obrero infatigable que inició y

avanzó notablemente en la demolición del edi-

ficio feudal, continuado más tarde por Riche-


lieu y Luis XIV, en beneficio de la monarquía, y

acabado por Mirabeau en beneficio del pueblo.

Luis XI intentó romper la red de señoríos que

cubría París, lanzando contra ellos, violenta-

mente, dos o tres decretos de policía general.

Así en 1465, se dio orden a los habitantes de

que, una vez llegada la noche, iluminasen con

velas sus ventanas y de que cerrasen a sus pe-

rros bajo pena de horca; en aquel mismo año

ordenó que por las noches fueran cerradas las

calles con cadenas de hierro y se prohibió que

por la noche se llevasen dagas o cualquier otra

arma ofensiva. Pero muy poco después todos

estos intentos de legislación general cayeron en

desuso y la gente dejó que el viento apagara las

velas de sus ventanas y que los perros vagasen

por las calles; las cadenas de hierro sólo se uti-

lizaron en épocas de sitio y la prohibición de

llevar dagas no acarreó más cambios que el

nombre de la calle Coupe-Gueule por el de Co-


upe-Gorge(15), to que no deja de ser un progre-

so evidente. El viejo armazón de las jurisdiccio-

nes feudales se mantuvo en pie; era inmenso el

amontonamiento de bailiajes y de señoríos que

se cruzaban en la ciudad, estorbándose,

mezclándose, enredándose unos con otros; era

inútil la maraña de rondas, de contrarrondas y

de subrondas, a través de las cuales pasaban, a

mano armada, el bandidaje, la rapiña y la sedi-

ción. Así que dentro del desorden general, no

podían considerarse como un acontecimiento

inaudito estos asaltos, por una parte del popu-

lacho, hacia palacios, residencias o a las casas

mismas, en los barrios más poblados. En la ma-

yor pane de los casos, los vecinos no se mezcla-

ban en el asunto, salvo si les afectaba de una

manera directa. Se taponaban los oídos ante los

disparos, cerraban las contraventanas, atranca-

ban sus puertas, dejaban que el asunto se arre-

glase con la guardia o sin la guardia y al día


siguiente se comentaba en París: «Esta noche

han robado en casa de Étienne Barbette; han

asaltado al mariscal de Clermont...a Por eso

tenían almenas en los muros a incluso mataca-

nes por encima de las puertas no sólo las man-

siones reales, como el Louvre, el Palais, la Basti-

lle, las Tournelles, sino también las residencias

señoriales como el Petit-Bourbon, l'Hôtel de

Sens, l'Hôtel d'Angoulême, etc. Otros, entre los

que no se encontraba la catedral, estaban forti-

ficados. El abad de Saint-Germaindes-Prés es-

taba almenado como un barón y la abadía había

gastado más dinero en bombardas que en cam-

panas. Todavía en 1610 podía contemplarse la

fortaleza de la que hoy apenas si queda la igle-

sia.

15 Podría traducirse por un cambio de Cor-

ta-caras a Corta-cuellos.

Pero volvamos a Nuestra Señora.

Una vez tomadas las primeras disposiciones, y


hay que decir en honor a la disciplina de los

truhanes que las órdenes de Cfopin fueron eje-

cutadas en silencio y con una precisión admira-

ble, el digno jefe de la banda se subió al pretil

de la plaza y elevó su voz ronca y áspera, mi-

rando hacia la catedral y enarbolando su antor-

cha cuyas llamas agitadas por el viento y vela-

das por su propia. humareda, hacían aparecer y

desaparecer a la vista la rojiza fachada de la

iglesia.

-A ti, Louis de Beaumont, obispo de París, con-

sejero en la corte del parlamento, yo Clopin

Trouillefou, rey de Thunes, gran Coésre,

príncipe de la germanía, obispo de los locos, to

digo: Nuestra hermana, falazmente condenada

por magia, se ha refugiado en to iglesia y en

consecuencia le debes asilo y protección. Sin

embargo la corte del parlamento quiere pren-

derla y tú has consentido en ello, tanto que

rnañana mismo la colgarían en la Grève, si Dios


y los truhanes no estuvieran aquí; por eso ve-

nimos a ti, obispo. Si to iglesia es sagrada, tam-

bién to es nuestra hermana. Y si nuestra her-

mana no es sagrada, tampoco to es to iglesia.

Por esto to conminamos a que nos la entregues

si quieres salvar to iglesia; o nos la devuelves o

asaltamos to iglesia y estará bien hecho. En

testimonio de to cual, planto aquí mi bandera y

¡que Dios to guarde, obispo de París!

Desgraciadamente Quasimodo no pudo oír

aquellas palabras, pronunciadas con un afire de

majestad sombría y salvaje. Uno de los truha-

nes presentó su bandera a Clopin, que solem-

nemente la plantó entre dos adoquines. Era una

horcade cuyas púas colgaba, sanguinolento, un

trozo de carne podrida.

Hecho esto, el rey de Thunes se volvió y paseó

su mitada sobre su ejército, formado por una

feroz multitud de hombres entre los que las

miradas brillaban tanto como las picas.


Después de una breve pausa:

-¡Adelante hermanos! ¡Al trabajo cerrajeros!

Treinta hombres fornidos, de musculatura ro-

busca y cara de ce- rrajeros, salieron de las filas

con martillos, tenazas y barras de hierro al

hombro. Se dirigieron hacia la puerta principal

de la catedral, subieron los escalones y pronto

se les vio a todos bajo la ojiva, forzando la puer-

ta con tenazas y palancas. Un montón de

truhanes los seguía para ayudarlos o simple-

mente para mirarlos; entre todos abatrotaron

las once gradas del pórtico. Pero la puerta

aguantaba.

-¡Demonios! ¡Qué dura y qué tescaruda! -decía

uno.

-¡Es vieja y tiene los cartílagos endurecidos!

-decía otro.

-¡Ánimo, camaradas! -insistía Clopin-. Me

apuesco la cabeza contra una zapacilla, a que

habéis abierto la puerta, recuperado a la mu-


chacha y desvalijado el altar mayor antes de

que se haya despertado un solo perdiguero.

¡Fijaos!, parece que la cerradura escá a punco

de saltar.

Un estrépito horrible que resonó en aquel mo-

mento decrás deél incerrumpió las palabras de

Clopin. Se dio la vuelta y vio cómo

una enorme viga acababa de caet del cielo

aplastando a una docena de truhanes sobre la

escalinata misma de la iglesia; después había

rebocado sobre el empedrado con el escruendo

de un cañonazo, destrozando aquí y a11á las

piernas de unos cuancos cruhanes que se apar-

taban con gritos de terror. En un abrir y cerrar

de ojos el recinto reservado de la plaza quedó

vacfo. Los cerrajeros, aunque procegidos por

las profundas bdvedas del pórtico, abandonw-

ton la puerta y hasta el mismo Clopin se reciró

a una discancia respetuosa de la iglesia.

-¡De buena me he librado! -exclamó Jehan-. ¡Oí


el silbido de la viga! ¡Pero Pierre L'Asommeur

ha quedado aplascado!

No es posible describir la sorpresa y el pánico

que la caída de aquella viga provocó en los

asaltantes. Durante algunos minutos se queda-

ron con la vista fija en el afire, más temerosos

por la caída de aquellos maderos que por vein-

te mil arqueros del rey.

-¡Por Satanás! -mascullo el duque de Egipto-;

¡esto huelea magia!

-Es la luna la que nos ha cirado ese tronco -dijo

Andry le Rouge.

-Y eso que dicen que la lung es amiga de la

Virgen -exclamó François Chanceprune.

-¡Por mil papas! -gritaba Clopin-. ¡Sois todos

unos imbéciles! -pero campoco él sabía cómo

explicar la caída del madero.

Sin embargo, no podían discinguír nada en la

fachada, a cuya parte superior no llegaba la

daridad de las antorchas.


El pesado madero escaba a11í en medio y se

oían los gemidos de algunos desgraciados que

habían recibido el primer impacto y que esta-

ban partidos en dos al haberles pillado contra el

ángulo- de los escalones de piedra.

Pasados los primeros momentos de asombro, el

rey de Thunes encontró por fin una explicación

que pareció plausible a sus compañeros.

-¡Maldita sea! ¿Será que los canónigos se de-

fienden? Entonces, ¡a saco!, ¡a saco!

-¡A saco! -repitió la muchadumbre con un hurra

furioso, al tiempo que lanzaban una primera

descarga de flechas y de arcabuces contra la

fachada de la catedral.

Ante esta detonación, los cranquilos habicances

de las casas circundantes se despercaron y se

vieron abrir unas cuantas ventanas y aparecer

en ellas genre con gorros de noche y velas en

las manos.

-¡Tirad contra las ventanas! -gricó Clopin y


éstas volvieron a cerrarse inmediatamente de-

jando a los curiosos, que apenas si habían teni-

do tiempo de echar una ojeada asuscada a

aquel escenario de lutes y tumulco, sudando de

miedo y volviéndose junto a sus mujeres. Se

preguntaban si no se estaría celebrando un

aquelarre en la plaza de la catedral o si se tra-

tatía de un nuevo rialto de los borgoñones, co-

mo en el 64. Entonces los maridos empezaban a

pensar en los pillajes, las mujeres en las viola-

ciones y todos se echaban a cemblar.

-¡A saco! -repecían los truhanes; pero no se

atrevían a aproximarse. Miraban a la iglesia y al

madero y éste no se movía; la iglesia conserva-

ba su aspecto tranquilo y desierto pero había

algo que helaba de terror a los truhanes.

-¡Vosotros, cerrajeros, manos a la obra! -gritó

Trouillefou- Hay que forzar la puerta -pero

nadie dio un paso.

-¡Por todos los demonios! ¡Pero es que tenéis


miedo de una viga!

Un viejo cerrajero se dirigió a él.

-Capitán, no es la viga la que nos asusta; es la

puerta que está toda cosida con barras de hie-

rro y las tenazas no sirven de nada.

-¿Qué necesitaríais, pues, para derribarla? -les

preguntó Clopin.

-¡Ah! Se necesitaría un ariete.

El rey de Thunes se acercó valientemente hacia

el enorme madero y puso el pie encima.

-Aquí tenéis uno -les dijo-; os to han enviado

los canónigos -y saludando burlonamente hacia

la iglesia dijo-: ¡Gracias canónigos!

La bravata produjo su efecto; el embrujo del

madero se había roto y los truhanes recobraron

su valor. Pronto la pesada viga, levantada como

una pluma por doscientos brazos vigorosos,

vino a lanzarse con furia contra la gran puerta

que ya antes habían intentado derribar. Vién-

dolo así, con la semiclaridad que las escasas


antorchas esparcían por la plaza, aquel largo

madero empujado por aquella multitud de

hombres, que le precipitaban corriendo contra

la iglesia, se habría creído ver a un monstruoso

animal de mil patas embistiendo, con la cabeza

baja, al gigante de piedra.

A1 choque de la viga, la puera semimetálica

resonó como un inmenso tambor; no se rompió,

pero la catedral entera se estremeció y se oye-

ron retumbar las cavidades profundas del edi-

ficio. En aquel instante, una lluvia de peñascos

comenzó a caer de to alto de la fachada sobre

los asaltantes.

-¡Demonios! -exclamó Jehan- ¿Será que las to-

rres nos lanzan sus balaustradas a la cabeza?

Pero ya el impulso se había dado y el rey de

Thunes predicaba con el ejemplo: decididamen-

te era el obispo que intentaba defenderse. En-

tonces se empezó a atacar la puerta con más

rabia, a pesar de las enormes piedras que, ca-


yendo de to alto de las torres, rompían cabezas

a diestro y siniestro.

Lo más destacable era que aquellas piedras

caían de una en una pero muy seguidas. Los

truhanes sin embargo notaban siempre dos al

mismo tiempo; una en su piernas y otra en la cabeza. Quedaban muy pocos


sin recibir

ningún golpe y un montón de heridos y muer-

tos, envueltos en sangre, se removía bajo los

pies de los asaltantes que, cada vez más excita-

dos y furiosos, redoblaban sus ímpetus. La lar-

ga viga continuaba golpeando la puerta a in-

tervalos regulares, como el badajo de una cam-

pana, la lluvia de piedras no cesaba y la puerta

seguía gimiendo.

El lector habrá podido adivinar fácilmente que

aquella resistencia inesperada que tanto exas-

peraba a los truhanes venía de Quasimodo.

Por desgracia, la casualidad estaba ayudando al

valiente sordo.

Cuando bajó a la plataforma situada entre las


torres, sus ideas eran muy confusas. Había co-

rrido durante algunos minutos por la galería,

yendo y viniendo como un loco, viendo desde

arriba la masa compacta de los truhanes, dis-

puestos a asaltar la iglesia y pidiendo, a Dios o

al diablo, que salvase a la gitana.

Había tenido la idea de subir al campanario

meridional y tocar a rebato. Pero antes de llegar

a poner la campana en movimiento, antes de

que la enorme voz de Marie hubiera tenido

tiempo de lanzar un solo clamor, ¿no to habrían

tenido los truhanes, más que sobrado, para

derribar diez veces la puerta de la iglesia? Co-

incidía justo con el momento en que los cerraje-

ros avanzaban hacia ella con todas sus herra-

mientas. ¿Qué hacer entonces?

De pronto se acordó de que algunos albañiles

habían estado todo el día reparando el muro, el

armazón y el tejado de la torre meridicional.

Aquello fue como un rayo de luz: el muro era


de piedra, la techumbre de plomo y la armazón

de madera. Se trataba de aquella armazón pro-

digiosa, tan tupida, que la llamaban el bosque.

Quasimodo corrió hacia aquella torre. Los es-

pacios inferiores estaban efectivamente llenos

de materiales. Había montones de piedra,

láminas de plomo enrolladas, haces de listones,

sólidas vigas aserradas ya y montones de casco-

te. Todo un arsenal.

La situación era apremiante, pues las tenazas y

los martillos estaban trabajando abajo, en la

puerta. Entonces, con una fuerza, que el senti-

miento del peligro hacía aumentar, levantó una

de las vigas, la más larga y pesada, la sacó por

una claraboya y luego, cogiéndola por la parte

exterior de la torre, la fue deslizando por el

ángulo de la balaustrada que rodea la plata-

forma y la arrojó al vacío. La enorme viga, en

aquella caída de ciento sesenta pies, arañando

la fachada y arrancando esculturas, dio varias


vueltas sobre sí misma, como el aspa de un

molino que fuese volando por los aires. Cuando

llegó al suelo, se alzó aquel horrible grito y la

negra viga, rebotando en el suelo parecía una

serpiente que saltara.

Quasimodo vio cómo los truhanes se dispersa-

ban a la caída del madero, como se esparce la

ceniza cuando un niño sopla encima.

Supo aprovechar su espanto y mientras ellos se

quedaron mirando supersticiosamente el ma-

dero, caído del cielo, y dejaban tuertos a los

santos de piedra del pórtico con una descarga

de saetas y perdigones, Quasimodo iba amon-

tonando en silencio cascotes, piedras y morri-

llos a incluso hasta los sacos de herramientas de

los albañiles, en los bordes de la balaustrada

por donde ya había lanzado la viga.

Por eso, en cuanto se dispusieron a embestir la

gran puerta, la granizada de piedras comenzó a

caer y les pareció que la iglesia se demolía a sí


misma sobre sus cabezas.

Si alguien hubiera visto a Quasimodo en aque-

llos momentos se habría asustado. Indepen-

dientemente de los proyectiles que había amon-

tonado junto a la balaustrada, había apilado

también un montón de piedras en la misma

plataforma, y cuando se le acabaron los morri-

llos del borde anterior, cogía del otro montón.

Así que se agachaba, se levantaba, se volvía a

agachar y a levantar, con una actividad increí-

ble. Su enorme cabeza de gnomo se asomaba

por la balaustrada y caía al vacío una enorme

piedra y luego otra y otra más. De vez en cuan-

do, seguía con la vista la caída de un buen pe-

drusco y cuando daba en el blanco decía:

-¡¡Hun!!

Pero los truhanes no desmayaban y ya la grue-

sa puerta, con más de veinte embestidas, había

temblado ante el ímpetu del ariete, multiplica-

do por la fuerza de cien hombres. Los paneles


se cuarteaban; los cincelados saltaban hechos

astillas, los goznes se levantaban sobre sus ma-

chos a cada embestida, los tablones crujían y las

maderas se deshacían entre las nervaduras de

hierro. Por suerte para Quasimodo, había más

hierro que madera.

Pero él se daba cuenta de que aquella enorme

puerta estaba cediendo y, aunque no to oía,

cada golpe repercutía a la vez en las cavernas

de la iglesia y en sus entrañas. Desde arriba

veía cómo los truhanes, triunfantes y llenos de

rabia, levantaban sus puños a la tenebrosa fa-

chada; entonces echaba de menos, para la gita-

na y para él mismo, las alas de los búhos que

huían en bandadas por encima de su cabeza.

Aquella lluvia de pedruscos no era bastante

para rechazar a los asaltantes.

En aquellos momentos de angustia, observó, un

poco más abajo de la balaustrada, desde donde

él seguía aplastando a los truhanes, que había


dos largas gárgolas de piedra situadas exacta-

mente por encima de la puerta. El orificio in-

terno de las gárgolas daba sobre el pavimento

de la plataforma y entonces tuvo una idea: co-

rrió a buscar un haz de leña a su cuartucho de

campanero, colocó sobre la leña muchas latas y

rollos de plomo y municiones aún sin usar y,

bien dispuesta la hoguera en el agujero de las

dos gárgolas, la prendió fuego con su farol.

Mientras tanto, y como ya no caían piedras, los

truhanes habían dejado de mirar a to alto. Los

bandidos, jadeantes cual una jauría que acosa al

jabalí en su cubil, se apresuraban tumultuosa-

mente en torno al gran portón, muy desvenci-

jado ya por el ariete, pero todavía de pie; espe-

raban con gran agitación el golpe definitivo que

to abatiera por completo. Se apelotonaban para

estar to más cerca posible, para lanzarse los

primeros, cuando se abriese, en aquella opulen-

ta catedral, receptácvlo inmenso en donde, du-


rante tres siglos, se habían concentrado enor-

mes riquezas. Se recordaban unos a otros, con

rugidos de placer y de avaricia, las hermosas

cruces de plata, las bellas capas de brocado, las

suntuosas túnicas de plata dorada, las magnifi-

cencias del coro, el esplendor solemne de las

grandes fiestas, las Navidades deslumbrantes

de cirios, las Pascuas henchidas de sol; en fin,

toda la magnificencia de aquellas solemnidades

esplendorosas, en donde las custodias, cande-

labros, cálices, tabernáculos y relicarios recubr-

ían los altares con una capa de oro y de di-

amantes. Es cierto que en aquel momento los

leprosos y los tullidos pensaban mucho menos

en la liberación de la gitana que en el saqueo de

Nuestra Señora. Podríamos pensar, sin temor a

error, que, para muchos de ellos, la Esmeralda

no era más que un pretexto, si es que los ladro-

nes tuvieran necesidad de pretextos.

De pronto, cuando se habían agrupado en tor-


no al ariete para asestar un golpe definitivo,

conteniendo todos la respiración y tensando

sus músculos para aplicar tbda su fuerza a la

embestida, un alarido, más espantoso aún que

el que estallara cuando la caída del madero, se

alzó entre ellos. Los que no gritaban, los que

aún estaban vivos, se quedaron atónitos miran-

do. Dos chorros de plomo fundido caían de to

alto del edificio sobre to más denso de aquella

multitud. Aquella marea de hombres acababa

de derrumbarse bajo el chorro del metal fundi-

do, que había hecho, en los dos puntos en don-

de caía, dos agujeros negros y humeantes entre

la multitud como to haría el agua caliente ca-

yendo sobre la nieve.

Se veía a11í revolcarse a gentes moribundas,

medio calcinadas, que aullaban de dolor.

Además de los dos chorros principales caían

también gotas que se esparcían sobre los asal-

tantes y penetraban en las cabezas como barre-


nas de fuego. Era un fuego pesado que acribi-

llaba a aquellos miserables como una hirviente

granizada.

Los gritos eran desgarradores. Todos huían

ciegamente tanto los más valientes como los

más asustadizos, dejando caer el pesado made-

ro encima de los cadáveres, y la plaza del Par-

vis quedó vacía por segunda vez.

Todas las miradas se dirigían a la parte supe-

rior de la catedral y era algo extraordinario to

que estaban viendo: en la parte más elevada de

la última galería, por encima del rosetón cen-

tral, había una gran llama que subía entre los

campanarios con turbillones de chispas, una

gran llamá revuelta y furiosa, de la que el vien-

to arrancaba a veces una lengua en medio de

una gran humareda.

Por debajo de aquella llama, por debajo de la

oscura balaustrada de tréboles al rojo, dos

gárgolas con caras de monstruos vomitaban sin


cesar una lluvia ardiente que se destacaba con-

tra la oscuridad de la fachada inferior. A medi-

da que aquellos dos chorros líquidos se

aproximaban al suelo, se iban esparciendo en

haces, como el agua que sale por los mil aguje-

ros de una regadera.

Por encima de la llama, las enormes torres, de

las que en cada una se destacaban dos caras,

una toda negra y otra totalmente roja, parecían

aún más altas por la enorme sombra que pro-

yectaban hacia el cielo. Sus innumerables escul-

turas de diablos y de dragones adquirían un

aspecto lúgubre y daba la impresión de que la

inquieta claridad de la llama les insuflara mo-

vimiento. Había sierpes que parecían reír,

gárgolas que podría creerse que aullaban, sa-

lamandras que resoplaban en las llamas, taras-

cas que estornudaban por el humo; y entre to-

dos aquellos monstruos, despertados así de su

sueño de piedra por aquella llama y por aquel


clamor, había uno que andaba y al que, de vez

en cuando, se le veía pasar por el frente de la

hoguera como un murciélago ante una luz. Se-

guramente aquel extraño faro iba a despertar, a

to lejos, al leñador de las colinas de Bicetre,

temeroso al ver temblar sobre sus brezos la

sombra gigantesca de las torres de Nuestra Se-

ñora.

Un silencio de terror se extendió entre los

truhanes durante el coal sólo se oyeron los gri-

tos de alarma de los canónigos, encerrados en

su claustro, inquietos como caballos en una

cuadra que arde; se oía también el ruido furtivo

de ventanas que se abrían y cerraban rápida-

mente, el barullo interior de las casas y del He-

tel-Dieu, el viento entre las llamas, los últimos

estertores de los moribundos y el continuo

chisporroteo de la lluvia de plomo contra el

suelo.

Los principales truhanes se habían retirado bajo


el porche de la mansión de Gondelaurier para

tomar decisiones. El duque de Egipto, sentado

en una de las piedras esquineras del porche,

contemplaba con temor religioso la fantas-

magórica hoguera que relucía a más de sesenta

metros en el aire. Clopin Trouillefou se mordía

los puños con rabia.

-Es imposible entrar -murmuraba entre dientes.

-¡Es una vieja iglesia encantada! -mascullaba el

viejo bohemio Mathias Hungadi Spicali.

-¡Por los bigotes del papa! -añadía un socarrón

canoso que había estado en el ejército-. Estas

gárgolas de iglesia escupen plomo derretido

mejor que los matacanes de Lectoure.

-¿Veis ese demonio que va y viene por delante

del fuego? -decía el duque de Egipto.

-¡Pardiez! -dijo Clopin-. Es el maldito campane-

ro, es Quasimodo.

El gitano asintió con la cabeza.

-Os digo que es el alma de Sabnac, el gran mar-


qués, el demonio de las fortificaciones. Toma la

forma de un soldado armado con cabeza de

león y a veces monta en un horrible caballo.

Convierte a los hombres en piedras y hace las

torres con ellas. Manda a más de cincuenta le-

giones. Seguro que es él. Le reconozco. A veces

se viste con una túnica dorada a la manera de

un turco.

-¿Dónde está Bellevigne de l'Etoile -preguntó

Clopin.

-Ha muerto -respondió una truhana.

Audry le Rouge sonreía con una risa estúpida.

-Nuestra Señora está dando trabajo al

Hôtel-Dieu (16). -decía.

16. Hotel-Dieu es el equivalente de hospital. El

hospital principal de una ciudad.

-¿Pero no va a haber manera de derribar la

puerta? -exclamó el rey de Thunes dando una

patada.

El duque de Egipto le mostraba tristemente los


arroyos de plomo hirviendo que no cesaban de

rayar la negra fachada como dos largos husos

de fósforo.

-Se han visto iglesias que se defendían así ellas

solas -comentó suspirando-. Santa Sofía de

Constantinopla, hace ya de esto cuarenta años,

echó al suelo en tres ocasiones seguidas a la

media luna de Mahoma, sacudiendo sus cúpu-

las, que son sus cabezas. Guillaume de París,

que construyó ésta, era un mago.

-¿Habrá que retirarse entonces vergonzosamen-

te como unos vulgares cobardes? -dijo Clopin-

y ¿dejaremos ahí a nuestra hermana para que

esos lobos encapuchados la cuelguen mañana?

-¿Y la sacristía en donde hay oro a espuertas?

-añadió un truhán del que lamentamos desco-

nocer el nombre.

-¡Por las barbas de Mahoma! -gritó Trouillefou.

-¡Hay que intentarlo una vez más! -insistió el

truhán.
Mathias Hungadi asintió con la cabeza.

-Pero no entraremos por la puerta. Hay que

encontrar el defecto de la armadura a la vieja

bruja: un agujero, una falsa poterna, cualquier

juntura.

-¡Qué dices! ¡Vuelvo ahora mismo! -dijo Clo-

pin-. Por cierto, ¿dónde estará el estudiante ése,

Jehan, que se puso tan pertrechado?

-Estará muerto seguramente porque no se le

oye reír -dijo alguien.

El rey de Thunes frunció el entrecejo.

-¡Cuánto to siento! Había un corazón valeroso

bajo aquella chatarra. ¿Y maese Pierre Gringoi-

re?

-Capitán Clopin -dijo Andry el Rojo-, se largó

antes de que llegáramos al

Pont-aux-Changeurs.

Clopin golpeó el suelo con el pie.

-¡Maldita sea! Es él quien nos mete en el jaleo y

luego nos deja plantados en medio. ¡Cobarde


charlatán!

-¡Capitán Clopin! -gritó Andry el Rojo, que es-

taba mirando hacia la calle del Parvis-. Ahí vie-

ne el estudiante.

-¡Alabado sea Plutón! -dijo Clopin-, pero ¿qué

diablos trae arrastando?

En efecto, era Jehan, que corría tanto como se to

permitían su pesada vestimenta de paladín y

una larga escalera que iba arrastrando por el

suelo, más sofocado que una hormiga transpor-

tando una hoja de hierba veinte veces más larga

que ella.

-¡Victoria! ; Te Deom! -gritaba el estudiante-.

Ésta es la escalera de los descargadores del

puerto Saint Landry.

Clopin se aproximó a él.

-Pero muchacho, ¿qué diablos quieres hacer

con esa escalera?

-Ya la tengo -respondió Jehan sofocado-. Sabía

que la guardaban en el cobertizo de la casa del


teniente. Allí hay una moza que me conoce y

que me encuentra hermoso como un Cupido.

Me las he arreglado para que me dé la escalera.

La moza ha venido a abrirme en camisón.

-Bueno, pero, ¿qué pretendes hacer con la esca-

lera? -le insistió Clopin.

Jehan le miró con aire de complicidad a hizo

sonar sus dedos como castañuelas. Estaba su-

blime en aquel momento. Tenía en la cabeza

uno de esos cascos recargados del siglo xv que

asustaban al enemigo con sus cimeras quiméri-

cas. Su cimera iba erizada con diez puntas de

hierro, de manera que Jehan hubiera podido

disputar el temible epíteto de 8sxèpLsoXo~ al

navío homérico de Néstor.

-¿Que qué pretendo hacer con ella augusto rey

de Thunes? ¿Veis esa fila de estatuas con cara

de idiotas, ahí arriba, encima de los pórticos?

-Sí, ¿y qué?

-Es la galería de los reyes de Francia.


-Y ¿qué más me da? -le respondió Clopin.

-¡Esperad! Hay una puerta, al final de esa galer-

ía, que sólo está cerrada con pestillo; con esta

escalera subo y estoy en la iglesia.

-Muchacho, déjame subir el primero.

-Nada de eso, camarada; la escalera es mía. Vos

seréis el segundo.

-¡Que Belcebú to lleve! -le dijo Clopin mal-

humorado-. No quiero it detrás de nadie.

-En ese caso, Clopin, búscate una escalera.

-Y Jehan echó a correr por la plaza arrastrando

su escalera a la vez que gritaba:

-¡Seguidme, muchachos!

En un momento apoyaron la escalera en la ba-

laustrada de la galería inferior, por encima de

los pórticos laterales. Todo un grupo de truha-

nas con gran alboroto se arremolinó junto a ella

para subir, pero Jehan mantuvo su derecho y

fue el primero que puso los pies en los banzos.

El trayecto era bastante largo. La galería de los


reyes de Francia está hoy elevada unos veinte

metros por encima del suelo. Las once gradas

de la escalinata la elevaban aún más. Jehan sub-

ía lentamente, estorbado por su pesada arma-

dura; con una mano se cogía a los banzos de la

escalera y con la otra sostenía la ballesta. Cuan-

do iba por la mitad echó una ojeada, apenada, a

los pobres truhanes muertos que llenaban la

escalinata.

-¡He aquí un montón de cadáveres digno del

quinto canto de la Mada! -y continuó subiendo

seguido de los truhanes que llenaban la escale-

ra. A1 ver cómo iba elevándose onduladamente

en las sombras aquella línea de espaldas acora-

zadas, se habría pensado en una serpiente con

escamas de acero, trepando por la pared de la

catedral. Jehan que sería la cabeza y que iba

silbando, completaba aquella fantasía.

El estudiante llegó por fin al balcón de la galer-

ía y saltó por encima con bastante agilidad en-


tre los aplausos de toda la truhanería. Sintién-

dose dueño de la ciudadela, lanzó un grito de

alegría y, de pronto, se detuvo petrificado.

Acababa de descubrir a Quasimodo, con su ojo

resplandeciente, oculto entre las sombras, tras

una de las estatuas de los reyes.

Antes de que un segundo asaltante hubiera

puesto el pie en la galería, el fornido jorobadó

llegó de un salto hasta la escalera y, sin decir

palabra, cogió con sus poderosas manos los

extremos de los dos largueros, los levantó

alejándolos del muro, balanceó durance un

momento, entre clamores de angustia la larga

escalera plegable, llena toda ella de truhanes y,

súbitamente, con una fuerza sobrehumana,

lanzó aquel racimo de hombres a la plaza. L.

escalera, lanzada hacia atrás, permaneció un

momento derecha y de pie, osciló después, y

finalmente, describiendo un terrorífico arco de

círculo de veinticinco metros de radio, cayó al


empedrado, con su carga de bandidos, con más

rapidez que un puente levadizo del que se

rompen las cadenas. Se oyó una inmensa im-

precación y luego todo se acabó. Algunos des-

graciados, heridos, se retiraron arrastrándose

por entre aquel montón de muertos.

Un rumor de dolor y de cólera sucedió a los

primeros gritos de triunfo. Quasimodo obser-

vaba impasible, con los dos codos apoyados en

la balaustrada. Parecía un viejo rey melenudo

asomado a su ventana.

Jehan Frollo, por su parte, se encontraba en una

situación crítica. Se hallaba en la galería con el

temible campanero, solo, separado de sus com-

pañeros por un muro vertical de veintinco me-

tros. Mientras Quasimodo se entretenía con la

escalera, el estudiante se había precipitado

hacia la poterna, que suponía abierta. Pero no

to estaba. Al entrar en la galería, el sordo la

había cerrado tras él. En vista de ello Jehan se


había escondido tras úno de los reyes de pie-

dra, no atreviéndose ni a respirar y mirando te-

meroso al monstruoso jorobado, como un hom-

bre que, cortejando a la mujer del guardián de

una casa de fieras, al dirigirse una noche a su

cita amorosa, se equivocara de pared, en su

escalada, y se encontrara de pronto, frente a

frente, con un oso blanco.

En los primeros momentos el sordo no se pre-

ocupó de él; por fin volvió la cabeza y enderezó

su cuerpo deforme. Había des_ubierto al estu-

diante.

Jehan se preparó para un choque violento pero

el sordo permaneció inmóvil. Únicamente se

había vuelto hacia. el estudiante al que se

quedó mirando.

-¡Hé, hé! -le dijo Jehan-. ¿Por qué me miras con

ese ojo tuerto y melancólico?

Y mientras decía esto el joven tensaba astuta-

mente su ballesta.
-¡Quasimodo! -le gritó-; voy a cambiarte el mo-

te. Te llamarán el ciego.

La flecha surgió de la ballesta, silbando y fue a

clavarse en el brazo izquierdo del jorobado.

Quasimodo no se inmutó y arrancándose la

saeta de su brazo la partió tranquilamente con-

tra su enorme rodilla y luego dejó caer los dos

trozos. Jehan no tuvo tiempo de dispararle una

segunda vez. Una vez rota la flecha, Qua-

simodo resopló con violencia y dio un salto

como un saltamontes para caer sobre el estu-

diante cuya armadura quedó aplastada contra

la pared.

Y desde aquella penumbra por la que flotaba el

resplandor de las antorchas, se contempló una

escena horrible.

Quasimodo había cogido con su mano izquier-

da los brazos de Jehan, que no oponía resisten-

cia porque ya se consideraba perdido. Con la

derecha el sordo le iba quitando, una a una y en


silencio, con una calma desesperantemente si-

niestra, todas las piezas de su armadura; la es-

pada, los puñales, el casco, la coraza, los bra-

zales. Se habría dicho un mono descortezando

una nuez. Quasimodo iba dejando a sus pies,

pieza a pieza, la cáscara de hierro del estudian-

te.

Al verse así desarmado, inofensivo y desnudo

entre aquellas terribles manos, no intentó

hablar al sordo sino que se echó a reír descara-

damente y a cantar, con su intrépida despre-

ocupación de joven de dieciséis años, aquella

canción, muy popular por entonces.

Elle est bien habillée

la ville de Cambrai.

Marafin l'a pillée...

No pudo terminarla. Se vio a Quasimodo de

pie, en el pretil de la galería que, con una sola

mano, tenía cogido al estudiante por los pies

haciéndole girar sobre el vacío como una hon-


da. Después se oyó un ruido como el de una

caja ósea que estalla contra una pared y se vio

caer algo que se quedó colgado a mitad de la

caída en uno de los salientes de la fachada. Era

un cuerpo muerto el que se quedó a11í colgado,

doblado en dos, con la espalda partida y la ca-

beza rota.

Un grito de horror surgió de entre los truhanes.

-¡Venganza! -gritó Clopin.

-¡A saco! -respondió la multitud-. ¡Al asalto! ¡Al

asalto! Y entonces se produjo un griterío prodi-

gioso en donde se mezclaron todas las lenguas,

acentos y dialectos. La muerte de aquel estu-

diante había provocado la furia y el ardor en

toda aquella multitud. Se apoderó de ellos la

vergüenza y se inflamaron de cólera al com-

probar que un solo hombre, un jorobado, les

había mantenido en jaque durante tanto tiem-

po, en su asalto a la iglesia. La rabia encontró

más escaleras, multiplicó las antorchas y, al


cabo de unos pocos minutos, Quasimodo vio

asustado, cómo aquel espantoso hormiguero se

lanzaba por codas partes al asalto de Nuestra

Señora. Los que no tenían escalas disponían de

cuerdas de nudos y quienes no tenían cuerdas

trepaban agarrándose a los salientes de las es-

culturas de la fachada. Unos se colgaban de los

harapos de los otros y no había forma de con-

tener aquella marea ascendente de rostros es-

pantosos y excitados en los que brillaba el fu-

ror. El sudor chorreaba por sus frentes terrosas

y sus ojos estaban encendidos Todas aquellas

muecas, toda aquella miseria y fealdad iba po-

niendo cerco a Quasimodo. Podría decirse que

alguna otra catedral había enviado al asalto de

Nuestra Señora a sus gorgonas, a sus dogos, a

sus dragones, a sus demonios, a sus esculturas

más fantásticas. Era como si una capa de mons-

truos vivos se hubiera instalado sobre los

monstruos de piedra de la fachada.


Pero ahora la plaza se había iluminado con mil

antorchas. Aquel escenario desordenado, su-

mido hasta entonces en la oscuridad, aparecía

súbitamente inundado de luz. El Parvis res-

plandecía deslumbrante en el cielo. La hoguera

encendida en la plataforma superior continua-

ba ardiendo a iluminaba, desde lejos, a toda la

ciudad. La enorme silueta de las dos torres,

proyectada a to lejos sobre los techos de París,

abría, en medio de aquella claridad, un ancho

tajo de sombra. La ciudad entera permanecía

conmovida. Se oía a to lejos un llanto de cam-

panas tocando a rebato. Los truhanes aullaban,

jadeaban, vociferaban, juraban, trepaban y

mientras Quasimodo, impotente para contener

cal avalancha de enemigos, temía por la gitana,

al ver cómo aquellos rostros feroces cada vez se

acercaban más a su galería, y entonces pedía al

cielo un milagro y se retorcía los brazos deses-

perado.
V

EL RETIRO DONDE EL REY

DE FRANCIA REZA SUS HORAS

ES probable que el lector no haya olvidado que

momentos antes de detectar la banda nocturna

de los truhanes, Quasimodo, observando París

desde to alto de su campanario, no veía briIlar

más que una sola luz, que iluminaba una ven-

tana en el piso más elevado de un alto y sombr-

ío edificio por el lado de la Porte de

Saint-Antoine. Aquel edificio era la Bastilla y la

luz era la vela de Luis XI.

Efectivamente, hacía dos días que Luis XI se

encontraba en París y tenía que marcharse dos

días más tarde hacia su fortaleza de Mon-

tliz-lès-Tours. Sus visitas a la buena ciudad de

París eran siempre muy raras y, en cualquier

caso, muy cortas; parece que echaba de menos

el no encontrar cerca de él suficientes trampas,

horcas y arqueros escoceses.


Aquel día había venido a pernoctar a la Bastilla.

La habitación real de cinco toesas cuadradas

que tenía en el Louvre, con su hermosa chime-

nea adornada con doce enormes animales y

trece profetas y su gran lecho de tres metros

por tres y medio, no le seducía demasiado; se

sentía un canto perdido entre tanta grandeza.

Aquel buen rey burgués prefería la Bastilla, con

su pequeño dormitorio y una cama sencilla; y

además la Bastilla estaba más fortificada que el

Louvre.

Aquel cuartito que el rey se había reservado en

la famosa prisión era, a pesar de todo, to sufi-

cientemente amplio, y ocupaba la última planta

de una torreta unida al torreón principal. Era

una estancia de forma redonda, tapizada con

esteras de paja brillante con un precioso arteso-

nado, cubierto de adornos con flores de lis de

estaño dorado y también decorados con pintu-

ras varias los espacios entre las vigas. Las pare-


des estaban recubiertas de ricas maderas sem-

bradas de rosetas de estaño blanco y pintadas

con un rico verdegay hecho con oropimente y

añil.

No había más que una ventana, una gran ojiva

enrejada con alambre de latón y barrotes de

hierro, oscurecida además con hermosos crista-

les de colores con las armas del rey y de la rein-

a, valorados en más de veintidós sueldos cada

uno.

Sólo había una entrada, una puerta moderna,

de medio punto rebajado, tapizada por dentro,

y por fuera adornada con uno de esos pórticos

de madera de Irlanda, frágiles edificios de una

ebanistería, trabajada delicadamente, como aún

podían encontrarse en antiguas mansiones de

hace ciento cincuenta años. «Aunque no van

con los tiempos y desentonan en cvalquier par-

te», dice Sauval con cierto enojo, «nuestros

abuelos no quieren deshacerse de ellos de nin-


guna manera y los conservan, en contra de la

opinión del resto de la familia».

No se veía en aquella habitación nada con to

que ordinariamente se amueblan las viviendas

normales. Ni bancos, ni esos escabeles comu-

nes, en forma de caja, ni de los otros, más caros,

de los de a cuatro sueidos cada uno, con pilares

y contrapilares. Sólo se veía una silla plegable

de brazos, muy hermosa; la madera estaba pin-

tada con rosas sobre fondo rojo; el asiento de

cordobán bermejo, adornado con largas franjas

de seda y bordeado de clavos de oro. La sole-

dad de aquella silla era muestra de que sólo

una persona tenía derecho a sentarse en aquella

habitación. junto a la silla y muy cerca de la

ventana había también una mesa, cvbierta con

una tela con figuras de pájaros. Encima de la

mesa, una escribanía manchada de tinta, varios

pergaminos, algunas plumas y una copa de

plata cincelada. Algo más lejos, un brasero, un


reclinatorio de terciopelo carmesí, realzado con

botones de oro; al fondo una cama sencilla, de

damasco amarillo y encarnado, sin adornos ni

remates. Era la misma cama, famosa por haber

soportado el sueño o el insomnio de Luis XI,

que aún podía contemplarse; hace doscientos

años, en el domicilio de un consejero de estado,

descubierta por madame Pilou, célebre en la

obra Cyrur, bajo el nombre de Arricidie y de La

moral viva.

Así era la habitación a la que llamaban «el reti-

ro en donde reza sus horas el señor Luis de

Francia».

En el momento en el que hemos entrado a11í

con el lector, la habitación estaba muy oscura.

El toque de queda había sonado ya una hora

antes; era de noche y no había más que la vaci-

lante luz de una vela para iluminar a cinco per-

sonajes reunidos en aquel retiro. El primero era

un señor, soberbiamente vestido, con unas cal-


zas y un jubón escarlata a rayas plateadas y una

casaca de paño dorado con dibujos negros.

Aquella espléndida vestimenta, en donde se

reflejaba la luz, parecía salpicada de llamas en

todos sus pliegues. El personaje que así vestía

llevaba su escudo de armas bordado en el pe-

cho, con vivos colores: un cheurón, acompaña-

do en punta por un gamo rampante. En el es-

cudo figuraban además, a la derecha, un ramo

de olivo y a la izquierda un cuerno de gamo. El

personaje llevaba al cinto una rica daga cuyo

puño de plata dorada tenía forma de cimera y

estaba rematado por una corona condal. Parec-

ía persona poco grata, orgullosa y altiva. En

una primera impresión, podría descubrirse en

su rostro la arrogancia y luego la astucia. No es-

taba tocado y llevaba en la mano una pancarta.

De pie, detrás de la silla de brazos, en la que él

se sentaba, con el cuerpo semidoblado, en una

postura muy descuidada, con una pierna sobre


la otra y un codo apoyado en la mesa, había

otro personaje muy mal vestido. Imaginémosle

con dos rótulas zambas, dos pantorrillas flacas,

pobremente cubiertas con malla de lana negra,

el torso envuelto en un gabán de fustán, forra-

do de piel, en el que el cuero se veía más que la

piel; y ya para terminar, un viejo sombrero gra-

siento, de paño negro, muy corriente, rodeado

con un cordón de figuritas de plomo. Todo es-

to, con un raído solideo que apenas dejaba

asomar un cabello, distinguía a aquel personaje

sentado. Su cabeza estaba tan echada sobre el

pecho que no podía verse nada de su cara, ex-

ceptuando la punta de la nariz en la que daba

un rayo de luz y que parecía bastante grande.

Por las arrugas de su mano se deducía que era

un anciano. Era Luis XI.

Cerca de ellos hablaban en voz baja dos hom-

bres, vestidos a la moda flacnenca, y to sufi-

cientemente iluminados para que, cualquiera


de los que hubieran asistido a la representación

del misterio de Gringoire, hubiera podido re-

conocer en ellos a los dos principales flamen-

cos, Guillaume Rym, el sagaz pensionario de

Gante, y Jacques Coppenole, el popular calcete-

ro. Se recordará que aquellos dos hombres es-

taban mezclados en la política secreta de Luis

XI.

Y en fin, el último, al fondo, cerca de la puerta,

de pie en la penumbra, inmóvil como una esta-

tua, era un hombre fornido, de miembros vigo-

rosos, atuendo militar y casaca adornada con

escudo de armas. Su rostro cuadrado, con los

ojos saltones, con una enorme boca y con las

orejas semiocultas por mechones de pelo liso,

sin frente apenas, tenía bastante de perro y de

tigre.

Todos permanecían descubiertos excepto el rey.

El caballero que se hallaba junto al rey le estaba

leyendo una especie de informe bastante largo


que su majestad parecía escuchar con atención.

Mientras tanto, los dos flamencos hablaban en

voz baja.

-¡Por la cruz de Cristo! -gruñía Coppenole-. Ya

estoy cansado de permanecer de pie. Pero, ¿es

que no hay posibilidad aquí de encontrar una

silla?

Rym le respondió con un gesto negativo,

acompañado de una discreta sonrisa.

-¡Por la cruz de Crisco! -insistía Coppenole,

molesto por tener que bajar tanto la voz-; me

dan ganas de sentarme en el suelo, con las

piernas cruzadas, como un cálcetero, igual que

hago en mi establecimiento.

-Ni penséis en ello, maese Jacques.

-Muy bien, maese Guillaume, pero, ¿es que

aquí sólo podemos estar de pie?

-O de rodillas -respondió Rym.

En aquel momento se oyó la voz del rey y los

demás se callaron.
-¡Cincuenta sueldos los trajes de nuestros cria-

dos y doce libras las capas de los funcionarios

de nuestro reino! ¡Eso es! ¡Seguid tirando el oro!

¿Estáis loco, Olivier?

Y mientras hablaba así, el viejo había levantado

la cabeza. Se veían brillar en su cuello las con-

chas de oro del collar de San Miguel. La lámpa-

ra iluminaba de pleno su perfil descarnado y

malhumorado. Arrancó el papel de las manos

de Olivier.

-¡Nos estáis arruinando! -le grito paseando sus

ojos hundidos por el informe-. ¿Qué es esto?

¿Para qué necesitamos una residencia tan lujo-

sa? ¡Dos capellanes a razón de diez libras al

mes cada uno y un sacrístan a cien sueldos! ¡Un

ayuda de cámara a noventa libras al año! ¡Cua-

tro ayudantes de cocina a ciento veinte libras al

año cada uno! ¡Un especialista en asados, otro

en salsas, otro en potajes, un jefe de cocina, un

bodeguero, a razón de diez libras mensuales


cada unó! ¡Dos pinches de cocina a ocho fibras!

¡Un palafrenero y sus dos ayudantes a veinti-

cuatro libras mensuales! ¡Un recadero, un pas-

telero, un panadero y dos carreteros a sesenta

libras al año! ¡Y el herrero a ciento veinte libras!

¡Y mil doscientas para el encargado del tesoro!

¡Quinientas para el pagador! Pero ¿qué es todo

esto? ¡Es una locura! ¡Los sueldos de nuestros

criados arruinan al país! ¡Todos los tesoros del

Louvre se fundirán con cal tren de gastos!

¡Tendremos que vender pasta la vajilla! Y el

año que viene, si Dios y nuestra Señora (aquí

levantó su sombrero con respeto) nos to permi-

ten, tendremos que beber en vasos de estaño.

A1 Ilegar aquí, echó una ojeada a la copa de

plata que brillaba encima de la mesa. Carraspeó

y continuó diciendo.

-Maese Olivier: los príncipes que reinan en los

grandes señoríos, al igual que los reyes y los

emperadores, no deben hacer ostentación de


suntuosidad en sus mansiones, pues todo ello

se conoce y corre por el reino como si fuera

fuego. Así, pues, maese Olivier, entérate bien:

nuestros gastos aumentan cada año y ello me

desagrada. ¡Cómo diablos puede ser! Hasta el

79 los gastos no pan ido más allá de treinta y

seis mil libras y en el 80, la suma asciende a

cuarenta y tres mil seiscientas diecinueve (ten-

go todas estas cifras en la cabeza), en el 81, se-

senta mil seiscientas ochenta libras y este año:

¡por vida mía, ascenderán a ochenta mil fibras!

¡Duplicado en cuatro años! ¡Monstruoso!

Se detuvo sofocado y luego prosiguió más en-

colerizado.

-¡Sólo veo en torno a mí gente que engorda a

costa de mis estrecheces! ¡Me chupáis los escu-

dos por todos los poros!

Todos se mantenían en silencio pues se trataba

de uno de esos arrebatos que conviene no inte-

rrumpir; después prosiguió:


-Es como esa petición en latín, de la nobleza de

Francia, para que nos obliguemos a restablecer

to que ellos denominan las grandes cargas de la

corona. ¡Cargas son en efecto!, pero cargas que

aplastan. ¡Ay, señores!, decís que no somos un

rey, para reinar dapifero nullo, buticulario nu-

llo! (17) ¡Vive Dios, que yo os haré ver si somos

o no somos rey!

Al decir esto se sonrió, consciente de su poder;

su mal humor se calmó y dijo volviéndose

hacia los flamencos.

17. ¡Sin escudero, ni trinchante, ni copero algu-

no!

-Os dais cuenta, amigo Guillaume. El panadero

mayor, el bodeguero mayor, el gran chambelán

o el gran senescal no sirven de nada. Viéndolos

así, a mi alrededor, me recuerdan a los cuatro

evangelistas alrededor del gran reloj del pala-

cio, que Philippe BriIle acaba de reparar; están

muy adornados, con color de oro, pero no mar-


can las horas y la aguja horaria no los necesita

para nada.

Por un momento se quedó pensativo y luego

añadió moviendo su vieja cabeza.

-¿Ja, ja! Por Nuestra Señora que yo no soy Phi-

lippe Brille y no pienso teñer vasallos de ador-

no. Pienso más bien como el rey Eduardo: sal-

vad al pueblo y matad a los señores. Prosigue,

Olivier.

El personaje a quien se dirigía volvió a tomar el

cuaderno y se puso a leer en voz alta.

-«... A Adam Tenon, encargado de la custodia

de los sellos de la prebostería de París, por la

plata y por el grabado de los mencionados se-

llos, que pan sido hechos nuevos pues los ante-

riores, a causa de su antigüedad, estaban ya

caducos y no servían: doce libras parisienses.

»... A Guillaume Frère la suma de cuatro libras

y cuatro sueldos parisinos, por sus trabajos y

salarios por alimentar y ocuparse de las palo-


mas de los dos palomares del palacio de las

Tournelles, durante los meses de enero, febrero

y marzo de este año, al haber aportado para

estos fines siete sextercio de cebada.

»A un franciscano, por haber confesado a un

criminal, condenado a muerte cuatro sueldos

parisinos.»

El rey escuchaba en silencio y tosía de vez en

cuando; entonces se acercaba la copa a los la-

bios y bebía un sorbo haciendo muecas de des-

agrado.

-«En este año se pan hecho, por orden de la

justicia, cincuenta y seis pregones a son de

trompeta por calles y plazas de París: están

pendientes de abono.

»Por haber buscado y excavado en algunos

lugares, tanto en París como fuera de París, en

búsqueda de dineros que se suponía escondi-

dos en esos lugares, sin haber encontrado nada

de to que se buscaba, cuarenta y cinco libras


parisinas.»

-¡Enterrar un escudo para desenterrar un suel-

do! -dijo el rey.

-«... Por la reparación de seis paneles de vidrio

blanco del palacio de las Tournelles, en el lugar

en donde se encuentra la jaula de hierro, trece

sueldos.

»... Por la forja y entrega, por órdenes del rey y

el día de los monstruos, de cuatro escudos con

las armas de dicho señor, con capas a su alre-

dedor y sombreros de rosas, seis libras...

»... Por dos mangas nuevas al viejo jubón del

rey, veinte sueldos. Por una caja de grasa para

lastrar las botas del rey, quince denarios. Por la

construcción de un establo nuevo para los cer-

dos negros del rey, treinta libras parisinas. Por

varios tabiques, planchas y trampas para ence-

rrar a los leones de San Pablo, veintidós li-

bras...»

-¡Pues ya resultan caros esos animales! -dijo


Luis XI-. Pero, ¡no importa! Es un hermoso lujo

del rey. Tengo un enorme león rojizo que me

gusta mucho por su arrogancia. ¿Le habéis vis-

to, maese Guillaume? Los príncipes deben tener

ese tipo de animales miríficos. Para nosotros,

los reyes, los perros deben ser leones y los gatos

tigres. Lo grande le va a la corona. En los tiem-

pos paganos, de Júpiter, cuando el pueblo

ofrecía a las iglesias cien bueyes y cien ovejas,

los emperadores ofrendaban cien leones y cien

águilas. Era feroz aquello, pero también hermo-

so. Los reyes de Francia han tenido siempre

rugidos en torno a su trono; pero se me hará

justicia si os digo que gasto aún menos dinero

que epos y que tengo un número de leones, de

osos, de elefantes y de leopardos en cantidad

mucho más modesta. Seguid, seguid, maese

Olivier; hemos querido hacer esta indicación a

nuestros amigos flamencos.

Guillaume Rym hizo una profunda inclinación,


mientras que Coppenole con aspecto enfadado,

se parecía a uno de esos osos de los que había

hablado el rey. Su majestad, sin embargo, no se

fijó en ello; acababa de mojar sus labios en la

copa y escupió la bebida diciendo:

-¡Puaf! ¡Qué asquerosa tisana!

El que leía prosiguió:

-«Por la manutención de un pícaro de a pie,

encarcelado desde hace seis meses en la celda

de los ladrones, en espera de to que se decida

sobre él, seis libras y cuatro sueldos.»

-Pero, ¿qué es eso? -interrumpió el rey-. Ali-

mentar a quien habría que colgar. ¡Santo cielo!

No daré ni un sueldo más para alimentarle.

Olivier, encargaos de este asunto con el señor

d'Estouteville y hacedme desde hoy mismo los

preparativos de bodas de ese galán con la hor-

ca. Proseguid.

Oliver hizo una señal con el pulgar en el artícu-

lo referente al pfcaro de a pie y pasó a otra cosa.


-«A Henriet Cousin, verdugo de la justicia de

Paris, la suma de sesenta sueldos parisinos,

cantidad ordenada y fijada por el preboste de

París, por haber comprado, de orden del ya

indicado señor preboste, una gran espada de

hoja, para con ella ejecutar y decapitar a las

personas que por justicia son condenadas por

sus deméritos y hay que proporcionar a la di-

cha espada una funda y

to demás que le sea propio; asimismo ha repa-

rado y hecho una funda para la vieja espada

que se había mellado al ajusticiar a micer Luis

de Luxemburgo, como puede aparecer con cla-

ridad...»

El rey le interrumpió:

-Ya basta. Apruebo la suma de todo corazón.

Esos gastos nunca los escatimo. Nunca he la-

mentado ese dinero, proseguid.

-«Por haber hecho una gran jaula...»

-¡Ah! -exclamó el rey asiéndose con sus manos


a los brazos de la silla-. Ya sabía yo que había

venido aquí, a la Bastilla, para algo. Esperád,

maese Olivier; me gustaría ver personalmente

esa jaula. Ya me indicaréis su costo cuando la

haya visto. Señores flamencos, vengan a verla;

es muy curioso. Entonces se levantó apo-

yándose en el brazo de su interlocutor, hizo

señas a la especie de mudo que se mantenía de

pie junto a la puerta para que marchara delante

de él y a los flamencos para que le siguieran y

salió de la habitación. .

La real compañía se incrementó a. la puerta de

su retiro, con hombres de armas, con pesadas

vestiduras de hierro, y esbeltos pajes portado-

res de antorchas.

Avanzaron durante algunos minutos por el

interior de la oscura torre, Ilena de escaleras y

corredores por el espesor de los muros. El ca-

pitán de la Bastilla iba en cabeza y hacía abrir

las portezuelas ante el viejo rey enfermo y en-


corvado, que tosía al caminar.

Todas las cabezas se agachaban al pasar por

cada una de las portezuelas, excepto la de aquel

viejo encorvado ya poí los años.

-¡Hum! -decía entre sus encías, pues ya no le

quedaban dientes-,estoy ya muy preparado

para la puerta del sepulcro. A puerta baja, pa-

sante encorvado.

Por fin, después de franquear una última puer-

ta, tan atiborra da de cerraduras que tardaron

casi un cuarto de hora en abrirla penetraron en

una amplia y alta sala en ojiva, en cuyo centro s

distinguía, al resplandor de las antorchas, un

enorme cubo maci zo, de mampostería, de hie-

rro y de madera, hueco en su interior Se trataba

de una de esas conocidas jaulas de prisioneros

de es tado, conocidas por el nombre de lat hiji-

tas del rey. Había en su paredes dos o tres ven-

tanucos con un entramado de rejas tan den so

que no se veían los cristales. La puerta la for-


maba una gra losa de piedra lisa, como la de los

sepulcros. Eran puertas de esa que sólo sirven

para entrar, sólo que aquí el muerto era un viv

El rey echó a andar lentamente a su alrededor,

examinándol con cuidado, mientras que maese

Olivier, que le seguía, leía et~

voz alta la memoria de gastosI:

-«Por haber hecho una gran jaula de madera,

con gruesas vigas, largueros y soleras de nueve

pies de largo por ocho de ancho y con una altu-

ra de siete pies entre el suelo y el techo, cepilla-

da y claveteada con gruesos pernos de hierro

que ha sido colocada en una de las torres de la

bastiba de San Antonio, en cuya jaula fue ence-

rrado, por mandato del rey nuestro señor, un

prisionero que procedía de otra vieja jaula ca-

duca ya y decrépita. Se han empleado en la

mencionada nueva jaula noventa y seis vigas

de base y otras cincuenta y dos verticales y diez

soleras dé tres toesas de largo: la obra ha corri-


do a cargo de dieçinueve carpinteros para es-

cuadrar, trabajar y cortar toda la indi¿ada ma-

dera en el patio de la Bastilla durante veinte

días...»

-Y de buenos troncos de roble -añadió el rey

golpeando con el puño el maderamen.

-«... Se han utilizado para esta caja -prosiguió el

otro-, doscientos veinte grandes pernos de hie-

rro, de nueve y ocho pies; los demás de tamaño

mediano, con las tuercas, arandelas y con-

trafuertes para los dichos pernos; todo este ma-

terial de hierro supone un peso de tres mil sete-

cientas treinta y cinco libras; además ocho

grandes escuadras de hierro para sujetar dicha

jaula con los crampones y clavos, que pesan en

conjunto otras doscientas dieciocho libras de

hierro, sin contar el utilizado en el enrejado de

las ventanas de la habitación en donde se ha

instalado la jaula, ni las barras de hierro de la

puerta de la habitación y otras cosas...»


-Es un buen montón de hierro -dijo el rey-, para

así contener la ligereza de un espíritu.

-«... El total supone trescientas diecisiete libras,

cinco sueldos y siete denarios.»

-¡Vive Dios! -exclamó el rey.

Este juramento, que era el favorito de Luis XI,

parece que despertó a alguien en el interior de

la jaula pues se oyó ruido de cadenas

arrastrándose por el suelo y una voz débil que

parecía surgida de la tumba decía.

-¡Señor! ¡Señor! ¡Piedad!

Pero no podía verse a quien esto decía.

-¡Trescientas diecisiete libras, cinco sueldos y

siete denarios! -insistía Luis XI.

Aquella voz lastimera que había surgido de la

jaula, dejó helados a todos los a11í presentes,

incluso al mismo maese Olivier. Sólo el rey da-

ba la impresión de no haberla oído. A una or-

den suya, maese Olivier prosiguió con la lectu-

ra y su majestad continuó inspeccionando fría-


mente aquella jaula.

-«... Además de todo esto, se ha pagado tam-

bién a un albañil que ha hecho los agujeros pa-

ra colocar las rejas de la ventana y el suelo para

la habitación en donde se encuentra la jaula,

pues el anterior no habría podido soportar el

peso de la misma; veintisiete libras y catorce

sueldos parisinos...»

La voz inició de nuevo sus súplicas y sollozos.

-¡Piedad, señor! Os juro que fue monseñor el

cardenal de Angers quien hizo aquella traición

y no yo.

-¡El albañil sabe to que hace! -dijo el rey-. Pero,

continuad, Olivier.

-«... A un ebanista por ventanas, camastros,

silla-retrete y otras cosas, veinte libras y dos

sueldos parisinos...»

La voz proseguía aún.

-¡Ay, señor! ¿No queréis escucharme? Os ase-

guro que no fui yo quien escribió aquello al


señor de Guyenne sino monseñor La Balue, el

cardenal.

-El ebanista es caro también -observó el rey-.

¿No hay más?

-Ya to creo, señor. «.. A un cristalero, por los

cristales de la mencionada jaula, cuarenta y seis

sueldos y ocho denarios parisinos...»

-¡Tened piedad, majestad! ¿No es suficiente que

se hayan repartido todos mis bienes entre los

jueces, mi vajilla al señor de Torcy, toda mi

librería a maese Pierre Doriolle, todos mis tapi-

ces al gobernador del Rosillón? Soy inocente,

señor. Hace ya catorce años que estoy en esta

jaula de hierro pasando frío. ¡Tened piedad,

señor! El cielo os to agradecerá.

-Maese Olivier, decidme la suma total -pidió el

rey.

-Trescientas sesenta y siete libras, ocho sueldos

y tres denarios parisinos.

-¡Virgen Santa! -exclamó el rey-. ¡Es to que se


dice una jaula ultrajante!

Entonces arrancó el cuaderno de las manos de

maese Olivier y se puso a contar con los dedos,

él mismo, examinando alternativamente la jau-

la y la nota. Pero el prisionero no cejaba de so-

llozar. Aquello resultaba lúgubre en la oscuri-

dad y los rostros se miraban entre sí, pálidos.

-¡Catorce años, majestad; desde el mes de abril

de 1469! ¡Por la madre de Dios, señor, escu-

chadme! ¡Vos habéis gozado entretanto del

calor del sol! ¡Y yo, miserable de mí, no volveré

a ver la luz! ¡Piedad, señor! ¡Sed misericordio-

so! La clemencia es la más hermosa de las vir-

tudes reales, que rompe las corrientes de la có-

lera. ¿Cree vuestra majestad que, a la hora de la

muerte, puede suponer un gran consuelo para

un rey el no haber dejado ninguna ofensa sin

castigo? Además, señor, yo no he traicionado a

vuestra sociedad; ha sido el señor de Angers.

Arrastro una pesada cadena con una enorme


bola de hierro, tanto más pesada cuanto que es

injusta. ¡Señor! ¡Tened piedad de mí!

-Olivier -dijo el rey moviendo la cabeza-, ob-

servo que se cobra el modio de yeso a veinte

sueldos y sólo cuesta a doce. Habrá que rehacer

este informe.

Y dando la espalda a la jaula, se dispuso a salir

de aquella habitación; el desventurado prisio-

nero, ante el alejamiento de las antorchas y del

ruido, dedujo que el rey se estaba retirando y

gritó desesperadamente.

-¡Señor! ¡Señor!

La puerta se cerró y ya no vio ni oyó más que la

voz ronca del carcelero que le cantaba la can-

ción:

Maître Jean Balue

A perdu la vue

De ses évêches;

Monsieur de Verdun

N'en a plus pas un


Tous sont dépêches(18).

18. Maese Jean Balue / Ha perdido la vista / de

sus obispados; El señor de Verdun / ya no tie-

ne ni uno; / todos han desaparecido.

El rey subía en silencio a su retiro, seguido de

su cortejo, que estaba asustado por los últimos

lamentos del condenado. De pronto, su majes-

tad se volvió hacia el gobernador de la Bastilla.

-A propósito, ¿había alguien en la jaula?

-¡Pardiez, señor! -respondió el gobernador es-

tupefacto por la pregunta.

-¿Quién era?

-El señor obispo de Verdun.

El rey to sabía mejor que nadie, pero ésa era

una de sus manías.

-¡Ah! -exclamó ingenuamente, como si fuese la

primera vez que pensara en ello-; Guillaume de

Harancourt, el amigo del señor cardenal La

Balue. ¡Un buen diablo, ese obispo!

Un momento después, se abrió la puerta del


retiro para volver a cerrarse de nuevo tras la

entrada de los cinco personajes, conocidos ya

del lector desde el comienzo de este capítulo.

Todos volvieron a sus sitios, a sus actitudes y

prosiguieron sus charlas en voz baja.

Durante la ausencia del rey, habían dejado en

su mesa algunos despachos a los que el mismo

rey se aprestó a romper los lacres y comenzó

presto a leerlos uno tras otro. Hizo un gesto a

maese Olivier, que parecía desempeñar junto a

él el oficio de ministro, para que tomase la

pluma y, sin hacerle partícipe del contenido de

los despachos, comenzó a dictarle en voz baja

las respuestas que éste escribía, bastante in-

cómodo, arrodillado delante de la mesa.

Guillaume Rym observaba.

El rey hablaba tan bajo que los flamencos no

oían nada de to que dictaba, a no ser algún tro-

zo aislado y poco inteligible como:

-... Conservar para el comercio los lugares férti-


les y los estériles para las manufacturas... Ense-

ñar a los señores ingleses nuestras cuatro bom-

bardas, la Londres, la Bravante, la

Bourg-en-Bresse y la Saint-Omer... A causa de

la artillería, la guerra se hace ahora más juicio-

samente... A1 señor de Bressuire, nuestro buen

amigo... Sin tributos no puede mantenerse un

ejército..., etcétera.

En una ocasión alzó la voz.

-¡Vive Dios! El señor rey de Sicilia sella sus car-

tas con lacre amarillo, como un rey de Francia.

Quizás sea un error el permitírselo. Mi buen

primo el príncipe de Borgoña no concedía escu-

dos de armas sobre campo de gules. La grande-

za de las casas se asegura con la integridad de

las prerrogativas. Toma nota de esto, Olivier.

Y en otra ocasión.

-¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Qué despacho tan largo! ¿Qué

es to que nos reclama esta vez nuestro hermano

el emperador?
Luego añadía, recorriendo con los ojos la misi-

va y entrecortándola con interjecciones:

-¡Es cierto! Las Alemanias son tan grandes y tan

poderosas que apenas si puede creerse. Claro

que no nos olvidamos del viejo proverbio: «El

más bello condado, Flandes; el ducado más he-

llo, Milán, y el más hermoso de los reinos,

Francia.» ¿No es cierto, señores flamencos?

Esta vez Coppenole hizo una reverencia a la

vez que Guillaume Rym; era un halago al pa-

triotismo del calcetero.

Hubo aún un último despacho que hizo fruncir

el ceño a Luis XI.

-¡Qué es esto! -exclamó-. ¡Quejas y protestas

contra nuestras guarniciones de la Picardía!

Olivier, escribid ahora mismo al señor mariscal

de Rouault indicándole que la disciplina se

relaja, que los gendarmes de las ordenanzas, la

guardia noble, los arqueros, los suizos, todos

están provocando molestias infinitas entre los


villanos. Que los soldados, no satisfechos con

los bienes que encuentran en casa de los labra-

dores, les obligan a bastonazos o a golpes de

guja, a it a buscarles vino a la ciudad o pescado

de las pescaderías a otros abusos. Que el señor

rey está enterado de todo ello y que estamos

dispuestos a preservar a nuestro pueblo de ta-

les molestias, robos y pillajes. Que estamos de-

cididos a ello, ¡por Nuestra Señora! Que

además no nos satisface que ningún menestral,

barbero, ni escudero, vaya vestido como un

príncipe, con ropas de terciopelo, de seda y con

anillos de oro. Que tales veleidades ofenden a

Dios. Que nos, que somos gentilhombre, nos

contentamos con un jubón de paño de a diecis-

éis sueldos la vara de París. Que también los

señores lacayos pueden rebajarse hasta ahí.

Mandad y ordenad: a nuestro amigo, el señor

de Rouault.

Dictó esta carta, en voz alta, con un tono firme


y cortado. Estaba acabando cuando se abrió la

puerta y dio acceso a un nuevo personaje que

se precipitó, todo asustado, en la habitación

gritando

-¡Señor! ¡Señor! ¡Hay una sedición popular en

París!

El rostro grave de Luis XI se contrajo, pero

aquella emoción visible pasó como un relám-

pago. Se contuvo y dijo con una severidad

tranquila.

-¡Compadre Jacques, entráis con mucha brus-

quedad!

-¡Señor! ¡Es una revuelta! -prosiguió sofocado el

compadre Jacques.

El rey, que se había levantado, le cogió con ru-

deza por el brazo y le dijo al oído, de modo que

sólo él pudo oírlo, con cólera concentrada y

echando una mirada de lado a los flamencos.

-¡Cállate o habla bajo!

El recién llegado comprendió en seguida y em-


pezó a hacerle, muy bajo y muy alarmado, una

narración que el rey escuchaba con calma,

mientras que Guillaume Rym hacía observar a

Coppenole el rostro y las ropas del recién lle-

gado; su capucha forrada de piel, caputia fou-

rrata, su epitoga corta, epitogia curia, su toga

de terciopelo negro, que definían a un presi-

dente del tribunal de cuentas.

Apenas este personaje hubo dado al rey algu-

nas explicaciones, cvando Luis XI se echó a reír

a carcajadas.

-¡La verdad es que podéis decirlo en voz alta,

compadre Coictier! ¿Por qué habláis así de ba-

jo? Nuestra Señora sabe muy bien que nada

ocultamos a nuestros buenos amigos flamen-

cos.

-¡Pero, Señor!

-¡Hablad alto!

El «compadre Coictier» permanecía mudo de

asombro.
-Hablad ya, señor -insistió el rey-. ¿Hay una

revuelta de villanos en nuestra buena villa de

París?

-Sí señor.

-¿Que va dirigida, decís, contra el señor bailío

del Palacio de Justicia?

-Eso parece -respondió el compadre, entre bal-

buceos confuso todavía por el cambio brusco a

inexplicable que acababa de producirse en la

actitud del rey.

Luis XI prosiguió.

-¿Y dónde decís que la ronda ha encontrado a

ese gentío?

-Iban en marcha desde la Grande-Truanderie

hacia el Pontaux-Changeurs. Yo mismo la he

encontrado mientras me dirigía hacia aquí para

dar cumplimiento a las órdenes de vuestra ma-

jestad. Incluso he podido oír cómo algunos gri-

taban: «¡Abajo el bailío de París!»

-¿Y qué quejas tiene esa genie contra el bailío?


-¡Ah! -dijo el compadre Jacques -pues que es su

señor.

-¿Sólo eso?

-¡Sólo eso, señor! Son los bribones de la Corte

de los Milagros y hace ya mucho tiempo que se

quejan del bailío del que dependen. No quieren

reconocerle ni como su juez ni como veedor de

su zona.

-¡Vaya, vaya! -prosiguió el rey con una sonrisa

de satisfacción que intentaba, en vano, disimu-

lar.

-En todas sus demandas ante el parlamento

-prosiguió el compadre Jacques-, afirman siem-

pre que sólo tienen como señores a vuestra ma-

jestad y a su Dios, que me parece a mí que es el

diablo:

-Vaya, vaya -dijo el rey frotándose las manos y

riendo con aquella risa interior que le ilumina-

ba el rostro.

No podía disimular su alegría aunque a veces


intentara reportarse. Nadie podía comprender

to que pasaba ni el propio «maese Olivier».

Por un momento se quedó silencioso y pensati-

vo pero con gesto alegre.

-¿Son muchos? -preguntó de pronto.

-Ciertamente, señor -respondió el compadre

Jacques.

-¿Cuántos?

-Unos seis mil, al menos.

El rey uo pudo evitar el decir:

-¡Muy bien! -y preguntó-: ¿Están armados?

-Con guadañas, picas, arcabuces, picos; con

todo tipo de armas agresivas y muy violentas.

A1 rey no pareció inquietarle to más mínimo

aquella relación de armas, hasta el punto de

que el compadre Jacques se creyó en la obliga-

ción de añadir:

-Si vuestra tnajestad no envía con presteza

auxilios al bailío, está perdido.

-Se los enviaremos -manifestó el rey con una


apariencia de seriedad-; está bien. Vamos a en-

viárselos porque el bailío es amigo nuestro.

¿Seis mil, decís? ¡Son tipos muy decididos! La

audacia es maravillosa, pero nos estamos muy

enojados. La verdad es que esta noche tenemos

poca gente disponible. Pero mqñana por la ma-

ñana proveeremos.

El compadre Jacques protestó:

-¡Tiene que ser ahora mismo, majestad! Habrá

tiempo para saquear al bailío más de veinte

veces; violarán a la señora y le colgarán a él.

¡Por Dios, señor! ¡Enviadle ayuda, antes de ma-

ñana!

El rey le miró de frente.

-He dicho mañana por la mañana. Era una de

esas miradas que no podían tener réplica.

Después de un silencio Luis XI elevó de nuevo

el tono de su voz.

-Compadre Jacques, vos tenéis que saberlo...

¿Cuál era...? -rectificó. ¿Cuál es la jurisdicción


feudal del bailío?

-Señor, el bailío del Palacio tiene la calle de la

Calandre hasta la calle de la Herberie, la plaza

de Saint-Michel y los lugares vulgarmente co-

nocidos como los Muneaux, situados cerca de

la iglesia de Notre Dame-des-Champs (aquí

Luis XI levantó el borde de. su sombrero). Son

unos trece en total más la Corte de los Milagros,

más la leprosería llamada la Banlieue, más coda

la calle que comienza en la leprosería y termina

en la Porte de Saint Jacques. Es veedor de todos

esos lugares y administrador de la alta, media y

baja justicia; en una palabra, señor absoluto.

-Ya -dijo el rey rascándose la oreja izquierda

con la mano derecha-; ¡es una buena parte de

mi ciudad! ¡Vaya, vaya! ¿Así que el señor bailío

era rey de todo esto?

Esta vez no se corrigió y prosiguió, como

hablándose a ~' mismo:

-¡Muy bonito, señor bailío! Teníais entre los


dientes un bonito pedazo de nuestro París.

Y de pronto explotó:

-¡Vive Dios! Pero, ¿qué se han creído esas gen-

tes que se pretenden veedores, jueces y dueños

absolutos en nuestra casa? ¿Quiénes son para

creerse los amos de las calles, justicias y ver-

dugos en los barrios? De modo que, igual que

los griegos creían que había tantos dioses como

fuentes y los persas tantos como estrellas, ¿el

francés cree que hay tantos reyes como patíbu-

los puede contar? ¡Pardiez, que es mala cosa y

que esta confusión me desagrada! Me gustaría

saber si es por la gracia de Dios por la que haya

en París otro veedor que el rey, otra justicia que

la de nuestro parlamento y otro emperador que

nos en este imperio. ¡Por mi alma que será pre-

ciso que venga el día en que no haya en Francia

más que un rey, un señor, un juez o un verdu-

go, al igual que en el cielo hay un solo Dios!

Levantó de nuevo su sombrero ante este nom-


bre y prosiguió, siempre con aire soñador y con

el acento del cazador al acecho que lanza, de

pronto, la jauría.

-¡Muy bien, pueblo mío! ¡Valiente! ¡Destruye a

esos falsos señores! Haz bien to trabajo. ¡Pílla-

los! ¡Cuélgalos! ¡Saquéalos!... ¡Hala! ¿No quer-

éis ser reyes, señores míos? ¡Vamos, pueblo!

A1 llegar aquí se interrumpió bruscamente y se

mordió el labio, como para retomar su pensa-

miento medio escapado. Luego se quedó ob-

servando, con su mirada penetrante, uno a uno,

a los cinco personajes que le rodeaban y, de

pronto, cogiendo el sombrero con ambas manos

y mirándole fijamente, le dijo.

-¡Seguro que to quemarías si supieras to que

arde en mi cabeza!

Después, echando de nuevo a su alrededor la

mirada inquieta y atenta del zorro que vuelve,

astuto, a su madriguera, añadió:

-Pero, ¡no importa! Socorreremos al señor bail-


ío. Por desgracia tenemos aquí muy pocas tro-

pas en este momento para luchar contra tal

gentío. Hay que esperar a mañana. Establece-

remos el orden en la Cité y colgaremos sin mi-

ramientos a cuantos cojamos.

-¡A propósito, señor! -intervino el compadre

Coicitier-, to había olvidado en el primer mo-

mento de turbación; la vigilancia ha cogido a

dos rezagados de la banda; si vuestra majestad

desea verlos, tengo aquí a esos dos hombres.

-¡Que si quiero verlos!, pero, ¿qué dices? ¡Vive

Dios! ¡Olvidársete una cosa así! ¡Rápido, Oli-

vier! ¡Ve a buscarlos!

Maese Olivier salió y volvió momentos más

tarde con los dos prisioneros, rodeados por los

arqueros de la ordenanza.

Al primero se le notaba la sorpresa en su cara

regordeta de idiota y de borracho. Iba vestido

de harapos y andaba doblando la rodilla y

arrastrando un pie. El segundo era una figura


pálida y sonriente que el lector ya conoce.

El rey los examinó durante un momento, sin

decir una palabra, y luego preguntó al primero.

-¿Cómo to llamas?

-Gieffroy Pincebourde.

-¿Tu oficio?

-Truhán.

-¿Qué pensabas hacer en ese condenado motín?

El truhán miró al rey, mientras balanceaba sus

brazos con aire de atontado. Era una de esas

cabezas mal conformadas en donde la inteli-

gencia se encuentra tan a. gusto como una lla-

ma debajo de un apagavelas.

-No sé. Todos iban y yo iba también.

-¿No ibais a atacar y a asaltar a vuestro señor el

bailío de palacio?

-Sólo sé que íbamos a coger algo en casa de

alguien. No sé más.

Un soldado mostró al rey una hoz que habían

quitado a un truhán.
-¿Reconoces este arma? -le preguntó el rey.

-Sí; es mi hocino. Soy viñador.

-¿Reconoces a este hombre como compañero

tuyo? -le preguntó Luis XI, señalando al otro

compañero.

-No; no le conozco de nada.

-¡Basta! -dijo el rey. Y haciendo un gesto con el

dedo al personaje silencioso a inmóvil que se

encontraba cerca de la puerta y al que ya cono-

cemos-: Compadre Tristan; este hombre es para

vos.

Tristan l'Hermite hizo una reverencia y dio

orden en voz baja a dos arqueros que se lleva-

ron al pobre truhán.

El rey se había aproximado mientras tanto al

segundo prisionero que sudaba la gota gorda.

-¿Tu nombre?

-Señor, Pierre Gringoire.

-¿Tu oficio?

-Filósofo, señor.
-Cómo to atreves, bribón, a atacar a nuestro

amigo, el señor bailío del Palacio y qué tienes

que decir sobre ese motín popular?

-Majestad, yo no estaba a11í.

-¿Cómo? ¡Sinvergüenza! ¿No has sido detenido

por la ronda entre los amotinados?

-No, majestad; hay un error. Es la fatalidad. Yo

escribo tragedias. .Majestad, os suplico que me

oigáis. Soy poeta. Los de mi profesión pasea-

mos nuestra melancolía por las calles, de noche

y esta noche iba paseando por a11í. Ha sido

una gran coincidencia. Me han detenido equi-

vocadamente. Soy inocente de esta tetnpestad

cívica. Habéis visto, majestad, cómo el truhán

no me ha reconocido. Conjuro a vuestra majes-

tad...

-¡Cállate! -le dijo el rey entre dos sorbos de tisa-

na-. Nos estás rompiendo la cabeza.

Tristan l'Hermite se adelantó hacia Gringoire y

señalándole con el dedo dijo:


-Majestad, ¿puedo también llevarme a éste?

Eran las primeras palabras que había pronun-

ciado.

-Bueno -respondió displicente el rey--: No veo

que haya inconvenientes.

--¡Pero yo sí los veo, y muchos! -contestó Grin-

goire. Nuestro filósofo se encontraba en aquel

momento más verde que una aceituna. Dedujo,

por el aspecto frío a indiferente del rey, que la

única solución podría estar en alguna escena

patética y se precipitó a los pies de Luis XI, gri-

tando con gran gesticulación desesperada:

-¡Señor! Majestad, dignaos escucharme. Señor,

no os enfurezcáis por tan poca cosa como yo. El

gran rayo de Dios no se precipita nunca sobre

una lechuga. Majestad, sois un monarca augus-

to y poderosos, apiadaos de un pobre hombre,

honrado, al que le resultaría más difícil provo-

car cualquier revuelta que a un trozo de hielo

sacar chispas. Graciosa majestad; la bondad es


una virtud de reyes y leones. ¡Ay!, el rigor no hace sino enfurecer el ánimo;
las bocanadas

impetuosas del cierzo no serán capaces de

arrancar su capa al caminante; sin embargo el

sol, lanzándole sus rayos, le irá calentando po-

co a poco hasta obligarle a quedarse en camisa.

Majestad, vos sois el sol. Insisto ante vos, sobe-

rano dueño y señor, en que yo no soy un

truhán ladrón y desconsiderado. Las revueltas

y el bandolerismo no son los compañeros de

Apolo y yo no soy de esos que forman parte de

bandas que luego provocan algaradas y sedi-

ciones, sino un fiel vasallo de vuestra majestad.

El mismo celo que manifiesta el marido por la

honra de su mujer, el sentimiento de amor que

tiene el hijo para su padre, debe manifestarlos

también un buen vasallo para gloria de su rey;

debe sacrificarse por el cuidado de su casa ofre-

ciendo con generosidad sus servicios. Cual-

quier otra pasión por la que se dejase arrastrar

no sería más que locura. Éstas son, majestad,


mis reglas de conducta. No me consideréis se-

dicioso y saqueador por mis ropas viejas y gas-

tadas. Si me concedéis vuestra gracia, majestad,

emplearé mi vida en rogar a Dios por vos, de

rodillas, de la mañana a la noche. ¡Ay! No soy

muy rico, es cierto; incluso soy bastante pobre

pero no, por ello, vicioso. Todo el mundo sabe

que las bellas letras no producen grandes ri-

quezas y que los más que se entregan a la lectu-

ra de los buenos libros, no disponen casi nunca

de un buen fuego en invierno. La abogacía se

lleva todas las ganancias y no deja sino la paja a

las demás profesiones de la inteligencia. Existen

cuarenta y tres proverbios, excelentes todos, so-

bre la capa raída de los filósofos. ¡Oh, majestad!

Sólo la clemencia es la única luz capaz de ilu-

minar el interior de un alma grande. Es ella la

que lleva la antorcha delante de las demás vir-

tudes; sin ella serían como ciegos que buscan a

Dios a tientas: La misericordia, que es to mismo


que la clemencia, crea el amor en la gente y es

éste el más poderoso cuerpo de guardia para la

persona de un príncipe. ¿Qué más os da, a vos,

majestad, a quien todos miran deslumbrados,

que haya un pobre hombre de más sobre la

tierra? ¡Un pobre a inocente filósofo, chapote-

ando entre las tinieblas de la calamidad, con su

bolsillo vacío, resonando sobre su vientre tam-

bién vacío! Además, majestad, soy escritor y los

grandes reyes se colocan una perla en su coro-

na al proteger las letras. Hércules no desdeñaba

el título de Musageta(19). Mathias Corvin pro-

tegía a Jean de Monroyal, ornamento de las

matemáticas. Sin embargo no parece una buena

manera de proteger las letras el ahorcar a los

literatos. ¡Qué mancha habría caído sobre Ale-

jandro si hubiera hecho ahorcar a Aristóteles!

Esta mancha no habría sido un pequeño lunar

en el rostro de su reputación para embeIlecerle,

sino una úlcera maligna para desfigurarle. ¡Ma-


jestad! He escrito un bello epitalamio para Ma-

demoiselle de Flandes y el muy augusto mon-

señor el delfín. Creeréis que esto no es la obra

de un incitador a la rebelión. Ya ve vuestra ma-

jestad que no soy un escritorzuelo; que he estu-

diado con provecho y que poseo una elocuencia

natural. ¡Perdonadme, majestad!, y al mismo

tiempo será un hecho galante para Nuestra

Señora. ¡Os juro además que me provoca un

pánico horrible la idea de ser ahorcado!

19 Nombre mitológico aplicado primeramente

a Apolo, bajo cuya di-ección estaban las musas.

Hércules también recibió este nombre.

Mientras así hablaba, el desolado Gringoire

besaba las pantuflas del rey y Guillaume Rym

comentaba bajito a Coppenole.

-Hace bien en arrastrarse por el suelo, pues los

reyes son como el Júpiter de Creta, sólo tienen

oídos en los pies.

Sin preocuparse por el Júpiter de Creta, el cal-


cetero respondió con una franca sonrisa y la

vista fija en Gringoire.

-¡Oh! ¡Qué bien to ha dicho! Me parece estar

oyendo al canciller Hugonet pidiéndome cle-

mencia.

Cuando Gringoire hubo por fin acabado de

hablar, estaba jadeante. Levantó la cabeza tem-

bloroso hacia el rey que se entretenía en raspar

con la uña una mancha que tenían sus calzas

por la rodilla. Después, su majestad se puso a

beber otro poco de tisana, pero no decía nada y

aquel silencio torturaba a Gringoire. Final-

mente, el rey se quedó mirándole.

-¡Vaya charlatán insoportable! -dijo; luego, vol-

viéndose hacia Tristan l'Hermite, añadió-: ¡Bah!

¡Dejadle!

Gringoire se quedó sentado en el suelo loco de

alegría.

-¡En libertad! -gruñó Tristán-. No desea vuestra

majestad que quede retenido algún tiempo en


la jaula.

-Compadre -prosiguió Luis XI-, crees que

hacemos jaulas de trescientas sesenta y siete

libras, ocho sueldos y tres denarios para pájaros

como éste. Suéltame a ese miserable lujurioso (a

Luis XI le gustaba mucho esta palabra que, con

¡Vive Dios! constituía el fondo de su jovialidad)

y echadle fuera a patadas.

-¡Uf! -exclamó Gringoire-, ¡éste es un rey!- y por

miedo a una contraorden, se precipitó hacia la

puerta que Tristan le abrió de mala gana. Los

soldados salieron también, empujándole y gol-

peándole, to que Gringoire soportó como un

verdadero filósofo estoico.

El buen humor del rey, desde que le comunica-

ron la revuelta contra el bailío, se veía en todos

sus hechos, y la clemencia inusitada no era una

muestra de las menores. Tristan l'Hermite, en

su rincón, tenía la misma cara enfurruñada de

un dogo al que le han enseñado algo y se to han


quitado.

El rey tamborileaba alegremente con sus dedos

en el brazo de su silla la marcha de

Pont-Audemer. Era un príncipe bastante astuto,

pero sabía ocultar más fácilmente sus penas

que sus alegrías. Sus manifestaciones externas

de alegría ante cualquiera buena noticia llega-

ban muy lejos a veces; así, a la muerte de Carlos

el Temerario, llegó a ofrecer unas balaustradas

de plata a la basílica de Saint-Martin de

Tours(20); y con motivo de su advenimiento al

trono se olvidó de ocuparse de las exequias de

su padre.

20. San Martín de Tours es el-patrono de Fran-

cia.

-¡Decid, majestad! -exclamó de pronto jacques

de Coictier-. ¿Qué ha pasado con el recrudeci-

miento de vuestra enfermedad para la que me

habéis mandado venir?

-¡Oh! En verdad, compadre, que me hace sufrir


mucho; me silban los oídos y tengo como rastri-

llos de fuego que me desgarran el pecho.

Coictier tomó la mano del rey y buscó el pulso

con ademán de médico entendido.

-Fijaos, Coppenole -decía Rym en voz baja-, ahí

le tenéis eptre Coictier y Tristan; ésa es toda su

corte; un médico para él y un verdugo para los

otros.

Coictier le estaba tomando el pulso y su gesto

era cada vez más alarmante. Luis XI le miraba

preocupado pues Coictier se alarmaba a ojos

vistas. El buen hombre no tenía otras rentas que

la mala salud del rey y la explotaba como mejor

podía.

-¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Esto parece grave, desde luego.

-¿Verdad que sí? -inquirió el rey inquieto.

- Pulsur creber, anhelant, crepitanr, irregulariaz(21)

-continuaba diciendo el médico.


21. Pulso ptecipitado, farigado, ruidoso, irregu-
lar.

-¡Vive Dios!

-Esto puede llevarse a un hombre antes de tres

días.

-¡Por Nuestra Señora! -exclamó el rey-. ¿Y cuál

es el remedio, amigo?

-En ello estoy, majestad.

Hizo sacar la lengua al rey; movió la cabeza con

gesto preocupado y en medio de todo aquel

paripé.

-Pardiez, majestad -prosiguió de pronto-. Me he

enterado de que hay una vacante de recauda-

dor, y yo tengo un sobrino.

-Doy el puesto a to sobrino compadre Jacques

-le respondió el rey-, pero sácame este fuego

del pecho.

-Ya que nuestra majestad se muestra tan gene-

roso y clemen
te no querrá negarme una pequeña ayuda para

1 de

mi casa en la calle de Saint-André-des-Arcs.

-¡Bueno! -respondió el rey.

-Estoy ya casi sin recursos -prosiguió el doctor-

y sería una lástima que la casa se quedara sin

tejado; no por la casa en sí, que es sencilla y

muy del gusto burgués, sino por los cuadros de

Jehan Fourbault, que alegran las paredes. ¡Hay

una Diana voladora, tan extraordinaria, tan

tierna y tan delicada, con una expresión tan

ingenua! Tiene la cabeza tan bien peinada, con

un cuarto creciente como corona, y sus carnes

son tan blancas que tienta incluso a quienes la

miran con demasiada atención. Hay también

una Ceres. Es también una hermosa divinidad.

Está sentada sobre unas gavillas de trigo y to-

cada con una guirnalda galante de espigas en-

trelazadas con salsifís y otras flores. No hay

nada tan enamorado como sus ojos, ni más tor-


neado que sus piernás, ni más noble que su

porte, ni pliegues mejor compuestos que los de

su falda. Es una de las bellezas más inocentes y

más perfectas que haya ejecutado pincel algu-

no.

-¡Verdugo! -masculló Luis XI-: ¡Dime a dónde

quieres Ilegar!

a conscrucción

-Necesito un tejado para esas pinturas, majes-

tad y, aunque no cueste mucho, ya no me que-

da dinero.

-¿Cuánto vale cu tejado?

-Pero... sería un tejado de cobce, historiado y

dorado..., unas dos mil libras todo to más.

-¡Ay, asesino! -gritó el rey-. No me arranca un

diente que no me cueste más que un diamante.

-¿Tengo mi tejado entonces? -preguntó Coictier.

-Sí; y vete al diablo, pero cúrame.

Jacques Coiciter dijo, haciendo una profunda

indinación:
-Señor, necesitáis un repercusivo para curaros.

Os aplicaremos a los riñones el gran defensivo

compuesto de ceraco, bolo de Armenia, clara de

huevo, aceite y vinagre. Continuaréis además

con vuestra tisana y respondemos de vuestra

majestad.

Una lámpara brillando no atrae sólo a un mos-

quito. Maese Olivier, viendo al rey tan pródigo

y creyendo oportuno el momento, se acercó a

su vez al rey.

-Majestad...

-¿Qué ocurre ahora? -dijo Luis XI.

-Señor, sabéis que maese Simón Radin ha

muerto.

-Bien, ¿y qué?

-Es que era consejero del rey para la juscicia del

cesoro.

-Bien, ¿y qué?

-Señor su puesto está vacante.

Mientras hablaba así, el rostro altivo de maese


Olivier había abandonado la expresión arro-

gance por otra más humilde. Es el recambio de

que dispone la cara de un cortesano. El rey le

mird fijamente y dijo con un tono seco.

-Comprendo -y prosiguió-: maese Olivier, el

mariscal de Boucicaut decía: KNo hay más do-

nes que los de un rey ni más lugar de pesca que

el mar.» Ya veo que sois de la misma opinión

que el señor de Boucicaut, pero tenéis que oír

esco también, pues nuestra memoria es muy

buena: en el G8 os hemos nombrado doncel de

nuescra cámara; en el 69 guardián del castillo

du Pont de Saint-Cloud, con un salario de cien

libras tornesas (vos las queríais parisienses). En

noviembre del 73, mediante camas de pre-

sentación entregadas a Gergeole, os hemos ins-

tiruido como conserje del bosque de Vincennes,

en lugar de Gilbert Acle, escudero; en el 75 offi-

cial mayor del bosque de Rouv-

ray-lez-Saint-Cloud, en lugar de Jacques le


Maire; en el 78 os hemos concedido gra-

ciosamente, por camas patentadas, selladas con

doble cinta de lacre verde, una renta de diez

libras parisinas para vos y vuestra mujer, a per-

cibir por el asentamiento de los mercaderes en

la plaza de la escuela de Saint-Germain; en el 79

os hemos nombrado oficial mayor del bosque

de Senart, en lugar del pobre de Jehan Daiz;

más tarde capitan del castillo de Loches; luego

gobernador de Saint-Quintin y capitán del

Pont-de-Meulant, del que os hacéis Ilamar con-

de. De los cinco sueldos de multa que paga

cualquier barbero que afeite en un día de fiesta

tres os los guardáis vos y nos dejáis to que que-

da. Hemos accedido al cambio de vuestro ape-

llido Le Mauvais(22), que iba muy bien con

vuestro aspecto. En el 74 os hemos otorgado,

con gran disgusto de nuestros nobles, escudo

de armas de mil coiores que os hacen un pecho

de pavo real. ¡Vive Dios! ¿No estáis aún satisfe-


cho? ¿No es lo bastante abundante y milagrosa

la pesca? ¿No teméis acaso que un salmón de

más pueda hacer zozobrar vuestra nave? El

orgullo y la avaricia pueden perderos, compa-

dre. Al orgullo le siguen siempre la ruina y la

vergüenza. Reflexionad sobre to que os digo y

callaos.
22. El malo
Tales palabras, pronunciadas con severidad,

hicieron reflejar de nuevo la insolencia en el

rostro despechado de maese Olivier.

-¡Vaya! -murmuró casi en voz alta-. Se ve claro

que hoy está enfermo el rey. Hoy todo es para

su médico.

Luis XI lejos de irritarse por esta inconvenien-

cia, añadió con cierta bondad.

-¡Ah! Olvidaba que también os hice embajador

mío en Gante cerca de madame Marie. Sí seño-

res -añadió el rey dirigiéndose hacia los fla-

mencos- ha sido incluso embajador. En fin,

compadre -prosiguió dirigiéndose ahora hacia

maese Olivier-, no nos enfademos, pues somos

ya viejos amigos. ¡Qué tarde se ha hecho! Bue-

no; ya hemos terminado por hoy. Afeitadme.

Seguro que nuestros lectores no han tenido que

esperar hasta ahora para reconocer en maese


Olivier a ese Fígaro terrible que la providencia,

esa gran hacedora de dramas, ha mezclado tan

artísticamente a la larga y sangrante comedia

de Luis XI. No es éste el momento para exten-

derse sobre este personaje tan singular. Este

barbero real tenía tres nombres: en la corte se le

llamaba cortésmente Olivier le Daimy; entre el

pueblo era conocido por Olivier el Diablo; su

verdadero nombre era sin embargo Olivier le

Mauvais.

Olivier le Mauvais permaneció inmóvil, como

enojado con el rey, al tiempo que miraba de

reojo a Jacques Coictier.

-¡Sí, sí, el médico! -comentaba entre dientes.

-¡Pues sí! El médico tiene aún más crédito que

tú -añadió el rey con una sencillez insistente-.

Es así de fácil: él me tiene cogido por todo el

cuerpo y tú sólo puedes hacerlo por el mentón.

Anda, mi pobre barbero, ya veremos cómo to

arreglamos. ¿Qué dirías de mí y qué sería de to


cargo si yo fuera corno el rey Chilperico que tenía la costumbre de cogerse
la barba con la

mano? Venga, compadre, a to oficio; ve a bus-

car to necesario y aféitame.

Viendo Olivier que el rey la había tomado por

el lado de la risa y que no había manera de eno-

jarle, salió rezongando a ejecutar sus órdenes.

El rey se levantó entonces y se acercó a la ven-

tana y, al abrirla, dijo de pronto en medio de

una gran agitación.

-¡Ah!, claro!, aquel resplandor en el cielo, por el

lado de la Cité, es que están quemando al bail-

ío. No puede ser otra cosa. ¡Ay, mi buen pue-

blo! ¡Qué bien colaboras por fin en la destruc-

ción de los señoríos!

Y entonces, dirigiéndose a los flamencos:

-Señores, venid a ver esto. ¿No es fuego aquel

resplandor?

Los dos ganteses se acercaron.

-Un gran fuego -dijo Guillaume Rym.

-¡Oh! -añadió Coppenole, cuyos ojos brillaron


de pronto-. Eso me recuerda el incendio de la

mansión del señor d'Hymbercourt. Debe haber-

se producido un gran revuelo en ese sitio.

-¿Lo creéis así, maese Coppenole? -y la mirada

de Luis XI era en ese momento tan brillante y

alegre como la del calcetero.

-¿Verdad que debe tratarse de un asalto difícil

de resistir?

-¡Por la cruz de Cristo! Señor, vuestra majestad

tendrá que emplear en esa lucha unas cuantas

compañías de hombres de armas.

-¿Quién? ¿Yo? Eso es diferente -respondió el

rey-; si yo quisiera...

El calcetero respondió con osadía.

-¡Si la revuelta es como me imagino, de poco os

servirá querer, majestad!

-Compadre -le contestó Luix XI-; con dos com-

pañías de mi ordenanza y unas andanadas de

serpentina se liquida rápido una muchedumbre

de villanos.
Pero el calcetero parecía dispuesto a plantar

cara al rey, a pesar de las señas que le hacía

Guillaume Rym.

-Majestad, los suizos eran también unos villa-

nos y el señor duque de Borgoña un gentil-

hombre que miraba por encima del hombro a

aquella canalla. En la batalla de Grandson, se-

ñor, también decía: «¡Cañoneros, fuego a los

villanos!» y juraba por San Jorge. Pero el cabeci-

lla, magistrado Scharnachtal, se lanzó sobre el

apuesto duque con su masa y su pueblo, y en

aquel choque contra villanos de piel de búfalo,

el reluciente ejército borgoñón se rompió como

un cristal con una pedrada. Y aquellos villanos

mataron a un buen número de caballeros y se

encontró al señor de Château-Guyon, el más

alto señor de Borgoña, muerto junto con su

gran caballo grisón en un pequeño prado pan-

tanoso.

-Bueno, amigo -prosiguió el rey-, estáis hablan-


do de una batalla y aquí se trata de una revuel-

ta y acabaré con ella en cuanto me plazca frun-

cir el ceño.

Coppenole le replicó con indiferencia.

-Puede que así sea majestad. Pero en ese caso es

que no ha llegado aún la hora del pueblo.

Guillaume Rym se creyó en la obligación de

intervenir.

-Maese Coppenole, estáis hablando a un rey

poderoso.

-Ya to sé -respondió gravemente el calcetero.

-Dejadle hablar mi querido amigo -dijo el rey-.

Aprecio ese hablar franco. Mi padre, Carlos VII,

decía que la verdad estaba enferma; pero yo

creía que más bien estaba muerta y que ni si-

quiera había encontrado confesor. Maese Cop-

penole acaba de desengañarme.

Entonces, colocando con familiaridad su mano

en el hombro de Coppenole, prosiguió:

-¿Qué decíais, pues, maese Jacques?...


-Decía majestad, que quizás tengáis razón y que

aún no haya sonado la hora para vuestro pue-

blo.

Luis XI le lanzó una mirada penetrante.

-¿Y cuándo llegará esa hora?

-Ya la oiréis sonar.

-¿Y en qué reloj, por favor?

Coppenole, con su actitud tranquila y rústica,

pidió al rey que se aproximara a la ventana.

-Escuchad, señor. Aquí tenéis un torreón, una

atalaya, cañones, burgueses y soldados. Cuan-

do suene la alarma en la atalaya y truenen los

cañones; cuando el torreón se derrumbe con

estrépito, cuando burgueses y soldados griten y

se maten entre ellos, entonces habrá sonado la

hora.

El rostro de Luis XI se tornó sombrío y soñador.

Se quedó un momento en silencio y luego dio

unos golpes suaves con la mano en la espesa

muralla del torreón, como cuando se acaricia la


grupa de un corcel.

-¡A que no! ¡A que tú no vas a derrumbarte tan

fácilmente, mi buena Bastilla!

Y luego, dirigiéndose, en un gesto brusco, hacia

el flamenco.

-¿Habéis presenciado alguna vez una revuelta,

maese Jacques?

-La he hecho -respondió el calcetero.

-¿Cómo os las arregláis para hacer una revuel-

ta? -preguntó el rey.

-¡Oh! -respondió Coppenole- no hay nada más

fácil. Hay mil maneras. Primero tiene que haber

descontento en la ciudad. La cosa no es rara.

Luego está el carácter de sus habitantes; los de

Gante son propicios a la revuelta. Quieren

siempre al hijo del príncipe, pero jamás al

príncipe. Y en fin, una mañana, imagino, se

presentan en mi tienda y me dicen: «Tío Cop-

penole, pasa esto o pasa aquello. La señorita de

Flandes quiere salvar a sus ministros, el gran


bailío dobla el precio de los granos» o cualquier

otra cosa; to que sea. Entonces yo, voy y dejo el

trabajo, salgo de mi calcetería y empiezo a gri-

tar en la calle: «¡A saco!» Siempre se encuentra

en cualquier parte algún barril desfondado; me

subo a él y empiezo a decir muy alto las prime-

ras palabras que me vengan a la boca, to que

más me preocupe. Empieza a agolparse gente,

se levanta la voz, se empieza a gritar, tocan a

rebato, se arma a los villanos con las armas que

se quitan a los soldados; se arrima la gente del

mercado y ¡ya está!, y siempre será igual mien-

tras haya señores en los señoríos, burgueses en

los burgos y aldeanos en las aldeas.

-¿Y contra quién os rebeláis de tal suerte?

-preguntó el rey-. :Contra vuestros bailíos?

¿Contra vuestros señores?

-Sí. A veces. Pero eso depende. A veces también

contra el duque.

Luis XI fue a sentarse de nuevo y añadió con


una sonrisa.

-¡Ah! Aquí, por el momento sólo es contra los

bailíos.

En ese instante volvió Olivier le Daim; le segu-

ían dos pajes que llevaban el aseo del rey; pero

to que más llamó la atención de Luis XI fue que

venía además acompañado del preboste de Pa-

rís y del caballero de la ronda, personajes am-

bos que parecían consternados. El rencoroso

barbero también daba esa impresión, aunque al

mismo tiempo parecía contento. Él tomó la pa-

labra para decir:

-Señor, pido perdón a vuestra majestad por la

calamitosa noticia que os traigo.

El rey se volvió tan vivamente que las patas de

su silla desgarraron la estera del suelo.

-¿Qué es ello?

-Majestad -prosiguió Olivier le Daim con la

expresión malvada del hombre que se alegra de

poder comunicar algo violento-. Esta sedición


popular no va dirigida contra el bailío.

-¿Contra quién va entonces?

-Contra vos, majestad.

El viejo rey se puso de pie, erguido como un

joven.

-¡Explícate, Olivier! ¡Explícate! ¡Y piensa bien to

que dices, porque to juro, por la cruz de

Saint-L6, que si estás mintiendo, la espada que

cortó el cuello del señor de Luxemburgo no está

aún to bastante mellada para que no pueda

segar también el tuyo!

Aquel juramento produjo un efecto formidable.

Luis XI no había jurado más que dos veces en

toda su vida por la cruz de Saint-L6.

Olivier acababa de abrir la boca para respon-

der.

-Majestad...

-¡Ponte de rodillas! -le interrumpió violenta-

mente el rey-. ¡Tristan, vigila a este hombre!

Olivier se puso de rodillas y dijo fríamente.


-Señor, la corte del parlamento condenó a

muerte a una bruja y ha buscado asilo en Nues-

tra Señora. El pueblo quiere rescatarla de viva

fuerza. El señor preboste y el señor caballero de

la ronda, que vienen del motín, pueden des-

mentirme si no digo verdad. El pueblo ha pues-

to sitio a Nuestra Señora.

-¡No faltaba más! -dijo el rey en voz baja, pálido

y temblando de cólera-. ¡Nuestra Señora! ¡Asal-

tan a Nuestra Señora en su catedral, a mi buena

dueña! ¡Levántate Olivier! Tienes razón. Te

concedo el cargo de Simón Radin. Tienes razón

ya que es a mí a quien atacan pues si la bruja

está bajo la salvaguardia de la iglesia, la iglesia

está bajo mi protección. ¡Y yo que pensaba que

estaban atacando al bailío! ¡Van contra mí!

Rejuvenecido por el furor empezó a andar a

grandes pasos por la habitación. Ya no se reía;

estaba enfurecido a iba y venía nervioso. El

zorro se había convertido en hiena y su sofoco


le impedía hablar; sus labios se movían de rabia

y sus puños descarnados se crispaban. De pron-

to levantó la cabeza, sus ojos hundidos parecían

llenos de luz y su voz resonó como un clarín.

-¡Mano dura, Tristan! ¡Mano dura a esos villa-

nos! ¡Anda, Tristan amigo mío! ¡Mata! ¡Mata!

¡Mata!

Pasada aquella erupción, volvió a sentarse y

dijo con rabia fría y concentrada.

-¡Ven aquí, Tristan! Aquí cerca, en esta misma

Bastilla, tenemos las cincuenta lanzas del viz-

conde de Gil, que supone trescientos caballos.

Disponed de ellos. Está además la compañía de

los arqueros de nuestra ordenanza de M. de

Cháteaupers, disponed de ella. Tomad también

a las gentes del prebostazo, de los mariscales

del que vos sois el preboste. En el H6tel

Saint-Paul encontraréis cuarenta arqueros de la

nueva guardia del señor Delfin, tomadla tam-

bién y con todo ello id pronto a Nuestra Señora.


¡Ay, señores villanos de París que os lanzáis así

en contra de la corona de Francia, de la santi-

dad de Nuestra Señora y de la paz de esta re-

pública! ¡Extermina, Tristan, extermina! Que no

quede nadie sino es para it a Montfaucon.

-Está bien, majestad -dijo Tristan haciendo una

reverencia.

Y luego añadió tras un silencio.

-¿Y qué hago con la bruja?

La preguntá obligó al rey a reflexionar.

-¡Ah! La bruja. Señor de Estouteville, ¿qué pre-

tendía hacer el pueblo con ella?

-Señor -respondió el preboste de París-, imagi-

no que, puesto que el pueblo quiere sacarla de

su asilo de Nuestra Señora, es que debe sentirse

molesto por esa impunidad y quiere colgarla.

El rey pareció reflexionar profundamente y

después, dirigiéndose a Tristan l'Hermite.

-Muy bien, compadre. Extermina al pueblo y

cuelga a la bruja.
-Eso es -dijo Rym muy bajo a Coppenole-. Cas-

tigar al pueblo por querer algo y hacer él luego

to que quiere.

-Muy bien, majestad -respondió Tristan-. Pero

si la bruja se encuentra aún en Nuestra Señora,

¿se la puede prender a pesar del asilo?

-¡Vive Dios! ¡El asilo! -dijo el rey rascándose la

oreja-, pero de todas formas hay que colgar a

esa mujer.

Entonces, como asaltado por una idea súbita, se

echó de rodillas delante de la silla, se quitó el

sombrero, que dejó en la silla y mirando con

devoción una de las figurillas que le adorna-

ban:

-¡Oh! -dijo con las manos juntas-, perdonadme,

Nuestra Señora de París, mi graciosa patrona.

Sólo to haré esta vez. Pero hay que castigar a

esa criminal. Os aseguro, santísima Virgen,

dueña mía, que es una bruja indigna de vuestra

bondadosa protección. Vos conocéis, señora,


que muchos príncipes y muy piadosos todos,

han sobrepasado este privilegio de las iglesias,

a la mayor gloria de Dios y por necesidades de

estado. San Hugo, obispo de Inglaterra, permi-

tió al rey Eduardo que prendiera a un hechicero

en su iglesia. San Luis de Francia, mi señor,

transgredió por la misma razón la iglesia del

señor San Pablo. Y monseñor Alfonso, hijo del

rey de Jerusalén, también transgredió la mismí-

sima iglesia del Santo Sepulcro. Perdonadme

por esta vez, Nuestra Señora de París. No vol-

veré a hacerlo y en cambio os donaré una bella

estatua de plata, igual a la que el año pasado

ofrecí a Nuestra Señora d'Ecouys. Que así sea.

Se santiguó, se levantó, volvió a peinarse y dijo

a Tristan.

-Daos prisa, compadre. Llevad al señor de

Châteaupers con vos y tocad a rebato y aplas-

tad al populacho. Colgaréis también a la bruja.

Ya to he dicho. Creo además que la ejecución


debe ser realizada por vos. Tendréis que darme

cuenta de ello. Vamos a ver, Olivier, aféitame,

que esta noche no voy a acostarme.

Tristan l'Hermite hizo una inclinación y salió.

El rey, con un gesto, despidió a Rym y Coppe-

nole, al tiempo que les decía:

-Que Dios os guarde, mis buenos amigos fla-

mencos. Id a descansar un poco. La noche

avanza y ya estamos casi más cerca del amane-

cer que otra cosa.

Los dos se retiraron y al llegar a sus residen-

cias, con escolta del capitán de la Bastilla, Cop-

penole dijo a Guillaume Rym.

-Bueno; ¡estoy harto de un rey que tose como

él! Yo he visto borracho a Carlos de Borgoña y

no era tan malo como Luis Xl enfermo.

-Maese Jacques -respondió Rym-, ocurre que

para los reyes el vino es menos cruel que la

tisana.

VI
LLAMITA EN BAGUENAUD

AL salir de la Bastilla Gringoire bajó por la calle

de SaintAntoine á la velocidad de un caballo

desbocado. Llegado a la puerta de Boudoyer, se

fue recto hacia la cruz de piedra, que se elevaba

en el centro de aquella plaza, como si hubiera

sido capaz de distinguir en la oscuridad la figu-

ra de un hombre vestido de negro y encapu-

chado que se hallaba sentado en los escalones

del crucero.

El personaje de negro se levantó.

-¡Por la muerte y la pasión de Cristo! me sacáis

de quicio, Gringoire. El vigía de la torre de

Saint-Gervais acaba de cantar la una y media

de la mañana.

-¡Oh! -replicó Gringoire-. La culpa no ha sido

mía sino de la ronda y del rey. ¡Acabo de li-

brarme de buena! Me ha faltado un punto para

que me ahorquen. Es mi destino.

-Siempre to falta algo -le dijo el archidiácono-.


Vamos, date prisa. ¿Conoces el santo y seña?

-Fijaos maestro que he visto al rey. Vengo de

allí. Usa calzas de fustán. Ha sido toda una

aventura.

-¡Pareces un molino con tantas palabras! ¿Y qué

más me dan tus aventuras? ¿Tienes el santo y

seña de los truhanes?

-Lo tengo, estad tranquilo. Ilamita vagabunda.

-Muy bien, pues sin él no podríamos entrar en

la iglesia. Los truhanes han cortado las calles. Y

menos mal que han debido encontrar resisten-

cia. Quizás podamos llegar aún a tiempo.

-Sí, maestro, pero, ¿cómo haremos para entrar

en Nuestra Señora?

-Tengo la llave de las torres.

-¿Y cómo saldremos?

-Por detrás del claustro hay un portillo que da

al Terrain y de a11í al río. He cogido la llave y

esta mañana he dejado amarrada una barca.

-¡Qué bien me he escapado de la horca!


-recordó Gringoire.

-¡Vamos! ¡Pronto! -dijo dom Claude.

Y los dos bajaron a grandes pasos hacia la Cité.

VII

¡AYODANOS CHATEAUPERS!

RECUERDE el lector la situación crítica en que

hemos dejado a Quasimodo. Acosado por todas

las partes a la vez, había perdido, si no el cora-

je, al menos toda esperanza de salvación; no

para él -que no pensaba en sí mismo- sino para

la gitana. Corría desesperadamente de un lado

a otro de la galería, pues la catedral de Nuestra

Señora iba a ser saqueada por los truhanes.

De pronto una galopada de caballos resonó en

las calles contiguas, y una larga fila de antor-

chas y una sólida columna de caballeros con las

lanzas prestas a la carga, desembocaron como

un huracán, entre ruidos furiosos de gritos y

cascos, en la plaza del Parvis.

¡Por Francia, por Francia! ¡Ensartad a los villa-


nos! ¡Adelante Châteaupers! ¡Adelante los del

prebostazgo!

Los truhanes, aterrados, dieron media vuelta.

Quasimodo, que no oía, vio las espadas desen-

vainadas, las antorchas, los hierros de las lan-

zas, en fin toda aquella caballería a cuya cabeza

reconoció al capitán Febo, observó la confusión

de los truhanes, Ilenos de terror unos, descon-

certados los mejores y, gracias a aquella ayuda

inesperada, recobró tales fuerzas que arrojó

fuera de la iglesia a los primeros intrusos que

saltaban ya la galería.

Se trataba, en efecto, de la llegada de las tropas

del rey.

Los truhanes reaccionaron con violencia y se

defendían desesperadamente. Atacados en un

flanco por la calle de Saint-Pierreaux-Boeufs y

en la retaguardia por la calle del Parvis, acorra-

lados contra la catedral, que seguían asaltando,

pero que Quasimodo defendía con ahínco, to-


dos, convertidos al mismo tiempo en asediantes

y asediados, se encontraban en la misma situa-

ción en la que, más adelante, habría de encon-

trarse el conde Henri d'Harcourt, en el famoso

sitio de Turín de 1640, entre el príncipe Thomas

de Saboya que atacaba y el marqués de Leganés

que le bloqueaba: Taurinum obsessor idem et

obressus(23), como dice su epitafio.

23. Sitiador de Turín y a la vez sitiado.

La refriega fue atroz, como entre perros y lobos,

que dice P. Mathieu. Los caballeros del rey, de

entre los que sobresalía por su valor Febo de

Cháteaupers, no daban tregua y las espadas

acababan con los que habían escapado a las

picas. Los truhanes, mal armados, babeaban

enloquecidos y hasta mordían. Hombres, mu-

jeres y niños se abalanzaban a las grupas y a los

pechos de los caballos y se colgaban de ellos,

cual gatos, con dientes y uñas con sus cuatro

miembros.
Otros aplastaban sus antorchas encendidas en

los rostros de los arqueros y había quienes cla-

vaban ganchos de hierro en el cuello de los jine-

tes y los tiraban al suelo y a11í los despedaza-

ban.

Se vio a uno que con una guadaña reluciente

segaba las patas de los caballos. Era espantoso.

Cantaba al mismo tiempo una canción y segaba

y segaba. A cada brazada quedaban a su alre-

dedor un círculo de miembros cortados. Iba así

avanzando hasta el lugar en que más densa era

la caballería, con paso tranquilo, con el mismo

movimiento de cabeza y la misma respiración

acompasada de un segador segando en un tri-

gal. Era Clopin Trouillefou. Fue abatido por un

tiro de arcabuz.

Las ventanas se habían vuelto a abrir. Al oír los

gritos de guerra de las tropas del rey, los veci-

nos tomaban ya parte en aquel asunto y desde

todas las casas las balas llovían sobre los truha-


nes. El Parvis aparecía lleno de un humo espeso

que los mosqueteros rayaban de fuego con sus

disparos. Apenas si se distinguía confusamente

la fachada de Nuestra Señora y el decrépito

Hôtel Dieu(24) con algunos enfermos macilen-

tos que contemplaban la escena desde el tejado,

repleto de ventanas de buhardillas.

24. Hospital.

Por fin los truhanes hubieron de retroceder; el

cansancio, la carencia de armas adecuadas, el

espanto producido por aquella sorpresa, los

disparos desde las ventanas, el valor de las tro-

pas del rey; todo terminó por abatirlos. Rom-

pieron el cerco de los asaltantes y huyeron en

todas direcciones, dejando el Parvis sembrado

de muertos.

Cuando Quasimodo, que no había cesado un

solo momento de combatir, vio que se retira-

ban, cayó de rodillas y levantó los brazos al

cielo. Después, ebrió de gozo, echó a correr y


subió a la velocidad de un pájaro a la celda que

con tanto valor había estado defendiendo. Aho-

ra sólo un pensamiento ocupaba su mente; el

de arrodillarse ante la que acababa de salvar

por segunda vez.

Pero, cuando entró en la celda, la encontró vac-

ía.

LIBRO UNDÉCIMO

IEL ZAPATITO

AL principio, cuando los truhanes asaltaron la

iglesia, la Esmeralda dormía, pero más tarde

los ruidos en torno al edificio iban aumentando

y entre eso y los balidos cads vez más inquietos

de la cabra, que se había despertado antes que

ells, la sacaron de su sueño. Incorporada en la

cama había escuchado primero y mirado a su

alrededor después, asustada pot el resplandor

y el ruido, salió de la celda para intentar vet

qué estaba ocurriendo. El aspecto de la plaza, el

espectáculo que a11í tenía lugar, el desorden de


aquel asalto nocturne, aquel gentío repulsive,

moviéndose come una invasión de ranas, adi-

vinada apenas entre las sombras, aquella mez-

cla de votes roncas de la multitud, las antorchas

encendidas cruzándose entre las sombras come

fuegos fatuos sobre terrenos pantanosos y

brumosos; coda aquella escena le produjo el

efecto de una misceriosa batalla librada entre

los fantasmas de un aquelarre y los monstruos

de piedra de la catedral. lmbuida desde la in-

fancia en supersticiones de la tribu gitana, su

primer pensamiento fue el de hater sorprendi-

do en algún maleficio a los extraños espíritus

que pueblan la noche y corrió aterrada a escon-

derse en su celda, pidiendo a su imaginación

pesadillas menos horribles.

Pero poco a poco se fueron disipando aquellos

primeros vapo-

res del miedo.Ante los ruidos que aumentaban-

sin cesar y ante otros signos reales, había com-


prendido que se hallaba sitiada no per espec-

tros sine per seres humanos y su miedo no au-

mentó sine que se transformó.Pensó incluso en

la posibilidad de un motínpopular para arran-

carla de su asilo. La idea de llegar a perder

nuevamente la vida, la esperanza, Febo -al que

entrevefa siempre en su future-, la nada pto-

funda de su propia debilidad, la imposibilidad

de una huida, la carencia de ayuda, su abando-

no, su Total aislamiento..., codes estos pensa-

miencos y mil más la habían isaltado.

Había caído de rodillas, con la cabeza en la ca-

ma, Ilena de ansiedad y de miedo; aunque era

gitana. idólatra y pagana, estaba pidiendo, en-

tre sollozos, ayuda al Dios de los cristianos y se

había puesto a rezar a Nuestra Señora, que la

había acogido en su iglesia pues, aunque no se

crea en nada, hay mementos en la vida en que

uno siempre se acoge a la religión del temple

que más a mane se tiene. Y así permaneció


arrodillada duranre mucho tiempo; temblando

en realidad más que rezando; helada ante los

ruidos cads vez más cetcanos de aquella multi-

tud enfurecida; sin enrender el porqué de

aqueila furia ignorance de to que se estaba tra-

mando, de to que ocurría y de to que se pre-

tendía pero con el presentimiento de un final

terrible.

Y en medio de aquella angustia eye pasos

próximos a ells; se vuelve y ve que dos hom-

bres que llevan un fatol acaban de entrar en la

celda. La Esmeralda lanzó un débil grito.

-No cemáis; soy yo -dijo una voz que no le re-

sultaba desconocida.

-¿Quién sois vos? -preguntó ella.

-Pierre Gringoire.

Aquel nombre la tranquilizó; abrió los ojos y

efectivamence reconoció al poeta. Había tam-

bién junto a él una figura negta, cubierta de

pies a cabeza que la hizo enmudecer.


-¡Ah! --prosiguió Gringoire con un ciero tone de

reproche-. Djali me ha reconocido antes que

vos.

En efecto, la cabritilla no había esperado a que

Gringoire se identificara y nada más entrar se

frotaba tiernamente entre sus piernas, abru-

mando al poeta de caricias y de pelos blancos

pues escaba pelechando. Gringoire le devolvió

las caricias.

-¿Quién está con vos? -le preguntó la gitana en

voz baja.

-Tranquilizaos -respondió Gringoire-, es un

amigo.

Ententes el filósofo, dejando el farol en el suelo,

se agachó y empezó a gritar con gran contento,

aprecando a Djali entre sus brazes.

-¡Oh! ¡Qué animalico tan gracioso! Es más inte-

resante per su limpieza que per su altura, sin

duds, pero ingenioso sutil y más culto que un

gramático. Vamos a vet, Djali ¿has olvidado


alguno de tus truces? ¿Cómo hate maese Jac-

ques Charmolue?...

El hombre de negro no le dejó acabar. Se acercó

a Gringoire y le empujó con rudeza per los

hombres. Gringoire se levantó.

-Es verdad; me olvidaba de las prisas que te-

nemos. Pero eso, maestro, no es ninguna razón

para empujar así a la gence.

-Mi querida y hermosa niña, vuestra vida está

en peligro y la de Djali también. Somos vues-

tros amigos y venimos a salvaros. Seguidnos.

-Es verdad -exclamó la gitana consternada.

-Sí; es verdad, venid pronto.

-Os seguiré -respondió-. Pero, ¿por qué no

habla vuestro amigo?

-¡Ah! Es que su padre y su madre eran gente

muy rara y le formaron un temperamento taci-

turno.

Tuvo que contentarse con aquella explicación

porque su compañero la tomó por la mano,


cogió el farol y echó a andar. El miedo aturdía a

la joven que se dejó llevar. La cabra les seguía,

retozona tan contenta por haber encontrado a

Gringoire, que le obligaba a tropezar a cada

paso, al meterle los cuernos entre las piernas.

-Así es la vida -decía el filósofo cada vez que

estaba a punto de caer-; con frecuencia son

nuestros mejores amigos los que nos hacen ca-

er.

Bajaron rápidamente la escalera de las torres y

atravesaron la iglesta en medio de la oscuridad.

Estaba vacía pero llena a la vez de ruido to que

suponía un gran contraste. Por fin salieron al

patio del claustro por la Puerta Roja. El claustro

se encontraba solitario, pues los canónigos hab-

ían huido al obispado para rezar en común;

también el patio estaba vacío y podían descu-

brirse, acurrucados en los rincones más oscu-

ros, algunos lacayos, aterrados por el estrépito.

Se dirigieron a la portezuela que comunicaba el


patio con el Terrain; el hombre de negro la

abrió con una llave que llevaba consigo. Los

lectores ya conocen que el Terrain es una len-

gua de tierra, rodeada de muros por el lado de

la ciudad, perteneciente al capítulo de Nuestra

Señora y que remataba la isla hacia el oriente

por detrás de la catedral. Aquel recinto estaba

también solitario y el tumulto y el ruido eran

a11í mucho menores. El estrépito del asalto de

los truhanes les llegaba más tamizado, menos

chillón. El viento húmedo provocado por el río

removía las hojas del único árbol plantado a la

punta del Terrain con un rumor ya perceptible.

Pero aún se encontraban muy cerca del peligro.

Los edificios más próximos eran el obispado y

la iglesia. En el interior del obispado se apre-

ciaba claramente un gran desorden; su mole

tenebrosa estaba surcada por luces que corrían

de una ventana a otra, como cuando se quema

un papel y queda un sombrío resto de ceniza en


el que aparecen mil puntos de luz. AI lado, las

enormes torres de Nuestra Señora, vistas por

detrás, con la larga nave sobre la que se yer-

guen, recortadas en negro sobre el rojo y enor-

me resplandor que llenaba el Parvis, semejaban

dos gigantescos atizadores para una chimenea

de cíclopes.

El hombre del farol se fue hacia la punta del

Terrain. Había a11í, al borde del río, los restos

carcomidos de unas estacas, unidas con listo-

nes, por los que trepaba una parra cuyas débi-

les ramas semejaban los dedos extendidos de

una mano abierta; detrás, entre la oscuridad de

aquel emparrado, estaba oculta una pequeña

barca. El hombre hizo señas a Gringoire y a su

compañera para que entraran. La cabra les si-

guió. El hombre entró el ultimo. Luego soltó las

amarras de la barca, la alejó de la orilla con un

largo bichero y cogiendo dos remos se sentó en

la proa y empezó a remar con fuerza hacia el


centro del río. El Sena es muy rápido en ese

lugar y le costó bastante alejarse de la punta de

la isla.

Lo primero que hizo Gringoire, cuando estuvo

en la barca, fue poner a la cabra en sus rodillas.

Se sentó en la popa y la muchacha, a quien el

desconocido inspiraba una inquietud difícil de

definir, se sentó a su lado apretándose contra el

poeta.

Cuando nuestro filósofo vio que la barca se

movía, se frotó las manos y besó a Djali entre

los cuernos.

-¡Oh! -dijo contento-. ¡Ya estamos salvados los

cuatro! -y añadió poniendo cara de profunda

reflexión-. El éxito de las grandes empresas se

debe a veces a la fortuna y a veces a la astucia.

La lancha bogaba lentamente hacia la orilla

derecha. La muchacha seguía observando con

un terror secreto al desconocido que, por otra

parte, había tapado cuidadosamente la luz de la


linterna sorda.

En aquella oscuridad se le distinguía en la proa

como a un espectro. Su capucha, siempre echa-

da, le servía como de máscara y a cada vez que,

para remar, entreabría sus brazos de los que

colgaban unas anchisímas mangas negras, se

habría dicho que eran como dos alas de murcié-

lago. Además no había pronunciado una sola

palabra y casi ni había respirado. No se produc-

ía en la lancha más ruido que el vaivén de los

remos y el roce de los mil pliegues del agua a to

largo de toda la barca.

1. Personaje de la mitología griega, hijo de

Aqueronte, enterrado bajd una roca y metamor-

foseado en búho

-¡Por mi alma -gritó de pronto Gringoire- esta-

mos alegres y gozosos como ascalafos(1). ¡Es-

tamos más callados que los pitagóricos o los

peces! ¡Vive Dios, amigos que me gustaría que

al guien me hablara! La voz es como música


para el oído humano y no soy yo el que to dice

sino Dídimo de Alejandría y es, si duda, una

afirmación ilustre pues ciertamente no puede

decirs que Dídimo de Alejandría sea un filósofo

mediocre. Una sola palabra, hermosa niña, de-

cidme, os lo suplico, una sola palabra. A propó-

sito; antes teníais una simpática mueca muy

original, ¿seguís haciéndola? ¿Sabíais, querida

amiga, que el parlamento tiene jurisdicción

sobre los lugares de asilo y que corríais un gran

peligro en vuestro escondite de Nuestra Seño-

ra? ¡Ay! ¡Diminuto troquílido(2) que haces to

nido en las fauces del cocodrilo! ¡Maestro, ahí la

tenemos; otra vez sale la luna! ¡Ojalá no nos

vean! Hacemos algo digno de elogio salvando a

la joven y sin embargo nos colgarían por orden

del rey si nos cogieran. ¡Ay! ¡Todos los actos

humanos tienen dos caras! Se condena en mí to

que en ti se alaba. Quien admira al César cen-

sura a Catilina. ¿No es así, querido maestro?


¿Qué os parece esta filosofía? Yo poseo la filo-

sofía del instinto, la natural, ut apes geome-

triam(3). ¡Bueno! ¿nadie responde? ¡Pues vaya

humor el vuestro! Está visto que tendré que ha-

blar yo solo. Es to que, en las tragedias, Ilama-

mos un monólogo. ¡Vive Dios! Os aseguro que

acabo de ver al rey Luis XI y que me he queda-

do con este juramento. Así que ¡Vive Dios! si-

guen aún con el mismo jaleo en la Cité. Es un

mal rey, viejo y malvado, siempre envuelto en

pieles. Todavía me debe el dinero de mi epi-

talamio y por poco me cuelga esta misma tarde

cosa que the habría molestado bastante. Es muy

avaro con los hombres de valía. Debería leer los

cuatro libros de Salvien de Colonia, Adverrut

avaritiam(4). La verdad que es un hombre muy

tacaño para con los hombres de letras y comete

muchas crueldades. Es una esponja para hacer-

se con el dinero del pueblo. Su ahorro es el ba-

zo que se hincha a costa de la debilidad de to-


dos los demás miembros. Por eso las quejas

contra los rigores de esta época se convierten en

murmuraciones contra el príncipe. Bajo este rey

afable y devoto, las horcas se rompen de tantos

ahorcados como soportan; los tajos se pudren

de tanta sangre y las prisiones revientan como

barrigas demasiado llenas. Es un rey que tiene

una mano para coger y otra para colgar. Es el

proveedor de doña Carga Fiscal y de don Patí-

bulo. Los grandes son despojados de sus digni-

dades y los débiles abrumados con nuevas car-

gas. Es un príncipe exorbitante. No me gusta

este rey, ¿y a vos maestro?

2. Ave que en Egipto, vivía en simbiosis con los

cocodrilos a los que limpiaba la boca aunque no

hacía en ellos sus nidos, claro.

3. Como las abejas la geometría.

4. Contra la avaricia.

El hombre de negro dejaba hablar al poeta char-

latán y seguía luchando contra la corriente fuer-


te y violenta que separa la popa de la Cité de la

proa de la isla de Nuestra Señora, que hoy lla-

mamos isla de San Luis.

-¡A propósito, maestro! -dijo súbitamente Grin-

goire-.

Cuando llegábamos al Parvis, en medio de to-

dos aquellos furiosos truhanes, ¿se fijó vuestra

reverencia en el pobre diablo al que vuestro

sordo estaba machacando la cabeza contra la

rampa de la galería de los reyes? No tengo

buena vista y no pude reconocerle. ¿Sabéis vos

quién podía ser?

El desconocido no respondió una sola palabra

pero dejó bruscamente de remar y sus brazos

desfallecieron como si se hubieran roto y su

cabeza le cayó sobre el pecho. La Esmeralda

oyó entonces cómo suspiraba convulsivamente

y se estremeció a su vez. ¡Ya había oído en al-

guna ocasión aquella forma de suspirar!

La barca, abandonada a sí misma, derivó algu-


nos instantes a favor de la corriente pero el

hombre de negro se rehízo en seguida, tomó de

nuevo los remos y volvió otra vez a remontar

río arriba. Dobló la isla de Nuestra Señora y se

dirigió hacia el embarcadero del Port-au-Foin.

-¡Eh, fijaos!, a11á se ve la mansión Barbeau.

Maestro, ¿veis ese grupo de tejados negros que

forman esos ángulos tan raros, bajo aquellas

nubes deshilachadas, negras y sucias? ¿Los veis

a11í donde 13 luna se aplasta y se extiende coc-

no la yema de un huevo roto? A11í es. Es una

bonita mansión. Tiene una capilla con una pe-

queña bóveda llena de ricos adornos. Por enci-

ma se puede ver el campanario labrado con

gran delicadeza y tiene además un jardín deli-

cioso con un estanque y un palomar, un eco,

una alameda, un laberinto, una casa de fieras y

cantidad de caminos con árboles y mucha vege-

tación; muy agradable todo para el amor. Tiene

sobre todo un hermoso árbol al que llaman el


luiurioso, por haber cobijado los amores de una

princesa famosa y de un condestable de Fran-

cia, galante y cultivado. ¡Pero... en fin! Noso-

tros, pobres filósofos, somos a un condestable

to que un huerto de coles y rábanos es a un

jardín del Louvre; aunque..., después de todo...

¿Qué más da? la vida humana siempre está

mezclada de bien y de mal, canto para los

grandes como para los humildes, y el dolor

aparece siempre junto a la alegría, como el es-

pondeo junto al dáctilo.

Permitidme, maestro, que os cuente la historia

de la mansión Barbeau. La verdad es que acaba

de una manera trágica. Ocurrió en 1319, bajo el

reinado de Felipe V, el más largo de todos los

reyes de Francia. La moraleja de esta historia es

que las tentaciones de la carne son siempre

perniciosas y malignas. No debernos fijarnos

demasiado en la mujer del prójimo por muy

atraídos que nuestros sentidos puedan conside-


rarse ante la belleza. La fornicación es un pen-

samiento muy libertino... y el adulterio es una

curiosidad de la voluptuosidad de otro... ¡Eh!,

parece que el ruido se hace más intenso por

a11á, ¿no?

El tumulto se acrecentaba efectivamente alre-

dedor de Nuestra Señora. Escucharon con aten-

ción y oyeron con claridad gritos de victoria.

De pronto cientos de antorchas, que hacían

resplandecer los cascos de los soldados comen-

zaron a verse por todas las partes de la catedral;

por las torres, por las galerías, por los arbo-

tantes. Daba la impresión de que codas aquellas

luminarias buscaban algo y muy pronto aque-

llos clamores lejanos llegaron nítidamente hasta

los fugitivos:

-¡La gitana! ¡A por la bruja! ¡Muerte a la gitana!

La desventurada dejó caer la cabeza sobre sus

manos y el desconocido se puso a remar con

más furia hacia la orilla. Nuestro filósofo, sin


embargo, se había quedado pensativo. Sujetaba

fuertemente a la cabra entre sus brazos al tiem-

po que se apartaba muy despacito de la gitana,

que se apretaba cada vez más contra él, como si

fuera el último refugio que le quedara.

Gringoire se hallaba en una cruel perplejidad.

Pensaba que también la cabra, según la legisla-

ción vigente, sería colgada, si se la cogiera, to

que no dejaría de ser una gran pena. ¡La pobre

Djali! Pensaba que era demasiado el tener junto

a él a dos condenados y que, en fin, su compa-

ñero se quedaría encantado de hacerse cargo de

la gitana. En su pensamiento se libraba un vio-

lento combate, en el cual, como el Júpiter de la

llíada, sopesaba alternativamente a la gitana y a

la cabra. Miraba a la una y a la otra con ojos

llorosos, diciéndose entre dientes.

-Pero es que no puedo salvaros a las dos.

Una sacudida les advirtió por fin que la lancha

había atracado. En la Cité seguía oyéndose el


mismo griterío siniestro de antes. El desconoci-

do se levantó, se acercó a la gitana y quiso asir-

la del brazo para ayudarla a bajar, pedo ella le

rechazó al tiempo que se agarraba de la manga

de Gringoire. Éste, a su vez, ocupado con la

cabra, casi la rechazó y entonces ella saltó sola

de la barca. Se encontraba tan confusa que no

sabía ni to que estaba haciendo ni a dónde diri-

girse. Durante un instance, se quedó sola mi-

rando al agua. Cuando, al poco tiempo volvió

en sí, se encontró sola con el desconocido en el

atracadero. Parece que Gringoire había apro-

vechado el momento del desembarco para des-

aparecer con la cabra por entre la manzana de

casas de la calle Grenier-sur-l'eau.

La pobre gitana se estremeció al verse sola con

aquel hombre. Quiso hablar gritar, llamar a

Gringoire, pero su lengua estaba inerte en su

boca y no pudo salir de sus labios ningún soni-

do. De pronto sintió que el desconocido la co-


gió de la mano. Era una mano fría y fuerte. Sus

dientes se entrechocaron y se quedó más pálida

que el rayo de luna que la estaba iluminando.

El hombre no dijo una palabra y tomó a gran-

des pasos el camino de la plaza de Grève,

llevándola de la mano. Ella presintió entonces,

aunque vagamente, que el destino es una fuer-

za irresistible. Carecía de fuerzas para oponerse

y se dejó llevar. Su paso era muy ligero para

seguir la marcha del hombre de negro. El mue-

lle era, en aquel lugar, bastante empinado, pero

ella habría dicho que iban cuesta abajo.

Miró hacia todos los lados y no vio a nadie. El

muelle estaba totalmente desierto. No se oía

más ruido ni más ajetreo de hombres que por el

lado de la Cité, tumultuosa y enrojecida. Sólo

un brazo del Sena la separaba de ella y desde

allí oía su nombre mezclado con gritos de

muerte. El resto de París se extendía a su al-

rededor y no eran más que bloques enormes de


sombra.

Pero el desconocido seguía silencioso y avan-

zaba con rapidez. Ella no era capaz de recono-

cer ninguno de los lugares que atravesaban.

Al pasar ante una ventana iluminada, hizo un

esfuerzo, se irguió bruscamente y gritó:

-¡Socorro!

Alguien abrió la ventana y apareció en ca-

misón, con una lámpara en la mano. Miró hacia

el muelle, sorprendido, dijo algunas palabras

que ella no logró oír y cerró. Era el último rayo

de esperanza que se esfumaba.

El hombre de negro no profirió una sola pala-

bra, la sujetó de la mano con más fuerza, y si-

guió andando con rapidez. Ella ya no opuso

resistencia y le siguió.

De vez en cuando se recuperaba un poco, y

decía con voz entrecortada por los baches del

suelo y por el ahogo de la carrera.

-¿Quién sois? ¿Quién sois? -pero él no respond-


ía.

Llegaron así, siguiendo siempre el camino del

muelle, a una plaza bastante grande; era la

Grève. Había un poco de luna y se podía dis-

tuinguir, plantada en el centro, una especie de

cruz negra. Era la horca. Entonces, al recordar

todo aquello, supo en dónde estaba.

El hombre se detuvo, se volvió hacia ella y le-

vantó la capucha.

-¡Oh! -exclamó petrificada la joven-, ¡sabía que

era él!

Era el sacerdote. Parecía su propio fantasma,

aunque era una impresión producida por la luz

de la luna. Es como si, bajo esta luz, sólo se vie-

ran los espectros de las cosas.

-Escucha -le dijo, y se estremeció la joven al

sonido de aqueIla voz funesta que hacía ya mu-

cho tiempo que no escuchaba. Siguió hablando

con frases cortas y jadeantes que revelaban pro-

fundos temblores internos.


-Escúcharne. Estamos aquí. Voy a hablarte. Esto

es la Grève. Nos encontramos en una situación

extrema. El destino nos entrega el uno al otro.

Yo voy a decidir sobre to vida y tú sobre mi

alma. Estamos aquí de noche y en una plaza;

sin más. Así que escúchame. Quería decirte...

En primer lugar no me hables de to Febo

-mientras decía estas cosas, iba y venía, inquie-

to, como un hombre incapaz de permanecer

tranquilo en un lugar, y la acercaba hacia él-.

No me hables de él. ¿Me oyes? No sé to que

sería capaz de hacer si pronuncias ese nombre,

pero seguro que sería algo terrible.

Una vez dicho esto, como un cuerpo que en-

cuentra su centro de gravedad, se quedó in-

móvil pero a través de sus palabras se adivina-

ba aún una gran agitación. Su voz era cada vez

más baja.

-No vuelvas la cabeza y escúchame, pues se

trata de algo muy serio. En primer lugar, voy a


contarte to que ha ocurrido. Te juro que no es

para tomarlo en broma. Pero, ¿qué es to que to

estaba diciendo? ¡Recuérdamelo! ¡Ah, sí! Hay

un decreto del parlamento por el que se to en-

trega a la horca. Acabo de arrancarte de sus

manos. Pero vienen persiguiéndote, ¿los ves?

Extendió su brazo señalando hacia la Cité en

donde la búsqueda parecía seguir. Los ruidos y

las voces se acercaban. La torre de la casa del

lugarteniente, srtuada frente a la Gréve, estaba

llena de ruidos y de luces y se veían correr a los

soldados por el otro lado del muelle, gritando y

con antorchas en la mano.

-¡La gitana! ¿Dónde está? ¡Muerte a la gitana!

-Te das cuenta de que to están buscando y que

no miento. Yo to amo. No me digas nada. No

abras la boca si es para decirme que me odias

pues estoy decidido a no oírlo. Acabo de salvar-

te y estoy decidido a no oír cosas como ésa.

Aún puedo salvarte del todo pues to he prepa-


rado muy bien. De ti depende. Si tú quieres

puedo hacerlo -se interrumpió violentamente-.

No; no es eso to que tienes que decirme -y ace-

lerando el paso y haciéndola correr pues no la

había soltado la mano, se fue derecho hacia el

patíbulo y, señalándole con el dedo, le dijo

fríamente-: Escoge entre los dos.

Ella logró soltarse y cayó al pie del patíbulo,

agarrándose a aquel apoyo fúnebre. Luego,

volviendo a medias su hermosa cabeza, miró al

cura por encima de sus hombros. Era como la

imagen de la Virgen al pie de la Cruz. El cura

seguía inmóvil, con el dedo señalando aún

hacia la horca, conservando su gesto como una

estatua.

Por fin la egipcia respondió.

-Me provoca menos horror que vos.

Entonces él dejó caer lentamente su brazo y se

quedó mirando al suelo con un profundo aba-

timiento.
-Si estas piedras pudieran hablar -murmuró-,

tendrían que decir que están viendo a un hom-

bre muy desgraciado.

Y continuó hablando. La muchacha, arrodillada

ante la horca y cubierta con su larga cabellera,

le dejaba hablar sin interrumpirle. Lo hacía

ahora con un acento quejumbroso y suave que

contrastaba dolorosamente con la ruda altivez

de sus rasgos.

-Pero yo os amo. Os aseguro que es bien cierto.

¿Acaso no se manifiesta externamente nada de

ese fuego que me abrasa el corazón? ¡Ay! Estar

así noche y día; sí; noche y día, ¿no merece aca-

so un poco de compasión? Es un amor constan-

te; noche y día os repito; es una tortura. ¡Sufro

demasiado, mi pobre niña! Os aseguro que es

algo digno de compasión. Veis que os hablo

con delicadeza. Desearía que no sintierais hacia

mí esa aversión, ese horror... porque... en fin...

no es culpa suya cuando un hombre se ena-


mora de una mujer. ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo

hacer? Entonces, ¿no podréis perdonarme nun-

ca? ¿Me odiaréis siempre? ¿No hay esperanza

ninguna? ¡Ni siquiera me miráis! ¿Es posible

que podáis pensar en otra cosa mientras que yo

aquí, de pie, os estoy hablando y temblando en

los límites mismos de nuestra eternidad? ¡Por

to que más queráis, no me habléis del capitán!

Aunque me arrojase a vuestras rodillas y besara

vuestros pies, ¿todo resultaría inútil? ¿Todo

sería inútil aunque sollozara como un niño?

Aunque me arrancase del pecho, no palabras

sino el corazón y las entrañas, para deciros que

os amo, ¿todo sería inútil? ¿Cómo es posible tal

cosa si vos no tenéis en el alma más que ternura

y clemencia? Irradiáis dulzura y sois toda sua-

vidad, bondad, misericordia y encanto. ¡Ay!

¡Sólo para mí tenéis crueldad! ¡Oh! ¿Qué fatali-

dad!

Ocultó su rostro entre las manos y la joven le


oyó llorar. Fue la única vez. Así, de pie, sacudi-

do por los sollozos, parecía más miserable y

suplicante que de rodillas. Estuvo llorando así

durante cierto tiempo.

-¡Vaya! -prosiguió una vez pasadas las prime-

ras lágrimas-. No encuentro palabras y sin em-

bargo había pensado muy bien en to que tenía

que deciros. Ahora estoy temblando y me es-

tremezco; me faltan las fuerzas en el momento

preciso y siento como si algo superior nos en-

volviese y comienzo a balbucir. ¡Oh! Presiento

que voy a derrumbarme si no tenéis compasión

de mí y de vos. ¡No nos condenéis a los dos! ¡Si

supierais cómo os amo! ¡Si supierais cómo es

mi corazón! ¡Oh! ¡Qué deserción de todas las

virtudes! ¡Qué abandono desesperado de mí

mismo! Soy doctor y desprecio la ciencia; gen-

tilhombre y mancillo mi apellido; sacerdote y

convferto el misal en una almohada de lujuria.

Escupo el rostro de mi Dios. ¡Y todo por ti,


hechicera! ¡Para ser más digno de to infierno! ¡Y

tú no quieres a los condenados! Pero tengo que

decírtelo todo. Hay algo que es más horrible...

mucho más horrible.

Al decir estas últimas palabras su rostro adqui-

rió una expresión totalmente turbada. Se calló

un instante y prosiguió con una voz fuerte, co-

mo hablándose a sí mismo.

-Caín, ¿qué has hecho con to hermano?

Se hizo un silencio y prosiguió su monólogo.

-¿Qué he hecho con él, señor? Lo recogf, to he

criado, to he alimentado, to he amado, to he

idolatrado incluso y to he matado. Sí señor;

acaban de aplastarle la cabeza delante de mí,

contra las piedras de vuestra casa. Y todo ha

sido por culpa mía, por culpa de esta mujer,

por culpa de ella...

Tenía una mirada hosca y su voz era cada vez

más débil, aunque todavía repitió varias veces,

maquinalmente y a largos intervalos, como una


campana que prolonga su última vibración...

-Por culpa de ella... por culpa de ella...

Después, aunque sus labios acusaban algún

movimiento, su boca no articuló ya más soni-

dos perceptibles. De pronto se fue doblando

sobre sí mismo, como algo que se derrumba y

cayó al suelo permaneciendo a11í, quieto, con

la cabeza entre las rodillas.

Un roce que le hizo la muchacha al retirar su

pie, que había quedado bajo su cuerpo, le hizo

volver en sí. Se pasó lentamente sus manos por

sus mejillas hundidas, se quedó un rato mi-

rando sus dedos con estupor y, al ver que esta-

ban mojados, murmuró:

-¿Cómo? ¿He estado llorando?

Luego se volvió súbitamente hacia la gitana y le

dijo con una angustia indecible.

-¡Ay! ¿Me habéis visto llorar sin inmutaros?

¿Sabes, muchacha, que estas lágrimas son como

la lava? ¿Es verdad, pues, que nada conmueve


del hombre al que se odia? ¿Podrías, pues, reír-

te aunque me vieras morir? ¡Yo, sin embargo,

no podría verte morir! ¡Una palabra! ¡Pronuncia

una sola palabra de perdón! No me digas que

me amas, dime únicamente que to intentarás y

to salvaré. Si no... ¡Oh! ¡El tiempo se acaba! ¡Por

to más sagrado! Te suplico que no esperes que

me haga de piedra otra vez como esta horca

que también to está llamando. Piensa que tengo

entre mis manos nuestros dos destinos, que yo

puedo cambiar fácilmente de opinión y que

puedo echarlo todo a rodar y precipitarme a un

abismo sin fondo, y que mi caída, desgraciada,

perseguiría to vida durante toda la eternidad.

¡Una palabra bondadosa! ¡Dime una palabra!

¡Sólo una palabra!

Ella abrió la boca para responderle y entonces

él se precipitó de rodillas ante la joven para

recoger con adoración la palabra, tierna quizás,

que iba a surgir de sus labios. Ella le dijo:


-¡Sois un asesino!

El cura la tomó entre sus brazos con furia y se

echó a reír con una risa abominable.

-¡Muy bien! ¡Un asesino, sfl, pero serás mfa. Si

no me quieres como esclavo me tendrás como

dueño, pero serás mía. Tengo una guarida y

hasta a11í to arrastraré. Y vas a seguirme; sera

necesario que me sigas o to entregaré. ¡Tienes

que morir, hermosa, o ser mía! ¡Ser del sacerdo-

te! ¡Ser del apóstata! ¡Del asesino! ¡Desde esta

misma noche! ¿Me oyes? ¡Vamos! ¡Un poco de

alegría! ¡Bésame, loca! ¡La tumba o mi lecho!

Sus ojos brillaban de lujuria y de rabia y su bo-

ca lasciva enrojecía el cuello de la joven que se

debatía entre sus brazos mientras él la cubría

de besos rabiosos, espumantes.

-¡No me muerdas, monstruo! -le gritaba ella-.

¡Oh! ¡Déjame, monje infecto! ¡Voy a arrancarte

tus asquerosos cabellos y arrojártelos a puña-

dos a la cara!
Él enrojeció primero, luego palideció y final-

mente acabó dejándola y la miró con un gesto

siniestro.

Ella se creyó entonces vencedora y prosiguió:

-Te he dicho que pertenezco a Febo y que es a

Febo a quien amo, que es hermoso mi Febo. Tú,

cura, eres viejo y horrible. ¡Vete!

Él lanzó entonces un grito violento, como un

miserable al que se le aplica un hierro candente.

-¡Muere, pues! -gritó entre un rechinar de dien-

tes. Ella, al ver su horrible mirada, quiso huir

pero él la cogió de nuevo, la sacudió, la echó al

suelo y se dirigió con pasos rápidos hacia la

esquina de la Tour Roland, arrastrándola tras

de sf por el suelo.

Una vez a11í, se volvió hácia ella:

-Por última vez, ¿quieres ser mía?

-¡No! -respondió ella con energía.

Entonces él se puso a gritar:

-¡Gudule! ¡Gudule! Aquf tienes a la gitana.


Véngate.

La joven sintió que la cogieron bruscamente

por un brazo. Miró. Era un brazo descarnado

que salía de un tragaluz de la pared y que la

sujetaba fuertemente como un brazo de hierro.

-Sujétala bien -dijo el cura-. Es la gitana huida.

No la sueltes que voy a buscar a la guardia. Vas

a verla colgada.

Una risa gutural respondió desde el interior a

aquellas sangrientas palabras.

La egipcia vio cómo el clérigo se alejaba co-

rriendo en la dirección del Pont Notre-Dame,

por donde se oía ruido de caballos y soldados.

La muchacha había reconocido a la malvada

reclusa. jadeante de terror, intentó soltarse. Se

retorció y dio bastantes tirones intensos en des-

esperados intentos, pero la Gudule la sujetaba

con una fuerza increíble. Aquellos dedos hue-

sudos se clavaban en sus carnes, se crispaban y

la abarcaban todo el brazo. Eran más que una


cadena, más que una argolla incluso; eran como

una tenaza inteligente y viva que surgía del

muro.

Agotada, se apoyó contra la pared y entonces

se apoderó de ella el miedo a la muerte. Pensó

en la belleza de la vida, en la juventud, en la

naturaleza, en el amor, en Febo, en todo to que

se escapaba y en to que iba a venir, en el clérigo

que la denunciaba, en el verdugo, en el patíbu-

lo que estaba a11í, ante ella. Sintió entonces que

el pánico le subía hasta la misma raíz de sus ca-

bellos y oyó otra vez la risa lúgubre de la reclu-

sa que le decía muy bajo.

-¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Te van a ahorcar!

Moribunda ya, se volvió hacia el ventanuco y

vio el rostro casi salvaje de la Sachette a través

de los barrotes.

-¿Qué os he hecho yo? -dijo casi desmayada.

La reclusa no respondió; se puso a mascullar,

canturreando casi, con irritación y rabia.


-¡Hija de Egipto! ¡Hija de Egipto! ¡Hija de Egip-

to!

La desventurada Esmeralda dejó caer su cabe-

za, que quedó oculta entre sus cabellos, como

comprendiendo que no trataba con un ser

humano.

De pronto la reclusa exclamó, como si la res-

puesta de la gitana hubiera tardado todo ese

tiempo en llegar a su mente.

-¿Qué me has hecho, dices? ¡Ah! ¿Que qué me

has hecho, égipcia? Está bien; escucha: yo tenía

una niña, ¿sabes? Tenía una niñita. ¡Te digo que

tenía una hija! ¡Una preciosa niña! Mi Agnès

-dijo turbada, mientras besaba algo en la oscu-

ridad-. ¡Pues bien! ¿Te das cuenta, hija de Egip-

to? Me la quitaron; me robaron a mi hijita; se

comieron a mi niña. Eso es to que me has

hecho.

La joven respondió como el cordero de la fábu-

la.
-Lo lamento mucho; pero seguramente yo no

había nacido entonces.

-¡Oh! ¡Sí! -continuó la reclusa-. Seguro que hab-

ías nacido. Eras de ellas. Mi hija tendría ahora

to edad. ¡Eso es! Hace quince años que estoy

aquí; quince años que estoy sufriendo y rezan-

do. Quince años hace que me golpeo la cabeza

contra la pared. Y to digo que son las gitanas

las que me la han robado, ¿me oyes? Y ellas me

la han comido con sus dientes. ¿Tienes co-

razón? Imagínate a un niño que está jugando; a

un niño de pecho; a un niño dormido. ¡Es algo

tan inocente! ¡Pues bien! ¡Eso es to que me ro-

baron y me mataron! ¡Dios to sabe muy bien!

Pero hoy me toca a mí. Voy a comer carne de

gitana. ¡Oh! Cómo to mordería si no hubiera

estos barrotes. ¡Mi cabeza es demasiado gran-

de! ¡Pobre niña mía! ¡Mientras estaba durmien-

do! Pero aunque la hubieran despertado al co-

gerla, aunque se hubiera puesto a gritar, habría


sido igual, ¡pues yo no estaba allí, junto a ella!

¡Ah, madres gitanas! ¡Vosotras os habéis comi-

do a mi hija! ¡Venid ahora a ver a la vuestra!

Entonces se echó a reír o quizás eran sus dien-

tes que rechinaban pues ambas cosas se con-

fundían en aquella cara furiosa. Comenzaba a

despuntar el alba y un reflejo ceniciento ilumi-

naba vagamente esta escena. La horca se veía

cada vez mejor en el centro de la plaza. Por el

otro lado, hacia el Pont Notre-Dame, la pobre

joven crefa oír acercarse ruido de caballos.

-¡Señora! -decía juntando las manos, y arrodi-

llada, con el cabello revuelto, perdida, loca de

espanto-: ¡Señora! Tened piedad. Ya vienen. Yo

no os he hecho nada. ¿Queréis verme morir de

esta manera tan horrible ante vuestros ojos?

Estoy segura de que sois bondadosa. Es dema-

siado horrible. Permitid que me salve. ¡Soltad-

me, por favor! ¡No quiero morir así!

-Pues devuélveme a mi hija.


-¡Piedad! ¡Piedad!

-¡Devuélveme a mi hija!

-¡En el nombre del cielo! ¡Soltadme!

-¡Devuélveme a mi hija!

Otra vez volvió a caer la joven, extenuada, rota,

con la mirada vidriosa del que está en una fosa.

-Señora -dijo entre balbuceos--, ya veo que vos

buscáis a vuestra hija, pero también yo busco a

mis padres.

-¡Devuélveme a mi pequeña Agnés! -insistía

Gudule- ¿Que no sabes en dónde puede estar?

¡Pues entonces muere tú también! ¡Escúchame!

Yo era una prostituta y tenía una hija y las gita-

nas me la robaron, así que ya ves que tú tienes

que morir también. Cuando to madre gitana

venga a reclamarte, yo le diré: ¿Sois vos su ma-

dre?, pues mirad hacia esa horca. Y también:

devuélveme a mi hija. ¿Sabes dónde está mi

hijita? Espera; voy a enseñarte algo. Mira; éste

es su zapatito; es todo que me queda de ella.


¿Sabes dónde puede estar el otro? Si to sabes

dímelo, pues aunque estuviera al otro lado del

mundo, iría a buscarlo andando de rodillas.

Y al decir esto, con el otro brazo que había sa-

cado por el tragaluz, enseñaba a la gitana el

zapatito bordado. Había casi amanecido y pod-

ían distinguirse con la luz del alba formas y

colores.

-¡A ver ese zapatito! -dijo la egipcia presa de un

estremecimiento-. ¡Dios mío! ¡Dios mfo! AI

mismo tiempo, con la mano que tenía libre,

abrió prestamente el bolsito adornado de abalo-

rios verdes que llevaba colgado del cuello.

-Anda, anda -mascullaba Gudule-. Rebusca en

to amuleto del demonio -de pronto, se inte-

rrumpió y exclamó gritando con una voz que

venía del fondo de sus entrañas.

-¡Mi hija!

La gitana acababa de sacar de su bolso un zapa-

tito totalmente igual al otro. El zapatito llevaba


atado un pergamino con este pareado:

Quand le pareil retrouveras

Ta mère to tendra les bras (5).

5 Cuando enaientres el compañero. / Tu madre

to tenderá sus brazos.

Con la velocidad de un rayo, la reclusa había

confrontado los los zapatos, había lefdo la ins-

cripción del pergamino y había pelado su cara,

deslumbrante de gozo, a los barrotes de la luce-

ra, ;ritando.

-¡Mi hija! ¡Mi hija!

-¡Madre! ¡Madre! -respondió la egipcia.

En este punto renunciamos a describir la esce-

na.

El muro y los barrotes de hierro se interponían

entre las dos.

-¡Oh! ¡Este muro! -gritaba la reclusa-. ¡Verla y

no poder abraarla! ¡Tu mano! Dame to mano -la

joven le pasó su brazo a traés de la lucera y la

reclusa se abalanzó sobre él y se puso a hearlo;


así permaneció, abismada en aquel beso, no

dando más sig~o de vida que algún sollozo

que, de cuando en cuando, estremeía su cuer-

po. La verdad es que estaba llorando a torren-

tes, en si°ncio, en aquella oscuridad como una

lluvia de noche. La pobre cadre vaciaba a olea-

das sobre aquella mano adorada el negro y ro-

fundo pozo de lágrimas que llevaba dentro,

filtrado gota a gota or su dolor desde hacía

quince años.

De pronto se levantó; apartó su larga cabellera

gris que le caía >bre la frente y, sin decir una

sola palabra, empezó a forcejear con sus dos

manos sobre los barrotes de su celda como una

leona furiosa. Los barrotes aguantaron aquella

sacudida. Entonces se fue a buscar en un rincón

de la celda una especie de adoquín que le servía

de almohada y to lanzó sobre ellos con cal vio-

lencia que uno de los barrotes se rompió lan-

zando mil chispas al mismo tiempo. Un segun-


do golpe destrozó por completo la vieja cruz de

hierro que cerraba el tragaluz. Luego, con am-

bas manos, acabó de romper y arrancar los tro-

zos oxidados de la reja. Hay momentos en que

las manos de una mujer tienen una fuerza so-

brehumana.

Una vez libre el paso, y no necesitó para ello

más de un minuto cogió a su hija por la cintura

y la introdujo en la celda.

-Ven; quiero sacarte del abismo -murmuró.

Luego la dejó suavemente en el suelo, para vol-

ver a cogerla otra vez. La cogía en brazos como

si siguiera siendo.su pequeña Agnès. Iba y ven-

ía por la estrecha celda, ebria, alocada, gozosa,

cantando, besando a su hija, hablándole, rien-

do, llorando; todo a la vez y arrebatadoramen-

te.

-¡Mi hija! ¡Mi hija! -decía-. ¡He recuperado a mi

hija! ¡Está aquí! ¡Dios me la ha devuelto! ¡Que

vengan todos! ¡Hay alguien por ahí para que


vea que tengo a mi hija! ¡Dios mío, qué hermo-

sa es! ¡Me habéis hecho esperar quince años,

Dios mío, pero ha sido para devolvérmela más

hermosa! ¡Pero entonces las egipcias no me la

habían comido! ¿Quién me to había dicho en-

tonces? ¡Mi niña! ¡Hija mía! ¡Bésame! ¡Qué bue-

nas son las gitanas! ¡Las quiero mucho! ¿Así

que eres tú? ¡Por eso me saltaba el corazón cada

vez que pasabas por aquí! ¡Y yo que creía que

eso era odio! ¡Perdóname, mi buena Agnés,

perdóname! He debido parecerte muy mala,

¿verdad? ¡Cuánto to quiero! ¿Todavía tienes

aquella señal en el cuello? Vamos a ver. Sí que

la tienes. ¡Qué hermosa eres! ¿Sabéis, señorita,

que soy yo quien os ha hecho esos bellos ojos?

¡Abrázame! ¡Te amo! Ya me da igual que las

demás madres tengan niños; ¡ahora me puego

reír de todas ellas! Que vengan si quieren; tam-

bién yo tengo la mía. ¡Mirá qué cuello y qué

ojos y qué cabellera y qué manos! ¡A ver quién


encuentra algo más hermoso! ¡Ah! ¡Os aseguro

que ha de tener muchos enamorados! ¡Quince

años he pasado llorando! ¡Toda mi belleza se ha

ido pero ella ha vuelto! ¡Abrázame!

Así estuvo diciéndole mil cosas más; extrava-

gances, pero hermosas por el tono con que las

decía. Recogía las ropas de la muchacha hasta

sonrojarla, le alisaba con las manos sus cabellos

de seda le besaba los pies, las rodillas, la frente,

los ojos y se maravillaba por todo. La joven se

dejaba hacer, repitiendo a intervalos, muy bajo

y con una ternura infinita:

-¡Madre mía!

-¿Te das cuenta, mi niña? -insistía la reclusa,

cortando Codas sus palabras con besos-, ¿te das

cuenta cómo voy a quererte? Nos iremos de

aquí y seremos muy felices. He heredado algo

en Reims, en nuestra tierra. En Reims, ¿sabes?

No; claro que no to sabes; ¡eras tan pequeña

entonces! ¡Si supieras to linda que eras a los


cuatro meses! ¡Con tus piececitos que la gente

venía a ver, por curiosidad, desde Epernay, que

está a siete leguas! Tendremos una casita y un

terreno. Te acostaré en mi cama. ¡Dios mío!

¡Dios mío! ¿Quién podría creerlo? ¡Tengo a mi

hija otra vez!

-¡Oh, madre mía! -exclamó la joven encontran-

do por fin fuerzas para hablar-. La egipcia me

to había asegurado. Había entre nosotras una

buena egipcia que murió el año pasado y que

me cuidó siempre como si hubiera sido mi no-

driza. Ella misma me colgó del cuello este sa-

quito y me repetía constantemente: «Mi niña,

guarda siempre esta joya. Es un tesoro que to

permitirá encontrar a to madre. Es como si lle-

varas siempre a to madre colgada del cuello.»

¡Me to había predicho la egipcia!

La Sachette estrechó una vez más a su hija entre

sus brazos.

-¡Deja que to bese! ¡Lo dices todo tan graciosa-


mente! Cuando estemos en nuestra casa, calza-

remos a un Niño jesús de la iglesia con estos

zapatitos. ¡Todo esto se to debemos a la Santí-

sima Virgen! ¡Dios mío, qué bonita voz tienes!

¡Me estabas hablando hace un momento y era

como si oyera música! ¡He encontrado a mi hija,

Dios mío! ¡Casi no puedo creer toda esta histo-

ria! ¡Creo que es imposible morirse puesto que

yo no me he muerto de gozo!

Luego comenzó a aplaudir, a reírse y a gritar:

-¡Qué felices vamos a ser!

En aquel momento retumbó en la celda un rui-

do de armas y un galopar de caballos que pa-

recía proceder del Pont Notre-Dame y acercarse

cada vez más por el muelle del río. La gitana se

lanzó angustiada en los brazos de la Sachette.

-¡Madre mía, salvadme! ¡Vienen los soldados!

La reclusa se quedó pálida.

-¡Cielo Santo! ¡Qué dices! ¡Había olvidado que

to buscaban! ¿Qué es to que has hecho?


-No to sé -respondió la desventurada joven-,

pero estoy condenada a muerte.

-¡A muerte! -dijo Gudule, como fulminada por

un rayo-. ¡Morir! -dijo lentamente mirando a su

hija.

-Sí, madre -respondió la joven medio trastorna-

da-. Quieren matarme. Míralos; vienen a bus-

carme. Esa horca es para mí. ¡Ya llegan! ¡Sal-

vadme! ¡Salvadme!

La reclusa permaneció durante algunos instan-

tes inmóvil, como petrificada; luego movió la

cabeza dubitativamente y, de pronto, le volvió

aquella risotada espantosa.

-¡Ho! ¡Ho! ¡No puede ser! Es un sueño to que

me estás contando. ¡Claro! ¡La habría perdido y

su pérdida se habría prolongado durante quin-

ce años luego la habría encontrado y esto sólo

duraría un minuto, al cabo del cual vendrían a

quitármela otra vez. Y es precisamente ahora,

cuando es hermosa, cuando ha crecido, cuando


me habla y me ama, cuando vendrían a co-

mérmela bajo mis ojos, bajo los ojos de su ma-

dre! ¡Oh, no! ¡Eso no es posible! ¡Dios no permi-

te cosas así!

En aquel momento la cabalgada pareció dete-

nerse y se oyó una voz lejana que decía:

-¡Por aquí, maese Tristan! El sacerdote dice que

la encontraremos en el agujero de las ratas.

De nuevo volvió a resonar el ruido de los caba-

llos.

La reclusa se puso de pie con un grito desespe-

rado.

-¡Sálvate! ¡Sálvame! ¡Hija mía! Ahora me acuer-

do de todo. Tienes razón, ¡es to muerte!

¡Horror! ¡Sálvate!

Asomó la cabeza por la lucera y la retiró con

rapidez.

-Quédate -le dijo con voz baja y lúgubre, al

tiempo que apretaba entre convulsiones la ma-

no de la gitana, que se encontraba más muerta


que viva-. ¡Quédate! ¡No respires! Hay solda-

dos por todas partes. No puedes salir. Hay ya

demasiada luz.

Sus ojos lanzaban fuego y durante un momento

se quedó sin hablar. Daba grandes zancadas

por la celda deteniéndose a intervalos para

arrancarse puñados de pelo que luego rompía

con sus dientes.

De pronto dijo:

-Ya se acercan. Voy a hablarles. Escóndete aquí.

No podrán verte. Les diré que to has escapado;

que to solté yo misma.

Entonces dejó a su hija -pues todavía la tenía en

brazos- en un ángulo de la celda que no podía

verse desde afuera. La colocó con cuidado de

que ni sus pies ni sus brazos sobrepasaran la

zona de sombra. Le soltó su melena negra que

esparció por su vestido blanco para tratar de

ocultarlo; puso ante ella su jarra y el adoquín

que le servía de almohada, sus únicos muebles,


imaginando que la jarra y el adoquín podrían

ocultarla. Después, ya más tranquila, se puso

de rodillas y rezó. El día acababa de amanecer y

dejaba aún muchas sombras en el agujero de las

ratas.

En aquel momento, la voz del sacerdote, aque-

lla voz infernal, pasó muy cerca de la celda gri-

tando.

-¡Por aquí, capitán Febo de Châteaupers.

A1 oír este nombre, la Esmeralda, oculta en su

rincón, hizo un movimiento.

-¡No to muevas! -le dijo Gudule.

Acababa apenas de decirlo cuando un tropel de

hombres, de espadas y de caballos se detuvo en

torno a la celda. La madre se levantó con rapi-

dez y fue a colocarse ante el tragaluz para ta-

parlo. Vio un tropel de hombres armados, de a

pie y de a caballo colocados en la Gréve. El que

to mandaba desmontó y se acercó hacia la Sa-

chette.
-¡Eh, vieja! -inquirió aquel hombre que tenía

una expresión atroz-, buscamos a un bruja para

colgarla. Nos han dicho que tú la tenías.

La pobre madre respondió, fingiendo la mayor

indiferencia posible:

-No sé muy bien to que queréis decir.

El capitán prosiguió:

-¡Por todos los diablos! ¿Qué es to que nos ha

dicho entonces ese loco de archidiácono?

¿Dónde se ha metido?

-Monseñor -dijo un soldado-, ha desaparecido.

-Ten cuidado, vieja loca -dijo el comandante-:

no me mientas. Te entregaron una bruja para

que la guardaras. ¿Qué has hecho con ella?

La reclusa no quiso negarlo todo por miedo a

despertar sospechas y respondió con acento

sincero y enfadado.

-Si me habláis de la muchacha que me han

puesto en las manos hace un rato, tengo que

deciros que me mordió y que tuve que soltarla.


Eso es todo; dejadme tranquila.

El comandante hizo un gesto de contrariedad.

-No me vayas a mentir, viejo espectro. Me lla-

mo Tristan l'Hermite y soy compadre del rey;

Tristan l'Hermite, ¿me oyes? -y añadió mirando

a la plaza de Gréve-: Es un nombre que tiene

bastante «eco» en este lugar.

-Aunque fuerais Satán l'Hermite -replicó Gudu-

le que recobraba esperanzas-, no tendría otra

cosa que deciros, ni podr¡ais tampoco causarme

miedo.

-Por todos los diablos -dijo Tristan-; ¡esto es una

comadre! ¡Ah! ¡La muchacha bruja se ha esca-

pado! ¿Y por dónde se fue?

Gudule respondió con tono despreocupado.

-Creo que por la calle del Mouton.

Tristan volvió la cabeza a hizo señas a sus tro-

pas para que prosiguiera la marcha. La reclusa

suspiró.

-Monseñor -dijo de pronto un arquero-, pre-


guntad a la vieja bruja por qué los barrotes de

su tragaluz están tan destrozados.

Aquella circunstancia provocó una gran angus-

tia en el corazón de la infeliz madre, pero supo

mantener una cierta presencia de espíritu y

respondió entre balbuceos:

-Siempre han estado así.

-Bueno -prosiguió el arquero-, todavía ayer

formaban una hermosa cruz negra que movía a

la devoción.

Tristan echó una ojeada oblicua a la reclusa.

-¡Se diría que la comadre se pone nerviosa!

La infeliz comprendió que todo dependía de su

serenidad y con la muerte en el alma se echó a

reír burlona. Las madres tienen fuerzas para

hacer cosas así.

-¡Bah! Ese hombre debe estar borracho. Hace

más de un año que la trasera de una carreta

chocó contra mi tragaluz y rompió los barrotes.

¡Pues no solté injurias contra el carretero!


-Es verdad -añadió otro arquero-, yo mismo

estaba a11í.

En todas partes se encuentra uno con personas

que to han visto todo. Aquel testimonio inespe-

rado del arquero animó a la reclusa a la que el

interrogatorio obligaba a atravesar un abismo

en el filo de un cuchillo. Pero ella estaba conde-

nada a una continua alternativa de esperanzas

y de sobresaltos.

-Si to hubiera roto una carreta -prosiguió el

primer soldado-, los trozos de los barrotes se

habían doblado hacia adentro mientras que

éstos to están hacia afuera.

-¡Vaya, vaya! -dijo Tristan al soldado-, tienes

olfato de instructor del Châtelet. ¡A ver, vieja;

responded a to que os dice!

-¡Dios mío! -exclamó la reclusa, acorralada y

con voz quejumbrosa, a pesar del esfuerzo por

evitarlo-: Os juro, monseñor, que una carreta

rompió los barrotes. Ya ha dicho ese hombre


que to vio, ¿no? Y además, ¿qué tiene que ver

esto con la gitana?

-¡Hum! -gruñó Tristan.

-¡Diablos! -prosiguió el soldado, halagado por

el elogio del 'preboste-¡las roturas de los hierros

se ven aún recientes!

Tristan movió la cabeza. Ella palideció.

-¿Cuánto tiempo hace to de la carreta?

-Un mes, quince días, quizás, monseñor. ¡Ya no

me acuerdo!

-Antes ha dicho que hacía más de un año

-observó el soldado.

-¡Esto empieza a ser sospechoso! -dijo el pre-

boste.

-Monseñor -gritó ella, colocada siempre ante la

lucera y temerosa de que la sospecha no les

empujara a meter la cabeza dentro de la celda-.

Monseñor, os juro que fue una carreta la que

rompió la reja. ¡Os to juro por todos los ángeles

del cielo! ¡Que me vaya al infierno si no ha sido


una carreta!

-Mucho calor pones en este juramente -dijo

Tristan con mirada de inquisidor.

La pobre mujer sentía desvanecerse cada vez

más su confianza. Había empezado a cometer

torpezas y observaba, no sin terror, que no de-

cía to que habría debido.

En este momento llegó otro soldado gritando.

-¡Monseñor, la viéja bruja miente! La hechicera

no se ha escapado por la calle del Mouton. Las

cadenas han estado echadas toda la noche y el

guardacadenas no ha visto pasar a nadie.

Tristan, cuyo aspecto se hacía siniestro por

momentos, interpeló a la reclusa.

-¿Qué tienes que alegar a esto?

Ella intentó de nuevo hacer frente a este contra-

tiempo.

-Pues no to sé, monseñor; me habré equivoca-

do. Creo que, en efecto, ha debido pasar al otro

lado del río.


-Es justo el lado opuesto -añadió el preboste-.

Además no parece nada normal que haya que-

rido volver a la Cité, por donde precisamente la

estaban persiguiendo. ¡Creo que mientes, vieja!

-Y además -añadió el primer soldado-, no hay

barca ni a este lado del río ni al otro.

-Pues to habrá pasado a nado -replicó la reclu-

sa, defendiendo palmo a palmo su terreno.

-¿Acaso nadan las mujeres? -respondió el sol-

dado.

-¡Por todos los diablos! ¡Estás mintiendo, vieja!

¡Estas mintiendo! -exclamó Tristan lleno de

cólera-. Me dan ganas de dejar a la bruja y de

colgarte a ti. Un cuarto de hora de tortura to

arrancaría la verdad del gaznate. ¡Andando!

¡Vas a venir con nosotros!

Ella se agarró a estas palabras con gran avidez.

-¡Como queráis, monseñor. Hacedlo si queréis.

Me parece bien to de la tortura. ¡Llevadme!

¡Pronto! ¡Pronto! ¡Vayamos ya! (Mientras tanto,


pensaba la mujer, mi hija podrá salvarse).

-¡Vive Dios! -dijo el preboste-, ¡qué interés en

que to pongamos en el potro! No entiendo a

esta loca.

Un viejo sargento de la guardia, con la cabeza

canosa, salió de las filas y dirigiéndose al pre-

boste:

-¡Creo que en efecto está loca, monseñor! Si ha

dejado escapar a la egipcia no habrá sido por

culpa suya, pues no le gustan nada las gitanas.

Hace ya quince años que hago la ronda y todas

las noches la oigo renegar de las mujeres gita-

nas con todo tipo de injurias. Si la que estamos

persiguiendo es, como creo, la joven bailarina

de la cabra, es precisamente a ella a la que más

aborrece de todas.

Gudule hizo un esfuerzo y precisó:

-A ésa sobre todo.

El testimonio unánime de los hombres de la

ronda confirmó al preboste las palabras del


viejo sargento. Tristan l'Hermite, desesperado

por no poder sacar nada en limpio de la reclusa

le volvió la espalda y ella le vio, con una ansie-

dad inenarrable, dirigirse hacia su caballo.

-Vamos -decía entre dientes-: ¡en marcha! ¡Con-

tinuaremos la búsqueda! No descansaré hasta

que hayamos colgado a la gitana.

Sin embargo aún tuvo un momento de duda

antes de subir al caballo y Gudule palpitaba

entre la vida y la muerte al ver pasear por toda

la plaza aquel rostro inquieto. Semejaba un

perro de caza que siente cerca la guarida de la

presa y se resiste a abandonar el lugar. Por fin

hizo un movimiento de cabeza y saltó a la silla.

El corazón tan terriblemente comprimido de

Gudule se dilató y dijo en voz baja echando

una ojeada a su hija a la que todavía no se había

atrevido a mirar desde la llegada de los solda-

dos.

-¡Salvada!
La pobre muchacha había permanecido duran-

te todo aquel tiempo en su rincón, sin moverse,

sin respirar apenas, con la idea de la muerte de

pie ante ella. No se había perdido nada de la es-

cena entre Gudule y Tristan y todos los temores

y las angustias de su madre las había también

vivido ella. Había oído cómo se iban rompien-

do cada uno de los hilos que formaban la cuer-

da que la mantenía suspendida en el abismo;

más de veinte veces había creído que la cuerda

se rompía y por fin comenzaba a respirar y a

sentir los pies en tierra firme. En aquel momen-

to oyó una voz que decía al preboste:

-¡Cuernos! Señor preboste, no es asunto mío, de

un hombre de armas como yo, el colgar brujas.

La canalla popular está a11á, así que os dejo a

vos este trabajo. Supongo que encontráis lógico

que vaya a reunirme con mi compañía ya que

se encuentra sin su capitán.

Aquella voz era la de Febo de Châteaupers. Lo


que ella sintió entonces fue algo indecible.

¡Aquél era su amigo, su protector su apoyo, su

asilo, su Febo! Se levantó y antes de que su ma-

dre hubiera podido impedírselo se lanzó hacia

la lucera gritando:

-¡Febo! ¡A mí, Febo!

Febo ya no estaba. Acababa de desaparecer al

galope por la esquina de la calle de la Coutelle-

rie. Pero Tristan aún no se había marchado. La

reclusa se precipitó sobre su hija con un rugido

y la retiró violentamente hacia atrás hundién-

dole sus uñas en el cuello. Una tigresa no se

anda con miramientos en casos así. Pero era

demasiado tarde. Tristan la había visto.

-¡He! ¡He! -exclamó con una risotada que dejó

al descubier. to todos sus dientes. Su cara pa-

recía entonces el hocico de un lobo-. ¡Dos rato-

nes en la ratonera!

-Ya me parecía a mí -dijo el soldado.

Tristan le dio unas palmadas en la espalda.


-¡Eres un buen gato! Vamos -añadió-, ¿dónde

está Henries Cousin?

Un hombre que ni por sus ropas ni por su as-

pecto parecía soldado, salió de entre las filas.

Tenía el pelo liso. Llevaba un traje la mitad gris

y la mitad marrón, mangas de cuero y un rollo

de cuerdas en una de sus enormes manos.

Aquel hombre acompañaba siempre a Tristan

quien, a su vez, acompañaba siempre a Luis XI.

-Amigo -dijo Tristan l'Hermite-, imagino que

debe tratarse de la bruja que andamos buscan-

do. A ver si la cuelgas. ¿Has traído to escalera?

-Hay una en el cobertizo de la Mai-

son-aux-Piliers -respondió aquel hombre-.

¿Vamos a colgarla en esa horca? -preguntó se-

ñalando la horca de piedra de la plaza.

-Sí.

-(Ja! Ja! -dijo el hombre soltando una risotada

más bestial aún que la del preboste-. No ten-

dremos que andar mucho.


-¡Date prisa! -dijo Tristan-. Ya tendrás tiempo

de reír después.

Desde que Tristan descubrió a la muchacha, la

reclusa no había dicho ni una sola palabra. To-

da esperanza parecía perdida. Había arrojado a

la pobre gitana, medio muerta, en un rincón de

la cueva y se había vuelto a colocar en el traga-

luz, con las manos apoyadas en un lado del

repecho, como dos garras. Desde a11í se la veía

mirar desafiante a todos los soldados con una

mirada casi salvaje. Cuando Henri Cousin se

acercó a la celda, le hizo una mueca tan feroz

que tuvo que retroceder.

-Monseñor -preguntó dirigiéndose al preboste-,

¿a quién de las dos hay que coger?

-A la joven.

-Menos mal, porque la vieja parece más difícil.

-¡Pobre bailarina de la cabra! -dijo el viejo sar-

gento de la ronda.

Henriet Cousin se aproximó a la lucera, pero no


pudo sostener la mirada de la madre y dijo con

cierta timidez.

-Señora...

Ella le cortó con una voz baja y agresiva.

-¿Qué quieres?

-No es a vos; es a la otra.

-¿A qué otra?

-A la joven.

Ella se puso entonces a sacudir la cabeza gri-

tando:

-¡Aquí no hay nadie! ¡Aquí no hay nadie! ¡No

hay nadie!

-Sí -insistió el verdugo-; y vos to sabéis bien.

Dejadme que coja a la joven. A vos no quiero

haceros daño.

Ella le respondió con una risa extraña.

-¡Ah! Así que no quieres hacerme daño.

-Dejadme a la otra, señora. Son órdenes del

señor preboste.

La vieja repitió medio alocada.


-¡Aquí no hay nadie!

-Os digo que sí -replicó el verdugo-, todos

hemos visto que erais dos.

-¡Pues ven a verlo! -dijo la reclusa riendo bur-

lonamente-. Mete la cabeza por el tragaluz.

El verdugo se fijó en las uñas de la madre y no

se atrevió.

-¡Abrevia! -gritó Tristan que había terminado

de colocar a sus soldados en torno al agujero de

las ratas y permanecía a caballo junto al patíbu-

lo.

Henriet, totalmente desconcertado, se dirigió

de nuevo hacia el preboste. Había dejado la

cuerda en el suelo y daba vueltas nervioso al

sombrero que tenía entre sus manos.

-Monseñor -le preguntó-, ¿por dónde entro?

-Por la puerta.

-No hay puerta.

-Por la ventana entonces.

-Es demasiado estrecha.


-Hazla más grande -le respondió Tristan enco-

lerizado-. ¿No tienes picos?

Desde el fondo de su antro, la madre, en acecho

continuo, observaba con atención. Ya no espe-

raba nada; ni siquiera sabía to que deseaba pero

no estaba dispuesta a que le arrebatan a su hija.

Henriet Cousin fue a buscar la caja de herra-

mientas para las ejecuciones que había en el

cobertizo de la Maison-aux-Piliers. Recogió

también una escalera de tijera que colocó direc-

tamente contra la horca. Cinco o seis hombres

del preboste se armaron de picos y palancas y

Tristan se dirigió con ellos hacia el tragaluz.

-A ver, vieja -dijo el preboste con tono severo-,

entréganos a esa muchacha por las buenas.

Ella se quedó mirándole como alguien que no

comprende nada.

-¡Maldita sea! -exclamó Tristan-. ¿Por qué tienes

tanto empeño en impedir que colguemos a esa

bruja, como quiere el rey? La infeliz se echó a


reír con su risa feroz.

-¿Que por qué canto empeño? Porque es mi

hija.

El tono con que pronunció esta última palabra

hizo estremecer hasta al mismo Henriet Cousin.

-Lo lamento mucho -replicó el preboste-, pero

son los deseos del rey.

Ella se echó a reír de forma mucho más terrible

y gritó:

-¿Y qué me importa a mí to rey? Te digo que es

mi hija.

-Perforad la pared -ordenó Tristan.

Para abrir un agujero to bastante amplio basta-

ba con desmontar una hilera de piedras por

debajo del tragaluz. Cuando la madre oyó

cómo los picos y las palancas comenzaban a

minar su fortaleza, lanzó un grito espantoso y

comenzó a pasear con gran rapidez por su cel-

da. Era ésta una costumbre de fiera salvaje, pro-

vocada por el encierro tan prolongado en aque-


lla celda. No decía nada pero sus ojos lanzaban

fuego. Los soldados miraban con el corazón

lleno de angustia.

De pronto cogió su adoquín con las dos manos

y to lanzó sobre los trabajadores. Por fortuna no

alcanzó a nadie pues sus manos temblaban al

lanzarlo y fue a detenerse a los pies del caballo

de Tristan. Los dientes de la reclusa rechinaban.

Aunque el sol no había salido del todo, era ya

de día y una beIla luz rosada alegraba las viejas

y carcomidas chimeneas de la Mai-

son-aux-Piliers. Era la hora en que las ventanas

más madrugadoras de la gran ciudad se abrían

alegremente sobre los tejados. Algunos campe-

sinos y algunos vendedores de frutas que se

dirigían a los mercados, montados en sus as-

nos, comenzaban a atravesar la plaza de Grève

y se detenían un instance ante el grupo de sol-

dados formados en torno al Agujero de las Ra-

tas. Miraban sorprendidos la escena y prosegu-


ían su marcha.

La reclusa se había sentado junto a su hija y la

cubría con su cuerpo. Su mirada estaba fija so-

bre ella y escuchaba a la infeliz muchacha, que

no se movía y que únicamente murmuraba en

voz baja:

-¡Febo!¡Febo!

A medida que el trabajo de los obreros avanza-

ba, la madre retrocedía maquinalmente y apre-

taba cada vez más a su hija contra la pared.

Pero la reclusa seguía vigilante a los trabajos de

demolición y cuando observó que las piedras

cedían y oyó la voz de Tristan animando a los

trabajadores, salió del abatimiento en que es-

taba sumida desde hacía ya un buen rato y co-

menzó a gritar. Mientras to hacía, su voz tan

pronto desgarraba los oídos, como una sierra,

como sollozaba y se agitaba, como si codas las

maldiciones se hubiesen amontonado en sus

labios para estallar al mismo tiempo.


-¡Pero todo esto es horrible! ¡Sois unos bandi-

dos! ¿Pero de verdad vais a quitarme a mi hija?

¡Os repito que es mi hija! ¡Pandilla de cobardes!

¡Miserables verdugos! ¡Malditos asesinos! ¡So-

corro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¿De verdad que pensáis

arrebararme a mi hija? ¿Y Dios va a permitirlo?

Entonces se dirigió a Tristan con la boca crispa-

da, con sus ojos alocados, encrespada toda ella

y arrastrándose como una pantera.

-Acércate, si to atreves a arrebatarme a mi hija.

¿Pero no eres acaso capaz de entender que esta

mujer to está diciendo que se trata de su hija?

¿Sabes tú to que es tener una hija? ¿Eh, lobo

asesino! ¿No has cohabitado nunca con to loba?

¿Nunca has tenido lobeznos? Si los tienes, ¿no

se to conmueven las entrañas cuando los oyes

aullar?

-¡Acabad ya con esa piedra! -dijo Tristan-, ¡ya

casi se cae sola!

Las palancas levantaron el pesado sillar. Era, ya


to hemos visto, el último refugio de la madre y

se avalanzó sobre ella queriendo sujetarla. La

arañó con sus uñas pero no pudo sujetar aquel

bloque macizo, que movido por seis hombres,

se fue deslizando despacio hasta el suelo, sos-

tenido por las palacas de hierro.

La madre, al ver el camino abierto, se echó en la

brecha cerrándolo con su cuerpo, agitando los

brazos, golpeando la piedra con su cabeza y

gritando con una voz ronca ya y que, a duras

penas, podía entenderse.

-¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!

-Coged a la muchacha -ordenó Tristan impasi-

ble.

La madre se quedó mirando a los soldados de

forma tan terrible que habrían preferido retro-

ceder en vez de avanzar.

-¡Vamos ya! -repitió el preboste-. ¡Tú el prime-

ro, Henriet Cousin!

Pero nadie se movió.


El preboste empezó a lanzar juramentos.

-¡Por la Cruz de Cristo! ¡Y son mis soldados!

¡Les asusta una mujer!

-Monseñor -respondió Henriet-, ¿Ilamáis a esto

una mujer?

-Tiene las melenas de un león -añadió otro.

-¡Vamos ya! -prosiguió el preboste-. La brecha

es bastante ancha. Entrad de tres en fondo co-

mo en la brecha de Pontoise. Acabemos ya, ¡por

Mahoma! ¡AI primero que retroceda lo parto en

dos!

Colocados entre el preboste y la madre, amena-

zadores los dos, los soldados dudaron un mo-

mento y luego se decidieron a lanzarse contra

el Agujero de las Ratas.

Cuando la reclusa to vio se incorporó sobre las

rodillas, apartó la melena de su cara y luego

dejó caer sus manos descarnadas en sus mus-

los.

Entonces unos enormes lagrimones comenza-


ron a surgir, uno a uno, de sus ojos deslizándo-

se por una arruga a to largo de sus mejillas co-

mo se desliza un torrente por el surco que él

mismo se ha abierto y se puso a hablar con una

voz, esta vez tan suplicante, tan dulce, tan su-

misa y tan desgarradora que, entre las gentes

de Tristan, más de un veterano, capaz de co-

merse viva a la gente, se enjugó los ojos.

-¡Monseñores! ¡Señores sargentos, permitidme

una palabra! Es algo que debo deciros. Es mi

hija, ¿os dais cuenta? Es mi pequeña que me

habían robado. Escuchadme. Es toda una histo-

ria. Creedme que conozco muy bien a los sar-

gentos porque siempre han sido buenos conmi-

go, sobre todo cuando los niños me tiraban

piedras porque hacía vida de amor. ¿Os dais

cuenta? Estoy segura de que me dejaréis a mi

hija cuando to sepáis. Soy una pobre mujer de

la vida. Las gitanas me la robaron. Durante

quince años he guardado su zapatito. ¡Miradle,


aquí to tengo! ¡Así de chiquitito era su pie! ¡En

Reims! ¡La Chantefleurie! ¡En la calle de la Folle

Peine! A to mejor la habéis conocido en vues-

tros años jóvenes. Era yo. Eran buenos tiempos

entonces. ¡Qué buenos momentos pasábamos!

Os apiadaréis de mí, ¿verdad señores? Las

egipcias me la robaron y la tuvieron escondida

durante quince años. Ya la creía muerta. Pen-

sad, mis buenos amigos, que la creía muerta. Y

he pasado quince años aquí, en esta cueva, sin

fuego en el invierno. Ha sido muy duro. ¡Mi

adorado zapatito! He gritado tanto que por fin

Dios me ha oído y esta noche me ha entregado

a mi hija. Ha sido un milagro de Dios. No esta-

ba muerta y estoy segura de que no me la qui-

teréis. Si se tratase de mí no diría que no, pero

se trata de ella, ¡de una niña de dieciséis años!

¡Dejadla que tenga tiempo de gozar del sol!

¿Qué os ha hecho ella? ¡Nada, en absoluto! Yo

tampoco. Si supierais que sólo la tengo a ella,


que ya soy vieja y que es una bendición que me

concede la Santísima Virgen. ¡Además, sois

todos tan buenos! Antes no sabíais que era hija

mía pero ahora ya to sabéis. La quiero mucho.

Mi señor, gran preboste ¡preferiría un agujero

en mis entrañas que un arañazo en su dedo!

¡Vos tenéis aspecto de un buen señor! Lo que os

acabo de decir to explica todo, ¿no es así? ¡Os to

suplico! ¡Si tenéis madre monseñor...! ¡Dejadme

a mi hija! Vos podéis hacerlo pues sois el capitán. Considerar que os to


suplico de rodillas

como se ruega a jesucristo. No pido nada a na-

die; soy de Reims, señores, y tengo un huerteci-

to de mi tío Mahiet Pradon. No soy una mendi-

ga. No quiero nada. ¡Sólo quiero a mi hija!

¡Quiero quedarme con mi hija! ¡Dios, que es su

dueño, no me la ha devuelto así como así! ¡El

Rey! ¡Habéis dicho el rey! ¡No creo que le com-

plazca mucho que matéis a mi hija! Y además,

el rey es bueno. ¡Es mi hija! ¡No es del rey! ¡Ni

vuestra tampoco! ¡Quiero marcharme! ¡Todos


queremos marcharnos! En fin, a dos mujeres

que pasan, madre a hija, se les deja pasar. ¡De-

jadnos pasar! ¡Somos del Reims! ¡Vosotros sois

tan buenos, señores sargentos! Os quiero a to-

dos. No me arrebataréis a mi hija; es imposible.

¿A que es totalmente imposible? ¡Hija mía!

¡Hija mía!

No vamos a intentar dar una idea de sus gestos,

de su acento, de las lágrimas que sorbía al

hablar, de cómo juntaba las manos y luego las

retorcía, de sus sonrisas desgarradoras, de sus

miradas ahogadas por las lágrimas, de sus ger-

nidos y de sus supiros, de sus gritos sobreco-

gedores que se mezclaban con sus palabras de-

sordenadas, locas a inconexas. Cuando se hubo

callado, Tristan frunció el ceño, pero fue más

bien para ocultar una lágrima que se asomaba a

sus ojos de tigre. Se sobrepuso a esta debilidad

y dijo con sequedad:

-Así to quiere el rey.


Luego, inclinándose al oído de Henriet Cousin,

le dijo muy bajo:

-¡Acaba pronto!

Quizás el temible preboste sentía que también a

él se le ablandaba el corazón.

El verdugo y los sargentos penetraron en la

celda. La madre no ofreció ninguna resistencia

y todo to que hizo fue arrastrarse hasta su hija

y cubrirla con su cuerpo. Cuando la gitana vio

que to soldados se acercaban, el horror de la

muerte la reanimó y comenzó a gritar con un

indescriptible acento de desesperación.

-¡Madre! ¡Madre! ¡Defendedme, que vienen!

-Sí, mi amor; yo to defenderé -le respondió con

una voz apagada y, estrechándola fuertemente

entre sus brazos, la cubrió de besos. Así, abra-

zadas las dos en el suelo, madre a hija, ofrecían

un espectáculo digno de compasión.

Henriet Cousin asió a la muchacha por debajo

de sus bellos brazos. Cuando ella sintió que la


cogían, dijo:

-¡Oh!, -y se desmayó. El verdugo, a quien se le

escapaban algunos lagrimones que caían sobre

la joven, quiso tomarla en brazos. Intentó sepa-

rarla de la madre que, por así decirlo, había

anudado sus dos manos en torno a la cintura de

su hija, pero se había agarrado a ella con tanta

fuerza, que fue imposible separarlas. Henriet

Cousin arrastró entonces a la joven fuera de la

celda llevándose a la madre tras ella. También

la madre tenía los ojos cerrados.

El sol estaba saliendo en aquel momento y hab-

ía ya en la plaza un buen número de personas

que miraban, a distancia, to que arrastraban

por el suelo hacia la horca. Había orden del

preboste Tristan, y era ésta una de sus manías

de que ningún curioso se aproximara durante

las ejecuciones. Nadie estaba asomado a las

ventanas; sólo se veía, a to lejos, en to alto de la

que habia en las torres de Nuestra Señora, que


domina la Gréve, dos hombres que parecían

contemplar la escena. Ambos iban vestidos de

negro y se destacaban sobre el cielo claro de la

mañana.

Henriet Cousin se detuvo con todo to que lle-

vaba a rastras al pie mismo de la fatal escalera

y, casi sin respiración por to enternecido que se

encontraba, pasó la cuerda alrededor del adora-

ble cuello de la muchacha. La desventurada

joven sintió el horrible contacto del cáñamo.

Abrió los ojos y vio el brazo descarnado de la

horca de piedra, extendido por encima de su

cabeza. Entonces dio una fuerte sacudida y

gritó con voz alta y desgarradora.

-¡No! ¡No! ¡No quiero!

La madre, que tenía la cabeza oculta entre el

vestido de su hija, no pronunció una sola pala-

bra, pero se vio cómo se estremecía todo su

cuerpo y se oyó también el ruido precipitado y

casi continuo de los besos que daba a su hija.


Este momento fue aprovechado por el verdugo

para desanudar con rapidez los brazos con los

que estrechaba a la infeliz condenada. Bien por

agotamiento o bien por desesperación ella no

opuso ninguna resistencia, así, pues, echó a la

joven sobre sus hombros, desde donde la en-

cantadora criatura colgaba, graciosamente do-

blada en dos, y luego puso el pie en la escalera

para subir.

En aquel momento la madre, de cuclillas en el

suelo, abrió los ojos y, sin lanzar ningún grito,

se puso en pie con una expresión terrible en su

rostro; después, como un animal salvaje se lan-

za sobre su presa, ella se lanzó sobre la mano

del verdugo y le mordió. Fue todo rápido, co-

mo un relámpago. El verdugo lanzó un alarido

de dolor. Se acercaron a él y con gran esfuerzo

lograron retirar su mano ensangrentada de en-

tre los dientes de la madre que se había queda-

do a11í inmóvil y silenciosa. La retiraron con


cierta violencia y se observó entonces que su

cabeza caía pesadamente al suelo. La levanta-

ron y volvió a caer. Estaba muerta.

El verdugo, que no había soltado a la mucha-

cha, empezó otra vez a subir la escalera.

II

LA CREATURA BELLA BIANCO VESTITA(6)

(DANTE)

CUANDO Quasimodo vio que la celda estaba

vacía, que la Esmeralda ya no se encontraba en

ella, que mientras él la defendía alguien se la

había llevado, se cogió los cabellos con ambas

manos y pateó el suelo de sorpresa y de dolor.

Luego echó a correr por toda la iglesia en busca

de su gitana, lanzando extraños alaridos hacia

todos los rincones y sembrando de cabellos

rojos todo el suelo de la catedral. Coincidió

precisamente con el rnomento en que los ar-

queros del rey entraban victoriosos en Nuestra

Señora, buscando también a la gitana. Quasi-


modo les ayudó en esta tarea, sin sospechar

nada, el pobre sordo, de sus fatales intenciones

pues creía que los enemigos de la gitana eran

los truhanes. Él mismo condujo a Tristan

l'Hermite a todos los escondites posibles, le

abrió las puertas secretas los dobles fondos de

los altares y los trasfondos de las sacristías. Si la

desventurada Esmeralda se hubiera encontrado

allí, él mismo la habría entregado.

6. La bella criatura vestida de blanco. Dante,

Pargatorio, XII. Así designa Dance al ángel de

la humildad.

Cuando la decepción de no encontrarla hubo

desesperado a Tristan que, por otra parte, no se

entregaba con facilidad, Quasirnodo siguió

buscándola solo. Veinte veces, hasta cien veces

recorrió la iglesia de arriba a abajo, por todas

partes, subiendo, ba-

jando, corriendo, llamando, gritando, olfatean-

do, acechando, rebuscando, metiendo la cabeza


por todos los sitios, iluminando con una antor-

cha todas las bóvedas. Estaba loco, desespera-

do. Un macho que ha perdido a su hembra no

ruge tanto ni aparece tan furioso. Cuando por

fin se convenció de que la gitana no estaba en la

iglesia, que sus esfuerzos eran baldíos, que se la

habían robado, subió lentamente la escalera de

las torres, la misma escalera por la que con tan-

to orgullo y tan triunfalmente había subido el

día que la salvó.

Volvió a pasar por los mismos lugares con la

cabeza baja, sin voz, sin lágrimas y casi sin

aliento. La catedral se hallaba desierta otra vez

y había recobrado su silencio. Los arqueros se

habían marchado para acosar a la bruja por la

Cité. Quasimodo, solo en la inmensa catedral

de Nuestra Señora, asediada con tan gran tu-

multo momentos antes, se dirigió hacia la celda

en la que la gitana había dormido tantas sema-

nas bajo su cuidado. A1 acercarse se imaginaba


que cal vez pudiera encontrarla en ella y, cuan-

do al doblar la esquina de la galería que da al

tejado de las naves laterales, vio la pequeña

celda con su ventanuco y su puertecilla, es-

condida bajo un gran arbotante como un nido

de pájaro bajo la rama de un árbol, el corazón

empezó a latirle con gran fuerza y tuvo que

apoyarse en un pilar para no caerse. Se imaginó

que tal vez podría haber vuelto; que algún ge-

nio bueno podría haberla guiado de nuevo has-

ta a11í; que aquella celda era to suficientemente

tranquila, segura y hasta encantadora para que

ella se encontrara a11í y no se atrevía a avanzar

un solo solo paso pot miedo a que sus ilusiones

se esfumasen.

-Sí -se decía a sí mismo-; seguramente está

durmiendo o rezando. No hay que molestarla.

Por fin reunió todo el coraje necesario y, avan-

zando de puntillas, miró y entró. ¡Vacía! la cel-

da seguía vacía. El infeliz sordo la recorrió a


pasos lentos, levantó la cama y miró debajo

como si pudiera estar escondida entre el suelo y

el colchón. Después meneó la cabeza y se

quedó a11í como atontado.

De pronto pisoteó con furia la antorcha y sin

decir ni una palabra ni lanzar un suspiro, gol-

peó el muro con la cabeza y cayó al suelo des-

vanecido.

Cuando volvió en sí se arrojó sobre la cama se

revolcó en ella y besó con frenesí el lugar, tibió

aún, en donde la joven había dormido, y a11í se

quedó, inmóvil, durante algunos minutos como

si fuera a morirse. Después se levantó sudoro-

so, jadeante, enajenado y empezó a dar con la

cabeza en las paredes con la espantosa regula-

ridad del badajo de sus campanas y la decidida

resolución de quien pretende rompérsela en el

lance. Por fin cayó nuevamente al suelo, agota-

do, y se arrastró de rodillas hasta afuera de la

celda, quedándose en cuclillas frente a la puerta


con un gesto de sorpresa. Así permaneció du-

rante m£s de una hora, sin hacer movimiento

alguno, con el ojo fijo en la celda desierta, m£s

triste y pensativo que una madre sentada entre

una ataúd lleno.

No decía nada; sólo a grandes intervalos un

sollozo estremecía violentamente todo su cuer-

po; era un sollozo sin lagrimas, como esos

relámpagos de verano que no hacen ruido.

Parece que fue entonces cuando, buscando en

el fondo de su ensoñación quién pudo hater

sido el inesperado raptor de la gitana, pensó en

el archidiácono.

Se acordó de que sólo dom Claude tenía una

llave de la escalera que llevaba a la celda y re-

cordó también sus tentativas nocturnas

sobre la joven, colaborando él mismo en la pri-

mera a impidiendo la segunda. Pensó en mil

detalles más y llegó a la convicción de que el

archidiácono le había robado a la gitana. Sin


embargo, era tal su respeto hacia el sacerdote;

su reconocimiento, su entrega y su amor para

con este hombre tenían raíces tan profundas en

su corazón, que resistían, incluso en aquellos

momentos, a las garras de los celos y de la de-

sesperación. Pensaba que el archidiácono había

sido el causante, y la cólera de sangre y de

muerte que hubiera sentido contra cualquier

otro, desde el momento en que se trataba de

dom Claude, en aquel pobre sordo se transfor-

maba en un aumento de su dolor.

En el momento en que sus pensamientos esta-

ban así concentrados en el sacerdote y cuando

el alba blanqueaba ya los arbotantes,

observó en el piso superior de Nuestra Señora,

en el recodo de la balaustrada exterior que gira

a11í en torno al ábside, una figura

en movimiento. Aquella persona venía hacia éi

y la reconoció enseguida; era el archidiácono.

Claude caminaba con Paso lento y grave, sin


mirar hacia adelante. Se dirigía hacia la torte

septentrional pero su rostro miraba hacia otro

lado, hacia la orilla izquierda

del Sena. Mantenía la cabeza alts como si inten-

tara vet algo por encima de los tejados. Los

búhos mantienen con relativa frecuencia esta

misma actitud oblicua; vuelan hacia un punto y

miran hacia otro. El sacerdote pasó así pot en-

cima de Quasimodo sin verle.

El sordo, a quien esta brusca aparición había

petrificado, le vio perderse pot la puerta de la

escalera de la torte septentrional. El lector co-

noce ya que ésta es la torte desde donde se ve el

ayuntamiento de la ciudad. Quasimodo se le-

vantó y siguió al archidiácono. Subió la escalera

de la torte para saber con qué objeto había ido

a11í el archidi£cono. Por otra parte, el pobre

campanero no sabía lo que iba a hacer ni to que

iba a decir; ni siquiera sabía lo que quería. Es-

taba Ileno de rabia y de miedo. El archidiácono


y la gitana se entrechocaban en su corazón.

Al llegar a lo alto de la torre, antes de salir de la

oscuridad de la escalera y entrar en la plata-

forma, examinó con precaución dónde se en-

contraba el clérigo. Éste le daba la espalda en

aquel momento. Hay una balaustrada calada

que rodea la plataforma del

esos campanario. El sacerdote, cuya mirada se

perdía en la ciudad, tenía el pecho apoyado en

el lado de la balaustrada que da hacia el puente

de Nuestra Señora.

Quasimodo avanzó silenciosamente hacia él

para vet to que estaba mirando con tanta aten-

ción. El clérigo se hallaba tan absorto en sus

pensamientos que no oyó a Quasimodo.

París es un magnífico y encantador espectáculo;

sobre todo el París de entonces, visto desde lo

alto de las torres de Nuestra Señora entre la luz

fresca de un amanecer de verano.

Debía tratarse de un día del mes de julio. El


cielo estaba sereno. Algunas estrellas tardías se

iban apagando aquí y allá pero había una que

permanecía aún, con brillo intenso, hacia el

levante, en to más claro del cielo. El sol estaba

ya a punto de salir y París comenzaba a despe-

rezarse. Una luz blanca, muy pura, hacía resal-

tar vivamente a la vista todos los planos que

presentaban al oriente sus cientos de casas. La

sombra gigante de los campanarios se proyec-

taba por los tejados de una parte a otra de la

ciudad. Había ya barrios en donde se hablaba y

había bullicio. El repicar de una campana por

aquí, unos martillazos por a11á, el complicado

traqueteo de una carreta en marcha. Algunas

humaredas surgían aquí y allá sobre los tejados

como por las fisuras de una inmensa solfatara.

El río que rompe sus aguas contra las piedras

de tantos puentes, contra las proas de tantas

islas, se veía con reflejos de plata. En torno a la

ciudad más allá de las murallas, la vista se


perdía entre un gran círculo ~de vapores de

aigodón a través de los cuales podía distinguir-

se confusamente la línea imprecisa de las llanu-

ras y el ondulamiento gracioso de las colinas.

Toda clase de rumores flotaban y se dispersa-

ban por esta ciudad, a medio desperezarse aún.

Por el oriente, la brisa mañanera desplazaba

hacia el cielo algunas nubecillas arrancadas a

las brumas de las colinas.

En el Parvis, algunas mujeres que llevaban en

la mano su jarra de leche veían con gran asom-

bro los destrozos singulares sufridos en la gran

puerta de Nuestra Señora y los dos regueros de

plomo solidificado entre las grietas de las pie-

dras. Era todo to que había quedado del tumul-

to de la noche anterior. La hoguera encendida

por Quasimodo entre las torres se había apaga-

do. Tristan había despejado la plaza y habían

mandado arrojar al Sena a todos los muertos. A

reyes como Luis XI les preocupaba mucho dejar


pronto bien lavado el suelo después de una

masacre.

Por fuera de la balaustrada de la torre, preci-

samente debajo del lugar en donde se había

detenido el archidiácono, había una de esas

gárgolas de piedra, fantásticamente labradas,

que erizan los edificios góticos y en una de las

grietas de la gárgola dos hermosos alhelíes en

flor, agitados por el aire, se hacían alocados

saludos, como si estuvieran vivos. Por encima

de las torres, arriba, muy lejos sobre el fondo

del cielo, se oía piar a los pájaros.

Pero el archidiácono no oía ni miraba nada de

todo esto. Era uno de esos hombres para los

que no existen amaneceres, ni pajarillos, ni flo-

res. En aquel inmenso horizonte que abarcaba

tantas cosas a su alrededor, su contemplación

se reducía a un solo punto.

Quasimodo ardía en deseos de preguntarle lo

que había hecho con la gitana pero el archidiá-


cono parecía encontrarse fuera del mundo en

aquel momento. Estaba pasando visiblemente

por uno de esos minutos violentos de la exis-

tencia en los que no se es capaz de notar que se

está hundiendo la tierra. Tenía los ojos in-

variablemente fijos en un lugar determinado y

permanecía inmóvil y silencioso. Aquel silencio

y aquella inmovilidad encerraban algo tan te-

mible que hacían temblar al siniestro campane-

ro y no osaba afrontarlos. Como única manera

de interrogar al archidiácono, seguía la direc-

ción de su vista; de esta forma la mirada del

desgraciado sordo fue a detenerse en la plaza

de Grève.

Vio así to que el clérigo estaba mirando. La

escalera estaba puesta junco al cadalso. En la

plaza podían verse algunas personas y muchos

soldados. Un hombre arrastraba por el suelo

una cosa blanca a la que iba agarrada algo ne-

gro y se detuvo al llegar junto al cadalso. En-


tonces ocurrió algo que no llegó a ver Quasi-

modo. No porque su único ojo hubiera perdido

potencia en la visión, sino porque se había in-

terpuesto un pelotón de soldados que le imped-

ía distinguir con claridad. Además acababa de

salir el sol en aquel momento y, más allá del

horizonte, se desbordó una oleada cal de luz,

que parecía como si todas las puntas de París,

todas las flechas, chimeneas y piñones se

hubieran encendido a la vez.

El hombre aquel empezó a montar la escalera y

fue entonces cuando Quasimodo to vio todo

claramente. Llevaba una mujer a la espalda,

una muchacha vestida de blanco y con una

cuerda al cuello. Quasimodo la reconoció; era

ella.

El hombre llegó a to alto de la escalera y allí

empezó a preparar el nudo. Entonces el clérigo,

para poder verlo mejor, se puso de rodillas en

la balaustrada.
De pronto el verdugo empujó bruscamente la

escalera con su talón y Quasimodo, que hacía

ya un rato que estaba conteniendo la respira-

ción, vio cómo se balanceaba en el otro extremo

de la cuerda, y a cuatro metros del suelo, la

desventurada muchacha, con el verdugo a hor-

cajadas sobre sus hombros. La cuerda giró va-

rias veces sobre sí misma y Quasimodo vio

cómo horribles convulsiones se producían en

todo el cuerpo de la gitana. El sacerdote, por su

parte, con el cuello estirado y los ojos fuera de

las órbitas, contemplaba aquel espantoso cua-

dro del hombre y la muchacha; de la araña y la

mosca.

En el momento más horrible una risa demonia-

ca, una risa imposible de encontrar en un hom-

bre, estalló en el rostro lívido del archidiácono.

Quasimodo no podía oírla pero la vio. El cam-

panero retrocedió unos pasos y se colocó tras el

archidiácono y, de repente, avalanzándose con


furia sobre él, con sus dos enormes manos, le

dio un empujón en la espalda, lanzándole al

abismo al que dom Claude estaba asomado.

El sacerdote exclamó:

-¡Maldición!

Y cayó. La gárgola sobre la que se hallaba le

detuvo en su caída. Se agarró a ella desespera-

damente con ambas manos y al abrir la boca

para lanzar un segundo grito, vio pasar a Qua-

simodo por el borde de la balaustrada y se

calló.

Estaba colgado del abismo. Una caída de casi

setenta pies y el suelo. En aquella terrible situa-

ción, el archidiácono no dijo ni una sola pala-

bra, ni profirió un solo gemido; to único que

hizo fue retorcerse sobre la gárgola con esfuer-

zos inauditos para lograr elevarse, pero sus

manos no podían agarrarse al granito y sus pies

arañaban los negruzcos muros sin conseguir

afianzarse. Quienes hayan subido a las torres


de Nuestra Señora saben que hay un salience

de piedra justo debajo de la balaustrada. Era

exactamente ahí donde se debatía el miserable

archidiácono. Nose debatía en un muro cortado

a pico sino con un muro que se escapaba bajo

sus pies.

Para sacarle del abismo, Quasimodo no habría

tenido más que tenderle la mano, pero ni si-

quiera le miró. Estaba mirando hacia la Grève a

la horca; a la gitana. El sordo había apoyado los

codos en la balaustrada, en el mismo lugar en

donde momentos antes se hallaba el archidiá-

cono y allí, sin apartar su mirada del único ob-

jeto que, en aquellos momentos, existía para él

en el mundo, permanecía inmóvil y mudo, co-

mo fulminado por el rayo, y un largo reguero

de llanto fluía silencioso de aquel ojo que hasta

entonces no había vertido más que una sola

lágrima(7).

7. En el capítulo IV del libro sexto Quasimodo


vierte una lágrima, cuando la Esmeralda le dio

agua, estando él atado a la rueda. Decía enton-

ces el autor: «Era quizás la primera lágrima que

el infortunado había vertido...»

El archidiácono jadeaba; el sudor corría por su

frente calva, sus uñas sangraban, y sus rodillas

se despellejaban contra el muro. Oía también

cómo, a cada sacudida que daba, se le iba des-

garrando la sotana, enganchada en la gárgola.

Para colmo de desgracias, aquella gárgola ter-

minaba en un tubo de plomo que se doblaba

bajo el peso de su cuerpo. El archidiácono no-

taba cómo aquel tubo se iba doblando lenta-

mente. Se decía, el miserable, que cuando sus

manos se partieran por la fatiga, cuando su

sotana acabara de desgarrarse y cuando aquella

tubería se doblara por completo, entonces habr-

ía que caer y el pánico le roía las entrañas. A

veces miraba con turbación una especie de pla-

taforma estrecha que se formaba, a unos tres


metros más abajo, por los salientes de las escul-

turas, y pedía al cielo, desde to más profundo

de su alma desesperada, que le fuera posible

acabar su vida en aquel espacio de dos pies

cuadrados, aunque tuviera que vivir cien años.

Una sola vez miró hacia abajo, hacia la plaza,

hacia el abismo. Cuando alzó la cabeza tenía

cerrados los ojos y sus cabellos estaban total-

mente erizados. Era algo espantoso el silencio

entre aquellos dos hombres. Mientras el archi-

diácono agonizaba de aquella manera horrible,

a unos pasos de él, Quasimodo lloraba y seguía

mirando a la plaza.

Cuando el archidiácono se convenció de que

todos sus esfuerzos sólo servían para debilitar

el frágil punto de apoyo que le quedaba, tomó

la decisión de no moverse. Se encontraba, pues,

a11í, agarrado a la gárgola, casi sin respirar y

moviéndose apenas, pues, en cuanto a movi-

mientos, sólo tenía el de esa convulsión mecá-


nica que se nota en el vientre cvando, durante

los sueños, se siente uno caer al vacío. Sus ojos

fijos permanecían abiertos, con aspecto enfer-

mizo y asustado. Poco a poco, sin embargo, iba

perdiendo terreno y sus dedos se iban desli-

zando por la gárgola. Cada vez sentía más la

debilidad de sus brazos y la pesadez de su

cuerpo. La tubería de plomo que le sostenía iba

cediendo paso a paso hacia el abismo y, cosa terrible, veía bajo sus pies,
pequeño, cual un

mapa plegado en dos, el tejado de Saint Je-

an-le-Rond. Miraba una tras otra las impasibles

esculturas de la torre, suspendidas sobre el

abismo, como él mismo, pero sin terror alguno

para ellas y sin piedad para él. Todo a su alre-

dedor era de piedra; ante sus ojos los mons-

truos con sus fauces abiertas, y abajo, en el fon-

do, la plaza, el empedrado. Encima de su cabe-

za, Quasimodo llorando.

Había en el Parvis grupos de curiosos que in-

tentaban adivinar quién podría ser el loco que


se divertía de manera tan extraña. El sacerdote

les oía decir, pues aunque debilitadas, sus vo-

ces llegaban hasta él claras:

-¡Ese hombre va a romperse la cabeza!

Quasimodo seguía llorando.

Por fin, el archidiácono, Ileno de rabia y de es-

panto, comprendió que todo era inútil. Sin em-

bargo aún juntó todas las fuerzas que le queda-

ban para un último intento. Se agarró a pulso,

rígidamente, a is gárgola, golpeó la pared con

sus rodillas para tomar algo de impulso y pudo

asirse con ambas manos a una grieta de la pie-

dra; desde a11í logró elevarse unos treinta

centímetros más o menos, pero la violencia de

aquel impulso dobló bruscamente el tubo de

plomo en el que se apoyaba y, al mismo tiem-

po, la sotana acabó de desgarrársele por com-

pleto. Entonces, sintiendo que todo le fallaba

bajo los pies y no contando más que con sus

manos rígidas y ya sin fuerzas para agarrarse,


el infortunado cerró los ojos y soltó la gárgola.

Su cuerpo se precipitó en el vacío. Quasimodo

se quedó mirando cómo caía.

Una caída desde tal altura es muy raramente

perpendicular y el archidiácono, lanzado así al

espacio, cayó primero con la cabeza hacia abajo

y los brazos extendidos para dar después varias

vueltas sobre sí mismo. El viento le empujó

contra el tejado de una casa en donde el des-

graciado comenzó a destrozarse, aunque no

estaba aún muerto cuando cayó sobre él. El

campanero le vio una vez más intentar agarrar-

se al piñón con sus uñas, pero el piano era de-

masiado inclinado y él ya no tenía fuerzas. Se

deslizó rápidamente por el tejado como una

teja que se suelta y fue a rebotar contra el em-

pedrado. Y a11í ya no volvió a moverse.

Quasimodo alzó entonces su ojo hacia la gitana

de la que veía, a to lejos, cómo su cuerpo, col-

gado en la horca, se estremecía aún, bajo su


vestido blanco, con los últimos estertores de la

agonía; después la dirigió de nuevo hacia el

cuerpo del archidiácono, aplastado al pie de la

torre, y ya sin forma humana, y exclamó con un

sollozo que agitó su pecho desde to más pro-

fundo.

-¡Oh! ¡Todo to que he amado!

III

EL CASAMIENTO DE FEBO

AL anochecer de aquel día, cuando los oficiales

de justicia del obispo procedieron al levanta-

miento del cadáver dislocado del archidiácono,

Quasimodo había desaparecido de Nuestra

Señora.

Corrieron muchos ruidos sobre el tema. Todos

estaban seguros de que había llegado el día en

que, según el pacto el demonio debía llevarse a

Claude Frollo, es decir, al brujo. Se supuso que

le había roto el cuerpo para apoderarse de su

alma, como esos monos que rompen la cáscara


para comerse la nuez.

Por eso el archidiácono no fue inhumado en

tierra sagrada.

Luis XI murió al año siguiente, en el mes de

agosto de 1483.

En cuanto a Pierre Gringoire, consiguió salvar a

la cabra y obtuvo muchos éxitos en la tragedia.

Parece que, después de haber

irobado la astrología, la filosofía, la arquitectu-

ra, la hermética y n poco todas esas locuras,

volvió a la tragedia que es la mayor [e las locu-

ras. Era justamente to que él mismo llamaba

haber heho un final órágico. A propósito de sus

triunfos dramáticos, esto s to que puede leerse,

ya en 1483, en el libro de cuentas del orlinario:

«A Jehan Marchand y Pierre Gringoire, carpin-

tero y com)ositor, que han hecho y compuesto

el misterio representado en 4 Châtelet de París

para la entrada del señor legado, ordenando os

personajes, revistiéndolos y preparándolos


según to requerido )ara el referido misterio, a

igualmente por haber construido todo o relati-

vo a la carpintería de la representación: cien

libras para uender a todo to expuesto.»

Febo de Châteaupers tuvo también un fin trági-

co: se casó.

IV

CASAMIENTO DE QUASIMODO

ACABAMOS de decir que Quasimodo había

desaparecido de la catedral el día de la muerte

de la gitana y del archidiácono. No se le volvió

a ver, en efecto, y no se supo to que había sido

de él.

La noche siguiente al suplicio de la Esmeralda,

los encargados del patíbulo descolgaron su

cuerpo de la horca, y to habían llevado, según

costumbre a los sótanos de Montfaucon.

Montfaucon era, al decir de Sauval, «el más

antiguo y soberbio patíbulo del reino». Entre

los barrios del Temple y de Saint-Martin, a


unos cien metros de las murallas de París y a

varios tiros

de ballesta de la Courtille, se veía en la cima de

un pequeño altozano, to bastante elevado y

destacado para ser visto a varias leguas a la

redonda, un extraño tinglado que se asemejaba

bastante a un cromlech celta y en donde tam-

bién se realizaban sacrificios.

Imaginemos en la cima de una colina cretácea

un enorme paralelepípedo de mampostería, de

unos cinco metros de alto, treinta de ancho y

cuarenta de largo, con una puerta, una rampa

exterior y una plataforma. En la plataforma

dieciséis enormes pilares de piedra sin trabajar

plantados a11í de diez metros de altura alinea-

dos en torno a tres de los cuatro lados de la

plataforma, uni dos entre sí, en to alto, por

sólidas vigas de las que cuelgan ca denas a in-

tervalos regulares; de todas las cadenas cuelgan

esque letos. En las proximidades, en la llanura,


una cruz de piedra y do horcas secundarias que

parecen crecer, como brotes del árbol central.

Por encima de todo este decorado, un vuelo

perpetuo de cuervos: esto es Montfaucon.

A finales del siglo XV, el formidable patíbulo,

que databa de 1328, se hallaba ya en estado

ruinoso. Sus vigas estaban apolilladas las cade-

nas oxidadas y los pilares recubiertos de

verdín. Las piedras talladas de la base de los

pilares se veían agrietadas todas en sus juntas y

la hierba crecía en aquella plataforma que

ningún pie pisaba. Aquel monumento dibujaba

un perfil horrible sobre el cielo; sobre todo por

la noche, cuando la luna se reflejaba sobre

aquellos cráneos blancos o cuando la brisa ves-

pertina hacía chocar cadenas y esqueletos que

se movían entre las sombras. Sólo con ver plan-

tado allá aquel patíbulo, bastaba para convertir

en lugares siniestros todos los alrededores.

El macizo de piedra que servía de base a aquel


odioso edificio estaba hueco. Se había habilita-

do en él una amplio espacio, cerrado con una

vieja verja de hierro ya usada, en donde se arro-

jaban no sólo los restos humanos que se iban

desprendiendo de las cadenas de Montfaucon,

sino también los cuerpos de todos los des-

graciados que se ajusticiaban en cualquiera de

las demás horcas permanentes de París. En

aquel inmenso osario en el que tantos crímenes

y tanta miseria humana se han podrido juntos,

muchos grandes de este mundo muchos ino-

centes han venido a11í a dejar sus huesos, des-

de que Enguerrand de Marigni que estrenó

Montfaucon, y que era un hombre justo, hasta

el almirante de Coligni que to clausuró y que

también era un hombre justos(8).

Por to que se refiere a la misteriosa desapari-

ción de Quasimodo, esto es to que se ha podido

descubrir.

8 Véase nota 2, capítulo I del libro noveno.


Unos dos años o, más concretamente, dieciocho

meses después de los acontecimientos con los

que se termina esta historia, cuando vinieron a

buscar a Montfaucon el cadáver de Olivier le

Daim, que había sido ahorcado dos días ante-

s(9) y a quien Carlos VIII concedía la gracia de

ser enterrado en Saint-Laurent, en mejor com-

pañía, se encontraron entre aquel montón

horrible de restos humanos dos esqueletos, uno

de los cuales estaba extrañamente abrazado al

otro. Uno de los dos esqueletos, que era el de

una mujer, conservaba aún algunos jirones de

vestido, con todas las apariencias de haber sido

un tejido blanco. Se veía también en torno a su

cuello un collar con cuentas de azabache, y un

bolsito de seda, adornado con abalorios verdes

que aparecía abierto y vacío. Era tan escaso el

valor de aquellos objetos que no habían llegado

a interesar al verdugo. El otro esqueleto que tan

estrechamente estaba abrazado al primero, era


de un hombre. Se observó que tenía desviadIL

la columna vertebral, que la cabeza se unía di-

rectamente con los omoplatos y una de sus

piernas era más corta que la otra. No presenta-

ba, por otra parte, ninguna ruptura vertebral en

la nuca y era evidente que no había muerto

ahorcado. El hombre a quien hubiera pertene-

cido debía, pues, haber llegado hasta allí y a11í

haber muerto.

Cuando se pretendió separarlo del otro esque-

leto al que estaba abrazado, se deshizo en pol-

vo(10).

9 El 21 de mayo de 1484. En las primeras líneas

de la novela, Víctor Hugo ha fechado el co-

mienzo del relato el 6 de enero de 1482. Con la

fecha del ajusticiamiento de Olivier le Daim,

puede haber pretendido el autor, de manera

indirecta, fechar el final del mismo. Todos los

acontecimientos se habrían desarrollado entón-

ces entre enero y mayo-noviembre de 1482. La


ejecución de la Esmeralda, según el capítulo II

del libro undécimo, se habría producido en el

mes de julio: «Podría ser aquél, un día del mes

de julio.»

10. Nota de Víctor Hugo al pie de la última

página de su manuscrito:

«15 de enero de 1831. Seis y media de la tarde.»

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