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Torquemada Inquisidor y Hereje - Manuel Barrios

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Conocedor en profundidad de la historia de la Inquisición española, Manuel

Barrios retrata en Torquemada, inquisidor y hereje de forma novedosa las dos


facetas de este personaje universal, el inquisidor fray Tomás de Torquemada.
Inquisidor sí, pero ¿hereje? Quizás ese es el hallazgo de este ensayo histórico
sobre una de las personalidades de la historia de España que más ha marcado
la imagen de la misma hacia los estereotipos y que necesita el esclarecimiento
que este libro pretende.
Éste es un libro sorprendente que, rastreando los caminos de la verdad sin
tabúes ni sectarismos, ofrece al lector, en toda su dramática dimensión y con
documentos fehacientes, el relato objetivo sobre la figura histórica de este
implacable clérigo que intentó por todos los medios a su alcance —y eran
muchos— el exterminio en España de judíos y conversos.
Ideólogo y ejecutor, el célebre dominico hizo de la Inquisición española el
instrumento ineludible de la represión más despiadada y, sólo en los años de
su mandato, llega a conseguir el balance aterrador de 114 400 víctimas del
fanatismo. Este dato sirve al autor precisamente para calificar a Torquemada
de hereje y como «el más feroz enemigo que ha tenido la Iglesia Católica».
Un novedoso y estremecedor enfoque que nadie, hasta ahora, se atrevió a
poner en negro sobre blanco al narrar, para el lector exigente, la página más
negra de nuestra Historia.

Página 2
Manuel Barrios

Torquemada, inquisidor y hereje


ePub r1.0
Titivillus 24.04.2022

Página 3
Manuel Barrios, 2006
Digitalizador: lvs008
Retoque de cubierta: lvs008
Verificado por lectura: lvs008

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Página 5
A Julio Ramos Chaves, mi mejor amigo.

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Claves para el lector

¡Llama, pues! ¿Habrá quién te responda?

(JB, V, I)

Torquemada, inquisidor y hereje no es un libro con el que se pueda estar de


acuerdo o en desacuerdo, ya que lo expuesto en él está fehacientemente
probado por los documentos de cada caso. Las citas de tales testimonios tal
vez puedan parecer excesivas para algunos, pero el autor no conoce otro
método probatorio que, como el seguido en esta obra, sea tan resueltamente
indiscutible.
Al referirse a la Inquisición regida por fray Tomás de Torquemada, el
autor prescinde de una Inquisición anterior a ella: la que instaura en nuestros
reinos, el año 1232, la bula que el Papa Gregorio IX dirige al arzobispo de
Tarragona: un tribunal menos severo que el del siglo XV, y en el que aún no se
exhuman a los herejes muertos para evitar que sigan reposando en Tierra
Sagrada.
El autor ha renunciado en muchos pasajes a la expresión puramente
literaria en favor de la evidencia testimonial, para que no haya duda alguna
sobre la personalidad del protagonista, sin cuyo sistema ciertos episodios del
relato parecerían invenciones gratuitas.
Ante la imposibilidad de conocer la infancia y primera juventud del
protagonista —muy probablemente borrada la huella para eludir cualquier
referencia a la ascendencia judía de Torquemada—, y aunque la narración no
esté sometida a un estricto orden cronológico, el análisis de numerosos
escritos nos permite seguir la trayectoria más sobresaliente de los hechos.
Las referencias a los Evangelios (capítulo V), basadas en el estudio
riguroso de la legislación judía en tiempos de Jesucristo, no suponen una
recusación del texto bíblico y sí una serie de reparos a la versión acomodaticia

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de los textos griegos (del siglo IV) que narran unos hechos posiblemente
ciertos.
Expuestos unos juicios subjetivos (capítulo VIII), al no basarse en una
documentación indiscutible, deben considerarse como opiniones personales
del autor, y no el resultado de unos presupuestos avalados por la verdad
demostrada.
Como creyente en el ejercicio de su libre albedrío, el autor rechaza la
«justificación» de hechos, textos y actitudes que contradicen los postulados de
una religión basada en el amor, el perdón y la misericordia.
El autor prescinde de una numeración que remita a las obras consultadas
por entender que ningún dato complementario debe interrumpir la lectura del
texto principal; de ahí que, al final del libro, figuren las principales obras
según el orden de lo narrado en dicho texto.
El autor, en fin, desea aclarar que este estudio sólo pretende ser la síntesis
biográfica de un personaje que, a los quinientos años de su muerte, mantiene
viva una enconada controversia entre tirios y troyanos.

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I
LA HOGUERA DE LA PASIÓN

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Estrechados por la inflexible ley de la necesidad,
que depreciaba sus bienes; faltos de compradores
y temerosos de perder del todo los míseros restos
de su fortuna, enajenaban —o, mejor diciendo,
quemaban— los judíos de Castilla sus haciendas,
trocando no pocas hermosas heredades por
miserables acémilas, para sacar de su patria los
últimos despojos que les concedían sus
irreconciliables enemigos…

José Amador de los Ríos

Mediado el mes de marzo de 1492, la inmediata expulsión de los judíos deja


de ser un tenebroso rumor, para convertirse en un hecho consumado, al que
sólo falta las firmas de los reyes al pie del Edicto. Los sefarditas —judíos
españoles—, representados por los poderosos Abraham Seneor y Yehudá
Abranael, han ofrecido a la Corona, en una desesperada alternativa, avenirse
con escrupulosa exactitud a las prescripciones que les atañen: habitar en
barrios separados de la comunidad cristiana, su renuncia a ejercer
determinadas profesiones, así como cargos públicos, y hacer entrega, sin
plazos dilatorios, de un óbolo de 300 000 ducados, como anticipo del millón
en que se cifra el acuerdo. El cumplimiento de estas condiciones extremas
viene avalado, entre otras garantías materiales, por la personalidad, el
prestigio y el respeto que adornan las credenciales de estos legados: Abraham
Seneor, ex rabino de Castilla, fue apadrinado, en su bautismo a la fe cristiana,
por los propios reyes, en tanto Abranael cuenta con la fianza moral del
Cardenal Mendoza y del Nuncio de Roma. Por otra parte, al margen de la
reticencia que doña Isabel la Católica muestra por el despiadado Edicto —al
decidir que quienes no se avengan al bautismo habrían de abandonar sus
hogares, sus tierras y sus respectivos bienes patrimoniales—, la coyuntura
económica de la Corona es tan precaria, que aquel caudal del pacto puede
resolver, al menos por el momento, las deudas más apremiantes, sin olvidar
que la ayuda de los judíos va a ser decisiva para la rendición de Granada y la
aventura de las Indias.

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Ante estas circunstancias —que tienen muy poco que ver con las
bonanzas de la caridad—, los soberanos se muestran predispuestos a aplazar
la ejecución del destierro, cuando, según se ha repetido durante siglos,
irrumpe en la estancia de los reyes un fraile dominico que, con fuego en la
mirada y el temblor de la ira en la voz, dice, mientras arroja sobre la mesa su
crucifijo:
—¡Judas vendió una vez al Hijo de Dios por treinta dineros de plata!
Vuestras Altezas piensan venderlo una segunda vez por treinta mil. ¡Ea,
Señores, aquí le tenéis! ¡Vendedlo!
¿Ocurrió esto tal como se ha narrado durante más de quinientos años?
No es ocioso recordar que la reina doña Isabel, al conocer que Cristóbal
Colón se había adjudicado la propiedad de esclavos indios, replicó sin
disimular su enojo:
—¿Quién es el Almirante para hacer esclavos a mis vasallos?
En otra ocasión, Isabel I de Castilla no se arredra ante el posible anatema
de un eclesiástico dotado de impacientes ardores, y le advierte de que
«también tiene horcas para colgar de ellas a los clérigos desleales». Pero en
esta oportunidad se trata de su confesor, fray Tomás de Torquemada, austero,
iluminado, contumaz y feroz cuando cree que llega el caso: el hombre —de
barro, como todos— que, en su indeclinable empeño, va a imponer por el
terror el mensaje de la única doctrina verdadera.
Sin atreverse a la réplica que la osadía del fraile merece, doña Isabel y don
Fernando estampan sus firmas en el Edicto que obligará a abandonar Sefarad
(España) a la grey hebrea, ejecutándose así la sentencia de un éxodo que va a
estremecer incluso a Andrés Bernáldez, el Cura de Los Palacios, uno de los
más delirantes paladines de la Cristiandad contra el pueblo judío:
«Eran bien señores de los suyos; dondequiera que vivían había entre ellos
muy ricos hombres, que tenían muy grandes riquezas (…) y, confiando en las
vanas esperanzas de su ceguedad, se metieron al trabajo del camino y salieron
de las tierras de sus nacimientos, chicos y grandes, viejos y niños, a pie y
caballeros en asnos y bestias y en carretas, continuaron sus viajes, cada uno a
los puertos que habían de ir; e iban por los caminos y campos; por donde
iban, iban con muchos trabajos y fortunas, unos cayendo, otros levantando,
que no había cristiano que no hubiese dolor de ellos, y siempre por donde
iban los convidaban al bautismo, y algunos, con la cuita, se convertían y
quedaban, pero muy pocos, y los rabíes los iban esforzando y hacían cantar a
las mujeres y mancebos, y tañer panderos y adufos para alegrar la gente, y así
salieron de Castilla y llegaron a los puertos, donde embarcaron los unos y los

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otros a Portugal. Los que fueron a embarcar por el Puerto de Santa María y
Cádiz, así como vieron el mar daban muy grandes gritos y voces, hombres y
mujeres, grandes y chicos, en sus oraciones demandando a Dios misericordia,
y pensaban ver maravillas de Dios y que se les habían de abrir camino por la
mar; y de que estuvieron allí muchos días y no vieron sobre sí sino mala
fortuna, algunos no quisieran ser nacidos.»
El 31 de marzo de 1492, en Granada, con las firmas de los reyes llamados
Católicos, se consumaba un crimen que «para los judíos españoles equivalía a
la destrucción del tercer Templo».

Castilla la Vieja: más para la Historia que para entonar un canto a la vida.
Oteando el altiplano, un poco de vino para la jornada y la tierra de pan llevar.
En su meseta Norte, ese frío que paraliza, entumece y deja yertos el cuerpo y
el ánima. Es el «país áspero y pobre» de Estrabón; la tierra «desguarnecida y
árida» de Miguel Delibes, que ve en Valladolid y Palencia la auténtica.

Castilla donde, en la inspiración frustrada del poeta, Tierra de Campos es más


bien campos de tierra. «Desnudez mineral, pegujales pedregosos, alcores
cenicientos, sardones fúnebres y chopos montando guardia.» El regato se
amansa, temeroso: iglesias fortificadas en Peñafiel, Villafuerte, Torrelobatón,
y ringlera de castillos construidos en piedra noble, donde, al sobrevivir la
amenaza de la tropa sarracena, se guarecen ganados y pastores. En los
pórticos, Santos monstruosos, desfigurados por el buril del viento duro.
«Aguas flojas en septiembre: hielo en diciembre para que la planta arraigue;
vientos de marzo, para arraigarla más; lluvia en abril, para que esponje, y
calor en junio para que la caña espigue.»
Castilla la Vieja; callada, ocre y yacente, donde los árabes encontraron el
arco de herradura y se apoderaron de él por los siglos de los siglos. Camino
de barro y polvo, por el que los héroes van en busca de la muerte y de la
gloria. Paramera desarbolada que da mujeres en oración y hombres sobrios,
secos, resistentes a todos los embates del azar. Y místicos, sin los reflejos del
paisaje en los ojos cuando, en vez de la lluvia, esperan la Iluminación. La
mística España: arrebatada de amor y abandono, o de ferocidad inaudita
crepitando en las hogueras del fanatismo.
Es aquí donde, en 1420, nacería el asceta fray Tomás, sobrino del
Cardenal don Juan de Torquemada, quien engendraría, con sus orientaciones

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y consejos, el pensamiento y la obsesión del mayor enemigo que haya tenido
nunca un Rabí condenado —no por los judíos, sino por los romanos— a morir
en una cruz.

Señalada la localidad de Torquemada por cuna del famoso inquisidor


dominico, también se mencionan, a cargo de reconocidos investigadores,
otros lugares como enclaves del azar para el nacimiento del controvertido
personaje. Es éste un enigma que, probablemente, no se esclarecerá nunca,
borradas las huellas de su natalicio y de su infancia, con el objetivo de eludir
una inevitable contradicción caracterizada por la fe del converso.
Tal vez sin más empeño que el de servir a la Historia, numerosos
analistas, al tratar tan enrevesado asunto, han tenido en cuenta que la fórmula
más generalizada, adquirida por los judíos conversos —obligados a renunciar
a su patronímico o a su gentilicio hebreo—, consistía en adoptar el topónimo
de la ciudad, villa o aldea de su nacimiento. La vieja Castilla era uno de los
lugares escogidos por quienes van a seguir acatando la Ley de Moisés, con
juderías tan famosas como las de Oña, Miranda de Ebro, Briviesca,
Villadiego, Burgos, Agreda, Soria, El Burgo de Osma, Berlanga, Medinaceli,
Arévalo, Segovia, Ávila y Palencia.
El erudito Cecil Roth escribe que «Tomás de Torquemada era un fanático
enemigo de los marranos (que es como los piadosos cristianos llamaban a los
conversos), a pesar de que la opinión común afirmaba su origen hebreo por
una rama»: calidad nada extraña si, como añade dicho autor, se recuerda el
alto rango alcanzado por Salomón —ha Leví, alias Pablo de Santa María,
obispo de Burgos. Su hijo Alfonso, que se convirtió con él al cristianismo, le
sucedió en el cargo y fue uno de los delegados españoles en el gran Concilio
de Basilea, cuya doctrina antijudía defendió. Su hermano Gonzalo fue obispo
de Sigüenza, y otros miembros de la familia fueron eminentes políticos y
literatos. Juan de Torquemada —tío carnal del Gran Inquisidor fray Tomás—,
descendiente directo de judíos, como lo fueron Hernando de Talavera,
arzobispo de Granada, y Alonso de Oropesa, general de la Orden de los
Jerónimos. Los Lunas, Mendozas, Villahermosas y otros de la más orgullosa
nobleza contrajeron alianza familiar con ricos conversos. Así lo hizo la
familia Henriquez, a la que pertenecía la madre del Rey Católico. Los
Zaportas, de Monzón, celebraron matrimonios con la real casa de Aragón.
Jimeno Gordo, ídolo popular, mandó despóticamente en Zaragoza. Los Epses,
Clementes, Coscones y Villanovas se hicieron famosos por sus riquezas.

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Sancho de Paternoy ocupó el cargo de Maestre Nacional (Interventor de la
Casa Real). El inmensamente rico Gabriel Sánchez, sobrino de Alazar Ussurf
de Zaragoza (Luis Sánchez), fue ascendido al cargo de Tesorero. En Castilla,
las familias de González, Chinet y Coloma alcanzaron dignidades semejantes.
Hernando del Pulgar, miembro de otra familia de conversos, fue Secretario de
la Reina Isabel. Alonso de Cabrera, que perteneció a la misma clase y fue
Gobernador del Alcázar de Segovia, desposó con su favorita, Beatriz de
Bobadilla. Don Juan Pacheco, marqués de Villena y Gran Maestre de la
Orden de Santiago (hacedor de reyes durante el reinado de Enrique IV, y que
aspiró a la mano de la Princesa Isabel) fue descendiente, por ambas ramas, del
judío Ruy Capón. Su hermano, don Pedro Girón, fue Gran Maestre de la
Orden de Calatrava; su tío alcanzó el Arzobispado de Toledo.
Como más adelante habremos de ampliar la relación con que justificar
nuestro juicio sobre el caso, cerrémoslo por ahora con la pregunta de Américo
Castro: «¿No era después de todo Fernando el Católico un descendiente de
conversos por parte de madre?».

El dominico que se ganaría, por derecho propio, un lugar destacado en la


Antología de la Infamia, al menos mientras no se demuestre lo contrario —y
lo contrario nunca podrá demostrarse—, adopta como apellido el nombre del
lugar de su nacimiento, Torquemada (por diabólica coincidencia, Torre
Quemada) como hicieran tantos otros al asumir el calificativo de converso o
cristiano nuevo: Alonso de Valladolid, Vidal de Tortosa, Alonso de Aguilar,
Sánchez de Calatayud, Álvaro de Oropesa, Juan de Lacena, Alonso de
Palencia, Fernando de Madrid, Álvaro de Montalván, Francisco de Toledo,
Juan de Baena, Antón de Montoro, David de Monzón, Luis de Córdoba, Gil
de Zamora, Alonso de Quintanilla, Diego de Marchena…
Cuando aquel niño, Tomás de Torquemada, empiece a sentir los hervores
de la adolescencia, en Castilla, Aragón y Navarra, entre ocho millones de
habitantes, 450 000 son judíos o conversos, y ya relucen como emporios de
sabiduría, en una actividad hasta entonces inédita, las aljamas de Medina de
Pomar, Castrojeriz, Briviesca, Arcos de Jalón, San Esteban de Gormaz,
Sepúlveda, Cuéllar de Olmedo…, las cuales serán arrasadas años después,
cuando el Santo Oficio multiplique, por todos los rincones de una nación
incipiente, las Instrucciones del Gran Inquisidor rubricadas en Sevilla:
«… Los hijos y los nietos de los tales (condenados por delitos de fe) no
tengan ni usen oficios públicos, ni honras, ni sean promovidos a sacras

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órdenes, ni sean jueces, alcaldes, alguaciles, regidores, mercaderes ni
notarios, escribanos públicos, ni abogados, procuradores, secretarios,
contadores, chancilleres, tesoreros, médicos, cirujanos, sangradores,
boticarios ni corredores, ni arrendadores de rentas algunas, ni otros
semejantes oficios que públicos sean.»
Es el resultado de una planificación perfectamente estudiada: a los
condenados —por no aceptar el bautismo a cambio de la vida—, matarlos en
la hoguera, y a sus hijos y nietos, matarlos de hambre. Pero aún falta un largo
camino para llevar a cabo las represiones inverosímiles que sólo pueden ser
concebidas y realizadas por una mente enferma, de puro desequilibrio y de
odio.

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II
LA HOGUERA DE LA VENGANZA

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La inquisición: monstruo salvaje de tan terrible
rostro, que toda Europa tiembla a la mera
mención de su nombre.

Samuel Usque (siglo XVI)

Los Torquemada —el Cardenal Juan y Tomás, que en una carrera meteórica
será Gran Inquisidor en un plazo inverosímil por su brevedad— descienden
de judíos. En esta hora, más por el dictamen de una historiografía afanada en
el camino correcto de la investigación que por la valerosa referencia de
Hernando del Pulgar, el juicio es inapelable. El cronista de los Reyes
Católicos, contemporáneo de los dos temidos eclesiásticos, respaldado por su
indiscutible prestigio y por su palabra, digna del mayor crédito, afirma sobre
don Juan de Torquemada que sus abuelos «eran de linaje de judíos
convertidos a nuestra fe católica». Es lo que sostiene el más ilustre estudioso
de nuestro tiempo, especialmente en cuanto se relaciona con los orígenes de la
Inquisición en la España del siglo XV. Aludimos con ello a Random
Netanyahu, que deja el conflicto visto para sentencia basada en argumentos
acomodados a la pura lógica:
«Al declarar que Juan de Torquemada era de origen judío, vinculaba con
ellos a Tomás de Torquemada, y de esa manera lanzaba sobre el inquisidor la
sospecha de tener, en parte, ascendencia judaica. ¿Se hubiera atrevido el
converso (Hernando del Pulgar) a hacer semejante alegación y exponerla al
público culto de España, si no hubiera estado seguro de los hechos?…»
El ilustre tratadista Netanyahu abunda en tal opinión cuando cita al
anticonverso Manuel García de la Mora, cuyo «Memorial» de 1449 insiste en
el testimonio de Pulgar y comenta, con todo el peso de la razón:
«Hubiera sido el colmo de la locura imputarle tal cosa a un ilustre
cardenal, figura señera del mundo cristiano, sobre todo en un escrito oficial
“dirigido al Papa y a todos los príncipes de la cristiandad”. Obviamente, la
imputación no sólo hubiera sido tan sensacional como escandalosa, sino que
pronto hubiera quedado desacreditada por insostenible, y él hubiera quedado
con el estigma de calumniador y embustero. Debemos concluir, por
consiguiente, que tenía absoluta seguridad de que el cardenal estaba de algún

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modo emparentado con los conversos. Y de los datos que tenemos sobre este
parentesco debemos inferir que ese vínculo familiar era un vínculo de sangre,
y no el resultado del matrimonio entre algún o algunos parientes suyos
cristianos viejos con cristianos nuevos.»
Pero aún hay más, sin que sea necesario relacionar los numerosos autores
identificados con esta opinión: la extraña circunstancia de no existir datos
fehacientes sobre el nacimiento y la infancia de fray Tomás de Torquemada
—Natale Benazzi y Matteo d’Amico señalan que «Tomás es hijo de converso,
de los judíos que la persecución de 1391 había obligado a bautizarse»—
parece la prueba de una ocultación que, de no ser verdad, hubiese puesto en
grave peligro la vida del calumniador. Por el contrario, su presunta «limpieza
de sangre» habría sido exaltada por un Santo Oficio en todo momento
predispuesto a glorificar los méritos de quien, bajo el emblema de la cruz
verde inquisitorial, condujo la defensa de la fe a límites demenciales.

La trayectoria seguida en sus estudios, por parte de Tomás de Torquemada,


conforma una inmensa laguna que apenas interesa conocer, probablemente
por estar ajustada en todo a la monótona rutina de su tiempo. El niño de
aquellas décadas no había de superar sino los estudios más elementales y, una
vez conocidas «las cuatro reglas», orientar sus esfuerzos al dominio del latín,
puerta de acceso a la beca universitaria o —como es el caso de Torquemada
— al noviciado en un convento de probada significación en los sacrificados
lances del ascetismo.
Referido a la Universidad, el infatigable Julio Caro Baroja emite un
diagnóstico certero, ya que, «por muy cristianos que se creyeran aquellos
sabios dominicos, agustinos, franciscanos, Jerónimos, etc., que brillaban en
las cátedras de Humanidades y Derecho tanto más que en las de Teología, hay
que reconocer que sus grandes dotes no estaban acompañadas de puro espíritu
evangélico (…). Los estudios eran más ocasión para organizar murgas y
pandorgadas, y para certámenes barrocos y gerundianos, que para formar
buenos y honrados profesionales».
Claro que de esta animada jacarandina es justo separar al joven Tomás,
quien, siempre dirigido según la recta disciplina del tío purpurado, une, a la
sobriedad, su mansedumbre y su desdén por los placeres del mundo, una
entrega absoluta al análisis de los textos de devoción y a la lectura constante
de una nueva hornada de clérigos impacientes y combativos, cada una de
cuyas conclusiones es un aguijón que lacera el espíritu hacia el encuentro con

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las más piadosas empresas. Entre estos últimos destacará pronto fray Alonso
de Espina, franciscano y confesor que fue de Enrique IV El Impotente, quien
con su obra Fortalitium fides logra incrustar en los corazones un odio feroz
hacia los que él consideraba los cuatro ángeles del mal, portadores del pecado
sin redención posible: los herejes, los judíos, los musulmanes y los demonios
(de manera muy especial —antes que los demonios—, los judíos). Contra
ellos, para Alonso de Espina no existía más que un camino a seguir con
prontitud y vehemencia: el establecimiento de una nueva Inquisición y el
destierro perpetuo de los judíos de España:
«Especialmente queridas de él son las historias de crímenes rituales. Por
ejemplo, el suceso ocurrido (?) en 1454, en cierto lugar cercano a Valladolid.
Los judíos fueron acusados de haber dado muerte a un niño cristiano y
haberle arrancado el corazón con fines mágicos. El señor del lugar donde
había ocurrido el suceso había ordenado interrogar a uno de los acusados,
logrando su confesión, pero no se había podido terminar el juicio porque las
autoridades habían intervenido en el asunto a petición de los judíos, y el
proceso había sido trasladado al tribunal de la Corte de Valladolid. Alonso de
Espina se jacta de haber hecho público entonces, desde los púlpitos de aquella
ciudad, el ignominioso acto de los judíos, pero como dos de los tres jueces de
la Corte eran de linaje converso, para su dolor, se había pospuesto y todavía
no había terminado cuando escribía su obra Fortalitium fidei. El autor eleva
sus ojos al cielo e implora que la venganza divina recaiga sobre la cabeza de
aquellos perversos jueces.»

No en todos los perfiles, biografías y semblanzas sobre el asunto que tratamos


se suele dedicar al Cardenal don Juan Torquemada la atención que merece,
circunstancia en verdad extraña si consideramos no sólo la influencia que
ejerció en la carrera del Gran Inquisidor, haciéndole más fácil el sendero, sino
moldeándole el pensamiento según su radical actitud ante el problema de los
conversos, así como en su denodada batalla para poner a salvo la infalibilidad
y hegemonía del Papa, frente a una estrategia destinada a restringir el
omnímodo poder del pontificado.
Nacido en Torquemada o en Valladolid —dado que los autores no se
ponen de acuerdo en la localización de su patria chica—, muy joven, al igual
que después haría su sobrino, tomó el hábito de la Orden de Predicadores en
el convento de San Pablo, según la versión que parece probar los muchos
beneficios dispensados por él a esta casa, singularizándose pronto como

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eminente orador sagrado, según tendría ocasión de manifestar en el Concilio
de Constanza: trampolín que le sirvió para obtener el más alto grado en la
consideración de la Jerarquía eclesiástica, como «estrella de primera
magnitud» en la Iglesia del siglo XV (Emmanuel Candal). Nombrado fray Luis
de Valladolid, por el rey Juan II, como legado suyo, quiso tan grave maestro
que lo acompañase Juan de Torquemada, brindándole la oportunidad de ser
«la primera figura de los dominicos españoles» (Stockmann), calificativo que
lograría la más alta estima en agosto de 1440, fecha en la que asiste a la Dieta
de Maguncia, donde defiende, tan eficaz como apasionadamente, la
infalibilidad del Pontífice Eugenio IV. Con ello, Juan Torquemada obtiene el
codiciado laurel del triunfo, por cuanto, convocado el Sínodo de obispos y
príncipes franceses por el rey Carlos VII, éste, tras oír los sermones del
teólogo español, reconoce a Eugenio IV por único Pontífice legítimo.
A partir de tan sonada conquista, Juan de Torquemada es la gran figura de
la Cristiandad en los numerosos conflictos que se le plantean. De todos ellos
sale airoso quien, adjudicándose una nota negra en su limpia ejecutoria, se
pronuncia decisivamente al afrontar el problema de los conversos, optando
por «su total exterminio».
Se ha dicho, hasta el hartazgo, que, con la expulsión de los judíos por
Pragmática de los Reyes Católicos, decretada el 31 de marzo de 1492, se
produce en España un caos cultural, industrial, científico y financiero de
inusitadas proporciones: un veredicto cierto al que, por fidelidad al rigor
histórico, debe añadirse el esplendor inmediato de un prodigioso Siglo de
Oro, sólo posible si se atiende al preponderante papel desempeñado por los
conversos que, en un número superior al millón de personas (sobre una
población de siete millones de habitantes), ocupará en un plazo inverosímil la
vanguardia de Europa.
Este fenómeno, en verdad asombroso, se debe al error de cálculo por parte
de la Iglesia y de la Corona, al plantearles a los judíos sefardíes un dilema
cuyos resultados deberían haber sido previstos, ya que a los seguidores de la
Ley de Moisés se les ofrece, como única opción para eludir el destierro y la
muerte, renegar de su religión, adoptando el apelativo de cristianos nuevos
quienes, al poco tiempo, serán llamados, despectivamente, marranos.
Tales marranos asumen, por el hecho de serlo, una persecución
implacable contra su vida y su hacienda, dado que, en realidad, los que
admiten la fórmula de la conversión, en su gran mayoría no hacen sino
condescender con la parafernalia del Cristianismo, mientras en sus casas, sus
reuniones y sus ritos secretos —secretismo impuesto por las circunstancias—,

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continúan siendo fieles al Dios Yahvéh que, unos tres mil quinientos años
antes, había pactado una Alianza con el Pueblo Elegido. Es en este extremo,
ante la inminente amenaza de la persecución y de la hoguera, cuando va a
iniciarse un inédito ejercicio oculto del cual los criptojudíos de Sefarad
(España) lograrán el milagro.
Se dice, entremezclando unas misivas por demás discutibles, que años
antes de poner en marcha los resortes de su estudiada estrategia, los
representantes de la población sefardita se dirigen a los rabinos de
Constantinopla en demanda de consejo:
«A los judíos honrados, salud y gracia. Sabed que el Rey de España nos
obliga a hacernos cristianos, nos priva de bienes y de vida, destruye nuestras
sinagogas y nos oprime en general, de modo que nos sentimos inciertos
acerca de qué conducta seguir. Por la Ley de Moisés os pedimos que os
reunáis y nos enviéis lo más rápidamente posible la declaración hecha en
vuestra asamblea.»
La Historia (o la rumorología) no dice qué autor antijudío ideó la
disparatada respuesta en la que aconsejaba, entre otras cosas de parecido
tenor: «… deberéis convertiros en cristianos; ya que (el Rey) os priva de
vuestros bienes y propiedades, deberéis hacer que vuestros hijos sean
comerciantes, con el fin de que priven a los cristianos de los suyos; ya que
decís que os quita la vida, convertid a vuestros hijos en boticarios y médicos,
con el fin de que ellos quiten la vida a los cristianos; ya que ellos destruyen
vuestras sinagogas, haced que vuestros hijos sean sacerdotes, con el fin de
que ellos destruyan los templos cristianos…».
La prueba de que estos consejos son pura falacia está en que los
criptojudíos, en vez de seguir al pie de la letra estas instrucciones, estudian la
forma de dominar la situación: renuncian, por supuesto, al insensato invento
del homicidio —sin duda alguna—, pero no al poder o influencia que llegarán
a conseguir siendo los mejores en los cargos y oficios de la sociedad. Al
médico le basta aplicar rectamente su sabiduría para hacerse indispensable.
Los sacerdotes sefardíes no destruyen los templos cristianos, pero se
esfuerzan por poner en discusión la doctrina emanada de Roma, con la
ejemplaridad de su comportamiento.
Llega un instante, en la Historia de la sociedad española, en el que,
prácticamente, todos los médicos y boticarios son judíos. Es lo que ocurre
también en el desempeño de las funciones públicas, en las artes, en las
ciencias y en la literatura. Mientras tanto, ellos seguirán llevando una vida
acorde con las costumbres cristianas, aunque en su corazón aliente aquel

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Yahvéh (YHVH) que les hizo la ofrenda de una Tierra Prometida. Para
contrarrestar la avalancha del crimen, los judíos no tienen prisa. Los judíos
nunca tienen prisa.
¿Significa esto —como se cree— que los hebreos hispanos incurren en
una manifiesta apostasía? No, porque en su texto sagrado, la Toráh, hay, entre
otros, un pasaje que, estudiado muy a fondo por los rabinos —incansables
lectores de la Ley— no ofrece a la población israelita la menor duda:
«Estando ya para entrar en Egipto, Abraham con su mujer Sarai y su hijo
Loth, dijo el patriarca a su esposa: “Conozco que tú eres una mujer bien
parecida, y que cuando los egipcios te hayan visto han de decir: ‘Es la mujer
de éste’, con lo que a mí me quitarán la vida, y a ti te reservarán para ellos. Di
pues, te ruego, que eres mi hermana para que yo sea bien recibido, por amor
tuyo, y salve mi vida por tu respeto”» (Génesis, XII, II, 12 y 13).
Analizado este pasaje por los doctores, éstos dictan que la religión judía
permite faltar a la verdad si con ello se conjura un peligro cierto de muerte.
Como señala Cecil Roth, un hombre podía y debía salvar la vida, si la ocasión
lo exige, por cualquier medio, exceptuando solamente el asesinato, el incesto
y la idolatría. «Sólo cuando la alternativa fuese cometer una de estas tres
ofensas contra la ley divina y humana, habría de preferirse la muerte.»

Lo más extraordinario del caso es que, con la Inquisición pisándoles los


talones todos los días y a toda hora, los criptojudíos españoles «mantuvieron
todas sus ceremonias tradicionales. Observaron el sabbath en cuanto estuvo
en su poder; desde una altura que dominaba la ciudad podía verse, los
sábados, muchas chimeneas sin humo (es bien sabido que el judío tiene
prohibido realizar en sábado cualquier trabajo, incluido el de encender la
chimenea). Algunos llegaron a circuncidar a sus hijos. En la mayor parte de
los casos, sólo se casaban entre ellos y, si había oportunidad, frecuentaban
furtivamente las sinagogas, para cuya iluminación enviaban regularmente
donativos de aceite».
Mantuvieron todas sus ceremonias tradicionales. Para confirmar tan
heroica osadía, llevada a cabo bajo la estrecha vigilancia del Santo Oficio,
recordemos algunas de estas características:
Mikvah: baño ritual practicado por los judíos observantes para purificarse.
Kol Nidrei: literalmente, «todos los votos». Es la plegaria introductoria
del Acto religioso de la Víspera de la Expiación.

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Yom Kipur: día de la Expiación. Ocurre diez días después del comienzo
del Año Nuevo judío. Es guardado como día solemne por medio de un ayuno
de veinticuatro horas.
Beth Hamidrash: literalmente, «casa de estudios». El estudio es una de las
tres funciones de la sinagoga: las otras dos son la oración y la asamblea.
Sukkah: es la tienda que los judíos levantan para la Fiesta de los
Tabernáculos, y donde toman sus comidas durante los ocho días de la
celebración. Se erigen para recordar a los judíos las tiendas primitivas y
débiles en las que habitaron sus antepasados durante los cuarenta años de
peregrinaje por el desierto.
Etrog: un limón que, junto con la rama de palma (lulav), forma el ramo
ceremonial usado en la fiesta de Sukkot.
Matzah: torta de pan sin levadura tomada en la Fiesta de la Pascua, que
recuerda simbólicamente el «pan del dolor» que los israelitas comieron al
tiempo de su partida de Egipto.
Haroset: la mezcla de nueces, vino, manzana y canela, hecha de manera
que se parezca al mortero y los «ladrillos sin paja» que los israelitas
fabricaban durante la esclavitud de Egipto.
Jerónimo Münzer, viajero alemán que visitó España en 1494, cuenta cómo
en Valencia, hasta hacía pocos años, había existido, en el emplazamiento
ocupado luego por el convento de Santa Catalina de Siena, una iglesia
dedicada a San Cristóbal: «Allí tenían sus sepulcros los marranos. Cuando
moría alguno de ellos, fingían conformidad con los ritos de la religión
cristiana e iban en procesión con el ataúd cubierto con un paño dorado,
llevando delante una imagen de San Cristóbal. Sin embargo, lavaban en
secreto los cuerpos de los muertos y los enterraban de acuerdo con sus ritos».
Este autor indica que ocurría lo mismo en Barcelona, donde se entendía que si
un judío decía «vayamos a la iglesia de Santa Cruz», quería señalar la
sinagoga secreta.
Aun con la desazón del vigilado y perseguido, fueron muchos —
probablemente la gran mayoría— los que optaron por el riesgo en vez de
acatar el yugo y abandonar su tierra de Sefarad, tal como fuera descrito por el
fanático Andrés Bernáldez. En cuanto a las conquistas soterradas de la
población hebrea —sin la menor violencia, por supuesto—, no hacían sino
exacerbar el odio contra los judíos, distinguiéndose en tal actitud personajes
como el mencionado Cura de Los Palacios, quien, para llevar a buen fin su
apostolado, decía a la grey, ilustrándola sobre el comportamiento hereje:

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«Son muy bebedores y glotones, no pierden jamás el hábito judío de
comer una basura de cebollas y ajos fritos en aceite, que emplean en lugar de
tocino, y el aceite con la carne es cosa que huele muy mal, de forma que sus
casas y sus porches apestan horriblemente a esta porquería, y tienen el olor
peculiar los judíos a causa de su alimentación y de que no están bautizados. Y
aunque algunos hayan sido bautizados, como la virtud del bautismo queda
anulada por su creencia (es decir, por la fidelidad a su religión) y por su
judaísmo, hieden como judíos. No comen cerdo, a no ser que se les obligue a
ello. Comen carne durante la Cuaresma y la víspera de días de fiesta.
Observan la Pascua y el sabbat con grandes celebraciones (…). No creen que
Dios recompensa la virginidad ni la castidad, y todos sus esfuerzos tienden a
multiplicarse. Normalmente engañan a la gente con toda clase de tretas y
supercherías; cuando venden y compran, por ejemplo, no tienen conciencia si
se trata de cristianos…»

Que el fanatismo lleva a la locura no ofrece tan sólo testimonios como el que
acabamos de transcribir. La huella antijudía marcada a fuego por la
Inquisición fue tan profunda en los delirios del odio que, dos siglos más tarde,
en 1674, se publicaba en Madrid un libro, Centinela contra judíos…, cuyo
autor dice, absolutamente en serio:
«Si los hombres pusieron cuidado en señalar a los judíos para que fuesen
conocidos por sus traiciones, no menos cuidó Dios de señalarlos, para
confusión suya y castigo de lo que merecieron sus antepasados. En algunos no
son muy patentes las señales que por su maldad pone en ellos la naturaleza;
pero en otros se ven claras y evidentes, sin que pueda su cuidado celarlas y
ocultarlas a las gentes. Digo, pues, que hay muchos señalados por la mano de
Dios después que crucificaron a su Divina Majestad. Unos tienen unas colillas
o rabillos que les salen en su cuerpo del remate del espinazo; otros echan y
derraman sangre (…). Los judíos de las colillas o rabillos en el fin del
espinazo son descendientes por línea recta de aquellos que eran maestros
entre ellos, a quienes llamaban rabíes y acá llamamos rabinos—, éstos se
sentaban a juzgar, y hoy se sientan al enseñar su ley, como maestros y jueces;
y, para pena suya, y que no puedan estar sentados sin trabajo y penalidad, les
sale aquel rabillo en las asentaderas.»
A pesar de esta persecución, los criptojudíos no dejan de cumplir los
mandamientos de su Ley. La consigna de los conversos se basa en la
obligación de ser los mejores en los campos de la ciencia, el arte, la religión,

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las profesiones liberales… Hasta tal punto que, un tanto a vuelapluma,
Fernando Sánchez Dragó, en su obra Gárgoris y Habidis, relaciona una
espléndida pléyade de conversos, o descendientes de conversos, capaces de
glorificar para siempre la Cultura española: «Antonio de Nebrija, Fox
Morcillo, Luis Vives, El Tostado, Francisco de Vitoria, Arias Montano,
Huarte de San Juan, León Hebreo, fray Luis de León, Andrés Laguna, Juan de
Mena, Rodrigo de Cota, Antonio de Guevara, Torres Naharro, Baltasar del
Alcázar, Fernández de Oviedo, Góngora, Gracián, Cervantes, Rojas Zorrilla,
el autor del Lazarillo (sea quien fuere), Laínez, Vélez de Guevara, El
Brócense, Melchor Cano, Servet, Bartolomé de las Casas, Florián de Ocampo,
Alonso de Santa Cruz, el bachiller Fernando de Rojas e incluso —para
apropiarnos de un ascua ajena— el gabachito Montaigne, cuya madre
procedía de la aljama de Calatayud y se apellidaba López Pagarón[1]».
Estos conversos —sinceros o no—, al apostatar de su fe hebraica, habían
de cambiar su nombre o su apellido, razón por la que hoy resulta
relativamente fácil identificar la ascendencia judía de los españoles. Unas
veces, los conversos adoptaban el patronímico de su padrino, cristiano viejo,
bastándoles con desfigurarlos un poco, generalmente añadiéndole una Z como
última letra (de Ramiro, Ramírez; de Sancho, Sánchez; de Lope, López; de
Fernando, Fernández; de Nuño, Núñez…), o adoptando el nombre de una
ciudad o de un pueblo (Córdoba, Sevilla, Burgos, Valencia, Algeciras,
Osuna…); a veces, el nuevo apellido era tomado de algún lugar de la
población (Calle, Plaza, Cuesta, Barrio, Fuente, Torre…) y, en fin, según las
más variadas circunstancias, localizaciones, oficios, características
personales, utensilios (Moreno, Delgado, Vozmediano, Prado, Reinoso,
Caldera)…, sin que en estos nombres falte un gentilicio equívoco, como es el
caso de Luis de la Caballería, que, posiblemente, se refiere a la Cabalería:
adepto de la Cábala.
Negados a la posteridad los datos sobre el nacimiento y la infancia de
Tomás de Torquemada, su vida de joven circunspecto y anodino tiene bien
poco de original y destacable. Ingresado en la Orden de Predicadores, tan sólo
aquéllos que no lo tratan amablemente se ocuparon, en su tiempo, de
atribuirle un rigor y un desviado ascetismo que no merecen la atención del
estudioso. Se sabe de una breve enfermedad —probablemente psíquica— y de
algún imprevisto desplante sin causa. Como también se sabe que al morir su
madre, doña Mencía, fue sepultada en una capilla de San Pablo, así como que,
con la ayuda regia y los bienes confiscados a los herejes, fray Tomás obtiene
la autorización del Papa para fundar un convento dominico en Ávila, donde

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impone la limpieza de sangre, y que es a este cenobio a donde traslada los
restos de sus padres por desavenencias con el prior del convento paulino.
Por lo demás, la biografía de Torquemada se identifica plenamente con la
del Santo Oficio, al que desde su primera hora de acción imprime el sello de
su fuerte e intolerante personalidad. Los veintiocho artículos, como obra
temprana, que constituye el Códice del Gran Inquisidor, representan, con sus
simples indicativos, las características de una Inquisición distinta a las que se
imponen en el resto de Europa:
«1. Los inquisidores deben exigir juramento de fidelidad y ayuda a todos
los que se dirigen: El pueblo, antes que nada, pero en especial a los notables,
los gobernadores y los oficiales de justicia.
»2. Los inquisidores deben leer una amonestación contra los rebeldes.
»3. Siempre se debe conceder un período de gracia (treinta o cuarenta
días), para permitir a los pecadores enmendarse, y a los otros hacer sus
delaciones. De este modo evitarían muerte, prisión y confiscación de bienes.
»4. Se determinan el modo y las preguntas del interrogatorio.
»5. Se determina el pedido de abjuración y de penitencia publica para los
reos confesos.
»6. Se determina la interdicción de los empleos públicos y de los
beneficios eclesiásticos para herejes o apóstatas (aunque confiesen); además
se les impide vestir con elegancia, llevar sus armas y montar a caballo.
»7. A los herejes preservados de la hoguera se deben aplicar penitencias,
como las limosnas a favor del soberano para la defensa de la fe y el sitio de
las murallas de Granada.
»8. Los que se presenten a confesar después del período de gracia tendrán
penas mitigadas, pero más duras que las de aquéllos que han acudido antes.
»9. Los hijos de los herejes, herejes a su vez, pero menores de veinte años,
que confiesen el pecado, serán tratados con menos dureza a causa de su edad.
»10. Los herejes que vuelvan a caer en el pecado, verán sus bienes
confiscados.
»11. El hereje o apóstata arrestado por delación de otros, que confiesa y
desvela el nombre de los cómplices, será castigado sólo con la cárcel a
perpetuidad, conmutable por una pena menor, por beneplácito de los
inquisidores.
»12. El hereje del que se sospecha sea mentiroso al pedir perdón, será
entregado al brazo secular (o ósea, a la hoguera).
»13. Si alguien ha sido absuelto, pero se descubre que ha mentido en
algún punto, será procesado nuevamente como hereje impenitente.

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»14. Si alguien no confiesa, los testimonios deben ser analizados con
cuidado, antes de proceder contra el presunto reo.
»15. Si subsiste una falta de convergencia entre lo dicho por el acusado y
los testigos, se podrá torturar al acusado. Si confiesa bajo tortura, es necesario
que confirme la confesión tres días después. Si no la confirma, se podrá
recomenzar con la tortura.
»16. Para protección de los testigos, el acusado no podrá conocer sus
nombres; las declaraciones se publicarán como anónimas.
»17. El interrogatorio debe ser realizado personalmente por el inquisidor.
»18. El inquisidor debe estar presente en el caso de tortura.
»19. Se trata del caso de contumacia.
»20. En el caso de una denuncia póstuma, debe exhumarse el cuerpo del
hereje.
»21. En el caso de requerimiento de los soberanos, el inquisidor tendrá
derecho también en los territorios dependientes de la Corona.
»22. Los trabajos de los herejes entregados al brazo secular deben ser
tutelados y educados según las directivas de los inquisidores.
»23. Se trata de cuestiones de herencia entre herejes.
»24. Los esclavos cristianos de los herejes deben ser liberados.
»25. Los inquisidores no pueden aceptar regalos de aquellos que pueden
estar relacionados con procesos.
»26. Los inquisidores deberán actuar de acuerdo, en paz y para el bien
común.
»27. Los inquisidores velan por el buen comportamiento de sus
subordinados.
»28. Los temas no previstos en este códice deben decidirlo con buena fe
los mismos inquisidores.»
Referido a su anecdotario íntimo, Torquemada consiguió con su actitud la
crítica más negativa, como es natural; esta falta de una simple predisposición
objetiva es la que no nos permite admitir como absolutamente ciertos los
amores del fraile sádico con la bella Concepción de Saavedra, tal como
afirman Natale Benazzi y Matteo d’Amico, quienes los estiman veraces
cuando fray Tomás ha cumplido ya los sesenta años, al tiempo de evocar una
semblanza que quizá responda al modelo: «Con el rostro un poco
enflaquecido, los labios muy delgados con su perfil aquilino, pero todavía casi
sin una arruga (…). Iluminado por la expresión inteligente de sus ojos negros,
penetrantes, dominadores, profundamente hundidos bajo un marcado arco
superciliar (…); las manos largas, hermosas y fuertes, los dedos nerviosos».

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III
LA HOGUERA DEL ODIO

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Dejaban tras ellos casas, recuerdos, muertos,
siglos enteros en los que, en medio de la
integración o sujetos a la segregación, se habían
convertido en españoles y habían dejado en esa
España —y para ella— su obra y su vida, la
memoria de sus hombres y el testimonio de sus
saberes.

Juan G. Atienza

El inmisericorde reloj de la Historia está a punto de señalar la hora triunfal de


fray Tomás de Torquemada. Tras tomar el hábito de la Orden de Predicadores
en el convento de San Pablo, de Valladolid —tal como hiciera su tío el
Cardenal— pasa pronto al de Piedrahíta. Al formarse la congregación de
rigurosa observancia gracias a los desvelos de Alonso de San Cebrián,
Torquemada es ya uno de sus miembros más destacados, tanto por su
austeridad como por su elevada formación teológica, y es elegido prior del
convento de la Santa Cruz. A sus propios méritos, así como a sus credenciales
como sobrino de Su Eminencia, se une el privilegio de ser no sólo confesor de
la Reina, sino su confidente y consejero. Son años de intenso trabajo, y
también de extrañas decisiones, como la de no aceptar el título de maestro en
Teología, «a pesar de reunir todas las condiciones requeridas» y —lo que
resulta aún más sospechoso— rechaza asimismo las oportunidades de regir
los arzobispados de Sevilla y Toledo. Las cosas quedan más claras cuando se
supone que, ya en este tiempo, fray Tomás se siente predestinado para
cumplir la misión más comprometida y trascendente que —tal vez— una
organización oculta, de antijudaísmo activo, tiene reservada para él.
A instancias de otros, pero con la baza segura de contar con la enorme
influencia que fray Tomás ejerce sobre el ánimo de la Reina, el 1 de
noviembre de 1478 el Papa Sixto IV proclama una bula accediendo a la
solicitud de los monarcas de Castilla y Aragón, mediante la cual el Pontífice
los faculta para «designar dos o tres inquisidores idóneos, obispos o
eclesiásticos titulados en teología o cánones, a fin de que investigaran y
castigaran todos los hechos heréticos o de apostasía, especialmente el
judaizar».

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Para evitar suspicacias y que se nos atribuya cualquier predisposición
tendenciosa, acudimos al texto de una Historia de la Iglesia de Sevilla
bastante aperturista —dentro de lo que cabe—, en el que se expone que los
nombramientos de dichos inquisidores no se produjeron hasta el 27 de
septiembre de 1480, después de un año y medio de predicaciones en Sevilla,
ciudad donde empezaron a actuar los dominicos fray Miguel de Morillo y fray
Juan de San Martín. «Estos comenzaron, según costumbre, promulgando un
Edicto de Gracia, invitando a los que judaizaban a presentarse arrepentidos
ante el tribunal, para recibir penitencia.»
Con absoluta nitidez, ya queda establecida la marca de la infamia:
judaizar, algo que jamás hicieron ni hacen los judíos, cuya religión no les
impone hacer proselitismo, ni siquiera a los doctores o rabinos. Nos hallamos,
pues, ante un término que, desde sus orígenes, implica una falacia. A partir de
entonces, no se omitirá el vocablo «judaizante», para dar a entender que
existía el peligro de la predicación —inexistente— para allegar adeptos a la
Ley de Moisés. De esta suerte, el Diccionario de la Real Academia Española,
mientras define la palabra «cristianizar» como «conformar algo con el rito
cristiano, darle carácter cristiano; convertir al cristianismo» e «inspirar ideas
y sentimientos propios de la religión cristiana», especifica el verbo «judaizar»
sirviéndose de una interpretación acomodaticia: «Abrazar la religión judía;
practicar los ritos de esta religión». Con ello se intenta preservar un término
de origen engañoso, llamando «judaizantes» a todos los judíos, cuando la
verdad es que ningún judío ha «judaizado» nunca a nadie, puesto que está
libre de ejercer un apostolado.
El texto que nos sirve de falsilla afirma que «con las primeras hogueras en
el campo de Tablada, el terror se extendió por la ciudad. Los inquisidores se
excedieron en la dureza y cometieron algunas injusticias», cuando el hecho
de apresar, torturar y condenar a alguien por profesar una determinada
doctrina —cualquiera que fuese— ya es una injusticia, tanto más criminal
cuando se alude a ella en una obra editada a finales del siglo XX (diciembre de
1992).
Continúan los redactores católicos del mencionado texto:
“El número de quemados, en gran parte en efigie por hallarse huidos, pasó
de quinientos en tres años; otros miles de personas fueron condenadas a
diversas penas. Las confiscaciones de bienes extendían el daño a personas que
nada tenían que ver con el «delito de la herética pravedad» (iniquidad).
Sevilla sufrió un gran quebranto; muchos conversos huyeron a los señoríos
próximos; otros, encabezados por Diego de Susán, Pedro Fernández

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Benadeva y Juan Fernández Albolafia, prepararon una revuelta urbana que
fue descubierta y ejecutados sus promotores, en un primer auto de fe, en
febrero de 1481.”

Expuesto de forma esquemática el estable cimiento de la Inquisición en


España, creemos que este episodio de la Historia Negra, jamás vivida hasta
entonces, requiere una descripción sosegada, que vamos a compartir con
autores de tan relevante solvencia como Lea, Kamen, Morayta y Keller,
quienes empiezan por contemplar que, planteada desde hacía tiempo la
polémica entre cristianos viejos y cristianos nuevos o conversos, el último
tercio del siglo XV en España está regido por el odio irracional hacia los
judíos, dada su capacidad para obtener riquezas —como un don natural, del
que nadie es culpable— y la implantación de un libro que va a convertirse en
el evangelio del pensamiento más radicalizado: Fortaleza de la Fe, de
Alfonso de Espina, rector de la Universidad de Salamanca, quien, refiriéndose
a los judíos, conversos o no, escribe:
“Pugnan todos por derribar la verdad con palabras y obras; más unos son
herejes y perversos cristianos; otros, judíos, y otros sarracenos. Nadie inquiere
los errores de los herejes y entraron, ¡oh, Señor!, en tu rebaño los lobos
rapaces: porque son pocos los verdaderos pastores y muchos los mercenarios,
y porque los que mercenarios son, no curan de apacentar sus ovejas, sino
trasquilarlas. Cae la pollina y tiene quien la levante; perece el alma y no hay
quien la socorra. Nadie piensa en los pérfidos judíos que blasfeman de tu
nombre, ni en los infieles que hacen en secreto inauditas crueldades; porque
sus dádivas y cohechos cegaron los ojos de los jueces y de los prelados, en el
clero y en el pueblo.”
Las soluciones del apocalíptico clérigo eran bien expeditas: en cuanto a
los judíos públicos, debían “ser obligados a recibir la fe (cristiana), porque
mejor es el forzado a obrar bien, que el obrar mal impunemente”; y en cuanto
a los judíos secretos o falsos conversos, “si se hiciera una verdadera
inquisición, serían innumerables los entregados al fuego, de cuantos
realmente se hallaran que judaízan”. Para el franciscano Alfonso de Espina —
tal vez como homenaje al pobrecito de Asís—, “salvar las almas es un deber y
deber el inquirir si cumplía como cristiano el que así lo decía; y si no cumplía,
someterle a la pena de ser quemado vivo”. (Menos mal que si el inculpado
abominaba de sus errores, el Santo Oficio era tan misericordioso, que

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solamente ordenaba su muerte en la horca y, una vez consumado el lance,
quemar el cadáver y aventar sus cenizas.)

A pesar de todo, tanto la reina doña Isabel como su esposo don Fernando
vivían rodeados de conversos. Cristianos nuevos eran muchos de sus
consejeros, sus servidores de mayor confianza y los que ejercían cargos
preeminentes. Por eso el prior del convento de dominicos de San Pablo en
Sevilla, Alonso de Hojeda, dolíase de ver “la empinación e lozanía de muy
gran riqueza y vanagloria de muchos sabios, e doctos, e obispos, e canónigos,
e frailes, e abades, e contadores, e secretarios e factores conversos”, y
asimismo le hería el atrevimiento de los letrados de aquel linaje, “que estaban
en punto de predicar la Ley de Moisés”, siéndole insoportable “la credulidad
de los simples, que no podían encubrir el ser judíos”.
Aprovechó Hojeda la estancia de doña Isabel en Sevilla; le habló, y luego
al rey, “de la gran felicidad y ventura que alcanzarían Sevilla y su
arzobispado para hacer la Inquisición”, predicada por Espina y ya solicitada
durante el año anterior, de la cual habían de encargarse los dominicos, la
milicia del Papa. Le ayudaron en la gestión algunos clérigos sevillanos: fray
Felipe de Berbery, inquisidor de Sicilia, a la sazón en Sevilla, donde
solicitaba cierto privilegio relativo a los bienes de los acusados de herejía, y
Nicolás Franco, obispo de Trevisa, nuncio del Pontífice, que por orden de
Roma trabajó en este asunto. A la reina —al parecer, cristiana sincera— no
podía parecerle mal cuanto significaba extender, afirmar y purificar las
creencias católicas, pero, inclinada a la benignidad, se mostró opuesta a abrir
una era de persecuciones y penas de muerte. El rey Fernando, por su parte,
comprendía que, cualesquiera que fuesen los provechos de heredar a los
declarados herejes, la Inquisición también significaba levantar una autoridad
muy poderosa frente a la Monarquía.
Por estas y otras razones, contestaron a las reiteradas instancias de Hojeda
y sus valedores con el asentimiento, pero tal como era práctica en Castilla y se
había ejercido durante siglos en todos los pueblos cristianos; esto es,
confiriendo llevarla a cabo al arzobispo de Sevilla. No era esto lo que Hojeda
y los suyos querían, pues si les inspiraba un equivocado celo religioso, no
menos les movía el interés de que su Orden alcanzase el poder y la autoridad
que, como encargada de la Inquisición, logró en otras naciones. Para mayor
desdicha de ellos, era a la sazón arzobispo de Sevilla don Pedro González de
Mendoza, defensor de los conversos, para que se les reconociera la aptitud

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legal y canónica con que obtener todo linaje de oficios eclesiásticos y
seglares. De quien estos antecedentes tenía, ¿qué podían esperar los
partidarios de la Inquisición?… Precisamente lo que González de Mendoza
hizo: procurar que los conversos se afirmaran en el conocimiento del
catecismo escrito por él, donde se enseñaban las obligaciones del cristiano
“desde el día en que nace, aun en el sacramento del bautismo, como en los
otros sacramentos que debe recibir, y de lo que debe ser doctrinado, y debe
usar y creer, como fiel cristiano, en todos los días y tiempos de su vida, hasta
el de su muerte”. Esto, lejos de satisfacer a Hojeda y al legado papal, los
irritaba más aún; tanto que, para hacer mayor fuerza, Hojeda se presentó a los
reyes, que estaban en Córdoba (24 de octubre de 1478), todo asustado y
“escandalizadísimo” porque un caballero —así lo dijo Hojeda—, con motivo
de una cita amorosa, había descubierto una junta de seis judaizantes que
blasfemaban de la fe en Jueves Santo. Y Hojeda añadía: “Sólo la promesa de
establecer la Inquisición podrá frenar la ira de la irritada muchedumbre”. Una
vez más en la Historia, se iba a esgrimir el estandarte del pueblo al servicio de
los intereses ajenos.
No se sabe hasta dónde los reyes dieron crédito al prior de los dominicos,
pero sí que debieron de prever desórdenes como los ocurridos en anteriores
reinados y, para sofocarlos, hubieron de despachar satisfecho a Hojeda, don
Fernando, vencidos sus escasos escrúpulos —pues no era hombre de
melindres—, por el interés político de crearse amigos y de aumentar las rentas
de la Corona con las propiedades de los herejes, otorgó su aquiescencia al
establecimiento del Santo Oficio. Doña Isabel se resistió algún tiempo, pero,
atento su fanatismo a las opiniones simuladoras de Torquemada, concluyó
diciendo que estaría conforme “si al Papa le parecía bien”.
Someter la decisión a Roma era crear ipso facto la Inquisición. En Roma,
los dominicos mandaban con imperio absoluto y, aparte de ello, el permiso
para establecer el Santo Tribunal significaba el inmenso crecimiento del
Papado y el hallazgo de una mina inagotable por la que habían de valer las
dispensas, los privilegios, los indultos y tantos otros servicios que habría de
ser imprescindible demandar a la Santa Sede. Sin más pérdida de tiempo que
la indispensable, Sixto IV expidió la correspondiente bula por la cual
facultaba a los reyes don Fernando y doña Isabel que eligieran “dos o tres
obispos u arzobispos u otros varones próbidos y honestos, presbíteros
seculares o regulares, mayores de cuarenta años, maestros de buena vida y
costumbres, maestros bachilleres en teología, doctores o licenciados en
cánones, que inquiriesen en todos los reinos y señoríos de dichos monarcas,

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contra los herejes, apóstatas y fautores (encubridores, cómplices)”, a cuyo fin
daba Su Santidad a los elegidos jurisdicción necesaria para proceder
conforme a derecho y costumbres». Cuyos derechos y costumbres eran
entonces entregar la Inquisición a la Orden de Predicadores, pero respetando
el derecho de los obispos, tal como se añadía en la bula: «para que los
inquisidores fallen las causas de fe, juntamente con los ordinarios, conforme a
las prescripciones del derecho».
Tan grave era el asunto, que, a pesar del compromiso que la solicitud de
bula significaba, los reyes la retuvieron en su poder sin darle cumplimiento.
Los parciales de Hojeda apremiaban y como en alguna ocasión, por ser
verdad, y en muchas respondiendo al deseo, no se pasara día en que no se
hablase de algún desafuero cometido por los conversos, creciendo la
agitación, los reyes cedieron (17 de septiembre de 1480), nombrando por
primeros inquisidores a los dominicos fray Miguel Morillo y fray Juan de San
Martín; consultor y asesor al doctor Juan Ruiz de Medina, abad secular de
Rioseco, consejero de la Reina y luego embajador en Roma, y fiscal a Juan
López del Barco, capellán de doña Isabel. A la vez que, para honrar más a
estos inquisidores, ordenaban que se les facilitasen por los pueblos bagajes y
alojamiento en su camino a Sevilla, donde, «por ser el mal mayor y haberse
allí solicitado, habían de establecerse».

Los partidarios de la Inquisición —no se olvide, porque


incomprensiblemente, gran parte del pueblo estuvo casi siempre con ella—,
fueron también adversarios. No la querían, claro, ni los judíos ni los
conversos; les parecía mal a los señores, temerosos de que, a la larga,
mermasen sus derechos sobre los vasallos; las Cortes, por entonces reunidas,
lejos de mostrarse adictas de ella, habían acordado que los judíos y los
musulmanes pudieran construir cuantas mezquitas y sinagogas «les fueran en
talante»… Se hizo así preciso que los reyes mandasen a todas las autoridades
de Sevilla que dieran a los inquisidores cuantos auxilios reclamaran. No les
habría sido necesario si los volteos de campanas y las procesiones con que
fueron recibidos en aquella ciudad hubiesen respondido al sentimiento
unánime de sus pobladores. Tanto era así, que en el primer momento se
organizó en Sevilla una conspiración —como queda reseñado— para alzarse
contra los inquisidores. Estos, establecidos en el convento de San Pablo —del
que era prior Hojeda—, se trasladaron a la fortaleza de Triana, desde la que
publicaron el edicto llamado de gracia, por el cual exhortaban a cuantos

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hubiesen apostado o incurrido en delitos contra la fe, a que se delataran
voluntariamente dentro del término de treinta días, con la promesa de que
serían perdonados. Hasta 17 000 personas, entre hombres y mujeres,
acudieron al llamamiento. La Inquisición impuso a unos y a otros penitencias
más o menos leves, pero exigió a todos que delatasen bajo su firma, o ante
escribano, los nombres de sus cómplices y de todos aquellos de quienes
supieren algo que pudiese significar «error de fe».
Transcurrido el término de gracia —o sea, los treinta días— se publicó un
nuevo edicto mandando a todos, bajo terribles penas, que delataren a cuantas
personas de quienes supiesen que habían incurrido en herejía judaica, y para
que así los doctos como los iletrados estuviesen al tanto de cuáles eran los
signos más comunes en los judaizantes, los enumeraban:
«Serán reconocidos culpables todos cuantos esperan al Mesías o dicen que
aún no ha venido, y que vendrá para librarlos del exilio y conducirlos a la
Tierra Prometida.
»Todos los que declaran que la religión de Moisés es tan buena como la
de Jesucristo e igualmente eficaz para obtener la salvación.
»Todos los que observan el sabbat en honor de la religión de Moisés, cosa
fácil de distinguir porque visten camisa limpia más decentes que otros días, y
también ponen un mantel limpio en la mesa y se abstienen de encender fuego
o dedicarse a ningún trabajo a partir del viernes por la tarde.
»Todos los que quiten el sebo de la carne que van a comer y la purifican
lavándola en agua, la desangran o extraen la glándula de la pierna o de otros
animales sacrificados para ser comidos.
»Todos los que degüellan animales o las aves destinados a la
alimentación, y que antes prueban el cuchillo sobre la uña del dedo,
recubriendo la sangre con tierra y pronunciando ciertas palabras usuales entre
los judíos.
»Todos los que comen carne en Cuaresma o días en que lo prohíbe la
Santa Iglesia.
»Todos los que observan el gran ayuno de los judíos, conocidos bajo
diferentes nombres. Esto es muy fácil de comprobar porque quienes practican
dicho ayuno caminan descalzos mientras dura éste, pronuncian oraciones
judías o se piden perdón los unos a los otros.
»Todos los que observan el ayuno de la reina Esther.
»Todos los que observen otros ayunos habituales entre los judíos, tales
como los del lunes y el jueves, lo que podrá apreciarse porque esos días no
comen hasta la aparición de la primera estrella, se abstienen de comer carne,

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se han lavado la víspera o se han cortado las uñas o la punta de los cabellos y
han guardado o quemado estas puntas; recitan ciertas plegarias judías, alzan y
bajan la cabeza hacia la pared, después de haber lavado sus manos en agua o
haberlas frotado con tierra; se visten con un saco y se lo ciñen con cuerdas o
con correas de cuero.
»Todos los que celebran la Pascua de los Ázimos, la Pascua de los
Tabernáculos y la Fiesta de las Antorchas.
»Todos los que se alimentan de la carne de animales degollados por los
judíos o comen sentados a la mesa de los judíos.
»Los que recitan los Salmos de David sin decir al final Gloria Patri.
»Las mujeres que no se han presentado en la iglesia cuarenta días después
de haber dado a luz.
»Los circuncisos o los que hayan hecho circuncidar a sus hijos,
imponiéndoles un nombre hebreo; los que hayan hecho sumergir a sus hijos
siete días después de su nacimiento en una jofaina donde se puso agua, oro,
plata, polvo de perlas, trigo o cebada.
»Los que se hayan casado siguiendo la Ley mosaica.
»Los que celebran la “ruaya” o comida de la separación, preludio de un
largo viaje.
»Los que, en artículo mortis, hayan vuelto el rostro del muerto en
dirección a la muralla, y hayan lavado el cadáver con agua caliente,
afeitándole y envolviéndole en un lienzo nuevo; los que hayan practicado, con
respecto al muerto, ritos judíos y le hayan enterrado en una tierra virgen o en
un cementerio judío…»
Las consecuencias del Edicto se plasmaron en la necesidad de reconstruir
en el Campo de Tablada, de Sevilla, un cadalso permanente de fábrica,
llamado El Quemadero, y en sus cuatro ángulos cuatro grandes estatuas
huecas de yeso, que se dijeron los cuatro profetas, dentro de las cuales metían
vivos los impenitentes para que murieran a fuego lento.
A todo ello incitaba la bula de Sixto IV, que decía, entre otras cosas, al
rey Fernando:
«Sabemos que en diferentes ciudades de vuestros reinos de España
muchos de aquellos que, por propia voluntad, fueron regenerados por las
sagradas aguas del bautismo, han vuelto secretamente a la observancia de las
leyes y costumbres religiosas de la superstición judía (…), haciéndose reos de
las condenas pronunciadas contra los autores de la herejía. En razón de los
crímenes de estos hombres y de la tolerancia de la Santa Sede hacia ellos, la
guerra civil, el homicidio e innumerables males afligen vuestros reinos, Nos

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deseamos, pues, atender vuestra petición y aplicar los remedios adecuados
para aliviar los males que nos señaláis (…). Además, concedemos a estos
hombres (los inquisidores), con respecto a todos aquellos de crímenes contra
la fe, y a quienes los ayudan y favorecen, derechos y jurisdicciones
especiales, tales como la ley y la costumbre les atribuyen a los ordinarios y a
los inquisidores de la herejía…»

Nombrado Tomás de Torquemada Inquisidor General el 17 de octubre de


1483, éste consagró toda su actividad a organizar la Inquisición. Por su
dictamen, se creó el Consejo de la Suprema o Real Consejo del Santo Oficio,
bajo el cual se instituyeron cuatro tribunales subalternos en Sevilla, Jaén,
Córdoba y Villarreal (Ciudad Real). Para la marcha y gobierno de estos
tribunales se hicieron las correspondientes, inspiradas en los escritos de
Nicolás Eymeric —que Dios guarde bien guardado—, martillo de herejes,
bajo cuyos contundentes golpes vivió España durante cuatro siglos.
La hora de fray Tomás de Torquemada iba a resonar en todo el mundo
conocido.

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IV
LA HOGUERA DE LA CRUELDAD

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La idea de que es un deber de todo hombre
procurar que otro sea religioso fue el fundamento
de cuantas persecuciones religiosas se han
perpetrado.

Stuart Mill

Los enemigos de la etnia hebrea, contra quienes ésta se he tenido que


defender en todos los tiempos —en una suma de calumnias, animadversión y
subterfugios inauditos—, siempre han acusado de todos los males del mundo
a una hipotética Liga Judía, convertida en sociedad secreta a escala mundial
que nunca ha podido probarse documentalmente pese a los muchos intentos
frustrados. En cambio, a tenor de unos hechos que podrían reflejarse en actas
notariales, lo que a lo largo de una historia mil veces repetida es la irrebatible
actividad, entre las sombras, de una Liga Antijudía que, de forma
intermitente, pone en marcha su poderoso y tenaz dispositivo, orientado al
intento de aniquilar la prodigiosa supervivencia del pueblo israelí. Para el
caso histórico que estemos tratando —el temido establecimiento de los
tribunales inquisitoriales— vemos que, en la ejecución del plan,
meticulosamente estudiado, se hacen coincidir los agentes capaces de llevar a
buen término el diabólico proyecto: los reyes de la nación llamada a ser la
más poderosa del mundo —Isabel I de Castilla y Fernando V de Aragón—, el
Gran Inquisidor Torquemada impasible ante la crueldad más extrema, los
heraldos encargados de mantener viva la llama del odio, y los tres Pontífices
más mundanos de la Historia. De todos ellos es imprescindible esbozar la
correspondiente semblanza, con vistas a demostrar que, una vez lograda la
conjunción de tales poderes, fue posible activar el impulso necesario para la
consumación del Primer Holocausto.

Establecida en una de nuestras obras de índole histórica las diferencias


fundamentales que definieron a los Reyes Católicos, permita el lector que
volvamos a ellas en un apretado resumen, empezando por resaltar cómo la
fuerte personalidad de la reina Isabel, así como su prudencia y la ventura de
compartir el trono con un hombre singularmente capacitado para las tareas de

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gobierno, han hecho que la dignidad de la reina y el silencio que ella misma
aconsejaba, fuesen sus signos inequívocos. Sin embargo, doña Isabel de
Castilla debió de ser una mujer desgraciada, a causa de la predisposición de
Fernando el Católico hacia las mujeres, acompañando una serie de defectos
que, si en la estimación de la Historia eran compensados con una notable
habilidad política, en sus relaciones con Isabel no dejaban de mostrar la
realidad de un matrimonio infeliz, además de excesivamente protocolario. Es
lo que se deduce de la lectura de una obra básica para conocer el carácter, la
falta de escrúpulos y los deméritos de un hombre que Maquiavelo adoptó
como ejemplo de su obra El Príncipe: nos referimos a la Historia de los Reyes
don Fernando y doña Isabel, del norteamericano Guillermo Hicking Prescott,
en la que, aparte otras descalificaciones, hallamos este diagnóstico
demoledor:
“Su educación, por efecto de la turbulencia de los tiempos, había sido
muy descuidada en su niñez (…). No es tan fácil eximir a don Fernando del
cargo de perfidia que los escritores extranjeros le han echado tan de continuo
(…). Abandonó a sus aliados cuando así convino a sus intereses (…).
Desgraciadamente para su popularidad, carecía de aquella franqueza y
cordialidad, de aquella expansión del alma que inspira amor (…). Frío y
calculador aun en las cosas más pequeñas, era bien claro que todo lo refería a
su persona y parecía que sólo estimaba a sus amigos por los servicios que
podían prestarle, sin que se acordara después de estos servicios. Don
Fernando se manifestó indigno de la admirable mujer con la que estuvo unido
su destino, entregándose a las licenciosas galanterías tan generalmente
admitidas en aquel siglo.”
Jerónimo Zurita escribe en sus Anales». «Fue notado no sólo de los
extranjeros, sino de los naturales, que no guardaba la verdad y la fe que
prometía, y que se anteponía siempre y sobrepujaba el respeto de su propia
utilidad a lo que era justo y honesto». Con ello resulta indudable la
incompatibilidad entre un hombre dado sin reservas a su propio egoísmo y la
mujer que, cuando el arzobispo Carrillo le ofrece la Corona de Castilla, en
detrimento de Enrique IV, hermano de Isabel, le responde:
«Yo os agradezco mucho esta voluntad y afición que mostráis a mi
servicio, y deseo poder en algún tiempo gratificarlas; pero aunque la voluntad
es buena, que estos vuestros intentos no agradan a Dios da bien a entender la
muerte de mi hermano mal lograda. Los que desean cosas nuevas y mudanzas
de estado, ¿qué otra cosa acarrean al mundo sino males más graves,
parcialidades, discordias y guerras? Por evitar los cuales, ¿no será mejor

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disimular cualquier otro daño? Ni la naturaleza de las cosas, ni la razón de
mandar, sufren que haya dos reyes. Ningún fruto hay temprano y sin sazón
que dure mucho: yo deseo que el reino me avenga muy tarde, para que la vida
del rey sea más larga y Su Majestad más durable. Primero es menester que él
sea quitado de los ojos de los hombres que yo acometa a tomar el nombre de
reina. Volved, pues, al reino de don Enrique mi hermano, y con esto
restituiréis a la patria la paz. Este tendré yo por el mejor servicio que me
podéis hacer, y éste será el fruto más colmado y gustoso que de esta vuestra
afición podrá resultar.»
No obstante, en el tablero de la Historia la suerte está echada, sobre todo
desde que, efectuado el pacto llamado de los Toros de Guisando, Isabel queda
reconocida públicamente heredera de Castilla, desahuciada la presunta hija de
Enrique IV, Juana la Beltraneja, por ser fruto de los amores de la reina doña
Juana con el favorito Beltrán de la Cueva. Es, para Isabel, la hora de los
pretendientes, entre los que destacan don Pedro Girón, conde de Ureña, y el
rey don Alonso V de Portugal, llamado El Africano. Sin embargo, resuelta
doña Isabel a decidir por sí misma, lo dispone todo para encontrarse
secretamente con don Fernando, hijo del monarca aragonés.
«Este llegó a Las Dueñas, en donde le aguardaba la princesa, disfrazado
de arriero y fingiendo servir como mozo de mula a cuatro caballeros
aragoneses, que en realidad eran sus gentiles-hombres. Y al anochecer del día
14 de octubre de este año de 1469 Isabel de Castilla y Fernando de Aragón
estaban frente a frente por primera vez en sus vidas, teniendo por testigos de
su encuentro al conde de Treviño y a los caballeros aragoneses que habían
hecho el viaje con el Rey de Sicilia, quien era un año y cuatro meses más
joven que su novia, puesto que había nacido en Sos el 10 de mayo de 1452.
Quedó la pareja muy gratamente impresionada mutuamente; tenía entonces
Doña Isabel dieciocho años cumplidos y diecisiete habían pasado en mayo del
nacimiento de don Fernando.»
Suscritas las correspondientes capitulaciones, todo quedaba listo para el
matrimonio, excepto la dispensa del Papa, dado el impedimento de la
consanguinidad. Este escollo queda solventado en cuanto el arzobispo de
Toledo, don Alonso Carrillo, muestra a doña Isabel una bula por la que el
Papa, Pío II, otorgaba dicha dispensa. Trasladados Isabel y Fernando a
Valladolid, celebran su enlace el 19 de octubre de 1469, pero, al comprobarse
que la bula es falsa, se envía a Roma una embajada en solicitud del preceptivo
permiso. Definitivamente, a pesar de la guerra civil emprendida, para Juana
La Beltraneja no queda ni la más remota posibilidad de ser algún día Reina de

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España. La conducta deshonesta de Juana de Avis no da opción a la duda.
Muerto Enrique IV el 11 de diciembre de 1474, «su viuda se retiró a residir en
unas modestas habitaciones junto a la iglesia de San Francisco, en donde es
fama que quiso hacer penitencia por sus pecados y por los males que con su
licenciosa conducta había acarreado al reino».
La unión de Fernando e Isabel fue muy fructífera en los litigios políticos.
Otra cosa fue su armonía conyugal, a la que alude el cronista:
«Su vida matrimonial con don Fernando estuvo condicionada por
numerosas y a veces largas separaciones (…). Hubo problemas matrimoniales
por razones de Estado, debidos sobre todo a las suspicacias que despertaba
don Fernando entre los castellanos por su afán de gobierno personal, lo que
estuvo a punto de producir una total separación entre los esposos, incluyendo
la marcha definitiva de don Fernando a sus estados aragoneses. No obstante,
se opuso el buen sentido y en 1475 se firmaba la Concordia de Segovia, que
respetaba el espíritu del famoso lema: Tanto monta, monta tanto… También
debió de producir a doña Isabel una gran aflicción los cuatro hijos naturales
habidos por don Fernando con otras damas, pero conociendo las flaquezas de
su esposo en cuestión de mujeres, tuvo la suficiente entereza de no aburrirle
jamás con escenas de celo, pues bien sabía que pedirle a su cónyuge una
estricta castidad fuera del matrimonio era pedir demasiado.»
Los estudios historiográficos no han sido pródigos al tratar los amores
adulterinos del Rey Católico, limitándose a reseñar los nombres de las
amantes más popularizadas por las habladurías en salones y mentideros:
Aldonza Roy de Ivorra, Joana Nicolau, Tota de Larrea, una portuguesa
apellidada Pereira…, receptoras de un vigor tan incontenible que cuando
declina —pasados los años, viudo Fernando y vuelto a casar con Germana de
Foix—, será una fórmula afrodisíaca la que le produce graves desarreglos
orgánicos de los que no llegó a recuperarse.
«En la actualidad se cree que, a tenor de este feo potaje suministrado al
rey por doña Germana, las turmas (testículos) de toro hubieron de ser
mezcladas con un preparado de cantáridas, filtro amoroso de gran nocividad.
La cantárida es una sustancia cáustica, potencialmente peligrosa, que se logra
después de pulverizar y secar las alas de la cantárida, escarabajo originario del
sur de Europa. La cantaridina, tomada por vía interna, provoca irritaciones en
los genitales y riñones, lo que hace aumentar los deseos sexuales, aunque la
cantaridina es imprevisible y a veces no provoca estimulaciones positivas.
Hoy en día se sabe que una sobredosis de cantaridina puede ocasionar la
muerte. Por lo tanto, una dosis inadecuada de esta sustancia sería la causa de

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los graves desarreglos físicos y morales sufridos por Fernando el Católico a
partir de marzo de 1513.»
Fernando «el Católico», antes de casarse, ya tuvo en Aldonza Roy,
vizcondesa de Evol, un hijo, Alonso de Aragón, que llegaría a ser arzobispo
de Zaragoza. Una vez casado, tuvo en una señora de la villa de Tárrega, una
hija, Juana de Aragón, a la que el padre quiso casar en Escocia, y otros hijos
en otras dos señoras, vizcaína una, y otra portuguesa, las dos de nombre
María, que murieron en el convento de Santa Clara, de Madrid. En cuanto a la
aventura del rey con Juana Nicolau, «los datos del calendario indican que don
Fernando llevaba varios meses separado de doña Isabel. Demasiado para
mantenerse sin compañía femenina en aquellos días de 1473, cuando
disfrutaba de cierto descanso y celebraba en la población catalana su reciente
victoria sobre los franceses en Perpiñán».

Con estos antecedentes, es fácil adivinar la tristeza que para la reina supondría
la continuada infidelidad de un marido al que se había entregado en cuerpo y
alma un marido que, ciertamente, dio motivos para ser juzgado con el rigor de
Prescott, quien escribe:
«Testigo, la poca generosidad con que pagó a Colón, al Gran Capitán, a
Navarro, a Cisneros, los hombres que más brillo y más beneficios derramaron
al mismo tiempo sobre su reinado; testigo también su poco aprecio de las
virtudes y del acendrado amor de doña Isabel, cuya memoria deshonra tan
pronto, por su enlace con quien bajo ningún concepto era digna de
sustituirla.»
Es una gran verdad. Lástima que doña Isabel, frente a sus virtudes,
opusiera dos lastres incomprensibles: su obsesión paranoica por la castidad,
aunque ésta acelerara su muerte, y su obediencia ciega a los consejos del
fanatismo más radicalizado.
Poco a poco, los trabajos, las aflicciones por la pérdida de seres muy
queridos por ella, el ajetreo constante al que le impulsaba el afán de
acompañar a los soldados en campaña y el dolor íntimo, callado, que le
producía la conducta mujeriega de don Fernando van a acabar con la
resistencia de Isabel. Pedro Mártir de Anglería escribe al conde de Tendilla:
«Todo su sistema se halla dominado por una fiebre que la consume; rehúsa
toda clase de alimentos y se halla de continúo atormentada por una sed
devoradora, y la enfermedad parece que va a terminar en hidropesía».

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No obstante, el mal que vencerá a la reina es el provocado —o, al menos,
acelerado— por la costumbre, y la necesidad de montar a caballo, lo que, al
decir de Mariana, «le produce cierta enfermedad fea, prolija e incurable que
tuvo a lo postrero de su vida». Probablemente, un cáncer de recto; de ahí que
el cronista Pedro Monje informara de que «le vino una úlcera secreta que el
trabajo y la agitación del caballo le habían causado en la guerra de Granada.
Su valor le causó el mal, su pudor lo mantuvo y, no habiendo querido
exponerlo jamás a las manos ni a las miradas de los médicos, murió al fin por
su virtud y su victoria».
Esta mujer excepcional, que acaso hubiese ganado al morir la más
legítima aureola de talento y santidad si no hubiera decidido aterrorizar a sus
súbditos con las hogueras del odio, se vuelve adepta de humillada
mansedumbre ante las salidas de tono de su confesor, en tanto fray Tomás se
pavonea de orgullo por la obediencia servil de la Reina Católica.
Una historiadora que debe servir de ejemplo a quienes escogen la espinosa
senda de la verdad sin amaños ni ocultaciones acomodaticias, Pilar Huerga,
nos ilustra con dos muestras de inestimable valor para medir la altanería del
fraile en sus relaciones con doña Isabel de Castilla:
«… en una ocasión dijo (Torquemada) a la reina que debía despachar un
negocio y a ella le interesaba dejarlo para después del parto, a lo cual le
respondió que, si no lo despachaba, Dios no la iba a alumbrar. La reina
obedeció a su confesor sin enojarse.
»En otra ocasión, a propósito de que la reina gustaba de organizar fiestas,
para una de las cuales se estaba trabajando en hacer tablados, siendo festivo,
le mandó decir: Si le parecía bien que para sus locuras se quebrase el
mandamiento de la Iglesia.»
Pero donde el inflexible fray Tomás exhibe sus poderes como hombre de
Estado es cuando dirige a la soberana sus temidos memoriales:
«Las cosas que por agora me ocurren que vuestra alteza debe remediar
son éstas.
»Lo primero, que ansí vuestra alteza como la señora reina tenéis dados a
algunas personas los oficios de vuestras ciudades e villas por su vida e non
por sus servicios, y ellos non lo sirven por sus personas, mas antes los dan a
personas insuficientes y de poca eficación de justicia, de manera que el
pueblo padece y nuestro señor es ofendido, y de aquí redunda grande infamia
y cargo de conciencia, ansí a vuestra alteza como a la señora reina, debáis
remediarlo de esta manera que los tienen o los sirven personalmente y bien de
manera que descarguen vuestras conciencias, o los dejen, y proveed a

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personas que hagan lo que deben dándoles aquel salario convenible con que
puedan sostener los trabajos y dar cuenta que deben, en otra manera todo el
daño que por sus causas vinieren, irán sobre vuestras conciencias y sois
obligados a la satisfacción.
»Lo segundo, que algunos con avaricia, o por intensa pobreza, siendo
regidores de vuestras villas e ciudades, venden los regimientos que tienen más
mirando a la codicia que al fin común, y dándolos a otros a quien más diere
por él que a quien mejor podrá regir, de lo cual viene general daño y ofensa
de Dios en las dichas vuestras ciudades y villas. Vuestra alteza lo debe
remediar en esta manera que los que agora lo tienen lo sirvan personalmente y
que no lo puedan vender a ninguno, salvo si no lo quisieren, lo renuncien en
vuestras manos y vuestra alteza debe proveer non a las personas, mas a las
comunidades y den buena cuenta a Dios de su cargo.
»Lo tercero, que porque tenéis dadas algunas facultades para los dichos
oficios que vacaren, lo cual me parece ser ofensa a Dios y proveéis a personas
no experimentadas que vuestra alteza las debe todas revocar y, cuando el
oficio vacare, ansí de regimiento como otro cualquiera, non darle a quien le
pidiere porque por mismo caso haberse non digno, mas hasta tal persona que
para ello sea suficiente, y aunque non lo quiere tomar, rogarle y mandarle que
lo acepte.
»Lo cuarto, que es por mucho, prohibid que los judíos non tengan entre
los cristianos oficios públicos nin los reyes non los vendan sus rentas, salvo
con muy estrechas condiciones, las cuales no se guardan que vuestra alteza
debe mandar que a ningún judío sean dadas las rentas reales y muy menos
tantas porque es gran pecado y mengua de nuestra fe; y si por bondad se les
diera alguna renta, sea con condición que ellos non las den a otros judíos y se
guarde la forma que quiere el capítulo X espéculo de judeis et sarraceni, lo
cual declaran a vuestras altezas vuestros letrados.
»Lo quinto, que vuestra alteza debe dar, como con generales penas en
todos vuestros reinos, que los judíos y moros, so generales penas, sean
apartados y non vivan entre los cristianos y que traigan sus señales por donde
sean conocidos y que ningún judío ni moro non traiga seda, mas que se vista
según su estado y condición requieran, y sin la dicha seda ni grana ni
chamelote ni menos cosa dorada.
»Lo sexto me parece que vuestra alteza debe mucho de mirar en las
suplicaciones al Papa o ruegos a otros que tengan poder, y ansí como obispos
e arzobispos e maestros, de non suplicar ni rogar por dignidad ni beneficio
para persona non digna, y si fuere digna el que hubiere de proveer, non haya

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el primero respecto al ruego, mas a la suficiencia de la persona, porque en
otra manera se comete simonía y es de provisión papal y non basta para la
absolución ninguno indulto si de la simonía (compra o venta de cosas
espirituales) non hace expresa mención y de aqueste non os puede (…)
ninguna necesidad.
»Lo séptimo, que, mirando vuestra alteza algún (…) en que (…) a Dios
nuestro señor debe mucho su honra y porque en estos vuestros reinos hay
muchos blasfemadores renegadores de Dios y de los santos, y asimismo
hechiceros y adivinos, debe vuestra alteza dar forma cómo se castigue y que
vuestros corregidores y justicias sepan el castigo que a los tales ha de dar y
éste sin ninguna dispensación y, pues tenéis leyes de vuestro reino sobre ello
sin más que non hace días, guardadlas.»

Y los tres Papas —Sixto IV, Inocencio VIII y Alejandro VI— que gobernaron
la Cristiandad durante la primera etapa del establecimiento de la Inquisición
en nuestro desventurado país.
De Sixto IV (que ostentó la tiara papal de 1471 a 1484), escribió Egidio
de Viterbo que “se preocupó del dinero más que del Dios verdadero, de los
placeres carnales más que de los bienes eternos”, ya que “no raras veces
olvidaron los Papas que eran Vicarios de Cristo y se portaron como si sólo
fueran monarcas de un reino temporal”.
Victoriano Domingo, escritor católico de proclamada obediencia al
Vaticano, recuerda:
“Con Sixto IV —ha dicho un historiador poco favorable al Pontificado—
empezó a desaparecer en el Papa el sacerdote y a campear de un modo
sobresaliente el príncipe; desde entonces los sucesores de San Pedro parecían
dinastas de Italia que accidentalmente eran también Pontífices y que portaban
la tiara en vez de una corona ducal. Las vías mundanas que ahora seguía el
Papado exigían modos y expedientes más que mundanos: negocios
financieros, ventas de oficios y favores, artes poco honestas, dominación de
los nepotes (parientes y privados). El nepotismo, que nunca se había mostrado
tan desvergonzadamente, llegó a ser el resorte de todas las acciones de
Sixto IV.”
En fin, Gregorovius sentencia:
“Sixto IV fue el revés de lo que debe ser un sacerdote. Como príncipe
temporal, poseyó muchas de aquellas cualidades que en su tiempo ilustraron a
los príncipes italianos. Demostró siempre y en todo, la índole enérgica de

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aquellos tiranos, los cuales, sin consideración alguna, ponían todas las cosas
bajo sus pies. De él puede decirse que fue el primer papa-rey de Roma, pues
mucho contribuyó a hacer del Estado de la Iglesia una Monarquía; y de allí a
poco tiempo, continuando su política, Alejandro VI y César Borja
procedieron mucho más a fondo que él y su nepote Riario.”
Inocencio VIII (1484-1492) es el Papa pusilánime, cobarde, que impone
el soborno para la obtención de capelos cardenalicios. Tuvo dos hijos y nunca
supo combatir los abusos de los empleados pontificios, que llegaron a formar
una verdadera coalición para falsificar bulas. Justificadamente se le
considera el precursor, en las prácticas corruptas, de su sucesor inmediato.
Alejandro VI (1492-1503) bien merece el más adverso de los juicios, ya
que “su figura ha entrado de lleno en el terreno de la leyenda; una leyenda
feroz de crímenes, simonías, liviandad y traiciones”. Este Papa (el español
Rodrigo de Borja) fue definido así por el historiador Godefroi Kurt: “El papa
Alejandro VI es la encarnación más siniestra del paganismo bajo la tiara”.
Ludovico Pastor escribe en su Historia de los Papas: “Su elección se obtuvo
por medio de inauditos manejos simoníacos”. Gaspare de Verona le califica
de “sensual por naturaleza” y sus hijos —siete identificados— los tuvo siendo
cardenal, y de una mujer casada, Vennozza, cuatro de ellos. E. R. Chamberlin
ha descrito hasta qué punto Alejandro VI era un adicto a la parafernalia más
fastuosa, al celebrar su coronación:
«Las armas de los Borgias (Borjas), el gran toro español passant,
aparecieron en todas las esquinas. Cerca del palacio de San Marcos se erigió
la estatua de un toro gigantesco, de cuya frente manaba continuamente vino.
Jóvenes desnudos y cubiertos de una película dorada hicieron de estatuas
vivas; cascadas de flores fueron arrojadas desde todas las casas que
flanqueaban la ruta del cortejo; arcos de triunfo pusieron su efímera nota de
color en las calles. Había resucitado la Antigüedad (pagana), el esplendor del
mundo clásico fecundado con la energía del nuevo.»
El erudito florentino Francesco Guicciardini le reconoce su elocuencia, su
laboriosidad, su capacidad administrativa:
«Pero esas virtudes estaban sumergidas en defectos mucho mayores. Su
forma de vivir era disoluta. No conocía ni la vergüenza ni la sinceridad, ni la
fe ni la religión. Además, estaba poseído por una insaciable codicia, una
ambición sin límites y una ardiente pasión por el progreso de sus muchos
hijos, los cuales, a fin de aplicar sus inicuos decretos, no tuvieron escrúpulos
en emplear los medios más odiosos.»

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De estos tres Pontífices, será el primero, Sixto IV, quien, en 1483, nombre
a Torquemada Gran Inquisidor General, con plenos poderes para llevar a cabo
la cruzada que enarbola, como lema, el espantoso crimen de exterminar a
judíos y conversos: que no quede ni uno.
Desde ese preciso momento —para no retrasar las medidas
estremecedoras que han de regir la Santa Inquisición—, fray Tomás de
Torquemada exhuma unas ordenanzas que, poco tiempo después,
sistematizaría Fernando Valdés, arzobispo de Sevilla:
«I. Luego que se forme el sumario, podrán los inquisidores prender al reo,
y sólo en el caso de discordia se consultará al Consejo de la Suprema.
»II. La prisión se ejecutará siempre con el secuestro de bienes, y sólo se
darán los alimentos más precisos a la mujer e hijos, si no tuviesen edad para
trabajar.
»III. Se colocarán los reos en prisiones separadas, y no se les permitirá
que sean visitados de sus padres, mujeres, hijos, parientes y amigos.
»IV. El abogado y el confesor necesitarán licencia especial del Santo
Tribunal para visitar los reos, y el primero no podrá entrar sin ser
acompañado de un inquisidor.
»V. Se les tomará declaraciones siempre con juramento y se les
preguntarán los pormenores de su genealogía, enlaces, y el cuándo, dónde y
con quién se han confesado.
»VI. Se tendrá el mayor cuidado en que los reos no sepan el estado de sus
causas, y no se les dirá el motivo de su arresto hasta la publicación de las
probanzas.
»VII. El fiscal deberá acusarlos generalmente de herejía, aun cuando sus
crímenes fuesen otros. Debe siempre persistir en lo primero para indagar lo
segundo, y tratará de averiguar la vida que ha observado antes de entrar en
prisión.
»VIII. El fiscal concluirá siempre su acusación diciendo: “Que si la
intención no está bien probada, sea puesto el reo a cuestión de tormento”. Es
sólo esta sentencia interlocutoria de la que se admite apelación, en caso que
los inquisidores duden de la suficiencia de los motivos.
»IX. El tormento será siempre presidido por los inquisidores y el
ordinario. Se ratificarán los testigos en presencia de dos personas,
eclesiásticos, honestos y cristianos viejos.
»X. Se leerán las ratificaciones al reo cuando convenga, pero se omitirá
todo aquello que pueda dar ocasión a conocer los que le han acusado, y
aunque el testigo deponga en primera persona, se leerá al reo en tercera

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diciéndole: “Que vieron, oyeron, dijeron que trataba con cierta persona, etc.;
sin embargo, se pondrán tachas a la declaración para dejar correr sin tino la
imaginación del procesado”.
»XI. La infamia que resulte de los crímenes que son castigados por el
Santo Tribunal, será trascendental a los hijos de los que la sufren.
»XII. Los Calificadores nombrados por el Inquisidor General censurarán
las proposiciones y escritos, y sobre esta censura ha de recaer la sentencia,
que el Inquisidor General mandará ejecutar.»
Como se ve, toda una normativa de escrupuloso comportamiento cristiano
«a mayor gloria de Dios».
En el curso de nuestro relato, más de una vez hemos de lamentar que la
cita empleada, para basarnos en documentación cierta, resulte excesivamente
premiosa. Así sucede en esta secuencia, ya que la Inquisición de Torquemada
no deja nada al azar y, en cuanto a la aplicación del tormento, el incansable
dominico no va a permitir que cada inquisidor use de tan sádico método según
su propio criterio, siempre expuesto a la debilidad de la misericordia. Para
evitar tales desvíos, fray Tomás se sirve del Manual de Inquisidores, de
Eymeric, con el que los encargados de supervisar tan repulsiva práctica
habrán de usar del mayor refinamiento en tan inconcebible espectáculo:
«Se da tormento al reo para apremiarle a la confesión de sus delitos. Las
reglas que se han de observar para poner a cuestión de tormento son las
siguientes:
»Se da tormento, lo primero, al reo que varía en las circunstancias,
negando el hecho principal. Lo segundo, al que estando notado de hereje, y
siendo pública esta nota, tiene contra sí aunque no sea más que un testigo que
declare que le oyó o vio decir o hacer algo contra la fe, porque en tal caso este
testigo sólo con la mala nota del reo son dos indicios que fundan semiplena
probanza, y bastan para ponerle a cuestión de tormento. Lo tercero, aun
cuando no haya testigo ninguno, si a la nota de herejía se allegan muchos
vehementes indicios, y aunque sea uno solo, también se le debe dar tormento
al reo. Lo cuarto, aunque no esté el reo notado de hereje, un sólo testigo que
le haya oído o visto decir o hacer contra la fe, añadiéndose a esta
circunstancia uno o muchos indicios vehementes, basta proveer el tormento.
Generalmente hablando, de las siguientes cosas, un testigo de vista, la mala
nota en materia de fe, un indicio vehemente, una sola no basta, dos son
necesarias y las bastantes para dar tormento.
»Esto no obstante, se ha de hacer una excepción a lo que hemos dicho de
que no basta la mala nota sola para dar tormento. Este se ha de mandar lo

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primero cuando el mal notado es de malas costumbres, porque los sujetos de
malas costumbres con facilidad incurren en herejías, especialmente en las que
autorizan su culpada vida. Por ejemplo, los deshonestos y aficionados a las
mujeres se persuaden fácilmente a que no es pecado la simple fornicación. Lo
segundo, cuando el acusado ha huido, indicio que junto con su mala nota
basta para mandar el tormento.
»Casos hay en que no son suficientes los indicios para sentenciar la
purgación canónica y la abjuración, pero que bastan para mandar la tortura.
Consiste esto en que la purgación y la abjuración son penas gravísimas, pues
exponen al riesgo de ser relajados al brazo seglar los que las han sufrido a la
primera culpa que cometan, y que se mira como reincidencia, mientras que el
tormento es menos peligroso, siendo también uno de los medios más eficaces
para compurgarse de la sospecha de herejía.
»La forma de la sentencia de tortura es la siguiente: “Nos, por la gracia de
Dios, N...... inquisidor, etc., vista la causa formada contra vos, y que variáis
en vuestras respuestas, habiendo contra vos suficientes indicios, para saber de
boca vuestra verdad y que no sigáis engañando a vuestros jueces, mandamos,
declaramos y fallamos que tal día, a tal hora, seáis puesto a cuestión de
tormento”. Pero si en esta sentencia se supone que ha variado el reo en sus
respuestas, y que hay suficientes indicios para darle tormento, no es necesaria
la reunión de ambas circunstancias, bastando la una sin el concurso de la otra.
»El tormento no se debe mandar hasta haber apurado sin fruto todos los
demás medios de averiguar la verdad, porque muchas veces basta para que
confiese el reo los buenos modos, la maña, sus propias reflexiones, las
exhortaciones de sujetos bien intencionados y las incomodidades de la cárcel.
Ni es la tortura medio infalible de apurar la verdad. Hombres pusilánimes hay
que al primer dolor confiesan hasta delitos que no han cometido, otros
valientes y robustos que aguantan los más crueles tormentos. Los que ya han
sido otra vez puestos en el potro le sufren con más ánimo, porque se prestan
con facilidad sus miembros, y resisten con esfuerzo; otros con hechizos se
paran como insensibles, y se morirían en él antes de confesar nada. Estos
desalmados usan para sus encantos de pasajes de la Escritura, que escriben de
un modo extravagante en pergamino virgen, mezclándolos con nombres de
ángeles no conocidos con círculos y letras raras que llevan escondidas en
algún sitio oculto de su cuerpo. No sé yo que haya remedios para estos
hechizos; mas siempre será bueno desnudar y visitar con escrúpulo a los reos
antes de subirlos al potro.

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»Cuando se hubiere dado sentencia de tormento, mientras se prepara el
verdugo a ejecutarla, el inquisidor, y los sujetos graves que le asistieren, harán
nuevas tentativas para persuadir al reo o a que confiese la verdad.
Desnudáranle los verdugos y sayones afectando desasosiego, priesa y tristeza,
procurando meterle miedo y, cuando ya está desnudo, le llevarán los
inquisidores aparte, exhortándole a que confiese, y prometiéndole la vida con
la condición de hacerlo así, a menos que sea relapso (reincidente), que en tal
caso no se le puede prometer ésta.
»Cuando todo esto sea inútil, se le pondrá a cuestión de tormento, y en
ella se procederá al interrogatorio, empezando por los puntos menos graves.
Si porfía en negar se le mostrarán los instrumentos de otros suplicios,
diciéndole que todos los sufrirá si no confiesa la verdad. Por fin, si no
confesare, todavía podrá continuarse el tormento segundo y tercero día, mas
éste se podrá continuar, y no repetir (?), porque no se puede repetir sin nuevos
indicios que arroje la causa, pero es lícito continuarle.
»Cuando ha sufrido el reo la tortura sin confesar nada, debe ponerle en
libertad el inquisidor por sentencia que expresa que después de un atento
examen de la causa no ha resultado prueba legítima del delito que se le había
imputado. Los que confiesen son tratados como herejes arrepentidos la
primera vez; como pertinaces si no quieren hacer abjuración, y como relapsos
(condenados al fuego) si han incurrido efectivamente por la segunda vez en
herejía.
»En los primeros tiempos que sucedieron al establecimiento de la
Inquisición, no mandaban los inquisidores poner a los reos a cuestión de
tormento, por no incurrir en irregularidad, competiendo esto a los jueces
seglares en virtud del Breve ad extirpanda del Papa Inocencio IV, que manda
a los magistrados que apremien con tormentos a los herejes, asesinos de las
almas, y ladrones de la fe de Cristo y los sacramentos de Dios, forzándolos a
que confiesen sus delitos y delaten a los demás herejes cómplices suyos. Pero
notándose luego que no eran los procesos bastantemente secretos, resultando
de ello graves perjuicios a la fe, pareció más conveniente y provechoso
atribuir a los inquisidores la facultad de sentenciar a tormento sin intervención
de los jueces seglares, dándoles junto con ella la de absolverse mutuamente de
la irregularidad en que en algunos casos pudieren incurrir (ejemplo: cuando
muere el reo en el tormento).
»Cinco géneros de tortura usan por lo común los inquisidores cuando dan
tormento, que siendo conocidos de todo el mundo no especificaré aquí,
pudiéndose ver en Grillando, Locato, etc. Como no ha prescrito el derecho

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canónico ésta ni aquella tortura particular, pueden los jueces echar mano de
las que les parezcan más al caso para apremiar al reo a que confiese su delito,
puesto que no deben ser torturas desusadas. Catorce géneros de tormentos
menciona Marsilio, añadiendo que se ha escogitado otros muchos, cuales son
estorbar el sueño, y le aprueban Grillando y Locato, más si he de decir
naturalmente lo que pienso, más parecen estas cosas invenciones de verdugos
que obras de teólogos. Es cierto que es práctica muy loable el poner a los reos
a cuestión de tormento, mas no son menos reprehensibles aquellos jueces
sanguinarios que cifran su vanagloria en inventar crudos y exquisitos
tormentos, en que los reos pierden o la vida o el uso de sus miembros, y
Antonio Gómez los condena con mucho rigor.
»El fuero otorgado por las leyes a los nobles, de no ser puestos a cuestión
de tormento en las demás causas, no es aplicable a delitos de herejía; y en
Aragón, donde no está admitida la tortura en los tribunales seculares, se
manda en los del Santo Oficio.
»Sucede a veces que, por librarse de la tortura se fingen locos los reos,
pero si se presume que es fingida esta locura, no se ha de dejar de darles
tormentos, y cuando hay otros indicios no es malo hacer la prueba, atendido a
que no resulta de ella peligro de muerte.»

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V
LA HOGUERA DEL DESENGAÑO

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El pueblo hebreo no se extinguió y no dejó perder
su lengua ni su ciencia; por el contrario, se
desarrolló, sustituyó con nuevas academias sus
escuelas cerradas y continuó así, valientemente,
su lucha por la existencia.

Mario Méndez Bejarano

¿Por qué los judíos?


Para responder —mejor, para intentar responder— a esta pregunta es
imprescindible arrostrar el riesgo de equivocarnos, porque el vocabulario del
hombre —de todos los hombres— obedece las órdenes dadas por su mente, y
ésta no está aún lo suficientemente desarrollada para expresar la abstracción
en sus últimas consecuencias.
Atrevámonos a ello, sabiendo las limitaciones que obstaculizarán nuestro
empeño, a pesar de que, de antemano, nos proponemos prescindir de todo
hálito metafísico para adentrarnos en un terreno acotado por talanqueras
inaccesibles.
Conocemos que en los principios, para los primitivos hebreos (y la
palabra «hebreo» quiere decir «venidos del Éufrates») ha nacido la pauta de
dos premisas iniciáticas: “No adorarás a ídolos” y “Observarás el sábado”.
Ese hebreo primordial, que surge como ente organizado, en la Historia, con el
amanecer de la Mesopotamia, puede admitir o rechazar esas premisas, según
decida su libre albedrío y, en vez de rechazarlas, las acepta, dado que los
judíos —no nos pregunten por qué—, creyentes o ateos, se saben (tal vez por
imposición genética) emanación de un Poder infinito. Como tales, han de
vencer obstáculos que para otros son insalvables, sencillamente porque esos
otros no están inmersos, como ellos, en el prodigio de una conciencia común.
Esta conciencia común, se intensifica cuando las dificultades aumentan,
formando parte de algo ya escrito por una mano invisible, que hace inútil todo
esfuerzo por evitarlo. Por eso, si hay un judío, un solo judío, en Jerusalén,
todos los judíos del mundo (que actualmente superan los quince millones,)
están en Jerusalem.
Lo que tenga que pasar, pasará; por ello se equivocan quienes aluden al
«fatalismo semita». Aquí no se trata de fatalismo, que es fundamento de la

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resignación, sino de lo que han de cumplir por ser el Pueblo Elegido.
La Gran Alianza nace con el primer hombre, para ser confirmada por
Abraham y convertirse luego en Ley con Moisés. No es necesario —a nuestro
juicio, y si no hemos entendido mal— que hablemos de Dios, el Innombrable,
entre otras razones porque mencionar cualquiera de los nombres divinos se
transforma en blasfemia al ser pronunciado por la imperfecta criatura humana.
En la Toráh se manifiesta como Y H W H (el alfabeto hebreo carece de
vocales) y así lo hemos de acatar.
Para el judío, en este terreno de las creencias, los acontecimientos tienen
menos importancia que sus interpretaciones, de ahí que los grandes rabinos,
estudiosos del Libro Sagrado —Toráh o Pentateuco— puedan pasarse toda su
vida, día a día y casi hora a hora, leyendo un pasaje e incluso un versículo,
por ver si les es posible desentrañar el mensaje secreto que contiene.
En la segunda confirmación de la Alianza, a la que hemos aludido, el
pueblo judío ya tiene sus leyes que, interpretadas sabiamente en el Talmud,
no podrán ser transgredidas, sobre todo porque el delito (el pecado) que
comete un judío es como si lo cometieran todos, a los que tiene que rendir
cuentas, no importa que entre éstos haya creyentes y no creyentes.
Esta Ley, que Moisés transmite a su pueblo (hacia el año 1300 a. de C.)
habrá de permanecer intacta hasta el fin de los tiempos. Con relación a ello,
Nicolás Baudy nos ofrece una reflexión inatacable:
«Es esta permanencia lo que constituye un fenómeno único de los tiempos
históricos; ése es el rasgo más notable del judaísmo, el más desconcertante
también desde el punto de vista psicológico. Perseguidos, desechados,
dispersados, los judíos han conservado su identidad a través de los milenios.
De todas las explicaciones que se formulan al respecto —a menos de aceptar
la explicación teológica de la alianza de Israel con Dios—, la más plausible
parece ser la de su adhesión profunda, sin par, a sus leyes.»
Son veredas que nos impondrían muchos años y centenares de libros
dedicados en exclusiva a estos estudios. Ciñéndonos al tema que nos convoca
en estas páginas, cerrémoslo con un planteamiento tan sencillo como veraz:
«Los cristianos pueden ahora descubrir las profundas implicaciones que
para ellos contenía la verdad expresada por el Papa Pío XI cuando declaró:
Espiritualmente todos somos semitas».
Con todo, como otras muchas verdades, esta fórmula religiosa es
frecuentemente relegada por los indocumentados al montón del olvido. Es
evidente que muchos cristianos saben que Jesús fue judío, pero, en cierta
manera, sienten que el Judaísmo no tuvo en realidad parte alguna en su vida,

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puesto que «Él fue Cristiano» (!!). Este hecho sirve para explicar la enorme
laguna que existe en su formación religiosa: laguna que no solamente crea
problemas para entenderse a sí mismos, sino que tiende también a hacer
permanentes las barreras entre los grupos. Ya que, si todas esas personas
hubiesen sido adecuadamente enseñadas, sabrían lo que todos los hombres de
ciencia cristianos conocen: que «Jesús fue hijo de la Alianza y se comportó
como un judío ardientemente religioso y practicante».
El propio autor del párrafo anterior nos recuerda las palabras del
distinguido autor francés y sabio eminente, Enrique Daniel-Rops:
«Cuando (Jesús) comenzó su ministerio, ¿en qué ambiente lo hizo, y
quiénes fueron los que le ayudaron, sus colaboradores? El ambiente físico fue
el de la tierra de Israel, la Palestina, que prácticamente nunca abandona en sus
frecuentes correrías. Sus discípulos, los doce apóstoles, fueron todos judíos; la
mayoría aldeanos y pescadores de Galilea; lo muestra el solo recitar de sus
nombres: Simón, Juan, Judas Tadeo, Levi, por otro nombre Mateo, y todos los
demás. Cuando hablaba, su estilo quedaba impregnado de las formas judías de
expresión, que los ritmos, las repeticiones iguales y las aliteraciones de la
poesía hebrea se pueden advertir aun en el lenguaje griego de los Evangelios,
así como en las parábolas descubrimos la misma forma de pensamiento que la
produjo la midrash (literatura rabínica) de Israel…
»… Pero no fue solamente por su origen, educación, manera de vida,
amistad y medios de expresión por lo que Jesús, en cuanto hombre, fue judío
y tan enteramente judío. También lo fue en cuanto que reconocía que su
pueblo tenía una misión especial y un destino que le era totalmente propio. Él,
así como todos sus compaisanos, era hijo de la Alianza.»

Si tuviésemos que dividir toda la Historia de la Civilización en cuatro grandes


Eras, representada cada una de ella por su personaje más influyente y
decisivo, es axiomático que habríamos de mencionar a Jesucristo (en cuanto
hombre), Karl Marx, Sigmund Freud y Albert Einstein: los cuatro, judíos. Lo
que quiere decir bastante, por muchos y muy conspicuos que sean sus
detractores. Es la consecuencia de pertenecer al Pueblo Elegido. No sólo
porque YHWH estableciera para siempre una alianza indisoluble con el padre
Abraham, sino porque sus afortunadas características genéticas, fortalecidas
por una endogamia prudencial, el cultivo secular de su intelecto y la estricta
unidad de su etnia —elementos constantes, vencedores de rivalidades, odios,

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agresiones, calumnias y menosprecios—, necesariamente germinan una
excelencia distinta y permanente.
Desde el año 70 d. C., en que las tropas romanas de Tito destruyen el
segundo Templo de Jerusalén y, disuelto el Sanedrín (asamblea religiosa), se
produce la Diáspora (o dispersión), todos los judíos —creyentes y ateos—
tienen plena consciencia de que, con motivo de sus conmemoraciones (Kol
Nidgrey, Pesacht, Yom Kippur, Rosh ha-Shanah) están presentes en el Sinaí.
Hasta en la ausencia de Dios, la Tradición continúa.
Israel ya es una nación en los albores de la Humanidad y, en sus
relaciones con otros países, nunca ha tratado de sustituir un poder por otro.
Nunca ha querido aprovechar estructuras, sino crearlas. Israel es la única
nación que ha nacido sin destruir a otra. No ha atacado a nadie, sino para
defenderse y subsistir. Lo rubrica el citado Baudy con estas palabras:
«Cuando se resquebrajan los límites del conocimiento, cuando el hombre
va más rápido que el sonido y ausculta con sus instrumentos lo que su
imaginación no puede representarse; he aquí que, allende los cielos y en la
intimidad de lo infinitamente minúsculo donde se engendra la vida y se
acumula la energía, renace en una tierra elegida la aventura de los grandes
comienzos.»
Sin entender ni asimilar estas ni otras muchas cosas, será imposible
explicarse por qué el pueblo actual más antiguo del mundo ha tenido que
soportar la agresión sistemática, constante y sin pausa, de todas las
comunidades de la Tierra.

Fray Tomás de Torquemada desciende de judíos, sin género de dudas porque


su abuelo y el hermano de su abuelo (padre del Cardenal Juan Torquemada)
lo eran. En 1480 ocurre algo muy grave: Hernando del Pulgar, que es
converso, denuncia la sangre judía de los Torquemada en su obra Claros
varones de Castilla:
«Don Juan de Torquemada, cardenal de Sant Sixto, fue hombre alto de
cuerpo, delgado y de venerable gesto e presencia, natural de la ciudad de
Burgos. Sus abuelos fueron de linaje de los judíos convertidos a nuestra santa
fe católica.»
Fray Tomás confía en que Pulgar sea aniquilado, pero no ocurre así. Es
entonces cuando el Gran Inquisidor llega al convencimiento de que los
conversos serán siempre el más grave peligro para la Cristiandad, razón (?)
por la que el Santo Oficio se extrema en un arma terrible que —según cree el

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fraile dominico— hará imposible la supervivencia de los judaizantes. Fray
Tomas, al doblegar a la Reina consigue que el Papa acepte el cumplimiento
de las penas más severas e irreversibles. Un año después se celebra el primer
Auto de Fe.
En 1482 el Papa dicta su Breve a favor de los obispos —contrario, por
tanto, a la supremacía absoluta de la Inquisición—, Torquemada radicaliza su
ferocidad y, como Sixto IV ordena el establecimiento de tribunales romanos,
el Gran Inquisidor prohíbe dirigirse a Roma (!!) y, ya bajo el pontificado de
Inocencio VIII, emplea todas sus energías a una implantación terrorífica que
ponga escalofríos de miedo en los corazones más valerosos: el tormento.

A tenor de una opinión personal —y, consiguientemente, discutible—,


creemos que es en estas circunstancias cuando Torquemada, acaso de manera
subconsciente, vuelve a sus orígenes; es decir, le surge el Dios hebreo de la
Toráh, al decidir romper definitivamente —aunque de forma oculta para todos
— con un Dios, el del Nuevo Testamento, infinitamente misericordioso.
Casi desconocido el Libro Sagrado por la inmensa mayoría —a excepción
de los eclesiásticos—, es lógico suponer que, como represor visceral de la
herejía, Torquemada dedica muchos de sus desvelos al estudio, en
profundidad, de los Evangelios, lo que le lleva a replantearse los cimientos
básicos de su fe apasionada. El incansable dominico sabe cómo en tiempos de
Jesús, en Palestina, la Ley es precepto irreductible de la Religión. Por tanto,
para él, toda acción realizada en el seno del «pueblo elegido» que no se
pliegue al mandato de esa Ley habría de considerarse temeridad,
manipulación o mentira. Estudiados con todo rigor los relatos bíblicos, no
conocer la clave que resuelve el conflicto supone darles la razón a quienes
creen que todos los Evangelios son apócrifos.

Como afirma la doctrina que rige la fe cristiana, en Belén nace un Niño que es
considerado el Mesías. Su tradición ha impuesto la fecha, entre varias
contradictorias, según el solsticio de invierno, acogida por la religión del dios
Mithra, aceptada por las legiones de Roma que por aquellos años han
conquistado y dominan el territorio judío.
Los textos cristianos narran que este Niño es adorado por unos pastores
que estaban en el campo, algunos de los cuales le llevan al recién nacido un
presente de cordero. ¿Nos quieren decir qué hacían esos pastores en medio del

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campo y a la intemperie, bajo el rigor de los días de diciembre? Y, por otra
parte, quienes describieron esa bella estampa, ¿no sabían que, precisamente,
en la región de Belén los rebaños sólo salían al campo desde la Pascua (abril)
hasta el mes de noviembre, «costumbre que aún se mantiene, toda vez que
luego comienza la estación de las lluvias y los animales deben permanecer en
sus establos»?
Dice el evangelista a quien llaman Lucas que todos los años va a
Jerusalén, a la fiesta de la Pascua. «Y cuando (Jesús) fue de doce años, el niño
se perdió» y, después de buscarlo mucho María y José, «le hallaron en el
templo, sentado en medio de los doctores, oyéndole y preguntándole. Y todos
los que le oían se pasmaban de su entendimiento y de sus respuestas» (n,
46-47). No hay nada que oponer a ello, si no fuera por lo escrito en el
versículo 42: «Y cuando fue de doce años». Porque ningún judío, ni de ayer
ni de hoy, ignora que no podía entrar —y menos debatir— en el Templo,
antes de cumplir los trece años. En esto la Ley es taxativa:
«La fuente de este tenor especial de vida brota de la Toráh, y por esta
razón, al cumplir los trece años (no los doce ni los catorce), tras celebrar el
hecho religioso llamado Bar Mitzvah, el muchacho se convierte en “hijo de
los Mandamientos” (…). Una vez que el niño judío alcanza la mayoría de
edad religiosa, a los trece años, ya que se supone que para entonces está
versado en la Ley y pasa a ser contado como miembro del Minyam: quorum
de diez varones, necesario para la celebración de actos públicos.»
Si, como asegura este evangelista, Jesús debate en el Templo con los
doctores materia de religión, infringen la Ley, no sólo el Niño, sino los
doctores que lo permiten con su participación. Algo que nunca hubiese
podido ser si el narrador hubiera sido judío.

Uno de los episodios más desconcertantes de los Evangelios cristianos es


narrado así por Marcos: «Y el día siguiente, como salieron de Bethania,
(Jesús) tuvo hambre. Y viendo de lejos una higuera que tenía hojas, se acercó
si quizá hallaría en ella algo; y como vino a ella, nada allí sino hojas, porque
no era tiempo de higos. Entonces Jesús, respondiendo, dijo a la higuera:
Nunca más coma nadie fruta de ti para siempre. Y lo oyeron sus discípulos».
(XI, 12,13 y 14)
Este episodio, que parece inocuo y hasta decepcionante —puesto que
nadie puede explicarse que Jesús, asistido constantemente por el Espíritu
Santo, ignorase que no era tiempo de higos—, tiene una apreciable

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importancia, si se tiene en cuenta que, al maldecir a la higuera, Jesucristo
abomina de los fariseos (falsos estudiosos de la Toráh) y del Imperio invasor,
dado que la higuera es la representación simbólica de Roma, ya que los
fundadores de esta ciudad, Rómulo y Remo, fueron amamantados a su sombra
por una loba (circunstancia ésta que nos sugiere una leve reflexión: en latín,
lupa equivale a «loba», pero también a «prostituta». ¿Fueron Rómulo y Remo
amamantados por una loba o por una prostituta, y de ahí la palabra
«lupanar»?).
Una segunda referencia de connotaciones poco comprensibles es la que
aparece en el Evangelio de Juan, cuando, queriendo Jesús ir a Galilea, se
encuentra con Felipe: «Jesús vio venir a sí a Natanael y dijo de él: “He aquí
un verdadero israelita (soldado de Dios), en el cual no hay engaño”. Dícele
Natanael: “¿De dónde me conoces?”. Respondió Jesús y dijo: “Antes (de) que
Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi”. Respondió
Natanael y díjole: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel”»,
(I, 47,48 y 49)
Sin la menor sombra de duda, si el redactor de este pasaje hubiese sido
judío que escribe para los demás, habría explicado el secreto de la frase, ya
que, de no hacerlo así, induciría al lector a una confusión sin salida posible.
Un judío no hubiese caído nunca en este error por omisión, ya que la frase
«estar debajo de la higuera» (no de una higuera, sino «de la higuera») es una
metáfora, un modismo hebreo que significa «leer la Toráh», con lo que todo
queda perfectamente explicado. Jesús lleva a Natanael con él no porque se
proteja del sol al amparo de las hojas, sino porque, como estudioso del
Pentateuco, se presume que es persona interesada por la suprema lección de
los cinco Libros Sagrados.
Según los evangelios, Jesús se reunió con sus discípulos, «y como fue la
hora, sentóse en la mesa y con él los apóstoles y les dijo: “En gran manera he
deseado comer con vosotros esta Pascua, antes que padezca”» (Luc. XXII, 14
y 15). Lo que sorprende de esta cena es que no revista los caracteres de la
comida pascual: no se habla para nada del preceptivo pan ácimo, el matsah
(torta de pan sin levadura, tomada en la fiesta de Pascua, que recuerda el «pan
del dolor» que los israelitas comieron durante el tiempo de su partida de
Egipto). Jesús moja el pan en el plato de hierbas y se lo da a Judas: imposible,
porque esta acción rompería la ceremonia ritual y, por otra parte, el «pan
ácimo» no se podía mojar porque la torta no empapa. «El que ahora moja el
pan conmigo en el mismo plato, está dispuesto a traicionarme.» Imposible.

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Terminada la Cena, salen hacia el huerto de Getsemaní. Un escriba judío
hubiera sabido que esto no estaba permitido por la Ley de Moisés: «Y
ninguno de vosotros salga de las puertas de su casa hasta mañana» (Éxodo,
XII, 22). Pero es que, además, la Ley prohíbe «cualquier trabajo en estas
vísperas» (Núm. XXVIII, 18). Por tanto, o Simón de Cirene no existió nunca,
o —cosa impensable— tanto él como los discípulos de Jesús vulneraron un
precepto legal.

Siempre ha intrigado que el traidor Judas hubiera de servirse de una


contraseña (el beso) para señalar al que debían prender. Esto se debe a que en
todo tiempo se ha presentado dicho pasaje como un asunto a resolver entre
dos pequeños grupos rivales, lo que no es exacto, ya que la tropa de Pilato (el
único jerarca que dispone de un estamento militar) envía, para aprehender a
Jesús, iba a las órdenes de un tribuno, y se llamaba así al oficial que estaba al
mando de una cohorte. Según San Jerónimo en su Vulgata, la cohorte es la
unidad formada por seis centurias. De esta manera, la tropa que va a hacer
prisionero al Rabí está formada por seiscientos soldados, a más de unos
cuatrocientos servidores del Sanedrín. No se envía un contingente de mil
hombres para detener a un solo rebelde, a menos que éste disponga en ese
momento de un número elevado de adeptos. Ello hace pensar que en las
proximidades de Getsemaní se libró una auténtica batalla entre los soldados
de Roma, asistidos por los parciales del Sanedrín, y una considerable tropa de
zelotes (nacionalistas en armas) que, incomprensiblemente, no menciona la
Biblia.
En el apócrifo «Evangelio de los Doce Apóstoles» —y recuérdese que
«apócrifo» no siempre significa «falso», sino «oculto» o «secreto»— se lee
que Pilato fijó su interés en un centurión «y vio que tenía un solo ojo, porque
le habían saltado el otro en el combate». ¿Se refiere al que tuvo lugar en el
Huerto de los Olivos?

En la Flagelación ordenada por la Ley, el reo no podía recibir más de treinta y


nueve golpes («cuarenta menos uno», puntualiza la norma), y aquí surge la
polémica referida al instrumento de tortura empleado por los verdugos de
Jesucristo: «Y le herían (los romanos) en la cabeza y escupían en él…» (Me.
XIV, 21). Sin duda el escriba de este Evangelio desconocía, o había olvidado,

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las exigencias de la ley romana, según la cual el reo había de ser golpeado con
bastones (fustis), varas (verga) o látigos (flagelum).
A cuenta de tan variado vocabulario, las palabras (latinas) lo dicen todo y,
al decirlo, se sabe que quienes se encargan de flagelar a Jesús no son los
judíos, sino los romanos. ¡Cuántos siglos de cuadros, estampas y
representaciones de los judíos golpeando su rostro: algo que no estaba
permitido por el Procurador de Judea!…
El bastón se utilizaba para los soldados; las varas, para los ciudadanos
romanos, y el látigo para los esclavos. En todo caso, el condenado a muerte en
la cruz —convertido por ello en esclavo—, siempre recibía el castigo de los
treinta y nueve golpes con látigos. Erraron, pues, los artistas que
representaron la escena haciendo que los verdugos golpearan con varas, como
erró el escriba al decir que «lo habían flagelado con cañas».
Los errores son muchos —y al afirmar esto no se implica para nada a las
definiciones dogmáticas—, pero ninguno alcanza la gravedad que cuando los
escribas narran cómo Jesús, tras el Prendimiento, es llevado a los distintos
jueces. Lo exponemos de un modo rotundo porque los llamados evangelistas
parecen de acuerdo en afirmar que Jesús es juzgado durante la noche: algo
absolutamente imposible porque la Ley judía, dado que «las tinieblas
enturbian la mente del hombre», dicta que no puede celebrarse la vista de una
causa. Menos aún en vísperas de una fiesta religiosa como la Pascua (y así se
lee en la Michná, Sanedrín, Talmud de Babilonia).

Ya estamos ante el Pretor Poncio Pilato, precisamente cuando —según la


invención del escriba—, «siguiendo una antigua costumbre» (que nunca
existió) va a presentar al pueblo a Jesús y a Barrabás, para que decida quién
de los dos ha de salvar la vida. «Más los príncipes de los sacerdotes incitaron
a la multitud que les soltasen antes a Barrabás» (Mar. XIV, II).
¿Cómo es posible que el pueblo judío prefiera la libertad del malhechor
Barrabás a la de Cristo? En caso de haber sucedido —que no sucedió—, la
solución nos la ofrece el Evangelio de Lucas: «Mas la multitud dio voces a
una, diciendo: “Quita a éste y suéltanos a Barrabás” el cual había sido echado
en la cárcel por una sedición y una muerte» (Luc. XXIII, 18 y 19). Queda
claro que Barrabás no es un malhechor, sino un sedicioso; probablemente, un
jefe o cabecilla de zelotes; un libertador y, por tanto, un modesto héroe
nacionalista. Nada más coherente, pues, que, entre un Rabbí cuyo reino no es
de este mundo y un zelote, el pueblo sometido pide la liberación de éste, no

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porque odie a Jesús, sino porque Barrabás representa en aquel momento todo
lo que el pueblo sojuzgado ama y protege entre las sombras de la
clandestinidad.
Todo aquel que lea los Evangelios sin dejarse llevar por el fanatismo, o
por las extrapolaciones acomodaticias, ha de llegar a un diagnóstico
inconcuso y prácticamente obvio; el de estar reescritos con propósitos de una
determinada orientación, tanto para declarar a los judíos únicos culpables del
drama del Calvario, como para exonerar de toda responsabilidad a los
romanos dominadores. Tales conclusiones toman como ejemplo la siniestra
figura del gobernador Poncio Pilato, hasta el extremo de que la Iglesia copta y
la ortodoxa griega lo incluyeron en su Santoral, por muy contradictorio que
pueda parecer: «Entonces Pilato, convocando a los príncipes y a los
magistrados del pueblo, les dijo: “Me habéis presentado a éste (Jesús) por
hombre que desvía al pueblo; y he aquí, preguntando yo delante de vosotros,
no he hallado culpa alguna en este hombre de aquéllas de que lo acusáis”»
(Luc. XXIII, 14)… «Y hablóles otra vez Pilato, queriendo soltar a Jesús. Pero
ellos volvieron a dar voces diciendo “Crucifícale, crucifícale”. Y él les dijo
una tercera vez: “¿Pues qué mal ha hecho éste? Ninguna culpa de muerte he
hallado en él: le castigaré, pues, y le soltaré”. Mas ellos instaban a grandes
voces, pidiendo que fuese crucificado» (XXIII, 20-23).
Si este pasaje resultara cierto, ¿qué clase de hiena fue Poncio Pilato,
quien, convencido de la inocencia de Jesús, decreta su muerte en la cruz?
Un párrafo más sobre Pilato: con el nibil obstat correspondiente, se dice
que la esposa del Pretor, Claudia Prócula, había tenido un sueño, que le contó
a su egregio marido, para que absolviese a Jesucristo. Algo en verdad
sugestivo y edificante, si no fuera porque, según una ley romana (la Lex
Oppia), cuando un funcionario del Imperio era destinado a desempeñar un
alto cargo en tierra de conquista —tal era Judea—, le estaba rigurosamente
prohibido llevar consigo a la esposa.

Los cuatro copistas de los Evangelios coinciden con total exactitud en una
secuencia muy concreta al reseñar que Jesús, condenado por Pilatos, hubo de
cargar con la cruz, camino del Gólgota. Lo dicen Lucas (XXIII, 26), Mateo
(XXVII, 32), Marcos (XIV, 21) y Juan (XIX, 17).
El error, multiplicado por cuatro, porque Cristo nunca cargó con la cruz;
sólo con el palo transversal. Como afirma Antonio Piñero, al igual que todos
los expertos actuales, basados en los datos de la moderna historiografía y de

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los descubrimientos arqueológicos, «las piezas más largas y verticales de las
tres cruces de madera (la de Jesús y la de los dos ladrones) ya se habían
transportado al Gólgota y, cuando llegaron los soldados con sus prisioneros,
ya estaban tendidas en tierra».
Siendo la muerte en la cruz genuinamente romana —¡cuántos siglos
repitiéndose la falacia de que Cristo fue crucificado por los judíos!— estaba
sometida a reglas muy estrictas. Los clavos se aplicaban por debajo de las
muñecas, entre el cúbito y el radio, en tanto que el de los pies atravesaba los
dos talones a un tiempo, colocados éstos de forma lateral, por lo que las
rodillas, flexionadas las piernas, habían de orientarse hacia el lado derecho del
reo, obligándolo a una dolorosísima distorsión. Por otra parte, los redactores
de los Evangelios no llegan a consignar que el palo vertical tenía una especie
de clavija (sedécula o cornu) en la que, en equilibrio inestable, se apoyaba el
cuerpo, para que así durase más el suplicio. «El condenado a muerte —
confirma Siegfried Obernaier— estaba sentado en una sedécula o tablilla
delgada, mientras los dos pies estaban fijados transversalmente con un solo
clavo.» Así lo demostró el hallazgo del cadáver de un crucificado, hacia 1984,
en la ladera de Givat ha-Mivtar situado en las proximidades de Damasco.
Como resumen (provisional) permítasenos transcribir las palabras de Luis
García Iglesia, catedrático de Historia Antigua:
«Herodes rompió con la tradición de sus antecesores asmodeos, pero los
romanos generalizaron aquí (en Palestina) esta modalidad de pena de muerte
en la cruz.»
Una modalidad cuyos detalles eran desconocidos por los redactores de los
Evangelios porque vivieron en tiempos muy posteriores al del Calvario, y
porque no eran judíos ni tuvieron relación alguna con lo que el pueblo judío
llegó a presenciar directamente.

Quedan muchos capítulos por analizar, pero dejémoslo para mejor ocasión,
para centrar el análisis en las últimas palabras pronunciadas por el Hijo del
Hombre:
«Y a la hora de nona (sobre las tres de la tarde), exclamó Jesús a gran voz,
diciendo: Eli, Eli, lama sabachtani, que declarado quiere decir: “Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”» (Me. XV, 34).
Expuesto así, sin comentario alguno, la frase parece una imprecación o un
reproche de Cristo al Padre. Y así se sigue entendiendo, pero la verdad es
otra: sencillamente, que, a la hora de expirar, Jesús, en su última plegaria,

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repite el Salmo 22, que se inicia con la frase: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has desamparado?» (XXII, I).
Si se tiene en cuenta que los Salmos atribuidos a David integran las
oraciones que el judío reza con más frecuencia, la pregunta surge espontánea:
¿cómo es que el evangelista, al tiempo de evocar la vida, la pasión y la muerte
de Jesús, ignora que la última frase por él pronunciada no es, ni más ni
menos, que el principio del Salmo XXII, habitual en las oraciones del judío
creyente?
Como autoridad en materia legislativa —que tanto habrá de servirle para
articular los mandatos del Santo Oficio—, es coherente pensar que
Torquemada conociera lo narrado con respecto a los Evangelios; como
asimismo es coherente deducir que ignorara la clave que despeja muchas
dudas. Esta clave se sustenta sobre un hecho incontrovertible: que nunca se
conservó, ni se conserva, un sólo original de los libros escritos o firmados por
unos hombres a los que llamaron Lucas, Marcos, Mateo y Juan. No perdamos
el horizonte que sirvió de vector al escriturista Herbert Haag:
«Los hombres verdaderamente sabios en materia de exégesis, y sobre todo
sinceros, reconocen que el texto del Nuevo Testamento no se remonta a antes
del siglo IV.»
El único antecedente con sello de autenticidad se halla en unos retales de
papiro (el denominado P I) del siglo III o IV, a cuyos testimonios les siguen los
del Codex Vaticanus, Codex Versellenensis, Codex Curetonianus (siríaco) y
Codex Bobiensis, todos del siglo IV. Los Evangelios llegados a la comunidad
cristiana, son, por tanto, los de la versión griega, que San Jerónimo tradujo
literalmente en su Vulgata.

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VI
LA HOGUERA DEL EXTERMINIO

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Todas las formas de violencia se han podido
experimentar (en las juderías); se han dado fuego
a muchas casas y desparramados entre las ruinas
yacen los cadáveres (…). Algunos judíos
valencianos han huido a los barcos del puerto; y
otros, a las montañas, mientras siete mil almas —
la mayoría— se han salvado de la muerte
ostentando cruces y expresando el deseo de ser
bautizados.

Benzión Netanyahu

A menos que un día cualquiera, por cuenta de una investigación exhaustiva o


por el azar —que con tanta frecuencia interpreta su papel en bibliotecas y
archivos— se descubriese un inédito escondido, lo que hasta ahora se sabe, en
el lúgubre magisterio de Torquemada, es que nunca laboró para allegarse
gloria y fortuna, sino que todo lo hizo —según él— ad majorem dei gloriam,
según fórmula de los Concilios.
Durante muchos años, en silencio, afanado en las celdas de Santa Cruz y
Santo Tomás, se preparó concienzudamente para el ejercicio de la alta misión
que le aguardaba. Es la causa por la que, al ser nombrado Gran Inquisidor
General, se vio en condiciones de instruir a sus esbirros, obligándoles a la
lectura de unos textos que habían de servirles de recomendaciones y de
normas. Tal es el caso del citado «Manual de Inquisidores» que en el siglo XIV
compuso un directorio que no por elemental deja impávido al lector más
displicente, como sucede, por ejemplo, con las aberrantes directrices
establecidas para la realización de un interrogatorio «conforme a la doctrina
de Jesús»:
«Lo primero, dirá el inquisidor al reo que jure a Dios y a una cruz que dirá
la verdad en cuanto le fuere preguntado, aunque sea en perjuicio propio.
Luego le preguntará su nombre, el pueblo donde nació, el de su residencia,
etc.; si ha oído hablar de tal o cual punto (aquellos sobre los cuales le acusan
de herejía), por ejemplo de la pobreza o de la visión beatífica; si ha hablado
de ello él, qué es lo que ha dicho y lo que cree, etc. Se escribirán todas las

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respuestas y el reo las firmará. Un inquisidor inteligente se guiará por estas
preguntas en todas las que le haga en los interrogatorios siguientes.
Preguntará también al acusado si sabe por qué está preso, si presume quién le
ha hecho prender, quién es su confesor, desde cuándo no se confiesa, etc.
Tendrá mucha cuenta el inquisidor con no darle materia a subterfugios por los
términos en que explique sus preguntas, y para precaver este inconveniente
serán las cuestiones vagas y en términos generales.
»Nunca estará de sobra la prudencia, la circunspección y la entereza del
inquisidor en el interrogatorio del reo. Los herejes son muy astutos para
disimular sus errores, afectan santidad y vierten fingidas lágrimas que
pudieran ablandar a los jueces más rigurosos. Un inquisidor se debe armar
contra todas estas mañas, suponiendo siempre que le quieren engañar.
»De diez tretas diferentes se valen los herejes para engañar a los
inquisidores cuando éstos le toman declaración. La primera es el equívoco,
así, cuando les preguntan del cuerpo real de Jesucristo responden ellos del
místico, o si le preguntan ¿es éste el cuerpo de Jesucristo?, dicen sí,
significando por eso su propio cuerpo, o una piedra inmediata, en cuanto
todos los cuerpos que el mundo contiene son Dios y, por tanto, Jesucristo, que
es Dios. Si les dicen; ¿creéis que Jesucristo nació de la Virgen?, responden
firmemente, queriendo decir que persisten firmemente en su herejía.
»La segunda treta de que se valen es de una condición implícita, la
restricción mental. Cuando les preguntan si creen en la resurrección de la
carne, responden sí, si Dios quiere y suponen que no quiere Dios que crean
en este misterio.
»Es la tercera retorcer la pregunta, de suerte que cuando uno les dice
¿creéis que tomó carne JesuCristo en las entrañas de la Virgen? dicen ellos
¡Dios mío! ¿A qué me hacéis esas preguntas? ¿Soy acaso yo judío? Soy
cristiano y creo cuanto cree todo fiel cristiano. (…)
»La quinta es usar con frecuencia de tergiversaciones, respondiendo a lo
que le preguntan, y no contestando a lo que se les pregunta.
»La sexta astucia es eludir la contestación. Si les preguntan ¿creéis que
estaba vivo Jesucristo cuando su costado fue traspasado con una lanza en la
cruz?, responden: sobre ese punto he oído varias opiniones, no menos que
sobre la visión beatífica. Señores: ustedes traen la gente alborotada con esas
disputas. Dígannos por Dios qué es lo que hemos de creer porque no quisiera
errar en la fe.
»La séptima es hacer su propia apología. Cuando les hacen preguntas
sobre algún artículo de fe, responden: Padre, yo soy un pobre ignorante, que

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creo en Dios llanamente, y no entiendo esas sutilezas que me pregunta:
Fácilmente me hará caer en el lazo, por amor de Dios que se deje de esas
cuestiones.
»La octava astucia de los herejes es fingir vahídos, cuando se ven
apurados con las preguntas. Pretextan que se les anda la cabeza y no que se
pueden tener en pie, y pidiendo que se suspenda la declaración, se meten en la
cama, para pensar en lo que han de responder: de esta traza se valen cuando
ven que les van a dar tormento, diciendo que son muy débiles y perderán en él
la vida, y las mujeres pretextan achaques propios de su sexo, para dilatar la
tortura y engañar a los inquisidores.
»La novena trata de fingirse locos.
»La décima es afectar modestia en el vestido, en el semblante y en todas
sus acciones.
“Estas tretas las ha de contrarrestar el inquisidor con otras, pagando a los
herejes con la misma moneda, para luego decirles con el Apóstol: Como yo
era astuto os cogí con arte: cum essen astutas dolo vos cepi.” Ad. Corinth. 2,
cap. 12.»
Siglos antes, cuando la Liga Anti-Judía —o el nombre que tuviere— por
la fuerza de los hechos tuvo que admitir que, pasado el tiempo, podría
absorber a todos los pueblos, menos a la etnia judía; una vez agotados todos
los cauces de extinción, los enemigos a muerte del pueblo hebreo maquinan lo
que, hasta el día de hoy, será la mayor impostura de la Historia.

Desde aquel primer auto de fe, del 6 de febrero de 1481, la ferocidad del
Santo Oficio ha ido en aumento, extendiéndose hasta extremos de verdadera
locura la sucesión de sus acciones, coreadas por la plebe que veía satisfecha
su venganza contra aquellos a los que aborrecía por motivos innobles y de
baja estofa: por envidia, al comprobar cómo los judíos, por sus propios
méritos, ocupaban los más altos cargos en las finanzas de los reyes y de los
selectos dignatarios; por la fidelidad con que el pueblo hebreo cumplía los
mandamientos de su religión, mientras los cristianos creen satisfechas sus
obligaciones religiosas con acompañar los desfiles procesionales y oír misas
en un latín que no entienden; porque, limitado por la ley el oficio de
prestamista a los judíos —en muchos casos con usura, justo es reconocerlo—,
para el común de una población necesitada, el benefactor de ayer, que atiende
las demandas de dinero a rédito, se convierte en un enemigo irreconciliable a
la hora de devolver el préstamo, y porque, en definitiva, aguijoneado por un

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clero que interpreta bajo engañosas consignas el relato evangélico, sobre
todos los judíos pesa el anatema que merecen quienes —según se ha
manipulado— mataron al Hijo de Dios.
Anulados por Torquemada todos los edictos promulgados anteriormente
en relativo favor de los conversos, los inquisidores estaban autorizados para
imponer, a quienes se confesaban, castigos leves o graves: «desde 1483 hasta
1492, Torquemada marcó la pauta de aquella política religiosa que se levantó
en España contra el judaísmo con una idea fija: la de exterminarlo. Junto a
tales circunstancias, no poca influencia ejercía el poder eclesiástico al ofrecer
a la masa sedienta de emociones el espectáculo de las hogueras que, en
ocasiones, resultaba tan espantoso como el recogido por el sabio historiador
Antonio Domínguez Ortiz, según relato del escribano Juan Joseph del
Castillo, al dar fe de la ejecución de Juan Antonio de Medina:
»… Los preparativos fueron en todo iguales al anterior, con la diferencia
de que éste se debatió y hubo de subirlo a viva fuerza a la bestia de albarda y
encadenarlo a un palo fijo en ella. Y habiéndole vuelto a hacer los religiosos
muchas amonestaciones sobre su conversión, y viendo que no daba indicios
de reducirse, y que sólo lloraba por miedo de la muerte, se le pegó fuego a
mucha cantidad de leña que había al pie de él, y quemándose los cordeles con
que estaba afianzado y abiértose un eslabón de la cadena, se arrojó el dicho
reo encima del dicho quemadero, a donde lo recogieron algunas personas y
prosiguieron los dichos religiosos exhortándole a su conversión (y) decía
siempre, procurando huir, lo dejasen vivir, que él sería cristiano, y habiéndose
apartado de él los religiosos, viendo su contumacia, lo arrojó el ejecutor
encima de la hoguera que estaba ardiendo. Se levantó de ella y se arrojó del
quemadero abajo, y habiéndose vuelto a subir y a exhortar, repetía llorando
como de miedo, las mismas palabras; y habiéndole vuelto a arrojar a la
hoguera con un cordel atado a los pies, y estado en ella más tiempo de un
credo, luego que se quemó el cordel volvió a salir de ella y arrojarse del
quemadero abajo, donde uno de los soldados que había en dicho sitio, le dio
con el cañón de un mosquete en la cabeza y lo atolondró, y a las cuatro de la
tarde poco más, donde se quemó y convirtió en cenizas, las cuales, con una
pala, se esparcieron por el aire, durando todo ello hasta las dos de la tarde del
día siguiente, como todo ello más largamente consta y aparece de los dichos
autos.»

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Por si pareciera poco, al resultar a veces que ni siquiera con la aplicación de
las Ordenanzas de Eymeric fuera fácil condenar a muerte a todos los reos
comparecientes ante el Tribunal, fray Tomás de Torquemada decide, sin
consulta previa a los reyes ni al pontífice, implantar la tortura con bastantes
posibilidades de obtener la confesión exigida para arder en las llamas del
cristianísimo Santo Oficio.
«Como es preceptivo, se ha de dar muy despacio y con moderación según
la calidad del delito, y el ministro no ha de hacer visajes a los atormentados,
ni amenazas, ni se les ha de hablar palabra, y pareciendo que no conviene sea
conocido, se mude el vestido y se cubra, la cara, y han de tener gran
advertencia los inquisidores que el ministro (verdugo) ate los cordeles de la
mano izquierda y demás ligaduras, de suerte que no quede manco ni se le
quiebre ningún hueso, y las vueltas que se han de dar a la mancuerda a los
brazos no se han de dar una tras otra, aprisa, sino que pase de una a otra
tiempo de consideración y así se va metiendo la cuerda y labrándose, y hace
efecto; y si se dan aprisa, no se sienten y vencen este tormento de la carrucha,
que se ha de dar muy poco a poco, porque si se levanta en la carrucha de
presto, pasan aquel dolor de repente y después no lo sienten, y de puntillas se
han de tener, de suerte que con dificultad toquen al suelo, en algún rato
amonestándoles digan la verdad y levantados en alto se suelen decir tres
misereres muy despacio y secretamente, amonestándole diga la verdad y, no
diciéndola, se baja y mándasele atar una de las pesas y se vuelve a levantar
poco a poco, y en perdiendo la piedra del suelo, se dicen dos misereres,
estando con ellas levantadas muy despacio; y si estando en el potro o garrucha
dijeren le quiten de alto, que él dirá la verdad, no se debe quitar hasta que
comience a decirla, porque suelen decir que la dirán hasta que comience a
decirla y, en quitándoseles, no la quieren decir, y comenzando a confesar, se
podría aflojar o aliviar, pero no quitarle del todo hasta que haya acabado de
confesar y satisfacer, y en comenzando a confesar se ha de salir de la Cámara
del tormento, se le dice que por justos respetos se suspende, con protección de
que si no dice enteramente la verdad, que se continuará otro día. Y repetir los
tormentos se ha de mirar mucho y no se ha de hacer sino sobreviniendo
nuevos indicios, y en los casos y de la manera que se permite, conforme al
derecho, y continuarse puede sin nuevos indicios, no habiendo sido
suficientemente atormentado, según la calidad de las testificaciones e
indicios, y no se ha de continuar ni repetir ni tornarse a ver lo que resulta del
tormento con ordinarios y consultores.»

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Descritos algunos de ellos, nos parece ilustrativo reseñar los más
importantes instrumentos empleados por la Inquisición española —sobre todo
en la etapa de Torquemada— para conseguir la confesión, sea ésta verdadera
o falsa, y que cese la tortura:
Polea o garrucha: Servían para elevar a cierta altura el cuerpo del
acusado, atado por las muñecas y con pesas en los pies. El cuerpo se estiraba
como si fuese de goma. Si el acusado seguía negando, se le aumentaban las
pesas al arbitrio de los inquisidores, y cuando para aumentar el dolor lo
movían los verdugos de un lado a otro, se decía que el atormentado hacía el
péndulo.
Escalera o burro: Era una máquina en figura de canal, capaz de recibir en
medio del cuerpo de un hombre (o de una mujer), sin tabla alguna por abajo y
sólo un palo atravesado que unía las dos tablas sobre el cual se tendía de
espaldas al reo y, doblándose el cuerpo hacia atrás, sufría imponderables
dolores. El refinamiento de esta tortura se aumentaba colocando los pies más
altos que la cabeza, resultando así muy dificultosa la respiración.
La rueda: En ella se ligaba al acusado, por la espalda. Era una máquina
redonda, de manera que el cuerpo formaba casi un círculo, y con un manubrio
daban los verdugos vueltas a una rueda con la velocidad que mandaban los
inquisidores. Algunos morían del sofoco en este tormento.
La tortura del agua: Se reducía a que, después de atado el reo
horizontalmente, en el potro, se le introducía en la boca una bola de lienzo y
luego se le ponía lo que llamaban toca, que era un saco donde entraba la
cabeza, atándolo por el cuello. Enseguida se empezaba a destilar agua
lentamente por la cara, tardándose, más o menos, una hora en echar un
cuartillo. Algunos morían y todos salían de este tormento casi asfixiados.
El garrote: Consistía en pasar una cuerda fuerte por los muslos, espinillas
o brazos, y metiendo un palo entre la carne y la cuerda, los verdugos daban
vueltas; a cada vuelta, se hundía más la cuerda en las carnes, mientras los
inquisidores exhortaban al reo a que confesase. Las vueltas se aumentaban
hasta el número diez, pero a veces se daban algunas más.
Las estaquillas: Este tormento se ejecutaba introduciendo pequeñas
estacas de caña por la yema de los dedos, entre la uña y la carne.
Estas operaciones se hacían en presencia de un inquisidor delegado y de
un médico, a cuyo cargo corría determinar cuándo comenzaba el peligro de
muerte. Terminadas, el reo era conducido a su prisión, donde se le asistía o no
con los recursos de la ciencia, por supuesto inútiles.

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Al tratarse de iniciativas tan inverosímiles, por crueles, creemos que, para
no pasar por fabuladores, lo más convincente es recurrir al ejemplo como el
que transcribimos a continuación, a pesar de la monotonía y morosidad, con
que el encargado de ello (el escribano) nos da la visión más acabada, sin
hurtar de su testimonio ni una letra:
«… Y luego, incontinente, yo, el infrascrito secretario, le notifiqué dicha
sentencia en su persona al dicho Juan Núñez de León, y dijo: Que se haga la
voluntad de Dios y que él está enfermo y protesta cualquier daño que le
venga, y emplaza a los testigos que son causa de que él padezca. Siendo
testigos Juan de León Plaza, alcalde de las cárceles secretas, y Diego
Espinosa, alcalde de la cárcel perpetua de este Santo Oficio.
»Y con cuanto, fue mandado llevar a la cámara del tormento, donde
fueron dichos inquisidores y ordinario como a las nueve horas y media de la
mañana. Y estando en la cámara del tormento, donde fueron dichos
inquisidores y ordinario, y vuelto a amonestar que por Dios diga la verdad,
dijo: que ha dicho la verdad y no quiere verse en tanto trabajo como se puede
ver, dijo: que ha dicho la verdad y, si no la ha dicho, le condene Dios, y que si
otra cosa dijere en el tormento, no le pare en perjuicio.
»Y con esto fue mandado entrar y entró el ministro y que lo desnudasen, y
estando desnudo en carnes y con unos zaragüelles de lienzo, fue vuelto a
amonestar que no se quiera ver en tanto trabajo y no dé lugar para que se pase
adelante con el tormento. Dijo: que sabe Dios que él ha dicho la verdad.
»Fuéronle mandados ligar los brazos firmemente, y ligados y amonestado
que diga la verdad, dijo como llorando que sabe Dios que él ha dicho la
verdad y a Él pone por testigo de ello.
»Amonestado diga la verdad, se le mandó dar una vuelta de cordel a los
brazos; diósele y dijo muchas veces en voz alta: “¡Ay! ¡Ay! ¡Señor, que me
muero! ¡Ya la he dicho!”.
»Mandósele dar segunda vuelta de cordel en la misma forma y dijo que es
cristiano bautizado y que sabe Dios que la ha dicho.
»Amonestado diga la verdad se le mandó dar tercera vuelta de cordel, y
dada, dijo que ya estaba quebrada la canilla: ¡Ay, ay, Señor Jesús! ¡Que ya la
he dicho!».
«Amonestado diga la verdad, se le mandó dar cuarta y quinta vueltas de
cordel, y dadas, dijo que ya estaba muerto y que ya la tiene dicha: “¡Jesús!
¡Jesús!”.
»Amonestado diga la verdad, se le dio sexta vuelta de cordel y dijo con
voz llorosa y ronca: “Sabe Dios que la he dicho”.

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»Amonestado diga la verdad, se le dio séptima vuelta, y dijo con voz
llorosa y ronca que ya la tiene dicha, y se quejaba.
»Y habiéndosele dado las dichas siete vueltas de cordel, fue mandado
tender y ligar en el potro, y que se le liguen y pongan los garrotes a los
muslos, espinilla y molledo (parte carnosa), y estándolos poniendo, se
quejaba: “¡Ay! ¡Ay!”».
«Y habiéndose tendido, ligados y puestos los garrotes, fue amonestado
que diga la verdad, con apercibimiento que se proseguirá el tormento. Dijo
que sabe Dios que la ha dicho.
»Amonestado, se le dio y apretó el garrote del molledo derecho. Dijo que
sabe Dios qué no sabe otra cosa y que ya ha dicho la verdad.
»Amonestado diga la verdad, se le apretó el garrote del brazo izquierdo.
Dijo lo mismo, quejándose.
»Amonestado diga la verdad, se le apretó el garrote del muslo derecho.
Dijo: “¡Ay! ¡Ay!”, con voz llorosa y baja, y que ya la tenía dicha.
»Amonestado diga la verdad, se le apretó el garrote de la espinilla
derecha. Dijo “ay” llorosamente. “Que se me quiebra la espinilla, que soy
cristiano bautizado, y que ya la tiene dicha, y que ha deseado traer a Dios
muchas almas que le sirvan, y que si supiese otra cosa bastaba mandarlo su
señoría para que él dijera si supiera otra cosa”.
»Amonestado diga la verdad, se le apretó el garrote del muslo izquierdo.
Quejóse mucho diciendo: “¡Ay! ¡Ay!”, con voz llorosa, y que la tiene dicha.
»Amonestado diga la verdad, se le recorrió y apretó el garrote de la
espinilla izquierda. Dijo con voz grande y llorosa muchas veces que se le
quebraban y que ya estaba muerto y que ya la tiene dicha.
»Amonestado diga la verdad, se le recorrió y apretó el molledo derecho. Y
dijo: “¡Ay, ay, no sé más!”, quejándose mucho. Y habiéndosele ido
recorriéndosele apretando los dichos garrotes del molledo izquierdo, muslo
derecho e izquierdo y espinilla, no dijo más que quejarse mucho: “¡Ay, ay,
qué estoy desmayado y que me muero!”, y que ponía a todos los ángeles y
santos porque ha dicho la verdad.
»Púsole la argolla por la garganta y la toca sobre la boca, y echándole un
jarrillo de agua, que hacía un cuartillo, y amonestado que diga la verdad,
quitada la toca dijo con voz briosa: Sabe Dios que la tengo dicha.
»Amonestado diga la verdad, y puesta otra vez, la toca y echado el jarrillo
de agua, dijo, al cabo de un ratillo que escupía y se ocupó de ello, que quería
morir con esta verdad.

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»Amonestado diga la verdad, se le echó en la misma forma otro jarro de
agua, y echada y quitada la toca, dijo que bastaba decirlo su señoría para que,
sin verse en este trabajo, dijera si fuera otra cosa. Lo cual dijo llorosamente y
con brío: “¡Ay, Ay, tantos años de devoción vienen a parar en esto! ¡Ay,
Señor mío Jesucristo!”.
»Fuele mandado quitar la argolla y desligar del otro, y, asentado, y
amonestado diga la verdad, dijo que se remite a lo que tiene dicho porque ha
dicho la verdad.
»Y habiéndose vuelto a tender en el potro, y amonestado que diga la
verdad, dijo que sabe Dios que la tiene dicha y que antes ha procurado traerle
almas que le sirviesen.
»Lo cual, visto por los dichos señores inquisidores y ordinario, mandaron
cesar en el tormento, no habiéndole por suficientemente atormentado a causa
de haber quedado muy entero y con muy buen sujeto para proseguirlo cada y
cuando convenga y les pareciere.»

Al poco de cumplirse en todo el reino las inimaginables sentencias que fray


Tomás ordena cumplir —con extremada largueza—, tanto el pueblo llano
como los Reyes y hasta el mismo Pontífice realizan varios intentos para
paliar, en alguna medida, el rigor de las represalias, la usurpación de bienes,
la tortura que descoyunta los huesos y el hedor a carne quemada que
impregna las ciudades. En algunas poblaciones se advierte una reacción de
repulsa hacia los métodos del Santo Oficio, que puede poner en peligro la
soberanía de la Corona, pero no por ello se arredra el implacable capipardo,
quien incorpora a sus normas unas novedades que llegan a espeluznar al más
impío de sus verdugos:
«… Otrosí que ni por los procesos de los vivos se deben dejar de hacer los
de los muertos, y a los que han muerto como herejes o judíos, los deben
desenterrar para que se queden y dar lugar al fisco para que se ocupe los
bienes que de derecho se deba hacer…»
En caso de que, por los motivos que sean, el acusado hubiere podido
escapar, gracias a una huida oportuna, la Inquisición mandará hacer una
figura de barro, convertida en efigie del huido, y de esta guisa será sacado al
auto de fe, llevado por los oficiales o verdugo al quemadero. Si por la demora
en la instrucción del expediente, o por cualquier circunstancia, al acusado le
llega la muerte antes de cumplida la sentencia, se desenterrará el cadáver y, si
su descomposición lo permite, vestido con hábito o coroza de penitenciado,

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será convertido en ceniza que, acabada la ceremonia del Auto, será esparcida
en el aire de las inmediaciones.
Durante siglos, la huella de Torquemada dejó en el albero del ruedo
ibérico la marca del crimen que, para horror y vergüenza de la gente
biennacida, vieron inscrito su nombre en la «Historia Universal de la
Infamia». Tal es el caso del inquisidor Rodríguez Lucero, cuyos desmanes
llevaron al Rey don Fernando varias comisiones, las más importantes de ellas
presididas por don Gonzalo de Ayora, quien, en Santa María del Campo, dejó
impresas la vida y aventura del degenerado personaje:

«Como el diablo suele haber siempre envidia de los buenos y de los bienes
que en el mundo se hacen, procura meter males entre bienes, y mayores allí
donde vio que la obra más santa y mejor que el oficio de la Inquisición, que
en el Evangelio está profetizado para los ángeles, en él han aparecido algunos
demonios vestidos de carne. O si por ventura son hombres, los diablos han
estado revestidos en ellos.
»… Sobre cuál, asimismo, suplicamos a vuestra alteza que mire la manera
que tenía para estas maldades, para que se castigue lo pasado y se provea
cómo adelante no acaezcan yerros semejantes, porque crea vuestra alteza que
si los inquisidores tienen a los presos en su poder y en su casa, y todos los
oficiales pagados de su mano, mil remedios que el derecho da a los reos les
serán quitados y los ministros de la Inquisición tendrán lugar de hacer muchos
insultos y robos, que Lucero de esta manera gobernaba sus abominaciones
que, como tenía los presos y ministros todos de su mano, de veinte en veinte y
de treinta y en treinta, y cuarenta y cincuenta, hacía cuantos testigos quería,
con las maneras de tormentos y amenazas y halagos y dureza de cárceles,
quitando los mantenimientos a los que no querían decir las falsedades que él
quería, y por el contrario dando buena vida a los que con él se conformaban.
»Y para hacer esto tenían grandes astucias el dicho Lucero y sus
ministros, tantas y tan abominables que parecían más diabólicas que de
hombres, y era muy cierto y sabido en todas las cárceles que más honra y
provecho hacían a cada uno cuando decía con menos premio y condenaba a
más y mejores y tanto más crudamente y peor eran tratados los más
verdaderos y los más constantes, de manera que en cada cárcel todos los
flacos eran formalmente parte con Lucero para todas sus iniquidades que
quería hacer.

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»… Y, en fin, fue gran cosa que, de quinientos presos, hubo casi ciento
cincuenta que resistieron contra tantos y tales tormentos y cárceles, a los
cuales quemaron, y a muchos de ellos con mordazas y con gran recaudo y
armas para que nadie no les hablase porque la verdad no se supiese y, puesta
la causa volviéronlos reconciliados a las cárceles contra la costumbre de la
Inquisición, y de esta manera tenían formas exquisitas y secreto diabólico,
que fue una de cosas de que nacieron grandes maldades y se encubrieron tan
luengo tiempo.
»… y crea Vuestra Alteza que le toca mucho, porque allende de lo que
habemos dicho a Vuestra Alteza con verdad, que el Lucero requirió de amores
a la mujer de Julián Trigueros y prendióla porque se le defendió; y su marido,
que era cristiano viejo sin ninguna otra mezcla, fue agraviado y pidió justicia
a Vuestra Alteza, y Vuestra Majestad le remitió al obispo de Sevilla (Diego
de Deza) y le encomendó mucho su justicia, y el arzobispo lo remitió al
Lucero y él vino a proseguir su causa y llegó a Córdoba un miércoles y el
sábado de la semana siguiente le hizo quemar con otros y quedóse con su
mujer por manceba, y por haber una hija de Diego Celemín, que era muy
hermosa, porque sus padres y esposo no se la quisieron dar, los quemó a todos
tres y ahora tiene un hijo de ella y la tuvo mucho tiempo en el alcázar por
manceba.
»… Por esto, y porque Córdoba ha sido siempre muy recia en favorecer
las cosas de la Inquisición, no se movió hasta que todas éstas y otras muchas
abominaciones le constaron con gran certidumbre, y entonces, por celo de la
fe, ahora de estos Reinos y suya, tomó la tutela y ha perseguido la causa como
Vuestra Alteza sabe y la entiende servir hasta que su honra y limpieza sean
manifiestas al mundo, porque no fuese infamado de este delito. Porque
humildemente suplicamos a Vuestra Alteza que así mande todos los culpados
en estos delitos ya dichos, que queden perpetuamente en grande castigo para
que nunca haya atrevimiento de cometer otros semejantes. Y para ello, someta
la causa a persona sin sospecha que contra los legos que en esto fueren
culpantes proceda con todo rigor de justicia. Y otrosí suplicamos a vuestra
alteza, por la causa de él, que encargue al Reverendo Cardenal que haga lo
semejante contra los culpantes que son de su jurisdicción y despache estos
negocios brevemente porque no padezcamos los inocentes que hasta aquí han
padecido tanto daño en sus personas y honras y haciendas. Asimismo
suplicamos que, para que más sin sospecha se haga lo susodicho, acierte
vuestra alteza y el reverendísimo cardenal de estos negocios a todos aquellos
que fueron ayudadores y partícipes en los yerros ya dichos y especialmente al

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secretario Calcena, que tanto provecho tuvo y tiene de ellos, pues por ser
muchos bienes en gran cantidad de los ciento y tantos que quemaron en
Córdoba, y con esto están remediados otros males por mano de vuestra alteza,
la cual plegue a Nuestro Señor de alumbrar y dar gracias a vuestra alteza para
esto y para en todo lo demás que fuera su servicio.»

El Rey remedió bien poca cosa y, ante la inminente sublevación del pueblo de
Córdoba, Lucero huyó de la ciudad, siendo posteriormente arrestado. Desde
Valladolid escribió el conde de Tendilla que se había mandado guardar con
mucho cuidado en la prisión al inquisidor Lucero, «por haber atormentado
tantos cuerpos, perturbado las almas y llenado de infamia innumerables
familias. ¡Oh, desdichada España, madre de tantos varones ilustres, ahora
infamada injustamente con tan horrible mancha! (…) Lucero fue depuesto y
mandado pasar a la Residencia de su dignidad en Almería: ¡qué cosa
escandalosa!».
«Lucero, hechuras de Torquemada», lo han calificado varios autores.
Mientras estas atrocidades se cometían en Córdoba, en Sevilla el número de
inculpados era tan alto, que los inquisidores hubieron de trasladarse del
Convento dominico de San Pablo al Castillo de Triana, el cual, durante
muchas décadas, lució la siguiente lápida como timbre de gloria:

«AÑO DEL SEÑOR DE 1481, SIENDO PONTÍFICE SIXTO IV Y REYES


DE LAS ESPAÑAS Y DE LAS DOS SICILIAS LOS CATÓLICOS D.
FERNANDO Y DOÑA ISABEL, TUVO PRINCIPIO AQUÍ EL SAGRADO
TRIBUNAL DE LA INQUISICIÓN CONTRA LOS HEREGES
JUDAIZANTES, DONDE DESPUES DE LA EXPULSIÓN DE LOS
JUDÍOS Y MOROS HASTA EL AÑO 1524, EN QUE REINA DIVO.
CARLOS EMPERADOR DE ROMA, NOS, SUCESOR DE LOS MISMOS
REYES POR DERECHO MATERNO, SIENDO INQUISIDOR GENERAL
EL REVERENDÍSIMO D. ALONSO MANRIQUE ARZOBISPO DE
SEVILLA, 2000 HEREGES MAS ABJURARON EL NEFANDO CRIMEN
DE LA HEREGIA FUERON ENTREGADOS AL FUEGO Y QUEMADOS,
AYUDANDO Y FAVORECIENDO LOS PONTÍFICES INOCENCIO VIII,
ALEJANDRO VI, PÍO III, JULIO II, LEÓN X, ADRIANO VI, QUE
SIENDO CARDENAL GOBERNADOR DE LAS ESPAÑAS E
INQUISIDOR GENERAL, FUE ENSALZADO AL SUMO PONTIFICADO,

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Y CLEMENTE VII, POR MANDADO Y ESPENSAS DEL EMPERADOR
NUESTRO SEÑOR HIZO PONER ESTOS LETREROS EL LICENCIADO
DE LA CUEVA, DICTÁNDOLOS DON DIEGO DE CARTAGENA,
ARCEDIANO DE SEVILLA, AÑO DE EL SEÑOR DE 1524.»

El cronista de la Judería sevillana, José María Montero de Espinosa, añade al


recordatorio:
«A pesar del contenido de la anterior lápida, dice Luis Lamarca que se
quemaron en la Inquisición de Sevilla, desde la concesión de la gracia de
1520, más de 4.000 personas, reconciliándose otras muchas, pertinaces en sus
errores.»

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VII
LA HOGUERA DE LA LOCURA

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Los evangelios no son, evidentemente, novelas,
pero tampoco son libros de historia.

Daniel Rops

Cuando el calendario del siglo XV reseña la década de los 80, el Destino ha


querido que fray Tomás de Torquemada viva su etapa de realización absoluta,
total: la que, gracias al disfrute del poder omnímodo que siempre ha soñado,
se vea asistido por la audacia de prender las llamas aun en contra del clamor
popular, del Rey y del Papa. El irreconciliable Cura de Los Palacios, Andrés
Bernáldez, por las confesiones de los conversos de Sevilla, deduce que todos
habían venido un día remoto del Éufrates y —como afirma el historiador
Yitzhak Baer— de las tribus idumeas llegaron todos los hebreos que iban a
asentarse en España:
«Todos eran judíos y estaban bajo aquella esperanza que tuvo el pueblo de
Israel que, aunque habían de los egipcianos majamientos (majaduras),
esperaban que Dios los había de sacar de entre ellos, como después los sacó
con mano fuerte y brazo extendido. Y así ellos (los conversos) tenían que los
cristianos eran los egipcianos, y peores; y creían que Dios milagrosamente los
sostenía y defendía, y tenían que por mano de Dios habían de ser
acaudillados, visitados y sacados de entre los cristianos, y llevados a la santa
tierra de promisión (…). La Inquisición surgió para quemar esta fe y a sus
abanderados. El fuego está encendido y quemará… hasta que no quede
ninguno.»
En los años 1482-1483 los conversos andaluces y valencianos enviaron
sus quejas a la Corte papal, alegando que los inquisidores los interrogaban y
juzgaban sin atenerse a las normas del Derecho; que los torturaban con
crueles tormentos; que aceptaban el testimonio de testigos indignos,
encerraban a los acusados en las cárceles de las autoridades civiles y que los
jueces sólo procedían por ansia de dinero y por arruinar y dar muerte a
hombres limpios de culpa.
Como informa el citado Baer, Sixto IV intentó intervenir en el asunto.
Exigió que se depusiera a los inquisidores más celosos y se impusiera a los
demás el deber de obediencia a los obispos. En lugar de esto, Torquemada, de

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forma sistemática, fue eliminando de su institución a los inquisidores más
blandos y llevó su atrevimiento a llevar ante su Tribunal a dos obispos.
Los Reyes no disimularon su encono ante las exigencias del Papa. En
mayo de 1482 don Fernando el Católico dirigió una dura protesta a Roma. El
Rey hacía saber que no pensaba acatar las órdenes del Papa y que los
inquisidores declarados indignos por éste habían procedido de manera legal,
conforme a Derecho, y que por ello no eran, naturalmente, queridos por los
conversos.
La situación es valerosamente expuesta por el cronista H. del Pulgar:
«… algunos parientes de los presos y condenados reclamaron, diciendo
que aquella inquisición y ejecución eran rigurosas allende de lo que debía ser;
y que en la manera que se tenía en el hacer de los procesos y en la ejecución
de las sentencias, los ministros y ejecutores mostraban tener odio a aquellas
gentes. Sobre lo cual el Rey y la Reina sometieron a ciertos prelados, hombres
de conciencia, que los viesen y remediasen con justicia. Falláronse,
especialmente en Sevilla y Córdoba, y en las ciudades y villas de Andalucía,
en aquel tiempo, cuatro mil casas y más, donde moraban muchos de los de
aquel linaje; los cuales se ausentaron de la tierra con sus mujeres e hijos. Y
comoquiera que la ausencia de esta gente despobló gran parte de la ciudad, y
fue notificado a la Reina que el gran trato que en ella había se disminuía, y las
rentas, por esta causa, se abajaban en gran cantidad, pero ella misma estimaba
en muy poco la disminución de sus rentas y decía que, todo interés pospuesto,
quería alimpiar su reino de aquel pecado de heregía, porque entendía que
aquello era servicio de Dios y suyo.»
El cielo se nublaba cada día más. El terror se había convertido en el
impulso que llevaba, en muchas ocasiones, no sólo a confesar las culpas, sino
a delatar las de los padres para paliar, dentro de lo posible, el castigo. Para
eludir el comentario, que podría parecer apasionado, bien merece la pena
detenernos en una de esas confesiones espontáneas, sobre la que planea el
miedo a sufrir los rigores del fuego:
«Muy reverendos señores padres. Fernando, sedero, vecino de la vecindad
de la ciudad de Écija, en la collación de San Juan, muy humildemente beso
las manos a vuestras reverencias, ante las cuales vengo a confesar y
manifestar mis culpas y pecados que yo he hecho y cometido contra Nuestro
Señor Jesucristo y contra su santa fe católica. Y digo, señores, que la verdad
es que yo me crié en casa y poder de Manuel Díaz y de Leonor Díaz, su
mujer, vecinos que fueron de esta ciudad de Sevilla, mis padre y madre, a los
cuales vi y conocí que vivían en la creencia de la ley de los judíos, y hacían y

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observaban ceremonias judaicas; especialmente la dicha mi madre guardaba
los sábados y encendía candiles limpios los viernes en las noches y guisaba de
comer desde el viernes para el sábado; y ella y el dicho mi padre ayunaban el
ayuno de Çinquipur (Yom Kippur o Día de la Expiación) de los judíos, y
comían el pan cenceño (sin levadura), y de las viandas que ellos comían, y en
vestir ropa limpia en el sábado, y me hacían creer y entender que por aquellas
obras, o teniendo la dicha creencia de la ley judaica, había de ser salvo. Y yo
así lo tenía creído y propuesto en el corazón. Y después de esto, siendo yo
mozuelo, el dicho mi padre me hubo puesto con un mi primo que llaman
Fernando de Palma, trapero, vecino de esta ciudad, con el cual estuve tiempo
de cinco años poco más o menos; en el cual dicho tiempo vi que él y su mujer
Beatriz Rodríguez hacían las dichas ceremonias judaicas. Y yo en su poder,
por su doctrina y mandado, las hacía y tenía la dicha creencia y error. Y
después del dicho tiempo, yo me fui a la dicha ciudad de Écija, adonde me
desposé y casé con Mencía Rodríguez, mi mujer, hija de Rodríguez, toledano,
la cual estaba doctrinada e impuesta en la creencia, (de la ley judaica).
»Y otrosí digo, señores, que yo ayunaba en este dicho tiempo los ayunos
judaicos, conviene a saber: el ayuno de Çinquipur y el ayuno de la reina Ester
(Esther) y dos otros ayunos de cuando se perdió la Casa Santa (el Templo de
Salomón) y otros ayunos de lunes y jueves; y cuando los judíos ayunaban y
yo lo sabía, todos los ayunaba. Otrosí digo, señores, que yo comía en este
dicho tiempo carne caxer de los judíos, la cual hacía matar y la vendía en sus
casas a ciertos conversos vecinos de la dicha ciudad de Écija, los cuales la
compraban con aquella intención porque era caxer para comerla por
ceremonia… Y aún me acuso y digo que yo muchas veces comí de la dicha
carne en viernes y en días de Cuaresma y en otros días vedados por la Santa
Madre Iglesia, y asimismo quebrantaba muchos domingos y días de fiesta de
la Iglesia, haciendo en ellos labor y hacienda. Otrosí, señores, digo que yo
tenía un libro de oraciones judaicas escrito en romance, en el cual hacía las
dichas oraciones cada día, según la regla del dicho libro…»
A falta de un testimonio fehaciente, no consideramos imprescindible jurar
con la mano puesta en el Libro Sagrado que todos los reos del Santo Oficio,
entregados al brazo secular, penasen su último sacrificio, pero, que nosotros
sepamos, ningún reo cedido a la jurisdicción ordinaria —por misericordiosa
permuta de la Inquisición— se librara del fuego purificador.
La serie ininterrumpida de desenfrenos, tropelías y desmesuras,
caracterizada con el marbete común de la barbarie, había de conducir al
crimen que algunos autores califican de ritual. En el caso del Reino de

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Aragón, los excesos inquisitoriales se unen a la violación de los fueros,
sagrados para la noble gente aragonesa.
Pedro de Arbués, consciente de que algún día los deudos de sus
innumerables víctimas llevarían a término la venganza que el crepitar de
tantas hogueras demandaba, dio en defender su vida ciñéndose el pecho con
una malla y, en la cabeza, un casquete de hierro que, llegada la hora, de poco
le sirvieron. Unidos el dolor y el odio en una conjura que ya era inevitable, en
ella llegaron a encontrarse Juan Jiménez de Urrea, señor de Aranda,
acompañado de su hijo Lope; Blasco de Alagón, señor de Santiago; Pedro
Cerdán, Galacián Cerdán, Luis de Santángel, Miguel Coscón y el
lugarteniente del corregidor de Zaragoza, Martín Gotor.
El día 15 de septiembre de 1485, a la medianoche, Arbués fue a la
Catedral zaragozana para rezar, como solía hacer mientras los canónigos
cantaban en el coro. Según cuenta la crónica, el inquisidor entró seguido por
los conjurados, divididos en dos grupos.
«Cuando dejó apoyada en una columna la jabalina que siempre llevaba
consigo y se postró para rezar a la capilla del lado de la Epístola, alguno de
los cantores oyó que alguien decía: “¡Dale, que ése es!”. En pocos segundos,
sin que nadie pudiera auxiliarle, sucedió todo. Dicen que Juan Sperandeu le
atravesó un brazo y parte del costado con una espada, y que, inmediatamente,
Vidal de Urango le degolló por detrás y por debajo del casquete que le
protegía. El inquisidor aún logró levantarse, y Mateo Ram le apuñaló varias
veces, antes de que todos emprendieran la fuga.»
Tanto los instigadores como los verdugos de aquel crimen fueron
detenidos y encausados —y algunos más que no tenían nada que ver en el
caso—, con el resultado indubitablemente previsto. Sin duda aquello fue un
asesinato, que había de castigarse con la pena más severa, aunque no se
sustanció según la persecución llevada a cabo contra los judíos, sino de una
represalia conducida a sus últimas consecuencias, en defensa de los fueros
aragoneses, tan reiteradamente violados por el Santo Oficio. Un asesinato, por
supuesto; sólo que la víctima había sido el más directo responsable de muchos
centenares de inocentes, torturados en sus carnes, despojados de sus bienes —
incluidos los que correspondían a sus hijos y nietos—, y tal vez desenterrados
de sus sepulturas, para que no siguieran glorificándose con los privilegios de
la Tierra Sagrada. Una vez quemados los vengadores, Arbués fue elevado a
los altares.
También fue una advertencia extrema, que puso en guardia a los
inquisidores de toda España, quienes adoptaron las oportunas cautelas para

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preservar su vida; en el caso concreto de Torquemada, tan espectaculares
como la descrita por J. Páramo, quien relata que «iba protegido en sus viajes
por cincuenta familiares a caballo y doscientos a pie». Pilar Huerga añade que
«el temor a que alguien atentara contra su vida (de fray Tomás) le indujo a
guardar en su mesa el asta de un unicornio, cuya propiedad consistía en
inutilizar los venenos».
La inhumanidad y el fanatismo no son únicamente perversos por sí solos
—que lo son en grado superlativo—, sino porque, conviviendo con ellos,
siempre se está a un paso de la locura. Como, sirviéndose de los más ilusos y
embaucadores sofismas, está fray Tomás de Torquemada cuando ya ha
traspasado todas las fronteras de la racionalidad. Gracias a él, el inquisidor
viola todos los derechos humanos. Apresa, arrasa las juderías, destruye
templos y hogares, interroga, exhibe, humilla, tortura y quema al sospechoso
de judaizante, sin que exista algo que pueda detenerlo. El inquisidor, además
de engañar, puede mentir con todas las bendiciones, según le autoriza el tutor
espiritual Eymeric:
«Se impone un comentario: ¿no se alegará que la astucia está siempre
prohibida? Hay que distinguir entre mentira y mentira, entre astucia y astucia.
La astucia cuyo único propósito es engañar, siempre está prohibida por vía
judicial, en beneficio del Derecho, del bien común y de la razón es totalmente
encomiable. Con mayor motivo, la que se haga para detectar herejías,
erradicar vicios y convertir a los pecadores.»
El inquisidor, en un ejercicio de cinismo que suple todo lo imaginable,
falta y obliga a faltar al precepto más insoslayable del derecho canónico a sus
propios oficiantes:
«El inquisidor quería que los monjes y sacerdotes hubiesen revelado los
pecados que les habían confesado a ellos, y la Inquisición había convocado a
algunos sacerdotes y los había martirizado, y les habían aplicado las tuercas y
otros tormentos, hasta que los hubiesen revelado» (A. Prosperi).
Para que, llegado el caso, no se pudiese desautorizar una increíble
transgresión de la norma, el hecho quedaba testimoniado por escrito:
«El inquisidor actuaba no como un simple confesor, sino como “Juez
pontificio y delegado de Su Santidad”: aun recibiendo una confesión
sacramental, el sacerdote hacía un escrito de la misma y revelaba su contenido
a otros.»
Pero, aunque el sentido común más frágil se niegue a admitirlo, había aún
más: el anatema público contra el sospechoso, incluso antes de celebrarse el
juicio, dando ya por cierto que el simple delatado era convicto y confeso:

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«Vengan sobre ellos (sobre los acusados) todas las maldiciones y plagas
de Egipto que vinieron sobre el rey faraón y su gente porque no obedecieron
los mandamientos de Dios. Sean malditos en poblado y en el campo, donde
quiera que estuvieren, y en el comer y beber, y en el velar, dormir, vivir y
morir. Los frutos de sus tierras sean malditos, y los animales que poseen.
Envíeles Dios hambre y pestilencia que los consuma. De sus enemigos sean
reprendidos y aborrecidos de todos. El diablo está siempre a su mano derecha.
Cuando fueren a juicio, salgan condenados. Sean privados y lanzados de sus
propias moradas y bienes, y sus enemigos les tomen y posean y en todo
prevalezcan contra ellos. Sus mujeres y sus hijos se rebelen contra ellos, y
queden huérfanos, pobres y mendicantes, que nadie los quiera acoger ni
socorrer en sus necesidades. Su maldad está siempre in memoriam delante el
acatamiento de Dios. Sean malditos con todas las maldiciones del viejo y el
nuevo Testamentos. La maldición de Sodoma y Gomorra venga sobre ellos, y
en el fuego que ellos ardieron ardan ellos. Tráguelos vivos la tierra como a
Satán y Ebirón, por el pecado de la inobediencia. Malditos sean como Lucifer
con todos los demonios del infierno, donde permanezcan, en compañía del
perverso Judas y de los otros dañados, para siempre jamás, si no conocieren
su pecado, pidiendo misericordia y enmendando su vida. Y mandamos al
pueblo que diga Amén. Y a los Arciprestes, Vicarios, Curas, Capellanes y
Sacristanes, so pena de excomunión mayor, que en la forma acostumbrada los
anatematicen y maldigan, diciendo el Salmo Deus laudem meam con la
Antífona Media vita in morte sumus, y el Responso Revelabunt iniquitatem
coeli ludae, llevando ante sí una Cruz cubierta de luto, y candelas encendidas
en las manos. Las cuales metan en el agua, en señal de perdición y
contumacia, diciendo: “Como estas candelas mueren en este agua, así están
sus almas muertas en el infierno”, y tañan las campanas, maldiciendo a los
dichos excomulgados herejes. Y si algunas personas de las que así algo
supieren y no lo manifestaren, incurran en las dichas maldiciones y
excomunión mayor, y por espacio de un año en ellas persistieren en
contumacia, sean acusadas por sospechar en la Fe, y se proceda contra ellas
con todo rigor de Derecho.»

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VIII
SU ÚLTIMA HOGUERA

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Retiraos, padres, retiraos a vuestros conventos
enseguida, ya que ayer no salisteis de ellos para
librarnos de la arbitrariedad y salvarnos de la
miseria.

Tomás Aniello

Obsesionado por la idea de hacer del Santo Oficio el más implacable


instrumento de la represión, Torquemada consume la mayor parte de su
tiempo en promulgar sus Constituciones, cada vez más perfectas para hacer
del Santo Oficio español la vanguardia de todos los tribunales europeos.
Tomando una de ellas como modelo, adoptemos la decisión de alcanzar una
neutralidad imposible, tal como lo intentara, el último tercio del siglo XIX, el
historiador Miguel Morayta:
Que no se diera en secreto la absolución al que se delataba; y, como esta
publicidad imprimía carácter, fueron muchos los que acudieron a Roma en
solicitud de una absolución en secreto, a la cual la Santa Sede accedía
mediante el pago de emolumentos muy considerables.
Que parte de la penitencia del reconciliado (arrepentido) consistiese en la
privación del ejercicio de todos los empleos honoríficos y del uso de oro,
plata, perlas, seda y lana fina, a fin de que fuera pública la infamia que
significaba el haber profesado la herejía; disposición que también anulaba
Roma por dinero y que, andando el tiempo, asumió el Inquisidor General.
Que parte de las penitencias a los confitentes (confesos) voluntarios, que
se les decía espontáneos, consistiera en el pago de una multa con destino al
patrimonio real: así se interesaba a los monarcas en la existencia de la
Inquisición. Si el confitente espontáneo confesaba al término de gracia, no se
libraba de la pena de confiscación de bienes.
Que si un hereje encarcelado pidiere reconciliación con verdadero
arrepentimiento, se le pudiese conceder, poniéndole por penitencia la cárcel
perpetua; con la particularidad de que quedaba al arbitrio de los inquisidores
la declaración de que si era verdadero o fingido el arrepentimiento, pues
estimado fingido, por ficto penitente, debía ser condenado a la relajación—,
esto es, entregado a la justicia ordinaria, para que ésta le hiciera morir en las

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llamas. (Es decir, la Inquisición no mataba, sino que el reo era entregado al
brazo secular, y que fuera éste quien llevase a cabo el asesinato.)
Que si el convicto estuviese negativo después de la publicación de
testigos, fuera condenado como impenitente; disposición cuya crueldad
explican las referentes a la prueba testifical.
Que si hubiera prueba semi-plena contra el negativo, se le diese tormento:
si confesara en él y luego ratificase la confesión, se le castigaría como
convicto, y si no se ratificara, podía ser sometido de nuevo a la tortura. Con el
tiempo, se prohibió atormentar al reo más de una vez, pero se halló el modo
de violar este precepto, suspendiendo la tortura una vez ya adelantada, para
continuarla cuando conviniese.
Que no se diera a los procesados copia íntegra de las declaraciones de los
testigos, sino únicamente alguna noticia de lo que hubieren dicho, para que
por los particulares que hubiesen declarado no viniera en conocimiento de
quienes habían dado aquel testimonio; precepto que bastaba para hacer
imposible una defensa concorde con los resultados del proceso.
Que, llamado el ausente por edictos, si no compareciese dentro del
término que se le señaló, pudiese ser condenado como hereje convicto.
Que si por libros o procesos resultaba hereje algún difunto, se le formase
causa y, condenado, se exhumara su cadáver y se confiscara los bienes que
poseyó, despojándoles de ellos a sus herederos, «cuyo concepto no tiene
disculpa ni aun por el precedente de aquellos Papas que desenterraban los
cadáveres de sus antecesores y los arrojaban al Tíber, condenada a la infamia
su memoria».
Sobre ello expuso un autor del siglo XIX:
«De esto resulta que los reos de la Inquisición disfrutaban de menos
libertad de defensa que la concedida por los pueblos más bárbaros a los más
empedernidos criminales. ¿Cómo sincerarse de cargos distintos de los que
resultaban, sin saber quién, cuándo y cómo los habían hecho? ¿Cómo tachar a
los testigos cuyos nombres se ignoraban? ¿Qué podían alegar los abogados, a
quienes les estaba prohibido comunicarse con sus defendidos, ni por escrito,
ni a solas, ni delante de testigos, ni mucho menos ver íntegro el proceso?»
El padre Mariana, una de las lumbreras más luminosas de la Historia de
España, escribió:
«Lo que sobre todo extrañaban los naturales era que los hijos pagasen por
los delitos de los padres; que no se supiese ni manifestase el que acusaba, ni
le confrontasen con el reo, ni hubiese publicación de testigos; todo lo
contrario a lo que de antiguo se acostumbraba en otros tribunales. Además de

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esto, les parecía cosa nueva que semejantes pecados se castigasen con la pena
de muerte y, lo más grave, que por aquellas pesquisas secretas les quitaban la
libertad de oír y hablar entre sí, por tener en las ciudades, pueblos y aldeas,
personas a propósito para dar aviso de lo que pasaba, cosa que algunos tenían
en figura de una servidumbre gravísima y a par de muerte.»
Esto no lo escribió un enemigo de los muchos que tenía y tiene la Iglesia
Católica, sino el jesuita Juan de Mariana, discípulo de San Francisco de Borja.
Del mismo modo, cuando llegue el momento de abolir tan nefasto Tribunal,
en las Cortes de Cádiz, no será un liberal atrabiliario quien alegue los más
sólidos argumentos para desterrar de España el Santo Oficio, sino un preclaro
eclesiástico, José Ruiz de Padrón, quien pronuncie el discurso decisivo,
alzándose victorioso frente a los que confundían —como siguen
confundiendo— al Dios del Amor con las miserias que caracterizan a los
hombres de corazón podrido.
Uno de éstos fue fray Tomás de Torquemada.

Tras el pusilánime pontificado de Inocencio VIII —proclamación que, según


Ludovico Pastor, debió al Cardenal Juan Bautista Cibo en un probado
soborno—, la Llave de San Pedro va a manos de Alejandro VI, quien, en
opinión de varios autores acendradamente católicos, inaugura «la época de la
profanación del Cristianismo: juicio por demás optimista, dado que el
Cristianismo ya había sido profanado mucho antes, coadyuvando a ello, de
forma definitiva, la exaltación de Torquemada como dueño de vidas y
haciendas. Lo que el fraile dominico no esperaría es que la recia personalidad
del Papa español fuera a darle más de un dolor de cabeza, y no precisamente
por su ejemplaridad. Ya en junio de 1460, el sobrio Pío II escribía al joven
Rodrigo Borgia la carta que reproduce R. Chamberlin:
»Amado hijo:
Hemos oído que, hace cuatro días, varias damas de Siena —mujeres
enteramente entregadas a frivolidades mundanas— estaban reunidas en los
jardines de Giovanni di Bichis, y que tú, olvidando completamente el alto
cargo de que estás investido, estuviste con ellas desde la hora diecisiete a las
veintidós. Contigo estaba uno de tus colegas cuya edad, si no la dignidad de
su cargo, debía haber bastado para recordarle su deber. Hemos oído que se
bailaron las danzas más licenciosas, que no faltaron ninguna de las
seducciones del amor y que te condujiste de una forma totalmente mundana.
La vergüenza me prohíbe mencionar todo lo que tuvo lugar, no sólo los actos,

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sino los mismos nombres son indignos de tu posición. Para que pudieras dar
rienda suelta a tu lascivia, no fueron admitidos los padres, maridos, hermanos
y deudos de las jóvenes (…). Toda Siena habla ahora de aquella orgía.
Nuestro disgusto no puede expresarse con palabras (…). Un Cardenal debe
estar por encima de todo reproche…»

Por el camino que indica un tratadista tan imparcial y respetable como es


Christian Houillon, resulta notorio que el problema de las relaciones entre el
nuevo Papa y el Gran Inquisidor se crispa poco después del nombramiento de
Alejandro VI. Con temeraria osadía, Torquemada proporciona al Pontífice las
armas que van a volverse contra él. A pesar de la prohibición a los
inquisidores de entablar litigios contra los obispos sin autorización especial,
fray Tomás, como hemos dejado expuesto, somete a juicio a dos prelados: el
obispo de Segovia, Juan Arias Dávila, y Pedro de Aranda, obispo de
Calahorra. Los crímenes por los que debían responder eran que el abuelo del
primero, converso y fallecido muchos años antes, había «judaizado», lacra
que asimismo recaía en el padre, también fallecido, del prelado calahorrano.
Tales príncipes de la Iglesia no están dispuestos a que la sangre de sus
antepasados repercuta ahora en su destitución, degradación, proclamación de
infamia y confiscación de bienes.
Según cuenta el espléndido Houillon, Torquemada toma en cuenta lo
perjudicial que incluso para la salud del Gran Inquisidor puede ser la reacción
de los obispos. Continúa la encuesta, a la que se incorporan enredos
comprometedores, tanto para sus allegados como para sus difuntos. Si
comparecen los prelados ante el Tribunal de la Inquisición, seguro es que
sobre ellos recaerá una dura condena, y esto es lo que les induce a dirigirse a
Roma. En el primer caso, el Papa exige que el obispo sea transferido a un
tribunal apostólico.
No ocurre lo mismo con Pedro de Aranda, cuyo proceso se instruye en
Valladolid. Los inquisidores acumulan pruebas de las faltas cometidas por el
padre del prelado Aranda; éste recurre al Papa, en 1493, y el Sumo Pontífice
declara incompetente al Santo Oficio transfiriendo su causa al tribunal
apostólico de Córdoba, que emite un juicio favorable «y muy limpia de toda
acusación la memoria de su padre». Ni siquiera este veredicto es suficiente
para que fray Tomás renuncie a su presa. En este empeño, exhuma un antiguo
expediente, en el que Pedro de Aranda había sido acusado de judaísmo; el
Gran Inquisidor se vale de todos los medios para hacerlo comparecer ante su

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tenebroso tribunal, y el Papa —que no tiene nada de pusilánime, como tenía
Bonifacio VIII— nombra al obispo Maestre del Sacro Palacio y lo designa
legado suyo en Venecia. Aun con estas credenciales, Torquemada no da su
brazo a torcer y Pedro de Aranda es declarado convicto de haber comido
carne en Viernes Santo y los días de abstinencia, de tomar alimento antes de
oficiar la misa y de no creer en el purgatorio ni en el infierno. Las
declaraciones a favor del obispo —que superan el número de cien— no son
tomadas en consideración y, por fin, el protegido del Papa es condenado, en
1496, a la pérdida de sus beneficios eclesiásticos, a la degradación y a la
cárcel:
«Decidido a contemporizar (el Papa), llama ante su presencia al Gran
Inquisidor, pero éste no cree necesario efectuar el desplazamiento y envía a
Roma a su sucesor, Alonso Badaja (…). Alejandro VI renuncia a toda
mención oficial contra los inquisidores de España, pero no toma
definitivamente partido por Torquemada.»
Un año durará el conflicto. Torquemada —volvemos a Houillon—
gobernará, tan rigurosamente como en los tiempos de su poder absoluto, el
funcionamiento de la institución a la cual ha consagrado una gran parte de su
vida. Aun con la rémora de sus muchos años, este septuagenario indomable
conserva su lucidez, pero sus adjuntos no conciben ya su tarea al viejo estilo.
La Inquisición ha sido creada para luchar contra la herejía y, sobre todo, para
exterminar el judaísmo. Esta doctrina ha desaparecido oficialmente de
España, donde aquellos que la practican no tienen derecho de ciudadanía.
Desde ahora, los jueces inquisitoriales ejercen su competencia en dominios
más diversificados, lo que les lleva a asumir, cada vez más, las
responsabilidades de los tribunales ordinarios. En adelante, ya no se trata
tanto de herejía como de bigamia, usura, sodomía, brujería e inmoralidad
religiosa. Con todo, el reguero de muerte, tortura, depredación y otros tipos de
criminalidad es pavorosa, según la suma del sacerdote católico y ex inquisidor
Juan Antonio Llorente:
«Torquemada hizo en España, durante los dieciocho años de su ministerio
inquisitorial, diez mil doscientas veinte víctimas que murieron en las llamas;
seis mil ochocientas sesenta que hizo quemar en efigie por muerte o ausencia
de la persona, y noventa y siete mil trescientas veintiuna que castigó con
infamia, confiscación de bienes, cárcel perpetua e imposibilidad para empleos
con título de penitencia; todas las cuales tres clases componen ciento catorce
mil cuatrocientas una familias perdidas para siempre, sin contar en este

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número las que sufrían casi totalmente igual por sus conexiones de parentesco
inmediato.»
Es justo reconocer que muchos tratadistas consideran excesivo el número
de víctimas expuesto por J. A. Llorente, pero, en el cómputo de las
estadísticas, ¿qué importa que los ejecutados no fueran diez mil doscientos,
sino ocho mil cuatrocientos, como qué importa que los judíos asesinados por
los nazis en las cámaras de gas no fueran seis millones setecientos mil, sino
cuatro millones novecientos cincuenta y cuatro? ¿Mengua en algo, esta
disputa, la criminalidad de un régimen diabólico?

Don Fernando el Católico —el zorro lascivo que, junto a su esposa doña
Isabel, gobierna una nación poderosa— sabe, por informaciones de sus espías
(superiores en capacidad a quienes sirven a Torquemada), que el Pontífice
Alejandro VI se dispone a su contienda contra el Gran Inquisidor, quien ha
impuesto el voto de obediencia, a su favor personal, más allá de los Pirineos.
Esta maniobra equivale a eludir sus deberes para con el Pontífice, de cuyo
desmán habrá de dar cumplida cuenta, tarde o temprano. El zorro coronado,
por su parte, terne en su costumbre, de no guardar consideración ni lealtad a
nadie, entiende que es preferible jugar sus dados en el paño del Papa que en el
del Gran Inquisidor y, por primera vez en la Historia, un rey dicta a la
máxima jerarquía del Santo Oficio lo que ha de hacer. El motivo viene dado
por el propio Torquemada que, en la ofuscación de su poder absoluto, impone
excomuniones a voleo:
«Venerable y devoto padre Prior —escribe el rey—: A causa de mi ida
que en breves días ha de ser para Zaragoza, Dios mediante, envié a mandar a
mi Receptor Roya que diese mucha prisa en acabar una escalera, las
caballerizas y otras cosas muy necesarias para mi aposentamiento en el
palacio Real de la Aljafería; y andando ya la obra a causa de las
excomuniones que le habéis enviado, me escribe que ha parado la obra. Y
también dice que no pagará a prior y frailes de Santa Engracia aquellos cuatro
mil sueldos que en cada año les he mandado yo pagar en aquella receptoría
hasta que yo les haya proveído en otra parte, lo cual fue por no traspasarles
luego los censales de la Inquisición, porque después de remediados los
censales, quedasen el Oficio.
»Cierto tengo de esto algún enojo. Y fuera razón que se mira mejor en
poner más limitadas las excomuniones para que se salvara a lo menos lo que
sea a mi servicio, al respecto especialmente que en aquella receptoría, a Dios

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gracias, todos los oficiales están bien pagados y a nadie se debe salario ni otra
cosa alguna, y de esto es razón que vos y estos prelados que con vos reciben
os contentéis.»
Corre el año 1496 cuando Tomás de Torquemada decide lo que supone su
ruptura total —y a cencerros tapados— con la orden del Papa. El irreductible
dominico ha vivido el gozo de fechas para él inolvidables: en 1481, el primer
Auto de Fe, celebrado en Sevilla; en 1483, su nombramiento como Inquisidor
General; en 1492, la expulsión de los judíos por un delito —el de
«judaizar»— que nunca existió…
La elevación del cardenal Rodrigo Borja al solio pontificio, con el nombre
de Alejandro VI, va a ser para el dominico un golpe demasiado fuerte, ya que,
con independencia de una ejecutoria singularmente reprobable, Torquemada
sabe que el nuevo Papa es un hombre de carácter y lo suficientemente
soberbio como para no consentir que alguien, en la Cristiandad, contraríe sus
designios:
«Clemente Fusero afirma que “le gustaba el esplendor” y habla de “sus
rasgos de gran señor, exuberante de alegría, dulzura insinuante y, al mismo
tiempo, las repentinas inflamaciones de los temperamentos sanguíneos. En la
ira y el dolor, una impresionante intensidad de pasión, una casi salvaje
vehemencia de desahogo (…) Su ira, a veces, se desbordaba como una
tormenta”.»
Según Maquiavelo, Alejandro VI «no hizo otra cosa que engañar
hombres, ni nunca pensó en otra cosa». Pero sí hizo otra cosa porque fue el
único que supo frenar la pasión enloquecida de Torquemada, quien, al recibir
la llamada del Papa, debió de comprender que para él todo se había acabado y
quizás por eso cometió la falta intolerable de no acudir a su solicitud y enviar,
en su lugar, a Alonso Badaja. Tal desplante supuso el fin de la tácita
complicidad y acaso algo más, desconocido y oculto. Por ejemplo —
sostenido sólo como hipótesis—, la verdadera razón por la que la inclemencia
del fraile cambia de objetivo y ahora ya no son los judíos las víctimas de la
represión más despiadada, sino los conversos. Esta mudanza puede significar
poco, pero también puede suponer un hito de enorme calado.
Al cabo de nuestro análisis, seguimos opinando que Torquemada cambia
su fervor hacia Jesucristo por el Yahvéh de sus orígenes. Es evidente lo
mucho que para el dominico debe de contrariarle la palabra de Jesús; «Mas yo
os digo que cualquiera que se enojare con su hermano, será culpado del
juicio».

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«Por tanto, si trajeres tu presente al altar, y allí te acordares de que tu
hermano tiene algo contra ti, deja tu presente delante del altar, y vete, vuelve
primero en amistad con tu hermano, y entonces ven y ofrece tu presente.
Concíliate con tu adversario presto, entre tanto que estás con él en el camino»
(Mat., V, 23-25).
En cambio, Torquemada sigue otra senda: la del Yahvé del Pentateuco o,
lo que es lo mismo, de la Toráh:
«Brotó fuego de Yahvé, que devoró a los 250 hombres que habían
ofrecido el incienso» (Números, VI, 35).
«… Envió entonces Yahvéh contra el pueblo serpientes abrasadoras que
mordían al pueblo; y murió mucha gente de Israel (Números, XXI, 6).
»… Pero si llegas a olvidarte de Yahvéh tu Dios, si sigues a otros dioses,
si les das culto y te postras ante ellos, yo certifico hoy ante vosotros que
pereceréis. Lo mismo que Yahvéh va destruyendo a vuestro paso, así también
pereceréis vosotros por haber desoído la voz de Yahvéh vuestro Dios»
(Deuteronomio, VIII, 19-20).
«Toma a todos los jefes del pueblo y empálalos en honor de Yahvéh cara
al sol; así cederá el furor de la cólera de Yahvéh ante Israel» (Números, XXV,
4-5).
Samuel a Saúl, por orden de Yahvéh: «Ahora vete y castiga a Amalee,
consagrándolo al anatema con todo lo que posee; no tengas compasión de él,
mata hombres y mujeres, niños y lactantes, bueyes y ovejas, camellos y
asnos» (Samuel, XV, 3).
Este sí es el Dios de Torquemada.

¿Por qué el fraile cambia de objetivo, concentrando todo su odio en los


conversos? Lo ha relacionado Roger Peyrefitte:
«En 1449, una petición dirigida al obispo de Cuenca declaraba que las
familias más nobles de España tenían sangre judía y citaba, entre otros, a los
Enríquez, de los que Fernando el Católico descendía por parte de madre. En
Aragón, en casi todas las casas de la aristocracia sucedía lo mismo, y la mitad
de los altos cargos estaban ocupados por conversos. En Castilla, el alto clero
estaba igualmente contaminado. Bajo el reinado de Isabel la Católica, por lo
menos cuatro eminentes obispos eran conversos, entre ellos el cardenal Juan
de Torquemada, tío del primer Gran Inquisidor (siendo también este último de
ascendencia judía); Diego de Deza, segundo Inquisidor General, y el piadoso
obispo de Granada, Hernando de Talavera. Tres secretarios de la Corona,

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Fernando Álvarez, Alfonso de Ávila y Hernando del Pulgar, eran cristianos
nuevos. En Aragón, la gran familia conversa de los De la Caballería, además
de eminentes eclesiásticos, el vicecanciller del reino de la Casa Real, un
tesorero del reino de Navarra, un almirante, un vicerrector de la Universidad
de Zaragoza y un brillante escritor antisemita, don Juan Pacheco, marqués de
Villena y gran maestre de la Orden de Santiago, descendía por partes paterna
y materna del antiguo Ruy Capón. Su hermano, Pedro Girón, era Gran
Maestre de la Orden de Calatrava y sobrino del arzobispo de Toledo. Entre
los más altos cargos del reino, siete por lo menos eran de origen judío, lo
mismo que el tesorero.»
Antes de emprender este estudio ya lo sabíamos, pero únicamente ahora
se nos ha ocurrido formular unas preguntas tan insólitas como escandalosas:
¿Por qué Torquemada extrema su crueldad con los conversos? ¿Porque, como
«cristiano», le es imperativo castigar a los que engañan a quienes profesan la
fe en Jesucristo? ¿O porque, como judío, quiere exterminar a todos los que
han abandonado la ley de Moisés?…
Sea como fuere, si la crueldad extrema conduce de forma inexorable a la
locura —y la Historia está colmada de ejemplos—, Torquemada llega, en su
desequilibrio mental, a creer incluso que el reo ha de agradecerle a la
Inquisición el privilegio de ser quemado vivo. Lo expresa así un tratadista
francés:
«Si hay que creerlo, Torquemada pretende salvar, a pesar suyo, a las
almas malditas o a las que él considera como tales. Al nivel de su crimen, el
camino de la salvación sólo puede pasar por la expiación. Los herejes se han
alejado de los caminos trazados por la divinidad y su salvación; por tanto, no
se juzga sino en la tierra. Para garantizársela, no hay otro medio que regar la
hoguera con su sangre y su sudor, que son “el mejor rocío divino que puede
regar la tierra árida”. Lo que aparecerá como la expresión de la peor crueldad,
no debería ser considerado, por tanto, sino como la forma más magnánima de
la misericordia hacia los pecadores, devueltos por la Inquisición a los caminos
de la pureza evangélica que conduce a la salvación eterna.»
Para el logro de tan edificante corolario, se hace preciso la colaboración
entendida como deber insoslayable:
«Desde los gobernadores a los más modestos ciudadanos, pasando por los
oficiales de la Justicia local y los notarios, todos tienen que jurar sobre la cruz
y los evangelios que ayudarán a la Inquisición. En esta ocasión, las
autoridades del lugar serán advertidas contra todo intento de obstaculizar el
funcionamiento del Santo Oficio.»

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Desatadas las furias, no existe el mínimo atisbo de compasión por el que
sufre, sin distinción de clase, estado, sexo o edad: «Ni siquiera se usan
contemplaciones con los niños»:
«Si son menores de veinte años y sus padres han sido herejes, sólo
obtendrán la reconciliación a condición de revelar todo lo que saben de sus
ascendientes y allegados. Su suerte siempre será mísera, ya que los bienes de
sus padres son confiscados y su exclusión del cuerpo social es irrevocable.»
La locura es, a veces, notoriamente manifiesta en los edictos firmados por
Tomás de Torquemada:
«Si un hereje o un apóstata detenido por medio de los informes
proporcionados en su contra declara que desea la reconciliación, confiesa
todas sus faltas y dice qué clase de ceremonia judía ha seguido, y lo que sabe
de las faltas de los demás, por completo y sin reservas, los inquisidores le
admitirán la reconciliación, mediante la pena de cadena perpetua, tal como
está prescrito en la ley.»
Para Torquemada no existe la presunción de inocencia. Por el contrario, la
práctica inquisitorial implica la «presunción del delito», si no ha sido posible
probar la inocencia:
«Los inquisidores pueden deliberar sobre la necesidad de someter al
acusado a la tortura y si, mediante el tormento, confiesa su pecado, deberá
ratificar en uno cualquiera de los tres días siguientes. Si se ratifica, será
castigado como convicto de herejía; si no lo hace así y, por el contrario,
revoca su confesión, como el crimen no ha sido probado pero tampoco
improbado, los inquisidores, en razón de la infamia y de la presunción de
culpabilidad del acusado, deberán ordenar que ajuste públicamente su error; o
bien los inquisidores pueden repetir nuevamente la tortura.»
En casi todos los casos, caer en manos del Santo Oficio equivale a purgar
el delito con el fuego. Fray Tomás ha cerrado todas las salidas y frustrado
todas las posibilidades de salvación. El reo es culpable y, consiguientemente,
debe agradecer con vehemencia la felicidad de verse devorado por las llamas.
Pero, por imposible que parezca, Torquemada siempre va a más:
«Si alguno, habiendo sido denunciado y convicto del pecado de herejía, la
niega y persiste en sus negativas hasta el pronunciamiento de la sentencia, y si
a pesar de ello se ha establecido el crimen contra él, aunque confiese la fe
católica y afirme que siempre ha sido cristiano y continúa siéndolo, los
inquisidores le declararán hereje y le condenarán como tal, puesto que el
crimen ha sido jurídicamente probado y, al negarse a reconocer su error, el
condenado no permite a la Iglesia usar de misericordia con él.»

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El cinismo acaba de alcanzar cotas hasta entonces inéditas, al tiempo de
invitar a una reflexión hasta ahora nunca abordada: ¿Qué hubiera pasado si
Torquemada, en vez de inquisidor, se hubiese dedicado a otro oficio? Sin la
menor duda, habría sido declarado hereje por elementales motivos de
doctrina.
Volviendo a la primera página de este informe (capítulo I.º). ¿Qué le
habría ocurrido si, en respuesta al Tribunal, hubiese arrojado un crucifijo con
ademán de amenaza y desprecio?
En el Padrenuestro, el cristiano —al menos hasta hace unos años—
suplica a Dios que le perdone «como nosotros perdonamos a nuestros
deudores». ¿Cuándo perdonó Torquemada?
En los Mandamientos se ordena al cristiano a «santificar las fiestas».
¿Cómo es posible que el Santo Oficio escogiera una fecha festiva para
santificarla con la quema de unos seres humanos?
«No matarás»: el más grave de los supuestos. ¿Hizo el Torquemada
inquisidor algo que no fuera orientado a la acción de matar de la forma más
despiadada?
«No hurtarás.» Pero ¿no es hurtar la acción de apoderarse de los bienes
ajenos?
«No dirás falso testimonio ni mentiras», pero ¿no está ahíto de ellas un
procedimiento donde el inquisidor tiene el deber de utilizarlas para dejar
indefenso al reo?
¿Dónde está el testimonio de que el hombre ame a los otros?
Torquemada se atreve a hablar de misericordia, pero ¿no es faltar a todas
sus obras, que mandan «corregir al que yerra» (y corregir no es asesinarlo),
«consolar al triste», «sufrir con paciencia los defectos del prójimo», «vestir al
desnudo» (no desnudar al vestido, como hacen los verdugos del Santo Oficio)
y «enterrar a los muertos» (pero no desenterrarlos y colocarle al cadáver un
sambenito de penitenciado)?
¿En qué ocasión de su vida tuvo Torquemada piedad de aquéllos a los que
se refieren las bienaventuranzas: «los que lloran», «los que tienen hambre y
sed de justicia», los «misericordiosos», los «limpios de corazón», los
«pacíficos» y «los que padecen persecución por la justicia»…?
¿Acaso reprimió Torquemada, alguna vez, los pecados capitales de la
soberbia y de la ira?… ¿Tuvo en algún momento de su existencia los
impulsos bienaventurados de la piedad y del temor de Dios?
Si «por sus obras los conoceréis», Tomás de Torquemada fue el más
pertinaz de los herejes.

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El Papa Alejandro VI —«falso, descreído y galante» como Bradomín—
sabe cómo destruir al león, hasta dejar reducida su figura a la de un viejo
decrépito al borde de la muerte. Esto es lo que lleva a cabo Rodrigo de Borja,
tal vez horrorizado por las acciones, cada día más crueles, del insaciable fraile
de Santo Domingo. El Papa Alejandro había dispuesto frustrar la carrera
homicida del dominico, porque el inmenso poder de Torquemada se había
convertido en una amenaza cierta para el papado (y para la Cristiandad). La
desobediencia de fray Tomás fue el pretexto providencial para la solución del
problema. De ahí que, como primera medida, Alejandro VI le comunique —
por carta que es todo un monumento a la hipocresía— «el favor que le
dispensa por los grandes trabajos que se ha tomado para la exaltación de la
fe». Y sigue el Breve:
«Nuestro muy amado hijo Tomás de Torquemada se encuentra bajo el
peso de una carga abrumadora. Su avanzada edad hace excesivas las fatigas
inherentes a su ministerio; por tanto, acordándonos de los inapreciables
servicios que ha rendido a la Cristiandad, le proporcionamos cuatro ayudantes
para que pueda dedicarse a un descanso que tan magníficamente se ha
ganado.»
Así, de la noche a la mañana, el Gran Inquisidor se ve despojado de sus
exorbitantes poderes, empezando por tener que compartir la responsabilidad
del Santo Oficio con el arzobispo de Mesina, Ponce de León, don Íñigo
Manrique, obispo de Córdoba, don Francisco Sánchez de la Fuente, obispo de
Ávila, antiguo decano de Toledo, consejero de la Suprema, y el obispo de
Mondoñedo, Alonso Suárez de Fuentelsaz.
No es sólo esto. La enorme autoridad de fray Tomás queda reducida a la
mínima expresión con el nombramiento del obispo de Ávila en calidad de
juez de apelación, quien solamente podrá recibir instrucciones del Papa para
los asuntos relacionados con la Inquisición. Era facilitarle el camino para una
retirada inminente como así ocurrió.
El Gran Inquisidor abandona la Corte, porque tiene perdidas de antemano
todas las batallas. En adelante, el Santo Oficio no tomará sólo a los conversos
como objetivo de sus sanciones, sino que a ello habrán de unirse blasfemos,
bígamos, usureros, mariones, brujos y, más discretamente, clérigos bellacos.
Una Bula del Papa le prohíbe perseverar en sus prácticas habituales.
Torquemada se retira al convento de Santo Tomás de Ávila, fundado por
él en sus días triunfales, y allí muere. Los funerales son sencillos,
impregnados de austeridad monástica. Inhumado su cuerpo en el cementerio
del propio convento, al poco tiempo será trasladado a la capilla,

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concediéndosele el privilegio de una inscripción. «Aquí yace el reverendo P.
P. Thomas de Torre Cremata, Prior de Santa Cruz, Inquisidor General,
fundador de esta Casa. Falleció en el año del Señor de 1498, día 16 de
septiembre.» Nada más.
No obstante, la Inquisición le sobrevivirá cuatro siglos. Como
sobrevivirán aun en nuestros días muchos partidarios incondicionales de
Torquemada —inquisidor y hereje—, consumiéndose, como hizo él, en la
terrible hoguera del fanatismo.
Como colofón, transcribimos las palabras del ya mencionado Christian
Houillon: «Justo o cruel cambio de cosas: algunos decenios más tarde, sus
restos sufrieron la suerte que los inquisidores reservaban a los difuntos
condenados por judaísmo, post mortem—, sus huesos serán exhumados y sus
cenizas dispersas como las de innumerables víctimas desaparecidas en las
llamas rojizas de las hogueras de los autos de fe».

Página 100
APÉNDICES

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APELLIDOS DE «CRISTIANO NUEVO»

El número de judíos que aceptaron, de grado o por fuerza, la conversión —


real o aparente— debió de ser más amplio de lo que se cree. Prueba de ello
es que, al cabo de los siglos, la cantidad de apellidos que de una forma u otra
descienden de «cristianos nuevos» es verdaderamente abrumadora.
Recogemos aquí una parte de estos nombres de ascendencia judía.

ABAD
ADORNO
AGUADO
AGUAYO
ÁGUILA
AGUILAR
AGUILERA
ALBAIDA
ALBORNOZ
ALCALÁ
ALCARAZ
ALCÁZAR
ALCOCER
ALEMÁN
ALFARO
ALGECIRAS
ALMAGRO
ALMANSA
ALMODÓVAR
ALONSO
ÁLVAREZ
ANDÚJAR
ANGULO
ANTEQUERA
ARAGONÉS
ARANA

Página 102
ARANDA
ARCOS
ARÉVALO
ARIAS
ARMENTA
ARROYO
ÁVALOS
ÁVILA
AYALA
BAENA
BAEZA
BALLESTEROS
BARBA
BARBOSA
BARRERA
BARRIOS
BASTIDAS
BECERRA
BECERRIL
BEJARANO
BELMONTE
BELTRÁN
BENAVENTE
BENÍTEZ
BERMEJO
BERNAL
BOBADILLA
BOHÓRQUEZ
BOLAÑOS
BRACHO
BRAVO
BRIONES
BUENDÍA
BUENO
BURGOS
BUSTO
CABALLERÍA
CABALLERO

Página 103
CABAÑAS
CABRERA
CÁCERES
CALDERA
CALDERÓN
CANSINO
CANTILLANA
CÁRDENAS
CARMONA
CARO
CARPIO
CARRANZA
CARRIÓN
CARVAJAL
CASADO
CASAS
CASTAÑEDA
CASTELLANO
CASTILLA
CASTILLO
CASTRO
CAZALLA
CEREZO
CERÓN
CERVANTES
CÉSPEDES
CID
CONTRERAS
CORDERO
CÓRDOBA
CORNEJO
CORONA
CORRAL
CRESPO
CUETO
CUEVA
CHILLAS
DAZA

Página 104
DEZA
DÍAZ
DÍEZ
DUARTE
DUQUE
DURÁN
ESCACENA
ESCALANTE
ESCALONA
ESCOBAR
ESPINOSA
ESQUIVEL
ESTEBAN
FAJARDO
FARFÁN
FERNÁNDEZ
FLORES
FRANCO
FUENTE
GALINDO
GÁLVEZ
GALLEGO
GARCÍA
GARZÓN
GAVILÁN
GÓMEZ
GÓNGORA
GONZÁLEZ
GONZALO
GUERRA
GUERRERO
GUEVARA
GUIJARRO
GUILLÉN
GUTIÉRREZ
GUZMÁN
HARO
HERRERA

Página 105
HERRERO
HIERRO
HINESTROSA
HORTELANO
HOYOS
HURTADO
ILLESCAS
INFANTE
JAÉN
JEREZ
JIMÉNEZ
LEBRIJA
LEÓN
LÓPEZ
LORA
LORCA
LOSADA
LUCENA
LUJÁN
LUNA
LUQUE
MACHUCA
MADRID
MALDONADO
MANCHA
MANRIQUE
MANSILLA
MARIÑO
MARMOLEJO
MÁRQUEZ
MARTEL
MARTIN
MARTÍNEZ
MARTOS
MEDINA
MEDRANO
MELGAREJO
MÉNDEZ

Página 106
MESA
MOLINA
MONSALVE
MONTALVO
MONTERO
MONTIEL
MONTORO
MORALES
MORÁN
MORENO
MORILLO
MORÓN
MOSCOSO
MOSQUERA
MUELA
NARANJO
NAVA
NAVARRO
NIETO
NÚÑEZ
OCAÑA
OLIVARES
OLIVER
OLMEDO
ORDÓÑEZ
OROZCO
ORTEGA
ORTIZ
OSORIO
OSUNA
OVIEDO
PADILLA
PÁEZ
PALACIOS
PALMA
PALOMARES
PARDO
PAREDES

Página 107
PAREJA
PEDROSA
PEÑA
PEREA
PÉREZ
PICHÓN
PINEDA
PINELO
PINTO
PONCE DE LEÓN
PORRAS
PORTILLO
POSTIGO
PRADO
PRIETO
QUESADA
QUINTANILLA
QUIRÓS
RAMÍREZ
RAMIRO
RAMOS
RAPOSO
REBOLLEDO
REINA
RENDÓN
RENTERÍA
RIBERA
RIQUELME
ROBLEDO
RODRIGO
RODRÍGUEZ
ROJAS
ROMERO
ROPERO
ROSALES
RUIZ
SAAVEDRA
SALAMANCA

Página 108
SALAS
SALAZAR
SALINAS
SANABRIA
SÁNCHEZ
SANTAELLA
SANTA MARÍA
SANTILLAN
SARMIENTO
SEGURA
SEPÚLVEDA
SERRANO
SEVILLA
SOLÍS
SORIA
SOSA
SOTELO
SOTO
SOTOMAYOR
SUÁREZ
TALAVERA
TAPIA
TAVERA
TÉLLEZ
TELLO
TREVIÑO
TOLEDO
TORO
TORRALBA
TORRES
TOUS
TRISTÁN
TUDELA
UCEDA
ULLOA
UTRERA
VADILLO
VALDERRAMA

Página 109
VALDÉS
VALDIVIESO
VALENCIA
VALVERDE
VALLEJO
VARGAS
VÁZQUEZ
VELÁZQUEZ
VÉLEZ
VENEGAS
VERGARA
VIDAL
VILLA
VILLANUEVA
VILLARREAL
VILLAVICENCIO
VILLENA
VIRUÉS
YÁÑEZ
ZAFRA
ZAMORA
ZAPATA
ZARZA

Página 110
EL PRIMER INQUISIDOR

Para nosotros, el primer Inquisidor de Castilla —aunque no ejerciera con


esta potestad— fué el confesor del rey Enrique el Impotente, fray Alonso de
Espina, quien, como autor de una implacable Fortaditium Fidei contra judíos
y conversos, sería la inspiración directa de fray Tomás de Torquemada.

Queriendo este autor mostrar la remotísima antigüedad del origen de la


Inquisición hace ver que cometieron Adán y Eva pecado de herejía, y éste es
el objeto de su título primero, de peccato et infidelitate.
Asentado este principio, trata del modo de proceder contra Adán por Dios,
a fuer de primer inquisidor contra la herética pravedad, y aquí descubre la
misma forma de enjuiciar del Santo Oficio.
«Primero, dice, fue citado Adán, Adam ¿ubi es? (Adán, ¿dónde estás?),
enseñando así a los futuros tribunales de la Santa Inquisición, que donde falta
la cita es nulo y de ningún valor el proceso. Preséntase Adán, y empieza Dios
su interrogatorio, juzgando por sí propio y en secreto al reo. Puntualmente la
misma forma siguen los inquisidores, habiéndola tomado del propio Dios.
»Los trajes de pieles que hizo a Adán y Eva son notoriamente la pauta del
sambenito que se pone a los herejes penitenciados. Las cruces que en él se
figuran, al principio estaban derechas, y luego se han inclinado, dándoles la
forma de un aspa de San Andrés, para indicar que los que las llevan se han
apartado de la rectitud de la fe de Cristo.
»Habiendo vestido Dios a Adán con este ropaje afrentoso, el cual figura al
hombre que por el pecado se hizo semejante a los brutos, le expelió del
paraíso terrenal, y de aquí viene el estilo de la Inquisición de confiscar los
bienes de los herejes. Sin duda que esta ley es muy cuerda, según dice Platón,
lib. 4 De Legibus, y Aristóteles, lib. Magn. Moralium, sin la virtud los bienes
de la tierra son perniciosos para sus poseedores, siendo cebo de sus pasiones e
instrumento de sus culpas.
»También fue privado Adán del mando que en los brutos tenía, de donde
se saca que pierde el hereje toda potestad natural, civil y política, que cesan
sus hijos de estar bajo su dominio, quedan libres sus esclavos, y sus vasallos
inmunes de la obediencia que le debían.

Página 111
»En la primera edad del mundo debe decirse que fueron herejes, y
castigados por Dios como tales, fuera de nuestros primeros padres, y
castigados por Dios como tales. Caín que dudó de la infinita ciencia divina,
cuando dijo: no sé dónde está mi hermano, y desesperó de su misericordia
creyendo que era grave su pecado que no podía serle perdonado; y los que
vivieron en tiempo de Noé, los cuales, según dice Santo Tomás, se habían
imaginado que no era pecado la fornicación, y no quisieron dar crédito al
diluvio con que los amenazaba este patriarca, mofándose de su arca.
»En la segunda edad fueron herejes Nembrod, y los que alzaron la torre de
Babel, habiendo el primero establecido la idolatría y la adoración del fuego, y
pensando los últimos que los preservaría su edificio de los estragos de la saña
divina.
»En la tercera fueron reos de herejía los Sodomitas, porque cada uno se
afanaba en persuadir a los otros que todo género de deleites son lícitos. Por
eso los castiga Dios con las penas que se irrogan los herejes; esto es, con la
confiscación de sus bienes, pues leemos que no podían atinar con la puerta de
sus casas, y luego con lluvia de fuego.
»Mientras que anduvieron los Israelitas por el desierto, en mil y mil lances
cometieron el pecado de herejía; como cuando pusieron duda en la verdad de
la legación de Moisés; cuando murmuraron de él; cuando, desconfiándose de
la divina Providencia, tuvieron miedo de morirse de hambre y de sed; cuando
precisaron a Aarón a que les hiciese el becerro de oro; y cuando tributaron
adoración a Moloc y Beelfegor, y de tal manera aborrecían a Dios desde
entonces, que si en aquel tiempo se hubiera hecho hombre le habrían
crucificado. Por todo, el pecado de herejía fue la causa de todas cuantas
desventuras los persiguieron en el desierto, sin poder entrar por espacio de
cuarenta años en la tierra de promisión; de la matanza de treinta y tres mil de
ellos, después de la adoración del becerro, a manos de los levitas, los cuales
eran figura de los obispos y los inquisidores; la muerte de millares de
culpados en los Sepulcros de la Concupiscencia; el tremendo castigo de Coré,
Datán y Abitón, con sus hijos y mujeres; la plaga de serpientes; veinticuatro
mil degollados por haber tributado cultos a Príamo, dios de los Moabitas,
etc…».

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INSTRUCCIONES DE TORQUEMADA

Primeramente que los inquisidores, luego en llegando en el lugar donde se ha


de hacer la inquisición, pongan sus cartas y edictos de treinta o cuarenta días
o como mejor visto les fuese que todos los que en algún caso de herejía o
apostasía se hallaran culpados y en este dicho tiempo vengan con dolor sin
fuerza ninguna a confesar sus errores y dirán la verdad de todo lo que
supieren no solamente de sí mismos más de los otros que con ellos
participaren en el dicho error, que estos tales sean recibidos con toda caridad,
y abjurando sus errores en forma les sean dadas penitencias públicas o
secretas según la infamia o calidad del delito a albedrío de los inquisidores y
dénseles algunas penitencias pecuniarias que paguen en cierto tiempo, y estos
dineros sean puestos en mano de una persona fiable y den los inquisidores o
los escribanos la copia de ellos al rey nuestro señor, o a mí como inquisidor
principal, para que se gasten en la guerra o en otras obras pías y para que se
paguen los salarios de los inquisidores y otros ministros que en la santa
inquisición entenderán, y séanles dejados todos los otros bienes que tuvieren
así nobles como raíces, y cerca de los oficios públicos que tienen deben por
ahora ser privados hasta que se vea su forma de vivir, y si fueren buenos
cristianos, y conocidamente se viere la enmienda en ellos pueden ser
habilitados para que ayan los dichos oficios si fueran vacos o otros
semejantes.
1. Otrosí si después del edicto algunos vinieren a reconciliarse, los cuales
no dejaron de venir por temor ni por menosprecio mas por enfermedad o por
otro justo impedimento, que con estos tales se use de misericordia como en el
capítulo primero, pero si al tiempo que se vinieren a reconciliar fueron ya
citados o tienen contra sí probantes, éstos no gocen de la gracia de los bienes,
pero los inquisidores se hayan con ellos misericordiosamente cuanto de
derecho y buena conciencia pudieren hacer según la calidad del delito e
infamia requiere y según esto consultando con el rey nuestro señor se verá si
se debiera hacer gracia de los bienes o no.

Página 113
2. Otrosí si a estos que así bien se vinieren a reconciliar son debidas
algunas deudas, que los deudores sean obligados sin embargo del fisco a
pagárseles, y si algunas ventas de sus bienes hubieren fechas que valgan y que
por parte del fisco del rey nuestro señor no les sean impedidos, pero si estos
tales tuvieren esclavos que sean libres y horros, y si los hubieren vendido los
que les compraren no los puedan retener, mas que luego los dejen horros y
ellos recauden el precio de los vendedores.
3. Otrosí si algunos de los susodichos que se vinieren a reconciliar y no
dijeren la verdad de sus errores y de los que fueron particioneros con ellos y
después se hallaren por las probanzas el contrario, estos tales sean habidos por
contumaces y que vinieron fingidos a la confesión, no gocen de nada de lo
susodicho mas antes se proceda contra ellos con todo rigor según que el
derecho en tal caso dispone.
4. Otrosí que ningún receptor debe secuestrar bienes de ningún hereje ni
apóstata sin especial mandamiento en escrito de los inquisidores y que se
pongan los tales bienes no en mano del receptor mas en manos de una persona
fiable y que hagan el secuestro el receptor con el alguacil de la inquisición y
por delante los dos escribanos, uno del alguacil y otro del receptor, y estos
escribanos cada uno escriba por sí todo lo que se secuestrare, y sean pagados
los dichos escribanos de los bienes de los dichos herejes aunque después se
hayan de reconciliar, y el salario sea lo que los inquisidores mandaren.
5. Otrosí si algunos fueren ausentados antes del tiempo del edicto, y
asimismo ausentaren sus bienes, y estos tales vinieren en el tiempo del dicho
edicto confesando sus errores como arriba dicho es, gocen de la misma gracia
de los bienes y hágase con ellos en la misma forma que en el capítulo primero
está escrito, pero si en el tiempo del edicto no quisieren venir procédase
contra ellos según lo que en este caso el derecho dispone.(…)
8. Otrosí que ni por los procesos de los vivos se deben de dejar de hacer
los de los muertos y los que se hallaren haber sido ya muertos como herejes o
judíos los deben desenterrar para que se quemen y dar lugar al fisco para que
ocupe los bienes según que de derecho se debe hacer…
… Otrosí que en todas las otras cosas que a la santa inquisición se
requieren queda a juicio y buena discreción de los inquisidores, que ellos las
hagan según Dios y derecho y buenas conciencias se deben hacer, y si algunas
otras cosas vieren que el rey nuestro señor debe remediar las escriban y que se
harán como cumple al servicio de Jesucristo nuestro señor y ensalzamiento de
su santa fe y buena edificación de la cristiandad.

FR. THOMAS, prior et inquisitor generalis.

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FRAGMENTO DEL DISCURSO DE RUIZ DE PADRÓN

EL 22 de febrero de 1813, las Cortes de Cádiz deciden abolir la Santa


Inquisición en votación libre de los diputados, habiendo sido paladín de esta
batalla el eminente orador sagrado don José Ruiz de Padrón, de cuyo
discurso recogemos un interesante fragmento.

«… Y ¿quién es capaz, Señor, de desenvolver el plan complicado y


tortuoso de un tribunal caviloso en sus Juicios, misterioso en sus manejos,
oscuro en sus procedimientos, absoluto en su poder, independiente en su
autoridad, invulnerable en sus privilegios, despótico en sus sentencias y
sangriento en su ejecución? Yo me meto en un caos de tinieblas, cuyas
sombras no dieron jamás entrada al resplandor de la luz. Y ¿qué mayor
prueba de su injusto proceder? “El que obra mal, aborrece la luz”, dice el
Evangelio. No se me crea, pero léanse las instrucciones que forman su terrible
código y se verán las más absurdas cuestiones que transtorna la jerarquía de la
Iglesia, de que sólo apuntaré una u otra. Ya dije antes que, desde el momento
en que el Santo Oficio se estableció en España, comenzó a decaer la
jurisdicción episcopal, tan recomendada en las Sagradas Escrituras. ¡Qué
competencias tan ruidosas no hubo entre varias jurisdicciones! ¡Qué recursos!
¡Qué escándalos! Algunos obispos trataban de sostener sus divinos
privilegios, y la Inquisión de quitárselos. Al fin, sostenido el error por el
brazo del despotismo, triunfó la verdad.
»Los obispos quedaron privados de calificar la doctrina de la fe, cuyo
depósito les fue encomendado, y pasó esta facultad a los nuevos jueces, con
asombro de toda Europa. Yo no admiro tanto la osadía y arrogancia del
Tribunal, cuanto la serenidad de algunos obispos españoles. Qué mucho,
pues, que en las obras del inquisidor Páramo, del inquisidor Eymerich, y de
otros autores inquisitoriales que componen el código del Santo Oficio, se
hagan seriamente las siguientes preguntas que va a oír V. M:
»“¿Un inquisidor más que un obispo?” Y responde: “Sí”. ¡Qué impía y
detestable doctrina! Preguntan asimismo: “¿Los obispos pueden leer los libros
prohibidos?”. Y responden que no, pero sí los inquisidores… La indignación
no me permite proseguir. Si esto es contrario o no al espíritu del Evangelio,

Página 115
júzguelo cualquiera. Estos autores abominables corren impunemente a la
sombra poderosa del Tribunal, a quien enlazan con vilipendio e ignominia del
altísimo carácter episcopal. Es incomprensible cómo hay obispos que
reclamen el restablecimiento de un Tribunal que no les ha dejado más que una
vana sombra de autoridad. Los de Mallorca nos dicen en la citada
presentación: “Que han quedado salvos sus derechos episcopales y que
ponderamos los supuestos daños que se siguen a la jurisdicción ordinaria”.
Grandemente. Si es así, ¿cómo no califican por sí mismos los escritos que
pertenecen a la fe y buenas costumbres? ¿Cómo no prohíben los libros que
atacan la religión? ¿Cómo no conocen en la pura y recta administración de
sacramentos a que pertenece el feo crimen de solicitación? ¿Cómo se dejaron
atar las manos para absolver de la herejía mixta de interna y externa, y eso
aunque no sea por opinión sino por incidente? Pues todo esto y mucho más se
han dejado despojar los obispos, abrogándoselo la Inquisición (…). ¡Qué
escándalo en la Iglesia de Dios! ¿Hubieran sufrido este atentado los Dionisios
y Ciprianos, los Abrosios y Agustinos? La Iglesia de España, tan
recomendable en todo el orbe cristiano por su santidad, por la pureza de su
doctrina, por el rigor de su disciplina, establecida y conservada en tantos
Concilios nacionales, fue vulnerada en sus legítimos derechos, y vino a
quedar como sujeta a un tribunal desconocido hasta el malhadado siglo XIII.
No perdió su fe, ni manchó su doctrina, ya por la divina protección que el
Señor ha dispensado en todo tiempo a esta porción nobilísima de la Iglesia
católica, ya por la firme adhesión de los españoles a la fe de sus padres; pero
se han hollado los cánones, se atropelló su disciplina, se oscureció su fama,
desapareció su brillantez y se desfiguró la hermosura y belleza de esta hija de
Sión. Oprimida de amargura y de dolor, reclama imperiosamente por su
antiguo decoro y dignidad, y alza sus manos puras hacia el cielo para
lamentarse de la degradación y envilecimiento a que la redujo este horrible
Tribunal.»

Página 116
DE UN ARTÍCULO DE VALERA

Del tribunal de la Inquisición sólo puede hablarse de tres maneras distintas:


con horror, con ignorancia servil o con ironía demoledora. Esta última fue la
escogida por el egabrense Juan Valera (1870-1905), embajador, ministro,
uno de los mejores prosistas que ha dado España y maestro del sarcasmo
más devastador y disimulado. De su artículo «Desde el Castillo de Mos»
(1904) seleccionamos algunos fragmentos.

«… el señor Brieva declara que el establecimiento de la Inquisición sería


imposible ahora; pero esto no basta. Es menester declarar también que sin
aquellos horrores, no sólo hubiera sido posible, sino más firme y duradera
nuestra grandeza; y que en la Inquisición, no más cruel que las tiranías y
atrocidades ejercidas en otros países, por motivos religiosos, hubo algo de
humillante, de ofensivo a la dignidad humana; que vició y rebajó nuestro
carácter nacional; que encadenó y abatió el vuelo de nuestra mente y que
precipitó la rápida decadencia de España. Y no se diga que con Inquisición
tuvimos admirables historiadores, teólogos y jurisconsultos insignes, pintores
como Velázquez y Murillo, dramaturgos como Lope, Calderón y Tirso, líricos
como Garcilaso, León y Herrera y místicas incomparables, como San Juan de
la Cruz y Santa Teresa. Contra tal argumento es obvia la contestación y acude
a la mente y a los labios de quien no esté obcecado. Todo este florecimiento
del alma española hubiera sido mayor y más fecundo en frutos sin el poder
tiránico que le comprimía. Este poder no fue más atroz en España, ejercido
por la Inquisición, que lo fue sin Inquisición en otras naciones; pero en
España fue más sistemático y más duradero.
»A veces, por defender a la patria, hemos defendido el fanatismo, como si
el fanatismo y la grandeza de la patria fueran insolubles, como si el fanatismo
no hubiera sido una dolencia mental que, lejos de elevarnos, estorbó que
fuésemos mejores de lo que fuimos, acortando, además, la duración de
nuestro Imperio.
»A la verdad, ninguno de nuestros más ilustres varones por el saber fue
quemado vivo, ni ajusticiado siquiera por método más benigno. La muerte se

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aplicó a gente de menor cuantía, pero el terror, y hasta los materiales
tormentos, se difundieron entre todos.
»El Santo Oficio persiguió a Antonio de Nebrija, acusándole de temerario
y de sacrílego, porque osó ejercer su crítica filosófica en las Sagrada
Escrituras; el Santo Oficio encarceló a Juan de Vergara, a Bernardino de
Tovar y al venerable Juan de Ávila, “apóstol de Andalucía”; el Santo Oficio
procesó y tuvo en prisión al sabio filólogo y catedrático de la Complutense
Mateo Pascual, confiscándole todos sus bienes; obligó a Pedro de Lerma a
ausentarse de su patria, para morir en extranjero suelo; persiguió al cultísimo
cancelario de la Universidad de Alcalá, obispo coadjutor de Almería, Luis de
Cadena; vejó la memoria de Raimundo Lulio, de Luis Vives, del venerable
Granada, de Huarte de San Juan y de doña Oliva Sabuco de Nantes; formó
causa a fray Luis de Villagarcía, catedrático de Oxford; a Martín Martínez de
Cantalapiedra, profesor de Salamanca; al celebérrimo Arias Montano y por
dos veces a fray Luis de León; condenó a la cárcel perpetua al famoso
humanista portugués Damián de Góes; a prisión temporal al arzobispo
Carranza, y amarga la vida del insigne poeta don Esteban Manuel de Villegas,
y acibaró los últimos momentos del doctísimo Sánchez de las Brozas.
»¿Cómo, después de esta lista, podrá defenderse tan fanático Tribunal?
¿Cómo no atribuirle, en grandísima parte, la rápida y lastimosa decadencia de
España, llegada al extremo en los últimos años del siglo XVII?
»Tal vez no fueron muchos los inquisidores hipócritas y malvados. Tal
vez fueron varones piadosos y de buena fe, pero poseídos por una tremenda
enajenación mental que sobre gran parte del pueblo se extendía y de la que
tardamos en recuperarnos.
»Todavía en el año 1719 hubo en Logroño un curioso auto de fe, del que
publica testimonio notarial… la Real Academia de la Historia. Por aquella
fehaciente y candorosa narración se ven a las claras la sinceridad y los afectos
caritativos de los inquisidores. No es fingida la ternura ni falso el júbilo con
que solemnizaron la reconciliación y el arrepentimiento del condenado a
muerte por judaizante. Los inquisidores le abrazaron cariñosamente cuando él
abjuró sus errores, derramaron abundantes lágrimas de alegría, dieron gracias
a Dios, ya que por medio de ellos se había salvado un alma de las penas
eternas, y dispusieron que el verdugo apresurase la muerte del condenado, a
fin de que no se arrepintiese de haberse arrepentido, y se malograse aquella
operación salvadora o quirúrgica a lo divino… Indudablemente, después de
leer el testimonio del notario se tiene el más hondo convencimiento de que los
inquisidores, lejos de sentir odio hacia su víctima, creían haberle hecho el

Página 118
mayor bien y la más laudable obra de misericordia, salvándola del
infierno…».

Página 119
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

(Dispuesta por orden de aparición según el pasaje correspondiente del texto


principal.)

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11. NETANYAHU, op. cit.
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15. NETANYAHU, op. cit.
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17. BARRIOS, Manuel, El tribunal de la Inquisición en Andalucía, Ed.
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18. ROTH, op. cit.
19. RISEMBERG, Stuart B, El judaismo, E M, 1991.
20. «Centinela contra judíos puesta en la Torre de la Iglesia de Dios con el
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22. BAER, op. cit.
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25. PRESCOTT, William H., Historia de los reyes Don Fernando y Doña
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26. BULA de Sixto IV autorizando el establecimiento de la Inquisición,
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27. ROS, op. cit.
28. GONZÁLEZ-DORIA, Fernando, Las reinas de España, Cometa, Madrid,
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29. VILAR, Pierre, Historia de España, Librerie Espagnole, París, 1975.
30. CALDERÓN, Emilio, Usos y costumbres sexuales de los reyes de España,
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31. BARRIOS, Manuel, Matrimonios desafortunados de la realeza española,
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32. GONZÁLEZ-DORIA, op. cit.
33. RÍOS MAZCARELLE, Manuel, Casa de Austria, una dinastía enferma, Ed.
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39. HUERGA, Pilar, Tomás de Torquemada, primer inquisidor general,
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(Dispuesta por orden alfabético).

«BULA de Sixto IV autorizando el establecimiento de la Inquisición»,


(Fragmentos), S./d.
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ROTH, Cecil, Los judíos secretos. Historia de los marranos, Altalena
editores, Madrid, 1974.
SÁNCHEZ DRAGÓ, Fernando, Gargoris y Habidis, Ed. Hiperión Madrid,
1975.
STAEHLIN, Carlos, Israel en la Historia, Ed. Apostolado de Prensa, Madrid,
1989.
VACA DE OSMA, José Antonio, Yo, Fernando el Católico, Planeta
Barcelona, 1995.
VILAR, Pierre, Historia de España, Librerie Espagnole, París 1975.

Página 126
MANUEL BARRIOS. Escritor y periodista español.
Desde muy joven reside en Sevilla, donde cursó estudios de derecho. Es en
esta ciudad donde ha desarrollado una intensa labor articulista y literaria, que
se concreta en más de setenta libros publicados y cuarenta y cuatro premios,
miles de artículos en prensa y programas radiofónicos.
Finalista del Premio Nadal en 1962. En 1972 fue el ganador del IV Premio
Ateneo de Sevilla por Epitafio para un señorito.
Jefe de Programación de Radio Nacional de España en Sevilla y Redactor
Jefe en Radio Sevilla, obteniendo en esta etapa la Antena de Oro y cuatro
Premios Ondas.
Gran experto del mundo del flamenco, conocedor de la historia de Andalucía,
ha dedicado buena parte de su producción editorial también a temas
universales y de historia de España.
Como articulista de prensa ha colaborado en ABC, con una sección, El
Baratillo, de comentario político. También ha colaborado en el diario La
razón.
En teatro ha cultivado el género de humor con títulos como El encierro de
San Serapio, El día en que Gilda se quitó el guante, El recurso de Amparo y

Página 127
El otro nombre de la Rosa.

Página 128
Notas

Página 129
[1] A esta impresionante relación podríamos añadir los nombres de Juan
Pacheco (marqués de Villena), Juan Bravo y Francisco Maldonado
(Comuneros de Castilla), Miguel de Barrios (Daniel Leví de Barrio), López
Villalobos, Mateo Alemán, Cristóbal de Mesa, Santa Teresa, San Juan de la
Cruz, fray Luis de Granada, San Juan de Ávila, San Juan de Dios… <<

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