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La Transferencia en Las Psicosis - Belluci

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LA TRANSFERENCIA EN LA PSICOSIS – GABRIEL BELUCCI

1. Recientemente, durante unas jornadas en la ciudad de Viedma (1), señalé que, según lo
entiendo, el porvenir del psicoanálisis se juega en gran medida en nuestro país. No sólo
por lo que se produce en el terreno del pensamiento, sino por la particular relación que
se establece entre nosotros a nuestro real. El psicoanálisis tiene un porvenir si la relación
a su real se mantiene. Como toda práctica, la nuestra apunta a incidir sobre un real. Freud
lo caracterizó como “lo que no anda”, es decir la Versagung, término que una serie de
desacertadas traducciones volcaron como “frustración”. Cada condición de estructura
implica, a su vez, determinado modo de hacer con ese real. La neurosis —y, en este
punto, también la perversión— podría pensarse como una respuesta religiosa a lo real,
porque se sostiene en la garantía del Padre. En las psicosis, los modos de hacer con eso
son siempre singulares, y llevaron a Lacan a introducir el concepto de suplencia. Un
análisis se plantea entonces como la posibilidad de que, ahí donde se escribió una
respuesta religiosa a lo real (en especial el fantasma, como versión del padre), se escriba
alguna otra, que permita de algún modo soportar lo real y hacer con eso. En las psicosis,
el “tratamiento posible” pivoteará en cambio alrededor de las suplencias, en sentido
amplio, es decir como los diversos modos de hacer con lo real que —forcluida la Ley del
Padre— el sujeto produjo o podría producir.

2. La introducción de la función deseo del analista se podría entender como el modo de


sostener que lo que se inventa en un análisis implica en su horizonte una respuesta
inédita a lo real. Es el deseo del analista el que hace posible que exista la transferencia
como el campo en el que esa respuesta inédita se va a escribir. La transferencia es, lisa
y llanamente, lo que responde al deseo del analista. Y, por supuesto, es una función a la
que es preciso darle cuerpo, algo que sólo podrá hacer quien haya pasado por la
experiencia de un análisis. El deseo del analista, entonces, funda y sostiene el campo
transferencial y apunta a llevar la cura tan lejos como sea posible, eventualmente hasta
sus últimas consecuencias lógicas, es decir hasta un final. En las psicosis, se trata de
pensar cada vez ese “hasta dónde”. Por otra parte, si el deseo del analista apunta a que
en el campo de la transferencia se escriba la diferencia, podemos orientarnos, en cada
momento del recorrido de un análisis, pensando cuál es el real en cuestión y, en relación
con él, qué se escribió. Esas preguntas conservan su vigencia sea cual sea la condición
de estructura de la que se trate, aunque se modularán de modos distintos. ¿Cómo se
traduce el deseo del analista en un campo que no está ordenado por el universal del
Padre? Subrayé en distintos lugares que, en ausencia de ese universal, la clínica de las
psicosis se nos presenta como una clínica en la que lo singular adquiere una dimensión
distinta de la que tiene cuando se articula a lo universal y a sus variantes particulares.
Esa especificidad de la estructura en las psicosis requiere, entonces, de una especial
posición de apertura por parte del analista. Sólo esa posición le permite leer las
coordenadas del caso y encontrar allí un lugar. Nunca falta, en los tratamientos de algún
modo eficaces, un momento de ignorancia radical, incluso de desconcierto, en el que el
analista no sabe —del caso y de su posible intervención— y hace lugar a ese no saber,
lo soporta, hasta que el propio paciente comienza a aportar indicios sobre la peculiaridad
de su real y sus posibles respuestas, así como a alguna dirección posible de trabajo. Por
el contrario, aquellos tratamientos que parten de cualquier a priori (como lo fue, durante
mucho tiempo, la idea de apuntalar la construcción delirante) están por lo general
llamados al fracaso. Esa posición de apertura es, por otra parte, solidaria de la pasión de
la ignorancia, única que según Lacan es congruente con el deseo del analista, en cuanto
hace lugar a una falta fecunda. Donar la propia ignorancia, volverla operativa, es entonces
una posición que suele llevar lejos. Sólo así puede pensarse que muchos de los así
llamados “analistas en formación” hayan alcanzado una eficacia mucho mayor que
nombres ya consagrados en el tratamiento de las psicosis. Otro modo en el que se pone
en juego esta función es haciendo lugar a que el saber, que inicialmente está en el Otro,
y que se va escribiendo luego en el campo de la transferencia, pase al sujeto, que haya
como saldo de la operación analítica eso que Freud llamaba una ganancia de saber. A
partir de allí, ese saber puede quedar a disposición del sujeto, permitiéndole cierta lectura
y anticipación de sus reales y de las posibles soluciones a los mismos.

3. Pensar la transferencia en las psicosis supone tomar posición sobre su existencia. Hubo
quienes sostuvieron, comenzando por el propio Freud, la imposibilidad de la transferencia
y del psicoanálisis en ese campo. Podemos acordar en algo: la modalidad transferencial
que se verifica en la cura de la neurosis (investidura libidinal del analista, suposición de
saber) no existe aquí. Sin embargo, al finalizar la Cuestión preliminar Lacan señaló que
todo lo que había articulado sobre la condición psicótica no servía para otra cosa que
para formular la estructura particular de la transferencia. Por otra parte, es una verdad de
experiencia que también aquí la transferencia es el territorio en el que se escribe alguna
posible respuesta a lo real. Aceptar la transferencia psicótica lleva, entonces, a interrogar
su estructura. Esa estructura se deriva de la especificidad del Otro. Si seguimos los
desarrollos de la Cuestión preliminar, reconocemos tres dimensiones del Otro que es
importante no confundir. La primera, que en el esquema I Lacan escribe con la letra M,
es indistinguible en las psicosis del lugar A. La relación entre el Otro y los otros no es
entonces de representación, sino que el lugar no se diferencia aquí de quien lo encarna.
Se trata del Otro del goce, que justamente las psicosis hacen existir. Es éste el Otro que
el sujeto padece y del que intenta sustraerse, muchas veces sin éxito. Quien encarna ese
lugar deviene regularmente perseguidor o suscita la respuesta erotómana. Más allá del
Otro del goce, hay una segunda dimensión que Lacan ubica en el eje del “se dirige a
nosotros”. Es la que podríamos llamar destinatario, toda vez que el sujeto logra producir
un testimonio de su padecimiento. Schreber no escribió sus Memorias dirigidas al Otro
del goce —a Flechsig, por ejemplo— sino a quien estaba en posición de leerlas, a “los
hombres de ciencia del futuro”, y fue así como llegaron a Freud. Una tercera dimensión
Lacan la sitúa en el eje del “ama a su mujer”, en el que el otro se presenta como
semejante, un otro vaciado de goce y por ende más amable. Schreber, en efecto, dio
testimonio de que, aun en los momentos más álgidos de la enfermedad, cuando
consideraba que el mundo había sido aniquilado, había conservado en alguna medida su
antiguo amor por su mujer, que en ningún momento tuvo para él un carácter persecutorio,
y cuya partida a Berlín precipitó su derrumbe.

4. No hay que desconocer, por cierto, la tendencia de la transferencia psicótica a asumir un


matiz persecutorio o erotómano, incluso a precipitarse hacia alguno de esos polos. ¿Qué
implican, a nivel de la estructura? La dimensión persecutoria supone una totalización de
saber y de goce, la instancia de un Otro absoluto al que el sujeto queda expuesto. Quien
se ubique en la posición del que sabe corre entonces el riesgo de volverse persecutorio,
como le sucedió a Flechsig al pronunciar su fatídico vaticinio y anunciarle a Schreber que
la psiquiatría había avanzado mucho desde la época de su última internación y que ellos
sabían qué hacer para lograr su restablecimiento. Flechsig nunca dejó de ser, de ahí en
más, el maquinador principal del complot en su contra. Los psicoanalistas estamos hoy
lo bastante advertidos de esto para que el deslizarnos a una posición persecutoria sea un
muy raro accidente, aunque cierta tonalidad persecutoria suele aparecer en algunos
momentos transferenciales, cuya lógica importa entonces formular. La erotomanía, en
cambio, traduce una falta que el sujeto se ve llamado a colmar con su ser. Su presupuesto
es: “soy lo que falta al Otro para ser uno”. Aquí importa dar periódicamente algún signo
de que no estamos demasiado interesados en el sujeto, como podría serlo cierto matiz
de frialdad o un trato “respetuosamente amable” (saludar dando la mano, por ejemplo).
También es oportuno recordar en ciertos puntos que estamos allí a título de una
determinada función. No se trata, desde luego, de aspereza o maltrato, sino de esa
imprescindible distancia por la que damos testimonio de que nuestra falta no podría
colmarse, menos aun mediante el sujeto y su ser. Una posición tal ha contrarrestado
muchas veces —en verdad, la inmensa mayoría— lo que se anunciaba como una
resbaladiza pendiente erotómana. Y aun si lo que responde en algunos casos es del
orden de una declaración amorosa, será el sujeto quien la asumirá en primera persona,
en lugar de ser la impostergable respuesta a la iniciativa del Otro. Persecución y
erotomanía son, entonces, un borde que se actualiza en algunos momentos de la
transferencia en las psicosis, pero de ningún modo una fatalidad. Algunos analistas, en
particular Brocca, sostuvieron que la llamada “erotomanía de transferencia” era la forma
que tomaba el amor de transferencia en las psicosis, y propusieron instrumentarla en la
dirección de los tratamientos. Esa propuesta, además de riesgosa, no ha sido un camino
fecundo. El borde erotómano o persecutorio de la transferencia se actualiza más bien
como un obstáculo cuando su dimensión de soporte queda en suspenso. ¿En qué
consiste esa dimensión de soporte?

5. Como señala Freud en La organización genital infantil, puede disponerse durante mucho
tiempo de un conjunto de hechos clínicos y de formulaciones teóricas, pero no es lo
mismo contar con un concepto que los ordene. Y bien, estoy en condiciones de enunciar
aquí una tesis que articula de un modo muy preciso las distintas dimensiones de la
transferencia psicótica, que desde hace años vengo postulando y que he extraído de la
clínica y de la lectura de quienes me antecedieron. Es ésta: la transferencia en las psicosis
es una función de terceridad, que opera en acto una separación del Otro y apunta a que
se sostenga más allá. Desarrollaré esta idea en lo que sigue, en las distintas vertientes
transferenciales que desde hace años venimos reconociendo.

6. La primera de esas vertientes es la que ubica al analista como semejante. Muchos


psicóticos instituyen en la transferencia algún imaginario que los sostiene y sostiene cierta
posibilidad de circulación con respecto al semejante, que de algún modo viene al lugar
de la escena (fantasmática) que no hay. Esto tiene una estrecha relación con la idea
aristotélica de la amistad (φιλία). En su Ética a Nicómaco, Aristóteles plantea:
Nos conocemos viéndonos en un amigo. Pues el amigo, decimos, es un otro nosotros mismos.
(2)
Lacan advirtió esa relación, que sin embargo no fue retomada hasta los desarrollos de
Élida Fernández, quien subrayó su carácter fundamental para pensar la transferencia en
las psicosis. Fernández ejemplifica esto con un testimonio de Marguerite Duras, referido
al momento en que interpeló a una amiga acerca de la realidad de cierta experiencia
alucinatoria:
“Yo estaba en la cocina, ella colgó el abrigo en el perchero y vino hacia mí. Charlamos, le hablé
de las visiones que tenía. Ella escuchaba, no decía nada. Yo le dije: «Creo en ellas, pero no
puedo con v encer a los demás». Añadí: «Gírese, mire el bolsillo derecho de su abrigo colgado.
¿Ya ve el perrito recién nacido que sale de él todo rosado? Bueno, y dicen que me equivoco».
Ella miró bien, se giró hacia mí, me miró largamente y luego me dijo, sin ninguna sonrisa, con la
mayor gravedad: «Le juro, Marguerite, por lo que más quiero en este mundo, que no veo nada».
Ella no dijo que esto no existía, dijo: «No veo nada». Tal vez es ahí donde la locura se dobló de
una cierta razón”. (3)
se trata de una posición que, entre otras cosas, suponen o recusar ni convalidar la
experiencia alucinatoria o delirante. El semejante funciona, así, al modo de una superficie
especular que hace de barrera al goce invasivo del otro. hay un goce que no pasa a la
imagen, y con ese otro vaciado de goce puede sostenerse algún posible lazo. Sostuve,
en distintos textos, que la charla es la modalidad privilegiada que toma esta vertiente
transferencial. la charla es un tipo de intercambio que apunta a lo que Roman Jakobson
llamaba “función fática”, es decir, la verificación de la presencia del otro, de un semejante
que sigue ahí como sostén. Durante tramos enteros de los tratamientos, lo que tiene lugar
con el analista transcurre en este registro, un decir cuya principal función es verificar cada
vez el lazo con ese otro que no es el Otro del goce. El aporte de Élida Fernández puede
considerarse fundamental. Isidoro Vegh, por su parte, agregó un suplemento no menos
importante. Partiendo de la teoría platónica del amor, indicó que la “amistad” implica
también la constitución de un objeto de goce más allá (4). El objeto es, en efecto, un
elemento crucial de esta vertiente de la transferencia. Esto no carece de antecedentes en
la historia del psicoanálisis. Fue el gran descubrimiento de Winnicott la existencia de una
zona tercera entre el sujeto y el Otro, que llamó “zona transicional”, y del objeto con el
que esa zona se constituye. El objeto es, así, el elemento tercero que permite que se
sostenga la relación entre dos, sin riesgo de hacer uno. Éste es, por ejemplo, el lugar de
los regalos en el tratamiento de las psicosis: tercerizan la relación al analista y operan
una sustracción de goce que lo instituye como un otro “más amable”, alivianado del peso
del goce. Jaime, el paciente sobre el que Élida Fernández dio su testimonio en
Diagnosticar las psicosis, se procuró regalarle un encendedor y comprarse uno igual,
vigilando de ahí en más la presencia de estos objetos. De modo notable, el matiz
persecutorio que la transferencia tenía inicialmente se disolvió en ese momento (5).
También vienen a este lugar ciertos objetos que no son estrictamente regalos, sino que
son “dejados en custodia”, en particular los que tienen el estatuto de obras (escritos,
dibujos, productos de diversa índole). Los psicóticos en tratamiento no sólo hacen
ingresar esos objetos al campo transferencial, sino que comprueban luego su
permanencia en él, por ejemplo que sigan en el consultorio. Ciertos objetos funcionan en
ocasiones como mediadores para que la transferencia se instituya. Un paciente que sólo
respondía lacónicamente y se mostraba apático comenzó su conversación con el analista
cuando ambos empezaron a pasarse una pelotita de tenis, con la consigna de que quien
la recibía decía algo. Otra cuestión son los “objetos de interés”, que no necesariamente
toman cuerpo en objetos materiales. Vegh relata un caso en el que la escritura japonesa
resultó el tema común sobre el que la constitución de la transferencia vino a pivotear (6).
Los intereses compartidos (el fútbol, la música) son también, en la charla, un elemento
tercero que la hace posible. Una paciente que pasaba sus días de internación en la cama,
a merced de fenómenos cenestopáticos que la invadían, comenzó a interesarse en la
conversación cuando tomó la sugerencia de ver televisión y después contar lo que había
visto, al tiempo que el goce autoerótico quedaba de allí en más reducido.

7. La segunda vertiente de la transferencia es la que tiene al analista como destinatario


del testimonio del sujeto. Me he referido más de una vez a las tres figuras con las que
esa vertiente fue pensada. La primera de ellas es la del “testigo”, que nombra
simplemente ese lugar en el que no pocas veces quedamos ubicados, en la medida en
que hemos ofertado nuestra ignorancia. La figura de “secretario del alienado” acentúa la
participación que el analista toma en cierta operación de escritura. Esa escritura no
siempre asume la forma concreta de un texto, como las Memorias del Presidente
Schreber, pero supone siempre eso que Daniel Barrionuevo llamó el “establecimiento de
un saber”. Ese saber, producido en la transferencia, permite al sujeto cierta lectura y
anticipación de su real y de sus posibles respuestas. Un paciente con el que trabajé hace
años, por ejemplo, había obtenido en el tratamiento un saber sobre las consecuencias
que tenían para él los problemas de salud de la madre, que por lo general terminaban en
una descompensación suya. Eso le permitía llevar la situación al espacio analítico antes
de llegar a ese punto, eventualmente dirigirse a la guardia, y las internaciones se hicieron
mucho menos frecuentes. El lugar de “escuchante”, así llamado por Piera Aulagnier, es
un modo de nombrar los efectos que tiene la apuesta del analista a la palabra del sujeto,
tratándose de sujetos cuya relación a esa función es precaria. Ésa es toda la diferencia
entre la posición del psicoanálisis, que al conceder la palabra al sujeto le permite en ese
punto restarse de su posición como objeto del Otro, y la de toda una tradición psiquiátrica,
que en su pretensión objetivante redobla la inercia de la estructura, despojando al sujeto
una vez más de la palabra. Los efectos de dar la palabra son fácilmente constatables. En
un caso que hace poco tiempo fui invitado a comentar, la transferencia se fundó en un
acto que la propia paciente nombró como una “validación de su palabra”. El testimonio o
la palabra mismos pueden considerarse aquí el elemento tercero que organiza el campo
transferencial.
8. En el límite, es decir, en aquellos puntos en los que el goce del Otro no puede ser
contrarrestado por ninguna de las dimensiones anteriores, y amenaza traducirse en un
pasaje al acto sin retorno, es precisa una maniobra destinada a que la transferencia se
sostenga como terceridad. Ése es el lugar de lo que Colette Soler llamó orientación de
goce, que supone una suplencia en acto de la Ley paterna como aquello que sostiene
alguna posible terceridad. Hay, por una parte, la orientación “limitativa”, un oportuno “no”
del analista, que sin embargo conviene que no replique la estructura imperativa a la que
el sujeto ya se encuentra sometido, como se puede leer en el siguiente recorte:
Un analista ha dado su testimonio de una situación clínica en la que un paciente psicótico
concurrió a la consulta hospitalaria en estado de exaltación, estando bajo el efecto de
alucinaciones que amenazaban con matarlo, y que relacionaba con las
presuntas maquinaciones de unos vecinos, en las que estaría involucrada también la policía y
grupos mafiosos. Afirmó, en esa entrevista, tener un arma con la que saldría a “hacer justicia” si
los ataques hacia él no cesaban. El analista respondió a esto enunciando que había otros
caminos distintos al de la violencia, y que sólo en ese caso lo atendería. Como resultado de esta
intervención, la tentativa de pasaje al acto quedó en suspenso y el paciente pudo desplegar
algún relato. (7)
Subrayé en su momento que la estructura condicional de esta intervención podemos
pensarla como el fundamento de su eficacia. En efecto, no sólo no replica el imperativo
de las voces, sino que deja un margen al sujeto —lo restituye— y habilita —al igual que
el Padre en la estructura— otros caminos posibles. En cuanto a la orientación de goce
que Soler llama “positiva”, la caracteriza como una suerte de “sugestión benéfica”,
apoyada en la instrumentación del significante del Ideal, que en ningún caso se trata de
que sea aportado por quien oficia de analista. Es cuestión, en esos casos, de extraer esa
referencia ordenadora del decir de los propios pacientes. Por otra parte, interesa que los
efectos petrificantes y totalizantes del Ideal en su vertiente materna —tal como opera en
las psicosis— puedan de algún modo contrarrestarse estableciendo una relación no-toda
a ese término. En el caso que Colette Soler pone como ejemplo, no se trataba solamente
del Ideal, sino de la obra, lo que le confiere de hecho otro lugar. Aquí son el “no” o el Ideal
los elementos que, siguiendo a Soler, sostienen en el límite la función tercera de la
transferencia. Cuando estas instancias de terceridad fracasan se abrirá paso de modo
más descarnado el goce del Otro, haciendo necesarias otras maniobras, como la de una
posible internación. Pero aun maniobras como éstas sólo serán propiciatorias si se
instituyen también como terceridad y apuntan a producir lo que en la estructura ha
fracasado: la posibilidad de una salida. Sea cual fuere su alcance, en eso y no en otra
cosa consiste la justificación de nuestro quehacer y del deseo que lo sostiene.

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