Sample 137637
Sample 137637
Sample 137637
GRANADA
2017
Colección Historia
(Segunda etapa de Biblioteca de Estudios Históricos Chronica Nova)
© TALLANDIER.
© DE LA TRADUCCIÓN: RAFAEL G. PEINADO SANTAELLA.
© UNIVERSIDAD DE GRANADA.
ISBN: 978-84-338-6060-6. Depósito legal: GR./584-2017.
Edita: Editorial Universidad de Granada.
Campus Universitario de Cartuja. 18071 Granada.
Telfs.: 958 24 39 30 - 958 24 62 20
Maquetación: CMD. Granada.
Diseño de cubierta: Josemaría Medina Alvea.
Imprime: Imprenta Comercial. Motril. Granada.
Printed in Spain Impreso en España
Entre todos los nombres sin rostro que cubren las páginas de las prosopo-
grafías de la Antigüedad tardía, se distingue un hombre por el retrato que
conservamos de él: Estilicón. Su representación en pie, que pretende un
cierto realismo, ocupa la hoja derecha de un díptico de marfil, cuyo panel
izquierdo está dedicado a las figuras de su esposa Serena y su hijo Euque-
rio. El objeto, de gran calidad formal, parece que circuló mucho antes de
que el rey Berengario de Italia lo regalara hacia 900 al Tesoro de la Iglesia
de Monza 1.
En su retrato, Estilicón aparece como una figura austera. La cara, de
rasgos pronunciados, está enmarcada por un pelo corto y una barba po-
blada. Por encima de su túnica, lleva puesta la clámide unida al hombro
por una fíbula cruciforme, símbolo de su alta posición en la jerarquía
romana. Su fidelidad al Estado puede leerse también en los múltiples dis-
cos adornados con figuras imperiales que cubren toda su ropa. En lo que
respecta al medallón que sella su escudo, acaba de proclamar su devoción
a los emperadores del momento, Arcadio y Honorio, dos príncipes a los
que Estilicón tuvo la misión de servir y proteger 2.
El servicio que cumplía Estilicón era sin duda sacrificado, pero tam-
bién estuvo siempre bien remunerado. Unas piedras preciosas brillan en
la fíbula y en la vaina de la espada; en cuanto al marfil en el que Estilicón
hizo cincelar el díptico, su precio basta para demostrar la prosperidad de
quien lo financió. Pues pudo enriquecerse por servir a Roma. A diferencia
de los primeros siglos de la República, en los que solo el origen familiar
y las magistraturas electivas clasificaban a los ciudadanos, la función pú-
blica permitía a un individuo mejorar su suerte, e incluso trascender su
condición.
Una vez instalado en la élite, había que mantenerse en ella y, por eso,
Estilicón soñó con transmitir su estatus a su hijo. Menor de diez años, el
pequeño Euquerio lleva ya una fíbula que imita la de su padre. El niño
enarbola igualmente la tableta que le sirve para hacer sus ejercicios de
escritura y, con su mano derecha, esboza el gesto del orador que toma
la palabra. He aquí un muchacho que se prepara a su vez para entrar en
la carrera pública 3. Representada al lado de los suyos, Serena también
se aprovecha de los éxitos familiares, como lo demuestran las joyas y las
perlas que engalanan su cuello, sus orejas y su pecho. A pesar de todo,
la mujer de Estilicón no tiene sitio en la función pública. Mientras que
los varones exhiben los atributos del servicio civil o militar, la dama se
contenta con blandir una rosa.
Este cuadro idílico de una familia de servidores del Estado romano
data aproximadamente del año 400. Podría haber sido concebido también
en tiempos de Diocleciano o de Constantino: desde principios del siglo
iv, el funcionariado permitía a los ambiciosos ascender y a los notables
confirmar su condición. En realidad, el estilo del díptico se diferencia
poco de las producciones de la época teodosiana. Por ese clasicismo asu-
mido, el cuadro pretende describir una pareja de viejos romanos, sin duda
sensibles a las oportunidades ofrecidas por el Dominado, pero que, en lo
esencial, permanecen imperturbables frente a los tiempos y a las modas.
La impresión es tanto más rebuscada en la medida que Estilicón, a
decir verdad, no podía pretender ser descendiente de Eneas, de Rómulo
o de los cónsules de la antigua República. Ni siquiera provenía de una de
aquellas familias de militares danubianos que proporcionaron la inmensa
mayoría de los emperadores desde el siglo iii. El padre de Estilicón per-
tenecía al pueblo de los vándalos; hizo carrera como oficial de caballería
en el reinado de Valente (364-378) antes de casarse en Panonia. Por su
parte, Estilicón, nacido bárbaro, llegó a ser un servidor del Estado ro-
mano. Creyéndose integrado desde entonces en la civilización imperial,
antepuso su oficio para hacer olvidar sus orígenes.
El díptico de Monza ofrece así una primera visión del lazo entre
los bárbaros y la función pública, la visión de un hombre que exalta su
condición porque sabe que todo se lo debe a ella. En realidad, aunque
la primera vocación de una administración seguía siendo gestionar un
territorio y sus habitantes, la institución podía también ofrecer una je-
rarquía, una ética, una relación con el príncipe, un vector de movilidad
social y un instrumento de asimilación. ¿Debemos deducir de eso que
Por su parte, Hans Werner Goetz realizó un análisis léxico riguroso que
tendía a demostrar que el término regnum se utilizaba por lo general
en las fuentes sin vínculo con la evocación de relaciones personales. El
«reino», en la pluma de los autores del siglo ix, designaría más bien un
territorio marcado por fronteras y por una autoridad política; de ello se
puede deducir que los contemporáneos tenían una concepción política
de su entorno 7. Como dice Andrey Grunin, «aunque la palabra “Estado”
no existía (…), el concepto estatal, en cuanto tal, estaba muy presente» 8.
En Francia, algunos investigadores son sensibles por su parte al
conservadurismo del vocabulario. Olivier Guillot ha subrayado así la
gran estabilidad del término princeps para designar al depositario de
los principales poderes regalianos, independientemente de la extensión
geográfica del poder ejercido. A mínima, el Estado se distinguiría, pues,
por la detentación de la auctoritas pública por un único hombre. Otro
enfoque, más ideológico, conduce igualmente a constatar que el discur-
so en torno al «bien común», propio del ideal de la res publica antigua,
siguió estando generalmente controlado por el soberano a través de toda
la Alta Edad Media 9. Fue sobre todo en nombre de esta defensa del bien
común cómo tenía el derecho de legislar, de ordenar, de sancionar, e
incluso de hacer la paz o la guerra. En la medida en que el príncipe ase-
guraba el bienestar, material o espiritual, del conjunto de sus súbditos,
el Estado seguía siendo responsable de la conducta de toda la sociedad.
Cuando ese discurso del bien común escapaba del rey, cuando otros lo
controlaban o se beneficiaban de él, cambió el marco mental, como sin
duda ocurrió en Francia Occidental a partir del siglo x.
La historiografía anglosajona, que durante mucho tiempo quedó al
margen del debate, ha propuesto en fechas más recientes pensar las so-
ciedades medievales en el marco de un Estado débil. Incluso aunque no
siempre se aplicara, la legislación tenía una función retórica e ideológica
que sobrepasaba la simple vocación reglamentaria de los textos emiti-
dos 10. Algunos trabajos recientes conducen asimismo a contemplar que el
marco institucional de tradición romana y el desarrollo de las relaciones
11. Especialmente M. Innes, State and Society in the Early Middle Ages, Cambridge,
2000.
12. Sobre la función de esta decoración: M. Cagiano de Azevedo, «L’architettura
nel dittico di Stilicone», Archeologia Classica, 15 (1963), págs. 105-110.
13. K. F. Werner, «L’historien et la notion d’État», Comptes-rendus des séances de
l’Académie des Inscriptions et Belles-Lettres, 136/4 (1992), págs. 709-721.
12 BRUNO DUMÉZIL
17. P. Veyne, «La famille et l’amour sous le Haut-Empire romain», Annales ESC,
33 (1978), págs. 35-63.
18. Sobre el lazo entre el capital social y el funcionariado: P. Bourdieu, La Noblesse
d’État. Grandes écoles et esprit de corps, París, 1989, págs. 386-415.
19. Agustín, Ep. 153, 16 (CSEL 44, pág. 413) [trad. esp. de Lope Cilleruelo en
Obras completas de san Agustin, XIa, Cartas (2.º), Madrid, 1987, págs. 418-419].
SERVIR AL ESTADO BÁRBARO 15
20. M. Weber, Économie et société, trad. fr., París, 1971, pág. 219-252, en especial
págs. 226-231 [trad. esp.: Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, Madrid,
22002 (segunda reimpresión), págs 170-250, en especial, págs. 173-180].
16 BRUNO DUMÉZIL
Planteamiento
Para hablar de agentes asalariados del Estado, hacen falta primero pa-
labras y estas no existían en el latín clásico. En tiempos de la República
y el Alto Imperio, el término militia designaba únicamente la duración
del servicio militar que el ciudadano debía al Estado y, por extensión, al
ejército 1; fue solo a partir del siglo iv cuando militia llegó a designar la
función pública 2. Del mismo modo, la palabra honor se utilizó durante
mucho tiempo para designar una magistratura electiva. Sin perder este
primer significado, el término comenzó a calificar durante el reinado de
Constantino a cualquier puesto de funcionario y esta acepción entró en
el hábito jurídico en los años 340 3. La palabra officium conoció una evo-
lución paralela y se convirtió en sinónimo de puesto de agente asalariado
del Estado a lo largo de la primera mitad del siglo iv 4. En las provincias,
fue más bien el término judex («juez») el que gozó de una promoción
hasta constituir en la época constantiniano-teodosiana el nombre más
corriente del representante del emperador.
Al tardar en ofrecer un aparato para describir y pensar la función pú-
blica, la lengua latina reflejaba la civilización que la amparaba. En efecto,
el Imperio romano solo conoció un funcionariado en los dos últimos siglos
de su existencia. Aunque fue bastante fugaz respecto a la historia romana,
esta institución marcó, no obstante, la sociedad con una huella profunda
y sostenible.
Administrar el Imperio
Hasta el siglo III de nuestra era, el personal del Estado romano estaba
formado por grupos hereditarios, endogámicos y censitarios. El mejor
ejemplo sigue siendo el del Senado. A imagen de la inmensa mayoría de
las ciudades antiguas, Roma consideraba, en efecto, que el nacimiento y
la fortuna predisponían a un puñado de individuos a administrar la cosa
pública. E incluso aunque el príncipe podía de vez en cuando añadirle
nuevos miembros mediante el procedimiento de la adlectio, la composición
simbólica del Senado siempre respondió a la transmisión de la sangre,
de la virtud y de la fortuna en el seno de familias aristocráticas. A menor
escala, se aplicaba la misma lógica a nivel local. En todas las ciudades del
Imperio, los notables que componían la asamblea local —la curia— se
escogían, en efecto, a partir de criterios de riqueza o nacimiento. Por lo
demás, dicha élite era plenamente consciente de sus responsabilidades y
basaba en el servicio del bien común una gran parte de su razón de ser.
La administración pública procedía entonces más de una ética aristocrá-
tica que de una actividad asalariada 5. El ascenso social era difícil en un
marco así: en Roma, el homo novus era un personaje tanto más notable
en la medida que seguía siendo escaso.
Cuando el emperador se reservó poco a poco la transmisión de las
altas magistraturas, la vieja nobleza sufrió una cierta erosión de sus pre-
rrogativas. Por eso, la reserva de reclutamiento de los grandes administra-
dores del Imperio se redujo durante mucho tiempo solo al Senado, que
apenas se amplió al orden ecuestre para algunas funciones o en regiones
particulares como Egipto. En cuanto a las ciudades, el Imperio les dejó
por lo general la libertad de conservar sus antiguas instituciones y el poder
solo escapó en ellas excepcionalmente al orden curial. Hasta el siglo iii de
5. Ese es el tema del célebre pasaje del De officiis I, 21 (72) de Cicéron: «Sed
iis qui habent a natura adiumenta rerum gerendum abiecta omni cunctatione adipiscendi
magistratus et gerenda res publica est; nec enim aliter aut regi ciuitas aut declarari animi
magnitudo potest».
SERVIR AL ESTADO BÁRBARO 21
6. P. Veyne, «Où la vie publique était privée», en Ph. Ariès y G. Duby, Histoire
de la vie privée, De l’Empire romain à l’an mil, París, 1985, págs. 103-121 [trad. esp.:
P. Veyne, «Donde la vida pública era privada», en Ph. Ariès y G. Duby, Historia de la
vida privada. I. Imperio Romano y Antigüedad tardía, Madrid, 1987, págs. 103-121].
7. E. Badian, Publicans and Sinners, Private Enterprise in the Service of the Roman
Republic, Ithaca, 1972.
8. Cf. I. Rivière, Les délateurs sous l’Empire Romain, Roma, 2002.
9. C. T., X, 26, 1 y 2.
22 BRUNO DUMÉZIL
a hacer fortuna 10. Sin embargo, esos primeros burócratas civiles no parece
que estuvieran en el origen del funcionariado romano. Este se formó a lo
largo del siglo iii a partir de un doble origen, a la vez palatino y militar.
Desde la época julio-claudia, el personal de la casa imperial se reclu-
taba sobre todo entre los esclavos y los libertos del emperador 11. En la
medida en que el fisco solo pagaba a una mano de obra muy reducida,
esta administración tendía a ser hereditaria 12. A partir de Diocleciano, las
crecientes necesidades administrativas condujeron, no obstante, a ampliar
el reclutamiento en beneficio de hombres libres. Estos últimos siguieron
siendo estatutariamente miembros de la familia de César, Caesariani, pero
dispusieron en adelante de títulos honorables y de un verdadero salario.
Contaron así entre los primeros funcionarios auténticos. Sin embargo, el
recuerdo de la época en que los puestos administrativos fueron ejercidos
por libertos continuó pesando momentáneamente en la representación
social del burócrata palatino.
El otro lugar de nacimiento del funcionariado romano hay que bus-
carlo en las capitales de provincias. Para que les asistieran en su tarea, los
prefectos, los procónsules y los legados se rodeaban, en efecto, de un per-
sonal procedente de sus propias tropas o, si no tenían mando militar, de
soldados desvinculados de las legiones instaladas en las provincias próximas.
Esta oficina —officium— embrionaria abandonó poco a poco su aspecto
de estado mayor y, en el transcurso de los siglos ii y iii, los legionarios
que servían en las residencias de los gobernadores perdieron los últimos
lazos que les unían a los verdaderos combatientes. Aunque continuaron
dependiendo oficialmente de la militia tradicional, es decir, del servicio
militar, la burocracia provincial comenzó a gozar de un estatuto autóno-
mo 13. Acababa de aparecer una rama civil de la militia. A pesar de todo,
entre la inmensa mayoría de los funcionarios romanos perduró el gusto
por los uniformes, las jerarquías y la jerga técnica tomada prestada del
lejano pasado legionario. Durante mucho tiempo, el porte del cinturón
seguiría siendo así el símbolo del miles, incluso aunque se viera reducido
a un papel administrativo.
Puesto que el servicio asalariado del Estado romano constituía el
producto de diversas experiencias, su personal casi nunca fue concebido
por los contemporáneos como una verdadera entidad administrativa o
20. Una prefectura del pretorio seguía siendo, sin embargo, un puesto menos
estimado que el consulado: A. Chastagnol, «La carrière sénatoriale du Bas-Empire»,
Epigrafia e ordine senatorio, I (Tituli, 4), Roma, 1982, pág. 184.
21. R. Delmaire, Largesses sacrées et res privata, L’Aerarium impérial et son admi-
nistration du ive au vie siècle, Roma, 1989.
22. S. Lancel, Saint Augustin, París, 1999, págs. 96-102.
23. Herodiano, Historia del Imperio romano después de Marco Aurelio, traducción,
introducción y notas por Juan J. Torres Esbarranch, Madrid, 1985, pág. 100.
26 BRUNO DUMÉZIL
25. B. Palme, «Die officia der Statthalter in der Spätantike, Forschungsstand und
Perspectiven», Antiquité tardive, 7 (1999), págs. 85-133.
26. Cf. E. Ewig, Trier im Merowingerreich, Stadt, Bistum, Civitas, Tréveris, 1954.
27. Vita Martini, 14, 5 (SC 134, pág. 285).
28 BRUNO DUMÉZIL
28. R. S. Bagnall, Egypt in Late Antiquity, Princeton, 1993, pág. 66; B. Palme propone
una revaluación a favor de 2.000 oficiales teóricos («The imperial presence: Government
and army», en R. Bagnall, Egypt in the Byzantine World, 300-700, Cambridge, 2007,
pág. 251).
29. J.-M. Carrié y A. Rousselle, L’Empire romain en mutation, des Sévères à Con-
stantin, 192-337, París, 1999, pág. 190.
30. Y. Modéran, L’empire romain tardif, 235-395 ap. J.-C., París, 2003, pág. 160.
31. Esa era especialmente una de la tesis esenciales de M. I. Rostovtseff, The Social
and Economic History of the Roman Empire, Oxford, 1926, que contemplaba una ruina
SERVIR AL ESTADO BÁRBARO 29
de la burguesía urbana por un impuesto consumido sobre todo por el ejército [trad. esp.:
M. I. Rostovtzeff, Historia social y económica del Imperio Romano, 2 vols., Madrid, 1998
(trad. de la segunda edición de 1957)].
32. Véase sobre todo J.-M. Carrié, «Dioclétien et la fiscalité», Antiquité tardive,
2 (1994), págs. 33-64.
33. Ibíd., pág. 63.
30 BRUNO DUMÉZIL
34. J.-M. Carrié, «Les associations professionnelles à l’époque tardive, entre munus
et convivialité», en J.-M. Carrié y R. Lizzi Testa, Humana sapit, Turnhout, 2002, págs.
309-332.
35. J.-M. Carrié y A. Rousselle, L’Empire romain…, ob. cit., pág. 663.
SERVIR AL ESTADO BÁRBARO 31
48. H. Inglebert (dir.), Histoire de la civilisation romaine, París, 2005, págs. 340-342.
49. E. Auerbach, Le haut langage. Langage littéraire et public dans l’Antiquité
latine et au Moyen Âge, trad. fr. París, 2004, págs. 227-230 [trad. esp.: Lenguaje literario
y público en la baja latinidad y en la Edad Media, Barcelona, 1969, págs. 244 y ss.].
50. PLRE II, pág. 300. Últimamente sobre Claudiano: F. Garambois (dir.),
Claudien, histoire, mythe, et science, París, 2011.
36 BRUNO DUMÉZIL
Dicha misiva era emitida por las oficinas centrales, generalmente por
el jefe de los oficios 51. Para los funcionarios que ocupaban los puestos
más sensibles, en especial los palatinos, el príncipe también debía indicar
su acuerdo explícito 52. Lo importante seguía siendo que ningún agente
del Estado disponía del poder de designar a sus subordinados directos.
Por ejemplo, un gobernador de provincia no podía proceder al nombra-
miento o a la promoción de un miembro de sus servicios 53. El Palacio se
encontraba así en condiciones de gestionar el reclutamiento, la movilidad
y la carrera de los funcionarios; el emperador esperaba por consiguiente
que, en caso de usurpación, cada agente conservara su fidelidad hacia su
principal empleador, y no hacia su superior jerárquico.
Siempre muy formal, la carta de nombramiento podía revestir una
gran importancia simbólica. Realizado a comienzos del siglo v, el dípti-
co del vicario de la Ciudad Probiano muestra así en su primera hoja al
senador como un hombre privado que recibe su carta de nombramiento
cerrada, mientras que la segunda tableta lo presenta con traje de funcio-
nario que rubrica la orden que acaba de abrir bajo la mirada conmovida
de sus nuevos colegas 54. Era, pues, la recepción de la carta la que hacía
al funcionario. Por otra parte, la atribución de una función superior, a
imagen de la concesión de una alta dignidad, implicaba la redacción de
una probatoria esmerada, cuyo texto se inscribía en un soporte de gran
valor. Algunos grandes oficiales podían además enorgullecerse de recibir
su carta directamente de manos del emperador, como muestra la esce-
na figurada en el gran missorium de Teodosio 55. En todos los casos, el
contenido del escrito administrativo tenía sin duda menos importancia
que el gesto de entrega de la carta; en cierto modo, el nombramiento
del funcionario romano anunciaba ya la investidura mediante el objeto,
costumbre corriente a partir de la época carolingia.
Una vez comprometido, el nuevo funcionario veía su nombre, su
provincia de origen y la fecha de su toma de posesión consignados en un
registro, la matrícula, que se conservaba por la administración central 56.
Oficialmente este documento seguía concibiéndose como el papel militar
de su unidad de destino. En tiempos de Justiniano, los oficiales pala-
tinos se encontraban incorporados así todavía a una legión ficticia, la
Remuneración y ventajas
El sueldo
veinte anonas de pan al día, la misma cantidad de forraje para sus ani-
males —lo que se dice popularmente «capita»— así como un abundante
salario anual, además de numerosos y ricos encargos 88.
Es verdad que un peluquero, más que ningún otro, podía ser escu-
chado por el emperador. Pero ese salario sin relación con los servicios
prestados irritó profundamente a Juliano.
Aunque las rentas regulares de un palatino debían ser apreciables,
no ocurría los mismo con los funcionarios subalternos, sobre todo en
la administración provincial. A partir de una lista de sueldos que con-
servamos de la época de Justiniano, Arnold Jones estimó que las tres
cuartas partes del personal administrativo africano no cobraban más
que un soldado de rango 89. Les resultaba sin duda difícil procurar que
sus familias vivieran con rentas tan tacañas. La pertenencia a la militia
y el encanto del cingulum no deben ocultar por tanto la mediocridad de
algunas situaciones individuales.
Los privilegios
92. C. T. I, 8, 5 y 15.
93. C. T. I, 22, 4.
94. C. T. VII, 10, 1.
95. La lucha contra los fraudes en el uso del cursus publicus centra la atención
de los títulos VIII, 5 y 6, del Código Teodosiano.
96. Sulpicio Severo, Chronique, II, 41 (CSEL, 1), pág. 94. Sulpicio apunta, sin
embargo, que el uso de los fondos públicos no era inconveniente para tres obispos de
Bretaña particularmente indigentes [trad. esp.: Sulpicio Severo, Obras completas, Madrid,
1987, págs. 119-120].
97. C. T. VI, 35, 2.
98. C. T. VI, 35, 1 y 3; R. Delmaire, Largesses sacrées…, ob. cit., pág. 25.
SERVIR AL ESTADO BÁRBARO 45