Actividad Odisea
Actividad Odisea
Actividad Odisea
Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, al punto el amado hijo de
Odiseo se levantó del lecho, vistió sus vestidos, colgó de su hombro la aguda espada y bajo sus pies,
brillantes como el aceite, calzó hermosas sandalias. Luego se puso en marcha, salió del dormitorio
semejante a un dios en su porte y ordenó a los vocipotentes heraldos que convocaran en asamblea a
los aqueos de largo cabello; aquéllos dieron el bando y estos comenzaron a reunirse con premura.
Después, cuando hubieron sido reunidos y estaban ya congregados, se puso en camino hacia la
plaza —en su mano una lanza de bronce—; mas no solo, que le seguían dos lebreles de veloces
patas. Entonces derramó Atenea sobre él una gracia divina y lo contemplaban admirados todos los
ciudadanos; se sentó en el trono de su padre y los ancianos le cedieron el sitio. […] «Anciano, no
está lejos ese hombre, soy yo el que ha convocado al pueblo (y tú lo sabrás pronto), pues el dolor
me ha alcanzado en demasía. No he escuchado noticia alguna de que llegue el ejército que os vaya a
revelar después de enterarme yo, ni voy a manifestaros ni a deciros nada de interés para el pueblo,
sino un asunto mío privado que me ha caído sobre el palacio como una peste, o mejor como dos:
uno es que he perdido a mi noble padre, que en otro tiempo reinaba sobre vosotros aquí presentes y
era bueno como un padre. Pero ahora me ha sobrevenido otra peste aún mayor que está a punto de
destruir rápidamente mi casa y me va a perder toda la hacienda: asedian a mi madre, aunque ella no
lo quiere, unos pretendientes hijos de hombres que son aquí los más nobles. Estos tienen miedo de
ir a casa de su padre Icario para que este dote a su hija y se la entregue a quien él quiera y encuentre
el favor de ella. En cambio vienen todos los días a mi casa y sacrifican bueyes, ovejas y gordas
cabras y se banquetean y beben a cántaros el rojo vino. Así que se están perdiendo muchos bienes,
pues no hay un hombre como Odiseo que arroje esta maldición de mi casa. Yo todavía no soy para
arrojarla, pero ¡seguro que más adelante voy a ser débil y desconocedor del valor! En verdad que yo
la rechazaría si me acompañara la fuerza, pues ya no son soportables las acciones que se han
cometido y mi casa está perdida de la peor manera. Indignaos también vosotros y avergonzaos de
vuestros vecinos, los que viven a vuestro lado. Y temed la cólera de los dioses, no vaya a ser que
cambien la situación irritados por sus malas acciones. Os lo ruego por Zeus Olímpico y por Temis,
la que disuelve y reúne las asambleas de los hombres; conteneos, amigos, y dejad que me consuma
en soledad, víctima de la triste pena — a no ser que mi noble padre Odiseo alguna vez hiciera mal a
los aqueos de hermosas grebas, a cambio de lo cual me estáis dañando rencorosamente y animáis a
los pretendientes. Para mí sería más ventajoso que fuerais vosotros quienes consumen mis
propiedades y ganado. Si las comierais vosotros algún día obtendría la devolución, pues recorrería
la ciudad con mi palabra demandándoos el dinero hasta que me fuera devuelto todo; ahora, sin
embargo, arrojáis sobre mi corazón dolores incurables.» Así habló indignado y arrojó el cetro a
tierra con un repentino estallido de lágrimas. Y la lástima se apoderó de todo el pueblo.
«Y llegamos a la isla de Eea, donde habita Circe, la de lindas trenzas, la terrible diosa dotada de
voz, hermana carnal del sagaz Eetes: ambos habían nacido de Helios, el que lleva la luz a los
mortales, y de Perses, la hija de Océano. «Allí nos dejamos llevar silenciosamente por la nave a lo
largo de la ribera hasta un puerto acogedor de naves y es que nos conducía un dios. Desembarcamos
y nos echamos a dormir durante dos días y dos noches, consumiendo nuestro ánimo por motivo del
cansancio y el dolor. Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día, tomé ya mi lanza y
aguda espada y, levantándome de junto a la nave, subí a un puesto de observación por si conseguía
divisar labor de hombres y oír voces. Cuando hube subido a un puesto de observación, me detuve y
ante mis ojos ascendía humo de la tierra de anchos caminos a través de unos encinares y espeso
bosque, en el palacio de Circe. Así que me puse a cavilar en mi interior si bajaría a indagar, pues
había visto humo enrojecido. […] «Encontraron en un valle la morada de Circe, edificada con
piedras talladas, en lugar abierto. La rodeaban lobos montaraces y leones, a los que había hechizado
dándoles brebajes maléficos, pero no atacaron a mis hombres, sino que se levantaron y jugueteaban
alrededor moviendo sus largas colas. Como cuando un rey sale del banquete y le rodean sus perros
moviendo la cola —pues siempre lleva algo que calme sus impulsos—, así los lobos de poderosas
uñas y los leones rodearon a mis compañeros, moviendo la cola. Pero estos se echaron a temblar
cuando vieron las terribles bestias. Detuviéronse en el pórtico de la diosa de lindas trenzas y oyeron
a Circe que cantaba dentro con hermosa voz, mientras se aplicaba a su enorme e inmortal telar —¡y
qué suaves, agradables y brillantes son las labores de las diosas! […] Salió la diosa enseguida, abrió
las brillantes puertas y los invitó a entrar. Y todos la siguieron en su ignorancia, pero Euríloco se
quedó allí barruntando que se trataba de una trampa. Los introdujo, los hizo sentar en sillas y
sillones, y en su presencia mezcló queso, harina y rubia miel con vino de Pramnio. Y echó en esta
pócima brebajes maléficos para que se olvidaran por completo de su tierra patria. «Después que se
lo hubo ofrecido y lo bebieron, golpeólos con su varita y los encerró en las pocilgas. Quedaron estos
con cabeza, voz, pelambre y figura de cerdos, pero su mente permaneció invariable, la misma de
antes. Así quedaron encerrados mientras lloraban; y Circe les echó de comer bellotas, fabucos y el
fruto del cornejo, todo lo que comen los cerdos que se acuestan en el suelo.