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RAZON Y CULTURAS - Moscovici - Final

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RAZON Y CULTURAS

Discurso pronunciado con motivo

de la Investidura como

Doctor "Honoris Causa"

por la Universidad de Sevilla

por el Profesor Serge Moscovici

Traducción: Edith Le Bel


Excmo. y Magnífico Sr. Rector,
Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades, Profesores y Alumnos,
Señoras y Señores,

¿Por qué este tema?

Cuando uno oye pronunciar el nombre de Sevilla, su ciudad, o de su prestigiosa


Universidad se siente "mesmerizado". Le invaden las imágenes fuertes y los recuerdos precisos
de la cultura radiante que ambas simbolizan. Para el mundo entero, Sevilla representa la
seducción, pues es la cuna de uno de los dos únicos mitos modernos, en el que tantísimos
hombres desearían encarnarse. Pienso en los versos de Lorca, el poeta asesinado:

"Y loca de horizonte

mezcla en su vino

lo amargo de Don Juan

y lo perfecto de Dionisio"

Aquí también, en este lugar del mundo cercano a la costa mediterránea, se


encontraron, se fecundaron, para terminar enfrentándose, tres culturas, la árabe, la cristiana y
la judía, en una de las mayores tragedias de nuestra larga historia europea. Me vuelve a la
memoria el estribillo de Lorca:

"Sevilla para herir

Córdoba para morir

************

¡Siempre Sevilla para herir"!


Poetas, sabios y filósofos, compartiendo una misma aspiración religiosa, labraron el
suelo humano donde tuvo lugar esa tragedia y expresaron el malestar que experimentan las
culturas al asumir un mismo destino.

Aquí, finalmente, muy cerca de donde estamos, se encendieron dos faros del
pensamiento en las personas de Maimónides y de Ibn Roshd que fueron los primeros en
meditar sobre la distancia que separa la voluntad de conocer y la voluntad de creer, la
distancia que existe entre razón y religión, dos manifestaciones de la verdad que no pueden
contradecirse, pues "la verdad no puede contradecir la verdad".

Ahora bien, como psicólogo social, me siento especialmente sensible al hecho de que,
no lejos de esta Universidad, Bartolomé de Las Casas tomó la defensa de los Indios de
América contra una violencia nunca vista hasta el siglo XX. En sus polémicas con Juan Ginés
de Sepúlveda, combatió la injusticia fundamental encerrada en la idea que las fronteras de
una cultura son las fronteras de la cultura y que, más allá de esas fronteras empieza la
barbarie que permite a cualquiera humillar a los demás, negarles el estatus de hombres. Hasta
su muerte, el dominico sostuvo no sólo que los Indios de América poseen razón y alma
humanas, al igual que los cristianos, sino, que además, poseen razón y alma indias, es decir
una cultura propia digna de la misma consideración que la nuestra. Los problemas surgidos
aquí en su tierra hace siglos no dejaron desde entonces de preocupar al espíritu humano.
Fueron objeto de debate en muchísismas ocasiones, cada vez que nuevas ideas y nuevas
fuerzas sociales modificaron la manera de enfocar las antiguas.

Por consiguiente, no les costará trabajo entender por qué, al otorgarme el título de
Doctor Honoris Causa de la Universidad de Sevilla, una de las más cargadas de historia en
Europa, ustedes predeterminaron de alguna manera el tema que me correspondía desarrollar
y que no hubiera podido ser otro. Pues la mejor manera de expresar mi gratitud por este gran
honor, hacia los profesores y los estudiantes de esta Universidad y de resaltar la generosidad
intelectual del profesor Silverio Barriga de quien nació la idea, ha sido aceptar el desafío del
ingenio de esta tierra.
La psicología social, antropología del mundo contemporáneo

Hay que buscar primero en el pasado y después en el presente las razones por las
cuales me atrevo a volver sobre algunos de los antiguos problemas referentes a la razón y a la
cultura o, si prefieren, algunos de los problemas de la cognición y de las culturas. Empecemos
por el pasado.

Hace treinta años, me atreví a transgredir el tabú de los psicólogos de quienes Kurt
Lewin decía que "miran con recelo los hechos culturales tradicionalmente estudiados por la
antropología", explicando por qué la psicología social tiene por vocación convertirse en una
antropología del mundo contemporáneo, o sea, una psicología de la cultura. Para ser más
preciso, indiqué en qué sentido, por el hecho de dedicarse a las representaciones sociales y a
las comunicaciones, constituye una antropología de nuestra cultura, de la misma manera que,
en ciertos aspectos, la antropología es una psicología social de las otras culturas.

Me parecía entonces, y me sigue pareciendo ahora, que tal postura es la consecuencia


lógica, por una parte, del interés por el sentido común, por todos los saberes populares cuyos
lenguajes y cuyas creencias llevan a los seres humanos a vivir y a actuar conjuntamente. Y,
por otra parte, nace del hecho de que el Estado y la sociedad salían demasiado debilitados de
la guerra como para seguir asumiendo el papel de valores, de conceptos supremos. Así, pues,
dejaban un vacío que la cultura, estableciéndose como puente entre la naturaleza y la
sociedad, podía ocupar en nuestra época. En efecto, como sostenía el filósofo alemán Simmel,
cada época necesita de valores y conceptos supremos para guiar su existencia espiritual. He
aquí lo que dice al respecto:

"Un concepto que ha de ser suficientemente


flexible e indefinido para estar al servicio de todos
los intereses y de todas las necesidades de
explicación posibles y que ha de poseer la mezcla
apropiada de misterio y de inmediatez que
permita a las distintas corrientes de pensamiento
y de sensibilidad encontrarse y apaciguarse
mutuamente durante algún tiempo".
Lo queramos o no, hoy en día la cultura empieza a asumir la función que antaño
correspondía a la idea de naturaleza, de Estado o de sociedad. Se ha de ver como un
acontecimiento de repercusiones considerables sobre la política, sobre la ciencia y, por
supuesto, sobre nuestra vida en común. Sin duda no será exagerado suponer que esta visión
ha encontrado nuevas justificaciones en el presente. Y saben ustedes cuáles son. La verdad es
que la revolución cognitivista, que sin duda alguna, suscitó demasiadas esperanzas, empieza a
devorar sus propias ilusiones. Se habla incluso de fracaso puesto que se mostró incapaz de
aportar luces sobre la significación, según Bruner, o sobre la teoría de la persona, según
Schwader. ¿Era esa su misión? En todo caso, son los motivos presentados por la disciplina
naciente, denominada psicología de la cultura, y destinada a sustituir a la psicología de la
cognición. Algo que se base en la plenitud del corazón y la buena conciencia puede aportar
una mayor contribución.

Y sin embargo, el fracaso en el campo de la cognición no debe, no basta para justificar


la orientación hacia la cultura como remedio. Del mismo modo que un enfermo no tiene la
garantía de encontrarse mejor si, al no haberse curado con la medicina orgánica, se orienta
hacia la medicina homeopática. Hemos de volver a encontrar causas intrínsecas en nuestras
propias referencias intelectuales. Pues permiten que, aun habiendo sido la revolución
cognitivista un éxito total, sea preciso considerar el pensamiento, el significado, la persona
como fruto de la cultura y por consiguiente dar cuenta de la misma. Tengamos cuidado de que
la psicología social no se parezca a la Giralda si cambia de objeto cada cinco o diez años y
pretende vencerlo, como Don Quijote, sin tener en cuenta la realidad de nuestras propias
referencias intelectuales.

Dichas referencias nos enseñan que la psicología de la cultura no es otra clase de


psicología, pues adquiere sentido en cuanto es también y fundamentalmente una psicología
social. Al respecto, quisiera explorar los verdaderos problemas que la relación entre razón y
culturas plantea y que orientan el giro que estamos efectuando. Al mismo tiempo, quisiera
preparar el terreno para construir un edificio algo más duradero. Para ello, desarrollaré, a lo
largo de mi conferencia, tres grandes temas:
- en el primero, trataré de la teoría de las representaciones sociales que asocia en
profundidad la psicología y la antropología;

- en el segundo, hablaré del sentido que adquiere la noción de cultura;

- en el tercero, haré un esbozo de lo que se podría convertir en un programa de


investigación de la psicología social como antropología de nuestra cultura.

Y me siento tanto más confortado en esta manera de enfocar los problemas cuanto la
invitación que ustedes me han hecho me ha dado la oportunidad de aportar mayor claridad a
mis enunciados. Confío en que hoy este público los acoja con mayor apertura de espíritu que
aquellos ante los que a menudo me he encontrado. No cabe duda que Keynes tenía razón al
decir que "la dificultad no consiste en formular nuevas ideas sino en deshacerse de las
antiguas". Antiguas, añadiría yo, no porque duran sino porque se repiten sin revitalizarse.

¿Acaso puede decirse algo nuevo sobre razón y culturas?

Claro que se puede. Ahora bien, lo que necesitamos no es tanto novedad cuanto
claridad. Algunos problemas de definición pueden colocar a los científicos en dos campos
opuestos. Es el caso, desde los años 80, de la definición de lo social. Para algunos psicólogos
sociales, las disposiciones sociales son meros componentes de la "psyché" de los individuos.
Para otros, tienen una existencia autónoma y dan forma a dicha "psyché" a través de
representaciones comunes, lenguajes y prácticas. Por lo tanto no es de extrañar que, desde el
principio, estos últimos hayan sido quienes pusieron de relieve la teoría de las
representaciones. Y en la medida en que están ganando terreno, se les empieza a reconocer
su mérito. Es una situación nueva que ha dado rienda suelta a otros discursos, si no con
acierto, al menos con fuerza. Sea lo que fuere, el peso de la teoría de las representaciones
sociales no proviene de su posición en esas materias sino de los dilemas relativos a la cultura
que supo zanjar. Y su valor no es función del gusto del momento, del Zeitgeist, sino del hecho
que nos permite abordar esos dilemas de manera diferente. Quería aclarar esto, antes de
entrar en el tema propiamente dicho, con el fin de subrayar su carácter distintivo y evitar
cualquier confusión con otros discursos.

Empecemos, pues. Cuando uno renuncia a la simplificación y deja de buscar soluciones


a no se sabe exactamente qué problemas, -tal y como hizo la cognición social- centra toda su
atención en lo principal. Y lo principal se manifiesta, en este campo, como lo que
acertadamente apareció como el escándalo -de la relación entre razón y culturas. Es decir, la
naturaleza no natural de ciertas creencias que pensamos al igual que respiramos y hablamos.
Creencias que aceptamos sin pruebas, cuando otras exigen un esfuerzo particular para ser
entendidas y no consiguen convencernos por muy verdaderas que sean. En resumidas
cuentas, ¿cómo puede ser que los hombres, dotados de razón, dejen, y eso durante mucho
tiempo, que dependa su existencia de cosas no razonables y que les gobiernen ideas que, por
experiencia y razón, saben que son falsas? Es por lo menos sorprendente y algunas teorías
explican este escándalo de una manera, otras de forma distinta. Ahora bien, todas, tanto en
psicología como en antropología, son variaciones sobre el tema de la "disposición del hombre
para creer en el absurdo" como dice Karl Jaspers. Y la teoría de la que me honro hablarles es
la que, sin duda con el psicoanálisis, ha ido más lejos sobre el tema.

Su origen, como ustedes bien entenderán, radica en la mayor separación que efectúa
nuestra cultura al dividir las ideas, las imágenes, las prácticas en dos categorías que las
palabras conocimiento y creencia expresan bastante bien. Estas dos categorías no sólo se
consideran distintas sino exclusivas y antagonistas, casi como dos maneras de asumir la
condición humana. Muchas veces se han descrito como oposiciones entre información y
significado, conocimiento culto y sentido común, objetividad e intencionalidad, pensamiento
científico y pensamiento narrativo, juicio y estereotipo, lógica y retórica, etc. No me extenderé
sobre esas antítesis famosas cuyas raíces y ramificaciones precisarían un estudio cuidadoso.
Ahora, no me parece superfluo detenerme en un aspecto más concreto, en una distinción más
modesta y pertinente para el tema que nos ocupa. Se trata de la distinción entre dos tipos de
ideas o de contenidos mentales, unos resistibles, otros irresistibles.
¿Qué nos permite decir de algunas ideas que son resistibles y de otras que no lo son?
Sin duda la impresión totalmente subjetiva de que las primeras dependen de nosotros y de
que las segundas no: por el contrario dependemos de ellas para vivir y actuar. En efecto, la
experiencia nos enseña que las ideas resistibles son aquellas que podemos cambiar de una
situación a otra, de un momento a otro, según los acontecimientos. Además, enuncian la
actitud que adoptamos respecto a una oración, por ejemplo: "No creo que Don Juan haya
vivido en Sevilla" o respecto a una intención de actuar, etc.. Por otra parte numerosas ideas
del ámbito del sentido común, de la política, de la religión e incluso de la ciencia, son
irresistibles por naturaleza. Se parecen al demonio de Sócrates en el sentido de que no somos
libres de deshacernos de ellas. Se mantienen válidas por mucho que nos resistamos, aun
cuando no podemos aceptarlas por falta de pruebas. Como resaltaba claramente Wittgenstein:
"No se trata de inducción sino de pavor y constituyen, por así decirlo, parte de la sustancia de
la creencia". En todo caso, este tipo de ideas aparecen ineludiblemente en nuestra reflexión
hasta el punto de no dejarnos imaginar otras. Y todo lo que se puede decir al respecto,
retomando las palabras de Peirce, es que "me es imposible pensar de otra forma". Toda
nuestra vida intelectual y colectiva transcurre en una tensión permanente entre estos dos tipos
de ideas. Entre las que gobernamos y las que nos gobiernan cuando -y esta vez citaremos a
Ortega y Gasset- "Nuestras ideas nos poseen".

Por muy simple que sea la distinción, aporta luz sobre el sentido de la razón cuya meta
es ampliar las ideas resistibles y reducir las ideas irresistibles. Se manifiesta deshaciendo las
creencias a las que los hombres se aferran y que comparten para extraer de ellas un
conocimiento verdadero y cierto. Se afirma convirtiendo las ideas, las percepciones
supuestamente intocables o indiscutibles en conjeturas refutables y susceptibles de ser
falsificadas prácticamente a voluntad. En vísperas de la nueva era de la razón, Descartes fue el
primero en advertir que no se debe tomar por cierta una cosa que sólo se conoce a través del
ejemplo o de la costumbre o sea, una cosa aprendida de otro y no de uno mismo. Por
consiguiente, descarta la manera de actuar de la gente y el lenguaje común que, según sus
palabras, "casi te engaña". Desde entonces, el recelo no ha hecho sino invadir todos los
saberes y todas las experiencias que una sociedad acumula, integra dentro de su modo de
vivir, confiriéndoles autoridad. Se eliminaron todas aquellas creencias que los hombres en su
conjunto consideraban verdaderas, viéndolas como errores descubiertos en la cultura.
También la cultura, religiosa o profana, aparece como un error compartido. En todos los
campos de la vida, racionalizar significa eliminar: quitarle a la moral sus orígenes religiosos,
suprimir de la economía los elementos tradicionales y simbólicos, erradicar los valores de la
educación o de la política. En pocas palabras y retomando las de Weber, "desencantar el
mundo". Sin necesidad de examinar con detalle esta evolución a la que Hume y Kant han dado
las últimas pinceladas, coincidirán ustedes conmigo en advertir hasta qué punto ha penetrado
en nuestro lenguaje y en nuestras instituciones y hasta qué punto ha moldeado nuestra
psicología. Pues, mirándolo bien, incluso el ordenador que los mecanismos centrales de
nuestra ciencia cognitivista utiliza para establecer analogías no es más que uno de los avatares
de la sustancia espiritual de los cartesianos. Además, sin ir más lejos, no se puede poner en
duda que en la famosa dualidad del alma y del cuerpo se objetiviza la dualidad más profunda
del conocimiento y de la creencia. Y si bien es verdad que la esencia de la primera ha de ser
individual para alcanzar la plenitud de la razón, la esencia de la segunda habría de ser
colectiva para alimentar las ilusiones de la cultura. Al término de un largo caminar, esta última
aparece al mundo moderno como la noche oscura de la locura.

Razones privadas y representaciones públicas

No hace falta seguir insistiendo sobre las afinidades que esa razón, expatriada del mundo,
entretiene con una cultura cuyas obras son un tejido de ilusiones. Durkheim es sin duda quien
nos permite hablar de innovación radical en la historia del pensamiento social europeo.
Haciéndose heredero de los filósofos y de los antropólogos, descubre en ellos una misma
paradoja de irracionalidad. Por supuesto, se puede afirmar que los pueblos establecidos desde
hace mucho tiempo obedecen a la autoridad, a los ejemplos y a las costumbres; que basan su
existencia en las creencias erróneas de la religión o de la magia. Sin embargo, se les considera
como los artesanos de su propio engaño. Entonces, ¿por qué los hombres habrían de
autoengañarse creyendo de manera irresistible en cosas que no existen o que contradicen su
experiencia sensible? Como decía Pascal, hablando del corazón, la creencia de los pueblos
tiene razones que la razón de los individuos desconoce.
Durkheim piensa, y no se le ha prestado suficiente atención, que la cultura, a través de
sus creencias y de sus ritos, desempeña ante todo una función de representación. El sentido
de esta función aparece claramente si se considera que las sociedades, organizadas para
actuar desde el interior, no son dependencias del cosmos o asociaciones negociadas entre
individuos. Su crecimiento es un proceso que permite a los seres humanos establecer entre sí
un lazo en una articulación que facilite su acción. Ese lazo religioso o político hace que sus
actos o creencias no se deban imputar a sus personas sino a la sociedad en su conjunto. Por
consiguiente, el hecho de proclamar una regla general o un ritual en un sector de la vida
humana no se entiende como el ejercicio de un poder. Los miembros de una sociedad ven en
ello el enunciado de una regla o de un ritual que tiene fuerza de obligación. Asimismo, las
creencias religiosas en fuerzas superiores o en héroes míticos o en un dios tienen como
función representar a la colectividad. De ella sacan su poder irresistible y su eficacia. Pueden
parecer ilusorias, alucinantes o irracionales y, sin embargo, mantener un fundamentum in re.
Se refieren a una realidad que no es ni física, ni biológica, sino social. Desde este punto de
vista, tienen una lógica y una verdad que no se expresan tanto a través de pensamientos o
ideas como a través de nociones, particularmente en los ritos donde se crean y se confirman
las representaciones celebradas y compartidas. Mitos, creencias, prácticas colectivas dejan de
ser un desorden heterogéneo para convertirse en un conjunto racional, incluso casi demasiado
racional.

Por esta razón, los hombres no son objeto de engaño; tampoco han sido los artesanos
de un engaño. Al descubrir la función de representación, aprovecharon la posibilidad que ésta
ofrece de concebir cosas que existen sin ser percibidas o que son percibidas sin existir. Así
pudieron imaginar causas o principios invisibles, A través de los ritos miméticos, movimientos
o gritos destinados a imitar los del animal cuando se desea su reproducción, pusieron en marcha
un proceso causal "avant la lettre".

También, en la medida en que cada sociedad, por muy primitiva que sea, se divide y
clasifica a sus miembros, espontáneamente tiende a clasificar a los seres animados e
inanimados según los mismos criterios. Esto explica que la representación colectiva transforme
los objetos o los actos más materiales en algo diferente atribuyéndoles una realidad social
definida. Así, matar a un animal no se considera como una salvajada sino como un sacrificio.
Un animal se convierte en tótem del grupo al igual que un trozo coloreado de tela se convierte
en bandera de una nación. A fortiori, la creencia adquiere una fuerza irresistible en la medida
en que se percibe como una realidad importante de la que todos los miembros del grupo
sacan su propia realidad y su valor. Se puede decir de ella lo mismo que Wittgenstein decía de
su visión del mundo: " La visión que tengo del mundo no nace de mi convencimiento, sobre su
rectitud. Constituye la tela de fondo heredada en la que distingo lo verdadero y lo erróneo."

De hecho, al basarse en sus múltiples percepciones y sensaciones, los individuos no


tienen capacidad de alcanzar nociones tan generales como la causalidad o de establecer
regularidades. Además, ¿por qué habrían de hacerlo? Criticando a Kant y a Hume, Durkheim
afirma que no se entiende cómo y por qué, en nuestra soledad, somos capaces de descubrir
un orden a través de las asociaciones de ideas o de las sensaciones fugitivas que nos
caracterizan. Suponiendo que sea posible, no se entiende cómo ese orden se mantendría
estable y se impondría a cada uno de nosotros. La razón privada se ve condenada a la
contingencia y a la arbitrariedad empírica. Sólo una representación colectiva, fruto de la
colectividad, puede constituir el marco necesario para el mantenimiento y el respeto de un
orden. Mientras seamos capaces de compartir las creencias, a través del lenguaje y del ritual
que son eminentemente sociales, seremos capaces de dar a esas creencias la característica
impersonal y estable del concepto.

Levi-Strauss escribe: "Descartes, al querer crear una física, excluía al hombre de la


sociedad". Si nos basamos en lo expuesto anteriormente, podremos afirmar que si tal hubiera
sido el caso, habríamos llegado al resultado inverso, ignorándolo todo. Dicho en pocas
palabras, una razón privada es imposible. Como acabamos de ver, no es posible sin el
lenguaje y el ritual de una representación colectiva que proteja lo social en su conjunto. Sólo
una representación colectiva de estas características puede inducir a los individuos a pensar y
puede proporcionarles categorías de juicio y de percepción que les permita elegir o actuar de
acuerdo con su juicio. En resumidas cuentas, no es que formemos sociedad en base a la
negociación o al contrato porque estamos dotados de razón, sino que estamos dotados de
razón porque formamos sociedad. Para Durkheim, como para Aristóteles, el hombre solitario
no puede ser sino un bruto o un dios. "Un hombre, escribe el sociólogo, cuyo pensamiento no
fuera guiado por conceptos, no sería hombre pues no sería un ser social. Reducido a los meros
preceptos individuales, no se distinguiría del animal".

Es fuerte la afirmación pero está a la medida del cambio radical que implica. La función
milenaria de las culturas, primitivas o religiosas, no consiste en proporcionarle a la humanidad
ilusiones engañosas. Le dan representaciones de causalidad, de tiempo, etc. que le permiten
sobrevivir dentro de un proceso lógico. Por esta razón, explica Durkheim, "la sociedad no tiene
ese carácter ilógico o a lógico, incoherente y fantasioso que se le suele atribuir". Si bien las
creencias y las prácticas parecen irracionales a los individuos, no es tanto por ser obra privada
de razón cuanto son fruto público de una colectividad. Además, han cambiado los conceptos
inherentes a esas creencias y a esas prácticas, en los que ambas se fundamentan, y se han
convertido en los conceptos que la misma ciencia emplea a su vez. Así podríamos hablar de
continuidad desde las religiones más elementales hasta las ciencias más modernas, puesto
que ambas son obras de la sociedad.

En todos los campos de la vida, los hombres adquieren conocimiento y razón sólo de
manera colectiva. Y esto confiere a la noción de representaciones colectivas un poder
extraordinario. Al menos, que yo sepa, ninguna otra noción alcanza tal grado de poder. Las
consecuencias son decisivas. Siempre y en todas partes al tener una vida compartida, los
hombres son racionales. Sea cual sea su manifestación, por muy extraña que parezca, la razón
es única, permanente y universal, y eso, porque tras las culturas, se encuentra, por así decirlo,
la cultura. Si bien es verdad que las culturas varían, que crean representaciones colectivas
diferentes, específicas de cada grupo, ello no implica en absoluto que las operaciones
cognitivas, las categorías mentales o las reglas prácticas sean semejantes. Podríamos decir
que, por lo que respecta a nuestro tema, en la óptica de Durkheim, hay unidad de razón y
pluralidad de culturas. Dicho entre paréntesis, puesto que nos encontramos en esta parte del
mundo, me asombra ver hasta qué punto Durkheim coincide con Maimónides y con Ibn
Rochd. Para todos ellos la religión tiene su propia verdad que, lejos de contradecir la verdad
de la ciencia o de la filosofía, la precede. Pero cerremos el paréntesis. Lamentaría mucho que
algunos de los aquí presentes vieran la referencia que he hecho al pensamiento de ese autor
como un ejercicio de historia o incluso como un alegato a favor de un punto de vista
particular. Por el contrario, en un momento como éste en el que los fenómenos colectivos se
tambalean entre una discursividad intersubjetiva y una psicofísica elemental, me parece
imprescindible insistir sobre su sentido ineludible. Pero, además, el estudio de las
representaciones sociales permite establecer una distinción nítida entre el campo de la
psicología social y el de la psicología individual. Quisiera enunciar claramente lo que esta
distinción implica para nosotros, aún hoy en día.

Si nos fijáramos en las actitudes corrientes, parecería lógico decir: primero estudiemos
las representaciones de los individuos aislados para estudiar después las de los individuos en
grupo. Sin embargo, no deja de ser un subterfugio, dado que el individuo separado de su
grupo es una abstracción. Es verdad que existen dos realidades distintas. Ahora bien, no son,
como algunos pretenden: a) las representaciones del individuo, b) las representaciones del
grupo, sino más bien a) las representaciones del grupo, b) las representaciones de los
individuos, dentro de un grupo o expresándolo. Se percatarán ustedes de la distinción. No se
trata de poner en tela de juicio el significado de la psicología individual sino de establecer este
significado en función del rol y del grado de autonomía que una cultura otorga a los individuos
sin apartarles por eso de sus condiciones habituales de existencia que son colectivas.

Por muchas vueltas que se le dé al tema, la psicología social y la psicología individual no


se desarrollan en un mismo nivel de realidad. Al situar la primera en un nivel más profundo, se
le reconoce un papel eminente en el tratamiento de los fenómenos culturales y de las formas
simbólicas en general. Y si esto es posible, es porque se les atribuye una función de
pensamiento y de comprensión válidos de las cosas que nos son propias. Se podrán tachar de
discutibles, e incluso de anticuados, tanto el modo que tiene Durkheim de integrar la razón a
la vida colectiva como los argumentos que utiliza para ver cómo las representaciones
colectivas inculcadas por los rituales compartidos nos convierten en seres sociales y nos hacen
capaces de pensar. Sin embargo, hay que reconocer que esos argumentos resuelven la
paradoja de la irracionalidad y que ese enfoque le da a la razón otro sentido desde el punto de
vista de la cultura. Que yo sepa, ningún otro enfoque ha desembocado en las mismas
conclusiones. Esto justifica las palabras del antropólogo inglés Gellner que, el año pasado,
abordando el mismo tema, calificaba la concepción que nos ocupa de la siguiente manera: "
No disponemos de ninguna otra teoría para dar una respuesta a ese problema. Ninguna otra
teoría aporta tanta luz como ésta." Por esto, el punto de vista de Durkheim sigue vigente y lo
debemos tener en cuenta.

Cada cultura tiene su racionalidad

Cuando tenía treinta años, nel mezzo del camino di nostra vita, me di cuenta que una regla
tácita prohibía a los psicólogos sociales hablar de autores cuyos escritos tuvieran más de diez
años. Sin embargo, era demasiado tarde para aplicarla. Y, al igual que muchos sociólogos y
antropólogos, sigo dialogando con los autores de antaño como si fueran contemporáneos. Me
perdonarán, pues, si no me atengo a la regla, al considerar que lo mismo ha de hacer quien se
interese por la psicología de la cultura. Volvamos, si me lo permiten, a de Las Casas para
entender por qué, mucha gente, incluso yo mismo, se ha mantenido alejada de la noción
durkheimiana de representación social. Es cierto que de Las Casas se hubiera podido limitar a
sostener que los Indios de América tenían razón y alma al igual que los cristianos. Ahora bien,
con esto, hubiera ocultado su personalidad cultural. Ante todo, como apunta el antropólogo
francés Robert Jaulin, se hubiera justificado su conversión obligada para dotarles de un alma
cristiana y, por lo tanto, su etnocidio. Pues de Las Casas defiende la idea de que los Indios son
como los Españoles: tienen razón y alma propias, indias. Por consiguiente, defiende la idea de
una similitud profunda entre ambos. Con todo, uno se pregunta si el dominico habría llegado
adecir que, en una perspectiva histórica, sus religiones y sus concepciones del mundo eran
equiparables.

Este interrogante nos permite comprender tal vez mejor, la pregunta que hubiera
podido nacer de la concepción de Durkheim. Lo hemos visto: presupone una identidad
fundamental de todos los espíritus humanos que son capaces de juzgar, clasificar, buscar la
causa de los fenómenos, obedecer a unas reglas y que, por supuesto, son detentores del
lenguaje. Dicha concepción sobreentiende también una evolución que partiendo de las
representaciones más simples de las religiones llega a las representaciones, más complejas, de
la ciencia. Evidentemente supone el progreso de la racionalidad de los hombres, paralelo al
progreso de las sociedades. Sin embargo, curiosamente, al zanjar la paradoja de la
irracionalidad, Durkheim resalta, sin ambages, una segunda paradoja que llamaré la paradoja
de la similitud.

Siguiendo sus explicaciones, consideramos que los hombres son parcialmente racionales
puesto que son seres sociales. Sin embargo, si nos atenemos a los ejemplos consagrados,
algunos hombres, los primitivos comparados con los civilizados, los profanos comparados con
los científicos, serían menos racionales que otros, como los famosos animales de Orwell; pues
unos son menos iguales que otros. De ahí la legítima sorpresa provocada por el hecho de que,
por un lado, las representaciones colectivas son propias de las culturas y dependen de su
situación y de su historia y, por otro, existe un criterio de racionalionalidad que les es común y
que, en consecuencia, es de algún modo independiente de esas representaciones e incluso de
las circunstancias concretas. Si resalto esta paradoja es porque no es ni mucho menos ajena a
la psicología cognitiva y social de nuestros días. En efecto, amenaza con hipotecar nuestro
trabajo en el futuro si los decepcionados del cognitivismo que se orientan hacia la cultura no la
tienen en cuenta, tal como les ocurrió a los decepcionados del conductismo cuando se
orientaron hacia la cognición. Para mí, este desconocimiento está en el origen del malestar de
la psicología social cognitivista. Las explicaciones se pueden encontrar en el excelente libro de
Stephen Stich, The Fragmentation of Reason donde el autor hace el balance de las
investigaciones llevadas a cabo en este campo.

Sea lo que fuere, Levy-Bruhl, para terminar con la paradoja, tuvo el valor de adoptar un
punto de vista completamente nuevo. Primero, en lo que al método respecta, decide dejar de
considerar a los hombres que pertenecen a culturas lejanas o primitivas como más o menos
similares a los hombres occidentales o a los civilizados. Es decir, renuncia a sustituirse a ellos
preguntándose: "¿qué pensaría yo si fuera un primitivo, un Chino, un novicio, etc.?" Por el
contrario, nos propone poner entre paréntesis nuestras propias categorías mentales, nuestros
valores y hacer el esfuerzo de descubrir en qué aspectos piensan y sienten de manera distinta.
En pocas palabras, en qué consiste la originalidad de sus representaciones. Después, es
verdad, presupone que cada gran área cultural puede caracterizarse como fruto de una
representación colectiva que orienta la vida mental, afectiva y práctica de los individuos de ese
grupo. Sin embargo, en contra de lo que afirman Durkheim o Frazer, estima que el contenido
de una creencia, el significado de una oración o de una regla no se entienden
independientemente de los demás contenidos y significados de la representación. La
inteligibilidad de una creencia o de una idea particular sólo radica en su relación con otras
creencias e ideas. Así, por ejemplo, si los primitivos piensan que no hay muerte natural y que
"la muerte siempre viene provocada por otra persona", antes de juzgar, tenemos que
preguntarnos qué entienden por muerte, qué acciones les parecen verosímiles, etc. De ahí se
desprende que el hecho de ver esas creencias aisladas del conjunto de las representaciones a
las que pertenecen nos lleva a pensar, muchas veces, que los demás son menos racionales,
que tienen creencias raras y absurdas. Por consiguiente, sería vano pensar que sin conocer
esas culturas, como suele hacerse demasiadas veces, podamos aprehender de manera
fragmentada sus representaciones que son tan distintas de las nuestras.

Ustedes observarán que, con esta opción, Levy-Bruhl establece la imposibilidad de


proponer un criterio absoluto de racionalidad. Se descarta por consiguiente cualquier tipo de
explicación preconcebida de la vida mental de los demás pueblos, y en particular considerar la
de los pueblos primitivos, sólo como una forma elemental de la nuestra. En el entorno que le
caracteriza, esa vida mental resulta compleja y evolucionada. Esta contribución esencial de
Lévy-Bruhl nos perturba en la medida en que nos impide tomar como norma nuestra
representación científica y, considerar nuestra lógica como la única posible. De ahí, también, la
imposibilidad de juzgar cualquier otra representación o lógica tachándola de inferior o incluso
de deficiente. En realidad, todas tienen sus propias categorías y sus propias reglas que
transgreden las que nos parecen incuestionables e inviolables. Es esta una visión profunda que
resuelve la paradoja estableciendo que, en lo que a la razón respecta, todas las culturas son
iguales pero que cada una tiene su propia razón, ni mejor ni peor que la de los demás.
Entonces, podríamos formular la hipótesis de que si lo que llamamos espíritu primitivo se
distingue profundamente del nuestro no es porque no posea las mismas capacidades
intelectuales que nosotros y haga mal uso de ellas sino porque, por el contrario, posee las
mismas capacidades pero las utiliza de manera distinta. Todo esto se puede condensar en la
fórmula: una cultura, una racionalidad o, en términos más actuales: el criterio de esta
racionalidad aparece como una norma inscrita en la lengua, en las instituciones y en las
representaciones de una cultura determinada.

Todo ello podría ser objeto de desmenuzadas demostraciones pero no es ahora nuestro
cometido. Un solo ejemplo, sin embargo: se refiere al sentido de la oposición que Lévy-Bruhl
establece entre la mentalidad moderna y la mentalidad tradicional o primitiva. Para él,
evidentemente, la primera obedece al principio familiar de identidad. Pero la segunda se basa
en el principio de participación que expresaría el hecho de que, en ciertas situaciones, los
hombres piensen que una persona o que una cosa no sólo es ella misma sino también otra
cosa. Y esto porque existirían previos lazos afectivos, místicos entre los elementos de
representación de la persona o de la cosa. Dichos elementos se complementan añadiéndole a
la realidad algo que los hombres no encuentran en su experiencia inmediata sino en las
experiencias imaginarias que viven por sustitución, gracias a los símbolos. Sin duda estarán
ustedes recordando a Don Quijote cuando lucha contra los molinos de viento que confunde
con gigantes.

Sobre esta diferencia entre mentalidades, sobre su descripción y su explicación, han


corrido y siguen corriendo ríos de tinta, prueba de que se trata de algo sensible y significativo.
En realidad, me parece que expresa la oposición entre creencia y conocimiento, teniendo este
último una validez racional en tanto en cuanto se conforma con el principio de no-
contradicción. Ahora bien, Lévy-Bruhl, y no es la única persona que lo hace, se toma la
molestia de demostrar, con los más variados ejemplos, hasta qué punto las representaciones
de esos pueblos alejados se desvían del principio de no-contradicción. Sin embargo, desde
Pascal a Wittgenstein, pasando por Hume, sabemos que todas las creencias, primitivas o no,
tienen en común el hecho de acomodarse a las contradicciones. En esto radica su misterio, y
según Russel, el mayor misterio sin resolver del pensamiento. Me preguntarán ¿por qué tales
comparaciones? Pues porque estoy convencido de que no es tanto el significado, la
intencionalidad o la interpretación la que se constituye en enigma para una psicología
relacionada con la cultura sino la creencia. A mi juicio, las ideas de Lévy-Bruhl respecto a la
oposición entre las representaciones colectivas basadas en la creencia y las representaciones
basadas en el conocimiento, conservan todo su valor. Se constituyen en semilla de una
psicología social de la creencia susceptible de ser verificada y aplicada, lo que le confiere su
principal atractivo.

Se plantea el por qué los límites de las representaciones de una cultura son también los
límites de un principio de racionalidad. ¿No será que las representaciones en general son más
importantes y decisivas, menos pasivas de lo que suelen considerarse? Es por lo menos lo que
induce a Lévy Bruhl a hacer de esas representaciones un verdadero concepto pleno y
autónomo que no tiene tanto un valor explicativo como heurístico. Para convencerse, basta
con leer sus análisis minuciosos de la lengua, de los razonamientos, de las interpretaciones
recogidas de los pueblos africanos u oceánicos. Nos permite penetrar en los detalles de un
universo rico por su extrañeza y que nos hace familiar.

Con toda evidencia no es tanto la función de representación de la sociedad lo que le


importa sino la vía que abre a los hombres hacia los aspectos del mundo en el que viven. Se
da cuenta de que dicha función de representación, no sólo es una expresión del mundo en
consonancia con una teoría científica, sino, además una de sus fuerzas constitutivas. Y lo que
choca por su novedad, tal como se lo comentaba Husserl en 1915, es que para una sociedad,
su representación viva generativa no es, cito, "representación del mundo" sino que para ella
(subrayado en el texto) es el mundo realmente existente. Aún si sus elementos son fugaces e
ilusorios, guardan forma, significado y poder de actuación que confluyen en una realidad
social.

Esta novedad del concepto de representación social constituye un síntoma decisivo y un


factor de convergencia entre la psicología y la antropología, respecto a la cultura. No
ignoramos, es verdad, el impacto del método y del análisis de Levy-Bruhl en la obra de Piaget
que establece un paralelismo entre desarrollo individual y desarrollo cultural. No es tanto del
dominio público el que, entusiasmados por la revolución bolchevique, Vygotsky y Luria hayan
buscado en el marxismo una herramienta teórica para su psicología. En su ansia de dejar a lo
social un espacio, se orientaron hacia el concepto de representación colectiva y más
exactamente hacia Levy-Bruhl que propone una comparación de esas representaciones, entre
los contenidos fundamentales del pensamiento y las operaciones intelectuales fundamentales,
distintas de una cultura a otra. Ambos investigadores rusos fueron, pues, los primeros en
concebir el primer estudio de envergadura de las operaciones cognitivas y perceptivas en una
población de adultos en el seno de una sociedad tradicional. Además, sacaron provecho de los
rápidos cambios culturales que se iban produciendo en las distintas partes de lo que entonces
era la Unión Soviética. En efecto, decidieron examinar los cambios profundos que
experimentaron los procesos y contenidos del pensamiento, frutos del paso de una cultura no
científica a una cultura científica. Podemos afirmarlo, se trata de la primera observación
experimental de las representaciones sociales que sigue manteniendo hoy en día un valor
ejemplar para la psicología social. Desgraciadamente, condenaron a Vygotsky y a Luria por el
uso que hicieron de ese concepto de representación y por la perspectiva que expresaba. Ahora
bien, su contribución a nuestra ciencia sigue siendo, para nosotros, una garantía de
fecundidad.

Sentido común postcientífico, comunicación y opción racional.

El hombre de la calle, nos lo recordaba Eddington, ve una mesa como una materia
densa. Pero la física descubrió que la mesa es, sobre todo, espacio vacío: la distancia existente
entre las partículas es inmensa en comparación con el radio del núcleo de uno de los átomos
que constituyen la mesa. Ante este estado de cosas, reaccionamos negándole cualquier
significado. Ahora bien, basta, por ejemplo, con echarles un vistazo a los periódicos de gran
tirada para darse cuenta de que, bien se trate de la psicología de las personas o de las
colectividades, bien de los objetos usuales o del entorno, encontramos muchos ejemplos en
los que las nociones científicas se mezclan con las nociones ordinarias a la vez que las niegan.
Sin embargo, ello resulta intrascendente y pensamos que si bien es verdad que nuestra cultura
no es puramente científica, con todo, se puede caracterizar como predominantemente
científica. Con este tipo de afirmación, infravaloramos el rol, aún importantísimo, que siguen
teniendo en las sociedades industrializadas del siglo XX, las creencias y las prácticas
tradicionales, la concepción que el sentido común tiene de los objetos de tamaño medio, o los
acontecimientos interpersonales.
La reflexión sobre nuestra cultura pública y sobre su sentido común post-científico me
llevaron a la conclusión de que sólo las podemos entender a partir de una psicología de las
representaciones compartidas por los individuos, y no a partir de sus percepciones solitarias.
Mi ambición, el trabajo de mi vida, ha consistido en elaborar una teoría de los fenómenos
incluidos en dicha cultura. Pues, estaba convencido de que sólo así, la psicología social se
podía proveer de un campo coherente de investigaciones, con la práctica adecuada y la meta
definida que, como todos sabemos, le hacen falta. Cuando defiendo esta teoría, tropiezo unas
veces con la indiferencia, otras veces con el rechazo. Incluso ahora, se lo confieso, tengo esta
impresión.

Sea lo que fuere, me lancé a la elaboración de esta teoría, retomando el tema de las
representaciones colectivas cuya función en nuestra psicología social descubrió Durkheim,
antes que Lévy-Bruhl y después Halbwachs y Piaget, las convirtieran en un concepto
operativo.

1. En la medida en que la idea de representación colectiva se ha aplicado a otras culturas,


alejadas en el espacio y en el tiempo, se ha asociado a un solo grupo, a una sola comunidad,
amplia u homogénea. Llegando a los extremos, se puede calificar de tradicional o de moderna,
de primitiva o de civilizada etc. La fórmula consagrada "una representación, una cultura" es
característica de tal enfoque. Permite dar cuenta de creencias, de formas mentales y de
prácticas muy generales. Su gran mérito ha sido resolver las dos paradojas que mencioné, en
términos sencillos pero inequívocos. Ahora, cuando se analizan esas representaciones de un
modo tan único como lo hace Kuhn en sus paradigmas, cada una teniendo su estructura
semántica y cognitiva, se observa un efecto curioso. Es como si al solipsismo individual se
sustituyese otro solipsismo colectivo tan cerrado el uno como el otro. Cortada de toda
comunicación, convertida en única perspectiva para una colectividad, la representación se
desencarna. Convertida en abstracción, ya no es más que una construcción intelectual en la
que cuesta trabajo identificar un contenido vivido. Ante todo, este solipsismo colectivo pone en
evidencia una tercera paradoja, la de la incomunicabilidad entre grupos o culturas. Cada grupo
cree estar hablando de la misma cosa y parece estar convencido de que el otro puede
entenderle, con la condición de que se sitúe en su misma perspectiva. Y eso es precisamente
lo que el otro es incapaz de hacer.

Pues, de todo ello se desprendería que una religión, una ideología política, un mito, etc.
sólo se podrían entender desde el interior, por así decirlo, gracias a una verdadera
participación en la comunidad de la que son fruto. Esta era la posición de Kierkegaard cuando
afirmaba que un no-cristiano no puede entender el cristianismo. Por muy exagerada que
parezca, es tan frecuente este tipo de afirmación, aún en boca de científicos, que ni siquiera le
prestamos atención. Dicha posición se resumiría afirmando la incompatibilidad existente entre
comunicación y representación, sea ésta personal o colectiva. Un tópico del pensamiento social
es considerar tal incompatibilidad como un rasgo característico de nuestras sociedades
modernas constituidas por grupos con marcadas diferencias y con representaciones
antagonistas. Al resultar a menudo incomprensibles para aquellos que no han sido iniciados, al
igual que un campo científico resulta incomprensible para un profano, estas representaciones
se consideran extrañas del mismo modo que lo son, para el Europeo, las creencias exóticas de
los supuestos primitivos. Esta paradoja esclarece la relación íntima existente entre
representación y comunicación y cuyo sentido se ha subestimado.

2. Después, viene la toma de conciencia: ¿Qué buscan psicólogos y antropólogos a través de


la comparación entre culturas modernas y post modernas? La respuesta no puede ser otra:
How natives think. Mirándolo bien, nos sorprende aún más ver que también, y tal vez sobre
todo, lo que intentan, es entender, por una vía indirecta, how our natives think. Es decir la
mayoría de la gente, las clases populares, los sectores campesinos o las etnias folklóricas. De
alguna manera, es lo que nos sugieren, entre tantos otros, Frazer, Bartlett, Lévy-Bruhl, Freud,
Vygotsky o Levi Strauss. O, para ser más preciso, todos quieren entender las funciones
mentales de los hombres de la calle inmersos en el universo de las creencias cotidianas. E
igualmente quieren entender en qué difieren de las funciones mentales de los hombres que se
dedican a una disciplina especializada como la religión, la filosofía y, en particular, la ciencia.
Esta última constituye el prototipo del conocimiento enunciado con claridad en términos que,
moral o políticamente, pueden parecer ciegos y, de hecho, resultan ininteligibles para todos
aquellos que no han recibido una formación cognitiva especializada. En esto, precisamente,
radica el problema por excelencia de nuestra cultura pública o de masa.

Al darse cuenta de tal hecho, uno se pregunta por qué no abordar el problema
directamente, en lugar de hacerlo, como antaño, con rodeos. El reto consiste en sustituir lo
que se ha aprendido comparando sociedades y culturas entre sí por el contraste más vivo que
existe dentro de una sociedad, de una cultura, o sea, dentro de la nuestra. Es fácil entender
que, así, se atenúa lo que obstaculiza la recogida de datos o lo que deforma los testimonios
obtenidos. Desaparecen las dificultades de traducción de una lengua a otra. Se justifica
entonces el abordar las diferencias entre las representaciones de los diferentes grupos que
constituyen una misma realidad social. Pero, por supuesto, conviene, sobre todo, seguir las
transformaciones de unas en otras con el fin de captar las transformaciones de la sociedad y
de la cultura en sí mismas. Apreciarán ustedes en qué sentido exacto la psicología social se
convierte en antropología del mundo contemporáneo.

De hecho, la teoría de las representaciones sociales interroga sus transformaciones operativas,


por una parte y, por otra, su relación con el contexto de comunicación.

Para que quede más claro, conviene añadir unas cuantas precisiones.

Para empezar, esas representaciones son fruto de los esfuerzos que hacen los grupos por
realizar lo que les resulta difícil, por ejemplo, penetrar uno en el universo del otro. La ausencia
de comunicación es un rasgo común de las representaciones, aunque coexistan en un mismo
espacio público. Así no tienen más remedio que articularse a través de imágenes, de
lenguajes, de referencias que reducen las distancias que las separan. Algunos pensarán que se
trata de traducciones. Me parece más acertado hablar de mestizajes de contenidos de origen
dispar y de sustitución de reglas lógicas o de procedimientos lingüísticos, comparables a la
lingua franca de los Cruzados o al pidgin inglés, que no son propiamente dicho lenguas,
aunque desempeñen la misma función. En conclusión, tales representaciones son sociales en
la medida en que hacen problemática la incomunicación entre los distintos grupos
induciéndolos así a relacionarse entre sí.

Lo mismo ocurre muy a menudo con las teorías científicas o médicas, con sus explicaciones
impersonales o indiferentes a las preocupaciones cotidianas de los individuos, a sus categorías
de comprensión. Sin embargo, se difunden en el espacio público, genérica o puntualmente,
para influir en las prácticas existentes, tal y como ha ocurrido recientemente con el tema del
medio ambiente o con el del sida. Se suele dar a esas tentativas de difusión la apelación
peyorativa de "vulgarización" o de "propaganda" que sobreentienden inadmisibles distorsiones
del conocimiento científico. Al mismo tiempo, se considera que dicho conocimiento sigue
incomunicable, en parte, para los demás, y sin embargo hay que comunicar a pesar de que su
contenido no se encuentra en la representación común que genera. Así aunque no sea más
que una fórmula simbólica, E = mc2, se asocia a la relatividad. Lo mismo se puede decir de las
tentativas que hacen los grupos discriminados -minorías étnicas, mujeres, por ejemplo-
cuando intentan hacer comprender a la mayoría lo que esta mayoría es incapaz de
representarse, es decir la representación que esos grupos tienen de sí mismos.

Sin embargo, esto no impide que, a veces, surja una representación que puede
convertirse en representación común. Por ejemplo, en los E.E.U.U., una representación
"afroamericana" suplanta a otra más antigua, la de los Negros. No se trata de un mero cambio
de denominación sino de un conjunto denso de imágenes, de actitudes, de valores que
penetran en el lenguaje común e influyen en las relaciones de la totalidad de la sociedad
americana. En definitiva, la gran dificultad para un grupo, no sólo consiste en comunicarse,
sino también en crear con otros grupos una representación que le permita, a la vez, sustraerse
a la comunicación, y mantenerse en su propio universo. Esta tensión se manifiesta a través de
las ambigüedades, de la fluidez de la red de nociones, de las metáforas del lenguaje y el
carácter de "vaguedad" que apuntaba el filósofo americano Peirce, de las creencias incluidas
en las representaciones. Ello resalta en las investigaciones sobre la representación de los
derechos del hombre, del mercado, del cuerpo o también del psicoanálisis.
Sin embargo, si insistiéramos sobre el aspecto que convierte la incomunicación en
problemática, pasaríamos por alto otro aspecto que constituye la prueba de su existencia.
Muchas veces me han preguntado lo que entendía por representación compartida. ¿Qué
significa exactamente? ¿Cómo se reconoce? Pues bien, en el hecho de que dicha
representación quita su carácter problemático a la comunicación diaria y al consenso
"espontáneo" en los juicios sobre una persona, sobre las actitudes frente a una situación de
crisis, sobre las explicaciones que se dan respecto al paro o a un brote de odio racial, etc. No
puede haber existencia común sin este tipo de coincidencia sobre ciertos sentimientos o
ciertas maneras de ser, entendidos por todos. Lo que es taken for granted en su acepción ya
generalizada es, sin duda alguna, una representación sin la que los miembros del grupo serían
ajenos a las conversaciones corrientes como si pertenecieran a un grupo distinto. Dicha
representación define los thêmata que vuelven a lo largo de las conversaciones y contiene los
indicios de la gestual o de las expresiones prototípicas así como el sentido que se atribuye a
las informaciones intercambiadas. También le confiere valor a las emociones, a los hechos
referidos y al contexto físico de la conversación misma.

Hablé de todo esto con más detalle en otras ocasiones. Lo que aquí quiero precisar es
simplemente que, si bien es verdad que elaboramos representaciones para familiarizarnos con
lo extraño, lo hacemos también para reducir el margen de incomunicabilidad que existe entre
nosotros. Y esto deja huella en los contenidos de las representaciones con la misma fuerza
que en las operaciones mentales y lingüísticas que les dan forma. ¿Nos ha de asustar esta
manera de enfocar las cosas? Cuando se leen los argumentos de la nueva retórica sobre la
retórica, parece como si no existiera tarea más urgente que la de eliminar las representaciones
corrientes de la comunicación discursiva entre seres humanos. Como si aparentemente, lo que
fuera preciso evitar fuera tanto el comportarse como seres reflexivos, adecuadamente insertos
en la realidad social, como el actuar en ella. Conseguirlo tiene su precio. Supone, pues,
aceptar las interpretaciones rígidas de una vida social demasiado endeble que no va más allá
del privilegio de un discurso ritual, inconsistente. Ahora bien, teniendo en cuenta la relativa
autonomía del discurso, que nadie pone en duda, el nexo entre comunicar y representar me
parece indisoluble.
Vayamos aún más lejos. Con toda evidencia, el proceso de comunicación es también un
proceso de trasformación de las representaciones sociales. A medida que se van difundiendo
en círculos sociales más amplios, se van mezclando con representaciones de origen distinto.
Por consiguiente, no nos ha de extrañar el cambio de sus características que hace que un
conjunto de imágenes empiece a hablarnos y que los iconos como el agujero negro, la doble
hélice, el inconsciente, el sida, penetren en el pensamiento y en el lenguaje que no es familiar.
Y cuanto más circulan, más se convierten en representaciones de representaciones. Las
imágenes y las palabras de unas se convierten en objeto de "citación" para otras. Piensen
ustedes en la cadena de los virus: el virus biológico nos lleva al virus informático, el cual nos
lleva al virus del sida y éste al virus étnico. Esto le dará una idea de lo que pretendo decir y,
mejor aún, una idea de los lazos que se van tejiendo en cadena de las representaciones.

Bien mirado, a lo largo de las comunicaciones en el espacio social, se observan dos


transformaciones que merecen ser recordadas. Por una parte, y es algo que Wittgenstein y
Putnam expresaron con mucha claridad, los lazos entre las representaciones toman una forma
cada vez más simbólica e indirecta, en detrimento de la forma lógica y directa. De ello se
desprende, por otra parte, que dichas representaciones se apartan de las categorías y de las
referencias de origen para constituirse conjuntamente en categorías y referencias que nos
capacitan para escoger las cualidades de las personas, las propiedades de los objetos o las
causas que nos permiten explicar lo que nos está ocurriendo. Así, "elegimos" describir un
alimento en base a su color, o a su contenido proteínico; "elegimos" explicar la depresión de
un amigo en términos de complejos inconscientes o de deficiencia crónica, etc. Sería un error
exigir de esas cualidades o explicaciones que fueran únicas, que se tratara de la "verdadera"
cualidad o de la "verdadera" explicación. Consistiría, pues, en suponer que el hecho de saber
"cuáles son las verdaderas cualidades" o "qué es una explicación verdadera" son temas a los
que podamos responder independientemente de la representación del sentido común, de la
representación médica o física que tenemos.

Tal y como apunté desde el primer esbozo de nuestra teoría, refiriéndome al


psicoanálisis, se impone la reflexión siguiente: los elementos de la representación pública, de
su lenguaje, penetran tan profundamente en lo que somos realmente que se puede afirmar
que la constituyen. Cuando nos preguntan "¿qué objetos constituyen el mundo?", la respuesta
no puede ser otra que "¿en el marco de qué representación?". En la perspectiva clásica,
representar significa transformar en símbolo o en contenido mental unas realidades definidas.
Y es lo que se entiende siempre por representaciones simbólicas o por representaciones
mentales en psicología e incluso en antropología cognitiva. Incluso entre nosotros, con
frecuencia, oímos decir que se está estudiando la representación social de un fenómeno
cualquiera, por otra parte perfectamente delimitado, llámese identidad, "el sí mismo", el
mercado, el medio ambiente, etc., cuando en realidad se estudian fenómenos en movimiento
que tienen en cuenta la representación pública de uno u otro grupo.

Algunos críticos, con mucha razón, nos han llamado la atención sobre esta
incongruencia con respecto a la teoría. Es cierto. Las representaciones no se limitan a
interpretar la realidad inmediata de los fenómenos biológicos o económicos. Les dan forma y
los integran en nuestras percepciones, inducen a una actitud determinada ante su presencia, e
implica un conjunto persistente de valores en relación a ellos. De ahí el poder irresistible de la
tesitura que constituyen juntas. Se puede hablar al respecto de "construcción", tal y como
venimos haciéndolo desde hace tiempo, e incluso de "construcción social" si al término "social"
se le da un sentido distinto al de una relación intersubjetiva entre personas que tienen, cada
una, su propia interpretación. Pues la sociedad no es algo tan contingente, tan negociable y
tan inofensivo como algunos pretenden hacernos creer. Sea lo que fuere, no cabe duda de
que si cambiamos nuestra manera de pensar y aprehendemos el mundo donde vivimos como
constituido por las representaciones que elaboramos conjuntamente, no tendremos más
remedio que revisar muchos aspectos de nuestra psicología social, incluyendo los que atañen
a la cultura.

Si Uds. me lo permiten, les presentaré ahora una segunda versión de la paradoja de la


incomunicación. Simplificando las diferencias cualitativas entre los distintos tipos de
representaciones y sus relaciones con las formas de comunicación, se admitirá fácilmente que
cierto tipo de representaciones públicas se van constituyendo a lo largo de las conversaciones
entre los miembros de una colectividad. Se encuentran fuertemente implicados en el diálogo
entre lo que dicen y lo que oyen. Y ello, para decirlo de alguna manera, les impide "razonar"
los mensajes intercambiados, enfocarlos como si fueran objetos impersonales, lo que les haría
más fácil la interpretación de sus contenidos. Pues en realidad, se "sumergen" en el contenido
de los mensajes, se adhieren a ellos. De ahí que el lenguaje común no sea el de los
estereotipos ni el de los tópicos. Por el contrario, tal y como escribía Roman Jakobson, el
lenguaje natural, comparado con los lenguajes formalizados, es, cito al autor, " aquel que sirve
de base a la invención, a la imaginación y a la creación".

Por otra parte, al género de las representaciones religiosas, ideológicas, científicas, etc.,
le corresponde otra forma de comunicación. Se trata de la comunicación especializada. Tiene
sus técnicas apropiadas, sus rituales de expresión y sus reglas que autonomizan los mensajes
y los materializan en un discurso codificado. Por consiguiente, al distanciarnos es fácil
"razonar" sobre esos mensajes, del mismo modo que se razona sobre textos, que se
seleccionan y que se asocian en un sistema coherente. En otras palabras, los miembros de
esas comunidades especializadas como, por ejemplo, los de una comunidad religiosa o
científica, recurren a estrategias lingüísticas que expresan una destreza profesional y ello, en
el marco de una lógica adecuada para comunicar. De ahí surgen representaciones cuyas dos
principales características, la impersonalidad y la estabilidad, nos inducen a verlas idealmente
como si fueran compartidas por todos, tal y como hubiera dicho Aristóteles.

Estas breves incursiones en un campo tan amplio son fecundas, pues nos permiten
entender lo siguiente: las dos clases de representación se constituyen en condiciones de
comunicación diferentes, incluso aunque las personas sean las mismas. Y se puede suponer
que cada una tiene su propia racionalidad. Del mismo modo que la de un científico, absorto en
el trabajo de su especialidad, se distingue de la racionalidad que desarrolla cuando consulta su
horóscopo o cuando redacta un artículo de divulgación.

Si me lo permiten, me gustaría ahora completar esta observación con otra, tan simple y
evidente como la primera. Lo que confiere a un grupo su originalidad, lo que hace que sea
distinto de otro, es el hecho de privilegiar un tipo de representación y, por consiguiente, una
forma de comunicación con los demás. La llamaré racionalidad fiduciaria. Como todos los
valores fiduciarios, se cimentan en la confianza que les acuerdan quienes los comparten.
Puede que todo esto sea extremadamente rápido, ahora bien, no es arbitrario. Entonces
se entiende perfectamente por qué la paradoja de la incomunicación aparece entre dos grupos
en cuanto se colocan en ondas distintas al privilegiar formas y modos de comunicación
equivalentes. Y eso no es porque uno no sepa hacer lo que el otro, sino porque no se
conforma con su modo de hacer ni con sus valores.

En definitiva, esta diferencia de racionalidad fiduciaria, y aquí sí me parece inevitable el


calificativo, es radical aunque no sea inmediatamente manifiesta. Pues si lo fuera, daría al
grupo la impresión de ser impuesta. Por el contrario, tal y como sucede con las creencias
irresistibles y con las instituciones, parece hundir sus raíces en el organismo humano. En otras
palabras, la paradoja de la incomunicación nace por el hecho de que los dos grupos no
perciben como resultado de una decisión lo que parece ser un auténtico hecho natural. En
realidad esta situación se ve perfectamente reflejada en lo que nos está ocurriendo a diario.
Por la coherencia rigurosa que las caracteriza, el siglo pasado consagró las representaciones
científicas y técnicas. Las "escogió" para asegurar una hegemonía y racionalizar la sociedad.
Pero al mismo tiempo, esas representaciones desvalorizaron, hicieron sospechosos e incluso
problemáticos, el mundo ordinario y los objetos de la experiencia diaria. Incluso intentaron
eliminar, con la etiqueta de ideología, las creencias persistentes, y borrar la diversidad de los
modos de conocimiento o de acción con el fin de reducirlos a una sola lógica que predominara
sobre las demás. Algunos de ustedes saben que mi trabajo en psicología social, empezó con la
intención explícita de demostrar que la ciencia no puede suplantar al sentido común ni
desecharlo como si se tratara de algo sesgado y repleto de errores. Por el contrario,
difundiéndose en sectores más amplios de la sociedad, la ciencia ha de rehacerse y acercarse
al máximo al sentido común.

Pero dejemos los hechos de ayer y volvamos a los de hoy. Está claro que la búsqueda
de nuevos conocimientos científicos y de nuevas riquezas ha tenido efectos perversos porque
no ha dejado de destruir el entorno real para crear una versión objetiva del mismo, válida
durante algún tiempo y, a su vez abandonada en beneficio de otra. Esta búsqueda terminó
alejándonos de una ciencia y de una técnica que parecen disolverlo todo íntimamente y nos
llevan a buscar otro punto de referencia para la vida humana. De ahí el ambiente que se
desprende de las primeras tentativas contemporáneas por rehabilitar el sentido común. El
ambiente de una realidad suspendida y cercana, llena de significados, de intenciones, de
sensibilidad. En ese ambiente movedizo, la racionalidad del sentido común recibió el privilegio
de la racionalidad fiduciaria que caracteriza nuestra situación posmoderna, a pesar de su
aspecto totalmente ordinario y anodino.

Se trata de una tendencia observable en filosofía que se propaga entre las ciencias del
hombre y actualmente alcanza al espacio público. Al mismo tiempo que la ciencia y la técnica,
los escritos de Marcuse y de Habermas dan fe de ello, han sido rebajadas al rango de
ideologías contaminadas por el poder. Sin duda alguna, a este fenómeno se le podrá atribuir
motivaciones más profundas que las que se le suelen conferir. Entre ellas, su racionalidad
instrumental y su efecto devastador sobre la dignidad y la existencia física de los hombres. En
todo caso, no es difícil ver cómo este cambio posmoderno de decisión se está produciendo
ante nuestros ojos y nos atañe incluso en psicología social. Pero también ¿hasta qué punto las
posiciones expresadas tanto de un lado como de otro se inscriben en un proceso de "elección"
de la racionalidad destinada a marcar nuestra cultura? Convendría matizar estas
consideraciones. Ahora bien, nos confortan en nuestro punto de vista de que es un proceso
colectivo completamente normal y recurrente en la panorámica histórica. Para ilustrar su
importancia, o incluso los episodios dramáticos de nuestro paisaje histórico, no encuentro
mejor ejemplo que la evocación de los dos grandes períodos de la vida de Wittgenstein, (aún
más, hablaría de los dos Wittgenstein, el del Tractatus y el de las Investigaciones filosóficas)
quien atravesó, desde la lógica de las oraciones hasta los juegos del lenguaje, el desierto árido
de su época, lo que le hace figurar como uno de los grandes gurus de nuestra cultura.

Ha llegado el momento de formular una pregunta. Partiendo del rico material sobre este tipo
de proceso entre los pueblos llamados primitivos que Malinowski, Evans Pritchard, Lévy Bruhl
pusieron a nuestra disposición, y partiendo de nuestra experiencia presente, cercana ¿a dónde
vamos a parar? Pues bien, a la convicción de que, a pesar del consenso que genera, la
fórmula "una cultura, una racionalidad", hay que sustituirla por otra, más fundamental: "una
cultura, dos racionalidades". Nos permite expresar mejor el hecho de que esas racionalidades
no nos vienen dadas con el cuerpo físico sino que son elegidas por el cuerpo cultural y que
esta elección, entre ambas, es una tarea permanente. En realidad, coexisten en la misma
colectividad -a veces en la misma persona- que posee lo que parecen ser representaciones
incompatibles y que adopta criterios de evaluación de creencias o de hechos opuestos. Pero,
no hay más remedio que admitirlo, y es precisamente porque existe una dualidad de esas
características que podemos abordar en nuestra cultura los problemas de representación y de
comunicación mutua. Y esto, casi en los mismos términos que en otras culturas, estén o no
alejadas en el espacio o en el tiempo.

La reflexividad de las culturas

Desde que esbocé la teoría de las representaciones sociales, no han dejado de


preguntarme si, realmente, esta teoría era irrebatible, puesto que, otras, mejor definidas,
podrían sustituirla en psicología social. A pesar de que, a veces, mis respuestas satisfacen a
los interesados, no dejo de tener, cada vez más, la impresión de no haber agotado
completamente el tema. El honor que me suponía acudir a este acto tuvo el efecto extraño de
incitarme a reflexionar sobre el itinerario de mi teoría y decidí intentar entender las paradojas
que han ido surgiendo al ritmo de su elaboración. Esto me llevó a constatar hasta qué punto,
en cada una de sus etapas, iba estrechando lazos con la psicología y con las demás ciencias
humanas, particularmente con la antropología y aún más hoy en día, cuando nuevas
convergencias se han manifestado entre nuestra trayectoria y la de algunos antropólogos
como Sperber, por ejemplo. Tal hecho no nos ha de extrañar puesto que definimos la cultura
de manera similar, es decir como conjunto de representaciones y de comunicaciones. Si bien
no descarto que algunos psicólogos sociales puedan dar a este recorrido una interpretación
muy distinta, sin embargo, no conozco otro concepto u otra teoría que tenga un itinerario
similar o que haya abordado nuestros problemas con la misma fuerza heurística.

Sea lo que fuere, esta teoría nos lleva a formular la hipótesis de dos racionalidades -de
dos grandes representaciones y de dos formas de comunicación en una misma cultura. Nos
podemos preguntar a qué corresponde esta dualidad y qué aspecto nos revela. No cabe duda
que tiene una relación con las interpretaciones que, en la óptica de Geertz, los hombres hacen
de las representaciones y de las ideologías que les integran en una misma cultura, de los
significados que crean y que comparten. O bien con las que hacen de ese universo intencional
de los grupos y de las personas que son, según Schwader, las diferentes culturas. El porqué
de esa relación nos parece intuitivamente evidente aunque cuesta formularlo con claridad.
También es evidente el hecho de que por su singularidad, las representaciones y los
significados se nos presentan como una serie de mundos privados, teniendo cada uno su
propio lenguaje y sus propias maneras de vivir. Ahora bien, esa relación no nos lleva a la
conclusión a la que han llegado algunos, entre ellos el filósofo americano Rorty, su principal
representante, y que viene a decir que las culturas son tan inconmensurables como los
paradigmas científicos y que, por consiguiente, están encerradas sobre sí mismas y no tienen
comunicación directa entre sí.

Por el contrario, nuestra hipótesis sugiere que el rol propio de nuestra cultura, distinto
del de la sociedad o de la naturaleza, es precisamente el de ofrecer a los individuos y a los
grupos un espacio de reflexividad entre sus sentimientos, sus actos. Un espacio, añadiremos,
en el que esos individuos pueden establecer relaciones, también reflexivas, con individuos o
grupos distintos. Es un tópico admitir que ningún sistema social existe por sí mismo ni se
autoabastece; que debe abrir una vía de comunicación con sistemas sociales diferentes del
suyo, en el mismo sentido. Como bien dice el antropólogo Robert Jaulin, los individuos, los
grupos que los integran, ora hablen, ora casen a sus hijos, ora comercien o luchen, siempre
tratan de convertir una relación con el otro en una relación con uno mismo, y una relación con
uno mismo en una relación con el otro. Sólo con esta condición, uno llega a ser interlocutor,
padre o pareja, aliado o amigo. Existe el lenguaje, existe el arte, existen las instituciones sólo
porque existe la relación con el otro.

No pretendo aventurarme en el terreno de los antropólogos. Sólo quiero subrayar el


hecho siguiente. Lo que aquí presento de manera ilustrativa, pues la lógica de esas
representaciones es mucho más formal, concierne al hecho de que esta reflexividad impide a
las culturas separarse y confinarse en un monólogo interior constante. Por así decirlo, cada
una se ve en la obligación de hacerse una representación de los comportamientos y de las
normas de las otras culturas, en relación a las cuales se representa a sí misma. Incluso se da
los medios de prevenirse del riesgo de separación y de incomunicación a través del arte, los
mitos, y a veces la religión, ante todo, gracias a esta doble racionalidad que mantiene bajo
tensión la reflexividad interior. Ya que cada sistema de representación y de comunicación
referido a sí mismo padece de una perspectiva unilateral. Para mantenerse vivo, necesita
definirse y verse complementado por la acción casi subterránea del sistema opuesto. Así
ocurre con la ciencia y el sentido común en nuestra cultura, como ocurre con las creencias
sagradas y las creencias profanas en otras.

Se entiende fácilmente que, cuando la racionalidad de uno de los sistemas se concibe a


través de la racionalidad de otro, se pueda entonces instaurar una crítica y un comentario
permanentes de los presupuestos morales, de las reglas y de los intereses comunes, cosa que,
de otra manera, resultaría imposible. En efecto, en la medida en que nos inscribimos en un
sistema único de representaciones, nos limitamos a una experiencia subjetiva y uniforme de
esa cultura. Al colocarnos ante un sistema diferente, hasta cierto punto, tendríamos que sacar
de nuestra propia cultura una experiencia objetiva y reflexiva. Sólo así podemos distanciarnos
de la representación y de los valores que compartimos y podemos criticarla. Con esto quiero
insistir en el hecho de que, en contra de lo que se oye decir, la autonomía de los individuos, la
libertad de comunicación entre ellos o su consenso sobre la racionalidad no bastan para
suscitar una verdadera crítica de la cultura desde dentro y desde fuera de la misma. Lo que
aparentemente es libre elección o libre voluntad, teniendo en cuenta la experiencia histórica,
parece más bien un acto gratuito. Volveré más adelante sobre el significado práctico de lo que
acabo de enunciar.

Por otra parte, la mayoría de las culturas han llegado a legitimar esta doble
racionalidad, para salvaguardar la reflexividad que les permita mantenerse abiertas unas a
otras. Recuerdo cuánto me impresionó descubrir cómo ciertas categorías de individuos,
profetas, monjes, exploradores, antropólogos, etc. tienen como rol representar la presencia de
una alteridad que transgrede sus normas y sus creencias. Una presencia invocada como
mágica, demoníaca o trascendente, manifiesta la otra vertiente de sus representaciones y de
sus instituciones. La fuerza radiante de esta presencia se inscribe en las ceremonias y en los
ritos de un mundo visto al revés. Permite ver el mundo desde un punto de vista
complementario y traducirlo en un lenguaje crítico o extraño. Uno de los hombres más
convencidos que haya pisado la tierra fue Sócrates. Y se había convencido de que esto era
precisamente lo que hacía en la plaza de Atenas bajo el impulso de su daimon.

En el primer capítulo de El sentimiento trágico de la vida, Unamuno cuenta una


conversación que tuvo con un campesino español a quien le decía que, si bien Dios podía
existir, no había inmortalidad. El campesino le preguntó: ", Entonces, de qué sirve Dios?". Lo
mismo se plantearía en una sociedad sin reflexividad: "De qué sirve esta cultura?". No porque
se piense que este pasar por el otro no comporte ningún riesgo, tal y como lo ilustra, en esta
tierra, el caso de las tres culturas, sino porque, sin ello, no puede haber ni relación viva, ni
alianza.

Yo también, como muchos, pensaba que las culturas constituían mundos encerrados
sobre sí mismos y totalmente distintos entre sí. Pero me di cuenta de que lo que nos lleva a
pensar esto es la idea de que el problema de los individuos y de los grupos es el de su
identidad. Ahora bien, atribuirle tanto valor a la identidad, nos coloca en un terreno
escurridizo. No sólo porque tal hecho nos lleva a suponer la existencia de una identidad
auténtica del francés, de la mujer, etc., excluyendo todo lo demás, sino también porque
implica que el valor propio, el amor celoso hacia el propio grupo, así como el desprecio, la
separación distintiva de otro grupo, son inherentes al hecho de vivir en común. Todos
coinciden, hoy en día, en ver en la actitud egocéntrica de los individuos y de los grupos la
explicación de la mayoría de nuestros juicios y de nuestros comportamientos. Sin embargo,
tampoco se puede negar que la reflexividad lleva las colectividades a aliarse y a adoptar otra
actitud, no menos imperativa: la actitud según la que, cito a Levi Strauss: " el extranjero
disfruta del prestigio del exotismo y representa la oportunidad que, por su presencia, ofrece
de ampliar los lazos sociales". En otras palabras, al mismo tiempo que las comunidades se
afirman desvalorizando esos out groups, también las exaltan por los deseos y la imaginación
que despiertan en ellas.

Todas las culturas tienen buenas razones, pasadas, presentes o futuras, para creerse
incomparables. Y en efecto, lo son. Pero cuando se afirma que lo son por su identidad, por su
mentalidad, por su etnocentrismo o por su inconmensurabilidad o atribuciones del mismo
estilo, en el fondo, se parte del principio de que son separables o bien de que sólo ven en las
otras lo que las distingue, definiéndose fuera de toda reflexibilidad. Como si no dejaran de
hacerse la pregunta de Goethe: "¿cómo puedo ser yo mismo si otro existe?" que suscita el
deseo de una singularidad absoluta o de una diferencia irreconciliable. Pues tal diferencia no
puede sino revelar fragilidad, esconder la obsesión de un "sí mismo" cerrado Organizar la
memoria colectiva, transformar la historia en un instrumento encargado de legitimizar la
separación, sigue siendo una tentación permanente. NO SE SI FALTA UN PUNTO O ALGUNA
PALABRA EN ESTA FRASE.

No con menos violencia, las culturas obligan a sus miembros a huir del miedo a la
soledad, a encararse a esta realidad ineludible que es la existencia de los otros, bien aliándose
con ellos, bien tratándolos como enemigos.

Folklore, mitologías, máximas populares, todos evocan esos enfrentamientos, su final


feliz o desgraciado, la opacidad del encuentro gracias al cual escapamos de la trampa del
aislamiento. "La aprehensión (el encuentro con el otro), escribe Georges Steiner, significa al
mismo tiempo el temor y la percepción. El continuo que hay entre ambos, la modulación de
uno a otra, constituyen la fuente de la poesía y de las artes".

La idea que quiero presentar es al mismo tiempo más modesta y más "elusiva". Quiero
decir que la gran revolución de la física moderna ha consistido en renunciar a la existencia de
fenómenos al margen de la realidad, sea cual fuere la distancia que existe entre ellos y con las
consecuencias que conlleva para nuestra visión del mundo. En cierto modo, la noción de no
separabilidad, es decir de comunicación y de influencia recíprocas entre los acontecimientos en
el espacio y en el tiempo, determina esta visión con una necesidad matemática. De manera
totalmente gráfica, la reflexividad supone también la no-separabilidad de los fenómenos
culturales. Esto nos lleva a constituirnos una imagen de la cultura como "lugar del mundo" que
contiene algo de "uno mismo y del otro" en coexistencia.

Me hago cargo de que no les parecerá aceptable esta imagen a aquellos que otorgan
mucho peso al deseo de autorreferencia, de identidad distinta, de modo de vida
inconmensurable. A aquellos que dejan que los individuos parodien la tautología suprema de
Dios: "Yo soy quien soy". Siento que no la puedan aceptar y que tampoco se den cuenta hasta
qué punto esas nociones no interfieren en el don de la memoria, en las capas sedimentarias
del lenguaje, en la intrusión de los valores del bien y del mal, en la conducta humana e
inhumana que desarrollamos en nuestra representación pública. O, por decirlo de manera más
cruda, no interfiere en el deseo de confianza que queremos para nuestras relaciones humanas.
Esta confianza me parece tanto más imprescindible cuanto que el "taken for granted” de
nuestros saberes cotidianos, del sentido que invertimos en las palabras que pronunciamos o
que oímos, de nuestra capacidad de descifrar las intenciones de nuestro prójimo, del valor de
los símbolos que compartimos, suponen una especie de fe en el otro, en base a la comunidad
de vínculos y a la familiaridad de cosas.

Mucho más que por una identidad distintiva, se inscribe en los espíritus y en los
cuerpos, como la experiencia subjetiva de poseer una domus en la que nos sentimos partícipes
de una cultura. La imagen de nuestra cultura como domus sugiere, pues, la de una
arquitectura familiar de nuestros modos de ser, la de un estilo propio de nuestras formas de
actuar juntos, de saber incidir en los valores de nuestra lengua. No se trata de la lengua
desencarnada de los textos y de los discursos que algunos erigen en ideal y según la cual
tenemos ganas de dar el consejo que Sancho Panza daba a Don Quijote "de cenar, que
después tendría tiempo para decir todo lo que quisiera". Se trata más bien de la lengua que
Heidegger nos reveló ser "das Haus des Seins", la casa del ser. Una domus que,
verdaderamente, vive en nosotros en la misma medida en que nosotros vivimos en nuestra
cultura. Les propongo esta imagen, esta noción, para hacerles entender mejor el sentido de la
realidad que se incorpora en nuestra afectividad, en nuestros recuerdos, en nuestros
pensamientos y en nuestras actuaciones, non ars sed fides.

Para entenderlo, piensen ustedes en lo que les evoca la Universidad de Sevilla. Piensen
en el modesto acontecimiento que representa el hecho de que un judío, un árabe, un cristiano
se sienten en ella como en una parte de su domus común. Pues sí, es verdad, la descubren
como un mundo familiar que sigue viviendo en ellos porque antes vivieron juntos en él. Y esto,
a pesar de las reminiscencias de las tragedias que les destrozaron, de las huellas del
sufrimiento en su cuerpo estigmatizado y del paso del tiempo que lo hizo todo extraño o
indiferente. Reconozco que seguramente, se trata de una realidad incorporada demasiado
impalpable como para que una ciencia tan positiva como la nuestra se dedique a ella. Pero, al
mismo tiempo, su fuerza psíquica es demasiado tangible como para ser totalmente desechada
por la ciencia.

El horizonte de nuestro programa de investigaciones

Hoy en día, somos particularmente sensibles a las cuestiones de cultura porque, muy
rápidamente, se convierten en cuestiones de existencia histórica. Los debates sobre el sentido
de la nación, los derechos de los extranjeros, el incremento del racismo o el respeto de las
diferencias étnicas sirven a menudo de pretexto para alimentar conflictos políticos un poco por
doquier. Se pregunta uno ¿cómo un país puede, al mismo tiempo, respetar la diversidad étnica
y encontrar su propia unidad? ¿La nueva inmigración no pondrá en peligro la homogeneidad
nacional, religiosa, o, por el contrario se irá integrando en la matriz cultural existente? ¿Será
capaz la Comunidad Europea de encontrar una solución viable para que las diferentes
tradiciones se integren en un conjunto más amplio? Todos estos interrogantes expresan una
misma aspiración. Estoy convencido de que tanto los grupos como los individuos aspiran a
volver a encontrar una domus propia, en medio del paisaje destrozado de la historia. Se puede
invocar con razón al sentimiento de nostalgia cuando se intenta describir el estado de espíritu
de aquellos que añoran a su país, sabiendo que no hay regreso posible hacia una época
anterior y hacia un modo de vivir que ya no existe. Aunque esta emoción intensifique la
tendencia hacia el particularismo, — ¡a cada uno su cultura!— asistimos también al desarrollo
de una tendencia opuesta, hacia el globalismo. Con toda evidencia, un poco por doquier la
elección entre ambas tendencias está a la orden del día.

Desde hace varios años, la psicología social está entrando en un proceso de remodelaje
impulsado por todos esos movimientos que no dejan a nadie indiferente y que no podemos
dejar de lado. Mientras tanto, nuestra disciplina ha ido descubriendo que podía aportar su
contribución a la interpretación de los conflictos étnicos y de creencia que no sospechábamos
volverían a estallar con tal grado de intensidad. Como no adoptemos una perspectiva más
amplia que la habitual, dudo que estemos preparados para lanzarnos en un terreno tan
importante para la sociedad y para la cultura. No es que quiera insinuar que la teoría de las
representaciones posee la única clave para resolver estos problemas. Sin embargo, como
acabamos de ver, es obvio que se ha ido elaborando al tratar problemas de la misma índole y
al articular de manera coherente lo psíquico, por una parte, y lo antropológico, lo social, por
otra. Por esta razón, de momento, no se vislumbra ninguna otra teoría que, con la misma
intensidad, sirva para inscribir la cultura en nuestra psicología social. De todas formas nos
lleva a un programa de investigación en el que conviene detenerse.

Para inscribir la cultura en la psicología social, hemos tomado la costumbre de seguir


dos líneas de investigación, de todos conocidas. Una de ellas consiste en proceder a
comparaciones "cross culturales" que nos permiten seguir las variaciones de un fenómeno (el
sí mismo, la educación de los hijos, etc.) de una cultura a otra. Se obtiene de esta forma un
cuadro rico y coloreado de sus semejanzas y de sus diferencias. La otra línea de investigación
consiste en enfocar la cultura como si de un nuevo contexto se tratara. En él, se examinan
fenómenos de percepción del otro, de explicación causal, de influencia, etc., fenómenos que,
antes, se consideraban como fuera de contexto. De este modo, a los antiguos grupos de
variables, se les añade otro nuevo.

En cierto sentido, una psicología de la cultura no puede sino comparar y contextualizar.


Pero, por otra parte, casi tendríamos que renunciar a estas líneas de investigación; pues
resultan demasiado estáticas y demasiado descriptivas para abordar los problemas que se nos
plantean. Y, por supuesto, Schwader tiene razón cuando pone en cuestión el interés del
enfoque cross-cultural para una psicología de la cultura.

Mi opinión al respecto es que esas dos líneas de investigación tan conocidas, adhieren a
la noción heredada de cultura como realidad inmutable y homogénea y, por lo tanto, de
culturas ya hechas. Esta noción heredada no sólo es errónea sino que, además, deja de ser
pertinente para nuestro quehacer en este campo. Saber cómo la gente elabora su cultura,
resiste a ella o la domina, es algo que justifica una línea de investigación genética. Se trata de
una línea de investigación susceptible de describir y de entender las culturas cuando se están
elaborando. A mí me parece más acertado hablar de esbozo en cuanto proyecto de una
categoría social determinada -por ejemplo las mujeres en Estados Unidos-hasta la realización
práctica de este proyecto. ¿No es esto lo que se está produciendo ante nuestros ojos, de
manera voluntaria? Es como si hubiéramos concebido una serie de experiencias "naturales"
que se van ampliando y repitiendo tanto en Europa como en Norteamérica. Por mucho que,
visto desde fuera, parezcan bárbaras, brutales o algo todavía peor, se trata de experiencias
que al mismo tiempo podemos observar, cuya dinámica podemos explicar y, eventualmente,
criticar. En todo caso, focalizándose en las culturas en curso de elaboración, la psicología
social encuentra una oportunidad de romper con el horizonte estrecho del pasado, entrando
de lleno en el espacio de las preocupaciones más importantes del mundo actual. Tiene la
oportunidad de salir de su reserva habitual ofreciendo una alternativa intelectual a las
perspectivas de la sociología, de la antropología o de las ciencias políticas. Presentaré pues el
esbozo de un horizonte de investigación que orienta la teoría hacia tres aspectos concretos: la
reflexividad, la invención y la consolidación de las culturas.

1.- Empecemos pues por lo más difícil que es, al mismo tiempo, lo más preocupante. Se ha
considerado sobre todo a la cultura como un conjunto de normas, de reglas, de instrucciones
que nos indican cómo hacer las cosas que hemos de hacer y cómo dominar nuestros
comportamientos. Pero, más que como un control cuya finalidad es ordenar la vida de los
individuos, es mejor considerarla como espacio de reflexividad sobre las relaciones y las
modalidades de vida en común de esos individuos. Paradójicamente, y esto ocurre muchísimas
veces a lo largo de la historia, donde esta reflexividad se manifiesta con mayor virulencia es en
aquellas situaciones que aparentemente carecen de reflexividad. Me estoy refiriendo a la
situación actual en la que, prácticamente en todos los lugares de Europa, asistimos a la
multiplicación de los episodios de separación y de aversión étnica, de discriminación agresiva.
Desgraciadamente, estos acontecimientos merecen un juicio justificadamente pesimista. Ahora
bien, no podemos olvidar que, al mismo tiempo, provocan desaprobación y rechazo crecientes.
Lo queramos o no, existe incluso una especie de prohibición de cualquier tipo de
discriminación en general. Y esto constituye parte de nuestro problema y lleva a su
reincidencia.
Pues, para colocar la intolerancia o la tolerancia hacia unas discriminaciones en relación,
ya no con el individuo, sino con la cultura, conviene mirar más allá de lo que llamamos
estereotipos o prejuicios. Si bien es verdad que los fenómenos que estas nociones recubren
pueden revelar nuestra especificidad histórica y cultural, es urgente renunciar a esas mismas
nociones pues, en psicología social, tienen función de pantalla. Está claro que ya no podemos
seguir considerando las reacciones hacia ciertos individuos o grupos como meros
automatismos, como desviaciones cognitivas provocadas por la ignorancia o el miedo hacia la
gente distinta. ¿Cómo, razonablemente, podemos pretender que algunos pueblos europeos
hayan ignorado o temido a los cíngaros o a los judíos con quienes venían viviendo desde hacía
siglos? O ¿cómo podemos afirmar seriamente que los americanos ignoraban o temían a los
negros?

Miremos las cosas con más detenimiento. El hecho de que los estereotipos hacia una
categoría social determinada engañen es algo que a ciertas personas les importa tanto como
entender por qué son buenos o malos. Pues, nos empeñamos en ver en ellos la causa de las
actitudes de hostilidad y de discriminación. Creemos que, una vez la ignorancia disipada y la
verdad establecida, las actitudes hostiles y discriminatorias hacia los que son diferentes
desaparecerán como por arte de magia. Pues sí, los estereotipos engañan, no pueden hacer
otra cosa. Ahora bien, esto no es más que una cara del asunto. La otra cara es que son signos
desprovistos de sentido, como los sonidos de las palabras que no se refieren a nada en
concreto. Esto ¿qué significa? Pues bien, por una parte, lo que llamamos estereotipos son
juicios o reacciones que carecen de objeto preciso y se pueden aplicar a cualquier objeto. Por
otra parte, se suele decir que los rasgos "estereotipados" distinguen o se aplican a un grupo
determinado cuando precisamente ocurre todo lo contrario.

Para convencernos de ello, basta con examinar los rasgos que se suelen atribuir a
grupos tan distintos como pueden ser los cíngaros, las mujeres o los extranjeros provenientes
de determinados países. Pues estos rasgos son prácticamente los mismos. Hace años
comprobé en un estudio que rasgos más o menos idénticos han sido atribuidos sucesivamente
a los italianos, a los polacos y finalmente a los árabes. De manera más general, en su
admirable libro Europe's inner Demons, Norman Cohn ha resaltado que rasgos más o menos
iguales definen las minorías étnicas o religiosas en varias culturas. De hecho, esos estereotipos
están al mismo tiempo vacíos y son de una monotonía desesperante. Hasta el punto de que
llegamos a pensar que no hay distintos prejuicios en contra de los negros, de los cíngaros,
etc., sino los mismos prejuicios en relación con los negros, los cíngaros, etc. Entonces, ¿de
qué sirve intentar convencer a alguien de que sus prejuicios son equivocados cuando en
realidad se trata de unas formas vacías, de signos desprovistos de sentido que no pueden ser
ni verdaderos ni falsos? Me parece que vienen a constituir elementos cristalizados de una
representación social que los atribuye a tal o tal grupo, en un momento determinado. Para dar
un ejemplo dramático, es evidente que los rasgos atribuidos a los judíos y a los cíngaros no
están tratados de la misma manera en el folklore del campesino rumano y en el mito racista.

Temo haber dedicado demasiado tiempo a alimentar la polémica en contra de la noción


de estereotipo que oculta el carácter cultural del fenómeno, reduciéndolo a una especie de
fondo irracional de la especie. Para hacer más concreto el problema que nos ocupa, adelantaré
que cualquier cultura tiene una representación ampliamente compartida de las personas que la
componen. Añadiremos a esto que cada una de esas categorías está dibujada como los
personajes de un relato, de un guion, a través de su lengua, de su tipo de vivienda, de sus
creencias, de sus mitos, etc. Todo lo que se puede esperar de ellas, responde a unas
indicaciones previas, parecidas a las indicaciones de un guion para los protagonistas que
actúan imitando a personas de carne y hueso. En esta representación es fácil delimitar la zona
de las categorías definidas por las normas como algo culturalmente visible; es decir la zona de
las categorías que focalizan la atención del grupo, cuya representación es predominante,
representando a "otros", a "vosotros" en relación a "nosotros". A través de esas categorías
visibles, el grupo se define como "sí mismo" o como "nosotros". Poco importa que las
embellezca o que las empeore como hacen los franceses con los alemanes, los portugueses
con los españoles o los americanos con los negros. Los lazos que establecen entre sí están
marcados por una reflexividad que les basta para darse sentido a sí mismos y dar sentido a su
vida. No tan cruda y explícitamente, y a veces más inconscientemente, se sitúa a otras
categorías de personas en la zona culturalmente "invisible" de la representación. A dichas
categorías no se las ve como "otros" o "vosotros" respecto a "nosotros", sino más bien como
"ellos". Y todo el empeño político consiste en borrar su "sí mismo" con la única finalidad de
ocultar su vínculo con la humanidad. En este sentido, se les considera como extranjeros en el
sentido radical de la palabra, es decir que, más que en la categoría de los seres humanos, se
les clasifica en la de las cosas. Sin embargo, para mantener un lazo con esos grupos sociales,
hace falta animalizarlos o cosificarlos. En este sentido, los rasgos que se les atribuye son
generalmente del resorte de la naturaleza. En cambio, a los grupos "visibles" se les atribuye
los de la cultura.

Es obvio que, con este tipo de discriminación, nos encontramos con el síntoma de unas
relaciones no reflexivas que nada tienen que ver con la ignorancia, con la estereotipia de los
juicios o con un lapsus en la racionalidad de los individuos. Es verdad, hacemos mal en
confundir relaciones reflexivas y relaciones no reflexivas cuando observamos las actitudes en
relación con el in-group o con el out-group. Pero aún es peor no tener en cuenta el grado de
precisión y de refinamiento de esas representaciones que se van a veces elaborando a lo largo
de los siglos, bien en los círculos de la filosofía o de la ciencia, bien en las capas populares, en
la vida diaria, en los cuentos y en los dichos transmitiéndose de generación en generación y
eso, mientras que la representación social sigue siendo objeto de creencia y está puesta en
acción.

Llego ahora a la pregunta que seguramente se habrán formulado: ¿Por qué este campo
de fenómenos nos abre una vía privilegiada hacia nuestra cultura y, en particular, hacia la
reflexividad? Aunque, hoy en día, tenemos excelentes motivos para no hacernos ilusiones
sobre la coyuntura histórica, un hecho no nos puede dejar indiferentes. Pues mirando hacia
atrás, nos damos cuenta de que la mayoría de las culturas han practicado una reflexividad
limitada a un número restringido de grupos sociales. En cambio, si nos fijamos en una época
más reciente, nos damos cuenta de que se está iniciando un proyecto de reflexividad general
o sea el proyecto de una representación común en la que todas las categorías sociales son
visibles y han de ser reconocidas como "otro" en relación al que nos comparamos y nos
definimos. Así por ejemplo, en la práctica, el acento puesto en la igualdad de oportunidades
para los minusválidos, para los enfermos, etc. tiene un valor simbólico y da una idea de lo que
quiero decir.
Por otra parte, tuve el privilegio de consultar los primeros documentos de la
investigación iniciada por Denise Jodelet con ocasión del quinto centenario del descubrimiento
de América. Después de leerlos, uno se queda asombrado al ver con qué espectacularidad se
ha hecho una revisión de la memoria en sociedad y de la manera de presentar a los indios. Es
como si se hubiesen convertido en un pueblo "visible", con una historia y una individualidad
propias, incitando a los interesados a comprometerse en la lucha contra la civilización europea
que, pese a haber descubierto un nuevo mundo, borró en él lo humano. Además, observamos,
constituyendo una innovación fundamental, los indicios de una nueva representación de sí
mismos en los países de América latina, en la que los indios pasan de la zona invisible a la
zona visible.

Fuera de la influencia de los derechos humanos muy apreciable en esta zona, al menos
por lo que se lee en los estudios de Willem Doise, las otras fuerzas en juego quedan por
descubrir. Y estoy convencido de que cada uno tiene su opinión acerca de las categorías, ayer
aún separadas o excluidas por sus preferencias sexuales, por sus deficiencias físicas o por
cualquier otro tipo de diferencias.

Hoy en día, parece obvio que, más que interrogarnos sobre la naturaleza o sobre la acción de
los estereotipos, conviene hacernos las siguientes preguntas: ¿De qué manera nos
representamos a las otras culturas? ¿Qué entendemos por otra cultura u otro grupo dentro de
nuestra propia cultura? Su representación ¿conlleva siempre un sentimiento de
autosatisfacción, de hostilidad o de desprecio hacia ese otro grupo? Al hacerse este tipo de
preguntas, la psicología social vuelve a definir sus objetivos y su tema de estudio ya que
intenta focalizar su interés en el mecanismo importante que rige las diferencias culturales. En
particular, hoy en día, las actitudes de discriminación nos parecen ser el resultado de una falta
de reflexividad y por lo tanto como una limitación para representarse al otro y reconocerse a sí
mismo a través de la representación que el otro puede tener de nosotros. Esto lleva entonces
a subrayar las importantes diferencias de las que nace una relación singular: a medida que el
otro se hace menos invisible en el plano cultural, el sí mismo se hace más invisible todavía.
Nada mejor para dar un ejemplo de esa falta de reflexividad que retomar el debate en
el que Sepúlveda y de Las Casas se enfrentaron. Después de haber hecho una descripción de
la simplicidad de las instituciones y de las creencias de los indios, Sepúlveda concluye que son
impíos y bárbaros y por lo tanto "desprovistos de razón y esclavos por naturaleza". ¿Cómo le
responde Bartolomé de las Casas? Denuncia este defecto de reflexividad e invoca la necesidad
de entender que, si bien los europeos tienen una representación de los indios, los indios
también tienen otra de los europeos. Y que, por consiguiente, los europeos deben tenerlo en
cuenta a la hora de establecer sus líneas de conducta. "Si los pueblos de las Indias, escribe el
dominico, son para nosotros unos bárbaros, también lo somos nosotros para ellos que no nos
entienden, somos extranjeros y bárbaros".

En esta óptica, hacer pasar a los indios de la zona de los pueblos invisibles a la zona de
los pueblos visibles constituye un medio eficaz para provocar un cambio en las relaciones con
los grupos discriminados. En este caso esas actitudes de discriminación aparecen como self-
deception, mecanismo cultural extendido, a través del cual la gente se auto engaña sobre la
reflexividad de su grupo y sobre el grado en el que escapan de la representación dominante.
Por ejemplo, Juan Pérez observó que, en España, la gente ya no atribuía a los gitanos rasgos
negativos, pensando evitar, de este modo, la actitud discriminatoria prohibida. Pero
curiosamente, evalúan a los gitanos de manera menos positiva que a los españoles para, por
así decirlo, restablecer la distinción. En este caso, se suele hablar de discriminación latente, de
racismo oculto, cuando, en realidad, se trata de self-deception. Este tipo de ilusión permite
mantener conjuntamente dos representaciones incompatibles sobre los gitanos. Y los que
entran en este juego han de ser conscientes de su relación. En efecto, como decía Sartre al
respecto: "He de conocer muy bien esta verdad para ser capaz de ocultármela a mí mismo".

Es una lástima que la self - deception haya sido tan desconocida en este campo de las
relaciones de un grupo con otro, pues constituye uno de los instrumentos más sutiles de la
cultura. Ahora bien, no tienen Uds. por qué preocuparse: está muy lejos de mis intenciones
alimentar la ilusión de que nociones tan cómodas y tan profundamente incrustadas en nuestra
ciencia, en nuestra lengua, como son el estereotipo o el prejuicio, puedan ser erradicadas de
la noche a la mañana. Pero se desprende de nuestra teoría que los fenómenos referidos por
estas nociones pueden considerarse, de manera heurística, como falta de reflexividad o como
self - deception en lo que concierne a la cultura.

2.- Fatalmente, en uno u otro momento, otra representación había de aparecer. No nos debe
extrañar que se trate de un campo de batallas entre minorías, comunidades más o menos
extendidas, movidas por el afán de apropiarse una cultura. En Estados Unidos, hablan de
guerra de las culturas y allí, los expertos políticos ponen en guardia a la gente contra el
"nuevo tribalismo" de unas etnias cuyas ambiciones, condenadas a la frustración, se han
revitalizado. Muchos documentos de la UNESCO dan fe de una investigación cuyos resultados,
hay que reconocerlo, aún son modestos, que pretende definir los derechos culturales de las
minorías étnicas. Se suele ver en esta efervescencia un resurgir de fuerzas arcaicas, de valores
tradicionales o de emociones latentes cuando en realidad parece, más bien, que se trate de lo
contrario. Mejor que nadie, ustedes sabrán que se trata de colectividades que,
deliberadamente, crean su arquitectura simbólica e histórica propia. A pesar de ser
aparentemente unos herederos, nada les es dado, ready made. A través de continuos inventos
han de seleccionarlo y combinarlo casi todo. Haciendo caso omiso de las innumerables
represiones y de los muchos sufrimientos que han padecido, podemos decir que nosotros, los
psicólogos sociales, vemos a esos grupos como culture-makers. Su misión consiste en
reanimar lenguas, en reivindicar creencias y estilos de vida que mantienen con sus antiguos
prototipos unas relaciones bastantes flexibles. El caso de los Walones es ilustrativo; pues se
puede afirmar que han fabricado de cabo a rabo un modelo de cultura porque se veían en la
obligación de hacerlo.

Aunque la visión clásica de modelos culturales únicos tiene sus méritos, hay que
reconocer también que lo que está ocurriendo ante nosotros actualmente está abogando en
contra de esta unicidad. Y ello porque -se trata, pues, de algo nuevo- la creación deliberada,
incluso metódica, de culturas voluntarias, como en el caso de las etnias en Occidente, de las
mujeres, de los afro-americanos, presupone una representación que anticipe las relaciones
futuras, la identidad por afirmar o los valores disponibles. Y es algo que no se puede eludir.
Pues bien, esta representación, punto de referencia de los actores sociales más dispares e
incluso más opuestos, tiene una función causal. Y tiene esta función porque este tipo de
representaciones -y aquí cito a Weber quien lo ha entendido muy bien- son "representaciones
de algo que, por una parte está siendo (sciendes), y por otra, algo que debe ser y que está
flotando en la imaginación de los hombres reales, "públicos" (y no tan sólo en la de los jueces
y de los funcionarios) y en función de lo cual orientan su actividad; como tales, esas
estructuras tienen un importancia causal considerable, e incluso dominante, para el desarrollo
de la actividad de los hombres reales. Adquieren esta importancia ante todo en cuanto
representaciones de algo que ha de ser (o, por el contrario, que no ha de ser)".

No disponemos de ninguna receta simple para ponerla en funcionamiento. A pesar de


todo, parece ser que, hoy en día, todo el mundo se lanza a semejante empresa. Nada más
fácil que confundir una "cultura local" con otra "cultura local", dado que no parece existir sino
para adaptarse a un caleidoscopio que ilustra al mismo tiempo la proximidad y el abanico de
las posibilidades humanas. En cierto modo, tal hecho derrumba la idea de una diferencia
marcada entre culturas y de la intangibilidad absoluta de las mismas. Hace unos meses, tuvo
lugar en Viena una conferencia sobre los derechos humanos. Con ocasión de este acto, varios
delegados sostuvieron que esos derechos no se podían aplicar ni en Asia, ni en otros países
del Tercer mundo "a causa de las diferencias de cultura" y de la desigualdad económica. Lo
extraordinario es que, hoy en día, no se admiten estos argumentos que hacen de la diferencia
una barrera o una frontera infranqueable.

Por consiguiente, nuestro primer cometido científico consiste en entender el modelo de


las representaciones y de las prácticas seguidas por numerosas minorías étnicas y categorías
sociales en su intento de adquirir una identidad y, en realidad, una cultura. Su objetivo
consiste en proyectar un mundo posible en el que se establezca la unión entre personas y
colectividades, verdad y valores, poder y derechos, como promesa de una existencia pletórica.
No podemos ignorar la importancia que para ellas ha tomado la búsqueda de una cultura
propia en la que dichas nociones se encarnen. Se trata de una importancia equiparable a la
que recubrió, hace una generación o dos, la búsqueda de igualdad o de libertad. Por supuesto,
considero que, más que a mí, les corresponderá a los historiadores explicar los motivos de
este desplazamiento del terreno en el que vivimos.
Nuestro segundo reto científico consiste en tener en cuenta la dirección en la que es
posible una cultura. De hecho, existen dos direcciones, tan poderosas como opuestas.
Procuraré presentarlas de manera concisa y simple. Digamos que, en una dirección, asistimos
a la eclosión de movimientos sociales basados en el sexo, la "raza", el grupo lingüístico, etc.
Cada uno de estos movimientos sociales representa un germen de cultura y quieren
desarrollarse poniendo su vida en concordancia con una versión específica de la cultura que
los engloba, la cultura americana, por ejemplo. Estos movimientos comparten
representaciones sobre sus orígenes, sobre nuevos comienzos que harían posible un mundo
único. Pretenden ser self - made, fluidos, completos y claramente diferentes, como etnias
distintas. En este sentido, se habla de "sex ethnicity", de "youth ethnicity" etc. Se arriesgan a
crear varias versiones de una cultura, centradas en sí mismas y separadas de las demás por
una distancia cada vez mayor.

En la otra dirección, asistimos al esbozo de un paisaje cultural concebido de tal manera que
los límites de la tradición, de la nación, de la "raza", no constituyen reto para el porvenir sino
meros datos que sirven como puntos de referencia. Dicho paisaje constituye una tesitura que
le permite a cada cultura particular ser visible para las demás. El intento de establecer una red
amplia de comunicación, de dependencia económica, de formas políticas, no apunta a la
desaparición de su diversidad cultural o de sus historias separadas. Su meta consiste en hacer
"transparentes" sus diferencias, en reconciliar creencias y prácticas incompatibles haciendo
posible su comprensión dentro de una representación común. La representación de Europa,
por ejemplo para nosotros, constituye la referencia cultural. Pero es posible que incluso
Estados-naciones como España, Bélgica, Italia o Francia se orienten en el mismo sentido y
renuncien a querer integrar y homogeneizar a todos sus componentes.

Ahora que hemos llegado a este punto, veamos con más precisión el significado de estas dos
direcciones. La primera apunta hacia la multi-cultura al concebir una serie de versiones que
reciclan y estructuran los elementos de una misma cultura. La segunda se abre a la pluri-
cultura al concebir una nueva estructura destinada a incluir naciones, clases o minorías que ya
no son lo que fueron antes, y todavía no son lo que quisieran llegar a ser. Sin lugar a duda,
multiculturalismo y pluriculturalismo tienen su finalidad y su dinámica propia y no se han de
confundir tal como está pasando actualmente. Por la razón evidente de que una se orienta
hacia el particularismo y la otra hacia el globalismo, dentro, sin embargo, de los límites de la
historia presente. El destino de nuestra época cultural, que ha probado del fruto del árbol de
la ciencia, consiste en renunciar a la universalidad que, de hecho, expresaba el deseo de
hegemonía europea sobre el mundo. En un artículo famoso, Freud escribió que, en la época
moderna, el hombre ha sufrido tres golpes duros: no vivir ya en el centro del mundo desde la
astronomía copernicana; no ser ya una especie aparte, desde la selección natural y,
finalmente, no ser ya dueño de la conciencia, desde el psicoanálisis.

Se le podría añadir un cuarto golpe duro que es el descenso de Europa del rango de
cultura elegida. De tal forma que, hoy en día, ya nadie se atrevería a escribir como hacía
Hegel, sin la menor vacilación: "Hay en nuestra cultura una impulsión infinita del saber que no
existe en las otras culturas". La raíz de todos los cambios radicales en este campo, radica en el
hecho de que nuestro continente ha perdido el dominio sobre el resto del mundo.

Es todo lo que quería apuntar sobre el tema. Nuestros problemas contemporáneos, en


cuanto culture-makers, no se han agravado. Simplemente son diferentes. Por lo que a nuestra
ciencia se refiere, radican, por una parte en la concepción de un nuevo paisaje cultural y, por
otra, en la orientación de ese proyecto, bien en la dirección de la multicultura, bien en la de la
pluri-cultura, según las condiciones históricas.

3.- Finalmente, y tal vez sea éste el punto más delicado, parece inconcebible que podamos
abordar el terreno de la cultura sin ampliar el campo de investigación de la ciencia. Por
razones bastante claras, nuestro campo de investigación no va más allá de los temas y de los
datos obtenidos sobre las percepciones, representaciones o actuaciones de individuos o
grupos. Por consiguiente, queda excluido todo lo que es directamente colectivo o que aparece
como tal. Esos temas, si bien son fundamentales, no dejan de ser incompletos por naturaleza.
¿Por qué incompletos? Pues, porque la sensibilidad común, las representaciones compartidas,
la psicología de los movimientos colectivos se manifiestan de manera "inmediata", y tal vez
autónoma, en los mitos científicos, en las creencias religiosas, en las corrientes artísticas, en
los ritmos musicales, etc. ¿La psicología social no tendrá nada que decir sobre las artes o
sobre la literatura? Puesto que, con toda evidencia, la van moldeando ¿no entrarán en su
terreno? En efecto, los individuos no se contentan con percibir a las personas, con establecer
un juicio sobre los objetos o con buscar motivaciones. También leen

Cuando nos imaginamos las situaciones o los personajes de una novela, cuando
recreamos, a través de la percepción, el paisaje o las figuras de un cuadro, cuando estamos
atentos a una música y a lo que evoca, tomamos posesión de nuestra cultura, con otros
individuos. Bien sea a través de la inteligencia y del cuerpo, consciente o inconscientemente,
de manera imitativa o desviada, se trata de una constante en nuestra vida diaria.
Precisamente a través de esta incorporación y de este reajuste de la representación artística o
literaria, cada uno de nosotros articula su experiencia personal con los valores colectivos que,
a su vez, impregnan sentimientos y conductas de manera continua. En consecuencia, lo que
parece totalmente espontáneo, es en realidad el resultado de una serie de actos creativos que
superan la duración de nuestra vida. Estos son comparables al hilo brillante que atraviesa la
mayoría de los sentimientos y de las creencias, estableciendo un lazo entre las grandes masas
humanas. De esta forma, el repertorio de los grandes artistas, de los científicos, de los
escritores se mezclan para formar parte del repertorio de las metáforas, de las imágenes y de
las máximas comunes.

Este fenómeno ha hecho correr mucha tinta. Mi pretensión no es otra que la de sugerir
que una psicología social de nuestra cultura ha de extender su campo de investigación más
allá de las fronteras existentes. Ha de incorporar las obras de la cultura, como son, entre
otras, los documentales, los ensayos fotográficos, los dramas televisados, las interpretaciones
musicales, los mitos seculares, los cuadros, las obras literarias. Y ello, no sólo porque todo ello
nos permite intuir la psicología de una colectividad o las pasiones de una época, sino también
porque las divisiones introducidas por la modernidad entre el mundo del conocimiento y el
mundo del arte, entre la cultura de élite y la cultura de masa, se han ido reduciendo. No
ignoramos que las artes modifican el paisaje de la cultura posmoderna en la medida en que se
hacen innumerables reproducciones de los cuadros famosos y que las obras mayores de la
literatura y las grandes composiciones musicales están al alcance de todos y se van
difundiendo como nunca. Algunos hablarán, con bastante desprecio, de un fenómeno de
consumo.

No obstante, accesibilidad y difusión sacan su vigencia del hecho de que se ven


constantemente rejuvenecidas y revitalizadas por la participación colectiva que va cambiando
las percepciones o los sentimientos de millones de individuos.

No es todo. Aunque nos parezca raro, está comprobado que la mayoría de los
movimientos antes mencionados, que están forjando su cultura, tienden, más que a separarlos
como hacían antaño, a unificar el mundo de las ideas y el mundo de las expresiones artísticas,
musicales, literarias o coreográficas. En lugar de desprenderse de los sentimientos, de los
valores estéticos o de las normas estilísticas, esos movimientos los veneran y, a veces, los
colocan en un rango superior que los valores puramente científicos o ideológicos. Basta con
recordar que, durante el último cuarto de siglo, la mayor parte de las protestas o de las
disidencias se han movilizado a través de conciertos musicales, "happenings" artísticos o
innovaciones narrativas. Sea lo que fuere, vivo como una necesidad urgente el hecho de que
debamos cumplir de nuevo con la tarea de entender el significado de las obras de la cultura y
de su comunicación hasta en los rincones más íntimos de una sociedad.

Los cambios fundamentales son escasos, es verdad. Pues bien, los problemas que se
nos están planteando exigen de nosotros un cambio que desborda los antiguos límites de
nuestra disciplina. En primer lugar, se nos plantea el problema de saber cómo nuestras
representaciones, nuestros discursos y nuestros valores pueden arraigarse en la realidad
cultural que los hombres comparten. En otras palabras, cómo se convierten en creencias
irresistibles que rigen nuestras vidas y que les dan un sentido. En efecto, y perdónenme la
audacia, me parece que es lo que se está haciendo ahora a través de las artes, dado el
retroceso de las grandes religiones o ideologías, al menos en Occidente.

En pocas palabras, se trata de hacer surgir una creencia extraordinaria, como dice
Wittgenstein, capaz de metamorfosear la misma cultura en objeto duradero de fe. De lo
contrario, los vínculos sociales se fragmentan y la energía histórica se dispersa. Me inclino a
ver en ese proceso uno de los principales motivos de la implosión en el Este. Y esto en la
medida en que, muchos lo han advertido, las ideas socialistas se han mantenido encerradas en
la esfera ideológica, en lugar de alcanzar las capas profundas de la mentalidad y de las
pasiones comunes. Es precisamente lo que se temía un autor que ya no está bien visto
mencionar, Lenine, cuando escribía "que sólo hay que considerar como realidad lo que penetra
en la vida cultural, en las costumbres o en los hábitos". Es cierto, pues si bien es verdad que la
creencia no rige el conocimiento científico de la realidad, sin embargo es la que confiere a ese
conocimiento su carácter de realidad.

Por consiguiente, la ampliación de nuestro campo de investigación a las obras de la


cultura y a su comunicación -por cierto, ¿por qué habrá desaparecido de nuestra disciplina el
estudio de la comunicación?- pues esta ampliación nos lleva, por otro camino, a la cuestión de
la creencia. A la cuestión de aquellas convicciones "sólidas y consistentes" como decía Hume,
que rigen nuestros actos. Tal como ya lo venía declarando hace años en similar ocasión, y tal
como lo iré declarando cuantas veces pueda, es imprescindible hacer surgir una psicología
social que no estudie la cultura en general, sino nuestra cultura en una situación histórica
concreta y con una finalidad histórica propia. En otras palabras, una psicología social que
amplíe su horizonte de investigación para estar suficientemente cerca de la realidad del
momento y que, al igual que cualquier ciencia importante, tenga el valor de declarar sus fines
y de tomar posición.

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