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El Secreto de La Vida-Unamuno Miguel

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L . .

¡E !

M U

P : 1918
F :D P
E :D "E VII",
R
E ,M , 1918
E S V

Hace tiempo, mi más querido amigo, que el corazón me pedía que


te escribiese. Ni él ni yo sabíamos sobre qué, pues no era sino un
vehementísimo anhelo de hablar confidencialmente contigo y no con
otro.
Muchas veces me has oído decir que, cada nuevo amigo que
ganamos en la carrera de la vida, nos perfecciona y enriquece, más
aún que por lo que de él mismo nos da, por lo que de nosotros
mismos nos descubre. Hay en cada uno de nosotros cabos sueltos
espirituales, rincones del alma, escondrijos y recovecos de la
conciencia que yacen inactivos e inertes, y acaso nos morimos sin
que se nos muestren a nosotros mismos, a falta de las personas
que mediante ellos comulguen en espíritu con nosotros y que
merced a esta comunión nos los revelen. Llevamos todos ideas y
sentimientos potenciales que sólo pasarán de la potencia al acto si
llega el que nos los despierte. Cada cual lleva en sí un Lázaro que
sólo necesita de un Cristo que lo resucite, y ¡ay de los pobres
Lázaros que acaban bajo el sol su carrera de amores y dolores
aparenciales sin haber topado con el Cristo que les diga: levántate!
Y así como hay regiones de nuestro espíritu que sólo florecen y
fructifican bajo la mirada de tal o cual espíritu que viene de la región
eterna a que ellas en el tiempo pertenecen, así cuando esa mirada
nos está por la ausencia velada, esas tierras la anhelan como
anhela toda tierra el sol para arrojar plantas de flor y de fruto. Y los
pegujares de mi espíritu, que dejaron de ser yermos cuando te
conocí y me los fecundaste con tu palabra, esos pegujares están
hace tiempo queriendo producir. Y he aquí por qué anhelaba
escribirte, sin saber bien sobre qué.
Tú, que estás acostumbrado a mis inversiones de sentido y a esta
mi visión, que me hace ver con mucha frecuencia causas en donde
los demás ven efectos, y efectos en los que ellos toman por causas,
no te extrañarás de lo que voy a decirte. Más de una vez me has
dicho que suelo ver las cosas del espíritu algo a la manera de como
si las del mundo material las viésemos en un cinematógrafo cuya
cinta corriera al revés, yendo de lo último a lo primero, o como si a
un fonógrafo se le hiciera girar en sentido inverso al normal. Tal vez
sea así, y que padezca de una enfermedad del sentido del tiempo y
el de la consecuencia lógica; pero es lo cierto que, con harta
frecuencia, me parece que son las premisas lo que los hombres
ponen por conclusiones, y éstas por aquéllas.
Todo esto viene a decirte que en mis ratos de vagaroso ensueño,
cuando dejo a mi imaginación que se engañe creyendo que se
liberta de la tirana lógica, suelo dar en pensar que no son las
distintas posiciones que la Tierra adopta frente al Sol, según el
punto en que se encuentra en su carrera anual y la inclinación de su
eclíptica, lo que produce las estaciones, y con ellas el florecer de
primavera, el madurar de verano, el fructificar de otoño y el dormir
de invierno, sino que es este florecer, madurar, fructificar y dormir lo
que determina las posiciones que adopta la Tierra. Doy en fantasear
que es la necesidad que la Tierra siente de dar flores, ahora en un
sitio y luego en otro, lo que le lleve a presentar, ya esta cara, ya la
otra, al Sol.
Y acaso algo así sucede con nuestras amistades. No es
precisamente porque el azar te trajo junto a mí, y nos conocimos y
nos entendimos desde luego, por lo que despertaron a la vida esos
mis pegujares del espíritu a que hiciste producir con tu palabra de
cariño y comprensión, sino que era la necesidad que ellos sentían
de producir sus semillas que reventaban por brotar, lo que me hizo
descubrirte y detenerte entre los miles de hombres que pasan a mi
lado.
Y hoy siento necesidad de ti, de tu presencia: hoy siento
necesidad de hablarte, de dirigir hacia ti los pensamientos que me
están pugnando por brotar, y como estás lejos, tan lejos, te los
escribo.
Y esto es porque hoy, como nunca, me duele el misterio.
Tú sabes que llevamos todo el misterio en el alma, y que le
llevamos como un terrible y precioso tumor, de donde brota nuestra
vida y del cual brotará también nuestra muerte. Por él vivimos y sin
él nos moriríamos espiritualmente; pero también moriremos por él, y
sin él nunca habríamos vivido. Es nuestra pena y nuestro consuelo.
Tú te acuerdas de aquel nuestro buen amigo Alfredo, escritor de
penetrante melancolía, que parece cae de cada una de las páginas
de sus escritos como una lluvia lenta y pertinaz. Una vez me decía
que no podía resignarse a la derrota de la metafísica, en que creyó
en sus mocedades, y al contártelo yo añadía por mi cuenta: es que
le duele el misterio.
El misterio parece estar en nosotros a las veces como dormido o
entumecido; no lo sentimos; pero de pronto, y sin que siempre
podamos determinar por qué, se nos despierta, parece que se irrita
y nos duele, y hasta nos enfebrece y espolea al galope a nuestro
pobre corazón. Así como la exacerbación de ciertos tumores parece
depende del estado atmosférico, así parece que del estado del
ambiente espiritual de la sociedad que nos rodea depende la
exacerbación del misterio dentro del misterio de nuestra alma.
El misterio es para cada uno de nosotros un secreto. Dios planta
un secreto en el alma de cada uno de los hombres, y tanto más
hondamente cuanto más quiera a cada hombre; es decir, cuanto
más hombre le haga. Y para plantarlo nos labra el alma con la
afilada laya de la tribulación. Los poco atribulados tienen el secreto
de su vida muy a flor de tierra, y corre riesgo de no prender bien en
ella y no echar raíces, y por no haber echado raíces no dar ni flores
ni frutos.
Sé que al llegar a esto se te vendrá a las mientes, como a las
mías se viene, la primera parábola del Evangelio según Mateo, la
del capítulo XIII, la del sembrador. Que salió a sembrar, y parte de la
semilla cayó junto al camino, y vinieron las aves y se la comieron;
parte cayó en pedregales, donde había poca tierra, y nació; mas
como tenía poca tierra, al salir el sol la quemó, y secó por faltarle
raíces; parte cayó en espinas que crecieron y la ahogaron, y parte
cayó en buena tierra y dio fruto, ya a ciento, ya a sesenta, ya a
treinta por uno. Y así sucede con el secreto de la vida a cada cual.
Hay hombre a quien el secreto de su vida le cae por fuera, al
camino de ella, y se lo devoran las aves; a otro le cae en corazón
pedregoso y no tributado ni arado por el dolor, y le brota, pero el sol
se lo quema; a otro se le ahoga en mil divertimientos y expansiones,
y sólo a muy pocos se les adentra y echa raíces; y las raíces tallo, y
el tallo hojas, flores y, por fin, fruto.
Y ten en cuenta que esa semilla, ese secreto de la vida, enterrado
en el alma, no lo ve nadie ni llega el Sol a él. Nosotros vemos la
planta, nos restregamos y refrescamos la vista con la verdura de su
follaje, nos regalamos el olfato con el aroma de sus flores, y
gustamos el paladar con la fragancia de sus frutos, a la vez que con
ellos nos alimentamos; pero ni vemos, ni olemos, ni gastamos la
semilla de esa planta que fue enterrada bajo tierra.
Cuando hemos hablado del deber de la sinceridad, me has
replicado siempre que hay en nosotros pensamientos y sentimientos
que no debemos revelar, sino guardar con cuidado y celo. Y yo te lo
rebatía, y con cierta agresiva vehemencia oponía a tus reservas lo
de la necesidad de andar con el alma desnuda y de la confesión
pública. Pero he meditado después en ello y he venido a la
conclusión de que, en efecto, estabas en lo firme, y de que es
precisamente el deber de la sinceridad el que nos manda velar las
entrañas de nuestra alma.
Y es el deber de la sinceridad el que nos manda velar y recatar
las entrañas de nuestra alma, porque si las pusiésemos al
descubierto las verían los demás como no son ellas, y así
mentiríamos. El que dice sí sabiendo que le han de entender no,
miente, aunque el sí sea la verdad.
Hay que llevar, sí, el alma desnuda; pero el llevarla desnuda no es
llevarla desgarrada y abierta en canal. Cuanto más sincera es un
alma, tanto más celosamente resguarda y abriga los misterios de su
vida.
Sí, en los momentos de ahogo y congoja cordiales, cuando nos
falta aire espiritual que respirar, nos desgarramos el corazón para
que el aire penetre en sus senos, pero a la vez que el aire llega el
sol a esas profundidades, su lumbre seca y mata a las semillas en él
depositadas, y no echan ya raíces, y se mueren sin dar ni flores ni
frutos.
Las raíces de nuestros sentimientos y pensamientos no necesitan
luz, sino agua, agua subterránea, agua oscura y silenciosa, agua
que cala y empapa y no corre, agua de quietud. Lo que necesita aire
y luz es el follaje de nuestros sentimientos y pensamientos, es lo
que de ellos arrojamos al mundo, y al darlo al mundo del mundo es.
Para expresar un sentimiento o un pensamiento que nos brota
desde las raíces del alma, tenemos que expresarlo con el lenguaje
del mundo, revistiéndolo del follaje del mundo, tomando del mundo,
de la sociedad que nos rodea, los elementos que dan consistencia,
cuerpo y verdura a ese follaje, lo mismo que la planta toma del aire
los elementos con que reviste su follaje. Pero la fuente interna, la
sustancia íntima e invisible, le viene de las raíces.
El lenguaje de que me sirvo para vestir mis sentimientos y mis
ideas es el lenguaje de la sociedad en que vivo, es el lenguaje de
aquellos a quienes me dirijo; las imágenes mismas, los conceptos
en que vierto su savia, son las imágenes y los conceptos de los que
me oyen; pero la savia, esa savia vivificante que desde las raíces
sube a mis frutos, esa savia que no se ve, ésa es mía. Y es la que
da a mis frutos, la que da a tus frutos, la que da a los frutos de todo
hombre el sabor que tengan.
Hay frutos desabridos que a nada saben, que no dejan dejo de los
que repiten, que parecen sosos productos de estufa; y es que esos
frutos no provienen de semilla, sino de gajo, de injerto tal vez. Son
frutos espirituales que no proceden de secreto alguno de vida, de
misterio alguno de tribulación.
Hay almas que tienen las raíces al aire: ¡desdichadas! Las hay
que no tienen raíces: ¡más que desdichadas!
Hay por debajo del mundo visible y ruidoso en que nos agitamos,
por debajo del mundo de que se habla, otro mundo visible y
silencioso en que reposamos, otro mundo de que no se habla. Y si
fuera posible dar la vuelta al mundo y volverlo de arriba abajo, y
sacar a luz lo tenebroso metiendo en tinieblas lo que luce, y sacar a
sonido lo silencioso, metiendo en silencio lo que calla, habríamos
todos de comprender y sentir entonces cuán pobre y miserable cosa
es esto que llamamos ley, y dónde está la libertad y cuán lejos de
donde la buscamos.
La libertad está en el misterio; la libertad está enterrada y crece
hacia adentro, y no hacia fuera.
Se dice, y acaso se cree, que la libertad consiste en dejar crecer
libre a la planta, en no ponerle rodrigones, ni guías, ni obstáculos;
en no podarla, obligándola a que tome esta o la otra forma; en
dejarla que arroje por sí, y sin coacción alguna, sus brotes, y sus
hojas, y sus flores. Y la libertad no está en el follaje, sino en las
raíces, y de nada sirve dejarle al árbol libre la copa y abiertos de par
en par los caminos del cielo, si sus raíces se encuentran, al poco de
crecer, con dura roca impenetrable, seca y árida, o con tierra de
muerte. Aunque si las raíces son poderosas y vivaces, si tienen
hambre de vida, si proceden de semilla vigorosa, quebrantarán y
penetrarán las rocas más duras y sorberán agua del más compacto
granito.
Árbol espiritual de muchas y hondas raíces dará regalado fruto,
por áspero y hostil que el ambiente le sea. Y las raíces son el
secreto del alma.
A lo mejor se asombran los hombres de la singular fuerza que se
revela en una obra al parecer de pura inteligencia, de la plenitud de
pensamiento que estalla por todas partes en un tratado de Álgebra,
o de Fisiología, o de Gramática comparada, o de otra cosa así. Hay
libros de ciencia que, aun conteniendo principios nuevos, nuevas
verdades, leyes que descubrió su autor, decimos todos que
envejecerán en cuanto esas verdades, leyes y principios se
incorporen a la ciencia y entren en su caudal y aparezcan expuestos
en los manuales didácticos en que es expuesta. Un libro de ciencia
puede aportar mucho caudal nuevo a ella, y ser, sin embargo,
perfectamente impersonal. Pero hay otras obras también de
exposición científica, y no más que de exposición científica, en las
que, aparte de la novedad y verdad de los principios en ellas
revelados, hay en su trama, en su tono, en el espíritu oculto que las
anima, un quid mirificum, un algo misterioso que las hace duraderas
y fuente de enseñanzas hasta cuando los principios en ellas
expuestos son del común dominio o han sido acaso rectificados, o
rechazados tal vez. Y estas obras de ciencia inmortales, inmortales
porque su vida no depende de la vida de la ciencia a que sirvieron,
son obras que proceden de secreto de vida, tienen su raíz en algún
misterio de tribulación.
Los grandes pensamientos vienen del corazón, se ha dicho, y
esto es sin duda verdadero hasta para aquellos pensamientos que
nos parecen más ajenos y más lejanos de las necesidades y los
anhelos del corazón. ¿Quién sabe las raíces cordiales que en el
alma generosa y grande, en el alma henchida de piedad de Isaac
Newton, tuvo el descubrimiento del binomio a que damos su
nombre?
La ciencia ha sido para muchos espíritus ardientes el refugio en
que han ido a abrigarse en grandes tormentas interiores, y muchos
de los más grandes y más fecundos descubrimientos se los
debemos a misterios del corazón. Y estos elevados y nobles
espíritus nos dieron los frutos de su secreto sin revelarnos éste, y
nos fueron absolutamente sinceros y nos enseñaron la verdad.
A un árbol se le conoce por sus frutos; pero sus frutos no son sus
raíces, aunque de ellas procedan.
Muchas luminosas teorías, muchas sugestivas hipótesis, muchos
felices descubrimientos son hijos de profundas tribulaciones, de
entrañados dolores.
Tú te acordarás, mi querido amigo, las veces que hemos hablado
de las profundas corrientes de pasión que circulan por debajo de la
Ética de Spinoza, o de la Crítica de la razón práctica, de Kant, y
cómo estas dos obras imperecederas son lo que son por haber
brotado del corazón de sus autores, no de la cabeza. Para el que
sabe leer y sentir lo que lee, por debajo de las secas fórmulas del
judío de Ámsterdam, en el hondón de aquellas proposiciones
expuestas en estilo algebraico, hay mucha más pasión, mucho más
calor de ánimo, mucho más fuego íntimo que en la mayoría de los
estallidos flameantes de los que pasan por sentimentales. No es la
llama el único ni el principal signo del fuego; antes bien, los fuegos
más duraderos y más intensos no dan llama de ordinario.
Cada una de las proposiciones de la Ética spinoziana es como un
diamante: dura, esquemáticamente cristalizada, recortada en finas y
cortantes aristas, fría. Pero, lo mismo que al diamante, ha debido
ser preciso para producirla un intensísimo y muy fuerte fuego. El
fuego común enciende en brasa los carbones ordinarios, y, una vez
que cesa, quédanse en ceniza; pero para producir un diamante ha
sido preciso un fuego tal como hoy no lo tenemos sobre el haz de la
tierra, sino acaso en sus entrañas, donde no llega el aire que nos
envuelve. Nuestros fuegos exteriores, los que llamean hacia fuera y
se avivan con el aire del mundo, alumbran y calientan un momento
lo que nos rodea; pero no dejan como fruto de su incendio más que
pavesas y cenizas. Sólo el fuego interior, oculto, el que no luce hacia
fuera ni recibe aire del mundo, es el que puede darnos diamantes
duraderos, más duros que cuantos guijarros puedan chocar con
ellos.
¿Te acuerdas de aquel nuestro amigo que se fue a lejanas tierras
para no volver, y del cual nunca más hemos sabido? A todos nos
atraía y nos sorprendía lo singular de su dulzura, su eterna sonrisa
misteriosa, la inalterable serenidad de su juicio, la moderación de
sus pareceres todos, el perfecto dominio de sus emociones. Cuando
discutíamos, sus palabras caían sobre un asunto candente como un
rocío refrescador; todos los argumentos, resecados y ahornagados
por nuestra caliente terquedad, reverdecían, y al reverdecer se
enlazaban los unos a los otros. Y cuando entonces le
reprochábamos de escéptico, se sonreía misteriosamente y decía:
«No, no es que yo dude de todo, es que lo creo todo». Y aquel «lo
creo todo» nos sonaba a la infinita oquedad de la impotencia de
creer cosa alguna. Y muchas veces, cuando se nos separaba, nos
decíamos: «Pero este hombre, ¿tiene fe en algo?».
Te acordarás también que llegamos a tomarle por una especie de
esteta, por un desengañado, que, curado de toda ilusión, tomaba el
mundo en espectáculo y se distraía, esperando a la muerte, en ver
pasar los hombres y las cosas, en ver cómo todo va muriendo.
Sólo un día notamos que su voz temblaba y sonaba con otro
timbre que el ordinario, como si el corazón le enclavijara las cuerdas
vocales, y a la vez asomaba un extraño reflejo a sus ojos, apagados
de ordinario. Fue un día en que protestó de que él sólo se
propusiera divertirse, como alguien le echó en cara. Y todos los
amigos nos quedamos pensativos e inquietos y con el vaso del
corazón remejido luego de haberle oído detestar la diversión y
hablar de la trágica seriedad de la vida.
Cuando el pobre se fue a esas lejanas tierras de donde no ha
vuelto y donde para nosotros se ha perdido, se nos descorrió algo el
velo de su secreto, no más que lo suficiente para que
vislumbráramos que lo tenía, aunque sin vislumbrar nada de él.
Descubrimos que era hombre de secreto, aunque sin llegar a
sospechar nada de éste. Y todos aquellos de nosotros sus amigos
que se dieron a hacer conjeturas sobre él, se engañaron
miserablemente, y mucho más se engañaron los que creían haber
llegado a la verdad. Sólo llegamos a una conclusión, y fue que
cuantos más indicios obteníamos de lo que podía haberle atribulado,
más lejos estábamos del conocimiento de su tribulación; y esto se
nos imponía por una lógica abrumadora.
No nos dijo al marchar sino esto: «Voy a enterrarme en la
naturaleza bravía; huyo de mí mismo, porque me tengo miedo; huyo
de la sociedad, porque, sin quererlo, me está dañando de continuo,
y me temo mucho que llegue día en que, sin quererlo también, sea
yo quien la dañe». Y nos dio el adiós con los ojos enjuntos, pero con
aquella misma voz de cuando protestaba de tomar a diversión la
vida, y se fue. Y no hemos vuelto a saber de él. Se fue con su
secreto. ¿Morirá éste con él?
No; yo no creo que muera con un hombre su secreto de vida, el
misterio de su corazón, aunque él no nos lo revele durante su vida
toda. Un secreto es un sentimiento padre, eterno, fecundo; y esos
sentimientos que buscan almas en que encarnar cuando
encarnados en una no han dado en ella fruto, buscan después otra.
Para cada alma hay una idea que la corresponde y que es como su
fórmula, y andan las almas y las ideas buscándose las unas a las
otras. Hay almas que atraviesan la vida sin haber encontrado su
idea propia, y son las más; y hay ideas que, manifestándose en
unas y otras almas, no encuentran, sin embargo, sus almas propias,
las que las revelarían en toda su perfección.
Y aquí se nos presenta otra vez el terrible misterio del tiempo, el
más terrible de los misterios todos, el padre de ellos. Y es que las
almas y las ideas llegan al mundo, o demasiado pronto, o
demasiado tarde; y cuando un alma nace, se fue ya su idea, o se
muere aquélla sin que ésta baje.
Tormento grande fue, sin duda, para un hombre en el siglo XIII
haber nacido con alma del siglo XX; pero no es menor tormento
tener que vivir en este nuestro siglo con un alma del siglo XIII. Era
entonces la misteriosa y terrible enfermedad de los conventos la
acedía, aquella inapetencia de la vida espiritual de que, por otra
parte, no se podía prescindir; y quien lea con atención y sentido a
los místicos, oirá con el corazón aquel tono profundo que suena a
desgarrador sollozo que no brota del pecho, sino en él queda, y
hace llorar hacia dentro. Pero hoy tenemos la acedía de la vida del
mundo, la inapetencia de la sociedad y de su civilización, y hay
almas que sienten la nostalgia del convento medioeval. Del
convento medioeval digo, y no simplemente del convento, porque el
de hoy es tan distinto del que era en el siglo XIII, cuanto es distinto
de aquel siglo el nuestro. Y tengo para mí que las almas
medioevales que hoy viven entre nosotros son las que más
repugnan los claustros del siglo XX. De aquel hombre de secreto, de
aquel misterioso danés que vivió en una continua desesperación
íntima, de Kierkegaard, se ha dicho que sentía la nostalgia del
claustro de la Edad Media.
Todos llevamos nuestro secreto de vida: los unos más a flor de
alma, los otros más entrañado, y los más tan dentro de sí mismos
que jamás llegan a él ni lo descubren. Y si alguna vez lo vislumbran
dentro de sí, vuelven hacia fuera la vista, despavoridos, y no quieren
pensar en ello y se dan a divertirse, a enajenarse.
«¿Y aquellos que ni siquiera lo han vislumbrado — me
preguntarás—, los que atraviesan la vida sencillos y confiados,
inocentes y serenos, llevando al aire y a la luz las entrañas del
espíritu?». Para éstos, mi querido amigo, todo es secreto; viven
sumergidos y empapados en él; el misterio los envuelve. Son como
los niños, que lo ven todo. Porque ¿crees tú que un niño de seis
años no tiene también su secreto, aunque él no lo sepa? Sí; tiene su
secreto, y su alma duerme en la inconciencia de él; pero desde allí
dentro, desde esa inconciencia, le vivifica la vida. No recuerdo
espectáculo más trágico y más misterioso que el de una pobre niña
de muy pocos años que se deshacía en lágrimas junto al cadáver,
aun caliente, de un perrito que había sido su más querido juguete,
un juguete vivo.
Todos llevamos nuestro secreto, sepámoslo o no, y hay un mundo
oculto e interior en que todos ellos se conciertan, desconociéndose
como se desconocen en este mundo exterior y manifiesto. Y si no es
así, ¿cómo te explicas tantas misteriosas voces de silencio que nos
vienen de debajo del alma, de más allá de sus raíces?
¿Te has fijado en el extraño espectáculo de dos personas que
discuten, exponiendo cada una de ellas su opinión sobre las cosas,
y entretanto sólo tratan de sorprenderse mutuamente las almas? Lo
que a cada uno de ellos le importa no es cómo piensa el otro, sino
cómo es; no cuáles son sus opiniones, sino quién es él. Y es
frecuente que entre dos personas que conversan, al parecer con
gran intimidad, y en el seno de la mayor confianza, hablan de todo
menos de aquello que más inquieta y preocupa a ambos. Les
preside y anuda su comunión espiritual una idea, un sentimiento, y
de todo hablan menos de ese sentimiento, de esa idea común que
les une. Los junta un secreto y ambos se lo callan, porque es la
mejor manera de que les junte.
Con frecuencia, cuando asistimos a la conversación de dos
amigos íntimos, unidos por lazos fuertes e indestructibles, nos
sorprenden cosas que no entendemos o el tono que la conversación
toma, y que parece completamente fuera de acuerdo con lo que
dicen. Y es que están hablando de una cosa y pensando ambos en
otra muy distinta; es que están discurriendo sobre un tema
manifiesto y superficial, y comulgando en un secreto profundo. Es
un secreto común que nunca se lo revelaron el uno al otro.
Nada une a los hombres más que el secreto. El que te adivine tu
secreto, no tiene más que mirarte y habrás de hacerte amigo de él.
Y en él buscarás refugio. Y será a quien más cuidadosamente le
celes tu secreto. ¿Para qué revelárselo si te lo ha adivinado? Y al
que no te lo adivine, es inútil que se lo reveles, porque no te lo
entenderá a derechas, y, sobre todo, no te lo creerá tal cual es.
Y hay gentes que parece que todo lo dicen y cuentan, y son los
que más callan; y no hablan y se confiesan sino para ocultar más su
secreto, pues temen el silencio, que es lo más terriblemente
revelador que hay. La sinceridad se ahoga en palabras. El secreto,
el verdadero secreto, es inefable, y en cuanto lo revestimos de
lenguaje, no es que deje de ser secreto, sino que lo es más aún que
antes.
No nos es hacedero de ordinario conocer el secreto especial y
propio de nuestro prójimo, su ansia propia, su tribulación suya, la
congoja que le atormenta o el gozo oculto que no puede revelar, la
pasión que le consume o le acrecienta, el anhelo que persigue en su
corazón; pero lo que sí podemos conocer es la raíz común a los
secretos todos de los hombres, el secreto de nuestros sendos
secretos, el secreto de la humanidad. Toma distintas formas en cada
alma, y estas formas nos son secretas, pero su sustancia última y
eterna es siempre la misma.
Y el secreto de la vida humana, el general, el secreto raíz de que
todos los demás brotan, es el ansia de más vida, es el furioso e
insaciable anhelo de ser todo lo demás sin dejar de ser nosotros
mismos, de adueñarnos del universo entero sin que el universo se
adueñe de nosotros y nos absorba; es el deseo de ser otro sin dejar
de ser yo, y seguir siendo yo siendo a la vez otro; es, en una
palabra, el apetito de divinidad, el hambre de Dios.
La ley nos atribula y aflige, y cuando tratamos de quebrantar la
ley, lo hacemos empujados por otra ley más alta o más baja que nos
atribula y aflige aún más que la primera, y la satisfacción de todo
anhelo no es más que semilla de un anhelo más grande y más
imperioso.
¡Si yo pudiera llevar tal otra vida y hacer tales o cuales cosas que
hoy no puedo hacer!... dices. Y si pudieras llevar esa vida y hacer
esas cosas que hoy no puedes hacer, como entonces no podrías
llevar la vida que llevas ni hacer lo que hoy haces, desearías tu vida
y tus hechos actuales. Porque lo que quieres es aquella vida, y ésta,
y la otra, y todas. Los judíos, al salir de Egipto, ansiaban la tierra de
promisión, y, una vez en ella, suspiraban por el Egipto. Y es que
querían las dos tierras a la vez, y el hombre quiere todas las tierras
y todos los siglos, y vivir en todo el espacio y en el tiempo todo, en
lo infinito y en la eternidad.
El resorte del vivir es el ansia de sobrevivirse en tiempo y en
espacio; los seres empiezan a vivir cuando quieren ser otros que
son y seguir siendo los mismos. Y todo lo que no vive, no es sino
alimento de lo que vive.
Y ahora queda otra pregunta, y es: el conjunto, el todo, el
universo, ¿no vive a su vez y anhela ser más que es, ser más que
todo, más que universo? ¿No tiene el universo su secreto?
Dejémoslo.

Julio de .

¡G
. . !

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