Victor Kroman - Lo Psíquico Es Lo Social Subjetivado
Victor Kroman - Lo Psíquico Es Lo Social Subjetivado
Victor Kroman - Lo Psíquico Es Lo Social Subjetivado
1. Introducción
Este escrito consta de tres partes; en la primera de ellas me referiré a los lazos que mantiene el
sujeto con la sociedad; en la segunda y tercera distinguiré netamente la identificación de la
transferencia, que serán enfocadas como formas específicas de lazos sociales. Diferenciarlas
obedece a que otorgo a la identificación —en especial a sus modalidades estructurantes— un
carácter metapsicológico, es decir, altamente teórico, y la sitúo en la comarca de la teoría
psicoanalítica que da cuenta de la formación del aparato psíquico o, en términos más
contemporáneos, de la estructuración subjetiva. No la considero un operador clínico, a diferencia
de la transferencia que es un concepto ligado intrínsecamente —aunque no de forma exclusiva—
a la praxis. Tanto el psicoanálisis como las psicoterapias que de él derivan se despliegan siempre
bajo transferencia y uno de las cuestiones centrales de los tratamientos consiste en el manejo de
la misma. Tras fundamentar esa pertenencia a dos campos distintos intentaré establecer algunos
puentes entre ambas.
2. Lazos sociales
Las relaciones entre los sujetos y lo social son múltiples y variadas, aunque casi nunca son
lineales. Lo psíquico y lo social poseen formas de organización y de funcionamiento que
responden a legalidades diferentes; coexisten con fronteras muy porosas y, cuando se produce un
traspaso desde lo subjetivo a lo social —o de lo social hacia lo subjetivo—, se genera ipso facto la
transformación de aquello que hizo ese pasaje. Poseedoras de consistencias distintas, el sujeto y
la sociedad mantuvieron siempre relaciones paradójicas: están en cierta continuidad, pero a la
vez existe una frontera o hendidura entre ambos que está atravesada por centenares de puentes.
Se influyen mutuamente y se interpenetran: lo social está en el sujeto y el sujeto está en lo social.
Es un lazo indisoluble, hipercomplejo, entre dos entidades heterogéneas. Suelo decir que están en
continuidad möebiana, apelando dentro de la topología a la famosa banda. Las disciplinas que las
estudian tienen también objetos y metodologías diferentes. El abordaje de las relaciones entre
ambos campos es altamente incitante para un pensamiento crítico que sepa evitar los
reduccionismos.
Quiero dejar constancia de los aportes significativos que tuvieron las teorías de la complejidad y
del caos, especialmente las ideas de Ilya Prigogine, para pensar al sujeto psíquico —incluso aquél
que estaba formándose— como un centro integrador y metabolizador de las influencias externas,
que reacciona con respuestas originales a las imposiciones del entorno y también a las
turbulencias de origen interno. El sujeto psíquico no es sólo efecto de las influencias exteriores,
sino que también hace algo creativo con esos influjos que recibe.
A partir de esas reflexiones, comencé a relativizar algunas verdades que hasta entonces me
parecían indiscutibles; por ejemplo, pude concebir al candidato a sujeto no sólo como pasivo —a
la manera de Lacan—, es decir, como un sujeto que era efecto de los significantes que se le
implantaban. También conjeturé otros tipos posibles de actividad por parte del infante además
de las que le había adjudicado Freud, basada en lo pulsional, buscadora de rasgos en los objetos
de identificación para captarlos, introyectarlos y hacerlos propios. E igualmente distinta a la
hiperactividad otorgada por Klein a su niño en los menesteres identificatorios: un pequeño
samurai que desde el primer día de vida batallaba con sus identificaciones proyectivas,
impulsadas por la energía de los instintos en el seno de una concepción innatista y relacional en
la que el niño acababa generando sus propios objetos internos.
Las tesis de Prigogine me permitieron concebir una actividad del infante distinta de las que le
habían asignado los tres grandes del psicoanálisis. Considero que la estructuración del aparato
psíquico no sólo se debería a factores identificantes externos puesto que el protosujeto llevaría a
cabo tareas importantes sobre esas inscripciones trasmitidas, tanto durante su conformación
infantil como —más aún— en períodos posteriores. El nuevo sujeto no se comportaría como una
tabula rasa en la que se implantarían los rasgos identificatorios provenientes de los otros.
Además de esas marcas que le vienen del exterior, habría estímulos y turbulencias internas a los
que el sujeto —en tanto sistema disipativo— deberá atender y procesar. Estas ideas alientan a
pensar una cierta actividad autopoyética del infans ante fluctuaciones internas y externas
significativas.[5] Tampoco se deshecha la participación del azar, dados los ingredientes aleatorios,
mutantes y caprichosos de algunas autoorganizaciones que generan imprevistos y sorpresas. Si se
aceptaran estas hipótesis, cabrá concederle al infans cierta capacidad creativa; pero, en todo
caso, nunca serían creaciones a partir de la nada, sino de la materia psíquica que le arribó del
exterior y que él hizo propia. ¿Residirá en estos factores los motivos por los que invariablemente
aparecen diferencias entre padres e hijos?
PRIMERA DEFINICIÓN
SEGUNDA DEFINICIÓN
TERCERA DEFINICIÓN
El concepto de identificación estructurante debería incluir un significado más entre los que ya
tiene: el trabajo de autoorganización que va realizando el infante durante la conformación de
la psique con los rasgos que le fueron trasmitidos por sus objetos identificantes.
CUARTA DEFINICIÓN
Transportada y depositada esa materia psíquica dentro de las fronteras del incipiente sujeto —es
decir: consumada la trasmisión psíquica intergeneracional—, el infans procesa de aquello que le
fue acarreado y legado. Esta sería una actividad exclusiva del infante quien laborará para
organizarse, autodesorganizarse y volverse a autoorganizar en una tarea que no estaría exenta de
posibles autoreparaciones. Por otra parte, el niño selecciona, no todo lo que se le ofrece lo hace
propio.
5. Cuatro conclusiones
Segunda: no encontraremos jamás rasgos psíquicos iguales entre padres e hijos; siempre habrá
diferencias entre los rasgos trasmitidos y aquellos que se han hecho propios. El infans recrea lo
que se le aporta.
Cuarta: derivada de la anterior y tal vez la conclusión más novedosa: en la psique de la nueva
sujetividad creada no encontraremos las identificaciones en tanto tales, sino sus efectos o
consecuencias, a saber: partículas, pizcas, fragmentos, átomos de subjetividad que están
asociados —más o menos lejana o cercanamente según los casos— a los rasgos trasmitidos por los
otros y que fueron modificados, mezclados, ligados, hermanados, “immixados” por el candidato a
sujeto. Lo que este último haría es crear amalgamas de esas marcas. Esas nuevas mixturas ya no
pueden ser descompuestas en sus elementos constitutivos originales dado que son procesos
irreversibles. Estas combinaciones únicas están en la base de la singularidad de cada sujeto y de
las transferencias que genera. Retomaré este aspecto enseguida.
Lo dicho hasta aquí implicaría considerar la identificación como un concepto metapsicológico
que pertenecería de manera exclusiva a la teoría psicoanalítica de la estructuración subjetiva. No
sería —como ya dije— un operador clínico. Por lo tanto:
Para la tarea clínica con las identificaciones >>>>>> abordaje indirecto de las mismas,
buscando una transformación del conjunto de la organización psíquica del sujeto a través de la
experiencia psicoanalítica, que siempre se realiza bajo transferencia. Esa transformación
subjetiva implicará un retejido de la trama identificatoria.
6. Sobre la transferencia
Generar transferencias es un fenómeno insoslayable para todos los humanos. El sujeto psíquico
que surge como efecto de las identificaciones es, por definición, transferente, esté donde esté y
con quien esté. Le es imposible no transferir. Suele haber pocas improvisaciones en las
transferencias generadas por un sujeto porque sus identificaciones e inscripciones inconscientes
singulares son precisas y acotadas. Son justamente estas las que pondrá en juego en sus lazos
sociales.
Me interesa privilegiar dos situaciones peculiares de esa puesta en acto relacional, por un lado, la
que establecen los padres con su bebé y, por otro, las que genera el analizante con su analista.
Para el primer caso enunciaré —sin entrar en detalles— la siguiente hipótesis: los hijos, desde el
mismo momento en que nacen, son objeto de transferencias por parte de sus padres y de los
otros miembros que conforman el entorno objetal más cercano de la criatura. Esas transferencias
son identificantes. ¡Copernicanismo fuerte! No agrego nada más a lo dicho, salvo que me gustaría
debatir esta idea con lectores.
Para el segundo contexto propongo esta definición: la transferencia analítica sería la puesta en
acto relacional de la estructura psíquica de cada analizante en el vínculo con su analista. La
transferencia en la clínica es el recorte, el aislamiento de algo que se produce siempre —natural y
espontáneamente— en cualquier relación humana, desde los más remotos tiempos, desde que la
humanidad existe. Cada quien se instala en todos sus vínculos con su propia subjetividad, es
decir, con la que adquirida durante su estructuración infanto-juvenil y luego resignificada en
diversas ocasiones posteriores, cumpliendo aquello de que la psique está en construcción
permanente. Esas resignificaciones no descartan ciertas cristalizaciones que dan pie a los
síntomas y a las neurosis. Comento brevemente las repercusiones clínicas de estas ideas.
Los efectos de las mismas —es decir, la estructuración y el funcionamiento del aparato psíquico—
que se van haciendo presentes en la escena analítica, facilitan su análisis. Las proyecciones
realizadas sobre el analista le invisten de imagos; identifican al analista con otro. El analista —ya
lo sabemos— funciona en este plano, no como persona ni como individuo sino como un nuevo
“objeto”. Es justamente por algunos de sus rasgos o detalles que el analista es investido por el
deseo inconsciente y deviene así soporte de la transferencia neurótica. Esta perspectiva de la
identificación —radicalmente ligada al inconsciente, desplegada en la transferencia e inductora
de trabajo analítico— implica una divisoria de aguas con otras prácticas terapéuticas y con otros
mecanismos psíquicos —por ejemplo: mimetismo, empatía, imitación, contagio psíquico— que
siendo afines a la identificación presentan diferencias notables con ella.
El sujeto repite, sin duda, pero no sus relaciones primarias sino un modo de ser y funcionar
generado durante su estructuración subjetiva y cuyos determinantes y manifestaciones
inconscientes ignora, por definición. Lo que diré a continuación intenta subrayar un fenómeno
particularmente significativo. Será muy diferente la manera de entender la transferencia si se
toma en consideración: a) el trabajo autoorganizativo que el protosujeto realiza; b) si se concibe
la identificación como introductora de la semejanza y la diferencia; y c) si se piensa que la
temporalidad no es sólo cronológica sino también retroactiva y que, por lo tanto, el infans
reorganizó las trazas psíquicas que le fueron trasmitidas. La conjunción de estos tres factores
establece una distancia, un corte, una distinción entre lo que ha sido legado y lo que quedará
realmente inscripto. Los niños llevan a cabo una apropiación que les diferencia de quienes
identificaron. Muy esquemáticamente, si imaginamos la estructura psíquica de un sujeto como
habiendo sido determinada en la infancia por los objetos A, B, C, D y no privilegiamos ese
momento de corte recién mencionado, seremos llevados a pensar la transferencia como pura
repetición con el analista de esos vínculos primarios y como una reedición del pasado. El analista
se pensará ocupando en la transferencia —según los momentos— los lugares que antaño
ocuparon A, B, C y D; es el modelo 1 de transferencia esquematizado en la siguiente figura.
Si por el contrario, se otorga importancia a los efectos del corte —es decir, a la separación
respecto de los objetos de identificación—, se podrá pensar la transferencia según el modelo 2:
puesta en juego relacional de una estructura original y relativamente desconectada de aquellos
que le dieron origen y que el análisis tendrá que desconectar o diferenciar más aún, por
reducción de los aspectos alienantes de algunas identificaciones.
Obsérvese que en el esquema 2, la flecha que se dirige al analista parte del sujeto y no de los
objetos introyectados. Este segundo diagrama lleva explícito e implícito los siguientes aspectos:
que A, B, C y D no han sido introyectados in toto; que la identificación aconteció con rasgos
parciales de esos objetos de identificación; que sobre estos últimos recayeron previamente
elementos proyectivos y que la identificación se hizo con representaciones inconscientes de
dichos objetos.
Una vez que esos rasgos han sido trasmitidos, se han amalgamado con los previamente inscritos,
han sido metabolizados e integrados a la nueva estructura subjetiva, autoorganización mediante.
La transferencia no será la repetición lisa y llana de los vínculos con el padre, la madre y los
restantes objetos, sino la puesta en acto de la estructura del sujeto —¡original, única!— creada
por identificaciones singulares y singularizantes en la relación con un analista también singular.
Haré un inciso clínico para aclarar mejor la disparidad que describí entre los dos prototipos de
transferencia aludidos. Es frecuente que escuche en supervisiones algunas intervenciones del
analista de este tipo: “Mercedes (llamaremos así a la paciente), tú estás actuando conmigo, como
dices que tu madre actuó contigo”. En el caso Mercedes/José (supuesto nombre del analista)[6], el
asunto en cuestión era el maltrato de la madre hacia ella. Era evidente que la paciente tenía esa
actitud con quienes se vinculaba, analista incluido.
La intervención de José se basa en modelo 1 de transferencia: presupone que la paciente
introyectó y se identificó con su madre y, por lo tanto, actúa como ella. Desde el modelo 2, me
interesa trabajar ese comportamiento, pero centrando la cuestión en que ahora es ella quien
maltrata (aunque la madre también lo haga) porque ese rasgo —algo modificado— ¡ya es de
Mercedes! Y es ella la que lo pone en juego en todas sus relaciones, también con José. Y me
resulta secundario quién ha sido la fuente de ese rasgo porque estamos en el momento de la
transformación subjetiva y no en el de la estructuración subjetiva. Además, la actitud maltratante
de Mercedes tiene características diferentes a las de su madre; en ella adquirió un carácter más
sibilino y refinado. Un mismo rasgo o un síntoma compartido en lo manifiesto entre una madre y
su hija —como en este caso— tiene sin duda significados distintos para cada una de ellas.
Por otra parte, no hallaremos en Mercedes —ni en ninguno de nosotros— las identificaciones tan
bien diferenciadas unas de otras, ni circunscritas ni aisladas, como si se tratara de piezas
yuxtapuestas de un puzzle, por la sencilla razón de que este no es su modo de existencia en la
psique. Desde mi perspectiva, es imprescindible tomar en cuenta lo que el protosujeto aporta
durante la estructuración subjetiva y cómo entra él en juego en ese entramado de
determinaciones múltiples y de transformaciones que ocurren cuando varios sistemas complejos
interactúan. Esa tempranísima labor del infans formaría parte de lo que denomino la función del
hijo, tema que no desarrollaré aquí, pero que está incluido en el mencionado tomo 10.
Estas ideas expuestas, tanto las teóricas como sus derivaciones clínicas, han devenido claves para
mí. Pienso que enunciar a los analizantes que tales o cuales rasgos suyos son productos de
identificaciones, ya sea con el padre, ya sea con la madre o con algún tío, abuelo, profesor o con
quien fuera, no permite avanzar gran cosa en el análisis. Por más que sea cierto, esos
(re)conocimientos no mutan ni transforman nada, más bien suelen servir para alimentar
resistencias.
Conviene tener presente también que, respecto de las identificaciones estructurales, no hay
desidentificación posible si por ello entendemos la desaparición de una identificación. No creo
que sostener la irreversibilidad de las identificaciones estructurantes sea una afirmación
pesimista.[7] No habrá desidentificaciones, pero habrá, en cambio, resignificaciones importantes
de lo inscrito, se generarán conmociones y reorganizaciones narcisistas, sacudimientos de ciertos
enunciados identificantes, desujeción de los mandatos maternos, paternos, desprendimientos de
los efectos alienantes que ellas conllevaban, aspectos estos que hablan de una transformación
posible de los efectos de las identificaciones estructurales, pero nunca una desidentificación (en
sentido estricto). Recuerdo para este contexto mi noción de siniestrar.[8]
8. Para terminar
Notas al pie
[1] Imposible relatar en este contexto las conclusiones a las que me ha llevado esta extensa e intensa tarea y las
implicaciones que ellas han tenido sobre mi práctica clínica actual. Donde sí lo hice, fue en una conferencia
dictada en Barcelona el 17/2/2018, en el Nuevo Espacio Abierto de Trabajo en Psicoanálisis.
[2] Entre los autores consultados —sociólogos, filósofos, antropólogos, politólogos, historiadores— que me han
interesado especialmente citaré a: Jean Françoise Lyotard, Alain Tourene, Clifford Guertz, Jean Baudrillart,
Manuel Castells, Zigmunt Bauman, Slavoj Zizek; Juval N. Harari, Jacques Derrida, Gilles Deleuze, Ullrich Beck,
Pierre Bourdieu, Luc Boltanski, Gilles Lipovetsky y otros. También me fueron de gran utilidad los aportes de los
teóricos y epistemólogos de la complejidad (Ilya Prigogine, Isabelle Stengers, Edgar Morin, Humberto Maturana,
Paul Feyerabend, Frijof Capra, Henri Atlan, René Thom, Jacques Monod y Denise Najmanovich).
[3] Ellos fueron expuestos minuciosamente en una colección de mi autoría recientemente publicada y dedicada al
tema de la identificación: Estudios Psicoanalíticos. La Trasmisión psíquica intergeneracional inconsciente
(2017); véase especialmente pp. 33 a 72 del Tomo 10, ediciones Triburgo, Barcelona.
[4] He tomado en préstamo los términos copernicanismo y ptolomeísmo de Jean Laplanche —quien los empleó
en otro contexto en el capítulo 1 de su libro La prioridad del otro en psicoanálisis (1996)— y los he trasplantado
en mi concepción sobre la identificación.
[5] Se entiende por sistema disipativo aquel que mantiene un constante intercambio con su medio, que disipa
energía, que adopta nuevas configuraciones por autoorganización y que posee zonas en equilibrio y otras que no
lo están.
[6] Menciono ambos nombres porque la fabricación psicoanalítica de los casos que realizamos en nuestra clínica
—y que a veces se presenta en las supervisiones o en otros contextos— incluye de manera insoslayable la relación
estrictamente singular que se establece entre cada paciente y cada analista. Retomo en este contexto la noción de
transferencias cruzadas que propuse hace años.
[7] Suelo explicar esta imposibilidad de “vuelta atrás” mediante la metáfora del vaso con agua en el uso de
témpera. Al limpiar el pincel después de utilizarlo con cada color, las nuevas tonalidades terminan dando al agua
un coloración singular, distinta a cada uno de los colores originariamente empleados. Y es imposible retrotraer el
proceso y volver a los tonos iniciales.
[8] Véase Korman, V. (2013). El oficio de analista (2a ed.). Barcelona, Triburgo,.
Bibliografía
Del Valle Echegaray, E. (1986): La obra de Melanie Klein, tomos I y II. Buenos Aires: Lugar editorial.
─ (1923) El yo y el ello.
─ (1961-1962): Seminario 11; Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Barcelona: Barral.
Laplanche, J. (1996): La prioridad del otro en psicoanálisis. Buenos Aires: Amorrortu editores.