Entrevista - Teo López Puccio
Entrevista - Teo López Puccio
Entrevista - Teo López Puccio
Martina Vidret
El teatro porteño tiene cada vez más presencia de músicos en escena. Pianistas,
violonchelistas, bateristas; a veces solistas, a veces en banda; a modo de
acompañamiento, o a modo de uno o más momentos musicales. En resumen, es
raro, hoy, encontrar alguna obra que elija utilizar parlantes en vez de personas en
carne y hueso.
Entre esos músicos de teatro está Teo López Puccio, que apenas con veinticinco
años ya participó como director musical, compositor, músico y actor en obras de
Mariano Tenconi Blanco, Mariana Chaud, Gustavo Tarrío, Juanse Rauch y Marcos
Krivocapich. El año pasado quedó seleccionado en la Bienal de Arte Joven con los
creadores de Dirección desconocida. Después, con Familia no tipo y la nube
maligna fue nominado con Mariana Chaud y Pablo Viotti por Mejores letras y Mejor
música original en los Premios Hugo, y tuvo una nominación personal por Mejor
Dirección Musical en los Premios ACE, además de ganar junto al resto del equipo un
Premio ACE por mejor espectáculo infantil.
Hijo de Ana Moraitis y Carlos López Puccio, estudió teatro con Nora Moseinco de
chico y volvió a tener relación con el teatro recién en 2019. En el mientras tanto,
estudia Matemática en la UBA y conforma la banda Camaleón junto a Teo y Dino
Pérez, Camilo Santella y Nehuén Chumbita. Sobre su actividad teatral, afirma que:
“Lo que más me interesa es la interfase entre la música y el teatro. Tengo un poco
de intuición escénica, no soy actor de formación. En cambio, sí considero que tengo
formación musical. La sensibilidad intuitiva, digamos, está en ambos ámbitos, pero
en la música sé mejor lo que estoy haciendo. Me gusta poder hacer uso de ambas
disciplinas”.
Infobae Cultura conversó con López Puccio sobre sus instancias de formación, la
relación entre música y teatro y las distintas posibilidades que puede tener ser
músico en escena.
Creciste con dos padres músicos. ¿Creés que influenciaron en tu relación con
la música?
Sí, definitivamente. Hay algo más difícil de evidenciar, quizás, pero tanto mi mamá
como mi papá son gente dividida. Heredé tener múltiples ocupaciones y gustos: mi
mamá es artista plástica, estudió Bellas Artes, pero siempre se desempeñó como
cantante lírica; mi papá es director de coros, es su actividad formal, pero trabaja de
humorista desde que es más joven que yo. Quizás es por eso que nunca me
pidieron que estudie música. En mi casa había un violín, había un piano. Hasta los
nueve años no toqué nada, fue mi idea empezar a tocar y tomar clases. Ser músico,
en mi casa, era que te gusten otras cosas, había una abundancia del disfrute y del
conocimiento. Y el gusto por las Matemáticas y la ciencia me lo inculcó mi papá,
también. No sabe demasiado, pero le interesan mucho.
Y una vez que empezaste a estudiar, ¿cómo fue? ¿Estudiabas todos los días,
tomaste clases?
Nunca fui bueno para estudiar. Para que yo practique algo todos los días me tiene
que copar. Me pasa ahora con la guitarra, por ejemplo. Normalmente estudio
tocando lo que quiero y de la manera en que quiero. Es una virtud y una condena. Sí
me siento frente al piano muchísimo, más cuando tengo que tocar en una obra, pero
el metodismo me cuesta un montón. Yo creo que no existen ni la práctica ni el
talento, sí la predisposición para ocupar tiempo en algo. Podés jugar a tocar siempre
lo mismo o jugar a tocar siempre cosas distintas. Es evidente que la gente que
estudia más suele saber más, o le salen mejor, pero no siempre estudiar es practicar
escalas. Creo que nunca pertenecí a la casta de los instrumentistas. No fui a
conservatorio, sí tomé clases de piano. Mi primer profesor de piano, Nicolás Villamil,
hacía mucha música para teatro, y se llevaba muy bien con mi bajo metodismo.
Aprendí jugando. A los dieciocho hice un año de flauta traversa, y al mismo tiempo
arranqué con los cuatro años del curso de María del Carmen Aguilar.
¿Cómo llegaste al teatro? ¿Fue una contingencia, o hubo una búsqueda más
consciente?
Yo empecé a hacer teatro al mismo tiempo que empecé clases de piano. En la sala
donde ensayábamos había un piano, y cada uno estaba marcado por la identidad de
lo que hacía. Había uno al que le gustaba rapear, y rapeaba. Mi identidad era tocar
el piano. En 2019, Marcos Krivocapich, que había hecho teatro conmigo en ese
momento, me invitó a tocar el piano en Quiero pertenecer. Yo sabía que podía
escribir canciones y que me divertía mucho estar en escena, hacer de pianista. El
teatro que empecé a hacer no era mío, eran invitaciones o propuestas de otras
personas. Mi acercamiento al teatro tiene que ver con la comunidad, mi entorno
social es cada vez más el del teatro y menos el de los instrumentistas.
Está claro que para los actores cada función es distinta a las anteriores, en
tanto se dice y se mueve el cuerpo de maneras diversas cada vez. ¿A vos te
pasa lo mismo cuando tocás?
Creo que el ejemplo más evidente para mostrar que no es lo mismo es cuando se
cambia de teatro. Con eso cambia el tamaño de la sala, la cantidad de público, a
veces incluso cambia la disposición de la escenografía. En nuestro caso, muchas
veces nos toca cambiar de instrumento. Con Quiero pertenecer empezamos con un
piano acústico, y, frente a la poca disposición de pianos acústicos en las salas,
cambiamos a un piano eléctrico. La obra, con esa decisión, se volvió portátil, nos dio
mucha más libertad.
Hoy por hoy, es una decisión poner música en vivo. Podrías poner play en una
computadora y que sea siempre igual. La música en vivo permite la libertad de ver
qué pasa con el texto. En Broadway se toca en vivo desde siempre, por ejemplo. En
La vida extraordinaria es muy evidente, porque las actrices saben muy bien qué
funciona y son capaces de repetirlo con mucha precisión, pero hay veces que
deciden no hacerlo y modifican el ritmo o la emoción con la que dicen algo, sabiendo
que nosotros podemos, a la vez, cambiar la velocidad de la música y permitir que un
acorde que queda bien con cierta parte del texto siga cayendo ahí mismo. Eso con
una computadora no se puede hacer.