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Programa de Lectura Diaria

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Programa de Lectura Diaria.

Nombre:___________________________________________________ Curso:___________________

Fecha:
Palabras por
minuto:

LA GUERRA DE LOS ANIMALES


Había una vez un animal muy pesado –no se sabe si un camello o un caballo- que
mientras estaba comiendo hierba en un prado pisó sin darse cuenta a un pequeño
escarabajo.
El pobre animal se quejó diciendo:
-¡Ay!, ¡ay!, ¡ay! Levanta tu pezuña que me estás aplastando.
Pero el animal no le hizo ningún caso y siguió comiendo hierba.
-¿Así que éstas tenemos, eh? –dijo el escarabajo mientras intentaba escabullirse-
¡Ya verás!
Cuando por fin el escarabajo pudo liberarse, reunió en consejo a todos los animales
más pequeños que el zorro. Tras mucho hablar decidieron declarar la guerra a todos
los animales que fuesen más grandes que el zorro.
Promulgaron un decreto y ambas partes se dispusieron para el ataque.
Los animales más grandes se colocaron en un monte y los más pequeños en otro,
manteniendo sus fuerzas frente a frente.
Los animales pesados acordaron mandar al zorro como espía al campo enemigo,
para que averiguase cuáles eran las fuerzas con que contaban los animales más
pequeños.
El zorro partió a cumplir su misión; pero, por desgracia, fue descubierto enseguida
por los animales más pequeños.
Las abejas y los mosquitos fueron los primeros en atacar, acribillándole el cuerpo con
sus picotazos.
El zorro emprendió la retirada tan veloz como sus patas se lo permitan.
Y el pobre, que había salido a cumplir su misión con el rabo orgullosamente
levantado, regresó con él entre las patas, totalmente derrotado.
Entonces los animales más grandes le preguntaron:
-Dinos, zorro, ¿cómo te ha ido?
-Mirad, amigos –les respondió el zorro-, son pequeños pero más listos que el
hambre.
Así fue como acabó la guerra entre los animales más grandes y los más pequeños.
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EL HIELO, EL SOL Y EL VIENTO

Iba una vez un hombre por un camino y se encontró al Sol, al Hielo y al Viento. Al cruzarse
con ellos dijo:

-Alabado sea.

-¿A quién habrá saludado?

El Sol dijo que le había saludado a él para que no le quemara demasiado.

El Hielo dijo que le había saludado a él porque le tenía más miedo que al Sol.

-¡Estáis mintiendo! ¡Eso no es verdad! –exclamó al fin el Viento-. Ese hombre me ha


saludado a mí y no a vosotros.

Empezaron a regañar, a insultarse, y por poco llegan a las manos.

-Puesto que no nos ponemos de acuerdo, lo mejor será que le demos alcance y le
preguntemos a él a quién ha saludado.

Así lo hicieron, y el hombre contestó:

-He saludado al Viento.

-¿Lo veis? Ya os decía yo que me había saludado a mí.

-¡Ah! ¿Sí? Pues espera un poco y verás qué pronto te pongo colorado como un cangrejo.
¡Te vas a acordar de mí! –dijo el Sol.

Pero el Viento intervino:

-No temas, que no te quemará porque yo soplaré y le enfriaré.

-Pues, entonces, yo a ti te dejo congelado, bribón –exclamo el Hielo.


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LA BRUJA MALA
Erase una vez un joven matrimonio que vivía en un pueblo. Eran ricos y nada les faltaba.
Tenían, además, un hermoso bebé que era admirado por todos sus vecinos a causa de su
belleza.

Un día, la madre estaba con su hijito sentada a la sombra de un fresno cuando se le acercó
una vieja feísima.

-¿Me deja que la peine? –le preguntó.

-No, no lo necesito –respondió amablemente la mujer.

-Yo creo que sí, pues está completamente despeinada –insistió la vieja-, y no le vendría
nada mal que le diese algunos retoques a su peinado.

-Ya que insiste tanto, hágalo –dijo resignada la mujer.

Pero aquella vieja era en realidad una bruja y aprovechó el momento de pasarle el peine
por la cabeza para clavarle a la joven un alfiler de color negro en el cogote. Al instante, la
joven se convirtió en paloma y salió volando. Y la vieja se sentó a la sombra del árbol con el
niño en su regazo como si nada hubiese pasado.

Algunos vecinos pasaron por allí, la miraron extrañados y le preguntaron quién era. Ella les
respondía que era la madre de aquel hermoso niño, pero nadie la creía porque todos
sabían que la madre era una hermosa joven.

Sin embargo, la vieja insistía en decir que ella era la madre del niño y se defendía
contándoles que una bruja, que la odiaba a causa de su juventud y belleza, la había afeado
y envejecido.

Tanto insistió que terminaron creyéndola y la acompañaron a su casa, donde vivió algún
tiempo como si fuese la verdadera dueña de la casa.

Casi cada día una hermosa paloma blanca iba a posarse en uno de los árboles del jardín.
El señor de la casa la vigilaba para atraparla, pero la bruja trataba de quitárselo de la
cabeza por todos los medios.

Afortunadamente un día el hombre consiguió atrapar la paloma. La estaba acariciando


cariñosamente cuando se dio cuenta de que tenía algo en su cabeza.
En efecto, cuando la observó más detenidamente vio que la paloma tenía clavado un alfiler
negro en el cogote.

Se lo sacó y al momento la paloma se convirtió en una hermosa joven, a quien el hombre


reconoció enseguida como su mujer.

Cuando la joven contó lo sucedido, apresaron a la vieja bruja y, arrastrándola hasta la plaza
del pueblo, la quemaron viva.

Desde entonces todos vivieron felices en aquel lugar sin la presencia de la vieja y malvada
bruja.

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EL LOBO, LA CABRA Y LA TELE...

Una noche el macho cabrío, muy asustado, fue a ver al pastor:

-Hay que hacer algo, las cosas van de mal en peor. Esta noche, el lobo ha devorado a tres
cabras y a vuestro perro –dijo temblando.

-Tenemos que reunir el rebaño y pedir a las cabras que piensen una solución durante la
noche –respondió el pastor.

A la mañana siguiente, una cabrita blanca se presentó en su casa:

-Dadme dinero, un traje elegante y vuestro coche, y os quitaré al lobo de en medio.

Al verla tan decidida, el pastor le dio al instante todo lo que pedía.

Unos días más tarde, cuando el lobo regresó, la cabrita se dirigió hacia el bosque para
encontrarse con él. Y le hizo frente:

-¿Acaso tenéis el estómago vacio, señor lobo?

-Mira por donde, esta noche no tendré que esforzarme demasiado. Aquí está mi comida,
que viene a mi encuentro –respondió el lobo.

-Os propongo algo mucho mejor que la insípida carne de una cabrita. Confiad en mí y os
daréis el mejor festín de vuestra vida.

Al lobo le gustaba jugar. Aceptó la proposición de la cabrita, que lo llevó en coche al


restaurante más importante de la ciudad. ¡El lobo estaba loco de contento! Pidió lo más
caro que había, y comió tantísimo que durante unos meses no se le vio merodear cerca del
rebaño. Pero una noche, el lobo regresó al valle. Atemorizadas, las cabras se amontonaron
alrededor de su pequeña compañera, rogándole que encontrara una solución.

-Dadme todos vuestros ahorros –dijo la cabra-. Necesito mucho dinero. Esta vez nos
quitaremos al lobo de en medio definitivamente.

Las cabras hurgaron en sus monederos y le entregaron, no sin pesar, todo lo que habían
guardado para pasar las vacaciones cerca del mar.

La cabrita se fue hacia el bosque para encontrarse de nuevo con el lobo.

Durante toda la noche, durante todo el día y la noche siguiente, durante toda una semana,
las cabras esperaron. La séptima noche, cuando temían que a la cabrita le hubiera
sucedido lo peor, la vieron salir del bosque haciéndoles señas para que se acercaran.
Inquietas y apretadas unas contra otras siguieron a su guía por los fangosos senderos del
bosque.
Sin hacer ruido, llegaron junto a un claro de donde surgió una potente luz.

-Me ha llevado mucho tiempo convencerlo, pero esta vez me parece que ya no os volverá a
molestar –cuchicheaba la cabrita.

Sentado sobre un tronco, justo en medio del claro, el lobo devoraba su programa favorito
frente a la pantalla del magnífico televisor en color que le acababa de regalar la cabrita
blanca...

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EL BARCO DE PLOMO
Había una vez un hombre que sabía hacer muchas cosas con sus manos.

Hacía figuras de papel...


Hacía muñecos de trapo...

Hacía muñecos de madera...

Y aquellos trabajos eran lo más importante de toda su vida.

Un día, encontró un pedazo de plomo y pensó en todas las cosas que podía hacer con él.

Por fin, despues de trabajar el metal con mucho cuidado, hizo un maravilloso barquito de
plomo. Y, cuando el maravilloso barquito de plomo estuvo terminado, se lo entregó a su
hijo.

El niño, muy contento, corrió a ponerlo en la bañera. Pero... el barco de plomo hizo “GLUB,
GLUB, GLUB” y se hundió.

El niño se marchó, enfadado, dando patadas a todos los juguetes que encontraba a su
paso.

Y el barco se quedó en el fondo de la bañera.

Soñaba con todas las cosas que conocen los barcos:

Mares azules, con playas llenas de palmeras...

Vientos que huelen a algas y a sal...

Aires empapados del chillido de las gaviotas y olas que se deshacen en mil puntos de luz y
de espuma al chocar contra la costa.

Y el barco, muy triste, pensaba:

-“Quisiera ser un barco de madera. Navegar en los estanques, en el río, en el mar... Así, los
niños podrían jugar conmigo.”

Y las burbujas de aire que subían del fondo de la bañera tenían forma de lágrimas.

Entonces, llegó el hombre que sabía hacer muchas cosas con sus manos y dijo:

-Este barco sólo es de adorno. No puede flotar.

Y lo puso encima de una mesa.

El barquito de plomo se sintió feliz. ¡Servía para algo!

Pero, pasado aquel primer momento de alegría, volvió a pensar. Y pensaba:

-“Un barco no es un adorno. Está hecho para el agua. Un barco no es florero.”

La gente iba a mirarle como a un vago. Y, cuando estaba sumido en estos pensamientos,
sintió que algo lo empujaba. Era un coche de juguete.

El niño reía con aquel juego que había inventado y gritaba:

-¡Pasen y vean lo nunca visto! ¡La lucha del coche contra el barco!
El barco estaba absorto en el juego y ya no pensaba.

El coche empujaba, empujaba...

Y, cuando el niño quiso darse cuenta, barco y coche habían caído de la mesa.

En el suelo, el barquito de plomo mostraba un enorme boquete. Y, por aquel boquete, se


escapó un suspiro que parecía decir:

-Ya no sirvo ni para adorno...

Todos miraron con tristeza al barco. De pronto, los ojos del niño se iluminaron con una
sonrisa y gritó:

-¡Es un barco naufragado! ¡El barco naufragado más hermoso del mundo!

Cogió el barquito con cuidado y lo puso en el acuario.

El barquito se hundió rápidamente y los peces huyeron asustados. Y, cuando la arena del
fondo dejó de estar revuelta, se acercaron a curiosear. Y tocaban el barco con sus morros
puntiagudos, con sus morros chatos, bigotudos...

Y, con los movimientos suaves de sus aletas, de sus agallas, se decían unos a otros:

-Mirad, es el barco naufragado más hermoso del mundo.

Y el barquito de plomo era feliz. Rodeado de agua, rodeado de peces.

Y, en medio de aquel mar de juguete, pensaba:

-“Este es el sitio ideal para un barco de plomo.”

Y las burbujas de aire, que salían por el boquete del casco, tenían forma de sonrisa.

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EL ENIGMA DE LA ESFINGE
Hace muchísimo tiempo, la ciudad griega de Tebas nadaba en la abundancia. Pero, un día,
una esfinge se instaló en la montaña, precisamente, en el camino que conducía a la ciudad.
La esfinge tenía cabeza de mujer, cuerpo de león y alas de águila. Cada vez que un viajero
pasaba por delante suyo, le proponía un trato:

-Te propongo una adivinanza –decía-. Si aciertas, me iré y dejaré tranquila a la ciudad.
Pero, si no aciertas, te devoraré. Los viajeros nunca acertaban y, por tanto, eran devorados
por el monstruo, uno tras otro. Pronto, ningún comerciante quiso tomar ese camino, ningún
campesino se atrevía a llevar sus legumbres al mercado, por temor a la esfinge. Así Tebas
fue convirtiéndose poco a poco en una ciudad maldita.

Un príncipe, que se llamaba Edipo, oyó hablar de la desgracia que se abatía sobre la
ciudad y quiso enfrentarse con la esfinge. A medida que avanzaba por el camino, oía un
estrepitoso ruido de alas agitándose. De repente, la esfinge se posó ante él, interceptándole
el paso.

-¡Salud, viajero! –dijo la esfinge-. Voy a proponerte una adivinanza. Si no la aciertas, te


devoraré como a los otros que te han precedido.

-¡Estoy listo! –contestó Edipo.

-¿Cuál es –dijo la esfinge- el animal que anda a cuatro patas por la mañana, con dos por la
tarde y con tres por la noche?

-¡El hombre! –respondió Edipo sin titubear,. Por la mañana, es decir, cuando es niño anda a
cuatro patas. Por la tarde, hacia la mitad de la vida, se sostiene sobre las dos piernas. Y por
la noche de su vida, es decir, durante la vejez, anda con la ayuda de un bastón.

-¡Has ganado! –exclamó la esfinge, roja de ira-. Me alejaré de aquí.

Echó a volar, pero, ciega de rabia, se golpeó contra las rocas, con tan mala fortuna que su
cuerpo fue a caer al fondo de un barranco, entre los huesos de aquellos que había
devorado.

Edipo siguió su camino y llegó a Tebas. Sus habitantes no podían creer lo que había
sucedido. Al enterarse de que se habían librado, de una vez por todas, de la esfinge,
aclamaron al joven príncipe y lo hicieron rey. Y Edipo reinó con gran sabiduría
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LA OVEJA, LA ZORRA Y EL LOBO


Una oveja escapó una vez del rebaño de un campesino. Iba caminando, cuando se
encontró con una zorra, que le preguntó:

-¿A dónde vas tan corriendo, comadre?

-¡Ay, comadre, no me hables! Estaba en el rebaño de un ampesino, pero ya no podía


aguantar más: en cuanto el carnero hace una fechoría, ya se sabe, ¡me echan a mí la
culpa! Con que he decidido marcharme sin más.

-Igual me pasa a mí –replicó la zorra-. ¿Qué mi marido le echa la garra a una gallina? La
culpa es mía, de la zorra. Vamos juntas.

Al cabo de un rato, se encontraron con un lobo.

-Hola, comadre.

-Hola –contestó la zorra.


-¿A dónde vas?

-A cualquier parte.

Le contó sus problemas al lobo, y éste le dijo:

-¡Lo mismo que a mí! Si la loba degüella algún corderillo, la culpa me la cargan a mí, al
lobo. Vamos juntos.

Echaron a andar, y el lobo le dijo a la oveja:

-Oye, oveja: esa pelliza que llevas es mía.

-¿De verdad es tuya? –inquirió la oveja al oírle.

-¡Claro que sí!

-¿Lo jurarías?

-¡Desde luego!

-¿Y besarías la tierra para confirmar tu juramento?

-La besaría.

-Bueno, pues vamos.

La zorra, que había descubierto un cepo colocado por algún campesino en un sendero,
condujo hasta allí al lobo y dijo:

-¡Besa aquí!

Y así fue como el lobo cayó en la trampa y la oveja y la zorra pudieron continuar su camino.
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EL PEQUEÑO ABETO

Había una vez un abeto pequeñito que estaba muy triste.

Sus hojas eran cortas y puntiagudas como agujas.

-¡No quiero estos pinchos! ¡Todos los árboles tienen las hojas más bonitas que yo! ¡Quiero
tener las hojas de oro!

Al llegar la noche, el pequeño abeto se quedó dormido.

Cuando despertó, dijo:

-¡Ay, qué bonito, ya no tengo agujas! ¡Tengo las hojas de oro!

Un ladrón pasó por el bosque, lo vio y le robó las hojas.

El pequeño abeto se echó a llorar:

-Ya no quiero oro nunca más. ¡Quiero unas hojas de cristal! El cristal es muy bonito. Brilla
más que el oro.

Y al día siguiente, al despertar, se puso a gritar todo contento:

-¡Ya no soy de oro! ¡Tengo las hojas de cristal!

Pero por la noche sopló un ventarrón fortísimo y le rompió todas las hojas de cristal.
El pequeño abeto, muy triste, volvió a echarse a llorar:

-Ya no quiero ser de cristal. Quiero unas hojas, grandes y verdes, como las de los árboles
de los jardines.

Al amanecer, el pequeño abeto estaba lleno de hojas verdes y preciosas.

-¡Qué alegría! Ya soy como los demás árboles. Nadie me hará daño ahora.

Pero al cabo de un rato, llegó una cabra con sus cabritillos.

-¡Ahí va! ¡Qué árbol tan bonito! Aquí si que podréis comer a gusto, hijos míos. ¡Corred,
venid!

Y se comieron todas las hojas.

Cuando llegó la noche, el pobre abeto, todo desnudo, temblaba y lloraba de frío:

-No tengo ni una hojita... Ni de oro, ni de cristal, ni verde. Si pudiera volver a tener mis
agujitas...

Y por la mañana, cuando salió el sol, el abeto pequeñito tenía de nuevo sus hojitas fuertes
y puntiagudas.

Nunca más se las quitó ya nadie.

Y llegó a ser un árbol alto y muy grande.


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LA PRINCESA RATALINDA
Había una vez un rey de los ratoncitos llamado Ratonote. Su hija era la princesa Ratalinda
y su padre quería que se casara con el personaje más poderoso del mundo.

Un día Ratonote fue a ver al ratoncito Sabio:

-¿Quién es el personaje más poderoso del mundo?

-Es el Sol-, le contestó.

Y entonces Ratonote fue en busca del Sol.

Cuando estaba muy cerca de él, le dijo:

-Quiero que mi hija se case contigo porque eres el personaje más poderoso del mundo.

-¡Eso no es verdad! –dijo el Sol- .La Nube es más poderosa que yo. Si me tapa, no puedo
calentar la Tierra.

Ratonote se despidió del Sol y se fue en busca de la Nube.

Cuando llegó a la cueva de la Nube, le dijo:

- Quiero que mi hija se case contigo porque eres el personaje más poderoso del mundo.

-¡Te equivocas! –dijo la Nube-.El Viento es más poderoso que yo, porque me hace ir de
aquí para allá con sus soplidos.

Y cuando el rey Ratonote llegó cerca del Viento, le dijo gritando:

- Quiero que mi hija se case contigo porque eres el personaje más poderoso del mundo.

-¡No, hombre, no! La Muralla es más poderosa que yo, porque no me deja pasar.

Y el rey Ratonote fue en busca de la Muralla.


Cuando llegó delante de ella, le dijo:

- Quiero que mi hija se case contigo porque eres el personaje más poderoso del mundo.

-¡Te han engañado, amigo mío! Hay un ratoncito gris que me roe las piedras. Él es aún más
poderoso que yo.

Y así fue como el rey Ratonote casó a su hija Ratalinda con el ratoncito gris.

Y los dos vivieron felices y comieron perdices.


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LA GIGANTA Y CHIQUITÍN
Esta es la historia de una giganta que se llamaba Marcelina. Marcelina era alta y grande
como una casa de tres pisos. Cogía naranjas como si fuesen margaritas y dormía la siesta
sobre las colinas.

Pero una noche del mes de abril, cuando era hora de ir a dormir, ocurrió algo muy extraño:
el sueño se le escapó y no fue capaz de dormir.

Y así pasó una noche, y otra, y otra...

La pobre Marcelina, que hasta entonces había sido una giganta muy risueña, andaba triste,
ojerosa y agotada. Lloraba tanto que sus vecinos estaban mareados por sus gritos y
mojados por sus lágrimas.

Un día un niño llamado Chiquitín decidió acabar con todo aquel lío y fue hasta el castillo de
la giganta Marcelina.

¡Pero vaya sorpresa la de Chiquitín! En el momento de abrir la puerta del castillo, un


montón de platos y ollas cayó sobre su cabeza.

Marcelina estaba furiosa.

Entonces Chiquitín, plantándole cara, le dijo:

-Has de saber giganta cascarrabias, que yo te traigo el sueño. En esta bolsa tengo un
gallina guardada que es capaz de hacer venir el sueño que se ha perdido. Tú ya sabes que
los gallos, al nacer el día, despiertan a la gente. Pues bien, mi gallina al caer la tarde con su
coc, coc, coc, hace venir el sueño.

Y la giganta Marcelina dijo:

-¡Venga, gallinita, canta!

Cuando la gallina de Chiquitín se puso a cantar, la giganta Marcelina empezó a


adormecerse hasta que cayó tan pesada y larga como era.

Y dice la gente que durmió meses y meses, y que sus fuertes ronquidos se oían al otro lado
del mar.

Cuando despertó volvió a ser una giganta buena y risueña como antes.

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MANUELA
Una vez, hace mucho tiempo, dentro de un carro, en medio del campo, nació Manuela. Y su
padre, con unas tablas, le hizo una cuna.

Manuela fue creciendo día a día. Cuando se reía, la cara se le llenaba de hoyuelos y los
ojos le brillaban tanto como las estrellas.

A Manuela su madre la tenía siempre en brazos. Le daba muchos besos y le hablaba con
cariño. Cuando tenía sueño, le cantaba para que se durmiera.

Cuando la niña quedaba bien dormida, su madre la acostaba en la cuna, mientras ella
guisaba o lavaba en el río.

Cuando Manuela empezó a andar, le gustaba coger todo lo que encontraba. Un día vio un
saltamontes y lo cogió por una patita.

Pasó el tiempo. La niña ya había cumplido tres años. Y una tarde, su madre la lavó, la
peinó y le puso un bonito vestido. Y Manuela, con su madre y con su padre, con sus
abuelos y con sus tíos y primos, se fue al pueblo. Había feria y sacaban a San Antonio en
procesión por las calles.

En la feria había muchas luces de colores. Y en los puestos se vendían montones de


naranjas, de uvas, de peras, de melocotones... y de roscas y dulces con mucho azúcar y
canela por encima.

Tocaban las campanas y había mucha gente. Y Manuela soltó la mano de su madre y se
perdió en medio de aquel gentío.

Todos empezaron a llamarla y a buscarla. La madre fue la primera que la vio. Manuela no
lloraba ni parecía asustada. Estaba delante de los músicos que tocaban la guitarra y se
habían puesto a bailar.

La madre tomó a la niña en brazos. La besó muchas veces y no la soltó en toda la tarde.

Por la noche, toda la familia volvió de la feria. La niña estaba tan cansada que se le
cerraban los ojos. Y su madre la acostó bajo los árboles, a la orilla del río.

Entre sueños, Manuela seguía viendo las luces de los cohetes, los columpios, las velas y
las flores. Y al fin, cuando todo quedó en silencio, la Luna apareció en lo alto del cielo.

Pero la Luna no despertó a Manuela. La dejó dormir y llenó su noche de hermosos sueños.
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TOPO TOPÍN TOPERO


Había una vez un topo que vivía en el bosque. Era pequeño y de pelo suave.

Tenía su nido en la tierra y los ojos adormilados. Se llamaba Topo Topín Topero. Se le
pasaba el tiempo haciendo hoyos, buscando hormigas y grillos para comer, durmiendo.

Pero una noche... le ocurrió algo nuevo; en la puerta de su topera cayó una estrella del
cielo. Topo Topín la miró, la tomó con cuidado en sus patas.

Quería devolverla a su sitio. Topo Topín miró al cielo y puesto de puntillas la soltó. La
estrella resbaló y volvió a caerse. Topo Topín Topero suspiró.

Topo Topín quiso probarlo otra vez. Buscó algo para subirse. Puso en el suelo una piedra,
encima un tronco, encima una seta. ¿Qué pasó? Esta vez se cayeron los dos. Necesitaban
ayuda. Quizá las ranas sabrían... Las ranas también lo probaron. Una rana, otra rana
encima, otra rana más arriba; despacio, despacio, la dejaron... En un momento volvió la
estrella al suelo. Topo Topín Topero protestó.

De un árbol llegó un pájaro. Llevaba traje blanco y chaqueta negra; por allí le asomaban las
puntas blancas. Se llamaba Urraca y urraca era. Le dijo al topo:

-Dame eso que brilla, yo lo pondré en su sitio.

Y Urraca voló a su árbol, con la estrella en el pico, y la dejó... la dejó en su nido.

Topo Topín Topero buscaba la estrella. No estaba en el cielo, no estaba en el suelo.

-Urraca, ¿dónde estás?, ¿dónde la has dejado? –gritó el topo enfadado.

El pájaro volaba muy lejos.

Topo Topín subió a lo alto del árbol y llegó al nido. Allí, en el fondo, brillaba la estrella. La
cogió. No sabía que hacer. Se puso a llorar como lo hace un niño pequeño, pequeño.

La Luna lo estaba mirando, la Luna lo fue a consolar.

En uno de sus cuernos, coge al pequeñito topo que deja de llorar.

En un hueco del cielo dejan a la estrella, que muy poquito a poco se queda quieta.

Ya están en el cielo la Luna y las estrellas; y un topo en su topera; y las ranas en el agua, y
Urraca...¿quién sabe dónde está Urraca!
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EL FLAUTISTA DE HAMELÍN
Había una ciudad que se llamaba Hamelín. En esta ciudad vivía mucha gente, que
trabajaba y era feliz. Pero duró poco esta felicidad. Muchos ratones decidieron quedarse a
vivir allí y empezaron a entrar en las casas, se comían los vestidos y destrozaban todo lo
que encontraban.
La gente estaba desesperada, no sabía cómo sacar a los ratones de sus casas. Un día
llegó a la ciudad un hombre muy alto y muy flaco, con una flauta en el bolsillo.

Fue al ayuntamiento y le dijo al alcalde que tenía el remedio para que los ratones se
marchasen de la ciudad, pero que él era pobre y quería saber cuánto dinero le darían por
su trabajo. El alcalde le dijo:

-Te daré mil marcos si esta noche no queda ningún ratón.

Llegó la noche y aquel hombre cogió su flauta y tocó una bonita canción. En seguida salió
un ratoncito de debajo de un banco y se quedó escuchando aquella canción. Después, un
segundo ratón asomó los bigotes, seguido de otro y otro, hasta que empezaron a llegar
ratones de todas las calles y de todos los rincones. Mientras, el flautista tocaba y tocaba sin
cansarse.

De este modo llevó a todos los ratones a un río que estaba cerca del pueblo. Entró en el río
y los ratones, sin darse cuenta, se metieron también en el río y se ahogaron.

El flautista salió muy mojado del río. Había cumplido lo prometido.

El alcalde fue a recibirlo. Todos estaban muy contentos. Comieron y bebieron para
celebrarlo. Al despedirse, el alcalde sólo dio cien marcos al flautista. El alcalde le dijo:

-Ya tienes bastante. Sólo has soplado un poquito la flauta y esto no cuesta tanto.

El flautista se enfadó mucho.

Se fue al parque y empezó a tocar la flauta. Todos los niños y niñas fueron a escucharle,
encantados por aquella música tan bonita. Y se los llevó a todos hacia la montaña.

Sus padres no pudieron remediarlo. Toda la ciudad quedó muy triste.

Cuando llegaron a la cima de la montaña, el flautista se detuvo, se abrió la montaña y


entraron todos; todos, menos uno, que se había retraso porque era cojito.

Cuando el niño bajó de la montaña, todas las madres lloraban. Ellas querían que aquel niño
fuera su hijo; le daban regalos, pero él estaba triste porque no tenía amigos para jugar.

Un día, el niño cojito subió a la montaña. Iba recordando a sus amigos, miraba y miraba por
todas partes para ver si encontraba algo. Entonces vio una cosa que brillaba, fue a cogerla
y encontró nada menos que una flauta.

Era aquella misteriosa flauta, que tantas cosas había hecho. Pensó llevarla al
ayuntamiento, pero antes quiso tocar la canción. Se acordó de aquella música tan dulce;
sopló un poco y en aquel momento ocurrió algo muy grande.

Empezaron a salir todos los niños y niñas, todos sus amigos, que se pusieron muy
contentos.

Al llegar a la ciudad, la alegría y la felicidad volvió a todas las casas y a todas las gentes.
Hicieron una fogata y quemaron aquella misteriosa flauta porque no querían acordarse
nunca más de ella.

Y la ciudad de Hamelín volvió a ser alegre, mucho más alegre que antes.

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EL CONSEJO DE LOS PERROS


Hace mucho, muchísimo tiempo, había tantos lobos y daban tanta guerra a los pastores
matándoles las ovejas, que los pastores se pasaban el día diciendo a sus perros:

-¡Perro, perro... que viene el lobo!

Los perros, cansados de tanto trabajar, acordaron reunirse todos en un sitio, la Mata
Rosueros, una gran dehesa, para consideran el caso. Finalmente acordaron separarse en
dos grupos e ir unos por un lado y otros por otro, para así poder matar a todos los lobos de
la región, y poder descansar y comer tranquilamente.
Mientras estaban haciendo los preparativos, llegó cojeando un perro viejo y, tras saludarlos,
les dijo:

-¿Qué habéis decidido, amigos míos?

-Hemos pensado ir unos por un sitio y otros por otro, para así acabar con todos los lobos de
la región, y poder descansar y comer tranquilamente- respondieron los perros.

-¡Buena idea! –respondió el perro viejo- Pero ocurrirá otra cosa: al matar a todos los lobos,
los pastores dirán: “¿Para qué necesitamos ahora tantos perros?”. Y así el amo que tenga
cuatro perros se quedará con dos, y el que tenga dos, se quedará con uno; pero, a la hora
de elegir, dirán: “¿A cual matamos?” y responderán: “¡Al más viejo!”. Y finalmente todos
acabaremos igual.

Los perros empezaron a pensar en lo que les había dicho el más viejo y al cabo de un buen
rato dijeron:

-¡Tienes toda la razón! Los pastores matarán a la mitad de sus perros y a los que
quedemos nos darán menos de comer pues ya no tendremos que trabajar tanto.

Así es como los perros decidieron no acabar con todos los lobos de una vez para siempre,
para poder seguir viviendo, aunque tuviesen que trabajar todo el día y toda la noche.

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LA ADIVINANZA DEL REY

Había una vez dos reyes que se peleaban entre sí desde hacía mucho tiempo. Uno de ellos
consiguió en cierta ocasión hacer prisionero al otro. El vencedor estaba saboreando la
victoria, cuando le anunciaron que la hija de su prisionero quería hablarle. Creyendo que
venía a implorarle el perdón de su padre, dio órdenes para que la dejaran pasar.

El rey estaba decidido a no dejarse enternecer, pero cuando la vio delante de él tan
hermosa, tan joven y tan triste, sintió que su corazón se abría de par en par. La joven le
saludó serenamente y le dijo:

-Majestad, creéis que sois el más fuerte porque habéis hecho prisionero a mi padre. Creéis
que vais a poder dominar mi país, a arrebatarle sus riquezas. Pero, escuchad bien lo que
os voy a decir: mi pueblo nunca lo permitirá y, de ese modo, la guerra va a prolongarse
indefinidamente. Para reconciliar ambos pueblos os propongo discutir unas condiciones de
paz.

El rey se quedó atónito. Esperaba lágrimas, súplicas... pero, no un discurso político. Entre
humillado y admirado por el atrevimiento de la princesa, dudó un instante y luego
respondió:

-Nuestros pueblos están enemistados desde hace tanto tiempo que me parece imposible
que pueda haber paz entre ellos. Sería como querer unir el sol y la lluvia o el día y la noche.
Pero, ya que tú te crees tan hábil, ¿por qué no vienes a verme mañana? Pero, no podrás
venir ni a pie ni a caballo, ni vestida ni desnuda. Además deberás traerme un regalo y, al
mismo tiempo, no deberás traerme ninguno. Entonces, hablaremos de paz.

La princesa, después de saludar al rey, se fue. Éste se quedó solo, pensando: “Seguro que
ya no la veré más”, lo que, por otra parte, lo entristecía.

Sin embargo, a la mañana siguiente, la joven se presentó de nuevo. Iba sentada, a


horcajadas, sobre un gran perro –no iba, pues, ni a pie ni a caballo; se cubría con un hilo de
pescar –no llevaba vestido, pero tampoco iba desnuda; sostenía en sus manos un pájaro
que ofreció al rey, a modo de regalo, pero cuando lo soltó, el pájaro se fue volando y el rey
se quedó sin regalo.

El rey no tuvo más remedio que hablar de paz con la princesa y, como la encontraba tan
bella como inteligente, le propuso que se casara con él. Sus dos países fueron, desde
entonces, un solo reino que vivió en paz para siempre.
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LA LIEBRE Y EL ERIZO
Un día, el erizo salió a dar un paseo y encontró a una liebre. La saludó cortésmente, pero
ella no le devolvió el saludo. Con actitud despectiva le preguntó al erizo:

-¿Qué haces tan temprano en el campo?

-Estoy dando un paseo –respondió el erizo.

-¿Un paseo? –dijo en tono burlón la liebre-.¡Será mejor que no fatigues tus patitas!

El erizo se sintió terriblemente humillado, pues no le gustaba que se burlasen de sus patas,
pequeñas y torcidas. Y respondió:

-¿Crees acaso, que con tus grandes patas estás mejor equipada que yo?

-¡Por supuesto! –respondió la liebre, muerta de risa.

-¡Ya lo veremos! –dijo el erizo-. Hagamos una carrera. ¡Te apuesto lo que quieras a que yo
corro más deprisa que tú!

-¡Pero, qué dices! –exclamó la liebre-. ¿más deprisa que yo, con esas patitas torcidas?
-¡Sí! –afirmó el erizo.

-Pues, ¡de acuerdo! –respondió la liebre-. ¿Qué nos apostamos?

-Una botella de buen vino –dijo el erizo.

-Perfecto –dijo la liebre- ya podemos empezar.

-No, aguarda –dijo el erizo-. Primero debo ir a casa a desayunar. Nos encontraremos dentro
de media hora, en este mismo sitio.

Se separaron y el erizo se dio prisa en llegar a su casa. Una vez allí, dijo a su mujer:

-He apostado una botella de vino a que ganaré a la liebre en una carrera. Ven conmigo, te
necesito.

-¡Ay! –gimió la señora erizo-. ¿Cómo has podido hacer una apuesta semejante? ¿Te has
vuelto loco?

La llevó al campo y le explicó todo lo que tenía que hacer:

-La liebre correrá por un surco y yo por otro. Saldremos de un extremo del campo. Tú, te
esconderás en el otro extremo, en el mismo surco por donde yo he de correr. Cuando veas
llegar a la liebre, le dirás: “He llegado primero”.

Se colocaron, pues, cada uno en un extremo del campo y esperaron a la liebre. Llegó
enseguida. Los dos contrincantes se pusieron en la línea de salida, cada uno en el surco
correspondiente. La liebre contó:

-¡Atención! Uno, dos y ¡tres!

La liebre salió disparada como una flecha. El erizo, en cambio, dio unos pasos y se tumbó
en el surco. Cuando la liebre llegó al otro extremo del campo, quedó sorprendida de ver a la
mujer erizo ante ella, que le decía:

-¡Yo he llegado primero!

La liebre no acertaba a comprender. Creía, realmente, que se trataba del erizo, porque él y
su mujer eran exactamente iguales.

-¡No es posible! –exclamó la liebre-. Repitamos la carrera en el otro sentido.

Y, de nuevo, la liebre salió disparada como un rayo. La mujer del erizo ni se movió de su
sitio. Al llegar al otro extremo, casi sin respiración, la liebre frenó con sus cuatro patas y el
erizo le gritó:

-¡Yo he llegado primero!

Fuera de sí, la liebre exclamó:

-¡Volvamos a empezar!
-Si te place, podemos repetirla tantas veces como quieras.

Repitieron la carrera setenta y tres veces. A la setenta y cuatro, la liebre ya no pudo


terminarla, se desvaneció en medio del campo. Los dos erizos no esperaron a que la liebre
volviera en sí. Se fueron a su casa, satisfechos de la lección que le habían dado a ese
animal presuntuoso. Algunos días después, el erizo encontró delante de su puerta una
botella de vino. La había dejado la liebre.

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EL LEÓN Y LA LIEBRE
Había un bosque en el que acostumbraban a reunirse los animales salvajes y cada vez que
hacía su aparición ante ellos el león, acto seguido cogía a un animal y se lo comía. Los
infelices animales vivían en una angustia perpetua.

Un día se reunieron y empezaron a pensar qué harían, qué sería lo mejor para librarse de
este miedo continuo. Después de mucho pensarlo y discutir, decidieron darle al león ellos
mismos un tributo mientras viviese, para que no les tuviera día tras día atemorizados. Así
es que fueron a visitar al león y le comunicaron su decisión.

El león aceptó, con la condición de que le dieran el tributo en el plazo fijado, sin demora
alguna.

-¡Si no lo hacéis así, os destrozaré a todos! –les amenazó.

Los animales cada día llevaban a uno de los suyos. En esto, le tocó el turno a la liere y
todos se reunieron para llevársela al león.

-¡Ya sé que no hay nada que hacer y que me toca mi turno! –dijo la liebre-. Pero ¡dejadme ir
sola! Yo iré sola y trataré de arreglarme con el león. Quizá logre salvarme y libraros de este
continuo tormento.

Los animales se echaron a reír:

-¡Mira qué fatua es esta liebre, que está muerta de miedo!

El león estaba muy hambriento, y la liebre llegó tarde a propósito. Con los ojos dando
vueltas, el león esperaba rechinando los dientes a que llegase su víctima, y arrojarse sobre
ella para vengarse de todos los animales, cuando de pronto, la liebre apareció. Con mirada
sombría, preguntó el león:

-¿Cómo es que tienes el atrevimiento de llegar tan tarde?

-¡Esclarecido señor! –tartamudeó la liebre, temblorosa-. Yo venía con el encargo de traer


otra liebre, pero por el camino nos ha sorprendido otro león, y se ha llevado a la liebre a
una profunda caverna.

-¡Oh! –rugió el león-, ¡mostradme ese león!

La liebre lo condujo a una fuente y dijo:

-Allí dentro está. Tengo miedo de ir sola, llévame en tus garras y te lo mostraré.

El león llevó a la liebre en sus garras y miraron dentro de la fuente. En el fondo de la fuente
aparecía su imagen reflejada en el agua; el león, con la liebre en las garras, se puso a
contemplarla.

Furioso, el león apartó a un lado a la liebre, y se arrojó a la fuente para disputar con su rival
y robarle la presa. Pero la fuente era muy profunda y el león, rabioso, se ahogó.

Cuando los animales se enteraron de esto, fue grande su júbilo, pues era el enemigo más
espantoso que tenían. Y todos se lo agradecieron mucho a la liebre.
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EL MUÑECO DE NIEVE
Había una vez un montón de nieve que quería ser muñeco. Pasó un hombre que tenía
gafas negras, abrigo negro y cartera de cuero negro y el montón de nieve le dijo:

-Yo quiero ser muñeco de nieve.

Y el hombre le contestó:

-¡Déjame en paz! Yo sólo se ganar dinero. Es lo único que me interesa.

Y, mientras decía esto, su cara se ponía verdosa de avaricia y de prisas.

Pasó una castañera que llevaba horno y un saco lleno de castañas y el montón de nieve le
dijo:

-Yo quiero ser muñeco de nieve.

Y la castañera le contestó:

-Tengo que asar castañas todo el día para poder vivir... ¡Qué más quisiera yo que poder
ayudarte!

Y, mientras decía esto, su cara se llenaba de tristeza.

Pasó un niño, que tenía pelo largo y un trineo, y el montón de nieve le dijo:

-Yo quiero ser muñeco de nieve.

Y el niño del trineo contestó:

-Yo solo no puedo hacerlo...

Y, mientras decía esto, su cara se llenaba de esperanza.

Aquel niño se quedó, jugando con su trineo, cerca del montón de nieve.

Luego pasó una niña que tenía pelo corto y pantalón de lana; más tarde, un niño que tenía
gafas y un abrigo marrón; y otro que tenía una bufanda roja y pasamontañas...
Y todos dijeron al montón de nieve:

-Yo solo no puedo hacerlo.

Y todos se quedaron a jugar allí.

Finalmente pasó una niña que tenía pantalón de pana y jersey de cuello alto, y el montón
de nieve le dijo:

-Yo quiero ser muñeco de nieve.

La niña del pantalón de pana y jersey de cuello alto miró a su alrededor y , al ver a todos los
niños, gritó:

-¡Chicos! ¡Vamos a hacer un muñeco de nieve!

Y todos se pusieron a la faena.

Juntos, hicieron dos bolas de nieve: una, grande, para el cuerpo; otra, más pequeña, para
la cabeza.

Juntos, colocaron la cabeza sobre el cuerpo y juntos buscaron cosas para adornarlo.

El niño del trineo trajo una zanahoria para hacer la nariz; la niña del pantalón de lana, una
bufanda de colores; el niño del pasamontañas, una pipa y una escoba; la niña del jersey de
cuello alto, un sombrero viejo... La castañera les regaló dos castañas; y con aquellas
castañas, convertidas en ojos, el muñeco de nieve comenzó a ver.

Y cada uno trajo lo que mejor le pareció para adornar el muñeco.

Cuando el muñeco estuvo terminado, con su nariz de zanahoria, sus ojos de castaña, su
pipa y su bufanda, todos los niños bailaron a su alrededor.

La castañera dejó su puesto unos momentos y se unió al corro.

El muñeco de nieve, muy sonriente, marcaba el compás golpeando el suelo con la escoba y
los niños cantaban:

Al corro de la patata,

comeremos ensalada,

lo que comen los señores,

naranjitas y limones....

Mientras tanto, todos los hombres que sólo sabían ganar dinero, con sus gafas negras, sus
abrigos negros y sus carteras de cuero negro, pasaban de prisa, sin ver aquella rueda
maravillosa que giraba y giraba en torno al muñeco de nieve.

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EL BARCO EN LA BOTELLA

Había una vez un barco que vivía dentro de una botella. Aquel barco era feliz, porque creía
que, en aquella botella, estaba encerrado todo el mundo.

Hicieron el barco con maderas duras y olorosas y lo pintaron de colores alegres y brillantes.

Con los palos y las velas plegados, como un paraguas, lo metieron en la botella.

Tiraron de los hilos y todas las velas se izaron airosas.

El barco se encontró en medio de un paisaje maravilloso. Abajo, las olas encrespadas de


un mar de papel.

A un lado, toda una hilera de casas. Escalonadas.

Paredes blancas y tejados rojos. Blusas marineras de color azul, comido por el salitre.
Redes tendidas a secar a la puerta de las casas, en la acera mínima, en el muelle.

Un muelle de piedras iguales, redondeadas por los bordes, con un leve toque de verdín.

Y el barco en el centro, protagonista de la escena.

El barco tenía razón para pensar que todo el mundo estaba encerrado en aquella botella.

El barco era hermoso y una hermosa escena estaba representada en el interior de la


botella. Por eso, el dueño del barco en la botella se encariñó con él.

Y terminó por hacerse coleccionista de barcos de botella. Recorrió tiendas y almacenes,


mercados y mercadillos. Y compró todos los barcos que pudo encontrar.

Y, cuando todos estuvieron colocados en una repisa, nuestro barco se dio cuenta de que no
todo el mundo se reducía al interior de su botella.

Había otros mundos, muchos, encerrados en otras muchas botellas. Y esto le llenó de
preocupación.

Más tarde, descubrió que todo aquel mundo era artificial: olas de papel, casas de corcho,
nubes de algodón...

Y se lo dijo a los otros barcos.

Y todos comprendieron que no sirven para nada los mundos encerrados en botellas.
Por eso, aquel día, los barcos empujaron con la proa, con la popa, con los mástiles afilados,
hasta que los cristales de todas las botellas saltaron por los aires.

Y todos iniciaron su lento camino por los desagües, por las alcantarillas, por los ríos, hasta
llegar al mar.

Hasta llegar al puerto que todos los constructores habían copiado en las botellas.

Y los barcos se llenaron de alegría; porque todo, allí, era verdad.

Las casas eran verdad, y el agua era verdad, y las redes habían pescado peces, y las
camisas marineras estaban llenas de salitre: salitre del mar y salitre del trabajo.

Allí sabían qué era cada cosa y qué era cada uno.

Y sabían que todos formaban un solo mundo.

Y, a partir de aquel momento, en que sabían qué era cada uno y para qué servía cada
cosa, pudieron comenzar una vida nueva, sincera y libre.

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LA LEYENDA DEL MAÍZ
Hace ya mucho tiempo, las tribus indias entraron en guerra las unas con las otras. Era difícil
circular con tranquilidad, porque cualquier viajero podía ser espía de las tribus enemigas.

Sin embargo, una pobre anciana y su nieto iban de poblado en poblado, buscando una tribu
que quisiera acogerlos, pues no tenían adónde ir. Pero, eran rechazados en todas partes.

Un día, llegaron al poblado de unos indios que les invitaron a sentarse alrededor del fuego y
a comer con ellos. El jefe de la tribu dijo a la anciana:

-Podéis permanecer con nosotros, si no os da miedo pasar hambre. No abunda la caza en


estas tierras, pero lo poco que tenemos lo compartiremos con vosotros.

-No tenemos grandes necesidades –respondió la anciana-, y, además puedo trabajar para
vosotros. Me ocupare de los niños, mientras los mayores vais a buscar comida.

Al día siguiente, como de costumbre, los hombres salieron de caza y las mujeres a recoger
frutos, plantas y agua. Los niños se quedaron solos. ¡Qué suerte poder jugar todo el día sin
ser importunados por los mayores! Pero, no tenían que comer... Los padres no regresaban
hasta la noche de cazar o de recolectar frutas y sus pequeños estómagos encontraban la
jornada muy larga.

Aquel día, los niños estuvieron jugando muchas horas. Cuando empezaban a estar
cansados, la anciana los llamó. Se acercaron a ella muy sorprendidos.

-¿Qué estás haciendo, abuela? –preguntó uno de los niños.

-Os estoy preparando una papilla de maíz –respondió la anciana, mientras removía un
espeso puré en una gran olla. Los niños jamás habían visto nada semejante. Pero, cuando
lo probaron, todos querían repetir. Comieron hasta reventar. Luego, se sentaron alrededor
de la anciana, como polluelos acurrucados entre las alas de su mamá, y ésta les empezó a
contar unas historias maravillosas.

A partir de entonces, cada día hacían lo mismo. Gracias al maíz de la anciana ya no


pasaban hambre y, además les contaba historias interesantes.

Pasaron los meses y la anciana, cada día, parecía más cansada. Sin embargo, preparaba,
como de costumbre, la comida a los niños.

Un día, ya no tenía fuerzas ni para levantarse, pero su nieto la vio al mediodía junto a la olla
llena de papilla. Entonces la abuela le dijo:

-He sembrado maíz y ha brotado enseguida, pero ha de ser regado y desyerbado. Deberéis
ocuparos tú y los demás niños de hacerlo.

Fueron sus últimas palabras, pero siguió preparándoles la papilla hasta que las mazorcas
estuvieron maduras. Aquel día, cuando su nieto entró en la tienda, ella ya no estaba. Nadie
volvió a verla jamás: se había transformado en maíz.
En la actualidad, si miráis una mazorca, rodeada por sus hojas, veréis, hilos de plata: son
los cabellos de la buena anciana que hizo brotar el maíz para que los niños indios nunca
más volvieran a pasar hambre.

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