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RODARI, Gianni-Cuentos para Jugar

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Está en la página 1de 27

Esta obra recoge 20 cuentos cuyos

desenlaces quedan abiertos a tres


finales distintos; un original recurso
que ha servido para estimular la
creatividad literaria de lectores de
todo el mundo. En ellos, Gianni
Rodari deja retazos de su fina
ironía, a la vez que hace un
llamamiento a la cordialidad, la
generosidad, imaginación y
honradez.
INSTRUCCIONES PARA EL USO
Estas historias se publican con la
amable autorización de la RAI (Radio-
Televisión Italiana). De hecho, fueron
escritas para un programa radiofónico
que se titulaba precisamente Cuentos
para jugar, que fue emitido en los años
1969-70.
Estos mismos cuentos aparecieron
después en el Corriere dei piccoli.
Cada cuento tiene tres finales, a
escoger.
En las últimas páginas el autor ha
indicado cuál es el final que él prefiere.
El lector lee, mira, piensa y si no
encuentra un final a su gusto puede
inventarlo, escribirlo o dibujarlo por sí
mismo.
¡Que os divirtáis!
Pinocho el astuto
Había una vez Pinocho. Pero no el
del libro de Pinocho, otro. También era
de madera, pero no era lo mismo. No le
había hecho Gepeto, se hizo él solo.
También él decía mentiras, como el
famoso muñeco, y cada vez que las
decía se le alargaba la nariz a ojos vista,
pero era otro Pinocho: tanto es así que
cuando la nariz le crecía, en vez de
asustarse, llorar, pedir ayuda al Hada,
etcétera, cogía un cuchillo, o sierra, y se
cortaba un buen trozo de nariz. Era de
madera ¿no? así que no podía sentir
dolor.
Y como decía muchas mentiras y aún
más, en poco tiempo se encontró con la
casa llena de pedazos de madera.
—Qué bien —dijo—, con toda esta
madera vieja me hago muebles, me los
hago y ahorro el gasto del carpintero.
Hábil desde luego lo era.
Trabajando se hizo la cama, la mesa, el
armario, las sillas, los estantes para los
libros, un banco. Cuando estaba
haciendo un soporte para colocar
encima la televisión se quedó sin
madera.
—Ya sé —dijo—, tengo que decir
una mentira.
Corrió afuera y buscó a su hombre,
venía trotando por la acera, un
hombrecillo del campo, de esos que
siempre llegan con retraso a coger el
tren.
—Buenos días. ¿Sabe que tiene
usted mucha suerte?
—¿Yo? ¿Por qué?
—¡¿Todavía no se ha enterado?! Ha
ganado cien millones a la lotería, lo ha
dicho la radio hace cinco minutos.
—¡No es posible!
—¡Cómo que no es posible…!
Perdone ¿usted cómo se llama?
—Roberto Bislunghi.
—¿Lo ve? La radio ha dado su
nombre, Roberto Bislunghi. ¿Y en qué
trabaja?
—Vendo embutidos, cuadernos y
bombillas en San Giorgio de Arriba.
—Entonces no cabe duda: es usted
el ganador. Cien millones. Le felicito
efusivamente…
—Gracias, gracias…
El señor Bislunghi no sabía si
creérselo o no creérselo, pero estaba
emocionadísimo y tuvo que entrar a un
bar a beber un vaso de agua. Sólo
después de haber bebido se acordó de
que nunca había comprado billetes de
lotería, así que tenía que tratarse de una
equivocación. Pero ya Pinocho había
vuelto a casa contento. La mentira le
había alargado la nariz en la medida
justa para hacer la última pata del
soporte. Serró, clavó, cepilló ¡y
terminado! Un soporte así, de comprarlo
y pagarlo, habría costado sus buenas
veinte mil liras. Un buen ahorro.
Cuando terminó de arreglar la casa,
decidió dedicarse al comercio.
—Venderé madera y me haré rico.
Y, en efecto, era tan rápido para
decir mentiras que en poco tiempo era
dueño de un gran almacén con cien
obreros trabajando y doce contables
haciendo las cuentas. Se compró cuatro
automóviles y dos autovías. Los
autovías no le servían para ir de paseo
sino para transportar la madera. La
enviaba incluso al extranjero, a Francia
y a Burlandia.
Y mentira va y mentira viene, la
nariz no se cansaba de crecer. Pinocho
cada vez se hacía más rico. En su
almacén ya trabajaban tres mil
quinientos obreros y cuatrocientos
veinte contables haciendo las cuentas.
Pero a fuerza de decir mentiras se le
agotaba la fantasía. Para encontrar una
nueva tenía que irse por ahí a escuchar
las mentiras de los demás y copiarlas:
las de los grandes y las de los chicos.
Pero eran mentiras de poca monta y sólo
hacían crecer la nariz unos cuantos
centímetros de cada vez.
Entonces Pinocho se decidió a
contratar a un «sugeridor» por un tanto
al mes. El «sugeridor» pasaba ocho
horas al día en su oficina pensando
mentiras y escribiéndolas en hojas que
luego entregaba al jefe:
—Diga que usted ha construido la
cúpula de San Pedro.
—Diga que la ciudad de
Forlimpopoli tiene ruedas y puede
pasearse por el campo.
—Diga que ha ido al Polo Norte, ha
hecho un agujero y ha salido en el Polo
Sur.
El «sugeridor» ganaba bastante
dinero, pero por la noche, a fuerza de
inventar mentiras, le daba dolor de
cabeza.
—Diga que el Monte Blanco es su
tío.
—Que los elefantes no duermen ni
tumbados ni de pie, sino apoyados sobre
la trompa.
—Que el río Po está cansado de
lanzarse al Adriático y quiere arrojarse
al Océano Indico.
Pinocho, ahora que era rico y super
rico, ya no se serraba solo la nariz: se lo
hacían dos obreros especializados, con
guantes blancos y con una sierra de oro.
El patrón pagaba dos veces a estos
obreros: una por el trabajo que hacían y
otra para que no dijeran nada. De vez en
cuando, cuando la jornada había sido
especialmente fructífera, también les
invitaba a un vaso de agua mineral.
PRIMER FINAL

Pinocho cada día enriquecía más.


Pero no creáis que era avaro. Por
ejemplo, al «sugeridor» le hacía algunos
regalitos: una pastilla de menta, una
barrita de regaliz, un sello del
Senegal…
En el pueblo se sentían muy
orgullosos de él. Querían hacerle
alcalde a toda costa, pero Pinocho no
aceptó porque no le apetecía asumir una
responsabilidad tan grande.
—Pero puede usted hacer mucho por
el pueblo —le decían.
—Lo haré, lo haré lo mismo.
Regalaré un hospicio a condición de que
lleve mi nombre. Regalaré un banquito
para los jardines públicos, para que
puedan sentarse los trabajadores viejos
cuando están cansados.
—¡Viva Pinocho! ¡Viva Pinocho!
Estaban tan contentos que decidieron
hacerle un monumento. Y se lo hicieron,
de mármol, en la plaza mayor.
Representaba a un Pinocho de tres
metros de alto dando una moneda a un
huerfanito de noventa y cinco
centímetros de altura. La banda tocaba.
Incluso hubo fuegos artificiales. Fue una
fiesta memorable.
SEGUNDO FINAL

Pinocho se enriquecía más cada día,


y cuanto más se enriquecía más avaro se
hacía. El «sugeridor», que se cansaba
inventando nuevas mentiras, hacía algún
tiempo que le pedía un aumento de
sueldo. Pero él siempre encontraba una
excusa para negárselo:
—Usted en seguida habla de
aumentos, claro. Pero ayer me ha colado
una mentira de tres al cuarto; la nariz
sólo se me ha alargado doce milímetros.
Y doce milímetros de madera no dan ni
para un mondadientes.
—Tengo familia —decía el
«sugeridor»—, ha subido el precio de
las patatas.
—Pero ha bajado el precio de los
bollos, ¿por qué no compra bollos en
vez de patatas?
La cosa terminó en que el
«sugeridor» empezó a odiar a su patrón.
Y con el odio nació en él un deseo de
venganza.
—Vas a saber quién soy —farfullaba
entre dientes, mientras garabateaba de
mala gana las cuartillas cotidianas.
Y así fue como, casi sin darse
cuenta, escribió en una de esas hojas:
«El autor de las aventuras de Pinocho es
Cario Collodi».
La cuartilla terminó entre las de las
mentiras. Pinocho, que en su vida había
leído un libro, pensó que era una mentira
más y la registró en la cabeza para
soltársela al primero que llegara.
Así fue cómo por primera vez en su
vida, y por pura ignorancia, dijo la
verdad. Y nada más decirla, toda la leña
producida por sus mentiras se convirtió
en polvo y serrín y todas sus riquezas se
volatizaron como si se las hubiera
llevado el viento, y Pinocho se encontró
pobre, en su vieja casa sin muebles, sin
ni siquiera un pañuelo para enjugarse las
lágrimas.
TERCER FINAL

Pinocho se enriquecía más cada día


y sin duda se habría convertido en el
hombre más rico del mundo si no
hubiera sido porque cayó por allí un
hombrecillo que se las sabía todas; no
sólo eso, se las sabía todas y sabía que
todas las riquezas de Pinocho se habrían
desvanecido como el humo el día en que
se viera obligado a decir la verdad.
—Señor Pinocho, esto y lo otro:
ponga cuidado en no decir nunca la más
mínima verdad, ni por equivocación, si
no se acabó lo que se daba.
¿Comprendido? Bien, bien. A propósito,
¿es suyo aquel chalet?
—No —dijo Pinocho de mala gana
para evitar decir la verdad.
—Estupendo, entonces me lo quedo
yo.
Con ese sistema el hombrecillo se
quedó los automóviles, los autovías, el
televisor, la sierra de oro. Pinocho
estaba cada vez más rabioso pero antes
se habría dejado cortar la lengua que
decir la verdad.
—A propósito —dijo por último el
hombrecillo— ¿es suya la nariz?
Pinocho estalló:
—¡Claro que es mía! ¡Y usted no
podrá quitármela! ¡La nariz es mía y ay
del que la toque!
—Eso es verdad —sonrió el
hombrecito.
Y en ese momento toda la madera de
Pinocho se convirtió en serrín, sus
riquezas se transformaron en polvo,
llegó un vendaval que se llevó todo,
incluso al hombrecillo misterioso, y
Pinocho se quedó solo y pobre, sin ni
siquiera un caramelo para la tos que
llevarse a la boca.
Los finales del autor
EL TAMBORILERO MÁGICO

El primer final no me gusta: ¿cómo


un tamborilero alegre y generoso se va a
convertir de repente en un salteador de
caminos? El tercer final no me va: me
parece una maldad poner fin a la magia
para castigar una pequeña, inocente
curiosidad. La curiosidad no es un
defecto. Si los científicos no fueran
curiosos, nunca descubrirían nada
nuevo. Estoy por el segundo.

PINOCHO EL ASTUTO
El primer final está equivocado
porque no es justo que Pinocho el astuto,
después de todos esos embustes, sea
festejado como un benefactor. Dudo
entre el segundo y el tercero. El segundo
es más gracioso, el tercero más mal
intencionado.

AQUELLOS POBRES
FANTASMAS

El primer final es imposible: no creo


que en la Tierra queden tantos miedosos.
El segundo es divertido, pero no por las
ranas, pobrecitas. Me gusta más el
tercero, también porque deja la puerta
abierta para continuar la historia.
GIANNI RODARI (Omegna, 23 de
octubre de 1920 - Roma, 14 de abril de
1980) fue un escritor, pedagogo y
periodista italiano especializado en
literatura infantil y juvenil.
Famoso por su fantasía y por su
originalidad, Gianni Rodari hizo un
importante contribución a la tarea de
renovar la literatura infantil mediante
cuentos, canciones y poemas. Lleno de
vida, y con una comprensión del alma de
los niños muy profunda, Gianni Rodari
ha creado obras inolvidables (sus libros
hacen soñar y a la vez son muy
divertidos), entre las que se cuentan Las
aventuras de Cebolleta, Cuentos por
teléfono o Cuentos para jugar, que se
siguen leyendo hoy en los colegios. Su
forma de hacer historias fomenta la
creatividad y la imaginación, dos
aspectos fundamentales para la
educación que parecen estar
perdiéndose en la actualidad, donde
todo se le da hecho al niño y no se le
hace pensar o investigar por su cuenta.
El nombre de Gianni Rodari significa
mucho para niños y educadores de todo
el mundo por la riqueza y la relevancia
de su obra, una de las más importantes
de la literatura infantil del último siglo.
En la obra de Rodari encontramos un
firme compromiso pedagógico, no solo
destinado a los niños, sino también a
educadores y padres, unido a un deseo
de reforma social, manifestado en su
espíritu pacifista o en la preocupación
por los menos favorecidos frente a los
estamentos sociales más altos. Por otra
parte, Gianni Rodari no se limitaba a
inventar y escribir relatos que
entretuvieran a su público, sino que lo
invitaba a inmiscuirse en la historia y a
completar la trama. Para el autor
italiano «es creativa una mente que
siempre trabaja, que siempre hace
preguntas, que descubre problemas
donde los otros encuentran respuestas
satisfactorias».

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