Gobierno de R. Alfonsín (1983-1989) - Guía
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Estados Unidos y los principales países del globo iniciaron en los setenta procesos
agudos de cambio cuyas manifestación más visible fue el desequilibrio de su
balanza de pagos, que intentaron corregir en forma drástica con consecuencias
determinantes sobre los países endeudados del denominado Tercer Mundo durante
los años 80. Se produjo también una reversión de los flujos de capital que convirtió a
los países más pobres de receptores a expulsores de los mismos. A partir de
esosaños, los países centrales absorbieron la mayor cantidad de transacciones,
rompiendo todo un ciclo histórico
Durante los años 80, la economía de los países latinoamericanos estuvo fuertemente
determinada por el problema de la deuda externa. Dado el papel cada vez más irrelevante
que la región ocupó desde el punto de vista del comercio internacional, podemos señalar
que el proceso de endeudamiento y su (intento) de resolución constituyó el único campo de
preocupaciones económicas de los países hegemónicas. Los desequilibrios de la balanza
de pagos norteamericanas y sus intentos de reestructuración mediante la elevación de las
tasas de interés provocaron el recrudecimiento de los problemas de los países de la región.
La negociación entre los bancos acreedores, los organismos multilaterales de crédito y los
países deudores reconoció varias fases.
La primera transcurrió entre agosto de 1982, cuando México suspendió el pago de
los servicios de la deuda, hasta septiembre de 1985. Argentina, Brasil, México y Colombia
acordaron líneas de acción comunes para solucionar desde una posición de mayor fortaleza
el problema. Esta iniciativa que culminó con la firma de un documento, y a la que se
sumaron Ecuador, Perú y Venezuela , consistía en negociar directamente con los países
industrializados reunidos en el G7. El objetivo final era una solución política a la cuestión
que incluyera una quita sustancial del capital y una reducción de los intereses.
Desde el punto de vista latinoamericano, la reunión fue un rotundo fracaso. Las
naciones industrializadas mantuvieron la firme determinación de encarar la negociación en
forma bilateral y avalaron tanto la actuación de los organismos multilaterales de crédito
como sus recomendaciones, es decir, la implementación de planes de austeridad
destinados a aumentar los niveles de ahorro que garanticen los pagos a la banca
acreedora. En respuesta, los cancilleres y ministros de la región firmaron el llamado
Consenso de Cartagena que estableció el principio de corresponsabilidad de la banca
acreedora en el proceso de endeudamiento y refirmando los principios declarados ante el
G7. Sin embargo, no se llegó a ninguna acción concreta y los principios de los países más
poderosos se impuso.
La situación no solo era crítica para los deudores. La banca acreedora también se
encontraba en problemas debido a la extensión y la densidad del problema que trascendía
el espacio latinoamericano. Los compromisos financieros de los 5 países que incumplieron
superaban el capital de algunas de las entidades bancarias acreedoras, incluso con riesgo
de quiebra elevado.
La segunda fase correspondió al denominado “Plan Baker” (Programa para el
Crecimiento Sostenido) desde septiembre de 1985 a septiembre de 1987. El núcleo de esta
estrategia consistió en la propuesta de James Baker, Secretario del Tesoro de los Estados
Unidos, de obtener 29000 millones de dólares estadounidenses en nuevos préstamos en un
plazo de tres años , procedentes en gran parte del sector privado y de los organismos
internacionales.
Esta inyección de fondos permitiría que los deudores realizaran “un ajuste estructural
con crecimiento” El Plan Becker, seguido por los principales países de la región,
reestructuró un total de 176000 millones de dólares estadounidenses adeudados. El plan
incluyó vencimientos más largos, menores márgenes y eliminó las comisiones por
renegociación que habían pagado los gobiernos de los países deudores en la primera fase.
Sin embargo, un nuevo proceso de crisis se desató en la región centrada en la
moratoria unilateral que declaró Brasil en febrero de 1987. Como consecuencia de este
fenómeno y del deterioro de las condiciones internas de la economía norteamericana, se
desató una grave crisis bursátil en Wall Street, en octubre de de ese año.
La tercera fase, llamado “Plan Backer B”, se desarrolló entre septiembre de 1987 y
marzo de 1989. Modificó en parte los esquemas vigentes y constituyó un proceso de
transición hacia una nueva concepción del problema. Comenzaba el proceso conocido
como “capitalización de las deuda externa” consistente en el pago del capital adeudado a
través de la venta de los activos más visibles de los Estados latinoamericanos, las
empresas públicas.
La ultima y cuarta fase de la renegociación de la deuda durante los años ochenta fue
el “Plan Brady”. El nuevo Secretario del tesoro de los Estados Unidos, Nicholas Brady,
implementó un plan consistente en la renegociación completa de la deuda pero dando
prioridad a los mecanismos de reducción stock a través de tasas más bajas y de
capitalización de la deuda. Se aceptó desvincular la renegociación de la deuda de la firma
de un convenio con el FMI, lo cual significaba que un país podía llegar a un acuerdo incluso
si estaba retrasado en los pagos, reconociendo una situación que se estaba dando de
hecho.
5) ¿En qué consistió el Plan Austral de 1985? Expliquen qué concepción tenía respecto
de la inflación.
6) ¿Por qué a partir de los años 80 se cuestiona el papel que tenía el Estado en la
economía? ¿Qué medidas pensó el gobierno de Alfonsín para resolver el problema?
Lo que se estaba cuestionando era el papel creciente que el Estado había jugado
después de la posguerra pero en un contexto ahora radicalmente diferente. El gran impulso
al estado empresario había transcurrido durante las dos primeras presidencias peronistas
pero hacia fines de los años sesenta y principios de los setenta diversos factores
ampliaron paulatinamente sus campos de acción. Hasta ese momento, la convicción
predominante entre los gobiernos de las más diversas tendencias políticas (civiles y
militares) acerca de la necesidad de intervenir la economía, radicó en que solo el Estado
podía garantizar niveles de empleo, actividad y crecimiento económico.
De esa forma, el Estado se hizo cargo de actividades privadas de crecimiento nulo o
vegetativo, subsidió en forma creciente a una cantidad cada vez mayor de actividades
productivas privadas a través de variados sistemas de desgravamientos impositivos y
otorgó préstamos a tasas subsidiadas. También privilegió la compra de insumos y
productos a numerosas empresas contratistas que colonizaron sus aparatos. El peso
creciente de este “capitalismo asistido” sobre el presupuesto público coexistió con las
demandas crecientes propias de un WelfareState y planes coyunturales aplicados por el
gobierno de turno.
En efecto, el crecimiento del número de beneficiarios de la previsión social y la
expansión del sistema educativo se combinaron con otras medidas de más corto alcance
basado en la asistencia inmediato de los sectores más vulnerables, como el Plan
Alimentario Nacional. Las administraciones provinciales y nacionales engrosaban al mismo
tiempo el rol del empleo público como supletorio de la escasa movilidad del mercado de
trabajo en su capacidad de absorción de mano de obra. En definitiva, la expansión estatal
en todas sus modalidades explica el 72% del aumento en el gasto público entre 1970 y
1985, que pasó del 19,7 al 25,3% del PBI.
Esta modalidad de crecimiento comenzó a presentar un severo límite: la capacidad
del gobierno para obtener recursos. Hasta la crisis de la deuda externa latinoamericana de
1982, la expansión de los gastos pudo solventarse gracias al impuesto inflacionario, la
emisión monetaria, los impuestos a la importación y la exportación o la recurrencia al
escuálido mercado de capitales domésticos. La emisión creciente hacía necesaria tasas
inflacionarias cada vez más altas, lo que provocaba daños mayores a la estructura
económica. A principios de los años setenta, la insuficiencia de esos recursos provocó la
recurrencia a una nueva fuente, los préstamos exteriores.
Culminado el proceso de endeudamiento barato en 1982, el estado no pudo
endeudarse en los mercados de capitales ni siquiera a tasas astronómicas y pasó a
depender de la ayuda condicionada del FMI y el Banco Mundial. El peso de la deuda,
provocó la transferencia al exterior de recursos equivalentes a varios puntos del PBI
mientras que el endeudamiento interno exigía el pago de tasas cada vez más elevadas y
colocaciones a plazos cada vez más cortos.
El problema del déficit estructural argentino tenía entonces dos dimensiones: los
problemas de caja acuciantes en el corto plazo, y las medidas de fondo que se requerían
para solucionarlo. El desequilibrio en 1987 era el 7,3 % del PBI, pero habría sido de por lo
menos del 14,6% “si las jubilaciones, los salarios estatales y la inversión pública se
hubiesen elevado hasta su nivel previo a la década del ´80”. Lo cual simbolizaba que el
Estado se encontraba cada vez más incapacitado en cumplir las tareas que se le habían
encomendado en las décadas anteriores. Era demasiado para un gobierno a esa altura muy
débil, sin la claridad de diagnóstico ni convicción necesario para ejecutarlas.
Así todo, se enumeraron una serie de iniciativas destinadas a reformar el Estado:
cambios en la forma de financiamiento de las empresas públicas a través de un Fondo de
Infraestructura Pública; profundización de la política petrolera tendiente a la incorporación
de capitales privados anunciada en el Plan Houston del año anterior; la privatización del
40% del capital de la empresa nacional de teléfonos (ENTEL) y de Aerolíneas Argentinas
(la empresa aérea de bandera), la privatización de la planta de acero SOMISA y la
eliminación de trabas legales a la inversión privada en áreas reservadas al Estado. Sin
embargo, en ninguna de los sectores mencionados se pudo avanzar en forma significativa.
Las privatizaciones parciales de dos de las empresas más grandes (Aerolíneas y
Entel) no atravesaron el tratamiento parlamentario en el Senado donde el radicalismo no
poseía mayoría propia. Otras, como el fondo destinado al financiamiento de las empresas
del Estado, no pasaron del ámbito del Poder Ejecutivo. La participación privada en YPF fue
bloqueada desde la misma burocracia estatal. En resumen, el fracaso en la reforma del
sector público obedeció a varias causas. Por un lado, la oposición peronista había sufrido
un proceso de transformación interna caracterizado centralmente por el triunfo de la
llamada “Renovación Peronista” .Estos habían desplazado de la conducción partidaria a
quienes eran vistos por la opinión pública como los responsables de la derrota de 1983, y
además se mostraban firmes defensores de la democracia y las instituciones. Sin embargo
difícilmente prestarían su apoyo a reformas ajenas a su tradición estatista y si efectivamente
sirviesen a los fines de la estabilización de la economía, esto conspiraría con sus
posibilidades de acceso al poder en 1989.
La otra razón, quizá más significativa, es el escaso convencimiento del gobierno
acerca del camino elegido debido al alejamiento de las tradiciones partidarias que las
reformas representaban. En ese contexto, la reestructuración de la economía surgió mas
como una necesidad inevitable y las olas reformistas que estaban presentes en América
latina, constituía el testimonio más elocuente del camino que había que seguir.
La pérdida progresiva de poder político en manos de la oposición y los
planteamientos militares debilitaron aún más el proceso de toma de decisiones del
gobierno. Sin embargo, a fines de ese año se intentó un nuevo paquete de medidas. En
principio, consistió en un nuevo congelamiento de variables económicas pero ahora en un
contexto de iniciativas más voluminoso que intentaba modificar la situación fiscal de corto
plazo y una progresiva liberalización del mercado financiero desregulando las tasas de
interés y permitiendo una cotización libre del dólar.
Debido al ancla que el valor de la moneda internacional tenía con los precios
domésticos, esa decisión dejaba librada a las fuerzas del mercado los niveles de la inflación
lo cual parecía nacer más de la resignación que de convicciones fuertes. El frente externo
no dejo de deteriorarse: la caída de los términos de intercambio se profundizaba mientras el
gobierno impulsaba acuerdos con los organismos internacionales.
En 1987 finalmente se consiguieron fondos frescos pero al costo de girar reservas
por 1100 millones de dólares y reestructurar la deuda con los bancos comerciales. La
combinación fatal de deterioros de los términos de intercambio, obligaciones externas
ineludibles y el creciente déficit fiscal determinaron una moratoria de hecho a principios de
1988. El gobierno había perdido la confianza pública y si deseaba evitar el peligro de la
hiperinflación, debía ensayar un nuevo plan.
En agosto de 1988 se concibió un plan que abandonaba las estrategias anteriores, basadas
en congelamientos en los que ya nadie creía, para reemplazarlo por un acuerdo con las
empresas líderes formadoras de precios nucleadas en la UIA y la Cámara Argentina de
Comercio. El acuerdo consistía en el desdoblamiento del mercado cambiario, entre uno
“oficial” y otro “financiero”. En el primero, los exportadores agropecuarios debían liquidar la
totalidad de sus divisas (y el 50% de las industriales) a cambio del compromiso oficial de no
aplicar nuevos impuestos a las exportaciones tradicionales.
De esa forma, el gobierno obtendría los dólares suficientes. En el sector financiero,
el resto de los agentes económicos comprarían las divisas necesarias para sus operaciones
(importadores, entre ellos) lo cual generaría un exceso de demanda. Las ventas diarias de
divisas (obtenidas en el mercado comercial) permitirían que, claramente, el tipo de cambio
oficiara como estabilizador de los precios manteniendo una brecha no superior al 25% entre
uno y otro mercado. Como se observa, exportadores e industriales tenían costos y
beneficios muy distintos dentro de este esquema.
Una de sus predecibles consecuencias fue el rechazo de la SRA manifestado en
forma pública El equipo económico incluso se comprometió a la unificación y liberación del
mercado cambiario para generar confianza en un plazo mediano. El FMI actuaría como
garante implícito de la operación al aportar el último tramo del crédito stand by vigente y
prometer 1200 millones más hasta fines de 1989. El Banco Mundial aprobó incluso créditos
por 1250 millones, pese a la cesación de pagos en la que había incurrido el país.
Otros de los aspectos significativos del Plan fueron la paulatina reducción de las
barreras arancelarias al comercio y la eliminación de restricciones a las importaciones de
algunos sectores clave como los vinculados a la producción de insumos y bienes
intermedios. Por intermedio de uno de sus ministros, se intentó (incluso desde antes de
instrumentarse el plan) avanzar nuevamente en la conversión de algunas empresas en
sociedades anónimas, como ELMA, ENTEL y Aerolíneas.
La promesa de liberar los mercados respondía claramente a una presión de los
organismos internacionales, pero también a la culminación de la política de “aprendizaje” del
gobierno que venía desde el año anterior y constituyó un giro profundo en las concepciones
con las que había arribado al poder. En efecto, las motivaciones en la implementación del
plan no solo respondían a la urgencia sino a una mutación en las relaciones entre Estado y
empresarios.
Ahora, el mecanismo elegido era el acuerdo y la concertación de políticas con
actores crecientemente poderosos (del cual se hará referencias en la sección 3.5) no para
decisiones puntuales sino abrir la puerta “a los equilibrios de la oferta y la demanda como
los legítimos mecanismos para resolver en el futuro las pujas entre ellos”. Según algunas
investigaciones, se sugiere que estas variaciones en la conducta de la gestión radical
obedecieron a un verdadero proceso de “transformismo” de los dirigentes políticos de los
partidos mayoritarios, quienes se convirtieron en la expresión más o menos directa de los
sectores empresariales.
En el corto plazo, se produjo una notoria estabilización de las variables
macroeconómicas: la inflación bajó del 27% a comienzos del Plan al 7% en diciembre de
1988 mientras que el tipo de cambio libre pasó de una expansión mensual del 32 al 5%.Uno
de los factores que explican esta evolución se debió al ingreso de capitales especulativos
de corto plazo que aprovecharon altas tasas de interés. Sin embargo, su éxito en el
mediano plazo dependía de la disponibilidad de las reservas y de la estabilidad política dos
variables absolutamente frágiles a esta altura. Las señales, sin embargo, provinieron del
exterior. Los rumores a fines de enero de 1989 de que el Banco Mundial atrasaría el
desembolso de los créditos otorgados impulsaron a los agentes económicos quienes
iniciaron una corrida hacia el dólar. En pocos días el Banco Central tuvo que desprenderse
de 900 millones de dólares para evitar la depreciación del peso. Finalmente el 6 de febrero
se decidió la unificación del mercado cambiario y con él, el gobierno abandonó el último
dique de contención contra la hiperinflación.El crecimiento del tipo de cambio alcanzó en el
mes de mayo el 180% mensual seguida por una elevación equivalente en el nivel de
precios, “lo cual constituía la prueba inequívoca de una acelerada y masiva dolarización de
la economía interna”. A ellos se agregaron problemas políticos y sus palpables efectos
sobre el descontrol adicional de la economía que son difíciles de medir
Los últimos meses de la administración de Alfonsín, mostraron a un gobierno
impotente sucedido por la renuncia de dos ministros de economía (Sorrouille y Juan Carlos
Pugliese) que no sirvió para calmar las aguas. La evolución del tipo de cambio fue la clave
de los últimos meses: se produjo una depreciación del peso del 193% y el 111% en mayo
que nuevamente arrastró a los precios internos. Los esquemas de control del tipo de cambio
quedaron neutralizados por la retención de divisas por parte de los exportadores. Con la
economía funcionando ya en plena hiperinflación, cada sector ideaba estrategias defensivas
que terminaban agravando la situación general. La elección de Carlos Menem como nuevo
presidente constitucional el 14 de mayo aceleró los tiempos y ante la situación reinante,
Alfonsín acordó la entrega del mando en forma anticipada, dos meses después.
Durante la gestió n radical se evidenció una clara continuidad con la dictadura militar
en materia legislativa sobre Promoció n Industrial. En efecto, buena parte de la legislació n
vigente durante la gestió n del radicalismo fue sancionada durante esta ú ltima, entre ellas la Ley
21.608 de 1977 (que promueve la expansión la capacidad industrial del país para fortalecer
la participación de la empresa privada), y las leyes de promoció n de la actividad en provincias
(como San Juan, La Rioja, Catamarca y San Luis, sancionadas entre 1979 y 1983). Entre los
estímulos a la inversió n que contemplaban estas leyes, la desgravació n impositiva fue uno de los
má s recurrentes, pese a que los enormes esfuerzos del equipo econó mico para sostener la baja
del déficit fiscal en la lucha contra la inflació n. Pero lejos de alentar un proceso de
reestructuració n del deteriorado aparato industrial post-dictadura, los instrumentos de
desgravació n impositiva tendieron a favorecer por un lado la implantació n de industrias
ensambladoras, mientras que por otro se profundizó la desconcentració n de los procesos
productivos a través de la instalació n de las plantas en las regiones promocionadas.
La década del 80 estuvo marcada por el estancamiento de la economía, pero la
contracció n del sector fue mucho mayor: mientras que el PBI descendió un 1% anual, la
contracció n del producto bruto casi duplicó ese ritmo de descenso (1,9%). Los guarismos
negativos también se reflejaron en el empleo industrial que descendió un 40%, de manera tal
que el sector manufacturero ocupaba 300.000 obreros y empleados menos en 1990 que en
1974.
Si se analiza la evolució n global del sector industrial durante este período, se advierte
una franca caída producto de los bruscos vaivenes de la macroeconomía durante toda la década,
aunque no afectó a todas las ramas por igual. Las má s tradicionales como el sector textil y el
nú cleo diná mico de la segunda etapa de la ISI, el complejo metalmecá nico pesado (en especial,
los sectores automotrices), prosiguieron su caída en cantidad de fá bricas y personal empleado.
Maquinarias y equipos, como las industrias asociadas “al consumo y a la construcció n, maderas
y muebles, y minerales no-metá licos” también disminuyeron su participació n (del 31,6% en
1977 pasa a menos del 20% en 1990).
La agroindustria tradicional (como el azú car, fibras de algodó n, los lá cteos y los
frigoríficos) también decae. Por el contrario, aquellos sectores que elaboraban bienes
intermedios siguieron creciendo como la siderurgia, celulosa, cemento y petroquímico. Estos
sectores pudieron madurar gracias a las políticas de apoyo oficial en las etapas precedentes,
como hemos visto, comenzaron a fines de los añ os sesenta y prosiguieron durante el tercer
gobierno peronista y la Dictadura Militar. El crecimiento de algunas empresas, verdaderos
conglomerados industriales, se fortalecieron en este período alrededor de estas actividades,
como el aluminio de Aluar siderú rgicas pasta química en Alto Paraná y Papel de Tucumá n, entre
otras.
Sus características organizacionales difieren sustancialmente con la etapa anterior: son
fuertemente intensivos en el uso de materias primas y emplean menos mano de obra. Los
departamentos de planeamiento que en la 2da etapa del ISI constituían un sector fundamental,
ahora son mucho menos relevante y adquieren importancia las grandes plantas de tratamiento
de insumos. Las actividades con uso intensivo de recursos humanos calificados y de fuertes
requerimientos de esfuerzos tecnoló gicos, como en la actividad metalmecá nica y la electró nica
(destinada sobre todo esta ú ltima a ocupar un rol relevante en la economía internacional)
perdieron relevancia. En conclusió n, en los 80 florecieron las ramas que producían bienes
menos complejos y de menor valor agregado.
Pese al mal desempeñ o de la industria, para 1990 las exportaciones industriales
representaron un incremento del 294% con respecto a 1974 llegando a 12300 millones de
dó lares anuales. La composició n interna de esas exportaciones revelan los cambios sustanciales
del sector: las ventas provenientes de los sectores manufactureros tradicionales de la ISI
siguieron disminuyendo, mientras que aumentaron los provenientes de los sectores
intermedios. En efecto, la contracció n del mercado doméstico favoreció el incremento de las
ventas al exterior de aluminio, acero, petroquímica y asistencia técnica vinculados a la
petroquímica y la siderurgia entre otros. Dentro de la agroindustria, el sector exportador má s
diná mico lo constituyó el oleaginoso, gracias a la demanda internacional pero también la pesca
y el papel de pulpa.
Otra de las razones que explicaron la mediocre performance de la industria fue la
escasez de inversió n extranjera directa, a raíz de las dificultades del contexto financiero
internacional luego de la crisis de la deuda a comienzos de la década. A partir de ella, la caída en
la tasa de crecimiento de los países desarrollados y el incremento de las tasas de interés (entre
1979 y 1981 la tasa de interés internacional pasó del 7 al 17% anual) determinaron que los
flujos de inversió n extranjera cambiaran su signo, y América Latina en general y Argentina en
particular se convirtieron en exportadores netos de capitales. La baja de la inversió n en la
industria no fue exclusiva de los capitales extranjeros, sino también de los capitales de origen
nacional, que cayó casi un 40% durante el período 1983–1989. Evidentemente, en el contexto
de la valorizació n financiera los regímenes de promoció n industrial no significaron un incentivo
suficiente para incrementar las inversiones en el sector.
En cuanto a la política arancelaria, aquí se observa una discontinuidad con respecto al
período precedente. Las principales medidas implicaron “el restablecimiento de aranceles altos
y restricciones a la importació n, de retenciones a las exportaciones tradicionales” sumados a un
tipo de cambio relativamente subvaluado. Este tipo de restricciones no tarifarias constituyeron
el principal instrumento de la política de importaciones. Los aranceles se incrementaron
fundamentalmente por propó sitos fiscales. En una economía prá cticamente cerrada, como era la
Argentina de los añ os 80, “tanto la estructura arancelaria como las barreras no tarifarias eran
“perforadas” por un sistema igualmente amplio de excepciones de diversa naturaleza.”