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? Pactar Con El Diablo - Neiderman, Andrew

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+ Círculo de Lectores

e
Pactar con el diablo
Kevin Taylor es un joven abogado
que trabaja en un modesto gabinete
de Blithedale, una pequeña localidad
cerca de Nueva York. Cuando alguien
llamado Paul Scholefield le hace una
oferta para trabajar en Manhattan con
John Milton X Associates, apenas
puede creerlo: un lujoso despacho para
él solo, un excelente sueldo, un aparta-
mento gratis y un envidiable clima de
trabajo. De tan perfecto, parece un
sueño. Kevin acepta el nuevo empleo
y con su esposa, Miriam, se trasladan a
la gran ciudad. Pronto descubren que
Milton 8 Associates es algo más que un
gabinete de abogados: es una gran fami-
lia en la que tanto los letrados —Ted,
Dave, Paul y el propio Kevin- como
sus esposas, se encuentran bajo la pro-
tección de John Milton, un enigmático
personaje que parece capaz de leer
los pensamientos de todos aquellos
que le rodean.
Miriam, en principio reacia al cambio,
se adapta con rapidez a su nuevo estatus
social y casi reniega de su vida anterior
en Blithedale. Kevin, por su parte,
también se deja seducir por la riqueza,
el prestigio y el éxito, hasta que se da
cuenta de que la firma sólo defiende
a clientes culpables y, sorprendentemen-
te, Siempre consigue que sean absueltos
o que los cargos sean retirados.
Kevin empieza a tener dudas sobre su
propia conducta profesional, lo que le
llevará a investigar cuáles son los oscu-
ros intereses que mueven al carismático
John Milton y, peor aún, a sospechar
que tras la fascinante personalidad de
su jefe se esconde una figura
innombrable.
Digitized by the Internet Archive
in 2022 with funding from
Kahle/Austin Foundation

https://archive.org/details/pactarconeldiabl0000neid
Pactar con el diablo
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Andrew Neiderman

Pactar con el diablo


Traducción de
Juan Soler

|CÍRCULO DE LECTORES |
PRÓLOGO

Por el modo en que el abogado Richard Jaffee bajó co-


rriendo los peldaños del edificio de los tribunales, en la
plaza Federal de Nueva York, más que ganar un caso pare-
cía que acabara de perderlo. Mientras descendía a saltos la
escalera de piedra, le bailaban por la frente mechones suel-
tos de su cabello azabache. Los transeúntes apenas le pres-
taban atención. La gente de Nueva York siempre tiene pri-
sa por coger un tren, llamar a un taxi o abrirse paso para
cruzar un semáforo en cuanto se pone verde. Con frecuen-
cia, los individuos sólo se dejan llevar por el impulso que
recorre las arterias de Manhattan, bombeados por el invisi-
ble aunque omnipresente corazón gigante que caracteriza
el palpitar de esa ciudad como algo único en el mundo.
El cliente de Jaffee, Robert Fundi, se rezagó para atraer
la atención de los periodistas apiñados en torno a él con el
inconsciente frenesí de las abejas obreras. Todos hacían a
gritos las mismas preguntas: ¿Qué piensa el propietario de
la principal empresa privada de saneamiento del Lower
East Side sobre el hecho de haber sido declarado inocente
de todos los cargos de extorsión? ¿El juicio ha estado poli-
tizado porque se ha hablado de usted como candidato a
presidente de distrito? ¿Por qué el testigo clave de la acu-
sación no ha dicho todo lo que supuestamente había man-
tenido durante el proceso?
Damas... caballeros... dijo Fundi, sacando un puro ha-
bano del bolsillo superior de la americana. Los periodistas
esperaron mientras lo encendía y echaba las primeras bo-
canadas. Después el hombre levantó la vista y sonrió-.
Y
Tendrán que formular todas estas preguntas a mi abogado,
que para eso le pago un montón de dinero -soltó riendo.
Todas las cabezas de la masa de informadores se vol-
vieron simultáneamente hacia Jaffee en el preciso momen-
to en que éste entraba en la parte de atrás de la limusina
de John Milton $ Associates. Uno de los periodistas
más jóvenes y decididos se precipitó escaleras abajo, gri-
tando:
—¡Señor Jaffee! Un momento, por favor. ¡Señor Jaffee!
La pequeña multitud de periodistas y amigos allí pre-
sentes rieron mientras el chófer cerraba la puerta de la li-
musina y rodeaba el coche hasta ponerse al volante. Al
cabo de unos segundos arrancó.
Richard Jaffee se retrepó en el asiento y miró al frente.
—¿Al despacho, señor? —preguntó el chófer.
No, Charon. Llévame a casa, por favor.
El egipcio alto, de piel aceitunada y ojos rasgados, miró
el retrovisor como si éste fuera una bola de cristal. Su cara
lisa, suave como la mantequilla, se arrugaba en las comisu-
ras de los ojos. Solía hacer un gesto casi imperceptible para
confirmar lo que veía y lo que sabía.
—Muy bien, señor —respondió. Se apoyó en el respaldo y
adoptó la estampa del conductor de un coche fúnebre.
Richard Jaffee no se movió ni cambió de postura; tam-
poco miró a derecha ni a izquierda para ver lo que sucedía
en la calle. Aquel hombre de treinta y tres años parecía
estar envejeciendo por momentos. La cara se le estaba
poniendo pálida, los ojos azul claro se volvían de un gris
apagado y las arrugas de la frente cada vez eran más pro-
fundas. Se llevó las manos a las mejillas y las acarició con
suavidad para asegurarse de que todavía no había entrado
en fase de descomposición.
Finalmente cerró los ojos. Casi de inmediato se imaginó
a Gloria tal como era antes de que se hubieran trasladado a
Manhattan. La veía cuando se conocieron: despierta, ino-
cente, habladora pero sencilla, muy confiada... Su fe y su

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optimismo habían sido estimulantes y reconfortantes. Ha-
bía provocado en él un deseo impetuoso de dárselo todo,
de esforzarse al máximo por hacer que el mundo fuera tan
dulce y feliz como ella lo imaginaba, de protegerla y cui-
darla hasta que la muerte los separara.
Eso es lo que había ocurrido, hacía un mes, en una sala
de partos del Manhattan Memorial Hospital, a pesar de
que ella había recibido la mejor asistencia en lo que parecía
ser un embarazo sin complicaciones y normal. Había dado
a luz a un niño precioso, de rasgos perfectos y salud exce-
lente, pero el esfuerzo realizado acabó con la vida de la
madre de manera inexplicable. Los médicos no encontra-
ron ninguna razón. A él le habían dicho que el corazón se
había agotado, simplemente, como si esa víscera hubiera
hecho una mueca, suspirado y perdido el aliento.
Sin embargo, Richard sabía por qué había muerto. Ha-
bía confirmado sus propias sospechas y sólo se culpaba a
sí mismo por haber traído a Gloria a esa ciudad. Ella había
confiado en él, y él la había entregado al sacrificio como si
fuera un corderillo.
En el apartamento, su hijo dormía de forma apacible,
comía con avidez y crecía con normalidad, sin saber que
había llegado al mundo sin su madre, que su peaje de la
vida incluía la muerte de ella. Richard sabía que los psi-
quiatras le hablarían de lo natural que era mostrarse resen-
tido hacia el niño, pero ellos qué sabían.
Desde luego era difícil, si no imposible, aborrecer de
verdad al niño. Parecía tan desvalido y tan inocente... Para
alumbrar su camino de vuelta a la cordura, Richard había
tratado de eliminar de su interior el posible rencor, en pri-
mer lugar mediante la lógica y después utilizando el re-
cuerdo de Gloria y la forma tan maravillosamente exaltada
con que ella abordaba la vida.
No obstante, ninguna de esas cosas había funcionado.
Después de ceder la responsabilidad del bebé a una niñera
que vivía en la casa, casi nunca preguntaba por él y sólo de

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vez en cuando echaba un vistazo para ver cómo estaba. Ri-
chard nunca se preguntaba por qué lloraba su hijo ni se in-
teresaba por su salud. Tan sólo había seguido adelante con
su trabajo de abogado y había dejado que éste le fuera
consumiendo para no pensar demasiado; de ese modo no
recordaría nada ni pasaría la mayor parte del tiempo ator-
mentado por los sentimientos de culpabilidad.
El trabajo le había servido como dique de contención de
su tragedia personal, que en este momento le volvía a
abrumar con los recuerdos de las sonrisas de Gloria, sus
besos, su entusiasmo cuando se enteró de que estaba em-
barazada. Tras sus párpados cerrados rememoró docenas
de instantes y de imágenes. Era como si estuviera en su
sala de estar viendo una película en la televisión.
—Hemos llegado, señor —dijo Charon.
¿Ya habían llegado? Richard abrió los ojos. Charon ya
había abierto la puerta y permanecía de pie en la acera. Ri-
chard agarró la cartera y salió de la limusina. A continua-
ción miró a Charon. El chófer, metro noventa, era unos
diez centímetros más alto que él, pero sus anchas espaldas
y sus ojos penetrantes hacían que pareciera incluso más
alto, un auténtico gigante.
Richard lo miró fijamente y en sus ojos percibió com-
prensión. El chófer era un hombre silencioso, si bien cap-
taba todo lo que sucedía a su alrededor y daba la impre-
sión de tener ya siglos de vida.
Richard asintió ligeramente, y Charon cerró la puerta y
volvió al asiento del conductor. La limusina partió, y el
abogado entró en el edificio de apartamentos. Philip, un
policía retirado de la ciudad de Nueva York que trabajaba
de guardia diurno de seguridad, entornó los ojos por enci-
ma del periódico y con un rápido movimiento se levantó
del taburete que había tras el mostrador del vestíbulo.
—Felicidades, señor Jaffee. He escuchado el boletín in-
formativo. Seguro que estará contento por haber ganado
Otro caso.
Richard sonrió.
Gracias, Philip. ¿Todo va bien?
—Perfectamente bien, señor Jaffee, como siempre —con-
testó Philip-. Trabajando aquí, un hombre puede enveje-
cer tranquilo —añadió, como de costumbre.
=Sí... dijo Richard—. Claro...
Se dirigió al ascensor y se colocó al fondo de la cabina
mientras las puertas se cerraban. Bajando los párpados, re-
cordó la primera vez que él y Gloria habían entrado en el
edificio, y evocó la emoción que ella sentía, la forma en que
chillaba entusiasmada cuando recorrían el apartamento.
—Pero... ¿qué he hecho? —murmuró.
Cuando el ascensor llegó a su planta y las puertas se
abrieron de golpe, lo mismo hicieron sus ojos. Richard
se quedó un momento de pie y acto seguido se encaminó al
apartamento. Tan pronto como entró, la señora Long-
champ salió de la habitación del niño y le dio la bienvenida.
—Oh, señor Jaffee. —-La niñera tenía sólo cincuenta años,
pero se parecía a todas las abuelas: cabello totalmente gris,
ojos bondadosos de color castaño y cara mofletuda—. En-
horabuena. Acabo de ver el boletín informativo. ¡Hasta
han interrumpido los seriales!
Gracias, señora Longchamp.
NO ha perdido ningún caso desde que empezó a traba-
jar en el bufete del señor Milton, ¿verdad? —preguntó ella.
—Así es, señora Longchamp.
—Debe de estar muy orgulloso de sí mismo.
=Sí —contestó Richard.
-Brad está perfectamente —manifestó, a pesar de que él
no le había preguntado nada. Richard asintió-. Precisa-
mente estaba a punto de darle un biberón.
“Siga con ello, no faltaba más —dijo Richard. Ella sonrió
y volvió a la habitación del niño.
Richard dejó la cartera, echó un vistazo al apartamento
y a continuación atravesó lentamente la sala de estar hasta
llegar a la terraza, que le proporcionaba una de las vistas

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más bonitas del río Hudson. Sin embargo, no se detuvo a
admirar el panorama. Siguió andando con la determina-
ción de quien siempre ha sabido exactamente adónde va.
Acto seguido se subió a la tumbona para poner el pie iz-
quierdo en la pared y apoyándose en la baranda de hierro
colado se izó sobre el antepecho. Después, con un movi-
miento ágily rápido, se agachó como si quisiera coger la
mano de Ra que estuviera colgado en el vacío y se lan-
zó de cabeza a la calzada, quince plantas más abajo.

IO
Kevin Taylor, de veintiocho años, levantó la vista de los
periódicos extendidos sobre la larga mesa que se hallaba
frente a él e hizo una pausa, para fingir que pensaba a fon-
do en algo antes de interrogar al testigo. Estos pequeños
gestos espectaculares le salían de una manera natural y
eran una combinación de su histrionismo y sus conoci-
mientos de psicología. Por lo general, esos silencios ines-
perados entre la formulación de preguntas y el examen de
documentos desconcertaba a los testigos. En esa ocasión
estaba tratando de intimidar al director de una escuela pri-
maria, Philip Cornbleau, un hombre de cincuenta y cuatro
años, casi calvo, delgado, de cabello oscuro y piel pálida.
Éste se hallaba sentado en el estrado y mostraba su impa-
ciencia: tenía agarradas las manos frente a sí y movía los
dedos con nerviosismo.
Kevin echó una ojeada rápida al público. La expectación
era tal que habría sido adecuado utilizar la vieja expresión
de que «el aire se podía cortar con un cuchillo». Parecía
que todo el mundo estuviera aguantando la respiración.
De repente, cuando la luz del sol atravesó los grandes ven-
tanales del Palacio de Justicia de Blithedale, la sala se ilu-
minó. Fue como si un técnico de luces hubiera apretado
un interruptor. Sólo faltaba que el director gritara, «¡Ac-
ción!».
La sala de vistas estaba de bote en bote, pero la mirada
de Kevin se concentró en un hombre apuesto, de aspecto
distinguido, situado en las últimas filas y que lo observaba
fijamente con una sonrisa cariñosa y llena de orgullo; Ke-

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vin habría esperado esa mirada de su padre, aunque ese
hombre no era lo bastante viejo para ser su progenitor.
Tendría poco más de cuarenta años, y su aspecto revelaba
cierto poder adquisitivo; Kevin reconoció el traje de rayas
gris carbón de Giorgio Armani. Había echado el ojo codi-
ciosamente a ese traje antes de comprarse el que llevaba en
ese momento: uno cruzado de lana azul oscuro. Lo había
adquirido en las rebajas por la mitad de lo que costaba el
de Armani.
El hombre saludó a Kevin con una ligera inclinación de
cabeza.
Unas cuantas toses secas procedentes de uno y otro lado
interrumpieron el silencio de la sala. Lois Wilson, de vein-
ticinco años, profesora de quinto curso, iba a ser juzgada
por abuso de menores en la pequeña comunidad dormito-
rio de Nassau County, de Blithedale: casi todos sus resi-
dentes, de clase media alta, se trasladaban a diario a la ciu-
dad de Nueva York. Con un aspecto bastante rural,
Blithedale era una especie de oasis. "Tenía terrenos ajardi-
nados, calles anchas y limpias bordeadas de robles y arces
rojos, y un barrio financiero relativamente tranquilo. No
había grandes galerías comerciales, ni zonas excesivamente
pobladas por grandes almacenes, gasolineras, restaurantes
o moteles. Los anuncios tenían que ajustarse a códigos
muy estrictos; los carteles llamativos o de colores vivos es-
taban prohibidos.
A sus habitantes les gustaba la sensación de estar en una
especie de burbuja. Podían ir y volver de Nueva York
cuando les apeteciera, pero a su regreso llevaban una exis-
tencia tranquila y bien protegida y se sentían como Alicia
en el país de las maravillas. No sucedía nada notorio, y eso
era precisamente lo que querían.
Un día Lois Wilson, nueva profesora de la escuela pri-
maria, fue acusada de abusar sexualmente de una niña
de diez años. Una investigación realizada por la escuela
desveló tres sucesos similares. Además, los antecedentes

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descubiertos y los rumores que corrían por el pueblo esta-
blecieron inequívocamente que la mujer era lesbiana. Vivía
en una casa alquilada de las afueras de Blithedale con su
novia, una profesora de idiomas de un instituto de segun-
da enseñanza cercano, y nunca salía con hombres ni se le
conocían relaciones masculinas.
En el bufete de Boyle, Carlton 8 Sessler, nadie estaba
demasiado entusiasmado con la idea de que Kevin llevara
el caso. La verdad es que a éste, tan pronto se enteró del
problema de Lois Wilson, le faltó tiempo para ofrecerle
sus servicios; y una vez ella le hubo encomendado el asun-
to, amenazó con abandonar el gabinete si los socios más
antiguos le prohibían hacerse cargo del mismo. Sus con-
flictos en la oficina iban cada día a más pues se mostraba
disconforme con el enfoque conservador que tenían sus
miembros sobre la ley y se sentía inquieto ante el rumbo
que inevitablemente tomaría su vida si seguía allí demasia-
do tiempo. Ése era el primer caso espectacular y realmente
sustancioso que caía en sus manos, el primero en el que
podría exhibir sus habilidades y su perspicacia. Se sentía
como un deportista que participa por fin en una competi-
ción importante. Quizá no eran los Juegos Olímpicos,
pero sí algo más que los campeonatos escolares locales.
Los periódicos metropolitanos ya estaban haciendo un se-
guimiento del caso.
El fiscal del distrito, Martin Balm, le propuso a Kevin
llegar a un acuerdo inmediato para sacar la historia de los
medios de comunicación y evitar todo sensacionalismo.
Esperando suscitar la comprensión de Kevin, el fiscal re-
marcaba que la medida más importante que debía tomarse
era la de mantener a las niñas alejadas de la sala de vistas y
no hacerles pasar de nuevo por algo tan horroroso. S1 Lois
se declaraba culpable, le caerían cinco años de libertad vi-
gilada y asesoramiento psicológico. Desde luego, su carre-
ra como profesora habría llegado a su fin.
Sin embargo, Kevin le aconsejó a su cliente que no acep-

ES
tara la propuesta, y ella estuvo de acuerdo con él. En ese
momento se hallaba sentada de manera recatada, con la
vista baja concentrada en las manos cruzadas sobre el rega-
zo. Kevin le había dicho que tratara de no parecer arro-
gante, sino de mostrarse como una persona que sufría y
que estaba herida. De vez en cuando sacaba el pañuelo del
bolso y se lo llevaba a los ojos.
La verdad es que había ensayado esos gestos en el des-
pacho de Kevin, quien le había enseñado cómo mirar con
atención a los testigos o con optimismo al jurado. La gra-
bó en vídeo y rebobinó una y otra vez mientras le daba in-
dicaciones sobre el modo de mirar, la forma de peinarse, la
postura de los hombros y la manera de mover las manos.
Le decía que estábamos en la era visual: los iconos, los
símbolos y las posturas eran muy importantes.
Kevin se volvió para mirar rápidamente a su esposa Mi-
riam, que estaba cuatro filas más atrás. Parecía nerviosa,
tensa y preocupada por él. Al igual que Sanford Boyle, ella
también le había sugerido que no se hiciera cargo del caso,
pero Kevin estaba entregado a él más de lo que lo había es-
tado a ningún otro durante sus tres años de experiencia
como abogado. No hablaba de otra cosa; se pasaba horas y
horas investigando, preparando las pruebas, dedicando a
ello incluso los fines de semana; en definitiva, haciendo
mucho más de lo que justificaban el anticipo y la minuta
final.
Le dirigió a Miriam una sonrisa llena de confianza y se
volvió de golpe, como si un resorte lo hubiera vuelto a su
posición anterior.
Señor Cornbleau, ¿fue usted mismo quien habló con
las tres niñas el martes 3 de noviembre?
Sí.
—¿Fue la supuesta primera víctima, Barbara Stanley,
quien le informó sobre esas otras tres? —Kevin asintió,
como confirmando la respuesta antes de escucharla.
-Así es. Por eso las llamé a mi despacho.

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—¿Puede contarnos qué dijo usted de entrada tan pronto
llegaron?
¿Cómo? —Cornbleau frunció el ceño, como si la pre-
gunta fuera ridícula.
—¿Cuál fue la primera pregunta que formuló a las niñas?
-Kevin dio unos pasos hacia el estrado del jurado-. ¿Les
preguntó si la señorita Wilson les había tocado el culo?
¿Les preguntó si les había metido la mano por debajo de la
falda? |
No, por supuesto. .
Entonces, ¿qué les preguntó?
-Les pregunté si habían tenido con la señorita Wilson el
mismo tipo de problema que Barbara Stanley.
—¿El mismo tipo de problema? —Al oír la palabra «pro-
blema» hizo una mueca.
Sí.
—De modo que Barbara Stanley contó a sus amigas lo
que supuestamente le había sucedido a ella, y las tres le re-
lataron a ella experiencias similares, pero ninguna se lo ha-
bía explicado antes a nadie. ¿Está diciendo esto?
-Sí. Es lo que yo entendí.
Vaya niña de diez años más carismática -soltó en un
tono sarcástico Kevin, como si estuviera simplemente pen-
sando en voz alta. Algunos miembros del jurado enarca-
ron las cejas. Un hombre calvo que se hallaba en el extre-
mo derecho de la fila delantera ladeó la cabeza con aire
pensativo y miró fijamente y con atención al director de la
escuela.
Cuando Kevin se dio la vuelta y miró al público, advir-
tió que en el fondo de la sala el hombre de aspecto solem-
ne había esbozado una amplia sonrisa y estaba asintiendo
con una actitud alentadora. Kevin se preguntó si no sería
un pariente de Lois Wilson, tal vez un hermano mayor.
—Bien, señor Cornbleau, ¿puede decirle a este tribunal
qué curso estaba haciendo Barbara Stanley?
—Estaba en quinto de primaria.

Lo
—Quinto de primaria. ¿Y había tenido antes algún otro
conflicto con la señorita Wilson?
-Sí -murmuró el director.
¿Cómo dice?
Sí. La envió a mi despacho en dos ocasiones por negar-
se a hacer sus deberes y por decir malas palabras en clase,
pero...
—¿Podría usted afirmar por tanto y sin miedo a equivo-
carse que Barbara no sentía demasiado cariño por la seño-
rita Wilson?
—Protesto, señoría. —El fiscal del distrito se levantó—. El
abogado defensor está pidiéndole al testigo que llegue a
una conclusión.
Se acepta la protesta.
—Lo siento, señoría. “Kevin se dirigió de nuevo a Corn-
bleau—. Volvamos a las tres niñas, señor Cornbleau. Aquel
día que estaban en su despacho, ¿le pidió a cada una de
ellas que le contara su experiencia?
Sí, creí que lo más oportuno era desentrañar el asunto.
—¿Está diciendo que mientras una contaba su historia,
las otras dos escuchaban? —preguntó, torciendo el gesto
para poner de relieve su sorpresa e incredulidad.
SÍ.
=¿No le parece algo impropio? Quiero decir, exponer a
las niñas a esas historias... supuestas experiencias...
—Bueno, era una investigación.
=Sí, ya. ¿Había tenido usted con anterioridad alguna vi-
vencia como ésta?
No, nunca. Por eso me pareció tan escandaloso.
—¿Les advirtió a las niñas que si estaban inventándolo
todo se meterían en un buen lío?
—Desde luego.
-Sin embargo, usted se inclinó más bien a creerlas, ¿no
e cierto?
(97)

Sí.
¿Por qué?

16
Porque decían las mismas cosas y las describían de la
misma manera. —Cornbleau parecía satisfecho consigo
mismo y con su respuesta, pero Kevin se le acercó unos
pasos y sus preguntas le bombardearon sin interrupción.
Entonces, ¿podían haberlo ensayado?
¿Qué? :
—¿Podían haberse reunido para memorizar sus respecti-
vas historias?
No entiendo...
—¿Es posible? .
—Bueno... i
=¿No ha conocido usted a niños de esa edad que mientan?
—Por supuesto.
—¿Y a varios mintiendo a la vez?
Sí, pero...
Entonces, ¿cabe dentro de lo posible?
Supongo que sí.
—¿Lo supone?
—Bueno...
—¿Llamó a la señorita Wilson a su despacho para corro-
borar las historias, inmediatamente después de hablar con
las niñas?
-Sí, desde luego.
—¿Y cuál fue la reacción de ella?
=NOo lo negó.
Quiere usted decir que se negó a ser interrogada si no
era en presencia de un abogado, ¿no es así? —Cornbleau re-
veló cierta agitación—. ¿Sí o no? —inquirió Kevin.
Sí, esto es lo que dijo.
Y acto seguido usted siguió adelante e informó al ins-
pector escolar, y a continuación ambos llamaron al fiscal
del distrito. ¿Es eso cierto?
“Sí. Seguimos las normas del consejo escolar para esta
clase de cuestiones.
=¿Citó a su despacho a otros alumnos para proseguir
con la investigación?

mA
-No.
-Y usted y el inspector suspendieron temporalmente de
sus funciones a la señorita Wilson antes de ser acusada for-
malmente, ¿es así?
-Como he dicho antes...
—Por favor, limítese a responder la pregunta.
SÍ.
-Sí —repitió Kevin, como si esto fuera un reconocimien-
to de culpa. Hizo una pausa, su rostro dibujó una ligera
sonrisa al volverse desde Cornbleau al jurado, y enseguida
se dirigió de nuevo al director.
“Señor Cornbleau, ¿discutió en alguna ocasión con la
señorita Wilson sobre sus tablones de anuncios?
Sí.
—¿Por qué?
—Eran demasiado pequeños y no se ajustaban a la norma.
-O sea, ¿mantenía usted una actitud crítica hacia ella
como profesora?
—La decoración del aula contribuye a la eficacia de la en-
señanza —respondió Cornbleau en tono pedante.
Ya, ya, pero la señorita Wilson no... digamos, ¿no com-
partía el mismo criterio que usted respecto a los tablones
de anuncios?
-No.
—De hecho, en el informe que usted redactó sobre ella la
calificaba de «desdeñosa».
—Por desgracia, en la universidad no todos los aspirantes
a profesores reciben la misma preparación —respondió
Cornbleau con una sonrisa afectada.
Kevin asintió.
=Sí, ¿por qué no serán todos como nosotros? —preguntó
en tono retórico, ante lo cual algunas personas del público
ahogaron unas risitas.
El juez dio unos golpes con el mazo.
—También le reprochó usted a la señorita Wilson su for-
ma de vestir, ¿verdad? —prosiguió Kevin sin dilación.

18
=Sí, creo que debería vestirse de una forma más discreta.
Sin embargo, el jefe del departamento de la señorita
Wilson le ha dado una y otra vez puntuaciones altas por su
capacidad como enseñante —interrumpió Kevin, levantan-
do la voz—. En el último informe decía lo siguiente -Kevin
cogió el documento y leyó-: «Lois Wilson posee una com-
prensión intrínseca de los niños. Sea cual sea el obstáculo,
parece capaz de ponerse a su nivel y animarlos». —Dejó el
documento sobre la mesa—. Es un informe bastante favora-
ble, ¿no cree? ,
=Sí, pero ya he dicho...
-No hay más preguntas, señoría.
Kevin volvió a su mesa con la cara roja de furia, algo que
tenía la capacidad de lograr en cuestión de un segundo. To-
dos los ojos estaban puestos en él. Cuando miró hacia atrás
al hombre elegante del público, observó que la sonrisa de
éste había desaparecido de su rostro para dar paso a una
sincera mirada de admiración. Kevin se sintió alentado.
Por otro lado, Miriam parecía triste, lo bastante para
romper a llorar. Cuando él la buscó con la mirada, ella
bajó rápidamente la suya. «Siente vergúenza ante mí —pen-
só Kevin—. Dios mío, todavía siente verguenza. Pero no
por mucho tiempo», concluyó con seguridad.
-Señor Balm, ¿hay más preguntas para el señor Corn-
bleau?
-No, señoría. Quiero llamar al estrado a Barbara Stan-
ley —respondió el fiscal, con un tono de desesperación en
la voz.
Kevin dio una palmadita en la mano de Lois Wilson,
tratando de tranquilizarla. Había logrado llevar a la acusa-
ción al meollo del asunto.
Una niña gordinflona, con el cabello castaño claro riza-
do y cortado justo por debajo de las orejas, se acercó por
el pasillo. Lucía un vestido azul pálido que incluía un cue-
llo blanco con volantes y unas mangas blancas con muchos
adornos. La holgada prenda parecía realzar su gordura.

19
Se sentó muy nerviosa y levantó la mano para prestar
juramento. Kevin asintió para sí mismo y dirigió una mi-
rada cómplice a Martin Balm. La niña había sido conve-
nientemente instruida al respecto. Balm también había he-
cho los deberes; no obstante, Kevin tenía la sensación de
que él había trabajado todavía más, y que eso sería lo que
decantaría la balanza a su favor.
—Barbara -empezó diciendo Martin Balm, acercándose
a ella.
-Un momento, señor Balm —interrumpió el juez. Acto
seguido se inclinó hacia la niña y le preguntó: Barbara,
¿sabes que acabas de jurar que... dirás la verdad? —Barbara
echó un vistazo rápido al público, y después se volvió ha-
cia el juez y respondió que sí con un gesto de cabeza—. Y
lo que vas a decir aquí es muy importante, ya lo sabes,
¿no? —Ella repitió el movimiento afirmativo, aunque en esa
ocasión de manera más leve. El juez volvió a apoyarse en
el respaldo—. Proceda, señor Balm.
Gracias, señoría. —Balm se aproximó al estrado de los
testigos. Era un hombre alto, delgado, que había iniciado
una prometedora carrera política. No se sentía nada cómo-
do con el caso, y por ello había tratado de que Kevin y
Lois Wilson aceptaran su propuesta de acuerdo. Pero no
lo había logrado y ahí estaba, dependiendo del testimonio
de una niña de diez años—. Me gustaría que le explicaras al
tribunal exactamente lo que le contaste al señor Cornbleau
aquel día en su despacho. Ve despacio, por favor.
La niña gordinflona lanzó una rápida ojeada a Lois. Ke-
vin le había dicho a ésta que mirara fijamente a todos los
niños con atención, sobre todo a las tres niñas que avala-
ban las acusaciones de Barbara Stanley.
—Bueno... Á veces, cuando hacíamos artes especiales...
-Artes especiales... ¿Qué son, Barbara?
—Artes especiales es arte, o lectura, o música. La clase va
donde el profesor de arte o el profesor de música. -La pe-
queña recitaba, con los ojos medios cerrados. Kevin se dio

20
cuenta de que Barbara estaba haciendo un gran esfuerzo
por hacerlo todo correctamente. Cuando miró alrededor,
advirtió que ciertos miembros del público disimulaban la
sonrisa, animando en secreto a la niña. Sin embargo, el ca-
ballero del fondo de la sala parecía agitado, casi enfadado.
—Ya —dijo Balm, confirmando con un gesto—. Los alum-
nos cambian de aula, ¿verdad?
Ada
—Por favor, di sí o no, Barbara, ¿de acuerdo?
-Ajá... Quiero decir, sí. á
—De acuerdo; así que, a veces, cuando teníais artes espe-
ciales... apuntó Balm.
-La señorita Wilson nos decía a una de nosotras que se
quedara un rato más al final continuó Barbara, siguiendo
la entrada que acababa de brindarle el fiscal.
¿Quedarse un rato más al final significa estar sola con
ella en el aula?
Sí.
Sigue, por favor.
—Una vez me lo dijo a mí.
—Y sobre lo que pasó esta vez, ¿qué le contaste al señor
Cornbleau?
Barbara se volvió un poco en el asiento para así po-
der evitar la mirada de Lois. Entonces respiró hondo y
empezó.
—La señorita Wilson me pidió que me sentara a su lado
y me dijo que yo estaba creciendo y convirtiéndome en
una chica muy bonita, pero que había cosas que yo debía
conocer sobre mi cuerpo, cosas de las que los adultos pre-
fieren no hablar. "Hizo una pausa y bajó los ojos.
Sigue.
Decía que hay lugares especiales.
—¿Especiales?
Sí.
—¿Y qué quería ella que tú supieras sobre estos lugares,
Barbara? —La niña echó un vistazo rápido en la dirección

Z 1
de Lois Wilson y se volvió de nuevo hacia el fiscal-. Bar-
bara, ¿qué quería que supieras? —repitió Balm.
—-Que pasan cosas especiales cuando... cuando alguien
los toca.
Ya. Y entonces, ¿qué hizo? —Balm le hizo una señal
con la cabeza para animarla a continuar.
—Me enseñó los lugares.
—¿Te los enseñó? ¿Cómo?
—Los señaló, y después me pidió que se los dejara tocar
porque así yo lo entendería mejor.
=¿Se lo permitiste, Barbara?
La niña apretó con fuerza los labios y asintió.
—¿Sí o no?
SÍ.
—¿Dónde te tocó exactamente, Barbara?
Aquí y aquí —respondió Barbara, señalándose el pecho
y entre las piernas.
—¿Sólo te tocó aquí o hizo algo más?
Barbara se mordió el labio inferior.
Sabemos que es duro, Barbara. Pero para hacer las co-
sas bien, hemos de preguntarte todo eso. Lo entiendes,
¿verdad? —Ella contestó que sí con la cabeza—. Muy bien,
cuéntaselo al tribunal. ¿Qué más hizo la señorita Wilson?
—Me puso la mano aquí —respondió, colocándose la
mano derecha entre las piernas— y frotó.
—¿Puso la mano aquí? O sea, ¿por debajo de la ropa?
Sí.
¿Qué sucedió después, Barbara?
Me preguntó si sentía algo especial. Yo le contesté que
sólo un cosquilleo, y entonces pareció enfadada y retiró la
mano. Me dijo que yo todavía no estaba preparada para
entenderlo, pero que ella lo intentaría de nuevo en otra
Ocasión.
—¿Y lo hizo?
Conmigo no —respondió Barbara con rapidez.
¿Con amigas tuyas, con otras niñas de la clase?

Z2L
Sí.
Y cuando tú les contaste lo que la señorita Wilson te
había hecho, ellas te explicaron a ti lo que les había hecho
a ellas, ¿es así?
Sí.
Un débil murmullo recorrió la sala. El juez dirigió al
público una mirada de reprobación, y se hizo el silencio
al instante.
—¿Y entonces se lo contasteis todo al señor Cornbleau?
Sí. A
—Muy bien, Barbara. Ahora el señor Taylor también te
va a hacer algunas preguntas. Cuéntale toda la verdad igual
que me la has contado a mí —dijo Balm; luego se volvió ha-
cia Kevin y le dirigió una inclinación de cabeza.
También se le daban bien los gestos teatrales.
«Muy agudo —pensó Kevin-. Me voy a acordar de
ésta: cuéntale toda la verdad igual que me la has contado
a mí.»
—Barbara —dijo Kevin antes de levantarse—, tu nombre
completo es Barbara Elizabeth Stanley, ¿verdad? -Su tono
de voz era suave y amistoso.
Sí.
—En tu clase hay otra niña llamada Barbara, ¿no?
Ella asintió y Kevin se le acercó, todavía sonriente.
—Pero su nombre es Barbara Louise Martin, y para dife-
renciar, para distinguir entre una y otra, la señorita Wilson
la llamaba a ella Barbara Louise, y a t1, simplemente Bar-
bara, ¿verdad?
Sí.
—¿Te cae bien Barbara Louise?
La niña se encogió de hombros.
—¿Crees que a la señorita Wilson le gustaba más Barbara
Louise que tú?
Barbara Stanley miró a Lois, cuyos ojos reflejaban la
tensión.
-Sí —contestó.

23
—¿Porque Barbara Louise va mejor en clase?
=NOo lo sé.
—¿Intentaste que los otros niños tuvieran antipatía a
Barbara Louise?
-No.
—Barbara, el juez te ha advertido antes que cuando se
testifica ante un tribunal hay que decir la verdad. ¿Estás
diciendo la verdad?
SÍ.
—¿Pasaste a tus amigas de clase papelitos en los que te
reías de Barbara Louise?
Los labios de Barbara temblaron un poco.
—¿Verdad que la señorita Wilson te sorprendió en la cla-
se pasando esos papelitos a tus amigas? —insistió en la pre-
gunta, confirmando con un gesto de la cabeza. Barbara
miró a Lois Wilson y a continuación al público de la sala
en busca de sus padres—. La señorita Wilson registra con-
venientemente todo lo que ocurre en el aula —precisó Ke-
vin, volviéndose hacia Cornbleau—. También guardó los
papelitos de Barbara. Kevin desenvolvió un trozo de pa-
pel-. «Vamos a llamarla Barbara Lela», le escribiste a
alguien, y a partir de entonces unos cuantos alumnos em-
pezaron a llamarla así, ¿es verdad o no? —Barbara no
respondió-. De hecho, las otras niñas que afirman que la
señorita Wilson les hizo cosas siguieron tu ejemplo y lla-
maban a Barbara Louise «Barbara Lela», ¿es así?
Sí. “Barbara estaba a punto de romper a llorar.
—Así que me acabas de mentir cuando te he preguntado
si intentaste que los otros niños no fueran amigos de Bar-
bara, ¿verdad? —preguntó con una aspereza inesperada.
Barbara Stanley se mordió el labio inferior. ¿Es así o no?
insistió. Ella asintió-. Y quizá también has mentido en
todo lo que le has contado al señor Balm, ¿eh? —Ella negó
rápidamente con la cabeza.
-No —replicó la pequeña con un hilo de voz. Kevin per-
cibía las miradas de furia y odio en algunos presentes en la

24
sala. El ojo derecho de Barbara soltó una lágrima que se
deslizó sin obstáculos por la mejilla.
Siempre quisiste ser tan estimada por la señorita Wil-
son como lo era Barbara Louise, ¿verdad?
Barbara se encogió de hombros.
—De hecho, siempre quisiste ser la más estimada de la
clase, la que tuviera más éxito tanto con los niños como
con las niñas, ¿sí o no?
=No lo sé.
=¿No lo sabes? No estarás mintiendo otra vez, ¿verdad?
Kevin lanzó una mirada al jurado—. Le confesaste esto a
Mary Lester, ¿sí o no? —Ella empezó a negar con la cabe-
za—. Barbara, puedo pedir que Mary venga aquí; recuerda
por tanto, que has de decir la verdad. ¿Le hablaste a Mary
de que deseabas que todo el mundo detestara a Barbara
Louise y que todos te apreciaran más a t1? —preguntó, su-
biendo su tono de voz.
Sí.
—De modo que a Barbara Louise todo el mundo la apre-
cia mucho, ¿verdad?
Sí.
—A ti también te gustaría, ¿verdad? ¿Y a quién no? =sol-
tó él, casi riendo. Barbara no sabía si tenía que responder
la pregunta, aunque Kevin no necesitaba la respuesta—.
Mira, Barbara, ya sabes que tú y las otras niñas estáis acu-
sando a la señorita Wilson de hacer cosas sexuales, de ha-
ceros a vosotras cosas sexuales malas. ¿Hasta aquí, de
acuerdo?
Con los ojos más abiertos, Barbara asintió. Kevin la
miró fijamente.
Sí respondió ella por fin.
—¿Era la primera vez que te hacían cosas sexuales o que
tú hacías algo sexual, Barbara? —preguntó rápidamente. En
aquel momento se produjo en la sala un momentáneo grito
de sorpresa, seguido de un murmullo de desaprobación. El
juez hizo sonar el mazo.

a)
Barbara asintió despacio.
—¿SÍ?
Sí —contestó.
—¿Y qué hay de aquella tarde, después de salir de la es-
cuela, en que tú, Paula, Sara y Mary invitasteis a Gerald y
Tony a tu casa, cuando no estaban tus padres, cuando no
había nadie de tu familia? —preguntó Kevin con calma.
Barbara se puso colorada y por un momento miró en vano
a su alrededor. Kevin se le acercó y casi en un susurro pre-
guntó—: Barbara, ¿sabías que Mary le contó a la señorita
Wilson lo que pasó aquella tarde?
Barbara estaba aterrorizada. Negó rápidamente con la
cabeza.
Kevin sonrió. Cuando miró a Martin Balm, advirtió la
confusión de éste en su rostro. Hizo un gesto de confirma-
ción y dirigió al jurado una mueca burlona.
No te ha ido muy bien en la clase de la señorita Wil-
son, ¿verdad, Barbara? —preguntó con un tono nuevamen-
te suave y amistoso.
-No. —Barbara enjugó una lágrima—. Pero no es culpa
mía —añadió acto seguido, contenta de que el interrogato-
rio tomara un rumbo distinto.
Kevin hizo una pausa, como si ya hubiera terminado,
pero enseguida se dirigió otra vez a la niña.
—¿Crees que la señorita Wilson te tiene manía y esto te
pone las cosas difíciles?
Sí.
=O sea, preferirías que ella dejara de ser tu profesora,
¿verdad?
Barbara era incapaz de evitar la mirada profunda de
Lois. Se encogió de hombros.
¿Sí o no? —apremió Kevin.
=Sólo quiero que deje de meterse conmigo.
Ya. Muy bien, Barbara. ¿Cuándo ocurrió el incidente
entre tú y la señorita Wilson? ¿En qué fecha?
—Protesto, señoría —dijo Balm, levantándose con rapi-

26
dez-. No podemos pretender que la pequeña recuerde la
fecha exacta.
Señoría, la acusación presenta a esta niña como la prin-
cipal testigo contra mi cliente. No podemos ponernos a
seleccionar lo que debería recordar o no respecto a un ale-
gato tan importante. En todo caso, si su testimonio ado-
lece de imprecisión...
—Muy bien, señor Taylor; se admite su observación.
Protesta denegada. Haga su pregunta, señor Taylor.
Gracias, señoría. Bien, Barbara, dejemos la"fecha. ¿Su-
cedió un lunes, un jueves? —preguntó Kevin con rapidez,
casi echándose encima de la pequeña.
—Eeeh... era martes.
—¿Martes? —Dio otro paso en dirección a ella.
Sí.
—Pero, Barbara, los martes no tenéis artes especiales
respondió él al instante, aprovechándose de un golpe
inesperado de buena suerte: la confusión de la niña. Barba-
ra miró alrededor, impotente.
—Bueno... quería decir jueves.
—Un jueves... ¿Seguro que no era un lunes? —Ella negó
con la cabeza—. Además, cuando tenía un descanso, la se-
ñorita Wilson iba con frecuencia a la sala de profesores, es
decir, no se quedaba en el aula después de que la clase hu-
biera terminado. —Barbara tan sólo miraba con los ojos in-
móviles—. ¿Así que era un jueves?
Sí —respondió con un hilillo de voz.
Entonces cabe suponer que a las otras niñas también
les pasó eso un jueves, ¿no? —preguntó, como si él mismo
estuviera confundido.
—Protesto, señoría. A la niña no se le ha dado informa-
ción sobre el testimonio de las demás testigos.
—En cambio —replicó Kevin=, yo opino que sí ha recibi-
do dicha información.
—¿Por parte de quién? —inquirió Balm con indignación.
-Caballeros. -El juez golpeó con el mazo—. Se acepta la

27
protesta. Limite sus preguntas a la declaración de la testigo
que está en el estrado, señor Taylor.
-Muy bien, señoría. Barbara, ¿cuándo les contaste a las
otras niñas lo que te ocurrió? ¿Fue enseguida? —preguntó
Kevin antes de que ella pudiera recuperarse.
-No.
—¿Se lo dijiste en tu casa?
Yo...
—¿Fue el día que hicisteis la fiesta con Gerald y Tony?
La niña se mordió ligeramente el labio inferior.
—Fue entonces, ¿no? ¿Escogiste aquella tarde por algún
motivo? ¿Sucedió algo que te impulsara a contar la his-
toria?
El rostro de Barbara comenzó a inundarse de lágrimas.
Negó con la cabeza.
=Si quieres que la gente crea tu historia sobre la señorita
Wilson, tendrás que contarlo todo, Barbara. "Todas las ni-
ñas tendrán que contarlo todo —añadió—. ¿Por qué aquella
tarde hablasteis de la señorita Wilson? ¿Qué hicisteis con
los chicos?
El terror se reflejaba en la mirada de Barbara.
-—A no ser, naturalmente, que lo hubieras inventado todo
y hubieras convencido a las demás de hacer lo mismo
—precisó, ofreciendo una salida fácil-. ¿Lo inventaste todo,
Barbara?
La niña permanecía rígida como una piedra, aunque sus
labios temblaban ligeramente. No respondió.
=Si dices la verdad ahora, todo terminará aquí —prome-
tió Kevin—. Nadie tiene que saber nada más —añadió, casi
en voz baja. La pequeña parecía aturdida—. ¿Barbara?
Señoría —ntervino Balm-, el señor Taylor está acosan-
do a la testigo.
No soy de la misma opinión, señor Balm —contestó el
juez. A continuación se inclinó hacia ella—. Barbara, debes
responder la pregunta.
—¿Le mentiste al señor Cornbleau porque no te gusta la

28
señorita Wilson? —preguntó Kevin con rapidez. Fue una
maniobra espléndida, ya que daba por sentado que ella ya
había contestado de modo afirmativo. Por la comisura del
ojo observó que algunos miembros del jurado enarcaban
las cejas.
Barbara negó con la cabeza, aunque sus ojos empezaron
a derramar una lágrima tras otra que se fueron deslizando
por las mejillas.
Ya di que podrías echar a perder la carrera de la se-
ñorita Wilson, ¿no, Barbara? —preguntó Kevin"haciéndose
a un lado para que Lois Wilson pudiera mirar directamen-
te a la pequeña—. Esto no es un juego, como éste al que ju-
gáis en tu casa, el de los «lugares especiales» —añadió Kevin
con un susurro sonoro, cuando de repente pareció que al
rostro de la niña se le había prendido fuego. Sus ojos esta-
ban abiertos de par en par y miraba al público con una ex-
presión desesperada—. Si antes no has dicho la verdad, es
mejor que lo hagas ahora en vez de seguir contando men-
tiras. Piensa un poco y dinos la verdad, Barbara —insistió
Kevin, que en ese momento se hallaba de pie frente a ella
y la miraba ferozmente con los ojos todo lo abiertos que
podía.
Kevin dio un paso atrás, como un boxeador en busca
del golpe definitivo que deje al rival fuera de combate.
—La señorita Wilson nunca tocó a las otras niñas. Con-
sintieron en denunciarla debido a lo que hicieron aquella
tarde en tu casa, ¿verdad? Las amenazaste con contárselo a
todo el mundo si no colaboraban.
La boca de Barbara se abrió de par en par. Su cara estaba
tan ruborizada como si se hubiera concentrado allí toda la
sangre del cuerpo. Miraba constantemente a sus padres.
Entonces Kevin cambió los pies de posición para taparle la
visión del fiscal.
No tenemos por qué hablar de lo que pasó en tu casa
—le advirtió él con un tono compasivo-, pero ¿les dijiste a
tus amigas lo que tenían que explicar y cómo tenían que

29
hacerlo, Barbara? —prosiguió él, tratando de obtener a
martillazos la respuesta que quería de ella-. Cuando las
otras niñas suban a este estrado tendrán que hablar de
aquella tarde y aquel juego, y tendrán que decir la verdad.
Sin embargo, si la cuentas tú ahora, no hará falta que la es-
cuchemos de boca de ellas. ¿Les dijiste lo que tenían que
contar?
-Sí —murmuró, agradecida por la conmutación pro-
puesta.
—¿Qué?
Sí. Se deshizo en lágrimas.
—De modo que ellas le contaron al señor Cornbleau lo
que tú les dijiste que contaran —concluyó, remachando a
fondo. A continuación, dibujando en su rostro una mezcla
de furia y de tristeza, le dio la espalda a la pequeña y miró
al jurado. Todos sus integrantes observaron a la niña y
después dirigieron su atención a Kevin.
-¡Pero no mentí sobre lo que le conté yo! ¡No! —gritó
Barbara ahogada por el llanto.
—Barbara, me parece que ya has dicho suficientes menti-
ras mientras has estado aquí sentada.
Kevin se volvió, y al mirar al fiscal movió la cabeza de
un modo significativo. Barbara estaba llorando descon-
soladamente, por lo que la tuvieron que ayudar a bajar
del estrado y la acompañaron hasta una puerta lateral de
salida.
Kevin volvió a su asiento mostrando un cierto pavoneo
al tiempo que miraba al público de la sala. La mayoría de
los presentes parecían conmocionados, confundidos. El
señor Cornbleau estaba enfurecido, al igual que un buen
número de ciudadanos indignados. El caballero del fondo
le sonreía, pero Miriam sacudió la cabeza y se enjugó una
lágrima que discurría por la mejilla.
Lois Wilson le buscó con la mirada a la espera de recibir
alguna indicación. Él asintió, y acto seguido, de acuerdo
con las instrucciones que le había dado, Lois miró a Bar-

30
bara con una expresión indulgente y enjugó sus bien ensa-
yadas y oportunas lágrimas.
El fiscal del distrito se levantó. De pie, frente al juez y el
público, con una expresión alelada, sabía que era imútil
proseguir.

Sl
El Bramble Inn era uno de los mejores restaurantes que
había justo al salir de Blithedale. Era un asador inglés, fa-
moso por el cuello de cordero y los bizcochos caseros. A
Kevin y Miriam Taylor les encantaba el ambiente que ha-
bía desde el camino de adoquín hasta el amplio vestíbulo,
en el que se observaban bancos de nogal americano y una
chimenea de ladrillo. Para los Taylor no había nada más
romántico que ir al Bramble Inn una noche que nevara,
acodarse en la barra y tomar un cóctel mientras oían el
crepitar del fuego y el crujir de los troncos. Como de cos-
tumbre, el local estaba atestado de clientes de clase media
alta, muchos de los cuales conocían a Kevin. Algunos se
detuvieron para felicitarle. Tan pronto él y Miriam dispu-
sieron de un momento tranquilo, Kevin rozó con su hom-
bro el de su esposa y la besó en la mejilla.
Hacía casi un mes que Miriam se había comprado la fal-
da y la chaqueta de cuero negro que llevaba esa noche,
pero las había tenido guardadas en el fondo del armario a
la espera de que se le presentara pronto la ocasión de sa-
carlas y sorprender a Kevin. La falda, perfectamente ajus-
tada, dibujaba la curva completa y suave de sus caderas y
la firmeza de su trasero, y revelaba lo suficiente de sus
piernas largas y bien formadas para parecer seductora aun-
que no llamativa. Debajo de la chaqueta llevaba una blusa
de punto verde y blanco que daba la impresión de haber
sido confeccionada a la medida de sus pechos firmes y sus
hombros pequeños.
Con su casi metro ochenta y su cabello ondulado y os-

32
curo que se le rizaba justo por encima de los hombros,
cuando Miriam Taylor entraba en algún sitio lleno de gen-
te siempre marcaba su propio territorio. Se había prepara-
do durante un año en la Escuela de Modelos de Marie Si-
mon, de Manhattan, y aunque nunca había tenido una
auténtica experiencia profesional, conservaba la elegancia
y el estilo de las modelos.
Al principio, Kevin se enamoró de su voz: grave, sexy,
como la de Lauren Bacall. Incluso hizo que le recitara una
de sus frases favoritas: «Sabes cómo se silba, ¿verdad,
Sam?... Simplemente junta los labios y sopla».
Cuando ella le miró con sus ojos claros de color avella-
na, se volvió y le llamó «Kevin» en vez de «Sam», fue
como si una mano se hubiera introducido por su estómago
y le hubiera agarrado el corazón. Pensó que, ya puestos,
podría llevar un collar alrededor del cuello y darle a ella la
correa. Si se lo hubiera pedido, le habría puesto la luna a
sus ples.
-Soy culpable de amarte con locura —le dijo-. El pecado
poco conocido de querer en exceso a la esposa propia.
Desde el día que te conocí, he pecado contra el Primer
Mandamiento: Amarás a Dios sobre todas las cosas.
Se habían conocido en una fiesta organizada por su bu-
fete “Boyle, Carlton EX Sessler— cuando éste inauguró sus
nuevas oficinas en un edificio de reciente construcción de
Blithedale. Miriam había asistido con sus padres. Su padre,
Arthur Morris, era el dentista más famoso de la ciudad.
Sanford Boyle presentó a Kevin a ella y a sus padres, y
desde ese momento se invadieron uno a otro las respecti-
vas órbitas lanzándose sonrisas y miradas a través de la
sala, hasta que lograron estar solos y empezaron a hablar
sin descanso, hasta que el fin de la fiesta los interrumpió.
Ella aceptó ir a cenar con él aquella noche, y a partir de ese
momento vivieron un romance intenso y apasionado. An-
tes de un mes Kevin le propuso matrimonio.
En ese momento, mientras estaban en la barra del Bram-

33
ble Inn brindando por el éxito de Kevin, ella empezó a
pensar en los cambios que se habían producido en él desde
que se habían conocido.
«Qué viejo está», pensaba. Kevin parecía superar de lar-
go sus veintiocho años. En sus ojos verde jade y sus gestos
se apreciaba una madurez, un control y una confianza en
sí mismo que hacían pensar en un hombre de mucha más
edad y experiencia. No era corpulento, pero con su más de
metro ochenta y sus casi ochenta kilos estaba en buena
forma y tenía un aspecto atlético y una vitalidad bien con-
trolada. Cuando le convenía, se dejaba llevar por estallidos
de exuberancia, pero la mayoría de las veces iba a su paso
sin demasiados cambios de ritmo.
Era tan organizado, saludable, ambicioso y decidido
que ella solía tomarle el pelo y cantarle un fragmento de
una vieja canción pop: «Y es muy sano, oh, de cuerpo y
mente. Es el hombre bien adaptado de la ciudad...».
—Bueno, dime lo que pensabas realmente cuando estabas
sentada en la sala. ¿No has estado orgullosa de mí, aunque
sólo sea un poquito?
—Oh, Kevin, no estoy diciendo que no estuviera orgu-
llosa de ti. Has estado... magistral —contestó ella, aunque
era incapaz de borrar de su cabeza la cara aterrorizada de
la niña. No podía dejar de revivir los momentos de terror
que reflejaron los ojos de la pequeña cuando Kevin ame-
nazó con revelar lo que ella y sus amigas habían hecho en
su casa—. Pero ojalá hubiera habido otro modo de ganar el
juicio que no pasara necesariamente por esa amenaza. ¿No
estás de acuerdo?
—-Desde luego, pero tenía que hacerlo —contestó él-.
Además, no pases por alto que Barbara Stanley utilizaba la
amenaza de revelar lo mismo como chantaje a sus compa-
ñeras para que testificaran.
—Cuando has arremetido contra ella, la niña daba lásti-
ma —dijo Miriam.
Kevin palideció.

34
No fui yo quien formuló las acusaciones contra Lois
Wilson —le recordó a Miriam-. Esto corrió a cargo de
Marty Balm. Fue él, no yo, quien llevó a Barbara Stanley
al tribunal para que fuera sometida a interrogatorio. Yo te-
nía una cliente que defender, y pensar en sus derechos y su
futuro por encima de todo.
—Pero Kevin, ¿y si hubiera hablado con las otras para
que testificaran porque tenía miedo de hacerlo ella sola?
—Entonces, la acusación debería haber planteado el caso
de otra forma, protestando o como fuera; no es asunto
mío. Ya te lo he dicho, Miriam, yo soy el abogado defen-
sor. Por tanto tengo que defender, utilizar todas las armas
posibles; de lo contrario no estaría cumpliendo con mi
obligación. Lo entiendes, ¿verdad?
Ella asintió. Tenía que estar de acuerdo, aunque a rega-
ñadientes. Él siempre tenía razón.
—¿No estás ahora un poquito orgullosa del modo en que
me he desenvuelto ante el tribunal? —preguntó él de nuevo,
arrimándose y dándole un golpecito con el hombro. Ella
sonrió.
—Eres un actor frustrado, Kevin Taylor. La forma en que
te movías, te dirigías al jurado, decidías la oportunidad de
una pregunta o cambiabas la dirección de la mirada... —Ella
rió-. Podían haberte nominado para los premios de la
Academia.
—Parece una representación, ¿verdad? Me resulta difícil
explicar lo que ocurre cuando entro en una sala de vistas. Es
como si se levantara el telón y todo estuviera escrito en un
guión. Casi no importa quién es el cliente o de qué trata el
caso. Estoy simplemente allí, destinado a hacer lo que hago.
¿Qué es eso de que no importa quién es el cliente o
EN es el caso? ¿Es que defenderías a cualquiera? —Él no
contestó—. ¿Lo harías?
Kevin se encogió de hombros.
Supongo que dependería del dinero que fuera a cobrar.
Miriam entornó los ojos y se lo quedó mirando.

09
-Kevin, quiero que seas sincero conmigo. —Él levantó la
mano derecha y se volvió hacia ella.
Juro decir la verdad, toda la verdad y nada más que la
verdad...
—Hablo en serio —dijo ella, bajándole la mano.
Muy bien, ¿de qué se trata? —Él se volvió de nuevo y se
inclinó sobre la barra para acariciar su copa.
—Deja a un lado la jerga legal, el papel de la acusación, el
papel del abogado defensor... todo eso. Has demostrado
que las tres niñas mentían, que fueron obligadas a ello —o
al menos han producido esa impresión=, y yo no niego
que Barbara Stanley parece una manipuladora, pero ¿Lois
Wilson abusó sexualmente de ella? ¿Se aprovechó de ella?
Tú la interrogaste; pasaste mucho tiempo en tu despacho
haciéndole preguntas.
Quizá —contestó él, y el movimiento de su cabeza re-
veló algo que provocó un escalofrío en Miriam.
—¿Quizá?
Yo la defendía. Como ya te he explicado, he advertido
fallos en el planteamiento de la acusación y he abordado el
asunto por donde ésta parecía más vulnerable —respondió
él con displicencia.
—Pero si era culpable...
¿Y cómo se sabe quién es culpable y quién no lo es? Si
antes de aceptar un caso tuviéramos que estar totalmente
convencidos de la inocencia de un cliente, sin tener la más
leve sospecha sobre ella, nos moriríamos de hambre.
—Hizo una señal a alguien y pidió otra ronda.
Para Miriam fue como si por un momento la luz del sol
hubiera desaparecido tras una nube. Se incorporó, echó un
vistazo al bar y centró su atención en un hombre apuesto
y de aspecto distinguido, de cabello color de ébano y tez
oscura, sentado solo a una mesa que había en un rincón.
Miriam estaba segura de que los miraba. De pronto, son-
rió. Ella hizo lo mismo y rápidamente apartó los ojos.
Cuando volvió a mirar, él seguía observándolos.

36
—Kevin, ¿conoces a ese hombre del rincón que nos mira
con tanta atención?
¿Qué hombre? -Se volvió—. Sí... bueno, no, pero hoy
lo he visto en la sala de vistas.
El hombre sonrió otra vez e inclinó la cabeza. Kevin
hizo lo propio. Entonces, el hombre, tomando eso como
una invitación, se levantó y se acercó a ellos. Mediría algo
más de metro ochenta y parecía estar en buena forma.
—Buenas noches —dijo; a continuación extendió la mano,
grande, con los dedos largos y las uñas arregladas. En uno
de los meñiques lucía un anillo liso de oro con una «P»
grabada—. Permítame tomar parte en las felicitaciones que
habrá recibido y añadir mi nombre a la lista de sus admira-
dores. Me llamo Paul Scholefield.
Gracias, señor Scholetield. Mi esposa, Miriam.
Señora Taylor —dijo el hombre, con una inclinación de
cabeza—, tiene usted buenos motivos esta noche para estar
hermosa y sentirse orgullosa de su marido.
Gracias —respondió Miriam, ruborizada.
-No es mi intención molestar —prosiguió Scholefield-,
pero hoy he estado en la sala de vistas y le he visto en
acción.
Sí, ya lo sé. Recuerdo que yo también he advertido su
presencia. “Kevin lo miró atentamente—. Creo que no nos
habíamos visto antes.
No, no vivo aquí. Trabajo como abogado en un gabi-
nete de Nueva York. ¿Me permite sentarme con ustedes
un momento? —preguntó, señalando el asiento que había al
lado de Kevin.
—Desde luego.
Gracias. Veo que acaban de pedir una ronda; si no hu-
biera sido así, les habría invitado yo a una copa. "Hizo una
señal al camarero—. Un cóctel de champán, por favor.
—¿A qué especialidad jurídica se dedica, señor Schole-
field? preguntó Kevin.
—Llámeme Paul, por favor. Nuestro bufete sólo se ocupa

7
de asuntos penales. Tal vez haya oído hablar de él: John
Milton $ Associates. “Kevin pensó un instante e hizo un
gesto negativo elocuente.
—No, lo siento.
-No importa. Scholefield sonrió-. Es uno de estos bu-
fetes del que uno no oye hablar a menos que se encuentre
en un apuro. Nos hemos convertido en especialistas. La
mayor parte de los asuntos que llevamos serían rechazados
por otros abogados.
Qué... interesante —dijo Kevin con cautela. Estaba em-
pezando a lamentar el haber permitido a Paul sentarse con
ellos. No quería hablar de temas profesionales—. Será cues-
tión de ver cómo está nuestra mesa, ¿verdad, Miriam? Ya
tengo hambre.
=Sí —contestó ella, pillando la indirecta. Acto seguido le
hizo una señal al maitre.
Ya les he dicho que no es mi intención molestar —prosi-
guió Scholefield, comprendiendo enseguida y sacando una
tarjeta—. No es que me haya dejado caer por casualidad en
el juicio de hoy. Hemos oído hablar de usted, Kevin.
—¿En serio? —Los ojos de Kevin se abrieron como
platos.
-Sí. Siempre procuramos estar al tanto de si aparecen
buenos abogados jóvenes y prometedores que se dediquen
a cuestiones penales, y precisamente ahora tenemos un
puesto vacante.
—¿Ah, sí?
-Y después de haberlo visto en su actuación de hoy, me
gustaría dejarle nuestra tarjeta y pedirle que considere la
oferta.
—Bueno, yo...
=Sé que en el bufete en el que trabaja probablemente le
ofrecerán una participación como socio, pero aun a riesgo
de sonar un poco pretencioso, permítame indicarle que se-
guir ahí no le proporcionará ni la mitad de satisfacción
profesional ni de ingresos que obtendría con nosotros.

38
—¿La mitad de ingresos?
—Su mesa está lista, señor —anunció el maitre.
—Gracias. Kevin se volvió hacia Scholefield=. ¿Ha di-
cho la mitad de ingresos?
Sí. Sé lo que ganará en su bufete cuando sea un asocia-
do más. Pero el señor Milton le doblará el sueldo de inme-
diato, y en un período relativamente corto usted recibirá
también una cantidad importante en forma de dividendos,
no me cabe duda. -Scholefield se puso de pie-. No quiero
robarles más tiempo. Tienen derecho a estar solos —añadió,
guiñándole el ojo a Miriam.
Ella sintió que se sonrojaba de nuevo. Paul alargó la tar-
jeta a Kevin.
Simplemente, llámenos. No se arrepentirá. Enhorabue-
na de nuevo por su formidable victoria —añadió, levantan-
do el vaso—. Señora Taylor... -Brindó otra vez y se fue.
Por un instante, Kevin permaneció quieto. Entonces
bajó la vista y miró la tarjeta. Las letras de imprenta en re-
lieve parecían salirse de la tarjeta, como si aumentaran de
tamaño. Todo era distante: la música suave del restaurante,
el débil murmullo que se oía alrededor, incluso la voz de
Miriam. Se sintió como si fuera a la deriva.
Kevin...
—¿Eh?
—¿Qué era todo esto?
No lo sé, pero parece interesante, ¿no?
Scholefield regresó a su mesa y le dirigió una sonrisa a
Miriam, quien notó algo repentino que tiraba de su cora-
zón y lo hacía latir más deprisa.
Kevin, la mesa ya está preparada.
—Muy bien —dijo él. Echó otro vistazo a la tarjeta, la 1n-
trodujo rápidamente en su bolsillo y se levantó para seguir
a Miriam.
Se sentaron a una de las mesas íntimas de un rincón de
la parte trasera. La pequeña lámpara de aceite que había
encima proyectaba un brillo amarillo, suave y mágico en

97)
ambos rostros. Pidieron un zinfandel blanco y lo bebieron
despacio, mientras hablaban en voz baja, recordando otros
tiempos, otras cenas románticas y otros momentos hermo-
sos. La música suave los envolvía por todos lados como
si fuera el tema de fondo de una película. Él le cogió la
mano, se la llevó a los labios y le besó los dedos. Se mira-
ban uno a otro tan absortos que, cuando el camarero fue a
tomarles nota, pidió disculpas por interrumpirles.
Después de que les hubieran servido el primer plato y
hubieran empezado a comer, Miriam sacó el tema de Paul
Scholefield.
—¿Nunca habías oído hablar de ese bufete?
No. —Pensó sobre ello y negó con la cabeza. Acto se-
guido, sacó la tarjeta y la miró con atención—. Sin embar-
go, eso no significa nada. ¿Sabes cuántos gabinetes hay so-
lamente en la ciudad de Nueva York? Está bien situado
—advirtió-, entre Madison y la Cuarenta y cuatro.
Sin embargo, no es muy habitual que un abogado vaya
a observar el trabajo de otro, ¿verdad, Kevin? —Él se enco-
gió de hombros.
NO sé... no, no es tan extraño. Para verificar el trabajo
de alguien lo mejor es ver cómo lo lleva a cabo. Además,
no hay que olvidar —añadió con una satisfacción muy visi-
ble- que los periódicos de Nueva York han hecho un se-
guimiento del caso. El domingo pasado había una buena
reseña en el Times.
Miriam confirmó las palabras de Kevin, pero él advirtió
que ella estaba preocupada por algo.
—¿Por qué lo preguntas?
=No sé... esa forma en que ha dado su parecer y te ha
entregado la tarjeta... Parecía tan seguro de sí...
Supongo que esto es consecuencia del éxito. Me gusta-
ría saber si hablaba en serio cuando ha mencionado lo del
dinero... el doble de lo que ganaría como socio de Boyle,
Carlton 8l Sessler... -Miró otra vez la tarjeta y movió la ca-
beza con incredulidad.

40
Kevin, aquí ya ganas bastante.
Nunca ganas lo bastante, y tampoco habrá muchos ca-
sos como éste de Lois Wilson. Es muy sencillo: aquí será
difícil que abunden los casos penales, y lo que más temo es
acabar metido en alguna de sus especialidades y tener la
mesa llena de asuntos mercantiles o inmobiliarios.
—Eso antes no te preocupaba. p
Ya lo sé. -Se inclinó hacia delante y sus ojos quedaron
fijos en la luz de la pequeña lámpara. De repente, su ros-
tro, que hasta ese momento había tenido una expresión
suave y serena, se volvió tenso y acalorado—. Sin embargo,
esta vez en el juicio me ha pasado algo, Miriam. He senti-
do algo especial. Por momentos estaba... enardecido. Era
como moverte continuamente en el filo de la navaja, ser
consciente de que cada palabra es clave... algo más que los
conflictos generados en torno a la propiedad: la vida de al-
guien que está en juego. El futuro de Lois Wilson estaba
en mis manos. Sería igual que comparar a un cirujano del
corazón o del cerebro con un médico de cabecera que en-
yesa una pierna rota.
—Tampoco sería tan terrible tener de vez en cuando al-
gún caso relacionado con temas inmobiliarios —replicó ella
con voz débil. El estado de agitación de Kevin le quitaba el
aliento.
No, pero cuanto más difícil y más crítico es el caso,
más perspicaz puedo ser. Estoy seguro. En definitiva, que
no soy un leguleyo, Miriam. Soy... soy abogado.
Ella asintió al tiempo que su sonrisa se debilitaba. En la
voz de Kevin, en sus ojos, había algo que la asustaba. Mi-
riam percibía cada vez con mayor claridad que la vida que
ella había planeado para ambos no iba a satisfacerle.
Pero Kevin —dijo al cabo de unos instantes—, antes
nunca habías hablado de eso, y seguramente tampoco lo
harías ahora si no fuera porque ha aparecido ese hombre.
—Tal vez no —contestó él, encogiéndose de hombros—.+
Quizá no sé lo que quiero. "Miró de nuevo la tarjeta y la

41
guardó en el bolsillo-. De todos modos, tenemos tiempo
para pensarlo bien. No creo que en el bufete me propon-
gan asociarme con ellos el lunes por la mañana. Esos tres
tendrán que reunirse un montón de veces, creen que las
cosas deben asentarse y madurar. “Entonces rió, pero con
una risa seca y fría, distinta de la habitual-. Es probable
que nunca hagan el amor con sus esposas sin antes examli-
nar cuidadosamente los pros y los contras. Pero en todo
caso, si lo piensas un poco y tienes en cuenta cómo son
ellas, no sé cómo podrían ser impulsivos en eso.
Rió de nuevo, en esa ocasión de modo despectivo, pero
Miriam se mantuvo al margen. Kevin nunca se había mos-
trado desdeñoso con los Boyle, los Carlton ni los Sessler.
Para ella siempre había estado claro que él quería ser como
ellos.
—Esta noche el cordero está estupendo, ¿no? —preguntó
él; ella sonrió y asintió, ansiosa por dejar la discusión a un
lado y así reducir la frecuencia de pulsaciones de su co-
razón y eliminar el aleteo de mariposas que sentía en su
pecho.
Funcionó. No volvieron a hablar de leyes ni de casos ju-
diciales. Después de tomar el postre y el café se sintieron
más animados, regresaron a casa e hicieron el amor con un
apasionamiento que ella no recordaba.
No obstante, a la mañana siguiente Miriam observó que
Kevin iba al armario en busca del pantalón que llevaba
puesto en el Bramble Inn. Sacó la tarjeta de Paul Schole-
field, la miró y la introdujo en el bolsillo interior de la cha-
queta que iba a llevar el lunes cuando fuera a trabajar.
Durante todo el fin de semana Kevin tuvo una sensa-
ción de frialdad a su alrededor. Los amigos de quienes es-
peraba una llamada de felicitación no dieron señales de
vida. Miriam tuvo una conversación telefónica con su ma-
dre, que no resultó muy agradable, como él comprobó
más tarde. A instancias de Kevin, Miriam le contó los de-
talles y ella acabó confesándole que su madre, por defen-

42
derlo a él, había tenido una dura discusión con una de sus
supuestas buenas amigas.
Él mismo casi tuvo un altercado cuando el domingo por
la mañana se detuvo en la gasolinera, y Bob Salter, el due-
ño, le soltó con tono sarcástico que ya estaba bien de que
en este país los maricones y las tortilleras siempre se salie-
ran con la suya.
Y también le sorprendió la fría acogida que recibió en la
oficina el lunes por la mañana. Mary Echert, que tenía las
funciones de secretaria suya y de recepcionista, apenas si le
dio los buenos días, y mientras él se dirigía a «su agujero
en la pared», Teresa London, secretaria de Garth Sessler, le
lanzó una tímida sonrisa y desvió rápidamente la mirada.
No hacía mucho que había llegado cuando sonó el in-
terfono y Myra Brockport, secretaria de Sanford Boyle,
con una voz que le recordaba a una maestra muy severa
que él había tenido en la escuela primaria, dijo:
“Señor Taylor, el señor Boyle desea verlo inmediata-
mente.
Gracias —contestó. Se levantó y se ajustó la corbata. Se
sentía confiado, alegre. ¿Y por qué no? En tres cortos años
había dejado ya una señal imborrable en el arraigado y re-
putado viejo bufete. Brian Carlton y Garth Sessler habían
tardado algo más de cinco años en formar parte de la so-
ciedad. En aquella época el nombre era simplemente Boyle
8 Boyle, y en ella Sanford trabajaba con su padre, “Tho-
mas, un hombre ya de ochenta y tantos años, pero todavía
perspicaz y capaz de imponer sus opiniones a su hijo de
cincuenta y cuatro.
Kevin temía que Boyle, Carlton y Sessler se resistieran a
ofrecerle un puesto de socio. Había un cierto esnobismo
en ellos con respecto al bufete. Los tres eran hijos y nietos
de abogados. Parecía como si se consideraran miembros de
una familia real, descendientes de monarcas que heredaran
cetros y tronos, conservando cada uno su propio reino:
bienes inmobiliarios, herencias...

43
Poscían las mejores casas de Blithedale. Sus hijos con-
ducían Mercedes y BMW e iban a la Ivy League; dos de
ellos ya estaban a punto de licenciarse en derecho. Goza-
ban del respeto y la admiración de todos los miembros de
profesiones liberales de la comunidad, de modo que ser
invitado a sus fiestas constituía una señal de distinción,
como la constituía también que ellos se dignaran asistir a
las que organizaran los demás. Convertirse en socio suyo
era como recibir una unción sagrada.
Dado que durante toda su vida había formado parte de
la alta sociedad de esa comunidad, Miriam era profunda-
mente consciente de todo eso. Ella y Kevin habían llegado
a un punto en que habían decidido construir la casa de sus
sueños. Miriam hablaba de tener niños. Su existencia como
miembros de la clase media alta parecía garantizada, y no
había habido nunca ninguna duda sobre el deseo de Kevin
de establecerse en la pequeña comunidad de Long Island.
Él había nacido y se había criado en Westbury, donde to-
davía vivían sus padres, que estaban a cargo de una oficina
de contabilidad. Había estudiado derecho en la Universi-
dad de Nueva York y había vuelto a Long Island para en-
contrar la chica de sus sueños y ponerse a trabajar. Él era
de ahí; ahí estaba su destino.
O quizá no.
Abrió la puerta del despacho de Sanford Boyle, saludó a
los tres socios y tomó asiento frente a la mesa de Sanford,
consciente de que así se colocaba en el centro, con Brian
Carlton a su derecha, y Garth Sessler a su izquierda. «Pa-
rece que me quieran tener rodeado», pensó, divertido.
—-Kevin —empezó Santord. Era el más viejo de los tres,
Brian Carlton tenía cuarenta y ocho años, y Garth Sessler,
cincuenta, y al que más se le notaba la edad. Miraba de un
modo suave, como si nunca hubiera tenido que hacer mu-
cho más que cortar el césped y sacar la basura. Era casi cal-
vo, le colgaban las mejillas, y siempre que hablaba le tem-
blaba la papada—. Ya te acuerdas de cómo nos sentimos

44
cuando nos anunciaste que querías ocuparte de este caso.
=Sí. “Miró de uno a otro. Los tres permanecían sentados
como si fueran los jueces austeros de un tribunal puritano;
todas las líneas y los rasgos de sus rostros estaban esculpi-
dos a fondo: más que hombres parecían estatuas.
Todos creemos que en el juicio estuviste, magistral...
preciso y mordaz. Quizá demasiado mordaz.
¿Cómo dice?
—Para doblegar la resistencia de la niña, prácticamente la
aporreaste. .
—Hice lo que tenía que hacer —replicó Kevin, apoyándo-
se en el respaldo. Le dirigió una sonrisa a Brian Carlton;
éste, alto, delgado, con un bigote oscuro, también se recli-
nó mientras mantenía apretadas las puntas de sus largos
dedos como si tan sólo fuera a supervisar la discusión sin
participar en ella. Por su parte, Garth Sessler, tan impa-
ciente como de costumbre, daba ligeros golpecitos con los
dedos en el brazo de la silla.
Sin saber por qué, Kevin se dio cuenta en ese momento
de lo mucho que le habían desagradado siempre los tres.
De acuerdo, eran brillantes, pero tenían tanta personalidad
como un programa de procesamiento de datos. Sus reac-
ciones eran automáticas e impasibles.
Seguro que estás al corriente de los rumores que co-
rren. Todos hemos estado la mayor parte del fin de semana
al teléfono hablando con clientes, amigos... -Agitó dos ve-
ces la mano frente a su cara, como si estuviera espantando
moscas—. El caso es que las reacciones son más o menos las
que nos temíamos. Nuestros clientes, de quienes depende-
mos en gran medida para nuestra subsistencia, no están
por lo general demasiado satisfechos con la posición que
hemos mantenido en ese asunto de Lois Wilson.
¿Que posición? ¿No sabe esa gente que uno es inocen-
te hasta que se demuestra su culpabilidad? Yo la defendí y
ella fue exculpada.
—Ella no fue exculpada —dijo Brian Carlton, alzando las

45
comisuras de los labios en un gesto sarcástico—. La acusa-
ción tan sólo levantó las manos en señal de rendición y re-
tiró los cargos después de que tendieras una trampa a
aquella niña de diez años y le hicieras confesar que había
dicho algunas mentiras.
Esto no cambia nada —objetó Kevin.
—Desde luego que sí —replicó Brian—, aunque no me sor-
prende que no veas la diferencia.
—¿Qué insinúa?
Volvamos al principio —interrumpió Garth Sessler—.
Como ya tratamos de explicarte cuando te implicaste tan a
fondo en el asunto, aquí siempre hemos procurado alejar-
nos de los casos controvertidos. Somos un bufete prudente
y moderado; no buscamos publicidad ni notoriedad. Esta
clase de cosas ahuyenta a los clientes acaudalados que vi-
ven en nuestra comunidad. Bien —prosiguió, tomando con
firmeza las riendas de la discusión—. Sandford, Brian y yo
hemos estado examinando tu historial en el gabinete, y
consideramos que eres una persona trabajadora y respon-
sable, además de tener un futuro prometedor.
—¿Prometedor? —-Kevin se volvió instintivamente hacia
Brian. Había empezado a trabajar con ellos con la idea de
que el futuro ya había llegado. Ya no era tan sólo un abo-
gado prometedor.
—En derecho penal —precisó Brian, tajante.
—Área que no nos interesa concluyó Sanford.
—Ya veo. Entonces, ¿esto no es una reunión para ofre-
cerme la condición de socio de Boyle, Carlton 8z Sessler?
-La condición de socio de pleno derecho no es algo que
nosotros concedamos de la noche a la mañana —dijo
Garth-—. Su valor no reside sólo en las retribuciones econó-
micas sino en lo que significa, y ello depende de la inver-
sión que se hace tanto en el bufete como en la comunidad.
¿Por qué...?
-Sin embargo, no hay ninguna razón por la que no pue-
das ser socio de pleno derecho con bastante rapidez en al-

46
gún bufete especializado en cuestiones penales —interrum-
pió Santord Boyle. Despidió una fina sonrisa y se movió
hacia delante, con las manos cruzadas sobre el escritorio=.
No es que no estemos satisfechos con el trabajo que has
hecho aquí. Esto quiero dejarlo claro.
O sea que no me están despidiendo sino comunicando
que me encontraría mejor en algún otro gabinete —espetó
Kevin con aspereza. Se reclinó en la silla, encogiéndose de
hombros y sonrió. La verdad es que, de todas formas, es-
taba considerando la posibilidad de presentarla dimisión.
¿Cómo dices? —preguntó Brian, inclinándose hacia de-
lante.
Ya tengo otra oferta, caballeros.
—¿Ah, sí? -Sanford miró rápidamente a sus socios. Brian
mantuvo su expresión pétrea. Garth enarcó las cejas. Ke-
vin sabía que no le creían, como si no fuera en absoluto
posible que él contemplara la eventualidad de irse a otro
bufete. La arrogancia de los tres empezaba a irritarle—. ¿En
otro bufete de la zona?
No... hasta el momento no puedo decir nada más
—contestó, sin evitar que sus labios casi mintieran por sí
solos—. Pero les aseguro que serán los primeros en conocer
todos los pormenores. Después de Miriam, naturalmente.
—Desde luego —dijo Sanford, aunque Kevin sabía que los
tres socios tomaban a menudo decisiones sin consultar con
sus respectivas esposas, lo que le brindaba otro motivo de
menosprecio hacia ellos: sus relaciones con sus esposas e
hijos eran demasiado impersonales. Se estremeció sólo de
pensar que algún día los cuatro podrían haber estado reu-
nidos en ese mismo despacho discutiendo la conveniencia
o no de conceder la condición de socio a un abogado joven
y brillante como él; un abogado que quizás habría podido
iniciar una carrera más estimulante y satisfactoria en cual-
quier otro lugar pero que tal vez se sintió tentado de acep-
tar la seguridad y respetabilidad de («Dios me libre», pen-
só de repente) Boyle, Carlton, Sessler 8 Taylor.

47
—Bien, más vale que vaya a mi mesa y acabe con todo el
papeleo del caso Wilson. Gracias por sus pobres muestras
de confianza en mí —añadió, y se fue dejándoles con los
ojos fijos en la estela que dejaba tras de sí.
Cuando cerró la puerta experimentó una sensación deli-
ciosa de libertad, como en una caída libre desde un avión:
en sólo unos minutos había lanzado un desafío al hipotéti-
co destino. Permaneció un momento allí de pie, como
quien controla con seguridad su futuro.
Myra no entendía a qué obedecía la amplia sonrisa que
cubría la cara de Kevin.
—¿Se encuentra bien, señor Taylor?
=Sí, estoy bien, Myra. No me había sentido mejor... en
tres años, exactamente.
Oh, yo...
—Hasta luego —dijo rápidamente, y volvió a su despacho.
Durante un buen rato se quedó sentado a su mesa, pen-
sando. Después metió la mano en el bolsillo y sacó lenta-
mente la tarjeta que le había dado Paul Scholefield. La dejó
allí encima y la observó un instante; pero llegó un momen-
to que ya no la miraba, sino que sus ojos fueron más allá y
penetraron en su propia imaginación, donde se veía a sí
mismo ante un tribunal defendiendo a un hombre acusado
de asesinato. El ministerio público presentaba un caso difí-
cil, con indicios vehementes de culpabilidad, pero se en-
frentaba a Kevin Taylor, de John Milton € Associates. El
jurado prestaba atención a todas y cada una de sus pala-
bras. Los periodistas le perseguían por los pasillos del Pa-
lacio de Justicia suplicándole alguna información, pronós-
ticos, declaraciones...
Mary Echert llamó a la puerta y le trajo el correo, inte-
rrumpiendo su ensueño. Dirigió una sonrisa a su jefe, pero
éste, al advertir la expresión en los ojos de su secretaria,
cayó en la cuenta de que ya había empezado la cháchara.
Hoy no me he olvidado de ninguna cita, ¿verdad,
Mary?

48
No. Mañana por la mañana ha de reunirse con el señor
Setton por el asunto de su hijo; le he traído el informe po-
licial que me pidió.
-Ah, sí. El asunto de ese chico de dieciséis años que se
dio un paseo con el coche de su vecino, ¿no?
—Efectivamente.
—Un caso interesantísimo... —Ella ladeó la cabeza, des-
concertada por el sarcasmo. Tan pronto como la secretaria
se hubo marchado, Kevin llamó a John Milton % Associa-
tes y preguntó por Paul Scholetield. .
Quince minutos más tarde se dirigía a Manhattan, y ni
siquiera había llamado a Miriam para contarle lo que había
pasado.

49
En Blithedale, Boyle, Carlton 8 Sessler tenían una oficina
cómoda y decorada con buen gusto. Hacía casi veinte años
que Thomas Boyle había convertido una pequeña casa de
dos pisos estilo Cape Cod en el bufete que compartió con
su hijo Sanford. Parte del encanto del local residía en su
atmósfera hogareña. Allí uno se sentía relajado; «quizá de-
masiado», pensaba Kevin. Antes nunca lo había contem-
plado de ese modo. Siempre había valorado el toque do-
méstico de cortinas y tapices, de alfombras y accesorios.
Por la mañana dejaba una casa para meterse en otra. Al
menos, esto es lo que pensaba al principio.
Sin embargo, todo cambió desde el momento en que en-
tró en John Milton 8 Associates. Bajó del ascensor en la
planta veintiocho, que ofrecía una vista espectacular del
centro de Manhattan y de East River. Al final del pasillo
había unas puertas dobles de roble que exhibían la inscrip-
ción «John Milton e Associates, abogados». Entró y se
encontró en una lujosa recepción.
El amplio espacio abierto, el largo sofá de piel marrón,
la butaca y las sillas también de piel, todo era un reflejo del
éxito. En la pared a que estaba arrimado el sofá había un
enorme cuadro abstracto de vivos colores que parecía
un Kandinsky original. Kevin pensó que ése debía ser el
aspecto de un bufete de prestigio.
Cerró la puerta tras él y caminó sobre la exuberante al-
fombra oscura aterciopelada, con la sensación de despla-
zarse sobre una capa de malvavisco. Aquella impresión di-
bujó una sonrisa en su rostro mientras se acercaba a la

$0
recepcionista, que se hallaba sentada a una mesa de teca en
forma de media luna. Ésta apartó la vista del procesador de
textos para saludarle e intensificó su sonrisa al instante.
En vez de recibir la bienvenida de parte de la familiar
Myra Brockport, con su cara tan poco atractiva, o de
Mary Echert, con su pelo gris, su piel pálida y sus ojos ta-
citurnos, que eran las encargadas de atender a los clientes
en Boyle, Carlton el Sessler, aquí quien se ocupaba de ello
era una deslumbrante morena que muy bien hubiera podi-
do participar en el concurso de Miss América.»
El cabello, negro como el carbón, le bajaba recto y le
caía suavemente sobre los hombros, de modo que los ex-
tremos casi le tocaban las paletillas. Parecía italiana, como
Sotía Loren, con su nariz romana y sus pómulos salidos.
Los ojos oscuros casi resplandecían.
—Buenas tardes —le dijo—. ¿Es usted el señor Taylor?
Sí. Tienen ustedes una oficina muy bonita.
—Gracias. El señor Scholefield está deseoso de verle; lo
acompañaré inmediatamente a su despacho. -Se levantó-.
¿Le apetece algo de beber... té, café, una Perrier?
—Una Perrier, gracias. —Y la siguió a través del vestíbulo
en dirección al pasillo del fondo.
¿Con un trozo de piel de lima? —preguntó ella, vol-
viéndose.
—SÍ, gracias.
Mientras la chica le conducía por el corredor hasta llegar
a una pequeña cocina, él estaba como hipnotizado por el
movimiento de su cuerpo. Medía al menos metro setenta y
cinco, y lucía una falda negra de punto y una blusa blanca
con mangas largas. La falda se ceñía tanto a sus caderas y su
trasero que cuando los músculos se extendían él advertía la
arruga. Rió para sus adentros, pensando en las censuras que
todo ello recibiría de Boyle, Carlton y Sessler.
Ella le dio el vaso que contenía el burbujeante líquido y
unos cubitos de hielo.
Gracias.
La mirada de los ojos y la calidez de la sonrisa de la mu-
jer provocaron un hilillo de excitación que le corrió por
las ijadas, lo que le hizo sonrojarse.
—Por aquí.
Pasaron frente a un despacho, una sala de reuniones y
otro despacho más hasta llegar a una puerta que exhibía
una placa con el nombre de Paul Scholefield. La secretaria
llamó y abrió.
“Señor Scholefield, está aquí el señor Taylor.
—Gracias, Diane —dijo Paul Scholefield, dando la vuelta
a su mesa para dar la bienvenida a Kevin. Ella hizo una in-
clinación de cabeza y se fue; por un momento el recién lle-
gado fue incapaz de quitarle los ojos de encima. Compren-
sivo, Scholefield esperó—. Me alegro de verlo, Kevin.
Los despachos son magníficos. —-El de Paul Scholefield
tenía el doble de tamaño que el de Sanford Boyle. El dise-
ño era moderno, los muebles de cuero negro brillante, y
las estanterías y la mesa de un blanco lustroso. A la iz-
quierda había dos grandes ventanas que daban a East Ri-
ver—. Una vista espléndida.
—Impresionante, ¿verdad? "lodos los despachos tienen
vistas parecidas. El suyo también.
¿Cómo?
—Por favor, siéntese. Ya le he dicho al señor Milton que
está usted aquí. Iremos a verlo después de que hayamos
terminado.
Kevin se reclinó en la silla de cuero negro que había
frente a la mesa de Scholefield.
—Me alegra que decidiera considerar en serio nuestra
oferta. Se puede decir que estamos literalmente colapsados
por el exceso de trabajo —dijo Paul Scholefield, con ojos
emocionados—. Así, ¿su actual bufete le ha ofrecido formar
parte de la sociedad?
No exactamente. Lo que me han ofrecido es la oportu-
nidad de encontrar algo más adecuado a mi carácter —res-
pondió Kevin.

ye
¿Qué? —Paul sostuvo la sonrisa.
=Al parecer, el caso de Lois Wilson y la forma en que lo
planteé les ha causado ciertas molestias. La técnica jurídi-
ca, los trucos legales, todo está bien mientras se haga con
discreción. No hay nada en contra de manipular a una
abuela para conseguir una parte de su fortuna o de encon-
trar formas de eludir el pago de impuestos para enriquecer
todavía más a sus clientes acaudalados —precisó Kevin con
amargura.
Paul movió la cabeza y se echó a reír. .
Esto es ser miope, provinciano y estrecho de miras.
Por eso su sitio está aquí, Kevin. El señor Milton acertó
con usted —añadió, con una expresión que se había vuelto
seria—. Su sitio está aquí... con nosotros.
—¿Eso dijo el señor Milton?
—Así es. Él fue el primero en localizarlo, y cuando se
trata de evaluar a personas normalmente acierta. Es un
hombre que tiene una perspicacia extraordinaria.
Pero... no sabe nada de mí —objetó Kevin, con la duda
de cómo alguien podía estar tan seguro de él sin conocerlo.
No, pero siempre está buscando nuevas perspectivas...
le gusta ir a vistas y juicios a observar abogados, igual que
los ojeadores de béisbol van a presenciar partidos a los ins-
titutos. Él fue el primero en verlo en acción y luego me en-
vió a mí, siguiendo el método por el que nos ha contratado
a todos. Hoy los conocerá: Dave Kotein, Ted McCarthy y
nuestras secretarias. Pero en primer lugar permítame mos-
trarle su despacho; después iremos a ver al señor Milton.
Kevin tomó el último sorbo de su Perrier, se puso de pie
para seguir a Paul, y ambos cruzaron la puerta y salieron
al pasillo. Se detuvieron ante la puerta de un despacho de
la que visiblemente se había sacado la placa hacía poco.
—Tuvo que ser algo importante lo que le indujera a
abandonar este bufete “comentó Kevin. Los ojos de Paul
se entrecerraron mientras asentía.
—Así es. Fue una tragedia personal: se suicidó poco des-

53
pués de que su esposa muriera de parto. Se llamaba Ri-
chard Jaffee, y era un abogado brillante. Mientras estuvo
aquí no perdió un solo caso.
—Oh, no lo sabía.
—El señor Milton todavía está bastante trastornado; to-
dos lo estamos, como puede imaginarse. Pero el hecho de
que venga a trabajar con nosotros, Kevin —añadió, ponién-
dole la mano en la espalda—, nos va a animar a todos.
Gracias —dijo Kevin=, aunque parece un traje demasia-
do grande para mí —añadió—. No sé si responderé a sus ex-
pectativas.
No exagero. Si el señor Milton dice que puede, es que
no hay duda —replicó Paul, avalando su afirmación con un
gesto de cabeza. A Kevin casi se le escapa la risa ante aque-
lla entusiasta muestra de fe. Sin embargo, Paul Scholefield
lo había dicho muy serio.
Éste abrió la puerta, y Kevin entró en su futuro des-
pacho.
En aquel momento Kevin pensó en la cantidad de veces
que, durante los últimos tres años, había estado sentado a
su mesa, en la oficina de Boyle, Carlton X Sessler, y había
soñado con ser un abogado famoso de Nueva York, con
un despacho lujoso desde el que se contemplara una gran
vista.
En ese momento se hallaba frente a él una mesa en for-
ma de ele con una mullida silla de cuero, un sofá de cuero
blando y cómodo, y otra silla también de cuero situada de-
lante de la mesa. La alfombra parecía tan lujosa como la
del vestíbulo, y las cortinas eran de un beige brillante. Las
paredes estaban cubiertas de revestimientos ligeros de no-
gal americano, lo que le daba a la habitación un aspecto
fresco y limpio.
Todo parece nuevo.
—El señor Milton ordenó que se decorara de nuevo. Es-
pero que le guste.
—¿Gustarme? Es una maravilla —respondió Kevin. Paul

DA
asintió. A Kevin le deslumbraba todo lo que había en el
despacho, desde el sofisticado aparato telefónico chapado
en oro hasta el conjunto de lápiz y pluma de oro macizo.
En las paredes había colgados incluso marcos plateados
para sus fotos, y otros que albergarían sus títulos y distin-
ciones. Había el mismo número que en su despacho de
Blithedale. «Vaya coincidencia -pensó—. Buen presagio.»
Kevin se acercó a las ventanas que había detrás de la
mesa. Tal como había dicho Paul, el panorama de la ciudad
era espléndido. .
—¿Qué le parece?
—Magnífico. -Se dirigió al cuarto de baño y observó los
accesorios nuevos y brillantes y las paredes alicatadas. Ha-
bía incluso una ducha—. Me podría instalar ahora mismo
-dijo mientras echaba otro vistazo general al despacho y
detenía la mirada en la estantería que ocupaba la mayor
parte de la pared izquierda—. No tengo que traer nada. -Se
echó a reír—. Es... es increíble.
—El señor Milton estará contento de que esté usted satis-
fecho con su despacho, Kevin. —Paul miró su reloj-. Ya es
hora de que vayamos a verlo.
Cuando se disponían a salir, se detuvo para mirar hacia
atrás y movió la cabeza con un gesto significativo.
—Es exactamente el despacho que yo había soñado. Es
como si... Se volvió hacia el sonriente Paul Scholefield-.
Como si hubiera estado presente en mis sueños.

Después de llamar, Paul abrió la puerta y dio un paso atrás


para permitir que Kevin entrara primero. Este tuvo que
admitir que estaba nervioso. Paul había ensalzado tanto la
figura de John Milton que estaba confuso respecto a lo que
se podía encontrar.
La misma alfombra que cubría el vestíbulo y recorría el
pasillo era la que se desparramaba a partir de la puerta del
despacho de John Milton y cubría todo el suelo del mis-

55
mo. Al fondo había una mesa de caoba oscura y una silla
de cuero marrón de respaldo alto. También se observaban
otras dos sillas de cuero frente a la mesa. Detrás de ésta,
tres grandes ventanas, casi de la altura y la anchura de la
pared, brindaban una perspectiva amplia y despejada de
la ciudad y del cielo, como si fuera Dios quien tuviera que
asomarse a ellas.
Al principio, Kevin quedó tan impresionado por el res-
plandor y la luminosidad de la habitación que no vio a
John Milton sentado en su silla. Cuando avanzó unos pa-
sos y advirtió su presencia, fue como si aquel hombre se
hubiera hecho realidad saliendo de las sombras.
Bienvenido a John Milton 8 Associates, Kevin —dijo.
Éste enseguida percibió la calidez de aquella voz suave; le
recordó el tono amistoso, franco y tranquilizador del reve-
rendo Pendleton, de la Iglesia episcopalista de Blithedale,
que en pocos instantes creaba un ambiente cómodo y rela-
jado. Con frecuencia, Kevin trataba de imitarlo en los jui-
cios. Lo llamaba en secreto su «voz del domingo».
John Milton parecía tener poco más de sesenta años y
presentaba una curiosa combinación de rasgos juveniles
y de persona mayor. Tenía abundante cabello, pulcramente
arreglado y peinado, aunque todo gris.
Cuando Paul cerró la puerta, el señor Milton se levantó
desplegando un cuerpo de casi metro noventa y dibujando
una sonrisa en lo que en primera instancia parecía un ros-
tro esculpido en alabastro. Lucía un traje de seda gris os-
curo en el que asomaba un pañuelo de bolsillo color rubí,
y una corbata del mismo color.
Kevin advirtió cómo los hombros de John Milton se
elevaban cuando le tendió la mano. Daba la impresión de
estar en estupenda forma física, lo que se sumaba a la ex-
traña aunque interesante mezcla de juventud y madurez.
Al acercársele, Kevin observó un rubor carmesí en sus me-
jillas. Milton le estrechó la mano con fuerza, como si hu-
biera esperado largo tiempo ese momento.

56
—Encantado de conocerlo, señor Milton.
Mientras uno y otro se miraban, los ojos de John Mil-
ton parecieron metamorfosearse, pasando de un oscuro
apagado a un color orín tornasolado. Tenía una nariz gran-
de y recta, surcada de suaves líneas que por momentos le
daban al rostro una apariencia eternamente juvenil. Inclu-
so daba la impresión de que las arrugas de las comisuras de
los ojos las había pintado alguien hacía unos instantes. Sus
labios finos presentaban una tonalidad anaranjada, la man-
díbula era cerrada y la piel tersa, aunque exhibía una mira-
da paternal, un rostro lleno de sabiduría.
—Paul te ha mostrado el que podría ser tu despacho, o al
menos eso espero.
—Oh, sí. Es fantástico. Me encanta.
—Me alegro, Kevin. Siéntate, por favor. "Hizo un gesto
dirigido a la silla de cuero marrón, respaldo alto y brazos
de caoba oscura, en los que había, talladas a mano, figuras
de la mitología griega: sátiros, minotauros—. Gracias, Paul
añadió. Kevin miró hacia atrás y vio que Paul abandona-
ba el despacho.
John Milton volvió a su silla. Según advirtió Kevin, ha-
bía en él una cierta solidez, algo regio en la forma de mo-
ver la cabeza y los hombros. Se sentó como el rey que
ocupa su trono.
Como ya sabes, hemos estado pensando en ti durante
algún tiempo, Kevin. Nos gustaría que empezaras la sema-
na próxima. Admito que es un plazo corto, pero ya tene-
mos un caso destinado para ti —explicó, golpeando ligera-
mente una gruesa carpeta que se hallaba a su derecha.
—¿En serio? Quería preguntar a Milton cómo sabía que
él iba a aceptar el puesto ofrecido, pero creyó que podría
parecer de poca educación—. ¿De qué se trata?
—Te lo entregaré a su debido tiempo —respondió John
Milton con firmeza. Kevin se dio cuenta de la facilidad con
que el señor Milton pasaba de un tono amistoso y cálido a
otro categórico y resuelto—. En primer lugar, deja que te ex-

17
plique mi forma de pensar. Mis compañeros, como pronto
comprobarás, no son meros asociados. En muchos aspectos
lo son, pero representan algo más que esto, son mi familia.
Somos un auténtico equipo, leales unos a otros no sólo en
lo referente a nuestras relaciones profesionales. Cada uno
se preocupa de los demás y de sus familias. Nadie trabaja
en un espacio vacío; el hogar, la vida, todos los problemas
tienen un efecto en nuestro trabajo. ¿Lo entiendes?
-Sí —contestó Kevin; en aquel momento le vino a la ca-
beza el hombre al que iba a sustituir. ¿Estaba el señor Mil-
ton preparando el terreno para hablar de ello?
—Ya lo suponía —dijo John Milton, reclinándose hasta
que su rostro quedó cubierto por una sombra, como si una
nube se hubiera echado encima del sol que lucía fuera-.
Por eso no encontrarás extraño que yo te haga sugeren-
cias, incluso que trate de ayudarte en aspectos que, diga-
mos, no están relacionados directamente con tu trabajo.
»Por ejemplo, estoy seguro de que te Os vivir
en la ciudad. Precisamente soy propietario de un edificio
de apartamentos bastante lujosos en una zona ideal de
Manhattan, y hay uno que está libre; podríais ocuparlo sin
pagar alquiler.
—¿Sin pagar alquiler?
—Exactamente. Ya te he dicho que me preocupo por mis
asociados y sus familias. En todo caso, tengo la forma de
amortizarlo —precisó=, aunque ahora lo importante no es
esto, sino hacer todo lo posible para que tú y tu esposa
disfrutéis de una vida agradable y cómoda mientras estéis
con nosotros. Soy consciente de que ambos mantendréis
lazos familiares en el lugar en que vivís ahora —continuó
rápidamente—, pero Blithedale no queda tan lejos, y aquí
tendréis una nueva familia —añadió, inclinándose hacia de-
lante y saliendo de la sombra para sonreír.
Kevin asintió.
=Suena... fantástico. Desde luego, tendré que hablar de
ello con mi mujer —puntualizó al instante.

58
Por supuesto —dijo John Milton, levantándose-. Ha-
blemos ahora un rato de derecho; te expondré mi filosofía.
»La ley ha de ser interpretada y ejecutada de manera es-
tricta. La justicia es un beneficio resultante pero no la cau-
sa del sistema jurídico. Éste está concebido para mantener
el orden, para tener a todo el mundo bajo control. -Des-
de la esquina de la mesa miró a Kevin y sonrió de nuevo-.
A todo el mundo, desde los considerados virtuosos hasta
los criminales.
»La compasión —prosiguió John Milton, como un pro-
fesor universitario dando una clase— no tiene sitio en el sis-
tema porque es subjetiva, imperfecta y susceptible de su-
frir cambios, mientras que la ley puede ser perfeccionada y
permanecer universal y eterna. Hizo una pausa y observó
a Kevin, que asintió con rapidez.
»Me parece que entiendes perfectamente lo que digo y
que estás de acuerdo conmigo.
-Sí —respondió Kevin-. Quizá no lo habría expresado
en los mismos términos, pero sí, coincido con usted.
—Triunfaremos siempre y cuando no olvidemos que ante
todo somos abogados —dijo John Milton, con ojos que ar-
dían de determinación. Kevin estaba como hipnotizado.
Cuando John Milton hablaba, lo hacía siguiendo un ritmo
ondulante, a ratos tan suave que Kevin sentía como si le-
yera los labios del hombre y repitiera las frases con su pro-
pia voz. No obstante, de repente adoptaba una actitud di-
námica y el tono pasaba a ser enérgico y vibrante.
El corazón de Kevin empezó a latir con fuerza mientras
el rubor le cubría el rostro. La última vez que recordaba
haberse sentido tan acalorado fue cuando jugaba en el
equipo de baloncesto del instituto y se disponía a jugar
el partido decisivo del campeonato. En el vestuario, Marty
McDermott, el entrenador, soltó un discurso que hizo salir
a los jugadores a la pista con suficiente ardor en sus cora-
zones como para aplastar a todos los equipos de la liga
juntos; Kevin estaba ansioso por tener el balón en las ma-

9
nos. Igual que en ese momento ardía en deseos de volver a
actuar ante un tribunal.
-Nos entendemos uno a otro más de lo que crees, Kevin
-dijo John Milton asintiendo con calma= y tan pronto me
di cuenta de ello, le di instrucciones a Paul para hacerte
una propuesta. -Por un instante miró fijamente a Kevin y
después le dirigió una sonrisa casi maliciosa—. Tomemos
este último caso que has llevado... John Milton se volvió
a sentar, adoptando una postura más relajada.
—¿Lois Wilson? ¿La maestra de escuela acusada de abu-
so de menores?
Sí. Hiciste una defensa formidable. Te diste cuenta de
las lagunas que presentaba el planteamiento de la acusa-
ción y atacaste por ahí una y otra vez, centrando su aten-
ción en ellas...
Sabía que el director la tenía tomada con ella y también
que las otras niñas mentían...
Sí —replicó John Milton, inclinándose hacia delante y
extendiendo los brazos sobre la mesa como si quisiera en-
volver a Kevin con ellos—. Sin embargo, también sabías
que Barbara Stanley no mentía y que Lois Wilson era cul-
pable.
Kevin tenía los ojos abiertos de par en par.
—Bueno, digamos que no estabas del todo seguro, pero
en tu interior creías que la señorita Wilson había abusado
de Barbara Stanley y que ésta, temerosa de hacer la denun-
cia ella sola, metió a sus amigas en un lío descomunal y lo-
gró que la apoyaran. Por su parte, el idiota del director le
tenía ganas a la maestra...
Yo no tengo la seguridad de todo esto —afirmó Kevin
lentamente.
—-Muy bien —dijo John Milton, sonriendo de nuevo-.
Como abogado de ella, hiciste lo que tenías que hacer. -De
repente dejó de sonreír; en realidad, parecía enfadado—. La
acusación debería haber hecho los deberes igual que hizo
la defensa. Eras el único abogado auténtico de la sala —aña-

60
dió-. Por ello te admiro y quiero que trabajes conmigo.
Kevin, perteneces a esa clase de abogados cuyo sitio está
en este bufete.
Kevin se preguntaba cómo John Milton sabía tanto del
caso Lois Wilson, pero esta curiosidad se desvaneció muy
pronto. Había demasiadas distracciones, demasiadas cosas
maravillosas en las que pensar. A continuación hablaron
del salario, y quedó claro que Paul Scholefield no había
exagerado. Era el doble de lo que ganaba en el bufete ac-
tual. El señor Milton dijo que dispondría todo lo necesario
para que pudieran trasladarse al nuevo apartamento de in-
mediato si Miriam daba su consentimiento. Tan pronto
como terminó, el señor Milton llamó a su secretaria y le
pidió que buscara a Paul Scholefield. Éste llegó al instante,
como si hubiera estado todo el rato esperando al otro lado
de la puerta.
—Lo dejo otra vez en tus manos, Paul. Kevin, bienveni-
do a nuestra familia —dijo John Milton, extendiendo la
mano. Kevin hizo lo propio y ambos se las estrecharon
con fuerza.
Gracias.
-Y como te he dicho, antes del fin de semana se hará
todo lo necesario para hacer posible el traslado al aparta-
mento. Puedes llevar a tu esposa cuando gustes para que
ella lo vea.
Gracias otra vez. No sé si podré esperar. “John Milton
asintió, comprensivo.
Todo un personaje, ¿verdad? —dijo Paul en voz baja
cuando hubieron salido del despacho.
—Es fantástico el modo en que aborda lo esencial de las
cosas. En torno a él hay como un aura de pragmatismo,
aunque no he tenido la sensación de que fuera un típico
hombre de negocios. También ha sido muy afectuoso.
-Oh, desde luego. Si he de serte sincero —dijo Paul, dete-
niéndose en el pasillo—, todos le queremos. Es como... un
padre. -Kevin manifestó su acuerdo con un gesto de cabeza.

61
Sí, así es como yo me he sentido. -Miró hacia atrás—.
Como si estuviera ahí sentado y hablando con mi padre.
Paul se echó a reír y puso el brazo alrededor de Kevin,
mientras seguían andando por el corredor hasta llegar al
despacho de Dave Kotein. Éste, un hombre de treinta y un
años, tenía una edad más cercana a la de Kevin. También se
había licenciado en derecho en la Universidad de Nueva
York, por lo que enseguida se pusieron a recordar los pro-
fesores que habían tenido en común. Dave era delgado, de
algo menos de metro ochenta, tenía el pelo castaño claro y
lo llevaba corto, casi al estilo militar. Kevin pensó que Mi-
riam lo encontraría atractivo porque tenía unos ojos azules
de niño y una sonrisa suave y agradable que en cierto
modo le recordaba la de Seth, su hermano pequeño.
A pesar de su cuerpo delgado, Dave poseía una vOz pro-
funda y resonante; cualquier director de coro habría ven-
dido su alma para hacerse con ella. Kevin se lo imaginaba
en un juicio, interrogando a un testigo, con aquella voz re-
verberando sobre las cabezas de un público atento. Desde
que fueron presentados, Kevin tuvo la impresión de que
Dave Kotein era un hombre inteligente y perspicaz. Más
tarde, Paul le contaría que Dave se había licenciado como
uno de los cinco mejores de su promoción de la Universi-
dad de Nueva York y que tuvo la oportunidad de trabajar
en un gran número de prestigiosos bufetes de Nueva York
y Washington.
-Sigamos con el recorrido -dijo Paul-. Tú y Dave ten-
dréis mucho tiempo para conoceros, así como vuestras es-
posas.
—Muy bien. ¿Tenéis niños? —preguntó Kevin.
—Todavía no, pero no tardaremos —contestó Dave-.
Norma y yo nos hallamos más o menos en el mismo pun-
to que tú y Miriam —añadió. Kevin esbozó una sonrisa,
pero entonces encontró extraño que también conocieran
tanto sobre su vida personal. Paul se anticipó a la refle-
xión.

62
=Sobre los eventuales futuros asociados hacemos un es-
tudio completo —precisó-, de modo que no te sorprendas
de lo mucho que podamos saber de ti.
—¿Seguro que esto no es una sucursal de la CIA?
Dave y Paul se miraron uno a otro y rieron.
Yo tuve la misma sensación cuando Paul y el señor
Milton me propusieron venir a trabajar aquí.
—Hablaremos más tarde —dijo Paul, y él y Kevin salieron
y se dirigieron a la biblioteca jurídica.
Ésta era el doble de la de Boyle, Carlton 8zSessler y es-
taba totalmente actualizada. Había un ordenador que, se-
gún explicó Paul, estaba conectado a los archivos policia-
les, incluso a nivel federal, y un ordenador principal que
les suministraba información de casos precedentes u obte-
nida a través de investigaciones para poder entender y exa-
minar los informes criminales y las pruebas forenses. Una
de las secretarias estaba frente a un teclado introduciendo
nueva información procedente de uno de los investigado-
res privados del bufete.
—Wendy, te presento a Kevin Taylor, nuestro nuevo aso-
ciado. Kevin, ella es Wendy Allan.
La secretaria se volvió y de nuevo Kevin se vio sorpren-
dido por una cara y una silueta hermosas. Wendy Allan
parecía tener veintidós o veintitrés años. Su pelo color me-
locotón estaba suavemente cortado en capas y formaba un
flequillo que se arrollaba como emplumado sobre su fren-
te. Cuando sonreía, le brillaban los ojos castaños.
—¿Qué tal?
—Hola.
Wendy actuará al mismo tiempo de secretaria tuya y
de Dave hasta que contratemos otra —explicó Scholefield.
Kevin sonrió para sus adentros ante la perspectiva de tener
su propia secretaria.
—Espero trabajar pronto con usted, señor Taylor.
-Lo mismo digo.
Sería mejor que fuéramos a ver a Ted -dijo Paul en voz

63
baja-. Acabo de acordarme de que esta tarde tiene que
asistir.-a una declaración judicial.
—Por supuesto.
Siguió a Paul hasta la salida, no sin antes mirar atrás
para captar la sonrisa que Wendy Allan todavía le dirigía.
-¿Cómo podéis concentraros en el trabajo habiendo
esas hermosas mujeres a vuestro alrededor? —preguntó Ke-
vin medio en broma. Paul se detuvo y se volvió hacia él.
Wendy y Diane son hermosas, como ya habrás com-
probado, igual que Elaine y Carla, pero también son secre-
tarias sumamente eficientes. -Paul sonrió y echó una mi-
rada hacia la biblioteca. El señor Milton dice que la
mayoría de los hombres tienden a pensar que las mujeres
hermosas no son inteligentes. En una ocasión ganó un
caso precisamente porque el demandante partía de esa
base. Un día le pediré que te hable de eso; recuérdamelo.
Por cierto añadió, bajando la voz—, el señor Milton las ha
contratado a todas personalmente.
Kevin asintió, y prosiguieron hacia el despacho de Ted
McCarthy.
A Kevin, McCarthy le recordaba en ciertos aspectos a sí
mismo. Era dos años mayor y tenía más o menos el mismo
aspecto físico, salvo que el cabello de Ted era negro, su tez
más morena, y los ojos castaño oscuros. Pero el caso es
que ambos habían nacido y se habían criado en Long Is-
land. McCarthy había vivido en Northport y había estu-
diado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Sy-
racusa.
Al igual que Miriam, la esposa de Ted McCarthy tam-
bién había crecido en Long Island y había trabajado como
recepcionista de una consulta médica de Commack. Tam-
poco tenían niños, aunque pensaban tenerlos pronto.
Kevin tuvo la impresión de que Ted McCarthy era un
hombre meticuloso. Estaba sentado tras una mesa negra de
madera de roble, y todos sus papeles aparecían bien orde-
nados al lado de una gran fotografía de su mujer y otra de

64
él y ella el día de su boda, ambas en sendos marcos de pla-
ta. En comparación con los de Dave Kotein y Paul Schole-
field, su despacho era bastante espartano, y producía una
sensación de más orden y pulcritud.
Encantado de conocerte, Kevin —dijo McCarthy, le-
vantándose de la silla cuando Paul procedía a presentarlos.
Igual que Dave y Paul, Ted poseía una voz impresionante,
y su dicción era clara y nítida—. Después de oír al señor
Milton y a Paul hablar de ti, sabía que pronto estarías en-
tre nosotros.
Parece que todo el mundo lo ha sabido antes que yo
dijo Kevin con humor.
-Lo mismo me sucedió a mí —puntualizó Ted—. Estaba
trabajando en el bufete de mi padre sin la menor intención
de cambiar de aires, cuando un día Paul entró en contacto
conmigo. El mismo día que vine aquí a hablar con el señor
Milton me puse a pensar en la manera de comunicarle la
noticia a mi padre.
—Es extraordinario.
—Es raro el día en que no ocurre algo especialmente
emocionante. Y ahora que estarás con nosotros...
Ardo en deseos de empezar —exclamó Kevin.
—Buena suerte y bienvenido a bordo —dijo “Ted—. Tengo
que marcharme enseguida; he de asistir a una declaración
judicial de un cliente al que se le acusa de violar a la hija
adolescente de su vecina.
—¿En serio?
—Te hablaré del caso en nuestra reunión habitual del
equipo —precisó Ted.
Kevin asintió e inició el movimiento de seguir a Paul,
pero se detuvo en el umbral de la puerta.
Me gustaría saber una cosa, Ted —dijo Kevin, pregun-
tándose cómo Miriam y los padres de ambos reaccionarían
ante su decisión.
—Adelante.
¿Cómo le comunicaste la noticia a tu padre?

65
-Le expliqué lo mucho que deseaba especializarme en
derecho penal y la grata impresión que me causó el señor
Milton.
—Pero ibas a heredar el bufete familiar, ¿verdad?
-Oh... “Ted sonrió y movió la cabeza. Al cabo de un
tiempo te darás cuenta de que éste también es un bufete fa-
miliar.
Impresionado por la sinceridad de Ted, Kevin hizo un
gesto de aprobación. Acto seguido volvió a lo que iba a ser
su despacho y se sentó a la enorme mesa. Se reclinó en la
silla, poniendo las manos detrás de la cabeza, y entonces
la hizo girar para mirar la ciudad a través de la ventana. Se
sentía a las mil maravillas. No daba crédito a la suerte que
tenía: un bufete de prestigio, un apartamento lujoso y gra-
tuito en Manhattan...
Se dio la vuelta y miró en los cajones de la mesa: blocs
en blanco, plumas nuevas, una agenda por estrenar... no
faltaba nada. Estaba a punto de cerrar el cajón lateral infe-
rior cuando algo llamó su atención. Era una cajita de joye-
ría. La abrió y vio que contenía un pequeño anillo de oro
con la inicial «K>» grabada en él.
=¿Qué, probando las medidas de la silla? —preguntó
Paul mientras entraba.
¿Cómo? Ah, sí. ¿Qué es esto? —inquirió Kevin al tiem-
po que mostraba el anillo.
Ya lo has encontrado, ¿eh? Cosas del señor Milton, un
regalo de bienvenida. A los demás también nos lo hizo.
Kevin sacó el anillo de la cajita con cautela y se lo pro-
bó. Se ajustaba a la perfección. Levantó los ojos maravilla-
do, aunque el rostro de Paul no revelaba ninguna sorpresa.
-Con pequeños detalles como éste nos muestra la aten-
ción que nos dedica como personas; aquí está la diferencia
entre este bufete y los demás, Kevin.
—Es evidente. -Kevin reflexionó por un momento y des-
pués levantó la vista del anillo—. ¿Pero cómo sabía que iba
a aceptar el puesto?

66
Paul se encogió de hombros.
—Ya te he dicho que conoce bien a las personas.
—Es asombroso. —Entonces echó un vistazo al despa-
cho—. Ese hombre... ¿Jaffee?
¿Qué quieres saber de él?
-¿Nadie se percató de lo que pasaba?
Sabíamos que estaba deprimido. Todo el mundo echó
una mano en algo. El señor Milton contrató una niñera
para el bebé; los demás hacíamos lo que podíamos, lo lla-
mábamos, lo visitábamos... Todos nos sentimos culpables;
todos fuimos responsables. í
No he querido insinuar...
-Oh, no, por supuesto —dijo Paul-. Lo que pasa es que
todos vivimos en el mismo edificio de apartamentos. De-
beríamos haber sido capaces de ayudarlo.
=¿Todos vivís en el mismo bloque?
—El mismo en que vivirás tú. De hecho, vas a trasladarte
al apartamento de Jaffee.
Kevin se quedó inmóvil y mirando fijamente. No sabía
cómo Miriam tomaría eso.
—¿Cómo... cómo lo hizo?
-Saltó desde la terraza. Pero no te preocupes —dijo Paul,
sonriendo con rapidez=, no creo que el apartamento esté
maldito.
“Sin embargo, quizá sería prudente ocultarle esa infor-
mación a mi esposa.
-Oh, por supuesto. Al menos hasta que os hayáis insta-
lado y ella haya podido comprobar por sí misma lo segu-
ros y cómodos que estáis. Con el tiempo, no la sacará de
allí a rastras ni una manada de elefantes salvajes.
Cuando estaba a punto de salir de la autopista, Kevin se
dio cuenta de lo mucho que su vida y la de Miriam iban a
cambiar. No es que lamentara nada de lo ocurrido... todo
lo contrario, a lo largo de su vida y su carrera no recorda-
ba haberse sentido más emocionado. Era sólo que, cuanto
más se acercaba a la pequeña e idílica comunidad en la que
él y Miriam habían planeado vivir para siempre, más cuen-
ta se daba de que su decisión iba a alejarlos de esa existen-
cia que habían proyectado.
No obstante, los cambios eran todos a mejor, y algunos
también ella los querría, pensó. Lo contrario sería absur-
do. Más dinero significaría que la casa de sus sueños sería
incluso más grande de lo que habían imaginado. Además
se volverían más cosmopolitas y se alejarían de lo que él
concebía en ese momento como un provincianismo sofo-
cante.
Y, acaso lo más importante, ampliarían su círculo de
amigos y conocerían a gente mucho más interesente, a la
que la llamada sofisticada clase alta de Blithedale no le lle-
gaba mi a la suela del zapato. Los otros dos abogados del
bufete de John Milton le cayeron bien enseguida, y tenía
confianza en que a Miriam le pasaría lo mismo.
Regresó a su despacho y comprobó si tenía algún men-
saje. Miriam había llamado, pero decidió que hablaría con
ella cuando llegara a casa.
Él y Miriam vivían en Blithedale Gardens, un complejo
de residencias urbanas de madera de cedro que se hallaba
justo en las afueras de la ciudad propiamente dicha, en un

68
entorno rústico y poblado de árboles. Las casas tenían dos
pisos, eran cómodas y espaciosas, y disponían de una chi-
menea de ladrillo para quemar leña. El complejo residen-
cial tenía una piscina comunitaria y dos pistas de tenis de
tierra. Durante esos primeros años no habían pasado estre-
checes de ningún tipo, pero mientras observaba la ciudad
en el corto trayecto a su casa, Kevin se sintió de repente
muy crítico. Advirtió algo que hasta el momento había pa-
sado por alto: se respiraba una atmósfera que adormecía a
sus habitantes, que les hacía sentirse pasivamente confor-
mes. En ese momento en que se planteaba nuevos objeti-
vos, se daba cuenta de que éstos serían inalcanzables si no
se marchaba.
Metió el coche en el garaje, pero antes de llegar a la
puerta principal Miriam ya había abierto. Con la preocu-
pación pintada en su rostro, retrocedió hacia el vestíbulo.
—¿Dónde has estado? Creí que me llamarías antes de co-
mer y que podríamos vernos; estaba impaciente por saber
lo que Sanford Boyle te iba a decir.
Kevin entró en la casa, cerrando la puerta suavemente
tras él.
Olvídate de Boyle, de Carlton y de Sessler.
¿Qué? —Miriam se llevó la mano derecha a la gargan-
ta—. ¿Por qué? ¿No te han propuesto que seas su socio?
=¿Socio? Qué va. Precisamente todo lo contrario.
—¿Qué quieres decir?
El movió la cabeza.
—En vez de despedirme directamente me han aconsejado
que me busque algo más adecuado para mi... para mi ca-
rácter —respondió. Pasó frente a ella en dirección a la sala
de estar y se dejó caer pesadamente en el sofá.
Miriam se quedó atrás, perpleja.
—Ha sido por este último caso, ¿verdad?
—La gota que ha colmado el vaso, supongo. Escucha Mi-
riam, yo no les servía a ellos y ellos no me servían a mí.
—Pero Kev... después de tres años en que sólo habían pa-

69
sado cosas buenas... Hizo una mueca—. ¡Sabía que no de-
bías haberte hecho cargo de ese caso, lo sabía! ¡Mira ahora
lo que ha pasado! —gritó. El corazón le latía con violencia,
sin poderlo evitar. ¿Qué había pasado aquí? Pues que su
marido había defendido a una conocida lesbiana y después
había perdido el trabajo que tenía en uno de los bufetes de
más prestigio de la comunidad. Parecía como si oyera su
madre: «Ya te lo decía yo».
—Tranquilízate. Kevin le dirigió una sonrisa.
¿Que me tranquilice? "Miriam ladeó la cabeza. Era ex-
traño que él no estuviera más disgustado—. ¿Dónde has es-
tado, Kevin? —Miró el reloj que había en la repisa de la chi-
menea—. Además, ¿no has llegado a casa muy temprano?
“Siéntate aquí. “Dio unas palmaditas al cojín que había
a su lado—. Tengo muchas cosas que contarte.
—Ha llamado tu madre —dijo ella, casi como si presintie-
ra las palabras de Kevin y quisiera recordarle sus vínculos
en Blithedale.
—La llamaré dentro de un rato. ¿Se encuentra bien?
Oh, sí. Quería felicitarte por haber ganado el juicio
—añadió con sorna.
—Perfecto. Ahora va a sentirse todavía más contenta.
—¿Por qué, Kevin? —-Miriam optó por sentarse frente a
él, con las manos cruzadas sobre el regazo.
Cariño, no te pongas nerviosa. Todo lo que hagamos
a partir de ahora servirá para que nuestra vida mejore.
—¿Cómo?
—Bueno, es evidente que voy a irme de Boyle, Carlton
8 Sessler. Ya era hora.
-Antes solías estar muy orgulloso de trabajar ahí —dijo
ella con tristeza.
Solía... claro. Pero ¿qué sabía yo? Sólo era un mucha-
cho, acababa de salir de la facultad y estaba contento de te-
ner un trabajo como éste, pero ahora...
¿Qué? ¿Ahora, qué? —preguntó Miriam con más con-
tundencia.

7O
—Escucha —dijo él, inclinándose hacia delante—. ¿Recuer-
das aquel hombre que el viernes por la noche estuvo un
rato con nosotros en el Bramble Inn y me dio su tarjeta?
Sí.
—Bueno, después de mi animada discusión con aquellos
tipos tan penosos he pensado en el asunto.
—¿Y qué has hecho?
—Le he llamado y después he ido a AS Ha sido
como... como meterme en uno de mis ensueños. Eso sí es
un bufete de renombre en Nueva York; espera a verlo.
Para empezar, está en la planta veintiocho y la vista desde
allí es magnífica. Pero el caso es que están literalmente co-
lapsados de trabajo, lo que indica el rápido crecimiento de
su prestigio en Nueva York. Y necesitan desesperadamente
un abogado.
—¿Qué has hecho, Kevin?
—En primer lugar, quiero dejar claro que Paul no exage-
raba. Me pagarán el doble de lo que habría ganado en
Boyle, Carlton e Sessler este año aunque éstos hubieran
hecho justicia ofreciéndome la condición de socio de ple-
no derecho. Un montón de dinero, Miriam. En segundo
lugar, sólo haré lo que quiero hacer, es decir, ocuparme de
asuntos penales.
—Pero ¿y si no funciona? Aquí tú tienes seguridad, estás
haciendo algo de cara al futuro.
¿Qué es eso de si no funciona? Cabía esperar algo más
de confianza por parte de mi esposa. —Al instante fabricó
una mirada de decepción, como si estuviera ante un tribunal.
Sólo trataba de...
Ya lo sé. Cualquier cambio importante siempre da
miedo, pero después de haber conocido a todo el mundo...
porque creo que esto es lo mejor por lo que respecta a los
dos, Miriam: los otros asociados, Ted, Dave y Paul, están
todos casados y ninguno tiene todavía niños. Dave, Ted y
sus esposas son más o menos de nuestra edad. Así que po-
dremos relacionarnos con personas con quienes tenemos

LL
algo en común. Dime la verdad, ¿qué compartes tú real-
mente con Ethel Boyle, Barbara Carlton o Rita Sessler?
Sabes muy bien que se creen más que nosotros sólo por-
que no soy un socio del bufete; y recuerda las veces que te
has quejado de que te trataban como si fueras una niña.
—Pero tenemos otros amigos.
Sí, es cierto. Pero ya es hora de ampliar los horizontes,
cariño. Las personas de que te hablo viven y trabajan en
Nueva York. Asisten a espectáculos y conciertos, van a ex-
posiciones de arte, se toman largas temporadas de vacacio-
nes. Por fin vas a hacer todas las cosas que siempre has de-
seado.
Ella se reclinó en la silla. Quizás él tenía razón. Tal vez
había estado toda su vida demasiado enclaustrada. Posible-
mente había llegado el momento de salir del cascarón.
—¿De verdad crees que será un cambio acertado, Kev?
Oh, cielo —dijo él, levantándose y acercándose a ella—.
No sólo va a ser acertado sino magnífico.
La besó y se sentó a su lado, al tiempo que le cogía las
manos.
—Da igual lo feliz que me sintiera yo con el cambio; lo
seguro es que no haría nada que pudiera hacerte desgracia-
da. Simplemente no funcionaría. Está muy claro que... que
somos parte el uno del otro.
-Sí. “Miriam cerró los párpados y se mordió ligeramen-
te el labio inferior. Entonces él le acarició la mejilla y ella
abrió los ojos.
—Miriam, te quiero. No creo que exista otro hombre
que quiera más a una mujer.
-Oh, Kev... -Se besaron otra vez y en aquel momento
ella vio el anillo de oro.
—¿De dónde has sacado esto, Kevin? —le dijo, cogiéndole
la mano y acercándose el anillo para examinarlo de cerca—.
¡Aquí está tu inicial!
—Te va a parecer increíble. Es un regalo del señor Mil-
ton, una especie de presente de bienvenida.

72
—¿En serio? Pero ¿cómo sabía él que ibas a aceptar su
oferta?
Cuando conozcas al señor Milton, ya lo entenderás. Es
un hombre que transmite éxito, confianza, autoridad.
Ella meneó la cabeza y volvió a mirar el anillo.
Veinticuatro kilates de oro macizo —dijo él, agitando la
mano.
—Está claro que te han encandilado.
=Sí, es verdad —confesó.
Oye Kevin, tendremos que trasladarnos cada día a la
ciudad. Tú nunca habías querido eso.
Él sonrió.
—El señor Milton ha encontrado una solución magnífica.
Parece demasiado perfecto para ser verdad, pero lo es.
—¿El qué? Explícate —dijo ella, casi saltando del sofá. Él
reía ante la impaciencia de Miriam.
—Bueno, parece que a raíz de un caso que el señor Mil-
ton llevó hace años, compró un edificio de apartamentos
en Riverside Drive, y ahora mismo hay uno libre.
—¿En Riverside Drive? ¿Quieres decir que iremos a vivir
a Nueva York? —Miriam reprimió una oleada de agitación.
Kevin sabía que a ella no le entusiasmaba la idea de vivir
en la ciudad.
Adivina por cuánto se vende el apartamento.
NI idea.
—¡Seiscientos mil dólares!
—¡Pero Kevin, no podemos pagar eso!
-No tenemos que pagar nada.
No entiendo.
—Es nuestro hasta que estemos en condiciones de cons-
truir la casa de nuestros sueños. Sin pagar alquiler ni nada;
ni siquiera la factura de la luz.
Miriam se quedó con la boca abierta de una forma
tan aparatosa que él fue incapaz de contener la risa otra
vez.
—Y escucha... Ted McCarthy, Dave Kotein y Paul Scho-

74)
lefield, junto a sus respectivas esposas, Jean, Norma y He-
len, también viven en el edificio.
-¿Y donde vive el señor Milton?
—En un ático de lujo de la misma finca. Es que precisa-
mente hoy me lo ha dicho Ted McCarthy... John Milton 8
Associates es como una gran familia.
La resistencia de Miriam empezó a quebrarse, aunque la
curiosidad podía con ella.
—¿Y qué hay del señor Milton? ¿No tiene esposa y fami-
lia propias?
—No. Tal vez ésa sea la razón de que trate a sus asocia-
dos como si fueran su familia.
¿Cómo es él?
Kevin se reclinó.
—Miriam —empezó diciendo—, es el hombre más carismá-
tico y encantador que he conocido. —Mientras le estuvo
describiendo a ella la reunión con John Milton, tuvo la ex-
traña sensación de que la estaba realmente reviviendo. En
su cabeza habían permanecido vivos todos los detalles.
Más tarde, después de una cena tranquila, fueron a dor-
mir, mentalmente exhaustos. Por la mañana, Kevin atribui-
ría el agotamiento que aún le duraba a la intensa pesadilla
que había tenido. Estaba ante el tribunal, otra vez con el
caso de Lois Wilson, sólo que esta vez, cuando miraba al
juez, a quien veía era al señor Milton, que le sonreía con
aprobación desde su silla. Kevin se volvió hacia Barbara
Stanley, que estaba sentada desnuda en el estrado de los
testigos. Por su parte, Lois Wilson se hallaba de pie tras
ella y se inclinaba hacia delante para deslizar las puntas de
los dedos sobre los pezones de la pequeña. Entonces le-
vantaba la vista, lo miraba a él de forma lasciva y a conti-
nuación se inclinaba otra vez para introducir la mano entre
los muslos de la niña.
¡No! —gritó.
Kevin...
¡No! —-En aquel momento abrió los ojos.

74
—¿Qué te pasa?
—¿Eh?
—Estabas gritando.
¿Qué? Ah... -Se frotó la cara con fuerza para hacer de-
saparecer las intensas imágenes que todavía perduraban en
sus ojos—. Ha sido sólo una pesadilla.
¿Quieres contármela? —preguntó Miriam con una voz
muy débil.
=No. Voy a dormir otra vez. Estoy bien, no es nada
respondió él. Ella gimió con gratitud y rápidamente se
quedó dormida. Instantes después, también Kevin se dejó
vencer por el sueño.

Cuando se despertó, Kevin llamó a la oficina para comuni-


car que no iría y para pedirle a Mary que aplazara la reu-
nión con los Setton. La secretaria quedó sorprendida y
quiso saber más, pero Kevin cortó la conversación con
brusquedad. Acto seguido, él y Miriam se levantaron, de-
sayunaron y salieron para la ciudad. El suelo estaba cu-
bierto de una capa de nieve de unos cinco centímetros. Era
la segunda vez que lo estaba este año, y no habían llegado
ni siquiera a diciembre. La blanda alfombra de copos fres-
cos blancos y lechosos crujía bajo sus pies, lo que transmi-
tió a Miriam la alegría de la Navidad. En su memoria tinti-
neaban las campanas de los trineos y, cuando ya en el
coche fijó la vista en la carretera, vio un fragmento de cielo
azul que asomaba a través de un claro entre las nubes. Los
rayos del sol caían y transformaban las ramas nevadas de
los árboles en palos relucientes de algodón dulce.
No obstante, el intenso tráfico que había en Grand
Central Parkway convirtió rápidamente los copos blancos
y limpios en fango marrón y negro de aspecto grasiento.
Los vehículos que iban delante de ellos despedían el lodo
helado hacia su cristal delantero, donde los limpiaparabri-
sas lo quitaban con una monótona regularidad. Justo en-

75
frente de ellos, unas nubes bajas y grises se demoraban
amenazadoras en el horizonte.
—Esto de desplazarse a la ciudad a diario no es para mí
—murmuró Kevin mientras se acercaban a la cabina de pea-
je—. La tensión y el tiempo que se pierde me pondrían en-
fermo.
—Pero, por otra parte, vivir en la ciudad no es siempre
agradable, Kevin. Problemas para aparcar, tráfico...
Para dejar el coche no habrá ninguna pega, cariño. Hay
un aparcamiento privado y seguro en el sótano del edi-
ficio.
—¿En serio?
-Y para ir a trabajar tampoco tendré que coger el coche.
El señor Milton manda una limusina cada día para ir a re-
cogernos y llevarnos de vuelta a casa. Me dijo que ésta aca-
baba siendo una especie de segunda oficina... Paul, Ted,
Dave y yo discutiendo asuntos, etcétera.
—¿Y el señor Milton?
“Supongo que la utiliza en horas diferentes. —Ella lo
miró fijamente—. Todavía no lo sé todo, cariño. Pero lo sa-
bré, lo sabré =soltó en un sonsonete.
Cuando entraron en la ciudad, ella se reclinó en el asien-
to. Tan pronto Kevin giró por Blazer Avenue y se aproxi-
mó a Riverside Drive, Paul Scholefield salió de la limusina
de John Milton X Associates, que estaba aparcada frente al
edificio de apartamentos, y le hizo señal de que se metiera
en el aparcamiento subterráneo.
Se abrió la puerta y metió el coche dentro.
—Tenéis el 15D —dijo Paul, señalando los espacios co-
rrespondientes—. Más vale que ya lo dejes allí.
Kevin retrocedió y aparcó. Paul abrió la puerta del lado
de Miriam y la ayudó a salir del coche mientras Kevin
daba la vuelta y se aprestaba a saludarlo.
—Encantado de verla de nuevo, señora Taylor.
—Por favor, lláímeme Miriam.
—Miriam; por favor, llímeme Paul —contestó él con una

76
sonrisa—. Ahí mismo hay un ascensor —indicó, señalando a
la derecha—. El aparcamiento se abre con un pequeño man-
do a distancia. -Sacó uno del bolsillo de su chaqueta y se
lo dio a Kevin. Tienes otro en la mesa de la cocina del
apartamento. —Á continuación se dirigió a Miriam-. Habrá
notado que este garaje tiene calefacción —añadió orgullosa-
mente, y apretó el botón para llamar al ascensor. Al instan-
te se abrió la puerta, y les hizo un gesto para que pasaran
delante.
=¿Desde cuándo tú y Helen vivís aquí, Paul? —inquirió
Kevin. ¿
Nos trasladamos tan pronto como el señor Milton ad-
quirió el edificio. Hace ya... seis años.
—Es una zona muy bonita, ¿verdad? —preguntó Miriam.
Paul sonrió.
—Estamos cerca del Lincoln Center, de varias galerías de
arte, no muy lejos del barrio de los teatros... Tendrá todo
Nueva York al alcance de la mano, Miriam —dijo, y la
puerta del ascensor se abrió. Paul les cedió el paso, indi-
cándoles que salieran y fueran hacia la derecha.
Paul se detuvo ante el 15D que, al igual que los demás
apartamentos, tenía una puerta grande de madera oscura
de roble, con un pequeño mazo de metal como aldabón.
—Qué original —exclamó Miriam, mirando el aldabón-.
Me encantan las cosas antiguas.
Paul sacó las llaves, abrió la puerta de par en par y dio
un paso atrás.
En el otro extremo del amplio vestíbulo, y visible nada
más entrar, estaba el comedor. Las cortinas de terciopelo
azul oscuro y con adornos dorados estaban descorridas de
forma que quedaba al descubierto la hilera de ventanas.
Incluso en un día tan gris como aquél la luz inundaba la
habitación.
Soleado... espacioso... -dijo Miriam tan pronto como
entraron.
El suelo del vestíbulo estaba cubierto de tablas de made-

77
ra dura. A la derecha, a unos dos metros y medio, se ob-
servaba la entrada a la sala de estar, a la que se accedía ba-
jando dos peldaños y en la que había una chimenea de
mármol blanco. La alfombra, que parecía sin estrenar, era
de un azul pálido, no tan brillante como la que tenían en
Blithedale. Sin embargo, la habitación no estaba vacía. En
el rincón derecho había un piano antiguo.
-¡Oh, Kev! —exclamó Miriam, llevándose la mano a la
garganta=. ¡Lo que siempre había deseado! —Bajó los pel-
daños que conducían a la sala de estar y tocó ligeramente
las teclas—. ¡Y está afinado! —Tocó los primeros compases
de Memory).
—Miriam toca muy bien —explicó Kevin-. Precisamente
estábamos hablando de comprar un piano, pero hicimos
cálculos y decidimos esperar a tener nuestra casa.
¿Cómo es que está aquí? —preguntó Miriam.
—Es del señor Milton —contestó Paul con naturalidad,
encogiéndose de hombros-. Siempre lo ha tenido aquí.
Miriam pasó cariñosamente la mano por encima del pia-
no y sonrió.
Qué sorpresa más maravillosa... -murmuró.
—Me alegra que vaya a poder tocarlo —dijo Paul. Todavía
asombrada, ella meneó la cabeza y se dirigió al comedor.
—Iba a poner papel como éste en nuestro comedor. De
hecho, fui a una tienda que hay cerca de casa y elegí uno
muy parecido.
Miriam levantó la vista para mirar la centelleante lámpa-
ra de araña y prosiguió su recorrido hacia la larga cocina
de color amarillo limón, sacudiendo incrédula la cabeza al
ver los electrodomésticos nuevos, la larga mesa y el espa-
cio disponible para cocinar. Desde el rincón destinado al
desayuno se gozaba de la misma vista sobre el río Hudson
que desde el comedor.
Sin embargo, lo que le quitó el aliento fue el dormitorio
principal. Incluso Kevin se quedó sin habla. El cuarto casi
doblaba el tamaño del que tenían en Blithedale, y en él ha-

78
bía un largo tocador de mármol empotrado en un descan-
sillo situado a la derecha del cuarto de baño. Los espejos
ocupaban todo lo ancho de la pared.
Oye, Kev, aquí dentro nuestra cama de matrimonio
parecerá diminuta. Tendremos que comprar otros mue-
bles.
=Ay, ay, ay... -Desplazó la mirada hacia Paul?. Ya empe-
Zamos; que si necesitamos esto, lo otro...
—La verdad es que lo vamos a necesitar, Kev.
—Muy bien, muy bien.
-No se preocupe por ello, Miriam. Kevin podrá permi-
tírselo —dijo Paul.
Gracias por tu ayuda, colega.
Paul se echó a reír.
-A mí me pasó lo mismo, amigo mío. Mi mujer salió de
compras y todavía no ha vuelto.
Miriam siguió soltando exclamaciones de admiración
mientras recorría el cuarto de baño principal, con su enor-
me bañera y sus accesorios de bronce, y procedió a exami-
nar el segundo dormitorio. Al cabo de un instante volvió
diciendo que el anterior inquilino había convertido ese
dormitorio en una habitación para niños.
—Las paredes están empapeladas con imágenes de dibu-
jos animados —añadió.
—Bueno, puede cambiar todo lo que quiera —precisó
Paul.
-Oh, no. Una habitación para niños me parece perfecta.
De hecho, estamos planeando formar pronto nuestra pro-
pia familia aclaró, mirando a Kevin a la espera de que éste
confirmara sus palabras. Éste asintió, sonriendo.
—¿Significa eso que va a sentirse feliz aquí? —preguntó
Paul en tono de broma.
—¿Feliz? Quiero trasladarme lo antes posible —respon-
dió ella, provocando la risa incluso de Kevin ante aquel
inesperado entusiasmo.
Al margen de lo bonito que fuera el apartamento, él ha-

ed
bía previsto toda clase de resistencias. Si bien en la última
década Blithedale y las comunidades circundantes se ha-
bían hecho cada vez más urbanas, ella se tenía por una
chica de campo. Estaba además la cuestión de la seguridad,
los problemas del tráfico y la contaminación. Por último,
tanto los padres de ella como los de él reforzaban la hipo-
tética oposición al cambio, no sólo porque pudieran creer
firmemente en los aspectos negativos del mismo sino por-
que querrían que Kevin y Miriam se quedaran donde esta-
ban. Sin embargo, Miriam parecía pasar por alto todo
aquello. Al menos de momento.
Oh, Kev, ni siquiera me había dado cuenta de la terraza
-dijo ella mientras cruzaba la sala de estar en dirección a
las puertas acristaladas. Kevin miró a Paul, pero éste no
mostró ninguna señal de emoción, a pesar de que un bri-
llante abogado y buen amigo suyo se había arrojado por
esa terraza poniendo fin a su vida. Miriam abrió las puer-
tas y salió al exterior—. Kevin, ven aquí.
Él se acercó a su lado y juntos permanecieron allí un
rato contemplando el extraordinario panorama.
—Quita el aliento —dijo Miriam-. Imagínate, aquí senta-
dos las noches de verano, bebiendo vino, mirando las es-
trellas...
Kevin hizo un gesto de asentimiento, pero no podía de-
jar de pensar en Richard Jaffee. ¿Qué pasó por la cabeza
de aquel hombre para hacer una cosa así? Porque tal como
estaba colocada la baranda, tuvo que encaramarse y saltar
por encima. No era algo que pudiera hacerse con facilidad,
como fruto de un impulso. Tuvo que pensar antes todos
los pasos, y sentir que era lo único que cabía hacer. Una
auténtica tragedia.
—¿Estás de acuerdo, Kevin?
—¿Eh? Ah, sí, sí... No... no tengo palabras —contestó.
Gracias a Dios que sonaba el timbre.
—¿Ya tenemos invitados? —dijo Paul.
Los tres fueron al vestíbulo y abrieron la puerta. Norma

80
Kotein y Jean McCarthy irrumpieron a toda prisa en el
apartamento como una brisa fresca de aire primaveral,
riendo y hablando las dos a la vez.
-Yo soy Norma Kotein.
—Y yo Jean McCarthy.
—Evidentemente, tú debes de ser Miriam —dijo Norma-.
No podíamos esperar. Dave me advirtió que sería mejor
daros tiempo a que os instalarais, pero Jean dijo...
=¿Por qué? De todas formas, esto es lo que tenemos que
hacer: ayudarles a instalarse =soltó Jean. .
=¿Qué tal? —dijo Norma, cogiendo la mano de Miriam
en las suyas. Ésta simplemente se quedó de pie, sonrien-
do—. Vivo en el 15B.
Y yo en el 15C —intervino Jean, y tomó la mano de Mi-
riam en el momento en que Norma la soltaba.
Entonces se callaron un instante para recuperar el aliento.
—Paul... —reclamó Norma.
Oh, ellos son Kevin y Miriam Taylor. Me parece que
ya lo sabíais.
—Todos los abogados son iguales —dijo Jean-. No pro-
nuncian una palabra de más a menos que les paguen
por ello.
Ambas rieron, casi al unísono. En cierto sentido, pare-
cían hermanas. Aunque Norma lucía el pelo arreglado
como el de un paje y Jean lo llevaba largo y recogido en
los extremos —que le caían suavemente sobre las clavícu-
las=, las dos lo tenían de color castaño claro, si bien el de
Norma era un poquito más oscuro. Medían algo menos
de metro setenta y exhibían tipos pequeños y firmes. Nor-
ma estaba un poco más entrada en carnes.
Kevin pensó que eran las dos mujeres más chispeantes
que había conocido. Los ojos azul claro de Norma brilla-
ban como joyas cubiertas por hielo, y los verdes de Jean
centelleaban de un modo parecido. Sus rostros eran tersos
y suaves; sus mejillas, vivas y saludables; y los labios, de
un rojo intenso. Vestían vaqueros, una sudadera azul oscu-

81
ro parecida y zapatillas rosa de lona LA Gear; era como si
llevaran una especie de uniforme.
—Has de venir a mi apartamento a tomar café. Tengo
unos pastelitos sin azúcar espléndidos —dijo Jean, cogien-
do a Miriam del brazo-. Hay una panadería justo entre
Broadway y la Sesenta y tres...
—Como si la hubiera descubierto ella... Yo la vi primero
=se quejó Norma en broma.
Miriam no tuvo más remedio que reír mientras práctica-
mente la llevaban en volandas hacia la puerta. Dirigió una
mirada a Kevin en vano.
-No pasa nada —dijo—. Paul y yo vamos a la oficina.
Volveré en un par de horas... para rescatarte —añadió, y
soltó una risotada.
—¿Rescatarla? “Norma se enderezó-. Esto es lo que no-
sotras estamos haciendo. ¿Por qué querría ella tomar parte
en ese aburrido galimatías jurídico cuando tenemos mon-
tones de cosas que contarle sobre tiendas?
Al menos no se aburrirá mientras yo esté fuera —mur-
muró Kevin.
—Nunca más habrá un día aburrido en su vida —dijo
Paul, pero con tal arrogancia y determinación que Kevin
tuvo que mirarlo para asegurarse de que no exageraba deli-
beradamente sólo para resultar divertido.
No exageraba.
—¿Dónde está tu esposa, Paul?
—Helen es un poco más tranquila que esas dos, pero
cuando se la conoce es igual de simpática —respondió-.
Bueno, vamos. Tenemos la limusina ahí enfrente.
Kevin asintió. Antes de cerrar la puerta a sus espaldas
miró hacia atrás y oyó las carcajadas de Norma y Jean, se-
guidas por las de Miriam.
¿Tan bueno y maravilloso era todo eso?
Le extrañaba el hecho de hacerse siquiera esas preguntas.

82
—¿Catfé? —preguntó Paul.
A continuación se inclinó para servir dos tazas de la ca-
fetera que el chófer había preparado y había dejado encima
del calentador empotrado en un pequeño armario.
Gracias. -Kevin se reclinó en el suave asiento de cuero
negro y pasó las manos con admiración sobre el acolchado
mientras la limusina arrancaba. Era un Mercedés con el in-
terior algo modificado-. Ése es el modo ideal de despla-
zarse a través de Nueva York.
Lo mismo creo yo. —Paul le alcanzó la taza-. Ni si-
quiera reparas en la ciudad. -Se reclinó en el asiento que
había frente a Kevin y cruzó las piernas—. Aquí cada maña-
na tomamos el café, y disponemos siempre de un ejemplar
del Wall Street Journal para relajarnos antes de ir al tajo.
Lo he hecho tanto tiempo que ya lo doy por sentado.
—Llevas ya seis años con el señor Milton, ¿verdad?
=Sí. Yo trabajaba en el interior, en un pueblo pequeño
llamado Monticello. Aparte de algún accidente de tráfico
ocasional, la mayoría de los asuntos tenían que ver con
cuestiones inmobiliarias. El señor Milton me conoció
cuando defendí a un médico local en un pleito por negli-
gencia.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo te fue en el juicio?
—Un triunfo aplastante. "Entonces se inclinó hacia Ke-
vin—. A decir verdad, el cabrón era absolutamente culpable
por su conducta arrogante, insensible e irresponsable.
Y en esas circunstancias, ¿cómo te las arreglaste para
ganar?
—Para empezar, desconcerté a la supuesta víctima cuan-
do estaba en el estrado. El hombre había sido tratado de
una lesión en un ojo y el médico en cuestión tardó varios
días en examinarlo. Se fue de fin de semana a jugar al golf
y se olvidó de decirle a su colega que atendiera al pobre
palurdo. Entretanto, el ojo fue empeorando. Por supuesto,
lo perdió.
—Dios mío.

83
—Era un pobre patán, un peón que trabajaba en la auto-
pista. Fue su hermana quien le animó a iniciar un proceso
legal, pero él no se acordaba de cuándo el médico le había
examinado y de qué hizo éste en realidad; además, por
suerte para nosotros, el expediente que obraba en poder
del hospital era bastante pobre. Desde luego hice venir a
un especialista de Nueva York para que testificara que el
médico y su equipo habían actuado correctamente. Le pa-
gué al hijo de puta cinco mil dólares por una hora de tra-
bajo, pero al médico le saqué un buen fajo.
—¿Y qué fue del pobre desgraciado? —preguntó Kevin
antes de poner en orden sus propias ideas.
Paul se encogió de hombros.
—Le hice una oferta a su abogado, pero el gilipollas creía
que iba a sacar un montón de pasta; el muy avaricioso...
Hacemos lo que tenemos que hacer, ¿comprendes? Lo sa-
bemos todos muy bien. En cualquier caso —prosiguió-,
poco después de eso el señor Milton fue a visitarme. Fui-
mos a comer juntos, hablamos, y al día siguiente vine yo a
la ciudad a verlo a él. Y desde entonces estoy aquí.
—Y supongo que nunca lo has lamentado.
-En ningún momento.
—Bueno, estoy impresionado por todo y en especial por
el señor Milton. -Kevin reflexionó un instante—. Con tanta
agitación como hubo ayer, no caí en preguntarte nada so-
bre él. ¿De dónde es?
—De Boston. Estudió en la Facultad de Yale.
—¿De familia rica? ¿El padre también era abogado?
—Era rico, pero no abogado. No le gusta demasiado ha-
blar de su pasado. Su madre murió al darle a luz y él no se
llevaba bien con su padre, quien lo echó de casa.
-Oh...
-Al parecer, es lo mejor que pudo haberle ocurrido.
Obligado a espabilarse por su cuenta, trabajó duro y pron-
to logró una reputación. Es un hombre hecho a sí mismo
en el sentido más pleno de la expresión.

84
¿Cómo es que no se ha casado? No es...
—Él tiene sus mujeres, aunque es muy cauteloso ante los
compromisos. Es un soltero empedernido pero feliz. Se lo
monta bien nuestro Hugh Hefner... soltó Paul con sar-
casmo.
Kevin se echó a reír y miró por la ventanilla a la mult-
tud de gente que cruzaba la calle. Era todo apasionante:
trabajar en Nueva York, estar rodeado de éxito y que te
ofrecieran tantas cosas.
«¿Qué he hecho para merecer todo eso?», se pregunta-
ba, pero entonces se acordó del consejo favorito de su
abuelo —a caballo regalado no le mires el dentado- y ya no
le dio más vueltas al asunto. Estaba ansioso por empezar.
Tan pronto como entraron en la oficina, Diane les co-
municó que el señor Milton, Dave y Ted les estaban espe-
rando en la sala de reuniones.
Oh, casi lo olvidaba; hoy tenemos reunión. La verdad
es que eres muy afortunado —añadió Paul, dando a Kevin
una palmadita en el hombro—. Vas a ser bautizado de in-
mediato.

85
La sala de reuniones era rectangular, estaba muy iluminada
y no tenía ventanas. Aparte de un gran reloj IBM colgado
en la pared de atrás, no se observaba ninguno de los pri-
morosos cuadros que adornaban el vestíbulo y el pasillo.
Las paredes insípidas y el suelo de baldosas grises inmacu-
ladas le dieron a Kevin la impresión de estar en una sala de
reconocimiento de un hospital. No se percibía olor algu-
no, ni agradable ni de ninguna otra clase. Un aparato de
aire acondicionado muy silencioso inyectaba aire fresco y
esterilizado en la habitación.
El señor Milton se hallaba sentado a la cabeza de la larga
mesa negra, que constituía, junto con las sillas, el único
mobiliario de la sala. Dave y Ted estaban sentados uno
frente a otro en el centro, ante diversos papeles y carpetas
pulcramente colocados sobre la mesa. A ambos lados ha-
bía un asiento vacío, entre ellos y el señor Milton. Carla
estaba sirviendo café.
—Buenos días —dijo el señor Milton—. ¿Le ha gustado a
tu esposa el apartamento?
—Lo ha encontrado fantástico. No creo que pueda sacar-
la de allí en todo el día.
Dave y Ted se miraron uno a otro con complicidad. Es-
taba claro que habían experimentado experiencias simila-
res con sus propias esposas. Kevin advirtió que John Mil-
ton tenía la costumbre de mantener la sonrisa muy ceñida
en torno a los ojos, como si cada parte de su rostro tuviera
una reacción independiente ante las cosas. La boca perma-
necía firme, y las mejillas, tensas.

86
Ah, y antes de que se me olvide, muchas gracias por el
anillo.
—Ya has mirado en tus cajones, ¿eh? -John Milton se
volvió hacia Dave y Ted, que sonrieron de forma ostensi-
ble—. Ya os dije que era un joven entusiasta. “Todos obser-
varon a Kevin como transmitiéndole una señal de aproba-
ción—. Por favor, Kevin, siéntate a la derecha de Dave.
—Muy bien —dijo Kevin, mirando a Dave—. Buenos días.
-Éste y Ted respondieron a la vez—. Paul se sentó a la dere-
cha del señor Milton y se puso las gafas de leer mientras
abría su carpeta.
—Empezaremos enseguida —explicó John Milton. Me
complace que hayas podido asistir. Sin ser nada formal,
hacemos estas reuniones periódicamente para que todos
sepamos lo que está haciendo cada uno.
—¿Quiere un café? —preguntó Carla con suavidad.
No, gracias. Ya he tomado demasiados por la mañana.
La secretaria se desplazó rápidamente a la silla situada
detrás del señor Milton, donde tenía un bloc y un bolígra-
fo. Cuando ya estuvo preparada, levantó la vista.
—Ted, ¿por qué no empiezas tú? —sugirió el señor Mil-
ton. Ted McCarthy miró su carpeta.
—De acuerdo. Martin Crowley vive en la segunda planta
de un edificio de apartamentos situado entre la Ochenta y
tres y York. Trabaja de cocinero de comida rápida en el
Ginger's Pub, que está entre la Cincuenta y siete y la Sex-
ta. Tiene este empleo desde hace casi cuatro años. Los pro-
pietarios y el gerente sólo pueden referir de él cualidades
positivas: responsable y buen trabajador. Toda su vida ha
estado soltero, y en Nueva York no tiene familia. Es cor-
pulento y lleva el cabello corto, más o menos como Dave.
—En ese momento miró a Dave y sonrió; pero éste no le
devolvió la sonrisa.
Prosigue —dijo el señor Milton en voz baja, cerrando
los párpados como si las palabras de Ted le produjeran un
placer sensual.

87
-Sin embargo, sus vecinos, a diferencia de los Blatt por
supuesto, no tienen mucho que decir de él. Es solitario,
amable, pero vive aislado. Tiene una afición... construir
maquetas de aviones. Su casa está literalmente abarrotada
de ellas.
—¿Qué edad tiene?
—Cuarenta y un años.
Vamos con la chica —ordenó el señor Milton.
Sus vecinos de al lado, los Blatt, tienen dos hijos, un
chico de diez años y una chica de quince. Ella, que se lla-
ma Tina, llegó una noche a casa presa de un ataque de ner-
vios, afirmando que Martin la había invitado a subir a su
apartamento para enseñarle las maquetas de aviones, pero
que una vez allí la había violado. Entonces llamaron a la
policía.
—¿La llevaron al médico?
Sí, pero no encontraron restos de semen; ella afirmó
que Martin se había puesto un preservativo. —Ted levantó
los ojos-. Y añadió que aunque la estaba violando, él le
confesó que estaba preocupado por el sida.
¿Por pillarlo o por contagiarlo? —soltó Dave con sar-
casmo.
=La chica no precisó ese extremo.
—Entonces, aparte del testimonio de la joven, ¿qué más
hay? —inquirió el señor Milton en un tono de voz que echó
a todo el mundo para atrás.
-Bueno, presentaba algunas erosiones en los hombros y
los brazos. Y sus bragas estaban rasgadas. En una inspec-
ción posterior del apartamento de Martin se encontró un
peine gris perla que la madre de Tina afirma que es de su
hija.
Aunque fuera de ella, eso tan sólo demuestra que estu-
vo en el apartamento, no que la violaran —observó Paul.
¿Dio Martin algo que le incriminara? —preguntó John
Milton.
—Fue lo bastante inteligente para negarse a contestar

88
ninguna pregunta hasta no estar en presencia de un abo-
gado.
—¿Estaba en su casa en el momento en que presunta-
mente atacó a la chica?
Sí, y solo. Sostiene que estaba ocupado en una nueva
maqueta de avión.
—¿Qué más?
—Bueno... —Ted echó un vistazo a sus papeles. Hace
unos seis años fue acusado de violar a una niña de doce
años en Tulsa, Oklahoma. No llegó a ser procesado.
—Da igual. Aunque le llamemos al estrado, ellos no le
pueden formular preguntas sobre acusaciones anteriores
sino sólo sobre condenas.
-No creo que tenga que subir al estrado. Hoy he hecho
algunas investigaciones en la escuela de la chica. Resulta
que tiene fama de ser sexualmente promiscua. He conoci-
do a dos chicos que estarían dispuestos a testificar. La pue-
do desacreditar rápidamente. De hecho, he empezado a
filtrar esa información a la familia. Quizá ni siquiera ten-
gamos que ir a juicio.
—Muy bien, Ted. —-La sonrisa del señor Milton salió de
sus ojos, discurrió hacia abajo temblando a través de las
mejillas y alcanzó las comisuras de la boca-. Muy bien
repitió con suavidad—. De todas formas, me gustaría co-
nocer los detalles del incidente de Tulsa —añadió, e hizo un
leve gesto con la mano derecha que representó la señal
para que Carla garabateara algo en su bloc—. ¿Dave?
Dave Kotein asintió y abrió su carpeta. A continuación
levantó la vista para hacer la introducción de sus comen-
tarios.
Parece que esta semana los titulares de prensa van a ser
para mí —dijo Dave.
Estupendo, podemos aprovechar la publicidad. —repli-
có Paul. El señor Milton se volvió hacia él y ambos inter-
cambiaron miradas de satisfacción.
Dave lleva un caso al que se ha dado mucha publici-

89
dad, Kevin —explicó el señor Milton—. Tal vez hayas leído
algo sobre él: una serie de alumnas de un colegio mixto
han sido violadas y atrozmente asesinadas, y sus cuerpos,
mutilados; los crímenes se han producido en una zona
que, desde el área norte del Bronx, recorre Yonkers y llega
hasta Westchester. Un hombre ha sido detenido y acusado
de los hechos.
Sí. Precisamente la semana pasada encontraron una
víctima, ¿verdad?
—El martes —puntualizó Dave—. En la esquina del apar-
camiento y el hipódromo de Yonkers. Metida en una bolsa
de basura de plástico.
—Ya me acuerdo. Fue especialmente espantoso.
—Eso era sólo la mitad de lo que hay. “Entonces sacó de
la carpeta un fajo de documentos y los sostuvo en la mano
mientras se los mostraba—. Aquí está el resto. El informe
del funcionario de justicia describe con precisión detalles
de lo que parece ser una cámara de tortura nazi, cosa en
la que, por cierto —dijo, dirigiéndose al señor Milton-, la
acusación tratará de cargar las tintas.
—¿Y eso por qué? —preguntó Kevin, sin poder reprimir
la espontánea curiosidad.
—Mi cliente, Karl Obermeister, fue miembro de las Ju-
ventudes Hitlerianas. Por supuesto, afirma que enton-
ces sólo era un chico y que se limitó a obedecer órdenes,
pero resulta que su padre se distinguió como guardia en
Auschwitz.
Eso no importa. Aquí no se juzga a la familia —obser-
vó el señor Milton, haciendo con la mano un gesto de re-
chazo.
—Bien —dijo Dave, y volvió a sus papeles.
=Pero en el informe del funcionario había algo más,
¿no? —inquirió el señor Milton—. Quizá Kevin debería co-
nocer su contenido. Sorprendido, Kevin se volvió.
—Bueno, por mí sí, yo...
Además de tener los pechos cortados en rodajas, se ha-

90
bía introducido un hierro al rojo vivo en la vagina de la
mujer empezó Dave con rapidez.
Entonces seguro que no encontrarían restos de semen
=soltó Ted.
¡Dios mío! —exclamó Kevin.
Kevin, hemos de ser capaces de aguantar lo que sea. En
este bufete nos las vemos tanto con crímenes horribles
como con delitos de guante blanco —precisó el señor Mil-
ton. Su tono era duro y conciso. Aquello estuvo muy cer-
ca de lo que para Kevin era una reprimenda.
—Por supuesto —dijo en voz baja—. Lo siento. *
—Prosigamos —ordenó el señor Milton.
—Obermeister fue detenido en las inmediaciones al des-
pertar sospechas en un policía que hacía su ronda. Parecía
estar demasiado inquieto para admitir que conducía a ma-
yor velocidad de la permitida. Era la mañana siguiente al
día en que se descubrió uno de los cadáveres, y el policía
se acordaba de Karl Obermeister. Fueron a su apartamen-
to para hacerle unas preguntas, pero un oficial excesiva-
mente ambicioso fue bastante más lejos. Registró el piso
sin mandamiento judicial y encontró cierres de alambre si-
milares a los utilizados para atar a las víctimas. Se llevaron
a Karl, lo metieron en una celda durante cinco horas y le
estuvieron interrogando hasta que confesó.
—O sea que confesó —dijo Kevin entre dientes.
=Sí —respondió Dave, sonriendo-, pero he examinado a
fondo todo lo que hizo la policía y estoy seguro de que el
tribunal va a declarar el sobreseimiento de la causa. Mien-
tras lo tuvieron detenido en la comisaría, en ningún mo-
mento le permitieron llamar a un abogado; además, no le
leyeron sus derechos como es debido y las supuestas prue-
bas halladas por el detective son inadmisibles. En realidad,
no tienen nada. Karl pronto estará en la calle —añadió al
tiempo que se volvía hacia el señor Milton, que le dirigió
una sonrisa. Dave cerró y abrió los ojos como si hubiera
recibido una bendición.

9gI
—Muy bien, Dave, muy bien. Has hecho un buen traba-
jo, realmente bueno.
—Enhorabuena, Dave —dijo Paul.
Francamente magnífico —añadió Ted.
Kevin miró a sus compañeros de mesa; todos parecían
estar muy contentos. Le pasó por la cabeza la idea de que
Dave Kotein era judío, y que defender con éxito a alguien
con antecedentes nazis debería haberlo incomodado. Sin
embargo, no había ninguna señal de ello. Sus ojos irradia-
ban sólo orgullo.
—Aun así —intervino el señor Milton=, me gustaría revi-
sar el informe del funcionario. Hágame una copia, Carla
-dijo sin volverse hacia ella. La secretaria lo anotó en su li-
breta. Entonces el señor Milton miró a Paul y a los de-
más—. Y ahora Paul someterá a nuestra consideración un
caso bíblico.
Ted y Dave sonrieron.
—¿Bíblico? —preguntó Kevin, incrédulo.
Caín y Abel —-puntualizó Paul. Acto seguido, observó
a John Milton.
—Exactamente. Descríbelo, Paul, por favor. -Scholefield
abrió su carpeta.
—Pat y Morris Galan tienen cuarenta y pico años. Pat es
decoradora de interiores, y Morris posee y dirige una pe-
queña planta de embotellado. Tienen un hijo de dieciocho
años, Philip, pero cuando Pat ya había cumplido cuarenta
y uno, tuvieron el segundo, Arnold. Fue una de esas deci-
siones que cuestan de tomar. Según dicen ellos, no se veían
capaces de resolver el dilema y el tiempo corría. Así que
tuvieron el niño. Sin embargo, un bebé a esas edades es
más una carga pesada que otra cosa. Pat quería seguir tra-
bajando y al final lamentó haber tenido el niño.
—¿Ha admitido esto? —preguntó el señor Milton.
-Iba a la consulta de un psicólogo y, en lo que respecta a
los sentimientos hacia el bebé, era sincera porque creía que
ello contribuía a resolver el problema. Además, los Galan

92
tenían problemas en su matrimonio —prosiguió-. Cada
uno reprochaba al otro su falta de dedicación al bebé. Pat
acusaba a Morris de sentir celos del trabajo de ella. Final-
mente buscaron asesoramiento.
—Entretanto, buena parte de la responsabilidad del cui-
dado del pequeño recayó en Philip quien, al ser un adoles-
cente activo, ya con su propia vida, también se sentía agra-
viado por aquella carga. Al menos ésta es la imagen que yo
me he formado.
—Describe el crimen —ordenó el señor Milton.
—Una noche, mientras bañaba a su hermanó pequeño,
Philip perdió el control y lo ahogó.
—¿Lo ahogó? —preguntó Kevin. Paul lo había dicho con
absoluta indiferencia.
—Le estaba lavando el pelo; en aquel momento Arnold
—miró sus papeles—... tenía cinco años. Ofrecía resistencia,
se quejaba... En eso que Philip perdió los estribos y metió
la cabeza del niño bajo el agua demasiado rato.
—Dios mío. ¿ Y dónde estaban los padres?
—Ahí está la cuestión, Kevin. Que estaban fuera de la
ciudad, haciendo cada uno sus cosas. En todo caso, la se-
ñora Galan nos ha pedido que defendamos a su hijo Phi-
lip. El marido no quiere saber nada de él.
—¿El historial de Philip es violento? —preguntó Dave.
—Nada anormal; algunas peleas en la escuela, aunque
nunca ha estado fichado. También es un buen estudiante.
En general cae bien. Pero el caso es que no está demasiado
arrepentido.
¿Qué quieres decir? —preguntó Kevin-. ¿No se da
cuenta de lo que ha hecho?
“Sí, pero... Paul dirigió su atención a John Milton= no
lo lamenta en absoluto. Su falta de arrepentimiento está
tan clara que el ministerio fiscal va a acusarlo de asesinato
con el agravante de premeditación. Su argumento será que
nadie le dijo que bañara a su hermano, que sólo lo hizo
para matarlo. En el interrogatorio su madre admitió que

23
no le dio instrucción alguna de que tenía que bañar a Ar-
nold.
»Preferiría no llamarlo al estrado. Por la forma en que
habla de su hermano muerto... Si yo formara parte del ju-
rado, también lo declararía culpable.
Pero él lo pudo haber planeado, ¿no? —preguntó
Kevin.
Nuestro trabajo consiste en demostrar que no lo hizo
=soltó rápidamente John Milton. Tenemos que defender-
lo, no hacerle el trabajo a la acusación. ¿Cómo lo vas a en-
focar, Paul?
Creo que usted tenía razón con respecto a los padres.
Los trataré sin contemplaciones, intentando sacar el máxi-
mo provecho de su situación, y explicaré que el chico esta-
ba sometido a una presión enorme. Después llamaré al
doctor Marvin para que confirme su estado mental inesta-
ble... confusión de roles y todo eso, y que al mismo tiem-
po el muchacho vivía otras tensiones propias de la adoles-
cencia, las que han convertido el suicidio de jóvenes en
una epidemia.
Entonces se dirigió a Kevin.
No sé si lo pudo haber planeado, Kevin. Como dice el
señor Milton, la señora Galan me ha contratado para de-
fenderlo, no para acusarlo. Además, aunque el chico sigue
sin mostrar arrepentimiento por lo que ha hecho, creo que
en realidad sufre una distorsión emocional y un complejo
de víctima por culpa de sus padres.
»Cuando aquella noche volvieron, él dormía en su habi-
tación. Sus padres ni siquiera miraron la cuna de Arnold.
Fue a la mañana siguiente cuando el señor Galan encontró
a su hijo pequeño en la bañera.
—Dios mío...
-Kevin, después de estar con nosotros una temporada
-dijo el señor Milton- dejarás de hacer esas exclamaciones.
-Kevin estaba desconcertado-. No debería sorprenderte
saber que el mundo está lleno de dolor y sufrimiento. Y

94
por otra parte no parece que Dios esté haciendo demasia-
do al respecto.
Lo sé. Simplemente no entiendo cómo puede uno
acostumbrarse a todo esto.
—Pues lo haces, o al menos te vuelves lo bastante duro
para hacer bien tu trabajo. Ya sabes algo de esa clase de co-
sas —añadió John Milton, sonriendo. La insinuación era
una clara referencia a la defensa de Lois Wilson. Kevin en-
rojeció. Miró alrededor para comprobar que todos lo mi-
raban.
Paul tenía un semblante tan serio como el del señor Mil-
ton. Dave exhibía la procupación en el rostro. Ted sonreía.
“Supongo que todo es cuestión de tiempo —señaló Ke-
vin=, y de adquirir experiencia.
Sabias palabras —terció John Milton: tiempo y expe-
riencia. Y ahora que ya te has enterado de los asuntos ac-
tuales del bufete, ya puedes empezar a pensar en tu propio
caso.
John Milton deslizó una carpeta hacia Dave, quien se la
pasó a Kevin. A pesar de su deseo de empezar con algo
apasionante, éste sintió como si cientos de carámbanos
resbalaran por su espalda. Todas los ojos estaban puestos
en él, por lo que se apresuró a sonreír.
Va a ser un asunto que te entusiasmará, Kevin; un au-
téntico bautismo de fuego —dijo John Milton-. En todo
caso, aquí no hay nadie que no haya pasado por ello; y mí-
ralos ahora.
Kevin los miró a todos, uno tras otro. En ellos apreció
la intensidad de un Acab buscando a su Moby Dick. Sintió
como si pasara a formar parte de algo más que un bufete
de abogados; se incorporaba a una especie de hermandad
de sangre, de defensores de los malditos. A partir de la ley
y de los procedimientos legales construían fortalezas; con
esos mimbres fabricaban sus armas. Con independencia de
cuál fuese su elección, siempre salían victoriosos y alcan-
zaban el éxito.

95
Y lo más importante de todo es que estaban ansiosos
por complacer a John Milton, quien en ese momento esta-
ba reclinado en la silla, satisfecho, saciado de todas las his-
torias y planes que anticipaban las batallas a librar ante el
tribunal.
Kevin, la próxima vez que nos reunamos te escuchare-
mos a ti dijo John Milton, y se levantó. Todos se pusieron
de pie y observaron cómo abandonaba la sala, con Carla
detrás de él.
Tan pronto como hubieron salido, Dave, Ted y Paul se
dirigieron a Kevin.
—Por un momento he creído que se iba a enfadar —ob-
servó Dave—. Cuando dijiste «Dios mío»...
—¿Por qué tenía que enfadarse por eso?
=S1 hay algo que el señor Milton no puede soportar es
que un abogado sienta compasión por una víctima cuando
tiene un cliente que defender. Éste se antepone a cualquier
otra cosa —explicó Paul.
—Y esto es especialmente cierto en el caso de Dave —pre-
cisó Ted.
¿Por qué?
—Porque el cliente de Dave, a diferencia de los nuestros,
no tiene dónde caerse muerto. El señor Milton está finan-
ciando todo el proceso.
—¿Estás de broma?
—En absoluto —respondió Dave-. Advirtió una grieta en
el planteamiento de la acusación y se metió por ella. Es su
estilo.
-Y por eso tenemos tanto éxito —añadió Ted con orgu-
llo, casi con arrogancia.
Kevin asintió y miró a sus nuevos colegas otra vez. «No
son caballeros y esto no es la Tabla Redonda de Camelot,
pero acabarán siendo igual de legendarios», pensó. Estaba
seguro de ello.

96
Miriam tenía miedo de que su cara quedara arrugada para
siempre a causa de aquella sonrisa invariable. Desde que
Kevin se hubo ido, no había dejado de reír ni sonreír.
Norma y Jean tenían una capacidad inagotable de entrete-
nimiento. Cuando una aflojaba la marcha, la otra acelera-
ba. Al principio creyó que las dos habían tomado algo, es-
timulantes o alguna cosa así. Tenía la sensación de que las
dos mujeres sólo podían ser tan vitales y habladoras y es-
tar tan excitadas durante tanto rato si recibían un aporte -
extra de combustible.
Sin embargo, sus filosofías de la vida parecían indicar lo
contrario. Eran fanáticas de la salud, lo que explicaba los
pastelitos sin azúcar; y Miriam tuvo que admitir que las
dos eran ejemplos perfectos de calidad de vida: cuerpo en
buena forma, cutis claro y cremoso, hermosos dientes
blancos, ojos brillantes, autoimagen positiva...
Aunque no trabajaban ni ejercían profesión alguna, pa-
recían gozar de la vida en toda su plenitud. Llegaron a
programar y organizar sus días con el fin de ser capaces de
hacer todo lo que querían. Por la mañana limpiaban y co-
cinaban, después de lo cual venían las clases de aerobic los
lunes, miércoles y viernes. El martes lo reservaban para ir
al supermercado y hacer toda la compra. Los jueves visita-
ban museos y galerías de arte; y, por supuesto, los sábados
y domingos iban al cine y al teatro. En sus agendas, la ma-
yor parte de las noches estaban marcadas por cenas, espec-
táculos o fiestas con amigos.
Además, a Miriam enseguida le quedó claro que Nor-
ma, Jean y Helen Scholefield, a la que todavía no conocía,
formaban un grupo unido y autosuficiente. No hablaban
de nadie más que no fueran ellas. Al parecer, las tres pare-
jas iban juntas a todas partes, incluso durante las vacacio-
nes que tomaban cuando lo permitía el calendario judicial.
Tal como Kevin había señalado, esas mujeres urbanas
estaban continuamente ocupadas, y la vida que llevaban
era cómoda e interesante. Miriam no podía imaginárselas

97
pasando una tarde hojeando revistas, viendo culebrones en
la televisión o simplemente esperando a que sus maridos
volvieran del trabajo, que es lo que ella había estado ha-
ciendo últimamente. La verdad es que cada vez había sido
más difícil lograr que alguna de sus amigas de Blithedale la
acompañara a la ciudad a ir de compras o asistir a algún es-
pectáculo; «hacer frente al tráfico y a la muchedumbre»
acababa resultando un esfuerzo demasiado grande.
Sin embargo, las dos eran totalmente inconscientes e in-
sensibles ante cualquier dificultad que presentara la ciu-
dad; aquí vivían tan bien o mejor que en otro sitio... sin
ninguna sensación de inseguridad o de miedo, sin ISE
los inconvenientes, y lo que es más importante quizá para
alguien como Miriam que había crecido y vivido en Long
Island, sin sensación alguna de estar encerradas. Y sus ca-
sas eran tan espaciosas y luminosas como ellas.
El apartamento de Norma estaba decorado con un esti-
lo tradicional, muy parecido al que ella y Kevin tenían en
Blithedale; la diferencia es que los colores de Norma y
Dave eran más clásicos. El de Jean estaba más iluminado,
y exhibía colores ligeros, espacios amplios y un mobiliario
ultramoderno que incluía montones de cuadrados, cubos,
plástico y vidrio. Aunque a Miriam no le gustó demasiado,
despertó su interés. Ambos apartamentos tenían las mis-
mas vistas espectaculares que el suyo.
—No hemos hecho más que hablar. “Norma cayó por fin
en la cuenta. En ese momento se hallaban sentadas en su
sala de estar bebiendo vino blanco en grandes copas—. Y no
te hemos dejado decir nada a ti.
—Es igual.
No, es de mala educación —replicó Jean, reclinándose y
cruzando sus piernas largas y delgadas; en el tobillo iz-
quierdo lucía una cadena de oro salpicada de pequeños
diamantes. Miriam no había pasado por alto la opulencia
de ambas. Los dos apartamentos estaban llenos de cosas
caras, desde los aparatos de televisión de tamaño descomu-

98
nal y los equipos estereofónicos más avanzados hasta los
muebles, los adornos y los elementos decorativos.
—Para ser sincera, lo he pasado muy bien sentada y ad-
mirando vuestros apartamentos. Las dos tenéis cosas muy
hermosas.
—Tú también las tendrás —afirmó Norma.
Miriam empezó a mover la cabeza y sus ojos se llenaron
de lágrimas.
—¿Qué te ocurre, Miriam? —preguntó rápidamente Jean.
No, no pasa nada. Sólo que me cuesta creer lo rápido
que va todo. Siento como si de la noche a la mañana me
hubieran arrancado de un mundo y me hubieran colocado
en otro completamente distinto. No es que no sea todo
muy bonito... es... simplemente...
-—Agobiante —apostilló Norma, inclinándose para darle
unas palmaditas en la rodilla-. Ya verás lo deprisa que te
adaptas y lo mucho que te gustará, ¿sío no, Jean?
—Es verdad —respondió Jean, y las dos rompieron a reír.
Miriam tuvo que sonreír, mientras su ansiedad le embarga-
ba sigilosamente de nuevo.
—Bueno, volvamos contigo. Mientras tu joven y guapo
esposo se consumía en los tribunales, ¿qué has estado ha-
ciendo todo ese tiempo en, cómo es..., Blithedale? —pre-
guntó Norma.
-Sí, Blithedale. Es una comunidad pequeña, pero nos
encanta. Quizá debería decir que nos encantaba. —Hizo
una pausa—. Es curioso, parece que ya llevemos meses aquí
-dijo Miriam en voz baja. Esa sensación la impulsó a lle-
varse los dedos a la garganta. Las otras dos mujeres se mi-
raron, con parecidas sonrisas de regocijo en sus labios-.
Bueno —prosiguió Miriam-, el caso es que traté de trabajar
como modelo, pero a lo máximo que llegué fue a hacer al-
gunos pases en grandes almacenes. Enseguida me di cuenta
de que no era una profesión a la que quisiera realmente de-
dicarme. Ayudaba a mi padre...
—Es dentista, ¿no?

99
-Sí. Estuve de recepcionista en su consulta durante casi
medio año, y después decidí concentrarme en Kevin y
nuestra casa. Este año queremos tener niños.
—Nosotras también —dijo Norma.
¿Cómo?
-Que queremos tener niños este año —precisó, mirando
a Jean—. De hecho...
—Hemos estado conspirando para tenerlos más o menos
al mismo tiempo, aunque los chicos no lo saben. —Rom-
pieron a reír—. A lo mejor quieres apuntarte.
—¿Apuntarme? —-Miriam se quedó boquiabierta.
—La verdad es que el señor Milton se lo sugirió a Jean en
una de sus fiestas. Espera a ver el ático. Es probable que
un día de éstos haya una fiesta para celebrar la llegada de
un nuevo asociado.
Oh, organiza fiestas magníficas, comidas de auténtico
gourmet, música, invitados interesantes...
¿Qué quieres decir con que el señor Milton lo sugirió?
—preguntó Miriam, dirigiéndose a Jean.
-A veces tiene un sentido del humor algo retorcido. Él
sabía que estábamos planeando tener niños este año; en-
tonces me llevó aparte y me preguntó si no sería estupen-
do que Norma y yo tuviéramos los niños más o menos
por las mismas fechas, y si fuera posible la misma semana.
Se lo comenté a Norma y a ella le pareció una gran idea.
-Lo estamos llevando como si fuera una campaña, mar-
cando en el calendario los días que empiezan las incursio-
nes —explicó Norma, y ambas rieron otra vez. Entonces
Jean se detuvo bruscamente.
—Te enseñaremos nuestro plan y tal vez así te animes, a
no ser que tú y Kevin ya hayáis...
—No, todavía no.
Estupendo —dijo Norma, reclinándose.
Miriam se dio cuenta de que no hablaban en broma.
—Así, ¿vuestros maridos no lo saben?
No lo saben todo —contestó Norma.

100
=¿Tú le cuentas a tu marido todo lo que haces? —pre-
guntó Jean.
Estamos muy unidos, y esto es tan importante...
—También nosotras lo estamos —intervino Norma-, pero
Jean tiene razón. Hay cosas personales que hay que man-
tener en secreto, que como mujer sólo te perténecen a ti.
»Las tres hemos de permanecer unidas —dijo Norma-.
Los hombres son maravillosos, pero, al fin y al cabo, son
hombres.
—Deberías decir las cuatro —corrigió Jean. Norma pare-
cía desconcertada—. Las cuatro hemos de estar unidas. Te
olvidas de Helen.
=Sí, claro, Helen. Lo que pasa es que últimamente la ve-
mos muy poco. Se ha vuelto muy... introvertida —dijo, lan-
zando teatralmente la mano hacia arriba. Ella y Jean solta-
ron una carcajada.
—¿Qué quieres decir?
—La verdad es que estamos siendo injustas. Después de
la muerte de Gloria Jaffee, Helen sufrió una especie de de-
presión nerviosa y empezó a tomar medicación; ahora está
siguiendo una terapia. En todo caso, es una persona ama-
ble y cariñosa, y muy atractiva —explicó Norma.
—¿Gloria Jaffee?
Norma y Jean se miraron rápidamente una a otra.
-Oh, lo siento —dijo Jean=. Creía que ya sabías lo de
los Jaffee. -Se volvió hacia Norma-. He metido la pata,
¿verdad?
—Me parece que sí.
—¿Quiénes son los Jaffee? —preguntó Miriam.
—De todas formas, seguro que te hubieras enterado muy
pronto. Simplemente me sabe mal haber lanzado un jarro
de agua fría sobre el buen rato que estábamos pasando
-dijo Jean.
No te preocupes. En todo caso, necesito algo que me
devuelva a la realidad. Es ingenuo pensar que todo será
siempre mantequillas y pan tierno —replicó Miriam.

IOI
Me gusta esta actitud -dijo Norma-, de verdad. Ya es
hora de que en nuestro grupo haya alguien que vea las co-
sas desde una perspectiva distinta. A veces Jean y yo es-
tamos demasiado exaltadas, y estos días que Helen está
deprimida tendemos a evitar cualquier asunto desagra-
dable.
—Habladme de los Jaffee nsistió Miriam.
Richard Jaffee es el abogado a quien tu marido va a
sustituir. Se suicidó después de que su esposa muriera de
parto —explicó Jean a toda prisa.
¡Dios mío!
=Sí. Lo tenían todo para... vivir felices. El niño nació
sano —prosiguió Norma- y Richard era genial. Dave dice
que Richard era el abogado más perspicaz que había cono-
cido, incluyendo al señor Milton.
—Una verdadera tragedia. —Miriam reflexionó por un
momento y enseguida levantó la vista—. Vivían en nuestro
apartamento, ¿verdad? “Norma y Jean asintieron—. Ya me
había imaginado algo... la habitación del niño...
—Oh, lamento que te haya afectado —gimió Jean.
No te preocupes, estoy bien. ¿Cómo murió el señor
Jaffee?
Norma sonrió de manera afectada y meneó la cabeza.
-Saltó desde la terraza a la calle —respondió Jean con ra-
pidez—. Ya está, te hemos contado toda esa horrible histo-
ria; pero si ahora tú te sientes desdichada, Ted va a echar-
me las culpas a mí.
No, estoy segura de...
—Dave tampoco se va a sentir entusiasmado por lo que
respecta a mí —dijo Norma.
No, de verdad, no pasa nada. Es cosa mía. Simplemen-
te, Kevin tenía que habérmelo dicho desde un principio.
—Él sólo trata de protegerte objetó Norma-. Como ha-
ría todo buen marido. Dave y Ted son de la misma pasta,
¿verdad, Jean?
—Desde luego. No podemos reprocharles nada, Miriam.

102
¡Pero no somos niñas! —exclamó Miriam. En vez de
sentirse molestas por esa reacción, las otras dos rieron.
No, claro que no —contestó Norma-—. Pero nos quie-
ren, nos cuidan, nos protegen... Quizá todavía no te das
cuenta de lo importante que es eso, Miriam, pero créeme...
créenos, dentro de un tiempo verás lo maravilloso que es.
Y te explico la razón: Jean y yo nunca nos interesamos por
los espantosos detalles de los casos que ellos llevan entre
manos, y ellos no hablan de esos asuntos delante de no- -
sotras. (
—Es un signo de ternura, ¿no te parece? —añadió Jean.
Miriam miró a una y otra sucesivamente, y acto seguido
se reclinó. Sí, tal vez era una señal de ternura; si no se hu-
biera implicado tanto en los detalles del caso de Lois Wil-
son, quizá no se habría sentido tan disgustada por el modo
en que Kevin lo había llevado y se podría haber alegra-
do más de su éxito. Un éxito que había contribuido a todo
lo que tenía enfrente.
—Al fin y al cabo “Norma seguía arrimando el ascua a su
sardina—, ellos trabajan duro para hacer que todo nos re-
sulte agradable.
—Lo menos que podemos hacer —terminó diciendo Jean-
es ponerles las cosas fáciles. “Soltaron una carcajada al uní-
sono y bebieron un sorbo de vino. Durante unos momen-
tos, Miriam no abrió la boca.
—Habladme de Helen Scholefield. ¿Cómo es?
—Oh, está mejor. La terapia la ha ayudado mucho. Tan
pronto como supo que no se encontraba bien, el señor
Milton le sugirió que visitara a cierto especialista —explicó
Norma.
—Además ha vuelto a pintar otra vez, y esto también la
ha ayudado —añadió Jean.
“Sí, y lo hace muy bien. Estoy segura de que le gustará
enseñarte lo que hace.
—Es muy buena, la verdad. Me recuerda a Chagall, pero
con un toque de Goodfellow. ¿Recuerdas? Ese artista abs-

103
tracto cuya exposición visitamos en la Galería Simmons
del SoHo el mes pasado —precisó Jean. Norma hizo un
gesto que confirmaba las palabras de su amiga.
Miriam sacudió la cabeza y les dirigió una sonrisa.
—¿Pasa algo malo? —preguntó Jean.
—Las dos parecéis tan... cosmopolitas —dijo, utilizando la
expresión de Kevin—. Lo tomáis todo con calma y nada os
da ningún miedo. Es magnífico. Os admiro.
—Mira, me parece que tú has estado enclaustrada en el
mundo de Long Island —dijo Jean, al tiempo que su rostro
se mostraba más sosegado y su expresión se volvía más se-
ria—. ¿Tengo razón o no?
Miriam pensó por un instante. A veces había tenido esa
sensación. A los doce años sus padres la habían enviado a
una escuela privada, y a partir de entonces fue a un colegio
universitario exclusivo y a continuación a la escuela de
modelos: siempre mimada y protegida. Y estaba claro que,
desde que se casaron, Kevin la había tratado así. En ese
momento se le pasó por la cabeza que él había ido a traba-
jar a Boyle, Carlton 8 Sessler y había concebido la vida
para ambos en Blithedale sólo porque así lo había querido
ella. ¿Había representado eso un freno para él? ¿Acaso
Kevin podía haber tomado antes la decisión de que ambos
vinieran a ese mundo nuevo en que estaban ahora? A Mi-
riam le incomodaba pensar que había sido egoísta, y sin
embargo...
Supongo que sí.
-No es que Norma y yo hayamos tenido las cosas difí-
ciles en la vida. El padre de Norma es cirujano plástico y
su consultorio se encuentra en Park Avenue; ella ha vivido
en el selecto East Side toda su vida. En cuanto a mí, proce-
do de una familia acaudalada de Suffolk Country. Mi pa-
dre es corredor de Bolsa, y mi madre, una agente inmobi-
liaria capaz de vender el puente de Brooklyn —añadió.
La conozco y no tengo ninguna duda de ello —-le con-
firmó Norma.

104
—Pero no te preocupes —dijo Jean—. En cuestión de días
estarás igual que nosotras, haciendo casi las mismas locu-
ras, lo quieras o no —añadió en tono profético. Tras un
momento de silencio, Norma estalló en una carcajada. Jean
siguió su ejemplo, y tal como ésta había previsto, Miriam
rompió también a reír. j

105
Ya fuera de la sala de reuniones, los asociados se separaron
para seguir trabajando cada uno en su caso respectivo. Ke-
vin se despidió de todos y se dirigió a su despacho mien-
tras miraba por encima el expediente que Milton le había
entregado. Se sentó en la silla de cuero y siguió leyendo
toda la documentación contenida en la carpeta al tiempo
que hacía anotaciones y diseñaba estrategias. Casi una
hora después se reclinó en la silla, movió la cabeza y son-
rió. Si los otros sabían lo que el señor Milton acababa de
darle, no lo habían demostrado en absoluto. Era uno
de esos casos que podría lanzar a la fama a un abogado jo-
ven de la noche a la mañana debido al gran seguimiento de
que iba a gozar en los medios de comunicación. Y John
Milton había decidido dárselo a él.
¡A él! Ni siquiera su ego inflamado ni su ambición con-
tinuamente insatisfecha le habían preparado para una
oportunidad como ésta, sobre todo habiendo en el bufete
otros tres abogados con mucha más experiencia que él en
cuestiones penales.
Sin duda, John Milton quería que se pusiera a trabajar
inmediatamente. El caso acababa de aparecer en primera
plana de los periódicos. De hecho, lo que John Milton ha-
bía hecho en el prólogo del expediente era anticiparle
quién sería su cliente, al que con toda probabilidad iban a
acusar del asesinato de su esposa.
Hace algo de más de veinte años, Stanley Rothberg, de
cuarenta y un años, se había casado con Maxine Shapiro,
hija única de Abe y Pearl Shapiro, propietarios de uno de

106
los mayores y más famosos complejos hoteleros de Cats-
kill Mountain, el Shapiro's Lake House, situado en Sand-
burg, una pequeña comunidad del interior cercana al lugar
donde Paul Scholefield había comenzado a trabajar como
abogado. Ciertamente, lo primero que pensó Kevin fue
que quizás habría sido más lógico darle el caso a Paul, que
sin duda conocería mejor la región. La cuestión es que el
Shapiro's Lake House había adquirido un gran prestigio
debido a los famosos que actuaban allí, la antigúedad del -
edificio y la aparición, hacía unos diez años, del pan de pa-
sas de Shapiro's Lake House, cuya receta era seguramente
de Pearl Shapiro: un producto fácil de encontrar en los su-
permercados y muy anunciado en televisión.
Tanto Abe como Pearl Shapiro habían fallecido hacía
tiempo. Stanley Rothberg había empezado a trabajar en
Lake House de mozo hasta que llegó a camarero de come-
dor. Había conocido y se había enamorado de Maxine, y
(no era un secreto para nadie), sin la aprobación inicial de
Abe y Pearl, se había casado con ella para convertirse a la
larga en el director general de uno de los mayores hoteles
de aquella zona turística.
Maxine había resultado ser una mujer enfermiza, que
con el tiempo había desarrollado una diabetes que confirió
a sus huesos una gran fragilidad. Había perdido una pierna
y quedado confinada en una silla de ruedas durante los úl-
timos años. Una enfermera cuidaba de ella todo el día. El
pasado fin de semana la habían encontrado muerta a con-
secuencia de una sobredosis de insulina. El señor Milton
estaba convencido de que Stanley Rothberg sería acusa-
do de asesinato en primer grado. Además, todo el mundo
parecía saber que él tenía una amante. Los Rothberg no
tenían hijos, de modo que él era el único heredero del
multimillonario complejo turístico y del negocio de la
panadería. Había un motivo claro y una oportunidad
idónea.
Kevin percibió la presencia de John Milton en el umbral

107
de la puerta y levantó rápidamente la vista de los papeles.
Una de las cosas que más empezaban a asombrarle del
hombre era que daba la impresión de cambiar de aspecto
cada vez que lo veía. En ese preciso momento parecía más
grande, más alto e incluso un poco más viejo. En su cara
había arrugas que no había advertido antes... ¿o era sólo
un truco luminotécnico?
—¿Ya estás en ello, eh? Muy bien, Kevin. Me gusta cuan-
do uno de mis asociados echa mano a un asunto con tena-
cidad —dijo, cerrando el puño—. Si mantienes esta tensión y
este anhelo, siempre saldrás airoso de tus pleitos en los tri-
bunales.
—Leí algo sobre esta historia en el periódico del domin-
go. Por lo que sé, todavía no se ha formalizado la acusa-
ción; sin embargo, usted prevé que así va a ser.
-No hay ninguna duda de ello —replicó John Milton,
entrando en el despacho. Las arrugas desaparecieron-.
Tengo información de que la detención se producirá den-
tro de pocos días.
—Y lógicamente el señor Rothberg también debe de con-
tar con ello. ¿Cuándo lo conoció?
-Oh, todavía no lo conozco.
¿Cómo dice?
—Quería que te familiarizaras con el caso antes de que él
viniera. Quizás al principio se sienta nervioso al ver que
alguien tan joven va a encargarse de su defensa, pero cuan-
do se dé cuenta de lo competente que eres...
—No lo entiendo. —-Kevin cerró el expediente y se acercó
a la mesa—. ¿Me está diciendo que todavía no tenemos el
caso en el bufete?
-Oficialmente no, pero lo tendremos. Creo que organi-
zaré una reunión entre nosotros y Stanley Rothberg para
principios de la semana que viene. En todo caso, tengo en-
tendido que hasta entonces no se habrá producido la de-
tención. Ya me encargaré yo de la comparecencia y de la
fianza.

108
Pero ¿cómo estamos tan seguros de que va a venir a
nosotros? ¿Ha llamado por teléfono?
John Milton sonrió, seguro de sí mismo, mientras sus
ojos cambiaban de nuevo al color orín tornasolado, si bien
en esa ocasión el tono final fue algo más brillante.
No te preocupes por dónde irá cuando sé encuentre en
dificultades; sabrá qué hacer. Hay amistades comunes que
ya han hablado con él. Confía en mí, Kevin. Por cierto,
también deberías examinar el historial médico de su mujer. -
-Sí —respondió Kevin, mirando fijamente mientras sus
pensamientos sufrían interferencias provocadas por impul-
sos confusos. La idea de llevar un caso como éste lo atraía
con fuerza, pero al mismo tiempo le producía un cierto
desasosiego. ¿Por qué el señor Milton le había dado a él,
un nuevo asociado, un caso como aquél con tanta rapidez?
¿No habría sido mejor empezar con algo más sencillo e ir
aumentando progresivamente la dificultad hasta llegar a un
asunto como el de Stanley Rothberg?
—Estoy seguro de que ya tienes alguna idea para la de-
fensa. ¿Qué se te ha ocurrido?
—Bueno, después de leer lo mucho que sufrió Maxine
Rothberg estaba pensando... Ella y Stanley no tenían ni-
ños; estaba condenada a ir en silla de ruedas y a vivir ro-
deada de restricciones en medio del glamour y de una
atmósfera llena de atractivos. Se debió de sentir terrible-
mente frustrada y desgraciada.
Precisamente ésta es mi teoría... Suicidio.
“Según pone aquí, aunque había una enfermera a tiem-
po completo, de vez en cuando se ponía ella misma las in-
yecciones.
John Milton volvió a sonreír, moviendo la cabeza.
Kevin, eres un joven muy perspicaz. Intuyo que voy a
estar plenamente satisfecho con tu trabajo. Investiga tam-
bién a la enfermera. Ya verás que podemos utilizar muchas
cosas. —Inició el gesto de volverse para abandonar el des-
pacho.

109
Señor Milton...
—¿Sí?
-¿Cómo consiguió toda esta —pasó la palma de la mano
sobre la carpeta cerrada— información tan detallada?
Dispongo de investigadores privados que trabajan a
pleno rendimiento, Kevin. Te los iré presentando de vez
en cuando para que te transmitan informes directamente,
aparte de que yo también guardo muchas cosas en mis ar-
chivos informáticos. -Soltó una carcajada, corta y discre-
ta—. Has oído hablar de los picapleitos que persiguen am-
bulancias para solicitar la representación de víctimas de
accidentes, ¿no? Pues bien, nosotros perseguimos críme-
nes. Aquí es importante mostrarse agresivo, Kevin. Te
compensa en muchos más aspectos de los que puedas ima-
ginar.
Kevin asintió y observó cómo el señor Milton se aleja-
ba. Después se reclinó en la silla.
Había hecho bien. El mundo urbano era distinto y mu-
cho más estimulante. Estaba en Nueva York, donde los
mejores compiten entre sí, y donde sólo los mejores están
en condiciones de hacerlo. Boyle, Carlton y Sessler se pon-
drían pálidos ante un bufete como el de John Milton X As-
sociates; y pensar que hubo un tiempo en que, siendo toda-
vía un neófito, había creído que eran algo especial, ellos y
su fascinante existencia de clase media alta. Pero la verdad
es que eran débiles; en realidad, mientras nadaban en la
abundancia se morían poco a poco. ¿Dónde estaba el desa-
fío? ¿Cuándo llegaban de verdad al límite y corrían ries-
gos? A él no le llegaban ni a la suela del zapato. Nadie ha-
bía tenido las agallas de representar a Lois Wilson, y ahora
estaban molestos porque su reputación inmaculada había
sufrido una afrenta. La aventura más intrépida de sus vidas
consistía en descubrir un nuevo restaurante para gourmets.
¡Y él había estado a punto de convertirse en uno de ellos!
John Milton lo había rescatado. Exacto, esto es lo que
había hecho, rescatarlo.

IIO
De pronto, Kevin se levantó, sujetó con fuerza la carpe-
ta bajo el brazo y salió.
-Oh, señor Taylor. “Wendy lo llamó, saliendo desde de-
trás de su mesa como una sirena surgiendo del agua al mis-
mo tiempo que Kevin abandonaba el despacho-. Lo sien-
to, no lo he visto entrar. ;
No importa. Tenía intención de quedarme sólo un
rato, pero con tanto papel se me ha ido el santo al cielo.
Ella asintió, mientras sus ojos castaño oscuro se oscure-.
cían aún más, como si hubiera sabido de inmediato qué
podría bastar para atraer la atención de Kevin. Se echó el
pelo hacia atrás y fijó su atención en la carpeta que él lle-
vaba bajo el brazo.
Oh, espere. “Se volvió y fue a toda prisa hacia el arma-
rio que había detrás de su mesa, del que sacó un maletín de
cuero de color rubí-. Iba a dárselo cuando empezara ofi-
cialmente, pero puesto que ya... “Entonces se lo entregó-.
En un lado, había unas letras grabadas en un color marrón
oscuro, como de sangre seca. Rezaba: «John Milton As-
sociates». En el extremo inferior derecho había otras letras
impresas: «Kevin Wingate Taylor».
—Es precioso. —Pasó los dedos sobre las letras en relieve.
Wendy sonrió.
Todos los asociados tienen el mismo. Es un regalo del
señor Milton.
—Tengo que acordarme de darle las gracias. Y gracias
también a usted, Wendy.
—De nada, señor. ¿Puedo hacer algo por usted?
Kevin pensó por un instante.
“Sí. Averiguar todo lo posible sobre la diabetes y buscar
toda la información de que se disponga sobre Shapiro's
Lake House, el complejo hotelero de Catskill. “Wendy
sonrió de oreja a oreja.
—Todo esto ya está hecho, señor Taylor.
—¿Ah, sí?
—El señor Milton lo pidió el miércoles pasado.
—Fantástico. Bueno, pues pasaré después y empezaré a
mirármelo. Gracias.
-Que pase un buen día, señor Taylor.
Salió al pasillo y miró dentro del despacho de Ted Mc-
Carthy, que estaba al teléfono. Éste saludó con la mano, y
Kevin prosiguió su camino. La puerta del despacho de
Dave Kotein estaba cerrada, por lo que siguió hasta la re-
cepción y pidió a Diane que llamara a la limusina.
—Está esperándolo frente a la puerta principal, señor
Taylor. Utilícela cuanto quiera. Charon no volverá hasta
última hora del día.
—Gracias, Diane.
—Que tenga un buen día, señor Taylor.
-Lo mismo digo.
Prácticamente andaba a saltos sobre la alfombra. Las se-
cretarias eran tan hermosas y amables, sinceras, cálidas...
Hablaban de forma que encandilaban. En ese lugar todo
era agradable: los colores, la exuberancia, la novedad... No
quería 1rse.
Descendió en el ascensor canturreando, y después de ba-
jar saludó con la mano al guardia de seguridad, que le devol-
vió el saludo como si ya fueran viejos amigos. Tan pronto
como salió por la puerta giratoria se detuvo y entrecerró los
ojos. Las nubes que encapotaban el cielo se habían dispersa-
do bastante, y los rayos del sol del mediodía se reflejaban en
los cristales, la acera y la brillante superficie de la limusina.
Charon abrió la puerta del coche y dio un paso atrás.
—Gracias, Charon. Primero volveré al apartamento y
después iré a comer al Russian Tea Room.
—Muy bien, señor Taylor. -Cerró la puerta con suavi-
dad, y momentos más tarde ya estaban en camino. Kevin
se reclinó en el asiento y cerró los ojos. Tenía tantas cosas
que contarle a Miriam que ya se veía hablando con vehe-
mencia y sin parar durante toda la comida y el viaje de re-
greso a Blithedale. Y cuando él le contara lo del primer en-
cargo como asociado de John Milton...

1,12
Abrió los ojos y pasó los dedos por la superficie del ma-
letín, lo abrió y echó un vistazo a la carpeta. Seguro que
pronto aumentaría de tamaño. Kevin rió para sus aden-
tros. «Ésos sí son abogados bien preparados», pensó. Ya
tenía un montón de material a su disposición, esperándole.
Y no hablemos de la oficina: investigadores “privados, bi-
blioteca informatizada, secretarias eficientes... Volvió a
apoyar la espalda en el asiento, mientras la confianza en sí
mismo iba en aumento. Con esa red de apoyo tras él, todo -
tenía que salirle bien.
Entonces, algo que Wendy había dicho le provocó una
sensación de extrañeza. Pensó que él habría oído mal, pero
para estar seguro abrió el expediente y miró las fechas re-
lacionadas con algunos de los hechos.
La secretaria había dicho que el señor Milton había pe-
dido la información sobre la diabetes y Shapiro's Lake
House el miércoles de la semana anterior...
A Maxine Rothberg la encontraron muerta el pasado fin
de semana. ¿Cómo es que el señor Milton ya tenía interés
en ello el miércoles de la semana anterior?
«Seguramente Wendy se ha confundido; o quizá yo he
entendido mal», pensó. Y cerró el maletín.
Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podría ser?

—¿Más vino? —preguntó Norma mientras inclinaba la bote-


lla hacia el vaso de Miriam.
No. Será mejor que vuelva al apartamento. Kevin me
estará buscando.
—¿Y qué?
—Deja que te busque —dijo Jean. Ésta miró a Miriam e
hizo un gesto de desaprobación con la cabeza—. Norma,
me parece que aquí hay mucho trabajo que hacer.
-A veces los hombres tienden a no valorarnos como es
debido; dan por sentadas muchas cosas —advirtió Norma-.
Hemos de hacer que se mantengan alerta, que la emoción

113
siga viva y que se vean obligados a pensar. De lo contrario
te conviertes simplemente en otra de sus posesiones.
Kevin no es así —replicó Miriam.
—Tonterías —soltó Jean=. Es un hombre, no puede evi-
tarlo.
Norma y Jean rieron de nuevo. Por un momento a Mi-
riam le parecieron dos crías con la picardía reflejada en los
ojos.
Antes de que nadie pudiera añadir mada más sonó el
timbre.
Será Kevin —dijo Miriam.
Se levantaron. Mientras se dirigían a la puerta, Norma
rodeó a Miriam con los brazos.
—Estamos ansiosas por que te traslades —le dijo—. Si esta-
mos cerca de ti tendremos la oportunidad de revivir aque-
llos descubrimientos que en su día nos parecieron mara-
villosos. —-Jean abrió la puerta para darle la bienvenida a
Kevin.
—Hola. Así que nos has encontrado. -Se volvió y le gui-
ñó el ojo a Miriam—. Pensamos que al final lo lograrías.
—Una deducción sencilla —dijo Kevin mirando a Mi-
riam—. ¿Lo has pasado bien?
Sí, desde luego.
-No tienes por qué preocuparte —soltó Jean, al tiempo
que sonreía y volvía a hacerle un guiño a Miriam-. Ya es
una de nosotras.
—Espero que esto sea bueno —bromeó Kevin. Entonces
dibujó una expresión coqueta en sus ojos y las dos solta-
ron una risita. Norma abrazó y besó a Miriam, y a conti-
nuación Jean hizo lo propio.
—Hasta pronto —dijo Miriam. Las otras dos permanecie-
ron de pie una junto a la otra en el umbral de la puerta,
sonriendo, mientras ella y Kevin se dirigían al ascensor.
—Parece que habéis empezado bien, ¿eh?
Sí.
No pareces muy entusiasmada —dijo Kevin con cautela.

114
En el ascensor, Miriam se quedó en silencio, pero justo
antes de que la puerta se abriera en la planta del vestíbulo,
se volvió hacia él.
=¿Por qué no me hablaste de los Jaffee?
-Oh... “Kevin asintió-. Tenía que suponer que ellas lo
harían. Bueno —prosiguió, respirando hondo'“mientras en-
traban en el vestíbulo—, es una historia muy deprimente
y quería evitarle a nuestro apartamento esa carga. —La
miró—. A la larga te lo habría contado todo. Lo siento, no -
hice bien en ocultártelo. Quería que sólo estuvieras rodea-
da de cosas bonitas, de felicidad. Quiero que ésta sea la
mejor época de nuestra vida, Miriam.
Ella hizo un gesto que indicaba comprensión. Era exac-
tamente lo que Norma y Jean le habían dicho: Kevin que-
ría protegerla de la tristeza y la depresión. Decidió no
reprochárselo.
—Es una tragedia, pero no tiene por qué afectarnos —dijo
por fin.
Él sonrió satisfecho.
—Eso mismo pienso yo. —Y la abrazó.
—¿Por qué bajamos aquí? —preguntó ella, al darse cuenta
de que estaban en el vestíbulo-. ¿No tendríamos que ir al
aparcamiento de abajo?
—Tengo una sorpresa. Kevin movió la cabeza en direc-
ción a la puerta principal. Cuando ya llegaban, Philip salió
de detrás de su mesa para saludarlos—. Miriam, te presento
a Philip. Es el encargado de la seguridad durante el día.
Encantado de conocerla, señora Taylor. Si tiene algún
problema o necesita cualquier cosa, no dude en llamarme.
—Muchas gracias.
Philip les abrió la puerta. Cuando ya estuvieron fuera,
Charon hizo lo propio con la de la limusina.
¿Qué es esto? —preguntó Miriam, paseando la mirada
desde la limusina al chófer.
—Es el coche de la oficina, siempre a disposición de los
asociados. Charon, ésta es mi mujer, Miriam.

PL
Charon asintió, y con sus ojos rasgados la examinó con
tanta atención que ella se sintió cohibida e instintivamente
cruzó los brazos sobre sus pechos.
—Hola —dijo ella, y se metió dentro a toda prisa. Miró
hacia atrás mientras Kevin entraba tras ella.
—¿Adónde vamos?
—Al Russian Tea Room —respondió—. He reservado una
mesa desde este teléfono nada más salir del despacho. ¿Le
apetece un cóctel, señora? —preguntó abriendo la licorera-.
Si quieres, te preparo tu bloody mary favorito.
Cócteles en una lujosa limusina, mesa reservada en el
Russian Tea Room, un magnífico apartamento en Riversi-
de Drive, nuevas amigas jóvenes y llenas de vitalidad... Mi-
riam meneó la cabeza, incrédula. Ante la expresión de su
rostro, a Kevin se le escapó la risa.
Creo que prepararé también uno para mí. —Esa copa
no iba a hacer otra cosa que aumentar aún más la euforia
de Miriam—. Bueno —dijo Kevin, reclinándose después de
haber ejercido de barman=, cuéntame algo de tu visita.
¿Cómo son esas dos?
-Al principio me han resultado un poco agobiantes, so-
bre todo si pienso en las mujeres de Blithedale. A veces
parecen cosmopolitas y nada superficiales, pero hay otros
momentos en que hablan y actúan como si fueran adoles-
centes. En todo caso son muy divertidas.
—Lamento haber tardado tanto pero...
-Oh, ni siquiera me he dado cuenta de la hora que era;
me han tenido muy ocupada.
Empezó describiendo el apartamento de Jean y Ted, y
después pasó al de Norma. Siguió hablando sin parar, con-
tándole mil y un detalles de sus nuevas amigas, excepto,
claro está, sus planes para hacer coincidir sus partos y lo
contentas que estuvieron al averiguar que ella todavía no
estaba embarazada.
Durante la comida, estuvo un par de veces a punto de
explicárselo, pero cada vez que iba a hacerlo pensaba en

116
cómo Norma y Jean se tomarían el que ella desvelara su
primer secreto. Ello podría echar a perder su amistad antes
de que ésta siquiera se hubiera iniciado; además, ¿qué im-
portancia tenía? Era una idea graciosa e inofensiva que, tal
como ellas la habían planeado, tenía muy pocas posibilida-
des de hacerse realidad.
Después de comer, volvieron al apartamento para echar-
le otro vistazo antes de regresar a Blithedale. Miriam tenía
que confirmar que todo aquello era real. Kevin esperaba -
en el umbral mientras ella recorría de nuevo el piso.
—Es un apartamento hermoso, ¿verdad, Kev? —pregun-
tó, como si sus sensaciones necesitaran ser reforzadas-.
¿Cómo puede permitirse cedernos un apartamento sin que
paguemos alquiler? Con él podría ganar un montón de di-
nero, ¿no?
=Lo va a amortizar mediante alguna desgravación fiscal.
Como decía mi abuelo, a caballo regalado...
=Sí, ya sé, pero de todos modos... “Le embargó un es-
tremecimiento de temor. Ese magnífico trabajo de Kevin,
el extraordinario apartamento, nuevos amigos fantásticos...
¿Las cosas maravillosas ocurrían con esa facilidad?
—¿Por qué dar la espalda a la buena suerte? —preguntó él.
Ella se volvió hacia Kevin y se encogió de hombros.
Después sonrió. Kevin tenía razón. Había que relajarse y
disfrutar de todo aquello. Él la abrazó.
—Te quiero, Miriam. Haré todo lo posible para que ten-
gas lo mejor.
-No me estaba quejando de nada, Key.
—Ya lo sé. La cuestión es ¿por qué vamos a renunciar a
tener todas esas cosas?
Se besaron, echaron otra mirada al apartamento y sa-
lieron.

Kevin se percató de que el viaje de vuelta a Blithedale esta-


ba siendo muy distinto del que habían hecho hacia la ciu-

vi
dad por la mañana. En el trayecto de ida, se hubieran po-
dido contar con los dedos de una mano todas las palabras
que Miriam había pronunciado. Sin embargo, desde que
fueron al Russian Tea Room hasta el momento en que lle-
garon a su calle de Blithedale Gardens, Miriam casi no
paró de hablar. Su entusiasmo desmedido disipó todos los
temores que había tenido él de que ella no se sintiera feliz
con los cambios propuestos.
En el camino hacia casa, Kevin intentó en varias Ocasio-
nes hablarle de los casos que habían discutido en la reu-
nión con sus colegas y del suyo propio pero cada vez que
empezaba, ella lo interrumpía con otra sugerencia para el
nuevo apartamento.
Era como si ella no quisiera oír nada relacionado con el
trabajo. Por lo general, Miriam siempre quería conocer los
detalles del caso en cuestión, incluso cuando se trataba de
aburridas negociaciones sobre asuntos inmobiliarios. Al fi-
nal, él meneó la cabeza, se reclinó y se limitó a conducir.
Sólo cuando Blithedale apareció a la vista, Miriam dio
por concluido su monólogo. Parecía como si hubieran
cruzado una frontera invisible y hubieran regresado del
mundo de los sueños a la realidad. Las nubes matutinas
habían desaparecido por completo, y el cielo de aquella
tarde de finales de noviembre era de un azul claro y crista-
lino. Los niños estaban a punto de bajar del autobús esco-
lar, lanzando una avanzada de voces alegres desde sus pe-
queñas figuras antes de que éstas cruzaran la puerta y
bajaran los peldaños.
El calor del sol había reblandecido y fundido buena par-
te de la nieve caída la noche pasada, de modo que ésta sólo
persistía en fragmentos de césped y más o menos esparcida
por las aceras. Casi al mismo tiempo que bajaron del auto-
bús, los niños e incluso algunas niñas comenzaron a lan-
zarse bolas de nieve. Kevin sonrió ante ese juego inocente.
Una hilera de vehículos siguió lentamente al autobús vacío
a lo largo de la calzada de tres carriles. Aquella armonía y

118
aquel brillo relativamente rústicos contrastaban marcada-
mente con la atmósfera urbana llena de energía, agitada y
bulliciosa, que habían abandonado hacía poco. Estar aquí
tenía un efecto tranquilizador. Miriam se reclinó, mientras
dibujaba en su rostro una sonrisa dulce y angelical.
Ojalá pudiéramos tenerlo todo, Kev —dijo, volviéndose
lentamente hacia él-. El alboroto de Nueva York y la tran-
quilidad de Blithedale.
Lo tendremos. ¡Podemos tenerlo! —soltó, dirigiéndose -
a ella con los ojos abiertos de par en par por la emoción-.
S1 no tenemos que pagar alquiler por un apartamento en la
ciudad, podemos plantearnos seriamente lo de pasar los fi-
nes de semana y el verano en Long Island.
—De acuerdo. Oh, Kevin, lo haremos, ¿verdad? ¡Lo va-
mos a tener todo!
—¿Por qué no? —Rió-. Sí, ¿por qué no?
Kevin decidió no contarle a Miriam nada de su primer
caso en John Milton 8 Associates hasta que hubiera vuel-
to de Boyle, Carlton 8 Sessler, aunque ardía en deseos de
hacerlo. Estaba seguro de que ella se sentiría ilusionada y
orgullosa cuando le escuchara.
Cuando llegaron a su calle de Blithedale Gardens, Kevin
le dijo a Miriam que lo mejor sería ir a ver a Sanford Boyle
para comunicarle lo que había decidido.
—Tengo ganas de restregárselo por las narices... ¡el doble
de sueldo! Con lo pagados de sí mismos que son...
-Kev, no te muestres arrogante —le advirtió ella—. Vales
más que ellos; al fin y al cabo, a la larga los arrogantes se
acaban saliendo con la suya.
—Tienes razón. Seré comedido igual que... igual que ha-
ría el señor Milton —dijo—. Él sí es un hombre de categoría.
—Tengo muchas ganas de conocerlo. Por el modo en que
Norma, Jean y tú habláis de él, parece Ronald Reagan,
Paul Newman y Lee lacocca, todos en uno.
Kevin soltó una carcajada.
—De acuerdo, de acuerdo. Reconozco que tal vez exage-

119
ro un poco. Supongo que simplemente estoy emocionado,
y la verdad es que tú siempre has tenido los pies en el sue-
lo más que yo. Estoy contento de que estés conmigo para
ayudarme a no perder la perspectiva, Miriam.
Seguramente ésta es la impresión que doy —replicó
ella—. Norma y Jean me han dicho algo parecido.
—¿Sí? No me extraña; es evidente que saben reconocer a
una persona perceptiva e inteligente cuando la tienen de-
lante.
—Oh, Key.
Él la besó en la mejilla.
—Debería llamar a mis padres -dijo Miriam mientras sa-
lía del coche—. Y los tuyos, ¿qué?
—Los llamaré por la noche.
Ella observó cómo el coche se alejaba, al tiempo que la
emoción también crecía en su interior. Respiró profunda-
mente y miró alrededor. No podía evitar que todo aquello
le gustara. Aquel pueblo tranquilo y pintoresco y la vida
sencilla que llevaba allí le proporcionaban una sensación
de equilibrio y le permitían vivir en armonía consigo mis-
ma. Hasta el momento les habían ido muy bien las cosas,
mejor que a muchos otros de su edad. ¿Estaban siendo de-
masiado ambiciosos, o Kevin tenía razón cuando se pre-
guntaba en voz alta por qué otras personas, menos sagaces
o inteligentes que él, disfrutaban más de la vida?
Miriam entendió que era un error retener a Kevin, y sin
embargo no podía hacer que parara aquel revoloteo de ma-
riposas instalado justo debajo de su pecho. Pero llegó a la
conclusión de que no había nada de qué preocuparse y de
que esa sensación era una reacción natural: a cualquiera le
ocurriría lo mismo después de un día de tantas novedades.
Sin darle más vueltas, se puso enseguida en marcha y su
cabeza empezó a dar forma a un montón de planes e ideas
para el traslado que se avecinaba.

120
Las secretarias de Boyle, Carlton 8 Sessler notaron que a
Kevin le sucedía algo. Éste lo advirtió en la cara de Myra
cuando entró en la oficina.
—Myra, ¿está el señor Boyle?
Los grandes ojos castaños de la mujer lo examinaron,
pero él exhibía una sonrisa hermética como uría máscara.
Sí.
—Pregúntele si puedo verlo dentro de unos diez minu-
tos, por favor. Estaré en mi despacho.
Al llegar a éste, le sorprendió lo pequeño, insignificante
e incluso sofocante que lo encontraba en ese momento.
Casi se le escapó una carcajada cuando entró en él. Las di-
mensiones de la mesa eran la mitad de la que tenía en John
Milton 8Z Associates. Se sintió como quien de la noche a la
mañana pasa de tener un Chevy o un Ford a conducir un
Mercedes.
¿Y qué había allí esperando desde que resolviera con
éxito el asunto de Lois Wilson? Echó un vistazo a los ex-
pedientes que había en la mesa... el del adolescente que se
paseó en coche sin autorización, el testamento que debía
redactar para los Benjamin y el caso de la multa de tráfico
de Bob Paterson por exceso de velocidad. ¡Bravo!
Se reclinó en la silla y puso los pies encima de la mesa.
Adiós a este despacho, pensó. Adiós a las frustraciones, a
los ensueños y las envidias; adiós a las mentalidades pro-
vincianas sin futuro.
¡Hola, Nueva York!
Myra lo llamó por el teléfono interior.
—El señor Boyle lo atenderá ahora, señor Taylor.
—Muchas gracias, Myra -soltó casi cantando.
Se levantó con rapidez, aspiró fuerte escondiendo el es-
tómago, echó un vistazo alrededor una vez más y se diri-
gió al despacho de Sanford Boyle para comunicarle que
abandonaba el bufete.
Ya veo. Así que aquella oferta de que hablabas te ha
salido bien, ¿eh? —Las cejas de Boyle se volvieron hacia

mz
dentro, como gusanos que se hubieran puesto en movi-
miento.
—Y ganaré el doble que aquí, aunque hubiera sido socio
de pleno derecho, Sanford. —Las cejas de Boyle estuvieron
a punto de saltar de su cabeza—. Es en John Milton As-
sociates.
—La verdad es que no he oído nunca hablar de ellos, Ke-
vin —dijo Sanford Boyle.
Kevin se encogió de hombros. La respuesta no lo sor-
prendió. Se quedó con las ganas de decirle: «Usted y sus
socios de “pleno derecho” no saben gran cosa de lo que
ocurre en el mundo que hay fuera de su pequeña y precio-
sa Blithedale, pero créame, Sanford, ahí fuera existe un
mundo más grande, más diverso y mucho más interesante
que este pueblo».
No lo dijo; gracias a las advertencias de Miriam sobre la
arrogancia, mantuvo el control. En vez de ello, volvió a su
despacho y empaquetó la mayor parte de sus pertenencias
personales. Myra, Mary y Teresa no acudieron a desearle
buena suerte. Cuando llevó las cosas al coche, miró hacia
arriba con el desengaño y la desaprobación en los ojos. En
pocas palabras resumió mentalmente la censura de que ha-
bía sido objeto. No toleraban la ambición, eran bucólicos,
de miras estrechas y mezquinos. «Mentalidades típicamen-
te pueblerinas —pensó-, que me condenan por querer me-
jorar mi suerte en la vida de manera rápida y espectacular.»
Estaba seguro de que ellos le consideraban un desagradeci-
do. «Y esperan que me caiga de cabeza. Menuda sorpresa
se llevarán cuando lean sobre mí en el New York Times tan
pronto como empiece el caso Rothberg.»
Cuando se metió en el coche tuvo una sensación de re-
gocio y de alivio. Pero Mary Echert no pudo aguantar la
indignación, igual que las otras dos, y tuvo que salir fuera
a despedirse de él.
—Todos estamos muy disgustados y lamentamos que las
cosas hayan acabado así, señor Taylor —manifestó.

122
—Esperaba que alguien se alegraría por mí, Mary. Por-
que la verdad es que no me voy al infierno. —Entró en el
coche y cerró la puerta. Ella permaneció allí, con las ma-
nos cruzadas y mirándolo. Entonces Kevin bajó la venta-
nilla—. De todas formas, le agradezco todo lo que ha he-
cho. Usted siempre ha sido una secretaria eficiente y
competente, Mary, y la aprecio de verdad. “No pudo evi-
tar un cierto tono condescendiente; le salió de modo natu-
ral. Ella asintió, con el rostro muy serio. Él puso el motor
en marcha, y la mujer se volvió. De repente se dio la vuel-
ta, como si hubiera recordado algo.
-No iba a decírselo —soltó ella—. Por teléfono fue muy
desagradable.
—¿Quién?
Gordon Stanley, el padre de Barbara Stanley.
Oh, ¿y qué dijo? Aunque no es que ahora importe de-
masiado.
—Dijo que usted algún día se dará cuenta de lo que ha
hecho y se aborrecerá a sí mismo —contestó Mary. Él se
dio cuenta de que para ella aquello era lo apropiado para la
ocasión, como si le entregara una típica tarjeta de felicita-
ciones o algo por el estilo. Se limitó a mover la cabeza y
arrancó, dejando allí a la secretaria que observaba al coche
mientras se alejaba.
Esto introdujo una nota negativa y dejó algo maltrecho
su estado de ánimo. Pero, por suerte, John Milton venía a
rescatarlo, casi como si conociera los problemas por los
que iba a pasar. Cuando llegó a casa, Miriam le saludó des-
de la puerta. Su expresión era tan luminosa y embelesada
como la primera vez que apareció ante sus ojos el aparta-
mento de Nueva York.
-Oh, Kevin. ¡No te lo puedes ni imaginar! ¡Qué aten-
ciones!
—¿Qué?
Mira —dijo ella, conduciéndolo a la sala de estar. Lo
han traído poco después de que tú te fueras. “Encima de la

123
mesa había un enorme ramo de dos docenas de rosas de
color rojo sangre—. ¡Y me las ha enviado a mí!
—¿Quién?
—El señor Milton, tonto. -Cogió la tarjeta y la leyó:
Para Miriam, en el principio de una vida nueva y maravi-
llosa. Bienvenida a nuestra familia. John Milton.
¡Caramba!
-Oh, Kevin, nunca creí que pudiera llegar a ser tan feliz.
Tampoco yo —dijo él.
Y como una antorcha que se consumiera en la oscuri-
dad, el oportuno regalo de John Milton redujo a cenizas
todas las dudas que pudieran quedar respecto a abandonar
Blithedale.

124
Cuando Kevin y Miriam llegaron al apartamento con los
hombres de las mudanzas, Norma y Jean ya los estaban
esperando, dispuestas a ayudar, vestidas con vaqueros y
sudaderas y con las mangas remangadas.
—¡Oh, qué amables! —exclamó Miriam.
No digas tonterías —replicó Norma-. Somos como los
Tres Mosqueteros. -Se agarraron de un brazo y gritaron=:
Uno para todos y todos para uno. A Miriam se le escapó
la risa, y empezaron las tres a desempaquetar lo que había
en las cajas de cartón mientras Kevin dirigía a los hombres
que subían los muebles. Tan pronto como hubieron instala-
do el equipo estéreo en la sala de estar, Norma llevó el dial
a una emisora de música un poco pasada de moda, y ella y
Jean se pusieron a cantar contagiando a Miriam con su acti-
tud festiva, riendo y bailando mientras trasladaban cosas de
un sitio a otro. Kevin movía la cabeza y sonreía. Las tres se
comportaban como si se conocieran de toda la vida.
Ver a Miriam así le hacía sentirse muy feliz. En Blitheda-
le, las amigas de ella eran serias, muy tradicionales. Aunque
le apeteciera, Miriam casi nunca tenía la oportunidad de de-
jarse ir y hacer tonterías.
Encargaron unas pizzas e hicieron un descanso para co-
mer. Después Kevin se duchó y se cambió para poder ir un
rato al despacho. Las mujeres se quedaron discutiendo el
mejor emplazamiento para cuadros, fotos y todo tipo de
chucherías, y volvieron a cambiarlo todo de sitio. Cuando
Kevin estaba listo para irse se detuvo en el umbral de la
sala de estar y anunció su marcha.

125
-De todos modos, tengo la sensación de que todo será
más fácil si no estoy presente —declaró. Nadie puso ningu-
na objeción—. ¿Nadie va a pedirme que me quede? —Las
tres mujeres, todas con la misma expresión en el rostro, se
detuvieron y le miraron como si él fuera algún extraño que
hubiera entrado sin llamar desde el pasillo-. Vale, de
acuerdo, no os pongáis de rodillas, es algo que no soporto.
Hasta luego, cariño —dijo, al tiempo que besaba a Miriam
en la mejilla.
Al cerrar la puerta del apartamento, oyó las risas de las
chicas y se dirigió al ascensor. Alentado por lo bien que
iba todo, se sintió lleno de entusiasmo y con unas ganas
enormes de llegar al despacho.
En el preciso momento que pulsó el botón del ascensor,
oyó que se abría y cerraba una puerta al final del pasillo.
Se volvió y vio a una mujer que salía del apartamento de
los Scholefield. Se imaginó que sería Helen, la esposa
de Paul. Llevaba un cuadro envuelto en un papel marrón.
Como quien se halla en estado de trance, se movía despa-
cio, con pasos pausados. Cuando salió de la penumbra y
llegó a la zona iluminada, Kevin distinguió sus rasgos fí-
SICOS.
Era una mujer alta, casi tanto como Paul, con el cabello
de color pajizo y la tez blanca. Llevaba el pelo prendido
con pasadores a los lados y cepillado hacia abajo justo has-
ta el centro de las paletillas. Aunque parecía andar un poco
rígida, su porte era majestuoso. Lucía una blusa blanca de
algodón, con cuello y mangas con volantes. La blusa era
tan fina que se podía apreciar con facilidad la exuberancia
de sus pechos. Éstos eran altos y firmes y, aunque llevaba
una falda larga con flores estampadas, advirtió que sus
piernas eran largas, y sus caderas esbeltas. Las sandalias de
cuero negro iban sujetas con correas que se anudaban en
los tobillos.
Se abrió la puerta del ascensor, pero Kevin había queda-
do tan hipnotizado por la mujer que no se dio cuenta de

126
que se cerraba de nuevo. Helen se volvió hacia él, con una
sonrisa que empezaba en torno a una mirada suave y acuo-
sa y se desplazaba rápidamente hacia los labios de color
anaranjado claro. En el puente de la nariz y en la parte su-
perior de las mejillas había unas minúsculas pecas de color
albaricoque. En las sienes la piel era tan fina que se adivi-
naba el entramado de pequeñas venillas.
Kevin saludó con un gesto.
—¿Es usted la señora Scholefield?
=Sí, y usted es el nuevo abogado —respondió ella, expre-
sándolo con tal firmeza que parecía clasificarlo para toda
la vida.
-Kevin, Kevin Taylor. —Él extendió la mano, y ella la es-
trechó con la que tenía libre. Los dedos de la mujer eran
largos pero delicados. La palma de la mano era tibia, qui-
zás algo caliente; la mano de alguien que tiene fiebre. En
las mejillas se apreciaba un ligero rubor.
—Precisamente me dirigía a su apartamento con un pre-
sente de bienvenida. —Alzó el cuadro para indicar a qué se
refería. Al estar envuelto, Kevin no vio qué tipo de pintura
era—. Lo he hecho especialmente para ustedes.
—Muchas gracias, es muy amable. Miriam ya me ha di-
cho que es usted artista. Miriam es mi esposa... —dijo—.
Cuando vinimos a ver el apartamento, Norma y Jean lla-
maron y entraron, y después Miriam se quedó con ellas,
supongo que chismorreando sobre todo lo habido y por
haber. No es que los hombres no lo hagamos también,
sólo que... “De repente tuvo la sensación de que estaba
parloteando como un tonto y se calló. Ella no dejó de son-
reír, aunque sus ojos se entrecerraron mientras recorrían la
cara de Kevin—. Están todas allí dentro —añadió, señalando
su puerta=, en el apartamento... haciendo rodar los mue-
bles una y otra vez. Entonces estalló en una carcajada.
—No tengo la menor duda. —Ella le miró a los ojos con
tanta atención que él se sintió cohibido y asintió tímida-
mente.

127
—Tengo que... tengo que ir un rato al despacho.
Si claro.
Kevin pulsó de nuevo el botón.
—Estoy seguro de que nos veremos mucho a partir de
ahora —dijo al abrirse las puertas otra vez.
Helen no respondió. Tan sólo cambió sus pies de posi-
ción para poder mirar a Kevin cuando éste ya estaba den-
tro del ascensor y antes de que se cerraran las puertas. Para
él, la expresión de la mujer movía a la compasión. Le hizo
pensar en un minero que está a punto de bajar a las entra-
ñas de la tierra para contraer silicosis.
Estaba claro que había un gran contraste con las otras
dos. A Helen se la veía abatida, seguramente por lo que
había dicho Paul... era tímida, introvertida. Y sin embargo,
le resultaba extraño que alguien concentrara tanto su mira-
da en él. Quizá se debía en parte a que era una artista. Ya
se sabe, concluyó Kevin, los artistas siempre están exami-
nando los rostros de las personas, buscando nuevas ideas,
nuevos temas. Bueno, ¿qué más da? Aunque lo cierto es
que la encontró bastante atractiva. En su cara había una
dulzura y una tranquilidad de espíritu que le daban un as-
pecto angelical. Y aunque la había visto sólo unos instan-
tes, quedó intrigado por el secreto de sus largas piernas y
de sus pechos firmes. Le gustaban las mujeres que tenían
un atractivo sutil. Las que trabajaban en el bufete de John
Milton eran seductoras, pero todo era tan visible que no
había nada especial en ellas. «Su erotismo es superficial»,
pensó. Sí, eso es. Helen Scholefield no era frívola ni super-
ficial.
Sacudió todos esos pensamientos de su cabeza y se
apresuró a través del vestíbulo hasta la limusina, que ya le
estaba esperando.

Todo el mundo, desde el portero hasta las secretarias, le


saludó con tanta efusividad y lo observó con tanta admira-

128
ción en sus ojos que no pudo evitar el sentirse muy impor-
tante. No habían pasado ni cinco minutos cuando John
Milton le llamó y le pidió que fuera a su despacho.
—¿Todo va bien, Kevin?
—Perfecto. Y Miriam me advirtió que no se me olvidara
darle las gracias por esas rosas preciosas. Ha sido muy
amable de su parte.
—Me alegro de que le gustaran. Tienes que acordarte de
hacer cosas como ésta, Kevin —le aconsejó en tono pater-
nal—. A las mujeres les gusta que las mimen: No te debes
olvidar de decirle lo importante que es ella para ti. En el
paraíso, Adán desatendió a Eva y al final lo pagó caro.
Kevin no sabía si reír o asentir. John Milton no sonreía.
—Lo tendré en cuenta.
—De todas formas, estoy seguro de que tratas bien a tu
mujer, Kevin. Siéntate —dijo John Milton, reclinándose-.
Bien, todo ha ocurrido como te conté que estaba previsto.
Esta mañana han detenido y fichado a Stanley Rothberg,
y lo han acusado del asesinato de su esposa. Aparecerá en
los periódicos y noticiarios durante todo el día y toda la
noche.
Kevin contuvo la respiración. Simplemente iba a ocu-
rrir, así de sencillo. Iba a llevar lo que muchos abogados
considerarían sin ninguna duda el caso más apasionante de
su carrera. «Muchos trabajan años para lograr algo así, y la
mayoría sin éxito», pensó.
-Sé que ahora estás muy ajetreado con el traslado y
todo eso, pero ¿crees que estarás listo para tener una reu-
nión con Rothberg mañana por la mañana?
Desde luego —respondió Kevin. Si hacía falta trabajaría
todo el día y toda la noche.
—Como te dije, tendrás que estudiar todos los aspectos
del caso, y demostrarle que estás preparado y que vas a re-
presentarlo y defenderlo con toda la agresividad posible.
—Así lo haré.
Bien. -John Milton sonrió, con los ojos brillantes—.

129
Ésa es la actitud que esperaba de ti. Venga, no quiero ha-
certe perder más tiempo, y no dudes en llamarme para
cualquier duda que tengas. Por cierto —añadió mientras
buscaba algo en el cajón superior de su mesa y sacaba una
tarjeta—, éste es el número de teléfono de mi casa. No está
en la guía, por supuesto.
-Oh, gracias. “Kevin lo cogió y se puso de pie—. ¿A qué
hora vendrá Rothberg?
—La entrevista será a las diez en la sala de reuniones.
—De acuerdo. —Kevin tragó saliva. El corazón le latía
con fuerza por la emoción—. Será mejor que me ponga a
trabajar enseguida. Gracias por su confianza en mí —aña-
dió, y salió del despacho.
Wendy le había dejado encima de la mesa los documen-
tos que él le había pedido. En primer lugar leyó todo lo re-
ferente a la diabetes, a fin de familiarizarse con los sínto-
mas y los tratamientos.
A continuación pasó a la enfermera de Maxine, una mu-
jer negra de cincuenta y dos años llamada Beverly Mor-
gan, que también había estado al cuidado de la madre de
Maxine en sus últimos años de vida, desde que ésta sufrió
un ataque de apoplejía. Su experiencia como enfermera era
impecable, aunque su vida personal estaba salpicada de he-
chos trágicos. Tenía dos hijos, pero su marido la había
abandonado cuando los niños eran pequeños. Uno de
ellos, cuando tenía poco más de veinte años, ya presentaba
un buen número de antecedentes criminales y había estado
encarcelado en un par de ocasiones. Había muerto de so-
bredosis de heroína cuando sólo tenía veinticuatro años.
El otro se había casado y tenía dos hijos y, al igual que su
padre, había abandonado a su familia y en ese momento
estaba trabajando en la costa oeste.
Por lo visto aquella vida de sufrimiento había podido
con ella y, aunque no se podía considerar una bebedora
empedernida, le daba a la botella lo bastante para atraer la
atención. ¿Por qué, si no, habían descubierto los investiga-

130
dores del señor Milton los incidentes en el bar del hotel y
el hecho de que ella guardaba una botella en la habitación?
No es extraño que el señor Milton le sugiriera el análisis
de toda esa información. Era fácil que la enfermera hubie-
ra cometido un error con la insulina de Maxine Rothberg.
En fin, todo ello proporcionaba un buen pretexto para
desviar la atención, algo que desconcertara al jurado y des-
virtuara el enfoque de la acusación. Si el fiscal trataba de
utilizar a Beverly Morgan como testigo contra Stanley -
Rothberg, él sabía ya cómo desacreditar su declaración.
El aspecto que pintaba peor de toda la historia era la
aventura de Stanley Rothberg. Según lo que había leído
hasta el momento, al parecer el asunto había empezado
más o menos cuando Maxine cayó enferma. Kevin tendría
que diseñar una estrategia sobre la cuestión. Inicialmente,
tuvo la impresión de que Stanley debía confesarlo rápida-
mente para así dejar despejada la línea argumental de que
su cliente no podía abandonar a su esposa, sobre todo
cuando ella estaba enferma, pero que también, como hom-
bre, tenía unas necesidades que satisfacer. «Sí, estableceré
un razonamiento en torno a esas premisas», pensó. Los ju-
rados valoran mucho la sinceridad, incluso cuando alguien
está confesando una acción inmoral. Se imaginó a Roth-
berg hecho pedazos en el estrado, lamentando pesaroso la
tragedia de su vida. Stanley Rothberg había amado, se ha-
bía divertido, pero, ¡ay!, cuánto había sufrido.
Sonaron los violines. Kevin sacudió la cabeza. «Mira —le
dijo a su conciencia—, podría ser verdad; podría muy bien
ser así como sucedió.» Todavía tenía que hablar con Roth-
berg y decidir qué hacer, pero su punto de vista de hombre
le convenció de que el alegato era verosímil.
Abrió la tercera carpeta para enterarse del historial clí-
nico de Maxine Rothberg y comprobó enseguida que su
médico, el doctor Cutler, podría ser un testigo eficaz para
la defensa. Tendría que declarar que le había dado instruc-
ciones a Maxine Rothberg sobre el modo de inyectarse ella

131
misma la insulina y la dosis precisa. Al parecer, también
tendría algún comentario negativo que hacer sobre Be-
verly Morgan, sugiriendo con claridad que debía haber
sido sustituida. Evidentemente, aún tenía que examinar el
planteamiento de la acusación, pero toda esa información
previa reforzó la confianza en sí mismo.
Al oír que alguien llamaba a la puerta, levantó la vista.
Paul Scholefield asomó la cabeza.
¿Cómo va todo?
Oh, muy bien, estupendamente. Entra.
No quiero interrumpir. Sé que te ha caído en las manos
un asunto gordo.
Gordo no es la palabra. ¡Es el caso Rothberg!
Paul se sentó sonriente, y a Kevin le pareció que no se
sorprendía demasiado.
—Ya sabes, el caso que ha estado en primera plana las úl-
timas dos semanas, más o menos —subrayó.
Paul hizo un gesto de confirmación.
—Es el sistema del señor Milton. Cuando tiene confianza
en alguien...
Kevin miró la puerta abierta y entonces se inclinó sobre
la mesa para hablarle a Paul en voz baja.
—Paul, aunque pueda sonar desagradecido o falsamente
modesto, no entiendo por qué John Milton me tiene tanta
confianza. Apenas me conoce, y además el tipo de trabajo
que yo he hecho hasta ahora...
Todo lo que sé es que todavía no se ha equivocado con
ninguna persona, y eso vale tanto para nosotros como para
cualquier cliente o testigo. En todo caso, si necesitas ayuda
puedo echarte una mano...
—Pero tú ya tienes tus propios asuntos...
No importa. Aquí todos tenemos tiempo para ayudar-
nos unos a otros. Cada uno tiene sus propios expedientes,
pero cuando hace falta aunamos esfuerzos. El señor Mil-
ton considera que cada uno de nosotros somos como los
tentáculos de un pulpo. Y en cierto modo es así: alimen-

132
tando al bufete nos alimentamos a nosotros mismos. Bue-
no, ¿qué tal marchan las cosas en el apartamento?
—Fantásticamente bien. A propósito, mientras esperaba
el ascensor he conocido a tu esposa.
—¿Ah, sí?
Una mujer muy atractiva.
=Sí, es verdad. Nos conocimos en Washington Square.
Creo que antes de mirarla ya me había enamorado de ella.
—Emana una especie de paz.
-Sí, estoy de acuerdo —dijo Paul, sonriendo-. Recuerdo
lo apasionado que yo estaba al principio de casados. Ya sa-
bes, en nuestro trabajo todo son tragedias, te parece que
arrastras el mundo sobre tus espaldas. Pero cuando llegaba
a casa, era como si lo dejara todo tras la puerta. Kevin lo
miró un instante. Le complacía comprobar que otro hom-
bre amaba a una mujer tanto como él amaba a Miriam.
—Nos traía un cuadro, algo que ella había hecho espe-
cialmente para nosotros.
—¿En serio? Lo ignoraba, no había observado nada nue-
vo. —Parecía que la información lo había perturbado. Vaci-
ló un momento y después bajó la mirada.
—¿Pasa algo malo?
—Me temo que sí. Ayer nos dieron una mala noticia.
Oh, lo siento. ¿Hay algo que podamos hacer?
—No, la cuestión no es ésa. Hemos intentado tener niños
no ha salido bien. El médico de Helen ha confirmado
que ella... no puede quedar embarazada.
—Oh, lo lamento.
-Son cosas que pasan. Como ha dicho el señor Milton
esta mañana cuando se lo he hecho saber, hay que empezar
de nuevo. Y jugar con las cartas que te han dado.
Creo que es un buen consejo.
Por un momento, Kevin se planteó cómo reaccionaría si
descubriera que él o Miriam eran estériles. Siempre había
sido muy importante para él tener un hijo. Al igual que
cualquier otro futuro padre joven, había soñado a menudo

193
con llevar a su hijo a ver partidos de béisbol o con com-
prarle muñecas a su hija. Desde el día del nacimiento ya
empezaría a ahorrar para que pudieran ir a la universidad.
Él y Miriam habían decidido que querían al menos un
niño y una niña, y que llegarían a intentarlo hasta cuatro
veces. Con el dinero que él iba a ganar, se podrían permitir
tener cuatro niños.
“Sí, bueno, estamos pensando en adoptar uno.
Kevin asintió.
-¿Qué le pasó al niño de los Jaffee?
Se lo quedó el hermano de Richard; también es aboga-
do, o sea que ya te puedes imaginar. Le dijo al señor Mil-
ton que haría todo lo que estuviera en su mano para que el
hijo de Richard siguiera los pasos de su padre.
—¿El señor Milton lo conocía?
“Se hizo cargo de él después del... del suicidio de Ri-
chard. El hombre es así. Bueno —dijo, levantándose-, te
dejo con tu trabajo. Que vaya bien. Ah, por cierto —se vol-
vió desde el umbral de la puerta-, por ahí se dice que muy
pronto el señor Milton organizará una fiesta en tu honor
en su ático. Y créeme, cuando John Milton celebra una
fiesta, la cosa es el no va más.

Agotada, Miriam se reclinó en el sofá. Dejando aparte el


rato que había dedicado a comer, desde que se había levan-
tado por la mañana no había parado ni un minuto. Norma
y Jean eran de gran ayuda, pero al final se habían puesto
muy pesadas discutiendo quién de las dos sería la primera
en invitar a Kevin y a ella a cenar por primera vez. Ya har-
ta, Miriam les propuso que lanzaran una moneda al aire, y
ganó Norma. De modo que Kevin y ella irían a cenar a
casa de Norma al día siguiente por la noche, y a casa de
Jean, dos noches después.
Sin embargo, los momentos más delicados de la tarde
tuvieron que ver con la visita de Helen Scholefield. De en-

134
trada, fue muy extraña la forma en que apareció de repen-
te, como si fuera un fantasma. Ninguna de las tres había
oído el timbre ni que entrara nadie. Norma, Jean y ella
precisamente habían parado un momento después de ha-
ber estado arrastrando el sofá de un lado a otro de la sala
de estar, riendo a carcajadas ante su manifiesta indecisión.
Miriam notó que había alguien más en la habitación y diri-
g1ó la mirada hacia la puerta. Por un momento creyó que
Kevin había vuelto porque se había olvidado algo.
Y allí estaba ella, agarrando el cuadro contra su cuer-
po y mirándolas con una expresión dulce pintada en el
rostro. A Miriam le hizo pensar en una mujer mayor que
sonriera con envidia al observar a unos niños mientras ju-
gaban.
¡Oh! —exclamó Miriam. Rápidamente miró a las otras
chicas.
—Helen... le dijo Norma—. No te hemos oído entrar.
¿Cómo estás? —preguntó enseguida Jean.
—Bien —contestó, y dirigió su atención a Miriam-. Hola.
—¿Qué tal?
—Helen, te presento a Miriam Taylor —dijo Norma con
rapidez—. Miriam, ella es Helen Scholefield.
Miriam asintió.
—Le he traído algo, un regalo de bienvenida. “Helen dio
unos pasos adelante y le entregó el cuadro envuelto-. Es-
pero que le guste.
Gracias.
—Estoy segura de que lo ha pintado ella misma soltó
Jean.
Miriam levantó la vista rápidamente del paquete.
“Sí, lo he hecho yo, pero no tenga reparo en decir que
no le gusta. Mi pintura es especial... diferente. Sé que no
todo el mundo la sabe apreciar -señaló mientras miraba
intencionadamente a Norma y Jean.
Miriam fijó sus ojos en Helen pensando que, caso de ser
así, no tenía sentido regalar una pintura propia a unos des-

1
conocidos. ¿Por qué no averiguar primero si ellos eran ca-
paces de valorar el tipo de arte que practicaba?
-Kevin y yo no tenemos ninguna obra de arte para col-
gar. Y me temo que en esta materia somos bastante igno-
rantes.
—Pero ya no lo seréis más —advirtió Norma.
—Tal vez Helen también quiera venir con nosotras esta
semana al Museo de Arte Moderno —dijo Jean. “Todos los
ojos se fijaron en Helen, que les dedicó una amplia son-
risa.
Quizá —contestó con un tono indeciso.
—¿Le apetece una taza de café? —preguntó Miriam, sin
desenvolver aún el cuadro.
Oh, no, por favor. Está muy ocupada.
¿Por qué no descansamos un rato? —propuso Jean-.
Nos vamos a volver medio tontas de tanto mover muebles
de un lado a otro.
—De todas formas, no puedo quedarme —dijo Helen—.
Tengo hora de visita con el médico.
Oh, lo siento —replicó Miriam.
Sólo quería pasar un momento y saludarla.
¿Por qué no viene más tarde, cuando haya regresado?
=sugirió Miriam.
Sí -dijo Helen, aunque la promesa o la esperanza esta-
ban ausentes de su voz. Entonces echó un vistazo alrede-
dor—. Su apartamento va a quedar precioso, tan precioso
como —miró a Norma y después a Jean—... como los nues-
tros.
—Estoy muy ilusionada con la idea de vivir aquí... las
vistas, la proximidad a tantos museos y buenos restauran-
tes:
-Sí. Estamos cerca de todo, tanto de cosas buenas como
de cosas malas.
No queremos pensar en nada malo —espetó Jean, con
un tono de reproche.
=No... claro, ya lo supongo. ¿Por qué ibas a hacerlo?

136
¿Por qué iba a hacerlo nadie? —preguntó de un modo arti-
ficioso. De pronto pareció como si la mujer estuviera sola,
pensando en voz alta. Miriam miró a Norma, quien movió
la cabeza con un gesto significativo. Jean alzó los ojos ha-
cia el techo y después apartó la mirada.
=¿Te va a llevar Charon a tu cita con el médico? le pre-
guntó Norma, con un interés evidente en que se largara.
—Charon nos lleva a todas partes respondió Helen-.
Éste es su cometido.
Los ojos de Miriam se abrieron como platos. «Qué ma-
nera más rara de expresarlo», pensó.
—Pues a lo mejor te está esperando abajo —sugirió Jean.
Miriam observó que la expresión dulce y enigmática de
Helen daba paso a otra de acusada complicidad cuando
fijó la atención en las dos mujeres. A continuación sonrió
cordialmente otra vez y se volvió hacia Miriam.
—Lamento que mi primera visita haya sido tan corta,
pero quería asegurarme de pasar y saludarla antes de ir al
médico.
=Gracias. Y gracias también por el cuadro. Pero si ni si-
quiera lo he desenvuelto... Vaya descortesía. Sólo estaba...
No se apure —dijo Helen con rapidez. 'Tocó la mano de
Miriam, y ésta la miró a los ojos y vio lo que seguramente
era una angustia mental insoportable—. Es diferente —admi-
tió-, pero tiene un significado.
—¿De verdad? Qué interesante... -En ese momento em-
pezó a desenvolverlo. Helen dio un paso atrás y observó a
Norma y Jean, que tenían la atención concentrada en el
paquete. Después de quitar todo el papel, Miriam levantó
el cuadro.
Durante un largo rato, nadie abrió la boca. Los colores
estaban llenos de vitalidad; eran tan brillantes que parecía
como si hubiera una bombilla encendida detrás de la tela.
Al principio Miriam no sabía cómo había que mirarlo,
pero dado que Helen no hizo ninguna objeción supuso
que lo estaba sosteniendo en la posición correcta.

137
En la parte superior, se advertían largas y suaves pince-
ladas de color zafiro que surgían de una hostia situada en
el centro, la cual tenía el color y la textura de la oblea de
la comunión. Inmediatamente debajo del azul había una
zona de color verde oscuro que adoptaba la forma de
una empalizada, de extremos puntiagudos, y la pendien-
te muy empinada. Asomando por la empalizada había una
figura de mujer maleada y deformada hasta haber adqui-
rido una forma líquida, aunque mostraba una cara bien
definida en la que se advertía una expresión de agonía y
terror mientras el cuerpo se salía por encima del borde de
la valla y caía hacia lo que parecía ser un mar de sangre
hirviendo. Había también minúsculas burbujas, del color
blanco de los huesos, que surgían de ese mar.
—Bueno —dijo Norma-, desde luego tiene un significado.
=¡Vaya colores! —exclamó Jean.
—Nunca había visto nada igual —intervino Miriam, y
acto seguido se preguntó si el comentario habría sonado
negativo—. Pero yo...
=Si no lo quiere, lo entenderé perfectamente —precisó
Helen—. Ya le he dicho que mi pintura es especial.
No, no, sí lo quiero. Desde luego que sí. Y la verdad es
que también tengo ganas de ver la reacción de Kevin... la
de cualquiera. -Se volvió hacia Helen—. Es claramente una
de esas cosas que despierta la atención y suscita en todo el
mundo el interés por hablar de ella. Gracias. —-Miró fija-
mente a Helen durante un instante—. Era algo muy especial
para t1, ¿verdad?
SÍ.
—Esto lo hace incluso más valioso para mí —dijo Miriam,
intentando parecer sincera, si bien se dio cuenta de que so-
naba algo paternalista—. En serio —añadió.
-Si no lo es ahora, lo será —soltó Helen con un tono
profético. Miriam miró a Norma y Jean. Ambas apretaban
los labios como si quisieran contener la risa—. Bueno, sien-
to tener que irme tan pronto, pero...

138
-Oh, no, no... ya lo entiendo. -«Más de lo que te imagi-
nas», pensó Miriam-. Ya nos veremos otro día. Tan pronto
nos hayamos instalado, Paul y tú tenéis que venir un día a
cenar. Helen sonrió como si Miriam hubiera dicho algo
ridículo.
Gracias —dijo, y salió.
Gracias a t1. —Las palabras de Miriam sonaron cuando
Helen ya estaba en el pasillo. Nadie dijo nada hasta que se
cerró la puerta. En ese momento Norma y Jean se miraron
una a la otra y prorrumpieron en una sonera carcajada.
Miriam movía la cabeza y sonreía.
¿Qué voy a hacer con esto?
—Mételo en el armario del pasillo.
—O en la puerta de entrada, por la parte de fuera —sugl-
rió Jean—. Servirá para disuadir a ladrones y vendedores de
enciclopedias.
—Me ha dado mucha pena, está realmente trastornada.
Este cuadro... “Lo alzó de nuevo—. Es como una pesadilla.
—Tiene un significado —soltó Norma con sarcasmo, y
ella y Jean volvieron a reír.
=Sí, dice «¡aarrg!» —exclamó Jean, agarrándose la gar-
ganta con las manos y dejándose caer sobre las rodillas.
Norma y Miriam no pudieron evitar la risa.
Simplemente lo dejaré en el rincón hasta que vuelva
Kevin. Tan pronto como lo vea, entenderá por qué prefie-
ro no colgarlo.
-No obstante, has estado estupenda —dijo Norma-—. La
has controlado muy bien.
Supongo que iba a ver a su psicólogo.
Sí. Paul está muy ocupado... Siento pena por él. Pero
nosotras hemos tratado de ayudar, ¿verdad, Jean?
Cuatro semanas después de la muerte de Gloria llama-
mos a Helen y la invitamos a salir por ahí con nosotras,
pero prefirió permaner encerrada en casa, pensativa y me-
lancólica. Al final, el señor Milton convenció a Paul de que
hiciera algo. Si ahora crees que es rara, tendrías que haber-

199
la visto justo después de la muerte de Gloria. Un día vino
a mi apartamento y se puso histérica, y empezó a decir a
voz en grito que teníamos que irnos todos de aquí, que co-
rríamos peligro... como si fuera el edificio el que hubiera
provocado la muerte de Gloria y el suicidio de Richard.
Yo no entendía nada de lo que estaba farfullando y al final
llamé a Dave. Él localizó a Paul, y éste vino y se la llevó.
—Llamaron a un médico que le recetó unos sedantes
—prosiguió Norma—. Está claro que todavía está bajo sus
efectos.
—Estaría muy unida con Gloria Jatfee.
-No más de lo que lo estábamos nosotras —soltó Jean
con aspereza, mostrándose ofendida.
Sólo pensaba...
Lo que pasa es que es... tan sensible... explicó Norma,
colocándose el dorso de la mano derecha en la frente-.
Porque claro, es una artista y el alma de un artista se en-
cuentra en continua agitación. A pesar de todo —continuó,
adoptando el tono de un profesor universitario pedante-,
detecta la ironía trágica que subyace a todas las cosas. —Y
suspiró.
—De todas formas, no puedo evitar sentir pena por ella
-dijo Miriam, al tiempo que dirigía la mirada hacia la
puerta como si Helen todavía estuviera allí.
—Y nosotras también —replicó Jean-. Lo que pasa es que
ya estamos un poco cansadas de todo esto. Es un auténtico
muermo. De acuerdo, Gloria Jaffee tuvo un final trágico y
el suicidio de Richard fue algo horrible, pero todo perte-
nece al pasado y ya no podemos hacer nada por volver
atrás.
— Tenemos que seguir viviendo —añadió Norma.
Lo mejor es mostrarnos vitales y animadas siempre
que Helen esté con nosotras —sugirió Jean—. Nos lo acon-
sejó el señor Milton, ¿te acuerdas, Norma?
-Claro que me acuerdo. Bueno... -Miró su reloj-. Creo
que voy a ducharme y a preparar la cena.

140
—Yo también —dijo Jean.
No sé cómo daros las gracias.
=No te preocupes, ya encontrarás la manera =soltó
Norma, y todas se echaron de nuevo a reír.
Miriam pensó que era fantástico sentirse así de feliz. Y
esas dos podían lograr que cualquiera se sintiera así rápi-
damente. Antes de que se fueran las abrazó.
Tan pronto como hubieron salido, Miriam se dejó caer
pesadamente en el sofá y cerró los ojos. Seguramente se
quedó dormida porque la siguiente cosa quevio fue a Ke-
vin de pie frente a ella, sonriendo y moviendo la cabeza.
Todavía llevaba el maletín en la mano.
—Escaqueándote del trabajo, ¿eh?
Oh, Kev. -Se frotó la cara con las palmas de las manos
y miró alrededor-. Me habré quedado dormida. ¿Qué
hora es?
—Las seis y algo.
—¿En serio? Pues vaya cabezadita. Norma y Jean se han
ido hace más de una hora.
—Pero por lo que veo habéis currado un montón =soltó,
echando un vistazo—. Te mereces una magnífica cena en un
restaurante. Mientras venía hacia aquí en la limusina, Dave
y Ted me han hablado de uno que está a tan sólo un par de
bloques hacia el oeste, un italiano pequeño que lo lleva
una familia, muy sencillo y todo con un toque casero. Sue-
na tranquilo de verdad, ¿no?
Sí.
Vamos a ducharnos... juntos.
Kevin, si hacemos eso, pasarán siglos antes de que ce-
nemos.
—De esto no me cabe duda —dijo él, acercándose a ella y
levantándola del sofá. Se abrazaron y se besaron—. Des-
pués de todo, hemos de estrenar el dormitorio: hoy será
nuestra primera noche. —Ella rió y le besó en la punta de la
nariz. Acto seguido, cada uno rodeó con sus manos la cin-
tura del otro y se pusieron en movimiento.

141
—Eh... dijo Kevin de repente—. ¿Qué es esto? —pregun-
tó, al tiempo que observaba el cuadro de Helen Schole-
field. Miriam lo había dejado en el suelo, contra la pared
del fondo.
-Kevin, la esposa de Paul ha venido un momento. Ha
sido... un poco extraño. Ha traído este cuadro como regalo
de bienvenida. No sabía qué hacer con él.
—No se habrá sentido mal por eso, ¿verdad? —inquirió él
con rapidez.
—Por supuesto que no. Pero mira, Kevin. Es espantoso.
—Bueno, lo colgaremos durante un tiempo y después lo
quitaremos.
Seamos serios, Kevin. Yo no quiero tener esa cosa en
una pared de mi casa. La gente...
Sólo una temporada, Miriam.
—Pero si por su parte no habrá ningún problema. Ha re-
conocido que su pintura era especial, diferente, y que en-
tendería que a alguien no le gustara.
-No puedes hacer esto —repitió él, negando con la ca-
beza.
—¿Por qué no? Ésta es mi casa, y soy yo quien ha de de-
cidir lo que pongo y lo que no pongo en ella.
-No digo lo contrario, Miriam. —-Kevin pensó por un
instante—. Pero no quiero que Paul y Helen Scholefield re-
sulten más heridos de lo que ya lo están.
¿Qué quieres decir?
—Cuando he salido me he encontrado con Helen en el
pasillo y me he dado cuenta de que tenía problemas emo-
cionales. Paul ha venido a mi despacho, hemos estado ha-
blando y me ha contado que ayer tuvieron malas noticias.
Al parecer ella no puede tener hijos.
-Oh.
—Por si faltaba algo...
Ya... —Entonces ella miró el cuadro-. No es extraño
que pinte cosas como ésta. De acuerdo. Lo colgaremos du-
rante un tiempo. Lo pondré en aquel rincón, donde no lla-

142
mará demasiado la atención, lo que no quiere decir que
vaya a pasar inadvertido demasiado rato a cualquiera
que venga.
—Esto es una mujer —dijo Kevin, y la besó-. Ahora va-
mos a ver lo de la ducha esta, ¿no?
Ella sonrió, miró hacia atrás y meneó la cabeza.
¿No es irónico, Kev? La tragedia de una mujer fue la
de tener un hijo, y la de otra es no poder tenerlo.
Sí. Bueno lo mejor es mostrarnos vitales y animados
cuando Helen esté con nosotros —sugirió él. +
La frase le sonaba, y Miriam entonces recordó que era
precisamente la misma que habían pronunciado Norma y
Jean.
—¿Es el señor Milton quien te ha dicho esto?
—¿El señor Milton? —Kevin no pudo contener la risa—.
Sé que me he deshecho en alabanzas sobre ese tío, pero de
verdad, Miriam, también sé pensar por mí mismo.
—Por supuesto que sí —replicó ella enseguida. Sin embar-
go, era algo realmente extraño.

143
Stanley Rothberg estaba sentado en la silla que se hallaba a
la derecha del señor Milton. En el mismo momento que
entró en la sala de reuniones, Kevin lo estudió con rapi-
dez. No aparentaba cuarenta y un años sino bastantes más.
Trataba de disimular la calva prematura de su coronilla
peinándose de un lado al otro largas hebras de pelo de
un color sucio. Aunque con su metro noventa largo era un
hombre alto, exhibía en sus hombros una curva tan acen-
tuada que casi parecía jorobado. Las bolsas que tenía bajo
los ojos, las marcadas arrugas del rostro y la negra barba
incipiente le daban el aspecto desabrido de un camarero de
bar nocturno.
A pesar de lucir una chaqueta de sport y unos pantalo-
nes Pierre Cardin de color azul oscuro, Rothberg mostra-
ba un aspecto desastrado que disparó todas las alarmas en
la cabeza de Kevin. A éste no le gustaba la expresión soño-
lienta de los ojos de Rothberg; sabía que los jurados la im-
terpretarían como una señal de culpa, engaño o malicia.
Incluso la sonrisa del hombre le pareció totalmente falta
de cordialidad: una comisura de la boca se levantaba más
que la otra, lo que le daba un carácter burlón.
El padre de Kevin solía advertir a su hijo que nunca juz-
gara un libro por la cubierta. Para ilustrar esto se remitía a
todos los clientes adinerados que tenía en su gestoría y que
por la forma de vestir parecían pobres. Sin embargo, cuan-
do volvió a utilizar esa expresión después de que Kevin ya
se hubiera licenciado en derecho, éste se vio obligado a
discrepar.

144
=Sé lo que quieres decir, papá —había replicado=, pero si
yo tengo que llevar a uno de esos clientes ante un tribunal,
haré que se vista de forma que parezca una persona distin-
guida. Los miembros de los jurados sí juzgan los libros
por las cubiertas.
«Las primeras impresiones son con demasiada frecuen-
cia las impresiones finales», pensó, y la primera impresión
que tuvo de Stanley Rothberg fue la de que aquel indivi-
duo era culpable; parecía perfectamente capaz de empujar
a su mujer a un precipicio. Tenía toda la pinta de ser egoís-
ta, desdeñoso y desconsiderado.
Stanley —dijo John Milton=, le presento a Kevin
Taylor.
—Qué tal, señor Rothberg. “Kevin extendió la mano.
Rothberg la miró fijamente unos instantes y a continua-
ción dibujó una amplia sonrisa mientras alargaba la suya
por encima de la mesa para estrechar la de Kevin.
Su jefe dice que es usted un joven muy prometedor.
También dice que no debo preocuparme en absoluto por
poner mi vida en sus manos.
—Haré lo que pueda, señor Rothberg.
=La cuestión está —replicó Rothberg con rapidez= en si
lo que pueda será suficiente. -La sonrisa desapareció de su
cata,
Kevin miró al señor Milton, cuyos ojos estaban tan con-
centrados en Kevin que éste sintió como si estuvieran que-
mándole el alma. Se enderezó.
Más que suficiente —replicó, incapaz de evitar un ligero
tono de arrogancia=, y si me ayuda destrozaremos el plan-
teamiento de la acusación de forma tan incontestable que
no quedará ninguna duda de su inocencia. —Rothberg asin-
tió sonriente.
—Esto está bien. —-Entonces se volvió hacia John Mil-
ton—. Esto está bien —repitió, gesticulando en dirección a
Kevin.
“Stanley, no le pondría en manos de Kevin si no tuviera

145
una confianza absoluta en su capacidad para ganar el caso.
Y además puede confiar en que tendrá a su disposición to-
dos los recursos y medios de la oficina.
»La juventud de Kevin jugará además a su favor. “Todo
el mundo espera que usted contrate uno de los criminalis-
tas más prestigiosos de la ciudad y que utilice su dinero
para hacerse con los servicios de un bufete famoso, y en
consecuencia obrar en concierto contra el ministerio pú-
blico. Sin embargo, usted está seguro de su inocencia. No
necesita un abogado caro que tenga una buena imagen en
los medios de comunicación, sino uno competente que sea
capaz de exponer los hechos con claridad y de oponerse a
cualquier prueba circunstancial que sugiera su culpabili-
dad. Esto causará una gran impresión.
Sí confirmó Rothberg-. Sí, ya le entiendo.
—Lo que no saben ellos —prosiguió el señor Milton, son-
riendo— es que Kevin está más preparado que la mayoría
de los abogados de esta ciudad, que basan su actividad en
el bombo publicitario que sus casos tienen en la prensa.
Kevin tiene más oficio que nadie porque posee una intui-
ción natural. -Milton observó a éste con admiración-.
Cuando se trata de defender a sus clientes es tenaz e im-
placable. Si yo tuviera que comparecer ante un tribunal,
me gustaría que me defendiera un abogado como él.
Aunque la adulación de John Milton sonaba sincera,
Kevin se sintió incómodo. Casi parecía que le felicitaba
por ser un asesino a sueldo. No obstante, Rothberg estaba
impresionado.
Ya, ya veo. Bien, muy bien. Entonces, ¿qué tengo que
hacer para colaborar? —preguntó Rothberg.
—Ésta es la actitud que hay que tener =soltó el señor
Milton. Acto seguido se levantó-. Le dejo en las compe-
tentes manos de su abogado. Kevin, si me necesitas ya sa-
bes dónde estoy. Podría desearle buena suerte, Stanley
-dijo, mirando a Rothberg=, pero no es una cuestión de
suerte sino de habilidad y oficio, cualidades que le sobran

146
a quien va a encargarse de su asunto. —Le dio a Kevin una
palmadita en la espalda—. Adelante. -Y se marchó.
Kevin hizo un gesto de asentimiento, se sentó y abrió el
maletín para empezar a hacer precisamente lo que el señor
Milton quería que hiciera: impresionar a Stanley Rothberg
con su dominio del caso. Empezó analizando la enferme-
dad de Maxine y después hizo varias preguntas acerca de
la enfermera. Se dio cuenta de que las respuestas de Roth-
berg eran concisas y cautelosas; se estaba comportando
como si ya estuviera en el estrado de los testigos mientras
lo interrogaba el fiscal del distrito.
“Señor Rothberg, quiero que entienda...
—Llámeme Stanley. Vamos a tener que vernos muy a
menudo...
Stanley, quiero que entienda una cosa: para que yo
pueda hacer mi trabajo lo mejor posible, no debe haber
sorpresas.
—¿Sorpresas?
-No debe ocultarme nada que el fiscal pueda saber o
utilizar.
—Desde luego, no pase cuidado. No ser sincero con mi
abogado sería como declararme culpable.
-No siempre es la culpa la causa de que las personas
sean reservadas o digan la verdad a medias. A veces se pue-
de tener miedo de parecer culpable si se da a conocer un
hecho determinado, y entonces se oculta incluso al aboga-
do. Mire, tengo que evaluarlo todo. Yo sé lo que se ha de
ocultar y lo que no —añadió. Rothberg hizo una inclina-
ción de cabeza, al tiempo que abría los ojos algo más. Ke-
vin tuvo la sensación de que le estaba causando una impre-
sión claramente favorable.
—¿Durante cuánto tiempo usted y su esposa durmieron
en habitaciones separadas?
—Inmediatamente después de que Maxine cayera enfer-
ma de gravedad. Lo hice para que todo le resultara más có-
modo. Su habitación se convirtió en un auténtico hospital,

147
sobre todo después de que le amputaran la pierna: medici-
nas, material, una cama especial... Como ya sabrá, había
una enfermera a tiempo completo. -Kevin asintió y se re-
costó en la silla.
—Tal vez lo más grave que la acusación pueda utilizar en
su contra sea el hecho de que usted guardaba en su habita-
ción una provisión aparte de insulina y agujas Kevin hizo
una pausa y echó un vistazo a sus anotaciones, en el fon-
do de un armario. Pero nunca hizo falta que usted le pu-
siera ninguna inyección a su esposa, ni se lo pidieron en
ninguna ocasión, ¿verdad?
No, ni siquiera podía mirar cuando lo hacía la enfer-
mera.
—Entonces, ¿por qué guardaba la insulina en el armario?
¿Por qué no la dejó en la habitación de su mujer?
Yo no la puse allí.
—Pero tampoco niega que estuviera allí, ¿no es así? Los
agentes judiciales la encontraron. ¿Me está diciendo que
jamás supo que la insulina se encontraba en el armario?
Rothberg dudó un instante.
—Mire, la verdad es que la vi allí el día antes de la muerte
de Maxine, pero no le di ninguna importancia.
No la puso ahí pero la vio y no le dio importancia.
¿No le preguntó nada a la enfermera?
Kevin, tengo muchas cosas en la cabeza. Dirijo un
complejo hotelero importante y un negocio en alza, el del
pan de pasas. Estamos abriendo mercados en Canadá
-afirmó con orgullo—. Lo pasé por alto, simplemente.
—Han localizado la receta, y resulta que en la cantidad
que se hallaba en su armario falta una parte, la suficiente
para preparar una dosis mortal. Lógicamente, el alegato
del fiscal va a basarse en que ésa fue la insulina utilizada
para provocar la muerte de su esposa. No se ha encontra-
do ninguna jeringuilla con las huellas de usted, pero si al-
guien hubiera querido...
Rothberg tenía los ojos inmóviles.

148
La cantidad de insulina que había en la habitación de
su esposa no era pequeña. Por tanto, no parece haber ra-
zón alguna para que nadie hiciera uso de la provisión
guardada en su armario y dejara el resto allí —añadió Ke-
vin, poniendo el acento en este último o Se da
cuenta de lo que esto nos sugiere?
Rothberg hizo un gesto ai
—Bien, entonces ¿cómo se explica esto, Stanley? Sobre
esa cuestión tendrá usted que ayudarme =soltó Kevin en
un tono jocoso.
Tengo que confesarle algo —dijo finalmente Rothberg-.
No quería que el asunto surgiera durante el juicio, pero
está claro que a usted se lo tengo que contar.
Adelante.
—Maxine descubrió que yo... estaba saliendo con otra
mujer, una chica que se llama Tracey Casewell. Trabaja en
el departamento de contabilidad del hotel.
Ya lo sé, y creo que esto es más bien un secreto a vo-
ces. Tiene usted que entender que a los ojos de la acusa-
ción, y quizá también a los del jurado, esto puede suponer
un móvil añadido. Ya tenía apuntada la conveniencia de
discutir con usted esta aventura romántica y el mejor
modo de abordarla en el proceso, pero ¿qué tiene que ver
eso con que la insulina estuviera en su habitación?
-Maxine y yo tuvimos una pelea. Fue terrible. Yo no
quería que ella se enterara de lo de Tracey, ya había sufrido
bastante. La verdad es que no fue una discusión: ella se de-
dicó a gritar mientras yo me limité a estar allí de pie,
aguantando el chaparrón. Me amenazó de mil maneras...
Pensé que tan sólo estaba acalorada y que no cumpliría
ninguna de sus amenazas, así que no presté demasiada
atención. Á ver si me entiende, por aquella época era una
mujer muy enferma y esto ya estaba afectando a su estado
mental.
—¿Y qué más?
Una de las amenazas era que se iba a quitar la vida de

149
forma que me acusaran a mí. Y parece que es eso lo que
hizo. —A continuación se reclinó en la silla, satisfecho de
su explicación.

Una vez acabada la entrevista, y cuando ya ambos se esta-


ban estrechando la mano en el vestíbulo para despedirse,
Kevin oyó alboroto al final del pasillo.
¿Qué ocurre? —preguntó a Diane.
—El señor McCarthy... -Su sonrisa rebosaba de satis-
facción-. Ha logrado que retiraran los cargos contra su
cliente.
—¿De verdad? —Corrió hasta el despacho de Ted. Dave,
Paul y el señor Milton se encontraban frente a la mesa de
Ted, y éste se hallaba de pie junto a la silla. Todos soste-
nían un vaso en la mano, y habían abierto una botella de
champán.
Kevin, has acabado justo a tiempo —-señaló John Mil-
ton—. Ven a brindar con nosotros. Siempre lo hacemos
cuando alguien del bufete gana un caso. —-John Milton lle-
nó un vaso y se lo dio—. Por Ted —dijo, levantando el suyo.
—Por Ted —corearon todos, y bebieron.
=¿Qué ha pasado exactamente? —preguntó Kevin, tra-
gando con rapidez.
—Los Blatt han retirado la acusación contra Crowley.
Cuando descubrieron lo promiscua que había sido su pe-
queña y cayeron en la cuenta de que todo eso saldría en el
juicio, decidieron dar marcha atrás —explicó Ted. Dave y
Paul soltaron una carcajada. En el rostro de John Milton
relucía una amplia sonrisa. Kevin tuvo la sensación de que
el jolgorio le hacía parecer más joven, las arrugas de su
cara se disipaban y la alegría se desbordaba por sus ojos.
De repente, su expresión cambió por completo.
Aquí hay una lección que hemos de aprender —afirmó
el señor Milton en un tono grave—. No todas las maniobras
legales han de producirse en la sala de juicios. “Entonces

150
se volvió hacia Kevin-. Cuando prepares un caso piensa en
la forma en que dos boxeadores abordan la fase previa del
combate. Antes de empezar, hay diversas maneras de co-
merle la moral a tu adversario, de desconcertarlo para que
pierda confianza en sí mismo y en su argumentación.
»Bueno —añadió, sonriendo de nuevo-, esto'supone otro
motivo para hacer una fiesta. Celebraremos la incorpora-
ción de Kevin al bufete, y además el éxito de Ted. Os espe-
ro a todos en el ático este fin de semana. -Kevin advirtió
que la emoción y la alegría los embargaba a todos—. ¿Todo
el mundo está libre?
—Por nosotros no hay problema —respondió Dave.
—N1 por nosotros —añadió Ted.
—Magnífico —exclamó Paul. Entonces todos miraron a
Kevin.
—¿Y nuestros invitados de honor? Ya es hora de que co-
nozcamos a Miriam.
—Allí estaremos. Gracias.
—Muy bien. Caballeros, volvamos al trabajo.
Todos felicitaron otra vez a Ted y se marcharon. Dave y
Paul, todavía bastante excitados por el triunfo de Ted y los
brindis, fueron directamente a sus despachos. John Milton
rodeó la espalda de Kevin con el brazo y los dos salieron
al pasillo.
Kevin, supongo que no te has sentido abandonado al
quedarte solo con Rothberg. Pero éste es tu caso, eres tú
quien está a cargo del asunto, y quería que él entendiera eso.
-Oh, en absoluto. Y gracias por todos los piropos que
me ha lanzado.
—Lo he dicho en serio, todas y cada una de las palabras.
Bien, ¿cómo ha ido tu reunión con Rothberg?
“Según su teoría, su esposa se quitó la vida de modo que
él se comiera el marrón. Sostiene que ella se enteró de su
aventura con la chica y que organizó un plan combinado
de venganza y suicidio colocando a escondidas la insulina
fatal en la habitación de él.

151
—Parece verosímil —dijo John Milton—. ¿De quién es este
verso: «La furia del infierno no iguala a la de una mujer
despreciada.»?
Kevin hizo una pausa para mirarlo y comprobar si ha-
blaba en serio. Se le escapó una sonrisa afectada.
-¿Hay algo que no te convence en la teoría de Roth-
berg?
—Él afirma que vio la insulina en el armario donde ella la
había colocado a escondidas, pero que lo pasó por alto de-
bido a que estaba muy ocupado con el hotel y los nego-
cios; incluso después de que su mujer lo amenazara con
amañar las pruebas para que él pareciera culpable. Sí, hay
algo en todo eso que no me cuadra.
=La cuestión es la siguiente: ¿Puedes enfocar el asunto de
forma que el jurado se trague tu versión? Has de tener con-
fianza en tu planteamiento, Kevin —advirtió John Milton.
Kevin se dio cuenta de que si ahora no decía las cosas
pertinentes, John Milton podía muy bien retirarle el caso y
asignárselo a Ted, que ahora estaba libre.
—Bueno, sería de cierta ayuda que Rothberg no tuviera
nada que ver con la compra de la provisión de insulina que
hallaron en su armario. Investigaré sobre ello. Lo más pro-
bable es que el medicamento fuera enviado al hotel y que
la enfermera firmara el recibo. La iré a ver y averiguaré
lo que sabía sobre la relación entre Stanley y Maxine. A lo
mejor la señora Rothberg le confió lo mucho que odiaba a
Stanley por lo que éste estaba haciendo, o quizás oyó por
casualidad la riña entre ambos cónyuges. Si la enfermera
oyó las amenazas de la esposa de que él se las pagaría todas
juntas, y de que se suicidaría de manera que él pareciera
culpable...
—Magnífico. Cuando le insinúes que puede ser acusada
de la muerte de Maxine seguro que se abrirá y te dirá todo
lo que sepa. Infórmale de que todo el mundo está al co-
rriente de su problema con la bebida =sugirió John Mil-
ton-, así tal vez se sienta más inclinada a colaborar. ¿Sabe-

152
mos ya por dónde andaba Stanley Rothberg en el momen-
to en que fue administrada la dosis mortal de insulina?
Kevin hizo un gesto afirmativo, pero no parecía dema-
siado satisfecho. John Milton lo captó al instante.
—¿Estaba con su amante?
-Si un hombre está demasiado atareado para recordar
que había una provisión de insulina en su armario, seguro
que tiene muchas cosas que hacer por ahí.
-Creo que deberíamos seguir tu intuición inicial, Kevin.
Utiliza un enfoque basado en lá sinceridad. Haz que Roth-
berg confiese su aventura, colócale al lado de su amiga y
que ésta también testifique. Permitamos que, en su fuero
interno, el jurado lo acuse de adulterio, pero no que lo con-
dene por asesinato sólo porque fue un marido infiel. Ade-
más, no podemos presentar a la esposa como vengativa y
suicida si no desarrollamos primero el supuesto de la infi-
delidad y le proporcionamos así un motivo para su acción.
Creo que su médico también puede sernos de ayuda en
esto —precisó Kevin—. En sus informes mencionó la depre-
sión que sufría la mujer.
Sí, claro —dijo John Milton, al tiempo que su rostro se
iluminaba—. Fantástico.
Parecía que la emoción del hombre se desplazara como si
fuera una corriente eléctrica que partiera de su corazón ace-
lerado, bajara por su brazo y llegara al corazón de Kevin.
—Desde luego —añadió, deteniéndose ante la puerta del
despacho de Kevin, iría muy bien que tuviera remordi-
mientos de conciencia, que todavía se culpara a sí mismo
de la muerte de su esposa.
No tengo la impresión de que se sienta así —aclaró Kevin.
Bueno, pues procura que el jurado sí la tenga —reco-
mendó el señor Milton. Entonces le dirigió una sonrisa,
aunque en esa ocasión acompañaba a una expresión travie-
sa, casi pícara. Parecía más un adolescente que había aca-
bado de gastar una broma en Halloween que un abogado
experto que estuviera planificando una estrategia legal.

135
—Espero ser capaz de hacerlo —dijo Kevin, casi hablando
en voz baja. Estaba cautivado por el resplandor de los ojos
de John Milton. —Éste le dio una palmada en la espalda.
-Lo harás muy bien, estoy seguro. Tenme al corriente.
Y siguió andando por el pasillo. Kevin lo observó un ins-
tante y entró en su despacho.
Se sentó, y de pronto le vino a la cabeza el consejo de
John Milton: «Creo que deberíamos seguir tu intuición
inicial... utiliza un enfoque basado en la sinceridad», había
dicho. Era cierto, su olfato le había llevado a plantearlo así.
Sin embargo, no recordaba haber hablado de ello con John
Milton. Recordaba tan sólo haberlo pensado.
Se encogió de hombros. Llegó a la conclusión de que se
lo habría mencionado en algún momento. ¿Qué otra cosa
si no? No podía ser que el hombre adivinara sus pensa-
mientos.
Kevin volvió a sus papeles y empezó a revisar la entre-
vista mantenida con Rothberg. Los otros asomaron la ca-
beza por si bajaba con ellos a comer, pero Wendy ya se lo
había preguntado. Él le había encargado un bocadillo, y
ella se había ofrecido voluntaria para quedarse durante la
hora de la comida a ayudarle a tomar notas y buscar cier-
tas informaciones. Kevin estaba impresionado por la dedi-
cación y el esfuerzo que ponían todos en John Milton 8z
Associates, lo que le empujaba a trabajar con más empeño.
Debido al éxito de Ted con su caso, el trayecto hasta el
apartamento al final de la jornada estuvo muy animado.
Kevin advirtió que Paul y Dave se mostraban tan felices
como Ted; parecían más una familia que un grupo de abo-
gados que trabajaran en el mismo bufete. Un rato después
Kevin lamentó ser el único en aportar una nota negativa e
interrumpir el buen humor que imperaba, pero se dejó lle-
var por su interés en la reacción de Ted ante su éxito para
así poder compararlo con su propia actitud ante el desen-
lace del caso Lois Wilson.
—Ted, a pesar de todo, ¿creías que Crowley era culpa-

154
ble? Quiero decir, aun sabiendo que la chica era promis-
cua, ¿la violó o no? —preguntó.
Todo el mundo dejó de sonreír, y por un instante la at-
mósfera pareció cargada de tensión.
Yo no obligué a los Blatt a retirar los pros Fue deci-
sión suya reabS a la defensiva.
—Era el fiscal del distrito quien debía a convenci-
do de no retirar la acusación —añadió Paul.
Ted sólo hizo aquello que está preparado para hacer y .
por lo que le pagan unos honorarios subrayó Dave-. Lo
mismo que tú cuando defendiste a Lois Wilson.
-Oh, no pretendía insinuar lo contrario ni mucho me-
nos. Simplemente tenía curiosidad por saber qué sensación
te producía tu cliente, Ted.
Kevin, si queremos ser abogados defensores tenemos
que dejar a un lado los sentimientos, la moral o las valora-
ciones personales. Ésta es una de las primeras cosas que
aprendí del señor Milton, y me ha servido de mucho.
-Nos ha servido a todos —dijo Paul, confirmando sus
palabras.
—Imagina a un médico que ha de atender a un enfermo
—explicó Dave—. Al principio de estar aquí, un día el señor
Milton me hizo esta analogía. El médico no juzga la moral,
las ideas políticas ni el estilo de vida de sus pacientes. Lo
que hace es tratar la enfermedad, analizar los síntomas y
tomar las medidas pertinentes. Para tener éxito como abo-
gado defensor, hay que separar el cliente del caso: tratar las
acusaciones, analizar los hechos y emprender la acción ju-
dicial que corresponda. Si tuviéramos que creernos todo lo
que nos dicen nuestros clientes, y que además fuera pre-
ceptivo que nos cayeran bien, nos moriríamos de hambre.
Ted y Paul se echaron a reír. Kevin asintió. En aquel
momento recordó haberle dicho algo parecido a Miriam
cuando ella le cosió a preguntas sobre la enérgica defensa
que él había hecho de Lois Wilson.
-Si no puedes convivir con esto, quizá deberías ir a tra-

0)
bajar a la oficina del fiscal =soltó Paul. Acto seguido son-
rió—. Y además, ¿sabes cuánto ganan?
Estallaron de nuevo en carcajadas, incluso Kevin. Paul
les sirvió a cada uno un cóctel y todos se reclinaron mien-
tras reaparecía el ambiente relajado.
Por cierto —intervino Kevin=, ¿cómo lo hace el señor
Milton para ir a su casa y venir al despacho?
—En la limusina. El hombre es un adicto al trabajo. Lle-
ga a la oficina mucho antes que nosotros y a menudo se
queda en ella hasta bien entrada la noche —respondió
Paul-—. Charon le lleva la cena. Pero vaya lugar al que llega
cuando vuelve a su casa. Espera a ver el ático. Aquello sí es
lujo y hedonismo.
-¡Hay tres cuartos de baño, cada uno con su jacuzzi!
-exclamó Dave.
—Y vaya vista añadió Ted-. Es como estar en la cima
del mundo. Siempre tengo la sensación...
—De ser Dios —dijo Paul.
=Sí. “Ted sonrió para sus adentros—. Recuerdo la primera
vez que subí allí arriba. Los dos estábamos contemplando la
ciudad, y Milton me rodeó los hombros con su brazo y me
dijo: «No sólo permaneces ahora encima de todo; tú estás
por encima de todo y todo será tuyo». Estaba tan emocio-
nado que fui incapaz de abrir la boca, pero él lo entendió.
Sí, él lo entendió —repitió Ted. Kevin observó que Paul y
Dave, con las caras serias, hacían un gesto de asentimiento.
«En torno a esto hay algo especial, algo distinto y úni-
co», pensó Kevin. Tal vez estaban todos en la cima del
mundo. De repente se dio cuenta de que los tres lo mira-
ban fijamente.
—¿Crees que exageramos? ¿Crees que lo elogiamos de-
masiado? —preguntó Dave.
Kevin se encogió de hombros.
=La verdad es que a mí me dejó impresionado. La pri-
mera vez que le hablé a Miriam del bufete y del señor Mil-
ton, me dejé llevar por la exaltación.

156
—Es un mirlo blanco —dijo Paul-—. Tenemos suerte de tra-
bajar con él.
—Muy bien dicho -soltó Ted, alzando el vaso-. Por el
señor Milton.
—Por el señor Milton —corearon Dave y Esul. De nuevo
miraron todos a Kevin.
Por el señor Milton —dijo, y todos bebieron. Kevin no
podía sustraerse a la sensación de haber participado en una
especie de ritual—. Así que organiza una gran fiesta, ¿eh?
Vienen también las secretarias e invita siempre a gente
interesante —precisó Dave—. Dile a Miriam que lo pasaréis
muy bien. La verdad es que en esas fiestas uno no se da
cuenta de que pasa el tiempo.
—Parece que va a ser divertido —dijo Kevin. Los tres lo
miraron y sonrieron de la misma forma: sus expresiones
eran tan parecidas que era como si llevaran puesta la mis-
ma máscara.
Cuando Charon detuvo la limusina frente al edificio de
sus apartamentos y abrió la puerta para que salieran, ya
volvían todos a reír. Dave acababa de contar el chiste que le
había explicado el ayudante del fiscal. Las risas siguieron
dentro del vestíbulo, y allí Dave contó el chiste por enési-
ma vez, esta vez a Philip, el encargado de la seguridad.
A Kevin le encantó aquel ambiente de camaradería, que
mantuvieron incluso en el ascensor, bromeando acerca de su
respectivo pasado universitario. Cuando se separaron para
ir a sus respectivos apartamentos, todavía sonaban las risas.
Cuando Kevin entró en casa, Norma y Jean estaban de
pie a cada lado del piano escuchando la pieza que Miriam
tocaba. Entonces ellas levantaron la vista y le hicieron se-
ñal de que no interrumpiera. En todo caso, Miriam estaba
tan concentrada interpretando a Beethoven que ni siquiera
se enteró de que él había llegado.
Las chicas parecían tan extasiadas que Kevin fue de
puntillas hasta el sofá y se sentó. Cuando Miriam terminó
la pieza él también aplaudió, y ella se volvió radiante.

7
-Oh, Kev. Ni siquiera he oído que entrabas. ¿Desde
cuándo estás aquí?
—Un par de docenas de compases. -Se encogió de hom-
bros.
—Es maravillosa dijo Norma—. Le estaba diciendo que
en el ático del señor Milton hay un piano grande, y ya
que pronto va a haber una fiesta...
—El viernes por la noche.
-¡Oh, fantástico! —exclamó Jean—. ¡Este fin de semana
tocarás para todos!
—Pero... si no lo hago tan bien —objetó Miriam.
—Nada de falsa modestia. Tu tocas muy bien y lo sabes
-dijo Norma de modo terminante. Después se dirigió a
Kevin—. Mañana por la tarde iremos a un concierto que
hay en el Lincoln Center: Mahler, la Sinfonía n.* 2, Resu-
rrección.
—¿Te das cuenta, Kev? Por fin he conocido gente a quien
le gusta la música clásica.
—Y también el rock —puntualizó Jean.
Sin olvidar el country y el western —añadió Norma.
Las tres estallaron en una carcajada. Por la forma en que
se abrazaban y se daban codazos amistosos, Kevin tuvo
la impresión de que parecían realmente amigas de toda la
vida. Miriam parecía muy feliz. La cosa funcionaba.
—Más vale que vaya moviendo el culo —-dijo Norma-. Si
Kevin está en casa es que Dave está en casa.
—Y Ted.
—Por cierto =soltó Kevin cuando ya se iban=, Ted estará
de muy buen humor, Jean. Ha ganado una pelea por K.O.
sin siquiera empezar el combate.
¿Cómo? —Ella hizo una mueca como si en vez de darle
una buena noticia Kevin fuera a revelarle algo terrible. Él
miró a Miriam al instante y percibió que ésta hacía un ges-
to de desaprobación con la cabeza.
—Me refiero al caso que llevaba; seguramente debía ha-
ber dejado que fuera él quien te lo contara.

158
Ah, ya. No, Ted nunca me explica los detalles prácticos
y engorrosos de su trabajo. Sabe lo mucho que detesto en-
terarme de esas cosas. Ni siquiera leo nada de los procesos
cuando aparecen publicados en los periódicos.
Yo tampoco —terció Norma-—. Es mejor dejar los suce-
sos desagradables del mundo al otro lado de la puerta,
como cuando te limpias los pies en la alfombra antes de
entrar en casa —añadió. A continuación se volvió hacia
Jean—. Es lo que dice el señor Milton, ¿no?
Sí, es cierto.
Sonriendo, ambas dirigieron su atención a Kevin. La sor-
presa había dejado a éste con los ojos abiertos de par en par.
Oh, claro —dijo casi sin pensar.
-Adiós, Miriam. Hablaré contigo más tarde —dijo Jean.
—Yo también -soltó Norma, haciendo coro, y se mar-
charon.
Durante un instante, Kevin permaneció mirando fijamen-
te la puerta cerrada. Acto seguido se volvió hacia Miriam.
—Hemos pasado un día maravilloso -empezó ella sin de-
jarle abrir la boca—. Primero hemos ido al Museo de Arte
Moderno a ver una magnífica exposición de cuadros de
Moscú que era la primera vez que se exhibía en Occidente.
Después nos hemos acercado al Village para comer. Nor-
ma conocía un restaurante pequeño en que había una es-
pléndida variedad de quiches. Después hemos vuelto a la
parte alta de la ciudad y hemos visto una película australia-
na de la que todo el mundo habla maravillas. La fantástica
banda sonora la constituían fragmentos de Beethoven, así
que hemos vuelto y me he puesto a tocar un poco.
»Por cierto —añadió, después de detenerse apenas para
recobrar el aliento-, como sabíamos que no llegaríamos a
tiempo para preparar la cena, hemos parado en una enor-
me tienda de platos preparados y he comprado ensalada de
langosta, pan francés y una botella de Chardonnay. ¿Te
parece bien?
—Por supuesto. “Kevin sacudió la cabeza.

159
—¿Estás disgustado por algo?
No. —Rió-. Simplemente... estoy contento porque tú
también lo estás.
—¿Has tenido tú también un buen día?
Sí.
—Muy bien =soltó ella con rapidez-. Las chicas me han
dicho que esto es todo lo que debo preguntarte. Tengo que
persuadirte de que alejes de tu cabeza los problemas del
trabajo y te relajes completamente. Así que... dúchate y
ponte cómodo. Yo voy a poner la cena y a buscar algo de
música para cuando estemos cenando. —Y antes de que él
pudiera responder, se fue a la cocina mientras él reflejaba
en el rostro una sonrisa que revelaba su desconcierto.
Le alegraba que ella se estuviera adaptando con tanta fa-
cilidad, pero había algo en todo aquello que le preocupaba;
era como un dolor vivo y agudo instalado en el pecho. Tal
vez no tuviera importancia, pero, como a veces ocurre,
también podía ser el aviso de algo fatídico.
Hizo un gesto que pretendía minimizar la importancia
del asunto y se dirigió al cuarto de baño.

Antes de que llegara el fin de semana, John Milton % As-


sociates tuvo otra cosa más que celebrar. Dave Kotein con-
siguió que el juez rechazara la confesión de Karl Ober-
meister fundamentándose en que los agentes policiales que
lo habían detenido y el ayudante del fiscal no le habían
permitido llamar a un abogado antes de llevárselo para to-
marle declaración. El juez también desestimó las pruebas
encontradas en el apartamento de Obermeister ya que se
había hecho un registro completo del mismo sin el manda-
miento judicial preceptivo y sin que se hubieran formula-
do los cargos de antemano.
Sin la declaración y sin las pruebas halladas en el aparta-
mento, el fiscal estaba considerando seriamente la conve-
niencia O no de proseguir con la acusación. El señor Mil-

160
ton pronosticó que los cargos contra Obermeister serían
retirados hacia el lunes.
—Tan pronto como ocurra esto dijo Dave=, Obermeis-
ter abandonará la ciudad.
Pero, Dave, ¿no crees que cometerá el mismo crimen
vaya donde vaya? —preguntó Kevin una vez hubieron ter-
minado su reunión habitual.
-Kevin, ¿es que vas a salir a la calle a detener a todos los
criminales en potencia? Las cárceles se llenarían hasta re-
ventar. En todo caso, yo ya he terminado cón Obermeis-
ter. Y en cuanto a los sentimientos de culpa, mira, fue a
Bob McKensie a quien se le fue el asunto de las manos.
Que cargue él con los remordimientos de conciencia —su-
brayó Dave.
Kevin asintió. Aquello era algo a lo que él era muy sen-
sible. Había utilizado el mismo argumento al manifestarle
Miriam su preocupación por el caso de Lois Wilson. La
defensa que Kevin hizo de ésta había dejado en su con-
ciencia una carga mayor de la que le habría gustado ad-
mitir. No obstante, cuando le embargaba esa sensación re-
cordaba la explicación del señor Milton sobre la ley y las
responsabilidades que un abogado tenía ante ella y su
cliente. Éstos eran los criterios con los que medir la acción
judicial. Cuando aparecía la conciencia en el mundo del
derecho, no hacía otra cosa que convertirse en un obstácu-
lo. Kevin había trabajado siempre según esa filosofía, que
en ese momento seguía siendo su modelo.
Sin embargo, ¿creía realmente en ella? Trataba desespe-
radamente de evitar la pregunta. Había demasiado en jue-
go. Quería triunfar en Nueva York y responder a las ex-
pectativas que el señor Milton había depositado en él. No
era momento de poner en entredicho la filosofía jurídica
de uno mismo y volverse blando. Además, tenía que pre-
parar el juicio de un asunto importante.
A todo ello había que añadir que a cada día que pasaba
Miriam estaba más enamorada de su nueva vida. Cuando

161
Kevin volvía por la tarde a casa la encontraba siempre tan
emocionada, contenta y llena de entusiasmo como el día
anterior. Ella rara vez hablaba de Blithedale, de sus viejos
amigos ni de las cosas que antes rodeaban su existencia co-
tidiana, e incluso llegó a no hacer apenas llamadas telefóni-
cas ni escribir cartas. Desaparecieron por completo todas
las quejas y dudas expresadas al principio. Quizás estaban
todavía en la luna de miel, pero el caso es que no recorda-
ba que hubiera habido ningún momento triste entre ellos
desde que llegaron.
Con todo, Kevin estaba asombrado por la forma en que
Miriam hablaba con su madre por teléfono cuando defen-
día todo lo referente al cambio operado en sus vidas y cri-
ticaba las opiniones de su madre calificándolas de ideas es-
túpidas llenas de prejuicios, y tachándola a ella de persona
de miras estrechas. Cuando sus padres vinieron el jueves a
cenar, Miriam los abrumó. Para empezar, cocinó un mag-
nífico plato para gastrónomos refinados (Norma había
conseguido la receta del chef de las Four Seasons). A con-
tinuación refirió con pelos y señales todos los conciertos y
espectáculos a los que había asistido con sus amigas desde
que llegó a la ciudad. Dándose tono, habló sin parar y con
rimbombancia de sus visitas en los museos, de los restau-
rantes en los que había estado, de la gente que había cono-
cido... En su conversación aparecían todo el rato los nom-
bres de Jean y Norma, y el único momento algo más
tranquilo fue una pequeña referencia a Helen Scholefield.
Kevin quedó sorprendido por el modo en que Miriam
evitó contarles a sus padres la razón de la depresión de
Helen, como si censurara su descubrimiento de que era in-
capaz de tener hijos.
Por eso tenemos todavía aquí este horrible cuadro,
mamá. En realidad, Kevin propuso que lo colgáramos un
tiempo para no herir los sentimientos de esa mujer. -En-
tonces se volvió hacia él-. En el fondo es muy sensiblero.
Pero a pesar de todo, me gusta que sea tan considerado.

162
—Bueno, es un detalle muy atento de tu parte, Kevin
-dijo la madre de Miriam-=, pero el cuadro es tan horroro-
so que ni siquiera puedo mirarlo. Me produce escalofríos.
-Oh, no le des más vueltas. Mira —replicó Miriam, al
tiempo que se levantaba y descolgaba el cuadro=, lo voy a
dejar en el suelo de cara a la pared hasta que os vayáis.
Papá —añadió—, voy a tocar tu pieza preferida.
Acto seguido se dirigió al piano y tocó mejor y con más
sentimiento que en ninguna otra ocasión que Kevin recor-
dara. Sus padres escuchaban maravillados. — *
Ya hacia el final de la velada, en el momento de irse, la
madre llevó a Kevin aparte mientras Miriam se despedía de
su padre.
—Kevin, lo cierto es que ella está muy feliz aquí. Por
todo lo que imaginé al principio nunca lo hubiera creído,
pero parece que habéis hecho un cambio magnífico. Me
alegra por los dos.
—Gracias, mamá.
—Llamaré a tus padres y se lo contaré “murmuró.
—Vendrán la semana que viene, pero seguramente mamá
estará ansiosa de que usted le lleve noticias.
—Y las va a tener. Os pondré por todo lo alto —añadió, y
le besó en la mejilla.
Una vez se hubieron ido, Miriam fue a la cocina a lavar
los cacharros y Kevin volvió a la sala de estar. Su mirada se
desvió hacia el cuadro de Helen Scholefield. Lo recogió
del suelo, lo colgó de nuevo y después de dar un paso atrás
lo observó con atención durante un buen rato. La cara de
la mujer ejercía sobre él una especie de atracción. Casi po-
día oír sus gritos mientras se lanzaba desde el borde de la
empalizada hacia el hirviente mar rojo que había abajo. En
un momento determinado, sus rasgos faciales adoptaron
una forma más precisa, y por un instante le recordaron el
rostro de Miriam. Kevin sintió un escalofrío que le reco-
rría la espalda de arriba abajo, y tuvo que cerrar los ojos.
Cuando los volvió a abrir, el cuadro era otra vez como an-

163
tes: abstracto. La cara de Miriam había desaparecido.
«Vaya visión... aunque sólo fuera un momento», pensó.
Kevin fue a la cocina y rodeó a Miriam con los brazos.
Le dio la vuelta y la besó como si fuera la última vez.
-Kev —dijo ella, recuperando el aliento—. ¿Qué pasa?
Nada... la cena estaba estupenda. Ha sido una gran no-
che y sólo quería que supieras lo mucho que te quiero.
Miriam, voy a hacer todo lo que pueda para que seas feliz.
Ya lo sé, Kev. Pero mira todo lo que has hecho ya. Me
encanta que mi futuro esté en tus manos. —Lo besó en la
mejilla y se dio la vuelta para seguir lavando la vajilla de
plata. Él la observó un momento y después deambuló un
poco hasta llegar a la terraza. A pesar de que era noviem-
bre y el aire era frío, salió fuera y miró desde la baranda.
El mundo que había abajo no parecía real. Trató de imagi-
narse cómo sería caer desde una altura así.
¿Fue sólo la trágica muerte de su esposa lo que había
empujado a Richard Jaffee a hacer algo así? ¿Cómo es que
no pensó en su hijo y en su responsabilidad para con él?
De repente cayó sobre él un relámpago difuso. Se prote-
gió los ojos, miró hacia arriba y se dio cuenta de que John
Milton había llegado a su casa y había encendido las luces
de la azotea y de la terraza. La mayoría de los focos esta-
ban orientados de forma que iluminaran hacia abajo y así
la luz cubriera el edificio desde la planta quince hacia arri-
ba. Como si sus asociados y sus esposas estuvieran bajo su
protección.
«O bajo su hechizo», pensó Kevin. Era la primera vez
que pensaba algo así, pero lo atribuyó a la melancolía que
le había embargado al salir a la terraza y ponerse a pensar
en el suicidio de Richard Jaffee. El frío de la noche lo obli-
gó a entrar otra vez. Oyó que Miriam cantaba en la cocina.
Esto y la cálida atmósfera del apartamento puso punto fi-
nal a sus sensiblerías.
-Charon nos ha traído nuestra propia llave —dijo Miriam,
sin pretensión alguna de disimular lo impresioñada que esta-
ba—. He llamado a Norma y me ha dicho que todos los aso-
ciados tienen una. El resto de la gente, invitados y todo eso,
tienen que pedirle al guardia jurado que les abra con la suya
-añadió, con un tono inequívocamente arrogante en su voz.
«Creía que el arrogante era yo», pensó Kevin. Hizo un
gesto de aprobación y observó la llave de oro que Miriam
sostenía en la mano. Parecía de oro macizo. Ella le leyó el
pensamiento.
—Es de oro macizo. Se lo he preguntado a Charon y me
lo ha confirmado. Casi se le ha escapado una sonrisa.
Kevin cogió la llave, le dio la vuelta y apreció su tacto
en la mano.
—Es algo extravagante, ¿no crees?
Miriam se la arrebató.
—Pues no sé. -Se encogió de hombros y se miró una vez
más en el espejo del pasillo. Había ido con Norma y Jean a
comprar algo especial para la ocasión. Kevin estaba sor-
prendido: el vestido negro de punto le quedaba tan ceñido
que se apreciaban las marcas de las costillas en la tela. No
dejaba los hombros al descubierto, pero el escote era tan
bajo que se le veía buena parte de los pechos. Y además no
llevaba un sujetador normal, sino una especie de Wonder-
bra algo que Norma y Jean le habían sugerido— que se le
ajustaba por la parte inferior de los pechos, elevándolos y
dándoles forma. En los bordes superiores del escote se ob-
servaban seductores toques de carmesí.

165
No era Miriam. A veces su indumentaria la hacía real-
mente atractiva pero no de una manera tan evidente. Ella
tenía clase, era reservada, y se preocupaba más de tener es-
tilo y elegancia que de parecer seductora.
Y nunca se había puesto tanto maquillaje: el lápiz y la
sombra de ojos eran demasiado fuertes. Se había aplicado
colorete a las mejillas y en sus labios lucía un rojo púrpura
brillante.
Kevin comprobó que ella había preferido no ponerse el
collar que combinaba con los pendientes de oro y perlas,
conjunto que él le había regalado por su cumpleaños. No
es que necesitara ningún otro adorno; Miriam tenía un
cuello delicado, cuyas curvas bajaban suavemente hacia
los hombros, muy femeninos, que se ajustaban perfecta-
mente a las manos de Kevin cuando éste la acercaba para
besarla. Pero la ausencia de joyas alrededor del cuello
acentuaba la desnudez, y la hacía parecer incluso más pro-
VOCativa.
También se había arreglado el cabello de una forma dis-
tinta; ahora lo llevaba rizado y con volumen, lo que le
confería un aspecto fiero y tempestuoso. No es que estu-
viera en contra de esto en concreto, sino que con ese vesti-
do y ese maquillaje, y además el peinado, parecía alguien
de poca categoría, una prostituta callejera. Sí, había en ella
una nueva sensualidad, y eso lo excitaba; pero también ha-
bía algo que lo incomodaba.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta?
—Es... diferente —respondió él, con el tono más diplomá-
tico del que fue capaz.
Ella volvió a buscar su imagen en el espejo.
-Sí, ¿verdad? Decidí que debía cambiar un poco mi as-
pecto. Norma y Jean creían que hasta ahora mi estilo era
demasiado tradicional. -Se le escapó la risa—. Tendrías que
haber visto cómo imitaban a la gente de clase media alta de
Long Island... ya sabes, esa mandíbula rígida, las vocales
cerradas, los sonidos nasales... «¿puede enseñarme ese chal

166
de zorro?» —añadió, imitando a las imitadoras como si es-
tuviera en una peletería.
Nunca he pensado que tú fueras así, cariño, ni tampo-
co tradicional. Siempre has sido muy elegante. ¿Es eso lo
que llevan ahora las mujeres de tu edad?
—¿Las mujeres de mi edad? Lo que hay que oír... -Se
puso las manos en las caderas y frunció el entrecejo.
Sólo era una pregunta. Tal vez he estado demasiado
metido en mis libros y no me he enterado de lo que estaba
pasando. ñ
Creo que nos ha pasado a los dos, más de lo que nos
imaginamos.
—¿Ah, sí? —<Increíble», pensó. Hacía bien poco tiempo
era él quien intentaba convencer a Miriam de eso mismo, y
en ese momento las palabras de ella daban a entender que
había sido él el que quería quedarse en el refugio seguro de
Long Island.
—No te gusta mi aspecto, ¿verdad? —Miriam empezaba a
hacer morros.
-No digo que no me guste, te queda muy bien. Lo que
no sé es cómo puedo dejarte salir así de casa. Me pasaré la
noche peleíndome con todos los tíos.
-Oh, Kevin. —-Entonces miró el reloj-. Será mejor que
subamos. Ahora se lleva llegar puntualmente tarde.
Él asintió y abrió la puerta. Cuando ella pasó por su
lado le pellizcó la mejilla.
—¡Kevin! Me vas a echar a perder el maquillaje.
Vale, de acuerdo. -Se disculpó, levantando las manos.
Acto seguido se inclinó hacia ella, dirigiéndole una mirada
lasciva=. Pero creo que esta noche podríamos hacer el
niño.
—Más adelante.
Puedo esperar... un poco. -Kevin soltó una carcajada y
se encaminaron hacia el ascensor. Se abrieron las puertas
y entraron. Miriam introdujo la llave bajo la letra «A», la
hizo girar y sonrió a Kevin mientras las puertas se cerra-

167
ban. Él movió la cabeza con un gesto socarrón. Ella dejó
caer la llave en el pequeño bolso negro que hacía juego con
el vestido.
-Se entra directamente en su sala de estar —le susurró
Miriam mientras se elevaba el ascensor.
—Ya lo sé. Me lo han dicho ellos.
Sin embargo, cuando las puertas se separaron ambos
permanecieron allí un instante, como atemorizados. La
sala de estar del señor Milton era tan ancha y tan larga
como un almacén remodelado metido en una buhardilla.
En el centro había una fuente rodeada de un sofá circular
de terciopelo de color borgoña, en el que había gran canti-
dad de cojines y almohadas de todos los tamaños. Peque-
ños focos reproducían los colores del arco iris sobre el
agua centelleante que brotaba de una azucena gigante de
mármol blanco situada en la fuente.
El suelo estaba cubierto por una alfombra mullida, de
color blanco lechoso, «de esas en las que —pensó Kevin- te
apetece arrodillarte y pasarle las manos por encima». En
las paredes había colgadas cortinas de color rubí entre-
mezcladas con'cuadros, la mayoría de ellos modernos y
casi todos originales. Algunos incluso parecían pintados
por Helen Scholefield. A lo largo de las paredes, y coloca-
dos entre diversos elementos del mobiliario, se advertían
pedestales que sostenían esculturas de piedra y madera.
En la pared más lejana se observaban los amplios venta-
nales que Dave, "Ted y Paul le habían descrito con tanto
fervor en la limusina. Las cortinas habían sido totalmente
descorridas para proporcionar una impresionante vista del
perfil de Nueva York. A lo lejos, a la derecha, estaba el
piano de cola, sobre el cual había un candelabro de oro
macizo, sospechó Kevin. En el rincón izquierdo se adver-
tía un equipo estéreo empotrado cuyos altavoces estaban
también incrustados en las paredes e incluso en el techo.
Un disc jockey negro, alto y muy delgado, tenía frente a él
un plato giratorio y hacía comentarios al tiempo que sona-

168
ba la música. Llevaba la camisa de seda negra abierta hasta
el ombligo, así como un medallón dorado colgado de una
cadena también de oro que relucía contra su piel de color
de ébano.
La sala estaba iluminada por hileras de luces colocadas
en huecos del techo, y cerca de los sofás y bútacas había
encendidas algunas lámparas de cristal Tiffany 8 Water-
ford, en una gran variedad de formas y tamaños. Inmedia-
tamente a la derecha estaba el bar; el revestimiento estaba
construido con piedra sin labrar pulimentada, y la madera
de roble constituía el componente principal de la larga y es-
trecha superficie, junto a la que se alineaban taburetes acol-
chados de color negro. Dos camareros preparaban cócteles
tras la barra y, al margen de cuáles fueran sus movimientos,
las dos imágenes reflejadas en el espejo posterior provoca-
ban la ilusión óptica de que iban siempre una fracción de
segundo por detrás. Un estante de nogal americano estaba
lleno de copas de vino resplandecientes como diamantes.
A la izquierda, cerca de la entrada, el señor Milton había
hecho construir una pequeña pista de baile con azulejos de
color escarlata. Las luces estroboscópicas que giraban por
encima proyectaban sobre los invitados una mezcla de
azules, verdes y rojos, que cambiaban y se distorsionaban
al son de la música. La pista estaba encerrada en una pared
de espejos para que la luz se reflejara en todas partes y los
que bailaran vieran siempre su movimiento. Algunos pare-
cían hipnotizados por sus propias imágenes.
En la fiesta había ya unas treinta o cuarenta personas.
Kevin vio que cada una de las secretarias había venido con
un acompañante. Wendy saludó con la mano desde la pista
de baile. Diane, que estaba sentada en el sofá con su pareja,
hizo lo propio.
-Son nuestras dos secretarias —explicó Kevin rápida-
mente.
— ¿Secretarias? -Miriam paseó la mirada desde Wendy a
Diane. La primera lucía un conjunto azul brillante forma-

169
do por blusa y pantalones, escotado por detrás, y cuyos la-
dos estaban cortados con tanto ángulo que se le veían la
mitad de los pechos. Diane llevaba unos vaqueros negros y
un body muy ajustado también negro, y se adivinaba que
no llevaba sujetador por la forma en que los pechos se
anunciaban a través del fino material.
-No me extraña que cada día estés tan ansioso por ir al
trabajo =se quejó Miriam. Kevin respondió con una sonri-
sa perversa.
Pero la verdad es que por todas partes había mujeres
atractivas flanqueadas por hombres que lucían americanas
y trajes de sport. El acontecimiento tenía un aspecto opu-
lento: los camareros llevaban chaquetas blancas y corbata
negra; las camareras, por su parte, lucían blusas blancas y
faldas negras y se movían de aquí para allá, sosteniendo
bandejas de entremeses calientes de aspecto delicioso, cóc-
teles, copas de champán...
Diane se recostó en el sofá, y dos hombres empezaron a
darle uvas para comer, provocándola y tocándole los la-
bios, hasta que ella cogió los dedos de la mano de uno de
ellos y se los metió en la boca junto con las uvas. En aquel
preciso momento Kevin oyó a su izquierda unas carcaja-
das femeninas, se volvió y vio a hombres y mujeres bailan-
do tan juntos que parecían estar en pleno éxtasis sexual.
En el centro de la amplia sala una pelirroja metida en car-
nes, descalza y que lucía algo parecido a una túnica, se
acercaba al bar lentamente; bajo la luz brillante, sus pechos
se revelaban por completo. «Ya podría ir en top less», pen-
só Kevin. Una vez en el bar, la mujer se reunió con dos
hombres que se le acercaron tanto como si ella fuera un
imán y ellos estuvieran hechos de hierro.
Kevin empezó a tener la sensación de que él y Miriam se
habían metido en una orgía romana moderna. Estaba fasci-
nado, excitado y divertido. No era de extrañar que sus
asociados estuvieran tan ilusionados por asistir a otra fies-
ta en el ático.

170
Al fondo, cerca de los ventanales, el señor Milton y sus
asociados permanecían de pie, sosteniendo cada uno una
copa de champán. John Milton lucía una chaqueta de es-
moquin de color escarlata y unos pantalones a juego. Tan
pronto advirtió la presencia de Kevin y Miriam en el as-
censor, le dijo algo a Paul Scholefield. Éste le Hizo una se-
ñal al disc jockey, y la música cesó.
Todo el mundo guardó silencio. El señor Milton dio
unos pasos adelante. y
—Damas y caballeros, quiero presentarles a nuestro nue-
vo asociado y su esposa, Kevin y Miriam Taylor.
Los asistentes prorrumpieron en aplausos. Kevin miró a
Miriam y advirtió que ella estaba radiante; sus ojos centellea-
ban por la emoción. No recordaba haberla visto nunca así,
tan resplandeciente, con las llamas de su belleza natural atra-
vesando el maquillaje. Ella apretó la mano de él con la suya.
Gracias —dijo Kevin, inclinando la cabeza a derecha e
izquierda.
El señor Milton se dirigió a ellos y la música continuó.
Todo el mundo volvió a lo que estaba haciendo antes. Mi-
riam buscó con la vista a Norma y Jean, y las localizó salu-
dándola desde el otro lado de la pista de baile. Más o me-
nos a mitad de camino, en la izquierda, estaba sentada
Helen Scholefield, con una pose de satisfacción en sí mis-
ma, observando a los reunidos y sosteniendo en la mano
un vaso de vino blanco. Estaba tan rígida que parecía una
de aquellas estatuas de alabastro.
Bienvenidos —dijo John Milton.
Miriam, quiero presentarte al señor Milton —señaló
Kevin. Con su mano derecha, John Milton cogió la mano
extendida de Miriam y a continuación la cubrió con la iz-
quierda. Sonrió.
Me dijeron que eras una mujer muy atractiva, Miriam,
pero se quedaron muy cortos. —Ella se ruborizó.
—Gracias. En realidad es como si ya lo conociera. Todo
el mundo habla mucho de usted.

171
—Espero que bien. -Simuló mirar a Kevin con el ceño
fruncido.
-No tenga usted ninguna duda —replicó Kevin, levan-
tando la mano derecha. John Milton soltó una carcajada.
—Permitidme que os ofrezca algo de beber y que des-
pués os presente a algunos de mis invitados. Y espero que
a no mucho tardar —prosiguió, sosteniendo todavía la
mano de Miriam entre las suyas—, Miriam nos deleite to-
cando el piano para todos nosotros.
-Oh, no... se lo han dicho. -Y lanzó una mirada de re-
proche a Norma y Jean, que estaban observando y son-
riendo sin disimulo.
—No tuvieron necesidad de hacerlo. Ya lo sabía. Tu re-
putación te precede —añadió con rapidez, y Miriam se rió.
Creo que necesitaré esa copa —dijo, provocando la risa
de Kevin. Mientras los tres cruzaban la sala se detuvieron
frente a un camarero, y John Milton les ofreció un cóctel
antes de proceder con las presentaciones.

Kevin estaba impresionado con la gran diversidad de pro-


fesionales que asistían a la fiesta, entre los cuales había
abogados de otros bufetes. Había oído hablar de muchos
de ellos, y a otros los recordaba de sus tiempos en la uni-
versidad, cuando los estudiantes de derecho discutían so-
bre los sitios ideales para trabajar. Conocieron también a
dos médicos especialistas del corazón.
Por otro lado, Kevin identificó a un actor bastante fa-
moso de Broadway, renombrado por sus personajes de ca-
rácter. También entablaron conversación con un célebre
columnista del New York Post, y finalmente les presenta-
ron a Bob McKensie, ayudante del fiscal del distrito.
—De vez en cuando, a Bob le gusta hacer una visita al
campamento enemigo —bromeó el señor Milton, para aña-
dir acto seguido con un tono serio pero burlesco—: sobre
todo cuando tenemos una nueva estrella.

172
Todavía no soy una estrella —replicó Kevin al tiempo
que estrechaba la larga mano de McKensie.
Con más de metro noventa, el aspecto del ayudante del
fiscal le recordaba a Lincoln; aunque un tanto desgarbado,
por la forma en que le dio la mano dedujo que era fuerte.
En su rostro pequeño y oscuro asomaban unos ojos tristes
y unas facciones marcadas.
—El problema está -dijo McK ensie— en que tarde o tem-
prano todo aquel que trabaja para John Milton acaba con-
virtiéndose en una estrella, lo que hace cada vez más difícil
el trabajo de la oficina del fiscal.
John Milton rió de buen grado.
—Escucha Bob —dijo=, nosotros no os lo ponemos más
difícil, sino que os obligamos a esforzaros para dar lo me-
jor de vosotros mismos. Deberíais estarnos agradecidos.
Lo que hay que oír... replicó McKensie, moviendo la
cabeza con resignación—. ¿Se da cuenta de por qué él y sus
asociados son tan tremendos en una sala de juicios? En-
cantado de conocerlo, Kevin. Tengo entendido que va a
encargarse del caso Rothberg.
—AsíÍ es.
—Pues, como se suele decir, nos veremos en el tribunal.
—McKensie inclinó la cabeza hacia Miriam y se fue a ha-
blar con otros invitados.
Vaya tipo más serio soltó Kevin—. ¿No sonríe nunca?
—Últimamente tiene pocos motivos para sonreír —con-
testó el señor Milton, con los ojos brillantes—. Venid, voy a
enseñaros el resto del ático. -John Milton tomó a Miriam
del brazo, y los condujo a la izquierda, donde la puerta
daba a un pasillo en el que a ambos lados se hallaban tres
habitaciones de invitados, un estudio, tres cuartos de baño
y el dormitorio del anfitrión.
Todas las habitaciones eran grandes. Los cuartos de
baño, totalmente alicatados, eran majestuosos y cada uno
tenía su propio jacuzzi, tal como le habían contado sus
compañeros.

17)
-No me gusta esta disposición como de coches coloca-
dos en un tren de transporte —explicó John Milton mien-
tras recorrían el pasillo-, pero no tenía ganas de tirarlo
todo abajo y hacerlo nuevo.
-¡Oh, es maravilloso! —exclamaba una y otra vez Miriam,
en especial al detenerse en uno de los cuartos de baño.
John Milton la contempló un instante y a continuación
le hizo un guiño a Kevin.
—Más tarde, si Os apetece, no tengáis reparos en utilizar
el jacuzzi. Primero que llega, primero en servirse.
Cuando llegaron al dormitorio de John Milton y mira-
ron dentro, Kevin entendió por qué Paul y los otros ha-
blaban del lujo y el hedonismo del ático. La pesada cama
de roble del centro era enorme; y tanto el somier como el
colchón y la ropa de cama estaban hechos a medida. Pa-
recía la cama que hubiera hecho fabricar para sí Enri-
que VIII. En las columnas largas y voluminosas que soste-
nían el dosel, un artesano había grabado figuras mitoló-
gicas: unicornios, sátiros, cíclopes... Kevin se acordó de
algunos de los muebles del despacho de su jefe. Quizá
todo se debía al mismo artesano.
La colcha y las almohadas de tamaño descomunal ha-
bían sido hechas siguiendo un modelo escarlata y blanco,
que hacía juego con la decoración del cuarto: cortinas es-
carlata y blancas, lámparas cuyas pantallas reflejaban una
luz rubí, y paredes blancas con estallidos de rojo en espiral
que parecían explosiones de estrellas. El suelo estaba cu-
bierto por la misma alfombra blanca del espacio principal
de la casa.
Encima de la cama, el techo estaba lleno de espejos.
Cuando miraron hacia arriba, les pareció como si todos
los presentes estuvieran licuados y se derramaran en el
centro de la habitación. «Las distorsiones deben de contri-
buir a formar interesantes cuadros eróticos», rumió Kevin.
-Deduzco que el rojo es su color favorito —dijo, cuando
advirtió que John Milton le dirigía una sonrisa.

174
=Sí. Me gustan los colores limpios e intensos... el rojo, el
blanco, el negro puro. Tal vez ello obedezca a mi inclina-
ción por las cosas claras y libres de elementos que las en-
turbien. Detesto oír a la gente decir que algo o alguien no
es ni bueno ni malo. La vida es mucho más sencilla cuando
identificamos las cosas con acierto y las conocemos por lo
que son. ¿No lo crees así? —preguntó a Miriam.
Oh, sí, claro —respondió ella, con su a atrapa-
da en los muebles, los armarios, la artesanía y la enorme
cama. En la pared que se hallaba justo enfrente de ésta ha-
bía empotrada una pantalla gigante de televisión.
—Bueno, ya os he retenido demasiado tiempo. Volvamos
a la fiesta y divirtámonos, ¿eh? —Apagó las luces, y los tres
regresaron a la sala donde estaba la concurrencia.
Para Kevin y Miriam aquello era una fiesta maravillosa,
saturada de conversaciones interesantes. Había gente que
hablaba de los nuevos espectáculos de Broadway y tam-
bién de los menos convencionales. Kevin participó en una
acalorada discusión política con algunos abogados y un
magistrado del tribunal supremo del estado. Miriam y él
bailaron juntos y también con otras personas: ella sobre
todo con Ted y Dave, y Kevin con las esposas de éstos.
Sin embargo, Helen Scholefield no se movió ni un solo
momento de su silla. Siempre que Kevin la miraba la sor-
prendía con los ojos fijos en él. Al final se decidió, cruzó la
sala y se acercó a saludarla. Se dio cuenta de que Paul per-
manecía de pie junto al señor Milton, y de que ambos lo
miraban con atención. «Probablemente están preocupados
por ella», fue la reflexión de Kevin.
No parece que se lo esté pasando muy bien —dijo él-.
¿Quiere que le traiga algo para comer o beber? ¿Le gusta-
ría bailar conmigo?
No, estoy bien. Debería preocuparse por usted mis-
mo... y por su esposa —replicó, sin que en sus palabras se
apreciara ningún tono de sarcasmo ni de enfado.
¿Cómo dice?

O)
—¿Lo está pasando bien, señor Taylor?
Él se echó a reír.
—Puede llamarme sólo Kevin. Sí, muy bien. Es una gran
fiesta.
—Es sólo el principio. La fiesta ni siquiera ha empezado.
—¿Ah, no? -Él echó un vistazo a su alrededor. En ese
momento ella lo miraba fijamente, con aquella dureza que
ya había mostrado el día que la conoció al ir a subir al as-
censor. Aquello lo cohibía y lo ponía nervioso—. Eh... díga-
me, ¿hay algún cuadro suyo aquí?
=Sí, algunos. No obstante, pertenecen a mi primera épo-
ca. Por entonces yo sólo pintaba lo que el señor Milton
quería. Desde luego no quería que pintara el cuadro que
ustedes tienen en su apartamento. ¿Todavía está allí?
Oh, claro, por supuesto. Creo que es... muy intere-
sante.
No deje de mirarlo, Kevin Taylor. Es la única esperan-
za que le queda —advirtió ella, antes de que Paul se les
acercara.
—Helen, ¿cómo estás, cariño?
—Estoy cansada, Paul. ¿Te importaría si me voy a casa?
—Paul miró instintivamente hacia el señor Milton—. Al se-
ñor Milton no creo que le importe —añadió con rapidez-,
ya tiene una nueva distracción. —Entonces se volvió hacia
Kevin y le dirigió una mirada incisiva.
Sumido en un cierto desconcierto, Kevin miró a Paul,
pero éste se limitó a menear la cabeza.
-No hay ningún problema, cariño. Vuelve al aparta-
mento. No llegaré demasiado tarde.
No más tarde de lo habitual, estoy segura de ello =re-
plicó Helen con mordacidad antes de levantarse—. Buenas
noches, Kevin Taylor —dijo, e inició el trayecto hacia la
puerta. De repente se detuvo y se dio la vuelta, ladeó la ca-
beza y preguntó: A usted todo esto le gusta, ¿verdad?
Kevin sonrió y alzó un poco los brazos.
—No puede menos que gustarme —contestó.

176
Él sabe escoger —dijo ella, como confirmando una idea.
Venga, Helen, vete abajo —soltó Paul con un tono de
reprobación. Obediente, ella se volvió y prosiguió su ca-
mino hacia el ascensor—. Lo siento "murmuró Paul mien-
tras la observaba—. Creí que si la traía a la fiesta se animaría
un poco, pero está demasiado deprimida. El médico le re-
cetó unas pastillas que por lo visto no sirven de mucho.
Mañana hablaré con él.
—Lo lamento sinceramente. Si hay algo que Miriam y yo
podamos hacer...
Gracias, pero hoy es vuestra noche. Lo único que te-
néis que hacer es pasarlo bien. No dejemos que esto nos
agúe la fiesta. Venga, vamos al despacho del señor Milton.
Ted y Dave están allí. —Paul lanzó una mirada airada en la
dirección en que se hallaba su esposa, frunciendo el entre-
cejo y sacudiendo la cabeza mientras ella subía al ascensor.
Helen permanecía rígida como una estatua, y cuando las
puertas se cerraron se pintó en su rostro una sonrisa enig-
mática de Mona Lisa.
Kevin buscó a Miriam y la divisó mientras se dirigía a
la pista de baile con el señor Milton. Esperó a que empe-
zaran.
—Mira el jefe, parece veinte años más joven.
-Sí —dijo Paul, y su rostro adquirió una expresión más
relajada—. Vaya tío. Vamos.
Los dos empezaron a cruzar la amplia sala. Justo antes
de meterse en el pasillo, Kevin miró hacia atrás y se dio
cuenta de que nunca había visto en público a Miriam mo-
viéndose y contorsionándose de aquella forma tan insi-
nuante.
Vamos —repitió Paul, y Kevin siguió por el pasillo has-
ta llegar al despacho, donde esperaban los otros colegas.

A partir de las sonrisas que se advertían en las caras de


Ted, Dave y Paul, Kevin dedujo que la reunión no era algo

o
espontáneo. Después de que Ted le llenara otra copa de
champán esta vez de una botella de Dom Perignon-,
Dave se aclaró la voz.
-Kevin, queríamos despistarnos un rato de la multitud
para hablar contigo —dijo-. Pero primero lo primero. —Le-
vantó la copa—. Los tres queríamos aprovechar esta opor-
tunidad para dar la bienvenida a nuestra familia jurídica a
otro miembro. Que su talento, su ingenio y sus conoci-
mientos alcancen su plena expresión en las batallas venide-
ras a librar ante los tribunales.
—Eso, muy bien —corearon Ted y Paul.
—Por Kevin —dijo Dave.
—Por Kevin —repitieron todos, y a continuación bebieron.
Gracias, compañeros. Quiero hacer mención de lo mu-
cho que valoro todo lo que vosotros y vuestras esposas
habéis hecho para ayudarnos a mí y a Miriam. Deseo fer-
vientemente formar parte de todo esto. Mi único temor
está en no ser capaz de estar a la altura de las elevadas ex-
pectativas que se han creado respecto a mí.
Oh, sí podrás, colega —soltó Paul.
—Todos empezamos teniendo esta sensación —precisó
Ted-—. Y te sorprenderás de lo rápido que se supera.
Se sentaron porque Dave quería contar un nuevo chiste.
Cuando hubo terminado, las carcajadas se oían por todo el
pasillo. Bebieron más champán y se contaron más histo-
rias. Llegó un momento en que Kevin no tenía ni idea de
cuánto tiempo había transcurrido, pero de repente todos
dejaron de hablar al escuchar los sonidos del piano.
—Debe de ser tu mujer -dijo Dave—. Nos hemos entera-
do de que toca muy bien.
Se levantaron enseguida y se unieron a la gente que se
había agolpado en torno a Miriam y el piano. El señor
Milton estaba de pie a su izquierda, apoyando la mano en
la parte superior del piano y mirando al público. Mostraba
una expresión de orgullo, como si Miriam fuese su hija... o
incluso su esposa.

178
Kevin se acercó más. Los dedos de Miriam se deslizaban
sobre las teclas con una elegancia y una delicadeza desco-
nocidas para él. La expresión de la cara era sin embargo
sombría, y permanecía sentada casi inmóvil, con un porte
de seguridad en sí misma que no revelaba dudas, indecisio-
nes ni incertidumbres. Parecía una pianista profesional.
Y la música... Era maravillosa. Kevin no reconocía la pie-
za y se preguntó s1 sería algo que ella hubiera preparado sólo
en el caso de que le pidieran que tocara. Pero lo cier-
to es que Miriam no parecía alguien a quien le hubieran he-
cho semejante petición, sino más bien que la habían contra-
tado para ello. Cuando Kevin se fijó en las caras de la
gente, advirtió expresiones de gran reconocimiento y admi-
ración. Con los ojos totalmente abiertos, los asistentes a la
fiesta se hacían gestos recíprocos de confirmación. Era como
si Miriam fuera otro de los hallazgos del señor Milton.
«Pero no lo es», pensó Kevin. Todo era muy extraño.
Empezó a sentirse un poco abrumado y lamentó haberle
dado tanto al champán, pero aunque había perdido la
cuenta de las copas que había bebido, cuando miró la que
tenía en la mano notó un impulso irresistible de llevársela
a la boca. El color rosa que había predominado ante sus
ojos se iba convirtiendo en rojo sangre.
Diane lo miraba, y él le sonrió. Ella hizo con la cabeza
un gesto dirigido a Miriam y levantó las cejas. De pronto
la sala dio una vuelta completa sobre sí misma. Kevin se
tambaleó, pero mantuvo el equilibrio al agarrarse a una si-
lla de respaldo alto que se encontraba a su derecha. Cerró
los ojos y sacudió la cabeza. Cuando abrió de nuevo los
ojos tuvo la sensación de estar unos centímetros por enci-
ma de una rueda de molino. El suelo parecía moverse bajo
sus pies. Movió otra vez la cabeza y cerró los ojos. Cuan-
do los volvió a abrir, Diane estaba a su lado.
—¿Se encuentra bien? —preguntó ella en voz baja.
“Sólo algo mareado. Creo que he bebido demasiado
champán.

179
-No se preocupe. Nadie le está prestando atención. Es-
tán todos embelesados con Miriam. Apóyese en mí, y le
ayudaré a volver al estudio; allí podrá descansar un poco.
También le traeré una toallita húmeda.
=Sí, quizá tenga razón.
Diane abrió camino mientras Kevin mantenía los ojos
cerrados la mayor parte del tiempo, pues cuando los abría
todo parecía dar vueltas. La secretaria le condujo hasta el
mullido sofá de cuero del despacho y fue a buscarle una
toallita. Kevin se reclinó, apoyando la cabeza en la parte
superior del sofá y trató de abrir los ojos. El techo parecía
un jacuzzi, y tuvo la horrible sensación de que iba a caer
dentro de él, de modo que volvió a cerrarlos y los mantu-
vo así hasta que notó el paño frío en la frente.
—Dentro de un momento se sentirá mejor —dijo Diane.
Gracias.
—¿Quiere que me quede aquí?
-No, no se preocupe. Sólo voy a descansar un rato.
Cuando Miriam termine, dígale dónde estoy y que me en-
cuentro bien.
—Descuide.
Gracias —dijo él, y cerró los ojos. En pocos instantes se
quedó dormido. Cuando despertó, no tenía ni idea de
cuánto tiempo había estado allí. Al principio estaba con-
fundido. ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado a ese lugar?
Se frotó la cara con las palmas de las manos y echó un vis-
tazo al estudio. En tan sólo un momento todo le volvió a
la memoria, y cayó en la cuenta de la absoluta tranquilidad
que reinaba. No se oía música ni ningún otro ruido proce-
dente de la fiesta.
Se levantó. Aunque algo inseguro al principio, pronto
recuperó la serenidad. Fue hacia la puerta y salió. El pasi-
llo estaba muy iluminado, pero no así la sala grande. Des-
concertado, se dirigió hacia allí recorriendo el vestíbulo a
toda prisa. La fuente todavía funcionaba, pero ya habían
apagado las luces de colores. Aún se advertía una lámpara

180
pequeña encendida en el bar. Las cortinas había sido corri-
das y cubrían los amplios ventanales. El equipo estéreo es-
taba desconectado y ya no había discoteca. La mayor parte
de la luz de la sala venía del ascensor, cuya puerta perma-
necía abierta.
—Pero qué narices...
Se frotó enérgicamente la cara, como si quisiera restau-
rar todo lo anterior, pero nada cambió.
—¿Hola? —Escuchó el eco de su voz en la enorme sala—.
¿Señor Milton? 7
Se dio la vuelta y miró hacia el pasillo.
—¿Miriam?
No oía nada salvo el ruido suave y monótono de la
fuente.
«Miriam no se habrá ido sin mí —pensó—. Es para vol-
verse loco. ¿Pero dónde coño está todo el mundo? ¿Qué
es esto? ¿Alguna broma que me gastan por haberme senta-
do mal el champán?» Claro, ¿qué otra cosa si no? Todos
deben de estar escondidos en esas habitaciones, al menos
los colegas. Rió para sus adentros y sacudió la cabeza.
Vaya elementos.
Empezó a recorrer el pasillo, sin hacer apenas ruido, a la
espera de que Dave o Ted salieran de repente de alguna ha-
bitación. Sin embargo, cuando se detuvo ante la primera
puerta y miró dentro, no vio otra cosa que oscuridad. Lo
mismo sucedió con la segunda y la tercera, así como en los
cuartos de baño. Ya sabía que en el estudio no había nadie.
Se paró ante la puerta del dormitorio del señor Milton
y escuchó. Todo estaba en silencio. Llamó con suavidad y
esperó.
¿Señor Milton?
No hubo respuesta. ¿Era cuestión de llamar más fuerte?
«Debe de haberse ido a dormir —pensó Kevin-. La fiesta
ha terminado, todos se han marchado y él se ha ido a la
cama. Y Miriam se ha ido sin mí. Tal vez estaba enfadada.
Diane le habrá contado dónde estaba yo y lo que ha ocu-

181
rrido. Ella ha venido a buscarme, no ha logrado despertar-
me y se habrá sentido molesta. Seguramente el señor Mil-
ton le ha dicho que me dejara dormir la mona. Si ahora lo
despertara, me diría que me fuera para abajo. Sí, claro.
¿Qué otra cosa podría ser?», se preguntó.
Escuchó tras la puerta unos instantes más y acto segul-
do se volvió y recorrió de nuevo el pasillo en dirección a la
sala y el ascensor. «Vaya nochecita», murmuró para sus
adentros después de pulsar el botón y de que las puertas se
empezaran a cerrar.
Cuando éstas se abrieron de nuevo mostraron un pasillo
absolutamente silencioso. Salió y se dirigió rápido a la
puerta de su apartamento, hurgando en el bolsillo en busca
de la llave. Le sorprendió que todas las luces del piso estu-
vieran apagadas. ¿Creía Miriam que él no volvería? «Joder,
estará enfadada de verdad», pensó. No se acordaba de ha-
ber estado jamás tan borracho.
Entró en el apartamento y se detuvo al advertir que la
puerta del dormitorio estaba cerrada. Por debajo se distin-
guía algo de luz... al menos había dejado una lámpara en-
cendida para cuando él llegara. Kevin comenzó a preparar
sus excusas. No obstante, cuando agarró el pomo de la
puerta se quedó quieto al oír algo parecido a gemidos emi-
tidos con la boca tapada. Escuchó un instante. El sonido
aumentaba su intensidad. Cuando se dio cuenta de que era
un gemido erótico, fue como si le atravesara una espada de
hielo. Cogió el pomo de nuevo, pero en el momento en
que lo tocaba los dedos se le entumecían, se congelaban, y
las puntas le quemaban como si el pomo estuviera hecho
de hielo seco. Intentó apartar la mano, pero la piel se le ha-
bía quedado pegada al metal. Ya tenía los dedos insensi-
bles, así que giró el pomo, empujó la puerta con el hom-
bro, y ésta cedió poco a poco unos centímetros hasta que
se abrió lo suficiente para dejar ver con claridad qué su-
cedía.
En la cama había una pareja desnuda. En la cabeza del

182
hombre había algo que le resultaba tremendamente fami-
liar. Kevin entró en la habitación. Se acercó a los pies de la
cama. El cuerpo del hombre hizo una pausa, interrum-
piendo la penetración. La mujer que estaba debajo se mo-
vió hacia la derecha y se incorporó lo suficiente para que él
pudiera verla con nitidez. ¡Era Miriam!
¡No! —gritó Kevin.
El hombre separó sus labios de los de Miriam, pero se
mantuvo inmóvil, mirándola. Ella alargó el brazo, alcanzó
su espalda y lo atrajo de nuevo para besarle los labios. En
cuestión de un momento ya habían vuelto a empezar y se
movían rítmicamente, mientras Miriam gemía y apretaba
sus dedos con fuerza en las nalgas de él, atrayéndolo hacia
ella, pidiendo penetraciones más largas y profundas. En-
tonces ella levantó las piernas, con las que rodeó la cintura
del hombre. La energía y la intensidad de aquel acto eran
tan elevadas que la cama crujía y los muelles del colchón
chirriaban.
¡No! —gritó Kevin.
Rápidamente se dirigió a un lado de la cama y extendió
el brazo para agarrar al hombre por la espalda, intentando
arrastrarlo, levantarlo. Pero el individuo parecía estar pe-
gado a ella, firmemente sujeto. Kevin le aporreó la espalda,
descargando todo el peso de su cuerpo en cada golpe, pero
el hombre parecía no apercibirse de nada: seguía adelante,
penetrando, jodiendo sin parar. Kevin lo agarró por la cin-
tura, pero en vez de separarlo de Miriam se vio arrastrado
a seguir su movimiento, y se encontró que estaba empu-
jándolo a cada penetración y tirando de él cada vez que
volvía hacia atrás. Forcejeó para liberarse de su cuer-
po, pero tenía las manos pegadas a él. Los gemidos de Mi-
riam eran cada vez más fuertes. Llegó al éxtasis y gritó de
placer.
—¡Miriam! —-Entonces sus manos quedaron libres.
Desesperado, Kevin agarró al hombre del cabello y em-
pezó a tirar de él hacia atrás, desgarrándoselo cas1 desde la

183
raíz. Por fin, el desconocido se levantó de encima del cuer-
po de Miriam y empezó a darse la vuelta de forma lenta y
pausada. Kevin le soltó el pelo y se dispuso a pegarle un
puñetazo. Sin embargo, cuando se hubo vuelto del todo,
Kevin abrió el puño y se apretó ambas manos contra la ca-
beza.
¡No! —gritó-. ¿Qué...?
Se estaba mirando a sí mismo. Y la conmoción lo hizo
regresar tambaleando a la oscuridad.
10

¡No! —gritó Kevin en la oscuridad, incorporándose en la


cama.
=¿Kevin? —Miriam se inclinó para encender la lámpara
que había en el extremo de la mesilla de noche. Tan pron-
to como el dormitorio estuvo iluminado, Kevin giró en
redondo con el miedo y el desconcierto pintados en el
rostro.
¿Qué? ¿Dónde...? —Dirigió una mirada feroz a Miriam,
que se había dejado caer sobre la almohada y lo observaba
con ojos de sorpresa—. Miriam... Yo... ¿Cómo me he meti-
do en la cama? ¿Dónde está...? -Se dio la vuelta, buscando
en la habitación señales de... ¿de quién? ¿De él mismo?
Con su movimiento de cabeza, Miriam revelaba su in-
quietud. Hizo un esfuerzo y se sentó en la cama.
—¿Dónde está quién?
Él la miró fijamente. Ella parecía confundida de verdad.
—¿Cómo me he metido en la cama? —-murmuró.
Kevin Taylor, ¿no te acuerdas de nada?
Yo... Respiró hondo, y acto seguido se apretó las pal-
mas de las manos contra los ojos—. Lo último que recuerdo
es que estaba en el estudio, me he despertado, y al ver que
no quedaba nadie he bajado y...
—Tú no has bajado. Te han traído.
—¿Ah, sí?
—Tus colegas te han encontrado borracho y farfullando
en el suelo del despacho del señor Milton. Una de las se-
cretarias les ha contado lo que te había pasado y entonces
te han cogido y te han traído aquí abajo, discretamente.

185
Cuando he acabado de tocar otra pieza en el piano, Paul
Scholefield se me ha acercado y me ha dicho dónde estabas.
Me ha explicado que te habías quedado dormido como un
tronco, así que no he bajado enseguida. Me he quedado
hasta que la gente ha empezado a marcharse. Entonces me
he despedido del señor Milton y he venido por mi propio
pie. Poco después de que me metiera en la cama, te has
despertado y hemos...
¿Qué?
—Hemos hecho el amor. Has estado maravilloso. Creo
que ha sido una de las veces que mejor... pero entonces,
¿estabas borracho todo el rato y no sabías lo que hacías?
¿No te acuerdas de nada?
—¿Hemos hecho el amor? —Reflexionó sobre las palabras
de ella y lo que él había imaginado—. Entonces sólo ha sido
un sueño. -Soltó una carcajada de alivio—-. Sólo ha sido un
sueño —repitió.
—¿Qué es lo que ha sido sólo un sueño?
Nada... Oh, Miriam, lo siento. Supongo que no me
he dado cuenta de que estaba bebiendo demasiado. Me he
perdido el resto de la fiesta.
-No importa, nadie ha reparado en ello. Ya te he dicho
que tus compañeros lo han resuelto todo de manera impe-
cable.
—¿Y el señor Milton?
No has de preocuparte por él. Le caes bien de verdad.
Lo he pasado de maravilla... sobre todo después, tanto si
tú te acuerdas como si no. Quizá deberías beber más a me-
nudo —añadió.
Kevin caviló un instante. ¿No era capaz de acordarse de
haber hecho el amor?
=¿He estado bien?
—Todo lo que puedo decir es que me has tocado donde
nunca antes lo habías hecho. Era como si...
=¿Qué? —Advirtió que Miriam se ponía colorada ante la
idea—. Venga, cuéntamelo.

186
—Era como si tú crecieras dentro de mí hasta que yo es-
tuviera llena de ti. Si no hemos hecho el niño esta noche,
no sé cuando lo haremos. Se inclinó sobre él y le besó en
los labios con suavidad—. Siento haberme descontrolado
un poco —susurró. La manta se deslizó y ad sus pechos al
descubierto.
—¿Descontrolado?
—Te he clavado las uñas muy fuerte. En todo caso, si te
he arañado éste es el precio a pagar por ser tan apasionado.
—Miriam lo besó otra vez, metiendo su lengua en la boca
de él, casi ahogándolo—. Nunca lo olvidaré —le dijo en voz
baja después de besarlo—, aunque tú ya lo hayas hecho.
—Bueno... Yo... nunca había estado tan borracho para ol-
vidar algo, y menos aún si eso era haber hecho el amor. Lo
siento, pero te resarciré por ello.
—Más te vale —musitó ella. A continuación se tumbó
sonriendo, y entonces a Kevin le vinieron a la memoria las
imágenes que recordaba del sueño. Trató de alejarlas agi-
tando la cabeza.
—¿Qué pasa?
Nada, es que estoy un poco mareado. Voy a echarme
un poco de agua en la cara. Joder, vaya noche. -Se deslizó
de la cama y fue al cuarto de baño. Cuando se miró al es-
pejo advirtió que tenía los ojos como inyectados en san-
gre. Se refrescó la cara y echó una meada. Antes de salir se
volvió y miró sus nalgas desnudas en el espejo. En ellas no
se observaba ni una sola marca.
«¿Que me ha arañado? —Se encogió de hombros—. Segu-
ramente se ha excitado tanto que se lo ha imaginado. Bue-
no, gracias a Dios que lo que he visto era sólo una pesadi-
lla. Pero vaya lástima que me lo haya perdido. Por el
modo en que ella lo ha descrito, tiene que haber sido fan-
tástico.»
Kevin rió para sus adentros y volvió a la cama. Miriam
lo abrazó e hicieron el amor, pero cuando terminaron ella
parecía decepcionada.

187
¿Qué te ocurre? ¿No ha sido tan bueno como antes?
—Debes de estar cansado —respondió ella—. Ha estado
bien —añadió al advertir la expresión de disgusto en el ros-
tro de Kevin=, pero no ha sido igual. No importa, estoy
segura de que otro día sí lo será.
—De todas formas, otro día no voy a emborracharme
como esta vez, te lo aseguro.
- Ella lo miró recelosa.
—¿Cuándo has abandonado la fiesta para ir al estudio?
—Estabas tocando el piano... de manera magnífica. Nun-
ca te había oído tocar así, Miriam. Y esa pieza... ¿Cuándo
aprendiste esa nueva composición?
-No era nueva, Kevin. La he tocado a menudo.
—¿Sí? Es curioso. La verdad es que tampoco la recuerdo
=dijo, moviendo la cabeza con aire preocupado.
Quizás el champán se ha cargado parte de tu memoria
=soltó ella con sarcasmo.
—Lo siento. Creo... que voy a dormir.
=Sí, mejor será. —Y se dio la vuelta.
Kevin se tumbó y reflexionó sobre todo aquello. Hacer
el amor apasionadamente es algo fantástico que conlleva
una gran entrega. Era increíble que lo hubiera olvidado.
No tenía ninguna explicación.
«Ni tampoco la tiene la pesadilla», pensó. Por el mo-
mento las dos experiencias parecían anularse una a otra.
Cerró los ojos y al cabo de un rato se quedó dormido.
Por la mañana, Ted y Dave llamaron para preguntar
cómo se encontraba.
Paul vino a verlo en persona.
-Creo que tengo que daros las gracias a todos, amigos
-dijo Kevin—, pero el caso es que no me acuerdo absoluta-
mente de nada.
—Bueno, la verdad es que estabas más dormido que des-
pierto cuando te trajimos aquí abajo... Bueno, mejor sería
decir que te arrastramos. —Le guiñó el ojo a Miriam-. To-
caste de maravilla, Miriam.

188
Gracias —replicó ella, y le lanzó a Kevin una mirada de
autosuficiencia que le hizo enarcar las cejas.
El resto del fin de semana fue extraordinario. El sábado,
Dave, Ted, Norma, Jean, él y Miriam fueron a una primera
sesión en Broadway. Gracias a la relación que tenía con la
dirección del teatro, el señor Milton les había-proporcio-
nado entradas de primera fila muy codiciadas.
Paul se excusó diciendo que quería acompañar a Helen
al médico, y les dijo que se reuniría con ellos más tarde
para ir a cenar, pero no apareció.
Más adelante les contaría que su esposa no había tenido
ganas de ir a ningún sitio y que él no había querido dejarla
sola en casa.
El domingo subieron todos al ático a ver el partido de
fútbol americano por televisión. Paul también acudió, pero
Helen se quedó descansando en su apartamento.
Él les explicó que a su esposa le habían puesto una me-
dicación más fuerte.
—He tenido que contratar una enfermera para que esté
con ella —les dijo—. Por suerte, la que había tenido Richard
Jaffee, la señora Longchamp, estaba disponible, así que no
os extrañe si la veis por ahí. Si no se observan mejoras
pronto —precisó, dirigiéndose a todos—, tendré que inter-
nar a Helen en un sanatorio.
—Tienes que hacer lo que más le convenga, Paul —dijo el
señor Milton, y después lo llevó aparte para hablar con él.
Norma y Jean trajeron palomitas de maíz calientes un-
tadas con mantequilla que ellas mismas habían preparado
en la cocina del señor Milton, y la atención de todos vol-
vió a centrarse en el partido.
La semana siguiente el bufete estuvo muy ajetreado. Se
celebraba la vista oral del caso de Paul, y Dave y Ted ini-
ciaron sendos casos con nuevos clientes. Dave defendía al
hijo de un médico que supuestamente hurtaba drogas de
su padre y las vendía en la universidad. Ted tenía entre ma-
nos un típico caso de allanamiento de morada, en el que el

189
ladrón era alguien a quien él ya había defendido en una
ocasión y conseguido que lo absolvieran. Explicó que su
deseo era llegar a un acuerdo y, efectivamente, antes de f1-
nalizar la semana había negociado un arreglo por el que
a su cliente le caería un período de reclusión equivalente a
una cuarta parte del que habría recogido una sentencia en
caso de haber ido a juicio.
El asunto de Paul también se desarrollaba según lo pla-
neado. La pretensión del fiscal del distrito de demostrar
que Philip Galan era culpable del asesinato de su hermano
pequeño resultó ser una estrategia errónea. A pesar de la
falta de remordimiento del chico, Paul contó con pruebas
periciales psiquiátricas que ponían de manifiesto el histo-
rial de conducta impulsiva de Philip y su condición de jo-
ven emocionalmente trastornado.
Tal como Paul pretendía, logró demostrar que en cierto
sentido los padres eran los verdaderos culpables. La reso-
lución del tribunal fue que Philip recibiera tratamiento
psiquiátrico.
El jueves Kevin tenía que reunirse con Beverly Morgan,
la enfermera de Maxine Rothberg. Después de la muerte de
Maxine había abandonado el hotel y estaba viviendo con
una hermana en Middletown, Nueva York, una pequeña
ciudad que se hallaba más o menos a una hora de Manhat-
tan. Kevin dispuso lo necesario para que Charon lo llevara.
La hermana de Beverly Morgan tenía una casa pequeña,
de estilo Cape Cod, en una calle lateral. Era un barrio más
bien pobre, de calles estrechas y casas viejas y en estado
ruinoso; los pequeños porches tenían un aspecto desolado,
y las aceras estaban llenas de grietas y agujeros. En el inte-
rior del área de Nueva York había nevado más y con más
frecuencia, de modo que la nieve medio derretida y el ba-
rro de la última tormenta dificultaban el paso por la an-
gosta calle.
Kevin encontró la zona muy deprimida: todo parecía
triste y deprimente.

190
Beverly Morgan estaba sola en casa. La mujer negra te-
nía cincuenta y ocho años, era rechoncha y su cabello de
un color oscuro veteado en todo el centro por mechones
blancos como la nieve. Se lo habían cortado de manera de-
sigual, «tal vez su hermana —pensó Kevin=, o alguien no
profesional».
Sus grandes ojos negros, cuyo blanco brillaba, revelaban
una mirada temerosa y desconfiada. Llevaba un jersey
amarillo y verde de colores vivos, y debajo un vestido de
una pieza de color verde pálido que parecía un uniforme
de enfermera teñido. Antes de saludarlo, la mujer echó un
vistazo rápido a la limusina. Charon permanecía de pie
junto al asiento del conductor y le devolvió la mirada.
—¿Es usted el abogado? —preguntó ella, con la atención
puesta todavía en Charon.
Sí, señora. Me llamo Kevin Taylor.
Ella hizo una ligera inclinación de cabeza y dio un paso
atrás para permitirle el paso, no sin mirar de nuevo a Cha-
ron antes de cerrar la puerta.
La pequeña entrada estaba cubierta por una alfombra li-
viana, manchada y descolorida. A la derecha se advertía un
colgador de pino oscuro para sombreros y abrigos, y en la
pared contigua un espejo cuadrado de más de medio metro
de lado con un marco también de pino que hacía juego.
—Deje aquí el abrigo —dijo Beverly, indicando el colga-
dor con un gesto.
Gracias. Kevin se desprendió de su abrigo de lana y
ante y lo colgó con rapidez. Toda la casa estaba impregna-
da de un aroma delicioso, el de un pollo que estaban frien-
do. Se le hizo la boca agua—. Hay algo que huele bien, ¿eh?
-Ah... =respondió ella con vacilación, y se volvió para
indicarle la sala de estar, una pequeña pieza con una estufa
de carbón que calentaba demasiado el ambiente. Kevin se
aflojó la corbata y echó un vistazo alrededor. Los muebles
habían sido comprados en las rebajas de unos grandes al-
macenes, y los cojines del sofá estaban deslucidos. Lo ún:-

191
co atractivo era un reloj antiguo de caja de pino, que daba
la hora exacta.
—Un reloj fantástico señaló.
—Era de mi padre. Lo conservó siempre, por mal que le
fueran las cosas. Siéntese. ¿Quiere un té?
NO, no, gracias.
Bien, pues vamos a ello. Ya he tenido experiencias con
abogados en otras ocasiones —dijo, sentándose frente al
sofá, en un butacón marrón que parecía ajustársele perfec-
tamente al cuerpo. Cruzó las piernas y soltó una sonrisa
afectada.
—Bueno, éste es un caso bastante importante —precisó
Kevin.
—Los casos de los ricos siempre son importantes.
Kevin intentó sonreír. Entonces advirtió que en la estan-
tería inferior había una botella de bourbon y un vaso al
lado, en el que todavía quedaba algo de whisky. Abrió el
maletín y sacó un grueso bloc de notas. Después se reclinó.
—¿Qué puede decirme del modo en que murió la señora
Rothberg?
Lo que ya le conté al fiscal del distrito —contestó con
celeridad—. Entré en la habitación y la vi estirada en la
cama de cualquier manera, por lo que al principio creí que
había tenido un ataque cardíaco. Llamé enseguida al médi-
co, intenté la resucitación cardiopulmonar y telefoneé al
hotel para que dieran el aviso al señor Rothberg.
—¿Cuándo la vio usted consciente por última vez?
—Inmediatamente después de cenar. Me senté un rato
con ella para hacerle compañía, y entonces me dijo que es-
taba cansada pero que le dejara la televisión encendida. Así
que fui a mi cuarto a ver el programa que estaban dando
en otro aparato que yo tenía allí. Cuando volví ya estaba
muerta.
—¿Aquel día le había suministrado usted la dosis de in-
sulina habitual?
Sí.

192
—¿Está usted segura de que le dio la dosis correcta?
=Sí, por supuesto —respondió con firmeza.
—Ya. -Kevin fingía tomar anotaciones. En realidad escribió
«parece estar a la defensiva», aunque se dio cuenta de que, en
la posición de ella, cualquiera tendría derecho a estar así.
—Permítame que vaya al grano, Beverly. ¿Le importa
que la llame Beverly?
—Es mi nombre.
—Bien. Voy a ir al meollo del asunto y no le haré perder
más tiempo. —Ella asintió, entornando los ojos recelosa—.
¿Sabe usted algo que pueda incriminar al señor Rothberg?
Por ejemplo, ¿lo vio entrar en la habitación de su esposa
después de que usted hubiera salido?
No. Fui directamente a mi cuarto, ya se lo he dicho.
—Bien. Ya sabe que se encontró una provisión de insuli-
na en el dormitorio del señor Rothberg. ¿Tiene esto para
usted alguna explicación?
La mujer hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Beverly, usted sabrá que el señor Rothberg tenía una
aventura.
—Desde luego.
—¿Lo sabía también la señora Rothberg?
Sí.
—¿Alguna vez se lo comentó a usted?
No. Fue una señora hasta el final.
—Entonces, ¿por qué dice que ella lo sabía? —preguntó él
con presteza, adoptando el porte y el tono de voz de los
interrogatorios.
—Tenía que saberlo. Había gente que venía a verla.
—Entonces, ¿oyó usted por casualidad a alguien hablan-
do de esto con ella?
La mujer vaciló un instante.
No insinúo que estuviera usted espiando, pero segura-
mente mientras hacía sus quehaceres por allí cerca...
=Sí, a veces oía algo.
Ya. ¿Por casualidad sorprendió usted —inadvertida-

105
mente, por supuesto— alguna conversación entre el señor y
la señora Rothberg sobre la cuestión?
=¿Se refiere usted a alguna discusión? No, nunca oí
nada, pero muchas veces había entrado yo en la habitación
justo después de que hubiera salido el señor Rothberg, y
ella parecía disgustada.
Bien. —-Kevin se quedó un instante mirándola fijamen-
te—. ¿Considera usted que la señora Rothberg estaba bas-
tante deprimida?
=La verdad es que no puede decirse que hubiera un
montón de cosas que la hicieran feliz. Estaba inválida y su
esposo estaba ligando por ahí. Sin embargo, a pesar de lo
mal que lo pasaba, casi siempre conseguía estar de buen
humor. Era toda una mujer, una auténtica señora, ¿com-
prende? —repitió con énfasis.
=Sí, claro. -Él se reclinó y adoptó una posición más re-
lajada—. Usted también lo pasó bastante mal durante un
tiempo, ¿verdad, Beverly? —preguntó con el tono de voz
más compasivo de que fue capaz.
¿Cómo?
—En su propia vida, su familia...
—Sí, es cierto.
Kevin cambió la orientación de su mirada y se fijó de for-
ma muy clara y ostensible en la botella de bourbon y el vaso.
—¿Bebe usted, Beverly? —Ella se enderezó con pronti-
tud—. ¿Incluso en el hotel?
—Tomo un trago de vez en cuando. Me ayuda a sobrelle-
vanel cía:
—¿Tal vez más de uno? La gente sabe esas cosas, Beverly
—replicó Kevin con rapidez, inclinándose hacia delante.
—Nunca hasta el punto que me impidiera realizar mi tra-
bajo, señor Taylor.
Como enfermera, sabrá usted que las personas que be-
ben a menudo no suelen admitir que lo hacen ni la medida
en que ello les afecta a la salud.
No soy alcohólica. No le va a servir a usted de nada

194
decir que sí lo soy y que maté accidentalmente a la señora
Rothberg.
—He leído los informes del médico de la señora Roth-
berg. Al parecer se mostraba muy crítico con usted.
Nunca le caí bien. Era el médico del señor Rothberg
=añadió—, no el de la madre de su esposa.
—Usted era la encargada de inyectarle a la señora Roth-
berg la insulina y bebía; el médico se enteró y no le hizo
gracia —dijo Kevin, pasando por alto la trascendencia de las
palabras de ella. .
Yo no maté accidentalmente a la señora Rothberg.
Ya... El señor Rothberg me contó que había tenido una
discusión con su mujer sobre su aventura y que ella lo
amenazó con suicidarse y hacer que fuera él el principal
sospechoso de haberla matado. Y cree que ésta es la razón
de que la insulina estuviera en su armario. Todo sugiere
que la dosis mortal salió de ahí. ¿Puede usted encontrar al-
gún recoveco en su memoria que nos explique cómo llegó
esa insulina al armario del señor Rothberg?
Ella tenía sus ojos clavados en los de él.
—¿La puso usted allí?
=IN0.
—Encontraron sus huellas digitales.
=¿Y qué? Mis huellas estaban por toda la habitación de
la señora Rothberg. Oiga, ¿por qué coño tenía yo que po-
ner esa insulina allí? —preguntó, elevando el tono de la voz.
—Quizá la señora Rothberg se lo pidió.
=N1 ella mi yo hicimos lo que usted insinúa.
—¿Vio alguna vez a la señora Rothberg entrando con la
silla de ruedas en el dormitorio de su marido?
—¿Cuándo?
—En alguna ocasión.
—Tal vez... sí, supongo que sí.
¿Con la caja de la insulina en el regazo, quizá?
No, nunca. Y si hubiera sido así, ¿por qué no estaban
sus huellas dactilares en la caja?

0)
—Podía haber llevado guantes de plástico.
Venga ya, deje de decir sandeces. ¡También el señor
Rothberg podía haberse puesto guantes de plástico!
Él rió para sus adentros. La mujer no tenía un pelo de
tonta. «Bebía y a lo mejor no era tan eficiente como le ha-
bría gustado al médico —pensó—, pero no era estúpida.»
Decidió utilizar otra táctica.
—A usted le caía bien la señora Rothberg, ¿verdad, Be-
verly?
—Desde luego. Era toda una señora, ya se lo he dicho
antes.
Y en cambio no le gustaba lo que hacía el señor Roth-
berg, que saliera con otra mujer mientras su fiel esposa es-
taba enferma, ¿no es así?
—Él es una persona muy egoísta; ni siquiera la visitaba a
menudo. Siempre era ella la que me pedía que lo llamara o
que lo mandara a buscar.
—Por tanto, tal vez usted entendería la razón de que ella
quisiera quitarse la vida de forma que él fuera hallado cul-
pable.
No se suicidó. No me cabe en la cabeza.
—Usted siempre había sentido lástima por la señora
Rothberg... antes había tomado una copa o dos, ella le
pidió que le inyectara la insulina de la habitación del ma-
rido...
No es cierto. Mire señor Taylor, no me gusta nada lo
que está insinuando; creo que no tengo nada más que ha-
blar con usted. -Se cruzó de brazos y le dirigió una mirada
furiosa.
—Muy bien. Reservaré mis otras preguntas para el día
del juicio, cuando esté usted bajo juramento —replicó él.
Lamentaba adoptar una postura tan dura, pero lo único
que quería era tirarle de la lengua. Pero ¿y si no había nada
que sonsacarle? En cualquier caso, arrinconó rápidamente
sus dudas y guardó el bloc de notas en el maletín.
=Si lo hizo y esto queda demostrado ante el tribunal, la

196
acusarán de cómplice en la comisión de un delito, de un
delito grave —añadió.
Yo no lo hice.
—Pero, por supuesto —prosiguió Kevin, ya de pie-, si lo
hizo sin saber cuáles eran las intenciones de ella, nadie la
puede acusar a usted de nada.
Yo no puse la insulina en la habitación del señor Roth-
berg —repitió.
Kevin asintió.
-De acuerdo. Hay otras personas a quien preguntar y
otros hechos que verificar. “Acto seguido salió de la sala.
Beverly se levantó, lo siguió hasta la entrada y lo obser-
vó mientras se ponía el abrigo. Él la miró a su vez.
Allí estaba ella, una mujer negra que ya llegaba a la fase
final de su vida y que no tenía muchos recuerdos felices
que evocar. Había llegado a tener una profesión y había
intentado criar a sus hijos en ausencia del marido, pero
casi todo le había salido al revés. Bebía, pero conservaba
su empleo. Sin embargo todo había terminado, y de un
modo fatal. Con toda seguridad observaría el mundo con
amargura, y cada día que pasara sería más gris la luz del
sol. Era como si hubiera nacido en un día luminoso y poco
a poco el mundo se hubiera ido doblando sobre ella hasta
encerrarla en un túnel oscuro. Kevin lamentó el tono áspe-
ro que había utilizado con ella. Sin duda, la defensa de
Stanley Rothberg no lo justificaba.
—El olor que viene de la cocina es estupendo.
La expresión de Beverly no se suavizó. Ella lo miraba
con miedo, sus ojos revelaban un profundo recelo. Kevin
no podía reprochárselo. Últimamente todo lo que él decía
o hacía era artificial, obedecía a un plan trazado de ante-
mano para lograr un objetivo concreto. Beverly no tenía
ningún motivo para pensar que él era sincero. A Kevin su
propia codicia le produjo un cierto malestar.
—Hasta pronto y gracias —dijo él, al tiempo que abría la
puerta. Ella se acercó y permaneció allí mientras él recorría

97
el corto trayecto que había hasta la limusina. Charon le
abrió la puerta y después la miró a ella. Kevin advirtió que
el rostro de Beverly pasaba de reflejar enfado y desconfian-
za a revelar miedo y terror. La mujer cerró la puerta con ra-
pidez, y un instante más tarde él ya iba camino de vuelta.
Tan pronto como Kevin estuvo en el radio del alcance
del móvil llamó a la oficina por si había algún mensaje para
él, pues todas las secretarias se habrían ido ya antes de que
él llegara.
—Mañana a las dos tiene una reunión con Tracey Case-
well, la «amiga» del señor Rothberg —le informó Wendy-.
Aparte de esto, no hay ninguna novedad.
—Muy bien. Entonces iré directamente a casa.
-Oh, señor Taylor, el señor Milton quiere hablar con
usted. Espere un momento.
Kevin deseaba poder posponer esa conversación hasta el
día siguiente. Después de la entrevista mantenida con Be-
verly Morgan se sentía algo abatido y tampoco podía sacu-
dirse de encima la sensación de haber decepcionado al se-
ñor Milton.
No era una reacción racional. No había motivo alguno
para recriminarse nada; sin embargo, en el hecho de traba-
jar para el señor Milton había algo especial que le hacía de-
sear el éxito.
—¿Kevin?
Sí, señor.
¿Cómo ha ido?
—No muy bien —contestó. Aunque sabía que Charon no
podía oír la conversación, advirtió que miró por el retrovi-
sor al oír esa respuesta.
—¿Ah, sí?
—Rothberg le desagrada, dice que es un egoísta, y no en-
cuentra explicación alguna a que la insulina estuviera en el
armario. Le he preguntado si había oído por casualidad al-
guna discusión entre ellos tal como dijo Rothberg, y ha
respondido que no; un no categórico.

198
Ya veo. Bueno, no te desanimes. Mañana hablaremos y
veremos qué sacamos en claro. Esta noche relájate. No
pienses más en ello. Disfruta de tu encantadora mujer.
Gracias. Lo siento.
=No hay nada de que lamentarse, Kevin. Estoy seguro
de que todo irá bien.
—De acuerdo. Adiós.
Colocó el auricular en el interfono y le dijo a Charon
que lo llevara directamente al apartamento. El chófer se
dio por enterado de la orden con un movimfento de cabe-
za casi imperceptible.
Kevin recordó que Miriam había encontrado extraño
que Charon casi sonriera cuando le preguntó acerca de la
llave de oro del ascensor. En ese momento entendía la re-
acción de ella. El hombre no hablaba casi nunca. Tampoco
preguntaba nada, y siempre que se le decía dónde tenía
que ir parecía que ya lo supiera de antemano. El cristal que
separaba los asientos delanteros de los de atrás estaba
siempre subido, de modo que si había que comunicarse
con él había que hacerlo mediante el interfono.
Kevin no podía evitar preguntarse sobre Charon: de dón-
de era, dónde vivía, cuánto tiempo llevaba trabajando como
chófer para John Milton, aunque estaba convencido de que
el hombre no había sido chófer durante toda su vida.
Su rostro despertaba interés. Seguramente había viajado
mucho y había hecho cosas importantes. ¿Por qué los de-
más tampoco hablaban con él? Casi siempre actuaban
como si él no estuviera presente. Sólo le decían «Charon,
llévanos aquí» o «Charon, llévanos allá». No intercambia-
ban con él ni el más mínimo parloteo.
¿Tenía familia? ¿Estaba casado?
Después de detener el coche frente al edificio de aparta-
mentos, Charon abrió la puerta de atrás, y esta vez Kevin
salió muy despacio.
Bueno, Charon —dijo=, tu jornada también ha termina-
do, ¿eh?

199
Sí, señor.
—Aunque tienes que volver y esperar al señor Milton
para llevarlo a su casa, ¿verdad?
-No importa.
—¿Vives en la ciudad también?
Vivo aquí, señor Taylor -respondió.
—¿En serio? ¿En uno de esos apartamentos?
Sí. En uno al que se llega desde el garaje.
—No tenía ni idea. ¿Estás casado, Charon?
—No, señor.
—En todo caso, de lo que sí estoy totalmente seguro
es de que no has nacido en Nueva York. ¿De dónde eres?
Tu dicción es estupenda y no identifico en ti ningún dia-
lecto.
Soy de aquí, señor Taylor.
—¿De Nueva York? —-Kevin sonrió, pero Charon no se
relajó ni le devolvió la sonrisa.
—¿Desea algo más, señor Taylor?
«Este hombre no muestra ninguna emoción. Es como
un cyborg», pensó Kevin.
Oh, no, Charon. Que tengas una buena noche.
-Lo mismo digo, señor Taylor.
Kevin lo siguió con la mirada mientras volvía a la limu-
sina y arrancaba. Después entró en el edificio.
—Hola, señor Taylor. ¿Ha tenido un buen día? —pregun-
tó Philip, al tiempo que levantaba la mirada del aparato de
televisión que tenía justo debajo del mostrador. A conti-
nuación se puso de pie y salió dando la vuelta al escritorio.
—Más bien un día duro, Philip. Todavía queda por ver si
ha sido bueno o no.
Sí... ya le entiendo, señor. —Pulsó el botón para llamar
al ascensor.
—¿Llevas mucho tiempo aquí, Philip?
—Vine inmediatamente después de que el señor Milton
comprara el edificio, señor Taylor.
=Acabo de enterarme de que Charon vive precisamente

200
en uno de los apartamentos de abajo. No lo sabía. Es un
hombre que habla poco susurró Kevin mientras sonreía.
Sí, es verdad, señor, pero le es fiel al señor Milton. Se
podría decir que le debe la vida.
—¿Ah, sí? —La puerta del ascensor se abrió=. ¿Por qué?
—El señor Milton le defendió en un juicio y: logró que lo
absolvieran.
—¿En serio? No tenía ni idea. ¿Y de qué se acusaba a
Charon?
—De asesinar a toda su familia, señor Táylor. Lógica-
mente estaba tan deprimido por la muerte de sus seres
queridos que ya no le importaba demasiado lo que pudiera
sucederle. Sin embargo, el señor Milton le infundió nuevas
ganas de vivir.
Ya.
—Prácticamente lo mismo que me sucedió a mí.
—¿De verdad?
—Me acusaron de aceptar sobornos de unos camellos.
Trataron de ponerme en una situación delicada. No obs-
tante, el señor Milton me sacó de ella al demostrar que
todo había sido una trampa. Está usted trabajando con un
tipo cojonudo, señor Taylor.
—Usted también, Philip -dijo Kevin, y se metió en el as-
censor. Philip le sonrió en el momento que la puerta se ce-
rraba.
Cuando entró en el apartamento estaba tan absorto que
no reparó en la ausencia de Miriam. Dejó el maletín, se
quitó el abrigo, fue a la sala de estar y se preparó un
whisky con soda.
¿Miriam?
Kevin recorrió el apartamento de arriba abajo. Ella no
había dejado ninguna nota. «Tendría que estar en casa des-
de hace rato», pensó él. Volvió a la sala de estar y esperó.
Al cabo de casi veinte minutos se abrió la puerta y Miriam
entró, luciendo su albornoz azul de felpa y una toalla de
baño alrededor del cuello.

201
—¿Dónde demonios estabas? —preguntó.
-Oh, Kev. Creí que tardarías una hora por lo menos en
regresar a casa.
—He tenido una entrevista fallida. De lo contrario habría
llegado más tarde, desde luego. Pero ¿de dónde vienes ves-
tida así?
Del ático... del jacuzzi —contestó con voz cantarina
mientras atravesaba el vestíbulo en dirección al dormitorio.
¿Qué? —Kevin la siguió, con el vaso todavía en la
mano.
—¿Has ido al apartamento del señor Milton y has utili-
zado su jacuzzi?
No es la primera vez, Kev —precisó ella mientras se
quitaba el albornoz y lo dejaba caer a sus pies. No llevaba
ninguna otra ropa, y su piel tenía todavía un fuerte color
rojo por la temperatura del agua. Entonces se dio la vuelta
y, ante el espejo, echó los hombros para atrás para hacer
que los pechos se le levantaran—. ¿Crees que las clases de
aerobic se notan? ¿Verdad que la parte de atrás del muslo
parece más delgada?
—¿Qué quieres decir con que no es la primera vez que
has subido al ático, Miriam? Nunca me habías hablado de
esto.
¿No? —Ella se volvió hacia él-. Claro que sí. “Entonces
sonrió—. Anteayer por la mañana, aunque posiblemente no
lo recuerdes porque estabas muy agobiado. -Se encaminó
hacia la ducha.
—Eh, espera un momento... -Kevin estiró la mano y le
agarró del brazo. No la apretó con fuerza, pero ella gritó
como si él le hubiera retorcido el codo con unas tenazas-.
Lo siento.
Pero ¿qué te pasa? —preguntó mientras las lágrimas lle-
naban sus ojos y se frotaba el brazo—. Seguro que me va a
salir otro morado.
—No te he apretado tan fuerte, Miriam.
Mira, yo no soy uno de tus colegas, Kevin. Además,

202
¿cómo es que a veces eres tan tierno y romántico y ahora
te comportas así? ¿Quién eres, Jekyll y Hide? —Miriam
prosiguió su camino hacia el cuarto de baño. Él fue detrás.
—Miriam, ¿qué has querido decir con «anteayer por la
mañana»?
Anteayer por la mañana significa hace dos días, Kevin
=replicó ella, y abrió el grifo.
Ya lo sé. No hables en ese tono, no pega contigo. Dices
que me hablaste de tus visitas al ático.
Todos tenemos las llaves de oro, y el señor Milton dijo
que las utilizáramos siempre que nos apeteciera, que dis-
frutáramos del ático, que utilizáramos los jacuzzis, el equi-
po estéreo, todo. Subimos a menudo.
—¿Subimos? ¿Quiénes?
—Norma, Jean y yo. Bueno, ¿me dejas ducharme y así
podré preparar después algo de cenar? Yo también tengo
hambre.
—Yo no. Estoy desconcertado. Diste a entender que an-
teayer por la mañana hicimos el amor.
Ella lo miró fijamente y movió la cabeza en señal de de-
saprobación. Acto seguido se metió en la ducha. Él siguió
tras ella.
—¿Miriam? —Abrió la puerta de corredera.
¿Qué?
¿Lo hicimos?
—¿Si hicimos qué?
—¿Hicimos el amor?
No sabía que hicieras el amor tan a menudo que te ol-
vidaras con quién y cuándo lo haces —espetó ella, y cerró
de nuevo la puerta de la ducha. Kevin permaneció allí, mi-
rándola a través del cristal. Después advirtió que aún tenía
en la mano el vaso de whisky y lo apuró de un trago.
«Pero ¿de qué narices estaba ella hablando?
»¿De qué narices estaba hablando realmente?»

203
11

A Miriam le salió un morado en el brazo, pero tan grande


e intenso que Kevin se sintió culpable. Éste había vuelto a
la sala de estar a servirse otra copa y reflexionar un rato
cuando oyó la exclamación que ella soltó en la cocina. Te-
nía puesto de nuevo el albornoz, y al alargar el brazo para
coger un plato de la vitrina, la manga había caído para atrás
y había puesto al descubierto el moratón.
Dios mío, no creí que te hubiera apretado tan fuerte,
Miriam.
—Pues está claro que lo has hecho —replicó ella sin vol-
verse hacia él. Empezó a poner la mesa.
—Quizá tengas carencia de vitamina C, y por eso tus ca-
pilares están tan débiles. —Ella no hizo ningún comenta-
rio—. Lo siento, Miriam, de veras.
—No tiene importancia. -Entonces hizo una pausa y lo
miró—. Me he olvidado de preguntarte cómo te ha ido hoy.
No respondió de inmediato. Desde que había empezado
a trabajar en John Milton 8 Associates, ella le daba la
bienvenida con esa pregunta, pero a continuación, antes de
que él pudiera explicarse, ella lo cortaba y le decía que no
hacía falta entrar en detalles concretos. Sin embargo, a Mi-
riam le encantaba enterarse de todo lo relativo al trabajo
de él cuando vivían en Blithedale. Al parecer, en Nueva
York había adoptado sinceramente la actitud de Norma y
Jean al respecto, y esto a Kevin no le gustaba. Era como si
ya no compartieran nada, como si estuvieran disputando
dos carreras distintas y sólo se juntaran para participar en
actividades placenteras.

204
=¿De verdad quieres saberlo? ¿Puedo empezar sin el pe-
ligro de que a la mínima te niegues a seguir escuchando?
Kevin, yo sólo intento...
—Ya lo sé, procuras que me relaje. Pero tú no eres una
geisha, Miriam. Eres mi esposa. Deseo compartir contigo
tanto mis éxitos como mis frustraciones. Quiero que seas
parte de todo lo que soy y lo que hago, como yo quiero
ser parte de lo que eres y haces tú.
-No quiero escuchar cosas desagradables, Kevin —repli-
có ella con firmeza—. No quiero, simplemeñte. El señor
Milton tiene razón. Hay que quitarse los zapatos antes de
entrar en casa y dejar el barro fuera. La casa de un hombre
debe ser como un trozo privado de cielo.
—¡Oh, Dios!
—Pues a Norma y Jean les funciona bien así. Mira lo feli-
ces que parecen y lo bien que les va en sus matrimonios.
¿No quieres también esto para nosotros? ¿No es éste el
motivo por el que me trajiste a Nueva York... una vida me-
jor, más feliz?
—De acuerdo, muy bien. Sólo que a veces me gustaría
poder confiarte cosas y contar con tu ayuda y tu opinión
sobre ciertos asuntos.
¿Como en el caso de Lois Wilson? —soltó ella con
brusquedad.
Él la miró con atención un instante.
Reconozco que entonces me equivoqué. La verdad es
que podía haber tenido en cuenta tu punto de vista y to-
marme el tiempo necesario para explicar el mío, en vez de
entrar al trapo de manera tan obstinada, pero...
Déjalo, Kevin, por favor. Lo estás haciendo bien y
todo el mundo está contento contigo. Ahora llevas entre
manos un caso importante. Estás ganando un montón de
dinero y vivimos cómodamente. Tenemos amigos nuevos
y estupendos. No tengo ganas de sentirme deprimida por
culpa de la mala suerte de alguien o a causa de los terribles
crímenes que se cometen por ahí cada día. —-Hizo una

205
mueca y sonrió tan mecánicamente que parecía haberse
convertido en un robot-. He traído este pollo estilo Kíev
cocinado por el chef del Russian Tea Room, que estará
para chuparse los dedos. En la Sexta hay una tienda que lo
venden en la sección de congelados. Norma lo descubrió.
Lo pondré en el microondas y en unos minutos estará listo
=soltó con voz cantarina=, así que vete preparando para
cenar.
Kevin apretó los labios y asintió.
-De acuerdo —respondió en voz baja—. Muy bien.
Hizo lo que ella le dijo, pero no pudo evitar sentirse
frustrado, y ello a pesar de que la comida era deliciosa, y el
vino magnífico. Miriam parloteó todo el rato sobre lo que
había hecho durante el día, dónde había ido de compras,
las clases de ejercicio físico, cosas que contaban Norma y
Jean, rumores de que Helen Scholefield había empeorado,
lo maravilloso que era el ático del señor Milton... Hablaba
sin parar, envolviéndolo, y envolviendo también cualquier
tentativa de hablar de los pormenores del caso de Kevin.
Tal vez debido a la decepción y la confusión que sentía,
o quizá porque estaba más cansado de lo que creía, la
cuestión es que el whisky y el vino acabaron tumbándolo
y se quedó dormido en el sofá mientras veían la televisión.
Cuando Miriam la apagó, se despertó de golpe.
—Kev, estoy cansada.
=¿Qué? Ah, claro. -Se levantó y la siguió al dormitorio.
Se metió en la cama junto a ella y enseguida se quedó dor-
mido, aunque de nuevo se vio inmerso en un sueño erótico
en el que se despertaba en la cama y giraba ligeramente la
cabeza al oír cierto movimiento a su lado.
Miriam estaba encima de un hombre, cuyas piernas es-
taban dobladas para mantener su erección en la posición
adecuada. El hombre la agarraba unos dos o tres centíme-
tros por encima de las rodillas, de modo que los pechos de
ella se agitaban con energía debido al movimiento hacia
arriba y hacia abajo, lo que se traducía en una cierta comi-

206
cidad debido a la intensidad de la escena. Ella gemía y
echaba la cabeza hacia atrás. De pronto se inclinó hacia de-
lante para que él pudiera alcanzarla y acariciarle los pechos
con los dedos y en torno a los pezones, que cogió suave-
mente con dos dedos.
Kevin no podía moverse. La visión le provocó una erec-
ción, pero era incapaz de girar el cuerpo o levantarse de la
cama. Todos los esfuerzos eran en vano. Parecía como si
estuviera pegado con cola a las sábanas y que tuviera los
brazos atados al cuerpo. y
Y al lado seguían igual. Miriam alcanzaba un orgasmo
tras otro, gimiendo, gritando de placer, y finalmente se
dejó caer sobre el hombre desnudo que tenía debajo para
recuperar el aliento. Éste deslizó una mano por los hom-
bros de ella, y entonces Kevin vio sus dedos: en el meñi-
que estaba su anillo de oro con la letra «K». Forcejeó para
girar más la cabeza, hasta que poco a poco llegó a volverla
totalmente y logró mirar a los ojos del amante de Miriam.
De nuevo estaba mirándose a sí mismo, sólo que en esa
ocasión su doble sonreía con arrogancia. Kevin cerró los
ojos y deseó con todas sus fuerzas que la pesadilla termi-
nara de una vez; por fin cayó en un sueño agitado. Cuando
a la mañana siguiente se despertó y se volvió hacia Miriam,
advirtió que estaba boca abajo, fuera de las sábanas, desnu-
da y extendida como la había visto sobre su doble en el
sueño.
Kevin se quedó mirándola fijamente hasta que ella abrió
los ojos.
Buenos días —dijo ella, y le dirigió una sonrisa. El no
respondió. A continuación, ella se puso boca arriba y se
frotó los ojos—. Después he dormido tan bien... —añadió.
Se volvió hacia él y lo besó en la mejilla.
Kevin quería preguntar «¿después?», pero se contuvo.
Miriam se sentó en la cama y soltó un lamento.
—¿Qué pasa?
—Eres un animal —contestó ella.

207
¿Qué?
Mira... Kevin se incorporó a su lado y miró sus pier-
nas. Justo por encima de las rodillas de ella había dos pe-
queños moratones, causados por dedos que hubieran apre-
tado demasiado fuerte-. Y ahora no me digas que es
porque me falta vitamina C, Kevin Taylor. Eres un bruto.
Él no abrió la boca. En su cara sólo se adivinaba incre-
dulidad. Miriam se levantó y fue al cuarto de baño, y Ke-
vin se recostó contra la almohada sintiéndose tan agotado
como si hubiera estado toda la noche haciendo el amor
apasionadamente. Pero ¿por qué parecía todo una pesadi-
lla? ¿Por qué estaba fuera de su cuerpo, observándose a sí
mismo? ¿Estaba teniendo algún tipo de experiencia para-
normal? Si eso seguía así, quizá tendría que ir a ver a un
psiquiatra.
Después de la ducha se vistió, y durante el desayuno es-
cuchó los proyectos de Miriam para ese día. No recordaba
haberla visto nunca tan absorta en sí misma. Como cual-
quier otra persona, ella tenía también su cuota de vanidad,
pero siempre había sido sencilla y consciente del momento
en que la conversación se centra demasiado en uno mismo.
Sin embargo, cuando aquella mañana Kevin salió del apar-
tamento se dio cuenta de que Miriam no había hecho refe-
rencia a una sola cosa que no tuviera que ver con ella: no
había hablado de otra cosa que del modo en que iba a me-
jorar sus conocimientos sobre arte o sus muslos en las cla-
ses de aerobic, o del nuevo vestido que quería comprarse.
En lugar de Kevin, en la silla podía haber habido perfecta-
mente un espejo.
Aquella tarde Kevin entrevistó a Tracey Casewell, la
amante de Rothberg. No era una mujer especialmente
atractiva, pero lucía una bonita figura y sólo tenía veinti-
cuatro años; trabajaba en el hotel desde hacía algo más de
tres años. Confirmó la historia de Rothberg, en la que in-
cluyó la descripción del modo en que él había ido a verla
directamente después de la discusión mantenida con su es-

208
posa, para explicarle los detalles de la misma. Kevin pensó
que su versión era demasiado idéntica a la de su amante, y
tuvo la sospecha de que se había limitado a memorizarla.
Así pues, la acusación no tendría dificultades para conven-
cer al jurado de que ella era culpable de conspiración para
el asesinato.
Kevin la interrogó tan rápida y directamente como
pudo, asumiendo el papel de fiscal y tratando de poner de
manifiesto que estaba mintiendo para encubrir a su aman-
te. La sorprendió en dos contradicciones de poca impor-
tancia, una de las cuales se refería a la hora en que supues-
tamente Rothberg le había contado lo de la discusión con
su mujer. Cuando él le llamó la atención sobre ello, Tracey
corrigió inmediatamente sus palabras.
Dio la impresión de que lamentaba sinceramente toda
aquella situación y confesó que se sentía muy mal por el
hecho de haber tenido una aventura con Rothberg mien-
tras su esposa estaba inválida. Había conocido a Maxine
antes de iniciar su relación con el marido, y lo cierto es
que tenía muy buen concepto de ella. Kevin llegó a la con-
clusión de que si lograba que el jurado se tragara esa parte
de la declaración de Tracey, ésta podría ser de ayuda, si
bien no se sentía demasiado confiado al respecto.
De hecho, a medida que se acercaba la fecha del juicio,
Kevin empezó a mostrarse más pesimista. Cuando hablaba
con los periodistas ponía buena cara y aseguraba que de-
mostraría que la inocencia del señor Rothberg estaba fuera
de toda duda; sin embargo, por dentro tenía la sensación
de que lo máximo que podía hacer era confundir a los
miembros del jurado y evitar que éstos no tuvieran el ple-
no convencimiento de la culpabilidad de su cliente, con lo
que tendrían que declararlo no culpable. Para el público,
Rothberg siempre sería sospechoso de haber asesinado a
su esposa, pero al menos él ganaría el caso.
Aunque le sorprendía el desinterés de Miriam por la
marcha del asunto, poco a poco Kevin admitió que quizá

209
sería mejor seguir el consejo del señor Milton. Al fin y al
cabo, mientras iban y venían del trabajo en la limusina, los
demás colegas del bufete hablaban de sus casos hasta el
aburrimiento. Era una buena cosa atravesar el umbral de la
puerta sabiendo que las preocupaciones y las tensiones po-
dían dejarse fuera.
Aquella semana salieron un par de veces a cenar fuera
con Dave, Norma, Ted y Jean. Paul fue con ellos el fin de
semana y les explicó que Helen se hallaba casi en estado
catatónico. Hasta el momento se había resistido a ingresar-
la en un sanatorio, pero a pesar de que tenía una enfermera
viviendo en la casa, no sabía cuánto tiempo más podría
aguantar la situación.
=Ni siquiera ha vuelto a coger los pinceles —les dijo.
Miriam se preguntó en voz alta si sería conveniente
que ella y las otras fueran a visitarla, pero Paul replicó que,
aparte de infructuoso, podía resultarles algo deprimente.
Entonces Kevin advirtió que la sola mención de la palabra
«deprimente» enterró definitivamente la idea. Desde que
se habían trasladado a la ciudad, el grado de tolerancia de
Miriam hacia todo aquello donde anidara la tristeza o la
desdicha había sufrido un fuerte descenso. Parecía no de-
sear nada que implicara siquiera el más mínimo esfuerzo o
compromiso. Por ejemplo, ir a cenar a casa de sus padres
se convirtió de repente en un tormento.
-No quiero meterme en todo ese tráfico y moverme a
tirones para ir a Long Island y volver —decía ella. Que
vengan ellos a la ciudad. Es mucho más fácil.
Quizá para nosotros, pero no para ellos -señaló Kevin,
aunque ella no hizo caso.
Kevin se daba cuenta de que normalmente en casa co-
mían comida congelada calentada en el microondas. La ma-
yoría de las veces Miriam compraba alimentos ya cocina-
dos y simplemente los servía. Sus habilidades culinarias,
algo de lo que en otro tiempo se había sentido orgullosa,
se esfumaron por completo. Estaba demasiado ocupada. Si

ZO
Kevin se preguntaba en voz alta qué es lo que la tenía tan
atareada, ella se moría de ganas de recitarle una lista de co-
sas: clases de aerobic, ir de compras, espectáculos y mu-
seos, comer cada día en un restaurante nuevo y, como nove-
dad, clases de canto. Las demás chicas también lo hacían;
menos Helen, por supuesto.
Si él la llamaba desde el despacho, Miriam casi nunca es-
taba en casa. En su lugar, Kevin oía el contestador automá-
tico. «¿Para qué necesitaba un contestador automático?»,
se preguntaba él. Nunca devolvía las llamadas que le ha-
cían sus viejos amigos de Long Island, ni siquiera las de
sus padres o sus suegros, con lo que normalmente éstos
llamaban después por la noche y se quejaban. Si Kevin le
hacía algún comentario sobre el asunto, Miriam respondía:
Oh, estos días ando muy distraída, pero pronto me or-
ganizaré.
Y cuando era él quien expresaba sus quejas, ella repli-
caba:
—Pero ésta es la vida que tú querías para nosotros, ¿no,
Kevin? Y ahora que estoy ocupada y haciendo cosas, tú te
lamentas. ¿Sabes de verdad lo que quieres?
Kevin empezó a cuestionárselo todo. A veces, cuando
llegaba a casa y ella aún no había vuelto de sus actividades,
se ponía un whisky con soda, contemplaba el río Hudson
y se hacía preguntas. ¿Sería más feliz en Long Island?
¿Qué pasaría cuando tuvieran niños? Miriam ya estaba ha-
blando de trasladarse a un apartamento más grande dentro
del mismo edificio y de contratar una canguro que viviera
permanentemente con ellos para cuando tuvieran el primer
bebé.
Norma y Jean van a hacerlo —le señaló-. Hoy día, y a
mi edad, un niño no ha de suponer ninguna traba para la
forma de vida que llevo.
—Pero si tú siempre has detestado esta forma de proce-
der —le recordó él-. Acuérdate de lo que criticabas a los
Rosenblatt sobre el modo en que educaban a sus hijos, que

22
prácticamente tenían que pedir día y hora para poder ver a
sus padres.
“Son diferentes. Phyllis Rosenblatt es una persona... in-
sípida. No sería capaz de distinguir entre un Jackson Po-
llock y una muestra de papel pintado.
Kevin no entendió lo que había querido decir, pero es-
taba claro que si él persistía con el tema, ella cogería la
puerta y se largaría. Cada día que pasaba se sentía más dis-
gustado con la conducta de su esposa, pero la noche ante-
rior al inicio del juicio contra Rothberg ella experimentó
un cambio repentino.
Cuando aquella noche Kevin regresó al apartamento se
encontró con que Miriam había preparado una comida ca-
sera. Además, en vez de llevar el cabello con aquel nuevo
estilo rizado, se lo había cepillado hacia atrás y le caía rec-
to, como a él le gustaba. Se había maquillado muy poco y
lucía uno de sus viejos vestidos. La mesa ya estaba puesta,
y cenarían a la luz de las velas.
—Creí que estarías un poco nervioso y que querrías lle-
gar a casa y estar tranquilo —le dijo ella.
—Fantástico. ¿Qué es lo que huele tan bien?
—Pollo con salsa de vino, como a ti te gusta.
=¿Y como tú lo haces?
=Sí. Lo he hecho yo, y también un pastel de manzana...
desde el principio —añadió-. Hoy no he ido a ninguna par-
te con las chicas. Me he quedado aquí, esclavizada, como
una fiel esposa y ama de casa. —-Kevin se echó a reír, aun-
que le pareció detectar un ligero tono sarcástico. «En este
tono hay más de Norma y Jean que de Miriam», pensó.
—Te quiero, cariño —le dijo, y a continuación la besó.
—Después de cenar —objetó ella, rechazándolo suave-
mente—. Primero lo primero. Ponte cómodo.
Después de ducharse y cambiarse, Kevin observó que
Miriam había hecho un fuego en la chimenea y que había
preparado cócteles y entremeses. La calidez del hogar, la
magnífica cena, el whisky y el vino lo relajaron. Le confe-

POS
só a Miriam que se sentía como si lo hubieran devuelto a la
barriga de su madre.
Después de cenar tomaron un coñac y ella interpretó al
piano su canción de boda. Era una vieja canción que a sus
padres les encantaba y a la que ella guardaba un gran cari-
ño desde el primer momento que la había escuchado.
—También te enseñaré el resultado de mis lecciones de
canto —dijo, y empezó: «Estoy chiflada por ti y te quiero...
Dime que tú también me quieres... Estoy chiflada por ti y
te necesito... SOY sincera...».
Los ojos de Kevin se llenaron de lágrimas.
Oh, Miriam, he estado trabajando tanto que casi había
olvidado para qué era todo esto... Es para ti. Nada tendría
sentido si no estuvieras tú.
La besó, la levantó en brazos y la llevó al dormitorio.
Todo era fantástico. Ya no había dudas ni vacilaciones;
iban a estar de maravilla. Todo sería extraordinario, tal
como habían imaginado y deseado. Miriam era todavía
Miriam, y estaban todavía enamorados. Comenzó a des-
nudarla.
No, espera —dijo ella, al tiempo que se incorporaba y
se inclinaba hacia él-. Hagámoslo como el miércoles por la
noche.
—¿El miércoles por la noche?
-Cuando volvimos a casa, después de cenar con Ted y
Jean. No me digas que también lo has olvidado.
Kevin aguantó la sonrisa. Ella empezó a desabrocharle
la camisa.
—Yo te desnudé a ti y tú me desnudaste a mí —susurró
Miriam, y prosiguió con la repetición de algo que él era in-
capaz de recordar por mucho que lo intentara.

Todos los del bufete asistieron al juicio de Rothberg en un


momento u otro del proceso. Incluso a las secretarias se les
concedieron algunas horas libres para ir a ver cómo se de-

213
sarrollaba la causa. Sorprendentemente, el señor Milton no
apareció. Daba la impresión de sentirse ya satisfecho con
los informes que le llegaban. Pero lo que más molestó a
Kevin fue la negativa de Miriam a asistir. Le dio la sorpresa
cuando la mañana del primer día, después de desayunar, le
hizo saber que no estaría en la sala de vistas. Kevin espera-
ba que cambiara de opinión antes de que el juicio llegara a
su fin.
Bob McKensie empezó su primera intervención de una
forma lenta y metódica, estructurando los hechos, teorías
y argumentos sobre la base de lo que consideraba un caso
de culpabilidad manifiesta. Kevin pensó que el plantea-
miento era muy inteligente, al organizar su razonamiento
en un principio, una parte media y un final perfectamente
definidos, guardando para lo último las pruebas periciales
y forenses. El fiscal hablaba con prudencia y confianza en
sí mismo, y tenía todo el porte de un abogado maduro y
experimentado. Eso hacía que Kevin fuera más consciente
de su juventud y de su relativa inexperiencia.
«¿Por qué había tenido John Milton tanta confianza en
su capacidad —se preguntaba antes incluso de empezar su
exposición=, y por qué estaba tan resuelto a que fuera él
quien defendiera a Rothberg?» Kevin comenzó a sentirse
paranoico con respecto a los auténticos motivos para asig-
narle el caso Rothberg. Quizás el señor Milton sabía desde
el principio que se iba a perder y quería que fuera Kevin el
que se estrellara para poder así echarle culpa a su juventud
y a su falta de tablas.
—Ustedes verán, señoras y señores del jurado —empezó
diciendo McKensie— cómo las semillas del abominable ase-
sinato que vamos a juzgar fueron plantadas años antes de
que éste se consumara. Comprobarán cómo el acusado fue
desarrollando sus razones para hacerlo, tuvo la oportuni-
dad y cometió el acto desmedidamente irracional de una
manera fría y deliberada, confiando en que su culpa queda-
ría ensombrecida por la confusión o la supuesta negligencia.

214
Se volvió hacia Rothberg y lo señaló.
—Este hombre depende de una palabra, duda, y espera
que su abogado mantenga viva esa duda y apele a la con-
ciencia de ustedes para evitar que lo condenen por ese cri-
men atroz.
La forma de hablar pausada y los movimientos lentos de
McKensie pusieron un acento sombrío en un caso que es-
taba cargado de tensión. La gente de la televisión y los pe-
riódicos garabateaban notas con celeridad. Los dibujantes
empezaron a captar los rostros de los miembros del jura-
do, así como la expresión ordinaria de Rothberg. Hubo un
momento en que éste incluso bostezó, mientras el fiscal
estaba haciendo sus observaciones iniciales.
Los dos primeros días, McKensie llamó a cuatro testigos
que pusieron de relieve el carácter despreciable de Rothberg,
al declarar que éste era un jugador que había perdido un
montón de dinero de la familia Shapiro y que incluso había
tenido que hipotecar el hotel por segunda vez, a pesar de la
reputación nacional de éste y de lo próspero que era el nego-
cio del pan de pasas. Buena parte de todo esto había sucedi-
do después de que Maxine cayera demasiado enferma para
tener un papel activo en la dirección del hotel y los negocios.
McKensie fue más lejos y se remontó a la época en que
Rothberg trabajaba en el comedor, cuando por la noche
jugaba a las cartas y perdía las propinas que había hecho
durante el día. El fiscal contó la historia de Rothberg con
prudencia, presentándolo como un individuo vulgar y re-
pelente pero que también supo actuar con astucia para
conquistar el corazón de Maxine Shapiro. En definitiva,
aquello era un matrimonio de conveniencia; era evidente
que se había casado con ella por el dinero. Cuando Kevin
protestó diciendo que la caracterización de su cliente era
infundada, McKensie llamó a un testigo que respaldara la
acusación: un chef retirado juró que Rothberg le había
confesado que seduciría a Maxine para ser un día el pro-
pietario de Shapiro's Lake House.

TS
A continuación, después de una fase tranquila en la que
se pusieron de manifiesto las aventuras extramatrimoniales
de Rothberg, McKensie llamó al estrado a Tracey Casewell
y rápidamente logró que ésta admitiera su relación con
Stanley Rothberg en la época en que la esposa de éste ha-
bía estado enferma.
Al día siguiente McKensie pasó a hablar de la enferme-
dad de Maxine Rothberg. Llamó al médico al estrado y
obtuvo una descripción clara de los problemas y peligros
de la dolencia en cuestión. El fiscal no llevó al testigo al te-
rreno de sus críticas hacia Beverly Morgan, ya que desde
luego no quería que en los miembros del jurado arraigara
la idea de que la enfermera, debido a su afición a la bebida,
podía haber matado accidentalmente a Maxine Rothberg.
El objetivo principal del interrogatorio de Kevin sería
conseguir que el médico reconociera que Maxine era capaz
de ponerse ella misma la inyección de insulina.
Al llegar a ese punto, McKensie planteó la cuestión de
las pruebas policiales, que desvelaban la existencia de una
provisión de insulina escondida en el armario de Stanley.
El patólogo aportó el informe de la autopsia, lo que per-
mitió comprobar fácilmente las relaciones entre una cosa y
otra. Por último, para reforzarlas aún más, se llamó a Be-
verly Morgan, de quien McKensie logró que describiera la
relación de Rothberg con su esposa y la poca frecuencia
con que la visitaba o preguntaba por ella. Beverly refirió
también los sucesos del día en que murió Maxine Roth-
berg, más o menos de la misma forma en que se los había
contado a Kevin. Y llegó el turno de éste.
Antes de levantarse para interrogar a Beverly, notó que
alguien le tocaba el hombro, se volvió y vio que Ted se ha-
llaba de pie tras él.
-De parte del señor Milton —dijo en voz baja al tiempo
que le indicaba con la cabeza la zona donde Dave, Ted y
Paul se habían sentado cuando habían asistido a las sesio-
nes del juicio. Dave y Paul estaban allí, pero en esa ocasión

216
el señor Milton se encontraba sentado entre ellos. Éste
sonrió y asintió.
¿Qué? —exclamó Kevin después de coger el trozo de
papel y leer la nota. Entonces volvió a mirar hacia el señor
Milton y éste hizo un nuevo gesto de confirmación, aun-
que esa vez con más firmeza. Ted le dio una palmadita en
el hombro a Kevin y volvió a su sitio. Kevin se levantó y
se colocó frente a Beverly Morgan. Todavía echó un nuevo
vistazo a la nota para asegurarse de que estaba leyendo
bien. Acto seguido inició el interrogatorio, y las respuestas
de Beverly Morgan le sorprendieron tanto como al mismo
fiscal.
Señora Morgan, usted declaró que había ocasiones en
que el señor Rothberg visitaba a su mujer y después ella se
quedaba muy triste. ¿Recuerda en especial alguna de esas
visitas, quizás una de las más recientes?
=Sí —respondió Beverly Morgan, y contó los sucesos y
la discusión que, según Stanley Rothberg, habían tenido
lugar entre él y su esposa.
Sin pestañear ni cambiar en ningún momento la expre-
sión de la cara, Beverly Morgan explicó que había visto a
Maxine Rothberg entrar con su silla de ruedas en el dor-
mitorio de Stanley.
—Llevaba la insulina en el regazo. “Hizo una pausa y
miró a la audiencia—. Y llevaba un par de guantes de plásti-
co de los míos terminó diciendo.
Se hizo un silencio profundo, como el que precede a la
tormenta, y de repente estalló en la sala un tremendo jaleo
de periodistas que corrían a hacer llamadas telefónicas y de
gente que exteriorizaba su asombro. El juez golpeó varias
veces con el mazo para imponer orden y amenazó con de-
salojar a todo el mundo excepto a las partes afectadas. Ke-
vin miró hacia el público y advirtió que, aunque los otros
colegas sí estaban, John Milton ya se había ido. Una vez se
hubo restablecido la calma, Kevin le dijo al juez que no te-
nía más preguntas.

217
McKensie volvió a interrogar a Beverly Morgan y quiso
saber por qué no había contado esa historia antes. Muy
tranquila, ella respondió que nadie se lo había preguntado.
En aquel momento Kevin no sabía si McKensie sacaría el
tema de las críticas del médico a la enfermera y el proble-
ma de ésta con la bebida para desacreditar su declaración,
en cuyo caso Kevin ya estaba presto a explicar el modo en
que ella podía haber sido negligente y con ello haber pro-
vocado la muerte de Maxine. Parecía claro que así podría
confundir a los miembros del jurado y crearles serias du-
das acerca de la culpabilidad de Stanley Rothberg.
En vez de ello, McKensie decidió detenerse aquí. El
juez suspendió la sesión, y Kevin le preguntó a Paul dónde
estaba el señor Milton. Quería saber cómo se había entera-
do éste de que Beverly Morgan cambiaría su versión de los
hechos.
—Ha tenido que marcharse a toda prisa para reunirse
con un cliente —le explicó Paul-. Hablará contigo más tar-
de, pero me ha encargado que te diga que estás llevando el
asunto muy bien.
—Pues hasta el final creía que iba perdiendo.
Paul sonrió y miró a Ted y Dave. Todos exhibían la
misma expresión arrogante.
Nosotros no perdemos —puntualizó Paul.
Kevin hizo una inclinación de cabeza.
Estoy empezando a creerlo —replicó, paseando la mira-
da de uno a otro. Cuando volvió a la sala después del rece-
so, se respiraba un aire de expectación. Echó un vistazo al-
rededor, al público, periodistas y técnicos de los medios de
información, y de repente tuvo la misma sensación de po-
der y alborozo que había experimentado al defender a
Lois Wilson. Todo estaba en sus manos. Cuánto le habría
gustado que Miriam hubiera venido, al menos hoy...
Kevin empezó llamando a Stanley Rothberg. Después
de que éste prestara juramento, Kevin se reclinó en la silla
y cruzó los brazos.

218
Señor Rothberg, un testigo ha declarado sobre su ca-
rácter. Primero le ha descrito como un jugador que perdía
con frecuencia grandes sumas de dinero y que a menudo
tenía deudas. ¿Es verdad todo esto?
=Sí —respondió Rothberg-. Siempre he sido un jugador.
Es una enfermedad, y no negaré que lo he pasado muy mal
por su causa. “Cuando pronunció la palabra «enferme-
dad» se volvió directamente al público, tal como Kevin le
había aconsejado.
—Ha sido acusado de adúltero, lo que ha sido corrobo-
rado por la mujer que afirma ser su amante, Tracey Case-
well. ¿Niega esta acusación?
No. Tengo una relación sentimental con Tracey Case-
well desde hace casi tres años.
—¿Por qué no se divorció?
—Es lo que yo quería hacer, pero no me veía capaz de
ello mientras Maxine estuviera enferma, además de que
Tracey no me lo habría permitido. Traté de ser lo más dis-
creto posible.
—Pues me temo que no le salió demasiado bien —espetó
Kevin. Era una táctica inteligente. "Trataba a su cliente
como si fuera el fiscal y no su abogado defensor, lo que
daba a su interrogatorio una cierta credibilidad a los ojos
del jurado y del público. No daba la impresión de que
Stanley Rothberg le cayera bien, por lo que tampoco pare-
cía factible que fuera a ayudarle a mentir.
—No, supongo que no.
=¿Y es cierto, tal como se ha declarado, que llegaron a
oídos de su esposa informaciones sobre esa aventura?
Sí.
—Ha escuchado el testimonio de Beverly Morgan referi-
do a una discusión mantenida entre usted y su esposa. ¿La
descripción de esa discusión se ajusta a la realidad?
Sí.
—¿Tomó usted en serio entonces la amenaza de su es-
posa?

219
-No.
¿Por qué?
—Era una mujer enferma. No la creía capaz de hacerlo.
“Señor Rothberg, ¿inyectó usted a su esposa una sobre-
dosis de insulina?
—No, señor. Sentía repulsión incluso cuando veía que se
inyectaba ella o que lo hacía la enfermera. Normalmente
me iba de la habitación.
-No hay más preguntas, señoría.
McKensie se levantó despacio y se quedó de pie al lado
de su mesa.
-Señor Rothberg, ¿advirtió usted que en su armario ha-
bía insulina?
=Sí, aquella misma mañana, pero se me pasó por com-
pleto. Tenía que resolver varias cosas en el hotel y olvidé
preguntarle a la enfermera sobre ello.
—¿Aun habiendo sido amenazado por su mujer con im-
plicarlo en el suicidio?
“Simplemente no caí en ello. Parecía... -Se volvió hacia
el jurado—. Parecía tan inverosímil...
McKensie se quedó un momento mirando fijamente a
los ojos del acusado y después sacudió la cabeza. Mucha
gente creyó que era un gesto de incredulidad, pero a Kevin
le pareció que era de frustración.
No haré más preguntas, señoría -dijo McKensie, y se
sentó.
Kevin prosiguió con su táctica. Llamó a Tracey al estra-
do y la interrogó para obtener su testimonio, igual que ha-
bía hecho en su despacho. Tracey contó cómo Stanley
Rothberg había ido a verla después de la discusión con su
esposa, y describió los mismos pormenores aunque en esa
ocasión añadió que él se encontraba muy trastornado. Pare-
ció sincera cuando manifestó los remordimientos que había
sentido ante el curso que habían tomado los acontecimien-
tos. Incluso Kevin notó que la estaba creyendo cuando ha-
blaba de que tenía en gran estima a Maxine Rothberg.

220
Esa vez McKensie ya ni se molestó en hacer preguntas.
En sus conclusiones, Kevin desarrolló la argumentación
en los términos que había sugerido John Milton. Sí, Stanley
Rothberg era culpable de adulterio y no tenía la personali-
dad más admirable del mundo, pero no se le estaba juzgan-
do por ello sino por asesinato. Y de eso era inocente.
Era evidente para todos que las revelaciones de Beverly
Morgan habían frustrado las pretensiones de McKensie
cuando éste llegó a su turno de conclusiones. Kevin se sor-
prendió de lo mal que lo hizo, de cómo tartamudeaba y se
detenía, y del desconcierto que mostraba. Después de que
el fiscal se sentara, nadie parecía tener ninguna duda sobre
cuál iba a ser el resultado final del proceso.
Y el jurado reaccionó en consecuencia, pronunciando
un veredicto de inocencia en menos de tres horas.

Cuando Kevin llegó al despacho había una celebración en


pleno apogeo. Con toda seguridad su victoria encabezaría
los noticiarios televisivos locales, pero la verdad es que no
estaba tan contento como había imaginado. Se había senti-
do mucho mejor cuando había logrado la absolución de
Lois Wilson. Cuando analizó sus sensaciones y los mo-
tivos de las mismas, se dio cuenta de que esto era así por-
que aquel caso lo había ganado con su propio esfuerzo,
husmeando, investigando, hurgando en la historia hasta
encontrar formas de desarticular el planteamiento de la
acusación.
Sin embargo, en esa ocasión era distinto; no se llevaba a
engaño. Para ganar el caso había sido determinante el testi-
monio de Beverly Morgan, que confirmaba la declaración
de Stanley. A pesar de las felicitaciones y enhorabuenas
que recibía, no se sentía orgulloso de sí mismo. Era como
haber ganado un partido importante de béisbol gracias a la
lluvia después de la quinta entrada. No había supuesto un
esfuerzo real.

22741
Simplemente he tenido suerte —le dijo a Ted.
—La suerte no ha tenido nada que ver. Has planteado la
defensa de forma brillante.
—Gracias. Se dirigió al despacho del señor Milton y lla-
mó a la puerta. Oyó una voz que le indicaba que entrara,
pero una vez dentro no vio a nadie.
—Por aquí -le dijo John Milton. De repente apareció de
pie junto al gran ventanal. Enhorabuena.
Gracias. Esperaba encontrarlo durante el receso. Que-
ría preguntarle algo sobre Beverly Morgan.
NO faltaba más.
Cuando Kevin llegó a su lado, el señor Milton le rodeó
los hombros con el brazo y con un gesto le invitó a mirar
la ciudad a través de la ventana. Era última hora de la tar-
de y caía la oscuridad. Ambos contemplaban un mar de
luces.
—Deslumbrante, ¿verdad?
SÍ.
—Mira cuánto poder, cuánta energía concentrada en un
área tan pequeña. A nuestros pies se hallan millones de
personas, una vitalidad increíble, decisiones que se toman
y que afectan a las vidas de innumerables seres humanos.
—Extendió la mano que tenía libre—. Todos los dramas de
la vida, todos los conflictos conocidos, todas las emocio-
nes habidas y por haber, macimientos, muertes, amor,
odio... Estar aquí arriba me quita el aliento.
Sí -dijo Kevin. De pronto se sintió abrumado. La so-
segada voz del señor Milton tenía algo que hechizaba.
Oírlo hablar al tiempo que se contemplaban las luces de
la ciudad centellando como estrellas resultaba hipnoti-
zador.
Pero no permaneces simplemente ahora por encima de
todo, Kevin —prosiguió, hablando con un tono de voz on-
dulante que a Kevin le parecía que brotaba de su propio
cerebro. Era como si John Milton hubiera entrado real-
mente en su alma, se hubiera instalado en alguna cámara

PLD,
vacía de su corazón y realmente lo poseyera=. Estás por
encima de todo, y sabemos que todo será tuyo.
Entre ellos se hizo un largo silencio. Kevin tan sólo
contemplaba la ciudad. John Milton seguía agarrándole los
hombros con su brazo y lo estrechaba con fuerza.
Ahora tendrías que irte a casa, Kevin —susurró final-
mente—. Vete con tu mujer y organiza tu propia celebra-
ción íntima.
Kevin hizo una inclinación de cabeza. John Milton le
soltó los hombros y, como una sombra, se dirigió a su
mesa. Kevin todavía siguió mirando hacia fuera unos ins-
tantes y acto seguido, al acordarse de por qué había veni-
do, se volvió.
“Señor Milton, esa nota que me ha hecho llegar...
¿Cómo sabía usted que Beverly Morgan iba a cambiar su
declaración?
John Milton sonrió. La suave luz de la lámpara que ha-
bía sobre el escritorio dibujaba en su rostro una especie de
máscara.
Kevin, no querrás que te revele todos mis secretos,
¿verdad? Entonces los advenedizos empezaríais a pensar
por vosotros mismos y me quitaríais el sitio.
Sí, pero...
—Hablé con ella —replicó con prontitud—. Le hice ver al-
gunas cosas, y cedió.
—¿Qué le dijo para que cambiara de opinión?
Kevin, en última instancia, las personas siempre eligen
hacer lo mejor para sí mismas. En el análisis final, los idea-
les, los principios, llámalo como quieras, no cuentan. Sólo
hay una lección que aprender: todos tenemos un precio.
Los idealistas creen que esto es puro cinismo, pero los ti-
pos pragmáticos como tú, yo y los otros asociados del bu-
fete sabemos que es la clave para alcanzar el poder y el éxi-
to. Disfruta de tu victoria. -Se volvió para mirar unos
papeles que tenía encima de la mesa—. Dentro de uno o dos
días tendré otro caso para tl.

228
Kevin lo miró fijamente un instante mientras decidía si
proseguir o no la conversación. Sin embargo, era evidente
que John Milton no quería.
—De acuerdo —dijo—. Buenas noches.
—Buenas noches. Felicidades. Ahora ya eres un auténti-
co asociado de John Milton.
Kevin permaneció de pie junto a la puerta. «¿Por qué
esas palabras no me sientan de maravilla?», se preguntó.
Salió. Mientras recorría el pasillo recordó las luces de la
ciudad y el rato que había estado mirando por la ventana
junto a John Milton. Las palabras de éste le volvieron a la
memoria. Era extraño, pero le sonaban. «¿Dónde...?»
Y entonces se acordó. Eran las palabras exactas que ha-
bía utilizado Ted para describir una experiencia parecida
junto a los ventanales del ático de John Milton. Y el cora-
zón le decía que no era una simple coincidencia.
¿Quién era John Milton? ¿Y los asociados? ¿En qué se
estaba convirtiendo él?

224
12

El tiempo se había vuelto desapacible, y empezó a caer una


lluvia fría. Aunque en la parte de atrás de la limusina se es-
taba bastante caliente, Kevin temblaba. Pararon en un se-
máforo, y se dedicó a observar a la gente que iba de acá
para allá, que en su mayor parte había sido cogida despre-
venida y no llevaba paraguas. A pesar de tener todos los
motivos del mundo para estar contento, las gotas que ve-
teaban por los cristales de los escaparates y de los otros
coches le parecían lágrimas. Se reclinó y cerró los ojos el
resto del camino que faltaba para llegar a casa.
¡Señor Taylor! —gritó Philip mientras abría la puerta
del vestíbulo tan pronto como salió de la limusina—. ¡En-
horabuena! Acabo de escuchar las noticias.
Gracias, Philip. “Se sacudió las gotas heladas de su ca-
bello.
—Debe usted de sentirse pletórico después de ganar un
pleito importante como éste. Todo el mundo va a conocer
su nombre, señor Taylor. Estará muy orgulloso.
—Todavía no me he hecho a la idea —dijo Kevin—. Estoy
un poco aturdido. —Se dirigió hacia el ascensor.
—En todo caso, parece que el señor Milton va a tener un
motivo para celebrar otra fiesta, ¿eh?
—No me extrañaría. Gracias, Philip. -Subió al ascensor y
pulsó el botón de la planta 15. Empezó a ascender, y en-
tonces Kevin, sintiendo aún una mezcla extraña de emo-
ciones y de regocijo envueltos en un manto de ansiedad, se
serenó. Había algo que no cuadraba. Así de sencillo, algo
no cuadraba. Se sorprendió a sí mismo haciendo girar a un

225
lado y a otro el anillo de oro que llevaba en el dedo me-
ñique.
Se abrieron las puertas y salió, pero, tuvo la sensación
de que alguien susurraba su nombre y se detuvo de inme-
diato. Se volvió enseguida hacia la izquierda y se sobresal-
tó al observar a Helen Scholefield en camisón, con la es-
palda apoyada en la pared, los ojos desorbitados y la
mirada enajenada.
-¡Helen!
—He visto que usted y Charon llegaban —musitó. Volvió
la vista atrás para echar una ojeada a su apartamento—. No
tengo mucho tiempo. Seguro que ella enseguida se dará
cuenta de que me he ido.
¿Qué sucede?
A Miriam le pasará lo mismo que a Gloria Jaffee. Esta
vez yo me he negado a participar en esto y con mi cuadro
he tratado de prevenirlos, pero si él la deja embarazada será
demasiado tarde: devorará su bondad, le chupará la vida
como hacen los vampiros con la sangre. Tiene usted que
encontrar la forma de matarlo, de matarlo —le exigió con
los dientes apretados y los puños cerrados—. De lo contra-
rio, sólo le quedarán las mismas dos opciones que tuvo Ri-
chard Jaffee. Menos mal que él tenía demasiada conciencia
para hacer otra cosa... sólo Richard tenía conciencia. -Sus
labios se pusieron a temblar—. Todos le pertenecen. Paul se
ha convertido en el peor. Es Belcebú —añadió, inclinándose
hacia él; la locura que expresaban aquellos ojos hizo que el
corazón de Kevin latiera con fuerza.
—Helen, deje que la ayude...
-¡No! —gritó ella mientras retrocedía—. Para usted ya es
demasiado tarde, ¿verdad? Ha ganado uno de esos casos.
Ya le pertenece también... es suyo... ¡Maldito sea! ¡Maldi-
tos sean todos!
- ¡Señora Scholefield! —gritó la señora Longchamp desde
la puerta del apartamento de Helen-. ¡Oh, Dios mío! -Se
precipitó hacia el pasillo-. Venga adentro, por favor.

226
—Apártese de mí. —Helen alzó las manos por encima de
su cabeza, amenazando con golpear a la enfermera.
—Cálmese, señora Scholefield. Todo va a ir bien.
=¿Puedo ayudar en algo? —preguntó Kevin—. ¿Llamo al
médico?
No, no hace falta. Todo se arreglará, no se preocupe
=contestó la señora Longchamp, reteniendo una sonrisa en
el rostro. ¿Verdad, señora Scholefield? Usted sabe que sí
—añadió con una voz tranquilizadora.
Los brazos de Helen empezaron a temblar. Los bajó
despacio y se puso a llorar.
—Venga, venga por aquí. Todo va a ir bien —dijo la seño-
ra Longchamp-. La llevaré a casa y podrá descansar. -Aga-
rró a Helen con fuerza por la cintura y le hizo dar la vuel-
ta. Entonces miró a Kevin—-. No pasa nada —articuló con
los labios sin emitir sonido alguno, y después de hacer una
inclinación de cabeza tomó el pasillo en dirección al apar-
tamento. Kevin las observó hasta que volvieron a entrar y
la puerta se cerró. Antes de entrar en su casa se secó la cara
con el pañuelo.
Justo en el momento en que cerró la puerta, Miriam
vino corriendo, le echó los brazos al cuello y lo besó.
-Oh, Kev, estoy emocionadísima. Ha salido en las noti-
cias de la tarde. ¡Y he visto que te preguntaban cosas cuan-
do salías de la sala del tribunal! Tus padres han llamado
hace apenas un minuto. ¡También se han enterado! ¡Igual
que los míos! Vamos a salir fuera a celebrarlo. Ya he reser-
vado una mesa en Renzo, te encantará. Es donde van siem-
pre Norma y Jean con sus maridos cuando quieren festejar
algo.
Kevin permanecía de pie, mirándola fijamente.
—¿Pasa algo malo? Estás... pálido.
—En el pasillo acaba de ocurrir algo tremendo. Helen
Scholefield estaba ahí fuera, en camisón. Se había escapado
de su enfermera.
-Oh, no. ¿Y qué ha sucedido?

227
Decía cosas muy extrañas, pero...
¿Qué cosas?
-Sobre nosotros, y también sobre el bufete de John
Milton.
-Oh, Kevin, no dejes que esto te afecte. Hoy no. Y me-
nos cuando tenemos tantas cosas por las que sentirnos feli-
ces =suplicó Miriam—. Ya sabes que está muy enferma, que
tiene alteradas las facultades mentales.
No sé... ¿qué es este morado en el cuello?
-No es un morado, Kevin. -Miriam se volvió y se miró
en el espejo del pasillo-. Creo que tendré que ponerme
más crema.
¿Cómo que no es un morado?
Es un mordisco tuyo, Kev. —Ella se ruborizó—. Eres un
vampiro. Pero no te preocupes, no es nada. Venga, dúchate
y cámbiate. Tengo tanta hambre que estoy a punto de po-
nerme en trance.
Él no hizo ningún ademán de moverse.
¿Kevin? ¿Te vas a quedar de pie en el pasillo toda la
noche?
—Miriam, tenemos que hablar. No sé qué está pasando,
no entiendo nada, pero te juro que no recuerdo haberte
hecho esto.
No pasa nada, tonto. La presión de ese caso te ha tenido
distraído y preocupado. Es comprensible. Las chicas ya me
advirtieron que al principio te sucedería algo así, que uno
va de aquí para allá, agobiado, olvidando esto o lo otro...
Ellas también han pasado por esa experiencia con Ted y
Dave; pero tan pronto como tengas más confianza en ti
mismo y más experiencia como abogado seguro que no se
repetirá. Y vaya comienzo, ¿eh? Mi gran abogado de Nueva
York —dijo llena de admiración, y lo abrazó—. Ahora, venga,
hay que echarse a la carretera. Voy a maquillarme.
Kevin la observó mientras se iba, y acto seguido se puso
en marcha con lentitud. Se detuvo en la entrada de la sala
de estar y reflexionó de nuevo sobre la escena que se había

228
producido en el pasillo con Helen Scholefield. Entró en la
sala y fue a mirar el cuadro.
Pero no estaba colgado, ni tampoco en el suelo.
—Miriam. —Ella no respondió. Kevin se dirigió apresura-
damente al dormitorio y la encontró en el tocador. Mi-
riam, ¿qué ha pasado con el cuadro de Helen?
=¿Qué ha pasado? —Se volvió, dando la espalda al espe-
jo—. Ya no lo aguantaba más, Kevin. Era la única nota de-
primente del apartamento. Norma y Jean coincidían en
que habíamos sido muy considerados al tenérlo colgado
tanto tiempo.
—¿Dónde está? ¿Lo has guardado en un armario?
No, ya no está —replicó ella mientras volvía a mirarse al
espejo otra vez.
—¿Qué quieres decir con que no está? En algún sitio es-
tará. ¿Lo has tirado?
No, yo nunca haría eso. A pesar de todo es una obra
de arte, y aunque no te lo creas, hay personas a quienes les
gustan esa clase de cosas. Norma sabía de una galería del
Village que se lo podría quedar, así que decidimos que
ella lo llevaría allí, y si se vende sorprenderemos a Helen
con una buena noticia. Pensamos que esto le levantaría el
ánimo.
—¿Qué galería?
=No sé el nombre, Kevin. Es Norma quien la conocía
=dijo, en un tono de fastidio en la voz—. ¿Qué te preocu-
pa? Tanto mi madre como la tuya opinaban que era horri-
ble para tenerlo colgado en una pared de la sala de estar.
—¿Cuándo se llevó el cuadro Norma? —preguntó él con
insistencia. Miriam se volvió de nuevo.
Esto demuestra lo observador que has estado última-
mente. Hace dos días, Kevin. El cuadro ya no está ahí des-
de hace dos días.
—¿En serio?
Miriam apretó los labios e hizo un gesto de hastío con la
cabeza.

229
—¿Te vas a duchar y vestir de una vez?
¿Qué? Ah, sí... sí. -Empezó a desnudarse.
—Es emocionante, ¿verdad? Aparecerás en todos los pe-
riódicos y cadenas de televisión del país. El señor Roth-
berg estará agradecido, ¿eh?
—¿Rothberg?
—Rothberg, Kevin, el hombre a quien has defendido.
Miriam soltó una carcajada. Vaya profesor despistado
estás hecho...
No, Miriam, es que no lo entiendes —dijo él, acercán-
dose a ella—. He ganado el juicio porque una testigo ha he-
cho una revocación completa de su declaración inicial, y
todavía ignoro los motivos. Además supe que iba a hacerlo
cuando ya me hallaba en la sala. El señor Milton me hizo
llegar una nota en la que me daba instrucciones sobre cuá-
les eran las preguntas que tenía que hacerle a la mujer. Él
sabía que ella había cambiado de opinión. ¡Él lo sabía!
—¿Y qué? —Miriam sonrió—. Por eso es el señor Milton.
¿Qué?
Que por eso es el jefe. Tú, Ted, Dave y Paul, sólo sois
asociados.
Kevin se la quedó mirando sin decir nada. Hablaba
como si fuera una niña.
No te preocupes —prosiguió ella, volviéndose de nuevo
hacia el espejo—. Algún día tú serás como él. Será fantásti-
co. Entonces hizo una pausa y entrecerró los ojos como
si con ellos estuviera mirando una bola de cristal en vez
del espejo—. Tu propio bufete... Kevin Taylor 8 Associa-
tes. Y enviarás a uno de tus asociados a buscar nuevos ta-
lentos prometedores exactamente como hizo el señor Mil-
ton con Paul para localizarte a ti, porque para entonces tú
ya sabrás a quién buscar.
—¿A quién buscar? ¿Quién te ha metido esta idea en la
cabeza?
—Nadie, bobo. Bueno, Jean y Norma mencionaron algo
el otro día, mientras comíamos. Decían que eso es lo que

230
el señor Milton quiere que suceda. —Echó la cabeza hacia
atrás y recitó de carrerilla-: Dave Kotein 8 Associates,
Ted McCarthy 8% Associates, Paul Scholefield 8% Associa-
tes y Kevin Taylor Y Associates. Los cuatro cubriréis la
ciudad entera. Desde luego, el señor Milton empezará otra
vez con nuevos asociados, y antes de que te des cuenta no
habrá en la ciudad ningún procesado que quiera acudir a
otro bufete que no sea uno de los vuestros.
Miriam rió de nuevo levantándose del asiento.
Kevin, ¿te duchas o no? ;
Él reflexionó un instante y acto seguido se acercó a ella.
—Escúchame, Miriam. Está pasando algo extraño. Ahora
mismo todavía no sé lo que es, pero quizás Helen Schole-
field no está tan loca como creemos.
¿Qué? —Ella se apartó de él al instante—. Kevin Wingate
Taylor, deja esto de una vez y dúchate. Ya te lo he dicho
antes, me muero de hambre. Te espero en la sala de estar,
estaré tocando el piano. Espero que hayas terminado y es-
tés listo antes de que inteprete un concierto completo. —-Y
se fue, dejándolo allí de pie, desnudo, junto al tocador.
Kevin se volvió y se miró en el espejo. La imagen refle-
jada le traía a la memoria sus extravagantes sueños eróti-
cos. Pero ¿eran sueños? Decididamente, no para Miriam.
Para ella todo era muy real, como los moratones de sus
piernas.
Entonces, ¿cómo se podía explicar que, según ella, hu-
bieran hecho el amor, y que él no se acordara? Nadie po-
día ser tan despistado. Uno de los dos se estaba volviendo
loco.
«... pero si él la deja embarazada —había dicho Helen
Scholefield-, será demasiado tarde.» ¿Él? ¿A quién se re-
fería?
Dejó de mirarse en el espejo. ¿Qué sentido tenía todo
eso?
«Nosotros no perdemos», había dicho Paul, y los demás
exhibían todos la misma expresión arrogante.

231
«Ha ganado uno de esos casos. Ahora también le perte-
nece —le había soltado Helen Scholefield—. ¡Maldito sea!
¡Malditos sean todos!»
En ese momento recordaba lo extraño que se había sen-
tido al oír aquella frase: «Ahora ya eres un auténtico aso-
ciado de John Milton».
Volvió a mirarse en el espejo.
¿De qué hablaba Helen? ¿Era él diferente de los demás?
La imagen no respondió, pero ya era inquietante el
mero hecho de hacerse aquella pregunta.
Tomó una decisión. Al día siguiente iría a ver a Beverly
Morgan, y no se iría de su casa hasta enterarse del modo
en que el señor Milton había logrado que ella cambiase su
declaración.

Antes de salir con Miriam a cenar llamó por teléfono a sus


padres y a los de ella. En ninguna de las dos conversacio-
nes dijo nada que desvelara sus preocupaciones. La única
nota negativa partió de su madre, que le dijo:
Ahora que ya has acabado con este caso tan importan-
te, a ver si dedicas más tiempo a Miriam. Cuando habla
conmigo la noto muy nerviosa.
=¿Qué quieres decir, mamá?
—Es sólo instinto de madre, Kevin. Nadie puede estar
tan agitado todo el tiempo; lleva una actividad casi febril.
No sé, tal vez lo haga para satisfacerte. El caso es que Ar-
lene ha tenido la misma sensación, aunque ella no ha dicho
nada para no aparecer como una suegra entrometida.
—Pero me ha dicho que Miriam parecía muy feliz.
Ya lo sé. No digo que no sea feliz. Simplemente... prés-
tale más atención. ¿Lo harás, verdad?
—Desde luego, mamá.
-Y enhorabuena, hijo. Sé que esto era algo que siempre
habías deseado.
Sí. Gracias.

232
Kevin sabía que todo eso era cierto. Él debería haber es-
tado más alerta ante la rapidez de los cambios que había
experimentado Miriam. Había pasado por alto lo que esta-
ba sucediendo debido a la vehemencia con que él había de-
seado todo aquello... la riqueza, el lujo, el prestigio.
¿Quién habría hecho lo contrario? Él la había-traído a la
ciudad, la había expuesto a una nueva vida. En gran medi-
da, lo que estaba pasando —mejor dicho, lo que había pasa-
do ya- era culpa suya.
Se dio la vuelta como si alguien le hubiera tocado el
hombro. Dirigió la mirada a la terraza. Una vez más vol-
vió a preguntarse por qué Richard Jaffee se había quitado
la vida. ¿Qué habría querido decir Helen con «sólo Ri-
chard tenía conciencia»?
—Estoy esperando, cariño —gritó Miriam.
—Voy.
Salieron del apartamento, bajaron las escaleras hasta lle-
gar al taxi que esperaba a la puerta y fueron a Renzo, un
restaurante de cinco tenedores típico del norte de Italia.
Kevin intentó dejar a un lado sus preocupaciones.
No obstante se pasó el rato observando lo distinta que
era Miriam esa noche de aquella en que habían ido al
Bramble Inn para celebrar la victoria en el juicio de Lois
Wilson. Ya no había ni rastro de la preocupación de Mi-
riam por si el cliente era o no realmente culpable. De todas
formas, ella conocía muy poco o nada del caso Rothberg,
por lo que no tenía muchos comentarios ni preguntas que
hacer sobre el proceso.
Kevin tenía que admitir que Miriam tenía buen aspecto
con su nuevo conjunto rojo de jersey y pantalones ajusta-
dos. También lucía una cinta de perlas entrecruzada sobre
el pecho. Todavía llevaba más maquillaje del que solía, y él
reparó en que el rojo del lápiz de labios disimulaba su
palidez.
Kevin nunca hubiera pensado que a ella le gustaría un
restaurante como el Renzo, ni que lo escogería para la oca-

23)
sión. Era un lugar muy iluminado, con colores chillones y
paredes llenas de espejos. A pesar del mal tiempo que ha-
cía estaba de bote en bote.
Esa noche Miriam se mostraba mucho más extravertida
que aquella del Bramble Inn y que en todo el tiempo que
habían vivido en Blithedale. ¿Cómo era posible que Kevin
hubiera pasado por alto un cambio tan espectacular en
ella? Se reprochaba a sí mismo el haber estado tan absorbi-
do por el trabajo. También, se sorprendía de la cantidad de
gente que ella conocía y de los muchos que la conocían a
ella, desde el jefe de comedor hasta los camareros. Había
otros clientes que también saludaban y le sonreían. Según
le contó, ella, Norma y Jean habían ido allí a comer y ce-
nar aquellos días que él había estado tan ocupado.
Sin embargo, observó que todo aquello la distraía mu-
cho, y que ella tenía la atención muy dispersa: tan pronto
hablaba con él como levantaba la vista para enterarse de
quién había entrado, o de quién estaba sentado con quién
o qué comían los demás. «Qué diferente de las cenas ínti-
mas, a la luz de las velas, del Bramble Inn», pensó Kevin.
No obstante, parecía que a Miriam no le importaba o que
no caía en ello.
Incluso cuando después hacían el amor, todo había cam-
biado. Ella se mostraba impaciente, exigente, como si el
tiempo apremiara. Se movía y retorcía debajo de él asu-
miendo un papel dominante, moviendo y dirigiendo las
manos de Kevin hacia donde ella quería que él la tocara
con más agresividad. Llegó un momento en que la sensa-
ción de ser más bien un prostituto, alguien de quien se ha-
cía uso sólo para obtener placer, le hizo perder todas las
ganas. Había desaparecido la habitual consideración, la re-
ciprocidad, el intento de ser uno.
Y después ella aún parecía frustrada e insatisfecha.
—¿Qué te pasa?
—Estoy cansada. Demasiado vino, supongo —contestó, y
se volvió dándole la espalda. Él permaneció tumbado, pen-

234
sando, con miedo de cerrar los ojos, temeroso de que si lo
hacía, algo... alguien... vendría. Al final se quedó dormido,
pero hacia las cuatro de la mañana se despertó y reparó en
que ella no estaba a su lado.
Prestó atención un instante y oyó ruidos procedentes de
la parte delantera del apartamento. Se levantó rápidamente
y se puso el albornoz. Venía luz desde la sala de estar y la
entrada. ¿Era otro episodio erótico? ¿Estaba realmente
despierto o soñaba? Con el corazón latiéndole con fuerza
por la expectación, empezó a moverse despacio hasta ob-
servar a Miriam, que permanecía de pie junto al umbral,
sosteniendo la puerta abierta y mirando hacia fuera. Se
distinguían también otras voces.
—Miriam, ¿qué pasa?
—Es Helen —respondió al tiempo que se volvía.
¿Cómo?
Kevin se le acercó deprisa. Norma y Jean estaban tam-
bién allí, con su albornoz.
—¿Qué ha pasado?
Se ha vuelto loca —respondió Norma-—. Ha clavado las
tijeras en el brazo de la señora Longchamp.
¿Qué?
En ese momento se abrió la puerta del apartamento de
los Scholefteld y dos enfermeros de una ambulancia de Be-
llevue sacaron a Helen atada con correas a una camilla, a la
que seguían por detrás Paul, Dave y Ted. Helen movía
la cabeza rápidamente de un lado a otro, como intentando
negar la realidad de lo que le sucedía. Kevin apartó a M1-
riam y se acercó a Paul.
—Ha sido algo horrible —explicó éste-. Se ha levantado
de la cama y sin más ha atacado a la enfermera. Por suerte,
la herida no ha sido grave; a pesar de ello, no podía permi-
tir que se quedara en el apartamento. Le han dado un se-
dante, pero aún no le ha hecho efecto.
Se abrieron las puertas del ascensor, y los enfermeros in-
trodujeron la camilla dentro. Paul se dirigió a Ted y Dave.

23)
-No hace falta que vengáis, es tarde. Ya me ocuparé yo
de todo.
—¿Estás seguro? —preguntó Ted.
No paséis cuidado. Volved todos a la cama. Por la ma-
ñana ya os contaré cómo ha ido.
Entró en el ascensor y se puso al lado de la camilla, obli-
gando a los enfermeros a moverla para hacerle sitio. En-
tonces Kevin vio el rostro de Helen Scholefield: sus ojos se
abrieron de par en par al cruzarse su mirada con la de él. Y
de repente empezó a gritar. Era un chillido agudo, estri-
dente y desgarrador que hizo estremecer a Kevin. Incluso
después de haberse cerrado las puertas del ascensor y de
que éste iniciara su descenso, todavía se escuchó el gemido
hasta que fue desvaneciéndose poco a poco por las plantas
que iba dejando atrás.
Sabía que pasaría dijo Dave, dándose la vuelta.
—Una auténtica pena —añadió Ted, reflejando la preocu-
pación en su movimiento de cabeza—. ¿Jean?
—Voy.
Las tres mujeres se abrazaron en el umbral del aparta-
mento de Kevin y Miriam, y acto seguido Norma y Jean se
reunieron con sus respectivos maridos. Kevin los observó
mientras se iban.
—¿Kevin?
Él miró a Miriam y después en dirección a la puerta del
apartamento de los Scholefield. «¿Dónde estaba la enfer-
mera?», se preguntó. Si la habían apuñalado en el brazo,
¿por qué nadie se preocupaba por ella? Se dirigió hacia la
puerta de Paul y Helen.
—Kevin, ¿qué haces?... ¿dónde vas? ¡Kevin!
Llamó a la puerta y escuchó. Nada, ni sonidos ni voces.
Tocó el timbre.
—¿Kevin? -Miriam había salido al pasillo. Él seguía sin
oír nada. Se volvió hacia ella.
—Están mintiendo —dijo.
—¿Qué?

236
Pasó frente a ella y se metió en el apartamento.
-Kevin... “Miriam lo siguió hasta el dormitorio. Él se
sentó en la cama y se quedó mirando fijamente las manos.
Se puso a tirar del anillo de oro, pero el dedo estaba infla-
mado: tendría que ir a que le cortaran el anillo.
Kevin, ¿qué estás diciendo? Ya has visto cómo esta-
ba ella.
—Están mintiendo todos. Saben que me dijo algo; la en-
fermera se lo contaría.
Miriam se limitó a mover la cabeza, con una mezcla de
censura e incredulidad en el rostro.
—Te estás comportando de una forma muy extraña, Ke-
vin. Todo esto me da miedo.
—Es lógico que te lo dé. -Se levantó y se quitó el albor-
noz—. No espero que ahora mismo entiendas lo que digo,
Miriam. De todas formas, mañana averiguaré unas cuantas
cosas que tengo en la cabeza. De momento, lo mejor que
podemos hacer es dormir.
—Muy buena idea —dijo ella antes de apagar la luz.
Por la mañana Kevin llamó a la oficina y le comunicó a
Diane que no iría.
Necesito un día de descanso.
—Lo entiendo perfectamente. El señor Milton tampoco
vendrá hoy. Es terrible lo que le pasó a la esposa del señor
Scholefield, ¿verdad?
Ah, ya se ha enterado.
Sí. El señor McCarthy ha llamado a primera hora.
Aunque quizá sea mejor así. Tal vez en el hospital sean ca-
paces de ayudarla.
-Oh, estoy seguro de que lo harán —replicó él, sin espe-
rar que ella pillara su sarcasmo.
Se puso el abrigo. Miriam no preguntó dónde iba y él
no dio ninguna información. En todo caso, ella tampoco
parecía interesada en saber nada. Justo cuando él se dispo-
nía a salir, Norma y Jean llamaron por teléfono, y las tres
empezaron a hacer planes para cobrar ánimo.

29
-Al fin y al cabo —oyó que decía Miriam—, después del
palo de anoche...
—Advierto que estáis sobrecargadas de compasión —se-
ñaló Kevin tan pronto como ella colgó el auricular.
—Tampoco hay nada que podamos hacer, Kev. Bellevue
no es un sitio para llamar y pedir hora de visita, y no creo
que enviarle flores o bombones tenga mucho sentido.
—Ningún sentido en absoluto. “Entonces Kevin observó
otro de aquellos morados, éste en la pantorrilla izquierda—.
Aquí tienes otra marca —le indicó.
¿Qué? —Miriam miró hacia abajo—. Ah, sí —dijo, y acto
seguido soltó una corta carcajada.
¿No te preocupa? Ya te advertí que podría ser un pro-
blema de alimentación o algo así.
Ella lo miró fijamente un instante y después sonrió.
Kevin, deja de ser tan quisquilloso y de preocuparte
por tonterías. No es nada, ya me ha pasado otras veces.
Sobre todo antes de que me venga la regla.
—¿Ha de venirte la regla? —preguntó él con rapidez.
—Ya tenía que haberme venido. —-Parpadeó con picardía,
pero él no le devolvió la sonrisa.
—Te llamaré más tarde —dijo, y salió a toda prisa. Cogió
el ascensor para bajar al garaje, subió al coche y se dirigió a
casa de Beverly Morgan.
Era un día de invierno, claro y frío, y en el cielo azul os-
curo las nubes permanecían tan inmóviles que parecían es-
tar congeladas. Durante el trayecto, Kevin reflexionó so-
bre los últimos meses y sobre todo aquello que lo había
preocupado, todas aquellas cosas que, llegado el momento
de ser sincero consigo mismo, admitía que había preferido
ignorar. ¿Cómo logró John Milton 8 Associates saber
tanto de él y de Miriam antes de conocerlos? ¿Cómo hizo
John Milton para enterarse de tantas cosas del proceso de
Lois Wilson? ¿Y qué era todo eso de ser tan perfecto,
como lo de disponer un hermoso apartamento gratuito
que además incluía un piano y otras cosas que Miriam

238
siempre había deseado? ¿Había algo sobrenatural en las
coincidencias y en la buena suerte, o era tan sólo que se es-
taba volviendo paranoico? ¿Tenía razón Miriam? ¿Daba él
demasiado valor a los balbuceos de una persona deprimida
y mentalmente enferma? Tal vez era cierto que trabajaba
demasiado. :
Sin duda tenía que haber una explicación para lo de Be-
verly Morgan. Quizás ella no había confiado en él al verlo
demasiado joven. «En tal caso, tampoco ahora estará dis-
puesta a hablar», pensó.
Kevin aparcó enfrente de la pequeña casa de Middle-
town. A través de las ventanas no se veía luz al estar las
persianas corridas. Kevin salió del coche y se dirigió a la
puerta principal de la casa donde vivían Beverly Morgan y
su hermana, mientras un delgado niño negro de unos diez
años lo miraba receloso desde el refugio del porche. Llamó
y esperó. Los golpes resonaban en el interior de la casa y
se desvanecían sin traer respuesta alguna. Llamó de nuevo
y a continuación miró dentro a través de una de las ven-
tanas.
NO están en casa =soltó el pequeño—. Se han ido en una
ambulancia.
—¿Una ambulancia? —Kevin se desplazó al instante hacia
el lado del porche. El chico se retiró unos pasos, asustado
por aquel movimiento brusco—. ¿Qué le ha pasado a la se-
ñora Morgan?
—Estaba borracha y se ha caído por las escaleras —res-
pondió, mientras empujaba un coche de bomberos de ju-
guete por la desportillada baranda.
—Así que se la han llevado al hospital, ¿eh?
-Sí. Mi madre también ha ido. Ha llevado a Cheryl en el
coche.
Ya. ¿Y a qué hospital la han llevado? ¿Lo sabes?
El niño se encogió de hombros.
Lo más probable es que por aquí sólo haya uno —dijo
Kevin pensativamente en voz alta. Se precipitó hacia el co-

239
che y arrancó a toda prisa. En el primer cruce advirtió la
señal que indicaba hacia el Horton Memorial Hospital y se
dirigió hacia allí lo más rápido que pudo.
La amable mujer mayor vestida de rosa que se encontra-
ba tras el mostrador de recepción no tenía información
acerca del ingreso de ninguna Beverly Morgan.
—Tal vez esté todavía en urgencias —sugirió como única
explicación posible. Le indicó a Kevin cómo llegar allí, y
éste empezó a recorrer apresuradamente el largo y amplio
corredor.
La intensa actividad que reinaba lo sorprendió. «En to-
das las ciudades, grandes o pequeñas, los servicios de ur-
gencias son iguales», pensó. Había enfermeras que se des-
plazaban desesperadamente de una sala de reconocimiento
a Otra; un médico interno observaba preocupado una car-
peta de pinza mientras una enfermera le refería los sínto-
mas de un paciente de la habitación que se hallaba a su es-
palda. Nadie parecía reparar en la presencia del intruso.
De repente, junto a la puerta de una sala de reconocimien-
to del otro extremo del servicio de urgencias, Kevin distin-
guió a dos mujeres negras que hablaban en voz baja y se
dirigió hacia ellas.
—Perdonen.
Ellas se volvieron extrañadas.
—¿Esta ahí Beverly Morgan?
—Efectivamente. ¿Quién es usted?
-Kevin Taylor, abogado. Yo defendí a Stanley Roth-
berg.
Ah, muy bien. ¿Y qué quiere ahora de mi hermana?
Creo que en el juicio ya dijo todo lo que tenía que decir,
¿no?
—Ella... ¿está bien? —preguntó, esbozando una sonrisa.
—De ésta se va a librar —respondió la hermana, sonrien-
do con afectación—, pero si quiere seguir viviendo en mi
casa van a tener que cambiar muchas cosas.
-No me cabe duda. -Kevin miró a la otra mujer, que lo

240
observaba como si fuera un excéntrico—. ¿Podría hablar
con ella unos minutos?
—Bueno, visto que tendremos que esperar siglos para lo-
grar una habitación, supongo que sí. De todas formas, toda-
vía no está del todo sobria —advirtió la hermana de Beverly.
Kevin no vaciló un instante y entró en la sala de recono-
cimiento.
Beverly Morgan estaba en una camilla, tapada hasta el
cuello con una sábana blanca. Llevaba la cabeza vendada y
en el lado derecho de la frente se apreciaba una'mancha de
sangre. Tenía la vista fija en el techo. La hermana y la veci-
na entraron tras él y se quedaron junto a la puerta.
Kevin se acercó a ella despacio.
—¿Beverly? ¿Cómo se encuentra? —Ella parpadeó, pero
no se volvió hacia él-. Soy Kevin Taylor. Si no le importa,
y aunque el juicio ha terminado, me gustaría hablar con
usted. ¿Me oye?
Ella volvió la cabeza ligeramente.
—Está demasiado borracha para oírlo, señor. Ni siquiera
sabe dónde está. Se cayó de cabeza por la escalera, pero no
la encontré enseguida. Tiene suerte de estar viva.
—Beverly —dijo él, sin hacer caso de la hermana—. Usted
sabe que estoy aquí, que soy yo. Tiene que hablar conmi-
go, Beverly. Esto es importante.
Ella giró algo más la cabeza hasta encontrarse con el
rostro de Kevin.
—¿Lo envía él? —preguntó con un susurro ronco.
—¿Quién? ¿El señor Milton?
—¿Él lo ha enviado? —preguntó ella otra vez—. ¿Por qué?
¿Qué quiere ahora?
—Él no me ha enviado, Beverly. He venido por mi cuen-
ta. ¿Por qué cambió su versión de la historia, Beverly?
¿Dijo la verdad en el tribunal, o fue a mí a quien dijo la
verdad cuando la fui a ver a casa de su hermana?
Ella clavó los ojos en los de él, y Kevin creyó por un
momento que todo iba a ser inútil.

241
—¿De verdad que él no lo envía? —preguntó de pronto
Beverly.
-No, he venido por mi cuenta —repitió él-. Yo no sabía
que usted iba a cambiar su declaración hasta que la inte-
rrogué ante el tribunal. Y no la creí, Beverly. Aunque me
ayudó a ganar el caso, no la creí. Mintió, ¿verdad?
Los ojos inyectados en sangre de la mujer se llenaron de
lágrimas.
—Eh, señor, ¿qué le está haciendo a mi hermana?
Nada —respondió Kevin, casi con brusquedad. Acto se-
guido se volvió hacia las acompañantes—. Ha de contestar
algunas preguntas, es muy importante que lo haga. Be-
verly, mintió, ¿verdad? ¿Sí o no? —prosiguió él.
Señor, más vale que se vaya —exigió la hermana.
Beverly hizo un gesto de confirmación.
—Ya lo sabía. Pero ¿por qué? ¿Por qué mintió? ¿Cómo
logró él hacerla mentir? —inquirió Kevin.
—Él sabe =susurró Beverly.
—¿Sabe qué?
Señor, haga el favor de dejarla tranquila.
—¿Sabe qué? —nsistió él.
Los labios de la mujer se empezaron a mover. Kevin
bajó la cabeza y escuchó la confesión al oído como si fuera
un sacerdote. Después ella se volvió hacia el otro lado.
—Pero ¿cómo sabía él todas esas cosas? —Kevin preguntó
en voz alta. Beverly ni siquiera hizo tentativa alguna de
contestar, pero a él no le hacía falta. En el fondo ya sabía la
respuesta.

El viaje de vuelta a la ciudad fue extraño. Estuvo tan abs-


traído todo el rato que se confundió de trayecto y de re-
pente reparó en que estaba acercándose al puente de Geor-
ge Washington, casi como si lo hubieran transportado
hasta allí. Quizás era esto lo que había ocurrido. Se puso a
temblar. ¿Cuál era la frontera entre realidad e imagina-

242
ción? ¿Cómo saber lo que era magia y lo que no? ¿El se-
ñor Milton era simplemente alguien astuto, maquiavélico
y despiadado... o algo más?
Parecía imposible que John Milton hubiera sabido qué
pecados tenía secretamente ocultos Beverly Morgan: que
le había robado a la madre de Maxine Shapiro mientras es-
taba al cuidado de ésta después de haber sufrido la apople-
jía, y que había hecho lo mismo con Maxine... pequeños
hurtos de joyas, dinero suelto...; en definitiva, que le roba-
ba a los muertos. Porque era así como ella misma lo había
definido, ya que ambas mujeres se hallaban ya en la ante-
sala de la muerte. Sólo él conocía esas cosas, por lo que fue
enormemente fácil chantajear a Beverly advirtiéndole que
s1 todo eso se llegaba a saber ella sería considerada la máxi-
ma sospechosa, pero no de haber matado accidentalmente
a Maxine Rothberg por negligencia debida a su alcoholis-
mo, sino de haberlo hecho de manera premeditada. Maxi-
ne lo había averiguado todo —pobre mujer—, como también
lo había hecho su madre con anterioridad.
Demasiada digitalina... indetectable a menos que el pa-
tólogo tuviera algún motivo para ser más escrupuloso. Be-
verly había mandado a la anciana a la gloria, evitando al
mismo tiempo ser descubierta.
Kevin lo había escuchado todo pero, a diferencia de lo
que habría hecho un confesor, no le dio ninguna esperanza
de redención a la mujer; en ese momento lo que quería sa-
ber era si tenía alguna esperanza de redimirse a sí mismo.
Sin embargo, en ese momento no tenía tiempo de pen-
sar en sí mismo. El aviso de Helen Scholefield iba dirigido
a Miriam, no a él. Helen había dicho que a Miriam le suce-
dería lo mismo que a la esposa de Richard Jaffee. ¿Cuántas
cosas que Kevin sentía y sabía no habían sido desconoci-
das para Richard Jaffee?
Llegado a ese punto en que su curiosidad por el bufete y
sus colegas había llegado al máximo, decidió ir al despacho
a investigar por su cuenta. Tenía alguna idea de dónde bus-

243
car; sabía que debía tener algo más concreto en qué basar-
se, algo que además pudiera contarle a Miriam o a cual-
quier otra persona.
Diane se sorprendió al verlo.
-Oh, todos se han ido ya y hoy no van a volver, señor
Taylor —dijo=. El señor McCarthy se acaba de marchar.
—Kevin ya lo sabía. Había visto a Ted salir del edificio y se
había demorado unos segundos para que el otro no advir-
tiera su presencia.
No importa. Sólo he venido a atar unos cabos sueltos y
a consultar un par de cosas.
Ella sonrió, y acto seguido movió la cabeza con tristeza.
—¿Se ha enterado de las últimas noticias sobre Helen
Scholefield?
No. He estado fuera de la ciudad la mayor parte del
día. ¿Qué ha sucedido?
—Ha entrado en coma. No reacciona a nada. Quizás al
final tengan que utilizar el tratamiento de electrochoque
—explicó Diane en voz baja.
—Ya. Una verdadera lástima. ¿El señor Scholefield está
todavía en el hospital?
Sí. ¿Necesita algo, señor Taylor? Hoy Wendy se ha
marchado temprano.
No, gracias —respondió, y se dirigió a su despacho.
En la mesa encontró un nuevo expediente en cuya parte
superior había una nota que ponía: «Kevin, es un nuevo
caso para t1. Hoy hablaremos de ello. J. M.». Era evidente
que el propósito del señor Milton era discutirlo al día
siguiente. Kevin lo abrió y leyó con atención la primera
página.
Elizabeth Porter, de cuarenta y ocho años, propietaria y
directora de una residencia para ancianos, y Barry Martin,
de cuarenta y cinco años, encargado de mantenimiento y
amante de la primera, habían sido detenidos y acusados de
haber asesinado a cuatro de los ancianos para apropiarse
de los cheques de sus pensiones de la seguridad social. Los

244
cuatro cadáveres fueron encontrados en la parte de atrás
de la casa. Kevin tenía que representar y defender al hom-
bre, que en ese momento parecía estar dispuesto a dirigir
las pruebas de cargo contra su antigua amante para salvar
el pellejo.
El material contenido en la carpeta incluía una descrip-
ción de los asesinatos, la identidad de las víctimas, el tiem-
po durante el cual habían estado ocurriendo los hechos, y
el historial tanto del hombre como de la mujer. Una vez
más, Kevin observó informes detallados y minuciosos que
habían sido elaborados y preparados casi al instante, lo
que avivó sus sospechas. Se encaminó a la informatizada
biblioteca jurídica de la oficina. Al llegar, encendió las lu-
ces de neón, que parpadearon unos segundos hasta acabar
iluminando una larga y estrecha habitación, cuyas paredes
estaban cubiertas de estanterías llenas de libros. El ordena-
dor principal estaba exactamente a su derecha. Acercó una
silla al teclado y puso la máquina en marcha. La pantalla
empezó a lanzar destellos, y después de soltar un pitido se
iluminó.
Las secretarias tenían al lado del teclado unos códigos
de referencia. Ello le permitió pulsar las teclas adecuadas
para que apareciera en la pantalla el menú de archivos del
disco duro. Quería echar un vistazo a los casos pasados, a
la historia del bufete, como quien dice, y advirtió que és-
tos se hallaban organizados a partir del nombre del aboga-
do que los había llevado. Dado que Paul era el más anti-
guo, lo buscó en primer lugar.
Fue de un caso a otro fijándose en los clientes y los re-
sultados de los procesos. Sin parar un momento, pasó des-
pués a los asuntos de Ted, y finalmente a los de Dave, le-
yendo y confirmando una hipótesis que en el fondo de su
alma ya había dado por buena. Todos los clientes de John
Milton 62 Associates o bien eran culpables y se trataba de
llegar a un acuerdo beneficioso previa aceptación de culpa-
bilidad o de conseguir una reducción en la pena, o bien

245
eran supuestamente culpables y se lograba la absolución
mediante maniobras legales. Nadie podía decir que John
Milton 8 Associates había perdido un solo caso o que ha-
bía actuado mal en alguno de ellos.
«No es extraño que los tres parecieran tan arrogantes
cuando afirmaban, “Nosotros no perdemos”», pensó. Sa-
bían que no perdían.
Kevin advirtió que su nombre también figuraba en la
lista. Tecleó el archivo correspondiente y tuvo un tremen-
do sobresalto al encontrar la descripción del caso Lois
Wilson. ¿Cómo es que estaba en esos archivos? En aquella
época Kevin no trabajaba en el bufete. Evidentemente
también aparecía el caso Rothberg, e incluso el de la resi-
dencia de ancianos.
Pero lo que le produjo una auténtica conmoción fue
descubrir que el resultado del proceso ya estaba escrito.
¿Qué significaba esto? ¿Confianza, simplemente? ¿No era
posible que él tuviera una mala actuación y perdiera el jui-
cio, o que el fiscal planteara alguna cuestión que ellos no
hubieran tenido en cuenta? Todavía faltaba bastante para
que se fijara el día de la vista oral. ¿Cómo podía ser que ya
estuviera escrito allí el resultado?
Se apoyó en el respaldo de la silla y reflexionó un mo-
mento. A continuación se inclinó hacia delante y tecleó de
nuevo el menú principal de archivos. Hubo uno que llamó
su atención en especial: «Futuros».
Lo abrió, embargado por la tensión, y esperó a que apa-
reciera. Leyó despacio fijándose en las fechas. Su corazón
latía con fuerza cuando llegó al final de la primera página.
Lo que mostraba la pantalla era inconcebible. ¡John Mil-
ton 6 Associates había elaborado una lista que abarcaba
más de dos años de futuros casos basados en crímenes que
todavía no se habían cometido!

246
13

—Me voy, señor Taylor —dijo Diane. De repente ésta había


aparecido en el umbral de la biblioteca. Kevin“estaba tan
cautivado por lo que veía en la pantalla que no la había
oído venir por el pasillo. A pesar de que ella habló en voz
baja, él se dio la vuelta con tal brusquedad que tuvo la sen-
sación de haberse salido de su propia piel. La hermosa se-
cretaria le sonreía ingenuamente, como si no tuviera ni
idea de lo que él estaba haciendo o mirando. Tal vez no sa-
bía nada. «Quizá ninguno de ellos sabe realmente nada»,
pensó.
Ah, sí, Diane. Dentro de un momento yo también
me voy.
No hace falta que se dé ninguna prisa, señor Taylor. La
puerta tiene un mecanismo que la cerrará cuando usted se
vaya.
Gracias. Por cierto, ¿dónde ha estado el señor Milton
todo el día?
—Tenía varias citas repartidas por diversos puntos de la
ciudad, pero ha estado continuamente informado de todo,
incluido lo referente a la esposa del señor Scholefield. Ma-
ñana seguro que vendrá. Hasta mañana, pues —añadió.
Adiós. Buenas noches.
Esperó a que ella saliera antes de volver a la pantalla.
Entonces cayó en la cuenta de que nadie creería una pala-
bra de todo aquello a menos que pudiera demostrarlo de
algún modo, así que decidió imprimir el archivo «Futu-
ros». Sin embargo, cuando pulsó las teclas pertinentes se
encontró con la frase: «Archivo no formateado para im-

247
presora». Acto seguido inició la serie de operaciones nece-
sarias para realizar precisamente dicho formateo, pero de
repente todo lo que había en la pantalla desapareció. Lla-
mó otra vez a la lista de archivos y trató de recuperar «Fu-
turos», pero en esa ocasión apareció en la pantalla una fra-
se que le requería un código secreto.
«¿Cómo es eso?», se preguntó. ¿Cómo había sido capaz
de hacerlo una vez y a la siguiente se le exigía conocer un
código determinado? Daba la sensación de que el ordena-
dor lo estuviera fastidiando, como si también formara par-
te de todo aquello tan siniestro.
Levantó los dedos del teclado, temeroso de que éste pu-
diera hacerle algo malo, pero la pantalla permaneció ilumi-
nada, conservando su aspecto inofensivo. Kevin movió la
cabeza en un gesto de incredulidad. «Es una auténtica lo-
cura», pensó. Su paranoia creció con rapidez. Apagó el or-
denador, salió de la biblioteca y fue a su despacho para lla-
mar a casa.
Después de que el teléfono sonara cuatro veces se co-
nectó el contestador automático de Miriam, que con una
voz suave aunque extraña pedía al que llamaba el nombre,
número y mensaje. A continuación, y después de una cor-
ta risa, decía «gracias» y se oía un pitido. Kevin sostenía
aún el auricular en la mano, y escuchaba el silencioso zum-
bido de la cinta del contestador al girar. Había en la voz de
ella algo que no había notado antes... un tono débil y dis-
tante, el de alguien que está distraído, que apenas presta
atención. ¿Le habían sometido a algún hechizo que se ha-
bía roto al sentirse de pronto culpable de lo que había es-
tado haciendo?
Un sudor frío le cubrió la frente y se le fue extendiendo
hacia la nuca. Colgó el auricular lentamente, sin dejar nin-
gún mensaje. ¿Dónde estaba Miriam? ¿Otra vez arriba, en
el ático? ¿Quizá con él? ¿Qué clase de dominio ejercía
John Milton sobre las mujeres? ¿Y cómo era posible que
los demás asociados no repararan en ello? Y si se daban

248
cuenta, ¿por qué lo pasaban por alto? Los tres eran inteli-
gentes y perspicaces, por lo que con toda seguridad cono-
cían esas cosas igual que él. No podía confiar en ellos, en
ninguno de ellos, y menos que nadie en Paul, el que lo ha-
bía traído al bufete y había permitido que encarcelaran a
su mujer en Bellevue. .
En todo caso, ¿qué iba a hacer con todo lo que había
averiguado? Reflexionó unos instantes, miró el reloj y co-
gló la guía telefónica para buscar el número de la oficina
del fiscal del distrito. Tan pronto como la fecepcionista
contestó, Kevin preguntó por Bob McKensie. Le pasaron
con su secretaria.
Acaba de salir —le dijo ésta—. Puedo dejarle el recado de
que lo llame por la mañana a primera hora.
-No =soltó él con brusquedad, casi gritando—. Ten-
go que hablar con él ahora mismo, es muy urgente. Por
favor...
-Un momento. —Por el ruido que oyó supuso que ella
había cubierto con la mano el micrófono del aparato y que
Bob McKensie se hallaba de pie junto a la mesa-. De
acuerdo. El señor McKensie se pone ahora mismo. -Un
instante después el ayudante del fiscal estaba al aparato.
Kevin, ¿qué pasa?
Ya sé que estaba a punto de terminar su jornada, pero
créame Bob, no lo habría llamado si no hubiera una razón
de peso.
—Bueno, sí, me iba a casa. Pero ¿de qué se trata?
—Tiene que ver con todos los procesos que usted ha ini-
ciado contra algún sospechoso defendido por algún aso-
ciado de John Milton. Bien, no sólo usted, sino cualquier
miembro de la oficina del fiscal -explicó Kevin con un su-
surro grave. Hubo una larga pausa—. Le aseguro que si nos
vemos un momento no lo lamentará.
—¿Cuánto tardarás en llegar aquí? No tengo prisa por ir
a casa.
—Déme veinte minutos.

249
—De acuerdo, Kevin —dijo McKensie tras una pausa—.
Para entonces todo el mundo ya se habrá ido, de modo
que entra sin más. Mi despacho está en la tercera puerta, a
la izquierda.
—Perfecto, gracias.
Colgó el auricular y salió a toda prisa al tiempo que
apagaba las luces. Justo antes de cerrar la puerta principal a
sus espaldas, se volvió y echó un vistazo al corredor oscu-
ro. Tal vez fuera sólo fruto de su imaginación sobrecarga-
da, pero le pareció que de la biblioteca surgía un resplan-
dor que tal vez fuera el de la pantalla de un ordenador. No
obstante, estaba seguro de haberlo apagado, de manera
que lo atribuyó a una fantasía exacerbada y no titubeó ni
un segundo más.
Cuando le había dicho a McKensie que tardaría veinte
minutos no había tenido en cuenta que era una hora punta.
Casi había pasado el doble de tiempo cuando por fin llegó
al aparcamiento de la oficina del fiscal. Dejó el coche, se
precipitó hacia el vestíbulo y subió al ascensor. Entonces
reparó en que su decisión de ver a McKensie lo antes posi-
ble no le había permitido pensar demasiado en el modo de
explicarle a éste lo que había descubierto y cuáles eran sus
hipótesis. Ya se encontraba frente a la oficina del fiscal
cuando se sobrecogió ante las consecuencias de lo que es-
taba a punto de hacer, y la mano se le heló al coger el
pomo de la puerta.
«Me tomará por loco —pensó Kevin=. No creerá ni una
palabra. Sin embargo tengo que contárselo a alguien, a al-
guien que se preocupe de ello y quiera investigar más a
fondo.» ¿Y quién mejor que el hombre que el bufete John
Milton 8 Associates había derrotado y puesto en un
aprieto en multitud de ocasiones? Abrió la puerta y entró.
En el vestíbulo todas las luces estaban aún encendidas,
pero tras el mostrador ya no había ninguna recepcionista.
Kevin se dirigió con celeridad a la tercera puerta del pasi-
llo de la izquierda y la abrió.

250
McKensie estaba de pie junto a la ventana, con las ma-
nos a la espalda, contemplando la ciudad a oscuras. Cuan-
do se abrió la puerta, el alto y desgarbado fiscal se volvió y
enarcó las cejas. A Kevin le pareció que el rostro de Mc-
Kensie era más largo y sombrío, y sus ojos más profundos
y tristes que de costumbre.
—Lo siento. He quedado atrapado en un atasco.
Sabía que pasaría. —Miró el relo;-. Bien, vayamos al
grano, por favor. He llamado a mi esposa, pero había olvi-
dado que tenemos invitados a cenar.
—Lo lamento, Bob. No habría venido si no...
Siéntate, Kevin. Te escucho. ¿Qué te tiene tan agitado?
—McKensie se sentó en su silla; Kevin hizo lo propio frente
a él y se reclinó un momento para recuperar el aliento.
-No sé por dónde empezar. Hasta ahora mismo no
he tenido tiempo ni de pensar en la mejor forma de expli-
carlo.
—Ve al meollo del asunto, Kevin. Más tarde analizare-
mos los detalles.
Kevin asintió con la cabeza, tragó saliva y se inclinó ha-
cia delante.
-Le pido encarecidamente que me dé la oportunidad de
contárselo todo —dijo, levantando la mano izquierda como
si fuera un guardia de tráfico— sin rechazarlo a la primera,
¿de acuerdo?
Te voy a prestar toda la atención —precisó McKenste
con tono adusto mientras miraba de nuevo el reloj.
Bob, he llegado a la conclusión de que John Milton es
un hombre depravado que tiene poderes sobrenaturales.
Quizá no sea un hombre; quiero decir que a lo mejor es
algo más que eso. Es probable que sea el propio Satán en
persona.
McKensie se limitó a mirarlo. La única reacción que
mostró su rostro fue un nuevo arqueo de las cejas. La au-
sencia de desdén o de mofa ante las palabras de Kevin ani-
mó a éste a proseguir.

251
—Hoy he hecho una visita a Beverly Morgan. Quiero
que sepa que el testimonio de esa mujer me sorprendió
tanto como a usted. En la entrevista que mantuve con ella
antes del juicio me dijo que negaba validez a la declaración
de Rothberg, que la encontraba incluso grotesca. Eviden-
ció una profunda aversión hacia éste y no quería participar
en nada que pudiera ayudarlo.
—Ya... bueno, quizá tuvo remordimientos de conciencia.
Sabes tan bien como yo que a menudo hay testigos de crí-
menes que se niegan a testificar. La mayoría de ellos lo jus-
tifican de un modo racional —añadió, y se encogió de hom-
bros—. Pero quizá cuando llegó el momento ella no pudo
hacerlo.
—Pero es que justo antes de que yo empezara el interro-
gatorio de Beverly ante el tribunal, el señor Milton me en-
vió una nota. Él sabía que ella iba a cambiar su decla-
ración.
—¿Y crees que esto es una prueba de sus poderes sobre-
naturales?
No, esto no. Como le he dicho, hoy he ido a ver a Be-
verly Morgan. Ella había tenido un accidente... estaba be-
bida y se había caído por las escaleras. Cuando he llegado
a su casa ya la habían llevado a la sala de urgencias del hos-
pital. Me he dirigido allí a toda prisa, he hablado con ella y
le he preguntado por qué había revocado su declaración.
Fuera porque pensaba que estaba a punto de morir o por-
que finalmente ha recuperado la conciencia, el caso es que
me ha confesado ciertas cosas, hechos acaecidos en el pasa-
do. Bob —prosiguió Kevin, inclinándose sobre la mesa=,
me ha dicho que asesinó a la madre inválida de Maxine
Shapiro después de que la anciana descubriera que le había
estado robando. Le dio una sobredosis de digitalina. Na-
die se enteró ni sospechó nada. También le había robado
cosas a Maxine, algunas joyas, pequeñas sumas de dinero...
—¿También fue ella quien la mató?
No, Maxine no sabía lo que Beverly hacía, y si lo sabía

252
no le importaba. Fue Stanley Rothberg el que la asesinó,
estoy convencido de ello. Y también de que el señor Mil-
ton sabía que lo haría. A decir verdad, sé que él lo sabía
todo de antemano.
¿Cómo? —McKensie se reclinó en la silla. ¿Me estás
diciendo que John Milton estaba implicado?
—En cierto modo se podría expresar así. John Milton co-
noce el potencial de perversidad que anida en nuestros
corazones —explicó Kevin; después reflexionó un instante y
levantó los ojos enseguida—. Al principio creí que el hecho
de encargarme a mí el caso Rothberg era una especie de
error burocrático, pero lo cierto es que John Milton había
estado recogiendo información antes de que Maxine Roth-
berg fuera asesinada. Él sabía lo que sucedería y que Stan-
ley sería acusado del crimen.
=O quizá tienes razón cuando dices que fue simplemen-
te un error burocrático, Kevin —replicó McKensie en voz
baja.
-No. Estoy seguro de que no fue así. John Milton no
sólo sabe lo que harán las personas malvadas, sino también
lo que hay de malvado y oculto dentro de todos y cada
uno de nosotros. Fue a ver a Beverly Morgan y le hizo
chantaje. Él sabía lo que ella había hecho, y ella entendió
enseguida que se enfrentaba a una fuerza terrible y diabó-
lica. Así que se sometió a sus deseos.
—¿Y eso es lo que te ha contado hoy en el hospital?
Sí.
Kevin, has dicho que esa mujer se ha emborrachado y
ha tenido un accidente. En el juicio yo estuve a punto de
desacreditar su testimonio poniendo de manifiesto que era
una alcohólica incompetente, pero también sabía que tú
utilizarías esto para sugerir que ella tal vez había matado a
Maxine Rothberg accidentalmente, por lo que no me mo-
lesté en hacerlo. En todo caso, ¿qué clase de declaración
podía hacer una mujer como ella contra alguien como
John Milton?

20
Bob, John Milton € Associates han ganado o han ac-
tuado con éxito en todos los casos penales en los que han
tomado parte —replicó Kevin. Si analiza usted con cuida-
do los archivos de los juzgados, lo podrá comprobar. Y fí-
jese en el tipo de clientes... muchos que eran sin duda cul-
pables obtuvieron sentencias benévolas o...
Cualquier abogado defensor trataría de conseguir esto,
Kevin. Ya lo sabes.
—... o encontraron la forma de que las pruebas fueran re-
chazadas.
Precisamente los buenos defensores, Kevin. Su trabajo
consiste en esto. ¿Por qué crees que estoy siempre siguien-
do de cerca los pasos de la policía? Están tan hasta la coro-
nilla y van con tantas prisas que cometen errores, y les
toca las narices que yo y otros fiscales les digamos lo que
pueden hacer y lo que no.
—Lo sé, lo sé —dijo Kevin con impaciencia. Pero aquí
hay algo más, Bob. A los asociados del señor Milton, y so-
bre todo a él, les encanta lograr que la gente culpable re-
sulte absuelta en un proceso. John Milton es el genuino
defensor de los perversos, el abogado del diablo... supo-
niendo que no sea el propio diablo.
MckKensie asintió y se inclinó hacia delante.
Kevin, ¿con qué cuentas para respaldar una historia
delirante como ésta?
—He venido aquí directamente desde el despacho. He
ido allí para examinar en el ordenador todos los casos del
bufete. Como acabo de decirle, no han perdido ni uno.
También yo figuro en la lista, aunque no sólo se me atribu-
ye el expediente de Rothberg. También se incluye mi pri-
mer asunto penal, el que llevé en Long Island.
—La defensa de una maestra de escuela primaria acusada
de abuso sexual de niñas. Kevin le lanzó una mirada pe-
netrante—. Yo también di instrucciones de que me infor-
maran sobre ti, Kevin. Quería saber con qué clase de abo-
gado me iba a enfrentar.

254
—Ha sido realmente horripilante ver que el caso estaba
en el archivo del señor Milton. Parecía como si él pensara
que yo, cuando estaba defendiendo a Lois Wilson, ya tra-
bajaba para él. Entonces me he dado cuenta de que quizás
era así.
—NOo te entiendo.
—En el fondo yo sabía que ella era culpable de haber
abusado de una de las niñas, pero pasé deliberadamente
por alto mi intuición y ataqué el planteamiento de la acu-
sación por donde me parecía más débil.
—Para eso te pagaban =soltó McKensie en tono so-
carrón.
=Sí, pero no me daba cuenta de que al mismo tiempo es-
taba haciendo una demostración práctica para obtener un
puesto en John Milton $ Associates, bufete que busca
abogados dispuestos a hacer todo y más para lograr que
un acusado sea absuelto, aunque sea culpable. En cual-
quier caso, lo que más me ha sobresaltado y asustado de lo
que he visto en la pantalla ha sido un archivo titulado «Fu-
turos», en el que se enumeraban crímenes que se comete-
rían a lo largo de los próximos dos años y los clientes que
tendríamos.
¿Predicciones?
No eran simples predicciones sino hechos inequívocos:
robos, violaciones, asesinatos, extorsiones, desfalcos... Es-
taba allí la estrategia completa a seguir: parecía la descrip-
ción de una clase de graduados en la Universidad del In-
fierno.
—¿Había nombres de personas reales y las acusaciones
de que iban a ser objeto?
Sí.
—¿Has sacado una copia de esto?
Lo he intentado, pero no he conseguido dar la orden
de imprimir. Además he perdido el archivo y no he sido
capaz de hacer que volviera a aparecer en la pantalla, pero
si usted va allí...

43)
-Claro, está chupado, Kevin. Aunque no me veo yo en-
trando resueltamente en la oficina de John Milton con una
citación para mirar en el ordenador una lista de crímenes
que todavía han de cometerse. No obstante, si tiene el po-
der que dices, lo habrá borrado todo antes de que llegue-
mos, ¿no crees?
Kevin asintió mientras su frustración crecía por mo-
mentos.
-La mujer de Paul Scholefield está en Bellevue —dijo al
instante—. La noche pasada me la encontré y me contó que
John Milton era un ser diabólico y que había lanzado un
hechizo sobre todos nosotros, incluidas nuestras esposas.
Afirmaba que era el responsable de la muerte de Richard
Jaffee.
—¿Que John Milton empujó a Richard Jaffee por la te-
rraza?
=No dijo literalmente esto pero sí que Jaffee se sentía
responsable de lo que le había ocurrido a su mujer así co-
mo culpable de las cosas que había estado haciendo como
abogado del bufete. Según palabras de la propia Helen,
Richard era el único que tenía conciencia.
—¿Helen Scholetield te contó todo eso?
Sí.
McKensie movió ligeramente la cabeza en señal de con-
firmación, se inclinó de nuevo hacia delante y apoyó la lar-
ga mano derecha sobre la izquierda.
—Milt Krammer me ha hablado hoy de ella; en el mundi-
llo jurídico las noticias vuelan. Ha sido una depresión ner-
viOSa, ¿no?
—Esto es sólo una coartada.
-O sea, según tú todos están implicados... Dave Kotein,
Ted McCarthy y Paul Scholefield.
-Ahora estoy convencido de ello —le respondió Kevin.
—¿Y sus esposas?
-No estoy seguro.
—Pero la de Paul rotundamente no, ¿verdad?

256
Verá... ella pintó un cuadro de tipo abstracto pero ate-
rrador...
Al advertir que McK ensie sacudía ligeramente la cabeza,
Kevin se detuvo y se dio cuenta de que no estaba logrando
su propósito.
-Kevin, a ver si conseguimos calmarnos un poco y repa-
samos todo lo que me has contado hasta ahora, ¿de acuer-
do?
Bob, tiene que escucharme.
-Y lo estoy haciendo. ¿Acaso me he reído de ti? ¿He
llamado a los loqueros? 4
No.
—Estás demasiado excitado. Bien, al parecer Beverly
Morgan mintió para salvar el pellejo. John Milton conocía
sus crímenes. Si ello se debía a sus poderes sobrenaturales
o no es algo que todavía no sabemos. Podría haber encar-
gado una investigación. Me consta que dispone de buenos
detectives privados.
»Has mirado el historial del bufete y has descubierto
que está lleno de éxitos. Sin embargo, tus colegas no han
ganado ningún caso por medio de poderes sobrenaturales:
cuando podían se aprovechaban de errores procesales co-
metidos por la policía; si las circunstancias lo permitían,
negociaban acuerdos; y, por último, si eran capaces de po-
ner en entredicho las pruebas alegadas por la acusación,
ganaban la causa con rotundidad. Cuando creas que digo
algo erróneo, córtame.
—Eso es lo que parece, ya lo sé, pero...
Pero has visto ese otro archivo que no puedes repro-
ducir ni llamar de nuevo, y en el que se enumeran posibles
crímenes.
—Posibles no, seguros.
—Dices que son seguros porque crees que John Milton
empezó a investigar el caso Rothberg antes de que Maxine
Rothberg fuera asesinada, pero también admites que en un
principio consideraste el encargo como un error burocrá-

7
tico. Te remites al testimonio de una mujer que se halla
ahora en Bellevue y a la que han diagnosticado depresión
nerviosa, o al de una conocida alcohólica que tal vez sea
también ladrona y asesina. Kevin —añadió McKensie, al
tiempo que se inclinaba hacia delante—, ¿por qué no te vas
del bufete y en paz? Vuelve a ejercer en Long Island.
—¿Cuántos casos ha llevado usted contra clientes repre-
sentados por el señor Milton? —preguntó Kevin lo más
tranquilo que pudo.
—¿Personalmente? Cinco, incluido el tuyo.
—Y los perdió todos, ¿verdad?
No tengo ninguna duda sobre las razones: todas fue-
ron lógicas. No hubo nada sobrenatural. Mira, conozco a
John Milton desde hace tiempo. Me viste en una de sus
fiestas. Otros ayudantes del fiscal también han ido; incluso
el jefe ha estado allí. Y, créeme, nadie ha sentido jamás que
estuviera en presencia del diablo o del abogado del diablo,
a pesar de que algunas de esas fiestas fueran un tanto esca-
brosas.
Abatido, Kevin inclinó la cabeza sintiendo sobre él el
enorme peso de la derrota. De repente se encontró muy
viejo y cansado.
—Lo siento, Bob. Ojalá pudiera hacérselo entender de
algún modo.
-S1 crees sinceramente que tú y tu esposa os halláis ante
un ser diabólico, deberíais iros.
—Ésta es mi intención, pero también quiero hacer algo
más: poner punto final a todo eso, porque al fin y al cabo
yo también he hecho mi aportación. "-McKensie sonrió
por primera vez.
Ojalá todos los abogados defensores tuvieran estos
mismos remordimientos de conciencia. Nuestro trabajo
sería más fácil. -Por un momento se miraron fijamente
uno a otro—. No debería hacerlo añadió McKensie-, pero
me doy cuenta de que al contarme todo esto has hablado
en serio. Sé de alguien que quizá pueda ayudarte, aclararte

258
ciertas cosas, darte alguna explicación sobre lo que crees
que has visto o experimentado.
—¿De verdad? ¿Quién?
Es un amigo mío, aunque debería decir amigo de mi
padre. Es un sacerdote jubilado, el padre Vincent, que ha
investigado y escrito sobre todo lo oculto, en especial so-
bre el diablo. Pero no es un chalado de esos que corren
por ahí. Lleva a cabo lo que muchos científicos consideran
un trabajo erudito, porque el hombre también es psiquia-
tra. Á pesar de que ya tiene casi ochenta años, todavía
atiende a algún que otro paciente,
Cree que lo que necesito es un psiquiatra, ¿eh? —pre-
guntó Kevin mientras inclinaba la cabeza en señal de asen-
timiento—. No se lo reprocho.
-No estoy diciendo que estés loco, Kevin, lo único que
digo es que el padre Vincent puede ayudarte mucho. Aca-
so te explique lo que debes hacer para confirmar o refutar
tus teorías, y a partir de ahí tranquilizar tu espíritu. ¿Tan
malo es eso?
No, supongo que no.
—Ahora hablas con sensatez —le dijo McKensie, y miró
de nuevo el reloj—. Será mejor que mueva el culo.
—De acuerdo. Gracias por escucharme. —Kevin extendió
la mano. El fiscal se levantó y se la estrechó.
Kevin, no me malintepretes. Me gustaría acabar con
John Milton z Associates. Es sospechoso que sean tan bue-
nos en su oficio, y estoy de acuerdo en que un buen núme-
ro de sus clientes han conseguido la absolución a pesar de
sus manifiestas actividades criminales, pero el sistema es así
y hasta el momento es el mejor que conocemos. Tal vez
hayas descubierto que no tienes estómago para cierto tipo
de cosas. Ya suele pasar dijo McKensie, encogiéndose de
hombros-. Quizá deberías pensar en pasarte a nuestras filas.
El sueldo no es tan bueno, pero se duerme más tranquilo.
Quizá —replicó Kevin. Empezó a salir del despacho de
MckKensie.

259
—Espera. Salgo contigo.
McKensie se puso el abrigo y cogió su maletín. Apagó
las luces y, una vez más, Kevin fue el último en abandonar
un despacho, dejando tras él todo a oscuras y las puertas
cerradas.
-¿Dónde vive el padre Vincent? —preguntó Kevin cuan-
do entraron en el ascensor.
—En el Village —repondió McKensie, sonriendo—. One
Christopher Street, apartamento 5. Su nombre es Reuben.
Si lo llamas, dile que lo haces de mi parte.
Sí, tal vez lo haga —dijo Kevin, aunque no parecía de-
masiado entusiasmado por hacer nada.
Sin embargo, cuando llegó a su apartamento y abrió la
puerta, todo cambió.
Miriam estaba en la entrada, esperándolo.
—He oído que ponías la llave en la cerradura —explicó- y
he venido corriendo. —Estaba radiante, arrebolada, y sus
ojos brillaban.
—¿Por qué?
No quería decírtelo hasta que fuera seguro, pero hoy
lo he confirmado. Estoy embarazada —dijo, y antes de que
él fuera capaz de reaccionar le lanzó los brazos al cuello.

—Pero ¿qué estás diciendo? —-Miriam se levantó antes de


que él pudiera continuar. Después de controlarse, Kevin
la había llevado a la sala de estar para hablar un momen-
to, pero apenas había empezado cuando ella ya cerraba
los puños y se apretaba los nudillos contra las sienes-.
¡Abortar!
Creo que no es mío —precisó Kevin con toda la calma
posible—. Y si Helen está en lo cierto, y creo que así es, el
niño será la causa de tu muerte.
-¿Helen? ¿Helen Scholefield? Has dejado que Helen
Scholetield te haya vuelto loco soltó Miriam. ¿Qué te
contó la otra noche? ¿Cómo puede ser que el niño no sea

260
tuyo? ¿Con quién crees que me he acostado? ¿Helen te
dijo que yo había estado con otro? ¿Y tú la creíste? ¿A una
mujer que está loca? ¡A alguien que ahora mismo está sol-
tando incoherencias dentro de una camisa de fuerza en Be-
ilevue! -Su rostro parecía a punto de estallar.
—Por favor, siéntate y escucha lo que tengo que decirte,
¿vale?
Si tiene algo que ver con un aborto, no quiero escu-
char. Queríamos este niño, queríamos formar nuestra pro-
pia familia. Ya tengo planificado detalladamente todo lo de
la guardería. -Sacudió la cabeza con vehemencia. No es-
cucharé, no, no lo haré —repitió, y de pronto abandonó la
sala de estar.
Kevin se quedó allí sentado un rato y luego se levantó y
la siguió hasta el dormitorio. Miriam estabatúmbada boca
abajo en la cama, sollozando.
Miriam. —Él se sentó a su lado y le acarició el cabello
suavemente—. No es culpa tuya. Yo no he insinuado que te
hayas acostado voluntariamente con otro. En realidad no
has sido infiel. Es algo distinto. Te tenía hechizada y hacía
el amor contigo como si él fuera yo. Lo vi... en dos ocasio-
nes, pero en ninguna de ellas pude hacer nada por evitarlo.
Ella se volvió lentamente y observó la cara de Kevin.
¿Quién me tenía hechizada y hacía el amor conmigo
mientras tú mirabas?
—El señor Milton.
—¿El señor Milton? —Kevin lo confirmó con una inclina-
ción de cabeza—. ¿El señor Milton?... —La sonrisa incrédula
de Miriam se convirtió en una risa abierta—. ¿El señor Mil-
ton? —repitió al tiempo que se incorporaba—. ¿Sabes cuán-
tos años tiene? Hoy precisamente me he enterado: setenta
y cuatro. Sí, setenta y cuatro. Ya sé que tiene un aspecto
fantástico para esa edad, pero si quieres imaginarte que te
soy infiel con alguien, ¿por qué no eliges a uno de los aso-
ciados?
—¿Quién te ha dicho su verdadera edad?

261
—El doctor Stern.
—¿Quién es el doctor Stern?
—El médico del bufete —respondió ella, y se secó las lá-
grimas que le corrían por las mejillas, causadas tanto por la
risa como por el enfado-. Norma y Jean me han acompa-
ñado. Primero quería saber algo sobre estos moratones
que tanto te preocupaban, y después que me hiciera el test
del embarazo. Te alegrará saber que ha estado de acuerdo
con tu diagnóstico y me ha recetado unas vitaminas. Y esta
carencia de vitaminas puede estar relacionada con la gesta-
ción. Ahora tengo que comer por dos —añadió, sonriendo.
—Oh, Miriam...
—Es un hombre muy agradable, y hemos estado hablan-
do de ti y del señor Milton. Por eso me he enterado de la
edad de tu jefe.
—¿Es el mismo doctor al que iba Gloria Jaffee? —Kevin
hizo un gesto afirmativo con la cabeza como si ella ya hu-
biera confirmado su hipótesis.
—Desde luego. Sí, ya sé lo que me vas a decir —añadió rá-
pidamente—. Pero la muerte de Gloria no fue culpa del
doctor Stern. Las chicas y yo hemos hablado del asunto e
incluso él lo ha sacado a colación, dado que todavía es un
recuerdo que lo incomoda. Fue el corazón; simplemente
algo extraño y del todo inesperado.
Quizá fue extraño, pero no inesperado. Todavía no es-
toy seguro de por qué sucedió, pero sí de que el niño la
mató y de que su marido sabía la razón.
—Pero ¿cómo es que nadie más piensa esas cosas tan ho-
rribles, ni Norma ni Jean ni sus maridos? Ellos trabajan
con John Milton, y desde hace más tiempo que tú. Sin em-
bargo, cuando llegan a su casa no empiezan a contarles a
sus esposas lo diabólico que es. ¿O lo que pasa es que no lo
conocen tan bien como tú, Kevin? —preguntó con desdén.
Lo conocen —replicó él, al tiempo que asentía. De
pronto le vino una idea a la cabeza. ¿Norma y Jean ha-
blan de sus maridos?

262
Claro.
Quiero decir, de su pasado, de su familia...
ANWecés 2 Porqué?
-¿Hay algo especial acerca de Ted o Dave que yo no
sepa?
Miriam se encogió de hombros.
Sabías que Ted era un hijo adoptado, ¿no? -
No. Nunca me ha contado nada que me hiciera pensar
eso. Por la forma en que habla del bufete de su padre,
siempre he dado por supuesto que tanto éste como su es-
posa eran sus padres biológicos. -Kevin miró a Miriam-.
Ahora que lo pienso, Dave no habla demasiado de los su-
yos. Y cuando lo hace, es siempre sobre el padre. —Hizo
un gesto de asentimiento—. La madre de Dave murió al na-
cer él, ¿verdad?
—Por lo visto ya lo sabías.
—Y estoy seguro de que Paul... -De repente abrió los
ojos de par en par—. ¿Te das cuenta? —Se levantó. El impac-
to de su descubrimiento lo atravesó como una descarga
eléctrica.
—¿Cuenta de qué, Kevin? Me estás asustando.
—Es precisamente esto lo que quieren decir cuando afir-
man que el bufete es una familia. ¡Él es su padre! ¡Su au-
téntico padre!
—¿Qué? —Miriam hizo una mueca.
—Tenía que haberme dado cuenta... por el modo en que
hablan de él. «Es como un padre para mí», dijo una vez
Paul. Creo que todos lo han dicho en alguna ocasión.
Pero Kevin, date cuenta. Hablaban en sentido figu-
rado.
Que va, ahora es cuando todo adquiere sentido. Algún
día el hijo de Gloria Jaffee también trabajará en el bufete,
lo mismo que... -Entonces miró a Miriam—. Lo mismo que
nuestro hijo, si lo tienes.
—¿El hijo de Jaffee... dentro de veinticinco o veintiséis
años trabajará en el bufete del señor Milton? Pero vamos a

263
ver —dijo ella, mientras cerraba los ojos y hacía cálculos-.
Para entonces el señor Milton tendrá la bonita edad de
ciento nueve o ciento diez años.
—Muchos más, Miriam. Es tan viejo como el mundo.
Venga, Kevin, por favor =soltó Miriam, sacudiendo
la cabeza con incredulidad. ¿De dónde has sacado esas
ideas? ¿De Helen Scholefield?
-No.
—¿De dónde, entonces?
—En primer lugar de mi propia intuición, si es que aún
me queda algo de eso. “Hizo una pausa, y después de res-
pirar hondo añadió: Miriam, tenías razón con respecto a
Lois Wilson.
—¿A qué viene esto?
—En el fondo yo sabía que ella era culpable de haber
abusado de Barbara Stanley. Ésta estaba en un aprieto y se
sentía asustada ya que en un principio le había permitido a
Lois que lo hiciera, de modo que implicó a sus compañe-
ras convenciéndolas de que mintieran para así poder salir-
se con la suya. Reparé en la mentira y la utilicé contra el
razonamiento de la acusación. Fue algo despreciable, pero
yo sólo quería ganar. Sólo me importaba eso, ganar.
Sólo hiciste aquello para lo que estabas preparado y
por lo que te pagaban —recitó Miriam.
¿Qué? ¿Desde cuándo piensas así? ¿No sentías repug-
nancia ante la idea de que yo defendiera a Lois Wilson?
—Norma, Jean y yo hemos hablado de esto. Para mí ha
sido positivo tener a esposas de otros abogados con las
que compartir mis ideas y mis sentimientos. Me han ayu-
dado mucho, Kevin. Estoy contenta de haber venido aquí
y de estar rodeada de gente más inteligente y sofisticada.
-¡No! Ellos no son más inteligentes ni más sofisticados,
sino más perversos.
—En serio, Kevin. No entiendo por qué dices todas estas
cosas y sugieres algo tan terrible como... que aborte.
—Te lo contaré todo, y después estarás de acuerdo con-

264
migo en lo del aborto. No obstante, primero tengo que ver
a alguien, enterarme de más cosas, y saber qué debo hacer
y cómo confirmar todo esto para que otras personas me
crean, especialmente tú.
Se levantó, fue hacia el teléfono y llamó a información.
Cuando la operadora se puso al habla preguntó por el nú-
mero de Reuben Vincent. Miriam lo observaba con interés
mientras él tomaba nota con rapidez y acto seguido colga-
ba y marcaba de nuevo.
—¿Quién es ése? —preguntó ella. Él le indicó que esperara.
—¿Padre Vincent? Buenas noches. Me llamo Kevin Tay-
lor. Bob McKensie me ha dado su nombre y sus señas.
¿Tiene tiempo para hablar conmigo un rato? Perfecto.
Tengo mucho interés en el trabajo que lleva usted a cabo y
creo que necesito su ayuda. ¿Podríamos vernos ahora? Sí,
esta noche. Llegaría a su casa en una media hora. De
acuerdo. Muchas gracias. Hasta luego.
Cuando hubo colgado el auricular, Miriam le preguntó:
—¿Quién era?
—Alguien que quizá pueda ayudarme.
—¿Ayudarte a qué?
—A vencer al diablo —respondió, y la dejó allí sentada,
con una expresión de asombro pintada en la cara.

265
14

A lo largo de su vida, a veces Kevin se había sentido como


si hubiera estado moviéndose en un sueño. Enzarzado en la
intensidad de un momento o haciendo algo que a menudo
había imaginado, se vio fuera de los sucesos reales, como si
fuera un observador de sí mismo, casi la misma clase de ob-
servador que había creído que era cuando contemplaba las
escenas eróticas de Miriam. En ese momento se sentía igual.
Al detenerse en un semáforo de la Séptima Avenida ad-
virtió que había alguien mirándolo desde una esquina. El
hombre, con el cuello del abrigo levantado, las manos en los
bolsillos y el rostro cubierto en parte por sombras y en par-
te por una luz débil, le recordaba a él mismo, y por un mo-
mento se imaginó tal como el hombre quizá lo veía: inclina-
do atentamente sobre el volante, con el pelo desaliñado, los
ojos extraviados y una expresión desesperada en la cara.
El semáforo se puso verde y el conductor de detrás hizo
sonar el claxon airadamente. Kevin apretó con fuerza el
acelerador, pero en el mismo momento que el coche salía
disparado hacia la noche levantó la vista hacia el retrovisor
y vio cómo la sombría figura cruzaba la calzada velozmen-
te, como si volara. Siguió conduciendo, pero esa imagen
grabada en la superficie de sus ojos persistió como ocurre
con la luz, que permanece una décima de segundo después
de apagarla.
Kevin conocía bien esa parte del Village. Había ido a
menudo a comer al mediodía a un restaurante cercano. Se
dirigió directamente al aparcamiento que había al lado del
edificio del padre Vincent, y al cabo de poco más de media

266
hora desde la llamada telefónica pulsó el timbre de la casa
de éste y entró tan pronto como se abrió la puerta princi-
pal franqueándole el paso. Cuando Kevin salió del ascen-
sor, el padre Vincent ya estaba esperándolo junto al um-
bral del apartamento.
Por aquí —dijo con una voz profunda y resonante. Ke-
vin se apresuró a El
Un hombre de poca estatura, calvo y robustas que lleva-
ba una camisa blanca limpia y bien planchada y unos pan-
talones negros, dio un paso atrás para que él pudiera entrar.
El padre Vincent tenía dos magros abultamientos de
pelo blanco color almidón que le caían sobre las orejas, y
que se combinaban en la parte posterior de la cabeza para
subrayar la forma oval de su brillante coronilla, moteada
de manchas que testimoniaban su edad. Las cejas eran gri-
ses y pobladas, pero los ojos, de un azul suave y juvenil,
ponían de relieve el espíritu y la fuerza intelectual del per-
sonaje. Justo debajo de los ojos, las mejillas estaban hin-
chadas. De hecho, toda su cara tenía un aspecto abotarga-
do, y sus facciones se revelaban un tanto voluminosas. La
barbilla descendía y se curvaba con tersura, redondeando
su semblante elíptico.
Medía apenas metro y medio y sus manos tenían algo
propio de los enanos. Extendió la izquierda con rapidez y
agarró la derecha de Kevin, moviéndola de arriba abajo
con unos dedos rechonchos sorprendentemente fuertes.
Cuando sonreía, en sus blandas mejillas se formaban
dos hoyuelos, justo por encima de las comisuras de la
boca. A Kevin le dio la impresión de que era un hombre
mimoso, astuto, encantador... una versión imberbe, aun-
que un poco diminuta, de Papá Noel.
“Seguro que ahí fuera hace un frío de mil demonios
-dijo el padre Vincent, frotándose las manos como señal
de solidaridad.
Sí. Esta noche el viento corta la cara que da gusto —res-
pondió Kevin, y por un momento recordó la imagen del

267
hombre sombrío de la esquina, con el cuello levantado
para protegerse del aire helado.
—Pase a la sala y póngase cómodo —sugirió el padre Vin-
cent mientras cerraba la puerta. ¿Le apetece tomar algo ca-
liente, o tal vez prefiere algo más fuerte?
Creo que... algo fuerte.
—¿Coñac?
—Perfecto. Gracias.
Kevin lo siguió a la pequeña y acogedora sala de estar.
El mobiliario consistía en un gran sofá de módulos con al-
mohadones de color de clara de huevo, a cuyos extremos
había dos mesillas de cristal y madera, y otra a juego en el
centro. En el rincón izquierdo más alejado se advertía un
balancín de pino oscuro, y al lado una lámpara de pie. A la
derecha y justo a la izquierda había montones de estante-
rías llenas de libros. En la pared más distante se observaba
una chimenea falsa de mármol. Dentro de ella había un
tronco también falso con una luz roja incandescente en su
interior. La alfombra azul claro de nailon parecía vieja,
aunque no estaba desgastada.
El padre Vincent se dirigió a una pequeña licorera que
se hallaba inmediatamente a su izquierda y sirvió dos co-
pas de coñac.
Gracias -dijo Kevin mientras cogía la suya.
—Tome asiento, por favor. —El padre Vincent hizo un
gesto en dirección al sofá, y Kevin se sentó y se desabro-
chó los dos botones de arriba del abrigo.
=Si lo prefiere, puede usted calentarse un poco antes de
quitarse el abrigo.
=Sí, gracias dijo Kevin—. Esto ayudará —añadió, seña-
lando el coñac, que le estaba sentando de maravilla mien-
tras le bajaba quemando por la garganta y le llegaba al es-
tómago. Cerró los ojos y se relajó.
—Parece usted un joven muy preocupado por algo -indi-
có el padre Vincent. Se sentó frente a Kevin y lo observó
mientras daba cuenta de su copa.

268
—Padre, se está quedando corto.
Por desgracia para mí, esto es lo que pasa a menudo.
=Sonrió—. Por lo general, la gente acude a los sacerdotes o
los psiquiatras sólo como último recurso. Así que es ami-
go de Bob McKensie, ¿eh?
=No exactamente un amigo. Soy abogado defensor.
Hace poco hubo un juicio en que fuimos contrincantes.
—¿Ah, sí?
—Padre Vincent —dijo Kevin, creyendo que lo mejor era
coger el toro por los cuernos—, Bob me ha explicado que
usted ha realizado importantes investigaciones sobre lo
que llamaríamos «oculto».
=Sí, ha sido una de mis pasiones.
—Y también que además de ser sacerdote practica la psi-
quiatría.
—Para serle franco, como psiquiatra nunca he tenido
mucha actividad; de vez en cuando constituye un pasa-
tiempo. Y ya le habrá contado Bob que estoy retirado de
mis funciones eclesiásticas.
=Sí, bueno... sinceramente, creo que Bob quería que lo
viniera a ver en su calidad tanto de sacerdote como de psi-
quiatra.
—Ya. Bien, ¿por qué no empezamos por el principio?
¿Cuál es el problema?
Padre Vincent —dijo Kevin, fijando su mirada en el
hombre pequeño y corpulento—, tengo razones para creer
que trabajo para el diablo o para el abogado del diablo. Al
margen del nombre que le pongamos, es alguien o algo
que tiene poderes sobrenaturales y que utiliza para ayudar
a las fuerzas del mal que existen en nuestro mundo. —Hizo
una pausa y respiró hondo—. Bob McKensie me ha habla-
do de sus trabajos relacionados con lo oculto y me ha ase-
gurado que no se reiría de mí cuando le contara todo esto.
¿Puedo confiar en él? -Kevin se calló un momento y espe-
ró la respuesta del anciano.
Reuben Vincent permaneció por unos instantes con

269
semblante estoico y pensativo, y a continuación asintió.
Supongo que sus palabras expresan literalmente la
cuestión.
—Desde luego.
—No, no me reiré, ni tampoco daré por buena su afirma-
ción como harían muchos... cómo los llamaría... fanáticos
religiosos, si no responde satisfactoriamente a mis propios
criterios. Sí creo en la existencia literal del diablo, aunque
no estoy seguro de que se haya manifestado continuamen-
te en forma humana desde la pérdida del Paraíso. Creo que
ha escogido sus momentos, igual que Dios ha hecho con
los suyos.
El padre Vincent se cogió las manos con actitud piado-
sa y se balanceó ligeramente mientras fijaba los ojos en
Kevin.
Era un hombre tan menudo que a Kevin le resultaba di-
fícil creer que de él pudiera salir algo eficaz para luchar
contra los poderes de John Milton.
Sin embargo —prosiguió, inclinándose hacia delante al
tiempo que sus pequeños ojos observaban con atención-,
no hay ninguna duda de que el diablo está siempre entre
nosotros, de que parte de su esencia existe en todos los se-
res humanos. Algunos creen que ello es consecuencia del
patinazo de Adán y Eva. No sé si suscribir esa teoría por
cuanto me inclino más bien a creer que el potencial de ser
buenos o malos anida en todos los hombres.
»De modo que, respondiendo a su pregunta, creo en el
diablo y que vive en nuestro mundo a la espera de su
oportunidad. A veces, para tentarnos, adopta forma huma-
na y de alguna manera se gana nuestra confianza. —El pa-
dre Vincent se reclinó y sonrió—. ¿Qué le hace pensar que
trabaja para el propio diablo?
Kevin empezó explicando el caso Lois Wilson, su deci-
sión de hacerse cargo del mismo y la asistencia de Paul
Scholefield al juicio. Narró asimismo los sucesos que se
produjeron a continuación: el cambio en la personalidad

270
de Miriam, las enigmáticas advertencias de Helen Schole-
field, el proceso de Rothberg, y por último relató sus des-
cubrimientos en el ordenador de la oficina.
El padre Vincent escuchó todo el rato con atención,
asintiendo de vez en cuando o cerrando los ojos en algún
momento como si hubiera oído algo con lo que estuviera
familiarizado. Cuando Kevin hubo acabado, el.anciano se
quedó en silencio unos instantes, y luego se acercó a la
ventana a observar la calle. Permaneció allí unos minutos
pensativo mientras Kevin aguardaba con impaciencia. Fi-
nalmente, el padre Vincent se volvió hacia él e hizo un ges-
to de confirmación con la cabeza.
Todo lo que me ha contado tiene mucho sentido. Di-
versos relatos y anécdotas así como documentos históricos
y filosóficos que he leído me han llevado a la convicción
desde hace tiempo de que el diablo tiene una gran lealtad
hacia sus seguidores. Tal vez usted recuerde una gran obra
maestra de la literatura sobre el bien y el mal, El Paraíso
Perdido, del poeta inglés John Milton.
¡John Milton! ¡John Milton! —-Kevin se levantó. Una
sonrisa áspera y sombría apareció en su rostro. Después se
sentó y estalló en una carcajada.
NO le veo la gracia.
Claro que no. Sólo a él le gustan esa clase de bromas,
ese morboso sentido del humor. Padre Vincent, el hom-
bre para quien trabajo se llama John Milton.
—¿En serio? —Los ojos del padre Vincent se iluminaron-.
Esto se está poniendo interesante. Es evidente que usted
no se acordaba de la obra.
—Debe de haber sido una de esas cosas que no me fue-
ron demasiado bien en la universidad. Posiblemente leí
una de esas versiones resumidas en vez de la obra com-
pleta.
-No es un libro fácil de leer... sintaxis latina, montones
de referencias clásicas, metáforas surgidas de otras metáfo-
ras —dijo, haciendo la «ese» en el aire a modo de un direc-

271
tor de orquesta=. De todos modos, según el poeta John
Milton, después de que el diablo, Lucifer, fuera expulsado
del cielo por encabezar una rebelión contra Dios, se vio a
sí mismo junto a sus seguidores en el infierno y sintió pena
por éstos. Milton lo describía como un líder clásico, ¿com-
prende? Tenía clarividencia, carisma, se consideraba pre-
destinado a dirigir a sus incondicionales y a cuidar de
ellos.
-John Milton se preocupa mucho de sus asociados: les
proporciona casa, dinero, asistencia médica...
=Sí, claro... Lo que está contando es muy, pero que muy
interesante. Él conoce lo malvado que se halla escondido
en el corazón de las personas, lo pronostica, quizás incluso
lo estimula, y después, como un verdadero líder, está al
lado de sus tropas, las apoya y las defiende.
-Con independencia de lo atroz que sea el crimen o del
grado de culpabilidad de quien lo haya cometido —añadió
Kevin, como si él y el padre Vincent estuvieran descifran-
do al unísono un gran misterio.
El anciano apretó los labios y se agarró las manos por la
espalda.
—Es curioso que se haya manifestado en forma de abo-
gado. En cualquier caso, todas las posibilidades... -Sacudió
la cabeza mientras el rostro se le iluminaba por la emo-
ción—. Quiero que a partir de hoy se fije en algunas cosas.
A medida que pase el tiempo...
—Oh, no, padre. No lo entiende. He venido esta noche
porque estoy desesperado. Hay algo que todavía no le he
contado. Tiene que ver con mi mujer. Creo que corre gra-
ve peligro y que tiene que abortar, sólo que no sé cómo
hacer que crea mi historia.
¡Un aborto!
Kevin explicó todo lo que sabía sobre la muerte de Glo-
ria Jaffee y el suicidio de Richard Jaffee, y después se puso
a describir el significado que inicialmente había atribuido a
sus sueños eróticos. Insistió en las advertencias de Helen

272
Scholetield con respecto a Miriam y terminó con la noticia
de su embarazo.
—Tan pronto como me lo ha dicho, he sabido que tenía
que venir inmediatamente.
—Hijos del diablo —dijo el padre Vincent, sentándose rá-
pidamente de nuevo como si no pudiera soportar el peso
de esa última información-. Completamente suyo, de su
propia esencia. Niños sin conciencia que podrían imaginar
cosas más perversas que la gente normal... Hitler, Stalin,
Jack El Destripador, quién sabe.
—Niños inteligentes añadió Kevin, con la sensación de
que tenía que contribuir al razonamiento del padre Vin-
cent— y hábiles, que conspiran dentro del sistema para eje-
cutar las órdenes del diablo.
=Sí. Ante todo lo que se estaba poniendo de relieve, los
ojos del padre Vincent se iluminaron de nuevo—. No sólo
abogados sino también políticos, doctores, profesores... tal
como usted señala: todos trabajando dentro del sistema a
fin de corromper el alma de la humanidad y ganarle la ba-
talla al propio Dios.
Kevin respiró hondo y se reclinó. ¿Podía ser que él hu-
biera descubierto la mayor conspiración de todos los tiem-
pos? ¿Por qué había sido él el elegido para derrotar al pro-
pio diablo y defender a Dios? Pero tenía que pensar en
Miriam. «Para protegerla, lucharé contra todos los diablos
y demonios habidos y por haber», pensó, sobre todo por-
que había sido él quien la había traído a... ese infierno en la
tierra, igual que le había sucedido a Richard Jaffee con su
esposa. La diferencia estaba en que él no iba a suicidarse.
Helen Scholefield le dijo que Jaffee había tenido dos op-
ciones. Bien, pues había tres: suicidarse, unirse a Milton o
destruirlo. El peligro inmediato que corría Miriam hacía
que esta última fuera la única válida.
—La analogía que usted ha hecho entre la debilidad del
cuerpo físico y la del alma puede ser mayor de lo que
piensa —indicó Kevin. Entonces le explicó la tendencia de

año
Miriam a que le salieran morados—. Yo le decía que podía
deberse a una deficiencia en la nutrición.
—El diablo vampiriza el bien, lo devora. Ésta ha de ser la
razón de que, en última instancia, el hijo del diablo sea res-
ponsable de la muerte de la madre.
—Esto es precisamente lo que yo había pensado —dijo
Kevin, emocionado al comprobar que el padre Vincent ha-
bía llegado rápidamente a la misma conclusión. ¿Qué
puedo hacer? preguntó con una voz que era apenas algo
más que un susurro.
No tengo ninguna duda acerca de todo lo que me ha
contado, de todo lo que ha visto y oído y de las cosas que
ha sentido, y si me ha dicho la verdad sólo se puede actuar
de una manera —afirmó el padre Vincent, inclinando la ca-
beza después de pronunciar esas palabras como si primero
tuviera que convencerse a sí mismo-. Sólo de una ma-
nera... hemos de destruir al diablo en el cuerpo que ha ele-
gido.
»En primer lugar —prosiguió el anciano sacerdote—, debe
realizar dos pruebas adicionales para verificar que en efec-
to se encuentra en presencia de Lucifer.
Se levantó de la silla, se dirigió a las estanterías y sacó
una vieja Biblia, cuya cubierta de cuero marrón estaba bas-
tante descolorida. No obstante, las palabras «Biblia Sagra-
da» brillaban todavía de forma destacada, casi como si hu-
bieran sido retocadas. Le entregó el libro a Kevin, y éste lo
cogió despacio y se dispuso a esperar alguna explicación.
—El diablo no puede tocar el Libro Sagrado, le quema
los dedos. Las palabras de Dios abrasan su alma corrompi-
da. Si lo hace, aullará de manera espantosa.
—Pero, al saber esto, no la tocará.
-Sí, claro... Quiero que se lo entregue al señor Milton,
pero... -Echó un vistazo por la habitación, se acercó a un
armario y sacó de él una sencilla bolsa de papel marrón-.
Eso es. Ponga la Biblia en esta bolsa y ofrézcasela como si
fuera un regalo. Si de verdad es el diablo, cuando saque el

274
libro y se dé cuenta de lo que ha tocado, lo dejará caer
como si hubiera agarrado el centro de una llama y empe-
zará a dar alaridos de dolor.
Ya veo. -Kevin introdujo la Biblia en la bolsa con cui-
dado y la sostuvo con tanta cautela como si contuviera una
bomba-. ¿Y si hace eso que usted dice?
El padre Vincent lo miró fijamente un instante, y acto
seguido se dio la vuelta y se dirigió de nuevo a las estante-
rías. Metió la mano en el rincón de una de ellas y sacó lo
que parecía una cruz de oro con una reproducción en plata
del Cristo crucificado. La cruz medía casi veinte centíme-
tros de largo. El padre Vincent la cogió por la parte infe-
rior con el puño fuertemente cerrado.
—Después saque esto y colóqueselo tan cerca como pue-
da de su cara. Si en verdad es el diablo, para él será como
mirar directamente al sol. Quedará deslumbrado, y en un
instante se convertirá en un viejo impotente.
—¿Y después?
—Después... -El padre Vincent abrió la mano. La parte
posterior del crucifijo era un afilado puñal-. Clave esto en
su corazón corrompido. No titubee, o usted y su esposa se
condenarán para siempre. -Se inclinó para acercarse más-.
Para toda la eternidad —añadió.
Kevin apenas podía respirar. El corazón le latía con
fuerza, pero alargó la mano lentamente y cogió la cruz que
sostenía el padre Vincent. La pequeña cara de la figura del
Cristo parecía diferente de las otras que había visto a lo
largo de su vida. Su expresión era más de ira que de per-
dón; pretendía representar a un soldado de Dios. El cruci-
fijo era pesado, y el extremo muy puntiagudo.
—Una vez haya clavado esto en su corazón, se desplo-
mará.
—¿Y qué hay de mi esposa y... ese niño?
Cuando el diablo muere en una de sus formas huma-
nas, su progenie muere con él. Ella tendrá un aborto natu-
ral. De ese modo —concluyó el padre Vincent, al tiempo

NO
que se erguía— habrá salvado a su esposa. Sin embargo, si
John Milton sale airoso de las dos pruebas que le he des-
crito, no haga nada. Vuelva aquí y seguiremos hablando
del asunto. ¿Entendido?
-Sí —respondió Kevin—. Gracias. -Se levantó sin dejar de
apretar bajo su brazo la bolsa que contenía la Biblia. Asió
el puñal en forma de cruz de oro y lo introdujo entre el
cinturón y los pantalones.
El padre Vincent inclinó la cabeza en señal de confor-
midad.
—Bien, vete, hijo, y que el Señor te acompañe. —Puso una
mano en el hombro de Kevin y murmuró una especie de
oración mientras soltaba el aliento.
Gracias, padre -dijo Kevin en voz baja.

El edificio de apartamentos estaba más tranquilo que de


costumbre. Cuando Kevin miró a través de los cristales, ni
siquiera había rastro del guardia de seguridad, un hombre
llamado Lawson que sustituía a Philip en el turno de no-
che. Se metió por el camino de entrada y pulsó el mando a
distancia, con lo que se alzó la puerta y se metió en el
aparcamiento. Éste estaba totalmente en silencio. El soni-
do de la puerta del coche al cerrarse resonó por todo el
amplio espacio débilmente iluminado. Se oía el suave zum-
bido de los motores.
Kevin advirtió que los coches de los otros asociados es-
taban allí. Hacia abajo, en el rincón más alejado del lado
derecho, había la limusina del bufete. Por primera vez ob-
servó una puerta que debía de conducir al apartamento de
Charon. Charon... Caronte... se acordó de él porque en ese
momento estaba pensando en definiciones. ¿Era Caronte
el barquero mitológico que transportaba las almas muer-
tas a través del Hades? Seguramente su nombre era otra
broma del señor Milton, aunque no había duda de que
Charon los llevaba cada vez más lejos en el camino del in-

276
fierno. «Hemos sido nosotros las víctimas de la broma»,
pensó.
Kevin se dirigió al ascensor. Primero subiría a casa y le
contaría a Miriam lo que sabía, y le haría comprender el
peligro que corría, la obligaría a darse cuenta de todo. «Si
hace falta, llamaré al padre Vincent para que también hable
con ella», pensó, pero cuando llegó al apartamento ella no
estaba. Le había dejado una nota en la mesa de la cocina.
«Lo había olvidado. Esta noche las chicas y yo teníamos
entradas para el ballet. No me esperes levantado. Después
quizá nos paremos en algún sitio. En el frigorífico tienes
lasaña. No tienes más que seguir las instrucciones y meter-
lo en el microondas, tal como se indica. Te quiero. Mi-
riam.»
«¿Se ha vuelto loca? Después de todo lo que le he dicho,
después de la forma en que he salido corriendo, va y sigue
con lo programado en la agenda en vez de esperarme.»
«Está perdida», pensó. Hablar con ella no habría servi-
do para nada. En ese momento todo dependía de él. En-
tonces la mirada de Kevin se posó en la pequeña mesa que
se hallaba junto al teléfono de la cocina. Había allí algo
como llovido del cielo: la llave de oro. Podía subir, enfren-
tarse a John Milton y acabar de una vez. La cogió, y con la
Biblia dentro de la bolsa de papel y el crucifijo de oro me-
tido en el cinturón, se dirigió a toda prisa hacia el ascensor.
Metió la llave y pulsó la «A» del ático. Las puertas se
cerraron, y mientras subía se imaginó que se elevaba real-
mente desde los confines del infierno. Tenía que salvar su
alma y la vida de su esposa.
Las puertas se abrieron despacio, mucho más despacio
que en ninguna otra planta, pensó. La amplia habitación
estaba poco iluminada, las luces del techo con la intensi-
dad mitigada, y la mayoría de las lámparas apagadas. Sobre
el piano había un candelabro con velas encendidas, cuyas
pequeñas llamas reflejaban sombras enormes y distorsio-
nadas en la pared más alejada. Por la sala corría una ligera

277
brisa que hacía vacilar las llamas, causando la sensación de
que las siluetas temblaban.
En el equipo estéreo, con el sonido muy bajo, se escu-
chaba una pieza de piano que al principio le resultó vaga-
mente conocida. Sin embargo, al cabo de unos segundos,
se dio cuenta de que era el concierto que Miriam había in-
terpretado la noche de la fiesta. En su recuerdo casi podía
verla allí sentada, tocando en ese preciso momento.
Salió del ascensor y se detuvo por si oía algún otro soni-
do. Al principio no oyó nada. Después, como si se hubiera
hecho realidad justo ante sus propios ojos, vio de pronto a
John Milton sentado en el rincón derecho del sofá, bebien-
do una copa de vino. Llevaba puesto un batín de terciope-
lo color borgoña.
—Hombre, Kevin. Qué sorpresa más agradable. Entra,
entra. Estaba aquí sentado, descansando. Aunque, de he-
cho, pensaba en ti.
—¿En serio?
Sí. Sé que te has tomado el día libre. ¿Te sientes mejor?
¿Más descansado?
=Sí, un poco más descansado.
—Perfecto. Enhorabuena de nuevo por tu espléndida de-
fensa.
No tuve que hacer tanto -dijo Kevin, dando unos pa-
sos adelante—. Cuando leí la nota que usted me envió, todo
fue fácil.
—Ah, sí, la nota. Todavía le estás dando vueltas a eso,
¿verdad?
-No.
¿No? Magnífico. Como solía decir mi abuelo, a caballo
regalado no le mires el dentado.
—Dios mío.
¿Qué?
—Era mi abuelo quien decía eso.
=¿De verdad? -John Milton esbozó una amplia sonri-
sa—. Probablemente todos los abuelos dicen cosas como

278
ésta. Cuando tú seas abuelo también lo harás. -John Mil-
ton dejó su vaso de vino encima de la mesa—. Venga, ven
para acá. Estás ahí de pie como si fueras un chico de los re-
cados. ¿Te apetece un vaso de vino? —Levantó el vaso de
modo que bajo la luz el líquido rojo parecía más deslum-
brante.
No, gracias.
=¿No? -Se reclinó y observó a Kevin unos instantes.
—¿Qué llevas en el brazo?
—Un regalo para usted.
—¿Ah, sí? Es muy amable de tu parte. ¿Cuál es el mo-
tivo?
—Llamémosle gratitud, reconocimiento de todo lo que
ha hecho por Miriam y por mí.
—Para mí ya fue un regalo verte actuar con tanta brillan-
tez ante el tribunal.
-A pesar de ello, quería que aceptara esto como prueba
de nuestro... afecto.
Kevin se acercó a John Milton, que se encontraba de pie
frente a él.
Poco a poco, sacó la bolsa marrón de debajo de su bra-
zo y se la entregó.
—Parece un libro.
Kevin puso la mano bajo la chaqueta y agarró el crucifi-
jo de oro.
=Sí, así es. Uno de los mejores.
—¿En serio? Bueno, pues gracias. -Metió los dedos en la
bolsa y sacó la Biblia. Hasta que ésta no estuvo fuera del
todo las palabras «Biblia Sagrada» no fueron visibles. En
ese momento, los ojos de John Milton casi se salieron de
las órbitas. Gritó exactamente como había pronosticado el
padre Vincent y aulló como si hubiera tratado de coger
el centro de una llama o un hierro al rojo vivo. La Biblia
cayó al suelo.
Entonces Kevin sacó el crucifijo y extendió la mano,
mostrando la cara y el cuerpo de aquel Jesucristo con ex-

279
presión amenazadora ante el rostro de John Milton. Éste
volvió a gritar, llevándose las manos a los ojos para cubrir-
los lo más rápido posible, y cayó para atrás encima del
sofá. A continuación Kevin agarró el afilado puñal por la
parte inferior y, sin vacilar un instante, lo clavó en el cora-
zón de John Milton, atravesando la ropa y la carne con la
velocidad y la precisión de un cuchillo caliente que cortara
un helado blando. El crucifijo se fue enfriando a medida
que entraba en el cuerpo.
La sangre salía a chorros y cubría los dedos de Kevin,
pero no retiró la mano hasta que la cruz ya no pudo pe-
netrar más.
John Milton no bajó los brazos en ningún momento. Se
desplomó y murió en el lujoso sofá, con las palmas de
las manos fuertemente apretadas contra los ojos para evitar
la luz.
Kevin retrocedió. La réplica de Jesucristo en la cruz es-
taba hincada con firmeza en el pecho de John Milton, pero
en ese momento a Kevin le pareció que la pequeña cara del
crucifijo sonreía contenta, satisfecha.
Kevin se quedó allí de pie, mirando el cadáver, hasta que
su propio cuerpo dejó de temblar. «Todo ha terminado»,
pensó. Había salvado su alma y la vida de su mujer.
Se dirigió rápidamente al teléfono para llamar al padre
Vincent.
El pitido sonó con insistencia hasta que al otro lado se
oyó por fin la voz del anciano.
—Estoy aquí -dijo Kevin=, en su apartamento, y todo ha
ido tal como usted indicó.
¿Cómo dice?
—Lo he hecho, padre. Ha sido incapaz de tocar la Biblia
y cuando la ha tenido entre sus manos ha aullado. Después
le he mostrado el crucifijo y ha quedado deslumbrado, y
acto seguido le he clavado el puñal en el corazón de acuer-
do con sus instrucciones.
Al otro lado del teléfono sólo había silencio.

280
—Es lo que tenía que hacer, ¿no?
—Claro, muchacho. —El padre Vincent soltó una carcaja-
da cavernosa—. Es lo que tenías que hacer. Ahora no hagas
nada más y quédate donde estás. Yo llamaré a la policía.
=¿La policía?
—Tú no te muevas de ahí —repitió, y colgó. Kevin sostu-
vo el auricular en la mano un instante y escuchó el zumbi-
do. Después también colgó.
Miró hacia el sofá y el cadáver de John Milton. Algo ha-
bía cambiado. Con lentitud, volvió hacia allí y observó el
cuerpo. ;
Su corazón empezó a latir con fuerza, y de repente un
escalofrío le subió por las piernas como si estuviera cami-
nando por un estanque helado.
John Milton todavía estaba muerto. El puñal seguía cla-
vado en el corazón.
Pero las manos ya no le cubrían la cara.
¡Y sonreía!

281
13

-No hay nadie mejor para defenderte —imploraba Mi-


riam-. ¿Por qué no te avienes a razones? Teniendo en
cuenta lo que has hecho, deberías estarles agradecido
de que estén dispuestos a ello. Lo lógico sería que nos
odiaran.
Kevin no decía una palabra. Se encontraba sentado en la
sala de visitas de la cárcel y, con su cabeza hecha todavía
un embrollo, miraba fijamente al frente. ¿Se había vuelto
loco? ¿Volverse completamente loco era eso?
Había aparecido la policía, seguida de sus colegas, y a
continuación de Miriam y las otras. No le había dicho
nada a nadie, ni siquiera a Miriam, que se volvió histérica y
tuvo que ser tranquilizada por Norma y Jean. Ted, Dave
y Paul simplemente creían que era un acusado razonable
que se negaba a hablar hasta estar representado por un
abogado. Pero él no iba a hablar con ninguno de ellos, por
mucho que Miriam se lo suplicara.
No le cabía ninguna duda de que sus asociados lo odia-
ban. Estaban mostrando simplemente su personalidad
confabuladora de siempre. Sin embargo, en ese momento
comprendía por qué Miriam no percibía nada de todo eso.
«Es muy vulnerable», pensó mientras la miraba.
Todavía estaba embarazada. No se había producido nin-
gún aborto inmediato, pero estaba convencido de que no
faltaba mucho. Todo había sucedido tal como había pre-
visto el padre Vincent. Esa idea le devolvió a la realidad
del momento. Entonces observó la cara de Miriam más de
cortas

282
No parecía que se sintiera mal ni que tuviera ninguna
clase de dolor. Había llorado y su rostro exhibía vetas de
maquillaje a causa de las lágrimas, pero su aspecto no era
preocupante. En realidad había desaparecido la palidez
que él había observado últimamente. Parecía la típica em-
barazada, de aspecto saludable, radiante. Tal vez ello signi-
ficaba que el feto diabólico que llevaba en sus.entrañas es-
taba muriendo y por tanto perdiendo su poder para acabar
con la salud de Miriam. Kevin se sentía optimista.
¿Cómo te encuentras? —le preguntó él.
—Fatal. ¿Por qué lo dices? ¿Cómo puedés preguntar-
me eso?
—No me refiero a nada de todo eso. Quiero decir, física-
mente... tu embarazo... ¿han aparecido más morados?
No, estoy bien —contestó ella—. He ido a ver al médico,
y me ha dicho que todo va con normalidad.
Entonces movió la cabeza en señal de preocupación. Él
siguió mirándola, escudriñando la expresión de su cara.
Le parecía alguien completamente diferente. Kevin sen-
tía que la intimidad de otro tiempo había desaparecido
para siempre. Ya no formaban parte el uno del otro. Ella se
había convertido en una extraña. Los ojos de Miriam ya
no tenían aquella dulzura que él había adorado. Para él era
como si en el cuerpo de su mujer habitara otra persona, y
creía que era... precisamente ese niño, que la estaba vacian-
do, sorbiéndole su calidez, su amor por él.
El médico era uno de ellos.
Quizás estaba haciendo todo lo posible para que el niño
sobreviviera.
Quiero que dejes de ir a ese médico, Miriam. No vuel-
vas con él —le ordenó.
—Dios mío, Kevin. No me había dado cuenta de lo loco
que te habías vuelto. Dios mío...
—Mira, Miriam, no estoy loco en absoluto. Ya te darás
cuenta. No estoy loco.
Ella se reclinó en la silla y se quedó mirándolo fijamen-

283
te, ya sin ningún signo de indulgencia ni de comprensión
hacia él. Kevin apreció en ella el espanto y la repugnancia.
-Kevin, ¿por qué lo hiciste? De tanta gente como hay
en el mundo, ¿por qué mataste precisamente al señor Mil-
ton?
El guardia que permanecía de pie al lado de la puerte le-
vantó las cejas, miró hacia donde ellos estaban, y después
simuló interés en algo que había al otro lado de la habita-
ción.
-No me creíste cuando te lo conté la primera vez y
tampoco me creerás ahora, pero en el juicio todo saldrá a
la luz.
—¿El juicio? "Miriam sonrió con afectación. Esta forma
de reaccionar era impropia de ella. «Esa cosa la está domi-
nando —pensó-—, está poseyéndola como seguramente le
ocurrió a Gloria Jaffee»-. ¿Qué clase de juicio esperas?
Reconoces que lo has hecho y no dejas que Ted, Dave o
Paul te defiendan, cuando son los mejores abogados de la
ciudad, y quizá del país.
—He solicitado unos informes y he mandado llamar a un
abogado.
—¿Quién es?
—Alguien a quien apenas se conoce como abogado pena-
lista. No tiene poder, no es rico y, lo que es más importan-
te, no es ninguno de ellos. -«Sin embargo —añadió para sus
adentros-, si pierdo, sí puede llegar a serlo.»
—Pero, Kevin, esto no es sensato.
—Es lo único sensato. Por esta vía tengo una opción, una
oportunidad de demostrar la verdad.
-Según Paul, lo primero que deberían hacerte es un exa-
men psiquiátrico. El fiscal va a acusarte de asesinato en
primer grado. Al parecer, es probable que el psiquiatra que
designe la acusación respalde su tesis de que sabías lo
que hacías. Paul dice que obstruirán esa estrategia de la de-
fensa, que en su opinión es la única que tienes.
-No me extraña que haya dicho eso. Y tampoco tengo

284
ninguna duda de que incluso habrá sugerido algún psi-
quiatra para la defensa.
-Oh, sí. Ha propuesto a varios que por lo visto son
magníficos —precisó ella— y que ya han colaborado con el
bufete en otras ocasiones.
A Kevin le pareció que Miriam le guiñaba el ojo. Se es-
taba convirtiendo en uno de ellos. Hasta que todo hubiera
terminado, era inútil seguir hablando con ella.
—Médicos que afirmen categóricamente que estoy loco...
Desean que ocurra esto, que se me declare mentalmente
discapacitado para así impedir que se sepa la verdad, ¿no te
das cuenta? —Kevin se inclinó hacia delante, acercándose a
ella todo lo que pudo sin que los guardias lo advirtieran-.
Pero eso no sucederá, Miriam. No me voy a someter a
ninguna prueba psiquiátrica, a ninguna. -Y dio un mano-
tazo tan fuerte a la mesa que se hallaba entre ellos, que Mi-
riam saltó del asiento.
Luego soltó un gemido débil y tímido y apretó la mano
derecha contra su boca. Tenía los ojos húmedos y vidrio-
sos. El movimiento de su cabeza reveló su inquietud.
—Todo el mundo está destrozado... tus padres, los míos,
los asociados, Norma, Jean...
—¿Y qué hay de Helen? -Kevin sonrió poniendo cara de
loco=. No te habrás olvidado de ella porque te conviene,
¿verdad? Igual que han hecho los otros...
=No la he olvidado, y ellos tampoco. En el fondo le
echo las culpas de todo esto, aunque debo admitir que en
aquel momento estaba muy enferma y no era responsable
de lo que decía o hacía. “Entonces abrió el bolso y sacó un
pañuelo para frotarse ligeramente las mejillas, y a conti-
nuación un pequeño espejo del que se ayudó para enjugar-
se los rastros dejados por las lágrimas—. Pero gracias a
Dios está mejor.
¿Que está mejor? -Kevin se reclinó—. ¿Y eso qué sign1-
fica? ¿Que se ha muerto?
-Oh, Kevin, por favor. Vaya cosas de decir... Está mejor

285
significa que se está recuperando. El tratamiento ha sido
eficaz; ha salido del estado de coma en que se hallaba.
Come bien, y su conversación es completamente normal.
Si continúa ese progreso, Paul espera poder llevarla a casa
dentro de una semana.
—¿Llevarla a casa? Helen nunca volverá a ese edificio.
-Kevin, ella está pidiendo cada día volver a su casa.
Norma y Jean la han visto y dicen que el cambio que ha
experimentado es espectacular, poco menos que milagroso.
¿Te das cuenta? —soltó ella con rapidez e insistencia—. Por
eso necesitas un examen y un tratamiento psiquiátricos y...
-¡No! —Kevin se levantó de la silla y sacudió la cabeza
con furia.
Kevin...
—Miriam, es mejor que te vayas. Estoy cansado y tengo
que prepararme para la visita de mi abogado. Infórmame
del más mínimo detalle de lo que te pase. No debe faltar
demasiado.
—¿De lo que pase? ¿Qué me tiene que pasar?
—Ya lo verás —contestó él-. Ya lo verás —-murmuró espe-
ranzado, y se volvió para regresar a su celda.
Qué raro, pensó Kevin. ¿Cómo era posible que Helen
Scholefield hubiera mejorado y, sabiendo todo lo que sa-
bía, quisiera volver? ¿Le habían hecho en Bellevue algo
que borrara todo su conocimiento y sus recuerdos? Quizá
le habían hecho una lobectomía. Sí, eso es, una lobectomía.
¿Y por qué Miriam seguía embarazada? El padre Vin-
cent había dicho que, una vez se mataba al diablo en su
forma humana, también moría toda su progenie. ¿Por qué
tardaba tanto? El padre Vincent no habló de que el médico
del bufete pudiera evitarlo. ¿Es posible que no lo supiera?
Kevin tenía que hablar con el sacerdote. ¿Y por qué no ha-
bía venido a verlo? ¿Por qué fue él quien llamó a la poli-
cía? ¿Formaba eso parte de todo el proceso?
Había tantas cosas que no entendía... Había que volver
al presente y pensar, planear y reorganizarse. Tenía que

286
preparar su propia defensa, cuyo objetivo sería evidenciar
que había matado en defensa propia. Sería el sumario más
importante de su carrera: él y un abogado desconocido
tratarían de demostrar ante el estado y la gente que, ma-
tando al diablo, había salvado a la humanidad.
—Tenemos que lograr un mandamiento judicial para re-
quisar los archivos del ordenador —susurró- y ponernos en
contacto con Beverly Morgan.
Además, McKensie relataría la reunión que ambos ha-
bían mantenido, y también citarían al padre Vincent... un
clérigo, hombre de autoridad, psiquiatra por derecho pro-
plo, que cree en la existencia del diablo.
=Sí, está claro, muy claro —concluyó—. Todo saldrá bien.
—Desde luego —replicó el guardia que caminaba tras él-.
Todo va a ir espléndidamente, ahora que está en nuestras
manos.
Kevin pasó por alto el comentario, y momentos después
de que se cerrara la puerta de la celda ya se encontraba
en su litera tomando notas fervorosamente y a toda prisa en
un grueso bloc amarillo.

Su abogado se llamaba William Samson. Sólo tenía veint1-


siete años y parecía un Van Johnson joven, natural... un
americano de pies a cabeza. Samson aún no se explicaba el
golpe de suerte. Ése era un caso espectacular, de grueso ca-
libre y al que rodeaba una gran publicidad. En realidad,
hasta el momento, él había actuado ante los tribunales en
un solo asunto penal, cuando defendió a un estudiante de
diecinueve años al que se acusaba de robar a punta de pis-
tola una tienda de bebidas alcohólicas que había cerca del
campus. El ladrón llevaba un pasamontañas, y la policía,
gracias a un chivatazo, había encontrado uno idéntico en
el apartamento del chico, aunque ningún otro objeto rela-
cionado con el esquí; no era aficionado a ese deporte. El
joven encajaba además en la descripción física realizada

287
por los testigos y había pruebas de que tenía importantes
deudas de juego. Pero no se trataba de un caso obvio pues
la policía no había encontrado ningún arma, y la novia del
acusado afirmaba que en el momento de cometerse el robo
estaba con ella.
No obstante, Samson sabía que la chica mentía, y no
confiaba en la credibilidad que pudiera tener cuando se ha-
llara en el estrado. Cuando le advirtió sobre cómo castiga-
ba la ley el perjurio y le explicó que la acusación ya estaba
trabajando para refutar y/o desacreditar su declaración, a
la chica le entró pánico. Un día antes de que empezara la
vista oral, le aconsejó a su cliente que se declarara culpable
para obtener una sentencia poco severa y se fue a la oficina
del fiscal a negociar. Una vez allí, convenció a éste de que
retirara el cargo de robo a mano armada y lo sustituyera
por el de robo sin agravantes. Dado que el chico no tenía
antecedentes, logró que la acusación pidiera seis meses de
privación de libertad y cinco años de libertad vigilada.
Kevin no conocía realmente los pormenores de ese caso,
pero le daba igual. Su idea era simplemente la de buscar un
abogado penalista dispuesto a defenderlo y cuyas posibili-
dades de corrupción por parte del diablo fueran mínimas.
En la primera reunión que mantuvieron, Kevin le explicó
por qué quería alegar defensa propia. Samson escuchaba y
tomaba notas, pero llegó un momento en que el hombre se
vino abajo. Después de todo, era un asunto de demasiada
envergadura para él. Llegó a la conclusión de que su clien-
te estaba loco y que sufría paranoia histérica. Con mucha
cautela, le recomendó un examen psiquiátrico.
Kevin se negó.
—Esto es precisamente lo que ellos quieren que haga...
que se declare mi incapacidad mental para que así nadie
evalúe mis pruebas ni escuche a mis testigos.
—En tal caso, y en conciencia, no puedo hacerme cargo
de su causa —dijo William Samson-. Nadie va a creer su
historia ni sus razones. Bajo esas circunstancias, no soy ca-

288
paz de elaborar ninguna clase de estrategia para la defensa,
señor Taylor.
La reacción de Samson decepcionó a Kevin, pero tam-
bién le dejó una impresión positiva. William Samson era
un abogado joven e inteligente que habría hecho todo lo
posible por su cliente, pero también actuaba dentro de un
sistema de preceptos morales. «Es el tipo de abogado que
yo habría podido ser», pensó. Eso le dio esperanzas y
renovó la fe en sí mismo y en las acciones que iba a em-
prender.
Entonces me defenderé yo solo —dijo—. Pero de todas
formas, venga al juicio. Tal vez se sorprenda.
William Samson se asombró al saber que el psiquiatra
de la acusación había llegado a la conclusión de que Kevin
Taylor no estaba loco, que en el momento en que asesinó a
John Milton conocía la diferencia entre el bien y el mal, y
que lo que acaso estaba haciendo era esconder sus verda-
deros motivos con ese acto y esa grotesca historia sobre
Satán y sus secuaces.
Sin embargo, cuando Kevin leyó el informe psiquiátrico
pensó que ahí estaba su primer golpe de auténtica buena
suerte. Ahora ya podría defenderse. La gente lo escucharía
y le daría la oportunidad de explicarse. Si había convenci-
do a un hombre tan religioso y tan erudito como el padre
Vincent, seguro que podría hacer lo mismo con doce ciu-
dadanos corrientes. Se sentía alentado por la convicción de
que, tan pronto como verificaran las pruebas y escucharan
a sus testigos, los miembros del jurado respaldarían su ale-
gato de que había matado a John Milton en defensa pro-
pia. Podría llamar a testigos e interrogarlos, cosa que ha-
bría sido imposible si el informe psiquiátrico de la
acusación lo hubiera declarado mentalmente discapa-
citado.
Sin embargo, después todo se desmoronó.
Consiguió que se requisaran los archivos del ordenador
de John Milton 8z Associates, pero «Futuros» ya no esta-

289
ba. Insistió en que no se los habían entregado todos y,
acompañado por agentes judiciales, él mismo fue a la ofici-
na y trató de localizar el archivo, pero sin éxito. Había de-
saparecido. Ni siquiera estaba en el menú.
=Lo han borrado —declaró—. Sabía que lo harían.
Nadie lo creyó, por supuesto, pero él pensó que podía
seguir adelante aun sin el archivo.
El día que se iniciaron las sesiones del juicio, Todd Lun-
gen, otro fiscal auxiliar, no mucho mayor que Bob Mc-
Kensie pero bastante más apuesto, esbozó el planteamien-
to de la acusación. Cuando oía a Lungen, Kevin pensaba
en sí mismo porque aquél exhibía una seguridad que raya-
ba en la arrogancia. El fiscal prometió que demostraría que
iban a juzgar un asunto clarísimo en el que estaban impli-
cados un hombre, su esposa y una víctima, de quien el pri-
mero sospechaba que había tenido una aventura con ella y
que la había dejado embarazada. Lungen sostuvo que des-
pués de cometer el asesinato a sangre fría, Kevin había ma-
quinado una historia ridícula con la esperanza de que fuera
declarada su incapacidad mental. De ahí su extravagante
afirmación de que había asesinado a John Milton en defen-
sa propia. Su negativa a que la defensa dispusiera de un
examen psiquiátrico propio se basaba en el convencimien-
to de que ningún especialista competente en salud mental
habría descubierto si fingía o no.
Se llamó al estrado a Norma y Jean, y ambas declararon
que Miriam les había hablado de los celos que Kevin sentía
hacia John Milton. Contaron el modo en que, después de
enterarse de que estaba embarazada, él incluso le había exi-
gido a ella que abortara. Kevin la había acusado de acos-
tarse con John Milton y había afirmado que el niño era de
éste. Las dos mujeres dijeron que Miriam estaba completa-
mente desquiciada, y que sobre el asunto en cuestión tenía
miedo de lo que Kevin pudiera hacer.
En su turno de interrogatorio, Kevin intentó que ambas
hablaran de Gloria y Richard Jaffee, pero las respuestas de

290
ellas no confirmaron las hipótesis que él planteaba, y
cuando abordó el asunto de Helen Scholefield y todo lo
que ésta le había contado, las dos contestaron que Helen
nunca les había referido a ellas nada parecido. Después
Lungen volvió a preguntar a Jean, quien manifestó que
Helen todavía se encontraba en Bellevue bajo tratamiento
psiquiátrico.
-De modo que si fuera cierto que ella dijo todo eso en
alguna ocasión, difícilmente podríamos dar por sensatas
tales afirmaciones concluyó Lungen. A continuación se
dirigió al jurado y añadió: Y probablemente el señor Tay-
lor, brillante y joven abogado que ha ganado un caso im-
portante ante este tribunal, se habría dado cuenta de ello.
También fueron llamados al estrado Paul, Dave y Ted.
Todos dieron fe de la gran persona que era John Milton y
de sus actos caritativos. Hablaron también de su pasión
por el derecho y de todo lo que había hecho por ellos y
sus respectivas esposas. Subrayaron el carácter familiar del
bufete y negaron con contundencia que John Milton fuera
un mujeriego o que hubiera hecho alguna vez insinuacio-
nes a Norma, Jean o Helen. Todos hicieron algún comen-
tario sobre la supuesta incapacidad de Kevin de compren-
der dicho carácter y acerca de su desconfianza hacia las
intenciones de John Milton.
Kevin anunció que no se molestaría en preguntarles
nada a los asociados porque estaba seguro de que menti-
rían, tanto si estaban bajo juramento como si no. Eran hi-
jos de John Milton, hijos del diablo, añadió. El juez tuvo
que golpear varias veces con el mazo para acallar las risas
disimuladas que se oyeron por la sala.
En ese momento la acusación presentó la prueba física:
el puñal en forma de crucifijo. Aunque Kevin no negaba
que había apuñalado con él a John Milton, se llamó a un
forense para que testificara sobre las huellas encontradas.
Según el informe, Kevin se hallaba en la escena del crimen.
Los primeros policías en llegar declararon que éste tenía la

291
mano ensangrentada y que no negó haber matado a John
Milton, si bien no había querido contestar a ninguna pre-
gunta.
Confiado, Lungen terminó con la presentación de prue-
bas por parte de la acusación.
Kevin iba a subir al estrado para dar su versión de la his-
toria, pero decidió que sería mejor presentar primero algu-
na prueba de apoyo. Trató de empezar con Beverly Mor-
gan. Pero cuando llegó el momento de declarar, la mujer se
hallaba en el hospital, en estado de coma, debido a una in-
toxicación etílica aguda. El médico que la atendía no alber-
gaba demasiadas esperanzas de que pudiera recuperarse.
Dado que el fiscal del caso era Todd Lungen, Kevin
pudo llamar a declarar a Bob McKensie. No obstante, los
recuerdos de McKensie de su reunión secreta eran bastan-
te diferentes de los de Kevin. El fiscal admitió conocer las
preocupaciones de Kevin sobre el bufete de John Milton y
sus afirmaciones de que los miembros del mismo no tenían
ninguna clase de escrúpulo para lograr la absolución de un
cliente, al margen de lo culpable que éste pudiera parecer.
En efecto, Kevin había ido a verlo para desacreditar al
bufete.
—Pero para mí era muy evidente —añadió McKensie—
que el auténtico motivo era la venganza. Creía que su mu-
jer se acostaba con John Milton.
Kevin no daba crédito a sus oídos.
—¡Está usted mintiendo! ¡En ningún momento dije eso!
-exclamó. Lungen protestó ante esas palabras, y el juez
admitió la protesta.
-Siga interrogando al testigo. De lo contrario, éste
abandonará el estrado.
—Pero, señoría, está mintiendo.
-Esto lo ha de resolver el jurado. ¿Hay más preguntas
para el señor McKensie?
=Sí. ¿Me recomendó usted que fuera a ver al padre Reu-
ben Vincent?

292
-Así es respondió McKensie.
-Bien. Por favor, explíquele a este tribunal por qué lo
hizo.
Porque creí que le sería de ayuda. Es licenciado en psi-
quiatría, y pensé que sería capaz de ayudarlo a encontrar
algún modo de resolver sus problemas de celos.
¿Quer |
McKensie devolvió la mirada con actitud impávida.
Kevin se dio la vuelta y miró a las personas del público,
entre las que estaban sentados Paul Scholefield, Ted Mc-
Carthy y Dave Kotein. Estaba seguro de que se reían satis-
fechos. A su lado, Norma y Jean consolaban a Miriam,
que al parecer de Kevin estaba tan triste como durante
el juicio de Lois Wilson. En un cierto momento, se pasó el
dorso de la mano por la mejilla para enjugarse las lágrimas.
Entonces Kevin se imaginó que se hallaba en la vista de
Lois Wilson, justo antes de empezar a interrogar a la niña.
Podía hacerlo o no. ¿Estaba allí realmente? ¿Había sido
todo un sueño? ¿Podía regresar atrás en el tiempo?
El juez le hizo volver a la realidad.
—¿Señor Taylor?
Miró de nuevo a McKensie, en cuyo rostro se dibujaba
la misma sonrisa que exhibían Paul, Ted y Dave. «Claro...
pensó Kevin—. Claro...»
—Tenía que haberme dado cuenta. Soltó una carcajada—.
He sido un idiota, un perfecto idiota, una víctima perfecta,
¿verdad? ¿Verdad? —inquirió con insistencia a McKensie.
El larguirucho cruzó las piernas y miró al juez en busca de
ayuda.
Señor Taylor... —dijo el juez.
Señoría —replicó Kevin, dirigiéndose al estrado de los
testigos y señalando a McKensie con el dedo—. El señor
McKensie forma parte de todo esto... los casos que ha
perdido, los acuerdos a que ha llegado... -Lungen se puso
de pie.
—Protesto, señoría.

293
—Aceptada la protesta. Señor Taylor, ya le he advertido
acerca de esas afirmaciones. Guárdelas para su turno de
conclusiones. De lo contrario consideraré su actuación un
desacato a este tribunal.
Kevin dejó de hablar y observó las caras de los miem-
bros del jurado. La mayoría parecían asombrados, descon-
certados. Algunos, indignados. Una sensación de derrota
aplastante le cayó encima, como si una ola del mar lo en-
gullera. Pero seguramente, el padre Vincent, un sacerdo-
te... Era su última esperanza.
Lo llamó al estrado.
Con su corbata y su traje cruzado, el pequeño anciano
iba muy elegante. Parecía mucho más un psiquiatra que un
sacerdote.
—Padre Vincent, por favor, cuéntele a este tribunal lo
esencial de la conversación que usted y yo mantuvimos
con respecto a John Milton.
—Me temo que debo negarme a esta petición en base a la
confidencialidad de la relación médico-enfermo —contestó.
Oh, no, padre. Puede usted decir lo que quiera. Re-
nuncio a mis privilegios.
El padre Vincent miró al juez.
—El abogado está en lo cierto —añadió el juez—. Prosiga
con su testimonio. —El padre Vincent movió la cabeza, re-
velando una actitud compasiva.
—Muy bien. -Se volvió hacia el jurado-. Bob McKensie
me envió al señor Taylor. Tuvimos una sesión en la que de-
tecté un antagonismo y una cólera grandes. Él me confesó
su deseo de hacerle daño al señor Milton porque creía que
éste había dejado embarazada a su mujer. Racionalizó ese
deseo afirmando que el señor Milton era un hombre dia-
bólico, un diablo disfrazado.
»Intenté señalarle esa racionalización y conducirle a una
comprensión de lo que sentía con la esperanza de que así
podría enfrentarse con éxito a su cólera y sus recelos. Íba-
mos a necesitar más sesiones.

294
»Pero aquella noche, el señor Taylor me telefoneó y me
dijo que había matado a John Milton. Estaba histérico,
pero en mi opinión era perfectamente consciente de lo que
había hecho.
No tengo interés en la finalidad psiquiátrica de todo
eso —espetó Kevin—. Yo fui a verlo en su calidad de sacer-
dote, como experto en todo lo relacionado con lo oculto y
con el diablo. ¿Se considera un entendido en esa materia?
¿Ha llevado usted a cabo investigación erudita al respecto?
—¿Investigación erudita sobre el diablo? ¡Que va!
—Pero... ¿no me dio usted una Biblia para que yo se la
entregara al señor Milton y verificara de ese modo si era el
diablo o no? —En vez de responder, el padre Vincent, em-
pezó a esbozar una sonrisa. Kevin se le echó encima-. ¿Y
no me dio también un crucifijo que a su vez era un puñal?
El padre Vincent lo miró, y a continuación se volvió ha-
cia el jurado.
—Rotundamente no. Estas afirmaciones me suenan tan
extravagantes como a cualquiera de ustedes.
Kevin se puso colorado. Se dio la vuelta para mirar a los
asociados. En ese momento sonreían más ampliamente
que antes. Norma y Jean estaban vueltas hacia Miriam,
que se cubría la cara con las manos. Después clavó los ojos
en Bob McKensie, que daba la impresión de estar riendo.
—¡Incluso los sacerdotes! ¡Incluso los sacerdotes! —gritó
Kevin mientras levantaba las manos hacia el cielo-. Tam-
bién usted es hijo suyo, ¿verdad? —insistió, dirigiéndose de
nuevo al padre Vincent—. ¿Sí o no? -Dio media vuelta—.
¿Cuántos hay aquí?
Señor Taylor. —El juez golpeó con el mazo. Kevin se
volvió hacia él y levantó un dedo acusador.
—Y usted también lo es. Todos lo son, ¿se dan cuenta?
—gritó a los miembros del jurado—. Todos son hijos suyos.
Al final los guardias de la sala tuvieron que sujetar a Ke-
vin y obligarlo a sentarse para que la acusación pudiera 1n-
terrogar al padre Vincent. Lungen le enseñó la Biblia.

2D
—Ésta es la Biblia que se encontró a los pies de John Mil-
ton. ¿Confirma usted que no se la dio al señor Taylor para
que con ella hiciera una especie de test de vudú sobre el
diablo?
Sí.
Lungen abrió la Biblia.
—En todo caso, ¿quiere leerle al jurado lo que está escr1-
to aquí? —Y le entregó la Biblia al padre Vincent.
«Para John. Que te dé consuelo cuando lo necesites.
Tu amigo, el cardenal Thomas.»
Lo que pone punto final a esa ridícula historia —dijo
Lungen, cogiendo de nuevo la Biblia y devolviéndola a la
mesa en la que se exponían las pruebas.
Kevin ya no tenía más testigos, nada más que alegar en
su defensa, pero la acusación llamó a Paul Scholefield,
Dave Kotein y Ted McCarthy, y todos declararon que ha-
bían visto el puñal en forma de crucifijo en el apartamen-
to de John Milton desde el primer día que entraron en
él. Lo había comprado en una de sus vacaciones en Euro-
pa, y todos coincidieron en que sentía un gran cariño
por él.
—Está claro que no es algo que el padre Vincent le diera
a Kevin para matar al diablo —afirmó Paul Scholefield.
En sus conclusiones, Lungen sostuvo que Kevin Taylor,
reputado abogado penalista, había cometido un asesinato
premeditado y a sangre fría, y que había inventado su es-
trafalaria historia sobre el diablo para lograr que el jurado
lo considerara mentalmente discapacitado y lo declarara
inocente.
—... mediante algunas de las técnicas más hábiles, aunque
intrigantes, que solía utilizar como abogado para defender
a sus clientes, pero que no lograrán confundir a este jurado
—concluyó Lungen. Entonces señaló a Kevin—. Kevin Tay-
lor, empujado por unos celos insensatos que tenía de un
hombre anciano, gallardo y de gran talento, maquinó con-
tra la vida de éste, y es culpable de asesinato. Esta vez, la

296
habilidad de un abogado defensor no conseguirá manipu-
lar la verdad.
El jurado estuvo de acuerdo. Kevin fue declarado culpa-
ble de asesinato en primer grado y condenado a veinticin-
co años de cárcel.

2
EPÍLOGO

Se movía de un lado a otro como si estuviera aturdido. Al


principio, nadie se preocupaba de él; prácticamente nadie
le dirigía la palabra. Creyó que a lo mejor se había vuelto
invisible, o quizá que no se encontraba realmente ahí, en
una cárcel de máxima seguridad del estado de Nueva York.
El tercer día fue a visitarlo Miriam, pero casi todo el
rato estuvieron tan sólo mirándose el uno al otro. Ella pa-
recía hallarse a mil kilómetros, y cuando habló se perdie-
ron algunas de las palabras, como cuando un televisor está
averiado. Lo que Kevin recordaba de la conversación esta-
ba fragmentado en frases como «tus padres y los míos...
He intentado tocar el piano... Helen ya está en casa».
¿No es fantástico —señaló ella al final- que John Milton
creara ese fondo de fideicomiso para nuestro hijo? Es algo
que había hecho por el hijo de Jaffee, y que también hizo
por Ted y Jean, y por Norma y Dave. Paul y Helen están
pensando en adoptar uno.
Desde luego, estaba todavía embarazada. No había ra-
zón alguna para que no lo estuviera. En ese momento lo
vio claro: ya era demasiado tarde para ella.
No quiero que mis padres cuiden nunca del bebé —dijo
él finalmente.
—¿Cuidar el bebé? —Miriam sonrió desconcertada-.
¿Qué bebé, Kevin?
—El bebé de Milton —respondió.
Oh, no, otra vez con eso... —Ella sacudió la cabeza en
una mezcla de rechazo y desaprobación—. Creía que ahora
que ya ha terminado todo dejarías de repetir esas cosas.

298
=Sí, todo ha terminado, Pero, repito, no quiero que mis
padres eduquen a ese niño.
—Muy bien, no lo harán —replicó ella, sin disimular su
enfado—. ¿Por qué tendrían que hacerlo?
—No deberían, ni tú tampoco.
Yo educaré a nuestro hijo.
Kevin negó con la cabeza.
—Miriam, lo intenté. Al final lo intenté por ti, para sal-
varte. Pero llegará un momento, cuando ya estemos cerca
del fin, en que te darás cuenta de todo y pensarás en mí tal
como soy ahora, y si aún eres capaz gritarás mi nombre.
Te oiré, pero ya no habrá nada que pueda hacer.
Kevin, ya no puedo aguantarlo más. Ya es bastante
duro para mí venir aquí, pero soportar esto es excesivo.
No volveré hasta que dejes de hablar así, ¿me entiendes?
—Ya nada importa. Es demasiado tarde —repitió él. Ella
se levantó de un salto.
—Me voy. Si quieres que vuelva, escribe y prométeme
que cuando venga no me dirás estas cosas —dijo, y se enca-
minó hacia la puerta.
¡Miriam!
Ella se volvió.
—Pregúntales dónde está el cuadro de Helen y ve a mi-
rarlo si todavía no lo han destruido. Obsérvalo con aten-
ción.
=NOo lo ha destruido nadie. Se lo vendieron a Bob Me-
Kensie. Le gustan esa clase de cosas.
Kevin soltó una carcajada. En realidad, fue el sonido de
aquella risa descontrolada lo que la hizo salir a toda prisa.
Se pasaba el tiempo intentando comprender. ¿Por qué
apartarle a él de la circulación satisfacía los intereses de
toda esa gente? A ver, había descubierto quién era real-
mente John Milton y lo que estaba haciendo el bufete.
¿Qué podía hacer con esa información? ¿Llevársela a Mc-
Kensie y, si no conseguía lo que se proponía, intentarlo
con otro ayudante, o con el propio fiscal del distrito?

299
¿Cómo podía él saber quién era sobornable y quién no?
No podía obligar a Miriam a abortar, y además ella no
creía nada de lo que él le decía. Por tanto, aunque se la hu-
biera podido llevar de la ciudad, el niño igualmente la
habría matado. En cualquier caso, el hijo de John Milton
habría nacido.
Nadie daría crédito a lo que él había descubierto, y tam-
poco podía hacer nada para detenerlos; luego, ¿por qué lo
utilizaron a él para matar a John Milton?
Las respuestas a todo eso llegaron unos días más tarde.
Estaba sentado en el comedor, masticando mecánicamente,
impermeable a los sonidos y señales que lo rodeaban.
De repente se dio cuenta de que muy cerca de él se ha-
llaban otros hombres, uno a la izquierda y otro a la dere-
cha, hombro con hombro, y otros dos de pie justo a su es-
palda.
Unos momentos antes había percibido vagamente la
presencia de los dos primeros. Cuando se fijó en ellos ad-
virtió que lo miraban fijamente, sonriendo de forma lasci-
va, de modo que desvió los ojos de inmediato. Con todo,
no parecían distintos de los demás internos: todos tenían
un aspecto borroso.
-¿Cómo vamos? —preguntó el que estaba a su derecha,
al tiempo que sonreía poniendo al descubierto una boca
llena de dientes amarillo-verdosos. Sus labios se abrieron y
dieron a su rostro una expresión libidinosa.
—Me parece que ya te han dejado solo —dijo el del otro
lado mientras ponía su mano derecha sobre el muslo de
Kevin.
Intentó retirar la silla, pero el interno que tenía a su es-
palda se lo impidió con las piernas que le presionaban la
espalda. Era consciente de que, fruto de ese contacto, el
hombre estaba teniendo una erección. Su estómago se re-
torció de asco. El de la izquierda apretaba el muslo con la
mano. Kevin quería gritar, pero la pequeña multitud de
presos que se había reunido tras él, a los lados e inmediata-

300
mente enfrente, impedían cualquier posibilidad de rescate.
Entonces, la media docena aproximada de individuos
que estaban de pie delante de él se apartaron, y el que se
hallaba sentado justo frente a él se levantó y retrocedió
para que pudiera acercarse y sentarse a la mesa un negro
musculoso, cuyos bíceps sobresalían de las mangas y cu-
yos músculos del cuello se tensaban marcadamente contra
su piel suave y delgada. Parecía un hombre invencible, en-
durecido, esculpido por la vida carcelaria, curtido y en ple-
na forma. Tenía unos ojos negros y brillantes, rodeados de
un blanco tan claro y puro como la leche fresca.
El hombre sonrió, y los demás hicieron lo propio. To-
dos los ojos estaban puestos en él. Era como si transmitie-
ra la energía, la auténtica fuerza vital, a todo el grupo.
—Hola, señor Taylor —dijo. Kevin asintió-. Le hemos es-
tado esperando.
¿A mí? —preguntó con la voz quebrada. Los rostros
que lo rodeaban exhibieron amplias sonrisas.
—O a alguien como usted.
-Oh —dijo, mirando primero al hombre de su derecha y
después al de su izquierda. Así que se lo iban a pasar de
uno a otro como si fuera una puta.
No, no, señor Taylor —aclaró el negro—. Aquí hay un
malentendido. No lo queremos para eso. Éstos pueden
conseguir eso cuando les dé la gana de cualquiera de los
otros —añadió, y entonces el hombre de la izquierda levan-
tó de inmediato la mano del muslo de Kevin. A continua-
ción los dos que tenía a los lados se movieron algo en su
sitio para no estar tan arrimados a él, y el de detrás retro-
cedió un paso. Kevin soltó un suspiro de alivio—. No,
usted nos hace falta para cosas más importantes, señor
Taylor.
Ale
Sí, señor. Verá, todos los que estamos aquí hemos sido
condenados a partir de pruebas amañadas, señor Taylor,
igual que usted. La multitud que había alrededor estalló

301
en una carcajada. Después todos le sonrieron—. Hemos te-
nido unos abogados infames. Algunos movieron la cabe-
za con enojo—. Todos necesitamos presentar una apelación.
—¿Qué?
Sí, señor, lo ha entendido bien. Sin embargo, lo gracio-
so es que disponemos de una de las mejores bibliotecas ju-
rídicas que hay, pero carecemos de la preparación y los co-
nocimientos que usted tiene.
»Pero... -Se reclinó y colocó las palmas de sus enormes
manos encima de la mesa—. Por fin ha llegado y nos va a
ayudar a todos y, en la medida en que lo haga, todo el
mundo lo conocerá como señor Taylor y lo tratará con
respeto. ¿Sí o no, chicos?
Todos los del grupo asintieron.
—Bien. En cuanto acabe de comer, dése una vuelta por la
biblioteca y busque a Scratch. Es el interno que está en
funciones de bibliotecario y está esperando para ayudarlo
a usted, señor Taylor. Usted y Scratch... Joder, a partir de
ahora van a ser como dos hermanos siameses.
Sonaron más carcajadas.
Vaya por allí y Scratch le dirá por dónde empezar y a
quién ayudar primero. ¿Entendido, señor Taylor?
Todos se inclinaron y clavaron sus ojos en él con aplo-
mo y serenidad.
Sí -dijo—. Lo haré, desde luego.
—Formidable, señor Taylor, sí señor. -Se levantó-. Sa-
lude a Scratch de mi parte. “Guiñó un ojo y la multitud
se disolvió. Algunos lo siguieron y otros se alejaron a
derecha e izquierda hasta que Kevin se quedó solo de
nuevo.
«Éste tenía que ser el papel de Richard Jaffee», pensó.
Esto era lo que había querido decir Paul Scholefield la pri-
mera vez que se le acercó y le dijo que en John Milton 8
Associates había una vacante. Helen Scholefield tenía ra-
zón: Richard Jaffee tenía conciencia y eligió la muerte en
lugar de eso.

302
Y el padre Vincent tampoco le había mentido. El diablo
es fiel a sus seguidores y siempre está a su lado.
Se puso de pie. "Tuvo la sensación de que toda la gente
que había en la enorme sala dejaba de comer para obser-
varlo mientras salía, incluso los guardias. Caminaba como
un hombre que se dirige a la guillotina. La velocidad con
que cayera la cuchilla dependería por completo de su pro-
pio coraje y de su propia conciencia. En ese preciso mo-
mento no tenía el valor de hacerla bajar.
Y eso era lo lamentable. Se acordó de Sísifo, el personaje
mitológico griego, castigado para toda la eternidad con ha-
cer girar la noria de un pozo sólo para que a cada vuelta la
cuerda retrocediera lo que había avanzado. Sin embargo,
siguió dando más y más vueltas, creyendo que cualquier
existencia era mejor que ninguna en absoluto.
¿Seguro que era mejor?
Mientras se desplazaba por el pasillo que conducía a la
biblioteca supo lo que le esperaba. Quizá siempre lo había
sabido. El diablo escondido en su corazón había disimula-
do ese conocimiento, pero siempre había estado ahí.
«Ya es hora de dejarse de disimulos y de enfrentarse a la
verdad», pensó.
Entró en la biblioteca. Para ser la de una cárcel era im-
presionante, y estaba tan tranquila como hubiera sido de
esperar en cualquier biblioteca. Al otro lado de la sala
fuertemente iluminada se abrió una puerta, y el encargado
se le acercó despacio.
Scratch.
Sonreía. Sabía que Kevin iba a venir. Por supuesto que
lo sabía.
A medida que se aproximaba, su rostro se volvía cada
vez más familiar, hasta que estuvo justo frente a él.
Y una vez más, Kevin examinó los ojos magnéticos y
paternales de John Milton.

393
Título de la edición original: The Devil's Advocate
Traducción del inglés: Juan Soler,
cedida por Ediciones B, S.A.
Diseño: Emil Tróger

Círculo de Lectores, S.A. (Sociedad Unipersonal)


Travessera de Gracia, 47-49, 08021 Barcelona
5798907864

Licencia editorial para Círculo de Lectores


por cortesía de Ediciones B, S.A.
Está prohibida la venta de este libro a personas que no
pertenezcan a Círculo de Lectores.

O Andrew Neiderman, 1998


O Ediciones B, S.A., 1998

Depósito legal: B. 27055-1998


Fotocomposición: Fotoletra, S.A., Barcelona
Impresión y encuadernación: Printer industria gráfica, s.a.
N. II, Cuatro caminos s/n, 08620 Sant Vicene dels Horts
Barcelona, 1998. Impreso en España
ISBN 84-226-7194-8
N.? 27037
¿e AZ

o ls E ES
sa
Andrew Neiderman
Nacido en Estados Unidos en 1940,
Andrew Neiderman es uno de los más
renombrados especialistas de ese géne-
ro que se ha dado en llamar thriller
psicológico. Licenciado por la Univer-
sidad del Estado de Nueva York, en
Albany, ha sido profesor de inglés du-
rante más de veinte años. Con la pu-
blicación de Pin, en 1981, Neiderman
inicia una prolífica carrera literaria,
que actualmente cuenta ya con cerca
de treinta títulos publicados. Varias de
sus novelas han sido objeto de adapta-
ciones cinematográficas o televisivas,
como The Maddening, con Burt
Reynolds y Angie Dickinson o, más
recientemente, Pactar con el diablo,
protagonizada por Keanu Reeves
y Al Pacino.
John Milton dirige su gabinete de abogados
con mano firme y sin preocuparse por la
moralidad de sus defendidos —más bien to-
do lo contrario-. Personaje astuto, maquia-
vélico, despiadado y, a la vez, encantador, la
inacabable serie de éxitos legales de su
equipo de juristas sería inimaginable si no.
“hubiera algo oculto tras tanta buena educa-
ción y tanto lujo. Algo que sólo empiezaa
intuir el último recién incorporado ai gabi-
nete, el joven Kevin Taylor, cuando quizá ya
- sea demasiado tarde... para su alma.

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