Ficciones
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A Esther Zemborain de Torres
Prólogo por José Luis Rodríguez Zapatero
II
Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los
ferrocarriles del Sur, persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas
madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos. En vida padeció de irrealidad,
como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que ya era entonces.
Era alto y desganado y su cansada barba rectangular había sido roja. Entiendo
que era viudo, sin hijos. Cada tantos años iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por
unas fotografías que nos mostró) un reloj de sol y unos robles. Mi padre había
estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que
2 Russell (The Analysfs of Mind, 1921, página 159) supone que el planeta ha sido creado
hace pocos minutos, provisto de una humanidad que «recuerda» un pasado ilusorio.
3 Siglo, de acuerdo con el sistema duodecimal, significa un periodo de ciento cuarenta y
cuatro anos.
descubre tres monedas en el camino. El viernes de mañana, X
encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El heresiarca quería
deducir de esa historia la realidad —id est la continuidad— de las
nueve monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que
cuatro de las monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres
entre el martes y la tarde del viernes, dos entre el martes y la
madrugada del viernes. Es lógico pensar que han existido —siquiera de
algún modo secreto, de comprensión vedada a los hombres— en todos
los momentos de esos tres plazos.
4 En el día de hoy, una de las iglesias de Tlön. sostiene platónicamente que tal dolor, que
tal matiz verdoso del amarillo, que tal temperatura, que tal sonido, son la única realidad. Todos
los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que
repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare.
base de la geometría visual es la superficie, no el punto. Esta geometría
desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las
formas que lo circundan. La base de su aritmética es la noción de números
indefinidos. Acentúan la importancia de los conceptos de mayor y menor, que
nuestros matemáticos simbolizan por > y por <. Afirman que la operación de
contar modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en definidas. El
hecho de que varios individuos que cuentan una misma cantidad logren un
resultado igual, es para los psicólogos un ejemplo de asociación de ideas o de
buen ejercicio de la memoria. Ya sabemos que en Tlön el sujeto del
conocimiento es uno y eterno.
En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto
único. Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se
ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal
y es anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles —
el Tao Te King y Las mil y una noches, digamos—, las atribuye a un mismo
escritor y luego de termina con probidad la psicología de ese interesante homme
de letres…
También son distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo
argumento, con todas las permutaciones imaginables. Los de naturaleza
filosófica invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el
contra de una doctrina. Un libro que no encierra su contralibro es considerado
incompleto.
Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es
infrecuente, en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos
perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada;
la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su
expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma
desairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hrönir fueron hijos casuales
de la distracción y el olvido. Parece mentira que su metódica producción cuente
apenas cien años, pero así lo declara el onceno tomo. Los primeros intentos
fueron estériles. El modus operandi, sin embargo, merece recordación. El
director de una de las cárceles del estado comunicó a los presos que en el
antiguo lecho de un río había ciertos sepulcros y prometió la libertad a quienes
trajeran un hallazgo importante. Durante los meses que precedieron a la
excavación les mostraron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese
primer intento probó que la esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana
de trabajo con la pala y el pico no logró exhumar otro hrön que una rueda
herrumbrada, de fecha posterior al experimento. Éste se mantuvo secreto y se
repitió después en cuatro colegios. En tres fue casi total el fracaso; en el cuarto
(cuyo director murió casualmente durante las primeras excavaciones) los
discípulos exhumaron —o produjeron— una máscara de oro, una espada
arcaica, dos o tres ánforas de barro y el verdinoso y mutilado torso de un rey con
una inscripción en el pecho que no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió
la improcedencia de testigos que conocieran la naturaleza experimental de la
busca… Las investigaciones en masa producen objetos contradictorios; ahora se
prefiere los trabajos individuales y casi improvisados. La metódica elaboración
de hrönir (dice el onceno tomo) ha prestado servicios prodigiosos a los
arqueólogos. Ha permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no
es menos plástico y menos dócil que el porvenir. Hecho curioso: los hrönir de
segundo y tercer grado —los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir derivados
del hrön de un hrön— exageran las aberraciones del inicial; los de quinto son
casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en los de
undécimo hay una pureza de líneas que los originales no tienen. El proceso es
periódico; el hrön de duodécimo grado ya empieza a decaer. Más extraño y más
puro que todo hrön es a veces el ur: la cosa producida por sugestión, el objeto
educido por la esperanza. La gran máscara de oro que he mencionado es un
ilustre ejemplo.
Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder
los detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que
perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A
veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.
8 Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de ¡aversión literal que
10 Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos
tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales
de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.
Las ruinas circulares
And if he left off dreaming about you…
Through the Looking-Glass, VI
limitada a la coma y al punto. Esos dos signos, el espacio y las veintidós letras del alfabeto son
los veinticinco símbolos suficientes que enumera el desconocido. (Nota del Editor.)
13Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las enfermedades
pulmonares han destruido esa proporción. Memoria de indecible melancolía: a veces he viajado
muchas noches por corredores y escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario.
ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera
la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros,
por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la
coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los
viajeros han confirmado: «No hay, en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos».
De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus
anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos
símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que
es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del
porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca,
miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos,
la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de
Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese
evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las
lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros.
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera
impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores
de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya
elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba
justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la
esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de
apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre
del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de
codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba,
urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos
disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se
estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo
de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros
se enloquecieron… Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a
personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no
recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna
pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la
humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves
misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos,
la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y
los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los
hombres fatigan los hexágonos… Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los
he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una
escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el
bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de
palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión
excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba
libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi
intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los
hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable
don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a
promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto
hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de
metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras
inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas,
hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor
higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su
nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí
destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que
toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar
único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios
centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por
una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que
las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han
sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio
de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los
naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del
Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe
existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás:
algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta
zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos
peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más
diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo
hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A,
consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro
B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito… En aventuras de
ésas, he prodigado y consumado mis años. No me parece inverosímil que en
algún anaquel del universo haya un libro total;14 ruego a los dioses ignorados
que un hombre —¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!— lo haya
examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que
sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea
ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme biblioteca
se justifique.
Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo
razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción.
Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el
incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo
confunden como una divinidad que delira». Esas palabras, que no sólo
denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban
su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye
todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco
símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el
mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula Trueno
peinado, y otro El calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a
primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación
14 Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible.
Por ejemplo: ningún libro es también una escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y
niegan y demuestran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.
criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en
la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres
dhcmrlchtdj
que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas
secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que
no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el
nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola
inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco
anaqueles de uno de los incontables hexágonos —y también su refutación. (Un
número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el
símbolo biblioteca admite la correcta definición «ubicuo y perdurable sistema
de galerías hexagonales», pero biblioteca es «pan» o «pirámide» o cualquier
otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees,
¿estás seguro de entender mi lenguaje?)
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres.
La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco
distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las
páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias
heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo,
han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más
frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie
humana —la única— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará:
iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes
preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una
costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito.
Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y
escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar —lo cual es absurdo—.
Quienes lo imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de
libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo
problema: La Biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la
atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los
mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un
orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.15
1941, Mar del Plata
bastaría un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nueve o en cuerpo diez, que
constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri a principios del siglo
XVII, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de planos.) El
manejo de ese vademecum sedoso no sería cómodo: cada hoja aparente se desdoblaría en otras
análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.
El jardín de los senderos que se bifurcan
A Victoria Ocampo
16 Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg
agredió con una pistola automática al portador de la orden de arresto, capitán Richard Madden.
Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor.)
Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina
de Berlín, examinando infinitamente periódicos… Dije en voz alta: «Debo huir».
Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya
estuviera acechándome. Algo —tal vez la mera ostentación de probar que mis
recursos eran nulos— me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que
iba a encontrar: el reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda
cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del
departamento de Runeberg, la libreta, una carta que resolví destruir
inmediatamente (y que no destruí), una corona, dos chelines y unos Peniques, el
lápiz rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y
sopesé para darme valor. Vagamente Pensé que un pistoletazo puede oírse muy
lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el
nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia: vivía en un suburbio
de Fenton, a menos de media hora de tren.
»Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un
plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución.
No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha
obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de
Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que Goethe. Arriba
de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe… Lo hice,
porque yo sentía que el jefe temía un poco a los de mi raza —a los innumerables
antepasados que confluyen en mí—. Yo quería probarle que un amarillo podía
salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz
podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije
adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba
mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría
menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía
visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se
detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi
Penosa; iba a la aldea de Ashgrove, pero saqué un pasaje para una estación más
lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me
apresuré; el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el
andén. Recorrí los coches: recuerdo unos labradores, una enlutada, un joven
que leía con fervor los Anales de Tácito, un soldado herido y feliz. Los coches
arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del
andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la
otra punta del sillón, lejos del temido cristal.
»De esta aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya
estaba empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar,
siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi
adversario. Argüí que esa victoria mínima prefiguraba la victoria total. Argüí
que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes
me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente)
que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen
término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron.
Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no
habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: "El ejecutor de una
empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un
porvenir que sea irrevocable como el pasado". Así procedí yo, mientras mis ojos
de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el
último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se
detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la estación.
"¿Ashgrove?", les pregunté a unos chicos en el andén. "Ashgrove", contestaron.
Bajé.» Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en
la zona de sombra. Uno me interrogó: "¿Usted va a. casa del doctor Stephen
Albert?" Sin aguardar contestación, otro dijo: "La casa queda lejos de aquí, pero
usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del
camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos
escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era
de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular
parecía acompañarme.
»Por un instante, Pensé que Richard Madden había Penetrado de algún
modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible.
El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el
procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo
entiendo de laberintos; no en vano soy bisnieto de aquel Ts’ui Pên, que fue
gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una
novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un
laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas
heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era
insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo los árboles ingleses medité en ese
laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una
montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé
infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y
provincias y reinos… Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso
laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún
modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de
perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del
mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí;
asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde
era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas
praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el
vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre
puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres,
pero no de un país; no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua,
ponientes. Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré
una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la
primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música
era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No
recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El
chisporroteo de la música prosiguió.
»Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que
rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de
los tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro,
porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:
»—Veo que el piadoso Hsi Pêng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted
sin duda querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:
»—¿El jardín?
»—El jardín de senderos que se bifurcan.
»Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
»—El jardín de mi antepasado Ts’ui Pên.
»—¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
»El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una
biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda
amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el
Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta.
El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un
jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que
nuestros artífices copiaron de los alfareros de Persia…
»Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de
rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y
también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin
"antes de aspirar a sinólogo".
»Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a
un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi
perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.
»—Asombroso destino el de Ts’ui Pên —dijo Stephen Albert—. Gobernador
de su provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación
infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo
abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la
opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la
erudición, y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida
Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos.
La familia, como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su
albacea (un monje taoísta o budista) insistió en la publicación.
»—Los de la sangre de Ts’ui Pên —repliqué— seguimos execrando a ese
monje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de
borradores contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo
muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts’ui Pên,
a su Laberinto…
»—Aquí está el Laberinto —dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
»—¡Un laberinto de marfil! —exclamé—. Un laberinto mínimo…
»—Un laberinto de símbolos —corrigió—. Un invisible laberinto de tiempo.
A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo
de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil
conjeturar lo que sucedió. Ts’ui Pên diría una vez: "Me retiro a escribir un libro".
Y otra: "Me retiro a construir un laberinto". Todos imaginaron dos obras; nadie
Pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida
Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede
haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts’ui Pên murió; nadie, en las
dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusión de la novela
me sugirió que ése era el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta
solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se había
propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de
una carta que descubrí.
»Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón
del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora
rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts’ui Pên.
Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó
un hombre de mi sangre: "Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de
senderos que se bifurcan". Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
»—Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera
un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un
volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la
primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa
noche que está en el centro de Las mil y una noches, cuando la reina Shahrazad
(por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la
historia de Las mil y una noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que
la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica,
hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo
agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los mayores.
Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna parecía corresponder, siquiera de
un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Ts’ui Pên. En esa
perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado.
Me detuve, como es natural, en la frase: "Dejo a los varios porvenires (no a
todos) mi jardín de senderos que se bifurcan". Casi en el acto comprendí; El
jardín de senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase "varios
porvenires (no a todos)" me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no
en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las
ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta
por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pên, opta —
simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos,
que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela.
Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang
resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede
matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos
pueden morir, etcétera. En la obra de Ts’ui Pên, todos los desenlaces ocurren;
cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos
de ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de
los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted
a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
»Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un
anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión
dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera, un ejército marcha
hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de
la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la
segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la
resplandeciente batalla les parece una continuación de la fiesta y logran la
victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos
admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un
hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de una
desesperada aventura, en una isla occidental.
Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un
mandamiento secreto: "Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable
corazón, violenta la espada, resignados a matar y a morir".
»Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una
invisible, intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y
finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más
intima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
»—No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones.
No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un
experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel
tiempo era un género despreciable. Ts’ui Pên fue un novelista genial, pero
también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero
novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclamaba —y harto lo
confirma su vida— sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica
usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo
inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es
el único problema que no figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la
palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria
omisión?
»Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin,
Stepheri Albert me dijo:
»—En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra
prohibida?
»Reflexioné un momento y repuse:
»—La palabra ajedrez.
»—Precisamente —dijo Albert—, El jardín de senderos que se bifurcan es
una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita
le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a
metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de
indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su
infatigable novela, el oblicuo Ts’ui Pên. He confrontado centenares de
manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha
introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído
restablecer el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no
emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de
senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo
tal como lo concebía Ts’ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su
antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series
de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes,
convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan,
se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No
existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en
otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara,
usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha
encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error,
un fantasma.
»—En todos —articulé no sin un temblor— yo agradezco y venero su
recreación del jardín de Ts’ui Pên.
»—No en todos —murmuró con una sonrisa—. El tiempo se bifurca
perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
»Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo
jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles
personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en
otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el
amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como
una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard
Madden.
»—El porvenir ya existe —respondí—, pero yo soy su amigo. ¿Puedo
examinar de nuevo la carta?
»Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un
momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado:
Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue
instantánea: una fulminación.
»Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido
condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el
secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en
los mismos periódicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio
sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yá Tsun. El jefe
ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del
estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio
que matar a una persona de ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi
innumerable contrición y cansancio.»
Artificios (1944)
Prólogo
Aunque de ejecución menos torpe, las piezas de este libro no difieren de las
que forman el anterior. Dos, acaso, permiten una mención detenida: La muerte
y la brújula, Funes el memorioso. La segunda es una larga metáfora del
insomnio. La primera, pese a los nombres alemanes o escandinavos, ocurre en
un Buenos Aires de sueños: la torcida Rue de Toulon es el Paseo de julio; Triste-
le-Roy, el hotel donde Herbert Ashe recibió, y tal vez no leyó, el tomo undécimo
de una enciclopedia ilusoria. Ya redactada esa ficción, he pensado en la
conveniencia de amplificar el tiempo y el espacio que abarca: la venganza podría
ser heredada; los plazos podrían computarse por años, tal vez por siglos; la
primera letra del Nombre podría articularse en Islandia; la segunda, en México;
la tercera, en el Indostán. ¿Agregaré que los Hasidim incluyeron santos y que el
sacrificio de cuatro vidas para obtener las cuatro letras que imponen el Nombre
es una fantasía que me dictó la forma de mi cuento?
Buenos Aires, 29 de agosto de 1944
Posdata de 1956. Tres cuentos he agregado a la serie: El Sur, La secta del
Fénix, El Fin. Fuera de un personaje —Recabarren— cuya inmovilidad y
pasividad sirven de contraste, nada o casi nada es invención mía en el decurso
breve del último; todo lo que hay en él está implícito en un libro famoso y yo he
sido el primero en desentrañarlo o, por lo menos, en declararlo. En la alegoría
del Fénix me impuse el problema de sugerir un hecho común —el Secreto— de
una manera vacilante y gradual que resultara, al fin, inequívoca; no sé hasta
dónde la fortuna me ha acompañado. De El Sur, que es acaso mi mejor cuento,
básteme prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos
novelescos y también de otro modo.
Schopenhauer, De Quincey, Stevenson, Mauthner, Shaw, Chesterton, Léon
Bloy, forman el censo heterogéneo de los autores que continuamente releo. En
la fantasía cristológica titulada Tres versiones de Judas, creo percibir el remoto
influjo del último.
JORGE LUIS BORGES
Funes el memorioso
Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un
hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura
pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde
el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la
cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo.
Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos
un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa
una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz;
la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de
ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887… Me parece muy feliz el
proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio
será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del
volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me
impedirá incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay—,cuando
el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas
injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba
para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un
precursor de los superhombres, «un Zarathustra cimarrón y vernáculo»; no lo
discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos,
con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de
marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a
veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia
de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única
circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme
tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya
se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos
sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de
carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos
veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi
secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la
estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la
bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el
nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: «¿Qué horas son,
Ireneo?» Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: «Faltan cuatro
minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco». La voz era aguda,
burlona.
Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera
llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban
(creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica
tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por
algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora,
como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María
Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del
saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del
departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los
Laureles.
Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de
Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural,
por todos los conocidos y, finalmente, por el «cronométrico Funes». Me
contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y
que había quedado Tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda
magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de
San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo
Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me
dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en
una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba
la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había
fulminado… Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su
condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra,
inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.
No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio
metódico del latín. Mi valija incluía el De vires illustribus de Lhomond,
el Thesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar
de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas
virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho
de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me
dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro,
desdichadamente fugaz, «del día siete de febrero del año ochenta y cuatro»,
ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese
mismo año, «había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de
Ituzaingó», y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes,
acompañado de un diccionario «para la buena inteligencia del texto original,
porque todavía ignoro el latín». Prometía devolverlos en buen estado, casi
inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que
Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una
broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si
atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no
requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud
le mandé el Gradus ad Parnassum, de Quicherat, y la obra de Plinio.
El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera
inmediatamente, porque mi padre no estaba «nada bien». Dios me perdone; el
prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a
todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el
perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril
estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija,
noté que me faltaba el Gradus y el primer tomo de la Naturales historia.
El Saturno zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de
cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos
pesada que el día.
En el decente rancho, la madre de Funes me recibió.
Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara
encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin
encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo
patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y
burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la
tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación.
Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía
indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de ese noche, supe
que formaban el primer párrafo del vigesimocuarto capítulo del libro séptimo de
la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras
últimas fueron «ut nihil non iisdem verbis redderetuur auditum».
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre,
fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba creo rememorar el ascua
momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté;
repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre.
Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno e que ya lo
sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo d hace ya medio siglo.
No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir
con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto
y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen
los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos d memoria
prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, re de los persas, que sabía
llamar por su nombre a todos los soldado de sus ejércitos; Mitrídates Eupator,
que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides,
inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con
fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que
tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa e: que lo volteó
el azulejo, él había sido lo que son todos los cristiano: un ciego, un sordo, un
abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del
tiempo, su memoria de nombre propios; no me hizo caso.) Diecinueve años
había vivido con quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de
casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era
casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y
más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le
interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su
percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos
los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de
las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en
el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado
una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la
víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada
imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía
reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había
reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción
había requerido un día entero. Me dijo: «Más recuerdos tengo yo solo que los
que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo». Y
también: «Mis sueños son como la vigilia de ustedes». Y también, hacia el alba:
«Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras». Una circunferencia en un
pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir
plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un
potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la
innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No
sé cuántas estrellas veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel
tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y
hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que
vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente
que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas
y sabrá todo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando.
Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de
numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo
había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer
estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran
dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó
luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece,
decía (por ejemplo) «Máximo Pérez»; en lugar de siete mil catorce, «El
Ferrocarril»; otros números eran «Luis Melián Lafinur», «Olimar», «azufre»,
«los bastos», «la ballena», «el gas», «la caldera», «Napoleón», «Agustín de
Vedia». En lugar de quinientos, decía «nueve». Cada palabra tenía un signo
particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas… Yo traté
de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario
de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis
decenas, cinco unidades; análisis que no existe en los «números» El Negro
Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que
cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre
propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por
parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo
recordaba cada hoja de cada árbol, de cada monte, sino cada una de las veces
que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas
pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo
disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable,
la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría
acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie
natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del
recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan
vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era
casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que
el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos
tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de
perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de
frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez.
Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del
minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la
corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la
humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme,
instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York
han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus
torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de
una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz
Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es
distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba
cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el
menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra
percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un
trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba
negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la
cara para dormir. También solía imaginarse en el tundo del río, mecido y
anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín.
Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar
diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había
sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía
diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el
bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé
que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su
implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.
1942
La forma de la espada
A E. H. M.
renunciar a renunciar?».
18Euclydes da Cunha, en un libro ignorado por Runeberg, anota que para el heresiarca de
Canudos, Antonio Conselheiro, la virtud «era una casi impiedad». El lector argentino recordará
pasajes análogos en la obra de Almafuerte. Runeberg publicó, en la hoja simbólica Sju insegel,
un asiduo poema descriptivo, El agua secreta; las primeras estrofas narran los hechos de un
tumultuoso día; las últimas, el hallazgo de un estanque glacial; el poeta sugiere que la
perduración de esa agua silenciosa corrige nuestra inútil violencia y de algún modo la permite y
la absuelve. El poema concluye así: «El agua de la selva es feliz; podemos ser malvados y
dolorosos».
perversión o exasperación de Kristus ochjudas. A fines de 1907, Runeberg
terminó y revisó el texto manuscrito; casi dos años transcurrieron sin que lo
entregara a la imprenta. En octubre de 1909, el libro apareció con un prólogo
(tibio hasta lo enigmático) del hebraísta dinamarqués Erik Erfjord y con este
pérfido epígrafe: «En el mundo estaba y el mundo fue hecho por él, y el mundo
no lo conoció» (Juan 1: 10). El argumento general no es complejo, si bien la
conclusión es monstruosa. Dios, arguye Nils Runeberg, se rebajó a ser hombre
para la redención del género humano; cabe conjeturar que fue perfecto el
sacrificio obrado por él, no invalidado o atenuado por omisiones. Limitar lo que
padeció a la agonía de una tarde en la cruz es blasfematorio.19 Afirmar que fue
hombre y que fue incapaz de pecado encierra contradicción; los atributos
de impeccabilitas y de humanitas no son compatibles. Kemnitz admite que el
Redentor pudo sentir fatiga, frío, turbación, hambre y sed; también cabe admitir
que pudo pecar y perderse. El famoso texto «Brotará como raíz de tierra
sedienta; no hay buen parecer en él, ni hermosura; despreciado y el último de
los hombres; varón de dolores, experimentado en quebrantos» (Isaías 53: 2—3),
es para muchos una previsión del crucificado, en la hora de su muerte; para
algunos (verbigracia, Hans Lassen Martensen), una refutación de la hermosura
que el consenso vulgar atribuye a Cristo; para Runeberg, la puntual profecía no
de un momento sino de todo el atroz porvenir, en el tiempo y en la eternidad,
del Verbo hecho carne. Dios totalmente se hizo hombre hasta la infamia,
hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo
elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la historia; pudo
ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue judas.
En vano propusieron esa revelación las librerías de Estocolmo y de Lund.
Los incrédulos la consideraron, a priori, un insípido y laborioso juego teológico;
los teólogos la desdeñaron. Runeberg intuyó en esa indiferencia ecuménica una
casi milagrosa confirmación. Dios ordenaba esa indiferencia; Dios no quería que
se propalara en la tierra Su terrible secreto. Runeberg comprendió que no era
llegada la hora: Sintió que estaban convergiendo sobre él antiguas maldiciones
divinas; recordó a Elías y a Moisés, ,que en la montaña se taparon la cara para
no ver a Dios; a Isaías, que se aterró cuando sus ojos vieron a Aquel cuya gloria
llena la tierra; a Saúl, cuyos ojos quedaron ciegos en el camino de Damasco; al
rabino Simeón ben Azaí, que vio el Paraíso y murió; al famoso hechicero Juan
de Viterbo, que enloqueció cuando pudo ver a la Trinidad; a los Midrashim, que
abominan de los impíos que pronuncian el Shem Hamephorash, el Secreto
Nombre de Dios. ¿No era él, acaso, culpable de ese crimen oscuro? ¿No sería ésa
la blasfemia contra el Espíritu, la que no será perdonada (Mateo 12: 31)? Valerio
Sorano murió por haber divulgado el oculto nombre de Roma; ¿qué infinito
castigo sería el suyo, por haber descubierto y divulgado el horrible nombre de
Dios?
ses déboires, grâce à la science des typographes, jouissent d'une réputabon polyglotte; sa
résidence de trente-trois ans parmi les humains ne fut en somme, qu'une villégiature». Erfjord,
en el tercer apéndice de la Christelige Dogmatik refuta ese pasaje. Anota que la crucifixión de
Dios no ha cesado, porque lo acontecido una sola vez en el tiempo se repite sin tregua en la
eternidad. Judas, ahora, sigue cobrando las monedas de plata; sigue besando a Jesucristo; sigue
arrojando las monedas de plata en el templo; sigue anudando el lazo de la cuerda en el campo de
sangre. (Erlord, para justificar esa afirmación, invoca el último capítulo del primer tomo de la
Vindicación de la eternidad, de Jaromir Hladík.)
Ebrio de insomnio y de vertiginosa dialéctica, Nils Runeberg erró por las
calles de Malmo, rogando a voces que le fuera deparada la gracia de compartir
con el Redentor el Infierno.
Murió de la rotura de un aneurisma, el primero de marzo de 1912. Los
heresiólogos tal vez lo recordarán; agregó al concepto del Hijo, que parecía
agotado, las complejidades del mal y del infortunio.
1944
El fin
Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de
junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de
pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente… Recobró poco a
poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró
sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las
piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y
la tarde; había dormido, pero aún quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo
izquierdo tanteó, hasta dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre.
Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los
modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con
pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada
de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de
alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso
la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre
inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al
día siguiente, al acomodar unos tercios de yerba, se le había muerto
bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de
las desdichas de los héroes de las novelas concluimos apiadándonos con exceso
de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis
como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a
vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el
cerco rojo de la luna era señal de lluvia.
Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta.
Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico,
taciturno, le dijo por señas que no; el negro no contaba. El hombre postrado se
quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un
poder.
La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño.
Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete que venía, o
parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el
caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino
acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio
más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso
firme en la pulpería.
Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo
con dulzura:
—Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
El otro, con voz áspera, replicó:
—Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he
venido.
Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
—Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
El otro explicó sin apuro:
—Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no
quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
—Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana.
Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.
—Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan
nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del
hombre.
Un lento acorde precedió la respuesta del negro:
—Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.
—Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz
alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el
cuchillo en la mano.
El negro, como si no lo oyera, observó:
—Con el otoño se van acortando los días.
—Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.
Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
—Deja en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
—Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.
El otro contestó con seriedad:
—En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar
al segundo.
Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la
llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se
detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el
antebrazo, cuando el negro dijo:
—Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro
ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años,
cuando mató a mi hermano.
Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre
lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara
del negro.
Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo
dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es
intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una
embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió
en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el
pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía
vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a
las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero,
ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había
matado a un hombre.
La secta del Fénix
Quienes escriben que la secta del Fénix tuvo su origen en Heliópolis, y la
derivan de la restauración religiosa que sucedió a la muerte del reformador
Amenophis IV, alegan textos de Heródoto, de Tácito y de los monumentos
egipcios, pero ignoran, o quieren ignorar, que la denominación por el Fénix no
es anterior a Hrabano Mauro y que las fuentes más antiguas (las Saturnales o
Flavio Josefo, digamos) sólo hablan de la Gente de la Costumbre o de la Gente
del Secreto. Ya Gregorovius observó, en los conventículos de Ferrara, que la
mención del Fénix era rarísima en el lenguaje oral; en Ginebra he tratado con
artesanos que no me comprendieron cuando inquirí si eran hombres del Fénix,
pero que admitieron, acto continuo, ser hombres del Secreto. Si no me engaño,
igual cosa acontece con los budistas; el nombre por el cual los conoce el mundo
no es el que ellos pronuncian.
Miklosich, en una página demasiado famosa, ha equiparado los sectarios
del Fénix a los gitanos. En Chile y en Hungría hay gitanos y también hay
sectarios; fuera de esa especie de ubicuidad, muy poco tienen en común unos y
otros. Los gitanos son chalanes, caldereros, herreros y decidores de la
buenaventura; los sectarios suelen ejercer felizmente las profesiones liberales.
Los gitanos configuran un tipo físico y hablan, o hablaban, un idioma secreto;
los sectarios se confunden con los demás y la prueba es que no han sufrido
persecuciones. Los gitanos son pintorescos e inspiran a los malos poetas; los
romances, los cromos y los boleros omiten a los sectarios… Martín Buber
declara que los judíos son esencialmente patéticos; no todos los sectarios lo son
y algunos abominan del patetismo; esta pública y notoria verdad basta para
refutar el error vulgar (absurdamente defendido por Urmann) que ve en el
Fénix una derivación de Israel. La gente más o menos discurre así: Urmann era
un hombre sensible; Urmann era judío; Urmann frecuentó a los sectarios en la
judería de Praga; la afinidad que Urmann sintió prueba un hecho real.
Sinceramente, no puedo convenir con ese dictamen. Que los sectarios en un
medio judío se parezcan a los judíos no prueba nada; lo innegable es que se
parecen, como el infinito Shakespeare de Hazlitt, a todos los hombres del
mundo. Son todo para todos, como el Apóstol; días pasados el doctor Juan
Francisco Amaro, de Paysandú, ponderó la facilidad con que se acriollaban.
He dicho que la historia de la secta no registra persecuciones. Ello es
verdad, pero como no hay grupo humano en que no figuren partidarios del
Fénix, también es cierto que no hay persecución o rigor que éstos no hayan
sufrido y ejecutado. En las guerras occidentales y en las remotas guerras del
Asia han vertido su sangre secularmente, bajo banderas enemigas; de muy poco
les vale identificarse con todas las naciones del orbe.
Sin un libro sagrado que los congregue como la Escritura a Israel, sin una
memoria común, sin esa otra memoria que es un idioma, desparramados por la
faz de la tierra, diversos de color y de rasgos, una sola cosa —el Secreto— los une
y los unirá hasta el fin de sus días. Alguna vez, además del Secreto hubo una
leyenda (y quizá un mito cosmogónico), pero los superficiales hombres del
Fénix la han olvidado y hoy sólo guardan la oscura tradición de un castigo. De
un castigo, de un pacto o de un privilegio, porque las versiones difieren y apenas
dejan entrever el fallo de un Dios que asegura a una estirpe la eternidad, si sus
hombres, generación tras generación, ejecutan un rito. He compulsado los
informes de los viajeros, he conversado con patriarcas y teólogos; puedo dar fe
de que el cumplimiento del rito es la única práctica religiosa que observan los
sectarios. El rito constituye el Secreto. Éste, como ya indiqué, se transmite de
generación en generación, pero el uso no quiere que las madres lo enseñen a los
hijos, ni tampoco los sacerdotes; la iniciación en el misterio es tarea de los
individuos más bajos. Un esclavo, un leproso o un pordiosero hacen de
mistagogos. También un niño puede adoctrinar a otro niño. El acto en sí es
trivial, momentáneo y no requiere descripción. Los materiales son el corcho, la
cera o la goma arábiga. (En la liturgia se habla de légamo; éste suele usarse
también.) No hay templos dedicados especialmente a la celebración de este
culto, pero una ruina, un sótano o un zaguán se juzgan lugares propicios. El
Secreto es sagrado pero no deja de ser un poco ridículo; su ejercicio es furtivo y
aun clandestino y los adeptos no hablan de él. No hay palabras decentes para
nombrarlo, pero se entiende que todas las palabras lo nombran o, mejor dicho,
que inevitablemente lo aluden, y así, en el diálogo yo he dicho una cosa
cualquiera y los adeptos han sonreído o se han puesto incómodos, porque
sintieron que yo había tocado el Secreto. En las literaturas germánicas hay
poemas escritos por sectarios, cuyo sujeto nominal es el mar o el crepúsculo de
la noche; son, de algún modo, símbolos del Secreto, oigo repetir. «Orbis
terrarum est speculum Ludi» reza un adagio apócrifo que Du Cange registró en
su Glosario. Una suerte de horror sagrado impide a algunos fieles la ejecución
del simplísimo rito; los otros los desprecian, pero ellos se desprecian aún más.
Gozan de mucho crédito, en cambio, quienes deliberadamente renuncian a la
Costumbre y logran un comercio directo con la divinidad; éstos, para manifestar
ese comercio, lo hacen con figuras de la liturgia y así John of the Rood escribió:
Sepan los Nueve Firmamentos que el Dios
Es deleitable como el Corcho y el Cieno.
He merecido en tres continentes la amistad de muchos devotos del Fénix;
me consta que el secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo
que aún es más extraño) increíble. No se avenían a admitir que sus padres se
hubieran rebajado a tales manejos. Lo raro es que el Secreto no se haya perdido
hace tiempo; a despecho de las vicisitudes del orbe, a despecho de las guerras y
de los éxodos, llega, tremendamente, a todos los fieles. Alguien no ha vacilado
en afirmar que ya es instintivo.
El Sur
El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes
Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan
Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se
sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco
Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires,
lanceado por indios de Catriel; en la discordia de sus dos linajes, Juan
Dahlmann (tal vez a impulsos de la sangre germánica) eligió el de ese
antepasado romántico o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo
de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de
ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la
soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A
costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una
estancia en el Sur, que fue de los Flores; una de las costumbres de su memoria
era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna
vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano
tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre
de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los
últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas
distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado
de Las mil y una noches, de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que
bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la
frente: ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta
vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre.
La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le había
hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba
despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo
gastó y las ilustraciones de Las mil y una noches sirvieron para decorar
pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían
que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y
le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron,
como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico
nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era
indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los
llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se
sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron, le raparon la cabeza,
lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el
vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo.
Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los
días y noches que siguieron a la operación, pudo entender que apenas había
estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca
el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió;
odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le
erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas,
pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una
septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias
físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar
en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba
reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia.
Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann
había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo
llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión
del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y
la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa
vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas
como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo;
unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las
carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del
nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann
solfa repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra
en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva
edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el
íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó
bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de
Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una
divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café,
la endulzó lentamente; la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y
pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que
estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en
la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los
vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches
arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las mil y
una noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era
una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y
secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y
luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es
que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado
matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más
que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de
sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente
vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los
ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
«Mañana me despertaré en la estancia», pensaba, y era como si a un
tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía
de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas
servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas,
infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio
zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de
mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También
creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque
su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento
nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco
sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y
no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en
Constitución, al dejar el andén; la llanura y las horas lo habían atravesado y
transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte.
No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo
era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el
campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era
perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no
sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su
boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en
otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una
explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el
mecanismo de los hechos no le importaba.)
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado
de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un
cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera
conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había
hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura,
antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar
esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor
del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado
para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un
grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al
palenque había unos caballos. Dahlmann, adentro, creyó reconocer al patrón;
luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados
del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para
agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió
comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los
que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se
acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo
habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los
hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del
tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el
poncho de bayeta, el largo chiripa y la bota de potro y se dijo, rememorando
inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que
gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose
con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de
hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó
con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la
mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno
de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones
de chacra; otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto.
Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de
vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso
era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dahlmann, perplejo, decidió que
nada había ocurrido y abrió el volumen de Las mil y una noches, como para
tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los
peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un
disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una
pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo
exhortó con voz alarmada:
—Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio
alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió
que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la
provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba
contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado
al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de
Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a
exagerar su borrachera y esa exageración era una ferocidad y una burla. Entre
malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los
ojos, lo barajó, e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz
que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón, el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una
cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a
sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo.
Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese
acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su
mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran.
Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su
esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el
filo para adentro. «No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas
cosas», pensó.
—Vamos saliendo —dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor.
Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y
acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en
la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él,
entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera
elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y
sale a la llanura.