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Ficciones

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Jorge Luis Borges

Ficciones
A Esther Zemborain de Torres
Prólogo por José Luis Rodríguez Zapatero

El lector que tiene en sus manos Ficciones es una persona en la frontera,


un ser humano que está a punto de abandonar el mundo seguro y confortable
del que está hecha la vida cotidiana para adentrarse en un territorio
absolutamente nuevo. Borges descubre en su obra, o quizás inventa, otra
dimensión de lo real. Con seguridad el título, que nos sugiere la idea de
mundos imaginados y puramente ilusorios, es sólo una sutil ironía del autor,
una más, que nos señala lo terrible y maravillosamente real de sus
argumentos. Después de leer a Borges el mundo real multiplica sus
dimensiones y el lector, como un viajero romántico, vuelve más sabio, más
pleno, o lo que es lo mismo, ya nunca vuelve del todo. Ficciones es una de las
más esenciales e inolvidables obras de Borges. En ella se resumen los
principales temas, los intereses intelectuales más queridos del autor. En todas
las historias de este libro el tiempo es, de un modo u otro, un personaje
central. También lo es la literatura, los libros. Libros en los que está escrito el
destino de los hombres y que por eso son a la par tan necesarios como inútiles.
También el destino es una preocupación borgiana, un destino que no es más
que el reconocimiento de que nuestros afanes e inquietudes, que aquello que
nos parece incierto, que sólo es un deseo o un temor, tiene otra cara, una cara
cierta, cerrada. Lo que en el anverso es azar, en el reverso es
necesidad. Quizás, entre las cosas admirables de Borges, la que más me
impresiona es su extraña mezcla de pasión y escepticismo, esa mezcla de la que
en distinta proporción y cantidad estarnos hechos los seres humanos, pero que
en el caso de nuestro autor se dan en un equilibrio y abundancia cuya mejor
prueba es su obra. Durante un tiempo, cuando era más joven, estuve enfermo
de Borges, todavía no estoy seguro de haberme curado. Cuando uno enferma
de Borges se pregunta por qué la gente sigue, seguimos, escribiendo. Todo está
en Borges y él lo sabe. Cuando leernos La biblioteca de Babel no podemos
evitar la sensación de que en esas pocas páginas están contenidos todos los
libros que los hombres han escrito y escribirán, además de todos los restantes,
que son la infinita mayoría. Las ruinas circulares son otro ejercicio de la más
espléndida metafísica, y uno no sabe cómo salir del sueño que nos propone,
realmente el lector ya nunca sale de ese sueño, salvo a través del olvido, pero el
olvido no está en las manos del lector, no forma parte de su poder. Es posible
que Borges me fulminara con una de esas bellísimas y mortales críticas que
podemos leer en sus libros, pero diré que en algún momento llegué a pensar
que cada página suya contiene toda su obra, como uno de esos objetos
fractales que repiten su estructura creando geometrías tan hermosas como
extrañas. Pero este parecido concluye en la forma, Borges nos da más, los
textos de Borges no son amorales, sus héroes son héroes morales, que se
someten, a veces hasta la locura, hasta la más lúcida locura, a los códigos de
su cultura, de su tiempo y lugar. Es, otra vez, la multiplicidad de esos códigos,
las variadas dimensiones de los mismos la que Borges utiliza con
extraordinaria maestría para dejarnos atrapados en una libertad
infinita. Prologar a Borges resulta muy difícil cuando Borges es el prólogo de
uno mismo, y es eso exactamente lo que le ocurre a este prologuista. Quizás la
tarea que se propuso Pierre Menard al tratar de escribir el Quijote no sea tan
extraña, uno se ve muchas veces haciendo cosas parecidas a la que intentó
Menard, como ocurre ahora. El lector debe estar tranquilo, porque él es el
verdadero héroe de la obra de Borges, una obra que es una aventura que debe
vivir como quiere el autor cuando dice: «Así combatieron los héroes, tranquilo
el admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y a morir».
El jardín de senderos que se bifurcan (1941)
Prólogo

Las ocho piezas de este libro no requieren mayor elucidación. La octava


—El jardín de senderos que se bifurcan— es policial; sus lectores asistirán a la
ejecución y a todos los preliminares de un crimen, cuyo propósito no ignoran
pero que no comprenderán, me parece, hasta el último párrafo. Las otras son
fantásticas; una —La lotería en Babilonia— no es del todo inocente de
simbolismo. No soy el primer autor de la narración La biblioteca de Babel; los
curiosos de su historia y de su prehistoria pueden interrogar cierta página del
número 59 de Sur, que registra los nombres heterogéneos de Leucipo y de
Lasswitz, de Lewis Carroll y de Aristóteles. En Las ruinas circulares todo es
irreal: en Pierre Menard autor del Quijote lo es el destino que su protagonista
se impone. La nómina de escritos que le atribuyo no es demasiado divertida
pero no es arbitraria; es un diagrama de su historia mental...
Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de
explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en
pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y
ofrecer un resumen, un comentario. Así procedió Carlyle en Sartor Resartus;
así Butler en The Fair Haven; obras que tienen la imperfección de ser libros
también, no menos tautológicos que los otros. Más razonable, más inepto, más
haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios. Éstas son
Thön, Uqbar, Orbis Tertius; el "Examen de la obra de Herbert Quain"; "El
acercamiento a Almotásim", la última es de 1935; he leído hace poco "The
Sarred Fount" (1901), cuyo argumento general es tal vez análogo. El narrador,
en la delicada novela de James, indaga si en B influyen A o C; en "El
acercamiento a Almotásim", presiente o adivina a través de B la remotísima
existencia de la Z, quien B no conoce.
JORGE LUIS BORGES
Buenos Aires, 10 de noviembre de 1941
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius
I
Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento
de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle
Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo
American Cyclopaedia (Nueva York, 1917) y es una reimpresión literal, pero
también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo
hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos
demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera
persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en
diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores —a muy pocos
lectores— la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto
del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese
descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces
Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que
los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los
hombres. Le pregunté el origen de esa memorable sentencia y me contestó
que The Anglo American Cyclopaedia la registraba, en su artículo sobre Uqbar.
La quinta (que habíamos alquilado amueblada) poseía un ejemplar de esa obra.
En las últimas páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre Upsala;
en las primeras del XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni una
palabra sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del índice.
Agotó en vano todas las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ooqbar, Ookbar,
Oukbahr… Antes de irse, me dijo que era una región del Irak o del Asia Menor.
Confieso que asentí con alguna incomodidad. Conjeturé que ese país
indocumentado y ese heresiarca anónimo eran una ficción improvisada por la
modestia de Bioy para justificar una frase. El examen estéril de uno de los atlas
de Justus Perthes fortaleció mi duda.
Al día siguiente, Bioy me llamó desde Buenos Aires. Me dijo que tenía a la
vista el artículo sobre Uqbar, en el volumen XLVI de la Enciclopedia. No
constaba el nombre del heresiarca, pero sí la noticia de su doctrina, formulada
en palabras casi idénticas a las repetidas por él, aunque —tal vez—
literariamente inferiores. Él había recordado: Copulation and mirrors are
abominable. El texto de la Enciclopedia decía: «Para uno de esos gnósticos, el
visible universo era una ilusión o (más precisamente) un sofisma. Los espejos y
la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood are abominable)
porque lo multiplican y lo divulgan». Le dije, sin faltar a la verdad, que me
gustaría ver ese artículo. A los pocos días lo trajo. Lo cual me sorprendió,
porque los escrupulosos índices cartográficos de la Erdkunde de Ritter
ignoraban con plenitud el nombre de Uqbar.
El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XLVI de la Anglo-
American Cyclopaedia. En la falsa carátula y en el lomo, la indicación alfabética
(Tor-Ups) era la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917 páginas constaba de
921. Esas cuatro páginas adicionales comprendían el artículo sobre Uqbar; no
previsto (como habrá advertido el lector) por la indicación alfabética.
Comprobamos después que no hay otra diferencia entre los volúmenes. Los dos
(según creo haber indicado) son reimpresiones de la décima Encyclopaedia
Britannica. Bioy había adquirido su ejemplar en uno de tantos remates.
Leímos con algún cuidado el artículo. El pasaje recordado por Bioy era tal
vez el único sorprendente. El resto parecía muy verosímil, muy ajustado al tono
general de la obra y (como es natural) un poco aburrido. Releyéndolo,
descubrimos bajo su rigurosa escritura una fundamental vaguedad. De los
catorce nombres que figuraban en la parte geográfica, sólo reconocimos tres —
Jorasán, Armenia, Erzerum—, interpolados en el texto de un modo ambiguo. De
los nombres históricos, uno solo: el impostor Esmerdis el mago, invocado más
bien como una metáfora. La nota parecía precisar las fronteras de Uqbar, pero
sus nebulosos puntos de referencia eran ríos y cráteres y cadenas de esa misma
región. Leímos, verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del
Axa definen la frontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los
caballos salvajes. Eso, al principio de la página 918. En la sección histórica
(página 920) supimos que a raíz de las persecuciones religiosas del siglo XIII,
los ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde perduran todavía sus
obeliscos y donde no es raro exhumar sus espejos de piedra. La sección «Idioma
y literatura» era breve. Un solo rasgo memorable: anotaba que la literatura de
Uqbar era de carácter fantástico y que sus epopeyas y sus leyendas no se
referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de
Tlön… La bibliografía enumeraba cuatro volúmenes que no hemos encontrado
hasta ahora, aunque el tercero —Silas Haslam: Hystory of the Land Called
Uqbar, 1874— figura en los catálogos de librería de Bernard Quaritch 1. El
primero, Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen über das Land Ukkbar in
Klein-Asien, data de 1641 y es obra de Johannes Valentinus Andrea. El hecho es
significativo; un par de años después, di con ese nombre en las inesperadas
páginas de De Quincey (Writings, decimotercer volumen) y supe que era el de
un teólogo alemán que a principios del siglo XVII describió la imaginaria
comunidad de la Rosa-Cruz —que otros luego fundaron, a imitación de lo
prefigurado por él.
Esta noche visitamos la Biblioteca Nacional. En vano fatigamos atlas,
catálogos, anuarios de sociedades geográficas, memorias de viajeros e
historiadores: nadie había estado nunca en Uqbar. El índice general de la
enciclopedia de Bioy tampoco registraba ese nombre. Al día siguiente, Carlos
Mastronardi (a quien yo había referido el asunto) advirtió en una librería de
Corrientes y Talcahuano los negros y dorados lomos de la Anglo American
Cyclopaedia... Entró e interrogó el volumen XLVI. Naturalmente, no dio con el
menor indicio de Uqbar.

II
Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los
ferrocarriles del Sur, persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas
madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos. En vida padeció de irrealidad,
como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que ya era entonces.
Era alto y desganado y su cansada barba rectangular había sido roja. Entiendo
que era viudo, sin hijos. Cada tantos años iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por
unas fotografías que nos mostró) un reloj de sol y unos robles. Mi padre había
estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que

1 Haslam ha publicado también A General History of Labyrinths.


empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Solían
ejercer un intercambio de libros y de periódicos; solían batirse al ajedrez,
taciturnamente… Lo recuerdo en el corredor del hotel, con un libro de
matemáticas en la mano, mirando a veces los colores irrecuperables del cielo.
Una tarde, hablamos del sistema duodecimal de numeración (en el que doce se
escribe 10). Ashe dijo que precisamente estaba trasladando no sé qué tablas
duodecimales a sexagesimales (en las que sesenta se escribe 10). Agregó que ese
trabajo le había sido encargado por un noruego: en Rio Grande do Sul. Ocho
años que lo conocíamos y no había mencionado nunca su estadía en esa región…
Hablamos de vida pastoril, de capangas, de la etimología brasilera de la palabra
gaucho (que algunos viejos orientales todavía pronuncian gaúcho) y nada más
se dijo —Dios me perdone— de funciones duodecimales. En septiembre de 1937
(no estábamos nosotros en el hotel) Herbert Ashe murió de la rotura de un
aneurisma. Días antes, había recibido del Brasil un paquete sellado y certificado.
Era un libro en octavo mayor. Ashe lo dejó en el bar, donde —meses después—
lo encontré. Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no
describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön
y Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se
abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los
cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que en esa tarde sentí. El
libro estaba redactado en inglés y lo integraban 1001 páginas. En el amarillo
lomo de cuero leí estas curiosas palabras que la falsa carátula repetía: A First
Encyclopaedia of Tlön. Vol XI. Hlaer to jangr. No había indicación de fecha ni
de lugar. En la primera página y en una hoja de papel de seda que cubría una de
las láminas en colores había estampado un óvalo azul con esta inscripción:
Orbis Tertius. Hacía dos años que yo había descubierto en un tomo de cierta
enciclopedia pirática una somera descripción de un falso país; ahora me
deparaba el azar algo más precioso y más arduo. Ahora tenía en las manos un
vasto fragmento metódico de la historia total de un planeta desconocido, con
sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus
lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus
peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica.
Todo ello articulado, coherente, sin visible propósito doctrinal o tono paródico.
En el onceno tomo de que hablo hay alusiones a tomos ulteriores y
precedentes. Néstor Ibarra, en un artículo ya clásico de la NRF, ha negado que
existen esos aláteres; Ezequiel Martínez Estrada y Drieu la Rochelle han
refutado, quizá victoriosamente, esa duda. El hecho es que hasta ahora las
pesquisas más diligentes han sido estériles. En vano hemos desordenado las
bibliotecas de las dos Américas y de Europa. Alfonso Reyes, harto de esas fatigas
subalternas de índole policial, propone que entre todos acometamos la obra de
reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonem. Calcula,
entre veras y burlas, que una generación de Tlönistas puede bastar. Ese
arriesgado cómputo nos retrae al problema fundamental: ¿Quiénes inventaron a
Tlön? El plural es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor —de un
infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia— ha sido descartada
unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad
secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de
químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras… dirigidos
por un oscuro hombre de genio. Abundan individuos que dominan esas
disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de
subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto
que la contribución de cada escritor es infinitesimal. Al principio se creyó que
Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación;
ahora se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido
formuladas, siquiera en modo provisional. Básteme recordar que las
contradicciones aparentes del onceno tomo son la piedra fundamental de la
prueba de que existen los otros: tan lúcido y tan justo es el orden que se ha
observado en él. Las revistas populares han divulgado, con perdonable exceso la
zoología y la topografía de Tlön; yo pienso que sus tigres transparentes y sus
torres de sangre no merecen, tal vez, la continua atención de todos los hombres.
Yo me atrevo a pedir unos minutos para su concepto del universo.
Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admitían la
menor réplica y no causaban la menor convicción. Ese dictamen es del todo
verídico en su aplicación a la tierra; del todo falso en Tlön. Las naciones de ese
planeta son —congénitamente— idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su
lenguaje —la religión, las letras, la metafísica— presuponen el idealismo. El
mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie
heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial. No hay
sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden los idiomas
«actuales» y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o
prefijos) monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que
corresponda a la palabra luna, pero hay un verbo que sería en español lunecer o
lunar. «Surgió la luna sobre el río» se dice «hlor u fang axaxaxas mlö» o sea en
su orden: «hacia arriba (upward) detrás duradero-fluir luneció». (Xul Solar
traduce con brevedad: «upa tras perfluyue lunó». «Upward, behind the
onstreaming, it mooned.»)
Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferio austral. En los del
hemisferio boreal (de cuya Ursprache hay muy pocos datos en el onceno tomo)
la célula primordial no es el verbo, sino el adjetivo monosilábico. El sustantivo
se forma por acumulación de adjetivos. No se dice luna: se dice aéreo-claro
sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-del cielo o cualquier otra
agregación. En el caso elegido la masa de adjetivos corresponde a un objeto real;
el hecho es puramente fortuito. En la literatura de este hemisferio (como en el
mundo subsistente de Meinong) abundan los objetos ideales, convocados y
disueltos en un momento, según las necesidades poéticas. Los determina, a
veces, la mera simultaneidad. Hay objetos compuestos de dos términos, uno de
carácter visual y otro auditivo: el color del naciente y el remoto grito de un
pájaro. Los hay de muchos: el sol y el agua contra el pecho del nadador, el vago
rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar
por un río y también por el sueño. Esos objetos de segundo grado pueden
combinarse con otros; el proceso, mediante ciertas abreviaturas, es
prácticamente infinito. Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme
palabra. Esta palabra integra un objeto poético creado por el autor. El hecho de
que nadie crea en la realidad de los sustantivos hace, paradójicamente, que sea
interminable su número. Los idiomas del hemisferio boreal de Tlön poseen
todos los nombres de las lenguas indoeuropeas y otros muchos más.
No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola
disciplina: la psicología. Las otras están subordinadas a ella. He dicho que los
hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos
mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el
tiempo. Spinoza atribuye a su inagotable divinidad los atributos de la extensión
y del pensamiento; nadie comprendería en Tlön la yuxtaposición del primero
(que sólo es típico de ciertos estados) y del segundo —que es un sinónimo
perfecto del cosmos—, Dicho sea con otras palabras: no conciben que lo espacial
perdure en el tiempo. La percepción de una humareda en el horizonte y después
del campo incendiado y después del cigarro a medio apagar que produjo la
quemazón es considerada un ejemplo de asociación de ideas.
Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un
hecho es unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un estado posterior del
sujeto, que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado mental
es irreductible: el mero hecho de nombrarlo —id est, de clasificarlo— importa un
falseo. De ello cabría deducir que no hay ciencias en Tlön —ni siquiera
razonamientos. La paradójica verdad es que existen, en casi innumerable
número. Con las filosofías acontece lo que acontece con los sustantivos en el
hemisferio boreal. El hecho de que toda filosofía sea de antemano un juego
dialéctico, una Philosophie des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan
los sistemas increíbles, pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los
metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el
asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Saben
que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del
universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase «todos los aspectos» es
rechazable, porque supone la imposible —adición del instante presente y de los
pretéritos. Tampoco es lícito el plural «los pretéritos», porque supone otra
operación imposible… Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo:
razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como
esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo
presente.2 Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que
nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y
mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo —y en
ellas nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas— es la escritura que
produce un dios subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el
universo es comparable a esas criptografías en las que no valen todos los
símbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que
mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre
es dos hombres.
Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha merecido tanto escándalo como el
materialismo. Algunos pensadores lo han formulado, con menos claridad que
fervor, como quien adelanta una paradoja. Para facilitar el entendimiento de esa
tesis inconcebible, un heresiarca del undécimo siglo 3 ideó el sofisma de las
nueve monedas de cobre, cuyo renombre escandaloso equivale en Tlön al de las
aporías eleáticas. De ese «razonamiento especioso» hay muchas versiones, que
varían el número de monedas y el número de hallazgos; he aquí la más común:

El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve


monedas de cobre. El jueves, Y encuentra en el camino cuatro
monedas, algo herrumbradas por la lluvia del miércoles. El viernes, Z

2 Russell (The Analysfs of Mind, 1921, página 159) supone que el planeta ha sido creado

hace pocos minutos, provisto de una humanidad que «recuerda» un pasado ilusorio.
3 Siglo, de acuerdo con el sistema duodecimal, significa un periodo de ciento cuarenta y
cuatro anos.
descubre tres monedas en el camino. El viernes de mañana, X
encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El heresiarca quería
deducir de esa historia la realidad —id est la continuidad— de las
nueve monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que
cuatro de las monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres
entre el martes y la tarde del viernes, dos entre el martes y la
madrugada del viernes. Es lógico pensar que han existido —siquiera de
algún modo secreto, de comprensión vedada a los hombres— en todos
los momentos de esos tres plazos.

El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa paradoja; los más no la


entendieron. Los defensores del sentido común se limitaron, al principio, a
negar la veracidad de la anécdota. Repitieron que era una falacia verbal, basada
en el empleo temerario de dos voces neológicas, no autorizadas por el uso y
ajenas a todo pensamiento severo: los verbos encontrar y perder, que
comportaban una petición de principio, porque presuponían la identidad de las
nueve primeras monedas y de las últimas. Recordaron que todo sustantivo
(hombre, moneda, jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un valor metafórico.
Denunciaron la pérfida circunstancia algo herrumbradas por la lluvia del
miércoles, que presupone lo que se trata de demostrar: la persistencia de las
cuatro monedas, entre el jueves y el martes. Explicaron que una cosa
es igualdad y otra identidad y formularon una especie de reductio ad
absurdum, o sea el caso hipotético de nueve hombres que en nueve sucesivas
noches padecen un vivo dolor. ¿No sería ridículo —interrogaron— pretender que
ese dolor es el mismo?4 Dijeron que al heresiarca no lo movía sino el
blasfematorio propósito de atribuir la divina categoría de ser a unas simples
monedas y que a veces negaba la pluralidad y otras no. Argumentaron: si la
igualdad comporta la identidad, habría que admitir asimismo que las nueve
monedas son una sola.
Increíblemente, esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien años
de enunciado el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca
pero de tradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esa conjetura
feliz afirma que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de los
seres del universo y que éstos son los órganos y máscaras de la divinidad. X es Y
y es Z. Z descubre tres monedas porque recuerda que se le perdieron a X; X
encuentra dos en el corredor porque recuerda que han sido recuperadas las
otras… El onceno tomo deja entender que tres razones capitales determinaron la
victoria total de ese panteísmo idealista. La primera, el repudio del solipsismo;
la segunda, la posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias; la
tercera, la posibilidad de conservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el
apasionado y lúcido Schopenhauer) formula una doctrina muy parecida en el
primer volumen de Parerga und Paralipomena.
La geometría de Tlön comprende dos disciplinas algo distintas: la visual y
la táctil. La última corresponde a la nuestra y la subordinan a la primera. La

4 En el día de hoy, una de las iglesias de Tlön. sostiene platónicamente que tal dolor, que

tal matiz verdoso del amarillo, que tal temperatura, que tal sonido, son la única realidad. Todos
los hombres, en el vertiginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que
repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare.
base de la geometría visual es la superficie, no el punto. Esta geometría
desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las
formas que lo circundan. La base de su aritmética es la noción de números
indefinidos. Acentúan la importancia de los conceptos de mayor y menor, que
nuestros matemáticos simbolizan por > y por <. Afirman que la operación de
contar modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en definidas. El
hecho de que varios individuos que cuentan una misma cantidad logren un
resultado igual, es para los psicólogos un ejemplo de asociación de ideas o de
buen ejercicio de la memoria. Ya sabemos que en Tlön el sujeto del
conocimiento es uno y eterno.
En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto
único. Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se
ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal
y es anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles —
el Tao Te King y Las mil y una noches, digamos—, las atribuye a un mismo
escritor y luego de termina con probidad la psicología de ese interesante homme
de letres…
También son distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo
argumento, con todas las permutaciones imaginables. Los de naturaleza
filosófica invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el
contra de una doctrina. Un libro que no encierra su contralibro es considerado
incompleto.
Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es
infrecuente, en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos
perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada;
la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su
expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma
desairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hrönir fueron hijos casuales
de la distracción y el olvido. Parece mentira que su metódica producción cuente
apenas cien años, pero así lo declara el onceno tomo. Los primeros intentos
fueron estériles. El modus operandi, sin embargo, merece recordación. El
director de una de las cárceles del estado comunicó a los presos que en el
antiguo lecho de un río había ciertos sepulcros y prometió la libertad a quienes
trajeran un hallazgo importante. Durante los meses que precedieron a la
excavación les mostraron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese
primer intento probó que la esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana
de trabajo con la pala y el pico no logró exhumar otro hrön que una rueda
herrumbrada, de fecha posterior al experimento. Éste se mantuvo secreto y se
repitió después en cuatro colegios. En tres fue casi total el fracaso; en el cuarto
(cuyo director murió casualmente durante las primeras excavaciones) los
discípulos exhumaron —o produjeron— una máscara de oro, una espada
arcaica, dos o tres ánforas de barro y el verdinoso y mutilado torso de un rey con
una inscripción en el pecho que no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió
la improcedencia de testigos que conocieran la naturaleza experimental de la
busca… Las investigaciones en masa producen objetos contradictorios; ahora se
prefiere los trabajos individuales y casi improvisados. La metódica elaboración
de hrönir (dice el onceno tomo) ha prestado servicios prodigiosos a los
arqueólogos. Ha permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no
es menos plástico y menos dócil que el porvenir. Hecho curioso: los hrönir de
segundo y tercer grado —los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir derivados
del hrön de un hrön— exageran las aberraciones del inicial; los de quinto son
casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en los de
undécimo hay una pureza de líneas que los originales no tienen. El proceso es
periódico; el hrön de duodécimo grado ya empieza a decaer. Más extraño y más
puro que todo hrön es a veces el ur: la cosa producida por sugestión, el objeto
educido por la esperanza. La gran máscara de oro que he mencionado es un
ilustre ejemplo.
Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder
los detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que
perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A
veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.

1940, Salto Oriental

POSDATA DE 1947. Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en


la Antología de la literatura fantástica, 1940, sin otra escisión que algunas
metáforas y que una especie de resumen burlón que ahora resulta frívolo. Han
ocurrido tantas cosas desde esa fecha… Me limitaré a recordarlas.
En marzo de 1941 se descubrió una carta manuscrita de Gunnar Erfjord en
un libro de Hinton que había sido de Herbert Ashe. El sobre tenía el sello postal
de Ouro Preto; la carta elucidaba enteramente el misterio de Tlön. Su texto
corrobora las hipótesis de Martínez Estrada. A principios del siglo XVII, en una
noche de Lucerna o de Londres, empezó la espléndida historia. Una sociedad
secreta y benévola (que entre sus afiliados tuvo a Dalgarno y después a George
Berkeley) surgió para inventar un país. En el vago programa inicial figuraban los
«estudios herméticos», la filantropía y la cábala. De esa primera época data el
curioso libro de Andrea. Al cabo de unos años de conciliábulos y de síntesis
prematuras comprendieron que una generación no bastaba para articular un
país. Resolvieron que cada uno de los maestros que la integraban eligiera un
discípulo para la continuación de la obra. Esa disposición hereditaria prevaleció;
después de un hiato de dos siglos la perseguida fraternidad resurge en América.
Hacia 1824, en Memphis (Tennessee) uno de los afiliados conversa con el
ascético millonario Ezra Buckley. Éste lo deja hablar con algún desdén —y se ríe
de la modestia del proyecto—. Le dice que en América es absurdo inventar un
país y le propone la invención de un planeta. A esa gigantesca idea añade otra,
hija de su nihilismo:5 la de guardar en el silencio la empresa enorme.
Circulaban entonces los veinte tomos de la Encyclopaedía Britannica;
Buckley sugiere una enciclopedia metódica del planeta ilusorio. Les dejará sus
cordilleras auríferas, sus ríos navegables, sus praderas holladas por el toro y por
el bisonte, sus negros, sus prostíbulos y sus dólares, bajo una condición: «La
obra no pactará con el impostor Jesucristo». Buckley descree de Dios, pero
quiere demostrar al Dios no existente que los hombres mortales son capaces de
concebir un mundo. Buckley es envenenado en Baton Rouge en 1828; en 1914 la
sociedad remite a sus colaboradores, que son trescientos, el volumen final de
la Primera Enciclopedia de Tlön. La edición es secreta: los cuarenta volúmenes
que comprende (la obra más vasta que han acometido los hombres) serían la
base de otra más minuciosa, redactada no ya en inglés, sino en alguna de las

5 Buckley era librepensador, fatalista y defensor de la esclavitud.


lenguas de Tlön. Esa revisión de un mundo ilusorio se llama
provisoriamente Orbis Tertius y uno de sus modestos demiurgos fue Herbert
Ashe, no sé si como agente de Gunnar Erfjord o como afiliado. Su recepción de
un ejemplar del onceno tomo parece favorecer lo segundo. Pero ¿y los otros?
Hacia 1942 arreciaron los hechos. Recuerdo con singular nitidez uno de los
primeros y me parece que algo sentí de su carácter premonitorio. Ocurrió en un
departamento de la calle Laprida, frente a un claro y alto balcón que miraba el
ocaso. La princesa de Faucigny Lucinge había recibido de Poitiers su vajilla de
plata. Del vasto fondo de un cajón rubricado de sellos internacionales iban
saliendo finas cosas inmóviles: platería de Utrecht y de París con dura fauna
heráldica, un samovar. Entre ellas —con un perceptible y tenue temblor de
pájaro dormido— latía misteriosamente una brújula. La princesa no la
reconoció. La aguja azul anhelaba el norte magnético; la caja de metal era
cóncava; las letras de la esfera correspondían a uno de los alfabetos de Tlön. Tal
fue la primera intrusión del mundo fantástico en el mundo real. Un azar que me
inquieta hizo que yo también fuera testigo de la segunda. Ocurrió unos meses
después, en la pulpería de un brasilero, en la Cuchilla Negra. Amorim y yo
regresábamos de Sant'Anna. Una creciente del río Tacuarembó nos obligó a
probar (y a sobrellevar) esa rudimentaria hospitalidad. El pulpero nos acomodó
unos catres crujientes en una pieza grande, entorpecida de barriles y cueros.
Nos acostamos, pero no nos dejó dormir hasta el alba la borrachera de un vecino
invisible, que alternaba denuestos inextricables con rachas de milongas —más
bien con rachas de una sola milonga—. Como es de suponer, atribuimos a la
fogosa caña del patrón ese griterío insistente… A la madrugada, el hombre
estaba muerto en el corredor. La aspereza de la voz nos había engañado: era un
muchacho joven. En el delirio se le habían caído del tirador unas cuantas
monedas y un cono de metal reluciente, del diámetro de un dado. En vano un
chico trató de recoger ese cono. Un hombre apenas acertó a levantarlo. Yo lo
tuve en la palma de la mano algunos minutos: recuerdo que su peso era
intolerable y que después de retirado el cono, la opresión perduró. También
recuerdo el círculo preciso que me grabó en la carne. Esa evidencia de un objeto
muy chico y a la vez pesadísimo dejaba una impresión desagradable de asco y de
miedo. Un paisano propuso que lo tiraran al río correntoso. Amorim lo adquirió
mediante unos pesos. Nadie sabía nada del muerto, salvo «que venía de la
frontera». Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un metal que no es
de este mundo) son imagen de la divinidad, en ciertas religiones de Tlön.
Aquí doy término a la parte personal de mi narración. Lo demás está en la
memoria (cuando no en la esperanza o en el temor) de todos mis lectores.
Básteme recordar o mencionar los hechos subsiguientes, con una mera
brevedad de palabras que el cóncavo recuerdo general enriquecerá o ampliará.
Hacia 1944 un investigador del diario The American (de Nashville, Tennessee)
exhumó en una biblioteca de Memphis los cuarenta volúmenes de la Primera
Enciclopedia de Tldn. Hasta el día de hoy se discute si ese descubrimiento fue
casual o si lo consintieron los directores del todavía nebuloso Orbis Tertius. Es
verosímil lo segundo. Algunos rasgos increíbles del onceno tomo (verbigracia, la
multiplicación de los hrönir) han sido eliminados o atenuados en el ejemplar de
Memphis; es razonable imaginar que esas tachaduras obedecen al plan de
exhibir un mundo que no sea demasiado incompatible con el mundo real. La
diseminación de objetos de Tlön en diversos países complementaría ese
plan…6 El hecho es que la prensa internacional voceó infinitamente el
«hallazgo». Manuales, antologías, resúmenes, versiones literales, reimpresiones
autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de los Hombres
abarrotaron y siguen abarrotando la tierra. Casi inmediatamente, la realidad
cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años
bastaba cualquier simetría con apariencia de orden —el materialismo dialéctico,
el antisemitismo, el nazismo— para embelesar a los hombres. ¿Cómo no
someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado?
Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de
acuerdo a leyes divinas —traduzco: a leyes inhumanas— que no acabamos nunca
de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un
laberinto destinado a que lo descifren los hombres.
El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada
por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de
ajedrecistas, no de ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural)
«idioma primitivo» de Tlön; ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena
de episodios conmovedores) ha obliterado a la que presidió mi niñez; ya en las
memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con
certidumbre —ni siquiera que es falso—. Han sido reformadas la numismática,
la farmacología y la arqueología. Entiendo que la biología y las matemáticas
aguardan también su avatar… Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado
la faz del mundo. Su tarea prosigue. Si nuestras previsiones no yerran, de aquí a
cien años alguien descubrirá los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön.
Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero
español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos
días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso
dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne.

6 Queda, naturalmente, el problema de la materia de algunos objetos.


El acercamiento a Almotásim
Philip Guedalla escribe que la novela The approach to Al-Mu'tasim del
abogado Mir Bahadur Alí, de Bombay, «es una combinación algo incómoda (a
rather uncomfortable combination) de esos poemas alegóricos del Islam que
raras veces dejan de interesar a su traductor y de aquellas novelas policiales que
inevitablemente superan a John H. Watson y perfeccionan el horror de la vida
humana en las pensiones más irreprochables de Brighton». Antes, Mr. Cecil
Roberts había denunciado en el libro de Bahadur «la doble, inverosímil tutela
de Wilkie Collins y del ilustre persa del siglo XII, Ferid Eddin Attar» —tranquila
observación que Guedalla repite sin novedad, pero en un dialecto colérico—.
Esencialmente, ambos escritores concuerdan: los dos indican el mecanismo
policial de la obra, y su undercurrent místico. Esa hibridación puede movernos
a imaginar algún parecido con Chesterton; ya comprobaremos que no hay tal
cosa.
La editio princeps del Acercamiento a Almotásim apareció en Bombay, a
fines de 1932. El papel era casi papel de diario; la cubierta anunciaba al
comprador que se trataba de la primera novela policial escrita por un nativo de
Bombay City: En pocos meses, el público agotó cuatro impresiones de mil
ejemplares cada una. La Bombay Quarterly Review, la Bombay Gazette, la
Calcutta Review, la Hindustan Review (de Alahabad) y el Calcutta Englishman,
dispensaron su ditirambo. Entonces Bahadur publicó una edición ilustrada que
tituló The conversation with the man called Al-Mu'tasim y que subtituló
hermosamente: A game with shifting mimo» (Un juego con espejos que se
desplazan). Esa edición es la que acaba de reproducir en Londres Victor
Gollancz, con prólogo de Dorothy L. Sayers y con omisión —quizá
misericordiosa— de las ilustraciones. La tengo a la vista; no he logrado juntarme
con la primera, que presiento muy superior. A ello me autoriza un apéndice, que
resume la diferencia fundamental entre la versión primitiva de 1932 y la de
1934.
Antes de examinarla —y de discutirla— conviene que yo indique
rápidamente el curso general de la obra.
Su protagonista visible —no se nos dice nunca su nombre— es estudiante
de derecho en Bombay. Blasfematoriamente, descree de la fe islámica de sus
padres, pero al declinar la décima noche de la luna de muharram, se halla en el
centro de un tumulto civil entre musulmanes e hindúes. Es noche de tambores e
invocaciones: entre la muchedumbre adversa, los grandes palios de papel de la
procesión musulmana se abren camino. Un ladrillo hindú vuela de una azotea;
alguien hunde un puñal en un vientre; alguien ¿musulmán, hindú? muere y es
pisoteado. Tres mil hombres pelean: bastón contra revólver, obscenidad contra
imprecación, Dios el Indivisible contra los Dioses. Atónito, el estudiante
librepensador entra en el motín. Con las desesperadas manos, mata (o piensa
haber matado) a un hindú. Atronadora, ecuestre, semidormida, la policía del
Sirkar interviene con rebencazos imparciales. Huye el estudiante, casi bajo las
patas de los caballos. Busca los arrabales últimos. Atraviesa dos vías
ferroviarias, o dos veces la misma vía. Escala el muro de un desordenado jardín,
con una torre circular en el fondo. Una chusma de perros color de luna (a lean
arad evil mob of mooncoloured hounds) emerge de los rosales negros. Acosado,
busca amparo en la torre. Sube por una escalera de fierro —faltan algunos
tramos— y en la azotea, que tiene un pozo renegrido en el centro, da con un
hombre escuálido, que está orinando vigorosamente en cuclillas, a la luz de la
luna. Ese hombre le confía que su profesión es robar los dientes de oro de los
cadáveres trajeados de blanco que los parsis dejan en esa torre. Dice otras cosas
viles y menciona que hace catorce noches que no se purifica con bosta de búfalo.
Habla con evidente rencor de ciertos ladrones de caballos de Guzerat,
«comedores de perros y de lagartos, hombres al cabo tan infames como
nosotros dos». Está clareando: en el aire hay un vuelo bajo de buitres gordos. El
estudiante, aniquilado, se duerme; cuando despierta, ya con el sol bien alto, ha
desaparecido el ladrón. Han desaparecido también un par de cigarros de
Trichinópoli y unas rupias de plata. Ante las amenazas proyectadas por la noche
anterior, el estudiante resuelve perderse en la India. Piensa que se ha mostrado
capaz de matar un idólatra, pero no de saber con certidumbre si el musulmán
tiene más razón que el idólatra. El nombre de Guzerat no lo deja, y el de
una malka-sansi (mujer de casta de ladrones) de Palanpur, muy preferida por
las imprecaciones y el odio del despojador de cadáveres. Arguye que el rencor de
un hombre tan minuciosamente vil importa un elogio. Resuelve —sin mayor
esperanza— buscarla. Reza, y emprende con segura lentitud el largo camino. Así
acaba el segundo capítulo de la obra.
Imposible trazar las peripecias de los diecinueve restantes. Hay una
vertiginosa pululación de dramatis personae —para no hablar de una biografía
que parece agotar los movimientos del espíritu humano (desde la infamia hasta
la especulación matemática) y de la peregrinación que comprende la vasta
geografía del Indostán—. La historia comenzada en Bombay sigue en las tierras
bajas de Palanpur, se demora una tarde y una noche en la puerta de piedra de
Bikanir, narra la muerte de un astrólogo ciego en un albañal de Benarés,
conspira en el palacio multiforme de Katmandú, reza y fornica en el hedor
pestilencial de Calcuta, en el Machua Bazar, mira nacer los días en el mar desde
una escribanía de Madrás, mira morir las tardes en el mar desde un balcón en el
estado de Travancor, vacila y mata en Indaptir y cierra su órbita de leguas y de
años en el mismo Bombay, a pocos pasos del jardín de los perros color de luna.
El argumento es éste: Un hombre, el estudiante incrédulo y fugitivo que
conocemos, cae entre gente de la clase más vil y se acomoda a ellos, en una
especie de certamen de infamias. De golpe —con el milagroso espanto de
Robinsón ante la huella de un pie humano en la arena— percibe alguna
mitigación de esa infamia: tina ternura, una exaltación, un silencio, en uno de
los hombres aborrecibles. «Fue como si hubiera terciado en el diálogo un
interlocutor más complejo.» Sabe que el hombre vil que está conversando con él
es incapaz de ese momentáneo decoro; de ahí postula que éste ha reflejado a un
amigo, o arraigo de un amigo. Repensando el problema, llega a una convicción
misteriosa: En algún punto de la tierra hay un hombre de quien procede esa
claridad; en algún punto de la tierra está el hombre que es igual a esa
claridad. El estudiante resuelve dedicar su vida a encontrarlo.
Ya el argumento general se entrevé: la insaciable busca de un alma a través
de los delicados reflejos que ésta ha dejado en otras: en el principio, el tenue
rastro de una sonrisa o de una palabra; en el fin, esplendores diversos y
crecientes de la razón, de la imaginación y del bien. A medida que los hombres
interrogados han conocido más de cerca a Almotásim, su porción divina es
mayor, pero se entiende que son meros espejos. El tecnicismo matemático es
aplicable: la cargada novela de Bahadur es una progresión ascendente, cuyo
término final es el presentido «hombre que se llama Almotásim». El inmediato
antecesor de Almotásim es un librero persa de suma cortesía y felicidad; el que
precede a ese librero es un santo… Al cabo de los años, el estudiante llega a una
galería «en cuyo fondo hay una puerta y una estera barata con muchas cuentas y
atrás un resplandor». El estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta
por Almotásim.
Una voz de hombre —la increíble voz de Almotásim— lo insta a pasar. El
estudiante descorre la cortina y avanza. En ese punto la novela concluye.
Si no me engaño, la buena ejecución de tal argumento impone dos
obligaciones al escritor: una, la variada invención de rasgos proféticos; otra, la
de que el héroe prefigurado por esos rasgos no sea una mera convención o
fantasma. Bahadur satisface la primera; no sé hasta dónde la segunda. Dicho sea
con otras palabras: el inaudito y no mirado Almotásim debería dejarnos la
impresión de un carácter real, no de un desorden de superlativos insípidos. En
la versión de 1932, las notas sobrenaturales ralean: «el hombre llamado
Almotásim» tiene su algo de símbolo, pero no carece de rasgos idiosincrásicos,
personales. Desgraciadamente, esa buena conducta literaria no perduró. En la
versión de 1934 —la que tengo a la vista— la novela decae en alegoría:
Almotásim es emblema de Dios y los puntuales itinerarios del héroe son de
algún modo los progresos del alma en el ascenso místico. Hay pormenores
afligentes: un judío negro de Kochín que habla de Almotásim, dice que su piel es
oscura; un cristiano lo describe sobre una torre con los brazos abiertos; un lama
rojo lo recuerda sentado «como esa imagen de manteca de yak que yo modelé y
adoré en el monasterio de Tashilhunpo». Esas declaraciones quieren insinuar
un Dios unitario que se acomoda a las desigualdades humanas. La idea es poco
estimulante, a mi ver. No diré lo mismo de esta otra: la conjetura de que
también el Todopoderoso está en busca de Alguien, y ese Alguien de Alguien
superior (o simplemente imprescindible e igual) y así hasta el Fin —o mejor, el
Sinfín— del Tiempo, o en forma cíclica. Almotásim (el nombre de aquel octavo
Abbasida que fue vencedor en ocho batallas, engendró ocho varones y ocho
mujeres, dejó ocho mil esclavos y reinó durante un espacio de ocho años, de
ocho lunas y de ocho días) quiere decir etimológicamente «El buscador de
amparo». En la versión de 1932, el hecho de que el objeto de la peregrinación
fuera un peregrino, justificaba de oportuna manera la dificultad de encontrarlo;
en la de 1934, da lugar a la teología extravagante que declaré. Mir Bahadur Alí,
lo hemos visto, es incapaz de soslayar la más burda de las tentaciones del arte: la
de ser un genio.
Releo lo anterior y temo no haber destacado bastante las virtudes del libro.
Hay rasgos muy civilizados: por ejemplo, cierta disputa del capítulo diecinueve
en la que se presiente que es amigo de Almotásim un contendor que no rebate
los sofismas del otro, «para no tener razón de un modo triunfal».
Se entiende que es honroso que un libro actual derive de uno antiguo: ya
que a nadie le gusta (como dijo Johnson) deber nada a sus contemporáneos. Los
repetidos pero insignificantes contactos del Ulises de Joyce con
la Odisea homérica, siguen escuchando —nunca sabré por qué— la atolondrada
admiración de la crítica; los de la novela de Bahadur con el venerado Coloquio
de los pájaros de Farid ud-din Attar, conocen el no menos misterioso aplauso de
Londres, y aun de Alahabad y Calcuta. Otras derivaciones no faltan. Algún
inquisidor ha enumerado ciertas analogías de la primera escena de la novela con
el relato de Kipling On the City Wall; Bahadur las admite, pero alega que sería
muy anormal que dos pinturas de la décima noche de muharram no
coincidieran… Eliot, con más justicia, recuerda los setenta cantos de la
incompleta alegoría The Faërie Queene, en los que no aparece una sola vez la
heroína, Gloriana —como lo hace notar una censura de Richard William Church
(Spenser, 1879). Yo, con toda humildad, señalo un precursor lejano y posible: el
cabalista de Jerusalén, Isaac Luria, que en el siglo xvi propaló que el alma de un
antepasado o maestro puede entrar en el alma de un desdichado, para
confortarlo o instruirlo. Ibbür se llama esa variedad de la metempsicosis.7

7 En el decurso de esta noticia, me he referido al Mantiq al-Tayr (Coloquio de los


pájaros) del místico persa Farid al-Din Abú Talib Muhámmad ben lbrahim Attar a quien
mataron los soldados de Tule, hijo de Zingis Jan, cuando Nishapur fue expoliada. Quizá no
huelgue resumir el poema. El remoto rey de los pájaros, el Simurg, deja caer en el centro de la
China una pluma espléndida; los pájaros resuelven buscarlo, hartos de su antigua anarquía.
Saben que el nombre de su rey quiere decir treinta pájaros; saben que su alcázar está en el Kaf,
la montaña circular que rodea la tierra. Acometen la casi infinita aventura; superan siete valles,
o mares; el nombre del penúltimo es «Vértigo»; el último se llama «Aniquilación». Muchos
peregrinos desertan; otros perecen. Treinta, purificados por los trabajos, pisan la montaña del
Simurg. Lo contemplan al fin: perciben que ellos son el Simurg y que el Simurg es cada uno de
ellos y todos. (También Plotino-Enéodas,V 8, 4 —declara una extensión paradisíaca del
principio de identidad: Todo, en el cielo inteligible, está en todas partes. Cualquier cosa es
todas las cosas. El sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol.)
El Mantiq al-Tayr ha sido vertido al francés por Garcín de Tassy; al inglés por Edward
FitzGerald; para esta nota, he consultado el décimo tomo de Las mil y uno noches de Burton y la
monografa The Persion mystics: Attar (1932) de Margaret Smith.
Los contactos de ese poema con la novela de Mir Bahadur Alí no son excesivos. En el
vigésimo capítulo, unas palabras atribuidas por un librero persa a Almotásim son, quizá, la
magnificación de otras que ha dicho el héroe; ésa y otras ambiguas analogías pueden significar
la identidad del buscado y del buscador; pueden también significar que éste influye en aquél.
Otro capítulo insinúa que Almotásim es el «hindú» que el estudiante cree haber matado.
Pierre Menard, autor del Quijote
A Silvina Ocampo

La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve


enumeración. Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones
perpetradas por madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario
cuya tendencia «protestante» no es un secreto ha tenido la desconsideración de
inferir a sus deplorables lectores —si bien estos son pocos y calvinistas, cuando
no masones y circuncisos—. Los amigos auténticos de Menard han visto con
alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante
el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su
Memoria… Decididamente, una breve rectificación es inevitable.
Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin
embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa
de Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado
poeta) ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio,
uno de los espíritus más finos del principado de Mónaco (y ahora de Pittsburgh,
Pennsylvania, después de su reciente boda con el filántropo internacional Simón
Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas
maniobras) ha sacrificado «a la veracidad y a la muerte» (tales son sus palabras)
la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la
revista Luxe me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son
insuficientes.
He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable.
Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las
piezas que siguen:
a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la
revista La conque (números de marzo y octubre de 1899).
b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario
poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan
el lenguaje común, «sino objetos ideales creados por una convención y
esencialmente destinados a las necesidades poéticas» (Nîmes, 1901).
c) Una monografía sobre «ciertas conexiones o afinidades» del
pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).
d) Una monografía sobre la Characteristica universalis de Leibniz (Nîmes,
1904).
e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez
eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y
acaba por rechazar esa innovación.
f) Una monografía sobre el Ars magna generalis de Ramón Llull
(Nîmes, 1906).
g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y
arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).
h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George
Boole..
i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa,
ilustrado con ejemplos de Saint-Simon (Revue des Langues Romanes,
Montpellier, octubre de 1909).
j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes)
ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes,
Montpellier, diciembre de 1909).
k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo,
intitulada La Boussole des précieux.
l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus
Hourcade (Nîmes, 1914).
m) La obra Les Problèmes d un problème (París, 1917) que discute en
orden cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga.
Dos ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como
epígrafe el consejo de Leibniz «Ne craignez point, monsieur, la tortue», y
renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.
n) Un obstinado análisis de las «costumbres sintácticas» de Toulet (N.R.F.,
marzo de 1921). Menard —recuerdo— declaraba que censurar y alabar son
operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.
o) Una transposición en alejandrinos del Cimetière marin, de Paul Valéry
(N.R.F., enero de 1928).
p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la
realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el
reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la
amistad antigua de los dos no corrió peligro.)
q) Una «definición» de la condesa de Bagnoregio, en el «victorioso
volumen» —la locución es de otro colaborador, Gabriele d'Annunzio— que
anualmente publica esta dama para rectificar los inevitables falseos del
periodismo y presentar «al mundo y a Italia» una auténtica efigie de su persona,
tan expuesta (en razón misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones
erróneas o apresuradas.
r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).
s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación.8
Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para
el hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Ba— a chelier) la
obra visible de Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la
subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También ¡ay de las
posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de
nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera
parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal

8 Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de ¡aversión literal que

hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de san Francisco de Sales. En la biblioteca de


Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una broma de nuestro amigo, mal
escuchada.
afirmación parece un dislate; justificar ese «dislate» es el objeto primordial de
esta nota.9
Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel
fragmento filológico de Novalis —el que lleva el número 2.005 en la edición de
Dresden— que esboza el tema de la total identificación con un autor
determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un
bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street. Como todo
hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo
aptos —decía— para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es
peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son
iguales o de que son distintas. Más interesante, aunque de ejecución
contradictoria y superficial, le parecía el famoso propósito de Daudet: conjugar
en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso Hidalgo y a su escudero… Quienes
han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo,
calumnian su clara memoria.
No quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino «el» Quijote.
Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no
se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que
coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de
Cervantes.
«Mi propósito es meramente asombroso», me escribió el 30 de septiembre
de 1934 desde Bayonne. «El término final de una demostración teológica o
metafísica —el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales— no
es menos anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es que
los filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su
labor y que yo he resuelto perderlas.» En efecto, no queda un solo borrador que
atestigüe ese trabajo de años.
El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el
español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco,
olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de
Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo
bastante fiel del español del siglo XVII) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por
imposible!, dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano
imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el
menos interesante. Ser en el siglo XX un novelista popular del siglo xvii le
pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le
pareció menos arduo —por consiguiente, menos interesante— que seguir siendo
Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard.
(Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la
segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro
personaje —Cervantes— pero también hubiera significado presentar
el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se
negó a esa facilidad.) «Mi empresa no es difícil, esencialmente —leo en otro
lugar de la carta—. Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.» ¿Confesaré
que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote —todo el Quijote— como
si lo hubiera pensado Menard? Noches pasadas, al hojear el capítulo XXVI —no

9 Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero


¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de
Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?
ensayado nunca por él— reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en
esta frase excepcional: «las ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco». Esa
conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un
verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:
Where a malignant and a tuurbaned Turk…
¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en
un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de
Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró
a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta
precitada ilumina el punto. «El Quijote —aclara Menard— me interesa
profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo
imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:
Ah, bear in mind this Barden was enchanted!
o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo
sin el Quijote. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la
resonancia histórica de las obras.) El Quijote es un libro contingente,
el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin
incurrir en una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente.
Después, he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré
por ahora. He cursado asimismo los entremeses, las comedias, La Galatea,
las Novelas ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y
Segismunda y el Viaje del Parnaso... Mi recuerdo general del Quijote,
simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la
imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que
nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto
más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la
colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco á la diable,
llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso
deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está
gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de
tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto «original»
y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación… A esas trabas artificiales
hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios del siglo XVII
era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del XX, es casi
imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de
complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.»
A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más
sutil que el de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones
caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como
«realidad» la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué
españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barres o al doctor
Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay
gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de fe. Desatiende o
proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela
histórica. Ese desdén condena a Salammbo, inapelablemente.
No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por ejemplo,
examinemos el XXXVIII de la primera parte, «que trata del curioso discurso que
hizo don Quixote de las armas y las letras». Es sabido que don Quijote (como
Quevedo en el pasaje análogo, y posterior, de La hora de todos) falla el pleito
contra las letras y en favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo
se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard —hombre contemporáneo
de La Trahison des clercs y de Bertrand Russell— reincida en esas nebulosas
sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica
subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente)
una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de
Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me
atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia
de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el
estricto reverso de las preferidas por él. (Rememoremos otra vez su diatriba
contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de
Jacques Reboul.) El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente
idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán
sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)
Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes.
Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo,):
… la verdad cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las
acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo
por venir.
Redactada en el siglo XVII, redactada por el «ingenio lego» Cervantes, esa
enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio,
escribe:
… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las
acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo
por venir.
La historia, «madre» de la verdad; la idea es asombrosa. Menard,
contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de
la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que
sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales —«ejemplo y
aviso de lo presente, advertencia de lo por venir»— son descaradamente
pragmáticas.
También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de
Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del
precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.
No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al
principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero
capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía. En
la literatura, esa caducidad es aún más notoria. El Quijote —me dijo Menard—
fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de
soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una
incomprensión y quizá la peor.
Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la
decisión que de ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad
que aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y
de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno
un libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró
miles de páginas manuscritas.10 No permitió que fueran examinadas por nadie y
cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.
He reflexionado que es lícito ver en el Quijote «final» una especie de
palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros —tenues pero no
indescifrables— de la «previa» escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente,
sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría
exhumar y resucitar esas Troyas…
«Pensar, analizar, inventar —me escribió también— no son actos
anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional
cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar
con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra
languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y
entiendo que en el porvenir lo será.»
Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el
arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo
deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos
insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin
du Centaure a madame Henri Bachelier como si fuera de madame Henri
Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a
Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una
suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?
Nîmes, 1939

10 Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos
tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales
de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.
Las ruinas circulares
And if he left off dreaming about you…
Through the Looking-Glass, VI

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de


bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba
que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas
aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el
idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo
cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar
(probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se
arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre
o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza.
Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva
palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero
se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las
heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la
carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar
que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían
logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de
dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño.
Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de
pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la
región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su
magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho
sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural.
Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo
a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si
alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida
anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y
despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los
labradores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades
frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su
cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza
dialéctica. El forastero se soñaba— en el centro de un anfiteatro circular que era
de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las
gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una
altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de
anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y
procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de
aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y
lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia,
consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los
impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente.
Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada
podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí
de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los
primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a
individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las
tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el
amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo
alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados
que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca
eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones
particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino.
El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana
luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había
soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se
abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la
cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo
rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado
unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi
perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y
vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer
un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior:
mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin
cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme
alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo.
Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había
malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto
continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó
durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que
el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del
río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas licitas de un nombre
poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color
granate en la penumbra de un cuerpo humano aún sin cara ni sexo; con
minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo
percibía con mayor evidencia. No lo tocaba; se limitaba a atestiguarlo, a
observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas
distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el
índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo.
Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el
nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales.
Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal
vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se
incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo
soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no
logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era
el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el
hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido
destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los
pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su
desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula:
no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas
vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le
reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros
iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al
fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el
soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez
instruido en los ritos, lo enviara al otro templo despedazado cuyas pirámides
persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio
desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó
dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego.
Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad
pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehízo el
hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que
ya todo eso había acontecido… En general, sus días eran felices; al cerrar los
ojos pensaba: «Ahora estaré con mi hijo». O, más raramente: «El hijo que he
engendrado me espera y no existirá si no voy».
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que
embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre.
Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con
cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer —y tal vez impaciente—. Esa
noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos
blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes
(para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre
como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de
la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando
que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas
abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía
con cierta palidez los 'sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de
esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el
hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos
narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo
despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron
de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no
quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de
todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su
hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por
atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y
descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre,
ser la proyección del sueño de otro hombre, ¡qué humillación incomparable, qué
vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido)
en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el
porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y
una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos
signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro,
liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de
la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las
noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido
hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron
destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los
muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas,
pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez ,y a absolverlo de
sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne,
éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con
humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro
estaba soñándolo.
La lotería en Babilonia
Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos,
esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Miren: a
mi mano derecha le falta el índice. Miren: por este desgarrón de la capa se ve en
mi estómago un tatuaje bermejo: es el segundo símbolo, Beth. Esta letra, en las
noches de luna llena, me confiere poder sobre los hombres cuya marca es
Ghimel, pero me subordina a los de Aleph, que en las noches sin luna deben
obediencia a los Ghimel. En el crepúsculo del alba, en un sótano, he yugulado
ante una piedra negra toros sagrados. Durante un año de la luna, he sido
declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el pan y no me
decapitaban. He conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre. En una
cámara de bronce, ante el pañuelo silencioso del estrangulador, la esperanza me
ha sido fiel; en el río de los deleites, el pánico. Heraclides Póntico refiere con
admiración que Pitágoras recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes
algún otro mortal; para recordar vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la
suerte ni aun a la impostura.
Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran
o que obra en ellas de un modo imperfecto y secreto: la lotería. No he indagado
su historia; sé que los magos no logran ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos
propósitos lo que puede saber de la luna el hombre no versado en astrología.
Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad:
hasta el día de hoy, he pensado tan poco en ella como en la conducta de los
dioses indescifrables o de mi corazón. Ahora, lejos de Babilonia y de sus
queridas costumbres, pienso con algún asombro en la lotería y en las conjeturas
blasfemas que en el crepúsculo murmuran los hombres velados.
Mi padre refería que antiguamente —¿cuestión de siglos, de años?— la
lotería en Babilonia era un juego de carácter plebeyo. Refería (ignoró si con
verdad) que los barberos despachaban por monedas de cobre rectángulos de
hueso o de pergamino adornados de símbolos. En pleno día se verificaba un
sorteo: los agraciados recibían, sin otra corroboración del azar, monedas
acuñadas de plata. El procedimiento era elemental, como ven ustedes.
Naturalmente, esas «loterías» fracasaron. Su virtud moral era nula. No se
dirigían a todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. Ante la
indiferencia pública, los mercaderes que fundaron esas loterías venales
comenzaron a perder el dinero. Alguien ensayó una reforma: la interpolación de
unas pocas suertes adversas en el censo de números favorables. Mediante esa
reforma, los compradores de rectángulos numerados corrían el doble albur de
ganar una suma y de pagar una multa a veces cuantiosa. Ese leve peligro (por
cada treinta números favorables había un número aciago) despertó, como es
natural, el interés del público. Los babilonios se entregaron al juego. El que no
adquiría suertes era considerado un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese
desdén justificado se duplicó. Era despreciado el que no jugaba, pero también
eran despreciados los perdedores que abonaban la multa. La Compañía (así
empezó a llamársela entonces) tuvo que velar por los ganadores, que no podían
cobrar los premios si faltaba en las cajas el importe casi total de las multas.
Entabló una demanda a los perdedores: el juez los condenó a pagar la multa
original y las costas o a unos días de cárcel. Todos optaron por la cárcel, para
defraudar a la Compañía. De esa bravata de unos pocos nace el todopoder de la
Compañía: su valor eclesiástico, metafísico.
Poco después, los informes de los sorteos omitieron las enumeraciones de
multas y se limitaron a publicar los días de prisión que designaba cada número
adverso. Ese laconismo, casi inadvertido en su tiempo, fue de importancia
capital. Fue la primera aparición en la lotería de elementos no pecuniarios. El
éxito fue grande. Instada por los jugadores, la Compañía se vio precisada a
aumentar los números adversos.
Nadie ignora que el pueblo de Babilonia es muy devoto de la lógica, y aun
de la simetría. Era incoherente que los números faustos se computaran en
redondas monedas y los infaustos en días y noches de cárcel. Algunos moralistas
razonaron que la posesión de monedas no siempre determina la felicidad y que
otras formas de la dicha son quizá más directas.
Otra inquietud cundía en los barrios bajos. Los miembros del colegio
sacerdotal multiplicaban las puestas y gozaban de todas las vicisitudes del terror
y de la esperanza; los pobres (con envidia razonable e inevitable) se sabían
excluidos de ese vaivén, notoriamente delicioso. El justo anhelo de que todos,
pobres y ricos, participasen por igual en la lotería, inspiró una indigna agitación,
cuya memoria no han desdibujado los años. Algunos obstinados no
comprendieron (o simularon no comprender) que se trataba de un orden nuevo,
de una etapa histórica necesaria… Un esclavo robó un billete carmesí, que en el
sorteo lo hizo acreedor a que le quemaran la lengua. El código fijaba esa misma
pena para el que robaba un billete. Algunos babilonios argumentaban que
merecía el hierro candente, en su calidad de ladrón; otros, magnánimos, que el
verdugo debía aplicárselo porque así lo había determinado el azar… Hubo
disturbios, hubo efusiones lamentables de sangre; pero la gente babilónica
impuso finalmente su voluntad, contra la oposición de los ricos. El pueblo
consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer término, logró que la
Compañía aceptara la suma, del poder público. (Esa unificación era necesaria,
dada la vastedad y complejidad de las nuevas operaciones.) En segundo
término, logró que la lotería fuera secreta, gratuita y general. Quedó abolida la
venta mercenaria de suertes. Ya iniciado en los misterios de Bel, todo hombre
libre automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que se efectuaban en
los laberintos del dios cada sesenta noches y que determinaban su destino hasta
el otro ejercicio. Las consecuencias eran incalculables. Una jugada feliz podía
motivar su elevación al concilio de magos o la prisión de un enemigo (notorio o
íntimo) o el reencontrar, en la pacífica tiniebla del cuarto, la mujer que empieza
a inquietarnos o que no esperábamos rever; una jugada adversa: la mutilación,
la variada infamia, la muerte. A veces un solo hecho —el tabernario asesinato de
C, la apoteosis misteriosa de B— era la solución genial de treinta o cuarenta
sorteos. Combinar las jugadas era difícil; pero hay que recordar que los
individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y astutos. En muchos
casos, el conocimiento de que ciertas felicidades eran simple fábrica del azar
hubiera aminorado su virtud; para eludir ese inconveniente, los agentes de la
Compañía usaban de las sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran
secretos. Para indagar las íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada cual,
disponían .de astrólogos y de espías. Había ciertos leones de piedra, había una
letrina sagrada llamada Qaphqa, había unas grietas en un polvoriento acueducto
que, según opinión general, daban a la Compañía; las personas malignas o
benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un archivo alfabético recogía
esas noticias de variable veracidad.
Increíblemente, no faltaron murmuraciones. La Compañía, con su
discreción habitual, no replicó directamente. Prefirió borrajear en los escombros
de una fábrica de caretas un argumento breve, que ahora figura en las escrituras
sagradas. Esa pieza doctrinal observaba que la lotería es una interpolación del
azar en el orden del mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es
corroborarlo. Observaba asimismo que esos leones y ese recipiente sagrado,
aunque no desautorizados por la Compañía (que no renunciaba al derecho de
consultarlos), funcionaban sin garantía oficial.
Esa declaración apaciguó las inquietudes públicas. También produjo otros
efectos, acaso no previstos por el autor. Modificó hondamente el espíritu y las
operaciones de la Compañía. Poco tiempo me queda; nos avisan que la nave está
por zarpar; pero trataré de explicarlo.
Por inverosímil que sea, nadie había ensayado hasta entonces una teoría
general de los juegos. El babilonio es poco especulativo. Acata los dictámenes
del azar, les entrega su vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre
investigar sus leyes laberínticas, ni las esferas giratorias que lo revelan. Sin
embargo, la declaración oficiosa que he mencionado inspiró muchas discusiones
de carácter jurídico-matemático. De alguna de ellas nació la conjetura siguiente:
Si la lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el
cosmos, ¿no convendría que el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y
no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien y que las
circunstancias de esa muerte —la reserva, la publicidad, el plazo de una hora o
de un siglo— no estén sujetas al azar? Esos escrúpulos tan justos provocaron al
fin una considerable reforma, cuyas complejidades (agravadas por un ejercicio
de siglos) no entienden sino algunos especialistas, pero que intentaré resumir,
siquiera de modo simbólico.
Imaginemos un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su
cumplimiento se procede a un otro sorteo, que propone (digamos) nueve
ejecutores posibles. De esos ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo
que dirá el nombre del verdugo, dos pueden reemplazar la orden adversa por
una orden feliz (el encuentro de un tesoro, digamos), otro exacerbará la muerte
(es decir la hará infame o la enriquecerá de torturas), otros pueden negarse a
cumplirla… Tal es el esquema simbólico. En la realidad el número de sorteos es
infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras. Los ignorantes
suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad basta
que el tiempo sea infinitamente subdivisible, como lo enseña la famosa parábola
del Certamen con la Tortuga. Esa infinitud condice de admirable manera con los
sinuosos números del Azar y con el Arquetipo Celestial de la Lotería, que adoran
los platónicos… Algún eco deforme de nuestros ritos parece haber retumbado en
el Tíber: Elle Lampridio, en la Vida de Antonino Heliogábalo, refiere que este
emperador escribía en conchas las suertes que destinaba a los convidados, de
manera que uno recibía diez libras de oro y otro diez moscas, diez lirones, diez
osos. Es lícito recordar que Heliogábalo se educó en el Asia Menor, entre los
sacerdotes del dios epónimo.
También hay sorteos impersonales, de propósito indefinido: uno decreta
que se arroje a las aguas del Éufrates un zafiro de Taprobana; otro, que desde el
techo de una torre se suelte un pájaro; otro, que cada siglo se retire (o se añada)
un grano de arena de los innumerables que hay en la playa. Las consecuencias
son, a veces, terribles.
Bajo el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están
saturadas de azar. El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno
no se maravillará si una de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano
que redacta un contrato no deja casi nunca de introducir algún dato erróneo; yo
mismo, en esta apresurada declaración, he falseado algún esplendor, alguna
atrocidad. Quizá, también, alguna misteriosa monotonía… Nuestros
historiadores, que son los más perspicaces del orbe, han inventado un método
para corregir el azar; es fama que las operaciones de ese método son (en
general) fidedignas; aunque, naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de
engaño. Por lo demás, nada tan contaminado de ficción como la historia de la
Compañía… Un documento paleográfico, exhumado en un templo, puede ser
obra del sorteo de ayer o de un sorteo secular. No se publica un libro sin alguna
divergencia entre cada uno de los ejemplares. Los escribas prestan juramento
secreto de omitir, de interpolar, de variar. También se ejerce la mentira
indirecta.
La Compañía, con modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes,
como es natural, son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá
incesantemente) no difieren de las que prodigan los impostores. Además,
¿quién podrá jactarse de ser un mero impostor? El ebrio que improvisa un
mandato absurdo, el soñador que se despierta de golpe y ahoga con las manos a
la mujer que duerme a su lado, ano ejecutan, acaso, una secreta decisión de la
Compañía? Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios, provoca toda
suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos que
no existe la Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente
hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará hasta la
última noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que la
Compañía es omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el
grito de un pájaro, en los matices de la herrumbre y del polvo, en los
entresueños del alba. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha
existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente
afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no es
otra cosa que un infinito juego de azares.
Examen de la obra de Herbert Quain
Herbert Quain ha muerto en Roscommon; he comprobado sin asombro
que el Suplemento Literario del Times apenas le depara media columna de
piedad necrológica, en la que no hay epíteto laudatorio que no esté corregido (o
seriamente amonestado) por un adverbio. El Spectator, en su número
pertinente, es sin duda menos lacónico y tal vez más cordial, pero equipara el
primer libro de Quain —The God of the Labyrinth— a uno de Mrs. Agatha
Christie y otros a los de Gertrude Stein: evocaciones que nadie juzgará
inevitables y que no hubieran alegrado al difunto. Este, por lo demás, no se
creyó nunca genial; ni siquiera en las noches peripatéticas de conversación
literaria, en las que el hombre que ya ha fatigado las prensas juega
invariablemente a ser monsieur Teste o el doctor Samuel Johnson… Percibía
con toda lucidez la condición experimental de sus libros: admirables tal vez por
lo novedoso y por cierta lacónica probidad, pero no por las virtudes de la pasión.
«Soy como las odas de Cowley», me escribió desde Longford el 6 de marzo de
1939. «No pertenezco al arte, sino a la mera historia del arte». No había, para él,
disciplina inferior a la historia.
He repetido una modestia de Herbert Quain; naturalmente, esa modestia
no agota su pensamiento. Flaubert y Henry James nos han acostumbrado a
suponer que las obras de arte son infrecuentes y de ejecución laboriosa; el siglo
XVI (recordemos el Viaje del Paraíso, recordemos el destino de Shakespeare)
no compartía esa desconsolada opinión. Herbert Quain, tampoco. Le parecía
que la buena literatura es harto común y que apenas hay diálogo callejero que
no la logre. También le parecía que el hecho estético no puede prescindir de
algún elemento de asombro y que asombrarse de memoria es difícil. Deploraba
con sonriente sinceridad «la servil y obstinada, conservación» de libros
pretéritos… Ignoro si su vaga teoría es justificable; sé que sus libros anhelan
demasiado el asombro.
Deploro haber prestado a una dama, irreversiblemente, el primero que
publicó. He declarado que se trata de una novela policial: The God of the
Labyrinth; puedo agregar que el editor la propuso a la venta en los últimos días
de noviembre de 1933. En los primeros de diciembre, las agradables y arduas
involuciones del Siamese Twin Mystery atacaron a Londres y a Nueva York; yo
prefiero atribuir a esa coincidencia ruinosa el fracaso de la novela de nuestro
amigo. También (quiero ser del todo sincero) a su ejecución deficiente y a la
vana y frígida pompa de ciertas descripciones del mar. Al cabo de siete años, me
es imposible recuperar los pormenores de la acción; he aquí su plan; tal como
ahora lo empobrece (tal como ahora lo purifica) mi olvido. Hay un indescifrable
asesinato en las p iniciales, una lenta discusión en las intermedias, una solución
en las últimas. Ya aclarado el enigma, hay un párrafo largo y retrospectivo que
contiene esta frase: «Todos creyeron que el encuentro de los dos jugadores de
ajedrez había sido casual». Esa frase deja entender que la solución es errónea. El
lector, inquieto, revisa los capítulos pertinentes y descubre otra solución, que es
la verdadera. El lector de ese libro singular es más perspicaz que el detective.
Aún más heterodoxa es la «novela regresiva, ramificada» April March,
cuya tercera (y única) parte es de 1936. Nadie, al juzgar esa novela, se niega a
descubrir que es un juego; es lícito recordar que el autor no la consideró nunca
otra cosa. «Yo reivindico para esa obra —le oí decir— los rasgos esenciales de
todo juego: la simetría, las leyes arbitrarias, el tedio.» Hasta el nombre es un
débil calembour: no significa «Marcha de abril» sino literalmente «Abril
marzo». Alguien ha percibido en sus páginas un eco de las doctrinas de Dunne;
el prólogo de Quain prefiere evocar aquel inverso mundo de Bradley, en que la
muerte precede al nacimiento y la cicatriz a la herida y la herida al golpe
(Appearance and reality, 1897, página 215).11 Los mundos que propone April
March no son regresivos, lo es la manera de historiarlos. Regresiva y ramificada,
como ya dije. Trece capítulos integran la obra. El primero refiere el ambiguo
diálogo de unos desconocidos en un andén. El segundo refiere los sucesos de la
víspera del primero. El tercero, también retrógrado, refiere los sucesos
de otra posible víspera del primero; el cuarto, los de otra. Cada una de esas tres
vísperas (que rigurosamente se excluyen) se ramifica en otras tres vísperas, de
índole muy diversa. La obra total consta, pues, de nueve novelas; cada novela,
de tres largos capítulos. (El primero es común a todas ellas, naturalmente.) De
esas novelas, una es de carácter simbólico; otra, sobrenatural; otra, policial;
otra, psicológica; otra, comunista; otra, anticomunista, etcétera. Quizá un
esquema ayude a comprender la estructura.

11 Ay de la erudición de Herbert Quain, ay de la página 215 de un libro de 1897. Un


interlocutor del Político, de Platón, ya había descrito una regresión parecida: la de los Hijos de
la Tierra o Autóctonos que, sometidos al influjo de una rotación inversa del cosmos, pasaron de
la vejez a la madurez, de la madurez a la niñez, de la niñez a la desaparición y la nada También
Teopompo, en su Filípica, habla de ciertas frutas boreales que originan en quien las come, el
mismo proceso retrógrado… Más interesante es imaginar una inversión del Tiempo: un estado
en el que recordáramos el porvenir e ignoráramos, o apenas presintiéramos, el pasado. Cf. el
canto décimo del Infierno, versos 97-102, donde se comparan la visión profética y la presbicia.
De esta estructura cabe repetir lo que declaró Schopenhauer de las doce
categorías kantianas: todo lo sacrifica a un furor simétrico. Previsiblemente,
alguno de los nueve relatos es indigno de Quain; el mejor no es el que
originariamente ideó, el x 4; es el de naturaleza fantástica, el x 9. Otros están
afectados por bromas lánguidas y por pseudoprecisiones inútiles. Quienes los
leen en orden cronológico (verbigracia: x 3, y 1, z) pierden el sabor peculiar del
extraño libro. Dos relatos —el x 7, el x 8— carecen de valor individual; la
yuxtaposición les presta eficacia… No sé si debo recordar que ya publicado April
March, Quain se arrepintió del orden ternario y predijo que los hombres que lo
imitaran optarían por el binario

y los demiurgos y los dioses por el infinito: infinitas historias,


infinitamente ramificadas.
Muy diversa, pero retrospectiva también, es la comedia heroica en dos
actos The Secret Mirror En las obras ya reseñadas, la complejidad formal había
entorpecido la imaginación del autor; aquí, su evolución es más libre. El primer
acto (el más extenso) ocurre en la casa de campo del general Thrale, C.I.E., cerca
de Melton Mowbray. El invisible centro de la trama es miss Ulrica Thrale, la hija
mayor del general. A través de algún diálogo la entrevemos, amazona y altiva;
sospechamos que no suele visitar la literatura; los periódicos anuncian su
compromiso con el duque de Rutland; los periódicos desmienten el
compromiso. La venera un autor dramático, Wilfred Quarles; ella le ha
deparado alguna vez un distraído beso. Los personajes son de vasta fortuna y de
antigua sangre; los afectos, nobles aunque vehementes; el diálogo parece vacilar
entre la mera vanilocuencia de Bulwer-Lytton y los epigramas de Wilde o de Mr.
Philip Guedalla. Hay un ruiseñor y una noche; hay un duelo secreto en una
terraza. (Casi del todo imperceptibles, hay alguna curiosa contradicción, hay
pormenores sórdidos.) Los personajes del primer acto reaparecen en el segundo
—con otros nombres—. El «autor dramático» Wilfred Quarles es un
comisionista de Liverpool; su verdadero nombre, John William Quigley. Miss
Thrale existe; Quigley nunca la ha visto, pero morbosamente colecciona retratos
suyos del Tatler o del Sketch. Quigley es autor del primer acto. La inverosímil o
improbable «casa de campo» es la pensión judeo-irlandesa en que vive,
trasfigurada y magnificada por él… La trama de los actos es paralela, pero en el
segundo todo es ligeramente horrible, todo se posterga o se frustra. Cuando The
secret mirror se estrenó, la crítica pronunció los nombres de Freud y de Julian
Green. La mención del primero me parece del todo injustificada.
La fama divulgó que The Secret Mirror era una comedia freudiana; esa
interpretación propicia (y falaz) determinó su éxito. Desgraciadamente, ya
Quain había cumplido los cuarenta años; estaba aclimatado en el fracaso y no se
resignaba con dulzura a un cambio de régimen. Resolvió desquitarse. A fines de
1939 publicó Statements: acaso el más original de sus libros, sin duda el menos
alabado y el más secreto. Quain solía argumentar que los lectores eran una
especie ya extinta. «No hay europeo —razonaba— que no sea un escritor, en
potencia o en acto.» Afirmaba también que de las diversas felicidades que puede
ministrar la literatura, la más alta era la invención. Ya que no todos son capaces
de esa felicidad, muchos habrán de contentarse con simulacros. Para esos
«imperfectos escritores», cuyo nombre es legión, Quain redactó los ocho relatos
del libro Statements. Cada uno de ellos prefigura o promete un buen
argumento, voluntariamente frustrado por el autor. Alguno —no el mejor—
insinúa dos argumentos. El lector, distraído por la vanidad, cree haberlos
inventado. Del tercero, The Rose of Yesterday, yo cometí la ingenuidad de
extraer Las ruinas circulares, que es una de las narraciones del libro El jardín
de senderos que se bifurcan.
1941
La Biblioteca de Babel
By this art you may contemplate the
variation of the 23 letters…
The Anatomy of Melancholy, part. 2,
sect. II, mem. IV

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número


indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de
ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier
hexágono, se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La
distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos
anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los
pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a
un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a
todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno
permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades fecales. Por ahí pasa la
escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un
espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese
espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa
duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y
prometen el infinito… La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el
nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que
emiten es insuficiente, incesante.
Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he
peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis
ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas
leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me
tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable: mi cuerpo se hundirá
largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída,
que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas
arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto
o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible
una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les
revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da
toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras,
oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen
clásico: «La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono,
cuya circunferencia es inaccesible».
A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles;
cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de
cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones, cada renglón, de
unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro;
esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa
inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo
descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital
de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo corolario
inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede
dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los
demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de
tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el
bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia
que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos
trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras
orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente
simétricas.
El segundo: «El número de símbolos ortográficos es veinticinco».12 Esa
comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la
Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura
había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno,
que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba
de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el
último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero
la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea
razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos
verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios
repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la
equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano…
Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos
naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada
significan en sí. Ese dictamen, ya veremos, no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables
correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más
antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que
hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y
que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad,
pero cuatrocientas diez páginas de inalterable MCV no pueden corresponder a
ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que
cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera
línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición
de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías;
universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que
la formularon sus inventores.
Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior 13 dio con un libro
tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas.
Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban
redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo
establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con
inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de
análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición

12 El manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. La puntuación ha sido

limitada a la coma y al punto. Esos dos signos, el espacio y las veintidós letras del alfabeto son
los veinticinco símbolos suficientes que enumera el desconocido. (Nota del Editor.)
13Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las enfermedades
pulmonares han destruido esa proporción. Memoria de indecible melancolía: a veces he viajado
muchas noches por corredores y escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario.
ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera
la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros,
por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la
coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los
viajeros han confirmado: «No hay, en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos».
De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus
anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos
símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que
es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del
porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca,
miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos,
la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de
Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese
evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las
lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros.
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera
impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores
de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya
elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba
justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la
esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de
apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre
del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de
codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba,
urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos
disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se
estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo
de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros
se enloquecieron… Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a
personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no
recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna
pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la
humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves
misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos,
la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y
los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los
hombres fatigan los hexágonos… Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los
he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una
escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el
bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de
palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión
excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba
libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi
intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los
hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable
don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a
promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto
hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de
metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras
inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas,
hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor
higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su
nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí
destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que
toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar
único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios
centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por
una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que
las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han
sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio
de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los
naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del
Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe
existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás:
algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta
zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos
peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más
diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo
hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A,
consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro
B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito… En aventuras de
ésas, he prodigado y consumado mis años. No me parece inverosímil que en
algún anaquel del universo haya un libro total;14 ruego a los dioses ignorados
que un hombre —¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!— lo haya
examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que
sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea
ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme biblioteca
se justifique.
Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo
razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción.
Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el
incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo
confunden como una divinidad que delira». Esas palabras, que no sólo
denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban
su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye
todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco
símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el
mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula Trueno
peinado, y otro El calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a
primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación

14 Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible.

Por ejemplo: ningún libro es también una escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y
niegan y demuestran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.
criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en
la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres
dhcmrlchtdj
que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas
secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que
no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el
nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola
inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco
anaqueles de uno de los incontables hexágonos —y también su refutación. (Un
número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el
símbolo biblioteca admite la correcta definición «ubicuo y perdurable sistema
de galerías hexagonales», pero biblioteca es «pan» o «pirámide» o cualquier
otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees,
¿estás seguro de entender mi lenguaje?)
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres.
La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco
distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las
páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias
heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo,
han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más
frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie
humana —la única— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará:
iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes
preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una
costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito.
Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y
escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar —lo cual es absurdo—.
Quienes lo imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de
libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo
problema: La Biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la
atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los
mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un
orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.15
1941, Mar del Plata

15 Letizia Álvarez de Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor,

bastaría un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nueve o en cuerpo diez, que
constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri a principios del siglo
XVII, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de planos.) El
manejo de ese vademecum sedoso no sería cómodo: cada hoja aparente se desdoblaría en otras
análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.
El jardín de los senderos que se bifurcan
A Victoria Ocampo

En la página 22 de la Historia de la Guerra Europea, de Liddell Hart, se


lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil
cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea SerreMontauban había sido
planeada para el veinticuatro de julio de 1916 y debió postergarse hasta la
mañana del día veintinueve. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Liddell
Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto—. La siguiente
declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo
catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz
sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.
«… y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había
contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el
departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y —
pero eso parecía muy secundario, o debía parecérmelo— también de nuestras
vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o asesinado.16 Antes que
declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era implacable.
Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las órdenes de
Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba a
abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura, quizá la,
muerte, de dos agentes del Imperio alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente
cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En
la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció
increíble que ese día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte
implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un
simétrico jardín de Ha¡ Feng ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné que
todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de
siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el
aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí… El casi
intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones.
En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror:
ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la
cuerda) Pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que
yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería
británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en
un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el cielo francés) aniquilando el
parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca, antes que la deshiciera un
balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que lo oyeran en Alemania… Mi voz
humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel
hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que
estábamos en

16 Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg

agredió con una pistola automática al portador de la orden de arresto, capitán Richard Madden.
Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor.)
Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina
de Berlín, examinando infinitamente periódicos… Dije en voz alta: «Debo huir».
Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya
estuviera acechándome. Algo —tal vez la mera ostentación de probar que mis
recursos eran nulos— me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que
iba a encontrar: el reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda
cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del
departamento de Runeberg, la libreta, una carta que resolví destruir
inmediatamente (y que no destruí), una corona, dos chelines y unos Peniques, el
lápiz rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y
sopesé para darme valor. Vagamente Pensé que un pistoletazo puede oírse muy
lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el
nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia: vivía en un suburbio
de Fenton, a menos de media hora de tren.
»Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un
plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución.
No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha
obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de
Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que Goethe. Arriba
de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe… Lo hice,
porque yo sentía que el jefe temía un poco a los de mi raza —a los innumerables
antepasados que confluyen en mí—. Yo quería probarle que un amarillo podía
salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz
podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije
adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba
mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría
menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía
visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se
detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi
Penosa; iba a la aldea de Ashgrove, pero saqué un pasaje para una estación más
lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me
apresuré; el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el
andén. Recorrí los coches: recuerdo unos labradores, una enlutada, un joven
que leía con fervor los Anales de Tácito, un soldado herido y feliz. Los coches
arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del
andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la
otra punta del sillón, lejos del temido cristal.
»De esta aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya
estaba empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar,
siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi
adversario. Argüí que esa victoria mínima prefiguraba la victoria total. Argüí
que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes
me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente)
que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen
término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron.
Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no
habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: "El ejecutor de una
empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un
porvenir que sea irrevocable como el pasado". Así procedí yo, mientras mis ojos
de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el
último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se
detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la estación.
"¿Ashgrove?", les pregunté a unos chicos en el andén. "Ashgrove", contestaron.
Bajé.» Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en
la zona de sombra. Uno me interrogó: "¿Usted va a. casa del doctor Stephen
Albert?" Sin aguardar contestación, otro dijo: "La casa queda lejos de aquí, pero
usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del
camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos
escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era
de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular
parecía acompañarme.
»Por un instante, Pensé que Richard Madden había Penetrado de algún
modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible.
El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el
procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo
entiendo de laberintos; no en vano soy bisnieto de aquel Ts’ui Pên, que fue
gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una
novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un
laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas
heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era
insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo los árboles ingleses medité en ese
laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una
montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé
infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y
provincias y reinos… Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso
laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún
modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de
perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del
mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí;
asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde
era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas
praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el
vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre
puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres,
pero no de un país; no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua,
ponientes. Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré
una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la
primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música
era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No
recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El
chisporroteo de la música prosiguió.
»Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que
rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de
los tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro,
porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:
»—Veo que el piadoso Hsi Pêng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted
sin duda querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:
»—¿El jardín?
»—El jardín de senderos que se bifurcan.
»Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
»—El jardín de mi antepasado Ts’ui Pên.
»—¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
»El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una
biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda
amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el
Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta.
El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un
jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que
nuestros artífices copiaron de los alfareros de Persia…
»Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de
rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y
también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin
"antes de aspirar a sinólogo".
»Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a
un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi
perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.
»—Asombroso destino el de Ts’ui Pên —dijo Stephen Albert—. Gobernador
de su provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación
infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo
abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la
opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la
erudición, y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida
Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos.
La familia, como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su
albacea (un monje taoísta o budista) insistió en la publicación.
»—Los de la sangre de Ts’ui Pên —repliqué— seguimos execrando a ese
monje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de
borradores contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo
muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts’ui Pên,
a su Laberinto…
»—Aquí está el Laberinto —dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
»—¡Un laberinto de marfil! —exclamé—. Un laberinto mínimo…
»—Un laberinto de símbolos —corrigió—. Un invisible laberinto de tiempo.
A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo
de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil
conjeturar lo que sucedió. Ts’ui Pên diría una vez: "Me retiro a escribir un libro".
Y otra: "Me retiro a construir un laberinto". Todos imaginaron dos obras; nadie
Pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida
Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede
haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts’ui Pên murió; nadie, en las
dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusión de la novela
me sugirió que ése era el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta
solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se había
propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de
una carta que descubrí.
»Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón
del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora
rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts’ui Pên.
Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó
un hombre de mi sangre: "Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de
senderos que se bifurcan". Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
»—Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera
un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un
volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la
primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa
noche que está en el centro de Las mil y una noches, cuando la reina Shahrazad
(por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la
historia de Las mil y una noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que
la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica,
hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo
agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los mayores.
Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna parecía corresponder, siquiera de
un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Ts’ui Pên. En esa
perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado.
Me detuve, como es natural, en la frase: "Dejo a los varios porvenires (no a
todos) mi jardín de senderos que se bifurcan". Casi en el acto comprendí; El
jardín de senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase "varios
porvenires (no a todos)" me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no
en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las
ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta
por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pên, opta —
simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos,
que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela.
Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang
resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede
matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos
pueden morir, etcétera. En la obra de Ts’ui Pên, todos los desenlaces ocurren;
cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos
de ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de
los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted
a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
»Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un
anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión
dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera, un ejército marcha
hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de
la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la
segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la
resplandeciente batalla les parece una continuación de la fiesta y logran la
victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos
admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un
hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de una
desesperada aventura, en una isla occidental.
Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un
mandamiento secreto: "Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable
corazón, violenta la espada, resignados a matar y a morir".
»Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una
invisible, intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y
finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más
intima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
»—No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones.
No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un
experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel
tiempo era un género despreciable. Ts’ui Pên fue un novelista genial, pero
también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero
novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclamaba —y harto lo
confirma su vida— sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica
usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo
inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es
el único problema que no figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la
palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria
omisión?
»Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin,
Stepheri Albert me dijo:
»—En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra
prohibida?
»Reflexioné un momento y repuse:
»—La palabra ajedrez.
»—Precisamente —dijo Albert—, El jardín de senderos que se bifurcan es
una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita
le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a
metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de
indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su
infatigable novela, el oblicuo Ts’ui Pên. He confrontado centenares de
manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha
introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído
restablecer el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no
emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de
senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo
tal como lo concebía Ts’ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su
antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series
de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes,
convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan,
se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No
existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en
otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara,
usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha
encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error,
un fantasma.
»—En todos —articulé no sin un temblor— yo agradezco y venero su
recreación del jardín de Ts’ui Pên.
»—No en todos —murmuró con una sonrisa—. El tiempo se bifurca
perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
»Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo
jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles
personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en
otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el
amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como
una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard
Madden.
»—El porvenir ya existe —respondí—, pero yo soy su amigo. ¿Puedo
examinar de nuevo la carta?
»Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un
momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado:
Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue
instantánea: una fulminación.
»Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido
condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el
secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en
los mismos periódicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio
sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yá Tsun. El jefe
ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del
estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio
que matar a una persona de ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi
innumerable contrición y cansancio.»
Artificios (1944)
Prólogo
Aunque de ejecución menos torpe, las piezas de este libro no difieren de las
que forman el anterior. Dos, acaso, permiten una mención detenida: La muerte
y la brújula, Funes el memorioso. La segunda es una larga metáfora del
insomnio. La primera, pese a los nombres alemanes o escandinavos, ocurre en
un Buenos Aires de sueños: la torcida Rue de Toulon es el Paseo de julio; Triste-
le-Roy, el hotel donde Herbert Ashe recibió, y tal vez no leyó, el tomo undécimo
de una enciclopedia ilusoria. Ya redactada esa ficción, he pensado en la
conveniencia de amplificar el tiempo y el espacio que abarca: la venganza podría
ser heredada; los plazos podrían computarse por años, tal vez por siglos; la
primera letra del Nombre podría articularse en Islandia; la segunda, en México;
la tercera, en el Indostán. ¿Agregaré que los Hasidim incluyeron santos y que el
sacrificio de cuatro vidas para obtener las cuatro letras que imponen el Nombre
es una fantasía que me dictó la forma de mi cuento?
Buenos Aires, 29 de agosto de 1944
Posdata de 1956. Tres cuentos he agregado a la serie: El Sur, La secta del
Fénix, El Fin. Fuera de un personaje —Recabarren— cuya inmovilidad y
pasividad sirven de contraste, nada o casi nada es invención mía en el decurso
breve del último; todo lo que hay en él está implícito en un libro famoso y yo he
sido el primero en desentrañarlo o, por lo menos, en declararlo. En la alegoría
del Fénix me impuse el problema de sugerir un hecho común —el Secreto— de
una manera vacilante y gradual que resultara, al fin, inequívoca; no sé hasta
dónde la fortuna me ha acompañado. De El Sur, que es acaso mi mejor cuento,
básteme prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos
novelescos y también de otro modo.
Schopenhauer, De Quincey, Stevenson, Mauthner, Shaw, Chesterton, Léon
Bloy, forman el censo heterogéneo de los autores que continuamente releo. En
la fantasía cristológica titulada Tres versiones de Judas, creo percibir el remoto
influjo del último.
JORGE LUIS BORGES
Funes el memorioso
Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un
hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura
pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde
el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la
cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo.
Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos
un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa
una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz;
la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de
ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887… Me parece muy feliz el
proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio
será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del
volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me
impedirá incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay—,cuando
el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas
injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba
para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un
precursor de los superhombres, «un Zarathustra cimarrón y vernáculo»; no lo
discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos,
con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de
marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a
veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia
de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única
circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme
tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya
se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos
sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de
carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos
veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi
secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la
estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la
bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el
nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: «¿Qué horas son,
Ireneo?» Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: «Faltan cuatro
minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco». La voz era aguda,
burlona.
Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera
llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban
(creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica
tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por
algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora,
como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María
Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del
saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del
departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los
Laureles.
Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de
Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural,
por todos los conocidos y, finalmente, por el «cronométrico Funes». Me
contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y
que había quedado Tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda
magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de
San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo
Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me
dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en
una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba
la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había
fulminado… Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su
condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra,
inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.
No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio
metódico del latín. Mi valija incluía el De vires illustribus de Lhomond,
el Thesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar
de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas
virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho
de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me
dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro,
desdichadamente fugaz, «del día siete de febrero del año ochenta y cuatro»,
ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese
mismo año, «había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de
Ituzaingó», y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes,
acompañado de un diccionario «para la buena inteligencia del texto original,
porque todavía ignoro el latín». Prometía devolverlos en buen estado, casi
inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que
Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una
broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si
atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no
requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud
le mandé el Gradus ad Parnassum, de Quicherat, y la obra de Plinio.
El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera
inmediatamente, porque mi padre no estaba «nada bien». Dios me perdone; el
prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a
todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el
perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril
estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija,
noté que me faltaba el Gradus y el primer tomo de la Naturales historia.
El Saturno zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de
cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos
pesada que el día.
En el decente rancho, la madre de Funes me recibió.
Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara
encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin
encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo
patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y
burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la
tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación.
Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía
indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de ese noche, supe
que formaban el primer párrafo del vigesimocuarto capítulo del libro séptimo de
la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras
últimas fueron «ut nihil non iisdem verbis redderetuur auditum».
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre,
fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba creo rememorar el ascua
momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté;
repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre.
Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno e que ya lo
sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo d hace ya medio siglo.
No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir
con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto
y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen
los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos d memoria
prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, re de los persas, que sabía
llamar por su nombre a todos los soldado de sus ejércitos; Mitrídates Eupator,
que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides,
inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con
fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que
tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa e: que lo volteó
el azulejo, él había sido lo que son todos los cristiano: un ciego, un sordo, un
abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del
tiempo, su memoria de nombre propios; no me hizo caso.) Diecinueve años
había vivido con quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de
casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era
casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y
más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le
interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su
percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos
los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de
las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en
el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado
una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la
víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada
imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía
reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había
reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción
había requerido un día entero. Me dijo: «Más recuerdos tengo yo solo que los
que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo». Y
también: «Mis sueños son como la vigilia de ustedes». Y también, hacia el alba:
«Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras». Una circunferencia en un
pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir
plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un
potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la
innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No
sé cuántas estrellas veía en el cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel
tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y
hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que
vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente
que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas
y sabrá todo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando.
Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de
numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo
había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer
estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran
dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó
luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece,
decía (por ejemplo) «Máximo Pérez»; en lugar de siete mil catorce, «El
Ferrocarril»; otros números eran «Luis Melián Lafinur», «Olimar», «azufre»,
«los bastos», «la ballena», «el gas», «la caldera», «Napoleón», «Agustín de
Vedia». En lugar de quinientos, decía «nueve». Cada palabra tenía un signo
particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas… Yo traté
de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario
de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis
decenas, cinco unidades; análisis que no existe en los «números» El Negro
Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que
cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre
propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por
parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo
recordaba cada hoja de cada árbol, de cada monte, sino cada una de las veces
que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas
pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo
disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable,
la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría
acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie
natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del
recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan
vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era
casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que
el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos
tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de
perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de
frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez.
Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del
minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la
corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la
humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme,
instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York
han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus
torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de
una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz
Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es
distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba
cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el
menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra
percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un
trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba
negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la
cara para dormir. También solía imaginarse en el tundo del río, mecido y
anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín.
Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar
diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había
sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía
diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el
bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé
que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su
implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.
1942
La forma de la espada
A E. H. M.

Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto


que de un lado ajaba la sien y del otro el pómulo. Su nombre verdadero no
importa; todos en Tacuarembó le decían el Inglés de La Colorada. El dueño de
esos campos, Cardoso, no quería vender; he oído que el Inglés recurrió a un
imprevisible argumento: le confió la historia secreta de la cicatriz. El Inglés
venía de la frontera, de Río Grande del Sur; no faltó quien dijera que en el Brasil
había sido contrabandista. Los campos estaban empastados; las aguadas,
amargas; el Inglés, para corregir esas deficiencias, trabajó a la par de sus
peones. Dicen que era severo hasta la crueldad, pero escrupulosamente justo.
Dicen también que era bebedor: un par de veces al año se encerraba en el cuarto
del mirador y emergía a los dos o tres días como de una batalla o de un vértigo,
pálido, trémulo, azorado y tan autoritario como antes. Recuerdo los ojos
glaciales, la enérgica flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que
su español era rudimental, abrasilerado. Fuera de alguna carta comercial o de
algún folleto, no recibía correspondencia.
La última vez que recorrí los departamentos del Norte, una crecida del
arroyo Caraguatá me obligó a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos
creí notar que mi aparición era inoportuna; procuré congraciarme con el Inglés;
acudí a la menos perspicaz de las pasiones: el patriotismo. Dije que era
invencible un país con el espíritu de Inglaterra. Mi interlocutor asintió, pero
agregó con una sonrisa que él no era inglés. Era irlandés, de Dungarvan. Dicho
esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto.
Salimos, después de comer, a mirar el cielo. Había escampado, pero detrás
de las cuchillas del Sur, agrietado y rayado de relámpagos, urdía otra tormenta.
En el desmantelado comedor, el peón que había servido la cena trajo una botella
de ron. Bebimos largamente, en silencio.
No sé qué hora sería cuando advertí que yo estaba borracho; no sé qué
inspiración o qué exultación o qué tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara del
Inglés se demudó; durante unos segundos pensé que me iba a expulsar de la
casa. Al fin me dijo con su voz habitual:
—Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar
ningún oprobio, ninguna circunstancia de infamia.
Asentí. Esta es la historia que contó, alternando el inglés con el español, y
aun con el portugués:
—Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los
muchos que conspiraban por la independencia de Irlanda. De mis compañeros,
algunos sobreviven dedicados a tareas pacíficas; otros, paradójicamente, se
baten en los mares o en el desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que más
valía, murió en el patio de un cuartel, en el alba, fusilado por hombres llenos de
sueño; otros (no los más desdichados) ^ dieron con su destino en las anónimas
y casi secretas batallas de la guerra civil. Éramos republicanos, católicos;
éramos, lo sospecho, románticos. Irlanda no sólo era para nosotros el porvenir
utópico y el intolerable presente; era una amarga y cariñosa mitología, era las
torres circulares y las ciénagas rojas, era el repudio de Parnell y las enormes
epopeyas que cantan el robo de toros que en otra encarnación fueron héroes y
en otras peces y montañas… En un atardecer que no olvidaré, nos llegó un
afiliado de Munster: un tal John Vincent Moon.
»Tenía escasamente veinte años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incómoda
impresión de ser invertebrado. Había cursado con fervor y con vanidad casi
todas las páginas de no sé qué manual comunista; el materialismo dialéctico le
servía para cegar cualquier discusión. Las razones que puede tener un hombre
para abominar de otro o para quererlo son infinitas: Moon reducía la historia
universal a un sórdido conflicto económico. Afirmaba que la revolución está
predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman sólo pueden interesarle
causas perdidas… Ya era de noche; seguimos disintiendo en el corredor, en las
escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me
impresionaron menos que su inapelable tono apodíctico. El nuevo camarada no
discutía: dictaminaba con desdén y con cierta cólera.
»Cuando arribamos a las últimas casas, un brusco tiroteo nos aturdió.
(Antes o después, orillamos el ciego paredón de una fábrica o de un cuartel.)
Nos internamos en una calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor,
surgió de una cabaña incendiada. A gritos nos mandó que nos detuviéramos. Yo
apresuré mis pasos, mi camarada no me siguió. Me di vuelta: John Vincent
Moon estaba inmóvil, fascinado y como eternizado por el terror. Entonces yo
volví, derribé de un golpe al soldado, sacudía Vincent Moon, lo insulté y le
ordené que me siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la pasión del miedo lo
invalidaba. Huimos, entre la noche agujereada de incendios. Una descarga de
fusilería nos buscó; una bala rozó el hombro derecho de Moon; éste, mientras
huíamos entre pinos, prorrumpió en un débil sollozo.
»En aquel otoño de 1922 yo me había guarecido en la quinta del general
Berkeley. Éste (a quien yo jamás había visto) desempeñaba entonces no sé qué
cargo administrativo en Bengala; el edificio tenía menos de un siglo, pero era
desmedrado y opaco y abundaba en perplejos corredores y en vanas
antecámaras. El museo y la enorme biblioteca usurpaban la planta baja: libros
controversiales e incompatibles que de algún modo son la historia del siglo XIX;
cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de círculo parecían perdurar
el viento y la violencia de la batalla. Entramos (creo recordar) por los fondos.
Moon, trémula y reseca la boca, murmuró que los episodios de la noche eran
interesantes; le hice una curación, le traje una taza de té; pude comprobar que
su "herida" era superficial. De pronto balbuceó con perplejidad:
»—Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.
»Le dije que no se preocupara. (El hábito de la guerra civil me había
impelido a obrar como obré; además, la prisión de un solo afiliado podía
comprometer nuestra causa.)
»Al otro día Moon había recuperado el aplomo. Aceptó un cigarrillo y me
sometió a un severo interrogatorio sobre los "recursos económicos de nuestro
partido revolucionario". Sus preguntas eran muy lúcidas; le dije (con verdad)
que la situación era grave. Hondas descargas de fusilería conmovieron el Sur. Le
dije a Moon que nos esperaban los compañeros. Mi sobretodo y mi revólver
estaban en mi pieza; cuando volví, encontré a Moon tendido en el sofá, con los
ojos cerrados. Conjeturó que tenía fiebre; invocó un doloroso espasmo en el
hombro.
»Entonces comprendí que su cobardía era irreparable. Le rogué
torpemente que se cuidara y me despedí. Me abochornaba ese hombre con
miedo, como si yo fuera el cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es
como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una
desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso río es injusto
que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer
tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres,
Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon.
Nueve días pasamos en la enorme casa del general. De las agonías y luces
de la guerra no diré nada: mi propósito es referir la historia de esta cicatriz que
me afrenta. Esos nueve días, en mi recuerdo, forman un solo día, salvo el
penúltimo, cuando los nuestros irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar
exactamente a los dieciséis camaradas que fueron ametrallados en Elphin. Yo
me escurría de la casa hacia el alba, en la confusión del crepúsculo. Al anochecer
estaba de vuelta. Mi compañero me esperaba en el primer piso: la herida no le
permitía descender a la planta baja. Lo rememoro con algún libro de estrategia
en la mano: E N. Maude o Clausewitz. "El arma que prefiero es la artillería", me
confesó una noche. Inquiría nuestros planes; le gustaba censurarlos o
reformarlos. También solía denunciar "nuestra deplorable base económica',
profetizaba, dogmático y sombrío, el ruinoso fin. "C'est une affaire flambée"
murmuraba. Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde físico,
magnificaba su soberbia mental. Así pasaron, bien o mal, nueve días.
El décimo la ciudad cayó definitivamente en poder de los Black and Tans.
Altos jinetes silenciosos patrullaban las rutas; había cenizas y humo en el viento;
en una esquina vi tirado un cadáver, menos tenaz en mi recuerdo que un
maniquí en el cual los soldados interminablemente ejercitaban la puntería, en
mitad de la plaza… Yo había salido cuando el amanecer estaba en el cielo; antes
del mediodía volví. Moon, en la biblioteca, hablaba con alguien; el tono de la voz
me hizo comprender que hablaba por teléfono. Después oí mi nombre; después
que yo regresaría a las siete, después la indicación de que me arrestaran cuando
yo atravesara el jardín. Mi razonable amigo estaba razonablemente
vendiéndome. Le oí exigir unas garantías de seguridad personal.
»Aquí mi historia se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a
través de negros corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vértigo. Moon
conocía la casa muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo
acorralé antes de que los soldados me detuvieran. De una de las panoplias del
general arranqué un alfanje; con esa media luna de acero le rubriqué en la cara,
para siempre, una media luna de sangre. Borges: a usted que es un desconocido,
le he hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio.
Aquí el narrador se detuvo. Noté que le temblaban las manos.
—¿Y Moon? —le interrogué.
—Cobró los dineros de judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio
fusilar un maniquí por unos borrachos.
Aguardé en vano la continuación de la historia. Al fin le dije que
prosiguiera.
Entonces un gemido lo atravesó; entonces me mostró con débil dulzura la
corva cicatriz blanquecina.
—¿Usted no me cree? —balbuceó—. ¿No ve que llevo escrita en la cara la
marca de mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la
oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent
Moon. Ahora desprécieme.
1942
Tema del traidor y del héroe
Sho the Platonic Year
Whirls out new right and wrong,

Whirls in the old instead;


All men are dancers and their tread
Goes to the barbarous clangour of a gong.
W. B. YEATS, The Tower

Bajo el notorio influjo de Chesterton (discurridor y exornador de elegantes


misterios) y del consejero áulico Leibniz (que inventó la armonía
preestablecida), he imaginado este argumento, que escribiré tal vez y que ya de
algún modo me justifica, en las tardes inútiles. Faltan pormenores,
rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aún;
hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro así.
La acción transcurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, la
república de Venecia, algún Estado sudamericano o balcánico… Ha
transcurrido, mejor dicho, pues aunque el narrador es contemporáneo, la
historia referida por él ocurrió al promediar o al empezar el siglo XIX. Digamos
(para comodidad narrativa) Irlanda; digamos 1824. El narrador se llama Ryan;
es bisnieto del joven, del heroico, del bello, del asesinado Fergus Kilpatrick,
cuyo sepulcro fue misteriosamente violado, cuyo nombre ilustra los versos de
Browning y de Hugo, cuya estatua preside un cerro gris entre ciénagas rojas.
Kilpatrick fue un conspirador, un secreto y glorioso capitán de
conspiradores; a semejanza de Moisés que, desde la tierra de Moab, divisó y no
pudo pisar la tierra prometida, Kilpatrick pereció en la víspera de la rebelión
victoriosa que había premeditado y soñado. Se aproxima la fecha del primer
centenario de su muerte; las circunstancias del crimen son enigmáticas; Ryan,
dedicado a la redacción de una biografía del héroe, descubre qué el enigma
rebasa lo puramente policial. Kilpatrick fue asesinado en un teatro; la policía
británica no dio jamás con el matador; los historiadores declaran que ese
fracaso no empaña su buen crédito, ya que tal vez lo hizo matar la misma
policía. Otras facetas del enigma inquietan a Ryan. Son de carácter cíclico:
parecen repetir o combinar hechos de remotas regiones, de remotas edades. Así,
nadie ignora que los esbirros que examinaron el cadáver del héroe hallaron una
carta cerrada que le advertía el riesgo de concurrir al teatro, esa noche; también
julio César, al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puñales de sus
amigos, recibió un memorial que no llegó a leer, en que iba declarada la traición,
con los nombres de los traidores. La mujer de César, Calpurnia, vio en sueños
abatida una torre que le había decretado el Senado; falsos y anónimos rumores,
la víspera de la muerte de Kilpatrick, publicaron en todo el país el incendio de la
torre circular de Kilgarvan, hecho que pudo parecer un presagio, pues aquél
había nacido en Kilgarvan. Esos paralelismos (y otros) de la historia de César y
de la historia de un conspirador irlandés inducen a Ryan a suponer una secreta
forma del tiempo, un dibujo de líneas que se repiten. Piensa en la historia
decimal que ideó Condorcet; en las morfologías que propusieron Hegel,
Spengler y Vico; en los hombres de Hesíodo, que degeneran desde el oro hasta
el hierro. Piensa en la transmigración de las almas, doctrina que da horror a las
letras célticas y que el propio César atribuyó a los druidas británicos; piensa que
antes de ser Fergus Kilpatrick, Fergus Kilpatrick fue Julio César. De esos
laberintos circulares lo salva una curiosa comprobación, una comprobación que
luego lo abisma en otros laberintos más inextricables y heterogéneos: ciertas
palabras de un mendigo que conversó con Fergus Kilpatrick el día de su muerte,
fueron prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth.. Que la
historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la
historia copie a la literatura es inconcebible… Ryan indaga que en 1814, James
Alexander Nolan, el más antiguo de los compañeros del héroe, había traducido
al gaélico los principales dramas de Shakespeare; entre ellos, Julio César.
También descubre en los archivos un artículo manuscrito de Nolan sobre
los Festspiele de Suiza: vastas y errantes representaciones teatrales, que
requieren miles de actores y que reiteran episodios históricos en las mismas
ciudades y montañas donde ocurrieron. Otro documento inédito le revela que,
pocos días antes del fin, Kilpatrick, presidiendo el último cónclave, había
firmado la sentencia de muerte de un traidor, cuyo nombre ha sido borrado.
Esta sentencia no condice con los piadosos hábitos de Kilpatrick. Ryan investiga
el asunto (esa investigación es uno de los hiatos del argumento) y logra descifrar
el enigma.
Kilpatrick fue ultimado en un teatro, pero de teatro hizo también la entera
ciudad, y los actores fueron legión, y el drama coronado por su muerte abarcó
muchos días y muchas noches. He aquí lo acontecido:
El 2 de agosto de 1824 se reunieron los conspiradores. El país estaba
maduro para la rebelión; algo, sin embargo, fallaba siempre: algún traidor había
en el cónclave. Fergus Kilpatrick había encomendado a James Nolan el
descubrimiento de ese traidor. Nolan ejecutó su tarea: anunció en pleno
cónclave que el traidor era el mismo Kilpatrick. Demostró con pruebas
irrefutables la verdad de la acusación; los conjurados condenaron a muerte a su
presidente. Éste firmó su propia sentencia, pero imploró que su castigo no
perjudicara a la patria.
Entonces Nolan concibió un extraño proyecto. Irlanda idolatraba a
Kilpatrick; la más tenue sospecha de su vileza hubiera comprometido la
rebelión; Nolan propuso un plan que hizo de la ejecución del traidor el
instrumento para la emancipación de la patria. Sugirió que el condenado
muriera a manos de un asesino desconocido, en circunstancias deliberadamente
dramáticas, que se grabaran en la imaginación popular y que apresuraran la
rebelión. Kilpatrick juró colaborar en este proyecto, que le daba ocasión de
redimirse y que rubricaría su muerte.
Nolan, urgido por el tiempo, no supo íntegramente inventar las
circunstancias de la múltiple ejecución; tuvo que plagiar a otro dramaturgo, al
enemigo inglés William Shakespeare. Repitió escenas de Macbeth, de Julio
César. La pública y secreta representación comprendió varios días. El
condenado entró en Dublín, discutió, obró, rezó, reprobó, pronunció palabras
patéticas, y cada uno de esos actos que reflejaría la gloria, había sido prefijado
por Nolan. Centenares de actores colaboraron con el protagonista; el rol de
algunos fue complejo; el de otros, momentáneo. Las cosas que dijeron e hicieron
perduran en los libros históricos, en la memoria apasionada de Irlanda.
Kilpatrick, arrebatado por ese minucioso destino que lo redimía y que lo perdía,
más de una vez enriqueció con actos y palabras improvisadas el texto de su juez.
Así fue desplegándose en el tiempo el populoso drama, hasta que el 6 de agosto
de 1824, en un palco de funerarias cortinas que prefiguraba el de Lincoln, un
balazo anhelado entró en el pecho del traidor y del héroe, que apenas pudo
articular, entre dos efusiones de brusca sangre, algunas palabras previstas.
En la obra de Nolan, los pasajes imitados de Shakespeare son
los menos dramáticos; Ryan sospecha que el autor los intercaló para que una
persona, en el porvenir, diera con la verdad. Comprende que él también forma
parte de la trama de Nolan… Al cabo de tenaces cavilaciones, resuelve silenciar
el descubrimiento. Publica un libro dedicado a la gloria del héroe; también eso,
tal vez, estaba previsto.
La muerte y la brújula
A Mandie Molina Vedia

De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de


Lonnrot, ninguno tan extraño —tan rigurosamente extraño, diremos— como la
periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-
Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lonnrot no
logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco
adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta
morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo
segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había jurado
por su honor la muerte de Lonnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lonnrt se
creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él
y hasta de tahúr.
El primer crimen ocurrió en el Hótel du Nord —ese alto prisma que
domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto—. A esa torre (que
muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada
divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día
3 de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor
Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el
Hótel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había
permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión
y de pogroms. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin
esplendor ocupaba el Tetrarca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el
día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus
muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de media noche apagó la luz.
(Así lo declaró el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El 4,
a las 11 y 3 minutos a.m., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische
Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya
levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no
lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido
el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas,
fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lonnrot debatían con
serenidad el problema.
—No hay que buscarle tres pies al gato —decía Treviranus, blandiendo un
imperioso cigarro—. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores
zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error.
Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
—Posible, pero no interesante —respondió Lonnrot—. Usted replicará que
la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la
realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que
usted ha improvisado, interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino
muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios
percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
—No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del
hombre que apuñaló a este desconocido.
—No tan desconocido —corrigió Lonnrot—. Aquí están sus obras
completas. —Indicó en el placard una fila de altos volúmenes: una Vindicación
de la cábala; un Examen de la filosofia de Robert Flood una traducción literal
del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de
los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la
nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con
repulsión. Luego, se echó a reír.
—Soy un pobre cristiano —repuso—. Llévese todos esos mamotretos, si
quiere; no tengo tiempo que perder en supersticiones judías.
—Quizá este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías —
murmuró Lonnrot.
—Como el cristianismo —se atrevió a completar el redactor de la Yidische
Zaitung. Era miope, ateo y muy tímido.
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña
máquina de escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa:
La primera letra del Nombre ha sido articulada.
Lonnrot, se abstuvo de sonreír: Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó
que le hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su
departamento. Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un
libro en octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh,
fundador de la secta de los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del
Tetragrámaton, que es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de que Dios
tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de
cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia). Su noveno atributo,
la eternidad —es decir, el conocimiento inmediato— de todas las cosas que
serán, que son y que han sido en el universo. La tradición enumera noventa y
nueve nombres de Dios; los hebraístas atribuyen ese imperfecto número al
mágico temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese hiato señala un
centésimo nombre —el Nombre Absoluto.
De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de
la Yidische Zaitung. Éste quería hablar del asesinato; Lonnrot prefirió hablar de
los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres columnas que el
investigador Erik Lonnrot se había dedicado a estudiar los nombres de Dios
para dar con el nombre del asesino. Lonnrot, habituado a las simplificaciones
del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que han descubierto que
cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una edición
popular de la Historia de la secta de los Hasidim.
El segundo crimen ocurrió la noche del 3 de enero, en el más desamparado
y vacío de los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer,
uno de los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de
una antigua pinturería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba
como enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho.
En la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había unas palabras en tiza. El
gendarme las deletreó… Esa tarde, Treviranus y Lonnrot se dirigieron a la
remota escena del crimen. A izquierda y a derecha del automóvil, la ciudad se
desintegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un
horno de ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de
tapias rosadas que parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta de sol.
El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simón Azevedo, hombre de
alguna fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero
a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El
singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el último
representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal,
pero no del revólver.) Las palabras de tiza eran las siguientes:
La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer crimen ocurrió la noche del 3 de febrero. Poco antes de la una, el
teléfono resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló
un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg) y que
estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos de
los dos sacrificios de Azevedo y de Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de
cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación se cortó. Sin
rechazar aún la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval)
Treviranus indagó que le habían hablado desde Liverpool House, taberna de la
Rue de Toulon —esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería,
el burdel y los vendedores de biblias—. Treviranus habló con el patrón. Éste
(Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi anulado por la
decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono de la casa
era un inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos.
Treviranus fue en seguida a Liverpool House. El patrón le comunicó lo
siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado una pieza en los altos del bar.
Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente
de negro; Finnegan (que destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus
adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius inmediatamente pagó
la suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto;
apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho
de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se movió
del pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía máscara de oso. Del
cupé bajaron dos arlequines, eran de reducida estatura y nadie pudo no
observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en
el escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero
que les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en yiddish —él en voz
baja, gutural, ellos con voces falsas, agudas— y subieron a la pieza del fondo. Al
cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan
borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los
arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges
amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los
arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los tres
subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último arlequín
garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las pizarras de la
recova.
Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible, decía:
La última de las letras del Nombre ha sido articulada.
Examinó, después, la piecita de Gryphius-Ginzberg. Había en el suelo una
brusca estrella de sangre; en los rincones, restos de cigarrillos de marca
húngara; en un armario, un libro en latín —el Philologus hebraeograecus
(1739) de Leusden— con varias notas manuscritas. Treviranus lo miró con
indignación e hizo buscar a Lonnrot. Éste, sin sacarse el sombrero, se puso a
leer, mientras el comisario interrogaba a los contradictorios testigos del
secuestro posible. A las cuatro salieron. En la torcida Rue de Toulon, cuando
pisaban las serpentinas muertas del alba, Treviranus dijo:
—¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?
Erik Lonnrot sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba
subrayado) de la disertación trigésima tercera del Philologus: «"Dies
Judaeorum incipit a solis occasu usque ad solis occasum die¡ sequentis". Esto
quiere decir —agregó—: "El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el
siguiente anochecer"».
El otro ensayó una ironía.
—¿Ese dato es el más valioso que usted ha recogido esta noche?
—No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.
Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La
Cruz de la Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del
último Congreso Eremítico; Ernst Palast, en El Mártir, reprobó «las demoras
intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses
para liquidar tres judíos»; la Yidische Zaitung rechazó la hipótesis horrorosa de
un complot antisemita, «aunque muchos espíritus penetrantes no admiten otra
solución del triple misterio»; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy Red
Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de ésos y acusó
de culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.
Éste recibió, la noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado.
Lo abrió: el sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso
plano de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta
profetizaba que el 3 de marzo no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del
Oeste, la taberna de la Rue de Toulon y el Hótel du Nord eran «los vértices
perfectos de un triángulo equilátero y místico» ; el plano demostraba en tinta
roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese
argumento more geometrico y mandó la carta y el plano a casa de Lonnrot —
indiscutible merecedor de tales locuras.
Erik Lonnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes.
Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el
espacio, también… Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un
compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió, pronunció la
palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó por teléfono al
comisario. Le dijo:
—Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha
permitido resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la
cárcel; podemos estar muy tranquilos.
—Entonces ¿no planean un cuarto crimen?
—Precisamente porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy
tranquilos. —Lonnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los
Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta abandonada de Triste-le-Roy. Al sur
de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado
de curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio fabril donde, al
amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lonnrot sonrió al
pensar que el más afamado —Red Scharlach— hubiera dado cualquier cosa por
conocer esa clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lonnrot
consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach.
Después, la desechó… Virtualmente, había descifrado el problema; las meras
circunstancias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y
carcelarios), apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de
tres meses de sedentaria investigación. Reflexionó que la explicación de los
crímenes estaba en un triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega.
El misterio casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien
días.
El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lonnrot bajó. Era una de
esas tardes desiertas que parecen amaneceres. El aire de la turbia llanura era
húmedo y frío. Lonnrot, echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en
una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía el agua
crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la
quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo
rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el
oriente y otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los
buscadores del Nombre.
Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El
portón principal estaba cerrado. Lonnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio
toda la vuelta. De nuevo ante el portón infranqueable, metió la mano entre los
barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo
sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero cedió.
Lonnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de
rotas hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy
abundaba en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial
en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se
reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Un
Hermes de dos caras proyectaba una sombra monstruosa. Lonnrot rodeó la casa
como había rodeado la quinta. Todo lo examinó; bajo el nivel de la terraza vio
una estrecha persiana.
La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sótano.
Lonnrot, que ya intuía las preferencias del arquitecto, adivinó que en el opuesto
muro del sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y
abrió la trampa de salida.
Un resplandor lo guio a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular
definía en el triste jardín dos fuentes cegadas. Lonnrot exploró la casa. Por
antecomedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio.
Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se
multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le
revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios
ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en tarlatán.
Un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de
porcelana; al primer roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo
piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente. «La casa no es tan
grande —pensó—. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos
años, mi desconocimiento, la soledad.»
Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba
los losanges de las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un
recuerdo asombrado y vertiginoso.
Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él
y lo desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo:
—Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.
Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lonnrot. Éste, al fin,
encontró su voz.
—Scharlach ¿usted busca el Nombre Secreto?
Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve
lucha, apenas si alargó la mano para recibir el revólver de Lonnrot. Habló;
Lonnrot oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del universo,
una tristeza no menor que aquel odio.
—No —dijo Scharlach—. Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik
Lonnrot. Hace tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó
e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del
tiroteo con una bala policial en el vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en
esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte
que mira los ocasos y las auroras daba horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué
a abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos
pulmones, son tan monstruosos como dos caras. Un irlandés trató de
convertirme a la fe de Jesús; me repetía la sentencia de los goim: «Todos los
caminos llevan a Roma». De noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo
sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los
caminos, aunque fingieran ir al norte o al sur, iban realmente a Roma, que era
también la cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de
Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por
todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno del
hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los
materiales son un heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo XVIII,
una palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería.
»El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado
con algunos colegas —entre ellos, Daniel Azevedo— el robo de los zafiros del
Tetrarca. Azevedo nos traicionó: se emborrachó con el dinero que le habíamos
adelantado y acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se perdió;
hacia las dos de la mañana irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Éste,
acosado por el insomnio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba
unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las palabras:
"La primera letra del Nombre ha sido articulada". Azevedo le intimó silencio;
Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del
hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. Fue casi un movimiento
reflejo; medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es
matar… A los diez días yo supe por la Yidische Zaitung que usted buscaba en los
escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de Yarmolinsky Leí la Historia de
la secta de los Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre
de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y
recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto, habían
llegado a cometer sacrificios humanos… Comprendí que usted conjeturaba que
los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.
»Marcelo Yarmolinsky murió la noche del tres de diciembre; para el
segundo "sacrificio" elegí la del tres de enero. Murió en el Norte; para el
segundo "sacrificio" nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la
víctima necesaria. Merecía la muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura
podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para vincular su
cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la pinturería La segunda
letra del Nombre ha sido articulada.
»El tercer "crimen" se produjo el 3 de febrero. Fue, como Treviranus
adivinó, un mero simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana
interminable sobrellevé (suplementado por una tenue barba postiza) en ese
perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron.
Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar "La última de las
letras del Nombre ha sido articulada". Esa escritura divulgó que la serie de
crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé
repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lonnrot, comprendiera que
es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en el Oeste, reclaman
un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton —el Nombre de Dios, JHVH—
consta de cuatro letras; los arlequines y la muestra del pinturero
sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden;
ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese
pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo
mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el
punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija
el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik
Lonnrot, para atraerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy.
Lonnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos
en rombos turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una
tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento jardín
subió el grito inútil de un pájaro. Lonnrot, consideró por última vez el problema
de las muertes simétricas y periódicas.
—En su laberinto sobran tres líneas —dijo por fin—. Yo sé de un laberinto
griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos
que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar
usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en
B, a 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a
mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y
de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en
Triste-le-Roy.
—Para la otra vez que lo mate —replicó Scharlach— le prometo ese
laberinto, que consta de una sola línea recta y que es invisible, incesante.
Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.
1942
El milagro secreto
Y Dios lo hizo morir durante cien años y luego lo animó y le dijo:
—¿Cuánto tiempo has estado aquí?
—Un día o parte de un día —respondió.
Alcorán, 11, 261

La noche del 14 de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse


de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de
una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes
judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos
individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace
muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se
murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en
una torre secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las
familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el
soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las
figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los
estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y
unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el
amanecer, las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.
El 19, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo 19, al atardecer,
Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en
la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la
Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio
sobre Boehme era judaizante, su firma dilataba el censo final de una protesta
contra el Anschluss. En 1928 había traducido el Sepher Yezirah para la editorial
Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado
comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius
Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay
hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en
letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík
y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el
día 29 de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia apreciará
después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y
pausadamente, como los vegetales y los planetas.
El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo
hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir
fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir
era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas
circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones.
Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la
misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares
de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría,
ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo
ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor
(quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro
duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente
volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no
suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un
detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia,
inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por
temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba
afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que éste se
precipitaba hacia el alba del día 29; razonaba en voz alta: «Ahora estoy en la
noche del 22; mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable,
inmortal». Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las
que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga,
que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El 28, cuando el
último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones
abyectas la imagen de su drama Los enemigos.
Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de
muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida;
como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y
pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los
libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento.
En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había
intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher
Yezirah,, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal
vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas
eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides
hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley)
que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es
infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola
«repetición» para demostrar que el tiempo es una falacia… Desdichadamente,
no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía
recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una
serie de poemas expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en
una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De
todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en
verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los
espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte.)
Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción;
transcurría en Hradcany; en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de
las últimas tardes del siglo xix. En la primera escena del primer acto, un
desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de
último sol exalta los cristales, el aire trae una apasionada y reconocible música
húngara.) A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo
importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en
un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio —primero para los
espectadores del drama, luego para el mismo barón— que son enemigos
secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus
complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un
tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha
enloquecido y cree ser Roemerstadt… Los peligros arrecian; Roemerstadt, al
cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador.
Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias:
vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un
instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha
atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental,
el aire trae una apasionada música húngara. Aparece el primer interlocutor y
repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto.
Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es
el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que
interminablemente vive y revive Kubin.
Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era
baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía
la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus
felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de
su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el
carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando
los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aún le faltaban dos actos
y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. «Si de algún
modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor
de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y
justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de quien son los siglos
y el tiempo.» Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el
sueño lo anegó como un agua oscura.
Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la
biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó:
«¿Qué busca?». Hladík le replicó: «Busco a Dios». El bibliotecario le dijo: «Dios
está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil
tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa
letra; yo me he quedado ciego buscándola». Se quitó las gafas y Hladík vio los
ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. «Este atlas es
inútil», dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India,
vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz
ubicua le dijo: «El tiempo de tu labor ha sido otorgado». Aquí Hladík se
despertó.
Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que
Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son
distintas y claras y no se puede ver quién las dijo. Se vistió; dos soldados
entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.
Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías,
escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por
una sola escalera de fierro. Varios soldados —alguno de uniforme
desabrochado— revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el
reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran
las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de
leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la
espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por
cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día
se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto.
Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau…
El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel,
esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre;
entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente,
recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de
lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el
sargento vociferó la orden final.
El universo físico se detuvo.
Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo
estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En
una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había
cesado, como en un cuadro.
Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió
que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo.
Pensó «estoy en el infierno, estoy muerto». Pensó «estoy loco». Pensó «el
tiempo se ha detenido». Luego reflexionó que, en tal caso, también se hubiera
detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los labios)
la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados
compartían su angustia; anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir
ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de
un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su
mejilla perduraba la, gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo
del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro «día»
pasó, antes que Hladík entendiera.
Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le
otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría
el plomo germánico, en la hora determinada, pero en su mente un año
trascurría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al
estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.
No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada
hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan
quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la
posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía.
Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible.
Rehízo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las
repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba.
Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a
querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su
concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías
que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y
molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora… Dio término a su
drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de
agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la
cuádruple descarga lo derribó.
Jaromir Hladík murió el 29 de marzo, a las nueve y dos minutos de la
mañana.
1943
Tres versiones de Judas
There seemed a certainty in degradation.
T E. LAWRENCE, Seven Pillars of Wisdom, CIII

En el Asia Menor o en Alejandría, en el segundo siglo de nuestra fe, cuando


Basílides publicaba que el cosmos era una temeraria o malvada improvisación
de ángeles deficientes, Nils Runeberg hubiera dirigido, con singular pasión
intelectual, uno de los conventículos gnósticos. Dante le hubiera destinado, tal
vez, un sepulcro de fuego; su nombre aumentaría los catálogos de heresiarcas
menores, entre Satornilo y Carpócrates; algún fragmento de sus prédicas,
exornado de injurias, perduraría en el apócrifo Liber adversus omnes haereses
o habría perecido cuando el incendio de una biblioteca monástica devoró el
último ejemplar del Syntagma. En cambio, Dios le deparó el siglo xx y la ciudad
universitaria de Lund. Ahí, en 1904, publicó la primera edición de Kristus och
judas; ahí, en 1909, su libro capital Den hemlige Fralsaren. (Del último hay
versión alemana, ejecutada en 1912 por Emil Schering; se llama Der heimliche
Heiland.)
Antes de ensayar un examen de los precitados trabajos, urge repetir que
Nils Runeberg, miembro de la Unión Evangélica Nacional, era hondamente
religioso. En un cenáculo de París o aun de Buenos Aires, un literato podría muy
bien redescubrir las tesis de Runeberg; esas tesis, propuestas en un cenáculo,
serán ligeros ejercicios inútiles de la negligencia o de la blasfemia. Para
Runeberg, fueron la clave que descifra un misterio central de la teología; fueron
materia de meditación y de análisis, de controversia histórica y filológica, de
soberbia, de júbilo y de terror. Justificaron y desbarataron su vida. Quienes
recorran este artículo, deben asimismo considerar que no registra sino las
conclusiones de Runeberg, no su dialéctica y sus pruebas. Alguien observará que
la conclusión precedió sin duda a las «pruebas». ¿Quién se resigna a buscar
pruebas de algo no creído por él o cuya prédica no le importa?
La primera edición de Kristus och Judas lleva este categórico epígrafe,
cuyo sentido, años después, monstruosamente dilataría el propio Nils
Runeberg: «No una cosa, todas las cosas que la tradición atribuye a judas
Iscariote son falsas» (De Quincey, 1857). Precedido por algún alemán, De
Quincey especuló que judas entregó a Jesucristo para forzarlo a declarar su
divinidad y a encender una vasta rebelión contra el yugo de Roma; Runeberg
sugiere una vindicación de índole metafísica. Hábilmente, empieza por destacar
la superfluidad del acto de judas. Observa (como Robertson) que para
identificar a un maestro que diariamente predicaba en la sinagoga y que obraba
milagros ante concursos de miles de hombres, no se requiere la traición de un
apóstol. Ello, sin embargo, ocurrió.
Suponer un error en la Escritura es intolerable; no menos intolerable es
admitir un hecho casual en el más precioso acontecimiento de la historia del
mundo. Ergo, la traición de judas no fue casual; fue un hecho prefijado que
tiene su lugar misterioso en la economía de la redención. Prosigue Runeberg: El
Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad
a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y a la muerte; para
corresponder a tal sacrificio, era necesario que un hombre, en representación de
todos los hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese
hombre. Judas, único entre los apóstoles, intuyó la secreta divinidad y el terrible
propósito de Jesús. El Verbo se había rebajado a mortal; Judas, discípulo del
Verbo, podía rebajarse a delator (el peor delito que la infamia soporta) y a ser
huésped del fuego que no se apaga. El orden inferior es un espejo del orden
superior; las formas de la tierra corresponden a las formas del cielo; las
manchas de la piel son un mapa de las incorruptibles constelaciones; Judas
refleja de algún modo a Jesús. De allí los treinta dineros y el beso; de ahí la
muerte voluntaria, para merecer aún más la Reprobación. Así dilucidó Nils
Runeberg el enigma de judas.
Los teólogos de todas las confesiones lo refutaron. Lars Peter Engström lo
acusó de ignorar, o de preterir, la unión hipostática; Axel Borelius, de renovar la
herejía de los docetas, que negaron la humanidad de Jesús; el acerado obispo de
Lund, de contradecir el tercer versículo del capítulo veintidós del evangelio de
San Lucas.
Estos variados anatemas influyeron en Runeberg, que parcialmente
reescribió el reprobado libro y modificó su doctrina. Abandonó a sus adversarios
el terreno teológico y propuso oblicuas razones de orden moral. Admitió que
Jesús, «que disponía de los considerables recursos que la Omnipotencia puede
ofrecer», no necesitaba de un hombre para redimir a todos los hombres.
Rebatió, luego, a quienes afirman que nada sabemos del inexplicable traidor;
sabemos, dijo, que fue uno de los apóstoles, uno de los elegidos para anunciar el
reino de los cielos, para sanar enfermos, para limpiar leprosos, para resucitar
muertos y para echar fuera demonios (Mateo 10: 7—8; Lucas 9: 1). Un varón a
quien ha distinguido así el Redentor merece de nosotros la mejor interpretación
de sus actos. Imputar su crimen a la codicia (como lo han hecho algunos,
alegando a Juan 12: 6) es resignarse al móvil más torpe. Nils Runeberg propone
el móvil contrario: un hiperbólico y hasta ilimitado ascetismo. El asceta, para
mayor gloria de Dios, envilece y mortifica la carne; Judas hizo lo propio con el
espíritu. Renunció al honor, al bien, a la paz, al reino de los cielos, como otros,
menos heroicamente, al placer.17 Premeditó con lucidez terrible sus culpas. En el
adulterio suelen participar la ternura y la abnegación; en el homicidio, el coraje;
en las profanaciones y la blasfemia, cierto fulgor satánico. Judas eligió aquellas
culpas no visitadas por ninguna virtud: el abuso de confianza (Juan 12: 6) y la
delación. Obró con gigantesca humildad, se creyó indigno de ser bueno. Pablo
ha escrito: «El que se gloria, gloríese en el Señor» (I Corintios 1: 31); Judas
buscó el Infierno, porque la dicha del Señor le bastaba. Pensó que la felicidad,
como el bien, es un atributo divino y que no deben usurparlo los hombres.18
Muchos han descubierto, post factum, que en los justificables comienzos
de Runeberg está su extravagante fin y que Den hemlige Frälsaren es una mera

17 Borelius interroga con burla: «¿Por qué no renunció a renunciar? ¿Porqué no a

renunciar a renunciar?».
18Euclydes da Cunha, en un libro ignorado por Runeberg, anota que para el heresiarca de
Canudos, Antonio Conselheiro, la virtud «era una casi impiedad». El lector argentino recordará
pasajes análogos en la obra de Almafuerte. Runeberg publicó, en la hoja simbólica Sju insegel,
un asiduo poema descriptivo, El agua secreta; las primeras estrofas narran los hechos de un
tumultuoso día; las últimas, el hallazgo de un estanque glacial; el poeta sugiere que la
perduración de esa agua silenciosa corrige nuestra inútil violencia y de algún modo la permite y
la absuelve. El poema concluye así: «El agua de la selva es feliz; podemos ser malvados y
dolorosos».
perversión o exasperación de Kristus ochjudas. A fines de 1907, Runeberg
terminó y revisó el texto manuscrito; casi dos años transcurrieron sin que lo
entregara a la imprenta. En octubre de 1909, el libro apareció con un prólogo
(tibio hasta lo enigmático) del hebraísta dinamarqués Erik Erfjord y con este
pérfido epígrafe: «En el mundo estaba y el mundo fue hecho por él, y el mundo
no lo conoció» (Juan 1: 10). El argumento general no es complejo, si bien la
conclusión es monstruosa. Dios, arguye Nils Runeberg, se rebajó a ser hombre
para la redención del género humano; cabe conjeturar que fue perfecto el
sacrificio obrado por él, no invalidado o atenuado por omisiones. Limitar lo que
padeció a la agonía de una tarde en la cruz es blasfematorio.19 Afirmar que fue
hombre y que fue incapaz de pecado encierra contradicción; los atributos
de impeccabilitas y de humanitas no son compatibles. Kemnitz admite que el
Redentor pudo sentir fatiga, frío, turbación, hambre y sed; también cabe admitir
que pudo pecar y perderse. El famoso texto «Brotará como raíz de tierra
sedienta; no hay buen parecer en él, ni hermosura; despreciado y el último de
los hombres; varón de dolores, experimentado en quebrantos» (Isaías 53: 2—3),
es para muchos una previsión del crucificado, en la hora de su muerte; para
algunos (verbigracia, Hans Lassen Martensen), una refutación de la hermosura
que el consenso vulgar atribuye a Cristo; para Runeberg, la puntual profecía no
de un momento sino de todo el atroz porvenir, en el tiempo y en la eternidad,
del Verbo hecho carne. Dios totalmente se hizo hombre hasta la infamia,
hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo
elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la historia; pudo
ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue judas.
En vano propusieron esa revelación las librerías de Estocolmo y de Lund.
Los incrédulos la consideraron, a priori, un insípido y laborioso juego teológico;
los teólogos la desdeñaron. Runeberg intuyó en esa indiferencia ecuménica una
casi milagrosa confirmación. Dios ordenaba esa indiferencia; Dios no quería que
se propalara en la tierra Su terrible secreto. Runeberg comprendió que no era
llegada la hora: Sintió que estaban convergiendo sobre él antiguas maldiciones
divinas; recordó a Elías y a Moisés, ,que en la montaña se taparon la cara para
no ver a Dios; a Isaías, que se aterró cuando sus ojos vieron a Aquel cuya gloria
llena la tierra; a Saúl, cuyos ojos quedaron ciegos en el camino de Damasco; al
rabino Simeón ben Azaí, que vio el Paraíso y murió; al famoso hechicero Juan
de Viterbo, que enloqueció cuando pudo ver a la Trinidad; a los Midrashim, que
abominan de los impíos que pronuncian el Shem Hamephorash, el Secreto
Nombre de Dios. ¿No era él, acaso, culpable de ese crimen oscuro? ¿No sería ésa
la blasfemia contra el Espíritu, la que no será perdonada (Mateo 12: 31)? Valerio
Sorano murió por haber divulgado el oculto nombre de Roma; ¿qué infinito
castigo sería el suyo, por haber descubierto y divulgado el horrible nombre de
Dios?

19 Maurice Abramowicz observa: «Jésus, d'après ce Scandinave, a toujours le beau rôle;

ses déboires, grâce à la science des typographes, jouissent d'une réputabon polyglotte; sa
résidence de trente-trois ans parmi les humains ne fut en somme, qu'une villégiature». Erfjord,
en el tercer apéndice de la Christelige Dogmatik refuta ese pasaje. Anota que la crucifixión de
Dios no ha cesado, porque lo acontecido una sola vez en el tiempo se repite sin tregua en la
eternidad. Judas, ahora, sigue cobrando las monedas de plata; sigue besando a Jesucristo; sigue
arrojando las monedas de plata en el templo; sigue anudando el lazo de la cuerda en el campo de
sangre. (Erlord, para justificar esa afirmación, invoca el último capítulo del primer tomo de la
Vindicación de la eternidad, de Jaromir Hladík.)
Ebrio de insomnio y de vertiginosa dialéctica, Nils Runeberg erró por las
calles de Malmo, rogando a voces que le fuera deparada la gracia de compartir
con el Redentor el Infierno.
Murió de la rotura de un aneurisma, el primero de marzo de 1912. Los
heresiólogos tal vez lo recordarán; agregó al concepto del Hijo, que parecía
agotado, las complejidades del mal y del infortunio.
1944
El fin
Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de
junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de
pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente… Recobró poco a
poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró
sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las
piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y
la tarde; había dormido, pero aún quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo
izquierdo tanteó, hasta dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre.
Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los
modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con
pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada
de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de
alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso
la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre
inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al
día siguiente, al acomodar unos tercios de yerba, se le había muerto
bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de
las desdichas de los héroes de las novelas concluimos apiadándonos con exceso
de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis
como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a
vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el
cerco rojo de la luna era señal de lluvia.
Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta.
Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico,
taciturno, le dijo por señas que no; el negro no contaba. El hombre postrado se
quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un
poder.
La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño.
Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete que venía, o
parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el
caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino
acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio
más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso
firme en la pulpería.
Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo
con dulzura:
—Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
El otro, con voz áspera, replicó:
—Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he
venido.
Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
—Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
El otro explicó sin apuro:
—Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no
quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
—Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana.
Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.
—Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan
nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del
hombre.
Un lento acorde precedió la respuesta del negro:
—Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.
—Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz
alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el
cuchillo en la mano.
El negro, como si no lo oyera, observó:
—Con el otoño se van acortando los días.
—Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.
Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
—Deja en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
—Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.
El otro contestó con seriedad:
—En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar
al segundo.
Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la
llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se
detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el
antebrazo, cuando el negro dijo:
—Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro
ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años,
cuando mató a mi hermano.
Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre
lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara
del negro.
Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo
dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es
intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una
embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió
en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el
pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía
vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a
las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero,
ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había
matado a un hombre.
La secta del Fénix
Quienes escriben que la secta del Fénix tuvo su origen en Heliópolis, y la
derivan de la restauración religiosa que sucedió a la muerte del reformador
Amenophis IV, alegan textos de Heródoto, de Tácito y de los monumentos
egipcios, pero ignoran, o quieren ignorar, que la denominación por el Fénix no
es anterior a Hrabano Mauro y que las fuentes más antiguas (las Saturnales o
Flavio Josefo, digamos) sólo hablan de la Gente de la Costumbre o de la Gente
del Secreto. Ya Gregorovius observó, en los conventículos de Ferrara, que la
mención del Fénix era rarísima en el lenguaje oral; en Ginebra he tratado con
artesanos que no me comprendieron cuando inquirí si eran hombres del Fénix,
pero que admitieron, acto continuo, ser hombres del Secreto. Si no me engaño,
igual cosa acontece con los budistas; el nombre por el cual los conoce el mundo
no es el que ellos pronuncian.
Miklosich, en una página demasiado famosa, ha equiparado los sectarios
del Fénix a los gitanos. En Chile y en Hungría hay gitanos y también hay
sectarios; fuera de esa especie de ubicuidad, muy poco tienen en común unos y
otros. Los gitanos son chalanes, caldereros, herreros y decidores de la
buenaventura; los sectarios suelen ejercer felizmente las profesiones liberales.
Los gitanos configuran un tipo físico y hablan, o hablaban, un idioma secreto;
los sectarios se confunden con los demás y la prueba es que no han sufrido
persecuciones. Los gitanos son pintorescos e inspiran a los malos poetas; los
romances, los cromos y los boleros omiten a los sectarios… Martín Buber
declara que los judíos son esencialmente patéticos; no todos los sectarios lo son
y algunos abominan del patetismo; esta pública y notoria verdad basta para
refutar el error vulgar (absurdamente defendido por Urmann) que ve en el
Fénix una derivación de Israel. La gente más o menos discurre así: Urmann era
un hombre sensible; Urmann era judío; Urmann frecuentó a los sectarios en la
judería de Praga; la afinidad que Urmann sintió prueba un hecho real.
Sinceramente, no puedo convenir con ese dictamen. Que los sectarios en un
medio judío se parezcan a los judíos no prueba nada; lo innegable es que se
parecen, como el infinito Shakespeare de Hazlitt, a todos los hombres del
mundo. Son todo para todos, como el Apóstol; días pasados el doctor Juan
Francisco Amaro, de Paysandú, ponderó la facilidad con que se acriollaban.
He dicho que la historia de la secta no registra persecuciones. Ello es
verdad, pero como no hay grupo humano en que no figuren partidarios del
Fénix, también es cierto que no hay persecución o rigor que éstos no hayan
sufrido y ejecutado. En las guerras occidentales y en las remotas guerras del
Asia han vertido su sangre secularmente, bajo banderas enemigas; de muy poco
les vale identificarse con todas las naciones del orbe.
Sin un libro sagrado que los congregue como la Escritura a Israel, sin una
memoria común, sin esa otra memoria que es un idioma, desparramados por la
faz de la tierra, diversos de color y de rasgos, una sola cosa —el Secreto— los une
y los unirá hasta el fin de sus días. Alguna vez, además del Secreto hubo una
leyenda (y quizá un mito cosmogónico), pero los superficiales hombres del
Fénix la han olvidado y hoy sólo guardan la oscura tradición de un castigo. De
un castigo, de un pacto o de un privilegio, porque las versiones difieren y apenas
dejan entrever el fallo de un Dios que asegura a una estirpe la eternidad, si sus
hombres, generación tras generación, ejecutan un rito. He compulsado los
informes de los viajeros, he conversado con patriarcas y teólogos; puedo dar fe
de que el cumplimiento del rito es la única práctica religiosa que observan los
sectarios. El rito constituye el Secreto. Éste, como ya indiqué, se transmite de
generación en generación, pero el uso no quiere que las madres lo enseñen a los
hijos, ni tampoco los sacerdotes; la iniciación en el misterio es tarea de los
individuos más bajos. Un esclavo, un leproso o un pordiosero hacen de
mistagogos. También un niño puede adoctrinar a otro niño. El acto en sí es
trivial, momentáneo y no requiere descripción. Los materiales son el corcho, la
cera o la goma arábiga. (En la liturgia se habla de légamo; éste suele usarse
también.) No hay templos dedicados especialmente a la celebración de este
culto, pero una ruina, un sótano o un zaguán se juzgan lugares propicios. El
Secreto es sagrado pero no deja de ser un poco ridículo; su ejercicio es furtivo y
aun clandestino y los adeptos no hablan de él. No hay palabras decentes para
nombrarlo, pero se entiende que todas las palabras lo nombran o, mejor dicho,
que inevitablemente lo aluden, y así, en el diálogo yo he dicho una cosa
cualquiera y los adeptos han sonreído o se han puesto incómodos, porque
sintieron que yo había tocado el Secreto. En las literaturas germánicas hay
poemas escritos por sectarios, cuyo sujeto nominal es el mar o el crepúsculo de
la noche; son, de algún modo, símbolos del Secreto, oigo repetir. «Orbis
terrarum est speculum Ludi» reza un adagio apócrifo que Du Cange registró en
su Glosario. Una suerte de horror sagrado impide a algunos fieles la ejecución
del simplísimo rito; los otros los desprecian, pero ellos se desprecian aún más.
Gozan de mucho crédito, en cambio, quienes deliberadamente renuncian a la
Costumbre y logran un comercio directo con la divinidad; éstos, para manifestar
ese comercio, lo hacen con figuras de la liturgia y así John of the Rood escribió:
Sepan los Nueve Firmamentos que el Dios
Es deleitable como el Corcho y el Cieno.
He merecido en tres continentes la amistad de muchos devotos del Fénix;
me consta que el secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo
que aún es más extraño) increíble. No se avenían a admitir que sus padres se
hubieran rebajado a tales manejos. Lo raro es que el Secreto no se haya perdido
hace tiempo; a despecho de las vicisitudes del orbe, a despecho de las guerras y
de los éxodos, llega, tremendamente, a todos los fieles. Alguien no ha vacilado
en afirmar que ya es instintivo.
El Sur
El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes
Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan
Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se
sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco
Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires,
lanceado por indios de Catriel; en la discordia de sus dos linajes, Juan
Dahlmann (tal vez a impulsos de la sangre germánica) eligió el de ese
antepasado romántico o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo
de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de
ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la
soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A
costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una
estancia en el Sur, que fue de los Flores; una de las costumbres de su memoria
era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna
vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano
tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre
de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los
últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas
distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado
de Las mil y una noches, de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que
bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la
frente: ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta
vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre.
La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le había
hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba
despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo
gastó y las ilustraciones de Las mil y una noches sirvieron para decorar
pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían
que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y
le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron,
como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico
nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era
indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los
llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se
sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron, le raparon la cabeza,
lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el
vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo.
Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los
días y noches que siguieron a la operación, pudo entender que apenas había
estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca
el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió;
odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le
erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas,
pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una
septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias
físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar
en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba
reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia.
Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann
había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo
llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión
del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y
la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa
vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas
como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo;
unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las
carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del
nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann
solfa repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra
en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva
edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el
íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó
bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de
Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una
divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café,
la endulzó lentamente; la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y
pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que
estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en
la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los
vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches
arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las mil y
una noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era
una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y
secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y
luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es
que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado
matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más
que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de
sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente
vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los
ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
«Mañana me despertaré en la estancia», pensaba, y era como si a un
tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía
de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas
servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas,
infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio
zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de
mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También
creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque
su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento
nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco
sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y
no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en
Constitución, al dejar el andén; la llanura y las horas lo habían atravesado y
transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte.
No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo
era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el
campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era
perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no
sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su
boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en
otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una
explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el
mecanismo de los hechos no le importaba.)
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado
de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un
cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera
conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había
hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura,
antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar
esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor
del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado
para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un
grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al
palenque había unos caballos. Dahlmann, adentro, creyó reconocer al patrón;
luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados
del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para
agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió
comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los
que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se
acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo
habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los
hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del
tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el
poncho de bayeta, el largo chiripa y la bota de potro y se dijo, rememorando
inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que
gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose
con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de
hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó
con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la
mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno
de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones
de chacra; otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto.
Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de
vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso
era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dahlmann, perplejo, decidió que
nada había ocurrido y abrió el volumen de Las mil y una noches, como para
tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los
peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un
disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una
pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo
exhortó con voz alarmada:
—Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio
alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió
que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la
provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba
contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado
al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de
Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a
exagerar su borrachera y esa exageración era una ferocidad y una burla. Entre
malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los
ojos, lo barajó, e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz
que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón, el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una
cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a
sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo.
Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese
acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su
mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran.
Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su
esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el
filo para adentro. «No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas
cosas», pensó.
—Vamos saliendo —dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor.
Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y
acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en
la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él,
entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera
elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y
sale a la llanura.

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