Cartilla 1ro.3ra. 24
Cartilla 1ro.3ra. 24
Cartilla 1ro.3ra. 24
La comunicación
Los hombres usan el lenguaje para comunicarse, establecer relaciones
con otros miembros de la comunidad. Cada vez que lo hacen, generan
situaciones comunicativas, es decir, las que se crean cuando las
personas se comunican. La situación que se crea como espacio de los
interlocutores.
· Código: es la lengua o el sistema de signos que se emplea para poder significar algo,
decir algo. Para evitar fallas en la comunicación, los participantes deben compartir el
mismo código. El código en la comunicación puede ser verbal o no verbal. Entre los có-
digos verbales se encuentran las lenguas, los idiomas, como el español o el inglés. En
cambio, el código no verbal es cualquier sistema de señales, colores, banderas o
imágenes que no involucre el lenguaje.
· Canal: Se relaciona con el medio físico a través del cual se transmite el mensaje e
incluye el sentido con que el receptor lo percibe.
Por ejemplo: Una luz del semáforo tiene un emisor (la Dirección
General de Tránsito) que envía un mensaje (“Deténgase” o “Pase,
adelante”, o “Atención, prepárese para avanzar”) a través de un
canal (visual, dado que sus signos son luces percibidas a través del
aire) a un destinatario (los que transitan por la vía pública). Este
mensaje está compuesto por signos (las luces verde, amarilla o roja)
que pertenecen a un código (el del semáforo, a su vez incluido en
uno más amplio, el de las señales de tránsito) que conocen tanto el
emisor como el destinatario, es decir, una clave de interpretación
que posibilita ese intercambio. Por último, el mensaje se refiere a
una idea o tema, es decir, alude a un referente: la circulación vial
en la ciudad.
Función Poética: Interesa más cómo se comunica que qué se comunica. El elemento
destacado es el mensaje en sí mismo, cómo está elaborado, y no tanto la información que se
da.
Ej.: un poema o un relato literario.
Hay que tener en cuenta que las comunicaciones lingüísticas reales presentan aspectos
complejos. A diferencia de los ejemplos anteriores, simplificados, los enunciados en
general pueden tener varias funciones, de modo que se debe hablar de predominancia de
una función, más que de exclusividad: por ejemplo, un enunciado como “fumar es
perjudicial para la salud”, impreso en un paquete de cigarrillos, busca informar, pero
también regular la conducta del consumidor. Presenta claramente dos funciones:
Referencial y apelativa.
Las secuencias o tramas textuales
Los textos, los enunciados, también han sido estudiados por las regularidades en su
estructura, es decir, por su organización interna. Por ejemplo, el lingüista J. Adam [1]
planteó que esta organización se relaciona con el predominio de una secuencia textual.
Según este autor, las secuencias son unidades mínimas de composición textual, es decir,
conjuntos de enunciados que se organizan de una manera particular. En función de su
organización, las secuencias textuales, para algunos autores, son seis: narrativa, descriptiva,
expositivo-explicativa, argumentativa, dialogal e instruccional.
[1] Adam, Jean-Michel (1992) Les textes: types et prototypes, Paris, Nathan.
La narración
Una narración es el relato de unos hechos reales o imaginarios que les suceden a unos personajes en un lugar.
Cuando contamos algo que nos ha sucedido o que hemos soñado o cuando contamos un cuento, estamos
haciendo una narración.
Elementos de la narración
El narrador es la persona que cuenta la historia. Si contás lo que te ha sucedido, vos sos el narrador.
En los cuentos, el narrador es el que va contando lo que sucede y presentando a los personajes.
Los personajes son los seres a los que les ocurren los hechos que el narrador cuenta. Si contás lo que
te ha sucedido a vos, además de ser el narrador eres un personaje de la historia. Si contás lo que les
ha pasado a tus padres, los personajes son ellos.
La acción se refiere a los hechos que se cuentan en el relato.
Partes de la narración
El marco es la parte donde se indica el lugar y el tiempo en que se desarrolla la acción; y se presenta
a alguno de los personajes. Suele estar al principio del relato.
La historia o trama es el conjunto de los hechos que les ocurren a los personajes.
Los personajes
Los personajes son los seres que aparecen en una historia. Pueden ser personas, animales e incluso objetos
animados o inanimados. Cuando los personajes son seres inanimados se suelen comportar como si no lo
fueran y actúan y sienten como seres humanos.
Los personajes de una narración tienen una determinada personalidad: pueden ser generosos, avaros,
miedosos, malvados, divertidos... Pueden ser igual durante toda la historia o cambiar a lo largo de ella.
Los personajes se dividen en principales y secundarios. Entre los personajes principales se encuentra
el protagonista que es el que más destaca, el que lleva la parte más importante de la acción. En muchos
relatos aparece también el antagonista, un personaje negativo, "el malo", que se enfrenta al protagonista.
El narrador
Es la persona que cuenta lo que pasa, presenta a los personajes y explica las reacciones de cada uno.
Cuando el narrador cuenta los hechos que les suceden a otras personas se expresa en tercera persona.
El muchacho obedeció cerrando la puerta con suavidad. Luego se acercó a la pared de libros y miró con
precaución al otro lado. Allí estaba sentado, en un sillón de orejas de cuero desgastado, un hombre grueso y
rechoncho. Michael Ende
Si el narrador es también uno de los personajes de la historia y cuenta hechos en los que participa él mismo,
se expresará en primera persona.
Mi trabajo era múltiple. Vendía accesorios en el mostrador, atendía la caja, cotejaba cada factura con la
mercadería correspondiente y en los ratos libres, o en las horas extras, el gerente me llamaba para dictarme
cartas que yo tomaba taquigráficamente, Ocho o nueve horas a ese ritmo me dejaban aturdido y fatigado.
Mario Benedetti
Mito, Leyenda y Fábula
Mito
El relato mítico está constituido por la narración acerca de cómo fueron los orígenes, qué
sucedía antes de que el hombre fuera creado, las actividades de los dioses, la creación del
universo, de todo cuanto existe. Los mitos responden a la pregunta existencial del hombre
de todos los tiempos sobre: de dónde viene y lo que pasa después de su muerte física. El
mito provee al hombre de una explicación acerca de su vida, de su existencia y justifica su
quehacer en el mundo.
Citando a Mircea Eliade: "El mito relata una historia sagrada, es decir, un acontecimiento
primordial que tuvo lugar en el comienzo del tiempo. Los personajes del mito no son seres
humanos, son dioses o héroes civilizadores". "El mito trata de responder integralmente a la
necesidad de conocimiento, en la medida en que debe ubicar al hombre ante la sociedad y
ante la naturaleza”.
Leyenda
Relato basado en un hecho o un personaje reales, deformado o magnificado por la fantasía
o la admiración. Según la Real Academia Española, la leyenda es un género literario
(folclórico), en general de transmisión oral, que habla de sucesos históricos, sobre
personajes, sitios o acontecimientos reales, pero en cuyo relato se ven magnificadas algunas
de sus características, dando una importancia sobrehumana a sus protagonistas, y
aportando, de ese modo, una borrosa línea para determinar lo que es real y lo que forma
parte de la fantasía.
Fábula
También siguiendo a la RAE, fábula se denomina al breve relato literario escrito, en prosa o
verso, con intención didáctica o crítica, frecuentemente manifestada en una moraleja final,
y en el que pueden intervenir personas, animales y otros seres animados o inanimados.
La caja de Pandora
Es quizás uno de los mitos griegos más conocidos, el cual nos deja la valiosa lección de que
caer en la tentación puede traer consecuencias y que la esperanza es lo último que se pierde.
Pandora fue la primera mujer creada por Zeus, quien pidió a Hefesto, su maestro de herrería
y escultura, que hiciera a una mujer tan hermosa, dotada y capacitada como los inmortales,
para que ningún hombre pudiese resistirse a ella. Sin embargo, también exigió que portara
algunas características negativas como la seducción, la curiosidad, la mentira y el gusto por
los vicios.
Pandora fue creada con el propósito de tomar venganza para Zeus, por el descaro de
Prometeo al robar su fuego y dárselo a los humanos, así que llevó a Pandora hacia el
hermano de éste, Epimeteo, con el cual contrajo nupcias y se le otorgó una vasija como
regalo de bodas. Pero bajo ninguna circunstancia ésta debía ser abierta.
Sin embargo, presa de la curiosidad, Pandora decidió dar un vistazo y al abrir la vasija,
liberó todos los males del mundo que Zeus había encerrado en ésta. Cuando logró cerrarla,
en su interior quedó atrapado el espíritu de Elpis, la deidad que simboliza la esperanza.
El Ragnarök
La mitología nos explica que habrá sucesos que señalarán la inminente llegada del
Ragnarök, como el Fimbulwinter, un invierno que durará tanto como tres inviernos
consecutivos, sin ningún verano que los interrumpa, el momento en que Sköll y Hati
devoren al sol y la luna respectivamente, o la muerte de Balder, el más querido de los
dioses, a manos de Loki, el dios de los engaños. Estos hechos serán la señal de que el
Ragnarök es inminente.
El verdadero preludio del Ragnarök vendrá marcado por el sonido del Gjallarhorn, el
cuerno de Heimdall, cuya mirada era capaz de contemplar el crecimiento de una brizna de
hierba. El sonido alertará a los dioses, y éstos serán reunidos en consejo por última vez.
Odín se pondrá al frente de la hueste, cabalgando a lomos de su caballo de ocho patas
Sleipnir y blandiendo su lanza Gungir. Junto a él marcharan no solo los dioses, sino
también los einherjar y las valquirias.
La batalla tendrá lugar en el llano de Vígríðr y allí encontrarán la muerte tanto los dioses
como los gigantes. Odín morirá al ser devorado por el gran lobo Fenrir. Thor logrará dar
muerte a la serpiente Jormungand, una colosal criatura cuya longitud era tal que podía
envolver todo el territorio de Midgard, y con la que ya se había enfrentado en el pasado. No
obstante, la victoria de Thor será efímera, pues encontrará la muerte al alejarse nueve pasos
del cuerpo de la criatura, víctima del veneno que ésta le había inyectado durante la batalla.
Heimdall se encontrará con Loki en el campo de batalla, y ambos se darán muerte
mutuamente. Con la muerte de dioses y gigantes, el fuego de Surtur, el gigante de fuego de
Muspell, se esparcirá por la corteza del Yggdrasil, el gran árbol situado en el centro del
cosmos, devorándolo todo a su paso, y destruyendo completa y absolutamente los nueve
reinos que formaban la cosmología nórdica.
No existe un consenso sobre si el pueblo nórdico realmente creía en que tras el Ragnarök
surgiría un nuevo cosmos, sin embargo, la creencia más extendida es que los vikingos
creían que el tiempo era cíclico, y que éste se repetía una y otra vez, en un ciclo sin fin. Las
fuentes disponibles no permiten realizar una afirmación absoluta al respecto. Sobre lo que
sí hay consenso es el desarrollo que tendrá el Ragnarök, la gran batalla con la que llegará el
fin del cosmos, las muertes de Odín, Thor y el resto de dioses, y la destrucción del cosmos,
algo que encaja perfectamente con el estilo de la cultura vikinga.
Los mosquitos
Muchos eran los muertos en el pueblo de los nookta. En cada muerto había un agujero por donde
le habían robado la sangre. El asesino, un niño que mataba desde antes de aprender a caminar,
recibió su sentencia riendo a las carcajadas. Lo atravesaron las lanzas y él, riendo, se las
desprendió del cuerpo como espinas.
Indicó a sus verdugos que armaran una gran fogata y que lo arrojaran adentro.
Sus cenizas se esparcieron por los aires, ansiosas de daño, y así se echaron a volar los primeros
mosquitos.
En otro tiempo muy remoto, los hombres eran animales con habla. No tenían mujeres y se
alimentaban de pescado. Pescaban tanto que guardaban. Un día descubrieron que les habían
robado el pescado que tenían como provisión. Decidieron dejar a un loro de guardia.
Encaramado a un árbol, el loro vio que desde el cielo se deslizaban mujeres por una cuerda.
Comieron todo el pescado que pudieron y después se durmieron bajo los árboles.
El loro se puso a tirarles ramitas a las mujeres, en vez de dar la voz de alarma como le
habían ordenado. Las mujeres se despertaron y lo descubrieron. Lo bombardearon con todo
lo que encontraron y algo le dio en la lengua, que por eso la tiene negra.
La iguana escuchó el ruido y alertó a los hombres, pero como estos creían que la iguana era
sorda, se negaron a creerle. Al día siguiente, es el lagarto el que monta guardia mientras los
demás van a pescar. Pero tampoco tiene suerte, pues las mujeres ladronas lo descubren y le
arrancan la lengua. Los hombres deciden entonces dejar al gavilán de guardia. Las mujeres
no pueden verlo porque el color de su plumaje se confunde con el de los árboles. Pero el
gavilán da la alarma y, a pesar de estar siendo bombardeado por las mujeres, logra cortar la
cuerda por la que bajaban las mujeres.
Un ratón campesino tenía por amigo a otro de la corte, y lo invitó a que fuese a comer al campo.
Pero como solo podía ofrecerle trigo y yerbajos, el ratón cortesano le dijo: —¿Sabes amigo que
llevas una vida de hormiga? En cambio, yo poseo bienes en abundancia. Ven conmigo y a tu
disposición los tendrás. Partieron ambos para la corte. Mostró el ratón ciudadano a su amigo trigo
y legumbres, higos y queso, frutas y miel. Maravillado el ratón campesino, bendecía a su amigo de
todo corazón y renegaba de su mala suerte. Dispuestos ya a darse un festín, un hombre abrió de
pronto la puerta. Espantados por el ruido los dos ratones se lanzaron temerosos a los agujeros.
Volvieron luego a buscar higos secos, pero otra persona incursionó en el lugar, y al verla, los dos
amigos se precipitaron nuevamente en una rendija para esconderse. Entonces el ratón de los
campos, olvidándose de su hambre, suspiró y dijo al ratón cortesano: —Adiós amigo, veo que
comes hasta hartarte y que estás muy satisfecho, pero es al precio de mil peligros y constantes
temores. Yo, en cambio, soy un pobre diablo y vivo mordisqueando la cebada y el trigo, pero sin
angustias ni temores hacia nadie.
Moraleja: Es tu decisión escoger el disponer de ciertos lujos y ventajas que siempre van unidos a
agobios y preocupaciones, o vivir un poco más austeramente pero con más serenidad.
SUSTANTIVO
Designa seres animados o inanimados, de existencia real o imaginaria y
realidades físicas o mentales: personas, animales, objetos, sentimientos,
emociones, acciones, cualidades, relaciones, etc.
Pedro, león, carpintero, rosa, belleza, temor, entrada, causa, año, semana,
envejecimiento...
ADJETIVO
Indica cualidades, propiedades, rasgos o características de los sustantivos a los
que complementa.
VERBO
Expresa acciones (“Juan corre”), estados (“José está triste”), procesos (“Pedro
enloqueció”) y existencia (“Hay cinco sillas”) que experimentan los seres.
ARTÍCULO
Palabra sin significado propio que sirve para anunciar la presencia de un
sustantivo o elemento sustantivado.
PRONOMBRE
Palabra de significado ocasional: no tiene significado propio, sino que lo recibe
del contexto comunicativo o discursivo en el que se usa. Puede funcionar como
sustantivo, adjetivo o adverbio según el grupo al que pertenezca.
Yo, tú, él, éste ésa, aquélla, lo, la, los, las, le, les, me, se, mi, muchos, alguien,
nadie...
PREPOSICIÓN
Palabra que sirve para unir o relacionar palabras que están en distintos niveles
sintácticos.
CONJUNCIÓN
Palabra que sirve para unir relacionar palabras, sintagmas o proposiciones que
están en el mismo nivel sintáctico (puede tener matices de adición, oposición,
exclusión, causa, condición, consecuencia, finalidad, concesión...).
INTERJECCIÓN
Palabra que se suele pronunciar con entonación exclamativa y con la que
expresamos sentimientos y emociones o se utiliza para saludar, despedirse, llamar
la atención, etc.
¡Oh!, ¡ah!, ¡eh!, ¡uy, ¡anda!, ¡vaya! ¡caracoles!...
Se denomina así a los aspectos relacionados con las variaciones que pueden
presentar las palabras en su morfología (composición). Son las siguientes:
Por ejemplo:
Por ejemplo:
Por ejemplo:
Por ejemplo: ¡Ven aquí ya! Termina eso. Come más sopa.
Por ejemplo:
Lo que caracteriza a una oración es la unidad temática, ya que las palabras que la
constituyen deben referirse a un tema determinado. Toda oración encierra un pensamiento
completo, es decir, tiene en sí misma un significado y se puede encontrar de manera escrita
(se reconoce por comenzar con una letra mayúscula y finalizar con un punto) o ser
formulada de forma oral.
Tipos de oraciones
Una oración está formada por un conjunto de palabras.
Las oraciones se pueden clasificar de diversos modos.
Según su estructura:
Según su complejidad:
Oraciones simples. Son oraciones que están compuestas por un único verbo, que
refiere a un único sujeto. Por ejemplo: Ella correrá la maratón.
Oraciones compuestas. Son oraciones formadas por dos o más verbos conjugados que
refieren a dos sujetos distintos. Por ejemplo: Ella correrá la maratón y yo la esperaré
en la meta.
Según el sujeto:
Oraciones personales. Son oraciones con un sujeto determinado. Este sujeto puede ser
explícito o tácito. Por ejemplo: Los deportistas tienen tiempo hasta mañana para
entregar los certificados. Tienen tiempo hasta mañana para entregar los certificados.
Oraciones impersonales. Son oraciones en las que ninguno de los elementos que las
conforman es el sujeto ni está omitido. Por ejemplo: Hay mucho ruido.
Oraciones activas. Son oraciones en las que el sujeto ejecuta de forma directa un
verbo. Por ejemplo: El presidente será el encargado de entregar las medallas.
Oraciones pasivas. Son oraciones en las que el sujeto recibe la acción de forma pasiva
y es ejecutada por un complemento agente. Por ejemplo: Las medallas serán entregadas
por el presidente.
Oraciones afirmativas. Son oraciones que certifican un hecho o una información. Por
ejemplo: La carrera terminará en cinco minutos.
Oraciones interrogativas. Son oraciones en las que el emisor hace una pregunta que se
expresa entre signos de interrogación. Por ejemplo: ¿En dónde se pueden comprar las
entradas?
Oraciones negativas. Son oraciones que niegan algún hecho, circunstancia o
afirmación. Por ejemplo: No quedan más entradas para la carrera de hoy.
Oraciones exclamativas. Son oraciones que indican énfasis o expresan algo entre
signos de exclamación. Por ejemplo: ¡Qué desgracia!
El sujeto de una oración
El sujeto de la oración es la parte de la oración bimembre que se refiere a aquel que realiza
la acción. El sujeto puede encontrarse antes o después del predicado y puede ser:
Sujeto expreso. Aquel sujeto que está mencionado de forma explícita en la oración. Por
ejemplo: La profesora llegó tarde a la escuela.
Sujeto tácito. Aquel sujeto que no está nombrado de forma explícita en la oración pero
que se puede reconocer por el contexto. Por ejemplo: Llegamos a tiempo al
examen (sujeto tácito: nosotros).
Todo sujeto de una oración está formado por un núcleo, que es la palabra central del
sujeto, y que puede ser un sustantivo o pronombre. El sujeto es simple cuando está formado
por un único núcleo. Por ejemplo: Julián obtuvo la mejor nota de su clase. Y es
compuesto, cuando está formado por dos o más núcleos. Por ejemplo: Julián y Micaela no
deberán rendir el recuperatorio.
Predicado no verbal. No contiene un verbo y en su lugar suele haber una coma. Por
ejemplo: La película, interesante. Puede ser nominal, cuando el núcleo es un sustantivo
o adjetivo; adverbial, cuando el núcleo es un adverbio; o verboidal, cuando el núcleo es
un verboide. En los casos en los que no existe la coma, se trata de una oración
unimembre.
Predicado verbal. Detalla la acción que lleva adelante el sujeto, por lo que siempre
contiene al verbo (en pasado, presente o futuro) que es el núcleo. El predicado es simple
cuando la oración contiene solo un verbo. Por ejemplo: Los hermanos fueron a la
playa ese verano. Por otro lado, el predicado es compuesto cuando la oración contiene
dos o más verbos. Por ejemplo: Los hermanos fueron a la playa ese verano y
compraron una casa. En todos los casos el verbo debe concordar en género y número
con el núcleo del sujeto.
Además del núcleo, el predicado verbal está formado por otros elementos que lo
complementan. Estos son:
Toda oración escrita comienza con una palabra que se escribe con la primera letra en
mayúscula y finaliza con un punto. Este punto puede ser punto aparte (cierra un
párrafo), punto seguido (continúa el mismo párrafo) o punto final (cierra un texto).
El cuento
El cuento es una narración corta que ha formado parte de nuestra cultura literaria desde hace
muchísimo tiempo. De hecho, existen los cuentos populares que son aquellos que eran de narración
oral y que se explicaban entre los pueblos y sociedades pasando, así, de generación a generación.
Pero, además de los populares, hay otros muchos tipos de cuentos que merece la pena conocer.
Antes de empezar a hablar sobre los diferentes tipos de cuentos que existen es importante
que entendamos bien el concepto. Las características de los cuentos son muy determinantes
para diferenciar este tipo de narración de otra como puede ser la novela. Sobre todo, lo más
destacado es su extensión: un cuento es breve por naturaleza y, por tanto, no puede contar
con una extensión muy larga sino que, en pocas páginas, transcurre toda la historia.
Puede estar contado por uno o varios narradores que nos narran la historia de pocos
personajes (a veces solo uno) y que cuentan con unos elementos sorprendentes y con un
giro final que suele ser inesperado. Se puede transmitir tanto de forma escrita (cuento
literario) como de forma oral (cuento popular).
Otra de las grandes diferencias entre cuento y novela es que el primero persigue el objetivo
de lanzar una idea de forma rápida y sencilla mientras que en la novela convergen las
historias secundarias así como los personajes y las subtramas.
Solo existen 2 tipos de cuentos: el popular y el literario. Pero dentro de cada uno de
estos tipos, yacen subtipos que también vamos a analizar.
Cuento popular, uno de los tipos de cuentos tradicionales
Si hablamos de los tipos de cuentos más tradicionales en la historia de la literatura, tenemos
que comenzar hablando del cuento popular ya que fue el primero que apareció en nuestra
sociedad. Se trata de una narración breve que era transmitida de generación en generación y
de pueblo en pueblo de forma oral. Estas historias suelen caracterizarse por narrar hechos
imaginarios.
Hay muchas variaciones de un mismo cuento popular y, el motivo, es que dependiendo de
quién lo contaba, se iban modificando elementos o añadiendo innovaciones que no existían
en el original. Por tanto, podemos hablar de que se trata de un cuento de creación colectiva
cuyo origen real se desconoce ya que el que nos ha llegado ha sido una versión ya
adulterada; de hecho, es habitual que la autoría de estos cuentos sea desconocida.
Cuento literario
Otro de los tipos de cuentos clásicos y tradicionales es el cuento literario. Se trata de un tipo
de narración que, a diferencia del oral, sí que está escrita y, por tanto, fijada con
una estructura, un argumento y unos personajes concretos. Las partes del cuento están bien
definidas y estructuradas. Los cuentos literarios sí que tienen a un autor que firma la
historia y, por tanto, ya no estamos ante un producto literario de creación colectiva sino
individual.
A la hora de redactar este tipo de cuento, el autor emplea de forma consciente un estilo
determinado, un léxico concreto y, en definitiva, le da una esencia literaria. En el caso de
los cuentos populares, no es tanto la forma lo que importa como el contenido y, en cambio,
en los literarios la forma y el contenido van de la mano y tienen la misma importancia.
Tipos de cuentos
El cuento es una narración breve en la que se relatan hechos ficticios. Los cuentos se
caracterizan por tener una cantidad pequeña de personajes y argumentos medianamente
sencillos. Se pueden diferenciar seis:
Cuentos maravillosos: estos cuentos se caracterizan por la presencia de personajes que no
existen en el mundo real y que se perciben como normales a lo largo de toda la historia, por
ejemplo: dragones, hadas, brujas, animales parlanchines, etcétera. Por otro lado, se
caracterizan por no identificar el tiempo y lugar en el que se desarrolla la historia. Se habla
de lugares lejanos, “érase una vez”, y otras expresiones imprecisas. Además, en estos
cuentos no se hacen descripciones demasiado prolongadas, simplemente se destacan ciertos
rasgos característicos de cada personaje y lugar. Por último, en estos cuentos existen ciertas
acciones o fórmulas que se repiten en todos los cuentos. Por ejemplo, expresiones como
“había una vez” o que los personajes deban atravesar tres pruebas.
Cuentos fantásticos: este tipo de cuentos se caracteriza por la irrupción de un elemento
anormal en una historia que venía desarrollándose dentro de un marco real. Esto hace poner
en duda al lector sobre si es producto de la imaginación del personaje o una consecuencia
sobrenatural. Esta incertidumbre entre si es imaginación o realidad mantienen al lector con
el interrogante hasta el desenlace.
Cuentos de ciencia ficción: estos cuentos se basan en mostrar cómo afectan una
comunidad o a un personaje específico, ubicados en el pasado, presente o futuro, los
avances tecnológicos y científicos. Se aclara que son de ficción porque contienen elementos
que son ficticios, que son los que generan suspenso para atrapar a quien los lee.
Cuento policial: narra hechos relacionados con la delincuencia, crímenes y justicia.
Generalmente, su temática principal tiene que ver con la resolución de algún delito, o bien,
con la persecución de algún criminal. Generalmente se habla de dos tipos de narraciones
policiales, la blanca y la negra. En la blanca, el policía cumple con su deber y es quien se
encarga de atrapar al delincuente. En la negra, el policía se infiltra en el grupo delictivo
para hacerse con el criminal.
Cuentos realistas: estos cuentos presentan historias que buscan ser creíbles por medio de
acontecimientos que se muestran como reales. En estas narraciones son especificados el
tiempo y lugar en los que se desarrolla la historia, se utilizan descripciones con precisión y
claridad. Además, los personajes se caracterizan por ser comunes y corrientes, en los que
sus defectos y virtudes se descifran con facilidad.
Cuentos de terror: el autor de estas narraciones busca infundir el miedo en sus lectores
valiéndose de temas que puedan causar dicho efecto, ya sea la muerte, catástrofes,
crímenes, etcétera.
El perro y el gorrión
Un cuento de los hermanos Grimm
Antonia vivía con su único hijo en una casita pobre, en el campo. El chico trabajaba
cortando madera en un bosque vecino. Un día volvió, a la tarde, como siempre, para tomar
su mate, con el hacha al hombro. Y cuando se sentó con su madre a matear, le contó que en
la raíz de cierto árbol había encontrado un escuerzo, y lo había matado con su hacha.
Su madre se llenó de horror al escucharlo y le pidió por favor que la acompañara al lugar
para quemar el cadáver del animal.
-El escuerzo- le dijo- no perdona nunca al que lo ofende. Si no se lo quema, resucita, sigue
el rastro de su matador y no descansa hasta vengarse.
El muchacho se rió de lo que dijo su madre, intentando convencerla de que aquello era una
leyenda, un cuento para niños. Ella insistió tanto que el joven, todavía risueño, tuvo que
acompañarla hasta el árbol para buscar el escuerzo muerto.
Luego de andar un rato dieron con el árbol, pero el cadáver del escuerzo no apareció.
-¿No te dije?- exclamó ella echándose a llorar- ya se fue, ahora esto no tiene remedio.
-No seas tonta… se lo habrá comido un zorro hambriento… volvamos, que ya va a
anochecer…
Regresaron a la casita. Ella iba llorosa, él tratándola de distraer.
Comieron en el patio, en silencio, a la luz de la luna. Luego, cuando él ya se disponía a
tirarse a dormir sobre su montura, Antonia le suplicó que por aquella noche aceptara
meterse en una caja grande de madera que ella tenía y que durmiese allí. Claro que el
muchacho se opuso a semejante locura; pero fueron tantas las súplicas de la vieja, que,
como el muchacho la quería tanto, tuvo que aceptar su capricho. Así que se metió adentro y
Antonia se sentó al lado de la caja, decidida a pasar la noche al lado de su hijo para cerrar la
caja ante la menor señal de peligro.
Era la medianoche, más o menos, cuando de repente un bultito negro, apenas visible,
apareció por debajo de la puertita de madera de la casa. Antonia tuvo un escalofrío de
angustia.
¿Pero, si no era más que uno de tantos sapos familiares que entraban cada noche a la casa
en busca de insectos? Un momento respiró, aliviada por esta idea. Pero el escuerzo dio de
pronto un saltito, luego otro, en dirección a la caja. Antonia miró con expresión de terror a
su hijo; dormía, vencido por el sueño, sin sospechar nada.
Entonces dejó caer sin hacer ruido la tapa de la caja.
El animal no se detenía, seguía saltando. Estaba ya al pie de la caja. La rodeó lentamente,
se detuvo en uno de los ángulos, y de repente, con un salto increíble para su pequeño
tamaño, se posó sobre la tapa.
Antonia no se atrevió a hacer ni un solo movimiento. La luna bañaba la pieza con su luz
pálida.
El sapo comenzó a hincharse, aumentó, aumentó su tamaño de manera increíble hasta
triplicar su volumen. Permaneció así durante un minuto, en que la pobre mujer sintió pasar
por su corazón terrores indescriptibles. Después, el sapo fue reduciéndose, reduciéndose
hasta recobrar su forma normal, saltó a tierra, se dirigió a la puerta y atravesando el patio
desapareció entre las hierbas.
Entonces Antonia se atrevió a levantarse, temblorosa. Abrió la caja. Lo que sintió fue tan
horrible, que a los pocos meses murió, víctima del espanto que le produjo.
Un frío mortal salía del mueble abierto, el muchacho estaba helado y rígido, ya no
respiraba.
Era una de esas bonitas y encantadoras muchachas que nacen, como por un error del
destino, en una familia de empleados. Sin dote, sin esperanzas, sin posibilidad alguna de ser
conocida, comprendida, querida y casada con un hombre rico y distinguido, dejó que la
unieran en matrimonio con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.
Fue sencilla porque no podía engalanarse, pero desdichada como una persona venida a
menos socialmente; pues las mujeres no tienen ni casta ni raza, constituyendo para ellas la
belleza, la gracia y el encanto su cuna y su familia. Su innata finura, su instintiva elegancia,
su rapidez mental son su única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más
grandes damas.
Sufría sin cesar, porque se sentía nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría
por la pobreza de su casa, lo mísero de sus paredes, lo desgastado de las sillas, la fealdad de
las telas. Todas estas cosas, a las que otra mujer de su condición no habría dado
importancia, a ella la torturaban e indignaban. El ver a la pequeña bretona que hacía las
humildes tareas del hogar despertaba en ella una triste añoranza y sueños locos. Soñaba con
antecámaras silenciosas, acolchadas con colgaduras orientales, iluminadas por largos
tederos de bronce, y con dos altos criados con calzón corto dormidos en anchos sillones,
amodorrados por el pesado calor del calorífero. Pensaba en los grandes salones revestidos
de seda antigua, en los muebles de precio adornados con chucherías inestimables, y en los
saloncitos coquetos, perfumados, hechos para la conversación de cinco horas con los
amigos más íntimos, los hombres conocidos y solicitados, a los que todas las mujeres
codician y cuyas atenciones anhelan.
Cuando se sentaba para comer delante de la mesa redonda cubierta con un mantel que
llevaba usándose tres días, enfrente de su marido que destapaba la sopera declarando con
aire encantado: «¡Ah, qué buen cocido! Para mí no hay nada mejor…», pensaba en las
comidas refinadas, en la platería reluciente, en los tapices que cubren las paredes de
antiguos personajes y pájaros exóticos en medio de un bosque de cuento de hadas; pensaba
en los platos exquisitos servidos en vajillas maravillosas, en las galanterías cuchicheadas y
escuchadas con una sonrisa de esfinge, mientras comía la carne sonrosada de una trucha o
unas alas de pollita cebada.
No tenía ella galas femeninas, ni joyas, nada. Y eran las únicas cosas que le gustaban,
aquellas para las que se sentía nacida. Hubiera deseado tanto gustar, ser envidiada, ser
seductora y solicitada.
Tenía una amiga rica, una compañera del internado de las monjas a la que no quería ir a ver
más, de tanto como sufría al volver a su casa. Y lloraba durante días enteros, de tristeza, de
pesar, de desesperación y de desconsuelo.
Ahora bien, una noche, regresó su marido con aire triunfante y trayendo en la mano un gran
sobre.
—Toma —dijo—, es para ti.
Ella desgarró nerviosamente el papel y extrajo una carta impresa que decía así: «El ministro
de Instrucción Pública y la señora Georges Ramponneau tienen el honor de invitar al señor
y a la señora Loisel a la velada que se celebrará el lunes día 18 de enero en los salones del
Ministerio».
En vez de sentirse feliz, como se figuraba su marido, tiró con despecho la invitación sobre
la mesa murmurando:
—¿Qué quieres que haga con esto?
—Pero, querida, yo pensaba que te alegraría. ¡No sales nunca, y ésta es una oportunidad,
una buena oportunidad! No sabes lo que me ha costado conseguirla. Todo el mundo quería
una invitación; son muy solicitadas y no se dan muchas a los empleados. Verás a todo el
mundo oficial.
Ella le miraba enfurruñada y declaró con impaciencia:
—¿Qué quieres que me ponga para ir allí?
Él no había pensado en ello; balbució:
—Pues el vestido que te pones para ir al teatro, me parece muy bonito.
Calló, asombrado y confuso, al ver que su mujer lloraba. Dos lagrimones rodaban
lentamente de las comisuras de sus ojos hacia las de la boca; balbució:
—¿Qué te pasa?
Pero, con un violento esfuerzo, ella se dominó y contestó con tono calmo, secándose sus
húmedas mejillas:
—Nada. Sólo que no tengo ningún vestido que ponerme y, por consiguiente, no puedo ir a
la fiesta. Dale la invitación a algún colega que tenga una mujer con un mejor guardarropa
que yo.
Él estaba disgustado. Dijo:
—Escucha, Mathilde. ¿Cuánto podría costar un vestido de gala conveniente, que podría
servirte para otras ocasiones, algo muy sencillo?
Ella reflexionó durante unos segundos, haciendo sus cálculos y pensando también en la
suma que podía pedir sin ganarse una negativa inmediata y una exclamación de espanto del
ahorrativo empleado.
Finalmente, respondió dudando:
—No sabría decírtelo con exactitud, pero quizá con cuatrocientos francos tendría bastante.
Él había palidecido un poco, pues justamente reservaba esa cantidad para comprarse un
rifle con el que cazar al verano siguiente, en la plana de Nanterre, junto con algunos amigos
que iban allí a dispararles a las alondras el domingo.
Sin embargo, dijo:
—Está bien. Te doy cuatrocientos francos. Pero trata de conseguir un bonito traje.
El día de la fiesta se acercaba, y la señora Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin
embargo, tenía su vestido listo. Su marido le dijo una noche:
—¿Qué te pasa? Te veo extraña desde hace tres días.
Ella respondió:
—Estoy disgustada porque tampoco tengo ni una joya, ni una piedra preciosa, nada que
ponerme. Pareceré una miserable. Casi preferiría no asistir a esa velada.
Él prosiguió:
—Te pondrás unas flores naturales. Es muy chic en esta estación. Por diez francos podrías
conseguir dos o tres rosas magníficas.
Ella no estaba nada convencida.
—No… No hay nada más humillante que tener aspecto de pobretona entre mujeres ricas.
Pero su marido exclamó:
—¡Qué tonta eres! Ve a ver a tu amiga la señora Forestier y pídele que te preste unas joyas.
Te une a ella una amistad lo suficientemente íntima como para poder hacerlo.
Ella lanzó un grito de alegría:
—Es cierto. No se me había ocurrido.
Al día siguiente, se dirigió a casa de su amiga y le contó el apuro en que se hallaba.
La señora Forestier fue hacia su armario de luna, cogió un gran estuche, lo trajo, lo abrió y
le dijo a la señora Loisel:
—Elige tú, querida.
Ella vio primero unos brazaletes, luego un collar de perlas y, a continuación, una cruz
veneciana, de oro y pedrería, de admirable factura. Se probaba las joyas delante del espejo,
dudaba, era incapaz de decidirse a quitárselas, a devolverlas. Preguntaba en todo momento:
—¿No tienes otras?
—Pues sí. Ve mirando, no sé qué prefieres…
De golpe descubrió, en una caja de raso negro, un magnífico collar de brillantes; y su
corazón se puso a latir de un deseo inmoderado. Sus manos temblaban al cogerlo. Se lo
ciñó a la garganta, sobre su vestido sin escote y se quedó extasiada delante de sí misma.
Luego, preguntó, dubitativa, llena de angustia:
—¿Puedes prestarme éste, nada más que éste?
—Pues claro, por supuesto.
Ella le saltó al cuello a su amiga, la besó arrebatadamente y luego se fue con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora Loisel triunfó. Estaba más bella que todas las demás,
elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban
su nombre, buscaban serle presentados. Todos los secretarios de gabinete querían bailar con
ella. El ministro reparó en su presencia.
Ella bailaba con ebriedad, con arrebato, embriagada por el placer, sin pensar en nada, en
medio del triunfo de su belleza, de la gloria de su éxito, en una especie de nube de felicidad
hecha de todos esos homenajes, de todas esas admiraciones, de todos esos deseos
despertados, de esa victoria tan completa y tan dulce para el corazón de las mujeres.
Se fue hacia las cuatro de la noche. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito
desierto con otros tres señores cuyas mujeres se lo pasaban en grande.
Él le echó sobre los hombros las ropas que había traído para la salida, unas ropas modestas
de diario, cuya pobreza contrastaba con la elegancia del vestido de baile. Ella se dio cuenta
de ello y quiso escapar para no ser vista por las otras mujeres que se arropaban con
magníficas pieles.
Loisel la retenía:
—Espera un momento, que vas a coger frío afuera. Llamaré a un coche.
Pero ella no le escuchaba y bajaba rápidamente la escalera. Cuando estuvieron en la calle,
no encontraron coche alguno; se pusieron a buscar uno, gritando detrás de los cocheros que
veían pasar a distancia.
Bajaron hacia el Sena, desesperados, tiritando. Finalmente encontraron en el muelle uno de
esos viejos cupés noctámbulos que se ven en París al hacerse de noche, como si se
avergonzaran de su miseria durante el día.
Los llevó hasta la puerta de casa, en la rue des Martyrs, y subieron tristemente a su hogar.
Se había acabado para ella. Y él pensaba que tendría que estar en el Ministerio a las diez.
Delante del espejo, ella se quitó las ropas con las que había arropado sus hombros a fin de
verse una vez más en su gloria. Pero de repente lanzó un grito. ¡No tenía ya el collar en
torno al cuello!
Su marido, ya medio desvestido, preguntó:
—¿Qué te pasa?
Ella se volvió hacia él, como loca:
—Ya no tengo…, no tengo el collar de la señora Forestier.
Él se enderezó, espantado:
—¿Qué?… Pero ¡cómo!… ¡No es posible!
Buscaron entre los pliegues del vestido, en los del abrigo, en los bolsillos, por todas partes.
No lo encontraron.
Él preguntó:
—¿Estás segura de que lo llevabas aún al dejar el baile?
—Sí, me lo he tocado en el vestíbulo del Ministerio.
—Pero, de haberlo perdido en la calle, lo habríamos oído caer. Debe de estar en el coche.
—Sí. Es probable. ¿Tienes el número?
—No. ¿Y tú, tú te has fijado en él?
—No.
Se miraron aterrados. Finalmente, Loisel se volvió a vestir.
—Voy —dijo— a rehacer todo el trayecto que hemos hecho a pie para ver si lo encuentro.
Y salió. Ella se quedó con el traje de baile puesto, sin tener fuerzas para irse a la cama,
abatida en una silla, con el fuego apagado, la mente en blanco.
El marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
Se dirigió a la prefectura de policía, a los periódicos, para prometer una recompensa, a las
compañías de pequeños coches, en fin, a todas partes donde le empujaba una mínima
esperanza.
Ella esperó todo el día, en el mismo estado de extravío ante ese espantoso desastre.
Loisel regresó por la noche, con el rostro demacrado, pálido; no había descubierto nada.
—Tienes que escribirle a tu amiga —dijo— para explicarle que se te rompió el cierre de su
collar y que lo has llevado a arreglar. Con eso ganaremos tiempo para pensar alguna cosa.
Ella escribió a su dictado.
Al cabo de una semana, habían perdido toda esperanza.
Y Loisel, envejecido cinco años, declaró:
—Habrá que pensar en sustituirlo por otra joya.
Al día siguiente cogieron el estuche y fueron a ver al joyero cuyo nombre figuraba escrito
en el interior. Éste consultó el registro.
—No, señora, este collar no lo vendimos nosotros. Sólo el estuche es nuestro.
Fueron de un joyero a otro, buscando un collar idéntico al primero, tratando de hacer
memoria, ambos agotados de tristeza y de angustia.
En una joyería del Palais Royal encontraron una gargantilla de brillantes que les pareció
idéntica a la que buscaban. Valía cuarenta mil francos; se la dejarían por treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que no la vendiera antes de tres días. Y pusieron como condición que se
la recomprarían por treinta y cuatro mil francos, si encontraban el otro antes de finales de
febrero.
Loisel poseía dieciocho mil francos que le había dejado su padre. El resto lo pediría
prestado.
Pidió mil francos a éste, quinientos a otro, cinco luises aquí, tres luises allá. Firmó letras de
cambio, se empeñó de forma ruinosa, tuvo que vérselas con usureros y toda clase de
prestamistas. Comprometió todo cuanto le quedaba de vida, arriesgó su firma sin saber
siquiera si podría salir airoso y, angustiado por la idea del futuro, por la negra miseria que
le iba a caer encima, por la perspectiva de las privaciones materiales y de los tormentos
morales, fue a comprar el collar nuevo, depositando sobre el mostrador del joyero los
treinta y seis mil francos.
Cuando la señora Loisel entregó el collar a la señora Forestier, ésta le dijo con tono seco:
—Hubieras tenido que traérmelo antes; habría podido necesitarlo…
No abrió el estuche, como Mathilde se temía. De haberse dado cuenta del cambio, ¿qué
habría pensado? ¿Qué habría dicho? Habría podido tratarla de ladrona.
La señora Loisel conoció la horrible vida de los menesterosos. Por otra parte, tomó la
heroica determinación, de repente, de que había que pagar aquella ingente deuda; y la
pagaría. Despidieron a la criada, cambiaron de casa; alquilaron una buhardilla.
Ella conoció las duras faenas domésticas, las detestables obligaciones de la cocina. Lavó la
vajilla, estropeándose las uñas rosadas con los pucheros grasientos y el fondo de las
cacerolas. Lavó con jabón la ropa blanca sucia, las camisas y los trapos de cocina, que
ponía a secar en una cuerda; bajó la basura a la calle cada mañana y subió el agua,
parándose en cada piso para resoplar. Y, vestida como una pueblerina, fue al frutero, al
droguero, al carnicero, con la cesta bajo el brazo, regateando, ultrajada, defendiendo sueldo
a sueldo su miserable peculio.
Todos los meses debían pagar letras, renovar otras, ganar tiempo.
El marido trabajaba, por las tardes, llevando la contabilidad de un comerciante; y a
menudo, de noche, hacía de copista, a cinco sueldos la página.
Esta vida se prolongó por espacio de diez años.
Al cabo de este tiempo lo habían devuelto todo, incluidos los intereses de los usureros y el
montante de los intereses compuestos.
La señora Loisel parecía ahora una vieja. Se había convertido en la mujer fuerte, dura y
ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas de medio lado y las manos
enrojecidas, hablaba en voz alta, lavaba los suelos arrojándoles cubos de agua. Pero a
veces, cuando su marido estaba en la oficina, se sentaba ante la ventana y pensaba en esa
velada de antaño, en ese baile, donde había estado tan bella y había sido tan agasajada.
¿Qué hubiera sido de ella de no haber perdido el aderezo? ¿Quién sabe? ¿Quién sabe? ¡Qué
extraña es la vida, qué mudanzas experimenta! ¡Qué poco hace falta para que uno se pierda
o se salve!
Ahora bien, un domingo que había ido a dar una vuelta por los Campos Elíseos, vio de
repente a una mujer que paseaba a un niño. Era la señora Forestier, todavía joven, todavía
bella, todavía seductora.
La señora Loisel se sintió emocionada. ¿Le dirigiría la palabra? Por supuesto que sí. Y
ahora que ella había pagado, se lo contaría todo. ¿Por qué no?
Se acercó.
—Buenos días, Jeanne.
La otra no la reconocía, asombrada de verse llamada de un modo tan familiar por esa mujer
ordinaria. Balbució:
—Pero…, señora… No sé… Debe de equivocarse usted.
—No. Soy Mathilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito:
—¡Oh!…, mi pobre Mathilde, ¡qué cambiada estás!…
—Sí, he pasado por momentos muy duros, desde la última vez que nos vimos; y también he
conocido muchas miserias… ¡y ello por ti!…
—¿Por mí?… ¿Cómo es posible?
—Recordarás perfectamente ese collar de brillantes que me prestaste para ir a la fiesta del
Ministerio.
—Sí. ¿Y qué?
—Pues bien, lo perdí.
—¿Cómo que lo perdiste? Pero si me lo devolviste.
—Te devolví otro muy parecido. Llevamos diez años pagándolo. Comprenderás que no ha
sido fácil para nosotros que no teníamos nada… Pero por fin se acabó, y me siento muy
contenta.
La señora Forestier se había parado.
—¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
—Sí. ¿No te diste cuenta, verdad? Eran muy parecidos.
Y sonreía, con una alegría orgullosa e ingenua.
La señora Forestier, muy conmovida, le cogió las dos manos.
—¡Oh, mi pobre Mathilde! Pero si el mío era falso. ¡Valía como mucho quinientos francos!
…
El gato negro
Edgar Allan Poe
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a
escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero
no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar
hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente
y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios
me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré
explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que
barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas
a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que
la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar
sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que
abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis
compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una
gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que
cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y,
cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer.
Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan
que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía.
Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón
de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar
mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más
agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos,
un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una
sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco
supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos
negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo
menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo
yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir
que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi
temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio.
Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los
sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por
infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de
mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin
embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que
hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el
afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué
enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo
y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis
correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos,
pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de
mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se
separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra,
estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí
mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo.
Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la
orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen
cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una
vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo
sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo
presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de
costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me
quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente
antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no
tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó
el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo,
tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos
primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos
sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo
cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de
que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta
descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el
solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída
final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su
propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a
consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre
fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué
mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el
corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que
no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un
pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible-
más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de:
“¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo.
Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo
quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que
resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y
mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún
eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las
paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco
espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi
lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su
reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias
personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras
“¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en
la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco
gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor
del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por
el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había
ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la
multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al
gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa
forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra
el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del
cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño
episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses
no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un
sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de
lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba,
algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó
mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían
el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y
me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me
aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y
absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el
cuerpo, mientras este gato mostraba una indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el
pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi
mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que
precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me
contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció
dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para
inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se
convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo
contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su
marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de
disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el
animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban
maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de
cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con
inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una
emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de
haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue
precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado
esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente
de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis
pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me
sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas
caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o
bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En
esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el
recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un
espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería
imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en
esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto
que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras
que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la
forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia
entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha,
aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de
manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como
fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora
algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del
monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa
atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del
crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia,
cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan
insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni
de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba
un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir
el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que
no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de
bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los
más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse
en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer,
que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y
frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde
nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada
escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura.
Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían
detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de
haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por
su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en
la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de
ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin
correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente.
Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me
ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el
cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería
común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que
me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice
que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y
estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no
había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa
chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano.
Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y
tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo
sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una
palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve
en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después
de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del
anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí
seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada.
Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me
dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final
me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su
destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la
violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi
humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de
la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez
desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con
el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como
un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería
a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me
preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho
responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió
nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a
una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no
sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen.
No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano.
Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el
de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado
los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban
completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era
demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra
como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber
disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso,
caballeros, esta casa está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna
cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de
excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una
gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que
llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la
esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el
eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y
entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente
hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un
aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede
haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los
demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome
hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado
por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una
pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie
ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo
como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al
asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo
en la tumba!
Variedades lingüísticas
Cuando hablamos o escribimos podemos elaborar o recibir mensajes que corresponden a
distintas variedades de la lengua. Estas variedades dependen de distintos factores que
intervienen en nuestra comunicación.
LECTOS
DIALECTO: variante del español que depende del lugar geográfico de nacimiento.
SOCIOLECTO: variante que depende del grado de formación cultural o educación.
CRONOLECTO: variante que depende de la edad del hablante.
Los dialectos son las variedades del español que dependen del lugar donde vive el
emisor: no se habla el mismo español en Formosa que en Neuquén; no se habla el mismo
español en la ciudad paraguaya de Asunción que en la ciudad peruana de Lima. No existe
una forma correcta y otra incorrecta de usar el español, existen variaciones sobre el mismo
idioma. Todos hablamos un dialecto.
La lengua es solo el conjunto de los aspectos comunes a los distintos dialectos que la
componen.
En Argentina, cada provincia tiene sus particularidades con respecto al uso del castellano.
La palabra "niño", que pertenece a la lengua general, tiene variedades geográficas: en
Buenos Aires, "pibe"; en el norte argentino "chango"; en Entre Ríos "gurí". También hay
diferencias entre los usos propios del campo y de la ciudad.
Los sociolectos son las variedades del español que dependen del grado de formación
cultural o educación que ha recibido una persona: una persona que ha recibido una
educación sistemática y que tiene hábitos de lectura no habla o escribe de la misma manera
que una persona que ha recibido poca educación y que no lee, aunque puede tratarse de dos
personas que hablen el mismo dialecto y tengan la misma edad.
Los sociolectos abarcan las diferencias lingüísticas relacionadas con rasgos de la situación
sociocultural de una persona: su ocupación o profesión, el grado de escolarización (mayor o
menor). También se pone de manifiesto el ambiente social y cultural en el que se
desenvuelven los hablantes.
Leé los siguientes textos y observá el tipo de uso de lengua en uno y en otro.
de Ray Bradbury?”
Es evidente que se usan distintas variedades de lengua que tienen que ver con la diversa
formación cultural de los emisores.
Los cronolectos son las variedades del español que dependen de la edad del emisor. En una
misma región, la gente mayor de setenta años no habla la misma variedad del español que
la gente menor de veinte años. Aunque los mayores y los menores comparten el mismo
dialecto, los adolescentes de una región utilizan expresiones que los mayores de esa misma
región no utilizan. Al mismo tiempo, el cronolecto o "jerga adolescente" no es el mismo en
todos los dialectos.
La variedad de la lengua que se relaciona con el tiempo cronológico y también con la
edad de los hablantes se denomina CRONOLECTO
Y encontramos:
adolescente: el uso que hacen los jóvenes de la lengua está relacionado con lo que
podemos llamar como jerga adolescente, donde se comparten palabras inventadas,
con significados propios. Esta forma de usar la lengua les ofrece un contacto
permanente con sus pares, y sentido de pertenencia a este grupo. El cronolecto
adolescente ofrece muchas palabras nuevas.
REGISTROS
Cuando el uso de una variedad determinada del español depende de las diversas
características de la situación comunicativa en que se encuentra el hablante, se habla
de registros. Como se sabe, no hablamos igual en una fiesta de amigos que en una actividad
religiosa. Desde este punto de vista, lo que provoca el cambio es el grado de formalidad de
las circunstancias. El grado de formalidad se entiende como la estricta observancia de las
reglas, normas y costumbres en la comunicación lingüística.
El nivel fonológico tiene que ver con los sonidos de las palabras:
Yo puedo escuchar: “Doctor”, pero también “dotor”. Puedo escuchar “fuiste”, pero también
“fuistes”, “verdad” o “verdá”. Estas diferencias se dan en el nivel fonológico de la lengua.
El nivel morfológico tiene que ver con características gramaticales de la forma de las palabras:
Puedo escuchar: “Si saldría me enfermaría”, y también: “Si saliera, me enfermaría”. Allí vemos
que, a diferencia de los ejemplos anteriores, aquí no cambia algún sonido aislado de la palabra,
sino que cambia la forma gramatical de la palabra: “Saldría” es un verbo en modo potencial,
“Saliera” es un verbo en modo subjuntivo.
El nivel sintáctico tiene que ver con la forma en que se relacionan las palabras dentro de una frase:
En Argentina, puedo escuchar: “¿Vos qué trajiste?”; En cambio, en Cuba escucharíamos: “¿Qué tu
trajiste?”. La variación (además del “tú” frente al “vos”, que tiene que ver con el distinto léxico,
que luego veremos) se manifiesta en el orden distinto que presentan las palabras en una y otra
emisión: en Argentina va primero el pronombre personal (Vos) y luego el pronombre relativo
(qué); mientras que, en Cuba, sucede al revés.
En Argentina, decimos “arquero”, mientras en España se dice “portero”; en Salta, oímos decir
“chango”, pero en Buenos Aires no se usa tal palabra, en cambio, se oirá “pibe”, “niño”, etc.
Oralidad Escritura
Se guarda solamente en la memoria. Se puede fijar en varios lugares, en papel u otro soporte.
Sus enunciados se delimitan por la entonación y las pausas. Sus enunciados están delimitados
por el uso de puntuación.
Las características del código oral hacen que en los textos que usan este registro se presenten
elementos característicos llamados marcas de oralidad. Algunas marcas de oralidad son:
muletillas: frases repetidas por hábito, como “viste”, “tal cual”, etc.
titubeos: sonidos que manifiestan dudas en la elección de las palabras a decir, como
“eh…”
repeticiones innecesarias
frases inconclusas
falta de concordancia
Si estos rasgos se presentan en un texto que debería usar el registro escrito, constituirá un error;
pero si los observamos en uno que utilice un registro oral, serán elementos característicos.
Cuando afirmamos que un texto usa un registro oral, no necesariamente debe ser un texto dicho o
escuchado. Si, por ejemplo, escribimos un texto conversacional, usaremos un registro oral,
escribiendo de la misma forma en la que hablamos, ya que buscamos recrear un diálogo. Sin
embargo, si escribimos textos expositivos, argumentativos, narrativos, usaremos el registro escrito
(a no ser que incluyamos algún tipo de diálogo, fragmento en el cual podemos usar un registro
oral) y será un error escribir de la misma forma en la que hablamos.
Por otro lado, cuando afirmamos que un texto usa un registro escrito, no necesariamente debe ser
un texto escrito y leído. Si debemos, oralmente, proferir textos expositivos o argumentativos
(pensemos en los discursos de los políticos), aunque los hablemos, deberemos hacerlo de una
forma organizada y planificada como si lo hubiéramos escrito. En general, esto es lo que se hace:
se escribe el discurso, se estudia, de forma tal que, al decirlo en público, aunque se esté usando un
código lingüístico oral, el texto suponga un registro escrito, ya que tiene las características de la
escritura.
De modo que tenemos, por un lado, un medio de realización (que puede ser fónico, es decir, oral,
o gráfico, es decir, escrito) y, por otro lado, una concepción (hablada o escrita).
Por ejemplo, podemos tener una oración fúnebre, donde se da una realización oral (puesto que es
un texto que se ‘dice’), pero cuya concepción es escrita, es decir, se planifica, se piensa
detenidamente.
A la inversa, podemos tener un mensaje de texto, donde se da una realización escrita (puesto que
es un texto que se ‘escribe’), pero cuya concepción es oral, es decir, es espontáneo, etc.
TEXTO EXPOSITIVO
El texto expositivo brinda datos e información sobre un tema determinado, es por eso que su
intención es referencial, busca informar o ampliar la información del destinatario. También en
muchos casos explica, describe, ejemplifica, ilustra, define, caracteriza; expone, ilustrando y
orientando al lector. El énfasis está puesto en dar una información objetiva acerca de personajes,
hechos, teorías, lugares, etc. Son textos expositivos una nota de enciclopedia, un informe sobre la
situación socioeconómica de un país, los textos de estudio de las diferentes materias, etc.
Presentación del tema: en general, mediante una introducción (pero hay textos que la omiten y
van ‘directo’ a la exposición del tema, a su desarrollo).
Procedimientos explicativos:
Analogía: presenta un caso de características similares a las del caso que se desea explicar.
Cita de autoridad: menciona los dichos de una persona conocedora del tema tratado.