Andrei A Das
Andrei A Das
Andrei A Das
ANDREY
VIARENS
ANDREÍADAS
Volumen I
EL HIJO DE LOS HOMBRES
Andrey Viarens
EBE
2023
0
Ediciones Bajo La Estrella (EBE). Casa editorial de autor
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total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el
tratamiento informático.
1
Dedicatoria
2
Agradecimientos
A…
…todos los que confiaron en mí. A todos los que me ofrecieron su
aliento y cuidaron de las horas que dediqué a esta tarea.
…mi familia, mis amigos y colegas que se interesaron y fueron
cómplices de estas páginas.
…mis lectores cero y todos aquellos que, incluso desde el anonimato,
otorgaron su granito de arena para levantar esta torre llena de sueños.
3
Gradación de contenido
4
Índice
5
Prefacio a la saga Voa Arkón
Y bien, ya estoy aquí, sentado en el suelo del apacible jardín. No sé si tardé o he llegado a
tiempo, solo puedo decir que he venido en cuanto tu llamado se hizo claro en mis
pensamientos. Antes fueron apenas murmullos de voces distintas, como una melodía torpe
que no logra armonizar. Hoy las entiendo todas como el único ritmo que en realidad son.
Ayande, me pides que sea tu soldado. Pues bien. Seré tu soldado, tu peón, tu hijo, tu
siervo. Dime lo que debo hacer. Han sido dieciocho años de pensamientos inquietos, ideas
de las que nunca me podré desprender, una infancia infinita que se resiste a crecer…
Sí, ya te comprendo. Ha sido la mezcla oportuna de todo. Y grito por ello ¡Alegría! Ese
será el clamor guerrero y la proclama de paz de La Obra.
Este día y esta puesta de Sol, hoy, en este jardín, lo han sido todo. ¡Oh, Ayande! Ya me
despierto. Al fin respiro a plenitud y no de la forma enfermiza de tanto tiempo atrás.
¿Entonces es ella? ¿Ella es La Estrella que nos guiará? ¡Pero si ha estado ahí siempre!
Es tan hermosa…
Bien, así será. Ya llegan a mi mente los primeros recuerdos. Sí, estas no serán páginas
de una creación fatua y planeada. Son valiosos recuerdos de un pasado que viví y hoy
evoco como la viva obra que son y serán.
Escribiré muchos libros y es oportuno comenzar por el pasado. Ya cuando madure podré
hablar del presente y del futuro, a fin de cuentas, no hay distinción entre ellos en tu
universo Voa Arkón.
Lo mejor será empezar por mi historia. Lo mejor será volver a recordar todo sobre mí.
En estas páginas irá plasmado mi nombre, aquel que con un susurro me confesaste al oído.
Entonces podré descubrirme una vez más, entonces seré fuerte y podré seguir adelante en el
camino bajo La Estrella.
Los primeros volúmenes serán una introducción, un gran prefacio a una historia breve
pero extensa, que precisa de un libro que la represente. Mis manos serán el mero
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instrumento que muchas voces utilizarán. Sí, porque esta no es solo mi historia, sino la
historia de todos tus hijos, Ayande. Cada uno deberá contar una parte importante y yo les
brindaré mi pluma.
Luego mis manos escribirán muchos otros libros, de otros tantos momentos de la historia
en Voa Arkón. Serán extensos capítulos de esta gran historia. Así que asísteme, Ayande,
porque es tu inspiración a través de La Estrella la que me hará recordar con lucidez cada
detalle…
Ya cae la noche. Y ella brilla hermosa en el firmamento. Al fin he despertado y con ello
mi nombre y la magia que llevo dentro.
¡Alegría!
Ahora ellos leerán. Cada uno de tus hijos leerá su historia y despertarán como lo he
hecho yo. Ya queda poco, Ayande, y tus hijos recordarán y las páginas dejarán de ser tinta
para ser la verdad que siempre han sido. Ellos sabrán que esta no es una historia cualquiera,
sino un recuerdo y una realidad presente y futura.
Andrey.
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Mapa de los hombres
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Mapa de los véldeny
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Voces de una leyenda
Si el viento sopla, no significa que los árboles cedan. Si los truenos rugen, no significa que
la batalla esté perdida. Viento y truenos acudirán a la pelea, pero se estrellarán contra
quienes siempre estuvieron esperando.
Aquella noche todos decidieron batirse a las espadas. Rayo, lluvia, fuego y frío. Las
tierras se estremecieron y desde los cielos acudieron muchas estrellas. Pero al final solo La
Oscuridad se sintió complacida. Ella saboreó la sangre que alimentó a la tierra y miró ufana
la lejanía de su propio horizonte.
Por entre los árboles más valientes dos seres humanos lograron huir de la tormenta que
se había desatado. Los rayos les persiguieron como montados a caballo. La lluvia los
amenazó con sus afiladas espadas y el temblor que sacudía sus cuerpos les decía que no lo
lograrían. Mas, en los brazos de una de estas criaturas iba acurrucada la fuerza que movía
las piernas y apelaba a la esperanza. La serenidad del inocente no hacía caso de los
bramidos de quienes les pisaban los talones, deseando para ellos algo más que la muerte.
Con angustia y desespero los padres miraron a aquel tierno rostro lleno de luz blanca, la
única posible en tiempos de tinieblas. Sabían que en breve les darían alcance y que no
sobrevivirían.
Poco después, entre la oscuridad del camino, la pareja descubrió dos ojos amenazantes
que brillaban en señal de advertencia. Entonces sintieron sus fuerzas desfallecer y pensaron
que el final estaba cerca. Sin embargo, aquella criatura salió de la penumbra y los
contempló con pena. Apartó las espesas ramas de hojas y les brindó su propio cobijo. Era
una ákana, una ninfa del bosque que, como celosa guardiana, cuidaba de los animales más
indefensos.
Pero el refugio resultó pequeño y los humanos estaba seguros de que no tardarían en ser
descubiertos. «Cuida de él, por favor». Susurró la madre en desespero entregándole el bulto
que llevaba en sus manos. «Dile, cuando crezca, que lo amamos mucho». El padre tomó a
su consorte por el brazo y juntos desaparecieron en la misma bruma por donde habían
llegado.
La criatura de aspecto salvaje entró al escondrijo y apartó el manto que cubría al niño de
especie humana. Sus protegidos tomaron distancia y sintieron entre ellos una nueva
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tormenta. La de ojos valientes los consoló y les mostró serena aquel rostro lleno de
inocencia.
Horas después, cuando el Sol vino al rescate de todos, la verde cabellera de la madre de
bosque se desenredó de entre raíces y ramas, deshaciendo el escudo protector donde se
guarecían. La ákana y los suyos despertaron y miraron con horror el destrozo en que había
quedado todo. Ella les susurró confianza y los invitó a regresar tranquilos a sus
madrigueras. Una vez a solas miró al niño que dormía, lo tomó entre sus brazos y lo
despojó de sus harapos y prendas, para luego envolverlo con anchas hojas y llevarlo en
discreción a su guarida.
Con la virtud de su propia esencia, la de ligeras piernas se escurrió por los trillos más
solitarios, hasta llegar en breve al árbol que tenía por hogar. Allí, al interior del tronco,
pudo sonreír aliviada por tenerle a salvo y con ello experimentó la alegría inesperada de
aceptarlo como a un hijo.
No tardaron en llegar sus hermanas, con quienes compartió el secreto del bebé humano
que apareció aquella noche de tormentos. Todas, en honor al coraje de quien no lloró en
medio de tantas desgracias, decidieron llamarle Euandriey, el más valiente de los hombres.
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Andreíadas
Volumen I
El Hijo de los Hombres
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Capítulo introductorio
Escenas del preludio
1.
Escondidos entre la maleza, los lobos pusieron en atención sus orejas. En lo alto de las
ramas, las aves se escondieron presurosas en sus nidos. Los árboles, hasta ahora quietos y
silenciosos, se estremecieron dejando caer algunas hojas. Todos, temblorosos, quedaron a
la espera de saber el motivo de aquellos gritos que se aproximaban por el sendero. Las
voces agudas que los entonaban solo aparecían cuando querían repartir reprimendas.
«¡Andrey! ¡Andrey! ¡Andrey!» Se volvió a escuchar, ahora con más fuerza. Llegando a
toda prisa, cinco ákanas aparecieron con un rostro que no era de enfado, sino de desespero.
Entonces los vecinos de aquel rincón del bosque supieron que iban en busca de su cría.
«¡¿Dónde estás?!» Repetían una y otra vez con sus voces agitadas, pero solo les respondía
el silencio oscuro de la espesura.
Detuvieron sus pasos ante una enorme raíz que, en forma de arco, servía de puerta entre
una parte y otra del bosque. Alzaron sus miradas y al contemplarla sintieron sus fuerzas
desfallecer.
—Él nunca ha pasado de aquí —dijo Olia con un inusual tartamudeo.
—Pues esta es su primera vez —respondió Serla al encontrar entre las hojas secas las
pisadas ocultas que iban más allá de la raíz.
Todas siguieron por el camino intentando rastrear las huellas cuando, inesperadamente,
el aire comenzó a enrarecerse. Una extraña quietud paralizó las hojas de los robles y arces,
al tiempo que la luz del Sol se tornó inusualmente dorada para esas horas del día. Al
principio las ákanas no le prestaron mucha importancia, pero después advirtieron lo que
sucedía y se miraron sin atreverse a decir palabra. De repente, comenzaron a moverse más
rápido, y con sigilo siguieron buscando al niño.
—Allí está —advirtió Noria, al verlo contemplando varios arbustos secos de ramas
extrañamente retorcidas.
—Andrey —lo llamaron en susurro. Aquella parte del bosque se presentaba más oscura
y moribunda de lo que recordaban. Hacía mucho que no iban por allí. Donde terminaba el
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camino todo yacía seco y desolado: vestigios de aquella insólita tormenta que castigó al
bosque siete años atrás.
El niño las miró en un principio sonriente y luego asustado al recordar la travesura en
que lo habían sorprendido. Se apresuró a esconder sus pequeños tesoros en los bolsillos y
giró la cabeza a ambos lados como si no fuera consigo.
—Rápido, debemos irnos —murmuró su madre Naina y lo sujetó con fuerza de la mano.
—¿Qué sucede? —preguntó indiferente a aquellos ojos mustios.
—Es que…
De súbito un aire violento se desató entre los árboles y una bestia de enorme tamaño se
apareció ante ellos resoplando con furia. Las de pequeña estatura y delicadas líneas
comenzaron a cambiar sus gentiles rostros por los de fieras dispuestas a defender a su cría.
Sus melenas verdes cobraron vida agitándose como serpientes sobre sus cabezas, al tiempo
que las manos se alargaron con afiladas pezuñas. Miraron con recelo al enemigo, a la
espera del ataque, pero al ver brillar aquellos ojos a través de la niebla que lo envolvía,
comprendieron que no valdría la pena enfrentársele. Entonces las agitadas cabelleras
cayeron lánguidas y sus dueñas corrieron sin mirar atrás.
La forma monstruosa, de tres metros de altura, las persiguió con arrebato y de un salto se
les interpuso en el camino. Las ninfas, a sabiendas de aquel poder de los cielos que ahora
tenían ante sí, se quedaron inmóviles.
—¡¿A qué han venido?! —retumbó la voz de la bestia, al tiempo que su forma
comenzaba a dibujarse mejor mientras perdía los difusos contornos del vapor que la
rodeaba. Su pelaje blanquísimo salió de entre la niebla y los cuernos de plata se irguieron
orgullosos ante ellas.
—Gran Aries… —tartamudeó Serla con los ojos clavados en el suelo.
—¡Oh, protector de los bosques, bestia sagrada! ¡No ha sido nuestra intención molestar!
—exclamó Mira, saliendo al paso en nombre de sus hermanas.
—Pero aun así entraron a esta parte del bosque, a sabiendas de que el paso por aquí está
prohibido —dijo ahora con voz menos colérica. Ya el rostro se le podía contemplar mejor,
dejando ver la hermosa lana que cubría su cuerpo y las pezuñas de plata con que andaba
sobre la tierra.
—Nuestra cría se había perdido y… —lloraban.
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—¡No hay excusa! —exclamó con renovados enojos el carnero gigante—. ¡Ustedes
deben dar el ejemplo ante todos, en lugar de…!
—¡Déjalas en paz! —gritó Andrey al salir del cobijo de pelos y hojas con que su madre
lo había envuelto.
Aries quedó sorprendido. «¿Qué hace aquí una cría humana?». Pensó para sí, al tiempo
que sintió cómo sobre su lomo La Curiosidad sujetaba las riendas de su furia y lo invitaba a
contemplar en silencio al niño de unos siete años de edad. Descubrió entonces en el interior
de aquellos ojos un brillar centelleante que lo escrutaba sin pudor alguno.
El rostro de la bestia asúan se volvió más afable y la emoción de aquel inesperado
encuentro lo llevó a arrodillarse para observarle más de cerca y olfatear mejor su aroma.
Podría decirse que hasta resoplaba entusiasmado. Las ákanas, estupefactas, se miraron sin
comprender lo que sucedía.
—¿Por qué las asustas? Ellas no han hecho nada malo —replicó el pequeño llevándose
las manos a la cintura y alzando su mentón de manera desafiante—. ¡Déjanos ir!
—Así será —respondió El Carnero dócilmente, como hipnotizado, sin percatarse del
ensimismamiento del que había caído preso.
Las ákanas tomaron al niño de la mano y huyeron despavoridas. Aries, recapacitando, se
volvió hacia ellos y con un aliento de fría niebla lo detuvo todo alrededor.
—¿Madre? ¿Ákanas? —exclamó el pequeño al verlas congeladas en plena carrera.
—Euandriey —lo llamó Aries con voz apacible—. Ven conmigo, por favor.
—¿Qué ha sucedido con ellas? —preguntó confundido, al tiempo que acariciaba los
cinco rostros de miradas perdidas.
—Estarán bien —le respondió con un especial timbre de voz que aplacaba los ánimos.
Andrey, de repente, dejó de sentir temor y caminó entre la niebla para acercarse a la
bestia. La parte de él que quiso protestar, gritar y llorar ahora permanecía muda ante los
ojos de la bestia que le transmitían serenidad y confianza. Había algo en ellos que le
recordaba a los animales del bosque amados por él. El tamaño de la bestia no hacía la
diferencia, todo lo contrario, pese a su gigantesca silueta le pareció que podía ser igual de
tierno.
El chico acarició el pelaje blanco y sin necesidad de que se lo pidieran, subió
agarrándose de él hasta sentarse sobre el lomo. «Sujétate», le pidió Aries, y este, de un
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salto, voló por sobre las copas de los árboles. Sus patas se movieron lentamente, como si
remaran en el aire, al tiempo que la bestia se desplazaba a gran velocidad, dejando atrás el
centro del valle y hasta llegar a la cima de una de las picudas montañas que lo rodeaban.
—¿Qué es este lugar?
—Es una montaña de paso prohibido.
Andrey se dio la vuelta y pudo ver cómo lucía en su plenitud la tierra donde vivía. Aquel
valle se presentó majestuoso ante sus ojos y experimentó por primera vez el placer de las
alturas. No conocía cada rincón del Valle de las Montañas Picudas, aún era muy pequeño,
pero supo entonces que de grande lo exploraría todo. Sintió que debía conocer a fondo su
hogar, su mundo.
—¿Cómo es que sabes mi nombre? Nunca antes nos habíamos visto —esta vez
contempló al carnero de una forma diferente. Justo en ese instante sintió que era distinto al
resto de los seres del valle y que había en él un misterio que le comenzaba a inquietar.
—No ha sido tu nombre, sino tus ojos, los que te han delatado —sonrió el de relucientes
cuernos plateados—. Una vez los dioses me hablaron sobre ti.
—¿Los dioses? ¿Quiénes son ellos? ¿Qué saben de mí?
—No hay criatura de este mundo que escape a su saber —sonrió.
Por primera vez en su vida Andrey se preguntó sobre sí mismo. La ingenuidad de su
niñez recién llegaba a mirarse al espejo de su esencia y un seductor temblor estremeció
todo su cuerpo. El valle y él mismo eran dos nuevos desconocidos para su mente inexperta.
El aire de las montañas le hizo respirar profundo la emoción que le trajo La Curiosidad, la
más traviesa de Las Gracias, aún invisible sobre el lomo de la bestia.
—Observa cuán hermosas son las tierras, Euandriey —dijo Aries en tono solemne—.
Algún día los hombres y todas las criaturas vivirán en alegría sobre ellas.
El chico no sabía a qué venía todo aquello. Las palabras le parecieron muy distantes,
demasiado grandes para él. Aun así, se atrevió a conversar con ellas.
—¿Y por qué no ahora? —le preguntó algo molesto.
El enorme carnero, coloreado en dorado por la luz del Sol, sonrió ante aquella joven
inocencia.
—Más allá de este apacible valle hay seres que no han comprendido el mandato de paz
de Voa Ayande e insisten en hacer la guerra.
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—Pues alguien debería detenerlos —replicó convencido, como quien sabe de lo que le
hablan.
—Ya llegará ese día, pequeño… —se detuvo y miró receloso al cielo para comprobar
que nadie los observaba—. Vamos, monta de nuevo.
—Por favor, sé bueno con las criaturas del valle —le suplicó acariciando el pelaje, ya
desde el lomo.
—La bondad siempre será mi respuesta para quienes respeten las leyes del bosque. Mi
tarea es protegerlo a él y a quienes lo habitan —le dijo mientras llegaba al filo del barranco,
para luego dejarse caer en elegante vuelo.
El viento sopló muy fuerte en el rostro del niño y por un instante soñó que volaba con
alas propias. Con sus ojos entreabiertos mezcló realidad con fantasía y dibujó un paisaje
más colorido de lo que en realidad era, con árboles que danzaban en libertad propia y
extrañas criaturas que flotaban felices sobre las copas.
Una vez en tierra firme, Andrey lo volvió a mirar con detenimiento; jamás había visto
una criatura tan grande y blanca. Quiso saber más sobre su naturaleza, el lugar de dónde
provenía y si había otras como él. Mas percibió que no sería en esta ocasión. Acarició la
suave lana del carnero y reparó en los cuernos enroscados, que le recordaban a los
simpáticos caracoles con que a veces jugaba.
—Pon tu frente —murmuró la bestia—. Te regalaré un beso —Aries colocó con ternura
sus labios en el entrecejo del chico y luego cerró sus ojos, al tiempo que una niebla lo
envolvió y con ella desapareció.
—Adiós —dijo el pequeño, quien se había quedado inmóvil en medio de aquel claro del
bosque que ya retomaba su verdor habitual.
En ese mismo instante las ákanas lo tomaron con fuerza de la mano.
—Date prisa, Andrey, no debemos estar aquí.
Él quiso contarles de su viaje, pero ellas ni siquiera se habían percatado de su ausencia
todo ese tiempo.
2.
Más allá del valle, al oeste de sus montañas picudas, se extienden las Llanuras Centrales,
grandes estepas habitadas por clanes y tribus de hombres. Estas criaturas, agrupadas en
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diminutos reinos, dedicaban sus vidas al cultivo de granos y a la cría de animales. A pesar
de la poca distancia entre sus aldeas, por estos tiempos la desconfianza se había hecho
dueña de los caminos que una vez los unieran.
Hubo una época en que por esos lares abundaron también los bosques. Ahora solo se les
veía como diminutas islas a punto de hundirse en la inmensidad de un campo amarillento
que procuraba cada vez menos frutos. Sus habitantes, a descuido de la maltrecha memoria
heredada de sus antepasados, tomaban a la estepa como el mejor refugio, alejado de la
oscuridad donde los árboles escondían peligrosas bestias.
En una de las villas, muy al centro de las llanuras, se refugiaban algunos de los pocos
sobrevivientes de aquella tormenta que arrasó con sus vidas pasadas. Ellos, ahora,
permanecían en silencio, expectantes, a la espera de una señal que les prometiera otra vez la
gloria del pasado. Para sorpresa de los más atentos, ella llegó en forma de gritos y
aspaviento.
—¡Mi señor! ¡Mi señor! —se escuchó el desespero de una sumisa voz que llegaba
corriendo por los pasillos de la enorme casona de barro y madera.
—¿A qué se debe tanto alboroto? —le preguntó la voz indiferente, deteniendo
bruscamente el ímpetu del ádamer.
—¡Está vivo! ¡Está vivo! —le anunció con entusiasmo a su señor.
Kontos lo miró confundido, como si lo hubieran despertado bruscamente de un sueño
profundo. El cazador de conjuros, con apariencia que pretendía imitar la de un hombre,
llevaba la espalda encorvada por el peso de su propia joroba. En su cabeza se retorcían a
cada lado pequeños cuernos como los de un fauno y sus ojos, grandes y redondos, llevaban
el brillo peculiar de un felino. El cuerpo, de abundante pelambre, iba protegido con pieles y
algunas telas. En su mano derecha llevaba su bastón de andar y en la izquierda las uñas
largas con que solía invocar sus embrujos.
—¡Esta vez las piedras han revelado los susurros de Las Voces! Dicen que vive en el
valle —y sus ojos brillaron emocionados.
—¿Cómo es posible? —susurró el rey, dejando atrás la parsimonia de los últimos años y
colocándose en posición de alerta—. ¿Estás seguro de lo que dices? —su voz recobraba
fuerza a medida que asumía el peso de aquella noticia.
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—Sí, mi señor. Al séptimo año las piedras han decidido hablar —siseó con ojos
esperanzados.
El rey de hombres se amasó la espesa barba y meditó por un instante. Sin darse cuenta
sus labios esbozaron una pequeña sonrisa, la primera en años.
—Manda a llamar a los reyes de la vieja alianza. Nos debemos reunir aquí cuanto antes.
—Enseguida, mi señor —a los tres pasos el ádamer se detuvo y volvió de nuevo hacia
él—. ¿Acaso responderán a su llamado?
Bastó por respuesta una mirada para que Isjar supiera que debían intentarlo. Así, el
ádamer cubrió su cabeza con una capucha y se asomó al patio de la casona, donde
permanecían siempre los mensajeros del monarca.
Por su parte, Kontos desperezó su cuerpo estirando los fuertes brazos. Aquel hombre, de
corpulento porte ataviado con rústica indumentaria, se paró frente a la ventana y observó
desde la distancia la vieja ciudad en ruinas. El negror de las cenizas y el moho cubrían sus
piedras, como si se tratara de un simple basurero al otro lado del río. En su mente
permanecían vivos aún los recuerdos de las llamas y los gritos de los desdichados que
fueron perseguidos por los hijos de La Muerte.
Cada tarde, desde aquellos temibles días, Kontos contemplaba con pena el pasado que le
arrebataran a él y a su pueblo. Esperó pacientemente durante todos estos años a que los
hombres recobraran sus fuerzas, pero eso nunca sucedió.
Sin embargo, no le importó que en su cabeza se acumularan las canas, con tozudez se
repetía que todo no estaba perdido. Aquella mañana, por vez primera, sonrió al sentir cerca
la salvación por la que tanto había esperado.
3.
La ákana Naina fue a sentarse junto a sus hermanas en una de las raíces del manzano
gigante que ella tenía por hogar. Allí conversaban todas las tarde al tiempo que veían a
Andrey entretenerse en solitario con pequeños palos y piedras. Él, muy feliz, construía sus
propios juguetes e inventaba sus propios juegos. Aquel espacio, delimitado por tupidas
enredaderas alrededor del gran árbol, le servía al niño de patio y cobijo, apartándolo de las
miradas indiscretas.
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Ella, la de ojos muy verdes, sabía que la paz de aquel refugio no duraría para siempre y
La Inquietud se había vuelto su más asidua compañera. Desatendía incluso sus tareas
habituales en el valle y lo dejaba todo en favor del hijo predilecto. El travieso humano
crecía con cada Sol, hacía más preguntas y se fugaba con mayor frecuencia. Solo dos días
atrás lo había sorprendido con un grupo de diminutos elfos de camino al riachuelo que tanto
le prohibiera.
Las ákanas, que suelen vivir en tranquilos rincones de los bosques, son de los seres más
nobles entre los mortales. Y Naina se esmeraba siempre por entregarle ese amor a su
pequeño, aunque el tiempo le decía que no era suficiente. Sus hermanas, otras madres de
bosque, la acompañaban casi siempre en el reto de ayudar a crecer a una criatura del todo
distinta. Esto, por demás, se le sumaba al hecho de no haber conocido de cerca nunca a
alguno de su especie, tan temidos por aquellos parajes. Claro, nadie pudo odiar al bebé que
creció como un igual bajo el manto de quienes se encargaban de proteger y cuidar del
bosque. Todos amaron al pequeño Andrey y nunca lo asociaron con sus parientes humanos.
Un hijo de ákanas sería siempre visto como un hermano mayor y nunca como un
depredador.
Las madres de bosque eran consideradas en estos tiempos y, en este valle en particular,
como una autoridad entre quienes habitaban las tierras, los riachuelos y las cimas de los
árboles. Ellas servían de juez ante las disputas, sanaban a los heridos y castigaban a quienes
transgredían la ley. Cierto es que existían criaturas de mayor tamaño y fuerza, pero solo
ellas eran capaces de entender a plenitud los secretos del bosque.
Estos seres, que no rebasan el metro de estatura, llevaban el pelo muy largo, como
enredadera que se deja caer de una rama. Ellas cubrían sus delgados cuerpos con trajes de
hojas tejidas, a cuya confección se dedicaban siempre en sus ratos de ocio. El resto del
tiempo lo empleaban en cultivar plantas allí donde no había y sanar a quien lo necesitara.
Nadie les impuso nunca estas tareas, sino que lo hacían por el instinto maternal que les
dictaba su propia naturaleza.
Sin embargo, harta es conocida la furia de sus ojos cuando alguien comete una injusticia.
Las han visto crecer el doble de su tamaño y atrapar con sus pelos al más fuerte de los
toros. Sus dedos podían convertirse en largas y afiladas espinas con las que han llegado a
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matar sin piedad a los agresores. El chillido de sus gargantas podía intimidar a la bestia más
salvaje y su llanto lo describen como el mismísimo dolor de la madre tierra.
El instinto protector hacia todo lo vivo era su motivo de existir, y Andrey no fue la
excepción. Durante estos siete años, las cinco hermanas se esmeraron como nunca antes
con tal de verle crecer sano y fuerte, enseñándole a pensar y vivir con lo mejor de sí
mismas.
Naina, no obstante, sabía que ese esfuerzo sería útil por muy poco tiempo. A diferencia
de los árboles y los animales, aquel hijo de hombres necesitaba más que agua y frutos para
crecer; la esencia de sus semejantes tarde o temprano lo reclamaría. Ella, por otra parte, no
quería tampoco que sufriera el destino cruel de muchos de los suyos. Se resistía a ver
aquellos ojos nobles transformados en los de un depredador o un asesino.
El incidente de días atrás le hizo pensar en el pasado y en el futuro, por muy doloroso
que los sintiera. La repentina aparición de Aries le demostró que fuerzas mayores seguían
pendientes de aquel mustio rincón del bosque, ahora de paso prohibido. Aquella noche de
inusual tormenta parecía estar ligada al destino del pequeño y no podía permitir que los
ecos de sus rayos lo lastimaran.
En realidad hacía mucho que Naina sospechaba de estos peligros, pero no había podido
reunir el valor suficiente para admitirlo. Su ciega pasión de madre la había llevado a celar
al pequeño sin percatarse de que ella misma podría hacerle daño. Así, de súbito despertó
del idilio y comprendió que era hora de actuar de un modo diferente.
—La decisión está tomada. Ha llegado el momento —dijo Naina al interrumpir de
repente la animada conversación de sus hermanas. Ellas descubrieron en su voz un timbre
melancólico, pero seguro.
—¿A qué te refieres? —preguntó Mira, temerosa de la respuesta que obtendría.
—¿Tan pronto? —murmuró Olia, con lágrimas en los ojos, intuyendo lo que Naina
anunciaba.
—Es por su propio bien —sentenció la madre de bosque, resignada, pero convencida de
sí misma—. Mandaré a buscar a Ígonor para que se lo lleve.
—¿El ádamer? ¿Has enloquecido? —se asustó Noria—. ¡Es prácticamente un
desconocido! ¡Puede ser peligroso!
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—Sé que no te agrada, pero es lo más cercano y lo más lejano a un ser humano que
conocemos —intentó explicar Naina—. Yo ya le conozco lo suficiente como para confiar
en él. Los de su clase son dados a las enseñanzas más virtuosas y yo doy fe de la sabiduría
de esta criatura en particular.
—¿Qué puede brindarle un extraño ádamer como él? ¿Por cuánto tiempo se lo llevará?
Aquí contigo está mejor. No te preocupes por los elfos, a veces son mala compañía, pero
cuando madure sabrá distanciarse de ellos. En este lugar estará protegido —musitó Serla.
—¿En realidad piensas que nosotros lo podremos mantener a salvo para siempre? —se
enojó Naina ante la ingenuidad de su hermana—. Debe crecer y hacerse fuerte para
defenderse por sí mismo. ¡Aquí nunca lo logrará! Tenemos que darle la oportunidad de
llegar a la adultez como un buen humano, que sepa de su especie, de sus lenguas y
costumbres. Luego, una vez que sea mayor, podrá escoger por sí mismo si se queda en el
valle o sale a vivir con ellos a las estepas.
—Los humanos son criaturas salvajes. Perderá su tiempo entre ellos —se burló Mira.
—Es lo más justo —intervino la compasiva Olia—. Yo te entiendo, Naina. Nosotras te
apoyaremos como siempre hemos hecho.
Las cinco ákanas esperaron a que cayera la noche para escurrirse en secreto por aquel
mismo sendero donde se encontraron con Aries días atrás. Al seguir por él, llegarían al
moribundo rincón del valle al que todos temían ir. Allí la tierra estaba seca y nada crecía.
Un extraño olor se mezclaba con una densa niebla y solo se podían ver escarabajos y
cucarachas correr de un lado a otro. En medio de la oscuridad, buscaron en los alrededores
hasta encontrar un escondrijo entre las rocas.
—Si es tan peligroso como dices, cómo es que planeas dárselo —protestó Mira.
—Le pertenece —dijo Naina al tiempo que comenzaba a apartar las piedras que estaban
apiladas en un rincón.
—Tú misma nos dijiste que te hizo daño aquella noche —replicó Serla.
—A él no le hizo nada y lo llevaba encima —respondió Naina, únicamente asistida por
Olia.
Luego de haber removido todas las piedras, las ákanas escarbaron con sus pezuñas en el
suelo.
—Ya lo siento —dijo Naina y las hermanas retiraron sus manos rápidamente.
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Ella desenterró un estuche y todas lo miraron con espanto. De él brotó una tenue luz que
dejó al descubierto sus rostros en medio de la penumbra.
4.
Era la época del año cuando los frutos colgaban de los árboles en abundancia y nadie se
reñía por los más frescos y jugosos. Era la temporada en que todos iban de un sitio a otro
con inquieto júbilo como si en los cielos se gestaran cambios que influyeran sobre las
tierras. Sin embargo, para ellos, a simple vista cada momento del año les parecía igual al
resto, siempre verde y hermoso.
Estos buenos ánimos sorprendieron a Andrey al salir del tronco. Una algarabía de
amigos improvisaba un festín sin motivo aparente. Incluso los pequeños elfos estaban allí;
habían prometido no hacer travesuras y llegaron hasta el manzano montados sobre sus
liebres pardas y sobre sus pilkas, las liebres sin rabo y de orejas redondeadas.
Al chico le resultó fácil contagiarse con la alegría y el placer de verse rodeado de tantos
amigos. Su familia, grande y colorida, de todas las formas y tamaños posibles, procuraba
que pasara ratos agradables. Se prometió entonces a sí mismo que sería un buen chico, y no
tan travieso como el año anterior. Sabía que su madrecita lo regañaba por su propio bien, y
que ella siempre tenía la razón.
—¿Me dirás por qué tantas sorpresas? —le preguntó intrigado cuando Naina lo llamó al
interior del manzano. Las ákanas se sentaron junto a él y lo acariciaron con pena.
—Tengo algo para ti —respondió al tiempo que descubría lo que un estuche de hojas
guardaba—. Euandriey, estas prendas las traías puestas el día en que tus padres te
entregaron a mí —que no usara el diminutivo de su nombre le confirmaba que esta era una
conversación muy importante.
—¿Mis padres? ¿Tengo padrecitos? —no tenía la menor idea de lo que decía, pero
aquella expresión en los ojos de su madre le hizo temblar de miedo. Presentía que nada
bueno podía estar sucediendo. Nunca la había visto así de seria, ni siquiera cuando se
enojaba cada vez que él se iba a explorar el valle junto a los elfos, y ese regaño ya lo había
recibido.
23
—No, mi pequeño Andrey, me refiero a tus verdaderos padres. Un hombre y una mujer,
dos seres humanos como tú. Nosotras te queremos mucho y yo siempre seré tu madre, pero
es hora de que crezcas y sepas la verdad.
A Andrey se le aguaron los ojos y las miró a todas con enfado. Sintió que su mundo se
transformaba de súbito, sin pedirle permiso siquiera. Se supo frágil, pequeño, desprotegido.
No le importaba si aquello que le contaban era bueno o malo; él solo quería que todo
siguiera como antes. Pensaba que ese era un momento inoportuno y anticipado para que
cambiaran su vida. Fue entonces que La Rabia se hizo dueña de él y lo sacó corriendo de
allí.
Toda la mañana la pasó en la copa del manzano, dejando volar a la imaginación entre las
ramas más altas. Tenía en sus manos el extraño collar que Naina le entregó. Lo paseaba
entre sus dedos mientras limpiaba la herrumbre que lo cubría. Al mirarlo lo hacía con
rencor, sin reparar bien en sus detalles. Tocarlo le transmitía un escalofrío con viejos
recuerdos que no sentía como suyos y que ni siquiera podía dibujarlos del todo en su mente.
Era solo una sensación, pero fue suficiente para inquietarlo.
Esa molestia le hizo preguntarse muchas cosas sobre sí mismo como nunca antes lo
hiciera. Nuevamente La Curiosidad se sentaba junto a él y le hacía confundir miedo con
alegría, deteniéndose en cada uno de los recuerdos de su joven vida, buscando el instante al
que pudiera echarle la culpa. Una extraña sensación de vulnerabilidad y aventurismo lo
mezclaba todo dentro de su joven esencia, trastocándolo todo al punto de no saber qué
hacer o cómo comportarse.
Su único consuelo resultó ser el beso protector que Aries había dejado sobre su frente y
que ahora sentía en forma de agradable calor. Entonces respiró profundo y miró al cielo en
su búsqueda, pensando que vendría para llevarlo de nuevo a las altas montañas, allá donde
todo parecía hermoso y etéreo. Fue en ese momento que recordó los sueños que le
acompañaban en las noches y que siempre olvidaba en las mañanas: volaba entre las nubes
sin poder regresar a la tierra que tanto amaba.
A la llegada del mediodía los deseos de comer le hicieron bajar. Los ojos ya se habían
aburrido de llorar y su mente no quería hacerse más preguntas que sabía no podría
responder en ese momento. Pensó que pasado ese día todo seguiría siendo igual si él mismo
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se lo proponía. Poco le importaba ser humano o tener otros padres; seguiría allí junto a
Naina y las demás ákanas, y de grande recorrería todo el valle como tanto deseaba.
Los amigos ya se habían ido. Miró a su alrededor y sintió como inoportuno aquel
encuentro de algarabía. Para él esta había sido una mañana triste, por eso le intrigó el
sinsentido de la fiesta con la que su madre intentó suavizar su noticia.
—¡Humm! ¡Qué bien huele! —suspiró con aires de disimulo al traspasar la entrada del
hogar al interior del árbol.
—Tu comida preferida —intentó sonreír la madre.
—¡Todos al tocón! —exclamaron las demás ákanas, ocultando la tristeza que les
embargaba el alma.
Andrey se percató del movimiento lánguido de sus largos pelos y de aquellas sonrisas
nada auténticas. Todo allí dentro le pareció mustio y sombrío.
—Hoy llegará Ígonor —comentó Naina acariciando la suave melena del niño.
—¡¿El que habla en otra lengua?! —se sorprendió Andrey.
—Es un ádamer —dijo Serla con acento misterioso.
—¿Te gustaría aprender de sus artes? —le preguntó Noria.
—¡Claro que me gustaría! Debe ser una criatura muy interesante. Me emociono cuando
ustedes me cuentan las historias de los ádameres.
—Pues yo me sé una que nadie te ha contado aún —dijo con voz de intriga la vieja Olia.
—¡Cuéntamela, por favor!
—De acuerdo, escucha atento…
Luego del cenit llegó el invitado, pasando cual gigante por entre las enredaderas alrededor
del manzano. Su estatura era casi dos veces la de las ákanas y su cuerpo iba cubierto de
ropas que solo habían visto en él. Su cabeza, desprovista de pelo alguno, llevaba fijada en
la coronilla una lámina de metal que se hacía más fina a medida que se acercaba al
entrecejo. Sus orejas eran estiradas en los lóbulos y su mentón recto y alargado, haciendo
ver pequeña la nariz. Su piel estaba cubierta por pequeñas piedras que recordaba la
apariencia de un camaleón. Por lo demás, era notorio que de todas las especies se les
pareciera más a un ser humano, con sus largas extremidades y una pose recta al andar. Sus
ojos, siempre serios, resultaban burlados por la picardía de sus labios. En él había una
25
mezcla de misterio y confianza. Su vejez lo presentaba como una criatura indefensa, pero
los movimientos de sus manos delataban las poderosas fuerzas que llevaba dentro.
No hacía mucho que Naina e Ígonor se hicieran amigos. Un día ella lo encontró en
medio del bosque intentando curar a un ciervo. Se acercó sin pensarlo dos veces y juntos
pudieron salvarle la vida. En aquel entonces él recién regresaba de una peregrinación a las
lejanas tierras nevadas del Naciente, a las que había partido hacía muchos años.
Desde ese momento, Naina le buscaba hierbas especiales que solo florecían por aquel
rincón del valle; mientras que él acostumbraba a visitarla con cada cambio de Luna para
compartir con ella sus exóticas bayas y recoger los encargos de la visita anterior. Poco a
poco la amistad fue creciendo en medio de la fascinación que sentían el uno y el otro por
las historias que se podían contar.
Por su parte, las demás ákanas procuraban tomar distancia de él. Aunque era un típico
ádamer de los bosques, en un principio había sido un hombre como otro cualquiera, motivo
suficiente para tenerle miedo. Ellas mismas se sorprendieron por aquella extraña amistad
entre Naina e Ígonor, mas luego recordaron la afición de esta por el peligro y lo nuevo.
Aquel día, todos juntos, se sentaron por primera vez a conversar al pie del manzano,
disfrutando de la brisa fresca de la tarde.
—Ahora el pequeño toma la siesta —dijo Serla, ya sin miedo a hablar junto al hechicero,
pero escrutándolo detalladamente de forma recelosa.
—Al parecer resultaron ciertas tus palabras de aquel día cuando te lo presenté —confesó
Naina.
—Y hoy lo vuelo a confirmar: creo que no es del todo un niño humano —dijo Ígonor
con su voz firme, aunque gastada por los años.
—Sería la única explicación posible… —intervino Olia—. A lo mejor está destinado a
ser un ádamer…
—No comprendo cómo es que un pequeño niño pudo rendir a una de las bestias sagradas
—Noria intentaba asumir los sucesos recientes con mayor prudencia, pero ninguna de ellas
ocultaba el miedo que sentían.
—Esta historia es más complicada —intervino Ígonor con voz serena, hablando con
fluidez la lengua de las ákanas—. Desde que lo vi por primera vez me percaté de su halo y
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ahora que me cuentan sobre este suceso más me convenzo de que algo debe esconder su
procedencia.
—¿Qué puede ser? —se asustó la madre—. Nadie sabe qué ocurrió aquella noche… —
sollozó—. Yo solo quiero que tenga un futuro de bien y que a la vez pueda crecer sabiendo
de la existencia de los suyos.
—Tenerlo encerrado aquí no lo ayudará —se lamentó Serla, intentando convencerse con
las propias ideas de Naina.
—Sus padres me lo entregaron para que lo cuidara, pero sabemos que contigo estará en
buenas manos. Debe conocer los misterios del mundo más allá del valle. Enséñale también
todo lo que puedas sobre los humanos y adviértele de sus peligros —Naina ya no pudo
contener sus lágrimas. Desde entonces sus palabras salieron con el esfuerzo de cada
suspiro—. Muéstrale los secretos y peligros del mundo…
—Será bueno que conozca otros lares para que se convierta en un hombre fuerte y
diestro… —continuó Noria, saliendo al auxilio de su hermana.
Ígonor observaba con cuidado las prendas que Naina le trajo. Eran la única evidencia del
pasado del pequeño. El objeto que más interesó al ádamer fue el collar. Lo miró con
detenimiento, siempre con la prudencia de no tocarlo por la propia advertencia de la ákana,
quien ya una vez se había quemado al hacerlo.
Se trataba de un círculo metálico que encerraba un pentáculo en su interior, con uno de
sus segmentos encorvado, obstruyendo el centro de la estrella, donde una vez pudo haber
un diamante. Aquel emblema le resultó harto conocido. En tiempos de su juventud vio
muchos dibujos como este en las estepas de las Llanuras Centrales donde vivían los
hombres. Sin embargo, eso fue mucho antes de que se marchara de aquellas tierras. Así que
le resultaba imposible determinar con exactitud su procedencia. Solo tenía la convicción de
que las fuerzas que se pudieran encontrar en él no serían cercanas a las suyas.
—Hola, jovencito —dijo en tono jocoso el de vieja voz al verle salir del manzano.
Andrey lo miró con reservas, aún soñoliento, y corrió donde Naina para refugiarse junto
a ella.
—No me quiero ir. No quiero… —sollozó de modo infantil y poco convincente. Ya
había comprendido que la algarabía de por la mañana se había tratado de una despedida.
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—Eso ya lo hablamos —le acarició su madre—. Dentro de un año nos volveremos a ver
—y le devolvió el collar.
—Los días pasarán rápido, ya verás —le consolaban todas.
—Este ciclo junto a Ígonor te servirá para aprender todo lo que nosotras no podemos
enseñarte —le dijo la madre tomándole de las manos y mirándole a los ojos—. Estoy
segura de que, cuando regreses, nos podrás contar muchas historias y querrás volver a salir
del valle en busca de un nuevo viaje.
—Andando, pues —dijo Ígonor sin darles tiempo a más. Se puso de pie y sacudió las
migas del caleny que las ninfas le habían brindado y cayeron sobre sus ropas al comerlo.
Andrey, resignado, miró a su alrededor para reparar una vez más en el manzano y su
rincón del bosque. Dentro de él, otra vez, volvieron a pelear El Miedo y La Curiosidad. Por
una parte deseaba quedarse allí; por otra, nunca imaginó una emoción que pudiera superar
las intrépidas aventuras dentro del valle que había planeado para sí; de modo que
emprender un viaje más allá de las montañas fue lo que le hizo dar la mano dócilmente y
marchar sin resistencia.
—Cuida mucho ese collar. No lo pierdas por nada del mundo —le advirtió Naina
intentando que su voz no se quebrara—. Cuídate y sé bueno. ¡Nos veremos pronto!
Por el estrecho trillo los vieron marchar y esperaron a que estuvieran lejos para
desahogar los llantos y gritos que las quemaban por dentro. Ninguna de ellas había
conocido antes la dicha que aquel bebé trajo en una noche de tormenta. Poco les importó
que se tratara de un humano, todo lo contrario, su naturaleza les hizo sentir más amor por
él. Ahora se marchaba tan rápido como había llegado. Sabían que dilatarlo traería más
problemas. Solo pudieron consolarse con el hecho de que lo tendrían de vuelta al final de
cada ciclo de su enseñanza.
5.
El Valle de las Montañas Picudas bien que podía confundirse con una impenetrable jungla.
Solo para aquellos que lo conocían era fácil distinguir la red de senderos por la cual se
podía ir de un extremo a otro de sus lindes y las líneas que separaban los territorios
destinados a sus distintos habitantes.
—¿Hacia dónde iremos? —preguntó Andrey con inquietud.
28
—Rumbo al norte —le dijo en una lengua desconocida para el pequeño.
—¿Adónde?
—Así se llaman las tierras adonde miran los ojos cuando tu mano izquierda indica el
Poniente y la derecha el Naciente —respondió el nuevo mentor en el idioma de las ákanas.
—¿Allí viven los seres humanos? —preguntó con lentas palabras.
—No —dijo a secas el maestro—. Antes de conocer a los humanos he de enseñarte
primero muchas cosas. Así se lo prometí a Naina.
Para el ocaso ya habían conseguido llegar muy cerca de una de las laderas de las
montañas del valle. Con la llegada de la noche, al cobijo de un árbol, pudieron descansar.
—¡No lo haré! —protestaba Andrey.
—¿Y qué comerás? —se asombró el maestro.
—¡Frutas, como siempre lo he hecho!
—Así no sobrevivirás. La carne es importante para los hombres. No eres un ákana.
—¡No me voy a comer una criatura muerta! ¡Eres muy cruel! —gritaba fuera de sí.
—Llegará el momento en que lo hagas —refunfuñó el mentor—. Ahora ven, te enseñaré
a prender el fuego —dijo Ígonor al mirarle con los ojos llenos de luz, tal y como sucede en
los felinos. Solo su traviesa sonrisa le decía que aquel no era un rostro del que se pudiera
sentir miedo.
Andrey, quien tenía la sensación de verlo diferente cada vez que lo miraba, guardó
silencio y obedeció, trayendo la leña que antes había recolectado.
—¿Te gustan las estrellas? —le preguntó el ádamer sentado junto a la hoguera.
—Sí, siento como si me hablaran… —respondió el chico acostado sobre la hierba, sin
dejar de mirar al cielo, intentando ver y descubrir lo que había en aquel lejano mundo.
—Humm, qué delicioso huele esta carne. Era una liebre joven, muy jugosa —se regocijó
el maestro.
Andrey no vaciló. Su mirada bajó de las estrellas y se posó sobre las llamas que
lentamente se quemaban en la hoguera. Aquella luz, para el chico, seguía siendo algo
nuevo. «Magia de humanos», le dijeron una vez sus amigos elfos al prender a escondidas
para él un amasijo de hojas secas. Nunca pudo acostumbrarse a su calor, pues las ákanas no
eran de cocinar sus alimentos, y solo alumbran sus noches con las luces que le procuran sus
amigas las luciérnagas.
29
—Ahora entiendo por qué todos temen la magia de los hombres —dijo con apenas un
susurro, como si hablara solo para él.
—Yo no lo llamaría magia —respondió el maestro mientras chupaba ruidosamente el
hueso ya sin carne.
—¿Están los hombres malditos? ¿Por qué deben comer carne?
—Si están malditos, de seguro que comer carne no es su castigo —dijo el ádamer con
una perezosa carcajada—. Forma parte de ellos, como mismo sucede con otras criaturas. La
Naturaleza quiso que así fuera.
Andrey se preguntó qué otras cosas malas había creado la naturaleza y si era preciso
cambiarlas o simplemente resignarse. Sin embargo, esas preguntas le resultaron muy
pesadas como para sostenerlas en sus tiernas manos. Al final se sintió muy agotado y
terminó por dormirse profundamente.
6.
El centro del valle fue el último en enterarse, y cuando sus habitantes lo advirtieron ya era
demasiado tarde. De una forma sorprendente, un grupo de hombres supo ingeniárselas para
llegar hasta allí sin levantar la menor de las sospechas. Eran jóvenes guerreros que
acumulaban varias semanas de recorrido, sin que ello mellara sus fuerzas y motivación. Los
conducía la noble misión de rescatar a una inocente criatura de manos perversas y salvajes.
En su mayoría iban a pie, dirigidos por algunos jinetes a caballo. En casa les habían
dado instrucciones precisas de cómo proceder y a cambio les prometieron una generosa
recompensa.
Naina recibió el mensaje de boca de una paloma. Habían transcurrido apenas dos días
desde la partida de Andrey y nunca se sintió más aliviada de no tenerle allí. Con un grito
muy agudo llamó a sus hermanas y minutos después le cortaron el paso a los intrusos.
—Razón tuvo nuestro señor en todas sus palabras —dijo uno de los jinetes conteniendo
su caballo. De entre los arbustos habían salido unas extrañas criaturas que jamás habían
visto.
Al principio les parecieron pequeñas niñas, hermosas e indefensas, vestidas con hojas y
flores. Sin embargo, con cada paso que daban hacia ellos, las vieron crecer y transformarse
en seres que no dudarían en despedazarlos de la forma más despiadada. Los ojos les
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brillaban y sus bocas se abrían enseñando filosos colmillos. Sus cuerpos, desnudos ahora,
parecían un amasijo de ramas retorcidas vestidas torpemente con piel humana.
—¿A ké han venito a nosso bojke? —preguntó Serla en un intento por hablar la única
lengua humana que conocía.
Las ákanas acorralaron a los hombres a ambos lados del camino. Ellos, intimidados, se
apiñaron temblorosos.
—Venimos en busca de un niño —dijo el líder de la comitiva.
—No sapemos dd ké haplas —contestó Mira—. Lo úniko ke sapemos es ke no gustamos
de los jumanos.
—¡Sí que saben de lo que hablamos! —gritó furioso el jinete, intentando no perder el
aliento—. Sabemos que fueron ustedes quienes lo robaron. ¿Qué han hecho con él? ¿Dónde
está?
Las ákanas emitieron un fuerte chillido que aturdió a los humanos y espantó a todas las
aves de los alrededores. Sus largas cabelleras comenzaron a danzar sobre sus cabezas y sus
brazos se alargaron con afiladas espinas en sus dedos.
Varios caballos tumbaron a sus jinetes y salieron corriendo a la desbandada. Naina y
Olia atraparon con sus pelos a los hombres que habían caído al suelo y los lanzaron por
encima de las ramas de los árboles más cercanos. A su vez, sus hermanas se apresuraron a
capturar a quienes iban a pie, deteniendo sus pasos en el acto, cuando les clavaron sus
largas pezuñas en el cuello o la espalda.
En menos de un minuto murió la mayoría del grupo. Solo quienes lograron mantenerse
sobre sus caballos lograron escapar a toda prisa.
—¿Kién los ha enviato? —preguntó Naina sosteniendo a uno de los guerreros contra el
tronco de un árbol.
—Devuelvan al pequeño —dijo el joven haciendo un esfuerzo por no ahogarse con la
sangre que salía de su boca.
—¿Kómo han sabito dd él? —le gritó eufórica la ákana—. ¿Kiénes son sus patres?
¿Seguro ke es jumano?
Pero el joven guerrero no pudo responderle. Ella lanzó el cuerpo inerte sobre los
arbustos y pidió a las aves carroñeras que lo devoraran.
—¡Hermanas! —grito Mira—. ¡Los demás han ido en dirección norte!
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—¡Nooo! —exclamaron las ákanas llenas de furia y el valle entero se estremeció.
7.
Los bosques más allá de las montañas eran vastos y de altos árboles. Estos nuevos parajes
le demostraron a Andrey que aquella aventura en la que lo habían embarcado podría
prometer mucho. Sus ojos, movidos siempre por La Curiosidad, reparaban en cada detalle
como si se tratara de un mundo distinto, cosa esta incierta, pues la flora y la fauna apenas se
diferenciaban.
Sin embargo, su mente infantil se sorprendía ante todo lo nuevo que el maestro le
enseñaba. Si antes le satisfacía el ocio en el pequeño rincón del valle donde vivía, ahora era
el espíritu del viajero lo que desataba en su interior emociones nuevas.
—Tienes buen ritmo, jovencito.
—Quiero llegar rápido a ese lugar del que tanto hablas. Debe ser muy interesante.
—Y lo es. Mañana a primera hora estaremos allí —le dijo en la lengua de las criaturas
del valle.
En momentos como este Andrey deseaba que su mentor anduviera más a prisa, y no con
aquellos pasos de viejo cansado. Ígonor se presentaba ante su juventud como una criatura
de mil años, como un extraño ser de otro mundo. Su porte, encorvado y desgastado, parecía
soportar el peso de una vida que otrora fuera agitada y traumática. No obstante, siempre
llevaba en su rostro una sonrisa que contrastaba con todo lo anterior. Del mismo modo, sus
ojos no se esmeraban mucho en esconder un brillo que nada tenía que ver con el de un
anciano. Y fue justamente todo este misterio lo que más amó Andrey y lo hizo próximo al
nuevo mentor.
Juntos atravesaron un campo de bayas y luego un bosque de pinos. Para el comienzo del
ocaso ya habían llegado a la cima de un pequeño acantilado desde donde se podía observar
un río.
«Es hora», le advirtió Ígonor. Andrey se deshizo de sus zapatos de paja trenzada y del
morral que llevaba a cuestas. Extendió sus manos al Sol y recitó los versos en un raro
idioma que el maestro insistía en enseñarle: «Oh, tú, padrecito, que con tu luz conservas la
vida. Gracias por tu acogedor calor. Llega hasta mis manos y aumenta mis energías».
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—Buena perdiz la que has cazado —agradeció Ígonor en esta misma lengua—.
Pruébala, está deliciosa.
—Estas frutas están mejor —respondió el chico en su lengua natal, molesto por demás,
ante tantas palabras desconocidas que debía memorizar.
—¿Piensas en Naina y tus tías? —le preguntó ahora en la lengua de las ákanas.
—Sí, las extraño mucho —se inquietaba, confundiendo y mezclando frases entre el
habla de las criaturas del valle y la del maestro.
—Estarán bien —lo consolaba el de arrugadas manos.
Juntos disfrutaban la compañía del fuego de la hoguera, sin saber que a poca distancia de
allí, a un par de virstas al oeste, un grupo de jinetes humanos les seguían el rastro, habiendo
encontrado el sendero por el cual dejaran el valle días atrás.
—Esta noche es muy tranquila, ¿verdad? —comentó Andrey, ya en busca del sueño.
—Sí —contestó Ígonor insatisfecho.
—Creo que…
—¡Calla!
Ígonor se incorporó rápidamente al advertir un ruido y tomó del suelo un palo. Con sus
ojos felinos miró en todas las direcciones, pero no consiguió ver a nadie.
—¿Qué sucede? —se inquietó Andrey e imitó al maestro.
—Shshsh…
—No hay nadie.
Ígonor soltó el palo y se hizo de un puñal. Sintió que los árboles se comportaban de
forma extraña.
—Algo se mueve entre las ramas —dijo asustado Andrey.
—Shshsh
—¡Cuidado!
Ígonor chasqueó el puñal sobre una roca y la pequeña chispa se hizo grande entre sus
manos, iluminando la noche de escasas luces. Para alivio suyo resultó ser lo que no temía.
—Guarda tus fuerzas, ádamer, las ákanas me han enviado.
—¿Hojas de viento? —se extrañó Andrey.
—¿Qué sucede? —dijo al cerrar sus manos y extinguir la llama que flotó ante él.
—Deben cambiar el rumbo. Hombres de las Llanuras Centrales los persiguen.
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Cientos de hojas, adoptando todas juntas la forma de un gran pájaro, silbaban
reproduciendo el mensaje.
—¿Qué significa, maestro?
—Gracias espíritu del bosque, te recompenso con la libertad.
Y al acto se dispersaron todas las hojas.
—Recoge tus cosas. Partiremos de inmediato.
—Pero es de noche. ¿Hacia dónde iremos?
—Al este. ¡A toda prisa!
—¿Y la cascada?
—En otra ocasión será —le respondió agitado.
Andrey pudo sentir la voz de Ígonor más enérgica, resoluta. Sus movimientos eran
menos perezosos y esto lo asustó. Protegidos por la oscuridad de la noche ambas criaturas
marcharon con pasos escurridizos, saliendo de la ruta de los Altos Árboles e
introduciéndose en un sendero adonde la luz de la Luna ni siquiera llegaba.
—¿Qué quiso decir ese numen? —sollozaba el pequeño.
—Tenemos que buscar refugio.
—¿Por qué? ¿Quién quiere hacernos daño?
—No lo sé —exclamó—. Tenemos que confiar en lo que nos dicen las ákanas.
Aquella respuesta enmudeció a Andrey y miró desesperado a su alrededor. Quiso
encontrar una luz en medio de tanta oscuridad, pero solo pudo distinguir el resplandor de
los ojos felinos de Ígonor.
34
Capítulo Primero
Huida. Encuentros
1.
Entre el lodo y las flechas de lluvia corrían maestro y discípulo, en desespero por saberse
cercanos a un peligro real. El bosque ya no resultaba amigable y un inusual frío hacía
temblar el cuerpo y debilitar las piernas. La humedad trepaba por los desechos zapatos y se
enredaba en las sucias ropas que parecían no aguantar más.
El pequeño humano renunció de repente a dar un paso más y se dejó caer sobre el lodo.
El viejo ádamer dio un giro de talón hacia él y lo alzó del suelo. Ígonor lo tomó por los
hombros y lo sacudió para hacerle reaccionar.
—No podemos perder tiempo, Andrey. ¡Vienen tras nosotros!
—¿Quiénes son? ¿Por qué nos persiguen? —respondió entre sollozos.
—Son seres peligrosos. Nos pueden asesinar —dijo el maestro con el aliento
entrecortado—. No puedo decirte más porque no sé nada más. Debes confiar en mí y en las
ákanas.
Los relámpagos iluminaban la oscuridad de la noche. Solo por segundos se distinguía
hacia dónde se podía avanzar. Por fortuna, esto no duró mucho tiempo y poco a poco la
lluvia fue suavizando su empeño de mojarlo todo.
—Estoy cansado —replicó el niño una vez más, ahora sin detener el paso.
—Yo también, pero ellos de seguro van a caballo, y si nos detenemos nos darán alcance.
Ígonor llevaba a Andrey de la mano, mientras este daba traspiés con cuanta piedra había
en el camino. Por mucho que se esmerase no podía seguir las amplias zancadas de su
maestro.
—¿Hacia dónde vamos?
—Hacia nuestra única salvación.
Más allá de una colina otro bosque susurraba con voces nuevas. En esta región todo se
sentía particularmente distinto. Andrey pudo percatarse del aire denso que lo envolvía y de
los pequeños ojos luminosos que, desde cualquier rincón, los observaban en las penumbras.
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—Estamos llegando. A partir de aquí debemos tener mucha cautela. No te separes de mí
ni un instante —le advirtió Ígonor tomándole con más fuerza de la mano.
Un estrecho sendero se abría paso entre imponentes árboles que juntaban sus ramas
como si se tratase de una larga y estrecha cueva. Un silencio profundo hacía silbar los
oídos.
—¿Quiém estám ahím? —bramó de repente una voz grave.
Los forasteros se detuvieron.
—¿Quiém osam entrarm a los dominiom delm Señorm delm Bosquem? —preguntó en
un intento por hablar una de las lenguas humanas.
—Somos amigos del Bosque y buscamos refugio —respondió Ígonor con voz alta y
segura. Andrey pudo advertir que la joroba de su maestro ya no lo era tanto, y que su rostro
permanecía atento, con todos los sentidos a su disposición.
—El Amom nom deseam intrusosm enm sus dominiom.
—Soy amigo de tu señor —insistió el ádamer.
—¡Irosm de aquím! —exclamó la criatura que, inesperadamente, hizo aparición ante
ellos con un brusco salto que estremeció el suelo.
El enorme monstruo, solo distinguible en la oscuridad por sus siluetas y la intensa luz de
sus ocho ojos, les impidió el paso por el sendero del nuevo bosque. Su aliento convertía en
vapor las gotas de agua que desde las ramas caían cerca de su boca, haciéndola ver
potencialmente despiadada.
—¡Pido asilo! —exclamó Ígonor haciendo repetidos chasquidos con la vara que había
tomado del suelo para defenderse.
El monstruo respondió con un graznido maloliente y extendió sus patas a lo ancho del
camino. En la foresta, los ojos curiosos aumentaron. Saltaban de un lado a otro impacientes,
como quien se emociona por lo que ve y pide más acción. El adversario, no obstante, no se
inmutó.
«Ponte detrás de mí», susurró el ádamer al niño. Luego alzó una de sus manos y con sus
dedos hizo vibrar la lámina de metal que llevaba sobre su cabeza. Un sonido muy agudo
brotó de ella. Ni Andrey ni Ígonor podían escucharlo, pero sí las bestias que se habían
agolpado a su alrededor. Los primeros en huir fueron los más pequeños. Escondidos
todavía entre las plantas. El guardián de la entrada, por mucho que quiso resistirse, terminó
36
por retroceder del todo aturdido. La bestia chilló adolorida y trepó por el tronco del árbol
más cercano.
«¡Corramos ahora!», le advirtió el maestro al discípulo. Avanzaron por el camino sin
mirar atrás mientras sentían bajo sus pies el traquear de los huesos y esqueletos de otros que
no tuvieron tanta suerte.
El estrecho túnel de árboles se hizo largo. A medida que avanzaban el suelo se volvía
más suave y menos pestilente. Pocos minutos después alcanzaron a escuchar a sus espaldas
lastimosos gritos de muerte.
—La bestia se los ha comido, maestro. Ya no nos podrán alcanzar —dijo Andrey con un
confuso tono de alivio.
—Pero saben dónde nos encontramos, y ahora vendrán muchos más —Ígonor miró hacia
adelante y hacia atrás con los mismos ojos de preocupación. Tomó un suspiro intentando
resignarse y extendió su mano hacia un rincón entre los árboles—. Lo mejor será que
durmamos. Necesitaremos fuerzas para continuar en la mañana.
El sueño acudió a ellos en cuanto sus cabezas tocaron el suelo. La respiración agitada
fue sustituida por una más pausada y los tensos músculos del cuerpo abrazaron inertes las
pocas pertenencias que llevaban consigo.
Andrey quiso para sí un sueño profundo, pero en su lugar solo obtuvo la visita de
extrañas imágenes que lo inquietaron toda la noche: el rostro iluminado de un fantasma lo
perseguía llamándolo constantemente. Un frío hostil le calaba los huesos y una pesadez en
sus pies le impedía escapar de todo aquello. Sintió que el collar se volvía caliente y vibraba
sobre su pecho. Tenía la sensación de que era una cosa viva y hacía el intento de colarse en
su mente y dominar su cuerpo.
«¡Despierta, Andrey, despierta! ¡Debemos seguir la marcha!», le estremeció un brazo
más fuerte de lo que recordaba. Cuando el chico abrió los ojos se encontró en un lugar seco
y claro que para nada parecía guardar relación con el bosque salvaje donde se habían
adentrado en la noche. A su alrededor se abría un paisaje de vivos colores, con árboles que
se movían lentamente por la brisa fresca que acariciaba los rostros con agrado, como quien
les da la bienvenida. El follaje era tupido, sin que ello le causara miedo, aunque El Misterio
sí que permanecía firme y observando cauteloso a su alrededor.
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Andrey reparó en Ígonor y lo notó un tanto distinto, con la extraña sensación de solo
contar con una vaga imagen de cómo era antes. Tal le parecía que sus recuerdos sobre él no
fueran totalmente ciertos. Ahora lucía más joven, sin dejar de ser viejo. Se le veía con una
postura recta y ágiles movimientos al andar. Su piel ya no llevaba tantas piedras y arrugas.
En su cabeza ahora había algo de pelo y sus orejas eran más pequeñas. Quiso interrogarle
sobre esto, pero otra criatura llamó más su atención.
—¿Usted quién es? —preguntó Andrey al ser peludo que se encontraba de pie junto a
Ígonor.
—Es un viejo amigo, no te preocupes —le dijo en la lengua de las ákanas—. Su nombre
es Nopán y nos conducirá hasta el Señor del Bosque.
—Mucho gusto, pequeño humano —dijo el lobo olfateando su ropaje de algodón
trenzado—. ¿Qué les trae por estos lares, viejo amigo?
—Nada en particular —contestó Ígonor mirando los alrededores.
—Espero que al Amo le digas algo más convincente. En los últimos años se ha vuelto
más celoso con la entrada de forasteros al Bosque. Considérate un privilegiado —le advirtió
el de negrísimo pelaje en otro de los dialectos de las criaturas de aquellos lares.
—El Señor del Bosque sabe bien de qué lado está mi fidelidad —le respondió con tono
firme—. Nadie en este lugar olvida lo que hice por salvarlos en guerras pasadas.
—El Amo desconfía de todos. Los tiempos han cambiado y ya duda hasta de los
nuestros.
—Tu amo está algo paranoico —intentó llevar a burla la conversación.
—Aquí no olvidamos lo que sucedió hace siete años; todos tenemos miedo de que se
repita.
—Ya he escuchado muchas historias al respecto desde mi regreso, unas tan
inverosímiles como las otras. No sucederá nada. El gran reino de los hombres ha
desaparecido —el ádamer lo miró con el cejo fruncido, se retorcía dentro de él la
frustración de haberse perdido tantos sucesos importantes, acaecidos mientras viajaba por
las nevadas tierras de Oriente.
Andrey, por su parte, no alcanzaba a comprender de qué hablaban. Solo el ímpetu y la
emoción con que eran dichas aquellas palabras daban cuenta de su importancia. Entonces
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tuvo la sospecha de que tardarían en retomar el tranquilo viaje que habían iniciado hace
unos días.
Los tres caminaron entre jóvenes pinos y abetos, dejando atrás los grandes árboles. Se
dirigieron rumbo a un claro dominado por una leve colina de ásperas piedras, en cuya cima
se arrastraban como serpientes grandes láminas de rocas y curvos pedruscos, formando una
estructura que pudiera dudarse como un producto azaroso de la naturaleza.
Las paredes zigzagueantes se iban haciendo cada vez más altas en cuanto andaban entre
ellas. Musgos y enredaderas las cubrían, poniendo al resguardo los dibujos que llevaban
incrustadas. Desde el cielo se veía como un torbellino de serpientes que se precipitaban al
mismo punto. Algunas alzaban sus cabezas al cielo formando monolitos, mientras que otras
se enterraban justo donde la colina se hundía en lugar de levantarse a la cima. El centro del
conjunto descendía levemente en forma de cráter, conservando un perímetro circular muy
bien delimitado.
Un centauro de pelaje pardo les salió al encuentro en uno de los pasadizos. Su rostro
completamente peludo asustó al pequeño en el primer instante, al igual que el ancho hocico
que recordaba a un caballo. Sus fuertes brazos y la afilada espada que llevaba lo
intimidaron menos. El de elegante porte se acercó a ellos con pasos lentos y les dio la
bienvenida con recatada solemnidad. «El Amo les espera. Seguidme, forasteros».
Andrey contempló fascinado las enormes piedras y todos aquellos símbolos
desconocidos para él. La luz del Sol se esparcía límpida por entre los recovecos y el silbar
de las aves se hizo tenue conforme iban caminando entre las paredes del laberinto.
«Seguid recto y bajad por la izquierda», les indicó el cuadrúpedo, deteniéndose donde
las serpientes de piedra eran más altas.
A medida que descendían al centro del cráter percibieron de inmediato los diamantes en
bruto, incrustados en las rocas y que se dejaban ver por todas partes. En la zona más baja,
ya donde las piedras cedían su lugar a un zócalo circular cubierto por un fino césped, solo
se podía distinguir un tímido monolito de apenas dos metros de altura que se alzaba justo
en el centro. Frente a él, una criatura de blanco pelaje parecía meditar.
—¿Qué hacen un cazador de fuerzas y una cría humana en el Lar Vedado? —preguntó el
oso al volverse hacia ellos.
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La bestia les dirigió una penetrante mirada y se acercó con lentos pasos. Sus palabras
resultaron de difícil comprensión para el pequeño. Tal pareciera que hablaba el lenguaje del
maestro, pero muchas de sus expresiones le resultaban nuevas.
—Disculpe nuestra intromisión, Altacar.
—¡¿Cómo te atreves a pronunciar ese nombre?! —exclamó furiosa la bestia asúan,
transformándose rápidamente en un enorme león albino con grandes alas de plumas
plateadas—. ¡Si dependiera de mí, ya estarías muerto, Ígonor! —y se contuvo jadeante a
solo unos centímetros del ádamer—. Pero mi bosque te está agradecido, eso lo tengo que
respetar —el monarca domó su ímpetu y dio un paso atrás.
—¿Por qué hay tanto odio en tu corazón, Cambiaformas? —le respondió el visitante sin
inmutarse ante los temibles ojos.
—¿Y todavía lo preguntas? —se estremeció el soberano—. El suelo que pisas es el
último lar donde hay total seguridad en estas tierras. Los hombres no han olvidado sus
sueños de dominarlo todo. No les importa lo que hace siete ciclos le ocurrió a su imperio, ni
las desgracias que consumieron a sus ancestros en el Mundo Antiguo —decía con rápidas
palabras—. Se creen superiores, pero les voy a demostrar de una vez y por todas que no es
así —y golpeó con fuerza el suelo con una de sus garras.
—Los hombres están débiles y desunidos —le respondió el hechicero con serenidad.
—Eso es ahora, pero ya se revuelven entre las sombras como sanguijuelas buscando la
chispa que quedó prendida la vez que intentaron conquistar El Punto.
—Eso es solo una leyenda —le rebatió indiferente.
—Sabes que es tan real como tú y como yo —las relucientes alas se abrieron firmes,
dispuestas a acompañar a las palabras de El Cambiaformas.
—Creo que te has vuelto obsesivo.
—El río está turbio —dijo el amo transformándose en un blanco caimán—. Clanes de
bestias, antes pacíficas, han probado con gusto el néctar de El Rencor y El Odio,
impulsados por El Miedo y La Desconfianza; y los hombres vuelven a maldecir el suelo
que pisan.
Cada una de sus palabras salía como un gemido, intenso y vibrante. Su cuerpo se
advertía tenso y dispuesto a atacar al menor indicio de afrenta contra su reino. Tanta
intranquilidad sorprendió a ambos visitantes, pero sobre todo a Ígonor, quien se sentía muy
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poco al corriente de aquello que la bestia le contaba. Aun así, decidió tomar estos mismos
argumentos en su favor.
—En algo puedo darte la razón. Allá afuera hay muchos hombres que cazan sin
observancia de las leyes y fronteras de los bosques. Nosotros mismos somos víctimas de
ellos. Es por eso que venimos a pedirte refugio.
—¿Qué has hecho para que seas tan buscado?
Ígonor calló.
—¿Y este niño que traes contigo? —se acercó el ahora caballo de blancas crines al
pequeño de vivos ojos—. ¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Mi nombre es Euandriey —respondió en el idioma del maestro.
—Un atrevido nombre para uno de tu especie —sonrió El Cambiaformas—. Dime, ¿Qué
haces con este viejo loco?
—¡No le llames loco!
—¡Oh! Ahora veo que haces justicia a tu nombre —relinchó con ánimos de burla—.
Pero aún debes aprender a comportarte.
—Es mi nuevo pupilo —intervino el maestro.
—¿Un discípulo? ¿A qué viene eso ahora? —y lanzó una carcajada—. Pensé que
estarías con tus semejantes de camino al lejano Oriente. ¿No disfrutaste del frío y la nieve?
—Ese es un viaje ya realizado y estas tierras merecen aún mi atención…
—¿Tu atención? ¡Ja! ¿Acaso piensas que soy tonto? Mis ojos ven más allá de mis
dominios y mis oídos escuchan hasta los más lejanos susurros. Algo he sabido de tus
andanzas por las tierras nevadas…
Andrey miraba atentamente cómo su anfitrión se metamorfoseaba en águila gigante de
montaña, luego en lobo y más tarde en jirafa. Sus constantes transformaciones le resultaron
interesantes en un inicio, pero molestas después. Quería conocerle, estudiarle, y tanto
cambio solo lograba despistarlo. El Señor del Bosque pudo sentir lo penetrante de la fuerza
que manaba de aquellos ojos y le correspondió la mirada. Comenzó a nadar en sus pupilas
en busca de respuestas, pero no pudo hacerlo por mucho tiempo.
—¿Qué te ha hecho pensar que te brindaría refugio?
—Te lo suplico.
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—No sabes en qué juego te aventuras. Lo buscan a él, ¿verdad? —y miró a Andrey con
reserva—. Mi bosque es el último templo de paz para los oniandros, si te quedaras dejaría
de ser un lugar seguro para quienes lo habitan. Lo siento —dijo ahora en el dialecto del
valle.
La gran boa blanca se arrastró hasta los alrededores del monolito y sentenció:
—Deben abandonar mis dominios de inmediato.
Ígonor se dispuso a seguir por el camino del norte, pues era la salida más próxima del
Lar Vedado y tal vez la más alejada de quienes les perseguían desde el oeste. A la mañana
siguiente, horas después de haber iniciado la partida, un corcel negro se les acercó con un
mensaje: «El Señor del Bosque no olvida el amor que profesa Ígonor al Lar Vedado y los
suyos, lo cual lo hace un ádamer digno de la vida. El Señor del Bosque es emisario de La
Compasión y les aconseja como buen amigo que eviten el camino del norte y vayan rumbo
al este. Una vez pasada la frontera se encontrarán en tierras seguras».
—Yo los llevaré sobre mi lomo —relinchó.
—Gracias, amigo —respondió aliviado el sabio.
Dos días después se encontraron ante el Gran Río del Este, que señalaba la frontera
oriental del Lar Vedado. Allí se despidieron del animal y tomaron un descanso.
—¿Qué es ese resplandor al otro lado del río, Ígonor?
—Es un bosque blanco.
—Nunca había visto tantos abedules juntos.
—Realmente hay muchos por toda Periéria, pero ese en particular es un lugar peligroso.
Dicen que está bajo un hechizo, así que es mejor no ir por allí.
Ígonor se sentó pensativo sobre una roca, mientras que su discípulo fue a divertirse en
las aguas. Sus ojos miraban con escepticismo el bosque que se alzaba del otro lado del
ancho cauce. Un par de días atrás no podría haber imaginado siquiera que lo tendría tan
cerca. Así, fue sorprendido por los recuerdos de un pasado que prefería olvidar. Dirigió
entonces su mirada al sur y confió en que ese horizonte les procuraría mayor seguridad.
El silencio interrumpió sus pensamientos y se dio cuenta de que ya no escuchaba el
chapoteo del pequeño en el agua.
—Andrey, Andrey. Debemos partir —dijo al bajar la mirada hasta el río—. ¿Andrey?
¡Andrey! —le buscaba—. ¡No juegues, debemos irnos! ¿Dónde estás?
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—¡Ígonor! —exclamó el niño al salir del agua.
La corriente del río lo atrapó con fuerza, como si una serpiente lo enroscara para
llevárselo consigo.
—¡Nada fuerte, hijo, voy por ti!
—¡Ayúdame! ¡Ayúdame! —gritaba con desespero.
Ígonor corrió tras él por la orilla, pero sus pies no fueron lo suficientemente veloces, y
en poco tiempo lo perdió de vista.
—¡Andrey! —gritó con menos fuerza el viejo ádamer al caer torpemente entre las rocas.
2.
El río lo arrastraba a su antojo, envolviéndolo con suaves pero fuertes corrientes de frías
aguas que le trajeron a su mente una vez más el sueño que en las noches le torturaba:
«Andrey, Andrey», le llamaba el fantasma con rostro de dama. De ella apenas distinguía
algunas siluetas, nada más. Su voz se le colaba en la cabeza sin que precisara de abrir los
labios, mientras que los ojos brillaban con intensidad, intentando mostrarle confusas
imágenes.
—¡Despierta! ¡Despierta! —le dijo esta vez otra voz.
El chico tosió repetidamente hasta escupir toda el agua que había tragado.
—Gracias —respondió.
Un joven de gallarda figura yacía de pie ante él. Había ido en su ayuda luego de ver
cómo el agua turbulenta del río lo dejaba en su margen oriental.
—Vaya susto que me has hecho pasar —le dijo el extraño, dándole ahora golpecitos por
la espalda.
—¿Quién ha salvado mi vida? —el chico quedó sorprendido ante un rostro totalmente
nuevo a los que antes viera, sintiendo esa diferencia como bella y preguntándose si se
trataba de un ser humano.
—Mi nombre es Lónar, pero no he salvado tu vida, ya estabas en la orilla cuando te
encontré —le dijo en la misma lengua que le enseñaba Ígonor—. ¿Acaso no sabes que el
Egún Tral es un río muy peligroso?
—Soy Euandriey y de todas formas te agradezco —respondió en la suya propia, la del
valle, sin entender todo lo que le hablaban.
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—¿Tus padres dónde están? —Lónar se puso de pie mirando a su alrededor e hizo
extrañas señas con sus manos.
—Solo me acompaña mi maestro. El río me arrastró y nos hemos separado. ¡Ay! —se
percató de una pierna lastimada al intentar incorporarse.
—Es necesario que te curen. Te llevaré conmigo, tenemos muy buenas sanadoras —
insistía, sin comprender bien lo que decía el pequeño.
—No, gracias, debo encontrar a mi maestro —intentó responder ahora en la lengua del
mentor. Debe estar preocupado por mí.
—Luego te acompañaré a buscarlo, pero ahora hay que atender tu herida, puede
empeorar —y le señaló la sangre que de ella brotaba.
El joven tomó una larga tira de tela que llevaba en su mochila y comenzó a vendarle la
pierna.
—¿Eres humano? —preguntó Andrey sin poder contenerse más.
Lónar alzó la mirada y el niño descubrió que sus ojos eran totalmente negros y que
llevaban una profundidad y un brillo como la más bella noche estrellada. No se distinguía
en ellos un colorido iris o una blanca esclera, sino que parecían hendiduras que conducían
al oscuro firmamento. Luego observó la piel sin pigmento y desprovista de vellos, algo
húmeda y viscosa al tacto, cosa esta que le recordó a las salamandras. El pelo negro de la
cabeza iba bien recogido en un nudo muy apretado. Los pómulos, muy salientes, escoltaban
a una nariz de puente achatado y orificios algo anchos. Los labios pequeños y pálidos
sonreían dejando ver una dentadura impecable.
Aquel ser vestía inusuales ropajes que iban muy ajustados al cuerpo, sin que nada le
estorbara a la hora de andar y de colores verdes que le facilitaban esconderse entre las
plantas. Las telas estaban hechas de un material que el niño no pudo reconocer. Eran
demasiado finas para ser algodón y demasiado anchas y suaves para tratarse de algún tipo
de hoja. Llevaba encima además varios aditamentos que no sabía para qué se usaban y
calzaba botas altas hechas de cuero.
—No, no soy un hombre, soy un velden —dijo al fin el desconocido, luego de descifrar
las palabras de aquel curioso pequeño—. Los humanos suelen llamarnos “hombres de las
nieves”, “los blancos”, “los albinos” e incluso “los fantasmas” —rio—. Ellos piensan que
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somos humanos maldecidos, quienes tras ser expulsados de sus aldeas, se han juntado y
procreado en lo profundo de los bosques.
—¿Hombres de nieve? ¿Velden? ¿Maldecidos? —repitió en su torpe mezcla de
idiomas—. Mi maestro me dijo que este bosque de abedules está maldito.
—Son muchas las mentiras que se cuentan sobre mi especie y los intrincados lugares
donde vivimos. Te confieso que la mayoría las hemos inventado nosotros y han servido
para que nadie se adentre en nuestros territorios.
Lónar le guiñó un ojo y lo cargó sobre sus hombros para adentrarse con él en el bosque
que se alzaba en la orilla contraria por donde llegara el pequeño. El chico humano miró
atrás, preocupado por su maestro. Se preguntaba si hacía lo correcto al irse con este
desconocido. Sin embargo, el fuerte dolor en su pierna le hizo confiar en aquel rostro
amigable.
El joven velden tenía una estatura superior a la de Ígonor, con poco más de ocho cabezas
de altura. Al andar, Andrey pudo advertir la fuerza de sus músculos y lo largo de sus
zancadas, la respiración imperceptible y la ausencia de olor propio.
—Velden es el nombre de todos los seres como yo, de nuestra especie —continúo el
joven con su explicación—. Yo soy específicamente un… bueno, si lo traducimos
literalmente de la lengua de los véldeny sería: velden-de-Bosque-Dormido. Pasó Larkasu es
el nombre de este lugar al que has llegado. ¿De veras nunca habías escuchado hablar de
nosotros?
—¡Ni siquiera he visto a otro ser humano! —exclamó con fuerza por el disgusto y el
dolor en su pie.
—Vaya, eso sí que es raro. Por lo general los de tu especie suelen vivir juntos en tribus y
clanes en las estepas. Algunos dicen que somos muy parecidos, pero cuando encuentres a
los tuyos notarás la diferencia. Podrías asomarte tu mismo a un estanque para ver tu
reflejo… —e hizo una pequeña pausa—, pero resulta que eres extrañamente algo distinto a
los demás humanos que he visto. ¿Estás seguro de que tú mismo eres un ser humano? —rio
con ganas esta vez el joven velden al sentir cómo el pequeño se sujetaba con más fuerza
sobre él—. No te asustes, solo bromeo. Yo tampoco suelo ver a seres humanos todos los
días. Eres el primero en años.
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—Siempre había escuchado sobre los hombres y las grandes criaturas que viven más allá
del Valle de las Montañas Picudas, pero nunca escuché sobre los tuyos —Andrey seguía
asombrado por el hecho de que las ákanas nunca le hablaran sobre los véldeny, o al menos
que él recordara—. ¿Acaso llegaron a estas tierras hace poco?
—¡En lo absoluto! —exclamó Lónar—. Mis ancestros provienen de unas islas lejanas
que había más allá de todas las tierras del occidente, del otro lado del mar. Luego de mucho
andar por las tierras de las nieves, hace varios siglos, llegaron aquí. Mi pueblo habita en
este bosque desde entonces y tenemos parientes que viven en otros reinos y países no muy
lejos de estos lares.
—¿Ese lugar de donde llegaron, del otro lado del mar, queda cerca? —preguntaba
Andrey intentando tener una mejor idea de esta historia.
—¿Cerca? ¡El otro extremo del mundo no es sinónimo de cerca! —rio.
—¿Y por qué “había”? ¿Qué sucedió? Las tierras no desaparecen —dijo con
escepticismo.
—Sí que pueden desaparecer y aquellas hace miles de años que se hundieron bajo el mar
tras fuertes cataclismos. Pero mis antepasados sobrevivieron porque las abandonaron antes
de que todo sucediera y pudieron llegar a esta parte del mundo luego de una larga
emigración a través de las tierras nevadas. Desde entonces vivimos aquí, en las tierras de
Periéria, donde está siempre verde.
—¿No les dio tristeza dejar atrás su hogar? —musitó Andrey recordando su propio valle.
—Mi pueblo siente mucha nostalgia por ese pasado. Su recuerdo se ha transmitido de
generación en generación durante milenios. Perdimos una parte importante de nosotros en
aquel entonces, pero se trataba de salvar nuestra especie. Nuestra civilización cayó en una
oscuridad de la que casi no logró salvarse.
—Es muy triste esa historia. Yo también tuve que dejar a mi familia y hogar, y ahora
unos seres temibles me persiguen —le contó con un tono que sonó muy infantil.
—Entonces puedes quedarte aquí —sonrió el de fuertes brazos, tomando aquella historia
como un juego de niños—. Nadie logra entrar a nuestro bosque, es el lugar más seguro del
mundo, y quien se atreva a hacerlo se encontrará con guerreros bien preparados.
El pequeño reparó en el largo tubo metálico que el velden llevaba a cuestas, así como
dagas y otros objetos irreconocibles.
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—Eres guerrero, ¿verdad?
—Así es. Todavía no he cumplido la mayoría de edad, pero desde pequeño me han
entrenado —respondió Lónar sin menguar el paso—. Hoy estaba de servicio cuidando de
nuestra frontera.
—¿Y esa extraña rama que llevas es suficiente para proteger a tu bosque?
—¿Extraña rama? —no podía entenderlo bien por la forma en que hablaba—. ¡Ah! Te
refieres a mi arma. A esta en particular nosotros las llamamos armas innobles. Solo las
usamos como última alternativa. Son muy eficaces, incluso a largas distancias, pero su uso
está restringido. El valor de un guerrero se demuestra en el combate cuerpo a cuerpo y
nunca disparando desde lejos.
—¿Me enseñarías a luchar? Tengo que defenderme de esos malvados que me persiguen
—exclamó el chico con un salto, olvidándose que iba sobre los hombros del velden.
—Tienes la edad precisa para comenzar a prepararte. Yo te puedo ayudar —sonrió
Lónar al verlo tan entusiasmado.
—¡Perfecto! —gimió complacido—. Convenceré a Ígonor para que nos quedemos.
—Mi madre estará muy contenta de tenerlos aquí —Lónar sujetó mejor las piernas del
pequeño y apresuró sus pasos en el silencioso bosque, dejando atrás el soto de blancos
abedules y adentrándose en una verde espesura.
En este lugar los árboles resultaban otros, como inertes, dormidos, dejando mover sus
ramas al capricho del viento. A medida que se adentraban más en el bosque, los senderos se
veían mejor cuidados, muchos de ellos cubiertos con piedras rectangulares y hierbas bien
cortadas en sus contornos. El musgo en las cortezas no tenía norte. Al crecer por los tronos
decía por sí mismo que allí las leyes eran otras. La claridad iluminaba los caminos de los
Altos Árboles, pero su luz no llegaba más allá de estos. A ambos lados, el bosque se hacía
más tupido y oscuro, con un follaje de plantas que le resultaron desconocidas al visitante.
Así, de tanto mirar y hablar, Andrey se sorprendió cuando de súbito aparecieron ante él
numerosas construcciones de madera y piedra que, de forma armónica, se mezclaban con el
entorno, respetando a la vez la singularidad del relieve y la disposición de los árboles que
allí crecían. Elevadas atalayas se confundían con los gruesos troncos de robles, sauces y
pinos. Pequeñas y grandes construcciones se alzaban sobre pilotes de forma irregular, pero
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agradable a la vista. El humano no supo de qué servían aquellas formas, solo pudo intuir
que eran sus refugios, tal y como lo fuera para él su manzano.
Entre una atmósfera de tranquilidad y placidez iban y venían aquellas criaturas, todas de
cabello blanco y extrañas vestimentas, muy ceñidas en las piernas y abundantes en los
hombros, cayendo sueltas sobre el torso, la espalda y los hombros. Los velden de mayor
edad solían llevar el pelo corto, mientras que los más jóvenes, suelto hasta los hombros. Las
véldem adultas llevaban una trenza enrollada sobre la cabeza, mientras que las jóvenes la
dejaban caer sobre su espalda. Fascinado por el encuentro, aquellos seres se presentaron
ante los ojos del chico como las más bellas criaturas, sin saber que para otros resultaban del
todo repugnantes. Su vista se nubló con una extraña, pero agradable ensoñación que llegaba
entre los susurros de su amiga La Curiosidad.
Fue entonces que, al verlos juntos, Andrey pudo tener una mejor idea de la naturaleza de
estas criaturas. Aún no conocía a los seres humanos, pero bastaba tener delante a los
véldeny para comprender que eran una cosa muy distinta a lo que le contaran sobre los de
su especie. Le pareció que allí vivían seres de otro tiempo, incluso tal vez de otro mundo:
ese de nieve más allá de las montañas de Naciente y Poniente, del que una vez también le
hablara Ígonor.
Todos se movían con la prisa de la paz y el sosiego. Se les veía trabajar y sonreír por el
placer que les reportaba ello. No se escuchaban voces exaltadas ni ruidos innecesarios. Una
especie de luz encantada parecía rodearlo todo, imponiendo un orden y una disciplina
propia de las hormigas. El misterioso silencio de aquel bosque se colaba en la villa y vivía
junto a sus dueños como un habitante más.
—¿Por qué solo tú tienes el cabello negro? —preguntó de repente el chico.
—Lo heredé de mi abuelo, él…
—¡Joven guerrero!
Un señor de aspecto recio, montado a caballo, se dirigió hacia ellos e interrumpió la
conversación.
—Capitán —respondió el joven con respeto y firmeza.
El jinete se percató de la presencia del humano y lo miró con reserva, dejando para sí
todas las dudas. Hacía años que no veía uno de cerca y de repente esta cría se aparecía en
medio de su villa sin que sus subordinados le pusieran al tanto de esto.
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—El consejo está reunido y necesitamos de varios soldados que hagan un relevo de
guardia —le dijo casi sin apartar la mirada sobre Andrey.
—No les haré esperar.
El joven anfitrión tomó al chico de la mano y se adentró en una casa circular hecha de
madera. En sus paredes abundaban las puertas y grandes ventanales. El techo era alto y las
columnas que lo levantaban muy finas. Figuras talladas adornaban los tabiques y remates
de las entradas, siempre con flores y motivos desconocidos al visitante.
—¿Qué es este lugar? —preguntó el chico deslumbrado por La Belleza, considerada
entre los hombres como reina de todas Las Gracias.
—Aquí nos sanan cuando enfermamos o tenemos heridas —le dijo con voz de confianza
ante los ojos que ahora lo miraban asustado—. Cuidarán bien de ti y tu herida. En un par de
horas volveré.
3.
Un jinete humano cabalgaba malherido de regreso a casa cuando los suyos lo encontraron
en medio del camino, a punto de caer inerte. Apenas le dieron de beber y cruzaron con él
las estepas para llevarlo de inmediato ante el soberano de aquellas tierras.
—Los hemos perdido, mi señor —jadeó sin fuerzas, mientras cuatro brazos le ayudaban
a mantenerse en pie—. Un monstruo enorme nos atacó. Solo yo he podido sobrevivir.
—¿Dónde ha ocurrido? —preguntó Kontos viendo el estado lamentable en que había
quedado el joven.
—Adentrándonos en el Lar Vedado —respondió tosiendo.
—¿No se suponía que los buscarían en el Valle de las Montañas Picudas? —y el
soberano dirigió una mirada inquisidora a su ádamer Isjar, oculto bajo su enorme capucha.
—Debieron advertir nuestra llegada —gimió entre la tos—. Días antes lo sacaron del
valle en compañía de alguien.
—¿Alguien? —se asombró Kontos.
—Por las huellas nos pareció un ser humano adulto.
—¿Qué hace un humano entre esas bestias? —preguntó el rey mirando una vez más a su
ádamer, oculto bajo un ancho atuendo que lo cubría de la cabeza a los pies.
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—De seguro ha sido una de las ákanas —contestó Isjar—. Ellas pueden fingir cualquier
tipo de pisada.
—¡Maldición! —exclamó Kontos sintiéndose impotente—. Esas bestias me las pagarán
muy caro. Organicen una expedición mayor. Vayan bien armados y no tengan compasión
con nadie. Esos monstruos pueden hacerle daño al niño. ¡Lo quiero vivo aquí!
A Pasó Larkasu, o Bosque Dormido en las lenguas humanas, ni siquiera llegaron las huellas
del pequeño. Habiendo sido arrastrado primero por el río y luego llevado a hombros por sus
senderos, nadie nunca podría sospechar que se encontraba allí. Si en verdad iba
acompañado de un tutor, tal y como Lónar dijo al consejo, más valdría que fueran los
propios véldeny quienes lo encontraran. Por muy sabia que fuera dicha criatura, jamás
podría llegar hasta su pupilo por sí mismo.
—Traigo buenas noticias —dijo sonriente el esbelto joven velden ya de regreso—. El
consejo de la villa ha decidido enviar a un grupo de exploradores para buscar a tu maestro.
—Eso es muy generoso —sonrió Andrey mostrándole la venda en su pie.
—¿Te duele aún?
—Casi nada. Usaron unas piedras brillantes que me alivian mucho el dolor —intentaba
expresarse en la lengua de su anfitrión, pero solo conseguía una torpe mezcla de idiomas.
—Es conveniente que descanses ahora. Este es un buen lugar para dormir —respondió
Lónar con una sonrisa condescendiente—. Las doncellas velarán por ti. Cuando caiga el Sol
te llevaré a casa, mi madre desea conocerte.
—Será un honor —y le miró agradecido, seguro de que su sonrisa comunicaba más que
la confusa manera con la que se expresaba.
—Hasta entonces, pequeño amigo.
Andrey no logró encontrar de inmediato el descanso. La ausencia del viejo Ígonor le
hacía girarse de un lado a otro en la cama sin poder conciliar el sueño. Sentía que lo
extrañaba como si se hubieran separado por mucho tiempo. Por otra parte, también lo
inquietaba el hecho de descubrir que en el fondo solo confiaba en él. En definitiva, había
sido su propia madre quien lo encargó a su cuidado. Pero La Inquietud que lo desvelaba de
la forma más egoísta, terminó por caer sumisa ante los aromas profundos que como hilos de
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humo salían de finos palillos colocados en la cabecera de su cama. Así encontró el sueño
con inesperada rapidez.
Espasmos, sudoraciones y frío singular. Luces azuladas en medio de la noche. Puertas
talladas que se abren y hacen aparecer a una dama de fino rostro que le llama una y otra
vez. Un miedo infundado le impide respirar y una fuerza oculta lo retiene. Otra vez el collar
latía al ritmo de su corazón. Pero en esta oportunidad vio cosas nuevas.
El cielo tronaba y en la tierra ardía el fuego. Criaturas encapuchadas luchaban contra
otras enmascaradas en duelo de sangre. Y allí estaba ella, observando desde la distancia,
como si lo llevara para que contemplase un suceso del pasado o aún por ocurrir. Ya no la
veía con miedo, sino como amiga. Ella lo tomó de la mano y, desde el refugio en los
arbustos, señalaba a cada uno de los personajes.
En un principio Andrey lo observaba todo con indiferencia, pero después sintió como si
lo estuviera viviendo en carne propia.
Un jinete de plateada coraza arremetía furioso con su espada sobre lanceros al mando de
unos ancianos encapuchados. La máscara que cubría su rostro emanaba odio y terror: eran
las siluetas de un monstruo. No lo pensaba dos veces para quitar la vida y derramar la
sangre en el suelo.
El jinete lo miró severo de imprevisto. Andrey, asustado, se despertó.
—¡Qué collar tan raro! —dijo Lónar al ver la prenda en el pecho desnudo del chico.
—Es un regalo de mis padres —y lo sujetó fuertemente con su mano izquierda, para
luego esconderlo entre sus primitivos ropajes de algodón trenzado.
—¿Dónde están ellos? —preguntó el velden, quien llevaba ahora el pelo suelto sobre sus
hombros. Su dulce sonrisa le volvía a transmitir tranquilidad y confianza.
—No lo sé. Supongo que muertos —respondió el chico con indiferencia—. Nunca los he
visto. Fui criado por la ákana Naina en el valle… y ahora también perdí a mi maestro.
—No te preocupes. Nuestros exploradores lo encontrarán, ya lo verás.
La noche había llegado y por toda la villa se prendían las luces de las farolas. A Andrey
le pareció como si el bosque se hubieran inundado de luciérnagas gigantes. Las ákanas le
habrían dicho que en un bosque así no se podría encontrar el descanso, mas el niño
comprendió que irse a dormir tras la caída del sol no tenía sentido para aquellas criaturas.
Sus vidas se hacían más libres y alegres a estas horas.
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Lónar estaba ataviado con un hermoso traje hecho de telas más vistosas y sueltas. Todo
en él lucía límpido y descansado. Una suave fragancia de rosas lo rodeaba, pero Andrey no
vio que llevara encima flor alguna. Las únicas flores que encontró por allí estaban bordadas
con hilos blancos sobre la tela de color azul cielo en el traje que llevaba su anfitrión.
—Te deseo fuerza y salud, pequeño humano —dijo con gentileza una de las sanadoras al
despedirlo. Tras ella se abrió un halo de luz en cuyo reflejo le pareció ver algunas líneas y
símbolos.
—¿Qué es? —preguntó Andrey a Lónar al salir de la casa de sanación.
—Las llamamos kairas —dijo con una sonrisa, al estar consciente de que tal gracia solo
acontecía en los de su especie—. Dicen los más sabios que son el reflejo de la luz de las
estrellas que llevamos dentro —y el velden acercó sus ojos muy negros llenos de diminutos
puntos brillantes—. En realidad ninguno de nosotros lo sabe en realidad. Algunos de los
nuestros las estudian, pero han pasado miles de años sin darle explicación veraz.
Ambos caminaron por un sendero de lajas que atravesaba el poblado de un extremo a
otro. Las casas también se iluminaban tenuemente desde su interior y la luz de la Luna
atravesaba las copas de los árboles, hasta caer suavemente sobre el camino.
—Mi madre ha preparado una deliciosa cena para ti —continuó el joven de pelo muy
negro—, aunque tendrás que esperar a que termine la ceremonia.
—¿Ceremonia? —no había entendido siquiera el significado de la palabra.
Una vez en el centro de la villa, Andrey pudo ver cómo aquellas criaturas se juntaban en
familia al pie de los árboles que crecían cerca de sus hogares.
—¿Qué hacen?
—Danzan y cantan.
—¿A los árboles?
—Sí. Los árboles son el símbolo del equilibrio que rige el mundo. Si los riegas y cuidas,
te darán buenos frutos. De igual forma, si educamos bien a un niño, obtendremos de este un
buen adulto. Si fomentamos la amistad y el amor, tendremos el aprecio de quienes nos
rodean. Defender y alimentar estas ideas ha sido el trabajo de nuestra civilización durante
miles de años.
—Eso es mucho tiempo —suspiró abriendo los ojos hasta arrugar la frente.
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—La Ceremonia a los Árboles, luego del ocaso, es la muestra del sentimiento que nos
une como pueblo y nuestro respeto hacia el Voa Arkón, El Equilibrio. Ello nos reconforta y
da alegría a nuestros corazones.
—Las ákanas me dijeron que los árboles también escuchan y sienten…
—Y dicen bien —respondió el joven con un suspiro de satisfacción—. En ellos yace
oculta toda la fuente de la sabiduría. Solo es preciso afinar el oído para escucharla.
—Eso se parece a lo que siempre me dice mi maestro.
—Me dijiste que era un ádamer, ¿verdad?
—Así es, aunque él solo me enseña cosas del bosque y me habla sobre los humanos…
—Mi pueblo siempre se ha entendido bien con la mayoría de los ádameres —sonrió
complacido—. Tenemos muchas cosas en común.
—¿Ustedes también usan la magia? —se asombró el pequeño.
—A nuestra manera —le dijo apuntando a las brillantes farolas—. Nuestro pueblo
también estudia con atención Las Fuerzas que rigen el mundo. Claro, a diferencia de los
ádameres, quienes se dedican a cazarlas, nosotros las cultivamos en nuestros propios
jardines.
Andrey intentó comprender el sentido de aquellas palabras y deseó poderse quedar allí
por un tiempo para ver con sus propios ojos a qué se refería su joven anfitrión. Se preguntó
entonces si en definitiva los hombres eran capaces de aprender también de Las Fuerzas,
pero siempre había escuchado que ellos no eran capaces de hacer magia y que, incluso, le
temían.
—Se mueven de una forma muy extraña —exclamó el pequeño apuntado a los véldeny
más cerca de ellos.
—Danzamos porque El Movimiento fue quien dio vida a Voa Ayande y luego este creó
nuestro universo Voa Arkón —le explicó con lentas palabras—. Algunos piensan que fue
una chispa en medio de La Nada donde se creó todo. Otros creen que fue la música en la
mezcla de sus más virtuosas melodías. Sin embargo, nuestro pueblo bien sabe que tanto la
luz como el sonido son solo formas de El Movimiento. Sin este, ninguno de los dos podría
ser visto o escuchado. Así que nuestros bailes, aunque vayan acompañados de luces y
cantos, son la mejor forma de rendir homenaje al Creador y su obra.
53
Andrey, aunque en aquel momento no pudo captar la sutileza de todas estas palabras,
bien que las sintió palpitar muy fuerte en su corazón. Ellas fluyeron como un torrente
mientras contemplaba la ceremonia de aquellas criaturas carentes de color.
Las familias más pequeñas iban donde un solo árbol, las más numerosas rodeaban a
varios de estos. Muchos jóvenes iban de un lado a otro marcando rítmicas cadencias con
instrumentos de viento y cuerdas, para acompañar de este modo a los himnos y bailes de
sus hermanas y hermanos.
Los árboles de aquel bosque yacían dormidos y no respondían al baile de los véldeny.
Para ellos esto siempre había sido un misterio, pero no el motivo para dejar de danzarles los
mejores bailes y recitarles sus apasionados versos. Sentían que al hacerlo cuidaban de ellos
mientras dormían.
—Quisiera poder danzar también —dijo el pequeño al ser arrastrado por la belleza del
momento y la emoción con que Lónar se lo explicaba todo.
—En lo particular no soy un buen bailarín —se sonrojó Lónar—, pero algo sí que te
podría enseñar.
—¿Y esas hojas blancas? —se asombró Andrey al ver que muchos las sostenían en sus
manos al tiempo que cantaban.
—Son hojas de papel.
—No conozco ese árbol —y el chico pensó que le estaba mintiendo.
—Las hacemos nosotros mismos y al unirlas obtenemos libros. Ese que sostienen es el
Libro del Canto a los Árboles. En casa tengo uno. Te lo obsequiaré.
—¿Qué es eso? —preguntó Andrey sin saber siquiera para qué servía.
—Deberás primero aprender a leer y escribir. Arte este que, por cierto, no encontrarás
entre los hombres. —sonrió orgulloso Lónar.
—¡Magia velden! —exclamó asombrada La Inocencia—. ¿Mi maestro la conocerá?
Ambos, luego de contemplar toda la ceremonia, dieron un pequeño paseo por la villa.
Con rapidez Andrey se percató de que todas las casas eran prácticamente iguales. Se
alzaban en pequeños pilares de piedra y estaban hechas a partir de finos listones de madera.
Las líneas de sus paredes, columnas y techos eran perfectamente rectas, sobresaliendo las
formas rectangulares y cuadradas por encima de las triangulares. Las persianas y puertas
permitían ver casi todo lo que ocurría dentro, sin que dejaran escuchar las voces de quienes
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hablaban tras ellas. Lónar le intentó explicar a qué se debía esto, pero el chico no
comprendió.
De repente, el joven velden se detuvo ante una de estas casa, justo al centro de una
estrecha calle. A ella se accedía a través de una pequeña escalera que conducía primero a
un portal con piso y techo de madera y luego hasta la entrada, hecha toda de piedra. Cada
detalle estaba cuidadosamente elaborado y la obra era el puro reflejo de la dedicación de
sus maestros.
—Buenas noches, ve kírlij. Su madre le espera —dijo el guardia que les daba la
bienvenida a la casa, de pie junto a la entrada. Sus ropas se parecían mucho a las que llevó
Lónar durante el día.
—¿Ve kírlij? —preguntó Andrey.
—Es el hijo del kirli, líder y guía en los países de los véldeny de la segunda emigración.
Perdón, había olvidado comentártelo —le explicó en las más precisas palabras que
encontró.
—¡Vaya olvido! —exclamó enojado el niño, sintiendo un miedo imprevisto.
Una tenue luz provenía de lámparas de cristales azules que iluminaban los estrechos
pasillos. Pese a lo distinto que le pareció todo allí dentro, aquel entorno le resultó familiar a
Andrey desde un primer momento, sin poder recordar de dónde.
El salón principal era pequeño y estaba amueblado con dos sillas y una mesita que
soportaba el peso de una vasija llena de flores. Las paredes estaban desnudas, aunque
limpias y pintadas de un agradable olor a resina que daba brillo al color propio de la
madera.
Se detuvieron frente a una puerta de bellos tallados en forma de flores de ocho pétalos, y
fue entonces que Andrey se sintió palidecer. Justo cuando se abrió pudo recordar su sueño.
—¡Qué agradable visita!—dijo la señora de delicadas líneas que salió a recibirles—. Mi
nombre es Ilma.
«¡Era ella!», se dijo al reconocerla. Ahora sabía que su sueño había sido real.
—Usted… ¿Cómo es posible? —tartamudeó el pequeño al ver aquel rostro de cerca.
Esta vez descubrió que tenía el mismo pelo negro de Lónar y los ojos sin iris y llenos de
estrellas.
—¿De qué hablas, Euandriey? —preguntó Lónar.
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—Creo que a tu pequeño amigo el hambre le ha sentado mal —dijo la señora con suave
voz. Ella se quitó el delantal que cubría su vestido y lo dobló cuidadosamente.
—Sí, eso es —respondió incrédulo el chico, sin atreverse a hablar más.
—Vayamos a comer —dijo con una ancha sonrisa—. He preparado lo más típico de
nuestra cocina para que el invitado conozca mejor nuestras costumbres. No todos los días
se sienta a nuestra mesa un hijo de hombres.
Más allá de la puerta había un salón ocupado por una mesa para seis comensales y otra
más pequeña donde descansaban varios recipientes. Las paredes estaban decoradas con
motivos frutales y una de ellas dejaba ver el jardín y la calle a través de una amplia ventana.
Rápidamente el pequeño se acercó a ella y descubrió que no estaba abierta, sino sellada con
un panel de una extraña piedra muy dura, tan transparente como el agua de un estanque. Al
voltearse, vio que sus anfitriones lo esperaban.
Situado en la primera planta, el comedor estaba separado de la cocina por un arco sin
puerta. Más allá había un pequeño corredor que se unía al mismo que se veía desde el
recibidor y que conducía a otras dependencias. Al final de este había una escalera por la
que se ascendía a un segundo y tercer pisos.
Por primera vez en su vida, Andrey supo lo que era sentarse a la mesa. Supo de los
platos, la cubertería, las copas y las fuentes, todo elaborado con las más finas artes. La
atmósfera del comedor le resultó acogedora y familiar. «Una casa cualquiera», se ufanó
Lónar.
El kírlij le enseñó a Andrey cómo comer con los cubiertos y qué se podía tomar
directamente con las manos. Ante tanta novedad, el joven humano tragó con prisas todo lo
que le ponían delante, temeroso a que no lo diera tiempo dada su torpeza en el manejo del
tenedor y el cuchillo. Apenas levantaba el rostro. Ansioso por el hambre e intrigado por
miedo, comió sin respiro hasta el último bocado.
—¡Qué apetito! —se sorprendió Lónar—. Un conejo, tres peras, dos manzanas, dos
bocadillos de olbakshi, cereales y cinco copas de jugo.
—¿Un conejo has dicho? —exclamó el humano entre sollozos, dejando caer los
cubiertos.
—Sí. ¿Acaso el apetito no te dejó percibirlo? —dijo Lónar sorprendido.
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—¡Ay, hermanito, perdóname! ¡Qué cruel soy! —exclamó mirando con horror al plato
vacío.
—Euandriey, no puedes afligirte por lo que la naturaleza nos dicta. Tanto los hombres
como los véldeny somos seres que se alimentan de carnes, frutas, cereales y verduras; es
algo inevitable —dijo Ilma mostrándole su propio plato, ya a medias—. Lo injusto es cazar
y matar animales que no vayamos a comer o darle un fin necesario. Tus lágrimas son en
vano —replicó la dama con voz firme y dulce a la vez, sorprendida por aquella reacción tan
poco común entre los humanos.
El chico esta vez le dio una oportunidad a la reflexión y contuvo el llanto. No sabía si lo
hacía por miedo o por curiosidad. En ese momento Lónar se levantó para ir a atender el
llamado del guardia y Andrey sintió escalofríos al quedarse a solas con Ilma.
—Ya han llegado los exploradores —anunció Lónar de regreso a la mesa—.
Lamentablemente no encontraron a tu maestro. Mañana a primera hora harán otro
recorrido. Mantén la esperanza.
—Dime Euandriey, ¿cómo es tu mentor? —preguntó Ilma, con su dulce sonrisa.
—Es un ádamer. La última vez que nos vimos ya tenía pelos en su cabeza y menos
guijarros en sus brazos, lleva ropajes de muchas telas parecidas a las suyas, solo que más
viejas y sucias.
—¿Algo peculiar?
—Un gran lunar en el lóbulo de la oreja izquierda —dijo de inmediato sonriendo.
Siempre le había parecido un dibujo gracioso.
—¡Vaya, eso sí que es curioso! —exclamó Lónar—. De todas formas, según tengo
entendido, no hay dos ádameres que se parezcan entre sí. Será muy fácil encontrarlo.
Fuera se dejó escuchar una música más alegre y elevada que aquella que acompañara a
la ceremonia. A través de las ventanas se colaron también las luces de muchas antorchas.
—Hijo, por qué no lo llevas contigo —dijo la madre al mirar por el enorme panel de
cristal que daba al jardín—. De seguro le gustará ver los bailes y escuchar la música.
—Buena idea —y descubrió en los ojos del humano el deseo de conocer más—. Sabes,
Euandriey, nuestro pueblo está jubiloso. Por estos días iniciamos fiestas que durarán
muchos años. Los astros nos anuncian la llegada de tiempos nuevos. Pronto cerraremos una
casa e iremos a vivir a otra.
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—¿Hay casas en los cielos? —preguntó incrédulo.
—Dicen que cada dos mil ciento cincuenta años los cielos cambian sobre nuestras
cabezas y cada período se denomina casa —Lónar apuntó a las estrellas que se veían desde
el jardín.
—¿Y qué tiene eso de especial?
—Cuentan las más antiguas historias de nuestro pueblo que fue en uno de esos cambios
de casas cuando nuestro legendario héroe Ultrumel nos salvó del frío en que vivíamos en
las norteñas Ayalíny, Las Tierras Primigenias, hace miles de años atrás.
—¿Cómo saben eso si ocurrió hace tanto tiempo?
—Así ha quedado plasmado en los libros y pergaminos, transmitidos de generación en
generación. Dicen que gracias a sus enseñanzas, nuestros ancestros supieron el camino para
viajar al sur en busca de cálidas tierras que nos permitieran hacernos fuertes y sabios.
—¿Te refieres a las islas que se hundieron?
—Así es —continuó Lónar—. Ellas eran hermosas y fértiles. Allí nuestro pueblo se hizo
grande. Sin embargo, con el pasar de los siglos ellos olvidaron la petición de Ultrumel:
volver a casa con la sabiduría conquistada para dar vida allí donde habíamos nacido. Al
incumplir con esa promesa, sus palabras cayeron sobre nuestro pueblo como una maldición.
—¿Por eso se hundieron las islas? —por su boca abierta se escapó El Asombro.
—Muchos dicen que sí. Es difícil saberlo. Hoy todos piensan que es una vieja leyenda
de hace miles de años. De todas formas, seguimos celebrando a lo grande cada cambio de
casa en los cielos.
Estas palabras me hicieron contemplar las estrellas y advertí que, efectivamente, ya
quedaba menos para la culminación del presente ciclo, aunque todavía era necesario esperar
varios años más. Esta fecha, tan apreciada entre los mortales, no me era indistinta; solo que
yo, desde mi altura, la veía de un modo diferente.
4.
Sobrevolar las copas de los árboles de Bosque Dormido siempre supuso para mí un motivo
de regocijo, aunque supiera que entre sus ramas dormían secretos perdidos que algún día
debían develarse y ello solo traería consigo inquietud. Sus habitantes resultaban igual de
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apacibles y misteriosos; tal vez eran los más interesantes de entre todos los véldeny,
dispersos por los confines de Periéria.
Hubo un tiempo, hace ya mucho, que caminé por esas tierras. En aquel entonces Voa
Ayande nos permitía jugar junto a los mortales. Mas en los tiempos de esta historia, cuando
mis semejantes y yo solo volamos por encima de la Frontera de los Vientos, todo se
presenta ante mis ojos con añoranza y nostalgia, dos sentimientos que nada tienen que ver
con mi esencia. La inocente línea de viento que corta y aplana a las nubes en su base se alza
como un muro invisible y cruel, que de cruzarlo traía consigno enormes castigos.
Al mirar hacia las tierras, resignado como de costumbre, vi cómo Andrey y Lónar
paseaban por la villa bajo las luces de las farolas. Me reconfortó el hecho de que ahora
estuviera a salvo junto a este descendiente de Álahor, aunque ni yo mismo pudiera prever
las consecuencias de este inesperado viaje. Ígonor nunca habría querido regresar a este
lugar, pero El Destino insistía en demostrarnos que no era hijo de El Azar. Yo, una vez
más, me incliné sobre la nube más baja para estar al tanto de todo.
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—¿Es por eso que dicen que los hombres son salvajes y primitivos? —preguntó el chico
a media voz.
—Supongo que sea solo un ejemplo —respondió Lónar—. Yo mismo no podría
explicártelo bien. Nunca he visitado sus aldeas. Mi pueblo se mantiene alejado de ellos.
—¡Bah! Entonces no me lo creo —dijo el chico con desprecio.
Cerca de ellos el baile se volvía más intenso y contagioso. Habiendo notado que los pies
de Andrey se movían por sí solos, Lónar le dijo que sería buena idea que los soltara a su
antojo. El niño lo miró con timidez y luego volteó el rostro lentamente y vio a La
Curiosidad cantando y bailando. Entonces sonrió y se fue tras ella.
Andrey se mezcló con el gentío y se dejó arrastrar por la corriente que iba de un lugar a
otro por la villa. En cuestión de minutos, Lónar lo perdió de vista.
La algarabía de la noche contrastaba con la calma del día. Los apacibles véldeny
bailaban ahora con frenesí, agitando sus pelos sueltos. Se les veía sonreír mucho más y no
perdían la oportunidad de besar al joven humano cuando le pasaban por el lado. Él se dejó
llevar por ese sentimiento de amor desinteresado y la plena despreocupación, que le
recordaba aquellos días de travesuras junto a los elfos del valle. Así, el miedo a ser
perseguido había quedado atrás. Sentía que allí todos cuidarían de él sin tener que pedirlo.
Sin embargo, pasados los primeros ratos junto a La Excitación, descubrió dentro de sí
una nostalgia profunda por su hogar, sintiéndose culpable, por primera vez, de haber
obedecido a su mamá. «Nunca debí abandonarla», pensó. Entonces se detuvo bruscamente
y sus oídos no escucharon más la música y sus ojos apenas eran capaces de percibir los
destellos de luz a su alrededor. Se apartó de la multitud e intentó encontrar a Lónar.
—Pequeño humano —le llamó una voz a su espalda. Era Ilma. Iba vestida con ropas
anchas como las de aquellos que bailaban, sin nada que delatara su estatus de líder. Su
estatura era casi tan alta como la de su hijo, estrecha de hombros y cintura, pero muy ancha
de piernas y caderas—. ¿Te has perdido? Ven conmigo.
Andrey se asustó al verse a solas con ella, pero no le quedó otra opción que obedecer y
seguirla.
—Quiero darte un regalo —le dijo conduciéndolo de vuelta a su casa.
—No tiene por qué molestarse —tartamudeaba.
61
—Es mi deber, Yávalkaj, Hijo-de-la-Manzana —le tradujo desde el velden al idioma de
las criaturas del Valle.
—¿Qué manzana? —fue la única palabra que entendió en ese momento.
—La Curiosidad, El Aprendizaje, altas gracias que fueron enviadas para asistir a los
humanos. En nuestra lengua lo que para ustedes es una fruta, para nosotros significa
“aprendizaje”, y para mi pueblo los hombres son vistos como criaturas sedientas por querer
saber más, al punto de llegar al hogar de La Discordia, el origen de todos los males…
Cuando seas mayor lo entenderás, Euandriey Yávalkaj.
—¿Siempre hay discordia entre los humanos? —preguntó el pequeño con un tono de
súplica que pedía un no por respuesta.
—Es difícil responder a esa pregunta —dijo ella—. En realidad La Discordia vive de
forma permanente en todas las especies, incluida la nuestra.
—¿Y por qué siempre escucho hablar mal de los humanos? ¿Entre ellos hay más
discordia que en los demás?
—Aquí la historia te respondería que sí —se lamentó ella.
—Yo estoy seguro de que la mayoría de los humanos son criaturas muy buenas —
protestó inconforme.
—Estoy de acuerdo contigo —sonrió ella y se sentó en una de las sillas del salón—. De
todas formas, deberás aprender a distinguir entre ellos y saber juzgarlos en la justa medida.
La dama véldem sacó de un cofre un pequeño puñal plateado y se lo entregó. Su hoja era
pulida y brillante, como si nunca hubiera sido utilizada. Andrey la tomó con la delicadeza
de algo frágil, temeroso de que se fuera a romper. Tal era la belleza del objeto.
—Una vez perteneció a mi padre. Ahora te lo entrego para que te protejas. Esta no es
una daga cualquiera. Ella toma de su dueño el poder que este lleva dentro y, según sea de
poderoso, será capaz de enfrentarse a sus rivales —le explicó detenidamente, con palabras
que sabía comprendería bien.
—¿Y esta flor en la empuñadura? La he visto grabada en muchos lugares por aquí.
—Se llama drilia. Son pequeñas flores blancas de ocho pétalos. La leyenda cuenta que
crecían en abundancia en las tierras que nos vieron nacer al inicio de los tiempos: las
Ayalíny, Las Tierras Primigenias, el norte del mundo. Ellas no temen al frío y cubren con
sus arbustos las rocas que sobresalen entre la nieve.
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—Nunca he visto una como esa —dijo suavemente, como atontado por el efecto que le
propiciaba el mirar aquellos ojos que parecían el cielo estrellado.
—En estas tierras no las hay, pero tenerlas presente en nuestra cultura ha sido algo
bueno para todos los véldeny. Ellas nos recuerdan que somos un solo pueblo y que algún
día deberemos regresar a casa todos juntos luego de tantas migraciones y disputas.
—¿Y qué es esta figura?
—Este símbolo es el recuerdo del pasado feliz en la tierra-grande-que-se-fue,
Atelantalida. Nuestro pueblo vivió durante largos siglos en un archipiélago al norte del
continente. Nuestros ancestros lo llamaban Islas Eulinas.
Andrey pasó sus dedos por la estrella de ocho puntas, formada por cuatro rombos que se
cruzaban entre sí.
—Lónar me explicó que un cataclismo las destruyó, pero que antes las habían
abandonado. ¿Por qué lo hicieron?
—Dicen que al principio por curiosidad. Nuestros ancestros querían saber qué había del
otro lado del mar. Estos primeros emigrados provenían del valle de Elder, en una de las
Eulinas. Con la segunda emigración, antes del cataclismo, nuestros antepasados se lanzaron
a la mar en busca de su salvación. En ella se fueron todos los véldeny que quedaban en las
islas —y señaló un dibujo en un libro abierto sobre la mesita entre las dos sillas, donde se
retrataba una hermosa ciudad a orillas del mar—. Por aquel entonces en Atelantalida
gobernaba un tirano que quería conquistar nuestras tierras y las de todos los reinos libres
que habitaban en el continente.
—¿Qué es un tirano? —se asombró el chico ante la nueva palabra.
—Aquel que impone, o intenta hacerlo, su voluntad al resto de los seres.
—¿Aunque imponga cosas buenas?
—Sí, pero ese no fue nuestro caso —dijo la de cabellera muy negra—. A ninguna
criatura se le debe imponer la voluntad ajena. Nadie puede determinar qué es lo bueno o lo
malo por sí solo. Son los pueblos quienes, en su conjunto, deciden el destino que desean
tomar.
—¿Y cómo podemos saber cuál es nuestro destino?
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—El tiempo siempre lo determina, de nada vale anticiparnos a él. Eso solo nos
convertiría en sus esclavos —y al hablarle quiso colarse en sus ojos—. Claro, en tu caso
intuyo que necesitarás más que eso para encontrar tu camino.
La señora tomó las manos de Andrey y las miró fijamente.
—Veo cómo otros se empeñan en reescribir tu historia… —se sintió algo contrariada al
leer las líneas—. No lo permitas —le advirtió al alzar nuevamente la mirada y encontrarse
con los ojos de La Inocencia—. Puede que sufras y te sientas solo, pero eso será pasajero.
Siempre serán muchos los que te amen.
El pequeño acarició con sus dedos la daga. Sintió el frío de su metal y lo supo igual al
toque de la señora. Una extraña pesadez debilitó su cuerpo, dejando a la mente en breve
libertad. Vio de cerca en el reflejo de la hoja sus ojos y en ellos todo un universo de
mundos infinitos que se retorcía en círculos que chocaban entre sí. A su mente volaron
imágenes que le narraban su vida entera.
Aturdido, miró a su alrededor, como si tomara conciencia por vez primera de su existir.
Entonces, un frío hirsuto pobló sus ojos y comprendió la vileza de La Muerte, un miedo
que presintió amo de los pensamientos de toda su vida. Supo de la brevedad de la
mortalidad y de los constantes peligros que lo amenazaban. La Existencia se acercó a su
oído y le susurró que solo ella era reina y nadie más.
«¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Qué hago aquí? ¿Qué es todo esto que me rodea?
¿Qué significa? ¿Qué debo hacer? ¿Cuál es el objetivo de todo esto?», pensó de repente,
como si la daga misma se le clavara en su cabeza.
Pero luego la luz se reflejó en el filo del metal y distrajo sus ojos. Pretendió haberlo
olvidado todo y se entregó al silencio de agradable aroma que recorría el salón. Ilma, a
sabiendas de aquellos pensamientos, lo contemplaba imperturbable, desde una frialdad de
signo neutral. Andrey la miró asustado, como si quisiera preguntar algo que no se atrevía.
Ella le respondió:
—Debes saber, Euandriey Hijo de la Manzana, que las respuestas siempre comienzan en
nuestro interior. El paso más importante es hacernos las preguntas, y hacerlo bien. Si las
soluciones no llegan tan rápido como lo deseas, no olvides que Voa Ayande te acompañará
siempre para que vuelvas a intentarlo.
—¿Cómo sabré? —preguntó aturdido ante tantas ideas nuevas.
64
—La voz más auténtica es la hija de La Concordia entre los pensamientos de la mente y
los sentimientos del corazón. Usa la fuerza de la armonía entre ambos y sé valiente al
tomarla —la dama prendió las finas velas de un candelabro y un suave humillo recorrió la
habitación como un pájaro perezoso, pero travieso. El aroma fue diferente. Olía a historia,
larga y recóndita. Así, el pequeño rápidamente se durmió.
65
Capítulo Segundo
Refugio velden
1.
La villa de los véldeny de Bosque Dormido resultó ser más pequeña de lo que Andrey había
imaginado. De esto se pudo percatar en un recorrido matutino que hizo junto a Lónar
montados a caballo. Las casas estaban dispuestas muy cerca las unas de las otras, sin que
ello resultara agobiante a su numerosa población. Sin embargo, le pareció muy pretencioso
llamar a ese lugar un país o reino. Para él, estas palabras siempre habían sido sinónimo de
territorios muy vastos.
«Podría decirse que es una ciudad-país», le dijo Lónar, pero esta idea no lo convenció.
El joven velden le explicó que, por lo general, los reinos y países véldeny no abarcaban
mucho espacio porque entonces tendrían que gastar mucho tiempo y esfuerzo en cuidar
largas fronteras. Ellos preferían villas compactas y a su alrededor una geografía de difícil
acceso para los forasteros. No obstante, le dijo que existían otros lugares donde las naciones
véldeny sí ocupaban grandes áreas, aunque de estas se contaban muy pocas. Estas se
encontraban muy al norte de las estepas humanas y a pocas virstas de las tierras nevadas.
En las afueras de la villa de Bosque Dormido, Andrey encontró varios claros en medio
de la foresta donde los véldeny cultivaban todo tipo de plantas. Muy cerca, vio territorios
cercados donde pastaban vacas, carneros y caballos. También había cerdos, conejos y
gallinas. Fue entonces que supo de la cría de animales para comer y así comprendió por qué
este pueblo no necesitaba de grandes territorios para la caza. En aquel reducido espacio
tenían todo lo necesario para dar alimentar a los suyos.
Más allá de los corrales se detuvieron. Lónar se apeó del caballo y ayudó a bajar a su
pequeño amigo.
—Espérame aquí —le dijo entregándole las riendas, para luego alejarse con largas
zancadas.
—¿Te gusta vivir aquí? —le preguntó Andrey a la yegua en la lengua de las ákanas.
Ella, con un resoplido, le hizo saber que su pregunta era tonta. Había nacido y crecido
allí. Le daban de comer y beber y cuidaban de ella cuando enfermaba.
66
—¿Qué más podría pedir? —concluyó con otro resoplido.
—Pero y si…
—Te presento a Etía —interrumpió Lónar al llegar con una hermosa yegua de negro
pelaje.
El chico se acercó a ella y le preguntó si podía acariciarla.
—¡Claro! —dijo el velden.
—Se lo preguntaba a ella —sonrió Andrey.
—Etía es excelente entrenadora —dijo Lónar mientras ajustaba la silla de montar—.
Entre mi pueblo está muy extendida la creencia de que para ser un buen jinete, es necesario
aprender a cabalgar con un caballo inteligente que nos pueda guiar. De poco vale lo que un
instructor te enseñe. El verdadero secreto radica en el animal.
Andrey la miró a ella y luego lo miró a él. Se sentía incómodo, un poco fuera de lugar. A
veces no sabía si era a causa de aquellas ropas extrañas con que lo habían vestido o el
hecho de que lo agobiaran con tantas cosas nuevas. Un minuto después, se vio a sí mismo
cabalgando en círculos sobre aquel terreno arenoso.
—¡Vamos, vamos, no tengas miedo! ¡Sujétate bien! —gritaba Lónar indicándole con las
riendas de su propio caballo cómo tomar el control sobre la yegua.
Etía trotaba serena, con pasos elegantes. Ese mismo ritmo terminó por repetirse en su
jinete, quien comenzó a respirar con calma y dejar atrás el pánico.
—¡Lo has hecho muy bien! —Lónar dio un salto de su yegua y le ayudó a bajarse. El
pequeño acarició a Etía y luego la llevaron a beber.
—¡Ve kírlij! —le llamó un señor que se acercó muy apresurado dando traspiés.
—¿Qué sucede? —se extrañó Lónar.
Por la vestimenta, a Andrey le pareció un guerrero. Intentó escuchar de qué hablaban,
pero solo captó palabras sueltas y carentes de sentido.
—Vamos —le dijo Lónar—. Dentro de poco tendremos visita.
—¿Ígonor?
—No, me temo que no. Los exploradores aún no han regresado. Estas son criaturas que
de seguro no se parecerán a tu maestro —le dijo con tono seco y pesimista.
Por toda la villa se notaba un movimiento torpe y nervioso que nada tenía que ver con la
armonía y el orden habituales. Sus habitantes iban y venían inquietos, dejando de lado sus
67
tareas. Lónar intentó transmitirles seguridad y muchos se quedaron a su lado, deseosos de
saber más. La Incertidumbre estaba posada sobre los rostros y Andrey pudo percibir su
estado de tensión.
Los más ancianos y los jefes de las casas de oficio formaron dos filas a cada lado de la
entrada del hogar de Ilma, al tiempo que los más curiosos se habían agolpado en la estrecha
calle, dejando apenas vía libre para transitar. Lónar, acompañado del pequeño, se entronó
en medio del portal.
Una caravana de véldeny venía haciendo gala de orgullo por su dignidad y estirpe. Iban
hermosamente ataviados sobre sus fuertes caballos, portando estandartes que una vez
tuvieron vivos colores. Llevaban el pelo recogido en muchas trenzas que caían sobre sus
hombros y espaldas. El polvo acumulado en ellos delataba el largo camino que debieron
recorrer hasta aquí.
El capitán de aquellos doce jinetes llevó su caballo hasta la escalerilla de la casa, cosa
esta que fue mal vista. Luego se apeó y subió el primer escalón sin ser invitado siquiera.
Todos lo miraban atentamente, podría decirse que hasta con miedo.
—El reino de Zisgar te saluda, joven kírlij —dijo haciendo una leve reverencia.
—¿A qué debemos esta visita, zisgariano? —preguntó Lónar ceñudo.
—Mi señor, el sabio Delton, desea retomar el diálogo con los véldeny de Pasó Larkasu y
dejar atrás los viejos rencores y conflictos que nunca debieron existir y nos han separado.
Como a ustedes, las fiestas del fin de Era regocijan nuestras almas e impulsa a nuestros
corazones a manos de La Bondad. Bailemos juntos y bailaremos mejor.
—Nosotros somos seres de paz y los senderos de nuestro bosque siempre han
permanecido abiertos. Si alguna vez ha existido discrepancia se lo debemos a ustedes —
respondió Lónar con marcado tono de sorpresa—. Pero si es su voluntad traer
reconciliación, entonces son bienvenidos. Yo, sin embargo, no podré dar la última palabra,
ello corresponde a la kirli de nuestro país.
—¿Y dónde está la sabia Ilma? —preguntó el emisario del soberano.
—En estos momentos no se encuentra. Los invito a que se hospeden hasta su llegada.
Descansen y coman como si estuvieran en casa —y dio orden a los suyos para que los
acompañaran.
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—Estamos agradecidos, joven kírlij, por su hospitalidad —y fueron conducidos a una
estancia de amplios ventanales destinada al ocio.
Los tumultos se dispersaron y Lónar se reunió con el consejo por inmediata demanda de
sus miembros. Todos sus integrantes rodearon al joven al pie de la casa. Un corpulento
señor, envuelto en indumentarias guerreras, le replicaba constantemente. Todo esto Andrey
lo observaba desde el pórtico.
—Humillas a tu pueblo acogiendo a esas personas como si fueran amigos —dijo furioso
el jefe guerrero.
—Vienen buscando paz, no tengo derecho a expulsarlos como a bandidos, eso iría en
contra de nuestras costumbres.
—¡Yo no me fío de ellos! —le replicó otro.
—Entonces no les quites el ojo de encima, si eso te hace sentir mejor —respondió
enojado el de negra cabellera.
—Tu hermano hubiera sabido qué hacer —se atrevió a decir el guerrero.
Ambos se miraron a los ojos como si quisieran matarse. Andrey sintió mucho miedo al
contemplar la escena. Nunca había esperado tanta tensión entre seres que le inspiraban solo
nobleza. Fue entonces que supo de las intrigas de La Apariencia y de todo lo que escondía
más allá de la simple vista. De este modo conoció también a La Hipocresía y no le agradó
nada la expresión de su rostro.
—Ha concluido el consejo —decretó el joven y volvió sus pasos hacia la escalera.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Andrey sin enterarse concretamente de lo hablado.
—No te preocupes, joven amigo —le dijo con palabras de La Tristeza y luego se dirigió
a los establos.
Andrey, inconforme con aquella respuesta, lo persiguió a hurtadillas. Lónar ensillaba su
caballo con temblor en sus manos y fuego en los ojos. La Rabia se había apoderado de
aquel rostro, deformándolo como el de una bestia que se siente acorralada. Entonces lo vio
cabalgar aprisa en dirección al bosque.
2.
Las hojas de los árboles se movían con el viento de la luz solar. Los troncos se coloreaban
de dorado y los arbustos de naranja, allí donde en realidad todo debía ser verde. Los
69
minutos anteriores al crepúsculo desnudaban las fuerzas que yacían encerradas en aquel
bosque, donde sus árboles dormidos no podían hablar de ellas. Este era el momento del día
en que la naturaleza dejaba al descubierto sus mejores secretos, cosa esta que aprovechaban
los cazadores de conjuros para alimentar su sabiduría.
Ígonor, de pie y tan quieto como un árbol más, observaba detenidamente las hojas de
una planta desconocida para él. Disfrutaba de una placidez imperturbable, aunque no se
inquietó cuando esta fue interrumpida.
—Pensé que nunca te volvería a ver por estos bosques —dijo una suave voz a su
espalda.
—Tal vez sea yo el sorprendido. Me había jurado no regresar jamás —respondió una
voz tosca salida de una garganta seca. Ígonor se dio la vuelta lentamente y la recibió con
una sonrisa. Tras ella un halo de luz blanca resplandecía.
—¿Por qué has envejecido tanto? —preguntó alarmada.
—Es una larga historia y … —perdió el habla al encontrarse una vez más ante aquellos
ojos llenos de estrellas.
Se abrazaron con fuerza, con una pasión que se delató deseosa de oler cada aroma nuevo
tras tanto tiempo de separación. Aquellas criaturas, con solo tocarse, descubrieron que en
realidad no habían cambiado en nada. Entre sus ojos, sin embargo, encontraron El Suspiro
y El Lamento.
—Veo que has sobrevivido a las tierras nevadas —dijo Ilma reparando en cada detalle
de su cuerpo y vestimenta—. ¿Qué te hizo volver?
—Digamos que cumplí allí mi cometido…
—¿Has regresado para siempre? —pero no pudo decir más. El Miedo le pedía que lo
volviera a estrechar en su pecho para saber que este no era un delirio de la mente, torturada
por La Nostalgia en sus reproches por las decisiones del pasado. Él, en cambio, se dejaba
ver más fuerte.
—Sigues tan bella como siempre, tal parece que te estuviera mirando en el mismo
momento cuando te dije adiós —susurró Ígonor.
—Han sucedido tantas cosas… —El Llanto se desbordó en los ojos de la véldem y su
luz se apagó—. Dudo mucho que mi rostro tenga el mismo júbilo de años atrás. ¿Qué
habría sucedido si hubiéramos permanecido juntos?
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—Nuestro amor conoció mucha felicidad después de todo —le confesó él.
—A veces me avergüenzo de lo débiles que fuimos —musitó ella.
—Sabes que no tuvimos otra opción. Fue nuestra única salida —y la miró con los ojos
de El Consuelo—. ¿Cómo está el pícaro Ámbar? Ya debe ser todo un adulto.
Ilma bajó la mirada y tomó con fuerza en su mano izquierda el cristal azulino de un
collar que le colgaba del cuello.
—¡No es posible! —exclamó Ígonor aterrado—. ¿Cómo sucedió?
—Su padre lo llevó de cacería y una estampida de uros los tomó por sorpresa —le dijo
con palabras desgastadas.
—Es horrible —musitó sin saber qué otra cosa decir. Se acercó más a ella, teniendo una
excusa para acariciar de nuevo su rostro—. Lo siento mucho.
—Entonces mi vida se ahogó sin un propósito que la sacara a flote. En pocos días te
perdí a ti y los perdí a ellos —dijo Ilma entre sus brazos—. Solo algo salvó mi luz: una
semilla comenzó a germinar en mi interior —y tomó su mano suavemente.
—¿Es nuestro? —preguntó abrumado.
Ella se mantuvo en silencio.
—¡¿Tengo un hijo?! Pero eso es imposible —tartamudeó apartándose de ella—. No
nacen hijos de la unión de véldeny y humanos, y mucho menos ádameres —exclamó
confundido, pero las lágrimas de Ilma no podían mentirle—. ¿Sabe que soy su padre?
—No, nadie lo sabe. Eso pondría en peligro la estabilidad de mi gobierno y la seguridad
de mi pueblo. Estos han sido años de muchos conflictos. No podía arriesgarme. Tampoco
pude encontrarte siquiera para decírtelo, aunque te confieso que por mucho tiempo vacilé
en saber si sería lo más oportuno…
—¿Cómo le has llamado? —preguntó de regreso a sus brazos.
—Lónar —susurró la de cabellera muy negra.
—El primer barco de Ultrumel —dijo orgulloso.
—Tiene tu sonrisa y tu carácter terco. Es un chico excelente —sonrió—. A propósito,
cuida muy bien de tu pequeño Andrey, lo encontró a orillas del Egún Tral.
—¿Era él? Entonces ya lo he visto, aunque de lejos, desde una colina del otro lado del
río. Vi cómo lo llevaba sobre sus hombros en dirección de Pasó Larkasu —y apretó las
manos de la criatura amada—. Quisiera encontrarme con él.
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—Claro que sí. Estás en tu derecho. Ahora soy la kirli y nadie objetará tu presencia.
—¡Oh, no puedo creerlo! ¡Tengo un hijo! ¡Cuánto tiempo perdido! —y el ádamer besó
las manos pálidas con la misma dulzura que en otros tiempos. La Ilusión había llegado de
sorpresa y alentaba los aires de juventud que poco a poco regresaban a él.
—Tienes la oportunidad de recuperarlo; el pequeño está muy contento con nosotros.
Ambos pueden quedarse el tiempo que lo deseen.
Ígonor cambió la mirada, sus pupilas reflejaban un horizonte lejano, más allá de los
frondosos árboles del bosque.
—No podemos —dijo a secas.
—¿Por qué no?
—Es muy peligroso. Los hombres le buscan.
—¡Sus manos! —recordó asustada.
—¿Has leído su futuro?
—Parte de él. Me resultó difícil, extraño. ¿Dónde has encontrado a esa criatura? ¿Por
qué lo has escogido como aprendiz?
—Al principio solo me llamó la atención su curiosidad por todo. Luego, su madre de
acogida me contó varios incidentes que me hicieron pensar que dentro llevaba la esencia
propia de un ádamer, pero no fue hasta ayer que comprendí, al menos, el peligro que corría.
He prometido protegerlo.
—¿De qué hablas?
—¿Reconoces este símbolo? —le mostró el dibujo en una piel curtida de una estrella de
cinco puntas dentro de un círculo.
—El emblema de los hombres de las Llanuras Centrales —dijo de inmediato.
—¿Sabes verdaderamente lo que significa? —insistió.
—Mi hermana Ilna me habló constantemente de él a su regreso —le confesó—. Después
del atentado contra El Punto fue la obsesión con que El Delirio la llevó a morir. Por los
libros de historia supe que este mismo emblema fue usado un tiempo por el imperio de las
naciones en Atelantalida.
—¿Por qué nunca me contaste sobre El Punto? —le reclamó enojado—. ¿Por qué nunca
me dijiste que era real?
72
—Yo tampoco lo sabía —le respondió asustada—. Son muy pocos entre los véldeny
quienes en la actualidad conocen sobre él. La mayoría lo toma como una leyenda más del
pasado en el Mundo Antiguo. Solo supe que era real tras la repentina llegada de mi
hermana, muchos años después de tu partida. Ella era una de las sacerdotisas que lo
protegían. Siempre me habían hecho creer que durante todos estos años ella se encontraba
de peregrinación en Jiril Narai.
—¿Álahor sabía algo de esto?
—Mi padre lo mantuvo en secreto hasta el día de su muerte —insistió ella—. Pero, ¿qué
tiene que ver Andrey con todo esto?
3.
Un centenar de hombres enviados por el rey Kontos se adentró en el Lar Vedado,
desobedeciendo las advertencias de las voces más viejas que decían que aquella era una
tierra prohibida al paso humano. Así lo habían estipulado los pactos de guerras pasadas,
pues el imperio de las Llanuras perdió muchos hombres en sus bosques.
Los más jóvenes respondieron que los tiempos eran otros y de nada valían las palabras
de reyes muertos. «Además, nosotros no vamos a la guerra, reprocharon a quienes
intentaron detenerles. Nuestra misión es rescatar a un niño indefenso», pero a decir de sus
indumentarias, nadie les creería.
Luego de haber dejado atrás las Llanuras y subir por las Colinas Salvajes, esta comitiva
llegó a los lindes del Señor del Bosque haciendo mucho ruido. Algunos búfalos les salieron
al paso para advertirles, pero la respuesta a las palabras fue el filo de las lanzas de madera.
Nadie esperaba que los hombres se atrevieran a tanto. Y cuando otros hicieron el intento
por acorralarlos, estos prendieron fuego para ganar ventaja.
—¡Señor! ¡Señor! —exclamaba un águila que descendía del cielo en vuelo
desesperado—. ¡Los hombres han invadido el reino!
—¡Cómo no me han avisado antes! —rugió furioso el toro blanco de largos cuernos
plateados.
—¡Nadie los vio venir! La fuerza de algún ádamer los protege.
—Avisa de inmediato a todo el bosque. No podemos permitir que den un paso más.
¡Qué se reúnan nuestras mejores fuerzas!
73
El Señor del Bosque se transformó en halcón y tomó las alturas. Vio cómo grandes
columnas de humo ya se alzaban entre los árboles de la frontera más occidental de su reino
y las aves huían a la desbandada.
—¿Qué demonios es eso? —se preguntó sorprendido el capitán de los hombres cuando una
sombra gigante lo cubrió todo. Un león blanco de enormes alas pasó volando sobre sus
cabezas y luego descendió con un estruendo que estremeció el suelo alrededor—
.¡Arqueros, disparen! —pero las flechas le rebotaban. La bestia enseñó sus colmillos y
nadie se atrevió a moverse.
—¡¿Cómo osan invadir mi bosque?! —rugió en la lengua de los hombres de las Llanuras
Centrales.
—¡Entréganos al niño! ¡Sabemos que lo ocultan aquí!
El león dio un latigazo en el suelo con su larga cola.
—¿O harán qué? —exclamó abriendo sus alas y observando con pena las primitivas
armas que empuñaban. La cola se transformó en una serpiente y de su punta brotó una
cabeza.
—¡Quemaremos todo el bosque! —dijo el capitán con la voz de La Locura.
El fuego ya se esparcía por los alrededores haciendo huir a muchas de las bestias que
habían llegado al clamor de su señor. Otras, por ingenuidad o lealtad, perecieron entre las
llamas en el cumplimiento de su deber.
El Señor del Bosque, al verse rodeado y prácticamente solo, se quedó inmóvil, incapaz
de irse volando sin dar el ejemplo ante sus súbditos.
En ese instante el cielo se oscureció y un rayo cayó sobre las llamas. Una potente lluvia
comenzó a extinguir el fuego y un viento frío sopló desde el oriente sobre los hombres.
«¿Piensas que así nos daremos por vencidos?», dijo para sí el capitán sin quitarle la vista
al león. «¡Ataquen!». Tomó con fuerza su lanza y se abalanzó junto a sus guerreros sobre la
bestia. Esta, muy quieta, esperó a tenerlos encima.
Los hombres clavaron sus lanzas sobre el león alado en el instante en que este se
transformó en mil cucarachas blancas. Ellas cayeron al suelo y treparon por las piernas de
los hombres sembrando entre ellos la confusión. Cientos de oniandros salieron de entre los
74
árboles para enfrentárseles, ahora que la lluvia había extinguido las llamas, dejándoles el
camino libre. Solo unos pocos humanos lograron escapar con vida.
—Tu hechizo fue muy oportuno —dijo con parsimonia el Señor del Bosque, ahora
transformado en uro lanudo.
—Sabía que en cualquier momento llegarían para hacer algo como esto. Tenía que
ayudar de algún modo —respondió Ígonor, de pie junto a su lado.
—No sé si devorarte o agradecerte después de todo —susurró al tiempo que la lluvia
empapaba su lana.
—Si me devoras solo ganarás una indigesta. Si no lo haces, obtendrás a cambio mi
gratitud y respeto. Pude no haber regresado, pero era mi deber acudir.
—¿Y el chico?
—De momento está a salvo, pronto me reuniré con él.
—Adiós, viejo amigo —resopló el rey.
—Creo que un hasta pronto es mejor —y el ádamer retomó su camino hacia el este.
El Señor del Bosque miró la destrucción en que había quedado todo a su alrededor,
salpicado de un panorama de cuerpos humeantes bajo la lluvia. Sus súbditos se acercaron a
él, la mayoría cabizbajos. En muchos años semejante afrenta no había tenido lugar.
Admitían por fin que su señor estaba en lo cierto: los hombres ya habían despertado y en lo
adelante no respetarían los pactos del pasado.
4.
Las criaturas en los árboles se inclinaban levemente para intentar escuchar la conversación
que el ádamer y la véldem disimulaban con susurros inteligibles en viejas lenguas. Ambos
sabían bien cómo usar las palabras para que los indiscretos no las entendieran. Aun así,
siempre había curiosos, como yo, que podíamos acceder a ellas.
—Esos guerreros que atacaron el reino del Señor del Bosque llevaban este símbolo en
sus escudos. ¿Acaso los hombres pretenden levantar otra vez su imperio? —se preguntó
alarmado Ígonor—. ¿Y si deciden ir en busca de El Punto? Los véldeny nunca hicieron
nada al respecto y dudo que hoy lo hagan.
—Poco o nada podemos hacer. Si los humanos deciden matarse entre sí es algo que solo
les concierne a ellos —respondió la dama con palabras de El Enojo—. Y si lo que te
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inquieta es El Punto, pues no tienes de qué preocuparte. Pasarían miles de años antes de que
pudieran encontrarlo. Ilna me contó que esa noche los alados se lo llevaron al Reino de Las
Alturas, y más tarde vi con mis propios ojos cómo reprochaban a mi padre el haber
incumplido su tarea.
—¿Los alados? ¿Qué tiene que ver Álahor con ellos y toda esta historia? —Ígonor
volvió a sentirse frustrado por sus años de ausencia.
—Al parecer mi padre tuvo gran responsabilidad en este asunto por mucho tiempo, pero
su muerte repentina me privó de saber más. Luego de aquella noche, los mismísimos alados
serían los encargados de proteger El Punto en lo adelante. Así que no hay motivos para
preocuparse —sonrió aliviada tras sus propias palabras.
—Te confías demasiado —dijo en medio de su inquieto ir y venir de pasos cortos—. A
mi regreso a Periéria me encontré con la noticia de que la paz había llegado para quedarse.
Ayer comprendí que es una mera tregua en una guerra mayor.
—¿Qué pruebas tienes? —replicó ella—. ¿Simples dibujos en un pedazo de cuero?
¡Claro que los hombres siempre soñarán con la gloria de un pasado que nunca fue! Así será
mientras vivan en la niñez de su civilización. ¿Podrás cambiar eso tú solo? Si mal no
recuerdo, la última vez tú mismo los diste por incorregibles y te fuiste a peregrinar en
tierras de las que nadie quiere saber. ¿Cómo es entonces que nos echas en cara que no
hagamos nada? Solo los hombres pueden aprender de sus propios errores.
—Pues yo no olvido que también soy un hombre —dijo con la voz exaltada.
—Creo que estás viendo fantasmas —le reprochó—. Necesitas descansar. Llevas
demasiado tiempo yendo de un lugar otro —y miró a sus ojos de anciano agotado.
—¿Y si tengo razón? ¿Y si los hombres desatan nuevas guerras?
—Ígonor —dijo La Compasión—. Tú mismo me has dicho que esos hombres iban en
busca del pequeño, nada más. Lo que debería ocuparte es saber por qué es tan importante
para ellos.
—Es que…
—Dice que sus padres han muerto. Tal vez sea mentira y ellos o sus parientes lo buscan
desesperadamente. Lo justo sería devolverlo a su pueblo. ¿Qué sabes y no me cuentas?
Ilma tomó el trozo de cuero con el emblema de la estrella de cinco puntas encerrada en
un círculo.
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—En su pecho cuelga un medallón con esta misma figura —recordó ella.
—Cualquier hombre en las Llanuras podría tener uno… —tomó un suspiro—. Pero de
este siento emanar un poder que va ligado al pequeño. Necesito tiempo para saber qué es —
dijo el ádamer poniendo énfasis en sus palabras—. Si lo entregamos a sus padres o
parientes me temo que condenaremos su vida al destino incierto de su pueblo. Eso fue lo
primero que me advirtieron las ákanas. Ellas me hicieron prometerles que lo salvaría de los
hombres y al mismo tiempo lo ayudaría crecer como el mejor ser humano.
—¿Y piensas que el poder de ese medallón podrían utilizarlo para la guerra?
—A veces lo presiento así —murmuró—. Es difícil saber. Se trata de un poder muy
distinto al mío.
—La noche anterior a su llegada tuve un sueño con mi hermana Ilna —dijo—. Ella me
pedía que regalara la daga de nuestro padre a aquel que llegara a la villa sin pisar el suelo,
pues él mejor que nadie le daría uso. ¡Así fue como Andrey llegó a Pasó Larkasu!
—Fue un regalo muy generoso para haber tenido solo un sueño…
—Siempre he confiado en los sueños con mi hermana. Estábamos muy unidas. Si el
pequeño corre peligro como insinúas, con ella podrá defenderse —le respondió segura de
sí—. Mientras crezca y aprenda a sostener una espada, lo mejor será que cuente con un
refugio de paz como este. Aquí podrás enseñarle todo lo que necesita hasta que esté en
condiciones de mezclarse con los suyos. Llegado el momento, sea cual sea su decisión,
deberás respetarla.
El crepúsculo comenzó a robarse los colores dorados y naranjas que había dejado el sol.
La hora de la maravilla ya había terminado. Ígonor, antes de que se apagara el último rayo
de luz, aceptó.
5.
El silencio entre los comensales se había prolongado por demasiado tiempo e Ilma sabía
que Lónar no daría el primer paso. La habitación, hasta ahora iluminada por tenues
lámparas, recobró de inmediato un brilló que amenazaba con convertirse en hostil.
—¿Por qué hay angustia en tus ojos, hijo mío? —preguntó la madre desde el otro lado
de la mesa.
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—Todos en el consejo me odian. Desean a mi hermano muerto en mi lugar —dijo
alzando los ojos de La Rabia.
—No hables así, ellos te respetan mucho —respondió la madre sin perder la
ecuanimidad.
—Son unas sanguijuelas —masculló el joven kírlij entre dientes—. Fingen en tu
presencia, pero cuando volteas la espalda sacan sus garras. Faltas unas horas y me humillan
en público. ¿Realmente piensas que algún día seré elegido por ellos como nuevo kirli?
Andrey se sintió incómodo en medio de esta conversación, a pesar de no entender la
mayor parte de lo dicho. Una atmósfera de tensión se había colado en el comedor de la
silenciosa casa.
—Hasta tú me desprestigias cuando te molestan mis decisiones. Mira hoy, casi no te
reconocí entre tantos reproches e insultos cuando supiste que alojé a los zisgarianos en la
villa —dijo Lónar con un tono de voz cada vez más elevado, irreconocible a los ojos de su
propia madre.
—No se lo merecen. Si quieren paz, que lo demuestren. Las palabras tienen que ir
acompañadas de los hechos, de lo contrario repetiríamos los errores del pasado —le replicó
ella.
—Te comportas como una de ellos. Esa no es la forma de demostrar que estamos
interesados en la buena vecindad. ¿No se supone que ha llegado el tiempo de perdonarlos
también a ellos? —insistió el hijo.
Ilma en el fondo sabía todo eso, ella misma se lo había enseñado. Fue entonces que
comprendió que enseñar no siempre era suficiente. Había que vivirlo en carne propia. Y
esta vez, ella se había dejado arrastrar por los rencores del pasado. Se descubrió a sí misma
atada. Supo que era hora de dar paso a las nuevas generaciones. Ellas podrían llegar allí
adónde no lo lograría la suya.
Lónar, visiblemente enfadado, se levantó de la mesa y subió a su habitación.
—Perdona, Andrey. Esta ha sido una desagradable conversación que no tenías que
presenciar. Lónar es un buen muchacho, pero aún debe controlar su temperamento.
El Silencio se apoderó del comedor hasta la llegada del postre, cuando Andrey, sin poder
resistir la tentación, hizo la pregunta que tanto lo atormentaba:
—¿Por qué te he visto en mis sueños?
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—¿Desde cuándo sueñas conmigo? —preguntó una sonrisa de preocupación.
—Mucho antes de conocernos —y los ojos del pequeño se volvieron cristalinos.
—¿Estás seguro de que era yo?
—¿Quién más podría ser? —y advirtió la trenza que recogía el pelo negro sobre la
cabeza—. Este lugar, estas luces, aquellas puertas, tu rostro, la guerra de los jinetes contra
los hombres… —dijo con rápidas palabras.
—¿Has dicho guerra? —e intentó mirar a través de las ropas que protegían el collar que
colgaba del cuello de Andrey.
—Sí, me lo mostrabas todo. No sé de qué se trata, no logro comprender su significado.
—Ilna —murmuró estupefacta.
—¿Quién es ella?
—Mi hermana. Éramos gemelas idénticas, tal vez fue ella. ¿Pero por qué aparecería en
tus sueños?
—Preguntémosle —se entusiasmó.
—Hace varios años que murió —y le mostró uno de los tres cristales diamantinos que
colgaban sobre su pecho—. ¿Qué más te dijo?
—Al principio sentí miedo de ella —murmuró—. Todo a su alrededor resultaba frío,
oscuro, violento. Luego de varios sueños comprendí que solo deseaba mostrarme algo. Era
un combate. Había sangre por todas partes.
La mirada del pequeño se quedó fija mientras revivía sus propios sueños. Al recordar
cada detalle su cuerpo comenzó a sudar y como por instinto sujetó con su mano izquierda el
collar que llevaba escondido bajo la ropa de finas telas.
—¿Tu talismán aparecía en ese sueño? —preguntó ella, intentando sentir el poder de
aquel trozo de metal.
—No, nunca lo vi, pero sentía su calor cerca, incluso con más fuerza que ahora —
Andrey lo sacó y contempló la deformidad de lo que una vez pudo haber sido una hermosa
joya.
—¿Cuándo comenzaron esos sueños? —preguntó ella aparentando tranquilidad y
despreocupación ante la mirada asustada del niño.
—Después de haber dejado el valle.
—¿Desde entonces llevas el talismán encima, verdad?
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—Pues sí… —dijo abriendo los ojos de par en par—. No había pensado en eso.
—¿Cuándo fue la última vez que soñaste con Ilna? —la anfitriona se había puesto de pie
y ya encendía algunas velas aromáticas.
—Fue cuando la corriente del Egún Tral me arrastró hasta esta orilla —dijo el chico con
lentas palabras, viendo de otra manera el sentido de todo lo que estaba sucediendo.
—¿Me dejas leer tus manos otra vez? —le pidió al sentarse de nuevo a la mesa, cubierta
ya de platos vacíos.
Ilma tomó con delicadeza las dos pequeñas manos y pasó sus dedos por las jóvenes
líneas que lo surcaban.
—Ayande, ¿qué es esto? —murmuró en una lengua incomprensible al pequeño.
—¿Qué sucede?
—Esta vez tus líneas no quieren decirme nada, cambian, me engañan. ¿Qué clase de
humano eres?
—Yo no soy un bicho raro —exclamó Andrey molesto retirando sus manos.
—Claro que no —y sonrió intentando disimular la tensión que llevaba dentro.
Para Ilma las manos siempre eran una forma segura de conocer los designios de sus
dueños, pero las de Andrey se le resistían, como si El Destino no supiera qué hacer con él.
Ahora La Sospecha embargaba por completo el corazón de la véldem, ya insomne desde su
encuentro con Ígonor aquella misma tarde. Miró los ojos inocentes de la criatura y luego
besó sus manos con amor maternal.
Esa noche Ilma no pudo dormir y distrajo a La Ansiedad entregándose a las tareas del
hogar, aquel refugio que se negaba a abandonar desde que la repentina muerte de su padre
la sacara de su mundo de cotidianidades. A su puerta tocaron aquel triste día trayéndole la
espada calcinada de Álahor, mas no le dieron mucho tiempo para llorar. El consejo votó por
ella como nueva líder, algo para lo que nunca había estado preparada.
Desde entonces estuvo sola, con un hijo y un pueblo a los que alimentar. A los visitantes
los recibía con aromáticas bebidas en el pequeño salón de su casa. A los consejeros y sabios
los sentaba a la mesa de su comedor y obligaba a comer carne con verduras. A los
confidentes y espías los escuchaba mientras fregaba los platos sucios dejados por los
huéspedes anteriores.
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Así habían transcurrido para Ilma los últimos siete años. Y cuando creyó que lo peor
había quedado atrás y ya su gobierno estaba listo para dar nuevos pasos, visitantes
inesperados se habían colado en su bosque con la facilidad de las hojas de viento. Y tal y
como estas suelen hacer, trajeron noticias que solo podían quitar el sueño.
6.
Una sombra se escurrió por las paredes de la casa que aún dormía. Penetró sigilosamente en
una habitación y vio que en una pequeña cama yacía el joven humano.
—Andrey, Andrey —le llamó susurrando la sombra.
—¿Qué sucede? —preguntó medio dormido aún.
—Vamos, debes acompañarme.
—Lónar, aún no ha amanecido —protestó somnoliento el de revuelta melena castaña y
se acurrucó entre las suaves sábanas.
—Este es el momento preciso —insistió el velden.
Ambos salieron de la casa sin hacer ruido y se alejaron de la villa caminando en
dirección este. El cielo tomaba un azul oscuro, dejando ya el negror de la noche. En
Naciente se anunciaba el Sol, pero aún no amanecía. Algunos véldeny salían de sus casas a
cumplir sus deberes, aunque la mayoría todavía descansaba. El Silencio dormía junto a los
árboles y ningún pájaro se atrevía a cantar.
—¿A dónde vamos?
—Ya verás —y le sonrió con ingenua intriga.
Durante media hora anduvieron por entre los árboles. Subieron una suave colina y allí se
sentaron sobre la hierba.
—¿Ves aquellas alturas? —le indicó un paraje más allá de la frontera de su propio país.
—Están muy lejos.
—Así es, dentro de poco el Sol saldrá de entre ellas.
—¿Nace allí?
—No, el Sol es eterno, siempre ha existido y nunca muere. Todos los días hace el mismo
viaje.
—¿Igual que la Luna?
—Parecido, no igual.
81
—¿Y las estrellas, también viajan?
—Sí, pero lo hacen más lento —le contestó enigmático—. Es El Movimiento quien lo
rige todo, Andrey. Es un regalo y debes aprenderlo de esa manera. Hoy muchos lo han
olvidado y se burlan de ello, piensan que son merecedores de lo que tienen y no es así.
Debemos estar muy agradecidos y contribuir a que se mantenga el equilibrio en los
movimientos del Voa Arkón, para que cosas como estas duren por siempre —y apuntó al
este.
Súbitamente, un concierto de rayos salió de entre las montañas, chocando con las nubes
y coloreándolas de diversos tonos rojizos y dorados. La niebla se estremeció al ser
enunciado su fin en el reino de la noche. Las aves se escucharon cantar sobre los árboles y
el viento trajo la sinfonía de Oriente.
—Es hermoso —dijo el humano deslumbrado, como si aquel acto cotidiano se
presentara ante él con la impresión de algo nuevo. Lo había sentido como una revelación.
Andrey comprendió en este instante que no solo se trataba de “el qué”, sino de “el cómo”, y
la forma en que Lónar lo había llevado a descubrir el amanecer se lo demostró.
—Nace el día —anunció solemne—. Liberemos las palabras para que del mundo lleguen
hasta nosotros cada una de Las Fuerzas.
—Ya Ígonor me ha enseñado como se hace —dijo orgulloso.
Ambos se pusieron de pie, respiraron profundamente y extendieron sus manos rumbo al
Naciente. Sus mentes yacían en blanco y sus cuerpos buscaron relajarse. El Sol creció hasta
cubrir de luz a aquellos dos hijos.
—De prisa, entremos al bosque —dijo tomando a Andrey de la mano.
Entre los árboles las penumbras se disiparon con su acostumbrada desorganización:
gotas de rocío caían desde las hojas, la neblina escapaba agonizante en suaves remolinos, la
luz entraba como humo envolviendo los troncos negros, improvisados diamantes brillaban
desde los capullos que se abrían y el canto de las aves despertó al fin a los habitantes del
bosque.
—Dicen los véldeny que este momento del día en el bosque es lo más parecido que hay
a la creación del Voa Arkón, solo que mucho más bello —le explicó Lónar entre susurros.
—No imagino algo más hermoso —suspiró.
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—En mi pueblo dicen que Voa Ayande es la mejor danza que surgió de El Movimiento.
Y mientras baile así, nuestro mundo seguirá existiendo.
—¿Y si deja de hacerlo? ¿Y si todo se detiene? —preguntó asustado.
—¡Voa Arkón desaparecerá! —la sentencia estremeció con un susto al pequeño.
—¿Y si aprendemos a bailar su danza? ¿Es por eso que ustedes practican tantos bailes?
—Muchos piensan que sí. Los sabios dicen que nosotros somos los frutos de su árbol y
cuando Voa Ayande muera, podremos germinar creando mundos nuevos.
—¡Ay, Padre, qué miedo! —exclamó Andrey mirando a su alrededor.
—¿Padre?
—Voa Ayande —rectificó y se sonrojó al percatarse de que lo había dicho en voz alta.
—¿Por qué le llamas así?
—Siempre he tenido muchas madres —respondió con la voz quebrada—, pero nunca
ningún padre. Voa Ayande es el único que siempre ha estado junto a mí.
7.
Los depredadores se habían ocultado entre los arbustos. Seguían con su mirada atenta los
movimientos de la presa. Si hubieran sido depredadores comunes, fieros cazadores, tal vez
la saliva ya se les habría acumulado en la boca, pero ellos tenían la barriga llena. Esto, sin
embargo, no implicaba menos peligro para la víctima.
El joven maestro enseñó al pupilo cómo sostener el arco con firmeza y a apuntar sin
contener la respiración. ¡Zas! De un flechazo la liebre cayó.
—Aún vive —dijo Andrey asustado.
—Toma la daga y termina como te he enseñado —le indicó Lónar.
Andrey vaciló un poco, pero al fin se decidió. Pasó su mano suavemente por el cuerpo
agonizante y le miró a los ojos. «Gracias, liebrecita. Tu vida no fue en vano», dijo en la
lengua velden, con las mismas palabras que una vez Ígonor le enseñó. Tomó su pequeña
daga y con un rápido movimiento la desangró por el cuello.
—Ahora hay que prepararla sin desperdiciar ninguna de sus partes —dijo el joven
maestro.
Le quitaron la piel, la limpiaron y la pusieron a secar al Sol. Cortaron cuidadosamente
cada una de las carnes para cocinarlas en un pequeño fuego. Los órganos comestibles los
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cocieron después y el resto se lo regalaron a dos cuervos que llevaban un rato rondando por
allí. El resto lo enterraron debidamente.
—Estas bayas son deliciosas, nunca las había probado. ¿Cómo las encontraste? —dijo
Lónar para elogiar a su discípulo.
—Las ákanas me dijeron una vez que muchos las confunden con otras que son
venenosas y por eso casi ningún animal se las come —sonrió el chico al ver cómo Lónar
dejaba de masticar—. Yo sé distinguirlas muy bien. El resto no sabe lo que se pierde —y se
zampó un puñado en su boca.
Eran las horas del mediodía por aquellos bosques. Ambos se habían alejado de la villa
en una excursión que les tomó toda la mañana. Lónar le enseñó los pozos y riachuelos de
donde tomaban el agua, le mostró los cultivos donde habría cosecha el próximo verano y
las plantaciones que darían sus frutos a fin de año.
Luego se adentraron en las partes más solitarias de Bosque Dormido, allí donde solo
iban de caza de vez en cuando. Para los véldeny de este país era una costumbre que se iba
perdiendo con el paso de las generaciones, pero los más jóvenes estaban obligados a
instruirse mientras crecían. De modo que Lónar tomó su arco y carcaj lleno de flechas para
enseñarle al pequeño todo lo que él mismo había aprendido a su edad con la guía de su
querido abuelo Álahor.
—¿Ya esta porción está bien cocida? —preguntó Andrey asomando su nariz inexperta
en el pequeño puchero de metal.
—Déjame ver… Sí. Sácalas del fuego y apágalo. Esparce las cenizas sobre la parte
interna de las pieles. Tal vez salga un buen gorro.
—¿Un gorro? —se asombró Andrey—. Sería muy caluroso.
—Nunca se sabe —sonrió pícaro el velden.
Lónar le extendió una ramita con varios pedazos de carne humeante y ambos se sentaron
a comer tranquilamente.
—¿La carne sabe bien? —le preguntó.
—Me voy acostumbrando —dijo Andrey con una pequeña mueca en su rostro, al tiempo
que pellizcaba con sus dientes una delgada fibra.
Lónar lo miró y descubrió en él a un hermano menor. Sintió un fuerte deseo de cuidarlo
y enseñarle todo lo que sabía. Fue así como, por primera vez, experimentó lo que podría ser
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la adultez. Hace muy poco había salido de la adolescencia y desde temprana edad era
preparado para cumplir tareas que otros solo habrían tenido con más años y experiencia.
Sin embargo, todo aquello lo había visto como parte natural de su vida. Ahora, allí, sintió
que estaba listo para ser un adulto.
El kírlij sacó de un bolsillo una pequeña flauta y se puso a tocar una vieja melodía de su
pueblo. Junto a él, otros habrían cantado:
En la villa de Bosque Dormido era costumbre que cada quien escogiera por vocación su
oficio. Algunas familias conservaban por tradición la misma profesión durante
generaciones enteras. Claro, cuando uno de ellos decidía tomar otro camino no se oponían.
Los véldeny solían decir: «Quien no ama su profesión, solo aportará maldición».
Los veteranos instruían a los jóvenes en los más diversos trabajos. Los véldeny de esta
villa destacaban en el arte de la herrería, la orfebrería y la carpintería; aunque también eran
buenos talabarteros y talladores. Cada maestro intentaban mantener vivo el legado de sus
predecesores, al tiempo que buscaban en sus alumnos el talento donde nacerían sus propios
aportes.
En ocasiones escaseaban quienes ejercieran una determinada tarea, entonces el Consejo
hacía un concurso en cada Casa de Labor y así identificaban a quiénes tenían las mejores
destrezas para el oficio en falta. Esto, sin que los mismos participantes advirtieran lo que
los sabios buscaban.
Lónar era versado en las cuestiones de la herrería y orfebrería, aunque también era
entrenado como guerrero para los asuntos de la defensa de las fronteras. También era dado
85
a las carreras de caballo y en sus ratos libres servía de maestro de oratoria y poesía en las
escuelas de la villa.
—¿Podré aprender todo esto? —preguntó el niño mientras se paseaban por las calles de
los oficios. Allí las casas no tenían fachada, sino que se trataba de anchos portales en los
que cualquier transeúnte podía ver el trabajo de quienes se reunían allí.
—Son muchas las artes que domina nuestro pueblo —le respondió un orgulloso Lónar—
. Dicen que en la antigüedad, cuando nuestros ancestros vivían en las Islas Eulinas, ellos
alcanzaron la cumbre más alta de nuestra civilización.
—¿Y qué ocurrió? ¿Hubo guerras en Atelantalida?
—Durante las migraciones a estas tierras nuestro pueblo lo perdió casi todo —dijo—. La
Enselíada fueron los años oscuros por los que tuvieron que atravesar nuestros ancestros
antes de reunirse en Periéria.
—¿Con los hombres sucedió igual? ¿Ellos siguen en su Enselíada? —preguntó con
torpes palabras el pequeño.
—Dicen que los hombres de Atelantalida no sobrevivieron —le respondió—. Los que
viven por estas tierras son sus parientes bárbaros. Ellos nunca han conocido la civilización.
Ambos se detuvieron ante una herrería. Desde la calle se sentía el calor de la forja y la
mesa, dispuesta en la entrada a modo de vitrina, lucía hermosos objetos ya terminados.
—Los véldeny, sin embargo, volvemos a estar cerca de la gloria del pasado —continuó
Lónar con su relato—. Muchos ya afirman que hemos rescatado todos los conocimientos
que una vez nuestros ancestros conquistaron. Nuestra civilización vuelve a brillar con la
misma luz de antes.
El fuego de la forja intimidó al pequeño. Ya ni siquiera prestaba tanta atención a las
palabras de su anfitrión. Desde allí vio brazos desnudos que golpeaban con fuerza el metal
que iba obteniendo la forma de largas y filosas espadas.
Lo que a él le parecía un suplicio, lo descubrió ligero a manos de los diestros herreros.
Vio con asombro cada una de las fases de aquel trabajo, desde la fundición al pulido. El
calor le hizo sudar todo El Asombro que llevaba dentro. La Curiosidad le suplicó que
sudara más.
—Esta es una de las artes más útiles y antiguas —dijo Lónar—. Si te quedas,
comenzarás tus estudios por aquí.
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—¿Cómo pueden trabajar con tanto calor? —se preguntó pensando en quienes estaban
junto a la forja y en sí mismo si algún día estuviera entre ellos.
—Es cuestión de costumbre —respondió el joven llevándolo hacia el taller continuo a
este—. Para aprender a controlar el fuego en el que se funde la espada, los véldeny más
jóvenes se entrenan primero en un oficio similar, pero en el que no se necesita tanta
fortaleza.
—Sí, es mejor. ¿Cómo podría cargar esos enormes martillos? —suspiró aliviado.
—Aquí el trabajo es menos pesado, pero requiere de destreza, delicadeza e imaginación
—y le mostró el estante donde exhibían el resultado de tantas horas.
—¿Qué es esto?
—Se llama hielo-perpetuo —intentó explicarle con sencillas palabras—. Es el mismo
material del que están hechas las ventanas de nuestras casas que tanto llamaron tu atención.
Solo que a estos les han dado color.
—Es hermoso —decía al observar cada tipo de vasija y figura hechas de un material tan
duro como la piedra, pero tan transparente como el agua del río—. Nunca había visto algo
así, son como diamantes.
—Nuestros artistas se cuentan entre los mejores de Periéria —dijo—. No hay concurso
ni feria que no ganen.
—¡Son muy parecidos a los animales de verdad! —exclamó ante las figurillas sobre el
estante.
—Para llegar a hacer algo como esto se necesita más que el dominio de la técnica —
intervino el maestro Ídriomos, con su voz de bajo. El corpulento velden se acercó al
pequeño, dejando que viera, a través de sus ojos muy abiertos, el oscuro universo de
estrellas que llevaba dentro.
—¿Qué más necesito? —preguntó Andrey con palabras morosas.
—Conocer mejor al ser que quieres representar —sonrió la boca mostrando todos sus
dientes y le acercó la figura de cristal en forma de ardilla.
—Crecí junto a criaturas como estas. En el valle eran mis hermanos y mejores amigos
—sonrió pícaro.
—Entonces serás bienvenido a mi taller —y le estrujó aún más su cabellera rebelde.
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8.
Un rastro de sangre dejó marcado el camino. Nadie se preocupó ni se molestó en limpiarlo.
El fango y los transeúntes se encargarían de borrarlo en poco tiempo. En aquella villa de
hombres buscar techo y comida ya era suficiente agobio como para preguntarse por la
muerte ajena. Si aquella no era tu sangre, entonces todo estaba bien.
Los guerreros que la derramaron habían llegado de noche, cuando nadie tenía el valor de
asomarse a su puerta. Ellos habrían podido llegar antes, pero tenían prohibido que se les
viera ir entre los aldeanos a plena luz del día. Así que tuvieron que esconderse en el bosque
en espera de que anocheciera.
Luego de atravesar las calles de tierra, rodeadas de chozas de madera y paja, subieron la
leve colina donde se alzaba la casa más grande de todas, con un pequeño muro de piedra y
barro que la rodeaba. Los perros callejeros les ladraron y no dudaron en clavarles sus lanzas
para mantener el silencio. Al llegar, tocaron tímidamente a la puerta trasera.
Dos ojos felinos les abrieron de inmediato, como si hubiesen estado a la espera. Con
resignación los dejaron pasar y les brindaron algo para beber. Isjar cubrió su cuerpo peludo
con otro manto y fue a despertar a su señor, tal y como este le había pedido.
Kontos volvió a escuchar el mismo relato de semanas anteriores. De nada le valió perder
casi cien hombres en su caprichosa incursión al Lar Vedado. Otra vez las bestias llenaron
sus panzas con la carne que él había hecho engordar con mucho esfuerzo.
—¿Cuáles son sus órdenes, mi señor? —preguntó el ádamer Isjar tras la retirada de los
sobrevivientes.
—¡Un día de estos me las pagarán esos monstruos! ¡Con sus pieles haré una gran
alfombra para cubrir nuestras calles! —gritó furioso bajo la tenue luz de las velas que
intentaban iluminar el humilde salón.
—Es una pena que los reyes vecinos no haya acudido a su llamado —dijo el hechicero
con suaves palabras.
—¡Sí, ya sé que me lo advertiste! —le respondió enojado e impotente.
—Ya nos quedan pocos hombres. Sería muy arriesgado mandar a otros a ese salvaje
bosque...
—Tendremos que reclutar más.
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—¿Cuánto tiempo tardarán sus vecinos en darse cuenta? —siseó—. Podrían pensar que
organizas una guerra.
Kontos se sentía atrapado. Sus años de espera se habían esfumado de manera estéril y
ahora estaba allí con las mismas manos vacías con que lo dejaron los reyes anteriores a él.
Su pueblo padecía de hambre y miseria, y lo que podía ser al menos un consuelo para
todos, se había transformado en un rescate imposible.
—¿Y si mandamos a solo un par de rastreadores? —propuso el ádamer tras un largo
silencio.
—¿Qué te hace pensar que ellos lo harán mejor? Ahora las fronteras de ese bosque
estarán más vigiladas que nunca.
—Me temo que es un riesgo que debemos asumir. Yo conozco a las criaturas indicadas
para eso.
—¡Qué así sea! —exclamó el rey y abandonó la casona en dirección de la antigua ciudad
de piedra del otro lado del río. Allí, como cada amanecer, iría a mostrar respeto ante la
tumba vacía de los emperadores.
9.
Cuando Lónar dejó en manos de Andrey una hoja de papel con las letras del abecedario,
este supo que los sonidos también se podían ver. Descubrió que aquellas líneas negras no
eran simples garabatos, sino una magia llamada lectura. Lamentablemente, allí solo estaban
los sonidos de la lengua velden, y no los del Valle u otros bosques. Se preguntó cómo
lucirían aquellos con que solían hablar las ákanas, los conejos, los elfos y las ardillas. «De
seguro lucen más hermosos», pensó.
El joven velden le explicó el nombre de cada uno y la forma en que debían leerse. Luego
le pidió que se fuera a un rincón tranquilo y se sentara entre las raíces de un árbol a
memorizarlo. «Áya, ílshy, shíen, luy, úmni, dála…», repetía una y otra vez todas las letras.
Para cuando Lónar regresara, ya las había aprendido con el ritmo de una canción.
—Tengo una sorpresa para ti —dijo jadeante tras llegar en una carrera. Andrey lo miró
un poco agobiado, a la espera de que le diera un pequeño descanso entre una tarea y otra.
—Los exploradores han encontrado a tu maestro —dijo al fin.
—¿Dónde está? —preguntó poniéndose de pie con un salto.
89
—Aún no lo he visto, recién me lo dijo uno de ellos, pero supongo que mi madre ya lo
haya recibido.
Los ojos del pequeño se precipitaron emocionados en busca de Ígonor. Ellos por sí
mismos decían cuánto extrañaban a su mentor tras varios días de ausencia. Algo que tal vez
la boca, por orgullosa, no dijera tanto.
—Hola, pequeño —le recibió Ígonor, sorprendido por el choque de un abrazo
inesperado—. Me hiciste pasar por un buen susto.
Andrey advirtió que ahora su maestro le parecía mucho más distinto que la última vez
que estuvieran juntos. Su semblante lucía rejuvenecido, en su piel ya casi no quedaban
piedras y su cabeza llevaba abundante pelo. Si antes lo vio como una criatura de mil años,
ahora le parecía uno de sesenta.
Sin embargo, el chico no se sintió extrañado. Su mente infantil asumió en aquel entonces
que no había nada de raro en todo ello. ¡En especial tratándose de un ádamer!
—Ígonor, este es mi hijo Lónar —le presentó Ilma.
El hechicero se incorporó lentamente, mirando unos ojos de universos profundos que
para nada le fueron desconocidos. Hizo todo lo posible por contener las emociones que
llevaba dentro, así que sonrió sereno y extendió su mano en busca del codo, tal y como es
costumbre saludarse entre los véldeny.
—Es un placer conocerle, joven kírlij.
Ilma no pudo contener las lágrimas y la kaira tras su cabeza comenzó a brillar
tenuemente. Lónar la miró extrañado. Muy pocas veces se dejaba ver tan sensible.
—Estoy tan contenta de que el pequeño Andrey ya tenga de vuelta a su maestro —
intentó disimular—. Tan pequeño y tan solo…
—La kirli nos ha ofrecido gentilmente cobijo en su villa. Me ha contado lo bien que te
sientes aquí y veo que has hecho nuevos amigos —Ígonor se dirigió a Andrey.
—¿Y los hombres malos? —le preguntó este sin olvidar la terrible carrera que los
llevara hasta estos lares.
—No te preocupes, aquí estaremos a salvo —le consoló el maestro.
—¿De verdad nos podemos quedar? —y sus ojos brillaron al ver un sí en la sonrisa del
maestro.
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—¡Urrá! —exclamó Lónar alzando a Andrey y montándolo sobre sus hombros—.
¡Vamos a celebrar!
Ambos salieron del portal dando saltos escaleras abajo y corrieron en círculos por la
calle de camino al pequeño parque más allá de la esquina.
—Se parece mucho a ti. Tiene toda tu belleza —susurró Ígonor sin perderles la vista.
—Al menos nadie nunca ha dudado que es mi hijo —suspiró ella.
—¿Le diremos alguna vez que soy su padre? —ahora la miraba a ella, devastado.
—Me temo que no.
91
Voces Áya
La disolución del Ejército de los Jinetes Blancos
Cinco véldeny cabalgaban a toda prisa en dirección de un paraje desconocido. Salvo las tres
alífy, agraciadas por su pureza, los dos restantes jinetes sufrían del dolor que los torturaba y
debilitaba a cada minuto. El contacto directo con El Punto los consumía lentamente,
quemando sus entrañas y nublando sus sentidos. Solo una pócima preparada para la ocasión
lograba, momentáneamente, mantenerlos con vida.
Álahor, líder de los véldeny de Bosque Dormido, iba al frente de esta expedición secreta.
Siete alados le habían encargado personalmente llevar a cabo la encomienda de ocultar una
vez más El Punto, luego de que los humanos intentaran robarlo hacía varios días.
¡Cumplíase así la voluntad de Voa Ayande, quien esta vez había tomado partido!
Y cuando los bosques se hicieron muy espesos, impenetrables y oscuros, el velden de
cabellera negra supo que había encontrado el lugar propicio para el nuevo templo. Allí le
dejaría reposar por varios siglos, tal y como hizo la vez anterior. Junto a él se quedarían las
alífy, únicas guardianas del Divino.
«¡Vierte, manantial, vierte! ¡Desbórdate en este lugar!», siseaba Álahor al mover sus
manos sobre la tierra. De las profundidades nació una fuente de aguas blanquecinas que
llenó de inmediato un estanque entre las piedras e hizo crecer un riachuelo. En su centro
colocó la preciada carga, donde flotaría bañándose con el frescor de la fuente. Al hacerlo,
todos sintieron un pequeño alivio, pero para Álahor y su arquero el peligro seguía siendo
inminente.
«Partan de inmediato», les suplicaron las alífy. «Nosotras lo cuidaremos». Ambos jinetes
montaron sus caballos y con pesar miraron aquel pequeño rincón del bosque donde latía el
corazón del mundo. Pese al esfuerzo y las precauciones, aún les seguía pareciendo
insuficiente.
A todo galope se alejaron de allí. Esta vez no iban de vuelta a casa, sino que tenían otra
misión que cumplir. De esto te podrán cantar muchas Voces, pues, tras varios días por
caminos ocultos, Álahor y su acompañante se dejaron ver por senderos anchos y
descubiertos. Tal y pareciera que desearan ser vistos por todos.
92
A su paso por el bosque, los árboles, piedras y riachuelos comenzaron a susurrarse. Se
transmitían el mensaje de un suceso que pronto acontecería y por el cual sentían curiosidad
y miedo. Así, con el galopar de los jinetes véldeny lo hizo también la brisa de viento que
saltaba de rama en rama hasta llegar a un apartado rincón de Periéria.
¡Entonces pues, voces de los bosques, de los ríos y montañas, cuenten lo que de estos
acontecimientos pudieron saber!
En aquel apartado paraje se reunieron los Teldésy, cada cual pertrechado con las mejores
armas que sobre las tierras se pudieran encontrar. Aleaciones en plata cubrían tanto a amos
como a bestias, como las escamas que protegen al pez. Portaban filosas espadas y largas
lanzas de punta metálica, escudos ligeros y cascos con rostro de monstruos terribles.
Sin embargo, la luz del Sol no se reflejaba en ellos con el brillo de antes, aquel que los
hiciera ver como una ola de espuma blanca cuando cruzaban los bosques y las estepas.
Ahora se les veía con las fuerzas desgastadas y los ánimos caídos. La Guerra había sido
severa con ellos en las semanas anteriores y en el intento por sobrevivir perdieron muchos
hermanos.
El enemigo no había alcanzado su objetivo y La Victoria pudo tocar su trompeta entre
los de corazas plateadas. Pero, ¿de qué sirve la música a aquellos que ya no la pueden
disfrutar? Quienes habían quedado con vida apenas escucharon un sonido amargo que solo
les recordaba lo mucho que habían sufrido.
Unas semanas después del armisticio, otra fue la melodía. Esta vez resultó cadenciosa y
con ánimos de dictar sentencia. Ellos, todos juntos una vez más, pusieron en atención sus
armas para rendir honores al jefe de aquel misterioso ejército.
Álahor se acercó rígido, encarnando a la mismísima Soberbia. Se le veía más viejo y
cansado, sin el brillo de siempre. Su pelo negro caía lánguido sobre los hombros, y no
recogido tras la cabeza, como de costumbre. No llevaba su máscara, sino que dejaba al
descubierto su rostro de velden, arrugado y temible.
—¡Me han fallado! —exclamó La Rabia—. Los hombres casi logran hacerse con El
Punto. ¡Todos saben lo que habría sucedido! Tuvieron los alados que bajar de los cielos
para hacer el trabajo que ustedes no pudieron realizar. ¡¿Así agradecen a Voa Ayande?!
—Le prometemos que no volverá a suceder —se escuchó una voz suplicante.
93
—El imperio de los hombres ha sido destruido, sus reyes ejecutados y la capital arrasada
—dijo uno de los hermanos mayores.
—¡Mucho después de que intervinieran los alados! —respondió colérico—. Han
humillado a quienes por siglos cumplieron correctamente este trabajo.
—Perdone nuestra debilidad, soberano…
—Denos una oportunidad, padre —suplicaban ante aquel rostro amargo y anciano que
les resultó desconocido.
—Ya no hay más oportunidad —les respondió tajante—. La Ignominia se ha sentado
sobre nosotros. Ahora son los alados quienes lo custodian. Ya no tenemos tarea que
cumplir. Nuestra empresa ha fracasado.
—¡No es justo! —gritó uno inconforme—. Es cierto que fallamos en una acción, pero
eso no quiere decir que estemos actuando mal o que nuestra misión haya terminado.
—¡Ese fue el error, jinete blanco! —se acercó más a ellos—. Ni una vez podíamos
fallar. En menos de un instante el destino del Voa Arkón se puede definir. Ya no hay vuelta
atrás.
El cielo se tornó nublado y los de largas ramas comenzaron a susurrar nuestras voces
llevando lejos la narración de estos acontecimientos.
—Este es nuestro último encuentro. Hoy nuestros destinos serán separados —decretó el
comandante—. Ya el mundo no necesita de Jinetes Blancos que cabalguen sobre sus tierras.
Aquella orden nadie la pudo prever en siglos. Resultó confusa, inverosímil, pero las
palabras de Álahor la proclamaron irrevocable. Con desdén cada uno de los jinetes lanzó al
suelo sus estandartes con la Estrella de Nueve Puntos y luego vieron quemarse en la
hoguera los recuerdos de una vida entera.
Solo tres jinetes se resistieron y junto a La Terquedad se insubordinaron. Al ver partir
por diferentes caminos a los hermanos resignados, El Dolor rasgó sus armaduras y fueron a
tomar venganza de Álahor.
—¿A qué se debe esta impertinencia? Cumplan lo que he ordenado tal y como lo han
hecho sus hermanos —les exigió el también líder de Bosque Dormido, con la voz
notablemente debilitada.
94
—¡No merecemos este castigo! ¿Qué haremos ahora con nuestras vidas? —exclamó el
más irritado de ellos—. Nacimos y crecimos en este ejército, no conocemos otra cosa. ¡Nos
has sentenciado a muerte! —gritó colérico.
—Disculpe, padre, pero todo esto nos parece raro —reflexionó el más apacible—.
Aunque los alados cuiden ahora de El Punto, este debe permanecer obligatoriamente en
tierra; ellos, en cambio, no pueden vivir en otro lugar que no sean Las Alturas. Sin dudas
precisarán de nuestra ayuda.
—Solo le pedimos que hable con los alados y los convenza de esto —dijo el tercero.
—La decisión ya fue tomada y no hay marcha atrás —sentenció el comandante, en
medio de la tos que provocaban las quemaduras que lo consumían por dentro. Dio un paso
atrás y como por instinto se llevó la mano al pecho en busca del diamante ausente, aquel
que siempre le brindó resguardo.
—¿Se encuentra bien? —preguntó atento el arquero que le había servido de escolta en su
periplo.
—No te preocupes —gimió—. Y ustedes, acaten mi orden. ¡Márchense!
—¡Nunca! —gritó el más eufórico de todos arremetiendo con su espada.
—¡No! —se interpuso el arquero, recibiendo el filo de La Muerte.
—¡Qué haces! —exclamaron asombrados los otros dos compañeros.
—¡Nunca mereció nuestra lealtad! —y volvió a arremeter contra Álahor, una vez muerto
su escolta—. Ya no eres nuestro padre. ¡Eres solo un traidor!
—¡No lo hagas! —intercedió uno de los jinetes, pero sufrió la misma suerte que el
arquero.
Álahor intentó defenderse sin éxito alguno. Miró a los ojos del hijo amado mientras este
atravesaba su cuerpo con la espada. Vio en su interior a La Furia y sintió compasión por él.
Por unos segundos, padre e hijo quedaron allí, el uno al frente del otro respirando el mismo
aliento. El rebelde, sin proponérselo, fue tras el padre en el camino de la muerte cuando el
último de los jinetes lo empujó con el toque de su espada.
El más inocente quedó allí, rodeado de cuerpos sin vida y sin hermanos que le
socorrieran. Miró al cielo y lloró. Gritó a Voa Ayande, pero no obtuvo respuesta. Prendió
entonces una hoguera y les dijo adiós a los suyos tal y como demandaban sus costumbres.
95
Cuando el fuego gritó, los árboles supieron consumado el momento. Todo lo que había
por contar ya volaba lejos entre sus ramas. Luego guardamos silencio mientras vimos partir
al último jinete blanco.
96
Capítulo Tercero
Historias
1.
Las palabras fueron narradas con pasión. Insistían en mostrarse vivas, propias, y no como
un mero relato contado por alguien más. A Lónar se le escuchaba con frases lentas y tristes,
reproduciendo las imágenes que le torturaban cada noche. Más de una vez escuchó sobre la
disolución de los Teldésy en su infancia y adolescencia, pero eran pocas las ocasiones en
que tenía el valor suficiente para poder contarlo por sí mismo.
—Es solo una historia, un rumor, hermano mío, no podemos saber cuánto de verdad hay
en ella —le consoló Andrey, hablando ya con destreza la lengua de los véldeny—.
¿Cuentan con algún testigo o se trata solo de la versión de Las Voces?
—Las Voces no mienten, joven humano —le replicó muy serio—. Mi abuelo fue un
gran velden y, desde que lo asesinaron, mi pueblo no ha hecho más que sufrir el desamparo
de su líder y el desdén del resto de las comunidades de nuestra especie.
—Eso es algo que ni en los siete años que llevo viviendo aquí logro comprender —dijo
Andrey intentando desviar el tema—. ¿Qué han hecho ustedes para que fueran aislados así?
¿Quién podría esperar de ustedes siquiera una afrenta?
—Muchos de quienes nos fustigan dicen que nosotros apoyamos a Álahor con su
ejército secreto. Ellos no creen que El Punto sea real ni mucho menos, simplemente nos
acusaron de violar la Proclama de Periéria al intervenir en las guerras humanas —le
contó—. Al saber que Álahor lideraba los Jinetes Blancos dieron por confirmadas todas las
sospechas. Lo que antes habían sido rumores y las constantes dudas sobre el origen impuro
del de «cabello negro y demasiados años de vida», los véldeny de los demás países y reinos
lo tomaron como un hecho que utilizan para manchar su memoria hasta el día de hoy.
—¿Dudan que Álahor fuera velden? —se asombró Andrey—. ¿Entonces piensan lo
mismo sobre ti y tu madre? ¿No se supone que los véldeny no se pueden mezclar con otras
especies?
—¡Claro que es absurdo! —exclamó Lónar—. Son rumores que nuestros enemigos se
han encargado de esparcir. Afortunadamente, nuestro pueblo sigue recordando a Álahor
97
como un legítimo velden, bendecido por las fuerzas antiguas que usó para guiar a nuestros
ancestros hacia aquí. Nadie en nuestro país dudó de él y nadie duda hoy de mi madre. Pero
eso no ha sido suficiente para que otros nos dieran la espalda como escarmiento. Son muy
pocos los que hoy nos tratan con respeto y amor.
Este era el relato de cómo Lónar creció alimentado por un rencor que le repetía una y
otra vez esta historia de su infancia. Recordaba los llantos a escondidas de su madre durante
aquellos primeros años y las voces de amenazas que llegaban desde fuera. Su hogar dejó de
ser el cobijo de antes y él mismo se vio empujado a realizar tareas y entrenamientos
demasiado prematuros para su edad.
—Te juro, Andrey, por la memoria de mi abuelo Álahor, el más grande de los véldeny,
que revertiré esta situación. Aún no sé cómo lo voy a lograr, pero… —dijo con toda
seriedad el de blanquísima piel— pero antes vengaré la muerte por traición y reivindicaré
su memoria.
—Eso no, Lónar —suplicó Andrey—. Solo les darás motivos para odiarte. Además, el
asesino ya está muerto.
—Todos los Teldésy son igual de culpables.
—Eso no tiene sentido. Ni siquiera sabes dónde están y si están vivos o no.
—Basta con una antorcha encendida para que todas las ratas salgan de su escondite —
dijo él con la niebla de El Odio oscureciendo sus ojos.
Ambos se encontraban sentados en el pequeño balcón del tercer piso de la casa de Ilma.
Desde allí se tenía una vista abarcadora y hermosa de la villa de Bosque Dormido. La
tranquilidad de las calles contrastaba ruidosamente con la euforia que se vivía en aquel
mirador.
—En tu lugar dejaría de soñar con cazar fantasmas y me preocuparía más de aquellos de
carne y hueso que te acorralan aquí dentro —le replicó Andrey desviando su mirada a los
árboles que ocultaban el jardín donde solía reunirse el consejo.
—Tal vez y sea la venganza lo único que esperan digno de mí —insistió Lónar—. Ahora
que me siento entre ellos, como uno de los candidatos a kirli, comprendo mucho mejor todo
lo que mi madre ha tenido que soportar estos años.
—¿Cuándo harán la elección? —preguntó Andrey.
98
—Nadie lo sabe —se encogió de hombros el velden—. Pese a que nuestras leyes lo
demandan, en ningún lugar dice cada que tiempo debe hacerse. Somos demasiado
monárquicos para los países y demasiado republicanos para los reinos. Somos el caso más
singular entre todos los véldeny.
—He leído mucho sobre eso en los libros de historia —suspiró Andrey ante un conflicto
al que no le veía salida alguna.
—A mi madre tampoco le motiva mucho la idea de elegir a un nuevo kirli —continuó
Lónar—. A veces pienso que ella no me ve preparado aún, o simplemente no encuentra el
apoyo suficiente entre los miembros del consejo para garantizar mi elección.
—En caso de que no la hubieran elegido a ella, ¿quién estaría hoy en su lugar?
—Sin dudas mi padre —contestó—. Era el preferido de Álahor, su mano derecha para
todo. Su muerte y la de mi hermano los tomó por sorpresa. Tiempo después, cuando se
supo también del asesinato de mi abuelo, el consejo tardó mucho en ponerse de acuerdo.
Entonces pensaron en mi madre como la opción más neutral, la que más estabilidad
reportaría a nuestro país.
—Según tengo entendido, todos en la villa están satisfechos con su liderazgo.
—Lo sé, pero no ha sido nada fácil para ella y nuestro pueblo —dijo—. Si los Jinetes no
hubieran asesinado a mi abuelo, él seguiría vivo. Entonces el resto de países y reinos nos
rendiría pleitesía, aunque fuera por resignación.
—En Crónicas de los Sobrevivientes he leído sus hazañas en tiempos de la Enselíada y
me resulta difícil entender por qué no lo recuerdan como el héroe que fue.
—De no ser por mi abuelo, ningún velden de la segunda emigración habría llegado a
Periéria, y ninguno de los reinos de la primera se habría salvado de los peligros que los
acechaban. ¡Hoy sus descendientes han olvidado todo eso! ¡No son más que unos ingratos!
—He escuchado decir que en otras partes dudan incluso de que tu abuelo sea el mismo
Álahor de la Enselíada —susurró Andrey con cautela.
—Sin embargo sus rodillas temblaban cada vez que lo tenían enfrente —dijo la voz
orgullosa conteniendo una carcajada.
99
2.
Una vez más se habían repetido para Kontos otros siete años de espera. Ahora, a diferencia
de la primera ocasión, lo inquietaba el hecho de saber que el niño seguía con vida y nada de
lo hecho sirvió para encontrarlo. Había mandado exploradores a todos los territorios
vecinos, pero ninguno pudo traérselo de vuelta. El día en que regresó el último grupo
decidió recurrir una vez más a los hechizos de su ádamer.
—Si mis piedras no hablan es porque un poder superior le brinda cobijo —exclamaba
asustado el viejo cazador de conjuros ante la cólera de su amo.
—¡Ni tus piedras ni tus espías me han servido de nada! ¡Debería quemarlos a todos!
—¿En qué otro territorio buscamos, mi señor?
—Tal vez están más lejos de lo que creemos y tus bestias no lo saben. Puede que se
hayan adentrado en las comunidades humanas del este —dijo con una mueca de desprecio.
Kontos caminó hasta la mesa en medio del salón y desplegó en ella un mapa de cuero
curtido.
—¿La Voluntad de Ardel? —preguntó Isjar sorprendido y se acercó para contemplar el
hermoso dibujo.
—Me lo entregó la noche antes de morir —dijo el soberano sin apartar la mirada de las
líneas que recreaban el territorio que una vez ambicionó el antiguo emperador.
—¿Por presentimiento? —susurró—. Era su pieza más querida, nunca se la confiaba a
nadie.
—Tal vez —respondió el soberano—. Ese último año confiaba solo en mí.
—Sin dudas es bello —continúo el ádamer—, pero es un mapa incompleto. No será de
gran ayuda en estos momentos.
Kontos dio un resoplido y se acercó a la puerta de la casona. Desde allí pudo ver la aldea
de chozas que se extendía entre la colina y el río. Árdelen era el mero resto de lo que una
vez fue, la capital de todo un imperio que abarcó las Llanuras Centrales y mucho más allá
de estas. Era la herencia que había recibido, y a veces se consolaba con que sus manos
pudieron haberse quedado vacías si el imperio siguiera en pie. Ahora era rey de uno de los
conglomerados humanos más grandes que existían sobre las Llanuras y tenía la certeza de
que un día podría ser el nuevo rey de reyes de un imperio que se alzaría de entre los
escombros del anterior.
100
El resto de los monarcas de los reinos más pequeños, esparcidos a su alrededor, habían
olvidado tales ambiciones y sus comarcas estaban lo suficientemente débiles como para
enrolarse en la menor de las campañas de La Guerra. Sabían, además, que con la
destrucción del imperio se habían afianzado las uniones entre los smeri, como llamaban
despectivamente a los oniandros, las criaturas no-humanas. Cualquier aventura en lo
adelante costaría mucho más esfuerzo que cuando los suyos eran fuertes en su unión.
Los hombres y mujeres de estos tiempos comenzaban a experimentar nuevos y, a la vez,
viejos sentimientos de frustración. Luego de tantas guerras y promesas, pérdidas y
lamentos, habían sido obligados a abandonar el sueño del dominio absoluto sobre las
tierras. Habían crecido escuchando que solo con el gobierno de los hombres sobre el mundo
habría paz y prosperidad, aunque para lograrlo fuera necesario pedirle ayuda a La Guerra.
Pero fuerzas salvajes y malignas no lo querían así. Para ellos el mundo debía permanecer en
el desgobierno y la anarquía.
En las primeras noches tras perder la guerra, muchos de los humanos en las Llanuras se
preguntaron si a fin de cuentas las bestias tenían razón. Cuando se anunció el amanecer en
que Kontos se proclamó rey, este les habló con palabras de La Esperanza. Ellos confiaron
en que los malos años pasarían y que el viejo sueño del imperio se cumpliría más temprano
que tarde.
De momento, rodeados de escombros y hambre, se contentaban con tener un techo bajo
el cual poder dormir y un poco de comida que llevarse a la boca. En todo esto también
pensaba Kontos. Tras catorce años de promesas, su gente podría comenzar a perder la fe.
Sabía que levantar un imperio no era tarea fácil, pero con el hijo de los antiguos
emperadores a su lado, nadie dudaría de él.
—Tal vez valga la pena arriesgarse un poco más —dijo la voz sumisa de su ádamer que
se le acercó en silencio.
—Sabes que allí no podemos entrar —replicó Kontos de vuelta al bello mapa de cuero
tendido sobre la mesa.
—Con una pequeña sanguijuela bien que podríamos pasar desapercibidos —susurró con
una de sus uñas sobre Bosque Dormido.
101
Kontos recorrió con su vista las paredes de paja y barro que lo rodeaban; luego recordó
los hermosos muros de piedra con grandes ventanas de la antigua fortaleza del emperador
Ardel.
—Si crees que puedes hacerlo sin levantar sospechas, entonces hazlo —suspiró
resignado—, pero procura que esas asquerosas criaturas incoloras no vengan a tocarme a la
puerta por tus imprudencias —le advirtió.
—Así será, mi señor —y se retiró de inmediato en dirección de la puerta trasera.
3.
Los días en que Andrey veía ir al viejo Orman por la villa con un grupo de niños detrás, no
importaba qué lección o trabajo le ocupara, lo dejaba todo e iba tras él. Este maestro tenía
como oficio instruir y educar a los más jóvenes en los temas del pasado. Todos le llamaban
cariñosamente ómir karma, nuestro maestro. «Si no conoces las historias del pasado,
vivirás como mendigo en el presente y serás convertido en esclavo en el futuro», decía al
empezar cada una de sus charlas.
Al principio el humano asistía a escondidas. Le habían dicho que tales clases no se
correspondían con su edad y debía esperar a llegar a estas. Él, tras mucha insistencia, logró
ir a cada una. Luego, cuando resultó mayor, seguía acudiendo de igual forma. Las palabras
del más viejo de los véldeny de la villa, de unos ochenta años de edad, le abstraían de todo
y captaban su atención con más fuerza que el resto de los maestros.
Orman, sentado sobre un tocón, ponía sobre sus piernas objetos y dibujos con los que
acompañaba sus historias, alegorías o evidencias que insistían en recordar la veracidad de
sus palabras; luego se afinaba la desgastada garganta con un poco de infusión y hablaba
serenamente a la docena de lazarillos que se juntaban a su alrededor.
Cuando el maestro narraba sus historias, los personajes se paseaban entre los
estudiantes. Las palabras se convertían fácilmente en vívidas imágenes de sucesos que
deslumbraban aquellos ojos tan jóvenes e inspiraban sus corazones con las gestas de los
grandes héroes.
—Hoy voy a contales de cómo los véldeny de la segunda emigración llegamos a Periéria
tras nuestro largo viaje por las tierras nevadas de Occidente y de cómo eran los humanos de
aquellos tiempos —anunció aquel día.
102
—Mi abuela me contó que eran faltos de entendimiento —dijo uno de los chicos a sus
compañeros. Los demás miraron a Andrey con risas de picardía.
—Dejen las bromas y escuchen atentos —reclamó el anciano.
Andrey les dirigió una sonrisa condescendiente de quien se sabe mayor y pidió silencio
y atención para el maestro. Mientras él cursaba el octavo curso en la escuela de la villa,
quienes lo rodeaban apenas comenzaban el cuarto grado.
—¿Algún día dejará de perseguir a Orman? —le comentó Ígonor a Lónar desde el
pórtico de su casa.
—Hace poco descubrí que tiene un montón de papeles donde reescribe todo lo que
escucha de él —le respondió el joven velden—. Cuando le pregunté, me dijo que ni todas
las páginas en la Casa de los Libros podía sustituir la pasión con que narraba Orman.
—¿De veras?
—Lo más interesante de todo es que usa frases y palabras en la koiné de las islas.
—¿En la lengua antigua? —Ígonor se preguntó para qué podría necesitar su pupilo un
idioma cuasi muerto de miles de años.
—Me dijo que de todas las variantes de la lengua velden es su preferida y que…
Después de siete años en Bosque Dormido, el ádamer se seguía sintiendo torpe en la
relación con su inesperado hijo. Quería explorar lo que significaba ser padre, pero no se lo
permitían, y aquella ambigüedad le ataba de manos hasta hacerle incapaz de mantener un
diálogo sincero como tanto deseaba. Pese a la cercanía de vivir bajo un mismo techo, como
huésped de honor de la kirli, apenas y tenían momentos de intimidad para compartir
palabras ligeras, sin la formalidad y el protocolo que le demandaban en público.
—Todavía recuerdo el día que lo conocí —dijo Ígonor al salir de su ensimismamiento—
. Sus ojos me miraban curiosos, cuando otros lo hacían con miedo.
—¿De verdad piensas que pueda llegar a ser un ádamer como tú?
—Es difícil saberlo. Será una decisión que algún día deberá tomar —respondió—. De
momento lo instruyo en conocimientos básicos, ya habrá tiempo para despertar las fuerzas
que pueda llevar dentro.
—¿Cuándo sería eso? ¿Él lo sabe? ¿Dejaría de ser humano?
—La naturaleza de los ádameres es un misterio para nosotros mismos —dijo Ígonor
acariciando con sus dedos las hojas de una planta que crecía allí—. Si su esencia le pide ir a
103
cazar conjuros y él acepta, nada lo detendrá. Entonces su apariencia mostrá lo que en
verdad es —las hojas verdes se tornaron rojas y naranjas.
—Tú no te diferencias mucho de un ser humano —contestó el joven, impresionado por
lo que veía.
—Algunos ádameres pueden controlan su apariencia. Depende de su poder y virtud.
Lónar miró de lejos a Andrey y se lo imaginó con garras y cuernos en su cabeza.
—Pero lo importante es que esté a salvo mientras crezca para que algún día decida por sí
mismo su destino, sin que nadie le dicte qué hacer.
—¿Quiénes eran aquellos que los perseguían antes de llegar aquí? —recordó de repente
el joven.
—Tal parece que eran unos bandidos trotamundos —sonrió el pastor de palabras—. No
son pocos los humanos que gustan de cazar ádameres, en especial si son débiles y viejos.
«Así que bandidos trotamundos», pensó para sí una hermosa ardilla que se paseaba por
la rama de un árbol cercano. Lamió sus manitas y corrió de vuelta a casa.
—Abuelito, abuelito, por favor, cuéntanos sobre la tierra-grande-que-se-fue —
suplicaron varios pequeños al viejo Orman una vez terminado su primer relato.
—Pero si ya lo he narrado varias veces —se reía ante el coro de ojitos curiosos que le
rodeaban.
—Siempre nos hablas de los véldeny que habitaban en las Eulinas, pero nunca sobre el
resto de las criaturas que vivían en el continente. ¡Y mucho menos sobre los hombres! —le
advirtió uno. Andrey lo miró orgulloso y este le respondió con un guiño cómplice.
—¡Por culpa de ellos se la tragó el mar hace ya miles de años! —exclamó.
—¿Qué cosa tan mala hicieron? —se escandalizó el mismo chico.
—Los hombres desearon todo el poder, y como no pudieron controlarlo, terminaron por
desatar una gran destrucción. En aquel entonces los humanos eran criaturas prepotentes, en
más de una ocasión intentaron, incluso, enfrentarse a los mismísimos dioses.
Al escuchar estas palabras lamenté que la complejidad de aquella historia fuera borrada
por el tiempo, terminando en un simple relato para niños. Entonces deseé que algún día
Andrey pudiera tener pleno acceso a ella para que advirtiera a los suyos de no cometer los
errores del pasado. La humanidad andaba ciega en su presente y temí verla esclava en el
futuro.
104
—¿Quiénes son los dioses? —preguntó una niña véldem.
—Hermosas criaturas de mucha sabiduría y poder. Dicen que son eternos y nacieron con
el comienzo de los tiempos. No existen muchos clanes de ellos y, por lo general, viven en
las cumbres de las montañas más altas, aislados de todos, dedicados a la meditación y los
asuntos celestiales. Dicen que también junto a ellos viven Las Fuerzas y Las Gracias —les
contó Orman sin mucho que decir realmente.
—¿Y qué otros seres habitaban en la Gran Isla? —se apresuró a preguntar otro pequeño
antes de que cambiara de tema.
—Pues dicen los más viejos manuscritos, versados sobre estos temas, que en nuestras
islas Eulinas, al norte de la isla mayor, solo vivíamos los véldeny, pero en el sur habitaban
los hombres, los atlantes, los liemurnis, algunos véldeny en las colonias, grandes tribus de
centauros y muchos tipos de oniandros que no encontrarán en estas tierras. Todas estas
especies juntas lograron formar un gran imperio, la Ateleya. Los nuestros una vez fueron
sus aliados, pero luego se encerraron en las Eulinas.
—Y…
—¿Acaso solo les interesa esta historia? —preguntó fingiendo estar asombrado—. Hoy
tenía previsto instruirles en otros asuntos. Los sucesos más recientes son importantes
también —rio el anciano.
Orman se sentía complacido cuando los estudiantes le hacían tantas preguntas sobre
temas que los adultos ya tomaban como antiguos mitos y leyendas, y no como auténticas
historias. Él, por su parte, tenía fe en aquella verdad que sus maestros y los maestros de sus
maestros le habían transmitido, guardando celosamente el legado de sus antepasados. Sin
embargo, más que transmitir estos relatos, el maestro intentaba que sus discípulos
comprendieran su vigencia. Para él, la lección principal consistía en saber que aquella no
era una historia terminada. Para esta fecha, el año 4251 según el calendario de los véldeny,
todo no era más que el comienzo.
4.
Un par de candelabros iluminaba la lúgubre habitación donde el ádamer de Kontos, una
encorvada y silenciosa criatura, se la pasaba haciendo brebajes y jugando con las palabras
de su propio idioma, mezclándolas con otros tantos. Hacía tiempo que el humo de las
105
llamas había cubierto de negro las paredes y el techo. Una pequeña abertura en lo alto de un
muro era la única entrada de aire fresco.
Los ojos de Isjar, acostumbrados ya a las tinieblas, tenían el aspecto de los de un felino;
observaban detalladamente los especímenes recolectados que más tarde la desdentada boca
probaría. Engurruñados dedos buscaban aquí y allá bajo la mirada atenta de varias palomas
que lo observaban desde la altura de los estantes.
Isjar levantó inesperadamente la cabeza. Comenzó a olfatear el aire y sonrió satisfecho,
apartó los utensilios con los que trabajaba y sacó de un bulto su mejor capa para
amarrársela tras el cuello. Sentose tranquilamente sobre un tocón y se hizo el dormido.
Una pequeña ardilla entró en la guarida a través de la hendija de la pared. Bajó
fácilmente por las raíces que la penetraban y caminó hasta llegar a las rodillas de su amo.
—Espero ansioso a que me comuniques las buenas noticias —dijo Isjar abriendo los ojos
de súbito.
—¿Cómo sabes que son buenas? —le contestó en el lenguaje animal.
—De ser malas apestarías por temor a mis castigos.
—He cumplido mi misión. Los he encontrado —dijo con alivio el roedor.
—Eso llena de júbilo a mis oídos. Ahora, dime dónde.
—Esa es la parte que no te va a gustar.
—¡Lo sabía! —exclamó poniéndose de pie y lanzando a la ardilla al suelo con un brusco
empujón—. ¡Fueron muy astutas al llevarlo allí! Solo me pregunto cómo lo habrán logrado.
¡Siete años viviendo con esos mugrientos seres de las nieves! ¿Qué tramarán esas criaturas?
Al amo no le va a gustar nada.
Kontos lanzó al suelo todo lo que había sobre la mesa. Estaba consciente de las
consecuencias de estas noticias. Ni en sus mejores tiempos el imperio de los hombres pudo
poner un pie más allá de las fronteras donde solían vivir los fantasmas de las nieves.
—¿Cómo es posible que esas blancusas salamandras los acojan tan fácilmente? ¿A qué
se debe tanta generosidad? —gruñó dando pisadas en el suelo para apagar el fuego que una
vela caída amenazaba convertir en incendio.
—De seguro ellos saben todo sobre él —siseó el ádamer.
—¡Eso es imposible! —exclamó para convencerse a sí mismo—. Sobre él solo sabemos
nosotros.
106
—Los padres pudieron decirle algo a las ákanas. O bien que ellas mismas supieran de
ellos. A fin de cuentas, los emperadores entraron aquella noche en su territorio.
—No me convenzo. Ya lo hubieran asesinado o nos lo hubieran entregado a cambio de
un rescate. ¿Para qué lo quieren vivo si saben que solo les traerá problemas? —el rey se
retorcía la barba con inquietud.
—Lo más importante es que busquemos la forma de sacarlo de allí —intentó
tranquilizarlo el ádamer.
—Bien sabes que eso es imposible —dijo un desalentado Kontos.
—Mi espía también me ha dicho que siempre va acompañado de un ádamer y que no ha
visto a las ákanas por allí —dijo Isjar, luego de pensar por un momento si sería oportuno
contarle esto también.
—¿Qué significa eso? —le preguntó Kontos con indiferencia.
—Pues que estos albinos pudieron haberlo comprado o robado a las ákanas y precisan de
un ádamer que lo instruya para despertar su poder. Eso confirmaría mis palabras. Ellos
saben de su origen.
—Entonces es más peligroso de lo que pensaba —respondió colérico—. ¡Tenemos que
hacer todo lo posible por sacarlo de allí!
5.
En Bosque Dormido había un rincón apacible, rodeado de tupido follaje, que acogía
siempre las reuniones del consejo. Todos se sentaban en bancos de piedra, dispuestos de
forma irregular a varios escalones sobre el nivel del suelo. Al centro de la base, justo al
frente del banco de la kirli, se alzaban tres pedestales con escrituras en la lengua vieja, la de
los tiempos de antaño en las islas.
Desde el asiento más elevado se podía observar toda la villa con sus techos de madera
tallada y sus torres de ramas pulidas. Al mismo tiempo, el lugar contaba con toda la
privacidad necesaria para los concilios.
Ilma estaba al frente de la reunión y a su lado el kírlij. Asistían, como de costumbre,
todos los jefes de las Casas: el herrero principal, el carpintero mayor, el maestro de más
experiencia, la sanadora más respetada, la tejedora de más edad, el organizador de los
mercados, el jefe de los cultivos, el celador de la frontera, y otros tantos. Esta vez, dada la
107
importancia del cónclave, también fueron invitados venerables ancianos y valientes
guerreros. El tema que iban a tratar requería de la presencia de todos.
De último, un instante antes de comenzar, llegó un personaje inesperado: una figura alta,
ceñuda, coronado con su kaira de luz tras la cabeza y cubierto de finas ropas bordadas con
hilos de plata. Era el tadei Delton, soberano del reino de Zisgar. Los presentes se
inquietaron ante su sorpresiva llegada y se preguntaron cómo llegó hasta allí sin que lo
supieran. Todos miraron a la líder y esta los tranquilizó con una sonrisa de confianza. Ella
pidió al invitado que tomara asiento a su lado. Luego le dio la palabra al sabio Orman, pues
solo alguien como él, virtuoso en la historia de este pueblo, podría hacer un anuncio tan
importante como el de ese día. Yo, fingiendo estar intrigado, me incliné un poco más sobre
las nubes para ver y escuchar mejor.
—Hace poco más de siete años nuestro pueblo inició una fiesta solemne que dura
todavía hoy —tras su cabeza comenzó a resplandecer el halo de luz que distingue a los de
su especie—. Los astros ya nos anuncian la llegada del equinoccio de primavera, pero no de
uno cualquiera, sino de aquel que marca una fecha que todo habitante de este mundo debe
venerar y tomar en consideración para sus vidas —proclamó ante aquellas miradas
iluminadas a sabiendas del valor de sus palabras—. En ese equinoccio se cumplirán tres
Eras desde que nuestros ancestros viajaran al sur en busca de las cálidas tierras que
Ultrumel les prometió. Nuestro pueblo llegó a un nuevo mundo, lo cual le permitió hacerse
grande y poderoso. Desde las Islas Eulinas nuestra civilización irradió luz a sus vecinos y
trajo, muchos siglos después, las mejores artes a las tierras de Periéria. ¡Esto debe ser
motivo de orgullo para todos los véldeny! —y aquí hizo la pausa necesaria, reparando en
las preguntas que se hacían aquellos rostros sorprendidos—. Pasado este tiempo debemos
mirar atrás con humildad y preguntarnos por el legado de nuestros ancestros. Llegada esta
fecha debemos valorar lo que hemos sido capaces de hacer por nosotros mismos —con las
manos temblorosas, La Emoción y La Vejez señalaron los grabados de los monolitos—. Se
cuenta en las viejas Voces que, cuando nuestro mundo entre en esta nueva Casa de los
Cielos que ya se anuncia, los pueblos véldeny han de partir de regreso al hogar de nuestros
primeros padres. «Con la llegada de la nueva Era deberán marchar en busca de las drilias y
saldar la deuda pactada con Ultrumel». Pero esto es más que una leyenda —y mostró a
todos un viejo pergamino que traía consigo—. Esta es una de las copias originales de la
108
Proclama de Periéria, la ley que todos los reinos y países véldeny firmaron al lograr la paz
tras su reencuentro en estas tierras. Todos la conocen, costó mucha sangre poder firmarla.
Sin embargo, hay un mandato en ella que la mayoría ha olvidado o toman como una vieja
historia.
Orman desenrolló el pergamino con suma delicadeza, aclaró su garganta y leyó a todos
un fragmento de la Proclama:
«¡Qué empiecen hoy los años de luz entre los véldeny! ¡Qué viejos y nuevos emigrados
convivan en armoniosa vecindad y ayuda mutua! Nos asiste a todos la tarea de reconstruir
nuestra civilización perdida. Entonces, cuando brillemos con la misma gloria de antaño, nos
consideraremos listos para partir todos juntos de vuelta al hogar primigenio. ¡Regresaremos
a casa como un solo pueblo, hijo único del gran Ultrumel!».
Entre los presentes hubo silencio. Todos conocían muy bien ese viejo mandato, pero tras
miles de años, su fuerza ya no era la misma.
—Nuestros ancestros nos dieron una tarea muy clara —continuó Orman—. Una vez
rescatadas todas las artes, ¿qué excusa tendríamos para continuar nuestro viaje? En aquel
entonces todos acordaron un tiempo de tregua para recuperarse. La Enselíada fue una dura
prueba que nos dejó muy débiles. Ya han pasado más de dos mil años y nuestra civilización
se encuentra una vez más en su cúspide. Cada uno de nuestros pueblos ha recuperado los
conocimientos del pasado. ¡Basta ya de descanso! ¡Debemos retomar el viaje de vuelta a
nuestro verdadero hogar! ¡Aprovechemos este cambio de Era y partamos al lejano norte en
busca de las Ayalíny, nuestras Tierras Primigenias!
Estas palabras estremecieron a los presentes. Algunos se miraron escépticos, otros
buscaban el verdadero sentido de lo que les pareció una pantomima o una mera clase de
historia. Mas en todos, casi de una forma imperceptible, se fue despertando muy dentro un
sentimiento propio de los véldeny.
En los tiempos más duros de la Enselíada, este pueblo se vio obligado a conservar su
herencia para poder sobrevivir. Cuando la población se vio reducida drásticamente y el
conocimiento se perdía con cada muerte, quienes quedaron con vida comprendieron que
cada uno debía aprender de cada oficio todo lo que pudiera. Si de medicina solo sabían dos,
quién los curaría si estos dos morían. Si herreros solo había tres, quién fundiría el metal si
109
estos morían. Aquellos fueron tiempos oscuros y La Muerte se paseaba entre ellos con
frecuencia.
Así, los véldeny aprendieron que en una población reducida y diezmada, la
especialización en oficios ya no tenía sentido. Todos debían acumular la mayor cantidad de
conocimientos para enfrentar el duro entorno que los oprimía. Entonces esta costumbre se
convirtió en ley y con los años se grabó en su esencia, haciendo de ellos un pueblo dado a
las virtudes de El Recuerdo.
Cuando la vida en Periéria comenzó a florecer para los véldeny, ya no fue preciso que
mantuvieran estas costumbres y leyes. Entonces los hábitos se relajaron y aparecieron las
Casas, donde se reunían según las artes y oficios. No obstante, siguió muy vivo el empeño
de transmitirse de generación en generación cada logro, cada recuerdo alcanzado por sus
predecesores.
Más de dos mil años después estas ideas podrían parecer lejanas para los véldeny de
estos tiempos, pero las palabras de Orman supieron despertar entre sus coterráneos el
espíritu de sus antepasados que llevaban muy dentro.
De repente, muchos tuvieron la sensación de que había sido ayer cuando sus ancestros
huyeron en la segunda emigración hacia lo que hoy conocen como Periéria, o antier,
cuando zarparan al suroeste en busca de las cálidas y fértiles tierras que les prometiera el
legendario Ultrumel, dejando atrás sus norteñas tierras natales y llegando al continente de
Atelantalida.
—La Proclama nos dejó a todos un mandato muy claro —intervino Ilma—. Nuestros
ancestros lograron la paz para rescatar a nuestra civilización. Ahora nos toca a nosotros
cumplir con nuestra parte. En lo adelante tenemos dos caminos: o corremos el riesgo de
degradarnos en la autocomplacencia o marchamos todos juntos como un mismo pueblo
para así completar la tarea que iniciaron nuestros ancestros miles de años atrás.
—Ilma, ¿acaso pretendes que las nuevas generaciones acaten un pacto de hace dos mil
años? —dijo uno de los más recelosos.
—Pues todos conocen y temen la maldición que castigó a nuestro pueblo en el pasado —
le respondió el carpintero—. ¡Al negarse a cumplir con la palabra empeñada, las tierras se
hundieron y nuestros ancestros vivieron en la penuria durante siglos!
110
—Pues ya hubo un cambio de Era tras la Proclama y no ha habido ningún cataclismo —
se burló el desconfiado.
—¿Acaso crees que en trescientos años nuestros pueblos podrían haber rescatado todos
los conocimientos que a nuestros antepasados les tomó miles de años? —le respondió la
tejedora—. La Proclama dice: «regresar con el cambio de Era tras haber recuperado la
gloria del pasado».
Los comentarios se exaltaron y todos comenzaron a hablar a la vez, hasta que el herrero
pidió la palabra.
—Puede que nosotros recordemos la Proclama, pues hemos tenido a Orman de maestro
pero, ¿qué sucederá con los demás? —intervino con su gruesa voz el de fuertes brazos—.
Por otra parte, llevamos muchos años sometidos al ostracismo. ¿Piensas que los demás
véldeny nos escucharán?
—Tendremos que convencerles —dijo ella poniéndose de pie—. Será una tarea difícil,
lo reconozco, pero alguien tiene que dar el primer paso. Seremos nosotros, los hijos de
Álahor, los encargados de hacerles despertar. ¿Quién podría negarse a retornar a las tierras
que dieron vida a nuestra especie? ¿Acaso seguiremos viviendo como extranjeros en
territorio ajeno cuando tenemos un sitio propio al que volver? —dijo con rápidas palabras
mirando a cada uno de los presentes—. Si queremos vivir en unión y libertad, solo nos
queda regresar a las Ayalíny, de lo contrario seguiremos presos en nuestros propios
bosques. La bondad con que Periéria nos ha acogido ya ha rendido sus frutos. Nos hemos
hecho fuertes y sabios como nunca. ¡Ya estamos listos para partir y saldar la deuda que
tenemos con nuestros ancestros! —entonces desdobló un gran paño azul cielo con un drilia
blanca bordada entre sus hilos. Se paseó con la bandera alrededor de los montículos y luego
cubrió con ella sus hombros.
—¡La maldición que arrebató las islas a nuestros ancestros no se repetirá! —dijo el
maestro mayor poniéndose de pie en señal de apoyo.
—¡Cumpliremos con la palabra dada a Ultrumel, mi kirli! —le siguió el carpintero
mayor.
Así, todos los presentes se pusieron de pie y dejaron que la blanca luz de sus kairas
desbordara el lugar. En la villa, percatados de todo aquel resplandor que no se derramaba
de manera casual, supieron que algo grande se gestaba en el consejo.
111
—Como fe de ello —intervino Delton Tadei, tendiendo su mano a la dama—. Será mi
reino el primero en unirse a ustedes. Ilma y yo hemos hablado mucho sobre estos temas en
los últimos siete años y coincidimos en que esta podría ser la oportunidad perfecta para
acabar con el aislamiento al que se han visto sometidos ustedes y, al mismo tiempo,
contribuir a la unión plena entre todos los véldeny —todos lo miraron con asombro y
sonrieron satisfechos a su kirli, harto complacidos con su gestión—. Daremos el ejemplo al
dejar atrás las viejas disputas y seremos para ustedes los más fieles hermanos. Mi pueblo
también recuerda cada letra de la Proclama y está dispuesto a completar el destino por el
que murieron nuestros ancestros.
—Faltan pocos años para que las estrellas indiquen el cambio de Casa —advirtió uno de
los sabios—. Si queremos que coincida con nuestra partida, debemos empezar a trabajar de
inmediato.
—Escogeremos a los mejores jinetes para que sirvan de mensajeros —anunció Ilma—.
Partirán hoy mismo hacia los cuatro puntos cardinales, llevando en sus manos la
convocatoria a una Jananal, La Asamblea de Todos los Véldeny. En ella los líderes y
soberanos tomaremos la decisión final de partir o no hacia las Tierras Primigenias.
—Me propongo como voluntario —dijo resoluto Lónar, extasiado por la emoción de
este acontecimiento—. Yo llevaré la noticia a nuestros primos y hermanos. Yo mismo les
convenceré para que se nos unan en el viaje.
Todos se sorprendieron con su anuncio. Muchos veían con malos ojos la eventual
partida de la segunda cabeza del país. Ni el más terco de los miembros del consejo quería
arriesgarlo con una aventura.
—Pero hijo… —intentó suplicar la madre con El Desconsuelo que la tomaba
desprevenida.
—Esta es la más honrosa misión que a alguien le puedan otorgar. Yo, como nieto de
Álahor, no me lo puedo perder —luego le dijo entre murmullos—. Es mi oportunidad,
madre, así ya no dudarán de mí. Les probaré que soy merecedor de heredar tu liderazgo
sobre este pueblo.
Los de blancas cabelleras salieron del encuentro muy conformes. Sus ánimos iban con la
devoción hacia una nueva encomienda, la más importante que cualquier otro tuviera.
Sabían que de cumplirla serían recordados como héroes. Solo quedó allí, turbada por su
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propio empeño, la dama de pelo muy negro. El hijo, al percatarse de esto, acudió a ella una
vez más.
—¿Por qué me abandonas, hijo mío? —y en sus ojos hubo menos estrellas.
—Madre, por mí no llores; si he de traer gloria a los nuestros debo trotar mundos y alzar
mi espada. No entristezcas en vano tu corazón. Has convocado una hermosa tarea y tengo
que dar el ejemplo a mis hermanos.
Lónar supo de inmediato que estaba a punto de irse a una misión con más de un
propósito. Supo que podría con ello dejarse ver como un guerrero capaz y un líder decidido.
Pero también sabía que corría el riesgo de dejar de ser el buen hijo para convertirse en una
criatura de odio, aunque se atribuyera en ello toda la justicia posible. Con este viaje podría
darse la oportunidad de encontrar a los asesinos de su abuelo Álahor y con ello completar la
tarea que cada noche le encomendaba La Venganza. Así, se dijo que tal vez dejaría a su
madre preocupada y marchita por el viaje, pero lograría devolver la gloria a su familia.
Al salir del jardín, los miembros del Consejo se encontraron al pueblo agolpado en la
entrada. Anduvieron todos juntos por el camino de lozas al tiempo que se les incorporaban
otros tantos véldeny que querían contagiarse de aquella luz que se irradiaba sobre las
cabezas de quienes ya sabían la noticia. Yo vi desde El Cielo cómo bajo las ramas de los
árboles crecía una estrella, al tiempo que se desplazaba al oriente lentamente. Una vez más
sentí la dicha de ver nacer a un astro.
Para cuando llegaran al pórtico de la morada de Ilma todos supieron al fin por boca de la
kirli lo que se rumoreaba. Ella les habló con la misma dulzura y firmeza de siempre. Se
presentó una vez más como madre de todos y como hija continuadora del gran Álahor. El
Entusiasmo estremeció a los véldeny de Bosque Dormido, prometiéndole dejar atrás los
años de tristeza.
Lo único que tomarían a mal fue el anuncio de la partida del kírlij como uno de los
mensajeros. Tal y como intuyeran los del consejo, a nadie le agradaba ver partir a una
misión tan arriesgada al futuro líder del país. Sin embargo, no se escucharon voces de
protesta. Se les vio apretar los labios con fuerza o soltar algunas lágrimas. Sabían que en lo
adelante a cada quien le tocaría una dosis similar de riesgo en la gran tarea que se
anunciaba. Él les daría la confianza y el valor para realizarla. Él los inspiraría una vez más.
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Andrey asumió esta noticia con menos prudencia y solemnidad. Corrió a abrazarse de
Lónar, insistiendo en que se quedara. Jamás pudo sospechar que aquel relato que le
contaran en su niñez terminara haciéndose realidad, y mucho menos tan pronto. Ahora
entendía la importancia de aquella extraña fiesta y del cambio de Casa que le anunciaran.
—Hermano —dijo con dulzura el de mirar sereno—. Yo también voy a extrañarte
mucho. Será la primera vez que nos separemos y a mí me resultará igual de difícil. Piensa
que tu misión no será menos importante: deberás esmerarte en tus clases con Ígonor y los
demás maestros.
—¿Y tu madre? —tartamudeaba el adolescente, sin creer lo que estaba sucediendo.
—Ella es muy sabia. Si en todos estos años ha podido gobernar sola, entonces ahora, que
ha llegado a la cumbre de su esplendor, lo hará mejor. Además, yo sé que estarás aquí para
cuidarla y eso me brindará consuelo en mi largo camino.
—¿Cuánto tiempo tardarás? —preguntó Andrey sin saber ya qué decirle para retenerle.
—No lo sé. Quisiera prometerte que pronto, pero no puedo.
—Entonces llévame contigo, ya tengo edad suficiente.
—Es un viaje muy largo y peligroso, Andrey. Debes quedarte aquí para completar tu
preparación —y lo miró con desconsuelo—. Así llegarás a ser el mejor de los hombres que
se conozca en toda Periéria. ¡Y podré decir con orgullo que es mi hermano! —exclamó.
—Eres un egoísta —le espetó Andrey y salió corriendo.
Ilma e Ígonor lo miraron con pena.
—No me gusta dejarlo así —se lamentó el joven.
—No te preocupes, hijo, ya se le pasará —intentó tranquilizarle la madre—. Ahora vete,
para que la luz del Sol te acompañe por un buen tiempo.
—Te extrañaré, madre —y ambos se abrazaron.
—Aguza todos tus sentidos. Emplea con prudencia todo lo que sabes —advirtió Ígonor,
quedándose con el deseo de decir más, pero un nudo trabó su garganta—. No se acercan
buenos tiempos… —le advirtió al final.
—Así lo haré —respondió sonriente.
—Toma —le ofreció el ádamer—. Este collar me lo regaló hace tiempo una persona a la
que amo mucho. Me lo dio cuando el destino nos obligó a separarnos y luego hizo que nos
reencontráramos. Es una prenda de mucho poder y te ayudará cuando más lo necesites —y
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el hechicero le obsequió un cristal diamantino, una piedra que solo en estos tiempos los
véldeny más privilegiados poseían, y que guardaban con celo para obtener mayor salud y
protección.
—Muchas gracias —pero Lónar no prestó mucha atención a aquel hecho. La tensión del
momento lo privó de hacerse preguntas.
El joven montó su yegua, equipado con su espada, arco y carcaj, cuchillos y un morral
con comida y ungüentos curativos. Miró detenidamente a su alrededor y dio, alzando la
mano, el último adiós a los que allí se habían reunido para despedirle.
—Tengo miedo, Ígonor. Siento que en su corazón habita un odio profundo que no sé de
qué se alimenta —advirtió la madre.
—¿De qué hablas?
—Me basta con mirarle a los ojos para saber en qué piensa. Por mucho que lo intente no
puede ocultarme sus sentimientos. Temo que haga cosas indebidas.
—Te preocupas en vano, ya es un adulto responsable —y le vio partir en galope
desenfrenado, lamentando perderle tan pronto.
6.
Los bosques son más bellos en cuanto más al noreste uno se dirige. No en balde las
comunidades de estas zonas tenían fama por la ecuanimidad y el virtuosismo de sus
corazones. Justo en estas tierras se encontraban los reinos más apartados de los véldeny,
pues los restantes yacían más al centro-norte o al oeste.
Dicen que fue en esta región donde se vio a Álahor por última vez, por lo que Lónar
escogió este rumbo cuando se repartieron todos los reinos de los primeros y los países de
los segundos emigrados entre los jinetes encargados de llevar los mensajes. El kírlij quería
indagar sobre el paradero de los Jinetes Blancos y hacer hasta lo imposible por encontrar a
los asesinos de su abuelo.
Con el atardecer del día de su partida el joven velden se adentró en territorio
desconocido, a varias virstas del riachuelo que demarcaba la frontera oriental de Bosque
Dormido. Más allá se extendían las Óltery Pásara, las llanuras boscosas; o como se les
conocía entre los hombres: las Llanuras Orientales. En lo adelante estaría completamente
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en terreno inhóspito. Así, devolvió al Sol, en plegaria, las fuerzas del día que llegaba a su
fin y meditó junto a un árbol de pino en busca de los sublimes movimientos del Voa Arkón.
La noche llegó silenciosa, custodiada solo por la luz de sus estrellas. La Luna, muy
retrasada, solo logró salir horas después de entre las sombras donde yacía dormida. De a
poco su claro se unió al de las estrellas y bajo las ramas de los árboles se pudo ver mejor.
Coincidiendo con este momento, al temor de que tanta luz fuera delatora, una rama seca
se quebró en el suelo. Lónar abrió sus ojos y escuchó el susurro del viento. Tomó la daga de
su bota y contuvo la respiración. Esperó el momento preciso y con un rápido movimiento
cayó de un salto sobre el intruso que lo perseguía.
—¿Andrey?
—¡Laita! —lo saludó sonriente el chico.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó enojado—. ¿Cómo has podido seguirme?
—Tomé un caballo y…
—¡No puedo creerlo! —y puso sus manos sobre su cabeza mirando aquel rostro que le
sonreía orgulloso por haberle perseguido tanto tiempo sin que le descubriera.
—Es que no podía permitir que te fueras solo, ¿y si algo te ocurre?
—Todos deben estar buscándote preocupados.
—No. Yo dejé una nota explicándolo todo —le mostró el morral que traía consigo.
—Lo siento, pero esto no puedo permitirlo. Mañana te llevaré de vuelta a la villa.
—¡Eso no, por favor! Deja que vaya contigo —y agarró con fuerza su cota de guerrero.
—Shshsh —dijo tapándole la boca— Escucha.
Andrey entornó los ojos y se encogió de hombros.
—Es un caballo, viene a todo galope. Ya se acerca —advirtió el velden y se escondieron
tras unos arbustos—. Creo, jovencito, que estás en serios problemas —dijo Lónar al ver el
rostro de Ígonor dibujado por la claridad de la Luna—. Yo no sabía nada de esto —intentó
explicarle al salir del escondite.
—No te preocupes, Lónar. Sé que él solo lo ingenió todo. Pero ahora no hay tiempo para
discusiones —agitó los brazos el ádamer desde la montura sobre la yegua Etía.
—¿Qué sucede? —preguntó Lónar al saber que solo en una emergencia su madre la
habría permitido montar sobre el veloz animal.
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—Unos jinetes me persiguen —apuntó en dirección contraria—. Me temo que son
humanos.
—¡¿Otra vez?! —replicó angustiado Andrey al sentir que la carrera nefasta por su
supervivencia de hacía siete años volvía a repetirse.
—Aquí estamos desprotegidos. Ya hemos salido de la frontera de Bosque Dormido. Nos
estaban vigilando —insistió el ádamer.
—Pensaba que eso había quedado en el pasado —se asombró Lónar—. ¿Quién podría
estar tantos años a la espera de que salieran de Bosque Dormido? —preguntó enojado al
percatarse de que todo fue más que un simple grupo de bandidos.
—No hay tiempo para contar historias —insistió Ígonor.
—Todo por mi culpa —musitó Andrey intentando ver más allá de los árboles que
custodiaban el camino.
—Yo les haré frente —dijo Lónar sacando su espada.
—Es inútil. A medida que galopaba me pude dar cuenta de que se sumaban cada vez
más. Son demasiados —Ígonor ordenó a Andrey montar sobre su yegua, al tiempo que
azotó a la de este para que regresara a la villa con la esperanza de recibir ayuda.
—¿Por qué te persiguen? ¿Qué desean? —le replicó el kírlij—. Ígonor, merezco al
menos una explicación.
—No es tiempo de explicaciones. Monta tu bestia, yo me llevaré a Andrey conmigo. Lo
mejor será que tomemos direcciones distintas para despistarlos y ganar un poco de tiempo.
—Eso no lo haré —dijo desconcertado el joven, descubriendo en el rostro del ádamer
una juventud llena de un vigor inesperado.
—¡Haz lo que escuchas! ¡Es lo mejor!
—Ahí vienen —advirtió Andrey con la voz entrecortada.
—Regresemos a la villa —dijo el joven.
—Es imposible. No podemos volver atrás. Nos atraparían.
—Entonces al este —dijo Lónar cediendo su posición.
—Más adelante nos separaremos en el primer entronque. ¡A prisa! —exclamó el
ádamer.
Los caballos corrieron a todo galope, azotados por sus jinetes. Apenas una virsta después
el camino se dividió, mucho más rápido de lo que Lónar hubiera querido. Miró a los ojos
117
asustados del chico y tuvo miedo de perderlo para siempre. De momento no quedaba otra
opción. Se convenció con la idea de que Ígonor sería capaz de salvarlo y llegarían a buen
resguardo. El ádamer le inclinó su cabeza en señal de confianza y luego desaparecieron.
—Se han separado —advirtió uno de los lanceros—. ¿Con cuál estará el chico?
—Dividámonos. ¡Rápido! —ordenó el jefe del grupo.
El bosque guardó silencio. Respiró miedo y enmudeció.
118
Voces Ílshy
El combate de los dos reyes
Nubes oscuras se cernían sobre las Colinas del Silencio. Desde hace años, los habitantes de
las Llanuras de Poniente las veían crecer día a día. Muchas Voces les advertimos. Los
susurros de nuestros árboles les hablaron del peligro más allá de estas fronteras. Sin
embargo, los hombres de occidente hacía tiempo que no vivían en los bosques. Sus oídos
ya no escuchaban el hablar de otros seres vivos, sino que se perdían en los ecos propios.
Las estepas de Poniente albergaban a humanos muy parecidos a sus parientes de las
Llanuras Centrales. Tal vez en siglos pasados fueran incluso hijos de una misma aldea, pero
para estos años en Periéria, ya poco sabían los unos de los otros. Así, cuando los primeros
jinetes del imperio de Ardel llegaron a estas tierras con ánimos de conquista, se encontraron
con una fuerza humana que, como ellos, sabía pelear muy bien.
Entonces Ardel supo que lo mejor sería esperar a que el Imperio se hiciera fuerte y,
cuando ese momento llegó, sus tropas acamparon más allá de las Colinas del Silencio y
alzaron bien alto los estandartes de todas las tierras que habían conquistado. Sus numerosas
huestes daban cuenta de que ya no tenía sentido para ellos resistirse. Creyeron que, una vez
más, sería llegar y vencer sin esfuerzo alguno.
Mas un halcón trajo a Ardel y los suyos un No por respuesta. La Valentía se paseaba por
las comarcas de los hombres de occidente y no dejarían ocupar sus plazas sin lanzarse
primero a la lucha.
El emperador contempló con cizaña la extensa llanura. Por la experiencia de los
combates anteriores, supo que una guerra allí tomaría más tiempo del deseado y solo
desgastaría lentamente sus fuerzas. Sus generales le dijeron que ganarían en cuestión de
días, pero el monarca no se confió.
Por su parte, el rey Lesbos permanecía a la expectativa. Durante años, su prudencia hizo
de aquellas tierras una zona de paz y prosperidad. Por allí los campos siempre estaba
cubiertos de trigo dorado y su ganado rebosaba salud. De modo que cuando cada hombre y
mujer supo de la amenaza que se cernía bajo aquellas nubes negras, no dudaron en armarse
para defender su territorio.
119
El día en que Ardel descendió con sus huestes a la llanura, Lesbos supo que había poco
por hacer. No bastaría la valentía de su pueblo para ganar aquella contienda y, de hacerlo,
ya no quedaría nada que defender. La devastación sería tal que los devolvería a aquellos
años oscuros de los que tanto le hablaron sus abuelos.
En medio de esta incertidumbre, Lesbos recibió de vuelta el mismo halcón. Un pequeño
trozo de pergamino le proponía una salida tentadora para aquel problema. Ambos lucharían
cuerpo a cuerpo en lugar de sus respectivos ejércitos. Si Ardel ganaba, Lesbos entregaría su
corona. En caso contrario, Ardel abandonaría occidente para no volver jamás.
Al día siguiente, las tropas de Lesbos fueron al encuentro de los campamentos del
Imperio. Al cruzar el río, se detuvieron en la explanada al pie de las colinas. Cuando Ardel
vio cabalgar a un jinete solitario al centro del campo, sonrió harto complacido.
Los monarcas se encontraron con la única compañía de sus caballos y espadas. A lo
lejos los observaban los suyos, a la expectativa del inesperado duelo que les habían
anunciado.
Así, los pesados bronces hicieron estremecer los brazos que los empuñaban y un coro
clamó a lo lejos. Los vítores de aliento se escucharon con fuerza y Las Voces corrimos
velozmente la noticia.
Dos horas después, ya los guerreros de ambos ejércitos no gritaban. Yacían sentados en
el suelo compitiendo con sus bostezos. Fuertes, saludables y jóvenes eran sus monarcas,
también diestros con el metal, de modo que ninguno de los dos se detendría en tanto
tuvieran la energía necesaria para ganar.
A la tercera hora, El Cansancio se asomó por los ojos y les dijo que el final estaba cerca.
Sin embargo, La Victoria los miraba por igual, sin haberse decidido por alguno de los dos.
El viento comenzó a soplar, bajaba de las Colinas del Silencio con ánimos de tormenta.
Las huestes se pusieron de pie, listas a recibir, en cualquier momento, una lluvia fría sobre
sus cabezas desnudas.
—En mi corte doy buen trato a los soberanos que se unen a mí —dijo Ardel—. Con
gusto te daría la bienvenida.
—No seré uno de tus perros de compañía —jadeó Lesbos—. Mi pueblo y yo preferimos
seguir siendo libres.
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Sus espadas estaban melladas. Aunque se golpearan con ellas no obtendrían herida
alguna.
—Al final tu orgullo será la esclavitud de tu pueblo —sonrió y una nube de polvo los
rodeó al instante, como si fuera culpable el viento de la tormenta que se avecinaba.
Lesbos quedó a solas atrapado en un remolino de arena.
—Déjate ver, cobarde —gritó mientras intentaba controlar a su caballo.
—La Cobardía es la justificación de los tontos —le susurró al oído una voz desde su
espalda. Lesbos sintió el frío de una daga colarse por entre sus costillas y el calor de la
sangre que salió por su boca. No pudo responder nada. En su último instante, solo vio dos
ojos felinos que lo miraban con malicia.
121
Capítulo Cuarto
Decisiones
1.
Kontos recordaba muy bien el día en que vio aquellos ojos felinos. Antes había escuchado
sobre ellos solo de boca de sus abuelos y aquellas tías locas que frecuentaban la casa de su
niñez. Desde entonces supo que además de los hombres y las bestias de las estepas, en los
bosques se ocultaban criaturas mágicas que solo hacían el mal. Sin embargo, nunca tuvo la
desdicha de encontrarse con alguna de ellas. Procuró siempre mantenerse entre los hombres
y no alejarse de la aldea.
Muchos años después, ya siendo adulto y habiendo olvidado aquellas viejas historias,
descubrió un brillo singular en una mirada que siempre había creído humana. En un primer
momento no supo si huir de él o matarlo. Nadie nunca le había advertido que estos seres
podían ocultarse bajo la piel de un hombre. Luego miró a su alrededor y advirtió con
sorpresa que ni uno de los allí presentes encontró en aquellos ojos nada extraordinario.
Esto ocurrió en su primer día como miembro del concilio del emperador. En pocos años
había pasado de ser un excelente guerrero a capitán y luego a general, tal vez el más joven
con los que pudo contar Ardel.
Kontos se había deslumbrado con los fuertes muros de piedra, el alto techo de madera,
las anchas ventanas y la limpieza de aquel salón. Era el único edificio hecho totalmente de
piedras en todo el imperio. Desde fuera se le veía como dicen que son las montañas del sur,
alto y majestuoso. Alrededor de una gran mesa se sentaron los generales veteranos, los
sabios y otros personajes que nunca había visto. Estos últimos se cubrían la cabeza con
capuchas y se mantenían en absoluto silencio.
Cuando el emperador llegó todos se pusieron de pie y lo recibieron con alabanzas. Él
respondió con su brillante sonrisa y los invitó a tomar asiento. Con una mano indicó que
sirvieran el vino y algo de comer. El emperador irradiaba juventud y belleza, como dicen
los hombres que suelen ser los dioses que habitan en los cielos.
Aquel día hablaron sobre muchas cosas serias, desde las cosechas hasta las nuevas
campañas bélicas en las tierras vecinas. Kontos se sentía henchido de importancia. Su
122
rostro lucía atento y escondía todo el asombro infantil que llevaba dentro. A veces las
palabras dichas no llegan a sus oídos, porque se distraía observando todo lo nuevo que
había a su alrededor. Lamentablemente, justo en uno de esos momentos de distracción, le
hicieron una pregunta. Asustado, no supo qué responder.
Ardel se puso de pie y dio rápidos pasos hacia él. Kontos lo tuvo más cerca que nunca y
agachó su cabeza avergonzado. El monarca alzó su mentón y lo miró fijamente. El joven
general descubrió que los ojos de Ardel se volvían brillantes y amarillos como los de un
felino. «Creo que te han jugado una mala pasada al servirte tanto vino, dijo el emperador y
todos rieron. Alguien quiere que tu primer día en mi concilio se vaya marcado con un mal
recuerdo, insistió y dio un paseo alrededor de la mesa. Pero aquellos que yo elijo para
sentarse aquí solo pueden triunfar o morir. Y yo sé que tú estás hecho para ganar».
Kontos guardó silencio durante el resto de la reunión. Por mucho que intentara
disimular, su mirada no podía apartarse de aquellos ojos brujos que no dejaron de brillar en
toda la tarde. Al concluir el encuentro, le vio salir por una pequeña puerta en compañía de
los encapuchados.
Durante los próximos años, el joven general se encargó de traerle a su emperador solo
victorias, cosa esta que le abrió nuevas puertas y lo introdujo al círculo más estrecho junto a
Ardel. Entonces supo de su linaje ádamer y del concilio de cazadores de hechizos que tenía
a su favor. Además de las campañas que empuñaban espadas, Ardel se batía con otras
fuerzas igual de peligrosas. La Gloria tan deseada por los hombres dependía de muchas
guerras y Ardel tenía todo lo necesario para raptarla.
Desde ese momento, Kontos vio de un modo distinto a aquellos ojos felinos. Supo de lo
afortunado que era de estar de su lado y sintió lástima por los presentes y futuros enemigos.
Poco a poco asistió con más frecuencia a los concilios que los ádameres preparaban para su
emperador, allí trabó amistad con Isjar y otros tantos que más tarde se convertirían en sus
propios aliados.
—¿Sabrás cómo encontrarlos? —preguntó Kontos semanas después de aquel fatídico día
final del imperio. Observaba ansioso las piedras mágicas que el hechicero tenía sobre la
mesa revestida con cuero.
—Primero tenemos que saber si siguen con vida —susurró Isjar contemplándolas
fijamente—. Deberíamos pedir ayuda a los demás generales.
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—Nada de eso —replicó con enojo el de anchos hombros—. Esos cobardes no han
tenido reparos en salir corriendo a refugiarse en sus fincas. Ya no queda nadie vivo con
suficiente lealtad.
—Creo que ha pasado tiempo suficiente —insistió el ádamer—. Si los emperadores y el
bebé estuvieran vivos ya los habríamos encontrado.
—A lo mejor están escondidos o heridos en algún rincón —dijo mirando a los brillantes
ojos felinos que resplandecían en medio de aquella mustia choza—. ¿Acaso piensas que un
ser tan poderoso como Ardel se dejarían vencer así sin más? Vuelve a preguntar y lanza tus
piedras.
Desde entonces repitieron cada noche el mismo ritual, pero solo siete años después las
piedras respondieron.
2.
Luego de saber que el joven príncipe estaba vivo, el rey Kontos mandó a llamar a los reyes
nacidos de los escombros del imperio. Sabía que era el momento de sanar heridas y retomar
el diálogo sepultado tras la muerte de los emperadores. Pensaba que después de todos estos
años, las viejas rencillas desaparecerían fácilmente. Entonces, como un acto de casual
maravilla, aparecería entre ellos el heredero legítimo de aquellas tierras y todos darían una
nueva oportunidad el imperio.
Sin embargo, tras años de intentos, Kontos comprendió que no sería tan sencillo como él
se lo imaginaba. Por una parte, todavía no había dado con el paradero del príncipe, mientras
que por otra, sus primeros viajes al hogar de sus vecinos no rindió los frutos que esperaba.
Lo que en tiempos de su juventud habían sido meras provincias, ahora eran reinos muy
aislados los unos de los otros, con sobrados motivos para odiarse y pelearse entre sí.
Cuando el imperio nació décadas atrás, fueron tiempos en los que los hombres
comenzaban a conocer de la gloria de los reyes del pasado. De aquellos que, según las
leyendas, habían vivido en la Gran Isla que se hundió. Los hombres de antaño habían sido
criaturas poderosas que poseyeron grandes y ricos reinos y llegaron, incluso, a gobernar
sobre todas las criaturas vivientes de aquellos lares.
124
Los hombres de esta historia, miles de años después, querían emular en grandeza a sus
lejanos parientes. De este modo le darían sentido a la existencia que despertaba en ellos con
los primeros pasos de su joven civilización.
Al principio, los monarcas más fuertes de las Llanuras Centrales se juntaron por
voluntad propia, formando una alianza entre iguales. Luego, con la llegada al trono del
príncipe Ardel, todo cambió. Este, heredero del reino más poderoso, se atribuyó la potestad
de tomar decisiones por encima de sus pares y con el tiempo, a espaldas de estos, acumuló
un inmenso poder, hasta que ya nadie se atrevió a contradecirle.
De este modo, la alianza, nacida del mutuo acuerdo entre las partes, se convirtió en una
tiranía gobernada por un déspota que se hizo coronar como rey de reyes y con este título
comenzó a regir el imperio que con poco disimulo fue creciendo a expensas de los más
débiles.
Pero el imperio cayó y solo quedó de este un enjambre de reinos pobres y desunidos.
Kontos, renuente a ver destruido el esfuerzo de tantos años, no podía conciliarse con la idea
de ver a su gente pasando hambre y necesidades. Por eso, pese a las negativas de sus
primeras embajadas, volvió una y otra vez a visitar a sus vecinos.
Transcurridos tres años desde que tuviera noticias del príncipe, Kontos logró al fin que
la mayoría de sus vecinos aceptaran su invitación para ir a reunirse en las ruinas de la vieja
capital del imperio.
De esta hermosa villa, hogar de Ardel y su familia, solo quedaban escombros y
desolación. Lo que antes fueran hermosos edificios de piedra perecieron a manos de los
Jinetes Blancos. Luego de la noche en que el imperio atentara contra El Punto, los de
temibles máscaras y centelleantes espadas se precipitaron con todas sus fuerzas para tomar
venganza. Allí encontraron disputas entre los jefes militares y los pocos nobles
sobrevivientes, quienes se repartían la herencia del emperador. Un ya débil ejército imperial
no pudo hacerles frente y en pocas horas todo se vio devorado por las llamas. Quien no fue
muerto, huyó para no volver jamás.
Ahora, aquel sitio era solo un recuerdo de La Derrota. Al celebrar su reunión allí,
Kontos quería transformarlo en un símbolo de resistencia que contagiara con nuevas
fuerzas a los hombres de todas las comarcas de las Llanuras. En medio de una vieja plaza
rodeada de ruinas mandó a alzar una tienda de pieles y telas y en ella colocó una gran mesa
125
con abundante comida y bebida. Agasajó a sus invitados con toda la riqueza a su
disposición.
Los reyes y su séquito fueron llegando durante todo el día. Debían atravesar largos y
tortuosos caminos y solo fueron capaces de cruzarlos trayendo consigo a los mejores
guerreros para que les sirvieran de escolta. De todos, el primero en llegar fue el joven
Nardo, monarca de la colindante tierra de Almarena. En tiempos del imperio ya servía de
guerrero a las órdenes de su padre y de este heredó sus tierras. El segundo fue el joven
Ilvaán de Landes, quien apenas era un niño al terminarse la guerra. Luego le siguieron Áino
de Sasán, Pento de las Tierras Negras y Darto del norteño Tendon.
Kontos se sentía complacido. Convidaba a sus invitados a brindar y beber una y otra vez,
convencido de que sus néctares relajaban los ánimos. Mientras esperaban a los faltantes se
contaron historias épicas de los tiempos de Ardel, siempre presentándola ante los más
jóvenes con las palabras de La Añoranza. Así transcurrió todo el día, hasta que a la caída de
la tarde la última silla fue ocupada por el viejo Monklas, rey de Pártas, en las sureñas
Tierras Bajas.
—Comprendo que ustedes se preocupan honestamente por el bienestar de todas las
comunidades humanas —intervino el joven rey de Landes, interrumpiendo lo que le
parecían eternos diálogos entre los más viejos—. Solo los dioses saben cuánta bondad
albergan sus corazones, pero ¿cómo mejoraría concretamente la vida de nuestros pueblos
esta unión que propones, buen Kontos?
—Preclaro Ilvaán, he conocido con dolor la reciente muerte de tu padre. Fue un gran rey
y general de ejército. Juntos luchamos en gloriosas batallas. Brindo aquí por él y por ti, que
tan justamente gobiernas a tu pueblo. Pero permite que te diga que aún debes aprender
muchas cosas —sentenció Kontos ufanándose de sus canas—. Se aproximan tiempos
difíciles, de seguro sabes cómo el resto de las criaturas se unen entre sí en las colinas y
forman poderosas comunidades, algo poco visto hasta hace una década. Todos son bárbaros
y conviene que estemos con los ojos y oídos bien atentos, porque no sabemos lo que un día
se les ocurra hacer. No sería la primera vez que tomaran a hombres por esclavos o que
saquearan nuestros cultivos. Además, imaginemos por un momento que tales desgracias no
serían ni remotamente posibles; pero ¿qué reino de los aquí presentes cuenta con suficientes
provisiones de granos? ¿Cuántas veces no nos hemos tenido que enfrentar a plagas y
126
desastres nosotros solos, cuando tenemos vecinos que nos pueden ayudar? ¿Cuántos
bandidos roban nuestras caravanas de comerciantes? Si todos nosotros nos comprometemos
a estrechar nuestros lazos de hermandad para socorrernos mutuamente cuando lo
necesitemos, tanto para intercambiar con igualdad nuestros productos, como para fomentar
nuestras fuerzas e impulsar proyectos conjuntos, la vida será mucho mejor para todos.
—Llevo horas esperando por estas palabras —dijo Ilvaán con un suspiro de alivio—.
Habría sido mejor empezar por ahí. Si todo es así como propones, entonces puedes contar
con mi apoyo —y alzó su copa en busca de un brindis.
—Calma, calma —intervino uno más viejo—. Todo no es tan fácil como lo dibujan las
palabras. Ya conozco yo la historia de otros hombres que con la misma vocación de bondad
terminaron por ponernos la soga al cuello como si fuéramos carneros.
—¡No me compare con otros, respetable Monklas! —se ofendió Kontos.
—Deme entonces usted la garantía de ello. ¿Cómo sabremos que no terminaremos
enriqueciéndolo para que después nos domine? Todos aquí sabemos que su reino es, por
mucho, más grande que cualquiera de los nuestros.
—Nada será como antaño, porque esta nueva Alianza traerá un equilibrio justo para
todos los hombres que la conformarán. Solo así regiremos sobre las tierras, tal y como los
de nuestra especie lo merecen —dijo serenamente e hizo una señal para que le trajeran un
cofre—. Este es el símbolo de las partes iguales, cada cual tendrá la misma cuota de
poder… —ante cada uno de los invitados colocaron sobre la mesa un collar con un círculo
de metal que encerraba un pentáculo perfecto formado por una estrella de cinco puntas.
Todos admiraron las joyas.
—¡Este es el mismo emblema del imperio de Ardel! —se enojó Monklas—. ¿Acaso se
burla de nosotros? ¡Mi pueblo fue esclavo una vez de ese tirano y no permitiré que lo sea de
otro!
—Entiendo que los sureños no tengan los mejores recuerdos sobre Ardel —dijo Kontos,
intentando mantener su ecuanimidad—. No creo que sea conveniente perder el tiempo
ahora con rencores que ya han sido sepultados por los años. Hoy somos nosotros los que
gobernamos nuestras respectivas tierras y nuestros pueblos hambrientos están a la espera de
una solución. Esta estrella es el símbolo de la gloria del pasado milenario. Ardel falló en su
noble intento por recuperarla, pero eso no quiere decir que nosotros no podamos lograrlo.
127
—¿Y cómo se supone que lo harás? —exclamó indignado Monklas, mirando con rabia
el collar en su mano. Los presentes no sabían por qué tanto aspaviento—. ¿Has olvidado
que para alcanzar esa gloria de la que hablas son necesarias fuerzas ocultas que terminaron
por destruir a tu amado Ardel? ¿Acaso te has vuelto demente? Esa gloria de la que hablas
requiere de ádameres y embrujos que nada tienen que ver con la naturaleza de la especie
humana. Lo siento, pero no creo que tenga algo que hacer aquí —tiró el collar sobre la
mesa y se retiró definitivamente del concilio.
—Tal parece que cuando se llega a cierta edad El Miedo hace que los hombres prefieran
la miseria y acepten las migajas de La Cobardía —dijo sereno el anfitrión—. Así nunca
sabremos imponernos, nunca conoceremos el poder que llevamos dentro. Yo no hablo aquí
de viejas leyendas, ni de magia, ni de cuentos de ádameres con los que constantemente se
difama sobre Ardel y su santa familia. Yo soy un hombre como otro cualquiera y a ustedes
les propongo una unión de hombres y nada más. Quien desee incorporarse acepte por
regalo el collar que les ofrezco, de lo contrario, será su voluntad seguir el ejemplo de
Monklas. Mi corazón no dará albergue al rencor por ello.
Los presentes se miraron y colgaron sobre sus pechos los collares con el pentáculo.
—Pues bien —dijo Kontos poniéndose de pie—, celebremos nuestras futuras victorias.
La noche se paseaba cómplice por aquel lugar. Los hombres reían confiados bajo la
carpa creyéndose protegidos por ella. No eran capaces de saber que otros seres también
habían sido testigos de aquellas osadas palabras y que sus lealtades no eran las mismas.
Cuatro años pasaron y pronto los beneficios de la unión se pudieron palpar en los cinco
reinos aliados. Kontos ofrecía a Ilvaán el trigo que tanto tenía y este a cambio le entregaba
los carneros que abundaban en sus campos. Así, entre todos pudieron comer y beber mejor.
Ahora tenían más tiempo para arreglar sus villas y dedicarse a otras actividades que
regocijaran sus almas.
Por su parte, Kontos construía nuevos pasillos y habitaciones, al cuidado de las vistas
indiscretas, en la enorme fortaleza de piedra y barro que ahora levantaba para sí. Ellas
fueron ocupadas por silenciosas criaturas que llegan en las noches desde muy lejos. Un
consejo de ádameres le juró en secreto lealtad y trabajaría bajo la guía del viejo Isjar.
En cambio Monklas, desde la lejanía de su morada, allá en Tierras Bajas, la más sureña
de las Llanuras Centrales, vigilaba atento los pasos de Kontos. Él nunca formó parte de los
128
cónclaves de Ardel y jamás tuvo certeza de lo que este tramó con sus ádameres. Mas eso no
le impidió estar lo suficientemente cerca y escuchar lo que tenían que decir las lenguas más
indiscretas.
Fue entonces que su canosa preclariedad le hizo encontrar espías que se colaran entre las
nuevas paredes de Kontos. Desde allí le informarían y alertarían. Aquella noche en que
abandonó el concilio de los reyes se prometió que su reino no volvería a caer en manos de
un imperio de las Llanuras.
3.
Hace catorce años todo cambió. Antes el Voa Arkón se había enfrentado al mismo peligro,
pero esta vez algo sucedió de una manera diferente. Después del atentado de los hombres
del imperio contra El Punto, Voa Ayande promulgó que no intervendría otra vez. Tras
aquella trágica noche cuando el mundo pudo haberse destruido, mis hermanos y yo, con el
aliento contenido, le observamos en espera de una respuesta. Pensamos que arremetería con
furia o se manifestaría con enojo ante los seres mortales e inmortales, mas fue todo lo
contrario.
Como un juez imparcial se quedó en Su Altura y nos dio la orden de no interceder
jamás. Dibujó para nosotros una clara línea en la Frontera de los Vientos que separa al
Reino de Los Cielos del Reino de Las Tierras y nos prohibió ir más allá. Ahora deberíamos
concentrarnos en nuestra etérea existencia en Las Alturas y dejar moverse al Voa Arkón por
voluntad propia.
Fue entonces cuando comencé a inquietarme, porque sabía que mi esencia no podría
acatar esa orden. Temí ir en una dirección distinta a Sus Mandatos, pero a la vez abrigaba
gran pena por los mortales, con quienes me sentía comprometido desde hacía mucho
tiempo.
Mientras que mis hermanos subieron todos los escalones que les fue posible en Las
Alturas, yo crucé la Línea de las Auroras y bajé al Reino de los Cielos, para seguir allí,
junto a la Frontera, observando el mundo mortal e inmortal, tal y como venía haciendo
desde hacía siglos. Entonces permanecí más atento, pues justo ahora el devenir de los
acontecimientos lo demandaba como nunca y ya no podríamos intervenir como antes lo
hiciéramos.
129
Así fue como vi huir a Ígonor y Andrey a todo galope sobre la yegua Etía por los
bosques sin senderos. Tras ellos iban fieras que llevaban mucho tiempo esperando. Esta vez
eran incluso más que la anterior y en cualquier momento les darían alcance.
Desde una nube negra los seguí. Mi esencia se estremeció al escuchar el llanto del chico
y la respiración entrecortada del maestro. Ya se acercaban.
Y como si fuera poco, un destello de luz desvió mi atención. Mi mirada se desplazó en
sentido contrario y encontró bajo un techo nuevo un diamante que hacía mucho no veía. Su
brillo fue el mismo que años atrás me hizo experimentar El Temor. La historia se repetía y
ahora estaba encerrado tras una delicada línea de graves consecuencias para mí.
—Ha resultado tal y como lo previmos —dijo Isjar, al frente del consejo de ádameres—.
He aquí el nuevo Diamante del Cielo.
Todos se acercaron y sus rostros se iluminaron con una potente luz blanco azulada.
—Pensé que con la forja del primero no había quedado suficiente material —se asombró
Kontos, recordando aquel día en que Ardel tuviera ante sí una joya similar.
—Nos tomó mucho esfuerzo, los pedazos eran pequeñísimos —advirtió el ádamer.
—Es precioso —susurró el rey sin aliento. Lo contemplaba desde el cofre que lo
protegía y sus manos le pedían tocarlo—. ¿Cómo sabremos si funciona?
—Si ese chico es el verdadero hijo de Ardel y Dalia, lo sabremos al instante —sonrió el
de largas uñas.
—¿Y si no lo es? —lo miró con el rostro hipnotizado por el resplandor del diamante.
—Para nosotros será mejor que lo sea —siseó la lengua violácea.
Más al sur, mis ojos desesperados encontraron un concilio similar. El rey Monklas ya
sabía tanto de Andrey como su rival y hacía mucho que había mandado a sus hombres tras
él, aunque sus intenciones eran distintas.
—¿Por qué es tan especial? —le preguntó insistente un consejero.
Monklas se quedó pensativo. Miraba fijamente la mustia vela ante él mientras intentaba
revivir los recuerdos de aquel pasado en la capital del imperio.
—A decir verdad… —dijo como despertándose de un sueño. Llevaba todo el día
reunido con sus ayudantes y una semana sin conciliar el sueño—. …Nadie nunca me supo
responder a esa pregunta. Solo llegué a saber que los emperadores habían puesto en él todas
sus esperanzas. Ahora que las torpezas de Kontos me han dado mucha información, sé que
130
más que un hijo, para ellos debió ser como un arma, el mero resultado de uno de sus
hechizos. De lo contrario, ¿para qué lo habrían llevado consigo la noche que quisieron
hacerse con El Corazón del Mundo?
—¿Cómo puede ser un pequeño bebé un arma? —preguntó otro intentando comprender
aquellas palabras—. ¿Cómo es que alguien puede hacerse con el corazón de nuestro
mundo? Si es que acaso tal cosa existe, claro está…
—Los ádameres son criaturas perversas, capaces de sacrificar a sus propios hijos con tal
de obtener más poder —dijo Monklas—. Esa es su naturaleza. Ardel solo se diferenciaba en
algo. Él era lo suficientemente poderoso como para ocultar su asquerosa esencia bajo una
piel humana. Así engañó y esclavizó a los de nuestra especie. Y en ese camino, de alguna
forma descubrió que nuestro mundo tiene su propio corazón, tal y como nosotros tenemos
el nuestro, y que al manipularlo se pueden controlar las fuerzas de la naturaleza. ¡¿Se
imaginan las consecuencias?! —exclamó el monarca y todos los presentes se
estremecieron—. Para fortuna nuestra, su plan salió muy mal. Nadie es capaz de tocar El
Corazón sin recibir el castigo adecuado. Muchos de sus propios sabios y ádameres se lo
advirtieron.
—Pero si ellos que eran tan poderosos no lo lograron, ¿por qué piensas que Kontos lo
logrará?
—Es un riesgo que no podemos correr —dijo el viejo rey—. Isjar y Kontos trabajaron
muy de cerca con el emperador. Puede que hayan descubierto aquello que salió mal. Por
otra parte, aunque vuelvan a fallar, no nos conviene un príncipe vivo. Kontos piensa que
sentarlo junto a su trono le dará el derecho de revivir el imperio. Ese es su verdadero
objetivo.
—Entonces, ¿el príncipe debe morir? —preguntó su esposa, sentada en un rincón del
salón.
—Esa es la orden que le he dado a mis hombres. No podré dormir en paz hasta tener su
cabeza entre mis manos.
El vuelo de estas palabras llegó hasta mí con rapidez y precisión. La suerte de aquel
inocente era amenazada por quienes ni le conocían siquiera. Yo iba de un lado a otro en mi
nube. Desde allí lo presenciaba todo con inquietud: los jinetes se aproximaban.
131
Solo unos cien metros los separaban de su presa. Miré a la lejanía y no había señal del
otro bando de perseguidores. ¡Cuál de los dos más peligroso! Los primeros le darían muerte
instantánea, mientras que los segundos la procurarían lentamente.
El caballo de Ígonor mermaba su paso debido al cansancio. A su vez, se acercaban a un
despeñadero que también les costaría la vida. La noche era oscura y algunos dioses
contemplaban inmutables aquel espectáculo que les había tomado por sorpresa. Muchos de
ellos también deseaban la muerte del chico.
Pero yo no, tenía fe en que las cosas podían cambiar y en lugar de un mal profundo se
generaría un bienestar eterno. Claro, ninguno de mis semejantes dio certeza jamás de mis
esperanzas. Ellos tomaban mi permanente cercanía a La Frontera como un caprichoso
juego. Entonces me descubrí solo, como aquellas dos criaturas a punto de morir.
Iban a caer, el abismo se los tragaría… «¡Nooo!», grité con todas mis fuerzas y bajé de
El Cielo impulsado por grandes alas. Volé tan rápido como pude y con solo tocar a la bestia
logré que de sus laterales nacieran al instante dos alas semejantes a las mías.
Así pudieron volar, al tiempo que los soldados de Monklas caían al precipicio,
empujados por el ímpetu de sus propias bestias, al no poder contenerlas a tiempo. Los
jinetes de Kontos llegaron poco después y se detuvieron a tiempo ante el barranco.
Ígonor sintió mi presencia, pero no se atrevió a mirar, sino que sujetó con fuerza las
riendas y al chico que llevaba entre ellas. Andrey solo tuvo ojos para las alas, deslumbrado
por las bellas heroínas de su salvación.
Entonces volaron, volaron lejos sobre bosques y ríos hasta llegar a nuevas tierras.
Yo retorné de inmediato a La Frontera, mi hogar y prisión. No sabía la reprimenda que
pudiera recibir, pero estaba feliz; los había salvado.
132
Capítulo Quinto
Lecciones
1.
El caballo alado, de negro pelaje, llevó a Ígonor y Andrey hasta un claro del bosque más
allá de aquel precipicio que por un instante pudo haberles arrebatado la vida. Allí besaron a
salvo el suelo y un aire distinto les dio la bienvenida a las zonas más vírgenes del este.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Andrey acariciando a Etía con asombro.
—No he sido yo. Una criatura de los cielos ha querido que nos salváramos; es a ella a
quien debemos agradecerle —dijo mirando al firmamento.
—¿Un dios? —y Andrey lo imitó, como si con el simple hecho de alzar la cabeza
pudieran distinguir alguno de los reinos de los cielos.
—Tal vez, o cualquier otro poderoso numen —suspiró aliviado y estrujó la cabellera de
su pupilo.
—Ígonor, deseo saber la verdad. ¿Quiénes son esos que tanto nos persiguen? ¿Por qué lo
hacen? ¿Qué quieren de nosotros? —preguntó El Desespero asomándose por los ojos
marrones.
—Bandidos hay en todas parte. ¿Qué podrían querer de nosotros? —musitó al saber la
llegada de un momento para el que ninguno de los dos estaba preparado.
—No respondes a mis preguntas —saltó de súbito con enojo.
—Hay cosas sobre ti que se perdieron la noche en que tus padres te dejaron con Naina
—suspiró resignado—. Tu procedencia siempre ha sido un misterio para las ákanas.
Cuando te conocí te tomé mucho cariño, vi a La Curiosidad vivir en tus ojos… Poco tiempo
después supe más… En ti brilla desde pequeño la luz de un ádamer y tarde o temprano
deberás escoger si seguir el camino de los hombres o el de los cazadores de hechizos.
—Tú te pareces más a un hombre que a un ádamer. ¿Acaso no podría ser yo las dos
cosas? —se preguntó el chico ante un dilema que lo tomó por sorpresa.
—Eso ocurre en muy raras ocasiones —se lamentó el maestro—. Por mucho que te
enseñe todo lo que sé, no tenemos la certeza de que lo puedas lograr. Si aceptas el camino
de los ádameres tu mente y cuerpo se transformarán en algo… distinto. Aunque en realidad
133
no sería nada nuevo dentro de ti, sino que tu esencia abrazaría por completo el destino que
le fue encomendado. Son muy pocas las criaturas que nacen destinadas a ser un ádamer. No
en vano me ofrecí a tenerte como pupilo.
—Pero… —Andrey se sentía confundido—. Yo pensaba que algún día podría hacer
magia como tú sin dejar de ser quien soy.
—Hay hombres que han logrado engañar a Las Fuerzas —dijo Ígonor—. Ellos utilizan
instrumentos especiales para invocarlas. Algunos usan pequeñas varitas de madera, otros,
bastones, otros, esferas de cristal… Pero eso es solo un engaño, una magia fatua. A la
verdadera magia, Las Fuerzas, solo se accede entregándole a cambio nuestro propio cuerpo.
Es con este sacrificio que demostramos nuestra disposición a dedicarnos por completo al
estudio de los poderes con que se mueve el mundo.
—¿Es por eso que los ádameres lucen de una manera tan rara, como si se mezclaran en
ellos diferentes cuerpos?
—Así es, y he de confesarte que el dolor es de por vida. Las Fuerzas experimentan con
nosotros sus nuevas creaciones. A cambio, nos entregan poderes para aliviar un poco la
tortura que eso supone —suspiró el maestro—. Yo nací humano, pero cuando abracé mi
verdadera naturaleza, tal vez siendo un par de años más joven de lo que eres ahora, mi piel
se volvió como la de un camaleón. Mi aspecto físico terminó siendo irreconocible. Mi
familia y amigos me dieron la espalda y los demás miembros de la aldea juraron matarme.
Tuve que abandonar mi hogar y vivir escondido en los bosques, hasta que otro ádamer me
encontró y me enseñó casi todo lo que sé.
—¿Es por eso que nos persiguen? ¿Ellos también son cazadores de ádameres? —se
preguntó con los ojos muy abiertos.
—Aún no tengo una respuesta para eso —suspiró La Sospecha.
—A lo mejor saben algo de mí y mis padres humanos los han enviado a buscarme —dijo
como si fuera una súplica—. A lo mejor nos buscan por una buena causa.
—¿Persiguiéndonos como si cazaran a un animal? —exclamó Ígonor—. Tu mismo
escuchaste el mensaje de advertencia que enviaron las ákanas. Debieras haber visto los
destrozos que provocaron en el Lar Vedado... Estos hombres que van tras nosotros no
tienen buenas intenciones. ¿Quieres correr ese riesgo? ¡Yo no lo permitiré! Le di mi palabra
a Naina que te protegería.
134
Andrey sintió una vez más que la especie humana se le hacía distante. Cuando supo la
verdad sobre su origen, siete años atrás, aborreció la palabra andro, hijo de hombres.
Luego, mientras se descubría a sí mismo ante aquel maravilloso objeto que los véldeny
llamaban espejo, se vio crecer y llegar a la adolescencia con un sueño nuevo: convertirse en
el buen hombre que las ákanas deseaban.
Entonces se dijo que sería puente y de grande podría hacer que humanos y oniandros
volvieran a convivir en la armonía que dicen los véldeny que una vez vivieron hace siglos.
Él se dedicó estos años en Bosque Dormido a dar el ejemplo ante los habitantes de la
villa. Tenía que demostrar que los hombres también podían ser cultos e instruidos como los
véldeny y que más temprano que tarde construirían una civilización igual de espléndida que
la de ellos. En cada conversación salía en defensa de su especie y no pocas veces se vio
envuelto en reyertas para limpiar el honor de aquellos que aún no había conocido.
Así, Andrey se hizo adolescente añorando la humanidad y dejando crecer dentro de su
pecho el deseo de conocer a sus semejantes y vivir con ellos. «¿Quiénes habían sido sus
padres? ¿Qué lenguas hablaban? ¿En qué lejana tierra vivieron? Si lo habían dejado en
manos ajenas aquella noche de tormenta, de seguro fue porque querían salvarlo de algún
peligro. ¿Serían esos otros hombres enviados de sus padres o sus enemigos?». Pensó
sosteniendo con fuerza el collar en su mano.
Por si fuera poco, ahora su maestro le revelaba una verdad para la que su adolescencia
no se había preparado: tal vez no fuera un hijo de hombres como le dijeran, sino de un
ádamer como él.
Siempre había escuchado con admiración las historias que las ákanas le contaban sobre
estas criaturas. A sus oídos de niño ingenuo llegaron relatos que su mente idealizó a su
antojo con la belleza propia que otorga La Inocencia. Saberse pupilo de ádamer lo acercaría
a ese mundo de magia que inevitablemente abriría sus puertas para él. Luego de convulsas
carreras huyendo de un enemigo invisible, lograron establecerse en Bosque Dormido y
ambos pudieron dedicarse con calma al estudio. Ígonor le enseñó muchas cosas, pero
ninguna de ellas resultó ser más mágica que los oficios que aprendió con los propios
véldeny. «Si él sabía que era ádamer, ¿por qué no se lo dijo antes? ¿Por qué no lo instruía
como tal?».
135
Entonces se vio allí, a sus catorce años, lejos del valle donde creció junto a las ákanas y
de la villa donde se hizo adolescente junto a los véldeny. Miró a su alrededor y encontró un
bosque salvaje que lo recibía como a un simple refugiado al que no le queda otra opción
que huir de aquellos humanos que con tanta devoción quería conocer.
Sin percatarse de ello, El Miedo agarró con fuerza el collar que llevaba en el cuello,
como si su calor lo pudiera proteger.
—¿Estás seguro de que soy un ádamer? —susurró, aún confundido.
—La confirmación a mis dudas me la dio ese talismán que llevas puesto. En él hay
encerrado un poder que parece fluir desde ti —dijo Ígonor mientras observaba la estrella
rota dentro del círculo.
—Las ákanas me dijeron que mis padres lo habían dejado conmigo… Sin embargo, ellos
parecían humanos.
—Humanos o no, eso permanece en el misterio —suspiró inconforme—. Ojalá algún día
pueda averiguarlo. Lo que más me ha preocupado siempre es el tipo de magia que siento
salir del collar. Es muy distante a la mía. Has de saber que esa figura simboliza un pasado
cruel de una tierra a la que no quisiera verte arrastrado.
—¿Te refieres al imperio que hubo una vez en las Llanuras?
—En parte sí. Lo demás que pueda contarte, ya lo has escuchado por ti mismo. Partí de
Periéria hace muchos años y solo regresé cuando la guerra había terminado.
—A lo mejor mis padres fueron ádameres que ayudaron a los humanos —tartamudeó el
chico—. O a lo mejor hicieron algo en contra de ellos para defender a los oniandros.
—Sea lo que haya sido, tú no tienes nada que ver con ese pasado, da igual lo que hayan
hecho o no tus padres —insistió tomándolo por los hombros—. Ahora no tiene sentido que
pienses en eso. Te propongo que continuemos aquí con tu preparación, tal y como pidieron
las ákanas, tu verdadera familia. Luego, cuando te sientas listo, sabrás si quieres ser un
ádamer o no.
—¿No regresaremos a Bosque Dormido? —se asombró.
—Me temo que no es lo mejor por ahora —dijo el maestro reparando con detalle el
paisaje que los rodeaba—. Es tiempo de retomar nuestros viajes por los bosques para que te
hagas fuerte. La comodidad de la villa de los véldeny no se corresponde con la realidad del
mundo y mucho menos con la de tus parientes humanos.
136
—¿Me enseñarás a hacer magia o a sobrevivir en el bosque? —le preguntó inconforme.
—Primero quiero enseñarte a que puedas valerte por ti mismo —dijo el maestro con
mirada severa—. Quiero que aprendas a pensar por ti mismo, a actuar con independencia.
Ahora deberás forjarte en la neutralidad y después escoger tu propio camino.
—Sin embargo, tú mismo me dices lo que debo hacer…
—Mi tarea es estimular tu aprendizaje. Como mentor debo decirte, mira, en el jardín hay
muchas frutas, todas distintas, si lo deseas puedes ir y tomar una, la que más prefieras; yo
podré enseñarte a lograrlo, pero deberás hacerlo por ti mismo —la voz de Ígonor se
presentó una vez más del todo joven y fuerte, sus ojos aguzaban las pupilas y dejaba
escapar más allá de su piel la energía que lo delataba ádamer.
—¿Y cuál se supone que sea mi fruta? —refunfuñó Andrey mirando con desconsuelo
hacia atrás, rumbo a Bosque Dormido.
—He ahí la incertidumbre de la vida; también debes descubrir eso, y no tenemos mucho
tiempo, nuestra existencia es efímera. Ahora, aunque a veces te cueste creerlo, eres muy
joven, por lo que La Prudencia indica que escuches lo que los mayores te dicen.
Lamentablemente no tienes muchas opciones: si regresas te encontrarás con gente
desconocida que te busca y no sabes qué puedan querer de ti; aquí estamos a salvo, dudo
que nos descubran. Serán un tiempo y un lugar idóneos para continuar enseñándote lo que
sé.
Pero lo que Ígonor no se atrevía a decir era ese miedo no reconocido que aún vivía
dentro de él, la parte en que desconfiaba de todo, incluso de aquella inocente criatura que
tenía ante sí. Aquellos ojos le resultaban cada vez más parecidos a otros que una vez vio…
Cada paso debía darlo con cautela, sin provocar movimientos bruscos que apartaran al
pupilo de su influencia. De lo contrario, si algo salía mal, sabía que era preferible incluso
raptarlo y obligarlo a estar lejos, antes que devolverlo a los hombres de las Llanuras
Centrales.
—Solo temo algo —dijo Andrey mirando hacia el horizonte en busca del Valle de las
Montañas Picudas—. Las ákanas también pueden correr peligro. Hace meses que no
recibimos noticias de ellas.
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—Por eso no te preocupes. Ellas están a salvo. Un numen me trajo hace unos días un
mensaje suyo. El Valle es un lugar que conocen bien y nadie las encontraría en sus
recovecos.
—Entonces, creo que… lo mejor será que continuemos nuestros viajes para conocer el
mundo. Te confieso que estaba ansioso por salir más allá de las fronteras de Bosque
Dormido.
Ígonor miró una vez más a su alrededor y recordó que allí los árboles no estaban
dormidos. Viejos pinos y robles eran testigos de aquellas palabras. Fue así que le pidió a
Las Voces no compartir ninguna de las escuchadas.
—Muy bien. Ha sido una elección estupenda —respondió aliviado el mentor.
Etía sacudió sus alas y relinchó interrumpiendo la conversación. Los miró como si
deseara sonreír y luego alzó el vuelo en busca de su propia libertad.
2.
Un año después de la llegada de Ígonor y Andrey a los bosques profundos del este, maestro
y discípulo seguían enfrascados en el arte de enseñar y en el de aprender, cada cual con su
propio empeño. Para el ádamer, el chico era su primer aprendiz en mucho tiempo. Tras su
partida al Lejano Oriente no había vuelto a contar con uno. Desde que las ákanas se lo
encomendaron, con Andrey volvió a retomar sus dotes de maestro, recordando con cada
lección que le ofreciera en qué consistía la virtud del saber. Por su parte, para el discípulo
no fue un reto menor. La celeridad con que el mentor lo presionaba solo podía competir con
la fuerza de su inquieta curiosidad.
—¿En qué se diferencia la magia del conocimiento? —preguntó Andrey al frente de la
hoguera en que se preparaba la cena—. A veces no sé si me hablas de una o de otra.
—Recuerdo que de pequeño te referías al fuego como la magia de los hombres —le
respondió el maestro en medio de una sonrisa que evocaba nostalgia.
—Por aquel entonces yo pensaba que me enseñarías todo tipo de magias… —suspiró el
discípulo en medio de un bostezo.
—Ambos conceptos son más cercanos de lo que podrías sospechar —se mofó Ígonor—.
Aunque he de advertirte que los uses con cuidado en dependencia de la lengua que hables.
—Sí, sí, me lo imagino —resopló Andrey—. Explícamelo en velden.
138
—La mayoría de los véldeny se refieren a la magia como el conocimiento desconocido,
como aquello que se intuye, pero que todavía no se sabe.
El chico se quedó mirándolo con la clara protesta de pedir más.
—Muchos sabios de Bosque Dormido te afirmarían con toda certeza que el movimiento
de los astros influye en la vida de quienes vivimos sobre las tierras. Sin embargo, nadie ha
podido demostrarlo y mucho menos explicarlo. Por tanto, ese “conocimiento a medias”, por
decirlo de modo gentil, sería llamado magia por aquellos que dudarían de él, e incluso por
aquellos que lo dan por cierto, pero no saben cómo usarlo ni decir por qué ocurre así.
—¿Cómo el uso de las hojas de salasea? Todos la usan para el dolor de cabeza, pero
nadie sabe cómo lo alivia.
—Algo así —dijo el maestro con un ligero movimiento de cabeza—. Lo cierto es que no
existe un consenso en la forma en que se usan estas dos palabras. Los propios véldeny
reservan el término magia para momentos cuando realmente no tienen cómo argumentar las
ideas que defienden.
—¿Y qué me dices de las artes mágicas? ¿Aquellas virtudes que poseen los ádameres y
los propios véldeny?
—En realidad es lo mismo, pero refiriéndose a la forma en que se utiliza ese
conocimiento no sabido —respondió el maestro—. Es tal vez por eso que los ádameres nos
llamamos a nosotros mismos cazadores de conjuros. Intentamos descubrir cómo funcionan
Las Fuerzas que mueven al Voa Arkón, pero en realidad salimos a la caza de aquello que
podemos usar, aunque no seamos capaces de darle una explicación precisa.
—O sea, que si algún día me hago ádamer y me enseñas magia, en realidad
continuaríamos con las lecciones de cacería por los bosques.
Ígonor lanzó una carcajada y miró orgulloso a su pupilo.
—El día que asumas ser ádamer podrás sentir cosas que hoy tu esencia humana no
advierte —le dijo—. Verás allí donde antes no veías, escucharás sonidos que pensabas no
existían y por tus venas sentirás un poder que podrás usar a tu favor.
—¿Quieres decir que en este mismo momento, todo a mí alrededor es pura magia?
—Mientras no sepas distinguirla, sí. Una vez que seas ádamer ya ni querrás llamarla
magia, porque lo verás como algo tan común como lo es para ti hoy respirar.
139
—¿Y el conocimiento? ¿Qué es en definitiva el conocimiento? ¿La única opción posible
para la especie humana?
—Los humanos han sido dotados de varios sentidos físicos y otros tantos mentales.
Todos ellos igual de valiosos —dijo el maestro atizando el fuego de la hoguera—. El día
que los puedan usar bien y sacarle provecho como es debido, de seguro que construirán
herramientas capaces de lograr lo mismo que hoy puede hacer cualquier ádamer e incluso
levantar una civilización tan hermosa como la de los véldeny.
—¿Qué los detiene?
—Es una cuestión de tiempo y oportunidades que en la mayoría de los casos puede
tardar milenios —y miró al cielo lleno de estrellas—. Los hombres que habitan Periéria
pudieran ir más rápido, pero, en lugar de sembrar conocimientos en sus aldeas, han elegido
raptar los poderes a la fuerza mediante guerras.
—Eso es injusto —replicó Andrey—. Si los hombres no tienen la virtud de acceder a la
magia y solo dependen del conocimiento que puedan obtener tras miles de años, cómo es
que los véldeny los juzgan tan a la ligera, tildándolos incluso de villanos.
—Muchos hablan del bien y del mal —dijo Ígonor mientras lanzaba varias ramas al
fuego—, y de que la única forma de distinguir entre uno y otro es sabiendo. Podría decirse
entonces que aquellos que “saben” pueden distinguir el bien y aquellos que “no saben” no
podrían hacerlo.
—¡Entonces no podríamos acusar a alguien de “malo” porque tendríamos que
perdonarle por no saber! —intervino el discípulo sin poder contenerse.
—Depende de quien lo juzgue —suspiró Ígonor—. Las criaturas mortales han buscado
por siglos algún tipo de juez imparcial que dicte sentencia. Para ello han apelado a las
religiones y toda clase de criaturas inmortales. Lo cierto es que nunca lo han conseguido.
—¿Y Voa Ayande? ¿Acaso es un invento más?
—Cuando hablamos de Voa Ayande no lo hacemos con la fe ciega de llamarle Creador
porque otros antes de nosotros lo hicieran, sino porque cada quien así lo siente. De hecho,
todos lo ven como algo distinto y tal vez lo único común sea el nombre. Voa Ayande se
puede traducir como “lo primero”, y no es porque en realidad lo sea, sino porque no
sabemos qué hubo antes.
140
Entre ambos se produjo un silencio, de aquellos que se usan para fijar ideas y conceptos
nuevos, al tiempo que la mente ya prepara ideas nuevas.
—Si he de conservar mi esencia de hombre me dedicaré a cultivar el conocimiento —
dijo el chico visiblemente enojado—, pero también me dedicaré a robar toda la magia que
pueda para llevárselas a los humanos.
—Antes que tú otros lo han intentado —le dijo el maestro con una mirada pícara.
—¿Y? —sus ojos brillaron esperanzados.
—No conozco a aquel que lo haya logrado con éxito.
3.
Hay preguntas que son recurrentes. Algunos creen que se debe a que no tenemos solución
para ellas y que por eso vuelven a nosotros con insistencia. Por el contrario, otros piensan
que estas preguntas tienen múltiples respuestas, y que ellas van en sintonía con el momento
y la circunstancia en que las encontramos. En lo que pocos piensan es que estas preguntas
no se hacen para obtener respuestas, sino para formularse otras preguntas, las necesarias,
las verdaderas.
Estas cuestiones las comenzó a intuir sutilmente el joven Andrey. Todavía era muy
temprano para que lograra por sí mismo una idea completa sobre este asunto, pero en la
práctica diaria de sus lecciones tropezó con la insistencia de saber o volver a saber todo lo
que intentaba aprender. Aquellos paseos por los bosques del este lo mismo le parecían
largos y complicados que cortos y evidentes. Solo dependía de cómo se le mirase.
Durante los últimos meses no se dedicaba a recorrer junto a Ígonor grandes distancias,
sino que se detenían a repasar cada detalle del entorno, como si hurgar entre sus raíces
dijera con mayor precisión hacia adonde debían ir. Así, nació en Andrey una de esas
preguntas que llevaban otra pregunta por respuesta. Su maestro le inducía a reflexionar
sobre la naturaleza del bosque, lo que les llevó inevitablemente a una interrogante mayor: la
naturaleza de la naturaleza, o sea, la naturaleza del ser.
—Tanto los ádameres como los sabios, estudien la materia que estudien, siempre
terminamos haciéndonos esa pregunta —le confesó el maestro a su pupilo—. Algunos
piensan que es la pregunta final, aquella con la que todo fue creado una vez. Hay quienes
141
dicen incluso, que lo mejor es abstenerse de responderla, porque de lo contrario ya todo
perdería sentido.
—¿Cómo la maldición del espejo? —preguntó Andrey—. ¿Es por eso que los véldeny
los esconden en un armario y solo se miran en ellos cuando se sienten perdidos?
—Tal vez sea una buena comparación —sonrió Ígonor—. Los véldeny dicen que si te
miras todos los días al espejo, terminas ciego de ti mismo. De lo contrario, si solo observas
cuando es necesario, lograrás ver mucho más.
—Entonces, después de todo, sí que podemos hacernos la pregunta sobre el ser: «¿Qué
somos? ¿Cómo somos? y ¿Para qué somos?».
—Si esa es la pregunta última, entonces quien pueda responderla tendrá una sola
oportunidad —le advirtió mientras desandaban las raíces de los árboles—. Algunos dicen
que si la respondes, todo terminará de inmediato.
—¿Significa que es un callejón sin salida?
—Los más sabios han propuesto una alternativa —y le señaló un nuevo sendero—.
Digamos que se trata de una forma astuta de ir en busca de la pregunta sin necesidad de
responderla, al tiempo que nos brinde conocimientos y poder sobre otras preguntas igual de
importantes.
Andrey arrugó su frente y lo miró sin comprender.
—A los sabios les interesa saber de qué está hecho el cuerpo, cómo funciona y cómo se
puede sanar —dijo el maestro—. Por su parte, los ádameres buscan los poderes ocultos en
las almas y la relación de esta con el cuerpo. Muchos dicen que estas son las dos partes que
conforman nuestro ser, y que tal vez sean las dos partes que conformen el ser del mundo.
Al estudiarlas por separado obtenemos importantes respuestas, sin que eso implique correr
el riesgo de hacerse la pregunta final.
—¿Cómo es que alguien puede hablar de cuerpo y alma como si se tratase de cosas
separadas? —preguntó Andrey a su maestro al llegar a la orilla de un silencioso riachuelo
que surcaba el bosque—. ¿Cómo es que estamos hechos de dos cosas de distinta naturaleza
que se unen de forma tan poco convincente?
—Alguien una vez me dijo que el cuerpo era lo que moría, lo intrascendente, mientras
que el alma es lo inmortal, lo trascendente, pero que para darnos la vida se necesitaban el
uno del otro.
142
—¿Por qué? ¿Qué somos “nosotros” entonces? ¿Acaso un tercer elemento que se nutre
de los dos primeros?
—Bien lo adviertes —sonrió Ígonor—. Esas son solo algunas de las contradicciones de
estas ideas, y que como tal, no implica que sean lo verdadero. Cada cual tiene sus propias
propuestas y el derecho a plantearlas.
Ígonor se acercó más a la orilla.
—¿Qué cosa es “el río”? ¿Acaso la unión del agua que corre y el caudal que la conduce?
—Podría decirse que sí —y el discípulo también se acercó.
—Entonces, ¿sin tal unión no podría haber río? ¿O existirá algo mayor, una idea
predeterminada, por así decirlo, que obliga a ambos a unirse para que formen lo que
conocemos como río?
—¿Cómo saberlo? ¿Quién daría la garantía de tal cosa? —sonrió con picardía Andrey—.
Tú mismo dijiste que son solo ideas, pensamientos, opiniones particulares de quienes las
anuncian.
—Hay una alternativa para esta pregunta. Dicen los véldeny que en realidad hay algo
mayor: la esencia —dijo Ígonor con un tono de falsa solemnidad—. La esencia es lo que
verdaderamente dice cuál es nuestra naturaleza, lo resultante de la unión del cuerpo y el
alma. Ella, a diferencia de “la idea predeterminada”, se refiere al resultado, a la misión.
—¡Vaya enredo! —protestó Andrey—. Cuando yo escuchaba hablar a los véldeny sobre
estos temas lo hacían con ejemplos y situaciones menos complicadas.
—A los véldeny les gusta basar sus vidas en un “enriquecimiento de la esencia”, a través
de un cultivo sano del cuerpo y las altas virtudes del alma, de modo que puedan “aportar
Luz” a Voa Ayande.
—¿Por eso es que siembran un árbol sobre sus cenizas al morir? ¿Para viajar hasta su
altura? —lo interrumpió el chico.
—Algo así —sonrió el maestro—. Los árboles son el símbolo vivo del Voa Arkón, El
Equilibrio. Yo en lo particular me siento próximo a estas ideas. Aquí podría entenderse a
“la esencia” como lo que acoge al cuerpo y al alma, ambos transitorios, pero en una
relación muy estrecha, de interdependencia, con la cual transcurre la vida misma. Sin
embargo, ellos no hablan de las esencias como algo predeterminado o con valores
preestablecidos, sino como un misterio constante que debemos descubrir, aunque bien
143
podamos confesar que tenemos algunas pistas. El espejo dentro del armario, si te parece
bien.
—¿Podría decirse entonces que “la esencia” del río es la de proveer vida a las tierras y a
los seres que viven en ellas? —preguntó Andrey jugando con los guijarros del río mientras
escuchaba atentamente a su maestro.
—Bien que podría ser —respiró complacido Ígonor, sintiendo el suspiro de El Alivio
luego de haberse arrepentido de iniciar una lección tan complicada como esta con un
aprendiz tan joven. Lo miró sintiéndose orgulloso de él y le estrujó los largos cabellos
siempre revueltos.
—¿Y cuál es la esencia de los humanos? —preguntó de repente el chico—. Al menos tú
has vivido entre ellos.
—Dejaré que eso te lo respondas tú —miró a la otra orilla y su rostro se volvió sombrío.
Era la primera vez que llegaban tan lejos—. Ya en otra ocasión volveremos a hablar sobre
esto.
Ambos le dieron la espalda al río y se internaron en el pequeño sendero que los
devolvería a lo más profundo del bosque.
4.
Bajo las ramas todo se presentaba apacible. El verdor de las hojas se colaba en los rincones
cubriéndolos con sus claroscuros. Las flores crecían sin permiso en la tierra y sobre las
piedras, incluso trepando sobre los árboles más altos. Las aves cantaban sin miedo a que
algún depredador estuviera al acecho. Iban y venían a su antojo volando muy lento. La luz
se colaba límpida por entre las ramas y El Cielo contemplaba celoso todo aquello que tenía
ante sí.
Andrey despertó temprano, como de costumbre, y para su sorpresa no encontró al
maestro. Dio un recorrido por los alrededores, pero no obtuvo éxito en su búsqueda.
Entonces pasó el tiempo y La Impaciencia y La Preocupación se sentaron junto al chico que
no sabía ya qué hacer.
Optó por entretenerse en algo, pero no conocía el ocio. A estas horas, por lo común,
estaría enfrascado en una instructiva actividad que Ígonor le encomendara. Así, dejó que su
144
mente viajase en lugar de su cuerpo, tendido allí, sobre la fina hierba de un claro en lo
profundo de los bosques orientales.
Ahora pensaba, pensaba mucho, pensaba en todo sobre sí, el mundo y el futuro. Ya casi
creía olvidado el pasado o al menos perdía la importancia que antes le concediera. Era
como si tomara conciencia, por vez primera, de todo lo que en su vida acontecía. Una rara
sensación, como un escalofrío o vértigo, comenzaba a dominar su cuerpo. Sentía miedo, un
inexplicable miedo que lo desorientaba. El Pasado le dijo que en realidad era su presente y
que ya era hora de que saliera de su escondite para enfrentársele.
«¿Qué significaba su existencia? ¿Quién era él? ¿Qué hacía allí? ¿Qué era toda aquello
que le rodeaba?», repensaba las viejas preguntas, pero esta vez con mayor intensidad,
sintiendo cómo lo dominaban. Caía en un vacío desconcertante de agobio muy distinto al
bosque: en él todo era desierto. Su mente se flagelaba y su cuerpo se consumía por dentro,
como marchito.
Se puso de pie y corrió, intentó huir de estos pensamientos, pero sus pies le pesaban y
una morbosa cobardía le incitaba a entregarse al enemigo. Quiso llorar, pero no pudo, solo
logró recordar todos los lamentos del pasado: ya las lágrimas de sus ojos habían madurado
y no saltaban por mero placer. Todo le daba vueltas y lo aplastaba implacablemente.
—¡¿Cómo salgo de aquí?! —gritó desconcertado al detenerse de súbito y verse rodeado
de árboles que parecían caerle encima.
—Has entrado por ti mismo —dijo la voz de Ígonor.
—¿Dónde estás? ¡Ayúdame! —exclamó jadeante, sudoroso.
—¿Por qué piensas que debo salvarte? —escuchó la voz que se había colado en su
mente.
—¡No puedo salir de aquí! ¡Me he quedado atrapado! —suplicaba dando vueltas en el
mismo lugar, rodeado de árboles que lo amenazaban.
—Eso significa que hay un dilema en tu interior que te esclaviza —susurró.
—¿Acaso no he sido un buen estudiante? —y se dejó caer al suelo.
Un silencio le decía que no estaba siendo sincero consigo mismo.
—¿Es que ha llegado la hora de escoger? —preguntó como haciendo una súplica—.
¿Acaso ya debo decidir si ser hombre o ádamer?
—Solo tú puedes responder a esa pregunta. ¿Piensas que ha llegado la hora de elegir?
145
—¡Oh! Maestro, nunca me enseñaste siquiera el rostro de la verdadera magia. ¿Cómo
podré elegirla si no sé lo que es?
—Andrey, siempre lo has sabido. Solo tienes que admitirlo.
—Yo nunca pude responder cuál es mi esencia —gimió adolorido.
—¿Eso es lo que te atormenta? —insistió el maestro.
—Siento que es hora de hacer una elección, pero no estoy seguro de qué tipo…
El cuerpo yacía torcido en el suelo. La mente divagaba por mundos extraños, mientras
su alma brillaba tenuemente en la lejanía. Fue entonces que su corazón, solo su corazón,
comenzó a latir con fuerza al rescate de todos. Latía como un recuerdo viejo, con unas
pocas palabras cien veces repetidas pero que justo ahora cobraban vida.
—¡Lo haré! —exclamó—. Elegiré si es lo que debo hacer.
—¿Y bien?
—Pero no elegiré ser humano o ádamer —dijo La Picardía—. Elegiré a mi esencia. Elijo
ir a buscarla. Dedicaré mi vida a ello.
Luego todo brilló dentro de aquel oscuro hueco al nacer una tímida llama escondida en
un rincón de las brumas. Entonces pudo dejar atrás los dominios de El Limbo y se sintió de
vuelta en el Reino de las Tierras. Abrió los ojos, miró a su alrededor y lo vio todo de un
modo distinto. Se miró a sí mismo y se sintió diferente. Mas, nunca supo si en el fondo se
trataba de un artilugio de El Temor o un despertar verdaderamente nuevo.
Ígonor se aproximó a él. Salía de entre los árboles cual numen de pasos ligeros. En su
semblante llevaba su habitual sonrisa traviesa y en sus ojos un intenso brillo. Ambos
estaban más allá del riachuelo que demarcaba el fin del bosque, adonde nunca antes habían
ido.
—Nunca me imaginé esa respuesta —dijo el ádamer—. Eliges elegir…mmm. Eso fue
muy sabio, arriesgado, pero sabio.
—¿Qué pensaste que respondería? ¿Ádamer? ¿Humano?
—No lo pensé siquiera, quiero sorprenderme con tu respuesta, solo espero que no tenga
que esperar mucho. Has elegido de una forma sabia, porque tu esencia te dice que debes
aprender más. Ocho años enseñándote y solo te he preparado para elegir —suspiró—. Muy
bien, Andrey —le ayudó a ponerse de pie—. Solo has olvidado una cosa.
—¿Cómo? —le interrogó el rostro agotado.
146
—¿Qué día es hoy?
El chico abrió la boca sorprendido y cayó en cuenta.
—¡Cierto! ¿Cómo pude olvidarlo? —e intentó sonreír, como si aquello lo salvara de
todo.
—Felicidades, hijo —y le tomó ambos codos, como es costumbre entre los véldeny.
Era el décimo tercer día luego del equinoccio de primavera del décimo quinto ciclo
luego de que la ákana Naina lo acogiera. Fecha esta que desde entonces había tomado como
su cumpleaños.
Celebraron la conmemoración comiendo juntos dos perdices que Ígonor había cazado.
Fue una jornada sin otros sobresaltos, dejando al menos, por aquella vez, que los ánimos
fueran los del ocio y el descanso. La prueba que había enfrentado el discípulo esa mañana
había sido, tal vez, la más fuerte de aquellas tantas en las que desde hace varios años se veía
involucrado. No solo se trata de aprender del bosque y sus leyes, sino del mundo interior
que llevaba escondido, de la mente que le daba conciencia a su propia existencia.
Andrey contempló detenidamente el amuleto que colgaba de su collar. Le hizo recordar
a su madre y a las ákanas, a los elfos y demás amigos del bosque, a quienes no veía desde
hacía ocho años y que no tenía la certeza de volver a ver.
—¡Los extraño tanto! —suspiraba.
—Lo sé, y debes aceptar la idea de que por el momento es muy peligroso regresar al
Valle. Piensa que ante todo los estarás cuidando a ellos —lo consoló el maestro.
—Me asusta que un día despierte y por mucho que lo intente no pueda recordar sus
rostros, sus bellos rostros.
—No pienses en eso. Es tiempo de que te centres en lo que harás con tu vida en los
próximos años. Debes empezar a desear tus propios planes.
—Eso ya lo he decidido —dijo con firmeza recordando el resultado de la prueba de esa
mañana.
—Entonces es tiempo de que te deje solo —le sorprendió Ígonor.
—¿Cómo? —exclamó asustado.
—Es hora de una prueba muy importante, aquella para la que te he preparado durante
este último año: tienes que aprender a confiar en ti. Desde hoy y hasta dentro de un año
viajarás solo. Te enfrentarás a los problemas que se te interpongan y comenzarás a aprender
147
por tu propia cuenta. Cuando se cumpla el plazo, ambos nos volveremos a encontrar. Tal
vez para entonces, incluso, hayas escogido si ser ádamer o humano.
—No, Ígonor, no. Aún no estoy preparado —dijo con el tono de voz más infantil que
encontró—. Tengo que aprender mucho más, soy muy joven aún… —no tuvo más
argumentos. Hacía solo un instante pensaba que ese día había sido el más duro, pero ya se
aterraba con lo que pudiera suceder en lo adelante.
—Sí, aprenderás mientras buscas por ti mismo tu esencia —y el ádamer lanzó una
carcajada—. ¿Acaso piensas que estaré siempre a tu lado?
—Esto no puede ser verdad —decía el chico de cuerpo larguirucho, en apariencia un
poco más maduro que otro de su misma edad.
—No te preocupes. Todo irá bien —sonreía el ádamer como si se tratase de una broma.
—¿Qué camino debo tomar? —se preguntó ya resignado.
—Lo dejo a tu elección.
—¡No lo puedo creer! De un día para otro te apareces con esto —y por instinto sujetó la
pequeña daga que una vez Ilma le regaló.
Ígonor se reía a carcajadas y el chico se molestó con eso. Pasaron juntos el resto del día.
Admiraron el entorno, pero apenas hablaron. En la noche compartieron el mismo bocado de
comida y el espectáculo de una lluvia de estrellas en el firmamento.
A la mañana siguiente Andrey despertó sobresaltado. Vio que Ígonor ya no estaba y que
era realidad todo lo que le prometiera el día anterior. Intentó recordar su rostro, pero
extrañamente solo obtuvo una mezcla de vejez y juventud.
Colocó en su cintura la daga plateada y tras su espalda el carcaj lleno de flechas, en la
mano izquierda su arco y sobre el pecho el amuleto. Miró con añoranza al oeste, pero fue
hacia el este adonde enrumbó sus pasos, el Naciente lo sedujo más.
148
Capítulo Sexto
El primer viaje en solitario
1.
El interés que le despertaba el oriente a Andrey tenía por señuelo el aroma de las tribus
humanas. Cuando el chico dispuso dar sus pasos en solitario hacia aquellas tierras, lo hacía
persiguiendo las historias que le contaran sobre los hombres que vivían allí. La necesidad
de encontrarse con un semejante permanecía aún insatisfecha y este era el momento más
indicado para complacerse tras su larga espera.
Al desandar por primera vez el bosque en solitario, el chico experimentó una libertad
que sintió muy grande. Recordó todas las veces que había añorado viajar solo y ahora que
podía hacerlo supo que debía ir despacio y con mucha cautela. No obstante, esto no le
impidió atravesar en línea recta aquel bosque desconocido, con tal de llegar más a prisa a su
destino. Su maestro una vez le había indicado que tras las colinas cubiertas de pinos, más
allá de los bosques de robles y abedules, se alzaban varias comunidades humanas.
A diferencia de sus parientes del occidente, a estas tribus se les podía considerar
pacíficas y amigables. En todas las tierras del este no existía reino alguno, ni siquiera un
gran conglomerado de hombres. Por allí solo había pequeños clanes esparcidos por doquier,
de quienes hasta hace poco habían llevado una vida nómada.
Además de esto, Andrey solo sabía lo esencial de varios de los dialectos humanos más
hablados, cosa esta que Ígonor se empeñó en enseñarle durante los últimos años. Cualquier
otra cosa que su mentor le contase siempre iba con la advertencia de que podría ser del todo
distinto en dependencia de la tribu que fuese, pues la mayoría se diferenciaba mucho entre
sí.
De este modo, caminó como dicen que hace el viento y se salió de la ruta de los Altos
Árboles, zonas de libre paso para las criaturas del bosque o cualquier extranjero, el
territorio donde podría respirar con soltura. Según las leyes del bosque, este era una especie
de corredor neutral que atravesaba los territorios que pudieran ocupar cualquiera de los
clanes.
149
Cuidó que sus pasos no dejaran huellas, tal y como le enseñó Lónar y llevó la
respiración de un insecto, como bien le instruyó Ígonor. Sus ojos estuvieron pendientes de
cualquier movimiento y sus oídos de la más pequeña anomalía. De ser descubierto solo
tendría por opción huir, pues se encontraba en territorio ajeno y estaría totalmente a merced
del apetito de sus hambrientos habitantes.
Según tenía sabido, no lejos de allí convivían tres clanes distintos de lobos, demasiados
para un territorio tan pequeño. Ninguno había decidido irse a causa del orgullo propio de la
especie y al no lograr imponerse a los demás, pese a la fama de bravos que tenían sus alfas,
se resignaron a pasar hambre por la comida que no siempre podían encontrar.
Luego de varias horas de camino, Andrey sabía que quedaba muy poco para llegar a los
próximos Altos Árboles. A solo tres virstas de esta ruta comenzó a notar un perturbador
silencio que lo envolvía todo. El chico se puso tenso y le inquietó el hecho de poder
escuchar el latido de su propio corazón. De pronto, una rama seca se quebró a su espalda.
En un giro de talón se volvió: no había nadie. Siguió adelante, esta vez con pasos más
lentos. Sudaba intensamente por el acecho del peligro, pero sin dejarse acosar por El
Miedo.
Vio el trillo demasiado desprotegido, por lo que decidió desplazarse a su derecha para
andar entre los árboles. Sin embargo, a solo unos pasos, aquel paraje de ramas y hierbas
tupidas comenzó a asfixiarlo con su atmósfera cargada de tantos olores nuevos que lo
desconcertaban y distraían.
Varias aves salieron despavoridas desde unos arbustos a unos veinte pasos de él.
Comenzó a caminar más aprisa mirando atrás constantemente cuando, al dar un traspié,
terminó en el suelo. Esta vez escuchó los pasos de la bestia que lo perseguía y sin pensarlo
echó a correr a todo pulmón.
Las cuatro patas se acercaban insistentemente y la presa lo advirtió bien. La daga de
Andrey se le cayó de la cintura y como no quería perderla se detuvo para recuperarla,
momento este que aprovechó el animal para lanzarse sobre él. El chico cerró los ojos
cuando sintió el pesado cuerpo del animal. El suelo le golpeó la espalda y el de pelo muy
negro lo apresó entre sus garras. Pero extraña sorpresa: sintió al aliento alejarse y sentarse
frente a él.
150
—Perdón —le dijo pasando su pata delantera sobre el hocico—. No lo reconocí,
protegido de Aries.
Andrey no sabía de lo que le hablaba, pero respiró aliviado.
—¿Y tus amigos? —preguntó al incorporarse—. Ustedes no suelen cazar en solitario.
El lobo agachó la cabeza y cerró los ojos. El chico pudo comprender que ya estaba viejo
y que de seguro los más jóvenes lo habían echado de la manada.
—Lo siento —le dijo con palabras de la lengua de las ákanas.
—Hace mucho que no me alimento. Me he vuelto torpe cazando y mis últimas fuerzas
las he gastado en ti —dijo pasando la lengua por toda la boca y acostándose sobre el suelo.
Andrey miró a ambos lados, aún con la respiración agitada. Quiso traerle una liebre,
pero sabía que no se la comería; su orgullo de lobo le impedía alimentarse de lo que no
cazara. Prefería morir allí, tirado en aquel rincón. El chico quería respetar sus costumbres,
pero sabía que se reprocharía dejarle desamparado.
Buscó entre los arbustos y arrancó varias hojas de plantas que conocía bien. Las trituró
entre sus manos hasta sacarles el zumo. Con la mezcla de todas formó un emplasto
aromático muy intenso. Se acercó lentamente a la bestia y puso las hojas trituradas junto al
hocico. El lobo las olió débilmente y al instante su respiración se volvió agitada. Al
inhalarlas por tercera vez sus ojos se abrieron de par en par y de un salto se incorporó,
estornudando y tosiendo.
—Te aconsejo que ahora vayas por una presa fácil para que te alimentes. Aún es muy
pronto para morir.
—Gracias —le dijo el lobo al lamerle la mano.
De súbito, y para terror de aquellas orejas, se escucharon aullidos en las proximidades.
Andrey se puso de pie y agarró con fuerza su arco. Sabía que esta vez no correría con la
misma suerte. Los arbustos se estremecieron y en breve se vio rodeado de veinte colmillos
hambrientos.
—¡Respetad al protegido de Aries! —dijo el lobo viejo interponiéndose ante los recién
llegados.
—¡¿Y quién respeta nuestra hambre?! —le replicó el líder de la jauría—. Está en nuestro
territorio, la ley nos permite comerlo. Así lo dicta el propio Aries.
—Pues yo no lo permitiré —dijo con un gruñido el viejo.
151
—Sí que eres valiente para tu edad —resopló el alfa—. Bien, si así lo deseas —y todos
sus compañeros gruñeron satisfechos.
El lobo negro dio una vuelta alrededor de Andrey y con ello lo declaró bienvenido a este
territorio. Afincó sus patas junto al muchacho y con un bufido le dijo que lucharía a su
lado. Se anunció así una pelea de cinco contra dos.
Andrey extendió el arco y lo sujetó con sus dos manos. Cuando el primer lobo se le
lanzó encima lo golpeó con tal fuerza que lo estrelló contra un árbol. De inmediato se le
acercaron dos más, dejando al viejo lobo con la misma cantidad de oponentes. Cada animal
tenía un cuerpo enorme, aunque se les veía algo enflaquecidos. El Hambre gruñó
desesperada al decirles que no podían dejar escapar aquella presa. La Tranquilidad que una
vez hubo en aquel recodo salió volando despavorida junto a las aves asustadas y los
árboles, inquietos, contaron a sus vecinos todo lo que ocurría, dando cuenta de aquellos
golpes y alaridos.
El joven humano tuvo que moverse con destreza para al menos mantenerse vivo. Era la
primera vez que se veía en una pelea como aquella, donde sus rivales resultaban expertos.
Con una mano blandía el arco de madera y con la otra apeló a su pequeña daga para cortar
cuanta carne se le aproximara. Sus sentidos se fueron aguzando hasta llegar al límite del
cansancio. Su olfato y su vista le siguieron el ritmo a sus músculos y pronto supo que no
tendría fuerzas para resistir el ataque de los lobos.
El ruido y la concentración le privaron de advertir cómo otro cazador, aún más
experimentado, se había acercado peligrosamente. Cuando fue demasiado tarde, todos
vieron a un caballo relinchando y lanzando patadas entre ellos. Flechas de madera se
clavaron en los lobos y solo uno de ellos pudo huir para salvar su vida.
—¡Nooo! —gritó Andrey al ver al nuevo amigo lastimado entre las raíces de un árbol;
corrió hacia él y vio que ya era irremediable—. Tenías que haberte ido…
—Lamento no haber podido llegar antes —se excusó el desconocido en la lengua de los
hombres.
—Él luchó a mi lado… —se reprochó el chico.
Los aullidos, ante la alarma emitida por aquel que pudo escapar, se duplicaron a lo lejos.
—De prisa, debemos irnos —le dijo el hombre indicándole que montara sobre su
bestia—. Pronto vendrán más y no podremos contra todos.
152
El de ancha espalda tiró de las riendas y juntos cabalgaron por entre la foresta en
dirección a los Altos Árboles. A dos virstas de recorrido llegaron a la zona libre de caza.
No obstante, desconfiados de aquellos gobernados por El Hambre, decidieron no aminorar
la marcha por varias virstas más.
—Bueno, aquí estamos a salvo —dijo el hombre respirando con soltura.
—Muchas gracias —respondió Andrey sin haberse percatado que lo había hecho en el
idioma de los véldeny. Ambos se apearon del caballo y tomaron un descanso.
—¿Cómo te llaman? —preguntó el hombre adaptándose con facilidad al lenguaje de su
interlocutor.
—Euandriey Yávalkaj —dijo el chico sorprendido.
—Vaya nombre: «el más hombre de los hombres, hijo de la manzana». Eso es todo un
enigma —rio—. Disculpa, no quise ofenderte. Soy Orel —se llevó la mano al pecho, como
acostumbraban los hombres de aquellos lares.
—Es un placer —dijo, ahora sonriente. Reparando cada detalle en aquel rostro
treintañero.
—¿Me ves algo raro?
—Tal vez no lo creas, pero eres el primer humano que veo en toda mi vida —dijo
emocionado, haciendo su mejor intento por hablar la lengua de los hombres—. No sabes
cuánto tiempo llevo deseando encontrarme con uno.
—¿De veras? Eso sí que es más raro que tu nombre. Hoy en día casi todos los de nuestra
especie viven juntos.
—A mí me criaron las ákanas y luego viví con los véldeny.
—¡Ya! Por eso tu acento y las palabras que mezclas en diferentes lenguas. Eres muy
dichoso si has vivido con los véldeny. Hace tanto que no les veo… —suspiró.
—¿Has conocido a alguno? —preguntó Andrey sin dejarlo de mirar indiscretamente—.
Eso también es raro. Ellos no suelen relacionarse con los humanos.
—Pues sí, he tenido excelentes amigos véldeny.
Ahora iban a pie. Disfrutaban de la tranquilidad de sentirse ya a salvo entre aquellas
altas columnas, redondas y negras, que sostenían el techo de hojas verdes que los privaba
del Sol.
153
—Bueno, ¿puedo saber qué hacía un chico como tú solo por ese bosque? —preguntó
Orel en el dialecto humano con que Andrey se empeñaba en hablar.
—Sé que ha sido una imprudencia, pero es que quiero llegar cuanto antes a una de las
comarcas humanas que están del otro lado de las colinas —tartamudeó—. Como ya te dije,
estoy impaciente por conocer a los de nuestra especie.
—Yo también me dirijo hacia allá. Vivo en una de ellas. Sus gentes se llaman a sí
mismos Lé tiní, que significa hombres veloces —le comentó Orel mientras se ajustaba el
albornoz de piel, torpemente sujeto a sus hombros.
—¡Estupendo! Estoy ansioso por ver cómo vive la gente. De ellos solo sé las historias
que me han contado.
—Si quieres te puedo mostrar el camino —sonrió Orel, aún incrédulo por las palabras
del chico—. Allá la gente es muy hospitalaria…
—He escuchado que son los más pacíficos de todos los humanos —lucubraba Andrey,
recreándose con sus propias imágenes a partir de las tantos relatos que antes había
acumulado sobre ellos.
—Creo que es cierto. En cualquiera de las comarcas humanas del este se puede vivir en
paz. Aquí nunca ha habido guerras.
Pese a las abundantes vestimentas de su compañero, Andrey sentía inquietud por las
cicatrices que pudo ver marcadas en varias partes de aquel robusto cuerpo.
—Pero tú eres guerrero, ¿verdad? —preguntó de inmediato.
—Lo fui —respondió Orel en tono sombrío—. Hace muchos años, cuando vivía en otros
lares.
—¿La guerra terminó o alguna herida te apartó de ella?
—Las guerras por las que he luchado nunca terminan, joven Euandriey —su voz se le
escuchó seca, en alerta—. En nuestros tiempos solo hay treguas y son para criar nuevos
brazos que sirvan en las próximas contiendas.
—Ojalá y mi brazo sirva para luchar la guerra final —dijo Andrey con el mismo tono de
firmeza—. Para que haya civilización entre los hombres se debe lograr una paz duradera.
La yegua dio un relincho y se detuvieron de súbito.
—Creo que hemos llegado a los límites del bosque —se percató el joven arquero cuando
vio que los árboles cedían ante la estepa.
154
—Lo mejor será que bordeemos aquella colina. Conozco un camino por el que
llegaremos más rápido —le sugirió el hombre.
—¿Qué es ese ruido? —Andrey tomó su arco y lo cargó con una flecha.
Un estruendo sordo se aproximaba haciendo temblar la tierra.
—No temas —le dijo Orel señalando al campo abierto.
Unos cincuenta caballos salvajes pasaron frente a ellos corriendo a toda velocidad,
perseguidos por otros jineteados por hombres.
—¿Qué hacen?
—Los cazan para domesticarlos. Son buenos jinetes los hombres de estos parajes. Los
caballos les ayudan a viajar y labrar las tierras.
—¿Dónde tú creciste no lo hacen así? —preguntó el chico.
—Nací y me crie en las tierras de las Llanuras Centrales, o el Centro, como le llaman
ellos con orgullo. Allá también existen buenos jinetes, pero son muy pocos en comparación
con los que encuentras por aquí —le contaba Orel acariciando a su yegua—. Viví mucho
tiempo allá, aunque en la mayor parte de mi vida la he dedicado a recorrer todas las tierras
conocidas.
—Debes tener muchas historias para contar —suspiró el adolescente disfrazado de
niño—. Vaya, eso sí que es suerte. Yo quiero hacer lo mismo, y de hecho es lo que
pretendo con este viaje —su rostro se le veía iluminado.
—Podría darte algunos consejos para el camino —dijo Orel sin ocultar la envidia que
sentía por aquella juventud que ya no volvería.
2.
Aquella tarde de primavera resultó muy calurosa. Ambos acordaron refrescarse y descansar
antes de continuar la marcha, por lo que decidieron hacer parada en un riachuelo que
encontraron cerca del camino.
Orel le quitó al caballo los dos costales que cargaba y lo llevó para que tomara agua. Él
mismo se quitó sus pesados ropajes de cuero y los colocó sobre las piedras. Se deshizo
luego de la camisa y el pantalón de lana y se acercó al río.
155
«Está fresca», le advirtió y de un salto se lanzó al agua. Andrey, ruborizado ante la
desnudez de un semejante, lo pensó un poco antes de seguirlo. Tímidamente se desvistió y
caminó por los guijarros hasta que el agua lo cubrió hasta el cuello.
En aquella parte del río se formaba una especie de estanque donde el agua perdía el
ímpetu de la corriente. De todas formas, el chico se quedó en el mismo lugar, procurando
mantener el equilibrio.
—¿No sabes nadar? —le preguntó Orel.
—Apenas me mantengo a flote —confesó.
—¿Le tienes miedo al agua? —sonrió—. Es más común de lo que piensas.
—El agua en realidad me atrae, pero al mismo tiempo no puedo soltarme y dejarme
llevar. Es como si quisiera secuestrarme y mi cuerpo se resiste. Aun así disfruto cuando
estoy dentro de ella —dijo con suaves palabras al tiempo que paseaba sus manos por la
superficie—. Dicen los sabios que el mayor poder viene del agua…
Orel lo miraba extrañado, como si no comprendiera lo que decía, tal vez trastocado por
el modo en que mezclaba las palabras, en su heroico intento por hablar en la lengua
humana. Aquellas ideas le hacían preguntarse por un acto tan simple como lo era para él
nadar. Él advirtió que aquellas no eran palabras vanas, sino síntomas de aquellos que
tomaban el camino de los ádameres.
Fue entonces que advirtió algo:
—¿Qué es eso que cuelga de tu cuello?
—¿Esto? Un amuleto, un regalo de mis padres.
Orel clavó la vista en aquel símbolo y quedó preso de los recuerdos que le trajo el
pasado. Años de lucha y sangre se precipitaron ante sus ojos hasta detenerse en aquella
noche última en la que vio morir a muchos de sus hermanos.
—¿Has visto alguno como este? —preguntó Andrey al percatarse de su reacción.
—Sí, varios, de hecho, solo que no estaban rotos como este y hechos de otro metal —
contuvo la respiración—. Creo que debemos irnos, no podemos permitir que la noche nos
sorprenda en el camino —dijo mientras salía del estanque.
El Sol comenzó a ocultarse dejando atrás unas nubes de colores áureos y violáceos.
Andrey se detuvo un instante y, extendiendo las manos a Poniente, devolvió como cada día
sus energías al imperecedero.
156
—¿Quién te ha enseñado a hacer eso? Son pocos los véldeny que practican esas
costumbres —le preguntó extrañado el hombre.
—No, ha sido mi mentor. Los véldeny, en su mayoría, realizan la Ceremonia a los
Árboles.
—Yo antes practicaba esas costumbres, pero hace mucho que las he dejado.
—¿Eso no te debilita? No conviene descuidarlo. Además, no son simples costumbres —
le reprendía el chico con el vivo aliento de un adulto.
Orel pensó en el tiempo en que llevaba viviendo desconectado de todo, como un
ermitaño escondido entre los de su propia especie. Mientras caminaba repasó las imágenes
del pasado que recordó glorioso y sintió nostalgia por él. Las palabras de Andrey lo sacaban
del ensimismamiento que por más de una década lo habían hecho prisionero y del que había
intentado escapar hace unos días, en su viaje al oeste del cual regresaba ahora.
—Bueno, hemos llegado —le anunció una vez que remontaran la ligera colina.
—¡Es perfecta! —exclamó el chico con la voz de La Emoción, que le hizo ver en aquel
claro de humildes chozas la forma ideal con que siempre había imaginado el hogar de los
hombres.
Una veintena de sencillas casas de madera y paja se alzaban desordenadamente en un
llano cercano a las fronteras del bosque y a orillas de un discreto riachuelo. En el centro de
la comarca había un espacio donde una atalaya, también de madera, se alzaba a la altura de
unos cinco hombres. Del otro lado de la llanura se distinguían los campos de cultivos.
—¿Eso para qué es? —preguntó Andrey apuntando al mirador.
—Desde ahí podemos vigilar los alrededores. Es nuestra forma de proteger la aldea.
—¿Ya todos duermen? —se inquietó el chico, al no ver a nadie fuera.
—De seguro cenan. Para ellos ya es tiempo de descansar y contarse historias junto al
fuego de sus hogares.
—¿Y aquellas luces?
—Son los vigilantes. En las noches encendemos hogueras alrededor de la aldea para
alejar a los animales merodeadores. Mira, ahí viene una. Te la presentaré.
El crepúsculo anunciaba el fin del día, cosa esta que molestó a Andrey, pues su ímpetu
le invitaba a recorrer todo el lugar y hablar con sus gentes.
157
—¡Gran Hombre! ¡Orel! —exclamó la señora, de baja estatura y cuerpo regordete—.
Pensé que no llegarías. Me tenías preocupada.
—Es que sucedió un pequeño incidente y…, bueno, todo salió bien. Este es Euandriey,
viene de las tierras centrales —le explicaba en el dialecto de aquellos hombres, un tanto
diferente al que Ígonor le enseñara a su discípulo, pero lo suficientemente parecido como
para entender lo básico.
—Bienvenido, hijo. ¿Qué haces tan lejos de casa? —le interrogó paseando su antorcha
alrededor.
—Señora, mi casa está donde esté yo —le espetó Andrey ante la incómoda mirada de
aquellos ojos que lo escudriñaban como si fuera un bicho raro.
—¡Vaya con el trotamundos! —reía la mujer a carcajadas dejando ver sus dientes
amarillentos y pasándole la mano por la cabeza y estrujando aún más su pelo.
—Hermosas ropas las que llevas —advirtió—. Nunca he visto otras parecidas.
—¿Bahor ya llegó? —preguntó Orel en tono de preocupación.
—Lo siento, aún no —dijo ella con pena y obtuvo un suspiro por respuesta.
—Ahora nos vamos. Tenemos hambre. ¿Verdad, Andrey? Además, queremos descansar.
Mañana será otro día.
—Tengan paz —sonrió la vigilante—. Andrey, tengo dos hijos de tu edad. Mañana
podrán jugar juntos.
Andrey la miró extrañado, sintiendo el peso de su daga, el arco y el carcaj con flechas.
—Eh, sí, sí —tartamudeó. Cuando dieron media vuelta Orel le guiñó el ojo y sonrió
cómplice.
La cabaña de Orel era bastante parecida a las del resto del poblado, apenas se componía
de tres piezas y un desván para los granos: en el espacio principal había una hoguera,
acondicionada para los menesteres de la cocina, el piso era de tierra pisoteada, dos rústicos
bancos para sentarse y una escalera que conducía al ático. Separadas por lonas de cuero
estaban las dos restantes habitaciones, ambas con suelo de madera. Una estaba provista de
un gran lecho para dormir y la otra servía para guardar cuanto su dueño poseyera. Nada
adornaba o tenía la intención de hacerlo, pero todo estaba bien ordenado y limpio.
A Andrey se le hizo un nudo en la garganta al comparar la precariedad de la morada con
el lujo en que vivían los véldeny. Por un instante sintió que había viajado a través del
158
tiempo y en su mente Bosque Dormido pasó a ser de repente el futuro que deseaba para los
de su especie.
Desde hace un tiempo él estaba acostumbrado a tener por techo al cielo y por lecho a las
finas hierbas, pero eso se justificaba porque recorría constantemente los bosques para
aprender de ellos; pensaba que todos aquellos que vivían siempre en el mismo lugar tenían
comodidades similares a las que encontrara en la villa de Bosque Dormido. En reiteradas
ocasiones le habían dicho que los humanos se encontraban todavía en un “período
primitivo”, pero no fue hasta ahora que comprendió bien lo que esto significaba.
Tales pensamientos los supo disimular, aunque en el fondo sintió pena por Orel. Se
preguntaba qué lo forzaba a vivir así, sabiendo cómo vivir mejor. Claro, al verlo tan
relajado y a gusto por encontrarse en su hogar, comprendió que su estampa de guerrero
estaba por encima de las comodidades. Entonces Andrey conoció a La Modestia y quedó
prendado de su bello rostro.
—Debes sentirte incómodo —le dijo el anfitrión—. Seguro estás acostumbrado a dormir
al aire libre. Sé lo que se siente. Al principio de haber dejado mis andanzas me sentí igual.
Si lo deseas puedes dormir fuera.
—No te preocupes, yo me adapto fácilmente a cualquier sitio y te confieso que hace
mucho deseo poder descansar bajo el cobijo de un techo.
—¡Bien! —se alegró el anfitrión que ya preparaba en el fuego lo que les serviría de
alimento—. Tendremos que contentarnos con estos granos cocidos. Llevaba días fuera de
casa y no tengo reservas de carne.
—Orel —dijo Andrey apenado—, quiero agradecerte una vez más por haberme salvado
y por haberme acogido, en especial por no tener necesidad de hacerlo.
—Estoy muy contento de haberte encontrado —le respondió La Sinceridad—. Te miro y
me reconozco cuando tenía tu edad. Tuve un pasado similar al tuyo.
Ambos se sentaron a disfrutar del calor del fuego.
—Esto sí que está sabroso —dijo Andrey saboreando hasta el último grano de aquel
pozuelo de barro—. ¿Qué es?
—Aquí lo llaman shuka.
—¡Viva la shuka! —exclamó El Hambre.
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Orel le acondicionó el desván y allí lo vio quedarse dormido apenas se acostó. Se
compadeció de aquella criatura que encontró en el bosque a punto de ser presa de los lobos,
tan joven y sin que nadie lo asistiera. «¿Quién podría haberle abandonado así? ¿Cuánto
tiempo llevaría valiéndose por sí mismo?». Por un instante recordó su propia niñez y deseó
profundamente que todos los niños pudieran tener una infancia de verdad, como aquella tan
sana y tranquila que encontrara en la comarca de los hombres donde ahora vivía.
Sentose frente a la hoguera a meditar sobre los asuntos que acontecían en su vida y los
recuerdos que aquel adolescente le hizo revivir. Sus ojos yacían clavados en las llamas,
como si estas le dijeran algo. Solo pudo dormir cuando el fuego se extinguió.
3.
Una suave neblina volaba por entre las chozas de regreso al oscuro bosque. El Sol apenas
salía tras las Montañas de Naciente y en la aldea de los Lé tiní los primeros hombres iban
en dirección de los cultivos. Andrey, en absoluto silencio, se dedicó a observar la rutina
mañanera de sus parientes lejanos. Se había despertado cuando todavía era de noche y su
curiosidad lo sacó de la cama con renovados ánimos, diciéndole que su primer día junto a
los de su especie ya había comenzado.
Fue así como ayudó a los vigilantes a apagar el fuego de las hogueras aún prendidas y
cargó junto a dos hombres el heno con que alimentaban a los caballos recién capturados,
encerrados en los corrales. Ellos, en agradecimiento, le brindaron frutas frescas y un tarro
de leche acabada de ordeñar. Cuando el Sol logró pincharlo con todos sus rayos, regresó a
la caballa de Orel.
—Pensé que no te despertarías —dijo el chico, quien llevaba ya un buen rato frente al
fuego cocinando dos codornices que había cazado—. Espero que te gusten estas frutas.
—¡Qué energías! Oye, eso huele bien —bostezaba Orel luego del profundo sueño, tan
deseado después de su largo viaje.
—Yo no suelo comer carne en las mañanas, pero los vecinos me dijeron que tú sí lo
hacías —le dijo sonriente—. Ya casi está lista.
El desayuno fue rápido y silencioso. Ambos habían comprendido que estaban tan
hambrientos como los lobos de ayer. La shuka había resultado muy sabrosa la noche
anterior, pero una comida como aquella era lo que realmente necesitaban.
160
—¡Orel! ¡Orel! —le llamaban. Dos chicos de unos diez años de edad se asomaron
tímidamente a la puerta—. Es él, es él —se susurraban el uno al otro.
—Pasen, pasen —dijo el dueño, mirando de reojo a su invitado. Orel les brindó dos
manzanas, pero ellos no le hicieron caso.
Se llamaban Leno y Yeno, los hijos de la vigilante de la comarca que saludaron ayer,
dos siameses de pelos desgreñados tan delgados como el propio Andrey. Ambos chicos,
como el resto de los letinís, tenían un semblante tosco, en especial si se les comparaba con
los humanos de las Llanuras Centrales. Sus ojos eran claros y la estatura no muy alta.
Vestían sencillas ropas hechas de lana y calzado de cuero.
—¿Es cierto que vienes del oeste? —preguntaron estupefactos—. ¿Tú solo? Nuestros
padres dicen que allá los hombres pelean mucho entre sí.
—Bueno, eso… —pero ni siquiera le dejaban responder. Ambos se deslumbraban con el
forastero, sus ropas y todo lo que llevaba encima. «¿Cómo era posible que alguien de su
propia edad ya hiciera cosas que solo los adultos más valientes hacían?». Se preguntaban
con celo.
—¡Por eso tiene armas! ¡Mira este arco, Len!
—¡Mira estas flechas, Yen!
—¡No jueguen con eso! —exclamó medio molesto ante el inesperado acoso.
—¿Eres guerrero? —preguntaron abriendo sus grandes ojos.
—No exactamente —respondió Andrey, incómodo por aquella invasión de niños que, al
parecer, nunca habían ido más allá de la aldea donde nacieron.
—¡Ya sé, eres cazador! ¿Has matado algún oso?
Andrey miraba atontado a Orel sin saber qué responder. Este último tenía el rostro
colorado de tanto contener la risa, disfrutando de la escena en que su pequeño amigo se
encontraba atorado.
—Mi mamá dice que los hombres de las Llanuras Centrales son muy malos, pero yo no
le creo mucho —comentaba Leno—. Tú pareces uno bueno…
—Si fuera uno de los malos, no habría podido llegar hasta aquí —le rectificó el
hermano—. Además, ya los Jinetes Blancos los mataron a todos.
—¡Bien merecido se lo tuvieron! —exclamó aliviado Leno—. ¡Por avaros!
Andrey miró esta vez a Orel con el cejo fruncido.
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—¿Hasta aquí han llegado esas historias? ¿Cómo es posible? —preguntó en la lengua
velden.
—Las tierras de Periéria son extensas, Andrey, pero no lo suficiente como para evitar el
ir y venir de Las Voces —dijo Orel con las palabras de La Picardía. Leno y Yeno se
quedaron en silencio, mirándolos hablar en una lengua desconocida para ellos.
—Pues a Bosque Dormido apenas llegan y está mucho más cercano de las Llanuras —
suspiró el chico recordando lo difícil que siempre le resultó que allí le hablaran de lo que
ocurría más allá de sus fronteras.
—Dicen que ese bosque en particular está bajo un conjuro de silencio —le respondió
Orel—, pero la verdad es que a los véldeny no les importa mucho lo que sucede fuera de
sus países y reinos.
—Pues este asunto de los Jinetes Blancos hizo mucho ruido entre ellos, según me han
contado.
—Andrey, ¿qué sabes de los Jinetes Blancos? ¿Qué te han dicho los véldeny? —ahora la
mayor inquietud la portaba Orel, deseoso de saber la versión de la historia que transmitían
aquellas criaturas a las nuevas generaciones.
—Solo sé que eran los guardianes del misterioso “El Punto”, cosa que hasta el día de
hoy nadie me ha sabido explicar qué es —y se encogió de hombros—. El hecho es que lo
que creyeron como una vieja leyenda se convirtió en motivo de preocupación para ellos. Y
resulta que el kirli Álahor de Bosque Dormido era el jefe de este ejército secreto. Para
desgracia suya, cuando disolvió a los Jinetes por no cumplir su cometido, varios de estos se
vengaron y lo asesinaron.
—¿Y nada más? ¡Malditos sean! —exclamó molesto y se puso de pie dejando a un lado
los huesos ya sin carne de las codornices.
—Esto me lo contó un amigo —continuó Andrey sin darle mucha importancia al
asunto—. Pero ya nadie habla de este tema. Son historias que todos evitan; hasta suele
verse como de mal gusto cuando alguien las evoca. Cuando se descubrió la relación de
Álahor con estos misteriosos guerreros aumentó el desdén de los demás véldeny sobre los
de Bosque Dormido.
—Los demás véldeny siempre han mantenido la distancia de ellos —resopló Orel.
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—¡Ya quisiera yo hablar con uno de esos otros véldeny para saber por qué se la dan de
importantes! —exclamó.
Desde fuera se escucharon vítores, interrumpiendo la conversación. Leno y Yeno
salieron corriendo y regresaron exclamando: «¡Llegó, llegó!». Orel, como embrujado, salió
cual bólido de su cabaña. Andrey, sacado por La Curiosidad, hizo lo mismo.
Casi la totalidad de los habitantes de la aldea saludaban emocionados a un hombre que
llegaba en su caballo. Alto, fornido y de brillante sonrisa que recordaba un tanto a Orel.
Ambos se abrazaron fuertemente al encontrarse. Todos sonreían ante la amistad de los
Grandes Hombres de la aldea. Como por encanto aparecieron flores, frascos con libaciones
y cestas de frutillas para engalanar y agasajar al recién llegado.
—Comenzaba a preocuparme por ti —le dijo Orel, cuando lograron dejar atrás a la
multitud.
—El viaje fue harto difícil y… —vaciló un poco— las noticias nada buenas.
—Primero descansa. Luego tendremos tiempo para conversar. Vamos a la cabaña, allí
estaremos mejor.
—¿A quién tenemos aquí? —preguntó Bahor al ver a Andrey parado junto a la puerta.
—Se llama Euandriey, un joven amigo que ha venido desde el Centro a «recorrer y
conocer estas tierras».
Bahor le estrujó el pelo en señal de saludo, pero apenas le sonrió.
4.
El día apenas comenzaba y Andrey recorrió de nuevo a la aldea como el niño que busca
amigos con quienes jugar. Exploró cada esquina con sana indiscreción y habló con sus
gentes mientras les ayudaba en sus faenas. La vida de aquellos humanos le pareció muy
apacible y los vio regocijarse de su trabajo en la tierra. Para ellos lo importante de cada
jornada era saber del buen estado de los sembrados, de las recolectas en el bosque, de la
leche y la carne de sus ovejas.
El clima agradable de cada mes del año, la pacífica convivencia con los habitantes de las
aldeas vecinas y el consejo de aquellos dos virtuosos forasteros que llegaron un día desde el
oeste, les otorgaba la ventaja de vivir en abundancia y dar los primeros pasos como tribu
sedentaria.
163
El despertar de esta buena época los sorprendía con el uso de los instrumentos de piedra
y madera que heredaran de sus padres y abuelos nómadas. El Arte apenas asomaba la
cabeza en los pocos ratos de ocio de sus habitantes y la fiel repetición de sus costumbres
marcaba los tiempos con que vivían. Saber de los metales fue una extraña magia que
supieron de boca de Orel y Bahor, pero confesaron tenerle miedo. Las matronas de la tribu
opinaban que era mejor atenerse al consejo de sus antepasados y no ir por el camino que
desvirtuaba el orden impuesto por La Naturaleza.
De todo lo visto, lo más que llamó la atención del visitante fue justamente la devoción
que sentían hacia todo lo vivo. Creían en La Naturaleza como la más poderosa divinidad, a
la cual le rezaban y construían pequeños altares a la entrada de cada cabaña. La llamaban
Án tiré, La Madre, y a ella le pedían en los malos tiempos y le daban ofrendas en sus
festividades. Esta fue la primera vez que Andrey pudo distinguir entre las notables
diferencias de dos civilizaciones, la velden y la humana. Al fin podía ver aquellos
contrastes de los que tanto le hablaran Ígonor y Lónar.
Entre los véldeny la espiritualidad se expresaba en el trabajo individual y colectivo por
mantener el equilibrio, la vida misma del Voa Arkón, ese mundo hermoso y frágil en que,
según ellos, vivimos todos. Cada quien entendía y sentía esto a su propia forma, sin que
alguien o algo le dijera cómo hacerlo, sin la sombra de templos o libros sagrados. La
Tradición era libre y nunca atada a la rigidez de rituales o frases hechas. Se alimentaba del
aporte de cada ser. Ceremonias colectivas como el baile entre los árboles y otras tantas eran
costumbres que iban y venía con la pasión de sus gentes. Ellos las entendían como el
momento común en el que cada quien compartía la forma peculiar de dirigirse al Creador y
Su Obra. A la figura central en la cosmovisión velden solían llamarle Voa Ayande, Lo
Primero, Quien inicia, Quien crea. No se trataba de un padre o madre suprema, sino de lo
que crea y es creado, lo que nace de sí mismo.
Por otra parte, estos humanos de las tierras del este tenían un sentido expresamente
matriarcal de comprender aquello que daba la vida. Para ellos no existía ninguna duda de
que la fecundidad yacía en lo femenino, por lo que en sus lenguas se referían directamente
a La Madre. Su mirada al mundo se reducía a la de una madre dadora y todopoderosa y la
de sus hijos fieles y obedientes.
164
Entre estas gentes el celo por la tradición era una parte muy importante en sus vidas.
Cuidaban de transmitir exactamente las palabras legadas por sus antepasados y no toleraban
otro tipo de interpretaciones o creencias extranjeras, cosa esta que contrastaba con la
cantidad de clanes y tribus vecinas esparcidas por este territorio, donde las cosmovisiones
variaban de aldea en aldea.
En sus paseos por aquel sitio, Andrey también descubrió que sus gentes desconocían las
artes de la escritura, la cristalería y la ebanistería, aunque sí dominaban la alfarería. Solo
sabían comunicarse por la expresión oral y con ella construían sus sencillas herramientas.
Solo los hombres adultos portaban armas, o mejor dicho, instrumentos de labranza para
múltiples propósitos. Los jóvenes apenas recibían nociones de defensa; todo el tiempo lo
dedicaban a ayudar a sus padres en la siembra y recolección de la cosecha, así como en la
cría de animales.
Cada familia tenía como líder a su abuela de mayor edad y experiencia. Estas matronas
veteranas, reunidas conformaban el Consejo, máxima autoridad para todos los habitantes.
Ellas decidían sobre cada cuestión e impartían justicia de ser necesario.
—La próxima aldea está a una mañana de camino en aquella dirección —le indicó una
anciana de pelo muy largo—. Ellos se hacen llamar Esh mek, los hijos del halcón. Hablan
un idioma muy distinto al nuestro y suelen ser tercos como las bestias —refunfuñó
haciendo una mueca de desprecio.
—Abuela, ¿cuánto tiempo llevan viviendo aquí? —le preguntó Andrey sentado en el
suelo ante ella.
—Hace dos generaciones atrás. Nosotros emigramos de las tierras del noroeste del mar
Pequeño. Teníamos miedo de que fuéramos invadidos por los hombres del Centro.
—¿Por qué querrían invadirles? Todos hablan de la maldad de esos hombres, pero nadie
me explica lo que en definitiva hacían.
—Dicen que atacaban con sus guerreros a las aldeas vecinas y les hacían pagar tributos a
cambio de la vida misma —carraspeó su garganta.
—¿No pudieron defenderse de ellos?
—Ellos eran más numerosos y poseían armas superiores a las nuestras —se exaltó la de
ojos pardos y muchas arrugas.
165
—Los véldeny me hablaron mucho de sus propias historias y sobre un pasado que nadie
recuerda, pero nunca me abundaron sobre los hombres. Mi maestro tampoco me decía
mucho —fingió con tal de obtener más información.
—¡Esas salamandras son criaturas impredecibles y mezquinas! ¡Albinos malditos!
¡Gente asquerosa! —exclamó molesta haciendo temblar sus muchas arrugas—. ¡Claro que
no te podrían haber dicho gran cosa! Son fantasmas que solo saben vivir escondidos en sus
bosques y matan sin piedad a todo aquel que se acerca a sus territorios. Mi abuelo conoció a
un par de ellos. Me dijo que en aquel entonces los nuestros pasaban por un gran apuro y les
pidió ayuda. Ellos le dieron la espalda.
—Tiene que haber un error —se asombró Andrey—. Siempre escuché palabras tiernas
cuando los véldeny me hablaban de los hombres. Ellos nos aman —insistió.
—¡Pues te engañaron como a un tonto! Si realmente nos amaran no habrían permitido
que los del Centro hicieran tantas guerras. Ellos nos abandonaron a todos por igual, a
culpables y a inocentes. Los muy petulantes se creen seres superiores y aspiran a la
imparcialidad tal y como lo hacen los dioses y otras tantas criaturas de los cielos.
Desprecian la tierra y a quienes la habitan. Ellos no son inmortales, son mortales como
nosotros y nos traicionan por eso —exclamó exaltada poniéndose de pie—. Ellos tenían el
poder para terminar desde un primer momento con las guerras. ¡Su lugar y acción
corresponde al Reino de las Tierras y no al de los Cielos! —terminó agotada. Volvió a
sentarse cómodamente en su silla de madera y pieles—. Por fortuna hace más de una
década que tenemos paz —resopló aún inconforme.
Una vez más La Confusión le dijo a Andrey de la forma más pícara que cada quien
insistía en contar la versión de los hechos a su manera. Su propio dibujo sobre aquel
conflicto resultó entonces igual de difuso. Supo así que en lo adelante debería tener mucho
cuidado con La Historia y con aquellos que le daban de comer con sus propios relatos.
La anciana se había dormido dejando a medias sus palabras. El chico se compadeció y la
dejó descansar. En silencio se puso de pie y vio que ya no había nadie en los alrededores.
A la caída de la tarde, el joven forastero vio de nuevo cómo el humo salía de las
chimeneas. Aquel primer día entre humanos le resultó demasiado corto para todas las
preguntas que tenía por hacer. Sentado sobre un tocón a orillas del camino se quedó sin
166
alguien con quien hablar. Cada cual se fue en busca de la comida que en casa preparaban y
de las historias que juntos se contarían.
Andrey se consoló a sí mismo con el hecho de que tendría mucho tiempo por delante
para hablar y compartir con cuanto humano pudiera encontrar, prometiéndose viajar de
aldea en aldea. Aquel primer día lo dejó con la extraña sensación de no poder encontrarle
un sabor a su primer contacto con los de su especie. Intentó formularse una impresión, pero
supo que era demasiado pronto. Ya los acompañaría en el trabajo del campo y la cría de
aves y ovejas, ya bailaría con ellos en sus fiestas con cada cambio de Luna y aprendería a
ver la vida tal y como ellos lo hacían.
Cuando las primeras estrellas se dejaban ver, el chico regresó a la cabaña de Orel con un
pato salvaje que atrapó a orillas del río. Al llegar escuchó dos voces que discutían.
—¿Qué sucede? —preguntó al ver a Bahor intentando quitarle a su amigo un bulto de
sus manos.
—Nada, no te preocupes —dijo Orel al recuperarlo.
—¡Es una locura! Escúchame, por favor —insistía Bahor.
—Si tú no quieres ir, yo iré solo —le respondió Orel con rabia.
—Aquí estamos bien, por qué sacrificar la paz que tanto trabajo nos costó encontrar.
Orel lo miró con desespero en los ojos y le respondió:
—Si no lo hago, nunca podré dormir tranquilo —y salió con largos pasos de la cabaña.
—¿A dónde vas? —preguntó Andrey al ver que cargaba los costales de su caballo.
—Fue un gusto conocerte, joven Andrey —dijo tomándole de los hombros—. Puedes
quedarte el tiempo que quieras. Estoy seguro de que Bahor y tú se llevarán bien. Yo debo
marcharme de inmediato —montó a la bestia y salió a toda prisa de la aldea por el mismo
camino en que ayer había llegado. Ni siquiera miró atrás.
Yávalkaj entró a la cabaña y encontró a Bahor con sus manos sobre la cabeza sentado
frente a la hoguera.
—¿Por qué lo dejé ir? —se reprochaba entre murmullos.
—Aún estás a tiempo de alcanzarlo —le dijo Andrey con una fulminante mirada,
enojado porque aquel hombre no comprendiera lo obvio de cómo debía actuar.
Bahor alzó su cabeza y se encontró ante sí a La Prudencia.
—¡Tienes razón! —agarró su espada, fue por su caballo y galopó tras él.
167
El chico no supo de qué se había tratado todo aquello. Solo lamentó haber perdido tan
rápidamente a aquel amigo y le preocupaba la forma en que le dijo adiós. «¿Qué noticia le
habría traído Bahor para que partieran de ese modo?». Lo más seguro era que nunca lo
sabría y tuvo que conformarse con eso.
Intentó preparar la shuka, pero solo obtuvo como resultado algo raro e incomestible.
Miró frustrado a través de la puerta, todavía abierta, y vio con recelo el camino oscuro
hacia el bosque. Terminó perdiendo el apetito y regaló el pato al vecino de al lado.
Al día siguiente se despidió de todos. Encomendó la cabaña de Orel a una de las
vigilantes y le contó lo sucedido. Ella pareció no inmutarse, se limitó a rascarse la parte de
atrás de la cabeza y lanzar un breve suspiro. Leno y Yeno lo acompañaron a la salida,
contentos porque Andrey les permitió sostener sus armas durante el trayecto.
Así de breve fue la primera experiencia en sus viajes en solitario. Miró por un instante
atrás, intentando sentirse complacido. Escuchó a lo lejos las voces del bosque que lo
llamaban, pero él se adentró en las estepas dirigiendo sus pasos al este.
168
Voces Shien
La sangre del príncipe
El Rumor propagó un día la noticia de que Ardel, rey de reyes, había encontrado el secreto
mejor guardado de los véldeny. Luego, Las Voces hicimos correr de boca en boca que los
hombres habían rescatado aquel antiguo conocimiento de sus lejanos parientes de la Gran
Isla que tan poderosos los hizo en el pasado. Así, El Orgullo se sentó junto al concilio del
naciente imperio y les prometió que en lo adelante todo podía ser diferente.
El joven monarca, como ádamer que era, siempre supo usar sus virtudes para garantizar
las victorias que obtenía su ejército, mas sabía que algún día no sería suficiente. Sus
ancestros le habían hablado de una fuente ilimitada de poder que hizo a los hombres más
temibles que los mismos dioses. Con ella entre sus manos no tendría rival y las guerras de
conquista ya no serían necesarias. Su indiscutible potestad irradiaría sobre Periéria con tal
fuerza que todos se arrodillarían ante su reinado.
Desde pequeño, Ardel siempre supo que uno de sus antepasados ayudó a desentrañar los
misterios de esta fuente, llamada por aquellos tiempos como El Punto o El Corazón del
Mundo, pues muchos creían que en aquel diminuto punto irradiante de luz había nacido el
universo. Su corazón acogió esta leyenda con sus latidos más fuertes y lo hizo adulto y
poderoso para que la mente buscara la forma de encontrar aquel sueño que le prometía
grandeza e inmortalidad.
Una vez coronado como rey de reyes en las Llanuras Centrales, el emperador y su
séquito de ádameres pusieron su empeño en hallar todo lo que se sabía sobre El Corazón y
las pistas necesarias para encontrarlo. Rápidamente supieron que el mejor lugar para
comenzar sería en las villas véldeny, pues aquel misterioso pueblo era el único
sobreviviente del Mundo Antiguo.
Cruzar las fronteras de los bosques de los fantasmas resultó imposible en un principio.
Tardaron años en comprender cómo las protegían y qué tipo de armas eran aquellas capaces
de matar desde lejos. Luego, una vez que pudieron entrar, tardaron otros tantos años en
colarse en sus Casas de Libros para recolectar todo el conocimiento posible.
169
Muchos espías y ádameres perdieron la vida en estos intentos. No fueron pocos los
sacrificios que el concilio secreto tuvo que realizar para hacerse de al menos una pista útil.
Pero Ardel se había prometido lograr lo que nunca pudieron sus antepasados, de modo que
no lo dudó dos veces cuando él mismo tuvo que colarse en una de las ciudades véldeny.
Al final, tanto empeño se redujo a una sencilla frase escrita en un mustio pergamino:
«Con la sangre del primogénito muerto en sacrificio se consumará la unión del metal más
valioso de las profundidades de la tierra con la piedra más poderosa caída del cielo y así
será develado el poder que controle a El Punto Divino», rezaba.
—Sin dudas el metal ya lo tenemos —le recordó uno de sus ayudantes aquella misma
noche, cuando lo vieron llegar a casa envuelto en sangre. Todos se habían apresurado en
asistirle, pero él, tendido en el suelo, solo pidió que leyeran el texto en voz alta.
—Estamos seguros de que se refiere al mineral que una vez robamos en Bosque Blanco
—dijo otro de los ádameres.
—Ya hemos aprendido a cómo fundirlo —continuó un tercero—. Pero, ¿cuál es ese
diamante del cielo? ¿Acaso tendremos que luchar contra los dioses para que lo dejen caer?
—No lo creo —intervino el más anciano de los consejeros, mirándolo con desprecio y
una solapada risa—. Mi señor, lo más probable es que caiga del cielo por sí solo.
—¿Acaso los albinos lo predijeron? —musitó el rey-ádamer, aún tendido en el suelo,
mientras intentaba ponerse de pie.
—Verá, mi señor, cada cierto tiempo una roca gigante surca volando los cielos. En su
trayectoria siempre deja caer algún fragmento. Solo tenemos que descubrir dónde caerá e ir
en su búsqueda lo antes posible.
—¿Cuándo sucederá eso? —preguntó irritado.
—Dentro de tres años —le respondió el anciano con parsimonia.
—¿Y la sangre del hijo amado? —se atrevió a preguntar el ádamer de ojos muy negros.
Todos miraron inquietos al emperador y en la habitación se hizo un profundo silencio.
—Todo sea por la gloria humana —dijo antes de abandonar el salón.
Al tiempo que el soberano esperaba la caída de la estrella, veía cómo su primogénito
crecía al compás de su propio imperio. Desde pequeño él mismo lo había entrenado como
guerrero. Entre sus planes siempre estuvo hacerlo parte del consejo de guerra lo antes
posible, porque su talento así se lo venía prometiendo.
170
Ahora lo veía allí, de pie a su lado, presto a cumplir cualquiera de sus órdenes, el día en
que preparaban toda una ceremonia para ver caer la roca del cielo. Sonrió con pena. La
molestaba el hecho de tener que cambiar sus planes. El segundo hijo todavía se gestaba en
el vientre de la madre y tendría que esperar mucho más para completar las demás
instrucciones del pergamino.
El emperador de hombres, junto a su familia y séquito, contempló con éxtasis el viaje
que la centelleante luz dejó en el firmamento. También todos pudieron observar cómo de la
cola de aquel animal sagrado se desprendió una luz mucho más pequeña que cayó en el
lejano norte.
«No perdamos tiempo, mi señor», le advirtieron sus ádameres al ver que no se inmutaba.
Ardel dudó por un momento, el sacrificio de su hijo bien que pudiera ser en vano. No
tenían ninguna garantía que de aquel intento pudiera obtener algo. Por otra parte, poner sus
esperanzas en aquel aun por nacer implicaba arriesgar años de trabajo.
Al final dio la orden y sus exploradores salieron a todo galope en busca de la piedra
celeste. Pasaron los días, las semanas y los meses sin noticia alguna. El emperador llegó a
desear por un instante salir él mismo en su búsqueda, pero en casa todo no iba bien. Varias
derrotas frenaban el ímpetu de su ejército y no confiaba en sus propios generales.
En tanto, el menor de los hijos ya se anunciaba en el vientre de la bella Dalia, reina de
reinas. Faltaba poco para que diera a luz y la tenían encerrada en su habitación bajo
constante vigilancia y cuidado. Su débil mirada contemplaba con desespero desde lo alto de
su ventana el ir y venir de unos soldados sobre los que poco sabía.
Un aire de tormenta trajo un día de vuelta a los emisarios. Llevaban consigo la pesada
carga que resultó ser aquel pequeño fragmento del cielo. Una enorme piedra albergaba en
su interior el cristal que necesitaban. Una vez ante ella, El Desespero le dijo al emperador
que no sería tan sencillo abrirla, por lo que tuvo que esperar dos meses más.
En este tiempo, quiso La Providencia que un día el primogénito escuchara tras una
puerta el destino que le prometían. Lloró de rabia por saber falsos los sueños que durante
años le ofrecieron y supo de la amarga traición de su propio padre al entregarlo como
ofrenda de muerte. Corrió por entre las sombras del castillo dispuesto a huir y desaparecer
para siempre.
171
La joya ya casi estaba lista. En el interior de un círculo metálico se dibujaba un
pentáculo perfecto de cinco puntas hecho del mismo mineral. En la intersección de sus
líneas incrustaron un diamante sin brillo alguno. Solo necesitaban la sangre que fundiría
verdaderamente los dos elementos.
Aquella misma noche, cuando los hechiceros entregaron el talismán al emperador, este
tomó una daga y, sin pensarlo dos veces, se dirigió en busca del primer hijo.
Para sorpresa suya lo encontró con un bulto tras su espalda cuando se disponía a escapar.
A sabiendas de sus intenciones el muchacho se esquivó del padre, pero los guardas le
detuvieron. «¡Madre! ¡Madre!», gritaba en desespero corriendo por los pasillos. La reina
canturreaba tranquila en su habitación al pequeño que llevaba en brazos. Sus ojos ya
estaban secos de tanto llorar y la mirada lucía perdida, presa de La Locura.
«¡Calla, cobarde! ¿Así sirves a tu reino?», le replicó el padre. «Piensa que esto es por el
bien de toda tu especie. Serías muy egoísta si te resistieras», extendió su mano con la daga
y el hijo, resignado, la tomó.
Aquella noche el rey de reyes bañó con sangre los dos elementos. De la unión del Metal
de la Tierra y el Diamante del Cielo nació el Talismán de los Mundos. Un brillo intenso
iluminó la habitación y todos supieron que ya estaba listo.
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Capítulo Séptimo
La vida entre los hombres
1.
Las estepas de Periéria llevaban la silueta de los hombres. Si bien se podían ver tribus y
clanes de humanos en los bosques y las montañas, era en estas llanuras donde se sentían a
gusto, cultivando bajo el Sol sus grandes campos y protegidos de los depredadores que
acechaban en la oscuridad entre los árboles.
Para Andrey, el paisaje en sí resultaba algo aburrido. Nada podía comparársele con los
infinitos bosques donde había vivido y viajado. En ellos no se sentía amenazado por sus
criaturas, sino en casa y a gusto. Las estepas le habrían parecido un lugar inerte de no ser
por las tribus que las habitaban. Gracias a estas, al fin cumplía su sueño de sentirse parte de
la experiencia humana.
«¡Vamos chicos, dense prisa!», gritó Rombus desde el otro extremo del campo donde
recolectaban cerezas, sacando al chico de sus pensamientos. El fortachón de casi unos
cuarenta años de edad miraba con atención para cerciorarse de que ya todos habían
terminado. La de hoy había resultado una mañana larga. Ahora solo quería regresar a casa
tal y como le prometiera a su esposa.
Atus, Yutas y Andrey recién concluían su recorrido, pero los dos nuevos amigos del
Hijo de la Manzana provocaban el rezago de llevar de vuelta las canastas.
—No estamos bromeando —le decía Yutas con una sonrisa pícara.
—Se ha pasado toda la mañana mirándote —le advertía Atus revolviéndole el pelo—.
¿Es que no te gusta?
—No lo sé, a la verdad. Es muy bonita pero… ni tan siquiera nos conocemos —se
ruborizaba Andrey ante la insistencia de aquellos dos.
—Ya nos encargaremos nosotros de eso —le respondieron a coro.
Los tres chicos cargaron las cestas sobre sus hombros y las entregaron a Rombus, quien
los miró con algo de reproche, aunque al final cediera con una sonrisa cómplice. En los
cultivos ya casi no quedaba nadie, a excepción de quienes agrupaban la colecta y llenaban
173
los sacos que más tarde transportarían con ayuda de los caballos hasta el granero común.
Luego, allí cada familia obtendría su parte, de acuerdo a las leyes y costumbres de la tribu.
«Ahora prepárense, porque se acerca el mediodía», les advirtió Rombus señalando en
dirección de la aldea.
Las siembras y cosechas de aquel verano habían sido muy buenas, cosa esta que les
anunciaba una fiesta de solsticio estival con abundante comida para todos. En esta ocasión,
como cada año, los lugareños se preparaban para descansar y divertirse, dejándose llevar
por los buenos ánimos de la música y el baile.
Los humanos de allí, como sus semejantes de los asentamientos del este, vivían de forma
pacífica en una tribu que cada año se hacía más numerosa. Aunque se encontraban cerca del
bosque, esta gente no solían entrar en contacto con los oniandros que lo habitaban, sino que
estaban concentrados en sí mismos y la cultura que nacía con ímpetu en su aldea.
Procuraban fomentar entre los suyos el legado de sus semejantes, por lo que eran muy
celosos con sus tradiciones. Allí construían sus casas de madera, paja y barro, sus utensilios
eran de piedra elaborada, criaban animales para alimentarse, trabajar el campo y hacer las
ropas con que vestían.
Hacía ya un mes que Andrey se encontraba allí, en la tribu de los Sái inéi, los hijos
dorados. Luego de transitar por varias comarcas del este, aprendiendo de sus habitantes y
sus lenguas, decidió que era tiempo de asentarse un rato en alguna de ellas e intentar vivir
plenamente como un humano más entre ellos.
Durante sus viajes conoció a los Arái, los Malány, los clanes de los hijos del lobo, el
clan de los señores de las ovejas, la tribu Jéka y los Ashii. Todos, tal y como se lo habían
anticipado, eran diferentes entre sí, aunque con un nivel de vida bastante similar. Cada uno
hablaba su propia lengua o dialecto, algunos muy distintos, otros, lo suficientemente
parecidos como para entenderse. Entre ellos no se recuerdan guerras o conflictos siquiera.
Cada cual poseía un territorio lo sobradamente grande como para satisfacer las necesidades
de su población.
En la aldea de los Sái inéi, por su parte, tuvo el presentimiento de poder encontrar un
hogar como aquellos que antes había tenido. Sus gentes hablaban con una melodía que le
resultó familiar y no pudo evitar sentirse apasionado desde el primer momento.
174
Y así lo volvió a experimentar aquel mediodía, cuando escuchó que la voz del silencio
era interrumpida por un canto que unía a los aldeanos como un mismo pueblo.
Una matrona, cubierto el cuerpo de telas de blanca lana y ceñida la cabeza con una
diadema de flores, cantaba a un gran público compuesto por los habitantes de la villa que le
prestaban devota atención. Sus manos se movían lentamente, acompañando la melodía y la
historia que narraba. Ella sabía cómo conmoverlos a todos. Aquella voz y aquel relato que,
desde tiempos inmemoriales se pasaba de generación en generación, simbolizaban el
espíritu de toda la tribu. El amor a la madre, el sentido de justicia y protección a los suyos,
el amor a lo bello y el recuerdo permanente de los antepasados resultaban los pilares de su
mundo. Y cada vez que la dama coronada en flores cantaba, todos la rodeaban en silencio,
175
los más jóvenes sentados a sus pies, los más adultos firmes a su espalda, cada quien
viéndola como lo más sagrado de sus vidas.
Después del canto, los ánimos parecieron rejuvenecer. Ya nadie recordó el cansancio del
trabajo ni las penas que los pudieran atormentar. Las risas se escucharon más que las
palabras y comenzaron a tocar los tambores con un retumbrar tan grave como las voces de
quienes los acompañaban.
El más sabio de los ancianos fue recibido por la multitud con una mirada de frenesí. En
sus manos llevaba una vasija llena de agua que colocó en el centro de los pequeños
monolitos de piedra dispuestos en círculo, alrededor de los cuales se alzaba la aldea. Las
sombras dibujaron sus límites entre las piedras y el de muchas canas, alzando las manos,
gritó: «¡La hora ha llegado!».
Todos los presente, como locos, comenzaron a mover sus pies y manos en un baile de
desenfreno a ritmo de tambor. Tal éxtasis tomó por sorpresa a Andrey, quien se limitó a
extender sus manos al Sol en posición firme y susurró versos aprendidos de los véldeny.
El chamán, ataviado con muchas ropas y prendas hechas de hueso, plumas y piedras de
colores, ordenó silencio con un ademán de mano. Asomó sus ojos a la vasija y leyó en ella
los augurios para la aldea. Sus palabras se colaron por los oídos que escuchaban atentos y
todos sonrieron aliviados ante las buenas nuevas. Así, la fiesta pudo continuar con
despreocupado júbilo.
Era solsticio de verano, un momento especial en que el Sol estaba más cerca de las
tierras, fertilizándolas con su energía y haciendo que la vida verdeciera. Coincidía esta
jornada con el fin de las grandes siembras y todos en la aldea pedían al dios-Sol que
fertilizara las semillas con su magia para así tener las mejores cosechas.
Yo los observaba con atención y alzaba la vista contemplando cómo en otras tierras
también les gustaba reunirse en aquella ocasión, cada quien con su entendimiento propio.
Luego miraba a Las Alturas y reparaba en sus astros. Entre los míos nunca existió nada
como aquello que acontecía donde los mortales. Sabíamos de memoria cada uno de los
movimientos de las estrellas y sus funciones para con el mundo, por lo que para nosotros
las interpretaciones eran otras.
De nuevo con mis ojos sobre Periéria, vi una vez más cómo estas fechas eran propicias
también para la unión entre las parejas. No hace mucho que en estas tribus el acto de jurar
176
fidelidad hacia la misma persona se venía convirtiendo en una institución que debía recibir
el reconocimiento de todos en la comunidad. Poco a poco las uniones y las familias se
acercaban a aquello que los véldeny daban en llamar “la sociedad humana”, en tanto lo que
antes resultara espontáneo e informal, ahora se venía convirtiendo en un asunto de
importancia para el colectivo.
En esta ocasión el ritual lo protagonizarían dos jóvenes. Ella y él, ante todos los
miembros de la tribu, juraron fidelidad y muchos hijos al jefe del clan. Este, a su vez,
prometió que construirían para ellos un hogar y les ayudarían a alimentar y cuidar a sus
hijos mientras fueran pequeños. Luego, una de las ancianas del consejo les dio de beber el
«aliento de la fertilidad», un jugo de frutas y hierbas que les debería ayudar con el acto de
procreación. En lo adelante y hasta que tuvieran hijos, todos en la aldea los mirarían con los
ojos de La Admiración y La Esperanza. De ellos dependía en buena medida el bienestar
futuro de su pueblo.
Andrey estuvo pendiente de todo esto que les cuento. Observaba conmovido y
entusiasmado estas costumbres que se presentaban ante él, al tiempo que su mente y cuerpo
de adolescente comenzaban a experimentar los cambios propios de su edad. Intentaba
descifrar lo que podían sentir aquellos jóvenes que tanto veía besarse y abrazarse, andando
todo el tiempo juntos y cuidándose el uno al otro. Pronto deseó tener algo de eso para sí.
Los impulsos de deseo hacia sus semejantes le iban diciendo que todo sería más
complicado en la vida de lo que pensaba, porque ya no se trataba solo de la relación entre
El Bien y El Mal, sino entre El Amor, El Deseo y La Pasión en una mezcla muy difícil de
explicar y hasta de identificar. Él, por demás, se resistía con empeño a estas emociones,
posponiéndolas sin saber por qué.
Las sombras de la noche llegaron mucho más tarde ese día. Ellas recibieron el mismo
ímpetu de la música y el baile que hubo bajo el Sol. Ahora una enorme hoguera ardía en el
centro de la aldea, rodeada por cientos de hombres y mujeres que bailaban frenéticos. Los
mayores y los menores ya habían caído rendidos ante El Sueño. Era la hora de los más
dispuestos.
—Cuando reciba al collar de la mayoría de edad, le pediré al consejo ser un guerrero —
decía Atus sin haber visto a uno en su vida, contando solo con la vaga idea que la dejaban
los relatos de los abuelos.
177
—Yo pediré ser cazadora y me iré a explorar otras tierras —anunciaba Yutas tomando
un palo por lanza y mostrando a todos sus mejores trucos. Ella se ufanaba de sus fuertes
brazos y la rudeza de sus movimientos—. ¿Y tú, Andrey, qué serás?
—No lo sé aún, supongo que un hombre como otro cualquiera —dijo encogiéndose de
hombros—. Lo cierto es que nunca he pensado en eso. ¿Por qué tenemos que escoger un
solo oficio? ¿Acaso no podemos hacer de todo un poco?
—No te preocupes, amigo —dijo la de cabellera rubia y piel clara—. Yo te enseñaré a
usar la espada y el arco. Serás cazador como yo.
—Pero si aún tú no sabes usarlos —le recordó Atus soltando una carcajada—. Además,
en nuestra tribu las mujeres no se dedican a estas tareas.
—Bueno, pues cuando aprenda —se sonrojó esta—. ¡Además, yo sí voy a ser una
cazadora! —exclamó recuperando la confianza en sí misma y encarando a Atus con sus
puños sobre la cintura.
Andrey recordó en aquel momento el día en que había llegado a esta villa, cuando se le
ocurrió esconder sus armas de joven guerrero y cazador apenas divisó en la lejanía los
techos de paja. Sabía que allí no las necesitaría: los hombres eran pacíficos y entregados al
sudor de su trabajo. Quería experimentar esta vez qué se sentía ser un niñato de aquellos sin
otra preocupación que no fuera la de ayudar a sus padres y divertirse con los amigos en los
ratos libres. Hacía meses que vestía las sencillas ropas de los hombres de aquellas estepas.
Fue en la aldea de los arái, cuando le acusaron de ser espía de los fantasmas, que tiró a un
río sus ropas véldeny.
Durante todo el tiempo vivido junto a los sái inéi fingió olvidar las peripecias
experimentadas hasta entonces, en un intento de llegar a tener una vida común de humano
entre humanos, algo que nunca había tenido. Sin embargo, sus costumbres y educación de
velden le decían en todo momento que seguían allí, inamovibles. Ya las llevaba bien dentro
y salían por sí solas con cada gesto. En más de una ocasión tuvo que esmerarse para
ocultarlas y evitar las preguntas de los curiosos. Lo mismo ocurría con las enseñanzas de
Ígonor. La filosofía de su mentor ádamer le hacía preguntarse por todo lo que veía y oía. Ya
era esclavo de ella y de su amiga La Curiosidad.
Advertir estas ideas le anunciaron un conflicto interno entre lo que siempre había
deseado y lo que, en definitiva, prendió raíces dentro de él, entre la búsqueda de sí mismo
178
como humano y la mezcla véldeny y de criatura de los bosques con que se hacía mayor, así
como también la sombra ádamer que lo perseguía. Distraído por las emociones de esos días,
decidió voltear el rostro a La Contradicción y siguió de paseo junto a La Fantasía,
entregándose a la vida humana que había imaginado siempre tener.
Atus había acogido a Andrey en su casa todo este tiempo. Fue el primero en conocerlo a
su llegada a la aldea. De inmediato se compadeció de aquel chico que llegó solo y sin
rumbo por la estepa, sin familia ni tribu detrás. Tras pasar un día en su compañía supo de
inmediato que valdría la pena trabar amistad con él. Por eso no tardó en presentarle a Yutas,
su mejor amiga. Ambos resultaban ser un año mayor que Andrey en edad, pero mucho
menores en madurez y estatura. A pesar de que ya estaban próximos a la edad en que esta
aldea entrenaba a sus jóvenes en las tareas de la defensa, sus ideas sobre manejar armas y
salir al combate seguía siendo las del entendimiento de un adolescente. Se imaginaban muy
pronto con sus lanzas y arcos explorando lejanos bosques, sin saber en verdad las
dificultades que entrañaba ello.
Andrey supo disfrutar de todo esto. Les escuchaba con atención e imaginaba cómo
hubiera sido para él mismo crecer en un entorno tan sano e inocente como aquel. Nunca les
reprochó nada, sino que les seguía en sus juegos y ayudaba gustoso en las tareas del campo.
El Hijo de la Manzana intentaba experimentar en poco tiempo toda una vida de ausencias
según las costumbres de los hombres. Preguntaba y luego reproducía, aunque fuera un poco
tarde para él, cada uno de los hábitos de aquellos humanos para sentir, al menos, que su
vida también pudo haber sido como la de sus semejantes.
Todo este juego lo tomó como un capricho de La Curiosidad, la cual experimentaba
nuevas formas de saber más. Pretender lo que no se era resultó sorprendentemente
eficiente. Claro, el esfuerzo que se requería para ello terminaba siempre por agotarlo y
hacerlo regresar a las maneras que le inculcaran en Bosque Dormido. Cada día pudo
comprobar la enorme distancia entre él y los de su especie, zanjada además por todo un
abismo de culturas y costumbres. Naturalmente, esta idea la enterró en lo más profundo de
su conciencia. No la quiso reconocer. Insistía en reclamarse a sí mismo como un genuino
ser humano.
179
2.
La adolescencia humana en Andrey no tuvo nada que ver con la disciplina de la
adolescencia velden o los agotadores estudios junto a su maestro en los bosques. El chico
descubrió que para los hombres, este era un período de exploración, en el que se era
demasiado grande para conservar la inocencia de la niñez, pero demasiado joven para fingir
la adultez. Ello implicaba elegir entre cometer muchos errores para complacer los deseos o
quedarse a un lado, soñando sobre lo que podría ser.
Cuando su mente fue capaz de entender esta realidad, lo vi estremecerse con pasión y
miedo. Por un instante yo también experimenté esos temblores y me vi a mí mismo como
un adolescente prisionero entre las nubes. A diferencia de él, yo solo podría observar y
soñar.
—Toma, es aguamiel para ti —le brindó una muchacha de unos catorce años de edad
que repartía la bebida a quienes trabajaban en el campo.
—Gracias —balbuceó nervioso Andrey.
Este se quedó inmóvil, observando sus agudos ojos, la cabellera muy rubia y la piel casi
tan clara como la de una véldem, cosa esta poco común entre los de su especie. Los
humanos de esta parte del mundo solía ser de piel muy morena y abundante pelo negro o
castaño. Sin embargo, esta tribu de “hijos dorados”, había acertado al elegir su nombre.
—Yo soy Tenia —le sonrió.
—Alegre de conocerte. Soy Euandriey Yávalkaj.
—¿Eres nuevo por aquí, verdad? Tu acento es el de un forastero.
—Sí —respondió sintiendo el sudor en sus manos.
—Bueno, espero que nos volvamos a encontrar —y siguió de largo por entre las espigas
de trigo.
Andrey se tomó el tarro de un solo trago.
—Te lo dije, Andrey. Está enamorada de ti —insistió un sonriente Atus, acercándose a
él apenas Tenia se marchó.
—Se ve de lejos —dijo Yutas—. ¿Cómo es que te quedas así tan tranquilo?
—Déjense de tonterías —replicó Andrey todo rojo por el rubor y les indicó que era hora
de marcharse rumbo a la aldea.
180
En el camino se encontraron con varias personas muy exaltadas y dando gritos de
algarabía. «¡A los caballos! ¡A los caballos!», gritaban emocionados estos hombres. La
multitud se desplazaba del centro de la comarca hasta las afueras.
—¿Qué sucede? —preguntó Andrey desconcertado.
—La carrera ya va a comenzar —le dijo Yutas lanzándose a la multitud.
Cada año los hombres de esta villa organizaban una carrera de caballos. El jinete
campeón se ganaría el respeto y la admiración de todos, un elemento importante según las
costumbres humanas para tener pareja y ganar una buena posición dentro de la comunidad.
Andrey, al ver movimiento de yeguas, sintió una vibración incontenible de emociones
que le recorrió el cuerpo y La Nostalgia le hizo recordar a la amada Etía. Desde que
abandonara Bosque Dormido no había participado en una competición, y escasamente
había montado en algún potro.
—¡Quiero uno! —dijo exaltado a sus amigos—. ¡Quiero un caballo! —terminó por
gritar impaciente al ver que la carrera estaba por comenzar.
—¿Eres tonto? Vas a hacer el ridículo —le advirtió Yutas sin saber a qué venía aquel
inesperado antojo de su amigo.
—Rápido, ¿dónde puedo conseguir uno? —insistía casi fuera de sí.
—Mi padre tiene uno con buenos bríos, pero ni sueñes con pedírselo —le advirtió Atus
igual de desconcertado—. Además, para participar en esta competencia hay que entrenar
mucho.
Los espectadores se agruparon sobre una pequeña colina, desde donde podían
contemplar todo el terreno del torneo: una enorme explanada de poca hierba. En un
extremo del llano ya los jinetes se alistaban.
—¿Qué bicho te ha picado? —le preguntó Atus al verlo irse enojado.
—Perdónalo, no conoce todavía todas nuestras costumbres —lo tranquilizó Yutas y
ambos se unieron a la multitud.
—¿Todos listos? —exclamó el árbitro.
—¡Esperen! Yo también competiré —dijo Andrey que llegaba corriendo seguido por un
caballo.
—Eres muy joven. No puedes competir —le dijo el árbitro reparándolo con desprecio.
—Yo puedo, se lo aseguro —insistió el chico.
181
—¿Y tus sacos de montar? —preguntó uno de los competidores, mirándolo ofendido.
—No los necesito, gracias —y de un salto Andrey cayó sobre el lomo de la bestia. Tomó
al animal por las bridas y se lo llevó al sitio de arrancada.
—¿Le permitirán competir? —preguntó el jinete más joven, al recordar todo el tiempo
que tuvo que esperar para poder hacerlo.
—Déjalo de una vez. ¿Qué más da? —replicó un jinete impaciente por comenzar la
carrera.
El jurado, presionado por la multitud, le permitió pasar. Andrey se incorporó a la fila de
los competidores. Pasaba sus manos por el cuello y la cabeza del animal. Le transmitió su
confianza y sus deseos de ganar, recordando con ello las enseñanzas de Lónar. Con sus
piernas desnudas, en contacto directo con la piel del caballo, le decía que era su amigo y
que lo quería, que la victoria en la carrera sería de ambos.
—¿¡Listos!? —preguntó al árbitro—. ¡A correr!
Con arrebato salieron los competidores, espoleando a sus caballos, pero siendo ellos
espoleados a su vez por la rabia del deseo de saberse vencedores. Los aldeanos gritaron
embriagados por la emoción, saltando en sus sitios e infundiendo apoyo a los jinetes.
Sabían que en aquel terreno estaban los más diestros entre los suyos, y la victoria de ellos la
sentirían como suya propia.
Yo, desde La Frontera, pude contemplar una vez más la esencia de los humanos en
pleno. Monté un caballo hecho de nubes y corrí a la par de los jinetes.
La carrera consistía en dar una vuelta a la larga llanura que se extendía más allá de los
campos de trigo. El punto más difícil era aquel en que tenían que cambiar de dirección
rumbo a la línea de arrancada, que también era la meta. La distancia no era mucha
realmente, apenas media virsta, por lo que se imponía la velocidad por encima de la
resistencia.
«¡Andrey! ¡Andrey!», coreaban sus amigos, sorprendidos al verlo cabalgar tan bien.
La carrera resultaba reñida. Doce jinetes bien adiestrados se batían en un duelo donde
buscaban algo más que el agasajo de los suyos. Mucho habían entrenado para la llegada de
ese día. En cierta medida su futuro y prestigio dependía del éxito que alcanzaran.
El corcel de Andrey tomó la delantera en la primera parte de la competición. Todos se
preguntaban quién era aquel desconocido, tan joven por demás, que ya llegaba primero a la
182
mitad del trayecto. Los competidores dieron el rodeo al poste que servía como marca y
aceleraron la velocidad en la dirección contraria. Sus adversarios no daban crédito a lo que
veían.
«¡Vamos! ¡Vamos!», exclamaba excitado. En la segunda mitad se logró un empate, pero
en el último tercio el predominio del jinete más joven fue indiscutible.
Andrey sonrió confiado y sereno cuando llegó victorioso al final. Nadie lo podía creer.
Fue una mezcla de asombro y desaire al tener por vencedor a un adolescente, encima
extranjero. Sus amigos, junto a otros no menos sorprendidos, se quedaron atónitos en
medio del silencio que se hizo por un instante en todo el campo. Luego, pasada la
conmoción, el público pareció volver en sí y agasajó al ganador con flores y vítores por tan
virtuosa demostración en el arte de la carrera equina.
Andrey, entusiasmado, le lanzó una flor a la bella Tenia, que sonreía cercana a él. Luego
llevó al caballo a la sombra para que descansara, dándole de beber y comer, la mejor forma
de agradecerle.
Le cantaron, le bailaron y le felicitaron durante todo el día rostros desconocidos. Ya su
nombre andaba en boca de los restantes jinetes, quienes le ofrecieron sus respetos y
admiración, sin dar crédito aún de la victoria de alguien de tan poca edad y experiencia.
—Nunca dijiste que fueras tan buen jinete —le comentaban sus amigos.
—Es que no hubo un momento preciso —intentó justificarse.
—¿Quién te enseño a hacerlo tan bien? —le preguntó Atus.
—Unos amigos, grandes amigos —dijo con nostalgia recordando a Etía y a Lónar.
—Sí que son buenos jinetes los hombres del Centro.
—No, ellos eran…, bueno, qué más da. Vayamos a por algo de comer.
3.
Mientras Andrey desandaba las estepas de los hombres del este, su maestro buscaba
respuestas al oeste de las tierras. Estar al tanto de lo que verdaderamente acontecía en los
reinos de los hombres de las Llanuras Centrales sería, de momento, la mejor forma de
proteger a su pupilo. Tenía que comprobar todas sus sospechas.
Tras mucho andar por sus aldeas, con la apariencia de un viejo mendigo, Ígonor supo de
las nuevas alianzas entre los hombres y la prosperidad que ahora se comenzaba a acumular
183
bajo sus techos. Habló con sus gentes y comprobó que volvían a sentir orgullo por el
imperio que una vez unió sus tierras. Ahora sus hijos crecían escuchando relatos de un
pasado que deseaban para su futuro.
No obstante, entre los hombres más poderosos, el anciano siempre escuchó que para
ellos solo había una unión entre iguales. A ninguno de sus reyes le interesaba el destino que
el viejo imperio los llevó a luchar durante décadas. El pasado era un camino que no se
debía repetir jamás.
Como sabio al fin, Ígonor supo entonces que, cuando el pueblo sueña y los poderosos
niegan, la cuerda comienza a tensarse hasta romperse. ¿Quién tiraba más fuerte ahora? Sin
dudas sus reyes, que de humildes señores pasaron a ser poderosos amos con grandes casas y
rodeados de un séquito que los alababa incondicionalmente.
Así, el ádamer supo de inmediato qué camino tomar y tocó a la puerta de aquel que
cortejaba a los reyes al tiempo que coqueteaba todo el tiempo con la plebe.
—¿Por qué dices que estás interesado en servirme? —preguntó el rey Kontos desde su
banco al fondo del salón.
—Es evidente señor mío. Los hombres están destinados a gobernar como legítimos
soberanos sobre todas las tierras. Aprecio lo mucho que usted y la nueva alianza entre
reinos hacen por lograr este fin. No podría hacer otra cosa que unirme a tan noble empeño
—respondió el hechicero.
—¿Qué te ha hecho pensar que acojo ádameres bajo mi techo? —preguntó el soberano
pretendiendo estar enojado.
—Hay cosas que solo un ádamer puede saber —sonrió el anciano—. En especial,
cuando mis hermanos de sangre se juntan en un mismo lugar. El olor es inconfundible —
dijo moviendo su enorme nariz que recordaba a la de un perro.
A Kontos se le escapó una sonrisa y ordenó a su escolta dejarlos a solas.
—¿Has estado alguna vez al servicio de un rey humano? —le preguntó en voz baja.
—Hace muchos años, mi señor, en mis mocedades, y ya ni siquiera recuerdo su nombre.
Fue por poco tiempo —mintió.
—Bien, ahora veremos con qué puedes asombrarnos. ¡Isjar, preséntate de inmediato!
Rápidamente se escucharon tres piernas cojear a lo largo de un pasillo hasta el salón.
—¿Qué desea, mi señor? —dijo inclinándose.
184
—Este ádamer, Ánomis, como se hace llamar, pide la admisión en mi corte. Quiero que
compruebes si merece la pena.
—Con mucho gusto, señor —respondió el ádamer con un gesto de resignación. Miró a
su oponente con un breve sonrisa y de repente sus ojos se encendieron.
En el lado norte de la habitación se coló un gélido frío, mientras que del lado sur se
sintió un sofocante calor. Una espesa niebla se desplazó en todas direcciones y luego se
alzó como cortinas de fino cristal. Ya los ádameres no se veían. Ahora solo se escuchaban
lejanas voces que gritaban con rabia y dolor.
Como ráfagas de luz se dejaban ver sus rostros, grandes y temibles, como proyecciones
sobre la niebla. Entre estas esporádicas apariciones se sucedían rápidos reflejos de formas
abstractas e indefinidas que iban de un lugar a otro entre las cortinas de niebla a una
velocidad apenas perceptibles por los ojos del rey. Este, complacido, lanzaba carcajadas de
aprobación.
Las tablas del salón vibraban con intensidad y solo se detenían cuando los estallidos de
luz eran más fuerte. Aquellos rostros enormes, a veces solo distinguibles parcialmente,
gritaban y se dañaban entre sí. El choque brusco del frío y el calor producía convulsiones
en ambos y amenazaban con desplomar el salón de paredes de piedra.
Muchas voces gritaban al tiempo que iban de un lugar a otro. Se les escuchaba gemir y
respirar agitados. Más que un duelo de prueba, allí había un combate cuerpo a cuerpo
donde se sangraba con facilidad. Y cuando no hubo más sangre nació el fuego, dispuesto a
quemarlo todo. Una nevada se retorció en remolinos y lo acorraló con mil espadas de hielo.
A cada choque nacían rayos como los que suelen caer del cielo y bajo las tablas se sintió un
temblor que hizo relinchar a los caballos a lo lejos.
—¡Alto! —exclamó Kontos dando un puñetazo sobre la madera—. Ya he visto
suficiente.
El salón se quedó a oscuras por un instante. La niebla desapareció lentamente y donde
ante hubo grandes imágenes de luz, ahora estaban parados los dos hechiceros, cada cual en
un extremo opuesto del salón. En ninguno había indicios de daños físicos.
—Isjar, puede quedarse, llévalo contigo —dijo desde la ventana, cerciorándose de que
fuera nadie sospechara de lo que ocurría dentro.
—Como lo desee —dijo el ádamer, mirando con recelo a Ánomis.
185
Kontos vio a los ádameres escurrirse en silencio por el oscuro pasillo. Para cuando los
sirvientes llegaran a interesarse por su salud tras los temblores, el amo los despidió con
ofensas y reproches.
Más allá de su balcón la villa se levantaba distinta. El viento no apestaba a mugre y su
gente iba de un lado a otro con más afán, al saber que el trabajo honesto rendía frutos. La
riqueza que una vez hiciera grande al reino de Árdelen borraba el mal sabor de los años de
miseria y enfermedad. Ahora nacían muchos hijos y en las noches se escuchaban bailes y
cantos alrededor de las hogueras.
Todavía se distaba mucho de los mejores años del imperio que Ardel gobernara, la
ciudad de piedra seguía en ruinas y era temprano para levantarla. Sin embargo, ya Kontos
no iba a ponerle flores a los emperadores cada mañana. Su corte de ádameres lo mantenía
despierto hasta muy tarde y la de campesinos lo levantaba muy temprano en la mañana. En
sus pocos ratos libres se encerraba en su alcoba a contemplar la joya azul que una vez cayó
del cielo. Al mirarla podía escuchar voces que le decían que el príncipe seguía con vida y
que pronto estaría junto a él, como el hijo fiel que nunca tuvo.
4.
Son muchos los pretendientes de La Victoria, mas son pocos los que logran desposarla.
Lamentablemente, algunos no superan el hecho de haberla perdido, por lo que insisten en
recuperarla o demeritar a quien la haya conquistado.
Fue este el caso de varios de los jinetes que perdieron la competencia frente al joven
Andrey. Solo una vez al año se realizaba este evento. Muchos se preparaban tenazmente
para ganarla, por lo que el hecho de que un adolescente extranjero se las arrebatara dejó
inquietos a muchos. Pasado el calor del momento, las mentes en frío se pusieron a cavilar.
—¿De dónde ha salido ese muchacho? —preguntó Rotmer, uno de los jinetes
derrotados, reunidos alrededor de una hoguera.
—Hace un tiempo llegó proveniente de una aldea vecina. Ahora se cobija en la cabaña
de Olmar —le informó un amigo, frotándose las manos junto al fuego.
—Es imposible que por sí solo haya ganado la carrera —protestó el primero—. Estoy
seguro de que usó algún artificio.
—¿Será el hijo de un brujo de los bosques? —murmuró el mayor de todos.
186
—Apuesto mi caballo a que sí —exclamó Rotmer, indignado por haber quedado en
segundo lugar.
—Es la única explicación posible —dijo Enros lanzando un escupitajo al fuego.
—Tendremos entonces que vigilarle de cerca —concluyó Rotmer y sus compañeros
estuvieron de acuerdo.
Un brillo de cizaña se coló en sus ojos ocultándose tras el reflejo del fuego. Los puños
apretaban todos sus dedos y se imaginaron aquel rostro adolescente cubierto de sangre.
187
—¿A qué viene tanto respeto? Según dicen nuestros padres, los hombres somos criaturas
superiores —repuso Atus—. Y yo pienso que eso es cierto. De lo contrario vivirían como
nosotros. Tendrían casa, ropas, cultivos.
—¿Alguna vez has pensado que eso es solo un estilo de vida? ¿Aceptarías las ofensas de
otras criaturas superiores a ti? —replicó Andrey más molesto aún—. El hecho de que
tengas un techo o ropa para vestir no significa que seas mejor que ellos.
—Es cierto que la palabra suena feo —intentó mediar Yutas con tono conciliador—.
Dicen que cuando los hombres del Centro comenzaron a hacerse muy poderosos se
proclamaron a sí mismos criaturas superiores a los demás, incluso por encima de aquellos
otros hombres que no se les unieron. Todos debían servirles e incluso pagarles tributos. En
aquel entonces los smeri, es decir, los oniandros, no estaban preparados para enfrentar los
ataques y muchos fueron masacrados al resistirse a la esclavitud. La mayoría tuvo que huir.
Nunca han vuelto a confiar en los hombres, incluso ni en los que nada han tenido que ver
con aquel reino de hombres crueles.
—Ahora solo se agrupan entre sí y buscan lugares escondidos para vivir —le contó Atus
con voz más amable—. Es una pena, porque muchas de esas criaturas son buenas. En
nuestra aldea se les trata muy bien cuando vemos a alguna.
—Dice mi abuelo que hace muchísimos años, cuando todas las criaturas convivíamos
juntas, ellos enseñaban a los hombres a comunicarse con el bosque y a entender todos sus
secretos. Es una pena que ya no sea así.
—¿Y ahora ustedes no saben nada de eso? —preguntó Andrey poniendo los ojos bien
redondos ante lo que le parecía un disparate—. ¿Entonces ustedes no saben las leyes del
bosque ni comprenden las reglas de las criaturas que viven en él? ¿Cómo se las arreglan
entonces sus cazadores? —y se contuvo bruscamente.
—¿De qué leyes hablas? —preguntaron a coro—. ¿Acaso las sabes tú?
—He vivido mucho tiempo en los bosques —dijo Andrey con lentas palabras, pensando
en cómo salirse de aquel diálogo indiscreto que podría delatarlo—. Entender al bosque ha
sido una cuestión de necesidad, de supervivencia… —el Hijo de la Manzana miró aquellos
ojos confundidos y sintió cómo su juego de niñato desentendido de todo comenzaba a
correr peligro.
—¿Entender al bosque? ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó asustada Yutas.
188
—¡Por el Sol! Andrey, quién te ha enseñado. Hablar con el bosque y sus oniandros no es
nada común entre los hombres —le interrogó Atus, dando un paso atrás.
—No es cosa de brujos ni nada de eso —dijo con atropelladas palabras, intentando
enmendar lo dicho—. Lo aprendí desde pequeño… —no esperaba que reaccionaran así.
—Es que nadie en nuestra villa puede hacerlo. De hecho, ningún humano puede —le
dijo Yutas, observándolo como si nunca lo hubiera visto.
—¿Ni siquiera el chamán?
—¡Claro que no! Él solo lee el futuro y cura a la gente cuando se enferma —bufó Yutas.
—¿Por qué no lo habías dicho antes? —insistió Atus.
—No lo sé, creo que estaba demasiado enfrascado aprendiendo de todos ustedes que…
—se contuvo—. Además, nunca se presentó la oportunidad.
—Contigo nunca se presenta la oportunidad —le incriminó molesto Atus—. Primero, de
un día a otro eres experto montando a caballo, luego entiendes al bosque y sus animales.
Después qué, ¿serás también un aprendiz de ádamer?
Andrey lo miró tirando con la mueca de sus labios ambos hombros, como quien afirma
lo último que escucha y pide perdón por ello.
—¡Ves lo que digo! —se alejó aún más Atus.
—Andrey, hemos sido tus amigos, te hemos acogido como un hermano. ¿Acaso no
merecemos tu confianza? —dijo Yutas sin ocultar la mueca que se había formado en su
rostro.
El Hijo de la Manzana guardó silencio avergonzado, miró a los dos chicos y les habló
poniendo sus manos sobre sus hombros:
—Nunca dije nada porque quería experimentar lo que ustedes sienten en sus vidas, dejar
de ser un chico que solo sabe errar por caminos desconocidos con la mente en vilo por el
miedo a ser atacado en uno de esos bosques inhóspitos; quería ser como ustedes, que solo
piensan con cumplir con la rutina que sus padres les enseñan; sentirme protegido por todo
el que me rodea; poder divertirme sin tener que pensar todo el tiempo en qué debo cazar
para comer y buscar un refugio para dormir —y sus ojos mostraron la verdad que contenían
sus palabras.
—Andrey, nosotros no…
189
—Pero en este tiempo con ustedes aprendí algo —ahora su voz se escuchó más severa—
. Renegar del bosque que siempre me ha dado de comer y me ha enseñado tantas cosas no
me ha hecho más humano, sino más tonto. En esta villa se asustan cuando les hablas de
ákanas o ádameres y ni siquiera saben lo que son. Tal vez haya sido un error ocultar mi
procedencia. Si he de vivir entre los hombres, más les vale aceptarme como soy. De no ser
así, lo mejor será que me vaya —admitió al fin, sintiendo que se quitaba un gran peso de
encima.
—Andrey, por favor, discúlpanos, no te vayas todavía. Somos tus amigos —le suplicó
Yutas.
—Quédate un tiempo más. Te brindamos nuestra amistad sin pedirte algo a cambio —
Atus lo tomó de las manos, como aquel día e que se hicieron amigos—. Sabremos guardar
tus secretos.
Andrey contempló sus rostros y descubrió cuánto los amaba. Se conmovió con el modo
en que aquellos ojos se presentaron arrepentidos y decidió calmar sus ánimos. La
Humanidad le susurró al oído que sin perdón jamás la conocería y él estuvo de acuerdo, a
fin de cuentas, era el camino que había escogido.
5.
Transcurrieron los días, las semanas y con ellos una inusual simpatía por Tenia, a la que
descubrió un día, el joven Andrey, que amaba con gran devoción. Por ese tiempo yo volví a
reflexionar mucho sobre este sentimiento que los mortales decían experimentar
constantemente y que me atormentaba desde hacía tiempo. En provecho de tal oportunidad,
decidí observar el comportamiento de Andrey a fin de estudiar mejor aquello por lo cual mi
esencia se inquietaba.
—No comprendo cómo te puedes enfrentar a una jauría de lobos y no puedes decirle a
una inofensiva muchacha lo que sientes por ella —le reprochó Yutas.
—¿Y si me dice que no?
—Andrey, no será el fin del mundo —le insistía—. Ya tendrás otras oportunidades. Hay
muchas personas con las que te puedes encontrar y enamorar.
190
—Pero es que soy un hombre de un solo corazón y no puedo estar probando con todas
las personas hasta descubrir el amor de mi vida —le explicó como quien se ufana de
muchos años de experiencia.
—¡No funciona así! —se burló Atus.
—Bueno, sigue esperando, pero cuando otro le entregue su amor no digas que no te lo
hemos advertido —le reprochó Yutas.
El resto del día montó a caballo en solitario; meditaba sobre lo dicho por sus amigos y
sus sentimientos propios, mientras recorría el cercano bosque. Tal era su distracción y
ensimismamiento que no se percató de que lo vigilaban. Hablaba con su caballo, así como
con los cuervos y palomas que se le acercaban. También prestó auxilio a una ardilla que no
podía encontrar a su hijo perdido. Luego contempló el ocaso y efectuó su propia ceremonia
del baile a los árboles. Volver a experimentar las costumbres de los véldeny lo hizo sentirse
tranquilo, a salvo y en casa.
Al día siguiente se llenó de valor y fue en busca de la hermosa Tenia.
—Hola, Andrey, ¿cómo estás? —le saludó la de largas trenzas.
—Bien, gracias. Bueno, no del todo bien, es que… —y su rostro comenzó a colorearse
de rojo.
—¿Qué te sucede? —le preguntó esta con inquietud.
—Es que tengo algo…
—¿Cómo? —preguntó alarmada.
—Sí, algo que no esperaba y ha tocado profundo en mi co…
—¡Tenia! —exclamó una amiga que se apareció corriendo.
—¡Hola, Muna!
—Ya lo sé todo —dijo sonrientemente apretándola contra su pecho—. No pude evitar
las lágrimas al escucharlo.
Andrey las miraba deseando en aquel momento que un lobo se lo tragara.
—No podía dejar de venir a felicitarte —continuaba la de cabellera toda desgreñada—.
¡Eres tan dichosa! Toda chica desea encontrar al amor de su vida y que tu eterno
enamorado te haya declarado su amor no es algo que sucede todos los días.
Andrey sintió que su cuerpo se le enfriaba con despiadada incomodidad.
—Son una pareja perfecta —y Muna la volvió a abrazar.
191
El chico, aturdido, se alejó de ellas. Tenia lo llamó, pero él no hizo caso, no escuchaba.
Como arrastrado por La Vergüenza y La Decepción salió de la aldea y subió a lo alto de un
árbol. Allí permaneció el resto de la mañana y el mediodía. Sus ojos miraban al bosque
como pidiendo auxilio, intentando aquel grito que la garganta no podía soltar.
A media virsta de allí, al cobijo de la cabaña del consejo, un jinete narraba una historia
que también clamaba por ayuda, aunque las intensiones fueran muy distintas.
—¿Es cierto lo que cuentas? —preguntó un anciano desde la comodidad de su taburete.
—Lo he visto con mis propios ojos —respondió el fortachón—. Lo sospeché desde la
carrera, pero no había dicho nada hasta poder comprobarlo. Y ya ve, todo resultó como lo
había pensado.
—Esa es una acusación muy grave. Nadie nunca había deshonrado nuestra competencia
—se exaltó este.
—Exijo que se le reprenda y que se me desagravie como real ganador —exclamó el
rostro de La Venganza.
—Primero tengo que contarle al resto del Consejo y luego iremos donde el chico para
que confiese.
—Esperaré ansioso —dijo con una reverencia y se retiró satisfecho.
Poco después, se presentó una comitiva de hombres en la cabaña donde vivía Atus.
—Tal vez salió al bosque a pasear —dijo la madre Assa cruzándose de brazos en medio
de la puerta. Aquella inesperada irrupción la había tomado por sorpresa.
—El caballo está en el patio y él nunca sale sin él —respondió titubeante su esposo
Olmar, dirigiéndose a los miembros del Consejo.
—¿Y bien? —preguntó el anciano a los chicos que llegaban corriendo.
—No está en ninguno de los lugares que acostumbramos a ir —Atus estaba nervioso,
comenzaba a dudar de la promesa que le había hecho a Andrey sobre no revelar sus
secretos. Los recientes acontecimientos le decía que debió habérselo contado, al menos, a
sus padres.
—¿A qué vienen tantas preguntas? —insistía la matrona, frunciendo aún más su ceño.
—¡Ha violado una de nuestras leyes! ¡Ha ultrajado nuestra competencia! —respondió al
fin el más viejo del Consejo.
192
—Él sería incapaz —musitó Yutas, preocupada y enojada a la vez—. Atus, vayamos
donde Tenia —se le ocurrió de repente.
A la joven la encontraron a la sombra del techado junto a su casa, sentada junto a un
cazador que la cortejaba.
—Al menos ya sabemos lo que le pasa —susurró Yutas al oído de Atus.
—Saludos, amigos. ¿Han visto ustedes a Andrey? Lo necesitamos con premura.
—Esta mañana estaba muy raro —dijo la chica recordando el breve encuentro—. Quería
contarme algo que le sucedió, pero al final se marchó sin decir nada.
—¿Hacia dónde? —se inquietó Atus.
—En aquella dirección.
Ambos corrieron entre las cabañas por el trillo que los llevaba fuera de la aldea. Pasaron
de largo las zonas de los cultivos y se encaminaron hacia el bosque. Poco antes de llegar a
su frontera, dos largas piernas colgantes de un árbol delataron el paradero del chico.
—¿Qué haces allá arriba? —gritó Atus.
—Andrey, baja, necesitamos hablar —le pidió Yutas, mirando cómo a los lejos se veía a
la gente caminar en dirección de la cabaña del consejo.
—No quiero saber de ella —contestó molesto.
—Es otro asunto. Baja, por favor.
—Después —exclamó con desgano, interesado en hacerles notar su estado de ánimo.
—Andrey, alguien te acusa de fraude. Debes presentarte inmediatamente ante el Consejo
de la villa —le reclamó Atus.
La Incógnita sustituyó a La Melancolía sin pedir permiso. «No he hecho nada malo.
¿Por qué alguien me acusaría así?», se inquietó y cayó de un salto en el suelo. Él alzó sus
cejas en busca de preguntas, pero Atus y Yutas le dieron la espalda en silencio,
señalándoles el camino.
Juntos acudieron a la Casa del Consejo. Allí ya estaban reunidos los hombres y mujeres
más sabios de la tribu, Olmar y su esposa Assa, así como Rotmer, el cazador que lo
acusaba. Pegados a la pared, permanecían de pie varios jinetes. Fuera de la cabaña,
asomándose por cuanta rendija encontraron, los aldeanos procuraban estar al tanto de lo que
sucedía.
193
Andrey miró los rostros avergonzados de aquellos que tan generosamente lo habían
acogido en su hogar durante meses. Aunque estaba seguro de su inocencia, verles
cabizbajos lo abochornó como al más culpable de los hombres.
—Euandriey Yávalkaj, ¿es cierto que habla usted con los animales? —le interrogó el
más anciano apuntándole con el dedo.
—¿A qué viene esa pregunta? ¿De qué se me acusa? —el chico miró a su alrededor
intentando comprender lo que sucedía.
—¿Sí o no? —insistió y todos los miembros del consejo lo miraron con enojo.
—Sí —confesó.
Todos los presentes se miraron y susurraron con rápidas palabras antes que las manos
del consejo se alzaran para pedir silencio.
—¿Has tenido por mentor a algún cazador de hechizos? —continuó el anciano.
—¿A qué viene todo esto? —el chico reparó en los rostros asustados de cada uno de los
presentes.
—¿Sí o no? —repitieron.
—Muchos me han enseñado a sobrevivir en el bosque, entre ellos un ádamer —
respondió con decisión.
—Te acuso de haber cometido fraude en la carrera de caballos y con ello haber ofendido
a toda nuestra tribu —exclamó Rotmer dando un paso al frente.
—¡¿Cómo?! —exclamó estupefacto.
—¿Has usado alguna magia de los bosques para ganar la competencia? —le preguntó
otro miembro del consejo.
—Participé en esa competencia porque en aquel momento sentí deseos de montar a
caballo, no por ganar un premio. Hice lo que siempre hago, hablarle a la bestia que me
acompaña para darle fuerzas. Es un acto de cortesía, no hay ningún artilugio en eso.
—¡Ven, se los dije! —exclamó Rotmer.
—¡Andrey! —suspiró Olmar avergonzado.
—Eso no es ninguna magia, solo trabajo en equipo —dijo el chico con la elocuencia de
un adulto—. Yo no era el único competidor, el caballo también participaba de la carrera y
debíamos correr juntos. Lo que usted hacía dándole con el látigo lo hacía yo con mis
palabras. No hay nada de malo en eso, todos podemos hacerlo sin ser ádamer.
194
—¡Este es un forastero que viene a subvertir nuestras costumbres! —insistió Rotmer—.
Solo nuestro dios-Sol sabe qué otras cosas ha de hacer por ahí.
—Esas costumbres están prohibidas entre los hombres. Son cosas que en el pasado nos
hicieron mucho daño —le explicó uno de los ancianos—. Aquí todos somos hombres de
bien.
—No sé de qué daños están hablando —respondió el chico, visiblemente enojado—.
Tratar bien a un animal, que por demás nos sirve, es un acto de cortesía. ¡¿Cómo se atreven
a llamarse hombres de bien?!
—Andrey, no hables así ante el consejo —le advirtió Olmar al verle tan exaltado.
—Si tanto critican a los hombres del Centro por las barbaries que cometieron en el
pasado, no deberían tener estas leyes tan ridículas —continuó colérico, alzando cada vez
más su voz—. ¿Se han preguntado por qué tienen tanto miedo a los oniandros? ¿Se han
preguntado por qué llaman malditos a aquellos que dominan las magias? Claro que no.
Ustedes solo repiten los miedos que sus ignorantes ancestros les legaron. ¡Así no saldrán de
la barbarie jamás!
—Son graves tus ofensas, jovencito —le regañó el anciano de barba más larga.
—Más me ofenden ustedes a mí y a toda esta tribu. Cegados por las infamias de este
lacayo hijo de El Rencor han organizado un juicio lamentable —y apuntó al jinete.
Quienes observaban temblaron ante su osadía. En casa de La Sumisión nunca nadie se
había atrevido a defenderse como aquel adolescente llegado de lejos.
—¡Quedas expulsado, extranjero! Si no respetas nuestras costumbres, no mereces
nuestra acogida —proclamó el jefe del consejo.
—Por meses he respetado sus costumbres, pero no permitiré que me incriminen ni
ofendan ante todos por algo en lo que no hay maldad alguna —y miró a sus amigos en
busca de apoyo.
Para entonces la voz de Andrey se escuchaba grave; su rostro se había vuelto rojo y las
venas de sus brazos y cuello parecían que iban a estallar. Atus y Yutas permanecían
callados y sorprendidos por la reacción de su amigo. Olmar y Assa solo miraban al suelo,
pidiendo que todo acabara pronto.
195
—Y no necesito que me expulsen —continuó—. Me hago un gran favor al irme, con tal
de no ver las caras de los que cualquier día serán tan crueles como los hombres de las
Llanuras Centrales.
Andrey salió dando zancadas rumbo a la cabaña de Olmar en busca del viejo morral
donde escondía sus pertenencias. Se colocó con orgullo sus atributos de trotamundos,
únicas armas en las que podía confiar, y atravesó la aldea haciendo gala de su estirpe de
nómada. A la salida se encontró con los amigos y los padres de aquellos.
—Andrey… —quisieron decir algo, pero no pudieron.
Ahora se alzaba ante ellos un cazador proveniente de los bosques, con arco y carcaj tras
su espalda y una daga a la derecha del cinturón. La mirada era firme y decidida, como la de
un adulto y no la del adolescente que había solido aparentar.
—Son ustedes la mejor familia que he tenido en mucho tiempo —dijo con suspiro,
intentando recuperar la ternura con que siempre les habló—. El mejor regalo que puedo
hacerles en agradecimiento es advertirles del mal camino que toma su tribu. Hoy comprendí
que sus costumbres los llevan a cometer los mismos errores de quienes tanto repudian.
—No te vayas, Andrey, somos tus amigos —le suplicó Atus.
—Lo sé. Siempre los voy a recordar con amor —suspiró—, pero hoy debo seguir mi
camino.
—Nosotros también te echaremos de menos —respondió Yutas, al comprender que esta
vez nada se podía hacer.
—Caminen más por los bosques y no se escondan de sus hermanos oniandros. Cada vez
que se encuentren con uno, mírenle a los ojos, porque yo estaré en ellos para saludarlos.
Ya el Sol se escondía, haciendo largas las sombras de la aldea. Andrey les dijo adiós y se
adentró en las penumbras de los caminos inciertos que al este se abrían ante él.
196
Capítulo Octavo
El árbol más grande
1.
Después de haber dejado atrás la última tribu humana en las estepas del este, Andrey siguió
su camino internándose en tupidos bosques. Allí dejó que El Silencio le acompañara y
permitiera pensar sobre su experiencia entre los de su especie. De lo bueno y lo interesante
tenía mucho que contar, aunque fueron el amor no correspondido y la pérdida de buenos
amigos lo que insistía en tener presente. Los rostros de Tenia, Atus y Yutas le visitaban en
sueños.
Esto lo llevaba también a pensar en la familia, las tenidas y las que podría tener. Cuando
recordaba a todos aquellos que le habían abierto las puertas de su hogar, no podía dejar de
fantasear con sus progenitores, aquellos humanos que nunca conoció. Se preguntaba si sería
igual a lo vivido bajo el techo de Olmar y Assa. Fue entonces que conoció a La Envidia.
Ella le dijo que nunca tendría lo que deseaba. Sus padres estaban muertos y ya no había
nada que hacer. Sin embargo, eso no evitó que soñara despierto. Los imaginaba de todas las
formas posibles. Los comenzó a añorar como si siempre los hubiera tenido a su lado. «¿Y si
estuvieran vivos todavía?», pensaba. «No, si estuvieran vivos me habrían encontrado. ¿Y si
están presos a causa de algún malvado rey?». Nada podía saber, ni apenas una pista
siquiera, solo contaba con un collar carente de significado para él y presagiador de malos
augurios para quien lo viera.
Por otra parte, no pudo evitar que las dudas y los sentimientos de culpa lo maltrataran.
Pensaba que le había dicho adiós a sus amigos de una forma muy brusca, incluso cruel.
«¿Acaso sentí odio hacia los humanos?». Quiso alejar este pensamiento, pero entonces
llegaron otros tantos. Consideraba justo haber salido en defensa de los oniandros, aunque
apartarse de los hombres no les haría cambiar su forma de pensar y hacer. Tuvo la
sensación de haberse decepcionado de los de su especie, cuando en realidad debió haber
insistido y luchar más. «¡Eso era lo que Ígonor intentaba enseñarme!». Se vio a sí mismo
como el mal maestro que impone a la fuerza una lección, en lugar de explicar y convencer a
sus estudiantes. «¿La forma en que me rebelé los llevará a odiar mucho más a los
197
oniandros? ¡Debí haber sido más inteligente!». Por un momento quiso volver atrás, mas se
convenció con la idea de empezar de nuevo.
Cuando dejó atrás estos bosques, oscuros y viciosos, también pudo dejar de torturarse y
al fin respiró aire fresco. A pocas virstas de distancia en dirección este se levantaban ya las
Méndy Delú, las montañas prohibidas con que le narraban historias de miedo los véldeny
de Bosque Dormido. Para los hombres eran conocidas como las Montañas de Naciente. Y
tanto para los primeros como para los segundos, eran un lugar de misterio que pocos se
atrevían a visitar. Muchos afirmaban que eran el hogar de los dioses uralos y que tras ellas
habitaban monstruos de toda calaña.
Ígonor le dijo una vez que más allá todo era nieve y frío, al igual que al oeste de las
Montañas de Poniente, y en las tierras del norte. Él mismo se había adentrado en estos
territorios del Lejano Oriente en una peregrinación de largos años, gracias a la cual pudo
comprobar que las tierras siempre verdes de Periéria estaban protegidas por fuerzas tan
grandes como el mundo mismo.
Pero el maestro nunca le contó más. Era especialmente reservado a la hora de hablar de
sus propios viajes. Así, Andrey creyó que sería buena idea husmear un poco por aquella
frontera del mundo conocido.
Habiendo andado un par de virstas en dirección a las montañas cruzó su camino con el
de una joven centauro, que resultó tan sorprendida de verle como él.
—¿Qué hace un humano por estos lares? —le preguntó la de rostro peludo y fuertes
brazos.
—Voy en camino de la frontera del mundo de nieve —le respondió sereno el humano en
la lengua de los véldeny, admirando la belleza de las trenzas con que adornaba su cabeza y
la crin de la espalda.
—¿Has perdido algo allá o es que ya no te queda inteligencia? —le miró asombrada la
cuadrúpedo.
—Mi maestro vivió muchos años por esas tierras. ¿Por qué no podría hacerlo yo? —dijo
La Valentía.
—Porque estoy segura de que tu maestro es un ádamer muy poderoso o sencillamente no
le quedó otra alternativa —le espetó sin mucho reparo—. Créeme que tú, con esas ropas
ligeras y ese cuerpo debilucho no durarás un día en medio del frío y la nieve.
198
—¿Y adónde te diriges tú? Veo que tu sendero es el mismo que el mío —advirtió
escéptico el humano.
—Voy de camino a Elfarán. ¿Adónde más podría ser?
—¿Eso qué es? ¿Queda muy lejos? —preguntó el chico.
—Creo que te has divertido lo suficiente conmigo por hoy —dijo ofendida la centauro y
le dio la espalda dispuesta a continuar su camino.
—Espera, espera —disculpa si dije algo indebido—. Mi nombre es Euandriey.
—Yo soy Máia —respondió con resignación.
—¿Puedo hacerte compañía mientras andamos? Nunca he tenido una charla con una
centauro, aunque ya antes me encontré con uno.
—¿Ah, sí? ¿Dónde conociste al primero? —le preguntó retomando la marcha.
—En Pasó Ildu, un bosque de las Naríshy Avás, o como también les llaman: las Colinas
Salvajes —le contestó agitado, haciendo un esfuerzo por seguirle el paso.
—Nunca he ido por esas tierras. Demasiado cerca de los hombres —dijo con desdén—.
A propósito, me dijiste que tenías un maestro ádamer, y muy bien que hablas el velden; si
no conociera a los tuyos diría que no eres un humano.
—¿Qué tiene eso de raro?
—Pensaba que los ádameres le habían dado la espalda a los hombres definitivamente.
—Existen muchos tipos de ádameres, y el mío es también un hombre —dijo Andrey
consternado.
—Un ádamer deja de ser lo que era en cuando se convierte en ádamer, diga lo que diga,
tome la apariencia que tome. Yo misma aspiro a convertirme en una, así fue proclamado
desde mi nacimiento —anunció El Orgullo.
—Pues el mío me acogió para que aprendiera del bosque y de los secretos del mundo.
Claro, algunos trucos sí que me enseñó.
—O bien me sigues tomando el pelo o en realidad eres muy tonto —relinchó Máia—.
Ningún ádamer toma un discípulo para darle solo un paseo por los bosques. De seguro tú
mismo has nacido para ser ádamer y todavía ni te has enterado.
—Él sospecha que pueda serlo —confesó Andrey con lentas palabras—. Incluso me
advirtió que tarde o temprano debería escoger mi propio destino. Sin embargo, yo todavía
no me decido. De momento aprendo a ser hombre.
199
—Sí, sí, un humano que habla con la fluidez de un velden y que camina por los bosques
como el mejor de sus hijos —se burló—. No sé que trama tu maestro o qué cosas te oculta.
Yo que tú me andaría con cuidado y no jugaría a ser ádamer sin llegar a serlo, de lo
contrario terminarías siendo uno de esos mediocres que se hacen llamar magos y que solo
saben engañar a la magia agitando varitas de madera.
—¿Ya has cazado muchas fuerzas? —preguntó el chico.
—Mi maestro me ha dicho que para mi edad ya sé más de lo que él mismo sabía en su
época —resopló El Orgullo una vez más.
—Pues de momento yo me conformo con lo que he aprendido de mi maestro —dijo el
chico—. Si en algún momento decido ser ádamer, pues entonces tendré tiempo de estudiar
más. Ahora solo quiero disfrutar siendo humano.
—Acceder a Las Fuerzas del mundo implica entregar tu cuerpo y alma. Solo este
sacrificio te hará ádamer —le advirtió con un rostro severo—. Cada día que le des la
espalda a tu esencia es una oportunidad menos que tendrás de conocer cómo funciona
realmente nuestro universo.
Andrey quedó en silencio y descubrió entre aquellas palabras a las de su maestro. La
estancia entre los hombres le pareció eterna y su vida anterior muy distante. Ahora, de
vuelta en los bosques, parecía que fue ayer cuando su mentor le decía que tarde o temprano
debía escoger.
De repente, una turba de oniandros lo distrajo de sus pensamientos.
—¿Adónde van todos? —dijo al ver cómo decenas de criaturas marchaban desde varios
senderos del bosque que confluían en un camino más ancho.
—Bienvenido a Elfarán —dijo su compañera de viaje dejando escapar un relincho de
emoción contenida.
—¡Pero qué es eso! —Andrey alzó la mirada y descubrió que lo visto a lo lejos no era
una montaña, sino un árbol de proporciones gigantescas.
Jamás imaginó que pudiera existir algo como aquello. Ante estos ojos de asombro la
centauro comprendió que su casual compañero de viajes no le había mentido.
—Elfarán: El-árbol-más-grande-del-mundo —anunció con solemnes palabras—. ¿De
veras que tu mentor nunca te habló sobre él?
200
—¿Cómo es posible que sea tan grande? —dijo casi sin aliento—. A lo lejos pensé que
era una montaña más de la cordillera.
El sendero principal ascendía levemente hasta subir por las empinadas raíces que
llevaban a los visitantes cuesta arriba.
—Dicen los más ancianos que es tan viejo como los mismísimos dioses. Nadie sabe de
dónde proviene su magia.
—¡Vaya! —repetía asombrado el chico—. ¿Y a qué vienen tantas criaturas aquí?
Ella se echó a reír.
—Tú sí que no sabes nada. Entre las ramas de este árbol existe la comunidad más grande
de estos alrededores, y en La Copa se reúnen los seres más sabios de todo el este de
Periéria.
—¡Quiero llegar hasta la cima! —exclamó Andrey en medio de un arrebato.
—Entonces estás de suerte —le respondió dándose importancia—. Yo te llevaré. Vengo
aquí cuatro veces al año. Viajo sola desde mi clan para oír a los sabios de La Copa. Si algún
día te decides a buscar un verdadero ádamer como mentor, aquí encontrarás a los mejores.
2.
El tronco era muy ancho, pero pequeño en proporción con sus ramas. Ya de cerca se le
podía llamar árbol, pues de lejos no se diferenciaba de las montañas que se alzaban a su
alrededor. Su diámetro era de varias virstas en la base y al menos dos al comienzo de las
ramas. Su color iba de los tonos grises a los negros y marrones, dibujado con vetas blancas,
verdes y rojizas.
Las primeras ramas nacían a media virsta de altura desde las raíces. Estas se retorcían
largas en todas las direcciones y de todas las formas posibles, creando varios niveles que
estrechaban su longitud a medida que se acercaban a la cima. Estas tejían a su vez todo un
entramado que caía como altas columnas que le permitían sostenerse desde el suelo y que
ascendían también hasta las ramas superiores. Así, Elfarán se erguía gracias a la
profundidad de sus raíces y mantenía el equilibrio con ayuda de sus largos brazos que se
apoyaban entre sí y descansaban en la tierra.
Por su parte, la fragmentación de la corteza servía como escalera en espiral a través de la
cual se podía ascender hasta la cima. Claro, para llegar hasta allí, los visitantes debían
201
sortear primero los difíciles obstáculos que imponían las empinadas raíces. Estas, más
parecidas a las rocas bajo una cascada, resultaban peligrosamente resbaladizas.
Cada rama era el hogar de distintos clanes de oniandros. Las más cercanas al suelo, y
por tanto las más gruesas, albergaban a grupos de mamíferos cuadrúpedos. Las intermedias
daban cobijo a toda clase de roedores y mamíferos más pequeños, mientras que en la
segunda mitad del árbol abundaban increíbles cantidades de todo tipo de aves, desde los
grandes halcones, águilas, cuervos, urracas y auras, hasta pequeños gorriones y palomas.
Gigantes y retorcidas trepaderas tejían caminos de rama en rama haciendo que ahora el
recorrido se hiciera relativamente fácil.
El árbol, a pesar de sus dimensiones, se cubría del Sol con hojas relativamente pequeñas,
en especial si las comparamos con un árbol común. En las primeras ramas se las veía tan
altas como un hombre adulto. Por el contrario, mientras que se ascendía, estas resultaban
más pequeñas, hasta que al llegar a la copa no eran mayores que la palma de la mano. En
cuanto a flores y frutos, estos brillaban por su ausencia. Entre sus habitantes corría el rumor
de que el poder de Elfarán desaparecería justo cuando naciera de él un primer retoño, pues
alimentarse de sus propias simientes era la fuerza que lo hacía grande e inmortal.
Para los visitantes, el ascenso resultó tranquilo y silencioso. Andrey quedó asombrado
ante la paz con que habitaban todas aquellas criaturas. Tanta diferencia entre las especies
no impedía el respeto con que convivían todas. Supo de boca de la joven centauro que cada
clan tenía bien delimitado su territorio y solo se permitía la caza fuera del gran árbol.
Tres horas después, luego de varios descansos y buscar algo de beber entre los retoños
de las hojas, el joven humano y la centauro llegaron a la cima de Elfarán. Para entrar a La
Copa tuvieron que atravesar un largo túnel de enredaderas custodiado en cada extremo por
una pareja de osos que los miraron con desconfianza. Máia le susurró a Andrey que ningún
humano había llegado hasta allí en mucho tiempo y que no le quitarían el ojo de encima
hasta que se fuera.
Más allá del caleidoscopio en forma de túnel llegaron a varias ramas donde otros recién
llegados descansaban antes de subir las escaleras que los conducirían hasta los añorados
jardines donde se reúnen los sabios.
Andrey se inclinó hasta una rama en forma de balcón y desde allí contempló los verdes
bosques que se levantaban al occidente. Periéria se mostró a sus pies grande y hermosa, tal
202
y como una vez le pareció su propio valle cuando Aries lo llevó a contemplarlo desde la
cima de una de sus montañas picudas.
En el sentido contrario se veían las Montañas de Naciente, tan cercanas como si
estuvieran al alcance de la mano. Entonces el chico soñó que volaba entre ellas.
—¿Ves esas zonas blancas más allá de las montañas? —le indicó Máia, habiendo
llevado a Andrey hasta una de las ramas más extendidas al este.
—Se siente algo de frío aquí —respondió el chico frotándose las manos.
—Más allá todo está cubierto de nieve casi todo el año. Dicen que hasta en verano hace
tanto frío que criaturas como tú tendrían que usar abrigos de piel para sobrevivir. Ese es un
clima hostil del que las Fuerzas Superiores nos protegen.
—¿Quiénes las procuran?
—Nadie lo sabe —suspiró frustrada—. Algunos dicen que los dioses que viven en esas
montañas, otros que el mismísimo Voa Ayande. De lo que sí estoy segura es que Periéria es
un lugar muy especial a salvo de la naturaleza salvaje del propio mundo. Somos
privilegiados de vivir aquí sin cambios bruscos entre las estaciones.
Andrey contempló desde la distancia ese horizonte blanco, hermoso y misterioso. Luego
se dio la vuelta y vio extenderse a sus pies la geografía de lo que los véldeny hace mucho
bautizaron como Periéria. Los hombres y demás criaturas, por su parte, en su mayoría
poseían una idea restringida al territorio inmediato que habitaban. Ellos, por lo general,
tenían un nombre para su tierra natal y regiones aledañas, pero muy pocos habían
concebido una palabra para aquel territorio inmenso que como oasis se guarecía en medio
de las hostilidades que la naturaleza había impuesto a las tierras vecinas.
El humano experimentó nuevamente la emoción de tener al mundo ante sí, y una vez
más sintió el deseo de recorrerlo hasta explorar cada rincón. La primera mirada al horizonte
que ahora descubría le resultó sobrecogedora, inaudita, aplastante. Por un segundo se sintió
débil y vulnerable ante fuerzas que lo sobrepasaban y que ni siquiera lograba comprender.
Aturdido, aunque extrañamente feliz, llegó hasta La Copa al encuentro de las respuestas.
Allí, con el sosiego de los que han vivido más, conversaban de forma apacible los maestros
ádamer rodeados de los más jóvenes que iban a verles. Fue entonces que se supo
afortunado. Desde ese momento comprendió que no había nada que temer.
203
La compañera de Andrey lo estremeció emocionada por sus hombros, sacándolo de su
ensimismamiento. Para ella la llegada también reportaba regocijo, como si fuera la primera
vez. En breve se despidió del humano para ir en busca de su maestro.
Aquel gran patio tenía por suelo el tejido apretado de ramas y por techo el tupido follaje
de hojas muy verdes. Se sorprendió de encontrar fuentes con agua y cestas con frutas al
alcance de todos.
Yávalkaj vio en el espacio más prominente de toda La Copa a una criatura de aspecto
humanoide, pero de cuerpo y extremidades voluminosos y piel verdosa, tres brazos a cada
lado y la cabeza redonda y totalmente rapada. Junto a él estaban sentados otros sabios,
quienes como discípulos lo escuchaban con vehemencia. Al margen de aquella multitud
que le rodeaba, Andrey se sentó junto a una gata montés.
«Imaginen la tela de una araña, dijo el maestro al extender sus seis manos. Tal y como
ella se teje, lo hacen Las Fuerzas de nuestro mundo, tanto en las tierras como en los cielos y
mares —su voz se escuchaba profunda y la vez serena, envuelta en un halo de misterio que
prometía respuestas—. Cada uno de nosotros somos los puntos que las unen. Cada uno de
nosotros tiene el poder de estremecerlas. Unos más que otros, claro está, pero todos con
igual importancia. Mientras más cerca del centro se encuentren, más influyentes serán las
acciones. ¡Pero con todos habrá que contar! Tendrán que aprender a usar el poder que El
Equilibrio les da. Mientras más fuertes sean cada uno de ustedes, más fuertes serán los hilos
y, en consecuencia, toda la tela de araña se engrandecerá».
Andrey encontró allí toda un aula que le recordó a la escuela de los véldeny en Bosque
Dormido, con la notable diferencia de que no había separación por grupos y edades. Allí se
escuchaban lecciones muy difíciles, pero dichas con palabras accesibles a todos.
—¿Cómo podemos hacernos fuertes? —preguntó un águila imperial.
—Deben emprender un viaje —contestó el maestro—. No se trata de recorrer el mundo,
se trata de mirar hacia dentro. Solemos tener tanto miedo de nosotros mismos que
preferimos vagar sin rumbo de un lado a otro prometiéndonos emocionantes aventuras —y
se le vio sonreír con picardía, a sabiendas de que todos allí, por muy sabios que parecieran,
viajaban de un sitio a otro en busca de respuestas.
—¿Acaso ese viaje tiene fin? —intervino un viejo centauro—. ¿O se trata de una ida sin
vuelta a un mundo mejor?
204
—No hay otro mundo —dijo el maestro de muchas manos—. Solo existe el Voa Arkón
y dentro de él mil reinos con más similitudes que diferencias. Aquellos que piensan que en
vida debemos actuar con bondad porque tras la muerte encontraremos un hermoso jardín
donde descansar, solo se engañan a sí mismos. Van en busca de una recompensa egoísta y
no del bien que nos mantiene a todos con vida. El equilibrio nos pide actuar aquí y ahora,
porque no hay un después.
—¿Qué es para ustedes El Equilibrio? —preguntó Andrey con un susurro a la vecina de
al lado.
—Shshsh —dio ella por respuesta.
—Hasta los dioses, aunque lo nieguen, están sometidos a estas leyes —continuaba el de
seis manos—. La muerte nos llega a todos, pero no es ni el comienzo ni el fin de un
camino, sino un momento más de ese baile que mantiene con vida al Voa Arkón.
En la mente de Andrey, aquellas palabras se escucharon como un eco de las voces de
Ígonor y los véldeny. No eran exactamente iguales, pero sí se sentían como parte de una
misma conversación.
—¿Son los hombres el ejemplo de ese error del que nos adviertes, maestro? —se
escuchó una voz que el chico no llegó a reconocer. A diferencia del resto, no hablaba la
lengua franca que allí utilizaban para poder comunicarse, o sea, la de los véldeny, sino en
un extraño dialecto de los bosques orientales.
—Ejemplos hay muchos. Más allá de este árbol hay seres que convulsionan, ansiosos
por desatar una guerra que sirva para arreglar cuentas pendientes —y se le vio muy serio—.
Esta vez, sin embargo, el peligro de una nueva contienda puede traer consecuencias
irreversibles para muchos y castigos duraderos para otros.
—¿Los hombres aspiran a levantar otra vez un imperio? —preguntó un centauro.
—No vean a los hombres como la amenaza —insistió el maestro—. ¿Acaso piensan que
entre los oniandros no hay quienes desean su propio imperio? ¿Acaso piensan que solo los
que se saben mortales tienen algo a lo que aspirar? Claro que no, amigos míos. Y si
nosotros no les transmitimos estas verdades, veremos a Periéria envuelta en una guerra que
la destruirá, como dicen que se hundió la gran isla de los mares occidentales.
205
3.
La oscura noche dejó de ser un refugio seguro cuando la Luna apareció entre las montañas.
Una densa niebla se escurrió inquieta entre los árboles y en el cielo se vieron más estrellas.
La yegua relinchó y su jinete creyó más oportuno apearse de ella. «Otra noche más sin
dormir», pensó, al tiempo que sus hombros comenzaban a protestar por el peso que
llevaban encima.
Juntos caminaron lentamente por el bosque sin senderos. Hace unas horas habían dejado
atrás el camino de los Altos Árboles y ahora la luz de plata los dejaba a la vista de todos.
Ellos, como acostumbrados, siguieron adelante con su andar taciturno, a la espera de algo
más. Un par de virstas después se detuvieron junto a las primeras rocas en la ladera de las
montañas.
El caballo paró sus orejas y resopló inconforme. El jinete sostuvo con fuerza su daga,
pero rápidamente la dejó en su lugar. El sonido de un pájaro nocturno cantó a lo lejos y él
lo imitó con un par de notas más.
—Sabía que debía haber ido yo —rezongó una voz que se le acercó minutos después—.
En mi juventud lo habría hecho el doble de rápido.
—Me alegra saber que los años no han hecho mella en ti —susurró Orel montando de
nuevo su caballo.
—Esta barriga es lo único que no estaría de acuerdo contigo —le respondió Naohan
retirando su capucha.
Ambos apresuraron el paso al saber que tenían el camino libre. Media virsta después se
reencontraron con un tercer jinete.
—El camino sigue siendo el mismo —les dijo Bahor al recibirlos. Los tres jinetes se
miraron y se preguntaron cuán bueno o malo debería ser aquello.
Juntos cruzaron las estrechas laderas entre las montañas. Se trataba de un angosto
sendero de rocas filosas y resbaladizas. Desde lo alto, varias pendientes los amenazaban
dejando caer de vez en cuando alguna que otra piedra, como advertencia de que nadie debía
ir por allí. Ellos, al haber ido y venido por aquel lugar muchas veces, lo tomaron como una
calurosa bienvenida.
Del otro lado de las Montañas Picudas, los tres hombres y sus caballos, respiraron el aire
denso que bañaba el valle. A diferencia de otros tiempos, les pareció que allí la naturaleza
206
era otra, menos salvaje y oscura. Más allá anduvieron sin mucho cuidado. Si alguna bestia
les salía al paso, ninguna sería lo suficientemente feroz como para sobrevivir a sus espadas.
Llegada la media noche, en un apartado rincón del Valle de las Montañas Picudas,
cuatro jinetes los recibieron y al amparo de una débil fogata se sentaron a descansar. Entre
sus manos llevaban espadas que centellaban con la luz del fuego, mientras que en sus
costales guardaban dagas, arcos y flechas.
En medio de la oscuridad sobresalían aquellos rostros severos, marcados con el rigor de
la disciplina de otros tiempos. Al principio sus voces se escucharon cansadas, débiles y
avergonzadas. Se trataban de hermano, pero se hablaban como si fueran desconocidos. Un
par de horas después, descubrieron que los años transcurridos los sentían ahora como
apenas unos días que ansiaban olvidar.
—¿Qué ha sido del resto? —preguntó Ceka apenas se sentaron junto a la hoguera. De
todos era el más joven, aunque la cicatriz que surcaba su cara y la cojera de su pie derecho
lo hicieran ver más viejo.
—Me sorprende que esta noche nos hayamos reunido tantos —dijo Naohan, el de frente
muy ancha—. Aquel día debió haber matado a muchos. Dicen que no pocos fueron presa de
La Locura; otros buscaron su propia muerte entre las sombras. Los más afortunados fuimos
nosotros, que supimos encontrar un hogar en las comarcas de los hombres del este.
—He escuchado que muchos fueron también al sur, e incluso a las Llanuras de Poniente
—dijo Ceka.
—Tenemos que seguir buscando —propuso Orel—. Ahora que los hombres del Centro
parecen haber despertado no podemos quedarnos de brazos cruzados. Les enviaremos
mensajes pidiéndoles que vengan hasta Jaragõr; pues este será nuestro refugio.
—Pero Orel, no ves que será imposible encontrarlos a todos —insistía Bahor—. Esto es
una locura.
—¿Qué propones que hagamos? —le replicó consternado—. ¿Quedarnos de brazos
cruzados, viendo cómo se levanta ante nosotros un nuevo imperio?
—Cordura, hermanos —intervino Naohan sin dejar de afilar su espada—. Que nosotros
hayamos llegado hasta aquí, ya es una buena señal. Aunque seamos solo siete, bastarán
nuestras espadas para decapitar a sus reyes.
207
—¿Y cómo sabemos que ellos pretenden seguir el camino de Ardel? —preguntó
Bahor—. Es verdad que la alianza que tienen ahora se parece a la que dio vida al imperio,
pero no es suficiente.
—Padeces por ingenuo, hermano mío —le dijo Rasios saliendo de su mutismo—. El rey
Kontos era muy próximo al emperador y él mismo se ha encargado de llamar a los señores
de las villas colindantes. ¿Piensas que él se conformará con ver a sus vacas dar mucha
leche?
—Creo que lo mejor será infiltrarnos en Árdelen —propuso Ceka—. Ahora que hay más
comercio entre las villas de las Llanuras, será muy fácil entrar sin ser reconocidos.
—Así daremos más tiempo a que Lisos y Fentos recorran las aldeas donde dicen que se
esconden nuestros hermanos sobrevivientes —les informó Rasios a los recién llegados.
—¿Alguna noticia de El Punto? —preguntó Naohan y todos guardaron un profundo
silencio.
—De eso será mejor olvidarnos —respondió Bahor sin atreverse a levantar la mirada.
—Yo nunca olvidaré el juramento que hice de protegerlo —exclamó Orel—. ¡Es la tarea
más importante de cada uno de los Teldésy!
—¿Acaso subirás a los cielos en su búsqueda? —le replicó Bahor.
—Yo sé que está en algún lugar de las tierras —le dijo mirándolo fijamente a los ojos—.
Soy capaz de irme solo a las tierras nevadas con tal de protegerlo. Cuando Álahor nos
dispersó fue nuestro error permanecer callados sin hacer nada. ¡Fuimos unos cobardes!
—Esta vez tendré que darle la razón a Bahor —dijo Rasios y muchos resoplaron
inconformes—. No está en nuestras manos saber dónde está El Punto y si todavía somos
capaces de protegerlo. Para nosotros lo mejor será cumplir al menos con la segunda parte
de nuestro juramento: velar porque la paz de Voa Ayande no sea dañada por ninguno de sus
hijos.
4.
Andrey se había quedado preso entre El Miedo y La Impotencia. Las palabras que encontró
en Elfarán lo volvieron a hacerse responsable por una verdad a la que tenía acceso y otros
no. Sintió la necesidad de explicarle a otros aquella sabiduría que siempre había tenido por
ideas obvias. Entonces recordó a los hombres y quiso regresar sobre sus pasos para
208
corregirles allí donde se equivocaban. Sin embargo, se descubrió carente de autoridad de
decir a otros cómo vivir.
«¿Tendré que esperar a ser una gran sabio?», se preguntó. Su juventud le hizo mirar a
aquellos de muchas canas, estudiando como si fueran más jóvenes que él, y algo le hizo
dudar de los años.
—Pero, si ellos no se sienten listos ahora, ¿cuándo lo estarán? —le preguntó a su amiga
Máia al reencontrarse con ella.
—Todos vienen a escuchar a Badum no porque sea el más viejo —le dijo—, sino porque
sabe sembrar dentro de nosotros muchas dudas.
—¿Dudas? —se sorprendió Andrey—. ¡Pues ya entiendo! Estos sabios y sus pupilos se
sienten tan inseguros que al final no cumplen con su función de instruir al resto.
—Dudar es la mejor herramienta de La Sabiduría —le dijo esta con una sonrisa de
compasión—. Cuando nos creemos más sabios que los demás, terminamos volviéndonos
ciegos y sordos ante lo mucho que debemos aprender de nuestro mundo. Es en ese
momento que dejamos de ser maestros para convertirnos en esclavos de nuestro propio
orgullo.
—¿Acaso dudar todo el tiempo no nos vuelve débiles? —insistió.
—No se trata de dudar por dudar, sino de saber que una respuesta no es más que una
nueva pregunta que debemos estudiar.
—¿Entonces a partir de qué momento podremos comenzar a enseñar?
—Desde ya —dijo en medio de un relincho—. ¿Pensaste que tendrías que esperar a
tener muchas canas para hacerlo?
El chico se quedó atónito y a su mente llegaron de golpe recuerdos de su niñez en la
escuela velden donde, efectivamente, muchos de sus maestros tenían en aquel entonces la
edad que ahora él.
El maestro centauro de Máia se les acercó y lo miró a los ojos de manera sostenida. Su
rostro, torso y manos eran exactamente los de un ser humano, algo inédito en los de su
especie. Llevaba dos alas pegadas al cuerpo y el pelaje abundante y espeso lo hacía parecer
a lo lejos un oso.
—Hace años que no veía a un joven ádamer de origen humano —dijo el de muchas
trenzas.
209
—Oh, no soy un ádamer —respondió el chico.
El sabio miró a su discípula y ambos compartieron una sonrisa.
—Soy un hombre de las tierras del Centro —insistió.
—Como digas —y se alejó en busca de un amigo.
—¿Te quedarás por mucho tiempo? —le preguntó Máia.
—No creo que sea conveniente; ya me he percatado de cómo me miran todos.
—Ya se acostumbrarán —le susurró con un guiño en el ojo.
—No me siento cómodo aquí. La próxima vez estaré más tiempo —y Andrey se percató
de cómo El Miedo fue más fuerte, por primera vez, que su sempiterna Curiosidad.
—Bueno, tú sabrás. Hasta que nuestros caminos se crucen —se despidió.
—Hasta más ver.
El Hijo de la Manzana miró una vez más a Badum rodeado de sus estudiantes. Bien
sabía que no le costaba nada quedarse allí un poco más. Era improbable que alguien lo
atacara o lo expulsaran sin motivo alguno. En el fondo él sabía que la razón era otra.
Andrey y el sabio cruzaron miradas por un instante. En aquellos ojos encontró el mismo
brillo de su maestro Ígonor. Descubrió en ese momento que tenía miedo de las verdades
dichas y prefirió ir en busca de ellas por esfuerzo propio. Intuyó entonces que sería esclavo
de esta doctrina por el resto de su vida.
5.
Día tras día, uno tras otro, fueron llegando los jinetes hermanos a la villa principal del reino
de Kontos. Como otros tantos que venían en búsqueda de mejor comida y techo, ofrecían
sus fuertes brazos a todo aquel que prometiera trabajo.
Al principio se les vio en las caballerizas, los sembrados y las obras de construcción.
Trabaron amistad con los vecinos y compartían con ellos las horas de descanso. Se ofrecían
como manos amigas sin pedir nada a cambio y procuraban pasearse a la vista de todos para
ganarse su confianza.
Este fue el tiempo perfecto para escuchar las conversaciones en los sitios de trueque,
husmear en las calles y estar cerca de quienes hablaban de más cuando bebían demasiado.
Así lograron estar al corriente de todo aquello que un aldeano común no podría llegar a
saber, por muy chismoso que fuera.
210
Ellos, sin embargo, supieron mantener las distancias entre sí, sin que se les viera andar
como amigos. El único canal de comunicación que dejaron abierto fueron aquellos gestos
que constituían todo un lenguaje solo hablado por ellos. Bastaba con toser y tocarse la oreja
para lanzar una señal de advertencia o bien acariciar sus barbas y limpiarse la frente para
indicar que debían seguirle la pista a alguien.
Meses después, el talento de sus manos en los oficios que dominaban y la confianza que
inspiraban en sus patrones, les abrió las puertas de la nueva fortaleza que el monarca
construía para sí. Además de levantar piedras y cortar maderas, estos hombres se mostraron
fuertes y osados, obedientes y disciplinados, por lo que no tardaron en verse apostados en
las entradas con lanzas en sus manos. De todos, el más afortunado fue Orel, a quien
seleccionaron como guardia de interiores.
Dentro de aquellos muros de madera y piedras, las cosas eran mucho peor de lo que se
contaban fuera. En las noches se escuchaban gritos y lamentos; ruidos extraños y un
constante ir y venir de seres que ocultaban sus rostros bajo negras capuchas.
Había una parte del fortín a la que nadie podía acceder, excepto el rey y sus allegados.
Varias noches intentó Orel llegar hasta allí, pero las frecuentes visitas de uno de los
encapuchados se lo impedían. En una oportunidad, cuando el rey celebraba concilio con sus
misteriosos ayudantes, Orel se adentró en los pasillos prohibidos.
Un fuerte olor le produjo arcadas. Allí el aire era viejo, corrupto, encerrado entre
estrechas paredes sin ventanas. Todas las puertas que intentaba abrir estaban cerradas, por
lo que fue de una en una probando suerte. Al final del camino encontró una tenue luz verde
que se colaba por una hendija y decidió que allí debía intentarlo mejor. Forcejó el cerrojo
sin lograr que cediera. Pudo haberla tirado abajo de no ser porque el ruido lo delataría. No
obstante, intentó un par de golpes con sus hombros hasta que logró abrirla.
Una vela de luz verde brillaba en solitario en medio de la oscura habitación. La pared del
fondo la ocupaba un enorme estante de madera lleno de pergaminos y otros objetos que no
pudo distinguir bien. Pese a la suciedad reinante más allá de la puerta, allí todo parecía
limpio y ordenado. Sospechó enseguida que aquellos documentos eran usados con
frecuencia y tenían gran valor.
211
Justo al lado del estante había una pequeña mesa de madera y un taburete. Todo lo
necesario para sentarse a leer y estudiar. Además de estos muebles, la habitación contenía
varios baúles, también de madera, y algunas cajas amontonadas en las esquinas.
Orel tomó la vela y la acercó al estante. Cargó un par de rollos de papel y los colocó
sobre la mesa. Con mucho cuidado los abrió y comprendió enseguida que se trataban de
informes escritos al rey, como cartas en las que se narraban sucesos y se rendían cuentas de
misiones cumplidas o por cumplir.
Cada papel había sido escrito por una mano diferente. Algunas caligrafías eran muy
cuidadas, mientras que otras prácticamente ilegibles. Los idiomas, por su parte, también
eran distintos, aunque abundaban los dialectos humanos locales. De entre todos estos
materiales, Orel tomó aquellos que podía entender y comenzó a leerlos cuidadosamente.
El primero estaba dirigido explícitamente a Kontos.
«El Corazón del Mundo palpitaba con más fuerza a medida que nos acercábamos. Un
calor inusual comenzaba a quemarnos por dentro y sentíamos que nuestras Fuerzas nos
abandonaban. De nada sirvieron aquellos amuletos que debían protegernos. Esto, sin
embargo, no mermó la voluntad del emperador. Cuando estuvimos más cerca, Ardel
arrancó el hijo de manos de la madre y colocó en su tierno cuello el Talismán de los
Mundos. Con el pequeño en sus brazos dio varios pasos hacia El Corazón y todos sentimos
su energía irradiar con gran fuerza. A lo lejos ya se escuchaban los relinchos de las grandes
bestias y todos comprendimos que tendríamos una sola oportunidad.
Ardel extendió en dirección de la esfera de luz a su hijo y el talismán entró en contacto
con ella en modo de un fino rayo de luz. Entonces el calor que nos quemaba menguó y
sentimos gran alivio. Instantes después todo comenzó a vibrar a nuestro alrededor. El
Corazón cambió el color de su luz de blanco a negro y comenzó a resistirse tal y como
sabíamos que sucedería. El emperador recitó los versos robados a los fantasmas a fin de
aplacar la cólera de sus poderes y después hacerse de ellos.
En ese instante llegaron los Jinetes Blancos. Nuestra escolta se les enfrentó, pero
sabíamos que sería en vano. Dada la ausencia de nuestras Fuerzas, los ádameres presentes
apelamos a las espadas para defendernos.
Un minuto después de haber comenzado el combate, El Corazón emitió un sonido que
nos hizo sangrar de la nariz y los oídos. La vibración que antes habíamos sentido regresó y
212
terminó cuando la pequeña esfera nos golpeó a todos con una explosión. Los únicos en
quedarse en pie fueron el emperador y su hijo, pero estos recibirían al instante el disparo de
un rayo emitido por la esfera.
La emperatriz llegó dando gritos hasta su hijo y lo apretó fuerte contra su pecho. Ardel
se puso de pie y nosotros le pedimos que huyera. Para cuando los Jinetes se reincorporaran,
la familia había podido escapar con vida. Al día siguiente los nuestros lograron rescatar los
cuerpos de los padres, pero el hijo no estaba entre ellos».
Orel recordó que varios de sus hermanos mostraron orgullosos sus espadas
ensangrentadas aquella noche. Dijeron que la familia imperial había sido abatida y que
todos cayeron por un precipicio. Sin embargo, al buscar en el fondo del despeñadero varios
días después, al haber terminado de arrasar con el Imperio, ninguno de los Jinetes enviados
a tales efectos encontró rastro alguno de ellos.
En la siguiente carta se leía:
«Hermano Isjar, me alegra saber que al séptimo año las piedras han decidio hablar. No
puedo ocultar la sorpresa al saber que el niño está vivo y ha estado justo ante nuestras
narices todo este tiempo. Si Kontos está dispuesto a hacer todo lo necesario por encontrarle
y continuar con la tarea comenzada por Ardel, yo estaré dispuesto a unirme a su corte como
mismo hice en la de Ardel. Manner».
La Sorpresa golpeó al guerrero por la nuca y lo dejó inconsciente por unos minutos en el
suelo. Al despertar, Orel descubrió que alguien más leía los pergaminos.
—No sabía que los guardas dedicaran sus noches a la lectura —dijo una voz oculta bajo
una capucha. La luz verde de la vela dejó ver siluetas que no eran humanas.
—¿Qué piensa hacer conmigo?
—¿Quién te ha enviado a espiar al rey Kontos? —y la criatura se descubrió la cabeza.
Ante él se presentó una forma bestial medio humana, medio animal. Los rumores mejor
guardados del burgo resultaron ser ciertos. Aquellas palabras solo dichas por algunos pocos
muy tarde en las noches se dibujaban ante él sin pudor alguno.
A su mente vinieron imágenes del pasado, cuando él y sus hermanos se enfrentaron a
criaturas como estas, capaces de invocar fuerzas que solo la naturaleza podía. Tenía ante sí
a uno de aquellos que bien pudo haber asesinado a muchos de los suyos y su mano apretada
en la lanza le pedía acabar con él de inmediato.
213
—Yo podría preguntar lo mismo —dijo haciendo el intento por ponerse de pie—. ¿No se
supone que solo tienen acceso a este lugar aquellos que en este momento se reúnen con el
rey?
El ádamer, con mucha tranquilidad continuó leyendo cada uno de los pergaminos. El
tiempo que tenía era poco y debía aprovecharlo bien. Ya pensaría qué hacer con aquel
espía. Por su parte, Orel se asomó a la puerta para asegurarse de que nadie anduviera cerca.
«¡Ayande!», exclamó el ádamer sin poder contenerse.
—Sí, está vivo —susurró el guarda, atreviéndose a hablar en la lengua velden—. ¿Qué
significa? ¿Por qué quieren encontrarlo? —preguntó acercándosele.
—El niño no es una amenaza. Olvídate de él. Lo que debe preocuparnos es esto —dijo el
ádamer agitando varios pergaminos en su mano. Se los entregó y comenzó a husmear
rápidamente en los baúles y cajas.
—¿Qué has leído? —preguntó.
—Shsh. Escucho pasos —le advirtió.
Ambos dejaron todo como lo habían encontrado y salieron de allí por un oscuro pasillo
que los llevó al patio.
—¿Qué has descubierto? ¿Qué planea hacer Kontos?
—No en vano ha llenado su morada de ádameres —dijo al fin—. No en vano procura
que nadie sepa qué ocurre tras estos muros. Ya no quedan dudas. La historia se repite —
dijo con lentas palabras y la mirada perdida—. Saben tanto sobre El Punto como una vez
supo Ardel, y por lo que he llegado a ver todo este tiempo, pues diría que incluso más —
dijo de repente y lo miró a los ojos aterrados—. Saben que está en algún lugar de la tierra
sin que fuerza alguna lo proteja.
—Entonces estaba en lo cierto… —musitó Orel deseando no estarlo.
—Según lo que he podido leer en las cartas de sus informantes, aquella noche los alados
rescataron El Punto y se lo entregaron después al comandante de los Jinetes Blancos. Luego
este lo ocultó en algún lugar de las Llanuras del Este.
—¿Cómo es posible que sepan todo eso? —musitó Orel.
—El bosque no es mudo, y todo indica que no solo los hombres atentan contra El Punto.
Han de tener espías y delatores en todas partes. Yo mismo he visto a muchos de ellos venir
a traerles noticias.
214
Orel permaneció en silencio, pensativo. Intentaba recordar cada detalle de los últimos
encuentros con Álahor.
—Eso explica muchas cosas. Aquel día… —sus ojos se incendiaron, repasando los
acontecimientos de aquel último momento junto a sus hermanos. Ahora los veía de un
modo distinto.
—¿Qué cosas? —Ánimos guardó silencio y lo observó detenidamente, como si lo viera
de una forma distinta—. No eres un espía de los véldeny, ¿verdad? Eres un Jinete Blanco.
—No pienso contestar a esa pregunta —dijo Orel mirándolo con furia.
—Si hemos llegado hasta aquí los dos, lo mejor será ayudarnos mutuamente —susurró
el ádamer—. Puedes contar con mi silencio. Mi lealtad solo es para con Voa Ayande, tal y
como lo es la tuya.
Orel decidió arriesgarse allí donde nunca lo había hecho y se consoló al recordar que
hace mucho no había Jinetes, por lo que esconder su identidad ahora resultaba inútil.
—Álahor y su escolta se encontraban muy débiles cuando nos reunimos en aquel campo,
sin dudas fue por la exposición a El Punto —le narró—. Lo que significa que no llevaba
consigo El Dedo… Pero, ¿por qué? —dudaba de sus propias conclusiones—. ¿Qué pudo
haber sucedido para que perdiera su diamante protector? ¿Lo dejaría a cargo de un nuevo
guardián? Estuvo ausente por varios días y nadie supo de él… ¡Acababa de esconder El
Punto! ¡Le entregó El Dedo a alguien más! —concluyó exaltado.
—Creí que los Jinetes habían obedecido al mandato de su señor —dijo el ádamer
confundido.
—¡¿Por qué nos engañó?! —exclamó con ira y dolor.
—Habla bajo. ¿A qué te refieres?
—Todos creímos que los alados se habían llevado El Punto para ocultarlo
temporalmente mientras nosotros dábamos la última estocada al imperio. Sin embargo, días
después Álahor reunió a todos los Jinetes para decirnos que habíamos fracasado en nuestra
misión y que no tenía sentido que siguiéramos siendo los guardianes de El Punto, pues ya
los propios alados se encargarían de eso. Si lo que cuentas es cierto, significa que Álahor
nos engañó deliberadamente. Pero, ¿por qué haría algo así? ¿Por qué delegar en alguien
más si nos tenía a nosotros, sus hijos? ¿Quién podría ser más fiel que nosotros?
215
—Yo no sé por qué lo hizo, pero al asesinarlo demostraron no ser dignos de su confianza
—le espetó sin reparos.
—¿Asesinarlo? Hablas como si todos los jinetes nos hubiéramos convertido ese día en
traidores. Dile a los véldeny que te han enviado que solo fue uno de nosotros a espaldas del
resto, justo después de habernos dispersado, el que cometió ese crimen. ¡Yo mismo me
encargué de darle término! —y lo enfrentó con una mirada colérica—. Aun así no le guardo
rencor por haberlo matado. La Locura que Álahor desató ese día se apoderó de él y muchos
otros que terminaron quitándose la vida. ¡Fue Álahor quien nos traicionó a nosotros!
—Bueno, eso no solucionará nada ya. Solo me preocupa lo que pueda suceder si Kontos
descubre dónde está El Punto —Ánomis pasaba frecuentemente sus manos por su cabeza—
. ¿Hay otros como tú? ¿Cuántos jinetes quedan con vida? Debes buscarlos y advertirles de
este peligro.
—Si la magia de estos ádameres fracasó la última vez, ¿qué te hace pensar que volverán
a intentarlo? —preguntó Orel.
—Ellos están en mejor posición que antes —susurró Ánomis—. Los ádameres que
sobrevivieron aquella noche se han unido a otros reclutados por Isjar y han trabajado sin
descanso todos estos años para corregir el error que los llevó al fracaso junto a Ardel.
—¿Cómo?
—Ya han reconstruido la mitad del talismán. Han esculpido una joya más pura incluso
que la anterior. No tardarán en lograr lo mismo con el collar de metal.
—Para unir ambas partes necesitarán de la sangre del primogénito…
—No podemos confiarnos —y los ojos del ádamer brillaron.
—Será mejor deshacernos del hijo antes de que caiga en manos de Kontos —dijo Orel
mirando a ambos lados, rebuscando entre la penumbra de la noche.
—Ya te lo he dicho. El hijo no es una amenaza. Estos ádameres lograrán unir las dos
partes del talismán tarde o temprano y se lo colgarán al pecho del mismísimo Kontos —le
replicó con rápidas palabras.
Orel se sentía consternado por tantos años de estéril mentira. Su corazón dio un vuelco
al ver que sus hermanos yacían separados y maltrechos cuando aún tenían una misión por
cumplir. La historia podía volver a repetirse y esta vez no estaban preparados para
enfrentarla.
216
—Haz lo que te aconsejo, jinete, busca a tus hermanos y reúnelos. Contengan a los
hombres antes de que renazca el Imperio.
—¿Usted qué hará? ¿Por qué toma tantos riesgos? —susurró Orel.
—Yo me quedaré aquí para mantenerme al tanto de lo que puedan hacer los ádameres.
Prometo informarles a ustedes de todo lo que encuentre.
«¡¿Quién está ahí?!», preguntó un guardia que se aproximaba.
—Rápido, vete lo antes posible. Haz lo que te digo —y lo vio escurrirse entre las
sombras de aquella noche sin Luna.
En tanto esto ocurría, Andrey ya dirigía sus pasos al sur de Elfarán. Iba en busca de los
lares donde se prometían brisas más cálidas y donde vivían otras tribus humanas, distintas a
las del Centro y del Este. Tal vez allá pudiera completar su ciclo sin Ígonor y demostrarle, a
su reencuentro, que ya era el ser humano que se había prometido ser.
217
Capítulo Noveno
El riesgo de ser un héroe
1.
Volaban las flechas por entre los árboles. Silbaban al cortar el viento. Se clavaba en las
maderas, se perdían entre la hierba. Iban en busca de una presa. Y tras ellas, un arquero de
pies ligeros que saltaba sobre las raíces y piedras. La respiración agitada ponía en tensión
los cinco y otros sentidos de aquel cuerpo que llevaba el vigor propio de la plena juventud
humana. Andrey se excitaba con el juego de la vida, con la emoción del acecho y el hambre
que lo convertían en cazador.
Yo, desde mi altura, saltaba de nube en nube imitando su carrera. Quería vivir lo que él,
quería jugar a su juego. Me tentaba el deseo de correr a su lado, me tentaba el deseo de ir a
verle más de cerca, pero al volver el rostro veía a Voa Ayande ceñudo.
La gacela había resultado ser muy veloz. Lograba sacar ventaja sobre aquel joven de
cabellera larga que, sin saber de dónde, había salido de la nada hacía solo unos minutos
atrás. «¡No te me escaparás!», exclamó Andrey haciendo un esfuerzo por concentrar todas
sus fuerzas. «Si tan solo pudiera volar», se dijo ilusionado, y mi risa se escuchó en todo El
Cielo.
De pronto, el sendero del bosque se hizo más estrecho. Ya le quedaban pocas flechas en
su carcaj y debía disparar mejor para no desaprovecharlas. Aquella hermosa criatura de
pelaje dorado sentía mucho miedo, pero esto, a diferencia de otros seres, en lugar de
abatirla o debilitarla le daba más fuerzas aún; en ello le iba la vida.
No obstante, Andrey llevaba también sus propios ímpetus. Por esta época estrenaba
pasiones que alimentaban la energía de su juventud, de modo que en poco tiempo la presa
cayó irremediablemente sobre sus garras. El cazador dio término a aquella vida rezándole
en palabras véldeny para agradecerle el buen uso que daría a su cuerpo. Yo detuve también
mi carrera y me senté sobre una nube, fingiendo estar agotado.
Mientras comía las carnes rojas, el joven se dejaba ver pensativo. En sus ojos hallé una
nostalgia que se hacía cada vez más recurrente en las últimas semanas. Después de su visita
a Elfarán no había encontrado en su camino otra tribu o clan humano. Tras muchos días de
218
andar en solitario rumbo al sur pudo cruzarse apenas con un ákana y un nómada extraviado
que iba a caballo: ambos a muchos días de distancia entre sí.
Volvía a preguntarse por los destinos de Ígonor y Lónar. Intentaba convencerse con la
idea de que era tiempo de volver a Bosque Dormido y al Valle, pero sabía que su mentor le
diría lo contrario, que no era seguro. Decepcionarlo era lo último que se le pasaba por la
mente.
En las tierras más al sur el paisaje cambió conforme al relieve y los árboles que lo
cubrían. Ya faltaba poco para el solsticio de invierno y, sin embargo, todo se mantenía igual
de verde y templado como en el verano. Se preguntó cuánto habría que andar para llegar a
los límites sureños de Periéria. En los mapas de Bosque Dormido pudo ver mares, lagos y
montañas que simulaban una frontera sur, pero nunca una línea precisa que demarcara la
continuación de aquel gran arco que la protegía del frío y la nieve del norte, el este y el
oeste. «¿Al sur todo también estará cubierto de hielo?», se preguntó. Nunca encontró ni un
pequeño pergamino que le contara lo que se escondía más allá. La única respuesta que
obtenía era que ningún véldeny se había aventurado jamás por aquellos lares. De haberlo
hecho, no regresó para contarlo.
Semanas después, al cruzar el río Rápido, dejó atrás definitivamente las Óltery Pásara, o
como las llaman los hombres, las Llanuras del Este. De ellos había escuchado que estas
tierras más al sur eran consideradas inhóspitas y salvajes. Toda bestia que llegaba a Periéria
de las zonas nevadas terminaba asentándose allí. Para Andrey, al recorrerlas, no distaron de
ser bosques como otros cualesquiera.
—¿Un humano por las tierras de Astrinal? ¿Qué estrella caerá pronto de los cielos? —
murmuró para sí una peluda criatura que colgaba de la rama de un árbol.
—Hola, buen amigo —preguntó el chico en la lengua de las ákanas—. Mi nombre es
Euandriey. ¿Cómo te llamas? ¿Qué tipo de criatura eres?
—¿Ser en tanto soy? Mmm, una pregunta difícil de contestar —se regodeó con suaves
palabras—. Por aquí me llaman Manoplas y no conozco a otro como yo —respondió al fin
en el dialecto de aquellas tierras, muy similar al que encontrara en otros bosques.
—He recorrido muchas tierras y tampoco he visto a nadie como tú —dijo el joven en
tono amistoso al observar a la peluda criatura de largas extremidades, grandes manos de
seis dedos y una estatura que apenas llegaba a la cintura del humano.
219
Manoplas, al escuchar estas palabras, comenzó a llorar de forma escandalosa.
—Cálmate, por favor —dijo Andrey asombrado por aquella reacción.
—Manoplas está muy triste. Manoplas siempre está muy solo y no conoce a nadie como
él —y lloró aún más fuerte, yendo lentamente de una rama a otra.
—Estoy seguro de que existen otros como tú —le respondió sin saber qué cosa decir—.
Yo puedo ser tu amigo.
—¡Entonces quédate con Manoplas! —exclamó de repente con una enorme sonrisa
repleta de hermosos dientes, balanceándose en una rama del árbol hasta caer torpemente
cerca del joven—. Sé amigo de Manoplas. Mi árbol es muy grande y podrás dormir en una
de sus ramas. Hay muchas frutas, todas deliciosas.
—Eres muy gentil, Manoplas, pero debo seguir mi camino. Me han dicho que tras
aquellas colinas hay una comunidad y deseo…
—¡Aaah! ¡La Comunidad, La Comunidad nooo! No vayas allí, joven Euandriey,
humano hermoso. Los de la comunidad son malas criaturas.
—¿Por qué dices eso? —sonrió escéptico.
—Manoplas siempre tiene que esconderse. Manoplas huye de los de La Comunidad.
Ellos matan y persiguen a los animalitos del bosque. ¡Malos, malos!
—Manoplas, tal vez sea solo para cazar. Debes estar confundido.
—¡No, no! Manoplas no está confundido. Ellos no respetan las leyes del bosque. La
Comunidad hace sacrificios a la Bestia.
La criatura estaba exaltada y daba constantemente vueltas alrededor de Andrey. Con sus
manos saltaba y miraba a todos lados como si alguien los pudiera espiar.
—¡Y peor aún! ¡Se acerca el solsticio de invierno! Todos en La Comunidad tienen
miedo porque la Bestia los visitará para entonces. Están aterrados, lo puedo oler desde aquí.
—¿De qué bestia hablas? —comenzó a inquietarse.
—¡¿El joven Andrey no conoce a la Bestia?! ¡Claro, el joven Andrey no es de estos
lares! —y lo tomó de sus manos mirándolo fijamente—. La Bestia viene del cielo a
reclamar sus derechos en la tierra. Por la ley de los cielos le corresponde solo una parte de
cada ciclo, pero ella siempre se queda más tiempo.
—¿Los dioses la envían?
220
—No, ella viene sola. Los dioses la crearon una vez y le dieron la libertad. Nadie se
atreve a hacerle frente. ¡Es enorme y fea! Manoplas también tiene miedo. Cuando llega el
solsticio la bestia se dirige a La Comunidad. Desde la copa de mi árbol escucho los gritos.
—¿Por qué no se han ido de allí si tan terrible es?
—¿Hacia dónde, joven Andrey? Los humanos son peores, al menos la Bestia se aplaca
con los regalos de las criaturas y les brinda protección. Aquí en Astrinal han encontrado su
único refugio.
El humano vio miedo en aquellos grandes ojos que le hablaban exaltados. La Intriga la
susurró al oído que se alegrara, pues en lo adelante no habría más aburrimiento. De un
manotazo Andrey la apartó y pensó que debía hacer algo.
Al final resultó que en el más silencioso de los bosques se escondía la mayor de las
tragedias que escuchara en mucho tiempo. Tal vez Manoplas exageraba o simplemente
mentía. «¿Significa eso que debo seguir de largo?», se preguntó alzando la cabeza para
distinguir qué había más allá de ese camino.
—Iré entonces hasta ese clan —dijo al fin.
—¡No puede hacerlo! ¡No puede hacerlo, joven Euandriey! —gritaba.
—Lo siento, Manoplas, quiero saber qué bestia es esa de la que todos temen.
—¡Oh, no! Si la Bestia mata al joven Euandriey, Manoplas morirá de pena.
—No te preocupes, nada me pasará —exclamó ya a lo lejos.
2.
Andrey deshizo con largos pasos los senderos de aquel territorio carente de humanos, y ya
para el mediodía llegó a la cima de la colina que se alzaba en su centro. Desde allí pudo
observar el entorno de la comunidad de oniandros que se asentaba del otro lado, ya a pocos
pasos. Una planicie irregular se abría en medio de los bosques de árboles de poca altura, a
escasos pies de un precipicio que le servía de frontera.
De todos los bosques de Periéria, Astrinal era uno de los más alejados de las aldeas
humanas. Se extendía desde el río Rápido al norte y oeste, hasta el río del Lago y el Gran
Lago al sur y hasta la línea blanca de las tierras nevadas al este. La Comunidad se
encontraba casi en el mismo corazón de Astrinal y abarcaba una región muy pequeña con
respecto al resto de los territorios que lo componían.
221
Yo iba volando muy cerca de La Frontera cuando lo vi entrar en la tribu de oniandros,
uno de los tantos cobijos que se crearon a raíz de las guerras desatadas por el Imperio hace
varias décadas. Mis Gracias me advirtieron que debía estás atento, por lo que me detuve en
el acto para contemplarle mejor.
Sus pasos fueron firmes y seguros, aunque no tan rápidos como hubiera querido. Debía
permanecer calmado y transmitir confianza ante aquellos ojos asombrados de quienes no
han visto a un hombre en muchos años. La estirpe humana se le había adelantado a Andrey
y ya evocaba sangrientos recuerdos en las mentes de los que le vieron llegar con total
tranquilidad.
Se les veía inquietos, asustados, recelosos y enojados. Muchos se armaron de inmediato
porque presintieron en aquel acto de osadía un engaño antes del ataque. Otros, más
curiosos, se le acercaron sin miedo para observarle y olerle mejor. Bastaron pocos segundos
para que el chico se encontrara rodeado de decenas de criaturas de todas las formas y
tamaños posibles. Aquella singular tribu lo miró como si todos tuvieran los mismos ojos.
—¿Qué hace un cachorro humano en estas tierras? —preguntó un fauno acercándosele.
—Vengo en nombre de La Paz —dijo en la lengua de los véldeny.
—La Paz es aún una niña en la que no se puede confiar —le espetó el sátiro reparando
en sus armas—. Y que yo sepa tampoco lleva consigo los atributos de La Guerra.
—No son para pelear; solo para cazar y comer como disponen las leyes del bosque.
—Bueno, ¿y qué quiere un hombre, hablador de la lengua de los antiguos, de estos
humildes servidores? —preguntó con largas y relamidas palabras.
En los ojos del sátiro se posaba un brillo de origen incierto. Él, así como muchos de los
que le rodeaban, aspiraban a sacar provecho de aquel inesperado encuentro. Solo que aún
no sabían cómo.
—En mis viajes por las tierras visito cada comunidad para aprender de sus criaturas y
sus costumbres, y al dirigir mis pasos hacia aquí he oído hablar de esta tribu.
—¿Y?
—He escuchado además que un monstruo los acecha.
—¡¿Cómo te atreves a llamar monstruo a la criatura que nos protege de tu maldita
especie?! —exclamó el sátiro para que todos pudieran oírle.
222
—Me han dicho que les exige tributo cada año —Andrey se desconcertó ante aquella
respuesta. Esperaba que el asunto fuera más sencillo: un malo, los buenos, y él como
salvador que iría al rescate.
—Es lo menos que podemos hacer para venerar a la sagrada Capri.
—Entonces, ¿no se sienten intimidados?
—Por supuesto que no —le respondió el sátiro riendo a carcajadas.
Andrey miró a su alrededor y solo vio rostros sombríos.
—Bueno, me alegra que así sea. Me conformaré entonces, si me permiten, con quedarme
unos días. He viajado mucho y deseo descansar y recuperar energías para poder continuar
con mi viaje.
—No creo que sea una buena idea —replicó el fauno.
—¿Por qué no? —le contradijo una mujer-pantera que salió de entre la multitud—. Tú
mismo lo has dicho, es solo un cachorro, ¿qué nos podría hacer?
—¡Bah! Que se quede, me da igual —y se marchó el de piernas peludas dando
resoplidos.
—Gracias por interceder a mi favor —dijo Andrey a la felina mientras el resto se
dispersaba.
—No des las gracias, tontito. Tal vez este sea el último sitio adonde vayas en tu vida —
sonrió relamiendo su bigote.
3.
En la aldea cada refugio era diferente en tamaño y forma, de acuerdo a la estatura y los
caprichos de quien lo habitara. Mientras los más desconfiados se encerraban en guaridas
bajo tierra, los más relajados se conformaban con acostarse en el césped con la llegada de la
noche o simplemente pernoctar sobre un árbol.
Cada uno vivía según las tradiciones de su raza y especie sin molestar con ello a quienes
le rodeaban. Esa era la única ley de La Comunidad. En tiempos de paz no había jefe que
gobernara y la expulsión era el único castigo para los transgresores. Todos procuraban
acatar esta ley, con tal de no perder la protección que brindaba aquella unión tan diversa.
Por su parte, la caza solo estaba permitida en los territorios más allá de sus fronteras, donde
los carnívoros esperaban no encontrar a sus vecinos.
223
En sus días en La Comunidad, Andrey intentó conversar con cada uno de sus habitantes,
estos, sin embargo, resultaban muy evasivos, en especial si otros le veían con él. Tuvo la
impresión de que una fuerza oculta los presionaba y dominaba, al tiempo que todos repetían
una y otra vez que aquella era una unión libre entre iguales. En la práctica, El Miedo era el
verdadero rey de los moradores de la aldea, y su puño tiraba de las sogas con que todos se
habían atado de forma voluntaria.
—Ven, ven rápido y ocultémonos aquí para hablar —le pidió una joven ákana tomando
de la mano al Hijo de la Manzana—. Escucha mis palabras joven humano. En dos días será
el solsticio de invierno. Debes irte cuanto antes de aquí.
—¿Por qué? —le preguntó en su lengua natal.
—La Bestia prefiere por alimento a los humanos y estoy segura de que te atraparán para
sacrificarte —decía con la voz muy agitada.
—¿Por qué esa bestia exige sacrificios?
—Es la forma en que el viejo sátiro intimida y somete a todos en La Comunidad; fue
uno de sus fundadores y está obsesionado con la idea de que todos profesemos lealtad a
Capri. Otros dicen que fue ella misma quien lo envió.
—¡¿Por culpa de un loco viven así?! —exclamó indignado.
—Vete ahora que estás a tiempo —le suplicó.
—Me iré, pero en dos días volveré y mataré a La Bestia; no por ustedes, que son unos
cobardes, sino por las criaturas del bosque que entregan como ofrenda cada año —y salió
corriendo hasta desaparecer entre los árboles.
—¡Espera, espera! Tengo algo más que decirte…
La ákana y sus amigos habían intentado una vez huir de La Comunidad. El primer miedo
fue saber adónde, pues en los alrededores todo estaba bajo el control de los cazadores al
mando del sátiro, y más allá, en caso de que pudieran escapar de Astrinal, se encontrarían
en territorios de humanos u otras bestias tan temibles como ellos. El segundo miedo fue
saber cómo poder lograrlo. De este modo, El Temor les hizo permanecer en el único lugar
que habían conocido en toda su vida.
Un par de días después, cuando los miembros de la tribu dejaron de preguntarse por el
joven humano que había llegado de forma repentina a visitarles, entre ellos se esparció el
224
rumor de que el sátiro había tenido la razón y bien que los hombres preparaban una
emboscada.
«Esto a Manoplas no le gusta nada», se decía la criatura escondida entre las ramas de su
árbol. «¿Qué hacen los hombres caminando juntos hacia La Comunidad? ¿Para qué son
esas cosas filosas que brillan a la luz del Sol?». El alboroto con que los animales lo habían
despertado aquella mañana corriendo sobre las raíces de su árbol, ahora tenía una clara
respuesta. «¡Pobres criaturas de La Comunidad!». Se dijo para sí Manoplas intentando
esconderse lo mejor que pudo entre las ramas más altas. «¿Acaso los ha traído el joven
Euandriey?».
«¡Humanos! ¡Ya se acercan los humanos!», gritaban desde las alturas varias urracas que
volaban en círculos. En La Comunidad cada quien se armó como pudo y se escondió en su
sitio. A simple vista, se podría decir que aquel era un típico claro en tierras deshabitadas.
El suelo fue sacudido por un temblor que en segundos se hizo muy fuerte. Un trote de
caballos trajo a los hombres a la aldea, alzando bien alto los estandartes de La Tregua. Una
docena de jinetes se detuvo en medio de la planicie y plantó una bandera blanca. Se
apearon de sus caballos y esperaron con paciencia a ser recibidos.
—¿A qué han venido los hombres a las tierras de Astrinal? —preguntó el sátiro al salir
de su escondite—. ¿Han olvidado acaso el día en que aquí murieron muchos de sus
hermanos cuando intentaron tomar nuestro refugio?
—No hemos olvidado ese día, criatura. Pero son otros los hombres que esta vez
cabalgan hasta aquí —dijo con voz solemne el capitán, ataviado con ropas de lana y
protegidos con rústicas cotas de cuero seco que colgaban de su espalda y pecho—.
Venimos en nombre de una nueva alianza entre nuestros reinos que proclama a todos sus
vecinos la paz.
—¿Para qué querrían La Paz los hombres si lo que en realidad desean es poseer todas las
tierras? —saltó a su lado la mujer-pantera y los hombres se estremecieron al distinguir en
ella aquellas líneas grotescas que recordaban a una mujer, con senos cubiertos de pelos y un
rostro casi humano.
—Comprendemos que el dolor del pasado sigue fresco en ustedes y resulta difícil creer
en el cambio, pero ya han transcurrido muchos años desde la destrucción del Imperio y
225
ahora es la paz lo que interesa y ocupa a los nuestros. Otros son los reyes que nos
gobiernan.
—Si es así, ¿para qué han venido entonces? Nosotros ya teníamos tranquilidad hasta que
ustedes llegaron —dijo el sátiro, lanzando una rápida mirada a los escondrijos donde
esperaban atentos los oniandros. A su señal todos se lanzarían sobre los hombres.
—¡Tráiganlo todo! —ordenó el capitán—. Este es un regalo en nombre de nuestros
reyes.
Una veintena de animales amarrados por sus cuellos fueron entregados a los de La
Comunidad.
—Sabemos que mañana harán una ofrenda a su reina y hemos querido ahorrarles tiempo
en ir a cazar.
—Bueno, eso está muy bien —dijo el sátiro amasándose la barbilla—. Ahora creo que
podremos entendernos. Será un honor para nosotros que se queden a contemplar la
ceremonia. Es la mejor forma de celebrar los nuevos tiempos de buena vecindad entre los
nuestros.
4.
«¡Colocad todos sus ofrendas a la Bestia Sagrada!», cantaba de forma cadente y
parsimoniosa un bubo de enormes alas. «¡Pronto el Sol estará en el centro! ¡Colocad todos
sus ofrendas…!». Desde lo alto de un árbol dejaba escuchar sus graznidos mucho más allá
de la aldea.
La joven ákana tapaba sus oídos para no escuchar aquel canto. Los gritos del bubo le
traían a la mente los recuerdos de quienes murieron otras tantas veces ante sus ojos. La
Cobardía la había vuelto débil en los últimos años. Ahora se veía irreconocible ante la
imagen de sus semejantes. Sus cabellos caían lánguidos sobre su cuerpo y no recordaba la
última vez que crecieron sus uñas. Allí, en su pequeño rincón de tupidos muguetes, deliraba
con susurros y golpes contra su cabeza.
El año anterior quiso entregarse como sacrificio a la bestia, pero al final no tuvo el valor
suficiente. Los últimos días habían sido una tortura peor que la muerte. Las palabras de
Andrey le habían traído solo mucha más culpa y su única salvación de aquel canto que la
enloquecía era ir a advertir a los humanos del engaño en que habían caído.
226
—¿Adónde vas tan calladita? —dijo la mujer-pantera saliéndole al paso—. ¿No irás
acaso a hablar con los hombres?
—¿Por qué habría de hacer algo así? —pero El Miedo delató a la ninfa al salírsele
corriendo por sus ojos sin que pudiera controlarlo.
—No lo sé, tal vez por el mismo motivo que te llevó a ahuyentar al joven humano que
hace unos días desapareció de aquí.
—Él se fue por voluntad propia —respondió con la voz entrecortada.
—Sí, sí. ¡¿Acaso piensas que me engañas?! —y la atrapó por su garganta estrellándola
contra el suelo. Los poderosos dedos de sus patas delanteras la apretaron hasta casi
asfixiarla—. Voy a enseñarte a no abrir más la boca.
La ninfa fue arrastrada por su pelo con violencia sin contar con fuerzas para defenderse.
La mujer-pantera la lanzó a una madriguera bajo las raíces de un roble y luego ató sus
manos y pelos con una cuerda.
—Cuando termine la ceremonia vendré a soltarte —le gruñó—. Por un momento pensé
en llevarte junto a los animales del sacrificio, pero sé que en el fondo es lo que quieres.
—Por favor… —gimió ya sin voz.
—Yo me encargaré de encontrarte un castigo mejor.
«Por aquí, por aquí, humanos. Este es el sitio más especial», les indicaba el sátiro con una
sonrisa complaciente en su rostro, regodeándose en su calidad de anfitrión. El viento
soplaba extrañamente frío, pese al solitario Sol que dominaba en el cielo. Las criaturas de
La Comunidad buscaron un lugar seguro y algo apartado de las piedras donde yacían
amarradas las criaturas para el sacrificio. Ninguno se atrevía a mirarlas. Ellas también eran
sus hermanas y entendían sus gritos de súplica. El Miedo los convencía con argumentos
inútiles. La Vergüenza, escondida, se conformaba con ellos.
—¡Se acerca la hora! —anunció el de piernas de cabra.
Los murmullos se silenciaron y los ojos se clavaron en el acantilado. El Silencio tenía un
rostro espantoso y solo el viento se atrevía a romperlo de vez en cuando con sus golpes en
los árboles. Del otro lado de la aldea la ninfa lloraba desconsoladamente con agudos gritos
que solo las de su especie podrían escuchar.
227
—¿Qué haces aquí bella criatura? —dijo Andrey ante aquel llanto que lo apartó del
camino.
—Joven humano —dijo con apenas un hilo de voz—. Has vuelto…
—¿Quién te ató así? —preguntó Andrey mientras la ponía en libertad.
—Eso no importa ahora. Ya es mediodía y La Bestia está por llegar. El sátiro ha
engañado a unos hombres que se aparecieron ayer proponiendo paz y reconciliación; quiere
que ella los devore. Yo intenté advertirles, pero me atraparon antes de que pudiera hacerlo.
—No te preocupes, yo mataré a esa abominable criatura.
—Sobre eso quise advertirte la última vez —y lo miró con los ojos desorbitados—. Ella
no muere, es inmortal como los dioses.
—¡¿Cómo?!
—Lo más que podrías hacer es avisarles a los humanos del peligro que corren. ¡Ve,
rápido!
Andrey quedó desconcertado, pero no por ello abatido, así que corrió a toda prisa en
dirección del acantilado. No tenía ni la menor idea de cómo podría vencer al monstruo, ni
siquiera en su vida había matado a una bestia de gran tamaño, pero el sentido justiciero que
se estrenaba en él hizo que sus pasos fueran fuertes y seguros.
«¡Arrodíllense ante la Sagrada Capri!», se dejó escuchar por el mismo bubo.
Del fondo del acantilado salió volando un ruido atronador que delató de inmediato el
olor de El Miedo entre los presentes. Desde las profundidades del río emergió una gran
serpiente blanca de cola espinosa con numerosas anillas de metal. En su cabeza llevaba dos
enormes cuernos plateados y a ambos lados de su pecho, que asemejaba al de un reno, tenía
dos patas delanteras, peludas y provistas de cascos.
Con estruendo cayó sobre la tierra y se arrastró lentamente lanzando feroces aullidos de
hambre. Sus movimientos llevaban en sí la fuerza telúrica de un ser inmortal. Su cola
producía un cascabeleo metálico, cargado de toda la excitación que poseía su dueña. Solo
bastaba con mirarle a los ojos para que todos los presentes sintieran un espanto que les
paralizara las piernas. Su brillo les hacía saber que ella era su verdadera reina.
«¡Todos los honores para ti y para los dioses!», exclamó el sátiro, luego de dejar de
sonar el cuerno con el que atraía a la gigantesca criatura.
228
Con un rugido ensordecedor dejó caer su cola ante todos en la explanada allende al
acantilado, haciéndola golpear varias veces contra el suelo. Los hombres retrocedieron
aterrados, nunca vieron algo así en todos los bosques que habían recorrido. La Bestia los
olió y sus fauces dejaron caer la saliva de El Deseo.
—¡Tengan cuidado! —gritó Andrey apareciéndose de súbito ante los guerreros—. ¡La
bestia los devorará!
—¿Qué dices, muchacho? ¿Quién eres tú? ¿De dónde has salido? —le reprochó el
capitán, sintiendo que arruinaba la ceremonia.
—El sátiro los ha engañado. Él no quiere la paz con los hombres —insistía eufórico.
El hombre miró al monstruo y se percató de que no era precisamente a los animales de la
ofrenda a quienes dirigía su atención.
—¡Saquen sus armas! —le ordenó a los suyos y se dispuso en posición de ataque.
Intuyeron que unas simples espadas de cobre y lanzas de madera no serían suficiente
para enfrentar a La Sierpe, mas no tenían escapatoria. Los oniandros se escondieron,
permaneciendo no muy lejos de allí para contemplar el espectáculo, tal y como les
ordenaba siempre el sátiro.
La atmósfera se volvió rara y el viento se detuvo. Andrey sintió como si regresara al
pasado, luego se percató de que recordaba algo que en su niñez había acontecido y ahora
parecía repetirse. Se volteó y miró detenidamente a la bestia. Sacudió su cabeza y no hizo
caso de estos pensamientos, tenía que estar concentrado para la lucha. Sacó una flecha del
carcaj y la disparó contra el animal, a lo que este respondió con un coletazo. Andrey logró
esquivar el golpe apoyado por los hombres, quienes comenzaban a disparar sus lanzas y
flechas.
Ahora, entre los hombres y Andrey se encontraba Capri, mientras barría con su cola a
los primeros y zampaba mordidas contra el segundo.
Un calor intenso salía del pecho del chico, desde la llegada del Sol al cenit lo venía
sintiendo, pero ahora se había vuelto irresistible. Desgarró desesperado sus ropas y vio al
collar resplandecer en fuego vivo. La luz se coló por sus ojos y lo hizo sentirse raro,
privándolo de la atención del combate.
La Sierpe quiso arremeter contra el Hijo de la Manzana aprovechando su momento de
distracción, pero se vio obligada a frenar sus ímpetus.
229
«¿Euandriey?», murmuró. Y de súbito una niebla rodeó a ambos.
—¿Eres tú, pequeño Andrey? —preguntó con una voz que se coló en la mente del chico.
Este pudo al fin identificar el viejo recuerdo que daba vueltas en su cabeza.
—¿Eres como Aries, una asúan, una bestia sagrada? —le preguntó sin necesidad de
mover sus labios. Ya no sentía miedo de ella. La miró a los ojos y la vio del todo diferente.
—Sí, somos hermanos. Él me habló de ti, pero ahora que veo su beso en tu frente me
convenzo de sus palabras.
—¿Por qué devoras a los animales del bosque? Él no hace cosas semejantes. Ustedes no
lo necesitan.
—Aries y yo pertenecemos al mismo clan, pero somos muy distintos entre sí. Cada
quien tiene una tarea que cumplir —dijo acercándosele lentamente—. Veo que has crecido
mucho.
—¡Aaaj! —gimió el chico al sentir el collar que le quemaba.
La Sierpe exhaló y con su aliento enfrió el metal.
—¿Has olvidado qué día es hoy? —sonrió ella—. No te conviene descuidar la fecha de
tu nacimiento, y mucho menos con ese collar ardiendo sobre tu pecho.
—¿Mi cumpleaños? No, fue hace ocho meses.
—No me refiero a la bendición de Aries, me refiero al día en que por vez primera La
Luz te bañó en sus aguas. El día en que tus padres te dieron la bienvenida a este mundo.
—¿Qué sabes de mis padres? ¿Cómo sabes cuándo nací? —preguntó desesperado.
Capri tomó distancia de él y miró atenta al cielo. Detrás de sus nubes descubrió varios
ojos atentos.
—Mi regalo para ti será dejar ir por esta vez a las criaturas del sacrificio —dijo al dirigir
su atención al chico—. Ahora me tengo que ir. El Invierno acaba de comenzar en buena
parte del mundo y tengo tareas pendientes.
—Espera, qué significa…
La niebla se disipó y Capri saltó al río. Andrey quedó allí de pie, mudo y buscando con
su mirada más allá del acantilado.
—¡Ha derrotado a la bestia! ¡Urrá por el chico! —gritaron con júbilo los hombres,
quienes lo rodearon de inmediato.
230
—¡Atrapen al sátiro! —ordenó el capitán, y las mismas criaturas de allí se encargaron de
hacerlo. La mujer-pantera, con más suerte, pudo escapar de la turba que también se
disponía a apresarla.
La joven ákana corrió hasta el borde del precipicio y puso en libertad a los animales de
la ofrenda.
—¡Capitán! Mire esto capitán —dijo uno de los jinetes humanos apuntando al pecho
desnudo de Euandriey Yávalkaj. Sobre este brillaba tenuemente su collar—. Tal y como lo
dijo nuestro señor —musitó conteniendo el aire por la emoción.
—¡Por la Alianza, es él! ¡Es él! ¡Es el príncipe! —exclamó el capitán estupefacto—.
Solo alguien de su estirpe podría derrotar a un engendro de los dioses…
En el acto todos los hombres se pusieron de rodillas ante el chico.
—¿Qué sucede? —preguntó la ákana acercándosele.
—No tengo la menor idea —respondió Andrey con el rostro colorado como una
manzana madura—. Pónganse de pie. ¿Qué significa esto?
—Su collar lo delata, joven príncipe.
—¿Mi collar? —y Andrey se percató de que la joya que su maestro le advirtiera
mantener siempre oculta ahora estaba a la vista de todos.
—No cabe dudas de que eres el príncipe heredero del gran Imperio de los hombres.
—¡Qué tonterías hablan! —su vista comenzó a nublarse y yo sentí su inquietud desde mi
altura.
—Solo un collar como ese existe en todas las tierras y el único que puede colgarlo en su
pecho es aquel por cuyas venas corre la sangre de Ardel, rey de reyes.
Andrey dio un paso atrás y cubrió con su mano izquierda el viejo collar. Estaba turbado,
profundamente confundido. Todos los recuerdos de su vida se le juntaron de golpe. La vista
se le nubló totalmente y tuvo que sentarse.
—Debe haber un error. Esto no es posible —tartamudeó.
—Hace muchos años que te dan por desaparecido. El día en que tus padres murieron,
todos pensaron que tu suerte había sido la misma al caer en manos del enemigo. Tiempo
después el generoso rey Kontos descubrió que estabas vivo. Desde entonces ha enviado
grupos de jinetes como nosotros para buscarte y llevarte de regreso adonde perteneces —le
decía con suaves palabras sentándose junto a él—. Lastimosamente perversas criaturas lo
231
han impedido, ocultándote en sus dominios y alejándote aún más de nosotros. ¡Pero El
Destino es piadoso y quiso que te encontráramos! Póngase de pie, joven príncipe; siéntase
fuerte y vigoroso hoy, porque le hemos encontrado sano y salvo. Solo alguien de su linaje,
el más poderoso de la especie humana, podría haber vencido a esa bestia. ¡Gloria al
Príncipe de Príncipes! —exclamó el capitán. «¡Gloria!», le secundaron todos con
entusiasmo.
Un miedo hirsuto le hizo pensar en las advertencias de Ígonor. Una rabia en su mente le
permitió escuchar las burlas de El Destino. Las palabras de aquel hombre le parecieron
tontas, cuanto más, inverosímiles. «¿Acaso lo estarían confundiéndolo con alguien más? ¿Y
si no fueran meras coincidencias?», dudó. Quiso escapar de allí, lo más probable era que
estuviera corriendo el mismo peligro que hace varios años. Sin embargo, La Tentación le
susurró que, de quedarse, podría escuchar más sobre sus verdaderos padres.
—¡Hagan lugar para el príncipe! —ordenó el capitán.
Todos se sentaron junto a Andrey a la sombra de un árbol y le miraron atentamente
como quien se esmera para nunca olvidar un rostro.
—Cuando la nueva alianza sepa que le hemos encontrado ya no habrá más desunión
entre los hombres y la esperanza renacerá en nuestros pueblos. ¡Buenos tiempos se
avecinan! Pronto los demás reinos se nos unirán y las Llanuras serán fuertes como antes.
—Sí, sí, pero ahora quiero que me cuenten sobre mis padres —le interrumpió
impaciente—. ¿Eran humanos o ádameres?
—¿Ádameres? ¡Qué va! —exclamó el capitán dejándose ver sorprendido.
—¿Entonces por qué hay magia en este collar?
—Ese es un amuleto de buena suerte que ellos te regalaron en tu nacimiento. Durante
todos estos años ha sido la única pista que hemos tenido para poder encontrarte —y sus
ojos brillaron con lágrimas pensando en los años de mucho cabalgar entre los bosques—.
Tu padre fue Ardel, rey de reyes, y tu madre fue Dalia, reina de reinas, emperadores de las
Llanuras Centrales. Gracias a ellos el Imperio de los hombres alcanzó su máximo
esplendor. Nuestro ejército fue fuerte y ganábamos cada combate contra los rebeldes y
enemigos.
232
—¿Rebeldes o criatura que simplemente no querían formar parte del Imperio? He
escuchado muchas historias al respecto —dijo enojado, intentando volverse sobrio—. Ya
varias veces hombres de las Llanuras me han perseguido para matarme.
—¡No, nada de eso! Muchos de los nuestros han dado la vida para rescatarte. Las
criaturas que te han apresado han tergiversado toda la historia, joven príncipe. Los hombres
solo somos víctimas de la crueldad de aquellos que nos han querido someter y nos han
despreciado durante siglos —al capitán le tembló la voz de emoción—. Hasta hace un
tiempo éramos numerosamente muy pocos y…
—¡No lo puedo creer! —exclamó llevándose las manos a la cabeza—. Toda mi vida
esperando saber quiénes eran mis padres y descubro que fueron los amos del Imperio más
asesino que haya existido —exclamó enojado.
—¡Cómo puede hablar así de sus padres! —se sorprendió el capitán.
—Padres no son los que dan la vida, sino los que te enseñan a vivirla —y lo miró con
desprecio—. Ellos nunca estuvieron a mi lado. Déjenme en paz. Han encontrado a la
persona equivocada —y de un salto se puso de pie.
—Andrey, espera —le suplicó la ákana—. Deja que al menos ellos puedan hablar.
Escucha, sé prudente, luego podrás tomar una decisión.
El chico miró a los hombres sentados a sus pies y advirtió que en sus ojos brillaba el
amor que sentían por él.
—Bien —suspiró resignado y visiblemente nervioso—. Continúen.
—Es cierto que en el pasado nuestros padres cometieron muchos errores y los dioses nos
castigaron a todos por ello, pero una nueva voluntad ha nacido. Ahora la alianza trae la paz
para todas las tierras.
—¿Por qué murieron mis padres? ¿Quién tuvo que ver con todo eso? —preguntó sin
evitar la debilidad.
—Toda la verdad sobre esa historia solamente la sabe el rey Kontos. Ese día último de
nuestro imperio él estuvo junto a ellos. Solo sabemos que los Jinetes Blancos los asesinaron
y luego destruyeron nuestros reinos. Tu hogar.
—¿Los Jinetes Blancos? —el rostro de Lónar acudió rápidamente a él.
—Eran criaturas siniestras que deseaban construir su propio imperio, celosos de los
hombres. Algunos dicen que fueron los fantasmas de los bosques quienes los enviaron.
233
Con este relato, Andrey se vio ante un viejo dilema. La Verdad la supo una vez más
escurridiza como el agua entre los dedos de aquellos que le ofrecían sus versiones sobre el
pasado. Los véldeny, desde su encierro en los bosques, entre lo poco que contaban,
hablaban siempre de un imperio de ambición y maldad en las Llanuras Centrales. Al mismo
tiempo solían referirse a los hombres en general con las palabras de La Piedad. Lónar, por
su parte, hablaba de los Jinetes Blancos de un modo vengativo, pues fueron quienes
asesinaron a su abuelo Álahor, sin que ello le hiciera dejar de criticar a los hombres de las
Llanuras. Los humanos del este y las criaturas de esas tierras contaban terribles historias
sobre el Imperio, al tiempo que criticaban a los véldeny por no intervenir en estas guerras,
haciéndolos ver igual de aborrecibles. Ígonor, por su parte, se negaba a decir cosas en
concreto, pero siempre dejaba entrever las maldades de los hombres del oeste al tiempo que
pedía compasión hacia ellos. Y ahora se aparecían estos soldados alabando las “glorias del
pasado” y culpando a los Jinetes y a los véldeny de todo lo malo antes sucedido. Tal vez su
instinto le llevara a creer ciegamente de la versión de sus seres amados. Tal vez le sería más
fácil confiar en ellos, de no ser porque ellos mismos siempre lo alentaron a buscar su propia
verdad.
—No me interesa ser príncipe de ningún reino. Mi vida estará siempre en estos bosques
—y el chico se puso nuevamente de pie frente a los hombres—. Solo deseo saber más sobre
mis padres y lo ocurrido verdaderamente la noche de su muerte. Para ello les pido que me
lleven ante este rey Kontos y, si es tan generoso como dicen, podrá revelarme lo que deseo.
234
Capítulo Décimo
El príncipe de los hombres
1.
Los hombres alzaron su primer campamento tras la partida, ahora en un claro de un bosque
de viejos pinos. Ya habían dejado atrás La Comunidad y marchaban en dirección noreste
por las tierras fronterizas de Astrinal. Todos iban montados a caballo, vestidos con
modestas ropas y protegidos sus pechos, espaldas y extremidades con piezas de cuero
curtido. Entre sus armas se contaban arcos y flechas de madera, lanzas con puntas de cobre
y solo el capitán de la comitiva y sus dos guerreros de confianza llevaba consigo espadas
del mismo metal.
La hoguera la prendieron con la llegada de la noche y, como es costumbre en los de esta
especie, las palabras comenzaron a saltar entre ellos a través del humo del fuego que les
brindaba protección y calor. Andrey los acompañó hasta terminada la cena. Hace varias
horas había devuelto las energías al Sol y consideraba que no era prudente maltratar al
cuerpo. Para él, cuando los días eran intensos y las emociones fuertes, encontraba amparo
en el mundo de El Sueño que podía visitar mientras descansaba. Así, no se lo pensaba dos
veces para irse a dormir.
—Capitán, ¿cree usted que el príncipe se quede definitivamente? —preguntó uno de los
hombres. Todos prestaron atención, a la espera de la respuesta.
—El rey sabrá convencerlo —dijo seguro de sí mismo y lanzó una furtiva mirada a la
tienda de campaña donde dormía el chico—. Mírenlo bien, todavía es un salvaje
acostumbrado a la vida nómada. Ni el mismo sabe lo que dice cuando asegura no querer ser
príncipe.
—¿Cómo es que ha podido sobrevivir todos estos años? —comentó un tercero—.
¿Cómo es que las bestias no le dieron muerte?
—Eso es algo que nunca sabremos —dijo el capitán atizando el fuego—. Lo más
probable es que lo quisieran utilizar como pieza de cambio llegado el momento oportuno.
Algunos dudan sobre si sus captores sabían su origen, pero yo estoy seguro de que ellos lo
235
sabían muy bien. Ninguno de ellos lo habría escondido con tanto celo durante todos estos
años. Estaban al tanto de que se trataba del hijo de los emperadores.
—Fueron muy insolentes sus palabras hacia sus padres —masculló otro.
—Toda su vida ha estado en compañía de enemigos de los hombres. Es natural que lo
hayan envenenado con el odio hacia los nuestros —respondió el capitán y lanzó un
escupitajo al fuego.
—¿Qué sucedió realmente la noche en que murieron los emperadores? —insistió el
primero, de los más jóvenes del grupo.
—Eso solo lo saben los pocos que estuvieron allí y la mayoría no sobrevivió para
contarlo. Algo muy importante se disponían a hacer cuando los monarcas se dirigieron al
Valle de las Montañas Picudas con un mínimo de escolta —comentó el capitán avivando
las llamas con la punta de una lanza—. Kontos tal vez sea el único que podría decir toda la
verdad. Y ojalá lo haga algún día. No son pocos los rumores que engañan a la gente.
—Como aquellos que dicen que junto a los emperadores iban ádameres…
—A esas mismas estupideces me refiero —contestó el capitán visiblemente enojado.
—Aun así, fue una locura que ellos entraran allí. Ese lugar está lleno de bestias salvajes
—musitó sorprendido otro de los guerreros.
—Dicen que era una misión que granjearía gran poder para el imperio. Ellos se
sacrificaron por nosotros, eso es lo que debemos recordar y, sobre todo, a quienes los
asesinaron. Hoy doy gracias a La Providencia por haberlos llevado a la extinción.
Esa misma noche, pero a varias virstas de allí, un jinete cabalgaba en sigilo a toda
velocidad. Su yegua no era una cualquiera, llevaba en su sangre la herencia de las
poderosas bestias que una vez fueron traídas de la Gran Isla. Una sangre poco común les
permitía correr sin detenerse durante días enteros, sin necesidad de comer o beber.
Su amo portaba armas de metales finísimos, un casco con máscara resguardaba su rostro
y vestía impenetrables escamas plateadas que protegían todo su cuerpo. Hacía muchos años
que criaturas como estas no atravesaban los bosques haciendo resplandecer sus corazas.
Esta vez, ante la sorpresa, todos sus habitantes se escondieron al verle pasar.
De este mismo modo, en otros tantos puntos de todas las tierras de Periéria, se iban
prendiendo cual llamas blancas criaturas como estas, despertadas por la visita y el mensaje
alentador de uno de sus semejantes. Un silencioso tumulto sacudió el suelo. Y todos,
236
excepto este jinete, se dirigían a toda prisa a un mismo lugar, un tranquilo refugio en el que
habían pactado su reencuentro.
2.
En este cabalgar junto a los hombres, Andrey supo del hartazgo de El Servilismo. Ahora su
nombre era “príncipe” y el trato, el de para un niño que debía ser mimado. En poco tiempo
pudo experimentar desde el dulce néctar del amor incondicional hasta la embriaguez del
ciego fervor. Supo del amor que llega sin que fuera construido o luchado, y entonces se
preguntó si tal sentimiento era verdadero.
Al escucharles hablar sentía que para ellos todo había sido un acto de rescate. Todo el
tiempo le hablaban de las costumbres humanas y del mundo civilizado que encontraría en
las villas de las Llanuras Centrales. Él, por su parte, nunca mencionó a los véldeny y mucho
menos su vida en Bosque Dormido. Cuando les habló de las tribus humanas de las Llanuras
Orientales ellos respondieron con miradas de pena o de asco, al tomarlos por parientes
inferiores.
En poco tiempo dejó de agradarle lo que hacía, algo dentro de él le alertaba que todo iba
mal, pero La Curiosidad seguía siendo más fuerte. Su mentor le había dado a escoger y él
había escogido ir a conocer a aquellos que decían saber todo sobre sus padres. Aquella
historia del niño indefenso perseguido por los malvados humanos ya no funcionaba. El
joven trotamundos que vivía en él le pedía arriesgarse con tal de encontrar alguna
certidumbre luego de tantos años de verdades a medias.
—¿Cómo es ahora la nueva alianza de los hombres? —preguntó Andrey al capitán,
mientras cabalgaba a su lado.
—Nuestros pueblos se han unido por voluntad propia, gracias a la iniciativa y
generosidad del mayor de estos. El rey Kontos convenció al resto de los monarcas con la
idea de que la única forma para mejorar nuestras vidas era cooperando entre nosotros, tal y
como hicieron nuestros padres y abuelos hace muchos años.
—Bueno, y de qué serviría yo si todo va tan bien con este soberano —le dijo Andrey
llevando a broma toda la solemnidad con que siempre le hablaba su interlocutor.
—El rey Kontos era muy cercano al emperador; sufrió mucho su muerte. Cuando
descubrió que vivías, su corazón se llenó de esperanza y mandó expediciones por todas las
237
tierras en tu búsqueda. Él no tiene hijos —continuó tras una pausa— y le hace gran ilusión
que tú heredes su trono, y en un futuro, cuando la Alianza sea más fuerte, puedas continuar
la obra de tu padre.
—¿Cuál era esa obra?
Los demás hombres comenzaron a murmurar a sus espaldas.
—Gobernar todas las tierras. ¡Refundar el Imperio!
Hacía poco que Andrey había descubierto, justamente hablando con estos hombres, que
la palabra “imperio”, dicha por los de su especie, significaba mucho más que “un gran
reino” o “un conjunto de reinos”, tal y como era la connotación que se le daba en la lengua
moderna de los véldeny. Para ellos significaba “dominio absoluto sobre todas las cosas”, y
siempre se veían como monarcas de esa soberanía, sosteniendo el poder sobre todas las
tierras y sus habitantes.
—Bueno, ¿y si el resto de las criaturas no desean formar parte de él? Ellas tienen los
mismos derechos que nosotros sobre las tierras —inquirió estupefacto ante La Arrogancia.
Esta vez los jinetes rieron por respuesta.
—Eso es un absurdo, joven príncipe. De todas las criaturas que viven sobre las tierras
somos los hombres los más fuertes e inteligentes, por tal motivo nos corresponde gobernar
sobre el resto. Solo así habrá paz y riqueza. Además, seremos de gran ayuda para los smeri;
ellos solo saben vivir en la barbarie.
—¿Entonces qué ha sido lo que he visto en la comunidad? —replicó el chico.
—El rey Kontos es muy sabio y se ha percatado de que la lucha directa no es siempre la
mejor opción, de modo que ha acudido a La Persuasión, llevando su voz de paz a todas las
criaturas. Resulta mucho más fácil y se evitan los derramamientos de sangre.
—¿Así los engañan? ¿Dicen ser sus amigos para luego convertirlos en esclavos?
—Nadie ha hablado de esclavizarlos.
—Pues eso fue lo que ocurrió en el pasado —insistió el chico lanzándole una mirada
inquisidora.
—De ellos dependerá cometer o no los mismos errores de años atrás.
—O sea, que de ser necesario, los harían esclavos.
238
El capitán se dejó ver irritado por aquellas ideas que lo desarmaban fácilmente. Su
interlocutor resultó ser más locuaz de lo que aparentaba y podía hablar la lengua de los
hombres con bastante soltura, aunque no le dejaba de incomodar aquel acento extranjero.
—¿De qué lado estás? —protestó al fin—. Eres un humano, Euandriey hijo de Ardel.
—Euandriey Yávalkaj —le rectificó.
—De acuerdo, Euandriey Yávalkaj —resopló—. Comprendemos que has vivido por
mucho tiempo entre las bestias y que por instinto y suerte te trataron bien. Sin embargo, te
aconsejamos escuchar a los de tu propia especie y aprender a vivir y pensar como nosotros.
Un par de semanas entre los hombres del Centro y la verdad se te revelará de forma clara.
Andrey no respondió a esto. Se percató de que ahora sus palabras por sí solas no
significarían nada para ellos. Estos eran guerreros que repetían órdenes y pensamientos
adoctrinados desde la infancia. Debía esperar a encontrarse con sus jefes.
Al día siguiente hicieron parada en un río. Dispusieron acampar al menos por dos días
para hacerse de reservas y tomar un descanso. Aún les quedaba mucho por andar, y aunque
apresuraban su paso por la valiosa carga que habían encontrado, sería un viaje que tomaría
varias semanas.
—¿Hacia dónde se dirige este río? —preguntó Andrey.
—Este es el río Rápido —respondió uno de los guerreros—. Sus aguas bajan hasta el
mar Pequeño.
—Egún Lasía —murmuró recordando uno de los mapas que estudiara en Bosque
Dormido.
—Una vez que lo crucemos habremos dejado atrás definitivamente las Tierras Salvajes
—anunció aliviado—. En lo adelante tendremos las estepas de las Tierras Vírgenes, donde
habitan pequeñas criaturas inofensivas y algún que otro grupo humano.
Por la mañana se dedicaron todos a la caza. Cada quien trajo al campamento la mayor
cantidad de presas como les fue posible. Allí las cortaron y prepararon hasta el último
hueso. Después, tal y como era costumbre entre los suyos, conservaron las carnes dentro de
sacos llenos de sal.
—¿No creen que es demasiado? —se asombró el chico al ver toda esa carne a su
alrededor.
239
—En lo absoluto. Pueden durar meses con su mismo frescor. Así no tendremos que
detenernos cada día para cazar y podremos avanzar con mayor rapidez.
Lo que hacían parecía tener lógica, pero a Andrey no le gustó que acumularan tanta
carne que ni ellos mismos sabían si comerían. Era la primera vez que vio ante sí la idea de
guardar más de lo necesario. Se sintió inquieto. Por una parte lo consideró como
provechoso, pero por otra, se preguntaba si lo provechoso era siempre lo mejor. Ni los
véldeny ni los hombres del este pensaban ni actuaban bajo estos principios, por lo que
debería vivir más entre estos hombres del oeste para entenderlos mejor.
En aquel descanso junto al río, Andrey no pudo evitar sentarse a contemplar el paso de
las aguas. Las hojas de algunos árboles caían con más frecuencia por esta época del año y
las veía flotar corriente abajo. Ígonor una vez le intentó explicar el motivo de aquel
fenómeno, pero todo le pareció una historia de fantasía, por lo que su mente no se había
molestado en recordarlo bien. Yo alcé mi vista y contemplé al resto del hemisferio norte del
planeta, tan distinto y frío, cubierto de nieve y hielo. Supe entonces que muchas de estas
criaturas jamás entenderían la dicha con la que habían sido agraciadas al vivir en Periéria.
Uno de los guerreros más jóvenes del grupo aprovechó el momento indicado para
acercársele y sentarse junto a él.
—Por favor, joven Andrey —dijo en tono de súplica el de ojos redondos y piel muy
morena—. Quédese con el rey Kontos y sea nuestro príncipe. Nosotros lo protegeremos y
en un futuro llegará a ser un rey justo y sabio. Sé que las cosas del pasado no son de su
agrado, pero tenga presente que una vez sea soberano podrá cambiarlo todo. Tendrá todo el
poder y el respaldo de su pueblo, el cual desde su nacimiento le ama y venera.
Aquellas palabras fueron dichas con los latidos de La Sinceridad, anidada en el corazón.
Vio a La Juventud y La Inocencia tras cada sonido. Andrey, tomado por sorpresa, no pudo
evitar sentirse conmovido. A fin de cuentas era la voz de su especie, la misma por la que
había llegado tan lejos en su anhelo por conocerla.
—El Destino no está en mis manos —le respondió sin poder encontrar otra respuesta.
—Sí, sí que lo está, mi señor. Todos los hombres tenemos en nuestras manos el destino
propio, usted más que nadie. Lleva en su cuerpo la sangre de los líderes más grandes que
han parido los nuestros.
«¡El medallón!», se dijo para sí Andrey.
240
—¿Qué es este collar? ¿Para qué sirve? ¿Qué poder tiene? ¿Qué significa? —preguntó
sin contener la respiración.
—Bueno, hay un rumor de pueblo que cuenta que los grandes reyes lo crearon con la
asistencia de varios ádameres para proteger al imperio —dijo entre susurros mirando a
ambos lados—. Nuestros capitanes dicen que eso es mentira. Los hombres somos lo
suficientemente poderosos como para prescindir de la ayuda a esos hechiceros.
—¿Proteger al imperio de qué? —preguntó el chico con una sonrisa pícara.
—De los dioses y todos aquellos que no estuvieran de nuestro lado. Cuando otras
criaturas vieron el poder que los hombres empezaban a acumular, tuvieron envidia y
amenazaron con hacernos la guerra.
—¿Quién podría creer semejante mentira? —respondió con enojo—. ¿Qué podrían
envidiarle los dioses inmortales al imperio? ¿Qué querrían los fantasmas de los bosques de
los hombres?
—Mis padres dicen que el poder de Ardel llegó a ser tan grande que los dioses tuvieron
miedo de que nos enfrentáramos a ellos.
Andrey lanzó una carcajada y luego recordó las leyendas sobre la Tierra-grande-que-se-
fue, en las que se habla de conflictos similares.
—Dice en mi aldea que los dioses se aliaron a los fantasmas de los bosques para
conspirar contra los nuestros. Fue entonces que crearon a los Jinetes Blancos. Eran criaturas
monstruosas, tan poderosas que, en una noche, pudieron asesinar a tus padres y destruir
todo el imperio.
—O sea, que la culpa de la caída del imperio la tuvieron los dioses y los fantasmas de
los bosques…
—Así mismo es —afirmó convencido.
Andrey miró el rostro serio del joven y se lo imaginó escuchando todas aquellas
historias de boca de sus seres amados. «¿Cómo podría dudarlo? Lo repite de quienes lo
criaron y cuidaron», se dijo. «¿Así se escribe la historia? ¿Quién sería capaz de sentar tras
una misma mesa a los hombres del Centro, del este, a los véldeny y oniandros para que se
pusieran de acuerdo con una única versión?». Entonces supo que eso era un mero sueño.
«¿Tendría sentido entonces estudiar historia?». Orman la habría dicho que sí, sin ella era
imposible tener un futuro de bien. Sin embargo, cada vez que escuchaba hablar de los
241
sucesos del pasado, se convencía con el hecho de que todos los utilizaban para victimizarse
y culpar a los demás de sus desgracias.
Ahora le llamaban príncipe de los hombres y se veía arrastrado por una corriente
turbulenta de historias que evitaban mezclarse entre sí. Ya no lo perseguían para matarle,
como antes le hicieron creer, sino que lo rescataban de aquellos que lo habían mantenido
prisionero. Nunca podría imaginarse a Bosque Dormido o al Valle como una prisión, y
mucho menos a las ákanas y véldeny como sus captores. También se resistía a creer que los
hombres del oeste fueran simples criaturas de mal.
El collar palpitaba sobre su pecho al ritmo de su corazón. Sea cual fuera su origen,
Andrey estaba seguro de que contenía una poderosa magia. «Si no había sido creado por un
ádamer, entonces por quién. ¿De verdad habrían conspirado los dioses y los Jinetes
Blancos?».
—¿Qué sabes de El Punto? —le preguntó de repente.
—¿El Punto? Nada. ¿Qué es? —tartamudeó el guerrero.
—Solo un cuento de fantasmas. Olvídalo.
3.
Días después la caravana siguió sus pasos adentrándose ya en lo que los hombres daban en
llamar las Tierras Vírgenes, una amplia extensión de estepas y bosques comprendida entre
el Gran Río del Este y el río Rápido y al sur de las comarcas de los hombres del este.
Durante el día cabalgaban evitando los bosques y zonas que les resultaran poco confiables.
Preferían los campos abiertos y sus estepas.
Antes de caer el Sol acampaban y prendían las hogueras, se contaban sus historias y
luego se iba a dormir. En una de esas noches, habiendo quedado el campamento al
resguardo de solo un centinela, la vigilancia fue burlada al quedarse dormida. Este
momento fue aprovechado por una criatura envuelta en sombras que vio el momento
oportuno para ejecutar el plan que por mucho venía preparando. Se desplazó en silencio
entre los caballos y arbustos y observó con cautela la tienda donde yacía su presa. En un
pestañazo se coló en ella junto a una brisa de viento que le abrió sus puertas.
Dormía profundamente aquella joven criatura. El intruso contempló por un instante toda
su ternura y esto le hizo titubear por un momento.
242
«¿Quién…?», quiso decir Andrey al despertarse, pero el enmascarado le tapó la boca.
Luego lo amordazó y lo amenazó con un puñal para que cooperara. Tomó sus cosas y lo
sacó de allí casi desnudo.
A unos cincuenta pasos del campamento tenía escondida su enorme yegua blanca;
ambos montaron sobre ella y cabalgaron en dirección sureste durante toda la noche. En un
principio Andrey se resistió, pero comprendió de inmediato que no tenía la fuerza suficiente
como para enfrentársele, así que dejó de forcejear. Una hora más tarde se quedó dormido,
rindiendo su conciencia a manos de aquel extraño.
Al abrir los ojos, cuando los primeros rayos del Sol tocaron su rostro, vio ante él una
enorme figura a contraluz. Andrey, atado de pies y manos y amordazada la boca, yacía
tirado en la hierba de un lugar desconocido para él. El Terror le dio los buenos días,
rodeado de un hermoso bosque que para nada le hacía justicia.
El raptor, de armadura resplandeciente, se acercó con lentos pasos a él; se agachó y le
desató la mordaza. Andrey quiso gritarle, pero aquella idea de dejarse provocar por los
sucesos lo contuvo; él sabía que no era bueno alimentar las pasiones que tanta ingenuidad
llevan a la mente.
Observó con detenimiento a su secuestrador. Su rostro estaba cubierto por una máscara
de temibles facciones. Llevaba consigo una hermosa espada y un gigantesco arco con carcaj
de numerosas flechas a su espalda. Todo su cuerpo estaba protegido por una extraña
vestimenta hecha de cientos de pequeñas escamas plateadas. En sus antebrazos, relucían
manillas de metal con signos y letras nunca vistos. Sus manos iban cubiertas por guantes
tejidos con hilos de plata. En uno de los dedos llevaba un anillo con una amatista.
—Ya era hora de que despertaras —díjole a Andrey con una voz que se hacía ronca por
el antifaz.
—¿Quién eres y qué quieres de mí? —preguntó el chico sin demostrar temor.
—No importa quién soy y de ti no quiero nada. Mi deber era rescatarte de entre esos
humanos y así lo he hecho. ¿Acaso te preguntaste qué querían ellos de ti? —respondió en la
lengua de los hombres y le lanzó a sus pies la ropa del chico.
—Claro que me lo pregunté y ellos me respondieron.
—¿Y qué te dijeron, que el generoso Kontos te haría príncipe para que heredaras la justa
alianza que ha creado? No pensé que fueras tan necio —exclamó enojado.
243
—Sé muy bien lo que hacía —le respondió con enojo—. Lo que quisiera saber es cómo
me encontraste. ¿Quién te envió?
—Todo lo que pudiste haber escuchado de esa gente es mentira, Euandriey.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Eso no importa. Debes escuchar todo lo que voy a decirte; es muy importante —dijo
con voz agitada y agitando al aire su dedo índice.
—¿Por qué habría de creerte?
—Porque si no deseara tu bien ya estarías muerto. Solo tengo que proponérmelo para
que se cumpla —y le apuntó con el filo de su espada—. Presta atención. El rey Kontos solo
te quiere como una pieza más en su intento por restablecer el Imperio. Eres la prueba viva
de que tus padres no estuvieron tan lejos de alcanzar aquella noche el nefasto plan que se
proponían. Todos estos años pensaron que habían fracasado, pero saberte vivo les dio
esperanzas de volver a intentarlo. A Kontos tú no le importas. Él solo quiere poseer El
Punto, y si lo logra, será muy tarde para Periéria y todo el Voa Arkón.
—¿Cómo sabes todo eso? ¡¿Qué sabes tú de mis padres?! —exclamó desconcertado e
irritado a la vez.
—Tal vez te amaron, pero ese amor llevaba detrás el odio que destruiría nuestro mundo.
—No tengo por qué creerte. Puedes estar planeando algo tú también, Jinete Blanco —le
respondió en la lengua de los véldeny.
—¡Cómo te…!
—¿Por qué aún me tienes atado si tanto bien me deseas?
El Jinete se acercó y acarició el rostro del chico sintiendo pena por él. Desató sus manos
y pies y lo ayudó a incorporarse.
—¡Te felicito, Hijo de los Hombres! —exclamó El Sarcasmo—. Todo indica que de
nada te ha servido todo lo que te han enseñado. Al final sería mejor si dejara que te
matasen.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó una vez más poniéndose de pie y comenzando a
vestirse.
—De ti no quiero nada, eres libre, pero por Voa Ayande te suplico que no vayas donde
Kontos. Y te advierto que si otro Jinete Blanco llegara a encontrarte te matará sin pensarlo,
es demasiado lo que hay en juego. Debes esconderte. Vete lejos. Si por algún infortunio La
244
Maldad vuelve a estas tierras, no permitas que te encuentre aquí. Ella hará todo lo posible
por corromperte. Continúa tu viaje lejos. Haz todo lo posible para que la historia no se
repita. Oculta o destruye ese collar. Será un obstáculo menos.
—¿Acaso tendré que huir toda mi vida? —preguntó el chico, visiblemente enojado—.
¿No tendré derecho a más? No. No pienso permitirlo. Regresaré al norte.
—Si lo haces tendré que matarte —y el jinete volvió a alzar su espada.
—Pues tendrás que hacerlo —y dejó que su filo tocara su pecho.
—Yo confío en ti, Andrey —el jinete bajó el arma—. Miro a tus ojos y algo me dice que
todo puede ser diferente esta vez. Pero entiende, aún es muy temprano y no podemos
arriesgarnos.
—¿Quién te ha enviado, Jinete Blanco?
—Eso… —el resoplido de su yegua lo interrumpió—. Los humanos se acercan. Debes
irte.
—¿Adónde?
—No lo sé. Y lo mejor es que no lo sepa. Tal vez la próxima vez no me quede otra
alternativa que terminar contigo.
Andrey lo miró fijante, intentando saber quién estaba detrás de la máscara. Tomó todas
sus cosas y marchó en dirección sur. Intentó darse la vuelta para mirar, pero no fue
necesario. La fuerza de aquellos ojos le decían que el jinete seguía allí, vigilándolo a lo
lejos.
4.
El Delirio corría con piernas de hombre. Una espada de muerte le había dicho que por amor
lo mataría. Una voz implacable lo había condenado al exilio. Andrey intentó ser valiente,
pero descubrió que el poder no lo era todo. Debía buscar algo más. Y en la carrera de esa
búsqueda dejó que el cuerpo corriera sin descanso.
Una vez que logró cruzar el Egún Lasía supo que no era seguro volver a las tierras de
Astrinal. Debía seguir rumbo sur, hasta los confines de la propia Periéria.
Atrás quedaban los parajes de aquella parte de las tierras que recorrió por sí solo. El
invierno sin nieve apenas percibió esto y provocó en el cuerpo del humano la fatiga
necesaria para llenarlo con una frialdad hostil que lo aprisionaba.
245
El sur lo recibió sin poder ofrecerle algo distinto. Su calor no era mayor al del norte, por
lo que no pudo calentarle ni cobijarle lo suficiente.
Solo días después, cuando el cuerpo y la mente se rindieron, detuvo su carrera.
Euandriey Yávalkaj cayó al suelo y durmió profundamente. Durmió y soñó.
248
Voces Luy
El Pentáculo
El día en el que el joven Ardel se supo ádamer, sus padres le estamparon en su pecho un
metal en fuego vivo. Gritó, suplicó, intentó huir, pero era demasiado tarde. Su rostro ya no
era humano y su piel se cubría de abundante pelo negro.
En casa, la hora de hacer magia siempre había sido el momento más esperado cada día.
Cuando todos en la aldea se iban a dormir, el pequeño se quedaba con sus padres para
hablar de todo aquello que no podía ser escuchado por nadie más. De niño siempre había
ansiado el ritual que lo convertiría en ádamer. A medida que crecía lo pedía con más
insistencia. Sin embargo, por aquellos tempranos años seguía siendo un chico como otro
cualquiera. Todo cambió cuando aparecieron los primeros síntomas.
Entonces Ardel se volvió escurridizo, temeroso. Por las noches sufría escalofríos y
extrañas enfermedades. Voces intrusas le hablaban dentro de su cabeza y la fatiga consumía
su cuerpo. Quiso renunciar a su herencia, pero ya no había vuelta atrás. Así, cuando sus
padres descubrieron en él sus dudas y debilidades, lo encerraron en un establo junto a las
bestias.
Tres noches después ya no quedaba ningún animal con vida. Todo el lugar estaba
cubierto de sangre y él yacía arrinconado, mirando con sus ojos luminiscentes a todo aquel
que entrara allí.
Sus padres lo atraparon y amarraron con fuertes sogas. Sus gemidos y ladridos
confirmaban lo que era obvio. De ahora en lo adelante ya solo quedaba pulir el camino que
lo haría un ádamer tan poderoso como lo eran ellos mismos.
La noche del ritual se fueron a lo más apartado de un bosque, donde los gritos no
pudieran ser escuchados por sus vecinos humanos. Habían llevado al chico a rastras,
propinándole un latigazo cada vez que se les enfrentaba.
En medio de los árboles convocaron a Las Fuerzas y en medio de un torrente de llamas
aplacaron a la bestia en que se había convertido su hijo. Entonces le imprimieron con fuego
sobre el pecho aquel símbolo que habían heredado de sus antepasados.
249
La cicatriz le dibujó un círculo con una estrella de cinco puntas en su interior. Ardel la
miró y sus ojos la reconocieron de inmediato. Sus ánimos se aplacaron y pudo recuperar el
aliento. A su mente llegaron las historias de la niñez, cuando sus padres y abuelos le habían
contado sobre la Gran Isla y el glorioso pasado de los suyos por aquel entonces.
Alzó la mirada y sonrió a sus progenitores. El fuego a su alrededor se extinguió y él
calló de rodillas al suelo. Los tres quedaron allí, exhaustos y en silencio, contemplando a la
Luna y su corte de estrellas.
Por lo pronto no podría volver a la aldea. Cualquiera que viera su rostro sabría que en él
ya no quedaba nada humano. En lo adelante viviría en el bosque, donde aprendería junto a
los suyos las artes sobre las que siempre había escuchado.
En los años siguientes, los padres de Ardel vieron confirmado el destino que habían
leído en las manos de su hijo. La esencia de ádamer que llevaba dentro resultó ser tan
poderosa como nunca lo hubieran imaginado. Supo controlar su cuerpo en poco tiempo y
un día regresó a la aldea con la típica apariencia de un simple ser humano.
Fue así como se mezcló con aquella gente que consideraba inferior y quiso verlos
arrastrándose a sus pies. Supo dominarlos con la virtud de sus palabras y se hizo rey con
látigo y fuego.
Tiempo después, cuando los hombres de las Llanuras lo coronaron emperador, Ardel
quiso que el emblema de su gran reino fuera el pentáculo dentro del círculo, y de este modo
lo hizo esculpir en piedras y dibujar en las pieles y maderas. Cinco líneas de igual medida
que se cruzaban formando una estrella de cinco puntas contenidas en la perfección de un
disco.
Ese era el legado más poderoso de sus antepasados. Ya no tenía que esconderlo como
ellos, sino que lo izaba orgulloso tras cada victoria en el campo de batalla. En él iba
encerrado el poder que lo llevaría a cumplir con la profecía que sus padres le prometieron.
Culminaría con la tarea de sus antepasados en la Gran Isla y el mundo entero lo aclamaría
como su señor.
250
Capítulo Onceno
Alianzas
1.
El salón de los ádameres en la casona de Kontos yacía en penumbras. Carecía de ventanas y
solo un par de antorchas producían sombras tras los presentes. Las criaturas encapuchadas
se limitaban a permanecer en silencio, mientras observaban el inquieto ir y venir del
monarca.
—Mi señor, han llegado los exploradores de Tierras Salvajes —anunció Isjar haciendo
la debida reverencia.
—Llévalos al salón principal —contestó el soberano y abandonó el recinto escaleras
arriba.
Sin inmutarse siquiera, Kontos permaneció sentado en su enorme sillón de pieles y finas
maderas. Intentó ocultar su impaciencia, pero la sed de noticias se lo impidió.
Un capitán y dos de sus guerreros entraron al recinto y se postraron ante él. Durante todo
este tiempo de ausencia la casa del soberano había pasado de ser una finca campestre a una
enorme fortificación de piedra y madera. Kontos se había vuelto mucho más inaccesible y
para llegar hasta él debieron recorrer muchos pasillos.
—¿Han dado fruto nuestros planes entre los clanes de las bestias? —preguntó el
monarca al reconocer de qué grupo se trataba.
—Sí, mi señor, todo ha resultado tal y como su inteligencia lo previó.
—¿Cuáles son esas noticias que dicen traer? —Kontos hizo una señal para que le
trajeran más comida. Puso el cuenco sobre su barriga y se regodeó con cada trozo de carne
o fruta que encontraba antes de llevársela a la boca.
—Tal vez su corazón se regocije por nuestro hallazgo, pero tal vez luego nos castigue
por no saberlo cuidar —el guerrero decía cada palabra con lentitud y precisión, midiendo el
efecto que cada una de ellas pudiera provocar sobre su amo. Sabía que en gran medida su
virtud pudiera salvarle o no la vida.
—¿De qué se trata? —preguntó impaciente—. ¡Déjense de rodeos!
251
—En una de las comunidades más recónditas de las tierras que dan en llamar Astrinal,
sin saber qué hacía allí, un joven de unos quince años de edad nos salvó la vida haciendo
huir a un gran monstruo. Del cuello de este muchacho colgaba una joya inigualable que
rápidamente nos reveló su identidad.
A Kontos le brillaron los ojos. Puso a un lado al cuenco de comida e inclinó su tronco
hacia adelante, como si de este modo pudiera escuchar mejor.
—Se hace llamar Euandriey Yávalkaj, pero sin dudas es el hijo de Ardel, rey de reyes.
—¿¡Cómo!? —exclamó sorprendido dando un golpe sobre el mueble—. ¿Y por qué no
lo han traído con ustedes? —se puso de pie de un salto y agarró al guerrero por sus ropas
sacudiéndolo con violencia.
—El pobre muchacho no sabía de su linaje, vive como un trotamundos y no como el
príncipe que es —respondió con el tartamudeo de El Temor—. Nosotros le revelamos toda
la verdad y le contamos sobre todos los esfuerzos que usted hace para traerlo de vuelta a
casa. Al principio le resultó difícil creernos, aunque al final aceptó venir con nosotros.
Pero…
—¿Qué sucedió?
—Una noche, cuando dormíamos en nuestro campamento en el bosque, alguien lo raptó.
En su lugar dejaron esto.
El capitán sacó de su bolsillo un pañuelo blanco y lo entregó al rey. Este lo desdobló y
vio en una de sus esquinas un pequeño bordado que dibujaba una estrella formada por
cuatro rombos.
—¡Nooo! ¡Malditos! —gritó enfurecido al identificar la marca de los Jinetes Blancos—.
¡Isjar! ¡Isjar! ¡¿Dónde te metes criatura?!
—¿Qué desea, amo? —se escuchó la voz desde un oscuro pasillo.
—¡Quiero que esta noche se reúna la corte en consejo!
—Sí, mi señor —dijo la criatura oculta tras una capucha y se fue tan rápido como llegó.
Kontos se dejaba ver furioso y desesperado. Daba pasos cortos de un lugar a otro con la
mirada perdida.
—Señor, todos nosotros lamentamos lo sucedido. Esperamos su castigo —dijo con
resignación el capitán—. Pero le aseguramos que seremos más útiles si nos encomienda una
nueva tarea. ¿Qué podemos hacer para ayudar?
252
—Sí, ustedes me serán muy útiles —le respondió con una sonrisa lastimera. A su señal
los guardias del rey atraparon a los soldados y les propinaron una paliza.
2.
Una niebla espesa se paseaba suavemente por entre los árboles, iba y venía con remolinos
inquietos que lo envolvían todo a su paso. Allí los troncos y las hojas eran de un verde muy
oscuro, casi negro. A lo lejos se oía el cantar de algunos pájaros, sin otra señal que delatara
la presencia de vida. La luz del Sol se perdía entre las tupidas ramas y caía en retazos sobre
el suelo.
La espesura se anunciaba salvaje, impenetrable. Todo estaba dispuesto de tal forma que
le aconsejaba a los recién llegados irse de allí lo antes posible. Por si fuera poco, todos los
territorios colindantes se presentaban igual de inhóspitos, colmados de bestias y
depredadores hambrientos. En este bosque al interior de otros bosques, sin embargo, ningún
animal feroz se atrevía a asomar su hocico siquiera.
Para sorpresa de los árboles, Orel cabalgaba por este paraje como si lo conociera bien;
cada árbol, cada piedra, le indicaban un camino hacia un destino oculto de las miradas
indiscretas. Se internó en lo más profundo de la espesura hasta que el susurro de las aguas
delataron la presencia de un río. Hizo girar a la izquierda a su caballo carmesí y aminoró el
paso.
El hombre iba ataviado de pocas pieles y escasas armas. En esta parte del mundo sabía
que no las necesitaría, por lo que dejó bien escondidas sus armaduras relucientes y su
poderosa yegua. Solo su rostro, cansado de tanto viajar, protegía su identidad con una tela
oscura que lo tapaba hasta los ojos.
Anduvo a paso lento un buen tiempo, y solo se detuvo cuando el fluir de las aguas del
río se hicieron más lentas. Su mente no le había fallado, pudo recorrer el camino tal y como
le habían indicado. Se bajó de su bestia y caminó por la orilla de lo que ahora era un lago,
cubierto por una espesa niebla y custodiadas sus márgenes por altos muguetes.
Sacó de su bolsillo una flauta y tocó una melodía que repitió tres veces. En breve las
tranquilas aguas del lago comenzaron a ser batidas por dos remos, lentos y firmes, tal vez
agotados, pero convencidos de poder cumplir con su tarea.
De entre la bruma apareció una barcaza.
253
—Orel te saluda, venerable barquero —respondió retirando la tela de su rostro.
—Mis saludos y respetos, forastero —dijo un velden de recio aspecto—. ¿Qué ha venido
a hacer un hombre a Jiril Alnira?
—Gran amistad trabo con varios habitantes de esta ciudad; ha mucho tiempo que no les
veo y la nostalgia invade mi corazón. Fueron ellos quienes me indicaron el camino y la
melodía de tu llamado.
—Bueno, entonces eres bienvenido. Puedes subir a la barca —dijo la cansada voz.
Orel saltó del pequeño muelle hasta el bote y luego hizo que su bestia lo imitara. En él
atravesaron la espesa niebla que les impedía ver más allá de la proa. Otros se habrían
privado de navegar allí por miedo a perderse, no así el viejo velden que sonreía con
picardía cada vez que alzaba su cabeza para verle. El humano se asombró por la ligereza
con que este remaba a pesar del excesivo peso, moviendo sus manos con la misma
parsimonia con que asumía su profesión.
Pasados unos minutos cruzaron la niebla cual cortina de contornos perfectamente
definidos. Un Sol resplandeciente encandiló sus ojos e instantes después les reveló la
maravilla que se ocultaba en medio del lago. Infinitos pilares sostenían a toda una ciudad
sobre el agua, como si se tratara de una isla artificial con una superficie de tres virstas de
ancho por otras dos de largo. Cientos de edificios de las formas y tamaños más disímiles
desafiaban a los más bellos que aquel humano viera en su vida. Cada espacio estaba
debidamente ocupado, sin que se vieran casas amontonadas unas sobre otras. El orden en la
disposición de las construcciones se adecuaba al deseo explícito de dejar pasar la luz y con
ella la belleza que adornaba cada fachada.
Orel miró a ambos lados y vio cómo otras barcazas iban y venían más allá de la bruma,
partiendo de los tantísimos muelles que servían de frontera a la ciudad. El Sol se veía brillar
en el cielo con intensidad y ello delataba la magia que daba vida a aquella niebla encargada
de custodiar el refugio de los véldeny. Allí dentro el clima se sintió mucho más confortable,
caluroso incluso para las ropas con que se vestía el visitante. De pie, en la proa, se deshizo
de su capucha y abrió su camisa. Quiso que el cuerpo respirara lo que a la nariz le resultaba
gustoso. Sonrió satisfecho, como en casa, aunque esta era su primera vez allí. Saberse en
tierra velden le era suficiente.
254
El barquero atracó en un muelle, mucho mayor que el anterior, y el pasajero desembarcó
dando como pago el agradecimiento.
—Pensé que la ciudad tendría más seguridad —dijo Orel al mozo que llegó hasta él,
encargado de recibirle—. Cualquiera podría ocultar sus verdaderas intenciones al llegar.
El velden sonrió ante La Ingenuidad.
—No se preocupe usted, buen hombre, los véldeny de la Ciudad sobre el Lago sabemos
distinguir muy bien cuándo alguien miente o nos dice la verdad, y más si se trata de uno de
tu especie; el brillo de sus ojos los delata fácilmente. Ahora sígame, por favor.
Las calles de la ciudad eran amplias y limpias. Los edificios, todos de madera, estaban
decorados con colores cremas rematados con líneas de tonos más intensos. A los véldeny,
elegantes en su vestir y andar, se les veía enfrascados en sus labores.
—Hemos llegado —dijo el anfitrión.
Se detuvieron ante un edificio de sencilla pero meticulosa arquitectura, con tres niveles
sobre el suelo. En la fachada se distinguía su puerta alta y estrecha, custodiada por dos
ventanales, todos de cristal. Por su apariencia le pareció una casa como otra cualquiera,
aunque el lazo azul amarrado en su puerta delataba su función.
Por lo general, en las villas véldeny, fueran en los reinos de los primeros emigrados o en
los países de los segundos, no existían posadas, hoteles o algo que se les pareciera. Ellos
solían acoger a los invitados en sus propias casas. Aquellos que estaban en condiciones de
hacerlo pedían un permiso a las autoridades y tras una visita de estas, aprobaban o no su
candidatura a recibir extranjeros.
Algunas Voces pudieran contar que esta es una vieja costumbre heredada de las Islas. Lo
cierto es que tal práctica tomó fuerza cuando este pueblo se asentó en Periéria, como una
forma de controlar quién iba y venía entre sus villas. El recelo y la desconfianza de los
primeros años tras el reencuentro entre ambas migraciones lo propició así. Con el pasar del
tiempo, pese a que las hostilidades habían quedado atrás, la costumbre se mantuvo intacta,
aunque su significado cambió. Las grandes distancias entre las naciones véldeny y el
peligro que acosaba los caminos, hacía muy escaso el ir y venir de un lugar a otro para los
viajeros solitarios. Solo las caravanas de comercio y las embajadas iban con la escolta
necesaria para llegar a feliz término. Por esta razón, recibir a un visitante siempre era
255
motivo de júbilo y todos deseaban acogerlos en sus propias casas para que se sintieran a
gusto y así escuchar de ellos nuevas historias.
—Aquí podrá hospedarse —le dijo con un acento que le pareció conocido—. Tendrá una
habitación y suficiente comida. Los anfitriones estarán contentos de recibirle, hace mucho
que un hombre no viene a nuestra ciudad.
—¿Y mi caballo?
—Ellos también se encargarán de él —le sonrió con marcada gentileza.
—Ámba mínla —dijo agradecido.
Los dueños de la casa eran un matrimonio que tocaba el umbral de la vejez. Sus rostros
se iluminaron apenas abrieron la puerta y lo abrazaron y besaron como si fuera un hijo. La
señora lo agasajó con comidas y bebidas que Orel aceptó de buen grado luego de su largo y
exhaustivo viaje. El señor llevó al caballo a un establo anexo al edificio y lo alimentó con
pienso fresco.
—Busco a tres amigos —dijo el visitante a la dama de tierno rostro—. Llevan por
nombres: Asjal, Lúthleran y Délamor.
La señora arrugó su frente tratando de recordar.
—A Asjal sí le conozco, casi todos en la ciudad saben de él —dijo con voz pausada—.
Es un velden muy honorable, sirve a nuestro rey en el palacio. Del resto, lamento no poder
decirte nada.
—Con uno bastará —y La Sonrisa volvió al rostro del jinete.
—Tu habitación está lista. De seguro querrás descansar —le dijo ella, mirándolo con sus
negros cielos de muchas estrellas.
—Dispongo de poco tiempo —y al ponerse de pie besó las manos que le habían dado de
comer y beber—. Tomaré un baño e iré a palacio. Necesito que me indique dónde queda.
—Es muy fácil —la señora se dirigió al ventanal y abrió uno de los paneles de cristal—.
Mira —con su dedo apuntó al edificio más alto y hermoso de todos, justo al centro de la
ciudad. Por encima de los tejados sobresalía una espiga resplandeciente que parecía rasgar
el cielo.
256
3.
Un guardia condujo a Orel al interior del palacio. Con asombro lo había recibido en la
entrada y le hizo muchas preguntas que le parecieron innecesarias. De seguro pensaba
cómo era posible que un hombre como aquel hablara con tanta fluidez la lengua de los
véldeny. Una vez había escuchado historias de aquellos que por un motivo u otro
terminaban con bebés humanos bajo su cobijo. Quiso curiosear sobre todo esto, pero su
uniforme se lo impidió.
El centinela vestía a la vieja usanza de los guerreros de la primera emigración. Sus
aditamentos eran muy sencillos, decorados modestamente con algunas insignias. En su
cabeza llevaba un gorro de piel de oso que caía con suaves telas sobre sus hombros y
espaldas. En su cintura portaba una larga espada y en su mano una lanza de brillante acero.
Dos cinturones cruzaban su pecho con grabados en la antigua lengua de las islas.
Más allá de las ligeras puertas, abiertas siempre de par en par, el visitante tuvo la certeza
de encontrarse en uno de los edificios más notables que los véldeny hubieran construido
jamás. Mientras cruzaban el espacioso salón, intentaba descubrir cómo aquellas columnas
de madera podían ser tan altas y capaces de sostener los techos, al tiempo que servían de
escaleras que conducían a pisos superiores. Grandes ventanales dejaban pasar la luz del día
para que lo iluminara todo, utilizando además espejos y cristales que sustituían a los
candelabros.
En su exterior, el edificio se distinguía por ser una torre compuesta a su vez de cuatro
torres que se entornaban de forma espiral, encimadas con un cono que las unía a todas hasta
perderse en el cielo como una afilada espada. Su base era como una gran corona de arcos
puntiagudos que la rodeaban, dando paso a un portal semicircular tras el cual había
numerosas puertas por las cuales se podía acceder al interior.
Una vez dentro, Orel advirtió las numerosas escaleras que había a cada paso. Algunas
eran estrechas y encaracoladas; otras eran anchas y rectas, peligrosamente empinadas. Cada
estructura dejaba ver la desnudez de las maderas, muchas de ellas talladas con dibujos y
motivos que no le decían nada.
Los véldeny de aquella villa, como el resto de sus primos, consideraban al oficio de la
construcción como uno de los más virtuosos. No era casual que por ello los más diestros y
talentosos entre los suyos dedicaran su vida al diseño de maravillas que, como este palacio,
257
deslumbraban hasta quienes lo veían cada día. Sus técnicas y conocimientos los habían
heredado de sus antepasados de las Islas Eulinas. De allá lograron traer lo mejor de su
cultura para sentirse, en estos parajes, como si nunca hubieran abandonado aquel hogar.
Orel, a sabiendas de todo esto, no hacía más que regocijarse por estar allí. Hacía mucho
tiempo que no visitaba un reino velden y el solo hecho de caminar entre sus habitantes le
devolvió a su espíritu la alegría de sus mocedades.
«Al final del pasillo están las terrazas. Allí lo podrá encontrar», le indicó el guardia,
quien luego se despidió parándose en firme y chocando sus talones.
El humano caminó presuroso por el estrecho corredor hasta salir al jardín. Ante él se
abrió una amplia terraza poblada de flores y plantas que no se veían más allá del lago,
sospechosas sobrevivientes traídas por los primeros emigrados véldeny del Valle de Elder.
Sentado en un banco de madera, en medio de aquel brillante verdor, encontró a dos véldeny
que conversaban.
—¿Asjal? —preguntó a media voz, casi con miedo.
—¿Orel? —se asombró el mayor de estos.
—¡Hermano! —exclamaron al abrazarse.
—¡No lo puedo creer! —dijo el velden de pelo muy blanco. Lo estrechó con fuerza por
varios segundos, lo suficiente para sentir que nunca había estado lejos—. ¿Qué ha sido de ti
durante todos estos años? —y le miró a los ojos sin sentir vergüenza de sus lágrimas.
—Me fui a vivir a una pequeña villa de humanos en las Óltery Pásara —dijo Orel
temblando de la emoción.
De todos sus hermanos mayores, Asjal siempre había estado más cerca. Al mirarlo
descubrió que los años habían dejado arrugas en su cara, pero sentía sus brazos vigorosos.
—No has cambiado nada. ¡Oh, buen Orel! —y acariciaba su rostro para comprobar que
era él verdaderamente, como si sus ojos no le bastaran. Tenerle delante, así por sorpresa, le
hizo sentirse extraño en sus nuevas ropas.
—En cambio a ti te veo más ceremonial —sonrió el hermano, mirando la belleza que los
rodeaba y las vestimentas con que iba engalanado.
—He tenido la dicha de ser tomado en buena consideración por el rey de esta ciudad —
le respondió como si se intentara excusar.
258
—A diferencia de nuestros hermanos —y su mirada recobró la tristeza al recordar a los
suyos que hacía años no veía.
—¿Qué ha sido de…?
—Ejem, ejem —lo interrumpió el velden más joven que se había quedado al margen de
la conversación.
—¡Oh, disculpa! La Emoción me volvió torpe —dijo Asjal, golpeando suavemente su
frente con tres dedos—. Orel, te presento al kírlij Lónar de Bosque Dormido. Lónar, este es
Orel, un amigo de la infancia y la juventud, un hermano de la vida.
—Ómir láita —se saludaron cortésmente.
—El kírlij Lónar ha venido en nombre de su madre la kirli Ilma, hija del difunto Álahor.
Orel se estremeció y Asjal lo miró incisivamente para que disimulase la impresión.
Desde el primer momento, el color negro de la cabellera de Lónar le había hecho sospechar,
pero el reencuentro con Asjal no le dio tiempo a pensar en ello.
—He escuchado grandes hazañas sobre tu abuelo. Debes estar muy orgulloso —dijo el
humano.
—Gracias, así es —le respondió vanidoso.
—Hace unos meses Lónar vino a comunicarnos una noticia que estremece a todos los
véldeny de Periéria —y el halo de luz de su kaira tras la cabeza delató la emoción que lo
embargaba—. Una señal que anuncia la llegada de una hora que remueve nuestros
corazones con nostálgico sentido del deber. Ahora ha regresado para saber nuestra
respuesta definitiva.
—Él no debe… —le interrumpió Lónar.
—No te preocupes, joven kírlij. Orel se crio entre los de nuestra especie; es más velden
que humano —se rio Asjal—. Como decía —y retomó su tono solemne—, ha llegado la
hora por miles de ciclos esperada. Es tiempo de cumplir con lo pactado en la Proclama de
Periéria.
—¿Otra Enselíada? ¿Acaso no era un simple historia? —e hizo una pausa intentando
recordar el contenido de aquel viejo texto sobre el cual escuchó hablar en su infancia—.
¿Cómo se les ocurre hacer caso a algo escrito hace siglos? —preguntó Orel desconcertado.
Luego miró a sus rostros y comprendió que no se trataba de una broma.
259
—Hermano mío, en los albores de la nueva Era ya nuestro pueblo ha rescatado todas las
artes de sus ancestros —le respondió Asjal—. La civilización véldeny brilla hoy con la
misma luz de antes y es tiempo de unirnos bajo la bandera de las drilias. Periéria siempre
fue una tierra de tránsito para nosotros. Ya no quedan excusas para seguir aquí. Es hora de
volver al hogar que nos vio nacer.
—¿Las Tierras Primigenias? —gimió Orel—. Eso queda muy lejos al norte. Allí todo
debe estar cubierto de nieve. ¿Por qué abandonar la comodidad de estas tierras?
—Habías dicho que era uno de los nuestros… —resopló Lónar mirando a Asjal con
decepción.
—Con los conocimientos acumulados durante estos siglos haremos habitable y bella esa
tierra tan fría —dijo Asjal con suaves palabras—. Será nuestra forma de agradecerle por
habernos dado la vida. La tragedia de las islas de occidente fue una lección de modestia que
hemos aprendido bien y hace unos meses las tierras al norte de Periéria han vuelto a
temblar como una señal de advertencia que nos pide prestar atención a la nueva
convocatoria.
—Una mera coincidencia —le rebatió el humano.
—Recuerda las palabras de nuestro padre cuando decía que la vida se trata de dar y
devolver. El Destino nos castigó en tiempos de antaño por no cumplir con la petición de
Ultrumel de regresar con la gloria cosechada. No podemos errar esta vez.
—Pero, pero… —tartamudeó—. No pueden irse así sin más —insistió, visiblemente
desesperado.
—¿Por qué no? —preguntó Lónar, intrigado y molesto—. ¿Qué otra señal debe enviar
Voa Ayande para que tomemos en serio este llamado?
—Es que… —Orel miró a Asjal y guardó silencio, como si intentara recobrar el aliento
que le habían robado.
—Querido Lónar, creo que Orel y yo tenemos mucho de qué hablar —le dijo con acento
diplomático—. Te ofrecemos descanso y comida. El rey te recibirá en la tarde.
Luego de despedir a Lónar, Asjal y Orel se dirigieron a un rincón apartado del jardín.
—¿Qué ha sido de Lúthleran y Délamor? —preguntó entre susurros.
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—Délamor no resistió, murió al poco tiempo, preso de La Melancolía. Lúthleran decidió
castigarse, ya no sale a disfrutar de la luz del Sol ni de las conversaciones con los amigos
—refirió con un suspiro de resignación.
Orel no pudo evitar el llanto por la pérdida de su hermano. Délamor era uno de los
veteranos entre los Jinetes Blancos, y fue para él como un padre. De pequeño, cuando
Álahor no estaba, era Délamor quien cuidaba de él y lo entrenaba para que fuese un gran
guerrero. En su infancia Orel tuvo muchos problemas de salud, era tímido y débil. Délamor
lo curó de todos sus males y le ayudó a construir la fuerza que hoy le hacía hombre.
—Hoy más que nunca los nuestros deben permanecer unidos —dijo Orel.
—¿A qué te refieres? —se extrañó Asjal, recordando aquel triste día en que se apartaron
sus caminos.
—Todo fue un engaño, hermano mío —y sus ojos le miraron con locura—. Los alados
nunca se quedaron con El Punto, ellos lo devolvieron a Álahor y este lo volvió a esconder a
nuestras espaldas. ¿Recuerdas que aquel último día estaba muy débil y regresaba con solo
un escolta? Acababa de esconderlo. Le entregó El Dedo, su diamante protector, a otro para
que lo custodiara. Nos ignoró y delegó la misión en alguien más. Todo fue una traición
injustificada.
—¿De dónde sacas eso? —lo miró incrédulo.
—De boca de aquellos que ya buscan El Punto sin que nadie les ponga coto —sus
palabras salían como arrastrándose por su garganta, escuchándose graves y desesperadas.
—¿Por qué hizo algo así? ¿Por qué nos engañó? —preguntó turbado, pero intentando
mantener la ecuanimidad—. ¿Qué necesidad tenía entonces de disolver a los Teldésy?
—No quiero hacer conjeturas, pero solo hay dos posibilidades: alguna fuerza superior lo
obligó o simplemente perdió la fe en nosotros.
—¡Ni lo uno ni lo otro! —respondió exaltado—. ¡Fue un padre ejemplar para todos! Por
otra parte, ¿quién podría haberlo obligado a deshacerse de nosotros? Él era el velden más
poderoso y temido de nuestra especie. ¿Cómo has descubierto todo esto, hermano? ¿Estás
seguro de lo que dices?
—Hay algo todavía peor. Los hombres reviven el viejo imperio de las Llanuras y sus
ádameres ya buscan El Punto —le tomó por los hombros, alarmado con sus propias
palabras.
261
—Aunque lo encontraran, cosa esta que dudo, ellos no podrían acercársele siquiera.
¿Has olvidado lo que ocurrió aquella noche? Toda la casta de los reyes y ádameres murió y
con ellos los fallidos conjuros que prepararon para dominarle.
—No, hermano, un nuevo rey ha juntado poderosos ádameres que no volverán a cometer
los errores de sus predecesores. Aquella magia que crearon sigue viva y trabajan para
perfeccionarla. Tal vez no logren dominarlo como dices, pero en el intento producirán
cataclismos que destruirán Voa Arkón.
—El Talismán de los Mundos fue destruido esa noche —insistió Asjal—. Yo lo vi con
mis propios ojos. La energía de El Punto fue implacable y terminó matando al engendro
creado por los ádameres.
—Ese engendro del que hablas no murió —suspiró Orel y bajó su vista al suelo—.
Ahora es un joven que anda por los bosques de Periéria. Conserva el Metal de la Tierra, y
los hechiceros de Kontos, el nuevo rey, han construido otro Diamante del Cielo. Solo les
resta volver a unirlos a los tres.
—Bastará entonces con matar al heredero —dijo enérgico.
—Ni el mismo Kontos sabe donde está —titubeó al hablar—. Lo mejor será acabar con
el rey y su corte de ádameres antes que lo intenten de nuevo.
—Te confías demasiado, hermano. Recuerda que los hombres son débiles por
naturaleza. Si ese engendro sigue vivo, tarde o temprano descubrirá la oscura magia con
que sus padres lo crearon, caerá en manos de Kontos o se alzará él mismo como heredero
de Ardel.
Orel se distanció un poco, inconforme con la dirección que había tomado el diálogo.
—He venido hasta aquí para decirte que los Teldésy hemos despertado y es preciso que
todos los que quedamos nos unamos una vez más. Nuestra causa aún no ha muerto.
Debemos detener a la nueva alianza de hombres antes de que renazca el imperio. Eso es lo
más importante ahora. Este es nuestro momento, no podemos permitir que se hagan fuertes.
Esta vez fue Asjal quien mostró reservas. Dio algunos pasos alejándose del hermano,
con la vista fija en las huertas y la mano diestra acariciando el mentón. Contempló los
pétalos de una de las flores Reflejo de luna que en el jardín acababa de abrir sus pétalos y
sonrió gustoso ante su belleza.
262
—Es por ello que te digo que no puedes irte —continuó Orel más seguro de sí,
acercándosele nuevamente—. El mundo está en peligro y la mayoría de nuestros hermanos
se encuentran ahora entre los véldeny. Tú eres el que más respeto inspira a todos. Puedes
facilitar nuestra reunificación. Regresa —le suplicó—. Los hombres pueden hacerse de
todo el poder y, en caso de dominar a El Punto, hasta destruir Voa Arkón. Ya no tenemos a
Álahor ni a otro poderoso soberano velden que nos ampare. Ahora solo nos tenemos a
nosotros mismos. Nuestra lucha debe ser abierta e implacable.
—Lo siento, Orel, no me compete a mí hablar o decidir en nombre de todos. Aun así,
para la partida de los véldeny falta mucho. De seguro podrás lograr lo que te propones si
buscas en otros reinos.
—Asjal, no puedes abandonarnos. Eres nuestro hermano mayor…
—Te comprendo, pero muchas cosas han cambiado…
—¿Acaso has olvidado nuestra crianza? ¿Tan pronto desapareció tu esencia de Jinete?
¿Acaso has decidido ser otra cosa? —con esto Orel le recordó la vida entera que destinaron
a su preparación como guardianes de El Punto, alejados de todo y esculpidos como piedra a
base de cincel y repetidos golpes.
—No, hermano mío, no lo he olvidado, solo te advierto que las cosas no serán como
antes, ya fallamos una vez… —dudaba el de blanquísima piel.
—Eso no importa, si cumplimos nuestra misión habremos triunfado y podremos
descansar en paz, algo que no hemos hecho durante estos años oscuros —Orel lo miraban
intensamente, intentando hacerle reaccionar.
Asjal contempló con nostalgia aquellos ojos que ahora tenía ante sí. ¡Ha cuánto no los
veía! Su piel se estremecía con aquella súplica, y bajo ella todo su ser bullía arrastrado por
viejos sentimientos que creía desaparecidos.
—De acuerdo —dijo al fin—. Acepto llevar mi coraza plateada una vez más.
—Gracias, hermano —y lo abrazó con fuerza—. Hemos acordado reunirnos en el valle
de Jaragõr. Allí te esperaré.
—¿Adónde irás ahora?
—Tengo que seguir mi viaje. Avisar al resto. Necesitamos de todos los brazos posibles.
—Aquí no has terminado aún —le recordó Asjal.
—¿Lúthleran? ¿Tú crees que…?
263
—Sí, tal vez a ti te escuche y logres sacarlo de La Oscuridad.
—Lo intentaré —dijo sonriente y desapareció entre las plantas del jardín.
4.
Una habitación sin ventanas, de gruesas paredes y apenas una puerta, acogía en su centro
una enorme mesa cuadrada hecha de madera. Tras ella se sentaban ocho ádameres y cinco
sabios. Todos permanecían en silencio, a la espera.
Los ádameres ya no llevaban las capuchas con que solían escurriese de un lado a otro
por la fortaleza, sino que dejaban ver a la luz de las velas sus variadas formas. Los había de
retorcidos cuernos a ambos lados de la cabeza; de garras en lugar de dedos; de pieles
cubiertas de pelaje muy negro, o lampiños o con plumas; con rostros mitad hombre, mitad
animal. Algunos tenían un pasado humano, otros nacieron siendo oniandros. Al final todos
eran de una especie, aquella que entregaba su cuerpo y mente a Las Fuerzas. Cuando la
puerta se abrió todos la miraron con los mismos ojos brillantes y amarillentos.
Los sabios, por su parte, eran viejos hombres que una vez habían servido al imperio y
que almacenaban en sus cabezas todo aquello que una vez estuvo escrito en muchos libros,
que ardieron la noche en que Árdelen cayó en manos del enemigo. Ellos eran el puente
indispensable entre los concilios del rey con sus hombres y aquellos que se celebraban en
esta oscura habitación. Mantenían el equilibrio y la coherencia entre los planes acordados
por unos y otros, llevando un minucioso registro de todo lo dicho por los presentes. Cuando
la puerta se abrió, ellos no se molestaron en alzar la mirada.
Kontos ocupó su asiento, escoltado por Isjar a su mano derecha. Todos le aguardaban en
silencio. Sabía que las noticias no eran buenas.
—Nunca lo tuvimos tan cerca —dijo con una voz irritada que hacía todo lo posible por
mantenerse serena—. Él mismo aceptó venir hasta aquí en compañía de mis guerreros —y
golpeó la mesa con su puño cerrado. Al abrirlo, dejó caer un pañuelo blanco.
Los presentes se inquietaron. Algunos se murmuraron al oído, otro hicieron brillar sus
ojos con rabia.
—Ahora el peligro es mayor —continuó—. El chico sabe de su linaje al igual que
nuestros enemigos. Dudo mucho que siga con vida —en la habitación se produjo un
264
profundo silencio. El rey buscaba con su mirada alguna propuesta entre los presentes, pero
nadie tenía la intención de abrir la boca.
—Creo que es muy temprano para pensar así, mi señor —dijo Isjar—. Si ese raptor fue
en definitiva un Jinete Blanco, ¿por qué no les hemos visto en tanto tiempo?
—¿De qué les serviría vivo? —preguntó uno de los sabios.
—Por el mismo motivo que estuvo años viviendo en el Valle y luego en el bosque de los
fantasmas como si fuera uno de ellos —replicó Isjar—. Yo tendría más miedo de lo que
ellos planean al mantenerlo con vida y no de su muerte.
—¿Quieres decir que se lo han llevado de vuelta con los fantasmas? —preguntó Kontos.
—Me temo que así es, mi señor —respondió Isjar—. Yo me encargaré de enviar alguna
de mis criaturas para que averiguen si está allí.
—Eso nos dejaría donde antes —protestó colérico el monarca.
—Paciencia mi señor —dijo uno de los ádameres—. Al menos lo tendremos localizado.
Además, junto a estas malas noticias hemos sabido que aún llevaba el collar consigo y que
por sus venas sigue corriendo la magia de su padre.
—¿Y si lo matan? —insistió Kontos.
—Ya encontraremos una solución —dijo Lirania, una ádamer de rostro cubierto por
plumas—. Estos años de trabajo han confirmado que usted tenía toda la razón. Cada vez
estamos más cerca del Corazón de Poder. Con el talismán de los mundos o no, sabemos que
hay otras vías de controlarlo. Solo nos queda transitarlas.
—Yo me preocuparía más por los Jinetes, mi señor —intervino uno de los sabios—. Ha
sido inevitable que los rumores se expandieran por la villa y no tardarán en llegar a oídos
de nuestros vecinos.
—Tengo la solución para eso —dijo Kontos con la única sonrisa que se le vio aquella
noche.
Pocos días después, el señor de Árdelen logró reunir bajo su techo a los reyes de la
Alianza. Todos se habían apresurado en ir para escuchar de su boca lo que ya era sabido por
todos.
En esta ocasión, el salón principal de la casa de Kontos fue acondicionado para recibir a
los visitantes. Los ventanales se abrieron de par en par, dejando entrar la luz del sol y la
brisa fresca de esta época del año. Una larga mesa fue cubierta de comida y vino.
265
—Los hombres y mujeres de nuestras villas tienen techos bajo los cuales dormir —dijo
Kontos de pie ante sus invitados—. Los hombres y mujeres de nuestras villas comen con
abundancia. El comercio se fortalece entre nuestros reinos. Nos ayudamos como hermanos
que somos… —hizo una pausa y todos se le quedaron mirando—. Esa vida de paz para los
hombres siempre ha sido el mal del que se nos acusa. Ha bastado con el regreso de las
sonrisas de nuestra gente, para que los enemigos de antaño nos apunten de nuevo con sus
lanzas.
—¿Entonces es cierto? —se atrevió a preguntar Ilvaán de Landes, el más joven de los
monarcas. Él, como los demás, había escuchado hablar siempre de los Jinetes Blancos, pero
tras la caída del imperio, todos decían que ellos se habían ido lejos.
—Me temo que sí, mi querido Ilvaán —dijo Kontos e hizo una señal con su mano.
Varios guardias escoltaron a tres maltrechos hombres que apenas se podían sostener en
sus pies. Sus rostros estaban llenos de moretones y llevaban vendas que cubrían heridas en
varias partes de sus cuerpos.
—Llevábamos meses de recorrido por tierras sureñas —dijo el capitán con la voz muy
débil—. Íbamos cumpliendo muy bien la misión de transmitir la voluntad de paz que ha
nacido con la Alianza. Antiguos enemigos nos recibieron con escepticismo, pero al final
nos despedíamos con gestos de amistad. Ya cuando dábamos por terminada nuestra tarea,
habiendo llegado incluso a lo más profundo de las Tierras Salvajes, decidimos volver a
casa. Fue justamente en ese camino cuando unas terribles criaturas nos atacaron.
Kontos repesaba con su mirada los rostros de sus invitados. Ellos observaban y escuchan
con atención a aquellos pobres soldados. De seguro ya se imaginaban el final de la historia,
lo más importante era verla representada. El brillo de sus asustados ojos le decían que
aquella estaba resultado ser una buena puesta en escena.
—Al principio pensábamos que eran bestias depredadoras —continuó el capitán—, pero
en realidad era jinetes montados sobre enormes caballos como nunca antes habíamos visto.
Era de noche, acampábamos para comer y descansar cuando ellos aparecieron de la nada.
Sus rostros iban cubiertos con temibles máscaras y vestimentas de un metal brillante que
encandilaban nuestros ojos. Portaban espadas de una aleación desconocida, capaces de
cortarlo todo con un simple movimiento de mano. Muy pocos logramos sobrevivir.
266
Los presentes se inquietaron. Se miraban y luego buscaban en Kontos la continuación de
aquel relato.
—¿Qué sucedería si esos monstruos regresaran a nuestras villas como lo hicieron años
atrás? —preguntó el monarca rompiendo el silencio—. Los Jinetes Blancos no tuvieron
compasión con los nuestros en el pasado y no lo tendrán en el futuro.
—¿Cómo es posible? —intervino Darto de Téndon—. Todos pensábamos que se habían
ido para siempre o que incluso ya no existían.
—Yo siempre dudo de las voces que murmuran al viento —le respondió Kontos al
despedir a los heridos y tomando su asiento a la mesa.
—¿Por qué nos atacarían? ¡Ni siquiera estamos en guerra! —se alarmó Ilvaán.
—Ellos no necesitan muchas excusas —exclamó el viejo rey Áinos de Sasán—. Son el
ejército que utilizan los fantasmas para mantenernos en el hambre y la miseria. Son
criaturas cobardes a las que no les basta con esconderse en sus bosques. Ellos no desean
vernos fuertes y unidos.
—¿Qué se supone que hagamos? —intervino Ilvaán, visiblemente exaltado—. ¿Acaso
nos quedaremos de brazos cruzados?
—En tiempos del imperio, cuando bajo las órdenes de Ardel tuvimos el ejército más
grande del mundo, nunca pudimos derrotarles —le recordó Pento de Tierras Negras.
—¿Entonces qué propones, dejar que vuelvan a destruir nuestras villas? —exclamó
Ilvaán poniéndose de pie—. ¡Tenemos que unir nuestras fuerzas! Si somos capaces de
ayudarnos en el comercio, pues también debemos hacerlo en la defensa mutua.
—Estoy de acuerdo con Ilvaán —dijo Nardo de Almarena—. Lo más prudente es que
unamos nuestras fuerzas. Es la única forma de sobrevivir.
—La Alianza ha demostrado que funciona —exclamó Ilvaán con el ímpetu de su
juventud—. Hagamos lo que nuestros padres hicieron una vez. Juntemos nuestras fuerzas y
hagamos un gran ejército que proteja nuestras villas y campos.
Los seis reyes se pusieron de pie y alzaron sus copas. Aquel momento había sido la
culminación que tanto habían esperado. Largos y agotadores habían sido los caminos para
llegar hasta allí, pero aquellas palabras les devolvieron las energías perdidas. El miedo con
que habían recibido las noticias se desvaneció de inmediato.
267
Kontos, sin decir palabra alguna, suspiró aliviado y sorprendido. Nunca pensó que llevar
a término su plan resultara tan fácil y con tan pocas palabras. Habían sido sus invitados, y
no él, quienes hablaron de crear un gran ejército. Nadie lo podría acusar en el futuro. Así,
logró espantar el fantasma de Monklas para siempre con la luz de aquel claro día.
5.
Asjal desanduvo los pasillos del palacio con pasos muy lentos. Llevaba todo el día yendo
de un lugar a otro intentando cumplir con sus obligaciones sin poder conseguirlo. Sus
pensamientos estaban lejos, montados a caballo y luchando como tanto hizo en su juventud.
Se detuvo ante la gran puerta y contempló con detenimiento la belleza de sus tallados. Entre
ellos encontró drilias y muchas estrellas. De repente, un chasquido la abrió de par en par y
del salón salió un cabizbajo Lónar.
—¿Qué han dicho el rey y el consejo? —preguntó Asjal.
—Nada ha cambiado desde la primera vez que estuve aquí —y miró cómo se cerraba
lentamente la puerta, dejando entrever aún a los véldeny que seguían dentro—. Todos están
en desacuerdo. Incluso, una parte del consejo dice que ya ese viaje no tiene sentido. ¡Ni
siquiera han asumido como un presagio los terremotos de meses atrás!
—¡Eso es absurdo! —exclamó Asjal sin dejarle terminar—. Esta es la mejor oportunidad
que tienen nuestros pueblos de reconciliarse y vivir juntos en una tierra propia.
—Este no es el primer lugar donde escucho hablar de la Proclama de Periéria como un
mero recuerdo de la historia antigua —dijo con un suspiro de desaliento—. En mi recorrido
he visitado otros reinos y países que me han dicho algo similar, pero solo aquí he
encontrado una oposición tan fuerte.
—¿Cuántos han dado un sí rotundo?
—Sin contar Zisgar y Pasó Larkasu, solo Nadatu. Al menos según las últimas
informaciones que me ha llegado. Puede que otros mensajeros hayan tenido más suerte que
yo. Mi madre piensa que tanta reticencia se debe al hecho de que hemos sido los de Bosque
Dormido los que organizamos esta iniciativa. Tal vez si lo hubieran hecho otros, el
resultado sería distinto.
—Ustedes han sido muy valientes, joven Lónar. Ilma y tú son dignos herederos de
Álahor.
268
—De entre los pocos que apoyan el viaje, la mayoría discrepa en las fechas y el modo de
preparar la partida —continuó el joven—. Solo coinciden en que la Jananal debe efectuarse
en Jiril Narai, y no en Pasó Larkasu.
—¿Celebrar la asamblea en la Ciudad de las Alturas? ¡Eso está muy lejos para todos! —
se asombró Asjal pensando en el apartado reino sobre las montañas de Poniente—. Ustedes
han realizado la convocatoria, por tanto se merecen ser la sede.
—Me marcho muy desanimado —le respondió—. Lograr un consenso entre todos los
reinos y países véldeny costará más tiempo y esfuerzo de lo que imaginé en un inicio.
—¿Qué ha dicho nuestro rey? —insistió.
—Como una forma de complacer a sus consejeros, y al mismo tiempo mostrarse
educado conmigo, él aceptó enviar un representante a la reunión previa de embajadores en
mi villa. Allí deberán confirmar su asistencia o no al cónclave de soberanos en Jiril Narai.
—Eso es una señal de aliento —dijo Asjal en un intento por consolarlo—. Has hecho un
gran trabajo en tu Lonaríada. Tu abuelo estaría orgulloso de ti.
—Ha sido más de un año de ir y venir, intentando conciliar una postura común —
suspiró—. ¿Qué sucederá si nuestros pueblos vuelven a dividirse?
—Sería preferible que todos nos quedáramos en Periéria, a ver partir solo una parte de
los nuestros —respondió Asjal con el cejo fruncido. Nuestra civilización no puede repetir
los errores que cometieron nuestros ancestros.
—¡Qué la llama de Ultrumel te escuche!
—Ve y descansa. Has hecho todo lo que has podido.
El kírlij atravesó los pasillos en solitario de regreso a su alcoba; pensaba en su madre y
en la memoria de su abuelo. No podía permitirse el descanso mientras no estuviera a la
altura de ellos. Presentía que todavía quedaba mucho por hacer.
—¡Detente! —exclamó al evadir el cuchillazo de una mano traidora que lo sacó de
súbito de su ensimismamiento.
—Debes morir, maldito mestizo —arremetía el aspirante a asesino.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres? —gritó al tiempo que esquivaba el arma blanca.
—Queremos tu muerte y la de todos los que promueven este estúpido viaje —le dijo tras
la máscara en que se escondía—. Ustedes solo buscan destruir nuestros reinos. ¡Son meros
farsantes que no merecen llamarse véldeny! ¡Hasta tu pelo negro te delata, asqueroso
269
mestizo! ¿Piensas que haremos caso a la familia de Álahor el traidor? ¡Tú y los tuyos deben
ser expulsados de Periéria! Están muy equivocados si piensan que nos dejaremos engañar
con sus tretas.
El cuchillo volvió a cargar contra el joven, sin que este tuviera algo con que defenderse.
Arrinconado entre las paredes solo podía esquivar el arma e intentar asestar algún golpe con
sus puños.
—¡Auxilio! —gritaba desesperado al no poder escapar de aquel corredor sin puertas
donde le habían sorprendido.
—Es inútil, en esta parte del palacio nadie te escuchará. Tu muerte será un buen
escarmiento para quienes se atrevan a apoyar a los tuyos.
—¡Auxilio! —su mano rozó el filo del puñal y roció sangre por todo el suelo.
El enmascarado acorraló al joven y cuando estuvo a punto de clavarle la daga… Se dejó
escuchar un golpe seco a su espalda. Alguien lo atacó por la nuca dejándolo desmayado en
el suelo.
—Fue muy oportuna tu llegada —respiró Lónar aliviado—. Gracias.
—¿Qué quería este granuja? —preguntó Orel.
—Asesinarme —y sujetó con fuerza la herida que le sangraba.
—¿Por qué? —Orel parecía desconcertado.
—Cree que soy un mestizo que planea destruir el mundo velden —dijo sin darle
importancia.
Lónar descubrió el rostro del atacante y se percató de que era uno de los guardias
presentes en la reunión del consejo.
—¿Quién lo enviaría? —preguntó Orel.
—No lo sé —dijo poniéndose de pie—. Debemos advertir al rey.
—Primero llevémoslo a un calabozo y a curarte esa herida.
—De no ser por usted… —Lónar le miró a lo ojos y descubrió una mirada que le
recordó a la de un típico velden. «¿Cómo se conocieron Asjal y él?», se preguntó.
En poco tiempo la noticia del ataque se esparció por todo el palacio e inevitablemente
recorrió la ciudad en cuestión de horas. Suceso como este no lo recordaban ni los más
viejos, por lo que La Conmoción saltó de boca en boca. El viaje que venía proclamando
270
Lónar se mezcló con el sinsabor de esta agresión. Fue entonces que muchos comprendieron
la connotación del mensaje que portaba el nieto de Álahor, el de pelo muy negro.
—Lamento mucho todo lo sucedido —repitió Asjal a su invitado. El nerviosismo de
toda la corte temblaba ahora en sus propias manos—. El rey ha dicho que debes dejar la
ciudad cuanto antes; no podemos garantizar tu seguridad aquí.
—Yo lo acompañaré —se ofreció Orel.
—Pensé que te quedarías por unos días más. ¿Y Lúthleran? —le preguntó Asjal.
—Vine al palacio justamente para decirte que ya he hablado con él —dijo sonriente—.
Aceptó sin dejarme terminar de hablar. En solo un instante rejuveneció y llenó la habitación
con su halo de luz.
—Gracias, Orel —y lo tomó por los hombros, tal y como es costumbre entre los
jinetes—. Espero que nos volvamos a ver pronto.
En la oscuridad de la medianoche el joven velden y el humano abandonaron la Ciudad
del Lago en una barcaza. Al llegar a la orilla Orel le propuso acompañarlo hasta alejarse lo
suficiente de aquellos bosques.
—No tienes por qué hacerlo —insistía Lónar.
—Se lo he prometido a Asjal —le dijo desde su montura—. Te confieso que yo tampoco
deseo que los véldeny se marchen de Periéria. Siempre he soñado con el día en que salgan
de sus claustros e iluminen a los hombres con sus conocimientos. Me temo que solo así
saldrán de la barbarie. Sin embargo, también sé lo importante que es para tu especie este
viaje, y si puedo contribuir a él me sentiré feliz.
—¿Desde cuándo conoces a Asjal?
—Crecimos juntos. Sus padres me encontraron abandonado en el bosque cuando apenas
era un bebé. Viví la mayor parte de mi infancia y adolescencia entre los véldeny.
—Conozco a alguien al que le sucedió algo similar. También es como un hermano para
mí. Hace mucho que no le veo —recordó con nostalgia a Andrey.
—¿Sabes? Conocí a tu abuelo —se atrevió a decirle. El mirar a aquellos ojos tan
parecidos le hizo sentir la presencia de quien fuera un padre.
—¿De veras? —se entusiasmó Lónar.
—Siento mucho la forma en que terminó todo —Orel tragó en seco.
—Algún día descubriré al asesino, y entonces pagará por lo que hizo.
271
A la mente del hombre regresaron los momentos de aquella tarde en que prendió fuego a
los cuatro cadáveres que habían quedado a sus pies. Quiso contarle la verdad, pero no
podía, ello implicaría revelarle su identidad y eso era algo vedado por la hermandad de los
Jinetes Blancos.
Le sorprendió ver en el corazón de una criatura tan joven ese rencor insano de deseos de
venganza. Quiso pensar que se trataba solamente del dolor natural que le produjo su
pérdida, pero aquel brillo en los ojos era inconfundible. Ninguna de las palabras que le
dijera al respecto habían sido dichas en vano. La Determinación parecía ya tenerlo todo
pensado.
Durante una semana marcharon juntos en dirección al suroeste. Hablaron con la soltura
y naturalidad de quienes se vieran como viejos amigos, sin que mediara algún minuto de
silencio. Se contaban historias de tiempos pasados y algunos sueños para el futuro. Cazaron
juntos y juntos comieron al resguardo de la hoguera. Fueron buenos días para ambos, hasta
que el río se dividió en dos.
—Regreso con mi madre a Bosque Dormido. Mi misión se ha alargado más de lo
previsto y necesito un descanso —dijo el velden al despedirse.
—Yo iré al este —mintió.
—Espero que nos volvamos a ver —le pidió como un ruego.
—Así será —le prometió el humano.
Orel le observó con detenimiento al verle partir, pidiéndole a Voa Ayande que lo librara
de El Rencor y El Odio. Entonces, se enrumbó por su propio sendero, cabalgando a toda
prisa hacia el oeste.
272
Capítulo Duodécimo
El hijo del mar
1.
Manos y pies gozaban desnudos de una sensación que no dejaba de ser nueva. El cosquilleo
que les provocaba el frotar aquella tierra distinta les traía de vuelta, sin saber por qué,
recuerdos de los juegos de la infancia. «¡Cómo es posible que exista algo así!». Se dijo la
voz inconforme de El Asombro, pensando que tierra siempre había sido tierra, y no tanto
motivo de placer.
Una risa tonta le hacía hablar a retazos, y el aire, distinto también, llegaba de lejos
invitándolo a respirar profundo como si fuera la última vez. Andrey hundía sus dedos en el
suelo y daba pasos cortos sin tener prisa por llegar a algún sitio. Era la primera vez tras
muchas semanas de rápido andar que se sentía descansado. Las tierras sureñas de Periéria
frenaron su ímpetu y a cambio le propusieron una experiencia nueva al tacto.
—¿Cómo dices que le llaman? —preguntó el chico por segunda vez.
—Arena —respondió el nuevo amigo.
—Es tan fina, tan blanca, tan bella… —decía con lentas palabras al tiempo que la
miraba de cerca.
Ambos se adentraron en la playa y se detuvieron a varios pasos del agua.
—Pero lo más bello es el mar... —confesó tras un largo suspiro y abrió los brazos como
queriéndolo abrazar. Aquella fuerza nueva lo envolvía y arrastraba en un entorno
insospechado, inaudito. Una paz profunda se hizo espacio dentro de él. Un ritmo distinto le
hizo estremecerse al mismo ritmo con que su cuerpo de adolescente crecía y cambiaba.
Andrey había recorrido, para su temprana edad, muchas más tierras que cualquier otro.
Y por mucho que descubriera bosques y estepas dignos de elogio, ahora había algo llamado
El Mar.
Ambos chicos se acostaron sobre la arena a tomar el tibio Sol de primavera. Por esa
época, la costa este del mar Pequeño se presentaba serena, sin olas apenas. Las aves
revoloteaban en lo alto por la llegada de abundante comida en las aguas. Los hombres, a los
lejos, sobre sus barcazas, también procuraban pescar todo lo que podían.
273
—Eres muy afortunado, Ksaspio. Este es un lugar único —le comentó reprochándose el
hecho de que nunca nadie le hablara sobre la maravilla del mar. En Bosque Dormido
escuchó la palabra ilar, pero todo quedó en el dibujo de un mapa.
—¿Cómo es que no hay mar ni arena allá donde vives? —le preguntó el muchacho de
rizos color fuego.
—He vivido en muchos lugares, y aunque todos han resultado ser muy distintos entre sí,
ninguno se encuentra cerca del mar.
—¿Por qué la gente escoge esos sitios para vivir cuando el mar es el mejor lugar? —
preguntó escéptico—. ¿Es sano vivir en esos tupidos bosques?
—Lo dices porque has pasado toda tu vida aquí. Es muy bello, lo reconozco, pero debes
conocer otros paisajes. Cada uno tiene su propio aroma, su propia flora y fauna. El mundo
es en sí una colección de mundos —y le apuntó en dirección del bosque—. Deberías
explorar otros territorios como hago yo.
—No, no, Andrey, aquí me siento a gusto, ¿para qué salir? El mar siempre será mi único
hogar —y saltó al agua con la gracia de un pez.
—¿Qué no quieres salir dices? —exclamó Andrey fingiendo enojo y se lanzó tras él—.
¡Ya verás cuando te atrape!
Pero nunca lo atrapó. Ksaspio nadaba muy rápido, mientras que él apenas se mantenía a
flote.
Hace muy poco que Andrey llegó a aquella costa sureña donde una población de
hombres y mujeres se había asentado muchas décadas atrás. Ellos se dedicaban en lo
fundamental a la pesca, arte este que el Hijo de la Manzana aprendió y desde entonces
respetó mucho.
Ksaspio era un joven solo un par de años mayor que Andrey. Tenía buen carácter y una
nobleza que bien podía pasar por ingenuidad en muchas ocasiones. Ambos se conocieron
casualmente al coincidir en las afueras de la villa, en las cercanías al bosque, desde donde
saliera Andrey como un numen de entre los árboles. Allí trabaron amistad y se hicieron
buenos amigos.
Desde el primer día, el Hijo de la Manzana pudo distinguir en aquel pescador de rizos
rojos un algo peculiar que lo rodeaba, como una especie de magia oculta que se salía por
sus ojos, y aunque nunca tuvo la certeza de qué se trataba, fue argumento suficiente para
274
que su curiosidad le susurrara que podría aprender mucho de él. Ksapio, por su parte, pese a
ser mayor, vio en el forastero una madurez que le resultó inspiradora. La Prudencia y La
Experiencia de aquel delgaducho trotamundos se escuchaba en cada una de sus palabras.
Aunque hablara mal la lengua de aquellos hombres, el sentido que portaban llamaron su
atención desde el primer momento.
—Esta es mi parte favorita del litoral —le comentó Ksaspio un día mientras se bañaban
en la playa más alejada del pueblo—. Tiene el agua más cristalina, y nadie nunca camina
por aquí. Siempre vengo solo, para pensar y estar más a gusto con el mar. Siento como si
me hablara…
—Yo todavía no puedo distinguir lo que la diferencia de las demás playas, aunque no
puedo negar que se siente muy acogedora —respondió Andrey mirándole a los ojos y
preguntándose por qué le recordaban siempre al instante en que por vez primera el mar se
presentó ante él—. Hay algo extraño que nunca he comprendido bien: no soy muy diestro
en el nado, incluso a veces temo ahogarme. Sin embargo, una vez que estoy en ella no
quisiera salir. Tal vez suene tonto, pero…
—No, no lo es. Dicen los más viejos que todas las criaturas provenimos de ella. Tal vez
por eso es necesario que la bebamos para poder vivir, así como para bañarnos y mantener
sanos nuestros cuerpos —con sus manos formó un cuenco y vertió agua sobre la cabeza del
nuevo amigo, como suelen bañar a los niños pequeños.
—Ayer me contaron varias historias sobre ti… —dijo Andrey con lentas palabras,
procurando que se escucharan amables—. Ahora no me extraña que siempre vayas tan
solitario.
—¿Sí? ¿Y qué te han dicho? —y lo miró con el cejo fruncido.
—Que eres hijo del mar…
—¡Bah! ¡Otra vez con eso! ¿Y tú les crees? —se molestó después de todo el de piel
bronceada.
—¿Qué más da? —le sonrió Andrey con picardía—. De ser cierto, sería algo
maravilloso.
—¿De veras? —se asombró Ksaspio ante aquellas palabras tan inusuales, con las que
nunca se había tropezado. Era la primera vez que alguien veía con buenos ojos la historia
con que todos le acosaban.
275
—Me alegro mucho de haber encontrado este lugar y de haberte conocido. Este es otro
mundo. Aquí bien que podría comenzar mi vida desde cero. Ya ni siquiera recuerdo los
tormentos que me hicieron llegar tan al sur —tartamudeó Andrey, sintiendo en todo su
cuerpo un tibio escalofrío.
Ksaspio, sin poder resistirse más, acarició suavemente con sus manos el rostro del
amigo. Lo miró fijamente y lo besó en los labios, a lo cual Andrey respondió con un abrazo
lleno de dudas. Ambos se estrecharon con fuerza, con miedo de lo que pudieran descubrir
y, al mismo tiempo, con temor a perderlo.
—¿Por qué se siente tan bien? —preguntó el Hijo de la Manzana mientras todo su
cuerpo temblaba.
—Porque ambos nos comprendemos, nos agradamos y nuestras almas son parecidas.
¿Acaso no es suficiente? —le dijo Ksaspio tan sorprendido de sí mismo como él.
Con sus fuertes brazos lo estrechó sobre su pecho al tiempo que contenía aquellos
mismos temblores de los que hablaba Andrey. Él, sin embargo, hizo lo posible por
mostrarse más sereno.
—Es una sensación extraña. Creo que este es uno de tus hechizos de hijo del mar —le
susurró al oído donde apoyaba su rostro.
Ksaspio tomó a Andrey de la mano y lo sacó del agua llevándolo junto a la arena.
Ambos, desnudos el uno frente al otro, pudieron contemplar de un modo diferente sus
cuerpos.
Un impulso me llevó a distanciarme de la nube donde yacía reclinado. Ella se volvió
muy negra y en su interior crujieron varios truenos. Aquella inesperada escena me provocó
envidia y enojo, dos sentimientos humanos que nada tenían que ver con mi esencia. Por un
instante me sentí contrariado, algo que también debía ser distante de mí. Mas, luego pensé
que todo ello era una consecuencia inevitable de pasar tanto tiempo pendiente de las
criaturas mortales. Debí prever que algo así podría ocurrirme tarde o temprano. Mi luz
parpadeó como si despertara de un sueño y entonces pude, de mano de La Serenidad,
volver a mi sitio para seguir contemplando cada detalle.
—¿Por eso me has traído a esta playa solitaria? —preguntó Andrey lanzando una mirada
furtiva a los alrededores.
—De saberlo, ¿te habrías negado a venir? —y lo miró a los ojos.
276
Andrey guardó silencio y Ksaspio le robó un beso que se hizo largo, dando tiempo a las
manos para que fueran a robar líneas sobre la piel y así acariciarlas sin pedir permiso. Y
entre tantas caricias las piernas se hicieron menos fuertes y sintieron la necesidad de
acostarse sobre la arena. Atrapados en su propia emboscada, ambos sonrieron.
La pasión humana se despertó en Andrey y su agitado corazón le pidió lanzarse ante lo
nuevo. Quiso comparar estos latidos con los que una vez experimentó por la bella Tenia.
Rápidamente se dio cuenta de que aquellos fueron totalmente distintos, muy mezclados con
las torpezas propias de su adolescencia. Se preguntó entonces si en verdad la había amado.
Ahora, allí junto a Ksaspio, se sentía hombre, adulto y esto lo sorprendió débil e
inseguro. De repente, asustado, miró sus manos y en ellas encontró las garras hechiceras de
una temible bestia. Así, cuando El Miedo pudo más que La Pasión, renegó de los besos.
—¿Qué sucede? —preguntó desconcertado el hijo del mar.
—Lo siento, no puedo —dijo mientras buscaba sus ropas.
Ksaspio, confundido, se dio la vuelta y tapó con sus manos el rostro avergonzado. Un
miedo terrible le recorrió el cuerpo, que ahora se encogía sobre la arena. Temía que todo
aquel inesperado desenfreno le hiciera perder a su único amigo. Una vez más se sintió a
expensas de la misma soledad con que los suyos le habían condenado.
—¿Por qué me rechazaste? —dijo Ksaspio con tristeza, ahora sentado junto al agua y
con la mirada perdida en el horizonte.
—Disculpa —murmuró Andrey sentándose a su lado—. No estoy preparado aún.
—Estás en la edad precisa. No comprendo —Ksaspio pretendía pasarse por fuerte y
disimuló sus propios temores.
—Demasiados son los recuerdos que me atormentan —dijo al tiempo que intentaba
darse a sí mismo una explicación—. Es como si algo me impidiera relajarme y disfrutar. Tú
no tienes la culpa.
—¿Qué recuerdos tan terribles pueden ser esos? Dijiste que habías olvidado tus
problemas y que aquí podrías comenzar una vida nueva.
—Estaba equivocado. Todo lo que he hecho ha sido huir de la forma más cobarde.
—¿Huir? —Ksaspio lo miró contrariado.
—Sí, he llegado aquí huyendo de todo, exiliado de mi propia vida —musitó.
277
—El pasado no se puede simplemente olvidar, amigo, y mucho menos huir de él.
Tendrás que aprender a convivir con ello.
Andrey pensó en sus dudas y en su cobardía. Pensó en el acto de salvar a otros y lo
recordó como bueno. Pensó en la espada con que lo habían amenazado y los fantasmas de
un pasado que no era suyo, pero que insistía en torturarlo. Ahora, sentado allí junto a La
Pasión, se preguntó si sería lo suficientemente cobarde como para permitirse arruinar lo que
quedaba de su vida.
—¿Y si te dijera que tal vez no soy un hombre? —le dijo con un largo suspiro.
—¿Qué quieres decir? —Ksaspio lo miró asombrado.
—¿Me habrías traído a esta playa de haberlo sabido? ¿Te habrías hecho mi amigo si te
lo hubiera dicho el día en que nos conocimos?
—¿De qué hablas, Andrey? —sus ojos se mostraron preocupados.
—Dice mi maestro que por mis venas corre sangre ádamer y que tarde o temprano he de
escoger qué camino quiero para mí.
—¿Lo has decidido ya? —le preguntó con naturalidad, como si la palabra ádamer no lo
hubiera asustado tal y como solía hacer con todos por allí.
—Tras este año de recorrido pensé que encontraría la respuesta —dijo con un susurro—.
He vivido al fin entre los humanos, pero algo en mi interior me dice que no es suficiente.
—¿Tienes miedo de convertirte en un ádamer? —y lo miró con fascinación, imaginando
en él formas bestiales y temibles.
—Siento que soy humano y quiero ser humano —dijo seguro de sí—. Pero Las Fuerzas
del mundo me piden que deje correr a La Magia por mis venas. Para eso tendría que ser
ádamer y de inmediato dejaría de ser humano.
—Y los humanos no tenemos acceso a la magia…
—Así es —dijo con la voz queda—. Yo no quiero conformarme con engañar a La Magia
por medio de trucos baratos. Quiero que fluya dentro de mi sangre, pero de mi sangre
humana.
Ksaspio, sorprendido ante aquel inesperado dilema, tendió su brazo por encima de los
hombros del amado y le transmitió confianza. Tenía que proteger a su héroe. Las dos
cabezas se juntaron, aún allí, en la playa adonde nadie se atreve a ir. Sentados entre los
278
reinos de las tierras y las aguas, el Hijo de los Hombres y el Hijo del Mar contemplaron el
ocaso del día.
2.
«¿Dónde está? ¿Dónde está?», se decía Ánomis mientras buscaba con desespero entre los
cofres y estantes de la oscura habitación. Hacía varios minutos que se había adentrado a
hurtadillas en los aposentos de Isjar en busca del Diamante del Cielo. Antes de hacerlo tuvo
que espantar a las palomas que anidaban en los rincones sin que estas supieran de él.
Cualquier ojo indiscreto lo delataría al instante.
Media hora después, seguía allí sin resultado alguno. Cuando los efectos de su conjuro
comenzaban a perder efecto, escuchó a alguien aproximarse. Puso todo en su lugar y se
escondió dentro de un baúl de ropas malolientes.
—Cierra la puerta —dijo Isjar al entrar en compañía de otro ádamer.
—¿Piensas ocultárselo al rey? —preguntó asombrada Lirania, la de rostro emplumado.
—El rey tiene en sus manos el poder del gobierno sobre los hombres, pero su mente
nunca podrá acceder a la compresión del mundo que sí poseen los de nuestro linaje —gimió
con rabia contenida—. Con Ardel todo fue distinto, él era rey y ádamer, tenían el poder del
gobierno y pleno acceso a Las Fuerzas; nadie podía igualársele. Pero Kontos… ¿Acaso es
justo que estemos por debajo de su rango? —y su rostro no ocultó una mueca de
desprecio—. Él, en definitiva, sin nosotros no es nadie.
—¿Qué pretendes hacer? —la ádamer de grandes ojos lo miró desconcertada, intentando
asimilar el tamaño de aquella traición. «¿Apoyarle o delatarle?». Pensó por un segundo.
—El futuro será testigo —se ufanó Isjar, al tiempo que miraba en los rincones
preguntándose por las palomas ausentes.
—Sin el collar no puedes hacer nada —le recordó Lirania con lentos movimientos de su
pico.
—Dejaré que Kontos actúe por su cuenta —su sonrisa no escondió su malicia—. Solo
aguardaré por el momento oportuno.
—¿Desde cuándo llevas planeando esto?
279
—Desde que supe de la muerte de Ardel —susurró—. Al principio me dominaron los
deseos de venganza; luego comprendí que tenía que continuar con la tarea del ádamer-
emperador. Con él estuvimos muy cerca de alcanzar el poder absoluto.
—¿Cuántos más en el concilio lo saben? —le preguntó sin salir del asombro.
—Pocos —y la miró inquisitivamente, estudiando cada uno de sus movimientos.
—¿Por qué terminaste sirviendo a Kontos? —preguntó Lirania luego de una incómoda
pausa.
—Él apareció en el momento más oportuno —dijo Isjar con la vista centrada en los
recuerdos—. Yo sabía que por mí solo no podría lograr lo que Ardel. Mis fuerzas jamás se
igualarán a las suyas —y tocó los cuernos a ambos lados de su cabeza—. Sin embargo, con
el peón adecuado todo podría ser posible. He sido muy paciente con este humano y ha
valido la pena. Haber creado el Diamante del Cielo bajo estos muros que nos brindan
protección es la prueba de ello.
—¿Dónde lo escondes? —se atrevió a preguntarle.
—En el lugar más cercano a mí pero más lejano para el resto —los ojos de Isjar llevaban
implícita una amenaza.
—Comprendo —y bajó el rostro de forma obediente. Haber escuchado aquella confesión
del más poderoso en el concilio secreto le dejaba pocas opciones a ella, que hace poco
había llegado. Por otra parte, el viejo anhelo de los de su especie por hacer uso de sus
fuerzas a plena luz del día fue demasiada tentación para darle la espalda.
—Yo seré el libertador de nuestra especie —dijo por fin Isjar—. Ya los mortales no nos
mirarán con desprecio, sino que hincarán sus rodillas ante nosotros. Los gobernaremos
como ellos gobiernan a sus ovejas. El orden dejará de estar invertido y el mundo podrá
descansar en su equilibrio natural.
La ádamer más joven arrancó una de sus plumas y se la entregó al maestro en señal de
apoyo. Isjar la tomó con dos de sus dedos y la miró atentamente. Sopló y ella se deshizo en
miles de hilos que se salieron volando para adherirse a sus ropas como otros tantos que
conformaban el burdo tejido.
Para alivio de Ánomis ambos ádameres no demoraron mucho allí, sino que regresaron a
los salones de trabajo, donde sus semejantes estudiaban y experimentaran con los retazos de
conocimientos que heredaron del viejo imperio. Todo el material que una vez robaran a los
280
véldeny era escudriñado por ellos en busca de lo que sus antecesores en la corte de Ardel
no pudieron encontrar.
«En el lugar más cercano para mí y más lejano para el resto», se repetía constantemente
para adivinar el acertijo.
—Oh, disculpe mi señor —dijo un guardia al chocar con el entretenido ádamer en uno
de los pasillos.
Ánomis se percató de que entre sus ropas había quedado un pequeño pergamino. Lo
desdobló y este contenía una nota en lengua velden: «Desde las sombras vigilamos tus
pasos. Aguardamos con impaciencia que encuentres lo que buscas. JB».
El de hocico de perro destruyó la misiva y siguió su camino.
«En el lugar más… ¡Lo tengo!», exclamó La Euforia.
3.
Andrey, sentado sobre una roca en la costa, miraba al mar mientras meditaba en solitario.
Desde la lejanía Ksaspio lo observaba. Dudó en ir hasta él. En los últimos días se había
percatado de que su amigo necesitaba tiempo para sí. Antes había intentado de todo para
distraerlo, sin éxito alguno.
—Amigo —le susurró al llegar hasta él—. ¿Puedo acompañarte?
—Siéntate a mi lado —respondió con una apagada sonrisa—. Dentro de unos días será
mi cumpleaños.
—Espero que no estés triste por eso —intentó llevarlo a broma.
—Hace un año me separé de mi maestro. Él me encomendó como tarea viajar en
solitario durante todo un ciclo.
—¿Para qué? —preguntó incrédulo el de muchos risos.
—Dijo que estaba listo para eso, que ya había llegado el momento de poner en práctica
lo aprendido —suspiró.
—¿Y bien? ¿Qué tal te fue?
—Antes esperaba impaciente el día de nuestro reencuentro… Ahora no lo sé. Todo ha
cambiado desde entonces.
—¿Y qué esperabas? ¿Acaso un viaje no se hace para que todo cambie?
281
—En mi caso lo que cambió fue mi deseo sobre ese viaje —y le miró a los ojos color del
mar—. Viví por primera vez junto a los hombres como siempre soñé. Supe valerme por mí
mismo en los bosques y las estepas…
—Me consta. Debes sentirte orgulloso.
—Pero todo ha sido en vano.
—¿Por qué? Estoy seguro de que tendrás mucho de que ufanarte. Todo lo que me has
contado es sorprendente.
—He llegado al extremo del mundo conocido y no encontré nada de lo que buscaba —
dijo volviendo la mirada al mar—. Dudo que pueda encontrarlo más allá de Periéria.
—¿De qué hablas? —preguntó confundido—. Tú mismo me has dicho que el mundo es
mucho más grande de lo que imaginamos.
—Hablo de mi mundo en Periéria. Hablo de mi destino —confesó—. Cada quien me ha
contado una historia distinta sobre mí y aquellos que me dieron la vida. ¿Acaso para vivir
habré de renunciar a saber la verdad sobre mis padres?
A Ksaspio se le hizo un nudo en la garganta. Este tema le tocaba muy de cerca.
—Si la peor de las sospechas se confirma, entonces tendré que vagar en el exilio, por mi
bien y el de muchos otros —anunció Andrey.
—Por muy malas que puedan ser esas sospechas estoy seguro de que tu maestro te
ayudará —le dijo Ksaspio confiado, tomándolo por los hombros.
—Sí, él es mi última esperanza.
A lo lejos es escuchó el llamado de un cuerno.
—¿Qué sucede? —preguntó Andrey poniéndose en posición de alerta y agarrando su
pequeño puñal.
—Acompáñame a los muelles. Llegó la hora —le respondió el amigo sonriente—. Toda
la villa espera el arribo de los barcos.
—¿Qué barcos? —le preguntó con los ojos muy abiertos.
—Los que zarparon poco antes de tu llegada —le contó entusiasmado—. Ellos
atravesaron el mar para visitar a los hombres que viven del otro lado de las aguas.
—¿Hay tribus más allá del mar? —preguntó impaciente, poniéndose de pie.
—Sí, por supuesto.
282
—¿Cómo son la gente de allá? —a lo lejos se veía cómo los pescadores remaban de
regreso a la orilla y cómo las madres e hijos salían de sus chozas.
—Vamos, ninguno de estos marineros se librará de contar historias antes de irse a casa
—dijo Ksaspio ayudándole a bajar de la roca donde se habían sentado.
Los muelles se encontraban en la parte más concurrida de la villa; allí la costa era de un
relieve muy regular y las casas de barro y paja se agolpaban hasta la orilla. Toda una
multitud se aglomeró mirando el horizonte, ansiosos por la llegada de los intrépidos. Se
cumplía la fecha pactada para su regreso y los amigos querían ser los primeros en recibirles.
Andrey y Ksaspio se unieron a la turba para prestar atención a las palabras de los más
viejos, quienes recordaban el sentido del viaje:
—Dicen que solamente los antiguos de los bosques han podido cruzar los grandes mares
—rememoró el primero—. Nuestras naves son pequeñas y rústicas, pero lo lograremos de
igual forma.
—Estamos seguros de que los barcos traerán de vuelta a los bravos hombres que de estas
tierras partieron —le apoyó un segundo alzando su bastón de mando.
—Este mar es pequeño y tranquilo, sus aguas son fáciles de navegar —dijo un tercero
con más realismo, arruinando la solemnidad del momento—. Hoy se cumple la fecha en
que prometieron su regreso y así lo harán.
—Esta es una buena prueba para demostrarnos que nosotros también podemos dominar
las aguas y usar todos los beneficios que reporta —continuó el primero con su discurso
ceremonial—. Aumentaremos nuestra pesca y comerciaremos con las tribus del otro lado
del mar.
—¿Y si hay monstruos en sus profundidades? —preguntó una esposa visiblemente
angustiada por la ausencia de su marido—. Lo mejor será pescar en las orillas como
siempre ha sido. ¿Para qué ir más allá si nuestra pesca es buena en aguas seguras?
—¡Qué tonterías dices, mujer! —se enojó uno de los hombres—. ¡Ustedes siempre con
sus malos presagios! Ellos van bien armados, son guerreros valientes. Estoy seguro de que
regresarán.
De pronto, todas las miradas giraron a la izquierda con el llamado de atención de un
«¡Barco a la vista!», gritado por un vigilante desde lo alto de un rústico mirador.
283
Todos corrieron hacia los muelles. Era cierto. Pudieron divisar un barco en el horizonte,
luego otro y después dos más. No tuvieron que esperar mucho para verles atracar en la
costa con sus pequeñas naves, grandes a la vista si se les comparaba con los sencillos botes
con que solían pescar.
El Regocijo lanzó exclamaciones de júbilo a los recién llegados. Las mujeres pudieron
besar nuevamente a sus compañeros de vida y los hombres pudieron reencontrarse con sus
padres, esposas e hijos. Andrey contempló con espíritu humano toda aquella alegría y la
sintió como propia. Volvía a tener ante sí a la humanidad en pleno, a aquella esencia con
que siempre la identificaba.
En la noche, héroes y espectadores se sentaron alrededor de una gran fogata. Contaron
de cómo al otro lado del mar había varias villas muy similares a la suya y de cómo los
recibieron con gran sentido de amistad, agasajándolos con muchos regalos. También
contaron cómo aquellos hombres cultivaban frutillas de las que sacaban jugos deliciosos; de
su tradición de rendirle culto a los dioses que viven en lo alto de las montañas; de la
costumbre de criar ovejas; y de las bellas figuras que creaban al esculpir las piedras.
El Asombro se escapaba por las bocas abiertas de los villareños. Andrey, de inmediato,
se sintió atrapado por los deseos de visitar aquella lejana región y conocer a sus habitantes.
—Dentro de pocos días llegará otro barco con varios de nuestros nuevos amigos —
declaró uno de los jefes de la expedición.
—Entonces debemos preparar una gran fiesta de bienvenida —sugirió un respetado
anciano.
Todo iba bien, hasta que La Sorpresa dirigió mi vista a un visitante que de forma
inesperada llegó junto a la velada de los hombres. Caminaba entre la gente sin que nadie lo
advirtiera. Pronto descubrí que era una diosa, su aureola la delataba. Luego de dar varias
vueltas se sentó junto a Andrey y yo comencé a inquietarme. Volé hasta lo más bajo de La
Frontera para observarla con mayor nitidez y pude ver bien su rostro. Llevaba por nombre
Nira, hija de Niam. Era una diosa de los Montes del Sur, al otro lado del mar Pequeño. Al
reconocerla quedé aliviado, no tenía nada que temer. Ella era una criatura de espíritu noble.
Entonces volví a mis dominios para no levantar sospechas entre mis hermanos, quienes en
ese momento se reunían en un importante concilio.
284
4.
—¿Qué le trae por aquí, Ánomis? —preguntó Isjar. Desde su incorporación al concilio
secreto de Kontos, ambos nunca se habían quedado a solas en una misma habitación.
—Siento gran… fascinación por los minerales —le respondió al ver cómo el viejo
ádamer observaba de cerca dos cristales.
En aquel salón se encontraban almacenados cientos de rocas de las más diversas formas
y colores. Muchos estantes cubrían las paredes de piedra y dos grandes mesas de madera,
colocadas al centro, dejaban pequeña a la habitación.
—¿Vienes en busca de alguno en especial? —insistió, dejándose ver molesto.
—No, más bien vengo en busca de algunas características especiales —respondió
Ánomis, paseándose alrededor de las grandes mesas.
—¿Puedo saber cuáles? Tal vez pueda facilitarte el trabajo —dijo con ironía, deseoso de
que se marchara.
—Se lo agradecería —dijo al detenerse en el extremo opuesto de la habitación—. Una
de sus características es lo pulido de su textura.
—Vayamos al primer estante. Allí encontraremos algunos —le indicó Isjar levantándose
parsimoniosamente de su silla.
—También debe ser transparente como el hielo… —y comenzó a andar tras él.
—En aquella esquina encontraremos los más preciosos —giró sus pasos a la derecha.
—Debe provenir de las Tierras del Norte —continuó Ánomis.
—Un poco más difícil. Tendremos que buscar en aquellas cajas —indicó molesto el jefe
de los ádameres.
—Tuvo que estar expuesto al fuego en varias ocasiones…
—En esta caja los encontrarás.
Isjar abrió un cofre de mediano tamaño y sacó de él tres pequeñas cajitas, cada una con
un símbolo diferente.
—Es este —se apresuró a decir Ánomis.
—No, no, esa no… Está vacía —alertó Isjar al percatarse de que quedaría expuesto.
Pero no pudo evitar que Ánomis la abriera.
—No está vacía —dijo al tomar la piedra que había en su interior y acercarla a su
colega.
285
Para fingida sorpresa de ambos el mineral comenzó a brillar, y junto a él también lo hizo
algo que se escondía entre las ropas de Isjar.
—Dame eso —exclamó enojado al arrebatarle la piedra a Ánomis—. ¿Qué pretendes?
Ánomis dio un paso atrás y con apenas un movimiento de sus manos, puertas y ventanas
del salón se cerraron herméticamente.
—Recuerdo que de todos los ádameres de Ardel, eras siempre el más callado y
escurridizo —dijo—. Tu risa complaciente te permitía estar allí donde pudieras ver y
escuchar las reuniones más secretas…
Isjar lo escuchaba con atención, intentando recordar aquellos años.
—Pero eras lo suficientemente arrogante para mirar siquiera a los que tenías detrás de ti.
Ese ha sido siempre tu error.
Isjar partió una de sus uñas y con un gemido despojó a Ánomis de su hocico de sabueso,
al tiempo que los abundantes pelos que cubrían su piel cayeron al suelo, quedando así al
descubierto.
—¿Ígonor?
—¿De veras te sorprende? —sonrió con repulsión—. Creí que te habías dado cuenta
desde el primer día y que solo jugabas conmigo todo este tiempo.
—¿Qué haces aquí? —el rostro ensangrentado del joven Ígonor llegó por fin a su mente
mientras recordaba el sonido de los latigazos de Ardel sobre la espalda de aquel traidor.
—Me dijeron que habías muerto en la noche del atentado.
—¿Así llaman ahora a la noche en que casi conquistamos toda la gloria?
—Sí, y estoy dispuesto a evitar que vuelva a ocurrir —exclamó lanzándole dos cristales,
ahora encendidos como bolas de fuego.
—¿A qué rey sirves ahora? ¿A Monklas? —Isjar evitó el golpe.
—No necesito esconderme tras la sombra de un rey.
La lúgubre habitación, al fondo de la morada de Kontos, se llenó de luz y estruendos que
la hicieron estremecer con peligro de echarla abajo.
5.
La aldea de pescadores se reunió una vez en sus muelles. Una solitaria nave había llegado
de lejos con hombres como ellos. Y aunque tenían la piel igual de bronceada, sus rostros
286
era algo distintos, sus ropas mucho más finas y sus movimientos más libres y desenfadados.
Habían traído muchos regalos en grandes cestas y con insistentes sonrisas intentaban
ganarse la amistad que no podían las palabras de aquel dialecto tan sonoro que hablaban.
—Parecen ser nobles gentes, ¿verdad? —dijo Ksaspio sin haberles conocido todavía.
Los buenos ánimos de aquel momento contagiaban las palabras fatuas.
—Así parece —le respondió Andrey sin prestarle mucha atención.
—¿Es mañana? —Ksaspio borró de su rostro la sonrisa llena de dientes al comprender lo
que sucedía.
—Sí. Hoy en la tarde debo marchar al bosque para recibirlo allí al amanecer.
—¿Cómo sabrá dónde te encuentras?
—No lo sé. Él es un ádamer muy poderoso. Algún ingenio tramará.
—¿Volveremos a vernos? —preguntó El Desconsuelo.
—Claro que sí. Cuando él llegue vendré a por ti para llevarte al bosque. Le agradará
conocerte —le respondió tomándole de las manos—. No temas, no pretendo desaparecer así
sin más —y le besó la mejilla—. Ya estás en mi corazón, Ksaspio.
Con la llegada del Sol a Poniente Andrey ya se encontraba bien adentro de uno de los
bosques que crecían al este de la villa. Buscó un sitio cómodo sobre la hierba y allí se sentó,
rodeado de árboles de diferentes tamaños y especies, todos con el verdor que la primavera
les daba. El chico les entonó uno de los tantos himnos que aprendiera en las ceremonias de
Bosque Dormido. Ellos, jubilosos, empezaron a mover suavemente sus ramas y susurraron
con sus hojas al compás del humano.
—Amigo —susurró en la lengua de los véldeny a un numen que se dejó ver entre las
ramas del árbol más cercano, seducido por la melodía—. Dile a Ígonor que aquí lo espera
su discípulo Euandriey Yávalkaj —las cien hojas tomaron la forma de ave y salieron
volando para ir a buscarle.
Sin embargo, al mismo tiempo en que Andrey aguardaba por su maestro, a miles de
virstas de distancia, Ígonor estaba enfrascado en un duelo del que dependía su vida.
El combate contra Isjar se prolongó por media hora. Este resultó más fuerte que aquel
duelo de iniciación, pues Ígonor ya no tenía que fingir y esconder sus verdaderos poderes.
Si lograba arrebatarle el diamante que guardaba bajo sus ropas y destruirlo en ese
momento, salvaría al mundo de un nuevo acto de locura.
287
Mataría a Isjar y prendería fuego a todo bajo aquel techo, tal y como hiciera en tiempos
de Ardel. No le importaba si ello podía costarle la vida, estaba dispuesto a darlo todo por la
seguridad del Voa Arkón. Pero Isjar era un rival muy fuerte, a pesar de la precariedad física
que mostraba.
—Esin elf anct tec democ —con este conjuro Ígonor concentró grandes cantidades de
energía en sus manos, haciendo temblar toda la habitación.
—¿Ahora invocas la lengua de los albinos? —se burló Isjar.
—Entrégame el diamante —su voz sonaba rasgada, a punto de quebrar las paredes a su
alrededor—. No tienes escapatoria.
—Creo que no estás en condiciones de pedirme algo —se burló.
Dos ádameres lograron colarse en la habitación y atacaron a Ígonor por la espalda,
dejándolo inconsciente en el suelo. Al despertar, Ígonor se encontró a sí mismo en una
sucia y húmeda celda en el fondo de una cueva, la que apenas contaba con una pequeña
rendija en lo alto de una pared.
—Te pudrirás ahí. No pienses que te escaparás como la vez anterior —sentenció Isjar
desde el otro lado de los barrotes— Pronto serás presa de los ratones; espero que al menos
me dejen tus huesos; me servirán para alimentar a los perros del patio —y se marchó
haciendo sonar su bastón. Con cada golpe sobre el suelo, las piedras de la prisión de Ígonor
resplandecía cobrando vida y sometiendo al prisionero a un hechizo que debilitaba todas
sus fuerzas.
6.
Un lento goteo golpeaba las piedras del suelo. Aquel sonido cadencioso infestaba de
desespero el reducido espacio, ya colmado de humedad y mugre. Ígonor yacía tirado en el
suelo bajo la presión de una magia que lo fatigaba al menor movimiento. Sus ojos cansados
miraban los destellos de luz que cada gota traía consigo y se distraía contemplando las
formas producidas por estas en su choque al caer.
Un tímido rayo de luz se colaba por el único orificio que le suministraba aire, pero
ambos resultaban igual de insuficientes. Para colmo de males, una ventisca sopló y atoró en
el conducto un fajo de hojas. La habitación quedó completamente a oscuras y el ádamer
pensó que lo mejor sería dormir.
—Buen Ígonor —le llamó una tímida voz que parecía el coro de cien insectos al
susurrar. El hechicero abrió los ojos y descubrió que el orificio ya dejaba pasar la luz otra
vez. Cerca de él, cien hojas de viento volaban habiendo tomado la forma de una liebre.
—Andrey espera por ti en el bosque más cercano a la ribera oriental del mar Pequeño —
le dijo moviendo de un lado a otro sus orejas.
—Oh, pobre chico —gimió sin poder moverse siquiera.
—Aguarda ansioso por ti —el numen le acariciaba el rostro con su hocico en un fallido
intento por sanarle.
—Numen amigo, los hombres me han hecho prisionero y me quieren asesinar —le dijo
en la lengua de los véldeny—. Necesito con urgencia que lleves un mensaje a la kirli Ilma
de Boque Dormido.
—¿Y tu pupilo? —murmuró—. Solo puedo entregar un mensaje.
—Ve donde Ilma y dile que todas mis sospechas fueron ciertas.
Ígonor intentó moverse, pero solo logró perder el conocimiento.
La liebre, sin forma de ayudarle, se alzó en sus patas traseras en señal de alerta y supo
que allí no había nada que hacer. Dio tres saltos hasta perder su forma y salió volando hoja
tras hojas a través de la pequeña hendija por donde había llegado.
289
—¡Cambio de guardia! —anunció un nuevo soldado.
—Tome un poco de agua y una fruta fresca —dijo el relevo a Ígonor.
—Gracias —musitó muy débil.
—No pierda la esperanza, lo sacaremos de aquí —susurró la mirada cómplice.
7.
La cabaña de Ksaspio se encontraba muy apartada del resto, a medio camino entre la aldea
y la costa. Desde ella se podía ver con todo detalle lo que acontecía a su alrededor. Tenía
las mejores vistas del mar y le resultaba muy cómodo cada vez que bajaba a pescar.
Siempre se había dicho que era el silencio del lugar lo que le permitía hacer tan buena
colecta.
Pero el silencio era mucho, y al final de cada día el joven se veían con más pescado del
que podía comer. Entonces llenaba sus cestas y caminaba media virsta hasta llegar al
mercado de la aldea, donde lo podría cambiar por frutas y granos. Solo los más avaros iban
donde él. Ellos sabían que el desespero de no encontrar quien se le acercara lo llevaría a
entregar más pescado del justo. Ksaspio, sin otra opción, siempre accedía.
Luego regresaba a su choza, allí adonde nadie iba. Amaba el silencio y con eso se
consolaba, pero sabía que tarde o temprano lo mataría. Para dicha suya, un inesperado
visitante llenó su casa de palabras y extrañas melodías. Tardó un poco en confesarle que era
aprendiz de ádamer, pero una vez que lo hizo lo maravilló con historias que jamás nadie le
habría podido contar.
La solitaria vida de Ksaspio de repente se vio muy llena. Descubrió que bastaba con una
solo persona, la indicada, para que todo a su alrededor tomara más colorido. Fue por eso
que cuando Andrey le dijo que tenía la intensión de marcharse, el recuerdo del silencio lo
sintió como un puñal que comenzaba a rasgarle las entrañas.
—La única solución es proseguir con mi viaje —le intentó explicar Andrey a su
amigo—. Si me quedo, la tranquilidad hará que mi mente se sienta culpable llenándose de
recuerdos y malos pensamientos.
—¡No! No te vayas, por favor —se aterrorizó el hijo del mar y en sus ojos las aguas
vieron venir una tormenta.
290
—Debo hacerlo —respondió decidido—. Necesito conocer lugares nuevos, distraer mi
mente con nuevos retos y no pensar más en mi pasado. Es la única oportunidad de aprender
y hacerme fuerte.
—¿Adónde irás? —exclamó Ksaspio desesperado. Temía a La Voluntad que ya
resplandecía en el rostro del compañero.
—Tomaré el barco que regresará a los hombres llegados del otro lado del mar —y miró
a lo lejos desde la ventana.
—¡Esa es una travesía muy peligrosa!
—Será la oportunidad perfecta para ponerme a prueba —respondió enérgico.
Ksaspio quedó devastado, privándose de toda palabra. Daba zancadas de un lugar a otro
y sentía que su casa se volvía pequeña, dejándolo sin aire para respirar.
—Si tomo esta decisión es porque no tengo otra alternativa —le dijo intentando
tranquilizarle.
—¡Déjame ir contigo! —y lo tomó con fuerza por sus manos.
—Tú mismo me dijiste que jamás abandonarías tu hogar —le respondió con el nudo que
se había formado en su garganta—. Me sentiría mal si hicieras ese sacrificio por mi culpa.
Yo debo hacer este viaje solo. Solo así tendré la fuerza para hacerme libre y llegar a
conocerme de verdad. Tal vez mi maestro piense que no estoy listo y haya pospuesto
nuestro encuentro por año más… —quiso darle todos los argumentos posibles, pero ya no
hubo más.
Entre ellos se produjo un silencio. Ksaspio calló rendido sobre un banco, cabizbajo y
con una respiración apenas perceptible.
—Si es lo mejor para ti, pues entonces ve —le dijo fríamente cuando por fin alzó la
mirada. Andrey descubrió que el color de sus ojos había cambiado.
—Estoy seguro de que algún día volveremos a vernos —le respondió con tímidas
palabras.
—Ve y recorre el mundo —le dijo la voz grave que ahora se escondía en aquel ancho
pecho. En otro momento, Ksaspio habría querido acariciar el rostro amado, pero se abstuvo
al entender que jamás sería correspondido.
291
Al día siguiente Andrey abordó por primera vez en su vida un barco. En realidad era
muy parecido a uno de los botes de pesca, pero lo suficientemente grande como para llevar
en él a una docena de hombres.
Ksaspio lo acompañó al muelle y agitó su mano en señal de despedida hasta verle
desaparecer en el horizonte. Un temblor estremeció su cuerpo y supo que para él todo sería
distinto en lo adelante. Al volver a su choza vio en cada rincón los recuerdos de su familia
muerta. Todo le pareció gris y hostil. Escuchó la voz del mar que le llamaba, pero sabía que
no obtendría nada de él por el momento. Fue así que decidió despedirse de su hogar y dio
los primeros pasos en lo profundo de aquellos bosques por los que un día Andrey llegó.
292
Voces Úmni
La traición del ádamer
293
«La sangre derramada hoy ha sido en vano», dijo Ardel desde el trono. «El Imperio de
los Hombres acoge con igualdad a todos sus hermanos de sangre. De toda nuestra especie
es la supremacía por la que luchamos».
El emperador dirigió una mirada compasiva al pequeño Serón, ahora huérfano. Este se
encontraba cabizbajo en compañía de uno de sus maestros. Cuando Ardel alzó su mentón le
prometió que todo estaría bien. El chico, asustado, no respondió.
«Quería mucho a su padre», dijo el maestro con palabras que no ocultaron su rabia.
Ardel lo miró a los ojos y para sorpresa suya encontró a un semejante oculto tras piel
humana. Ambos se quedaron mirando por unos segundos, los suficientes para entender
aquel inusual brillo que los hacía ádameres. «¿Cuál es tu nombre?», le preguntó. «Ígonor»,
le dijo.
El emperador retomó su lugar en el sillón de madera cubierto de pieles y habló a sus
nuevos súbditos.
«Sé de la altura que posee esta corte y por ello he decidido llevarme a algunos de sus
miembros conmigo. En la capital servirán al imperio y con ello a estas mismas tierras.
Nuestra guerra por la libertad depende del apoyo de todos ustedes».
El joven Ígonor se vio arrastrado por aquellos carromatos que trasladaron al príncipe y
sus súbditos a tierras desconocidas, más allá de las Colinas del Silencio. Como humano fue
y como humano llegó, pero unos días después fue recluido en salones donde, para asombro
suyo, un ejército de ádameres trabajaba copiosamente.
Ardel le dijo que entre aquellas paredes ya no tendría que ocultarse más, sino que tendría
a su disposición las mejores herramientas para acceder a Las Fuerzas del mundo. Si alguien
tan joven ya poseía la destreza de mantener oculta su esencia, gran utilidad reportaría a su
consejo secreto.
Las desgracias que habían amargado sus últimas semanas se vieron sustituidas de
repente por un extraño sueño que nunca pensó pudiera hacerse realidad. Aquel tirano que
reclamaba para sí todas las tierras había resultado ser también un ádamer y acogía bajo su
propio techo a sus semejantes para que trabajaran en tranquilidad, desarrollando cada una
de sus artes. Entonces Ígonor pensó en todas las maravillas que podría aprender de ellos y
toda la sabiduría que alcanzaría en el entendimiento de Las Fuerzas.
294
Así, dejó la enseñanza del pequeño Serón en manos de otros y vivió noche y día tras
aquellos muros de piedra donde un silencio de paz puso a su disposición conocimientos
inimaginables.
Los meses pasaron y a Ígonor se le asignaron cada vez tareas más complejas. Su talento
brilló entre otros y se ganó la confianza de los maestros más viejos. Fue por estas fechas
que descubrió, inevitablemente, a qué se debía tanto esfuerzo.
La historia inconclusa que le habían contado sobre los de su especie se rebeló ahora
como una continuación plagada de conspiraciones. El imperio de Ardel no era la simple
suma de territorios e impuestos, sino la conquista del mundo entero. Entonces intervendrían
ellos, allí donde no podrían hacerlo los ejércitos. Para esclavizar y someter a todas las
especies hacía falta un poder inmenso, lo suficiente como para enfrentarse a los
mismísimos dioses.
Esa arma tan poderosa todavía no la habían encontrado, o al menos eso dedujo por las
informaciones que llegaban hasta él. El emperador y sus los ádameres más allegados
conservaban para sí con mucho celo los secretos de cada hallazgo.
Desde entonces aquel lugar le dejó de parecer el hogar idóneo para los de su especie.
Ellos no estudiaban Las Fuerzas que regían al mundo, sino que iban en su caza para
moldearlo a su antojo. Su mente preclara le dibujó un panorama de caos y destrucción,
donde ya no quedaría nada sobre lo que valiera la pena reinar.
Así, luego de estudiar muy bien cada uno de sus pasos, lanzó al fuego destructor todo el
conocimiento que venían juntando sus semejantes desde hacía años. Destruyó mucho, lo
suficiente como para hacer daño, mas no todo lo que hubiera querido antes de ser capturado
en el acto.
Fue el propio emperador quien descargó su ira, látigo en mano, contra la espalda del
traidor. Procuró para él las peores torturas hasta que supo sacarle toda la sabia que había
bajo su piel. La Valentía, sin embargo, logró soportar todos los golpes y bebió orgullosa de
su propia sangre, que le supo a gloria.
La Dicha, como premio, le tomó de la mano un día y lo sacó con vida de su encierro.
Desde entonces nadie más supo de él.
295
Capítulo Decimotercero
Dioses
1.
Con vítores recibieron a Lónar los véldeny de Bosque Dormido cuando le vieron llegar de
manera imprevista. La voz de esta noticia corrió con facilidad y todos se dirigieron hasta la
casa de la kirli para interesarse por él y oírle hablar. Hacía dos años que se había marchado
por primera vez para cumplir con su encomienda. Luego de eso había regresado en varias
ocasiones haciendo breves estancias de descanso o trayendo mensajes de los reyes y kirlis
de la primera y segunda emigración. Este último regreso parecía ser el definitivo.
Todos los villareños, juntos al pie de la escalera, dejaron lucir sus kairas de luz en señal
de júbilo. «Mi misión ha sido cumplida», declaró orgulloso ante aquellos rostros sonrientes
que supieron de la reunión de embajadores que tendría lugar allí, como primer paso para
decidir, definitivamente, sobre la nueva Enselíada.
Ilma lo besó y estrechó entre sus brazos. Lo recibía todo adulto. Los miembros del
Consejo ofrecieron sus respetos y varios de ellos declararon abiertamente su orgullo por la
hazaña realizada.
Fue un día de fiesta entre los véldeny. Al atardecer, en la Ceremonia a los Árboles, los
bailes se hicieron intensos y desenfrenados, acompañados por bellos cantos y destellos de
fuego. Lónar también bailó junto a ellos, y su presencia complació a todos.
—El viaje a las Ayalíny costará más de lo esperado —confesó el de larga cabellera
negra en la intimidad de la mesa hogareña, esta vez con la mirada marchita—. No serán
solo las viejas disputas entre los primeros y los segundos emigrados; incluso discrepan
entre sí los del mismo bando, aquellos que consideran al viaje como innecesario y quienes
lo ansían.
—Te preocupas en vano, hijo mío —sonrió serena—. Cierto es que desde hace mucho
los véldeny hemos dejado dormir en los libros de historia las leyendas de Ultrumel y
nuestro hogar primero. Son muchos los que siguen pensando en la Proclama de Periéria
como un mito del pasado. Pero tu voz no se levantó en vano con esta Lonaríada. La
voluntad va despertando en todos más rápido de lo que crees. En sus corazones ya laten los
296
deseos de acometer la más importante tarea del destino de nuestra especie y La Nostalgia
les seduce con la valentía de los tiempos de antaño. Entonces caerán los viejos litigios que
desde las migraciones nos han separado. El futuro de los véldeny será para vivir de nuevo
juntos y llevar el brillo de nuestra civilización a aquellas mustias tierras que nos vieron
nacer —proclamó con solemnidad la sabia Ilma.
—Que tus palabras sean ley, madre mía —y besó su mano.
—Veo que este viaje ha sido bueno para ti.
—Y mucho. Recorrer las tierras de Periéria me ha fortalecido.
—Todavía faltan algunos mensajeros por regresar —se lamentó ella.
—Yo tampoco debí haberlo hecho, debí haberlos acompañado hasta el final.
—Todo saldrá bien. Me alegro de que hayas regresado a casa.
—Si te soy sincero, debo confesarte que algo me impulsó a venir cuanto antes —su
mirada no disimuló lo turbado que estaba.
Bajo el amparo de la Luna salieron a pasear madre e hijo por los jardines adyacentes a su
hogar. Tomados de las manos se regocijaban de la compañía que hacía mucho no
disfrutaban.
—¿Has tenido noticias de Andrey e Ígonor? —preguntó Lónar.
—No he sabido nada —dijo ella con la voz apagada.
—Debí haber buscado mejor. Aquella noche yo cabalgué lo más rápido que pude para
distraer a los hombres —recordaba—. Al día siguiente regresé para rastrearlos por donde
habían huido. Entonces solo encontré…
—Ellos no cayeron por ese barranco —dijo la madre.
—Yo vi las huellas, madre —sollozó el hijo.
—Si algo malo hubiera sucedido, yo lo sabría —y llevó su mano al pecho—. Lo habría
sentido.
—¿Por qué nunca enviaron un mensaje de ser así?
—Ígonor sabía que los espías de los hombres habían logrado burlar nuestra frontera.
Enviar un mensaje hubiera sido muy peligroso.
—¿Quiénes podrían perseguirles? Él nunca me lo confesó —insistió Lónar.
—Quienes hayan sido sabían desde hace mucho tiempo que ambos se encontraban
aquí…
297
—Esperaban a que en un descuido salieran… —advirtió él—. ¿De qué se trata todo esto
verdaderamente? ¿Acaso tienen que ver los hombres del viejo imperio del oeste? ¿Por qué
Ígonor siempre callaba? ¿Qué hizo para que le buscaran así? ¡Su imprudencia ha
involucrado al inocente Andrey en todo esto!
—Hijo, no hables con palabras tan ligeras —le contuvo la madre—. Hay todavía muchas
cosas que no sabes —y señaló a un arbusto de Reflejo de luna, en el que comenzaban a
brillar sus flores con la luz que les llegaba desde el cielo.
—¡¿Por qué nunca me las has contado?! —exclamó ofendido—. ¿Acaso no confías en
mí?
Entre los árboles se escuchó un ruido que interrumpió la conversación. Lónar
desenvainó su daga y protegió a la kirli tras su espalda.
—Descuida, es un numen el que nos llama.
En ambos se iluminó la kaira de luz que corona sus cabezas, esta vez como señal de
advertencia. El vuelo de unas cien hojas tomó la forma de un ciervo, que con paso sereno
salió de entre los árboles para dirigirles la palabra:
—El sabio Ígonor les saluda.
Ilma, sobresaltada, le pidió que dijera de inmediato su mensaje.
—Todas mis sospechas resultaron ser ciertas —recitó el numen imitando la voz del
ádamer.
—¡Oh! —Ilma se sintió desfallecer.
—¿De qué habla? —se alarmó Lónar.
—¿Dónde se encuentra? —preguntó ella.
—En el hogar del rey Kontos, allá en las tierras del centro. En manos humanas se
encuentra encarcelado. A punto está de morir —susurró el numen.
—¡Cómo es posible! —se turbó Lónar.
—Gracias, buen numen, con la libertad eres premiado.
Y las hojas se separaron con un soplido de viento.
—Indícame el camino, madre. Yo iré a rescatarles —dijo presto el joven.
—Es muy peligroso. Debemos pensar en otra forma de ayudarlos —titubeó asustada al
ver en los ojos de su hijo a La Determinación.
—No hay tiempo. Es mi deber ir de inmediato —insistió enérgico.
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Ilma apretó sus manos con fuerza.
—De acuerdo, pero primero escucha mis palabras…
2.
La brisa que soplaba sobre el mar, a diferencia de su prima sobre las tierras, se escuchaba
muda, sin Voces que susurraran historias del pasado. En la barcaza, para sorpresa de
Andrey, los marineros parecía disfrutar de este silencio. Él, inconforme, decidió improvisar
una canción.
«Canten sirenas de los mares,
canten junto a los hombres.
Coman de nuestros manjares,
Beban del vino sin nombre.
Unan sus bellas voces
a nuestras torpes melodías.
Es noche de goce,
en el barco queremos compañía».
3.
«¡Montañas!», anunció a viva voz uno de los tripulantes. Andrey contempló aliviado el
verdor en el horizonte y corrió hasta la proa. Entonces deseó llegar más rápido y un viento
sopló fuerte, impulsando las velas del barco.
La nave atracó en el puerto y su tripulación fue recibida con alegría. Para los recién
llegados habían organizado una fiesta igual de entusiasta, queriendo cada familia desatacar
en hospitalidad.
El chico dejó atrás el tumulto de inmediato y comenzó a caminar por la villa. Allí no
encontró muchas diferencias. Eran las mismas casas de madera y paja que daban cobijo a
una pequeña población de pescadores y agricultores. Solo los distinguía un visible
desarrollo en cuestiones de cerámica y la arquitectura, dotando de piedra algunas
construcciones, así como un particular interés por los decorados, asociados siempre a
elementos de índole religioso.
Andrey se sintió a gusto entre estos hombres. Pudo hablar bien con ellos, pese a las
diferencias del dialecto con que se comunicaban y, como de costumbre, fue en busca de
amigos nuevos.
Lo más que atrapó su atención desde el primer día en aquel lugar fue la belleza de las
montañas que se alzaban no muy lejos de allí. Eran las Méndy Kausás, o como le llamaban
301
los hombres, las Montañas del Sur, una muralla enorme que servía de resguardo a Periéria
en su frontera meridional.
—Es el hogar de los dioses —le dijo un desconocido al acercársele.
—¿Cuáles de ellos? —preguntó el chico pensando en otros tantos y sus respectivas
montañas.
—Todos, los únicos, los padres y creadores del mundo.
—¿Creadores? —se extrañó—. Ellos no crearon la vida —respondió desconcertado ante
su interlocutor.
—¡Cómo es que dudas de los dioses! —le respondió colérico—. Si vas a vivir en estas
tierras te aconsejo no renegar de los padres del mundo. Aquí todos les amamos y
profesamos devoción en nuestros ritos.
El amable rostro que le había dado la bienvenida se había transformado en el de una
fiera dispuesta a defender su territorio. Andrey, sin inmutarse, volvió su mirada a las
montañas y esta vez las vio diferentes. Intentó conservar la bella impresión que le causaron
al inicio, pero pensarlas llenas de falsos dioses hicieron perderles el respeto.
En las noches pudo comprobar las palabras de aquel hombre. No eran los acostumbrados
bailes a Voa Ayande y su Voa Arkón a través de los árboles en las villas véldeny; ni las
plegarias a La Madre naturaleza o al Sol que encontró en las tribus humanas del este. Allí
escuchó cantos que invocaban y alababan decenas de nombres desconocidos, de criaturas
que siempre había sabido hijas de Su Creación, y que estas gentes aclamaban como si
fuesen los reyes del mundo.
Al día siguiente, Andrey fue donde los más ancianos con muchas preguntas.
—¿Han visto alguna vez a los dioses?
—Vemos su generosidad. Cada año nos bendicen con buenas cosechas y abundante
pesca —le respondió uno de ellos.
—¿A cambio de qué?
—De nuestra lealtad —respondió severo—. Ellos nos lo han dado todo, es lo menos que
podemos hacer. Soy yo ahora el que te pregunta: ¿Acaso no veneran a los dioses allá de
donde provienes? ¿Qué clase de ingratas criaturas son ustedes?
—Mucho he andado por el mundo y diferentes son las costumbres en cada una de las
tierras —le respondió el joven sabiéndose ya fuerte en el arte de la provocación y
302
desafiante con aquellos que se aferraban caprichosamente a sus verdades—. Cada pueblo
piensa de una manera distinta. Yo, en particular, me convenzo con la idea de que los dioses
son solo otros hijos más de El Padre, de Voa Ayande.
—Nadie conoce a ese “el-padre” del que tanto hablas —refunfuñaron varios.
—Por mal camino andan aquellos que no alaban a los dioses —sentenció otro de los
presentes alzando las manos al cielo—. Castigos y desdichas les esperan.
—¿Desde cuándo los veneran con tanta devoción? ¿Quién los ha convencido con la idea
de que son ellos los creadores y reyes del mundo? —preguntó el forastero, sorprendido ante
las ideas de estos hombres y el fanatismo con que las defendían. Pese al calor de la
discusión, Andrey se esforzó mucho en utilizar las palabras más conocidas entre los
hombres a fin de evitar los malentendidos en el dialecto de estos.
—¡Qué tonterías hablas! Bien se ve que instrucción te falta. ¿Cómo que desde cuándo?
¡Pues desde siempre! ¡Desde el mismísimo comienzo del mundo! Ellos siempre han estado
allí y nosotros aquí. Así ha sido y siempre será.
Andrey había conocido algunas tribus que aclamaban, ante El Miedo, la protección de
dioses u otras criaturas; pero nunca había sabido de una veneración como esta, con una
concepción del mundo y una historia tan diferente a las demás. Aquí los hombres
aclamaban otra historia y la proclamaban como la única posible. Entre ellos La Intolerancia
era la reina.
—Y si aún dudas de nuestras palabras eres libre de visitar las comarcas más cercanas, y
comprobarás que las costumbres son las mismas, incluso, a todo lo largo de la ribera del
mar —insistió el más anciano de aquellos hombres, con palabras de furia que acompañaban
a un rostro que se había tornado temible.
Andrey reparó en el estado de excitación en que se encontraban sus interlocutores. Pensó
que si decía algo más las palabras no serían el siguiente recurso y El Diálogo moriría
estéril. Entonces calló e intentó asimilar lo que sus oídos habían escuchado durante muchos
días en aquella aldea. De repente, sintió pavor al mirar a su alrededor. Lo vio todo de una
forma distinta. Llevó su mirada hasta los montes que se alzaban por encima de la Frontera
de los Vientos y supo que era tiempo de ir en busca de respuestas.
303
4.
Llegaba Orel al sitio de encuentro en lo profundo del valle de Jaragõr, a escasos pasos del
lugar donde hace años habían atentado contra El Punto los hombres del Imperio. Desde ese
momento se había convertido en el más seguro de todos los escondites, pues ya nadie se
atrevía a cruzar sus montañas picudas y mucho menos a andar por allí. En realidad no había
nada distinto bajo sus árboles, solo la fuerza de las historias que surgieron a partir de
entonces y que viajaron mucho más allá de las montañas picudas que lo rodeaban.
Para su sorpresa, solo uno de sus hermanos lo recibió.
—Aún no llegan los otros, pero he tenido noticias de que son muchos los que se nos
unirán —le informó Naohan, el de anchísima frente.
—Yo también traigo buenas noticias…
—Pero hay algo —le interrumpió—. Bahor me pidió que te contara, apenas llegaras: ha
sido apresado el ádamer que teníamos de aliado en la morada de Kontos.
—¡¿Cómo?! —exclamó sobresaltado—. Entonces debo partir de inmediato.
Orel, sin descansar o comer siquiera, tomó un caballo fresco y salió a todo galope rumbo
a las Llanuras. El camino le era harto conocido, y supo tomar los atajos precisos para poder
llegar en pocos días. Una vez en la villa de Kontos fue puesto al tanto por uno de sus
hermanos de todo lo ocurrido.
—Lo tienen en las mazmorras de las cuevas —contestó Ceka al descubrir su rostro
surcado por una cicatriz.
—¿Cómo fue posible que sucediera? —Orel estaba inconforme, perdía a un aliado
importante.
—Alguna imprudencia cometería. Pero descuida, de nosotros no saben nada —le intentó
reconfortar.
—¿Han podido hablar con él?
—Solo lo imprescindible. Le he prometido que le sacaríamos de allí. Hoy Bahor trabaja
de guardia dentro del castillo. El resto de nuestros compañeros están atentos, aunque
ninguno más ha logrado que lo recluten como guardia en la fortaleza.
—Esperemos a que lleguen los demás para idear un plan —dijo Orel.
304
Ambos hombres, a la sombra de un techo de paja en las afueras, compartían sentados
sobre unos tocones la aguamiel de un mismo tarro. En aquella solitaria cabaña podían
hablar sin preocupación.
—¿Alguna noticia de los mensajeros? —preguntó Orel.
—Un par de ellos pasó por aquí con buenas nuevas, luego tomaron otros caminos en
busca de nuestros hermanos.
—Eso está bien, pero hay otra idea que martilla mi cabeza: creo que es conveniente que
captemos nuevos brazos —repuso Orel, con su mirada inteligente de siempre—. Nunca
llegaremos ni a la mitad de lo que éramos antes y para realizar con éxito nuestra empresa
nos urge ser, incluso, más numerosos de lo que una vez fuimos.
—En eso llevas razón, hermano. Ahora bien, me pregunto de dónde saldrán esos brazos,
cómo recibirán entrenamiento y con qué armas defenderán nuestra causa. Nuestro antiguo
líder ha muerto y los aliados que teníamos entre los véldeny nos han abandonado.
—Eso no importa, nuestra experiencia bastará —exclamó convencido—. Construiremos
un campamento en el valle y allí forjaremos nuevas armas. Con la ayuda de criaturas con el
linaje de este ádamer mucho podremos hacer. También estoy seguro de que encontraremos
nuevos aliados, recuerda que no son pocos los que desean contener a los hombres del
Centro.
Al caer la noche se dieron cita en otro punto de la villa, a fin de no levantar sospechas.
Ya los ánimos de La Guerra se sentían en las calles y llevaban el nombre del enemigo de
boca en boca. Los Jinetes Blancos no habían tenido tiempo aún para reorganizarse y ya en
las Llanuras Centrales se preparaban para darles caza.
—Me sorprende la velocidad con que viajas —dijo Bahor en la lengua de los véldeny.
Tras él cerraron la puerta dejando las sombras fuera.
—Hermano —lo recibió Orel con un abrazo.
—Sabía que no tardarías —sonrió Bahor acercándose a la vela.
—¿Qué noticias traes de la fortaleza?
—Orel, están a punto de asesinarle. No le dan casi comida, lo torturan por el día con
golpes y en las noches con todo tipo de hechizos.
—Tenemos que sacarle de allí —insistió Orel.
305
—No será tan sencillo —alertó Ceka, al tiempo que escrutaba a la noche desde una
hendija en la ventana—. Han redoblado la guardia desde que lo descubrieron. A Kontos no
le ha hecho gracia tener un traidor entre los suyos. Ya no es tan fácil entrar y salir de su
fortaleza como cuando tú estabas aquí.
—¿El rey no piensa salir de su cueva próximamente?
—Ya Kontos no sale ni a tomar el Sol. Todos los reyes vienen a él cada vez que les
llama —respondió Ceka.
—Es preciso saber cuál será su más cercana distracción, es la única oportunidad que
podemos tener.
—¿Y en tanto? —se preocupó Bahor.
—Tenemos que procurar que siga con vida —respondió Orel con firmeza.
5.
Dos horas antes de la salida del Sol, Andrey tomó sus pocas pertenencias y se fue de la
aldea por el camino que llevaba al bosque. Pese a que todos dormían aún, varios le vieron
salir y no tardaron en darle parte a sus líderes. Uno de los centinelas lo persiguió por un
rato, hasta que se convenció del destino que había tomado. Cuando regresó a la aldea,
muchos le estaban esperando. Entonces supieron estos hombres que Andrey se había
atrevido a lo que ninguno de los mortales hozara hacer antes. Ellos miraron a lo alto de las
montañas y anunciaron un sacrificio como ofrenda para aquellos cuya paz sería perturbada.
El chico se movía escurridizo entre las sombras de los enormes árboles. El territorio que
desandaba resultó ser muy silencioso, interrumpido de vez en cuando por la pereza de algún
que otro pájaro. Esto lo inquietó al principio, pero luego le transmitió, de alguna manera,
que estaba en el camino correcto. Si aquellas eran las fronteras de Periéria, entonces tenía
dos opciones, marchar hacia ese sur salvaje del que le habían hablado o retomar el camino
del norte.
Las montañas del sur se levantaban majestuosas ante él. Sus imponentes picos rasgaban
el cielo y se colaban entre las espesas nubes que paseaban lentamente. El bosque de altos
árboles muy pronto quedó a atrás. Ahora solo había arbustos dispersos y el terreno fue
conquistado por rocas desnudas. Sin trillo ni idea exacta por dónde ir, Andrey supuso que si
algo inmortal vivía en aquellos parajes, pues sería allí donde resultara muy difícil llegar.
306
Antes de su llegada a la aldea de estos pescadores, Andrey había escuchado muchas
historias sobre los dioses, esas misteriosas criaturas de los cielos que dicen ser
todopoderosas. Sin embargo, cada historia se diferenciaba mucho entre sí y siempre
llevaban el claro cuño del pueblo que la contaba. Fue por eso que nunca las tomó en serio.
Ígonor e Ilma le hablaron también de ellos, con palabras de respeto y cautela, aunque
realmente no tenía mucho que decir. Para todos los véldeny y oniandros con quienes habían
compartido por más tiempo, La Fuerza Creadora del Voa Arkón era una sola y estaba muy
por encima de seres mortales e inmortales. Voa Ayande era el movimiento fundador y
dador de vida. De modo que todo aquel que se proclamara como rey del mundo era, cuanto
menos, un impostor.
Entre estos pensamientos nació en el chico una decisión de ir en busca de la verdad
como nunca había visto antes. Ella, sin él saberlo, se había mezclado con la necesidad
propia de esclarecer su propio origen, el de sus progenitores y el destino que le habían
heredado. Con cada paso que daba en busca de la cima más alta, Andrey se convencía con
la idea de que desafiando a aquellos impostores, tal vez podría hacerse con al menos una
verdad que pudiera serle útil en el camino que debía elegir.
Una caprichosa valentía le hizo pensar que bastaría con hacer una pregunta para recibir
la debida respuesta. Entonces tuve miedo. Volé hasta La Frontera de los Vientos para verle
mejor. Recordé por un instante los castigos de Voa Ayande, pero no me importaron al verle
andar con esos pasos tan ligeros. Una vez más estaba dispuesto a todo.
Luego de mucho andar sobre empinadas laderas, el chico distinguió una ruta por la que
podría llegar al pico que sobresalía entre los demás. Pensó que si él fuera un dios,
construiría su hogar en lo más alto.
—Muchas veces la juventud cree dar pasos de adultos —le susurró una dulce voz a su
espalda.
—Te esperaba —dijo Andrey a la bella diosa Nira, hija de Niam.
—¿Te has preguntado qué persigues con tu viaje por estas montañas?
—Deseo conversar con los supuestos dioses. Algo me dice que no existen y que todo se
trata de un delirio de los hombres.
—Pues ya está —suspiró ella—. Te aseguro que todo es un engaño. Puedes regresar por
donde mismo viniste.
307
—¿Entonces qué hay allá arriba? ¿Qué clase de criatura eres tú misma?
—Un numen caprichoso —sonrió tras el velo que la cubría de la cabeza a los pies.
—Pues entonces visitaré a estos númenes y les haré todas las preguntas que tengo
preparadas.
—Ah, ¿sí? ¿Qué clase de preguntas? Yo soy una numen, puedes preguntarme a mí.
—También deseo conocerlos a todos —insistió. Cada vez sus pasos eran más rápidos y
firmes, su respiración se mantenía constante y no apartaba la mirada del suelo mientras
hablaba con Nira.
—¿Qué harás si no te permiten llegar a la cima?
—Eso ya lo veremos —ni siquiera se detuvo para reparar en su rostro.
—Una vez te dije que algunos de ellos deseaban tu muerte —ella dejó saber a través de
su voz que estaba asustada.
—Entonces he ahí mi primera pregunta: ¿Por qué? ¿Qué he hecho yo para merecer el
odio de dioses y mortales? Solo Voa Ayande tiene el derecho de conceder y arrebatar vidas.
¡Eso lo sabes bien! —exclamó molesto.
—¡La Inocencia corona tu cabeza, pero El Miedo impulsa tus manos y pies, humano
terco! Para muchos es preferible una muerte por precaución que el regreso de las desdichas.
—¿Qué podría hacer yo para provocar desgracias a tantos? —continuó Andrey.
—Eso no lo responderé yo. No cargaré con culpas a causa de La Indiscreción.
—No importa, ya encontraré quién aclare mis dudas.
—El Equilibrio de Voa Ayande es muy frágil, basta con una estupidez para destruirlo
todo —le advirtió Nira interponiéndose en su camino.
—Te preocupas en vano, bella numen. Yo nunca atentaré en su contra —y la miró
desafiante.
Las montañas crecían imponentes por encima de La Frontera. Contemplé desde las
alturas al resto de los dioses, quienes parecían inquietarse; solo algunos esperaban con
paciencia lo ya predicho una vez por los más preclaros.
—Pero puedes tranquilizarte, seré cortés y daré un voto de confianza a la sabiduría que
dicen poseer los tuyos. Si algo he aprendido en mi vida es a escuchar con prudencia —dijo
y la esquivó para seguir con su camino.
308
—No estás preparado, joven Andrey; sigue de largo y no subas las montañas. Malgastas
tu tiempo —ahora sus palabras se escucharon fuertes y resolutas, con algo de enojo.
—Por favor, vete ya. Si no es para ayudar, aléjate de mí.
Recordé las acciones de Nira en el pasado y Voa Ayande no me permitía comprender su
actuar en el presente. ¿Por qué su insistencia? ¿Acaso estos dioses se preparaban para
renunciar a su Pacto? Había algo más en todo esto, pero era como si una nube se
interpusiera ante mis ojos, al tiempo que mis recuerdos se turbaban dentro de ella.
La respuesta a esta pregunta la pude saber unos instantes después. En un templo de la
cima de la montaña se dejaron escuchar dos voces que murmuraban. De inmediato dirigí mi
atención a aquel diálogo entre dioses.
En el interior de una gruta de altas rocas se alzaba una enorme estalagmita que acogía
entre sus protuberancias muchas velas. A su alrededor todo era gris y húmedo. Se
escuchaban caer con parsimonia las gotas de las estalactitas que golpeaban una y otra vez el
suelo resbaladizo.
—Yo lo mataré —proclamó ante el altar el dios Asrael, hijo de Palt y Jorr.
—Aleja ese pensamiento de tu mente —le aconsejó Fderia, su consorte, al tiempo que
prendía una vela—. Sabes muy bien cuál es el castigo a los que desafían a Voa Ayande.
Ambos alzaron su mirada y contemplaron con veneración la gigantesca columna.
—Lo sé, pero valdrá la pena el sacrificio. De seguro me comprenderá. Prefiero mi
ignominia a Su desgracia.
—¿Y si todo no transcurre como lo proclama La Sospecha? —insistió ella.
—¿Prefieres sentarte a esperar? No, yo lo mataré, tal y como debimos haberlo hecho
hace años atrás. Nadie sospechará de mí —el dios la miró con enojo y determinación a la
vez.
Al escuchar estas palabras sobrevolé La Frontera y me armé. Recé un perdón a mis
hermanos y lo dejé colgado en la nube más cercana. Descendí hasta el escalón más bajo y
me preparé a defender a aquel que con pasos firmes se aproximaba a la morada de los
dioses causianos.
En tanto, la bella Nira, sentada en uno de los picos de la montaña, comenzó a llorar de
modo que todos sus semejantes la vieran. Echado a sus pies, el noble Aries la consolaba,
repitiéndole que todo saldría bien.
309
Y en la más alta de las cimas de aquellos montes, el soberano de este clan de dioses se
mostró inquieto. Desde su altura miraba a todo su alrededor, impotente, temiendo que las
desgracias entre los suyos comenzaran otra vez. Sus ojos buscaron a cada uno de sus
súbditos y no pudo encontrar entre ellos ningún signo de rebelión. Todos, sin embargo,
miraban con atención el ascenso del chico humano.
6.
«¿Qué hace un fantasma de los bosques por estos lares?», se preguntó una criatura
escondida al ver a Lónar caminar en solitario junto a su caballo. «Ya no son tiempos de
inocencia en ninguna de las tierras. ¡Algo ha de tramar!», y se escurrió entre los árboles.
Por muchos días había cabalgado el joven desde Bosque Dormido hasta adentrarse en las
Llanuras Centrales. Era la primera vez en su vida que desandaba esas tierras de las que
tanto escuchó hablar. En sus recorridos como soldado de la frontera, Lónar solo había
llegado hasta las márgenes del Egún Tral. Los bosques y estepas del otro lado del ancho río
permanecían en las advertencias sobre las tribus que las habitaban.
Aquella noche en que el numen trajo el mensaje de Ígonor, Ilma llevó a su hijo de
regreso al hogar. Alejados de las miradas indiscretas, juntos estudiaron los mejores mapas y
vías para llegar a su destino.
—Ve por la ruta entre Pasó Ildu y Jaragõr —dijo la madre señalando la franja de tierra al
sur de las Naríshy Avás, las Colinas Salvajes—. Encontrarás menos obstáculos y con
frecuencia podrás cabalgar bajo los Altos Árboles.
—¿Hay algo más que deba saber sobre estos humanos? —insistió el hijo.
—No sientas piedad por ellos —le respondió sin pensárselo dos veces. El hijo pareció
sorprendido—. Si las sospechas de Ígonor fueron ciertas, significa que debemos actuar de
forma implacable.
—Madre —dijo con la voz queda.
—Toma tus mejores armas y has todo lo necesario para traerlos de vuelta.
Aquel rostro de alarma en Ilma se había quedado grabado en la mente del hijo. Durante
todo el trayecto le recordaron las palabras del humano Orel, cuando le decía que solo la
intervención de los véldeny daría civilización al salvaje mundo de los humanos.
310
Cuando Lónar ya estuvo muy cerca de las tierras de Árdelen, donde reinaba Kontos, se
desmontó de su caballo y le pidió que volviera a casa.
«Es tiempo», se dijo y fue en busca de un estanque o riachuelo. Ya vestía ropas humanas
y cubría su cabeza con una capucha. Por todas partes llevaba cuchillos y dardos
envenenados. Solo necesitaba de algo más.
Una vez que encontró una corriente de agua saltó a ella totalmente desnudo, sintiéndose
al resguardo de los árboles del lugar. Por un minuto permaneció sumergido y dejó escapar
rechinantes burbujas a la superficie.
Entre los arbustos alguien lo espiaba.
Instantes después de que explorara la última burbuja, emergieron del río cabellos
castaños, seguidos por un rostro que no era el mismo, y una piel de color humano. Una vez
fuera, los ojos curiosos pudieron admirar aquel afortunado antifaz. Ya ni siquiera su
estatura era la misma. «Poderosa magia de fantasmas», se dijo para sí y salió huyendo
rumbo al pueblo.
7.
El camino se había vuelto abrupto. Ningún trillo se abría más allá de los tupidos bosques
que guardaban la entrada de los Montes del Sur. Andrey trepaba las rocas con sangre en sus
manos. Resbalaba constantemente cuando las piedras se desprendían bajo sus pies. Lo
empinado de la pendiente y el azote del viento demoraron el viaje más de lo que había
previsto. Desde aquella altura pudo ver a lo lejos la villa de los hombres y el inmenso mar.
Entonces recordó el momento en que Aries lo había llevado hasta la cima de una montaña
en el Valle. Sintió la misma sensación de regocijo y se convenció de que su empeño era
bueno.
Muchos ojos lo contemplaban desde El Cielo. Fue todo un escándalo su mera cercanía a
La Frontera de los Vientos. Mis Fuerzas estaban a la orden y mis sentidos se aguzaban.
Llegó la noche. El joven Yávalkaj buscó refugio entre las piedras para descansar y algo
de calor con un pequeño fuego. Con la caída del Sol llegaba a la mitad de su recorrido. Él
logró dormir en paz, pero el resto nos mantuvimos con los ojos bien abiertos cuidando de él
y velándonos los unos a los otros.
311
Cuando el Sol volvió sobre las tierras, ya Andrey retomaba su viaje, luego de comer
algunas carnes secas de la reserva que guardaba en su costal de cuero. Se detuvo para mirar
hacia Poniente y pudo distinguir el mayor de los picos que se alzaba sobre las nubes. A sus
pies, sin esperárselo siquiera, encontró muchas drilias que florecían con sus relucientes
pétalos de blanco crema. Era la primera vez que las veía crecer. Ello le causó alegría y lo
tomó como una buena señal. Sin embargo, toda su mente seguía en estado de tensión.
Entonces fui todo alas y a mi lado brilló una larga espada. Con ímpetus guerreros me
puse de pie sobre una nube y me mostré ante los dioses batiendo con lentitud un cuerpo de
cien alas que se abrió como un gran ojo de mirada atenta. Así anuncié mi presencia, y con
ella la de Voa Ayande. Todos alzaron sus miradas y me observaron con asombro, sin poder
recordar un espejismo como aquel. Con la rapidez de un pestañazo, suficiente para dejar en
firme un mensaje de advertencia, retorné a mi invisibilidad.
—¿Has visto, Asrael? Ni siquiera disimuló su mirada. Sobre este chico Voa Ayande
concentra Su Atención —dijo Fderia a su consorte.
—Con la… —un sonido extraño llamó la atención de todos, por lo que nos detuvimos
para contemplar mejor aquel momento.
Andrey se había detenido para tomar un respiro antes de traspasar las nubes. Miró hacia
atrás orgulloso de sí mismo y sin pensarlo dos veces cruzó las de blancas capas inspirando
con fuerza hasta llenar todos sus pulmones. Aquella respiración la pudimos escuchar todos
en los cielos. Yo, en particular, sentí lo que ningún otro, pues una inesperada debilidad me
hizo titubear. Los dioses perdieron el habla por un instante y las bestias asúany comenzaron
a danzar como atrapadas en un encanto. Las nubes cambiaron sus colores de grises a
dorados y azules, el viento comenzó a soplar con fuerza y el Sol quemó fuerte desde su
cima. ¡El Cielo le daba la bienvenida! Entonces canté con una garganta de mil voces hasta
que todo se estremeció a mi alrededor.
En la lejanía, otras montañas tronaron, se formaron muchas tormentas y azotaron con sus
rayos las tierras cubiertas de nieve. Un viento solar llegó de lejos con fuerzas poco
saludables para este mundo y en los extremos del planeta brillaron con intensos colores en
la Línea de las Auroras. Todas las criaturas inmortales se desperezaron y se pusieron en
guardia.
312
Andrey cruzó La Frontera sin advertir nada de esto, ante sus ojos todo lucía igual de
mustio y silencioso. Escaló las frías rocas y llegó a la cima: una irregular meseta de gélido
y desolado aspecto se presentó ante él.
313
Capítulo Decimocuarto
El misterio de su esencia
1.
«¡Dioses! ¡Númenes! ¿Dónde están?», gritó Andrey en las lenguas de los véldeny, los
hombres y las ákanas. Solo El Silencio le respondía. «Dioses de las montañas, ¿realmente
viven aquí? ¿Por qué se esconden de un simple humano? ¡Deseo hablar con ustedes!».
Andrey caminó por el paraje árido de rocas grises hasta encontrarse con un pequeño
estanque de aguas azules muy turbias. «Está tibia», se dijo asombrado, «¿Cómo es posible?
Si no son dioses, al menos ya sé que aquí se oculta algo extraño». El chico se sentó a la
orilla a descansar por un rato, cuando de repente un pequeño pez de color amarillo asomó la
cabeza y le habló:
—¿Qué hace un humano en la montaña de los dioses?
—¿De los dioses? ¡Ja! No he visto ninguno. Solo son historias de los pescadores que
viven a orillas del mar. ¿Quién eres?
—Un pez en un estanque.
—¿Vives aquí solo?
—Pero dime, humano, ¿Qué has venido a hacer aquí? —insistió.
—Quería conocer a los dioses, pero tal parece que ellos no me quieren conocer a mí.
—¿De qué te valdría? Ellos nunca se presentan tal y como son. Simplemente no
comprenderías su esencia.
—Bueno, no importa, me conformo con hablarles. Tengo muchas preguntas para
hacerles.
Y el pez se sumergió rápidamente.
—¡Ey! ¿Por qué te vas?
—Tal vez yo lo asusté —dijo una voz que se aproximaba.
El humano se dio la vuelta y se puso de pie. Una apariencia humana, vestida con una
túnica muy roja, se alzaba ante él.
—¿Eres un dios? —preguntó Andrey emocionado.
—Sí, así es.
314
—Mi nombre es Euandriey.
—Lo sé —sonrió levemente el de piel azulada y ojos grandes y redondos.
—Pensé que este lugar sería diferente —y miró a su alrededor decepcionado.
—Eso depende de quien lo mire.
—¿Cómo te nombras? —se interesó el humano.
—¿Qué puede decirte un nombre?
—Es la costumbre entre los mortales. La forma para dirigirse a su persona.
—Entonces dime Asrael —y le brillaron los ojos.
—Asrael, ¿dónde están los demás dioses? ¿Por qué se esconden?
—Cada uno está ocupado en sus asuntos —dijo—. ¿Pensaste que dejarían su trabajo por
venir a darte la bienvenida?
—Bueno, es que he escuchado mucho sobre ellos, pero eres apenas el segundo que veo.
Claro, si es que en verdad son dioses y no simples númenes o fantasmas.
Asrael sonrió.
—¿Quién fue el primer dios al que viste?
—Nira
—¡Oh, qué interesante! —y dio una rápida mirada a su alrededor.
—¿Sucede algo?
—Ven conmigo, quiero invitarte a un lugar especial. Así no dirás que los dioses te han
ignorado tras una ascensión tan valiente como la tuya.
En ese momento el rey de los dioses del clan causiano se dio cuenta de la traición del
más joven de sus miembros y se lanzó sobre él apoyado por sus más fieles súbditos. Para su
sorpresa, otros dioses, igual de traidores, se interpusieron en su camino.
La cima de los montes causianos fue todo caos. En menos de un segundo se desató una
batalla campal entre los miembros del clan, quienes se lanzaron rayos de fuego como si se
trataran de peligrosos desconocidos. Tal fue la conmoción en esta parte de El Cielo que los
demás clanes se elevaron para ver lo que ocurría.
Yo bajé lo más que pude y abrí mis alas, dispuesto a intervenir una vez más. Si bien mi
grito de mil voces no inquietó a mis hermanos, este combate no les hizo dudar un segundo
más. Cuando estuve a punto de lanzarme se presentaron varios de ellos y me sostuvieron
por las alas. Yo me volteé y vi que muchos de mis semejantes habían descendido desde Las
315
Alturas y acudido a La Frontera para ver lo que estaba sucediendo. Alcé la mirada y vi a
Voa Ayande con toda su atención sobre esta zona. Su luz ardía con intensidad, pero nos
ordenó explícitamente a todos no intervenir.
Desesperado, me incliné sobre mi nube y busqué a Andrey más allá de la tormenta.
Viéndome atado de pies y manos, supe que este podría ser su fin.
Sobre los montes causianos la batalla continuaba. Ningún otro clan se inmiscuyó por
respecto al Pacto, aunque noté que no pocos de sus miembros estaba inquietos, deseosos de
intervenir.
Las nubes crujían como la peor de las tormentas. Fuerzas titánicas arremetían los unas
contra las otras. Hermanos contra hermanos, hijos contra padres. Todos gritaron en nombre
de Voa Ayande, fueran del bando que fueran.
En las tierras colindantes los mortales corrieron a guarecerse ante la llegada de aquella
inusual borrasca. En la villa de los pescadores se corrió la voz que afirmaba que este era el
castigo de los dioses sobre aquel arrogante humano llegado del otro lado del mar que había
renegado de ellos y se había atrevido a subir a su morada. Sobre ellos lloverían las
desgracias por haber acogido a semejante infiel.
Mientras, como protegidos por una burbuja, Andrey caminó junto a Asrael del todo
ajeno a lo que sucedía sobre sus cabezas. Luego de atravesar espesas nubes blancas
llegaron a un hermoso jardín de césped color verde intenso. Allí crecían arbustos repletos
de frutas, pero no de unas cualesquiera, ellas llevaban una luz propia que las hacía ver muy
apetecibles.
—Estos árboles los cultivamos con las semillas del primer jardín que existió sobre la
Tierra. Están fertilizadas con la Luz de Voa Ayande, El Padre, como te gusta llamarle.
—Deben ser deliciosas —comentó Andrey solo por ser cortés.
—Solamente los inmortales tenemos permiso para comer de sus frutos.
Asrael lo llevó hasta el centro del jardín, donde crecía en solitario el árbol más grande.
—Un manzano —y el chico se acercó al árbol para admirar su belleza—. Los primeros
siete años de mi vida los viví en el interior de uno.
—Sería enorme.
—Sí, mucho más grande que este —y recordó a su madrecita, a las demás ákanas y el
rincón del bosque en el valle—. Sus frutas eran deliciosas.
316
—Te propongo algo… —dijo Asrael con aires de complicidad—. Te regalaré una de
estas manzanas si prometes no contarle al resto de los dioses.
—Se pueden enojar.
—Nadie tiene por qué saberlo —murmuró.
En medio del combate los dioses contemplaron la escena en aquel claro intocable. Los
observadores del Pacto temían por la suerte del chico, al tiempo que los rebeldes ganaban
tiempo hasta que Asrael cumpliera con su parte del plan.
Andrey, hambriento, aceptó gustoso la oferta cuando reparó bien en la manzana. Asrael
alargó su mano y arrancó el fruto más rojo.
—Toma, come —le brindó, sintiendo que un extraño miedo se colaba dentro de él.
Pensó que se trataba de La Cobardía, pero no le prestó atención y siguió adelante.
—Está delicioso.
—Cómelo todo.
Yo miré con los ojos de El Espanto aquella escena y me decía que todo no podía
terminar allí. Mis hermanos observaban impasibles; los más cercanos a mí no podían
comprender mi desasosiego.
De repente, el combate cesó y todos los dioses se quedaron viéndole. El chico comía de
la manzana y todos observamos con atención aquel momento.
—¿Y bien? —preguntó Asrael con inquietud.
2.
El consejo de Kontos discutió por muchas horas los preparativos para el encuentro de los
reyes de la alianza. Todos se preguntaban por qué tanto aspaviento, a fin de cuentas, ya era
frecuente verles ir y venir sin ceremonia alguna. El monarca, sin embargo, insistía en
supervisar cada uno de los detalles.
Cuando la reunión terminó, Kontos bebió con desespero dos grandes cuentos de vino.
Sentía su garganta seca y los ánimos muy irritados. Al levantarse de su asiento, tras aquella
enorme mesa vacía, se percató de que en uno de los pasillos menos iluminados lo esperaba
una figura encapuchada.
—¿Ahora qué? —refunfuñó al encontrarse con Isjar.
—Mi señor, hay un asunto que requiere de usted —siseó la lengua ádamer.
317
—¿No puede esperar a otro momento? —un fuerte dolor martillaba en su cabeza.
—Tal vez, lo más conveniente sea solucionarlo antes de la llegada de los monarcas —
dijo—. O como mínimo, no dilatarlo para después de su encuentro con ellos.
—¿De qué se trata?
—Del traidor, mi señor. No sabemos aún qué soga tira de su cuello. Es peligroso
mantenerlo con vida.
—Después de todo lo que me contaste sobre él, más te vale no quitarle los ojos de
encima.
—Se trata justamente de mis ojos —sonrió—. Hay asuntos mucho más importantes que
requieren de mi atención.
—¿Qué propones?
—Será mejor deshacernos de él por completo.
—¿Sin saber quién lo mandó?
—Dudo que hable —suspiró—. Lo conozco bien y sé que preferiría morir a delatar a su
amo.
—Entonces mátalo. No podemos correr ningún riesgo. ¡Mucho menos ahora!
Kontos lamentó haber alzado la voz. Frotó su sien con los dedos al tiempo que entornaba
sus ojos.
—Haz con él lo mejor que te parezca. Tienes toda mi aprobación —y se alejó en busca
de su habitación.
A solo unos pasos de allí, un guardia cumplía con su rutina en los húmedos túneles bajo
el suelo. Las grutas naturales habían sido ampliadas al mismo tiempo que la sencilla casa de
madera de Kontos se fue transformando en una fortaleza que se alzaba retadora hacia el
cielo.
—Cuando Kontos reciba a los reyes, la mayoría de los guardias estará presente en el
patio delantero. Ese será el momento en que te sacaremos —susurró Ceka.
—Tengan mucho cuidado —murmuró Ígonor con la voz fatigada—. Los ádameres no
asistirán y pueden causar problemas.
—Hemos escuchado que Isjar los mantendrá recluidos en sus aposentos.
La mazmorra en que habían encerrado al ádamer era la más peligrosa de todas. Sus
muros estaban hechos de piedras especiales que lo mantenían en un estado de debilidad
318
permanente, incapacitándolo de usar sus poderes. Apenas tenía aire para respirar y la
comida que le dispensaban era muy poca. Llevaba ya muchos días allí, sin que sus ojos
vieran la luz del Sol. Ígonor se miraba a sí mismo y se culpaba por la imprudencia que lo
había hecho caer en aquel pozo. Una vez más veía repetir su destino.
—Toc, toc, toc —le dijo una voz burlona ese mismo día.
—¿Qué deseas ahora? —respondió Ígonor a media voz.
—Vengo acompañado de una dama —Isjar le hablaba a través de la pequeña abertura en
la puerta—. Ella ha venido a hacerte un anuncio.
—Dile a esa señora que no temo sus palabras.
—¡Pues yo me encargaré de que le grites y supliques! —exclamó eufórico.
—Estás enfermo. Siempre lo has estado —gimió el prisionero.
—Yo no seré tan indulgente como lo fue Ardel —rio complacido de sus propias
palabras—. Su mayor debilidad fue conservar su esencia humana. Eso lo llevó a la muerte y
te llevará a ti también. Esta venerable dama ha señalado el día y la hora…, más bien, lo he
señalado yo. Ella solo se ha limitado a sonreírme contenta y complacida. Me ha prometido
llevarte a su reino de la forma más espantosa posible. Dale saludos a Ardel de mi parte.
—¿Qué harás cuando Kontos descubra que lo traicionas?
—Es una lástima que no llegues a verlo —susurró—. ¡Será espléndido! Lograré lo que
ninguno de los nuestros pudo hacer antes. Nuestra casta podrá salir al fin de las sombras y
ocupará el lugar que le corresponde en el mundo.
3.
Andrey saboreó la fruta como hacía tiempo que no lo hacía. El jugo resbaló por sus labios y
la lengua se apresuró a devolverlo a la boca. Con cada mordisco cerraba los ojos y deja
escapar de vez en cuando un gemido de satisfacción.
—Con frutas así se hace comprensible la existencia de los dioses —dijo chupándose
ruidosamente cada uno de los dedos.
—¿Ah, sí? —preguntó Asrael confundido.
—¡Claro que no! Es broma, sabe igual que las manzanas de la tierra —sonrió.
319
Mi risa se escuchó en todo El Cielo. Comprendí entonces que no necesitaría de mis
armas. Pude bajar la guardia y volar más alto sobre las nubes, al tiempo que mis hermanos
dejaron de inmediato La Frontera y regresaron al Reino de las Alturas.
Los dioses rebeldes, por su parte, aplacaron sus ánimos y se quedaron mirando
desconcertados lo que sucedía.
—No comprendo —los ojos del dios iban de un lado a otro como si buscaran respuestas.
—¿Qué cosa? —se inquietó Andrey al notar que su voz ahora se escuchaba asustada.
—No eres un dios, pero… —tartamudeó— …pero eres compatible con nuestra esencia.
Y eres solo un mortal… Entonces eso significa que…
—¿Compatible? ¿Qué significa?
—¡Hermanos, perdónenme! ¡Perdónenme! —gritó Asrael y salió huyendo con
aspaviento. Sus ropajes rojos revolotearon entre las nubes hasta que el chico lo perdió de
vista.
El jardín se oscureció y una bruma lo cubrió todo. «Asrael, Asrael», lo llamó el chico sin
saber qué había ocurrido. Intentó seguirle. Dio cortos pasos a ciegas, pero solo lograba
tropezar entre las piedras.
—Andrey —lo llamó una voz conocida.
—¿Nira? —no veía nada.
—Ahora los dioses han comprendido —dijo feliz.
—¿Qué cosa? ¿De qué hablas?
—Hoy hemos comprendido mejor la voluntad de Voa Ayande —y la voz se alejó.
Andrey corrió sin miedo al tropiezo, hasta que la niebla se disipó.
4.
Un hombre, joven según su especie, caminaba por las calles de la villa capital de Árdelen
como aquellos tantos que llegaban en busca de trabajo o simplemente para canjear sus
posesiones en el mercado. Sus ropas eran comunes a la vista de todos, al igual que su
relajada apariencia, no así la espada que ocultaba bajo su larga capa. Ella estaba forjada por
un metal y técnicas inaccesibles a los hombres de aquellos tiempos.
Se detuvo a observar la fortaleza donde moraba el rey de aquellas tierras y la estudio
minuciosamente por un buen tiempo. Advirtió la presencia de numerosos guerreros en
320
todas partes y el ambiente tenso en la población. Escuchó hablar de los Jinetes Blancos y
del terror que podría cernirse sobre ellos en cualquier momento.
—¿Asombrado, forastero? —le preguntaron unos ojos que salieron de entre la multitud.
Se trataba de un viejo desdentado, cubierto por ropas mugrientas y apoyado en un bastón.
—Es un castillo enorme —respondió con una voz que hacía el intento por demostrar
asombro.
A la vista de los lugareños, la fortaleza de Kontos era lo más grande que hubieran visto
desde que las llamas consumieran el castillo de piedras de Ardel. Con cada piso que le
añadían, los hombres levantaban la cabeza con más orgullo y fascinación. Si su rey se
mostraba fuerte, eso significaba que todo iba bien.
Sin embargo, aquellos rústicos muros de madera distaban mucho todavía de la morada
que una vez tuvo el antiguo emperador. La fortaleza ya casi estaba terminada y pronto
supieron que no llegaría a más. Si su señor estaba satisfecho, ellos lo estarían igual.
Kontos supervisaba cada día el avance en las obras y los muros de defensa. Una vez por
semana se paseaba por la villa y comprobaba el estado de los nuevos caminos y las
defensas del perímetro exterior. Hace poco habían comenzado a construir una empalizada,
pero la villa crecía tan rápido que tuvieron que deshacerla. Muchos se marchaban de sus
aldeas para irse a vivir allí, donde el comercio prosperaba y había espacio para todos.
—¿En busca de trabajo, joven? —preguntó la boca desdentada.
—Sí —respondió dejando escapar su acento.
—¿Qué oficio dominas?
—Casi todos —le dijo sin quitar su mirada de la fortaleza—. Me han dicho que allí es
donde mejor se paga.
—Veo que eres ambicioso —y lanzó una carcajada—. ¡Quién fuera joven!
—No lo he dejado todo para conformarme limpiando estiércol de caballo.
—Dices bien —y se acercó más a él—. Tengo buenos amigos allí —le susurró cómplice.
—¿A cambio de qué obtendría tu ayuda? —se interesó el joven.
—Pido poco, soy un humilde servidor. Me conformaría con una enorme capa como esa
para calentarme en las noches frías que paso a la intemperie.
—Esta no te la puedo dar —dijo con una voz cortante—. A cambio te daré esto —y le
entregó varias piedras preciosas.
321
—¿Qué es esto? Son hermosas, pero no sé de qué me pueden servir.
—Con ellas podrás comprar muchas cosas —suspiró el joven.
—Si tú lo dices. Trato hecho.
Un rato después el viejo lo llevó consigo por uno de los laterales de la fortaleza. Allí
habló con un criado y tras recibir una respuesta los dejaron pasar más allá de la empalizada.
Luego atravesaron el patio trasero, donde estaban las caballerizas y algunos corrales y
entraron al edificio principal por una de las pequeñas puertas de servicio.
—Así que este es el talentoso joven —los recibió uno de los sirvientes de mayor rango.
—Sus artes son las mejores. ¡Lo he visto con mis propios ojos! Ha venido de lejos. Tu
amo no se arrepentirá de contar con sus servicios —parloteó el anciano.
—Muy bien. Lo pondremos a prueba —sonrió Isjar sin retirarse la capucha que cubría su
rostro.
Caminaron los tres por los estrechos pasillos. La luz era escasa y el aire muy denso. Un
silencio casi absoluto se rompía con sus pasos.
—¿Dime, joven? ¿De qué rica tierra provienes? —preguntó el ádamer.
—Vengo de muy lejos. De seguro que ni le has escuchado mentar.
—En aquella dirección están los aposentos y este corredor lleva al salón principal —
indicó el anfitrión.
—¿Tienen calabozos? —preguntó La Indiscreción.
—¿Prisioneros? Oh, no, nada de eso. Solo una pequeña cueva para visitantes
inesperados.
En ese instante se vieron rodearos por guardias.
—¡Atrápenlo! —ordenó el ádamer.
Lónar no tuvo tiempo de desenvainar su espada. Inmovilizaron sus manos tras la espalda
y golpearon sus piernas para que callera de rodillas al suelo.
—El rey te agradece tu colaboración, lengua amiga —dijo Isjar al delator.
—¡Suéltenme! —gritó Lónar.
—A mi señor no le gustan los intrusos —dijo el ádamer retirando su capucha y
mirándolo de cerca con sus ojos brillantes amarillos—. Sin embargo, he de confesar que la
inesperada visita de un fantasma es de lo más oportuna.
322
Isjar paseo sus largas uñas por el rostro del prisionero hasta dejar caer el disfraz con que
se ocultaba Lónar—. ¡Al calabozo!
5.
Por toda la fortaleza aumentó el ir y venir de guardias y sirvientes. La posición del Sol
marcaba el mediodía y nadie quería ver enojado a su señor.
—Ya llegan los reyes —anunció un guardia en uno de los pasillos.
—Da la señal a Bahor —le respondió Orel.
Mientras, en los calabozos, se escuchaban los gritos de una voz desesperada.
—¡Ígonor! ¡Andrey! —llamaba Lónar mientras lo llevaban a su celda.
—Aquí, aquí estoy —respondió una voz muy débil.
—¿Te encuentras bien? ¿Dónde está Andrey?
—Lejos de aquí —respondió con un aliento fortalecido por la llegada de La Esperanza.
—He venido a rescatarte —dijo del otro lado de los barrotes
—Algo se nos ocurrirá —y el viejo ádamer pudo sentirse mejor.
—¡Silencio, prisioneros! —exclamó el guardia al pasar el cierre.
«Bienvenidos, hermanos míos. Vengan a sentarse junto a mí, que los hombres de mi pueblo
han preparado un hermoso recibimiento», anunció Kontos con una enorme sonrisa dibujada
en su rostro. A la entrada de su fortaleza abundaban las flores y los adornos que desviaban
la atención de los numerosos guerreros que el rey tenía apostado a cada metro.
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—Avisa a todos —ordenó un guarda a Bahor al haber escuchado la alarma de la puerta
sur. Hacerlo fue su error. Nadie en la ceremonia llegó a advertir lo que sucedía.
Los fugitivos lograron salir al patio, donde otros guerreros le hicieron frente. Esta vez
fue Lónar quien les salió al paso. «El see, mec un tec, falmera, un pasé», gritó el de negra
cabellera y los árboles formaron gran revuelo, tal parecía que comenzarían a caminar hacia
ellos. Los hombres tuvieron mucho miedo y en el acto huyeron, dejando atrás las espadas.
«A los caballos», exclamó Orel indicando el camino.
Poco después comenzó la agitación entre los demás guardas. Habían sabido de la fuga y
daban carreras sin saber adónde. Kontos, de inmediato, ordenó que la música sonara más
fuerte y llamó a los bailarines.
—¿Qué ocurre? —se dirigió a Isjar con enfado.
—Dos prisioneros han escapado con ayuda de dos de nuestros soldados.
—¡Haz que los persigan! ¡Qué les den caza!
Pero ya los cuatro iban muy lejos; en caballos frescos atravesaron las estepas y se
internaron en el bosque más cercano. Allí, con las almas de un velden y un ádamer
presentes, nunca darían con su rastro.
En la noche, ya a salvo, acamparon alrededor de un pequeño fuego con el que celebraron
la fuga.
—Justo cuando llegué a casa un numen trajo tu pedido de auxilio —narraba Lónar.
—Para entonces no sabía si estos amigos me podrían ayudar —le contó Ígonor.
—¿Cómo es que se conocen? —preguntó Orel.
—Por un buen tiempo Ígonor vivió en Bosque Dormido, junto a un pequeño amigo que
me alegro de no haber encontrado en esta desgracia.
—Oh, Andrey, Andrey… —suspiró Ígonor.
—No sé si se refieren a la misma persona, pero hace tiempo conocí a un joven humano
llamado Euandriey Yávalkaj, que se crio entre los véldeny de Bosque Dormido.
—¡Es él! —exclamó Lónar—. ¿Cuándo lo viste? ¿Cómo está?
—Me dijo que viajaba por las tierras para conocer las costumbres de los hombres y vivir
junto a ellos —Orel suspiró con alivio. Luego pensó en cómo había rastreado su recorrido
hasta dar con él en las Tierras Vírgenes. Ahora, con Lónar e Ígonor preocupados por él,
supo que sus instintos no le habían fallado al salvar a Andrey en lugar de querer matarlo.
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—Es un gran chico, debo encontrarlo lo antes posible —suspiró Ígonor—. Le prometí
que nos reuniríamos luego de su primer viaje. Fue un reto que le impuse —miró con
tristeza al velden.
—¿Dónde se encontrará ahora? ¿Estará bien? —se inquietó Lónar y todos guardaron
silencio junto al fuego.
6.
El combate entre los dioses causianos había dejado una herida profunda en el clan. Al ver
cómo Andrey sonreía tras haber comido la manzana, los rebeldes miraron avergonzados a
sus hermanos y padres, para luego hincarse de rodillas ante su rey. En otros tiempos la
pelea habría continuado por mera venganza o castigo, mas no era la primera vez que los
dioses se enfrentaban entre sí y sabían que, de continuar, sería peor para todos.
Los súbditos miraron al monarca a la espera de su orden. Ya no había dudas de que
acatarían su sentencia. Este se alzó radiante sobre el cielo del monte y los demás tomaron
formas humanoides bajo él. Las nubes se dispersaron, dejando ver el Sol que brillaba sobre
la montaña.
«¡He errado! ¡He errado!», repetía una y otra vez Asrael arrodillado junto a su consorte
frente al montículo lleno de velas, allá en lo profundo del templo consagrado a Voa
Ayande. «Si no es un dios, ¿qué cosa es?», su voz se escuchaba desesperada y sus ojos eran
los de La Locura.
En El Cielo las nubes fueron doradas y el clima se hizo más agradable. Una ráfaga de
viento arrancó el velo que los hacía invisibles y los dioses se presentaron ante el humano.
—Bienvenido a los Montes del Sur, Euandriey —anunció una figura casi humana de
rostro resplandeciente.
—Mi corazón se regocija de estar aquí —y se inclinó levemente como es costumbre
entre los véldeny, para luego alzar sus ojos y contemplar la extraña belleza de aquellas
criaturas de luz—. Por favor, pueden llamarme solo Andrey.
—Hoy es un buen día porque hemos comprendido muchas cosas —dijo uno de ellos,
retirando el capuchón que cubría su cabeza.
—¿Puedo saber qué?
—¿Por qué has subido hasta nuestra montaña? —anunció el rey al llegar volando.
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Los demás dioses le abrieron paso y luego lo escoltaron a cada lado. Su altura era
ligeramente superior, llevaba también una forma casi humana, de piel broncínea y ojos
negros. Una aureola de muchos colores emanaba de sus contornos.
—Gentiles dioses, díganme por favor, si es verdad que son los más sabios: ¿Por qué
algunos me llaman buen príncipe y otros me desean la muerte como si fuera el peor de los
villanos? ¿Quiénes fueron mis padres y cómo actuaron ante el mundo? ¿Por qué los
hombres olvidan a El Padre y los veneran a ustedes en su lugar?
—Somos los dioses los primeros hijos de Voa Ayande, pero hace mucho que no vivimos
entre los mortales que habitan las tierras —respondió uno de ellos.
—Los hombres deben vivir su vida y no hacerlo nosotros en su lugar —respondió otro,
con formas femeninas—. Si han escogido el camino de la barbarie, si han decidido olvidar
el pasado, es decisión de ellos. Más de una especie les ha advertido y ayudado.
—Hace dieciséis años los emperadores humanos y sus ádameres intentaron acometer el
mayor de los ultrajes. Quisieron tomar por asalto el mismísimo corazón de Voa Ayande y
utilizarlo en beneficio propio —sentenció el rey.
—Eran mis padres —musitó tristemente.
—Sí, y solo a través de ti podían realizar tal atrevimiento. Tu nacimiento fue el conjuro
más poderoso jamás preparado por los de tu especie —narró el de ojos muy verdes—. Y
para completarlo, los ádameres construyeron un talismán que colgaron de tu cuello y de
este modo quisieron acceder a Las Fuerzas de El Punto. Afortunadamente, no tuvieron
éxito.
—Pese al trágico final de aquella noche, Voa Ayande decidió perdonar tu vida. Eras una
criatura inocente que nada tenía que ver con el mandato de tus padres —dijo uno de ellos—
. Muchos de los nuestros vieron ese gesto como un mero acto de piedad. Otros, como yo,
como una clara señal de que Voa Ayande había puesto Su Mano sobre ti. Una vez más
prometimos cumplir con nuestro Pacto y no intervenimos, pese a que entre los nuestros
muchos desearon matarte.
—Tu llegada hoy hasta aquí ha confirmado todas nuestras sospechas. Voa Ayande cuida
de ti con especial atención, de lo contrario habrías muerto al morder la manzana —continuó
el rey—. Así, nos sabemos orgullosos por haber escogido el camino correcto sin faltar a Su
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Voluntad de cuidarte. Lamentablemente, la rebelión de varios de los nuestros hoy ha
demostrado que nuestra obediencia no es suficiente.
—De aquel día terrible en que los hombres quisieron hacerse con El Punto quedan
muchas heridas abiertas. Una de ellas sigue casi intacta sobre tu pecho —dijo una de las
diosas señalando el collar de la estrella rota—. Cuida esa joya, joven humano. Nunca
permitas que caiga en manos ajenas.
—Tu vida no es una condena como pudiera pensar tu mente —le dijo una diosa de piel
dorada—. Demuestra a todos que La Bondad es también madre de los hombres y que nunca
harás uso del vil don con que te dotaron. Ese collar puede ser también la salvación de
muchos.
—Comparte nuestra alegría, porque hoy es un gran día. Hoy hemos comprendido más de
lo que sabíamos y confirmamos el camino de paz que una vez elegimos —y este inmortal
miró a sus súbditos con una sonrisa de alivio.
—Si he traído paz y reconciliación al clan, me sentiré complacido —dijo aturdido y un
poco fuera de sí.
Por un instante llegaron a su mente imágenes de una batalla campal en los cielos, aunque
pensó que solo había sido imaginación suya.
—Predicaremos con el ejemplo al observar el Pacto de no intervención, pero estamos
consientes de que otros dioses no lo cumplirán —dijo uno de los rebeldes mirando a su rey.
—Para ayudarte en el difícil camino que te espera, hemos decidido hacerte un regalo —
proclamó el soberano del clan—. En lo inmediato, no podrás utilizarlo, mas, cuando
crezcas y tomes dominio de ti, será una poderosa salvación en los momentos de ayuda ante
aquellos traidores que una vez más conspiran. Extiende tus manos —dijo al tiempo que su
estatura creció unos centímetros más y los colores que lo dibujaban se hicieron más
intensos.
Dos anchas manillas comenzaron a tejerse en los antebrazos del chico con vivos hilos de
plata. En tanto, el rey atrajo de las nubes un rayo que tomó forma de espada entre sus
manos.
—Esta es la Espada de la Luz. Ella dormirá en las manillas. Cuando llegue el momento
aparecerá en tus manos, presta a servirte como la mejor de su clase.
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La espada se separó en dos y en forma de finas descargas eléctricas se tejió junto a los
hilos de plata hasta dar forma definitiva a las dos manillas.
Andrey, asombrado con tal prodigio, no pudo ver cuando las criaturas divinas
desaparecieron entre su propia luz. Al alzar la mirada, vio que las nubes retomaban su
blanco habitual y el gris volvía a pintar las rocas de la cima de la montaña. Una vez más
observó las manillas y como por instinto se llevó las manos al pecho, agarrando con fuerza
el collar. Luego le sonrió a El Cielo, en despedida, para regresar a la Tierra que tanto
amaba.
329
Carta a mis lectores
Espero que te haya gustado este primer tomo del libro y te motives a continuar hasta el
final. Estimo mucho la confianza y el tiempo que has invertido en estas páginas.
Si consideras que mi obra merece ser valorada y compartida, serán de gran utilidad tus
estrellas y una breve reseña en Amazon y Goodreads.
Quiero invitarte además a seguirme en mis canales de YouTube, donde hablo sobre:
1. Andrey Viarens: novedades del género fantástico.
2. Ádamer ESDLA: el lore de la Tierra Media.
3. Ediciones Bajo La Estrella: proyectos como escritor.
Todo lo que escribo y publico va dedicado en exclusiva a ti, porque escribir tal vez sea
un acto solitario, pero solo cobra verdadero sentido cuando se comparte.
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Guías auxiliares para la lectura
Guía 1
Glosario de términos
Accede a la guía en la web del autor por medio de este enlace
Guía 2
Listado de personajes que intervienen en los tres volúmenes
Accede a la guía en la web del autor por medio de este enlace
Guía 3
Tabla cronológica del primer volumen
Accede a la guía en la web del autor por medio de este enlace
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Material interactivo público
1.
2.
3.
4.
5.
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Saga Voa Arkón
Esta serie de fantasía épica está compuesta por nueve libros principales y una cantidad
todavía indefinida de libros complementarios. Todos ellos son en gran medida
autoconclusivos y cuentan fragmentos específicos de las historias que dan vida a este
universo. No obstante, recomiendo a todos leer la saga a partir del siguiente orden, aunque
no coincida con la línea temporal. Si bien Andreíadas sería el primero en la lista, los hechos
que narra lo ubicarían en el tercer puesto, ordenado cronológicamente. Esto se argumenta a
partir del hecho en que su estructura y estilo narrativo lo convierten en una gran
introducción a toda la serie.
Libros complementarios:
Cuentos de Periéria
*Cada nombre provisional se irá actualizando a medida que se anuncien los libros. En
estos momentos el autor trabaja en la redacción del libro segundo.
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Visita la página web de la saga en el sitio editorial del autor
Haz clic aquí
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Sobre el autor
Andrey Viarens (Javier Alberto Piloto Rodríguez), Zaza del Medio, 1990.
Su primer trabajo publicado fue «Cuentos populares tártaros» (Ed. Verbum, Madrid,
2020) una traducción y adaptación del idioma ruso al español de relatos folclóricos de
Tatarstán.
Desde el año 2008 impulsa su proyecto editorial con el sello Bajo La Estrella y firma
bajo el nombre de su marca personal Andrey Viarens. Cuenta además con dos canales en
YouTube y una activa presencia en redes sociales.
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Más libros del autor
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Cuentos populares tártaros
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