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El Que No Lo Vea, Renuncie Al Porvenir Nodrm

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©Luis Corvalán Marquez

1º edición, marzo 2016


Ceibo Ediciones
Teléfono: (02) 285 1475
www.ceiboproducciones.cl
Diseño y diagramación: Rosana Espino
Edición: Lorena Zúñiga
2012, Santiago – Chile
R.P.I.: 230.297
I.S.B.N.: 978-956-9071-00-0

Impreso por Productora ANDROS Ltda.

Es propiedad intelectual. Prohibida su reproducción total o parcial.


Inscripción N° 230.297 del Registro de propiedad Intelectual de Santiago.
“No está lejano el día en que tres banderas de barras y estrellas
señalen en tres sitios equidistantes la extensión de nuestro terri-
torio: una en el Polo Norte, otra en el canal de Panamá y una
tercera en el Polo Sur. Todo el hemisferio será nuestro, de hecho
como, en virtud de nuestra superioridad racial, ya es nuestro
moralmente.”
William Howard Taft,
presidente de los EE.UU., 1909-1913.

“Ya vemos caer fragmentos de América en las mandíbulas sajo-


nas del boa magnetizador, que desenvuelve sus anillos tortuosos.
Ayer Texas, después el norte de México y el Pacífico saludan a
un nuevo amo. Hoy las guerrillas avanzadas despiertan el istmo,
y vemos a Panamá, esa futura Constantinopla de la América,
vacilar suspendida, mecer su destino en el abismo y preguntar
¿seré del Sur, seré del Norte. He ahí un peligro. El que no lo
vea, renuncie al porvenir.”
Francisco Bilbao,
Iniciativa de las Américas, 1856.

“No hay nada más censurable que esos hábitos mentales de los
intelectuales que inducen a evadirse, a ese alejamiento caracte-
rístico de la postura difícil y con principios, que sabes que es
correcta pero que decides no asumir. No quieres parecer dema-
siado político; tienes miedo de parecer polémico; quieres mante-
ner una reputación de ser equilibrado, objetivo, moderado; estás
esperando que vuelvan a invitarte, a consultarte, a pertenecer a
una junta o comité prestigioso, y por eso permaneces dentro de la
corriente dominante establecida; porque esperas conseguir algún
día un grado honorario, un gran premio, quizás incluso una
embajada.”
Edward Said
Introducción

Quizás sea un lugar común decir que toda labor historiográfica


supone un posicionamiento. Esto es, que siempre se lleva a cabo
desde una ubicación social determinada, la cual, por cierto, puede
explicitarse o no. Este libro no es la excepción. Ha sido escrito des-
de una postura precisa, que no se oculta: se hace desde una óptica
crítica y latinoamericanista.
A juicio de este autor, no todas las reflexiones sobre Latinoamé-
rica se hacen desde una óptica latinoamericanista. Ello por cuanto
nos hallamos aquejados de una cierta dependencia mental respecto
de Europa y los EE.UU. de lo cual muchos no están conscientes y
que nos cuesta reconocer. Tal dependencia hace que veamos nues-
tras realidades con los ojos de los intelectuales de los países del
centro. Muchas veces leemos sobre nosotros en sus textos y no es
raro que nuestros criterios de valor sean los de ellos. Y en la medida
en que eso ocurre, no pensamos desde nuestra propia óptica.
Reconocer esta situación, que viene desde nuestros mismos orí-
genes como naciones, no constituye ninguna originalidad. Desde el
siglo XIX vienen poniéndola de manifiesto distintos intelectuales de
estas tierras. Samuel Ramos, por citar un caso, en un libro publicado
en 1934, decía lo siguiente sobre el punto:
“he querido, desde hace tiempo, hacer comprender que el único punto de vista
justo en México es pensar como mexicanos. Parecerá que ésta es una afirmación

9
trivial y perogrullesca. Pero en nuestro país hay que hacerla, porque con frecuen-
cia pensamos como si fuéramos extranjeros, desde un punto de vista que no es
el sitio en que espiritual y materialmente estamos colocados. Todo pensamiento
debe partir de la aceptación de que somos mexicanos y de que tenemos que ver
el mundo bajo una perspectiva única, resultado de nuestra posición en él.” Y
luego Ramos agregaba: “se equivocaría el que interpretara estas ideas como
mera expresión de un nacionalismo estrecho. Se trata más bien de ideas que
poseen un fundamento filosófico. El pensamiento vital, sólo es el de aquellos
individuos capaces de ver el mundo que los rodea bajo una perspectiva propia.” 1
Cámbiese la palabra “mexicano” por “latinoamericano” y estará
todo dicho.
Como se ve, en el mencionado texto Ramos nos llama a ver la
realidad desde una perspectiva propia. Pareciera evidente que para
proceder de este modo es necesario, antes que nada, tener en cuenta
que nuestra tradición no es precisamente esa. José Vasconcelos, en
su libro Raza Cósmica, –al igual que Ramos y otros autores del conti-
nente– de manera descarnada lo reconoce así cuando dice:
“Nosotros nos hemos educado bajo la influencia humillante de una filosofía
ideada por nuestros enemigos, si se quiere de una manera sincera; pero con el pro-
pósito de exaltar sus propios fines y anular los nuestros. De esta suerte nosotros
mismo hemos llegado a creer en la inferioridad del mestizo, en la irredención del
indio, en la condenación del negro, en la decadencia irreparable del oriental.”2
José Gaos, sobre el mismo tema, sostenía:
“la dependencia política en que América estuvo de Europa y la cultural en
que ha estado hasta nuestros días, generalizó no sólo en Europa, sino en esta
misma América, ya una ignorancia, ya un menosprecio de la cultura americana,
que han ido mucho más allá de cuanto en otros días pudo estar justificada”.3

1
Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México, Escasa-Calpe, B. Aires, 1952,
p.135,136.
2
José Vasconcelos, La raza cósmica, Misión de la raza iberoamericana, p.56.
3
José Gáos, En torno a la filosofía mexicana, Alianza Editorial, Ciudad de México, 1980,
p.61

10
Y más adelante agregaba:
“…los juicios de valor pronunciados por los miembros de los países hege-
mónicos culturalmente son repetidos por los miembros de los demás, aún en los
casos de injusticia: (ello) es un ingrediente de la hegemonía de los primeros países
sobre los segundos.”4
Se podría decir que, salvo lo atingente a ciertas corrientes sub-
alternas, tales son las realidades que predominan en nuestro país.
Desde ya, son las de muchas de nuestras universidades, obsesiona-
das por asumir, sobre cualquier cosa, los “parámetros internacio-
nales,” los que, lejos de una supuesta neutralidad técnica, no son
sino expresivos del subyacente ideologismo de la globalización
neoliberal.
Pareciera que es particularmente en la disciplina historiográfi-
ca, –sobre todo en la cultivada en ciertas universidades estatales–,
donde el pensamiento independiente, e incluso crítico, ha podido
mantenerse, resistiendo las tendencias dominantes y las presiones
del stablishment. Es intentando seguir esa línea que este libro qui-
siera escaparse de la dependencia ideológica que predomina en
nuestra cultura.
¿Qué implica tal pretensión al momento de escribir una Historia
contemporánea de América? A mi juicio implica, ni más ni menos,
que reconocer que no es posible pensar la historia de nuestra Amé-
rica sin poner en el centro la dominación de que ha sido y es objeto.
Dicho de otro modo, significa reconocer y poner en el centro de su
mirada un hecho radical. A saber, que toda la historia de América
Latina ha sido la historia de la dominación que han ejercido sobre
ella potencias extra continentales. Primero España, luego Ingla-
terra y, hoy los EE.UU., aunque con crecientes cuestionamientos,
hecho no menos fundamental.

4
José Gáos, op.cit., p.62.

11
Uno de los autores que ha evidenciado con excelencia esa domi-
nación es Eduardo Galeano con su libro Las venas abiertas de Amé-
rica Latina. En esa obra, como es sabido, con abrumador acopio
de datos, su autor procede a mostrar la histórica dependencia y
explotación que han sufrido nuestros países por parte de Europa y
los EE.UU.
A mi juicio, no reconocer ese hecho, invisibilizándolo, implica
avalarlo, o a considerarlo como parte de un supuesto orden natural,
lo cual constituye un ideologismo y una tácita toma de posición al
interior de la hegemónica ideología metropolitana.
A partir de estas premisas es que la visión de la historia de Amé-
rica que propone este libro se caracteriza por concebir el desarrollo
del continente en su estrecha vinculación con las potencias que lo
han dominado. Lo que supone explicitar el tipo de relación de de-
pendencia que ha establecido con ellas.
En este sentido, tales potencias no figuran en nuestra versión,
como un factor exógeno que de alguna forma –en todo caso no
esencial- influirían en una historia americana que sería básicamente
autónoma. Por el contrario, las conceptuamos como fuerzas que in-
ter penetran a nuestras sociedades, convirtiéndose en decisivas con-
figuradoras de sus trayectorias históricas. Concepto que, por cierto,
no supone negar el rol y las particularidades de los factores y sujetos
propiamente locales.
Bajo tales supuestos, este libro, desde el punto de vista temporal,
abarca un lapso que se extiende desde la independencia de nuestros
países hasta los inicios de la Guerra Fría, con las consecuencias ella
trajera para los mismos. En el tomo II, abordaremos el análisis de
los más importantes procesos que se verificaron en estas tierras
desde los años cincuenta en adelante, hasta llegar a la actualidad.
Esperamos que tal propósito pueda llevarse a la práctica en plazos
relativamente no muy extensos.
En otro plano, debo agregar que en buena medida este libro
ha sido concebido a los fines de servir de apoyo a los alumnos de

12
mis cursos de Historia contemporánea de América, (lo que explica
la incorporación al final de cada capítulo de un anexo documen-
tal.) Lo dicho, por otra parte, significa que no ha sido escrito para
especialistas, a quienes, no obstante, quizás podría interesarles la
mirada interpretativa que adopta, la cual pone de manifiesto la
presencia permanente, e incluso decisiva, de los imperialismos en
nuestra historia.
Hechas estas puntualizaciones, para finalizar sólo me queda agra-
decer a los profesores Itamar Olivares, Javier Figueroa y Claudia
Rojas por haberse dado el trabajo de leer la versión inicial de este
libro y aportado sus opiniones sobre el mismo. Como es de rigor,
tengo que decir que los defectos que el texto pueda presentar no
son de su responsabilidad, sino de la mía.
También deseo agradecer a la Editorial Ceibo su interés en pu-
blicar estas páginas. Con ello, a mi juicio, no hace más que reiterar la
preocupación que la caracteriza por dar a conocer distintas visiones
sobre nuestras realidades.

Luis Corvalán Marquez


Marzo de 2015

13
CAPÍTULO I
La Independencia

Una resumida exposición de los rasgos más esenciales que dieron


su perfil a la historia contemporánea de América Latina necesaria-
mente debe partir con una referencia a su proceso de separación
respecto de España. La pregunta que surge sobre el punto es la
siguiente: más allá de cualquier retórica de la época –y de la mi-
tología patriótica que advino después–, ¿cuáles fueron los factores
que condicionaron a ese proceso? En lo que sigue haremos algunas
consideraciones sobre el tema.
Lo primero que cabe decir es que la independencia americana
fue un proceso dirigido por las elites criollas. Es decir, por las clases
terratenientes y mercantiles que se constituyeran a lo largo de la co-
lonia, y que llegaron a tener en los Cabildos una verdadera expresión
política. En cierto momento –consciente de sus intereses propios,
que estaban en contradicción con los de la Corona española–, la
finalidad que ellas se plantearon consistió en salirse del imperio es-
pañol, cosa que, luego de una larga guerra civil, conseguirán.

1. El marco externo
Ese proceso, no obstante, registra numerosas variables que re-
quieren ser tenidas en cuenta. Entre ellas figuran las externas. A este
respecto, cabe decir que la independencia de la América española se
verificó en el marco de fuertes conflictos inter imperiales que hay

15
que considerar, precisamente por cuanto la coyuntura independen-
tista se configuró a partir de ellos. Tales conflictos enfrentaban a las
principales potencias de la época, donde sobresale el antagonismo
entre el imperio inglés y el francés, antagonismo que a fines del siglo
XVIII y comienzos del XIX terminó involucrando a España, que
hacía largo tiempo era una potencia de segundo orden.
Durante el siglo XVIII, el británico era el imperio que había evi-
denciado un mayor vigor expansionista, traducido en el fortaleci-
miento de su imperio colonial. Subyacía en este hecho el temprano
desarrollo de su capitalismo manufacturero que, en medio de una
emergente revolución industrial, lo compelía a conquistar nuevos
mercados. Ello en virtud de que la producción masiva resultante del
creciente empleo de máquinas no podía ser absorbida por su estre-
cho mercado interno. En este proceso, el imperio británico tendió a
abandonar el viejo esquema de empresas monopólicas privilegiadas
por la corona, reemplazándolo por una especie de expansionismo
liberal que pretendía imponer en todo el mundo el free trade.
En 1776 Inglaterra había perdido sus trece colonias americanas,
pero se resarció mediante su expansión hacia el oriente, consolidan-
do posesiones en la India y otros territorios, acentuando su control
de los mares y el carácter naval de su imperio. De este modo forta-
lecía un mercado mundial que –comandado por ella– dinamizaba el
desarrollo del capitalismo en Europa, cuyos tentáculos se extendían
por todo el mundo.
Como se dijo arriba, el expansionismo inglés se realizaba en feroz
antagonismo con otras potencias europeas –sobre todo con Fran-
cia–, con las cuales luchaba por repartirse Asia y en parte África,
dando lugar a las permanentes guerras comerciales e interimperiales
que caracterizaron al naciente capitalismo.
En ese marco, el acceso a los mercados de América hispana y
portuguesa interesaba tanto a Inglaterra como a Francia. Los inten-
tos ingleses y franceses por penetrar dichos mercados –quebrando
el monopolio comercial español- pronto se materializaron mediante
un activo contrabando.

16
España, por su parte, que desde hacía tiempo se hallaba a la de-
fensiva –y que había sido llevada a la decadencia por la dinastía de
los Habsburgo–, frente a ese cuadro, con un muy escaso desarrollo
capitalista, tenía que reaccionar. Lo hizo intentando modernizarse,
sin lo cual no podría enfrentar los desafíos que las potencias riva-
les representaban para ella. Tal fue el esfuerzo que emprendiera la
dinastía de los Borbones, sobre todo durante la segunda mitad del
siglo XVIII.

2. Las reformas borbónicas en América y sus efectos


El reformismo borbónico se halla sobre todo ligado a la figura de
Carlos III, quien reinó en España entre 1758 y 1788. Las reformas
que este monarca impulsó perseguían revertir la larga decadencia del
país, reposicionando su imperio frente a sus competidores –particu-
larmente Inglaterra y Francia– que hacía mucho la habían desplaza-
do de la hegemonía mundial.
En América, el principal objetivo que se plantearon dichas re-
formas consistió en elevar los rendimientos tributarios. Ello a los
efectos tanto de satisfacer las necesidades monetarias de la Corona
como de contribuir en mayor medida al financiamiento de la defen-
sa del territorio americano. Con el fin de conseguir estos objetivos,
la metrópoli requirió crear una administración más racional y cen-
tralizada, así como también quebrar los lazos existentes entre las
autoridades coloniales y las elites criollas, fuentes de corrupción,
malas prácticas e ineficiencia5. Se generó así una profunda reforma
centralizadora del imperio, que siguió el modelo francés (las inten-
dencias), y que supuso la instauración de una enérgica burocracia
ilustrada que tomó el control del territorio en todos sus aspectos,
siempre intentando racionalizar y modernizar su gestión. Ello en
contraste con la realidad del siglo anterior cuando las autoridades

5
Zanatta, Loris. Historia de América Latina. De la colonia al siglo XXI. Buenos Aires: Edito-
rial Siglo XXI, 2012.

17
metropolitanas se hacían notar poco, dando considerable autono-
mía a las elites locales.
Las reformas borbónicas, durante la segunda mitad del siglo
XVIII, vinieron a representar un verdadero quiebre en América.
Aparte de la elevación de la eficiencia general del imperio que tra-
jeron consigo, nos interesa subrayar otra de las consecuencias más
importantes –e inesperadas– que implicaron. A saber, la gradual
aparición de cierto resentimiento, incluso de soterradas resistencias,
por parte de las elites locales, las que se vieron constreñidas por
la autoritaria burocracia borbónica. El antagonismo entre criollos
y peninsulares que entonces naciera no haría, con el tiempo, más
que incrementarse. Los acrecidos impuestos, la prohibición a ciertas
producciones locales a fin de que no compitieran con los productos
de España que deseaba desarrollar su industria, el monopolio co-
mercial –que, es cierto, se flexibilizaba– y, en fin, la exclusión de los
criollos de los principales cargos públicos, no hacían sino incremen-
tar ese antagonismo y constituirse en factores de crisis.
Frente a esa situación, a fines del siglo XVIII, se empezó a in-
sinuar un panorama de descontento que pugnaba por expresarse.
La expulsión de los jesuitas en 1767 se convirtió en un temprano
elemento catalizador del mismo. Ese descontento, por otra parte,
no solo atingía a las elites criollas, sino también a otros segmentos
de la sociedad colonial. Desde ya afectaba a los pueblos originarios,
ancestrales víctimas de abusos extremos.
Como evidencia de esto último, por esos años se generaron nu-
merosas rebeliones indígenas, siendo la más conocida la de Tupac
Amaru en el Perú, verificada en 1780.
En el plano ideológico, la independencia de los EE.UU. y la re-
volución francesa, con sus ideas sobre los Derechos del Hombre y
las libertades (que sirvieron para dar impuso a la independencia de
Haití en 1804), comenzaron a jugar un rol relevante en el imaginario
de las elites hispanoamericanas. En base a esas ideas los intelectuales
locales pudieron elaborar discursos que permitían presentar las rei-

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vindicaciones criollas –a menudo traducidas en distintos petitorios a
la autoridad– de manera universalizada.
Al tiempo que en el plano económico, el carácter recluso de la
economía americana pasaba a ser fuertemente cuestionado, en bue-
na parte mediante un masivo contrabando, que llegó a ser incontro-
lable por las autoridades peninsulares. No faltaron ciertos sectores
de las elites locales que deseaban integrarse al mercado mundial co-
mandado por Inglaterra, lo que suponía la instauración plena del li-
bre comercio. Esta demanda a la larga tendrá una enorme importan-
cia. Se hallaba ligada a la creencia de esas elites de que su realización
práctica, junto a permitir una salida expedita a sus producciones,
les permitiría obtener rentabilidades sustancialmente mayores. Bajo
tales supuestos, el carácter recluso de la economía americana –ya en
proceso de derrumbe, como dijimos en buena parte por obra del
contrabando– le parecía a tales elites algo ya difícilmente aceptable.
Como resultado de todo lo señalado, a fines del siglo XVIII y a
comienzos del siglo XIX, el imperio español en América se hallaba
cruzado por una soterrada crisis. Esta se verá extraordinariamente
agravada por los factores externos, consistentes en la participación
de España, como aliada de Francia, en las guerras napoleónicas. En
ese marco, en 1805, en la batalla de Trafalgar, la flota británica, di-
rigida por el almirante Nelson, destruyó a la franco-española. El
imperio español, sin poder naval suficiente, vio rotas sus comuni-
caciones entre la metrópoli hispana y sus colonias americanas, devi-
niendo cada vez más en un poder meramente nominal. No deja de
ser ilustrativo al respecto que cuando en 1807 los ingleses intentaron
tomar Buenos Aires, fueron los criollos, al mando de Liniers, quie-
nes llevaron a cabo la defensa expulsando a los invasores, y no el
virrey, quien optara por huir.
Pero fue al año siguiente cuando se produjo el factor que resul-
taría siendo decisivo. Tal fue la acefalía monárquica de 1808, con-
secuencia de la invasión francesa al territorio peninsular español,
hecho que igualmente se enmarca dentro de las llamadas “guerras
napoleónicas”. Estas guerras fueron expresión de los conflictos

19
existentes entre los imperios francés e inglés resultante de la pre-
tensión de este último de mantener el “equilibrio europeo” –roto
por Francia–, equilibrio que debía permitirle a Inglaterra no tener
competidores significativos en los otros continentes.
Napoleón, en ese conflicto, intentó doblegar a Inglaterra decla-
rando el bloqueo continental, que le cerraría los mercados europeos
a la isla, conduciéndola a la ruina. Como Portugal –cuya economía
se hallaba muy ligada a la inglesa– no acató dicho bloqueo, Francia
lo invadió. Seguidamente esta ocuparía a España, que se iba con-
virtiendo en un aliado inseguro. Aquí Carlos IV abdicó en favor de
su hijo Fernando quien, en la entrevista de Bayona, hizo lo propio
en la persona de Napoleón quien, a su vez, entregará la corona a
su hermano, José Bonaparte. El pueblo español, sin embargo, no
reconoció al nuevo monarca y consideró a Fernando VII su Rey
legítimo, quien, por otra parte, quedó prisionero en Francia. En tales
circunstancias, en la península se inició una guerra nacional en con-
tra del ocupante francés, una de cuyas facetas más importantes fue
la formación de Juntas de Gobierno en las más diversas localidades,
todo en nombre del rey cautivo.

3. La eclosión del proceso independentista


La acefalía monárquica de 1808 catalizó todas las contradiccio-
nes existentes en la América hispana. Desde ya generó un vacío de
poder cuyas consecuencias fueron enormes, el que puso frente a
frente a las elites criollas y a la burocracia peninsular, la cual fáctica-
mente resultó perdiendo autoridad por el solo hecho de que faltara
el monarca que le delegaba. Esto lo percibieron con cierta claridad
las elites locales las que, por lo mismo –aspirando a recuperar el
poder y la autonomía que disfrutaban antes de las reformas borbó-
nicas– se plantearon el problema de la soberanía. La pregunta que
en esas circunstancias terminaron formulando fue: ¿desaparecido
el Rey, la soberanía en quién recae? Según la teoría tradicional –que
dichas elites tendieron a hacer suya–, desaparecido el monarca la so-

20
beranía retornaba al pueblo, el que debía nombrar una nueva autori-
dad. Esto significaba que la burocracia peninsular no era soberana, ni
tampoco lo eran las Juntas de gobierno que se dieran los pueblos de
España peninsular, puesto que América –empezaron a decir algunos
criollos– no pertenecía a la nación española sino a la corona de Cas-
tilla. Fue este el razonamiento que se utilizó para postular la forma-
ción de Juntas de gobierno en América, normalmente organizadas
por los cabildos donde las elites criollas eran fuertes. Se agregó que
en tal sentido –pero en aras de objetivos propios– había que seguir
el ejemplo de los peninsulares, quienes, al formar Juntas en nombre
de Fernando VII, habrían dado la pauta.
Así se fue iniciando un proceso autonomista que, aunque no de
inmediato, desembocará en una revolución separatista.
En el intertanto, en la península se había creado la Junta de Cen-
tral, la que posteriormente se transformó en Consejo de Regencia.
En estas circunstancias se convocó a elecciones para generar unas
Cortes que debían elaborar una Constitución. La Junta central, por
su parte, en el apuro de las circunstancias, declaró que América his-
pana no era una colonia, sino parte de la nación. Por tal concepto
invitó a sus pueblos a enviar sus representantes a las Cortes, las que
sesionarían en Cádiz. Con tales propósitos se les asignó 64 asientos,
sobre un total de 300, lo que no dejó contentos a los criollos, que
dijeron tener derecho a una representación más numerosa.
Sin perjuicio de ese reparo, los diputados americanos acudieron a
las Cortes. Allí defendieron sus reivindicaciones, que contemplaban
una representación igualitaria en las mismas, la libertad de comercio
y de producción, su acceso a la mitad de los cargos civiles y religio-
sos en sus tierras, entre otros. El trabajo de las Cortes culminaría
en la elaboración de la Constitución liberal de 1812, la que estipuló
que la soberanía residía en la nación, de la cual los americanos serían
parte.
Mientras tanto, el movimiento juntista iniciado en España se fue
generalizando en América. Eso ya era del todo claro en 1810, cuan-
do comenzó una verdadera revolución autonomista, aunque con

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antelación en México, a través de los alzamientos populares encabe-
zados por Hidalgo y Morelos, ya se había explicitado una temprana
demanda independentista concebida como lucha social tanto en
contra de los españoles peninsulares como de la elite criolla local.
En cuanto al movimiento juntista propiamente dicho, este tuvo
una primera expresión en Chuquisaca, Alto Perú, donde el 25 de
mayo de 1809 se formó una Junta de Gobierno autonomista. El 10
de agosto del mismo año se estableció otra en Quito. En abril de
1810 sucedió lo propio en Caracas, mientras que el 25 de mayo de
1810 se establecía la Junta de Buenos Aires, en tanto que, a poco
andar, el 20 de julio se producía análogo fenómeno en Santa Fe de
Bogotá; y el 18 de septiembre en Santiago de Chile.
El tránsito desde el autonomismo –representado por el movi-
miento juntista– al separatismo se hizo general cuando, después de
la derrota francesa en las guerras napoleónicas, el restaurado Fer-
nando VII en España declaró nula la Constitución de 1812, disolvió
las Cortes de Cádiz, repuso el absolutismo y llevó a cabo una fuerte
represión armada en contra de los movimientos de los criollos ame-
ricanos, al igual como lo hiciera en contra de los liberales españoles.
En América, la respuesta fue una larga guerra que conducirá a la
independencia.

3.1 La guerra

Hay que mencionar que la señalada guerra, en todo caso, no tuvo


un carácter nacional ni tenía en vistas formar naciones. Consistió
en una guerra continental, única por su contenido, aunque librada
en distintos escenarios y con distintas intensidades. Sus focos prin-
cipales fueron dos: Venezuela, en el norte, y el Río de la Plata, en
el Sur. El primero estuvo bajo la dirección de Bolívar, y el segundo,
de San Martín.
Bolívar, después de independizar a las actuales Venezuela y Co-
lombia, formó la Gran Colombia, desde donde se dirigió a Ecua-
dor y Perú. Aquí las elites criollas, ante su temor a las masas indias

22
y mestizas, no se mostraban muy decididas ante la idea de inde-
pendencia.
San Martín, por su parte, cruzando los Andes, y con el apoyo de
O’Higgins, logró liberar a Chile. Una vez conseguido tal objetivo,
O’Higgins –que quedó al frente del gobierno– organizó una escua-
dra en la que, bajo el mando del mismo San Martín, se embarcó un
ejército que debía independizar al Perú, sin lo cual la emancipación
de América no estaría consolidada. Ante el retiro de las fuerzas rea-
listas hacia el interior, San Marín pudo ocupar Lima sin resistencia,
postergándose así el enfrentamiento final.
En 1820 las fuerzas realistas –y las propias elites peruanas, fuer-
temente conservadoras– se vieron muy impactadas por los sucesos
de España. Ese año, el general Riego le impuso a Fernando VII la
Constitución de 1812, la que, como sabemos, era de corte liberal.
Los militares españoles se dividieron sobre el punto, cosa que los
desmoralizó y debilitó. Aun así, San Martín no se decidió a dar el
enfrentamiento decisivo.
Ante el empantanamiento de la situación, en 1822 se verificó la
entrevista de Guayaquil entre Bolívar y San Martín. No se conoce
su tenor, pero eran sabidas las diferencias políticas existentes entre
ambos. Mientras que Bolívar era partidario de una Confederación
americana bajo un régimen republicano centralizado, San Martin se
inclinaba por uno monárquico, ejercido por alguna casa reinante eu-
ropea. Cualquiera hayan sido los términos de la entrevista, lo cierto
es que luego de ella San Martín optó por abandonar el Perú. Final-
mente se exiliaría en Francia donde permaneció hasta su muerte.
El desenlace de las guerras de independencia se produjo recién
en 1824, cuando Sucre, el lugar teniente de Bolívar, derrotó a los re-
alistas en la batalla de Ayacucho. Al no quedar más fuerzas hispanas
significativas en el continente, la independencia americana quedó así
sellada.
Por entonces, el poder español se mantuvo solo en el área cari-
beña, particularmente en Cuba y Puerto Rico. En Cuba a la fecha se
verificaron rebeliones de esclavos negros, quienes, influidos por los

23
sucesos de Haití y la abolición de la esclavitud en varios países de la
ex América española, deseaban igual beneficio. Los criollos, por su
parte, animaron subterráneas conspiraciones, que por el momento
fueron impotentes para ir más allá.

4. Los casos brasileño y mexicano


Si bien en cada lugar de América el proceso independentista
adoptó sus propias particularidades, destacan al respecto los casos
de Brasil y México, sobre los cuales vale la pena hacer un par de
observaciones.
El primero se separó de su metrópoli de una manera totalmente
distinta a como lo hicieran las colonias españolas. En efecto, en Bra-
sil ese proceso se llevó a cabo en forma pacífica. Tal cosa se prefi-
guró en gran parte debido a que en Portugal la invasión francesa –a
diferencia del caso hispano– no dio lugar a una acefalía monárquica
debido a que la Corte de Lisboa, encabezada por el Rey Juan VI –
con ayuda inglesa– decidió oportunamente ponerse a salvo estable-
ciéndose en Río de Janeiro. Años después, ya terminadas las guerras
napoleónicas y pasado el peligro, y ante la solicitud de las Cortes
liberales establecidas en Portugal, Juan VI debió retornar a Lisboa
dejando en Brasil, en calidad de regente, a su hijo Pedro. Este, a su
vez–identificándose con las elites brasileñas– más tarde se negó a
someterse a las pretensiones centralizadoras de dichas Cortes que
le ordenaban retornar a Lisboa. En tales circunstancias Pedro, en
1822, decidió declarar la independencia de Brasil proclamando la
monarquía. El país, por tanto, no requirió de una guerra para se-
pararse de su metrópoli, llevando a cabo dicho tránsito en forma
indolora, dando lugar a una monarquía constitucional bajo Pedro I.
Por su parte, en México la idea independentista (al igual como en
el Perú) no suscitó el apoyo del conjunto de las elites criollas, dado
que parte de ellas temían más a un alzamiento popular e indígena –
como los encabezados por Hidalgo y Morelos– que a la dominación
española misma, con la cual en parte se hallaban asociadas. La inde-

24
pendencia de Haití, verificada en 1804 mediante un levantamiento
de esclavos, les había mostrado los riesgos que representaban las
clases subalternas.
Otros sectores criollos, sin embargo, se empeñaron en la inde-
pendencia, aun por vía armada. El encargado de derrotarlos al frente
de las tropas leales a la metrópoli fue el criollo conservador Agustín
de Iturbide. Este, no obstante, cuando se enterara del levantamien-
to del general Riego en la península –quien le impusiera la Consti-
tución de 1812 a Fernando VII– se decidió por la independencia.
Propuso entonces el Plan de Iguala (1821), el cual contemplaba la
separación de México, pero manteniendo una religión única (la ca-
tólica), la unión de todos los grupos sociales bajo una monarquía
constitucional, y la instauración de un Rey proveniente de alguna de
las casas reinantes europeas6.
En el intertanto, Iturbide decidió asumir el poder como em-
perador, con el título de Agustín I. Esta fórmula monárquica, sin
embargo, pronto suscitó una reacción republicana que lo obligó a
abandonar el país. Luego de ello México adoptó la república, al igual
que los otros casos hispanoamericanos.

5. La balcanización de la América española


En la medida en que la independencia se consolidaba, la perspec-
tiva de formar Estados nacionales se fue poniendo a la orden del día
en la ex América española. El lento y conflictivo proceso encamina-
do en tal dirección vino, sin embargo, seguido de otro, consistente
en una considerable balcanización la que se materializó en los años
siguientes, dando lugar a muchas pequeñas repúblicas. Esto con-
trastaba con lo que ocurriera en la América portuguesa, de la que
salió un solo Estado nacional: el Brasil. En el siglo XVIII, cuando

6
Cosio Villegas, Daniel y otros. Historia mínima de México. México: El Colegio de México,
2003. p.95.

25
la América inglesa se independizó, igualmente dio lugar a una sola
república: los EE.UU.
Es necesario destacar algunos hitos importantes del proceso bal-
canizador que a partir de su independencia afectó a la ex América
española. Cabe referirse antes que nada a México. Aquí, luego de la
independencia, se produjo la separación de Centroamérica, la que
con anterioridad (1822) se le había unido. Producto de dicha sepa-
ración, Centroamérica formó una confederación, la que luego se
dividió en sus partes integrantes generando varios pequeños países:
Guatemala, Honduras, Nicaragua y Costa Rica.
Por su parte, la Gran Colombia –que formara Bolívar– se frag-
mentó en tres países: Venezuela, Colombia y Ecuador. A su vez,
la Confederación Perú boliviana, destruida por Diego Portales, dio
lugar a Perú y Bolivia. Mientras, del antiguo virreinato del Río de la
Plata se escindieron Argentina, Uruguay y Paraguay. A lo que hay
que agregar la separación de Panamá respecto de Colombia en 1903,
lo que se verificó con el activo apoyo de los EE.UU.
Simón Bolívar vio impotente los inicios de ese proceso, al que
intentó detener y revertir. Con tal propósito en 1826 llevó a cabo
su esfuerzo más importante, el que iba dirigido a plasmar la unidad
política de América Latina: el llamado Congreso Anfictiónico de
Panamá, cuyo objetivo era establecer una Confederación latinoame-
ricana. Pero fracasó.
¿Cuáles fueron los factores que llevaron a la balcanización de la
América hispana? Se podría decir que estos estuvieron constituidos
por el predominio de intereses locales de las oligarquías de origen
colonial de cada circunscripción del viejo imperio español, las que
no estuvieron dispuestas a ceder sus prerrogativas y a tener sobre sí
otro poder, cuestión que tenía ciertas raíces estructurales a las que
nos referiremos más adelante. Desde otra óptica, dichas oligarquías
carecieron de la clarividencia de Bolívar, quien viera en la unidad del
continente el prerrequisito para que este mantuviera su independen-
cia y jugara un rol en la escena internacional.

26
Los EE.UU. e Inglaterra, por su parte, contemplaron con muy
buenos ojos la referida fragmentación, la que era del todo funcional
a sus pretensiones de hegemonía regional.

6. La pax británica y la independencia de América


Al momento de su separación del imperio español, la América
Latina quedó inserta en un sistema internacional del cual Inglaterra
se había convertido en la potencia dominante, particularmente lue-
go de la derrota de la Francia napoleónica. Los historiadores hablan
de la pax británica para referirse a esa hegemonía, la que se extendió
entre 1815 y 1914.
Se podría decir que el fenómeno más importante verificado du-
rante ese periodo fue la revolución industrial, desarrollada en Ingla-
terra desde fines del siglo XVIII en adelante, enmarcada en un sus-
tancial crecimiento de las relaciones de producción capitalistas en la
isla. Por entonces, Gran Bretaña pasó a ser el “taller del mundo”.
Las consecuencias de ese hecho fueron enormes, y consistieron en
la necesidad de disponer, por parte de su economía, de mercados
para sus manufacturas y fuentes de materias primas, prácticamente
en todo el planeta. La revolución industrial desarrollada en Inglate-
rra conllevó, por tanto, una ampliación inédita del comercio inter-
nacional con su corolario, el correlativo desarrollo de los medios de
transporte al tiempo que se manifestaba una constante revolución
tecnológica (pronto aparecerían los FF.CC. y la navegación a vapor).
El Estado inglés fue totalmente funcional a las necesidades co-
merciales de sus capitalistas. Esas necesidades finalmente encontra-
ron expresión en el free trade. O sea, en una política opuesta a todo
proteccionismo o práctica monopólica de los distintos Estados o
empresas extranjeras. Tal era la condición para que los mercados
de los diversos países, que todavía no tenían industrias, quedaran
a merced de los comerciantes ingleses. De allí, pues, que Inglaterra
se esforzara por imponer, sea mediante diplomacia o mediante sus
cañoneras, el libre comercio a lo largo y ancho del planeta, lo que

27
suponía el control de los mares: es decir, requería disponer de una
poderosa flota tanto mercante como bélica.
El papel de América Latina en ese cuadro consistió en insertar-
se en el mencionado mercado reconociendo la hegemonía inglesa.
Inglaterra, a cambio, procedió a reconocer la independencia de las
nuevos Estados mediante tratados en los que a la vez se establecía
el compromiso de estos en orden a establecer el free trade. Paralela-
mente, en los principales puertos se instalaba un cónsul británico.
El free trade supuso para América Latina una particular inserción
en la división internacional del trabajo, la cual consistía en produ-
cir y exportar materias primas y bienes alimenticios a la metrópoli
e importar, desde la misma, manufacturas. Dentro de esta lógica,
cada nueva república se fue especializando en un determinado ru-
bro de exportación. Paralelamente, entre las elites mercantiles y las
oligarquías latinoamericanas en general, se fue desarrollando una
fuerte admiración por todo lo british, lo cual facilitó enormemente
la penetración inglesa. De este modo, por tanto, lo que se produjo
luego de la independencia en América fue más bien un cambio en la
potencia dominante.
Inglaterra, por su parte, protegiendo mediante su poderío los
vínculos mercantiles que estableciera con América Latina, no aspiró
a una directa dominación política sobre esta, ya que le implicaría
considerables gastos administrativos y la comprometería en violen-
tas luchas de facciones locales. De allí que, junto con la propiedad
de la tierra, se propusiera dejar en manos hispanoamericanas el go-
bierno de los nuevos países7.

7
Halperin Donghi, Tulio. Historia contemporánea de América Latina. Madrid: Alianza Edi-
torial, 1970. p.155.

28
7. Hacia la inserción de América hispana en el mercado mundial comanda-
do por Inglaterra
Las elites criollas americanas tempranamente manifestaron su
interés por insertarse en el mercado mundial comandado por In-
glaterra, lo que tuvo claras manifestaciones durante el mismo curso
del proceso independentista. Tal era el verdadero trasfondo que en
todas partes tenía la reivindicación sobre la libertad de comercio. La
referida inserción –dejando atrás el ya aportillado monopolio co-
mercial español– debía permitir que los negocios de las elites criollas
obtuvieran rentabilidades sustancialmente más altas. En un primer
momento, gran parte de las elites creyeron que dicha inserción po-
dría lograrse como producto de la revolución autonomista. Pronto,
sin embargo, se percataron de que ello solo sería posible mediante
la separación de España, con la correspondiente alianza con Ingla-
terra.
Simón Bolívar, en una carta que con fecha del 10 de junio de
1814 le mandara al ministro de Relaciones Exteriores de Inglaterra,
reconoce del todo este hecho. En dicha misiva al respecto señalaba:
“El objeto de los pueblos [americanos] al hacer, [la independencia
fue]: sacudir el yugo español, y [establecer la] amistad y [el] comercio
con la Gran Bretaña. […] Todas [las nuevas naciones americanas]
han hecho ver que reconocen sus verdaderos intereses en esta sepa-
ración de la España y en esta amistad con la Inglaterra”8.
Bajo tales supuestos fue que adicionalmente Bolívar hizo ver al
personero inglés las concesiones que Venezuela había estado dis-
puesta a otorgar a los intereses británicos. En la carta señalaba, en
efecto, que: “El nuevo Gobierno [venezolano], aún en la embriaguez
de aquellos primeros días de libertad, [concedió] exclusivamente en
favor de la Gran Bretaña una rebaja de derechos para su comercio,
prueba irrecusable de la sinceridad de [sus] miras”9.

8
Bolívar, Simón. Doctrina del libertador. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 3ª edición, 1985. p. 39.
9
Bolívar, Simón, op. cit., p. 39.

29
Tiempo después, en su Carta de Jamaica, Bolívar censuró a Eu-
ropa el no haber arrancado con antelación –en aras de sus propios
intereses comerciales– a América del control español, integrándola
a su esfera de influencia. Dijo en ella: “La Europa misma, por miras
de sana política, debería haber preparado y ejecutado el proyecto de
la independencia americana; no solo porque el equilibrio del mundo
así lo exige, sino [también] porque este es el medio legítimo y seguro
de adquirirse establecimientos ultramarinos de comercio”10.
Un buen número de intelectuales americanos de la época coinci-
dían en el ideal del libre comercio, que suponía insertarse en el mer-
cado internacional, lo que veían asociado no solo a la prosperidad,
sino también a la modernización e incluso a la libertad de América.
Algunos de ellos ya a fines de siglo XVIII plantearon esta idea. Tal
fue el caso de Juan Pablo Viscardo, quien por entonces en su carta a
los españoles americanos señalara:

“¡Qué agradable y sensible espectáculo presentarán las costas de


la América, cubierta de hombres de todas las naciones, cambiando
las producciones de sus países por las nuestras! ¡Cuántos, huyen-
do de la opresión o de la miseria, vendrán a enriquecernos con
su industria, con sus conocimientos, y a reparar nuestra población
debilitada!”11.

Treinta años después, en 1822, Hipólito Unanue venía a decir


sustancialmente lo mismo:“¡Qué tiempos serán aquellos cuando la
China, la Holanda y el Perú entren en comunicación y comercio!
¡Quién podrá entonces enumerar la multitud de buques cuyas anclas
muerdan la arena en la inmensa bahía del Callao!”12

10
Bolívar, Simón. Carta de Jamaica. Caracas: Biblioteca Ayacucho, tomo 24, 3ª edición,
1985. p. 20
11
Viscardo, Juan Pablo. “Carta a los españoles americanos. Caracas”, en Biblioteca Aya-
cucho, tomo 23, 1985. pp.57-58.
12
Unanue, Hipólito. “Discurso en el Congreso Constituyente (1822) Caracas”, en Biblio-
teca Ayacucho, tomo 2, 1985. p.188.

30
Este ideal mantuvo su vigor durante todo el proceso indepen-
dentista. Incluso no faltó la Constitución que lo consagrara en su
articulado. A modo de ejemplo se puede citar el artículo 3 de la carta
de Guayaquil, que decía: “El comercio será libre por mar y por tie-
rra, con todos los pueblos que no se opongan a la forma de nuestro
gobierno”13.Y en Chile una de las primeras medidas que adoptara la
Primera Junta Nacional de gobierno –dominada del todo por la elite
aristocrática– fue precisamente decretar la libertad de comercio.
No fue, pues, casualidad, que luego de la larga guerra por su in-
dependencia, los americanos al separarse de España, después de dar
lugar a múltiples Estados nacionales, antes o después fueran inser-
tándose, de forma subordinada, en el mercado mundial comandado
por Inglaterra, convirtiéndose en satélites de esta.

13
Constitución de Guayaquil, en Biblioteca Ayacucho, tomo 24. 3ª edición, Caracas:
1985. p.147.

31
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO I
Carta de Simón Bolívar al ministro de relaciones exteriores
de Gran Bretaña (fragmento)

Palacio de Gobierno de Caracas, 10 de junio de 1814. 4aExemo. señor Ministro de


Relaciones Exteriores del Gobierno de S.M.B.

Exemo. señor:

BUSCANDO EN LA PRESENTE revolución de la América


el objeto de los pueblos en hacerla, han sido estos dos: sacudir
el yugo español, y amistad y comercio con la Gran Bretaña.
Venezuela al mismo tiempo hace transportar lejos de sus
playas a los gobernantes que la oprimían, y envía diputados
para presentar al Gobierno de la Gran Bretaña sus votos por
obtener su amistad y las más estrechas relaciones. El nuevo
Gobierno, aún en la embriaguez de aquellos primeros días de
libertad, concede exclusivamente en favor de la Gran Bretaña
una rebaja de derechos para su comercio, prueba irrecusable
de la sinceridad de las miras de Venezuela.
Tiene, pues, V.E. la resolución de América expresada en
sus dos primeros actos, sacudir el yugo español, y amistad y
comercio con la Gran Bretaña. El mismo carácter distingue la
misma revolución que se ha propagado en las demás regiones
de la América. Todas han hecho ver que reconocen sus
verdaderos intereses en esta separación de la España y en esta
amistad con la Inglaterra. La primera medida es dictada por la
naturaleza, la justicia, el honor y el propio interés; aspiramos a
la segunda confiados en la generosidad de la nación británica,
en el augusto carácter de su Gobierno y los recíprocos
intereses de uno y otro pueblo.

32
La Gran Bretaña debe, pues, estar demasiado satisfecha de
los pue­blos de la América que por la misma libertad no han
formado votos, sin formarlos al mismo tiempo por obtener
su amistad. Ella parece que debe ser sensible a testimonios
tan manifiestos; testimonios que apoyados por la justicia aun
cuando no hablara el propio interés, comprometen el honor
de una Nación noble y grande a auxiliar poderosamente
nuestros esfuerzos.
Esto es lo que debe esperarse de un gobierno cuyo resorte
es el honor, cuyo objeto es la gloria de hacer la felicidad del
mundo, y reponer a los pueblos de América en sus derechos.
Venezuela, Excmo. Señor, y toda la América del Sur lo esperan
sin desconfianza ninguna del gobierno de Su Majestad
Británica. […] Entretanto un gobernador de la isla de San
Thomas14, adonde llegaron los comisionados de Venezuela,
mostrándole que pasaban a esa Corte a tratar con el gobierno
de S.M.B., son expulsados por esta misma razón de aquella
colonia, con una violencia increíble, sin prestar oídos a las
representaciones que le hicieron, obligándoles a salir en un
bote a alcanzar un buque que se había hecho a la vela. Era un
buque de Vene­zuela que se vio también obligado a enarbolar
el pabellón español; pues el gobernador Maclean ordenó que
si enarbolaba el pabellón venezolano se le hiciese fuego de las
baterías de los castillos de la isla […].
El gobernador de San Thomas no se contentó solamente
con la expulsión de los comisionados, sino que añadió toda la
precipitación, toda la violencia, todo el escándalo que pudiera
haberse empleado con enemigos y dio órdenes para hacer
fuego a nuestro buque con el pabellón venezolano. Mas los
buques de San Thomas entran en los puertos en que está

14
Una de las islas Vírgenes, al este de Puerto Rico. San Thomas se hallaba en esa época
ocupada por fuerzas británicas.

33
enarbolado ese mismo pabellón venezolano que él ultrajó
y hubiera hostilizado. Me vi por lo tanto obligado a cerrar
los puertos de Venezuela para los buques de San Thomas,
mientras que el actual gobernador no varíe de su conducta
hostil. […] Yo reclamo del gobierno de S.M.B. por reparación
de un atentado tan enorme. El honor de la nación [inglesa] lo
pide tan fuertemente como el de Venezuela, para con la cual
su conducta liberal ha sido hasta ahora del todo contraria.
Sería de desear que ella hiciese conocer que el acto del
gobernador de San Thomas no es suyo; que se ha ejecutado
contra las órdenes del Gobierno Supremo, y que por lo tanto
se admita en la colonia el pabellón de Venezuela. Si, como
parece indubitable, es del honor de la Gran Bretaña dar estos
pasos en nuestro favor, es de su honor lavar la mancha que
ha echado sobre su generosidad y equidad el gobernador de
San Thomas. [...] Los intereses de la Inglaterra parece que
lo exigen también; pues estos intereses fundados sobre el
comercio, que a su vez se funda sobre amistad y recíprocas
relaciones, se entorpecería, se acabaría, si adoptando este acto
de hostilidad la nación entera, por no repararle, nos viéramos
obligados a tomar antes los partidos más desesperados, hasta
arruinarnos, que no a deshonrarnos, sufriendo, sin vengarle,
un ultraje tan degradante.
Tengo el honor de ser con la más alta consideración, Exemo.
Señor, de VE. atento y adicto servidor, q.b.s.m.

Simón Bolívar

34
CAPÍTULO II
Sociedad, economía y política
en la post independencia

Como no podía ser de otra manera, luego de lograda su inde-


pendencia, tanto la ex América española como la portuguesa ex-
perimentaron, en los más diversos ámbitos, cambios respecto a su
periodo colonial. Esos cambios en algunos órdenes fueron consi-
derables, y en otros, menos significativos, dejando ver ciertas conti-
nuidades respecto de la historia que dejaban atrás. En lo que sigue
haremos sucintas referencias al punto, tanto en lo que se refiere a los
aspectos sociales, como a los económicos y políticos.

1. La organización social
Durante los decenios que siguieron a la independencia, en la
práctica en América continuó existiendo una sociedad altamente es-
tratificada, en algunos aspectos casi estamental, a pesar de que los
nuevos Estados americanos procedieron a igualar ante la ley a todos
sus habitantes.
En la cúspide de esas sociedades hubo, en todo caso, reajustes
importantes en comparación con lo que existía durante la colonia.
El cambio fundamental consistió en la desaparición de la alta buro-
cracia peninsular y en la casi desaparición de los comerciantes espa-
ñoles, los cuales mayoritariamente retornaron a sus tierras de origen.
La cúpula social pasó entonces a quedar conformada por la elite
criolla, dueña de la tierra y que incursionaba en el comercio. Fue esta

35
clase de hacendados y comerciantes la que, por tanto, se convirtió en
la clase dominante, ejerciendo, directa o indirectamente –junto con
los militares–, un control sobre los Estados en formación.
La base de poder de esa elite –esencialmente blanca– era la pro-
piedad de la tierra, la que luego de las destrucciones ocurridas duran-
te las guerras de independencia y de las inseguridades que advinie-
ron derivadas de golpes de Estado, conflictos civiles, y considerable
inestabilidad política, se transformó en la riqueza más sólida, desde
cuyo control se podía reconstruir todo e incursionar en otras áreas
del quehacer económico.
Esa nueva clase dominante, de origen colonial, pronto procu-
raría ampliar su propiedad territorial, fuera haciendo suyas tierras
baldías, apropiándose de tierras de las comunidades indígenas o ad-
quiriendo tierras de la Iglesia, como sucederá en México. En algunos
países, como Venezuela, a esta elite se agregaron jefes militares, que
recibieron extensas propiedades en compensación por sus servicios
bélicos. El caso más conocido, siempre en Venezuela, fue el de José
Antonio Páez, quien, como otros de sus colegas, se convirtió en su
patria en un verdadero pilar del conservadurismo.
Desde el punto de vista cultural, la mencionada elite se caracteri-
zó por profesar una concepción tradicional católica, vinculada, por
tanto, muy estrechamente a la Iglesia. No es menos cierto que un
segmento suyo se vio muy influido por las ideas modernas y laicas,
con su correlativa prédica sobre el progreso. Estos tenderán a ali-
mentar las filas de un tibio liberalismo.
Aparte del sector terrateniente, en el campo existía un campesi-
nado, esencialmente mestizo, dueño de pequeños y medianos pre-
dios. Algunos daban lugar a economías de subsistencia, mientras
que otros alcanzaban a colocar sus excedentes en ciertos mercados
urbanos. Por su parte, en las ciudades existía un artesanado que se
desempañaba en diversos oficios más o menos calificados, satisfa-
ciendo las variables necesidades de la población allí existente. Junto
a ellos existía un sector de pequeños comerciantes establecidos, a
lo que se agregaba una multitud de comerciantes ambulantes que

36
voceaban una gran variedad de productos. El ejército y la sedicente
administración del Estado, por su parte, hacían posible el esbozo de
una germinal clase media.
Más abajo había una extensa gama de sirvientes domésticos –in-
dígenas, negros y mestizos– que principalmente laboraban en las ca-
sas de las elites. Relativamente abundantes eran los esclavos, siempre
de raza negra. Se desempeñaban no solo en las haciendas tropicales,
donde constituían la mano de obra fundamental, sino también en
el servicio doméstico. La mayor parte de los países salidos de la
ex América española abolieron la esclavitud solo en la década de
los cincuenta del siglo XIX. Brasil lo hizo a fines de la década de
los ochenta. Chile constituyó una excepción: abolió la esclavitud en
1823.
Abundantes eran las comunidades indígenas. Los nuevos Estados
igualaron jurídicamente a sus miembros al resto de la población. Por
este concepto abolieron los tributos que dichas comunidades debían
pagar durante la colonia, no obstante que en Perú y Bolivia ellos
fueron repuestos, se dijo que en forma transitoria. Por otra parte,
las clases dominantes no le reconocieron a la población indígena de-
rechos especiales orientados a mantener su cultura y organización.
Por el contrario, se esforzaron por a culturizarla y disolverla en las
capas bajas de la población. La otra cara de esta política consistió
en la apropiación de sus tierras y la disolución de sus comunidades,
tendencia que se verá agudizada durante la segunda mitad del siglo.
Hay que decir que había amplios sectores de la población que,
en la postindependencia, no pueden ser incluidos en algunos de los
sectores señalados. Imposibilitados de insertarse en la economía,
que no brindaba posibilidades laborales, una parte de ellos se in-
tegró a una extendida delincuencia, a veces organizada en bandas
rurales que asolaban los campos. En otros casos se unía a las bandas
armadas de los caudillos, las que solían controlar mediante la vio-
lencia territorios más o menos extensos. Y en otros formaban parte
de los sirvientes armados que solían disponer los terratenientes en
sus tierras.

37
De este modo, la sociedad que se formó en la postindependencia
se caracterizó por ser extremadamente estratificada y jerarquizada.
Las diferencias entre una minoría opulenta y una mayoría muy pobre
no se modificaron. En las clases superiores, se mantuvo el orgullo
de casta y la discriminación, con su correspondiente desprecio hacia
los estratos bajos, lo que dificultaba la conformación de verdaderas
comunidades nacionales. En tal sentido, la sociedad postindepen-
dentista no avanzó significativamente hacia la modernidad, por lo
cual la impronta colonial distó mucho de desaparecer de su seno,
aunque se atenuó un tanto. Lo que desapareció fue la sanción legal
de las extremas desigualdades –lo que favoreció una limitada mo-
vilidad social de los mestizos– pero no su realidad fáctica. Más aún
cuando la propiedad distó mucho de distribuirse. En este sentido,
la clase dominante, esto es, los terratenientes, incluyendo su sector
liberal, no fueron en modo alguno partidarios de extender la pro-
piedad de la tierra a fin de dar lugar a una agricultura de granjeros,
al estilo norteamericano. La gran concentración de la propiedad que
resultó de ello hará imposible una evolución de nuestros países hacia
una sociedad más democrática.
En este sentido, se puede decir que en América Latina se dio una
considerable distancia entre los discursos de corte liberal, que una
parte de la elite hizo suya, y que se plasmarán en los textos constitu-
cionales, y las realidades fácticas. La distancia entre los dichos y los
hechos será una constante de la historia de este continente.

2. La economía
En el terreno económico, durante la postindependencia se veri-
ficaron cambios significativos. El más importante residió en la gra-
dual integración de las economías americanas al mercado mundial
comandado por Inglaterra. Ello implicó la asunción del free trade,
en algunos lugares de manera temprana y en otros de modo más
gradual.

38
En tales circunstancias fue la demanda inglesa, y en menor medi-
da la norteamericana, la que empezó a determinar las producciones
más relevantes y rentables de los distintos países, los que terminarán
tendiendo hacia la mono exportación. Así, con el tiempo, Brasil,
Venezuela, Colombia y Centroamérica se especializaron en la pro-
ducción cafetalera (y azucarera); Argentina y Uruguay en la triguera
y ganadera; Perú en la guanera; Chile, en la cuprera y triguera y, por
un tiempo, en la argentífera, etc.
Estas economías solían elaborar sus productos con un muy es-
caso nivel de desarrollo de sus fuerzas productivas y en el marco de
relaciones de producción precapitalista. En cuanto a esto último,
Agustín Cueva sostiene que “la primera fase de nuestra vida inde-
pendiente, lejos de impulsar la inmediata disolución de esa matriz
[precapitalista], registró un movimiento en sentido inverso”1.Cueva
se refiere a la importancia que mantuvieran las relaciones de pro-
ducción esclavistas sobre todo en Brasil y el Perú. En relación al
primero de los nombrados señala que,

“Hasta cerca de 1800, los requerimientos de fuerza de trabajo bra-


sileños habían traído aproximadamente 2.25 millones de negros
desde las costas occidentales del África. En los siguientes 50 años,
para abastecer a los fundos azucareros del nordeste, especialmente
a los fundos cafetaleros en expansión cercanos a Río de Janeiro, se
importaron 1.35 millones más de negros, aproximadamente el 38%
de todos los esclavos importados entre 1600 y 1800”2.

Los cultivos realizados en la costa peruana también se hacían en


base a esclavos. Tulio Halperin Donghi, por su parte, sostiene que
el régimen esclavista “todavía en 1827 era lo bastante importante
en Venezuela [como] para contar con la obstinada defensa de los
terratenientes”, existiendo también “en las zonas mineras de Nueva

1
Cueva, Agustín. El desarrollo del capitalismo en América Latina. México: Editorial Siglo
XXI. México, 1987, p.16.
2
Cueva, Agustín. op. cit., p. 17.

39
Granada”3. En general, las plantaciones tropicales del continente
funcionaban en base a relaciones de producción esclavistas. No es
menos cierto que estas se fueron agotando a mediados del siglo
XIX. Ello por dos razones: una, por las dificultades de la trata, a la
cual Inglaterra empezó a oponerse, determinando una considerable
alza del precio de los esclavos. Y, dos, por su baja productividad, que
fue haciendo antieconómico a este régimen. En el Perú, la escasez
de mano de obra derivada de la crisis del régimen esclavista preten-
dió ser resuelta mediante la importación de trabajadores chinos, los
que debían trabajar durante nueve años para su amo antes de recu-
perar su libertad, lo que hacía de esta modalidad una variante de la
esclavitud.
En los latifundios de las zonas templadas, como era el caso de
Chile, los terratenientes utilizaban mano de obra cautiva por la vía
de entregar en usufructo un pedazo de tierra a un campesino, a
cambio de prestaciones laborales por parte de él y de sus parientes
inmediatos. Era el llamado inquilinaje. Otro régimen precapitalista,
extendido en varios países, era el peonaje, que suponía un trabaja-
dor semiasalariado formalmente libre, pero cautivo por deudas a su
patrón.
A lo dicho se agrega el sistema comunitario propio de los pue-
blos indígenas, importantes en México, Perú y Bolivia, el que, sin
embargo, ocupaba una posición marginal en la economía. Lo nor-
mal era que los terratenientes, por diversas vías, intentaran apropiar-
se de creciente parte de las tierras de dichas comunidades, en lo que
contaban con la complicidad de los Estados.
Particularmente en el campo no era menor la economía de sub-
sistencia, mientras que en las ciudades se hacía notar la producción
mercantil simple, expresada sobre todo en el trabajo de artesanos
que se desempeñaban en variados oficios. Por su parte, el trabajo
asalariado–donde se esbozaba– era marginal e intermitente. Uno de

3
Halperin Donghi, Tulio. Historia contemporánea de América Latina. Madrid: Alianza
Editorial, 1970. p.138.

40
los lugares donde fue perfilándose con mayor claridad fue en la mi-
nería cuprífera y argentífera del norte de Chile.
En ese contexto precapitalista, donde, por lo demás, las econo-
mías se hallaban poco monetarizadas, la tierra emergió como la ri-
queza principal, la más segura de todas. Ello en gran medida fue el
resultado de la destrucción de la riqueza mobiliaria, urbana y minera
derivada de las guerras de independencia. Como consecuencia de
tales circunstancias, los dueños de la tierra –esto es, la clase de los
latifundistas y hacendados–emergieron como el segmento más im-
portante de las elites criollas, lo que normalmente les permitió con-
vertirse en la detentadora del poder político.
En cuanto al comercio, el de importación y exportación desde
los comienzos quedó en manos de ingleses, y a la larga sucedió lo
mismo con el comercio interno. En efecto, en toda Hispanoamérica,
desde México a Buenos Aires, la parte más rica y prestigiosa del co-
mercio local quedará en manos extranjeras.4 Casas de comerciantes
británicos se instalaron sobre todo en ciertos puertos, como Buenos
Aires y Valparaíso, desde donde, en ciertas circunstancias, llegarían a
financiar actividades productivas (en el caso chileno, a este respecto
destacan las que realizaran en la minería del norte). Mientras que el
comercio urbano menor, sobre todo el informal, quedó en manos
de población local.
Uno de los problemas que pronto trajo consigo el comercio de
importación consistió en la crisis de los obrajes locales, los que se
vieron en dificultades para competir con las importaciones, en no
pocos casos llegando a la quiebra, causando con ello los correlativos
problemas sociales, traducidos en el empobrecimiento de sectores
importantes. También en algunos países se generaron problemas de
déficits comercial y de fuga de metálico.
Los Estados, por su parte, incapaces de financiarse debido a la
pobreza existente y al carácter insuficientemente monetario de sus

4
Halperin Donghi, Tulio. op. cit., p. 148.

41
economías, tendieron a resolver el problema acudiendo al crédito
inglés, el que cobró altos intereses. En 1823 Chile obtuvo un prés-
tamo en la City de Londres, del que recibió sólo el 60% del monto
pactado, debiendo, no obstante, reembolsar su totalidad. México
acudió a análogo expediente, y también, en 1824, haría lo mismo
la Federación Centro Americana. Más tarde se instalará en distintas
ciudades de Latinoamérica el South American Bank. Así, Inglaterra irá
extrayendo un excedente económico de la ex América española no
sólo por la vía del comercio, sino también por la financiera.
Por otra parte, el cuadro político inestable que se generalizara en
la América Latina postindependentista distaba mucho de estimular
el progreso económico. Por el contrario, ciertos países –en medio
de golpes y contragolpes– incluso se empobrecieron considerable-
mente, como México, que en 1850 aún no lograba retornar a los ni-
veles de su economía colonial5. Perú y Bolivia también enfrentaron
situaciones críticas, aunque otros países, como Chile, Argentina y
Venezuela, prosperaron considerablemente.
Tulio Halperin Donghi hace ver que, pese a su inserción en el
mercado mundial, la tendencia de la economía hispanoamericana
postindependentista era más bien al estancamiento. En casi todas
partes, sostiene, los niveles de comercio internacional de 1850 no
excedían demasiado a los de 1825. Halperin, sin embargo, reconoce
que esa situación general conocía variaciones locales muy importan-
tes6, como las referidas arriba.
Por último, hay que hacer notar que la inestabilidad política que
caracterizó a la América exespañola restó estímulos al estableci-
miento en ella de europeos, particularmente ingleses, con sus co-
rrespondientes negocios.

5 Halperin Donghi, Tulio. op. cit., p.182.


6 Halperin Donghi, Tulio, op. cit., pp. 158, 159.

42
3. La formación de los Estados nacionales
En el plano propiamente político, el hecho más importante veri-
ficado durante la postindependencia fue el proceso de formación de
los Estados nacionales, el que se prolongó por bastante tiempo. Hay
que tener en cuenta que a la fecha el concepto de Estado nacional
era nuevo. En efecto, solo en el siglo XIX se generalizó la idea según
la cual los Estados debían configurarse sobre la base de una nación,
o que cada nación debía darse una estructura estatal. Lo normal en
la época era la existencia de Estados imperiales, como era el caso de
la misma España.
Los Estados nacionales, como los que se intentarán constituir en
la América ya independizada –o en avanzado estado de serlo–, res-
pondían a las teorías políticas más modernas de la época, las mismas
que en gran medida habían sido utilizadas por las elites criollas para
legitimar su proceso de separación de España.
La constitución de tales Estados en América, sin embargo, se
complicaba en la medida en que aquí las naciones propiamente di-
chas no existían: solo se formarán después, por la acción de los Es-
tados mismos, cuando estos se vayan configurando. En tal sentido,
recordemos que la guerra de la independencia no tuvo un carácter
nacional, sino americanista, y que su perspectiva política, según sus
principales líderes, era la formación de una especie de Confedera-
ción americana. Ello es bien conocido para el caso de Bolívar. Tam-
bién parece responder al pensamiento de San Martín y O’Higgins.
Como a este respecto lo señala Annik Lempériere, ninguno de estos
últimos parece haber jamás pensado que su papel histórico se limita-
ra a la fundación de la nación argentina, chilena o peruana. A juicio
de esta autora, en cada uno de esos Libertadores es evidente que el
“americanismo” superaba a cualquier supuesto sentimiento nacio-
nal, incluso a un proyecto “nacional” cualquiera7.

7 Lemperiére, Annick. “Hacia una historia transnacional de las independencias


hispanoamericanas”, en Las revoluciones americanas y la formación de los Estados nacionales,

43
Además de los obstáculos señalados, la formación de los Estados
nacionales en América debía encarar otros, particularmente aquellos
referidos a sus premisas estructurales. Sobre este punto se puede
afirmar que un Estado moderno requiere la existencia, dentro de
ciertos marcos territoriales, de una clase social unificada, de una
burguesía o una protoburguesía, lo cual, a su vez, supone la existen-
cia de cierto nivel en el desarrollo de las relaciones de producción
capitalistas. Como se comprende con facilidad, el desarrollo de las
relaciones de producción capitalistas dentro de un ámbito territorial
determinado, a través del mercado que implica, tiende a conectarlo
todo, generando un sistema de interdependencias. En este contexto
el Estado se convierte no solo en algo posible, sino también indis-
pensable. Sin embargo, tales relaciones en la América post indepen-
dentista escasamente existían.
Como ya lo señaláramos, lo que en la América entonces abruma-
doramente predominaban eran las relaciones de producción preca-
pitalistas, feudales y esclavistas, con sus correspondientes hibrida-
ciones y particularidades locales. Sobre el punto, Agustín Cueva, a
modo de ejemplo, hace ver la considerable magnitud que alcanzó la
esclavitud en las haciendas cafetaleras del Brasil, al tiempo que en
otras áreas del continente los señores feudales no hicieron más que
consolidarse a costa de las masas campesinas8. A lo dicho agréguese
la amplia difusión de la economía de subsistencia, que no requería
mercado alguno.
El abrumador predominio de las referidas relaciones de pro-
ducción en el continente americano no favorecía la articulación del
territorio. Por el contrario, lo desarticulaba. De esas relaciones, en
efecto, resultaban el localismo y el regionalismo, con el correspon-
diente rol de los señores de la localidad –frecuentemente terrate-
nientes– o caudillos. Se puede decir que, en este sentido, las relacio-
nes de producción precapitalistas jugaban un rol centrífugo. Sobre

Rosemblit, Jaime (ed.). Santiago: Centro de Investigaciones Barros Arana, 2013. p. 24.
8
Cueva, Agustín. op. cit., p.17.

44
su base, por tanto, difícilmente se conformarían Estados estables,
menos aún, Estados nacionales.
Cabe mencionar un hecho adicional. En América –como en
otros lugares–, las relaciones de producción precapitalistas venían
unidas a una estructura social de tipo orgánico o estamental, solidi-
ficada durante los tres siglos coloniales. Ello se traducía en un orden
corporativo en el cual los derechos y obligaciones de los individuos
eran los de su estamento, representados corporativamente. En cam-
bio, el Estado moderno, como el que durante la postindependencia
los liberales quisieron implantar en el continente, suponía un orden
atomista, esto es, compuesto por individuos libres e iguales someti-
dos a una ley común. Si bien en América era esto lo que se establecía
en los textos constitucionales y legales, ello chocaba con la estructu-
ra de la sociedad. Por eso se produjo el divorcio, que en todas partes
predominó, entre la letra de los corpus legales y las duras realidades.
En resumidas cuentas, la creación de Estados nacionales en la
América postindependentista emprendida por las elites criollas
triunfantes estaba destinada a encontrarse con grandes dificultades.
Estas dificultades, según lo dicho, consistían no solo en la ausencia
de las naciones correspondientes, sino sobre todo en la inexistencia
de las premisas materiales requeridas por toda construcción estatal
moderna: cierto nivel mínimo en el desarrollo de las relaciones de
producción capitalistas. Tal cosa condicionaba la ausencia de una
burguesía o protoburguesía extendida por todo el territorio, y tam-
bién la correspondiente articulación económica de este. Lo que en
su lugar existía era una fuerte desconexión territorial, falta de vin-
culaciones físicas y económicas, en cuyo marco se hacían valer in-
tereses locales que no estaban dispuestos a ceder su preeminencia
frente a terceros, ni aún frente a la autoridad de la capital (cuando
esta se instaure).
Los factores señalados hicieron que el proceso de formación de
los Estados nacionales en la América exespañola fuera muy len-
to, y que lo que predominara durante esos años –la primera mi-
tad del siglo XIX– fuera lo que la historiografía ha denominado

45
como “anarquía”, “caos”, “desorden”, o, en fin, fuerte inestabilidad
política. Estas manifestaciones –que efectivamente existieran– no
fueron, por tanto, las resultantes de las supuestas características ne-
gativas del “ser hispanoamericano”, pervertido por tres siglos de
autoritarismo hispano –como creía Bolívar–, ni la consecuencia de
supuestos factores raciales negativos –como el predominio del indio
y del mestizo– según otros han afirmado; características negativas
que no serían propias de la América Anglo sajona, lo que explicaría
el éxito de esta. Lejos de tales explicaciones, la clave para entender
las dificultades de nuestra América a la hora de formar sus Estados
radica en la estructura económica y social que caracterizaba a sus
sociedades, remitibles en último término al predominio de relacio-
nes de producción precapitalistas, y su correspondiente estructura
de clases. No es casualidad que –con la excepción de Chile, donde
la clase terrateniente exportadora del centro sur se hallaba relativa-
mente unificada– la consolidación de los Estados nacionales en el
continente se verificara solo durante la segunda mitad del siglo XIX,
cuando el capitalismo empezara a desarrollarse en estas tierras, con-
figurándose entonces oligarquías más o menos articuladas dentro de
los respectivos territorios.

3.1 La construcción formal

Sin perjuicio de lo señalado, se puede sostener que, en cuanto a


los aspectos formales, en la constitución de los Estados latinoame-
ricanos hubo algunos elementos que tendieron a repetirse. Esto sea
dicho sin dejar de reconocer que no existe una modalidad única de
constitución de los Estados debido a que toda construcción estatal
responde a específicas realidades históricas.
En cuanto a esos elementos formales en común, cabe en primer
lugar mencionar el relativo a sus fundamentos ideológicos. Los nacien-
tes Estados nacionales latinoamericanos, en efecto, a pesar de la fre-
cuencia de las dictaduras que los gobernaron, asumieron como elemen-
to ideológico constitutivo la filosofía liberal, con su correspondiente

46
orden basado en una Constitución, la división de poderes, las ga-
rantías individuales, etc. Esto significa que desde sus inicios ellos
aspiraron a funcionar a partir de formas constitucionales calcadas
de los modelos surgidos de las revoluciones burguesas europeas oc-
cidentales las que, como sabemos, precisamente se basaron en la
ideología liberal9. Hasta los conservadores asumieron elementos de
esa ideología en la medida en que, desechado el régimen monárqui-
co –y producida la independencia–, ella servía admirablemente para
legitimar tanto lo obrado como a los nuevos poderes, los que así,
aunque fácticamente oligárquicos, se ejercían bajo el supuesto de la
soberanía del pueblo, o de la nación.
Cosa distinta es si los esquemas liberales se adecuaban a las reali-
dades del continente, particularmente a sus heterogéneas estructuras
económicas, sociales, culturales, y a sus extremas desigualdades, y si
daban cuenta de ellas. Normalmente no era así puesto que tales es-
quemas habían sido elaborados de acuerdo a circunstancias propias
de otras latitudes. De allí que en América Latina las instituciones
que respondían a los mismos representaran, en su materialización
práctica, una patente contradicción con las realidades empíricas de
los respectivos países. Esto es, con el predominio de las relaciones
de producción precapitalistas en los términos explicados arriba, y
con sus sociedades extremamente desiguales, desconectadas y, mu-
chas veces, fácticamente estamentales y de tradición corporativa. De
allí que esas instituciones no funcionaran, y en su lugar existieran
dictaduras, o diversas categorías de regímenes oligárquicos, que, pa-
radojalmente, no dudaron en hacerse valer en nombre de la libertad
y del orden constitucional que empíricamente negaban.
En virtud de lo dicho no es raro que otro rasgo formal en común
que se verificara en la formación de los Estados nacionales en Améri-
ca Latina consistiera en que los pueblos –que en la teoría detentaban

9
Víctor Manuel Moncayo, ¿Cómo aproximarnos al Estado en América Latina?, en Mabel
Thwaites Rey, editora, “El Estado en América Latina: continuidades y rupturas”, Ed.
ARCIS-CLACSO, Santiago, 2012.p. 33.

47
la soberanía– siempre estuvieron ausentes en la definición del orden
institucional que se instauraba. Como bien lo dice Víctor Manuel
Moncayo, en América Latina el constitucionalismo ha brillado con
luz propia sin ni siquiera permitir el menor asomo de poder cons-
tituyente10.
Pese a lo dicho, la adopción de la filosofía liberal tuvo en la región
claros aspectos positivos. Como lo señala el mismo Moncayo, por
una parte ella sirvió a los efectos de legitimar la autodeterminación
americana frente al régimen colonial español o portugués y, por la
otra, contribuyó a morigerar los discursos que consideraban a los
pueblos o a las comunidades aborígenes o, en general, a los mesti-
zos, como culturas inferiores11. Esto último se vincula al imperativo
de la lógica liberal, según el cual las naciones para constituirse re-
quieren declarar abolidas las diferencias étnicas, lingüísticas y cultu-
rales de sus eventuales miembros.
En otro plano, la adopción de la filosofía liberal en la conforma-
ción de los Estados latinoamericanos implicó una consecuencia adi-
cional de no menor proyección. A saber, facilitó el que, a partir de
cierto momento, los segmentos más cultos de las clases subalternas,
sobre todo artesanos, se percibieran a sí mismos como potenciales
ciudadanos y como partes del soberano. Se estimuló de este modo
su tendencial conformación como sujetos, lo que, a su vez, en varios
países permitió perfilar una eventual perspectiva democratizadora
de los regímenes políticos, aunque durante el siglo XIX ella todavía
distara mucho de materializarse.
Otra característica formal común en la constitución de los Esta-
dos latinoamericanos vino dada por la opción republicana que fue
asumida por casi todos ellos. La excepción fue el Brasil el que junto
con separarse de Portugal sin guerra civil –como ocurriera en el resto
de la región–, dio lugar a un Imperio encabezado por Pedro I. La for-
ma monárquica también se ensayó en México, aunque efímeramente,

10
Víctor Manuel Moncayo, op.cit., p.31.
11
Víctor Manuel Moncayo, op.cit., p.33.

48
a través del régimen de Agustín I de Iturbide, que no alcanzó a durar
un año, dando luego paso a una república federal influenciada por el
modelo norteamericano.
Digamos por último que los Estados nacionales latinoamerica-
nos, por las razones arriba indicadas, se conformaron en un proceso
más o menos prolongado el que, según se tratara de uno u otro país,
duró un tiempo variable. En la mayoría de los casos, no obstante,
los Estados ya se hallaban relativamente consolidados durante la
segunda mitad del siglo XIX.

4. La debilidad estatal y el caudillismo


Como se dijo arriba, luego de la independencia los nuevos Es-
tados nacionales distaron mucho de consolidarse. La carencia de
sus premisas económico-sociales –el predominio de relaciones de
producción precapitalistas, con su correspondiente predominio de
los intereses locales– contribuía decisivamente a ello. Mientras que,
por su parte, las naciones tardaban en formarse. En este sentido el
desprecio de las elites blancas por los pueblos de color obstaculiza-
ba el aparecimiento de verdaderas comunidades nacionales, lo cual
se veía agravado por la gran heterogeneidad racial, social y cultural
que caracterizaba a estos países.
A la ausencia de un verdadero mercado interno, que se derivaba
del predominio de las relaciones de producción precapitalistas y su
correlativa ausencia de suficientes conexiones físicas (redes de ca-
minos, etc.), se añadía en muchos países –como México, o Bolivia–
una acentuada decadencia económica. Téngase en cuenta al respec-
to que la economía colonial había quedado atrás, mientras que no
en todas partes se la había reemplazado, al menos del todo, por una
fluida inserción en la economía mundial. La crisis que esto impli-
caba no permitía que se dispusiera de recursos suficientes para que
los Estados formaran las estructuras burocráticas que requerían. Lo
cual, a su vez, dificultaba su capacidad para recolectar impuestos,

49
cosa agravada por la existencia de una economía no suficientemente
monetarizada.
Esta carencia de las premisas materiales requeridas por la for-
mación de los Estados tenía manifestaciones precisas. Por un lado
cabe señalar las grandes dificultades con que, en una sociedad des-
articulada, se encontraban las autoridades estatales para imponer la
ley, cuya otra cara era la existencia de recurrentes conflictos interre-
gionales –entre la capital y las provincias– por las atribuciones de las
correspondientes autoridades y por cuotas de poder; todo expresa-
do en tendencias centralistas y autonomistas descentralizadoras que
se enfrentaban entre sí, frecuentemente con las armas en la mano.
Estos conflictos, que a veces solían terminar en guerras civiles y
golpes de Estado –y daban lugar a una permanente inestabilidad
política– traían consigo sus correspondientes efectos negativos en
la economía, traducidos en empobrecimiento general.
En ese marco, los militares, en cuyos hombros se había sustenta-
do la independencia, tendieron a convertirse en un adicional factor
concomitante de la permanente crisis. Desde el comienzo –muchas
veces profesando una cultura corporativa– se constituyeron en un
poder fáctico de primer orden, siempre interfiriendo en la política y
en las arcas fiscales, muchas veces reclamando privilegios que impo-
nían a punta de golpes de Estado. Téngase en cuenta que, en el mar-
co de una economía debilitada, el control del aparato gubernativo
permitía disponer de empleos y rentas, y participar en la distribución
del presupuesto, siempre escaso. De allí que la política se tradujera
en una permanente rebatiña por apoderarse de él, de lo cual partici-
paban los uniformados.
La otra cara de esta realidad fue la existencia de los caudillos.
Este fenómeno consistía en la existencia de líderes armados más o
menos carismáticos, frecuentemente regionales, que contaban con
la lealtad de sus comarcanos, a quienes decían proteger. En su ma-
yoría se trataba de hombres que, en virtud de su fuerza y carisma, y
en un marco de fragilidad o inexistencia de instituciones estatales ca-
paces de limitar su autoridad, reunían un vasto séquito y, mediante la

50
violencia armada, se erigían en gobernantes en una parte del terri-
torio, o en todo. De aquí resultaba un poder que ejercitaban arbi-
trariamente, por encima de leyes y constituciones, como si se trata-
se de su propiedad privada, haciendo uso de los recursos públicos
como si fuese un botín, premiando a sus secuaces y excluyendo a
sus enemigos12.
A juicio de diversos autores, los caudillos fueron el resultado de
la falta de acuerdo entre las distintas fracciones de las clases dirigen-
tes a la hora de establecer el Estado13. Ante este hecho, las tensiones
entre los intereses regionales y la capital, así como entre los distintos
grupos que se disputaban el poder, hicieron que cada uno recurriera
al líder carismático –que a veces era militar– para que, utilizando sus
bandas armadas, consiguiera para ellos ese poder y lo controlara en
su nombre14.
Elda González sostiene que el caudillo aceptó, en general, ese
papel y, como representante de un determinado grupo, reproducía a
nivel estatal la relación patrón-cliente de la hacienda. Con ello, agre-
ga, lo que hizo no fue sino unirse a los que se oponían al cambio, y
a perpetuar de ese modo el latifundismo y los viejos mecanismos de
poder. Y cuando esto no ocurría, cuando se desviaba de los intere-
ses de su clientela, esta buscaba otro caudillo para sustituirlo15.
Los caudillos ciertamente retrasaron la formación del Estado, al
tiempo que eran la expresión de su ausencia o extrema debilidad,
cosa que encontraba su explicación última en los factores estructu-
rales ya referidos.
En ese marco, al menos entre 1820 y 1850, la situación predo-
minante en la ex América española fue más bien caótica. Así, por
ejemplo, en México, entre 1821 y 1850 hubo cincuenta gobiernos,
casi todos productos de cuartelazos; once de ellos presididos por el

12
Loris Zanata, Historia de América Latina, Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 2012, p. 59.
13
Elda E. González y Rosario Sevilla, América Latina en el siglo XIX, en El mundo
contemporáneo: historia y problemas. Ed. Biblos, Buenos Aires, Barcelona, 2001, p.399.
14
Elda González, op. cit., p.399.
15
Elda González, op. cit., p.399.

51
general Santana, típico caudillo16. Mientras, las provincias del Río de
la Plata se desangraban a través de la lucha entre unitarios y fede-
rales, de donde emergiera la dictadura del caudillo Rosas; y Perú y
Bolivia caían en una verdadera anarquía, particularmente luego de
la disolución de la Confederación Perú boliviana, acaudillada por el
general Santa Cruz. Y así sucesivamente en otros países de la región.

5. Conservadores y liberales
Como se infiere de lo explicado más arriba, durante el proceso de
formación de los Estados nacionales las elites criollas distaron mu-
cho de actuar políticamente unidas. En este plano, las dos corrientes
principales en que se dividieron fueron los partidos conservador y
liberal, los que se mantuvieron en pugna durante todo el siglo XIX.
Hay quienes sostienen que las diferencias entre ambos partidos
eran muy menores y que, en el fondo, en los distintos países, cada
uno estaba estructurado en torno a personalidades más o menos
notables, o a ciertas familias cuyos miembros, generación tras gene-
ración, heredaban la filiación partidaria.
Ciertamente que había algo de esto. No obstante, adicionalmente
existían entre ambas corrientes diferencias que no es posible igno-
rar, y que, en términos generales, pueden describirse sin perjuicio
de reconocer que las realidades locales, con sus particularidades, les
daban su perfil propio.
Abordando el punto, en primer lugar cabe señalar que los con-
servadores se hallaban más vinculados a una cultura tradicional ca-
tólica, de origen colonial, mientras que los liberales eran admirado-
res de una modernidad laica.
Desde el punto de vista social, los conservadores encontraban
sus principales apoyos entre aquella parte de la elite más vincula-
da al latifundio. Los liberales, en cambio, sin dejar de tener apoyo
entre los terratenientes, tendían a ser respaldados por sectores del

16
Colegio de México, Historia mínima de México, México, 2003, p.105.

52
gran comercio y de los profesionales e intelectuales, los que solían
recepcionar las ideas modernizadoras provenientes de Europa, fre-
cuentemente vinculadas a las revoluciones burguesas allí verificadas,
sobre todo francesas.
En cuanto al régimen político, los conservadores –adhiriendo
como los liberales a la opción republicana– favorecían gobiernos
centralizados y de autoridad, capaces de garantizar sus prerroga-
tivas y el status tradicional frente a la eventual emergencia de las
clases subalternas. En esa línea enfatizaban la idea de “orden”. Los
liberales, por su parte, junto con profesar un concepto atomista de
sociedad, que se vinculaba a un énfasis en los derechos individuales
garantizados por la Constitución, defendían un esquema basado en
el ejercicio de las libertades ciudadanas. Con base en estos principios
aspiraban a desarticular la sociedad tradicional heredada de la colo-
nia y a laicizarla.
En cuanto a la inestabilidad política que adviniera luego de la
independencia, conservadores y liberales hacían un diagnóstico muy
distinto. Los primeros sostenían que el caos americano entonces en
curso era el resultado de las ideas de la Revolución Francesa que
hicieran suyas los liberales de estas tierras. Tales ideas “foráneas”,
con sus énfasis en la igualdad y en las concesiones a las clases subal-
ternas, estarían en la base del desorden y de la inestabilidad política
existente. Frente a ello –en alianza con la iglesia y las FF.AA.– los
conservadores deseaban mantener el orden tradicional, propugnan-
do a los efectos regímenes fuertes, que serían la precondición del
progreso.
Las distintas variantes liberales, en cambio, consideraban que la
causa de todos los males de la región procedía del mantenimiento
de la mentalidad hispano colonial luego de la independencia, ex-
presada en las concepciones jerárquicas y en el autoritarismo de los
conservadores en el poder, los que no habrían hecho sino restaurar
la colonia y su orden corporativo, pero sin españoles. Frente a ello,
los liberales propugnaban los ya referidos regímenes basados en el

53
reconocimiento de las libertades individuales, sin lo cual, a su juicio,
no habría progreso posible.
No está demás señalar que en muchas partes de continente, con
el objeto de enfrentar a los conservadores, al menos un ala del li-
beralismo se esforzó por organizar y adoctrinar a ciertos sectores
populares–particularmente artesanos–, involucrándolos así en la
política, haciendo a la par posible el desarrollo en sus filas de un ala
plebeya.
Uno de los principales elementos que diferenciaba a conservado-
res y liberales decía relación con su actitud frente a la Iglesia. En este
sentido, los primeros, coherentes con su cultura tradicional prove-
niente de la colonia, eran los principales defensores de la institución
eclesiástica (y de su poder económico), a la cual –dado el ascendien-
te moral que esta ejercía sobre toda la población–, consideraban
como un poderoso instrumento a la hora de garantizar su control
sobre las clases subalternas y de respaldar a la sociedad estratificada
en la que creían. Los liberales, por el contrario, aspiraban a laicizar
la sociedad y el Estado y, por tanto, a disminuir la influencia de la
Iglesia, a la que tendían a conceptuar como un obstáculo para la
modernidad y el progreso.
En todo caso, los conflictos que en torno a esta problemática
enfrentaron a conservadores y liberales tuvieron su expresión más
aguda durante la segunda mitad del siglo.
Durante la postindependencia, la tendencia general que se im-
puso consistió en que los conservadores asumieran la dirección del
Estado, constituyendo el núcleo de la clase dominante, que era de
carácter terrateniente. Insistamos en que este sector resultó fortale-
cido debido a un hecho muy simple: a que las guerras de la indepen-
dencia y el caos político y social que les siguiera destruyó gran parte
de la riqueza mobiliaria urbana, y también minera, quedando como
la riqueza más sólida la tierra. Esto le dio a los terratenientes–la
mayoría de los cuales eran conservadores y de cultura tradicional
católica– una influencia decisiva, que se tradujo en su control de

54
los gobiernos, cosa que, según veremos, se revertirá en favor de los
liberales, solo en la segunda mitad del siglo.

6. La Iglesia
El referido predominio de los conservadores se vio, a la fecha,
favorecido por otro factor. A saber, el apoyo que recibiera de la
Iglesia. Antes de abordar el punto es necesario hacer algunas refe-
rencias generales sobre la situación en que esta quedara luego de la
independencia.
Al respecto hay que partir señalando que, luego de la emancipa-
ción respecto de España, la Iglesia Católica, institución fundamen-
tal durante la colonia, perdió algo de su influencia en América. Tal
cosa fue el resultado del compromiso que durante las luchas por la
independencia ella demostró con el viejo orden. Ese compromiso,
ya durante el mismo proceso independentista, llevó a los gobiernos
a intervenir en sus jerarquías apuntando a cambiar su composición,
haciendo posible que en las mismas se insertaran clérigos partida-
rios del orden nuevo. De allí, por otra parte, resultó la tendencia a la
subordinación de la Iglesia al poder político.
Los nuevos Estados vieron este proceso con naturalidad, sobre
todo en la medida en que se consideraron a sí mismos como los he-
rederos del Patronato, que anteriormente gozara la corona hispana,
el que, como sabemos, daba derecho a la autoridad estatal para nom-
brar las dignidades eclesiásticas. El problema radicaba en que el Va-
ticano no estuvo de acuerdo con reconocer el derecho a patronato
de las nuevas autoridades, menos aún cuando siguió considerando al
Rey de España como el verdadero soberano de estas tierras. Fue en
virtud de ello que, por varios años, se abstuvo de nombrar obispos
en América.
En este marco es que hay que ver el vínculo que se fue produ-
ciendo entre la Iglesia y el Partido Conservador y, por tanto, con el
núcleo de la clase dominante. Para entender dicho vínculo hay que
tener en cuenta que la Iglesia, aunque relativamente empobrecida, en

55
algunos lugares se mantuvo como una importante potencia econó-
mica. Seguía siendo rica, no solo en bienes muebles urbanos, sino
también rurales: era propietaria de considerables extensiones de
tierras, que poseía en calidad de manos muertas, es decir, que no
estaban sujetas a circulación mercantil. A ello se agregaba que su
ascendiente ideológico y cultural sobre el conjunto de la sociedad–
pero especialmente sobre las clases subalternas– se mantenía alto,
cosa que era muy útil para la dominación. Estos factores, unidos a su
coherencia institucional, le daban presencia política y la convertían
en un verdadero poder fáctico, con fuertes intereses corporativos
que se hacían valer como tales.
El corporativismo de la Iglesia –al igual como el del ejército–
atentaba en contra del concepto atomista de sociedad que impul-
saban los liberales. De allí que estos, en muchos países, intentaran
disminuir su influencia desde ya, quitándole su poder económico,
obligándola a vender parte de sus tierras y otras medidas análogas.
Esto representaba una causa adicional que hacía que la Iglesia fuera
proclive a los conservadores, con los cuales, junto a los militares,
tendía a constituir el bloque dominante.
La alianza entre la Iglesia y el núcleo terrateniente más tradicio-
nal, políticamente expresado en el partido conservador, y la oposi-
ción que esa alianza suscitara entre los liberales –en un contexto que
analizaremos– serán constitutivos de un conflicto que se verá agu-
dizado durante la segunda mitad del siglo XIX. Tendrá su definitivo
desenlace a comienzos del siglo XX, con la separación del Estado
y la Iglesia.

7. Rebeliones y luchas sociales


Como se colige de lo ya expuesto, la situación en que quedaron
las clases subalternas durante el periodo posterior a la independen-
cia fue extraordinariamente difícil. La intensa explotación de la que
entonces fueran objeto por parte de las elites dominantes –cuestión
que particularmente afectaba a los esclavos– dio, en muchos casos,

56
lugar a diversas acciones de resistencia y aun de rebeldía. Así, se fue
conformando un panorama de conflicto y violencia social donde,
no obstante, las clases dominantes siempre se impusieron.
Agustín Cueva, en su obra El desarrollo del capitalismo en Améri-
ca Latina, hace mención a diversas expresiones de esas luchas en
el Brasil. Dice que en este país entre 1813 y 1832 hubo continuas
insurrecciones de la plebe urbana; de 1822 y 1835 –señala– se re-
gistró una agitación casi permanente en el sartón de Pernanbuco y
Alagoas; entre 1833 y 1836 tuvo lugar la rebelión de los “cabanos”
en Pará; 1835 estuvo marcado por la guerra de los “farrapos” en
Río Grande del Sur y sobre todo por el levantamiento de esclavos
en Bahía (en este año –agrega– se implantó la pena de muerte para
los esclavos insurrectos o que cometieran cualquier “grave ofensa
física”). En 1836 hubo levantamientos en Laranjeiras, Citite, Nazaré
y Santo Amaro; entre 1838 y 1841 produjéronse continuas revuel-
tas en Marañón y Piauí (revuelta de los “balaios”), mientras que a
partir de 1842 fue creciendo la agitación “playera” en Pernanbuco,
con todas las características de un movimiento democrático dirigido
contra los “señores de ingenio” y los grandes comerciantes. Los
años de 1848 –continúa Cueva– fueron el momento culminante de
este proceso, con levantamientos como los de Olinda e Iragaou y la
marcha de los “playeros” sobre la capital del Estado17.
Adicionalmente, en las ciudades de variados países americanos
se desplegaron numerosos movimientos contestatarios. Según Tulio
Halperin Donghi, durante la década de los cuarenta “las agitacio-
nes urbanas [...] se extendieron –aunque en cada caso con signo
distinto– desde Caracas y Bogotá hasta Santiago de Chile y Buenos
Aires”.18Gran parte de estas eran animadas por los artesanos. En
Colombia, desde 1847 los artesanos bogotanos arruinados por la
importación de manufacturas extranjeras comenzaron a intervenir

17
Cueva, Agustín. op. cit., pp. 51, 52.
18 Citado por Cueva, Agustín. El desarrollo del capitalismo en América Latina. México: Siglo
XXI editores, 1987. p.54.

57
activamente en la vida política, dirigidos por las Sociedades demo-
cráticas en las que participan también los estudiantes de la Univer-
sidad de Nueva Granada19. En Chile, por su parte, los artesanos
–igualmente afectados por la importaciones desde Inglaterra, y par-
tidarios del proteccionismo– dieron vida a la Sociedad Caupolicán, y
luego se convirtieron en la base principal de la Sociedad de la Igual-
dad, dirigida por Santiago Arcos y Francisco Bilbao, la que, en 1851,
y a través de una activa movilización callejera, intentara oponerse a
la candidatura conservadora de Manuel Montt.
La gran amplitud que a la fecha adquiriera la delincuencia, espe-
cialmente la organizada en bandas que atacaban las haciendas, pue-
de también considerarse como manifestación de lucha social. En
efecto: los miembros de las clases subalternas que no encontraban
colocación laboral alguna, tenían en la delincuencia una forma no
solo de sobrevivir, sino también de desquitarse con los sectores pu-
dientes.
Los primeros treinta años posteriores a la independencia, dista-
ron así mucho de ser una taza de leche desde el punto de vista social.

8. Casos Nacionales
Los rasgos descritos referentes a las características comunes que
predominaran en la ex América española y portuguesa, se manifes-
taron en los distintos países que entonces se fueran constituyendo.
Lo que no quita que cada uno configurara una realidad diferenciada,
cosa que se evidencia al visualizar sus trayectorias individuales.

8.1 México: desorden interno y pérdida de territorio

En México, con la independencia se abrió una fase anárquica


que, al poco andar, enfrentará a dos sectores de la oligarquía: los

19
Cueva, Agustín. op. cit., p.55.

58
conservadores y los liberales. Estos últimos concitarán el apoyo de
las surgentes clases medias.
Luego del efímero intento de Iturbide por establecer el imperio
y de su exilio en Europa, en el país se consolidó la República, la que
debió decidir entre darse un orden centralizado u otro federal. Bajo
la influencia del modelo norteamericano se optó por este último, el
que fue consagrado por la Constitución de 1824. La Carta estipuló
la existencia de diecinueve Estados y cinco territorios; un gobier-
no federal, y la clásica división de poderes: Ejecutivo, Legislativo y
Judicial. Aprobada la Constitución, fue elegido Guadalupe Victoria
como primer presidente de la República.
El país, en todo caso, no se estabilizó con ello, especialmente si
consideramos que su situación económica era crítica. Las guerras
de independencia habían destruido su estructura productiva, sobre
todo la minera; se había generado una considerable emigración de
fortunas con el retorno de los españoles ricos a la península (luego
simplemente se los expulsaría), viéndose así debilitada la clase alta
local. A lo dicho se agregaba el elevado costo que significaba el ejér-
cito; al tiempo que la llegada de capitales británicos y extranjeros no
reemplazaba suficientemente a los españoles que emigraran. En esas
condiciones, la tributación no pudo sino caer, con su correlativo
déficit fiscal, y la necesidad –para enfrentarlo– de endeudarse en el
extranjero, con la banca británica en particular, lo que se traducía en
una cuantiosa deuda externa.
En tales circunstancias, tanto norteamericanos como ingleses in-
tentaron hacer prevalecer sus intereses en México, a través de sendas
ramas de las ligas masónicas: la de York, más liberal, que era de vin-
culación norteamericana; y la escocesa, más conservadora y britá-
nica; una y otra reclutando segmentos de las clases altas mexicanas.
Luego estas se estructuraron en conservadores y liberales.
Los conservadores tenían a Lucas Alamán (1792-1853) como
su líder. Se caracterizaban por ver en la independencia una catás-
trofe y por su pretensión de regresar al perdido orden tradicional
cuestionado por aquella. Tal cosa incluía el retorno de la monarquía,

59
aunque manteniendo la independencia del país. Los conservadores
estaban conformados por todos los que habían perdido algo con
la separación de España. Se apoyaban en la Iglesia y en el ejército,
estando incluso dispuestos a aceptar su viejo corporativismo.
Los liberales, por su parte, tendían a representar a quienes esta-
ban dispuestos a beneficiarse con la Independencia. Concitaban el
apoyo de las clases medias que deseaban recibir algo del erario, so-
bre todo insertándose en el aparato estatal. En general, se pronun-
ciaban en contra de los privilegios del clero y del ejército. Contrarios
a un orden corporativo proveniente de la colonia, aspiraban a una
sociedad más moderna, individualista y, por tanto, atomista.
Después del régimen de Guadalupe Victoria –que no llegó a su
término constitucional sino que fue derribado–, a través de diversos
golpes y cuartelazos advino una sucesión de gobiernos de un bando
y otro, pero con claro predominio de los conservadores. En la anar-
quía resultante le cupo un rol de primer orden al general Santa Ana,
caudillo militar cuya fuerza no residía solo en su carisma, sino tam-
bién en su influencia en el ejército. Terminó haciendo y deshaciendo
gobiernos y tomando parte en ellos, normalmente de la mano de los
conservadores.
El resultado de todo fue un caos permanente, donde no faltaron
las intervenciones extranjeras –españolas y francesas– que debieron
ser repelidas. Tampoco faltaron las rebeliones indígenas: al respecto,
hubo levantamientos en el norte, a los que cabe agregarla guerra de
castas de Yucatán que derivó de la expropiación de tierras de que
fueran víctimas los mayas.
En gran medida los problemas del país se vinculaban a la inexis-
tencia de las bases materiales requeridas para la conformación del
Estado. Así, no existía un eficiente sistema de caminos que permitie-
ra la interconexión del territorio, del mismo modo como la econo-
mía de consumo, con el correspondiente aislamiento que implicaba,
no hacía sino extenderse. En efecto, comunicaciones y trasportes
no dejaron de empeorar desde 1821 hasta más allá de 1850. Cada
partícula de México recayó en el autoconsumo: cada región llegó a

60
producir lo estrictamente necesario para satisfacer sus necesidades.
La norma fue el aislamiento en todos los sectores de la actividad
humana20, ello con la pobreza que le era propia.
En ese marco de debilidad estallaron sendos conflictos con los
EE.UU., que deseaban seguir expandiéndose hacia el sur. El 1836 se
produjo la secesión de Texas, impulsada por los colonos norteame-
ricanos allí instalados. En 1845 Texas ingresó a la Unión. De este
hecho, no reconocido por México, resultó la guerra con el país del
norte, que culminó a comienzos de 1848, con el tratado de Guada-
lupe, por el cual México perdió más de la mitad de su territorio.
Con este balance a cuesta, a mediados del siglo los afanes res-
tauradores de los conservadores habían fracasado. La economía ni
siquiera había logrado alcanzar los niveles de finales de la colonia.
Ni el caos había sido superado ni el orden tradicional restaurado, sin
que por ello se conformara un orden nuevo.
El balance, en suma, era desolador: en treinta años hubo cin-
cuenta gobiernos, casi todos productos de cuartelazos; once de ellos
presididos por el general Santa Ana. La vida del país estuvo a mer-
ced de divididas logias masónicas, militares ambiciosos, intrépidos
bandoleros e indios relámpago21.
Sin embargo, pasada la mitad del siglo, haciendo frente a las pre-
tensiones del tradicionalismo conservador, advendrá una gran ofen-
siva liberal, la que con el rótulo de “la Reforma”, parecerá marcar
un rumbo.

8.2 Centroamérica: el fracaso de la Confederación

En Centroamérica no hubo guerra de la independencia. La zona


se separó de España como resultado de los sucesos mexicanos, sin
tener que experimentar la resistencia peninsular.

20
Cosio Villegas, Daniel y otros. Historia mínima de México. México: El Colegio de México,
2003. p. 106.
21
Cosio Villegas, Daniel y otros. op. cit., p.105.

61
En 1822, Centroamérica, con la excepción de Panamá, que per-
tenecía a Nueva Granada, se integró al Estado mexicano. Pero en
1823, a la caída de Iturbide, se separó de él constituyendo una Con-
federación con el nombre de “Provincias Unidas de la América Cen-
tral”. Al año siguiente, su gobierno, conformado por un triunvirato,
declaró abolida la esclavitud.
La Confederación, en todo caso, estaba destinada a durar po-
cos años. Desde el comienzo estuvo cruzada por el conflicto entre
conservadores y liberales. Su principal defensor fue el hondureño
Francisco Morazán, de fuerte adhesión al liberalismo. Los princi-
pales obstáculos que este debió enfrentar para consolidar la Confe-
deración fueron la persistencia de los caudillos y la oposición de las
oligarquías conservadoras que se hallaban fuertemente ligadas a la
Iglesia.
Pronto, en cada una de las provincias los intereses de las oligar-
quías locales tendieron a predominar, anticipando la escisión. Fue
así como, a poco de instalada, cada una de esas provincias procedió
a formar una Cámara de representantes que pasó a expresar dichos
intereses.
Morazán, por las armas, intentó imponer la idea confederada a
algunos líderes que juzgó opuestos a la misma. Fue así como 1829 se
apoderó militarmente de Salvador y Guatemala. La fuerte oposición
que por parte de los conservadores y de la Iglesia debió enfrentar, se
vio incrementada debido a las posiciones fuertemente anticlericales
que profesaba. Prueba de ello fue su decisión de expulsar a los do-
mínicos y a los franciscanos, impidiendo que se establecieran nuevas
órdenes religiosas en el territorio, cerrando a la vez monasterios y
postulando la libertad de conciencia. Medidas ciertamente temera-
rias si se tiene en cuenta que la Iglesia tenía un fuerte control ideo-
lógico sobre las masas mestizas e indígenas, las que así quedaron a
disposición de los conservadores.
En 1837 hubo una muy fuerte epidemia de cólera en Centroamé-
rica, que dejó muchos muertos. La Iglesia y los conservadores difun-

62
dieron entre las masas populares la idea según la cual la epidemia ha-
bía sido enviada por Dios en castigo de las herejías de los liberales.
Quien catalizó la reacción conservadora en contra de Morazán
fue el caudillo Rafael Carrera quien, a comienzos de 1838 y al frente
de sus tropas se apoderó de Guatemala, cuya capital fue sometida
a saqueo. Morazán, sin embargo, logró luego derrotarlo. Pero en
1840 Carrera regresó y logró ser elegido presidente de Guatemala,
ejerciendo una gran influencia en las otras provincias.
Estos hechos acelerarán el fin de la Confederación, más aún
cuando en septiembre de 1842 Morazán fue fusilado. Un año y
medio después, en marzo de 1844, Carrera proclamó a Guatemala
como Estado independiente, precipitando la secesión de las otras
provincias: El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica, los que
así se convirtieron en pequeños Estados independientes.

8.3 Colombia, Venezuela y Ecuador: el derrumbe del proyecto bolivariano

En Sud América, durante y después de la independencia, la figura


dominante fue Simón Bolívar. Su liderazgo no solo se verificó en el
plano militar, sino también político y, al menos en parte, ideológico.
Su gran proyecto fue la unificación de América y la alianza de esta
con Inglaterra. A su juicio, la realización de tal proyecto haría posi-
ble culminar exitosamente la lucha por la independencia, a la par que
permitiría enfrentar el peligro de una posible reconquista española,
que vendría de la mano de la Santa Alianza.
Pero al proyecto bolivariano le era inherente otro aspecto fun-
damental. A saber, una fórmula política centralista y autoritaria que
cuestionaba las concepciones liberales por entonces bastante exten-
didas entre ciertos sectores de las elites y de sus intelectuales. Con-
cepciones liberales que Bolívar declaró inaplicables a la ex América
española en la medida en que, a su juicio, se hallarían alejadas de
las realidades de este continente, por lo cual solo serían capaces de
generar “repúblicas aéreas”. Bolívar nunca escondió sus puntos de
vista sobre la materia y, por el contrario, siempre intentó argumen-

63
tarlos –y con lujo de detalles–, pretendiendo así ganar los adherentes
que permitieran llevarlos a la práctica.
Por otra parte, la autoridad fuerte y políticamente ajena al espíritu
liberal que el proyecto bolivariano postulara, necesariamente tendría
que encarnarse en Bolívar mismo, adquiriendo así un inevitable ses-
go personal. Aquí yacía el principal punto débil del proyecto, más
aún cuando el poder que de hecho propiciaba necesariamente estaba
destinado a entrar en contradicción con los intereses de diversas oli-
garquías locales, de caudillos civiles y militares, o, en fin, de aspiran-
tes a insertarse en el poder. Esta contradicción no estallará todavía,
pero sí lo hará en los años siguientes.
Sin perjuicio de lo dicho, el proyecto bolivariano se fue llevando
a la práctica, pero solo parcialmente y por un tiempo. Luego entró
en una irreversible crisis hasta que, minado por sus contradicciones,
fracasó del todo. La materialización de ese proyecto fue la creación
de la gran Colombia, que unió políticamente a los actuales países de
Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá.
La Gran Colombia, de hecho, empezó a ser constituida en 1819
en el Congreso de Angostura. Primero incluyó a la actual Colom-
bia y a Venezuela, a las cuales en 1821 se unió Panamá, y en 1822,
Ecuador.
En el Congreso de Angostura, Bolívar se empeñó a fondo en
convencer a los congresistas acerca de las bondades de las fórmulas
autoritarias que propiciaba, las que debían ser aplicadas en la Gran
Colombia. A aquellos les dijo: “No aspiremos a lo imposible, no sea
que por elevarnos sobre la región de la libertad, descendamos a la
región de la tiranía. […] Teorías abstractas son las que producen la
perniciosa idea de una libertad ilimitada”22.
Desde el punto de vista jurídico, la gran Colombia comenzó su
vida en 1821, en el Congreso de Cúcuta celebrado después de las
victorias militares de Boyacá y Carabobo. Dicho Congreso aprobó

22
Bilbao, Francisco. “Iniciativa de las Américas”, en Fuentes de la cultura latinoamericana,
Leopoldo Zea (comp.). México: Fondo de Cultura, 1993. p. 455.

64
la unión de Nueva Granada con Venezuela en la Gran Colombia,
incluyendo en esta a Ecuador, aún bajo el poder español. Del mismo
modo, el Congreso aprobó una Constitución que estableció para la
Gran Colombia un gobierno popular y representativo, con la clásica
división de poderes; fijó su capital en Bogotá y reconoció a Bolívar
como presidente y a Francisco Santander como vice presidente.
Conformada la Gran Colombia, Bolívar debió concentrarse en
tareas militares, que lo llevaron a desplazarse hacia el sur con el ob-
jeto de poner fin al poder español en el Perú y con ello consolidar la
independencia americana. A la cabeza de la Gran Colombia dejó al
vicepresidente, Santander.
En el decurso de ese desplazamiento, el 24 de mayo de1822 se
produjo la batalla de Pichincha, que luego le permitió a Bolívar ocu-
par Guayaquil. Como producto de ello, el 13 de julio de ese año
Ecuador quedó integrado a la Gran Colombia.
Después de la entrevista que ese mismo año celebrara con San
Martín –quien ya antes había declarado la independencia del Perú–
Bolívar se dispuso abatir la resistencia de los españoles que todavía
luchaban por mantener su control sobre ciertas partes del territorio
peruano. San Martín, como sabemos, optó entonces por retirarse
definitivamente, exiliándose en Francia donde moriría en 1850.
En mayo de 1823 Bolívar envío al Perú a su hombre de confian-
za, Antonio José Sucre, y en septiembre arribó él mismo. En febrero
de 1824 el Congreso peruano lo invistió de poderes dictatoriales.
Después de muchas incidencias militares, a fines de ese año las
últimas fuerzas significativas españolas, concentradas en el Alto
Perú, fueron abatidas por Sucre. Ello en las batallas de Junín y Aya-
cucho, sellándose con ello la independencia americana.
Luego de la batalla de Ayacucho el Alto Perú fue convertido en
república independiente, la que en honor de Bolívar pasó a llamarse
República de Bolívar, o Bolivia. Bolívar fue nombrado jefe supremo
del nuevo Estado y presidente de la república con carácter vitalicio
y con derecho delegar el ejercicio de su autoridad. Esa delegación

65
recayó en Sucre, quien, una vez que Bolívar dejó el país, pasó efecti-
vamente a desempeñarla.
Culminada la independencia de América como producto de la
batalla de Ayacucho, en diciembre de 1824 Bolívar convocó a un
Congreso a celebrarse en Panamá, al que denominó “Anfictionico”,
cuyo objetivo se orientaba a la materialización de la unidad política
americana, mientras que al año siguiente procedió a elaborar para
Bolivia una Constitución que contemplaba un gobierno personal
vitalicio, no elegido. Muchos consideraron que la Constitución bo-
liviana consagraba una monarquía disfrazada–en favor de Bolívar–
quien así, entre las elites locales, comenzó a concitar perceptibles
rechazos, no solo en el Perú, sino también en la Gran Colombia.
Más conflictivo aún, Bolívar luego impuso la Constitución bo-
liviana al Perú, donde, con poderes plenos, permaneció al frente
de su gobierno. También aspiró a imponerla a la Gran Colombia,
generando aquí idéntica desaprobación, en primer término, de parte
del propio Santander.
Fue en este contexto que el proyecto bolivariano empezó a evi-
denciar su crisis. Su factibilidad era cuestionada por realidades muy
significativas. Entre ellas destaca el desarrollo desigual existente en-
tre las distintas regiones americanas, su carencia de integración física
–con el correspondiente aislamiento de sus territorios–, y la ruina
económica y comercial predominante derivada de la guerra de la in-
dependencia. Correlacionado con todo ello no existía, ni podía exis-
tir, una clase articulada a nivel propiamente americano que apoyara
al proyecto; por el contrario, se multiplicaban los intereses locales de
pequeñas oligarquías, muchas veces expresados en caudillos renuen-
tes a delegar su influencia y su poder local en autoridades centrales,
más aún cuando estas –como en el caso de la Gran Colombia– se
encontraban lejos (en Bogotá), cuyo personal dirigente era, por lo
demás, principalmente neogranadino. Dicho de otra forma: no exis-
tían las bases materiales requeridas por la consolidación de la Gran
Colombia y menos aún de una Confederación Latinoamericana.

66
A eso se agrega que en1826 en la Gran Colombia se agudizó la
crisis económica, fiscal y militar, lo que, junto a los factores indica-
dos arriba, contribuirá a su disolución.
Un momento quizás decisivo en el proceso disolvente que, en
ese contexto, pronto se abrió paso, se verificó en abril de 1826 en
Venezuela. Allí se esbozó un verdadero movimiento separatista, di-
rigido por Páez, y que es conocido con el nombre de “la cosiata”.
Entre sus antecedentes hay que destacar la inconformidad que des-
de el comienzo hubo en Venezuela con la Constitución de Cúcuta,
generado por su definición centralista, y no federal, como hubieran
querido los venezolanos. De allí que estos desearan su reforma.
Otro de los antecedentes importantes de los sucesos de 1826 se
remonta al 31 de agosto de 1824.En esa fecha Santander exigió a
Venezuela alistar militarmente a todos los ciudadanos entre 16 y 50
años de edad y, adicionalmente, enviar a cincuenta mil de ellos a Co-
lombia, con el objeto de enfrentar persistentes guerrillas realistas y
una eventual invasión restauradora del poder español por parte de la
Santa Alianza. José Antonio Páez, entonces comandante general de
Venezuela, con el fin de mostrar el descontento venezolano, demoró
por meses el cumplimiento de la medida, no obstante que luego –
ante fuertes presiones bogotanas– intentara llevarla a práctica, con
gran resistencia de la población, la cual se rebeló incluso mediante
oposiciones armadas a ella. En Bogotá el Senado, en respuesta, de-
puso a Páez y lo llamó a comparecer para ser sometido a juicio. Páez
se negó a asistir e hizo dejación de su cargo. Revueltas ciudadanas y
pronunciamientos del Consejo de Caracas llevaron a Páez a resumir-
lo y a declararse en rebelión frente a Bogotá. Convocó entonces a la
elección de un Congreso constituyente, el cual debía dar un nuevo
sistema legal a Venezuela. Estos fueron los hechos que culminaron
en 1826, los que marcaron el comienzo del fin de la gran Colombia.
Durante estas graves circunstancias, Bolívar se encontraba en
Lima a la cabeza del gobierno del Perú. Informado de la situación
decidió intervenir, trasladándose a Venezuela, no sin antes delegar
el ejercicio de su autoridad en una Junta de Gobierno formada por

67
hombres de su confianza. Para garantizar el orden, la Junta dispuso
de las tropas y jefes que habían llegado con Bolívar desde Colombia.
Los enemigos del prócer entonces empezaron a crecer en el Perú,
con las correspondientes conspiraciones y acusaciones sobre sus hi-
potéticas pretensiones monárquicas y dictatoriales.
Fue en esas desfavorables condiciones cuando los conflictos
existentes al interior de la Gran Colombia se agudizaban –tal como
también ocurría en Perú y Bolivia– que se realizó el Congreso Anfic-
tiónico de Panamá, el que como vimos fuera convocado en diciem-
bre de 1824. Sus sesiones se extendieron entre el 22 de junio y el 15
de julio de 1826. A través de él Bolívar esperaba dar un paso más en
la unificación política de América. Al Congreso asistieron delegados
de la Gran Colombia, México, las Provincias Unidas de Centroamé-
rica y Perú. La delegación de Bolivia llegó cuando el Congreso ya ha-
bía terminado. Lo mismo sucedió con la de los Estados Unidos, que
había sido invitada. Inglaterra, por su parte, envió un observador.
Chile y Argentina no mostraron interés en participar, no solo por
cuanto se hallaban aquejados por conflictos internos, sino también
debido a que sentían aprehensiones frente a lo que consideraban era
el hegemonismo de la gran Colombia.
Los conflictos y desacuerdos que cruzaban a la ex América es-
pañola finalmente impidieron que el Congreso tuviera resultados
prácticos, por lo cual terminó fracasando.
Por su parte, en enero de 1827, Bolívar, intentando resolver el
conflicto suscitado en Venezuela, logró entrevistarse con Páez,
a quien le reiteró su confianza, mientras que este hacía lo propio
con su lealtad. Junto con reintegrarlo en el cargo del cual lo había
depuesto Bogotá, Bolívar decretó una amnistía general, que debía
cerrar heridas. El problema, no obstante, seguirá su curso, aunque
subterráneo, manifestándose en la persistencia de la demanda de
modificar la Constitución de Cúcuta.
En el intertanto, en otras partes del territorio americano some-
tido a la influencia de Bolívar, su poder a ojos vista comenzaba a
derrumbarse. Así, en el Perú, luego que Bolívar partiera a la Gran

68
Colombia para entrevistarse con Páez dejando al frente del gobier-
no a una Junta, se produjo entre las elites locales un movimiento
que derrocó a aquella. En su lugar asumió en 1827 el general José La
Mar. Caudillos y núcleos de la oligarquía limeña incentivaron aná-
logo proceso en Bolivia, con idéntico resultado. Como producto de
ello, Sucre debió dejar el poder en manos de representantes de la
oligarquía local, luego de lo cual optó por abandonar el país en 1828.
Mientras tanto, el tema del cambio de la Constitución de Cúcuta
permanecía vigente, y ganó relevancia en la medida en que en la
propia Bogotá la temática empezó a ser compartida. Aquí Santander
había venido evolucionado hacia el liberalismo, encabezando a un
amplio sector de la oligarquía local y a numerosos intelectuales jóve-
nes. Al igual que Páez, el liberalismo bogotano terminó inclinándose
por el federalismo, en oposición a Bolívar.
Frente a estas tensiones pareció haber consenso en que la Cons-
titución de Cúcuta debía ser modificada. A tales efectos, en 1827
el Congreso de la Gran Colombia convocó a una Convención que
se abocaría al tema. La Convención se celebró en Ocaña los días 9
y 10 de abril de 1828. En ella terminaron enfrentándose dos tesis:
la federalista y la centralista, que fue defendida por los seguidores
de Bolívar (quien no asistió). Los primeros predominaron numé-
ricamente. Ante ello, a fin de no dar quorum para la toma de una
decisión, los partidarios de Bolívar se retiraron. Así, la convención
no pudo terminar, agudizando todos los conflictos. La disolución
estaba ad portas. Para agravar el cuadro, al mes siguiente –en junio
de 1828– estalló la guerra entre La Gran Colombia y Perú, la que
durará hasta febrero de 1829.
¿Cuál fue, en este casi desesperado cuadro, la decisión que adop-
tó Bolívar? Decidió asumir la dictadura de la Gran Colombia, perci-
biéndola como la única manera de impedir la disolución hacia la cual
aquella ineluctablemente marchaba. Fue así como el 13 de junio de
1828, en Bogotá, y con el apoyo de agitaciones populares, el general
Pedro Alcántara Herrán proclamó a Bolívar como dictador. El 24 de
julio este asumió la dictadura, derogando la Constitución de Cúcuta

69
y dejando sin efecto el Congreso Colombiano. Y a fin de deshacerse
de Santander, ya opositor, el 11 de septiembre de 1828 lo designó
como ministro plenipotenciario ante el gobierno de los EE.UU.
En este escenario, la oposición a la dictadura de Bolívar se exten-
dió por Bogotá. Impotentes, algunos de sus miembros planificaron
el asesinato del prócer. El plan se llevó a cabo el 25 de septiem-
bre de 1828, pero Bolívar escapó milagrosamente por una ventana
del Palacio presidencial donde se encontraba alojado, procediendo
a esconderse por varias horas debajo de un puente. Derrotada la
intentona, que era un verdadero golpe de Estado, advino una etapa
represiva. Entonces se promulgaron varias condenas a muerte, entre
ellas una que incluía al propio Santander, a quien luego la pena se
le conmutó por exilio.
Más tarde, para salvar la situación –que al crecer las fuerzas opo-
sitoras, desde ya entre las elites, se volvía cada vez más crítica–, Bolí-
var, decidió convocar a una Asamblea Constituyente de la Gran Co-
lombia, conocida después con el nombre de “Congreso admirable”.
Se la convocó para el 24 de diciembre de 1828. Mientras tanto, parte
de los jefes militares y exseguidores de Bolívar lo iban abandonando,
al tiempo que la Gran Colombia se desmoronaba, no sin enfrenta-
mientos armados entre los contendores.
En Venezuela, en tanto, continuando con el derrumbe en curso,
en diciembre de 1829 Páez convocó a un Congreso de los pueblos
venezolanos que tenía por miras proclamar la autonomía de Vene-
zuela respecto de la Gran Colombia.
El Congreso Admirable, por su parte, se celebró con retardo. Se-
sionó en Bogotá entre el 20 de enero y el 11 de mayo de 1830, y en
él, Bolívar, al no encontrar respaldo, presentó su renuncia.
En Venezuela, en tanto, el 6 de mayo se celebró un congreso
Constituyente que declaró la total autonomía del país respecto de
Colombia, al tiempo que eligió a Páez como su presidente. Y el 13
de mayo, Quito, bajo el liderazgo del general Juan José Flores, hizo
lo propio, proclamando su salida de la Gran Colombia. Con ello esta
dejaba de existir.

70
Entonces Bolívar se retiró de la vida pública, mientras que, el 4
de junio de 1830, su heredero político, Sucre, era asesinado. El 17
de diciembre del mismo año, desilusionado de todo, Bolívar falleció.
Tenía 47 años. En una de sus últimas cartas, que envió al general
Flores, le dijo: “yo he mandado veinte años, y de ellos no he sacado
más que pocos resultados ciertos: 1) la América es ingobernable
para nosotros; 2) el que sirve a una revolución ara en el mar; 3) la
única cosa que se puede hacer en América es emigrar”.

8.4 Venezuela, Ecuador y Colombia entre 1830 y mediados de siglo

Una vez retirada de la Gran Colombia, Venezuela quedó bajo el


influjo del general Páez, quien entonces emergiera como el hombre
fuerte del país. Con él gobernaron los jefes militares salidos de las
guerras de la Independencia, normalmente devenidos en grandes
propietarios de tierra. Páez estuvo dos veces al frente del gobierno,
y una cada uno los generales Soublette y Tadeo Monagas. Todo en
medio de conflictos, montoneras y desórdenes, que incluían enfren-
tamientos armados.
Sin perjuicio de lo señalado, durante este periodo en Venezuela
se fue reconstituyendo la oligarquía arruinada por las guerras de in-
dependencia, la que logró restaurar las haciendas costeras orientadas
a la exportación. El café devendrá en el cultivo principal del país,
cuya explotación supuso el disciplinamiento y sobre explotación de
la fuerza de trabajo. A este respecto incluso se restauró la esclavitud,
abolida bajo Bolívar.
En la medida en que la oligarquía se fue reconstituyendo y acu-
mulando riqueza, a través de definiciones liberales fue deviniendo
en sujeto político, convirtiéndose en oposición al gobierno de los
caudillos militares. Su líder fue Leocadio Guzmán, el cual logró ga-
nar el apoyo de la plebe de Caracas. La política venezolana, enton-
ces, se comenzó a definir en torno al eje formado por conservadores
y liberales. En medio de un desorden institucional no exento de vio-
lencia, el caudillo Páez impuso en el gobierno al general Monagas,

71
quien al filo del medio siglo se fue inclinando hacia el liberalismo. Es
decir, hacia la oligarquía de la costa, fuerte en Caracas.
En Ecuador, a la separación de la Gran Colombia, el hombre
fuerte, al igual que en Venezuela, fue un caudillo militar. En este
caso tal rol le correspondió al general Flores, antiguo miembro del
círculo de Bolívar. Durante estos años el país, como sus vecinos, no
pudo escapar a la inestabilidad institucional. Uno de los factores de
la misma fue la existencia de dos núcleos oligárquicos. Uno era el
de la sierra –cuyo centro se hallaba en Quito–, el que conformaba
una elite aristocrática tradicional que, al igual que durante la colonia,
mantenía el control de las masas indígenas; de este núcleo saldrán
los conservadores. El otro núcleo oligárquico era el de la costa, plan-
tador y comerciante, fuertemente orientado al comercio exterior, de
donde saldrán los liberales.
Ante el conflicto entre ambos núcleos oligárquicos, gobernarán
los militares, cuya figura central, según dijéramos, fue el general Flo-
res, de fuertes tendencias autocráticas. Desde ya, los liberales –es
decir, las elites costeñas– bajo el liderazgo de Vicente Rocafuerte,
se le opusieron, aunque no sin transacciones. Estas se tradujeron en
un verdadero acuerdo entre Flores y Rocafuerte para alternarse en
el gobierno. Flores gobernó hasta 1835, autoritariamente, mientras
que Rocafuerte lo hizo entre 1835 y 1839, de manera legalista. Flo-
res ejerció el mando, de nuevo, entre 1839 y 1845, otra vez autocráti-
camente. Entonces se produjo una sublevación liberal, apoyada por
Rocafuerte. Ante ella el general Flores debió exiliarse.
El medio siglo terminó con el gobierno de Vicente Ramón Roca
(1845-1849), contrario a las aspiraciones de Flores, quien, por su
parte, siguió conspirando desde el exterior.
En Colombia, durante el periodo post 1830, se dio una situa-
ción análoga a la de Venezuela y Ecuador: los gobiernos terminaban
su periodo, pero aplastando conspiraciones y golpes armados. Esta
vez, la figura principal fue Santander, quien retornó de su exilio eu-
ropeo ejerciendo el gobierno entre 1832 y 1837. En ese lapso debió
vencer la rebelión del general José Sarda, intentona que dio lugar a

72
la ejecución de diecisiete conjurados. Ilustrativamente, al gobierno
de Santander le siguieron los de sendos generales. Primero advino
el gobierno del general José Ignacio Márquez (1837-1841), que fue
acosado por revueltas rebeldes, logrando mantenerse en el poder
gracias al apoyo que le prestaran los generales Herrán y Mosquera,
quienes, a su vez, serán los próximos presidentes. Herrán gobernó
entre 1841 y 1845 y Mosquera entre 1845 y1849. A partir de este
último, las pugnas políticas se tradujeron en la dicotomía de liberales
y conservadores.
Los gobiernos señalados fueron marcando una clara inclinación
conservadora, crecientemente ligada a la Iglesia, de gran poder e
influencia. Como en otras partes, los conservadores, con apoyos en
el interior, enfrentaban la oposición de las regiones costeras, cuyos
exportadores y comerciantes –en una economía que se basaba en las
exportaciones de cuero y café– estaban más integrados al mercado
exterior profesando ideas modernas y liberales, llegadas de Europa.
Los liberales tendrán, además, el apoyo de artesanos y de la baja bu-
rocracia estatal, mientras que la oligarquía del interior, que se hallaba
fraccionada territorialmente, se apoyaba en la Iglesia y en el Ejército.

8.5 Perú y Bolivia

Es difícil, para este periodo, hacer una historia de ambos países


separada una de otra. Sus hechos, en efecto, se confunden e inter-
penetran, formando parte de una misma trama, que tarda un tanto
en decantar.
En cuanto al Perú propiamente dicho, cabe tener en cuenta que
su independencia se llevó a cabo con la decisiva participación de ac-
tores externos. No en vano Lima era el centro del Imperio español
en América del Sur, y su elite criolla, considerablemente enriquecida,
se sentía cómoda en tal situación.
La independencia peruana se vincula a la intervención de San
Martín, quien llegara por mar desde Chile, a la cabeza de un ejérci-
to formado esencialmente por argentinos y chilenos, cuyos países

73
no sentirían segura su independencia a menos que el virreinato del
Perú llegara a su fin. El 9 de julio de 1821, San Martín entró en
Lima en medio de grandes aclamaciones, donde recibió el título de
“Protector”. El 28 del mismo mes proclamó la independencia del
país, aunque parte de su territorio aún estaba ocupado por el ejército
español, lo que obligaba a continuar con la guerra.
A fines de julio de 1822 San Martín viajó a Guayaquil a fin de
entrevistarse con Bolívar. Aparentemente allí se acordó que este úl-
timo intervendría con sus tropas para terminar la guerra del Perú.
San Martín, entonces, optó por retirarse. Hizo pública su decisión a
su regreso a Lima, cuando se celebrara el Primer Congreso Consti-
tuyente del Perú. Este, por su parte, elaboró una Constitución que
consagró un Ejecutivo plural compuesto por una Junta de gobierno,
y un legislativo compuesto por un Congreso. El orden institucional
así consagrado, no obstante, no duró mucho. El 23 de febrero de
1823, en efecto, un golpe militar derribó a la Junta e instauró el
gobierno de José Riva Agüero, quien, por tanto, fue el primer pre-
sidente del país.
Mientras tanto, la guerra con los realistas continuaba, aunque con
graves reveses, como la toma de Lima por aquellos. El Congreso,
entonces, decidió deponer Riva Agüero y pedir ayuda a Bolívar para
enfrentar la situación, quien, a su vez, resolvió enviar a su hombre
de confianza, Sucre. Mientras tanto, el Congreso nombró como Pre-
sidente de la República a Torre Tagle. Sucre, por su parte, cuando
arribó al Perú fue investido con el supremo mando militar, al menos
hasta el primero de septiembre, cuando, al frente de tropas colom-
bianas, llegara Bolívar.
En febrero de 1824 el Congreso peruano concedió poderes dic-
tatoriales a Bolívar. Este, en tales circunstancias, comenzó a concitar
un fuerte rechazo por parte de miembros de la oligarquía limeña, a
quienes había postergado, y que, por lo demás, empezaron a cons-
pirar en su contra.
La guerra contra los realistas, ahora al mando de Bolívar, por
bastante tiempo se presentó adversa. Pero ese mismo año, 1824, dio

74
un giro decisivo con las victorias de Junín y Ayacucho, que acabaron
con las últimas fuerzas realistas significativas en el continente. En
tales circunstancias, el virrey La Serna se avino a reconocer la inde-
pendencia del Perú y de América.
Al año siguiente en el Alto Perú se fundó la República de Bo-
livia. El 6 de agosto de 1825 se acordó su independencia. Luego
fue aprobada la llamada “Constitución boliviana” –redactada por el
propio Bolívar– la que, como hemos dicho, establecía un presidente
vitalicio, cuyo ejercicio podía ser delegado, cosa que “el libertador”
hizo en la persona de Sucre, su hombre de confianza.
Luego Bolívar se retiró al Perú, donde se empeñó en aplicar la
Constitución boliviana, ejerciendo su dictadura. En esas circuns-
tancias, entre la aristocracia limeña y muchos militares peruanos,
siguieron acumulándose graves resentimientos en su contra. Tales
resentimientos tenían distintos motivos; uno de los más importantes
era el cercenamiento del territorio alto peruano, que había efectua-
do Bolívar, con el propósito de formar Bolivia. A ello se sumaba
la constitución boliviana con su régimen vitalicio, que Bolívar tam-
bién impusiera en el Perú. Esta cerraba el paso a muchos caudillos
militares y civiles –miembros de la aristocracia limeña– que tenían
aspiraciones de mando y de gobierno. A esto se le agregaba la per-
manencia de tropas colombianas, que habían llegado al Perú con
Bolívar, las que se habían hecho odiosas al desplazar de los mandos
y promociones a los militares locales.
Cuando Bolívar debió abandonar el Perú a los efectos de dirigirse
a Venezuela con el propósito de enfrentar la emergencia que allí ge-
nerara Páez (“la cosiata”), delegó el mando en un Junta de gobierno.
Esta, no obstante, y ausente Bolívar, no pudo mantenerse. Ello en
razón de la potente reacción anti bolivariana que entonces se produ-
jo, traducida en protestas que llevaron a la Junta a su fin. En su lugar,
se estableció el gobierno del general La Mar (1827).
Análogo movimiento se produjo en Bolivia –estimulado desde
Lima– donde Sucre debió abandonar el mando para dar paso a un
gobierno de las elites locales, dejando el país en 1828.

75
En el Perú, incluso, debieron dejar el territorio las tropas colom-
bianas. Pronto, y por motivos fronterizos, entre otros, estallará la
guerra con la Gran Colombia. El mismo Bolívar organizará la re-
sistencia gran colombiana, mientras que Sucre asumía el mando de
sus fuerzas militares. A este punto habían llegado los antagonismos.
Terminada la guerra, en el Perú el general La Mar fue derrocado
por el general Agustín Gamarra, quien se había transformado en la
esperanza de la aristocracia criolla hispanizante de Lima. El nuevo
gobernante derogó la constitución boliviana y reimpuso la del 23,
mientras que el país se precipitaba en la anarquía, con sus corres-
pondientes enfrentamientos armados.
En resumen, tanto en el Perú como en Bolivia se repetían fenó-
menos que se daban no solo en la Gran Colombia, sino también en
México y Centro América. Esto es, la imposibilidad, en el marco de
una verdadera ruina económica y de elites fragmentadas mediati-
zadas por caudillos, de generar un sistema institucional estable. La
fragmentación de las elites era particularmente marcada en el caso
Perú-boliviano. Aquí era posible distinguir los herederos de la Lima
comercial y burocrática, los de los centros mineros del alto Perú,
los hacendados ricos solo en tierras, que dominaban la sierra desde
el Ecuador hasta la raya de la Argentina, los hacendados de la costa
peruana, muy ligados a la fortuna comercial de Lima y arruinados
por la quiebra de una agricultura de regadío y de mano de obra
esclava...Y frente a ellos se alzaba un personal militar que servía
alternativamente en el ejército del Perú y en el de Bolivia, el cual
estaba destinado a tener decisivo papel23.
En cuanto a la economía, cabe subrayar la ya referida crisis de la
minería del Alto Perú, el aislamiento de la agricultura de la sierra, la
crisis del comercio de Lima, y la emergencia de Valparaíso y Gua-
yaquil como centros de atracción comercial en el Pacífico, que le
hacían la competencia a El Callao. En ese marco, por otra parte, no

23
Halperin Donghi, Tulio. op. cit., p. 183.

76
dejaba de avanzar la lenta pero sistemáticamente la apropiación de
las tierras indígenas por parte de los hacendados.

8.5.1 La confederación Perú-Boliviana

En Bolivia, en mayo de 1829, asumió el poder el general Andrés


de Santa Cruz, quien procedió a derogar la Constitución vitalicia de
Bolívar y a imponer otra, también de cuño autoritario. En alianza
con Gamarra, que había sido desplazado del gobierno peruano, San-
ta Cruz pronto avanzó en la perspectiva de crear una Confederación
Perú-Boliviana. Esta suponía la reunificación del antiguo Perú, pero
ahora con hegemonía de Bolivia. Se avanzó en esta dirección no sin
enfrentamientos armados destinados a derrotar a los caudillos y a
los intereses contrarios al proyecto, tanto en Perú como en Bolivia.
La Confederación finalmente se convirtió en una realidad en
1836. Quedó estructurada en tres Estados: el norperuano; el sur-
peruano, y el boliviano. Todo bajo el poder de Santa Cruz, quien
entonces intentó llevar a cabo una obra modernizadora, de reorga-
nización administrativa y judicial. Por este concepto llegó incluso a
captar la simpatía de Europa, a la fecha espantada ante la anarquía
latinoamericana. Santa Cruz parecía ser una alternativa razonable a
esta.
La Confederación, no obstante, desde sus mismos comienzos
tuvo poderosos enemigos. En primer lugar a la aristocracia limeña,
la que no podía aceptar que el poder se desplazara hacia el Alto
Perú. Se agregaba la burocracia limeña, que lucraba con fraudes,
sobre todo aduaneros, obstaculizados ahora por las reformas admi-
nistrativas de Santa Cruz. La Confederación también tuvo en contra
a Chile y a la Confederación argentina.
En el caso chileno la oposición se vinculaba a la competencia que
por la supremacía comercial en el Pacífico Sur se había emprendido
entre el Callao y Valparaíso. Como parte de esa competencia, Santa
Cruz declaró puertos libres a una serie de puertos confederados, al
tiempo que gravó productos que provinieran de Chile, perjudicando

77
con ello a Valparaíso el que, por su parte, tomaba sus propias medi-
das. A lo dicho se agregaba el temor que profesaba Diego Portales
de que la Confederación en el futuro, cuando se hallara consolidada,
pudiera absorber a Chile. No en vano Santa Cruz protegía a nume-
rosos opositores chilenos que, en su momento, esperaban retornar
al país y asumir el gobierno, del mismo modo como lo hacía Porta-
les con emigrados peruanos, sobre todo limeños contrarios a Santa
Cruz.
Argentina –que también vio un peligro en la existencia de la
Confederación– y Chile emprendieron por separado acciones mili-
tares en su contra. Dos expediciones organizó Chile, una en1836 y
otra que culminó en enero de1839, en las que participaron muchos
peruanos contrarios a Santa Cruz. La derrota militar que se le infi-
riera a este en la batalla de Yungay puso fin a la Confederación.

8.5.2 Perú y Bolivia luego del fin de la Confederación

Disuelta la Confederación, en Perú se desató una situación anár-


quica perfilada desde antes. En ese cuadro, Gamarra, con quien se
identificaba la aristocracia limeña, asumió el gobierno, proponién-
dose luego intervenir en los asuntos internos de Bolivia, afectada,
a su vez, por su propia anarquía, la que enfrentaba militarmente a
sus propios caudillos (Velasco y Ballivian). Gamarra incluso invadió
el territorio boliviano, encontrando temprana muerte en el campo
de batalla. Entonces, la anarquía se vio aumentada en el Perú, que
quedó en manos de los caudillos. El caos amainó con la imposición
del general Castilla, en 1845. Este pudo avanzar en la tarea de recon-
ciliar a distintas tendencias opuestas, cosa que fue posible dada la
importante mejoría económica que empezó a experimentar el país,
gracias a la exportación de guano, que se empezará a explotar en
gran escala encontrando una fácil colocación en los mercados inter-
nacionales, convirtiéndose en el principal producto de exportación
peruano y entonando las finanzas del país, generando ingresos im-
portantes; paralelamente, se incrementaba el comercio marítimo y

78
comenzaba la navegación a vapor. Mientras, en lo político, surgía la
dualidad entre conservadores y liberales, que durará solo un tiempo,
y se insinuaba una recuperación de las oligarquías.
Bolivia, luego de la disolución de la Confederación Perú-Bolivia-
na, al igual que el Perú, se precipitó en la anarquía de los caudillos,
pero con la diferencia de que aquí la situación se hizo más grave y
prolongada. Ni los gobiernos de José Ballivian (1841-1847) ni del
general Manuel Belzú (1848-1855) pudieron controlarla. La evolu-
ción de la economía tampoco lo favorecía. A diferencia del Perú con
el guano, Bolivia no encontraba manera de insertarse en la economía
mundial. Dada la crisis de la minería, no parecía disponer de los
productos de exportación requeridos para ella. Tal cosa generaba
graves problemas financieros al fisco, con sus correlatos de inesta-
bilidad política. A la fecha, el financiamiento fiscal en buena parte
era cubierto por el pago del derecho indígena (el pago de impuestos
por parte de indígenas por el mero hecho de pertenecer a la etnia),
de origen colonial, el que debió ser restaurado. En 1832 el derecho
indígena llegó a financiar el 45% del presupuesto fiscal24. En tales
condiciones, dada su correspondiente pobreza, difícilmente se po-
día estructurar el Estado.

8.6 Paraguay: un modelo de desarrollo “hacia adentro”

Paraguay presenta una historia que diverge en aspectos muy


sustanciales de las historias de los otros países hispanoamericanos.
Desde ya, lograda su independencia (fáctica), no se integró al es-
quema de dominación británico ni a su free trade, cerrándose en un
aislamiento que tenía ciertos rasgos autárquicos.
Experimentando históricos resentimientos respecto de Buenos
Aires –que venían desde el periodo colonial– Paraguay tampoco acep-
tó integrarse a las Provincias Unidas del Río de la Plata, ni después a

24
Del Pozo, José. Historia de América Latina y el Caribe, 1825-2001. Santiago: LOM, 2002.
p. 49.

79
la Confederación argentina. Empeñado en ello, resistió los intentos
de Buenos Aires, cuya política apuntaba a mantener bajo su control
todo el territorio que antes había pertenecido al antiguo virreinato
del Río de la Plata. A lo menos en un par de oportunidades Paraguay
debió defender con las armas en la mano su derecho a permanecer
independiente de la Confederación argentina.
El l3 de octubre de 1814, el Congreso Paraguayo había nombra-
do como Dictador Supremo, por cuatro años, a José Gaspar Rodrí-
guez de Francia. Al poco tiempo, el 30 de mayo de 1816, lo invistió
como dictador perpetuo. Los mencionados Congresos, por cierto,
no respondían a un esquema liberal. Lejos de ello: carecían de real
poder. En las oportunidades mencionadas fueron convocados con
finalidades específicas, para ser a los pocos días o semanas, disueltos.
El Congreso de 1816, incluso, sesionó un solo día: aquel en el que
nombró a Rodríguez Francia como dictador perpetuo. Nunca más
en vida de este volvió a ser convocado.
Rodríguez de Francia, por su parte, gobernó establemente. Aun-
que, sobre todo al comienzo, no dejó de experimentar ciertas cons-
piraciones en su contra, verificadas en 1820 y 1821. Las reprimió con
energía, ejecutando en total a 69 conjurados. Su dictadura perpetua,
por un lado, y la ausencia de una guerra civil con fuerzas realistas a
fin de obtener la independencia, por el otro, fueron dos característi-
cas que distinguieron a Paraguay de los restantes países americanos.
Pero la particularidad más importante del Paraguay radica en el
modelo de desarrollo que entonces adoptó. En efecto, asumió un
modelo de desarrollo “hacia adentro”, para decirlo con termino-
logía de la segunda mitad del siglo XX. Lo que significa que no
adoptó el típico esquema consistente en exportar materias primas e
importar manufacturas, no insertándose, por tanto, en el esquema
de dependencia de Inglaterra, con su correspondiente free trade. Ello
vino de la mano de un importante rol del Estado en la economía y
de la prescindencia de créditos de los bancos británicos, lo que le
permitió al país no tener deuda externa.

80
Ese modelo supuso un verdadero monopolio estatal del comer-
cio exterior, lo que vino acompañado de un alza general de aranceles
de importación destinado a proteger a la producción nacional, ha-
ciendo posible su desarrollo.
Este esquema tuvo su otra cara en el desarrollo de industrias y
artesanías cuya producción iba dirigida al mercado interior, hacien-
do posible así la elevación del consumo interno, lo que trajo consigo
cierta alza en el bienestar del pueblo, todo a diferencia de lo que
ocurría en el resto de Latinoamérica.
No es que Paraguay no exportara en absoluto. Lo hacía, pero
en volúmenes limitados y, como se dijo, bajo un control estatal del
comercio exterior. Sus productos exportables fueron la yerba mate
y el tabaco.
En otro plano, el Estado secularizó los bienes de la Iglesia, y en-
tregó las tierras que esta poseía en arriendo a campesinos. También
fue nacionalizada la Iglesia misma, convirtiéndose sus clérigos en
funcionarios pagados por el Estado.
En un país esencialmente mestizo y con importante población
indígena, subsistió una pequeña aristocracia blanca. A esta no le fue-
ron expropiadas sus tierras, pero no se le permitió producir masiva-
mente para la exportación. Lejos de buscar el respaldo de esta aris-
tocracia, el régimen intentó conseguir el apoyo de la plebe mestiza.
De este modo, Paraguay se fue construyendo en un completo
aislamiento. Incluso no podían ingresar extranjeros a su territorio.
En este marco, en 1825 Rodríguez Francia incluso rechazó la invita-
ción que Bolívar le hiciera para que su gobierno tomara parte en el
Congreso anfictiónico de Panamá.
Tal aislamiento, no obstante, le permitió a Paraguay disponer
de independencia política, económica y cultural, a diferencia de las
otras repúblicas latinoamericanas que habían caído bajo el control
de Inglaterra.
En 1840 Rodríguez de Francia murió. Con ello, sin embargo, no
se verá alterado el modelo de desarrollo que el país había venido
siguiendo. En el plano político, se produjo entonces una transición

81
donde en 1841, fue convocado un Congreso que designó un consu-
lado para que ejerciera el gobierno. Tres años después se nombró a
Carlos Antonio López como presidente. Bajo su gobierno se llevó
a cabo una obra modernizadora que incluyó la construcción de una
línea de ferrocarril, una flota fluvial nacional e incluso una fundición
de hierro, requerida para su posterior desarrollo industrial.
Inglaterra, y las oligarquías latinoamericanas, en fin, no verán con
buenos ojos este modelo de desarrollo.

8.7 Brasil: primera fase del Imperio

En páginas anteriores nos hemos referido a la modalidad que


adoptó la separación del Brasil respecto de la metrópoli portuguesa,
la cual se distinguió completamente de la forma en que operó la
independencia hispanoamericana. Como dijimos, en Brasil ese pro-
ceso se llevó a cabo en forma pacífica. Ello a través de la identifi-
cación del regente Pedro con las elites brasileñas, razón por la cual,
desoyendo la orden metropolitana que lo conminaba a retornar a
Portugal, en 1822, a través del Grito de Ipiranga, proclamó la inde-
pendencia del país y la instauración de un régimen monárquico.
Consumada la independencia, en 1824 fue aprobada la Cons-
titución Política del nuevo Estado, no sin conflictos previos entre
el entorno más conservador, autoritario y portugués de Pedro I, y
su sector más liberal. En ella se estableció que el Brasil sería una
Monarquía unitaria y hereditaria estructurada en cuatro poderes: el
Legislativo, el Ejecutivo, el Judicial y el Moderador. El Legislativo
estaría compuesto por dos cámaras: un Senado hereditario, nombra-
do por el emperador, y una Cámara de Diputados, elegida por voto
censitario. El Ejecutivo residiría en el ministerio, y el Moderador,
en el Monarca, que tendría que mediar entre los posibles conflictos
entre el Legislativo y el Ejecutivo.
En el Parlamento, particularmente en la Cámara de Diputados
–dado el régimen electoral censitario– tendieron a quedar repre-
sentados los intereses de las clases terratenientes de las distintas

82
provincias –esto es, de los terratenientes azucareros del norte y los
ganaderos del centro y sur– cuyas demandas tendían a ser expresa-
das por los liberales. En tanto que el centralismo urbano, a menudo
con influencia de los portugueses que se quedaron en el país, se veía
representado por los conservadores. En este cuadro, la viabilidad
del emperador –apoyado en el ejército–, residía en su capacidad para
mediar entre ambos sectores y darle a cada uno garantías.
Pedro I no pareció salir exitoso en esta tarea. En efecto, terminó
por ser identificado con los intereses centralistas y portugueses. De
aquí los descontentos provinciales que no demoraron en aparecer y
expresarse, muchas veces de manera violenta y disruptiva.
Entre los conflictos provinciales, el más grande se presentó en la
provincia cisplatina –el futuro Uruguay– o “banda oriental”, como
lo denominaban los argentinos. Este territorio había sido incorpora-
do al Brasil un poco antes de su independencia en 1821, es decir, du-
rante la dominación portuguesa. Con apoyo argentino, la provincia
cisplatina se rebeló. Más adelante ello dio lugar a una guerra entre
Brasil y Argentina, en la cual el primero fue derrotado. En tales cir-
cunstancias, bajo las presiones inglesas, Brasil y Argentina debieron
avenirse a la independencia cisplatina, la cual dio origen a un nuevo
Estado: el Uruguay (agosto de 1828).Todo –insistamos– con la de-
terminante mediación inglesa, que impuso un curso tal que impidió
que ninguno de los dos contendientes se anexara el territorio en
disputa. Y sobre todo, impidiendo que ambas riberas del Río de la
Plata quedaran en manos de Argentina.
La influencia inglesa ya por entonces era en Brasil muy conside-
rable. Este, en 1825 y 1827, había firmado con Londres acuerdos
sobre la trata, el comercio y la navegación. La dependencia brasileña
respecto del orden internacional británico, fue así muy temprana.
Los mismos terratenientes del norte y del sur del país eran del todo
dependientes del comercio internacional, dominado por Inglaterra,
a cuyos mercados enviaban sus productos, mientras que las impor-
taciones británicas no cesaban de crecer.

83
Volviendo al tema de las agitaciones provinciales verificadas du-
rante Pedro I, sobresale la de Río Grande del sur. A comienzos de
los treinta se verificaron otras en Pernanbuco, Bahía y Victoria. Más
adelante también las hubo en Oro Preto y Pará. Normalmente ta-
les sublevaciones estaban ligadas al liberalismo y a la acción de la
masonería. Ellas cuestionaban lo que a su juicio era el centralismo
aristocrático de Pedro I, con la correspondiente influencia de lo que
consideraban eran sus círculos íntimos y “gabinetes secretos”.
El 16 de abril de 1831, luego de la sublevación de Santa Ana,
Pedro I decidió abdicar. ¿En qué medida ello fue el reconocimiento
de un fracaso? El problema radicaba en que su hijo –Pedro II– a
la fecha tenía solo cinco años. Frente a esto debió constituirse un
Consejo de Regencia, que gobernaría en su nombre.
Al año siguiente, evidenciando la influencia de los liberales, se
introdujeron reformas a la Constitución, que le dieron mayor auto-
nomía a las provincias. Igualmente se dictó un Acta Adicional, que
puso fin a los senadores vitalicios. Luego se abolieron los mayoraz-
gos, lo que permitió que la tierra se tranzara más libremente. Todas,
entonces, medidas modernizadoras.
Pese a ello, el periodo 1831-1840 abundó en procesos centrífugos
que debieron ser enfrentados por la regencia. El más importante fue
el de Río Grande del Sur. En ese decurso abundaron los caudillos
provinciales dispuestos a sublevarse al más puro estilo hispanoame-
ricano. Aparte de estos fenómenos, la regencia se caracterizó por la
abundancia de pugnas faccionales.
En ese cuadro, y en parte como respuesta al auge del caudillismo,
en el Parlamento se formó una corriente que postuló adelantar la
mayoridad de Pedro II. Esta finalmente fue declarada el 22 de julio
de 1840, cuando aquel tenía sólo 14 años. Pedro II fue coronado al
año siguiente cuando contaba con 15 años. El término de la regencia
tendió a estabilizar al gobierno, aunque los frutos no se vieron de
inmediato.
Desde ya se intentó reforzar el trono declarando la vitalicidad del
Consejo de Estado. Esto generó una rebelión de los liberales, la que

84
fue aplastada por el ejército. En los años siguientes hubo otras re-
beliones, como la de Río Grande del Sur (1845) y la de Pernanbuco
(1848). Luego, sin embargo, los conflictos fueron amainando. Ello
en parte se debió a la capacidad de Pedro II para cumplir con su rol
como poder moderador. El régimen, más aún, fue evolucionando en
dirección a una monarquía parlamentaria.
En cuanto a la economía, una cuestión relevante fue la referente
a la trata de esclavos. Las haciendas azucareras del norte y las del
centro y sur, y luego las del café, funcionaban en base al régimen
esclavista. El problema que entonces se les planteó fue la prohibi-
ción de la trata que hizo Inglaterra, prohibición que esta, a través
de su flota, intentaba hacer cumplir. Con ello se encareció signifi-
cativamente la adquisición de esclavos, elevándose sustancialmente
el precio de estos. Tal cosa hizo subir los costos de los hacendados,
y mientras el negocio de la trata se hacía más rentable, el régimen
esclavista lentamente entró en crisis.
Pese a estos problemas, la economía brasileña creció de forma
estable, aunque de manera bastante moderada. Así, entre la década
de los treinta y los cincuenta, sus exportaciones pasaron de cuatro
millones de libras esterlinas a casi cinco; en el mismo plazo, sus im-
portaciones subieron de algo más de cuatro millones a seis millones.
En este desenvolvimiento, la penetración inglesa fue considera-
ble, como lo muestran los datos sobre las importaciones: desde Río
de Janeiro ella se expandió hacia otras zonas, como Buenos Aires y
Valparaíso. Brasil, por otra parte, fue el primer país latinoamericano
en disponer de un sistema bancario, cuyas operaciones pronto se
desbordaron hacia los países vecinos.
En el plano demográfico, el país también fue en alza. En 1825
Brasil tenía cuatro millones de habitantes, de los cuales más de un
millón eran esclavos. En 1850 la población había subido a ocho mi-
llones, de los cuales dos eran esclavos25.

25
Halperin Donghi, Tulio. op. cit., pp. 167,168.

85
En el plano exterior –y ya vencidas las rebeliones internas–, el
imperio, estimulando los intereses económicamente expansionistas
de sus Estados meridionales, se verá gradualmente empujado en-
frentar el régimen de Rosas. A tales efectos terminará apoyando a
ciertos sectores del Uruguay y a las provincias rebeldes argentinas
partidarias de derribar a aquel. Esa alianza –como se verá– cuajó en
el “ejército grande”, que en 1852 derrocará al dictador argentino.
A mediados de siglo XIX Brasil había logrado cierta estabiliza-
ción y se perfilaba como un país distinto, marcado por un relativo
éxito, el mismo que los países hispanoamericanos –quizás con la
excepción de Chile– distaban mucho de experimentar, al menos por
el momento.

8.8 Uruguay: el peso de los factores externos

El caso uruguayo se distingue de otros por la mayor vinculación


que se verificara en él entre los factores internos y externos. Cruce
que, por lo demás, durante la primera mitad del siglo XIX, dio lugar
a una historia de violencias y guerras.
Entre los intereses externos que a la fecha se jugaron en lo que
será el Uruguay hay que mencionar los de Brasil y de la Argentina
(las Provincias Unidas del Río de la Plata), aunque en relación a es-
tos últimos cabe distinguir entre los representantes de los unitarios
y de los federales. A los mencionados hay que agregar los intereses
anglo-franceses. En cuanto a la Argentina, un interés permanente
que esta persiguió fue integrar la “banda oriental” (como en Ar-
gentina suele denominarse a Uruguay) a la Unión de las Provincias
del Río de la Plata, mientras que el Brasil siempre aspiró a ocupar,
o influir, en un territorio que Portugal venía disputando desde la
colonia. En cuanto a Inglaterra y Francia, aparte del aspecto pro-
piamente geopolítico del problema, tenían como un objetivo prio-
ritario conquistar nuevos mercados. Esto suponía abrir a la libre
navegación los ríos de la Plata, Uruguay y Paraná. Ello permitiría el

86
acceso a considerables mercados internos tanto de lo que después
fue Uruguay, como de Paraguay y de ciertas áreas de Brasil.
La independencia de Uruguay registra una primera etapa, que
se halla asociada a la figura de José Artigas. Este, en los años pos-
teriores a 1810 encabezó en contra de España una rebelión que se
hallaba vinculada a un ideal republicano y federativo, a la suerte de
los pequeños y medianos propietarios y próximo a los indígenas y a
los esclavos. Entre las medidas de su proyecto figuraba el reparto de
tierras a costa de los grandes terratenientes que apoyaran al poder
hispano.
En 1816, tropas portuguesas invadieron la banda oriental, con el
apoyo de la clase alta de Montevideo y Buenos Aires, unas y otras
temerosas de las medidas de Artigas. Este entonces fue derrota-
do, debiendo exiliarse en Paraguay, donde murió en 1850. Luego
el territorio pasó a ser parte de Brasil con el nombre de “provincia
cisplatina”.
En 1825 se inició una segunda etapa de la lucha por la indepen-
dencia de la banda oriental, esta vez respecto de Brasil. A la fecha,
y con el apoyo de Buenos Aires, Juan Antonio Lavalleja inició un
movimiento dirigido a expulsar a los brasileños del territorio. El 25
de agosto de 1825, en el congreso de Florida, se declaró la inde-
pendencia de Uruguay, ello con la voluntad de incorporarlo a las
Provincias Unidas del Río de la Plata. Brasil, en todo caso, no estaba
dispuesto a aceptar este decurso. Ello dio lugar a que se embarcara
en una guerra con Argentina en la cual sus tropas fueron derrotadas
(batalla de Itazaingó, 20 de febrero de 1827).
De este desenlace, sin embargo, no resultó la incorporación de
la banda oriental a las Provincias Unidas del Río de la Plata, como
hubiera sido predecible. Inglaterra lo impidió. A esta no le convenía
que las dos riberas del Río de la Plata quedaran en manos de un solo
país. Su interés, en general, era más bien fragmentar a Latinoaméri-
ca, y también a esta zona, a fin de ejercer su supremacía. Tampoco,
por las mismas razones, le convenía que la banda oriental retornara
a la soberanía brasileña. La solución por la que en consecuencia se

87
inclinó fue la independencia del territorio en disputa. Fue así como,
bajo la atenta vigilancia de la diplomacia británica, y después de cier-
tas negociaciones que culminaron en 1828, se firmó “un tratado que
creaba un nuevo Estado independiente: la República oriental del
Uruguay”.26
En 1830 el país dispuso de su primera Constitución, la que con-
sagraba un régimen republicano y un sistema electoral censitario. Su
primer presidente fue Fructuoso Rivera. Bajo esta administración
se produjo el exterminio de los primeros habitantes del país: los
charrúas.
En 1834 a Rivera le sucedió Manuel Oribe, quien contaba con
el respaldo de Rosas. Dos años después, en 1836, Rivera se levantó
en armas en contra de Oribe, disponiendo para ello del apoyo de
gran cantidad de argentinos unitarios, que habían huido del régimen
rosista(como dijimos, el gobierno de Oribe tenía el activo respaldo
del gobernante argentino).De allí que la vida interna del país se viera
cruzada por considerables variables exteriores.
Las potencias europeas, a su vez, apoyaron a Rivera. Su acción
fue muy relevante. En efecto, el bloqueo naval que ellas hicieran
a Buenos Aires aisló a Oribe de Rosas, su apoyo externo, lo que
finalmente llevó a aquel a renunciar. En tales condiciones, Rivera,
en Montevideo, reasumió el gobierno. La ciudad era habitada por
una población mayoritariamente extranjera, compuesta tanto por
inmigrantes europeos (italianos, franceses, españoles), como de ar-
gentinos enemigos de Rosas. Unos y otros habían estado dispuestos
a defender la ciudad de los embates rosistas, que asociaban a Oribe.
Los acontecimientos desembocaron en la llamada “Guerra gran-
de”, que se extendió entre 1839 y 1851.Una parte de esta guerra
se desarrolló en Argentina, y la otra en Uruguay. Esta última se
verificó a través de una contraofensiva de Oribe, siempre apoyado
por Rosas, quien seguía esforzándose por integrar a Uruguay a la

26
Halperin Donghi, Tulio. op. cit., p.199.

88
Argentina. La contraofensiva de Oribe logró conquistar casi todo el
territorio uruguayo, excepto Montevideo, al que sometió a un largo
sitio. La ciudad en buena parte fue defendida por brigadas extranje-
ras, que superaban en número a las locales. Dentro de esas brigadas,
una, la italiana, era dirigida por Giuseppe Garibaldi.
Oribe, con la mayor parte del territorio bajo su control, estable-
ció un gobierno cerca de Montevideo. Fue el llamado “gobierno
del cerrito”. De este modo Uruguay tuvo dos gobiernos al mismo
tiempo.
Las potencias europeas, más que llevar a cabo una intervención
militar dirigida a derrocar a Rosas –como algunos hubieran queri-
do–, y aunque exigieron a Rosas que cesara su intervención en la
“banda oriental”, se inclinaban más bien por jugar un rol de arbitraje
entre las partes, a través de lo cual intentaban imponer sus condi-
ciones, desde ya la apertura de los ríos a la libre navegación, con su
consiguiente captura de los mercados internos.

8.9 Argentina: unitarios y federales

En Julio de 1816, en Tucumán, las diputaciones de las provincias


Unidas del Río de la Plata proclamaron la independencia de estas.
Sin embargo, la estructuración de las mismas como Estado demoró
mucho. Al igual como sucediera en los otros países hispanoameri-
canos, esa estructuración terminó siendo el resultado de un proceso
largo, complejo y violento, que solo culminará durante la segunda
mitad del siglo.
El conflicto que formalmente demoró la conformación del Esta-
do en la Argentina tuvo su base en la oposición que se produjo entre
Buenos Aires y las provincias. Esa contraposición se expresó en el
antagonismo existente entre las propuestas unitarias postuladas por
aquel y el federalismo que defendían las provincias. Una de las claves
del problema residía en que Buenos Aires, a través de su puerto, dis-
ponía de la conexión con el exterior. Esto, en una economía ganade-
ra que tenía sus mercados en Europa, le permitía al mismo controlar

89
las aduanas y sus correspondientes ingresos, proporcionándole por
tal concepto una posición hegemónica en el territorio, que las pro-
vincias difícilmente estaban dispuestas a aceptar.
En tales condiciones, el conflicto entre las provincias –dirigidas
por diversos caudillos– y Buenos Aires, rápidamente devino en en-
frentamiento armado. Dentro de la verdadera guerra civil que entre
ambos bandos entonces estalló, se produjo la batalla de Cepeda,
el primero de febrero de 1820, en la cual las provincias resultaron
victoriosas.
Como resultado de ese desenlace se le impuso a Buenos Aires
el régimen Federal. Se abrió entonces el llamado periodo de las au-
tonomías provinciales. Durante él las provincias Unidas del Río de
la Plata se convirtieron en una laxa unión de diversas provincias go-
bernadas por sus respectivos caudillos, normalmente enfrascados en
conflictos (armados) entre sí. La década de los veinte fue, por tanto,
un periodo de anarquía.
Fue la guerra con el Brasil, que estallara por la cuestión de la
banda oriental –a la que nos hemos referido en el título anterior– la
que hizo imprescindible cierto cambio. En efecto: la conflagración
obligó a las Provincias Unidas a tener una representación nacio-
nal única. A tales efectos, el 6 de febrero de 1826 se reunieron las
provincias y promulgaron la ley de presidencia, que creó un Poder
Ejecutivo Nacional, y estableció el cargo de presidente. Bernardi-
no Rivadavia fue electo para desempeñarlo. De este modo, parecía
avanzarse hacia la estructuración del Estado.
El gobierno de Rivadavia, cuyo norte era la estructuración del
Estado nación, llevó a cabo una serie de medidas con tal propósito.
Entre ellas cabe mencionar la ley que establecía la capitalidad de
Buenos Aires, la que no fue del agrado de muchos hacendados, que
terminaron restando su apoyo al régimen. Cabe agregar la creación
del Banco de las Provincias Unidas del Río de la Plata y la Ley An-
fitéusis, que prohibió la enajenación de tierras estatales que garanti-
zaban la deuda contraída con Inglaterra.

90
Rivadavia, además, se esforzó por atraer inversiones inglesas,
cosa que no prosperó puesto que los inversionistas fueron ahuyen-
tados por la anarquía que caracterizaba al país. Rivadavia, por otra
parte –bajo la lógica del free trade– continuó con la política libre-
cambista que había permitido el enriquecimiento de los hacendados,
cuyo negocio era la exportación de productos ganaderos al mercado
internacional.
En el plano estrictamente político, bajo el gobierno de Rivadavia
se promulgó una Constitución (1826), la que estableció sistema re-
presentativo, republicano y unitario, con los tres poderes clásicos, y
un régimen electoral que excluía del voto a una serie de categorías
sociales, como los sirvientes domésticos y otros.
Las provincias no aprobaron la Constitución: el carácter unitario
del Estado que ella consagraba no les era aceptable. En junio de
1827, privado ya de un apoyo político significativo, Rivadavia optó
por renunciar al cargo de presidente. Entonces, en forma interina,
asumió Vicente López como gobernador de Buenos Aires. Lo que
vendría a continuación no sería sino la apertura de otro periodo
anárquico.
Después del interinato de Vicente López, la legislatura de Buenos
Aires nombró como gobernador de la provincia a Manuel Dorrego,
quien, en el marco de la acentuación de la anarquía del interior, de-
bió lidiar con las acostumbradas rebeliones y conspiraciones. Entre
las mencionadas rebeliones figura la del general Juan Lavalle, que
Dorrego, sin éxito, intentó desbaratar. En efecto, el 13 de diciembre
de 1828 fue derrotado por aquel y, sin juicio de por medio, rápida-
mente fusilado.
A poco andar, y ante ejecución de Dorrego, se produjo un alza-
miento rural en contra de Lavalle, el que fue encabezado por Juan
Manuel Rosas (1829). Lavalle entonces fue desplazado. Argentina,
no obstante, siguió siendo una laxa unión de provincias gobernadas
por caudillos.
Ante estos desenlaces, el 8 de diciembre de 1829 Rosas fue nom-
brado como gobernador de Buenos Aires. Su figura ciertamente era

91
la de un caudillo rural. Acaudalado hacendado y negociante en car-
nes saladas, se destacó por su carisma y por su habilidad para con-
citar la adhesión de las clases subalternas, partiendo por su propia
peonada gaucha, en base a la cual había formado sus tropas.
Rosas, al asumir el cargo, se encontró con la anarquía en su apo-
geo, con sus respectivas guerras locales y violencias anexas. Las em-
prendió en contra de ella y en contra de sus enemigos, a los que
indistintamente etiquetó de “unitarios”, todo a través de métodos
que eran los del miedo; es decir, la violencia. Cuestión que le fue
facilitada por cuanto, para el ejercicio del cargo, le fueron entregadas
facultades extraordinarias.
Luego Rosas se dirigió hacia el sur donde llevó a cabo la campaña
del desierto en contra de pueblos indígenas que hostilizaban a las
ciudades. Al igual como fuera normal en otros países del continente,
en esa campaña exterminó a gran cantidad de aquellos y amplió el
territorio disponible para la constitución de grandes haciendas.
Después de dos gobernadores provinciales relativamente débiles,
el 7 de febrero de 1835, Rosas, una vez más, fue investido como
gobernador de Buenos Aires. Esta vez recibió la totalidad del poder,
cosa que fue ratificada mediante plebiscito. Se inició así su dictadura.
En el ejercicio de dicha dictadura Rosas recibió un apoyo incon-
dicional de las clases subalternas de Buenos Aires. Su popularidad
entre ellas, cuidadosamente cultivada mediante procedimientos ad
hoc, fue muy considerable. Defendió a los negros poniendo fin a su
trata; readmitió a la Compañía de Jesús; creó la “Mazorca”, un or-
ganismo de seguridad y de represión de los opositores que no dejó
de cometer numerosos crímenes, generando un ambiente de temor.
A través de estos procedimientos, Rosas persiguió y derrotó a to-
dos a quienes se le oponían –siempre calificándolos de “inmundos
unitarios”, viniera al caso o no– buscando convertir su autoridad en
indiscutible a los efectos de poner así fin a la anarquía.
La dictadura rosista llevó a muchos de sus oponentes a exiliarse.
Los lugares preferidos que a los efectos aquellos eligieron fueron
Montevideo, Santiago y Valparaíso, donde siempre jugaron un papel

92
destacado, sobre todo en el ámbito intelectual. Entre tales exiliados
sobresalen Domingo Faustino Sarmiento –que en Santiago escribie-
ra su Facundo–, Juan Bautista Alberdi, Vicente Fidel López, Esteban
Echeverría, y gran parte de la juventud de la Asociación de mayo.
Rosas, por otra parte, asumió una política proteccionista y na-
cionalista. Se enfrentó con dignidad a Francia e Inglaterra, que dos
veces bloquearon con sus flotas a Buenos Aires, y cuyo objetivo
era la apertura de los ríos a la libre navegación para así conquistar
nuevos mercados. Rosas se opuso a ello. No solo resistió el bloqueo
anglo-francés a Buenos Aires, sino que también protestó en contra
de Gran Bretaña cuando una corbeta de este país desembarcó en las
islas Malvinas. Rosas, entonces, no dudó en rechazar la soberanía
inglesa sobre las mismas.
En cuanto al problema de la banda oriental, como hemos visto,
Rosas respaldó a Oribe en contra del gobierno de Rivera–que se
apoyaba en los europeos–, y con soldados argentinos por diez años
contribuyó al sitio de Montevideo (1841-1851), ciudad que estaba
llena de inmigración antirosista.
Hasta cierto punto, y con métodos violentos y dictatoriales, Rosas
temporalmente logró contener la anarquía. Su dictadura, por tanto,
constituyó un paso en dirección a la estructuración del Estado. Bajo
la misma, por otra parte, se produjo cierta prosperidad en el país: los
hacendados exportadores de carnes y comerciantes se enriquecieron
perceptiblemente. A partir de estas realidades, las elites provinciales
iniciaron un sedicente proceso de aproximación y entendimiento,
que culminará solo en las décadas siguientes, sirviendo de base para
la estructuración del estado oligárquico argentino.
Sin perjuicio de lo dicho, en la medida en que la dictadura de
Rosas se prolongaba, frente a ella fueron gradualmente surgiendo
nuevos anticuerpos. Según Tulio Halperin Donghi ya en la década
del 40, Entre Ríos y Corrientes –concienzudamente arrasados por
las guerras civiles– comenzaron a adquirir una importancia nueva.
En particular en la primera de esas provincias, una clase terratenien-
te muy poco numerosa y muy rica comenzó, algo prematuramente,

93
a sentirse rival de Buenos Aires, y aceptó en pleno el programa de li-
bre navegación de los ríos que, según creyera, la emanciparía de esos
rapaces intermediarios que eran los comerciantes de la capital de
Rosas. Fue ese programa el que también ganó la voluntad del Brasil,
ansioso de asegurarse contacto fluvial con sus tierras interiores27.
De tal modo, fueron confluyendo fuerzas en contra del régimen
rosista. En esas circunstancias fue a Justo José Urquiza, gobernador
de Entre Ríos, a quien le tocó jugar un papel fundamental. En efec-
to, este procedió a hacer alianza con Brasil, Corrientes y los exiliados
argentinos que se hallaban en Montevideo, todo con el propósito
de enfrentar a Rosas. Esta alianza se tradujo en la formación del
llamado “Ejército Grande”, con el cual primero se derrotó a Oribe
–instrumento rosista en Uruguay–, y luego, en la batalla de Monte
Casero, verificada el 3 de febrero de 1852 en las cercanías de Buenos
Aires, a las tropas de Rosas. Así, el régimen rosista llegó a su fin.
Con la deposición de Rosas comenzó otra fase de la historia ar-
gentina.

8.10 Chile: una institucionalización temprana

La llegada del ejército libertador, proveniente de Mendoza, bajo


las órdenes de San Martín y O’Higgins, permitió, después de la ba-
talla de Chacabuco, formar en Santiago un gobierno nacional, el
que fue encabezado por el mismo O’Higgins. Más tarde, el 12 de
febrero de 1818, este declaró la independencia del país, la que fuera
consolidada luego de la batalla de Maipú, verificada el 5 de abril del
mismo año.
O’Higgins, de educación británica –que por su condición de
hijo natural, no era reconocido por la aristocracia santiaguina como
uno de los suyos–, llevó a cabo ciertas medidas modernizadoras,
que aquella no recibirá bien. Entre tales medidas se debe señalar la
abolición de los títulos de nobleza y el fin de los mayorazgos (que

27
Tulio Halperin Donghi, op. cit., p. 2013.

94
luego no se llevó a la práctica), a lo que cabe agregar la tolerancia
a los disidentes religiosos, expresada en la creación del cementerio
de disidentes de Valparaíso, lo que molestó a la Iglesia. Además,
O’Higgins, organizó la primera escuadra nacional, en la cual San
Martín, a la cabeza de un ejército formado por argentinos y chile-
nos, debía dirigirse a independizar el Perú, poniendo fin al principal
foco de resistencia realista del continente, sin lo cual la independen-
cia de Chile y Argentina no estarían aseguradas.
En enero de 1823 la aristocracia santiaguina, acusándolo de auto-
ritario, forzó la renuncia de O’Higgins y estableció su propio gobier-
no. No obstante, este no pudo consolidarse ante la irrupción desde
el sur del general Ramón Freire, quien en el fondo representaba el
predominio del ejército. Disponiendo de la fuerza militar, Freire se
quedó al frente del gobierno. Se abrió, entonces, un periodo de anar-
quía e inestabilidad política.
Freire se hallaba un tanto inclinado hacia el liberalismo. Bajo su
gobierno se puso fin a la esclavitud (1823), y el mismo año Egaña
elaboró una Constitución ultra conservadora que se demostró im-
practicable, pues llegaba a reglamentar la propia vida de los indivi-
duos, por lo cual Freire suspendió su vigencia e inauguró su poder
personal. En 1826 logró poner fin al último reducto de resistencia
realista en el país, tomando la isla de Chiloé. No obstante, no pudo
estabilizar la situación. Renunció ese mismo año.
En un cuadro de ruina económica derivada de las destrucciones
de la guerra, de generalizada pobreza y de extendido bandidaje rural,
conspiraciones e intentos de cuartelazos, el país evidenció enton-
ces estar cruzado por múltiples conflictos. El principal era el que
enfrentaba a liberales y conservadores, a lo que se puede agregar
el perceptible antagonismo entre las provincias y la capital. A ello
agréguese el caso del ejército, cuyos mandos eran indiscutibles acto-
res políticos, y que podían inclinarse tanto hacia los conservadores
como hacia los liberales.
Los conservadores –o pelucones– representaban a la vieja aris-
tocracia terrateniente de la zona central, relativamente homogénea,

95
católica, tradicionalista y de origen colonial, que quería mantener el
orden social tal como estaba, y que en política era partidaria de un
régimen de autoridad que garantizara el orden y la tranquilidad. Los
liberales –o pipiolos– por su parte, representaban a los sectores de
las elites más modernizantes y de ciertas emergentes clases medias.
Tendían hacia el federalismo y a los gobiernos basados en las liber-
tades individuales, normalmente intentando debilitar al Ejecutivo.
A la renuncia de Freire fue elegido como primer presidente de
Chile Manuel Blanco Encalada. En esas circunstancias, la tendencia
de los acontecimientos era a que el poder se escapara de las manos
de la aristocracia de la zona central conservadora. Dentro de esa
línea, en 1826 el Congreso aprobó la organización federal del país,
cuyo ideólogo era el liberal José Miguel Infante. La implementación
práctica del federalismo fue, sin embargo, un fracaso, por lo cual rá-
pidamente se lo desechó. Blanco Encalada se apresuró a renunciar.
Le sucedió el vicepresidente, el general Francisco Antonio Pinto,
liberal. Este llamó a elecciones que ganaron sus partidarios, lo que
le permitió asumir en propiedad el cargo de presidente de la Repú-
blica.
Bajo Pinto se llevó a cabo un ensayo liberal. Con amplia mayoría
en el Congreso recién electo, logró que se promulgara la Constitu-
ción de 1828 –redactada por el español José Joaquín Mora–, la cual
contempló un amplio reconocimiento de las garantías individuales,
a la par que dio primacía el Legislativo por sobre el Ejecutivo y esta-
bleció el sufragio universal masculino.
El régimen liberal, sin embargo, no logró consolidar el orden
institucional, aunque sí hizo posible la participación en política de
algunos sectores medios de ideología más democrática. Se le opusie-
ron los terratenientes conservadores y los llamados “estanqueros”
de Portales, vinculados al comercio. Sobre todo los primeros no
aceptaban que en el gobierno participaran figuras “de poca impor-
tancia social”, o sea, ajenos a su círculo; mientras que los segundos
deseaban un gobierno de autoridad que pusiera fin a la inestabilidad
política a fin de proporcionar el marco adecuado para sus negocios.

96
En tales circunstancias, Diego Portales emergió como el líder
destinado a cohesionar a estos sectores. Su idea central era la de
“orden”, el que, a su juicio, sería la premisa de la prosperidad y el
progreso nacional. Portales postulaba que para generar un sistema
institucional estable se requería hacer coincidir el poder político con
el económico, el social y el espiritual. Esto es: que el poder político
debía basarse en el apoyo de los terratenientes de la zona central,
los grandes comerciantes y la Iglesia, mientras que el ejército debía
convertirse en un cuerpo no deliberante y obediente a la civilidad
conservadora y su régimen legal(recuérdese que Freire y Pinto eran
militares provenientes de las luchas por la independencia). El poder
así constituido debía ser impersonal, fuerte, respetable y respetado,
independiente de la persona que fuese su titular.
Con diversos pretextos que no cabe aquí detallar, los conser-
vadores, a través del general José Joaquín Prieto, se levantaron en
armas en contra del gobierno liberal de Pinto. En las batallas de
Ochagavía (1829) y Lircay (1830), lo derrotaron y se hicieron con el
poder. Asumió entonces como presidente de la república José Joa-
quín Prieto (1831-1841). Pero el verdadero poder yacía en la figura
de Portales, que pasó a desempeñarse como ministro.
Lo fundamental al respecto radica en que el régimen conserva-
dor, después de ciertos fusilamientos de opositores, logró generar
un sistema institucional estable, dejando, por tanto, atrás la antigua
inestabilidad, la que, como hemos visto, predominaba en toda la ex
América española.
Los métodos que se utilizaron para darle estabilidad al orden
institucional fueron ciertamente violentos. Así, se proscribió a los
liberales, se reprimió toda disidencia y se expulsó del ejército a to-
dos los oficiales reputados como proclives al liberalismo. Se formó
además un ejército civil paralelo –las Milicias Cívicas–, que debía
frustrar cualquier eventual golpismo proveniente del ejército estatal;
milicias cuyas tropas estaban compuestas por artesanos –cuyo enro-
lamiento daba derechos electorales–, mientras que sus comandantes
provenían de las clases elevadas. El propio Portales fue jefe de un

97
regimiento de milicias. Paralelamente se reformó el aparato estatal,
estableciéndose el principio de probidad administrativa; se hicieron
reformas tributarias que permitieron el financiamiento del Estado y
se impuso el concepto de autoridad impersonal, respetable y respe-
tada, según las ideas portalianas, cuya otra cara era la violencia estatal
–el “garrote”, decía Portales– en contra de los que desobedecieran.
La reforma del Estado quedó sellada mediante la Constitución
de 1833, la que dio un poder casi absoluto al Ejecutivo, en la persona
del Presidente de la República, el que era elegible por voto censita-
rio –sin competencia– por cinco años, y reelegible por otro periodo
(dando así lugar a los decenios). El presidente de la República, por
otra parte, mediante distintos mecanismos, incidía en la conforma-
ción del Legislativo, al que dominaba.
Por esta vía extremadamente autoritaria, Chile fue el primer país
latinoamericano que logró configurar su Estado, dotándolo de plena
estabilidad y regularidad institucional, generando una cultura donde
la autoridad era respetada por el solo hecho de serlo.
En el plano internacional, Portales, el cerebro de esta construc-
ción, vio que ella estaría en peligro si se fortalecía la Confederación
Perú-Boliviana, la que en un futuro podría absorber a Chile; más
aún cuando Santa Cruz protegía a Freire y a otros exiliados chile-
nos. Por tanto, se empeñó en destruirla. Ello se produjo a través
de dos campañas militares: la de 1836 y la que culminó en 1839.
En el intertanto, en 1837, Portales fue asesinado por militares que,
descontentos con la guerra que el ministro impulsaba en contra de
la Confederación, llevaron a cabo una fallida rebelión que estalló en
Quillota y culminó en Valparaíso.
Hay que agregar que la construcción política portaliana se vio
fortalecida por la prosperidad económica que entonces advino en el
país. En el norte se descubrió el rico mineral de Chañarcillo, en tor-
no a cuya actividad se empezó a constituir una acaudalada burguesía
minera con su correspondiente proletariado. De este modo, la clase
alta se diversificó, dejando de estar limitada a los terratenientes de

98
la zona central y los grandes comerciantes, lo que en el futuro no
dejará de tener consecuencias políticas.
La prosperidad económica del país se vio también incentivada
por la llamada fiebre del oro que estalló en California, la que generó
una gran demanda de bienes alimenticios. En esas circunstancias, los
terratenientes de la zona centro sur de Chile se transformaron en
grandes exportadores trigueros satisfaciendo la demanda california-
na. Como producto de ello Valparaíso se activó notablemente, con-
virtiéndose en el principal puerto del Pacífico sur (en competencia
con el Callao).Su comercio era floreciente, estando, en todo caso, en
manos de ingleses, los que incluso pronto empezaron a financiar las
actividades mineras del norte. Esa prosperidad generó considerables
ingresos al país, aumentando las rentas del Estado, y fortaleciéndolo.
La prosperidad nacional enriqueció significativamente a las clases
altas –cuyos negocios prosperaban bajo el paraguas de la estabilidad
política–, no así a las subalternas, que en general vieron aumentadas
sus cuotas de explotación.
Cuando Prieto terminó su segundo periodo de gobierno en
1841, el partido del orden –esto es, los conservadores– eligieron,
sin competidor, a Manuel Bulnes, que era popular por su rol en la
guerra en contra de la Confederación. Bajo su mandato se produjo
un cierto aflojamiento del autoritarismo, muestra de lo cual fue la
promulgación de una ley de amnistía que benefició a los liberales.
Entonces, favorecida por la situación de paz externa, tranquilidad
interior y prosperidad económica, soterradamente la actividad po-
lítica empezó a renacer. Esto se dio primeramente en el plano inte-
lectual y entre la juventud estudiosa. Andrés Bello, en 1842, había
fundado la Universidad de Chile, el sistema educacional formal se
constituía, se traían científicos europeos, y la inmigración argenti-
na que huía de Rosas –entre la que destacaba Sarmiento, Alberdi y
Fidel López, entre otros– ocupaba un destacado lugar en la pren-
sa. Todo contribuía a cierto fermento intelectual dentro del cual la
crítica liberal levantaría cabeza. En esa actividad los roles de José
Victorino Lastarria –que creara la Sociedad Literaria– y Francisco

99
Bilbao fueron importantes. Tras sus polémicas –como aquella me-
morable entre romanticismo y clasicismo, o de las generadas por el
texto de Bilbao, Sociabilidad chilena– emergerá una la crítica liberal al
orden conservador.
Dicha emergencia se evidenció con fuerza a propósito de la se-
gunda sucesión de Bulnes. Entonces, núcleos intelectuales juveniles,
influenciados por el ‘48 francés, se lanzarán a la batalla, organizando
tras de sí a los artesanos. Su principal expresión fue la Sociedad de la
Igualdad, de Arcos y Bilbao, quienes vinculaban la lucha en contra
de la sucesión conservadora a una verdadera revolución.
El partido del orden respondió no menos vigorosamente. Rei-
vindicó para sí una obra de progreso material e intelectual, derivada
de su régimen autoritario, obra que, a su juicio, debía ser continuada
a través del futuro gobierno de Manuel Montt y que sería puesta en
peligro por la demagogia del liberalismo.
A este respecto cabe anotar que el conservadurismo chileno, en
realidad, más que tradicionalista, en varios aspectos había deveni-
do en partidario de un enfoque modernizante. La tesis de fondo
que defendía era la de un progreso material y espiritual que debía
realizarse por la vía de una autoridad fuerte en manos de las elites
aristocráticas.
Los liberales, ciertas fuerzas provinciales y la Sociedad de la Igual-
dad, fracasaron en su empeño por bloquear la sucesión conservado-
ra, no sin dar lugar, en 1851, a una breve guerra civil, la que tuvo en
el norte uno de sus escenarios principales. No por casualidad: sino
porque allí se encontraba la burguesía minera que pronto querrá
participar del poder, lo que ciertamente implicaba la reforma del
régimen conservador, el cual se había hasta entonces revelado como
exitoso. Pero esa será materia de la segunda mitad del siglo XIX.

100
ANEXO DOCUMENTAL AL CAPÍTULO II
Diego Portales
Carta a Cea (1822)

Lima, marzo de 1822

Señor José M. Cea:

MI QUERIDO Cea, los periódicos traen agradables noti-


cias para la marcha de la revolución de toda América. Pa-
rece algo confirmado que los Estados Unidos reconocen
la independencia americana. Aunque no he hablado con
nadie sobre este particular, voy a darle mi opinión. El pre-
sidente de la Federación de N. A., Mr. Monroe, ha dicho:
“se reconoce que la América es para éstos”. ¡Cuidado con salir de una
dominación para caer en otra! Hay que desconfiar de esos
señores que muy bien aprueban la obra de nuestros cam-
peones de liberación, sin habernos ayudado en nada: he
aquí la causa de mi temor. ¿Por qué ese afán de Estados
Unidos en acreditar ministros, delegados y en reconocer la
independencia de América, sin molestarse ellos en nada?
¡Vaya un sistema curioso, mi amigo! Yo creo que todo esto
obedece a un plan combinado de antemano; y ése sería
así: hacer la conquista de América, no por las armas sino
por la influencia en toda esfera. Esto sucederá, tal vez hoy
no; pero mañana sí. No conviene dejarse halagar por estos
dulces que los niños suelen comer con gusto, sin cuidar-
se de un envenenamiento. A mí las cosas políticas no me
interesan, pero como buen ciudadano puedo opinar con
toda libertad y aun censurar los actos del gobierno. La de-
mocracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los
países como los americanos, llenos de vicios y donde los
ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para

101
establecer una verdadera república. La monarquía no es tampo-
co el ideal americano: salimos de una terrible para volver
a otra y ¿qué ganamos? La república es el sistema que hay
que adoptar; ¿pero sabe cómo yo la entiendo para estos
países? Un gobierno fuerte, centralizado, cuyos hombres
sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así en-
derezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las
virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el gobierno
completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde ten-
gan parte todos los ciudadanos. Esto es lo que yo pienso y
todo hombre de mediano criterio pensará igual.
¿Qué hay sobre las mercaderías de que me habló en su
última? Yo creo que conviene comprarlas, porque se hacen
aquí constantes pedidos. Incluyo en ésta una carta para
mi padre, que mandará en el primer buque que vaya a
Valparaíso. Soy de usted su obediente servidor.

102
CAPÍTULO III
Los inicios del “Nuevo Pacto Colonial” y la
tendencial conformación de los Estados oligárquicos

Apenas pasada la primera mitad del siglo XIX, en América Latina


empezaron a notarse ciertos cambios, los que se hicieron cada vez
más evidentes. Las variables que los condicionaron fueron diversas,
pero las más importantes se situaron en Europa, y en parte, en los
Estados Unidos, relacionándose con la economía.
Como sabemos, en el viejo continente por entonces venía afian-
zándose el capitalismo, el que se hallaba en su fase industrial. Tal de-
sarrollo había traído consigo, desde el punto de vista social, una con-
secuencia de la mayor relevancia; a saber, el definitivo desplazamiento
de la nobleza por la gran burguesía. Dentro de esta, cada vez más
destacará su sector financiero, cuya influencia crecía al punto que los
Estados, siempre escasos de recursos, no podían prescindir de él.
El desarrollo de este capitalismo había venido de la mano de un
gigantesco crecimiento de las ciudades y de considerables innova-
ciones técnicas. En cuanto a estas últimas cabe mencionar sobre
todo el desarrollo de los ferrocarriles, la navegación a vapor y el
telégrafo, que permitieron aumentar la masa de carga trasladada, dis-
minuir drásticamente los tiempos de traslado, y hacer que las comu-
nicaciones se volvieran más expeditas. Los efectos que esto tendrá
en el comercio internacional son fáciles de adivinar, partiendo por
su gran crecimiento, con su correlativo considerable estímulo a la
mundialización de la economía que desde mucho antes se hallaba
en curso.

103
Inglaterra llevaba la delantera en este proceso, aunque en la me-
dida en que avanzó el siglo le saldrán competidores cada vez más
exigentes. Tales serán Francia, Alemania y los EE.UU., los que tem-
pranamente se incorporaron a la revolución industrial.
Inglaterra, por su parte, intentando mantener su primacía, siguió
llevando adelante su política orientada a consolidar y ampliar los
mercados de sus productos en todo el planeta, para lo cual conti-
nuó utilizando sus instrumentos tradicionales. Esto es, su flota, el
control de los mares, y la diplomacia. Como sabemos, la invariable
exigencia que en base a ellos hizo a los más diversos países –sobre
todo extra europeos– fue que adhirieran al libre comercio, el que
era la premisa de la penetración de sus mercados. No solo de bie-
nes, sino también de servicios financieros, entre los que destacan los
considerables fondos que invertían los bancos ingleses en bonos de
la deuda pública a través de los cuales muchos países extra europeos
se fueron crecientemente endeudando con la City de Londres.
Según viéramos en el capítulo precedente, América Latina, ape-
nas independizada, fue abriendo sus mercados a los productos in-
gleses. Incluso más: Londres, de manera sutil, había reconocido
la independencia de sus países a cambio de la aceptación que los
mismos hicieran del free trade. Otros países a los cuales Inglaterra
impusiera tratados de libre comercio fueron Turquía, Japón, China,
Holanda, y Portugal. Lo propio hizo con países africanos indepen-
dientes, e incluso con jefes tribales de este continente.

Cuando, a tal respecto, no le era posible conseguir sus propósitos


por medios diplomáticos, Inglaterra solía valerse de los bélicos. El
caso más notable fue el de las dos “Guerras del opio” que le decla-
rara a China. La primera se extendió entre 1839 y 1842, y la segunda
entre 1856 y 1860. A través de ellas, Inglaterra abrió los mercados
chinos a sus productos, entre los que figuraba el opio, que sus comer-
ciantes llevaban desde la India –que se encontraba bajo su dominio
colonial– donde lo adquirían a bajo precio, vendiéndolo en China a
precios mucho más elevados, destruyendo, de paso, la salud de su

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población. El Tratado de Nanking, que puso término a la primera de
dichas guerras, estipuló el libre comercio entre China e Inglaterra, el
cual debía llevarse a cabo a través de cinco puertos. Adicionalmente,
el tratado estableció la obligación de los vencidos –China– de pagar
a los vencedores 20 millones de dólares por reparaciones, a lo que se
sumaba la entrega a perpetuidad de la ciudad de Hong Kong. Al año
siguiente, las mencionadas ventajas comerciales obtenidas por Ingla-
terra en China se ampliaron significativamente extendiéndose hacia
el interior del país. Entre ambas guerras se produjo la gran rebelión
nacional popular de Taiping, contra el control británico (1850-56),
la que se tradujo en gigantescos costos humanos.
Es dentro del señalado marco que se requiere visualizar la si-
tuación que, pasada la mitad del siglo XIX, fue desarrollándose en
Latinoamérica. Aquí, como en otras partes del planeta, Inglaterra se
esforzaba por impedir que existieran mercados interiores protegidos
disponibles para la producción nacional. Pretendía que tales mer-
cados quedaran accesibles al capital comercial inglés, apoyados por
su flota y su diplomacia. De esta manera, como hemos señalado en
otra parte, tendría colocación su gigantesca producción industrial,
así como también las inversiones de su banca, que daban lugar a la
deuda pública latinoamericana.

1. El fortalecimiento del modelo monoexportador


Fue durante la segunda mitad del siglo XIX que terminó con-
solidándose en Latinoamérica el modelo de desarrollo basado en
la economía primario exportadora, e importadora de manufacturas
provenientes de Europa, particularmente de Inglaterra. Se trataba
de un modelo de desarrollo que, por tanto, era complementario del
capitalismo industrial desarrollado en las metrópolis o, si se quiere,
la otra cara del mismo.
La señalada consolidación se tradujo en que por entonces los
flujos comerciales se hicieron cuantitativamente más elevados en
comparación con las décadas anteriores, tal como lo permitían los

105
nuevos medios técnicos: el barco a vapor y los FF.CC. Una de las
consecuencias de ello fue la superación del relativo estancamiento
económico de los años precedentes, lo cual se tradujo en que la pro-
ducción y las exportaciones se hicieron crecientes, al menos hasta la
crisis mundial de 1873.
La señalada alza comercial también se explica en razón del au-
mento que experimentó la demanda europea respecto a los produc-
tos latinoamericanos, la cual se hizo sentir sobre todo en los países
del Atlántico, dinamizando sus economías. Los países de la costa
pacífica, por su parte, en un comienzo se beneficiaron de la fie-
bre del oro desatada durante los cuarenta por el descubrimiento de
ese mineral en California. Ello no solo generó una fuerte corriente
migratoria en esa dirección, sino que estimuló también la agricul-
tura–particularmente triguera– destinada a abastecer la demanda
californiana. La economía chilena de la época creció abasteciendo
con trigo a California, e incluso desde Mendoza se hicieron expor-
taciones en esa dirección. La navegación y el comercio del Pacífico
entonces se vieron considerablemente vitalizados, estimulando cier-
ta prosperidad.
Como producto de las tendencias anotadas, se comenzó a veri-
ficar un cierto crecimiento de las exportaciones latinoamericanas,
como lo muestran los siguientes datos:

Evolución de exportaciones latinoamericanas, 1850-18801

Año Millones de libras esterlinas

1850 11

1880 25

1
Carmagnani, Marcelo. Estado y sociedad en América latina, 1850-1930. Barcelona: Editorial
Crítica (1984). p.43

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En todo caso, los rubros exportados se concentraban en produc-
tos agrícolas, ganaderos y, en menor medida, mineros; esto es, en
típicos bienes primarios. Los países cuyas exportaciones crecieron
más fueron Argentina, Chile, Venezuela y Perú.
Las importaciones, principalmente provenientes de Inglaterra,
también aumentaron, pero menos que las exportaciones. De allí que
la balanza comercial de la región se mantuviera con superávit–aun-
que decreciente– como lo muestra el siguiente cuadro:

Evolución de la Balanza comercial2

Año Millones de libras

1850 + 4.5

1880 +2

Hay que agregar que este desarrollo comercial vino unido a la mejo-
ría de la infraestructura latinoamericana de puertos, FF.CC., y telégrafo.
El siguiente cuadro proporciona algunos datos sobre estos dos últimos:

Kilómetros de líneas férreas y telégrafos en 18783

País Líneas Férreas Telégrafo

Argentina 2.200 7.000

Chile 1.500 4.000

Brasil 2.000 7.000

Nueva Granada 100 2.000


Venezuela 100 -
México 600 11.000

2
Carmagnani, Marcelo. op. cit., p. 43.
3
Halperin Donghi, Tulio. Historia Contemporánea de América Latina. Madrid: Alianza
Editorial (1970). p. 223.

107
En resumen, entre 1850 y 1880 las economías latinoamericanas, a
través del modelo monoexportador, se insertaron de manera mucho
más sólida en la economía mundial evolucionando favorablemente.
Esto, por otra parte, hizo que los ingresos de las oligarquías, cuyo
negocio era precisamente exportar, aumentaran sustancialmente, lo
que las estimuló a que favorecieran dicha inserción.

2. La vía oligárquica hacia el capitalismo


Como se infiere de lo dicho arriba, el referido modelo mono-
exportador fue impulsado y gestionado por las oligarquías locales.
Carmagnani define a estas como aquel sector social que tenía la pro-
piedad de los recursos productivos, sobre todo la tierra y las minas, y
que, adicionalmente, asumirá el poder del Estado utilizándolo en su
favor.4 Dichas oligarquías hicieron producir sus recursos con el fin
de exportar sus frutos y obtener en el mercado externo las ganancias
pertinentes.
Esto trajo consigo consecuencias muy significativas. A saber, su-
puso una acentuada sobreexplotación de los productores directos:
campesinos, inquilinos, peones amarrados al trabajo mediante deu-
das, braseros asalariados (que pronto irán apareciendo) , esclavos
–como en los casos de Brasil y Cuba, que fue donde esta institución
persistió hasta casi fines de siglo–, y coolies5–como en el Perú, que
representaban una forma velada de esclavitud–. Esto significa que
las rentas derivadas del crecimiento de las exportaciones no fluían
más allá de los estrechos límites de las oligarquías, condicionando el
empobrecimiento de los productores directos, quienes fueran com-
pelidos a realizar un trabajo cada vez más intenso con el fin de maxi-
mizar la producción y exportación de productos primarios.

4
Marcello Carmagnani, Estado y Sociedad en América Latina. 1850-1930. Barcelona:
Editorial Grijalbo, 1984. p.21.
5
Los coolies eran trabajadores chinos llevados al Perú, que debían trabajar durante nueve
años sin remuneración a modo de pago del costo del pasaje que le financiaran sus
empleadores. Después de cumplido ese plazo, quedaban libres.

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La concentración de la riqueza en manos de las oligarquías –con-
trastando con el empobrecimiento de la mayoría– se tradujo en que,
normalmente, la fuerza de trabajo quedó reducida al nivel de la mera
subsistencia. Tal situación, entonces, dio lugar a la conformación de
grandes fortunas, lo que constituye la prehistoria del capitalismo en
el continente.
Hubo otros factores que contribuyeron a la concentración de
la riqueza, siendo uno de las más importantes el adicional aumen-
to de la concentración de la propiedad de la tierra, lo cual operó
mediante distintos expedientes. Uno de ellos fue la apropiación de
tierras campesinas por parte de los latifundistas, muchas veces con
el pretexto de que aquellos carecían de los correspondientes títulos
de dominio. Otra modalidad consistió en la expropiación de tierras
a las comunidades indígenas. En los casos de Argentina y Chile, ello
operó mediante sendas guerras que los respectivos Estados, con sus
ejércitos regulares, emprendieran en contra de esos pueblos. Una
vez que las comunidades indígenas fueran derrotadas, siendo redu-
cidas sus poblaciones a territorios más pequeños y normalmente
de menor fertilidad, el Estado solía rematar sus tierras, las que por
esta vía pasaban a los latifundistas. En otros casos los latifundistas
compraban, de manera más o menos fraudulenta, terrenos de las
comunidades, fuese a sus poseedores, fuese a sus jefes.
Un tercer expediente que dio lugar al refuerzo de la concentra-
ción de la propiedad de la tierra fue el remate de aquellas extensio-
nes territoriales que, careciendo de moradores, eran consideradas
como propiedad fiscal. Tales tierras solían ser rematadas a muy bajo
precio, siendo adjudicadas por los terratenientes, quienes así veían
aumentada su propiedad.
En algunos lugares, como México y Colombia, donde la Iglesia –
estrechamente vinculada a los sectores conservadores– era dueña de
extensas superficies territoriales, los Estados (en manos de liberales)
intentaron que aquella vendiera parte de esas propiedades, las que al
procederse así nuevamente terminaban en manos de unos u otros
sectores de terratenientes.

109
Así, a través de distintos procedimientos el latifundio resultó
ampliado, con el correspondiente fortalecimiento de las oligarquías
propietarias, las que siempre tuvieron en la propiedad de la tierra su
base más segura. Dentro del proceso descrito, la tierra se valorizó
considerablemente.
Hay que decir, por último, que el proceso de concentración de la
propiedad de la tierra y de fortalecimiento del latifundio se vio facili-
tado por el hecho de que los Estados pronto quedaron en manos de
las oligarquías. Dicho con otras palabras: el latifundio se expandió
sin encontrar grandes dificultades debido a que los Estados termi-
naron bajo el control de los mismos latifundistas.

3. Algunos rasgos adicionales del modelo monoexportador


El modelo de desarrollo que las oligarquías implantaran en Amé-
rica Latina, y que se viera consolidado pasada la mitad del siglo XIX,
evidenció ciertos rasgos adicionales, que contribuyeron a darle su
perfil. Entre tales rasgos figuran los siguientes.
a) La dependencia externa. A este respecto cabe insistir en que
este modelo era parte de la periferia del capitalismo industrial inglés
y norteamericano. Esto significa que quedaba sujeto a la demanda y
a los precios que, respecto de sus productos de exportación, aque-
llos países fijaran, hecho que determinaba sus fases de auge y de
recesión.
b) La carencia de un desarrollo propiamente industrial. Como
hemos visto, este modelo estaba centrado en la producción y expor-
tación de materias primas, y su lógica suponía que los bienes indus-
triales debían ser importados desde las metrópolis industrializadas,
debiendo ser financiados con los recursos que dejaran las expor-
taciones. Tal cosa, por cierto, no implicaba la inexistencia de toda
industria local. Solo suponía que esta, aparte de ser subordinada al
sector exportador, sería marginal.
c) Una debilidad o estrechez del mercado interno. La intensa
explotación que este modelo impusiera a los productores directos

110
–dada la extrema pobreza que suponía para estos, unida a que la
retribución monetaria del trabajo no se hallaba generalizada– im-
pedía la formación de una demanda interna significativa, lo que era
coherente con la orientación de la producción al mercado externo.
No era que el mercado interno no existiera: el punto es que era pe-
queño. La monetarización de las economías que, pese a todo se iba
produciendo, lo hacía posible. Este mercado crecerá en la medida en
que dicha monetarización avance.
d) Un desequilibrio entre el sector externo y el interno de la eco-
nomía, lo que implicaba una verdadera deformación del aparato
productivo. El sector externo crecía constantemente, mientras que
el interno se subdesarrollaba, precisamente en virtud de que la pro-
ducción destinada a él era proporcionalmente bastante menor, en
plena coherencia con lo reducido de la demanda interna.
e) Dificultad para dar lugar a una burguesía moderna. En efecto,
la elite oligárquica, impulsora de este modelo, aun cuando se hallara
en vías de convertirse en capitalista, mantendrá rasgos propios de
una aristocracia terrateniente, incluso en su sector más moderno.
Expresando esta tendencia, no será pródiga en inversiones, y sus
cuantiosas ganancias, en medida importante, las orientará al consu-
mo conspicuo con el propósito de demostrar riqueza y distinción
social de corte aristocrático. No es que a la larga esa oligarquía no
diversifique sus negocios (hacia la banca o la minería, por ejemplo);
lo hará, solo que siempre mantendrá en la tierra su base de ope-
raciones, considerando su propiedad como una seña de identidad
aristocrática. Hacia ella, por lo demás, fluirán los nuevos sectores
que pudieran enriquecerse: así, por ejemplo, en el caso chileno, las
fortunas mineras del norte forjadas por hombres sin antepasados
notables eran usadas por ellos para comprar tierras y, a partir de allí,
integrarse a la oligarquía mediante alianzas matrimoniales.
f) Dio lugar a una lenta penetración inglesa. Esto se logró no solo
a través del control del comercio externo y de lo principal del interno,
sino también mediante las finanzas. A este respecto destaca la tem-
prana llegada a la región de Bancos ingleses, los que contribuyeron a

111
financiar a los Estados mediante bonos de la deuda pública. Ejem-
plo de ello fue la instalación en diversas ciudades latinoamericana del
South American Bank, aunque cabe considerar que junto a los bancos
extranjeros aparecerán luego los Bancos nacionales, que quedarán
en manos de las oligarquías. En todo caso, la penetración inglesa,
con sus aportes tecnológicos, ayudó a la inserción de las economías
locales en la economía internacional. En efecto, y como señala Car-
magnani, dicha penetración contribuirá, junto con las innovaciones
de que era portadora, a facilitar la expansión de las exportaciones
latinoamericanas6. A partir de 1870-1880 hará aportes relevantes re-
lacionados con la aparición, en América Latina, del ferrocarril, los
barcos de vapor, el telégrafo, el teléfono, los bancos, las compañías
de seguros y las nuevas técnicas mercantiles7. De este modo, la pe-
netración inglesa en la economía latinoamericana jugó un rol mo-
dernizador, aunque en función de un esquema dependiente que, por
diversas vías, le permitirá la extracción de un excedente en aumento.
g) Dio lugar a una alianza entre la oligarquía y los intereses ingle-
ses. En tal unión las oligarquías locales, a la larga, ocuparán el lugar
subordinado, cimentado en la admiración que sentían por todo lo
británico y en la comprensión de que estos les eran necesarios para
una mayor inserción de las economías locales en la mundial. Fue
bajo tales supuestos que las oligarquías les abrieron a aquellos las
puertas de sus países intentando muchas veces negocios conjuntos,
al tiempo que, por otra parte, pasaban a imitar muchas de sus pautas
culturales.

4. Aspectos sociales y políticos


Durante la segunda mitad del siglo XIX la oligarquía latinoame-
ricana se caracterizó por aumentar significativamente la confianza
en sí misma. Ella llegó a la convicción de ser la única clase capa-

6
Marcelo Carmagnani, op. cit., p.44.
7
Marcelo Carmagnani, op. cit., p.44.

112
citada para administrar los asuntos públicos al mismo tiempo que
los propios8.Coherente con lo anterior –aunque no siempre cohe-
sionada– en todas partes llegó a actuar como clase dominante, con
plena conciencia de serlo. A través de su dominio dijo conducir a sus
respectivos países hacia la modernidad, la que a su juicio, se hallaba
paradigmáticamente encarnada en Europa –particularmente en In-
glaterra y Francia– y los EE.UU.; modernidad hacia la cual nuestros
países avanzarían mediante la instauración del referido esquema pri-
mario exportador de materias primas e importador de manufacturas.
Lo dicho supuso importantes cambios ideológicos y políticos, los
que se fueron plasmando gradualmente. Los primeros consistieron
en una cierta tendencia a la laicización de un sector de la oligarquía,
lo que se verá reforzado por la penetración de las concepciones po-
sitivistas en muchos de sus intelectuales y políticos. A esto se le
sumó, por otra parte, una generalizada imitación de la sociabilidad
de la burguesía europea, cosa que era propia de todos sus segmentos.
Mientras, los cambios políticos se tradujeron en una creciente incli-
nación de los sectores oligárquicos hacia el liberalismo. Se trataba,
obviamente, de un liberalismo que no postulaba modernizaciones
por la vía de repartir la propiedad, menos aún en el campo, donde
se distó mucho de proponer esquemas tipo farmers, tan opuestos a
la centralización oligárquica de la propiedad territorial entonces en
curso.
En el terreno político, otro cambio importante que se fue pro-
duciendo pasada la mitad del siglo fue la tendencial superación del
caudillismo, con la correlativa consolidación institucional de los
Estados. Este hecho constituyó la premisa política fundamental de
la exitosa implementación del modelo primario exportador y de la
correlativa inserción de las economías latinoamericanas en la econo-
mía mundial. Cabe subrayar, en todo caso, que la señalada fue solo

8
Marcelo Carmagnani, op. cit., p. 9.

113
una tendencia, que, al menos por el momento, en la mayoría de los
países latinoamericanos todavía no había culminado.

5. La tendencial superación de los caudillos y la consolidación institucional


de los Estados
Agreguemos, por otra parte, que la gradual superación del caudi-
llismo y la anarquía, y su otra cara, el proceso de institucionalización
que fue consolidando a los Estados, constituyó una tendencia en la
cual Inglaterra se mostró muy interesada. Precisamente por cuanto
generaba las premisas políticas de su expansión comercial por el
continente. Tales premisas estaban conformadas por las garantías al
orden público, a la propiedad y a los derechos individuales otorga-
dos por un régimen constitucional y de división de poderes: es decir,
un régimen acorde con los cánones europeos de corte liberal. Los
hechos demostraban que sin una evolución de este tipo escasamente
llegarían suficientes créditos y negocios desde el viejo continente.
¿Qué fue lo que hizo posible un curso político tal, con la corre-
lativa tendencial superación del caudillismo? Se podría decir que ese
curso fue posible debido a que las distintas fracciones oligárquicas
–mineros, grandes comerciantes, terratenientes y financieros– en al-
gún momento, se percataron de que sus intereses comunes consis-
tían en la vinculación de sus negocios a la economía de exportación
asociada a Inglaterra, la cual no prosperaría si se mantenía el caos de
los años precedentes. Fueron tales intereses en común los que, no
sin enfrentamientos –normalmente graves y violentos–fueron ver-
tebrando nacionalmente a las oligarquías, constituyéndolas en clase
dominante.
En este marco, la relativa superación de los conflictos entre los
distintos segmentos oligárquicos operó mediante una serie de acuer-
dos y transacciones, no siempre exentos de enfrentamientos previos.
A través de ellos se terminó reconociendo la legitimidad de los di-
versos intereses, buscando hacerlos compatibles y de armonizarlos,
permitiendo que se expresaran y fueran defendidos –normalmente

114
a través de un sistema de partidos– al interior de un régimen insti-
tucional de corte liberal, que elegía sus autoridades mediante elec-
ciones (por lo común manipuladas) basada en sistemas electorales
de tipo censitario. Este sistema institucional debía darles garantías a
unos y otros, mientras que el gobierno, controlado por el Parlamen-
to –donde todos estarían representados– encarnaría una especie de
árbitro garante del interés común. Tal sería el marco institucional
compartido dentro del cual se procesarían las diferencias y ventila-
rían los conflictos interoligárquicos.
De este modo, más que de la superación de las prevalecientes re-
laciones de producción precapitalistas –cosa que distaba mucho de
ocurrir–, la tendencia de las oligarquías a articularse nacionalmente
provino del desarrollo del modelo monoexportador.
Como ya se ha mencionado, fue en este proceso de institucionali-
zación que gran parte de las oligarquías se fueron haciendo liberales.
Parece haber un vínculo entre esta definición, y el carácter moderno
del proyecto que ellas decían impulsar. El correlato de esa definición
políticamente liberal fue muchas veces la asunción del positivismo,
cosa que, no obstante, ocurrirá sobre todo durante las últimas tres
décadas del siglo. Inglaterra, por su parte, fue la más beneficiada por
este decurso, por lo cual lo estimuló con decisión, consciente de que
respondía a sus intereses. Sin él, sus inversiones en el continente
serían inseguras y limitadas.
En tales condiciones fue que en la ex América española se per-
feccionó lo que Tulio Halperin Donghi denominara como el “nuevo
pacto colonial”9, el que consistió en la realización plena del esquema
caracterizado por la exportación de materias primas, por un lado,
y la importación de manufactura, especialmente desde Inglaterra,
por el otro. En tales condiciones, el libre cambio se convirtió en
artículo de fe tanto de políticos como de intelectuales; y no por
casualidad, sino en razón de que constituía la premisa indispensable

9
Tulio Halperin Donghi, Historia contemporánea de América Latina, Alianza Editorial,
Madrid, 1970, p.214

115
para la realización del nuevo pacto colonial, el que, por lo demás,
fue considerado por las oligarquías como su propio proyecto de
modernización.
En ese marco, los gobiernos oligárquicos, bajo la idea de pro-
greso, se empeñaron en construir la infraestructura requerida por
dicho pacto. Esto es: puertos, ferrocarriles, caminos, puentes, etc.,
que comunicaban los centros productivos con los puntos de expor-
tación e importación, avanzándose así en la superación de la anterior
desconexión física de los países. Para estos efectos los gobiernos
no dudaron en endeudarse con los bancos ingleses, particularmente
para la construcción de vías férreas. También impulsaron la creación
de sistemas educacionales que debían formar los recursos huma-
nos requeridos por su proyecto de modernización. Otra faceta de
lo mismo fue el empeño de los gobiernos por disolver las comu-
nidades indígenas, muchas veces traspasando sus tierras a los lati-
fundistas, contribuyendo significativamente así a la concentración
de la propiedad agraria, en los términos ya explicados. La “guerra
del desierto”, en la Argentina y la “Pacificación de la Araucanía” en
Chile, fueron al respecto los casos más paradigmáticos.
Los gobiernos de la época –cuando quedaron en manos de li-
berales– también se caracterizaron por intentar limitar la influencia
de la Iglesia y su excesiva concentración de la propiedad territorial,
que aquella poseía en forma de “manos muertas”(es decir, que no
entraban a los circuitos mercantiles). Tales intentos dieron lugar a
agudos conflictos entre el segmento liberal de las oligarquías y sus
sectores conservadores. En algunos casos, como en México y Co-
lombia, dichos conflictos se tradujeron en guerras civiles. En otros
casos fueron menos agudos, pero en casi todas partes ellos se hicie-
ron presentes.
A todo lo dicho hay que agregar los esfuerzos gubernativos por
llevar a cabo la codificación jurídica requerida por una sociedad
mercantil. Esto es, códigos civiles, de comercio, o de minería, entre
otros, de donde emergió el gran prestigio que entonces adquirió la
carrera abogadil.

116
6. La estructura social
Pasada la mitad del siglo XIX, y junto con el afianzamiento del
modelo monoexportador, en los países latinoamericanos se fue pro-
duciendo cierta complejización de la estructura social. En la cúpula
de la misma se hallaban los distintos grupos oligárquicos, quienes
–no sin disputas– eran los que disponían del control de los Esta-
dos; y, en el plano económico, de la tierra y, en algunos casos, de
los yacimientos mineros. Más adelante fundarán Bancos, siguien-
do el modelo inglés. Los intereses británicos, en tanto –firmemente
vinculados a los de las oligarquías–, aparte del comercio exterior y
del sector más importante del comercio interior, se posesionaron
del ámbito financiero y de los ferrocarriles, fuese en propiedad o
en lo relativo a su construcción (es cierto que también los hubo
norteamericanos). Pronto empezarán a incursionar en la minería,
especialmente cuando esta requiera de recursos tecnológicos que los
locales no tenían.
Los productores directos siguieron estando representados por
pequeños productores agrícolas, peones ligados a su fuente laboral
por deuda, e inquilinos. Mientras, la esclavitud se batía en retirada,
persistiendo solo en algunos lugares como Brasil y Cuba, y en forma
camuflada en el Perú, a través de los coolies. Se agregaban los tradi-
cionales artesanos urbanos y una amplia gama de servidores do-
mésticos. Los braseros asalariados, temporales o permanentes, iban
apareciendo en los puertos, en las obras públicas, en la construcción
de ferrocarriles, y también en cierta minería, evidenciando circun-
scritos brotes de relaciones de producción capitalistas.
En tanto que la organización de los Estados, así como también
el crecimiento de los sistemas educacionales, los Bancos y las ca-
sas de comercio –sobre todo extranjeras– fueron dando lugar a una
capa de empleados, funcionarios, profesores y administradores más
o menos especializados, que constituían una germinal clase media,
todavía muy pequeña.

117
Este sector servía de intermediario entre la oligarquía y las res-
tantes clases subalternas, función en la cual se hallaba sujeto a cierto
clientelismo cultural y político. En muchas partes recibió el derecho
de ciudadanía y, en consecuencia, quedó habilitado para votar y –
virtualmente– ser votado. Gracias a tal derecho, que le abrirá nuevas
posibilidades, este sector terminará sintiéndose parte integrante del
sistema oligárquico. La oligarquía, además, le ofreció un modelo cul-
tural que imitar, impidiéndole de este modo desarrollar una identi-
dad propia. Así, la máxima aspiración de las clases medias consistió
en llegar a formar parte de las clases altas10, lo que, por cierto, era
una vana ilusión, que, sin embargo, normalmente servía para poner
a la mayoría de sus miembros en contra de los otros estratos de las
clases subalternas, a los que despreciaba.
Si se tiene en cuenta que las puertas de las Universidades esta-
ban abiertas para un sector muy minoritario –siendo sus estudiantes
cuantitativamente muy escasos y provenientes de las familias oli-
gárquicas–, se comprenderá que las posibilidades de ascenso social
de las clases medias de la época se reducían sustancialmente. Las
responsabilidades superiores del Estado les estaban de hecho veda-
das, pues requerían de formación universitaria, la que, como se dijo,
quedaba reservada para los hijos de las oligarquías. Eran estos los
que, por tanto, al terminar sus estudios superiores, pasaban a ocupar
los altos cargos en los poderes del Estado y de la administración
pública.
En cuanto al aspecto cultural, las oligarquías, sensiblemente enri-
quecidas, reforzaron la asunción de pautas culturales europeas, aspi-
rando a reproducir el nivel de vida y la sociabilidad de la alta burgue-
sía del viejo mundo, sobre todo inglesa y francesa. La construcción
de palacetes –que fueron modificando la fisonomía de las ciudades
latinoamericanas más importantes–, las fiestas, la copia de las modas

10
Marcelo Carmagnani, op. cit., p.64.

118
en la vestimenta de mujeres y hombres, según los dictados de Paris,
eran algunas manifestaciones de tal afán.
Mientras las clases medias intentaban imitar esas pautas cultura-
les en la medida de lo posible, las otras clases subalternas permane-
cían ajenas a ellas. Las formas de socialidad de estas últimas eran,
tanto para las oligarquías como para las clases medias mismas, una
manifestación de la barbarie del bajo pueblo, cuestión que escindía
a las sociedades en segmentos distintos, que se miraban con des-
confianza y con desprecio, haciendo de la “comunidad nacional” un
espejismo o algo meramente retórico. Ello se manifestaba con más
fuerza en aquellos países donde la población indígena era muy nu-
merosa –incluso mayoritaria–, y donde la diversidad racial era más
variada. En estos países, las diferencias de clases se manifestaban
también como diferencias de raza, ocupando los blancos y los ne-
gros los lugares polares.
Sociedades tan heterogéneas en lo social, económico, cultural y
racial, en las cuales las clases subalternas eran tan explotadas, no po-
dían estar exentas de fuertes conflictos sociales. Las clases subalter-
nas, no obstante, todavía no fueron capaces de construir organiza-
ciones propias, con la excepción de los artesanos, los que empezaron
a crear sociedades de socorros mutuos o cofradías de distinto tipo.
Fue este sector el que animó las principales luchas, frecuentemente
demandando protección aduanera para sus productos y, en otros
casos, la democratización del sistema político. Hubo casos, menos
frecuentes, de levantamientos indígenas, como los que dieron lugar
a la guerra de castas de Yucatán y ciertos levantamientos en Bolivia,
por citar algunos.
No era que las clases subalternas, sobre todo urbanas, permane-
cieran pasivas, de ningún modo. Normalmente volcaban su protesta
plegándose al ala más democrática del liberalismo, o a cierto libera-
lismo plebeyo animado por ideólogos proveniente de la intelectuali-
dad mesocrática, como ocurriera en Chile en 1851 y, en México, en
la lucha en contra de la intervención extranjera.

119
Dentro de este cuadro cabe, para finalizar, hacer mención al as-
pecto demográfico de estas sociedades, dejando en evidencia el im-
portante crecimiento que al respecto ellas presentaron. Tulio Halpe-
rin Donghi sostiene que hacia 1865-1875 las provincias argentinas,
con1.800.000 habitantes, triplicaron su población de comienzos
de centuria. Brasil creció con ritmo comparable, alcanzando los
10.000.000, mientras que la población de Chile se vio duplicada,
(2.000.000 en 1869), al igual que la del Perú (2.600.000 en 1876),
Nueva Granada (2.900.000 en 1871), y Venezuela (1.800.000 en
1873). Bolivia, por su parte –durante ese mismo lapso–, vio crecer
la suya en un 70 por 100, y México en un 50 por 10011.
En los años siguientes, estos considerables crecimientos demo-
gráficos se verán acentuados ante el impacto que significará una ma-
siva inmigración de origen europeo, que se instalará sobre todo en
los países de la costa Atlántica: Argentina, Uruguay y Brasil.

7. Casos Nacionales
Sobre el trasfondo señalado, es posible hacer una breve descrip-
ción de la trayectoria que entre 1850 y 1880, aproximadamente, si-
guieron los distintos países de la región.

7.1 México: “la Reforma”

En México, la confluencia entre las distintas fracciones de la oli-


garquía, con la consiguiente consolidación del Estado, fue un pro-
ceso largo y doloroso, lleno de violencia y muerte, que solo durante
los años setenta comenzaría a cuajar.
Al visualizar ese proceso cabe, antes que nada, constatar que la
oligarquía mexicana poseía numerosas fracciones, lo que dificultaba
el acuerdo y, por tanto, la consolidación institucional. Esas distin-
tas fracciones, no obstante, terminaron agrupándose en dos gran-

11
Halperin Donghi, Tulio. op. cit., p. 221

120
des bloques, que recibieron el nombre de liberales y conservadores,
fuertemente confrontados. Los primeros se orientaban hacia cierta
modernización de perspectiva capitalista, mientras que los segundos
se caracterizaban por sus definiciones tradicionalistas donde gran
parte de sus componentes profesaban concepciones incluso mo-
nárquicas. Por años, su líder político e intelectual fue Lucas Alemán
–muerto en 1853–, conocido desde temprano por su creencia en
cuanto a que, para resolver sus problemas, México requería de un
régimen monárquico.
Al mencionado antagonismo existente entre las distintas frac-
ciones de la oligarquía mexicana se agregaban otras dificultades que
conspiraban en contra de una organización estatal sólida y estable
en el país. Una de las más importantes era ausencia de una moder-
na sociedad de tipo atomista, predominando en su lugar un orden
corporativo. Las dos corporaciones más importantes eran la Igle-
sia –que poseía gigantescas propiedades territoriales y urbanas– y el
ejército. Una y otro –de fuerte espíritu de cuerpo– se comportaban
como celosos defensores de sus prerrogativas.
La conformación del Estado parecía difícil sin poner fin al ca-
rácter corporativo de ambas instituciones, las que normalmente
intervenían en política en aras de sus intereses –muchas veces en
forma violenta–, uniéndose a una u otra fracción oligárquica o a
un caudillo. Todo ello caotizaba la situación del país, enfrascado en
constantes conflictos, normalmente procesados por la vía violenta.
Por cierto, no era posible la configuración del Estado sin superar
el carácter corporativo que tenían las dos mencionadas institucio-
nes. Esto lo comprendían perfectamente los liberales, que estaban
dispuestos a resolver el problema, cuestión que los enfrentaba a la
Iglesia y en parte, al ejército.
En ese cuadro, la tendencia natural era que la Iglesia se alineara
con los conservadores, mientras que los caudillos del ejército, se-
gún su conveniencia, podían hacerlo con estos o bien con los libe-
rales, aunque tendían más hacia los primeros, lo que, en determi-
nadas coyunturas, no excluía su división. Dentro de este contexto,

121
y a comienzos de los años cincuenta, los conflictos se ventilaban en
el marco de un país que, por lo demás, se hallaba postrado y desmo-
ralizado ante la pérdida de Texas en manos norteamericanas.
Por entonces los conservadores, estrechamente unidos a la igle-
sia, se agruparon tras el viejo caudillo y dictador Antonio López de
Santa Anna, quien retornara al país después de un exilio en Jamaica.
Santa Ana, en 1851, reasumió el gobierno en hombros del latifun-
dio tradicional, de la iglesia y del ejército, ejerciéndolo bajo formas
dictatoriales. Las fracciones liberales de la oligarquía, por su parte,
concitando ciertos apoyos populares, lo enfrentaron con decisión.
Los principales líderes liberales eran Ignacio Comonfort, del ala mo-
derada, y Benito Juárez, del sector más doctrinario.
En 1854, postulando un proyecto modernizador, los liberales se
pusieron de acuerdo en torno a una serie de reformas (Plan de Ayut-
la), cuyo carácter era anticlerical, antilatifundista, laico y pro federal,
en base al cual enfrentaron a los conservadores.
Al año siguiente, en medio de una situación caótica, Santa Ana,
incapaz de vencer a la oposición liberal y de dar gobernabilidad al
país, en el mes de agosto abandonó el poder huyendo de México.
El gobierno quedó entonces en manos de los liberales, quienes in-
tentaron avanzar hacia la materialización de su proyecto laicizador
y modernizante, que configuraba lo que en la época se denominó
como la “Reforma”. En esa perspectiva lograron la aprobación de
varias leyes, entre las que destaca la Ley de secularización de las pro-
piedades eclesiásticas, que obligaba a la Iglesia a deshacerse de gran
parte de sus tierras, para ser rematadas por el Estado. Los sectores
conservadores no aceptaron la medida y se rebelaron, dando lugar
a una serie de enfrentamientos civiles armados que perpetuaron la
violencia en que por años había vivido México. En medio de este
conflicto, en 1857, Benito Juárez asumió la presidencia. Bajo su
mandato se promulgó la Constitución liberal de ese año, que quitó
poder al clero y al ejército, aboliendo el fuero eclesiástico y militar,
sometiendo a sus miembros a la ley común y sus correspondientes
tribunales. La Constitución, a su vez, declaró ilegal la propiedad

122
corporativa, con lo cual afectó no solo los intereses de la Iglesia,
sino también los de las comunidades indígenas. También estableció
el voto universal de los hombres y fortaleció el poder central en de-
trimento de los Estados federados.
Supuestamente, la ilegalización de la propiedad corporativa favo-
recería la aparición de un nuevo estrato de propietarios, pequeños y
medianos, ajenos al latifundio, estimulando un desarrollo capitalista
y moderno. Así, al menos, lo creyeron algunos liberales. Sin embar-
go, a futuro se comprobará que las cosas no se darían de ese modo
y que todo terminaría por favorecer al latifundio.
Las señaladas reformas agudizaron la guerra civil entre conserva-
dores y liberales, la que alcanzó altas cuotas de virulencia. En tales
circunstancias, los primeros decidieron recabar apoyos extranjeros,
en la perspectiva de instaurar en México una monarquía encabezada
por alguna casa europea, la que debía bloquear las reformas de los
liberales.
Hubo situaciones exteriores que favorecieron esa perspectiva.
En octubre de 1861, entre Inglaterra, Francia y España se firmó el
Pacto de Londres, por el cual las señaladas potencias decidieron in-
tervenir militarmente en México a fin de cobrar deudas impagas del
Estado mexicano, el que en los años anteriores se había sistemática-
mente endeudado en el exterior, sin poder responder a sus compro-
misos debido a la situación caótica por la que atravesaba el país. Los
conservadores mexicanos apoyaron dicha intervención extranjera,
considerando que los favorecía y que pondría fin al gobierno de
Juárez. Este, por su parte, logró un acuerdo con los españoles y los
ingleses, cuyas tropas se retiraron de México. No ocurrió lo mismo
con las fuerzas francesas, las que eran el instrumento de los proyec-
tos políticos que por entonces forjara Napoleón III.
Tales proyectos consistían en la formación un imperio latino y
católico que sería encabezado por Francia. Este imperio se opondría
tanto al germanismo que impulsaba Prusia –y que cuestionaba la
hegemonía francesa en Europa–, como a la expansión de los Es-
tados Unidos hacia América Latina. Fue en función de este último

123
propósito que Napoleón III se planteó el objetivo de establecer una
monarquía en México, subordinada al imperio francés y protegida
por sus tropas.
Tal política se materializó a través de la referida intervención mi-
litar en territorio mexicano, la que dio lugar a fuertes enfrentamien-
tos armados contra las tropas del gobierno de Benito Juárez. En
mayo de 1864 las fuerzas francesas lograron tomar la capital del país,
donde impusieron la corona de Maximiliano de Austria, contando
con el apoyo de los conservadores, es decir, del segmento más tradi-
cionalista de la oligarquía mexicana.
Sin embargo, el gobierno de Juárez no se desintegró. Muy por el
contrario: se empeñó en su resistencia, desplazándose por el terri-
torio, sin que las tropas francesas pudieran derrotar a su ejército de
base popular.
En tanto, el gobierno de Maximiliano, visto como ilegítimo por
la mayoría del país, terminará por defraudar a su apoyo social y polí-
tico más sólido: los conservadores mexicanos y la clase terrateniente
tradicional. Ello por cuanto, a fin de ganar legitimidad y ampliar su
base de apoyo, optó por imponer leyes de corte liberal. Este giro
finalmente lo debilitaría.
Pero la crisis del régimen de Maximiliano sobre todo se agra-
vó cuando, en 1866, en virtud de la amenaza prusiana en Europa,
Napoleón III se vio obligado a retirar sus tropas de México para
fortalecer su posición militar en el viejo continente. Maximiliano
quedaba así sin defensa armada efectiva. Su suerte estaba echada y,
por ende, la de los conservadores.
Como era previsible, a los pocos meses el gobierno de Maximi-
liano, incapaz de resistir a las tropas de Juárez, se derrumbó. Hecho
prisionero en julio de 1867, Maximiliano y una serie de sus colabo-
radores más inmediatos, fueron fusilados.
Ese mismo año Benito Juárez fue reelegido como presidente por
otros cuatro años (1867-1871), otorgándole un triunfo a los segmen-
tos oligárquicos autodefinidos como liberales –los que, identificados

124
con la nación, concitaran apoyos populares importantes–, aunque
no sin conflictos y caudillismos internos.
A la muerte de Juárez, en 1872, asumió el gobierno Sebastián
Lerdo de Tejada. Durante su administración se implantaron otras
leyes laicas, como la de matrimonio civil, libertad de cultos y ense-
ñanza laica, entre otros.
Hay que subrayar que bajo la presidencia de Benito Juárez, pero
sobre todo, más tarde, en la de Sebastián Lerdo de Tejada, los gru-
pos liberales comenzaron a perder poco a poco el contenido ideo-
lógico que les había caracterizado durante la fase de la “Reforma”
(1857-1867), lo cual creó condiciones propicias para que segmentos
liberales atrajeran a una parte de los conservadores. Adicionalmente,
estos empezaron a comprobar que sus fortunas aumentaban gracias
a la desamortización promulgada por el Estado liberal, que hacía
que las tierras antes pertenecientes a la Iglesia y a las comunida-
des indígenas pasaran a sus manos cuando el Estado las remataba,
aumentando adicionalmente así la concentración de su propiedad.
Ante ello, los conservadores se rindieron a la evidencia: se conven-
cieron de que los gobiernos liberales –hasta hacía poco tan temidos
por ellos– no afectaban en lo más mínimo sus intereses: al contrario.
De tal manera, se fue gradualmente produciendo una convergencia
entre los grupos oligárquicos conservadores y la oligarquía liberal
más moderada.
En 1876, Porfirio Díaz –caudillo que en el bando liberal había
adquirido prestigio en la guerra contra los franceses– derrocó a Ler-
do de Tejada. Con un interregno que irá entre 1880 y 1884, gober-
nará hasta 1911, cuando lo derribará la revolución.
Lo particular del gobierno del caudillo –al cual nos referiremos
más adelante– residió en que bajo él se consolidó la gradual con-
fluencia que con anterioridad se había empezado a verificar entre los
distintos sectores de la oligarquía mexicana, dándole, bajo formas
muy autoritarias, estabilidad al régimen oligárquico.

125
7.2 Centro América: balcanización, dictaduras y comienzos
de la intervención norteamericana

La situación centroamericana se caracterizó por rasgos muy distintos


a la de México. En 1847, Guatemala había proclamado su autonomía.
También hicieron lo propio sus vecinos del sur, Honduras y El
Salvador; a lo que se agregó Nicaragua y Costa Rica, terminándose
así de sepultar el proyecto de la Confederación Centroamericana,
cuyo gran impulsor fuera el liberal y anticlerical Francisco Morazán.

La disolución de la Confederación vino seguida de hostiles rela-


ciones entre los desgranados Estados centroamericanos, plagadas
incluso de sucesivos enfrentamientos armados.
En Guatemala, el caudillo clerical conservador Rafael Carrera,
gran enemigo de Morazán y contrario a la unificación centroame-
ricana, impuso entonces su dictadura, vinculada a las clases terrate-
nientes. Mientras que la Iglesia, con su discurso religioso, proporcio-
naba a la causa conservadora y a la dictadura el control de las masas
populares e indígenas.
Carrera, gran animador de los conflictos bélicos arriba señalados,
gobernó en Guatemala hasta su muerte en 1865. Le sucedió el gene-
ral Vicente Cerna, quien fuera derrocado en 1871 por el liberal Mi-
guel García Granados. Este, siguiendo con las políticas laicizadoras
que eran propias del liberalismo, procedió a expulsar a los jesuitas
del país. En 1873, García Granados fue derrocado por otro liberal,
el general Justo Rufino Barrios, quien impulsó otra serie de medi-
das de carácter laico, como la instauración del matrimonio civil, la
secularización de los cementerios y el estímulo a la enseñanza laica,
a lo que se agregaba un intento por recuperar la unidad centroame-
ricana. Sus intentos por restaurar la Confederación, no obstante,
fracasarán.
En los otros Estados centroamericanos, al igual que en Guate-
mala, se verificó una permanente inestabilidad político-institucional.
La tendencia que se impuso fue a la instauración de dictaduras mi-
litares, en las que los caudillos de los ejércitos se hallaban estre-

126
chamente aliados a fracciones de las oligarquías dueñas de la tierra.
La excepción fue Costa Rica, que logró conformar un régimen polí-
tico estable ajeno a toda dictadura militar.
La otra tendencia fundamental que caracterizó a Centro Amé-
rica tuvo relación con los Estados Unidos. O, mejor dicho, con el
expansionismo norteamericano, que ya le había quitado extensos te-
rritorios a México. Uno de los proyectos que este expansionismo se
planteó respecto a Centro América consistió en la construcción de
un canal destinado a unir el mar Caribe con el océano Pacífico, canal
que el gobierno de los Estados Unidos empezó a considerar indis-
pensable a los fines de satisfacer sus necesidades de comunicación,
defensa y tráfico comercial marítimo. La idea original era construirlo
por Nicaragua, sin embargo, ello encontró la oposición de Inglate-
rra, la que deseaba mantener su hegemonía en la zona y emprender
por sí misma el proyecto. Los roces que a propósito del tema se
produjeron entre Londres y Washington intentaron ser resueltos en
1850 mediante una transacción, que quedó plasmada en el tratado
Clayton-Bulwer, firmado en por ambas potencias. Dicho tratado es-
tableció que “las altas partes contratantes no tendrían nunca poder
exclusivo en el canal interoceánico de Nicaragua, ni fortificaciones
en sus cercanías ni se arrogarían jamás dominio alguno en Centro
América”. De lo que se trataba, por tanto, era de compartir en la
subregión sus esferas de influencia. A comienzos del siglo XX se
verá que esto no era posible y que la supremacía norteamericana
resultaría incontrarrestable.
Pero el expansionismo norteamericano más efectivo por Centro
América operó a la fecha por otras vías, apoyadas por los esclavis-
tas del sur. Al respecto, cabe hacer mención al aventurero Williams
Walker quien, en 1856, con un ejército privado, invadió Costa Rica.
Luego, y después de muchas incidencias, se hizo elegir presidente
de Nicaragua. En 1857, sin embargo, fuerzas de Honduras, El Sal-
vador, Guatemala y Nicaragua lograron derrotarlo y expulsarlo del
territorio. Varias veces Walker intentó volver y hacerse con el poder,
hasta que finalmente, en 1860, fue capturado y fusilado.

127
El expansionismo y el intervencionismo norteamericano en Cen-
tro América quedará transitoriamente detenido como consecuencia
de los agudos conflictos internos que el país del norte experimen-
tara, y que desembocarán en la guerra civil que entre 1860 y 1866
enfrentarán a los Estados del Norte, partidarios de poner fin a la
esclavitud, y los del Sur, que deseaban mantenerla. Pero superado
este conflicto, toda Centro América –antes o después– caerá bajo la
égida del norte, sin necesariamente perder su independencia formal,
como veremos más adelante.

7.3 Colombia: guerras civiles entre conservadores y liberales

En Colombia, las fracciones de la oligarquía –divididas en con-


servadores y liberales– demoraron aún más que en México en llegar
a los acuerdos requeridos por la consolidación del Estado oligár-
quico. El proceso fue también violento, desencadenándose en su
decurso, sucesivas guerras civiles. Quizás influyó en ello el que Co-
lombia era otro de los países donde la riqueza de la Iglesia era muy
considerable. Los conservadores, como en el resto del continente,
serán sus defensores, mientras que los liberales intentarán seculari-
zar parte de sus bienes.
El tema que formalmente enfrentaba a conservadores y liberales
era el típico de la época: proyecto moderno, aunque dependiente,
que incluía la laicización de la sociedad, versus un proyecto tradicio-
nal que, aunque estaba vinculado al mercado mundial, le otorgaba
a la Iglesia un lugar prominente en el orden social y político. La
cuestión de fondo, como en todas partes era, sin embargo, la de la
construcción de un orden institucional que le diera garantías a todas
las fracciones oligárquicas.
En 1849 los liberales, que contaban con el apoyo de una abun-
dante intelectualidad influida por el liberalismo francés, ganaron las
elecciones presidenciales, producto de lo cual se estableció el go-
bierno del general José Hilario López, que dio lugar a un acentua-
do reformismo. Fue así como se estableció la libertad religiosa, se

128
expulsó a los jesuitas, se creó el registro civil, se abolió la esclavitud,
se estableció la libertad de prensa y culto, se abolió el estanco sobre
el tabaco, se bajaron sustancialmente los aranceles –con el corres-
pondiente perjuicio de los artesanos– y, se elaboró una nueva Cons-
titución (1853) que consagraba los principios liberales.
No es menos cierto que entre los propios liberales el celo refor-
mista no era igual. En sus filas, en efecto, pronto se destacó una ten-
dencia moderada(los gólgota) que diferenciándose del ala doctrina-
ria (los draconianos) tendió a confluir con los conservadores. Estos,
a su vez, terminaron rebelándose en contra del referido reformismo
liberal, pero fueron prontamente derrotados, pues los liberales con-
taban con el apoyo del ejército.
En los años siguientes, superada la mencionada sublevación, el
enfrentamiento entre conservadores y liberales continuó. Unos y
otros se alternaron en el gobierno, aunque por vía legal. En 1858,
bajo el presidente conservador Mariano Ospina, elegido el año an-
terior, el país tomó el nombre de Confederación Granadina, estruc-
turándose federalmente en ocho Estados. También se permitió el
regreso de los jesuitas, a los que se dieron una serie de garantías.
Pronto, sin embargo, se produjo un levantamiento armado de los li-
berales, dando lugar a la correspondiente guerra civil. En 1861, bajo
el liderazgo de Tomás Cipriano de Mosquera –un ex conservador–
los liberales se impusieron. Entonces, los bienes de la iglesia fueron
expropiados y rematados por el gobierno, lo que, como en México,
redundó en que las tierras eclesiásticas fueron adquiridas por los
terratenientes, con la correspondiente concentración adicional de la
propiedad territorial en sus manos, al tiempo que los jesuitas eran
nuevamente expulsados. En 1864 se promulgó una nueva Constitu-
ción que le cambió el nombre del país, el que tomó el de Estados
Unidos de Colombia. Se inició así el llamado decenio liberal.
Los años siguientes se caracterizaron por sucesivas conspiracio-
nes y enfrentamientos –incluso armados– entre conservadores y li-
berales, los que ponían de manifiesto las dificultades existente para que
las distintas fracciones oligárquicas llegaran a acuerdo. Formalmente,

129
el tema de la desunión era el referente a la Iglesia. Pero, como se
dijo, el problema de fondo era la de la construcción de un orden
institucional que diera plenas garantías a todos los segmentos de la
oligarquía.

7.4 Venezuela: liberalismo y autoritarismo

En Venezuela el conflicto más importante que a la fecha se dio


era el que enfrentaba a las oligarquías del interior –partidarias del fe-
deralismo– con la de Caracas y la costa. Fue como parte del mismo
conflicto que, entre 1859 y 1863, se desarrolló la llamada Guerra
federal, que terminó con un acuerdo que firmaran el viejo caudillo
conservador José Antonio Páez y Manuel Falcón, liberal. Como
producto de este acuerdo se reunió una Asamblea Constituyente
de la cual saldrá una Constitución (1863) que federalizó a Caracas,
dándole la presidencia a Falcón.
Lo que en realidad se buscaba era un acuerdo entre federales y
centralistas, entre las oligarquías de las provincias interiores y las de
Caracas y la costa.
El acuerdo arriba referido no duró mucho. En efecto: Falcón fue
derrocado por José Tadeo Monagas, que representaba a los segmen-
tos más conservadores de la oligarquía. En los años siguientes, se
sucedieron los enfrentamientos entre conservadores y liberales. En
1870 Monagas fue derrocado por Antonio Guzmán Blanco, quien
había sido vicepresidente del gobierno de Falcón. Se inauguró así
el denominado “septenio” (1870-1877), a lo largo del cual Guzmán
Blanco instauró una dictadura de corte laico. Durante su ascenso, y
en virtud de la crítica que llevara a cabo de los sectores altos de la
sociedad, había concitado el apoyo popular. Pero cuando asumió el
poder, gobernó según los intereses de los primeros.
En todo caso, bajo formas autoritarias, Guzmán Blanco llevó a
cabo iniciativas que fueron estructurando un Estado oligárquico
modernizador. Así, realizó considerables inversiones en medios
de transporte; impulsó la codificación jurídica; la organización del

130
sistema educacional; instauró el matrimonio civil y los cementerios
laicos; y suprimió órdenes religiosas, etc.
En Venezuela, no obstante, durante la segunda mitad del siglo
XIX, no se logró la estructuración de un orden constitucional en
forma. La conformación del Estado se fue verificando mediante la
acción de líderes personalistas, verdaderas dictaduras, como la de
Guzmán Blanco. Esto será así hasta finales de siglo, prolongándose
durante los comienzos del siglo siguiente.

7.5 Ecuador: un conservadurismo teocrático

En este país, las luchas interoligárquicas tuvieron un carácter más


marcadamente religioso que en los otros. El antagonismo más im-
portante fue el que se verificó entre la oligarquía serrana –más tra-
dicional y conservadora– y la costeña, liberal, donde predominaban
los comerciantes y terratenientes plantadores que exportaban sus
productos al mercado exterior.
Otra característica importante que hay que anotar en relación al
caso ecuatoriano es la referida al particular peso político que en este
país fue adquiriendo el clero, el que llegó a incidir considerablemen-
te en las medidas que adoptaran los gobernantes conservadores.
Ejemplo de ello fue la voluntad del presidente Diego Noboa de in-
vadir Colombia con motivo de la expulsión de los jesuitas, realizada
allí por el gobierno del presidente liberal José Hilario López.
A lo largo de la década de los cincuenta en Ecuador, como en
otros lugares de América, se sucedieron violentos enfrentamientos
entre conservadores y liberales, con su correspondiente resultado
de inestabilidad. De esos enfrentamientos terminó emergiendo la
fuerte figura de Gabriel García Moreno, quien ya en 1859 dominó la
situación. Dos años después, en 1861, García fue elegido presidente
de la República, dando lugar a un régimen de claros visos teocráticos.
Hay que subrayar que García Moreno poseía una fuerte forma-
ción en teología aunque, a la vez, no estaba exento de estudios cien-
tíficos, que adquirió en Francia. Sin perjuicio de ello, en la práctica se

131
hallaba completamente alineado a la Iglesia. Fue así como, el mismo
año en que asumiera el cargo de presidente de la República, firmó
un Concordato con la Santa Sede mediante el cual el país renuncia-
ba a su derecho de patronato en beneficio de Roma. Paralelamente,
García Moreno entregó la educación a órdenes religiosas, particular-
mente a los jesuitas. Pretendió así llevar a cabo una labor civilizadora
y de progreso, pero bajo dirección católica. Ello debía traducirse
en “civilizar” a los pueblos indígenas, respecto de quienes tenía un
bajo concepto. Su proyecto más vasto, sin embargo, consistió en la
incorporación del Ecuador al Imperio católico con que soñaba Na-
poleón III. En todo caso, como el principal esfuerzo que este último
realizara en América se concentraba en México, Ecuador recibió al
respecto una atención muy menor.
La oposición liberal al gobierno de Gabriel García Moreno fue
enérgica. A ella el gobierno respondió con no menos enérgicas me-
didas represivas, expresadas en encarcelamientos y destierros. La
principal figura intelectual que se opuso al gobierno de García Mo-
reno fue el escritor liberal Juan Montalvo, el que fuera víctima de
incontables medidas de acoso.
Por otra parte, el apoyo que el presidente liberal de Colombia
–Mosquera– proporcionara a la resistencia de los liberales ecuatoria-
nos, llevó a García Moreno a invadir el sur de ese país.
Cumplido su periodo presidencial (1861-1865), a García Moreno
le sucedió Jerónimo Carrión, aunque tras bambalinas García siguió
manejando los hilos de la política ecuatoriana. Volvería al gobierno
en 1869.
Durante su segunda administración, García Moreno acentuó los
rasgos teocráticos de su gobierno. Fue así como la educación pasó
entonces totalmente a manos de sacerdotes, especialmente france-
ses; el episcopado intervino en la expurgación de todas las leyes
que contradijeran al Concordato; se restablecieron los tribunales
eclesiásticos; se clausuró la Universidad de Quito y se agregó una
cláusula a la Constitución que establecía que la profesión de fe ca-
tólica era la condición para tener derechos políticos. García Moreno

132
consideraba que esta medida era indispensable a los efectos de crear
una concepción común en la población que permitiera superar la
heterogeneidad que en todos los otros aspectos caracterizaba al país.
En esta misma línea, en 1873 Ecuador fue consagrado al Corazón
de Jesús.
Por otra parte, durante la administración de García Moreno se
llevaron a cabo importantes obras públicas, indispensables para la
integración de la economía ecuatoriana al mercado mundial dirigido
por Inglaterra. Entre esas obras destaca el tendido de líneas férreas,
particularmente las que conectaban Quito con Guayaquil.
En febrero de 1875, García Moreno –al que los liberales califica-
ban de “fanático religioso”– fue asesinado por ciertos grupos de sus
oponentes. Quienes lo sucedieron, siempre conservadores, termina-
ron atenuando significativamente el rigor teológico de los años pre-
vios. Con ello no consiguieron, sin embargo, superar los profundos
odios que se habían instalado en el país, ni tampoco el antagonismo
entre la oligarquía serrana y la costeña, con sus respectivas clientelas,
en parte provenientes de las clases subalternas.

7.6 Cuba: los inicios de la lucha por la independencia

Junto a Puerto Rico, Cuba era la última posesión que le quedaba


a España en América Latina. Se trataba de una colonia cuya econo-
mía estaba basada en el latifundio, que sobre todo producía y expor-
taba azúcar, la que era elaborada con el trabajo de esclavos negros.
La clase latifundista estaba compuesta tanto por criollos como por
peninsulares, siendo estos últimos quienes controlaban el comercio
exterior.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, el sistema colonial en
Cuba empezó a incubar una profunda crisis. Para entonces, la opo-
sición entre la clase terrateniente criolla y los colonos españoles em-
pezó a manifestarse cada vez con más claridad. También aumentó el
rechazo local a las autoridades metropolitanas.

133
En ese marco, no fue casualidad que, al menos desde media-
dos de siglo, en la isla se fueran perfilando soterrados movimien-
tos conspirativos, siempre reprimidos y aplastados por la autoridad,
normalmente ejecutando a los implicados.
No es menos cierto que también hubo intentos intra sistémicos
orientados a reformar el régimen colonial. Su más importante ex-
presión estuvo constituida por la iniciativa de Francisco Frías, quien
fundó una organización que solicitó a las autoridades que a Cuba se
le reconocieran las mismas prerrogativas que disfrutaba cualquier
otra provincia española de la península (1865).Esta estrategia, sin
embargo, no rindió fruto alguno –como no fuera el desengaño– y,
por lo mismo, contribuyó a que muchos concluyeran en que la única
reivindicación posible era la lucha por la independencia.
Fue precisamente ese objetivo el que se propuso Carlos Manuel
Céspedes, un terrateniente criollo quien, en 1868, junto con ma-
numitir a sus esclavos, lanzó el “grito de Yara”, a través del cual
proclamó la independencia cubana, en función de lo cual inició de
inmediato una resistencia armada en contra del poder español. La
rebelión de Céspedes prendió en otros lugares del territorio, dan-
do lugar a que, con sus distintos partícipes, se formara un Comité
de Gobierno. Dicha rebelión tuvo también un importante correlato
popular, expresado en la guerra de guerrillas que llevaran a cabo
los denominados “mambises”, negros que habían desertado de su
condición de esclavos.
Entre las cúpulas independentistas, no obstante, pronto se desa-
taron querellas, que en buena medida giraban en torno al tema de la
conducción del movimiento. En la zona oriental de la isla, Céspedes
fue proclamado como presidente de la República. Poco después, en
1869, se constituyó la Asamblea republicana de Camagüey, la que
declaró abolida la esclavitud, cuestión que hizo posible la incorpora-
ción de muchos esclavos a la lucha independentista.
En 1874, después de haber renunciado a su título de presiden-
te de la República, Céspedes murió en combate. Las autoridades
españolas, mientras tanto, extremaban la represión, al tiempo que

134
las disensiones entre las elites del movimiento independentista no
cesaban, debilitándolo, pese a que obtuviera ciertas victorias milita-
res. En esas circunstancias, las cúpulas criollas decidieron negociar
con el gobierno español, lo cual se tradujo en la firma del Pacto de
Zanjón (1878). Este contempló un amplio indulto para los rebeldes,
ratificó la libertad de los esclavos y estableció que se daría un trato
igualitario a Cuba y Puerto Rico.
El pacto de Zanjón reconoció la existencia jurídica de los cuba-
nos, en particular de su clase alta, terrateniente. Tal cosa le permitió
a esta organizarse políticamente, creando un Partido Liberal. La po-
blación española peninsular, por su parte, creó otro partido, deno-
minado Unión Constitucional. Ambos pudieron elegir diputados a
las Cortes de Madrid. De este modo, el autonomismo de las elites
cubanas se vio fortalecido.
En todo caso, el Pacto de Zanjón no fue reconocido por todos
los que se habían embarcado en la resistencia armada, siendo, en
efecto, rechazado por un sector suyo, que dirigido por el general
negro, Antonio Maceo, decidió continuar con la lucha. Sin embargo,
no obtendrán éxito, al menos en lo inmediato.

7.7 Argentina: superación del caudillismo y estructuración del Estado

En este país, el proceso de estructuración del Estado oligárquico


adoptó características distintas a los casos referidos arriba. Desde ya,
las fracciones de la oligarquía no se hallaban agrupadas en liberales y
conservadores, al tiempo que el tema de la Iglesia estaba ausente de
los debates; en parte debido a que aquí ella no poseía grandes rique-
zas. El conflicto fundamental, en cambio, se daba entre unitarios,
que representaban a la oligarquía de Buenos Aires, y federalistas,
que eran expresión de los intereses de las provincias del interior.
Más aún, Argentina, como tal, ni siquiera estaba constituida. Lo que
existía era la “Confederación del Río de la Plata”, que articulaba muy
laxamente a distintas provincias que gozaban de considerable auto-
nomía, las que, a su vez, le otorgaban a Buenos Aires la facultad de

135
representarlas en el exterior. Hasta 1852, la Confederación estuvo
bajo el poder de Juan Manuel de Rosas. Ese año Rosas fue depuesto,
ello luego que Justo José Urquiza, a la cabeza del llamado “ejército
grande”, lo derrotara en la batalla de Monte Casero.
Asumiendo el gobierno, Urquiza se mostró muy receptivo a los
planteamientos que en su libro Bases y puntos de partida para la or-
ganización política de la república argentina (1852) hiciera Juan Bautista
Alberdi. Como es sabido, en este texto Alberdi, bajo la consigna de
“gobernar es poblar”, argumentó la necesidad de cimentar el desa-
rrollo argentino en una amplia inmigración anglosajona, la articu-
lación del territorio en base al ferrocarril y en la apertura del país
a Inglaterra, a sus créditos y cultura, todo ello garantizado por una
especie de liberalismo autoritario (la “república posible”). Urquiza
alabó esta propuesta y manifestó su voluntad de avanzar hacia su
materialización.
Por otra parte, Urquiza aspiró a gobernar con el apoyo de los
gobernadores provinciales que antes adhirieran a Rosas. En un prin-
cipio lo consiguió: los caudillos provinciales efectivamente lo apoya-
ron, tal como lo habían hecho con el caído dictador.
El mismo año de 1852, a los efectos de estructurar la nueva
institucionalidad, en la ciudad de San Nicolás fue convocada una
Asamblea Constituyente. En ella se acordó que los recursos nacio-
nales se distribuirían proporcionalmente entre todas las provincias y
que la navegación por los ríos Paraná y Uruguay sería libre. Luego,
la Asamblea Nacional –donde predominaran claramente las ideas
liberal-republicanas– elaboró una Constitución (1853), que le dio al
país una estructura federal.
Sin embargo, la oligarquía liberal de Buenos Aires y sus políticos,
no quedaron conformes con esta Carta Fundamental. En 1854 de-
clararon que no la acatarían y que se separaban de la Confederación.
Buenos Aires era a la fecha una ciudad que había prosperado
mucho, y que seguía haciéndolo, en gran parte gracias a las expor-
taciones de lanas y cueros. No le era fácil compartir su prosperidad
con las provincias del interior, que eran mucho más pobres.

136
Como producto de la secesión de Buenos Aires, el país quedó
con dos gobiernos. Para las provincias tal cosa era grave puesto que
sin Buenos Aires quedaban sin conexión con el exterior, con todos
los negativos efectos económicos que esto involucraba. De allí que
no pudieran avenirse con esta realidad.
Inglaterra y Francia apoyaron a la Confederación, sobre todo te-
niendo en cuenta que esta había acordado la libre navegación de los
ríos, cuestión que les permitiría a los comerciantes ingleses abrir los
mercados del interior. Dicho apoyo se manifestó, entre otras cosas,
en préstamos de dinero, lo que fue haciendo a la Confederación
cada vez más dependiente.
Las tensiones entre Buenos Aires y el interior se fueron acumu-
lando hasta que en 1859 dieron lugar a una breve guerra civil en
la cual las provincias se impusieron al puerto. Este debió entonces
declarar que formaba parte de la Confederación y que respetaría la
Constitución de 1853.
La Confederación, en todo caso, no era sólida: estaba sujeta a los
pactos y las lealtades entre los estados, lo que equivalía a los distintos
grupos oligárquicos regionales.
En 1861, y en medio de las tensiones entre aquellos, se verifi-
có un nuevo enfrentamiento entre Buenos Aires y las provincias
del interior, el cual, una vez más, devino en una breve guerra civil.
En esta oportunidad, en la batalla de Pavón, se impuso Buenos Ai-
res. Como producto de tal desenlace, se constituyó en el puerto un
nuevo Parlamento, de mayoría liberal, que eligió a Bartolomé Mitre
como presidente de la nación.
Lejos de insistir en una política secesionista, la gran tarea de
Mitre –que contó con el apoyo de la oligarquía liberal de Buenos
Aires– fue enfrentar y derrotar a los caudillos del interior y lograr
un acuerdo con las oligarquías provinciales, lo que equivalía a con-
figurar el Estado nacional. Consiguió lo primero, y en función de lo
segundo gobernó no como un jefe de facción, sino como el garante
de los intereses de todas las fracciones oligárquicas del país, con las
que intentaba llegar a un consenso que debía tener su expresión en

137
las instituciones del Estado. Mitre también llevó a cabo un programa
de obras públicas: tendió líneas férreas, a la par que estimuló el co-
mercio y las exportaciones. En suma, avanzó en la implementación
del Estado oligárquico inserto en la economía mundial dirigida por
Inglaterra, la cual, por otro lado, cada vez penetraba más a la eco-
nomía argentina.
Al gobierno de Mitre siguió el de Domingo Faustino Sarmiento
(1868-1874), quien obtuvo nuevos éxitos en la extirpación de los
caudillos del interior. Adicionalmente, materializó otros elementos
que eran necesarios para la configuración de un Estado oligárqui-
co sólido en el cual las diferencias existentes entre las distintas
fracciones oligárquicas pudieran procesarse dentro de una insti-
tucionalidad universalmente reconocida y legitimada, y que diera
garantías a todos.
Sarmiento, por otra parte, construyó no solo vías férreas y fo-
mentó la inmigración, sino que también consolidó al país desde el
punto de vista legal, promulgando los códigos requeridos por el
proyecto de modernización oligárquico, sobre todo el civil. A eso se
agrega el tema educacional: si para Alberdi gobernar era “poblar”,
para Sarmiento gobernar era “educar”. A tales efectos, dio un par-
ticular énfasis a la educación primaria, que debía traducirse en pro-
porcionar una formación básica a las mayorías populares.
Sobre una obra en parte consolidada, al gobierno de Sarmiento
le seguirá el de Avellaneda (1874-1880). Este, por su parte, imple-
mentará otro elemento importante requerido por el Estado oligár-
quico. A saber, la expropiación de tierras a los indígenas, lo que en
este caso operó a través de la llamada “guerra del desierto”. Avella-
neda, por otra parte, federalizó a Buenos Aires, con lo cual creó las
condiciones para superar las luchas con elementos del interior que
aún persistían.
A estas alturas, el Estado oligárquico argentino se había estruc-
turado. Desde los ochenta en adelante no hará más que entrar en su
apogeo.

138
7.8 Uruguay: lento avance hacia la estructuración del Estado

Cuando, en 1851, junto a los sitiadores de Montevideo, Oribe


capituló, cerrando la “guerra grande”, se inició una nueva etapa en
la historia de Uruguay. Esta se caracterizó por la anarquía de los
caudillos, que impedían una normalización institucional, mientras
que la oligarquía se estructuraba en dos bandos: los blancos y los
colorados. Los primeros, de tendencia conservadora, tenían su arrai-
go en las zonas rurales, mientras que lo segundos, de inclinaciones
liberales, en las urbanas. Ambos grupos, como en otros países de la
región, se disputaban el poder, muchas veces a través de caudillos y
enfrentamientos armados, que asolaron sobre todo al campo.
Una de las particularidades de la vida política uruguaya fue la
permanente intromisión en ella por parte de fuerzas brasileñas y
también argentinas, que intentaban favorecer a las fuerzas internas
que les eran más funcionales.
En el plano económico, el país giraba en torno a una economía
exportadora de cueros, lana y carne. Desde el punto de vista de-
mográfico, se caracterizó por recibir una temprana y considerable
inmigración europea.
Uno de los fenómenos que a la fecha más conmovió a la socie-
dad uruguaya fue la participación del país en la Triple alianza, junto a
Brasil y Argentina, lo que la llevó a participar en la guerra en contra
de Paraguay, el que fue vencido solo después de cinco años de des-
esperada resistencia (1865-1870). El desenlace del conflicto, al abrir
el río Paraguay a la navegación internacional, permitió que Montevi-
deo ganara en importancia comercial, aunque, por otro lado, el país
quedó más endeudado y dependiente de Inglaterra.
Después de la guerra tripartita, las pugnas interoligárquicas, con
su correspondiente inestabilidad, continuaron. Ante ello, en 1876,
se estableció la dictadura del general Lorenzo Latorre, de tendencia
más bien liberal, la que recibió el apoyo de los hacendados del in-
terior y de los comerciantes exportadores. La dictadura del general
Latorre se extendió hasta 1880, logrando temporalmente pacificar

139
al país, haciendo posible cierta prosperidad económica y avance en
la configuración del Estado oligárquico.

7.9 Chile: una oligarquía homogénea y un orden institucional estable

Como se adelantó en el capítulo anterior, Chile era, dentro de la


ex América española, el país que había conseguido una más tempra-
na estabilidad política, estructurando en un corto tiempo su Estado.
Ello fue obra de la alianza entre la clase terrateniente de la zona cen-
tral –clase homogénea y de intereses comunes– y la Iglesia. Bajo el
liderazgo de Portales, no sin guerra civil de por medio (1829-1830),
ese Estado se caracterizó por su autoritarismo y su centralismo, que
no permitía la participación en él de las oligarquías provinciales.
En ese marco, Chile experimentó un periodo de prosperidad
económica, signado por la exportación de trigo a California y por el
desarrollo de la minería de plata y cobre en el norte.
Este desarrollo trajo un resultado fundamental. A saber, la di-
versificación de la clase alta. En el norte, en efecto, y en torno a las
explotaciones de plata y cobre, surgirá una enriquecida burguesía
minera.
Otra transformación importante que entonces se produjo fue la
formación de un estrato intelectual, muy estimulado por la funda-
ción de la Universidad de Chile (1842) y la emigración argentina
que huía de la dictadura de Rosas. Este estrato, para el cual no había
lugar en la administración del país, se definió como liberal, y pronto
colisionará con el orden conservador predominante.
La sucesión del presidente Bulnes (1841-1851) marcará una co-
yuntura en la cual estallarán ciertas contradicciones que –dado el
proceso de modernización en curso– habían venido madurando.
Esas contradicciones se hallaban vinculadas a la ya referida diversifica-
ción de la clase alta, y además, al renaciente rechazo que las oligarquías
provinciales, particularmente del sur (Concepción), más la burguesía
minera del norte, manifestarán a la omnipotencia de Santiago, esto
es, a la oligarquía terrateniente del centro. A tales fuerzas hay que

140
sumar el renacimiento que experimentará liberalismo santiaguino,
expresado en la participación de cierta intelectualidad en la política,
la que se aliará a los grupos de artesanos, incluso promoviendo su
organización, bajo el influjo de los sucesos de 1848 en Francia. En
este quehacer sobresalieron las figuras Francisco Bilbao y Santiago
Arcos, quienes formaron la “Sociedad de la Igualdad”, organización
masiva de base social artesana.
En 1850, la oposición provinciana y el liberalismo santiaguino
confluyeron oponiéndose a la sucesión conservadora de Bulnes, la
que debía materializarse en la persona de Manuel Montt. El resul-
tado fue una breve guerra civil, con su correspondiente frustrado
motín militar (1851). Los conservadores triunfantes pudieron así
imponer a Montt.
Los dos gobiernos que este último encabezara (1851-1861) fue-
ron fructíferos en modernizaciones, las que eran indispensables
para el Estado oligárquico, con su consiguiente economía mono-
exportadora dependiente. Al respecto, cabe destacar los inicios de
la construcción de la red ferroviaria destinada a vertebrar al país de
norte a sur, a lo que se suma la conexión ferroviaria entre Santiago
y Valparaíso. En el norte ya existía un ferrocarril que unía el puerto
de Caldera con Copiapó, importante para la economía minera ex-
portadora de la zona.
Más allá de eso, la obra modernizadora de Montt –de clara pers-
pectiva capitalista– tuvo otras facetas, como la formación del primer
Banco del país (el Banco de descuentos de Valparaíso), la creación
de la Bolsa de comercio, el aparecimiento de las sociedades por ac-
ciones y la creación de la Compañía Sudamericana de Vapores, que
unió a Valparaíso con Liverpool. A lo dicho se agrega una impor-
tante obra codificadora, que tuvo su expresión principal en la ela-
boración del Código Civil, por Andrés Bello, texto que normaba
todas las relaciones posibles entre los individuos dentro de un con-
cepto atomista de sociedad. Fueron así suprimidos los mayorazgos,
al tiempo que se empezaban a elaborar los primeros lineamientos

141
orientados a arrebatarle sus tierras al pueblo mapuche que vivía en
el sur del país.
Sin perjuicio de lo anterior, el grupo gobernante (o “partido del
orden”, como lo denomina cierta historiografía) que apoyaba al go-
bierno de Montt, terminará dividiéndose durante la segunda admi-
nistración de este. La causa fue la discrepancia que se planteó entre
sus miembros en cuanto a las relaciones que debían existir entre el
Estado y la Iglesia. En torno a Montt se nuclearon los que postu-
laban la primacía del Estado fuerte, al cual la autoridad eclesiástica
debía someterse. El otro sector defendía las prerrogativas eclesiás-
ticas. La ruptura entre ambos sectores se tradujo en la formación
de sendos partidos políticos: los nacionales o “Monttvaristas”, y los
conservadores, que se irán convirtiendo en un verdadero partido de
la Iglesia. La separación tenía cierto trasfondo social por cuanto el
Partido Nacional apareció vinculado a hombres del sector financie-
ro, muchos de ellos sin antecedentes familiares (los “hombres nue-
vos”), mientras que los conservadores se hallaban orgánicamente
ligados a las familias terratenientes, de cultura católica tradicional.
El gobierno quedó en manos del Partido Nacional Monttvarista,
mientras que los conservadores pasaron a la oposición, donde se
acercaron a los antiguos liberales, asumiendo muchos de sus plan-
teamientos políticos, particularmente con miras de luchar por el de-
bilitamiento del autoritarismo presidencial que antes apoyaran, vira-
je que realizaron con el fin de defender la autonomía de la Iglesia,
amenazada por dicho autoritarismo. Se configuraba así un nuevo
alineamiento entre las fracciones oligárquicas y, por tanto, una nueva
correlación de fuerzas.
Esta se hizo valer del todo a propósito del tema de la sucesión
de Montt, que debía operar en la persona de su ministro Antonio
Varas. La férrea oposición de conservadores, liberales y de las oli-
garquías provinciales a la misma se tradujo en conspiraciones que
desembocaron en una nueva guerra civil, la de 1859, nuevamente
ganada por las fuerzas gubernamentales.

142
Sin embargo, en la situación post bélica prevalecerán los intere-
ses comunes de las distintas fracciones oligárquicas, los cuales con-
sistían en la economía de exportación, de la que unos y otros se
beneficiaban. De allí que vencedores y vencidos se allanaran a un
acuerdo. Este estipuló que para la sucesión de Montt se presentaría
un candidato de consenso, bajo cuyo gobierno se darían garantías a
todas las fracciones oligárquicas. Ese candidato resultó siendo José
Joaquín Pérez, ubicado en las filas del Partido Nacional, pero que
era conocido por su espíritu tolerante y dialoguista.
José Joaquín Pérez, como sus antecesores, gobernó dos periodos
(1861-1871). Durante este lapso se produjeron cambios políticos
muy de fondo, en primer término, se estableció formalmente el sis-
tema de partidos, el que operaría al interior del Congreso.
Dada tal situación, el presidente, en adelante, debió gobernar con
el apoyo de uno o más partidos, con cuyos miembros debía con-
formar su gabinete. Los otros partidos quedarían en la oposición.
Los intereses de las distintas fracciones oligárquicas se expresarían
a través del sistema partidario, y se negociarían al interior del Parla-
mento. En resumen, el epítome del liberalismo oligárquico.
Pérez en un comienzo gobernó con el Partido Nacional. Luego
lo haría con la “Fusión Liberal-Conservadora”. Bajo su mandato se
declaró la libertad de cultos y se puso fin a la reelección del presi-
dente. Se debilitaba así la figura del primer mandatario (y su corres-
pondiente autoritarismo), y se fortalecía el rol del Parlamento y de
los partidos.
El gobierno de Pérez es también importante por cuanto enton-
ces se desplegó la guerra que el Estado chileno llevó a cabo en con-
tra del pueblo mapuche, la que culminará años después.
En 1871 asumió la presidencia Federico Errázuriz Zañartu. Bajo
su administración hizo crisis la Fusión Liberal-Conservadora, crisis
que estalló motivada por las graves diferencias que se plantearon
entre ambos partidos en torno al sistema educacional. Con ante-
lación, del Partido Liberal se había escindido un sector doctrinario
que rechazaba la prolongación de la alianza con los conservadores,

143
dando origen al Partido Radical. Ante la crisis de la Fusión, los con-
servadores salieron del gobierno, y entraron los radicales. Se confor-
mó así un ministerio de Alianza Liberal, que predominaría durante
los decenios siguientes. Bajo estos gobiernos se puso fin al sistema
electoral censitario y se estableció el derecho a voto para todos los
hombres que supieran leer y escribir.
El otro aspecto relevante de este periodo consistió en el des-
pliegue del espíritu “pionero” entre ciertos individuos de la clase
alta no tradicional. Ello se tradujo en incursiones de grupos em-
presariales: en el norte, en la minería del cobre, y en el sur, en la
del carbón. Pronto, las actividades de estos grupos rebasarían las
fronteras nacionales, llevando a cabo inversiones en territorio bo-
liviano, especialmente en la industria del salitre. Hacia allá, desde
el sur del país, se verificó un importante movimiento migratorio
que dará origen a concentraciones de trabajadores asalariados, ex-
presiones de un no menos importante desarrollo del capitalismo
(de enclave) en la zona.
Por último, hay que decir que la economía chilena durante este
lapso experimentó una clara bonanza, la que enriqueció sustan-
cialmente a los grupos oligárquicos, no así a las restantes clases
sociales. Esta bonanza –como resultado de la crisis mundial que
entonces afectara al capitalismo– llegará a su fin durante la segun-
da mitad de la década de los setenta. El país solo pudo remontarla
a través del desenlace que experimentará la Guerra del Pacífico
contra Bolivia y Perú, la que, por razones que luego se explicarán,
estallara en 1879.

7.10 Brasil: hacia la crisis del Imperio

Según viéramos en el capítulo anterior, Brasil representó un caso


muy distinto dentro de Latinoamérica, sobre todo por su régimen
monárquico. Este régimen –resultante de las particularidades que
adoptara la independencia del país– impidió que se diera en su terri-
torio un periodo de “anarquía”, como fuera lo propio de los otros

144
países de la región, regulando desde un comienzo las relaciones en-
tre las distintas fracciones de la oligarquía e institucionalizando sus
conflictos. De hecho, el rol del emperador consistía en dar garantías
a todas ellas. Es decir, en representar el interés del conjunto de la oli-
garquía por sobre los intereses de tal o cual fracción de la misma, lo
que no obstaba a que las diferentes fracciones oligárquicas actuaran
como grupos de presión sobre el monarca.
En este marco, el emperador no intervenía en la política contin-
gente, la que quedaba a cargo del ministerio, y se limitaba a jugar
un rol moderador. Nominaba su gabinete –que respondía ante la
mayoría parlamentaria– apoyándose en el partido de mayor repre-
sentación en la Cámara Baja. Dentro de sus funciones figuraba la de
disolver el Parlamento y convocar a nuevas elecciones en caso de no
lograr acuerdo frente a temas relevantes. De este modo, el régimen
político era una especie de monarquía al estilo inglés, en la cual la
Cámara Baja era elegida por voto censitario y el Senado era designa-
do por el emperador.
En todo caso, al igual que en el resto de Latinoamérica, en Brasil
los grupos oligárquicos, más allá de sus intereses locales, se agru-
paron en conservadores y liberales, siendo estos últimos los pre-
dominantes. Los temas que los separaban se referían a la posición
frente a la Iglesia, el referente al centralismo versus las autonomías
provinciales y la esclavitud.
Dentro de la señalada lógica, en el Imperio brasileño se sucedían
gobiernos conservadores y liberales, aunque en ocasiones el gabine-
te podía ser mixto.
No está demás puntualizar que fue bajo un gabinete conservador
que Brasil hizo el pacto con el general Urquiza dirigido al derroca-
miento de Rosas en Argentina.
Uno de los aspectos principales de la política brasileña durante la
segunda mitad del siglo XIX fue la cuestión de la esclavitud. Por un
lado, esta era vista –sobre todo en los centros urbanos e intelectua-
les, así como entre el grueso de los liberales– como algo anacrónico
e inhumano. Pero, por el otro, entre los señores de las haciendas, se

145
la consideraba como una institución necesaria. Téngase en cuenta
que por entonces los esclavos eran la mano de obra principal en los
ingenios azucareros y en la producción de algodón, y luego en la
producción cafetalera, que terminó siendo la más importante.
En 1850 en Brasil había dos millones y medio de esclavos. En
1874 esa cantidad había bajado a un millón, y seguiría disminuyendo
en los años siguientes12. La solución moderna, claro está, no era otra
que la sustitución de la esclavitud por el régimen asalariado.
Los conservadores, a diferencia de los liberales, eran contrarios a
la abolición general del trabajo esclavo. Había, por otra parte, quie-
nes eran partidarios de su extinción gradual, con la correspondiente
indemnización a los dueños. El emperador Pedro II era partidario
de esta fórmula: no postulaba la abolición general e inmediata para
no entrar en colisión con los señores de los ingenios.
En este marco, en 1871 se promulgó una ley que estableció la
libertad de los hijos de los esclavos, evidenciando con ello que la
esclavitud se batía en retirada, no sin provocar fuertes resistencias
entre los hacendados, las cuales tensionaron seriamente la vida del
país.
Los militares no fueron inmunes a las tensiones y malestares que
cruzaban a la sociedad brasileña de la época. La guerra de la Triple
Alianza (1865-1870), donde el ejército jugara un rol prominente,
había dado un peso adicional a los uniformados. Pronto en sus filas
empezaron a penetrar las ideas positivistas que se extendían entre
amplios sectores intelectuales del país. Así, en el seno de las institu-
ciones armadas se produjo cierta demanda por soluciones moder-
nas que potenciaran al Brasil. En tal perspectiva no solo se empezó
a ver la necesidad de abolir la esclavitud, sino también de avanzar
hacia la República. De tal modo, durante los ochenta, el imperio
entrará en una fase terminal.

12
Halperin Donghi, Tulio. op. cit., p. 274.

146
7.11 Perú: militarismo y civilismo

Desde mediados de siglo XIX en adelante Perú vivió procesos


de modernización complejos y contradictorios, los que todavía no
lograron culminar en un orden constitucional estable.
En el plano económico, el país dispuso de riquezas naturales que
encontraron pronta demanda en el mercado externo, como el guano
y, más tarde, el salitre. El guano fue entregado en consignación a
empresarios ingleses, quienes se encargaron de vender el producto
en el mercado internacional luego de lo cual debían cancelar al Es-
tado peruano ciertos derechos. Pronto el presupuesto del país pasó
a depender de este recurso.
Los ingresos dejados por el guano permitieron financiar obras
importantes. Dentro de ellas cabe mencionar el ferrocarril, del que
Lima pudo disponer en 1850. Del mismo modo fue posible instalar
en esta ciudad un sistema de alumbrado público a gas, al tiempo que
en las costas aparecían los primeros barcos a vapor.
Otras facetas modernizadoras se dieron en el plano jurídico.
Destaca al respecto el Código Civil que fuera promulgado en 1852.
Al igual como sucediera en otros países de la región, mediante él no
solo se crearon las bases jurídicas requeridas por una sociedad mer-
cantil e individualista, sino también las necesarias para la disolución
de las comunidades indígenas. Los gamonales de la sierra, que eran
un verdadero poder fáctico, contaron entonces con facilidades adi-
cionales para apropiarse de las tierras de las comunidades, cosa que
ciertamente venían haciendo desde antes.
Parte de la obra arriba señalada se llevó a cabo bajo el gobierno
de Ramón Castilla (1845-1851). A este le siguió el de José Rufino
Echeñique (1851-1855), durante el cual se verificó la referida codi-
ficación.
Uno de los problemas principales que se produjo bajo la admi-
nistración de Echeñique fue la generalizada corrupción que se ex-
tendiera entre los sectores altos de la sociedad, lo cual sobre todo
operó a propósito de la cuestión de la deuda pública contraída

147
durante el proceso de independencia. Muchos ricos compraron a
vil precio títulos de dicha deuda y se aprestaron luego a cobrarlos al
Estado a precios muy superiores. Como resultado de ello, a costa del
fisco, se formaron grandes fortunas. Prácticas de este tipo no solo
contribuyeron a la crisis fiscal, sino también acarrearon profundos
resentimientos y desprestigio de la autoridad.
Contra tal corrupción dijo alzarse en armas el expresidente Ra-
món Castilla, dando lugar a una corta guerra civil. En el curso de
esta, Castilla procedió a abolir la esclavitud y el tributo indígena.
El objetivo inmediato que perseguía al tomar estas medidas era, en
todo caso, incorporar a los beneficiados por dichas medidas –ne-
gros e indígenas– a sus tropas.
Como resultado, Castilla retornó al gobierno. Procedió entonces
a llevar a cabo una serie de reformas liberales, que encontraron su
expresión principal en la Constitución de 1856, la que estableció el
sufragio universal, eliminó los fueros personales y limitó el poder
del Presidente de la República. Estas reformas abrieron paso a nue-
vos conflictos, expresados en rebeliones impulsadas por los sectores
conservadores, las que fueron enérgicamente reprimidas por Casti-
lla. Este, luego, hizo un giro moderado con el cual, en 1862, finalizó
su periodo.
En los años siguientes, la vida política peruana continuó inesta-
ble, siendo cruzada por enfrentamientos civiles, luego que terminara
la guerra con España.
Por esos años, y bajo el gobierno del coronel José Balta –en el
marco del sempiterno déficit fiscal– la explotación del guano fue,
con exclusividad, concesionada a la casa francesa Dreyfus, en per-
juicio de los concesionarios nacionales que antes habían entrado al
negocio. A cambio de dicha exclusividad, la casa Dreyfus procedió
a otorgarle al gobierno de Lima considerables créditos a fin de que
pudiera enfrentar su difícil situación financiera.
Sin embargo, el Estado no se limitó a endeudarse con la casa Dre-
yfus: también recurrió diversos Bancos europeos. Con tales recursos

148
financió importantes obras públicas, entre las que sobresale la cons-
trucción de vías férreas.
La sucesión del coronel Balta fue conflictiva. Ante ella el núcleo
oligárquico, que se sintió preterido en la cuestión del guano, reac-
cionó bajo la forma de un acentuado antimilitarismo, intentando,
a la vez, apoyarse en el descontento popular, que rechazaba la co-
rrupción reinante. En ese marco, Manuel Pardo organizó al núcleo
oligárquico creando el partido civilista, a cuya cabeza, en 1872, logró
ganar la presidencia de la República. Desde allí intentó llevar a cabo
un campaña de moralización, la que no era sino una forma de en-
frentar a sus enemigos.
Ante la imposibilidad de resolver el tema del endeudamiento del
país, Pardo se vio abocado a tomar dos decisiones de gran impor-
tancia. La primera, en 1875, consistió en decretar el embargo de las
empresas salitreras de Tarapacá, entonces en manos de capitalistas
peruanos e ingleses, a los que se pagó con bonos. El monopolio
estatal del salitre que así se conformaría debía permitir un acopio
de recursos en manos nacionales, los que serían la base de la recu-
peración del país. La segunda medida implementada por Pardo, a
comienzos de 1876, poco antes de terminar su mandato, consistió
en declarar la moratoria de la deuda externa.
Como es evidente, con tales medidas no solo se hirieron los in-
tereses de grandes empresas inglesas dueñas de salitreras y los de
los tenedores británicos de bonos de la deuda, sino que también –y
quizás era lo más grave– se atentaba en contra de la política del im-
perio británico, esto es, de la pax británica, la que, como hemos visto,
tenía uno de sus principales objetivos el mantenimiento global del
free trade, lo que implicaba el rechazo de todo monopolio, más aún si
era fiscal. Se comprenderá entonces por qué el Perú pasó a la fecha
a estar en la mira de Inglaterra.
Una vez que Pardo completó su periodo le sucedió el general
Mariano Ignacio Prado. Pardo, a su vez, en 1878 fue asesinado en
condiciones no aclaradas.

149
Mientras tanto, el modelo monoexportador peruano evolucio-
naba. Además de su considerable dependencia financiera, hay dos
aspectos que sobre el mismo cabe destacar. El primero es el referen-
te a la emergencia de la riqueza salitrera en la zona de Tarapacá, que
podía servir a los efectos de reemplazar la decadencia de guano, más
aún luego de su estatización. El segundo aspecto que cabe destacar
es el que atinge a la recuperación de la agricultura costeña, antes
explotada con mano esclava, y ahora con coolies. Esta agricultura vio
acrecentado su importancia en la economía nacional: en 1878 sus
exportaciones rendían tanto como las salitreras, lo que le daba a la
oligarquía costeña considerable poder e influencia.
Volviendo al tema del salitre, hay que subrayar que, sobre la ma-
teria, el Perú debió encarar la competencia chilena, la que se verificó
no solo en el mercado internacional. En efecto, tuvo también su
expresión en la inmigración de trabajadores chilenos los que no solo
abundaban en Antofagasta, sino también –aunque en menor medi-
da– empezaron a llegar a Tarapacá. Los empresarios chilenos, a su
vez, se hallaban muy vinculados a los ingleses.
Las proyecciones geopolíticas de la mencionada competencia se
hacían cada vez más evidentes. En ese cuadro, y a propuesta de
Bolivia, el Perú optó por firmar con el país altiplánico un tratado
de defensa mutua (1873) por el cual uno y otros debían garantizar
su seguridad, tratado al cual debía sumarse Argentina. La firma de
dicho tratado es uno de los antecedentes de la Guerra del Pacífico,
que estallará en 1879.

7.12 Bolivia: la persistencia del caudillismo

En Bolivia, durante este lapso, la creación de un sólido orden


institucional distó mucho de ser conseguida. Aquí las clases altas
–que en otros países de la región habían sido las organizadoras de
tal orden– fueron incapaces de tomar directamente el control. En su
lugar, el país fue dominado por caudillos, de preferencia militares apo-
yados en el ejército, los cuales se sucedieron con bastante frecuencia,

150
particularmente desde 1871 en adelante, casi siempre como produc-
to de golpes.
Un recuento de los presidentes que Bolivia tuvo durante este
periodo es gráfico al respecto. Los datos son los siguientes: al pre-
sidente Manuel Isidoro Belzú, que gobernara entre 1848 y1855, le
siguió su yerno, Jorge Córdoba, quien en 1857 fue derribado por
José María Linares, el que, a su vez lo fue por sus ministros, dando
paso al gobierno del general José María Achá (1861-1864). A este le
siguió la dictadura del general Mariano Melgarejo, quien fue derro-
cado en 1871. De allí en adelante los presidentes se sucedieron con
vertiginosa frecuencia. Así, el general Agustín Morales, que derroca-
ra a Melgarejo, duró solo un año en el cargo (1871-1872); su sucesor,
Tomás Frías, gobernó al año siguiente (1872-1873); el sucesor de
este, Adolfo Ballivian, lo hizo entre 1873 y1874, siendo derrocado
por su ministro, coronel Hilarión Daza, quien, en fin, abandonó su
cargo en 1879, al comienzo de la Guerra del Pacífico.
La extrema dificultad que tuvo Bolivia para estructurar un orden
institucional se refleja también en que, durante sus primeros cin-
cuenta años de vida independiente, el país tuvo diez Constituciones.
Los factores de esta inestabilidad fueron variados. Por un lado
cabe hacer mención a la debilidad de las clases altas, las que care-
cían de homogeneidad y de una base económica suficiente. A eso se
añade la carencia de recursos fiscales, traducidos en un permanente
déficit, los que, a su vez, reflejaban las limitaciones económicas del
país y la escasa monetarización de su economía. A esto se agrega
una falta de recursos humanos calificados, a lo que se le suma su
gran heterogeneidad cultural y racial, en el marco de un territorio
desconectado y extenso, con gran diversidad geográfica y muy poco
poblado, sobre todo en la costa. Añádase que, dado que la minería
de la plata se hallaba en crisis, y el salitre de Antofagasta fue tem-
pranamente desnacionalizado, el país presentaba dificultades para
insertarse en el mercado mundial.
En este marco cabe situar el problema de la población indígena,
que era la mayoría demográfica. Carente en absoluto de derechos

151
cívicos, a ella en 1830 le había sido repuesta la obligación de cancelar
una contribución al Estado, como en tiempos coloniales, medida
que fue justificada por la debilidad del erario. En 1879 la contribu-
ción indígena financiaba el 24,7% del presupuesto fiscal (en 1832
había llegado a financiar el 45%)13.
Sin perjuicio de lo señalado, a la fecha en el país se llevaron a
cabo ciertas modernizaciones. Así, durante el gobierno de Mariano
Melgarejo se abolió la esclavitud, al tiempo que se intentó suprimir
las comunidades indígenas mediante el remate de sus tierras, inten-
tándose así convertir a los indígenas en propietarios individuales. Tal
cosa dio lugar a sucesivas rebeliones armadas por parte de estos, lo
que contribuyó a la inestabilidad reinante.
En el plano exterior, Bolivia experimentó importantes pérdidas
territoriales. Brasil se apropió de 300.000 kilómetros cuadrados ubi-
cados en la zona tropical, que el país altiplánico consideraba como
propios. Más adelante, al perder Antofagasta, Bolivia quedaría sin
litoral.
Una de las posibilidades de solución a los problemas de Bolivia
residía en el auge que, en la zona de Antofagasta, empezó a tener la
industria del Salitre. Pero los gobiernos decidieron concesionar la
explotación de este recurso a empresas chilenas e inglesas.
En 1878, aguijoneado por el sempiterno déficit fiscal, el gobier-
no boliviano subió en diez centavos los derechos de exportación a
las empresas salitreras de Antofagasta, contraviniendo con ello lo
estipulado en el tratado que en 1874 firmara con Chile. Las empre-
sas chilenas se negaron a cancelar ese aumento y, ante la amenaza
de embargo, acudieron al gobierno de Santiago, quien, en respuesta,
ocupó militarmente Antofagasta. De tal modo se inició la Guerra
del Pacífico, producto de la cual Bolivia no solo perderá su riqueza
salitrera, sino también su litoral.

13
Del Pozo, José. Historia de América Latina y el Caribe.1825-2001. Santiago: LOM, 2002.
p.49.

152
7.13 El Paraguay y la guerra de la Triple Alianza

En Paraguay, a la muerte del doctor Gaspar Rodríguez de Fran-


cia, verificada en 1840, el gobierno pasó a su hijo, Carlos Antonio
López. Este continuó con el esquema de gobierno personalista y
autoritario de su padre, aunque un poco menos estricto. Y, sobre
todo, siguió impulsando un proyecto nacional distinto al del resto
de Latinoamérica: se trataba de un proyecto nacional, independiente
de Europa y, particularmente, de Inglaterra.
Como se dijera en el capítulo anterior, Paraguay fue el único país
latinoamericano que, luego de la independencia, emprendió un de-
sarrollo autónomo, no sujeto al pacto colonial y al free trade que de
hecho regía al resto del continente. En virtud de ello disponía de
una economía cerrada –y, todavía más, una sociedad cerrada– la
que, quizás por lo mismo, había logrado un importante desarrollo
industrial para las condiciones de tiempo y lugar. En efecto, poseía
una industria del hierro, astilleros navales, industria algodonera; ha-
bía introducido el ferrocarril, el telégrafo; poseía una poderosa flota
fluvial que controlaba el curso superior del Río de la Plata; un siste-
ma educacional extendido que contaba con instructores europeos;
tenía su deuda externa saneada; mientras que la mayoría de la tierra
estaba en manos del Estado a través de las llamadas “haciendas de
la patria”. etc. Como lo dice Enrique Amayo, Paraguay era, sin prés-
tamos extranjeros y con control sobre su mercado interno, un caso
atípico de desarrollo independiente en América Latina14, y aparecía
como uno de los países más adelantados del continente. Inglaterra
recelaba de él; particularmente porque le vedaba el acceso a los po-
tenciales mercados del curso superior del Río de la Plata.
Sin embargo, los principales problemas exteriores que enfrentaba
Paraguay se relacionaban con Brasil. Este reivindicaba como suyos

14
Amayo, Enrique. La política británica en la guerra del Pacífico. Lima: Editorial Horizonte,
1988. p.51.

153
extensos territorios, que aunque se hallaban despoblados, Paraguay
consideraba propios.
El conflicto a la larga se resolverá mediante la llamada Guerra de
la Triple Alianza, la que, entre 1865 y 1870, enfrentará a Paraguay
con Brasil, Argentina y Uruguay. A la fecha el gobierno paragua-
yo estaba en manos de Francisco Solano, que lo había asumido en
1862, a la muerte de su padre, Carlos Antonio López.
La guerra estalló luego que Solano López decidiera atacar al Bra-
sil en respuesta a los intentos de este país dirigidos a instalar en
el gobierno de Montevideo al general uruguayo Venancio Flores,
quien era funcional a los intereses de Río de Janeiro. En su ofensiva
en contra del Brasil Solano López, ante la negativa del gobierno
argentino de permitirle trasladar sus tropas por la provincia de Co-
rrientes, procedió a capturar varios barcos de este país luego de lo
cual se dispuso a llevar a cabo su ofensiva. En respuesta, al poco
andar, el primero de mayo de 1865, se firmó el Tratado de la Tri-
ple Alianza entre Argentina, Brasil y Uruguay. La guerra –del todo
asimétrica– que entonces estalló destruyó totalmente al Paraguay el
que, empeñado en resistir hasta el final, terminó perdiendo casi toda
su población masculina. Cinco años duró la guerra, la que finalizó
con la muerte del propio Solano López al frente de sus ya escuálidas
tropas.
Inglaterra se benefició sustancialmente con el triunfo de la Triple
Alianza en la medida en que el desenlace del conflicto abrió el curso
superior del Río de la Plata a sus mercaderes, poniendo fin así a un
modelo de desarrollo contrario a sus intereses. Si bien formalmente
Londres se mantuvo neutral en el conflicto, de hecho apoyó a la
Alianza, particularmente a través de abundantes créditos para adqui-
rir armas, mientras que bloqueaba en Europa todo intento paragua-
yo por adquirir financiamiento y recursos defensivos.
El resultado principal de la guerra consistió en que el Paraguay
quedó abierto al capital y a las mercancías británicas. Los banqueros
ingleses empezaron a invertir en bonos de su deuda pública inser-
tando del todo al país dentro de la economía mundial, convirtién-

154
dolo en un dependiente deudor más de su sistema financiero y mer-
cantil. En este sentido se suele considerar que la verdadera función
histórica del conflicto no consistió sino en terminar de abrir el Río
de la Plata a la economía mundial encabezada por Inglaterra.
Por su parte, los países vencedores –Brasil, Argentina y Uruguay–
salieron de la conflagración altamente endeudados y dependientes
respecto de la City de Londres, mucho más de lo que ya estaban.
Sin perjuicio de ello, Brasil obtuvo amplios territorios, mientras que
Uruguay renunció a toda ventaja, y Argentina obtuvo beneficios co-
merciales y de navegación.

8. Guerras entre países americanos


Cabe decir que, aparte de la Guerra de la Triple Alianza, hubo en
América Latina de la época otros enfrentamientos bélicos, aunque
menores. Entre ellos debemos mencionar el verificado entre Ecua-
dor y Colombia en 1863, resultante de una invasión al sur colombia-
no impulsada por el presidente García Moreno, ante el apoyo que
el presidente liberal de Colombia, Mosquera, prestara a los liberales
ecuatorianos.
Con antelación, en 1859, Ecuador había enfrentado una guerra
con Perú por motivos limítrofes en la zona amazónica. En Centro
América, por su parte, se produjeron tres guerras entre Guatemala y
El Salvador: en 1863, 1876 y 1885. Y en 1879 comenzará la Guerra
del Pacífico, que enfrentará a Chile con Perú y Bolivia, como se verá
en el próximo capítulo.
Los mencionados enfrentamientos, más la guerra de la Triple
Alianza, y las rivalidades entre Brasil y Argentina, entre otras, des-
truyeron el espíritu americanista que Bolívar, Morazán y Bilbao, en
sus respectivos tiempos, quisieron imponer. Solo la intervención es-
pañola en el Pacífico Sur, y parcialmente la del aventurero norteame-
ricano Walker en Centro América, lograron concitar un fugaz acer-
camiento entre los países de la región, como se verá en lo que sigue.

155
9. Las intervenciones europeas en América Latina durante el siglo XIX
Sin perjuicio de que los países europeos –incluyendo España–
reconocieran a las nuevas repúblicas latinoamericanas, en determi-
nadas situaciones algunos de ellos siguieron interviniendo militar-
mente en estas tierras. El intervencionismo militar más recurrente se
solía hacer con el propósito de cobrar deudas impagas a acreedores
europeos. Estos solían acudir a sus Estados de origen con el fin de
que tales deudas les fueran canceladas, cosa que se lograría ante la
amenaza que representaban las flotas de guerra metropolitanas esta-
cionadas frente a las costas del país deudor.
Entre los casos en que este procedimiento se puso en práctica
figuran los bloqueos que las flotas francesa e inglesa –durante la dic-
tadura de Rosas– llevaron a cabo sobre Buenos Aires, primero entre
1838 y 1840 y luego entre 1845 y 1847.
Otra variante del intervencionismo militar europeo fue la que
se produjo cuando Inglaterra desembarcó tropas en Nicaragua en
apoyo a una rebelión de los indios misquitos en contra del gobierno
de ese país. Mediante tal apoyo, los ingleses aspiraban a establecer
un protectorado sobre parte del territorio nicaragüense. Fue con
esos propósitos que en 1848 desembarcaron sus tropas y ocuparon
el puerto de San Juan del Norte. Sin embargo, fuerzas nicaragüenses
lograron reconquistarlo expulsando a los británicos, los que luego
volvieron con nuevos refuerzos reinstaurando su control sobre el
puerto. Ante esta situación, Nicaragua pidió y obtuvo el apoyo de
los EE.UU. y de los países hispanoamericanos. Solo entonces Ingla-
terra debió ceder y retirarse.
La guerra civil norteamericana (1861-1865) facilitó que las in-
cursiones militares europeas en Latinoamérica se llevaran a cabo
sin mayores contrapesos, pues en tales condiciones Washington no
tenía las capacidades para aplicar la Doctrina Monroe (a la cual nos
referiremos más adelante). Fue así como en 1861 España retomó
Santo Domingo, llamada por los conservadores de ese país, aunque
debió retirarse en 1865 ante la fuerte resistencia interna.

156
El mismo año de 1861 se produjo la ocupación militar de Méxi-
co por fuerzas españolas, inglesas y francesas. Como viéramos más
atrás, el objeto de la intervención militar europea formalmente era
cobrar deudas impagas. Después de ciertas negociaciones, españoles
e ingleses se retiraron, cosa que Napoleón III se negó a hacer pues,
con el apoyo de los conservadores mexicanos, tenía en vista a crear
en México un reino latino bajo la protección de Francia, el que debía
servir de tapón para la expansión de los EE.UU. hacia el sur. Con
estos propósitos, según viéramos, en 1864 Napoleón impuso en
México la monarquía del Archiduque Maximiliano de Austria, pero
luego de una larga guerra, los mexicanos, en 1867, se impusieron y
fusilaron al entonces monarca.
Casi paralelamente se producía la intervención de una flota es-
pañola que se hallaba en el Pacífico sur. Por motivos aparentemente
fútiles (una pelea entre trabajadores vascos y peruanos, que dejó algu-
nos muertos) mezclados con reclamaciones hispanas sobre indemni-
zaciones que debía cancelarle el Perú vinculadas a la guerra de la inde-
pendencia, en 1864 dicha flota ocupó las islas Chinchas –peruanas–,
ricas en guano. Un Congreso americano que se reunió entonces en
Lima pidió a España que devolviera las islas. Mientras, el presidente
peruano, Ramón Castilla, propuso a Benito Juárez un tratado de mu-
tua ayuda enfilado en contra del intervencionismo de las potencias
europeas, que en el fondo querían conquistar o reconquistar colonias.
Después de prolongadas y fallidas negociaciones, en diciembre
de 1865 Perú y Chile le declararon la guerra a España. Pronto, se
le unieron Ecuador y Bolivia, todos recelosos de las pretensiones
restauradoras de Madrid y unidos por un espíritu americanista. La
guerra terminó con el bombardeo de Valparaíso y El Callao. Luego,
la flota española se retiró sin haber conseguido ningún objetivo.
En el intertanto la guerra civil norteamericana tocaba a su fin.
Producto de ello la presencia de este país en el Caribe se reanudó,
chocando con las pretensiones de las potencias europeas. Estas, no
obstante, siguieron interviniendo, pero en el contexto de unos Esta-
dos Unidos robustecidos.

157
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO III
Juan Bautista Alberdi

BASES Y PUNTOS DE PARTIDA PARA LA ORGANIZACIÓN


POLÍTICA DE LA REPÚBLICA ARGENTINA (1852)

CAPÍTULO XV

De la inmigración como medio de progreso y de cultura para la América del Sur.


(Fragmento) 15

¿Cómo, en qué forma vendrá en lo futuro el espíritu vivificante


de la civilización europea a nuestro suelo? Como vino en todas las
épocas: Europa nos traerá su espíritu nuevo, sus hábitos de indus-
tria, sus prácticas de civilización, en las inmigraciones que nos envíe.
Cada europeo que viene a nuestras playas nos trae más civiliza-
ción en sus hábitos que luego comunica a nuestros habitantes, que
muchos libros de filosofía. Se comprende mal la perfección que no
se ve, toca ni palpa. Un hombre laborioso es el catecismo más edi-
ficante.
¿Queremos plantar y aclimatar en América la libertad inglesa, la
cultura francesa, la laboriosidad del hombre de Europa y de Estados
Unidos? Traigamos pedazos vivos de ellas en las costumbres de sus
habitantes y radiquémoslas aquí.
¿Queremos que los hábitos de orden, de disciplina y de industria
prevalezcan en nuestra América? Llenémosla de gente que posea hon-
damente esos hábitos. Ellos son comunicativos: al lado del industrial

15
Alberdi, Juan Bautista. Bases y puntos de partida para la organización política de la República
argentina, Buenos Aires: Eitorial Plus Ultra, 1993. p.89 y siguientes.

158
europeo pronto se forma el industrial americano. La planta de la ci-
vilización no se propaga de semilla. Es como la vida: prende de gajo.
Este es el medio único de que América, hoy desierta, llegue a ser
un mundo opulento en poco tiempo. La reproducción por sí sola es
medio lentísimo.
Si queremos ver agrandados nuestros Estados en corto tiempo,
traigamos de fuera sus elementos ya formados y preparados.
Sin grandes poblaciones no hay desarrollo de cultura, no hay
progreso considerable; todo es mezquino y pequeño. Naciones de
medio millón de habitantes, pueden serlo por su territorio; por su
población serán provincias, aldeas, y todas sus cosas llevaran siem-
pre el sello mezquino de provincia.
Aviso importante a los hombres de Estado sudamericanos: las
escuelas primarias, los liceos, las universidades, son, por sí solos,
pobrísimos medios de adelanto sin las grandes empresas de produc-
ción, hijas de las grandes porciones de hombres.
La población –necesidad sudamericana que representa todas las
demás– es la medida exacta de la capacidad de nuestros gobiernos.
El ministro de Estado que no duplica el censo de estos pueblos cada
diez años, ha perdido su tiempo en bagatelas y nimiedades.
Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras
masas populares, por todas las trasformaciones del mejor sistema
de instrucción: en cien años no haréis de él un obrero inglés que
trabaja, consume, vive digna y confortablemente. Poned el millón
de habitantes, que forma la población media de estas Repúblicas, en
el mejor pie de educación posible, tan instruida como el cantón de
Ginebra en Suiza, como la más culta provincia de Francia: ¿tendréis
con eso un grande y floreciente Estado? Ciertamente que no: un
millón de hombres en territorio cómodo para 50 millones, ¿es otra
cosa que una miserable población?
Se hace este argumento: educando nuestras masas, tendremos
orden: teniendo orden vendrá la población de fuera.

159
Os diré que invertís el verdadero método de progreso. No ten-
dréis orden ni educación popular sino por el influjo de masas in-
troducidas con hábitos arraigados de ese orden y buena educación.
Multiplicad la población seria, y veréis a los vanos agitadores,
desairados y solos, con sus planes de revueltas frívolas, en medio de
un mundo absorbido por ocupaciones graves.
¿Cómo conseguir todo esto? Más fácilmente gastando millones
en tentativas mezquinas de mejoras interminables.
Tratados extranjeros. – Firmad tratados con el extranjero en que
deis garantías de que sus derechos naturales de propiedad, de libertad
civil, de seguridad, de adquisición y de tránsito, les serán respetados.
Esos tratados serán la más bella parte de estos países llamados a reci-
bir su acrecentamiento de fuera. Para que esa rama del derecho públi-
co sea inviolable y duradera, firmad tratados por término indefinido o
prolongadísimo. No temáis encadenaros al orden y a la cultura.
Temer que los tratados sean perpetuos, es temer que se perpe-
túen las garantías individuales en nuestro suelo. El tratado argentino
con la Gran Bretaña ha impedido que Rosas hiciera de Buenos Aires
otro Paraguay.
No temáis enajenar el porvenir remoto de nuestra industria a la
civilización, si hay riesgo de que la arrebaten la barbarie o la tiranía
interiores. El temor a los tratados es resabio de la primera época
guerrera de nuestra revolución: es un principio viejo y pasado de
tiempo, o una imitación indiscreta y mal traída de la política exterior
que Washington aconsejaba a los Estados Unidos en circunstancias
y por motivos del todo diferentes a los que nos cercan.
Los tratados de amistad y comercio son el medio honorable de
colocar la civilización sudamericana bajo el protectorado de la civili-
zación del mundo. ¿Queréis, en efecto, que nuestras constituciones y
todas las garantías de industria, de propiedad y libertad civil, consa-
gradas por ellas, vivan inviolables bajo el protectorado del cañón de
todos los pueblos, sin mengua de nuestra nacionalidad? Consignad
los derechos y garantías civiles, que ellas otorgan a sus habitantes, en
tratados de amistad, de comercio y de navegación con el extranjero.

160
Manteniendo, haciendo mantener los tratados, no hará sino mante-
ner nuestra Constitución. Cuantas más garantías deis al extranjero,
mayores derechos asegurados tendréis en vuestro país.
Tratado con todas las naciones, no con algunas, conceded a todas
las mismas garantías, para que ninguna pueda subyugaros, y para
que las unas sirvan de obstáculo contra las aspiraciones de las otras.
Si Francia hubiera tenido en el Plata un tratado igual al de Inglaterra,
no habría existido la emulación oculta bajo el manto de una alianza,
que por diez años ha mantenido el malestar de las cosas del Plata,
obrando a medias y siempre con la segunda mira de conservar ven-
tajas exclusivas y parciales.
Plan de inmigración. – La inmigración espontánea es la verdadera y
grande inmigración. Nuestros gobiernos deben provocarla, no hacién-
dose ellos empresarios, no por mezquinas concesiones de terrenos ha-
bitables para osos, en contratos falaces y usuarios, más dañinos a la po-
blación que al poblador, no por puñaditos de hombres, por arreglillos
propios para hacer el negocio de algún especulador influyente; eso es la
mentira, la farsa de la inmigración fecunda; sino por el sistema grande,
largo y desinteresado, que ha hecho nacer a California en cuatro años
por la libertad prodigada por franquicias que hagan olvidar su condi-
ción al extranjero, persuadiéndole de que habita su patria; facilitando,
sin medida ni regla, todas las miras legítimas, todas las tendencias útiles.
Los Estados Unidos son un pueblo tan adelantado, porque se
componen y se han compuesto incesantemente de elementos euro-
peos. En todas épocas han recibido una inmigración abundantísima
de Europa. Se engañan los que creen que ella solo data desde la época
de la Independencia. Los legisladores de los Estados propendían a
eso muy sabiamente; y uno de los motivos de su rompimiento perpe-
tuo con la metrópoli fue la barrera o dificultad que Inglaterra quiso
poner a esta inmigración que insensiblemente convertiría en colosos
sus colonias. Este motivo esta invocado en el acta misma de la decla-
ración de la independencia de los Estados Unidos. Véase según eso
si la acumulación de extranjeros impidió a los Estados Unidos con-
quistar su independencia y crear una nacionalidad grande y poderosa.

161
CAPÍTULO IV
La vía oligárquica hacia un capitalismo dependiente

En la década de los ochenta y siguientes del siglo XIX se produjo


en Latinoamérica la consumación de las tendencias verificadas du-
rante los tres decenios anteriores. Es decir, se consolidó lo que Tu-
lio Halperin Donghi denominara como el “nuevo pacto colonial”.
En el desarrollo de este, no obstante, es posible constatar cierta
inflexión resultante de los grandes cambios que a la fecha ocurrían
en el mundo.
Esos cambios –a los que nos referiremos más adelante– estimu-
laron en América Latina las siguientes tendencias:
a) Un aumento considerable de las exportaciones (y de la pro-
ducción de riqueza), lo que se correlacionaba con el crecimiento sin
precedente de la demanda de materias primas y bienes alimenticios
por parte de las metrópolis capitalistas, que se hallaban en plena
segunda revolución industrial.
b) Un considerable crecimiento de las inversiones extranjeras,
proveniente precisamente de esas metrópolis, principalmente Ingla-
terra. Dichas inversiones, sin embargo, experimentaron una nueva
orientación. En efecto: ya no se concentraron preferentemente en el
comercio interior y exterior, sino que se dirigieron hacia los FF.CC.,
el sector financiero, la minería, los frigoríficos, y a la adquisición
de tierras en función de los cultivos tropicales, como ocurriera en
Centro América. Hechos estos que se tradujeron en una creciente

163
desnacionalización de las economías de los países de la región y en
un aumento de su dependencia.
c) Un relativo debilitamiento de las oligarquías locales en bene-
ficio del capital extranjero del cual –a diferencia del periodo ante-
rior– aquellas pasaron a ser socias menores. Dicho de otra manera:
se produjo la subordinación de las oligarquías al capital inglés o, en
el caso centroamericano, al norteamericano, los que se apropiaron
de creciente parte de las economías latinoamericanas.
d) Un lento desarrollo sectorial de las relaciones de producción
capitalista, esto es, del trabajo asalariado, lo que se correlacionaba
con la casi desaparición de la esclavitud, con la expulsión de campe-
sinos e indígenas de sus tierras y con la disminución, en el campo, de
las economías de subsistencia. Todo en el marco de la persistencia
de modos de producción precapitalistas. Se trataba, por tanto, de la
gradual aparición de un capitalismo de enclave (minería, puertos,
obras públicas, etc.), fuertemente incentivado por la desnacionaliza-
ción de las economías latinoamericanas en beneficio de las poten-
cias centrales.
e) Coherente con lo anterior, se fue produciendo un gradual sur-
gimiento de las clases obreras y –en los acrecidos servicios– una
multiplicación de las capas medias, las que a la larga, sobre todo
a comienzos de siglo XX (aunque antes en Argentina) terminarán
cuestionando la dominación de las oligarquías.
f) Una relativa mayor estabilidad política derivada de la tendencia
a la consolidación de los Estados oligárquicos, que fue la resultante
del entendimiento que fueron logrando las distintas fracciones de
las oligarquías, las que, más allá de sus diferencias, se hallaban unidas
por un interés común, que era la economía de exportación; y,
g) Un importante crecimiento de las desigualdades regionales.

1. La nueva etapa en el desarrollo del capitalismo europeo y norteamericano


¿Cuáles fueron los cambios mundiales, sin cuya consideración
no se entiende la causa de las tendencias arriba anotadas y el propio

164
decurso que fue siguiendo la historia contemporánea de América
Latina? Se podría decir que esos cambios consistieron en el paso del
capitalismo europeo y norteamericano a otra fase de su desarrollo,
la que desde el economista liberal John A. Hobson en adelante fue
denominada como fase imperialista.
Tal transformación se verificó durante la crisis mundial que es-
tallara en 1873, la cual se tradujo en sobreproducción, acumulación
de stocks, baja generalizada de precios y de la tasa de ganancia de
las empresas. Este fenómeno también se hizo presente en la agri-
cultura, debido al aumento de la tierra incorporada a la producción
mercantil, lo que elevaba sustancialmente la oferta de bienes agrí-
colas en el mercado internacional, y que igualmente conllevaba una
tendencia a la baja de sus precios.
La crisis mundial, que se prolongó por varios años, conllevó
quiebras generalizadas y paralización de una parte de la economía.
Al respecto, destaca el freno a la expansión del ferrocarril y, por otro
lado, la moratoria al pago de su deuda externa por muchos países
periféricos. En este cuadro, numerosos gobiernos europeos imple-
mentaron políticas proteccionistas buscando reservar los mercados
nacionales para sus empresas. La otra tendencia consistió en tratar
de conquistar nuevos mercados exteriores, reservándolos para las
empresas nacionales, lo que incentivó las prácticas colonialistas en
el marco de fuertes luchas por la repartición del mundo entre las
principales potencias.
La forma de salir de esta crisis consistió en la quiebra generali-
zada de empresas, con la correlativa centralización de capitales en
grandes trusts controlados por el capital financiero, los que eleva-
ron sustancialmente la productividad y la tasa de ganancia mediante
la constante innovación tecnológica y la exportación de capitales a
todo el planeta. Como producto de estos desarrollos fue quedando
atrás el capitalismo de libre competencia, siendo reemplazado por
la competencia monopólica. Estos monopolios requirieron operar
en todo el mundo, para cuyos efectos necesitaron tener el apoyo
de los Estados, a los que, por diferentes hilos, llegaron a controlar.

165
Lo dicho se tradujo en el crecimiento del sistema colonial y en el
reparto del planeta por las principales potencias europeas.
Uno de los autores que a comienzos del siglo XX estudió el im-
perialismo moderno fue el ruso Vladimir Ilich Ulianov, Lenin. Bajo
el supuesto de que “el imperialismo es la etapa monopolista del ca-
pitalismo”, el mencionado autor destacó los siguientes rasgos del
mismo:
a) La superación tendencial de la libre competencia y de la sim-
ple exportación de mercancías, en cuyo reemplazo emergieron, res-
pectivamente, los ya mencionados monopolios y la exportación de
capitales;
b) Una inmensa acumulación de capitales (monopolistas), que
no tienen una colocación suficientemente rentable dentro del país
y que, por lo mismo, requieren invertirse fuera (en países con mano
de obra más barata, menores impuestos, etc.), siempre en busca de
mayores tasas de ganancia;
c) El control de los Estados por el capital financiero. Ello en
virtud de que este “es una fuerza tan considerable, tan decisiva […]
en todas las relaciones económicas e internacionales, que es capaz
de someter, y en efecto somete, incluso a Estados que gozan de la
independencia política más completa…”1;
d) Los negocios pasan a hacerse a través de redes de influencia y
de la corrupción;
e) Se generaliza el sistema colonial. En relación al punto, Hobson
sostiene que entre 1884 y 1900 se produjo la “expansión” intensifi-
cada de los principales Estados europeos, que por entonces entraran
a esta fase del capitalismo. Según los cálculos de Hobson, Inglate-
rra adquirió durante esos años 3.700.000 millas cuadradas con una
población de 57 millones de habitantes; Francia, 3.600.000 millas
cuadradas con 36.5 millones de habitantes; Alemania, 1.000.000 de
millas cuadradas con 14.7 millones de habitantes; Bélgica, 900.000

1
Lenin, Vladimir Ilich Ulianov. El Imperialismo, fase superior del capitalismo. Buenos Aires:
Editorial Anteo, 1972.p. 101.

166
millas cuadradas con 30 millones de habitantes; Portugal, 800.000
millas cuadradas con 9 millones de habitantes”2;
f) El mundo, por tanto, pasó a ser repartido por un puñado de
potencias imperialistas que debieron competir entre sí. A fines del
siglo XIX –sobre todo desde la década del 80–, la pugna por las
colonias entre todos los Estados capitalistas es un hecho universal-
mente conocido en la historia de la diplomacia y la política exterior3.
Una de las manifestaciones más notables de la repartición del
mundo por las principales potencias capitalistas fue la Conferencia
de Berlín, la que se celebró en 1884. Como lo señala Enrique Ama-
yo, en esa Conferencia África entera fue repartida entre las poten-
cias, correspondiéndole la parte del león primero a Gran Bretaña y
después a Francia, seguidas por Alemania, Holanda, Bélgica, Portu-
gal, España, etc. Amayo agrega que los acontecimientos tremendos
que fueron consecuencia de [ese] reparto (invasiones, sangrientas
represiones de los “nativos”, control de la economía por inspecto-
res generales y recolectores de deudas nombrados en Europa, esca-
ramuzas militares entre las potencias centrales) ocurrieron, grosso
modo, entre 1880 y fines de siglo. En ese periodo las potencias eu-
ropeas “pelearon para apropiarse de nueve décimos del continente
africano”4.
Cabe mencionar, por último, que durante la eclosión de la fase
imperialista del capitalismo Inglaterra dejó de ser la factoría del
mundo y tendió a ser sobrepasada económica e industrialmente por
Alemania y los EE.UU., potencias con las que también deberá com-
petir en América Latina.

2
Lenin, Vladimir Ilich. op. cit., p. 96.
3
Lenin, Vladimir Ilich. op. cit., pp. 96, 97.
4
Enrique Amayo, La política británica en la Guerra del Pacífico, Ed. Horizonte, Lima, 1988,
p. 36.

167
2. Vía oligárquica del desarrollo del capitalismo en América Latina
A fines del siglo XIX América Latina se convirtió en otro de los
escenarios en donde se desplegó la acción de los imperialismos, lo
que significa que ella pasó a ser una pieza subordinada más dentro
del sistema imperialista mundial, todavía hegemonizado por Ingla-
terra. Tal circunstancia –relevante en todo sentido– estimuló el de-
sarrollo del capitalismo en la región. Este desarrollo, en todo caso,
adoptó aquí una particular modalidad, consistente en lo que podría
denominarse como “vía oligárquica”.
Esta vía se caracterizó por no abolir el latifundio tradicional y,
más aún, por apoyarse en él. Por lo mismo, no supuso la formación
de una burguesía moderna. En efecto, donde esta clase se formó, lo
hizo entrelazándose con los terratenientes de cultura “aristocrática”.
Lo anterior implicaba que –como lo señala Agustín Cueva5– en
América Latina el capitalismo no se implantó mediante una revolu-
ción democrática burguesa orientada a erradicar los cimientos del
antiguo orden. Por el contrario: el capitalismo aquí se implementó
apoyándose precisamente en ese orden, el cual tenía su eje en el
latifundio.
Junto con el mencionado rasgo, la vía oligárquica de desarrollo
del capitalismo seguido por nuestros países se caracterizó por las
crecientes inversiones de capital que las potencias imperialistas hi-
cieran en la región, apoderándose de sus principales recursos, cosa
que, en realidad, ocurrirá masivamente a comienzo del siglo XX,
pero que tiene sus comienzos a fines del siglo XIX, como lo de-
muestra el caso del salitre en Chile, y de la tierra en Centro América.
Esto supuso la desnacionalización de las economías latinoamerica-
nas, rasgo muy típico de esta vía de desarrollo capitalista.
Por lo mismo, a esta vía le fue propia una considerable succión
de excedentes, la cual fue llevada a cabo por Inglaterra, y luego por

5
Cueva, Agustín. El desarrollo del capitalismo en América Latina. México: Siglo XXI
Editores, 1987. p. 79.

168
otros países imperialistas. Las inversiones del capital imperialista
fluyeron hacia América Latina precisamente “atraídas por la posi-
bilidad de obtener súper ganancias en áreas donde [...] los capitales
eran escasos, el precio de la tierra relativamente poco considerable,
los salarios bajos, las materias primas baratas”6. La extracción de ese
excedente por el capital extranjero, por otra parte, obligó a las oli-
garquías a someter a la mayoría de los productores directos a condi-
ciones de mera subsistencia por la vía de aumentar su trabajo tanto
en tiempo como en intensidad.
El capitalismo desarrollado por esta vía se caracterizó adicional-
mente por ser un capitalismo de enclave, generado sobre todo don-
de se instalaba el capital extranjero, el que, en todo caso, irradiaba
su influencia más allá. Así, este capitalismo coexistía con modos de
producción precapitalistas (a la larga en descomposición), los que, al
menos durante el siglo XIX, siguieron siendo predominantes, aun-
que en retroceso.
A lo dicho puede agregarse que la vía oligárquica de desarrollo
del capitalismo se sustentó en nuestro continente en la producción
de bienes primarios exportables requeridos por la segunda revolu-
ción industrial europea, cuya otra cara era la prescindencia de un de-
sarrollo propiamente industrial. Tal cosa, por cierto, no implicó una
total ausencia de industria. Con el tiempo esta irá apareciendo, pero
siempre ocupando un lugar marginal, normalmente en función del
sector externo, disponiendo de una baja tecnología y sin conseguir
producir medios de producción.
A esta vía de desarrollo capitalista –como ya lo anotáramos–
también le fue inherente un fuerte desequilibrio estructural, traduci-
do en un sector exportador que se hiperdesarrollaba, mientras que
la producción dirigida al mercado interno adquiría un desenvolvi-
miento comparativamente muy menor, lo que se traducía en consi-
derables grados de dependencia. Desde ya, respecto de la variación

6
Cueva, Agustín. op. cit., p. 98.

169
de la demanda y de los precios que los productos de exportación de
estas economías experimentaran en el mercado mundial, a lo que
se agregaba su dependencia financiera y tecnológica respecto de los
países centrales.
Por último, hay que decir que la vía de desarrollo capitalista
adoptada en América Latina trajo consigo una modificación de las
relaciones entre el capital extranjero y las oligarquías, dado que estas
últimas finalmente terminaron subordinándose a aquel. Como dice
Tulio Halperin Donghi7, en ciertas áreas, ya hacia 1910, la alianza
entre intereses metropolitanos y clases altas locales fue reemplazada
por una hegemonía no compartida de los primeros. No es menos
cierto que lo dicho no en todos los casos era sinónimo de imposi-
ción del capital inglés, ya que, a medida que se aproximaba el fin de
siglo, y a comienzos del siglo XX, la región se transformó de coto
británico a campo de competencia entre los imperialismos emergen-
tes, donde destaca el norteamericano, el que ya a fines del siglo XIX
empezaba a controlar Centro América y el Caribe.

2.1 La acumulación originaria en América Latina

Como sabemos, el capitalismo, en tanto modo de producción


basado en el trabajo asalariado, supone la separación del produc-
tor directo de sus medios de producción. Esta separación no vie-
ne, sin embargo, dada por la naturaleza, sino que es el resultado
de un proceso histórico (normalmente violento) que el historiador
requiere reconstruir. Lo mismo se puede decir respecto de su otra
cara: la acumulación originaria del capital. Karl Marx, en términos
ampliamente conocidos, describió esta última para el caso europeo.
En el tomo I de su obra El Capital, en efecto, dijo sobre el punto: “la
expoliación de los bienes eclesiásticos, la enajenación fraudulenta de
las tierras fiscales, el robo de la propiedad comunal, la transformación

7
Halperin Donghi, Tulio. Historia contemporánea de América Latina. Madrid: Alianza
Editorial, 1970. p. 281.

170
usurpatoria –practicada con el terrorismo más despiadado–, de la
propiedad feudal y clánica en propiedad privada moderna, fueron
otros tantos métodos idílicos de la acumulación originaria. Estos
métodos conquistaron el campo para la agricultura capitalista, in-
corporaron el suelo al capital y crearon para la industria urbana la
necesaria oferta de un proletariado enteramente libre”8 (libre jurídi-
camente y libre de medios de producción).
En América Latina, con bastante anterioridad a la década de los
ochenta del siglo XIX y bajo sus forma particulares, habían comen-
zado –como viéramos en un capítulo anterior– procesos análogos,
sobre todo en ciertos países. Esos procesos incluyeron la expropia-
ción de bienes eclesiásticos –sobre todo la propiedad territorial– y su
remate y posterior adjudicación por la oligarquía; la violenta expro-
piación de sus tierras a los pueblos originarios, con sus correlativos
intentos de disolver sus comunidades, a veces mediante la guerra
abierta, como fueron los casos de Argentina y Chile; la expropia-
ción de los pequeños campesinos con el pretexto de que carecían
de títulos sobre sus tierras, las que, luego de rematadas, igualmente
resultaban adjudicadas por los latifundistas; a lo que se agrega el
remate de las tierras fiscales, que igualmente fueran adjudicadas por
los mismos, etc. Todos estos procesos daban un resultado común,
a saber: la acumulación de la tierra, y de la riqueza en general, en
manos de los distintos segmentos de las oligarquías, de donde saldrá
gran parte de los capitalistas futuros.
En cuanto a la magnitud de la concentración de la propiedad
de la tierra que implicó lo anterior, cabe mencionar los casos de
México, donde el uno por 100 de la población tenía, en 1910, el 85
por 100 de las tierras cultivables. En Brasil, por las mismas fechas,
64.000 personas se repartían 84 millones de hectáreas, mientras que

8
Citada por Cueva, Agustín. El desarrollo del capitalismo en América Latina. México: Siglo
XXI editores, 1987. p. 69

171
en Chile, 600 familias concentraban en sus manos el 52 por 100 de
la superficie cultivable9.
En la otra cara de la medalla, se debe considerar a los campesinos
que, como producto de los procesos señalados, quedaron sin tierra,
y también –al menos en parte– a los indígenas expulsados de sus
comunidades (a los que debemos agregar la población esclava ma-
numitida), todos los cuales fueron proporcionando el contingente
humano –libre jurídicamente y de medios de producción– del cual
en el futuro saldrán las clases proletarias. Es decir, aquel sector so-
cial que para sobrevivir no tendrá otra opción que vender su fuerza
de trabajo a cambio de un salario.
En relación al punto, una de las tantas diferencias que pre-
sentó el caso latinoamericano respecto del europeo consistió en
que, en América Latina, esa masa que devendrá en trabajadores
asalariados será sobre todo contratada por el capital extranjero y,
al menos por el momento, no en la industria, sino principalmente
en la minería, en la construcción de vías férreas y en los cultivos
tropicales centroamericanos. En otros casos será contratada por
nacionales en los puertos, en las obras públicas financiadas por
los Estados, etc. En unos y otros casos ella se convertirá en una
masa sobreexplotada, remunerada solo al nivel de la subsistencia,
y a veces menos.
Los Estados oligárquicos, en los cuales se anudaba la alianza
entre la oligarquía y el capital extranjero, serán los garantes de los
procesos descritos –cuando no sus operadores directos– los que
distaron mucho de operar solo en el plano económico y social. Por
el contrario: su dimensión política aparece como insoslayable.

9
Carmagnani, Marcello. Estado y sociedad en América Latina, 1850-1930. Barcelona: Grupo
Editorial Grijalbo, 1984. p.103.

172
2.2. Algunos indicadores

Entre los indicadores de los procesos descritos, uno de los más


ilustrativos es el referente a la evolución de las inversiones inglesas
en la región. El cuadro que sigue es muy gráfico al respecto.

Inversiones inglesas en millones de libras esterlinas

1865 1885 1895

80.9 246.6 552.5

Fuente: Agustín Cueva, op. cit., p.68

Como puede verse, en el lapso de treinta años las inversiones


inglesas se multiplicaron casi por siete. A partir de estos datos pue-
de colegirse con facilidad la magnitud que, ya a fines del siglo XIX,
alcanzó la presencia británica dentro de la economía del continente,
la cual así resultó considerablemente desnacionalizada. Con base en
estos mismos datos, Agustín Cueva sostiene10 que ya en el periodo
1880-1914 el capital imperialista controlaba los puntos nodales de
la economía moderna de América Latina: ferrocarriles, minas, frigo-
ríficos, silos de cereales, ingenios de azúcar, plantaciones y aparato
financiero; y que ese control no hará más que consolidarse con la
supremacía que el capital estadounidense adquirirá en los tres lus-
tros siguientes, especialmente en el área del Caribe (Cuba y Vene-
zuela sobre todo), Centro América y México, además de Chile en el
extremo sur.
Paralelamente a los fenómenos señalados –y como parte de la de-
pendencia a que dieran lugar– durante esos años las exportaciones
latinoamericanas también crecieron muy significativamente. Entre
1880 y 1914, en efecto, se triplicaron. No obstante, ese crecimiento

10
Cueva, Agustín. op. cit., p. 97.

173
fue muy desigual. Argentina fue el país que al respecto más desta-
có. Entre 1880 y 1890, sus exportaciones se duplicaron; volvieron
a duplicarse entre 1894 y 1906, y lo hicieron de nuevo entre 1906
y 1913; mientras que las mexicanas se multiplicaron por nueve; y
las exportaciones mineras de Chile se cuadruplicaron entre 1880 y
1914.Venezuela, por su parte, entre 1880 y 1914 solo vio duplicarse
las suyas11.
Gran parte de ese crecimiento de las exportaciones latinoame-
ricanas fue generado por las empresas extranjeras que invertían en
estos países. Las ganancias que ellas generaban quedaban, por tanto,
en sus manos, a las que hay que restar los derechos que pagaban a
los Estados respectivos.
En cuanto a la comercialización de los productos de exportación
latinoamericanos, ya antes de 1880 esta estaba bajo el control de
unas pocas compañías francesas, alemanas, norteamericanas y, sobre
todo, inglesas; estas últimas tenían en sus manos más del 60 por 100
del comercio exterior latinoamericano. Tras pasar por Inglaterra –
que obtenía así un provecho como intermediaria–, los productos de
exportación latinoamericanos eran en buena parte revendidos a los
otros países europeos. No por azar la bolsa de Londres había asu-
mido, ya en aquel entonces, la función de regulador del comercio y
la finanza latinoamericana12.
Esta dependencia comercial de los países latinoamericanos se co-
rrelacionaba con un creciente endeudamiento externo, sobre todo
con Inglaterra. Los Estados latinoamericanos, siempre necesitados
de financiamiento, en buena medida requerían endeudarse en virtud
de que la carga tributaria que imponían a sus oligarquías era muy
baja. Lo concreto es que, durante los últimos decenios del siglo XIX
y los comienzos del siglo XX, los créditos concedidos por la banca
británica a los países latinoamericanos fueron creciendo de manera
permanente, como se aprecia en el cuadro siguiente.

11
Carmagnani, Marcello. op. cit., p. 101.
12
Carmagnani, Marcello. op. cit., p. 108.

174
Evolución de préstamos ingleses (por año) a América Latina,
en millones de libras esterlinas13

1865 1875 1895 1914

61.8 129.4 262.4 445

La banca británica, en todo caso, no otorgaba sus préstamos a


todos los países latinoamericanos por igual, al contrario, solía con-
centrarlos en algunos de ellos. Así, entre 1885 y 1913, el 91 por cien-
to de los créditos ingleses fueron concedidos a solo cinco países:
Argentina, Brasil, Chile, México y Uruguay14.
El alto endeudamiento que así se generaba alcanza una particular
significación negativa si se tiene en cuenta que a partir de 1890 los
préstamos externos se utilizaban solamente para pagar y amortizar
los préstamos anteriores15.
En este cuadro de dependencia cabe hacer una referencia a los
Estados Unidos, quienes tempranamente intentaron hacer lo suyo.
Un punto relevante al respecto lo constituyeron sus esfuerzos por
conformar una organización panamericana, cuyo adalid fue el se-
cretario de Estado, James Blaine. Fue gracias a los persistentes es-
fuerzos de este que, en 1889, en Washington, se reunió la primera
Conferencia Panamericana, con representantes de todos los países
de la ex América española. El objetivo que con ello perseguían los
Estados Unidos era la unificación aduanera de las dos Américas,
cuyos países, además, debían quedar físicamente unidos por un fe-
rrocarril panamericano. Aparte de montar su hegemonía política en
la región, el propósito inmediato de la Casa Blanca era dar salida a
su enorme producción industrial, que no encontraba mercado sufi-
ciente dentro de sus fronteras.

13
Carmagnani, Marcello. op. cit., p. 109
14
Carmagnani, Marcello. op. cit., p. 110.
15
Carmagnani, Marcello. op. cit., p. 109.

175
Por el momento, la Conferencia Panamericana no consiguió sus
objetivos. Representó un esfuerzo que todavía no disponía de los
prerrequisitos suficientes para que sus propósitos fueran coronados
por el éxito. En efecto, los EE.UU. tenían el dominio de un seg-
mento muy pequeño de América, que era la zona centroamericana,
mientras que la influencia inglesa en el resto de la región se hallaba
en su cenit. No es casualidad que los países donde esta se hallaba
más consolidada, como Argentina, fueran lo que más se opusieran a
los designios de Washington.

3. Los Estados latinoamericanos devienen en neocolonias de Inglaterra


El control económico que Gran Bretaña estableció sobre Amé-
rica Latina –cuya premisa era la alianza entre los capitales ingleses
y las oligarquías locales– inevitablemente debía tener su correlato
político. Este se manifestó en la estrecha vinculación –cada vez más
dependiente– que se fue produciendo entre las clases políticas oli-
gárquicas latinoamericanas y sus gobiernos, con las respectivas em-
bajadas inglesas.
Sobre el punto, Marcello Carmagnani sostiene que en la década
de 1880 todos los países latinoamericanos independientes disponían
de un Ministerio de Asuntos Exteriores, que funcionaba, en cierta
medida, al amparo del Foreing Office, y recibía sus estímulos de las
embajadas inglesas. Así, estas tenían un poder político que se desa-
rrolló proporcionalmente al incremento de las inversiones británi-
cas y al control ejercido por la economía de su país sobre América
Latina mediante el comercio exterior. En este marco se explica el
que, de 1890 en adelante, las fuerzas armadas de los distintos países
latinoamericanos tendieran a privilegiar el control de la población
interior por encima de la defensa del territorio nacional; sabían muy
bien que la tarea de escudo protector frente a cualquier amenaza
externa incumbía, en la práctica, a la marina británica, una de cuyas

176
flotas patrullaba en permanencia a poca distancia de las costas lati-
noamericanas16.
Dadas estas condiciones es que, según Carmagnani, se puede de-
cir que, a fines del siglo XIX, nuestros países eran verdaderos “es-
tados neocoloniales”, y América Latina en su conjunto un “ámbito
del imperio británico”17.

4. Relativa unión de las oligarquías y mecanismo del control oligárquico del


Estado
En el marco del proceso de integración de las economías lati-
noamericanas al mercado mundial comandado por Inglaterra, las
luchas entre distintas fracciones de las oligarquías propias del pe-
riodo anterior se fueron gradualmente atenuando. La tendencia que
entonces empezó a imponerse fue a la homogeneización de los dis-
tintos segmentos oligárquicos, fuese por obra de negocios comunes,
o a través de vinculaciones matrimoniales. Como resultado de ello,
las pugnas entre los mismos se atenuaron y muchas veces pudieron
tratarse al interior de un orden institucional de corte liberal, todo
bajo la tutela de la diplomacia británica y del incentivo del comercio
con la isla.
Los matrimonios tuvieron un rol no menor en el proceso refe-
rido. Junto a los negocios, ellos jugaron un papel importante en el
proceso de absorción de aquellos segmentos empresariales que, ini-
cialmente ajenos –particularmente extranjeros– al prosperar y enri-
quecerse podían dar origen a una burguesía independiente capaz de
disputar el poder. Mediante vinculaciones matrimoniales y negocios
comunes se evitaba ese decurso. Incluyendo a esos sectores dentro
de los círculos tradicionales, se tendía hacia la relativa homogeneiza-
ción de los distintos segmentos oligárquicos.

16
Carmagnani, Marcello. op. cit., p. 152, 153.
17
Carmagnani, Marcello. op. cit., p. 108, 109.

177
En este marco, los diversos segmentos de las oligarquías tendie-
ron a abandonar sus anteriores enfrentamientos armados y pasaron
a negociar sus intereses no solo en los Parlamentos, sino también
en los clubs, que eran una copia de una práctica propia de las clases
altas inglesas. Demás está decir que los empresarios británicos que
llegaban a estas tierras tenían amplia acogida en dichos clubs, en
donde establecían vínculos e influencias, al tiempo que amarraban
negocios.
Las oligarquías, por otra parte, marcadas por una notoria anglo-
filia cultural, se caracterizaron por desarrollar cierta diversificación
funcional. Al interior de sus familias, en efecto, algunos de sus miem-
bros se dedicaban a la política, otros a las empresas, otros confor-
maban las jerarquías eclesiásticas y otros, en fin, copaban los altos
mandos de las Fuerzas Armadas, etc., lo que les permitía manejar no
solo el Estado, sino también las distintas instancias del control social
y desempeñarse como clase dominante.
No menos importante es anotar que a la fecha las oligarquías
distaron mucho de mantener sus actividades económicas limitadas
exclusivamente a la esfera agropecuaria. Por el contrario, procedie-
ron a diversificar sus negocios, incursionando en la actividad finan-
ciera al fundar bancos y compañías de seguro y, en algunos casos,
empresas industriales. Evidenciaban así cierta modernización que,
no obstante, no cuestionaba su cultura señorial asentada en la pro-
piedad de la tierra.
En las mencionadas actividades económicas, las oligarquías loca-
les establecieron alianzas –a la larga, subordinadas– con las inversio-
nes inglesas. Ello se verificó en el sistema financiero donde los inte-
reses británicos tendieron a adquirir paquetes accionarios de ciertos
bancos locales, lo que los hacía partícipes de su propiedad. Ello
también operó a la inversa, mediante la participación minoritaria de
miembros de las oligarquías en sociedades anónimas inglesas. Así,
el capital inglés logró establecer una sólida comunidad de intereses
con las oligarquías latinoamericanas, lo que tuvo su remate en el
plano político, donde los Estados oligárquicos eran los garantes de

178
los intereses de unos y otros. Por tanto, lo eran también de la repa-
triación de las ganancias de las empresas británicas y del control por
las mismas de la propiedad de crecientes ámbitos de las economías
nacionales (y de los circuitos comerciales). Los Estados oligárquicos
igualmente garantizaban a las empresas británicas la disciplina de las
masas laborales, a través de la contención y represión de las manifes-
taciones, huelgas o protestas de estas últimas, a cuyos efectos solía
emplear a los ejércitos, los que debían reponer la normalidad.
En cuanto a la relaciones de las oligarquías con las clases sub-
alternas, hay que decir que ellas eran bastante diferenciadas. A las
clases medias, que se habían venido formando a través del sistema
educacional y que se hallaban vinculadas al crecimiento del aparato
del Estado –donde se desempeñaban como funcionarias– y también
en las empresas productivas y comerciales –donde cumplían análo-
go rol–, la oligarquía les reservaba un trato especial. Solía cooptarlas
convirtiéndolas en una especie de intermediarias con las restantes
clases subalternas, haciéndolas, a la vez, partícipes de los patrones
culturales dominantes, que las clases medias se esmeraban escrupu-
losamente en imitar. Hasta cierto punto, convertidas en un segmen-
to clientelizado al servicio de la oligarquía, ellas pronto recibieron
derechos electorales, lo que las hizo sentirse aún más parte del sis-
tema oligárquico. En tal calidad, siempre trataron de diferenciarse
en todo lo posible de los estratos más bajos, intentando ascender en
la escala social, pretensión esta que era una de sus señas de identi-
dad. Sin todavía distinguir sus intereses propios de los intereses de
las oligarquías, las clases medias normalmente se alineaban junto a
aquellas en contra de los estratos más humildes, situación que solo
empezará gradualmente a cambiar a inicios del siglo XX, aunque en
Argentina y Uruguay ello ocurrió un poco antes.
Respecto a sus relaciones con los otros segmentos de las clases
subalternas, incluyendo el surgente proletariado, la oligarquía se valía
de sus intermediarios burocráticos, sobre todo del Estado. El inte-
rés fundamental que sobre la materia animaba a los grupos oligárqui-
cos consistía en que tales segmentos cumplieran disciplinadamente

179
sus funciones productivas, por lo que, ante los conatos de rebelión
que se incubaran en su seno –incluyendo sus emergentes luchas rei-
vindicativas–, los sectores oligárquicos no dudaban en recurrir a la
represión militar. Cabe mencionar sobre el punto que, de hecho, las
Fuerzas Armadas –que comenzaban a profesionalizarse bajo tuición
extranjera, alemana y francesa sobre todo–se constituyeron en el
brazo armado de las oligarquías, razón por la cual su función prin-
cipal, más que la defensa de las fronteras, pasó a ser la represión
interna.
No es menos cierto que, sobre todo durante los comienzos del
siglo XX, las FF.AA. no dejaron de sufrir ciertas tensiones derivadas
de los privilegios que tenían los oficiales de procedencia oligárqui-
ca sobre los de extracción mesocrática. Estas tensiones, en algunos
países de la región, estallarán durante los comienzos del siglo XX,
traduciéndose en el rol progresista que en ciertos casos cumplieron
algunos segmentos de los uniformados.
Volviendo al tema institucional, hay que decir que la tendencia a
la relativa homogeneización de las oligarquías en los términos arriba
señalados estimuló la consolidación del sistema de partidos. Fue a
través de estos que las distintas fracciones oligárquicas negociaron
sus intereses, teniendo como escenario al Parlamento. En tal mar-
co, a fines de siglo, conservadores y liberales se alternaban en los
gobiernos, con predominio de estos últimos, quienes solían repre-
sentar a las fracciones oligárquicas más modernas y laicas, mientras
que los conservadores se vinculaban a sus sectores más tradicionales
(agrarios) y clericales.
Se trataba, claro está, de un esquema de corte liberal. Sin embar-
go, sus mecanismos electorales –entre otros– evidenciaban que ello
era así solo en lo formal puesto que, dadas las características que
adoptaban en estas tierras, ellos constituían un simple recurso del
poder oligárquico. Así, donde las clases subalternas tenían derecho a
voto, los sectores campesinos se limitaban a ser una especie de gana-
do electoral en manos de los latifundistas, que contaban a voluntad
con sus votos cautivos, mientras que en la ciudad era una práctica

180
normal la compra de votos, el control de las mesas por personeros
subordinados a las oligarquías, el robo de urnas en aquellas mesas en
que esto no se daba, el borrado de las listas de aquellos votantes co-
nocidos por sus inclinaciones contrarias a los partidos oligárquicos,
etc. Era a través de estos mecanismos electorales que se constituía
la “representación nacional”, mera fachada del poder de una oligar-
quía plutocrática que se hallaba subordinadamente aliada al capital
extranjero.
El entramado institucional a través del cual dicha oligarquía ejer-
cía su poder, por tanto, no admitía la presencia de las clases subalter-
nas, las que así no tenían representación en el Estado. Por lo mismo,
el poder oligárquico e imperialista carecía de todo contrapeso, lo que
equivale a decir que era total.
En el seno de esa institucionalidad, no obstante, seguía dándose
la pugna entre los liberales que querían laicizar el Estado y la socie-
dad, y los conservadores clericales que en ambos planos defendían
las prerrogativas eclesiásticas, solo que ahora esa pugna tendió a ve-
rificarse al interior del sistema institucional, constituyendo el único
elemento relevante que dividía a los sectores oligárquicos.
En lo fundamental, el proyecto histórico de las oligarquías con-
sistía en la inclusión de la ex América española en el sistema impe-
rialista mundial, objetivo que venía unido a una pretensión de euro-
peizar a nuestros países.
En el plano ideológico, a fines de siglo el principal discurso legi-
timiazador de dicho proyecto estuvo constituido por el positivismo,
con su énfasis en la laicización de la sociedad y el Estado, su idea de
“orden y progreso” –con su autoritarismo asociado–,su apología de
la inmigración europea (principalmente anglosajona) y su cuestiona-
miento de la cultura popular y de las masas indígenas, negras y mes-
tizas, a la cuales identificaba con la barbarie y con estados pretéritos
de la evolución del espíritu humano.
En tales circunstancias las oligarquías, sustancialmente enriqueci-
das, llevaron un ritmo de vida similar al de la alta burguesía inglesa
y francesa de entonces, al mismo tiempo que asumían las pautas

181
culturales de aquellas, intentando pasar por europeas, abominan-
do la cultura popular de mestizos, negros e indígenas, frente a lo
cual propugnaron la inmigración blanca, especialmente anglosajona.
Todo en el marco de una sociedad que mantuvo su extrema polari-
zación social y racial.

5. Modificaciones entre las clases subalternas


A fines del siglo XIX la estructura social de los países latinoa-
mericanos –con diversos ritmos– tendió a diversificase, moderni-
zándose. El auge económico y las inversiones extranjeras, con su
consiguiente estímulo al desarrollo del capitalismo, influyeron en
ello. Ambas situaciones, así como también el crecimiento del Estado
que les era correlativo, suponía la adopción de nuevas tecnologías y
la disponibilidad de los recursos humanos capaces de hacer uso de
ellas. Esto, a su vez, requería de la ampliación y modernización de
los sistemas educacionales y, dentro de ciertos límites, su masifica-
ción. El resultado social de todo ello fue el crecimiento de las clases
medias.
Estas tuvieron un carácter esencialmente urbano, desempeñán-
dose en funciones administrativas y de servicios, tanto en el Estado
como en las empresas privadas, nacionales y extranjeras. Se trataba
de capas bastante heterogéneas, sin base económica propia, y, por
tanto, mayoritariamente asalariadas. Políticamente eran dóciles a la
oligarquía e imitadoras de sus pautas culturales. Su psicología en-
fatizaba las pretensiones de ascenso social, dentro de cuya lógica
–según se indicó arriba– aspiraban a distanciarse todo lo posible de
los estratos más bajos, cuya cultura rechazaban. En los países donde
la inmigración europea fue abundante crecieron considerablemente,
en buena medida alimentadas por esta.
El otro sector social que creció a fines de siglo por obra del desa-
rrollo del capitalismo y de las inversiones extranjeras fue el proleta-
riado. Este adquirió gran importancia en la minería, donde dio lugar
a considerables concentraciones obreras, las cuales fueron posibles

182
gracias a procesos migratorios provenientes desde el campo. A los
efectos de estimular dichas migraciones se generalizó el sistema de
enganche: las empresas que se dedicaban al rubro ofrecían a la po-
blación rural puestos de trabajo en la minería, con el traslado corres-
pondiente, cobrando a la empresa beneficiada por cada trabajador
que lograban aportarle.
Las extremadamente duras condiciones laborales y de vida que
eran propias de los centros mineros, junto a las altas concentracio-
nes de obreros que les eran propias, estimularon la organización de
los trabajadores. Junto a ello, aparecieron las primeras formas de
resistencia, expresadas en recurrentes huelgas. Normalmente estas
eran reprimidas por las fuerzas militares, lo que dejaba elevado nú-
mero de muertos y heridos.
Dado que los centros mineros se hallaban a considerables dis-
tancias de los centros urbanos, resultó que el proletariado que allí se
formara tuvo un carácter de enclave. Esto hizo que cuando empezó
a organizarse y a luchar por sus reivindicaciones, vio limitada su
influencia e irradiación hacia otros segmentos de las clases subal-
ternas.
Hay que agregar que una parte creciente de ese proletariado en
formación empezó a experimentar la influencia de ideologías an-
ticapitalistas, como era el anarquismo y el socialismo. Tales ideas
llegaron al continente por vía de los inmigrantes, por lo que tuvieron
sus primeros núcleos de adherentes en Argentina, Uruguay y Brasil.
Desde allí se fueron diseminando por el continente, encontrando un
nicho importante entre los ya referidos núcleos de concentración
obrera.
En el latifundio, en tanto, siguieron predominando las formas
precapitalistas de explotación del trabajo. En Centroamérica, sin
embargo, pronto las empresas norteamericanas dedicadas a los cul-
tivos tropicales harán uso de las formas asalariadas, generando con
ello un naciente proletariado agrícola.

183
6. Movimientos demográficos y urbanos
Los procesos de modernización y desarrollo del capitalismo de-
pendiente vinculado a la fase imperialista del capitalismo europeo,
descritos en las páginas precedentes, vinieron, a fines del siglo XIX
y comienzos del siglo XX, acompañados en América Latina de im-
portantes cambios demográficos.
En relación al punto antes que nada hay que hacer referencia al
considerable aumento poblacional que por entonces se produjera en
el conjunto de la región. El cuadro que sigue es elocuente:

Población latinoamericana, en millones18

1875 Comienzos del siglo XX

América Hispana 22 44.5

América Portuguesa 3 17.9

Total 25 62.4

Como puede verse, en unos pocos decenios la población latinoa-


mericana creció en un 150 por 100.
Este gran crecimiento demográfico tiene una de sus explicacio-
nes en las inmigraciones externas. En efecto, a finales de siglo XIX
y comienzos del siglo XX América Latina experimentó un movi-
miento inmigratorio conformado por una población que, sobrante
en el viejo continente –entonces en plena segunda revolución indus-
trial– creía tener en estas tierras mejores condiciones de vida, sobre
todo en virtud de que las inversiones extranjeras requerían aquí de
una mano de obra que no siempre podía ser proporcionada por la
población local.

18
Carmagnani, Marcello, op. cit., p.131.

184
Los países latinoamericanos que recibieron la mayor parte de ese
contingente inmigratorio fueron los del Atlántico: Argentina, Uruguay
y Brasil. Las magnitudes que en estos alcanzaron dichos contingen-
tes fueron muy significativas, como lo evidencia el siguiente cuadro:

Población inmigrante entre 1880 y 1914, en millones19

Argentina 6.5

Brasil 4

Uruguay 0,5

Otros 1--

Gran parte de esa población inicialmente quedó en condición de


proletaria, siendo de preferencia empleada en la agricultura, particu-
larmente en las grandes haciendas. No obstante, defraudada por sus
condiciones laborales, pronto la mayoría se dirigió hacia las ciuda-
des, contribuyendo tanto a su crecimiento como al desarrollo en su
seno de importantes tensiones sociales. Otra parte, a la larga optó
por retornar a sus países de origen al comprobar que en estas tierras
sus esperanzas de una mejor vida no se cumplirían.
Junto a los movimientos migratorios de origen externo, América
Latina por entonces también experimentó importantes movimien-
tos migratorios internos, los que mayoritariamente se produjeron en
los países de la costa del Pacífico. La tendencia fundamental al res-
pecto consistió en movimientos de población que se dirigieron ha-
cia núcleos de producción donde no se disponía de suficiente mano
de obra, como ocurrió en los centros mineros. Un caso relevante al
respecto fue el de Chile: en este país, el norte salitrero, antes casi de-
sierto, se pobló de numerosas “oficinas” que pasaron a alojar a miles

19
Carmagnani, Marcello, op. cit., p.130.

185
de trabajadores. También fue el caso de México. Igualmente fueron
centros de atracción de movimientos inmigratorios internos –siem-
pre en los países del Pacífico– aquellos núcleos de cultivos tropicales
exportables como lo fue el caso de Perú y Colombia.
En general estos movimientos internos de población fueron muy
favorecidos por el ferrocarril.
La otra tendencia demográfica de la época que hay que anotar es
el considerable crecimiento urbano, sobre todo de ciertas ciudades.
Algunos casos ilustrativos son los siguientes:

Crecimiento poblacional de Buenos Aires20

1869 1895 1914

178.000 678.000 1.576.000

Como puede verse, en cuarenta y cinco años la población de


Buenos Aires se multiplicó casi por nueve.
Los casos de São Paulo y Río de Janeiro son también muy ilustra-
tivos, sobre todo el primero:

Crecimiento poblacional de Sao Paulo y Río de Janeiro

1880 1920

São Paulo 40.000 800.000

Rio de Janeiro 300.000 1.000.000

Como se ve, en cuarenta años São Paulo multiplicó su población


por veinte. Otros casos importantes son los siguientes:

20
Marcelo Carmagnani, op. cit., p. 131

186
Crecimiento poblacional de Ciudad de México21

1877 1910

230.000 471.000

Crecimiento poblacional de Santiago de Chile22

1875 1920

130.000 507.000

El crecimiento de las ciudades latinoamericanas entre fines del


siglo XIX y comienzos del siglo XX fue una tendencia general. No
obstante, registra considerables desigualdades, las cuales se vincula-
ban a la prosperidad económica de la respectiva urbe y, en parte, a
su relevancia política.

7. Algunos casos nacionales


La trayectoria seguida por los países latinoamericanos durante las
dos últimas décadas del siglo XIX y comienzo del siglo XX podría
sintetizarse en los términos que se exponen a continuación.

7.1 Chile, Perú, Bolivia y la Guerra del Pacífico

Uno de los acontecimientos más relevantes ocurridos a fines del


siglo XIX en la América del Sur fue la Guerra del Pacífico (o del
salitre), la que se verificó entre febrero de 1879 y julio de 1883. El
conflicto, que enfrentara a Chile por un lado, y al Perú y Bolivia por
el otro, en el terreno militar tuvo como vencedor al primero, pero

21
Carmagnani, Marcello, op. cit., p.133.
22
Carmagnani, Marcello, op. cit., p.133.

187
en el campo económico y geopolítico, el gran triunfador fue el im-
perialismo británico, como veremos luego.
En medida fundamental, la guerra se hallaba vinculada a la rique-
za salitrera. Como lo señaláramos más atrás, con bastante antelación
al conflicto, capitalistas chilenos explotaban gran parte del salitre
de Antofagasta, por entonces bajo soberanía boliviana. El Perú, a
su vez, poseía el recurso en abundancia, particularmente en su pro-
vincia de Tarapacá, pero lo había nacionalizado a fin de enfrentar la
crisis económica que entonces lo afectaba, concitando la hostilidad
de ciertas empresas británicas que comerciaban con él. Como res-
puesta a esa misma crisis el Perú había transitoriamente dejado de
pagar los bonos de su deuda pública –los que se hallaban en manos
de tenedores británicos– indisponiendo adicionalmente al país con
la City de Londres. Esta, por otra parte, veía con buenos ojos el libe-
ralismo económico chileno. Lo inverso ocurría con el estatismo que
parecía insinuar el Perú. Incluso se podría decir que para Inglaterra,
el tema de fondo residía en que el Perú, con la nacionalización de
su salitre, había cuestionado el free trade, cuya defensa era la base de
toda la política exterior de la isla. En este punto –en algún sentido,
más bien oculto– yacía otro factor de la guerra, que determinó un
implícito apoyo de Inglaterra al bando chileno.
La otra faceta relevante del conflicto –y la más visible– decía rela-
ción a los problemas que se suscitaran entre Chile y Bolivia, particu-
larmente con los que se platearan en la zona de Antofagasta, donde
el salitre era explotado por capitalistas chilenos y británicos, con
trabajadores inmigrados de la zona centro sur de Chile, establecidos
en la región en un muy alto número.
En los años anteriores, entre Chile y Bolivia se habían suscitado
problemas de límites, los que se habían resuelto mediante dos tra-
tados: el de 1866 y el de 1874. Este último, aparte de mantener el
paralelo 24 como límite entre ambos países –y dejar sin efecto un
anterior acuerdo de repartición de rentas aduaneras– estipuló que
por diez años Bolivia no elevaría los derechos de exportación a los
capitalistas chilenos.

188
En el marco de la angustiosa situación económica por la que a
fines de los setenta atravesaban tanto Chile como Perú y Bolivia –en
gran parte como resultado de la crisis mundial capitalista que esta-
llara en 1873–, una de las cláusulas de dicho tratado fue contrave-
nida. En efecto, en 1878 la Asamblea Nacional de Bolivia elevó en
diez centavos los impuestos de exportación a las empresas salitreras
situadas en su territorio. Esto afectó tanto a los salitreros chilenos
como a los ingleses.
Los salitreros chilenos, aduciendo la vigencia del tratado de 1874,
se negaron a pagar el alza. Bolivia entonces amenazó con sacar sus
propiedades a remate. Frente a ello los salitreros chilenos presiona-
ron al gobierno de Santiago pidiéndole que hiciera respetar el trata-
do. Respondiendo a esa solicitud, y con el fin de impedir el remate
de las salitreras chilenas, en febrero de 1879 el gobierno de Santiago
hizo que un destacamento de su ejército ocupara Antofagasta. En
respuesta, el primero de marzo Bolivia declaró la guerra a Chile y
este, el 5 de abril, hizo lo propio respecto del Perú, aduciendo el
tratado que en 1873 Lima había firmado con el país altiplánico, me-
diante el cual ambos Estados se garantizaban su seguridad. Así la
guerra se hizo indetenible.
En todo caso, en Chile desde el comienzo se tuvo clara concien-
cia que una exitosa guerra con Bolivia y con el Perú, al hacer posible
la ocupación de toda la zona salitrera, permitiría incorporar al país
una riqueza que haría posible superar la grave crisis económica por
la que atravesaba.
El conflicto se desarrolló a lo largo de cinco campañas. La pri-
mera, o campaña marítima, le permitió a Chile adueñarse del mar
y conducir sus tropas al territorio adversario. La segunda, o de Ta-
rapacá, tuvo por objetivo posesionarse de la provincia peruana del
mismo nombre a fin de tomar posesión de su salitre, lo que debía
permitirle a Chile financiar la guerra y salir de la crisis económica
que lo afectaba. La tercera campaña fue la de Tacna y Arica, después
de la cual Bolivia se retiró de las hostilidades. La cuarta campaña fue
la de Lima, seguida por la costosa campaña de la sierra, luego de la

189
cual el Perú firmó la paz. Por el Tratado de Ancón (1884) el gobier-
no peruano entregó la provincia de Tarapacá a perpetuidad a Chile,
y Tacna y Arica por diez años, luego de lo cual se celebraría un ple-
biscito que decidiría la suerte final de cada una. Bolivia, por su parte,
firmó la paz solo en 1904 mediante un tratado por el que entregó
a Chile la provincia de Antofagasta, perdiendo así su acceso al mar.
Una de las consecuencias más importantes de la guerra, además
de la redistribución de territorios que trajo consigo y la incorpora-
ción a Chile de una gigantesca riqueza, fue la relacionada con la rees-
tructuración de propiedad salitrera de la zona. Esta quedó preferen-
temente en manos de capitalistas ingleses, donde destacan Thomas
North y su socio Williams Harvey. Vinculados a bancos británicos,
en plena guerra los mencionados habían procedido a comprar a bajo
precio los bonos con los cuales el gobierno peruano antes del con-
flicto había pagado la nacionalización de las oficinas salitreras de
Tarapacá. Terminada la guerra, el gobierno de Chile, imbuido de
concepciones a ultranza liberales –del todo acordes con las propug-
nadas por Inglaterra– reconoció los bonos que antes de la guerra
había emitido el gobierno de Lima y entregó las oficinas a quienes
los habían adquirido a bajo precio durante el conflicto, esto es, a
los capitalistas ingleses arriba mencionados. Como consecuencia de
ello, los capitalistas peruanos desaparecieron del mapa salitrero, y
los chilenos quedaron en un segundo plano. El control pasó a ma-
nos de North y Harvey y más tarde, siempre en un segundo plano,
a inversionistas alemanes, norteamericanos y otros. Así, la guerra
peleada por chilenos, peruanos y bolivianos terminó beneficiando
al capital extranjero, sobre todo inglés. Este, por lo demás, con el
salitre en sus manos, amplió su control hacia los ferrocarriles, las
finanzas, la navegación, cierto comercio y servicios, aparte de su
decisiva influencia política sobre los gobiernos.
A lo dicho hay que agregar que el desenlace de la guerra implicó
en la región el fin del cuestionamiento al free trade británico, que
había impulsado el gobierno de Pardo en el Perú. Este desenlace,
por otra parte, casi coincidió temporalmente con la repartición de

190
África entre las potencias europeas –verificado en la Conferencia de
Berlín, en 1884– de lo cual Gran Bretaña sacó grandes ventajas. El
desenlace de la Guerra del Pacífico y la redistribución de la propie-
dad salitrera resultante de la misma debe ser visto, en ese contexto,
como parte de una trama mundial única, en la cual los imperialismos
se imponían en el planeta.

7.2 Chile después de la Guerra del Pacífico: la derrota de la opción de un desarrollo


independiente

La incorporación de los territorios salitreros a Chile, cuestión


resultante del desenlace de la Guerra del Pacífico, enriqueció sus-
tancialmente al país, a pesar de que la mayor parte de las oficinas
salitreras quedara en manos británicas. Los muy acrecidos derechos
de exportación que el Estado chileno empezó entonces a recibir le
permitieron llevar a cabo, a lo largo de todo el territorio, grandes
proyectos de obras públicas y educacionales, que de manera cola-
teral tendían a quitarle mano de obra al latifundio al estimular la
emigración de inquilinos y campesinos hacia dichas obras, donde sa-
larios más elevados ejercían su atracción. La abundancia de recursos
que entonces advino llevó incluso a la supresión de los impuestos
directos que pagaba la oligarquía.
Como producto de lo dicho, el Estado se fortaleció, creciendo
de modo significativo. En tales circunstancias pareció que, premu-
nido de una abundante burocracia, podría escapar al control de la
oligarquía. Esta, por su parte, percibiendo el riesgo, intentó impedir
un decurso tal, esforzándose por debilitar el poder del Presidente,
aspirando a que quedara bajo el control del Parlamento, que ella, a
través de los partidos, controlaba.
El conflicto que entonces se planteó se vio agravado cuando el
presidente José Manuel Balmaceda (1886-1891) postuló la necesidad
de poner fin al cuasi monopolio inglés sobre el salitre y de avanzar ha-
cia su propiedad por capitalistas chilenos, dejando, en todo caso, una
parte en manos del Estado a fin de evitar así cualquier concentración

191
de la propiedad que, mediante la política de combinaciones, pudiera
impulsar la producción a la baja a fin de elevar el precio del nitrato
en el mercado mundial.
Balmaceda, a través de las medidas señaladas, vino de hecho a
representar un sedicente proyecto de capitalismo nacional indepen-
diente del control inglés que, en lo político, se correlacionaba con un
Ejecutivo fuerte y realizador.
La oligarquía local, sin embargo, se le opuso con todas sus fuer-
zas. El conflicto que ello implicó formalmente pasó a ventilarse en
torno al tema de las atribuciones del Ejecutivo y del debate sobre
si el régimen político era presidencialista o de corte parlamentario.
Todo terminó resolviéndose mediante una guerra civil en la cual,
con apoyo británico, la oligarquía se impuso a Balmaceda y a los
escasos sectores que lo respaldaban. El mandatario, refugiado en
la legación argentina de Santiago, se suicidó el 19 de septiembre de
1891. De este modo, con el salitre desnacionalizado, se consolidó en
Chile el modelo de desarrollo oligárquico, rentista y dependiente del
capital inglés, bajo un régimen político formalmente parlamentario,
que dejaba al presidente en condición de marioneta en manos de
las efímeras mayorías parlamentarias. Entonces Chile comenzó una
lenta decadencia.

7.3 Perú y Bolivia luego de la Guerra del Pacífico

Tanto para Perú como para Bolivia, los resultados de la guerra


del Pacífico se tradujeron en consecuencias catastróficas, precipitan-
do en ambos países una aguda crisis nacional.
En Perú, en el terreno económico, la postguerra trajo consigo
altos niveles de desnacionalización. Según Enrique Amayo23, hasta
antes de la conflagración, aunque atrasado, lo básico del aparato
productivo del país estaba en manos de peruanos: guano, salitre,
ferrocarriles (principalmente del Estado), agricultura y ganadería

23
Amayo, Enrique. op. cit., p. 13.

192
(privados). A eso agréguese que parte de la banca era nacional. Des-
pués de la guerra todo esto cambió sustancialmente: lo fundamen-
tal de la economía peruana pasó a ser controlado directamente por
el capital extranjero, específicamente inglés. El país debió además
renegociar su deuda externa en condiciones onerosas. Tuvo que
entregar “ferrocarriles, minas, puertos y guaneras a los acreedores
extranjeros”24, ello a fin de obtener nuevos préstamos para compen-
sar el déficit.
En el plano político la situación no fue menos problemática.
Lo fundamental al respecto radicó en que, ante una clase dirigente
destrozada, reapareció el caudillismo militar. Entre 1885 y 1890, el
gobierno de Lima lo ejerció Andrés Avelino Cáceres, el héroe de
la resistencia de la sierra. Pero en medio de la crisis económica, los
verdaderos dueños del poder eran los militares.
En ese contexto surgieron nuevos movimientos, de base juvenil
y de tendencias nacionalistas, los cuales sometieron a la oligarquía
a fuerte crítica, culpándola del resultado de la guerra. La expresión
principal de esta actitud contestataria fue la Unión Nacional o Par-
tido Radical, cuyo líder político e intelectual fue el notable escritor,
poeta y ensayista Manuel González Prada.
Al gobierno de Cáceres lo sucedió el del coronel Remigio Mora-
les Bermúdez (1890-1894). A la muerte de este se levantó un pode-
roso movimiento civilista en contra de la predominante hegemonía
militar, encabezado por Nicolás Piérola, líder del Partido Demó-
crata, quien se alió al Partido Civilista de la oligarquía y que conci-
taba cierto apoyo popular. Luego de una guerra civil, en marzo de
1895 Piérola asumió el gobierno, poniendo fin al militarismo. Con
las riendas del poder tomó medidas para recuperar las finanzas del
país, estableciendo el patrón oro25, al tiempo que ejecutó numerosas
obras públicas.

24
Halperin Donghi, Tulio. op. cit., p. 337.
25
El patrón oro es el sistema monetario que fija el valor de la moneda de un país en
términos de una determinada cantidad de oro.

193
En los años posteriores, la expansión agrícola en la costa, y de la
de la minería y la ganadería serrana permitieron una gradual recu-
peración económica del país26.Ello favoreció a los sectores altos, en
parte a los sectores medios, pero en nada a las masas populares. Los
indios de la sierra, por su parte, continuaron al margen de la vida
nacional.
La recuperación del Perú será lenta y fatigosa.
Bolivia, por su parte, habiendo perdido su litoral y la riqueza
salitrera, tuvo que tomar decisiones drásticas. Estas consistieron en
orientarse hacia el Atlántico –al cual había que acceder por vía flu-
vial– llevando a cabo, a la par, un acercamiento con Argentina. Esta
opción no dejaba de ser problemática en la medida en que conlleva-
ba riesgos de colisionar con Paraguay, tal como ocurrirá en el siglo
siguiente.
En el plano político, luego de la guerra, por primera vez el país se
estructuró en base al sistema de partidos, teniendo como ejes a los
partidos conservador y liberal. En este sentido, y hasta cierto punto,
se podría hablar de la instalación de un régimen oligárquico típico,
aunque los conflictos entre conservadores y liberales que entonces
se produjeron, a diferencia de lo que ocurriera en otros países lati-
noamericanos, no giraron en torno al tema de la relación entre la
Iglesia y el Estado. El punto más conflictivo se hallaba en otro foco:
a saber, si la estructuración del Estado debía ser federal o unitaria.
Los conservadores defendían el federalismo, mientras que los libe-
rales eran unitarios. Otra diferencia existente entre ambos se refería
a la actitud de cada uno en materias de política internacional, parti-
cularmente en cuanto a la actitud a adoptar frente a Chile, mientras
los conservadores eran partidarios de la paz con este último, los li-
berales reivindicaban con fuerza los derechos marítimos de Bolivia.
Entre 1884 y 1899 se verificó en el país la etapa conocida con
el nombre de “la oligarquía conservadora”. Esta llegó a su fin

26
Halperin Donghi, Tulio. op. cit., p.337.

194
mediante una guerra civil en la cual se impuso la llamada “oligarquía
liberal”. Triunfaron con ella los principios unitarios por sobre los
federalistas, lo que conllevó la primacía de La Paz sobre Sucre, la
antigua capital.
En todo caso, y aparte de las señaladas, no habían mayores dife-
rencias entre la oligarquía conservadora y liberal: ambas eran anti-
jacobinas y partidarias del progreso material, verificándose incluso
cierta circulación de hombres entre una y otra.
Uno de los cambios más relevantes producidos en Bolivia du-
rante la postguerra se dio en el terreno económico. Consistió en
el agotamiento de la minería de la plata y su reemplazo por la del
estaño. La oligarquía que se dedicó a este último giro pronto se in-
ternacionalizó, siendo uno de sus representantes arquetípicos la fa-
milia Patiño, radicada en Europa. Esta oligarquía ausente delegó sus
funciones políticas en cierta clientela que recibió el nombre de “la
Rosca”, la cual destacó por su persistencia en impedir que el Estado
boliviano se fortaleciera.
Mientras tanto, la población indígena –que era la mayoría demo-
gráfica– seguía alejada de las preocupaciones de las clases dominan-
tes y de sus funcionarios, dando cuenta con ello de las grandes di-
ferencias étnicas, culturales y geográficas que caracterizaban al país.

7.4 Brasil: el fin del Imperio y la instauración de la República

En la historia brasileña de fines del siglo XIX el tema más impor-


tante que se planteó fue el de la crisis del imperio, la cual resultará
siendo irreversible. Como producto de ello, se impondrá la Repú-
blica.
El marco de ese proceso estuvo constituido por el desplazamien-
to del centro de gravedad de la economía brasileña: este, en base
a la producción cafetalera, se movió hacia el sur, sobre todo hacia
los Estados de São Paulo y Minas Gerais. Las oligarquías de estos
Estados –dedicadas a la producción y exportación del café– se enri-
quecieron enormemente, superando en este sentido largamente a las

195
oligarquías de los Estados del norte. En circunstancias que la mayor
parte de las exportaciones brasileñas pasaron a ser las cafetaleras, de
las cuales terminó dependiendo la economía del país, la influencia
de las oligarquías del sur se elevó sustancialmente, poniendo así fin
a los antiguos equilibrios.
El imperio no fue capaz de traducir políticamente ese desplaza-
miento de la influencia y de la riqueza: el poder de las oligarquías del
sur difícilmente podría, por tanto, ejercerse a través de él. De allí que
terminara buscando cauces republicanos.
La cuestión también se hallaba ligada al tema de la esclavitud. En
este sentido, hay que tener en cuenta que la economía cafetalera del
sur tendió hacia el trabajo asalariado más que al esclavista, al que
le era inherente una productividad menor y costos mayores (sobre
todo cuando Inglaterra había prohibido la trata). Gran parte de la
demanda de trabajadores asalariados que requirió la economía del
sur empezó entonces a satisfacerse con población europea inmigra-
da, la que así creció muy significativamente.
En virtud de todo lo señalado, no es extraño entonces que en
los Estados del sur, junto con predominar un ánimo antiesclavista y
republicano, cundiera la formación de clubes que hacían activa pro-
paganda en contra del imperio y en favor de la República.
Uno de los componentes importantes de los discursos legitima-
dores de la opción republicana era el que tenía relación con la mo-
dernidad. En tales discursos el Imperio figuraba de espaldas a ella,
sobre todo por cuanto aparecía ligado a la esclavitud.
Esta institución, por otra parte, terminó siendo rechazada por la
mayoría: intelectuales, periodistas, juventudes, e incluso el ejército,
estaban en su contra. En los años anteriores, la guerra civil nortea-
mericana la había desprestigiado considerablemente.
En ese cuadro hay que insertar al ejército, que también estaba
descontento con el Imperio. Entre su oficialidad joven habían pe-
netrado con mucha fuerza las concepciones positivistas, sobre todo
gracias al magisterio de Benjamín Constant, profesor de la Acade-
mia militar, y uno de los principales representantes del positivismo

196
brasileño. Para los uniformados, el tránsito del Brasil desde la etapa
metafísica a la positiva significaba instaurar la república y poner fin
a la esclavitud. A su juicio, solo a través de este camino Brasil se
modernizaría del todo, fortaleciéndose.
En 1881 hubo una reforma electoral, que aunque contó con el
apoyo del emperador Pedro II, debilitó al Imperio al poner de mani-
fiesto que ya no era necesario. La reforma estableció que las eleccio-
nes a la Cámara Baja se harían por votación directa.
En los años siguientes el Imperio no haría más que debilitarse
apareciendo a los ojos de muchos como una rémora del pasado. El
descontento general que así se fue instalando terminó haciendo pre-
sión sobre el ejército, el que finalmente reaccionó. Así, en noviem-
bre de 1889, el general Deodoro da Fonseca dio un golpe de Estado
que depuso a Pedro II, quien debió marchar al exilio, donde murió.
Así se instauró la República.
Inglaterra, por su parte, distó mucho de defender al caído Impe-
rio. Desde hacía mucho tiempo era una tenaz opositora a la trata de
esclavos, por lo que no es de extrañar que se aliara con la oligarquía
sureña, la que, excluyendo la esclavitud, con su economía cafetalera
de exportación se mantenía de lleno dentro del free trade inherente
a la pax británica. La república, por tanto, contaría con el apoyo bri-
tánico.
Caído el Imperio el país se dio una nueva Constitución (1891),
la que estableció un régimen federal, a imagen y semejanza del esta-
blecido en la Constitución de los Estados Unidos. Adicionalmente
consagró la separación del Estado y la Iglesia, resolviendo con ello
uno de los problemas que más había dividido a ciertas oligarquías
latinoamericanas. Se inauguró así la llamada “República vieja”.
Los primeros años de la República estuvieron marcados por la
hegemonía militar. En efecto: a Deodoro da Fonseca le sucedió Flo-
riano Peixoto, también miembro del ejército, mientras que los Esta-
dos eran gobernados por uniformados (los “coroneles”).
Poco a poco, sin embargo, el poder efectivo fue pasando a las
oligarquías de los Estados, en particular, a las de los dos principales,

197
São Paulo y Minas Gerais. De estos, a la larga, y en perfecta alternan-
cia, saldrán los presidentes de la República. Este sistema –que no fue
capaz de generar partidos fuertes ni ideológicos, sino colectividades
vinculadas a personalidades– respetará, en todo caso, la autonomía
relativa de cada oligarquía local dentro de sus respectivos Estados.
La “República vieja”, en consecuencia, y sobre la base de la ex-
portación cafetalera, terminó siendo un régimen oligárquico; en este
caso, de oligarquías que habían sido capaces de llegar a un acuerdo.

7.5 Uruguay y Argentina: la emergencia de las clases medias

A fines del siglo XIX y comienzos del XX, Uruguay y Argentina


presentan algunos elementos en común, dentro de los cuales cabe al
menos destacar tres, que son los siguientes: a) un importante creci-
miento económico que dio lugar a un periodo de considerable pros-
peridad; b) una alta inmigración de origen europeo, que alimentó
un significativo crecimiento de las clases medias, y; c) una temprana
rebelión de estas clases, las que obligarán a las oligarquías a hacerles
importantes concesiones prefigurando una crisis de la dominación
oligárquica tradicional, fenómeno que más tarde sucederá en mu-
chos otros países de la región, cada uno con sus propias especifici-
dades.
En lo referente al caso uruguayo, cabe decir que durante la últi-
ma parte del siglo XIX continuó la tradicional pugna entre los dos
sectores de la oligarquía: el sector urbano, representado por los co-
lorados; y el rural, por los blancos. En esta pugna –que en cier-
tos momentos adquirió ribetes de mucha agudeza– también hubo
acuerdos parciales entre ambos bandos, como el que se tradujo en
la repartición de las gobernaciones departamentales. En lo que no
hubo acuerdo fue en lo referente al poder central.
Para mediar este conflicto, y ante la imposibilidad de que alguno
de los dos sectores de la oligarquía fuera capaz de gobernar estable-
mente, los militares ejercieron el mando del país, aunque fueron más
proclives a los colorados. Cabe mencionar dentro de los conflictos

198
que enfrentaron a ambos bandos, el de 1886, cuando se produjo
la llamada “guerra del Quebracho”, derivada de una rebelión de la
oligarquía agraria (blanca) en contra de los colorados predominan-
tes en la capital. Triunfaron estos últimos, de cuyas filas en adelante
saldrán los presidentes de la República, aunque siempre intentando
dar garantías a las distintas fracciones oligárquicas.
En el intertanto, en el país la inmigración se vio significativamen-
te incrementada, concentrándose en las ciudades, particularmente
en Montevideo. En 1884 esta urbe tenía ya 115.000 habitantes, con
un porcentaje de extranjeros de 45 por 10027.Pese a este desarrollo
urbano, la economía del país seguía basándose en el agro, particu-
larmente en la ganadería ovina, que era su principal producto de
exportación.
En este cuadro, y mientras que la oligarquía rural, identificada
con los blancos, controlaba la producción exportable, la urbana,
esto es, los colorados, controlaban el único puerto de exportación,
que era Montevideo.
La modernización, la prosperidad económica y las abundantes
migraciones entonces en curso hicieron, por otra parte, crecer a las
clases medias, las que eran fundamentalmente urbanas y, hasta cierto
punto, la base de maniobras de la oligarquía colorada.
Las clases medias –sobre todo en la medida en que vieron au-
mentados sus niveles educacionales– a fines del siglo XIX y comien-
zos del XX no aceptarán ya ser utilizadas indefinidamente sin recibir
ciertas compensaciones; es decir, sin que los líderes de la oligarquía
colorada tomaran en cuenta las reivindicaciones que empezaron a
plantear. Este hecho constituyó de su parte una verdadera rebelión
larvada.
El político que captó mejor esta nueva realidad fue el líder del
Partido Colorado, José Batlle y Ordoñez. Este, desde una óptica oli-
gárquica, supo asociar a las clases medias con la gestión del Estado,

27
Carmagnani, Marcello. op. cit., p. 165.

199
garantizándoles una serie de reivindicaciones, aunque manteniéndo-
las en una situación subalterna. Con tales miras fue capaz de montar
una organización del Partido Colorado asentada en dichas clases,
marcando con ello un esquema nuevo. Pero, al mismo tiempo, dio
cuenta de una inédita realidad histórica: aquella en la cual las clases
medias irrumpieran como actores de los que ya no era posible pres-
cindir, cuya emergencia haría incluso entrar en crisis las modalidades
tradicionales de la dominación oligárquica.
Por su parte, en Argentina, luego de 1880 la dominación oli-
gárquica, con predominio de la de Buenos Aires, terminó de con-
solidarse. Su principal expresión política fue el Partido Autónomo
Nacional (PAN).
Paralelamente se verificó un proceso inmigratorio aún más fuerte
que el uruguayo, que trajo consigo un significativo aumento de la
población. Así, el país, que en 1869 tenía 1.600.000 habitantes, en
1914 llegó a los 7.800.00028.
Lo dicho vino acompañado de un considerable crecimiento eco-
nómico, que fue la base de una gran prosperidad sustentada en las
exportaciones de productos agropecuarios. Tal bonanza se hizo sen-
tir sobre todo durante el gobierno de Julio Argentino Roca (1880-
1886) bajo el cual, por otra parte, culminara la llamada “guerra del
desierto” en contra de los pueblos originarios, cuyas tierras pasaron
a los hacendados.
Durante el gobierno de Roca, sobre todo en Buenos Aires, se
expandió una sensación de éxito e, incluso de apogeo. Como dice
Luis Alberto Sánchez: “nunca acudieron en mayor número las olas
de inmigrantes a los puertos argentinos; nunca hubo mayor holgura;
nunca partieron caravanas de turistas a Europa como entonces. Na-
ció la novela con ambiente seudo europeo”29. Argentina, en medio

28
Carmagnani, Marcello. América Latina, de 1880 a nuestros días. Barcelona: OikosTaus, S.A
Ediciones, 1975. p. 25.
29
Sánchez, Luis Alberto. Historia general de América, Tomo III. Santiago-Madrid: Editorial
Ercilla; Editorial Rodas, 1972. p.1017.

200
de su riqueza, se sintió destinada a jugar un papel en la historia del
mundo.
Pero también fue aumentando su dependencia del extranjero, re-
sultante de las considerables inversiones inglesas entonces en curso.
Argentina, fuertemente endeudada, imperceptiblemente se trans-
formó así en un coto británico.
En el plano político el rasgo central que se verificó a la fecha fue
el refuerzo de las tendencias centralistas y autoritarias de la oligar-
quía porteña. Dentro de esa lógica, la manipulación de las elecciones
era cosa normal, lo que reproducía en el poder al núcleo oligárquico
de Buenos Aires. Se relegaba así no solo a las provincias, sino tam-
bién a las acrecidas clases medias, en parte generadas mediante la
inmigración. Por tanto, se acumulaban contradicciones que en algún
momento estaban destinadas a estallar.
Por otra parte, el poder oligárquico centralista bajo el predomi-
nio ideológico de un positivismo individualista de cuño espenceria-
no30, llevó a su remate los procesos de laicización del Estado, sobre
todo en la educación, neutralizando con ello los avances del clero.
El ciclo de prosperidad de la economía argentina, no obstante,
tocó su fin en 1890, cuando estalló una crisis económica destinada a
traer inevitables consecuencias políticas. Ese año, ciertos segmentos
oligárquicos preteridos, organizados en la Unión Cívica, se rebela-
ron a través de un movimiento insurreccional con amplio apoyo de
las clases medias, haciendo que luego el gobierno de Juárez Celman
(1886-1890) llegara a su fin. La oligarquía porteña, sin embargo, no
caería. Al gobierno de Juárez Celman le seguirán los gobiernos oli-
gárquicos de Carlos Pelegrini (1890-1892), Luis Sanz Peña (1892-
1894) y José Evaristo Uriburu (1894-1898).

30
El positivismo espenceriano es la variante inglesa del positivismo. Se caracteriza, entre
otras cosas, por que, a diferencia de la versión comteana que pone de relieve el concepto
de “altruismo”, subraya la importancia de las libertades individuales, por lo cual se
hizo más adecuado a las necesidades ideológicas de las oligarquías latinoamericanas
decimonónicas.

201
Durante esta última década del siglo XIX, no obstante, algo irre-
versiblemente cambió. Ese cambio estuvo constituido por la emer-
gencia de las clases medias, las que ahora estuvieron dispuestas y en
condiciones de actuar con mayor autonomía, dando cuenta con ello
de su enorme crecimiento. En 1869 constituían el 20 por 100 de la
población argentina, pero en 1895 representaban ya el 32 por 10031.
No fue casualidad que en 1892 se fundara el partido que por anto-
nomasia las representó: la Unión Cívica Radical (UCR). Sus líderes
fueron los carismáticos Leandro L. Alem (1842-1896) e Hipólito
Yrigoyen (1852-1933).
Encabezadas por la UCR, las clases medias se lanzaron entonces
a cuestionar la dominación oligárquica y a reclamar su parte en la di-
rección del país. Lo hicieron criticando el sistema electoral vigente,
que no daba garantías sino a la oligarquía dominante, la que a través
de él se reproducía indefinidamente en el gobierno. Las reivindi-
caciones que en esas circunstancias levantó la UCR eran simples:
libertad electoral, voto secreto y sustancial ampliación del cuerpo
electoral.
En 1893 se produjo otro verdadero alzamiento mesocrático en
contra de la oligarquía gobernante, el que se repitió en 1894. Sin
embargo, no se consiguieron los cambios deseados.
Dos años después, en 1896, se constituyó el Partido Socialista
argentino, de Juan Justo (1865-1928). Al mismo tiempo crecían nú-
cleos anarquistas entre sectores obreros –en gran parte inmigrados–,
que eran el producto del incipiente desarrollo industrial del país. De
tal modo, el arco social de las fuerzas antioligárquicas se ampliaba
A fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX las agitaciones
sociales y políticas que expresaban el descontento entre las clases
subalternas no hicieron sino reiterarse, restando legitimidad a la do-
minación oligárquica.

31
Carmagnani, Marcello. op. cit., p. 170.

202
En este contexto, ciertos círculos de la oligarquía comprendieron
que la permanente agitación de las clases medias y obreras atentaría
en contra del crecimiento económico y, por tanto, en contra de sus
negocios y la estabilidad de su dominación. Fue bajo estas conside-
raciones que, durante el gobierno de Roque Sanz Peña, en 1912, fue
promulgada una reforma electoral que respondía a las demandas
de la UCR. La ley aumentó el número de electores desde 191.000 a
640.000, permitiendo que Hipólito Yrigoyen triunfara en las presi-
denciales de 1916, poniendo fin al monopolio oligárquico del poder,
e iniciando así una nueva etapa en la historia argentina.

7.6 Paraguay: la incorporación al free trade y a la dependencia

Como se viera en un capítulo anterior, producto de su derrota


en la Guerra de la Triple Alianza Paraguay debió abrir su econo-
mía, la que entonces quedó inserta en el free trade que la pax británica
imponía en todo el mundo. En esas circunstancias, las inversiones
británicas en el país se multiplicaron, dirigiéndose sobre todo a los
ferrocarriles y a los bonos de la deuda emitidos por el gobierno, es-
tableciendo así la dependencia paraguaya que, en consecuencia, no
hizo sino replicar a la de las restantes naciones de la región.
Las principales producciones de la economía paraguaya pasaron
a estar compuestas por los cueros destinados a Europa, y el tabaco y
la yerba para el más cercano mercado rioplatense32. A estos se agre-
gaban los productos del Chaco (maderas, tanino), los que solo no-
minalmente se hallaban incorporados a la economía nacional, pues
eran explotados por compañías inglesas y argentinas con vistas al
mercado foráneo, usando para los efectos puertos privados y una
flota fluvial también extranjera33.
En el plano social, y luego de la guerra, en el país se fue afirman-
do una poderosa clase terrateniente, la que constituyó la base social

32
Halperin Donghi, Tulio. op. cit., p. 352.
33
Halperin Donghi, Tulio. op. cit., pp.352, 353.

203
interna de la orientación de la economía paraguaya hacia el mercado
exterior. En el plano político, los gobiernos pasaron a estar contro-
lados por los militares, aunque también aparecieron los partidos,
los que, en todo caso, carecieron de base social, siendo expresión
de pequeños grupos normalmente influidos por los uniformados.
Los partidos eran el Colorado o conservador y el Azul o liberal.
Más adelante, como una escisión de este último, surgió un Partido
Radical.
El partido Colorado, que fuera fundado por el general Bernardi-
no Caballero (1839-1912), gobernará al Paraguay por un tercio de
siglo. Luego, a comienzos de siglo XX, advino un periodo de golpes
de Estado, los que se produjeron en 1902, 1906, 1908 y 1911.
Hay que agregar que la política paraguaya de la postguerra no
dejó de estar influida por intereses brasileños y argentinos, aparte
de los ingleses. El gobernante Partido Colorado, en gran medida
seguía el ejemplo brasileño, mientras que los liberales (o Azules), el
argentino.
En el terreno ideológico, durante la postguerra se desarrolló una
fuerte crítica al periodo de Solano López (1827-1870), en gran parte
influida por los países vecinos, Brasil y Argentina. Pero en la medida
en que se acercaba el fin de siglo, la figura de Solano empezó a ser
reivindicada por un surgente nacionalismo paraguayo, el que elevó a
su persona a la categoría de héroe nacional.

7.7 Ecuador: la revancha del laicismo

En Ecuador, el conflicto entre la oligarquía latifundista de la sie-


rra, centrada en Quito –tradicionalista e identificada con los conser-
vadores– por un lado, y la oligarquía de la costa –centrada en Guaya-
quil, liberal– por el otro, siguió animando el conflicto fundamental
que cruzaba al país.
Como se viera en el capítulo anterior, el mencionado conflicto se
había revestido de un ropaje religioso, que se traducía en una aguda
colisión entre el catolicismo y un laicismo fuertemente anticlerical.

204
El primero había tenido a su representante principal en el virtual
régimen teocrático de García Moreno, quien, como se señaló an-
teriormente, fue asesinado en 1875. Con posterioridad los conser-
vadores habían seguido en el poder, aunque atenuando los rigores
teocráticos que impusiera García.
Durante los noventa, la hegemonía de los terratenientes de la sie-
rra, base social del conservadurismo, fue cuestionada exitosamente
por el liberalismo costeño encabezado por Eloy Alfaro (1842-1912).
Este seguidor de las ideas de Juan Montalvo, apoyado en la oligar-
quía de Guayaquil, pudo derrotar, a través de una guerra civil, a las
clases terratenientes serranas aliadas a la Iglesia. Como consecuen-
cia, asumió el gobierno en 1895.
Se puede sostener que Alfaro fue el fundador del Ecuador mo-
derno: gradualmente avanzó hacia la laicización del Estado –cues-
tión que quedó en parte reflejada en la Constitución de 1895–;
arrebató las escuelas primarias al clero católico y se empeñó en de-
sarrollar un sistema educacional moderno, orientado a estimular el
desarrollo de análoga cultura en el país. En lo económico, Alfaro
intentó impulsar la producción agrícola e industrial costeña dirigida
a las exportaciones.
Dentro de su obra modernizadora destaca también la termina-
ción del ferrocarril entre Guayaquil y Quito, y la tecnificación de las
Fuerzas Armadas. Igualmente se esforzó por desterrar al clero de
la política y por deshacer los elementos teocráticos que, sobre todo
bajo García Moreno, los conservadores impusieran en el país.
Estos procesos modernizadores, apoyados en la oligarquía cos-
teña, no pusieron, sin embargo, fin a la influencia de la oligarquía
de la sierra y de la Iglesia, que tenía bajo su control espiritual a am-
plios sectores populares e indígenas. Los conflictos, en consecuen-
cia, continuarán. Más adelante, incluso, le costarán la vida al propio
Alfaro.

205
7.8 Colombia y Venezuela: conservadurismo y liberalismo autoritario

Colombia y Venezuela, al igual que otros países de la región, no


lograron crear a fines del siglo XIX y comienzos del XX un orden
oligárquico institucional. En lugar de ello, predominaron en ambos
países las rebeliones y enfrentamientos armados.
En Colombia, que era una república oligárquica típica, los sucesi-
vos enfrentamientos armados siguieron oponiendo a liberales –pre-
dominantes en la costa– y conservadores –fuertes en el interior y en
el sur–. Se trataba de distintos grupos de la oligarquía colombiana,
los que, no obstante, eran capaces de cooptar para sus respectivas
causas a amplios segmentos de las clases subalternas.
El enfrentamiento más importante entre unos y otros fue la lla-
mada “Guerra de los mil días”, que se verificó entre 1899 y 1903.
El conflicto destruyó gran parte de la economía y de las finanzas
colombianas y tuvo alto costo en vidas, que llegó a 30.000 muertos.
El triunfo correspondió a los conservadores, quienes luego es-
tablecieron un orden político que, sin embargo, permitía la partici-
pación de los liberales, aunque en forma subordinada. El régimen
conservador durará hasta bien entrado el siglo XX.
Otro de los hechos relevantes que a comienzos de este siglo afec-
tó a Colombia fue la secesión de su provincia de Panamá (1903), re-
sultante de la acción de los Estados Unidos. En el próximo capítulo
nos detendremos en el punto.
Venezuela, por su parte, se caracterizó por una vida política do-
minada por la inestabilidad, los personalismos, las luchas entre cau-
dillos y los conflictos armados, donde, hasta bien entrados los años
ochenta, predominó la figura de Guzmán Blanco, según se viera
en un capítulo anterior. A fines de siglo, las tendencias autoritarias
e incluso dictatoriales que marcaban la vida política venezolana se
vieron acentuadas. El país, cuya economía giraba en torno a la ex-
portación del café, será entonces dominado por dictaduras que in-
tentaban revestirse de formas constitucionales. Primero advino la de
Cipriano Castro y después la de Juan Vicente Gómez.

206
Castro asumió el poder en 1899, luego que impulsara la así lla-
mada “Revolución restauradora”. Bajo su administración se produ-
jeron serios incidentes con potencias europeas que presionaban por
deudas impagas, presiones que Castro, asumiendo posiciones nacio-
nalistas, no aceptó, como veremos en el capítulo siguiente.
En 1908, y debido a un viaje que por motivos de salud debió
emprender a Europa, Castro fue subrogado en su cargo por Juan
Vicente Gómez, hombre de su confianza. Este, no obstante, apro-
vechó la ocasión y, mediante un golpe se proclamó jefe del Estado.
Más allá de los revestimientos legales que se diera, su gobierno fue
una dictadura que, con intervalos menores, duraría hasta su muerte,
en 1935.

7.9 México: el porfiriato

En México, a fines del siglo XIX, la oligarquía, antes dividida por


feroces luchas, terminó agrupándose tras la dictadura de Porfirio
Díaz.
Como viéramos en el capítulo anterior, Díaz asumió el gobierno
en 1876, luego de derrocar a Lerdo De Tejada, quien pretendía re-
elegirse. En 1880 dejó el cargo, pero en 1884 volvió a asumirlo. De
allí en adelante, a través de siete reelecciones sucesivas garantizadas
por una bien aceitada máquina de gobierno, mantuvo las riendas del
poder hasta que en 1910 la revolución lo derrocó.
Se podría afirmar que el contenido fundamental de la dictadura
de Porfirio Díaz giró en torno a la unificación de las distintas frac-
ciones de la oligarquía mexicana con miras a impulsar un genérico
proyecto de perspectiva capitalista por la vía oligárquica –es decir,
no democrática-burguesa– dependiente del imperialismo, principal-
mente norteamericano. En esa perspectiva fue que terminó disol-
viéndose el antiguo antagonismo entre conservadores y liberales
procedente de los tiempos de “la Reforma”, del mismo modo como
se fue atenuando la oposición entre el Estado y la Iglesia.

207
El referido proyecto fue conceptuado por el régimen como una
“modernización”. Sus aspectos más importantes fueron, en primer
lugar, la expansión de la gran propiedad terrateniente, la cual operó
por las vías clásicas. Es decir, mediante el despojo por la fuerza de
las comunidades indígenas, y por el remate de las tierras fiscales.
Como producto de ello, millones de hectáreas pasaron a la propie-
dad de la clase terrateniente, beneficiando no solo los latifundistas
mexicanos (conservadores y liberales), sino también intereses ex-
tranjeros, particularmente norteamericanos.
En segundo lugar, las modernizaciones del régimen se tradujeron
en la entrega de las riquezas naturales del país al capital foráneo,
nuevamente norteamericano, pero también inglés. El caso más im-
portante fue el del petróleo, que pasó a manos de consorcios de
ambos países. Aparte de posesionarse de los recursos naturales, el
capital extranjero también fue estableciéndose en la naciente indus-
tria. Tanto aquí, como en las empresas que explotaban las riquezas
naturales, contribuyó a la formación de un proletariado –todavía
muy minoritario– y al desarrollo del capitalismo.
La dependencia del capital extranjero bajo la cual fue quedando
México durante el porfiriato tuvo otra faceta relevante. A saber, la fi-
nanciera. Al respecto, fueron cuantiosos los préstamos que la banca
norteamericana hiciera al gobierno, generando una notoria depen-
dencia financiera que terminó siendo otra de las caras del proyecto
político del Díaz.
La desnacionalización de la economía mexicana que llevó a cabo
la dictadura porfirista evidenció algo más: la existencia de una verda-
dera alianza entre la oligarquía local y el imperialismo, alianza en la
que la primera ocupaba el lugar subordinado. Tal fue la vía a través
de la cual México –como los otros países latinoamericanos– transitó
en dirección a un capitalismo dependiente.
En función de la perspectiva señalada, el porfiriato llevó a cabo
una intensa inversión en obras públicas, donde sobresale la cons-
trucción de una gran red ferroviaria que prácticamente cubrió todo

208
el país. Durante el régimen, la red pasó de 800 kilómetros a 24.00034.
Los ferrocarriles, junto con servir a los efectos comerciales, debían
permitir al Estado estar presente en todo el territorio imponiendo
su autoridad, incluso reprimiendo eventuales rebeliones.
En estas condiciones, bajo Díaz, México creció de manera ace-
lerada, aumentando considerablemente su producción de riqueza.
Esta, no obstante, mayoritariamente quedó en manos de las oligar-
quías y del capital extranjero, el que en gran parte la repatrió en
forma de remesas.
La otra cara de la medalla estuvo constituida por el pauperismo
del campesinado, privado de la tierra; de los obreros que recibían
bajísimos sueldos; y de los indígenas, a los que les arrebataran sus
tierras, o cuyas comunidades subsistieran marginalmente en condi-
ciones de gran pobreza. Este conjunto social, junto a una pequeña
clase media, constituía la gran mayoría del país.
Se observan así los grandes costos sociales que tuvo del desa-
rrollo del capitalismo en México. No por casualidad la revolución
mexicana que estallará en 1910 será tan violenta.
Digamos, por último, que el discurso legitimador del régimen
de Porfirio Díaz terminó estructurándose en torno a una determi-
nada lectura del positivismo, con su concepto de “orden y progre-
so”; orden que, en las condiciones latinoamericanas, supuestamente
solo podría ser garantizado por gobiernos fuertes o abiertamente
por dictaduras. A esas últimas había que pedirles una sola cosa: que
fueran “honradas”. Tales conclusiones, incluso más, supuestamente
emanarían de la ciencia.
Tal fue el discurso que asumieron intelectuales importantes, como
Justo Sierra y Gabino Barreda, este último fundador de la Escuela
Nacional Preparatoria, la que debía formar a las elites modernas
requeridas por el proyecto capitalista. Pero fue en torno a Sierra que

34
Del Pozo, José. op. cit., p. 99.

209
se constituyó el principal núcleo intelectual que apoyaba al régimen,
al que sus adversarios, con sorna, denominaron “los científicos”.

7.10 Centroamérica: las Repúblicas bananeras

En Centroamérica, ya a fines del siglo XIX se empezó a perfilar


–según algunos, derivado de un fatalismo geográfico– lo que será su
próximo destino: el control norteamericano.
Este se dará en todos los planos, desde ya en el económico, el
cual tendrá su centro en la agricultura tropical, con el cultivo de pro-
ductos como el banano, el azúcar y, en parte, el café. Distintas em-
presas norteamericanas fueron adquiriendo tierras en la subregión,
las que comenzaron a producir a gran escala, y con trabajo asalaria-
do. Los frutos así producidos eran exportados a los Estados Unidos,
donde tenían un creciente mercado. A estos efectos, tales empresas
construyeron sus propias redes ferroviarias, las que superaban con
mucho el kilometraje de los ferrocarriles estatales.
A comienzos de siglo XX varias de las empresas norteamerica-
nas que operaban en la zona se fusionaron, dando lugar a la United
Fruit Company, la cual pasó a controlar gran parte de la economía
centroamericana, operando en Guatemala, Honduras, Nicaragua,
Costa Rica, Panamá, y extendiendo sus actividades aún más allá, ha-
cia Venezuela y Colombia. Su principal producto de exportación era
el banano, en el cual se sustentaban algunas economías de la zona.
Respaldadas por Washington, las empresas norteamericanas,
aparte de la agricultura tropical y los ferrocarriles, empezaron tam-
bién a controlar a la prensa, a los políticos y aún a los gobiernos,
trayendo consigo una nueva corrupción. Según Tulio Halperin
Donghi35,dicha corrupción estaba lejos de ser desdeñable: incluía des-
de la compra lisa y llana de influencias en emergencias graves, hasta la
mediatización de los sectores locales altos , pero empobrecidos, entre

35
Halperin Donghi, Tulio. op. cit., p. 314.

210
los que se reclutaban abogados y asesores, más apreciados por su
ascendiente político que por su competencia técnica.
Desde el punto de vista político, con la excepción de Costa Rica,
entre los gobiernos centroamericanos predominaban las dictaduras
–frecuentemente crueles–, fueran militares o civiles, las que siempre
se hallaban sometidas a Washington y vinculadas a las oligarquías
locales. Una dictadura paradigmática fue la de Manuel Estrada Ca-
brera (1898-1920) en Guatemala.
En otros casos, como el de Panamá, las autoridades máximas
–como Adolfo Díaz– con antelación habían sido empleados de em-
presas norteamericanas, siendo colocados por Washington en el go-
bierno en virtud de la confianza que le inspiraban.
Cualquier intento de un gobierno centroamericano de contrade-
cir los intereses de los Estados Unidos y sus empresas y de repre-
sentar algún interés nacional contrario a ese país, se traducía en un
golpe de Estado, o bien en una invasión por los marines. Fue el caso,
entre otros, del también dictador José Santos Zelaya (1852-1919)),
de Nicaragua, quien pretendió defender el interés nacional llevando
a cabo una política nacionalista que enfatizaba la unidad centroa-
mericana. En 1909 fue derrocado por un golpe financiado por los
Estados Unidos36.
No es menos cierto que Inglaterra pretendía, en la región, hacer
lo propio, aunque con mucho menos éxito.
Como se dijo arriba, el único país centroamericano que escapó al
predominio de las dictaduras, aunque no así del peso de los EE.UU,
fue Costa Rica, la que logró un desarrollo institucional relativamente
sólido. Quizás haya alguna correlación entre este hecho y la estruc-
tura de la propiedad del país, caracterizada no solo por el latifundio,

36
Véase Sanchez, Luis Alberto. Historia General de América, Tomo III. Santiago-Madrid:
Editorial Ercilla; Editorial Rodas, 1972 p. 1081. También, Roitman, Marcos. Tiempos de
oscuridad. Historia de los golpes de Estado en América Latina. Madrid: Editorial Akal, 2013.
Madrid: Editorial Akal, 2013. Y Luzzani, Telma. Territorios vigilados. Cómo opera la red de
bases militares norteamericanas en Sud América. Buenos Aires: Editorial Debate, 2012. cap.
1; entre otros.

211
sino también por la existencia de una mediana y pequeña propiedad
más o menos extendida.

7.11 Cuba: la continuación de la lucha por la independencia

Después de la “Guerra de los diez años”, la cual concluyera en


1878 con la capitulación de las clases altas (Pacto de Zanjón), en
Cuba se produjeron importantes cambios. Estos consistieron en la
penetración del capital norteamericano a través de la adquisición
de gran parte de las haciendas azucareras destruida por el conflicto.
Mientras que en el plano político la clase alta cubana renunciaba
a la independencia contentándose con pedir a España un régimen
autonomista.
Por su parte, los líderes cubanos que no aceptaron el pacto de
Zanjón, como Máximo Gómez (1836-1905) y Antonio Maceo
(1845-1896), y que habían sido partidarios de continuar con la lucha
armada, terminaron exiliándose.
Luego de estos desenlaces, y sobre todo desde la década de los
ochenta, muchos de los partidarios de continuar con la lucha por la
independencia de Cuba terminaron concentrándose en Nueva York,
donde se perfiló el liderazgo de José Martí. Este procedió entonces
a fundar el Partido Revolucionario Cubano, el que llevó a cabo una
multifacética actividad política, organizativa, propagandística y de
acopio de recursos, cuya perspectiva era el reinicio de la lucha arma-
da en Cuba, de la cual debía resultar la independencia.
El programa del Partido Revolucionario Cubano –que difería
del que levantaran los partidarios de la autonomía, cuyo líder era
Rafael Montoro–, contemplaba, para luego de la independencia, la
repartición de la tierra entre los campesinos y la diversificación de
la economía a fin de que esta no dependiera solo del azúcar. Estos
planteamientos hacían que la base social de la lucha independentista,
tal como la concebía el partido Revolucionario, no estuviera centra-
da en la clase alta, sino en una pluralidad se sectores sociales, donde
destacaban los populares. Sin perjuicio de ello, Martí no excluía a

212
nadie: “Con equidad para todos los derechos, con piedad para to-
das las ofensas, con vigilancia contra todas las zapas, con fidelidad
al alma rebelde y esperanzada que la inspira, la revolución no tiene
enemigos”37, escribió en un artículo fechado en 1894.
Pero quizás lo más importante de la concepción de Martí sobre la
independencia cubana resida en que concebía a esta como parte de
una lucha en contra del expansionismo norteamericano sobre Amé-
rica Latina, entonces en pleno desarrollo. En una carta que poco
antes de morir le enviara a Manuel Mercado, Martí reconoció tal he-
cho en los siguientes términos: “Mi deber es impedir a tiempo con la
independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados
Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de Amé-
rica. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”38. Para Martí, aún
más, la lucha por la independencia de Cuba era parte de la “segunda
independencia” de América Latina, que esta vez debía ser realizada
no ya respecto de España, sino de los Estados Unidos.
Premunido de estas concepciones, que reiteradamente difundió,
en 1895 Martí se embarcó para Cuba con el fin de participar en la
lucha armada, la cual estalló en febrero de 1895. En mayo fue muer-
to en combate.
Pese al desaparecimiento de Martí –y luego de Maceo–, la lucha
continuó. Con el tiempo los españoles solo se limitaron a controlar
las ciudades. Fue en tales circunstancias que los Estados Unidos
decidieron intervenir abiertamente en el conflicto, en un hecho que
estará destinado a marcar un hito en la historia de nuestra América,
como se verá en el capítulo siguiente, y que le dará su particular sello
a la separación de Cuba respecto de España.

37
Martí, José. El alma de la revolución y el deber de Cuba en América, citado en Corvalán
Marquez, Luis. Para una historia de las ideas en Nuestra América, de próxima publicación.
38
Martí, José. Antología citada, p. 91.

213
APÉNDICE DOCUMENTAL CAPÍTULO IV
Nuestra América (1891)
José Martí

(Fragmento)39*

A los sietemesinos solo les faltará el valor. Los que no tienen fe


en su tierra son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a
ellos, se lo niegan a los demás. No les alcanza el árbol difícil, el bra-
zo canijo, el brazo de unas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o
de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar
los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria
que los nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan al Prado, de
faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de carpintero,
que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos
en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de
la madre que los crió, y reniegan, ¡bribones!, de la madre enferma,
y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es el
hombre? ¿El que se queda con la madre a curarle la enfermedad, o
el que la pone a trabajar donde no la vean, y vive de su sustento en
las tierras podridas, con el gusano de corbata, maldiciendo del seno
que lo cargó, paseando el letrero de traidor en la espalda de la casaca
de papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con
sus indios, y va de menos a más; estos desertores que piden fusil
en los ejércitos de la América del Norte, que ahoga en sangre a sus
indios, y va de más a menos! ¡Estos delicados, que son hombres y
no quieren hacer el trabajo de hombres! Pues el Washington que les
hizo esta tierra, ¿se fue a vivir con los ingleses, en los años en que los
veía venir contra su tierra propia? ¡Estos “increíbles” del honor, que

39 *
El Partido Liberal, México, enero de 1891.

214
lo arrastran por el suelo extranjero, como los increíbles de la Revolu-
ción Francesa, danzando y relamiéndose, arrastraban las erres! […]
¿En qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nues-
tras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las masas
mudas de indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los
brazos sangrientos de un centenar de apóstoles? De factores tan
descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado
naciones tan adelantadas y compactas. […]
La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que
se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos
originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas
de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinue-
ve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no
se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no
se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí don-
de se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen go-
bernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán
o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país,
y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e ins-
tituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde
cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia
que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su
trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país.
El espíritu del gobierno ha de ser del país. La forma del gobierno ha
de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más
que el equilibrio de los elementos naturales del país.
Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el
hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados
artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No
hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa eru-
dición y la naturaleza. […]
Las Repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para
conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma

215
de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo,
quiere decir creador. […]
¿Cómo han de salir de las Universidades los gobernantes, si no
hay Universidades en América donde se enseñe lo rudimentario del
arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de
los pueblos de América? A adivinar salen los jóvenes al mundo, con
antiparras yankees o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no
conocen. En la carrera de la política habría de negarse la entrada
a los que desconocen los rudimentos de la política. El premio de
los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor
estudio de los factores del país en que se vive. En el periódico, en
la cátedra, en la academia, debe llevarse adelante el estudio de los
factores reales del país. […]
Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el
único modo de librarlo de tiranías. La Universidad europea ha de
ceder a la Universidad Americana. La historia de América, de los
incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los
arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no
es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de
remplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas
el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle
el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre
más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.

216
CAPÍTULO V
Los Estados Unidos:
expansionismo e imperialismo

La historia de América Latina es incomprensible si no se la ve en


su relación con los Estados Unidos, más aún cuando este siempre
creyó tener derechos sobre nuestro continente, al cual, por lo de-
más, necesita de manera vital. En virtud de lo mismo fue que desde
temprano se dispuso a intervenir en sus destinos. Así, la historia de
América Latina se hizo inseparable de la de sus vecinos septentrio-
nales.

1. La doctrina Monroe
Una de las primeras manifestaciones del interés de los EE.UU.
por América Latina se plasmó a través de la Doctrina Monroe. Esta
fue enunciada por el presidente James Monroe el 2 de diciembre de
1823 en un mensaje que dirigiera al Congreso. Se la suele resumir
con la expresión “América para los americanos”, pese a que esta
frase, considerada literalmente, no figura en el discurso.
Las ideas que animan la doctrina Monroe registran ciertos ante-
cedentes que constan en distintos documentos de la política exterior
norteamericana, particularmente en aquellos que sostuvieran que
América y Europa poseían regímenes políticos distintos –republi-
cano y monárquico, respectivamente–, y que los EE.UU. no verían
con buenos ojos que, luego de producida la independencia de la

217
América española, alguna potencia europea pretendiera instaurar en
ella regímenes como los que existían en el viejo continente.
El presidente Monroe ahondó en estas ideas, dándoles un alcan-
ce más amplio. Fue así como en la parte más sustancial del mensaje
que enviara al Congreso en diciembre de 1823, sostuvo: “El gobier-
no de los EE.UU. no ha intervenido ni intervendrá en las actuales
colonias de los Estados de Europa; pero estimará como acto de
hostilidad cualquiera intervención extranjera que tenga por objeto la
opresión de los Estados que han declarado su independencia y que
la han sostenido”1.
Este planteamiento se encuentra inserto en lo que tradicional-
mente se ha denominado como postura aislacionista de los EE.UU.
Esta postura sostenía que Washington no debía intervenir en los asun-
tos europeos, del mismo modo como no podía aceptar que Europa
interviniera en los americanos, incluyendo los de la América hispana.
La Doctrina Monroe, en todo caso, dadas las diferencias de desa-
rrollo existente entre ambas Américas, estaba destinada a convertir-
se en la base teórica de la hegemonía norteamericana sobre la parte
sur del continente. Incluso más: Telma Luzzani sostiene que era par-
te de una estrategia que buscaba impedir que Europa se apoderara
de los territorios que Washington ya tenía pensado anexar: Cuba,
Puerto Rico, California, Texas, Oregón, Panamá y las islas de Aves2.

2. Los inicios de la expansión norteamericana: la guerra con México


Desde muy temprano, los EE.UU. manifestaron una fuerte vo-
cación expansionista, particularmente hacia el sur, la cual comen-
zó a materializarse aún antes de producida la independencia de la
América española. Fue así como en 1803 el presidente John Adams
(1735-1826) compró a Francia la Luisiana. Años después, en 1819,

1
Transcrita por Noudon, Carlos. América Impaciente. Santiago: Editorial del Pacífico,
1963. p.23.
2
Luzzani, Telma. Territorios vigilados. Cómo opera la red de bases militares norteamericanas en
Sudamérica. Buenos Aires: Editorial Debate, 2012. p.59.

218
el presidente Monroe hizo lo propio con Florida, comprándosela a
España. También hay que considerar la expansión norteamericana
hacia el oeste, verificada a costa de los pueblos originarios que allí
existían, la que se extendió a lo largo de casi todo el siglo XIX. Sin
embargo, la expansión norteamericana más significativa se haría a
costa de México.
En efecto, en 1836 Sam Houston (1793-1863), al frente de los
colonos estadounidenses establecidos en Tejas, se rebeló en contra
del gobierno mexicano declarando la independencia de este territo-
rio, el que en 1845 fue incorporado a los EE.UU. Como resultado
de ello estalló la guerra entre este país y México, que terminó con el
Tratado de Guadalupe –firmado en enero de 1848–, por el cual los
derrotados cedieron 2.100.000 kilómetros cuadrados a los vencedo-
res, equivalente al 55 por ciento de su territorio de entonces. Dentro
de ese territorio estaban incluidos Texas, Alta California, las actua-
les Nevada, Utah, Nuevo México y partes de Colorado, Wyoming,
Kansas y Oklahoma.
De esta manera, la marcha de los EE.UU. hacia el sur quedaba
sólidamente asentada. Mientras que por el norte, Washington incor-
poraba a Alaska a su territorio, comprándosela a Rusia en 1867. Ese
mismo año ocupó la isla de Midway mientras que en 1898 anexaría
Hawái y ocuparía militarmente Cuba.

3. La revolución industrial norteamericana y el rol de América Latina


La posterior expansión norteamericana –que con la excepción
de Puerto Rico, no implicó anexión formal de territorios, sino su do-
minio fáctico en función del control de sus mercados y recursos– en-
cuentra en los factores económicos su explicación de último término.
Tales factores estuvieron constituidos por la revolución industrial, la
que, con su respectivo crecimiento económico, a poco andar haría que
los mercados internos de los EE.UU. se hicieran estrechos.
A esto se agrega el que a partir de la década de los setenta del
siglo XIX, y en el contexto de un fuerte crecimiento urbano, la

219
economía norteamericana dio lugar a un galopante proceso de con-
centración y centralización de capitales, formación de trusts y mono-
polios, los que incrementaron notablemente su productividad por
la vía de las innovaciones técnicas. La enorme capacidad productiva
así conseguida contribuyó significativamente al estrechamiento del
mercado interno. En virtud de ello, se requirió conquistar mercados
exteriores.
Tal cosa se planteó con particular urgencia ante el estallido de
la crisis de 1893, la cual se tradujo en una disminución del 14 por
ciento del PIB del país, siendo acompañada por una ola de grandes
fusiones que conllevaron cotas adicionales de concentración y cen-
tralización del capital. En el marco de esa crisis se requirió, pues,
conquistar nuevos mercados y fuentes de materias primas. De lo
contrario, las grandes empresas quebrarían, dando lugar a una ce-
santía generalizada y a grandes conflictos sociales.
Ese año de 1893 –en el marco de la señalada crisis–, la influyente
revista Harper’s afirmaba que “los EE.UU. dispondrían de la llave
que abre las puertas del comercio del mundo”. Mientras, el sena-
dor Williams Frye declaraba: “Necesitamos el mercado de China,
o tendremos una revolución”. Jerry Simpson, influyente político de
Arkansas, decía, por su parte: “se nos está expulsando de los merca-
dos del mundo”, y se manifestaba partidario de crear una gran arma-
da. En tanto que los molineros del Medio Oeste, los plantadores de
algodón del sur, las corporaciones petroleras, del acero y los tejidos,
se declararon firmes partidarios de una política de expansión. Más
adelante, cuando la crisis amainaba, La National Association of Manu-
facturers, creada en 1895, dedicó más de la mitad de su programa a
los problemas de la expansión hacia los mercados extranjeros. Con
esas miras estableció comisiones especiales para impulsar el aumen-
to de los negocios en América Latina3.

3
Noudon, Carlos. op. cit., p. 31

220
Claro está que la conquista de nuevos mercados tenía ciertas pre-
misas de tipo geopolítico. Desde ya requería que Washington adop-
tara una orientación expansionista, aunque no necesariamente bajo
la forma de colonialismo clásico, como era el caso europeo. Lo que
sí se necesitaba era, como dijimos, el dominio fáctico de territorios
exteriores a fin de controlar sus mercados, cosa que podía hacer-
se sin desconocer la independencia formal de los mismos, lo que,
comparado con el colonialismo clásico, era más barato y generaba
menores resistencias. Será el caso de Latinoamérica.
Por cierto, para los EE.UU. el ámbito natural de expansión era
antes que nada Centroamérica y el Caribe, y tan solo luego el con-
junto de América Latina, aunque, claro está, sin limitarse exclusiva-
mente a ella. En lo posible, en efecto, abarcaba el mundo entero.
Tales fueron, pues, las bases objetivas de la política exterior ex-
pansionista que los EE.UU. empezaron a desarrollar a fines del siglo
XIX. Bajo su lógica, se fue produciendo cada vez con mayor intensi-
dad una colusión entre los gobiernos norteamericanos y las grandes
empresas exportadoras.
Agreguemos, por otra parte, que el crecimiento económico nor-
teamericano y sus correspondientes tendencias expansionistas, se
dieron en el marco de un considerable proceso inmigratorio, que
venía de larga data. A finales del siglo XIX el número de inmigrantes
que llegaron a los EE.UU. alcanzaba a casi medio millón de perso-
nas por año, lo que hizo que en poco más de un siglo la población
del país aumentara 19 veces su cifra inicial4, con el agregado de que
esos inmigrantes traían consigo su saber y su capacidad de trabajo,
en el marco de la cultura productivista que los caracterizaba.
Como se infiere, los procesos referidos se produjeron cuando el
capitalismo norteamericano ya había ingresado a su fase imperialis-
ta. Esto es, monopolista y de exportación de capitales.

4
Noudon, Carlos. op. cit., p. 31.

221
Según se señaló en el capítulo anterior, los capitalismos europeos
y norteamericano entraron en su fase imperialista en el curso de la
gran recesión que se extendiera entre 1873 y 1896. La salida de esa
crisis –según dijéramos– supuso una generalizada quiebra de empre-
sas y la centralización de capitales en grandes trusts controlados por
el capital financiero, los que elevaron sustancialmente la productivi-
dad y, por tanto, la tasa de ganancia, a través de una constante in-
novación tecnológica y la exportación de capitales a todo el mundo.
Lo cual vino acompañado del crecimiento del sistema colonial y del
reparto del planeta por las principales potencias. Fue dentro de ese
proceso que Inglaterra dejó de ser la factoría del mundo y tendió a
ser sobrepasada económicamente por Alemania, Francia y los pro-
pios Estados Unidos.

4. La ideología del expansionismo norteamericano


A fines del siglo XIX, en el plano político, las tendencias im-
perialistas en los EE.UU. se vieron considerablemente fortalecidas,
expresándose en un enérgico expansionismo. Con antelación, esas
tendencias se habían desarrollado en el plano cultural e intelectual.
En este terreno, en efecto, se fue configurando toda una tradición
que postulaba, entre otras cosas, la superioridad norteamericana,
no solo sobre Latinoamérica, sino sobre el resto del mundo. Este
supuesto tempranamente se alojó en el inconsciente colectivo nor-
teamericano. De acuerdo a él los Estados Unidos se consideraron a
sí mismos como una nación escogida por la Providencia la que, por
su energía y virtudes, estaba destinada a expandirse y dominar so-
bre otros pueblos. Esta concepción jugaba análogo rol a la que por
entonces se diera Inglaterra a los efectos de legitimar su dominio
imperial, la cual hacía mención a la misión civilizadora del hombre
blanco sobre los pueblos de color.
Las señaladas ideas, en el caso de los Estados Unidos, se sinteti-
zaron en la Doctrina del Destino Manifiesto, la cual se apoyaba en
dos supuestos fundamentales: que el pueblo norteamericano sería

222
un pueblo elegido por Dios; y que como componente de la raza an-
glosajona, tendría una superioridad racial sobre los restantes.
Estos supuestos ideológicos, expresados por diversos personeros
y predicadores –y que, de manera vaga, flotaban en la cultura nor-
teamericana– en 1845 fueron formalizados por el periodista John
O Sullivan en un artículo que denominó “Anexión”, que fuera pu-
blicado en la Democratic Review. Allí, O Sullivan postuló el concepto
“Destino Manifiesto”, utilizándolo para fundamentar la necesidad
de anexar Texas. Entre sus argumentos sostuvo que Dios había ele-
gido a un pueblo racialmente superior para llevar a la práctica su
proyecto divino en la tierra, y que ese pueblo era el norteamericano.
La Doctrina del Destino Manifiesto luego fue utilizada en los
EE.UU. para avalar su expansión hacia el oeste –la que se extendió
hasta fines del siglo XIX– y justificar el aplastamiento de los pueblos
originarios que habitaban en esos territorios. Después sirvió para
justificar la anexión de gran parte de México, no solo Texas. Luego
se hará funcional a la expansión de los EE.UU. hacia otros conti-
nentes, en particular, hacia el Caribe y Centro América. Dentro de
ese contexto, pronto le tocaría el turno a la América del Sur. Final-
mente, por concepto de esta doctrina, los EE.UU. proclamaron que
tenían la misión de defender y expandir la democracia y la libertad
por todo el planeta.
A lo dicho, a fines de siglo se agregaron las concepciones del
darwinismo social –de moda en occidente y muy utilizadas por dis-
tintas teorías imperialistas–, que postulaban la imposición de los
pueblos más fuertes sobre los más débiles. En los ambientes inte-
lectuales norteamericanos estas ideas se volvieron recurrentes y, en
la tarea de legitimar la expansión del país, se sumaron a las preexis-
tentes sobre la superioridad racial norteamericana.
Para fines del siglo XIX es posible destacar, entre otros, tres
autores importantes que a la fecha impactaron a la opinión pública
del país–o a sus elites–, reforzando los discursos legitimadores del
expansionismo de Washington. Los planteamientos de esos autores
deben ser vistos sobre el trasfondo de la concepción que, con mucha

223
anterioridad, los norteamericanos se forjaran sobre sí mismos. Tales
autores fueron Josiah Strong, Jackson Turner y Alfred Thayer Mahan.
Josiah Strong (1847-1916) era clérigo. En 1885 escribió un libro
que llevaba como título Nuestro país5. La tesis de fondo que sostenía
en él postulaba que “por mandato divino, los norteamericanos no
solo tenían la obligación de expandirse y dominar el mundo, sino
también hacer buenos negocios”. A través de dicha expansión, y si-
guiendo el mandato divino, los norteamericanos debían cristianizar
y civilizar al resto del mundo. Pero ello en estrecha relación con la
actividad comercial: “Detrás de la misión va el comercio”, sostuvo
Strong. Con tales miras, agregó: “esta raza poderosa (la raza nortea-
mericana) llegará hasta México, hasta América Central, hasta Suda-
mérica, a las islas, a los mares, África y más allá”. Y, evidenciando
la impronta de las concepciones del darwinismo social entonces en
boga, Strong se preguntó: “¿Puede alguien dudar de que el resultado
de esta competencia será la supervivencia del más apto?”
Jackson Turner (1861-1932), por su parte –que era historiador–
en 1893 escribió un libro de gran repercusión entre sus contempo-
ráneos, que tituló El significado de la frontera en la historia americana, en
el que sostuvo que la frontera constituía un elemento definitorio
en la configuración de la identidad americana. Particularmente se
refirió al Oeste, donde se situaba una frontera en permanente des-
plazamiento, marcando el contacto entre la civilización y la barbarie;
una tierra libre en la que, generación tras generación, penetraban los
colonos, estableciendo el comercio, cultivando la tierra, formando
núcleos urbanos y finalmente ciudades donde se localizaba la in-
dustria. En este ciclo, fusionando a inmigrantes venidos de Inglate-
rra, Alemania, Holanda, entre otros, se habría conformado la norte
americanidad y el modo de ser norteamericano: individuos fuertes,
con capacidad para resolver desafíos, con confianza en sí mismos,
individualistas, y que debido a ello, no eran dóciles al poder central.

5
Citado por Luzzani, Telma. op. cit., p. 57.

224
Tales características habrían configurado las particularidades de la
democracia americana, respetuosa de la individualidad. Con el tér-
mino de la conquista del oeste –en la década de los noventa–, y con
el consiguiente cierre de esta frontera, sostuvo Turner, se habría
puesto fin a la primera etapa de la historia de los Estados Unidos.
La crisis de 1893 coincidía con ese término, marcando un riesgo de
decadencia. Para evitar este decurso y salir de la crisis, los Estados
Unidos debían buscar una nueva frontera hacia la cual expandirse,
la cual tendría un carácter comercial. Se deducía que dicha frontera
sería el resto del mundo.
La influencia de Turner fue enorme. Igual como ocurriera con el
texto de Strong, ayudó a justificar el expansionismo comercial de los
Estados Unidos a lo largo y ancho del planeta.
Influencia todavía mayor, sobre todo entre los políticos, tuvo Al-
fred Thayer Mahan (1840-1914), quien en 1890 publicó un libro
titulado Influencia del poder marítimo en la historia, 1660-1783. La tesis
que argumentó en él se basó en el supuesto según el cual el aumento
de la capacidad productiva de la economía norteamericana requería
del control de nuevos mercados situados en el exterior. Afirmó que,
desde el punto de vista geográfico, los EE.UU. poseían una verda-
dera situación insular que favorecería ese propósito, permitiéndole
proyectar su expansión tanto hacia el Oriente como hacia el Occi-
dente. Agregó que para ello requería, no obstante, disponer de un
fuerte poder naval.
La tesis central que Mahan argumentó en su libro sostuvo que el
poder nacional de los Estados Unidos tenía que basarse en el poder
marítimo; y que con ese fin el país debía construir, a la brevedad,
poderosas flotas mercantes y militares. Serían ellas las que le permi-
tirían controlar mercados y mantener abiertas las rutas comerciales,
junto con potenciar el poder nacional.
Con esos fines, agregó Mahan, los EE.UU. adicionalmente re-
querían disponer de una red de bases militares situadas en lugares
estratégicos del planeta. Mediante ellas, debía controlar los pasos
interoceánicos y las rutas comerciales, para lo cual se requería el

225
control de determinadas islas, las que además debían servir a los
fines del aprovisionamiento y apoyo logístico de sus flotas.
A partir de estos supuestos, Mahan consideró que, además, era
indispensable la construcción de un canal interoceánico que unie-
ra el Caribe con el Pacífico –probablemente por Panamá–, el cual
debía quedar bajo el control de Washington, incluyendo su aspecto
militar, con la construcción de las correspondientes bases. Por otra
parte, y junto con permitir el traslado de las flotas militares de un
mar otro y de abaratar los costos del tráfico marítimo comercial, el
canal debía facilitar el control norteamericano de Centroamérica y
el Caribe. Mahan consideraba que dicho control era fundamental
para la seguridad nacional de los EE.UU., constituyéndose a la par
en una premisa de la proyección de su poder global, tanto como de
su expansión económica.

5. Thayer Maham, Theodore Rooselvelt. La Doctrina del Destino Mani-


fiesto, la Política del Gran Garrote y la diplomacia del dólar
Sobre el trasfondo cultural arriba referido, las concepciones de
Mahan prendieron rápidamente entre ciertos políticos que se dispu-
sieron a llevarlas a la práctica, dando vuelo al imperialismo nortea-
mericano.
Tal hecho debe, a su vez, ser visto en el contexto del creciente
peso que habían adquirido los grandes negocios en los partidos y
en el gobierno de Washington, el que tempranamente se convir-
tió en un instrumento de aquellos. En cuanto a la clase política,
su financiamiento provenía de esos mismos negocios, altamente
oligopolizados, por lo cual igualmente terminó convirtiéndose en
instrumento suyo.
Entre los líderes políticos que asumieron las concepciones de
Thayer Mahan destacan Henry Cabot Logde y Theodore Roose-
velt, quienes se proclamaron adalides de las teorías sobre el poder
mundial. Estas teorías tuvieron su complemento en la doctrina del
Destino Manifiesto, la política del Gran Garrote y en la Diplomacia

226
del Dólar, las cuales fueron llevadas sucesivamente a la práctica por
los gobiernos norteamericanos desde fines del siglo XIX en adelante.
La doctrina del Destino Manifiesto, como dijimos arriba, se ha-
llaba presente en el imaginario norteamericano ya durante la primera
mitad del siglo XIX, pero en el plano formalmente político e institu-
cional fue formulada de modo expreso por primera vez en 1912 en
un discurso que ante el Congreso pronunciara Elihu Root. Allí este
dijo: “Es un hecho inevitable y lógico que nuestro destino manifies-
to es controlar los destinos de toda América”6.
La expresión práctica de la doctrina del Destino Manifiesto fue
la política del Big Stick, o sea, del Gran Garrote. El término viene de
un discurso que Theodore Roosevelt hiciera en el Congreso en di-
ciembre de 1904 donde pronunciara la frase: “Hablad con suavidad,
pero llevad una buena tranca [o garrote], e iréis lejos”7.
La política del Gran Garrote, convertida en clave de la política
exterior norteamericana, fue llevada a la práctica sobre todo por
los gobiernos de Roosevelt (1909-1913), de William Howard Taft
(1909-1913) y el de Calvin Cooligde (1923-1929). Junto con la Doc-
trina del Destino Manifiesto, ella sirvió a Washington a los efectos
de proporcionar una cobertura y protección a las inversiones finan-
cieras y productivas de los grandes trusts y bancos norteamericanos
en América Latina, las que pronto se multiplicarían, incluso, más
adelante, desplazando a las inversiones inglesas y alemanas.
Otro aspecto importante de la política expansionista de los
EE.UU. fue la llamada Diplomacia del Dólar. Esta consistía en la
influencia política y económica derivada de las grandes inversiones
de bancos y empresas productivas norteamericanas las que, al con-
trolar partes importantes de la economía de los países latinoameri-
canas, generaban la dependencia política de los Estados de la región
respecto del país del norte, no solo en lo económico, sino también
en lo político.

6
Noudon, Carlos. op. cit., p.33.
7
Véase De Ramón, Armando. op. cit, p.173 y siguientes.

227
6. La guerra Hispanoamericana
La asunción de la política imperialista por parte de los EE.UU.
encontró una clara manifestación en 1898 en Cuba, la que desde un
punto de vista geopolítico, era la puerta de entrada al Caribe.
Como se recordará, desde 1895 en adelante en la isla se desa-
rrollaba una persistente lucha armada en contra de la dominación
española, en la cual José Martí había encontrado tempranamente
la muerte. Esa lucha no se hallaba dirigida por la clase alta cubana
la que, dado el temor que sentía ante la protagónica participación
popular en ella, había optado por negociar cuotas de autonomía con
España. La mencionada lucha armada, por otra parte, se hallaba
focalizada en el campo, y había empujado a los españoles al sólo
control de las ciudades.
Otro dato relevante que al respecto hay que tener en cuenta lo
constituye el hecho de que luego del tratado de Zanjón, capitales
norteamericanos se habían posesionado de gran parte de la econo-
mía azucarera de Cuba.
En el marco descrito, Washington decidió que tenía que inter-
venir en el conflicto; por un lado, por consideraciones geopolíticas:
Cuba era la puerta del Caribe y, según las tesis de Thayer Mahan, de-
bía quedar bajo control norteamericano. Y por otro, había intereses
económicos norteamericanos que defender que no estaban asegu-
rados si triunfaban los rebeldes, dada la composición de clase de su
movimiento y su programa de repartición de la tierra y de diversifi-
cación de la economía cubana, cosa a realizar durante la postguerra.
Fue en este cuadro, pues, que EE.UU. decidió intervenir. Tal fue
la decisión del gobierno del presidente William McKinley (1897-
1901), fuertemente presionado por la prensa e intereses privados.
Tomada la decisión, lo que ahora se requería era el pretexto. La cues-
tión pareció quedar resuelta con la visita del acorazado Maine a la
Habana en enero de 1898, enviado por el gobierno de Washington:
cuando todos los oficiales de la nave se hallaban en tierra en una co-
mida, la nave estalló, hundiéndose, dejando 260 tripulantes muertos.

228
Nunca se aclararon las causas del hundimiento, pero todo apunta
hacia un autoatentado. Los EE.UU., en todo caso, de inmediato cul-
paron a Madrid, disponiendo con ello del requerido pretexto para
iniciar acciones bélicas.
En abril de ese año, el presidente McKinley fue autorizado por
el Congreso para intervenir militarmente en la isla. España, por su
parte, desde la península envió su flota. EE.UU. hizo lo propio con
la suya, desembarcando 16.000 hombres. Mientras tanto, las fuerzas
cubanas rebeldes seguían hostigando a las fuerzas españolas.
La batalla decisiva se libró el 3 de julio de 1898 entre ambas es-
cuadras, quedando la española totalmente destruida luego de una
heroica pero inútil resistencia8. Poco después, el 25 de julio, tropas
norteamericanas ocupaban Puerto Rico.
Como resultado de los referidos desenlaces militares, en diciem-
bre de 1898 Estados Unidos y España firmaron el Tratado de Paris,
por el cual esta última renunció a Cuba, Puerto Rico y otras colonias
menores, negociaciones en las que los cubanos no tuvieron ninguna
participación. Igual renuncia hizo España respecto de Filipinas y
Guam, que pasaron a manos norteamericanas, lo que le permitió a
Washington –que ese año también ocupó Hawái– disponer de im-
portantes puntos de apoyo en el Pacífico, cuestión relevante para sus
propósitos de expansión hacia el oriente, en los términos propicia-
dos por Mahan.
Puerto Rico, por su parte, quedó en poder de los Estados Uni-
dos como indemnización de guerra. Cuba, a su vez, fue ocupada
quedando bajo un gobierno norteamericano temporal que se pro-
longó hasta 1902. En el intertanto, las fuerzas cubanas rebeldes que
lucharan en contra del poder español, primero fueron neutralizadas,
y luego disueltas.

8
De Ramón, Armando y otros. Historia de América, tomo III. Santiago: Editorial Andrés
Bello, 2001. p. 167.

229
Bajo la mencionada ocupación se multiplicaron las inversiones
norteamericanas en la isla –sobre todo en el azúcar, tabaco y los
FF.CC–, con el correspondiente control de la economía del país.
En 1902 se llevaron a cabo negociaciones para establecer un go-
bierno cubano independiente el que entraría en funciones cuando
las fuerzas norteamericanas se retiraran. En esas negociaciones, los
EE.UU. exigieron que se le reconociera el derecho a intervenir en las
decisiones del gobierno de Cuba toda vez que los intereses nortea-
mericanos en la isla se vieran afectados (enmienda Platt)9. Siempre
siguiendo las ideas de Mahan, también exigieron una base naval, que
se localizaría en Guantánamo. Estas pretensiones fueron totalmente
aceptadas por los negociadores cubanos, e incluso llegaron a que-
dar incorporadas a la Constitución del país. En tales condiciones,
en1902 se procedió a elegir a un gobierno de la isla –que resultó sien-
do el de Tomás Estrada (1835-1908)– y en mayo de ese mismo año las
tropas norteamericanas procedieron a retirarse, excepto de la base de
Guantánamo. Cuba quedó así en una situación neocolonial mientras
que el control norteamericano sobre el Caribe se consolidaba.
En 1906 se produjo una segunda ocupación militar de los Esta-
dos Unidos en Cuba, la cual constituyó una respuesta a un levan-
tamiento popular que pretendía impedir la reelección de Estrada.
Controlada la situación, en 1909 las tropas norteamericanas proce-
dieron a retirarse, dejando a la clase dominante cubana encargada de
administrarle el país.

7. La “diplomacia de las cañoneras”, la doctrina Drago y el corolario Roosevelt


Luego de su control sobre Cuba y Puerto Rico, el imperialismo nor-
teamericano, para expandirse por el Caribe, y después por Sudamérica,
debió competir con los imperialismos europeos, que tenían simila-
res pretensiones hegemónicas, pero que actuaban en la región con

9
El senador Orville Platt fue quien, en el Senado de los EE.UU. propuso una enmienda
que establecía la referida obligación cubana.

230
bastante anterioridad, en gran medida mediante la llamada “diplo-
macia de las cañoneras”. Como se viera en un capitulo anterior, está
consistía en imponer, a través de la amenaza de sus flotas y tropas de
desembarco, la voluntad europea a las repúblicas latinoamericanas.
Tal procedimiento, como viéramos, solía usarse para exigir el pago
de deudas pendientes, sobre todo con los tenedores de bonos.
Los EE.UU., a comienzos del siglo XX, y cuando ya eran la po-
tencia hegemónica en el área, intervendrán en esta situación. La co-
yuntura que lo permitió fue el bloqueo que en 1902 una flota inglesa
y otra alemana declararon sobre las costas de Venezuela, con la cau-
sa de costumbre: esto es, exigir el pago de las deudas pendientes que
el Estado venezolano tenía con los tenedores de bonos. A la fecha,
Venezuela estaba bajo el gobierno de Cipriano Castro (1858-1924),
quien adoptara una posición nacionalista, rechazando la interven-
ción europea.
En esas circunstancias, la flota británica-alemana procedió a
apresar e incluso destruir parte de la flota venezolana, al tiempo
que bloqueaba los puertos del país. El gobierno de Caracas proce-
dió entonces a reforzar la conscripción y hostigar (y encarcelar) a
residentes ingleses y alemanes, al tiempo que solicitaba un arbitraje
internacional. Los europeos respondieron con un desembarco de
tropas y otras acciones bélicas en el mar en contra de navíos vene-
zolanos no apresados con anterioridad.
Fue en ese contexto cuando los Estados Unidos –que hasta el
momento habían permanecido neutrales– decidieron intervenir. Su
gobierno, en efecto, asumió el rol de mediador entre las partes, cu-
yas negociaciones, por lo demás, se celebrarían en Washington. A
consecuencia de estas se llegó a un acuerdo que permitió que en
febrero de 1903 se levantara el bloqueo a las costas venezolanas,
mientras al mes siguiente el país sudamericano reanudaría el pago
de su deuda. La diplomacia de las cañoneras había funcionado, pero
solo a través de la mediación de la potencia hegemónica en la subre-
gión: los Estados Unidos.

231
En América Latina, particularmente en Argentina, surgió una
fuerte reacción en contra de la diplomacia de las cañoneras. Una de
sus principales expresiones estuvo constituida por la llamada “Doc-
trina Drago”, que recibiera su nombre del canciller argentino de en-
tonces, quien era un enérgico opositor al expansionismo norteame-
ricano por el Caribe. Tal doctrina postulaba que “la deuda pública
de un Estado no justificaba la intervención armada ni la ocupación
de su territorio por parte del Estado acreedor”. En 1907 se verificó
en La Haya una conferencia sobre Derecho Internacional, que rati-
ficó esta doctrina ordenando su codificación. Allí se estipuló que no
era admisible “recurrir a la fuerza armada para el cobro de deudas
contractuales reclamadas por el gobierno de un país al gobierno de
otro”10.
El presidente Roosevelt, por su parte, hizo suya la Doctrina Dra-
go, pero adicionándole un punto: este sostenía que toda potencia
europea acreedora de deuda pública de algún país latinoamericano
debía ejercer la labor de cobranza por medio de los EE.UU., quien
la ejecutaría. Este planteamiento recibió el nombre de “corolario
Roosevelt” y fue adicionado por la diplomacia norteamericana a la
doctrina Monroe.
El corolario Roosevelt fue un elemento demostrativo más de que
los EE.UU. se habían convertido en la indiscutible potencia hege-
mónica en el Caribe, proyectándose hacia el conjunto de Latinoa-
mérica. Ilustrando el hecho, Roosevelt declaró que “la delincuencia
crónica” de algunos países latinoamericanos podía obligar a alguna
potencia civilizada a intervenir en sus asuntos, y que la obligación de
los Estados Unidos frente a tales circunstancias era la de “ejercer un
poder de policía internacional”11.

10
Citado por De Ramón, Armand. Historia de América, tomo III. Santiago: Editorial
Andrés Bello, 2001. p. 162
11
Citado por De Ramón, Armand. Historia de América, tomo III. Santiago: Editorial
Andrés Bello, 2001. p. 162, 163.

232
8. La expansión de los EE.UU. por el Caribe
Durante el gobierno de Theodore Roosevelt (1901-1909) se de-
sarrolló con mucha fuerza la política imperialista de los EE.UU. Sus
miras eran controlar del todo el Caribe y la costa norte de Sudamé-
rica. Roosevelt, como dijimos más arriba, compartía las ideas de
Thayer Mahan sobre el poder mundial, las que profesaba desde el
prisma del darwinismo social, por entonces ampliamente difundido
en las Universidades norteamericanas. Es decir, desde el supuesto
de que el mundo estaba regido por la ley de la competencia y del
predominio del más fuerte, que en este caso sería el pueblo nortea-
mericano, según implícitamente lo establecía la doctrina del Destino
Manifiesto.
Bajo tales supuestos, el Caribe debía ser el primer ámbito de im-
posición de la superioridad de los EE.UU., lo que debía traducirse
en el desplazamiento de la presencia europea en él. Todo en estrecha
conexión con los intereses de las grandes empresas norteamerica-
nas, de las cuales el gobierno de Washington era expresión política.
El presidente William Howard Taft, quien en 1909 sucediera a
Roosevelt, no fue menos imperialista. Como lo dice De Ramón, él
y algunos de sus cercanos colaboradores, eran partidarios de inter-
venir en Iberoamérica identificando los intereses nacionales nortea-
mericanos con los de los consorcios capitalistas de su país. Coheren-
te con ello, según Boersner, “en la Casa Blanca, en el Departamento
de Estado o en otros sitios más discretos, los máximos dirigentes
del gobierno se reunían con los jefes de la gran banca para proyectar
y organizar acciones conjuntas, encaminadas a ocupar y dominar
la zona del Caribe y la parte septentrional de la América del Sur”12.
En ese proceso expansionista el presidente Taft incluso llegó a
declarar: “no está lejano el día en que tres banderas de barras y estre-
llas señalen en tres sitios equidistantes la extensión de nuestro terri-
torio: una en el Polo Norte, otra en el canal de Panamá y una tercera

12
Citado por De Ramón, Armando y otros, op. cit., p.174.

233
en el Polo Sur. Todo el hemisferio será nuestro, de hecho como, en
virtud de nuestra superioridad racial, ya es nuestro moralmente”13.
Dentro de la política norteamericana dirigida a controlar el Ca-
ribe le correspondió un lugar muy importante el proyecto de cons-
truir en Centroamérica un canal que uniera los dos océanos. La idea
se había planteado ya en el siglo XIX cuando se pensaba que el
canal debía construirse por Nicaragua. En ese entonces no solo los
EE.UU. estaban interesados en el proyecto, sino también Inglaterra,
cuestión que no dejaba de producir roces entre ambas potencias.
Como viéramos en un capítulo anterior, esos roces intentaron ser
resueltos en 1850 a través del tratado Clayton-Bulwer. Este, como
vimos, estableció que “las altas partes contratantes no tendrían nun-
ca poder exclusivo en el canal interoceánico de Nicaragua, ni fortifi-
caciones en sus cercanías ni se arrogarían jamás dominio alguno en
Centro América”14.
Obviamente, este tratado expresaba las realidades de su época, es
decir, de un mundo en donde los EE.UU. todavía no desplegaban
su imperialismo y no controlaban el Caribe, como sucedería luego
de 1898. Al despuntar el siglo XX, el tratado Clayton-Bulwer ya no
correspondía a las realidades. De allí que en 1900 se firmara otro
entre los EE.UU. y gran Bretaña dejándolo sin efecto. Lo suscribie-
ron John Milton Hay por los EE.UU. y Lord Julián Pauncefote por
Inglaterra. Por medio de este nuevo tratado, Gran Bretaña autorizó
a la Casa Blanca para excavar y administrar un canal en la zona y a
establecer su defensa militar, con lo que de hecho aquella renun-
ció a imponer su presencia en el Caribe, reconociendo que allí los
EE.UU. eran la potencia hegemónica.
En tales circunstancias, EE.UU. se dispuso a construir el canal.
Sin embargo, se encontró con ciertas dificultades. El presidente

13
Citado por Luzzani, Telma. Territorios vigilados. Como opera la red de bases militares
norteamericanas en Sudamérica. Buenos Aires: Editorial Debate, 2012. p.69.
14
Citado por De Ramón, Armando. Historia de América, tomo III. Santiago: Editorial
Andrés Bello, 2001. p.158.

234
nicaragüense José Santos Zelaya, que gobernó entre1893 y1909,
adoptando una posición nacionalista, no aceptó que una parte del
territorio de su país quedara bajo la tuición militar de una potencia
extranjera. Ante ello, los EE.UU. decidieron construir el canal por
Panamá, que entonces era una provincia de Colombia. A los efec-
tos, en 1902 iniciaron conversaciones con el gobierno colombiano,
las que culminaron en un tratado que por cien años otorgaba a los
EE.UU. una franja de 16 kilómetros de ancho por el istmo de Pa-
namá. Allí se construiría el canal. A cambio, Colombia recibiría 10
millones de dólares y cobraría durante esos cien años 250 mil dóla-
res anuales.
El Senado colombiano, sin embargo, se negó a ratificar el tra-
tado por estimar que cedía soberanía nacional. Bajo estos supues-
tos, en agosto de 1903 procedió a denunciarlo. Roosevelt consideró
el hecho como una afrenta para su país y, en octubre de ese año,
despachó hacia Panamá una flota compuesta por varias naves de
guerra. El 3 de noviembre tropas norteamericanas desembarcaron
en el istmo y al día siguiente se formó allí un gobierno provisional,
avalado por las fuerzas de ocupación, el cual declaró la independen-
cia panameña. El día 6, los EE.UU. reconocieron al nuevo gobierno,
el que de inmediato procedió a enviar una embajada a Washington.
En la capital norteamericana, el 18 de noviembre de 1903 se firmó
un tratado mediante el cual la nueva República cedía a los EE.UU.
la franja de 16 kilómetros requerida para construir el canal, la que
a perpetuidad quedaría bajo la soberanía norteamericana, sin que el
gobierno panameño tuviera ninguna jurisdicción sobre ella. Frente
a esto, Colombia no pudo hacer nada puesto que la nueva República
quedó protegida por una flota norteamericana.
En la llamada “zona del Canal” –un franja de tierra de 1.432 ki-
lómetros cuadrados que va desde el Pacífico al Caribe y que divide
a Panamá en dos– los EE.UU. instalarían una de las bases militares

235
más poderosas de la tierra, una fortaleza que fue estratégica en todas
las guerras que libró en su carrera por la hegemonía mundial15.
Una vez establecido el control de los EE.UU. sobre la zona del
canal, su intervención se focalizó sobre Nicaragua. En 1908 la Casa
Blanca rompió relaciones con este país, cuyo gobierno, encabezado
por José Santos Zelaya –un nacionalista de tendencias autoritarias–
cayó al año siguiente como producto de un golpe militar apoyado
por los EE.UU. En su lugar asumió el general Juan Estrada. Como
vicepresidente fue nombrado Adolfo Díaz, antiguo empleado de
una empresa minera norteamericana. En 1911, Díaz procedió a dar
otro golpe de Estado que lo encumbró como jefe de gobierno.
Una de las primeras medidas tomadas por Díaz fue contratar
un préstamo con la casa Brown Seligman, de Nueva York, hipote-
cando para ello los FF.CC. y las rentas aduaneras del país. Luego, a
mediados de 1912, Díaz fue derrocado por el general Luis Mena. La
casa Brown Seligman pidió entonces la intervención de Washington,
quien mandó un contingente de marines, los que repusieron a Díaz
en el gobierno, a la par que tomaron el control de los FF.CC., las
aduanas y el Banco Nacional. Luego, después de disolver el ejército
nicaragüense, crearon en su lugar la Guardia Nacional, que quedó
comandada por oficiales norteamericanos. En 1914 se firmó el trata-
do Bryan-Chamorro, que reconoció a los EE.UU. el derecho exclu-
sivo de construir y administrar a perpetuidad un canal interoceánico.
A esta fecha, los EE.UU. ya habían terminado la construcción del
canal de Panamá, y al firmar el tratado Bryan-Chamorro no tenían
proyectado construir un nuevo canal, sino solo asegurarse de que
ninguna otra potencia lo haría, en este caso, a través de Nicaragua.
Por el mismo tratado, Nicaragua le arrendó a los EE.UU. –por 99
años– las Islas Maíz, y le concedió el derecho de construir una base
naval en el golfo de Fonseca. A cambio de todo ello, su gobierno
recibiría tres millones de dólares.

15
Luzzani, Telma. Territorios vigilados. Cómo opera la red de bases militares norteamericanas en
Sudamérica. Buenos Aires: Editorial Debate, 2012. p.70.

236
Durante los años siguientes la ocupación de Nicaragua fue gene-
rando una respuesta interna cada vez más enconada, que a partir de
1925 se transformó en armada, la que dos años después, en 1927,
pasó a estar encabezada por Cesar Augusto Sandino.
La República Dominicana fue otro de los países centroameri-
canos intervenidos por Washington. En 1905, bajo la administra-
ción de Roosevelt, el gobierno dominicano había aceptado que los
EE.UU. se encargaran de la recolección de los recursos de las adua-
nas del país. El 45% de lo recaudado sería para el gobierno domi-
nicano y el saldo, menos los gastos de cobranza, se emplearía para
pagar la deuda que el país tenía con la Santo Domingo Improvement
Company, de Nueva York. Todo bajo el corolario Roosevelt.
La situación anárquica que en los años siguientes se impusie-
ra en Santo Domingo llevó a que su deuda se incrementara aún
más. Para asegurar su servicio en 1916 el presidente norteamerica-
no Woodrow Wilson (1856-1924) quiso que los EE.UU. se hicieran
con el control de la recaudación de sus impuestos. El rechazo que
ello produjo entre la población dominicana llevó a un cuadro cuasi
revolucionario. En respuesta, en mayo de 1916, Washington envió
una fuerza militar que tomó el control del territorio, instalando un
gobernador militar que disolvió al ejército dominicano. Luego, y
ante una incipiente guerrilla en contra de las fuerzas ocupantes (los
“gavilleros”), el gobierno de ocupación creó la Guardia Nacional,
que ayudó en la tarea de reprimir a la guerrilla. Mientras tanto, las
inversiones de empresas norteamericanas –sobre todo en el rubro
azucarero– se multiplicaban controlando la economía dominicana.
Entre esas empresas destacan la Cuban Dominican Sugar Company y la
Puerto Rico Sugar Company.
La ocupación de Santo Domingo por los Estados Unidos llegó
a su término recién en septiembre de 1924. No obstante, según el
acuerdo Hughes-Peynado (septiembre de 1924), las rentas aduane-
ras del país continuarían en manos norteamericanas hasta que su
deuda quedara saldada.

237
Al igual como sucedía con Nicaragua y la República Dominica-
na, Haití también quedó bajo la ocupación norteamericana, cuestión
que se verificó entre 1915 y 1934. En un comienzo, las razones de
la ocupación fueron más bien militares. En el marco de la Primera
Guerra Mundial se consideró que debía servir a los efectos de dar
seguridad a la zona del canal. En ese decurso, y al igual como su-
cediera con los “gavilleros” en República Dominicana, en 1917 en
Haití estalló una resistencia armada, encabezada por Charlemagne
Peralte. Los guerrilleros recibieron el nombre de “cacos”. Su lucha
se prolongó hasta 1920 cuando fueron derrotados.

9. El Panamericanismo
Armando de Ramón sostiene que la penetración norteamericana
en Latinoamérica fue una obra de ingeniería muy bien planeada y un
proyecto de largo plazo que se ha perfeccionado gradualmente hasta
alcanzar la magnitud que hoy presenta16. Uno de los eslabones más
importantes de ese proyecto estuvo constituido por el Panamerica-
nismo, el cual consistía en la creación de una entidad que formal-
mente debía servir para abordar y resolver los problemas que eran
comunes a todas las repúblicas americanas, tanto del norte como del
sur. Su eje –siempre en lo formal– residiría en la cooperación econó-
mica y en la solución pacífica de los eventuales conflictos regionales.
Pero en el fondo lo que se pretendía era establecer un mecanismo
más –esta vez político– útil a los efectos de ejercer el control de las
repúblicas latinoamericanas por los EE.UU.
La entidad debía regularmente celebrar conferencias, al tiempo
que dispondría de varios organismos permanentes. El alma de la
idea fue el secretario de Estado norteamericano James Blaine. La
primera conferencia panamericana –presidida por el mismo Blai-
ne– se realizó en Washington en octubre de 1889, extendiéndose
hasta abril de 1890. En ella fue creada la Unión Internacional de

16
De Ramón, Armando y otros, op. cit. p. 168.

238
Repúblicas Americanas. Blaine, como se viera en el capítulo ante-
rior, propuso además la formación de una unión aduanera entre las
dos Américas, la que de hecho serviría a los efectos de la expansión
de las empresas norteamericanas por América Latina. La iniciativa
fue rechazada, sobre todo por Brasil y Argentina, que se hallaban
muy influidos por el capital inglés. Los resultados de la conferencia
fueron modestos: consistieron en la creación de una oficina comer-
cial que debía reunir y distribuir información comercial y organizar
las futuras conferencias.
El desarrollo del panamericanismo, en todo caso, se vio a la fecha
un tanto frenado ante la política expansionista de los EE.UU., ace-
lerada luego de 1898 con su injerencia en las repúblicas del Caribe,
las que suscitaron gran recelo en América Latina, particularmente
en los países del sur. Sin embargo, dicho desarrollo retomó su vuelo
cuando el control de los EE.UU. sobre el Caribe estuvo consolida-
do. Así, en 1910 se verificó otra conferencia panamericana, esta vez
celebrada en Buenos Aires, la que dio lugar a la creación de la Unión
Panamericana, igualmente funcional al control norteamericano so-
bre América Latina.

10. La alianza entre el imperialismo norteamericano y las oligarquías locales


La penetración del imperialismo norteamericano en América La-
tina y la total subordinación de esta a sus dictados e intereses no
hubiera sido posible si el país del norte no hubiera dispuesto de alia-
dos internos en cada república latinoamericana. Esos aliados eran
las oligarquías y las burguesías exportadoras, que se convirtieron en
sus socios subordinados. A ellas puede agregarse cierta burocracia
–y abogados– que se desempeñaban en la alta administración de
los Estados o en la esfera privada. Dicho personal, que incluía
también a parlamentarios, frecuentemente era contratado por las
empresas norteamericanas para trabajar en su administración, par-
ticularmente en el campo jurídico. Al respecto, los EE.UU. dis-
pusieron de una gran capacidad corruptora sobre ciertos estratos

239
profesionales y administrativos de los países latinoamericanos, y de
sus políticos, lo que –más allá de sus presiones e intervenciones mi-
litares fácticas o virtuales– le facilitó su control sobre el continente.
Lo anterior se vio reforzado por la admiración que entre los lati-
noamericanos suscitaba la modernidad del país del norte, su riqueza
y fuerza, y a veces su sistema político formalmente liberal. También
se admiraba su capacidad práctica y espíritu emprendedor. Lo sa-
jón para las oligarquías latinoamericanas resultó siendo lo opuesto
a la indolencia que se les atribuyó a los pueblos del sur, mestizos
e indígenas. Todo esto fue configurando una enorme dependencia
cultural expresada en lo que José Enrique Rodó denominara como
“nordomanía”.
Las clases dominantes de América Latina en la generalidad de los
casos no fueron capaces de llevar a cabo un proyecto independiente,
y optaron por adaptarse a la condición de socios subordinados de la
potencia extranjera de turno. De allí que terminaran avalando el que
sus países fueran económica, política y culturalmente controlados
por las empresas y finanzas foráneas, que a comienzos del siglo XX
resultaron siendo principalmente las norteamericanas. La expresión
más típica de ello fueron las llamadas “Repúblicas bananeras” de
Centro América donde, estrechamente vinculadas al control político
y militar de los EE.UU., las inversiones norteamericanas se multipli-
caron enormemente, terminando los respectivos países en la condi-
ción de meros apéndices de las mismas.

11. El proto antiimperialismo latinoamericano: Francisco Bilbao, José Martí.


Pero el imperialismo norteamericano, a su vez, generó en Améri-
ca Latina un temprano proto antiimperialismo, el que tuvo un carác-
ter totalmente endógeno, siendo elaborado por ciertos intelectuales.
Esto se evidenció ya durante el siglo XIX. Se podría sostener que
su precursor fue Francisco Bilbao, quien en su discurso Iniciativa de
las Américas, dijo ver en los EE.UU. un peligro para nuestros países,
frente a lo cual propugnó la creación de la Confederación del Sur.

240
“Los Estados Des-unidos de la América del Sur empiezan a divisar
el humo del campamento de los Estados Unidos. Ya empezamos
a seguir los pasos del coloso que sin temer a nadie, cada año […]
avanza como marea creciente que suspende sus aguas para des-
cargarse en catarata sobre el sur. […]Ya vemos caer fragmentos
de América en las mandíbulas sajonas del boa magnetizador, que
desenvuelve sus anillos tortuosos. Ayer Texas, después el norte de
México y el Pacífico saludan a un nuevo amo. Hoy las guerrillas
avanzadas despiertan el istmo, y vemos a Panamá, esa futura Cons-
tantinopla de la América, vacilar suspendida, mecer su destino en
el abismo y preguntar: ¿seré del sur, seré del Norte? He ahí un
peligro. El que no lo vea, renuncie al porvenir. […] Todo está ame-
nazado en un porvenir y no remoto por la invasión ayer jesuítica,
hoy declarada de los Estados Unidos”17.

Para enfrentar esa amenaza, Bilbao planteó la necesidad de lle-


var a cabo la unificación política de Sudamérica, cuestión que debía
materializarse mediante la conformación de lo que llamó la Confe-
deración del Sur.
Bilbao, por otra parte, fue el primero en América–o uno de los
primeros– en denunciar al colonialismo europeo y francés, encar-
nando así una especie de proto antimperialismo. La otra cara de
este posicionamiento fue su solidaridad con los países oprimidos
por Europa, hermanando a ellos la causa de América Latina. Fue
en este sentido que Bilbao planteó que la causa de América Latina
representaba la causa del hombre, a la que se opondría el particu-
larismo de las prácticas imperialistas de las potencias europeas y
norteamericana18.
José Martí, por su parte, ahondó en esta línea, al punto que llamó
a los latinoamericanos a luchar por su “segunda independencia”,
esta vez respecto a los EE.UU. (Bilbao en su Iniciativa de las Américas

17
Bilbao, Francisco. “Iniciativa de las Américas”, en Fuentes de la cultura latinoamericana,
Leopoldo Zea (comp.). México: Fondo de Cultura, 1993. pp. 53-66.
18
Bilbao, Francisco. op. cit., p. 66.

241
había convocado a la “segunda campaña”, bajo el supuesto que la
primera había sido en contra del poder español).
Martí sostuvo: “De la tiranía de España supo salvarse América
española, y ahora, después de ver con ojos judiciales los anteceden-
tes, causas y factores del convite urge decir, porque es la verdad, que
ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda
independencia”19, esta vez, como se dijo, respecto de los EE.UU. En
tal empresa, afirmó Martí, Latinoamérica debía actuar estrechamen-
te unida. Con su lenguaje literario, lleno de metáforas, sostuvo sobre
el punto: “¡Los árboles se han de poner en fila, para que no pase el
gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha
unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las
raíces de los Andes”20.
Al igual que Bilbao, Martí veía con claridad que la línea de expan-
sión de los EE.UU. inevitablemente apuntaba hacia el sur, lo cual,
antes o después, se traduciría en la absorción de América Latina.
Frente a esa amenaza, consideraba que su lucha por la independen-
cia de Cuba tenía como fin evitar que los EE.UU. se apropiaran de
la isla y la utilizaran para dar un salto hacia los países de más al sur.
En la carta que poco antes de morir le enviara a Manuel Mercado–y
que citáramos en el capítulo anterior– reconoció este hecho en los
siguientes términos: “Mi deber es impedir a tiempo con la indepen-
dencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Uni-
dos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América.
Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”21. Y en la misma carta
agregaba: “Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas: y mi hon-
da es la de David”22.
Por su parte en 1900, y a través de su libro Ariel, José Enrique
Rodó –aunque en un plano más bien culturalista–, a su modo, rechazó

19
Martí, José. Antología del pensamiento político, social y económico de América Latina. Madrid:
Instituto de cooperación americana, 1988. p. 47.
20
Martí, José. op. cit., p. 15.
21
Martí, José. op. cit., p. 91.
22
Martí, José. op. cit., p.. 91

242
la influencia norteamericana en los países latinoamericanos, cues-
tión que focalizó en los aspectos identitarios. Sostuvo sobre el punto
que América Latina no podía ver en los EE.UU. un modelo; no
obstante, y en la medida en que el país del norte estaba suscitando
una ilimitada admiración entre amplios sectores latinoamericanos,
en la práctica se había constituido en tal. Rodó lo constata cuando
dijera: “La poderosa federación va realizando entre nosotros una
suerte de conquista moral”23, “Tenemos nuestra nordomanía. Es
necesario oponerle los límites que la razón y el sentimiento señalan
de consuno”24.
A juicio de Rodó, la “nordomanía” traía consigo un efecto de la
mayor relevancia, a saber, la deslatinización de América Latina, lo
que equivalía a destruir su identidad, ello con el acuerdo de sus pro-
pios hijos. “La visión de una América deslatinizada por propia vo-
luntad, sin la extorsión de la conquista, y regenerada luego a imagen
y semejanza del arquetipo del Norte, flota ya sobre los sueños de
muchos sinceros interesados en nuestro porvenir” denunció Rodó25.
A partir de estas constataciones, llamó a superar la “nordomanía”
y a reivindicar nuestra herencia latina, es decir, lo que le parecía era
nuestra propia identidad.

23
Rodó, José Enrique. Ariel. México: Editorial Nacional, 1966. p.96.
24
Rodó, José Enrique. op. cit., p.97.
25
Rodó, José Enrique. op. cit., p.97.

243
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO V
I. Carta a los gobernantes de América

César Augusto Sandino

(4 agosto de 1928)

Señores presidentes:

Por ser los intereses de esos quince pueblos los que más afec-
tados resultarían si se permite a los yankees hacer de Nicaragua
una colonia del tío Samuel, me tomo la facultad de dirigiros la
presente, dictada no por hipócritas y falaces cortesías diplo-
máticas, sino con la ruda franqueza del soldado.
Los yankees, por un resto de pudor, quieren disfrazarse con el
proyecto de construcción de un canal interoceánico a través
del territorio nicaragüense, lo que daría por resultado el aisla-
miento entre las repúblicas indo hispanas; los yankees, que no
desperdician la oportunidad, se aprovecharían del aislamiento
de nuestros pueblos para hacer una realidad el sueño que en
sus escuelas primarias inculcan a los niños, esto es: que cuan-
do toda América Latina haya pasado a ser colonia anglosajo-
na, el cielo de su bandera tendrá una sola estrella.
Por quince meses el Ejército Defensor de la Soberanía Na-
cional de Nicaragua, ante la fría indiferencia de los gobier-
nos latinoamericanos, y entregado a sus propios recursos y
esfuerzos, ha sabido con honor y brillantez, enfrentarse a las
terribles bestias rubias y a la caterva de traidores renegados ni-
caragüenses que apoyan al invasor en sus siniestros designios.
Durante este tiempo señores presidentes, vosotros no habéis
correspondido al cumplimiento de vuestro deber, porque
como representantes que sois de pueblos libres y soberanos,

244
estáis en la obligación de protestar diplomáticamente, o con
las armas que el pueblo os ha confiado, si fuere preciso, ante
los crímenes sin nombre que el gobierno de la Casa Blanca
manda, con sangre fría, consumar en nuestra desventurada
Nicaragua, sin ningún derecho y sin tener más culpa nuestro
país que no querer besar el látigo con que le azota, ni el puño
del yankee que lo abofetea.
¿Acaso piensan los gobiernos latinoamericanos que los yankees
solo quieren y se contentarían con la conquista de Nicara-
gua? ¿Acaso a estos gobiernos se les habrá olvidado que de
veintiuna repúblicas americanas han perdido ya seis su sobe-
ranía? Panamá, Puerto Rico, Cuba, Haití, Santo Domingo y
Nicaragua, son las seis desgraciadas repúblicas que perdieron
su independencia y que han pasado a ser colonias del impe-
rialismo yankee. Los gobiernos de esos seis pueblos no de-
fienden los intereses colectivos de sus connacionales, porque
ellos llegaron al poder, no por la voluntad popular, sino por
imposición del imperialismo, y de aquí quienes ascienden a la
presidencia, apoyados por los magnates de Wall Street, defien-
den los intereses de los banqueros de Norte América. En esos
seis desventurados pueblos de hispanoamericanos, solo habrá
quedado el recuerdo de que fueron independientes, y la lejana
esperanza de conquistar su libertad mediante el formidable
esfuerzo de unos pocos de sus hijos, que luchan infatigable-
mente por sacar a su patria del oprobio en que los renegados
la han hundido.
La colonización yankee avanza con rapidez sobre nuestros pue-
blos, sin encontrar a su paso murallas erizadas de bayonetas, y
así cada uno de nuestros países, a quien llega su turno, es ven-
cido con pocos esfuerzos por el conquistador, ya que, hasta
hoy, cada uno se ha defendido por sí mismo. Si los gobiernos
de las naciones que van a la cabeza de la América Latina estu-
vieran presididas por un Simón Bolívar, un Benito Juárez o un
San Martín, otro sería nuestro destino; porque ellos sabrían que

245
cuando la América Central estuviera dominada por los piratas
rubios, seguirían en turno México, Colombia, Venezuela, etc.
¿Qué sería de México si los yankees lograran sus bastardos
designios de colonizar Centro América? El heroico pueblo
mexicano nada podría hacer, a pesar de su virilidad, porque
estaría de antemano acogotado por la tenaza del tío Samuel,
y el apoyo que esperara recibir de las naciones hermanas no
podría llegarle por impedirlo el canal de Nicaragua y la Base
Naval del Golfo de Fonseca; y quedaría sujeto a luchar con el
imperio yankee, aislado de los otros pueblos de la América La-
tina y con sus propios recursos, tal como nos está sucediendo
a nosotros ahora.
La célebre doctrina Carranza expresa que México tiene, por
su posición geográfica, que ser –y en realidad lo es– el centi-
nela avanzado del hispanismo de América. ¿Cuál será la opi-
nión del actual gobierno mexicano respecto a la política que
desarrollan los yankees en Centro América? ¿Acaso no habrán
comprendido los gobiernos de Ibero América que los yankees
se burlan de su prudente política adoptada en casos como el
de Nicaragua? Es verdad que, por el momento, Brasil, Vene-
zuela y el Perú no tienen problemas de intervención, tal como
lo manifestaron en la discusión del derecho de intervención
en la Conferencia Panamericana celebrada en La Habana, en
el año actual, por medio de sus representantes; pero si esos
gobiernos tuvieran más consciencia de su responsabilidad his-
tórica no esperarían que la conquista hiciera estragos en su
propio suelo, y acudirían a la defensa de un pueblo hermano
que lucha con el valor y la tenacidad que da la desesperación
contra un enemigo criminal cien veces mayor y armado de
todos los elementos modernos. Los gobiernos que se expre-
san en horas tan trágicas y culminantes de la historia en los
términos en que lo hicieron Brasil, Venezuela, Perú y Cuba,
¿podrían tener mañana autoridad moral suficiente sobre los
demás pueblos hermanos? ¿Tendrán derecho a ser oídos?

246
Hoy es con los pueblos de la América Hispana con quien ha-
blo. Cuando un gobierno no corresponde a las aspiraciones
de sus connacionales, estos, que le dieron el poder, tienen
el derecho de hacerse representar por hombres viriles y con
ideas de efectiva democracia, y no por mandones inútiles, fal-
tos de valor moral y de patriotismo, que avergüenzan el orgu-
llo de una raza.
Somos noventa millones de hispanoamericanos y solo debe-
mos pensar en nuestra unificación, y comprender que el im-
perialismo yankee es el más brutal enemigo que nos amenaza y
el único que está propuesto a terminar, por medio de la con-
quista, con nuestro honor racial y con la libertad de nuestros
pueblos.
Los tiranos no representan a las naciones y a la libertad no se
la conquista con flores.
Por eso es que, para formar el Frente Único y contener el
avance del conquistador sobre nuestras patrias, debemos prin-
cipiar por darnos a respetar en nuestra propia casa, y no per-
mitir que déspotas sanguinarios como Juan Vicente Gómez y
degenerados como Leguía, Machado y otros, nos ridiculicen
ante el mundo como lo hicieron en la pantomima de La Ha-
bana.
Los hombres dignos de América Latina debemos imitar a Bo-
lívar, Hidalgo, San Martín, y a los niños mexicanos que el 13 de
septiembre de 1847 cayeron acribillados por las balas yankees
en Chapultepec, y sucumbieron en defensa de la Patria y de la
Raza, antes que aceptar sumisos una vida llena de oprobio y
de vergüenza, en que nos quiere sumir el imperialismo yankee.

Patria y Libertad
AUGUSTO C. SANDINO

247
CAPÍTULO VI
Hacia el cuestionamiento de la dominación oligárquica:
la emergencia de las clases medias y obreras

1. Los cambios en América Latina a comienzos del siglo XX


El imperialismo, particularmente el norteamericano, al estable-
cerse en nuestros países, estimuló fuertemente el desarrollo del ca-
pitalismo. Tal cosa en virtud de que las inversiones productivas que
llevara a cabo operaban mediante el trabajo asalariado. A su vez, las
empresas que instalaba solían dar lugar a una demanda de bienes y
servicios sobre la economía interna que tendía a estimular el desa-
rrollo de empresas proveedoras, las que también operaban mediante
el trabajo asalariado. Lo dicho redundaba en el desarrollo de los ca-
pitalismos locales, lo que, por otra parte, no necesariamente cuestio-
naba la existencia de relaciones precapitalistas en otras áreas, como
en el agro, donde el latifundio mantuvo su estructura tradicional, al
menos en la mayor parte del continente.
El desarrollo del capitalismo, a su vez, trajo consigo en nuestros
países cierta modernización de la estructura social. Desde ya generó
una creciente clase obrera, particularmente en la minería, los puer-
tos, los ferrocarriles y en la surgente industria. Al mismo tiempo,
supuso el crecimiento de unas clases medias que en muchos lugares
se habían empezado a formar en el siglo anterior, particularmente
en la administración pública, la educación, las universidades y las
carreras profesionales.

249
Lo esencial para nuestros efectos radica en que estos nuevos sec-
tores sociales, tanto el proletariado como la mesocracia, terminarán
tendencialmente convirtiéndose en críticos de las oligarquías domi-
nantes, a pesar de que los sectores mesocráticos por largo tiempo
habían aspirado a distanciarse del proletariado y a imitar a la oli-
garquía, en un acentuado afán arribista que los hacía tener frente a
ésta última una actitud verdaderamente servil. Pero finalmente dicha
actitud se tornará insostenible, particularmente en la medida en que
en la mesocracia crecían sus sectores profesionales e intelectuales y
la situación del grueso de estas clases se mantenía precaria, cuando
no se deterioraba.
Entre el proletariado la situación era mucho peor. Sus condicio-
nes de vida eran paupérrimas, resultantes de extremos grados de
explotación. Ello obligó a este sector a darse ciertas organizaciones,
particularmente sindicatos, lo que vino unido a la penetración en
sus filas de ideologías críticas al capitalismo, como el anarquismo y
el socialismo.
Las luchas que entonces iniciaron las organizaciones obreras –
que normalmente se traducían en fuertes movimientos huelguísti-
cos– obtuvieron como respuesta una intensa represión por parte del
Estado oligárquico, cuestión que muchas veces se tradujo en gran-
des matanzas. Entre las más conocidas figuran la de la Escuela Santa
María en Chile, ocurrida en 1907, y la “semana trágica” de Buenos
Aires, de 1919. Ambas dejaron innumerables muertos y heridos. Si-
tuaciones análogas se dieron en toda América Latina.
En ese cuadro, a la larga tanto los obreros como las clases me-
dias terminarán convirtiéndose en actores que tenderán a cuestionar
la dominación oligárquica entonces en curso en toda América. Tal
cosa se presentó con mucha claridad ya durante los comienzos del
siglo XX, cuando las clases medias acentuaron su lucha por demo-
cratizar el sistema político a fin de insertarse en él. También tendie-
ron a apoyar las demandas obreras sobre la urgencia de promulgar
una legislación social.

250
1.1. Las oligarquías pierden peso frente al capital extranjero

Los cambios arriba mencionados vinieron de la mano de otros,


no menos relevantes, siempre derivados de la fuerte penetración im-
perialista en nuestros países, particularmente norteamericana. Estos
cambios consistieron en el desplazamiento de las oligarquías de cier-
tos ámbitos productivos que hasta entonces controlaban. Durante el
siglo XIX, el capital extranjero tenía en sus manos los circuitos co-
merciales, sobre todo, aunque no exclusivamente, los externos; a ve-
ces controlaba segmentos de la producción minera y de las finanzas,
permaneciendo en manos de las oligarquías locales gran parte de
los otros segmentos de la economía. A comienzos del siglo XX las
cosas en este sentido variarán. En efecto, el capital foráneo que se
fue instalando en América Latina pasó entonces a posesionarse de la
minería, de cierta industria y en Centro América y el Caribe, incluso
de la tierra, desplazando de esos rubros a las oligarquías locales, las
que así se vieron debilitadas frente al capital externo. En general,
en todos los ámbitos donde se requería una tecnología superior, el
capital europeo o norteamericano se posesionó en detrimento de las
oligarquías: en los frigoríficos, en los ferrocarriles, la minería, el tras-
porte en general, aparte de la industria, hasta abarcar a la agricultura
tropical, como en el ya citado caso de Centro América.
Terminó así produciéndose en América Latina un debilitamiento
de las oligarquías, pese a que disponían del control de los Estados,
cuya otra cara era el fortalecimiento de la influencia y el poder del
capital foráneo. Más aún, las oligarquías, de tal modo, se convir-
tieron en socios subordinados de este último, y en sus defensoras.
Algunos de sus miembros venidos a menos se transformaron en sus
empleados, desempeñándose como abogados y funcionarios de sus
empresas, cuando no en lobbystas, o actuando a su servicio como
miembros de la clase política, sobre todo desde el Poder Legislativo.
Dentro de la dependencia de nuestros países –que así resultaba
considerablemente reforzada– cabe subrayar la importancia de los
vínculos financieros. A este respecto las repúblicas latinoamericanas

251
colocaban bonos de la deuda pública en los grandes bancos euro-
peos y norteamericanos, generando así una deuda que, junto con la
ya mencionada desnacionalización de los principales rubros produc-
tivos, daba lugar a una dependencia no meramente económica, sino
también política.
En un plano más general, tal dependencia política de nuestros
países, particularmente respecto de los EE.UU., encontró en el Pa-
namericanismo un importante instrumento, sin perjuicio de que
Washington pretendiera también utilizar a este a los efectos de abrir
paso a su penetración económica.
Se podría sostener que en virtud de los hechos señalados, lo que
a comienzos del siglo XX se debilitó frente al capital extranjero fue-
ron los propios países latinoamericanos considerados como tales.

2. Hacia la crisis de la dominación oligárquica


En el marco de los cambios descritos, en América Latina –sobre
todo a partir de la segunda década del siglo XX en adelante– tendió
a producirse un cuestionamiento de la dominación de las oligarquías
tradicionales, cosa que en muchos países permitió el ingreso de las
clases medias –apoyadas por los estratos populares– al sistema polí-
tico donde se desempeñaron como actores importantes. Ello tendió
a venir unido a un reconocimiento de los derechos de los sectores
obreros, lo que se expresó en la promulgación de una legislación
social. A continuación, nos referiremos someramente a los países
donde este proceso se dio con más claridad.

2.1. Algunos casos nacionales


2.1.1. Uruguay y el gobierno de Batlle y Ordoñez

Donde primero se manifestó el fenómeno de la rebelión de las


capas medias y de las poblaciones urbanas en general fue en Uruguay,

252
país que, en proporción a su número de habitantes, recibió uno de
los mayores impactos inmigratorios del continente1.
Como lo señaláramos en un capítulo anterior, en Uruguay las
clases medias, sobre todo en la medida que vieron aumentados sus
niveles educacionales a fines del siglo XIX y comienzos del XX,
no aceptaron ya ser indefinidamente utilizadas como apoyos del
Partido Colorado sin recibir ciertos beneficios a cambio. Es decir,
sin que los líderes de la oligarquía colorada tomaran en cuenta las
reivindicaciones que ellas empezaron a plantear. Sostuvimos que
el político que mejor captó esta nueva realidad fue José Batlle y
Ordoñez. Este, desde una óptica oligárquica, fue capaz de montar
una organización del Partido Colorado asentada en dichos secto-
res mesocráticos e incluso populares, sobre todo en Montevideo
y sus alrededores, con lo cual marcó un esquema nuevo. Pero, al
mismo tiempo, dio cuenta de una inédita realidad histórica: aquella
en la cual las clases medias irrumpieran como actores –de los que
no era posible ya prescindir– cuya irrupción haría muy difícil, por
no decir imposible, la persistencia de las modalidades tradicionales
de la dominación oligárquica.
Con el apoyo de dichas capas, Batlle Ordoñez, líder carismático
con rasgos de caudillo –que no obstante se autodefinía como con-
trario a estos– accedió al gobierno durante dos periodos: primero
entre 1903 y 1907, y luego entre 1911 y 1915.
Desde el gobierno, considerando los intereses de la mesocracia,
Batlle Ordoñez llevó a cabo una serie de reformas. Fue así como,
sirviéndose de las entradas fiscales –en una fase de prosperidad de
la economía uruguaya– el Estado puso en marcha medidas como las
que apuntaban al desarrollo de la instrucción y del empleo público,
a la promulgación de leyes sociales y al fomento de iniciativas indus-
triales dirigidas a la producción de bienes de consumo, etc.2. Entre

1
Marcelo Carmagnani, Estado y sociedad en América Latina, 1850-1930, Grupo editorial
Grijalbo, Barcelona, 1984, p.164.
2
Marcelo Carmagnani, op. cit., p. 167.

253
las leyes sociales cabe subrayar aquella que fijó la jornada laboral de
ocho horas; y en lo referente a la educación, la que estableció la en-
señanza secundaria gratuita. Por otro lado, bajo Batlle y Ordóñez se
laicizó el Estado y se promulgó una ley de divorcio. En lo económi-
co, se nacionalizó el Banco de la República, con lo cual se estableció
la intervención de Estado en la economía. Igualmente se llevaron a
cabo fuertes inversiones en obras públicas. También fue montado,
durante la segunda administración batllista, un sistema de pensiones,
al tiempo que se favorecía el crecimiento del sindicalismo. Lo que
se pretendía con ello, finalmente, era crear una democracia no solo
política, sino también social.
Cabe hacer notar que si bien a través de las medidas reseñadas se
intentaba responder a las demandas de las clases medias urbanas,
democratizando la sociedad, ellas, en todo caso, no pusieron fin al
predominio oligárquico, aunque le quitaron a la oligarquía parte de
su poder tradicional, el que ya no pudo seguir ejerciéndose como
antes. De tal modo, por otra parte, se actuaba sobre tensiones que
de no ser enfrentadas, amenazaban con un estallido social.
2.1.2. La revolución mexicana

En México, el movimiento antioligárquico adoptó características


muy distintas: dio lugar a formas en extremo violentas con partici-
pación de variados actores. El proceso partió como una lucha en
contra de la reelección de Porfirio Díaz, pero rápidamente devino
en un alzamiento campesino armado que reivindicó la redistribu-
ción de la tierra acumulada en manos de la oligarquía porfirista.
El mencionado proceso se inició al producirse una fisura en el
seno de las propias clases dominantes. Fue por ahí que irrumpieron
actores disruptivos, que encarnaban las contradicciones de fondo
que eran propias de la sociedad mexicana de la época, sobre todo
los campesinos y pequeños y medianos propietarios agrícolas, a los
que ya no será posible ignorar.
Cabe subrayar que dicha fisura no se produjo a propósito del
modelo de desarrollo que México había seguido durante los últimos

254
treinta años. Es decir, aquel basado en la concentración de la propie-
dad agraria, la desposesión del campesinado y de las comunidades
indígenas por los terratenientes, modelo que, además, se apoyara
en las grandes inversiones extranjeras, principalmente norteameri-
canas, con la correspondiente desnacionalización de la economía,
cuya otra cara era la gran diferencia entre riqueza y pobreza. Lejos
de ello: la crisis se produjo en el plano propiamente político. Se trató
de la crisis de una dictadura que había terminado descansando en
las sucesivas reelecciones de Porfirio Díaz, quien, sin competidor,
se apoyaba en una bien aceitada maquinaria de intervencionismo
electoral, que se ejercía sobre unas veinte mil personas, que eran las
que tenían derecho a voto.
En 1910, y aún antes, la cuestión se planteó precisamente en tor-
no a la sucesión de Díaz. Ese año el dictador cumpliría ochenta años
de edad. ¿Sería lógico que, a esa fecha, se lo reeligiera una vez más?
Esta fue la interrogante que se planteó en el seno de la propia oli-
garquía. No eran pocos los que dentro de esta concluyeron en que
se requería un cambio, no en el modelo de desarrollo económico y
social, sino en el político. Solo así aquel podría continuar.
Quien expuso con más nitidez el punto fue Francisco Madero,
un rico terrateniente de Coahuila. Este en 1908 publicó un libro con
el sugestivo título de La sucesión presidencial en 1910. La tesis de fondo
que argumentó en él sostuvo que la modernización de México ha-
bía ya generado una clase media lo suficientemente extendida como
para que el país avanzara hacia la democracia. El corolario de este
planteamiento era simple: Díaz no debía presentarse a la reelección
en las presidenciales de 1910. A juicio de Madero, solo así se ga-
rantizarían la paz en México y la misma obra modernizadora de los
gobiernos porfiristas.
Bajo los supuestos señalados, Madero fundó el Partido Anti ree-
leccionista, dando luego inicio a una campaña en favor de su propia
candidatura a la presidencia, desplazándose a los efectos a lo largo
y ancho del país.

255
Cuando en ese quehacer Madero empezó a interpelar a los me-
dianos y pequeños propietarios de tierra y a diversos sectores de las
clases medias y populares, el régimen procedió a tomar sus medidas:
lo encarceló. Fue en tales condiciones que llevó a cabo el proceso
electoral, el que en lo demás no se diferenció de los anteriores. Esto
es, se verificó con la participación de un candidato único –el propio
Díaz– el que también esta vez venció, como no podía ser de otra
manera. El 4 de octubre de 1910, el Congreso lo proclamó como
presidente por otros seis años.
Al día siguiente Madero fue dejado en libertad, luego de lo cual
emigró a los Estados Unidos. Desde allí se apresuró a descalificar
la reciente elección denunciando que había sido el producto de un
fraude. Pero aún más, desde el país del norte, convocó a una resis-
tencia armada en contra del régimen porfirista, postulando que el
gobierno que lo sucediera debía reparar, por vías legales, los abusos
que ese régimen por años había cometido en el agro.
Esto último conllevaba la consideración de los intereses de gran
parte de las clases subordinadas, lo que hizo que la crisis en las altu-
ras quedara atrás. En efecto, sus estrechos límites fueron rebasados
en la medida en que las cuestiones ahora planteadas atingían a gran
parte de la nación, sino a toda. Por lo mismo, ahora la crisis se volvió
nacional.
A poco andar, el llamado de Madero a iniciar una rebelión arma-
da en contra del régimen porfirista encontró sus primeros respaldos.
En el norte del país, ciertos caudillos como Pascual Orozco y Fran-
cisco Villa, este último apoyado por amplios sectores de pequeños
y medianos propietarios de tierra de esa región, se levantaron en
armas. Y luego, en el sur, Emiliano Zapata, líder de los campesinos
desposeídos, hizo lo propio, confiando en la promesa que hiciera
Madero de repartir la tierra.
El régimen, por su parte, respondió enviando sus fuerzas mi-
litares a que aplastaran a los rebeldes. Sin embargo, fracasaron, al
tiempo que se iniciaba una verdadera guerra civil. La revolución, aún

256
más, adoptó el contenido de una rebelión campesina, sin que por
ello su contenido inicial inter oligárquico desapareciera.
Los levantamientos de Villa y Zapata tenían una especial signifi-
cación si se considera que a la fecha el 62% de la población mexicana
vivía en el campo. El campesinado, en consecuencia, constituía una
fuerza fundamental, mientras que la clase media urbana seguía sien-
do minoritaria –a diferencia de lo que ocurría en Uruguay y Argenti-
na–, y la clase obrera no llegaba a las 200 mil personas. La oligarquía,
por su parte, constituía un ínfimo segmento de la población, que
no obstante disponía del 65% de las tierras. Esa oligarquía ahora se
hallaba dividida: un segmento de ella era encabezado por Madero, y
el otro, mayoritario, seguía fiel a Porfirio Díaz y su régimen.
Seis meses duraron los enfrentamientos armados en el país, tras
lo cual el régimen porfirista se derrumbó. Díaz, entonces, procedió
a exiliarse en Europa. Seguidamente se instauró un gobierno interi-
no, en el cual no figuró Madero quien, por razones de legitimidad y
de coherencia con su discurso, deseaba asumir la primera magistra-
tura por medio de elecciones. Solo luego que estas se realizaron en
1911 accedió el cargo.
Tres cuestiones cabe recalcar respecto de esta coyuntura. La pri-
mera y más importante fue que Madero, ya en el gobierno, no pro-
cedió a disolver el aparato estatal del porfiriato, por lo cual los altos
funcionarios del régimen caído –y el ejército– quedaron intactos.
Con ellos fue que Madero procedió a gobernar. Lo segundo: des-
de la instauración del gobierno interino se acentuó algo que venía
desde antes en las filas de la revolución, a saber, sus divisiones in-
ternas y las ambiciones personales de caudillos con fuerte vocación
de poder. Lo tercero: en Morelos se produjo una nueva rebelión
campesina encabezada por Zapata, cuya finalidad fue presionar al
gobierno de Madero para que cumpliera sus promesas de resolver
el problema campesino haciendo la correspondiente repartición de
tierras. Madero, por su parte, defendió su propia solución al pro-
blema, la que suponía la promulgación de las respectivas leyes, lo
que dilataba el asunto. Con base en estas consideraciones legales,

257
Madero entonces ordenó la represión del levantamiento campesino
zapatista, tarea que debía cumplir el mismo ejército del porfiriato, el
que, como dijéramos, no había sido disuelto. Dicho de otra manera,
Madero, en esas circunstancias, se inclinó por apoyarse en el aparato
estatal del porfirismo, desde ya en su ejército –cuyo jefe máximo era
el general Huerta–para enfrentar las demandas campesinas, no solo
encarnadas en el liderazgo de Zapata, sino también en el de Villa.
Así, los enfrentamientos armados continuaron. Lo que cambiaba
eran los contendientes.
Otra faceta importante del gobierno de Madero fue la relativa
a las empresas extranjeras. A este respecto, sin cuestionarlas en sí,
Madero se propuso regularizar algunas situaciones atingentes a ellas,
en particular las relativas a ciertas irregularidades que les permitían
quedar libres de pago de impuestos. Cuando Madero intentó co-
rregir esa situación, tales empresas acudieron al embajador nortea-
mericano y empezaron a conspirar junto a los sectores porfiristas
vencidos y con el ejército. El resultado fue un golpe de Estado que
se verificó en febrero de 1913. Los golpistas, encabezados por el ge-
neral Huerta, detuvieron a Madero y luego procedieron a asesinarlo.
En resumen, el viejo aparato estatal, en manos de porfiristas, dis-
tó mucho de ser controlado por Madero. Al contrario: finalmente
fue dicho aparato el que se impuso a este. El resultado fue la dicta-
dura del general Huerta.
Esta dictadura, pese a su carácter plenamente reaccionario, no
podrá, sin embargo, restaurar el orden ya muerto del porfiriato. Los
intereses extremadamente diversos que la revolución había hecho
aflorar –los que como hemos visto distaban mucho de ser solo los
del segmento aggiornado de los terratenientes tipo Madero– lo im-
pedirían. Tales intereses, frente a la dictadura de Huerta, tendieron
a unirse, postergando sus diferencias y conflictos. Sus principales
líderes fueron Venustiano Carranza y Álvaro Obregón, mientras que
en el sector agrario se mantenían los liderazgos de Zapata y Villa.
La oposición carrancista a la dictadura de Huerta proclamó que
su lucha perseguía restaurar la constitucionalidad destruida. En este

258
cuadro, Carranza recibió el apoyo de la clase terrateniente, asustada
ante el alza del movimiento campesino villista y zapatista, que seguía
armado. En todo caso, el carrancismo, para fortalecer su liderazgo
nacional y conseguir sus objetivos debía mantener las promesas so-
bre la reforma agraria y levantar las reivindicaciones de otros secto-
res populares, como los obreros y las clases medias. De otra manera
no conseguiría cooptar a estos sectores para así darle una amplia
base de sustento a un eventual gobierno suyo, que debía surgir a la
caída de la dictadura de Huerta.
Esta, en todo caso, no duraría mucho. Fue decisivamente debi-
litada por el cambio de postura norteamericana, que advino con el
presidente Woodrow Wilson. Más aún cuando Huerta había confia-
do en Inglaterra y Alemania como respaldo exterior, no siendo, por
este concepto, muy funcional a los intereses de Washington.
Finalmente, la dictadura huertista no pudo derrotar la lucha ar-
mada que en su contra se desarrolló en diversos lugares del país.
Adicionalmente, la posición de los Estados Unidos, que se inclinaba
por apoyar al bando constitucionalista, no reconoció a la dictadu-
ra como el gobierno legítimo de México. Las cosas se agravaron
cuando las fuerzas de Huerta tuvieron ciertos choques con militares
norteamericanos que en Tampico resguardaban un área petrolera
donde había capitales de ese país. Entonces el presidente Wilson, a
comienzos de 1914, ordenó a su ejército ocupar militarmente Vera-
cruz, lo que privaba a la dictadura de percibir considerables ingresos
aduaneros. En julio del mismo año, y ante ese cuadro adverso, que
no podría remontar, Huerta optó por abandonar el poder y exiliarse.
En esas circunstancias, Carranza –que se presentaba como la en-
carnación del constitucionalismo– emergió como el principal líder
del país. Reconocido como tal, procedió a decretar la disolución del
ejército porfirista, sin por ello dejar de concitar la hostilidad de los
sectores campesinos encabezados por Zapata y Villa, con los cua-
les, no obstante, intentó llegar a acuerdo (Convención de Aguas
Calientes, noviembre de 1914). Los líderes campesinos, por su parte,
fracasados tales acuerdos, siguieron impulsando acciones armadas

259
en aras de su demanda sobre la repartición de la tierra, e incluso
después de muchas incidencias, llegaron a ocupar ciudad de México.
Carranza, entonces, se retiró a Veracruz, donde podía beneficiarse
de la tributación aduanera.
En Veracruz, Carranza llevó a cabo una alianza con Álvaro Obre-
gón y propuso, bajo la influencia de este último, una plataforma
política destinada a ampliar su base de apoyo, buscando obtener el
respaldo de las clases subalternas y aislando, a la par, al movimiento
campesino revolucionario de Villa y Zapata. Esa plataforma con-
templaba una serie de cambios sociales entre los cuales los más im-
portantes decían relación con el problema agrario, particularmente
con la repartición de tierras mediante una Reforma Agraria. Igual-
mente contempló los intereses del proletariado. A estos efectos los
constitucionalistas, en cada ciudad que tomaban, procedían a orga-
nizar a los obreros y a integrarlos a la lucha armada prometiéndoles
reformas que los beneficiarían. De este modo, la revolución pasó
a identificarse con el constitucionalismo de Carranza y Obregón,
más que con Zapata y Villa. En 1917 el primero pudo asumir for-
malmente el gobierno, que parcialmente poseyera desde la caída de
Huerta.
Carranza asumió el poder formal con el apoyo de los EE.UU. Y,
en lo interno, a diferencia de Madero, procedió a disolver el aparato
burocrático y militar del porfirismo disponiéndose, aunque de una
manera gradual y moderada, a impulsar algunas de las transforma-
ciones sociales que había prometido a las clases subalternas. Por este
concepto, siguió concitando la oposición de los líderes campesinos,
que, por su parte, postulando soluciones más radicales, continuaron
su lucha por la repartición de la tierra.
Quizás lo más importante radique en que bajo el gobierno de
Carranza se promulgó una nueva Constitución (1917), la que consa-
gró varias de las conquistas del proceso revolucionario. Así, la Carta
estableció que las riquezas del subsuelo pertenecían al Estado, reco-
noció el derecho de los trabajadores a sindicalizarse, a tener un sala-
rio mínimo y a defenderse; separó la iglesia del Estado; favoreció la

260
pequeña propiedad agraria y la comunitaria; y postuló la devolución
de tierras a los campesinos y a las comunidades indígenas arrebata-
das por los terratenientes durante el porfiriato.
Digamos, entre paréntesis, que, ante la decisión mexicana de de-
clarar inalienables las riquezas del subsuelo, los EE.UU.–bajo el go-
bierno de Woodrow Wilson– enviaron tropas al mando del general
Pershing, las que no pudieron avanzar mucho ante la resistencia que
le opusieran las fuerzas de Pancho Villa. Las exigencias de la Pri-
mera Guerra Mundial, entonces en curso, hicieron que Washington
desistiera de su empeño interventor.
Todo lo expuesto muestra, en conclusión, que como producto
de la revolución mexicana, la oligarquía porfirista fue desplazada del
poder. Ocuparon su lugar otros sectores oligárquicos (en parte ex-
porfiristas) y empresariales –incluso mesocráticos– los que, con un
discurso nacionalista y popular, debieron considerar los intereses de
las clases obreras y campesinas, incorporando a dirigentes de estos
sectores al aparato estatal, aunque generando a los efectos clientelis-
mos no exentos de corrupción. También se debió reconocer que el
país no podía funcionar sin la integración de estos sectores al orden
político, y sin tener en cuenta al menos algunos de sus intereses,
todo lo cual constituía un cambio fundamental respecto a lo que
existía anteriormente.
El proceso revolucionario, sin embargo –que adicionalmente dio
lugar a la eclosión de nuevos caudillismos e ideologías– por mucho
tiempo no pudo resolver el problema de la normalidad institucional.
Tanto así, que Carranza fue asesinado, sucediéndole en el gobierno
Álvaro Obregón, el que, a su vez, terminó sufriendo el mismo desti-
no. Las sucesiones presidenciales no podrán resolverse sin violencia.
Los mismos Villa y Zapata terminarían siendo asesinados, Zapata
en 1919 y Villa en 1923.
En otro plano, hay que decir que la revolución mexicana trajo
consigo grandes innovaciones en la cultura. Como lo señala Luis
Alberto Sánchez, la educación recibió entonces notable aliento, y
se orientó en un sentido continental e indígena. Entre 1921 y 1925,

261
México fue el emporio pedagógico de América: se acababa de fun-
dar la Secretaría de Educación Pública3. El rol de José Vasconcelos
en ella fue enorme, quien, por lo demás, estableciera relaciones con
parte de la intelectualidad latinoamericana. Las campañas de alfabe-
tización, las impresiones de libros en grandes tiradas y su distribu-
ción entre amplios sectores tuvieron un impacto considerable. Por
entonces también floreció una nueva estética que buscaba expresar
una identidad propia, valorando lo autóctono, teniendo en el mu-
ralismo uno de sus aspectos más significativos. La revolución, por
tanto–y reflejando el ascenso de nuevos sectores sociales– también
tuvo un aspecto cultural, que no fue menos profundo que los verifi-
cados en los otros planos.

2.1.3. Argentina: los gobiernos de Hipólito Yrigoyen

En Argentina, la oligarquía encontró la resistencia de una meso-


cracia urbana y de un proletariado que, al igual que en Uruguay, en
buena parte se habían alimentado de la inmigración. A este respec-
to, el dato más significativo lo constituyó el rápido desarrollo de
las capas medias, que en 1869 representaban el 20 por ciento de la
población argentina y que en 1895 ya alcanzaban el 32 por 100 de
la misma4. Estas capas medias, ansiosas por estar presentes de algún
modo en el tablero político, comenzaron a chocar con un sistema
que tendía a reservar toda la gestión del poder a la oligarquía en
exclusiva5. Como viéramos en un capítulo anterior, a fines del siglo
XIX estallaron explosiones de descontento mesocrático que tuvie-
ron sus puntos altos en 1890, 1893 y 1904. Las elecciones amañadas
y la excesiva concentración del poder que eran propias de los go-
biernos oligárquicos (el “unicato”) fueron el caldo de cultivo de esas
verdaderas rebeliones. Frente a ellas la principal reivindicación de las

3
Luis Alberto Sánchez, Historia General de América, tomo III, Ediciones Ercilla, Santiago,
1972, p. 1062.
4
Marcelo Carmagnani, op. Cit., p.170
5
Marcelo Carmagnani, op. cit., p. 170.

262
clases medias y de la Unión Cívica Radical (UCR), fue la del sufragio
secreto y la de la ampliación del electorado. A través de la ley deno-
minada de Sáenz Peña (1912), estas exigencias fueron satisfechas,
democratizándose significativamente el sistema político.
La libertad electoral así lograda le permitió a la UCR aumentar
sustancialmente su caudal de votos, hasta que en 1916, con su can-
didato Hipólito Yrigoyen –personalidad carismática y desdeñosa de
la oligarquía– alcanzó la presidencia de la República. Con ello, el
monopolio que hasta entonces los círculos oligárquicos tenían en
cuanto al manejo del Estado, entró en crisis.
Sin un proyecto claro de país, el gobierno de Yrigoyen –que
siempre concitó el apoyo de las masas argentinas– amplió el apa-
rato del Estado y permitió que las clases medias ingresaran en él,
satisfaciendo su demanda de empleos. Por otra parte, declaró pro-
piedad nacional los yacimientos petrolíferos, coincidiendo así con
los postulados nacionalistas de la revolución mexicana, cuya Cons-
titución de 1917, como viéramos, había sancionado solemnemente
idéntico principio. También amplió la legislación del trabajo y creó
la Universidad del Litoral, al tiempo que respaldaba al movimiento
de reforma universitaria, que tenía un claro contenido contrario a la
oligarquía; movimiento cuyo propósito era precisamente desplazar a
los grupos oligárquicos del control de las universidades.
El gobierno de Yrigoyen, en todo caso, si bien benefició a la
mesocracia otorgándole mayores cuotas de participación en el sis-
tema político, no introdujo modificaciones en la estructura social y,
por lo mismo, no atentó significativamente en contra de los intere-
ses de la oligarquía ni alteró su proyecto de modernización.
Por otra parte, durante Yrigoyen se produjo un gran crecimiento
del Partido Socialista, aunque concentrado en Buenos Aires. Ese
crecimiento en alguna medida daba cuenta del aumento cuantitativo
de los propios sectores obreros. Estos, claro está, no se expresaron
políticamente solo a través de ese partido, sino que lo hicieron tam-
bién a través de opciones más radicales, como fuera el anarquismo,
o más moderadas, como la UCR.

263
Yrigoyen, por su parte, apoyó el crecimiento del sindicalismo
moderado, tanto de obreros como de empleados, al parecer con la
esperanza de cooptarlo por la maquinaria electoral de la UCR. Pero
al igual que Alessandri en Chile, reprimió con fuerza las tendencias
revolucionarias que podían representar una amenaza para el orden
vigente. Al respecto destaca la Semana trágica de Buenos Aires, de
1919, cuando el ejército, apoyado por grupos nacionalistas de extre-
ma derecha, desatara una fuerte represión sobre barrios obreros, la
que dejara casi doscientos muertos. Con igual fuerza fue reprimida,
en 1921, una huelga de peones rurales en el sur del país.
En el terreno internacional, el gobierno de Yrigoyen mantuvo la
neutralidad argentina en la Guerra Mundial, pese a ciertas presiones
que recibió en contrario.
Yrigoyen gobernó durante dos periodos. El primero entre 1916 y
1922, y el segundo, entre 1928 y 1930. Durante este último la oligar-
quía, en el marco de la crisis mundial de 1929, levantó cabeza dando
lugar al golpe de 1930, recuperando a través de las Fuerzas Armadas
la totalidad del poder, revirtiendo así procesos de democratización
iniciados en 1912 con la ley Sanz Peña.

2.1.4. Chile: de Alessandri a la imposición de la “juventud militar”

En Chile, a la mesocracia del ejército le correspondió un rol muy


importante en el proceso de desplazamiento de la oligarquía tradi-
cional de su control monopólico del Estado. Ello, en todo caso, en
colaboración con la mesocracia civil.
La dominación oligárquica en el país operaba mediante un régi-
men parlamentario partitocrático y elitario signado por el cohecho
y la fusión entre los negocios y la política. Ante la emergencia de las
luchas obreras de comienzos de siglo, este régimen se había valido
repetidamente de la represión a través del ejército y la marina, cuya
expresión paradigmática fuera la matanza de la Escuela de Santa
María de Iquique (1907).

264
El conjunto del establishment oligárquico, sin embargo, hacía mu-
cho venía perdiendo legitimidad, recibiendo críticas incluso desde
su mismo seno. Ello a propósito de lo que en la época se denomina-
ra como la “crisis moral”, es decir, la corrupción que lo invadía todo.
A partir de 1918, y en el marco de la crisis salitrera derivada de
la invención del salitre sintético por los alemanes, advino un fuerte
ascenso del movimiento obrero expresado, entre otras cosas, en las
marchas del hambre, la Asamblea Nacional de Alimentación y la
recurrencia de numerosas huelgas. Los sectores medios también se
agitaban, incluyendo a los militares.
Dada esta situación, no fue extraño que la candidatura presiden-
cial de Arturo Alessandri, levantada para los comicios de 1920, cata-
lizara el malestar existente, representando todos los resentimientos
entonces en curso. Alessandri era un político de indudable carisma,
proveniente de las filas de la oligarquía que, sin embargo, compren-
día bien la magnitud de los problemas en curso. Su tesis de fondo
sostenía que si no se hacían reformas, ineluctablemente vendría la
revolución obrera. De allí que, autodefiniéndose como “una ame-
naza a los espíritus reaccionarios”6, se empeñara en cooptar al pro-
letariado proponiendo en su programa de gobierno una legislación
social que contemplara sus intereses básicos (sindicalización, huelga,
salud, entre otros).
Fue bajo este concepto que el “León de Tarapacá” recibió el
apoyo masivo de la emergente mesocracia (y casi abiertamente el de
la “juventud militar”, de igual carácter mesocrático). También el del
proletariado, y de una marginal fracción aggiornada de la oligarquía.
Este bloque políticamente tuvo su expresión en la Alianza Liberal,
formada por una fracción del Partido liberal, además del Radical y
el Democrático.

6
Arturo Alessandri, discurso agradeciendo su designación como candidato a la
Presidencia de la República, , pronunciado el 25 de abril de 1920. Recopilado en
“Documentos del siglo XX chileno”, por Sofía Correa y otros. Santiago, Editorial
Sudamericana, 2001, p.133.

265
Alessandri, aunque por estrecho margen, logró ganar las elec-
ciones presidenciales de 1920, hecho que inicialmente desconocie-
ron los partidos del núcleo oligárquico, pero que debieron terminar
aceptando ante las presiones de un país movilizado. El nuevo go-
bierno desde el comienzo mostró un sello distinto: su gabinete estu-
vo predominantemente conformado por políticos que provenían de
las clases medias, mientras que recurrentemente procedía a recibir
en el palacio de gobierno a líderes obreros y a negociar sus deman-
das. El núcleo oligárquico, por su parte, se le opuso de inmediato,
diseñando una estrategia que bloqueaba desde el Senado –donde sus
partidos tenían mayoría– todas sus reformas.
Los partidos de base mesocrática, como los radicales y los demó-
cratas, que apoyaban al gobierno de Alessandri, no fueron capaces
de desbloquear ese cuadro, en parte debido a los obstáculos institu-
cionales existentes, y en razón de sus tendencias al acomodo y a la
corrupción, lo que terminó desprestigiando aún más al conjunto del
sistema político, haciendo cundir el desencanto entre los apoyos so-
ciales del gobierno. Este, por su parte, culpaba de todo a “los viejos
del senado”, quienes impedirían el cumplimiento de su programa.
La situación alcanzó un punto álgido en septiembre de 1924, des-
pués de las elecciones parlamentarias de marzo de ese año, las que,
verificadas en medio de un fuerte intervencionismo electoral del go-
bierno apoyado en el ejército, dieran mayoría en ambas cámaras a
los partidos de la Alianza Liberal, que respaldaba a Alessandri. Pero
el nuevo Congreso, así elegido, lejos de legislar sobre las materias
que interesaban a las mayorías nacionales fuertemente insatisfechas
se abocó a discutir una ley de Dieta parlamentaria, justa pero in-
oportuna.
Esa fue la gota que rebalsó el vaso. La oficialidad joven del ejérci-
to, de carácter mesocrático–que urgía por una ley de ascensos de las
FF.AA.--y que desde 1920 era fuertemente alessandrista y contraria
a la oligarquía, esperaba que sus demandas corporativas fueran sa-
tisfechas por el nuevo Congreso. Fue bajo esa convicción que mu-
chos oficiales jóvenes del ejército, durante dos jornadas, asistieron

266
en masa a los debates del Congreso procediendo a abuchear desde
las graderías, colmadas de sus miembros en uniforme, a las interven-
ciones de los parlamentarios que discutían el proyecto de ley sobre
Dieta Parlamentaria. Expulsados del recinto el 5 de septiembre, se
retiraron golpeando sus sables contra las escalinatas del Congreso.
Luego de este “ruido de sables”, y lejos de separarse, la oficiali-
dad joven se declaró en asamblea permanente, dispuesta a imponer
sus criterios al sistema político oligárquico y partitocrático, el que así
comenzó su derrumbe. ¿Cuál era la esencia del proceso en curso? Su
esencia consistió en que, ante la incapacidad de la mesocracia civil
para desplazar a la oligarquía tradicional imponiendo en el país un
orden más meritocrático, sería la mesocracia militar la que pasaría a
encabezar esa lucha.
Por su parte, Alessandri, impotente para controlar a la mesocra-
cia uniformada –pese a que lo intentara esforzándose por cooptar-
la–, pronto comprendió que el poder real se había desplazado desde
las instituciones que formalmente lo detentaban a la oficialidad jo-
ven, que era, por lo demás, la que tenía mando directo de tropas, y
que rápidamente se organizó en la llamada Junta Militar, dejando al
generalato –ligado a la oligarquía– sin poder efectivo. En ese cuadro,
el lunes 8 de septiembre de 1924, Alessandri procedió a renunciar a
su cargo y a exiliarse en Italia.
Los acontecimientos siguientes no dejaron de ser paradójicos. En
efecto, renunciado Alessandri y cerrado el Congreso, el gobierno no
recayó en manos de la oficialidad joven, sino en el generalato ligado
a la oligarquía. Así, se formó una Junta de Gobierno encabezada por
el general Luis Altamirano, quien rápidamente conformó un minis-
terio con hombres ligados al núcleo oligárquico. Paralelamente, la
oficialidad joven, organizada en la ya mencionada Junta Militar –que
era una especie de poder paralelo a la Junta de Gobierno de Altami-
rano– el día once de septiembre emitió un Manifiesto a través del
cual expuso su ideario antioligárquico y mesocrático, acusando al
sistema político de corrupto y llamando a su regeneración en base a
un presidencialismo fuerte. Luego de que, ante diversas presiones, la

267
Junta Militar se disolviera, sus principales líderes, siempre en uni-
forme, empezaron a conspirar en contra de la Junta de Gobierno,
conectándose con la mesocracia civil organizada en los partidos
de la desplazada Alianza Liberal que apoyara al gobierno de Ales-
sandri.
Dichas conspiraciones desembocaron en el golpe del 23 de
enero de 1925 dado por la guarnición de Santiago, el que fuera
dirigido por Carlos Ibáñez del Campo y Marmaduke Grove, el que
derrocó a la Junta de Gobierno de Altamirano (y que no contó con
el apoyo de la Marina, que siempre se mantuvo fiel a la oligarquía).
De este modo, se generó una nueva Junta de Gobierno, cuyo hom-
bre fuerte fue Carlos Ibáñez del Campo, quien sin formar parte
de la Junta misma, ocupó el cargo de Ministro de Guerra, donde
residía el poder real.
La nueva Junta –que la oligarquía intentó derribar mediante un
frustrado nuevo golpe (la llamada “conspiración de los futres”–
resolvió llamar a Alessandri para que terminara su periodo presi-
dencial. Pero no de cualquier modo. Alessandri, en efecto, prescin-
diendo de los viejos políticos, debía limitarse a poner en práctica
el ideario de la “juventud militar”, sintetizado en el Manifiesto del
11 de septiembre. Al mandatario, igualmente, a través de una carta
firmada por el ministro de Guerra, Carlos Ibáñez, se le advirtió que
debía tener mano firme con la oligarquía, por un lado, y con el movi-
miento obrero clasista, por el otro, al tiempo que se le señaló que su
gobierno debía apoyarse en la clase media. Ese fue el compromiso
que se le impuso. Alessandri, pues, sería un mero instrumento de la
mesocracia uniformada detentadora del poder real. Fue bajo esos
supuestos que reasumió el mando en marzo de 1925.En este mismo
mes los militares consumaron la masacre de Marusía en contra de
los trabajadores salitreros, con cuantiosas víctimas fatales. En julio,
bajo el supuesto de que en el norte estaba en curso una revolu-
ción soviética, llevaron a cabo otra represión generalizada en la
pampa, que tuvo su centro en la oficina de La Coruña, represión

268
que, según informe de la embajada británica, dejó entre 600 y 800
obreros muertos7.
Alessandri –quien solo con posterioridad fue informado de es-
tos hechos– se apresuró, en calidad de instrumento de la “juventud
militar”, a llevar a cabo la principal reivindicación de esta; a saber, el
cambio de régimen político poniendo fin al parlamentarismo parti-
tocrático a través del cual la oligarquía gobernara desde 1891 en ade-
lante. Dicho régimen fue reemplazado por otro de presidencialismo
fuerte, el cual encontró su expresión jurídica en la Constitución de
1925.
Luego de promulgada la nueva Constitución –especialmente du-
rante la última parte de 1925–, advinieron fuertes tensiones entre el
poder fáctico de la mesocracia militar y el conjunto de la clase políti-
ca, la que se atrincheró en el nuevo Congreso. Desde allí, se esforzó
al máximo por conseguir el retorno de los militares a los cuarteles,
sin conseguirlo. Por el contrario, Ibáñez presionó a Alessandri para
que, por segunda vez, renunciara, cosa que este hizo. En las nuevas
elecciones presidenciales, los partidos apoyaron a Emiliano Figue-
roa, hombre de la oligarquía, quien asumió el gobierno como una
figura meramente simbólica puesto que el poder real, como hemos
dicho, residía en Ibáñez y el ejército, quienes imponían el ministerio
y el quehacer gubernativo.
En febrero de 1927, Ibáñez, luego de sucesivos enfrentamientos
con los partidos tradicionales en el Congreso, y luego de descabezar
a la Armada –que era la reserva última de la oligarquía–, inauguró su
dictadura, desatando una intensa represión en contra del núcleo oli-
gárquico, así como también sobre las organizaciones obreras clasis-
tas, que continuaban llevando a cabo activas luchas. Adicionalmente
depuró el Congreso, el Poder judicial y los partidos –excepto al
comunista, que proscribió– dejándolos en manos de incondiciona-
les suyos. En tanto, Figueroa, cansado de ser una figura decorativa,

7
Gonzalo Vial, Historia de Chile, (1891-1973), Volumen III, Santiago, Editorial Zig-
Zag, 2001, p.248.

269
renunció a la presidencia de la República. Entonces Ibáñez levantó
su candidatura presidencial, la cual fue proclamada por los movi-
mientos sociales contrarios a los partidos, en primer término por
la Unión Social Republicana de Asalariados de Chile (USRACh), la
Unión Nacional de Empleados, y otras análogas. Luego de publicar
su programa de gobierno, en una campaña electoral de quince días
y de candidatura única, Ibáñez arrasó en las urnas, dando inicio a lo
denominó como el “Chile nuevo”.
La dictadura de Ibáñez, apoyada por el ejército –junto con esta-
blecer un régimen policial en el país–, reestructuró el Estado, mo-
dernizándolo. Integró a su alta gestión a nuevos estratos de profe-
sionales, desplazando al personal político a través del cual gobernara
la oligarquía tradicional, a la par que inició la intervención del Es-
tado en la economía. Igualmente promulgó un Código del Trabajo,
que contemplaba el derecho de huelga, a la sindicalización y a la
negociación colectiva, al cual tanto se había opuesto el núcleo oli-
gárquico. De este modo, se consolidaba una tendencia visible desde
el gobierno de Alessandri, una de cuyas facetas principales fuera la
inserción de las clases medias en la alta dirección del Estado y la
llegada a su fin de la dominación tradicional de la oligarquía.

2.1.5. Ecuador: la “revolución juliana”

En Ecuador, al igual que en Chile, a la oficialidad joven del ejérci-


to le correspondió jugar un papel importante en el cuestionamiento
de la dominación oligárquica, lo que llevaría a cabo mediante la lla-
mada “revolución juliana”, que estallara el 9 de julio de 1925.
En este país, durante la década de los veinte, terminó haciéndose
evidente que la dualidad entre conservadores clericales y liberales
anticlericales era expresiva de dos fracciones de la oligarquía, una
más tradicionalista, asentada en la sierra, y la otra modernizante, en
la costa.
Como ocurriera en otras partes de Latinoamérica en el marco
de los gobiernos oligárquicos, en Ecuador, junto con el desarrollo

270
del capitalismo –incentivado por la penetración imperialista– habían
venido creciendo las clases medias, al tiempo que se constituía cierto
proletariado, parte de él agrícola, sectores que a la fecha, carecían de
derechos laborales. No obstante, y en respuesta a la deteriorada si-
tuación económica que los afectaba, al comienzo de los años veinte
se fue produciendo entre ellos una creciente agitación que reflejaba
el descontento que los embargaba, el que no pocas veces se manifes-
tó en huelgas. Estas, normalmente, fueron violentamente reprimi-
das por los gobiernos. Sobresalen al respecto la sangrienta respuesta
gubernativa a la huelga de Guayaquil, de 1922, y a la protesta de los
trabajadores de la hacienda de Leyto, en 1923, que fuera reprimida
de forma no menos violenta.
En la otra cara de la medalla, la oligarquía ecuatoriana solía utili-
zar intensamente al Estado en función de sus intereses. En tal sen-
tido, la fracción financiera disponía de un muy considerable poder:
sus bancos podían emitir billetes y prestaban dinero a los gobiernos,
que normalmente se hallaban endeudados con ellos y aquejados de
un fuerte déficit fiscal.
La oficialidad joven del ejército llegó a estar consciente de la si-
tuación del país. Carente de vínculos con la oligarquía, finalmente
decidió intervenir para cambiarla. Tal cosa se materializó a través del
golpe que diera el 9 de julio de 1925, que derrocara al gobierno oli-
garca de Gonzalo Córdova, que había asumido solo en septiembre
de 1924. Se dio así lugar a lo que se conoce con el nombre de “revo-
lución juliana”. Esta proclamó como ideal “la igualdad de todos y la
protección del hombre proletario”.
La revolución juliana se tradujo en la formación de dos sucesivas
Juntas de Gobierno, y en 1926, a los fines de materializar sus con-
tenidos, dio lugar al nombramiento de Isidoro Oyora como presi-
dente de la República.
Una de las ideas fundamentales que la revolución impuso en el
país fue la referente a la función social que le correspondería jugar al
Estado. Por este concepto se creó el Ministerio de Bienestar Social,
y se elaboró una serie de leyes sociales, reglamentando el trabajo y

271
los salarios y organizándose, a su vez, cajas de pensiones que, cum-
plida la edad, le permitirían al trabajador acogerse a retiro.
Con miras a dejar atrás al Estado oligárquico –y sobre todo la
influencia de la fracción financiera de la oligarquía– fueron creados
el Banco Central, la Superintendencia de Bancos y la Contraloría de
la República. De este modo se inició la intervención del Estado en la
economía, siendo uno de los objetivos propuestos por esta proteger
y desarrollar una industria nacional.
En 1929, el gobierno de Ayora promulgó una nueva Constitu-
ción Política del Estado. Ella estipuló que la soberanía residía esen-
cialmente en el pueblo; contempló la separación de los poderes, con
un Presidente elegido por voto secreto y un Legislativo bicameral,
con un Senado elegido en parte por provincias y en parte funcional-
mente, lo que evidenciaba cierto cuño corporativo.
Se puede decir que la revolución juliana dio cuenta del agota-
miento de Estado liberal en Ecuador y del despertar del movimiento
obrero. Fue ella la que puso las bases para superar el Estado oligár-
quico terrateniente en este país, constituyendo una respuesta a la
oligarquía dominante, particularmente a su fracción financiera. Por
tal concepto concitó el apoyo de las clases medias y obreras.

2.1.6. Perú: la oligarquía salva la situación mediante los militares

Se podría decir que en el Perú, a comienzos del siglo XX, y par-


ticularmente durante el gobierno de Guillermo Billinhurst (1912-
1914), en alguna medida se produjo un desafío al tradicional pre-
dominio de la oligarquía. Ese desafío provino del propio gobierno,
pero en estrecho vínculo con la movilización del movimiento social,
que a la fecha se mostraba ya bastante activo. Tal desafío en 1914 fue
finalmente derrotado, por medio del golpe del general Oscar Bena-
vides, quien repuso la dominación oligárquica. No obstante, en los
años siguientes, el movimiento de los asalariados siguió en ascenso.
El contexto socioeconómico de dicho proceso se caracterizó por
un alza de las inversiones norteamericanas, las que desde los años

272
anteriores se venían apropiando de parte de los recursos del país, lo
que, por cierto, venía aparejado a un desarrollo de las relaciones de
producción capitalista en el Perú. Correlativamente, se verificó un
crecimiento del proletariado, sobre todo en la minería, pero también
en las ciudades, en torno a empresas orientadas al mercado interno:
panaderos, textiles, tipógrafos, entre otros. Igualmente se produjo
un crecimiento de un proletariado rural, el que, no obstante, se man-
tenía algo marginal. También existía una creciente clase media, la
que con el tiempo empezó a aspirar a la realización de transforma-
ciones sociales.
Los sectores obreros, a su vez, en la medida en que empezaron a
organizarse, levantaron como una de sus reivindicaciones centrales
la jornada de ocho horas, al tiempo que las ideas anarquistas empe-
zaban a penetrar en sus núcleos más activos. En 1911, la influencia
del anarquismo entre sus organizaciones era ya predominante. Por
entonces, el movimiento huelguístico se vio acrecentado, siendo su
reivindicación principal, como dijimos, el establecimiento de la jor-
nada de ocho horas.
Hubo cierta confluencia entre el movimiento social y la figura de
Guillermo Billinhurst, quien era un destacado miembro del Partido
Demócrata fundado por el caudillo popular Piérola. Fue también
primer vicepresidente durante el gobierno de este último (1895-
1899). Entre 1909 y 1910 Billinhurst se desempeñó como alcalde
de Lima, desde donde impulsó muchas medidas en favor de la clase
obrera, lo que le proporcionó una considerable popularidad entre
esta y los estratos populares en general.
En 1912, Billinhurst –ya distanciado del Partido Democrático,
y sin el apoyo de Piérola– levantó su candidatura presidencial, re-
cibiendo rápidamente el espontáneo respaldo del movimiento po-
pular que entonces se configuraba. Las elecciones se realizaron en
medio de un paro general de las fuerzas sociales emergentes, que lo
apoyaban.
Ya en el gobierno, Billinhurst reivindicó los derechos obreros,
alentando con ello las reivindicaciones de los mismos, expresadas

273
en crecientes huelgas. Con tales miras propuso una legislación social
moderna, que la oligarquía civilista se apresuró a rechazar, más aún
cuando estaba en condiciones de evitar cualquier cambio significa-
tivo, en la medida en que contaba con la mayoría en el Congreso.
En este cuadro, durante los años 1912 y 1913, el movimiento huel-
guístico se vio sensiblemente aumentado –sobre todo en torno a la
reivindicación de la jornada de ocho horas–, al tiempo que se consti-
tuían nuevos sindicatos. Paralelamente, la conflictividad social crecía.
En la sierra, en tanto, entre febrero y marzo de 1913, en la zona
de Chucuito y Azángaro, se produjeron sendas matanzas de indios.
Ellas fueron justificadas con el argumento de que estos pretendían
sublevarse en contra de la autoridad. La realidad, no obstante, era
otra: los indígenas por entonces solo se movilizaban en protesta en
contra de los abusos de los gamonales, quienes habían planificado
deliberadamente la represión.
En enero de 1913, Billinhurst, en vistas al creciente movimiento
huelguístico en curso, emitió un reglamento sobre huelgas. También
estableció la jornada de ocho horas para los trabajadores del puerto
del Callao.
Pero el conflicto de fondo seguía sin solución. En efecto, las re-
formas modernizadoras de Billinhurst, apoyadas activamente por
el movimiento de las masas populares, chocaban con los intereses
de una oligarquía renuente a todo cambio. En esas condiciones,
la realización de esas reformas solo sería posible si se producía
una modificación sustantiva en la correlación de fuerzas entre las
clases, con el correspondiente recorte del poder oligárquico y la
inserción en el Estado de nuevos sectores sociales. Esto equivalía
a postular una modificación del orden institucional que, limitando
al poder oligárquico, hiciera posible la consideración de intereses
sociales más amplios. Fue a esto a lo que, consciente o inconscien-
temente, apostó Billinhurst.
El procedimiento que siguió con tales propósitos fue disolver
el Congreso y permitir que la ciudadanía se pronunciara, particu-
larmente eligiendo a otro Parlamento que viabilizara las reformas.

274
Frente a tal desafío la oligarquía –acusando a Billinhurst de violar la
Constitución– respondió con un golpe militar, que fue encabezado
por el coronel Oscar Benavides (1914), quien procedió a formar una
Junta de Gobierno. De este modo, el eventual proceso de cambios
antioligárquicos que se fue perfilando bajo el gobierno de Billin-
hurst resultó frustrado.
Lo dicho no implicó que el movimiento popular y antioligárquico
se disolviera, ni mucho menos; por el contrario, durante los años si-
guientes continuará fortaleciéndose y desarrollando nuevos matices.
Por su parte, la Junta de Gobierno del general Benavides, ante
una serie de asonadas y motines, solo pudo gobernar hasta el año
siguiente. La sustituyó el gobierno de José Pardo (1915-1919), quien
vino a representar la reasunción del civilismo oligárquico.
Durante la última parte del gobierno de Pardo arreciaron los pa-
ros y las huelgas obreras. En enero de 1919 se produjo una huelga
general en Lima y El Callao, la que estuvo sujeta a fuerte represión.
Dicho año, la influencia del anarquismo en el movimiento asalaria-
do alcanzo su nivel más alto. En medio de esa situación conflictiva,
Pardo fue derribado por un golpe encabezado por Augusto Leguía.
En todo caso, bajo Leguía las luchas sociales continuaron, pero
con una novedad: que al calor de ellas, se produjo una vinculación
entre los trabajadores y los estudiantes de la Universidad de San
Marcos, cuyo líder –forjado en el proceso de reforma universitaria
entonces en curso– fue Raúl Haya de la Torre. La unidad obrero-
estudiantil que así se fue constituyendo se vio reforzada en 1921
por la creación de las Universidades Populares González Prada, que
llevaron a cabo los dirigentes de la Reforma, universidades a la que
accedieron numerosos dirigentes sindicales. Fue el tiempo en que
empezaron a difundirse e imponerse las ideas socialistas, marcando
correlativamente un claro retroceso del anarquismo.
En mayo de 1923 se publicó el primer número de la revista Cla-
ridad, que fuera fundada por Haya de la Torre. Desde 1924, cuando
este debió exiliarse, la revista pasó a ser dirigida por José Carlos

275
Mariátegui, quien la transformó de un órgano estudiantil en otro de
carácter obrero.
En octubre de ese año estudiantes y trabajadores, a través de
una intensa movilización, lograron impedir que Leguía consagrara el
Perú al Sagrado Corazón. Entre tanto, al año siguiente –el 7 de mayo
de 1924– en México, donde se había exiliado siendo acogido por
José Vasconcelos, Haya de la Torre fundaba la Alianza Popular Re-
volucionaria Americana (APRA), a la que concibió como un partido
que se reproduciría en todos los países del continente. El APRA se
transformó en la expresión de ciertos segmentos de las ascendentes
clases medias que, en un espíritu americanista, buscaban una alianza
con el proletariado en una perspectiva no solo antioligárquica, sino
también antiimperialista. Por su parte, Mariátegui, más adelante, lue-
go de llevar a cabo una considerable obra intelectual, fundará el Par-
tido Socialista del Perú (que luego pasará a denominarse comunista).
Así, pues, y en conclusión, aunque en el Perú durante la segunda
década del siglo se configuró una fuerte oposición al dominio de
la oligarquía, esta logró sortear el peligro. En ello a los militares les
correspondió jugar un rol importante. Sin perjuicio de tales desen-
laces, las fuerzas anti oligárquicas persistieron en el país, fortalecién-
dose en los años siguientes.

2.1.7. Brasil: el “tenentismo”

En Brasil, a la fecha, la principal fuerza antioligárquica estuvo


constituida por la oficialidad joven del ejército, de carácter mesocrá-
tico. Fue ella la que se levantó en armas en contra del establishment tal
como existía en la llamada “República vieja”, la que, según viéramos
en un capítulo anterior, fuera la resultante de la caída del Imperio. La
rebelión que esa oficialidad llevara a cabo se manifestó en el llama-
do “tenentismo”, que huérfano de un apoyo civil suficientemente
organizado y movilizado –vinculado a la inexistencia de partidos
políticos y organizaciones sociales fuertes– terminará fracasando.

276
El contexto nacional de lo señalado estaba, en lo económico,
caracterizado por la existencia de una economía que dependía bási-
camente de las exportaciones de café; y en lo político, por un fede-
ralismo que hacía que el poder central fuera débil, y que los Estados,
sobre todo algunos –São Paulo y Minas Gerais– fueran fuertes. A
eso agreguemos que los distintos Estados federales estaban en ma-
nos de las respectivas oligarquías y que los candidatos a presidente
de la república eran nominados luego de una convención que se
celebraba entre los presidentes de esos Estados, donde, no obstante,
no todos pesaban igual: São Paulo y Minas Gerais, de fuerte econo-
mía cafetalera, eran los que tenían más poder. Los presidentes de
la República normalmente solían provenir, de manera alternada, de
estos dos estados, en una política denominada del “café con leche”,
mientras que el derecho electoral estaba muy restringido. En efecto:
solía votar entre el tres y el cinco por ciento de la población.
Dentro de este cuadro hay que ubicar a las clases medias y al pro-
letariado, los que habían venido creciendo como producto del desa-
rrollo del capitalismo en el país. Téngase en cuenta que la Primera
Guerra Mundial, al alterar el comercio internacional y al constreñir
las importaciones de manufacturas europeas, obligó al Brasil, como
a otros países latinoamericanos, a impulsar cierta industrialización
sustitutiva. Tal cosa implicaba una ampliación de las relaciones de
producción capitalistas y, por tanto, una modernización, aunque par-
cial –básicamente en las zonas urbanas– de su estructura de clases.
Los militares jóvenes que animarán los movimientos anti oligár-
quicos provendrán de esos sectores modernos, principalmente de
los mesocráticos. Desde un punto de vista cultural, en algunos de
ellos se ejercía de manera no menor el impacto de las revoluciones
rusa y mexicana, las que en ese tiempo tuvieran amplia repercusión
en ciertos sectores de las sociedades latinoamericanas.
Las rebeliones de los militares jóvenes tuvieron su primera ma-
nifestación cuando, a comienzo de la década de los veinte, se fue
perfilando la crisis del pacto oligárquico en el que se basaba el orden
político brasileño. Tal crisis fue la resultante de la demanda de par-

277
ticipación que se empezó a producir en las zonas urbanas, traducida
en un descontento que incluyó a los militares. En este marco, no
faltaron las consabidas rebeliones en las provincias.
La coyuntura de la primera rebelión de los militares estuvo dada
por las elecciones presidenciales que se celebraran el uno de marzo
de 1922 cuando fue elegido presidente Artur Bernardes, provenien-
te del Estado de Minas Gerais. Tempranamente, esta situación gene-
ró un soterrado descontento militar el que, meses después –el 4 de
julio– se tradujo en una primera rebelión, animada por la oficialidad
joven que pronto fue derrotada. Los cabecillas, al verse perdidos,
licenciaron a sus tropas y enfrentaron por si solos a las fuerzas del
Estado. Todos murieron, menos dos. Pero con su actitud generaron
un fuerte impacto moral entre los uniformados, que no dejará de
tener consecuencias.
Dos años después, el 5 de julio de 1924 –fecha en modo alguno
casual–, en São Paulo estalló otra rebelión militar. Entre el 5 y el
27 de ese mes los insurrectos lograron mantener la ciudad bajo su
control. No obstante, cercados, debieron retirarse, siempre librando
combates con el ejército regular.
Los días 28 y 29 de octubre se produjo un nuevo alzamiento
militar, esta vez en Río Grande. Fue encabezado por el capitán Luis
Carlos Prestes. Las columnas de ambas rebeliones –la de São Paulo
y la de Río Grande– lograron luego reunirse, emprendiendo después
una larga marcha por el interior del país con miras a levantar a la
población en contra del gobierno central.
En este decurso, los objetivos de la columna rebelde –que pasó
a ser conocida como “columna Prestes”– dejaron de ser predomi-
nantemente militares, deviniendo en políticos. La columna crecien-
temente se propuso contribuir a sacar de su tradicional apatía a las
poblaciones del interior, a librarla de su carencia de esperanza frente
a sus sufrimientos, y de su indiferencia e ignorancia respecto de los
problemas del país.
La columna Prestes, atenazada por el ejército, se desplazó por el
extenso territorio brasileño durante dos años, siempre combatiendo.

278
Sus objetivos políticos, no obstante, distaron mucho de cumplirse,
a pesar de que las masas campesinas solían manifestarle su simpatía.
El punto residía en que la columna no constituía una organización
propiamente política, de lo cual se derivaba su carencia de real ca-
pacidad para organizar al campesinado en contra de la oligarquía.
Fracasada en sus objetivos tanto políticos como militares, la co-
lumna Prestes, en 1926, optó por retirarse hacia el territorio bolivia-
no, después de lo cual se disolvió.
De este modo, las oligarquías brasileñas pudieron conjurar el pe-
ligro al que fueran sometidas. En todo caso, y en el marco de la crisis
mundial de 1929, pronto deberán enfrentar nuevos desafíos, que
vendrán ligados a otros actores y proyectos.

A la luz de los hechos expuestos se podría decir que una de las


tendencias principales que durante las primeras décadas del siglo XX
se planteó en varios países latinoamericanos consistió en el cuestio-
namiento del monopolio oligárquico sobre el poder del Estado. Tal
cosa operó mediante una relativa democratización del sistema político
orientada a permitir la consideración de los intereses de la mesocracia,
como ocurriera en Argentina y Uruguay; o través de medidas llevadas
por la vía militar conducentes a la participación en la alta dirección del
Estado de hombres provenientes de las clases medias, o ligados a ellas,
como en Chile. O, simplemente, a través de una prolongada guerra
civil, como ocurriera en México. Todas esas opciones, por otra parte,
tendieron a venir unidas a la integración del proletariado al orden ju-
rídico mediante una legislación social8.
Lo dicho, claro está, configuraba solo una tendencia. Como he-
mos visto, en algunas partes el cuestionamiento que los sectores
medios y obreros hicieran de la dominación oligárquica fracasó, al
menos por el momento. Agreguemos que en otros casos, ese cues-

8
Luis Corvalán Marquez, op. cit., p.100.

279
tionamiento ni siquiera alcanzó a plantearse, como ocurriera en los
países Centroamericanos y del Caribe. Aquí, a la fecha, y debido a
que las principales riquezas fueron quedando en manos del capital
extranjero, las oligarquías se vieron económicamente muy debili-
tadas. Pero, a contrapelo–y a excepción de Costa Rica– su poder
político en alguna medida se reforzó a través de dictaduras milita-
res –o apoyadas en los militares–, las cuales, a su vez, se hallaban
ligadas a los intereses norteamericanos, dependiendo su viabilidad
de la voluntad de Washington, siempre dispuesta a intervenir, inclu-
so militarmente. En tales circunstancias, los intereses oligárquicos
no fueron significativamente desafiados. El caso de la resistencia
armada que a partir de 1927 llevara a cabo Cesar Augusto Sandino
en Nicaragua podría ser considerado una excepción, pero ello no
es tan claro si se tiene en cuenta que la lucha sandinista fue dirigida
en contra de la intervención norteamericana más que en contra de
la oligarquía interna; aunque Sandino entendía que esta, ligada a in-
tereses extranjeros, no era capaz de defender la soberanía nacional.
La dominación oligárquica tampoco fue desafiada en Colombia,
donde la llamada “República oligárquica” se mantuvo firme hasta
1930, cuando en todo el continente se produjeran cambios impor-
tantes. La oligarquía igualmente se vio exenta de desafíos significa-
tivos en Bolivia: aquí, en torno a la minería del estaño se configuró
una elite oligárquica de base urbana –también ligada al sector finan-
ciero– que controló al Estado. Sus gobiernos reprimieron con fuer-
za las primeras huelgas del proletariado minero, del mismo modo
como lo hicieron con las protestas campesinas e indígenas. Sin per-
juicio de ello, el presidente Bautista Saavedra, que asumiera en 1920,
promulgó una primera legislación de carácter social. Mientras que
en Paraguay –cuya economía, luego de la guerra de la Triple Alianza,
se viera desnacionalizada y reorientada hacia el exterior– se consoli-
daba una clase terrateniente a través de un sistema político donde se
alternaban los partidos Colorado y Liberal, los que indistintamente
acudían a los estados de sitio cada vez que se veían cuestionados.
En Venezuela, por su parte, se había instalado la dictadura de Juan

280
Vicente Gómez, la que se benefició de la emergente renta petrolera.
Gómez no permitió oposición alguna. Esta solo logró aparecer muy
tardíamente, constituida por la llamada “generación de 1928”, for-
mada por estudiantes universitarios.
En todo caso, los sectores medios y obreros, en aquellos países
en los que todavía no lograban hacerse valer, en mayor o menor me-
dida, en las siguientes décadas harán notar su presencia, poniendo
de manifiesto que ya no se los podría seguir ignorando.
Paralelamente, en los centros proletarios se formaban organiza-
ciones anarquistas, socialistas y luego comunistas las que, bajo el
concepto de revolución social, pretendieron levantar un proyecto
contrario al capitalismo. De este modo se fue configurando un nue-
vo panorama político e ideológico en el continente.

3. La reforma universitaria
Se podría sostener que uno de los aspectos importantes en que
se manifestó la emergencia de las clases medias en América Latina
durante la segunda y tercera década del siglo XX fue la Reforma
Universitaria. El movimiento –animado por la juventud mesocrática
que había venido copando las universidades–, desde un comienzo,
ajeno a todo localismo, tuvo un alcance continental. En efecto: si
bien su origen se situó en Córdoba, Argentina, rápidamente se ex-
tendió hacia los otros países de la región, a la par que evidenciaba un
claro contenido americanista.
Su manifiesto inicial muestra con claridad su alcance. Decía lo
siguiente: “hombres de una república libre, acabamos de romper la
última cadena que, en pleno siglo XX, nos ataba a la antigua do-
minación monárquica y monástica”. Más adelante agregaba: “cree-
mos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advier-
ten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una
hora americana”. Y evidenciando un claro sesgo antioligárquico
añadía: “las universidades […] han llegado a ser […] el reflejo de
estas sociedades decadentes, que se empeñan en ofrecer el triste

281
espectáculo de una inmovilidad senil”. El Manifiesto, por otra parte,
hacía gala de una clara idealización de la juventud: “La juventud vive
siempre en trance de heroísmo. Es desinteresada, es pura. No ha
tenido tiempo de contaminarse”. También dejaba en claro el espíritu
rebelde que animaba al movimiento cuando decía “si en nombre del
orden se nos quiere seguir burlando y embruteciendo, proclamamos
bien en alto el derecho sagrado a la insurrección. Entonces la única
puerta que nos queda abierta a la esperanza es el destino heroico de
la juventud”.
Como se dijo arriba, desde Córdoba el movimiento se exten-
dió a toda la Argentina y de esta, a toda América Latina. El espí-
ritu contestatario que desde el comienzo trasuntó vino influido en
cierta medida por el contexto internacional, particularmente por el
rechazo que generara la catástrofe que representó la Primera Gue-
rra Mundial, pero también por el espíritu rebelde que fuera propio
tanto de la revolución mexicana como de la rusa.
En casi todos los países americanos, cuán más, cuán menos, las
autoridades conservadoras reprimieron fuertemente a los estudian-
tes reformistas, a través de expulsiones, encarcelamientos y medidas
análogas. Estos respondieron de diversas maneras: desde ya vincu-
lando sus movimientos, dándoles así un carácter nacional e interna-
cional, lo cual se tradujo en la formación de federaciones, en la orga-
nización de congresos nacionales y de confederaciones americanas,
con sus correspondientes encuentros continentales.
Esto llevó a cierta unificación del pensamiento reformista que se
desarrollaba en los diversos países de la región, lo que se manifestó
en diagnósticos y propuestas comunes. Al respecto, cabe subrayar el
rescate de la particular identidad de América Latina que hicieran; el
rechazo a la política norteamericana del Big Stick; la reivindicación
de la unidad latinoamericana; un rechazo al colonialismo mental, y
una reivindicación de la democracia y de los derechos de los asala-
riados, así como también una crítica a los regímenes oligárquicos.
Constatando la fuerza de la represión que las oligarquías desata-
ban en su contra, los movimientos estudiantiles se vieron obligados

282
a buscar alianza con otros sectores subalternos, particularmente con
las organizaciones obreras. De allí surgió la consigna sobre la unidad
obrero-estudiantil, y la demanda de apertura de las universidades
hacia el pueblo. Con estos propósitos en casi todas partes se fun-
daron Universidades Populares, en las cuales los líderes del movi-
miento estudiantil organizaban cursos dirigidos a los miembros de
las organizaciones asalariadas. También se llegó al concepto según
el cual las universidades debían superar su espíritu profesionalizante
y constituirse en conciencia crítica de las naciones, comprometién-
dose con los destinos de estas y de sus pueblos, y no con minorías
oligárquicas, como ocurría hasta entonces.
Con base en estas ideas, surgieron grandes liderazgos destinados
a jugar un rol relevante en la política de sus respectivos países. El
caso más notable quizás fuera el de Raúl Haya de la Torre, en Perú.
En virtud de lo señalado, las oligarquías en todas partes de Amé-
rica tendrán en los movimientos universitarios –siempre signados
por un carácter mesocrático– un enemigo de consideración. Estos,
en realidad, no hacían sino cuestionar la funcionalidad de las uni-
versidades a un particular dominio de clase, de carácter oligárquico,
propugnando su superación y su reemplazo por una Universidad
comprometida con otros segmentos sociales y con otro proyecto de
país, de carácter mesocrático, popular y americanista.

283
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO VI

I. La juventud argentina de Córdoba a los hombres libres de América9

(Fragmento)

Hombres de una República libre, acabamos de romper la última


cadena que, en pleno siglo XX, nos ataban a la antigua dominación
monárquica y monástica. Hemos resuelto llamar a todas las cosas
por el nombre que tienen.
Córdoba se redime. Desde hoy contamos para el país una ver-
güenza menos y una libertad más. Los dolores que quedan son las
libertades que faltan. Creemos no equivocarnos, las resonancias del
corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, es-
tamos viviendo una hora americana. La rebeldía estalla en Córdoba
y es violenta porque aquí los tiranos se habían ensoberbecido y era
necesario borrar para siempre el recuerdo de los contrarrevolucio-
narios de Mayo.
Las universidades han sido hasta aquí el refugio secular de los
mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitalización segura de los
inválidos y –lo que es peor aún– el lugar en donde todas las formas
de tiranizar y de insensibilizar hallaron la cátedra que las dictara. Las
universidades han llegado a ser así fiel reflejo de estas sociedades
decadentes que se empeñan en ofrecer el triste espectáculo de una
inmovilidad senil. Por eso es que la ciencia frente a estas casas mu-
das y cerradas, pasa silenciosa o entra mutilada y grotesca al servicio
burocrático. Cuando en un rapto fugaz abre sus puertas a los altos
espíritus es para arrepentirse luego y hacerles imposible la vida en
su recinto. Por eso es que, dentro de semejante régimen, las fuerzas

9
Compilado en La Reforma Universitaria (1918-1930), Biblioteca Ayacucho, tomo 39.
Caracas.

284
naturales llevan a mediocrizar la enseñanza y el ensanchamiento vi-
tal de los organismos universitarios no es el fruto del desarrollo
orgánico, sino el aliento de la periodicidad revolucionaria. Nuestro
régimen universitario –aun el más reciente– es anacrónico. Está fun-
dado sobre una especie de derecho divino; el derecho divino del
profesorado universitario. Se crea a sí mismo. En él nace y en él
muere. Mantiene un alejamiento olímpico. La Federación Universi-
taria de Córdoba se alza para luchar contra este régimen y entiende
que en ello le va la vida. Reclama un gobierno estrictamente demo-
crático y sostiene que el demos universitario, la soberanía, el derecho
a darse el gobierno propio radica principalmente en los estudiantes.
El concepto de autoridad que corresponde y acompaña a un di-
rector o un maestro en un hogar de estudiantes universitarios no
puede apoyarse en la fuerza de disciplinas extrañas a la sustancia
misma de los estudios. La autoridad, en un hogar de estudiantes, no
se ejercita mandando, sino sugiriendo y amando: enseñando. Si no
existe una vinculación espiritual entre el que enseña y el que apren-
de, toda enseñanza es hostil y por consiguiente infecunda. Toda la
educación es una larga obra de amor a los que aprenden. Fundar
la garantía de una paz fecunda en el artículo conminatorio de un
reglamento o de un estatuto es, en todo caso, amparar un régimen
cuartelario, pero no una labor de ciencia. Mantener la actual rela-
ción de gobernantes a gobernados es agitar el fermento de futuros
trastornos. Las almas de los jóvenes deben ser movidas por fuerzas
espirituales. Los gastados resortes de la autoridad que emana de la
fuerza no se avienen con lo que reclaman el sentimiento y el con-
cepto moderno de las universidades. El chasquido del látigo solo
puede rubricar el silencio de los inconscientes o de los cobardes.
La única actitud silenciosa, que cabe en un instituto de ciencia es
la del que escucha una verdad o la del que experimenta para crear-
la o comprobarla. Por eso queremos arrancar de raíz en el organis-
mo universitario el arcaico y bárbaro concepto de autoridad que en
estas casas de estudio es un baluarte de absurda tiranía y solo sirve
para proteger criminalmente la falsa dignidad y la falsa competencia.

285
Ahora advertimos que la reciente reforma, sinceramente liberal,
aportada a la Universidad de Córdoba por el doctor José Nicolás
Matienzo, solo ha venido a probar que el mal era más afligente de
lo que imaginábamos y que los antiguos privilegios disimulaban un
estado de avanzada descomposición.
La reforma Matienzo no ha inaugurado una democracia univer-
sitaria; ha sancionado el predominio de una casta de profesores. Los
intereses creados en torno de los mediocres han encontrado en ella
un inesperado apoyo. Se nos acusa de insurrectos en nombre de
un orden que no discutimos, pero que nada tiene que hacer con
nosotros. Si ello es así, si en nombre del orden se nos quiere seguir
burlando y embruteciendo, proclamamos bien alto el derecho sa-
grado a la insurrección. Entonces, la única puerta que nos queda
abierta a la esperanza es el destino heroico de la juventud. El sa-
crificio es nuestro mejor estímulo; la redención espiritual de las ju-
ventudes americanas nuestra única recompensa, pues sabemos que
nuestras verdades lo son y dolorosas de todo el continente. ¿Qué
en nuestro país una ley –se dice–, la ley de Avellaneda, se opone a
nuestros anhelos? Pues a reformar la ley, que nuestra salud moral lo
está exigiendo. La juventud vive siempre en trance de heroísmo. Es
desinteresada, es pura. No ha tenido tiempo aún de contaminarse.
No se equivoca nunca en la elección de sus propios maestros. Ante
los jóvenes no se hace mérito adulando o comprando. Hay que dejar
que ellos mismos elijan sus maestros y directores, seguros de que el
acierto ha de coronar sus determinaciones.
En adelante, solo podrán ser maestros en la futura república uni-
versitaria los verdaderos constructores de almas, los creadores de
verdad, de belleza y de bien. La juventud universitaria de Córdoba
cree que ha llegado la hora de plantear este grave problema a la con-
sideración del país y de sus hombres representativos. […]
La juventud universitaria de Córdoba afirma que jamás hizo
cuestión de nombre ni de empleos. Se levantó contra un régimen
administrativo, contra un método docente, contra un concepto
de autoridad. Las funciones públicas se ejercitaban en beneficio

286
de determinadas camarillas. No se reformaban ni planes ni regla-
mentos por temor de que alguien en los cambios pudiera perder su
empleo. La consigna de “hoy para ti, mañana para mí”, corría de
boca en boca y asumía la preeminencia de estatuto universitario. Los
métodos docentes estaban viciados de un estrecho dogmatismo,
contribuyendo a mantener a la universidad apartada de la ciencia y
de las disciplinas modernas. Las lecciones, encerradas en la repeti-
ción interminable de viejos textos, amparaban el espíritu de rutina
y de sumisión. Los cuerpos universitarios, celosos guardianes de los
dogmas, trataban de mantener en clausura a la juventud, creyendo
que la conspiración del silencio puede ser ejercitada en contra de la
ciencia. Fue entonces cuando la oscura universidad mediterránea
cerró sus puertas a Ferri, a Ferrero, a Palacios y a otros, ante el temor
de que fuera perturbada su plácida ignorancia. Hicimos entonces
una santa revolución y el régimen cayó a nuestros golpes. Creímos
honradamente que nuestro esfuerzo había creado algo nuevo, que
por lo menos la elevación de nuestros ideales merecía algún respeto.
Asombrados contemplamos entonces como se coligaban para arre-
batar nuestra conquista los más crudos reaccionarios. No podemos
dejar librada nuestra suerte a la tiranía de una secta religiosa, ni al
juego de intereses egoístas. A ellos se nos quiere sacrificar. El que se
titula rector de la Universidad de San Carlos ha dicho su primera pa-
labra: “Prefiero antes de renunciar que quede el tendal de cadáveres
de los estudiantes”. Palabras llenas de piedad y de amor, de respeto
reverencioso a la disciplina; palabras dignas del jefe de una casa de
altos estudios. No invoca ideales ni propósitos de acción cultural. Se
siente custodiado por la fuerza y se alza soberbio y amenazador. ¡Ar-
moniosa lección que acaba de dar a la juventud el primer ciudadano
de una democracia universitaria! Recojamos la lección, compañeros
de toda América; acaso tenga el sentido de un presagio glorioso, la
virtud de un llamamiento a la lucha suprema por la libertad; ella nos
muestra el verdadero carácter de la autoridad universitaria, tiránica y
obcecada, que ve en cada petición un agravio y en cada pensamiento
una semilla de rebelión.

287
La juventud ya no pide. Exige que se le reconozca el derecho a
exteriorizar ese pensamiento propio en los cuerpos universitarios
por medio de sus representantes. Está cansada de soportar a los ti-
ranos. Si ha sido capaz de realizar una revolución en las conciencias,
no puede desconocérsele la capacidad de intervenir en el gobierno
de su propia casa. La juventud universitaria de Córdoba, por inter-
medio de su federación, saluda a los compañeros de la América toda
y les incita a colaborar en la obra de libertad que inicia.
Firmado: Enrique F. Barros, Ismael C. Bordabehére, Horacio
Valdés, presidentes. Gumersindo Sayago, Alfredo Castellanos, Luis
M. Méndez, Jorge L. Bazante, Ceferino Garzón Maceda, Julio Moli-
na, Carlos Suárez Pinto, Emilio R- Biagosch, Angel J. Nigro, Natalio
J. Saibene, Antonio Medina Allende y Ernesto Garzón.

El texto del Manifiesto fue redactado por Deodoro Roca y apa-


reció en Córdoba el 21 de junio de 1918. Las firmas precedentes
pertenecen a los miembros de la comisión directiva de la Federación
Universitaria de Córdoba.

288
II. Luis Emilio Recabarren
Ricos y pobres a través de cien años de vida republicana. 191010

(Fragmento)

En cuanto a la situación política, es menester detenerse con algu-


na calma para estudiarla, para contemplarla. Esta conferencia escrita
con ocasión del primer centenario de lo que se llama emancipación
política del pueblo, ha de dejar en sus páginas bien precisada la con-
dición política del país.
La burguesía por el conducto de sus escritores nos habla siempre
de “los grandes hombres que nos dieron patria y libertad” y esta
frase ha pretendido grabarla en la mente del pueblo haciéndole creer
que es propia para todos.
Yo mismo en torno mío. . . miro en torno de la gente de mi
clase... miro el pasado a través de mis treintaicuatro años y no en-
cuentro en toda mi vida una circunstancia que me convenza que he
tenido patria y que he tenido libertad...
¿Dónde está mi patria y dónde mi libertad? ¿La habré tenido
allá en mi infancia cuando en vez de ir a la escuela hube de entrar al
taller a vender al capitalista insaciable mis escasas fuerzas de niño?
¿La tendré hoy cuando todo el producto de mi trabajo lo absorbe el
capital sin que yo disfrute un átomo de mi producción?
Yo estimo que la patria es el hogar satisfecho y completo, y la
libertad solo existe cuando existe este hogar. La enorme muche-
dumbre que puebla campos y ciudades, ¿tiene acaso hogar? No tie-
ne hogar…! No tiene hogar... ! Y el que no tiene hogar no tiene
libertad! Todos los grandes creadores y fundadores de la economía

10
Recopilado Centenario y bicentenario, los textos críticos, Luis Corvalán Marquez, Santiago,
2012, Editorial USACH, p.261 y siguientes.

289
política han afirmado este principio: “¡El que no tiene hogar no
tiene libertad!”
A ver, ¿quién puede contradecirme?
Acaso los que vencieron al español en los campos de batalla,
¿pensaron alguna vez en la libertad del pueblo? Los que buscaron
la nacionalidad propia, los que quisieron independizarse de la mo-
narquía buscaban para sí esa independencia, no la buscaron para el
pueblo.
¡Celebrar la emancipación política del pueblo! Yo considero un
sarcasmo esta expresión. Es quizás una burla irónica. Es algo así
como cuando nuestros burguesitos exclaman: “El soberano pue-
blo...!” cuando ven a hombres que visten andrajos, poncho y chu-
palla. Que se celebre la emancipación política de la clase capitalista,
que disfruta de las riquezas nacionales, todo eso está muy puesto en
razón.
Nosotros, que desde hace tiempo ya estamos convencidos que
nada tenemos que ver con esta fecha que se llama el aniversario de
la independencia nacional, creemos necesario indicar al pueblo el
verdadero significado de esta fecha, que en nuestro concepto solo
tienen razón de conmemorarla los burgueses, porque ellos, subleva-
dos en 1810 contra la corona de España, conquistaron esta patria
para gozarla ellos y para aprovecharse de todas las ventajas que la
independencia les proporcionaba; pero el pueblo, la clase trabajado-
ra, que siempre ha vivido en la miseria, nada, pero absolutamente
nada gana ni ha ganado con la independencia de este suelo de la
dominación española. Tal es así que los llamados padres de la patria,
aquellos cuyos nombres la burguesía pretende inmortalizar, aquellos
que en los campos de batalla dirigieron al pueblo-soldado para pe-
lear y desalojar al español de esta tierra, una vez terminada la guerra
y consolidada la independencia, ni siquiera pensaron en dar al prole-
tariado la misma libertad que ese proletariado conquistaba para los
burgueses reservándose para sí la misma esclavitud en que vivía”.

290
CAPÍTULO VII
La imposición del imperialismo norteamericano sobre
el europeo en américa latina. 1914-1929

1. El relevo de los imperialismos en América Latina


Entre 1914, año en que comenzó la Primera Guerra Mundial, y
1929, cuando en los EE.UU estallara la gran crisis, se produjeron en
América Latina cambios económicos de relevante magnitud.
Entre esos cambios cabe en primer lugar mencionar la dismi-
nución de las inversiones inglesas en el continente, cuestión que
se verificara desde 1910 en adelante. Análogo fenómeno sucederá
con las inversiones alemanas como resultado de los desenlaces de
la guerra mundial. Esta, a su vez, provocó una transitoria disminu-
ción del comercio exterior latinoamericano, excepto para el caso de
algunos países cuyos productos de exportación alcanzaron precios
altos, precisamente en razón del conflicto. Pero una vez que el mis-
mo finalizara, el comercio exterior del continente se recuperó con
creces. Así, en 1920, el valor total del conjunto de sus exportaciones
doblaba el de 19141.
Lo más importante radica en que ahora ese comercio tuvo un
nuevo actor hegemónico, a saber: los EE.UU. Sobre todo desde 1914
en adelante, las exportaciones latinoamericanas se reorientaron cada
vez más hacia el mercado estadounidense. Fue este el que ahora cre-
cientemente pasó a dinamizar las exportaciones de la región:

1
Carmagnani, Marcello. op. cit., p. 179.

291
Porcentaje de las exportaciones de América Latina dirigidas hacia los EE.UU.2

Antes de 1914 10

1929 38

Paralelamente, las exportaciones latinoamericanas hacia Inglaterra


no hacían sino bajar, y durante los años veinte no superaron un ter-
cio del total. Como resultado de ello, y luego de la Primera Guerra
Mundial, Inglaterra perdió la posición dominante que con anteriori-
dad tuviera en el comercio latinoamericano, lugar que ostentara desde
la independencia misma de estos países. Si se considera que, como se
dijo, Alemania también se replegó como producto de su derrota en la
guerra, resulta que fueron los EE.UU. los que, por tanto, terminaron
sustituyendo las viejas hegemonías europeas en la economía Latinoa-
mericana. Este hecho constituye una relevante inflexión histórica.
Lo dicho se reflejó también en el plano de las inversiones, donde
las norteamericanas no hicieron sino crecer:

Inversiones norteamericanas en América Latina (en millones de dólares)3

Año Inversiones

1899 306

1909 1.950

1914 1.641

1919 2.395

1924 3.633

1929 5.369

2
Carmagnani, Marcello. op. cit., p.180.
3
Carmagnani, Marcello. op. cit., p.184-185.

292
La mayor parte de esas inversiones fueron dirigidas a la minería.
Se localizaron sobre todo en México, Cuba y Chile. En 1929 Cuba
se convirtió en el principal receptor de las inversiones norteamerica-
nas, las que alcanzaron los US$1.066 millones4.Inversiones significa-
tivas también se dirigieron a Centro América, básicamente en torno
a los cultivos tropicales.
Dentro de las inversiones norteamericanas en América Latina,
predominaban las productivas sobre las financieras. Según datos de
Carmagnani, para 1914, del total de US$1.641 millones invertidos,
1.276 fueron inversiones directas y solo 365 en forma de préstamos
a los gobiernos5. En cuanto a las inversiones norteamericanas en el
sector industrial, estas se mantuvieron en niveles modestos, aunque
crecientes. Así, en 1914 equivalían al 2,9% de las inversiones de ese
país (38 millones de dólares), mientras que en 1929 llegaban al 6%
(218 millones de dólares)6.
Como se señaló en el capítulo anterior, el acrecentamiento de
la penetración del capital norteamericano trajo consigo un masivo
fenómeno de desnacionalización de los recursos naturales de nues-
tros países, así como también supuso la caída en manos foráneas de
una gran parte de su estructura productiva, la que, a diferencia de
antaño, escapó del control de las oligarquías. Igualmente, esa pene-
tración terminó destruyendo el anterior acuerdo tácito que existía
entre las oligarquías y el capital extranjero que reconocía a la primera
la preeminencia en el sector productivo y reservaba al segundo –a
la sazón, predominantemente inglés– el sector de comercialización7.
En el contexto señalado es necesario destacar otro fenómeno
relevante, que se hizo evidente desde 1914 en adelante. Consistió
en la creciente reorientación de las inversiones de las oligarquías
en dirección a la industria y a las finanzas, sobre todo mediante so-
ciedades anónimas. De esta manera, aquellas fueron diversificando

4
Carmagnani, Marcello. op. cit., p.185.
5
Carmagnani, Marcello. op. cit., p. 186.
6
Carmagnani, Marcello. op. cit., p. 192.
7
Carmagnani, Marcello. op. cit., p. 186, 187.

293
su base económica, saliendo del predominante ámbito agropecuario
que les fuera tradicional.
Reflejando este hecho, (y el surgimiento de nuevas capas em-
presariales en el continente), así como también el aumento de la
inversión norteamericana en América Latina, entre 1914 y 1929, se
produjo un no despreciable crecimiento del sector industrial. Este
sector se venía fortaleciendo en algunos países desde fines del siglo
XIX, pero a partir de 1914 ello se vio acelerado.

Porcentaje de la producción Industrial dentro del Producto Nacional antes de


que empezara la crisis de 19298

Argentina 22

México 14

Brasil 11

Chile 12

Colombia 6

Este crecimiento del sector industrial latinoamericano vino aso-


ciado a un aumento de los aranceles, los que tendían a obstaculizar
las importaciones, reservando el mercado nacional a las empresas
locales, evidenciándose así cierta política de corte nacionalista, que
luego de 1929 se acentuará notoriamente.
De este modo, pues –en síntesis–, entre 1914 y 1929 se produjo
un triple cambio en la economía latinoamericana. Por un lado se
verificó el desplazamiento del imperialismo inglés por el norteame-
ricano, que pasó a ser el preponderante. Por el otro, se produjo una
modificación estructural en el carácter de la dependencia, expresa-
do en una adicional desnacionalización de los recursos productivos

8
Carmagnani, Marcello. op. cit., p. 190

294
latinoamericanos, nuevamente en beneficio de los EE.UU. A lo que
se agrega una diversificación de la base económica de las oligarquías,
las que gradualmente pasaron a incursionar cada vez más en el área
industrial, (la que creció), modernizándose, por tanto.

2. El antiimperialismo en América Latina


Según se viera en un capítulo anterior, el control económico que
los EE.UU. pasaron a ejercer sobre el conjunto de América Latina
vino ligado a la política del Gran Garrote y la diplomacia del dólar.
Y, aún más, a las intervenciones militares de Washington en la zona
caribeña.
Lo que interesa señalar aquí es que esa política, y su correlati-
vo expansionismo, generaron en Latinoamérica fuertes reticencias
hacia el país del norte, fenómeno que se había hecho perceptible a
partir de 1898 a propósito de los sucesos cubanos.
En América del Sur, Argentina, Brasil y Chile intentaron cons-
tituir un contrapeso al expansionismo norteamericano, dando lugar
a lo que se llamó el ABC, sin embargo el bloque se diluyó durante
la Primera Guerra Mundial. Mientras, el antiimperialismo insinuado
en el siglo precedente –y que tuviera en Bilbao y Martí sus inicia-
dores– se vio fortalecido, particularmente durante la segunda dé-
cada del siglo XX. Ello en respuesta al ya descrito expansionismo
norteamericano y su consiguiente control de las economías y de la
política de los países latinoamericanos, siempre en connivencia con
las oligarquías locales.
Téngase en cuenta que, como lo señaláramos en un capítulo an-
terior, en 1912 los EE.UU. habían ocupado Nicaragua, de donde se
retirarán solo en la década de los 30; que en 1915 hicieron lo propio
con Haití, del cual saldrán recién en 1934; que entre 1916 y 1924 la
potencia del norte ocupó militarmente Santo Domingo; que Cuba
seguía bajo la enmienda Platt; que Panamá tenía un gobierno títe-
re que luego permitió que tropas norteamericanas controlaran la
zona del canal; que en 1910 se constituyó la Unión Panamericana,

295
instrumento de control político de los gobiernos de América Latina
por Washington, etc..
Había, por tanto, razones de sobra para que en Latinoamérica se
fortaleciera un movimiento antiimperialista, que en el fondo respon-
día a los intereses nacionales de nuestros países. Este movimiento
se apoyó en los sectores populares, en alguna intelectualidad y en
cierta mesocracia.
La mencionada intelectualidad reivindicó la unidad de Latinoamé-
rica reconociendo en los EE.UU. una fuerza contraria a la indepen-
dencia y soberanía del continente. Entre ella sobresale el argentino
Manuel Ugarte, quien desde 1901 llevó a cabo sistemáticas denuncias
de las intervenciones de Washington en Centro América. Junto a ello
comenzó una prédica –que se extendería a lo largo de toda su vida– en
favor de la unidad latinoamericana, cuestión que unió a una lucha por
la emancipación de las clases subalternas. Gabriela Mistral lo proclamó
como “maestro de América Latina”. En tal labor, Ugarte desarrolló
una amplia relación con la intelectualidad latinoamericana de la épo-
ca, desde ya con Rodó, con Alfredo Palacios, José Ingenieros, Manuel
Gálvez, Rubén Darío, José Santos Chocano, Amado Nérvo y José
Vasconcelos, entre otros. Hizo lo mismo con españoles y franceses,
como Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Pío Baroja, y Henry
Barbuse. Quizás la idea central de todo su pensamiento fuera aquella
que sostenía la necesidad de unificar lo que llamó como nación lati-
noamericana, cuestión que consideraba un prerrequisito en la tarea de
conseguir la independencia de este continente respecto de los EE.UU.
José Ingenieros, por su parte, conciliando su ideario positivista
con una adhesión a un socialismo evolutivo, no se manifestó menos
partidario de la unidad política latinoamericana en oposición al ex-
pansionismo de Washington. Escribió al respecto:

“Ninguna convergencia histórica parece más natural que una Fede-


ración de los pueblos de la América Latina. Disgregados hace un
siglo por la incomunicación y el feudalismo, pueden ya plantear de
nuevo el problema de su futura unidad nacional, extendida desde

296
el Río Bravo hasta Magallanes. Esa posibilidad histórica merece
convertirse en ideal común, pues son comunes a todos sus pueblos
las esperanzas de progreso y los peligros de vasallaje”9.

Ingenieros compartía la opinión según la cual el fracaso de la


Unión Latinoamericana forzosamente se traduciría en el someti-
miento de estas tierras a los EE.UU.

“Hora es de repetir, que si no llegara a cumplirse tal destino [la


unidad latinoamericana], sería inevitable [la] colonización [del con-
tinente]por el imperialismo que desde hace cien años acecha: la
oblicua doctrina de Monroe, firme voluntad de Estados Unidos,
expresa hoy su decisión de tutelar y explotar a nuestra América
Latina, cautivándola sin violencia, por la diplomacia del dólar. Son
sus cómplices la tiranía política, el parasitismo económico y la su-
perstición religiosa, que necesitan mantener divididos a nuestros
pueblos explotando sus odios recíprocos a favor de los intereses
creados en cien años de feudalismo tradicional”10.

A su vez, Pedro Henríquez Ureña, dentro de una muy multifacé-


tica producción intelectual, llevó a cabo una reflexión sobre Amé-
rica Latina –a la que llamaba como la Magna patria–, denunciando,
al igual que los autores mencionados, la gradual absorción de sus
países por los EE.UU. Escribió al respecto:

“Los pueblos débiles, que son los más en América, han ido cayen-
do poco a poco en las redes del imperialismo septentrional, unas
veces solo en la red económica, otras en la doble red económica y
política; los demás, aunque no escapan del todo al mefítico influjo
del Norte, desarrollan su propia vida, en ocasiones, como ocurre
en Argentina, con esplendor material no exento de las gracias de
la cultura. Pero, en los unos como en los otros, la vida nacional se

9
Ingenieros, José. Las fuerzas morales. A la juventud de América. Santiago: Editorial Cultura,
s/f. p. 18
10
Ingenieros, José. op. cit., p.18, 19.

297
desenvuelve fuera de toda dirección inteligente: por falta de ella,
no se ha sabido evitar la absorción enemiga, por falta de ella, no se
atina a dar orientación superior a la existencia próspera”11.

Henríquez Ureña vinculaba la necesidad de la unidad política de


Latinoamérica con la realización de la justicia social en sus tierras.
Esto último, a su juicio, representaría el aporte de este continente a
la historia universal. Sobre este punto sostuvo:

“Debemos llegar a la unidad de la magna patria; pero si tal propó-


sito fuera su límite en sí mismo, sin implicar mayor riqueza ideal,
sería uno de los tantos proyectos de acumular poder por el gusto
del poder, y nada más. La nueva nación sería una potencia inter-
nacional, fuerte y temible, destinada a sembrar nuevos terrores en
el seno de la humanidad atribulada. No: si la magna patria ha de
unirse, deberá unirse para la justicia, para asentar la organización de
la sociedad sobre bases nuevas”12.

José Vasconcelos igualmente visualizó la necesidad de la unidad


latinoamericana. Ello sobre el trasfondo de la lucha que creyó visua-
lizar entre la latinidad y el mundo anglosajón, lucha en la cual, a su
juicio, este último en América, habría salido vencedor, en gran parte
gracias a la desunión de nuestros países. En referencia a tal derrota
dice:

“Lejos de sentirnos unidos frente al desastre, la voluntad se nos


dispersa en pequeños y vanos fines. La derrota nos ha traído la con-
fusión de los valores y los conceptos; la diplomacia de los vencedo-
res nos engaña después de vencernos; el comercio nos conquista
con sus pequeñas ventajas. Despojados de la antigua grandeza, nos
ufanamos de un patriotismo exclusivamente nacional, y ni siquiera
advertimos los peligros que amenazan a nuestra raza en conjunto.

11
Henríquez Ureña, Pedro. “Patria de Justicia”, en Ensayos. Santiago: Editorial
Universitaria, 1998. p.263.
12
Henríquez Ureña, Pedro. op. cit., p.264

298
Nos negamos los unos a los otros. La derrota nos ha envilecido a
tal punto que, sin darnos cuenta, servimos a la política enemiga de
batirnos en detalle, de ofrecer ventajas particulares a cada uno de
nuestros hermanos, mientras al otro se le sacrifica en intereses vi-
tales. […] No solo nos derrotaron en el combate, ideológicamente
también nos siguen venciendo. Se perdió la mayor de las batallas
el día en que cada una de las repúblicas ibéricas se lanzó a hacer
vida propia, vida desligada de sus hermanos concertando tratados
y recibiendo beneficios falsos, sin atender a los intereses comunes
de la raza. Los creadores de nuestro nacionalismo fueron, sin sa-
berlo, los mejores aliados del sajón, nuestro rival en la posesión del
continente. El despliegue de nuestras veinte banderas en la unión
panamericana de Washington deberíamos verlo como una burla de
enemigos hábiles. Sin embargo, nos ufanamos cada uno de nuestro
humilde trapo, que dice alusión vana, y ni siquiera nos ruboriza el
hecho de nuestra discordia delante de la fuerte unión norteame-
ricana. No advertimos el contraste de la unidad sajona frente a la
anarquía y la soledad de los escudos iberoamericanos. Nos mante-
nemos celosamente independientes respecto de nosotros mismos;
pero de una o de otra manera nos sometemos o nos aliamos con
la Unión Sajona”13.

Uno de los exponentes más representativos del antiimperialismo


latinoamericano de la época en el plano intelectual y político fue
Raúl Haya de la Torre. Frente a la realidad del continente, que deno-
minaba como “Indoamérica”, escribió:

“La ostentosa autonomía de nuestras repúblicas es solo aparente.


Súbditos económicos de los grandes imperialismos, son ellos los
que controlan nuestra producción, cotizan nuestra moneda, im-
ponen precios a nuestros productos, regentan nuestras finanzas,
racionalizan nuestro trabajo y regulan nuestras tablas de salario”14.

13
Vasconcelos, José. La raza cósmica, misión de la raza iberoamericana. México: Editorial
Aguilar, 1976. pp.22, 23.
14
Haya de la Torre, Ideología aprista, Ediciones Pueblo, Lima, 1961, p.26.

299
Frente a este diagnóstico, Haya de la Torre postuló la necesidad
de unificar políticamente a los países latinoamericanos a través de
la conformación de un Estado antiimperialista continental dirigido
por las clases medias y apoyado por obreros y campesinos, Estado
que tendría como misión industrializar a América Latina y crear las
condiciones para luego pasar a una etapa socialista.
Con análogo espíritu latinoamericanista, José Carlos Mariategui
sostuvo planteamientos críticos frente a los EE.UU. Al respecto
postuló que “la nueva generación hispano-americana debía definir
neta y exactamente el sentido de su oposición a los Estados Uni-
dos”. Planteó que esa generación debía “declararse adversaria del
Imperio de Dawes y de Morgan”. De igual modo, Mariategui some-
tió a crítica al Panamericanismo. Sostuvo que “la más lerda perspi-
cacia descubre fácilmente en él una túnica del imperialismo nortea-
mericano. El Panamericanismo no se manifiesta como un ideal del
continente, se manifiesta, más bien, equívocamente, como un ideal
natural del imperialismo yanqui”15.
Otra de las corrientes antiimperialistas latinoamericanas que por
entonces surgiera fue la que representó el Buró Sudamericano de la
Internacional Comunista, que tuvo su sede en Montevideo, la que a
la fecha intentaba coordinar la acción de los nacientes Partidos Co-
munistas de la región. Ya en enero de 1921 la Internacional emitió
un documento sobre América Latina, que era un llamado dirigido a
los obreros y campesinos del continente planteándoles que se rebe-
laran en contra de la dominación imperialista y burguesa. El texto,
además, hacía un diagnóstico del continente, donde se decía:

“Los pueblos de América del Sur se equivocan ridículamente cuan-


do hablan de su independencia. En el periodo imperialista, no se
puede hablar de independencia para los pueblos pequeños: están
reducidos a una dependencia vasalla hacia los grandes Estados.

15
Mariátegui, José Carlos. “El iberoamericanismo y el Pan-Americanismo”, Temas de
nuestra América. Lima: Biblioteca Amauta, 1960. p.27

300
[…]De hecho, América del Sur es una colonia de Estados Unidos,
fuente de materias primas, de mano de obra barata y, por supuesto,
de ganancias fabulosas; su inmenso territorio aún inexplorado sirve
de salida a las máquinas norteamericanas y de campos de explota-
ción para los industriales norteamericanos”16.

En 1923, la III Internacional emitió otro documento sobre Amé-


rica Latina, titulado A los obreros y campesinos de América del Sur. En él
se refirió a la estrecha vinculación existente entre el imperialismo
norteamericano y las burguesías locales, sosteniendo que la revolu-
ción de obreros y campesinos debía encaminarse en contra de am-
bos. Sin embargo, a fines de los años veinte, la posición de la Inter-
nacional experimentó un giro radical cuando dejó de considerar a la
burguesía (nacional) como enemigo. El contenido fundamental de
la nueva política que entonces propuso consistía en obtener la libe-
ración de nuestros países respecto del imperialismo norteamericano
a través de una alianza con la burguesía nacional, cuya otra faceta
radicaría en la democratización e industrialización del continente, lo
que daría lugar a la formación de un numeroso proletariado y a la
creación de las “condiciones objetivas” requeridas por la revolución
socialista, la que a su juicio solo así se pondría a la orden del día.
Otro aspecto de la lucha en contra del imperialismo del norte
verificada en la época se dio en los países invadidos militarmente
por los EE.UU., lucha que adquirió una modalidad armada. Así,
durante la ocupación norteamericana de República Dominicana
en ciertas regiones de la isla, como se señalara en un capitulo an-
terior, aparecieron bandas de campesinos que con las armas en la
mano combatieron a las tropas invasoras. Recibieron el nombre de
“gavilleros”. Durante la ocupación de Haití sucedió algo análogo, pero
mucho más intenso. En 1917, en efecto, se produjo un levantamiento
armado encabezado por Charlemagne Peralte a la cabeza de guerrilleros

16
“Sobre la revolución en América”, en Löwy, Michael. El marxismo en América Latina.
Santiago: LOM. pp. 81-82.

301
denominados “cacos”. El levantamiento se extendió hasta 1920,
cuando fue aplastado. El año anterior, su líder había sido asesinado
en una emboscada.
Pero la lucha armada más exitosa en contra de la ocupación nor-
teamericana se verificó en Nicaragua. Allí, bajo la dirección de Ce-
sar Augusto Sandino –quien recibiera el nombre de “general de los
hombres libres”–, se desarrolló a partir de 1928 una intensa guerrilla
que las fuerzas de ocupación y sus colaboradores internos no pu-
dieron dominar. En enero de 1933,los norteamericanos se retiraron
sin haber derrotado a Sandino. Un año después, en febrero de 1934,
este, que había vuelto a la vida civil, fue asesinado por la Guardia
Nacional, anteriormente organizada por los EE.UU. y ahora dirigida
por Anastasio Somoza.
En resumen, la subordinación de la América Latina a los EE.UU.,
que fue posible por el apoyo que a aquel le prestaran las elites oli-
gárquicas, no dejó de tener resistencia. Ello no solo en el campo
intelectual y político, sino también armado, cuestión que se dio en
los países que sufrieron la ocupación de las fuerzas norteamericanas.
Tales resistencias tuvieron un carácter nacional y popular y preten-
dieron constituirse en una traba para los planes expansivos del norte.

302
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO VII
INICIATIVA DE LAS AMÉRICAS

Francisco Bilbao
(1856)

(Fragmento)

Vemos imperios que pretenden renovar la vieja idea de la domi-


nación del globo. El imperio ruso y los Estados Unidos, potencias
ambas colocadas en las extremidades geográficas, así como lo están
en las extremidades de la política, aspiran, el uno por extender la
servidumbre rusa con la máscara del paneslavismo, y el otro la do-
minación del individualismo yankee. La Rusia está muy lejos, pero los
Estados Unidos están cerca. La Rusia retira sus garras para esperar
en la acechanza, pero los Estados Unidos las extienden cada día en
esa partida de caza que han emprendido contra el sur. Ya vemos caer
fragmentos de América en las mandíbulas sajonas del boa magneti-
zador, que desenvuelve sus anillos tortuosos. Ayer Texas, después el
norte de México y el Pacífico saludan a un nuevo amo. Hoy las gue-
rrillas avanzadas despiertan el Istmo, y vemos a Panamá, esa futura
Constantinopla de la América, vacilar suspendida, mecer su destino
en el abismo y preguntar: ¿seré del Sur, seré del Norte?
He ahí un peligro. El que no lo vea, renuncie al porvenir. ¿Habrá
tan poca conciencia de nosotros mismos, tan poca fe de los destinos
de la raza Latinoamericana, que esperemos a la voluntad ajena y a
un genio diferente para que organice y disponga de nuestra suerte?
¿Hemos nacido tan desheredados de los dotes de la personalidad,
que renunciemos a nuestra propia iniciativa, y solo creamos en la
extraña, hostil y aún dominadora iniciación del individualismo? No
lo creo, pero ha llegado el momento de los hechos. Ha llegado el
momento histórico de la unidad de la América del Sur; se abre la

303
segunda campaña, que a la independencia conquistada, agregue la
asociación de nuestros pueblos. El peligro de la independencia y la
desaparición de la iniciativa de nuestra raza, es un motivo. […]
Pero para arrancar a la conciencia de un continente sus secretos,
al porvenir sus misterios, para crear nuestros destinos, la unión es
necesaria; unidad de ideas por principio y la asociación como medio.
Permitid que insista. Tenemos que desarrollar la independencia, que
conservar las fronteras naturales y morales de nuestra patria, tene-
mos que perpetuar nuestra raza americana y latina; que desarrollar la
república, desvanecer las pequeñeces nacionales para elevar la gran
nación americana, la Confederación del Sur. Tenemos que prepa-
rar el campo con nuestras instituciones y libros a las generaciones
futuras. Debemos preparar esa revelación de la libertad que debe
producir la nación más homogénea, más nueva, más pura, extendida
en las pampas, llanos y sabanas, regadas por el Amazonas, el Plata y
sombreadas por los Andes. Y nada de esto se puede conseguir sin la
unión, sin la unidad, sin la asociación.
Y todo esto, fronteras, razas, repúblicas y nueva creación moral,
todo peligra, si dormimos. Los Estados Des-Unidos de la América
del Sur empiezan a divisar el humo del campamento de los Estados
Unidos. Ya empezamos a seguir los pasos del coloso que sin temer a
nadie, cada año, con su diplomacia, con esa siembra de aventureros
que dispersa; con su influencia y su poder crecientes que magnetiza
a sus vecinos; con las complicaciones que hace nacer en nuestros
pueblos; con tratados precursores, con mediaciones y protectora-
dos; con su industria, su marina, sus empresas; acechando nuestras
faltas y fatigas; aprovechándose de la división de las repúblicas; cada
año más impetuoso y más audaz, ese coloso juvenil que cree en su
imperio, como Roma también creyó en el suyo, infatuado ya con la
serie de sus felicidades, avanza como marea creciente que suspende
sus aguas para descargarse en catarata sobre el sur. Ya resuena por
el mundo ese nombre de los Estados Unidos, contemporáneo de
nosotros y que tan atrás nos ha dejado. […]

304
Todo eso nos impulsa a la unión, porque todo está amenazado en
un porvenir y no remoto por la invasión ayer jesuítica, hoy descara-
da de los Estados Unidos.
Walker es la invasión, Walker es la conquista, Walker son los Es-
tados Unidos. ¿Esperaremos que el equilibrio de fuerza se incline
de tal modo al otro lado, que la vanguardia de aventureros y piratas
de territorios, llegue a asentarse en Panamá, para pensar en nuestra
unión? Panamá es el punto de apoyo que busca el Arquímedes yankee
para levantar a la América del Sur y suspenderle en los abismos para
devorarla a pedazos. Ni la antigua Colonia bastaría a contener el des-
borde sajón, una vez rotos los diques, dueños de la llave de los dos
océanos y de las costas y desembocaduras de los grandes ríos. Des-
pués el Perú, sería el amenazado, como ya lo es por su Amazonas.
Entonces veríamos de qué peso serían Bolivia, Chile, las Repúblicas
del Plata. Entonces veríamos cuál sería nuestro destino en vez del de
la gran unión del continente. La unión es deber, la unidad de miras
es prosperidad moral y material, la asociación es una necesidad, aún
más diría, nuestra unión, nuestra asociación debe ser hoy el verda-
dero patriotismo de los americanos del sur.
No se crea tal idea un imposible. No hace medio siglo, que los
hijos del Plata y del Orinoco, del Guayas y del Magdalena, que los
descendientes de Atahualpa y de Caupolicán se abrazan en los días
de muerte y de victoria por espacio de 12 años y en las cimas de los
Andes. Entonces la patria se llamaba Independencia. ¿Por qué hoy,
cuando se trata de conservar las condiciones físicas y morales del
derecho y del porvenir de esa independencia, no hemos de volver a
sentir esa alma americana que iluminó nuestro nacimiento con los
resplandores de todas las campañas, desastres y victorias de los años
terribles? Sí. Hoy la patria se llamará Confederación, para la segunda
campaña, para abrir la era de una nueva manifestación de gloria. […]
Uno es nuestro origen y vivimos separados. Uno mismo nues-
tro bello idioma y no nos hablamos. Tenemos un mismo princi-
pio y buscamos aislados el mismo fin. Sentimos el mismo mal y
no unimos nuestras fuerzas para conjurarlo. Columbramos idéntica

305
esperanza y nos volvemos las espaldas para alcanzarla. Tenemos el
mismo deber y no nos asociamos para cumplirlo. La humanidad
invoca en sus dolores por la era nueva, profetizada y preparada por
sus sabios y sus héroes, por la juventud del mundo regenerado, por
la unidad de dogma y de política, por la paz de las naciones y la pa-
cificación del alma, ¿y nosotros que parecíamos consagrados para
iniciar la profecía, nosotros olvidamos esos sollozos, ese suspiro
colosal del planeta, que invoca por ver a la América revestida de jus-
ticia y derramando la abundancia del alma y de sus regiones, sobre
todos los hambrientos de justicia?
No, americanos, no, hermanos, que vivimos esparcidos en esa
cuna grandiosa mecida por los dos océanos. La asociación es la ley,
es la forma necesaria de la personalidad en sus relaciones. En paz
o en guerra, para domar la materia o los tiranos, para gozar de la
justicia, para acrecentar nuestro ser, para perfeccionarnos, la asocia-
ción es necesaria. Aislarse es disminuirse. Crecer es asociarse. Nada
tenemos que temer de la unión y sí mucho que esperar. ¿Cuáles son
las dificultades? Creo que tan solo el trabajo de propagar la idea.
¿Qué nación o qué gobierno americano se opondría? ¿Qué razón
podrían alegar? ¿La independencia de las nacionalidades? Al contra-
rio, la confederación la consolida y desarrolla, porque desde el mo-
mento que existiese la representación legal de la América, cuando
viésemos esa capital moral, centro, concentración y foco de la luz
de todos nuestros pueblos, la idea del bien general, del bien común,
apareciendo con autoridad sobre ellos, las reformas se facilitarían, la
emulación del bien impulsaría, y la conciencia de la fuerza total, de la
gran confederación, fortificaría la personalidad en todos los ámbitos
de América. No veo sino pequeñez en el aislamiento, no veo sino
bien en la asociación. La idea es grande, el momento oportuno, ¿por
qué no elevaríamos nuestras almas a esa altura?
Sabemos que la Rusia es la barbarie absolutista, pero los Esta-
dos Unidos, olvidando la tradición de Washington y Jefferson, son
la barbarie demagógica. Hoy se presenta a nuestra vista el más
vasto palenque de dos razas, de dos ideas en el campo más vasto

306
del mundo para disputarse la soberanía territorial y el imperio del
porvenir. El norte sajón condensa sus esfuerzos, unifica sus tentati-
vas, armoniza los elementos heterogéneos de su nacionalidad para
alcanzar la posesión de su Olimpo, que es el dominio absoluto de la
América. Ha creado su diplomacia, ahoga la responsabilidad de sus
actos con las palpitaciones egoístas de una fiebre invasora; y de su
prensa, de sus meetings sale la voz profética de una cruzada filibustera
que promete a sus aventureros las regiones del sur y la muerte de la
iniciativa sur americana. ¿Y nosotros que tenemos que dar cuenta
a la Providencia de las razas indígenas, nosotros que tenemos que
presentar el espectáculo de la república identificada con la fuerza
y la justicia, nosotros que creemos poseer el alma primitiva y uni-
versal de la humanidad, una conciencia para todos los resplandores
del ideal, nosotros en fin llamados a ser la iniciativa del mundo por
un lado y por el otro la barrera a la demagogia y al absolutismo y
la personificación del porvenir más bello, abdicaremos, cruzaremos
los brazos, no nos uniremos para conseguirlo? ¿Quién de nosotros,
conciudadanos, no columbra los elementos de la más grande de las
epopeyas en ese estremecimiento profético que conmueve al Nuevo
Mundo? Debemos pues presentar el espectáculo de nuestra unión
republicana. Todo clama por la unidad. La América pide la autoridad
moral que la unifique. La verdad exige que demos la educación de
la libertad a nuestros pueblos; un gobierno, un dogma, una palabra,
un interés, un vínculo solidario que nos una, una pasión universal
que domine a los elementos egoístas, al nacionalismo estrecho y que
fortifique los puntos de contacto. Los bárbaros y los pobres esperan
ese Mesías; los desiertos, nuestras montañas, nuestros ríos claman
por el futuro explotador; y la ciencia, y aun el mundo prestan el oído
para ver si viene una gran palabra de la América: y esa palabra será,
la asociación de las repúblicas.
¿Cómo iniciar esta idea?
He aquí lo que propongo: proponer y pedir la formación de un
Congreso Americano. La primera nación que proclame esa idea,
puede ofrecer su hospitalidad a la primera reunión, y oficiar a las

307
demás repúblicas para que envíen sus representantes. Cada repú-
blica enviará igual número de representantes. Puede fijarse el míni-
mum a cinco.
Reunido el congreso con autoridad legal para entender en todo
lo relativo a lo que sea común, ese congreso puede determinar la
capital americana. Sus determinaciones no tendrán fuerza de ley sin
la aprobación particular de los Estados.
Siendo el congreso la autoridad moral, la norma de las reformas
y del espíritu que debe imperar en la confederación, debe aceptar
como base de sus trabajos, el reconocimiento de la soberanía del
pueblo y la separación absoluta de la Iglesia y del Estado.

308
CAPÍTULO VIII
La crisis de 1929, el derrumbe del modelo
monoexportador, la industrialización sustitutiva
y los populismos

1. La crisis de 1929 y sus efectos en América Latina: el agotamiento del


modelo mono exportador
La crisis de1929 –que estallara un jueves negro en la bolsa de
Nueva York, y que luego se extendiera a Europa constituyendo una
crisis capitalista de inéditas dimensiones– pronto afectó a América
Latina, como no podía ser de otra manera. Ello ocurrió sobre todo a
partir de 1930, provocando en estas tierras no solo fuertes colapsos
económicos, sino también políticos y sociales.
Tulio Halperin Donghi sostiene que la crisis de 1929 no solo creó
en la economía latinoamericana problemas de dimensiones incom-
parablemente mayores que las que la precedieron; además ofreció
en la metrópolis el espectáculo de un derrumbe económico acom-
pañado de una catástrofe social y crisis política de tal magnitud que
durante una decena de años pareció adivinarse el fin del mundo1.
En esas condiciones, el prestigio del liberalismo terminó de venirse
al suelo, y el anticapitalismo tomó vuelo en los más diversos lugares
del planeta. La crisis también estimuló el alza del nazismo y del fas-
cismo, que en Italia ya estaba en el poder desde 1922. En Alemania,

1
Halperin Donghi, Tulio. Historia contemporánea de América Latina. Madrid: Alianza Edi-
torial, 1970. p. 356.

309
encabezado por Adolf Hitler, el nazismo accederá al gobierno en
enero de 1933.
En América Latina, en el plano económico, la crisis de 1929 trajo
un efecto fundamental. A saber, cuestionó el modelo monoexpor-
tador que había seguido el continente desde el siglo anterior, restán-
dole viabilidad, al menos transitoriamente. Tal efecto operó a través
de la sustancial baja de la demanda europea y norteamericana de los
productos de exportación en torno a los cuales giraba la economía
de nuestros países. La consecuencia lógica de ese fenómeno fue la
marcada disminución de los precios de los mismos, cuyos stocks,
por otra parte, se acumularon sin cesar. Ello, a su vez, repercutió en
una drástica caída de la producción.
Tal contracción productiva supuso otras tantas consecuencias.
Por un lado, afectó a la economía interna, cuyas empresas tenían
su mercado en el sector exportador. Por el otro, generó graves pro-
blemas sociales por la vía de acentuar notoriamente la cesantía y la
miseria derivadas de las quiebras o crisis de las empresas, tanto de
las exportadoras como de las orientadas al mercado interno. A esto
cabe agregar la fuerte disminución de la capacidad de importar de
los distintos países, cuestión que se veía agravada por el considera-
ble deterioro de los términos de intercambio que afectó a sus econo-
mías. El siguiente cuadro ilustra alguna de las realidades señaladas:

310
Cambios de precio, volúmenes de exportación y términos netos de intercambio
en 1932 (1928=100)2

Precio de las Volumen de las Términos de


País
exportaciones exportaciones intercambio

Argentina 37 88 68

Bolivia 79 48 s/d

Brasil 43 86 65

Chile 47 31 57

Colombia 48 102 63

Costa Rica 54 81 78

Ecuador 51 83 74

El Salvador 30 75 52

Guatemala 37 101 54

Haití 49 54 s/d

Honduras 91 101 130

México 49 58 64

Nicaragua 50 78 71

Perú 39 76 62

República Dominicana 55 106 81

Venezuela 81 100 101

Como puede verse, el cuadro ilustra con claridad la magnitud


de la caída de los precios de los productos de exportación de las

2
CEPAL, cit. por Víctor Bulmer-Thomas, en Bethel, Leslie (ed.). Historia de América
Latina, volumen 11. Barcelona: Editorial Crítica, 2000. p.13.

311
economías latinoamericanas. Evidencia también la magnitud de la
contracción productiva que vino asociada a ello, con la sola excep-
ción de República Dominicana, Venezuela, Honduras y Guatemala;
mientras que los términos de intercambio cayeron en todas partes,
menos en Venezuela y Honduras.
El siguiente cuadro ilustra la contracción de las exportaciones
latinoamericanas en términos absolutos:

Exportaciones de América Latina 1929-1933


(En millones de dólares cada año)

1929 1930 1931 1932 1933

Argentina 907,6 517,0 428,0 331,4 357,4

Brasil 461,5 317,8 241,1 178,1 224,3

Chile 282,8 37,1 19,7 34,3 51,9

Colombia 123,5 163,8 102,2 66,3 61,1

Cuba 272,4 167,4 118,9 79,9 85,0

México 284,6 216,3 166,7 97,3 103,8

Perú 116,8 83,8 49,2 37,1 46,1

Uruguay 92,0 87,7 45,2 27,4 40,3

Venezuela 149,3 139,0 113,3 93,2 114,3

Total 2.690,5 1.730,0 1.284,3 945,0 1.084,0

Según las estadísticas de la CEPAL, la cantidad de mercancías ex-


portadas por los países latinoamericanos disminuyó un 8,8 por cien-
to entre 1930 y 1934, y un 2,4 por ciento entre 1935 y 1939, mientras
que la relación de intercambio fue desfavorable para América Latina
en un 24,3 por ciento durante el periodo1930-1934, y en 10,8 por 100
durante 1935-1939. Ello significa que la capacidad importadora de

312
los países latinoamericanos durante el periodo 1930-1934 descendió
un 31,2 por 100 en relación a la que tenían en 1929; en 1935-1939
la situación resultó menos desfavorable, y la capacidad importadora
solo fue inferior a la de 1929 en un 12,2 por 1003.
Esta situación, por otra parte, contribuía al desfinanciamiento
de los Estados, los que se vieron privados de buena parte de sus
ingresos tributarios, especialmente de los aduaneros. Ello adquiría
una gravedad adicional ante el acentuado endeudamiento que les
era propio, desde ya con el exterior. Todo se veía empeorado ante
el cierre de las fuentes de financiamiento internacional generado
por la crisis metropolitana. Carmagnani sostiene que esta imposi-
bilidad en que se hallaron los gobiernos latinoamericanos de captar
recursos adicionales en los mercados monetarios exteriores fue la
consecuencia más importante de la crisis de 19294. Frente a ello, no
fueron pocas las repúblicas latinoamericanas que debieron declarar
una moratoria de su deuda. Igualmente grave fue el hecho de que
al disminuir sustancialmente sus exportaciones, los países vieran re-
ducida su capacidad de importar los bienes manufacturados que no
producían y que les eran indispensables.
A ello agréguese la disminución de las inversiones externas, e
incluso el retiro de capitales de la región. A modo de ejemplo, cabe
señalar el caso de las inversiones norteamericanas: los 5.369 millo-
nes de dólares que habían sido invertidos 1929 habían quedado re-
ducidos a 3.811 millones en 1940, lo que representaba una caída de
casi un 30 por ciento5.
La situación desesperada en la que se encontraron los países la-
tinoamericanos como producto de la crisis de 1929 prontamente
les obligó a buscar soluciones heterodoxas, es decir, ajenas al li-
beralismo hasta entonces reinante. Esas soluciones miraron hacia

3
Carmagnani, Marcello. Estado y sociedad en América Latina, 1850-1930. Barcelona: Grupo
Editorial Grijalbo, 1984. p.196.
4
Carmagnani, Marcello. op. cit., p.198.
5
Carmagnani, Marcello. op. cit., p.193.

313
el intervencionismo estatal, hacia el incentivo del sector industrial,
e incluso hacia la planificación. Tales medidas cuestionaban la de-
pendencia de los países de la región respecto de los mercados ex-
ternos, así como también su carácter monoproductor. Todo, en fin,
era indicador de una obligada renuncia al modelo monoexportador
hasta entonces en curso y a una búsqueda de nuevos esquemas de
desarrollo, los que se basarán en la industrialización por sustitución
de importaciones, la que vendrá acompañada de una importante in-
tervención estatal.

2. La crisis y los trastornos políticos


Por supuesto, nada de lo arriba señalado se desarrolló de un
modo tranquilo. Por el contrario, se hizo en medio de una fuerte
turbulencia no solo económica, sino también política y social, la que
tuvo una de sus manifestaciones principales en la caída de muchos
gobiernos.
Chile ilustra bien lo dicho. En este país, y a partir de 1930, el
proceso político se vio fuertemente influido por la depresión. En
el plano económico, los precios de los productos de exportación de
su economía –cobre y el salitre– cayeron en picada, y los ingresos
fiscales se contrajeron sustancialmente. Mientras que la cesantía ge-
nerada como producto de la quiebra de empresas se disparó. “En
Santiago, hombres, mujeres y niños, andrajosos y famélicos, vagaban
por las calles buscando algún alimento, alguna limosna”, sostiene el
historiador conservador Gonzalo Vial6.
Pronto la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo, instaurada en
enero de 1927, empezó a sentir los efectos de la situación. El déficit
fiscal no le permitió siquiera solventar el gasto corriente del Estado,
mientras que la protesta social se desplegó del todo en 1931. Incapaz

6
Vial, Gonzalo. Historia de Chile (1891-1973), volumen IV. Santiago: Zig-Zag, 1996. p.
476.

314
de ahogarla con medidas represivas, Ibáñez, en julio de ese año,
optó por renunciar y exiliarse en Argentina.
Lo que advino luego fue un año de verdadera anarquía, donde se
sucedieron varios gobiernos, incluyendo una efímera república so-
cialista que duró 13 días, y una rebelión de la escuadra de guerra, la
que quedó en manos de la marinería hasta que finalmente fue some-
tida en la rada de Coquimbo luego de un bombardeo de la aviación
militar. La situación comenzó a estabilizarse en 1932, aunque nunca
del todo, cuando Arturo Alessandri asumiera la primera magistratu-
ra y terminara gobernando con la oligarquía. El mandatario intentó
estabilizar la economía al tiempo que reprimió fuertemente al mo-
vimiento social, valiéndose a estos efectos de la ley de Seguridad In-
terior del Estado promulgada durante su mandato. Ante la violencia
discrecional que desplegara en contra de sus opositores, el centro y
la izquierda se unieron formando el Frente Popular, el que aspiró a
ganar el gobierno en las presidenciales de 1938, cosa que, con Pedro
Aguirre Cerda, efectivamente consiguió.
En Argentina la situación no se presentó menos conflictiva. Por
entonces gobernaba por segunda vez Hipólito Irigoyen, que aún
conservaba el apoyo de las clases medias. La oligarquía, sin embargo,
parcialmente desplazada, aprovechó la crisis para pasar a la ofensiva
y reconquistar el gobierno. Para tales efectos se valió del ejército, el
que en septiembre de1930, mediante un golpe, derribó a Irigoyen.
El líder del movimiento golpista fue el general José Félix Uriburu,
quien profesaba claras tendencias fascistas. Su dictadura, altamente
represiva, inició lo que los argentinos denominan como la “década
infame”, signada por la violencia y la supresión de las libertades.
La dictadura de Uriburu duró hasta febrero de 1932, cuando asu-
miera el gobierno el general Agustín Justo. Este, según Luis Alberto
Sánchez, se esforzó en robustecer los vínculos de la Argentina con
el Brasil, para lo cual cambiaron visitas él y Getulio Vargas. Justo,
además, buscó el apoyo del catolicismo, fuerza política importante
desde el Congreso Eucarístico de 1934 en Buenos Aires. Alentó
también la vindicación de Rosas, un nacionalismo anti británico y,

315
en ciertos aspectos, pro fascista7. A fin de superar la crisis econó-
mica en curso, Justo, por otra parte, estimuló la intervención del
Estado en la economía, fortaleciendo un esquema de industrializa-
ción sustitutiva que permitió a la oligarquía diversificar su esfera de
negocios e inversiones.
En 1938 el cuadro cambió con el ascenso al gobierno de un radi-
cal, Roberto Ortiz, quien saliera triunfador en las elecciones de ese
año. Ortiz fue restaurando gradualmente las libertades públicas; sin
embargo, su prematura muerte frustró esa apertura y permitió que la
oligarquía conservadora y autoritaria retomara el poder y restituyera
sus anteriores métodos antidemocráticos.
En Brasil los conflictos sociales y políticos eran a la fecha muy
agudos. Destacan los que enfrentaban a las clases obreras con las
oligarquías, pero también los existentes entre los distintos Estados
de la federación. A ellos se agregaban los roces entre el gobierno y
ciertas tendencias mesocráticas fuertes en el ejército –sobre todo
entre la oficialidad joven–, además de los serios efectos de la crisis
económica propiamente dicha. Dos hechos se podrían destacar en
ese cuadro: por un lado, la existencia del llamado movimiento inte-
gralista, dirigido por Plinio Salgado, de clara raigambre fascista, el
que incluso se hallaba organizado militarmente; y el potenciamiento
de ciertas fuerzas anticapitalistas de izquierda, que tenían en el Par-
tido Comunista su principal expresión. Este cuadro polarizado se
tradujo en una situación caótica.
Fue en ese contexto que en 1930 se verificó el golpe de Getulio
Vargas, quien llegó a ser un declarado admirador de Mussolini. Su
dictadura en un comienzo se apoyó en el movimiento integralista,
desarrollando un discurso que aspiraba obtener apoyo entre diversas
clases. La oligarquía brasileña se empeñó en neutralizar los elemen-
tos reformistas que contenía y, en parte, terminó consiguiéndolo.

7
Sánchez, Luis Alberto. Historia General de América, tomo III. Madrid: Ediciones Ercilla. p.
1.131.

316
Una de las características fundamentales de la dictadura de Vargas
consistió en su empeño por llevar a cabo la centralización del Es-
tado, poniendo fin al considerable poder que hasta entonces tenían
los Estados federales. Dicha centralización tendrá gran importancia
desde el punto de vista económico, cuando se convierta al Estado
en el agente principal del proceso de industrialización sustitutiva; y
también desde el punto de vista social, cuando sea presentado como
el garante de la justicia social y de la promoción de los sectores más
postergados.
En 1934 Vargas fue elegido presidente mediante comicios cons-
titucionales, pero los conflictos se agudizaron cuando segmentos
de la oligarquía intentaron valerse del movimiento integralista para
oponerlo al mandatario. Ante ello, Vargas optó por apoyarse en las
FF.AA., y en 1937 dio un nuevo golpe de Estado que proscribió los
partidos, incluyendo al integralista. Su resultado fue la instauración
del Estado Novo, el que duraría ocho años.
La nueva Constitución que entonces se promulgó centralizó el
poder en la figura del presidente, mientras que organizaba el Estado
de modo corporativista. Bajo este esquema, el Estado pasó a ser
concebido como la cabeza de un conjunto de asociaciones profesio-
nales. Disueltos los partidos, se supuso que el Estado debía desem-
peñarse como árbitro de los conflictos sociales. Con tal propósito
sometió a los sindicatos a su control y les concedió ciertas reivin-
dicaciones en un verdadero espíritu paternalista. Se garantizaría así
que las fuerzas obreras no atentaran en contra del orden vigente, el
que en parte respondía a los intereses de una oligarquía que, como
en muchos lugares del continente, diversificaba sus negocios e in-
vertía en el cada vez más importante sector industrial requiriendo a
los efectos de “orden” y “paz social”, que era lo que en definitiva
el Estado Novo les proporcionaba. Y algo no menos importante: el
Estado Novo, aparte de regular de modo autoritario las relaciones
entre las clases, intervino activamente en el desarrollo económico,
apuntando hacia un esquema de industrialización sustitutiva, que en

317
el fondo era una respuesta ante la profunda crisis del modelo mono
exportador resultante de la crisis de 1929.
En Perú la crisis mundial debilitó al gobierno de Augusto Leguía,
el que fue derrocado en agosto de 1930 por un movimiento militar
dirigido por el comandante Luis Sánchez Cerro. Al año siguiente,
hubo elecciones donde Sánchez enfrentó a Haya de la Torre, obte-
niendo un margen de votos muy escaso por sobre el líder aprista. En
los meses siguientes se desató una anarquía en la cual se sucedieron
varios gobiernos y donde hubo enfrentamientos armados y cona-
tos de levantamientos populares estimulados por el APRA. Este, de
hecho, impedido de participar en las elecciones de 1936, fue puesto
fuera de la ley, siendo objeto de fuertes persecuciones.
En Bolivia, el mismo año de 1930, fue derrocado el presidente
Hernán Siles, quien se esforzara en formar un partido que le sirviera
de apoyo en el intento de impulsar políticas reformistas como las
que Yrigoyen había llevado a cabo en Argentina. Fue en esa perspec-
tiva que había tratado de prorrogar su mandato, lo que formalmente
desencadenó el golpe. Estos conflictos coincidían con la penetra-
ción norteamericana en el país, particularmente de la Standard-Oil,
que buscaba explotar recursos petrolíferos en su territorio. Al año
subsiguiente, ligada a este hecho, y bajo la presidencia Daniel Sala-
manca, estallaría la guerra del Chaco.
En Paraguay, en 1931 fue derribado el presidente José Guggiari,
quien, no obstante, fue luego repuesto en el mando. Bajo su gestión
se verificó la guerra del Chaco (1932-1935), la cual tuvo como causa
la disputa por el control del llamado Chaco boreal. Para Bolivia la
posesión de este significaba su acceso al río Paraguay y, por tanto, al
Atlántico. El otro factor importante de la guerra fue el petróleo, que
erróneamente, se suponía abundante en la zona. Se ha sostenido que
a los intereses extranjeros –norteamericanos y anglo-holandeses–
les cupo un rol fundamental en el desencadenamiento de la con-
flagración. La Standard-Oil, asentada en Bolivia, y la Royal Dutch
Shell, en Paraguay, estaban interesadas en que los respectivos países

318
controlaran el Chaco a fin de llevar a cabo allí sus explotaciones
petroleras.
Los resultados de la guerra no fueron del todo concluyentes,
aunque favorecieron más al Paraguay que a Bolivia. El conflicto,
por otra parte, estimuló los nacionalismos y el militarismo en ambos
países, en ciertos casos teñidos de un vago discurso antiimperialista
(Buch en Bolivia, Franco en Paraguay). Aunque después, en el caso
paraguayo, los gobiernos de los generales Estigarribia y Morínigo se
inclinaron por soluciones de corte fascista, influidos por el Estado
Novo brasileño.
Uruguay, por su parte, que se había caracterizado por una sólida
estabilidad institucional, en 1933 se vio afectado por un golpe de
Estado que instauró la dictadura del doctor Terra, quien se apresu-
ró a suprimir la Constitución y a adherir al modelo autoritario que
Uriburu instaurara en Argentina, todo bajo la influencia de los regí-
menes fascistas en boga en Europa.
En Ecuador la situación no se presentó menos caótica. En 1926,
después de la llamada “revolución juliana”, había asumido el go-
bierno Isidro Ayora, cuyo régimen se vino al suelo en 1931 como
producto de la crisis mundial. Durante los años siguientes, al igual
en gran parte de América Latina, se sucedieron en el país una serie
de gobiernos y dictaduras que no eran sino muestras de la situación
verdaderamente caótica que se vivía.
Mientras tanto, en Venezuela, el poder real se mantuvo en ma-
nos del dictador Juan Vicente Gómez, quien lo había tomado en
1908, desplazando al anterior dictador Cipriano Castro. Gómez –
que se benefició con la prosperidad que le diera la renta petrolera–
gobernó ya sea directamente, ya sea colocando en el Ejecutivo a
personajes que se hallaban bajo su control, para retornar al mando
formal cuando lo estimaba oportuno. Murió en 1935 en el ejercicio
del mando.
Colombia, por su parte, se hallaba a la fecha sumida en el con-
flicto que enfrentaba a conservadores y liberales. En 1930, estos
últimos lograron desplazar a los primeros del poder siendo luego

319
capaces de mantener la continuidad institucional, lo que posibilitó
cierta prosperidad y modernización económica constituida por un
dinámico proceso de desarrollo industrial.
Centroamérica, con sus Repúblicas Bananeras, y quizás con la
excepción de Costa Rica, no se libró de la inestabilidad derivada de
la crisis mundial ni de las agitaciones de las masas populares que
sentían sus efectos. Donde esto se hizo más evidente fue en El Sal-
vador. Había surgido en sus campos –relata Luis Alberto Sánchez–
“una intensa inquietud social acicateada por la crisis y por el curso
de los fenómenos mundiales. Nada podía ser más peligroso para la
United Fruit, de suerte que resolvió eliminar aquel peligro incitando
al poder ejecutivo a limpiar drásticamente el país de “agitadores”. Y
bajo la acusación de “comunistas” y “rebeldes”, el ejército procedió
a fusilar sin proceso a millares de obreros (1932), llegando a un nú-
mero que los propios datos oficiales estiman en cifras muy altas8.
En México los efectos de la crisis de 1929 fueron muy distin-
tos a los producidos en otros países del continente. Las penurias
económicas que afectaron a las masas populares y que, como en
otras partes, llevaron a su radicalización, influyó en el gobernante
Partido Nacionalista Revolucionario. Este, pese a que en su seno
tenía elementos que iban desde el socialismo al fascismo, terminó
inclinándose hacia la izquierda, cuestión que en 1934 se expresó en
la asunción del gobierno por Lázaro Cárdenas, quien se propuso lle-
var adelante importantes transformaciones. Téngase en cuenta que
el año anterior Cárdenas había proclamado que el futuro de México
se hallaba en el socialismo. El quebrantamiento político y militar que
la oligarquía porfirista había sufrido en los años anteriores permitía
visualizar opciones como estas.
Para llevar adelante su política de cambios, Cárdenas debió de-
rrotar al hasta entonces hombre fuerte de la política mexicana, el ex-
presidente Plutarco Elías Calle, al que obligó a exiliarse. Igualmente

8
Sánchez, Luis Albert. op. cit., p. 1.85.

320
renovó a la clase política y a las cúpulas sindicales asociadas a ella,
las cuales se hallaban nucleadas en la Confederación Regional Obre-
ra Mexicana (CROM). Para tales efectos, y apoyándose en Vicente
Lombardo Toledano, Cárdenas estimuló la formación de una nueva
organización de asalariados, la Confederación del Trabajo Mexicano
(CTM). De este modo, se pudo configurar una nueva alianza entre
las clases medias, obreras y campesinas, la que se verá catalizada por
las transformaciones que el gobierno cardenista llevará adelante.
Entre las medidas más importantes que ese gobierno llevó a la
práctica figura en primer término una masiva Reforma Agraria. En-
tre 1934 y 1940 fueron distribuidas más de 20 millones de hectáreas
de terreno cultivable, que favorecieron a aproximadamente dos mi-
llones de familias campesinas9, a las cuales, a diferencia de lo que
ocurriera con las primeras reparticiones de tierras que hicieran los
gobiernos anteriores, se les proporcionó abundante apoyo técnico
y crediticio. La otra gran medida tomada por el gobierno de Cár-
denas fue la nacionalización del petróleo, lo que operó mediante la
expropiación de compañías inglesas y norteamericanas. Luego, para
explotar el recurso, creó Petróleos mexicanos (PEMEX).
La nacionalización petrolífera implicó para México fuertes con-
flictos con los gobiernos de Londres y Washington. Este último fi-
nalmente se avino a no emplear la fuerza armada para imponer los
intereses de sus capitalistas, como normalmente lo hacía en Latino-
américa. La situación europea, que lo obligara a pasar desde la polí-
tica del “Gran Garrote” a la de “Buena vecindad” explica el hecho,
como se verá más adelante.
En resumen, acicateados por la crisis de 1929, en América Latina
durante la década de los treinta se acentuaron los trastornos políti-
cos y las caídas de gobiernos. Junto a ello se produjo una conside-
rable agitación social, precisamente entre las clases subalternas, que
eran las más afectadas por los problemas en curso. Aprovechándose

9
Carmagnani, Marcello. op. cit., p. 241.

321
de este cuadro, las oligarquías –donde habían sido desplazadas– in-
tentaron recapturar el poder, frecuentemente valiéndose de caudi-
llos militares, a veces reorientando sus anteriores convicciones con-
servadoras en dirección al fascismo y apoyando dictaduras militares
encaminadas a la represión de los sectores populares. No siempre lo
consiguieron. El caso mexicano representó la principal contraten-
dencia respecto a esa situación.

3. Respuesta a la crisis de 1929: el modelo de industrialización sustitutiva.


La salida de la crisis. Casos nacionales.
Como lo señala Armando De Ramón, a raíz de la crisis econó-
mica mundial de 1929-1933 numerosos ideólogos latinoamericanos
pensaron que el sistema liberal había llegado a su fin10.Esta convic-
ción se manifestó con mucha fuerza en el plano de la economía,
siendo su consecuencia la crisis de los paradigmas libremercadis-
tas. Lo dicho, sostiene Halperin Donghi, trajo consigo una nueva
imagen de las relaciones entre Estado y economía. “La ruina del
liberalismo […] fue muy rápida, y para proclamarla se unieron con-
servadores e innovadores”11. En ese contexto se pasó a asignar a la
planificación y a la intervención estatal un rol muy importante.
Durante los años posteriores, tendrán cierta influencia en dicho
cambio de paradigma las ideas de John Maynard Keynes, quien en
1936 publicara su obra La teoría general del empleo, el interés y el dinero.
Como es sabido, en ella Keynes postuló que para equilibrar la eco-
nomía era indispensable la intervención del Estado por la vía del
gasto público.

10
De Ramón, Arturo y otros. Historia de América, tomo III. Santiago: Editorial Andrés
Bello, 2001. p. 391.
11
Halperin Donghi, Tulio. op. cit., p. 362.

322
3.1. Intervencionismo estatal e industrialización sustitutiva

Ante la crisis, en casi toda América Latina los Estados empe-


zaron a involucrarse en la economía, más aún cuando cada vez se
hacía más evidente que no existía otro instrumento anticrisis de
igual peso. Bajo tales supuestos, aparte de declarar la moratoria de
la deuda externa–cuestión derivada del déficit fiscal y del cierre de
los mercados crediticios de los países metropolitanos–, los Estados
empezaron a apoyar al sector exportador. Los contingentes de pro-
ducción, las compras oficiales de cosechas para almacenamiento (o
más radicalmente para su destrucción) aparecieron en Cuba, Brasil
y Argentina12.Mientras que en Chile, el Estado se asociaba a las em-
presas salitreras en la COSACH, la que tenía por finalidad rebajar los
costos de exportación de aquellas.
Más tarde la intervención del Estado se hará más multifacética
llevándose a cabo a través de la inversión pública, que incluía obras
de infraestructura, carreteras, puentes y transporte, entre otras, ge-
nerando un efecto multiplicador que debía absorber el desempleo y
reactivar al conjunto de la economía.
Paralelamente, en la mayor parte de los países latinoamericanos–
sobre todo los más grandes–, se fue gradualmente transitando hacia
una inevitable conclusión. A saber, que la salida de la crisis pasaba
por el estímulo a una industrialización que sustituyera las importa-
ciones que ya no podían realizarse debido a que el derrumbe del
sector exportador lesionaba gravemente la capacidad de importar.
La industrialización por sustitución de importaciones terminó en-
tonces siendo considerada como una cuestión fundamental. De allí
que se la estimulara desde el Estado, lo que trajo consigo una adicio-
nal intervención de este en la economía. Los resultados fueron un
temprano crecimiento de la industria local.
Los Estados favorecieron el crecimiento industrial mediante el
establecimiento de políticas proteccionistas y sistemas de cambio

12
Halperin Donghi, Tulio. op. cit., p. 360.

323
múltiple. Las alzas de aranceles estuvieron en muchos casos dirigi-
das a elevar los ingresos fiscales, pero –como es lo normal– actuaron
como barrera proteccionista contra las importaciones, reservándole
el mercado interno a la joven industria local.
Fue en este contexto que se fue generando en los principales paí-
ses latinoamericanos un significativo crecimiento industrial, como
lo indica el siguiente cuadro.

Indicadores del sector Industrial13

(1) (2) (3) (4)

Argentina 7.3 22.7 122 12.7

Brasil 7.6 14.5 24 20.2

Chile 7.7 18.0 79 25.1

Colombia 11.8 9.1 17 32.1

México 11.9 16.0 39 20.1

Perú 6.4 10.0 29 s.d

Uruguay 5.3 15.9 84 7.0

(1) Tasa anual de crecimiento de la producción manufacturera


neta,1932-1939;
(2) Índice (%) de la producción manufacturera neta respecto del
PIB en 1939;
(3) Producción manufacturera neta per cápita en 1939;
(4) Número de trabajadores por establecimiento, 1939.

13
Bethel, Leslie. Historia de América, volumen 11. Santiago: Editorial Andrés Bello, 2001.
p.37.

324
El referido proceso de industrialización sustitutivo comenzó, en
todo caso, por los bienes de sustitución fácil: textiles, calzado, ali-
mentos elaborados, y otros. Solo después se hará más complejo. Su
implementación, por otro lado, modificó la estructura de las im-
portaciones, decreciendo aquellas de bienes de consumo y aumen-
tando las de bienes de capital y de insumos industriales. En este
contexto, la demanda interna prontamente se orientó al producto
nacional en detrimento del importado. Leslie Bethel sostiene que
ya a partir de 1932 el crecimiento industrial fue capaz de satisfacer
gran parte de la demanda de bienes de consumo antes satisfecha por
importaciones14.
Al avanzar los años treinta la industrialización por sustitución de
importaciones se hizo más compleja, diversificándose y tendiendo a
producir bienes que requerían mayor tecnología. Aunque los textiles
y los alimentos elaborados continuaron siendo las ramas más im-
portantes de las manufacturas, varios sectores nuevos comenzaron
a adquirir importancia por primera vez, entre los que se contaban
los bienes de consumo duraderos, productos químicos (incluidos
los productos farmacéuticos), metales y papel. El mercado para los
bienes industriales comenzó también a diversificarse; aunque la ma-
yoría de las empresas continuó vendiendo bienes de consumo (du-
raderos y perecederos) a los hogares, las relaciones inter industriales
se hicieron más complejas, toda vez que un conjunto de estableci-
mientos proveía insumos necesarios a otras industrias, que antes los
solían comprar en el extranjero15.
Con todo, la mayoría de las industrias de la región que así se fue
desarrollando se caracterizó por su relativamente baja productivi-
dad, cuestión que no les permitía competir en el exterior. Su merca-
do, por tanto, era el interno.
La industrialización sustitutiva a la larga trajo consigo una se-
rie de fenómenos concomitantes. Desde ya implicó la necesidad de

14
Bethel, Leslie. op. cit., p. 35.
15
Bethel, Leslie. op. cit., p.35.

325
desarrollar el sector energético, sobre todo electricidad, petróleo, y
más tarde siderúrgico, en todos los cuales se debieron hacer consi-
derables inversiones, sobre todo por parte del Estado.
En virtud de lo señalado, durante los años treinta algunos Esta-
dos dieron otro paso en su rol interventor de la economía: tendieron
a actuar en favor del sector industrial creando entidades especiales
que debían ayudar a que este operara con economías de escala y
con maquinaria moderna. Ejemplo de ello fue la Corporación de
Fomento de la Producción en Chile (CORFO). Esta política se tra-
dujo en un apoyo técnico y crediticio al sector manufacturero y en
la realización de grandes inversiones estatales en aquellas industrias
básicas que por el momento no eran rentables, pero que eran indis-
pensables para el desarrollo industrial de los países.
Estas políticas supusieron que ciertos rubros importantes que-
daran en manos del Estado. Tal fue el caso del petróleo en México,
del cemento y de las procesadoras de carne en Uruguay, y en los
cuarenta, la siderurgia, el petróleo y la electricidad en Chile.
En el plano social, la industrialización sustitutiva con apoyo del
Estado no trajo transformaciones menores. Entre ellas cabe destacar
una creciente migración campo ciudad, que era donde la industria
estaba creando fuentes de trabajo. En las décadas siguientes, dicha
inmigración generará el problema de la marginalidad, derivada de la
falta de equipamiento urbano, lo que no permitía alojar de manera
adecuada a los inmigrantes. La otra cara de este fenómeno consistió
en que la mayoría de los países dejaron de ser rurales, con el corres-
pondiente crecimiento de las ciudades, que en algunos casos, como
Buenos Aires, São Paulo o Ciudad de México, fue muy significativo.
La otra consecuencia importante del proceso de industrialización
sustitutiva fue el acrecentamiento de un proletariado urbano e in-
dustrial, el que en algunos casos se convertirá en base social de los
partidos marxistas y en la mayoría de los otros, del populismo.
Fue en el contexto de estas transformaciones económicas y
sociales que los países latinoamericanos empezaron a superar la
crisis. Esa recuperación no solo vino ligada a la industrialización

326
por sustitución de importaciones, sino también a la recuperación del
sector exportador latinoamericano, cosa que empezó alrededor de
1933. Algo influyó en esto la Alemania nazi, que vigorizó su comer-
cio con América Latina, según lo muestra el siguiente cuadro:

Comercio latinoamericano con Alemania en 1938 en % del total. Total de


exportaciones e importaciones16

1930 1938

Exportaciones 7.7 10.3

Importaciones 10.9 17.1

En esos mismos años las exportaciones latinoamericanas a


EE.UU. se contraían, en lo que ciertamente influyó el proteccio-
nismo que instauró el país del norte. El siguiente cuadro ilustra esa
contracción.

Exportaciones latinoamericanas a los EE.UU. total17

1930 33.4

1938 31.5

La salida de la crisis en la generalidad de los casos comenzó lue-


go de 1933, primero en algunos países y luego en otros. Tal cosa se
refleja en el cuadro que sigue, que muestra el año en que distintos
países recuperaron el PIB que tenían antes de la depresión.

16
Bethel, Leslie. op. cit., p. 33.
17
Bethel, Leslie. op. cit., p.33.

327
Año en que el PIB alcanzó el nivel más alto desde la precrisis18

Colombia 1932

Brasil 1933

México 1934

Argentina 1935

El Salvador 1935

Guatemala 1935

Chile 1937

Cuba 1937

Honduras 1945

En resumen, América Latina fue muy afectada por la crisis de


1929, aunque no todos sus países lo fueron en el mismo grado.
La salida de ella supuso, sobre todo para los Estados más grandes,
cambios estructurales muy considerables. Ellos consistieron en la
superación del modelo monoexportador y su reemplazo por el de
industrialización por sustitución de importaciones, con el corres-
pondiente rol activo que pasó a jugar el Estado en la economía. Lo
dicho, a su vez, implicó una serie de otros cambios, como el que
ocurriera en el plano social (con la urbanización y el crecimiento del
proletariado urbano) y en el ideológico (con el descrédito del libera-
lismo y del capitalismo). Los cambios en el plano político tampoco
fueron desdeñables, como se adelantará a continuación.

18
Bethel, Leslie. op. cit., p. 33.

328
4. El populismo
Uno de los fenómenos más importantes que en el plano político
se desarrollaron en América Latina durante la década de los treinta
fue el populismo. Este –que registraba ciertos antecedentes en los
años anteriores– alcanzará su cenit durante la segunda mitad de los
cuarenta y en la primera de los cincuenta, no obstante que ya en los
treinta se presentara nítido en ciertos países de la región.
Diversos autores han hecho notar que el populismo constituye
un fenómeno complejo. Compartiendo tal afirmación, no pretende-
mos aquí precisar en qué sentido lo fue ni hacer en torno a él con-
sideraciones de tipo conceptual. Solo diremos que, a nuestro juicio,
hay que verlo vinculado a las transformaciones estructurales que por
entonces habían venido experimentando las sociedades latinoame-
ricanas.
Entre las mencionadas transformaciones cabe señalar la masiva
inmigración campo ciudad derivada del modelo sustitutivo, lo que se
tradujo en el aparecimiento de una masa urbana de condición preca-
ria la que, en plena transformación cultural, requería no solo acceder
a los bienes y servicios de la sociedad moderna en desarrollo, sino
también a una orientación por parte de un líder que interpretara sus
inquietudes y problemas. El punto en cierto modo se confunde con
la conformación de un proletariado joven que aspiraba a mejoras sa-
lariales y a disponer de servicios sociales organizados por el Estado.
Todo en el marco de los conflictos vinculados a la crisis económica
la que, ante la inseguridad en curso, según muchos, requería de un
poder estatal garante de la justicia social y protector de las clases
subalternas.
A lo dicho se agregaba la existencia de grupos burgueses o frac-
ciones oligárquicas modernizadoras necesitadas de apoyo estatal,
unos y otras apuntando hacia las inversiones en industria sustitu-
tiva. Grupos que además requerían cohesionar al país en torno al
proyecto industrializador que de hecho apuntaba hacia una especie
de capitalismo nacional. En tal perspectiva fue que, sensibles a una

329
ideología nacionalista, tales sectores aspiraron a disponer de una
base social que le diera viabilidad política a dicho proyecto, la que
tendría que ser popular, compuesta particularmente por los estratos
mencionados arriba. A lo señalado cabe añadir ciertas clases medias
que veían en el crecimiento del Estado una fuente laboral y que tam-
bién aspiraban a las garantías de un Estado protector.
El populismo, bajo la dirección de un líder carismático apoyado
en amplias masas populares, en cierto modo respondió a esas nece-
sidades, al tiempo que vino a representar un intento de armonizar
los intereses arriba mencionados. Ello con miras a la transformación
moderna de sus respectivos países, la cual era identificada con el
desarrollo industrial.
Se ha señalado que el populismo, más allá de las diferencias que
presentara en distintos países, se caracterizó por una serie de aspec-
tos formales. Entre ellos destaca el de constituir un movimiento
político pluriclasista de carácter masivo, que concitaba el apoyo de
amplios estratos populares urbanos –en muchos casos antes mar-
ginales– en torno a la figura de un líder carismático. Movimiento
cuyos principales líderes provenían de las clases medias altas y que
ideológicamente se caracterizaba por profesar concepciones más
bien difusas o vagas, cuestión indispensable para interpelar a la di-
versidad social que pretendía convocar. Rechazando la lucha de cla-
ses tematizada por la izquierda marxista –tanto como la dominación
tradicional de la oligarquía– el populismo, junto con proponer un
esquema de justicia distributiva que tenía su eje en la acción esta-
tal, solía hacer la apología de un sujeto popular pluriclasista al que
identificaba con la nación, oponiéndolo a las elites oligárquicas, a las
que a veces conceptuaba como antinacionales, e incluso, en ciertos
casos, como proimperialistas.
Sin embargo, el populismo no fue anticapitalista. Muy por el
contrario: su proyecto era impulsar un capitalismo nacional de base
industrial. Sin perjuicio de esta función, en algunos casos se cons-
tituyó como un recurso para controlar a las clases bajas por parte
de sectores de la burguesía e incluso de fracciones modernizantes

330
de la oligarquía que trasladaba sus inversiones al sector industrial y
moderno. En esta perspectiva, el populismo a veces fue influido por
las concepciones fascistas, a la fecha, relevantes en Europa, como
sucediera en el caso brasileño. En otras circunstancias cumplió un
rol progresista, como en el México de Lázaro Cárdenas.
Cuando accedieron al poder, los populismos se empeñaron en
presentar al Estado como un elemento mediador de los conflictos
entre las distintas clases, y como el realizador del interés nacional.
En este marco se esforzaron por subordinar a los movimientos so-
ciales a las directrices de sus gobiernos, a menudo a cambio de cier-
tos beneficios tangibles en el contexto de un discurso que, como
dijimos, se orientaba hacia la justicia distributiva, todo en el marco
de prácticas más bien autoritarias. Es en este último sentido que
Carmagnani sostiene que el populismo, junto con ser una respuesta
a la crisis de la dominación oligárquica, constituyó también un di-
vorcio con la visión liberal de la democracia.
El populismo, en fin, fue un fenómeno latinoamericano que con-
tribuyó de manera relevante a la transformación estructural recién
descrita. Es decir, aquella que consistió en el tránsito desde el mo-
delo monoexportador con dominación oligárquica –que se hiciera
imposible ante la crisis mundial de 1929– hacia el desarrollismo de
la industrialización sustitutiva. De allí su sesgo estatista e industria-
lista, y también pluriclasista, nacionalista (y a veces antiimperialista),
con fuerte base en los sectores populares encandilados por un líder
carismático que les prometía justicia social, prosperidad y grandeza
nacional.

4.1 Tres casos de populismos tempranos: Ibáñez, Vargas y Cárdenas

Se podría sostener que –aunque de una manera parcial– la dic-


tadura de Carlos Ibáñez del Campo en Chile, entre 1927 y 1931,
constituyó un caso temprano de populismo (Verónica Valdivia la

331
define como un “populismo militar”19). Como líder de la mesocracia
uniformada que se rebelara en contra de la dominación oligárquica
tradicional, Ibáñez en su ascenso se apoyó no solo en dicha meso-
cracia, sino también en un importante segmento del movimiento
asalariado (la USRACh y otros sindicatos), que fueron precisamen-
te los que proclamaron su candidatura presidencial, levantada bajo
su poder fáctico luego de la renuncia del presidente nominal de la
República, Emiliano Figueroa. Con el poder formal en sus manos,
Ibáñez legalizó a los sindicatos y promulgó el Código del Trabajo, el
que representó una frondosa legislación social, al tiempo que, al me-
jor estilo mussoliniano, era creada, bajo la inspiración de Guillermo
Viviani, la “Casa del Pueblo” y se daba al sindicalismo legal impor-
tantes beneficios materiales, manteniéndolo, eso sí, bajo la tuición
paternalista del Estado y de la vigilancia policial.
Ibáñez, por otra parte, fue portador de un discurso nacionalista
y autoritario que atacaba tanto al comunismo como al liberalismo, al
que veía expresado en la “demagogia y la politiquería”20 partitocráti-
ca al servicio de intereses particulares y antinacionales. Es cierto que
Ibáñez no llegó a formar un movimiento de masas en que apoyarse,
aunque precisamente esa era la pretensión de su principal secretario
y asesor, el capitán René Montero.
La otra cara de su gestión fue el inicio de la intervención del
Estado en la economía y el avance hacia un capitalismo regulado.
Ello se manifestó en la creación de gran cantidad de organismos autó-
nomos destinados a fomentar las actividades productivas. Entre ellos
destacan la Caja de Crédito Agrícola, el Instituto de Crédito Minero,
el Instituto de Crédito Industrial, la Caja de Colonización Agrícola, el
Consejo de Fomento Salitrero y la Caja de Fomento Carbonífero. A
estas se agrega la creación de empresas estatales en aquellos rubros

19
Véase Valdivia, Verónica. “Nacionalismo e Ibañismo”, en Serie de Investigaciones
N°8. Santiago: Dirección de Investigación de la Universidad Blas Cañas, 1995.
20
Para un análisis del pensamiento de Carlos Ibáñez, véase Corvalán Marquez, Luis.
Nacionalismo y autoritarismo durante el siglo XX en Chile. Los orígenes, 1903-1931. Santiago:
Ediciones de la Universidad Católica Silve Henríquez, 2009. p.319 y siguientes.

332
donde el capital privado no incursionaba en razón de su baja renta-
bilidad, pero que los requerimientos sociales hacían necesario. Cabe
añadir la asociación del sector público con el privado a fin de bajar
costos y hacer competitivos los productos nacionales en los mercados
externos, como ocurriera con la COSACH en el ámbito salitrero. Se
suma a esto la implantación de políticas proteccionistas en distintos
rubros y las cuantiosas inversiones públicas en obras diversas como
mecanismo reactivador de la economía, y pronto seguirán los comien-
zos de la fijación de precios a los artículos de primera necesidad. Me-
canismos reguladores que, en fin, contaron con el apoyo empresarial,
y que sirvieron a los efectos de elevar la rentabilidad de las empresas y
los niveles de inversión21.
Getulio Vargas, por su parte, durante los treinta encarnó en Bra-
sil un populismo más clásico. Su figura terminó encabezando a va-
riados sectores que, en oposición a la oligarquía agroexportadora
y en el contexto de la crisis mundial, propugnaban un desarrollo
industrial. Como vimos arriba, Vargas se impuso a través del golpe
de 1930 a la cabeza de un bloque heterogéneo no exento de fuertes
conflictos internos. Tempranamente entendió que, en función del
proyecto industrializador que propugnaba, era necesario integrar a
las clases asalariadas al esfuerzo nacional modernizador y, por otro
lado, que era indispensable que el Estado jugara un rol relevante
en el proceso. Aquí yacen sus dos aspectos esenciales: esto es, su
rol “canalizador” y “árbitro” de los conflictos sociales, y el Estado
como principal polo de la gestión económica.
En relación a lo primero, Vargas buscó que el proyecto nacio-
nal industrializador y moderno dispusiera de sus correspondientes
premisas sociales, que no eran otras que la “paz social”. A tales
efectos construyó una nueva relación del Estado con las clases
obreras y de estas con las empresariales. En esta línea creó una

21
Corvalán Marquez, Luis. Nacionalismo y autoritarismo durante el siglo XX en Chile. Los orí-
genes, 1903-1931. Santiago: Ediciones de la Universidad Católica Silve Henríquez, 2009.
p. 296.

333
abundante legislación social que buscó conciliar las exigencias de la
acumulación del capital con medidas que intentaban evitar o reducir
a un límite no explosivo el pauperismo de las masas populares.22Con
tales propósitos tomó como modelo la Carta del laboro de la Italia
mussolineana.
Esta preocupación social, que supuso el reconocimiento de los
sindicatos, aunque controlados por el Ministerio del Trabajo –lo que
vino unido al otorgamiento a los mismos de una serie de beneficios–,
le proporcionó a Vargas un apoyo popular masivo, el que también,
sin dudas, se debió a su propio carisma personal. Mientras que, en
la otra cara de la medalla, los antiguos militantes anarquistas, socia-
listas y comunistas eran apartados del mundo sindical y sometidos
a una fuerte represión. Como consecuencia, los sindicatos pasaron
a estar dirigidos por profesionales nombrados por el Ministro del
Trabajo o elegidos con el consentimiento del gobierno23, mientras
que la figura carismática de Vargas se elevaba como el árbitro de los
distintos conflictos que cruzaban el país. Estas características alcan-
zaron su punto máximo luego que se creara el llamado Estado novo,
al que nos refiriéramos arriba.
Aparte de la integración de las clases subalternas al orden jurídi-
co y estatal –con la correspondiente satisfacción de algunas de sus
reivindicaciones básicas–, el populismo varguista se caracterizó por
un fuerte impulso al fortalecimiento del sector estatal, fundando
innumerables agencias que debían servir al desarrollo económico,
sobre todo de la industria nacional. Entre 1930 y 1937, el gobierno
creó el Consejo Federal de Comercio Exterior, el Ministerio de In-
dustria y Comercio, el Departamento Nacional del Café, el Código
de Minas y Aguas, entre otros24. Manifestaciones importantes del
desarrollo industrial que entonces comenzó a llevarse a cabo fueron

22
Martins, Antonio J.A. “Vargas y el varguismo”, en Líderes políticos del siglo XX en América
Latina. Santiago: LOM, 2007. p.224.
23
Martins, Antonio J.A. op. cit., p.228.
24
Martins, Antonio J.A. “Vargas y el varguismo”, en Líderes políticos del siglo XX en América
Latina. Santiago: LOM, 2007. p.220.

334
la creación de la Compañía Siderúrgica Nacional, la compañía Valle
del río Doce, la Usina siderúrgica de Volta Redonda, la Compañía
eléctrica de San Francisco y la Fábrica Nacional de Motores por
mencionar algunas. Tal avance finalmente se tradujo en un impor-
tante crecimiento y modernización de la economía brasileña.
Todo lo señalado se basaba en una premisa fundamental: a saber,
la creación de un Estado nacional centralizado, objetivo que no era
más que otra faceta de la tarea consistente en quitar el poder a las
oligarquías tradicionales exportadoras que controlaban los Estados
federados y que desde allí negociaban y se repartían sus influencias
en el centro. No fue casualidad que uno de los actos de mayor po-
tencia simbólica que llevara a cabo Vargas fuera la quema en público
de las banderas de los diferentes Estados federales en aras de asentar
la primacía del Estado nacional.
En México el populismo cardenista, durante la misma década
de los treinta, más allá de ciertas coincidencias en los aspectos for-
males, tuvo rasgos distintos respecto de los dos ya mencionados.
Tales características consistieron en que llevó a cabo transforma-
ciones estructurales que iban más allá del paso hacia un modelo de
industrialización sustitutiva con su correlativo desarrollo del sector
estatal y una integración de las clases subalternas al orden jurídico
en el contexto del rol carismático del líder. A esto, en efecto, se
sumó una muy masiva Reforma Agraria, que incluyó un sector “eji-
dal” o comunitario, además de la nacionalización del Petróleo, según
explicáramos arriba. Esto último no sin fuertes conflictos con los
EE.UU. y Gran Bretaña.
Cárdenas también creó el Partido de la Revolución Mexicana
(PRM), para cuyos efectos procedió a disolver Partido Nacionalista
de la Revolución que había fundado Calles. El nuevo partido, que
fue una de las bases de su poder, incorporó a su seno a organizacio-
nes de diversos sectores populares, como la Central de Trabajadores
de México, la Central Nacional Campesina y a la Federación de Sin-
dicatos de Trabajadores del Estado. De hecho, estas organizaciones

335
fueron dependientes del aparato estatal, como era lo típico de los
regímenes de corte populista.
Bajo el gobierno de Cárdenas, en fin, se afirmó definitivamente
la figura presidencial al tiempo que el Estado mexicano se convertía
en el rector del desarrollo del país y de su vida económica, siempre
dentro de la lógica de la industrialización sustitutiva. Todo ello no
bajo la supervisión de la quebrantada oligarquía, sino con el apoyo
de los sectores asalariados y campesinos agrupados en las organiza-
ciones ya señaladas, adscritas al PRM.
Digamos, por último, que durante la década de los cuarenta, par-
ticularmente a lo largo de su segunda mitad, y durante la primera
parte de los cincuenta, se desarrollarán otras experiencias populis-
tas, entre ellas quizás la más clásica, la argentina, a la cual nos referi-
remos en un capítulo posterior.

336
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO VIII

Discurso del presidente Lázaro Cárdenas con motivo de la expropiación


petrolera. Palacio Nacional, 18 de marzo de 1938

(Fragmento) 25

Se ha dicho hasta el cansancio que la industria petrolera ha traído


al país cuantiosos capitales para su fomento y desarrollo.
Esta afirmación es exagerada. Las compañías petroleras han go-
zado durante muchos años, los más de su existencia, de grandes pri-
vilegios para su desarrollo y expansión; de franquicias aduanales; de
exenciones fiscales y de prerrogativas innumerables, y cuyos facto-
res de privilegio, unidos a la prodigiosa potencialidad de los mantos
petrolíferos que la nación les concesionó, muchas veces contra su
voluntad y contra el derecho público, significan casi la totalidad del
verdadero capital de que se habla.
Riqueza potencial de la nación; trabajo nativo pagado con exi-
guos salarios; exención de impuestos; privilegios económicos y to-
lerancia gubernamental, son los factores del auge de la industria del
petróleo en México.
Examinemos la obra social de las empresas: ¿en cuántos de los
pueblos cercanos a las explotaciones petroleras hay un hospital, una
escuela o un centro social, o una obra de aprovisionamiento o sa-
neamiento de agua, o un campo deportivo, o una planta de luz, aun-
que fuera a base de los muchos millones de metros cúbicos del gas
que desperdician las explotaciones?
¿En cuál centro de actividad petrolífera, en cambio, no existe una
policía privada destinada a salvaguardar intereses particulares, egoístas

25
Fuente: http://www.inep.org/content/view/1353/87/

337
y algunas veces ilegales? De estas agrupaciones, autorizadas o no
por el Gobierno, hay muchas historias de atropellos, de abusos y de
asesinatos siempre en beneficio de las empresas.
¿Quién no sabe o no conoce la diferencia irritante que norma la
construcción de los campamentos de las compañías? Confort para
el personal extranjero; mediocridad, miseria e insalubridad para los
nacionales. Refrigeración y protección contra insectos para los pri-
meros; indiferencia y abandono, médico y medicinas siempre re-
gateadas para los segundos; salarios inferiores y trabajos rudos y
agotantes para los nuestros.
Abuso de una tolerancia que se creó al amparo de la ignorancia,
de la prevaricación y de la debilidad de los dirigentes del país, es
cierto, pero cuya urdimbre pusieron en juego los inversionistas que
no supieron encontrar suficientes recursos morales que dar en pago
de la riqueza que han venido disfrutando.
Otra contingencia, forzosa del arraigo de la industria petrolera,
fuertemente caracterizada por sus tendencias antisociales, y más
dañosa que todas las enumeradas anteriormente, ha sido la persis-
tente, aunque indebida intervención de las empresas en la política
nacional.
Nadie discute ya si fue cierto o no que fueran sostenidas fuertes
facciones de rebeldes por las empresas petroleras en la Huasteca
Veracruzana y en el Istmo de Tehuantepec, durante los años 1917 a
1920 contra el Gobierno constituido.
Nadie ignora tampoco cómo en distintas épocas a las que señala-
mos y aún contemporáneas, las compañías petroleras han alentado
casi sin disimulos, ambiciones de descontentos contra el régimen del
país, cada vez que ven afectados sus negocios, ya con la fijación de
impuestos o con la rectificación de privilegios que disfrutan o con el
retiro de tolerancias acostumbradas.
Han tenido dinero para armas y municiones para la rebelión. Di-
nero para la prensa antipatriótica que las defiende. Dinero para en-
riquecer a sus incondicionales defensores.

338
Pero para el progreso del país, para encontrar el equilibrio me-
diante una justa compensación del trabajo, para el fomento de la hi-
giene en donde ellas mismas operan, o para salvar de la destrucción
las cuantiosas riquezas que significan los gases naturales que están
unidos con el petróleo en la naturaleza, no hay dinero, ni posibilida-
des económicas, ni voluntad para extraerlo del volumen mismo de
sus ganancias.
Tampoco lo hay para reconocer una responsabilidad que una
sentencia les define, pues juzgan que su poder económico y su or-
gullo les escudan contra la dignidad y la soberanía de una nación
que les ha entregado con largueza sus cuantiosos recursos naturales
y que no puede obtener, mediante medidas legales, la satisfacción de
las más rudimentarias obligaciones.
Es por lo tanto ineludible, como lógica consecuencia de este bre-
ve análisis, dictar una medida definitiva y legal para acabar con este
estado de cosas permanente en el que el país se debate sintiendo
frenado su progreso industrial por quienes tienen en sus manos el
poder de todos los obstáculos y la fuerza dinámica de toda actividad,
usando de ella no con miras altas y nobles, sino abusando frecuente-
mente de ese poderío económico hasta el grado de poner en riesgo
la vida misma de la nación, que busca elevar a su pueblo mediante
sus propias leyes aprovechando sus propios recursos y dirigiendo
libremente sus destinos.
Planteada así la única solución que tiene este problema, pido a
la nación entera un respaldo moral y material suficiente para llevar
a cabo una resolución tan justificada, tan trascendente y tan indis-
pensable.
El Gobierno ha tomado ya las medidas convenientes para que
no disminuyan las actividades constructivas que se realizan en toda
la República y para ello, pido al pueblo, confianza plena y respaldo
absoluto en las disposiciones que el propio Gobierno tuviere que
dictar.
Sin embargo, si fuere necesario, haremos el sacrificio de todas
las actividades constructivas en las que la nación ha entrado durante

339
este período de Gobierno para afrontar los compromisos económi-
cos que la aplicación de la Ley de Expropiación sobre intereses tan
vastos nos demanda y aunque el subsuelo mismo de la Patria nos
dará cuantiosos recursos económicos para saldar el compromiso de
indemnización que hemos contraído, debemos aceptar que nuestra
economía individual sufra también los indispensables reajustes, lle-
gándose, si el Banco de México lo juzga necesario, hasta la modifi-
cación del tipo actual de cambio de nuestra moneda, para que el país
entero cuente con numerario y elementos que consoliden este acto
de esencial y profunda liberación económica de México.
Es preciso que todos los sectores de la nación se revistan de un
franco optimismo y que cada uno de los ciudadanos, ya en sus traba-
jos agrícolas, industriales, comerciales, de transporte, etc., desarro-
llen a partir de este momento una mayor actividad para crear nuevos
recursos que vengan a revelar cómo el espíritu de nuestro pueblo, es
capaz de salvar la economía del país por el propio esfuerzo de sus
ciudadanos.
Y como pudiera ser que los intereses que se debaten en forma
acalorada en el ambiente internacional, pudieran tener de este acto
de exclusiva soberanía y dignidad nacional que consumamos, una
desviación de materia primas, primordiales para la lucha en que
están empeñadas las más poderosas naciones, queremos decir que
nuestra explotación petrolífera no se apartará un solo ápice de la
solidaridad moral que nuestro país mantiene con las naciones de
tendencia democrática y a quienes deseamos asegurar que la expro-
piación decretada solo se dirige a eliminar obstáculos de grupos que
no sienten la necesidad evolucionista de los pueblos, ni les dolería
ser ellos mismos quienes entregaran el petróleo mexicano al mejor
postor, sin tomar en cuenta las consecuencias que tienen que repor-
tar las masas populares y las naciones en conflicto.

340
CAPÍTULO IX
Los Estados Unidos: hacia el control político de
América Latina. La política de “buena vecindad” re-
emplaza a la del “gran garrote”

Durante los años treinta no solo la crisis de 1929 influyó consi-


derablemente en Latinoamérica, provocando las transformaciones
descritas en el capítulo anterior; también incidió en ella la situación
política europea, especialmente a partir de enero de 1933, cuando en
Alemania se produjera el ascenso del nazismo al poder. A partir de
entonces, los vientos de guerra se hicieron claramente perceptibles
para todo aquel que quisiera percibirlos. La guerra civil española no
hizo más que reforzar esa percepción, constituyéndose hasta cierto
punto en un prolegómeno de lo que vendría.

1. Los imperialismos insatisfechos amenazan el control norteamericano sobre


América Latina
La cuestión de fondo que en el plano mundial estaba por en-
tonces en curso era la formación de un nuevo bloque imperialis-
ta, constituido por Alemania, Italia y Japón. Estas potencias, –que
explícitamente terminaron reivindicando una ideología antiliberal y
una organización estatal extremadamente autoritaria– no ocultaban
su vocación fuertemente expansiva. Lo que perseguían era una re-
distribución del poder mundial en su beneficio. Con ello, por cierto,
entraban en flagrante contradicción con los imperialismos satisfe-
chos –entre ellos los EE.UU.–, a los cuales estaban dispuestos a
disputarle el control político y económico de las regiones en las que

341
estaban asentados. Para los EE.UU. ello tenía un nombre preciso:
América Latina. Esta, por tanto, podía, al menos potencialmente,
volver a estar en disputa.
En tal contexto cabe ponderar los avances de las ideas fascistas
y corporativistas –incluyendo la popularidad de la figura de Musso-
lini– entre ciertos segmentos de las oligarquías latinoamericanas. A
no pocos miembros de estas, y a ciertos militares, el autoritarismo
fascista les parecía un recurso adecuado para restaurar el “orden” y
poner en cintura a los sectores mesocráticos y obreros que emergían
al protagonismo histórico.
Pero todavía más, entre muchos militares del continente florecía
una incondicional admiración por todo lo germano, cuestión que
subrepticiamente venía unida a una adhesión al “nuevo orden” que
el nacionalsocialismo implantará en Alemania. Los casos más no-
tables al respecto fueron el de las FF.AA. chilenas –las que según
el general Prat, al menos hasta fines de la Segunda Guerra Mundial
eran incondicionales adherentes al régimen nazi– y el de los milita-
res argentinos. Súmese a ello cierta pequeña burguesía intelectual y
profesional, que asumía concepciones nacionalistas y anti nortea-
mericanas, y que eran partidarias de estrechar relaciones con lo que
después fue el eje Berlin-Roma-Tokio, a lo que hay que agregar las
colonias alemanas y los descendientes de emigrantes germanos, que
mantenían el idioma y los vínculos espirituales con su país de origen,
los cuales eran numerosos en el sur de Brasil y de Chile.
Había, pues, en América Latina, fuerzas internas que eran favo-
rables a los imperialismos hostiles a los EE.UU.
A lo dicho cabe añadir la penetración económica alemana en la
región, la que se correlacionaba, en este plano, con una relativa baja
de la presencia de los EE.UU. Según se viera en el capítulo anterior,
entre 1930 y 1938 las exportaciones latinoamericanas a Alemania
pasaron del 7,7%, al 10,3% del total, mientras que, durante el mismo
lapso, las importaciones desde ese país subieron del 10,9%al 17,1%.
Paralelamente, –para el mismo lapso– las exportaciones latinoame-
ricanas a los EE.UU. bajaban del 33,4 % del total al 31,5%.

342
Alemania, por su parte, empezó a hacer considerables esfuerzos
por llevar a cabo una penetración cultural y política en los países
latinoamericanos, para lo cual fue importante la labor que desarrolló
el Instituto Iberoamericano de Berlín. Dentro de la política exterior
alemana este tenía la misión de aportar las bases culturales para la ex-
pansión del Reich en América Latina. Si bien su creación fue anterior a
la asunción del poder por el partido nazi –empezó a funcionar, irregu-
larmente, alrededor de 1930–, será bajo el régimen nacionalsocialista
que intentará llevar del todo a la práctica los objetivos que le habían
dado vida. Tal cosa se verificó bajo la dirección del general Wilhelm
Faupel, quien asumiera su dirección en 1934.
La estrategia fundamental seguida por el Instituto para lograr los
objetivos arriba señalados consistió en establecer una red de “multi-
plicadores” dentro de las elites latinoamericanas. Se entendía por tales
a aquellas personas ubicadas en situación preeminente y que, por lo
mismo, ejercían influencia en la formación de la opinión pública e
intervenían en las decisiones económicas, políticas y militares de sus
respectivos países. Esas personas, adicionalmente, debían caracterizar-
se por la convicción sobre la superioridad cultural y eventualmente ra-
cial alemana respecto de su propio país, sobre cuyas premisas estarían
dispuestas a promover los patrones de conducta alemanes tanto en
general como en sus respectivas esferas de influencia1.
Inicialmente se consideró como potenciales multiplicadores a los
estudiantes y docentes becados en Alemania, pero sobre todo a los
militares que se habían educado allí. Después se avanzaría hacia otras
elites. El objetivo último de esta política consistía en hacer posible
que la población de origen germánico –donde existiera– con el apo-
yo de las elites locales, terminara ocupando los cargos decisivos de la
dirección de los países en los que se alojaba, convirtiendo a estos en
satélites de una Alemania mundialmente dominante. Con tales propó-
sitos, se impelía a las minorías de origen alemán a que racialmente se

1
Farías, Víctor. Los nazis en Chile. Barcelona: Editorial Seix Barral, 2000. p.26.

343
mantuvieran “puras”, a que tomaran conciencia de su superioridad y
a que, en los países latinoamericanos donde existían, se afiliaran a la
sección para el extranjero del Partido Obrero Nacional Socialista.
Por otra parte, con el fin de influir en los militares de la región, el
Instituto Iberoamericano de Berlín creó la revista Ejército-Marina-Avia-
ción, la que se publicó hasta 1944, circulando entre los uniformados de
estos países. Según Farías, estaba destinada a nazificar el militarismo
de los soldados iberoamericanos2.
Washington, por su parte, no podrá permanecer indiferente ante
esta situación, menos todavía cuando una eventual guerra europea –la
que forzosamente se extendería a los otros continentes– empezara a
convertirse en una perspectiva cada vez más real.

2. Washington y la política de “Buena vecindad”


El nuevo panorama político mundial caracterizado por la emer-
gencia de los imperialismos insatisfechos, generó por parte de los Es-
tados Unidos una pronta respuesta. El país, desde 1932, se hallaba
gobernado por Franklin D. Roosevelt quien, frente a la crisis de 1929,
había instaurado el New Deal, el cual contemplaba una relativamen-
te significativa intervención del Estado en la economía, la que se
orientaba a reactivar la decaída actividad productiva y comercial, a
absorber la cesantía, restablecer el crédito, garantizar algunas pres-
taciones sociales al sector laboral, y, en fin, a restituir la normalidad.
En este contexto local fue que el gobierno norteamericano debió
encarar la situación exterior y, particularmente, resolver una política
para América Latina apta para enfrentar los desafíos que aquí se le
presentaban.
En este sentido –aún antes de que Hitler llegara al poder–, Wash-
ington comprendió la urgente necesidad que tenía de reforzar su con-
trol sobre sus vecinos del sur, evitando que los grados de dominio que

2
Farías, Víctor. op. cit., p.407

344
había conseguido sobre ellos le fueran arrebatados por los imperia-
lismos insatisfechos.
Para encarar exitosamente tales desafíos los Estados Unidos
requerían vencer las tendencias antiimperialistas y los recelos que,
como consecuencia de su política del “gran garrote”, por años ha-
bía acumulado en la región. A esos fines, Washington resolvió de-
jar atrás sus viejas prácticas y reemplazarlas por una nueva política
–adecuada a las nuevas circunstancias– a la que denominó como
la del “Buen vecino”. Roosevelt se refirió a ella en su discurso in-
augural cuando, en referencia a América Latina, dijo: “dedicaré esta
nación a la política del buen vecino –del vecino que resueltamente
se respeta a sí mismo, y porque hace esto, respeta los derechos de los
otros–, el vecino que respeta sus obligaciones y respeta la santidad
de los acuerdos en y con un mundo de vecinos”3.
Tales planteamientos, ciertamente, contenían una implícita crítica
a las prácticas que por décadas Washington habían llevado a cabo en
Latinoamérica, esto es, a las intervenciones militares y otras intro-
misiones que desde fines del siglo XIX implementara en la región.
Este viraje, en todo caso, se había insinuado con antelación. En
efecto; ya en 1928 el presidente electo de los EE.UU. –Herbert
Hoover– había realizado un viaje por América Latina proclamando
como buena nueva que el imperialismo se había terminado4.
Los EE.UU., claro está, realizaron el mencionado cambio de po-
lítica no solo sobre el trasfondo internacional arriba referido, sino
también en una situación en la que, pese a las amenazas que se per-
filaban, su dominio se hallaba bien asentado en la región, habiendo
ya quedado atrás la hegemonía británica. De lo que ahora se trataba
era de consolidar y legitimar ese dominio, y de adecuarlo a las nuevas
condiciones internacionales y sus correlativos peligros, teniendo en
cuenta que solo así el mismo podría proyectarse en el futuro. En esa

3
Ramírez Necochea, Hernán. Los Estados Unidos y América Latina (1930-1965). Santiago:
Editora Austral, 1965. pp. 38-39.
4
Ramírez Necochea, Hernán. op. cit., p. 36.

345
perspectiva, los Estados Unidos se esforzaron por auto presentarse
ante los países latinoamericanos como una potencia benefactora,
amistosa, comprensiva e incluso, paternalista.
La política del “buen vecino”, por otra parte, vino acompaña-
da de su correspondiente discurso legitimador, el cual postulaba la
existencia de intereses comunes entre las dos Américas. También
sostenía que entre una y otra había un conjunto de valores esenciales
compartidos. Tales serían la democracia, la libertad, la justicia y el
progreso.
El tema de los valores comunes entre las dos Américas jugaba un
rol fundamental en la política norteamericana. No solo se mostraba
indispensable a los efectos de legitimar la unidad de ambas bajo la
hegemonía del norte, sino también para llevar a cabo un deslinde
respecto de los imperialismos insatisfechos. A estos, en efecto, pasó
a conceptuárselos como foráneos, ajenos a las Américas y, sobre
todo, como “totalitarios” y, por tanto, como representantes de va-
lores contrarios a los propiamente americanos. Es decir, opuestos
a la democracia y a la libertad valores que –según el discurso de
Washington– ambas Américas compartirían, por lo cual deberían
ser defendidos de consuno.
En ese discurso también ocupó un lugar importante el tema de la
protección de las inversiones norteamericanas en la región, ello con
las correspondientes garantías que debían otorgarle los gobiernos.
Se sostuvo que tales inversiones eran necesarias para el progreso de
los países latinoamericanos los cuales, al carecer de recursos propios
suficientes para su desarrollo, requerirían de los capitales del norte.
Por tanto, estos debían ser atraídos y garantizados por los respecti-
vos gobiernos.
El término de la política del “gran garrote” y su reemplazo por
la de “buena vecindad” requería traducirse por parte de los EE.UU.
en una serie de medidas prácticas destinadas a darle credibilidad al
cambio. A este respecto, Washington no dudó en llevar a cabo ini-
ciativas que fueron bien recibidas en América Latina. Fue así como
en 1934 puso fin a su ocupación militar de Haití, que duraba desde

346
1915. El mismo año, Washington suscribió un tratado con Cuba por
el cual se abolió la enmienda Platt, aunque no se modificó el control
norteamericano sobre la base de Guantánamo. Siempre en el mismo
espíritu, en 1936 Washington aceptó revisar parcialmente el tratado
de 1903 que le daba el dominio perpetuo de la zona del canal de
Panamá y otros territorios y aguas ubicados más allá del mismo.
Si bien como producto de esta negociación los EE.UU. mantuvie-
ron su control a perpetuidad sobre la zona del canal, renunciaron a
ocupar territorios y aguas anexas. Y en 1938, en los umbrales de la
Segunda Guerra Mundial, cuando más que nunca requería de go-
biernos amigos en su back yard, Washington renunció a intervenir
militarmente en México cuando Lázaro Cárdenas nacionalizara el
petróleo, aunque exigió que a las empresas norteamericanas expro-
piadas les fueran canceladas las indemnizaciones correspondientes.

3. El perfeccionamiento del sistema interamericano. Las Conferencias inte-


ramericanas
Como resultado del referido giro de la política norteamericana
para América Latina se avanzó hacia un mejoramiento de las re-
laciones entre los Estados Unidos y las demás repúblicas del he-
misferio. Y, sobre todo, resultó perfeccionado el llamado “sistema
interamericano”, el cual –inicialmente con el nombre de “panameri-
canismo”– había venido desarrollándose desde fines del siglo XIX.
Ello se tradujo, durante la década de los treinta del siglo XX, en el
establecimiento de ciertas normas jurídicas destinadas a regular las
relaciones entre los países de ambas Américas, las cuales solían be-
neficiar al país del norte. Bajo esta lógica, y como lo señala Hernán
Ramírez Necochea, todas las naciones latinoamericanas fueron sien-
do unidas por una cadena interminable de tratados, convenciones
y resoluciones que el gobierno de Washington pudo imponer con
astucia y espíritu de previsión5. Ello encontrará su remate durante la

5
Ramírez Necochea, Hernán. op. cit., p. 37.

347
segunda mitad de la década de los cuarenta en el marco de la Guerra
Fría.
Armando De Ramón, por su parte, sostiene que esa red de trata-
dos y de normas –muy favorables a los intereses de los Estados Uni-
dos– fueron fruto de la perseverancia de sus diplomáticos movidos,
sin duda, por las orientaciones de una estrategia de dominación po-
lítica a largo plazo frente al conjunto de naciones latinoamericanas
que no tenían un programa que planificara un futuro que anunciaba
una difícil convivencia6.
Entre los mecanismos a través de los cuales se fue materializando
la política de “buena vecindad” destacan las Conferencias interame-
ricanas. Estas consistían en reuniones en las que participaban los
representantes de todos los gobiernos de la región. En 1933 se llevó
a cabo la de Montevideo. En ella la representación de los EE.UU.
fue presionada por la mayoría de los delegados de los gobiernos
latinoamericanos para que aceptara el principio de no intervención.
La potencia del norte debió acceder. Con posterioridad, el Senado
de los EE.UU. ratificó dicho principio.
En 1936, cuando la situación europea y mundial se había sus-
tancialmente agravado dada la conformación del “Pacto de acero”
entre Berlín, Roma y Tokio –y ante la ratificación práctica de la vo-
luntad expansionista de estas potencias–, se llevó a cabo la Con-
ferencia de Buenos Aires. Esta se realizó a iniciativa de Franklin
D. Roosevelt. En ella el representante norteamericano, Cordel Hull,
expuso el tema que preocupaba a su gobierno: la amenaza bélica
en curso. La conferencia resolvió que en caso de estallido de una
guerra en Europa y otros lugares del mundo, se establecería un sis-
tema de consultas orientado a definir una actitud común entre los
países americanos. De este modo, Washington creaba las premisas
políticas para que Latinoamérica formara con los EE.UU. –y bajo
la hegemonía de este– un bloque continental destinado a enfrentar

6
De Ramón, Armando y otros. Historia de América, tomo III. Santiago: Editorial Andrés
Bello, 2001. p.240.

348
en conjunto a los imperialismos en alza. Otra de las resoluciones de
esta conferencia fue la ratificación del principio de no intervención
planteado en la Conferencia de Montevideo.
En 1938, ad portas de la Segunda Guerra Mundial, se verificó
la Conferencia de Lima, la cual ratificó la solidaridad entre las dos
Américas y manifestó su rechazo a la intervención de terceras po-
tencias en el continente reiterando su voluntad de actuar como blo-
que ante un posible estallido bélico. En el punto tercero de la de-
claración final de la Conferencia se estipuló al respecto lo siguiente:

“En caso de que la paz, la seguridad o la integridad territorial de


cualquier república americana sea amenazada por actos de cualquie-
ra naturaleza que puedan disminuirlas, [la Conferencia] proclama el
común interés y la determinación de hacer efectiva la solidaridad,
coordinando las respectivas voluntades nacionales por medio del
procedimiento de consulta establecido por las convenciones en
vigencia y por las declaraciones de las conferencias interamerica-
nas, usando las medidas que en cada caso las circunstancias hagan
aconsejables”7.

De este modo, en lo que se refiere a política internacional, Amé-


rica Latina quedaba uncida al carro norteamericano. En efecto, los
Estados Unidos consiguieron, con antelación a la Segunda Guerra
–y como parte de su política del “buen vecino”– formar bajo su
dirección un bloque político con los países de la región, el que con-
templaba el compromiso de estos de actuar junto con Washington
ante la eventualidad bélica que se visualizaba en el horizonte. En
tal sentido se puede afirmar que la satelización de Latinoamérica
respecto de los EE.UU. no se configuró durante la segunda post
guerra, sino con antelación a ella. Específicamente, durante la déca-
da de los treinta.

7
Citado por Ramírez Necochea, Hernán. op. cit., p.58.

349
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO IX

El Instituto Iberoamericano de Berlín (Ibero-amerikanisches Institut, Iai)


como centro de penetración nazi en América Latina y Chile8

Víctor Farías

Las elites del Reich seguían aferradas a su convicción de que,


no obstante haber sido derrotadas en 1918 militarmente, Alema-
nia continuaba siendo racial y espiritualmente superior a los demás
pueblos de Europa y que ello exigía una institucionalidad adecuada
para la expansión cultural. La estrategia consistió entonces en crear
un centro a partir del cual el Reich debía poder crear una red de
“multiplicadores” en el seno de las elites culturales iberoamericanas
para favorecer así la expansión alemana. En un inicio solo se contó
con pequeños centros especializados en el estudio de Latinoamé-
rica, como el de Hamburgo (Hamburger Iberoamerikanisches Institut),
cuya función es difícil de valorar hoy debido a que sus actas fueron
destruidas.
Muchas nuevas iniciativas fueron creando conciencia colectiva
de la necesidad urgente de ampliar e institucionalizar la influencia
cultural y económica alemana sobre Iberoamérica. […]
El rápido crecimiento de las relaciones económicas con la Amé-
rica hispana hizo lo restante y abrió así paso para que, precisamente
a partir de Prusia, se crease una institución para la coordinación de
las relaciones germano-iberoamericanas paralelas y complementa-
rias a las que desarrollaban el Ministerio de Asuntos Exteriores y las
otras organizaciones antes aludidas.
Todo este trabajo de difusión cultural puede, efectivamente y en
primera instancia, ser concebido como un proyecto de creación de

8
Farías, Víctor. Los nazis en Chile. Barcelona: Editorial Seix Barral, 2000. p. 25 y siguientes.

350
“multiplicadores extranjeros”. Por tal deben entenderse personas
ubicadas en situación preeminente en su propia sociedad, que ejer-
cen a su vez influencia en la formación de opinión y en la acción de
muchas otras, que intervienen en las determinaciones sobre el desti-
no de recursos económicos y en decisiones relevantes en lo político
y militar. Pero, a la vez, debía tratarse de personas que han sido lleva-
das de un modo u otro a la convicción de la superioridad cultural y
eventualmente racial alemana respecto a la de su propio país, y que,
sobre esta base, están dispuestas a promover como paradigmáticos
los patrones de conducta alemanes en general y en sus respectivas
esferas de influencia. […]
Desde este punto de vista, es posible clasificar a los grupos inicia-
les que el instituto debía visualizar como potenciales “multiplicado-
res” de la germanofilia, en la primera época preparatoria y anterior
a la fundación del Instituto. Un primer grupo fueron los estudiantes
extranjeros que, sin tener aún una posición social consolidada, po-
dían ser llevados a Alemania a fin de obtenerla gracias al vínculo
así creado. Un segundo grupo, históricamente apenas estudiado, es
el de los jóvenes docentes que debían ejercer por periodos breves.
Tampoco este intento fructificó, debido al carácter elitista de las uni-
versidades y a la falta de una política estatal flexible y coherente. Un
tercer frente de acción lo formaron los oficiales del ejército, marina,
aviación y policía que recibieron formación militar en Prusia a fin de
profesionalizar su institución.

351
CAPÍTULO X
América Latina durante la Segunda Guerra Mundial

1. Nuevos esfuerzos de los EE.UU. por alinear a Latinoamérica. Aliadó-


filos y germanófilos. Las izquierdas
El estallido de la Segunda Guerra Mundial dio lugar a nuevos
esfuerzos por parte de los EE.UU. dirigidos a alinear a los países
latinoamericanos bajo su égida, en este caso, enfilándolos en contra
del Eje Berlín-Roma-Tokio. Las conferencias interamericanas cele-
bradas en 1933, 1936 y 1938, referidas en el capítulo anterior, habían
sentado las bases políticas que hacían posible que tal objetivo se
cumpliera a plenitud.
Las presiones norteamericanas en la línea indicada, sin embargo,
debieron enfrentar algunas resistencias, sobre todo en Argentina, y
muy parcialmente en Chile, pero estas finalmente fueron vencidas.
Tales resistencias encontraron en ciertos segmentos de las FF.AA.
uno de sus centros, particularmente allí donde, como en el caso
chileno, las instituciones castrenses habían sido modernizadas por
oficiales alemanes; o de Argentina, donde muchos uniformados se
identificaban abiertamente con la causa germana. Hubo también
ciertos minoritarios círculos conservadores atraídos por el fascismo
y el nazismo, que, al menos durante el comienzo de la conflagración,
se inclinaban más bien hacia el Eje. Lo mismo sucedía con segmen-
tos de la pequeña burguesía intelectual.

353
En alguna medida, pues, en América Latina durante la guerra se
dio el conflicto entre aliadófilos y germanófilos. Los EE.UU., por su
parte, venciendo los obstáculos que se le oponían, en el curso del
conflicto bélico consiguieron alinear a los gobiernos y a los militares
latinoamericanos en torno a su causa, sobre todo después que la
potencia del norte entró formalmente en guerra como producto del
ataque japonés a Pearl Harbor en diciembre de 1941.
Las posiciones de las izquierdas latinoamericanas, particularmen-
te comunistas, finalmente no fueron una barrera para el alineamien-
to de sus países junto a los EE.UU. en contra del Eje. Muy por el
contrario: en cierto modo enérgicamente lo incentivaron, cosa que
ocurrió luego de la invasión alemana a la URSS en junio de 1941. En
ese sentido, los partidos comunistas y otras fuerzas de izquierda –
siempre denunciando a la “quinta columna nazi fascista”, y exigien-
do la ruptura con el Eje– se identificaron del todo con la causa aliada
a la que vincularon a la democracia y al antifascismo. Desde 1935
los partidos comunistas se habían orientado hacia la constitución
de Frentes Populares cuyo objetivo principal era cerrarle el paso al
fascismo y defender la democracia, incluso uniéndose a tales efectos
con partidos burgueses. En América Latina, esos objetivos venían
unidos al apoyo a los procesos de industrialización, todo lo cual
dichos partidos conceptuaron como parte de lo que llamaron “re-
volución democrática burguesa”. Con el fin de contribuir a la unidad
de las fuerzas opuestas al nazi-fascismo, en 1943 la Internacional
Comunista fue disuelta fortaleciendo así la unidad de la causa aliada,
cuestión que en América Latina no dejaría de tener influencia.

2. De la neutralidad a la beligerancia. Las reuniones de consulta


Hasta antes del ataque a Pearl Harbor, los EE.UU. se mantuvie-
ron neutrales en el conflicto bélico, a pesar de que cada vez más pro-
cedían a apoyar con pertrechos a Gran Bretaña. Igual neutralidad
asumieron los países latinoamericanos. En tales circunstancias, ex-
pectantes ante la conflagración y los peligros que representaba para

354
el continente, intensificaron sus mecanismos de coordinación. Así,
procedieron a reemplazar las antiguas conferencias interamericanas
por reuniones de consulta entre los cancilleres, mecanismo que, para
la coyuntura que se vivía, fue considerado más ágil y rápido.

2.1 Las reuniones de consulta de Panamá y La Habana

Ya en septiembre de 1939, apenas estalló la guerra en Europa,


se verificó la reunión de consulta de Panamá. En ella los cancilleres
expresaron su voluntad de mantener alejados a sus países de la con-
flagración, definiendo una amplia zona oceánica en torno a ambas
Américas demandando de los beligerantes no realizar actos de gue-
rra dentro de su perímetro. Pese a que la demanda no fue respetada
(pues a fines de 1939 buques alemanes e ingleses se enfrentaron
ante las costas de Uruguay), la reunión de Panamá no dejó de tener
consecuencias significativas: el movimiento panamericano tomaba
por primera vez posición política unánime frente a una emergencia
internacional1.
Una segunda reunión de consulta se verificó en 1940, esta vez en
La Habana. Teniendo en cuenta los triunfos que las fuerzas alema-
nas estaban obteniendo en Europa, la reunión se limitó a proclamar
la decisión de los países americanos de intervenir conjuntamente
para evitar la transferencia de territorios coloniales enclavados en su
continente a otras potencias europeas2.

2.2 La reunión de consulta de Río de Janeiro

Cuando los EE.UU. entraron en la guerra como producto del


ataque que en diciembre de 1941 hiciera Japón a la flota norteameri-
cana estacionada en Pearl Harbor, las cosas cambiaron. La potencia
del norte presionó entonces a los países latinoamericanos para que

1
Halperin Donghi, Tulio. Historia contemporánea de América Latina. Madrid: Alianza
Editorial, 1970. p.372.
2
Halperin Donghi,Tulio. op. cit., p.373.

355
rompieran sus relaciones con el Eje y, más tarde, para que incluso
le declararan la guerra. La primera demanda quedó plasmada ya en
enero de 1942 en la reunión de consulta de Río de Janeiro. Allí, en
efecto, se acordó recomendar a los países de la región que pusieran
fin a sus relaciones con Alemania, Italia y Japón, y que cerraran sus
embajadas y consulados para evitar así que se convirtieran en cen-
tros de espionaje y subversión. La solidaridad con el país agredido,
los EE.UU. –estipulada en las conferencias anteriores–, justificaría
adicionalmente la medida.
Aparte de lo señalado, la Conferencia de Río de Janeiro fue im-
portante por otro concepto. A saber, en ella fue creada la Junta Inte-
ramericana de Defensa (JID), la que tendría representantes de cada
país latinoamericano y de los EE.UU. La función que se le asignó
consistía en “estudiar y sugerir políticas de defensa común para toda
la región”. Pero en la práctica, y en virtud de la enorme asimetría
del poder militar que existía entre los EE.UU. y el conjunto de los
países latinoamericanos, la JID terminaría más bien sirviendo como
cadena de mando a través de la cual el Pentágono bajaba la línea po-
lítica e ideológica que luego adoptarían las FF.AA. latinoamericanas.
En cuanto a la recomendación que hiciera la Conferencia en or-
den a que los países latinoamericanos rompieran sus relaciones con
el Eje, Chile y Argentina se demoraron en acogerla: el primero la
puso en práctica un año después, y Argentina solo en 1944, cuando
la derrota alemana era del todo previsible.
No sucedió así con los restantes países de la región. Desde ya,
todos los de América Central y el Caribe cerraron filas en torno a
los EE.UU., incluso en ciertos casos procediendo a declarar tempra-
namente la guerra a las potencias del Eje. Brasil lo hizo en agosto de
1942, a pesar de que el Estado Novo que implantara Getulio Vargas
evidenciaba la fuerte influencia que en el país había ejercido el corpo-
rativismo fascista italiano. Se ha dicho que Vargas adoptó este alinea-
miento en virtud del apoyo que tanto Alemania como Italia brindaban
al movimiento integralista de Plinio Salgado, que se le oponía y al
cual había ilegalizado. Otra particularidad del caso brasileño radica

356
en que fue el único país latinoamericano cuyas tropas efectivamente
combatieron en la guerra participando en los frentes europeos.
México, por su parte, en agosto de 1942, también declaró la gue-
rra al Eje aportando sus tropas a la causa aliada, las cuales, no obs-
tante, no entraron en acciones bélicas significativas. Los otros países
latinoamericanos, en distintas fechas, fueron, a su vez, rompiendo
con los países del Eje y, en 1945 les declararon la guerra, aunque sin
participar en acciones bélicas.

3. Otras presiones: el precio de las materias primas y la asistencia militar


La coyuntura de la guerra, en fin, le dio a los EE.UU. la oportu-
nidad de acrecentar aún más su hegemonía sobre América Latina.
Así, junto con urgir a esta a que se alineara en contra de Alemania,
Italia y Japón, la presionó por otros conceptos, de partida, para que
le vendiesen a bajo precio sus producciones. Al respecto, los Esta-
dos Unidos deseaban tener –siempre a precios reducidos– acceso sin
limitaciones a las materias primas estratégicas del continente, ofrecien-
do a cambio préstamos del Exim-Bank. En este sentido, Washington
tenía la firme voluntad de utilizar las presiones económicas como me-
dio para imponer sus objetivos en la región. Ya en 1940 el presidente
Roosevelt había dado su visto bueno a una política orientada a que el
abastecimiento de armas y el crédito fueran utilizados con fines de
obtener el apoyo político y económico de los países latinoamericanos.
En cuanto a los suministros bélicos a las FF.AA. de la región,
en 1941 el Congreso norteamericano aprobó la ley de préstamos y
arriendo, lo que traerá consigo la instauración de misiones militares
norteamericanas permanentes en nuestros países encargadas de ins-
truir a los uniformados locales en el uso de las nuevas armas.

357
4. Casos nacionales
4.1 Brasil: participación activa en la guerra y crisis de la dictadura de Vargas

A lo largo de la Segunda Guerra Mundial, Brasil continuó bajo el


gobierno de Getulio Vargas, quien mantuvo su política de desarrollo
industrial mediante el intervencionismo del Estado. El conflicto bé-
lico en curso estimuló dicho desarrollo en la medida en que cerraba
mercados exteriores al tiempo que, por lo mismo, no permitía reali-
zar ciertas importaciones. Se contribuía así a estimular un desarrollo
hacia adentro. En tal contexto, se llevó a cabo la creación de impor-
tantes industrias básicas en el país, entre las que sobresale la Usina
de Volta Redonda y la fábrica nacional de motores, siempre en el
marco del populismo fascistoide del Estado Novo. Vargas, por otra
parte, que había sido proclamado “padre de los pobres”, en 1943, y
apoyándose en Oliveira Viana, sistematizó la abundante legislación
social que había promulgado hasta el momento, la que en el fondo,
asumiendo muchas reivindicaciones laborales, fue funcional al es-
quema de crecimiento económico industrializador.
Pese a encabezar un régimen dictatorial de tipo corporativista,
Vargas, con un criterio pragmático, y no sin vacilaciones –particu-
larmente cuando la guerra parecía que la ganaría el Eje– terminó
alineándose con los EE.UU. en el conflicto bélico, incluso envian-
do tropas a Europa (1942).También influyó en este alineamiento la
política que siguiera Washington, la que se tradujera en una serie de
préstamos financieros al Brasil, fondos que eran indispensables para
el proceso de industrialización que este llevaba a cabo.
Sin embargo, el alineamiento del gobierno de Vargas con la causa
aliada –que se definía como democrática y libertaria en oposición al
totalitarismo nazi fascista– a poco andar se mostraría poco coheren-
te con el Estado Novo. Tal cosa hará que este último entre en crisis.
Los opositores a la dictadura de Vargas rápidamente se percataron
de las contradicciones del régimen y las utilizaron en su favor identi-
ficando sus demandas anti dictatoriales, democráticas y constitucio-
nales con la causa de los aliados. Pudieron así salir a la calle apoyan-

358
do a esta última, a través de la cual canalizaron sus exigencias de una
restauración constitucional. Vargas, por su parte, no podía reprimir
esas manifestaciones sin entrar en conflicto con los EE.UU., con el
cual se había alineado en la guerra mundial, y sin desairar a sus pro-
pias FF.AA. que en Europa combatían junto a la potencia del norte.
En tales circunstancias, particularmente cuando la guerra se inclinó
en favor de los aliados y de sus correspondientes definiciones polí-
ticas e ideológicas, Vargas se vio en dificultades para ir en contra de
la corriente y se sintió obligado a reasumir una adhesión al consti-
tucionalismo de corte liberal. No obstante, muchos lo consideraron
incapaz de llevar a la práctica estas definiciones.
En tal contexto, y pese al evidente progreso económico que
experimentaba Brasil, la oposición constitucionalista a Vargas fue
creciendo, y a comienzos de 1945 obligó a este a autorizar el fun-
cionamiento de los hasta entonces proscritos partidos políticos, al
tiempo que exigía la celebración de elecciones. Vargas cedió, y con-
vocó a elecciones para una Constituyente que debían celebrarse el
2 de diciembre de 1945. Este itinerario trajo consigo la necesidad
de poner fin a la censura de prensa y de liberar presos políticos.
En esas circunstancias, Vargas, intentando crearse una base política
para tiempos de democracia, respondió organizando dos partidos, el
Social Demócrata y el Laborista o Partido Trabalhista brasileiro (PTB).
La oposición, por su parte, creó la Unión Democrática Nacional,
siempre desconfiando que Vargas pudiera conducir un proceso de
democratización.
El desenlace se produjo en octubre cuando los militares –activos
partícipes de la causa aliada–, con el apoyo del embajador nortea-
mericano, dieran un golpe que obligó a Vargas a renunciar, entre-
gando el mando al presidente del Supremo Tribunal Federal, bajo el
cual se convocaría a elecciones presidenciales.

359
4.2 Argentina: dictaduras militares, el Grupo de Oficiales Unidos (GOU) y el
ascenso de Perón

En Argentina el gobierno de Uriburu, salido del golpe de 1930,


derivó en una restauración constitucional de corte conservador de
rasgos fascistas, arraigada en las clases altas, que al poco andar se
tradujo en el gobierno del general Agustín Justo (1932-1938), el cual
giró en dirección de un conservadurismo liberal y constitucional,
aunque repleto de fraudes electorales, condición para impedir el alza
de los radicales y de las clases medias. Al gobierno de Justo le tocó
encarar gran parte de la crisis de 1929. Para enfrentarla, llevó a la
práctica medidas que le daban al Estado un rol interventor en la
economía, viéndose acelerada la industrialización sustitutiva. El ré-
gimen culminó su periodo en medio de considerables corruptelas.
Le seguiría, en 1938, el breve gobierno de Roberto María Ortiz
quien, en 1940 por razones de salud fuera, a su vez, reemplazado
por su vicepresidente Ramón Castillo. En 1943 Castillo fue derroca-
do por un golpe militar que elevó al general Arturo Rawson, el que
prontamente fuera sustituido por el general Pedro Pablo Ramírez.
El periodo que así se inició tuvo entre sus características principales
el gran peso que los militares ejercieron en la política, quienes, sin em-
bargo, distaban mucho de tener posiciones comunes. Entre ellos la co-
rriente más importante la conformaban los nacionalistas, que en la gue-
rra en curso simpatizaban con Alemania. Otro sector estaba dispuesto
a alinearse con los EE.UU. La misma división se daba en el campo civil.
El núcleo de los nacionalistas estaba compuesto por el Grupo de
Oficiales Unidos (GOU), cuyos miembros habían hecho suya la tesis
de Friedrich Ratzel sobre el agotamiento del rol de las naciones y sobre
el surgimiento del rol de los continentes. Bajo estos supuestos, los ofi-
ciales del GOU consideraban que América Latina debía unificarse bajo
el liderazgo argentino, sacudiéndose con ello del tutelaje norteamerica-
no. En este marco –germanófilos como eran–, defendían la neutralidad
argentina (e idealmente latinoamericana) en la guerra en curso, pues lo
contrario, pensaban, equivalía a ceder soberanía frente a los EE.UU.

360
El rol dirigente que los nacionalistas daban a la Argentina dentro
de Latinoamérica tenía, según su parecer, ciertos pre-requisitos in-
ternos. Entre ellos figuraba la instauración en el país de gobiernos
militares de corte autoritario, a lo que se agregaba la profundización
del proceso de industrialización sustitutiva dirigido por el Estado.
Esto último, a su vez, sería la condición para transformar a la Ar-
gentina en una potencia militar, lo que sería imposible sin disponer
de su propia industria bélica. Bajo estos conceptos los gobiernos
militares impulsarán aún más el proceso de industrialización por
sustitución de importaciones.
Por su parte, el gobierno norteamericano, percatándose de que
Argentina seguía un curso distinto al que deseaba imponerle al con-
junto de Latinoamérica, calificó a su gobierno de pronazi y llevó a
cabo una variedad de medidas económicas en su contra, incluyendo
un embargo de armas. Frente a esta situación, el general Ramírez,
en cuyo gabinete había tanto germanófilos como aliadófilos, intentó
llegar a un avenimiento con Washington, pero este colocó como
condición para cualquier arreglo el que Argentina previamente rom-
piera con el Eje. Tal intransigencia norteamericana debilitó a los
aliadófilos argentinos, mientras que fortaleció a los germanófilos.
En el gabinete del general Ramírez figuraba el coronel Juan Do-
mingo Perón. Este, en octubre de 1943, había asumido el cargo de
jefe del Departamento Nacional del Trabajo en Buenos Aires, al cual
transformó en la Secretaría del Trabajo y Bienestar Social. Desde
esta secretaría, Perón se dedicó a emitir decretos que mejoraban las
condiciones de vida de los obreros, otorgando vacaciones pagadas,
pensiones de jubilación, pagos por accidentes del trabajo, creación
de tribunales especiales del trabajo y otros beneficios. Con ello ad-
quirió posibilidades de intervenir en las huelgas, ganándose, con sus
amplios planes de seguridad social, el favor de los líderes sindicales3.

3
Armando De Ramón y otros, Historia de América, tomo III, Ed. Andrés Bello, Santiago,
2001, p.373.

361
La legislación social de la cual fue artífice le significó a Perón
el apoyo de la poderosa Confederación General de Trabajadores
(CGT), existente desde 1930. A los efectos de consolidar y extender
ese apoyo, Perón puso como requisito para tratar con los sindica-
tos y hacerlos beneficiarios de las medidas estatales el que tuvieran
personería legal, que otorgaba él mismo. Por esta vía marginó a los
líderes sindicales que no le eran favorables y terminó sometiendo la
organización obrera al aparato del Estado. Cumplía así con una de
las características típicas del populismo latinoamericano de la época,
bajo el gobierno del general Ramírez.
En enero de 1944, ante el descubrimiento de que Argentina ha-
bía mandado a un agente a comprar armas en Alemania, el general
Ramírez fue fuertemente presionado por los EE.UU., ante lo cual
finalmente se vio obligado a romper con el Eje. Frente a esta medida
los militares nacionalistas, en marzo de 1944, lo derrocaron insta-
lando en el gobierno al general Edelmiro Farrel, en cuyo ministerio
nuevamente figuraba el coronel Juan Domingo Perón, pero ahora
como ministro de Guerra. En junio sería nombrado vicepresidente.
La oposición al gobierno de los militares pronto se percató de la
importancia del apoyo popular que aquel tenía, comprendiendo a la
vez que tal apoyo se derivaba fundamentalmente de las medidas de
corte social que Perón había venido impulsando desde 1943.Ante
ello, se lanzaron a combatir la figura del coronel y a sus reformas.
Sin embargo, con tal proceder no hicieron más que aumentar su
popularidad entre las masas trabajadoras. Haciendo omisión de lo
dicho, los partidos políticos y el propio embajador norteamericano,
Spruille Braden, intensificaron sus ataques contra Perón, los que se
prolongaron por largo tiempo. Estos ataques culminaron el 19 de
septiembre de 1945, en una gigantesca manifestación realizada en
Buenos Aires con el nombre de Marcha de la Constitución y la Libertad.
Farrel, impresionado por su magnitud, y respondiendo a las presio-
nes de la oposición y de los EE.UU., relevo a Perón de su cargo y lo
recluyó en la isla Martín García.

362
Sin embargo, las fuerzas opositoras no supieron sacar provecho
del vacío que se generaba con la caída del coronel, y nunca se pu-
sieron de acuerdo para ofrecer al país una solución viable, mientras
que los militares tampoco estaban dispuestos a dejar el poder. En
tales circunstancias, el 17 de octubre de 1945 los principales líderes
sindicales y Eva Duarte, movilizaron a las masas obreras las que
multitudinariamente ocuparon el centro de Buenos Aires exigiendo
la liberación de Perón. Durante la misma noche, por instrucciones
de Farrel, el caudillo fue dejado en libertad. Se dirigió entonces a la
Casa Rosada desde cuyos balcones habló a las multitudes obreras
que copaban la ciudad. Luego reasumió sus cargos en el gobierno.
El general Farrel, por su parte, procedió a convocar elecciones pre-
sidenciales para febrero de 1946. En ellas se postularía Perón, quien
triunfó con un 54% de los votos sobre una heterogénea coalición
de partidos que contaba con el explícito apoyo del embajador nor-
teamericano. Una vez en el gobierno, siempre con un enorme apoyo
popular, Perón llevará a su apogeo la experiencia populista que ini-
ciara en 1943.

4.3 Chile: del Frente Popular a la Alianza Nacional y la respuesta germanófila del
nacionalismo civil y militar

En Chile, en 1938, y a menos de un año del inicio de la Guerra


Mundial, se produjo el triunfo del Frente Popular en las elecciones
presidenciales. Entonces, la coalición triunfante se instaló en el go-
bierno bajo la presidencia del radical Pedro Aguirre Cerda. El Par-
tido Comunista, no obstante que había sido el primer impulsor del
Frente Popular, decidió no entrar al gabinete y apoyar al gobierno
desde afuera.
La administración de Pedro Aguirre Cerda le dio un impulso muy
significativo al proceso de industrialización sustitutiva, que venía en
curso desde antes. A tales efectos, en 1939, y después del terremoto
de Chillán, creó la Corporación de Fomento de la Producción.

363
El 9 de noviembre de ese mismo año se produjo un fallido inten-
to de golpe de Estado, encabezado por el general Ariosto Herrera,
quien antes se desempeñara como agregado militar en Roma, trans-
formándose en un admirador de Mussolini. La derecha, sin embar-
go, recelosa de los militares–a quienes distaba mucho de controlar–,
no lo apoyó.
A fines de 1940 el Frente Popular, base política del gobierno, se
quebraría. Jugó para ello un rol decisivo la situación internacional,
particularmente el pacto Ribentrop-Molotov de agosto de 1939, que
vino a cuestionar la idea de Frente Popular cuando la Internacional
Comunista culpó al imperialismo anglo francés –y no al fascismo
alemán– del estallido de la guerra, lo que motivó el rechazo del Par-
tido Socialista. Los comunistas, a su vez, acusaron al PS de entregar-
se a una política de incondicional apoyo a los EE.UU., la que –sostu-
vieron– conllevaría una renuncia al cumplimiento del programa de
gobierno del Frente Popular. Así, este, en la práctica, dejó de existir.
Al año siguiente del quiebre de la coalición de gobierno se pro-
dujo la prematura muerte de Pedro Aguirre Cerda. Entonces se ce-
lebraron nuevas elecciones presidenciales en las cuales se impuso
el radical Juan Antonio Ríos, quien recibió el apoyo de comunistas
y socialistas. El PC nuevamente decidió apoyar al gobierno desde
fuera del gabinete, mientras que el PS se integraba al mismo, pero
solo por un tiempo, luego del cual se retiró en el contexto de una
profunda crisis de identidad.
El gobierno de Ríos llevó a cabo grandes inversiones en indus-
trias básicas, particularmente en la siderurgia de Huachipato, en el
petróleo y en la electricidad, cuyos frutos se verán durante la admi-
nistración siguiente, acelerando la modernización en curso.
En el plano político, una de las pugnas que fue adquiriendo más
relieve en el país fue la referente a la actitud que se debía adoptar
frente a la guerra. En la derecha había importantes sectores ger-
manófilos, mientras que en las FF.AA. predominaban abrumado-
ramente. Y no por casualidad: habían sido los alemanes quienes
habían convertido al ejército en una institución profesional, influ-

364
yendo también en las otras ramas de la defensa. No fue, por tanto,
casualidad que entre jefes militares en retiro y ciertos personeros de
la elite económica haya por entonces llegado a formarse, en plena
guerra, la Asociación de Amigos de Alemania (AAA), la que se di-
solvería solo un poco antes del fin del conflicto ante presiones del
gobierno.
Paralelamente, las organizaciones políticas de extrema derecha,
de cuño nacionalista, que tenían cierta influencia entre sectores de
las clases medias profesionales –y que simpatizaban con Alema-
nia– realizaban fuertes campañas a favor de la neutralidad del país.
Mientras que en el sur, la numerosa colonia alemana era otro foco
de activos partidarios del Eje. A contrapelo, la izquierda –particular-
mente el PC–, y después de la invasión alemana a la URSS, urgiría
al gobierno a luchar en contra la quinta columna nazi fascista y sus-
pendería la lucha de clases para contribuir a la causa aliada.
El gobierno, por su parte, vacilaba no solo ante el peso de los
elementos germanófilos al interior del país, sino también ante los
inciertos resultados de la guerra. Por eso, por un buen tiempo no
cumplió con la recomendación de la reunión de consulta de Río de
Janeiro sobre la ruptura de relaciones con los países del Eje, pero
las presiones norteamericanas y el vuelco del conflicto a favor de los
aliados, hicieron que en enero de 1943 Ríos decidiera romper sus
relaciones diplomáticas con aquellos.
Carlos Maldonado sostiene que en enero de 1944 la inteligencia
británica informó reservadamente al gobierno chileno sobre prepa-
rativos avanzados de un golpe militar contra el presidente Ríos con
el evidente propósito –a lo menos– de restablecer las relaciones con
el Eje, rotas un año antes. Se sindicaba como los principales impli-
cados a conocidos jefes castrenses y líderes nacionalistas civiles. Fra-
casado el proyecto, los cabecillas militares de la conspiración fueron
llamados a retiro solapadamente y sin mayor sanción4.

4
Maldonado, Carlos. “‘La Prusia de América del Sur’: Acerca de las relaciones
militares chileno germanas, 1927-1945”, en Estudios Sociales. Santiago: Corporación de

365
Rematando las tendencias señaladas, en 1945 el país declaró la
guerra a Alemania con el propósito de ser admitido como uno de
los miembros fundadores de las Naciones Unidas.

4.4 Perú: gobiernos de la oligarquía e incondicionalidad del apoyo a los EE.UU.

En Perú, en 1939 asumió el gobierno Manuel Prado, que era un


opulento banquero, típico representante de la oligarquía capitalista
del país. Cuando la guerra estalló, la oligarquía peruana adoptó una
posición claramente pronorteamericana. El gobierno de Prado, a
su vez, coherente con ella, y siguiendo las recomendaciones de la
Reunión de Consulta de Río de Janeiro, en 1942 procedió a romper
relaciones con el Eje. Con antelación, apristas y comunistas le ha-
bían declarado su apoyo, precisamente en virtud de consideraciones
internacionales. Es decir, en virtud de su solidaridad con la causa
aliada.

4.5 Bolivia y Paraguay: la Guerra del Chaco y el nacionalismo

En Bolivia y en Paraguay, países que se vieran profundamente


afectados por la guerra del Chaco, se produjo durante los años trein-
ta un incremento de la intervención de las FF.AA. en la política,
justamente como una de las consecuencias de dicho conflicto. Igual-
mente se vieron estimuladas las tendencias nacionalistas, en parte
en respuesta al rol que les había cabido a las compañías petrolíferas
europeas y norteamericanas en el estallido del mismo. También en
ambos países hubo una revalorización de los pueblos por parte de
los militares, quienes comprobaran los sacrificios que aquellos hicie-
ran en las trincheras y el valor que habían derrochado a lo largo de
la conflagración. No fue extraño, pues, que luego de la guerra del
Chaco, surgiera tanto en Bolivia como en Paraguay un nacionalismo

Promoción Universitaria (CPU), N°73, trimestre 3, 1992. pp. 75-102.

366
militar de corte populista, que aspiraba a realizar ciertas reformas y
que rechazara a las oligarquías tradicionales.
En Bolivia, dentro del contexto señalado, en 1936, y mediante
golpe de Estado, se instaló en el gobierno el coronel Germán Buch,
quien desplazó del poder a los partidos tradicionales. El marco de
la ruptura institucional, más allá de lo señalado arriba, estaba cons-
tituido por una considerable agudización de los conflictos sociales,
traducidos en grandes luchas dadas por los obreros de las minas,
entre los cuales tenía una considerable influencia el Partido Obrero
Revolucionario (POR), de inspiración trotskista.
El gobierno de Buch intentó enfrentar los problemas sociales
que estaban detrás de esos conflictos, mediante reformas que debían
financiarse a través de tributos a pagar por los sectores pudientes.
Estos, sin embargo, se opusieron a dicha pretensión, e igual actitud
adoptaron las compañías mineras. En ese contexto, el coronel Buch
apareció muerto en el palacio presidencial. Se habló de un suicidio,
pero la situación nunca se aclaró.
Luego de esos acontecimientos, en 1940 se restauró la norma-
lidad mediante la investidura presidencial del general Enrique Pe-
ñaranda, apoyado por el establishment tradicional. Entonces, en el
marco de una pronunciada crisis económica, los conflictos sociales
rebrotaron, no solo a través de la acción de los sectores obreros,
sino también de las clases medias. Una parte significativa de estas
apoyaron al Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), que
postulaba una “revolución nacional”. El gobierno de Peñaranda,
por su parte, contaba con el apoyo norteamericano, lo que se tradu-
cía en abundantes créditos. Bolivia era importante para Washington
debido a su producción de estaño, imprescindible por los requeri-
mientos bélicos. Dicha importancia se había acrecentado cuando las
antiguas fuentes de abastecimientos de este recurso, ubicadas en paí-
ses orientales, dejaron de ser accesibles debido a su ocupación por
las fuerzas japonesas. El gobierno de Peñaranda, presionado por los
EE.UU., se alineó claramente con Washington, y por lo mismo no
compartía los afanes nacionalizadores de los grupos nacionalistas,

367
aparte que de que reprimía con fuerza las movilizaciones obreras de
las zonas mineras.
Como resultado de las tensiones referidas, en 1943 se produjo un
golpe de corte nacionalista, que puso en el poder al coronel Gual-
berto Villarroel, el que contó con el apoyo de los sectores trotskis-
tas. Washington, temeroso por el tema del estaño, no reconoció al
nuevo régimen, a pesar de que este desde el comienzo declaró su
adhesión a la causa aliada y mantuvo la declaración de guerra al Eje.
En 1944 se celebraron elecciones que dieron el triunfo a Villa-
rroel, quien ahora pudo ejercer como presidente constitucional. Sin
embargo, los conflictos no cesaron: por el contrario, se vieron agu-
dizados dando lugar a considerables violencias. En noviembre de
ese año se descubrió una conspiración en Oruro que fue reprimida
enérgicamente por el régimen, quien fusiló a varios opositores civi-
les y militares, aparte de otras persecuciones llevadas a cabo sobre
el Partido de Izquierda Revolucionaria, al que solía acusarse de estar
vinculado a la URSS. En 1946 la crisis desembocaría en el derroca-
miento de Villarroel, quien fuera asesinado y su cuerpo colgado de
un farol de la plaza principal de La Paz.
En Paraguay, el reformismo militar se expresó en el régimen que
en febrero de 1936 instaurara el coronel Rafael Franco. Junto con
disolver el Partido Liberal, el nuevo gobierno promulgó leyes la-
borales junto a una tibia Reforma Agraria. Sin embargo, en 1939
Franco cayó como producto del golpe que le dieran los militares pro
oligárquicos encabezados por el mariscal José Felix Estigarribia. El
nuevo gobierno, pese a que marcó la restauración liberal, estableció
un Consejo de Estado de corte corporativista. En 1940 Estigarra-
bia murió en un accidente aéreo, siendo reemplazado por el general
Higinio Morínigo quien instauró una dictadura militar que se pro-
longaría hasta 1948.
Tanto Estigarribia como Morínigo, en cierto modo, adoptaron
las tesis políticas de Getulio Vargas traducidas en la abolición los
partidos, so pretexto de suprimir la beligerancia política y crear una
tregua interior. Morínigo asumió, como Estigarribia, la plenitud del

368
poder. Frente a la Guerra Mundial y la agresión de Japón a los Es-
tados Unidos, Paraguay solidarizó con este y rompió relaciones con
los países del Eje5.

4.6 Uruguay: adhesión incondicional a la “Defensa hemisférica”

En Uruguay el gobierno del general Alfredo Aldomir, que se ex-


tendiera entre 1938 y 1942, llevó a cabo, durante de la Segunda Gue-
rra Mundial, una política de amplia colaboración con los EE.UU.
Como dice Luis Alberto Sánchez, Uruguay fue uno de los países
más fuertemente adheridos a la política de “Defensa Continental”
patrocinada por la Casa Blanca. A fines de 1939 frente a sus costas
se realizó una batalla entre barcos ingleses y el acorazado alemán
Graf Spee, lo que dio lugar a fuertes protestas diplomática contra
ambos beligerantes no solo por parte de Uruguay, sino también por
otros países de la región. Después del bombardeo de Pearl Harbor
por el Japón, el gobierno uruguayo rompió sus relaciones con el
Eje. Como resultado de ello, implementó una fuerte persecución en
contra de lo que se consideró era la quinta columna nazi fascista, y
en febrero de 1945 declaró la guerra a Alemania.

4.7 Ecuador: convulsiones políticas y alineamiento con los EE.UU.

En Ecuador, durante toda la década de los treinta se vivieron


fuertes convulsiones políticas derivadas de la crisis de la dominación
oligárquica y el ascenso de nuevos actores sociales, como las clases
medias y el proletariado. Entre 1939 y 1940 hubo una sucesión de
gobiernos efímeros incapaces de dominar la crisis, y el cuadro se vio
aún más complicado ante el estallido de hostilidades militares con el
Perú resultantes de disputas territoriales. La conflagración, en todo
caso, se resolvió en febrero de 1942 cuando, con la mediación de los
EE.UU., Brasil y Argentina, se firmó el Protocolo de Río de Janeiro.

5
Sánchez, Luis Alberto. Historia General de América, tomo III. Santiago: Ediciones
Ercilla, 1972. p. 1.144

369
También en 1942 –como sucediera con otros países latinoame-
ricanos– Ecuador rompió sus relaciones con el Eje. Incluso más:
autorizó a los EE.UU. a que instalaran bases militares en las islas
Galápagos y en la península de Santa Helena a los efectos de contri-
buir a la defensa de la zona del canal de Panamá. Adicionalmente, el
gobierno ecuatoriano tomó fuertes medidas en contra ciudadanos
alemanes residentes en el país, entregando a algunos a los organis-
mos de inteligencia norteamericanos. En 1945 Ecuador declaró la
guerra a una Alemania ya casi vencida.
La Guerra Mundial, en todo caso, no impidió que la inestabili-
dad política en el país continuara. Fue así como en mayo de1943
se produjo un conato civil armado que dejó numerosas víctimas
fatales. Al año siguiente se produjo el levantamiento de la guarnición
de Guayaquil, renunciando el presidente Arroyo a su investidura.
Lo reemplazó el líder populista José Velasco Ibarra, el que por un
corto tiempo se desempeñará en el cargo. Velasco Ibarra, junto con
convocar a una Asamblea Constituyente que dio lugar a una nueva
Constitución, acusó de traición al gobierno de Arroyo por haber
firmado el Protocolo de Río.

4.8 Colombia: emergencia de las clases obreras, legislación social y alineamiento con
los EE.UU.

En Colombia en 1938 asumió la presidencia del país el liberal


Eduardo Santos, quien la ejercería hasta 1942. Los principales temas
que debió enfrentar su administración fueron, por una parte, los re-
lativos a la posición adoptar ante la Guerra Mundial y, por la otra, su
actitud ante los conflictos sociales en curso. Estos últimos se habían
visto acrecentados durante los últimos años debido a los procesos
de industrialización y urbanización que, como los otros países del
continente, experimentaba Colombia, con su correspondiente creci-
miento de los sectores obreros que reclamaban sus derechos.
En relación a la guerra, el gobierno colombiano llevó a cabo un
acercamiento a los EE.UU., no obstante la persistencia en el país de

370
los resentimientos hacia este derivados del rol que le había cabido
en la secesión de Panamá. Fue así como el gobierno colombiano
declaró su neutralidad ante la guerra, al tiempo que desarrollaba una
creciente colaboración militar con Washington, al cual, por su parte,
le preocupaba la defensa del canal.
En 1942 el gobierno de Colombia fue asumido por Alfonso Ló-
pez, liberal, que ya había gobernado entre 1934 y 1938. En 1943,
cuando los EE.UU. habían entrado en guerra, su gobierno decla-
ró el “estado de beligerancia” con las potencias del Eje, luego que
tres goletas colombianas fueran hundidas por submarinos alemanes.
López entonces tomó incluso medidas en contra de los residentes
germanos, italianos y japoneses en el país, a quienes concentró en
lugares especiales. Ese mismo año, Colombia estableció relaciones
diplomáticas con la URSS.EE.UU., por su parte, insistió en la cola-
boración militar con Colombia ofreciéndole préstamos para adqui-
rir armamentos.
Uno de los aspectos más relevantes del gobierno de López con-
sistió en la dictación de una legislación social que reconoció a los
trabajadores una serie de derechos, respondiendo así a los conflictos
sociales derivados del proceso de industrialización experimentado
durante los últimos años por el país. En este contexto hay que subra-
yar la existencia de un ala filo izquierdista en el gobernante Partido
Liberal, la que concitaba un notorio apoyo popular, particularmente
en la figura de su representante principal, Jorge Eliecer Gaitán.

4.9 Venezuela: transición hacia un régimen constitucional y la importancia del petró-


leo para la causa aliada

En Venezuela, al momento de estallar la Guerra Mundial, se ha-


llaba en el gobierno el general Eleazar López Contreras (1935-1941),
a quien le sucedió el también general Isaías Medina Angarita. Ambos
representaban una transición desde la dictadura de Gómez –de la cual
habían sido funcionarios– hacia una democracia constitucional que,

371
como dice Tulio Halperin Donghi, “estaba dispuesta a transformar-
se en instrumento del orden establecido”6.
Bajo la dictadura de Gómez, Venezuela había vivido de las rentas
del petróleo, las cuales en parte se habían utilizado en la construc-
ción de una considerable infraestructura vial y diferentes obras pú-
blicas. Esta situación, por el momento, no variará mucho.
Una vez estallada la guerra, el gobierno de Medina se esforzó por
identificarse con la causa aliada, democrática y antifascista. Como
parte de ese esfuerzo intentó llevar a cabo cierta democratización
que no era contraria a los intereses de las oligarquías, y dentro de esa
lógica legalizó los partidos –incluyendo el comunista–, y estableció
relaciones con la URSS. La mencionada legalización potenció sobre
todo al Partido Acción Democrática el que, expresando a sectores
de la pequeña burguesía y la mesocracia, se caracterizaba por una
impronta populista al estilo del APRA peruano y del Partido Nacio-
nal Revolucionario de México.
Durante la conflagración bélica, Venezuela se transformó en el
principal proveedor de petróleo de los EE.UU. Solidarizando con
este, el 31 diciembre de 1941, poco después del ataque japonés a
Pearl Harbor, el gobierno venezolano rompió con Alemania, Italia y
Japón, y con la ayuda de Washington, organizó la defensa de los po-
zos petroleros ante una eventual agresión germana. Paralelamente,
congeló los fondos bancarios a personas y entidades vinculadas al
Eje, y a comienzos de 1945 le declaró la guerra a este.
En lo interno, el gobierno de Medina se vio enfrentado al sote-
rrado descontento de la oficialidad joven de las FF.AA. de carácter
mesocrático y el de amplios sectores medios y populares. En 1944
se descubrió un complot militar que, no obstante, pudo ser conju-
rado. Al año siguiente se verificaría otra intentona golpista, aunque
ahora con éxito. La oficialidad joven que lo animaba, encabezada
por el teniente Marcos Pérez Jiménez, buscó apoyo político en el

6
Halperin Donghi, Tulio. op. cit., p. 420.

372
Partido Acción Democrática. El golpe derribó a Medina y colocó en
su lugar a Rómulo Betancourt, líder de dicha colectividad. Acción
Democrática conceptuó al movimiento golpista como una “revolu-
ción nacional”. El nuevo gobierno intentará concitar el apoyo de los
sectores populares, obreros y campesinos, aunque sin romper con la
dependencia respecto de los EE.UU.

4.10 México: viraje conservador y cooperación política y militar con los EE.UU.

En México, ante el estallido de la guerra mundial, el gobierno de


Lázaro Cárdenas impulsó una política de conciliación nacional que
permitió que muchos exiliados pudieran retornar. El mismo año, el
fin de la guerra civil española dio lugar a la recepción por el país de
gran cantidad de refugiados, flujo que luego continuó. Adicional-
mente, México rompió con la España franquista y no reconoció su
régimen, pero sí a un fantasmal gobierno republicano en el exilio.
En cuanto a la Guerra Mundial, al igual como lo hicieran los
otros países latinoamericanos, México se declaró neutral, y junto
con Venezuela se convirtió en uno de los principales proveedores
de petróleo a los EE.UU.
En 1940, al terminar el periodo de Cárdenas, se realizaron elec-
ciones presidenciales, las que se caracterizaron por la violencia. En
ellas triunfó el candidato oficialista, Manuel Ávila Camacho, quien,
ya posesionado del cargo, no dudó romper con el ritmo transfor-
mador del gobierno de Cárdenas en nombre de la unidad nacional
requerida por la guerra mundial en curso. Este giro se tradujo en un
forzado quietismo social favorable al renacimiento de los factores
de poder deteriorados en el periodo anterior. La Reforma Agraria,
antes floreciente, languideció. Los movimientos obreros también. El
capital extranjero, ligado más que nunca –y por razones de seguridad

373
y táctica internacionales–con el capital nacional, se dejó sentir otra
vez poderoso e incontenible7.
En este marco, el gobierno de Ávila Camacho tomó medidas en
contra de los residentes originarios de los países del Eje, y confis-
có barcos italianos y alemanes que recalaban en sus costas. Luego
de Pearl Harbor rompió con Alemania y sus aliados. A los pocos
meses, en mayo de 1942, petroleros mexicanos eran hundidos por
submarinos alemanes, y ante esta situación, México le declaró la
guerra al Eje. Más adelante establecería relaciones diplomáticas con
la URSS, procediendo a intensificar su cooperación militar con los
EE.UU. El aporte norteamericano a la modernización de las FF.AA.
mexicanas, expresado en equipos y entrenamiento, alcanzó entonces
niveles inéditos, lo cual se tradujo en que unidades aéreas mexicanas
tomaron parte en las acciones norteamericanas en contra de Japón.

4.11 Centroamérica y el Caribe: predominio de las dictaduras e incondicionalidad a la


política norteamericana

En Centroamérica y el Caribe –con la excepción de Costa Rica–,


a la fecha perduraban las dictaduras, siempre pronorteamericanas,
en el marco del control de las economías de estos países por las
grandes empresas yanquis. Entre esas dictaduras sobresalen la de
Trujillo en Santo Domingo y la de Somoza en Nicaragua, las que,
en realidad, eran dictaduras familiares apoyadas en “Guardias Na-
cionales”, creadas, armadas y entrenadas por los EE.UU. años atrás
cuando ocuparan militarmente estos países. Ubicados en la cúpula
de tales Guardias Nacionales, Trujillo y Somoza habían devenido en
dictadores. El ilimitado poder que entonces acumularan frecuen-
temente lo usaron para amasar inmensas fortunas familiares que
abarcaban el control de los más diversos segmentos de la economía.

7
Cosio Villegas, Daniel y otros. Historia mínima de México. México: El Colegio de México,
2003. p.155.

374
En Guatemala, Honduras y El Salvador persistieron, en cambio,
dictaduras más tradicionales, normalmente de corte militar. En to-
dos estos casos ellas sirvieron como elemento defensivo contra ten-
tativas rivales de implantar regímenes análogos, y fueron además el
instrumento político más adecuado para la conquista de la riqueza.
Frente a ellas la oposición no faltaba: era la de los viejos partidos
conservadores o liberales, dominados por las oligarquías tradicio-
nales8, mientras que la oposición popular o mesocrática organizada
prácticamente no existía.
En Cuba la situación era algo distinta. Después de la caída de
Machado, y de una sucesión de efímeros presidentes, el poder en
1940 quedó en manos de Fulgencio Batista, hombre fuerte del ejér-
cito. Su gobierno, inicialmente conceptuado como progresista, es-
timuló la sindicalización obrera, lo que le valió el apoyo del Partido
Comunista. En 1944, Batista intentó ser reelecto, pero perdió en las
urnas. El triunfador fue Ramón Grau San Martín, apoyado por el
Partido Revolucionario Auténtico, de base mesocrática. La adminis-
tración de este, no obstante, defraudó a tal punto que se originó una
intensa corrupción.
En resumen, como se ha visto, durante el curso de la Segunda
Guerra Mundial, la generalidad de los países centroamericanos y
del Caribe adoptó una actitud de temprano y cerrado apoyo a los
EE.UU., de quien dependían en todo sentido. Fue así como proce-
dieron a romper con Alemania y sus aliados, incluso declarándoles la
guerra inmediatamente después del ataque japonés a Pearl Harbor.
Por tal concepto, persiguieron dentro de sus territorios a las perso-
nas y entidades vinculadas al Eje y pusieron sus recursos naturales a
disposición de los EE.UU. a precios convenientes para este.

8
Halperin Donghi, Tulio. op. cit., p.379.

375
5. La Conferencia de Chapultepec y la institucionalización del imperio
norteamericano
En febrero de 1945, cuando el término de la Segunda Guerra
Mundial se veía cercano y la derrota alemana como inevitable, en
México se celebró una nueva Conferencia Interamericana. Su objeto
–se dijo– eran los problemas de la guerra y de la paz que marcarían
al periodo que estaba por iniciarse. Argentina, enredada en sus dife-
rencias con los EE.UU., no asistió.
La Conferencia trazó los principios rectores de la instituciona-
lidad interamericana de post guerra. En los años siguientes, a tra-
vés de una serie de reuniones y conferencias, tales principios serán
traducidos al plano institucional, lo que en la práctica no hará sino
formalizar aún más la hegemonía de los EE.UU. en la región, tanto
en lo político, en lo económico como en lo militar.
En cuanto al plano político y militar, la Conferencia de Chapul-
tepec abordó el tema de la seguridad hemisférica, sentando el prin-
cipio que establecía que cualquier ataque armado –no solo extra
continental, sino también proveniente de la región misma– en con-
tra de algunos de los firmantes del Acta debía considerarse como un
ataque en contra de todos, los cuales, por tanto, debían participar en
la defensa común. Ciertamente que una vez que Alemania fuera de-
rrotada este principio no podía sino apuntar en contra de la URSS,
en el futuro cercano segura adversaria de los EE.UU.
La Conferencia de Chapultepec también aprobó el principio de
resolución pacífica de las controversias que pudieran surgir entre los
países del continente, con lo cual evidenciaba su aspiración a man-
tener tranquilo el “patio trasero” de los EE.UU.
No menos importantes fueron las resoluciones que la Conferen-
cia adoptó en el terreno económico. A través de ellas se pretendía
convertir a las economías de nuestros países en complementarias
de la norteamericana y funcionales a la expansión de sus empresas
transnacionales (ETN) por la región. Tales eran las miras del lla-

376
mado “Plan Clayton”, que la Conferencia aprobara, en el cual se
estipuló que los países latinoamericanos debían:

a) “Prestar amplias facilidades para el libre tráfico e inversión


de capitales, dando igual tratamiento a los capitales nacionales y
extranjeros”;

b) “Reducir las barreras de toda índole que dificultan el comercio


libre entre las naciones”;

c) “Cooperar para la adopción de una política de colaboración


económica internacional que elimine los excesos a que puede
conducir el nacionalismo económico, evitando la restricción
exagerada de las importaciones”; y

d) “Promover el sistema de iniciativa privada en la producción,


que ha caracterizado el desarrollo económico de las Repúblicas
americanas”9.

Cada una de estas medidas servirá a los efectos de reforzar el


carácter dependiente de las economías latinoamericanas, así como
también su desnacionalización.
La Conferencia de Chapultepec cerró un ciclo e inició otro den-
tro de la dominación de los EE.UU. sobre Latinoamérica. Este úl-
timo se desplegará del todo durante la postguerra y se caracterizará
por tener un carácter institucional más marcado.
Los acuerdos de la Conferencia, en fin, junto con perfilar el rol
de Latinoamérica en la postguerra, una vez más pusieron de mani-
fiesto la incapacidad de las oligarquías y de las burguesías latinoa-
mericanas para impulsar un desarrollo independiente de sus países.

9
Necochea, Hernán Ramírez. Los Estados Unidos y América Latina (1930-1965). Santiago:
Editorial Austral, 1965. p. 135

377
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO X

Documento del Grupo de Oficiales Unidos (GOU)10

3 de mayo de 1943

“Camaradas: La guerra ha demostrado palmariamente que las na-


ciones no pueden ya defenderse solas. De ahí el juego inseguro de
las alianzas, que mitigan, pero no corrigen el grave mal. La era de
la nación va siendo sustituida paulatinamente por la era del Conti-
nente. Ayer los feudos se unieron para formar la nación. Hoy, las
naciones se unen para formar el Continente. Esa es la finalidad de
esta guerra.
Alemania realiza un esfuerzo titánico para unificar el continente
europeo. La nación mayor y mejor equipada deberá regir los desti-
nos del continente de nueva formación. En Europa será Alemania.
En América, en el norte, la nación monitora será por un tiempo
Estados Unidos de Norteamérica.
Pero en el sur no hay nación lo suficientemente fuerte para que
sin discusión se admita su tutoría. Hay solo dos naciones que po-
drían tomarla: Argentina y Brasil.
Nuestra misión es hacer posible e indiscutible nuestra tutoría.
La tarea es inmensa y llena de sacrificios. Pero no se hace patria
sin sacrificarlo todo. Los titanes de nuestra independencia sacrifica-
ron bienes y vida. En nuestro tiempo, Alemania ha dado a la vida un
sentido heroico. Esos serán nuestros ejemplos.
Para realizar el paso que nos llevará a una Argentina grande y
poderosa, debemos apoderarnos del poder. Jamás un civil compren-
derá la grandeza de nuestro ideal, habrá, pues, que eliminarlos del

10
En Magnet, Alejandro. Nuestros vecinos justicialistas. Santiago: Editorial del Pacífico,
1954. p.136, 137.

378
gobierno y darles la única misión que les corresponde: Trabajo y
Obediencia.
Conquistado el poder, nuestra misión será ser fuertes: más fuer-
tes que todos los otros países reunidos. Habrá que armarse, armarse
siempre, venciendo dificultades, luchando contra las circunstancias
interiores y exteriores. La lucha de Hitler en la paz y en la guerra
nos servirá de guía. Las alianzas serán el primer paso. Tenemos ya
al Paraguay; tendremos a Bolivia y Chile: con Argentina, Paraguay,
Bolivia y Chile nos será fácil presionar al Uruguay. Luego las cinco
naciones unidas atraerán al Brasil, fácilmente, debido a su forma
de gobierno y a grandes núcleos de alemanes. Entregado el Brasil
el continente sudamericano será nuestro. Nuestra tutoría será un
hecho, un hecho grandioso, sin precedentes, realizado por el genio
político y el heroísmo del ejército argentino.
¿Mirajes? ¿Utopías? Se dirá. Sin embargo, dirigimos de nuevo
nuestras miradas hacia Alemania. Vencida se le ve firmar en 1919
el Tratado de Versailles que la mantendría bajo el yugo aliado en
la calidad de potencia de segundo orden por lo menos cincuenta
años. En menos de veinte años recorrió fantástico camino. Antes de
1939, estaba armada como ninguna otra nación y en plena paz había
anexado a Austria y Checoslovaquia. Luego en la guerra se plegó a
su voluntad la Europa entera. Pero no fue sin duros sacrificios. Fue
necesaria una dictadura férrea para imponer al pueblo los requeri-
mientos necesarios al formidable programa. Así será en Argentina.
Nuestro Gobierno será una dictadura inflexible aunque al co-
mienzo hará las concesiones necesarias para afianzarse sólidamente.
Al pueblo se lo atraerá, pero fatalmente tendrá que trabajar, privarse
y obedecer. Trabajar más, privarse más que cualquier otro pueblo.
Solo así podrá llevar a cabo el programa de armamento indispensa-
ble para la conquista del continente. Al ejemplo de Alemania; por
la radio, y por la educación se inculcará pueblo el espíritu favorable
para emprender el camino heroico que se le hará recorrer. Solo así
llegará a renunciar a la vida cómoda que ahora lleva. Nuestra gene-
ración será una generación sacrificada en aras de un bien más alto:

379
la patria argentina, que más tarde brillará con luz inigualable en bien
del continente y de la humanidad entera.
Viva la Patria, arriba los corazones.

380
CAPÍTULO XI
La segunda postguerra y la satelización de
América Latina respecto de los Estados Unidos

Al término de la Segunda Guerra Mundial la satelización de


América Latina respecto de Washington alcanzó niveles aún mayo-
res que en los años recientes, llegando incluso a institucionalizarse.
Tal cosa se materializó dentro de un nuevo contexto internacional
constituido por la Guerra Fría y la conversión de los EE.UU. en una
superpotencia planetaria.

1. El Marco: la Guerra Fría y la expansión económica de los EE.UU.


Como es sabido, la Guerra Fría se desplegó ante la conformación
del sistema socialista encabezado por la URSS, cuestión que se dio
paralelamente a los comienzos del derrumbe del sistema colonial.
El esfuerzo principal que en ese marco llevaron a cabo los EE.UU.
consistió en contener lo que consideraron era la expansión del blo-
que soviético, y en impedir que las fuerzas populares que sobre todo
en Europa habían salido fortalecidas del conflicto bélico, pudieran
tomar el poder y desarrollar proyectos de perspectiva anticapitalista.
Como parte de su política de contención, los EE.UU., junto a sus
aliados europeos, crearon la Organización del Tratado del Atlántico
Norte (OTAN). Situación análoga se dio en otros continentes don-
de Washington impulsó la formación de diversas alianzas militares,
siempre enfiladas en contra de la URSS, lo que implicó el despliegue
de sus bases a lo largo y ancho del planeta. Telma Luzzani sostiene

381
que de las 14 bases que en 1938 poseían los EE.UU. en el extran-
jero, pasó a tener 30 mil durante la guerra, de las cuales en los años
siguientes dejó en funciones 2 mil1.
Este empeño norteamericano era posible no solo en razón de su
potencia bélica, sino también por la fortaleza de su economía. A este
respecto hay que subrayar que a lo largo de la guerra, los EE.UU.
experimentaron un considerable crecimiento dinamizado por su in-
dustria militar. En 1945, su Producto Nacional Bruto alcanzaba los
317.500 millones de dólares, que representaba una considerable alza
respecto de los 149.300 obtenidos durante 1929,el más alto antes de
que estallara la crisis2. Tal crecimiento se había visto favorecido por
el hecho de que, a diferencia de lo ocurrido en Europa y otras regio-
nes, el conflicto bélico no tocó el territorio norteamericano y, por
tanto, ninguna porción de las fuerzas productivas del país resultó
dañada. A esto cabe agregar que los EE.UU. se transformaron en
proveedores de armas a sus aliados, de lo cual a la larga obtendrán
ingentes ganancias.
Ese poderío económico, luego de terminada la guerra –en el mar-
co de una relativa reconversión civil de su producción–, se derramó
por todo el mundo en forma de inversiones y préstamos, dando
lugar a la apertura de nuevos mercados para los productos nortea-
mericanos. El comercio del país alcanzó entonces niveles inéditos, al
igual que sus inversiones, las que se vieron notablemente incremen-
tadas en todo el planeta, y también, por cierto, en América Latina.
En ese despliegue, los EE.UU. desplazaron al viejo colonialis-
mo anglo-francés, incluso en el Oriente, donde históricamente este
había sido fuerte. Asociándose a veces con compañías inglesas o
japonesas, o en pugna abierta con ellas –sostiene Hernán Ramírez
Necochea–, los norteamericanos tomaron el control casi completo

1
Luzzani, Telma. Territorios vigilados. Cómo opera la red de bases militares norteamericanas en
Sudamérica. Buenos Aires: Editorial Debate, 2012. p. 93.
2
Ramírez Necochea, Hernán. Los Estados Unidos y América Latina (1930-1965). Santiago:
Editora Austral, 1965, p.75.

382
del petróleo del Cercano y Medio Oriente, y realizaron inversiones
en fuentes productoras de materias primas o en actividades indus-
triales3.
Paralelamente, los EE.UU. debieron hacer considerables esfuer-
zos para levantar a la devastada Europa a fin de convertirla tanto en
compradora de sus productos como un lugar donde colocar las in-
versiones de sus ETN. A tales efectos, se implantó el Plan Marshall,
que también tenía objetivos políticos, los cuales consistían en man-
tener a los países beneficiarios dentro de la órbita de Washington.
El plan permitirá la afluencia hacia el viejo continente de grandes
masas de capital acumulados en territorio norteamericano.
De este modo, en fin, los EE.UU. se convirtieron en un súper
poder mundial. Fue en tal contexto que concibieron a América La-
tina como una reserva suya tanto en lo político y lo económico,
como en lo militar, y como una pieza más dentro de su estrategia de
dominio mundial. En ese marco, la hegemonía norteamericana en el
continente, ya casi sin contrapeso alguno, pasó a ejercerse en forma
redoblada.

2. La institucionalización del sistema norteamericano de control sobre Amé-


rica Latina
Durante la postguerra, los EE.UU. institucionalizaron su domi-
nación sobre América Latina con el fin de subordinarla a su política
mundial, cuyo aspecto más importante estaba constituido por su
enfrentamiento con el naciente bloque soviético.

2.1 El discurso legitimador: “mundo libre” versus “totalitarismo”

El discurso legitimador de dicha institucionalización se basó en


una construcción ideológica estructurada en torno a la antítesis en-
tre “democracia y comunismo”, donde la primera representaría la

3
Ramírez Necochea, Hernán. op. cit., p. 83.

383
libertad, supuestamente inherente al modo de vida y las tradiciones
americanas y occidentales, mientras que el segundo encarnaría un
sistema “totalitario”, cuyo centro se hallaría en la URSS, desde don-
de intentaría infiltrarse en el “mundo libre” para socavarlo desde
dentro y finalmente someterlo al control de Moscú.
Una de las particularidades más relevantes de esta construcción
ideológica consistía en atribuirle a todo movimiento popular, anti-
capitalista, antiimperialista y partidario de la independencia de nues-
tros países respecto de los EE.UU. el ser meros instrumentos de un
totalitarismo de raíz foránea, supuesto a través del cual se les negaba
toda legitimidad. En la otra cara de la medalla se incluía dentro del
bando defensor de la democracia y la libertad a las dictaduras lati-
noamericanas sobre las que Washington tenía total control, inclu-
yendo la de Somoza y Trujillo.
Con base en la descrita construcción ideológica, el sistema inte-
ramericano que institucionalmente se consolidó durante la postgue-
rra defenderá en la región los intereses geopolíticos y económicos
de los EE.UU.

2.2 La “Doctrina Truman”

El proceso de institucionalización del dominio norteamericano


sobre América Latina –cuyas bases en gran medida fueron puestas
por la Conferencia de Chapultepec– alcanzó un ritmo considerable
a partir de 1947. En febrero de ese año, el presidente de los Estados
Unidos, Harry Truman, proclamó la doctrina que lleva su nombre,
según la cual Washington apoyaría activamente a los gobiernos que
–de hecho bajo su égida– se alinearan en contra de la Unión Sovié-
tica y de las fuerzas anticapitalistas que emergían robustecidas de la
Segunda Guerra Mundial. Ese mismo año de 1947, el 26 de julio,
Truman firmó el Acta de Seguridad Nacional, por la cual se dio
vida a la CIA. La entidad, que fuera heredera de la Oficina de Servi-
cios Estratégicos –que jugara un importante rol durante la Segunda
Guerra Mundial–, tuvo como objetivo reunir y analizar información

384
relativa a los enemigos externos de los EE.UU., a fin de que el Pre-
sidente y el Congreso tomaran sus decisiones de política exterior.
Pero prontamente la Agencia fue más allá de esos propósitos y, con
el acuerdo tácito de las altas esferas del Estado norteamericano, se
especializó en operaciones clandestinas orientadas a intervenir en
países extranjeros según las necesidades e intereses de los EE.UU.4

2.3 El Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y la “Escuela de


las Américas”

Casi por esos mismos días, en agosto de 1947 en Río de Janeiro


se celebró la Conferencia Interamericana para el mantenimiento de
la Paz y la Seguridad Continentales. En ella se darían importantes
pasos dirigidos a plasmar institucionalmente los principios consa-
grados en la Conferencia de Chapultepec, particularmente los refe-
rentes a la defensa continental respecto de un ataque externo, pero
también aquellos otros destinados a impedir conflictos intrarregio-
nales. A los efectos, el 2 de septiembre de 1947 se creó el Tratado
Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), también conocido
como Tratado de Río de Janeiro.
El tratado acordó medidas colectivas frente a eventuales ataques
armados desde el exterior y también frente a posibles conflictos en-
tre sus miembros. Se estableció que en ambos casos, el organismo
de consulta debía tomar la iniciativa haciendo posible una respuesta
conjunta orientada tanto a defender el continente de ataques exter-
nos –implícitamente del bloque soviético– como a proveer alterna-
tivas de solución pacífica a los eventuales conflictos entre sus países
suscriptores.
De este modo el TIAR, en cierto sentido, pasó ser el equivalente
latinoamericano de la OTAN y de otros pactos militares que por
entonces a lo largo y ancho del planeta los EE.UU. organizaban en

4
Corvalán Marquez, Luis. La secreta obscenidad de la historia de Chile contemporáneo. Santiago:
Ceibo Ediciones, 2012. p.14.

385
contra la URSS. Sus efectos en las instituciones armadas del conti-
nente no serán menores, y consistirán en su sometimiento fáctico al
Comando sur del ejército norteamericano, con su correspondiente
funcionalización a los intereses geopolíticos de la potencia del nor-
te. A esto se le agrega la ideologización de que serán objeto, que les
hará ver en los movimientos populares y partidarios de la indepen-
dencia de América un enemigo, a los que se opondrán activamente.
Cabe señalar que ya el año anterior a la firma del TIAR –esto es,
1946–, fue creada la Escuela de las Américas, la que se estableció en
la zona del Canal de Panamá, cuyo objetivo fue dar entrenamiento
a oficiales de las Fuerzas Armadas Latinoamericanas. Así, estas, a
través de dicha escuela y del TIAR, y en plena Guerra Fría, termina-
ron de ser integradas al sistema de defensa hemisférica propiciado
por Washington, por cuyo concepto siguieron recibiendo no solo
equipos y entrenamiento por parte de instructores norteamericanos
–como durante la Segunda Guerra Mundial– sino que también, y lo
que es más importante, adoctrinamiento ideológico.
Incluso con antelación a la doctrina Truman, los EE.UU., subrep-
ticiamente, habían venido construyendo las premisas de su decisiva
influencia ideológica en las FF.AA latinoamericanas. Sobre este punto,
el memorando conjunto de los Departamentos de Estado, Guerra y
Marina de los EE.UU., preparado en julio de 1945, declaraba que la
ayuda militar a la región incluiría “el adoctrinamiento, entrenamiento y
equipamiento de las fuerzas armadas de las otras repúblicas america-
nas, con el fin de facilitar la defensa del hemisferio”5.
Más tarde, en esa misma línea, el presidente Truman fue aún más
explícito. Precisó que la defensa hemisférica requería medidas de so-
lidaridad destinadas a repeler ataques armados desde fuera del conti-
nente y ataques internos provenientes del comunismo, cuya amenaza –decía–
era cada vez mayor6. Esto, en resumen, significaba que la potencia

5
Faúndez, Julio. Izquierdas y democracia en Chile, 1932-1973. Santiago: Ediciones BAT,
1992. op. cit, p.81.
6
Faúndez, Julio, op. cit, p.81

386
dominante –es decir, los EE.UU.– adoctrinaría, entrenaría y armaría a
las FF.AA. del continente en aras de sus propios objetivos geopolíticos
e ideológicos los que, como lo señala Manuel Salazar, no consistían
sino en “mantener el dominio de los EE.UU. en el continente y el
control sobre sus materias primas”7.
En esa perspectiva, la creación de la Escuela de las Américas pre-
tendía formar, entre los uniformados, verdaderos líderes –en los he-
chos– capaces de llevar a cabo golpes de Estado pronorteamericanos
cuando la situación lo requiriese.
Telma Luzzani, por su parte, sostiene que a partir de la segunda
mitad del siglo XX, el papel de los militares latinoamericanos fue fun-
damental en la historia de nuestros países. Ellos fueron el instrumento
–aunque no los únicos instigadores internos ni los más beneficiados–
que permitieron un progresivo sometimiento de Latinoamérica al po-
der imperial de los EE.UU8.

2.4 La Conferencia de Bogotá y la creación de la OEA

Al año siguiente de creado el TIAR fue fundada la Organización


de Estados Americanos (OEA). Tal cosa se verificó en la Conferen-
cia de Bogotá, que se celebrara en abril y mayo de 1948. La Confe-
rencia aprobó la Carta de la OEA, los términos de un pacto sobre
soluciones pacíficas de controversias, un convenio educativo, una
resolución sobre colonias europeas en América y una Declaración
sobre Derechos Humanos. También aprobó criterios económicos
que repetían los acuerdos de la Conferencia de Chapultepec rela-
tivos al estímulo a las inversiones extranjeras que debían hacer los
países de la región, inversiones que tendrían que recibir el mismo
trato que el capital local y ser garantizadas por los Estados, todo lo
cual, ciertamente, iba en beneficio de las ETN norteamericanas.

7
Salazar, Manuel. Las letras del horror, tomo I: la DINA. Santiago: LOM, 2011. p. 9.
8
Luzzani, Telma. op. cit., p.112.

387
Los objetivos más importantes que la OEA dijo asumir fueron
los relativos a la garantía de la seguridad colectiva, por un lado, y la
solución pacífica de los conflictos regionales, por el otro. Como se
viera en el capítulo anterior, estas temáticas habían sido perfiladas en
la Conferencia de Chapultepec y hechas suyas en 1947 por el TIAR.
La OEA constituirá un importante componente del proceso de
institucionalización del dominio norteamericano sobre Latinoamé-
rica. Ella, en efecto, vino a ser el principal instrumento jurídico-
político de dicho dominio. No es menos cierto que ese rol quedó
un tanto invisibilizado ante la retórica que el organismo adoptó, que
hacía mención a la solidaridad continental, la preservación de la paz,
de la democracia y la libertad.
En cuanto a su organización, la OEA quedó estructurada en las
siguientes instancias: a) la Conferencia Interamericana, que pasó a
ser su organismo supremo formalmente encargado de determinar
su acción y sus políticas generales; b) la reunión de consulta de los
ministros de relaciones exteriores, que debía actuar frente a proble-
mas de carácter urgente; c) el Consejo, que sería un cuerpo Ejecuti-
vo permanente; d) un secretariado, también de carácter permanente,
que debía cumplir tareas administrativas y de coordinación, y; e)
otros organismos especializados creados para tratar asuntos técni-
cos o específicos, pero de interés común9.
Agreguemos que la OEA reconoció el principio de no interven-
ción en asuntos internos de otros Estados. Washington, por su par-
te, utilizó este principio para no cuestionar la existencia de las dicta-
duras que le eran proclives. Más aún cuando, allí donde le interesara,
podía llevar a cabo su intervencionismo mediante otras cláusulas.
Entre ellas se encontraban las relativas al comunismo, con cuyo
pretexto se debía activar una respuesta colectiva frente a quien fuera
acusado de ser la expresión o instrumento de este, como se verá a

9
De Ramón, Armando y otros, Historia de América, tomo III,. Santiago: Andrés Bello,
2001. p. 257.

388
comienzos de los cincuenta en Guatemala durante el gobierno de
Jacobo Arbenz (1951-1954).
Uno de los objetivos más importantes que los EE.UU. perseguían
a través de la OEA consistió en impedir que organismos internacio-
nales de carácter mundial –principalmente las Naciones Unidas– to-
maran parte en la solución de los problemas que se produjeran en
ambas Américas. De cumplirse tal objetivo –sostiene Ramírez–, las
naciones del continente quedarían aherrojadas a la omnipotente vo-
luntad norteamericana en importantes asuntos de política exterior.
Cualquier conflicto que se suscitara entre una república latina y los
Estados Unidos pasaría a conocimiento de la OEA, debiendo ser
resuelto en primera instancia por este organismo regional, vale decir,
por un instrumento de la política externa estadounidense. De esta
forma, los Estados Unidos no solo consagraron su absoluta supre-
macía en el continente –agrega Ramírez–, sino que también crearon
un dispositivo que le permitiera actuar como juez y tomar parte en
situaciones conflictivas en que estuvieran envueltos10.
En resumen, inmediatamente después de la segunda postguerra,
los EE.UU. lograron institucionalizar su dominación sobre América
Latina. Ello, como hemos visto –y siempre a la sombra de la doctri-
na Truman–,operó a través de la creación del TIAR, de la Escuela
de las Américas y de la fundación de la OEA, instituciones cuyas
bases habían sido perfiladas en la Conferencia de Chapultepec. Se
consolidó así el llamado sistema interamericano, al que, aparte de
las instituciones señaladas, le fuera inherente una gran cantidad de
acuerdos anexos sobre las más diversas materias.
De esta manera, la gran disyuntiva que de hecho enfrentaban
los países latinoamericanos, que consistía en su integración en aras
de un proyecto de desarrollo independiente, versus una integración
panamericana subordinada al control de Washington, parecía resol-
verse en favor de esta segunda opción. A tal desenlace se plegaron

10
Ramírez Necochea, Hernán. op.cit., p.148, 149.

389
las oligarquías y las burguesías gobernantes en el continente, demos-
trando una vez más con ello que carecían de vocación verdadera-
mente nacional.

3. Algunas manifestaciones adicionales de la subordinación de América La-


tina a los EE.UU. en la segunda postguerra
Al término de la conflagración mundial, cuando se crearon las
Naciones Unidas, los países latinoamericanos ingresaron a esta
como miembros fundadores. Fue teniendo a la vista este objetivo
que antes de finalizar el conflicto habían roto sus relaciones con el
Eje e incluso, antes o después, le habían declarado la guerra. Luego,
en su desempeño en el organismo, los países latinoamericanos nor-
malmente votarán en bloque apoyando los puntos de vista de los
EE.UU. evidenciando la condición satelital en que habían quedado.
En todo caso, dicho alineamiento no fue óbice para que parale-
lamente, en lo relativo a otros aspectos, algunos países, como Ar-
gentina –y a comienzo de los años cincuenta Brasil, Guatemala y
en cierto modo Bolivia– intentaran seguir un curso distinto al que
habrían deseado los EE.UU. En ellos, en efecto, se hicieron fuertes
las tendencias nacionalistas y populistas que, al menos en el caso
argentino, rechazaron la hegemonía norteamericana en la región, as-
pirando a una especie de capitalismo nacional en el marco de una
integración del continente.
Según se verá más adelante, en tales situaciones Washington –en
estrecha unión con las oligarquías de los países respectivos– tomará
medidas para remover a los gobiernos díscolos.
Otras manifestaciones de la condición subalterna en la que
por entonces quedaron los países latinoamericanos respecto de los
EE.UU. –particularmente desde que el presidente Truman expresara
su doctrina–, estuvo constituida por la ruptura de sus relaciones diplo-
máticas con la URSS. Cuando, durante la guerra, Moscú fuera un im-
portante aliado de Washington, muchos gobiernos latinoamericanos
habían establecido relaciones amistosas con los soviets. Pero ahora,

390
modificado sustancialmente el cuadro internacional, debían seguir los
rumbos de la potencia hegemónica de la región, o sea, los EE.UU.
Complementando su ruptura con Moscú –y siempre como mani-
festación de su sometimiento a la política norteamericana–, el grue-
so de los gobiernos de los países del continente puso fuera de la
ley a los Partidos Comunistas. En el caso chileno, incluso se llegó
a abrir un campo de concentración para recluir a los dirigentes y
militantes de esta colectividad, que hasta el momento participaba en
el gabinete.
Adicionalmente, durante el periodo señalado, la condición sate-
lital de las repúblicas latinoamericanas se vio acentuada en el plano
militar. En efecto, a lo largo de la década de los cincuenta, Washing-
ton fue firmando con los gobiernos de la región tratados bilaterales
que le permitían asesorar a sus FF.AA., lo que incluía la instalación
de misiones militares permanentes en sus territorios. Esta situación
aumentaba la dependencia de los uniformados latinoamericanos
respecto de los EE.UU., reforzando los lazos establecidos mediante
la Escuela de las Américas y el TIAR.
En ese contexto la Casa Blanca, con bastante éxito, fue sumando
a todos los países latinoamericanos a su lucha en contra del “comunis-
mo”. La guerra de Corea constituyó una clara manifestación de ello.
Frente a este conflicto, prácticamente todos los gobiernos de América
Latina se alinearon al lado de del país del norte, proporcionándole
variadas ayudas. Colombia incluso mandó tropas y una goleta.
Como se ha señalado más arriba, la referida lucha en contra del
“comunismo” impulsada por los Estados Unidos se hacía con base
en aquella construcción ideológica que giraba en torno a la oposi-
ción entre “democracia” y “totalitarismo”, donde la primera se ha-
llaría materializada en el mundo occidental, incluyendo América La-
tina. En nuestro continente, la cuestión se volvió problemática en la
medida en que el militarismo y las dictaduras distaban mucho de ser
erradicadas de él, lo que generaba una creciente contradicción entre
la retórica del sistema interamericano y las realidades. Dicho de otra
forma: la definición democrática fijada en los discursos a los fines

391
de combatir al “comunismo” era en América Latina contradicha por
la proliferación de dictaduras, las que, por lo demás, siempre eran
dóciles a los intereses norteamericanos.
Al respecto, Luis Alberto Sánchez sostiene que iniciada la Guerra
Fría, se destaca el divorcio absoluto entre la palabra y la acción, entre
la ley y su cumplimiento. Es así, agrega, que cuando más se vocea la
democracia, menos se la pone en ejecución y asistimos sobre todo
a partir de la novena Conferencia Panamericana de Bogotá a un re-
surgimiento del militarismo11.
Tulio Halperin Donghi incluso sostiene que los avances de las
dictaduras, en contraposición a los discursos, eran para muchos la
clave de la efectiva política latinoamericana de los Estados Unidos,
sobre todo a partir de 1952, cuando con Eisenhower el Partido Repu-
blicano retornara al gobierno. La cruzada anticomunista –que dentro
de los EE.UU. por entonces se expresaba en el macartismo–, agrega
Halperin Donghi, ocultaba ese hecho de manera cada vez peor12.
El plano económico constituirá otro de los aspectos importan-
tes de la acentuada satelización de América Latina respecto de los
EE.UU. verificada en la postguerra. La administración de Eisenhower
resultó fundamental al respecto, pues fue bajo ella que se acrecentó la
íntima relación existente entre los grandes negocios y el Estado nor-
teamericano, con la correspondiente protección que este le brindara a
aquellos en su expansión hacia el sur, ahora avalada por los principios
establecidos en la Conferencia de Chapultepec y la de Bogotá.
Como se señalara arriba, luego de la guerra las inversiones nortea-
mericanas en el exterior aumentaron considerablemente, dirigiéndose
una parte muy sustancial a América Latina. Entre 1946 y 1955 –dice
Roberto Bouzas– la inversión privada norteamericana creció en valo-
res corrientes en 116%, mientras que la inversión directa lo hizo en un

11
Sánchez, Luis Alberto. Historia general de América, tomo III. Madrid: Alianza Editorial,
1972. p. 1.202.
12
Halperin Donghi, Tulio. Historia contemporánea de América Latina. Madrid: Alianza
Editorial, 1970. p. 377.

392
170%. En valores constantes, -añade- esta última se incrementó a tasas
promedios de casi 8% anual. La distribución regional de esta nueva
inversión directa se concentró mayoritariamente en Canadá y América
Latina. Ambas regiones absorbieron un 64% del incremento total en la
inversión norteamericana en el extranjero. Más adelante, Bouzas agre-
ga que el destino sectorial de esa inversión se concentró en la minería y
el petróleo, hacia donde se dirigió aproximadamente el 50%. El sector
manufacturero, por su parte, absorbió el 38% del incremento total,
concentrado en un 70% en América Latina y Canadá13.
Según datos de Armando de Ramón, entre 1947 y 1948 las inversio-
nes de capital norteamericano en América Latina superaron los niveles
de 1929 y crecieron de 2.271 mil millones de 1943 a 7.459 mil millones
en 1956. En tanto, las inversiones inglesas cayeron de 571.9 millones de
libras esterlinas en 1940 a 117.8 millones de libras en 195714.
Los lugares preferentes a donde se dirigieron las inversiones nor-
teamericanas fueron Brasil y Venezuela. Entre ellas, las destinadas
a la industria fueron sostenidamente creciendo, como lo muestra el
siguiente cuadro:

Inversiones norteamericanas en el sector industrial de América Latina15

Año USD millones

1940 221

1946 390

1950 800

1955 1.500

13
Bouzas, Roberto. “EE.UU. y el proceso de trasnacionalización en la post guerra”.
Revista Estudios Internacionales de la Universidad de Chile Volumen 17, Nº65, 1984.
p. 98.
14
De Ramón, Armando. op. cit., p. 403.
15
De Ramón, op. cit., p.411.

393
Tales crecientes inversiones, obviamente, corrían por cuenta de
las Empresas Transnacionales. De su significativo crecimiento se
derivaban varias consecuencias. Al respecto, en primer lugar cabe
señalar la necesidad de los EE.UU. de garantizarlas, con los evi-
dentes corolarios políticos en ello implícitos. En segundo lugar, se
debe subrayar la adicional desnacionalización de las economías de
América Latina que se le asociaba, con su creciente control por el
capital foráneo.
Hay un tercer aspecto que, sobre el punto, cabe tener en cuenta.
Es el relativo al obstáculo que para las referidas inversiones termi-
nará representando el modelo de industrialización sustitutiva que se
generalizara en la región luego de la crisis mundial de 1929, con su
esquema de desarrollo hacia adentro, el proteccionismo y el rol que
le asignaba a las regulaciones estatales. No es menos cierto que las
ETN norteamericanas, a pesar de los obstáculos que suponía ese
modelo, igualmente penetraban a las economías de América Latina,
pagando los costos correspondientes, aunque su ideal hubiera sido
no incurrir en los mismos. Tal cosa hubiera requerido de la existen-
cia en la región de una economía abierta y desregulada, cosa que los
EE.UU. lograrán solo en el futuro. Por el momento, dichos capitales
se conformarán con ingresar a las economías latinoamericanas e in-
cluso tomar parte, en su beneficio, en el proceso de sustitución de
importaciones.
Todo lo dicho, en fin, representaba índices adicionales de la acre-
cida satelización del continente respecto a los EE.UU. verificada du-
rante la segunda postguerra.

4. La Comisión Económica para América Latina (CEPAL)


Una contra tendencia a los desarrollos arriba descritos fue la
creación de la Comisión para América Latina (CEPAL), entidad
fundada en febrero de 1948, en el seno de las Naciones Unidas. La
propuesta que le diera origen se presentó en 1947, sin que dejara
de suscitar reticencias, particularmente de parte de los EE.UU., que

394
pretextó que el organismo duplicaría algunas funciones de la OEA.
Finalmente, sus impulsores –entre los que sobresale el chileno Her-
nán Santa Cruz– lograron sortear las dificultades y la comisión ob-
tuvo la luz verde para su existencia. Aprobada esta, se resolvió que
su sede quedara en Santiago.
La relevancia de la CEPAL radica en que en su seno se desarrolló
un pensamiento que representaba una óptica elaborada desde el sur
y por latinoamericanos, en función de explicar el subdesarrollo de
nuestros países y definir vías posibles para su superación.
Al momento de fundarse, a la CEPAL se le otorgaron las siguien-
tes funciones:

“1) Tener iniciativa y participación en medidas destinadas a facili-


tar una acción concertada para resolver los problemas económicos
urgentes suscitados por la guerra, elevar el nivel de la actividad eco-
nómica en la América Latina y mantener y reforzar las relaciones
económicas de los países latinoamericanos, tanto entre sí como
con los demás países del mundo;
2) Realizar o hacer realizar las investigaciones y estudios que la
Comisión estime pertinentes sobre los problemas económicos y
técnicos y sobre la evolución económica y tecnológica de los países
de la América Latina; y,
3) Emprender o hacer emprender la compilación, evaluación y di-
fusión de informaciones económicas, técnicas y estadísticas según
la Comisión lo estime pertinente”16.

Sin perjuicio de la realización de dichas tareas, el aporte más im-


portante que hiciera la CEPAL llegó a estar constituido por el pen-
samiento que generó sobre las causas del subdesarrollo latinoameri-
cano, y sobre las medidas posibles requeridas para salir de él. Tales
medidas, a juicio de la organización, consistían en perfeccionar el
modelo de industrialización sustitutiva.

16
Comisión Económica Para América Latina Y El Caribe (CEPAL). Objetivos y funciones.
NN.UU., 1999, en http://www.cepal.org/publicaciones/xml/9/7869/lcmexl410.pdf.

395
La contribución principal en la conformación del pensamiento
cepaliano le correspondió a Raúl Prebisch, economista argentino
que llegaría a encabezar el organismo.
En cierto sentido, Prebisch refutó la teoría neoclásica sobre el
comercio exterior, particularmente aquella tesis que sostenía que la
participación en los intercambios internacionales beneficiaba equi-
tativamente a todos sus partícipes. En oposición a ello distinguió en-
tre centro y periferia. El centro–dijo– se caracterizaba por su cons-
tante desarrollo tecnológico, por la elevación de sus rentabilidades
y de sus inversiones, por el crecimiento de sus economías y la inser-
ción de las mismas en el mercado mundial mediante la exportación
de bienes industriales; mientras que la periferia se caracterizaba por
integrarse a aquel produciendo y exportando materias primas que
requerían de una tecnología menor, lo cual generaba rentabilidades
más bajas.
El intercambio entre centro y periferia –añadía Prebisch–, lejos
de ser simétrico, beneficiaba al primero, debido a que los términos
de intercambio evolucionaban en su favor. O, lo que es lo mismo,
se deterioraban para las exportaciones latinoamericanas, y, lo que es
más importante, por la vía de ese deterioro resultaban trasladados
recursos desde la periferia al centro.
Lo dicho hacía que las economías periféricas tuvieran poca capa-
cidad de ahorro y de inversión, y por tanto, de crecimiento, lo que
también venía determinado por su limitado acceso a la tecnología,
cosa incentivada por el hecho de que no requería de esta en la misma
medida que la producción industrial, lo cual, por otra parte, hacía
que su productividad fuera más baja que las economías del centro.
Todo ello repercutía en su escasa capacidad de generación de em-
pleos y en los bajos niveles salariales que la caracterizaban, lo cual,
en fin, constituía un importante componente de la pobreza de sus
poblaciones.
La conclusión que Prebisch obtuvo de su diagnóstico era cate-
górica: a saber, que no era posible salir del subdesarrollo dejando
las economías latinoamericanas libradas a los vaivenes del mercado

396
internacional. O, dicho de otra forma, que no era posible –si se que-
ría que los países latinoamericanos se desarrollaran– basar esta ex-
pectativa en la relación entre centro y periferia tal como estaba.
Lo señalado significaba que los países latinoamericanos debían
integrarse al mercado mundial de otra manera: no como producto-
res de materias primas e importadores de bienes manufacturados,
sino como naciones industrializadas. De aquí se deducía que había
que impulsar una estrategia industrializadora, la que a juicio de Pre-
bisch suponía desarrollar el mercado interno, avanzar en el proceso
sustitutivo, el que, por otra parte, implicaba la intervención del Esta-
do y la planificación, sobre todo de las inversiones. Tal proceso de-
bía tener un carácter continental, de allí la urgencia de la integración
económica. Sin ella no se tendrían los mercados requeridos por las
economías de escalas inherentes a la producción industrial.
En todo caso, Prebisch no negaba el rol del capital extranjero.
La afluencia de este –sostenía– sería indispensable a los efectos de
suplir el déficit de ahorro que tendrían las economías latinoamerica-
nas. No obstante, el énfasis principal de las soluciones que proponía
se situaba en el esfuerzo interno, el cual, a su juicio, tenía que orien-
tarse a llevar a cabo cambios estructurales en nuestras sociedades,
los que abarcaban no solo la economía, sino también otros diversos
aspectos, como los sistemas educativos, el fortalecimiento de los
servicios asistenciales a la población, etc., en cuya implementación
le atribuía un rol importante al Estado. Teniendo en consideración
estos aspectos de su pensamiento es que se suele considerar a Pre-
bisch como el principal representante del estructuralismo latinoa-
mericano.
El pensamiento cepaliano, con el rol que le otorgaba a la planifi-
cación y al mercado –al Estado y a la integración latinoamericana–,
tarde o temprano estaba destinado a chocar con los intereses de las
ETN, las que en las décadas siguientes, con el activo respaldo de
Washington, terminarán exigiendo la plena liberalización de las eco-
nomías de nuestros países, en lo que vieron la premisa para maximi-
zar sus rentabilidades.

397
Tal exigencia no tiene nada de extraño pues las ETN –al igual
como la política norteamericana– obviamente, no se beneficiarían
de una Latinoamérica independiente, integrada e industrializada,
motivo suficiente para que, al menos a la larga, no se sintieran in-
terpretadas por el estructuralismo cepaliano. A este, los intereses
norteamericanos terminarán oponiéndole los esquemas de un mo-
netarismo que tendrá en la Universidad de Chicago su expresión
principal, ideas que introducirán en América Latina en parte muy
significativa mediante el llamado “Proyecto Chile”.

5. El “Proyecto Chile”
El Proyecto Chile representó los comienzos de una iniciativa im-
pulsada por ciertos círculos norteamericanos dirigida a derrotar al
modelo desarrollista en curso en América Latina. En lugar de este
propondrá otro adecuado a los requerimientos de la expansión de
las ETN norteamericanas. Esto es, un esquema articulado en torno
a una economía abierta, basada en la empresa privada, libre de las
regulaciones estatales, y sujeta a las decisiones del mercado.
El proyecto operó mediante un convenio firmado en marzo de
1956 entre la Universidad Católica de Chile y la Universidad de Chi-
cago. Por este convenio quedaron ligados los departamentos de eco-
nomía de ambas casas de estudio. El acuerdo incluía llevar a cabo
investigaciones “sobre el papel que le corresponde a la empresa pri-
vada en el desarrollo nacional”17. Con estos propósitos, se creó un
Centro de investigaciones económicas, localizado en Santiago, bajo
la tuición académica de Chicago18. Otro de los aspectos relevantes
del proyecto contemplaba el envío de estudiantes egresados de la
Universidad Católica a las aulas de la universidad norteamericana.

17
Cáceres, Gonzalo. “Neoliberalismo en Chile, implantación y proyecto, 1956-1980,
Revista Mapocho Nº 36 (segundo semestre). p.160.
18
Cáceres, Gonzalo, op. cit., p.160.

398
Gonzalo Cáceres sostiene que el objetivo que con este proyec-
to perseguían los EE.UU consistía en difundir, entre un pequeño
grupo de cuadros intelectuales, un discurso económico que no solo
ponía en el centro de su argumentación la necesidad de reducir el
tamaño y la intervención del Estado, privatizar y descentralizarla ac-
tividad económica, promover y defender la propiedad privada, sino
que además asignar al mercado un papel determinante en el desen-
volvimiento económico19.
Con tales miras, el proyecto adicionalmente se propuso neutrali-
zar el pensamiento de la CEPAL y el de todo otro estructuralismo
económico. Conjuntamente, buscó sentar las bases teóricas –con
sus intelectuales correspondientes– de un esquema de desarrollo
distinto del industrializador por sustitución de importaciones y su
correlativo rol regulador del Estado, entonces en curso en Latinoa-
mérica. Como se dijo, en lugar de este, el Proyecto Chile propondrá
un esquema de economía abierta regulada por el mercado, tal como
lo requerían las ETN norteamericanas en su proceso de expansión
hacia el sur.
No fue casualidad que la Universidad de Chicago firmara el ci-
tado convenio con la Universidad Católica de Santiago. Justamente
en esta ciudad se encontraba la sede regional de la CEPAL, desde
donde irradiaba su influencia por la subregión. En el país también
era muy influyente el pensamiento estructuralista desarrollado por
la Escuela de Economía de la Universidad de Chile. El “Proyecto
Chile” –precisamente a los efectos de combatirlo– se firmó, pues,
en un país donde el estructuralismo era muy vigoroso e influyente.
Por otra parte, el Proyecto Chile encontró un muy temprano
apoyo entre el núcleo más íntimo de la oligarquía chilena, particular-
mente de parte del grupo Edwards y el diario El Mercurio. Luego del
golpe de Estado de septiembre de 1973, la dictadura militar que se

19
Cáceres, Gonzalo, op. cit., p.160.

399
instaurará en el país llevó a la práctica sus esquemas neoliberales
apoyándose precisamente en los economistas formados en Chica-
go. Durante las décadas siguientes, el neoliberalismo se expandirá
por el resto del continente, dando lugar –como se verá más ade-
lante– a la época de oro de la dominación norteamericana sobre
América Latina.

400
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO XI

VICTOR VILLANUEVA
(Oficial en retiro de las FF.AA. peruanas)

NUEVA MENTALIDAD MILITAR EN EL PERÚ20


(Fragmento)

Las misiones militares yanquis mantienen estrechos vínculos con


los cuerpos de oficiales peruanos, lazos que estrechan mediante fre-
cuentes invitaciones para visitar Estados Unidos. Además de becas
de estudio por periodos más o menos largos que se conceden, se
realizan visitas de información a los centros militares e industriales
americanos. Son invitados a veces grupos de jefes y oficiales, con
cierta frecuencia acompañados de sus esposas. En ese país, el más
rico del mundo, se muestra a los militares todo lo grande y eficiente
que existe: fábricas, bases navales y aéreas, forts, donde los visitantes
pueden ver los altos niveles alcanzados en organización, eficiencia,
poderío, y hasta desperdicio, que demuestra la superabundancia de
bienes materiales, lo que causa fuerte impresión a las personas acos-
tumbradas a la penuria latinoamericana. A las damas se las lleva por
las grandes tiendas, lujosos restaurantes y hoteles, espectáculos im-
presionantes, parques, avenidas y barrios urbanos que causan igual
impacto psicológico que a sus maridos las cosas de soldados. Los
psicólogos del Departamento de Guerra han de haber encontrado
merced a sus investigaciones y encuestas la bondad del sistema, el
buen éxito de la penetración ideológica y han de haber recomenda-
do persistir en él cuando dichas invitaciones se prodigaron en cierta
época, hasta el momento en que el Perú escapa un poco a la presión

20 Víctor Villanueva, ¿Nueva mentalidad militar en el Perú?, Editorial Replanteo, Buenos


Aires, 1969, p.271 y siguientes.

401
yanqui y se decide por la adquisición de aviones de guerra en las
usinas francesas. (…)
Los militares y sus esposas regresan a sus países fuertemente im-
presionados por lo que han visto, traumatizados casi al establecer
comparaciones. En su equipaje, entre abundante nylon y souvenirs,
los viajeros han recibido de obsequio libros y folletos de “informa-
ción”, en los que, muy sutilmente, se insinúa cuál es la causa y origen
de tanto esplendor: la democracia occidental cristiana, la libertad de
empresa, el libre comercio, el esfuerzo que hace el capital norteame-
ricano por la defensa de “la libertad y dignidad humana”.
El sistema que se pone en práctica permite así acentuar pragmáti-
camente una presión ideológica, no por sutil menos importante, sobre
la formación política de militares y sus familias. La prédica anticomu-
nista constituye uno de los principales ingredientes del procedimiento
educativo que rinde sorprendentes resultados, tanto como los obteni-
do por los padres misioneros sobre grupos sociales aborígenes.
El martilleo psicológico efectuado por los Estados Unidos es com-
pletado con la propaganda de todo tipo, permanente y constante que
se realiza en el Perú a través de todos los medios de expresión: cine,
seriales de TV, revistas nacionales y extranjeras, agencias noticiosas y
la consecuente prohibición de acceso a otras fuentes de información:
censura de libros, censura cinematográfica, etcétera, etcétera.
Si todo peruano está sometido a una especie de dieta intelectual
impuesta por el gobierno, para el militar la dieta es más estricta,
por razón de disciplina y falta de contactos, también por ausencia
de interés, quizás por temor a ideas que puedan atentar contra su
status espiritual e intelectual, despertarle inquietudes contrarias a su
tranquilidad.
Desde el punto de vista de Washington, es muy difícil aceptar
que el Pentágono se resigne a perder a este nutrido grupo de prosé-
litos que constituye factor de poder en los países latinoamericanos.
La suspensión de ayuda significaría no sólo abandonar tal esfera de
influencia sobre importantes elites político-militares, y ceder el lide-
razgo a otras potencias que tratarían de llenar el vacío producido.”

402
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-Sandino, Cesar Augusto, Pensamiento Político, Biblioteca Ayacucho, Barcelona,
1988, tomo 134.
-Sanchez, Luis Alberto, Historia General de América (tres tomos), Ed. Ercilla,
Ed. Rodas, Santiago, Madrid, 1972;
-Santos, José, Nuestra América Inventada, Ed. Ril, Usach, Santiago, 2012.
-Selser, Gregorio: Cronología de las Intervenciones, México,1994;
-Terán, Oscar, Historia de las ideas en la Argentina, Ed. Siglo XXI, B. Aires, 2008.
-Thwaites Rey, Mabel (editora): El Estado en América Latina: continuidades y rup-
turas, Ed ARCIS, CLACSO, Santiago, 2012;
-Tulchin, Joseph S: Problems in Latin America History. The modern period. Harper
& Row, Publishers, New York, 1973.
- Unanue, Hipólito: Discurso en el Congreso Constituyente, (1822) recopilado en
Biblioteca Ayacucho, tomo 24
-Varela, Joaquín: La teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo hispánico
(las Cortes de Cádiz), Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1983.
- Vasconcelos, Jose: La raza cósmica, Misión de la raza iberoamericana,
-Villanueva, Victor: ¿Nueva mentalidad militar en el Perú?, Ed.Replanteo,
B.Aires, 1969;
- Viscardo, Juan Pablo: Carta a los españoles americanos, recopilada en Biblioteca
Ayacucho, tomo 23,
- Winn, Peter: The changing face of Latin America and the caribbean, University of
California Press, 1995.
-Vitale, Luis: Introducción a una teoría de la Historia para América Latina, Ed. Pla-
neta, Buenos Aires, 1992.
- Zanatta, Loris: Historia de América Latina. De la colonia al siglo XXI, Ed. Siglo
XXI, B. Aires, 2012.

407
INDICE
INTRODUCCIÓN 9
CAPÍTULO I
LA INDEPENDENCIA 15
1. El marco externo 15
2. Las reformas borbónicas en América y sus efectos 17
3. La eclosión del proceso independentista 20
3.1 La guerra 22
4. Los casos brasileño y mexicano 24
5. La balcanización de la América española 25
6. La Pax británica y la independencia de América 27
7. Hacia la inserción de América hispana en el mercado mundial
comandado por Inglaterra 29
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO I 32
CAPÍTULO II
SOCIEDAD, ECONOMÍA Y POLÍTICA
EN LA POST INDEPENDENCIA 35
1. La organización social 35
2. La economía 38
3. La formación de los Estados nacionales 43
3.1 La construcción formal 46
4. La debilidad estatal y el caudillismo 49
5. Conservadores y liberales 52
6. La Iglesia 55
7. Rebeliones y luchas sociales 56
8. Casos Nacionales 58
8.1 México, desorden interno y pérdida de territorio 58
8.2 Centroamérica, el fracaso de la Confederación 61
8.3 Colombia, Venezuela y Ecuador:el derrumbe del proyecto bolivariano 63
8.4 Venezuela, Ecuador y Colombia entre 1830 y mediados de siglo 71
8.5 Perú y Bolivia 73
8.5.1 La confederación Perú boliviana 77
8.5.2 Perú y Bolivia luego del fin de la Confederación 78
8.6 Paraguay: un modelo de desarrollo “hacia adentro” 79
8.7 Brasil: primera fase del Imperio 82
8.8 Uruguay: el peso de los factores externos 86
8.9 Argentina, unitarios y federales 89
8.10 Chile, una institucionalización temprana 94

ANEXO DOCUMENTAL AL CAPÍTULO II 101


CAPÍTULO III
LOS INICIOS DEL “NUEVO PACTO COLONIAL”
Y LA TENDENCIAL CONFORMACIÓN DE LOS ESTADOS
OLIGÁRQUICOS 103
1. El fortalecimiento del modelo mono exportador 105
2. La vía oligárquica hacia el capitalismo 108
3. Algunos rasgos adicionales del modelo mono exportador 110
4. Aspectos sociales y políticos 112
5. La tendencial superación de los caudillos y la
consolidación institucional de los Estados 114
6. La estructura social 117
7. Casos Nacionales 120
7.1 México: “La Reforma” 120
7.2 Centro América, balcanización, dictaduras y comienzos
de la intervención norteamericana 126
7.3 Colombia: guerras civiles entre conservadores y liberales 128
7.4 Venezuela: liberalismo y autoritarismo 130
7.5 Ecuador: un conservadurismo teocrático 131
7.6 Cuba: los inicios de la lucha por la independencia 133
7.7 Argentina: superación del caudillismo y estructuración del Estado 135
7.8 Uruguay: lento avance hacia la estructuración del Estado 139
7.9 Chile: una oligarquía homogénea y un orden institucional estable 140
7.10 Brasil: hacia la crisis del Imperio 144
7.11 Perú: militarismo y civilismo 147
7.12 Bolivia: la persistencia del caudillismo 150
7.13 El Paraguay y la guerra de la Triple Alianza 153
8. Guerras entre países americanos 155
9. Las intervenciones europeas en América Latina durante el siglo XIX 156
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO III 158

CAPÍTULO IV
LA VÍA OLIGÁRQUICA HACIA UN
CAPITALISMO DEPENDIENTE 163
1. La nueva etapa en el desarrollo del capitalismo europeo y norteamericano 164
2. Vía oligárquica del desarrollo del capitalismo en América Latina 168
2.1 La acumulación originaria en América Latina 170
2.2 Algunos indicadores 173
3. Los Estados latinoamericanos devienen en neo colonias de Inglaterra 176
4. Relativa unión de las oligarquías y Mecanismo
del control oligárquico del Estado 177
5. Modificaciones entre las clases subalternas 182
6. Movimientos demográficos y urbanos 184
7. Algunos casos nacionales 187
7.1 Chile, Perú, Bolivia y la Guerra del Pacífico 187
7.2 Chile después de la Guerra del Pacífico: la derrota de
la opción de un desarrollo independiente 191
7.3 Perú y Bolivia luego de la Guerra del Pacífico 192
7.4 Brasil: el fin del Imperio y la instauración de la República 195
7.5 Uruguay y Argentina: la emergencia de las clases medias 198
7.6 Paraguay: la incorporación al free trade y a la dependencia 203
7.7 Ecuador: la revancha del laicismo 204
7.8 Colombia y Venezuela: conservadurismo y liberalismo autoritario 206
7.9 México: el porfiriato 207
7.10 Centroamérica: las Repúblicas bananeras 210
7.11 Cuba: la continuación de la lucha por la independencia 212
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO IV 214

CAPÍTULO V
LOS ESTADOS UNIDOS: EXPANSIONISMO E IMPERIALISMO 217
1. La doctrina Monroe 217
2. Los inicios de la expansión norteamericana: la guerra con México 218
3. La revolución industrial norteamericana y el rol de América Latina 219
4. La ideología del expansionismo norteamericano 222
5. Thayer Mahan, Teodoro Roosselvelt. La Doctrina del destino
Manifiesto, la Política del Gran Garrote y la diplomacia del dólar” 226
6. La guerra Hispanoamericana 228
7. La “diplomacia de las cañoneras”, la doctrina Drago y
el corolario Roosevelt 230
8. La expansión de los EE.UU. por el Caribe 233
9. El Panamericanismo 238
10. La alianza entre el imperialismo norteamericano y las oligarquías locales 239
11. El proto antiimperialismo latinoamericano: Francisco Bilbao, José Martí 240
APENDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO V 244

CAPÍTULO VI
HACIA EL CUESTIONAMIENTO DE LA DOMINACIÓN
OLIGÁRQUICA:LA EMERGENCIA DE LAS CLASES MEDIAS
Y OBRERAS 249
Los cambios en América Latina a comienzos del siglo XX
1. Las oligarquías pierden peso frente al capital extranjero 249
2. Hacia la crisis de la dominación oligárquica 251
2.1 Algunos casos nacionales 252
2.11 Uruguay y el gobierno de Batlle y Ordoñez 252
2.12 La revolución mexicana 254
2.13 Argentina: los gobiernos de Hipólito Yrigoyen 262
2.14 Chile: de Alessandri a la imposición de la “juventud militar” 264
2.15 Ecuador: la “revolución juliana” 270
2.16 Perú: la oligarquía salva la situación mediante los militares 272
2.17 Brasil: el “tenentismo” 276
3. La reforma universitaria 281
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO VI 284

CAPÍTULO VII
LA IMPOSICIÓN DEL IMPERIALISMO NORTEAMERICANO
SOBRE EL EUROPEO EN AMÉRICA LATINA. 1914-1929 291

1. El relevo de los imperialismos en América Latina 291


2. El antiimperialismo en América Latina 295
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO VII 303

CAPÍTULO VIII
LA CRISIS DE 1929, EL DERRUMBE DEL MODELO
MONOEXPORTADOR, LA INDUSTRIALIZACIÓN
SUSTITUTIVA Y LOS POPULISMOS 309

1. La crisis de 1929 y sus efectos en América Latina:


El agotamiento del modelo mono exportador 309
2. La crisis y los trastornos políticos 314
3. Respuesta a la crisis de 1929: el modelo de industrialización sustitutiva.
La salida de la crisis. Casos nacionales 322
3.1 Intervencionismo estatal e industrialización sustitutiva 323
4. El populismo 329
4.1 Tres casos de populismos tempranos: Ibáñez, Vargas y Cárdenas 331
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO VIII 337

CAPÍTULO IX
LOS ESTADOS UNIDOS: HACIA EL CONTROL POLÍTICO
DE AMÉRICA LATINA. LA POLÍTICA DE BUENA VECINDAD
REEMPLAZA A LA DEL GRAN GARROTE 341

1. Los imperialismos insatisfechos amenazan el control norteamericano


sobre América Latina 341
2. Washington y la política de “Buena vecindad” 344
3. El perfeccionamiento del sistema interamericano.
Las Conferencias Interamericanas 347
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO IX 350

CAPÍTULO X
AMÉRICA LATINA DURANTE
LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL 353

1. Nuevos esfuerzos de los EE.UU. por alinear a Latinoamérica.


Aliadófilos y germanófilos. Las izquierdas 353
2. De la neutralidad a la beligerancia. Las reuniones de consulta 354
2.1 Las reuniones de consulta de Panamá y La Habana 355
2.2 La reunión de consulta de Río de Janeiro 355
3. Otras presiones: el precio de las materias primas y la asistencia militar 357
4. Casos nacionales 358
4.1 Brasil: participación activa en la guerra y crisis de la dictadura de Vargas 358
4.2 Argentina: dictaduras militares, el Grupo de Oficiales
Unidos (GOU) y el ascenso de Perón 360
4.3 Chile: del Frente Popular a la Alianza Nacional y
la respuesta germanófila del nacionalismo civil y militar 363
4.4 Perú: gobiernos de la oligarquía
e incondicionalidad del apoyo a los EE.UU 366
4.5 Bolivia y Paraguay: la Guerra del Chaco y el nacionalismo 366
4.6 Uruguay: adhesión incondicional a la “Defensa hemisférica” 369
4.7 Ecuador: convulsiones políticas y alineamiento con los EE.UU 369
4.8 Colombia: emergencia de las clases obreras,
legislación social y alineamiento con los EE.UU 370
4.9 Venezuela: transición hacia un régimen constitucional
y la importancia del petróleo para la causa aliada 371
4.10 México: viraje conservador y cooperación política
y militar con los EE.UU 373
4.11 Centroamérica y el Caribe: predominio de las dictaduras e
incondicionalidad a la política norteamericana 374
5. La Conferencia de Chapultepec y la institucionalización
del imperio norteamericano 376
APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO X 378

CAPÍTULO XI
LA SEGUNDA POST GUERRA Y LA SATELIZACIÓN DE
AMÉRICA LATINA RESPECTO DE LOS ESTADOS UNIDOS 381
1. El Marco: la Guerra Fría y la expansión económica de los EE.UU 381
2. La institucionalización del sistema norteamericano
de control sobre América Latina 383
2.1 El discurso legitimante: “mundo libre” versus “totalitarismo” 383
2.2 La “Doctrina Truman” 384
2.3 El Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR)
y la “Escuela de las Américas” 385
2.4 La Conferencia de Bogotá y la creación de la OEA 387
3. Algunas manifestaciones adicionales de la subordinación de
América Latina a los EE.UU. en la segunda post guerra 390
4. La Comisión Económica para América Latina (CEPAL 394
5. El “Proyecto Chile 398

APÉNDICE DOCUMENTAL AL CAPÍTULO XI 401

BIBLIOGRAFÍA 403

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