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4 Orbe, Cetro, Trono - Ian C. Esslemont

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Cuando un fragmento de Engendro de Luna, en otro tiempo hogar de

Anomander Rake, Hijo de la Oscuridad, se estrelló contra el mar Rivan, creó


una cadena de pequeñas islas. Islas rodeadas ya de leyendas y rumores. La
más potente de todas es que ahí se oculta el Trono de la Noche, que según
algunos afirman es la sede de poder de la propia Madre Oscuridad. En
cualquier caso, todos los que buscan este antiguo artefacto (magos renegados,
curtidos mercenarios, incluso un desertor del ejército malazano) creen que
conferirá un poder ilimitado a su eventual dueño. Las apuestas son altas, la
codicia abunda, la traición es inevitable y el asesinato y el caos solo esperan
su oportunidad…
Ian C. Esslemont

Orbe, Cetro, Trono


Malaz: El Imperio - 4

ePub r1.3
Titivillus 15.05.2019
Título original: Orb, Sceptre, Throne
Ian C. Esslemont, 2012
Traducción: Marta García Martínez
Diseño de cubierta: Steve Stone

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
Malaz: El Imperio

Orbe, Cetro, Trono

Ian C. Esslemont
Para Steve, una vez más.
Agradecimientos

Como siempre, todo mi amor y gratitud a Gerri y los chicos por


apoyarme en mi trabajo de escribir, que me aparta de ellos más de lo
que desearía.
Mapas
Dramatis personae

EN DARUJHISTAN
Coll, miembro del concejo
Rallick Nom, asesino retirado
Krute, asesino
Erudito Ebbin, anticuario / historiador independiente
Humilde Medida, nativo de Gato y se rumorea que es el poder que
domina el inframundo de la ciudad
Torvald Nom, nativo de Darujhistan
Tiserra, esposa de Torvald y alfarera
Jeshin Lim, miembro del concejo
Redda Orr, miembro del concejo
Barathol Mekhar, herrero
Scillara, esposa de Barathol
Vorcan Radok / Lady Varada, Cabeza de la Casa Nom y en otro tiempo
gran dama de los asesinos de Darujhistan
Lady Envidia, dama noble y maga que está de visita
Thurule, guardia de lady Envidia
Leff, guardia
Chamusco, guardia
Rapiña, abrasapuentes retirada y socia del bar de K’rul
Mezcla, abrasapuentes retirada y socia del bar de K’rul
Eje, abrasapuentes retirado
Duiker, en otro tiempo historiador imperial del Imperio de Malaz
Pescador, bardo, habitual del bar de K’rul
Madrun, guardia pintoresco de la mansión Nom
Lazan Puerta, guardia pintoresco de la mansión Nom
Estucerrojo/Estudioso Cerrojo, castellano

DE LA CÁBALA DE T’ORRUD
Baruk, alquimista
Taya, bailarina y también asesina
Insinuador, nigromante muerto
Aman, antiguo tendero
Derudan, bruja

LOS HABITUALES EN LA TABERNA DEL FÉNIX


Meese, propietaria
Sulty, sirvienta
Scurve, atiende la barra
Jess, sirvienta nueva
Chud, cocinero
Kruppe, ladrón

EN LOS ENGENDROS
Malakai, ladrón
Azogue, veterano malazano
Jallin el Sustos, buscatesoros
Orquídea, mujer joven
Corien Lim, hijo de una familia noble de Darujhistan

DE LOS SEGULEH
Jan, segundo
Gall, tercero
Palla, sexta
Lo, octavo
Oru, undécimo
Iralt, decimoquinta
Shun, decimoctavo
Ira, vigésima
Beru, de los Treinta
Horul, de los Cien
Sall, de los Trescientos
Sengen, sacerdote

EN LAS ORILLAS DE LA CREACIÓN


Leoman/Jheval, agente de la reina de los Sueños
Kiska, antigua garra
Hacedor, habitante
Korus, demonio poderoso
Then-aj-Ehliel/Thenaj, habitante

DE LOS MALAZANOS
Aragan, embajador en Darujhistan, comandante de las fuerzas malazanas
en Genabackis
Capitán Dreshen Harad’Ul, asistente de Aragan
Puño K’ess, comandante de las provincias centrales malazanas
Capitán Fal-ej, segunda al mando del puño K’ess
Puño Steppen, comandante de las fuerzas malazanas del sur
Sargento Hektar, sargento del vigesimotercer pelotón, tercera compañía,
séptima legión, Segundo Ejército
Cabo Pequeña, sanadora del pelotón
Hueso, saboteador
Bendan, recluta nuevo, nativo de Darujhistan
Tarat, exploradora, recluta rhivi

OTROS ACTORES
Desgarrado, agregado moranthiano ante los malazanos
Galene, sacerdotisa de los moranthianos plateados, miembro de su
cuerpo gobernante
Yusek, aventurera
Caladan Brood, caudillo del norte, ascendiente
Jiwan, nuevo miembro del consejo dirigente rhivi
Tserig, también conocido como el Desdentado, antiguo miembro del
consejo dirigente rhivi
Criba Talón, mercenario, su contrato más reciente fue para las Ciudades
Libres Confederadas
Morn, visitante fantasmal de los Engendros
Topper, maestro de los asesinos imperiales, las garras
Prólogo

¿Acaso no nos asomamos juntos a las oscuras aguas del lago


y contemplamos allí las constelaciones
de ambos hemisferios al mismo tiempo?

Canciones de amor de los Eriales de Canela

Ese día de descubrimiento comenzó como cualquier otro. Se levantó antes del
amanecer, se aseó y se salpicó agua en la cara. La arpía desdentada que tenía
como cocinera del campamento ya estaba en pie, hirviendo agua para el té
matinal y las gachas harinosas. Se pasó por la tienda de los dos guardias que
había contratado solo porque pensó que debería tener alguien por allí para
vigilar el campamento. Los dos hombres estaban dormidos; no le pareció el
procedimiento de vigilancia adecuado, pero solo la suerte de los Gemelos le
había permitido encontrar a alguien dispuesto a trabajar por el escaso salario
que podía ofrecer.
—El té está listo —dijo, y dejó caer otra vez la solapa.
Despertó a puntapiés a sus ayudantes, que estaban tirados en las arenas
junto a la hoguera apagada. Eran unos jovencitos flacos a quien pagaba unas
cuantas astillas de cobre al mes para que se ocuparan de todo lo que
implicaba levantar y acarrear.
Ni que decir tiene que esos tres, la vieja y los muchachos hoscos, eran de
la más antigua ascendencia tribal de las estepas circundantes, los gadrobi.
Ningún daru urbanita perdería ni un minuto de su tiempo allí, en las antiguas
colinas de enterramiento al sur de la gran metrópolis de Darujhistan. Nadie
salvo él, Ebbin, el único de toda la Hermandad Erudita de la Sociedad
Filosófica (de la que él era miembro colegiado), que seguía convencido de
que todavía había mucho más que encontrar entre esas criptas y tumbas
saqueadas y plagadas de hoyos.
Mientras tomaba a sorbos el té insípido estudió el cielo que se iba
iluminando: despejado; el viento, anémico en el mejor de los casos. Buen
tiempo para otro día de exploración. Alejó a los jóvenes del fuego donde se
habían acurrucado para calentarse las espinillas flacas y señaló el lejano y
alto andamio. Los dos guardias bebían su té y ya habían reanudado su
interminable discusión. Ebbin sabía que al final del día volvería al
campamento y se los encontraría dándole todavía al mismo tema que el
primer día que los había contratado. Bueno, tenía que haber gente para todo.
Los muchachos se arrastraron colina abajo para colocarse junto a un
ancho cabrestante de barril. Él se arrodilló junto el pozo con borde de piedra,
abrió el antiguo candado de bronce, retiró las cadenas de hierro y apartó las
hojas de la tapa de madera. Lo que se reveló parecía uno más de los muchos
pozos antiguos que salpicaban esa región, que en otro tiempo había sido un
asentamiento gadrobi.
Pero ¿qué podría encontrar en el fondo de ese pozo, de otro modo
bastante anodino? ¡Ah, cuántas cosas podría encontrar! Comenzando unas
cuantas generaciones atrás, un calentamiento relativo y un periodo de sequía
en el clima de la región habían provocado que se fueran consumiendo las
reservas de agua de la zona y por consiguiente descendiera el nivel de agua.
Un descenso de casi la altura entera de un hombre. ¡Y lo que había yacido
sumergido, oculto, durante miles de años, podría quedar revelado! Los más
sutiles de los indicios arcanos y apartes anotados en fuentes oscuras lo habían
conducido gradualmente a esas series de pozos. De momento todos habían
demostrado ser bastante ordinarios. Callejones sin salida año tras año en su
investigación.
Pero quizá sea este. Quizá esta vez todo mi trabajo… ¡justificado!
Pasó las piernas y las dejó colgando en la oscuridad, rozó con la mano la
superficie curva del interior. No era la primera vez que le maravillaban esos
antiguos artesanos; ¡la piedra cincelada era tan lisa! La abertura era un círculo
casi tan perfecto como podía discernir. ¡Qué inferior y desvencijada era la
construcción actual, con el ojo puesto en simples costes en lugar de en el
curso regio de la posteridad!
Se bajó de un tirón al asiento de tablas y envolvió la cuerda con un brazo.
Después de comprobar su bolsa de equipo, el farol, aceite, martillo, cincel y
demás, les hizo una seña brusca a los jóvenes. El cabrestante emitió un
chirrido agudo y penetrante cuando empezaron a soltar cuerda y Ebbin quedó
colgando en el vacío.
El descenso fue silencioso, espeluznante incluso, salvo por el ocasional
tintineo de las campanas acopladas a la cuerda, el medio que tenía para
anunciar su intención de subir, y para llamar a los inútiles de los jóvenes para
que regresaran al pozo, ya que siempre se escabullían para resguardarse bajo
alguna sombra durante el calor del día. Cuando creció la oscuridad, tiró de la
cuerda para hacer una pausa mientras él encendía el farol. Logrado esto, hizo
la seña para que siguieran soltando cuerda de forma lenta y continua.
Era durante esos tenebrosos descensos en silencio, como si se estuviera
sumergiendo, cuando lo asaltaban las dudas. ¿Y si las pruebas estaban allí
pero ocultas a sus ojos? Se acercó el farol más a la cara y estudió las piedras
que pasaban en busca de alguna señal de variaciones o elementos
estructurales. Como antes, no vio indicio alguno entre el cieno y los restos de
algas secas.
Un nuevo fracaso. Y, sin embargo, este parecía encajar con las pistas a
la perfección…
Más abajo, la superficie del agua rielaba como la noche. Ebbin se movió
para cambiar de posición el farol y alcanzar la cuerda, fue entonces cuando
sus dedos rozaron el bronce ardiente, lanzó un gañido y se le escapó la luz,
que cayó durante un instante y se apagó. Un chapoteo lejano llegó a sus
oídos. Se quedó sentando en la oscuridad maldiciendo su torpeza y
chupándose los dedos.
Pero entonces unos brillos trémulos y débiles oscilaron ante su visión.
Guiñó los ojos y desechó el fenómeno como las estrellas que se ven delante
de los ojos por la noche. Pero los lustrosos parpadeos persistían. Abrió
mucho los ojos en la absoluta oscuridad. ¿No podrían ser quizá los restos de
alguna magia de las sendas? ¿Guardas y sellos y demás? ¿Y esa misma
presencia no confirma acaso la suposición correlativa que se sigue?
Ebbin se quedó con la boca abierta, los dedos olvidados. La piel sudorosa,
mugrienta, le cosquilleó con la sensación de… descubrimiento.
Pero ¿no podían ser advertencias para que no se entrometiese? ¿No se
susurraba que era de estos mismos campos de enterramiento de donde había
regresado el antiguo tirano Raest (si es que de verdad lo había hecho esa
noche no tan lejana, cosa que muchos habían descartado y que continúa
siendo un incidente ni siquiera soñado para la mayoría)?
Se apretó las manos para calentarlas en el frío del pozo e hizo un esfuerzo
por deshacerse de semejante estremecimiento atávico que lo espantaba de las
sombras. ¡Supersticiones! ¡Él era erudito! No tenía tiempo para esas
mascaradas. Cierto, las sendas y sus manipulaciones eran reales, pero el
eficaz poder no era en sí maligno, no era malévolo de forma consciente. No
era más que una fuerza natural que había que tener presente, como el peso de
la esencia de la vida.
Ebbin se tranquilizó en aquella oscuridad fría y húmeda y poco a poco, de
un modo casi reverente, bajó las manos. Rozó con las yemas de los dedos
piedra fresca, erosionada. Fue palpando en busca de alguna abertura y algo le
rozó las puntas de los dedos, un borde curvo. Llameó entonces una
luminiscencia, límpida e intermitente, y le pareció que tenía que equivocarse;
allí abajo, en ese pozo explorado a conciencia, no existía ningún túnel: solo
eran las irregularidades engañosas de la piedra lo que lo había confundido.
Debería abandonar ese esfuerzo vano y darles la señal a los muchachos para
que lo izaran.
Pero entonces sus pies, embutidos en sus zapatos gastados de cuero de
piel de cabra, se hundieron de repente en agua helada y la conmoción lo hizo
estremecerse y casi lo tiró de su estrecho asiento. Hizo una señal frenética
para que se detuvieran.
La presa que mantenía en el borde del muro curvado lo estabilizó. Y le
pareció que el túnel siempre había estado ahí, paciente, sin que nadie lo
descubriera, como si lo aguardara a él. Se pasó una manga por la cara
pegajosa de sudor y tragó saliva de puro alivio. Se quedó inmóvil un
momento. Su aliento resonó por el espacio cerrado, duro y rápido.
¡Puede que lo haya conseguido! ¡He encontrado lo que todos los demás
decían que no existía siquiera! Aquí puede que esté la tumba del más grande,
y último, de los reyes tiranos de Darujhistan.
Y no veo una mierda. Sacudió la cuerda para indicar que lo sacaran. ¡Por
favor, dioses, por favor, que haya otro farol en algún sitio en el campamento!

Pero no había otro farol por ninguna parte. Después de poner patas arriba
todo su equipo, su tienda y la de sus guardias, Ebbin se vio reducido a hacer
que lo bajaran sujetando una única vela suave de sebo. Durante todo el
descenso protegió la escasa llama como se protegería una gema preciosa.
Justo antes de que sus pies se deslizaran una vez más en el agua gélida, tiró
de la cuerda para ordenar un alto.
En el aire quieto y frío extendió la vela. ¿No había estado allí? ¿Se había
equivocado?
Miró con los ojos guiñados el muro curvo de antiguas piedras erosionadas
y movió la vela de un lado a otro. ¡Dioses, por favor! ¡Menudo
descubrimiento sería este! Y allí estaba. No era una barrera lisa y sellada de
ladrillos y argamasa alzada en un túnel, sino un agujero oscuro e irregular de
piedras derribadas hacia dentro.
A Ebbin se le rompió el corazón.
Otro fracaso. Saqueado. Como todos los demás. No era el primero. Se
quedó un rato sentado, encorvado, la cera chorreándole por los dedos. Luego,
con un suspiro, se irguió para estirarse. Inclinándose a una distancia peligrosa
se las arregló como pudo para agarrarse a una piedra y acercarse de un tirón.
Alzó la vela. Un túnel. Lados lisos. Pero había algo más adelante.
¿Escombros?
Intrigado, cambió todavía más el peso de lado para apoyarse en la
abertura destrozada. Era un avance lento porque tenía la vela levantada en
una mano, pero al final, con torpeza, se deslizó en el interior del túnel y dejó
el columpio retorciéndose detrás. Se fue metiendo por aquel tobogán
polvoriento y lleno de telarañas, con la vela en la mano estirada, por delante.
Era un desprendimiento de rocas. Una barrera de tierra y escombros.
¿Cuánto tiempo tendrá? Echó un vistazo atrás, a la abertura abierta a
martillazos, y en su corazón renació de nuevo la esperanza. ¿No se
adentraron más? ¿Podría lo que yace más allá permanecer todavía…
inviolado?
Quizá. Tendría que averiguarlo. Estudió la tierra y la roca prensada con
ojo de experto. Parece que esto va a exigir una excavación de las de toda la
vida, después de todo. Empezó a retroceder empujándose con las manos.
Eso podría llevar un tiempo.

Entre la espuma de un mar resplandeciente de luz, un hombre luchaba por


sacar a una criatura cuatro veces más grande que él de las olas palpitantes. El
líquido desgarraba y reconcomía a la criatura como el ácido. El vapor echaba
espumarajos y crepitaba, borboteando por los lados. Resonaban unos
chillidos inhumanos de agonía y rabia. La criatura agitaba los miembros,
aterrorizada, asestando golpes desesperados capaces de hacer pedazos rocas y
que el hombre esquivaba solo gracias a destellos de poder argénteo. Las olas
brillantes se estrellaban sobre los dos mientras el hombre arrodillado luchaba
por hacer rodar a la criatura.
—¡Repta! ¡Repta! —lo alentaba entre las olas—. ¡Puedes hacerlo!
—¡Me quemo! —chillaba el ente, colérico y sollozante.
—¡Repta!
—Me muero…
—¡No!
De las rocas de la playa llegó corriendo y cojeando una abigarrada
colección de criaturas desiguales. Se precipitaron a las olas chillando y
jadeando cuando el líquido estallaba en humo a su alrededor. La carne se les
desprendía a tiras, reconcomida por la luz ácida.
—¡No! ¡Volved! —bramó el hombre, aterrado. Juntos, todos tirando y
remolcando, lograron trasladar a la gigantesca figura a la playa de arena
negra. Varios de los más pequeños se perdieron de vista bajo la espuma de las
olas y el hombre rebuscó con frenesí, palpando a ciegas a su alrededor. Sacó
a rastras a dos figuras diminutas que humeaban y luego cayó, agotado, sobre
las arenas.
La enorme criatura gruñó en un esfuerzo por ponerse en pie sobre lo que
parecían unas garras de pájaro. Tenía la carne fundida hasta el hueso por
algunos sitios. Un icor transparente le brotó de las heridas cuando se abalanzó
hacia el hombre que yacía en el suelo, jadeando. Se arrodilló a su lado.
—¿Por qué…?
El hombre se incorporó sobre los codos. Las aguas luminiscentes lo
recorrían entero sin dejar herida alguna. El largo cabello negro se le pegaba al
cráneo.
—Se te expulsó sin falta alguna por tu parte. Se te expulsó para que te
disolvieras en la nada. No está bien. Nada bien.
Los ojos de la criatura, resplandecientes como un horno, parpadearon,
asombrados.
—Estás ileso. Inmune…, ¿eres… eleint?
—No. Solo soy un hombre.
Un gruñido de incredulidad del gigante.
—Eres más que eso. Yo soy Korus, nacido de alta cuna de Aral Ganelon.
¿Cómo te llamas?
El hombre bajó la mirada.
—No lo sé. Es algo que he perdido. Me dieron otro nombre, Thenaj.
Korus se acomodó sobre los talones y se examinó una mano, las garras
llenas de cicatrices allí donde la carne blindada se había deshecho por
completo. Los tendones pálidos cambiaron de posición, expuestos al aire.
—Bueno, Thenaj. Tal y como soy, soy tuyo.
Colérico, el hombre desechó el ofrecimiento con un ademán.
—No. Ahora eres tuyo. Libre de toda obligación. Libre de todas las
invocaciones y abusos de explotadores de las sendas. ¡Malditos sean todos,
ojalá se disuelvan! Libre de hacer lo que te plazca.
El enorme demonio ladeó la cabeza blindada, los ojos dorados abarcaron
la orilla desolada de arenas negras.
—Entonces me quedaré.
Thenaj asintió, agradecido.
—Bien. Entonces ayúdame con los pequeños, tienen más valor que
sabiduría.
En el distrito de las Haciendas de Darujhistan, un hombre alto de nariz
ganchuda regresó al largo tiempo aplazado trabajo de dibujar un nuevo mapa
de la ciudad copiado de una versión anterior, una que lucía en su superficie
una mancha roja de óxido que oscurecía cosas. Trabajaba inclinado sobre el
pergamino, la cara casi pegada a él, la pluma rascándolo con paciencia.
—¿La ciudad no deja de renovarse, maese Baruk? —comentó alguien que
se había colocado a su lado.
El alquimista supremo Baruk se estremeció y golpeó con el brazo un
tintero de cristal que se volcó y mandó una impenetrable oleada negra por
todo el mapa. Baruk se volvió poco a poco y se quedó mirando la rotunda
figura achaparrada, tan baja que apenas era capaz de mirar por encima de la
alta mesa.
—Oh, vaya. Kruppe ofrece sus más sinceras disculpas. Si algo fuera a
suceder, como no puede por menos que ocurrir, un incidente así se
contemplará como un presagio portentoso.
Baruk limpió la pluma con un trozo de un trapo.
—Un simple accidente. —Dejó caer la pluma en su soporte—. Y, en
cualquier caso, cómo has… He doblado todas las guardas.
Unos ojos acuosos, saltones como los de una rana, volvieron a mirarlo
con un parpadeo inocente. Los hombros de Baruk se derrumbaron.
—Los dos sabemos lo que amenaza. Ha habido advertencias suficientes.
La muerte de la muerte, por el amor de todos los dioses. El estandarte verde
del cielo nocturno. La rotura en pedazos y el renacimiento de la luna. La
quiebra de Dragnipur… —Agitó una mano—. Escoge lo que desees.
—Como es proclive hacer por parte de todos. —El gordo suspiró con
satisfacción mientras se acomodaba en una silla afelpada—. Es la comodidad
de ver las cosas en retrospectiva… ¿o es perspectiva trasera? —Los ojos
saltones parecieron ponerse bizcos y el hombre se llevó un pañuelo blanco de
seda a la cara—. ¡Que los dioses borren una visión semejante!
Desde su alto taburete, Baruk estudió al hombre. Se llevó el chapitel de
los dedos a la barbilla y su mirada se aguzó.
—Me temo que las cosas no te irán tan bien esta vez.
Un demonio llegó anadeando y se sentó a los pies embutidos en zapatillas
de Kruppe, una figura incluso más achaparrada y obesa que él. A Baruk se le
ocurrió que si acaso Chillbais poseyera cola, sin lugar a dudas la estaría
meneando. De una voluminosa manga, bastante sucia y raída, todo hay que
decirlo, salió un tarro de muestras tapado. La mirada de Baruk se aguzó
todavía más cuando reconoció el tarro. Kruppe lo destapó y pescó el
ejemplar, que era, cómo no, un pez, uno pequeño y blanco. Pez que le tendió
a Chillbais, que se zampó de inmediato la ofrenda. Kruppe acarició la cabeza
calva y nudosa del demonio.
—Eso era un pez albino ciego de las cuevas de los desiertos del Jhag
Odhan, un espécimen muy raro, Kruppe.
—Y además sabroso. Yo los recomiendo encarecidamente. Sobre
tostadas.
—¿Y a qué, aparte del saqueo de mis estantes de muestras y el unto y
soborno de mis sirvientes, debo esta audiencia? Rememoro tu anterior visita,
no ha tanto tiempo, y no me tranquiliza.
El gordo olisqueó el fluido lechoso del tarro, arrugó la nariz y lo dejó a un
lado.
—Kruppe se pregunta ahora, en la perspectiva presente, por así llamarla,
¿o es decirlo?, qué pedestres actividades o en apariencia inocuos
acontecimientos se verán, en la retrospectiva del futuro, que eran presagios
del doloroso acontecimiento que es posible, o no, que llegue a pasar, y que,
gracias a una oportuna advertencia, podría de este modo atajarse. —Se colocó
las manos pálidas bajo la barbilla y le lanzó una sonrisa radiante a Baruk, que
parpadeó con el ceño fruncido.
—¿Por ejemplo?
Un aleteo del gigantesco pañuelo.
—Oh, ¿quién puede decirlo? El tema está bastante removido. Quizá si
uno ahondara más, sin embargo, ¿quién sabe lo que podría descubrirse?
¿Cosas largo tiempo ocultas del fulgor brillante del sol que alzan orbes
palpitantes, jadeantes, que parpadean sin ver, pero que, de algún modo,
logran ser preservadas, quizá para toda la eternidad, y por tanto nos
sobreviven incluso a ti y a mí?
Baruk giró la pluma en su soporte tallado en esteatita.
—Ahora sí que me estás incomodando, puñeta, Kruppe. El círculo
continúa roto —e inclinó la cabeza—, gracias a… quien sea. La eternidad de
perfección a la que aspiraba quedó destrozada. Y todo mi tiempo y mis
recursos están invertidos en garantizar que continúe así…, pero las
perturbaciones de esos poderosos acontecimientos de los últimos tiempos…
—Se frotó las cejas y la espalda encorvada, un gesto que traicionó una
debilidad y un agotamiento muy poco propios de él.
Durante un instante las cejas del hombrecito se crisparon de
preocupación, sin que nadie lo notara. Después hinchó el pecho, aunque en
absoluto consiguió alcanzar el tamaño de la protuberancia que se enseñoreaba
bajo los forzados botones inferiores de su chaleco.
—No desesperes, mi alquimidad suprema. ¡La Anguila tiene ojos de
halcón! Y si tuviera miembros, bueno, ¡serían musculosos cual los de una
pantera! ¡No es la Anguila un pálido pescadito albino que se retuerce en una
cueva! Eh…, es decir…, ¡al contrario que el susodicho pescadito, ningún
tarro de encurtidos podría aspirar jamás a capturarlo!

Por todos los callejones de la Bolsa de las Bailarinas, bajo sus toldos
multicolores y los vapores oscilantes de las varitas de oración encendidas, los
chismorreos del día se concentraban en la llegada sin precedentes de una
nueva estrella a la constelación de sus practicantes con más talento.
El corazón de la bolsa era la estrecha Vía de los Suspiros, un trozo de
callejón en sombras al que no por casualidad se asomaban los huecos abiertos
de las ventanas de los alojamientos de las bailarinas. Allí, en el frescor del
crepúsculo, las chicas solían reunirse en sus alféizares para tomar la
agradable brisa nocturna, observar a los que iban a rezar al atardecer y recibir
la admiración de los pretendientes que se rezagaban en la calle. Esa velada
los cortesanos y los jóvenes presumidos hablaban entre ellos, comparando
extasiadas descripciones de la gracia divina de la nueva bailarina y su belleza
clásica; mientras, más arriba, los peines de carey daban tirones un tanto
salvajes a melenas del color de la medianoche.
Había aparecido de la nada, esa duendecilla diminuta y cautivadora cuya
seguridad superaba en mucho sus aparentes pocos años. Ninguna escuela
podía presumir de haberle enseñado, aunque muchas deseaban haberlo hecho.
Una elevación hermética de sus labios pintados y un destello de sus ojos de
endrina teñidos de verde desviaban con facilidad hasta el más sutil de los
interrogatorios y dejaban a los posibles interpelantes sin habla. Educada en
casa por su madre, ella misma en otro tiempo famosa bailarina, era todo lo
que había admitido hasta entonces.
Y luego comenzó el romance. ¡Cómo resonaban los callejones, los toldos
aleteaban con el doble de los habituales suspiros melancólicos de admiración!
La dedicada y brillante bailarina (sin duda de los más humildes orígenes
familiares) y el hijo torpe de una casa noble (casa caída en la pobreza y el
declive). ¡Pero si era como en las historias de antaño! Jeshin Lim, aquel hijo
estudioso y poco prometedor de la que fuera gran familia Lim, primo del
concejal Shardan, él mismo desaparecido de forma tan trágica, locamente
enamorado de una bailarina sin familia ni contactos. ¿Qué otra explicación
podía haber salvo un amor simple y puro?
En los rincones de sus ventanas algunas uñas con manicuras perfectas se
apretaban contra las palmas y se murmuraba entre dientes nacarados sobre
embrujos.
Y luego el más improbable de los giros. ¡El primo saltó de repente a uno
de los asientos del concejo! Todos asienten con gesto sabio sobre el tónico
que supone para un hombre el amor y la devoción de una mujer de esos
dones. ¡Y el camino hasta el dicho asiento del concejo, sin duda,
pavimentado por los brazaletes y las ajorcas entregadas de buen grado por
esos bien proporcionados miembros!
Pero de forma inevitable debe llegar el trágico y lloroso final. Todos
saben cuál es la conclusión de aventuras tan malhadadas. Lim, tras haber
logrado el vanagloriado rango de concejal, es una figura demasiado
prominente para un enredo tan bajo.
Y así, envueltos en las brisas refrescantes de los rincones de las ventanas,
los cepillos se deslizaron ya con suavidad por el largo cabello negro, y los
ojos marcados con kohl se mostraron lánguidos y satisfechos en la certeza de
esa devastación inminente.
Y allí llegaba, esa misma noche, llevado en un carruaje alquilado, hasta
los apartamentos cercanos a los alojamientos de las bailarinas, donde tantas
chicas eran mantenidas de forma similar a expensas de sus, llamémoslos,
mecenas.
El carruaje de Lim se detuvo ante la entrada privada y el joven se bajó
cubierto por un manto oscuro con capucha. Sostenía sobre el rostro una
delicada máscara de oro que ocultaba sus rasgos. El guardia se inclinó con
gesto respetuoso, la mirada desviada, y abrió el cerrojo. El concejal se deslizó
hacia el interior.
Llegó a una puerta concreta del pasillo del segundo piso y dio cuatro
golpes rápidos y seguidos: el código secreto que habían acordado. Pero la
puerta no se abrió; no hubo suaves brazos desnudos que lo entrelazaran. La
máscara de oro giró a derecha e izquierda y luego una mano se alzó para
probar la manija y la encontró sin el cerrojo pasado. Entró y cerró la puerta
tras él.
—¿Mi amor?
No hubo respuesta en la atestada sala oscura. Alfombras de varias capas
cubrían el suelo en montones, los cojines yacían envueltos en ropas
abandonadas finas como gasas. El concejal se adelantó con aire vacilante.
—¿Querida?
La encontró ante la ventana, allí no había un asiento abierto: unos
barrotes sellaban las pequeñas aberturas. Estaba asomada adonde las llamas
nocturnas teñidas de azul parecían batallar contra el cielo nocturno matizado
de verde.
—Lo siento mucho, querida… —empezó él.
Ella se volvió, los brazos cruzados sobre los pechos pequeños y altos. Por
un momento los ojos femeninos parecieron destellar con una luz verde afín a
la del cielo nocturno.
—¿Y quién es este que viene a inmiscuirse en mi privacidad?
Jeshin se la quedó mirando, confuso, luego bajó la máscara y la examinó
con ironía. Se apartó la capucha y reveló su largo cabello negro, su estrecho
rostro de erudito. Dio unos golpecitos con un dedo en la máscara de oro.
—¿Ves? Incluso ahora vengo como solicitas. Aunque por qué esta
fachada de anonimato cuando todo el mundo parece saber…, bueno. —Tiró
la máscara a un lado.
—No deberías haber venido —dijo ella, abrazándose todavía más, como
si luchara por contener algo.
Jeshin le dio la espalda y empezó a pasearse.
—Sí, sí. Ahora que soy concejal. Incluso ahora me avergüenzas con tu
interés por mi reputación. —Se giró hacia ella—. Pero quizá hay un modo.
Ya no necesito la bendición de mi familia.
La bailarina se deslizó hacia él y lo silenció con un dedo en los labios.
—No. —Hablaba con tono tranquilizador, como a un niño—. No
permitiré que nada te debilite. Tus adversarios lo utilizarán contra ti. Te
pintarán como si fueras un necio impetuoso. Nada debe comprometerte. —
Alzó los ojos hacia él, su mirada casi furtiva—. Tu gran visión para la ciudad,
¿recuerdas?
El joven la apretó contra sí.
—Pero ¿sin ti?
Bailarina como era, eludió con facilidad sus manos y le dio la espalda.
—Debemos… los dos… hacer ciertos sacrificios —dijo ella, de cara a la
ventana una vez más.
Él sacudió la cabeza con un gesto de admiración asombrada.
—Tu determinación es toda una lección para mí.
La bailarina se volvió con un dedo en la barbilla.
—Pero hay una última cosa que puedo hacer por ti, mi Jeshin, mi noble
concejal.
Él desechó la sugerencia sin dejar de sacudir la cabeza.
—Ya has hecho suficiente… demasiado. Tus consejos, las cosas que
sabías… Como dicen, todos los secretos se revelan bajo los pies de la
bailarina.
Los labios resaltados con alheña se alzaron, complacidos.
—Ese es un dicho muy viejo. Y muy cierto. No, he sabido de un último
rumor. Hay un hombre extraordinariamente rico en la ciudad que comparte tu
visión de una Darujhistan fuerte que impone el respeto que merece. —Los
labios descendieron, desdeñosos—. Cierto, procede del norte, de Gato. Pero
debería apoyarte. Se llama Humilde. Humilde Medida.
Jeshin frunció el ceño.
—¿El quincallero?
—Es más que eso. Confía en mí.
El joven concejal extendió las manos como si se rindiera.
—Si tú lo dices, queridísima mía. Me pondré en contacto con él.
—Excelente. Con sus recursos, tu ascenso estará garantizado.
Jeshin se la quedó mirando, casi pasmado.
—No te merezco, mi amor.
Sonriendo una vez más, la bailarina le puso una palma en el pecho y lo
fue empujando con suavidad hasta un montón de cojines.
—Lo harás, mi amor. Lo harás.
De pie sobre él adoptó la primera posición de Despertar Ardiente, una
pierna levantada, el dedo apenas rozando el suelo, una mano alzada hacia el
rostro como si se protegiera del fulgor duro de un amanecer primitivo. A
partir de esa pose fluyó en la ejecución de los primeros cuatro movimientos
devocionales, uno para cada esquina del mundo, inclinándose, las manos
alzadas en una súplica, las palmas hacia dentro.
Luego bailó.
Los ojos clavados en ella, hipnotizado, el pulso disparado, Jeshin solo
podía gemir.
—Oh, Taya…, Taya…

El retiro se había establecido en las montañas costeras del sur de Mengal


generaciones atrás. Algunos lo llamaban monasterio, otros escuela. Los que
entraban en él lo hacían a condición de abandonar de forma voluntaria el
mundo, con todas sus diversiones y distracciones engañosas.
Por qué el legendario Viajero, asesino de Anomander Rake, el mismísimo
hijo de la Oscuridad y señor de Engendro de Luna, iría allí era un misterio
para Esten Rul. Si hubiera sido él el que había derrotado al más temido y
poderoso ascendiente que había estado activo en el mundo, no se habría
metido en un monasterio polvoriento repleto de monjes y acólitos que no
hacían más que mascullar.
Y eso no era lo que planeaba hacer él después de que, a su vez, derrotara
a ese tal Viajero.
Incluso en ese momento, a pesar de la seguridad que le habían dado
numerosas fuentes independientes, no podía terminar de creer que esa
miserable colección de chozas y templos abiertos que se abrazaban a la
montaña fuera el retiro del gran espadachín. Al entrar en el patio principal de
arena hizo una pausa y ojeó a los sacerdotes que andaban envueltos en sus
túnicas con ese paso que nunca se apresuraba. Ninguno le dedicó una mirada
siquiera. Ese no era el trato al que Esten Rul, maestro duelista y espadachín
en tres continentes, estaba acostumbrado. Esos desgraciados de cabezas
afeitadas era obvio que no poseían el ingenio para entender que el hombre
que se encontraba ante ellos era un maestro reconocido en Quon Tali y Falar.
Y que había tomado la medida a la actual cosecha de talentos de allí,
Genabackis y, con franqueza, le parecía más bien de segunda clase.
Un viejales estaba barriendo con gesto sumiso las hojas que cubrían el
patio y fue a ese al que se acercó.
—Tú, viejo, ¿dónde puedo encontrar al que responde al nombre de
Viajero?
Pese a lo que, con toda claridad, era un insulto deliberado, el tipo tuvo la
desfachatez de seguir barriendo. Esten pisó de golpe el fardo de paja de la
escoba.
—Estoy hablando contigo, abuelo.
El hombre alzó la cabeza y lo miró; muy moreno, no era de la zona, la
cabeza recién afeitada, el rostro con cicatrices y grabado con arrugas de
preocupación. Pero eran los ojos: ni un asomo de miedo, un azul profundo de
medianoche como las profundidades del océano.
El peso de esa mirada hizo que Esten apartara la suya, incómodo. Así
pues, no era ningún criado, después de todo. Un veterano arruinado, quizá,
hecho pedazos por alguna batalla.
—¿Sabes de él?
—¿El que aquí llaman maestro? Sí.
Esten lanzó un gruñido. Así que su maestro, ¿eh? Por supuesto. ¿Qué
otra cosa puede ser un hombre así?
—¿Dónde está? ¿En cuál de esas chozas patéticas?
El anciano lo miró de arriba abajo. Esten vio que sus ojos repasaban los
gavilanes de su estoque envainado.
—¿Querrías desafiarlo?
—No, estoy aquí para entregar unas flores de Coral Negro. ¡Por supuesto
que estoy aquí para desafiarlo, necio senil!
El anciano cerró los ojos como si le doliera y bajó la cabeza.
—Regresa a Darujhistan. El llamado Viajero se ha… retirado… de todo
lance con la espada. —Y volvió a su barrido.
Esten apenas fue capaz de contenerse para no darle una colleja a aquel
estúpido insolente. En su lugar posó la mano en la empuñadura de su espada.
—No me pongas a prueba. No estoy acostumbrado a que me traten así.
Llévame con Viajero o buscaré a alguien que lo haga… a punta de espada.
El anciano se quedó quieto. Se volvió para mirarlo: los ojos se habían
entrecerrado y oscurecido todavía más.
—¿Esas tenemos? Muy bien. Te llevaré con Viajero, pero antes de
hacerlo debes demostrar tu valía.
Esten se quedó mirando al hombre con la boca abierta.
—¿Qué? ¿Demostrar mi… valía? —Miró a su alrededor con
incredulidad. Una multitud de monjes con túnicas, o sacerdotes, o lo que
fueran, se había reunido en silencio y con aire vigilante. Esten Rul no era un
hombre que se espantara, pero encontró su silenciosa mirada un tanto
turbadora. Volvió a mirar al viejo barrendero e hizo un vago gesto de
invitación con una mano enguantada.
—Bien, te lo ruego, dime cómo lo hago.
—Derrotando al menor entre nosotros.
Esten contuvo su impaciencia y aspiró con lentitud una bocanada de aire
para calmarse.
—Y…, ¿ese sería?
Un encogimiento de hombros triste y lento del hombre.
—Bueno…, ese sería yo.
—Tú.
—Sí. Soy nuevo aquí.
—Tú… —Se apartó un paso como si el tipo fuera un lunático—. ¡Pero si
tú solo estás limpiando el patio!
Un asentimiento afligido.
—Sí. Y todavía tengo que hacerlo bien. Es el viento, ¿sabes? Por mucho
cuidado que tengas, el viento entra dando vueltas y todos tus planes y
cuidados son para nada.
Esten soltó un bufido de disgusto y le dio la espalda. Se llevó las manos
en torno a la boca y empezó a bramar.
—¡Viajero! ¿Me oyes? ¿Te escondes aquí? ¡Sal a enfrentarte a mí!
—Derrótame y te llevarán con él.
Tras haber dado una vuelta completa, Esten volvió a mirar al hombre.
—En serio…, ¿así sin más?
—Sí. Así sin más. Es una antigua costumbre. Una que se recuerda y
honra aquí.
Esten abrió las manos como en un gesto de futilidad.
—Bueno…, si no queda más remedio… ¿Tendrás un arma?
El hombre se limitó a encogerse de hombros en una pesarosa disculpa
más y levantó su escoba.

Desde las puertas del monasterio un acólito observó al duelista extranjero que
bajaba caminando por la sinuosa pista de montaña. El espadachín llevaba las
manos entrelazadas a la espalda y la cabeza gacha, como si le acabaran de dar
mucho en lo que pensar. El acólito se inclinó ante el hombre de la puerta, que
se había apoyado en la escoba, la madera del mango llena de muescas y
brechas.
—¿Regresará, maestro? —preguntó el acólito.
—No hago más que deciros que no me llaméis así —suspiró el hombre
que había renunciado al nombre de Viajero. Se encogió de hombros—.
Esperemos que no. Ha recibido una lección. Solo podemos esperar que le
preste atención. —Cambió la posición de las manos en el mango—. Pero… la
vida no es nada más que una serie de lecciones y pocos aprenden suficientes.
—Miró el patio e hizo una mueca—. Dioses, te das la vuelta solo un
momento y todo se va al Abismo. Voy a tener que empezar otra vez…
—Como deberíamos hacer todos, maestro.
Por un instante una pequeña sonrisa adornó el rostro desfigurado por el
dolor del hombre, luego la boca regresó a su habitual mueca, que era como
una cuchillada.
—Bien dicho. Sí. Como deberíamos hacer todos. Cada día. Con cada
aliento.
En los arrabales sin nombre del pueblo de chabolas que trepaba al oeste de
Darujhistan, una anciana se había agachado delante de su choza y tallaba un
palo bajo un cielo nocturno dominado por la brecha del estandarte verde
brillante de la Cimitarra. Su cabello era un arbusto salvaje alrededor de la
cabeza, atado con trozos de cuerda, cinta, cuentas y lazos de cuero. Los pies
desnudos que se asomaban a las capas de sus faldas estaban tan oscuros como
la tierra a la que se aferraban sus dedos. Canturreaba para sí en un idioma que
nadie entendía.
Una anciana viviendo sola en una choza miserable no era nada inusual en
el pueblo de chabolas, habitado como estaba por los más pobres, más
vencidos de la clase más baja de curtidores, limpiadores de cloacas y
basureros de Darujhistan. De cada dos chozas, una parecía ocupada por una
vieja viuda o una abuela, los maridos se habían muerto mucho antes, como
ocurre en todas partes; los hombres afirman que eso demuestra que son ellos
los que hacen el trabajo duro, y las mujeres saben que es porque los hombres
no son lo bastante duros para soportar la vejez.
Así que esta mujer había vivido en su miserable choza desde que la gente
tenía recuerdo y a nadie le llamaba la atención, salvo por todas las decrépitas
viudas y abuelas de alrededor que entre sí la conocían como «esa vieja loca».

Agachada en el barro ante su choza, la anciana se llevó el fino palo que


estaba tallando a los ojos enturbiados por cataratas lechosas y estudió la
intrincada tracería de curvas y líneas que lo recorrían de un extremo a otro.
Canturreaba para sí.
—Ya casi. Casi. —Después echó un vistazo temeroso, y bastante ciego, al
cielo nocturno lleno de estrellas y a ese estandarte extraño que se inmiscuía
en él y murmuró—: Ya casi. Casi.
Guardó el palo en un saco a su lado. De una bolsa más pequeña extrajo
una pipa y una pizca de una sustancia oscura y pegajosa, como goma, con la
que hizo una bola que metió en la pipa. Encendió la pipa con una ramita que
sacó de un fuego bajo, inhaló una buena bocanada de humo y la retuvo en los
pulmones durante un buen rato antes de echar la cabeza hacia atrás y dejar
que el gran penacho volara hacia el cielo.
Parpadeó con los ojos acuosos.
—Ya casi. Casi.
Libro primero

Orbe
1

El problema de los caminos es que una vez que has elegido uno, ya no puedes escoger los otros.

Atribuido a La locura de Gothos

En la costa sur de Genabackis la antigua aldea de pescadores de Hurly era un


desastre. Casi dos años antes, sus habitantes habían perecido ahogados de
repente en varios maremotos que la inundaron cuando los últimos fragmentos
de la titánica montaña flotante llamada Engendro de Luna se habían
estrellado contra el mar Rivan. Y luego, cuando las aguas de las riadas se
retiraron, un abigarrado ejército de buscadores de tesoros, carroñeros y
saqueadores había descendido sobre su cadáver como un enjambre de
moscas, y a no mucho tardar llegó una plaga todavía peor: los ladrones,
estafadores y demás timadores que se aprovechaban de los primeros.
Varios representantes de la Confederación Meridional de Ciudades Libres
fueron los primeros en llegar a la escena del desastre. En otro tiempo
saboteadores y piratas, los representantes recuperaron todo lo salvable, es
decir, los barcos supervivientes de la región, y establecieron los derechos de
explotación del trayecto a las islas recién surgidas. Unos meses después se
acordaron honorarios y tarifas de transporte y ya se habían sofocado cuatro
intentos diferentes de desafíos armados a ese monopolio.
Llegados a ese punto, tras más de un año de comercio, la Confederación
Meridional se había establecido firmemente como único representante de las
islas, a las que bautizaron sin andarse con rodeos, como era habitual en ellos,
los Engendros.

Jallin, apodado el Sustos por su costumbre de emboscar a la gente por detrás,


tenía que admitir que los buenos tiempos en Hurly se habían acabado, y ya
era oficial. Él y todos los demás buscavidas y carroñeros empezaban a sentir
el pellizco de los malos tiempos. Lo que había sido una riada de buscatesoros
se había reducido a un goteo de hombres y mujeres harapientos a los que no
les iba mucho mejor que a aquellos que ya se habían hecho (con uñas y
dientes) con un rincón en aquel pueblo enconado como una mala pústula.
Jallin el Sustos sabía de lo que hablaba. Había visto el mismo ciclo
repitiéndose pueblo tras pueblo por todo el norte, donde las guerras
malazanas habían alimentado esa economía rabiosa, caníbal, de la escasez y
la demanda. Le daba la sensación de que allí el frenesí de fortunas logradas
de la noche a la mañana, y perdidas con más rapidez todavía, jamás
alcanzaría el nivel que había tenido estaciones atrás. Y estaba terminando
antes de que él hubiera podido dar su gran golpe. Igual que en Pale, Kurl y
Callows. Solo que esa vez no pensaba consentirlo. No podía. Porque Hurly
era el final del camino. Más al sur no podía arrastrarse tanto perdedor y
demás escoria de la sociedad. Era la última oportunidad de todo el mundo.
Así que prestó mucha atención cuando apareció alguien nuevo bajando
con paso pesado por la calle principal del pueblo. El recién llegado era un
veterano andrajoso y enjuto, un extranjero, a juzgar por el pelo rojizo y el
bigote pelirrojo, un malazano. Calzaba sandalias militares, se cubría con un
manto y llevaba al hombro unas alforjas ya bastante baqueteadas. Que el
hombre fuera veterano no preocupaba a Jallin; casi todos los pobres
buscatesoros que se arrastraban por ese camino habían marchado en algún
momento en uno o varios de los ejércitos del norte, y por lo general habían
desertado de todos y cada uno. A él le parecía patético que estuvieran
dispuestos a dejarse mutilar o matar a cambio de la promesa de un puñado de
monedas o un trozo de tierra.
A ese parecía que le había ido incluso peor que a la mayoría. Una única
espada corta le colgaba al costado, pero aparte de eso lo único que llevaba
eran las alforjas que se había echado al hombro y que sujetaba con fuerza con
una mano llena de cicatrices y curtida por el sol. Fueron esas bolsas anchas lo
que interesó a Jallin. Se preguntó qué era lo que un viejo soldado, destituido
o desertor, consideraría tan vital como para cargar con él hasta los Engendros.
El veterano se detuvo allí donde tantos de los demás aspirantes a
saqueadores de los Engendros se habían parado: donde terminaba el camino
de carretas, en la playa de gravilla negra como la pizarra que bajaba hasta el
mar Rivan. Allí los más observadores por lo general notaban dos cosas
importantes: que las islas Engendros eran esos puntos lejanos y casi
desvaídos en medio del mar y que no había un solo barco a la vista.
Esos descubrimientos solían dejar hasta a los más duros y resistentes un
poco perdidos, así que allí era donde Jallin prefería acercarse a sus objetivos.
Cuando se arrimó, el tipo todavía examinaba el mar con los ojos guiñados.
—Ahí están, ¿eh? El premio gordo —murmuró Jallin.
El viejo rezongó algo mientras observaba la playa de grava salpicada de
desechos.
—Busco un barco.
Jallin sonrió.
—¿Y quién no, amigo mío? Pues resulta que yo conozco a un hombre que
quizá tenga sitio para uno más en el suyo.
Eso le valió una mirada. Se dio cuenta por la expresión directa de sus ojos
que el tipo había visto mucho. La mayor parte de los veteranos tenía una
forma de mirar extraña, dura, que Jallin no terminaba de entender; él jamás
había sido tan tonto como para poner un pie siquiera en un campo de batalla.
Una mirada que podía hacer a un hombre pensárselo dos veces antes de
meterse en un lío con ellos. Pero a pesar de todo, él había ido a lo suyo y
había robado, engañado, atracado y hasta asesinado a algunos. Todo por la
espalda o partiendo de una posición de confianza, por supuesto. Que era por
lo que él consideraba irrelevantes lo duros o hábiles que pudieran ser en una
pelea. Después de todo, la paz era una guerra muy diferente.
—¿Cuánto? —preguntó el tipo. Relajó el puño para protegerse los ojos
del sol que se ponía por el oeste. Hubiera lo que hubiera en esas bolsas,
parecía pesado. Jallin se humedeció los labios y emitió su risita más cordial.
—¿Cuánto? Oh, pues bastante. No te voy a insultar fingiendo que puedo
conseguirte un trato especial o una mierda de esas. Te va a costar. Eso es lo
que tenemos que negociar, ¿estamos?
Otro gruñido neutral. Jallin señaló con el dedo atrás, al camino que se
internaba entre las posadas improvisadas, las tiendas y los bares.
—¿La Posada de la Isla, eh? ¿Qué dices? Me parece que no te vendría
mal una copa.
El tipo se giró, miró con los ojos guiñados el camino, incluso se
mordisqueó un borde del bigote. Tras una última mirada lenta y perezosa al
mar, los hombros tensos cayeron y el tipo suspiró.
—Sí. No me vendría mal.
Jallin le mostró el camino. No dejó en ningún momento de distraer al
veterano con una cháchara constante sobre todos los aventureros que conocía
que se habían hecho ricos en los Engendros, que en realidad era ninguno. Es
decir, ninguno que hubiera regresado. Y todo el tiempo estaba pensando:
acordaremos un precio por esta noche, ni demasiado bajo ni demasiado alto.
Nada que despierte sospechas. Y luego, en la playa, le presentaría a su
«amigo». A todo él, largo y afilado como una navaja. Su misericordia, el
arma que utilizaba para darles a los viejos soldados lo suyo: un navajazo que
les evitara más sufrimientos.

La Posada de la Isla era única entre los edificios nuevos de Hurly por una
cosa: poseía paredes de piedra. Ocupaba todo lo que quedaba de un templo a
Poliel, diosa de la enfermedad, la pestilencia y la plaga. Parecía que a la
antigua población de Hurly le había preocupado de forma especial aplacar a
esa diosa concreta. Quizá tenía que ver con todos esos páramos que los
rodeaban. Al nuevo propietario de la estructura, Akien Threw, le gustaba
bromear diciendo que les habría ido mucho mejor aplacando al culto de la
Oscuridad Ancestral, de la que Engendro de Luna había sido un artefacto
sagrado.
Cuando Jallin entró, y al tiempo que guiaba al viejo soldado a una mesa
del fondo, llamó la atención de Akien con una mirada. Todos los ganchos y
buscavidas del pueblo tenían un acuerdo con aquel hombre: una comida y un
suelo en el que tumbarse a cambio de llevarle clientes. Además de un
porcentaje de cualquier botín, por supuesto.
No bien habían apoyado los brazos en la mesa, hecha de tablas plateadas
encontradas en la playa, cuando llegaron dos jarras llenas de cerveza. Los
ojos del veterano se entrecerraron y su boca adoptó una mueca disgustada.
—¿Qué es esto?
En la oscuridad relativa de la posada a Jallin le sorprendieron las
cicatrices que cubrían la cara del tipo y el modo en que el sarnoso cabello
pelirrojo, gris por algunos sitios, crecía a trozos por un lado, como si cubriera
unas quemaduras. Pero no era la primera vez que se topaba con soldados y
casi todos tenían cicatrices. Todos se separaban de los pocos dineros que
habían reunido a lo largo de los años con tanta facilidad como cualquiera y
más rápido que la mayoría.
—Bueno, ¿y cómo te llamas, amigo?
—Rojo. Perro Rojo —rezongó el hombre tras un momento.
Jallin alzó una ceja al oír el nombre, pero no comentó nada: le importaba
una mierda cómo se llamara.
—Bueno, Rojo, esto es cerveza de Elingarth. De la buena. —Se llevó un
dedo a un lado de la nariz—. El dueño es amigo mío.
—Seguro —murmuró el soldado con tono lúgubre. Pero levantó la jarra y
echó un buen trago. Jallin observó el nido de cicatrices blancas que sobresalía
por todo el antebrazo del hombre. Decidió que el tipo le preocuparía un poco
si no fuera tan obvio que ya había dejado atrás lo mejor de su vida. También
notó que el tipo no soltaba las alforjas que descansaban en su regazo.
El veterano se limpió la boca e hizo una mueca de asco.
—Dudo mucho que esto sea de Elingarth.
Jallin se encogió de hombros con indiferencia.
—No sabría decirte. ¿Otra?
—Por el Abismo, no.
—Claro. Todavía es temprano.
Como correspondía a la cada vez menor afluencia de buscatesoros, la sala
común de la posada estaba desierta. Un par de guardias, simples buscavidas
desde siempre, como Jallin, se habían sentado junto a la puerta. Había dos
hombres en una mesa cercana, encorvados y con las cabezas muy juntas,
ambos con la mirada hosca clavada en los últimos rayos amarillos del día que
entraban sesgados ya. Un joven vestido con elegancia, el retoño de alguna
familia de la aristocracia, presidía otra mesa. Estaba con otros tres, a todos los
cuales Jallin conocía como matones locales y aspirantes a guías, como él
mismo.
El joven se echó hacia atrás de repente e hizo un anuncio.
—Entonces no tiene sentido ir hasta allí. Es demasiado tarde. A estas
alturas ya habrán limpiado el sitio.
El viejo soldado, Rojo, se volvió para mirarlo.
Uno de los guías locales dijo algo a lo que el noble respondió con tono
desdeñoso.
—Bueno, ¿y quién ha vuelto en los últimos tiempos? ¿Alguien?
Otro de los compañeros fue el que contestó.
—Si yo encontrara algo ahí fuera, aquí sí que no volvía ni muerto.
Todos se echaron a reír, todos salvo el joven noble.
Jallin se inclinó hacia su compañero.
—Eso es solo envidia. Tiene miedo de ir hasta allí.
—Bueno —dijo el veterano arrastrando las palabras—, ¿y dónde están los
barcos?
Llegaron dos jarras al cuidado de un chico de servicio que arrastraba los
pies.
—Anclados lejos de la orilla. Las lanchas se acercan al amanecer y tú
compras una litera. Pero —añadió bajando la voz— es posible colarse entre
ellas por la noche. Por un módico precio.
El soldado asintió para dar a entender que lo había comprendido.
—Al amanecer, cuando llegan los barcos. ¿Por qué no se abalanza todo el
mundo y ya está?
—Soldados de la Confederación Meridional de Ciudades Libres, amigo
mío. Tienen las cosas bien atadas.
—¿Y qué les impide a otros aparecer con sus propios barcos?
Jallin se echó a reír.
—Oh, lo han intentado. Lo han intentado. Pero esos chicos de la
Confederación son piratas y saboteadores de la peor calaña. Los hundieron a
todos.
—¿Y un barco de guerra, quizá? ¿Malazano?
Jallin se acabó la jarra de un trago.
—Sí. Hace un par de meses. Un barco de guerra malazano se abrió
camino a la fuerza. No lo hemos vuelto a ver. —Esbozó una sonrisa llena de
dientes—. Quizá se los cargaron a todos.
El viejo soldado dio un largo trago a su jarra.
—Como dijo ese tipo. No ha vuelto nadie. ¿Es eso?
Jallin hizo lo que pudo por reírse con cordialidad.
—¿Qué? ¿Es que quieres que de allí salga otro con un barco cargado con
un botín? Escucha, la isla principal es enorme, joder. Hace falta mucho
tiempo para rebuscar por todas partes. No es que llegues y ya te tropieces con
un cofre lleno de oro. —Fingió darle un buen sorbo a su segunda jarra,
indiferente, pero maldito fuera el bocazas, fuera quien fuera. En fin, lo único
que importaba era que el viejo lo acompañara a la orilla para conocer a su
«amigo». Y vaya si lo iba a conocer.
El veterano se pasó la lengua por los dientes y luego la mano por el
bigote.
—Ya. Bueno, eso es más o menos todo lo que necesito escuchar. Gracias
por la cerveza. —Se levantó y se echó las bolsas al hombro.
Jallin se levantó con él.
—Pero yo podría sacarte esta noche. Mi amigo…
—Me abriría la cabeza de un golpe —terminó el soldado por él.
Jallin captó la mirada de Akien y abrió las manos.
—Muy bien. ¿No quieres mi ayuda? Al Embozado contigo.
Desde la barra, Akien les hizo un gesto con la cabeza a sus dos guardias,
que se levantaron y bloquearon la puerta. El soldado se detuvo en seco. Le
echó un vistazo al propietario, grande como un toro, que estaba cruzando el
bar dándose golpecitos en una mano con una porra.
—¿Qué problema hay? —preguntó el veterano.
—El problema, señor, es la cuenta.
Jallin se había mantenido a distancia, a la espera de su oportunidad, y el
veterano lo señaló directamente.
—Este de aquí. Paga él.
Akien se detuvo delante de sus guardias, lo que puso a Jallin justo detrás
del soldado. Jallin enroscó los dedos alrededor de su cinturón, cerca de las
empuñaduras gastadas de sus dagas.
—No —dijo Akien, lento y obstinado, como el toro que parecía—. Para
mí está claro que fue usted el que pidió las bebidas, señor.
El viejo soldado se tragó cualquier intento de discusión; todo el mundo
sabía que él no había pedido las bebidas, pero había que decir que sí por las
apariencias. Era igual en todas las tascas de lujo: entrar era gratis, pero al salir
te clavaban.
—De acuerdo —rezongó, resignado—. ¿Y cuánto es?
Akien alzó las cejas y calculó de memoria.
—¿Cuatro jarras de Elingarth, señor? Eso hace un total de dos concejos
de oro daru.
Un silbido asombrado resonó por toda la posada. Todo el mundo miró al
joven noble. Este había rodeado con un brazo el respaldo de su silla y se
había echado hacia atrás.
—Eso, mi buen posadero, arruina a cualquiera.
Akien encorvó los gruesos hombros redondeados, la mirada furiosa.
—Los portes.
El noble miró al veterano y alzó una ceja.
El soldado se agarró a una silla cercana para sostenerse.
—¡Yo no tengo tanto dinero!
Jallin se tocó el hombro para indicar las bolsas. Akien asintió.
—Entonces sus bolsas, señor, como pago.
La otra mano del soldado se posó en la alforja.
—No.
Los dos guardias empezaron a adelantarse, las porras listas. En ese
instante el soldado entró en acción con un estallido: la silla voló contra un
guardia mientras una bota se estrellaba contra el segundo. La velocidad del
veterano sorprendió a Jallin, pero sabía que él era más rápido. El bulto de
Akien en la puerta haría que el hombre frenara un poco y Jallin ya lo tenía.
—¡A tu espalda! —ladró una voz, y el veterano se giró. El amigo afilado
de Jallin no llegó a alcanzar la arteria y solo provocó un corte poco profundo.
Después, un contorno borroso al borde de la visión de Jallin le lanzó de golpe
la cabeza hacia atrás y cayó. Lo último que oyó fue el bramido de dolor y
rabia de Akien cuando el soldado se ocupó de él.

—El agregado moranthiano lo aguarda, embajador.


El embajador Aragan de la delegación imperial malazana en Darujhistan
se sostuvo la cabeza y gimió por encima de la humeante infusión de nuez de
koru.
—Por la misericordia de Ascua, hombre, ¿no puede esperar?
Su asistente, el capitán Dreshen Harad’Ul, hijo menor de una de las casas
nobles de Unta, se erguía recto como una lanza, su uniforme imperial de gala,
granate y negro, envidiablemente fresco y almidonado.
—El agregado insiste mucho.
Aragan se tomó de un trago el dedal de líquido negro e hizo una mueca.
Dioses, jamás debería haber intentado seguirles el ritmo a esos
barghastianos de visita. Nunca saben cuándo parar. Parpadeó y miró a
Dreshen con los ojos llenos arena, después cogió un cuchillo y una de las
tortas hechas al horno.
—Invítelo a desayunar, entonces.
Su asistente le dedicó un saludo militar.
Untó el pan con miel de Rhivi. ¿Casi no me he instalado y se supone que
tengo que negociar con los moranthianos? ¿Qué esperan en Unta,
mandándome de un sitio a otro? Una puta mierda, eso es lo que es. Seguro
que ni siquiera llego a conocer a ese memo de emperador Mallick o como se
llame.
Al agregado moranthiano lo acompañaron a los aposentos de Aragan, el
más exterior de los cuales era el que había elegido para utilizarlo como sala
de reuniones y despacho. Le gustaba la vista desde la terraza, que se asomaba
a los jardines traseros de la finca. El agregado era un veterano rojo. Su
armadura quitinosa del tono de la sangre lucía una madeja de cicatrices y
brechas de combate. Aragan se levantó y se limpió la boca con la servilleta.
—Comandante Desgarrado.
El agregado se inclinó con rigidez.
—Embajador.
Aragan se sentó y señaló la silla de enfrente.
—¿A qué debo el honor?
El agregado declinó la invitación con un pequeño ademán de un
guantelete. Se irguió aún más y entrelazó los guanteletes blindados a la
espalda.
—Desde la delegación moranthiana les solicitamos un favor a nuestros
antiguos aliados.
Aragan alzó las cejas. ¡Ajá! ¿Así que ahora somos antiguos aliados? ¿Y
eso desde cuándo? Llevan un año negando solicitudes de tropas.
—¿Sí?
Era difícil asegurarlo con aquel yelmo completo y aquella armadura que
le ceñía todo el cuerpo, pero el veterano parecía incómodo. Se paseó hasta el
umbral de las puertas dobles que se abrían a la terraza y le dio la espalda a
Aragan.
—Solicitamos que presione al concejo para que prohíba el paso a los
terrenos de enterramiento del sur de la ciudad.
Aragan se atragantó con el bocado de torta tostada. Su asistente se
precipitó a servirle una copa de vino aguado, que Aragan se tomó de un
trago.
—¡Dioses, señor! —jadeó—. ¡No pide usted nada! —Se aclaró la
garganta—. Sugiero que los presione usted mismo.
—Eso hemos hecho. Desde hace meses. No quieren escucharnos. Hay…
cierta historia… entre nosotros.
Aragan levantó la tacita hacia su asistente, que asintió y salió. El
embajador le dio la vuelta a la silla para mirar la espalda rígida del agregado.
—Bueno, ¿y qué pasa? ¿Por qué los terrenos de enterramiento?
—Los hay entre nosotros… —El agregado se detuvo, después sacudió el
yelmo—. No, eso no servirá. —Se volvió y tomó una larga bocanada de aire
para prepararse—. Ustedes llaman a nuestros colores clanes, según tenemos
entendido. Pero «gremios» sería en realidad una descripción más precisa. En
cualquier caso, entre nosotros aquellos a los que ustedes llaman plateados
podrían verse como lo más cercano a sus magos. Aunque son más parecidos a
místicos, en verdad.
Aragan solo podía mirarlo. Ese rojo le había dicho más que todos los
moranthianos juntos con los que había hablado en su vida. Había estudiosos
en Unta que podrían hacer carrera con la información que le acababan de
desvelar sobre aquel pueblo que guardaba sus secretos con tanta ferocidad.
El agregado Desgarrado se cruzó de brazos.
—Hace ya un tiempo que se ha extendido la inquietud entre los plateados.
Les perturban los terrenos de enterramiento… y lo que muchos creen que
contienen.
El capitán Dreshen regresó con la tacita de infusión de nuez de koru.
Aragan la cogió y le hizo una seña para que los dejara solos.
—Desgarrado, esas ruinas cubren leguas enteras de la llanura del
Asentamiento. ¡Una zona más grande que la ciudad en sí! ¿Tiene idea de
cuántas tropas serían necesarias…?
—Me han dicho que le recordara sus guarniciones y la mayoría del
Quinto al norte. Elementos de la Hueste de Unbrazo al sur…
Aragan lanzó los brazos al aire.
—¡Un momento! —Hizo una mueca de dolor y se tomó la infusión de un
trago—. ¡No puedo traer tantas tropas tan cerca de la ciudad! Piénselo. ¡Se
vería como un golpe de estado malazano! Un acto de guerra. —Desechó la
idea con un ademán—. No. Imposible.
Desgarrado dejó caer los brazos, las placas quitinosas chirriaron.
—Ya me parecía que no. —Casi pareció suspirar—. Sin embargo, mis
superiores ordenaron que se hiciera la solicitud. Así se ha hecho. Le pido,
entonces, que al menos reúna a sus magos más cualificados y les encargue
que sondeen cualquier actividad que se esté produciendo en los terrenos de
enterramiento.
Aragan frunció el ceño y lo pensó.
—Es probable que eso pueda hacerlo, sí. Pero piénselo. Lo que perciben
sus plateados quizá no sea más que las alteraciones de las sendas por lo que
ocurrió aquí… La espada rota de Anomander Rake, según dicen. Los que
rinden culto al Embozado afirman que estuvo aquí y que murió, si puede
usted darle crédito a eso. Mis magos de cuadro todavía se quejan de tanta
impresión.
—En cualquiera de los casos… ¿querrá complacerme?
—Por supuesto, Desgarrado. Por supuesto. Como favor personal.
El moranthiano inclinó el yelmo a modo de agradecimiento.
—Muy bien. Por favor, transmítanos cualquier información. Hasta
entonces, embajador.
Aragan cruzó hasta la puerta.
—Agregado.
Una vez que se fue el moranthiano, Aragan hizo entrar con un gesto al
capitán Dreshen y regresó a su desayuno. Comió con la mirada fija en el
paisaje que se veía por las dos puertas de la terraza. Cuando terminó, se
recostó en la silla tomando a sorbos su vino aguado. Alzó los ojos y miró a su
asistente.
—Mande recado al sur, al puño… ¿Quién está por allí abajo?
—Steppen.
—Sí, esa, Steppen. Dígale que nos mande todas las tropas de las que
pueda prescindir. ¿Y quién es el mando central en las guarniciones de las
Ciudades Libres?
—Ese sería el puño K’ess, en Pale.
—Cierto. Debería poder reunir al menos unas cuantas compañías. Pueden
encontrarse al oeste, al sur de Dhavran, por algún sitio.
Dreshen se limitó a alzar una ceja.
—¿Y cuando surjan preguntas…?
—Unas simples maniobras, capitán. Nada más. Lo habitual, correr y
luego esperar.
—Comprendo. Muy bien, embajador. —Se giró para irse.
Aragan se terminó el vino aguado que le quedaba.
—¿Y a quién tenemos en la ciudad del que podamos fiarnos para que nos
haga un trabajo discreto, sin que quede registrado?
Una sonrisa se coló en los labios del capitán Dreshen.
—Tenemos una lista, embajador.

Estaba empezando a acostumbrarse a lo extraño de aquel extraordinario reino


tan lejos del mundo que ella conocía. Y se preguntó si eso no sería una mala
señal. Su compañero, Leoman de los Mayales, lo había llamado las «Orillas
de la Creación».
En primer lugar estaba el amanecer, si es que se podía aplicar ese
término. Parecía surgir de debajo de un mar de luz fundida. Empezaba como
un brillo en una dirección, lo puedes llamar este, si quieres, aunque cualquier
brújula que llevaran allí seguramente no sabría qué hacer. Aquel mar trémulo
de energía parecía ceder parte de su lustre y esa marea brillante, u ola, se
hinchaba sobre la cúpula del cielo estrellado y la oscurecía en una especie de
luz diurna que, a su vez, volvía a desvanecerse en una noche estrellada.
De su ruta de entrada, la Espiral de Caos, solo pudo encontrar una leve
magulladura contra el horizonte en una dirección, y además se iba
desvaneciendo como los últimos rastros del crepúsculo. Quizá el ejército de
tiste liosan, con Jayashul y su hermano L’oric, había conseguido dominar al
mago que sostenía esa brecha, o desgarro, en la creación.
O quizá el mago se había limitado a huir. ¿Quién podía saberlo? Ella no.
No mientras siguiera atrapada allí, en esa nada eterna. Y casi mejor, porque,
una vez más, había fracasado. Incluso con la ayuda de su tía bruja Agayla y la
Encantadora, la propia reina de los Sueños, había fracasado. Y se había
acabado, todo, muerto y enterrado. Se acabaron los esfuerzos. Se acabaron las
búsquedas. Se acabaron las recriminaciones que siempre se dirigía a sí
misma…, ¿qué sentido tenía?
Era, decidió, en cierto modo, liberador, y delicioso.
Apoyó la cabeza en el brazo desnudo de Leoman. ¿Había sido la
desesperación lo que al final los había unido? ¿O simple soledad? Eran,
después de todo, el único hombre y la única mujer que quedaban en la
creación. Y ese hombre: uno de los enemigos más letales del Imperio de
Malaz. Había sido guardaespaldas de Sha’ik, líder de los rebeldes. Después
se había puesto al mando del Ejército del Apocalipsis de Siete Ciudades, y en
la ciudad de Y’Ghatan le había asestado al imperio una de las palizas más
brutales que había sufrido jamás.
Pero de ogro no tenía nada. Duro, sí. Calculador, y todo un superviviente.
Al final resultaba que no era tan diferente de ella.
La respiración del hombre cambió y ella supo que estaba despierto.
Leoman se incorporó, paseó la mirada por el flanco y el muslo desnudo de la
chica y sonrió bajo el largo bigote.
—Buenos días por la mañana.
¡Dioses, cómo ansiaba decirle que se deshiciera de una buena vez de ese
bigote!
—Si es que es por la mañana.
Leoman lanzó un gruñido, cruzó las piernas y apoyó los brazos en las
rodillas.
—Solo podemos suponer.
—Bueno, ¿y ahora, qué? ¿Construimos una choza con la madera de la
playa? ¿Trenzamos sombreros con hojas y criamos una prole de salvajes?
—No hay madera en la playa —respondió él con tono ausente, los ojos
entrecerrados y clavados en el sur.
Su compañera tamizó con la mano la fina arena negra sobre la que yacían.
—Siempre me había preguntado cómo iban esos viejos mitos de la
creación de la raza. Poblar la tierra era una cosa, pero ¿qué hay de la segunda
generación? Supongo que si estás a favor de la poligamia y el incesto, no
habría ningún problema…
Alzó la vista: la mirada concentrada del hombre permanecía fija a lo
lejos.
—¡Que Ascua se lo lleve! No estarás ignorándome ya, ¿verdad?
La boca masculina se crispó.
—Todavía no. —Señaló al sur con la barbilla—. Nuestro amigo se ha ido.
Ella se dio la vuelta y examinó el cielo sobre la orilla. Sí que se había ido,
su titánico vecino. Un ser tan inmenso que daba la sensación de que sería
capaz de abrazar la montaña flotante entera de Engendro de Luna con solo
abrir los brazos. Y no quedaba señal de él. Y ella no había oído nada.
Se levantó de un salto y empezó a vestirse.
—¿Por qué no has hablado antes, maldita sea?
Leoman la miró desde el suelo, todavía sonriendo.
—No quería interrumpir. No te gusta cuando te interrumpo.
Kiska se echó el cinturón de las armas al hombro.
—Muy gracioso. Venga.
Su compañero se puso los calzones de seda que vestía bajo los pantalones
de fieltro (para que no le picaran, le había explicado).
—Algo me dice que no hay prisa, Kiska. Si hay algún lugar donde pueden
abandonarse las prisas, es este.
Pero ella continuó armándose.
—Tu problema es que eres un vago. Tú estarías encantado con quedarte
aquí tirado todo el día.
—¿Y hacerte el amor? Desde luego.
—¡Leoman! Deja el encanto para otro momento, ¿estamos?
Él se puso por la cabeza el jubón acolchado lleno de manchas y se lo bajó
de un tirón.
—¿Contigo, Kiska? Nada de encanto. Es el bigote, el bigote nunca falla.
—¡Que los dioses me ayuden! —Kiska se alejó playa abajo. Si él supiera.

Tres cabos rocosos más tarde, Kiska se asomó a otro largo arco más de playa
negra. El estrépito de las dentadas rocas volcánicas anunció que se acercaba
Leoman. Que luego se sentó con un suspiro pesado y se colocó bien el tejido
de cuero que le envolvía las perneras.
—Le iba a costar mucho esconderse, Kiska.
Ella contuvo un gruñido áspero de disgusto.
—¿No quieres averiguar qué hay aquí?
Un gesto de desinterés con la mano.
—Aquí no hay nada.
La mujer examinó la extensión ancha y lisa de la playa y notó algo, algo
alto.
—Por allí.
Al acercarse comprendió por qué no lo había visto. Del mismo color
negro apagado que las arenas, así era. Y en ese momento tenía más o menos
su altura, puesto que estaba sentado. Cuando se acercaron, los pies
susurrando por las arenas, el otro se levantó y su altura se multiplicó por dos.
A Kiska le recordó a una escultura rudimentaria de una persona tallada en esa
piedra negra de grano fino, el basalto. Sus manos eran palas anchas sin dedos;
la cabeza, una piedra gastada entre hombros como peñascos. Era idéntico en
cada detalle al titán grande como una montaña que habían visto durante las
últimas semanas excavando en el mar de luz, en apariencia construyendo la
orilla. Leoman se colocó a su lado, las manos junto a sus manguales, pero las
armas todavía sujetas a sus costados, con prudencia.
—Saludos —exclamó Kiska, la voz seca y débil. Dioses, ¿cómo se dirige
una a una entidad como esta?
La piedra chirrió cuando la criatura ladeó la cabeza como si escuchara.
—Yo me llamo Kiska y este es Leoman. —Esperó una respuesta. La
entidad se limitó a contemplarlos… o eso se imaginó Kiska, porque acababa
de ver que no tenía ojos, ni boca, ningún tipo de rasgo que pudiera llamarse
cara—. ¿Entiendes…?
Kiska se encogió cuando una voz habló en el interior de su mente.
—¿Me oyes? Pues yo te oigo a ti.
El asombro en los ojos muy abiertos de Leoman dejó claro que él también
podía oírlo.
—Sí. Te oig… te oímos.
—Bien. Me complace. ¡Bienvenidos, desconocidos! Sed muy bienvenidos.
Hace eras que nadie me visita. He estado solo. ¡Ahora vienen todavía más!
Me llena de alegría.
Al oír eso Kiska no pudo evitar mirar con impaciencia a Leoman. ¡Más!
¡Había dicho más! La mirada de respuesta estaba llena de advertencias y
precaución. Todo lo cual ella descartó: si aquella cosa quería matarlos, no
había mucho que pudieran hacer. Respiró hondo para tranquilizarse.
—¿Y tu nombre? ¿Cómo deberíamos llamarte?
—No hay nombre tal y como entiendo vuestro término. Porto lo que
vosotros llamaríais un título. Soy Hacedor.
Kiska se lo quedó mirando, incapaz de hablar. Por todos los dioses del
cielo y del inframundo. Hacedor. ¿El Creador? No. No había dicho
«creador». Había dicho «hacedor». Un cuchicheo la distrajo: Leoman
murmurando por lo bajo. Kiska estuvo a punto de lanzar una carcajada. ¡La
invocación a los dioses de Siete Ciudades! ¡El cínico Leoman arrojado a sus
raíces! Pero la plegaria parecía articulada más por asombro que por devoción.
Kiska intentó hablar, pero fue incapaz de hacer pasar las palabras por la
garganta seca. Sentía las rodillas como gelatina y dio un paso atrás,
parpadeando. La mano de Leoman en su hombro la sostuvo.
—¿Hay otros, dices? —consiguió obligarse a decir—. ¿Más de nosotros?
—Otro como vosotros. Otro que no.
—Entiendo… —Creo—. ¿Podemos conocerlos? ¿Están aquí?
—Uno sí. —Un brazo grueso y macizo como una estalactita señaló playa
abajo—. Por aquí. —Hacedor se volvió y dio un paso, y cuando aquel pie
como una losa aterrizó, las arenas bajo los pies de Kiska se estremecieron y
las rocas crujieron y se precipitaron por los cabos circundantes.
¿Ahora lo oímos? Quizá se haya hecho diferente de algún modo para
poder comunicarse. Caminando a su lado, Kiska no vio a nadie más en la
extensión de arenas negras. Pero sí que había un objeto más adelante. Una
losa de piedra plana y pulida, de un profundo color rojo como la sangre
entreverado de negro. Un granate, quizá. Y sobre la losa, lo que no parecía
más que un montón de basura apilado por el viento: un puñado de ramas y
hojas. Kiska ahogó un grito y echó a correr.
Su guía.
Se arrodilló junto a la piedra. Hacedor se elevaba sobre ella, su cabeza
abovedada y sin rasgos se inclinó para mirar. Leoman se acercó por detrás,
las manos metidas en el amplio cinturón de las armas.
—¿Está… muerto? —preguntó Kiska.
—Para esta criatura, una distinción curiosa. La esencia que lo animara
antes no era suya. Y ahora, aunque esa esencia vital quizá haya huido, una
potencialidad todavía mayor permanece en su interior.
—Estaba con nosotros.
—Eso me pareció. Vosotros llegasteis poco después.
Kiska recogió los restos y los metió en su bolsita de cuero. Le costó
mantener la voz serena.
—¿Y el otro?, ¿el que es como nosotros?
—El otro es del mismo género que este —dijo Hacedor señalando a
Leoman—. Vino a mí saliendo del Vitr.
Kiska parpadeó y lo miró.
—¿El Vitr?
La cabeza roma de Hacedor se volvió hacia el oleaje inquieto del mar de
luz.
—El Vitr. Aquello de lo que procede toda creación.
—¿Toda… creación? ¿Todo?
—Todo lo que existe. Todo se destila del Vitr. Y todo regresa a la
disolución. Vosotros. Yo. Toda la esencia de la vida. Todo lo que siente.
Kiska sintió que las cejas se le iban subiendo cada vez más.
—¿Todo? ¿En su totalidad? ¿Todas las razas? Seguro que no los
dragones…, los tiste… o los jaghut.
Las palas que Hacedor tenía por manos se apretaron en puños entre
chirridos y crujidos de roca. Las arenas bajo sus anchos pies sisearon y
refulgieron, fundiéndose en negro cristal de obsidiana. La playa se estremeció
y un gran desprendimiento de rocas resonó entre los cabos lejanos. Kiska se
encontró de pronto lanzada contra el suelo y rodó para alejarse del calor
abrasador que rodeaba a Hacedor.
—¡No me menciones a los entrometidos jaghut!
La vibración del suelo se fue desvaneciendo. Kiska se había cubierto la
cara para protegerla del resplandor y cuando retiró la manga de cuero, estaba
roja y húmeda. Tosió y escupió una bocanada de sangre. Leoman se estaba
limpiando la nariz.
—Mis disculpas, Hacedor —consiguió decir Kiska, tosiendo un poco
más.
La entidad había alzado los puños ante el rostro vacío de piedra y parecía
contemplarlos como si lo asombraran. Las manos se abrieron con un crujido.
—No, soy yo el que debe disculparse. Lo siento. Mi cólera… me han
hecho un gran mal. —Los brazos cayeron sueltos a los lados—. En cuanto a
esos que llamas dragones, los eleint, yo mismo he ayudado a seres que
surgieron formados por completo del Vitr. Algunos tomaron ese aspecto. No
sé si fueron los primeros de su especie, o si otros cobraron existencia en otra
parte. En cuanto a los tiste… Los andii surgieron de la noche eterna, cierto,
pero ¿qué hay de la esencia vital que anima? Creo que la energía subyacente
que mueve todo se origina aquí, en el Vitr. Y por eso algunos lo llamarían la
Primera Luz.
Kiska observó el gran mar cambiante, asombrada. ¿Primera Luz? Pero
¿quién iba a decir lo contrario? Podría ser ese «mar» nada menos que un gran
reservorio o fuente de energía…, poder, fuerza, llámalo como quieras. Era
teología, o filosofía, todo muy por encima de ella. Volvió a mirar a Hacedor.
—¿Y este otro? ¿El que es como nosotros?
—Lo ayudé en su surgimiento del Vitr…
Kiska se echó a reír y se estremeció al sentir la nota de histeria.
—Entonces te aseguro, Hacedor, que no se parece en nada a nosotros.
—Se parece. Está formado como vosotros, y es mortal.
—¿Mortal? ¿Y su nombre? ¿Tiene nombre?
Hacedor cambió de postura, el vidrio crujió, y echó a andar con paso
lento y pesado playa abajo. Kiska caminó a su lado.
—Entiende, pequeña, que aquellos que han experimentado el Vitr de
primera mano surgen como si acabaran de nacer. Recién formados, o
reformados. Su mente no alberga nada de su existencia anterior. Y ha
resultado ser una gran ayuda en mi trabajo y un bálsamo para mi soledad.
Lo he llamado Then-aj-Ehliel, Don de la Creación.
—¿Tu… trabajo? —preguntó Leoman desde donde los seguía, más atrás.
La piedra chirrió cuando la gran cabeza de cúpula se giró hacia Leoman.
—El refuerzo y mantenimiento del borde de la existencia, por supuesto,
contra la erosión constante del Vitr.
Kiska se encontró con que había dejado de caminar. Se cubría la cara con
las manos, que limpiaban motas secas de sangre. El suelo parecía oscilar
como si estuviera borracha y sentía un rugido en los oídos. ¡Dioses del
inframundo! ¡Era…, era… imposible! ¿Qué estaba haciendo ella? ¿Qué podía
ella…?
Unas manos la sujetaron: Leoman.
—Kiska. ¿Te encuentras bien?
Ella se echó a reír otra vez. ¡Que si me encuentro bien!
—¿Has oído eso? Lo que dijo Hacedor.
—Sí. Mantener las orillas. Lo entiendo.
Pero el nómada del desierto no parecía muy impresionado. ¡Por la reina
de los Sueños! ¿Es que no había nada que pudiera alterar la reserva de ese
hombre? Se limpió el resto de la sangre seca y se irguió.
—Kiska —empezó a decir Leoman con suavidad—, las probabilidades de
que pueda ser…
Kiska se apartó.
—Sí, sí.
Hacedor alzó un brazo para señalar costa abajo.
—Seguid la orilla algo más. Está allí, ayudando en mi trabajo.
La joven se inclinó.
—Te lo agradecemos, Hacedor. Estamos en deuda contigo.
—En absoluto. Soy yo el que está en deuda. Sienta bien ver a otros.
Sienta bien hablar con otros.
Tras otra inclinación más, Kiska se alejó. Mientras caminaba, las arenas
tirándole de las botas, se esforzaba por evitar que las piernas se le doblaran,
por no estallar en sollozos de lágrimas contenidas. Era imposible. Se había
alejado demasiado. Aquellas necesidades urgentes, sin respuesta, que la
habían empujado le parecían… ¡dioses, apenas era capaz de recordarlas
siquiera! ¡Por las bromas de Oponn! Incluso si encontraba a aquel hombre ya
no tenía nada que decirle. Ningún argumento irresistible para hacerlo
regresar. No tenía nada que ofrecer salvo… a sí misma. Y ya…, ya ni
siquiera estaba segura de eso tampoco.

Necesitó casi un mes de excavaciones. Ebbin trabajó solo, sin ayuda de nadie.
No podía confiarle a nadie el secreto de su descubrimiento; y, en realidad, los
jóvenes y los dos guardias que había contratado estaban encantados de pasar
sus días holgazaneando a la sombra mientras él sudaba bajo tierra. La tierra y
las piedras que iba soltando de la obstrucción las iba empujando a su espalda
y caían directamente al agua que tenía debajo.
Con más fondos de su patrocinador, había comprado suministros,
incluyendo dos faroles nuevos (uno de los cuales le iba iluminando el trabajo
a medida que conseguía despejar un estrecho hueco entre las rocas caídas).
Para su gran alivio, el túnel continuaba avanzando. Ebbin se pasó una manga
mugrienta por la cara, levantó el farol y siguió serpenteando. Se abrió paso
con las uñas entre la tierra y levantó la luz en medio de los estrechos confines
medio obstruidos. La llama ardía tan recta como la hoja de una navaja. El aire
no se movía. Se asomó a aquel trozo de túnel que parecía un tubo. Trazado
recto, un círculo perfecto. También se inclinaba hacia arriba. Y no había
bichos, ni detritos, ni telarañas. Era extraño que el derrumbamiento se
encontrara tan localizado, pero desechó sus preocupaciones con un
encogimiento de hombros y continuó arrastrándose, impulsándose con los
codos y las rodillas.
El túnel desembocaba en una cámara circular que, bajo la luz incierta,
parecía acabada en una cúpula lisa. Piedra hecha pedazos salpicaba el suelo.
Fue pisando con cuidado por encima de los puntiagudos fragmentos. A
medida que su visión se adaptaba a la penumbra, comenzaron a surgir
aberturas en la oscuridad: cámaras laterales más pequeñas, todas rotas,
rodeaban la circunferencia de la tumba principal.
¡Vencido después de todo! ¡Engañado! Pero ¿cómo podía haberlo
precedido alguien? ¡No había ni una sola palabra en los archivos que
insinuara la existencia de esa tumba! Se limpió el sudor frío de la cara.
¡Malditos fueran! El saqueo se habría hecho justo después de la conclusión.
Primos de los obreros, o vecinos con muy buena vista que espiaran la
construcción. Se abrió paso a patadas entre los restos. Algo irregular bajo los
pies. Se arrodilló y rodeó con la mano la llama de la lámpara.
Una calavera le devolvía la mirada fija. Sufrió un pequeño
estremecimiento; después, tras recuperarse, apartó con la mano algo más de
la piedra pulverizada. Más. Una fila…, no…, una banda circular de cráneos
humanos colocados casi a ras de suelo. Y más bandas. Círculo tras círculo,
uno tras otro. Se levantó y se acercó a un gran objeto en sombras que veía
delante.
En el centro, una desconcertante construcción que parecía una escultura:
dos arcos gemelos que se cruzaban para crear cuatro aberturas triangulares.
Dentro, posado sobre un plinto de ónice, un cadáver envuelto en un manto. Y
sobre ese cadáver, resplandeciendo con un tono ambarino bajo la luz de la
lámpara, una máscara clavada de oro, lisa, grabada con una cara. Y la boca
esculpida en la más leve de las sonrisas, como una mueca satisfecha, molesta,
sagaz, de conocimiento superior.
Ebbin estuvo a punto de adelantarse para ir a coger aquel objeto
exquisito, pero algo lo detuvo. Un instinto. Y quizá se equivocaba, pero
¿había sido eso un susurro fantasmal, un «no para ti…» tan leve que quizá
solo lo hubiera imaginado allí, en el silencio sepulcral de aquel subsuelo
profundo? Retiró la mano. Qué extraño…, las cámaras saqueadas, y, sin
embargo, el premio supremo nadie lo había tocado. ¿Por qué?
Se apartó un poco y levantó el farol para iluminar las paredes exteriores.
Todos los nichos laterales más pequeños estaban abiertos y rotos, los plintos
vacíos. No, todos no. Quedaba uno, la puerta que lo sellaba permanecía
intacta. Cruzó el espacio que lo separaba de ella. La puerta consistía en una
única losa de granito tallado, sin marcas, sin un solo sigilo. Ni una pista de
quién, o qué, yacía en el interior.
Dio unos golpecitos en la roca sólida. ¿Un aristócrata de la legendaria era
imperial? Examinó la instalación central, la que parecía un estrado.
O un criado leal del mismo.
Pasó las manos por la fría losa pulida. No tenía los cinceles para cortarla.
Y de ninguna de las maneras pensaba dejar que los cretinos de sus ayudantes
bajaran allí. No, para hacer aquello como era debido iba a necesitar
herramientas y recursos que en ese momento estaban fuera de su alcance.
Tendría que ir a ver a su patrocinador. Y con el avance que acababa de
hacer, el tipo tendría que concederle más fondos. Lo había financiado hasta el
momento, después de todo. Una previsión y visión notables las que ha
mostrado ese hombre de negocios de Gato Tuerto. Aunque otros murmuren
contra el hombre y hagan correr feos rumores sobre intereses criminales. Ese
hombre del extraño nombre septentrional: Humilde Medida.
Al regresar al túnel, un instinto, o un detalle molesto, le dio que pensar.
Había algo en esas cámaras subsidiarias. Las contó: doce. ¿Por qué siempre
ese número místico? ¿Las leyendas? ¿Los viejos cuentos de hadas sobre los
doce demonios? ¿Simple mitología transmitida a través de prácticas
ancestrales? ¿O un homenaje de los constructores? Sacudió la cabeza.
Demasiado endeble todavía.
Quizá la respuesta no tardaría en llegar.

Se había corrido el rumor por Genabackis que el gran caudillo del norte había
establecido un campamento temporal en las colinas del este de Darujhistan,
esa ciudad que se había llevado a su amigo y en algún momento enemigo,
Anomander, señor de Engendro de Luna e hijo de la Oscuridad. Por su tienda
iban y venían emisarios de todo el norte, las Ciudades Libres y la llanura de
Rhivi. Llegaban pidiendo adjudicaciones de derechos de tierra o herencias de
títulos, y para solucionar disputas territoriales. Aquella enorme bestia de
hombre se pasaba los días y las veladas sentado con las piernas cruzadas
sobre alfombras de varias capas, bebiendo tazas interminables de té mientras
los representantes de alguna ciudad y los ancianos de alguna tribu discutían y
se quejaban.
Una noche de esas, cuando el tema del injusto sistema tributario de
Sogena había degenerado en una rememoración de los viejos tiempos antes
de la llegada de los odiados malazanos, Brood se levantó y salió de la tienda.
A Jiwan, hijo de uno de los miembros del antiguo personal de confianza rhivi
del caudillo y que en esos tiempos se estaba haciendo un nombre dentro del
consejo del gran hombre, se le ocurrió seguirlo e inmiscuirse en la soledad
del ascendiente.
Lo encontró de pie y solo en la noche, con los ojos clavados en el
occidente, donde el fulgor azul de la odiada ciudad suavizaba la noche. Y
quizá el gran hombre miraba incluso más allá, detrás de la ciudad, al túmulo
levantado con sus propias manos en honor de su amigo.
Jiwan pensó en los rumores que circulaban, según los cuales la tumba
estaba, en realidad, vacía. Después de todo, ¿cómo iba a contener una
oscuridad al conocido como el hijo de la propia madre Oscuridad? Pero él ni
sabía ni le importaba hasta qué punto era verdad. Sí que sabía que solo el
temor a ese hombre impedía que la guerra estallara en el norte una vez más.
Una paz que mantenía el lugar de Rhivi en la llanura. La paz del caudillo.
Una paz que quizá se estuviera deshaciendo. Se aclaró la garganta para
anunciar su presencia.
—¿Está inquieto, señor?
El hombre volvió la mirada pesada, tan parecida a la de una bestia, hacia
él, después la apartó de nuevo hacia el fulgor lejano.
—Me permití el lujo de pensar que había terminado todo, Jiwan. Pero no
descansan tranquilos. En el sur, el Gran Túmulo del Redentor. Y el Menor, su
Guardián. Y este de mi amigo. Hay tensión. Algo se mueve. Lo noto. —Su
voz se suavizó casi hasta acallarse—. Me estaba engañando. Nada se termina
jamás.
—La espada está hecha pedazos, ¿no es así?
—Sí, está hecha pedazos.
—Y el señor de Engendro de Luna ya no está.
—No, ya no está.
Jiwan dudó.
—¿Teme, entonces, que los malazanos se envalentonen?
El caudillo lo miró, la sorpresa apareció en sus rasgos romos, brutales.
—¿Los malazanos? No, ellos no. Con la marcha de Rake… Es su
ausencia lo que me inquieta.
Jiwan se inclinó y se despidió. Sabía que así era como debía ser, que el
caudillo debía llorar a su amigo, pero él, Jiwan, debía pensar primero en su
pueblo. Un enemigo estaba acampado en sus fronteras norte y sur, un
enemigo que era sólido y real, no los sueños obsesivos de un viejo atribulado.
Los detestables malazanos. ¿A quién más envalentonaría la caída de
Anomander? Quizá decidieran aprovechar esa oportunidad. Pero todavía se
resistía a hablar de ello. La lealtad y la gratitud hacia el caudillo todavía
inclinaban demasiados corazones entre los ancianos. Eso también lo entendía.
Pues no estaba hecho de piedra, él sentía lo mismo. Pero el tiempo continúa
su camino, no se debe permanecer cautivo del pasado.
Tomó una decisión. Cambió de dirección y se dirigió en su lugar al corral.
Enviaría recado al norte para que se reunieran más guerreros. Debían estar
listos si el caudillo acudía a ellos… o no.

Las noches en Darujhistan eran mucho más silenciosas de lo que él


recordaba. Calladas. Incluso se podría llamar sombrío a aquel humor
desacostumbrado. Aires que no encajaban con la ciudad de la llama azul, de
las pasiones, o, como la llamaba ese sapo que tenía por amigo, la ciudad de
los sueños.
Por su parte, Rallick solo esperaba que el ambiente no fuera de
expectación tensa.
Pasaba la sexta hora de la noche según las campanas de la guardia. Se
encontraba en un cruce anónimo del distrito Gadrobi. Anónimo salvo por un
detalle que podría calificarse de notable: allí, el Embozado, el que se había
nombrado a sí mismo divinidad de la muerte, había encontrado su final.
Seguido no mucho después por su destructor, Anomander Rake, señor de
Engendro de Luna.
Acontecimientos lo bastante alarmantes como para sacudir la confianza
de todo el mundo.
No brillaba luz alguna en las segundas o terceras plantas de las ventanas
que se asomaban a ese cruce. Todo el mundo renegaba de él. Los
parroquianos se negaban a entrar en las tiendas que daban al lugar, así que los
bloques circundantes poco a poco quedaron abandonados. ¿Quién querría
vivir con vistas a un escenario tan funesto? Entre los adoquines del suelo
asomaban malas hierbas. Las puertas permanecían abiertas y las casas-tiendas
saqueadas. En el corazón de la metrópolis más grande y poblada del
continente yacía ese borrón de abandono y muerte.
El pensamiento hizo que Rallick cambiara de postura con incomodidad.
Un corazón muerto.
Pero no carente de vida por completo; otra figura se acercaba caminando,
las botas se abrían camino a patadas entre la basura, las manos metidas bajo
el manto oscuro. Rallick inclinó la barbilla a modo de saludo.
—Krute.
—Rallick.
—Sobreviviste a la sangría del gremio, según veo. Me alegra.
Un gruñido suave.
—Fuimos muy pocos los veteranos que sobrevivimos. Gadobri es ahora
mi parroquia. Una forma de ascender.
—Felicidades.
—Gracias. —El hombre miró a su alrededor. Las arrugas que enmarcaban
sus ojitos se tensaron—. Pero… hay que preguntarse…, ¿quién está al mando
en realidad?
Unos dedos fríos demasiado conocidos rozaron el cuello de Rallick.
—A Vorcan no le interesa, Krute —dijo, la voz neutral—. Como ya sabe
el gremio, ahora ocupa una de las sillas del concejo.
—¿Ese tenderete de chismosos? A mí me parece una fachada.
—Ha cambiado de vida. Igual que yo.
El hombre asintió con gesto exagerado.
—Oh, eso dices tú. Eso dices tú. —Se echó a reír, aunque fue más como
un gruñido—. Los hay en el gremio que dicen que tú sí que has cambiado…
en cuerpo y alma. Los adeptos al culto de Rallick Nom. —Otra carcajada,
como si se riera de la estupidez de la gente—. Y sin embargo…, tengo algo
que enseñarte. —Ladeó la cabeza—. Por aquí.
Tras una mirada medida a su alrededor, Rallick lo siguió. A sus oídos, sus
botas, al crujir sobre la gravilla y los escombros del descuido, resonaban de
un modo alarmante.
Cruzaron el barrio más pobre y más bajo y bordearon el distrito del
Cenagal. Allí lo más miserable de lo que apenas podían llamarse negocios
ocupaba chozas y casas adosadas medio podridas. Tiendas de mala muerte,
casas de empeños, recolectores de estiércol, pequeñas tenerías familiares. En
el callejón empapado de una cloaca abierta yacían dos cuerpos.
Krute lo invitó a examinarlos.
—¿Qué te parece?
Con un ojo puesto en el asesino, que retrocedió a una distancia
tranquilizadora, Rallick se inclinó sobre el primero.
—Un trabajo profesional. Una puñalada directa por la espalda hasta el
corazón. La sorpresa fue absoluta, no hay giros ni vueltas en la herida. —
Empujó el segundo cuerpo, dudó y luego estudió el cuello—. Corte de
primera clase. Una hoja fina y afilada. De lado a lado. Diestro, con un ligero
ángulo hacia arriba, el atacante era más bajo que la víctima.
Un gruñido airado de Krute.
—Eso no lo vi.
Rallick se irguió.
—¿Qué quieres decirme?
—¿Qué trae a dos antiguos miembros de la guardia a este agujero de
mierda, Rallick? Los has reconocido, ¿no?
—Los he reconocido.
—Pero no has dicho nada…
Un pequeño encogimiento de hombros de Rallick.
—Ahora estás dentro, Krute.
—¡Maldita sea, hombre! ¡Te estoy haciendo un puto favor! ¡Nadie más
ha podido hacerlo! ¡Nadie! —Se dio un tirón salvaje en el rastrojo de la
barbilla—. ¿Quién podría acercarse a dos guardias veteranos y acabar con los
dos sin que dijeran ni pío?, ¿sin ni siquiera un poco de resistencia? La lista es
corta, Rallick. Y tu nombre está en ella… junto con el de ella.
—Te lo repito, Krute, ¿qué quieres decirme?
El hombre dejó escapar una bocanada de aire larga, tensa, casi como un
gruñido.
—Contigo siempre hay que ir por las malas, ¿eh, Rallick? Bien, de
acuerdo. Lo que quiero decir es que… Vorcan es baja.
Rallick dejó caer la cabeza como si estuviera estudiando la fétida cloaca y
se quedó callado un rato, después empezó a retirarse.
—Mi consejo a tu superior es que no se acerque. Ella está muy por
encima de vosotros.
Había salido del callejón, que empezaba a apestar con algo más que la
basura, cuando un truco de la acústica le acercó la voz fantasmal de Krute.
—De ti también, Rallick. De ti también.

Unos golpes impacientes llevaron a la camarera nueva, Jess, con paso pesado
a las puertas de la taberna del Fénix. Alzó el pestillo para asomarse,
parpadeando y haciendo muecas, a la luz deslumbrante de la mañana. Una
figura alta y oscura la rozó al rodearla, imperiosa.
—No está abierto, señor —dijo la chica, sorprendida, todavía intentando
despejarse. Luego, al observar la espalda que ya desaparecía, se relajó—. Oh.
—Y se fue arrastrando los pies a la cocina para despertar a Chud.
Rallick miró desde su altura al gordo despatarrado en su silla, la cabeza
echada hacia atrás, roncando. El asombro se disputó el terreno con el asco.
Empanadas aplastadas salpicaban la mesa junto con botellas vacías, manchas
de mostazas exóticas y paté. La rotunda figura roncaba, la boca deslavazada.
Rallick tenía una buena vista del vello que le salía en el cuello abultado y sin
afeitar y de la ridícula vanidad de la desaliñada barba trenzada como colas de
rata. Le dio a la pata de la mesa una patada suave.
El hombre bufó y dio una sacudida. Unas manos regordetas se regalaron
unas cuantas palmaditas en el estómago constreñido en un chaleco, bajo la
chorrera de la camisa de seda. La cabeza rodó hacia delante, los labios se
relamieron. Unos ojos como cuentas encontraron a Rallick y se abrieron más.
—¡Aaah! Pensé que un lúgubre ídolo, amigo de la aparición nueva de la
muerte, había venido a por el modesto Kruppe. Un despertar de lo más
desconcertante y espantoso. Kruppe todavía no ha podido asearse.
—No dejes que yo te detenga.
—El amigo Rallick siempre tan civilizado. —Un gran pañuelo manchado
apareció en una mano y limpió las motas de hojaldre del amplio estómago del
hombre. Luego se envolvió un dedo con un pliegue de la tela y se lo pasó con
gestos remilgados por las comisuras de la boca—. ¡Listo! —Suspiró,
satisfecho, y se metió las manos en el fajín de seda negra que le rodeaba el
chaleco carmesí—. Ahora Kruppe ya solo puede responder como
corresponde. —Alzó la barbilla—. Mi queridísima Jess… ¡Nos morimos de
inanición! Trae galletas, té, salchichas de sangre de Elingarth y beicon
meloso, tortas y sirope de camemoro moranthiano. —Bajó la voz—. No sé
muy bien cómo va a encajar esa chica, ¿sabes?
La voz de Jess bramó desde la cocina.
—¡Chud dice que no tenemos na de esa mierda!
—Pues a mí me parece que servirá —murmuró Rallick por lo bajo.
Las cejas del rechoncho se arrugaron, doloridas.
—Oh, vaya. Debo de haber estado soñando… —Un rápido encogimiento
de hombros—. Oh, bueno. Galletas y té, entonces. ¡Ah! Y un mendrugo de
tostada quemada para aquí mi amigo.
Rallick podía oír chirriar los dientes que había apretado.
—Kruppe, yo solo…
Una mano alzada lo detuvo.
—¡No has de explicar, viejo amigo! No hacen falta explicaciones… ¡por
favor, toma asiento! —Con un gruñido Rallick apartó una silla con el talón,
se dejó caer y se echó hacia atrás con las manos en los muslos—. Kruppe lo
entiende. Pero si corre entre suspiros por los labios de todo el mundo estos
días, querido amigo. ¡Los dos asesinos más letales de la ciudad domesticados
por el abrazo tranquilizador del amor!
Las patas delanteras de la silla de Rallick golpearon el suelo con un
estruendo.
—¿Qué?
—¡No te preocupes! ¡Los sentimientos de Kruppe se recuperarán! —
Despegó una rodaja de fruta seca y arrugada de la mesa, la olisqueó y
después se la metió en la boca—. ¡Sustento, Jess! ¡Aquí estamos a punto de
expirar! —Sacudió la cabeza y suspiró con gesto soñador—. Es la historia de
siempre, ¿verdad, amigo? Se encuentra el amor y se olvida a los amigos.
Kruppe no se pregunta por qué nos has descuidado estos últimos meses. Los
dos rondáis por los tejados inmersos en citas frívolas y caprichosas, sin duda.
Como murciélagos enamorados.
—Kruppe… —dijo Rallick entre dientes.
—Y pronto llegará toda una prole de pequeños asesinos. Ya empiezo a
verlo. Cuchillos en la cuna y garrotes en el corralito.
—¡Kruppe!
El gordo alzó los ojos, parpadeó con gesto inocente y miró a Rallick.
—¿Sí?
—Solo quiero saber si Az… Navaja está en la ciudad.
—Kruppe se lo pregunta… —Algo asfixió la voz del hombre, que se
atragantó. Unos dedos gordinflones rebuscaron en la boca y salieron con la
fibrosa rodaja mutilada de la fruta, que volvió a untar con todo cuidado en la
mesa—. ¡Jess! ¡No creo que haga falta cruzar los Eriales de Canela para traer
un poco de té!
La mujerona salió de la cocina con una bandeja en la mano. Los cordones
de la camisa blanca de lino se habían atado a toda prisa y revelaban una gran
porción de carne. Miró furiosa a Kruppe y dejó la bandeja con un golpe seco,
después saludó con la cabeza a Rallick.
—Me alegro de verlo, señor.
—Jess, ¿cómo le va a Meese en estos días?
—Se pasa por aquí la mayor parte de las noches.
—¿Te las arreglas?
La mujer se apartó el pelo y señaló las mesas vacías.
—Estoy reventada.
Rallick observó también la sala vacía. Frunció el ceño como si acabara de
caer en la cuenta de algo. La mujer regresó a las puertas de la cocina, sus
caderas balanceándose como barcos en el mar. Rallick se aclaró la garganta.
—¿Puede saberse de quién es este sitio, Kruppe?
—El amigo Rallick estaba preguntando por el joven Navaja…
Rallick volvió a deslizar los ojos hacia él.
—¿Sí?
Kruppe se asomó a las profundidades de la tetera.
—Kruppe se pregunta por qué.
Rallick se levantó con un gruñido de desdén y apartó la silla.
—¿Está aquí o no?
Tras levantar un cuchillo y una galleta, el hombrecito alzó la mirada y
observó al otro con gesto firme.
—Kruppe le asegura al amigo Rallick que el joven vagabundo,
igualmente amado, no se encuentra, desde luego, en nuestra bella ciudad. —
Le ofreció la galleta—. ¿Bollito?
El pecho de Rallick, al que estrujaba un aliento contenido desde la
inspección de ciertas heridas unas horas antes, se relajó en una larga
exhalación y asintió.
—Bien…, bien.
Los ojos de Kruppe se habían entrecerrado en sus bolsas de grasa.
—Una vez más, Kruppe se pregunta por qué.
Pero Rallick ya se había dado la vuelta.
—No importa. —Se dirigió a la cocina—. Jess.
Kruppe abrió mucho los brazos.
—¡Pero el desayuno acaba de llegar!
Rallick abrió la puerta de un empujón en medio de un baño brillante de
sol y salió, la puerta cerrándose sola tras él.
El gordo se encogió de hombros y con el cuchillo empezó a untar un poco
de mermelada.
—Y pensar que Kruppe llamó civilizado a tan impaciente amigo.
¡Notorio error el de Kruppe!

Bajo la dura luz de la mañana el erudito Ebbin subió penosamente la


embarrada calle sin pavimentar de los recolectores del distrito Gadrobi. Una
bolsa polvorienta de cuero le tiraba de un hombro y lucía un sombrero de ala
ancha encajado con firmeza en la cabeza. Se detuvo delante de la fachada de
una tienda cerrada a cal y canto, la madera roída por el tiempo iba incrustada
en una base de piedra gastada; golpeó la sólida puerta y esperó. Al otro lado
de la calle, entre el tráfico de carretas y las multitudes que iban al mercado,
observó el uniforme azul de los miembros de la guardia. La visión le
sorprendió; si bien el crimen era endémico en ese distrito, la atención de la
guardia era escasa. Tenían un carromato con ellos y parecían estar
trasladando algo.
La puerta vibró cuando se quitaron barras y cerrojos. Chirrió por las
jambas y se abrió solo una rendija. En el interior solo oscuridad.
—Ah —jadeó una voz aflautada—, es usted, buen erudito… Entre.
Ebbin se coló de lado y la puerta se cerró de golpe. En la oscuridad
relativa se quedó ciego un momento, pero enseguida distinguió una figura
oscura y encorvada que volvía a correr barras y cerrojos.
—Siempre tiene presentes a los ladrones, Aman. Sin embargo… yo diría
que eso entorpece el comercio.
—Darujhistan ha caído muy bajo, buen erudito —respondió el hombre
encorvado con su voz sin aliento—. Muy bajo. No es como en los viejos
tiempos de paz y adhesión estricta a las leyes de sus gobernantes. En cuanto
al comercio…, yo doy servicio a unos cuantos y selectos elegidos que saben
dónde encontrarme, ¿sí? —Y lanzó una risita seca.
La inquietud que sus visitas a ese lugar siempre engendraba en Ebbin no
encontraba alivio en esos comentarios. Pensó en cómo sus propias y
circunspectas pesquisas, perpetuamente entre susurros, sobre las sutilezas de
las guardas, las barreras ancladas en sendas y el modo de evitar estas lo
habían llevado, paso a paso y fuente a fuente, a ese único hombre y su tienda
sin parroquianos aparentes. Pero para mantener las apariencias respondió con
toda afabilidad.
—Por supuesto, Aman. Muy selectos. —Y se echó a reír también con
modestia.
Aman lo acompañó hasta la tienda en sí, un pie arrastrándose con su
andar tullido, la espalda retorcida por algún accidente al nacer. Las manos
también las tenía lisiadas, deformadas y torcidas como si las hubiera atrapado
algún instrumento de mutilación. El hombre arrastró los pies hasta detrás del
mostrador, donde una plataforma elevada le permitía asomarse por encima y
cernerse como una especie de ave de presa desgarbada.
La vista de Ebbin comenzaba a acostumbrarse a la penumbra permanente
de la tienda y depositó con suavidad la cartera en el mostrador.
—¿Tiene algo para mí? —preguntó Aman al tiempo que alzaba una ceja
que ya era más alta que su compañera.
—Sí. —Desató las correas de cuero y sacó con suavidad un objeto
envuelto—. Del nivel más bajo al que he llegado hasta ahora.
Tras dejar el paquete entre los dos, Ebbin apartó con cuidado la gruesa
envoltura exterior de fieltro, luego una fina capa interior de seda reveló lo que
no parecía ser más que un fragmento de cáscara de huevo, salvo que de un
huevo de unas dimensiones imposibles. Aman se inclinó hacia delante
todavía más, la nariz sesgada casi tocando el objeto. Al verlo tan de cerca, a
Ebbin le sorprendió la deformidad del cráneo nudoso bajo aquel pellejo
desigual de pelo gris grasiento. Quizá porque percibió su atención, Aman se
apartó de golpe.
—Un magnífico espécimen, buen erudito. Hermoso. —El tendero
encendió una lámpara de un farol incrustado en la pared y la posó en el
mostrador—. ¿Me permite? —Ebbin lo invitó con un gesto. A pesar de los
dedos corvos como raíces retorcidas, el hombre levantó el fragmento con
suavidad y lo sostuvo ante la llama. Ebbin se agachó para observar: la llama
era visible como un fulgor desvaído a través del fragmento, lo que ya era
bastante asombroso, pero la pieza entera había absorbido de algún modo la
luz y había empezado a refulgir, cálida, suave y luminosa, como un amanecer
en miniatura. Aman suspiró, pareció que casi con nostalgia.
—Lo invito a imaginar, si es tan amable, buen erudito, estructuras enteras
de tal piedra, tallada y pulida hasta una translucidez casi pura, refulgiendo
con las frías llamas azules de la ciudad. Una visión magnífica debió de ser
esa, ¿verdad?
—Sí. Darujhistan en la gran era imperial de los Tiranos. Al menos así se
ha conjeturado.
Los ojos bulbosos giraron hacia él.
—Por supuesto.
—¿Está tratada?
Aman devolvió la pieza a sus paños y comenzó a envolverla otra vez.
—Ya veremos. Habrá que hacerle pruebas. Si resultase ser un fragmento
de un recipiente utilizado en ciertos, eh…, rituales… esotéricos de esa época,
entonces quizá podría revenderse por una gran cantidad a aquellos
impacientes por reutilizarlo para su propia…, bueno…, investigación similar.
Ebbin se aclaró la garganta, incómodo.
—Entiendo.
Aman metió el paquete bajo el mostrador.
—¿Y cómo puedo ayudarlo yo a usted, buen erudito?
—He llegado a una cámara. Una todavía sellada.
Los dedos del tendero, que habían estado dando golpecitos en el
mostrador como arañas, se quedaron quietos.
—¿Es eso cierto? —dijo sin aliento, maravillado—. ¿Sellada todavía?
Asombroso. Debe tener cuidado, buen erudito. Las trampas que esos antiguos
colocaron sobre sus enterrados… —Sacudió la deforme cabeza—. Letales.
—Por supuesto, Aman. Conozco los riesgos. No soy ningún aficionado.
—Por supuesto —lo copió el tendero, que al sonreír reveló una boca
entera de dientes desalineados—. ¿La barrera?
Ebbin se volvió a aclarar la garganta.
—Piedra. Una losa plana. Sin ningún tipo de marcas.
—¿Sin marcas, dice? ¿Ni sigilo de ningún tipo? ¿Ni siquiera la más
desvaída de las inscripciones?
Ebbin frunció el ceño, impaciente.
—Conozco mi trabajo. Llevo décadas realizando excavaciones.
Aman levantó las manos.
—No pretendía faltarle al respeto, buen erudito. Por favor. Eso solo que
es muy… inusual.
Un estremecimiento incómodo se apoderó entonces de Ebbin, que se frotó
el pecho y asintió.
—Sí. Es… inusual.
—Un personaje poco importante, quizá. Un criado menor de la corte.
Ebbin pensó en la figura amortajada sobre sus andas de ónice en el centro
de la cámara. La máscara de oro batido con su espeluznante sonrisa burlona,
y las bandas de cráneos que rodeaban el plinto. Anillos superpuestos de
muerte. Asintió con un estremecimiento.
—Sí. Esa fue mi impresión exacta.
Aman parecía estar estudiándolo de algún modo, su mirada lo sopesaba.
Después se dio la vuelta a toda prisa hacia sus estantes.
—Puede que tenga las herramientas que necesita, buen erudito.
Sustancias alquímicas moranthianas… ¿Ácidos, quizá? O cinceles. No el tipo
de herramienta de todos los días, no, en absoluto. Hierro endurecido, aleado
con ese mineral malazano, otataralita. Si me da unos cuantos días, las tendré
listas para usted.
—¿No tiene nada parecido aquí?
Una carcajada seca del hombre.
—Oh, dioses, no. Ese mineral tendría un efecto muy perjudicial sobre…,
sobre mi mercancía.
Ebbin solo pudo asentir.
—Si usted lo dice, señor. Unos días, entonces. Tengo que consultar con
mi patrocinador, en cualquier caso.
—Excelente, excelente. —Y bajó repetidamente la cabeza, los dedos
nudosos tamborileando sin cesar sobre el mostrador.

Una vez pasado cada cerrojo y recolocada cada barra, Aman regresó
arrastrando los pies a su tienda. Allí encontró aguardándolo a una mujer
joven y bella, el largo cabello negro trenzado y enroscado sobre la cabeza. La
boca masculina se tensó en un frunce amargo.
—Tu intrusión en mis asuntos es muy imprudente. Y muy inoportuna.
La chica se limitó a ladear una proporcionada cadera que apoyó en el
mostrador, donde se dedicó a dar vueltas con lentitud al paquete envuelto.
—¿Por qué nos fiamos de ese cretino?
—¿Nos? No hay ningún «nos». Te engañas. Tu improcedente intromisión
complicará el asunto de una forma que solo tensará las cosas.
—Estaban vigilando la tienda, Aman.
El hombre volvió a subirse cojeando a la plataforma que tenía tras el
mostrador.
—¿Vigilando la tienda? Por supuesto que estaban vigilando la tienda.
¡Siempre están vigilando la tienda! Esos agentes de los que en su día fueron
mis aliados han resultado ser de lo más persistentes. Pero porque yo
permanezco dentro, y porque soy prudente, nunca se han enterado de nada
más. —Rozó con suavidad el mostrador de madera con las yemas de los
dedos—. No es necesario decir que la prudencia ha quedado ahora hecha
pedazos…
—Están muertos, Aman.
El tendero fue a hablar, se contuvo y frotó con las manos el mostrador
como si lo acariciara. Comenzó de nuevo, con lentitud.
—Sí. Sin embargo, la persona que los contrató ahora sabe que él, o ella,
está cerca de algo. Mejor haber mantenido el aura de misterio.
Los hombros delicados y pálidos de la chica se alzaron en un
despreocupado encogimiento. Empezó a desenvolver el paquete.
—Entonces mataré a esa persona, sea quien sea.
—Ah, sí. Hablando de misterios. Nadie conoce la identidad del que
rompió el círculo. Han surgido muchos que se las dan de poder pretender al
título, pero nadie lo sabe con certeza. Podría haber sido uno de mis antiguos
aliados, incluso tu madre.
La mirada coqueta de la chica se endureció.
—Nunca me la menciones, Aman. —Alzó la vista desde unos ojos medio
entornados—. ¿Cualquiera, dices? Pero no tú, por supuesto.
Aman sacudió un dedo curvo.
—Estás aprendiendo.
La chica hizo una mueca, después indicó el fragmento tallado.
—¿Esta cosa es de verdad tan valiosa como dices?
El viejo levantó aquel objeto; su mirada sostenía la de los ojos femeninos.
—Ah…, hermoso, ¿verdad? Delicado, llamativo. Un espécimen
magnífico. Por fuera. Pero por dentro, defectuoso. Sin valor. Un trozo de
basura inútil. —Lo aplastó en la mano.
La chica se apartó de golpe como si la hubieran abofeteado y se tropezó
con algo en la oscuridad. Los labios llenos se tensaron en una brecha pálida y
una luz fundida llameó en sus ojos. El hombre la estudió con calma, la cabeza
ladeada, las yemas de los dedos tocándose apenas. La luz dorada se
desvaneció de los ojos de la joven, que permanecía en pie, temblando de
rabia contenida. Aspiró una bocanada de aire estremecida y alzó la barbilla
con gesto desafiante.
—¿Has terminado ya, espero?
El hombre se inclinó.
—Del todo.
—¿Y qué es esta monstruosidad? —quiso saber mientras señalaba la
figura alta con la que había chocado.
Aman levantó la lámpara y reveló una estatua vestida con armadura. La
luz reflejó el azul y el verde de una incrustación de piedras semipreciosas.
—Magnífica, ¿no te parece? Del lejano Jacuruku. Uno de sus soldados de
piedra.
La chica se acercó más con lo que pareció casi una evaluación
profesional.
—¿Un autómata?
—No… del todo. —Aman posó la lámpara en el mostrador—. En
cualquier caso, mi señora, puesto que has regresado, te sugiero que hagas
algo útil y sigas a nuestro amigo. No debe ocurrirle ningún desafortunado
incidente. Prepárate para intervenir. Está cerca, Taya. Muy cerca.
—¿Por qué él? ¿Por qué no bajas tú?
El hombre no hizo nada por ocultar la condescendencia en la risita con la
que respondió.
—Querida mía. Eres tan divertida. El sinfín de protecciones, guardas y
condiciones impuestas por los que fueron mis aliados son muy rigurosas.
Casi sin brechas. Solo a aquellos que no buscan se les permite pasar. Deben
ser inocentes de derramamiento de sangre, no poseer ansia alguna de lucro
personal…; las condiciones siguen y siguen. Las ideó Mammotlian. Y puesto
que Mammotlian, un erudito, construyó la tumba, quizá solo otro espíritu afín
posea el instinto necesario para seguirlo. Si comprendes mi razonamiento.
—¿Y si él fracasase, al igual que todos los demás?
Un encogimiento de los hombros encorvados del hombre.
—Bueno, allí ya casi no les queda espacio en el suelo, ¿no es cierto?
Los ojos femeninos se convirtieron en meras ranuras y la chica ladeó la
cabeza, sin saber muy bien qué quería decir el hombre.
En la calle de los herreros del distrito Gadrobi, Barathol Mekhar inspeccionó
su última remesa de mineral de hierro. Era de una calidad inusual,
extraordinaria. Había una variación muy útil en los terrones, que iban de lo
blando a lo quebradizo. Cerró la caja, fue a la forja y pasó una mano por
encima del lecho de carbones. Todavía necesitaba más tiempo. Dejó la tienda
y cruzó un pequeño patio abierto que llevaba a la parte de atrás de su casa
adosada. Se limpió el polvo de las manos y trepó las estrechas escaleras hasta
las habitaciones que tenía arriba. El amanecer comenzaba a iluminar el cielo
fuera de las contraventanas cerradas. Durante un rato permaneció de pie junto
a la cama donde su esposa, Scillara, todavía dormía. Después rodeó la cama
hasta la cuna diminuta que había hecho con sus propias manos. Se arrodilló y
estudió al bebé recién nacido que había dentro, acurrucado y regordete.
Jamás se había imaginado que un tesoro así pudiera ser suyo. Parecía
demasiado indefenso ante el mundo. Demasiado ligero. Su fragilidad lo
aterraba. Temía incluso tocarlo con sus ásperas manos ennegrecidas. Pero sí
que introdujo con suavidad una de esas manos en la cuna para dejar que el
aliento cálido y rápido del bebé le calentara los dedos.
Se levantó con una sonrisa y vio que Scillara lo contemplaba.
—No has huido corriendo aún, por lo que veo —dijo la mujer mientras se
estiraba.
—Todavía no.
—¿Ni siquiera con un mocoso chillón y una esposa gorda?
—Supongo que debí de hacer algo terrible en una vida anterior.
—Debió de ser un puñetero horror. —Miró a su alrededor como si
buscara algo—. Dioses, cómo echo de menos mi pipa.
—Sobrevivirás.
Scillara señaló la puerta.
—Tírame la bata. ¿No tienes trabajo que hacer? ¿Dinero que ganar?
Suficiente para contratar un cocinero. Me estoy hartando de tus regalos
quemados.
—Podrías probar a echar una mano, ¿sabes?
Ella se rio.
—Tú no quieres comer lo que yo cocino.
—Me vuelvo ahí atrás, entonces. —Le lanzó la bata—. No me vendría
mal un poco de té.
—Ni a ti ni a nadie.
Al bajar las escaleras ansiaba empezar otro día junto a la forja, desde
donde podría observar el patio y ver a Scillara sentada en las alfombras
extendidas por el suelo, amamantando al pequeño Chaur.
La vida, le parecía a él, era mejor de lo que jamás había esperado que
pudiera ser.
2

Nunca vuelvas la mano contra tu padre, pues es sacrilegio.

Inscripción en un fragmento de piedra


Llanura del Asentamiento

El desafío empezó como siempre empiezan estas cosas: con una mirada. Un
vistazo sostenido durante un latido de más. En este caso persistiendo a través
de la tierra batida de los terrenos de entrenamiento en el centro de Sortilegio,
los salones de mármol de los seguleh.
Jan, en el momento de girarse para llamar a un esclavo, observó la mirada
y se detuvo. Los miembros del linaje familiar gobernante jistarii, que habían
salido a hacer ejercicio esa mañana, también percibieron la tensión. La
multitud se separó y Jan se encontró mirando fijamente a Enoc, el recién
ascendido a tercero; en medio quedaban los terrenos de entrenamiento de
boxeo y los círculos de lucha libre, todos vacíos. Jan observó que los amigos
del joven aristócrata y sus partidarios más cercanos dentro de los rangos
cruzaban el espacio vacío para colocarse a su lado. Sin necesidad de volver la
cabeza, Jan supo que sus amigos habían acudido al suyo. Tendió la espada de
prácticas de madera. Alguien se la quitó de la mano.
—Dale la espalda —siseó Palla, la sexta, por detrás—. ¡Cómo se atreve!
¡Este no es lugar para eso!
Jan le respondió con calma.
—¿Acaso no afirma nuestro joven tercero que es de osadía de lo que se
carece en estos tiempo entre nuestros rangos? —le respondió un gruñido de
rabia contenida. Jan se permitió alzar apenas la barbilla para indicar los
asientos del anfiteatro que les quedaban enfrente—. Mira…, los jueces del
desafío reunidos ya.
—¡Son todos de su familia! —exclamó Palla—. Esto es cosa del
intrigante de su tío, ese gordo de Olag.
Apareció entonces la espada de Jan, ofrecida por la empuñadura desde
atrás. La cogió y empezó a sujetarse la vaina a su fajín. Al otro lado del
campo, el séquito de partidarios de Enoc, jovenzuelos ambiciosos en su
mayoría, empezaron a hacer lo mismo por su héroe. Alguien le pasó a Jan
una calabaza de agua y tomó unos sorbos. Su mirada no abandonó un instante
la máscara de Enoc: un óvalo pálido estropeado solo por dos barras negras,
una en cada pómulo.
¿Así que un año ya? Se quedó sorprendido. El tiempo parecía pasar
mucho más deprisa a medida que envejecía. No era que su intención fuera
envejecer, era solo la consecuencia inevitable de su prolongada espera por
alguien que lograra derrotarlo. Era obvio que Enoc pensaba que había llegado
su oportunidad. Y tenía que reconocer que el osado joven había elegido su
momento bastante bien. Enoc estaba todavía fresco, se había limitado a
estirarse y calentar, mientras que él acababa de terminar con una serie
agotadora de combates de prácticas y estaba ya sudando de agotamiento.
Podría decirse que ese astuto tercero nuevo contaba con todas las ventajas.
Pero Jan estaba donde quería estar. Tenía la sangre caliente y fluía con
rapidez. Sus miembros resplandecían por el calor y los sentía fuertes. La
práctica no lo agotaba como parecía hacer con tantos otros. Más bien lo
revivía. Aun así…, un desafío durante los ejercicios…, un paréntesis en el
que por tradición a todos los miembros de la aristocracia jistarii se les
invitaba a alternar con libertad, a practicar y entrenar. Era una auténtica
descortesía. Una concurrencia de jueces imparciales no lo habría tomado en
consideración siquiera.
Pero estaba fuera de toda duda que debía responder. Era su obligación.
Era el segundo.
Colocó las puntas de los dedos en la empuñadura doble de su espada larga
y salió al centro de la arena del anfiteatro. A lo largo de los años había
perdido la cuenta de todos los terceros que habían llegado y se habían ido
bajo él. Los rangos de los agatii, los mil primeros, eran como un géiser en ese
sentido: siempre arrojando nuevos aspirantes. Y aquel era uno de los
ejemplos más impacientes de un rango notorio por su impaciencia.
Antiguamente se decía que el segundo era el peor rango que se podía
alcanzar. Siempre segundo, nunca primero. Pero con la muerte del último
antiguo que había logrado ser primero, era el tercero al que se consideraba de
ese modo. El rango más incómodo; el escalón más breve… de un modo u
otro. Y este parece pensar que estoy cansado. Muy bien. Que lo piense. Que
desafíe ahora, tan pronto. De un modo tan… precipitado. Así sea. Yo solo
puedo cumplir mi parte y aceptar.
Enoc salió sin prisas para reunirse con él. Los otros jistarii retrocedieron
para despejar el campo mientras los esclavos quitaban el equipo. El viento
estaba en calma y el sol había ascendido lo suficiente en el cielo para no ser
un problema. Jan esperó, la cabeza ladeada. Cuando el tercero se acercó lo
suficiente para permitir una conversación privada, dio comienzo al
intercambio ritual.
—Te concedo esta última oportunidad para reconsiderarlo. Las formas se
han respetado. No habría lugar para la vergüenza.
La mirada era desdeñosa tras la máscara blanca con sus dos líneas negras.
—Esperar no es para mí, Segundo. No tengo intención de aferrarme a mi
escalón… como has hecho tú.
Jan se quedó sin aliento por un instante.
—¿Codicias el primero?
—Ya es hora. Si no quieres guiar, deja sitio entonces a uno que sí está
dispuesto.
Así que eso es lo que susurran en los dormitorios… Cómo han olvidado
todos. Uno no reclama el primero. No se puede tomar. Solo se puede dar. Y a
mí, ni siquiera a mí se me consideró digno. La cólera lo llamaba, y con un
esfuerzo supremo permitió que fluyera y pasara sin rozarlo. No. No debía
haber ninguna emoción. Ningún pensamiento. Este piensa demasiado…, lo
ralentiza. Uno no debe pensar. Uno debe limitarse a actuar. Y él, Jan,
siempre había sido muy rápido en actuar.
Empujó con el pulgar y sacó la hoja una fracción de su empuñadura.
—Muy bien, Tercero. —Inspiró y al exhalar susurró la palabra ritual—.
Acepto.
Los filos se encontraron con un chirrido de estrépito al mismo tiempo que
la última sílaba abandonaba la boca de Jan. Este desvió varios ataques,
observó de forma subconsciente que el joven confiaba demasiado en la fuerza
como refuerzo de un modelo que todavía no estaba del todo a gusto consigo
mismo. Supo por instinto que estaba por encima de él y que cualquiera de los
que estaban por encima del décimo también lo verían. Salvo los jueces. No
estarían convencidos. Haría falta algo mucho más irrefutable.
El pobre muchacho. Al formar la asamblea de ese modo, su tío no me ha
dejado alternativa. Y ahora será él quien pague el precio.
Con todo siguió demorándolo, parando estocadas y rodeándolo. Entre los
rangos más altos, ser tan torpe como para derramar sangre de verdad se
consideraba una descortesía. Las mejores victorias eran las que se lograban
sin semejante crudeza.
La tormenta de la implacable agresión del tercero lo bañó en un repique
constante de acero endurecido, atemperado. Pero él permanecía sereno, un
ojo de tranquilidad rodeado por el filo desvaído de una cuchilla cantarina. Esa
tormenta había sido primero la de un poder imperioso y fanfarrón. Pero luego
empezó a transmitir una nota discordante de confusión, incluso
reconocimiento.
Y una desesperación frenética que se enroscaba.
Jan decidió actuar. Mejor terminar la prueba ya, no fuera a adquirir fama
de cruel. En medio de su danza entrelazada de estocada, finta y contraataque,
el filo de Jan se extendió una fracción de la anchura de un dedo y su giro
hacia dentro permitió que el movimiento de Enoc salvara la distancia que los
separaba más de lo que pretendía; la punta de su hoja lamió el interior del
codo derecho y cortó el tendón.
El brazo derecho de Enoc cayó inerte y la espada larga colgó suelta. El
muchacho quedó paralizado, el pecho subiendo y cayendo en un despliegue
demasiado franco de agotamiento. La mirada enfebrecida detrás de la
máscara era de una incredulidad que se iba desmoronando en horror.
Ahora era un tullido. Oh, sanaría, y con el tiempo era probable que
recuperase el uso del brazo. Pero con esa herida le costaría incluso mantener
una posición dentro de los agatii. Conservaría el derecho a llevar espada, por
supuesto. Pero para él ya no habría más desafíos.
Jan se planteó susurrar una disculpa mientras mantenían ese frágil e
íntimo momento entre contrincantes, pero era muy probable que el joven se
lo tomase como un insulto. Así que no dijo nada.
Ese delicado momento, el aliento de los espectadores contenido durante la
apreciación estética de la belleza de un único corte ejecutado a la perfección
en potencia, ritmo, precisión y forma, pasó.
Y todos los jistarii reunidos se inclinaron en una reverencia ante su
segundo.

Más tarde, esa noche, Jan estaba sentado con las piernas cruzadas cenando
con sus mejores amigos entre los rangos: Palla, la sexta, y Lo, octavo durante
muchos años, aunque en los últimos tiempos, tras la supuesta muerte de
Espadanegra, se le estaba considerando para un ascenso al rango que tanto
tiempo llevaba vacío, el séptimo. Con ellos también estaba un viejo amigo de
su juventud, Beru, uno de los Treinta.
—¿Reclamará Gall el tercero? —le preguntó Jan a Palla.
Palla se echó a reír, agachó la cabeza y se levantó la máscara para tomar
un bocado de arroz y carnes.
—Sí. Y con gratitud por regresar de nuevo a su antiguo escalón.
—¿Gratitud? No actué como lo hice por él.
La seguleh se inclinó, todo formalidad, pero en su voz todavía había
humor.
—Gratitud por recordarle a todo el mundo por qué ha seguido siendo el
tercero durante tanto tiempo.
Jan hizo un gesto suave para cerrar el tema. Se volvió hacia Lo, vio las
siete líneas de hollín que irradiaban de los agujeros para los ojos de la
máscara de su amigo.
—¿Y qué hay de ti? ¿Tomarás el séptimo?
Lo se inclinó con rigidez por la cintura.
—Si se me ordena. Pero no lo busco. Es… desagradable… ascender de
este modo.
Por la postura tensa de Beru, Jan se dio cuenta que tenía algo que decir.
—¿Y tú, Beru?
El hombre se inclinó y mantuvo la mirada desviada.
—Con todo respeto, Segundo. Se habla de un espadachín, sea quien sea,
que asesinó a Espadanegra, el vástago del Señor de la Luna. Algunos dicen
que se le debe considerar el nuevo séptimo. Algunos sugieren un desafío.
Jan estaba estirando el brazo para coger una pizca de carne, pero se
detuvo.
—Sabes que estoy en contra de ese tipo de… aventuras. Me opuse a la
expedición de castigo contra los painitas. ¿En qué nos benefició? Las
habilidades de Mok desperdiciadas contra chusma y aficionados
despreciables.
Sus tres compañeros comieron en silencio durante un rato, todos conocían
sus sentimientos con respecto a Mok, su hermano mayor, que se había
presentado voluntario para silenciar a esos irrespetuosos painitas. Y que
regresó… cambiado. Roto.
Recayó sobre Palla la misión de hablar, era ella la que podía atribuirse
una mayor intimidad con él, como amantes que habían sido. Hasta que los
dos habían ascendido demasiado entre los rangos e intervinieron las tensiones
del desafío.
—Y sin embargo —empezó a decir con cautela—, apoyaste la empresa
de Oru.
Jan hizo un esfuerzo deliberado por suavizar su tono.
—Oru afirmó que había tenido una visión. ¿Quién soy yo para disputar
eso? Le permití pedir voluntarios que quisieran acompañarlo.
—¡Y veinte respondieron! La mayor expedición jamás preparada.
—Cierto. —Y por el mayor objetivo de todos. Pero solo a él, como
segundo, reveló Oru la verdad de su visión…, la creencia de que de algún
modo, en algún sentido, obtendría el honor que les habían arrebatado a los
seguleh tanto tiempo atrás. Una esperanza loca, desesperada. Pero una
esperanza a la que no podía oponerse.
Su mirada recayó en Lo, el rostro vuelto mientras alzaba la máscara para
beber. Quizá debería permitir el desafío. Cualquier hombre que pudiese
derrotar a Espadanegra…, si podía vencer a Lo, podría quedarse con el rango.
Una leve llamada a la puerta irrumpió en los pensamientos de Jan. Asintió
para que Beru respondiera. De rodillas, una mano en la empuñadura de su
espada, Beru abrió la puerta solo una ranura y habló en tono bajo con
quienquiera que estuviera fuera. Tras un breve intercambio la abrió.
Era un anciano, un respetado jistarii sin máscara que había elegido el
camino del sacerdocio. El hombre entró de rodillas, se inclinó y tocó con la
frente el suelo desnudo de madera.
—Mi señor, se solicita tu presencia en el templo. Hay… algo que debes
ver.
Jan inclinó su máscara apenas unos milímetros.
—Muy bien. Acudiré. —El sacerdote volvió a inclinarse. Regresó de
rodillas y salió por el umbral bajo sin darles la espalda. Jan tomó un sorbo de
té para limpiarse la boca.
Palla se inclinó en una solicitud para hablar.
—¿Sí?
—¿Nos permites acompañarte?
—Si lo deseáis.

El templo principal de Sortilegio era un gran edificio de lados abiertos con


columnas y arcos. Estaba todo construido con mármol blanco entreverado de
negro. Unas antorchas encendidas siseaban en el viento vespertino y
arrojaban sombras entre las misteriosas columnas ebúrneas de piedra, el suelo
y el techo. El sacerdote supremo, Sengen, los aguardaba. Vestía la túnica
sencilla y los pantalones de tela basta que eran el atavío acostumbrado entre
los seguleh. Iba bien afeitado, como solían estar la mayor parte de los varones
seguleh de los jistarii, y su largo cabello gris estaba aceitado y recogido a la
espalda en una trenza apretada. Se inclinó ante Jan.
—Sengen —lo saludó Jan, concediéndole de este modo permiso para
hablar.
—Solo el segundo me puede acompañar —ordenó el anciano y dio un
paso adelante.
Palla y Lo se pusieron rígidos e intercambiaron miradas coléricas. Jan
alzó una mano para pedir paciencia.
—Ese es su derecho, aquí, dentro del templo.
Sengen se inclinó otra vez y llamó a Jan con un gesto.
Lo llevó al fondo del templo, hasta el altar: un único pilar de piedra
blanca de una translucidez sobrenatural que les llegaba a la cintura y cuya
cima estaba vacía. Sengen contempló el pilar con expresión reverente y las
manos cruzadas sobre el pecho. Jan se lo quedó mirando, confuso por el
extraño comportamiento. Entonces su atención recayó sobre el pilar y se
adelantó de golpe, asombrado. Unas cuentas de humedad corrían por la
piedra blanca y un vapor fino, como una bruma matinal, se levantaba de ella.
—Suda, Segundo —dijo sin aliento el sacerdote supremo, maravillado—.
La piedra suda.
—¿Y qué significa?
Los ojos clavados en la pálida piedra, Sengen respondió.
—Significa que lo que hemos estado esperando todo este tiempo puede
venir. Nuestro propósito.
Conmocionado, Jan se apartó un paso. Pero el pilar estaba vacío…, ¿era
posible? ¿Cómo podía ocurrir?
—Es tu obligación prepararte —dijo Sengen con tono áspero.
Jan asintió. Al volverse sorprendió su reflejo en un escudo pulido
cercano. Una pálida máscara blanca distinguida por una sola mancha roja
como la sangre que cruzaba la frente. Una marca puesta allí por el último
primero, tanto tiempo atrás.
—Sí —respondió, la voz pastosa—. Lo haré.
Sus tres amigos esperaban en los escalones del templo. Al acercarse, Jan
se quedó en silencio durante algún tiempo mientras ellos cambiaban de
posición, incómodos, las miradas apartadas.
—Lo —dijo al fin—. Te doy permiso para ir a buscar a ese séptimo. Es
posible que lo necesitemos.
—¿Necesitar? —repitió Lo, que alzó la mirada con gesto sorprendido, y
luego la apartó a toda prisa.
—Puedes llevarte a uno más contigo. ¿Quién sería?
Lo señaló.
—Aquí Beru, si es su voluntad.
—No. Quisiera que se quedara. Elige otro.
Lo se inclinó.
—Como ordenes.
—¿Qué ocurre? —preguntó Palla al tiempo que inclinaba la cabeza—.
Estás… preocupado.
Jan la miró. Por un instante se permitió el placer de abarcar con los ojos
sus miembros ágiles, su porte soberbio y orgulloso, y deseó que no hubiera
proseguido el Sendero del Desafío. Pero eso era egoísmo por su parte; aquella
mujer se merecía el rango que tenía.
—Reúne a los agatii, Sexta. Debemos prepararnos. El altar ha despertado.
Los tres miraron hacia el templo, los ojos tras las máscaras se abrieron de
asombro.
—Pensábamos que solo era una leyenda —suspiró Palla sin aliento.
—Antes de fallecer, el primero me transmitió una parte de lo que se le
entregó a él. No es ninguna leyenda. Ahora ve, Palla. Dile a la primera mitad
de los agatii que se reúna aquí.
Palla se inclinó rápido con una sacudida y bajó los escalones a la carrera.
Jan se volvió hacia el octavo.
—Un navío se pondrá a tu disposición.
Lo se inclinó y bajó de espaldas los escalones. Mientras lo observaba irse,
Beru habló; había asombro en su voz.
—¿Y qué puede hacer este humilde trigésimo para ayudar?
—Me gustaría que permanecieras entre los rangos, Beru. Escucha lo que
se habla en los dormitorios. Es posible que se acerquen tiempos difíciles. A
todos se nos pondrá a prueba. Esperemos que no nos juzguen… indignos.
—Comprendo, Segundo. —Jan no respondió, y, al percibir que su amigo
deseaba estar solo, Beru se inclinó y se fue.
Jan permaneció un rato bajo el aire frío de la tarde. Miró al otro lazo de la
plaza de Reuniones, pavimentada con piedra blanca, allí estaban las casas y
las montañas de aquella, su tierra de adopción. Esa adopción no era en sí
ningún secreto. Sabían que procedían de otro lugar; todas sus antiguas
historias hablaban de una gran marcha, de un exilio, aunque ninguna
nombraba su mítico lugar de origen. Esa era otra verdad que el primero había
confirmado: su tierra natal estaba al norte. Y la había llamado por su nombre.
Muy pocas indicaciones más había brindado el antiguo, sin embargo.
Cuando lo había presionado para que dijera más, el anciano se había limitado
a alzar los ojos de donde yacía y había sacudido la cabeza.
—Es mejor que no sepas estas cosas —había dicho—. Es mejor para
todos.
¿Ignorancia? ¿Cómo podía ser mejor la ignorancia? Los instintos de Jan
se rebelaban contra semejante afirmación. Pero lo habían criado y adiestrado
para obedecer, así que se había sometido. Era el segundo. Era su obligación.
Quizá había sido el tono del anciano lo que lo había convencido. Esas
palabras habían transmitido un dolor aplastante, un peso terrible de verdad
que Jan temía no ser quizá capaz de resistir.

—¿Hueles eso? —preguntó Rapiña. Alzó la vista de donde estaba sentada


con los pies encima de una mesa, en la sala común casi vacía del bar de
K’rul, la silla echada hacia atrás, limpiándose las uñas con una daga.
Mezcla, la barbilla apoyada en una mano en la barra, arqueó una ceja y
miró a Duiker, en su asiento acostumbrado.
—¿Es un comentario?
Rapiña arrugó la nariz.
—No…, tú no. Algo todavía peor… Algo que no huelo desde… —La
silla cayó con un golpe seco y la veterana maldijo—. ¡Ese vómito con camisa
de pelo ha vuelto a la ciudad!
Mezcla se irguió y miró a su alrededor.
—No… —Se abalanzó hacia la puerta—. ¡Tú vete atrás!
La puerta se abrió antes de que Mezcla pudiera alcanzarla. La mujer
intentó cerrársela en la cara a un hombre con una mata de desaliñado cabello
entrecano y un rostro curtido por el tiempo y oscurecido por los elementos,
que vestía una raída camisa larga hecha de pelo. El tipo se las arregló para
colarse antes de que la mujer cerrara de un portazo.
—Yo también me alegro de verte, Mezcla —comentó con el ceño
fruncido.
Mezcla se apartó con un estremecimiento y se tapó la nariz y la boca.
—Eje. ¿Qué estás haciendo aquí, por el culo del Embozado?
Rapiña llegó corriendo de la parte de atrás.
—La puerta de atrás está cerrada. No hay forma de que pueda… Oh,
mierda.
Una sonrisa llena de dientes del hombre.
—Igual que en los viejos tiempos. —Se acercó sin prisa, se sentó a la
mesa de Duiker y saludó con la cabeza al hombre de la barba gris—.
Historiador. Cuánto tiempo.
La boca del anciano se alzó apenas una pizca.
—A los abrasapuentes nada parece hundiros mucho tiempo.
—La mierda flota —murmuró Rapiña desde la barra del otro extremo de
la sala.
—Bueno, ¿y qué hay de una copa? —exclamó Eje en voz muy alta—. A
menos que estés muy ocupada con tanto puñetero cliente y eso.
—Se nos ha acabado —dijo Mezcla—. Vas a tener que probar en otra
parte. No dejes que te entretengamos.
Eje se volvió en su silla.
—¿Se acabó? ¿Qué clase de tugurio no tiene alcohol?
—Uno espantoso —sugirió Duiker en voz tan baja que nadie pareció
oírlo.
—Ya. —El tipo se tiró de la camisa raída por el cuello como si le
resultara incómoda o le quedara muy apretada—. Bueno, creo que quizá
pueda ayudaros con eso.
Rapiña y Mezcla intercambiaron miradas escépticas.
—¿Sí? —dijeron al unísono.
—Claro. Tengo algún trabajillo por ahí. Ya sabéis, trabajo a cambio de
dinero. Para comida y bebida. Y para pagar la renta. —Eje estudió a Mezcla
con más atención—. ¿Y a quién le pagáis aquí la renta?
Las mujeres cambiaron de postura y miraron las paredes con los ojos
guiñados.
—¿Por qué nosotras? —preguntó Mezcla de repente y Rapiña asintió.
—Pues porque quieren gente que sepa mantener la boca cerrada.
—Así que la gente ya no cuenta con el gremio de asesinos, ¿no? —
comentó Rapiña.
—Si es que queda alguno… —añadió Mezcla, aparte.
Eje puso los ojos en blanco.
—¡No es ese tipo de trabajo!
—Pues por la polla de Fener, ¿qué es? —quiso saber Mezcla.
Recostado en la silla, las botas estiradas, el veterano se entrelazó las
manos sobre el cinturón. Esbozó una sonrisa sesgada en lo que Rapiña
imaginó que era un esfuerzo por congraciarse, pero que parecía más bien la
mueca rijosa de un viejo verde.
—Es de lo tuyo, Mezcla. Simple reconocimiento de toda la vida, todo
muy discreto. Observar e informar. Nada más.
—¿Cuánto? —preguntó Rapiña.
—Un consejo de oro al día.
Mezcla lanzó un silbido.
—¿Quién vale tanto? Tú no, eso seguro, joder.
Eje perdió la sonrisa.
—Pagan mucho para garantizar que se haga el trabajo.
—¿Quién paga? —preguntó Duiker de repente en voz baja y ronca—.
¿Quién dirige?
Los tres contemplaron al viejo historiador, asombrados.
—¡Qué coño, eso es! —dijo Mezcla.
—Sí —dijo Rapiña—. Podría ser una trampa. Un contrato falso para
sacarnos a la luz.
Eje lo desechó con un ademán.
—¡Bah! Habláis igual que Azogue. —Miró a su alrededor—. ¿Y dónde
está ese lunático?
Mezcla se echó hacia atrás y apoyó los codos en la barra.
—Se fue al sur. Dijo que estaba… esto, como el azogue, inquieto. —
Frunció el ceño—. ¡Deja de cambiar de tema! ¿Quién paga?
Eje volvió a agitar la mano.
—A ti qué más te da. Yo lo sé. Y sé que podemos confiar en ellos.
—¿Ellos? —dijo Rapiña arqueando una ceja—. ¿Quiénes son ellos?
Eje levantó las manos de golpe.
—¡Está bien, está bien! Confiadas como jags, cómo sois, joder. ¡Vale! —
Se inclinó hacia delante y se dio unos golpecitos en un lado de su destrozada
y magullada nariz—. Podría decirse que son nuestros antiguos jefes.
Si Rapiña hubiera tenido algo en las manos, se lo habría arrojado al tipo.
—¡Serás idiota! ¡Somos desertores!
Eje esbozó esa sonrisita cómplice una vez más.
—Exacto. Eso nos convierte en agentes libres, ¿no?
—Tiene sentido, a nivel político —dijo Duiker, y pasó una mano por la
mesa—. Aragan no puede dejar que el concejo lo acuse de entrometerse o de
espiar.
Eje alzó las cejas.
—¿Aragan? ¿Ese perro viejo está aquí?
Tanto Mezcla como Rapiña maldijeron en voz bien alta.
—¡Eje! —Mezcla se las arregló para tragarse más maldiciones—. ¡Serás
cabeza dura, so buey! ¡Es el puto embajador de Oponn! ¡Dijiste que sabías
para quién estabas trabajando!
Eje se puso rojo, se levantó y echó hacia atrás su silla.
—Bueno, tampoco es que me parara en la puñetera calle, ¿no?
El anciano historiador observó a los tres veteranos que se miraban con
furia al otro lado de la sala. Después levantó una mano.
—Yo me ocupo de la taberna.
Los tres parpadearon y dejaron escapar unas bocanadas tensas. Rapiña
asintió con brusquedad.
—De acuerdo.
—¿Dónde? —preguntó Mezcla.
Eje estaba mirando con el ceño fruncido al historiador.
—Sur de la ciudad. Los campos de enterramiento. La gente quiere saber
qué está pasando por allí.
—Todo el mundo dice que de ahí ya no hay nada que sacar —dijo
Rapiña.
—El pasado nunca se va, lo llevamos con nosotros —murmuró Duiker,
como si citara a alguien.
Las frentes se encresparon, Eje se rascó una costra de la nariz.
—Ya. Lo que dice él.
Mezcla estaba detrás de la barra. Sacó un juego de cuchillos largos
envainados y envueltos en un cinturón.
—Deberíamos salir esta noche. Antes de que cierre la puerta de Pueblo
Risco.
Una amplia sonrisa sesgada se apoderó de la boca de Eje.
—Viste las hogueras, ¿eh?
—Igual que en los viejos tiempos.

Recorrieron la costa desolada de arenas negras, por encima de cabos bastos


de tierra volcánica, y siguieron las inquietas aguas resplandecientes del mar
de Vitr. Playa tras playa, extendidas en arcos de arenas pulverizadas que
parecían vidrio. Mientras recorrían una de esas playas, Leoman se aclaró la
garganta y señaló con un gesto a su espalda.
—¿Crees que de verdad es lo que afirma ser?
Kiska se encogió de hombros con gesto impaciente.
—Ni siquiera sé qué es lo que afirma ser.
Leoman asintió.
—Muy cierto. Quizá no sea para la gente como nosotros. —Se estiró y
relajó los músculos de los hombros y la espalda.
Igual que un gato, pensó Kiska otra vez. ¡Con ese maldito bigote… como
el de un minino!
—Una vez tuve un amigo —dijo él tras un rato de caminar en silencio—
al que se le daba bien pasar por alto o quitarse ese tipo de preguntas de la
cabeza. Se limitaba a negarse a darle vueltas a lo que estaba fuera de su
control. Siempre admiré en él esa cualidad.
—¿Y qué fue de ese tipo tan razonable? —preguntó Kiska mientras
miraba de lado con los ojos entornados.
Su compañero sonrió y se pasó el índice y el pulgar por el bigote.
—Se largó a asesinar a un dios.
Kiska miró al cielo. ¡Oh, que Ascua me libre!
—¿Tus compañeros siempre son tan extravagantes?
Leoman la miró de soslayo. Alzó una de las comisuras de la boca.
—Por extraño que parezca, sí.
Kiska se había adelantado hasta donde un acantilado erosionado
bloqueaba el camino. Tendrían que trepar.

Desde la cima, Kiska podía ver a gran distancia en aquel mar vacío de luz que
rielaba sin dejar jamás de cambiar. Nada estropeaba la vista. Detrás, la figura
en sombras de Hacedor se había reunido con el cielo. La entidad había
regresado a lo que Kiska caviló que debía de ser un trabajo infinito. ¿Era una
especie de maldición? ¿O una vocación ingrata perseguida con nobleza?
Se volvió hacia la siguiente curva de la playa y contuvo el aliento.
Leoman la encontró así, en cuclillas, con los ojos fijos, y cogió aliento
para preguntar qué le pasaba, pero ella alzó la barbilla y señaló la playa. Él
miró y gruñó una maldición.
Un inmenso cadáver esquelético yacía tirado en medio de la playa. La
mitad de su cuerpo se iba estrechando hacia el oleaje resplandeciente, donde
desaparecía, comido por el Vitr.
El cadáver de un dragón.
Se acercaron juntos. Leoman se aferraba a sus manguales y Kiska a su
bastón, aunque sabía que ninguna de las armas iba a ayudarlos si la bestia
demostraba ser una especie de criatura no muerta. Pero no había inteligencia
que animara las cuencas oscuras de los ojos. La carne del enorme morro, en
sí ya de mayor longitud que ella o Leoman, estaba seca, encogida sobre las
aberturas oscuras de las aletas de la nariz. Unos dientes curvos amarillos, el
sueño de cualquier alquimista, les devolvían una sonrisa.
¿Quién había sido ese eleint en vida? ¿Lo habían conocido los humanos?
¿O era esa la extensión de su existencia…, esta breve y titánica lucha para
escapar del Vitr? La idea entristeció a Kiska.
Leoman se aclaró la garganta, pero no dijo nada. Ella asintió y tragó
saliva. Mientras se alejaban, la mano de Leoman encontró la de su
compañera, pero esta la retiró. Disimuló su reacción adelantándose con paso
impaciente hasta donde la playa terminaba en un pequeño derrumbamiento de
rocas volcánicas porosas que se habían soltado.
Tras un rato, Leoman la llamó.
—No hay prisa, muchacha.
Ella agachó la cabeza e hizo una pausa sobre las rocas irregulares que se
metían en las olas resplandecientes del Vitr. Volvió los ojos y miró al
hombre; este se acercaba con lentitud, poniendo mucho cuidado en dónde
ponía los pies.
—No sabemos con seguridad…
—¡Sí, sí! Lo sé. Ahora apúrate.
Leoman llegó junto a ella y le guiñó un ojo.
—No querríamos matarnos cuando estamos tan cerca, ¿no?
—¿Tan cerca de qué?
Él se cepilló el bigote.
—Pues de una respuesta. En un sentido u otro.
—Leoman —empezó a decir ella, despacio, mientras saltaba de roca en
roca—, prométeme una cosa, ¿quieres? Por si cayera en el Vitr y terminara
quemada y echa cenizas.
—¿Y qué es, muchacha?
—Que te afeitarás ese estúpido bigote. —Bajó de un salto a las arenas
negras de la siguiente y larga extensión de playa—. Y deja de llamarme
«muchacha».
Leoman se dejó caer con un golpe sordo junto a ella, se pasó un dedo por
el bigote y sonrió.
—Que sepas que a las damas siempre les encanta cuando…
—¡No quiero saberlo! —lo cortó ella—. Muchas gracias.
—Eso dices siempre. Pero te prometo que te…
Kiska había levantado de golpe una mano. Después se arrodilló y él se
reunió con la mujer.
Huellas en las arenas. Diferentes de cualquier rastro que ella hubiera visto
jamás, pero huellas de todos modos. Cuando todavía no habían visto ni la
primera. Una especie de paso arrastrado y torpe. Kiska señaló a los
acantilados del interior hacia los que trepaba la playa. Leoman asintió. Soltó
sus manguales para agarrarlos con las manos, las cadenas sujetas contra los
mangos. Kiska preparó su bastón.
Se quedaron al borde del cabo rocoso y se deslizaron hacia el interior sin
dejar de vigilar el lugar donde la playa terminaba en los acantilados. Kiska
vio las bocas oscuras de varias cuevas. Miró a Leoman y señaló. Él asintió.
Al llegar al acantilado, Kiska se adelantó, yendo agachada de un refugio a
otro. Detrás de ella, un gruñido estrangulado anunció las objeciones de
Leoman. La primera abertura era estrecha y ella se deslizó en el interior, el
bastón sujeto y listo para atacar. El exiguo espacio estaba vacío. Pero era
arena compacta lo que cubría el suelo y las depresiones mostraban dónde
podrían haberse sentado o echado personas, o cosas. ¿Una población? ¿Allí?
¿De qué naturaleza? Un sonido le puso de punta el vello de la nuca. Un
lamento agudo. Los manguales de Leoman, que él lograba que alcanzasen
una velocidad vertiginosa, mayor de lo que ella había visto u oído mencionar
jamás.
Kiska salió de un salto de la cueva y vio que el hombre se enfrentaba a
una multitud de criaturas deformes. Demonios, monstruosidades invocadas,
todas combadas o heridas de algún modo. Se aferraban al aire con manos
mutiladas repletas de garras. Los rostros de algunos no eran más que manchas
que babeaban. La mayor parte alzaba miembros demasiado tullidos para
suponer algún peligro. Leoman los mantenía a distancia de espaldas a la boca
de la cueva.
—¿Qué queréis? —chilló Kiska—. ¡Hablad! ¿Me entendéis?
Entonces el suelo tembló. Kiska se tambaleó, recuperó el equilibrio y
miró arriba. Una criatura gigantesca se había unido a la multitud. Parecía
haber bajado de un salto del acantilado. Se irguió y alcanzó una altura mayor
que la de un thelomenio. Unos pies enormes con garras extendidas, como las
patas de un ave de presa, se clavaron en las arenas. El torso ancho estaba
blindado, como el de un lagarto de río. Apartó a un lado a sus compañeros
más pequeños con unas manos anchas, ennegrecidas, con garras. Una
inmensa melena greñuda de pelo áspero rodeaba unos ojos rojos abrasadores
y una boca de dientes mal alineados que parecían dagas.
Kiska le lanzó una mirada rápida a Leoman, que asintió, y los dos se
metieron de un salto en la cueva. En el estrecho pasillo de la entrada ella se
puso delante, no había espacio para manguales.
Una sombra ocluyó la abertura. Retumbó una voz profunda de piedras
moliéndose.
—¿Quiénes sois y qué deseáis aquí?
—¡Quiénes sois vosotros para atacarnos!
—No os atacamos, ¡vosotros invadís! Este es nuestro hogar.
—No sabíamos que vivíais aquí…
—Bueno. Incluso sabiendo que vosotros erais los extraños aquí, asumís
que los intrusos somos nosotros. Típico de humanos.
Kiska miró a Leoman, que puso los ojos en blanco. Un sermón sobre
modales era lo último que se esperaba.
—Entonces… ¿esto es un malentendido? ¿Podemos salir?
—No. Quedaos dentro. Aquí no queremos a los de vuestra calaña.
—¿Qué? ¿Y ahora quién se está poniendo desagradable?
—Habéis demostrado que sois hostiles. Debemos protegernos.
Permaneced dentro. Debatiremos vuestra suerte.
—¡Dejadnos salir! —Kiska se quedó quieta, a la escucha, pero no
respondió nadie. Se adelantó un poco y vio una pared sólida de las deformes
criaturas bloqueando la salida. Volvió a meterse, se derrumbó contra un muro
y se deslizó hasta la arena.
Leoman se agachó a su lado. Miró la estrecha cueva que los rodeaba.
—Así que volvemos a las mismas, ¿eh?
Con los brazos rodeándose las rodillas, Kiska se limitó a gruñir a modo
de asentimiento.
—Podríamos salir a la fuerza —caviló él.
—Eso solo confirmaría el juicio que ya se han hecho, ¿no?
—Supongo. Me pregunto cuánto tendremos…
La joven arqueó una ceja.
—¿Eh?
—Porque podríamos aprovechar un poco el tiempo…
—¡Leoman! ¿Es que no puedes dejar de pensar en eso un minuto?
Su compañero se encogió de hombros con gesto expansivo.
—Tienes que aprender a relajarte cuando no tienes ningún control sobre
la situación. No puedes hacer nada, ¿verdad? Venga, te frotaré la espalda.
Kiska lanzó un bufido, pero le costó contener la sonrisa que la invadía.
—Leoman, me puedes frotar la espalda si me prometes una cosa…

A primera hora de la mañana el erudito Ebbin se acercó a las verjas


principales de Vendedores de Hierro Eldra, en el extremo occidental de
Darujhistan. Bajo las miradas aburridas de los guardas de la puerta esperó
mientras los carros y carretas iban y venían, todos detenidos e inspeccionados
por escribanos que empuñaban tabletas, los contenidos contados, detallados y
clasificados. Ebbin se quedó a la espera. Las fundiciones vomitaban humo al
cielo. Una lluvia constante de hollín añadía su toque a las capas que ya
ennegrecían los yelmos, hombros y rostros de los guardas.
Tras esperar lo que pareció la mitad de la mañana (los guardas mirándolo
como bueyes todo el tiempo), Ebbin se abalanzó de golpe hacia uno de esos
apresurados escribanos manchados de hollín.
—Estoy aquí para ver al maese —dijo sin más.
Risitas socarronas entre los jóvenes escribanos.
—¿Oyes eso, Ollie? —dijo el interpelado mientras le daba la espalda a
Ebbin y examinaba una carretada de cajones—. Está aquí para ver al maese.
El tipo que Ebbin supuso que era Ollie respondió con una carcajada
burlona.
—Pues entonces voy a buscarlo, ¿no?
Más risas respondieron al comentario. Ebbin sacó un pergamino de la
bolsa que llevaba al hombro.
—Me dio esto.
El escribano más cercano se limitó a continuar con sus números. Al
terminar, giró en redondo y le lanzó una mirada exasperada a Ebbin.
—¿Y qué es? Será mejor que no me hagas perder el tiempo. —Le quitó
de un manotazo el pergamino, lo abrió de un tirón y lo examinó. Hizo una
pausa y volvió a repasarlo desde el principio, más despacio. Tras terminar la
carta entera, alzó los ojos hacia Ebbin; los llenaba una especie de
resentimiento cauteloso.
—Sígueme —dijo.
Con el escribano por delante, Ebbin se abrió camino serpenteando entre
los bulliciosos patios de las fundiciones. Cruzaron raíles que guiaban
vehículos de madera tirados por mulas enfermizas negras por el hollín,
pasaron junto a grandes hangares donde ondeaba el humo y las chispas caían
como una lluvia resplandeciente. Llegaron a un edificio que tenía todo el
aspecto de haber sido en algún momento una hermosa mansión, pero que se
alzaba casi negra por completo bajo un número incontable de años de hollín.
Unas parras muertas, o casi muertas, se aferraban a la fachada, algunas
todavía luciendo hojas cargadas de cenizas.
Justo al otro lado de las puertas principales se encontraron con una
especie de secretario de recepción o escribano de más alto rango.
—¿Sí? —preguntó el tipo pálido sin ni siquiera alzar la mirada. La única
respuesta del guía de Ebbin fue meterle la carta bajo las narices. Los labios
del recepcionista se apretaron y cogió entre el índice y el pulgar el pergamino
ya manchado de hollín, como si fuese un animal muerto. Le echó un vistazo
superficial y cuando ya estaba a punto de echarlo a un lado, se detuvo de
repente y lo alisó poco a poco delante de él.
—Puedes irte —dijo tras leer la carta. A Ebbin no le quedó claro a quién
se refería el hombre. Pero el joven escribano se dio media vuelta y salió sin
mediar palabra. El hombre alzó los ojos con un parpadeo y miró a Ebbin.
—Sígame.
El recepcionista lo condujo por una escalera ancha y ornamentada de
piedra pulida. Una capa de hollín cubría la balaustrada y los escalones
estaban negros de tierra incrustada y cenizas. El hombre llamó a unas
estrechas puertas dobles y luego las abrió con un empujón. Allí, en una
habitación estrecha pero de techos muy altos esperaba otro tipo cadavérico
muy parecido al anterior. El recepcionista dejó la hoja de pergamino en el
escritorio del hombre y regresó a las puertas. Se inclinó ante Ebbin y le hizo
un gesto brusco que era una especie de invitación para entrar. Ebbin obedeció
y el hombre cerró las puertas tras él.
El secretario le echó un vistazo a la carta mientras continuaba
escribiendo. El chirrido de la pluma era bastante ruidoso en aquella sala
vertical que parecía una cripta.
—Tiene suerte —dijo el hombre sin alzar la mirada—. El maese está
pocas veces. Si espera aquí, lo anunciaré.
Ebbin apenas confiaba en poder hablar. Un «Desde luego» sin aliento fue
todo lo que logró decir.
El hombre dejó la pluma y aplicó el secante al documento que tenía ante
él, después retiró su silla. Llamó a la puerta que había junto al escritorio, la
atravesó y la cerró de inmediato tras él. Ebbin esperó pasándose los dedos
con gesto nervioso por la correa de cuero manchado de sudor de la bandolera.
Se abrió la puerta y el secretario le indicó con un ademán brusco que
pasara. Con una sonrisa y un asentimiento, Ebbin se deslizó junto a aquel
tipo, que cerró la puerta tan rápido que estuvo a punto de pillar los dedos de
Ebbin. La habitación del interior era bastante grande, en un principio quizá
hubiera sido un dormitorio principal o un salón privado. La atestaban varias
mesas, cada una cargada por grandes montones de documentos y carpetas.
Los mapas cubrían las paredes oscurecidas por la suciedad. Ebbin reconoció
dibujos esquemáticos de minas y mapas callejeros de Darujhistan, algunos
muy antiguos, por supuesto. Un mapa de un muro del fondo parecía de una
antigüedad notable, y estaba a punto de dirigirse hacia allí cuando habló
alguien desde donde la luz entraba sesgada por una hilera de ventanas sucias.
—¡Erudito Ebbin! Por aquí, si tiene la bondad.
—Maese Medida —respondió él guiñando los ojos e inclinándose—. Es
muy amable al recibirme.
El propietario de Vendedores de Hierro Eldra, del que se rumoreaba que
era el hombre más rico de todo Darujhistan, se encontraba ante una de las
mesas, de espaldas a una ventana, estudiando una carpeta. Era bastante bajo y
con tendencia a engordar. Sus antecedentes septentrionales eran evidentes en
el cabello rizado y negro, que ya empezaba a ralear y encanecer. Ebbin
reconoció la carpeta que tenía el hombre en las manos, era su propuesta
original.
—Bien —anunció el maese—, ¿he de suponer que está aquí para solicitar
más fondos?
La garganta de Ebbin estaba tan seca como el polvo que giraba en los
haces de luz que cruzaban la habitación. El corazón lo golpeaba en el pecho
como un martillo, quizá reverberando con los embates de las forjas.
—Sí, señor —jadeó con voz débil.
—Esta sería su… —ojeó los papeles— tercera extensión.
—Sí…, señor.
—¿Y qué tiene que mostrar a cambio de mi inversión?
Ebbin luchó con el cierre de la bandolera.
—Sí, por supuesto. Tengo algunos fragmentos que insinúan estilos
decorativos mencionados en los registros más tempranos… —Se detuvo
cuando el maese agitó una mano con brusquedad.
—No, no. No me interesan sus baratijas ni sus cachivaches. ¿Qué ha
encontrado?
Ebbin soltó la bandolera. Dioses, ¿me atrevo a decirlo? ¿Y si me larga de
su despacho con una carcajada? Bueno, se acabaron los fondos sea como
sea… Respiró hondo.
—Creo que he encontrado una cámara que puede contener pruebas de la
era imperial de Darujhistan.
Humilde Medida bajó la cabeza, sumido en sus pensamientos, y frunció
los labios. Salió de detrás de la mesa.
—Una afirmación valiente, erudito. ¿No propugna la ortodoxia que tal era
no es más que un simple mito?, ¿una ilusión caprichosa de los que anhelan
algún tipo de grandeza pasada?
El maese había caminado hasta el centro de la habitación. Volvió la vista
hacia Ebbin y siguió hablando.
—Como señalan los honorables miembros de la Sociedad Filosófica, ¿no
tendría que haber pruebas?
—A menos que se suprimieran con el último de los reyes tiranos.
El vendedor de hierro cruzó el espacio que lo separaba de una mesa que
contenía grandes montones de papeles, mapas amarillentos y volúmenes
cubiertos de polvo. Cogió algo y lo giró en las manos, una carta de algún
tipo. Habló mientras la examinaba.
—¿Uno y lo mismo entonces? ¿Erudito? ¿Los tiranos y el lugar de la
ciudad como el verdadero poder de estas tierras?
Ebbin asintió.
—Eso creo, sí. Por aquel entonces —dijo.
—¿Y qué razones hay para creer que quizá esté cerca de una prueba así?
—El estilo artístico de la decoración. La arquitectura de la cámara de
enterramiento en sí. Artefactos asociados por encima que proceden de los
primeros años del periodo de las Ciudades Libres. Todas las pruebas señalan
esa conclusión.
—Entiendo. ¿Y esa cámara?
—Parece no haber sido alterada.
—Y… ¿solo esa?
Ebbin alzó las cejas con gesto sorprendido, sabía reconocer lo astuto de la
pregunta.
—Bueno, no. Una de doce, de hecho. —¿Y la decimotercera? ¿La figura
central? ¿Qué hay de él? ¿Vas a mencionarlo? ¿Y el suelo de cráneos? ¡No!
Simples excesos de ofrendas devocionales funerarias, nada más. Se sacó un
pañuelo de un bolsillo y se limpió la cara y las palmas de las manos. Se sentía
casi desfallecer de sed. Los sesgados rayos amarillos le herían los ojos.
—Doce —repitió el maese—. Un número tan cargado, tan ominoso en
Darujhistan. Los doce diablos torturadores que vienen a llevarse a los niños.
Ebbin se encogió de hombros.
—Es obvio que hay alguna significancia ritual del número que data
incluso de la época de los tiranos. Esos cuentos de viejas de los doce
demonios solo revelan lo mucho que nos hemos alejado de la verdad del
pasado.
El nativo de Gato le lanzó una mirada perspicaz por encima del hombro.
—Desde luego, erudito. Desde luego. —Volvió a estudiar la tarjeta—.
Tendrá sus fondos. Le proporcionaré peones, animales de tiro, portes. Y
puesto que lo que encuentre podría ser valioso, también guardias armados.
Ebbin frunció el ceño con aire confundido.
—Maese Medida, no hay necesidad de tales medidas, eh, es decir, de
tales gastos. Una partida tan grande solo atraería la atención de todos los
ladrones y cazadores de premios de la llanura.
—De ahí los guardias armados, buen erudito. Bien, poseo un almacén
cerca de la puerta de Pueblo Cúter. Mis guardias lo conocerán. Llevará allí lo
que encuentre.
—Pero señor, de verdad, sería mejor si yo dispusiera las cosas… —El
vendedor de hierro había levantado una mano para hacerlo callar.
—Voy a proteger mi inversión, erudito. Eso es todo. Espere fuera.
A lo largo de los años el erudito Ebbin no había suplicado y sacado
dinero a ese hombre, y muchos otros como él, sin aprender cuándo debía
discutir y cuándo obedecer. Así que, en un esfuerzo por salvar la poca
dignidad que pudiera quedarle, se inclinó y salió.
Una vez solo, el vendedor de hierro Humilde Medida volvió a estudiar la
carta. Era un artefacto antiguo de la baraja de los Dragones que se utilizaba
para la adivinación. El único ejemplo superviviente de una arcana de una era
desaparecida largo tiempo atrás. La sostuvo a la luz y allí, atrapada en los
rayos sesgados de la tarde, resplandeció con un blanco nacarado que reveló
una imagen de una de las tres cartas principales de poder, gobierno y
autoridad: el Orbe.

Hay un barranco escarpado entre las colinas del este de Darujhistan que todos
los habitantes de la zona saben que deben evitar. Para algunos es la guarida
de un gigante. Para los que han viajado, o pasado tiempo hablando con los
que han viajado, es solo el hogar de un thelomenio del norte, o toblakai,
desplazado.
Había merodeado por allí durante casi un año. Y aunque varias personas
se habían quejado a las autoridades tribales, nadie había organizado una
partida de guerra para expulsarlo. Quizá era porque, aunque hosco y era
obvio que forastero, el gigante en realidad no había matado a nadie todavía.
Y la mujer que estaba a veces con él terminaba pagando por los animales que
se llevaba él. Y él parecía afectuoso, de una manera un tanto brusca, con los
dos niños que lo acompañaban. O quizá era porque era un gigante con un filo
de piedra que parecía más alto que la mayor parte de los hombres.
En cualquier caso, se corrió la voz y el barranco se convirtió en un lugar a
evitar, adquirió la mala reputación de ser la guarida de lo que fuera que
cualquiera deseara atribuirle. Las tribus de la zona se acostumbraron a tener a
alguien a una distancia muy conveniente al que echarle la culpa cada vez que
desaparecía una cabra o se agriaba una lechera. Unos cuantos embarazos sin
explicación también se los achacaron a él, acusaciones de las que la mujer
forastera que estaba con él se rio con un desprecio irritante. Cosa que también
hizo con las subsiguientes amenazas coléricas de desollar a la criatura.
Con el tiempo, algunos habitantes de la zona afirmaron que a la luz difusa
de la luna reformada lo habían visto en cuclillas en lo alto de las
estribaciones, mirando con furia al oeste, donde podían empezarse a
distinguir las llamas azules de Darujhistan resplandeciendo en el horizonte.
¿Lo habían expulsado de ese pozo de todo pecado? ¿O había escapado de
la mazmorra de uno de los doce magos malignos que los ancianos de los
clanes afirmaban que gobernaban en secreto ese nido de maldad? ¿Planeaba
venganza? Si era así, quizá merecía su tolerancia; la destrucción de esa
mancha de iniquidad era el objetivo eterno de los ancianos de los clanes, por
lo menos cuando no estaban visitando sus burdeles.
Así que se estableció una especie de acuerdo entre los clanes de las
colinas Gadrobi y su visitante extranjero. Los ancianos esperaban que fuego y
espada fuera lo que albergaba el gigante en su corazón para Darujhistan,
mientras que los integrantes de las partidas de guerra respiraban de alivio en
secreto por no tener que enfrentarse a su espada de piedra.
En cuanto a la criatura en sí, ¿quién podía decir lo que yacía en el interior
de su corazón de piedra? ¿Lo habían echado de la ciudad por ser un agitador
recalcitrante que alteraba la paz? ¿O le había dado él la espalda a esa
degenerada sentina de vicios y, noble como era, se había establecido en las
colinas, lejos de su influencia corruptora? ¿Quién podía decirlo? Quizá, como
murmuraban algunos ancianos con tono lúgubre, solo dependía del lado de
los muros en el que se agachara uno.

En el distrito de las Haciendas de Darujhistan un hombre canoso pero todavía


robusto paseaba por un jardín ornamental, aunque apenas veía los pesados
capullos ni notaba sus densos aromas dulzones. Llevaba las manos
entrelazadas a la espalda y vagaba sin rumbo. Era un bardo que respondía al
nombre de Pescador y se debatía con un problema especialmente espinoso.
Luchaba contra su creciente impaciencia y falta de respeto por su amante
actual. En el pasado, un enfriamiento así del atractivo no habría presentado
ninguna complicación. Lo único que necesitaba era un beso tierno y casto,
una última mirada lenta y se ponía en camino.
No, el problema era que su amante actual era lady Envidia. Y Envidia no
se tomaba bien el rechazo. Hizo una pausa en sus paseos y se estremeció al
recordar su última despedida. Al menos había salido vivo de allí.
Una voz de mujer se alzó a lo lejos, maldiciendo, y Pescador corrió al
pabellón blanco que adornaba el centro de los jardines. Allí encontró a
Envidia, sentada con las piernas cruzadas ante una mesa baja de madera
pulida de importación. Unas cartas estaban esparcidas sobre el suntuoso
grano grueso y Envidia estaba soltando una sarta de invectivas que habrían
puesto colorado a un estibador del puerto.
—¿Un futuro desdichado? —preguntó él con fingida inocencia, después
se estremeció otra vez.
—No es cosa con la que puedas bromear —respondió Envidia imitando
su tono. Por suerte no levantó la mirada para captar sus rasgos doloridos.
Pescador hizo un esfuerzo por adoptar una expresión de seriedad y
preocupación.
—¿Qué pasa?
La mujer levantó una carta.
—Este malnacido.
El Orbe. Pescador frunció el ceño.
—¿Sí?
Ella lo miró de soslayo. Una sonrisa que insinuaba, oh, tantos secretos le
levantaron una comisura de los labios.
—No tienes ni idea, ¿verdad?
Pescador procuró ocultar todos los signos de exasperación. Mantuvo la
voz ligera e hizo la pregunta.
—¿Y si quizá tuvieras la amabilidad de informarme?
Envidia se dio unos golpecitos con la carta en los labios, labios que se
había aficionado a pintarse de un color azul pálido según la moda del
momento. Bajó los ojos verdes.
—No. Creo que no. Esto podría ser… divertido.
Pescador se acercó de un bandazo a un aparador y se sirvió un poco de
vino en una copa alargada de cristal.
—¿Una copa, mi señora? —preguntó, siempre cortesano.
—No. Y tú tampoco deberías, creo. Observo que estás bebiendo más en
los últimos tiempos. Tendrías que parar. Lo encuentro… poco favorecedor.
El bardo le dio la espalda al aparador, se apoyó en él y se tomó la copa
entera en un largo trago. Se cruzó de brazos.
—¿De veras?
Lady Envidia frunció los labios del color azul del cielo y empezó a
mezclar la baraja de los Dragones.
—Mi queridísimo Pescador —dijo tras un momento—, eres un hombre
con gran talento…, pero nada más que un hombre. Estos son asuntos que
están muy por encima de ti.
El bardo dejó con cuidado la delicada copa en la mesa.
—Bueno. Quizá debería preguntar por ahí.
Inmersa ya en un nuevo reparto, Envidia se quedó callada un rato. Un
ceño irritado le arrugaba la frente empolvada de blanco y se mordía el labio.
Había hecho una pausa con la última carta que, cuando se girase, sería el
centro del campo.
—¿Preguntar por ahí? —repitió, distraída. Emitió una carcajada gutural
—. Oh, sí. Hazlo. Si disfrutas tocando la pieza del que finge ser útil.
En lugar de la cólera que debería haber respondido a semejante desprecio,
Pescador sintió solo tristeza; un dolor por lo que había sido por un instante y
por la promesa desvaída de lo que podría haber sido. Se inclinó ante Envidia.
—Me iré a tocar, entonces.
La dama no respondió cuando se alejó el bardo.

Envidia se quedó sentada, sola, durante un buen rato, sin moverse, la mano
detenida sobre la carta que trabaría el remolino del patrón de futuros que
tenía ante ella. Orbe alto, por supuesto. La carta de la autoridad y el gobierno.
Y el Obelisco cerca. Pasado y futuro combinándose. Pero ¿qué había de ella?
¿Qué había de Envidia?
Unas sombras se arrastraron por las superficies de las cartas. El cielo se
oscureció. Por fin Envidia cobró ánimo suficiente para levantar la carta de la
cima de sus compañeras y sostenerla sobre la posición central.
La giró y la soltó de golpe como si quemara. Se llevó las manos a la
garganta. Jadeó, incapaz de hablar. Un gran gorgoteo inhumano, un alarido,
estalló en ella y explotó una descarga de poder que hizo volar por los aires el
techo del pabellón. De entre las llamas ondeantes salió con paso seguro
Envidia. Subió con las piernas rígidas por un sendero del jardín, sus
suntuosas túnicas chamuscadas y ardiendo sin llama. Los pesados capullos de
las flores le sonreían y saludaban. Con un gruñido, la dama convirtió uno de
un golpetazo en un remolino de pétalos carmesíes.
Una lluvia de cartas cayó aleteando por el distrito de las Haciendas esa
tarde. Parejas de aristócratas que habían salido a dar un paseo observaron,
confusas, los rectángulos ennegrecidos que se precipitaban por los caminos.
Los sirvientes se embolsaron muchas al reconocer las pinturas de oro y plata
y la exquisita, aunque estropeada, calidad de la producción. Un tutor
contratado para meter un poco de sentido común en los malcriados retoños de
una familia noble vio una carta tirada en una entrada de servicio y se agachó
para recogerla. Puesto que tenía cierto acceso a la senda de Mockra, por
pequeño que fuera, la soltó de inmediato por estar maldita.
La carta focal, el eje del reparto, cayó en las sombras profundas que había
junto a un invernadero, donde yació medio quemada sobre la tierra húmeda y
fresca. Lucía en su superficie los restos apenas discernibles de una figura
oscura y encapuchada, coronada por una noche de azabache.
El Rey de la Gran Casa de Oscuridad.

El vigilante hizo sus rondas de la Barbacana del Déspota como hacía cada
tarde. Con el ocaso, el clamor de Darujhistan, las llamadas de los mercaderes
callejeros y los rebuznos de los animales de tiro iban muriendo, aunque
todavía era muy temprano para que los Carasgrises comenzaran sus
silenciosas rondas de chorro de gas en chorro de gas para encender las llamas
azules que desgarrarían la noche.
Arfan expandió el pecho e inhaló una buena bocanada del aire fresco que
llegaba del lago. Buena prebenda, ese puesto. Si ciertas partes querían que se
echara un ojo a esos polvorientos monumentos en ruinas al pasado de la
ciudad, por él no había problema. Este guardia retirado de la ciudad estaba
encantado de ofrecer sus servicios. Allí no había nada que pudiese tentar a
ningún ladrón. La cima de la colina estaba abandonada. No como la torre del
Insinuador. Esas ruinas le daban escalofríos. Todo el mundo tenía razón al
pensar que el sitio estaba embrujado. Pero allí no. Aquellos cimientos caídos
de piedra blanca salpicada de malas hierbas permanecían en silencio. En las
más oscuras de las noches podía incluso ver a veces el fulgor lejano de las
llamas azules parpadeando entre partes de las paredes de piedra blanca. De
hecho, era bastante bonito.
Esa tarde el tiempo era inusualmente fresco. Se abrazó con un
estremecimiento. Muy poco propio de la estación. Hizo sus rondas dando
patadas con los pies embutidos en sandalias para calentarlos. A la luz del
crepúsculo, en las ruinas de la cima de la colina, el aire parecía rielar. Se
detuvo y apoyó la lanza contra la base de un muro roto para frotarse las
manos. El aire parecía estar lleno de vapor, como después de una lluvia de
verano. Pero no había llovido en días. Recuperó la lanza, pero lanzó un
gañido y la dejó caer. El asta de madera estaba congelada.
Unos jirones de nubes volaban por el cielo, enviando un confuso derroche
de sombras sobre la colina y la ciudad que había detrás. El vigilante guiñó los
ojos bajo el fulgor cambiante de la luz de las estrellas, estaba viendo algo.
Quería huir, pero también sabía que su obligación era quedarse, así que se
agachó y empezó a avanzar por detrás del refugio que le ofrecían las ruinas
de un muro curvo. Más de cerca vio la condensación que punteaba el muro y
resbalaba en gotas por la piedra lisa como la piel.
Se levantó un viento repentino que acabó en una tormenta de polvo y
tierra. Arfan se protegió los ojos; era como uno de esos remolinos fortuitos de
polvo que surgían en el calor del verano. Alzó la vista, sus ojos convertidos
en meras ranuras, y entre las sombras cambiantes y el polvo que soplaba
creyó ver algo…, una imagen fantasmal, un espejismo acuoso reluciente: era
como si se encontrara junto a una inmensa estructura. Un edificio, un palacio,
alto y ornamentado, que se asomara a la ciudad allí, en el siguiente
montículo, la colina de la Majestad. Todo recubierto de lo que parecía ser una
cúpula inmensa.
Y después una ráfaga más fuerte de aire y la imagen fantasma vaciló, se
fragmentó y se alejó flotando convertida en trizas que desaparecieron como la
bruma. Y el vigilante echó a correr…, bueno, echó una carrerita, en realidad,
tan rápido como pudo, resoplando y jadeando colina abajo para llevarle
recado a su contacto, un agente de aquel que se hacía llamar Rompecírculos.

Cerca, en el distrito de las Haciendas de la ciudad vieja, entre las ruinas de la


colina de la torre del Insinuador, la entrada arqueada a la mencionada torre en
ruinas refulgía con una presencia fantasmal. La imagen de un hombre alto
vestido con ropas rasgadas. Sus ojos no eran más que cuencas oscuras y
vacías, pero miraban con fijeza, entrecerradas, hacia la colina de la Majestad.
Articuló solo una expresión. Solo alguien a menos de un palmo lo habría oído
maldecir.
—Maldita sea.
Su mirada vacía se desvió hacia donde un demonio alado y gordo yacía
roncando entre las piedras, un pez medio comido en cada zarpa espinosa. El
fantasma se llevó una mano fina como una gasa a la barbilla y se dio unos
golpecitos con el dedo en los labios.

Azogue se despertó con una sacudida con el rumor de la espuma susurrando


sobre guijarros pulidos, los graznidos de las aves marinas y un empujón en
las costillas. Estaba echado entre rocas altas un poco más arriba de la orilla
del mar Rivan. Dos críos, un niño y una niña, lo miraban desde arriba. El
niño sostenía un palo.
—¿Ves? —anunció el niño con tono triunfante—, ¡está vivo!
—Largo —graznó Azogue, y regurgitó una bocanada de flemas que
escupió en el suelo. Tenía la ropa pegada al cuerpo, tan fría y húmeda por el
rocío que se estremeció. Ya soy muy mayor, joder, para esta mierda de
vivaquear.
—¿Quieres comida? Tengo pescado… ¡Una medialuna cada uno!
Azogue sondeó el trapo incrustado de sangre que se había puesto en el
cuello. Menuda hoja fina y afilada que había sido esa, joder. Se preguntó si
volvería a ver alguna vez al joven noble. Desde luego le debía una.
—¿De dónde eres? ¿De Darujhistan? ¿Vas a los Engendros?
—¿Por qué tienes el pelo rojo? —preguntó la niña.
—Porque soy medio demonio.
Eso los hizo callar. Decidió intentar levantarse. Primero se apoyó en los
nudillos de una mano. Después se puso de rodillas. A continuación levantó
un pie e hizo fuerza con él para erguirse. Los tobillos, los dedos y las
muñecas le ardían con el fuego matinal de las articulaciones. Demasiado
viejo, joder.
—Si vas a salir, llegarás tarde —canturreó la niña.
El veterano se rascó el rastrojo de la barbilla.
—¿Qué?
—Ya están poniéndose en fila.
—Mierda…, eh, disculpad la expresión malazana. —Se dirigió a la playa.
Los niños lo siguieron.
—También tengo agua con vinagre. ¿Estás seguro de que no quieres
pescado?
Una multitud se había reunido en el otro extremo de la playa curva. Allí
descansaban unas lanchas que habían sacado de entre las olas. Se desvió
hacia ese punto mientras mascaba una rodaja de carne ahumada que había
sacado de una alforja.
—También tengo un mapa de los Engendros —dijo el muchacho
poniéndose de un salto delante de él.
Azogue miró al crío con una expresión de absoluta incredulidad.
—Gracias, chaval, pero no sé leer.
El niño se encogió de hombros.
—Eso da igual. El mapa sigue valiendo.
Azogue lanzó una carcajada. Si hubiera tenido alguna moneda que le
sobrase, quizá hubiera adquirido el trapo como premio a las artes de vendedor
del muchachito.

Soldados de la Confederación protegían los botes. Había una mesa puesta de


través sobre la playa de guijarros. La multitud consistía en hombres y mujeres
que en apariencia esperaban su turno para pagar la cuota de transporte. La
mayor parte, supuso Azogue, no podían y solo andaban por allí. Decidió
unirse a los espectadores durante un rato para orientarse sobre cómo
funcionaban las cosas.
Un simple piquete de soldados era barrera suficiente para mantener a raya
a todo el mundo. Un hombre armado, reflexionó, quizá pudiera abrirse
camino a la fuerza hasta los botes, pero ¿y luego qué? Hacían falta por lo
menos diez personas para manejar unas lanchas tan enormes. Una partida
armada, entonces. Entre diez y veinte para coger el bote y atravesar las olas
remando. Pero una vez más: ¿y luego qué? Los barcos de la Confederación
de Ciudades Libres esperaban más allá de la bahía. Tu propio barco,
entonces. Pero eso también lo habían probado. Al parecer, cuatro ejércitos
privados habían hecho el intento… y fracasado. Solo un barco de guerra
malazano se había abierto paso a la fuerza. Y nadie lo había visto desde
entonces.
Una partida de cinco se abrió camino entre la multitud de mirones. Iban
bien equipados con yelmos forrados de tela y armaduras de bandas de hierro.
Llevaban espadas largas, ballestas y grandes bolsas y carteras que era de
suponer que contenían suministros. Cuatro acarreaban grandes escudos
redondos, los frentes cubiertos con fundas de lona. El líder vestía un largo
tabardo gris sobre la cota de malla. Era una presencia dominante, con una
gran nariz ganchuda, rota, y una melena de cabello largo y revuelto que el
viento azotaba.
—¿Vas? —le dijo alguien a Azogue.
El veterano ladeó la cabeza y luego la subió. Una joven de piel oscura se
encontraba a su lado, esbelta, y sus buenas dos cabezas más alta que él.
Vestía un manto sucio encima de unas capas de camisas y unas faldas que
quizá en otro tiempo habían estado de moda, pero que en ese momento
estaban hechas jirones y cubiertas de suciedad. El denso cabello negro le
colgaba en tirabuzones enroscados, sin lavar y apelmazado. Sus ojos oscuros
estaban magullados por el hambre y la falta de sueño.
—¿Cuál es el precio? —preguntó. La chica se puso rígida y sus ojos
oscuros destellaron con una expresión de cólera conmocionada hasta que
Azogue alzó la barbilla para indicar la mesa y el recaudador de las cuotas.
La joven se relajó y casi pareció ruborizarse.
—Oh. Pensé…, da igual. Unos cincuenta concejos de oro por cabeza.
Azogue se quedó con la boca abierta.
—¡Eso…, eso es un auténtico robo! ¿Cómo pueden pedir tanto?
La chica indicó al grupo.
—Porque se lo pagan.
Parecía haberse acordado un precio, porque el recaudador de cuotas les
hizo un gesto a los guardias. Al grupo de cinco se le permitió pasar.
—Mercenarios del archipiélago del sur —comentó con desdén la chica.
—¿Eres de Darujhistan?
El desdén desapareció y la chica se encorvó con gesto cohibido.
—No. Del norte.
Los modales de la chica le parecieron a Azogue los de alguien muy joven
y protegido. Una niña rica fuera de su elemento.
—Y tú no tienes el precio…
Ella esbozó una sonrisa irónica.
—Al parecer me has arrancado la verdad.
—¿Has bajado hasta aquí tú sola?
—Sí.
—¿En busca de fortuna?
Vaciló antes de contestar.
—Algo así. Verás, soy estudiante de lenguas antiguas. Hablo tiste andii.
Y leo su escritura.
—Y una mierda —fue la reacción visceral de Azogue.
La chica hizo una mueca y se metió unos largos mechones de pelo
grasiento tras una oreja.
—Eso es lo que dice todo el mundo.
La mezcla de ingenuidad y mundana indignación adolescente lo
conmovió. Se preguntó cómo diablos había durado tanto aquella chica entre
semejante panda de ácratas.
—Escucha, ¿cómo te llamas?
—Orquídea.
—¿Orquídea? ¿Te llamas así?
Otra mueca.
—Sí. No fue idea mía. ¿Tú?
—Rojo.
—Debe de ser un nombre muy común de donde tú vienes.
Azogue se limitó a gruñir y se mordisqueó una punta del bigote.
—¿Alguien más? —gritó el hombre de la mesa—. ¿Alguien más para el
grupo de hoy?
No respondió nadie. Se le ocurrió a Azogue que la chica quizá acabara de
hacer un chiste. Reunidos en una lancha, la dotación del día de buscadores de
tesoros consistía en el grupo de cinco más otros cuatro individuos. Los
soldados de la Confederación empezaron a recoger.
—Otro día esperando —suspiró Orquídea.
—Voy a tener una charla con ese tipo que recoge los dineros.
La mano de Orquídea se cerró sobre su muñeca.
—Llévame contigo, por favor. Si vas.
Azogue retorció el brazo con suavidad para soltarse. No lo consiguió.
—No sé. —Se quedó mirando la mano femenina. Ella siguió la mirada y
apartó la mano.
—Lo siento. Es solo que tengo que ir. No sé por qué. Solo lo sé.
Azogue se quedó allí frotándose la muñeca: joder, esa chica tan alta tenía
mucha fuerza. ¿Tan viejo se estaba haciendo?
—Veré lo que puedo hacer.
—Gracias.
Los piquetes lo dejaron pasar. Los dos guardias junto a la mesa se
limitaron a acunar sus ballestas y mirar mientras él esperaba a que el
escribano se dignara a notar su presencia. Al final el hombre alzó la cabeza.
—¿Sí?
—¿El precio por cabeza es de unos cincuenta concejos de oro de
Darujhistan?
El hombre suspiró y empezó a recoger sus balanzas y libros de cuentas.
—Sí. ¿Y?
—¿Qué me darías por esto?
El hombre no dejó de recoger mientras Azogue colocaba un objeto
envuelto en cuero sobre la mesa. Era más o menos del tamaño y la forma de
un melón aplastado. El hombre lanzó otro suspiro de fastidio.
—Nada de regateos. Nada de cambalaches. No soy mercader. No quiero
tu cubertería ni tus pollos.
Azogue no le hizo caso. Apartó un trozo del envoltorio acolchado y el
tipo no pudo evitar mirar. Se puso pálido, se apartó con una sacudida y luego
cubrió su reacción cerrando un cofre con listones de hierro que tenía tras la
mesa.
—¿Cómo sé si es real? —preguntó tras un rato.
—Ya viste el sello —rezongó Azogue.
—Sí… —dijo el hombre mientras desmontaba las balanzas—, pero los
sellos se pueden falsificar. Se pueden hacer réplicas. Lo siento.
—Es lo bastante real como para pulverizar a todo el mundo en esta
puñetera playa del Embozado.
De espaldas a Azogue, el hombre hizo una pausa en su tarea.
—Es posible. Pero entonces no llegarías a los Engendros, ¿no? —Y se
volvió para estudiarlo por encima del hombro con una mirada fría.
Azogue decidió que quizá hubiera buenas razones para que esos
muchachos de la Confederación de Ciudades Libres se las hubieran arreglado
para conservar el control de las islas. Suspiró él también y volvió a meter el
objeto en la alforja.
—Te sugiero —dijo el hombre— que se lo vendas a Rhenet Henel.
—¿Quién es ese tal Rhenet?
—Pues el gobernador de Hurly y de todos los Engendros, por supuesto.
Azogue se limitó a poner los ojos en blanco.

Orquídea lo alcanzó en el camino de carretas.


—Te rechazó, ¿eh?
—Sí. No le gustaron mis pollos.
La joven frunció el ceño; una expresión muy bonita, pensó él, y dejó
pasar el comentario.
—Bueno, ¿y ahora adónde?
Azogue se detuvo y la miró.
—Escucha, niña. No puedo conseguirte un pase para los Engendros. No
puedo conseguirlo ni para mí. No hay nada que pueda hacer por ti.
Orquídea se mordió el labio.
—Bueno, ¿quizá haya algo que yo pueda hacer por ti?
El veterano tuvo que coger una buena bocanada de aire para atravesar con
seguridad ese campo de minas. ¡Dioses, muchacha! ¿Cómo se puede ser tan
ingenuo? Se aclaró la garganta.
—Sí. Supongo que lo hay. ¿No sabrás dónde podrían darme por aquí una
comida decente, verdad?
Lo llevó unas cuantas leguas costa abajo, a lo que parecía no ser más que
un campamento de refugiados acampados entre la madera de árboles
moribundos volcados.
—Bienvenido a Nuevo Hurly —dijo Orquídea mientras abarcaba con un
movimiento del brazo las chozas y tiendas destartaladas.
—¿Nuevo Hurly? ¿Qué problema tiene el viejo?
—Este es el verdadero Hurly —le explicó ella señalando los niños y los
viejos que andaban cerca. Era obvio que allí la conocían bien. Azogue
distinguió a sus dos aspirantes a guías entre una horda de niños que corrían
—. Esto es lo que queda de los habitantes originales.
—¿Aquí? ¿Por qué no en el pueblo?
—Expulsados por esa escoria de buscavidas que son como buitres. —
Orquídea se sentó en un tronco, traído por la marea, delante de los restos
ardientes de una hoguera y lo invitó a unirse a ella—. No tienen dinero, así
que lo único que hacen es molestar, ¿no? —Su tono era mordaz.
Azogue asintió con un gruñido. No era la primera vez que lo veía: esos
desastres naturales no eran muy diferentes de la guerra. Una anciana salió con
la cabeza agachada de una choza cercana hecha con zarzos y barro y
Orquídea le hizo una seña. La mujer esbozó una sonrisa desdentada y regresó
a la choza. Un momento después salió con dos cuencos de madera que llenó
de un caldero que colgaba sobre el fuego. Era una especie de guiso de
pescado. Azogue empezó a soplar para enfriarlo.
Mientras comían, la anciana se agachó delante de ellos sonriendo y
asintiendo. El veterano estudió a la chica. Piel del tono de la madera de
hierro, esbelta, las manos inmaculadas y lisas. Con estudios. Una educación
mimada en algún gran centro urbano. Tutores, buenas ropas. Todo lo cual
indicaba una gran cantidad de dinero, pero allí estaba, sentada sobre un
tronco y metiéndose pescado hervido en la boca con los dedos.
—Bueno, ¿sí? ¿Bueno? —lo animó la anciana.
—Sí, claro —dijo él, incómodo bajo aquella mirada maníaca—. Bueno.
Gracias.
La señora esbozó una sonrisa torcida, cogió los cuencos y regresó a la
choza.
Orquídea la observó irse con la mirada triste.
—Perdió a su marido, tres hijos casados y ocho nietos en la riada. Nunca
se recuperó.
Azogue volvió a gruñir, esa vez con simpatía. También había visto eso
muchas veces. Se aclaró la garganta.
—Bueno, y qué debo…
—Nada. No debes nada. Sané a uno de los últimos nietos que le
quedaban. Tenía una infección y fiebre.
—¿Eres sanadora? —Eso le daba toda una nueva perspectiva a las cosas.
La chica se encogió de hombros.
—Un poco de adiestramiento y lectura. Todo mundano. Solo mantuve la
herida drenada e improvisé un emplasto con unas hierbas, musgo y demás.
La miró otra vez. Eso la convertía en alguien mucho más valioso. ¿Por
qué no había puesto en el mercado esas habilidades? Por el Embozado, anda
que no les vendría bien en Hurly. Entonces lo comprendió: la chica había
decidido no ofrecer sus servicios allí.
La anciana salió de la choza con un pequeño cubo de agua. Le tendió a
Orquídea un cazo y la chica bebió. Azogue también tomó un trago… Estaba
limpia, en general.
—Orquídea —empezó a decir con torpeza—, te has enganchado a una
carreta rota. Ahora mismo voy de culo y sin frenos.
—Saldrás de aquí.
—¿Cómo lo sabes?
—Tengo una intuición —contestó ella, sin una sola insinuación de
vergüenza o reserva—. Una corazonada. Sé que irás.
Él se limitó a alzar una ceja. Chiflados. ¿Por qué me tocan siempre los
chiflados?
—Bueno —dijo ella para romper el silencio—, ¿cuál es tu próximo
movimiento?
Azogue estudió el paisaje reventado.
—¿Dónde puedo encontrar al gobernador de esta bella tierra?

Resultó que el gobernador ocupaba un fuerte que se estaba construyendo


costa arriba, en dirección contraria. Fuerte Hurly. De camino allí cruzaron un
espeluznante paisaje tras la riada: árboles muertos arrancados, aplastados
como hierba y en los que unas algas rígidas colgaban de las ramas desnudas.
Cadáveres, meros esqueletos envueltos en carne seca, yacían enmarañados en
medio de los escombros. Las moscas eran un tormento. Enseguida terminaron
con el barro por los muslos. Las faldas superpuestas de Orquídea le colgaban
como velas húmedas.
Azogue sabía que los seguían desde que habían salido de Hurly. El tipo
vestía un manto sucio marrón y no ocultaba que les iba detrás a una distancia
discreta. Azogue tuvo la inquietante sensación de que los estaban estudiando
sin apasionamientos. Al final, mientras trepaban a una enorme pila de troncos
caídos, decidió que ya estaba harto del juego. Empujó a Orquídea al suelo y
la puso a cubierto en el pico de la fortaleza natural, le susurró que no hablara
y se alejó.
De las alforjas, la cintura y los pantalones ceñidos sacó los componentes
de la ballesta pesada que le había entregado el ejército malazano. Puesto que
se había pasado años desmontando y volviendo a montar el arma, no tenía
que mirarse las manos mientras permanecía agachado a cubierto y vigilaba el
camino. Orquídea permaneció en silencio y sin moverse y, gracias a eso, a
Azogue no le pareció tan mal la posibilidad de llevársela con él…, si es que
conseguía salir de allí.
El hombre apareció en la base de los troncos apilados y se detuvo, como
si percibiera algo. Azogue sonrió: un diablo muy astuto.
—¿Qué quieres? —le gritó.
El tipo parecía estar planteándose la subida.
—¡No te muevas! Podemos tener unas palabritas así.
—Hablar es lo que deseo. —La voz era suave y baja, pero se transmitía
con facilidad a lo lejos. El tono molestó a Azogue: demasiado confiado dada
la situación. Se levantó con la ballesta apuntada.
—Muy bien. Habla.
El hombre alzó la barbilla; la capucha le ensombrecía el rostro.
—Ese objeto que le enseñaste al recaudador de cuotas. Me gustaría
examinarlo. Puede que quiera adquirirlo.
—No está a la venta.
—¿Qué tal cincuenta concejos de oro de Darujhistan?
Azogue alzó los ojos de la culata con la que estaba apuntando y se lo
pensó.
—Yo no hago tratos con alguien que oculta su cara.
—Perdona —respondió el hombre, divertido—. La costumbre. —Se echó
hacia atrás la capucha. El rostro era flaco y relamido, como el de un gato.
Una barbita bien recortada se aposentaba en la barbilla como una mancha de
tierra y el cabello negro le colgaba en densos tirabuzones aceitados.
Un puñetero currutaco del Embozado. A Azogue no le cayó bien.
Levantó el arma y se la apoyó en la cadera.
—De acuerdo. Échate atrás. Voy a bajar.
Con las manos enguantadas a los lados, el hombre retrocedió unos pasos.
Al acercarse, a Azogue le sorprendió la delgadez extrema del tipo; la boca,
como un navajazo en la cara. Una boca cruel, decidió el veterano. Y unos
ojos pequeños que parecían brillar como obsidianas pulidas.
El tipo señaló la ballesta.
—Eso no hace falta.
—Eso lo decido yo y me la quedo. —Alzó la voz y gritó—: ¡Orquídea!
Bájame las bolsas. Tráelas aquí. —La chica bajó las bolsas y las dejó a su
lado—. Ahora, con cuidado, saca ese paquete envuelto de ahí. Colócalo entre
nosotros, con suavidad.
Una sonrisa de soslayo en la boca del hombre parecía querer llamar la
atención sobre lo absurdo de la situación.
—Eres un hombre cuidadoso, soldado. Quiero que sepas que lo respeto.
Azogue no se molestó en responder. Orquídea había dejado de revolver y
había alzado los ojos, insegura.
—El más grande —le dijo él.
Con un asentimiento, la chica sacó un paquete envuelto, lo puso entre los
dos hombres y se apartó. El hombre se arrodilló, desenvolvió y estudió el
objeto oblongo de color verde oscuro.
—¿Estás adiestrado en su uso, supongo? —preguntó sin levantar la vista.
—Sí.
El hombre se irguió.
—Entonces me gustaría contratarte para mi expedición a los Engendros.
Orquídea se quedó sin aliento.
—¿Y cuántos hay en esa expedición tuya? —preguntó Azogue.
El hombre sonrió otra vez.
—Ahora dos.
—Tres.
La sonrisa se enfrió. El hombre ladeó un poco la cabeza.
—¿Tres?
—Aquí la chica. Tiene preparación como sanadora y dice que sabe leer
los garabatos andii.
—¿En serio? ¿Lee el idioma? No me parece. Déjame verte, muchacha.
Orquídea alzó la barbilla, un poco nerviosa.
—¿Dices que sabes leer la escritura tiste andii?
Un asentimiento de respuesta.
—Responde con cuidado, muchacha. Si averiguo que has mentido, pienso
dejarte ahí fuera para que mueras. ¿Me he explicado bien?
Orquídea volvió a asentir, apenas.
—Sí.
Por su porte, Azogue sabía que era muy capaz de hacerlo. Así que,
aunque ya un poco tarde, esperó que la chica no hubiera exagerado las
habilidades que tenía.

Regresaron a Hurly. Azogue se aseguró de que el tipo fuera por delante todo
el camino. Los llevó a otra de las muchas posadas y tabernas que salpicaban
aquel pueblo nacido con aquella fiebre de buscatesoros: el Medio Remo.
Cogieron una mesa y el hombre se disculpó para ir a la habitación que tenía
arriba.
En cuanto dejó la mesa, Orquídea se dirigió a Azogue con un susurro
fiero.
—No me fío de él para nada.
Azogue lanzó una risita.
—Pues me alegro, joder.
—Es un asesino.
—Es muy probable. Pero ¿es un asesino honesto?
—¿Cómo puedes bromear así? Me da escalofríos.
Azogue se pasó las manos por el pelo enmarañado.
—Mira, tú quieres irte a los Engendros y él está dispuesto a llevarnos.
Una cosa de la que puedes estar segura, habrá muchos más como él ahí fuera.
Y tengo la sensación de que es mejor que esté con nosotros que contra
nosotros.
Pidieron té y muy poco después volvió el hombre. El manto había
desaparecido, dejando al descubierto un chaleco de parches multicolores
sobre una camisa de seda negra de mangas ondulantes. El negro hacía juego
con el pelo, la barba y los ojos.
—Bueno —preguntó Azogue—, ¿y cómo te llamas?
—Puedes llamarme Malakai. ¿Tú?
—Rojo.
Malakai esbozó una sonrisa fría.
—Y la chica es Orquídea, he de entender —dijo, sus ojos no dejaron los
de Azogue—. Un nombre interesante.
Un joven sirviente les ofreció agua con vinagre para beber, después una
comida de ave acuática asada. Partieron la carne con las manos.
—Nos vamos en el barco de mañana —dijo Malakai—. Tú, Rojo, serás
mi guardia. Y tú, Orquídea… Bueno, tú hazte la importante. —La chica
pareció encogerse bajo la mirada del hombre—. Hablas y lees el idioma, ¿es
eso?
Orquídea irguió los hombros.
—Sí.
—¿Cómo adquiriste un don tan poco común?
La chica cobró ánimos de forma visible y se apartó la melena rebelde.
Parecía tomarse las preguntas del hombre como una especie de examen que
hubiera que hacer antes de que se tiraran a la basura cincuenta concejos de
oro.
—Me crie en un templo-monasterio dedicado al culto de la Noche
Ancestral. Kurald Galain, en la lengua antigua. Las monjas y los sacerdotes
me enseñaron el idioma, los rituales y la escritura.
—¿Y eres un talento en esa senda?
La chica se desinfló y sacudió la cabeza.
—No. Es decir…, a veces tengo la sensación de que hay algo ahí. Pero
no, nunca pude invocar la senda.
Malakai frunció el ceño como si su decepción fuera enorme y Azogue se
retorció, incómodo con la diversión que hallaba el tipo atormentando a la
chica. El hombre apoyó la barbilla en las manos.
—Dime, entonces, lo que sepas de la historia de Engendro de Luna.
Orquídea asintió y tomó un trago de agua. Su mirada se perdió en la
distancia y empezó a hablar con lentitud, como si estuviera analizando un
texto visible solo para ella.
—Nadie conoce en realidad los orígenes de lo que llamamos Engendro de
Luna. Surgió de Noche Ancestral, pero ¿qué era antes de eso? Algunos
sostienen que es un resto de un artefacto k’chain che’malle que se aventuró
dentro de Kurald Galain y fue tomado por los andii. Quizá. Otros sugieren
que se encontró abandonado y vacío en el fondo de las grandes profundidades
de Noche Absoluta. En cualquier caso, Anomander Rake la introdujo en este
reino junto con una legión de su raza, los tiste andii, que lo seguían puesto
que era el hijo de su única deidad, madre Oscuridad.
Azogue abrió la boca de puro asombro. Él había oído toda clase de
leyendas y cuentos que mencionaban esos antiguos acontecimientos, ¡pero es
que la chica los contaba como si fueran una verdad literal!
Orquídea reanudó su explicación tras otro sorbo.
—Durante siglos, Engendro flotó sobre los continentes, vagando por
todas partes. Sabemos que es verdad porque figura en casi todas las
mitologías de cada tierra. Durante esos siglos sus habitantes se relacionaron
pocas veces con los asuntos humanos, los jaghut o los k’chain. Todo eso
cambió, sin embargo, con el auge del Imperio de Malaz y su gobernante,
Kellanved. Por alguna razón, el emperador se ganó la enemistad de
Anomander. Algunos sugieren un ataque fracasado contra Engendro por parte
de Danzante y Kellanved.
Se encogió de hombros y se aclaró la garganta.
—En cualquier caso, Anomander se opuso a la expansión malazana aquí
en Genabackis. Ese fue el origen de los enfrentamientos arriba en el norte, el
asedio de Pale, la fractura y caída del Engendro y todo el desencadenamiento
de la Noche Elemental en Coral Negro.
Mientras escuchaba esa letanía, un recuerdo se apoderó de Azogue de
repente: los ojos clavados en el vientre oscuro de esa montaña suspendida
mientras Pale ardía abajo, una ciudad en llamas. Luego, el suelo
estremeciéndose, los oídos ensordecidos, mientras todos los magos supremos
del antiguo emperador invocaban su poder contra el señor de esa montaña…
Tuvo un escalofrío, parpadeó y se limpió los ojos.
Ni Malakai ni Orquídea parecieron notarlo. El hombre estaba asintiendo,
la mirada distante, como si meditara.
—Habría ganado, creo, si los taumaturgos de la Mano de Pale no lo
hubieran traicionado para pasarse a los malazanos.
—¿Querías que ganara? —dijo Orquídea, indignada.
Malakai seguía asintiendo.
—Oh, sí.
—¿Apoyarías al inhumano antes que al humano?
La sonrisa del hombre era una cuchilla.
—Admiraba su estilo.
Azogue se aclaró la garganta.
—Bueno, mañana. ¿Suministros? ¿Equipaje?
Malakai se recostó en su asiento y volvió hacia él su mirada de lagarto.
—En mi habitación. Tengo cuerda, aceite, lámparas, alimentos secos.
Solo hemos de adquirir agua.
—Y cuadrillos de ballesta. Necesitaré más.
Malakai negó con la cabeza.
—Creo que te encontrarás con que ya se han trasladado a la isla más que
suficientes. Eso y otras cosas. —Su mirada oscura se clavó en la mesa llena
de marcas—. Es probable que la isla esté en estado de guerra. Puede que nos
ataquen en cuanto lleguemos a tierra. Para quitarnos la comida, los
pertrechos. Hace más de un año que las ruinas son un terreno de caza sin ley.
Es probable que las partidas más fuertes ya se hayan instalado y reclamado
algún territorio. Puede incluso haber algún tipo de impuesto por el derecho de
paso. Es muy probable que haya esclavitud. He oído que ya hace más de dos
meses que no regresa nadie. Quizá a los recién llegados se los mate ya de
entrada por ser bocas inútiles que alimentar.
Orquídea se lo quedó mirando, era obvio que aquella evaluación serena la
había conmocionado.
—¿Y estabas dispuesto a meterte en esa boca de lobo tú solo? —dijo
Azogue.
El hombre sonrió como si disfrutara de la perspectiva.
—Pues claro. ¿Tú no?
Azogue tomó un trago para mojarse la garganta.
—Bueno, supongo. —Lo cierto era que no había pensado mucho en lo
que podría aguardarlo en las islas. Todos sus planes se habían concentrado
solo en salir de allí. Después de eso, bueno, imaginaba que iría viendo por
dónde soplaba el viento. Una estupidez, quizá. Pero tenía sus tabas afeitadas
en el agujero y habilidades poco comunes que ofrecer. Además, las cosas
quizá no estuvieran tan negras como ese tipo malsano quería sugerir.
—¿Amigos tuyos, Rojo? —susurró Malakai en el silencio.
Sorprendido, Azogue alzó los ojos de las cicatrices de sus nudillos. Tres
hombres atestaban la mesa. Su amigo de la noche anterior, Jallin, y dos
matones. El Sustos lucía un gran cardenal morado en la sien, donde le había
dado con un knut Azogue, que, al verlo, puso los ojos en blanco.
—¡Por el amor de Ascua, muchacho! ¿Qué pasa ahora?
Jallin llevaba una porra en las manos, la aferraba con tal fuerza que tenía
los nudillos blancos. Separó los dientes de los dientecillos afilados.
—Tres concejos es lo que es ahora.
—¿Tres?
—Los intereses.
—¿De qué está hablando? —preguntó Orquídea.
Los ojos de Jallin, hundidos e inyectados en sangre, se posaron en ella un
momento. Sus labios se crisparon en una mueca de lujuria.
—Te he visto por ahí. Al final te has derrumbado y has vendido lo último
que te queda, ¿eh?
Azogue cortó en seco el grito de Orquídea.
—Déjalo ya, muchacho. No sigas por ahí.
La carcajada de desdén del joven era enfebrecida. Azogue se preguntó
cuándo sería la última vez que había comido. Jallin les echó un vistazo a sus
compañeros.
—¿Oís eso? El tipo llega ayer y de repente ya es el gobernador. Bueno,
déjame decirte una cosa: viejo, nos das esas bolsas, quedamos en paz y nadie
sale herido.
—Eso no puedo permitirlo —dijo Malakai.
Jallin le lanzó una mirada al hombre, como si lo viera por primera vez. Se
encogió de hombros en un gesto crispado de menosprecio.
—No te metas en esto si sabes lo que te conviene.
La brecha de la boca de Malakai se ensanchó en una gran sonrisa. Azogue
notó que los compañeros de Jallin no estaban en absoluto tan seguros de sí
mismos como él. Uno se lamía los labios con gesto nervioso mientras el otro
observaba a Malakai con clara inquietud.
Malakai levantó las manos enguantadas con la palma hacia abajo. Les dio
la vuelta y de repente las dos sostenían cuchillos de lanzamiento. Les dio la
vuelta otra vez y los cuchillos desaparecieron. Lo hizo una y otra vez, cada
vez más rápido, las hojas parecían casi parpadear entre la existencia y la
nada. Los dos matones se quedaron mirando, fascinados, casi hipnotizados
por la demostración. Por su parte, Azogue se preguntó si lo que estaba
contemplando era producto de la manipulación de alguna senda o pura
habilidad.
Por fin, e impresionando a todo el mundo, una hoja se clavó en la mesa
delante de cada uno de los dos matones contratados. Los dos se apartaron con
un estremecimiento y luego, tras compartir una mirada rápida, continuaron su
retirada y dejaron a Jallin allí de pie, muy quieto, moviendo la boca. Todos
los ojos se volvieron hacia el joven, cuyo pecho palpitaba como si le faltara el
aire.
—Maldito seas en los senderos del Embozado. ¡Juro que te arrancaré la
cabeza! —Arrojó la porra, que Azogue desvió con un antebrazo levantado, y
salió con paso firme tras sus compañeros.
Era obvio que Orquídea quería preguntar qué estaba pasando allí, pero en
su lugar su mirada se volvió hacia Malakai y Azogue notó que la chica
empezaba a preguntarse quién era ese hombre a cuyo servicio había entrado.
En cuanto a él, entendía ya por qué el hombre estaba dispuesto a aventurarse
solo en los Engendros. El tipo le parecía un cruce entre sus viejos
compañeros del ejército, Ben el Rápido y Kalam. Se preguntó quién sería y
qué buscaba allí fuera. Y en qué se había metido él al venderse por cincuenta
concejos de oro.
Malakai se limitó a volver a estudiar la mesa como si ya hubiera olvidado
el incidente y no fuera consciente de la silenciosa mirada de sus compañeros.
3

En tiempos antiguos, un seguleh naufragó en las costas cercanas a Nathilog. El gobernante local,
queriendo impresionarlo con la fuerza y el poder de su ciudad-estado, llevó al guerrero a hacer una
visita de los ciclópeos muros circulares, las gruesas fortificaciones y las profundas torres del homenaje
que era la fortaleza en el Nathilog de esa época. Cuando terminó la larga y detallada demostración, el
gobernante se volvió hacia el hombre.
—¡Ya ves! —le dijo—. ¡Ahora puedes regresar a tu hogar y convencer a tus conciudadanos de lo
inexpugnable y poderosa que es nuestra tierra!
—No tengo más que una pregunta —respondió el seguleh.
—¿Sí? —lo alentó el gobernante.
—¿Por qué vivís en una prisión?

Historias de Genabackis
Sulerem de Mengal

Como era su costumbre, el erudito Ebbin se levantó temprano y fue el


primero en tomar el té. La vieja arpía se mostraba el triple de hosca desde que
tenía que cocinar para el triple de hombres. Uno de los nuevos guardias de
Humilde también estaba en pie y se paseaba por el suelo batido y lleno de
polvo de la llanura del Asentamiento con un manto bien ceñido alrededor.
Los dos guardias que Ebbin había contratado semanas antes roncaban junto a
los restos todavía ardientes de una hoguera. El erudito suspiró.
Con todo, por alguna razón se había sentido más seguro solo con esos dos
incompetentes vigilando el campamento. El capitán (y dudaba que el tipo
fuera de verdad capitán) Drin había dejado muy claro que él trabajaba para
Humilde Medida, igual que él, Ebbin. Esa verdad incómoda le molestaba, él
siempre había pensado en sí mismo como un agente libre, más iconoclasta
independiente que empleado.
Además, de vez en cuando había visto a los guardias observando el
campamento y los terrenos circundantes en busca de algún ladrón o intruso
en potencia. A veces Ebbin se sentía más prisionero que cliente. Se encogió
de hombros, tiró lo que le quedaba de té y fue a recoger su equipo y a
despertar a los dos jóvenes gadrobi.
En el pozo, quitó el cerrojo de la tapa y la tiró a un lado. El capitán Drin
estaba allí con sus cuatro hombres, los dos guardias de Ebbin también los
habían seguido sin que nadie se lo pidiera. Ebbin estuvo a punto de echarse a
reír. ¡Siete guardias! ¿Para qué? Unos cuantos cascos de loza. Un puñado de
ofrendas votivas funerarias. Nada de auténtico valor monetario. Algo de
plata, quizá, pero poco oro. Era el estilo artístico y el tema lo que sería
explosivo. Prueba potencial de una era imperial daru borrada o suprimida de
forma sistemática.
El capitán se asomó al pozo oscuro. Les hizo un gesto a sus hombres.
—Ataos el equipo.
Ebbin miró al capitán, que se abrochaba el yelmo y se ataba el escudo a la
espalda.
—Eh…, capitán. Solo hace falta que baje yo.
—Ya no.
Un miedo fulminante, que casi lo dejó sin habla, se apoderó de Ebbin. Se
secó las manos sudorosas en los muslos.
—Es peligroso…, la cuerda. Los jóvenes no son lo bastante fuertes…
El capitán tiró de la cuerda y emitió un gruñido de satisfacción. Señaló a
los guardias de Ebbin.
—Vosotros dos podéis manejar el cabrestante.
El pánico de Ebbin se convirtió en una cólera posesiva repentina y se
plantó delante del mercenario.
—Mi hallazgo, capitán —dijo en voz baja y firme—. No hace falta usted
ni sus hombres. Solo van a estorbar. Sin saberlo dañarán o pisotearán
artefactos muy valiosos. Interferirían en una excavación muy delicada.
Una sonrisa perezosa levantó las comisuras de la boca tras la barba del
hombre. Tocó con un dedo la punta de un largo cincel de hierro que
sobresalía de la bandolera de Ebbin.
—Delicada. Ya. —El hombre lo miró desde su altura con los ojos
entornados de forma extraña, como si en realidad no lo estuviera viendo—.
Está decidido, erudito. Órdenes de Humilde Medida. Lo acompañamos para
cuidar de sus intereses. Encuentre lo que encuentre, es de él. —Señaló con la
mano el columpio—. Y ahora, si tiene la bondad…, usted primero.

Abajo, en la abertura del túnel, Ebbin se agachó, farol encendido en la mano,


para esperar al capitán. Su pavor era como un animal rabioso enjaulado que
diera vueltas y más vueltas por su cráneo. ¿Qué había de… eso? ¿La figura?
¿Y si la… alteraban? Bueno, ¿y si lo hacían, qué? El oro a él no le suscitaba
ninguna fascinación. Humilde Medida podía quedarse con todo el botín que
quisiera. ¿Por qué debería alarmarlo eso?
Pero lo alarmaba. Lo amedrentaba de un modo irracional esa figura que
esperaba tendida. Tan expuesta, tan… invitadora. Él solo quería apartarse,
aterrado.
Cuando llegó el capitán, Ebbin lo ayudó a meterse en el túnel y después
retrocedió un poco para dejar espacio a los demás. Drin había elegido a dos
de sus hombres para que lo acompañaran y había dejado dos en la cima del
pozo, junto con los hombres de Ebbin, por supuesto.
—Capitán —dijo con un susurro en la oscuridad—, hay una figura en la
tumba… No quiero que usted o sus hombres la toquen… y la alteren. ¿Tengo
su palabra?
El hombre lo miró con los ojos entrecerrados, su rostro se arrugó,
escéptico.
—¿Qué quiere decir?
—Un cuerpo, echado sobre un plinto. Que no lo mueva nadie.
—Lo que usted diga, erudito.
Por alguna razón a Ebbin eso no lo tranquilizó.
Cuando los dos siguientes entraron en el túnel, Drin le indicó a Ebbin que
continuara. Con el farol en alto un poco por delante de él, el erudito fue
avanzando a gatas. Una vez dentro de la gran cámara de enterramiento
redonda, los tres guardias se quedaron muy quietos durante un buen rato, las
manos en las empuñaduras de las espadas que llevaban sujetas, los ojos
brillantes y grandes en la penumbra. Al final sus miradas encontraron la
estatua yacente tal y como él la había visto la primera vez, en el centro justo
de la cámara, dentro de los arcos que parecían dos grandes anillos tallados en
piedra. La máscara de oro batido resplandecía a la luz del farol. La sonrisa
grabada parecía darles la bienvenida. Las miradas de los hombres apenas
abandonaron la figura mientras Ebbin los conducía hasta el nicho lateral que
quedaba sellado. Dejó la bandolera en el suelo y empezó a sacar sus
herramientas.
—Ya que están aquí sus hombres, capitán —dijo—, no me vendría mal
un poco de ayuda.
Mientras miraba por encima del hombro a la escultura, Drin asintió con
un gruñido. Le hizo un gesto a uno de sus hombres. Ebbin le pasó al guardia
uno de los cinceles de una aleación especial que le había proporcionado
Aman.
—Si quiere sujetar esto con firmeza… —Le enseñó al hombre dónde
quería el cincel sobre la losa de la puerta, después levantó el martillo que
había bajado por el túnel.
Mientras Ebbin iba dando golpecitos cuidadosos, el capitán permaneció
detrás, observando.
—Doce —caviló Drin, que parecía mucho más calmado en los confines
oscuros de la tumba—. Como las historias que solía contar mi abuelo. Los
doce demonios… —Sacudió la cabeza al recordar—. «Sé bueno», solía
advertir el viejo, «o vendrán a llevarte».
—Esta está todavía sellada —dijo Ebbin, y sopló en las marcas que se
veían ya en la superficie de la losa.
—Sí. Las otras todas saqueadas. Pero no esta… ni él. —Y señaló con un
pulgar el centro de la cámara—. Como si los hubieran interrumpido, parece.
Ebbin barrió la superficie de la losa con un fino pincel de pelo de caballo.
Parecía que se estaba desarrollando una grieta.
—Quizá tenían intención de volver a terminar el trabajo, pero no
regresaron nunca.
—Puede. —El capitán no parecía muy convencido.
Una prisa desesperada se había apoderado de Ebbin, pero al mismo
tiempo era dolorosamente consciente de que esa era su única oportunidad, el
regalo que le habían enviado los dioses para salvar su reputación. Para
hacerse un nombre y poner fin a tantos insultos pasados. Así que se tomó su
tiempo a pesar de la atención dispersa del guardia y del calor que se
acumulaba en los confines de la tumba, que hacía que le corriesen gotas de
sudor por la nariz y el cuello y le mojaba las manos.
El aburrimiento había apartado al capitán y al segundo guardia de su lado.
Hurgaron entre las otras cámaras solo para informar de que estaban todas
vacías, como Ebbin ya sabía.
Una grieta comenzaba a recorrer en horizontal la losa, cerca de la cima.
Ebbin planeaba retirar la parte superior y luego meter la mano detrás para
quitar el resto a tirones o a golpes hacia fuera y evitar así dañar cualquier
artefacto que pudiera encontrarse cerca de la entrada. Gruñó de frustración
cuando cayeron dentro unos fragmentos. El guardia que estaba con él no
pudo refrenar un pequeño paso atrás cuando se rompió el sello.
—No pasa nada —murmuró Ebbin. Levantó el farol para asomarse al
interior, pero no distinguió nada característico. El nicho no parecía muy
diferente de los otros once—. Si pudiera… —Imitó el gesto de coger impulso
para arrancar la sección que quedaba de la losa de piedra.
El guardia dejó de mala gana el cincel. A su espalda se acercó el capitán,
que había estado apoyado contra uno de los arcos de piedra, observando la
figura sobre su plinto negro de ónice.
—Adelante —le dijo Drin a su hombre. El tipo sujetó la piedra y dio un
tirón. La piedra crujió y rechinó. El hombre lo intentó otra vez, sacudiéndose,
empujando contra el muro con una bota. Gimió, maldijo, pero la losa no
cedía.
—Déjame a mí. —Drin apartó al hombre, agarró la piedra y se tensó. A
Ebbin le impresionó la anchura de los hombros musculados, los gruesos
antebrazos con los tendones marcados. El hombre emitió un gruñido, el aire
le salía con un siseo mientras tiraba. Una grieta atravesó la losa como el
golpe del proyectil de una honda. Del sello que rodeaba los bordes brotó
polvo, que flotó y luego cayó vibrando para precipitarse al suelo.
Al estudiar la roca caída, Ebbin reconoció de repente el patrón. Todos los
demás nichos lo compartían. Se había tirado de todas las puertas hacia fuera
para que cayeran en la cámara. Las habían sacado a tirones… o empujones.
Un pánico renovado y repentino le cerró la garganta. No podía tragar, el
corazón parecía estrellársele contra las costillas. Levantó el farol y reveló
algo que yacía en el plinto del interior. Un cadáver.
No se parecía en nada a la figura que tenían detrás de ellos. Era bastante
obvio que aquella criatura estaba muerta. Y no era humana. Era inmensa, los
huesos mucho más gruesos y más robustos que los de cualquier humano. Los
dedos desecados terminaban en unas garras amarillentas como las de un oso,
al igual que los dedos de los pies desnudos.
—Un demonio —dijo sin aliento el capitán Drin.
Ebbin entró a echar un vistazo más de cerca. Estaba confuso. Eso no era
lo que esperaba. En absoluto. ¿Dónde estaban las obras de arte? ¿Las
ofrendas funerarias?
Algo le llamó la atención: un brillo blanco y frío que destacaba en las
profundidades de la cavidad torácica hueca del cadáver. Ebbin se inclinó un
poco más. Era una piedra pálida que lucía el brillo aceitoso del interior de las
conchas. Quizá incluso era una perla. Ebbin fue a cogerla.
—¿Encuentra algo? —le advirtió el capitán, la voz tensa de repente.
Sorprendido, Ebbin apartó la mano de golpe y miró.
—¿Lo siento…?
Drin estaba estirando una mano mientras con la otra sostenía el arma
sacada.
—No, erudito, soy yo el que lo siente. Órdenes de Medida, ¿sabe?
Un chillido de advertencia a su espalda hizo girar la cabeza al hombre.
Abrió la boca, gritó «¡Mierda!» y echó a correr.
Ebbin salió del nicho con la cabeza agachada y vio a los dos guardias
peleándose con la figura del plinto bajo los arcos. Los dos articulaban
chillidos y gritos, pero ningún sonido alcanzaba a Ebbin. El capitán corría
hacia ellos.
Ebbin gritó, pero demasiado tarde. El capitán lanzó un gran golpe a dos
manos que dio en el blanco, pero que no pareció tener ningún efecto sobre la
figura del manto y la máscara, que había arremetido y alcanzado a uno de los
guardias. Mientras Ebbin observaba, petrificado, la figura sujetó al hombre
por el cuello con una mano y con la otra se quitó la máscara de oro de su
propia cara. Ebbin vislumbró una ruina de tendones y carne podrida sobre
huesos, y permaneció clavado al suelo, horrorizado, mientras el demonio
hacía caso omiso de los ataques cada vez más frenéticos de Drin y el otro
guardia y poco a poco, de forma inexorable, apretaba más y más la máscara
contra la cara de su víctima.
El guardia cayó de rodillas, intentando desprenderse con desesperación de
la máscara, pero fue incapaz de moverla. Transfigurado, Ebbin observó que la
figura del manto desaparecía en medio de un gran torbellino de polvo y el
manto oscuro caía vacío al suelo.
El capitán y el guardia que quedaba comenzaron a golpear una especie de
barrera invisible bajo los arcos interconectados. Le chillaron órdenes a Ebbin
que este no oyó, solo podía negar con la cabeza, mudo de horror mientras,
detrás de los dos hombres, el cadáver de su compañero se ponía en pie. La
máscara de oro rielaba con un fulgor brillante a la luz del farol, su misteriosa
sonrisa grabada aterradora en su promesa. Ebbin señaló mientras con la otra
mano se cubría la boca.
Los dos hombres se volvieron. A Ebbin le pareció que ambos daban un
salto del susto, desesperados y aterrados cuando se dieron cuenta de lo que
les aguardaba a cada uno. El capitán asestó un golpe enorme a dos manos
contra el cuello de su antiguo guardia, pero el cadáver lo recibió en un brazo.
Aunque la estocada rebanó el hueso y desolló el brazo, no brotó sangre, y el
aparecido no perdió velocidad.
El capitán se apartó de su alcance con una especie de paso de baile. El
guardia que quedaba dio un puñetazo a lo que fuera aquella barrera que lo
mantenía cautivo. Cayó de rodillas y le tendió los brazos a Ebbin,
suplicándole, rogándole, como si de algún modo aquello fuese obra del
erudito. Detrás de él, su compañero muerto le envolvió el cuello con un
brazo, se arrancó la máscara de la cabeza (en el proceso se desgarró la carne,
lo que le provocó a Ebbin unas arcadas que lo dejaron jadeando de asco) y
clavó la máscara sobre la cara del otro.
Cuando Ebbin levantó la cara, limpiándose la boca y tosiendo, solo
quedaban dos figuras dentro de los arcos. El capitán y su último guardia. Drin
daba vueltas y vueltas alrededor del plinto de ónice, en retirada, siempre
cediendo terreno ante el avance lento e implacable del demonio enmascarado.
Ebbin solo podía sentarse y atender, fascinado, impotente. A medida que
pasaba el tiempo, decidió que con razón era capitán ese hombre, Drin.
¿Cuánto tiempo había aguantado? ¿Cuántas horas atrapado allí, en los
confines de esa prisión ineludible, evitando a ese diablo imposible de matar?
Él no habría durado más allá del primer minuto. Pero durante lo que parecía
la mitad de un día ese hombre había esquivado y eludido los golpes,
posponiendo su final. De vez en cuando se acercaba disparado para intentar
un golpe contra el cuello de su enemigo, quizá con la esperanza de que al
decapitarlo pudiera poner fin a la maldición. Pero Drin se enfrentaba a algo
extraordinario, las hojas lo dañaban, pero al parecer nada podía derribarlo.
Ninguna estocada podía desmembrarlo, ni ralentizarlo.
Por fin, tras horas de ese baile macabro alrededor del plinto elevado, el
capitán Drin volvió la cara forzada y bañada en sudor hacia Ebbin. Articuló
algo, quizá «Recuérdeme». Ebbin no estaba seguro. Y aunque no era soldado,
se irguió y le hizo un saludo militar al hombre.
El capitán asintió a modo de lúgubre reconocimiento, arrojó su espada a
un lado y se abalanzó sobre la criatura. Se agarró con las piernas a la cintura
del aparecido, sujetó con las dos manos la máscara y empezó a darle tirones
para arrancarla. El corazón de Ebbin dio un vuelco de admiración: ¡Sí! ¡Si
puede desalojar la máscara antes de que se asiente sobre su cara, quizá
entonces se rompa de algún modo esta maldición…!
Aunque era un oso de hombre, Drin no estaba a la altura del demonio.
Uno por uno fueron arrancándole los dedos de los bordes de oro y fue el
diablo el que se apoderó de la máscara.
Ebbin apartó los ojos. ¡Dioses! ¿No puede escapar nadie? ¿Ese va a ser
también mi final?
Tras esperar un rato, los miembros crispándosele de terror, no pudo evitar
alzar los ojos.
Todo era como había sido bajo los arcos. Una figura yacía sobre el plinto
de piedra negra, el manto oscuro ceñido, la máscara de oro cubriendo la cara.
Pero Ebbin sabía que el capitán Drin, o al menos su cuerpo, era el que lucía
esa máscara. En cuanto a los otros, el número incontable de otros que lo
habían precedido, bueno, había mucho polvo en el suelo de la cámara.
El erudito se levantó con un tambaleo y recogió su bandolera. Allí no
había nada. La tumba entera no era más que una espantosa trampa. Una
trampa para aquellos lo bastante tontos como para ir a excavar en el pasado.
Todo lo que había esperado había quedado hecho pedazos. Fue dando
traspiés en busca de la salida. De camino se quedó paralizado y volvió a
sufrir una nueva arcada seca que le retorció la garganta.
En el suelo de piedra de la cámara yacían tres cráneos frescos. El hueso
desnudo de dos de ellos todavía resplandecía con la humedad de la sangre.

Después de que descendieran los guardias, Chamusco y Leff se asomaron a la


oscuridad del pozo durante un rato antes de ir dando un paseo hasta la sombra
de un cobertizo para volver a enseñar a los dos jóvenes gadrobi a jugar a los
hoyos. Los chicos no parecían capaces de captar la aritmética básica, o quizá
el problema era que ellos no se ponían de acuerdo sobre las reglas. Los dos
guardias de Humilde se habían sentado apoyados contra el borde de piedra
del pozo.
Leff se metió un brazo bajo la cabeza y suspiró.
—Si por lo menos estuviéramos todavía con la señora, ¿eh? Mala pata…
Chamusco lanzó los dados de hueso tallado con tanta fuerza que
rebotaron en el tablero y desaparecieron en la tierra. Los dos jóvenes se
pusieron a buscarlos.
—¿Qué fue eso? —respondió en voz baja.
—¿Qué fue qué?
—¿Fue eso una impercación? ¡Porque ma parecío que estabas diciendo
una impercación!
Leff se incorporó sobre los hombros y puso los ojos en blanco.
—Sulfurarse no va a cambiar los hechos, Chamusco.
—¿Hechos? ¿Y qué hechos son esos, según tú?
—Que fuiste tú el que nos hizo perder el empleo con lady Varada.
—Yo no… —Chamusco lanzó los brazos por el aire—. Lo explicó Tor.
La señora ya no quería tantos guardias. ¿Así que a quién largan? Pues a
nosotros, los guardias de fuera, ¿estamos? Simple y claro. Es lo de la
jerarquía, ¿estamos?
Leff desechó la explicación con un ademán.
—¿Es que no te diste cuenta de lo que era esa mano de gilipolleces? Yo
sí. Tor solo estaba encubriendo la verdad. Para no herir nuestros
sentimientos.
Con los hombros hundidos, Chamusco frunció el ceño, inseguro.
—¿En serio? Entonces, ¿qué estaba diciendo en realidad?
—Que fuiste tú el que nos hizo perder el trabajo.
Chamusco se tiró a un lado y se sentó dándoles la espalda a los demás.

Hacia el mediodía, la vieja arpía se acercó cojeando al cobertizo. Espantó a


los jóvenes como si fueran gallinas, farfullando en gadrobi, y luego se volvió
hacia Chamusco y Leff.
—¡Vosotros dos, largo! —escupió—. ¡Fuera! Vienen cosas malas. Lo veo
en las arenas. ¡En el humo!
Chamusco y Leff intercambiaron una mirada de complicidad.
—Más vale no acercarse a esa leche de cabra fermentada —dijo Leff—.
Ese kéfir te la cuela sin darte cuenta.
La anciana los despachó con un ademán colérico.
—Morid entonces… ¡perros daru! —Y se escabulló.
Leff se estiró y bostezó.
—Echa un ojo, Chamusco —dijo antes de cerrar los suyos.

Alrededor de media tarde, Leff despertó con el chirrido del cabrestante. Los
guardias lo estaban subiendo. Chamusco y él se acercaron. Era el erudito,
Ebbin. Chamusco se inclinó para ayudarlo a salir y dio una sacudida cuando
el hombre pareció caer en sus brazos. Leff ayudó a izarlo por encima del
borde del pozo y los dos lo dejaron en el suelo, donde quedó jadeando, el
rostro reluciendo pálido como la leche.
—¿Dónde está el capitán? —preguntó uno de los guardias.
—Agua —jadeó Ebbin, Leff lo ayudó a incorporarse mientras Chamusco
iba a buscar un cuero. El erudito tomó un largo trago, se salpicó la cara y
sacó un trapo para secársela—. Ahí abajo —dijo sin aliento, ronco—. Una
trampa. Se los llevaron.
—¿Se los llevaron? —repitió el guardia.
Ebbin asintió. Parecía a punto de estallar en lágrimas.
—Enséñenoslo —dijo el guardia.
Ebbin se lo quedó mirando con la boca abierta.
—¿Qué?
El guardia dio un paso atrás y sacó su espada larga. Chamusco y Leff se
miraron y apoyaron las manos en los mangos de sus espadas cortas. Ebbin se
levantó con un esfuerzo evidente.
—¿Enseñaros? —Se rio. De forma bastante desconcertante, pensó Leff—.
No tenéis ni idea…
El segundo guardia levantó una ballesta amartillada.
—Nos lo enseñas, viejo, o mueres ya.
Ebbin miró de uno a otro, se llevó las manos a la cara y gimió tras los
dedos.
—Los dioses me perdonen… —Después apartó la mano de Chamusco de
su arma—. ¿Deseáis verlo? —le preguntó al guardia—. ¿Verlo de verdad?
El hombre señaló el pozo con la espada larga.
—Tú primero.
—Si no hay más remedio. —Ebbin miró a Chamusco y Leff—. Vosotros
dos. Bajadnos.
Leff se rascó la mejilla, confuso.
—Bueno, si usted lo dice, erudito.
—Esas son mis órdenes. —Pasó los pies por encima del borde de piedra
del pozo y empezó a preparar el columpio.
—Volvemos a subir nosotros primero —le advirtió el guardia.
Ebbin asintió con un gesto largo y lento.
—Sí. Vosotros primero.
Le pareció a Leff que no bien había descendido el segundo guardia cuando ya
se sacudió la cuerda con la señal para que la subieran. Chamusco y él
hicieron girar el cabrestante de barril para volverlo a subir y se llevaron una
sorpresa cuando vieron que el ocupante del columpio era Ebbin. Chamusco lo
ayudó a salir.
—¿Y los guardias, señor? —preguntó Leff—. ¿Lo vieron?
El erudito lucía una palidez enfermiza y volvía a jadear. Sacó un trapo y
se limpió el sudor de la cara. Asintió.
—Oh, sí. Averiguaron lo que le había pasado a su capitán.
—Entonces… —empezó a decir Chamusco—, ¿esperamos por ellos?
—No. No van a volver a subir. —Ebbin se sujetaba la frente, parecía
desfallecido.
—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó Leff.
—No. Yo…, yo no me encuentro bien. Necesito volver a Darujhistan. —
Asintió con un vigor repentino—. Sí. Eso es. Debo ir a Darujhistan.
—Recogeremos el campamento, entonces —dijo Leff.
—¡No! Vosotros dos esperad aquí. Vigilad el campamento. Esperad por
mí. ¿Sí?
Leff frunció el ceño, indeciso.
—Bueno…, si usted lo dice.
Ebbin lo cogió por el antebrazo.
—Excelente. Gracias. —Hizo una pausa, parpadeó y luego miró a su
alrededor, como confuso—. Y ahora cerraréis aquí, ¿sí? ¿No bajaréis?
Chamusco y Leff se miraron: ¡este hombre está loco!
—No, señor. No tiene que preocuparse por eso. No vamos a bajar ahí.
—¡Bien! Bien. Sabía que podía confiar en vosotros. Ahora debo irme.
—¿Irse? ¿Ahora? —Leff alzó una ceja—. Está cayendo la noche, señor.
De verdad que no deberíamos dejar que se vaya solo. ¿No puede esperar
hasta mañana?
Ebbin se sacudió como si lo hubieran pinchado.
—¡No! ¡Debo ir! Es importante… Lo presiento.
Chamusco y Leff intercambiaron una mirada. Chamusco inclinó la cabeza
para indicar que Leff debería acompañar al erudito. Leff se estremeció,
ofendido, y señaló a su vez a su compañero. Chamusco indicó con gestos
coléricos que debería ir Leff. La mano de Leff se posó en la empuñadura de
su espada y retó al otro con una mirada furiosa.
—¡Tío! —exclamó una voz que salió del atardecer creciente y los dos
guardias se giraron en redondo, las manos en las armas.
De repente tenían a una chica delgada muy cerca. Vestía unas túnicas
blancas sueltas que ondeaban bajo el viento débil de la tarde. Iba descalza.
Unos anillos le destellaban con tonos dorados en los dedos de los pies.
Ebbin se quedó mirando a la chica sin entender nada en absoluto.
—¿Tío?
—Sí —le respondió ella con una sonrisa. Cogió el brazo del hombre y se
apoyó contra él—. ¿Me permites llamarte así? Siento que hay una especie de
conexión entre nosotros, ¿sí? ¿Tú también la sientes?
Chamusco se aclaró la garganta.
—Esto, ¿señorita? ¿Se ha perdido?
La joven hizo caso omiso de él, fue como si no hubiera hablado siquiera.
Susurró algo al oído de Ebbin y las cejas del erudito se alzaron.
—¿De veras? ¿De él?
La chica asintió con entusiasmo.
—¡Oh, sí! Está deseando oír lo que has encontrado.
Ebbin se pasó una mano por los ojos.
—¡Dioses! ¡Lo que he encontrado! Sí. Por supuesto. —Se volvió hacia
Chamusco y Leff, se frotó los ojos y los guiñó como si intentara concentrarse
en ellos—. Ah, vosotros dos. Yo iré con esta chica de aquí. Vosotros dos,
quedaos.
Los dos guardias se miraron otra vez.
—Creo —empezó a decir Chamusco con tono respetuoso— que los dos
deberían regresar al campamento con… —Se detuvo porque la chica había
estirado un brazo de pronto y había aparecido una hoja de un cuchillo en su
mano. La punta afilada se cernía a menos de un dedo de su garganta.
—Habéis visto y oído suficiente —dijo.
—¡No! —gritó Ebbin, que salió de su ensimismamiento—. No les hagas
caso. No tienen ni idea…
Los ojos delineados con kohl de la chica, en ese momento con unos
profundos toques de color carmesí ardiente, se deslizaron hacia el erudito. El
brazo se flexionó y la hoja desapareció. La chica inclinó la cabeza.
—Como ordenes, tío.
Pero Ebbin se había alejado tambaleándose.
—Darujhistan —murmuraba—. Hay algo…
La chica se quedó un momento mirando a los dos hombres. Una sonrisa
jugueteaba alrededor de sus gruesos labios mientras disfrutaba de la extrema
incomodidad de los dos guardias. Luego les guiñó un ojo, les lanzó un beso y
se alejó sin prisa en pos de Ebbin.
Leff dejó escapar un suspiro largo y tenso.
—Dioses del inframundo —murmuró Chamusco.
—Me recuerda a la señora.
Chamusco ladeó la cabeza.
—Sí. Es igual. ¿Y ahora qué?
—¿Ahora? —Leff le dio una patada a la tapa del pozo—. Ahora yo diría
que volvemos a estar sin trabajo.
—Mierda.

Tirada en la cresta de uno de los montículos bajos de la llanura del


Asentamiento, Rapiña observó a la chica de la túnica blanca escoltar al viejo
hacia el norte. Si seguían en esa dirección, llegarían por el camino de los
mercaderes hasta Pueblo Cuervo y de ahí a Darujhistan. Una larga caminata,
pero si no se detenían en una posada, llegarían casi al amanecer.
Un ruido en la oscuridad a su espalda anunció la presencia de Eje, y la
veterana se deslizó de espaldas tras la elevación.
—¿Viste eso? —siseó Eje en la oscuridad.
—Sí —respondió ella con sequedad—. Estaba vigilando. —A Rapiña se
le ocurrió entonces algo, señaló el norte con la barbilla y preguntó—: ¿Qué
dice tu madre sobre esa chica?
Eje se frotó la camisa con gesto reflexivo.
—Mi madre me dice que tenga cuidado con chicas como esa.
Rapiña asintió con un gruñido.
—Bueno…, tenía razón.
—¡Pues claro que tiene razón! ¡Es bruja!
Rapiña no prestó atención al tiempo verbal de esa afirmación puesto que
la camisa del hombre estaba tejida con el pelo de su madre, y esa camisa era
la razón principal de que siguiera vivo.
—¿Y ahora qué?
—¿Ahora? —Con lentitud, Rapiña se encogió de hombros en la oscuridad
—. Quizá deberíamos vigilar ese pozo.
—Hmm. Bueno, yo no pienso bajar.
La veterana levantó una mano como si fuera a darle una bofetada.
—¡Pues claro que no va a bajar nadie! Bajan seis ¡y sube uno! ¡No nos
pagan lo suficiente!
—¿Se puede saber dónde está Mezcla?
—Anda por ahí. Venga. Vamos a ver si esos dos guardias ya se han ido.

Mezcla se reunió con ellos junto al pozo. Salió de la oscuridad de repente,


como tenía por costumbre. Rapiña examinó la tapa de madera y la cerradura.
—Todo igual otra vez, como si no hubiera pasado nada.
—Márcalo —dijo Mezcla—. Puede que tengamos que describir su
ubicación.
Rapiña usó una roca para hacer un arañazo en un lado, una marca que
solo significaría algo para un marine malazano.
Eje se había quedado de pie, inmóvil, como si estuviera escuchando, y en
ese momento levantó una mano para pedir silencio. Señaló con gesto
frenético al pozo. Rapiña se quedó quieta y escuchó. Un porrazo allí abajo.
Piedras que caían, escombros. Un chapoteo apagado. Otro golpe, como un
puñetazo. Más cerca. La veterana levantó la mirada asombrada hacia Eje, que
empezaba a retroceder, una mano pegada al pecho por encima de la camisa.
Rapiña indicó retirada y fue a ponerse a cubierto.
Unos momentos después una especie de estallido mandó la tapa de
madera volando por el cielo nocturno, donde empezó a dar vueltas, quedó un
momento en suspenso y después cayó con estruendo.
Una figura salió trepando del pozo. Vestía un largo manto oscuro y una
máscara. La máscara reflejó la luz de la luna y por un instante resplandeció
como una luna en miniatura. Después el hombre giró y se alejó caminando
hacia el norte, con paso calmo y majestuoso, como si hubiera salido a dar un
paseo por su jardín privado.
—¿Has visto eso? —dijo Rapiña sin aliento. Miró a Eje detrás de la pila
de piedras—. ¿Qué dice tu madre sobre ese?
—Creo que se habría cagado encima.
—Pues yo casi.
Eje se sacó la ballesta de debajo del manto.
—Yo digo que le demos mucho espacio.
Rapiña asintió.
—Oh, sí. De sobra.

Era todo muy confuso para Ebbin. Sabía que tenía que volver a Darujhistan,
aunque el porqué no lo sabía en realidad. Era una especie de instinto, o
certeza abrumadora. Entonces apareció una chica en medio de la llanura y
afirmó que la había enviado Aman. Y lo que era más extraño todavía, de
algún modo la reconoció, aunque estaba seguro que no la había visto jamás
en su vida.
Al cabo emprendieron una caminata penosa. Las piernas le dolían más de
lo que había experimentado nunca. Sentía las plantas de los pies como si se
las hubieran golpeado con porras. Y estaba sufriendo alucinaciones. A veces
parecía que la llanura del Asentamiento entera era una enorme
conglomeración urbana de edificios de barro cuadrados con tejados planos,
todos metidos unos por otros. El humo de un sinfín de hogares se alzaba al
cielo nocturno mientras Taya y él recorrían las estrechas y retorcidas calles de
la gigantesca ciudad.
Por supuesto, comprendió Ebbin, ¡la llanura del Asentamiento!
Algo más adelante, vislumbrado entre las estrechas ranuras de los altos
muros de barro, a veces se alzaba una especie de edificio abovedado, como
un monumento o un templo inmenso. Su piedra pálida refulgía con una
luminiscencia azul clara que le sonaba de algo. Otras veces la gran extensión
urbana yacía aplastada en ruinas, en llamas todo alrededor, víctima de una
especie de levantamiento titánico.
Cuando entraron en Pueblo Cuervo estaba desesperado por descansar un
poco, pero por alguna razón fue incapaz de exigir que pararan. Y la chica,
Taya, lo iba empujando como una especie de animal de tiro y no hacía más
que lanzar rápidas miradas atrás. Era como si, de hecho, tuviera miedo de
algo.
¿Miedo… de aquel? No, eso sería demasiado terrible de imaginar.
Demasiado horrible.
Y allí, en la calle principal que atravesaba el pueblo, a la vista de la puerta
cerrada de la ciudad, ¿quién iba a estar esperándolo envuelto en un manto
andrajoso si no el propio Aman? Ebbin se lo quedó mirando, jamás había
visto a aquel hombre sacar la cabeza fuera de la tienda, por no hablar ya de
salir de ella.
Aman le hizo un gesto a Taya para que continuara y luego rodeó con un
brazo retorcido a Ebbin como si lo sostuviera. Ebbin intentó decirle lo que
había visto, todos los horrores, pero por alguna razón fue incapaz de
pronunciar las palabras. Aman empezó a hacerlo marchar a su paso lento y
cojo de cangrejo. Ebbin lo miró con furia, como si de algún modo pudiera
enviarle sus pensamientos, pero el hombre solo le dio unas palmaditas en el
brazo.
—Bueno, bueno, buen amigo. Pronto acabará todo.
¿Qué iba a acabar? ¿Esa pesadilla de noche o mucho más que eso? Ebbin
sentía pavor de la respuesta. Cuando se acercaron a las puertas, las grandes
hojas encuadradas en hierro, por improbable que pareciera, se abrieron para
recibirlos, y allí estaba Taya, que los invitó a entrar con un gesto.
Aman lo obligó a continuar. Como Taya, él también miraba atrás, con un
ojo entrecerrado, luego el otro. ¿Qué había ahí atrás? Ebbin intentó mirar,
pero el tendero lo forzó a seguir. Atravesaron calles en su mayor parte vacías.
En una de las plazas del mercado, los vendedores más madrugadores estaban
muy ocupados instalando sus puestos y colocando sus mercancías. Ebbin y
Aman pasaron con paso firme sin que nadie les prestara especial atención.
Taya permanecía con ellos. A veces los seguía de cerca y Ebbin vislumbraba
sus túnicas blancas resplandecientes. Otras veces no se la veía por ninguna
parte.
Llegaron a la avenida principal que corría de este a oeste y que iba
paralela a la muralla de Segundafila. Aman abrazaba a Ebbin con fuerza,
como si temiera que fuera a escapar, pero el erudito estaba demasiado
confuso como para tomar resoluciones por sí solo. A veces no reconocía
ninguna de las calles en las que se internaba. Unos edificios altos de piedra
blanca daban a los caminos, grandes haciendas, las fachadas ricamente
decoradas con volutas. Rocambolescas criaturas en miniatura, algunas aladas,
se asomaban entre las volutas y los bosques de piedra.
Y Ebbin reconoció el estilo. Era el legendario barroco imperial daru.
Pero quizá todo eso no era más que sus propias ilusiones engañosas. Se
preguntó, aterrado, si los horrendos acontecimientos del mausoleo lo habían
hecho perder la cordura. Quizá sí que estaba loco. Sus iguales, los eruditos e
investigadores de la Sociedad Filosófica, ya lo habían descartado como tal.
Recordó una definición escalofriante de demencia que había leído en el
compendio de un viejo comentarista muy irónico: cuando pienses que todos
los que te rodean están locos, es cuando deberías empezar a sospechar que en
realidad eres tú el que lo está.

Llegaron a las antiguas puertas en ruinas que daban al distrito de las


Haciendas, donde los aguardaba otra figura. Esta parecía no ser más que una
sombra oscura, un hombre alto con ropas raídas, un fantasma. Ebbin se apartó
con un estremecimiento, pero Aman lo hizo marchar hasta aquel espectro
vacilante y translúcido.
Taya, que ya estaba con ellos, le hizo una reverencia al fantasma.
—Tío —murmuró.
Aman se inclinó con gesto burlón.
—Bien hallado, Insinuador.
El espectro arqueó una ceja con un menosprecio arrogante.
—Aman. Te creíamos muerto.
El tendero jorobado señaló con un ademán su cuerpo encorvado.
—Quién habría sobrevivido, ¿no?
—Desde luego.
—¿Todo está como debería? —inquirió Aman.
—Todo está listo —respondió el espectro con aspereza—, puesto que no
me queda alternativa. ¿Viene?
Aman sacudió a Ebbin por los hombros.
—Oh, sí. Viene. Siempre hay un modo, erudito. Siempre hay un modo. Si
es casi imposible entrar a la fuerza…, entonces quizá haya que darle la vuelta
al razonamiento, ¿no? Lo siento, erudito. Pero nadie ha escapado jamás de él.
El espectro les dio la espalda.
—No es cierto —murmuró—. Uno sí.
Aman sorbió por la nariz y se frotó la cara torcida.
—Él. Yo nunca me lo creí.

Eje y Rapiña siguieron al hombre enmascarado por el camino de los


mercaderes de Pueblo Cuervo hasta el susodicho pueblo. Era espeluznante el
modo en que no había nadie alrededor. Los perros se escapaban de él. Los
mercaderes madrugadores y los granjeros giraban de repente para coger calles
laterales, o entraban de inmediato en las tiendas y edificios que bordeaban la
calle. El hombre tenía el camino entero para él. Rapiña pasó junto a hombres
y mujeres agachados en el suelo junto al camino, se tapaban la cara con las
manos y temblaban. Rapiña arrancó una mano de la cara de un viejo granjero
solo para provocar unas palabras farfulladas de terror y un estallido de
lágrimas.
El tipo avanzó con paso majestuoso hasta la puerta abierta de Pueblo
Cuervo y la atravesó. Una puerta de la ciudad que no debería estar abierta.
Rapiña le hizo un gesto a Eje para que comprobara la garita del oeste y
después se deslizó en la del este. Sabía que Mezcla le seguiría la pista a su
amigo. Dentro encontró muertos a los guardias, atravesados por cuchilladas
rápidas y profesionales. ¿Su pequeña y joven duendecilla? ¿U otra persona?
¿Una organización? ¿Sus amigos del gremio?
Salió y vio a Eje, que le indicó que en ese lado todos estaban muertos.
Ella respondió a su vez. Juntos trotaron tras Mezcla. Encontraron a varios
madrugadores en las calles, pero todos estaban en silencio, todos vueltos
hacia las paredes. Rapiña le dio la vuelta a un fornido trabajador solo para
encontrarlo sollozando con los ojos apretados.
En la plaza de los vendedores de especias hallaron el mercado matinal ya
dispuesto en un laberinto de carretas, esteras extendidas y puestos
desplegados, pero totalmente quieto y en silencio. La gente estaba agachada,
ocultando las caras, o echados de lado como si durmieran. Rapiña tragó
saliva para humedecerse la garganta y apretó con más fuerza con la mano
sudorosa el cuchillo largo. Entonces Eje la tocó en el hombro y señaló el
cielo claro de la noche que comenzaba a palidecer.
—Fíjate en eso.

El embajador Aragan despertó con un sobresalto y una maldición. Agitó


brazos y piernas en busca de un arma.
—¡No pasa nada, señor! —gañó una voz conocida, alarmada—. ¡Soy yo,
señor!
Aragan se sentó en la cama y parpadeó en la oscuridad.
—¡Por las tetas de Ascua, hombre! ¿Qué hora es?
—Está amaneciendo, señor.
—Esto será mejor que sea bueno, capitán.
—Sí, señor. Es la misión moranthiana, señor. Huyen de la ciudad.
Aragan se quedó mirando al capitán, después cerró la boca.
—¿Qué? —Salió precipitadamente de la cama y rebuscó por el suelo. El
capitán Dreshen le tendió la bata.
—Por aquí, señor.
Dreshen lo llevó a lo que, en un principio, había sido un dormitorio
delantero para invitados, pero que se había convertido en un despacho de
relaciones comerciales. Allí el personal de noche atestaba las ventanas que se
asomaban a la ciudad. Aragan se abrió camino hasta el frente. La luz previa al
amanecer era de un color violeta pálido por el este, las estrellas más brillantes
todavía llameaban en el cielo. Con el alma en los pies, Aragan vio la obscena
veta verde sobre la luna jaspeada que se ponía. Hizo un gesto contra el mal de
ojo, aunque sabía que no tenía ningún sentido. Después de todo, a esa maldita
cosa se le echaba la culpa de cada vaca que se escapaba o cada pollo que
moría, así que no había forma de saber qué influencia, si es que tenía alguna,
podría estar ejerciendo sobre la vida de nadie.
Le llamó la atención un movimiento. Parpadeos, luces trémulas, destellos
en lo más alto sobre la ciudad. Alas de quorls, una escuadrilla de aquellas
criaturas gigantescas con aspecto de libélulas que se llevaban a sus amos
moranthianos al oeste, a las montañas de Bruma, que algunos llamaban el
bosque de las Nubes. A Aragan aquello le recordó a la campaña de las
Ciudades Libres, en el norte, y otros vuelos y lanzamientos nocturnos
parecidos sobre Pale y Gato.
Mientras miraba, otra escuadrilla emprendió el vuelo, remontándose
desde los tejados que rodeaban las dependencias de la embajada moranthiana.
Los quorls giraban por el aire, las alas centelleaban como joyas en la luz
previa al amanecer y dibujaban un arco hacia el oeste. Aragan los observó
irse con una sensación que era a la vez de terror y de regocijo. Se apartó de la
ventana y miró a su asistente.
—Levante a la guarnición, capitán. Ordene la alerta absoluta.
El asistente respondió con un saludo militar.
—Sí, señor.
—Y vaya a buscar mi armadura.

Rapiña se agachó con gesto reflexivo cuando los quorls se lanzaron por el
cielo, derribando puestos y haciendo volar prendas de ropa y especias en
polvo.
—¡Malditos sean por el Embozado muerto! —juró Eje—. ¿Es un
lanzamiento?
Rapiña se cubrió los ojos para protegerse de las especias que se los
irritaban.
—No. Una recogida. Se están largando.
—Fanderay…, quizá deberíamos hacer lo mismo.
—Todavía no. Nos han contratado para hacer un reconocimiento. Así
que… —Se interrumpió cuando se oyó un silbido—. Esa es Mezcla. Por aquí.
Venga.
Se detuvieron en la esquina de un amplio bulevar. Mezcla salió de entre
las sombras para recibirlos.
—¿Lo has perdido? —preguntó Rapiña.
—Embozado, no. Caminando junto a la muralla de Segundafila, claro
como el día. Recto hacia el distrito de las Haciendas.
—¿Viste a esos quorls? —preguntó Eje.
Mezcla lo miró como si estuviera chiflado.
—Vosotros dos quedaos por aquí. Yo lo sigo.
Rapiña asintió.
—Bien.
Eje le pasó una cartera.
—Toma este… seguro a todo riesgo.
La veterana sostuvo la bolsa a distancia.
—¿Es lo que creo que es?
—Sí.
La mujer le lanzó una mirada asesina.
—¿Nos lo habías ocultado?
—No más que a los demás.
—Esa no es una respuesta —rezongó Mezcla.
—Lo sé.

Una anciana se estaba quedando ronca dando gritos en los estrechos senderos
retorcidos que recorrían el barrio de chabolas de Maiten, al oeste de
Darujhistan.
—¡Pajaritos bonitos! ¡Pajaritos bonitos! ¡Mirad todos a los bonitos! —
Bajo la luz de la madrugada los basureros, mendigos y peones gimieron y se
taparon la cabeza con sus mantas raídas.
—¡Por el amor de Ascua, cállate! —bramó un tipo.
Las mujeres, levantadas ya para preparar las comidas del día, abanicaban
sus fuegos y observaban a la anciana que señalaba el cielo cada vez más
iluminado mientras se tambaleaba de un callejón a otro. Se miraban unas a
otras y sacudían la cabeza. Ya estaba otra vez. Esa vieja loca, prueba viva de
todos los clichés que sus hombres no dejaban de murmurar sobre las viejas
que vivían en las chabolas más destartaladas de los bordes de las ciudades.
Alguien debería decirle la vergüenza que daba.
¿Y podía saberse de dónde sacaba todo ese humo?
—¡Ya casi! ¡Casi! —gritó la anciana. Después cayó de rodillas en el
barro, entre los chorros de excrementos, y vomitó con estrépito el contenido
de su estómago.
Las mujeres fruncieron los labios. ¡Dioses, los hombres no las iban a
dejar olvidar aquello jamás! Alguien debería guiarla hasta el lago y ponerla a
dar un paseo muy largo por un muelle muy corto.
El problema era… que las mujeres sabían que aquella mujer era una bruja
de verdad.

El demonio gordo, que era más o menos del tamaño de un perro de raza
mediana, estaba sentado, dormitando entre las rocas rotas y caídas de las
antiguas ruinas. Lanzó un gruñido, tosió y después se atragantó de verdad y
empezó a agitar brazos y piernas. Unos dedos con garras se abrieron paso por
su boca, buscaron y por fin salieron sujetando una larga espina pálida.
El demonio suspiró de alivio, colocó bien las nalgas sobre las rocas y
lanzó una mirada somera al arco de piedra de enfrente. Se quedó paralizado.
Oh no. Nononononono. ¡Otra vez no!
Se lanzó al aire de golpe. Sus alas diminutas se esforzaron por agarrarse
al aire y fracasaron. La criatura bajó dando botes por la colina, cobró
impulso, consiguió levantar de las malas hierbas los pies que arrastraba y
despegar poco a poco, después atravesó el cielo de la ciudad con pesadez,
como un abejorro obsceno.
Una vez más le llevaba ese recado a su amo. El más desagradable de los
recados.

Había estado irritable en los últimos tiempos. Distraída. Susceptible. Si


Rallick fuera el tipo de hombre que despreciaba a las mujeres, quizá la
hubiera calificado de socarrona. Y no era que él se hubiera atrevido a insinuar
semejante cosa a Vorcan Radok, en otro tiempo ama y señora de los asesinos
de Darujhistan. Así que tardó un tiempo en reunir la determinación necesaria
para mencionar el tema de los asesinatos profesionales del distrito Gadrobi.
Se refirió a ello durante la cena. La mirada con la que respondió la mujer
había sido fulminante. Le contestó después de tomar un sorbo de vino.
—¿Y tú crees que la responsable soy yo? ¿Que hago trabajitos extra?
—No sé quién lo hizo —respondió él, con bastante honestidad.
Pero eso había sido suficiente para romper el hechizo entre los dos.
Vorcan se retiró sola y él se quedó levantado hasta tarde, maldiciéndola por
ser una mujer irracional y quisquillosa y maldiciéndose a sí mismo por
permitir que algo se interpusiera entre los dos. Cuando por fin se acostó, ella
estaba dormida o lo fingía.
Vorcan llevaba un tiempo sin dormir bien. Esa noche dio vueltas sin parar
en la cama, incluso murmuró en un idioma que Rallick no había oído jamás.
Así que no le sorprendió verla levantarse desnuda y cruzar sin ruido hasta las
puertas abiertas de la terraza para observar el resplandor azul que brillaba
sobre Darujhistan. Se acercó a ella por detrás y le puso las manos en los
hombros.
—¿Qué ocurre?
—Algo… —dijo ella sin aliento, la cabeza ladeada como si escuchara la
noche.
—¿Debería…?
Vorcan alzó una mano para pedir silencio. Él se quedó quieto, confiando
en el instinto femenino de aquella mujer.
Y entonces, de forma asombrosa, la piel bajo los dedos de Rallick
destelló con un calor casi insoportable. Por un instante fue como si sostuviera
la espalda espinosa, llena de nudos, de un jabalí, o un bhederin macho, y
Vorcan se echó hacia atrás con un estremecimiento y lo apartó como si fuera
un niño.
—¡No! —dijo entre dientes—. ¿Cómo es posible…?
Fue hacia la cama y empezó a vestirse a toda prisa.
—¿Qué ocurre?
Vestida ya, se detuvo delante de él. Había algo nuevo en sus ojos oscuros.
Algo que le quitó el aliento a su amante, un miedo real que flotaba en esos
estanques profundos.
—Deja ahora la hacienda —le dijo Vorcan—. No regreses. No intentes
ponerte en contacto conmigo. Vete.
—Cuéntame lo que pasa. Puedo…
—¡No! No harás nada. —Le apretó una palma lisa y seca contra la mejilla
—. Prométemelo, Rallick. Pase lo que pase, lo que venga, no actuarás. Nada
de contratos, ningún… intento. —La antigua asesina se puso de puntillas y le
rozó los labios con los suyos calientes—. Por favor —susurró.
Él asintió y tragó saliva.
—Si insistes.
Vorcan se apartó de él y entró en la penumbra más intensa del dormitorio,
los ojos oscuros sosteniendo los de él. Rallick se vistió en silencio mientras
escuchaba la noche e intentaba oír lo que ella podría haber oído. Pero no
detectó nada; en lo que a él se refería, solo era una noche inusualmente
callada y tranquila.
En la planta de abajo, el único criado de Vorcan, el mayordomo y
castellano Estucerrojo, que nunca parecía estar fuera de servicio, lo dejó salir.
Rallick escuchó los muchos cerrojos que se volvían a correr a su espalda y se
adentró en la noche.

Desde la torre más alta de sus terrenos, Baruk se encontraba contemplando el


distrito de las Haciendas de Darujhistan. Por un momento observó no los
edificios que dormían en la noche tal y como estaban en ese momento, sino
otra ciudad, una de una profusión de torres muy parecida a la suya, todas
resplandeciendo con una iluminación que parpadeaba con un azul fantasmal.
Y entre todas las torres, alzándose mucho más inmensa, una gran cúpula que
abarcaba la colina de la Majestad. Se pasó una mano temblorosa por los ojos
y miró de soslayo al suelo, donde se agazapaba un tembloroso y gimoteante
Chillbais, aterrado, pero no tan aterrado como para no poder mordisquear una
hogaza de pan duro.
—¿Estaba esperando? —caviló Baruk—. ¿Esperando a que ya no
estuviera Anomander? —Se pasó la mano por la barbilla—. Me lo pregunto.
—Fue a la puerta y se giró cuando se le ocurrió una última cosa—. Eres libre
de irte, Chillbais. Tu servicio ha terminado. —Y cerró la puerta tras él.
Con una gruesa hogaza de pan incrustada en la boca, el demonio miró a
su alrededor, a la habitación vacía. ¿Libre? ¿Libre de ir adónde? ¿Libre de
hacer qué? Oh, vaya, ay. ¿Libre quizá de que lo esclavizara algo mucho
peor? No, no, no. Yo no.
Chillbais anadeó hasta un cofre de ropa, se aupó por un lado, se dejó caer
en el interior y cerró la tapa.

Aman arrastró a Ebbin hasta las ruinas que había sobre la Barbacana del
Déspota. Allí se volvió para mirar el camino por el que habían llegado
mientras sujetaba con el puño la camisa de Ebbin.
—¿Por qué hace esto? —preguntó Ebbin con un susurro quejumbroso.
Aman lo abofeteó.
—Calla. Ya llegará tu turno.
—Está cerca —dijo el espectro de Insinuador.
Aman ladeó la cabeza retorcida para poder mirar al cielo.
—La luna no es la debida —advirtió.
—Pronto —respondió el espectro.
Taya subió corriendo. Sus sedas finas como gasas flotaban tras ella como
llamas blancas.
—Está aquí.
Aman puso a Ebbin de rodillas de un empujón y luego hincó él también
una rodilla. Sacudió a Ebbin y le gruñó.
—Inclina la cabeza, esclavo.
Ebbin no habría podido mantener la cabeza erguida ni aunque lo hubiera
intentado; algo lo doblegaba. Una presión insoportable, como la mano de un
gigante, lo estaba aplastando como si fuera un insecto. Se le escapó un
gemido cuando vislumbró el borde sucio de un manto oscuro delante de él.
—Padre —murmuró Aman—. Continuamos siendo vuestros fieles
sirvientes.
Ebbin gimoteó, no dejaba de temblar. Aquello no era para él. Semejantes
escenas no debía presenciarlas alguien como él. La presión (la mano de hierro
que lo clavaba al suelo) se relajó y él recuperó un poco el aliento.
Aman se irguió y lo levantó de un tirón.
—En pie.
Obedeció, pero no se atrevió a mirar más allá del borde salpicado de
barro del manto. Así que ahora le tocaba a él. Una mano lo sujetaría por el
brazo o el hombro y le apretarían la máscara contra la cara. Estaría ciego tras
ella, incapaz de respirar. Moriría asfixiado. Y luego…, luego… ¿qué? ¿Qué
era lo que tenía delante de él? ¿Él se convertiría en… lo mismo?
Alguna fuerza obligó a Ebbin a levantar la vista. Su mirada fue trepando
hasta la máscara ovalada de oro, convertida en un círculo resplandeciente de
luz reflejada. La misteriosa sonrisa burlona grabada allí se había hecho astuta,
como si la criatura y él compartiesen un conocimiento oculto que ni siquiera
podrían adivinar los que los rodeaban.
La figura del manto alzó una mano e hizo un gesto y Aman se inclinó otra
vez.
—Sí. Repartirnos. Vigilar todos los accesos. Que nadie interfiera.
Ebbin se quedó solo con la criatura. ¿Qué lo habían llamado? ¿Padre?
¿De verdad? Quizá el título fuera solo honorífico. ¿Lo haría ya? ¿Llevárselo?
Sus rodillas perdieron las fuerzas y cayó al suelo. ¡Dioses! ¿A qué viene este
retraso insufrible? ¿No va a terminar de una vez?
De pie, sobre él, la criatura extendió la mano derecha y señaló la de
Ebbin. Perplejo, Ebbin se miró la mano derecha. La había apretado en un
puño, los nudillos blancos por la presión. ¿Cuándo…? Se quedó sin aliento.
Recordaba la tumba. Recordaba haber estirado…
Oh, no. Por favor, no…
Tenía algo en el puño. Era duro y redondo. El corazón de Ebbin dio una
sacudida, saltó y dio un vuelco, se negaba a latir.
Oh, no. Oh, no, no. Por favor, no.
Extendió la mano. Sentía un entumecimiento extraño, como si fuera la de
otra persona. Despegó los dedos y allí, en su palma, descansaba la perla
blanca y resplandeciente del último nicho del sepulcro. La luz de la luna
brillaba sobre ella como plata fundida.
¡Por favor! Te lo ruego… No me hagas hacer lo que creo que vas a
exigir. ¡Por favor! ¡Ahórramelo!
La criatura alzó la cabeza al cielo nocturno y por un instante Ebbin tuvo
la mareante sensación de que la luna ya no estaba en el cielo, sino en la
máscara que tenía delante.
Un círculo pálido. Una perla… ¡por supuesto! Era tan obvio. ¡Tendría
que advertir a todo el mundo! Tenía…
La criatura levantó la mano por encima de la sonriente boca. Había
juntado los dedos como si sujetasen algún manjar exquisito, una uva o un
dulce, y luego los abrió encima de la boca. La luna bajó para contemplarlo.
La sonrisa enigmática se había convertido en una mueca de triunfo.
Oh, no.

En la hacienda de lady Varada, los dos guardias que quedaban, Madrun y


Lazan Puerta, se dedicaban a su ritual intemporal de lanzar dados contra un
muro cuando uno de los dados de hueso se negó a dejar de girar. Los dos lo
observaron, maravillados, mientras daba vueltas y más vueltas delante de
ellos.
Después estallaron gritos en la hacienda. Ellos corrieron al salón
principal. Allí encontraron al castellano, Estucerrojo, con sus capas de ropa,
como si estuviera envuelto en trapos, bloqueando el camino a las
habitaciones inferiores. El aullido constante no era solo de miedo. Sonaba
como si a una mujer le estuvieran serrando las manos y los pies.
Estucerrojo alzó las manos abiertas.
—Mi señora dio órdenes de que no se la molestara.
Los dos guardias miraron más allá del castellano.
—¿Quieres escuchar? —dijo Madrun—. La tiene alguien.
—En absoluto —lo tranquilizó Estucerrojo—. Mi señora está
experimentando una enfermedad. Nada más. Se podría calificar como una
especie de síndrome de abstinencia. Prepararé las medicinas adecuadas al
momento… ¡si tengo su palabra de que no bajarán! Mi señora valora mucho
su privacidad.
Madrun y Lazan hicieron una mueca ante un chillido especialmente
aterrador.
—Pero…
Estucerrojo agitó un dedo encorvado.
—Su devoción es digna de elogio, se lo aseguro. Sin embargo, todo está
controlado. Aceite de d’bayang, creo, es lo que se requiere. Y alcohol. Una
gran cantidad de alcohol. —El castellano se estremeció entre sus tiras de tela
—. Aunque cómo es posible que alguien consuma tal veneno es algo que no
alcanzo a entender.
Lazan se acarició la cara y se sacudió como si le sorprendiera que sus
dedos tocaran carne. Le dio unos golpecitos a su compañero en el hombro y
los dos se retiraron de mala gana.
Tras ellos, los aullidos atormentados continuaron durante toda la noche.

En la torre más profunda bajo su hacienda, el alquimista supremo Baruk


estaba arrodillado ante un gran diagrama tallado en el suelo de piedra e
inscrito en bronce vertido, plata y hierro. En una mano sostenía una vela
humeante con la que dibujaba símbolos en el aire, mientras con la otra
lanzaba gotas de sangre de un corte que se había hecho en la yema del pulgar.
En medio de la ceremonia, la puerta de la cámara, hecha de planchas de
hierro, sellada y protegida con cerrojos y guardas se abrió de repente y entró
una ráfaga de viento que apagó la vela y deshizo el intrincado bosque de
símbolos que persistía en el aire.
A Baruk se le hundieron los hombros.
—¡Maldita sea!
Se abalanzó hacia el centro de los anillos concéntricos de guardas, pero
algo pareció darle un tirón a los pies y se quedó corto. Sus brazos, que
cruzaron los anillos de metal grabado, estallaron en llamas. Las túnicas le
cayeron hechas cenizas y revelaron unos miembros blindados negros
retorcidos por los tendones. Las manos le resplandecían, humeaban, se
convertían en garras endurecidas. Los tirones continuaron. Se revolvió en el
suelo de piedra, abrió brechas en la roca y en las bandas de metal.
—¡No!
Salió volando hacia atrás, detenido solo por las garras de las manos que
se aferraron a la jamba de piedra de la puerta. Quedó allí colgando, gruñendo,
mientras la piedra se fracturaba y gemía bajo sus uñas ambarinas. Las piedras
explotaron en un estallido de polvo y fragmentos y una fuerza lo azotó pasillo
arriba, por donde desapareció.
Rallick entró en la taberna del Fénix y se encontró con que en la sala común
reinaba una calma muy poco común. La multitud estaba silenciosa, las
charlas eran un murmullo bajo, tenso y comedido. Saludó con la cabeza a
Scurve, detrás de la barra, y cruzó hasta el fondo. Allí estaba Kruppe, sentado
en su mesa habitual. Delante de él tenía una polvorienta botella oscura que
permanecía sin abrir. Rallick acercó una silla, se sentó y notó que había dos
vasos.
—¿Qué estás celebrando?
El gordo salió de su ensimismamiento y parpadeó como si regresara de
algún trance.
—¿Yo? ¿Celebrando? En absoluto. Te invito a que te unas a mí para dar
fe. Beberemos a la salud de lo inevitable. Lo ineludible. El giro implacable de
las esferas celestiales en el que todo lo que fue será otra vez. Como debe ser.
—Cogió la botella y empezó a quitarle el sello.
—¿Qué estás farfullando?
Con la lengua metida con firmeza entre los dientes, Kruppe respondió.
—Nada. Y todo. La casualidad contra la inevitabilidad. Cómo se
enfrentan esas dos. ¡Su batalla eterna es lo que llamamos nuestras vidas,
amigo mío! ¿Cuál ganará? Lo veremos… como lo vimos antes.
Rallick observó durante un rato a su amigo peleándose con la botella,
luego dio un suspiro de impaciencia, se la quitó y empezó a raspar con su
cuchillo la sustancia parecida a la brea que se había endurecido alrededor del
cuello de la botella.
—¿Qué bebida es esta? —preguntó—. Jamás he visto nada parecido. ¿Es
forastera? ¿Malazana?
—No. No es esta destilación forastera alguna. Por desgracia, es todo obra
nuestra. Y muy amarga que es, además. Se reservó hace mucho tiempo justo
para esta ocasión previsible.
—¿Y la ocasión? —Rallick consiguió quitar los últimos restos de la
antigua cera.
Kruppe fue a coger la botella, pero Rallick metió la hoja del cuchillo
dentro del corcho y la giró. El gordo hizo una mueca y quitó la mano de un
tirón. Se estudió las puntas de los dedos como si se hubiese quemado.
—Nada importante —murmuró—. Todo está relacionado con todo lo
demás. Nada tiene más categoría que cualquier otra cosa.
Rallick fue girando la hoja y sacó el corcho. Devolvió la botella y Kruppe
la cogió con cuidado.
—¿Así que no estamos celebrando nada? —dijo Rallick arqueando una
ceja.
Kruppe levantó el recipiente.
—No podrías estar más en lo cierto. Esto no es nada que haya que
celebrar. —Inclinó la botella para servir el líquido. No salió nada. La inclinó
un poco más. Siguió sin surgir nada. Sujetó la botella bocabajo encima del
vaso, la sacudió y no cayó ni una gota. Rallick se la quitó y se la llevó a un
ojo. Después la devolvió.
—Vacía. Vacía como la misericordia de la muerte. ¿Qué chiste es este,
Kruppe?
Kruppe miró la botella con el ceño fruncido.
—Uno sorprendente, te lo aseguro, querido amigo.
Rallick levantó una mano para llamar a Jess.
—Si eres demasiado rácano para pagar una botella, solo tienes que
decirlo, Kruppe. No hacen falta trucos de ilusionista barato.
El hombrecito achaparrado sonrió de repente como un querubín y se le
subieron las mejillas.
—¡Ah! Ahora empiezo a comprenderlo. ¡La botella no estaba vacía!
Rallick hizo una mueca de incomprensión.
—¿Qué?
—No. En absoluto, querido amigo. ¡Lo que debes considerar, mi
estimado Rallick, es que quizá, ya para empezar, no estaba llena!
Rallick se limitó a hacerle una seña más impaciente todavía a Jess.

En los barrios de chabolas al oeste de Maiten, la anciana se había repantigado


en el suelo, delante de su choza, y le daba caladas salvajes a una pipa de
arcilla. Las brasas llameaban y amenazaban con prenderle el nido
enmarañado de pelo que le colgaba por la cara. Chupó otra vez, jadeando, la
cara cada vez más enrojecida, y contuvo el humo en el fondo de los
pulmones, los ojos llenándosele de lágrimas, antes de soltar la nube con un
ataque de tos. Se limpió los labios húmedos con una manga sucia y se puso
en pie con un tambaleo inseguro.
—Ahora es el momento —le murmuró a nadie en concreto—. Ya lo es.
—Fue a coger la puerta abierta de su choza y se bamboleó. Se las arregló para
enganchar una mano a cada lado del borde destartalado de zarzos y barro y se
impulsó al interior, luego cayó mientras intentaba contener el vómito.
Palpó a su alrededor por el suelo de tierra hasta que una mano encontró
una bolsa, bolsa que apretó contra sí y alrededor de la que se acurrucó, a
veces entre risitas y otras entre sollozos. El sollozo se convirtió en un
canturreo triste, entonado con voz ronca en un idioma que nadie entendía por
allí. Se quedó echada, acunando la bolsa durante un rato.

Sobre la Barbacana del Déspota, Taya y el espectro de Insinuador se abrieron


paso por el laberinto de cimientos en ruinas para regresar junto a su amo.
Aman cayó de rodillas con gesto reverente.
—¿Sí, padre? —dijo.
Insinuador se inclinó, al igual que Taya. Los ojos de la joven brillaban
con un regocijo salvaje cuando alzaba la mirada hacia la figura enmascarada.
Vio el cuerpo del erudito echado cerca y le dio una patada. El hombre gruñó
y se removió.
—¿Este vive? —preguntó la chica en voz alta.
La criatura enmascarada hizo un gesto. Aman asintió con un gruñido.
—Articulará la voluntad del padre.
La chica se burló.
—¿Este? ¿Él? Pero si no es nada.
—Exacto —dijo Insinuador—. Un esclavo. Nunca será una amenaza.
—¡Y hablando de esclavos! —graznó de repente Aman mientras se
asomaba a la colina.
Entre las ruinas había algo que se abría camino hacia ellos con las garras.
Ennegrecido, humeante, se deslizó con el paso agónico de un tullido hasta el
borde manchado de barro del manto de la criatura enmascarada. Allí quedó
tirado, con la cara apretada contra el suelo de tierra. Aman lanzó una
carcajada aguda de pura alegría al verlo. Insinuador se limitó a sacudir la
cabeza. El rostro de Taya se iluminó con un júbilo ávido. La chica se
arrodilló para hurgar en el cuerpo chisporroteante, en carne viva y escarlata
allí donde las grietas revelaban una carne más profunda.
—¿Es… ella?
—No —dijo Insinuador—. Es Barukanal.
La sonrisa se convirtió en un puchero. Taya examinó la falda de la colina.
—¿No hay más?
—Parecen haber eludido la Llamada —caviló Insinuador, pensativo—.
De momento.
Taya se irguió y abandonó el cuerpo humeante.
—¿Qué va a ser de él, entonces?
—Se le va a castigar —dijo una nueva voz y los tres se volvieron para
mirar al erudito Ebbin, que estaba sentado en el suelo con una mano en el
estómago y la otra en la boca, una expresión de horror y conmoción en la
cara.
Tras un momento de silencio, la ciudad todavía espeluznantemente
callada bajo ellos, Taya se aclaró la garganta.
—Entonces —le preguntó a Aman—, ¿ya está? ¿Está hecho?
—No ha hecho más que empezar —respondió Insinuador. Y señaló con
un brazo etéreo al cielo.
Taya levantó la cabeza y su rostro se iluminó con un placer infantil.
—Ooh… ¡Qué bonito!

Al principio Jan pensó que soñaba. Lo llamaba una voz. Inicialmente lejana,
parecía débil, suave incluso. Vio a su antiguo señor, el último primero,
sentado con las piernas cruzadas ante él. Sobre su rostro no estaba la pálida
máscara ovalada de todos los demás seguleh, pintadas o no. En su lugar lucía
madera basta, sin pulir y con brechas, gastada para recordarle a su portador la
imperfección y vergüenza de su pueblo.
Como siempre, los ojos oscuros y penetrantes que había detrás de la
máscara lo estudiaron y sopesaron. Luego, de forma alarmante, la máscara se
ladeó hacia abajo como si se disculpara. Lo siento tanto, parecía decir aquel
anciano enjuto.
Entonces la imagen explotó en humo y una figura mucho más distante se
alzó en la oscuridad, envuelta en un manto, alta e imponente. Sobre su rostro
no estaba la máscara cruda de madera del niño, sino un óvalo de oro batido
que resplandecía frío y brillante como la luna. Y en su sueño, Jan se inclinaba
ante la máscara.
Pero no era la rodilla hincada y la cabeza gacha de la devoción ofrecida
con libertad a su antiguo señor. En su sueño a Jan le enfermaba darse cuenta
de que no tenía elección.

Despertó, el cuerpo estremecido y bañado en un sudor frío. En su puerta


resonó otra vez un ligero toque. Estiró la mano y se puso su máscara. Se
levantó, cogió la espada que tenía junto a su cama y cruzó el espacio que lo
separaba de la puerta. Allí esperaba un sirviente con la cabeza gacha.
—¿Sí?
—El tercero y cuarto esperan fuera, señor. Y… otros.
—Gracias.
Jan deslizó la puerta para cerrarla y se echó encima una camisa, unos
pantalones y el fajín. Fue a la parte delantera. Allí, en la noche, con sus
sirvientes sosteniendo antorchas en lo alto, aguardaban sus compañeros de los
Diez, los eldrii gobernantes. Se inclinaron.
—¿Lo habéis sentido? —preguntó Jan.
Seis máscaras se inclinaron en un asentimiento.
Jan respondió a la reverencia.
—Nos llaman, amigos míos. Como se nos prometió hace tanto tiempo.
Preparad los barcos.
Y los otros se inclinaron una vez más.
4

Y aquel que conocía muchos conflictos


pronunció estas palabras:
¿Dónde han ido los espadachines?
¿Dónde está el que daba el oro?
¿Dónde están los festines en el salón?

¡Ay de la cúpula brillante!


¡Ay del esplendor caído!

¡Ahora que el tiempo se ha ido


oscuridad enterrada en la noche,
como si nunca hubiera sido!

¿Dónde yacen los sirvientes,


entrelazados con guardas?
Derribados por guerreros
y sus crueles lanzas.

Ahora las tormentas golpean


contra los rocosos acantilados,
los huesos de la tierra
heraldos de la tormenta.

Todo es lucha y problemas


en reinos terrenales.
Aquí los hombres son fugaces.
Aquí el honor es fugaz.
¡Todos los cimientos del mundo
se convierten en desechos!

Canción de los exiliados


Sortilegio

Azogue pasó la noche en el suelo de tierra de la sala común. Malakai pagó


por eso y por una habitación para Orquídea. El dinero, al parecer, no era
problema para aquel hombre. La chica lo despertó por la mañana, Azogue
tenía los ojos llorosos y resaca; había estado dándole vueltas a las cosas hasta
demasiado tarde en compañía de demasiadas botellas de barro de aquella
cerveza barata de la Confederación. Que el alcohol terminase también en la
cuenta de Malakai hacía mucho más fácil beber, y que sus temores fuesen
más grandes todavía. Su amigo Jallin no hizo ninguna reaparición y Azogue
decidió que quizá no volvería a ver a aquel ladronzuelo flaco.
Malakai bajó con seis cueros repletos de agua dulce, dos abultadas
alforjas y un rollo de cuerda trenzada de yute, y lo apiló todo junto a Azogue
y Orquídea. Azogue cogió la mayor parte de los cueros, la cuerda y una de las
alforjas para compensar el peso de las suyas. Se preguntó con cierto
resentimiento si el hombre se los llevaba solo para que le sirvieran como
porteadores. Malakai vestía su grueso manto sucio otra vez, pero esa mañana,
en el fajín negro que llevaba a la cintura y en dos tahalíes que portaba a los
hombros, sostenía tantos cuchillos como era posible recoger tras poner patas
arriba una bolsa entera de matones daru. Cada uno iba embutido en una vaina
ceñida de cuero para que no cayeran ni produjesen ningún ruido. El hombre
sorprendió a Azogue ojeando tanto acero, sonrió y agitó una mano recubierta
por un guante de cuero.
—Para impresionar —dijo.
Orquídea cogió la segunda alforja. Ella tampoco era capaz de apartar los
ojos de todos aquellos puñales. Malakai se puso por delante y aunque Azogue
prestó atención, no oyó el menor traqueteo o golpe. Aquel hombre seguía
moviéndose tan silencioso como una sombra. Azogue se estremeció y se
acordó de ciertos tipos de asesinos junto a los que había servido a lo largo de
los años; después se encogió de hombros y lo siguió con pasos pesados:
mejor con él que contra él. Al dejar la posada hizo una mueca cuando el
fulgor brillante de la mañana lo apuñaló en los ojos.
Ya había empezado la recolección diaria de cuotas. Se metieron entre la
multitud, pero al contrario que el día anterior, cuando Azogue había tenido
que abrirse camino entre la muchedumbre, en esa ocasión el gentío se separó
ante ellos como si todo el mundo presintiera que había algo más. Los rostros
junto a los que pasaban delataban sentimientos de hostilidad, curiosidad,
resentimiento, incluso había sonrisas engreídas, como si alguien supiera lo
que esperaba en los Engendros… y no fuese bonito.
Malakai se ocupó de la transacción. Azogue experimentó un momento de
avaricia delirante cuando el hombre dejó caer un chorro de rubíes tallados
sobre la mesa. Fuera lo que fuera lo que ese hombre buscaba en los
Engendros, no eran riquezas. Seguro que ya poseía suficiente como para
adquirir un título en Darujhistan. Tropas de la Confederación de Ciudades
Libres los escoltaron hasta la lancha.
—Así que has llegado sano y salvo —saludó a Azogue una voz cuando
dio un salto y metió las piernas en el bote alto. Malakai, ya dentro, se volvió
hacia la voz, los ojos entrecerrados con expresión peligrosa. Allí, instalado
con toda comodidad en la popa, estaba sentado el joven noble daru de la
Posada de la Isla que casi con toda seguridad le había salvado el cuello a
Azogue.
Azogue tocó el brazo de Malakai.
—No pasa nada. Lo conocí aquí. —Malakai se limitó a darles la espalda
para ocupar la proa.
Azogue se inclinó sobre el costado para ayudar a subir a Orquídea. Esta
intentó cogerle la mano, pero él lo evitó y le mostró cómo aferrarse por las
muñecas. Azogue tiró de ella, pero apenas la levantó; la chica era
sorprendentemente pesada. Debe de ser esa puñetera altura.
—Espera —dijo el joven espada que se había colocado junto a él. Saltó
por el costado y se arrodilló ante Orquídea—. Puede apoyar el pie en mí, mi
señora.
Orquídea se quedó mirando la espalda encorvada como si fuera una
especie de truco cruel que la haría caer al agua o se apartaría en el último
instante.
—Adelante, muchacha —rezongó Azogue—. Dale al puñetero necio la
bota.
Orquídea plantó un zapato embarrado en la espalda del joven y, sujetada
por Azogue, pasó el otro por el costado del bote. Bastante avergonzada, se
sentó entre su equipo. Azogue ayudó al noble a subir otra vez.
—Gracias —le dijo—. Y gracias otra vez.
—Sí. Gracias —añadió Orquídea, que había vuelto el rostro ruborizado.
—No ha sido nada. —Y el joven se inclinó.
—¿Alguien más? —bramó un guardia desde la playa—. ¿Alguien más
para hoy?
—Bueno, ¿y cómo te llamas? —preguntó Azogue.
El muchacho hizo otra reverencia, y se apartó el largo cabello castaño.
—Corien. Corien Lim. Es un honor, señor.
Azogue ladeó una ceja.
—¿Un honor? ¿Y por qué Abismo? —Se tocó el cuello—. Soy yo el que
lo agradece.
El muchacho sonrió.
—Es un honor conocer a un veterano. Soy un gran admirador de su, eh,
organización militar.
Azogue perdió la tranquilidad, frunció el ceño y miró a su alrededor.
—Ya. Bueno. No digas ni pío.
El joven se echó a reír.
—Es bastante obvio para todo el mundo, señor, se lo aseguro.
Los guardias de la Confederación empezaron a empujar la lancha hacia el
mar abierto. Azogue se sujetó.
—¿Señor? Yo no soy ningún puto oficial del Embozado.
—¿Su nombre, entonces, si tiene la bondad?
—Rojo.
La mirada de Corien se clavó en el pelo de Azogue.
—Admirable apodo. —Se inclinó ante Orquídea con una gran sonrisa y
regresó a la popa.
Azogue se sentó entre el rollo de cuerda y las alforjas apiladas.
—Gracias por ayudar, oye —le murmuró en un aparte a Malakai. Pero el
hombre continuó sin hacer caso de nadie, la mirada clavada en el horizonte,
en los puntos negros de los lejanos Engendros.
Azogue miró atrás y vio que la multitud menguaba en la playa. Captó
ojos que le lanzaban miradas asesinas. Era Jallin, que pretendía hacer caer un
destino funesto y destrucción sobre su cabeza por medio del mal de ojo. El
joven se pasó un dedo por el cuello en un gesto universal. Azogue se limitó a
darse la vuelta; él seguía su camino mientras el ladronzuelo quedaba atrapado
en Hurly. Y eso, decidió, era lo que debía pesar más en el odio frenético del
joven.

La travesía llevó buena parte del día. Primero los doce guardias los llevaron
remando hasta un barco de cabotaje de dos mástiles de la Confederación. Allí
les ofrecieron carnes ahumadas y barriletes de agua a unos precios
indignantes. Declinaron. Se izaron las velas y se dirigieron al sur, cruzando
los vientos del este predominantes.
Azogue observó a Corien entablar conversación con los marineros. Un
encanto fácil, eso era lo que tenía. Una confianza sin límites que parecía fluir
hacia cualquiera al que se dirigiese. Debería tener más cuidado. La confianza
terminaba matándote. Mejor tener cuidado. Mejor ser… suspicaz.
Se acomodó en la sombra más profunda que pudo encontrar en la cubierta
del costero. Desenvolvió la piedra de afilar, escupió en ella y se puso a
trabajar en los bordes de sus cuchillos largos. Sabía que pensaban que estaba
loco, todos sus compañeros del ejército. Por lo menos siempre lo miraban de
soslayo cada vez que daba su opinión. Pero también estaba seguro de que ya
hacía mucho tiempo que había descubierto el secreto más profundo y
verdadero para continuar con vida…, y era un secreto que la mayor parte de
las personas no querían saber. O al que eran incapaces de enfrentarse.
La verdad es que el objetivo de la existencia es matarte.
Una vez que comprendías esa verdad esencial, podía decirse que ya no
necesitabas saber más: todo estaba ahí. Él lo había aprendido por las malas,
mientras crecía trabajando en la flota pesquera de Paseo y luego en el
ejército. Por supuesto, el mundo siempre ganaba al final. La única cuestión
real era cuánto tiempo podías aguantar contra la infinitud de armas,
herramientas y estratagemas que tenía a su disposición. El único modo que
había tenido él de conseguirlo hasta el momento era esperar siempre lo peor.
—Míralo —bufó Orquídea desde donde se había apoyado en la baranda
del barco—. Idiota como un pavo real. ¿No ve que solo le están siguiendo la
corriente para reírse de él?
Azogue le echó un vistazo a Corien, que seguía bromeando con los
marineros.
—Quizá. ¿Dónde está nuestro jefe?
La chica buscó por cubierta.
—No sé. Como que desapareció en cuanto subimos a bordo.
—Bien.
Orquídea se apartó de la cara el largo cabello agitado por el viento, bajó
la vista y lo observó con aire confuso.
—¿Por qué?
Azogue dejó escapar un suspiro prolongado y pasó un pulgar por el filo
del cuchillo largo. Basta para dar unos cuantos tajos y navajazos.
—Porque ¿quién dice que estos chicos de la Confederación nos van a
llevar a los Engendros? —La chica lo miró entonces, desconcertada. Pobre
muchacha…, no sirves para el mundo, desde luego.
—¿Se puede saber qué quieres decir?
Azogue se encogió de hombros.
—No ha vuelto nadie, ¿no? ¿Quién dice entonces que no se limitan a
tirarnos por la borda?
—Pero… ¡eso sería asesinato!
El veterano hizo una mueca.
—No alces la voz, muchacha. Y sí, lo sería. Pero estos chicos son piratas,
hace generaciones que se dedican a provocar naufragios. No es nada nuevo
para ellos.
—No. No me lo creo.
Como siempre. Negar la verdad desconcertante. Azogue abrazó su alforja
contra su regazo.
—Sí. Bueno. Esperemos.
Los Engendros iban creciendo al sur. Se convirtieron en una colección de
islas de rocas negras irregulares. Las únicas señales de vida eran aves marinas
que graznaban y revoloteaban y leves zarcillos de humo que se alzaban aquí y
allá entre los picos. No parecían demasiado grandes, solo la isla principal,
que al nivel del mar parecía tan ancha como una montaña. Desde allí ascendía
escarpada y con bordes serrados hasta una serie de riscos afilados. Azogue se
preguntó por qué no se había hundido más. ¿Habría aterrizado sobre unos
bajíos? El mar Rivan no podía ser tan poco profundo a aquella distancia.
También se le ocurrió que la descomunal estructura entera se escoraba por un
lado. Azogue ladeó la cabeza y siguió el ángulo hasta donde las olas se
estrellaban en una espuma blanca lejana situada al nivel del agua. ¡Que Ascua
lo librase! ¿Estaba flotando?
Por fin una colección de rocas negras parecida a un arrecife surgió por
delante, con los bordes afilados y salpicados de heces de pájaro. El mar
siseaba y el rugido apagado de las olas alcanzó a Azogue. A un grito
procedente del palo mayor se dejó caer el ancla. Los hombres corrieron hacia
las velas para arriarlas. Sus pies desnudos daban golpes secos sobre las
maderas de cubierta. Algunos prepararon el bote del barco, una batea de
fondo plano.
Malakai apareció junto a Azogue.
—Vamos a desembarcar.
—Sí.
Se soltó una batea sobre las aguas picadas y cuatro marineros se colaron
dentro para manejarla. El equipo se trasladó con una cuerda. Azogue fue el
primero en bajar trepando y luego llamaron a Orquídea. Ella descendió en un
columpio que él ayudó a guiar desde abajo. El siguiente fue Malakai. Por
último, Corien se descolgó por una de las cuerdas de la batea. Los marineros
apartaron la embarcación usando largas pértigas pulidas. Todo el mundo se
agachó en el fondo cuanto fue posible porque la diminuta batea guiñaba de
forma alarmante.
Empujando con la pértiga de roca en roca, los marineros avanzaron a
buen ritmo. El barco no tardó en perderse de vista detrás de un laberinto de
trozos de piedra que variaban de un tamaño desde la altura de un hombre al
tamaño de un barco. Cuanto más penetraban en el espeluznante arrecife, más
lisa se hacía el agua, hasta que fue como si estuvieran cruzando una laguna
sin acceso al mar.
—Mira ahí —exclamó Orquídea al tiempo que señalaba.
En un lado, un trozo de piedra puntiaguda que parecía un inmenso
colmillo se alzaba en ángulo de las aguas. Sus contornos inquietaron a
Azogue hasta que reconoció los rasgos: una escalera circular tallada en la
propia roca que iba subiendo en espiral y terminaba en el vacío. La visión les
hizo comprender lo exorbitante, lo impertinente, de sus intenciones. Orquídea
se puso seria, perdió la sonrisa emocionada y se frotó los brazos como si
tuviera frío. Hasta los marineros se callaron. Miraban a todas partes a la vez y
a Azogue no le pareció que fuera por la dificultad del pasaje. Solo Malakai y,
por sorprendente que fuera, Corien parecían impasibles ante aquel ambiente
de extraña grandeza.
Cada pequeño sonido resonaba convertido en un ruido distorsionado: los
graznidos ásperos de las aves marinas, el crujido de las pértigas contra las
rocas, piedras invisibles que caían, y el chapoteo constante de las olas. Bajo
la superficie del agua, Azogue vislumbró el destello de la luz moribunda del
día reflejándose en metal hundido, quizá incluso plata u oro. Unos peces
multicolores salían disparados para mordisquear sargazos y algas.
Orquídea comenzó a tararear una melodía lenta que parecía un canto
fúnebre. El tarareo se convirtió en palabras que le susurraba a la roca
basáltica destrozada junto a la que pasaban.

De madre Oscuridad él abjuró,


el filo propio de Muerte vistió.
Sangre de dragón recorre sus venas,
inmortal.
Camina hasta de la Luz el final:
Anomander,
veleidoso caballero de la Noche, por su mal.

Todo el mundo se volvió hacia ella. Hasta los marineros dejaron de empujar.
Con un parpadeo, como si regresara de un largo ensueño, la joven se ruborizó
de pronto, sus rasgos oscuros se arrebolaron y bajó la cabeza.
—De un poema épico compuesto durante el periodo de la Ciudad Sagrada
de la región de Siete Ciudades —explicó.
Corien se aclaró la garganta.
—Gracias. Muy apropiado.
Los marineros se miraron entre sí, pero ninguno comentó nada.
Regresaron a sus pértigas, siguiendo una ruta que solo ellos conocían. La isla
principal se levantaba ya sobre ellos, irguiéndose de golpe del mar como un
acantilado. Los marineros empezaron a meter la pértiga con cuidado para
rodearla. Entre los trozos de roca, en uno de los lados, Azogue distinguió un
barco anclado meciéndose en las olas. Era largo, la línea de flotación baja y
con un solo mástil. Una galera de guerra. Había escudos colgados por todo el
costado justo encima de las troneras para los remos. Bajo aquella luz
moribunda resultaba difícil de distinguir, pero los escudos parecían decorados
de algún modo. Al poco desapareció en el laberinto de rocas. Azogue se dio
la vuelta sacudiendo la cabeza; era casi como si se lo hubiera imaginado.
La batea guiñaba de forma peligrosa, amenazando con volcar. Las olas la
apaleaban como el juguete que era. Varias veces estuvo a punto de inundarse
cuando el mar amenazó con tragársela contra las rocas del acantilado. Una
sombra más oscura, la boca de una cueva situada un poco por encima de la
marca de la marea, apareció detrás de la curva que tenían delante y, cuando se
acercaron un poco más, Azogue distinguió una escala de cuerda que colgaba
sobre las olas. Los marineros empujaron la barca hasta situarse justo debajo.
—¡Coged vuestro equipo! —chilló uno por encima del estruendo de las
olas.
—¡Acercaos más! —exigió Azogue, pero empezó a reunir el equipo.
Corien agarró un juego de cueros de agua y Azogue se lo agradeció en
silencio.
—¡Ahora, venga! —gritó un marinero.
—¡Espera un minuto, joder!
Cuando la pértiga se hundió en el agua, Malakai saltó de repente y
aterrizó sobre un saliente de piedra diminuto. Fue soltando cuerda tras él.
Azogue la puso en las manos de Orquídea.
—Sujétate.
—¡No sé nadar!
—¡Entonces sujétate, hostias!
Las pértigas crujieron contra las rocas mientras los marineros apartaban
con desesperación la barca del acantilado. Orquídea chilló algo que se perdió
entre el estrépito de las olas y saltó hacia el extremo de la escala de cuerda.
La batea estuvo a punto de volcar. La chica desapareció entre la espuma de
aquellas olas de un color negro azulado. Malakai tiró de la cuerda. Azogue
recordó la fuerza extraordinaria de las manos de la joven. Y apareció otra
vez, arrojada por el mar, empujada contra el muro de roca, al que se aferró
con todas sus fuerzas. Malakai comenzó a abrirse camino hacia ella
arrastrando la escala de cuerda con él.
Corien fue el siguiente en colocarse en el costado de la batea. Mientras el
noble calculaba el momento de saltar, Azogue se ató alrededor del cuerpo con
el cinturón las dos alforjas que llevaba con él.
—¿Cómo salimos de esta puñetera isla? —le gritó al marinero más
cercano.
El hombre lo mandó saltar con un gesto.
—¡Venga, maldito seas!
Azogue señaló la cueva.
—¿Es de ahí de donde salimos también?
Corien saltó y chocó contra el acantilado, del que quedó colgado por las
dos manos. Después empezó a trepar por la superficie irregular.
—¡Salta o te llevamos de vuelta con nosotros! —ladró un marinero y le
propinó un golpe con su pértiga.
De acuerdo, tendremos que hacer esto por las malas. Azogue sacó un
puñal y tiró al marinero más cercano al fondo de la lancha. Los cuatro
escupieron insultos. La batea se mecía como un corcho en el agua. Azogue
clavó dos dedos de la hoja del puñal en el costado del hombre. El marinero se
sacudió y luego se quedó muy quieto. Los otros tres estaban demasiado
ocupados manteniendo la batea a distancia del acantilado para acudir en su
ayuda.
—¡Tú lo sabes! —chilló Azogue—. ¿Cómo se sale de aquí?
—¡Suéltame o estamos todos muertos!
—¡Responde!
—¡Está bien! ¡Por la sonrisa del Embozado, hombre!
Entonces el fondo de la batea se lanzó de golpe contra Azogue y lo
aporreó en la boca, se oyó un grito de advertencia, un crujido seco de madera
y el agua lo aspiró en su frío abrazo. El marinero al que todavía tenía sujeto
por el cinturón le dio una patada; las dos alforjas de equipo lo arrastraron
como pesos muertos. Cortó las correas de una con la esperanza de haber
acertado. Un muro de piedra negra entreverado por burbujas apareció
volando contra él. El choque le arrancó el poco aire que le quedaba y tragó
una bocanada de agua. Luchó por agarrarse a la roca resbaladiza. Sabía que
se estaba ahogando y le indignaba ver que no había ni una mierda que
pudiera hacer. No era justo, coño.
Al parecer el mundo, con todas sus trampas infinitas, por fin lo había
alcanzado.

Volvió en sí tosiendo y vomitando agua salada. Alguien lo sostenía erguido


en medio de un oleaje que les llegaba al pecho: Malakai. El hombre estaba
gritando algo.
—¿Lo has perdido? ¿Dónde está?
Todavía con arcadas, Azogue rebuscó en la alforja que le quedaba; era la
suya. Le dedicó una gran sonrisa de alivio a Malakai, que rezongó y asintió.
El tipo también estaba sujetando la escala de cuerda y empujó a Azogue hacia
ella.
—Maldito idiota.
Al fondo de la cueva había un tramo de escalones tallado en la roca,
apenas más ancho que sus hombros. La oscuridad era absoluta, salvo por la
luz que entraba por la boca de la cueva. Azogue avanzó palpando y a gatas.
El agua salada que chorreaba de su cuerpo caía en los escalones, que estaban
fríos bajo sus manos y tan resbaladizos como el mármol pulido. Estuvo a
punto de caer varias veces hasta que se dio cuenta de que los escalones se
ladeaban de un modo peligroso. Olió algo, algo antiguo y conocido, procedía
de alguna sustancia untada en los escalones y como ya había pasado un
tiempo le costó un momento reconocer el olor acre a sangre seca.
—Casi en la cumbre —dijo la voz de Orquídea desde arriba.
Unas manos lo cogieron por los hombros y la chica lo condujo hasta un
muro. Azogue se apoyó en él, agradecido. Orquídea no parecía tener ningún
problema con el negro absoluto.
—¿Corien?
—Se ha adelantado.
—¿Cuánto? —Era Malakai, áspero.
—No mucho —dijo la voz de Corien.
Azogue ya no pudo soportarlo más.
—¡No veo una puta mierda!
Silencio, el rugido apagado del oleaje.
—¿Alguien más? —preguntó Malakai.
—Yo siempre he tenido una excelente visión nocturna —dijo Orquídea.
—Antes de venir visité a un alquimista. Me dio un ungüento —comentó
Corien.
—¿Puedes darle un poco a Rojo?
—Ah. Lo siento. En realidad solo hay suficiente para mí.
Azogue fue palpando por el muro hasta la cima de los escalones. Guiñó
los ojos y miró abajo; allí, de un gris apagado, un resplandor tenue.
—¿No tenemos ninguna luz? —preguntó Orquídea.
—Sí —respondió Malakai de mala gana—. Pero preferiría no anunciar
nuestra presencia haciéndola brillar por todas partes.
—Bueno, pues deberías haberlo pensado antes de contratarnos.
Corien alabó el argumento con una risita divertida.
A eso siguió un largo silencio. Azogue observó la oscuridad, que ya no le
parecía absoluta. Su visión se estaba acostumbrando; distinguía grumos de
oscuridad mayor y menor, descubrió insinuaciones de movimiento. Alguien
se deslizó por un muro y se sentó.
—Esperaremos —dijo Malakai—. Estamos mojados y es de noche.
Tendremos más luz por la mañana.
Todo el mundo se sentó. El equipo golpeó contra el suelo.
—¿De qué iba eso, Rojo? —preguntó Corien—. ¿En la lancha?
Azogue pensó no contestar, para qué molestarse, pero decidió que, dado
que estaban todos metidos en aquello, bien podría hacer el esfuerzo.
—Quería cierta información, así que le puse a uno un cuchillo en el
cuello. Volcamos.
Corien lanzó una gran carcajada, un rebuzno digno de cualquier barracón.
—Recuérdame que no te oculte información en el futuro.
Azogue se permitió una pequeña sonrisa amarga. Abrazó la alforja contra
el pecho. Estaba empapado, tenía frío y la boca le dolía como un demonio.
Eso no iba a ser como lo había imaginado. Después se echó a reír al
ocurrírsele algo.
—Yo desde luego no pienso hacer ni una puñetera guardia del Embozado.
Orquídea y Corien emitieron una risita.
—La haré yo. Que todo el mundo duerma un poco —rezongó Malakai.
Nadie volvió a decir nada esa noche.

Kiska no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaban encerrados en su cueva del


acantilado. Ni siquiera que conceptos tales como días u horas importaran allí,
en lo que de verdad empezaba a parecer las «Orillas de la Creación». Leoman
practicó con sus manguales en el punto más ancho de aquella cueva-fisura.
Kiska tuvo su oportunidad para practicar el cuerpo a cuerpo con el bastón. Se
puso a prueba hasta que le ardieron los brazos y después se tiró a dormir.
Pero el sueño no llegaba. En su lugar, sus pensamientos vagaron hasta
uno de sus últimos trabajos con la Garra. Formaba parte de un equipo que
perseguía a líderes indígenas en Siete Ciudades. Asesinatos, perturbación de
los movimientos activistas, siembra de espías y provocadores. Un trabajo feo.
Homicidio, tortura, extorsión, chantaje. Ahí fue donde se separó de la Garra.
No por aprensión ni adherencia a ningún tipo de filosofía moral mal
entendida (si no se lo estuvieran haciendo ellos a otros, otros se lo estarían
haciendo a ellos, después de todo), no, era puro y simple asco profesional. El
politiqueo dentro de la Garra. Las mentiras y puñaladas por la espalda de los
arribistas. La adulación servil y el favoritismo descarado en los ascensos. Al
principio solo la asqueaba, así que se mantenía a distancia.
Pero entonces le pasó a ella.
Fue durante una operación rutinaria. El objetivo era un movimiento
consolidado antiocupación que ganaba fuerza alrededor de Aren. Ella era la
segunda al mando en la mano a la que se le había asignado la limpieza.
Tenían la suerte de contar con dos agentes reclutados a nivel local: nativos de
Siete Ciudades que estaban a favor de la misión malazana de suprimir tanta
lucha interna y abrir la cultura a un mundo más grande.
A esos dos se les encargó infiltrarse en el movimiento.
Durante ese tiempo, la mano esperó y observó. Se tomó nota de edificios.
Se marcaron miembros. La mano se contuvo hasta que llegó recado de una
reunión o encuentro importante. Se fijó la noche. La mano de Kiska se colocó
en posición, se dio la señal y se movieron.
Se metieron en plena emboscada.
De algún modo, esos patriotas de Siete Ciudades se habían enterado del
ataque. Unos cuantos resultaron ser veteranos curtidos en la primera guerra
de invasión. Cuando todo terminó, aquel pequeño sótano húmedo era un baño
de sangre. Solo el comandante de la mano y ella continuaban en pie.
Al registrar las habitaciones laterales encontraron a sus agentes. A los dos
los habían torturado de una forma monstruosa. Mutilados y trinchados hasta
dejarlos casi irreconocibles como seres humanos. Atados y colgados como
carne. Por increíble que fuera, uno todavía vivía. Aunque sin ojos, el
estómago eviscerado y las entrañas colgando en lazadas, consiguió articular
que los insurgentes habían recibido un soplo. Que los había oído jactarse de
que tenían una fuente dentro de la propia Garra.
Tanto Kiska como Lotte, el comandante de la mano, supieron de
inmediato quién podría ser. El rival de Lotte en el ascenso a la dirección
regional. Kiska estaba a favor de asesinarlo esa misma noche. Allí mismo,
con la sangre todavía húmeda en las botas y los guantes de los dos. Pero
Lotte ponía reparos. Estaba dispuesto a concederle a su rival esa ronda. La
operación se consideraría una chapuza, una marca negra en su historial, y el
otro tipo conseguiría el cargo de director.
Pero con la ayuda de Kiska juró encargarse de que el tiempo en el cargo
de aquel hombre no fuese más que una larga serie de fracasos y reveses en la
región. Lo destituirían. Y entonces, propuso Lotte, Kiska y él podrían, en
potencia, regir entre bambalinas las posesiones de Siete Ciudades. En la
oscuridad del sótano, el hedor a sangre y bilis un miasma en el aire, los
muertos una alfombra a sus pies, y la mirada de Lotte brillante sobre ella,
sopesándola, cautelosa, a Kiska le pareció prudente acceder.
Pero la fe en la virtud de su vocación se había tambaleado, no, más que
tambaleado…, le habían dado una puñalada en el corazón. Entre el
autobombo y las maniobras de los arribistas que había dentro de la
organización se había terminado perdiendo cualquier tipo de preocupación o
responsabilidad por la misión más grande que tenían, que era servir al
Imperio. Parecía que todo el objetivo malazano de someter la región de Siete
Ciudades podía estallar en llamas siempre que un operativo de la Garra
pudiera arreglárselas para sabotear a sus rivales. Y encima habían muerto dos
valiosísimos agentes locales, leales y dedicados a la causa malazana.
Traicionados por un empujón barato a la carrera de un burócrata. Kiska se
sintió enfermar, era algo más que asco lo que le inspiraba el egoísmo miope y
absoluto de todo aquello.
Poco después abandonó la Garra y huyó al servicio del mago supremo
Tayschrenn. Allí no se atrevieron a tocarla, y allí permaneció hasta ese día: el
día que vio no solo el ocaso de la emperatriz sino también la desaparición de
Tayschrenn. La caída del mago supremo más grande del Imperio a manos de
ese tal Yathengar, un sacerdote-mago de Siete Ciudades, enloquecido por la
sed de venganza ante la ocupación de sus tierras y los insultos a los dioses de
la ciudad. Para destruir a su enemigo, ese hombre había llegado a invocar un
Caos puro que había abierto un agujero en la propia creación. Y ese agujero
los había absorbido a los dos.
Y allí estaba ella, buscándolo. Por toda la faz de la creación, al parecer,
buscaba ella a su señor. Una vez más hurgó entre sus sentimientos para
encontrar la razón de esa misión. La sospecha más incómoda era, por
supuesto, que ansiaba su atención, su abrazo como hombre. Estudió el
impulso de la forma más despiadada que pudo y llegó a una conclusión: no.
Ya no soñaba con esa aventura, la esencia de un almibarado romance cortés.
Con menos años se había permitido la ilusión. Pero ya no. Quizá algún
erudito arguyese que lo buscaba como la figura paterna que nunca había
conocido de niña. Quizá. Lo que le parecía mucho más relevante era que ella
consideraba que el mago era la única persona que quedaba que podía imponer
una especie de estándar de comportamiento, o dirección moral, en el Imperio.
Si es que eso era posible siquiera.
Todo muy altisonante en propósito y aspiración.
Pero la sospecha la aguijoneaba: quizá la verdad era mucho menos noble.
Quizá estaba allí porque temía que la Garra terminara yendo a por ella. La
organización era famosa por no olvidar jamás. Pero no, todo eso había
ocurrido hacía tanto tiempo y tan lejos de allí. Tenían cosas mucho más
grandes de las que preocuparse. Y ella también tenía su poder. Sabía cosas
sobre el Imperio. Cosas que nadie quería que se susurrasen.
¿Acaso esa no es otra buena razón para verme desaparecer?

Abrió los ojos a la conocida y estrecha cueva. Había algo diferente. Oyó un
susurro, un murmullo fuera, junto a la boca de la cueva. Leoman estaba
dormido, la respiración regular, el pulso del cuello firme. Hablando de Siete
Ciudades: ese hombre había servido en la resistencia contra la ocupación
malazana junto a Yathengar, o al menos compartiendo su punto de vista. Y en
esa región había asestado una estocada en el corazón del Imperio con la
conflagración de Y’Ghatan.
Se le ocurrió la mareante idea de que, con sus acciones, de algún modo lo
estaba ayudando en algún objetivo oculto contra el Imperio. Quizá debería
aprovechar la oportunidad para asesinarlo mientras dormía, o lamentarlo más
tarde. Pero sabía que era incapaz de cometer un asesinato. No era ninguna
asesina a sangre fría, aunque la hubieran adiestrado en las técnicas.
Se levantó y se deslizó sin ruido hasta la abertura.
No había guardias. Los seres torpes y pesados que los habían encerrado
con una barricada se habían alejado. Estaban susurrando (bueno, graznando,
eructando y ceceando) entre ellos. Había caído la noche. Unas estrellas
extrañas resplandecían en el cielo. Se le ocurrió a Kiska que, si lo deseaba,
podía inventar nuevas constelaciones entre ellas. El Bastón y el Mangual,
quizá.
Sus guardias llenos de bultos chillaron y farfullaron cuando la vieron, y se
acercaron cojeando para rodearla. Le pareció que podría hacerlos pedazos
con su bastón, pero le dieron pena. Compasión y tristeza, eso fue lo que
sintió. No era capaz de golpear a ninguno de ellos.
Todavía no, por lo menos.
Una de las malformadas criaturas se aproximó un poco más; Kiska se dio
cuenta de que le tenían más miedo ellos a ella que al revés.
—¿Tienes entendimiento de mí? —preguntó la criatura.
—Sí. Sí, lo tengo.
—Estamos decididos a dejar marchar a ti. Vas si deseas. Prisión hace
daño. Somos muchas víctimas de prisión cruel. No querríamos provocar en
ningún otro. No somos como tú.
A Kiska le pareció que era muy conveniente por su parte dejarla marchar
después de que ya se hubiera escapado. Pero no insistió.
—¿Como yo? —preguntó en su lugar.
—Sí. Como tú. Esos que nos invocan, nos encarcelan, nos usan con
crueldad, nos envían fundirnos entre el Vitr. Esos como tú.
Kiska lo comprendió. Magos humanos. Invocadores. Investigadores
teúrgicos. Se quedó sin aliento al comprender: Como Tayschrenn.
Unos pasos tras ella y salió Leoman.
—¿Problemas con la mano de obra? —preguntó.
—Están reduciendo el bloqueo.
El nativo de Siete Ciudades asintió con gesto sabio.
—Los asedios ponen a prueba la paciencia.
Kiska no dijo que a ella le parecía que esas criaturas podrían con toda
facilidad esperar mucho más que ellos llegado el momento. Se dirigió a las
criaturas.
—Estoy buscando al conocido como Thenaj. ¿Sabéis dónde está?
Le respondió un frenesí de siseos y gorgoritos entre las pardas criaturas.
Su portavoz apuntó con el más largo de sus miembros romos.
—Es como se temía. Vienes a llevarlo. ¡No debes! Al Grande le
complace mucho. Estuvo muy triste tan solo durante tanto tiempo.
—El Grande. ¿Te refieres a Hacedor?
—Los nombres son cosas peligrosas. Para nosotros es el Grande.
—Comprendo. —Kiska se puso las manos en las caderas—. ¿Podemos
irnos, entonces?
—No cerraremos el camino…, pero no ayudaremos tampoco.
Kiska suspiró.
—Bien. —Le hizo un gesto a Leoman—. Vamos.
Caminaron en silencio durante un rato. Las deformes criaturas se
quedaron atrás, en sus cuevas. Leoman, observó Kiska, avanzaba con cautela,
las manos en sus armas.
—¿Nervioso? —preguntó.
—Me pregunto cómo se tomará esto el grandullón.
—Al parecer perdió la votación.
—Ah, votar. Ese arreglo político está muy bien sobre el papel o entre
filósofos. Pero tiende a romperse sobre las rocas de la aplicación.
Kiska ladeó una ceja. ¿Un filósofo político revolucionario?
—¿Sí? ¿Y eso?
—Injusticia. Disparidades de poder. Por alguna razón desconocida
nuestro amigo grandullón prefiere seguirle el juego a la ilusión del
igualitarismo. Pero créeme, cuando los deseos de los poderosos se frustran,
estos dejan de lado cualquier acuerdo comunal y prosiguen con sus propios
planes pase lo que pase. Porque pueden.
—Pareces amargado.
—No. Amargado no. Realista. —Agitó una mano enguantada—. Oh,
como a nadie le gusta pensar que es un déspota reviste sus acciones de
retórica altisonante. Anuncia que él, o ella, ve la situación con más claridad.
Que al final todo el mundo se lo agradecerá. Que es lo mejor. Y demás.
Kiska lo miró, a su lado, las manos en los mangos de sus armas, la mirada
muy lejos. El mar de Vitr resplandecía más adelante. Unas olas perezosas
subían siseando por la restregada playa negra.
—¿Seguro que lo tuyo no es amargura?
Bajo el bigote los labios del hombre se crisparon en una sonrisa triste.
—La maldición del ojo impasible. —Se quedó inmóvil de repente—. Y
aquí lo ponemos a prueba.
Kiska echó un vistazo y se puso tensa. Era el demonio grande, que se
acercaba a ellos a toda prisa sobre sus amplias y desgarbadas patas de pájaro.
Se detuvo a poca distancia y los miró con furia desde su altura.
—Estáis fuera —rezongó tras un momento.
Kiska decidió abstenerse de dar una respuesta sarcástica. Preparó el
bastón y contestó.
—Sí.
La criatura miró por encima de ellos al acantilado.
—Lo desapruebo. Pero es su decisión. —Extendió una mano de garras
ambarinas y la apretó como si los estuviera aplastando dentro—. Si hacéis
daño a alguien, responderéis ante mí. —Y se alejó con paso furioso.
Kiska sorprendió la mirada perpleja de Leoman.
—¿Y qué dices a eso?
Su compañero se acarició el bigote y frunció el ceño con expresión
pensativa.
—Yo diría que este sitio parece tener reglas propias.
Eso Kiska no podía discutírselo.
5

¿Qué es la baraja de los Dragones


más que donde uno se inclina a mirar
en busca de reflejos
de todas las cosas ocultas?

Versos atribuidos al
Vidente de Callows

Eje fue incapaz de dormir después de que Mezcla, Rapiña y él se arrastraran


de regreso al bar de K’rul. En cualquier caso, ya había amanecido y tenía los
nervios deshechos. Habían sido testigos de algo de lo que no deberían haber
sido testigos, y todos lo sabían. Nadie dijo nada en todo el camino de vuelta
desde la base de la colina de la Majestad, que tampoco estaba tan lejos,
puesto que el antiguo templo de K’rul se levantaba en su propia colina en el
distrito de las Haciendas.
Mezcla y Rapiña subieron con pasos pesados las escaleras hasta su
habitación. Eje se repantigó en un reservado. La sala común estaba vacía. El
historiador estaba arriba, dormido. Después de echar una corta cabezada, a
Eje su vejiga llena lo empujó a arrastrar los pies hasta la puerta de atrás, la de
la cocina. De cara al patio, asomado al gallinero, la leñera y la pocilga, Eje se
desató los pantalones y se alivió en el aire frío.
En pleno riego se quedó con la boca abierta, dio una sacudida, se mojó la
pernera con un chorro cálido y volvió a entrar dando traspiés y peleándose
con los pantalones.
—¡Rapiña! ¡Mezcla! ¡Por las tetas de Ascua, tenéis que venir a ver esto!
—¡Cállate! —fue la respuesta ahogada.
—¡No, en serio! ¡Es asombroso! Tenéis que verlo.
Arriba se oyeron unos pasos desplazándose cansinamente. La voz de
Rapiña llegó hasta abajo.
—Si solo eres tú buscándote tu soldadito, me voy a enfadar de verdad.
—¡Ja, ja! No. Estoy hablando en serio, joder.
—Está bien, está bien. —Apareció Rapiña metiéndose la camisa,
atándose los pantalones y dando zapatazos con las botas—. ¿Qué pasa?
—Fuera, atrás. Echad un vistazo.
—¿Qué? ¿Ha regresado Engendro de Luna?
—Algo así.
Rapiña se puso seria y miró a su compañero, no muy convencida. Se
subió los pantalones y se dirigió a la cocina. Eje la siguió.
Rapiña se detuvo ante la puerta abierta, se asomó y miró a derecha y
luego a izquierda. Detrás de ella, Eje daba saltitos de un pie a otro y se
frotaba los pantalones húmedos.
—¿Lo ves? ¿Eh, lo ves?
—¿Qué? ¿Los asombrosos pollos? ¿Bailan? ¿Cantan?
—¡No! No son… —La rodeó, se apretó contra la puerta y se quedó
mirando con los ojos guiñados a lo lejos—. Pero había… —Se volvió hacia
la mujerona y encorvó los hombros—. Había una cosa enorme, como una
cúpula, ahí. Sobre la cima de la colina…
Rapiña se limitó a sacudir la cabeza en un gesto de rechazo lento y
pesado. Se frotó el brazo donde las cicatrices marcaban un aro alrededor de la
carne y miró a lo lejos una vez más. Después le dio un empujón.
—Puto idiota —murmuró—. No me puedo creer que esté empezando a
echar de menos a Azogue.
Eje se quedó solo bajo el aire frío. Se dio la vuelta, observó la vista del
otro lado de las colinas del distrito de las Haciendas y bufó para sí.
—¿Qué aspecto tenía? —le preguntó alguien a su espalda.
Eje se dio la vuelta de un salto. Era Duiker, el viejo historiador. Lo saludó
con la cabeza.
—Era pálida. Como transparente o algo así. Grande. Como la luna. Se
parecía a la luna.
El historiador frunció el ceño con gesto pensativo tras la densa barba gris.
Clavó la mirada en Eje.
—Habéis estado días fuera. ¿Qué ha pasado?
—Te lo contaré con un poco de vino con especias.
—No nos queda.
Eje lanzó otra mirada suspicaz a las colinas.
—Entonces me voy a buscar un poco.

Torvald Nom despertó con unas garras de gato hundiéndosele en el pecho. Se


incorporó con una sacudida, jadeó y oyó que algo se caía rebotando de los
estantes bajo la ventana abierta. Se quedó sentado, tenso, los miembros
temblando por el sobresalto.
—¿Qué ocurre? —murmuró Tiserra, todavía adormilada.
—Por un momento pensé que te habías arrojado sobre mí y me habías
hundido las uñas en el pecho en un éxtasis de pasión, querida. Pero solo era el
gato.
—Qué bien —musitó ella contra la almohada.
Torvald suspiró y miró por la habitación en sombras.
—Bueno. Ya que estoy despierto, podría aprovechar y salir.
—Hmm.
—No te molestes. Tú no te precipites a prepararme el té, el pan y las
demás cosas para el trabajador de tu hombre.
—¿Hmm?
—Da igual. —Torvald se levantó.

Mientras atravesaba las calles en su camino al distrito de las Haciendas, se le


ocurrió que la ciudad estaba muy tranquila esa mañana. Sintió esa sensación
de expectación suspendida, el ambiente que algunos describían como
«cuando se contiene el aliento». Y él había tenido sueños muy extraños justo
antes de despertar de forma tan dolorosa. Lo que sí oyó fue un ruido que
estaba muy fuera de lugar. Lo reconoció solo por sus viajes tan lejos de su
ciudad natal. Porque era un sonido totalmente desconocido en Darujhistan: el
ritmo marcial de la soldadesca al marchar en formación. Se apresuró hacia
donde resonaba la marcha, el camino de Segundafila.
Se unió a una multitud de ciudadanos daru que había salido a contemplar
esa visión que solo se daba una vez en la vida. El alto travesaño del que
colgaba el estandarte que precedía a la columna declaraba su procedencia: el
cetro blanco sobre un campo negro, el cetro muy parecido a un orbe sujeto
por una garra erguida de un pájaro de presa. La garra desnuda del Imperio de
Malaz.
Infantería pesada de élite. Las franjas de campaña los distinguían como
veteranos de todos los enfrentamientos en aquellas, para ellos, extrañas tierras
genabackeñas. Portaban anchos escudos rectangulares ennegrecidos y
bordeados en color borgoña. Unas espadas cortas se mecían sujetas a los
costados. Las ballestas y las jabalinas viajaban atadas a las espaldas de los
soldados. La guardia de honor de la delegación malazana, unos doscientos
hombres. ¿Se retiraban?
—¿Qué está pasando? —le preguntó a un tipo de la multitud.
—¡El Imperio nos invade! —bramó el hombre, medio borracho.
Torvald hizo una mueca ante su mala suerte.
—Pues van en la dirección que no es —señaló.
—¡Ja, ja! —chilló el borracho—. ¡Los vencimos! ¡Anda y que os pudráis,
malditos extranjeros!
Torvald se alejó por si al puño de cota de malla malazano, temido con
toda razón, le daba por hacerse sentir. El final de la columna llegaba
desfilando. Unos oficiales montados aparecieron justo antes de una recua de
carros, carretas y reatas de monturas de refresco. Torvald observó que entre
los oficiales no se veía la figura calva y bastante gorda del embajador. Se
apresuró para llevar la noticia a su jefa, la cabeza de la casa familiar y por
tanto miembro del concejo, lady Varada.
Madrun lo dejó entrar en el complejo.
—Capitán —dijo el hombre con una inclinación. Torvald siempre
escuchaba con atención esa bienvenida, pero hasta el momento no había
detectado ni el menor matiz de insinceridad. Más que nunca lamentó la
ausencia de sus antiguos compañeros, Chamusco y Leff, que solían vigilar
esas puertas.
Al menos entonces él no era el eslabón más débil del personal de la
hacienda.
El castellano Estucerrojo lo recibió ante las puertas abiertas de la casa.
—Tengo órdenes de la señora —ceceó cuando Torvald pasó a su lado a
toda prisa.
—¿Sí?
—La señora está… enferma —murmuró Estucerrojo—. Sí. Eso es.
Bastante enferma.
Torvald olisqueó el aire.
—¿Qué es lo que huelo? ¿Se está quemando algo?
—Solo mis preparados. Se han quemado unas hojas poco comunes. Una
infusión que salió mal. —El extraño hombre se acercó más; los harapos y las
tiras de tela vaporosa con los que se envolvía se arrastraban detrás. Torvald
se apartó con un estremecimiento—. Parece cansado, malnutrido —continuó
Estucerrojo—. ¿Tiene problemas con su rendimiento sexual? ¿Quizá un
emplasto mineral para reequilibrar su animus?
—¿Reequilibrar mi qué? Eh, no. Gracias.
—Una pena.
—¿Enferma, dices? ¿Dónde está?
—La señora está… indispuesta.
—Indispuesta.
—Sí. Bastante. Dejó, sin embargo, instrucciones detalladas con respecto a
usted.
—¿A mí?
—Sí. Ningún otro.
—Entiendo. ¿Y esas instrucciones?
El hombre se arrimó todavía más, entrecerró los llorosos ojos verdes y los
clavó en Torvald.
—Hay un matiz colérico preocupante en usted. ¿Ha evacuado
últimamente?
—¿Eva-qué?
—Evacuado. Descargado sus desechos corporales.
—¡Ah! Sí.
—¿Y sus intestinos? ¿Cómo están?
—Sacrosantos, gracias.
—Es de lamentar. ¿Cómo voy entonces a continuar mi práctica?
Torvald se sorprendió.
—¿Eres purgador?
El hombre parpadeó con aire confundido.
—No.
Torvald observó a aquella desconcertante figura encorvada durante un
momento y después se aclaró la garganta.
—Y… ¿esas instrucciones?
—Sí. Ahora es usted el cabeza de la Casa Nom. Felicidades. —El
castellano se fue sin prisas.
Torvald se quedó inmóvil en el recibidor durante un buen rato. Después
subió como un huracán las escaleras hacia el despacho de su jefa. Estaba en
pleno proceso de registrar de arriba abajo su escritorio cuando alzó la cabeza
y vio la vaporosa aparición de Estucerrojo delante de él una vez más.
—Tiene que haber un error.
—Ninguno, se lo aseguro.
—¿Qué hay de Bellam?
—El joven Bellam sigue siendo heredero eventual.
—Pero… no puede ser oficial. Tiene que haber papeleo. Certificados y
demás.
El castellano sacó un pergamino de entre los pliegues de tela de su pecho.
—Los tengo aquí. Sellados y autentificados.
Torvald se derrumbó en la silla. Esa había sido su última esperanza. Se
irguió y alzó las cejas.
—¡Ajá! Pues yo señalo a otro. Alguien más. Cualquiera.
—Rallick Nom apoyará la elección de mi señora. Y también lo hará luego
la mayoría de la Casa.
Torvald se derrumbó una vez más. ¡Maldito fuera! ¡Pues claro que lo
haría, aunque solo fuera para evitar que lo nombraran a él!
Apoyó los codos en el escritorio y se sujetó la cabeza con las manos.
—Pero esto es terrible… ¡Tiserra me va a matar! ¡Me voy un día a
trabajar y cuando vuelvo a casa es hola querida, tu marido tiene un puesto en
el concejo! Menudo susto.
El castellano ladeó la cabeza.
—¿No se sentirá complacida?
—Tú no la conoces.
—Está en lo cierto. No la conozco. ¿Correspondería hacer las
presentaciones? ¿Un poco de té? Mi mezcla especial…
Torvald alzó las manos al aire.
—¡No! No, no, gracias. No es necesario.
Los hombros de Estucerrojo cayeron.
—Es de lamentar. ¿Con quién la voy a probar?
Torvald frunció el ceño.
—Bueno, ¿y ahora qué? ¿Qué hago?
—Debería registrar su nombramiento con el escribano del concejo, me
imagino.
—Ah. Gracias. Qué… práctico.
El castellano se inclinó.
—Mi único deseo es servir.

Torvald jamás había estado en la colina de la Majestad; de hecho, jamás


había soñado que tendría motivos para ir. Los guardias de la puerta inferior lo
detuvieron para inspeccionar sus papeles. Ante él se alzaban las escaleras que
recorrían de un lado a otro la ladera de la colina, bordeadas todo el camino
por monumentos, santuarios familiares, placas conmemorando victorias
(reales e inventadas) y otros grandes pronunciamientos destinados a
impresionar al lector con la virtud y generosidad de sus mecenas. Simple
autopropaganda, reflexionó Torvald, al cocer todo mengua.
Entrelazó las manos a la espalda y se meció sobre los tacones gastados de
sus viejas botas. Quizá esa actitud era justo lo que no se miraba bien en tan
prestigiosa colina.
Un escribano se inclinó cuando le devolvió los pergaminos con el
papeleo.
—Bienvenido, señor. Mis disculpas por el retraso. No vemos muchos
concejales aquí, en la puerta.
—¿No? ¿No los ven? ¿Y qué es lo que ven, entonces?
—Peticionarios, sobre todo. Apelantes y otros demandantes convocados,
o que esperan dirigirse a la asamblea. Y funcionarios menores, por supuesto.
—Ah. Entiendo. —Torvald se preguntó de forma vaga si lo acababan de
insultar de un modo muy sofisticado e indirecto. Teniendo en cuenta adónde
se dirigía, decidió que mejor sería que se acostumbrara a ello—. Bueno, ¿y
por dónde entran los miembros del concejo?
El hombre se inclinó, con un gesto afectado, le pareció a Torvald.
—Estos días la mayor parte coge el camino para carruajes del sur.
—Ah, bien. Quizá muchos sacarían provecho de entrar por aquí de vez en
cuando, ¿no le parece?
—Oh, sin lugar a dudas, señor —se apresuró a asentir el hombre, muy
serio.
Muy bueno en su trabajo, el tipo aquel, caviló Torvald. Esa puerta debía
de ser donde más se aprovechaban de los peticionarios. Un puesto codiciado.
Se despidió con una inclinación.
—Será mejor que me vaya, entonces.
—Una sabia decisión.
Torvald se alejó con una mueca. Maldita sea, se ha metido conmigo un
burócrata y yo me he dejado. Va a ser un día muy largo.

Al final, tras una subida bastante aburrida de unos tramos de escaleras


innecesariamente largos, entró en lo que parecía una recepción principal
bordeada por muchas puertas. Estaba… desierta. ¿Este sitio está cerrado?
Pero había alguien: oyó un ruido, un rugido apagado como de muchas voces
gritando. Pero ¿de dónde procedía?
Se oyó un portazo y apareció un escribano con túnicas y un fajo de
papeles en una mano, iba leyendo mientras se escabullía a toda prisa por la
sala.
Torvald se aclaró la garganta.
—Disculpe, podría decirme…
El hombre desapareció por otra puerta lateral. Torvald bajó el brazo. Una
puñetera conejera de los dioses. Metió la cabeza por esa puerta y vio otro
pasillo, también bordeado de puertas, si bien mucho menos ornamentadas. Se
le ocurrió que un viejo amigo suyo, un tipo bastante grande, sabría con
exactitud qué hacer en un sitio como ese. El sonido de otra puerta que se
abrió lo apartó. Otra funcionaria atravesaba el pasillo. Torvald se plantó
delante de ella.
La mujer regordeta estuvo a punto de chocar con él antes de detenerse y
parpadear, confusa.
—¿Sí?
Torvald le ofreció los papeles sin decir nada. La mujer lo examinó y
después se inclinó.
—Bienvenido, Casa Nom. Me ocuparé de que se registren en las oficinas
adecuadas. Sin duda ha venido para la asamblea del comité de dirección de
emergencia.
Le tocó entonces a él parpadear con gesto confundido.
—¿Disculpe?
—Por aquí, si tiene la bondad, señor.
Torvald siguió a la mujer por el largo pasillo; doblaron una serie de
esquinas y llegaron a unas altas puertas dobles. Dos guardias de la ciudad
bloqueaban la entrada. Tras las puertas se oía un rugido alborotado que
Torvald imaginaba que debía de ser el que prevalecía ante las puertas del
antiguo reino del Embozado.
Las manos de los guardias recayeron sobre sus espadas cortas.
—Esta es una sesión cerrada de emergencia —anunció uno, sonaba a
frase ensayada con cuidado.
La mujer asintió con una inclinación.
—Y el concejal Nom está aquí para participar.
La frente del guardia se arrugó. Se lamió los labios mientras parecía
revolver como un loco entre diferentes opciones. Las cejas se alisaron y
sonrió.
—Las cámaras están cerradas —recitó muy contento.
—¡Abran esas puertas! —resonó un rugido de toro detrás de Torvald, que
se giró en redondo.
Un tipo con aspecto de bhederin llegaba a toda prisa, sin afeitar, las galas
arrugadas, una mano en la frente y una mueca de dolor. La escribana se
inclinó.
—Concejal Coll.
Torvald se quedó mirando a pesar de sí mismo. Dioses benditos, ¿ese
concejal Coll? Aquel hombre era una leyenda en la ciudad.
El concejal ladeó la cabeza y miró con los ojos inyectados en sangre a
Torvald.
—Concejal Coll —murmuró la escribana—, permítame presentarle al
concejal Nom, recién investido.
Los ojos agotados y llorosos se abrieron más.
—Desde luego… ¿Me permite preguntar por la fascinadora lady Varada,
a quien he visto solo de lejos, al otro lado de la asamblea?
Una dentellada rancia de licores daru baratos brotó del hombre y Torvald
hizo lo que pudo por no cambiar de expresión.
—Eh…, su salud le impide participar… He venido yo en su lugar.
—Mi pesar para su familia, Nom. Y que la dama esté pronto recuperada.
Torvald buscó con frenesí algo igual de cortés y sofisticado que decir.
—Eh, nuestro agradecimiento. —¡Maravilloso! Lo tuyo ha sido un
comienzo deslumbrante, chaval.
Pero la atención del concejal Coll ya se había concentrado en las puertas
cerradas y los guardias.
—¿Todavía aquí? —exigió.
—Por supuesto que usted puede entrar, concejal. Pero este otro…
Coll le arrancó de un golpe a la escribana el fajo de papeles que sostenía:
los documentos de Torvald. Agitó las páginas, que aletearon con sus sellos de
cera y sus cintas de colores, ante las caras de los guardias.
—¿Ven estos certificados? ¡Este hombre tiene tanto derecho a asistir
como yo!
Los guardias miraron el fajo, todo escrito en una letra diminuta como
patas de araña, con el mismo pavor que los soldados que guarnecen una
empalizada de madera observan acercarse un onagro de asedio. La resistencia
se derrumbó y se hicieron a un lado.
La escribana abrió de un empujón las dos hojas de la puerta. Y cuando
pasaron al interior, se le ocurrió a Torvald que una burocracia impenetrable
era en verdad más poderosa que cualquier espada.
Se encontraban en lo alto de un anfiteatro semicircular de asientos. La
vista le recordó a Torvald a una representación de una esquina del reino del
Embozado: una prisión inmensa para reyes y déspotas, todos discutiendo por
quién estaba al mando, cuando, en realidad, a ninguno de los muertos de
fuera les importaba lo que pasaba dentro de esos altos muros.
El centro del anfiteatro estaba repleto de la flor y nata de la aristocracia de
la ciudad. Todos de pie, hablando a la vez, muchos con la cara colorada y
algunos agitando las manos, exasperados. Algunos papeles arrojados de vez
en cuando aleteaban sobre la multitud, o un chillido más fuerte que otros
atravesaba el estrépito, pero en general solo se oía un torrente ininteligible de
voces.
—Bienvenido al concejo —le dijo la escribana, que tuvo que gritar para
hacerse oír, aunque estaba justo al lado de Torvald.
—Inspirador —respondió él, para sí por supuesto, puesto que nadie
podría haberlo oído, ni le hubiera importado, si a eso iban.
La mujer se retiró de espaldas y cerró las puertas tras salir. El concejal
Coll lo cogió por el brazo y lo llevó a toda prisa escaleras abajo.
—Muy agradecido —comentó Torvald.
—Puede agradecérmelo jurando darme su primer voto.
Una promesa que a Torvald le pareció de un peligro extremo, pero
también sabía que el honor dictaba que no tenía alternativa. Mejor fingir que
ese era el caso, entonces.
Se oyeron unos grandes golpes excepcionalmente bruscos que Torvald
identificó como provenientes de un hombre delgado que estaba de pie sobre
la palestra y que aporreaba el atril con una piedra.
—¡Orden! —bramaba con una voz sorprendente por lo dominante—.
¡Orden!
El clamor fue disminuyendo poco a poco y los concejales lo miraron en
silencio, solo quedó un único anciano que agitaba los brazos y gritaba.
—¡Os lo estoy diciendo, todo iría sobre ruedas si todo el mundo hiciera lo
que les digo!
—¡Eso, eso! —respondió alguien a gritos, y todos estallaron en aplausos.
El anciano miró a su alrededor con ojos de miope y luego se dio la vuelta
a toda prisa, muy colorado.
—Tiene la palabra el concejal Lim —anunció un escribano en medio del
silencio.
Se le ocurrió a Torvald que la multitud que rodeaba el atril central era de
solo unos cincuenta miembros del consejo, pero en el anfiteatro podían
sentarse cientos.
—¿Dónde está todo el mundo? —le susurró a Coll.
—Es un puñetero truco —respondió Coll en voz baja y fiera—. Hay un
comité de dirección de emergencia no muy conocido que puede convocarse
en caso de incendios y demás. Solo los que estén lo bastante cerca como para
participar. El quórum es treinta. Por suerte yo estaba cerca…, durmiendo en
mi despacho.
Desmayado, dirás. Así que un subcomité de emergencia del concejo. Pero
¿para decidir qué?
En el atril, Lim se alzaba alto y delgado como un poste; la costosa ropa,
pantalones y camisa oscura de seda, acentuaban su estilizada figura. Levantó
los brazos para pedir silencio.
¿Así que Lim, eh? Torvald creía haber oído en algún sitio que Shardan
Lim estaba muerto.
—Gracias —empezó aquel tipo—. Compañeros del concejo, la bella
Darujhistan ha capeado acontecimientos asombrosos en los últimos tiempos.
Muchos de vosotros, yo incluido, sin duda desearíamos que la historia nos
pasara de largo por una vez y nos permitiera disfrutar de la paz que nos
hemos ganado para atender con tranquilidad nuestros campos y contemplar a
nuestros hijos jugar…
Torvald lanzó un bufido: aquel hombre parecía tan pacífico y compasivo
como una víbora. Coll se rio por lo bajo. Torvald lo miró y lo vio guiñarle el
ojo.
—¿Qué pasa?
A modo de respuesta, el otro señaló al frente.
—Oigamos lo que dice Lim.
—Ese no es Shardan Lim, ¿no?
—Ah. Pues sí que es usted nuevo. No, ese es Jeshin Lim. Su primo.
Torvald gruñó. Él nunca había oído hablar de un tal Jeshin Lim. Claro
que seguro que tampoco había oído hablar nunca de la mayor parte de los
hombres y las mujeres de aquella sala. El caballero había estado hablando
todo el rato, ofreciendo una prolija y tranquilizadora introducción al curso de
acción que deseaba sugerir. Por fin llegó la sustancia del discurso.
—… y, por tanto, queda claro que esta huida súbita e inesperada de todos
los moranthianos presentes en la ciudad, combinada con la igual de repentina
retirada de sus aliados, las dotaciones del Imperio de Malaz que manchaban
nuestra bella ciudad, solo pueden significar una cosa: ¡la primera etapa de un
inicio planeado y coordinado de hostilidades contra la libertad e
independencia de Darujhistan!
El salón volvió a estallar en un ruido caótico. La mayor parte vitoreó para
expresar a voces su apoyo a aquella afirmación. Solo unos cuantos gritaron su
rechazo.
Torvald y Coll permanecieron en silencio. Torvald se inclinó hacia Coll.
—¿Por qué lo dice todo dos veces?
—Ah. Es retórica antigua. Es un tanto tradicionalista, nuestro Jeshin.
Nuevo en la asamblea, sí, señor. Pero es mucho el dinero que lo respalda.
Tan cerca del hombre, Torvald observó que si bien el tamaño de Coll era
impresionante, se había convertido todo en grasa. Y aunque lo rodeaba un
fuerte miasma de licores daru, no parecía borracho.
—¿Y qué propone usted? —La voz sarcástica de un anciano interrumpió
los gritos.
Las estridentes discusiones se apagaron mientras todos esperaban la
respuesta de Lim.
Coll hizo un ademán hacia un lado para señalar al que había hablado: un
tipo muy mayor, delgado y erguido, el cabello era un seto gris que le rodeaba
el cráneo.
—El concejal D’Arle.
—¿Va usted a reunir las tropas? —continuó el anciano con tono mordaz
—. ¿Convocar a la Marina? Pero espere…, ¡no tenemos! ¡Y los malazanos lo
saben! Si quisieran ocuparnos, lo habrían hecho hace mucho tiempo.
El concejal Lim estaba sacudiendo la cabeza.
—Con todo respeto a la Casa D’Arle, eso no es así. Lo cierto es que los
malazanos sí que han intentado anexionarnos a su Imperio, pero tales
esfuerzos han, hasta el momento, fracasado, pues o bien los han derrotado las
circunstancias o la concurrencia de desafíos que los han apartado de sus
planes, como los painitas, al sur. Ahora, sin embargo, una vez aplastada dicha
amenaza, y con Engendro de Luna también eliminado del panorama, ahora
parece claro que los malazanos creen que es el momento de someter a nuestra
bella ciudad.
—¿Entonces tiene usted una propuesta —exigió el concejal D’Arle—
oculta por alguna parte entre tanto bombo y platillo?
—Me cae bien este tipo —le susurró Torvald a Coll.
Una sonrisa tensa de Coll.
—Una triste historia familiar, esa.
El concejal Lim, haciendo gala de una paciencia sorprendente, inclinó la
cabeza para asentir.
—La tengo. Propongo que esta asamblea de emergencia del concejo vote
ahora la investidura de la antigua dignidad creada precisamente para este tipo
de crisis poco comunes. Estoy hablando, por supuesto, del cargo temporal y
limitado de legado del concejo.
La mano carnosa de Coll se cerró sobre el hombro de Torvald hasta
hacerle daño.
—¡Será malnacido! —siseó, y con el susurro emitió una nube de alcohol
rancio—. ¡No puede hacer eso! —bramó a toda la sala.
Las finas cejas de Lim se alzaron.
—Veo que tenemos la buena fortuna en este momento de amenaza de
tener al concejal Coll con nosotros. Usted tiene una propuesta para los
presentes, ¿no?
—¡Solo que el cargo de legado se abolió hace siglos a causa de sus
abusos!
—¡Eso! ¡Sí, señor! —exclamó el concejal D’Arle.
—Una decisión equivocada y con poca visión —respondió Lim—. ¿Pues
de qué otro modo puede responder la ciudad con rapidez y autoridad a las
emergencias repentinas?
Entre los concejales reunidos se alzó una ovación. Coll sacudió la cabeza
con lentitud.
—Una baraja con las cartas marcadas, como suele decirse —le murmuró
a Torvald.
—Votaremos ahora la reinstauración del cargo de legado temporal del
concejo —exclamó el escribano—. Los que estén a favor que alcen la mano.
Casi todos levantaron la mano. Coll y Torvald no.
—Propuesta aprobada —anunció el escribano.
Una gran ovación respondió al pronunciamiento. Los concejales se
felicitaron entre sí, se palmearon espaldas y se estrecharon manos. La
celebración a Torvald le parecía prematura, puesto que todavía no habían
hecho nada real.
El concejal D’Arle se abrió camino hacia el frente.
—¿Y supongo que usted quiere presentar su nombre para el cargo? —En
su voz había un matiz gélido de desprecio.
Lim se inclinó.
—Sí. Puesto que el concejal D’Arle ha sido tan amable de mencionarlo.
Las mandíbulas del anciano concejal se cerraron de golpe.
—¡Apoyo la propuesta! —gritó otro concejal.
Se le ocurrió a Torvald que el hombre que estaba con él debía de ser el
único concejal que podía presumir de tener adiestramiento o experiencia
militar directa, y que se les estaba acabando el tiempo.
—¡Yo nomino al concejal Coll! —gritó.
—En el nombre de Oponn, ¿se puede saber qué está haciendo? —dijo
Coll con los dientes apretados.
Un gran silencio respondió al grito. El concejal Lim entrecerró los ojos y
miró a Torvald. Una expresión de desagrado arrugó su rostro pálido y sin
carne.
—¿Y usted es…?
—Nom, Torvald Nom.
—Concejal —siseó Coll.
—¡Concejal! Eh, Nom.
Lim inclinó la cabeza a modo de saludo.
—Ya veo. Bienvenida, entonces, la Casa Nom, tanto tiempo ausente de
estos procedimientos. Tenemos una nominación en el parqué. ¿La secunda
alguien?
Silencio, y luego se oyó la voz de una mujer joven.
—Yo la secundo.
Torvald se sentó y se encontró a Coll mirándolo con furia.
—No sé si darle las gracias o ponerlo de vuelta y media —rezongó el
hombre.
—¿No cree que debería ser usted el legado?
—Si la razón y la lógica gobernaran el mundo, nadie sería legado. Pero
no lo gobiernan. Lo gobiernan el poder y la influencia. Y yo no tengo
ninguna de las dos cosas. Siento decir que hoy se ha ganado usted unos
cuantos enemigos, amigo mío.
—Bueno, entonces empezamos bien. ¿Quién fue la que secundó?
—La consejera Redda Orr. La mayor parte dice que es demasiado joven
para sentarse en el concejo, pero tiene una mente política muy perspicaz y
creció en estas salas.
—¿Amiga suya?
—No. Solo odia a la casa Lim. Les echa la culpa de la muerte de su
padre.
—Ah. —Un poco tarde ya se le ocurrió a Torvald que acababa de meterse
de un salto en una especie de bronca general de gladiadores sin conocer
ninguna de las reglas ni a los jugadores. Claro que, ¿por qué habría de
cambiar las costumbres de toda una vida? Él siempre había jugado con fuego.
Qué más daba el magro historial que iba dejando a su paso, estaba vivo, ¿no?
Había muchos otros que no podían presumir ni de eso.
—Muy bien —anunció el escribano—. Ahora votaremos la nominación
del concejal Lim al cargo de legado temporal del concejo. ¿Todos a favor?
Se alzaron casi todas las manos. El escribano hizo un recuento rápido.
—Tenemos una mayoría de cuarenta y dos votos. Nominación aprobada.
Esa vez un silencio aturdido respondió al anuncio, como si los reunidos
no pudieran creer que lo habían conseguido de verdad. Entonces se alzó una
enorme ovación con concejales riendo y estirando los brazos para estrechar
las manos de Lim y abrazarse entre sí.
—Me pregunto cuánto cuesta todo esto —murmuró Coll en medio del
clamor—. Una fortuna familiar, me imagino.
Hablando de dinero, se le ocurrió a Torvald que todavía tenía que darle la
noticia a Tis. Quizá debería hacer una visita a la Bolsa de los Floristas antes
de regresar a casa. Y siguiendo con el tema de objetos costosos, ¿hasta qué
punto eran ingentes sus nuevos ingresos procedentes de tan prestigioso
puesto?
—Discúlpeme por ser tan maleducado, amigo Coll…, pero ¿cuál es la
paga por asistir a esta asamblea?
El grandullón frunció el ceño. Las densas cejas canosas se arracimaron
sobre los ojos y casi los oscurecieron.
—¿Paga? No hay ninguna paga asociada a un asiento en el concejo. Es un
servicio. Una obligación cívica. Sin embargo —y ahí el hombre tuvo que
hacer un esfuerzo por mantener la compostura—, el dinero sí que fluye hacia
los miembros… en relación directa con su poder e influencia sobre el
concejo…
Torvald se derrumbó sobre un asiento cercano. En otras palabras, su
salario ascendería a la impresionante suma de cero. Quizá en el futuro
inmediato sería mejor que evitara regresar a casa…

Unos golpes impacientes llevaron a Jess con paso pesado una vez más a las
puertas de la taberna del Fénix. Levantó el pestillo para asomarse,
parpadeando y haciendo muecas, a la luz deslumbrante de la mañana. Una
figura alta y oscura la rozó al rodearla, imperiosa.
—No…, ah, es usted —dijo con un parpadeo. Se fue hacia la cocina para
despertar a Chud arrastrando los pies.
Rallick cruzó hasta la mesa del fondo, que permanecía cubierta de
pegotes de cera antigua, con manchas de vino tinto de Rhivi derramado. La
atestaban botellas vacías de vino y había migas esparcidas como los restos de
una guerra.
Jess llegó arrastrando los pies y le ofreció un vaso de té humeante.
Rallick lo cogió.
—Gracias. —Sopló en el vasito y después tomó un sorbo—. Bueno,
¿dónde está?
Jess alzó una ceja y miró a aquel hombre, un hombre que se rumoreaba
que era el amante de Vorcan, en otro tiempo jefa del gremio de asesinos de la
ciudad. Y por tanto para ella un hombre que imponía una gran tensión…
física. Mantuvo los ojos clavados en él.
—¿Dónde está quién?
—El sapo…, el autoproclamado Anguila. El gordo.
La chica abarcó la mesa con un brazo.
—Pues justo… —Se quedó mirando con la boca abierta—. ¡Por las tetas
de Fanderay! ¡No está! ¡Se ha largado! ¿Dónde se ha metido? —Se tapó la
boca con una mano—. Oh, por la misericordia de Ascua…, ¿quién va a pagar
la cuenta? ¿Ha visto el tamaño de su cuenta?
Rallick le devolvió el vaso.
—No. Ni ganas, muchas gracias. —Se dirigió a la puerta.
—¿Adónde va?
Rallick respondió sin detenerse.
—Me parece que es cosa mía ajustar las cuentas, Jess. Da la sensación de
que soy el único por aquí dispuesto a hacerlo.
De todos los hombres y mujeres que había visto en la taberna del Fénix,
siempre le había parecido a Jess que Rallick era el que podía liquidar
cualquier deuda. Pero aquella era enorme, joder.

Rallick empujó la puerta ornamental de hierro forjado que daba entrada a los
terrenos de la modesta hacienda del alquimista Baruk. Recorrió el sendero
curvo de losas y pasó junto a discretas plantaciones de arbustos de flores. En
una fuentecilla, un tintineo de agua caía de la boca de un ánfora sujeta por el
hombro de piedra de un niño. Las hojas atestaban la superficie del estanque, y
también algo más: un desecho, o un poco de basura traída por el viento. El
rostro fino de Rallick se alargó todavía más y acentuó las profundas líneas
que le enmarcaban la boca.
Los terrenos de Baruk siempre estaban inmaculados.
Se puso un par de guantes de cuero y extrajo la basura de las hojas
empapadas. Una carta. Una carta de una lujosa baraja de los Dragones hecha
por encargo. Empañada, y chamuscada por las llamas. Le dio la vuelta y
gruñó. Una carta de gobierno: la Corona. La dejó caer otra vez en el agua
reluciente.
La puerta principal no tenía el cerrojo puesto. Levantó el pestillo y
empujó. Dentro reinaba la destrucción. Trozos de urnas de cerámica y costosa
cristalería salpicaba la alfombra de la entrada. Habían arrojado los cuadros al
suelo y habían volcado los muebles.
Rallick se puso en cuclillas justo antes de cruzar el umbral. Sacó unos
trozos de madera y metal de sus bolsillos y de la cintura hasta que pudo
montar una ballesta de tamaño medio, las partes de metal reforzadas. El tipo
de arma que provocaría un arresto inmediato si alguien la veía.
La cargó y la amartilló metiendo un pie en el estribo y tirando. Después
se cruzó de brazos y acunó el arma contra su pecho.
—¿Roald? —exclamó—. ¿Hola? ¿Hay alguien?
No hubo respuesta. Oyó el viento que pasaba rozando las ramas cercanas;
un carruaje bajó por uno de los callejones que bordeaban la hacienda, su
presencia anunciada por las estruendosas llantas de metal. A la luz del sol,
Rallick estudió el tejido de la alfombra que cubría la entrada.
Zapatillas lisas y gastadas. El pie estrecho, grácil. Pero la impresión es
muy pesada. Una mujer. ¿Delgada pero corpulenta? Entra y luego se va.
Pisó unos fragmentos al irse. ¿Algún vándalo? Ninguna otra visita
reciente…, salvo… el más fantasmal de los indicios. Un roce de la suntuosa
trama, como de unos pies embutidos en mocasines, pies anchos, abiertos, que
se deslizan de un lado a otro, sin alzarse jamás, entrando y saliendo también.
Y vino antes de que llegara la mujer, puesto que sus huellas ocultan estas
otras. Un acertijo interesante.
Se levantó y entró con mucha cautela. A lo largo de los años había hecho
alguna que otra cosa para Baruk; trabajos que no supusieran asesinatos,
recopilación de información, rastreo de personas, búsqueda de objetos poco
comunes, y ese tipo de asuntos. Al igual que Kruppe, Murillio y a veces Coll.
De hecho, había sido ese trabajo el que los había unido. Los cuatro cómplices
menos probables que uno pudiera imaginarse. En cualquier caso, él sabía lo
suficiente como para no cruzar ese umbral concreto a lo loco.
Pero otros ya habían entrado, sin sufrir mayores daños, por lo que él
podía discernir. Se asomó a la puerta que tenía más cerca en aquel vestíbulo.
Una especie de sala de espera. Un desastre absoluto y sin sentido. Todo roto,
esparcido por el suelo. Vandalismo. Simple y puro revanchismo juvenil.
Siguió adelante. Subió por las estrechas escaleras de la torre y se encontró
aposentos destrozados de forma similar. De momento no podía decir si la
intrusa había ido buscando algo concreto y había desahogado su frustración al
no descubrirlo, o si esa destrucción, o insulto, había sido el propósito
principal de la visita desde el comienzo.
Echó un vistazo dentro de lo que parecía haber sido una especie de taller.
Fragmentos de esferas de un cristal delicado cubrían el suelo desnudo de
piedra, al igual que los restos destrozados de libros y pergaminos
desgarrados. De los bancos de trabajo se había barrido todo el desorden, que
en ese momento atestaba el suelo en montones enmarañados.
Aplastó con el pie un fragmento de cristal y un arca se abrió de repente al
otro lado de la habitación. La ballesta de Rallick se levantó de golpe y
pareció apuntar sola, únicamente para caer otra vez; un familiar, o demonio,
achaparrado y con aspecto de sapo, se asomaba por el borde, los ojos
ambarinos muy abiertos de miedo.
—¡Se fue! —graznó—. ¡Fuera! ¡Ay, madre!
Rallick frunció el ceño y la expresión de su boca cayó todavía más.
—¿Quién? ¿Quién está fuera?
—¡Insinuador se fue! Fuera. ¡Ay, madre!
¿Insinuador? ¿Como el Insinuador de la vieja historia de fantasmas de la
torre del Insinuador?
—¿Dónde está Baruk?
—¡Se fue! ¡Ay, madre!
—Y el lugar saqueado —murmuró Rallick, más bien para sí.
—No todo. —Y las garras del demonio le taparon la boca de golpe.
Con una sacudida de la ballesta, Rallick le indicó a la criatura que saliera
del arca.
El demonio lo llevó por la estrecha escalera de caracol, que siguió
descendiendo más allá de la planta baja, pasando por un piso tras otro de
alojamientos, almacenes y talleres. Rallick no tenía ni idea de que el lugar era
tan extenso. Desde fuera parecía muy pequeño. La criatura se paró en lo que
parecía el piso más bajo. Rallick encendió un farol montado en el muro y lo
levantó para mirar a su alrededor. La habitación estaba casi vacía, sin apenas
muebles. Aquí no hay nada que destrozar. Antiguas inscripciones cubrían el
suelo en círculos cada vez más estrechos. Viejas herramientas de metal
bordeaban las paredes: tenazas, martillos, una pequeña forja portátil, unos
yunques combinados. El demonio anadeó hasta un pesado cofre de metal
apoyado contra un muro, solo para echarse atrás como si lo hubieran
golpeado.
—¡Oh, no! —farfulló—. ¡Fuera! ¡Fuera! —Se dio una palmada en la
cabeza calva con las garras de sus manos diminutas y empezó a saltar de un
pie a otro.
—¿Qué está fuera?
—¡Hombrón espeluznante nos aplasta con martillo por esto! ¡Oh, no!
¿Martillo?
Rallick cruzó el espacio que lo separaba del cofre. Estaba construido con
unas placas gruesas de metal. En el frente un candado colgaba abierto. Tiró
de la tapa y no consiguió abrirla. Dejó la ballesta en el suelo, colocó una
mano en cada lado de la tapa y la levantó. El metal chirrió y fue subiendo
poco a poco. Rallick siguió tirando con un jadeo y consiguió hacer palanca
hasta que pudo echar la tapa con un estruendo metálico contra la pared de
piedra. Era un palmo entero de grosor de metal apagado.
—Mucho plomo —murmuró.
—¡Plomo no! —respondió la criatura—. ¡Metal que mata magia!
Rallick se apartó con un estremecimiento del cofre. ¿Otataralita? ¿Una
caja entera de ese metal? ¡Beru nos libre! ¡Pero si con una onza de esto un
hombre haría una fortuna!
Dentro, unos metros de seda blanca forraban el fondo, vacío.
El demonio estaba lloriqueando con las manos en la cabeza.
—¡Hombrón espeluznante no debe saberlo! ¡Nos aplastará a todos!
Había algo esparcido por las piedras polvorientas del suelo, junto al cofre.
Rallick se inclinó para estudiar la porquería. Migas. Y al lado una mancha
circular… ¿como de una copa de vino? Metió un dedo entre las migas y se lo
llevó a la boca. ¿Migas de masa de pastel?
Se irguió y se dirigió al demonio casi sin darse cuenta.
—¿Qué había en el cofre?
El demonio se estaba apretando el cuello con las manos.
—¡Las más terribles y horribles posesiones del amo! —se atragantó
mientras se asfixiaba solo—. Copos. Astillitas espeluznantes.
—¿Astillas de qué?
El rostro ya rojo de la criatura había adquirido un tono carmín brillante.
Se le saltaban los ojos ambarinos.
—¡Astillas de muerte! —farfulló con lo que pareció un último aliento
antes de caer, el gordo estómago palpitándole.
Rallick contempló el cofre vacío de otataralita. ¿Astillas de muerte?

Went, Filless y Scarlon, los tres magos de cuadro destinados al contingente


del Quinto del embajador Aragan, estaban muy atareados en el sótano de la
embajada clasificando expedientes para su destrucción. Ninguno notó la
presencia de la joven delgada hasta que carraspeó. Los tres levantaron la vista
de las carpetas y los fajos atados con cuerdas de órdenes y resúmenes
logísticos y se quedaron mirando, perplejos, lo que parecía una bailarina
ataviada con túnicas blancas sueltas y pulseras de plata que le tintineaban en
las muñecas.
—¿Te has perdido, niña? —preguntó Filles, la primera en recuperar la
capacidad de hablar.
—Vosotros tres constituís el último cuadro completo de magos del
Imperio en este teatro de operaciones, ¿no es cierto? —inquirió la chica, y
esbozó una sonrisa recatada.
Los tres intercambiaron miradas extrañadas.
—¿Eres una invitada del embajador…? —sugirió Scarlon con cierta
vacilación.
La chica pálida se levantó la larga melena de cabello negro y se la anudó.
—No. Soy lo último que vais a ver.
Los tres se lanzaron a cubierto e invocaron sus sendas; ninguno vivió lo
suficiente para canalizarlas. Filless fue la última en morir, y la que más costó,
puesto que no era solo maga de Denul, sino también la última garra del
contingente.
Se tardó medio día en descubrir el desastre.

El embajador Aragan revolvió a patadas los escombros de papeles


chamuscados, mesas destruidas, sangre y carpetas manchadas de rojo que
atestaban el sótano. Su ayudante, Dreshen, se mantenía a cierta distancia, al
igual que la escolta de marines reunidos a toda prisa.
El embajador estaba de un humor pésimo.
—¿Nadie oyó nada? ¿Ni un triste ruido? —preguntó mientras se volvía
hacia ellos.
—No, señor —respondió Dreshen con una mueca.
—Alguien entra en la propiedad, resulta que encuentra a los tres magos
de nuestro cuadro todos juntos en la misma habitación, los mata a todos, ¿y
me dice que no se oye ni pío?
—Sí, señor.
—¡Y por supuesto los únicos con los que podía contarse para que
percibieran algo resulta que son los tres que están tirados aquí!
—Sí, señor.
Dreshen tragó saliva para asentar el estómago mientras el embajador se
agachaba junto al cuerpo desfigurado de Filless; a la mujer le habían
arrancado la cara, en apariencia obra de unas hojas irregulares, y el estómago
se lo habían abierto en canal, las entrañas formaban bucles que le caían sobre
el regazo. Aragan se quedó mirando de mal humor al cadáver y le pasó a la
mujer una mano por los ojos fijos para cerrárselos. Dreshen sintió que se le
debilitaban las rodillas al ver tanta víscera fibrosa rosa y azulada.
Aragan utilizó parte de los papeles esparcidos para limpiarse la sangre de
las manos. Se levantó y empezó a pasearse otra vez.
—Una acción de guerra, capitán. Una acción de guerra del puñetero
Osserc.
—Sí, señor.
—En la Academia esto es lo que se llamaría un «ataque preventivo».
—¿Señor?
—A todos los efectos ahora estamos aislados, ¿no es cierto, capitán?
—Ah. Sí, señor.
—Las comunicaciones cortadas por completo. No hay magos del cuadro
para ponerse en contacto con Unta. No hay acceso a la senda Imperial. —
Aragan se volvió—. Tendrá que haber algún talento entre las filas, ¿no?
—Solo cosas menores, señor. Ninguno adiestrado en los protocolos del
cuadro.
El embajador se quedó quieto, en apariencia pensando. Tenía esa postura
de los hombres anchos, con las piernas muy abiertas, cuando en realidad
buena parte de su tamaño se concentraba en un gran círculo alrededor de la
cintura. Se tiró del labio inferior, la boca en un mohín serio de disgusto y
enfado.
—Una acción de guerra… —caviló—. ¡Alguien ha hecho sus primeros
movimientos contra nosotros y ni siquiera sabemos a quién nos enfrentamos!
Vamos muy rezagados, demasiado. —Señaló a Dreshen—. ¿Qué hay del
puño K’ess? Debe tener un cuadro.
Dreshen asintió con gesto pensativo.
—Sí, pero nadie que le sobre, estoy seguro. Todavía están luchando en el
norte.
Aragan lanzó un gruñido a modo de asentimiento.
—¿Y la puño Steppen?
Su ayudante ladeó la cabeza.
—No creo que haya ningún cuadro activo en el sur.
Aragan miró el techo bajo. ¡Dioses! ¡Que el imperio de Escalofrío,
Velajada y Tayschrenn se vea reducido a esto! ¡Sería para reírse si no fuera
una puta tragedia! Muy bien, si va a ser la guerra, entonces será la guerra.
Cruzó el espacio que lo separaba de las escaleras. Su escolta se apartó
para dejarlo pasar. El embajador se detuvo delante de su asistente.
—Coja la caja, capitán.
Dreshen frunció el ceño, inseguro.
—¿La caja, señor?
—Sí. La caja.
Las cejas finas y pálidas de Dreshen se alzaron.
—¡Ah! La caja. Sí, señor. ¿Aquí?
El embajador miró por el sótano y negó con la cabeza.
—No. Arriba.

Aragan esperó en su despacho, las manos entrelazadas a la espalda. Por fin


entró el capitán Dreshen seguido por dos marines que llevaban un pequeño
baúl de viaje bastante estropeado que dejaron caer con un golpe seco en una
mesa. Aragan les ordenó a los marines con un gesto que salieran. Fue a coger
las hebillas que sujetaban las tiras de cuero que rodeaban la caja de hierro,
pero dudó en el último momento y miró a Dreshen.
—Bueno, esperemos que yo tenga permiso para abrir esto.
El capitán esbozó una sonrisa forzada.
—Por supuesto, señor.
Aragan desabrochó las hebillas, abrió los cerrojos y levantó la tapa.
Dentro había un objeto largo y delgado envuelto en cueros engrasados. El
capitán estudió el objeto, desconcertado. Lo cierto era que no tenía ni idea de
qué había en la caja, aparte de que todos los magos del cuadro lo
consideraban el artefacto más importante que poseía el Quinto Ejército.
Aragan quitó el paño engrasado y Dreshen contuvo el aliento y dio un
paso atrás. Que Ascua, Oponn y Fanderay me protejan. No. No puede ser…
Con la boca muy abierta en una mueca de satisfacción, Aragan levantó el
objeto con una mano. Era más o menos del tamaño de un cuchillo largo. Un
extremo era una hoja afilada y el otro estaba esculpido en forma de una pata
de pájaro con tres garras que sujetaba un orbe escarchado de vidrio o cristal.
Un cetro imperial.
Aragan clavó de un golpe el artefacto en la mesa. La punta
resplandeciente se hincó en la madera y el cetro quedó erguido, con un ligero
ángulo. Aragan apoyó los puños en la mesa, a ambos lados, y estudió el orbe.
A pesar de su asombro, Dreshen también se inclinó hacia delante. Aragan se
aclaró la garganta.
—Les habla el embajador Aragan, en Darujhistan. No sé si hay alguien
escuchando, o si este mensaje llegará a alguien, pero debo informar de que el
cuadro de magos que quedaba en el Quinto ha muerto. Han sido asesinados.
La maga del cuadro Filless quizá haya informado también que nuestros
aliados, los moranthianos, han huido de la ciudad… aterrados, por lo que yo
he visto. Aquí está ocurriendo algo y lo que sea se ha movido contra
nosotros. Este es el único canal de comunicación que nos queda con el
mando. Si Unta valora Darujhistan, debe enviar algún tipo de ayuda. Eso es
todo.
El embajador se apartó de la mesa, se irguió con los brazos cruzados y
contempló el cetro. Dreshen también observaba, aunque no tenía ni idea de
qué esperaba.
Tras un silencio prolongado durante el que, en apariencia, no cambió
nada en el estado del cetro, Dreshen tosió en un puño.
—¿Cuánto tiempo —empezó a decir— hasta que…?
—¿Hasta que sepamos algo?, ¿hasta que respondan… o si alguien va a
responder siquiera? —Aragan encogió los hombros redondos—. Quién sabe.
—Miró por la habitación—. Hasta entonces quiero esta habitación sellada y
vigilada. ¿De acuerdo, capitán?
—Sí, señor.
Cerraron y sellaron todas las puertas, y la última la cerraron con llave tras
ellos. Mientras Aragan esperaba, el capitán Dreshen fue a buscar a dos
marines para apostarlos ante la puerta.
Detrás, en la penumbra del despacho, la única luz era el fulgor que
entraba por los listones de las puertas plegables de la terraza, que habían
cerrado y bloqueado por dentro. Y podría haber sido un truco de esa luz
incierta, pero en las profundidades del orbe se despertó una luz trémula y las
nubes, como una tormenta de nieve, empezaron a revolverse.

Cuando Eje por fin se despertó con un sobresalto, completamente vestido en


su catre, se echó hacia atrás y se sujetó la cabeza con un gemido. No iba a
volver a beber hidromiel barghastiana. Nunca más. Ni templada, como la
había tomado con Duiker. Y ahora que lo pensaba, el historiador había
bebido poco más que un vasito de la jarra.
Con la cabeza muy quieta por miedo a que se le cayese, bajó con mucho
cuidado las escaleras hasta la sala común. Por la luz que entraba a raudales a
través de las pocas ventanas del bar-templo vio que ya había caído la tarde.
Pues sí que dormí casi todo el puto día. Mala señal. La disciplina se está
yendo al garete.
En el bar había algo que vender otra vez y unos cuantos de los habituales
habían vuelto a sentarse solos en mesas y reservados. Borrachos
impenitentes, del primero al último, se pasaban el día manteniendo con mano
experta un estado constante de atontamiento que rayaba en la inconsciencia.
Cuando los miraba, a Eje a veces le preocupaba llevar el mismo camino. Pero
por alguna razón ese miedo abstracto no era suficiente para impedirle coger la
gran cogorza siempre que era posible.
Le sorprendió ver un tipo alto y bien vestido sentado con el historiador y
se acomodó poco a poco en una silla de la misma mesa. Los dos más
maduros compartieron una mirada cómplice y divertida.
—¿Te apetece otra para ahuyentar la que llevas? —preguntó Duiker.
Eje le mostró los dientes.
—Qué cabrón.
El historiador, un hombre adusto en el mejor de los casos, le dedicó la
sonrisa de una calavera. Señaló a su compañero.
—Pescador, Eje.
El bardo saludó con la cabeza, la cara muy tensa, y Eje reconoció en el
gesto la reacción más educada posible que podía obtener a su camisa de pelo,
que nunca lavaba. Le sorprendió que ese fuera el tipo del que habían hablado
Rapiña y Mezcla: había creído que sería más imponente, más… misterioso. Y
decían que ya no se pasaba mucho por allí. Se había juntado con una bruja, o
algo así. Eje se volvió hacia el historiador.
—Recuérdame que jamás vuelva a comprar hidromiel.
—Eso ya lo he oído antes —respondió Duiker.
Eje lanzó un resoplido y se frotó la cara.
—Una noche muy rara la de anoche, joder. —Intentó captar la atención
de Rapiña detrás de la barra.
—Han sido extrañas en los últimos tiempos —afirmó Pescador, la mirada
distante.
—¿Anoche? —preguntó Duiker con una ceja gris arqueada—. Dirás hace
dos noches, ¿no?
Eje se lo quedó mirando, asombrado. ¡Vaya, cómo vuela el tiempo
cuando por fin tienes dinero en el bolsillo!
—Eje, ¿por qué no le cuentas aquí a Pescador lo que creíste ver hace dos
noches?
Eje le hizo una seña con la mano a Rapiña, que lo miró como si no lo
viera.
—¿Es que un hombre tiene que ir a buscarse su propio té y algo de comer
por aquí? —murmuró con tono ausente. Después se puso rígido y medio se
levantó de la mesa, solo para gemir y volver a hundirse en la silla sujetándose
la cabeza—. ¡Beru se lo lleve!
El historiador perdió la sonrisita divertida y lo estudió, inseguro.
—¿Qué pasa?
¡Ay, dioses! ¡Dos días y yo no me he presentado! ¿Cómo se llamaba esa
mujer? ¿Fells? ¿Fillish? ¡Mierda! Los ojos inyectados en sangre del
saboteador se dispararon a derecha e izquierda y su rostro adquirió un tono
pálido verdoso.
—Nada —dijo—. Creo que voy a por un poco de sopa. —Se despidió con
un gesto brusco y echó a correr.

Después de que Eje hubiera salido disparado del bar, Duiker se dirigió a
Pescador.
—Allá va uno de los últimos magos de cuadro que quedan de los
Abrasapuentes. O más bien, un mago que se cree un curtido saboteador.
Pescador se llevó un dedo largo y delgado a la nariz y asintió con gesto
pensativo.
—Sí, tenía cierto aire.
Los papeles que tenía en las manos Humilde Medida no se estremecieron
siquiera cuando abrieron de una patada las puertas dobles de su oficina y
metieron a su secretario a empujones por delante de un grupo de hombres
armados y vestidos con armaduras de la guardia de la ciudad. Sus cejas, sin
embargo, sí que treparon a la frente pálida cuando levantó la vista de las
cuentas.
—¿Y a qué debo esta interrupción? —preguntó desde el otro extremo de
la habitación oscurecida.
—No quisieron… —empezó a decir el secretario, solo para que lo hiciera
callar el ademán de un hombre que acompañaba a los guardias. El tipo vestía
unas túnicas sencillas de lana oscura bastante baratas.
—Los asuntos del concejo gobernante de Darujhistan no piden cita, ni se
sientan a esperar con paciencia lo que más convenga a un simple mercader.
Medida asintió para sí y dejó los papeles en el escritorio atestado que
tenía delante.
—Ah, sí. Asuntos del concejo. Si tiene la bondad, ¿qué asuntos podría
tener el concejo con este simple mercader?
El joven se sacó un pergamino sellado de entre los pliegues de las túnicas.
—Por orden del concejo gobernante de Darujhistan, tal y como promulga
el recién elegido legado de la ciudad, este negocio queda incautado y pasa a
ser propiedad del dicho concejo como recurso estratégico vital para la
defensa de la ciudad. —Tragó saliva como si se hubiera quedado sin aliento,
o le maravillara la trascendencia de lo que acababa de soltar.
Humilde Medida ladeó una ceja.
—¿De veras?
—Está, por supuesto, en su derecho de disputar la decisión del concejo.
Es libre de apelar el fallo con el subcomité pertinente…
—No estoy disputando la decisión del legado —dijo Humilde con calma.
El joven continuó.
—Todas las solicitudes deben revisarse antes de cualquier vista… —
Parpadeó y titubeó—. ¿No la disputa? —repitió como si no lo comprendiera.
Humilde agitó la mano para desechar semejante posibilidad.
—¿No…, es decir, no habrá apelación?
—En absoluto. Lo esperaba, a decir verdad.
El joven escribano del concejo se humedeció los labios y después se
aclaró la garganta contra un puño.
—Muy bien. Es libre de permanecer, por supuesto, en un papel
puramente de supervisión, puesto que toda la capacidad de producción de
estas instalaciones debe dedicarse de inmediato a la manufactura…
—De armas y armaduras —terminó Humilde por él.
El escribano frunció el ceño y miró el pergamino que tenía en las manos.
—No…, a la manufactura de material de construcción. A saber: cadenas,
barrotes, herramientas para canteras y demás.
Humilde Medida se quedó mirando al tipo como si no hubiera hablado,
después le contestó en voz muy baja.
—¿Cómo ha dicho? ¿Material de construcción?
—Sí. Y la mitad de su mano de obra se transferirá a los trabajos de
recuperación de…
El escribano se interrumpió cuando Humilde rodeó con paso furioso el
escritorio para quitarle los papeles de la mano. Los miembros de la guardia se
adelantaron, cautos. Humilde leyó la declaración oficial, alzó la vista y
parpadeó, perplejo.
—Este no era nuestro… Es decir, yo mismo iré a hablar de esto con el
legado.
El escribano se encontró de nuevo en terreno familiar y eso lo
envalentonó para recuperar con suavidad el fajo de pergaminos.
—Es libre, por supuesto, de inscribirse para pedir una cita con el tribunal
de la ciudad. —Esperó una respuesta, pero el fornido mercader al parecer no
pensaba hacerle caso mientras regresaba a su puesto detrás de su formidable
escritorio—. Copias oficiales de esta notificación permanecerán archivadas
en el tribunal.
El mercader lo despidió con un ademán. Con su trabajo terminado, en
cualquier caso, al escribano no le costó hacer una reverencia y retirarse. Era
un alivio, así tendría tiempo para parar en un puesto de la calle a comprar
bolitas rellenas al vapor.
Humilde Medida se quedó un rato sentado con los ojos clavados en la
oscuridad vacía de su oficina en sombras. Su secretario lo observó desde las
puertas destrozadas, sin saber muy bien si debía retirarse o no. Al poco el
hombre dejó escapar un largo siseo, como si liberara algo retenido en lo más
profundo de su cuerpo, algo retenido durante mucho tiempo. Apretó los
puños en el escritorio.
El secretario se inclinó, vacilante.
—¿Sus órdenes, señor?
—Anule la agenda de hoy, señor Shiff. Estoy… planificando.
—¿Quizá debería solicitar una reunión con el despacho del legado, señor?
—No. No es necesario, señor Shiff.
—¿No desea una reunión?
—Oh, me verá —dijo Humilde—. Puede estar usted seguro. Vaya si me
verá.

Allí fuera, en la llanura del Asentamiento el viento golpeaba con un ruido


seco los bordes raídos del toldo bajo el que se acurrucaban Chamusco y Leff
para protegerse del sol deslumbrante. En todas direcciones cintas de polvo y
arena volaban por las colinas bajas y resecas. Leff se llevó a los labios
agrietados la jarra de barro que sostenía en las manos.
—Ya no queda agua —dijo Chamusco al observarlo—. Se acabó
anteayer. —Parpadeó, medio dormido—. Creo.
Leff miró la jarra como si la acabara de ver.
—Ah, ya. Se me olvidó otra vez. —Emitió un suspiro cansado y dejó la
jarra en la arena, a su lado, aunque no le soltó el cuello—. ¿Sabes? —
murmuró, y se obligó a tragar saliva—, no creo que vaya a volver.
—¿Quién no va a volver? ¿Los muchachos? ¿Esa arpía gadrobi?
—Na. Esos no. Robaron todo lo que pudieron llevarse, ¿no? Na…, me
refiero a como se llame. El gordito. Nuestro jefe.
—¿No va a volver? —repitió Chamusco, su rostro revelaba su asombro
habitual—. ¡Pero no nos pagó!
El rostro largo de Leff empalideció de la sorpresa.
—¿Cómo que no nos pagó? Se supone que tú te ocupas del papeleo y eso.
Chamusco sacudió la cabeza en una vigorosa negativa hasta que
parpadeó, mareado, y estuvo a punto de caerse de cara.
—Esa es tu parte de la sociedad.
—No. Recuerdo con claridad… —Leff se detuvo porque descubrió que
una vez más se había llevado la jarra a la boca. La dejó caer—. Mierda.
Bueno, supongo que tenemos que encontrarlo. —Respiró hondo—. Vale.
Encontrarlo. —Entonces una mirada astuta se deslizó por sus ojos agotados y
se llevó un dedo a un lado de la nariz—. Pero… ahora que lo pienso, en
realidad no nos despidió, ¿no?
La expresión de Chamusco albergaba su habitual falta absoluta de
comprensión. Parpadeó muy poco a poco otra vez.
—¿Eh?
—Quiero decir que cada día que pasa nos lo tiene que pagar, ¿no?
Chamusco cogió aire para hablar, luego se detuvo. Abrió mucho los ojos
y sus labios formaron una «o» silenciosa de comprensión. Miró a Leff y
asintió.
Lanzaron una risita y después empezaron a reírse a carcajadas. Se
partieron de risa mientras se daban palmadas en los muslos durante un buen
rato antes de tranquilizarse otra vez.

Un pastor que cuidaba su rebaño al otro lado de las colinas cercanas oyó las
carcajadas enloquecidas que traía el viento, las carcajadas de espíritus
malignos, y metió prisa a sus ovejas con golpes rápidos de su bastón. Las
gruesas calabazas de agua que llevaba colgadas al hombro chapotearon y le
irritaron la espalda.
Le juró a la diosa Madre que jamás intentaría atajar por esas colinas otra
vez.

Ephren era pescador de oficio en una aldea sin nombre de la costa donde las
montañas Mengal se precipitaban hacia las orillas del océano Meningalle.
Estaba inspeccionando el calafateado de su esquife, que había adentrado en la
playa, cuando seis largos veleros entraron sin ruido en la bahía. Sintió
curiosidad, pero no alarma, puesto que en aquella costa apenas se conocían
piratas o corsarios. Mientras miraba, los veleros metieron los mástiles y
salieron remos para impulsarlos, a una velocidad sorprendente, hacia la orilla.
En cuanto se aproximaron vio que las líneas de los veleros no se parecían
a las de ninguno que él conociera: galeras muy largas y bajas, abiertas, los
costados recubiertos por filas de escudos. No procedían de Mengal, Oach o la
lejana Genabaris. Ni tampoco eran las gordas carracas del distante sur,
Callows, ni de la lejana Confederación que había más allá.
Cuando los escudos se resolvieron en máscaras ovaladas pintadas, la piel
de Ephren se estremeció como si hubiera visto un espectro, el corazón le dio
un vuelco y estuvo a punto de dejar de latir. Una vez había visto un velero
parecido. Había estado comerciando en el sur y un barco así se había
acercado a la orilla para hacer reparaciones. Su tripulación había sido la
comidilla de Callows; todo el mundo se quedaba mirando, aunque nadie se
había atrevido a ir a hacer averiguaciones.
Seguleh. Susurraban. Desármate antes de arrimarte, espera a que uno se
dirija a ti y luego habla solo con él o con ella.
Y algo se había comerciado: las ánforas de los desconocidos repletas de
aceites poco comunes a cambio de comida, agua dulce y madera. Nadie había
resultado herido ni muerto. De hecho, los seguleh parecían sentir la misma
curiosidad que sus anfitriones y habían paseado por los mercados y recorrido
los muelles pesqueros, si bien con un orgullo extraordinario y una actitud
distante.
Otros, orilla arriba, estaban señalando también; se estaba extendiendo la
noticia de la llegada de los veleros. Ephren estudió el martillo y la lezna que
tenía en las manos, los dejó en el suelo y echó a andar (¡nunca correr!) hacia
la aldea para advertir a todo el mundo.

Los seis barcos largos se anclaron unos junto a otros. Ephren se aseguró de
que todos los habitantes del asentamiento se presentaran desarmados y les
advirtió que solo tenían que hacer su vida normal. Pero, por supuesto, nadie
lo hizo. Todo el mundo se reunió al borde de la pequeña curva de playa a la
que habían bajado los seguleh.
Ephren jamás había oído hablar de que hubiera tantos. Abajo, en Callows,
una vez aparecieron cuatro, junto con una tripulación normal de marineros
contratados en la Confederación, muchos de ellos hombres y mujeres
prófugos con un precio sobre su cabeza y ningún otro sitio al que ir. Pero allí,
en su aldea, todos los marineros y tripulación eran seguleh enmascarados;
cientos de ellos. Era un ejército. Un ejército invasor de seguleh. Ephren casi
se desmayó al pensarlo. ¡Encanecido Padre del Mar! ¿Quién podría
resistirse a semejante fuerza? ¿Por qué habían venido? ¿Era para responder a
esos otros invasores, los malazanos extranjeros del otro lado del mar? Quizá
esa era la respuesta; la legendaria ira seguleh, que al fin alguien había
provocado.
En cualquier caso, hicieron caso omiso de Ephren, de su familia y sus
vecinos. Y en lugar de comerciar, o instalar un campamento para pasar la
noche, sacaron las ánforas de aceites poco comunes, que para sorpresa y
miedo creciente de Ephren volcaron sobre sus navíos y repartieron el
contenido por todas las bodegas abiertas y por los costados.
Se encendió una única tea. Uno de los seguleh la levantó en silencio.
Desde lejos la máscara de aquella persona parecía muy pálida. El hombre, o
la mujer, rozó con la tea el más cercano de los veleros y las llamas amarillas
saltaron muy rápido de un barco al siguiente. Surgió una gran nube de humo
negro que salió ondeando al mar. Los seguleh reunidos permanecieron
quietos como estatuas y, con igual silencio, observaron.
Después, sin añadir ni una palabra, partieron corriendo en columnas de
dos hacia el interior. Cogieron la pista que Ephren, sus vecinos y sus padres y
abuelos antes que ellos habían recorrido para meterse en la cordillera Mengal,
para alcanzar el paso del río Precipitado y luego, más allá todavía, ladera
abajo, por un camino serpenteante, hacia la polvorienta llanura del
Asentamiento, en lontananza.
El último en irse fue el que había prendido fuego a los veleros. Después
de que todos sus hermanos hubieran emprendido la carrera, él permaneció
inmóvil, la tea todavía en la mano. Por fin dejó caer el palo ennegrecido y
subió por la playa hasta llegar a solo un brazo de distancia de Ephren. Y
cuando pasó, su paso tan fluido y elegante, Ephren vio que una única mancha
de rojo desvaído estropeaba la, de otro modo, palidez prístina de la máscara
ovalada del hombre. Sabía lo suficiente de las tradiciones seguleh para ser
consciente de lo que aquello indicaba. Pero seguía sin poder creérselo. Era
inaudito. Inimaginable. Y si de hecho era verdad, entonces quizá aquella no
era una invasión como él había creído.
En realidad era, quizá, más bien una… migración.
6

Aquellos que salen al mundo ven las maravillas forjadas por los dioses. Y regresan más humildes.

Sabiduría de los antiguos


Kreshen Carrete, recopilador

Azogue estaba soñando con las campañas del norte. Estaba de vuelta en los
bosques de Perronegro. Se encontraba tirado en el barro frío y la nieve
mientras las auroras y concatenaciones de feroces magias de guerra
destellaban y bailaban sobre su cabeza. La bruma se aferraba a los árboles
como telarañas. Su pelotón estaba agazapado alrededor de él, sonrisas
dentudas resplandeciendo entre la mugre de camuflaje. Ladera abajo, por una
pista de barro turbio y hielo, una columna de infantería de Ciudades Libres
iba pasando en fila. Hizo la señal con la mano para indicar que se prepararan.
Calculó su movimiento y después se levantó de un salto, apuntó y disparó su
ballesta. Una lluvia de cuadrillos se precipitó desde ambos lados del camino.
La columna se convirtió en una masa confusa de hombres que gritaban.
El líder del contingente hizo caso omiso de los proyectiles. Con una
armadura de placas ennegrecidas sobre cota de malla y un yelmo moldeado a
golpes para que se pareciera a la cabeza de un jabalí, el hombre cargó contra
la ladera. Detrás de él los soldados se desperdigaron, forcejeando entre la
escarcha y el barro helado. El comandante se fue directo hacia él. Azogue tiró
a un lado su ballesta, sabía que era inútil porque cada cuadrillo rebotaba en la
armadura reforzada del hombre. El oficial de Sogena levantó una espada que
parecía un fragmento azul y frío de hielo. No me queda más remedio que
hacerme un Seto. Azogue arrojó una munición moranthiana a quemarropa
contra el pecho blindado del hombre.
Su mundo se hizo pedazos en medio de una luz blanca cuando un puño de
gigante lo tiró de espaldas. Se quedó echado, mirando la nieve que flotaba
sobre él como ceniza. No sentía nada, solo una vaga liviandad. Varias caras
atestaron su campo de visión. Un trueno inacabable reverberaba en sus oídos.
—¿Sargento? ¿Azogue? ¿Está vivo, hombre?
Tragó sangre caliente mezclada con bilis. Un sinfín de brechas hacía que
le escociese la cara y tenía el pecho frío por la sangre mojada. Se agarró a
uno de los soldados, una mujer, e intentó incorporarse.
—¿Me cargué al cabrón?
—Sí, sargento. Se lo llevó por delante a la primera.

Algo le estaba apuñalando el brazo. Azogue sujetó la mano de golpe, la


retorció y oyó el chillido sorprendido de una chica. Alzó los ojos y parpadeó
en la oscuridad. Una luz débil de color bronce subía brillando por la escalera
del Engendro, y bajo su fulgor vio a Orquídea mirándolo con furia.
—Perdón. —Y le soltó la mano.
—Te sangró el cuello durante la noche. ¿Te lo volviste a abrir en las
rocas?
—Algo así. ¿Dónde están Malakai y Corien?
—Malakai se adentró más, para explorar. Corien bajó al agua. Ahora
quítate esa armadura. Tengo vendajes y un bálsamo.
Azogue tiró de los cordones del camisote, más bien un jubón, en realidad,
lo que algunos podrían llamar una brigantina. Cota de malla sobre capas de
cuero reforzado con bandas de hueso y cuerna pegadas entre sí. Bajo eso
vestía un chaleco acolchado almohadillado con arpillera y debajo una camisa
de lino. Cuando se quitó la camisa por la cabeza, Orquídea dejó escapar un
siseo, él supuso que al ver todas las cicatrices de antiguas heridas y la costra
de sangre de su choque contra las rocas.
—Corien me dijo que eras soldado profesional. Jamás había conocido a
uno. ¿Qué es esto?
Estaba señalando el tatuaje que tenía en el hombro, un arco delante de un
campo de llamas. Se planteó mentir, después decidió que en realidad ya no
importaba.
—Es mi antigua unidad. Los Abrasapuentes. Ya no existen.
—¿Disueltos?
—Muertos.
—Oh. —La chica bajó la mirada—. ¿Por eso está brillando y las llamas
se mueven?
—¿Brillando? —Levantó el brazo para estudiarlo—. Aquí no brilla nada.
Orquídea frunció el ceño, pero se encogió de hombros.
—Me lo pareció. —Le dio un paño húmedo—. Límpiate. Supongo que
eso te convierte en mi enemigo —añadió, pensativa, mientras lo observaba
quitarse la sangre.
—¿Sí? ¿Eres del norte?
La joven apartó los ojos y se mordió el labio.
—Algo así. En cualquier caso, saqueasteis las Ciudades Libres.
—Saquear no es la palabra. La mayor parte capituló.
Orquídea recuperó el paño y empezó a limpiarle la herida del cuello con
cierta brusquedad.
—¿Quién no capitularía si se enfrenta a vuestros asesinos de la Garra? ¿A
vuestras horrendas municiones moranthianas?
Azogue hizo una mueca.
—Cuidado ahí, niña.
—Las usáis, ¿no? ¿Los Abrasapuentes? ¿Los que montáis asedios, los
zapadores, saboteadores?
—Sí. Eso es.
La chica se apartó.
—No es profunda y ya está limpia. —Hurgó en su bandolera y de repente
alzó los ojos—. Eso es lo que hay en tus alforjas, ¿no? ¿Lo que quiere
Malakai?
—Eso es.
—Lo habríais utilizado contra Darujhistan, ¿no es cierto? ¿Habríais
asolado la ciudad?
—Supongo. Si se llegaba a asediar.
Le lanzó al veterano una saquita.
—Ponte eso en la herida. Los malazanos no sois más que un ejército de
asesinos y matones que vais por ahí invadiéndolo todo. Bárbaros.
Azogue hizo un saludo militar.
—Sí, señora.
Se sentaron en extremos opuestos de la cámara inclinada en silencio el
resto del tiempo. Azogue se puso las camisas y el camisote y después empezó
a engrasar sus armas y herramientas. Orquídea se envolvió en el manto de
Malakai, que estaba seco; el tipo debía de habérselo quitado antes de meterse
en el agua. Cuando revolvió entre el equipo Azogue encontró una lámpara:
un sencillo cuenco con una mecha. Totalmente inútil. Y sin luz, el inútil era
él. Menuda forma de reunir unos fondos para su jubilación.
Bueno, seguro que se habría muerto de aburrimiento de todos modos.

Corien fue el primero en regresar. Trepó por las escaleras con una brazada de
restos encontrados en el agua: tablones rotos, trozos de cuerda, pedazos de
muebles rotos tallados en una madera oscura. Lo dejó caer todo en la esquina
más baja de la cámara y después se limpió sus elegantes ropas de brocado.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Orquídea.
Corien se inclinó.
—Bueno, estamos mojados y el aire aquí es frío. La situación exige un
fuego.
—Eso no va a arder. La mitad está húmeda.
El joven miró a Azogue.
—¿Serías tan amable de hacer los honores?
—¡Desde luego! —Azogue cruzó como un cangrejo el suelo ladeado.
Rebuscó en el equipo un cuero de aceite, del que vertió un valioso chorro
sobre los desechos antes de sacar el pedernal y el hierro.
—Oh-oh —dijo Orquídea, y se alejó gateando hasta el otro extremo.
Solo hicieron falta unos cuantos golpes contra el trozo más seco de
cuerda vieja y los pelos empezaron a chisporrotear. Unas llamas azules y
amarillas envolvieron la pila.
—Excelente —dijo Corien—. Y ahora, Orquídea, tú primero.
—¿Yo primero para qué?
—Tu ropa. Deberíamos secarte la ropa. Tienes ese gran manto para
envolverte en él.
La chica lanzó un bufido.
—Bueno, mira, vosotros dos os vais a dar un paseo por ese pasillo y
echáis un vistazo mientras yo me seco la ropa.
Corien se inclinó otra vez.
—Tu sabiduría es tan irrefutable como tu belleza.
La joven frunció el ceño ante aquel elogio cortés, como si sospechara que
se estaban burlando de ella.
Azogue empujó a Corien túnel arriba.
Una nube de humo negro lleno de hollín trepó con ellos. Los dos hombres
compartieron una mirada preocupada bajo la luz incierta del fuego antes de
que un borde delantero de la nube captara una corriente ascendente y esta
absorbiera el humo y lo internara todavía más en el complejo. Azogue dejó
escapar un suspiro tenso.
Corien pasó el primero. Al doblar la primera esquina la oscuridad se hizo
casi absoluta. Incluso para Azogue, zapador adiestrado y experimentado que
era, cómodo en cualquier mina, el lugar era desconcertante, tan cerrado y
negro. Como abrirse camino a tientas entre tinta. Resistió el impulso de
llamar a Corien. El muchacho estaba justo delante, podía oírlo: los arañazos
de la punta de bronce de su vaina, la respiración un poco tensa, las manos
enguantadas que rozaban las paredes de piedra mientras avanzaban como
peces ciegos en la oscuridad.
Bajo los dedos de Azogue las paredes de piedra tallada y pulida eran tan
lisas como la cerámica vidriada. No dejaba de tropezar, ya que el pasaje no
solo subía sino que el desnivel era de sus buenos veinte grados. Las paredes
se deslizaban resbaladizas y frías bajo las yemas de sus dedos. Volvió la
cabeza y pudo distinguir apenas una pequeña iluminación en la negrura
absoluta: una insinuación del fuego que habían dejado atrás.
—¿Hasta dónde llega esto? —preguntó.
—No lo sé.
—¿No lo ves? Creí que tenías ese ungüento.
Le pareció vislumbrar una sonrisa brillante en la oscuridad.
—Lo tengo. Es solo que no lo he usado todavía.
—¿Así que estamos los dos ciegos como murciélagos?
—Eso parece.
—Esto es inútil, por no mencionar que muy peligroso, joder. Deberíamos
parar aquí.
—Estoy de acuerdo.
Azogue se deslizó por un muro. Al examinar la oscuridad vio que parecía
que tenían justo delante una intersección. Corien era una forma en sombras a
su derecha. Sacó un recorte de carne seca y la mordisqueó durante un rato.
No recordaba haberse sentido jamás tan desanimado. Y para él, un paranoico
de carrera, eso ya era decir algo.
—Así que… es esto. El Engendro. —Hablaba en un susurro bajo. La
oscuridad parecía exigirlo. Se preguntó adónde se había ido Malakai.
Especuló, por un momento, que el tipo se había limitado a abandonarlos allí
como bagaje inútil. Pero quizá no todavía. No antes de sacar el máximo
provecho de los cincuenta concejos de oro que había pagado.
—Pues sí. Engendro de Luna —afirmó Corien tras un momento.
—Y… ¿tú por qué viniste? No pretendo ofender, pero das la sensación de
tener dinero.
—No me ofendo. Sí, los Lim somos una familia destacada de Darujhistan
desde hace generaciones. Prácticamente somos los dueños de un asiento en el
concejo. Pero ¿dinero? No. Con los años mis tíos nos han dejado en la
bancarrota. Se han dedicado a todo tipo de planes temerarios y alianzas
políticas. Creo que están llevando a la familia en la dirección equivocada. —
El joven noble suspiró en la oscuridad—. Pero… si quiero tener alguna
influencia, debo tener algo con lo que negociar.
—Así que… el Engendro.
—Exacto.
—Entiendo. En fin, buena suerte.
—Gracias. ¿Y tú? ¿Lo mismo?
Azogue se encogió de hombros, entonces se dio cuenta de que ninguno de
los dos veía nada. Su razón personal para ir allí, al Engendro, era eso,
personal. Así que recurrió a lo obvio y carraspeó.
—Más o menos. Nunca esperé hacerme viejo. No creí que viviría lo
suficiente. Por las manos del Embozado, ninguno de mis amigos lo ha hecho.
En fin, un hombre empieza a pensar en sus últimos años. Retirarse del
ejército. Necesito unos ahorrillos, como suele decirse. Comprar un poco de
tierra, o una posada. Encontrar una esposa, tener críos y ponerme muy pesado
con ellos. Y… —Se detuvo en seco cuando le pareció notar algo cerca, algo
que los observaba, aunque no veía nada en aquella oscuridad densa de
sombras—. ¿Oyes eso? —susurró. Escuchó y tras concentrarse un momento
empezó a oír los ruidos de fondo del Engendro. Los gemidos parecían surgir
de la propia piedra, las tensiones y fuerzas opuestas de toneladas de roca
sostenidas de algún modo en suspensión, como si esperaran, en equilibrio,
listas para caer en cualquier instante. Azogue se sintió de repente muy
pequeño. Una cucaracha en una cantera y las rocas están cayendo.
¿O era la sensación de no estar solo, que esa oscuridad no era una falta
normal de luz? Después de todo, el Engendro había sido un artefacto sagrado
para la Noche Elemental. Según historias que él había oído contar, madre
Oscuridad en persona continuaba haciendo sentir su presencia en todos esos
santuarios.
—¿Tú no crees en espectros y demás, verdad? —susurró tras aclararse la
garganta—. ¿Aquí, en la oscuridad?
—Bueno, ahora que lo mencionas, Rojo…, de todos los lugares que
puedo imaginarme invadido por tus espectros y demás, tendría que ser este.
Azogue le lanzó al joven una mirada y vio los dientes brillando en la
oscuridad.
—¡Por Ascua maldita, hombre! Me lo estaba creyendo.
—Estoy de acuerdo con nuestro elegante amigo —dijo otra voz en la
oscuridad.
Corien se irguió con un estremecimiento, su larga espada de duelo se
liberó con un siseo rápido y fluido. La mano de Azogue se metió en su
alforja. Entrecerró los ojos en la tiniebla; la voz era la de Malakai, pero el
pasillo parecía vacío por completo. No era solo que no viera, era que en el
pasillo la sensación era de vacío.
—¿Malakai?
Entonces lo distinguió contra una pared: una mancha ovalada pálida que
era la cara de Malakai y que parecía flotar sobre la nada, tan oscuro era su
atuendo. Unos ojos, que no eran más que agujeros negros en el óvalo,
cambiaron de posición y miraron hacia el final del pasillo.
—¿Qué pasa aquí?
—Estamos todos mojados y tenemos frío —explicó Corien—. Me pareció
que la situación exigía un fuego.
—¿La chica?
—En estos momentos se está valiendo de él para secar sus ropas.
El rostro hizo una mueca, quizá por el retraso.
—De acuerdo. Yo continuaré con el reconocimiento.
—¿Qué has encontrado hasta ahora? —preguntó Azogue.
Malakai respondió poco a poco, como si le molestara tener que compartir
algo.
—Esta zona la han vaciado por completo. Todos los objetos de valor,
todas las posesiones. Incluso hasta el último mueble. Leña para el fuego,
imagino.
—¿Algún farol? ¿Lámparas?
El fantasma de una sonrisa rozó y se esfumó de los labios pálidos.
—¿Qué necesidad tendrían de eso los Hijos de la Noche? —Y
desapareció en la oscuridad sin emitir ni un solo sonido.
Azogue volvió a recostarse contra el muro con un gruñido de desdén.
—¡Por el Embozado ensartado en una pica! ¿Ninguna lámpara? ¿Nada?
¿Qué se supone que tengo que hacer yo?
—Aquí hay otra gente. Tendrán faroles y demás.
Azogue miró al muchacho, que estaba sonriendo con expresión de
aliento. Se encogió de hombros.
—Sí. Supongo.
Se quedaron sentados en silencio, la visión de Azogue se fue adaptando
poco a poco a la oscuridad. Consiguió ver a Corien señalando con la mano a
Malakai.
—Tu jefe parece de los que prefieren trabajar solos.
—Sí. A mí también me da esa sensación.
—Entonces, si me permites preguntar…, ¿por qué os contrató a vosotros
dos?
Azogue se aclaró la garganta mientras se planteaba qué decir.
—Bueno, a mí me contrató como guardia. Y Orquídea es una sanadora
cualificada y dice que sabe leer los garabatos andii.
—Si de verdad sabe leer el idioma —dijo Corien tras un rato—, entiendo
por qué podría ser valiosa. ¿Y tú eres el guardia de ese tipo? La verdad es que
a mí me parece de los hombres contra los que uno debería guardarse. —Y
lanzó una risita para celebrar su propia ocurrencia.
Para no meterse todavía más en aquel jardín, Azogue no añadió nada.
Corien, siempre educado, se abstuvo de hacer más preguntas. Se quedaron
sentados en silencio. A medida que el tiempo pasaba, Azogue empezó a ser
más consciente de los sonidos que lo rodeaban. Podía oír las olas del mar
Rivan subiendo con una vibración entre la roca, como el palpitar de un
gigante descansando. Otros ruidos se entrometieron: los crujidos y estallidos
del fuego, y muy leves, una o dos veces, lo que parecían voces lejanas,
adentradas en el laberinto de pasillos y salas que había más allá.

Oyó a Orquídea subiendo por el pasillo mucho antes de que los llamara con
voz vacilante.
—¿Hola?
—¿Sí? —respondió Corien.
La chica se acercó a ellos con la facilidad de alguien al que la oscuridad
no estorba.
—Lista. O lo suficiente, en cualquier caso. Os toca. Las brasas están
calientes.
Azogue dejó escapar un suspiro pensativo.
—Estoy pensando que voy a secarme el calzado. Y tú también deberías,
Corien. Podríamos enfrentarnos a una buena caminata y créeme, no hay nada
peor que ampollas y pies doloridos durante una marcha.
—Muy bien. Me inclino ante tu mayor experiencia.
Azogue no estaba seguro de cómo responder a eso; no detectó la menor
insinuación de sarcasmo. El muchacho parecía ser una de esas personas poco
comunes que eran capaces de aceptar consejos sin resentimientos ni
malhumor. Quizá no fuera tanta carga, después de todo.
Secaron todo el equipo que pudieron mientras duraron las brasas. Corien
volvió a engrasar sus armas. Mientras lo observaba, Azogue pensó que era
demasiado generoso con su aceite: aquello era muy caro, joder, pero seguro
que el muchacho podía permitírselo.
—¿Y dónde está Malakai? —preguntó Orquídea.
—Reconociendo el terreno —respondió Corien.
La chica hizo una mueca bajo el fulgor anaranjado cada vez más débil.
—Espero que no vuelva jamás.
—Tenemos más probabilidades con él —dijo Azogue.
—Cierto —añadió Corien—. Rojo y yo estamos ciegos en la oscuridad.
—Creí que tú tenías una especie de preparado.
—Es verdad. Pero solo sirve por poco tiempo.
—¿Así que le mentiste a Malakai?
—En absoluto. No preguntó cuánto tiempo sería eficaz.
La chica dejó escapar un gruñido de frustración.
—¿Y ya está? ¿Vosotros dos llegáis hasta aquí para sentaros a esperar
que Malakai os lleve de la mano?
—¡Oye! —protestó Azogue—. Espera un momento, niña.
—¿Y bien? ¿Qué vais a hacer?
Azogue respiró hondo y lo pensó.
—¿Tú ves bien?
—Sí. Como nunca. Mi visión parece incluso mejor que antes.
El veterano asintió y luego recordó que Corien quizá no lo viera.
—De acuerdo. Recogemos, entonces.
Se repartieron los cueros de agua, las alforjas de comida y el equipo.
Azogue se preguntó dónde Abismo se habría metido Malakai, pero no había
nada que pudiera hacer sobre la ausencia del tipo. Y además, no había nada
que el tipo pudiera hacer sobre su ceguera tampoco.
—Muy resuelta, nuestra muchacha —murmuró Corien inclinándose hacia
él.
Azogue se limitó a asentir con un gruñido. Lengua como un látigo
empapado de brea y arena. La pulla de la chica lo había molestado. ¿Estaban
entreteniéndose allí, a las puertas, porque tenían miedo de aventurarse en el
interior? Él siempre había hecho su parte, era algo de lo que estaba orgulloso.
Quizá no fuera un ejemplo de valentía, pero tampoco se había escabullido
jamás. ¿Estaba perdiendo facultades?
Subieron a tientas por el pasillo. Azogue hizo que Corien fuera por
delante con la espada en la mano, él iba el siguiente y Orquídea cerrando la
marcha. Mientras caminaban, torpes y lentos por los suelos inclinados, montó
su ballesta. Eso al menos podía hacerlo a ciegas.

En un cruce de cuatro pasillos pidió un alto en susurros.


—De acuerdo —le dijo a Orquídea—. ¿Por dónde? ¿Qué te parece?
—Preguntémosle a Malakai —dijo ella.
—Bien, pero ¿dónde Abismo está?
—Justo ahí. —La chica debía de estar señalando, pero Azogue no captó
el movimiento—. Te veo escondido en esa puerta, Malakai. ¿Te lo pasas
bien?
Silencio. Ni el roce de una manga o el ruido del tacón de una bota al
arrastrarse por el suelo. Pero entonces Azogue oyó al hombre justo delante de
él y se encogió.
—Bien hecho, Orquídea. Había creído que tú eras la peor de la partida.
Pero quizá tú y yo podríamos arreglárnoslas solos. Estos dos no parecen ser
de mucha utilidad.
—¿Qué hay de las municiones de Rojo?
—Hay mucho menos daño estructural de lo que me había temido. Quizá
no nos hagan falta.
Azogue ya estaba hartándose de que aquellos dos hablaran como si él no
estuviera allí plantado, así que se aclaró la garganta.
—Mira, si no hay luz, entonces yo me doy la vuelta y me voy. No tiene
sentido que siga.
Silencio.
—¿Irte? —murmuró Malakai—. Parece claro que no hay vuelta atrás. —
Era como si estuviera disfrutando demasiado de la noticia.
—¿A qué te refieres? Solo tengo que esperar a que llegue otro bote.
—Les oí decir que dejan a la gente en lugares diferentes cada vez.
A Azogue le apetecía darle un puñetazo a aquel cabrón. Guiñó los ojos
con tal fuerza que le estallaron estrellas ante los ojos hambrientos de luz.
—Pero ¿un lugar de recogida? ¡Tiene que haber un lugar de recogida!
—Sí. Un sitio llamado la Brecha de Oro, al parecer. Lo que no tengo ni
idea es dónde está. —Por el tono del hombre, Azogue se lo imaginó
arqueando una ceja en la oscuridad—. Tendremos que husmear por ahí.
Azogue se las arregló para abstenerse de chillar lo que pensaba. Estuvo a
punto de explotar, tan grande era la oleada de rabia y frustración que lo
atravesaba entero. ¡No era de extrañar que nadie hubiera vuelto en tanto
tiempo! Esa isla era una trampa mortal, ¡y él se había metido sin dudar como
un simple corderito! Maldito idiota. Deberías haberte dado cuenta.
Se percató de que los otros estaban hablando y que él ignoraba qué habían
estado debatiendo.
—¿Qué decís?
—Un poco más adelante —advirtió Malakai—. Gente. Los vi antes.
Tienen unas cuantas luces.
Eso era todo lo que Azogue necesitaba oír.
—¿Por qué no lo has dicho? ¡Vamos!
—Yo iré delante —avisó Malakai—. Dale tu ballesta a Orquídea.
—No la sabe usar. Te clavaría uno en la espalda.
—Al menos ella tendría mejor vista de su objetivo que tú. ¿Qué dices,
Orquídea? ¿La coges?
—Sí —accedió la chica, de mala gana, su voz avinagrada por la aversión
—. Supongo.
Azogue le tendió el arma y la notó cogerla.
—Bien. Rojo, Corien, vosotros dos en el medio. Orquídea os seguirá para
guiaros.
Azogue solo rezongó.
Avanzaron en ese orden durante un rato. Orquídea susurraba lo que había
por delante y daba indicaciones. Azogue pasaba la mano izquierda por un
muro, la espada corta en la otra. Malakai los guio pasillo tras pasillo,
doblando esquinas, junto a portales abiertos que se internaban en vacíos
ciegos bajo los dedos curiosos de Azogue. Le pareció que el aire se iba
calentando poco a poco. Y estaba perdido por completo. Y entonces un olor
conocido le ofendió la nariz. Para Azogue fue como la bienvenida a casa de
cualquier veterano: ese miasma acre de un viejo campamento. Humo, el olor
rancio a cuerpos que llevan mucho tiempo sin lavar, letrinas miserables. Oyó
fragmentos de palabras intercambiadas, ecos de pisadas, madera que se
rompía y cortaba.
Allí delante, sus ojos privados de luz contemplaron lo que pareció un
ocaso dorado en la lejanía. Se detuvo y entrecerró los ojos sin creérselo del
todo. La aparición se resolvió en una luz que se reflejaba en un techo alto
abovedado. Pintura plateada, o quizá gemas de verdad salpicaban de estrellas
y jirones la cúpula en constelaciones que él desconocía por completo. ¿El
cielo nocturno de la Noche de verdad? Algo para que los filósofos se pelearan
a puñetazos.
—Malakai está en una especie de muro bajo o balcón ahí delante —
susurró Orquídea—. Está haciendo señas para que tú…, para que te arrastres
hasta allí.
—¿Justo delante?
—Sí.
Azogue envainó su espada corta con un gruñido y se agachó para gatear
por el suelo frío de piedra pulida hasta que chocó contra un muro con la
mano.
—A tu derecha —siseó Malakai. Azogue avanzó a rastras hasta que tocó
al otro.
—Bien. Echa un vistazo.
Encontró a tientas el borde del muro y se asomó. Al principio no vio
nada; el deslumbramiento de lo que no era más que la débil luz de unas
lámparas lo cegó. Luego, poco a poco, empezó a distinguir los detalles.
Estaba a una altura de unas tres o cuatro plantas y abajo, en el fondo, vio una
ciudad, o pueblo, tallado en roca maciza. Una luz brillaba en un pequeño
montón de edificios cerca del centro. Había gente caminando, entrando y
saliendo de la luz deslumbrante. Se oían conversaciones apagadas. La
carcajada seca de una mujer rompió la tranquilidad relativa. De momento
había visto ocho personas.
—¿Qué te parece? —preguntó Malakai.
—Hay muchos.
—Al menos veinte.
—Maldita sea. Demasiados.
—Estoy de acuerdo.
—Podría haber vigilancia aquí arriba, por alguna parte.
—En el otro lado ahora mismo.
—Hmm. Entonces se nos acaba el tiempo. ¿Qué tienes en mente?
—Parlamentar para conseguir información.
—Estoy de acuerdo. ¿Quién?
—Corien y tú. Yo os sigo. A Orquídea que no la vean.
Azogue se pasó la uña del pulgar por el labio.
—De acuerdo. ¿Nos reunimos aquí?
—No veo por qué no.
Azogue les hizo un gesto a Corien y Orquídea para que se acercaran.

Era un pueblo esculpido en piedra en cada detalle. Azogue y Corien bajaron


por una calle de escaleras casi llanas que se metían entre muros altos en los
que había talladas ventanas, puertas, incluso macetas. No quedaban más que
restos ya, ladeados e irregulares. La suciedad cubría la calle; láminas caídas
de piedra asfixiaban algunos callejones, grietas dentadas subían por los
muros, y por todas partes se encontraban los restos de los daños provocados
por el agua; los dos hombres inhalaban el hedor a podrido y barro. Las
escaleras se abrían a la explanada principal de las casas que ocupaba la gente;
era obvio que se habían limitado a encontrar el lugar y mudarse allí.
Azogue se sentía desnudo. No recordaba la última vez que había estado
sin sus municiones. Odiaba dejarlas atrás, pero Malakai tenía razón: no tenía
sentido arriesgarse a que aquella gente les echara mano. Solo llevaba un
puñal, Corien su daga de parada. Avanzaron uno junto al otro por el medio de
la calle, con cuidado de esquivar la basura, las posesiones rotas o los
excrementos esparcidos. La población parecía agacharse donde les entraba la
gana. Algo más adelante había cuatro hombres de pie, bajo la luz parpadeante
de un único farol. Puesto que Azogue y Corien se encontraban a oscuras, los
hombres no podían verlos; para que luego dijeran eso de tener una luz
contigo mientras haces guardia.
—Hola —se anunció.
Tres de los hombres soltaron un gañido y se escondieron casi de un salto.
Una mujer chilló y todos la maldijeron. Solo permaneció un hombre en pie
bajo la luz.
—¿Sí? —exclamó, los ojos entrecerrados—. ¿Quién va?
—Recién llegados.
—¡Ah! Bienvenidos, bienvenidos. Por favor, acércate, ponte bajo la luz
para que podamos echarte un vistazo. Menudo susto nos has dado.
—De momento nos quedaremos aquí atrás, si no os importa.
El hombre levantó las manos vacías.
—Bien, bien. Como deseéis. ¿Nos, decís? ¿Cuántos sois?
—Mi amigo y yo. Hablamos en nombre de un grupo mayor. Nos gustaría
que nos dierais cierta información.
El hombre hizo un gesto hacia las casas como si llamara a sus
compañeros.
—¡Vamos, vamos! No tiene sentido esconderse. No es de gente
hospitalaria. —Se volvió hacia Azogue y Corien, se inclinó y extendió las
manos vacías y abiertas—. Perdonad, somos inofensivos, os lo aseguro. Yo
me llamo Panar. Solo somos unos pobres infelices que nos hemos quedado
aquí tirados, como tú.
—¿Tirados? —repitió Azogue. Al oír la palabra algo se le revolvió en la
tripa, algo ácido.
El hombre asintió varias veces con la cabeza.
—Oh, sí. —Levantó los brazos para señalar a su alrededor—. No hay
más. Todo lo que hay. El Engendro. Vacío por completo. Lo saquearon hace
mucho tiempo. Total, para lo que queda, los marineros de la Confederación
podrían habernos dado un golpe en la cabeza y habernos tirado al agua.
Azogue se quedó mirando al tipo.
—¿Qué? —Y una voz se burló en su cabeza: ¡Lo sabía, joder!
Demasiado bueno para ser verdad. Se tambaleó dando un paso hacia atrás.
Corien lo sujetó poniéndole una mano en la espalda.
—No me lo creo —susurró el muchacho.
—Créetelo —respondió Panar—. Los Gemelos se han reído bien a
nuestra costa. Todo el oro, todas las obras de arte, lo que fuera. Ni rastro.
Saqueado ya. ¡Vamos, venga! Relajaos. Aquí no hay nada por lo que
pelearse.
Corien se inclinó hacia Azogue.
—Esto huele peor que un burdel.
—Sí. —Azogue alzó la voz—. ¿Qué hay de la Brecha de Oro?
Panar arrugó las cejas y se frotó la barbilla.
—¿La brecha de qué? ¿Qué es eso?
—Chorradas —murmuró Azogue. Notó que ninguno de los hombres del
fuego había reaparecido. Ni ningún otro, si a eso iba—. Larguémonos de
aquí.
Corien empezó a retroceder poco a poco.
—Sí. Venga.
—¡No hay otra forma de seguir! —gritó Panar—. Se acabó. El final del
camino… para vosotros.
Una horda surgió gritando de repente de las puertas que los rodeaban y
los envolvió. Azogue se derrumbó como un barco bajo una ola humana. Lo
pisotearon, mordieron, golpearon y arañaron. Unos dedos de uñas rotas se le
clavaron en los ojos, se le metieron en la boca, le tiraron del bigote. Varias
manos lucharon por deslizarle una cuerda por la cabeza. El hedor lo asfixiaba
más que las manos grasientas que le rodeaban el cuello. De algún modo
consiguió sacar su puñal y blandirlo, lo que apartó las manos que le cubrían
los ojos y la boca. Apoyó los pies y se levantó lanzando puñaladas crueles
que provocaron aullidos de dolor tanto entre hombres como entre mujeres.
Estiró los brazos a ciegas, encontró un muro y apoyó la espalda en él. Le
gritaron y chillaron, inhumanos, dementes. Era un trabajo para el cuchillo,
una lucha cuerpo a cuerpo de las más salvajes a las que se había enfrentado
en todas las limpiezas de túneles que había hecho. Se deslizó por el muro en
busca de un espacio abierto, lanzaba cuchilladas y pinchazos, rodeado por
ojos furiosos y manos sucias que pretendían sujetarlo.
La mano izquierda encontró en sus sondeos un umbral abierto y se
deslizó en su interior, capaz al fin de enfrentarse a sus atacantes sin tener que
defender los flancos al mismo tiempo. La cara, los brazos y las piernas le
escocían de los cortes y las brechas. Tenía los pantalones ceñidos
desgarrados.
Resonó un grito en la oscuridad y los rostros frenéticos, enloquecidos,
retrocedieron y desaparecieron en la tinta de la noche absoluta. Azogue se
quedó donde estaba, jadeando, el corazón le martilleaba en el pecho y
guiñaba los ojos para ver algo entre las tinieblas.
—¡Corien! —bramó.
—¡Aquí! —fue la lejana respuesta.
—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Querido! —se rieron otras voces en la oscuridad,
burlándose entre carcajadas. El propio Azogue estaba francamente
sorprendido de oír la respuesta del joven; no habría pensado que el dandi
aquel fuera capaz de soportar semejante arremetida salvaje.
—Os encontráis atrapados —dijo Panar desde no muy lejos en la negrura
—. Quizá vinisteis con otros. Quizá no. Pero me pregunto…, ¿y dónde están?
Azogue no dijo nada. Eso mismo se preguntaba él. Poco antes, Malakai
había insinuado que Orquídea y él podían intentarlo solos. Y se habían
quedado con todos los suministros, ¡y sus municiones! Y Malakai había
maniobrado con toda habilidad para que Corien y él terminaran allí abajo.
¿Orquídea y él se habían limitado a irse tan tranquilos, dejándolos a ellos
para que mantuvieran ocupada a esa gente?
Pero no estaba siendo justo con la chica. Seguro que ella no le seguía el
juego. Y las municiones eran inútiles sin él para prepararlas. Con todo,
¿dónde estaban?
—Tal y como yo lo veo, solo tienes una alternativa —continuó Panar al
amparo de la oscuridad—, ríndete ya. No puedes defenderte para siempre. Al
final te debilitarás. O bajarás en una carrera desesperada en la oscuridad. Pero
¿adónde ibas a correr? Créeme, no hay forma de escapar. Es mejor rendirse
ya.
Se oyeron voces en la calle y brotó una luz tenue. Azogue se asomó un
poco, habían encendido un farol. Resbalaron unas rocas por los muros que lo
rodeaban y se echó hacia atrás. ¿Dónde Abismo estaba Malakai?
—Oye, Corien —gritó—, ¿qué te parece si nos juntamos y matamos a
todas estas ratas?
—¡Encantado! Me cargué a dos, creo.
Dos. ¿De cuántos, joder? Demasiados. ¿Es que Malakai nos da ya por
perdidos?
Entonces se apagó la luz. Gritos de alarma y miedo por todas partes. Pies
que golpeaban el suelo de piedra al correr.
—¿Es el demonio? —preguntó una mujer en medio de la noche, la voz
trémula.
Alguien la maldijo para que se callara. A Azogue le pareció que a esas
personas les asustaba demasiado la oscuridad, no era normal. Empezó a
preguntarse si no debería asustarse él también.
¿Era Malakai? Azogue se planteó echar una carrera hasta el otro extremo
de la calle…, le había parecido que Corien estaba allí.
—¿Rojo? —La voz sin cuerpo de Malakai hablaba justo al lado de la
puerta donde estaba Azogue.
—¿Sí?
—Cruza la calle y luego vete cuatro puertas a la derecha.
—Sí.
No hubo respuesta. El hombre se había ido, Azogue ni siquiera estaba
seguro de que hubiera estado allí: solo una voz en la oscuridad. Salió
disparado hacia la calle. A mitad de camino tropezó con un cuerpo y cayó,
derribó algo caliente que se alejó con estrépito por la calle de piedra. Azogue
maldijo y se fue tras lo que fuera, solo para estrellarse de cabeza contra un
muro. Se arrodilló, se apretó la cabeza con las manos y se mordió el labio.
Alguien pasó corriendo junto a él en la absoluta oscuridad; Azogue no tenía
ni idea de quién podría ser. A su alrededor se oían gritos aterrados.
Azogue palpó a ciegas, encontró lo que buscaba y de paso se quemó la
mano: el farol apagado. Con el asa en una mano y la espada corta en la otra,
fue bajando a tientas por el muro. Unos pies golpearon el suelo y lo arañaron
en la oscuridad. Alguien estaba llorando a lo lejos, en una de las casas.
Alcanzó lo que pensó que era el cuarto umbral.
—¿Corien? —susurró.
—Aquí.
Azogue reconoció la voz. Se deslizó en el interior y cubrió la puerta tras
él.
—¿Malakai habló contigo?
—Sí. Y…
—Estoy aquí —interpuso Orquídea desde la negrura.
—¿Cuál es el plan?
—Os saco yo —dijo Orquídea—. Malakai dijo que él los mantendrá
ocupados.
—De acuerdo, pero escuchad. Malakai parece saber lo que hace, lo
admito, pero estas personas echaron a correr como gallinas asustadas. Y no
fue él, no es tan bueno. Uno mencionó algo…, un demonio.
—Yo de eso no sé nada —lo cortó Orquídea—. Pero tenemos que salir de
aquí. Coge esto.
Las alforjas golpearon a Azogue en el pecho. El veterano se las echó a los
hombros. Orquídea pasó junto a él con un empujón. Alguien más, Corien, se
tropezó con él y le apretó el brazo.
—¿Cómo te fue? —preguntó el muchacho.
—Bien. Algún arañazo. ¿Tú?
—Que quede entre nosotros… Llevo una buena. Alguien me apuñaló. Me
froté algo que compré. Ya veremos.
—Deprisa —siseó Orquídea.
Los guio a cada uno por un brazo por las estrechas calles inclinadas.
Alguna luz empezaba a brillar en unas cuantas ventanas altas. Todo estaba
tranquilo, callado. Azogue imaginó a todo el mundo agazapado en su
habitación, esperando. ¿Qué había allí fuera, en la oscuridad? ¿De qué tenían
miedo? ¿De la propia oscuridad?
—Estos son alojamientos para sirvientes, guardias y otros de menor
estatus —susurró Orquídea mientras los iba guiando a tirones—. En su mayor
parte abandonados durante siglos. La población de la Luna siempre fue
escasa. Los andii tienen pocos hijos.
Azogue se preguntó si hablaba para distraerse del miedo que sin duda
debía de estar retorciéndole las tripas. Subieron girando y dando vueltas por
las estrechas y pendientes escaleras de piedra. Azogue estaba perdido por
completo. Orquídea frenó un poco, vaciló y luego se detuvo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Azogue.
—No lo sé —siseó ella en voz muy baja—. Por ahora solo nos largamos
de allí. Pensé…
—¿Qué?
—Creí ver algo. Una forma oscura.
Azogue lanzó una carcajada seca, casi histérica.
—¿Oscura? ¿No es todo oscuro?
—No. En absoluto. No lo sé explicar. Yo veo bastante bien. Texturas,
formas, incluso sombras. Pero esa parecía… profunda.
—Profunda —repitió Azogue, sin comprender—. ¿Dónde está?
—Ya se ha ido.
Ciego por completo, Azogue se sentía como si lo fueran a atacar en
cualquier momento. Se aferró al farol todavía caliente como si pudiera
arrancarle algún consuelo.
—Bueno, ¿dónde te vas a reunir con Malakai?
—En ninguna parte. En cualquier sitio. Dijo que ya nos encontrará él.
—Entonces vamos a meternos en algún refugio. Una habitación pequeña.
Defendible.
—Sí —dijo Corien a modo de apoyo, su voz tensa por el dolor.
—Bueno…, de acuerdo.
Un chillido desgarró entonces la negrura y se fue perdiendo convertido en
un gorgoteo ronco. La respuesta fue una explosión de gritos aterrados y
sollozos cuando los habitantes estallaron en un ataque de pánico balbuceante.
—No me parece que eso sea obra de Malakai —dijo Corien.
—No… —asintió Azogue. Envainó su espada corta y se aferró con más
fuerza a sus alforjas.
Orquídea los metió a toda prisa en una habitación. Azogue ansiaba de tal
forma encender el farol que podía saborear el aceite y oler el humo, pero lo
dejó a un lado; la luz solo atraería a sus perseguidores como moscas.
Esperaron, Corien y él cubriendo el portal abierto, sin puerta. Ningún chillido
más le puso los pelos de punta, aunque sí que oyó voces lejanas de una
discusión a gritos.
Y luego, calle abajo, el roce de unos pasos.
—Tenemos compañía —siseó, se agachó y sacó su espada corta.
—¿Rojo? —llegó la voz de Malakai, en un susurro.
Una sospecha desagradable nacida de años de guerra entre los engaños de
la magia hizo preguntar a Azogue:
—¿Rojo qué?
—Rojo…, cuyo nombre no lo es.
Azogue asintió con un gruñido y se apartó del portal.
Orquídea ahogó un grito cuando Malakai entró arrastrando los pies en la
habitación.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntaron Azogue y Corien a la vez.
—Tenemos compañía —dijo Malakai, el conocido humor ácido en su voz
—. Tu amigo Panar. Y Rojo, me gusta eso de la contraseña. Indica una mente
retorcida. Me gusta. La adoptaremos.
—Estupendo —respondió Azogue, impaciente—. Pero ¿a qué viene
arrastrar al tipo hasta aquí? Ahora vendrán a por nosotros.
—No, no lo harán. Están muy ocupados peleándose por decidir quién está
ahora al mando. ¿No es cierto, Panar?
Una pausa, tela que se rasgaba y luego la voz de Panar, desdibujada y
apenas inteligible.
—Pagarán un rescate por mí.
—No, no lo harán. Para ellos estás muerto y enterrado.
—Pagarán el rescate con información. Solo tenéis que volver y preguntar.
Malakai se echó a reír al oír eso.
—Tú nos darás toda la información que necesitamos.
—No pienso hablar.
—Entonces —susurró Malakai—, tendré que hacer… esto.
Detrás de una mano o un trapo enroscado surgió un chillido apagado de
agonía, un gorgoteo. Unos pies patearon el suelo de piedra.
Orquídea tuvo una arcada.
—¡Dioses, no! ¡Detenlo! ¡Detenlo, Rojo!
Al cabo, un silencio y una respiración pesada. Azogue se imaginó a
Orquídea tapándose los ojos. La voz de Malakai llegó baja y fría, como
cuando se habían conocido y le había advertido a la chica que quizá tuviera
que dejarla morir en algún sitio.
—Si no te gusta, Orquídea, te sugiero que salgas fuera.
—¿Rojo? —siseó ella—. ¡Haz algo! No irás a dejar que torture a este
pobre hombre, ¿verdad?
Azogue titubeó sin saber qué decir.
—Lo siento…, yo también he interrogado a otros hombres. No queda más
remedio.
—Ah, así que has interrogado a hombres, ¿eh? —La voz femenina
chorreaba desprecio en la oscuridad—. ¡Eres un bárbaro!
Azogue la comprendía. Él había vivido toda su vida adulta en el ejército y
ya hacía mucho tiempo que se había endurecido contra la brutalidad. Pero los
hombres (y las mujeres) como Malakai le daban aprensión.
—¿Qué dices ahora, Panar? —preguntó Malakai—. Dinos lo que
queremos saber. Después de todo, ¿qué importa ya? Estamos muertos de
cualquier modo, ¿no?
Se hizo el silencio en la oscuridad de la habitación. Luego un gemido,
alguien cambiando de posición.
—De acuerdo. Sí. ¿Qué quieres?
—Empecemos por el principio —dijo Malakai con tono natural—, ¿quién
eres?
—Panar Legothen, de Marcha.
Azogue gruñó al oír eso: Marcha formaba parte de la llamada
Confederación de Ciudades Libres.
—¿Cómo llegaste aquí?
Una carcajada llena de burla por sí mismo.
—No me vas a creer, pero fui uno de los primeros. Vine en mi propio
bote.
—¿Y?
Un silencio seguido por un suspiro largo y melancólico.
—Menuda visión que era entonces. Un desastre resplandeciente. Allá por
donde miraras perlas, feldespatos, ojos de gato, zafiros, oro y plata. ¡Todo de
plata! La podías recoger a brazadas.
Azogue tuvo que contenerse para no ladrarle al hombre que continuara.
¿Dónde estaba todo eso? ¿Qué había pasado? Le apetecía coger al tipo por la
camisa y agitarlo, pero era obvio que Malakai lo estaba dejando hablar hasta
que se hartara.
—Había otros, claro. A veces luché, la mayor parte de las veces me limité
a huir corriendo. Pensé dónde podía guardarlo todo. Todos teníamos
demasiado que llevar, así que empezamos a hacer tratos, a unirnos en bandas.
A marcarnos territorios. Esto de aquí, este pueblo, Pueblo Perla lo llamamos,
no es más que un sitio pequeño. El último. Donde terminamos nosotros.
—¿Qué ocurrió? —lo alentó Orquídea con suavidad.
Otro gemido en la oscuridad.
—Unos cuantos socios y yo habíamos limpiado nuestro territorio. Cuando
vimos que llegaban buscatesoros más peligrosos supimos que las cosas irían
de mal en peor cada vez más rápido. Así que nos dirigimos a la Brecha. Pero
habíamos esperado mucho. Nos hicimos avariciosos. Yo cogí esa fiebre
concreta cuando llegué. Creo que si solo me hubiera llevado lo primero que
encontré…, una preciosa estatuilla de plata, una pieza encantadora…, si me
hubiera vuelto a meter en mi bote y me hubiera ido en ese mismo momento,
ahora sería un hombre rico y feliz.
—¿Pero? —lo animó Orquídea otra vez después de un largo silencio.
El hombre se agitó y salió de su ensueño.
—Bueno…, primero nos encontramos a los malazanos. Por entonces
controlaban más o menos un tercio de la isla. Nos abrimos paso entre ellos a
base de sobornos. Después nos asaltó una banda de otros saqueadores.
Supongo que estaban esperando a que idiotas como nosotros hicieran todo el
trabajo y les acercaran las riquezas. Yo conseguí escapar con apenas una
fracción y llegué a la Brecha.
—¿Qué es? —preguntó Malakai.
—Es justo lo que dice que es, una salida. Una gran serie de terrazas
abiertas al exterior. Supongo que los andii las utilizaban para contemplar el
cielo nocturno o algo parecido. El agua les llega ahora hasta el borde.
Acercan los botes hasta allí, se llevan su parte y luego te sacan. Por lo menos
eso es lo que todo el mundo dice que pasa…
—Pero… eso no es lo que pasó —dijo Corien.
—No. Eso no es lo que pasó. —La voz del hombre se hizo pastosa, casi
ahogada—. Entregué mis mejores piezas, mis mayores riquezas, ¿y sabes lo
que dijeron?
—Que no era suficiente —dijo Malakai.
—Exacto. No era suficiente. Les arrojé todo lo que tenía, hasta mis
armas. Seguían diciendo que no alcanzaba el precio del pasaje. —Parecía que
el hombre estaba a punto de estallar en lágrimas—. Seguramente ya os lo
habréis imaginado, ¿no? Pero yo solo me di cuenta entonces. Hasta ese
momento creía de verdad que se llevarían su parte y me dejarían marchar.
Dios de los Océanos, qué idiota era.
—Te mandaron de vuelta para recoger más —dijo Malakai.
—Sí. Esta es su mina de oro y necesitan la mano de obra. Dijeron que se
quedarían con lo que había llevado como depósito de mi billete de salida. ¡Ja!
Menudo chiste. No me quedaba nada, solo la camisa que llevo. Así que me
fui y al final terminé aquí.
El puño blindado de rabia llevó estrellas a la visión de Azogue una vez
más. ¡Atrapado! ¡Lo sabía, joder! ¿Un chiste? ¡Oh, sí, porque todas las
bromas de Oponn son malas noticias!
—¿Cómo sobrevivís aquí abajo? —se interesó Orquídea.
—Oh, vamos sacando lo justo para comprarles comida y agua a las
tripulaciones de la Confederación. A unos precios pasmosos, claro está. El
agua vale su peso en oro de verdad.
—Queremos subir —interpuso Malakai—. ¿Por dónde vamos?
—Hay escaleras…, es el único camino. Es…
Un segundo chillido estalló en la noche, hizo que Azogue se estremeciera
y provocó un grito de respuesta en Orquídea. Lo que fuera gimoteó, el ruido
se fue alzando en una agonía de terror hasta que se partió como si hubieran
arrancado la garganta que lo emitía.
En el largo silencio que siguió a aquel sonido aterrador se oyó la voz de
Malakai.
—¿Y qué ha sido eso? —preguntó Malakai con suavidad.
—Ah. Eso. El Engendro es un lugar muy antiguo, ya sabéis. Lleno de
espíritus inhumanos y hechicería. Algunos afirman que es una maldición
contra todos nosotros. Los humanos no son bienvenidos aquí. En cuanto a mí,
yo creo que es un demonio fugado. Cada pocos días viene a alimentarse. Yo
casi que esperaba que apareciera aquí.
—Ya basta —dijo Malakai—. Vamos a ponernos en marcha.
—¿Y… qué hay de mí?
—A ti te dejamos aquí. Felicidades. Quizá seas el último que sale de esta
roca.
—Pero… os lo he dicho…, no queda nada. —El hombre parecía
desconcertado de verdad—. ¿Qué podríais estar buscando vosotros?
Un silencio largo e incómodo siguió a lo que parecía una pregunta muy
sencilla. Azogue no buscaba nada más allá de alguien que le pagara bien por
sus habilidades. Y para ver qué había de esos rumores que había oído sobre
ese lugar. Corien quería riquezas y la influencia que conllevaban. Malakai
algo parecido, imaginaba. No tenía ni idea de lo que quería Orquídea.
—En cuanto a mí, yo estoy buscando los Jardines de la Luna —dijo
Malakai en medio del silencio.
Azogue parpadeó en la noche. Eso no existía, solo era poesía… ¿verdad?
Pero el grito ahogado de Orquídea le indicó que la chica sabía algo. En
cuanto a Panar, el tipo se echó a reír. Y siguió riéndose sin poder parar.
Parecía que se estaba riendo no tanto de la broma macabra de Malakai, sino
de ellos, de sí mismo y de todo aquel destino absurdo en el que tan
diestramente se habían metido por culpa de la codicia, la ambición y la
cortedad de miras, los clásicos defectos de carácter que llevaban a los
hombres y las mujeres a una perdición que se buscaban ellos solos.
Y siguió riéndose incluso después de que Malakai lo tirara a un lado.

Nathilog había sido de los primeros asentamientos del noroeste de


Genabackis que había caído en manos de los malazanos. Antes de eso era un
célebre refugio de piratas regido por el puño de una serie de supuestos
barones. Pero tras varias décadas de ocupación malazana, su aristocracia se
había talianizado por completo. El comercio por el océano Meningalle era
intenso, las materias primas y las riquezas de un continente cruzaban por allí
de camino a la tierra natal del Imperio y por allí regresaban tropas y material
de guerra.
Agull’en, el gobernador malazano, residía en la sede reconstruida del
gobierno, en otro tiempo ocupada por sus predecesores, los barones del robo.
Fue allí, al final de su recepción diaria, cuando un mago apareció de repente
en el salón. Su escogida escolta de veinte barghastianos se precipitó a
interponerse entre el intruso y él. Su mago, un chamán rhivi, se quedó
mirando petrificado a la aparición, era obvio que aturdido.
Recuérdame que despida a este borrachín inútil, gruñó para sí Agull’en,
después volvió a mirar al mago. Alto, de aspecto majestuoso, con el cabello
largo apartado hacia atrás. Una perilla canosa. Túnicas sencillas de lana
marrón, aunque con una fortuna en anillos encajada en los dedos. La cara del
hombre estaba muy arrugada, roja y ampollada, con cicatrices lívidas, como
si hiciera poco que lo hubieran herido de gravedad, o quizá azotado.
El gobernador se preparó para lo que fuera y endureció la voz.
—¿Qué significa esto? ¿Quién lo envía?
El hombre hizo una profunda reverencia, la mano en la perilla.
—Saludos, Agull’en, gobernador del noroeste de Genabackis. He venido
con cumplidos de mi señor, el recién investido legado de Darujhistan.
Agull’en frunció el ceño, confuso.
—¿Legado? ¿Darujhistan tiene un legado?
—Recién investido.
—Entiendo. —Agull’en miró a su alrededor mientras pensaba. Su mago,
observó, no se veía por ninguna parte. ¿Había huido? ¡Maldito fuera! ¡Lo
haría azotar! Y entonces los instintos que habían guiado su camino durante
tantos años para pasar por encima de tantos rivales y subir tantos escalones se
impusieron y sus labios se relajaron en una sonrisa cómplice y más bien
condescendiente.
—Desea renegociar los acuerdos de comercio. Muy bien. Pueden enviar
una delegación de comercio.
—No, gobernador. Mi señor no desea renegociar detalles comerciales.
—¿No? ¿Algún tratado, entonces? Ese tal «legado» debe hablar con el
embajador malazano de allí, de Darujhistan, en lo que respecta a tratados.
—Puede dar por seguro que mi señor se ocupará del embajador cuando
llegue su momento. No, he venido como portavoz de aquel que por derecho
habla por todo Genabackis. Y exige, mi buen gobernador, que le jure lealtad
a él.
Agull’en se inclinó hacia delante en su sillón.
—¿Disculpe? ¿Jurar lealtad a ese tal legado de Darujhistan? —Lanzó una
carcajada de absoluta incredulidad—. ¿Está usted loco? ¿Está loco él?
El mago se inclinó una vez más.
—No, señor. Le aseguro que no.
—¿Y si me niego a su petición? ¿Qué hará ese supuesto legado si yo
declino su invitación? Puede que usted sea un experto consumado en su
campo, mago. Pero le ofrezco una lección de política pura y dura para que la
tome en cuenta. Los malazanos tienen una gran cantidad de tropas.
Darujhistan no tiene nada.
—Si usted no jura, encontraremos a alguien que lo haga —se limitó a
responder el mago.
El rostro de Agull’en se oscureció a medida que la rabia fue escapando a
su control. Les hizo un gesto a sus guardias para que se adelantaran.
—¡Desollad a este malnacido!
Los guardias no vivieron lo suficiente para sacar las armas. Y la sede de
gobierno de Nathilog se vio una vez más necesitando una reconstrucción.

Escenas parecidas se sucedieron por todo el norte del continente, de una


antigua ciudad libre a la siguiente: Cajale, Genalle y Tulipanes. La última de
todas fue una visita a un edificio de madera, sede temporal de la alcaldía de
Pale. El alcalde estaba cenando con unos invitados cuando surgió ante ellos
una aparición que vaciló delante de la larga mesa. Los invitados se levantaron
de un salto, aterrados; las dagas con las que comían, levantadas. Se llamó a
los guardias. La figura fantasmal de un hombre alto abrió las manos a modo
de saludo.
—Me gustaría hablar con el señor alcalde —exclamó.
Los guardias entraron tropezando unos con otros y con las ballestas en
ristre. Un barbudo corpulento alzó los brazos con un bramido.
—¡Un momento! —Los guardias se detuvieron y apuntaron—. ¿Quién es
usted y qué desea? —le preguntó el hombre a la aparición.
La figura se inclinó.
—Señor alcalde de Pale, he venido como portavoz del recién investido
legado de Darujhistan.
El alcalde frunció el ceño tras la barba, el asombro obvio. Miró de
soslayo a otro invitado, un hombre moreno que se estaba quedando calvo y
que vestía un jubón de cuero negro.
—¿Es eso cierto? ¿Hay un legado en Darujhistan?
—Sí. Recién investido. Como tal, reivindica su cargo tradicional como
portavoz de toda Genabackis. Y en respuesta a tal capacidad, exige su lealtad.
Las cejas enmarañadas del alcalde le treparon por la frente.
—Vaya. Mi lealtad para… ¿qué, si me permite preguntar?
—Para la gestión progresista y la protección de Darujhistan.
—Ah. Qué… atrayente. —El alcalde le lanzó otra mirada de soslayo al
tipo moreno y medio calvo que se había adelantado en su silla, la barbilla
apoyada en los puños, los ojos entrecerrados. El señor alcalde se pasó un
pañuelo por la frente y se aclaró la garganta. Después pareció ocurrírsele una
idea y sus densas cejas se juntaron—. ¿Toda Genabackis, dice? ¿Qué hay de
Coral Negro? ¿Esta reivindicación de protectorado se extiende a los tiste
andii?
Los rasgos demacrados del espectro esbozaron una mueca de aversión.
—Coral Negro ya no forma parte de Genabackis.
—Ah. Entiendo. Una… lástima. —El señor alcalde cogió aliento y
levantó la barbilla—. En Pale deseamos que su excelencia sepa que
consideramos un honor esta invitación. Transmitimos nuestros saludos y
rogamos que nos dé tiempo para darle a este ofrecimiento la seria
consideración que exige. —El hombre se sentó con gesto pesado, tragó saliva
y se le enrojeció la cara.
La aparición se irguió sin molestarse en ocultar su desaprobación.
—Considérenlo con cuidado, por tanto. Tienen dos días. —Y
desapareció. El señor alcalde y sus invitados se quedaron sentados en medio
de un silencio aturdido. El hombre moreno y medio calvo echó hacia atrás la
silla y se levantó, el movimiento reveló el cetro grabado en la parte izquierda
de su pecho.
—¿Nos deja ya, puño K’ess?
El puño se limpió las manos en un paño que tiró en la mesa. Su mirada
permanecía en el punto exacto en el que había estado la invocación.
—Mis disculpas, señor alcalde —dijo entre dientes—. El deber me llama.
—Comprendemos.
El puño salió con paso airado del salón, seguido por dos oficiales, un
hombre y una mujer.
—¿Quién es ese tal legado? —le susurró con fiereza al alcalde una mujer
que tenía al lado—. ¿Quién es él para desafiar al Imperio?
El alcalde levantó una mano para pedir silencio.
—Esperemos a ver.
—¿Y si pasan dos días y no sabemos nada más?
El alcalde se encogió de hombros.
—Entonces accedemos.
—¿Y los malazanos?
—Les diremos que accedimos solo para ganar tiempo.
Otro invitado sonrió con gesto de aprobación.
—Cosa que es cierta, tiempo para descubrir cuál es el más fuerte.
El alcalde cogió su copa de cristal llena de vino y estudió el líquido rojo
turbio.
—Por supuesto.

Una vez fuera del salón, el puño K’ess se volvió hacia el oficial varón que lo
acompañaba.
—Cancele todos los permisos, limite los movimientos de las tropas a la
guarnición. ¿No tenemos a nadie capaz de alzar la senda Imperial?
—A nadie.
El puño se tiró con gesto salvaje de la barbilla.
—Maldita situación. A los pies de los caballos, así estamos. ¡Corra, vaya!
El hombre hizo un saludo militar y se fue corriendo.
El puño echó a andar otra vez y adoptó un paso de marcha rígido. La otra
oficial, la mujer, se apresuró tras él.
—Si me permite recordárselo, contamos solo con la mitad de los
efectivos, puño —dijo—. La otra mitad se ha ido al sur a solicitud del
embajador Aragan. Ahora sabemos por qué.
—Sí, sí. ¿Y lo que quiere decir con eso?
—Estamos cortos de efectivos. En caso de levantamiento, yo sugiero que
nos retiremos.
El puño se detuvo. A su lado se extendía una serie de edificios que
continuaban en ruinas tras el asedio de hace unos años. Lo ocupaban gentes
sin hogar que vivían en chozas de madera y paja entre los muros de piedra
caídos.
—¿Retirarnos? —repitió, indignado—. ¿Retirarnos adónde?
—Al oeste. A las montañas.
El puño se frotó la barbilla.
—¿Ponernos a merced de los moranthianos, quiere decir? Sí, la idea tiene
cierto mérito. La tendré presente. Hasta entonces, no. Se derramó demasiada
sangre malazana para tomar esta ciudad. No nos retiraremos. —Echó a andar
otra vez, el paso rápido.
La capitán Fal-ej, de Siete Ciudades, hizo lo que pudo por no quedarse
atrás.
—Envíe a nuestro jinete más rápido al sur, capitán —le ladró K’ess—.
¡Quiero saber de boca de ese culo gordo de Aragan qué Embozado del diablo
está pasando!
La capitán Fal-ej hizo un saludo militar y se fue corriendo.
K’ess se masajeó la garganta sin afeitar y escupió a un lado.
—Menudo momento de mierda para decidir dejar de beber. Justo cuando
las cosas se estaban tranquilizando… —Sacudió la cabeza y apresuró su
marcha.

Como tenía por costumbre en los últimos tiempos, el caudillo pasaba un


tiempo por la tarde en silenciosa y solitaria vigilia, contemplando el valle que
llevaba al oeste y al fulgor de Darujhistan. Pero quizá su mirada pasaba por
encima de la ciudad, incluso más allá, hasta el túmulo de Anomander Rake,
en otro tiempo señor de Engendro de Luna. La tarde era oscura y pesada.
Unas nubes densas se cernían por el norte, por encima del lago Azur y las
montañas Tahlyn más allá.
Algo inquietaba al caudillo; de eso hablaba todo el mundo, aunque nadie
sabía lo que era. Las invocaciones del chamán insinuaban sangre y violencia
inminentes. Rumores de guerra contra los invasores malazanos se extendían
como el fuego por las anchas llanuras, aunque los ancianos en ningún
momento habían alzado la Lanza Blanca. Todo ello podría formar parte del
peso que llevaba consigo el caudillo. Pues aunque así lo llamaban, algunos
empezaban a susurrar que era demasiado mayor, que estaba demasiado
apesadumbrado y quizá ya había pasado su momento.
Él quizá fuera, o quizá no, consciente de esos susurros que corrían por la
asamblea mientras hacía sus solitarias guardias vespertinas en la falda de la
colina. Algunos decían que en realidad era el desagrado que le inspiraba todo
ello lo que lo alejaba de las tiendas.
En cualquier caso, a última hora de una de esas tardes, el caudillo supo de
repente que ya no estaba solo. Miró a su alrededor y vio de pie, a corta
distancia, a un hombre que había creído amigo suyo. Un único vistazo, sin
embargo, fue suficiente para convencerlo de que ese ya no era el caso.
Cambió de postura para mirar al hombre y deslizó una mano por el mango
del martillo que llevaba al costado.
—Saludos, Baruk. ¿Qué te saca de la ciudad?
El hombre desde luego era Baruk, pero no el Baruk que el caudillo
conocía, con esa luz ávida en los ojos enfebrecidos, las cicatrices frescas que
trazaban un mapa de dolor por su cara.
—El que llamabas Baruk ya no está. Se quemó en las llamas
purificadoras de la verdad. Soy Barukanal, restituido y renacido.
Unas llamas de poder finas como gasas ardían como auroras en las manos
del hombre, donde resplandecían unos bosques de anillos de oro. El puño de
Caladan se tensó alrededor del martillo.
—¿Verdad? ¿Y qué verdad sería esa?
—La verdad del poder. Un poder con el que sé que estás muy
familiarizado. La verdad que dice que siempre se usará poder. Solo queda por
saber quién lo usará.
—Entonces sabes suficiente para no ponerme a prueba.
La burla alegre de una sonrisa crispó la boca del hombre.
—Recuerdo suficiente para saber que es una amenaza vacía, caudillo.
Caladan respondió estirando los labios y mostrando los caninos
prominentes.
—Entonces presumes demasiado. Si la… presencia… que percibo hace
algún intento de llegar más allá de Darujhistan, no dudaré en eliminar la
ciudad de la faz del continente.
El que en otro tiempo había conocido como Baruk frunció el ceño con
una mueca fingida de pena. Retrocedió un poco y señaló al oeste.
—¿Más muertes, caudillo? ¿Cuántos más deben morir…? —La figura se
disipó en la noche y dejó a Brood apartando la mano apretada del martillo y
masajeándose los nudillos rígidos. Dejó escapar un gruñido animal y regresó
colina arriba hacia las lejanas tiendas iluminadas. Baruk capturado, caviló.
Este será un oponente peligroso. Pero se preguntó por el raudal constante de
lágrimas que espejeaba en las mejillas marcadas del hombre. Y los ojos… esa
luz misteriosa podría haber sido con toda facilidad el tormento y el horror
atrapados en su interior.
Antes de que llegara a la tienda, alguien retiró la solapa y un anciano rhivi
salió a la carrera.
—Los chamanes traen noticias asombrosas del norte, caudillo.
Algo en la expresión de Caladan hizo que el anciano se apartara con un
estremecimiento.
—¿Por qué no me sorprende? —dijo Brood con voz profunda cuando se
metió en la tienda.

Fue el acto más difícil que se había visto obligado a afrontar en su vida. Con
cada paso deliberado, rígido, reticente, se acercó a aquella casa achaparrada y
siniestra que se alzaba sola en los bosques de la hacienda de Coll. Cada latido
del corazón disparado de Rallick le gritaba que huyera. Porque no tanto
tiempo atrás, cuando el tirano jaghut Raest regresó a la ciudad solo para que
lo enterraran allí, en ese constructo azath, a él también lo habían metido. Y
quizá la casa no lo dejaría escapar una segunda vez.
Pero no huyó. Comprendía que la necesidad mandaba. Solo él en aquella
ciudad parecía comprender que había cosas que había que hacer, así de
simple. Al llegar a la puerta hizo una pausa, la mano estirada. Alguien había
estado cavando en el patio. Un rastro de tierra cruzaba los terrenos. Se
arrodilló para estudiar el vestigio. Dos juegos de huellas. Uno de unas
sandalias de cuero podrido. El otro de pies huesudos descalzos. Muy
huesudos y sin lugar a dudas de forma inhumana. Iban derramando tierra en
su camino.
Mientras estaba agachado allí, ante la puerta, esta se abrió y Rallick se
encontró con la cabeza levantada y los ojos clavados en la figura lúgubre y
demacrada del antiguo tirano jaghut Raest, prisionero de la casa y convertido
en ¿su… guardián? O quizá, por decirlo con más exactitud, en su intérprete o
portavoz. O portero.
—Ni aunque lo supliques —dijo el jaghut sin aliento, la inflexión muerta
por completo.
Rallick se irguió.
—¿Podría hablar contigo?
Las inquietantes pupilas verticales de los ojos se alzaron para abarcar el
cielo nocturno sobre el distrito de las Haciendas y se estrecharon.
—Ya tenemos un huésped. No pienso aceptar más. No importa lo difícil
que se pongan las cosas.
Un escalofrío recorrió la columna de Rallick. Apretó y relajó las manos
sudorosas.
—Eso es lo último que querría.
El jaghut dejó el umbral arrastrando los pies y retrocedió por el vestíbulo.
—Eso es lo que dicen todos, luego no hay forma de deshacerse de ellos.
Rallick se obligó a subir por el vestíbulo. Tras él se cerró la puerta y
quedó sumido en una oscuridad casi absoluta. En un lado, en un pasillo
estrecho, yacía un hombretón que bloqueaba el camino y roncaba con un
estrépito de flemas. Raest pasó junto a esa extraña aparición sin hacer
comentarios y Rallick se vio obligado a seguirlo. Una luz turbia brillaba un
poco más adelante; una especie de fulgor submarino límpido y verdoso como
el que podría arrojar una claraboya. Allí encontró al jaghut sentado a una
mesa y enfrente de él había otra criatura sentada, un imass. O por lo menos
eso supuso Rallick. No era ningún experto. Carne medio podrida sobre
huesos, y esos huesos con manchas oscuras. Una armadura abollada de
cueros, pieles y placas óseas. Y cubriéndolo todo, terrones secos. La entidad
sostenía tablillas de madera en unas manos destrozadas que solo eran huesos
y ligamentos. Levantó las cuencas vacías para observar a Rallick por un
momento y luego volvió los ojos de nuevo a las tablillas que tenía en las
manos.
Durante ese breve vistazo una ráfaga fría de viento había rozado la cara
de Rallick. Este oyó su gemido, que llevaba a grandes distancias la llamada
de enormes animales. Volvió a estremecerse.
El jaghut, Raest, cogió sus propias tablillas.
Cartas, comprendió Rallick. Estaban jugando a las cartas. En ese
momento. Con todo lo que tenía la ciudad encima.
En la mesa, entre los dos, el cadáver de un gato.
Rallick se aclaró la garganta.
—¿Qué está pasando?
—Voy ganando diez mil lingotes de oro —dijo Raest en voz baja—. Aquí
a mi amigo le cuestan los cambios en las reglas.
La voz del imass resonó como un crujido bajo de tendones secos.
—Se me dan mejor los mecanismos.
—No —insistió Rallick—. La ciudad. ¿Qué está pasando fuera?
—El barrio se está deteriorando a toda prisa. Me estoy planteando
mudarme.
—¿Mudarte? ¿Puedes mudarte?
El tirano volvió los rasgos destrozados para estudiarlo sin palabras por un
momento.
Rallick tragó saliva. Ah. Entiendo.
El jaghut dejó en la mesa una de las cartas de madera que tenía en la
mano.
El imass adelantó la barbilla roma de su esqueleto para estudiar la carta,
después se recostó y volvió a contemplar las que él tenía. Rallick también se
inclinó para mirar la superficie con los ojos entrecerrados; no vio más que
una imagen garabateada con tosquedad que fue incapaz de distinguir.
—No —continuó el jaghut—, he puesto demasiado esfuerzo en este
lugar. —Rallick le echó un vistazo a las paredes de madera podrida, las raíces
que colgaban, el polvo que se filtraba por la luz de las estrellas, que entraba a
raudales—. Además, aquí Pelusín quedaría desolado.
¿Pelusín? Por favor, que se refiera al gato; mi cordura no sobreviviría a
otra cosa.
—¿Puedes darme alguna pista de lo que va a ocurrir?
—Ahora sirvo a la Casa. Solo a ella. Sin embargo, puedo decirte qué
clase de juego estamos jugando.
¿Juego?
Con su mano correosa y mutilada el imass deslizó muy despacio una carta
de madera que puso sobre la mesa.
Raest se echó hacia delante y estudió la imagen grabada en la superficie.
Se recostó en la silla y negó con la cabeza.
—No…, ella no. Está fuera de la partida. Por ahora. —Apartó la carta.
Los ligamentos del cuello del imass crujieron cuando siguió la carta hasta el
otro extremo de la mesa. Después gruñó.
Rallick se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento.
—¿Qué clase de juego… es? —preguntó, apenas capaz de hablar.
—En este juego hay que tirarse faroles. Ambas partes tienen que tirarse
faroles. Recuerda eso, sirviente del Embozado.
—El Embozado ya no está.
—Los caminos permanecen.
—Entiendo.
—¿Ah, sí? Sería asombroso que lo hicieras.
Rallick apretó los labios. Aquí no puedo apuntar. Se volvió hacia el
imass. Esos no son los huesos de sus piernas. Apartó los ojos.
—¿Hay algo más que puedas decirme?
El jaghut permaneció inmóvil, el rostro magullado y repleto de brechas
era una máscara, el cabello gris como virutas de hierro le colgaba hasta los
hombros.
—Puedo decirte que me estás distrayendo de mi partida. Vete de aquí.
Rallick decidió que no debería esperar a que se lo dijeran dos veces. Salió
de espaldas y muy despacio de la habitación, de cara a aquella pareja, tan
extraña y desigual, pero a la vez tan igualada.
Llegó a la puerta cerrada.
Y ahora la parte más difícil de todas.
Pero la puerta sí que se abrió.
Cuando alguien entró en su despacho, lo primero que pensó el legado Jeshin
Lim fue que un concejal había solicitado una reunión no programada y su
personal había hecho entrar al hombre, o mujer, en cuestión. Le sorprendió,
por tanto, levantar los ojos de la composición de su siguiente discurso y ver al
mercader Humilde Medida de pie ante él.
Ahogó el impulso de levantarse de un salto de su silla. ¡Por la
misericordia de Ascua! ¿Quién habrá dejado entrar a este hombre? Alguien
va a perder su puesto por esto. Transformó el tic de la boca en una sonrisa de
bienvenida rígida, un poco forzada. Bueno, tampoco hay que quejarse. El
dinero de este hombre me permitió acceder a este despacho, así que, ¿por
qué no debería entrar el hombre también?
Se levantó con una sonrisa y rodeó el escritorio.
—¡Humilde Medida! ¡Qué sorpresa! —Le señaló una silla—. Siéntese,
por favor. ¿Me permite ofrecerle un té?
El hombretón se sentó con gesto seco y pesado.
—No, legado… Gracias.
Qué extraño verlo fuera de las oficinas de sus talleres. Parece… más
pequeño. Jeshin se sirvió un dedal de té y se retiró una vez más detrás de su
escritorio.
—¿Qué puedo hacer por usted, viejo amigo?
—En primer lugar —dijo el hombre entre dientes—, felicidades por la
renovación de este antiguo y honroso cargo, legado.
Lim desechó las formalidades con un ademán.
—La victoria es de los dos, Humilde. La visión que compartimos ha
llevado a esto. Lo hemos logrado juntos.
Humilde inclinó la cabeza como reconocimiento.
—El legado es muy generoso. Pero me pregunto, entonces, ¿por qué, con
esta victoria en su poder, no ha procedido a llevar a Darujhistan a la posición
de preeminencia que en otro tiempo acordamos que merece?
Jeshin frunció el ceño y ladeó la cabeza. El té permanecía olvidado ante
él.
—¿Cómo es eso?
—Legado, Darujhistan debe tener un arsenal. Armas, armaduras,
máquinas de asedio. El material de guerra… —Se detuvo porque el legado
había alzado una mano para hablar.
De vuelta a la vieja discusión. Debería haberlo anticipado. Este hombre
es un fanático.
—Humilde…, tengo presentes sus argumentos. Se necesitan armas y
armaduras, sí. ¡Pero mire lo que hemos logrado! Estamos de acuerdo en
tantas cosas. Darujhistan se pondrá de nuevo en el camino de la
preeminencia. Solo disentimos en este pequeño detalle, usted cree que poner
armas y armaduras en manos de cada ciudadano será lo que lo logre, mientras
que yo creo que primero hay que ocuparse de las defensas de la ciudad. Las
murallas, Humilde…
El mercader lo interrumpió.
—Darujhistan tiene murallas, legado.
Jeshin lo desechó con un gesto.
—Que apenas merecen ese nombre. Patios de recreo para los niños de la
ciudad. Descuidadas y saqueadas durante siglos. Hay que reconstruirlas,
reforzarlas.
—No son las murallas de Darujhistan lo que hay que reforzar, legado…
Es la voluntad de la ciudad.
Jeshin se quedó quieto, las manos apoyadas en el mármol fresco de la
superficie del escritorio.
—Esta discusión ha terminado, Humilde. Le agradezco su preocupación.
Sé que puedo contar con su cooperación en nuestros esfuerzos por
proporcionarle prestigio e influencia a nuestra ciudad. —Y se levantó,
sonriendo una vez más. Señaló la puerta.
Humilde Medida aupó su enorme corpachón de la silla. Miraba con furia
bajo las gruesas cejas. Se dio la vuelta sin una sola palabra y se dirigió a la
puerta con paso pesado.
Jeshin lo observó irse, una sonrisa rígida clavada todavía en los labios.
Un guardia. Guardias ya. Guardias insobornables. ¿Acaso no soy el
puñetero legado de esta ridícula ciudad?

El carruaje cerrado de Humilde se balanceó cuando el mercader acomodó


todo su peso dentro. Se sentó encorvado hacia delante, los codos en las
rodillas, como si examinara a alguien sentado enfrente. El carruaje emprendió
su camino serpenteando por la colina de la Majestad. Los párpados pesados
del hombre se habían entrecerrado casi del todo mientras se mecía de un lado
a otro. De hecho, otro pasajero quizá lo habría creído dormido.
Pero estaba muy lejos de estar dormido. Como las cargadas prensas de su
fundición, su mente estaba trabajando poco a poco, girando de forma
inexorable, y con un peso irresistible que todo lo aplastaba. Y la conclusión a
la que llegó fue que él no estaba sacrificando tanto para poner un legado al
mando de esa ciudad solo para que el portador del título se refugiara detrás de
unas murallas.
Por fortuna, sin embargo, existen modos de resolver este inconveniente
temporal.

Las montañas Mengal conformaban la espina dorsal de la costa oeste del


continente de Genabackis. Eran, en su mayor parte, un monte deshabitado y
peligroso. Una ruta comercial de barro serpenteaba por las faldas de la ladera
oriental del interior, una ruta descuidada, barrida en algunos sitios por la
erosión, atravesada por árboles caídos. Con reatas de mulas, carretas de dos
ruedas y a pie con un fardo era el único modo de hacer el viaje. E incluso así
en algunos sitios la pista estaba casi impracticable. Era más rápido y fácil
transportar por mar los productos, animales o personas que se necesitaran en
cualquier otro punto de la costa. Pero siempre estaban aquellos que no podían
permitirse el gasto inicial de pagar el espacio de esa carga o de una litera.
Para esos pequeños mercaderes, caldereros, herreros ambulantes, aspirantes a
granjeros o simples aventureros en busca de un nuevo horizonte siempre
quedaba la pista de barro que atravesaba el alto bosque perenne, el aliento
formando penachos en la bruma húmeda y fría que se precipitaba por las
laderas, los pies envueltos en trapos y las espaldas encorvadas, cargadas de
fardos.
Y, por tanto, siempre estaban también aquellos que vivían a costa de esos
infelices.
La gente de Yusek era del este, del camino de Baluarte. Durante los
Problemas habían hecho las maletas y se habían dirigido al oeste. Para
cuando habían cruzado la llanura del Asentamiento, el modo de vida se había
convertido en una costumbre, así que siguieron moviéndose. Con el tiempo,
Yusek levantó la cabeza, miró a su alrededor y se dio cuenta que todo el
hambre que había pasado su familia y todos sus afanes no los habían llevado
a ningún sitio que mereciera la pena. Así que recogió todo lo que tenía de
utilidad e hizo lo único que sabía hacer: se fue.
Había terminado con la banda de Orbern o, más bien, ellos habían cogido
todo lo que ella tenía y le habían dado a elegir entre unirse a ellos o morirse
de hambre en medio del frío. Puesto que era joven y nueva, habían intentado
usarla, claro está, pero Yusek había crecido defendiéndose sola y había
descubierto pronto que a ella no le molestaba derramar sangre ni la mitad de
lo que les molestaba a los que la rodeaban. Así que la convirtieron en
exploradora, o mensajera, o lo que diablos quieras llamarlo; después de todo
ella era capaz de caminar hasta dejar a todos aquellos borrachos tirados en el
suelo, sentados sobre sus culos gordos. Y además, no tenían armadura digna
de ese nombre que darle.
Orbern afirmaba ser de Darujhistan. De una de las familias nobles de la
ciudad. No hacía más que decir que le habían quitado su posición, que no
sabían apreciarlo, o que lo habían echado unos idiotas o algo parecido.
Aunque a nadie le importaba un carajo. Se creía el gran señor de las
montañas occidentales. Incluso tenía un caballo, un jamelgo enfermizo de
aspecto solitario que insistía en montar entre la densa maleza. El espectáculo
más absurdo que Yusek había visto jamás.
Noble o no, Orbern era el que mandaba porque al menos él podía decir
que tenía una especie de educación. Sabía construir. Los había hecho levantar
una empalizada en el barranco que ocupaban. Habían erigido cabañas de
troncos que no tenían goteras. Incluso contaban con una especie de forja
tosca que les servía para sus necesidades metalúrgicas. Usaba una piedra
grande, vieja y plana como yunque.
Y por todo eso se toleraba el gobierno de aquel tipo, aunque fuera un
imbécil que se diera aires de grandeza.
Ese día Yusek estaba «explorando», lo cual consistía en agazaparse al abrigo
de un enorme árbol de hoja perenne y observar la lluvia que caía como una
bruma por la ladera de la montaña. Las montañas Mengal eran lo bastante
altas como para reunir nubes a su alrededor, pero no lo bastante altas como
para ensombrecer por completo las laderas del socaire y los valles profundos
que las atravesaban hasta la costa. Como resultado, una parte de la bruma
siempre llegaba al interior, aunque no era que ninguna alcanzara jamás la
llanura del Asentamiento.
Yusek estaba vigilando la pista de mercaderes que subía serpenteando del
sur. Y ese día, además de la puñetera lluvia, el frío y demás, tuvieron que
aparecer dos figuras atravesando el barro, pasando por encima de los troncos
de los árboles caídos y abriéndose paso por los canales de escorrentías que
embestían el sendero.
Malditos idiotas. Salir con este tiempo. ¡Ahora ella también tendría que
empaparse!
Bajó a buscarlos.
Era el par de los viajeros más patéticos que había visto jamás. No
llevaban mercancías ni mochilas que ella viera; vestían grandes mantos
sueltos con capucha, cerrados para defenderse de la lluvia. Al menos iban
armados, se les veían las puntas pulidas de bronce de las vainas que colgaban
bajo los mantos.
Cuando Yusek salió al camino, las figuras se detuvieron e intercambiaron
una mirada bajo las caladas capuchas.
—¿Adónde os dirigís? —preguntó.
Uno se adelantó.
—Al norte —dijo con un acento extraño.
—Estoy con un asentamiento justo…
—¿Sabes de un monasterio aquí en estas montañas? —preguntó el tipo,
que la interrumpió sin más.
—¿Un qué? ¿Un monasterio? No. Como ya he dicho, estoy…
Pero los dos habían seguido caminando sin hacerle ningún caso. La chica
los vio marcharse, perpleja. En el nombre de Mowri, pero qué…
Los alcanzó.
—Escuchad. Hay un asentamiento cerca de aquí. Pueblo Orbern. —Qué
nombre más estúpido, joder. ¡Pueblo Orbern! Maldito imbécil. ¡Ja! ¡Pueblo
imbécil!
Los dos se detuvieron. Ni siquiera a tan poca distancia Yusek podía ver
algo dentro de aquellas grandes y profundas capuchas. Uno volvió a hablar,
el mismo de antes, el otro todavía no había dicho ni una palabra.
—¿Hay personas allí que conozcan bien estas montañas? —preguntó.
Yusek se limpió la bruma fría de la cara y se encogió de hombros.
—Sí. Claro. Seguro.
—Muy bien. Puedes llevarnos hasta allí.
La chica lanzó un bufido y les hizo un gesto para que la siguieran. ¡Lo
que hay que oír! «Puedes llevarnos hasta allí…». Pero ¿quiénes se creen
estos dos que son?

Yusek no habría negado que había crecido en medio de ninguna parte y que
no sabía casi nada, pero hasta ella se habría largado por patas cuando los
troncos de la empalizada aparecieron de repente. Le habría entrado un ataque
de pánico especialmente cuando la pesada puerta de troncos se cerró de un
empujón tras ellos, el gran travesaño de madera se volvió a colocar y todos
aquellos montañeses peludos y sin lavar de la banda de Orbern salieron
arrastrando los pies para ver lo que pasaba.
Pero no esos dos. Los tipos accedieron tras ella sin vacilar, dóciles como
corderitos rumbo al matadero. Algunas personas, reflexionó la chica, no
tienen suficiente sentido común para dejarlos vivir.
Los llevó directamente a una cabaña principal de maderos, la «Estancia»
como la llamaba Orbern, y abrió la puerta. Los dos la siguieron al interior.
Unos cuantos de la banda se metieron detrás.
Orbern estaba comiendo; se pasaba mucho tiempo haciendo eso,
rondando alrededor de una mesa. Yusek suponía que era su forma de
representar el papel de «señor de la mansión». Levantó la cabeza como si le
sorprendiera la visita, dejó el cuchillo y se limpió las manos en las múltiples
túnicas que llevaba para demostrar su «cargo». Tenía una gran mata de barba
y pelo greñudo que Yusek imaginaba que mantenía, de nuevo como parte de
esa imagen que quería dar de gran señor del monte, como los de las antiguas
ciudades libres del norte.
—¿Y a quién tenemos aquí? —preguntó, todo malicioso y gritón.
—Viajeros, señor —respondió Yusek, que se dirigió a él como él siempre
les decía que hicieran.
Orbern se tiró de la barba y asintió.
—¡Excelente! ¡Saludos, señores! Bienvenidos a Pueblo Orbern, por poco
que valga ahora mismo. Desde luego no es Mengal todavía. Pero estamos
creciendo. Esperamos convertirnos pronto en una parada habitual en la ruta
de los mercaderes. ¿Qué podemos hacer por ustedes? ¿Unas camas para pasar
la noche, quizá?
Algunos de los chicos que tenían los viajeros detrás lanzaron una risita.
Los dos ni siquiera se dieron la vuelta.
—¿Sabéis de un monasterio en estas montañas, al norte de aquí?
Orbern hizo todo un alarde de acariciarse la barba y estudiar las vigas del
techo.
—¿Un monasterio, decís? ¿Están ustedes en un peregrinaje devocional?
¿Los están esperando?
—Si aquí no lo conoce nadie, seguiremos nuestro camino.
Muchos más hombres se rieron de eso. Yusek no podía ocultar su
incredulidad. ¿Hasta qué punto se puede ser corto?
Orbern se limitó a levantar una mano para pedir silencio.
—No hay prisa. Quizá sí que conozcamos el lugar. Quizá…
—¿Lo conoces tú? —preguntó el viajero, interrumpiéndolo.
Orbern quedó desconcertado por un momento, pero se recuperó al
instante.
—¿Yo? No. Pero a cambio de una contribución para Pueblo Orbern…
—¿Entonces quién?
Orbern miró con furia bajo las cejas enmarañadas. Yusek se echó a reír, y
no con demasiado disimulo. Eso sí que tenía gracia… como espectáculo no
estaba mal.
—Por una contribución para el futuro de Pueblo Orbern podrán contar
con nuestra buena voluntad —dijo Orbern entre dientes, su voz parecía de
todo menos cordial.
Como a modo de respuesta, el portavoz de los dos se quitó la pesada
capucha.
Yusek oyó gritos ahogados y siseos contenidos. Casi como uno solo, la
multitud de fugitivos y asesinos, hombres buscados todos y cada uno,
retrocedió varios pasos y despejó un círculo alrededor de las dos figuras.
Yusek se quedó mirando, sorprendida: el hombre llevaba una máscara, un
óvalo pintado, lleno de remolinos complejos y bandas. Una cosa de lo más
rara, pensó. Después se fijó en Orbern.
El jefe estaba petrificado, los ojos muy abiertos. Parecía que luchaba por
coger aliento para hablar, pero no lo conseguía. Yusek puso una mueca de
asco. ¿Qué es esto? ¿Así que el tipo lleva una máscara? ¿Y qué?
Nadie se movió ni habló, era como si todos estuvieran demasiado
aterrados. Unos cuantos como Yusek miraban a su alrededor, confusos; la
mayor parte hombres del norte. Puesto que nadie decía nada, fue ella la que
se adelantó con las manos en los cuchillos del cinturón.
—Entregad todo lo que tenéis —exigió.
Una carcajada aguda, estrangulada, brotó de la garganta de Orbern, que
agitó las manos con frenesí.
—¡No la escuchen! —balbució casi con voz de pito—. Son libres de irse,
por supuesto.
—¿Qué es esto? —exclamó Waynar, un hombretón peludo del norte que
afirmaba tener sangre barghastiana. Descruzó los gruesos brazos y se
adelantó—. ¿Libres de irse?
—¿Te quieres callar? —le gruñó Orbern, y después le dedicó a los dos
invitados una carcajada nerviosa.
—Tú no eres nuestro rey ni nada por el estilo —respondió Waynar. Se
cernió tan cerca de los visitantes que la barbilla estirada casi tocaba la frente
enmascarada del más bajo y ligero de los dos—. ¿Quién Embozado sois? ¿Y
por qué lleváis esa estúpida máscara?
¡Bien dicho, coño!, añadió Yusek sin hablar. Ya iba siendo hora de que
alguien se pusiera al mando. Parece que a Orbern no le va a durar mucho
más el chollo.
El portavoz ladeó la cabeza para mirar más allá del bulto greñudo de
Waynar.
—¿Este desafía tus órdenes?
A Orbern se le derrumbaron los hombros. Se cogió la cabeza con las
manos y dejó escapar un largo suspiro estremecido.
—Lo siento mucho, Waynar —dijo—. Pero… sí. Así es.
El portavoz se encogió de hombros. O pareció encogerse. Ocurrió algo.
Yusek tampoco estaba segura, no llegó a verlo. El manto del visitante se
movió, en cualquier caso. A Waynar se le abultaron los ojos. Abrió la boca,
pero no salió nada. Y luego un gran torrente de sangre y fluidos se
derramaron en un chorro de la cintura del hombre, le bajó por las piernas y
entrañas y vísceras cayeron, salpicando, húmedas y brillantes. El hombre casi
se partió en dos.
Yusek chilló y dio un paso atrás. Hasta los desconocidos se apartaron del
charco, cada vez más grande, de sangre y órganos.
Algunos fueron a coger las espadas, pero otros los detuvieron
sujetándolos por los brazos. Orbern levantó las manos para pedir calma.
—¡No os mováis! —exclamó. A los viajeros les ofreció una pequeña
inclinación de la cabeza—. No habrá más desafíos. Su demostración ha sido
muy… directa. Al norte de aquí encontrarán un puñado de pequeños
asentamientos, granjas y demás. Y he oído rumores sobre una especie de
templo.
—¿Quién conoce mejor la región? —preguntó el portavoz, la voz todavía
suave y sin inflexiones.
Las cejas de Orbern se fruncieron una vez más.
—Bueno, aquí Yusek ha cubierto la mayor parte de las laderas.
Yusek arrancó la mirada del montón de vísceras y vio que el portavoz de
los desconocidos la estaba mirando a través de la máscara pintada. Tenía los
ojos de color castaño.
—¿Qué? —le soltó ella sin más.
—Tú nos guiarás.
—Seguro como el dedo huesudo de la Tomadora que no.
El portavoz le dio la espalda.
—Está decidido. Necesitaremos comida y agua.
Orbern exhaló un suspiro de alivio.
—Shel-ken, búscales provisiones.
—¡No! ¡No está decidido! —gruñó Yusek. Miró con furia a Orbern—.
¡No pienso ir con estos asesinos!
—¿Esta también desafía a la jerarquía? —le preguntó a Orbern el
portavoz.
Yusek fue retrocediendo hasta que chocó con los omóplatos contra una
pared. Orbern la miró, una ceja arqueada como para preguntar, ¿y bien?
Todos los ojos se volvieron hacia ella. Unos cuantos de los hombres de
Orbern se lamieron los labios como si estuvieran impacientes por verla
abierta en canal, de la garganta a la entrepierna.
—No —dijo Yusek.

Yusek se enfrentó a Orbern después de que los dos visitantes dejaran el salón
para esperar fuera.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó mientras él observaba, tirándose
de un labio grueso, cómo se llevaban el desastre destripado que había sido
Waynar. Se arrojó serrín fresco sobre las manchas del suelo de tierra. Orbern
volvió luego a arrancar trozos del grasiento pájaro asado—. ¿Y bien?
La mirada cansada del hombre se posó en ella solo un instante.
—En realidad casi no eres ni miembro de esta pequeña comunidad
nuestra, ¿verdad, Yusek? Aprovechas cada excusa para dedicarte a recorrer
las laderas durante días enteros. Es como si solo estuvieras esperando una
ocasión para largarte corriendo, de todos modos.
La chica fue incapaz de negar nada de lo que había dicho el otro.
—Pero ¿con esos dos asesinos? ¡Viste lo que le hicieron a Waynar! ¡Tú
solo quieres que me maten!
Orbern apartó los huesos.
—Yusek… —Se frotó la frente y suspiró—. En primer lugar, querida,
Waynar se lo buscó. Desafió al seguleh. Así que, lección uno, ¡no los
desafíes! Bien, en segundo lugar, y en contra de lo que acabamos de ver
todos, en su compañía estarás más segura de lo que lo has estado en años. —
Orbern se recostó en su silla y abrió las manos—. En tercer lugar, aquí casi
todo el mundo es un asesino, ¿desde cuándo ha sido eso un problema para ti?
Y por último, con franqueza, ha sido un auténtico grano en el culo tener que
mantener a todo el mundo lejos de tu pandero este año.
—Si no saben controlarse solos, ese es su problema, no el mío. Que
vayan a tirarse algún animal.
—Oh, no te engañes, algunos ya lo hacen. O se follan entre sí. En
cualquier caso, estoy de acuerdo contigo, sí. Por qué les echan la culpa a las
mujeres de la crueldad de los hombres y de su falta de respeto por el prójimo
es algo que jamás entenderé. Pero se convierte en tu problema cuando es a ti
a quien atacan, ¿no?
—Mataré al que lo intente. Y lo saben.
—Así que yo pierdo otro hombre más.
—¡No es culpa mía que sean gilipollas!
Orbern se tiró con furia de la barba.
—¡Yusek! La razón por la que los han echado de cada pueblo, aldea,
familia…, de cualquier comunidad de personas con espíritu de colaboración,
es porque son unos asesinos egoístas, cortos de miras, impulsivos y crueles,
¡y sobre todo gilipollas! —Señaló la puerta—. ¡Te estoy haciendo un favor!
Yusek no se movió.
—Puedo cuidarme sola.
—El hecho de seguir viva lo demuestra, Yusek. Pero cada vez lo tienes
peor. Al final terminarás desapareciendo y Ezzen, o Dullet, se pasearán por
ahí con una sonrisita de satisfacción en la cara durante unos días… y se
acabó, ya no hay más.
Yusek bajó la barbilla.
—No te estoy pidiendo que me hagas ningún favor. —Odiaba lo huraño
que sonaba eso, pero era la verdad.
Orbern volvió a suspirar.
—Lo sé. Pero te lo hago de todas formas. Osserc sabrá por qué. Debe de
ser mi conciencia civilizada.

Yusek fue a recoger el resto de sus escasas pertenencias. ¡Por la tirada de la


Reina! Total, podría dejarlos plantados. Vio a Bajo-Alto, uno que venía del
sur, y lo señaló con la barbilla.
—Oye, ¿se puede saber quiénes son esos tal segulat?
—Es seguleh —la corrigió el otro, después dibujó una puñalada en el aire
—. Espadas, pastelito. Espadas andantes, eso es lo que son. Ten cuidado o te
harán a ti lo que le hicieron a Waynar.
Yusek esbozó una mueca de burla y se echó el petate atado al hombro.
Los encontró esperando en los terrenos llenos de barro y salpicados de
basura que Orbern llamaba la «plaza de armas». Un fardo de provisiones
aguardaba con ellos.
—Lleva esto —dijo el portavoz señalando el fardo.
—Yo no soy la mula de carga de nadie.
—No obstante.
—No. Puedes llevar tú el puto fardo.
Algo pasó junto a su cara con un latigazo, un contorno borroso de color
plateado. El petate le cayó del hombro al barro, la cuerda cortada. El hombre
se irguió y el manto volvió a caer en su sitio.
Yusek se lo quedó mirando. ¿Se puede saber cómo Togg hizo eso? Alzó
la mirada hacia la máscara pintada y los ojos que había detrás: estos la
estudiaban, entrecerrados, como si evaluaran su reacción. No era la mirada
fanfarrona de superioridad que estaba acostumbrada a que le echaran todos
los que la habían vencido en el pasado.
Escupió a un lado.
—¡Está bien! —Levantó de un tirón el fardo, que pesaba como un
demonio, y se lo acopló a la espalda—. ¿Tienes nombre o…?
El portavoz le hizo un gesto para que caminara con él. El compañero
silencioso los siguió, la capucha todavía puesta. Cuando se acercaron a la
empalizada, Yusek distinguió al gordo de Orbern en la pasarela. Este hizo un
ademán para que quitaran el sólido travesaño de troncos y abrieran la puerta.
Salieron a los bosques ante los ojos de casi toda la banda de Pueblo Orbern,
que habían acudido a la empalizada para verlos marchar.
—Me llamo Sall —dijo el portavoz. Allí, en medio del silencio de los
bosques, parecía bastante joven.
Yusek señaló con una sacudida del pulgar al otro.
—¿Y ese?
Sall se quedó callado un rato, quizá buscando las palabras adecuadas.
—En los rangos de los seguleh, yo pertenezco a los Trescientos…
—¿Trescientos qué? —lo interrumpió ella.
Una vez más el seguleh se quedó callado un rato. La lluvia había cesado y
los arroyos de la escorrentía chorreaban por la pista. Gotas pesadas
tamborileaban en el bosque. La bruma matinal había desaparecido con la
lluvia.
—Los Trescientos a los que me refiero quiere decir entre los guerreros
seguleh —dijo Sall, su tono se había hecho gélido. Al parecer no estaba
acostumbrado a que lo interrumpieran.
Yusek lo miró de soslayo. Se había vuelto a poner la capucha.
—Así que… ¿quieres decir que estás entre los trescientos mejores
guerreros de todos los seguleh?
—De todos aquellos que deciden hacer carrera en los rangos, sí. No todos
han de hacerlo.
¿Entre los mejores trescientos guerreros de estos tales seguleh? ¡Joder!
Señaló con una sacudida del pulgar al otro.
—¿Y ese?
—Yusek —hablaba en voz mucho más baja—, puedo darte su nombre…,
pero no te será de ninguna utilidad. Podrías dirigirte a él, pero él nunca
hablará contigo. Es Lo. Es el octavo.
¿Octavo? ¿Como en el octavo mejor de todos ellos? ¡Por el abrazo de
Ascua! ¿Y están aquí fuera, en mitad de ninguna parte?
—¿Qué estáis haciendo vosotros dos aquí?
—Como ya he dicho, buscamos un monasterio que, se supone, se halla
por esta zona, en estas montañas.
Yusek lanzó un bufido. Qué puñetera estupidez. Allí estaba ella, guiando
a un par de fanáticos hasta un templo para que pudieran inclinarse ante un
trozo de hueso lleno de polvo, o ante una estatua sagrada metida en una
pared, o para que un viejo senil agitara la mano encima de sus cabezas. ¡Qué
puta pérdida de tiempo!
Así que decidió dejarlos plantados de inmediato.
Se limitó a seguir caminando sin parar un instante. Hasta el momento la
táctica no le había fallado jamás. Había perdido a todos de los que se había
alejado caminando. A medida que fue avanzando el día, los seguleh fueron
quedando atrás como hacía todo el mundo. Una vez que quedaron lo bastante
atrás en el camino, Yusek se desprendió del fardo que llevaba al hombro,
cogió los mejores alimentos secos de primera necesidad, un cuero de agua y
siguió su camino sin mirar atrás. De hecho, optó por echar a correr.
Se dirigió a un saliente que conocía, una especie de parada no oficial en la
ruta. Estaba mucho más allá de lo que se solía recorrer en un día normal de
viaje, pero pensaba continuar hasta bien entrada la noche.
Durante el resto del día, mientras se adentraba en el largo crepúsculo y
hasta que la luz desapareció por completo y fue incapaz de distinguir la pista
que tenía delante, no vio señal alguna de sus compañeros. La luz combinada
de la luna moteada y de aquel visitante verde de mal agüero que había
aparecido en el cielo nocturno le permitió encontrar el estrecho sendero que
subía por las rocas hasta el saliente, y allí se agazapó en cuclillas, entre la
tierra y las hojas podridas, y se puso a mordisquear una tira de venado seco.
Tenía las piernas temblorosas y entumecidas, el pecho en llamas, pero había
llegado. Y se había deshecho de ellos. ¡Se había deshecho de todos! Del
gordo de Orbern, del rijoso de Ezzen, del retrasado de Henst, con esas zarpas
torpes. ¡Lo había vuelto a hacer! Se había sacudido el polvo inútil de los
talones. Igual que de su ma y su pa ese día, en el peor trozo de la llanura del
Asentamiento, cuando eran ellos o ella, ¡y una mierda si iba a ser ella!
Pondré rumbo a Mengal, como siempre he querido. Me haré un nombre
allí. Tiene que haber oportunidades de sobra para una chica como yo…
Seré…
Se puso rígida y escuchó. Estaban cayendo rocas sobre la pista. Se irguió
poco a poco, llevándose una mano al cuchillo de combate que tenía en la
cadera, el corazón latiéndole acelerado.
La figura encapuchada de Sall trepó hasta el saliente. Se limpió la tierra
del manto y dejó caer el fardo en el polvo seco y las hojas. Yusek bajó la
mano. ¡No me lo puedo creer, joder!
—Un primer día de viaje bastante pasable, Yusek. —La capucha se alzó
cuando el seguleh miró alrededor—. Lo apruebo. Puedes descansar. Yo haré
la primera guardia.
Lo se reunió con ellos, se alzó de las tinieblas silencioso como un
fantasma. Cruzó hasta la parte posterior del saliente y se sentó sin decir una
palabra.
—Pero ¿vosotros quiénes sois…? —preguntó Yusek sin aliento,
maravillada a su pesar.
—Somos los seguleh, Yusek. Y todas estas tierras pronto volverán a
conocernos otra vez.

Eje estaba sentado en un banco de piedra en el Círculo de las Fes. Era una
plaza pavimentada del distrito Daru que a lo largo de los años, edificio a
edificio y patio a patio había sido invadido y luego anexionado por los
devotos de religiones extranjeras, emergentes o incluso desacreditadas. Una
especie de bazar no oficial para cualquier dios, espíritu o ascendiente que
quisieras mencionar. Unas altas tiras de oración ardían a su lado como
ofrendas votivas a una deidad del norte casi desconocida, con toda
probabilidad espíritus ancestrales barghastianos. Se apartó el denso humo de
la cara con la mano. Al otro lado de la plaza, un edificio diminuto de piedra
que tenía un parecido inquietante con un sepulcro albergaba a un sacerdote
del nuevo culto del dios Quebrado. El hombre estaba allí sentado,
farfullándole a todo el que pasaba, aunque resultaba bastante difícil de
entender, hablando como hablaba con los dientes rotos y la mandíbula
hinchada de las muchas palizas que repartían los matones del barrio. Eje tenía
que reconocerle el mérito, sin embargo. Aquel tipo era inasequible al
desaliento. Incluso parecía disfrutar de ese desafío adicional a su devoción y
perseverancia.
Alguna gente solo quiere que la persigan…, demuestra que tienen razón.
Claro que él lo sabía todo sobre persecuciones. Su madre y él habían visto
cómo el mundo perseguía con éxito a su padre, a sus tíos, hermanos, tías,
hermanas y a un número incontable de primos.
—Pos a ti no te voy a perder, pequeñín —le decía siempre su madre. Se
lo repitió una vez más cuando llegó recado de la pérdida del último hermano
de Eje, que había caído por la borda en los mares picados junto a la costa de
Delanss—. Eso lo juro, sí, señor. —Y él había alzado la cabeza, estaba
sentado junto a la silla de su madre, mirando cómo se cepillaba el pelo, un
pelo tan largo que lo arrastraría por el suelo si alguna vez se lo soltase—. Te
llevo en brazos, vaya si te llevo. Te envuelvo en protección. Te mantengo a
salvo. Tu mamá te va a mantener a salvo. Ya verás.
Se frotó la camisa sobre el pecho. La tenía muy cerca. Podía sentirla junto
a él, como siempre que sobrevenían problemas.
Tres días ya y ni un solo aviso todavía de ninguno de los magos del
cuadro. Ya deberían haberse puesto en contacto. Aquí pasa algo.
—Pareces un hermano —le dijo alguien en daru.
Eje se hizo sombra con la mano y miró con un parpadeo a un joven
espadachín todo encopetado con una imitación de uniforme de oficial
malazano, con sus torques y espada larga según el estilo de Quon y todo. En
la sobrevesta de seda el muchacho lucía el símbolo de la espada del culto de
Dessembrae.
—¿Qué pasa? ¿Qué hermano?
—Uno de los iniciados. La Élite. Reconocidos por Dessembrae.
—Por el calor asfixiante de Osserc, ¿tú de qué hablas?
La sonrisa obsequiosa del joven se transformó en una arrogancia herida
mientras miraba a Eje de arriba abajo.
—Mis disculpas. Está claro que me he equivocado. Es obvio que no
posees la dignidad requerida.
Eje regurgitó una bocanada de flemas y las escupió.
—¿Dignidad?, y una mierda. Si ese te viera ahora no sabría si reír o
llorar.
—Eso pueden rezongar los que no han sido hallados dignos.
Eje se planteó levantarse y darle una lección a aquel crío, pero estaba muy
cómodo en aquel banco y decidió no dejar que aquel imbécil ignorante le
estropeara el día. Así que despidió al muchacho con un ademán.
—Llévate tu basura a otra parte.
El aristocrático joven llegó a dar una sacudida a la cabeza mientras se
alejaba. Eje lanzó un bufido ante lo absurdo de la situación y después se dio
cuenta de que ya no estaba solo en el banco. Le echó un vistazo de soslayo al
tipo: alto y delgado, envuelto en un viejo manto de viaje. Cabello ondulado,
largo y negro. Parecía taliano por el perfil.
—Si ese muchacho hubiera sabido que estaba hablando con un
abrasapuentes se habría meado en los pantalones —dijo el hombre.
Eje maldijo por lo bajo.
—Anda que no os llevó tiempo ni nada, ¿eh? —Se pasó la mano por el
pecho, escuchó por si oía alguna orientación, pero no oyó nada. Ese hombre
no era ningún mago—. ¿Se puede saber quién eres? ¿Dónde está Filless?
—Filless ya no está con nosotros. Alguien ha convertido en deporte la
caza de magos imperiales y garras. —Se giró y lo miró de cara—. Si fuera tú,
sería discreto.
—Hmm. Ese soy yo. La pregunta sigue en pie. ¿Quién eres?
—Estoy con la delegación imperial.
Eje lanzó otro bufido.
—Inteligencia militar. Debería haberlo sabido.
—Aprendimos hace mucho tiempo a no depender solo de la Garra.
—El dedo aleccionador del Embozado, amigo mío.
—Y bien…, ¿tu informe?
—Ha entrado en la ciudad una especie de espectro. Sacó el culo de los
terrenos de enterramiento del sur. Y no estaba solo. Tiene sirvientes. Y no
son del todo humanos, si sabes lo que quiero decir.
El oficial de inteligencia emitió un silbidito y tamborileó con los dedos en
el regazo.
—Y los moranthianos se largan… Para cagarse.
—Igual que nosotros. Vosotros cogisteis el petate y os largasteis.
—Simples maniobras —respondió el tipo, como si no tuviera importancia
—. Quiero que intentéis rastrear a ese hombre, o cosa.
Eje le lanzó su mejor mirada furiosa. El tipo me dice que no llame la
atención y luego tiene la poca vergüenza… Volvió a escupir.
—Yo no. Yo solo pasaba por aquí, ¿te acuerdas?
—¿Me permites recordarte —murmuró el joven oficial— que el castigo
por deserción sigue siendo la muerte?
Eje estiró las piernas, sacó un puñado de nueces que le había comprado a
un vendedor callejero y empezó a partirlas y a metérselas una a una en la
boca.
—Farol de aficionado, chaval. Soy lo último de valor que te queda en
toda esta puñetera ciudad de la Reina.
El oficial estudió los dedos que seguían tamborileando durante un rato.
—Yo no contaría con eso. Cuando llegó el Quinto a este continente, se
envió un cetro imperial con el puño supremo Dujek. Ahora está con nosotros.
Aquí, en la ciudad. Y ha despertado.
Eje se tiró una nuez a la boca y falló. Por todos los dioses. Una línea
directa con Unta. Se podría enviar cualquier cosa. Un ejército de garras. Un
mago supremo. Se aclaró la garganta y se encogió de hombros.
—Bueno, entonces no me necesitas.
El joven oficial de inteligencia frunció los labios con gesto elocuente.
—Hasta entonces… tendremos que arreglárnoslas contigo.
¡Puñetero Imperio! No te suelta nunca. Siempre vuelve a por ti. Hijos de
perra.
Apretó las nueces en la mano sudorosa. Oh, no. ¡Rapiña va a matarme!

Encorvado y arrastrando los pies, Aman se abrió paso por su tienda


destrozada. Taya lo seguía. Los pasos femeninos eran delicados y silenciosos
en contraste con el ruidoso arrastre de las botas del hombre entre las
mercancías rotas.
La bailarina arrugó la nariz al ver el polvo levantado.
—¿Venganza? —preguntó—. ¿Una advertencia?
Aman levantó una urna de cristal relativamente intacta y la giró bajo un
rayo de sol errante que entraba por las contraventanas que él mantenía
cerradas.
—No, querida mía. Ninguna de las dos cosas. —Dejó caer la urna, que se
hizo pedazos junto a sus compañeras—. Irrelevante. Todo irrelevante.
Taya estudió el nudoso perfil del hombre y se apartó un mechón de la
cara con un soplido.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí?
—Ese tono, querida. Vigila ese tono. Petulante. No es nada favorecedor.
La joven alzó los labios llenos y pintados en una sonrisita de satisfacción
que era casi lasciva.
—Depende de lo que estés buscando.
Tras un momento, Aman ladeó la cabeza y admitió el argumento.
—Cierto. Te ha servido en el pasado. Pero ahora las cosas están
cambiando. Y tú también debes cambiar.
Taya expresó la opinión que le inspiraba aquello con un bufido burlón.
—¡No ha cambiado nada! Con todo, nosotros seguimos acechando en las
sombras. —Su mirada se deslizó de soslayo hacia Aman—. ¿Quizá vosotros
estáis demasiado acostumbrados a vivir como ratas?
El hombre estaba examinando la resplandeciente estatua con
incrustaciones de jade, tocaba con las manos deformes la capa de piedra de la
extraña armadura.
—No te canses, jovencita. Pasas demasiado tiempo entre aquellos que
con tanta facilidad se ofenden. Mientras que yo no poseo vanidad que se
pueda pellizcar como una costosa túnica fina. La imagen que tengo de mí
mismo no es tan frágil, no es tan fácil astillarla o partirla. —La miró, sus ojos
la sopesaron—. No. La suerte está echada…, como suele decirse. Nos
limitamos a esperar mientras se van extendiendo las ondas…, si se me
permite retocar un poco mis metáforas. Debemos aguardar, todavía somos
vulnerables, ¿verdad? Pero pronto…, pronto seremos inatacables. Que no te
quepa duda, niña. —Entrelazó las manos bajo la barbilla irregular como si
rezara—. Bueno. ¿Qué ha pasado aquí?
Taya encogió los hombros marcados y desnudos.
—Alguien entró por la fuerza y saqueó esto. Seguro que ofendido por tus
habilidades domésticas.
Aman se llevó las puntas de los dedos a la boca. Los ojos desparejados,
uno marrón, el otro de un color amarillo enfermizo, parecían mirar en dos
direcciones.
—No. Eso no fue lo que pasó. Observa. —Indicó el suelo junto a la
estatua. Taya miró: cerca de donde se encontraba el objeto, los tablones del
suelo mostraban el perfil oscuro, libre de polvo, de las botas de la armadura
de piedra tallada.
—Se movió —dijo la bailarina sin aliento.
Aman sonrió de lado, la única forma que tenía de hacerlo.
—Sí.
—Entonces… ¿está viva?
El anciano dio unos golpecitos en el pecho de la estatua.
—No. No lo está. Lo que la hace incluso más formidable, a decir verdad.
No, lo que ocurrió fue lo siguiente. Entró alguien sin que nadie lo viera,
evitando mis más que considerables guardas, espíritus guardianes y trampas
conectadas a sendas. Todo un logro ya por sí solo. Estaba en pleno proceso
de examinar el local cuando actuó el único guardián que no había previsto.
—¿Y el desastre?
—Los torpes esfuerzos de mi amigo extranjero por arrinconar al
pelmazo… que, con una insolencia pasmosa, continuó su registro incluso
mientras lo perseguían. —Sacudió la cabeza deforme, asombrado—. ¡Qué
descaro! Esa será su perdición.
Taya alzó una ceja expresiva, elegante.
—¿La perdición de quién?
Aman tiró de algo que sujetaba el puño de piedra. Dio otro tirón y gruñó.
Se rasgó un paño. El anciano levantó un trozo sucio de tela: un pañuelo
manchado.
—Un viejo amigo. Se escapó, resbaladizo como la grasa…, otra vez.
7

El erudito y viajero Sulerem de Mengal escribe en sus diarios sobre una lejana tierra al sur, donde todo
hombre y mujer es soberano en sí mismo. Es una tierra baldía en la que en más de cien años no se ha
movido ni siquiera un árbol caído.

Cartas de la Sociedad Filosófica


Darujhistan

Kiska ya hacía mucho tiempo que había perdido la cuenta de cuántas leguas
de costa habían recorrido Leoman y ella cuando, al final, como ya sabía que
haría, su compañero se aclaró la garganta de un modo que indicaba que tenía
algo que decir, algo que sin duda ella no querría oír.
Kiska se detuvo en aquel trozo de arena negra, con las olas iluminadas
por el sol rozando la playa, y se volvió para mirarlo. Leoman permanecía
unos pasos más atrás. Tenía las manos posadas en el cinturón para las armas,
las túnicas largas y pálidas le colgaban sucias y raídas por el borde inferior
que le cubría la cota de malla. Se estaba dejando crecer la barba para hacer
juego con el bigote, y el cabello le caía largo y desaliñado por debajo del
yelmo picudo.
Kiska sabía que ella no debía presentar una imagen mucho mejor. Le hizo
un gesto para que hablara de una vez.
—¿Qué pasa?
Él se encogió de hombros sin mirarla a los ojos.
—Esto es inútil, Kiska. Si quisiera que lo encontraran, ya habría venido a
nosotros hace mucho tiempo.
—Eso no lo sabemos…
—Es evidente.
—¿Y supongo que tú tienes alguna brillante alternativa?
—Sugiero que vayamos hacia el interior. Quizá encontremos algo. Una
forma… —Se le fue apagando la voz al ver el cambio de expresión de Kiska.
Ya no lo miraba a él, sino por encima, más allá. Leoman se dio la vuelta. Un
momento después maldijo en voz baja. Kiska se acercó a su lado.
—Se está cerrando —dijo él.
—Sí. Sin duda ha encogido.
La mancha oscura del cielo gris pizarra que era la Espiral se había
desvanecido y convertido en una pequeña fracción del tamaño que había
tenido antes.
—Parece que los liosan le han puesto fin.
—Supongo. Dos retoños de Osserc deberían bastar.
Leoman la estudió, su mirada era de una suavidad extraña.
—Eso podría ser nuestra salida cerrándose ante nosotros.
Kiska se dio la vuelta y siguió caminando.
—Razón de más para encontrarlo.
—Kiska —la llamó, un poco irritado—. Podríamos estar caminando en la
dirección que no es.
—¡Pues vete! ¡Yo no te retengo! Estoy segura de que todas las damas
echan de menos tu bigote.
Siguió caminando en silencio. Parte de ella se preguntaba si su
compañero respondería, o si la estaba siguiendo a distancia. Se negó a mirar
atrás.
Y entonces oyó su voz, gritando a lo lejos.
—¿Y si te dijera que podría encontrarlo?
Kiska se detuvo y dejó escapar un suspiro largo y colérico. ¡Dioses! ¿Es
que para aquel tipo era una especie de juego? Se dio la vuelta y lo miró.
Estaba de pie, como antes, las manos todavía en el cinturón, meciéndose
sobre los talones de las botas.
La antigua garra sacudió la cabeza, volvió sobre sus pasos por aquel trozo
de playa y se plantó delante de él con los brazos en jarras.
—Será mejor que sea bueno.
Los ojos marrones de él contenían ese destello habitual de diversión. Se
pasó la mano por lo que se había convertido en un enorme bigote sin recortar,
muy complacido consigo mismo. Como el maldito gato que ha cazado al
ratón.
—Al parecer tienes debilidad por los desgraciados de por aquí, ¿no?
Kiska se apartó con un estremecimiento y lo observó cautelosa.
—No pienso dejar que le hagas daño a ninguno de ellos.
Leoman pareció ofendido de verdad, o al menos hizo alarde de parecerlo.
—Nunca. ¿Qué te crees que soy?
¿Un gilipollas asesino, egoísta y cruel? Pero ¿no había algo más en aquel
hombre? También parecía tener una amabilidad sorprendente. Una especie de
compasión misteriosa e impredecible. Su problema es que la oculta
demasiado bien.
—¿Y con eso quieres decir…?
Un asentimiento.
—Con eso quiero decir que tu compasión por ellos parece haberte cegado
al modo en que podrían ser útiles en tu… bueno, búsqueda.
Kiska empezó a sentir que el desagrado le endurecía la boca.
—¿Y cuál es?
Leoman suspiró y abrió las manos.
—Piensa, Kiska. Hay una especie de conexión. Lo único que tenemos que
hacer es vigilarlos. Y al final… —Se encogió de hombros con gesto
sugerente.
Se sintió como una tonta. Sí. Es evidente. Sencillo. Elegante. ¿Por qué no
se me ocurrió? Porque era una actitud pasiva. Ella prefería la acción. Pero no
era que Leoman fuera de los retraídos. Quizá era porque él debía de haber
crecido cazando y pensaba como un cazador, mientras que ella no. Para ella,
sentarse a esperar a que algo ocurriera, bueno, iba en contra de todos sus
instintos.
Pero tenía que estar de acuerdo. Así que se permitió un asentimiento
brusco y emprendió el camino de regreso por la curva de costa. Leoman la
siguió a una distancia discreta. Quizá para ahorrarle su sonrisita altanera y el
retoque satisfecho de su bigote.

Barathol tardó en contestar a los golpes persistentes a su puerta. Tenían un


aire sospechosamente arrogante y oficioso. Cuando abrió por fin descubrió
que había acertado. Lo miraba un escribano con un gran fajo de pergaminos
metidos bajo un brazo y otro en la mano. Tras él se encontraban tres
miembros de la guardia de la ciudad y detrás de ellos estaba una mujer de
cara arrugada y expresión hosca que reconoció como representante del
gremio de herreros de la ciudad.
El herrero cruzó los gruesos brazos y miró desde su altura al escribano.
—¿Sí?
—¿Es usted… —el joven consultó el pergamino que sujetaba— el
herrero conocido como Barathol Mekhar, extranjero registrado?
—No soy extranjero donde nací.
El escribano lo miró con un parpadeo. Arrugó las cejas mientras
consideraba el argumento. Después se encogió de hombros.
—Bueno, Barathol, como comerciante y residente, por la presente se le
recluta para los esfuerzos constructivos de la ciudad.
—No soy albañil.
—También se requieren trabajos en metal —comentó la mujer desde el
fondo.
Barathol la señaló con un gesto brusco del pulgar.
—¿Entonces por qué no se la recluta a ella?
—Los miembros de buena reputación del gremio de herreros están
exentos —respondió la mujer, remilgada y ruborizada por el triunfo.
Barathol asintió.
—Entiendo.
—Ya te daré yo una buena exención —escupió Scillara detrás de Barathol
e intentó pasar junto a él, pero el herrero bloqueó el umbral con el brazo.
—¿Es un servicio pagado? —preguntó.
El escribano permitió que el grueso papel del pergamino regresara con un
golpe seco al cilindro.
—Contará como impuestos.
Barathol todavía no había pagado tasa alguna sobre ninguno de sus
ingresos, pero decidió que quizá sería mejor no sacar el tema en ese momento
concreto.
—¿Para empezar cuándo?
—Por la mañana. Preséntese al capataz de la obra por la mañana. —El
hombre se apresuró a irse, claramente aliviado de haber terminado de una
vez. La mujer le lanzó a Barathol una mirada arrogante y corrió tras el
escribano. Los tres guardias se alejaron sin prisas, las manos metidas por el
cinturón. Barathol cerró la puerta.
—¿Cómo puedes seguirles el juego? —preguntó Scillara.
Barathol miró el pequeño apartamento, que apenas estaba amueblado. Los
únicos toques domésticos eran los que había añadido él: un mantel en la
mesa, utensilios que había hecho él.
—Qué remedio —murmuró—. No hay elección.
—No hay elección —repitió ella, decepcionada—. No hay elección. Creí
que había elegido a uno con redaños.
El herrero se estremeció, pero relajó los hombros.
—Me arrestarían. Te quedarías en la calle.
Scillara sorbió por la nariz y desechó la idea.
—No sería la primera vez. Volveré a hacerlo.
—No con un pequeñín. Con él no. No dejaré que pase.
Scillara puso los ojos en blanco.
—¡Dioses! Otra vez eso. El mártir de los niños. —Lo despidió con un
gesto y subió las escaleras. Barathol la vio irse.
Lo único por lo que merece la pena ser mártir, diría yo.

—¿Eres amigo de esa rata?


Rallick levantó la vista de su asiento habitual en la taberna del Fénix.
Parpadeó y abrió más los ojos ante las asombrosas apariciones que tenía
delante. Dos hombres, gemelos al parecer, embalsamados en polvo. Ropas
raídas y rasgadas. Rostros incrustados de suciedad y demacrados como los de
un cadáver. Cabello de punta, revuelto por el viento y endurecido por la
suciedad.
—¿Y qué rata sería esa? —preguntó, aunque estaba sentado a la mesa del
tipo.
Cada uno de los hombres apartó una silla y se sentó con gesto rígido. Uno
tosió en un puño y consiguió hablar con voz ronca.
—Mientras aclaramos el embrollo, ¿qué tal si invitas a dos hombres
sedientos a una copa?
Rallick le hizo una seña a Scurve para que pusiera una ronda.
Los dos dejaron escapar largos suspiros como si les acabaran de poner
paños fríos sobre la frente.
—¿Y quiénes sois vosotros?
—Leff.
—Chamusco.
Ah. En carne y hueso. Se echó hacia atrás y asintió.
—Entiendo. ¿Qué puedo hacer por vosotros?
—Estamos en la mesa de la rata, pero no vemos pellejo ni cola —dijo el
que había dicho llamarse Leff.
—Y para el futuro inmediato dejémoslo en rata, ¿de acuerdo?
—¿Eh? —dijo el otro, Chamusco, con expresión confusa. O por lo menos
eso parecía debajo de toda aquella costra de polvo, suciedad y barba sin
recortar—. ¿Y eso?
Los detalles sutiles, decidió Rallick, no eran para esos dos, así que se
permitió un ceño exagerado y un alzamiento de hombros.
—Bueno…, digamos solo que el nombre de todos está siempre en alguna
lista…
Los dos se pusieron rígidos y se miraron de repente. Uno se llevó un dedo
sucio a la nariz, el otro se puso un dedo justo debajo del ojo izquierdo. Los
dos le guiñaron el ojo a Rallick sin disimulo.
—De tus labios a los oídos de los dioses, amigo —dijo Leff.
Las bebidas llegaron con Jess: dos jarras altas de gres llenas de cerveza
floja. Los dos hombres se las quedaron mirando como si fueran regalos
milagrosos de los dioses. Cada uno estiró unas manos polvorientas y
temblorosas y envolvieron las jarras. Cada uno bajó la boca como si no
fueran a ser capaces de levantar el recipiente. Cada uno aspiró una gran
bocanada y luego suspiró, soñador. Dieron los primeros sorbos absorbiendo
la capa superior y luego tosieron, con convulsiones y arcadas. Cuando el
ataque se calmó al fin, regresaron a las jarras y dejaron las narices justo
encima una vez más.
Todo eso Rallick lo observó sin una sola palabra, su rostro convertido en
una máscara. Y así ocurre con los hombres. Lo que ansiamos casi nos mata,
sin embargo siempre regresamos a por más…, no aprendemos nunca.
Rallick esperó mientras aquellos dos abordaban las jarras. Tardaron un
tiempo. Las mesas circundantes cambiaron de ocupantes durante la espera.
Rallick oyó hablar de Lim, ese nuevo legado, y de unos vagos planes de
construcción. Estaban comenzando las operaciones en el espigón para
recuperar bloques de piedra que se habían tirado al puerto. Por fin, tras
muchos suspiros y tragos, los dos se limpiaron la boca, dejándose grandes
manchas de suciedad mojada en el rostro.
Leff señaló la cara de Chamusco y se echó a reír. Chamusco señaló la
suya y frunció el ceño. Leff se aclaró la garganta y escupió en la paja y el
serrín repartido por el suelo.
—Estamos buscando a un hombre —le dijo a Rallick.
—Me alegro por vosotros.
Los dos fruncieron el ceño y ladearon la cabeza como si pensaran que lo
habían oído mal.
Rallick suspiró y desechó el comentario con la mano.
—¿Y qué tiene eso que ver con la rata?
—Hemos hecho algún «trabajito» juntos. Él y nosotros. Podría haber un
porcentaje para él. Si sabes a lo que me refiero. —Y se puso un dedo bajo el
ojo otra vez.
—Te escucho.
—El tipo este nos debe un montón de dinero…
—¡Y cada vez más! —interpuso Chamusco—. ¡Cada vez más!
Leff asintió con gesto profundo de borracho.
—Eso, y cada vez más. Un erudito. Hace mucho que no se le ve, eso dice
su casera. También va retrasado con la renta.
—Quizá se haya largado.
Chamusco sacudió la cabeza, un poco vacilante.
—Na. Todos sus libros y los trastos rotos y eso, todo sigue allí. Ese jamás
los dejaría atrás.
—De acuerdo. Vale, ¿cuándo lo visteis por última vez?
—Ah. Bueno… —Los dos parpadearon y se miraron, las cabezas cada
vez más gachas—. Preferimos no decirlo en esta coyuntura de tiempo…,
como que confunde el tema, si sabes a lo que me refiero.
—Me parece bien. —Rallick miró a aquellos dos repantigados en las
sillas. Jarras llenas con estómagos vacíos. Van a terminar bajo la mesa en un
momento—. Hay habitaciones arriba, ¿sabéis? Quizá no os vendría mal
descansar.
Leff hizo un ademán vago mientras se levantaba con un tambaleo.
—Na. Díselo a esa rata. Buscamos al erudito.
Chamusco chocó con la mesa de al lado y se enderezó.
—¡Pero cuidado con esa bailarina! Menuda lagarta. Tiene un genio como
una diablesa. Ni siquiera nos quiso dar un beso.
Rallick los vio irse. Seguro que termino viéndolos en la cloaca esta
noche. ¿Y bailarinas? ¿De dónde salió eso?

Kenth, salido de Saltoan, no había tardado en convertirse en miembro de la


Garra de pleno derecho. Siempre les oía a los veteranos quejarse de que la
selección que se había estado haciendo entre las filas en los últimos tiempos
también había reducido la calidad. Estaba decidido a demostrarles que se
equivocaban. Él era parte del clan Golana y les habían dado el contrato más
grande de los tiempos recientes, uno que con toda seguridad conseguiría
restaurar la reputación del gremio en Darujhistan.
El objetivo era Jeshin Lim, el supuesto legado nuevo.
La mano a la que pertenecía se movió en cuanto la llegada del amanecer
les permitió tener luz suficiente. El gremio conocía de sobra la hacienda de
Lim. Y la negligencia del tal Lim no tenía excusas, debería haber contratado
más guardias una vez convertido en legado.
El talento concreto de Kenth era trepar, así que se le encargó que ayudara
a capturar las habitaciones de la segunda planta mientras la partida principal
asaltaba los aposentos del legado. Sus vigilantes habían informado de que el
tipo no estaba tomando ninguna precaución especial, como dormir en
habitaciones diferentes o al menos cerrar bien puertas y ventanas.
Kenth y sus hermanos y hermanas se escabulleron por los terrenos de la
hacienda, sombras oscuras que se deslizaban de un refugio a otro. No los
desafió ningún guardia itinerante; no hubo perros que les ladraran o atacaran;
no había trampas conectadas a sendas ni estallaron alarmas con ruidos de
truenos o llamaradas de luces.
Le parecía a Kenth que la clase gobernante de esa ciudad había olvidado
su miedo al gremio. Esa noche, decidió, se restauraría esa antigua balanza de
poder que el tiempo siempre confirmaba. El antiguo muro de la finca, de
ladrillo y piedra, no podía ser más sencillo de escalar. Encontró una pequeña
terraza en una ventana e hizo saltar las finas contraventanas de madera que la
sellaban. En el interior, el fulgor previo al amanecer que se colaba por las
contraventanas reveló una habitación decorada para ser el cuarto de un niño.
Estaba vacía. Desde allí tuvo acceso al vestíbulo principal de la segunda
planta. Fue de habitación en habitación y las halló todas desprotegidas y
todas vacías. Parecía que el informe de sus vigilantes era preciso: el legado
había enviado a todos los miembros de la familia Lim a otra de las muchas
residencias que tenía repartidas por toda la ciudad y el campo circundante.
Era de suponer que por su seguridad.
Pero al mismo tiempo para comodidad del gremio.
Después de comprobar el ala este del laberíntico edificio, Kenth le hizo
una seña a su contrapartida, el agente que cubría el ala oeste, y luego se
dirigió sin ruido al puesto que le habían asignado, vigilar las estrechas
escaleras de servicio. Allí esperó, tenso, las yemas de los dedos en el escalón
superior para percibir las ligeras vibraciones de pasos en la planta inferior, los
oídos aguzados en busca del crujido revelador de la madera vieja y seca.
Esperó y esperó.
Y su superior seguía sin aparecer para dar la señal de todo despejado.
Un amanecer de color rosa y ámbar iluminó de forma perceptible las
habitaciones que daban al este.
¿Debería ir a ver él? ¡Pero, dioses, abandonar el puesto que le habían
asignado! ¡Tendría suerte si le daban el cargo de mensajero! Por no hablar de
que lo azotarían hasta convertirlo en pulpa. Con todo…, ¡tanto tiempo!
Terminaron imponiéndose el miedo y el paso casi inexistente de los
minutos; Kenth se acercó sin ruido a comprobar lo que decía su contrapartida
al otro lado de las escaleras principales. Se asomó para echar un vistazo al
otro lado de la gran extensión de balaustrada de mármol. ¡Y la mujer no
estaba allí!
Había algo tirado en un montón oscuro en la cima de las escaleras.
Salió disparado, se arrodilló, los filos preparados. Era Hyanth, muerta. No
había señales de ninguna herida. ¡Magia! Ya no cabía duda, hora de informar.
Corrió a los aposentos principales. Las dos hojas de la alta puerta estaban
abiertas. Se deslizó dentro, una mano levantada con la señal de alarma, solo
para detenerse, aturdido. Todo el mundo estaba muerto. Es decir, el equipo
entero de asalto yacía despatarrado, cadáveres. Y en la cama, la sábana fina
alzándose y cayendo, sumido en un sueño tranquilo, el legado.
Kenth no dudó ni siquiera entonces. Se fue a por el objetivo, los filos en
la mano.
Antes de que llegara a la gran cama de columnas, algo se estrelló contra
su espalda y lo mandó dando vueltas hasta chocar contra la base del muro.
Levantó los ojos, mareado, y vio una figura delgada y ágil envuelta en un
paño negro. La figura pasó por encima de él, abrió las contraventanas de una
ventana cercana, lo cogió por los hombros y con una fuerza asombrosa lo
sacó y lo sostuvo allí. Kenth se revolvió con frenesí en busca de algún sitio
donde apoyar las manos.
—Llévale este mensaje a tus superiores, buen soldado —le susurró la
mujer junto a la mejilla, y lo soltó.
Kenth medio cayó medio se arrastró de piedra en piedra, partiendo
celosías e intentando aferrarse a las enredaderas, hasta que se estrelló contra
el suelo. Quedó allí tirado, gimiendo, en su visión destellaban llamaradas de
luces. Por fortuna había evitado aterrizar de espaldas.
Informar, se dijo a sí mismo… o eso pensó. ¡Informar!
Se puso en pie con un bandazo y ahogó un grito de dolor. Después echó a
andar tambaleándose, encorvado, los brazos envolviéndole el torso, y
atravesó los terrenos rumbo al punto de reunión.
Rallick estaba sentado en su habitación de un viejo edificio de apartamentos
del distrito Gadrobi. Estaba tomando la primera taza de té de la mañana,
planteándose todo lo que le habían dicho, o más bien, lo poco de lo que se
había enterado.
Baruk desaparecido. Vorcan ocultándose. Los dos presuntos miembros
de esa cábala medio mítica de T’orrud. Y en el concejo, un viejo título
prohibido que se ha reinstaurado.
Una lucha de poder. Todo cuadra, es una lucha de poder. Pero ¿con
quién? ¿Con ese advenedizo de legado?
Y las palabras de Vorcan: «Pase lo que pase, no actuarás».
Y luego está lo que dijo Raest. Faroles. En este juego hay que tirarse
faroles. ¿Y qué es un farol salvo mentiras, engaños y ardides?
¿Y a quién me recuerda eso?
Se quedó quieto, las manos alrededor de la taza caliente. Ladeó la cabeza
y escuchó; el edificio estaba en silencio. En todos los años que hacía que
tenía esa habitación, el edificio jamás había estado tan silencioso. Se levantó
y apartó la silla, las manos sueltas a los lados.
—¿Quién va?
La puerta se abrió y reveló el pasillo vacío. Habló alguien y Rallick
reconoció la voz de Krute de Talient.
—Todo ha quedado claro ya, Rallick.
—¿Qué está claro, Krute?
—Dijiste que ya no estaba en el gremio… Sí, eso lo reconozco. Pero
ahora ya es del dominio público. No hace falta hacerse el inocente.
—¿De qué estás hablando, Krute?
—Está respaldando al legado, ¿no? Y quizá tú también. Esta noche hemos
perdido a seis de los mejores. Pero uno ha conseguido escapar. Lo que trajo
con él lo dejó todo claro. Siento que hayas decidido ir por tu cuenta en esto,
amigo mío.
Entró algo deslizándose por el suelo. Un filo: reforzado, fino, con punta
de aguja, perfecto para luchas cuerpo a cuerpo y con el equilibrio necesario
para arrojarlo. Un arma exquisita, del tipo exacto que encargaba solo una
persona que él conociera.
El viejo suelo crujió en el pasillo: varios hombres a ambos lados de la
puerta. Rallick se planteó la ventana y la caída vertical de tres pisos de altura.
Maldita sea. Mis propias precauciones acaban conmigo.
Pensó a toda prisa en otras opciones, ninguna especialmente prometedora.
Después notó el olor. Un fuerte hedor a cloaca.
—¡Escape de gas, muchachos! —gritó Krute desde el pasillo—. ¡Maldito
seas, Rallick! ¡Una trampa! Dirigíos al tejado.
Rallick permaneció inmóvil, las manos cerca de los pesados cuchillos
curvos bajo la camisa suelta. Las tablas del suelo del pasillo crujieron y
saltaron, después quedaron en silencio. Se deslizó con cuidado hacia la puerta
y se apoyó para asomarse. Estaba vacío.
¿Gas? Aquí nadie puede permitirse tener gas.
Regresó a su habitación y volvió a quedarse petrificado. Había algo en la
mesa que no estaba antes. Un objeto pequeño envuelto en hojas. Abrió con la
mano el paquete grasiento y reveló una tortita enrollada. Una tortita de
desayuno con un mordisquito delicado arrancado de un extremo, como si la
persona que la había comprado no pudiera soportar separarse de la golosina
sin probarla y esperaba que nadie lo notara.
Mentiras, engaños y ardides.
Así sea.

—¿Así que están diciendo que su oportuna llegada los asustó? ¿Es eso lo que
están diciendo? —Lim miró a los dos vigilantes de la hacienda, ambos
miembros retirados de la guardia de la ciudad, que tenía allí de pie con
aspecto incómodo, y muy nerviosos. Por alguna razón no terminaba de
convencerse. Se ciñó mejor la bata—. ¿Y el desastre de fuera?
—¡Ah! Bueno, en sus prisas por huir…, resulta que uno se cayó.
—¿No me diga? Un asesino torpe. Parece que son los estándares los que
han caído.
Los vigilantes compartieron miradas avergonzadas. Uno tragó saliva
mientras el otro cogía y soltaba la espada corta que llevaba al costado.
Lim se dio la vuelta con un suspiro de disgusto. Miró el pequeño
escritorio que tenía en su habitación para ocuparse de la correspondencia y
componer sus memorias. Cogió una fina máscara de oro que guardaba entre
otros recuerdos y la hizo girar en las manos.
—Supongo que debería contratar más vigilantes.
—Se lo recomendamos encarecidamente, señor.
Se volvió y los contempló a los dos con una ceja arqueada.
—Bueno…, hacedlo. Tienen permiso. Contraten tantos como consideren
apropiados.
Los dos hombres respondieron con un saludo militar seco.
—Sí, señor. Ahora mismo, señor.
Incompetentes. Es un milagro que siga vivo. Alguien quería quitarme de
en medio y puso el contrato en el mercado, y yo ni siquiera me desperté. Y
con franqueza, sospecho que no es ningún misterio quién es el culpable. El
Abismo no tiene furia como la de un mecenas despechado, como podría
decirse. Tendré que responder. Golpearlo donde más le duele. En la saca del
dinero.
Lim cruzó la habitación para vestirse, después hizo una pausa, confuso.
¿Allí no había antes una alfombra? Parece que los sirvientes se están
tomando grandes libertades con el mobiliario. Deberían avisarme cuándo se
llevan cosas para hacerlas limpiar.

Torvald Nom y Tiserra se miraban uno al otro desde ambos extremos de la


mesa de la casa que compartían. La mirada de ella era una presión constante
y firme mientras que él le lanzaba a ella ojeadas inquietas y furtivas entre un
largo examen y otro de los varios cuencos de cerámica, tarros y tazas
dispuestos por toda la habitación. Entre los dos yacía intacto un desayuno de
té, miel y tortas de pan.
—Yo no me muevo de aquí —dijo Tiserra.
—Nadie ha mencionado nada por el estilo.
—Bueno…, porque no.
—Como digas.
La mujer tomó un sorbo de té. Torvald cambió de postura en su asiento.
—¿Has dicho algo? —preguntó ella.
—No, nada.
—Supongo que recibirás todo tipo de solicitudes para intervenir en esto o
aquello. Damas que se arrojan en tus brazos con los senos palpitantes,
jadeando que harán lo que sea para contar con tu apoyo.
—Ningún seno ha palpitado cerca de mí todavía, querida.
Tiserra lo miró con furia. Torvald carraspeó y estiró el brazo para coger
una torta de pan.
—Y no pienso asistir a ninguna de esas fiestas elegantes, ni a esas
malditas galas.
Torvald retiró la mano.
—Los cielos nos libren.
—No pienso dejar que esas brujas se dediquen a cotillear por lo bajo
sobre el corte de mi vestido o cómo llevo el pelo.
—¿Quién haría tal cosa?
—No lo permitiré.
—Desde luego.
—¡Me gusta esto!
—Cómo no.
La mujer se llevó la taza a la boca, pero la volvió a dejar sin tocarla.
—Entonces estamos de acuerdo.
—Sí.
—Estupendo. —Tiserra cambió de postura y cortó un trozo de torta de
pan—. Bien. —Mordisqueó el pan—. Y… ¿qué ha propuesto ese tal legado?
—Nada tan escandaloso todavía. Varios proyectos de construcción y
mantenimiento. Todo cosas que ya hace tiempo que se deberían haber hecho,
en realidad. —Untó de miel una torta.
—¿Y cuánto pagan por el cargo?
La torta enrollada hizo una pausa antes de llegar a la boca. Mierda.

En su habitación privada de la guarnición malazana de Pale, al puño K’ess lo


despertaron los gritos de alarma y los golpes. Se levantó de un salto de las
pieles y mantas apiladas con la espada corta envainada, con la que siempre
dormía, en la mano y fue descalzo a abrir el pestillo de la pesada puerta de
madera. La capitán Fal-ej estaba esperando allí, con armadura y armamento
completos y una tea en la mano.
—¿Qué ocurre, capitán? —preguntó el puño.
La oficial de Siete Ciudades le echó un vistazo a su puño, de pie en el
umbral abierto, y apartó los ojos de inmediato.
—Fuego, señor. Cocinas y barracones.
—¿Cocinas y barracones?
Un asentimiento cansado.
—Están contiguos.
—En el nombre de Togg, a quién se le ocurrió construir…
La capitán levantó una mano para adelantarse.
—En cualquier caso… quizá el puño debería vestirse.
K’ess frunció el ceño y entonces recordó que estaba desnudo.
—Bueno… si cree que eso puede ayudar. —Le dedicó a la capitán un
asentimiento brusco y cerró de un portazo. Con los ojos puestos en las tablas
cortadas de madera, la capitán Fal-ej dejó escapar un silencioso suspiro de
asombro y echó a andar pasillo abajo con las rodillas débiles. Por los grandes
sementales de Ugarat. Esto pone al tipo en una perspectiva muy diferente.

El puño K’ess alcanzó a Fal-ej cuando la capitán le estaba gritando órdenes a


una brigada antiincendios que arrojaba agua, sin mucho éxito, a las llamas
cada vez más grandes que estaban consumiendo los barracones. El puño
estudió la conflagración, una mano levantada para protegerse la cara del
calor.
—¡Déjelo! —gritó—. ¡Delo por perdido! Intente solo que no se extienda.
Fal-ej respondió con un saludo militar.
—Sí, señor. —Salió a la carrera y empezó a gritar más órdenes.
Después de que la capitán reorganizara a los soldados, K’ess la llamó con
un gesto.
—¿Algún herido?
—No, señor.
Un rugido cuando el tejado se derrumbó, acalló cualquier otra charla e
hizo retroceder un paso a todos, tosiendo y cubriéndose la cara. El puño
K’ess se limpió una mancha de una especie de grasa aérea que le había caído
en la cara, las despensas convertidas en humo.
—¿Qué fue? —preguntó—. ¿Algún accidente? —Hizo la pregunta, pero
no creía que fuera eso: el fuego se había extendido con demasiada rapidez. La
sacudida de la cabeza de la oficial le confirmó sus sospechas. Sabotaje, acto
de rebelión, llámalo como quieras. Nunca nos quisieron aquí.
Y ahora este nuevo legado, ahí en Darujhistan, para pincharlos más.
Le indicó a la capitán que se retrasaran un poco más para hablar.
—¿Algún sospechoso?
La mujer se quitó el yelmo y se pasó una mano por el apelmazado cabello
oscuro. K’ess observó que los rasgos femeninos parecían refulgir, una
combinación del sudor (a causa del calor) y la grasa del humo. Se dio cuenta
de que su oficial tenía una mirada extraña en los ojos cuando los estudió.
Ella apartó la mirada y se aclaró la garganta.
—Uno de los miembros del personal de cocina, con toda probabilidad. O
uno de los sirvientes que son de por aquí.
—¿Los tiene?
—A unos cuantos. Todos protestan diciendo que son inocentes, por
supuesto. ¿Qué quiere que se haga con ellos? Podríamos… enviar un
mensaje.
—Dudo mucho que el que haya planeado esto se haya quedado por aquí
para que lo capturáramos.
—Estoy de acuerdo, puño.
—Entonces… hágales saber lo que podríamos hacer con ellos si así lo
decidiéramos. Después déjelos marchar.
Las densas cejas negras se alzaron.
—¿Dejarlos… marchar?
—Sí. Somos soldados, no verdugos, ni una especie de policía. Es la
subyugación lo que requiere brutalidad, y no estoy dispuesto a rebajarme a
eso todavía. ¿Lo entiende, capitán?
La cara de la mujer se endureció como si la hubieran golpeado.
—Soy de Siete Ciudades, puño.
K’ess se maldijo por dar un tropezón tan obvio, pero mantuvo el rostro
impasible. Inclinó la cabeza a modo de reconocimiento.
—Mis disculpas…, así que lo entiende de sobra.
La llegada de un teniente rescató al puño de la incómoda situación.
—Una chusma ante las puertas, señor. Bloqueando la salida.
—¿Armada?
—Tienen algo. Aunque puede que haya veteranos entre ellos.
K’ess se volvió hacia Fal-ej.
—Mis disculpas de nuevo, capitán. Tenía usted razón. Quizá deberíamos
habernos retirado antes. Parece que siempre subestimamos a Pale. —Llamó al
teniente con la mano—. Que la dotación entera salve lo que pueda, y después
que formen ante las puertas. Vamos a evacuar.
El teniente hizo un saludo militar.
—Sí, señor. —Se alejó corriendo entre bramidos.
—¿Al norte, señor? —preguntó Fal-ej.
Se estremecieron cuando reverberó otro trueno acompañado por cortinas
de chispas que saltaban de los barracones que se derrumbaban.
¿Almacenábamos ahí alguna munición moranthiana? Bueno, tengo
entendido que, de todos modos, no son inflamables.
Los pocos caballos que poseían, ya fuera de los establos, empezaron a
chillar de terror cuando las llamas se acercaron a la plaza de armas.
—No, capitán. Al sur. Alcanzaremos al Veintidós.
—Bien. ¿Y las puertas?
—Al parecer están diseñadas para poder sacarlas de las bisagras si es
necesario.
Los carnosos labios de la capitán se alzaron en una sonrisa fiera de
anticipación.
—Me ocuparé de ello.
—Muy bien. —K’ess hizo un saludo militar. Fal-ej salió a la carrera hacia
las puertas. El puño se limpió la cara sudorosa. Y ahora a tirar todo lo que
tengo en el despacho a esas puñeteras llamas.
Muy poco tiempo después, montado en medio de la columna, K’ess se
golpeaba la capa con los guanteletes para apagar unas chispas vagabundas. Al
cabo le hizo un gesto con la cabeza al portaestandartes, que bajó el estandarte
negro, gris y plateado del Quinto. En las puertas, Fal-ej supervisaba a los
saboteadores que golpeaban las bisagras. A una señal de la oficial, K’ess hizo
un gesto para que el estandarte apuntara hacia delante y la guarnición entera
cargó contra las amplias puertas de madera. Por un instante las puertas
vacilaron, crujieron y luego se oyeron gritos de alarma detrás que les
indicaron que se estaban inclinando hacia fuera.
K’ess sacó su espada larga y empezó a bramar.
—¡Adelante, Quinto!
La columna entera se echó hacia delante, los escudos a la espalda,
presionando. Las puertas gimieron, cedieron y se vinieron abajo. Se oyeron
gritos detrás. Las amplias hojas de madera se derrumbaron, pero no quedaron
tiradas, nada más lejos de la verdad, en realidad. Las primeras filas se
subieron a las planchas sin hacer caso de los gritos de debajo. La guarnición
salió con paso firme y en su marcha pisoteó a una buena parte de la multitud
aplastada mientras el resto huía. Aunque su posición en la columna no era de
las primeras, cuando K’ess instó a su montura a que se subiera a las planchas,
las puertas aplastadas todavía se asentaron un poco.

Desde el otro lado de la plaza, el señor alcalde se quedó mirando,


horrorizado, la matanza provocada por los malazanos con un solo gesto
asesino. Se volvió hacia la figura en sombras que estaba a su lado.
—¡Esto es incalificable! ¿Qué hemos hecho?
—¿Hemos? —entonó el espectro de Insinuador—. Hasta el momento yo
no he hecho nada. Esto es todo obra suya, señor alcalde.
Las manos regordetas del hombre se aferraron a las túnicas ribeteadas de
piel como si se estuviera estrangulando.
—¿Qué? —balbució—. Pero me aseguró…
El fantasma hizo un gesto como si quitase una mota de polvo de una
manga translúcida.
—Lo único que le aseguré era que se desharía de los malazanos. Y he
aquí, ¿no cumplo con mi palabra?
—Pero… ¡estas muertes!
—Ni de cerca tantas como cuando llegaron, tengo entendido.
Esa afirmación, dicha con tanta calma, removió algo en el señor alcalde,
que apretó con los puños el suntuoso material.
—¡A vosotros no os irá mucho mejor! ¡Darujhistan no tiene más ejército
que nosotros!
La mirada del alto fantasma pareció irradiar un desinterés casi divino.
—Ya veremos. En cualquier caso, supongo que debemos agradecerles
que los expulsaran. Por tanto…, aquí se quedan, solos. —La trémula figura se
inclinó en una reverencia burlona y murmuró—: Ya habrá mejor suerte.
Al señor alcalde se le saltaron los ojos.
—¿Se va? Pero ¿qué hay de los asaltantes rhivi? ¿Las bandas de guerra
barghastianas? ¿Los moranthianos? ¡Dijo que nos protegería! —El alcalde,
casi sin aliento, dejó sus objeciones cuando vio que estaba solo; el fantasma
se había desvanecido. Miró, aterrado, las sombras que lo rodeaban en la
noche vacía y luego se escabulló a toda prisa.

Los malazanos no habían abandonado por completo el sur de Genabackis.


Después de aplastar al Vidente Painita, Dujek se había embarcado con los
magullados restos de su hueste rumbo a un continente lejano, mientras que el
capitán Paran había reunido las columnas que le quedaban y también había
partido. Pero no todas las dotaciones se habían retirado. Una pequeña parte,
que consistía sobre todo en la última legión, corta de efectivos, del Segundo
Ejército, se quedó allí. Sus instrucciones, dadas por el propio Dujek, era
mantener el orden mientras los supervivientes de la región reconstruían sus
vidas, sus ciudades y sus defensas. El mando de esa guarnición recayó sobre
una veterana que había ido ascendiendo por la parte logística y de gestión de
suministros de la campaña. Se llamaba Argell Steppen y se le había
concedido el rango honorario de puño.
Lo que le confiaron a algunos no les parecía ningún honor. Muchos
soldados murmuraban que esos últimos fragmentos del Segundo, Quinto y
Sexto ejércitos estaban hechos pedazos, cuando no rotos de forma
irremediable. Si la franca, bajita y, en opinión de unos cuantos, poco atractiva
mujer estaba de acuerdo con esa valoración nunca lo dijo. Lo que sí hizo fue
ordenar una retirada general de las ruinas enconadas que habían sido en un
tiempo los centros urbanos del sur, Baluarte, Capustan y otros, rumbo a un
montículo cercano a la cabecera del río Eryn, no muy lejos de los bordes de
los Eriales de Canela. Y allí ordenó que se construyera una fortaleza. La
mayor parte de los soldados bajo su mando pensó que estaba loca por
construir un reducto en el medio de ninguna parte y tan lejos de la costa.
Entonces empezaron las incursiones.

Bendan, hijo de Hurule, había crecido entre las chozas, las cloacas abiertas y
los montones de basura de los barrios de chabolas de Gadrobi, al oeste de
Darujhistan. Siendo como era un muchachito que iba dando patadas por los
callejones, sin ingresos ni probabilidades de tenerlos, como es natural se unió
a otros jóvenes de su mismo ambiente para formar una hermandad que les
proporcionara apoyo mutuo y protección. Y para la obtención de ganancias
abundantes. Una organización que la guardia de la ciudad y el concejo
gobernante de Darujhistan denunció como banda.
Tras una triunfante serie de robos, palizas y unos cuantos asesinatos, la
ira de la clase más acomodada de mercaderes explotó al fin y se alentó a la
guardia para que acorralara a Bendan y sus compañeros en la casa de dos
pisos que utilizaban como base. Para entonces el joven ya se había ganado un
apodo, el Carnicero, del que estaba orgullosísimo, pero que no le resultó de
ninguna utilidad contra la armadura y las espadas cortas de los miembros de
la guardia.
Pudo escapar al cerco, al contrario que la mayor parte de sus hermanos y
hermanas de la banda, los últimos amigos o lazos que le quedaban de su
juventud. Buscado, sin ningún sitio al que acudir, como es natural recurrió a
la última opción que tenía alguien sin ataduras en su tierra natal: se alistó en
las fuerzas de los invasores malazanos.
Y allí estaba, observando al amparo de la noche, desde la cima de una
duna de la orilla, en la costa justo al norte de Coral, cerca de Maurik, los
cuatro barcos que se acercaban furtivos, sin ruido, a la playa. Echó un vistazo
a su derecha, por la línea de sus compañeros de pelotón, impaciente por ver la
señal. Por fin, el sargento, un gigante de hombre con la piel tan negra que
Bendan había pensado que era pintura, dio la señal.
Como uno solo, el pelotón se deslizó por la parte de atrás de la cresta y
luego se dirigió a la carrera al estrecho lecho de un arroyo que habían estado
usando los asaltantes. Allí, a cubierto entre la maleza escasa y quebradiza,
prepararon ballestas y jabalinas. En la oscuridad, al otro lado del tajo
escarpado, esperaba el treinta y tres. Una vez que su pelotón, el veintidós,
abriera fuego y atacara a los asaltantes, los otros cargarían por detrás.
Entretanto, el cuarto quizá estuviese en ese mismo momento subiendo por la
orilla, listo para cortar la retirada a los barcos.
—Como pastorear ovejas —le había dicho la cabo, Pequeña, con un
guiño—. Solo hay que impedirles que se fuguen.
—Más bien como lobos —había advertido el más viejo del pelotón, un
tipo peludo y muy sucio con cueros raídos al que todo el mundo llamaba
Hueso—. Estos tipos de la Confederación son piratas y traficantes de
esclavos. Llevan generaciones atacando esta costa. Creen que es su derecho
divino. Esto va a ser jodido.
—Yo no tengo miedo de pelear —había dicho él.
—Ya, Carnicero —había respondido Hueso.
Había dado ese nombre cuando le habían preguntado. Y, por sorprendente
que fuera, lo usaban. Solo que cuando lo decían era en el mismo tono que
utilizaban para decir «gilipollas» o «idiota». Y por alguna razón no había
forma de que pudiera echárselo en cara. Así que se había contenido, furioso y
decidido a demostrarles cómo se luchaba. Después de todo, era lo único que
había tenido que hacer cada día de su vida y, puesto que no estaba muerto
todavía, era obvio que se le daba bien.
—Que no escape nadie —habían sido las últimas instrucciones dadas con
voz profunda del sargento Hektar—. Este es nuestro golpe de advertencia.
Nuestra última oportunidad antes de irnos.
Antes de irse. ¡Emprendían la marcha! Bendan había visto la reacción de
todo el mundo a esa asombrosa noticia. ¡Qué chifladura, ni que fueran
tenescowri! Abandonar la fortaleza antes de que estuviera terminada siquiera.
¿Quién era ese embajador para ordenarles que se fueran? ¿Steppen no podía
haber mandado diez o veinte para que los inspeccionara ese pelele?
En su pelotón a todo el mundo le indignaba esa estupidez típica del
ejército. A todos menos a Hueso, que había murmurado con la boca llena de
las hojas que masticaba.
—El camino de los oficiales es un misterio para la gente normal.
A Bendan le parecía una mejora, estaba hasta el yelmo de aporrear rocas
y cargar tierra. A él que le dieran una buena marcha antes que deslomarse
trabajando.
Y parecía que esa era su última oportunidad para ver algo de acción de
verdad, así que todo el mundo estaba impaciente por aprovecharla al máximo.
Bajo ellos, trazando el lecho del tajo seco, llegaban los piratas de la
Confederación a la carrera, rumbo a su objetivo, otra aldea de granjeros
indefensos. Bendan se peleó con su ballesta bajo la desorientadora luz de
aquella luna renacida, brillante y plateada, y el fulgor verdoso del arco
hinchado de luz que había en el cielo y que algunos llamaban la Espada de
Dios, aunque el nombre del dios variaba.
El mecanismo de la ballesta lo derrotó una vez más. Al parecer era
incapaz de llegar a dominar aquel maldito cacharro extranjero. Lo dejó en el
suelo y preparó una de las crueles jabalinas con púas que había traído por si
se presentaba la posibilidad. Y justo a tiempo, además, porque resonó el
silbido que daba la señal para disparar.
Todo el mundo se irguió y disparó. Las ballestas replicaron con un golpe
seco, los soldados gritaron y arrojaron jabalinas. Bendan lanzó la suya y
luego, sin esperar a ver si había alcanzado a alguien o no, empezó a bajar la
ladera al tiempo que preparaba su espada corta y el escudo. Lo que vislumbró
abajo lo preocupó. En lugar del caos arremolinado que le habían dicho que
esperara, la fila de guerreros se había limitado a arrodillarse tras grandes
escudos, habían aguantado la andanada inicial y en ese mismo momento
estaban subiendo al contraataque entre las rocas y la maleza.
Y malditos sean sus muertos y ancestros desaparecidos, pero hay un
montón.
Ya no hubo más tiempo para pensar cuando su carrera de cabeza lo llevó
de lleno contra el primero de los asaltantes. Golpeó al hombre con el escudo
con todas sus fuerzas y lo tiró de espaldas. Ese choque absorbió casi toda su
inercia y se encontró intercambiando golpes con otros dos. Los piratas
superaban en número a su pelotón de una forma ridícula. Bendan liberó toda
la ferocidad que había aprendido en una vida de peleas a muerte antes incluso
de que le creciera el vello en la barbilla. Se entregó por completo a aquella ira
abrasadora, girando, chillando, atacando sin descanso. Los piratas retrocedían
ante él, superados. Los filos golpeaban su camisote de cuero endurecido con
cota de malla y rombos de hierro, pero él hacía caso omiso de los golpes con
la determinación de continuar hasta la muerte. Solo ese abandono absoluto lo
había hecho escapar de cada una de sus peleas, ensangrentado y dolorido,
pero en pie.
Y luego, en lo que pareció solo un instante, todo lo que permanecía en pie
ante él vestía el negro de Malaz; bajó el brazo, zigzagueó, aspiró grandes
bocanadas entrecortadas de aire, a punto de vomitar. El otro pelotón se había
abierto camino desde el otro lado. La columna de piratas se había deshecho y
los hombres corrían hacia los barcos. Bendan y sus compañeros de pelotón se
los dejaron a los demás.
Alguien le ofreció un cuero de agua, tomó un pequeño sorbo y se echó un
chorro por la cara. Los golpes que había sufrido eran una agonía y sabía que
al día siguiente casi no sería capaz de moverse, pero había tenido suerte:
ninguno era lo bastante grave como para acabar con él.
El sargento Hektar se acercó y le dio un empellón en el hombro.
—Joder, Carnicero —dijo con voz ronca—, veo que vamos a tener que
frenarte un poco.
Cerca de allí, Hueso se apretaba un paño contra la cara manchada de
sangre y seguía sonriendo.
—¿Deseando emprender todo un día de marcha mañana, chaval? —Y se
echó a reír.
Bendan desechó el comentario con un ademán.
—¿Qué hay de estos heridos, Hek? —exclamó alguien.
El inmenso dalhonesio se pasó una mano por el reluciente cráneo, marrón
como una nuez.
—Son traficantes de esclavos… Que prueben un poco de su propia
medicina. Los vendemos.
—No podemos —gritó Hueso desde donde estaba desvalijando los
cuerpos con una sola mano—. El Imperio no vende esclavos.
—Ponerlos a servir es mucho mejor, ¿no? —murmuró el dalhonesio, y se
encogió de hombros—. Pues se los regalamos a los mercaderes de Coral.
La carcajada con la que respondió Hueso fue genuina, pero no demasiado
agradable.
Esa noche, más tarde, mientras regresaba al campamento, se le ocurrió a
Bendan que cuando Hektar lo llamo «Carnicero» no había usado «ese» tono.
El sargento lo había dicho en serio, al parecer. Bendan lo agradecía, pero
también le avergonzaba un poco. Porque durante todo el combate había
estado tan aterrado que se había meado encima.

Ebbin recuperaba la conciencia en instantes breves y desconectados. Como


relámpagos inesperados en un paisaje de otro modo oscuro como la boca de
un lobo en el que lo azotaban un torbellino de vientos. Cada uno iluminaba la
escena en un instante congelado en un contraste brutal de luz y sombra; se
acurrucaba entre los huesos del sepulcro de una colina, la puerta de piedra
hecha pedazos; estaba quitando con un cincel capas de percebes y brotes
marinos de una piedra que se revelaba blanca y pura como la nieve de la
montaña; lo apartaba a patadas Aman mientras esa chica, Taya, bailaba con
frenesí ante una figura ataviada con un manto y con la cara del sol; se
sostenía las manos ante la cara, agrietadas y ensangrentadas, las mangas
hechas jirones.
Otras veces, las peores, se le llamaba para que se retorciera con un terror
abyecto ante esa figura del manto. Durante esos momentos, perdido en la
tormenta eterna que nunca dejaba de bramar en su mente, el rostro del ser
brillaba con una luz plateada como la de la luna. En otros momentos
despotricaba locuras contra ese monstruo, agitaba los puños y maldecía hasta
quedarse ronco.
Lo único que su torturador le ofrecía a cambio era una mirada divertida,
arrogante y burlona. Como si no solo su vida y sus ambiciones carecieran de
significado, fueran pueriles, sino que también las esperanzas, esfuerzos y
sueños de todos los habitantes de la ciudad y más allá no fueran más que aire
hinchado y vacío. Esa visión divina de toda la civilización humana que cubría
el continente hacía a Ebbin hundirse una vez más en la eterna tormenta
furiosa de su mente.
Pero las piedras son importantes. Está preocupado por las piedras.
¿Habrá suficientes para completar la base?
Otras veces lo sacaban de esa pesadilla torturada, de ese trance, para que
realizara tareas por ellos. La chica, aunque apenas se la podía llamar chica,
Taya, siempre lo acompañaba. Ebbin ayudaba a supervisar la extracción de
esos mismos bloques de piedra que se estaban sacando del espigón de la
ciudad. Contrataba artesanos, respondía a dudas. En pocas palabras, era la
cara humana al frente de las operaciones que esos diablos querían completar.
Y todo el tiempo se veía impotente para hablar de ello. Lo intentó,
¡dioses, cómo luchó por pronunciar una sola objeción o desafío! Pero en el
mismo momento en que se planteaba la rebelión, la boca y la garganta se le
cerraban como si lo estrangularan. Ni siquiera sus manos cooperaban para
garabatear una súplica de auxilio. Y así, como un prisionero dentro de su
propio cráneo, solo podía observar y especular.
Fuera lo que fuera lo que esos diablos planeaban, se remontaba a su
enterramiento. Una resurrección de su gobierno como uno de aquellos tiranos
legendarios. Pero ¿para qué aquella elaborada charada? ¿Por qué esperar para
anunciar su regreso? ¿Para qué la máscara? A Ebbin le frustraba el misterio a
más no poder. Tenía la sensación de que contaba con todas las piezas, pero
era incapaz de disponerlas en un patrón que cobrara algún sentido.

Un extraño momento casi pareció sacarlo de un golpe de su estado de


ensimismamiento. Estaba trabajando en la tienda del yacimiento de
recuperación, cerca de la orilla, en la base de la colina de la Majestad, cuando
alguien se detuvo ante su mesa y le habló. Él alzó los ojos de las listas de
salarios, parpadeó y vio un tipo moreno y musculoso con una gran mata de
pelo negro que lo miraba desde arriba; una preocupación de una honestidad
sorprendente arrugaba los rasgos del hombre.
—¿Sí…?
—¿Está seguro de que se encuentra bien? —preguntó el tipo.
Algo apretó el pecho de Ebbin de una forma dolorosa, y no era la
coerción externa del diablo enmascarado. Intentó con todas sus fuerzas
hablar.
—Sí, sí. Gracias. —Envalentonado, tomó otra bocanada de aire—. ¿Su
nombre…?
—Barathol Mekhar.
Ebbin rebuscó entre sus listas mentales y encontró el nombre. Extranjero,
cualificado, herrero no registrado. Algo en ese esbozo lo impulsó a
abalanzarse hacia adelante.
—Tiene que… —dijo. Y entonces sintió el puño que le apretaba la
garganta. Luchó por continuar, incluso por respirar.
La preocupación perpleja del hombre regresó.
—¿Sí?
Y ya estaba allí Taya, a su lado, para rodearle los hombros con un brazo y
apretar hasta que le dolió.
—Mi tío tiene muchas cosas en la cabeza —explicó la joven con dulzura
—. Le da vergüenza. Jugó, ¿sabe? Y perdió. Lo perdió todo. —La bailarina
apretó otra vez y le clavó las uñas de una mano—. ¿No es así, tío?
Ebbin solo pudo asentir con la cabeza gacha.
—Bueno —dijo el hombre, la voz brusca pero amable—, entiendo. Solo
decía que podría montar un puesto de herrería para lo que necesite. Afilar
herramientas, forjar objetos.
—Sí —dijo Taya—. Estupendo. Gracias. Creo que lo necesitaremos.
Tras un último apretón de advertencia, la joven observó al hombre que se
alejaba y después dejó que Ebbin recuperara su compostura y volviera a sus
cuentas.

Azogue y Corien se pusieron por delante para salir de Pueblo Perla, como lo
había llamado Panar. Malakai se escabulló de inmediato sin decir una sola
palabra. Avergonzado de que lo vean con tipos como nosotros, rezongó
Azogue para sí. Avanzaban con lentitud, habían decidido viajar sin ningún
tipo de luz. Orquídea murmuraba indicaciones desde atrás, muy cerca de
ellos. A pesar de las descripciones que hacía la chica del camino que tenían
por delante, Azogue no hacía más que chocar con las paredes en aquella
oscuridad absoluta. Y Corien cojeaba, vacilante, gimiendo de dolor, la
respiración forzada y llena de flemas.
—Las veo —anunció Orquídea después de recorrer un laberinto de
callejuelas estrechas—. Escaleras, por delante.
Azogue dejó escapar un bufido de disgusto. ¡Estupendo, tengo que trepar
unas jodidas escaleras a oscuras!
—Son muy anchas. Abiertas por la derecha. Suben por un acantilado…
¡Gran Madre, qué alto es!
Azogue puso los ojos en blanco en la oscuridad. Maravilloso. Noche
absoluta todo alrededor y una caída en picado. Las cosas no podrían estar
mejor.
—¿Malakai?
—Ni rastro.
Cada vez menos serio, el chico. El pie derecho de Azogue se golpeó
contra la contrahuella del primer escalón y se fue hacia delante contra las
escaleras. Se le cayó la espada, se arañó una espinilla y soltó una maldición.
La hoja tintineó en los escalones de piedra como yunques cayendo en la
oscuridad.
—Perdona, Rojo —se disculpó Orquídea, que parecía avergonzada.
Azogue se limitó a maldecir por lo bajo. Corien estuvo a punto de caer
encima de él cuando avanzó a tientas en aquella tinta negra. Una puta banda
de bufones ambulantes, eso es lo que somos. Solo nos faltan los sombreros de
trapo.
Orquídea lo cogió por el brazo para ayudarlo a levantarse y él estuvo a
punto de soltarse de un tirón.
—Manteneos pegados a la izquierda —sugirió la joven—. En fila…
supongo.
—Voy yo primero —dijo Azogue. Pero se quedó inmóvil, los labios
apretados—. Orquídea, ¿dónde Embozado está mi puñetera espada?
—¡Oh! Perdona. —Se la puso en la mano. El veterano la levantó de golpe
y le dio las gracias con voz seria, casi rechinando los dientes.
¡Ni siquiera soy capaz de encontrar mi propia puta espada! ¡Inútil!
¡Inútil por completo!

Siguieron subiendo, deslizándose por la superficie lisa del muro izquierdo. La


escalera era bastante ancha, con contrahuellas poco profundas de apenas un
palmo de altura. Por suerte, el ángulo natural del Engendro se inclinaba hacia
delante y a la izquierda. Si se hubiera inclinado hacia el otro lado, Azogue no
pensaba que se pudieran haber arreglado. Una brisa cálida creciente le secaba
el sudor de la nuca, lo empujaba por la espalda y lo presionaba por todas
partes, ascendiendo a toda prisa por aquel acceso. ¿Solo aire caliente que
subía? ¿O algo más… preocupante? No estaba seguro.
—¿Sentís ese viento? —preguntó Corien en la oscuridad.
—Qué agradable, para variar —respondió Orquídea.
Azogue no dijo nada.
Orquídea ordenó por fin una parada.
—Hay algo ahí delante. Puertas. Puertas rotas. De piedra. Muy gruesas.
Pero parece que podemos meternos. —Azogue asintió con un gruñido—.
Cuidado ahora. Despacio.
Azogue y Corien avanzaron a tientas por encima de fragmentos de roca
hecha pedazos y se colaron por debajo de vigas inclinadas de fragmentos más
grandes. El espadachín daru se tambaleaba cada vez más y Azogue lo había
empezado a ayudar de forma constante ya.
—¿Cómo te encuentras? —le susurró.
—No muy bien, me temo. Me siento débil.
Azogue puso el dorso de una mano en la frente del muchacho, caliente y
cubierta de sudor. Quizá una infección. La hoja o el palo afilado no tenía por
qué estar demasiado limpio.
—Hay que parar —dijo en voz más alta.
—¿Corien? —preguntó Orquídea—. ¿Es grave?
—Mis disculpas. No era lo que tenía en mente.
—¿Por qué no has dicho nada? —inquirió la chica, indignada—. ¡Te
pregunté antes!
—No es como si hubiéramos podido quedarnos allí —dijo él, cansado y
paciente—, ¿o sí?
—Hay habitaciones más adelante —dijo la voz de Malakai desde el
fondo.
A pesar de sí mismo, Azogue se estremeció al oír el anuncio repentino en
la oscuridad. ¡Detesto que haga eso!
—¿Qué has estado haciendo? —le contestó a gritos, furioso.
—Explorar —fue la respuesta, mucho más cerca ya—. Orquídea, el
pasillo continúa en línea recta y luego hay numerosas habitaciones a ambos
lados. Escoged una. De todos modos necesitamos descansar.
Azogue echó a andar sin dejar de ayudar a Corien.
—¿Alguna señal de los malazanos?
—No. Ninguna. No hay ni rastro de nadie.
—Quizá deberíamos habernos traído a ese tipo, Panar, con nosotros —
dijo Orquídea.
Azogue lanzó un bufido.
—¿Qué podría hacer ese por nosotros?
—Sabe andar por el Engendro. Podría dirigirnos.
—Casi todo lo que nos dijo eran mentiras —dijo Malakai, desdeñoso.
—¿Cómo lo sabes?
—Su historia está llena de agujeros. ¿Cómo pudo escapar de los ataques
que describió? Apuesto a que traicionó a sus compañeros. Los vendió para
salvar el pellejo.
—Tú eso no lo sabes —dijo Orquídea, indignada—. Tú no estabas allí.
¿Por qué presupones eso?
—Por sus otras mentiras.
—¿Qué quieres decir con sus otras mentiras? —preguntó la chica, cada
vez iba alzando más la voz—. Deja de hacer acusaciones vacías. O lo sabes o
no lo sabes.
—Déjalo estar —murmuró Azogue—. Yo estoy de acuerdo con él.
—¡No! A mí los aires de este hombre y sus supuestas astutas
insinuaciones no me van a hacer callar.
—Muy bien —respondió Malakai, parecía decidido y satisfecho—. Esos
pobres hombres y mujeres muertos de hambre por los que pareces sentir tanta
simpatía. Esos restos de los aspirantes a buscatesoros que llegaron para
pelearse por una fortuna fácil. No pueden comprar comida ni agua de ningún
bote de la Confederación. No les queda nada que vender. Ni siquiera les
quedaban armas para apuñalar a nuestros dos amigos. Pues bien, aquí abajo
solo queda una cosa para comer, que es por lo que nos atacaron en primer
lugar y por lo que no nos persiguieron después. Matamos o herimos de
gravedad a varios de ellos, así que, de momento al menos, ya tienen
suficiente para comer.
Orquídea se quedó sin aliento en la oscuridad.
—No —dijo, la voz estrangulada—. No te creo.
Malakai no respondió, no le hacía falta.
Azogue recordó las caras crispadas en un gruñido, como ratas, los dientes
que les enseñaban, los ojos frenéticos y resplandecientes en la oscuridad y
tuvo la sensación de que iba a vomitar allí mismo. En su lugar, respiró hondo
una vivificante bocanada de aire teñido de mar.
—¿Así que el camino no es por aquí? —preguntó, mareado.
—¿El camino? —respondió Malakai—. Es un camino, por lo menos. Y
eso es lo que quiero. Reconoceremos el terreno después de descansar un
poco.
Azogue asintió con un gruñido y Corien y él continuaron arrastrando los
pies por el pasillo.

Se turnaron para vigilar, o, en el caso de Azogue, escuchar con mucha


atención. Y el titánico fragmento de Engendro de Luna le habló. Era
saboteador, comprendía los gemidos profundos que subían estremeciéndose
por la piedra que tenía bajo los muslos y las manos. Los estallidos agudos y
lejanos de ruidos secos y crujidos. Había pasado mucho tiempo bajo tierra.
Le recordaba a algo…, algo de su juventud. Pero ni aunque lo mataran
conseguía saber qué.
Hasta Malakai se quedó con ellos para echarse y hacer guardia. Parecía
que no era de los que fingía que necesitaba dormir menos que los demás.
Por la «mañana», cuando Malakai despertó a todo el mundo, Orquídea se
acercó a Azogue, posó una mano en su brazo y se agachó a su lado.
—Corien está empeorando —le susurró—. He hecho todo lo que he
podido, pero esa arma, fuera lo que fuera, debía de estar asquerosa.
—¿Es muy grave…?
—Todavía puedo caminar —los interrumpió Corien en voz más alta—. El
silencio y la oscuridad, ya sabéis, agudizan el oído.
—Tendrás que caminar solo —dijo Malakai con tono rotundo.
—Tu interés es todo un bálsamo —respondió el joven.
Azogue sonrió en la oscuridad: él se habría limitado a decirle a Malakai
que lo follaran.
—Rojo, tú delante, entonces —dijo Malakai sin hacer caso del sarcasmo
—. Corien, camina con Orquídea.
—¿Y tú? —preguntó Orquídea—. ¿Te vas por ahí, los dioses sabrán
adónde? Deberías quedarte con nosotros por si hay problemas.
—Si hay problemas, seré más útil como recurso escondido.
Orquídea se limitó a soltar un bufido. Azogue la imaginó lanzando las
manos al aire en la oscuridad.
Mientras se preparaban, Azogue le pidió a Orquídea que se acercara y le
tendió su alforja.
—¿Estás seguro? —dijo ella, sorprendida.
—Sí…, no sirven de nada en una pelea. Y necesitaré las dos manos.
¿Corien? ¿El uso de tu espada, quizá?
—Sí, Rojo. —Se oyó el ruido inconfundible del hierro pulido rozando la
madera cuando la hoja salió por la boca de la vaina—. ¿Orquídea?
—Ah, sí. —Movimientos torpes cuando Corien le pasó a Orquídea el
arma—. ¡Ah!
—¿Qué? —Los dos a la vez, Azogue y Corien.
—Me he cortado la mano con el filo.
—¡No la cojas por la hoja! —exclamó Corien—. Los dos filos son como
cuchillas.
—Ya lo veo —respondió ella, mordaz—. Toma.
La empuñadura presionó contra Azogue, que la atrapó y preparó su
propia espada en la mano izquierda.
—Bien. ¿Por dónde?
—A la derecha.
Azogue viró con cuidado a la derecha. Sostenía las hojas por delante,
desviadas un poco a cada lado. De vez en cuando, una punta chirriaba contra
un muro y él rectificaba la dirección. Detrás de él, Corien gruñía por el
esfuerzo. Las botas se le deslizaban con pesadez por el suelo liso de piedra y
el dolor le tensaba cada aliento que cogía. Azogue sabía que Orquídea estaba
haciendo todo lo que podía por ayudarlo a seguir.
Tras un rato de doblar esquinas y cruzar grandes cámaras, lugares de
encuentro o asambleas (le parecieron a Orquídea), la joven los hizo trepar por
la pendiente del Engendro hasta lo que dijo que era la fachada de un gran
edificio al otro lado de un amplio patio abierto.
—¿Sabes siquiera adónde vas? —se quejó al fin Azogue.
—Malakai está allí, esperando —contestó ella con cierta impaciencia—.
¡Nos hemos mantenido por las vías principales, para que lo sepas!
Azogue dijo entonces en voz alta lo que lo había estado molestando
durante un tiempo.
—Entonces, ¿dónde está todo el mundo? ¡Este sitio está desierto! ¿Dónde
están esos malazanos? ¿Es que no hay nadie?
—En el nombre de… —Pero la chica se contuvo—. ¿Cómo quieres que
lo sepa?
Azogue se limitó a rezongar. Una vez más parecía que el esfuerzo
constante por ver algo en aquella oscuridad absoluta le estaba produciendo
alucinaciones. Empezaron a brotar unas luces delante de sus ojos. Formas del
azul más profundo parecían oscilar en su campo de visión, como fantasmas.
Se enfureció en silencio contra todo. Qué idiota fui por meterme en esto. ¡Un
mal comienzo antes de un final peor! Voy a morir en la oscuridad como un
puñetero gusano.
—Lo habéis logrado —dijo Malakai con voz insulsa en la negrura.
Azogue se detuvo en seco. La observación no era ni un cumplido ni una queja
—. Esto parece una especie de complejo grande. Deberíamos echar un
vistazo.
—Yo no estoy tan segura de que sea buena idea entrar ahí —dijo
Orquídea, que parecía preocupada.
—No eres tú quien debe decirlo. Corien, quizá puedas sentarte dentro, en
cualquier caso.
—Claro —consiguió decir el muchacho con voz tensa—. Eso sería…
muy de agradecer.
—Entonces estamos de acuerdo.
—¿Por dónde? —preguntó Azogue con voz ronca; tenía la garganta seca,
empezaba a escasear el agua.
—Hay escaleras para subir —dijo Orquídea.
El veterano adelantó el pie y chocó contra el primer escalón, luego fue
subiendo a tientas hasta que Orquídea le dijo que estaba en el último.
—Es una puerta muy ancha, y también alta —murmuró la joven—.
Puertas dobles abiertas. En el interior hay una especie de galería con muchas
aberturas laterales y pasillos.
Mierda. Esto podría llevarnos una eternidad.
—Mira, Malakai —rezongó—, ayudaría saber qué es lo que estamos
buscando… ¿Malakai…?
—Se ha ido.
¡Maldito hijo de puta inútil, por Osserc, joder! ¡Se acabó, coño! Cogió la
manta enrollada que tenía y empezó a revolver en ella.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Orquídea.
—Voy a sacar el farol.
—Malakai dijo…
—Malakai puede meterse… —Azogue se tragó las palabras y se aclaró la
garganta—. Perdona, muchacha. Malakai no está aquí, ¿verdad?
Dejó el farol en el suelo de piedra, sacó el juego de yesca y pedernal y
empezó a golpear. Las chispas lo sobresaltaron al principio de lo enormes y
brillantes que eran. Privación de luz, ya lo he visto en las minas. Hay que
cubrir el farol. En unos momentos tenía la yesca refulgiendo, solo eso ya
parecía luz suficiente. Cogió una pizca de hilas y virutas, las acercó a la
mecha y sopló. Una vez que la mecha prendió, volvió a soplar poco a poco,
apagó la yesca y la volvió a meter en su caja, que cerró de golpe.
La llama del farol cobró vida y él tuvo que apartar la cara, tan dura era la
luz dorada. Parpadeando, entrecerrando los ojos para defenderlos del dolor
que le producía la luz, al final pudo ver y lo que vio le quitó el aliento.
Todo era negro, sí, pero no corriente ni lúgubre. Las paredes, las
columnas de las arcadas de piedra tallada, todo se retorcía con intrincados
relieves. Unas parras de piedra trepaban por las paredes, hojas delicadas de
roca que parecían vacilar ante sus ojos. Enramados de árboles, todos tallados
en aquella piedra negra reluciente de vetas finas, arqueados sobre una
pasarela que se veía en el segundo piso.
Después contempló el suelo pulido y liso y frunció el ceño. Lo cubría el
polvo, pero también un revoltijo de cacharros rotos y muebles esparcidos.
Aquí no hubo saqueo, ¿por qué?
Bajo la luz, Corien arrastró los pies hasta un rincón lateral de bancos
tallados y se sentó siseando de dolor. Azogue dejó el farol en el banco, a su
lado. El muchacho guiñó los ojos con expresión confusa. El rostro le brillaba,
tenía una palidez enfermiza bañada en sudor.
—Quédate con la luz —le dijo Azogue—. Yo voy a husmear un poco. —
Corien cogió aire para objetar, pero Azogue le tendió la espada con el pomo
por delante. Corien la cogió con una sonrisa cansada—. Cuida de Orquídea
mientras yo no estoy.
Orquídea tuvo el buen sentido de no protestar ante semejante muestra de
machismo.
Con la espada corta en la mano, Azogue fue abriéndose camino entre los
restos. Era un gran vestíbulo de entrada, o bien una sala de reuniones. Por
todas partes había pasillos que salían. Unas escaleras subían y bajaban tanto a
la derecha como a la izquierda. Las escaleras lucían tallas intrincadas; las
balaustradas, parras y capullos de flores. Los ojos privados de luz distinguían
mucho más bajo aquella luz débil de lo que sabría que habría visto en
circunstancias normales; como en una noche de luna llena o nieve fresca. En
algunos lugares el suelo sorprendía con diseños tallados como enrejados o
celosías con follaje.
Al otro lado de la cámara, a lo lejos, el farol brillaba como una estrella.
Junto a él, Orquídea se paseaba impaciente. Azogue encontró un cofre o baúl
volcado, el contenido de tela derramado por el suelo. Rebuscó a patadas entre
las costosas túnicas oscuras. ¡Maldito si no sé lo que es valioso o no! Una
pérdida de tiempo, eso es lo que es, por el maldito Togg.
Algo en las escaleras más cercanas le llamó la atención y cruzó el espacio
que lo separaba de ellas. Allí el polvo estaba alterado. No por huellas, sino
que algo lo había apartado, como si lo hubiera modificado un viento o una
tela ancha arrastrándose. Decidió seguir hasta donde alcanzara la luz. Las
escaleras lo llevaron a un piso justo debajo del principal. Allí la luz bajaba
por las tallas del suelo de arriba y destacaba las escenas de emparrados de
árboles que cruzaban otro suelo liso. ¿El efecto es intencionado?, se preguntó
Azogue. ¿Habían ardido lámparas o cosa parecida arriba, luces que arrojaban
las mismas sombras cuando ese lugar estaba ocupado? Salió al centro.
Un objeto espejeó bajo la luz que se colaba de arriba. Un palo de algún
tipo. Azogue se acercó y se agachó sobre él. Un hueso. El hueso de una
pierna. Una tibia humana. Y no muy limpia, tampoco. Marañas de ligamentos
y carne seca todavía se aferraban a los extremos.
El veterano se irguió y se tragó la bilis que le revolvía el estómago. Un
fulgor denso brillaba en el otro extremo de la cámara. Fascinado, incapaz de
darse la vuelta, se fue acercando más hasta que hubo luz suficiente para
revelar una alfombra de restos parecidos que asfixiaba el otro lado. Las
sombras de unos brotes extraños se derramaban por una masa de cadáveres
humanos. Muchos todavía llevaban los yelmos. Los pies permanecían
embutidos en botas. La carne de la pantorrilla y el muslo había desaparecido,
al igual que las vísceras de los torsos y abdómenes destripados. Las cajas
torácicas se abrían como bocas de las que colgaban tiras de piel y carne.
Azogue había visto restos parecidos tras batallas en las que los carroñeros
habían removido los cadáveres para escoger los trozos más selectos y dejar lo
demás.
Contuvo un grito de alarma y corrió a las escaleras.
No es que no lo saquearan. ¡Es que lo evitaron! ¡Todos los demás saben
lo que hay! ¡Y Panar nos envió aquí! A morir, joder.
Volvió a todo correr con Orquídea y Corien, que se lo quedaron mirando,
cada vez más alarmados y tensos.
—¿Qué pasa? —preguntó Orquídea mientras se levantaba.
—Tenemos que largarnos de aquí, ¡ya!
—¿Qué…?
—Esa… cosa… que tenía a todo el mundo atemorizado abajo. Creo que
esta es su guarida. Tenemos que irnos. —Levantó de un manotazo el farol y
cogió a Corien del brazo—. Vamos.
Los empujó sin piedad vestíbulo arriba, hasta las puertas. Orquídea dejó
escapar de repente un grito y se quedó inmóvil. Azogue soltó a Corien y sacó
la espada corta. Guiñó los ojos, pero no vio nada.
—¿Qué?
—La puerta —tartamudeó la chica con la mano en la boca.
Azogue miró otra vez la puerta. ¿Qué pasaba con la puerta? Oscura, sí,
pero… Oscura. La luz no entraba. Había algo bloqueando la entrada, algo
totalmente negro, como una cortina de noche.
—¿Qué es?
Pero Orquídea no podía hablar. Se limitaba a sacudir la cabeza de un lado
a otro, aterrada, los ojos muy abiertos.
Mierda. Azogue levantó la espada corta. Por alguna razón no le parecía
que le fuera a servir de mucho. ¿Y las municiones? Tampoco, seguramente.
Miró a Corien; los rizos delicados le colgaban pegados a la frente por el
sudor. El muchacho lo miró a los ojos y asintió, una mano aferrándose a la
empuñadura de su espada.
—Es una criatura de la Noche Ancestral —dijo Malakai mientras salía de
un hueco que había junto a ellos—. Llamadlo como queráis. Un demonio o
un diablo. Noche animada. No cabe duda de que para él los invasores somos
nosotros, los monstruos somos nosotros.
—Ahórrame tus sofismas —dijo Azogue entre dientes—. ¿Qué puedes
hacer contra él?
—¿Yo? —El hombre ladeó una ceja—. Nada. Estamos atrapados. Parece
que Panar va a ser el último en reírse, después de todo.
Azogue estuvo a punto de tirarle la espada corta.
—Bien —gruñó—. ¡Todo el mundo atrás! Lo intentaré con mis
municiones.
—Rojo… —le advirtió Corien tocándole el brazo.
Azogue giró en redondo, Orquídea se había adelantado hacia la criatura.
¡Mierda!
—¡Orquídea!
La chica no le hizo caso o quizá no lo oyó. Se había llevado una mano a
la garganta y la otra la había estirado, como suplicando. Dijo algo y Azogue
se sobresaltó, la joven hablaba en otro idioma. Uno que él desconocía por
completo. Era cantarín. No del todo desagradable al oído.
La chica habló largo y tendido, haciendo de vez en cuando alguna pausa
como si aguardara una respuesta. Azogue, Corien y Malakai se contuvieron,
en silencio, casi sin respirar.
A pesar de que casi lo esperaba, Azogue sufrió una sacudida cuando al fin
llegó una respuesta. Palabras murmuradas en la noche, profundas y
resonantes, como si las enunciara la inconmensurable oscuridad que los
rodeaba. Orquídea se estremeció como si la hubieran quemado, Azogue se
preguntó si ella no estaría incluso más sorprendida que ellos de oír una
respuesta. Se quedó sin aliento y miró a un lado, la cabeza inclinada como si
buscara algo, como si intentara atrapar un recuerdo.
Vamos… Hazlo, chica. Tú puedes hacerlo…
Orquídea asintió, la mirada distante, y volvió los ojos de nuevo hacia la
puerta que tenía delante. Se llevó las dos manos al cuello como si quisiera
estrangularse, y habló con lentitud, titubeando, durante un tiempo. El
discurso terminó en un jadeo que se le escapó a Orquídea, casi sin aliento.
Siguió un silencio. La barrera que cruzaba la puerta pareció vacilar a la
luz del farol, como un muro de terciopelo colgado. La criatura habló otra vez,
una respuesta breve, y Orquídea se lanzó a una especie de recitación. Azogue
apretó la empuñadura de su espada corta, tenía la mano sudada. Un frío
cortante empezó a llenar la sala. Su aliento dibujó penachos ante él.
Orquídea terminó otra vez con un jadeo, como si apenas fuera capaz de
pronunciar las palabras. En el silencio que siguió, Azogue se limpió el hielo
de las manos y luego se examinó los dedos: azules y entumecidos por el frío.
Una respuesta rodó en la oscuridad: un discurso en tonos lentos y medidos,
casi un cántico. La cortina negra como el carbón vaciló y después
desapareció, o se deslizó como una sombra expuesta a la luz.
A Orquídea se le escapó una exhalación siseada y se habría derrumbado
si Azogue no se hubiera precipitado a sujetarla. La guio hasta un banco. Las
faldas tintinearon, rígidas por el hielo y ribeteadas de escarcha añeja. La piel
le ardía de frío al tacto. Corien se sentó a su lado y sostuvo el farol cerca.
—Malakai… —dijo Azogue, y señaló con un gesto la entrada.
Tras un momento el hombre respondió desde allí.
—Se ha ido.
Un grito lejano resonó en los pasillos sumidos en la oscuridad que había
detrás, un chillido frenético de frustración y rabia, y Azogue lanzó una
carcajada seca.
—Ahí tiene Panar su venganza. Estoy por ir a rebanarle la garganta.
—¡No! —dijo Orquídea mientras hacía un esfuerzo por levantarse.
Azogue la ayudó a ponerse en pie—. Vámonos de una vez.
—¿Y por dónde seguimos? —preguntó Malakai, que había aparecido de
la oscuridad.
—Por donde sea —respondió ella, molesta—. Derecha. Izquierda. Da
igual. Solo encuentra una forma de subir.
—¿Por qué?
—Porque lo que buscas está en los niveles superiores.
Malakai se quedó petrificado de asombro. Abrió mucho los ojos con una
apreciación nueva de su compañera e hizo una pequeña inclinación con la
cabeza, aunque fue más bien superficial y teñida de ironía.
—De acuerdo. No tardaré en volver.
Orquídea se volvió hacia Corien, que se había dejado caer sobre el banco
y se apretaba el costado con una mano. La chica se arrodilló ante él y posó
con suavidad la mano sobre la masculina; el noble siseó al notar el roce.
Orquídea habló otra vez en esa misma lengua misteriosa que a Azogue le
ponía los pelos de punta. Parecía una invocación o recitación.
A Corien se le escapó un gran suspiro, y se habría caído hacia delante si
Azogue no lo hubiera sujetado. Lo dejó deslizarse por el banco, inconsciente.
—¿Qué fue eso? —rugió, con mucha más dureza de la que pretendía.
Miedo. Oigo el miedo en mi voz.
Orquídea estiró las manos y se las estudió. Se levantó y se limpió las
gotas de condensación de la cara.
—Raro, ¿verdad? —dijo con tono soñador—. Que te cuenten historias
toda tu vida, leerlas, estudiarlas, y luego descubrir de repente que es todo
verdad…
Azogue estaba mirando una fila de pedestales vacíos. Alguien había
dejado un yelmo oxidado en uno. Era igual que una cabeza decapitada.
—Sí. La vida está llena de vueltas y giros —dijo sin aliento, incómodo.
La joven se sentó y plegó las manos oscuras y elegantes en el regazo con
gesto remilgado. Como una sacerdotisa, pensó Azogue. Parece una especie
de puñetera sacerdotisa antigua, con la densa melena de cabello negro
despeinado, las faldas raídas y el encaje desgarrado. ¿Quién era aquella
chica?
El veterano se aclaró la garganta.
—Bueno… ¿y qué pasó ahí?
La mirada femenina era cansada, los ojos entornados, dirigidos a la
entrada.
—Ni yo misma estoy segura. Me sorprendió su respuesta. Supongo que
estaba tan asombrado como yo de oír la lengua antigua.
—Ya. La lengua antigua. Imagínate. ¿Y?
Un alzamiento y caída cansada de los hombros.
—Invoqué el rito de paso tal y como lo recogió Hul’ Alanen-Teth, un
jaghut que afirmaba haber recorrido los senderos de la Noche Eterna. El
guardián cumplió con la fórmula.
Junto a ella, Corien se movió un poco con gesto atontado. Azogue asintió,
aceptando la explicación sin más.
—Bueno, gracias por salvarnos la vida.
Una sonrisa irónica crispó los labios femeninos. Alzó los ojos con la
cabeza gacha y lo miró.
—A ti no te salvé la vida, Rojo. A ti te llamó… «Honorable Huésped».
El veterano frunció el ceño.
—¿Qué…?
Corien se incorporó. Levantó la cabeza y se tocó el costado. Alzó las
cejas.
—El dolor ha desaparecido.
Orquídea asintió.
—Bien. Era una invocación andii para sanar. Estarás débil un tiempo,
pero deberías curarte. —Se levantó—. Y ahora, si me disculpáis. Yo… quiero
estar sola un rato.
Cuando pasó, Azogue le tocó la tela de la manga. Intentó captar su
mirada, pero ella no quiso volver los ojos hacia él.
—¿Y qué te llamó a ti…?
Orquídea se apartó con un estremecimiento.
—Ahora no.
Azogue se acomodó junto a Corien. Los dos hombres intercambiaron
miradas extrañadas. Azogue emitió un suspiro.
—Vaya, quién lo diría.
Cuando regresó Malakai los encontró todavía sentados uno al lado del
otro y ladeó una ceja.
—¿Qué pasa aquí? ¿Por qué no nos movemos?
—Orquídea está descansando —dijo Azogue con una sonrisa.
—¿Y tú, por qué estás tan contento?
Azogue se metió las manos bajo los brazos.
—Bueno, yo siempre me alegro cuando el pelotón encuentra a su mago.
Malakai arrugó las cejas oscuras sin saber muy bien qué pensar. Pero
Azogue se limitó a sonreír. Le parecía que había cambiado todo. Como en
una batalla. Se habían vuelto las tornas, como a veces pasa en cualquier
combate cuerpo a cuerpo. No había habido ningún anuncio, no habían sonado
cuernos. Pero todos los implicados lo sabían, sin más, lo notaban. La energía
había cambiado. Poco antes, aquella partida era la de Malakai. Pero se había
convertido en la de Orquídea. ¿Y Corien y él? Bueno, se habían transformado
en los guardias de la chica.
Libro segundo

Cetro
8

Madrun y Lazan Puerta


de lejanas tierras proceden.

Un día Puerta anunció:


Es hora de mi pelo cortar.
Pero no esquila, podía rasgar,
ninguna hoja podía separar,
ninguna tijera cortar ni romper.

Y así creció
esta abundante melena.
Las mozas maquinaron,
los cuchillos se afilaron,
pero ni yelmo ni sombrero podían domeñar
esos testarudos, orgullosos rizos.

Cuando lo último Puerta oyó,


su cabello había huido
¡a luchar contra piratas en la lejana Elingarth!

Atribuido a Pescador

Por la mañana Brood apartó la pesada solapa de tela de su tienda y se


encontró a los guerreros rhivi en pleno proceso de levantar el campamento.
Frunció el ceño, tuvo un escalofrío de premonición y cruzó el espacio que lo
separaba de uno de los ancianos, que permanecía envuelto en una manta junto
a un fuego, para calentarse. Era uno de los más afables de todos, Tserig,
llamado el Desdentado. El caudillo inclinó la cabeza a modo de saludo.
—¿Algún recado del norte?
El anciano, que no parecía muy contento, se inclinó un poco.
—Sí, oh, Grande. Llegó un jinete durante la noche. Los malazanos huyen
en desbandada. Los han echado de Pale y se están retirando al sudoeste. —Se
encogió de hombros a modo de disculpa—. El círculo de jefes de guerra
decidió actuar.
Sin consultarme.
—Entiendo. ¿Desde cuándo andan los rhivi tras la guerra?
El anciano pareció plantearse una respuesta, pero apretó los labios para
contenerla. Se colocó bien los pliegues de la manta de caballo e indicó las
brasas que morían ante él.
—La guerra es como un incendio en una pradera, Grande, ¿no es cierto?
Una vez prendido no puede controlarse. Quema y quema hasta que ha
consumido todo lo que queda a su alcance.
—Su combustible es la sangre, Tserig.
Un asentimiento lúgubre.
—Lo sé, Antiguo. Yo estaba contra ella. Pero soy viejo… y sin dientes.
Brood sonrió con simpatía.
—Así que tu recompensa es tener que darme la noticia de que mi, eh,
liderazgo, ya no es necesario.
El anciano le hizo otra pequeña reverencia.
—Lo siento, caudillo… Quizá solo era que no deseaban molestarte en tu
luto.
—Eso es adornarlo mucho. —Miró las brasas durante un momento y se
pasó el índice por la mandíbula. Tserig, observó, empezaba a encogerse y
Brood se dio cuenta de que el anciano debía de pensar que fruncía el ceño
porque estaba disgustado con él, así que se giró para mirar al oeste.
—¿Qué harás ahora, Grande? —se interesó el anciano tras un rato.
A su alrededor los últimos de los burros cargados, carretas, travesaños y
rebaños de bhederin comenzaban a dirigirse al norte, siguiendo la pista que
atravesaba las colinas Gadrobi. Los jinetes se despedían con la cabeza de
Brood al pasar, o le hacían un saludo militar, levantando lanzas y emitiendo
sus gritos de guerra.
—Si la mhybe siguiera con nosotros, o Zorraplateada, nada de esto estaría
pasando… —murmuró, pero distraído, con la cabeza en otra parte.
—Estoy de acuerdo, caudillo. Pero se han ido. A la mhybe se le concedió
su gran recompensa. Y Zorraplateada ha partido. Se ha ido a otra tierra, dicen
algunos. —Como Brood, el anciano no mencionó a la otra persona que
también se había ido de su lado.
El caudillo se aclaró la garganta, su incomodidad era profunda. ¿Cómo
abordar esto sin insultar a este hombre, a su pueblo y todo lo que han
sacrificado en los últimos años?
—¿Quieres compartir el té de la mañana conmigo, caudillo? —dijo Tserig
de repente, en su mirada una extraña suavidad, como si se estuviera
dirigiendo a un joven en lugar de a alguien incalculablemente más viejo que
él.
—Sí. Gracias, Tserig. Lo agradecería.
El anciano hizo un gesto a un lado, a un asistente, que se apresuró a
preparar la alta olla de bronce y las tacitas de tamaño de dedales, y los dos
permanecieron en silencio a la espera de que las hojas se impregnaran. Los
dos observaron las andrajosas columnas de rhivi que serpenteaban hacia el
norte por un tajo en las colinas. Tras ellos, los sirvientes de Tserig
desmontaban su tienda.
—Avanzaréis mucho más rápido ahora que los rebaños han regresado al
norte —comentó Brood.
—Sí. Los que se han quedado son sobre todo los que temen a los
malazanos, o los que están impacientes por demostrar su valía como
guerreros. ¿Es de extrañar, entonces, que hayan encontrado una excusa? Y
Jiwan tenía a su servicio un arma de lo más convincente.
—¿Y cuál es?
—Una fe ferviente en su causa.
Brood se encontró de nuevo apreciando al anciano en lo que valía. Se
permitió esbozar una gran sonrisa.
Un sirviente les dio a cada uno una diminuta taza de bronce y después
sirvió el té en largos chorros que siseaban al caer de la esbelta tetera. Tserig
alzó su taza hacia el caudillo.
—Por los consejos sabios.
—Por los consejos sabios.
El anciano se relamió los labios al sorber el té.
—Lo pregunto de nuevo, ¿qué vas a hacer?
Brood hizo una mueca de incomodidad y miró al oeste.
—Me he convencido de que ya no deberíamos enfrentarnos más a esos
malazanos. Será un desastre para los rhivi, a la larga.
El disgusto arrugó los labios fruncidos de Tserig.
—Y, sin embargo, ellos nos cercan a nosotros por todos lados. Se meten
en nuestras tierras sin permiso. Matan a todos los animales que encuentran.
Son como una plaga. ¿Hemos de abandonar nuestro estilo de vida?
—Tserig —la voz de Brood era baja y ronca por la emoción—, eso
ocurrirá de todos modos. Es inevitable. La cuestión es, entonces, cómo
mitigar mejor el daño. La respuesta es fea y brutal, pero obvia… Se
consiguen mejores términos en un tratado de paz que cuando te conquistan,
es decir, cuando no hay ningún término.
Eso hirió el orgullo del anciano, que se irguió, ofendido.
—¡Cuestionas nuestro espíritu!
El caudillo alzó una mano tranquilizadora.
—No. Eso nunca. No estoy hablando de la breve estación de guerra…
Estoy hablando de las generaciones siguientes.
La mirada de Tserig se hundió en el fuego. En su rostro había dolor,
como si estuviera estudiando ese futuro en las brasas moribundas.
—Tratados —escupió al fin—. Nunca honrados por los poderosos. No
pongo ninguna fe en esos acuerdos.
—Los respetarán —dijo Brood entre dientes— si soy yo el que da fe de
ellos.
Las cejas canosas de Tserig se alzaron cuando se planteó la idea, después
inclinó la cabeza casi en un saludo militar.
—Acepto tu plan, caudillo, como la mejor medida para mi pueblo.
¿Cómo procedemos, entonces?
Brood, que había estado mirando antes al oeste, señaló el lejano horizonte
con la barbilla, las colinas marrones y el lago Azur más allá.
—¿Has estado alguna vez en un barco, Tserig?
El anciano se estremeció.
—Por la antigua diosa del hogar, no. Mis pies jamás han perdido el
contacto con nuestra Madre.
Los ojos de bestia del caudillo se volvieron hacia él, firmes y serenos.
Tserig se encorvó bajo el peso de esa mirada y apretó los labios.
—Por favor, Grande, ten piedad de un anciano.

En Darujhistan, en el salón del gremio de guardias, centinelas, vigilantes y


porteros, el capitán Soen, de la escolta del legado, miró de arriba abajo a los
dos solicitantes más recientes y no se molestó en ocultar su asco. Ropas que
no eran mejores que trapos, caras manchadas, sandalias agrietadas. Ni un
retal de armadura o una simple arma que se asomara por algún sitio. Deben
de haber empeñado todo el lote para poder empinar el codo. Y deben de
estar comiéndolos vivos las pulgas. Por la cola de Trake, estoy aquí para
contratar guardias, no mendigos.
—¿Nombres? —preguntó e hizo una mueca cuando le llegó un soplo del
hedor de aquellos dos.
—Chamusco, señor —dijo uno.
—Leff.
—¿Están en las listas, supongo?
Los dos parecieron empalidecer e intercambiaron miradas aterradas.
—Esto, disculpe usted —empezó el que había dicho llamarse Chamusco
—, pero ¿ha dicho usted lista, señor?
Soen puso los ojos en blanco.
—Dioses, hombre. Sí. Las listas, ¡el registro de todos los miembros
certificados del gremio de la ciudad con buena reputación! —Al ver las
expresiones de absoluta incomprensión, el capitán se inclinó hacia delante
para explicarse, con más lentitud—. Las referencias.
El que se llamaba Leff hizo alarde de comprenderlo todo y asintió con
vigor.
—Oh, claro, capitán, señor. Por supuesto.
Su amigo lo miró con ojos desorbitados, con lo que parecía una sorpresa
absoluta. No muy convencido, pero puesto que le exigían que fuera riguroso,
Soen se acercó al responsable de los registros, que estaba sentado al fondo de
la sala.
—Chamusco y Leff.
El escribano comenzó de inmediato a examinar una larga hoja enrollada
por la que iba bajando cada vez más y más.
—Esa sí que es una lista —murmuró uno de esos nuevos solicitantes a su
compañero.
Después de buscar durante un rato, el escribano pareció encontrar el sitio,
porque se detuvo y empezó a leer. Se le dispararon las cejas y volvió de
nuevo al comienzo. Las cejas seguían subiendo hasta casi tocar el pelo
aplastado. Alzó los ojos, el asombro obvio en la cara.
—¡Sus referencias son impecables!
Soen, que había apoyado los codos en el mostrador, se irguió de golpe.
—¿Qué?
—Estos dos tienen una reputación excelente.
—Déjeme ver eso. —Y fue a coger el pergamino.
El escribano retrocedió apretándose el pergamino contra el pecho.
—¡Que sepa usted que esto es información confidencial! Inténtelo otra
vez y acabará en la lista negra.
Soen se volvió hacia los dos solicitantes, que estaban cambiando de
postura sin parar, como eunucos en un burdel. Dioses. Según las reglas del
gremio ahora tengo que contratarlos. Maldito monopolio. Se acercó con paso
firme a los dos, todo lo que permitía su hedor, claro.
—De acuerdo. Sus referencias están en orden. Bien. —Levantó un dedo
—. Pero antes de que los vea mañana, será mejor que se aseen y estén aptos
para el servicio, o haré que unos antiguos urdomen que conozco los
restrieguen enteros con cepillos de raspas. ¿Qué les parecería eso?
El que había dicho llamarse Chamusco levantó una mano.
—¿Sí? ¿Qué?
—Eh… ¿significa esto que estamos contratados, capitán, señor?
—Signi… —Soen se pasó una mano por la cara y respiró hondo para
tranquilizarse—. Sí —siseó—, están contratados. Preséntense en la mansión
del legado mañana. —Los miró de arriba abajo una vez más—. Una cosa —y
levantó un dedo de advertencia—, preséntense por la puerta de servicio,
¿comprendido?
Chamusco asintió con vigor.
—Oh, sí, señor. Comprendido. —Hizo un saludo militar varias veces.
Soen los despidió con un ademán y salió con pasos coléricos y
farfullando por lo bajo. ¡Dioses ancestrales, no miréis! Cómo han caído los
estándares desde los viejos tiempos. Esto es una puta vergüenza. Aun así,
estos dos dejan libres a un par de buenos hombres que podría utilizar en otra
parte…

Una vez se fue el capitán, Leff le dio una colleja a Chamusco.


—¡Ahí tienes! ¿Lo ves? No fue tan difícil, ¿no?
—Creí que yo había dicho que deberíamos intentarlo aquí.
Leff no pareció haberlo oído.
—Vámonos.
—¿Adónde?
Leff puso los ojos en blanco.
—¡Bueno, ya oíste al capitán! Es tan obvio como Engendro de Luna a
plena luz del día, claro.
—¿El qué?
—¡Dónde tenemos que ir!
—Y es…
—¡Al lago, hombre!
El ceño permanente de incertidumbre de Chamusco se profundizó en una
mueca de incomprensión perpleja.
—¿Al lago?
Leff suspiró con impaciencia.
—¡Sí! ¿Estás sordo? El tipo nos dijo que nos aseáramos. Así que toca un
baño en el lago. —Y salió hecho una furia.
Chamusco tardó más en seguirlo. Se rascaba la suciedad densa que le
embarraba una mejilla y murmuraba, perplejo.
—¿La gente hace eso? ¿Se bañan? ¿En el lago…?
Yusek guio a los dos viajeros a su cargo hacia el norte, subiendo por las
laderas de la cordillera costera de Mengal. Era consciente de que esos picos
también se conocían como las Montañas de Lluvia y caviló con amargura que
las puñeteras estaban haciendo honor al título. Ese paso ancho en concreto
conducía hasta la costa. La joven tenía los cueros medio podridos y se le
estaban cayendo a pedazos; la piel de los dedos de los pies se le estaba
desprendiendo como corteza; tenía una tos seca constante que la hacía escupir
grandes flemas verdes y densas.
Descargaba sus frustraciones en los dos seguleh. Su silencio y calma
impenetrable solo conseguían afilarle la lengua. Se creen que son superiores,
joder. ¡Unos creídos y unos gilipollas, eso es lo que son!
Ese día se había adelantado sola, aunque solo fuera para darse un respiro
de su propio y constante gruñir y despotricar. Estudió las laderas inferiores,
donde los estandartes de bruma hundida se iban deshaciendo y dejaban
riachuelos poco profundos y barrancos que, con el tiempo, se unirían para
formar la cabecera del río Maiten.
Echó un vistazo atrás y se le hundieron los hombros cuando vio que los
dos se habían detenido mucho más atrás, en el sendero rocoso, y aguardaban
su regreso en su habitual silencio absoluto. ¡Idiotas descerebrados! Al menos
podrían darme un grito. Volvió sobre sus pasos y se los encontró en el punto
en el que una bifurcación importante se internaba en las laderas más altas.
—¿Qué coño pasa? —preguntó mientras se limpiaba la bruma húmeda de
las mejillas y se estremecía de frío.
El que se llamaba Sall señaló la otra pista.
—Se nos ocurre que nos estás llevando muy al este cuando nosotros
deseamos ir al norte. Esta pista parece llevar al norte.
Yusek hizo un gesto brusco con la mano para invitarlos a seguir.
—¡Bueno, pues adelante, por las tetas de la Reina! ¿¡Para qué me
necesitáis a mí, entonces!? Si queréis, yo me voy por mi lado, ¿os parece?
En el fondo de las sombras de su capucha, el rostro enmascarado de Sall
no reveló emoción alguna. Sí que pareció que fruncía el ceño, sin embargo,
cuando miró con los ojos entrecerrados la pista rocosa.
—¿Esta no nos llevará al norte?
—Mira. Me cogisteis para que os guiara, ¿no? Pues es lo que estoy
haciendo. Guiando. Yo no os digo cómo ser más tiesos que una tabla, ¿vale?
Así que no empecéis a cuestionar mis decisiones. Resulta que tenemos que
rodear hacia el este por aquí durante unos días para evitar los valles que
tenemos justo al norte.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué debemos evitar los valles del norte?
Yusek lanzó un gruñido, molesta, después tosió y escupió. Durante toda
la conversación, el tercer miembro del grupo, Lo, permaneció en su silencio
habitual. Solo su capucha cambiaba de posición cuando miraba atrás de vez
en cuando para observar, para examinarlo siempre todo.
—Oye —empezó a decir otra vez Yusek después de aclararse la garganta
irritada—. Dernan el Lobo controla esos valles. Mi antiguo jefe es un
cachorrito comparado con él. El mío quizá les saque unas cuantas monedas a
los viajeros que pueda, pero Dernan se carga caravanas enteras. Incluso
repelió a los soldados de Kurl que enviaron para sacarlo de ahí. —Yusek
sacudió la cabeza, se abrazó para defenderse del frío y se estremeció—. No.
Damos un rodeo.
La capucha de Lo se hundió cuando se inclinó hacia Sall y le dijo algo. El
muchacho asintió una vez.
—Es de suponer que ese tal Dernan tenga un refugio de algún tipo. Un
edificio o retiro. Estás enferma. Necesitas calor, ropas secas. Iremos al norte.
Yusek se quedó con la boca abierta, sin poder creérselo.
—¿Qué? ¿Ir al norte? ¿Sois estúpidos o algo, joder? ¿Es que no habéis
oído ni una sola palabra de las que he dicho? Dernan nos matará solo para
quitarnos lo que llevamos. O quizá se limite a vendernos como esclavos en el
sur. —Jadeando, con el pecho dolorido, la chica miró con furia a uno y luego
a otro. Los dos permanecían impasibles, mudos bajo la lluvia constante como
fantasmas grises. Las gotas tamborileaban sobre ellos y un arroyo oculto
bajaba siseando por un risco cercano. ¡Putos extranjeros! ¡No saben una
mierda! Van a conseguir que me maten.
Los maldijo, los mandó al Abismo con un gesto y se dio media vuelta.
—Yo no voy… —Se quedó petrificada cuando un hierro frío se apoyó de
repente en su cuello.
—No te preocupes, Yusek. Nada te hará daño. —La hoja le dio unos
golpecitos para que se diera la vuelta. Se giró y miró al seguleh. Detrás de la
máscara los tranquilos ojos castaños, aunque cautos, parecían mostrar cierta
diversión—. No nos ibas a guiar muy bien si estás muerta, ¿no?

Dos días después, en las profundidades de los densos bosques del valle, junto
a un pequeño arroyo, Sall y Lo se pararon en seco y a Yusek se le cayó el
alma a los pies. ¡Los dioses nos libren! Aferró el cuchillo largo que llevaba
bajo el manto empapado y se agachó para buscar refugio entre los peñascos
húmedos cubiertos de moho.
—¡No os mováis! —bramó una voz áspera desde el bosque—. ¡Estáis
cubiertos y rodeados!
Yusek se asomó por encima de una roca y vio a varios hombres y mujeres
acercándose entre los árboles. Vestían estropeadas armaduras desiguales,
como restos desharrapados de algún ejército mercenario derrotado. Dos la
tenían a ella en la mira de sus ballestas. ¡Un ejército! ¡Un puto ejército
entero!
—¡Manos a la vista! —exclamó la voz otra vez—. Eso es. No os mováis.
Yusek volvió los ojos y vio que Lo y Sall permanecían inmóviles en sus
mantos sueltos, las capuchas subidas, las manos un poco separadas de los
lados. Hombres y mujeres, las ballestas alzadas, tomaron posiciones mientras
se acercaban otros con las espadas en la mano.
—Entregad las armas —ordenó la voz oculta.
Sall y Lo continuaron inmóviles, las manos a los lados.
—Tiradlas o termináis con el cuerpo lleno de cuadrillos. Ahora.
Los dos intercambiaron una mirada y luego metieron las manos bajo los
mantos para sacar las espadas, todavía envainadas, que ofrecieron con una
mano. Yusek dejó caer su cuchillo largo. Un tipo de barba rala se acercó
corriendo a ella.
Dos de los soldados de Dernan (y Yusek estaba bastante segura de que
eran ellos) se acercaron con cautela a Lo y Sall. Una mujer estiró la mano que
tenía libre para coger la espada de Sall, la de ella lista para apuñalar. La
mujer vestía cueros de caza desgarrados y mocasines altos que le llegaban a
las rodillas. Un tipo grande y gordo, con un camisote de bandas que le
quedaba pequeño, se acercó con un contoneo arrogante a Lo y estiró la mano
para quitarle la espada de un manotazo.
Entonces parecieron ocurrir unas cuantas cosas, todas a la vez. La mujer
que estiraba el brazo hacia Sall se tambaleó de un lado. El tipo ancho que
estaba delante de Lo de repente tenía una hoja sobresaliéndole por la espalda.
Las ballestas se dispararon con golpes secos y los cuadrillos sisearon, pero
Sall solo parecía tener que rodar a un lado u otro y los proyectiles pasaban de
largo. El seguleh desapareció entre los árboles. Los cuadrillos de ballesta se
estrellaron contra el tipo que estaba delante de Lo, pero, por alguna razón, el
gran corpachón no cayó. Lo incluso parecía estar maniobrándolo, girándolo
de un lado a otro para interceptar los proyectiles. Todo el mundo estaba
gritando. El barbudo que tenía Yusek delante lo miraba todo con la boca
abierta. Después se volvió hacia ella.
—¿Una máscara? ¿Ese tipo lleva una puñetera máscara del Embozado?
Yusek intentó escabullirse, pero el tipo volvió a tirarla de un golpe entre
las rocas. La mano derecha de la chica encontró una piedra y la blandió,
consiguió alcanzarlo en una sien y hacerlo tambalearse. Intentó escabullirse
otra vez, pero el tipo le puso la zancadilla. De pie sobre ella, el hombre se
llevó una mano a la sangre que le goteaba por la sien y le caía en la barba. Le
dedicó una sonrisa llena de agujeros en los dientes.
—Te voy a abrir en canal por eso. —Y llevó atrás la espada para
ensartarla.
Una sombra surgió tras el hombre y algo tarareó en el aire, y luego la
cabeza del hombre salió volando. El cadáver se bamboleó hacia delante y
cayó lanzando un gran chorro caliente sobre Yusek, que empezó a gritar sin
parar. Lo único que recordó después fue que se lanzó a gatas hacia el arroyo,
llorando, asqueada, desesperada por lavarse. La sangre manchó de rojo el
agua gélida.
Cuando se levantó, chorreando agua, todo estaba en silencio. Solo el
arroyo siseaba y gorgoteaba a su alrededor. El bosque estaba oscuro y
tranquilo. Forcejeó en las rocas resbaladizas para salir del agua. Había
cuerpos tirados por todas partes. La cantidad de sangre y fluidos era
aterradora, al igual que las heridas: muchos hombres estaban decapitados. Le
llamó la atención un movimiento y vislumbró a Lo volviendo a ponerse el
manto de un tirón. Parecía vestir bajo él una especie de jubón de cuero ligero,
quizá cosido con anillas de hierro reforzado.
Apareció Sall. Él también llevaba el manto abierto, pero no revelaba más
que una camisa sencilla y unos pantalones anchos con un fajín. Había
envainado su espada y escoltaba a uno de los de Dernan, una mujer. El
cabello largo y rubio era una maraña, pero parecía ilesa.
—¿Tú…? —empezó a decir Yusek, pero solo pudo señalar al hombre
muerto que la había amenazado.
—Sí.
—Bueno, gracias. ¿Quién es esta? ¿Una prisionera?
El seguleh ladeó la cabeza, pensándolo.
—Supongo que podría llamarlo así. —Se alejó y las dejó a las dos allí.
Yusek miró a la mujer, esta no podía quitar la mirada aturdida de los seguleh.
Asqueada, Yusek fue a buscar su cuchillo. La mujer la siguió.
—¿Cómo es que sigues viva? —preguntó Yusek.
—He pasado tiempo en la costa sur, arrojé mi espada al suelo. No sabía
que vinieran tan al norte.
—¿Así que te rendiste? ¿Sin más? —La mujer vestía una cota larga de
cuero escamado, era alta y delgada. Parecía muy capaz.
La mirada asombrada se clavó en Yusek.
—¿Viajas con ellos y dices eso?
Yusek sintió que se ponía colorada.
—Es diferente, ¿vale? Me… me contrataron para que los guiara.
—Te contrataron… —repitió la mujer con tono escéptico. Dirigió los ojos
al norte y frunció la frente con una mueca de dolor cuando pareció caer en la
cuenta de lo que iba a ocurrir—. Dioses, niña, ¿por qué no los llevaste dando
un rodeo?
Yusek se le pegó de repente.
—Escucha —siseó—, lo intenté, ¿estamos? Pero ahora tenemos que
aguantarnos, ¿no?
—Encuentra un modo. Toda esta sangre… está sobre tu conciencia.
—¡Y una mierda del Embozado!
Lo y Sall se acercaron.
—¿Qué queréis aquí? —preguntó la mujer.
Ninguno de los dos respondió. Sall ladeó la cabeza encapuchada hacia
Yusek. Esta los miró a su vez, sin saber cómo interpretar su silencio.
—¿Y bien? —le preguntó la mujer.
Yusek se abrazó, temblaba de frío.
—Hay un sendero que conozco al oeste de aquí. Es un atajo. Deberíamos
ir por allí. —Le pareció ver que los ojos de Sall se arrugaban, quizá en una
pequeña sonrisa.
—Vamos al norte —dijo el seguleh.
—¿Al norte? ¿Por qué? —Yusek se acercó y estuvo a punto de estirar la
mano para tocar el brazo del joven—. Mira esto. Deberíamos dar un rodeo.
La cabeza encapuchada se sacudió en una negativa.
—No deberían habernos desafiado.
—¿Desafiado? —escupió la mujer de repente—. Por aquí nadie sabe nada
de vuestras costumbres. ¿Cómo puedes hacerlos responsables?
La capucha de Sall no se apartó de Yusek mientras respondía con
suavidad.
—Así que aquí, en el norte, entre vosotros, ¿es costumbre asesinar
viajeros? ¿A la gente debería permitírsele que lo hiciera a voluntad?
—Nosotros no…, es decir… —La mujer se quedó callada y se dio la
vuelta.
A pesar del pavor que le inspiraba más derramamiento de sangre, Yusek
tuvo que darle la razón a Sall. Pero su argumento le dio una idea.
—Queréis ir al norte, ¿no? ¿A ese monasterio? ¿De qué os va a servir
entonces provocar una disputa?
El joven se quedó quieto un rato, después se acercó a Lo, que había
mantenido la distancia habitual. Los dos conversaron durante unos instantes.
Lo hizo un gesto cortante y Sall se inclinó y regresó con ellas.
—El desafío se mantiene, y se ha de responder a él.
—¡Esto es ridículo! —estalló la mujer—. ¿Más derramamiento de
sangre? ¿Y para qué? —Señaló a Lo—. Ahora entiendo vuestra reputación.
Seguleh. ¡No sois mejores que carniceros! ¡Y lo disfrutáis!
—¡Somos la prueba de la espada! —respondió Sall con calor—. Los que
eligen seguir el camino de la espada deberían estar preparados para que los
desafíen. Y si cayeran —les dio la espalda—, no tienen motivos para
quejarse.
—Entiendo —dijo Yusek sin aliento, maravillada. Algo en ese estallido la
conmovía en lo más profundo.
La mujer la miró con cautela.
—Llevas demasiado tiempo en su compañía —dijo, y se inclinó para
empezar a revolver entre las ropas de uno de sus compañeros muertos.

Yusek siguió a la mujer mientras iba de cuerpo en cuerpo, cogiendo una


saquita de aquí, un anillo de allá. En un impulso, Yusek arrebató de un
cuerpo una espada larga con su vaina.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó al fin para romper el largo silencio
entre las dos.
—Puedes llamarme Lorkal —dijo sin levantar la vista de su horripilante
trabajo—. ¿Tú?
—Yusek.
—¿Y de dónde eres?
—Mi familia es de la zona de Baluarte.
Lorkal se quedó quieta y levantó los ojos, maravillada.
—¿Y te…?
—No. Huimos.
La mujer asintió con un gruñido. Habría hablado, pero se acercaba Sall.
—Debemos continuar —le dijo a Yusek sin hacer caso de Lorkal—. Dile
a la mujer que se adelante y hable con Dernan. Tenemos un mensaje para él.
No estamos sedientos de sangre. Hemos decidido que si nos proporciona
comida y refugio, no lo molestaremos.
Lorkal se irguió tras examinar un cuerpo y miró a Sall.
—No —dijo en voz alta y firme.
La capucha de Sall no se apartó de Yusek. Se quedó callado un rato, un
suspiro profundo hizo subir y bajar sus hombros.
—Dile a la mujer que sería mejor que obedeciera…
—¿O qué? ¿Me cortas la cabeza? —Lorkal extendió las manos abiertas
—. Estoy desarmada. ¿Qué dice de eso vuestro precioso camino de la
espada?
—Díselo a la prisionera —empezó Sall otra vez, la voz tensa.
Pero Yusek se apartó y señaló a Lorkal.
—Díselo tú, está aquí mismo. —Lorkal lanzó una risita mientras sacudía
la cabeza y sonreía—. ¿Qué tiene tanta gracia? —preguntó Yusek.
—Hablar con personas ajenas es responsabilidad tuya —le dijo Sall.
—Hablar con… ¿quién? ¿Personas ajenas? ¿Es que yo no soy una
persona ajena?
—Tú te has puesto bajo nuestros auspicios. Eres eshen-ai. Una persona
ajena con acreditación.
—Eso significa que están dispuestos a considerarte un ser humano en
potencia. Durante un tiempo —explicó Lorkal.
Yusek miró a Sall de arriba abajo.
—¡Bueno, pues muchas putas gracias, joder!
Lorkal se echó a reír otra vez, pero se calló cuando se acercó Lo. Esos
seguleh parecían especializarse en ocultar todo indicio de sus emociones y
propósitos, pero a Yusek le daba la sensación de que había una tensión e
incomodidad nuevas que se habían apoderado de la postura rígida de Sall. El
seguleh tomó otra bocanada de aire larga y lenta.
—Antes de partir en este viaje —comenzó— mi padre me dijo que esta
sería la mayor prueba a la que tendría que enfrentarme jamás. —La capucha
se alzó al cielo—. En ese momento no lo creí. Me pareció entonces que
ninguna prueba sería más grande que enfrentarme a los desafíos de mis
hermanos y hermanas. Pero ahora veo que me equivocaba. Mi padre no
hablaba de los rangos. Hablaba de pruebas más grandes. De desafíos a todo lo
que me han enseñado. Ahora lo entiendo. —Señaló a Lorkal—. Dile a esta
mujer que si coopera y habla con Dernan, entonces cabe la posibilidad de que
se pueda evitar más derramamiento de sangre. Sin embargo, si se negase, sin
duda se perderán muchas más vidas. —Y con una pequeña inclinación de la
cabeza para dar énfasis, se alejó.
Yusek dejó escapar un largo suspiro, impresionada. Seguro que ha sido el
discurso más largo de su vida. Alzó una ceja y miró a Lorkal.
La mujer estaba estudiando las sacas y adornos de oro que estaba
sujetando.
—Mierda.

Avanzaron hacia el norte, siguiendo un cañón lateral del valle durante un


tiempo, hasta que Lo se sentó donde unos peñascos grandes como chozas
asfixiaban el arroyo. Su movimiento anunció que esperarían allí. Sin decir
nada, Lorkal siguió caminando sola por un sendero más alto. Sall se acuclilló
para vigilar el acceso de subida por el valle. Yusek se acercó y se sentó cerca,
abrazándose para mantener el calor. Estaba agotada, pero no podía dejar de
temblar. Tenía los dedos entumecidos y azules y los apretaba tanto como
podía. ¿Qué haría ella, se preguntó, si estuviera en el lugar de Lorkal?
¿Se limitaría a seguir caminando y no parar?
Era una opción. ¿Quién iba a saberlo? Salvo tú. De eso se trataba. Y
sospechaba que era algo parecido a esa prueba de la espada que había
mencionado Sall. ¿Qué hacías cuando nadie más sabía nada de tus acciones?
¿Lo más fácil? ¿Retroceder? ¿Inclinarte? Pero uno no debería inclinarse
demasiado. Una espada que se dobla con demasiada facilidad es inútil, pero
una que es demasiado rígida se hace pedazos. A ella esos seguleh no le
parecían de los que se doblaban. Con lo que debían tener cuidado, por tanto,
era con hacerse pedazos.
Debió de adormilarse poco después. Se había sumido en un sueño o quizá
se había hundido en la hipotermia, porque le pareció que oía voces.
—No durará otro día —decía una voz.
—Hay otros con ese tal Dernan —dijo una segunda voz, una voz que ella
no había oído jamás.
—Ella ha mantenido el acuerdo, nosotros no podemos hacer menos —
dijo la primera voz.
—No olvides que es una simple sirvienta.
—Cómo tratamos a otros es la medida de cómo deberíamos esperar que
nos trataran.
—Directamente de las salas de enseñanza, Sall. Esperemos que todas esas
obligaciones resulten igual de fáciles de cortar.
La sacudieron con suavidad, pero apenas fue capaz de despertar. Se encontró
cubierta por el manto de Sall.
—Nos vamos —le dijo Sall—. Lorkal ha tenido tiempo suficiente.
Yusek parpadeó y lo mandó marchar con un gesto.
—Yo me quedo aquí —murmuró.
—Si sigues durmiendo aquí fuera, no despertarás jamás.
Oyó las palabras, pero por alguna razón no significaron nada para ella.
Cerró los ojos.
—Cansada.
Siguieron unas imágenes inconexas. Fue consciente de que la llevaban en
brazos. De ballestas disparando y Lo ante ellos, su espada era un contorno
borroso que zumbaba. Luego se despertó por un instante con una sacudida y
se encontró tirada en el suelo mientras delante de ella Sall y Lo luchaban
codo con codo contra una veintena de hombres y mujeres armados que salían
de un sendero escarpado en el risco. Luego la llevaba Sall en brazos y
pasaban por encima de cuerpos despatarrados en los escalones de roca y, a lo
lejos, más adelante, oyó chillidos de pánico y entrechocar de hierro.

Despertó con la luz del día que entraba brillando en una cruda morada
circular de rocas apiladas. Estaba acostada entre pieles y mantas. Un fuego
bajo en un hogar central emitía zarcillos de humo azul que salían por un
agujero hecho en un tejado de ramas entrelazadas. Dos figuras pequeñas, un
niño y una niña, se levantaron de un salto de donde estaban acurrucados junto
al hogar y le llevaron pan y un cuenco.
—Come —dijo la niña.
Cogió la torta de pan ázimo y cortó un trozo.
—¿Dónde estoy?
—¿Ves? —le siseó el niño a la niña—, ella sí que sabe hablar.
Yusek creyó saber lo que quería decir el muchachito.
—¿Dónde estoy? —repitió.
—Lo de Dernan… —empezó a decir el niño, pero se estremeció como si
estuviera aterrorizado—. Bueno, es decir… tu campamento, supongo.
Yusek los miró con el ceño fruncido mientras masticaba.
—¿Qué quieres decir con mío?
—¿Eres su princesa? —preguntó la niña con los ojos muy abiertos.
Yusek se atragantó con el pan. Se obligó a tragárselo con los ojos llenos
de lágrimas.
—¿Su qué?
—¿Son tus sirvientes? Te trajeron en brazos. ¿Son ascendientes? Mataron
a todo el mundo.
—A todo el mundo no —dijo el niño con desdén.
—Bueno, a los que somos esclavos no.
—¿Esclavos?
La luz se ocultó cuando alguien se metió en la choza. Era un anciano,
delgado como un palo y vestido con una camisa raída de lino que le colgaba
hasta las pantorrillas huesudas. Saludó con una inclinación de la cabeza a
Yusek.
—Estás despierta. Excelente.
—¿Quién eres?
—Bo’ahl Leth. Me llaman Bo. Tú también puedes llamarme así.
—¿Bo?
El hombre levantó los hombros estrechos y afilados en una especie de
disculpa.
—A Dernan le hacía gracia.
—¿Dónde está?
—¿Dernan? —Bo alzó las cejas grises como si él tampoco pudiera creer
lo que estaba a punto de decir—. Bueno, mirando a ver si encuentra su
cabeza, gracias a tus amigos.
Una espiral de tensión que Yusek ni siquiera sabía que le apretaba el
pecho se soltó y la chica dejó escapar un suspiro.
—Así que se acabó. Ganaron.
El rostro expresivo del hombre se enturbió con una mueca de asco.
—¿Ganaron? —repitió—. Es una forma bastante burda de decirlo. Ayer
perdieron la vida muchos hombres y mujeres. No gana nadie cuando mueren
tantos.
—Los que quedan en pie sí.
El hombre la miró, decepcionado.
—Ah, entiendo. Me equivoqué.
Yusek se encontró con que le importaba muy poco la desaprobación del
anciano. Se levantó, estaba débil y mareada, pero podía mantenerse en pie.
—¿Dónde están?
—Haciendo guardia.
—Llévame con ellos —exigió. El hombre señaló la salida.
Fuera había un círculo de chozas de piedra sobre un montículo desnudo
rodeado por lo que parecían ser riscos escarpados por casi todos lados. Bo la
condujo por un sendero que subía. Entonces Yusek se acordó de algo.
—¡Lorkal! ¿La conoces? ¿Dónde está?
Bo se detuvo y se volvió hacia ella, dolorido.
—Ah… Lorkal. —Bajó la cabeza—. Sí, la conocía.
La banda de hierro volvió a apretar el pecho de Yusek. Le costaba
respirar.
—Llévame con ella.
—No serviría de nada…
Yusek apretó las mandíbulas.
—Llévame con ella.
El hombre bajó la cabeza.
—Por aquí.
Habían dejado los cuerpos a un lado de la aldea, junto a un campo rocoso
donde hombres y mujeres, todos antiguos esclavos o siervos se afanaban en
cavar una zanja. Hicieron una pausa cuando se acercó Yusek y la miraron con
curiosidad. Unos cuantos se inclinaron. No tardó mucho en encontrar a
Lorkal. Al igual que al resto de los cuerpos la habían despojado de armas y
armaduras y vestía solo una camisa interior larga de lino manchada de sangre.
Yusek estudió los cardenales, los cortes, la piel de las muñecas desgarrada y
ensangrentada. Torturada hasta morir.
Yusek se volvió hacia el anciano flaco. Una humedad fría le helaba las
mejillas.
—¿Te quedaste mirando con gesto de desaprobación mientras ocurría
esto? —Apenas era capaz de hablar entre dientes.
El hombre no quiso mirarla.
—Lo siento. Dernan no la creyó. ¿Quién lo habría hecho? Nunca llegan
tan al norte. ¿Qué quieren? ¿Por qué están aquí?
Yusek se había arrodillado a los pies de Lorkal. Le colocó bien la camisa
para taparle las piernas. ¿Qué lección he de aprender de esto, Lorkal?
¿Fueron tus acciones valientes? ¿Estúpidas? Supongo que lo único que se
puede decir es que te mantuviste fiel a tus convicciones. Quizá eso es lo
mejor que se puede decir de cualquiera. Pero ahora estás aquí, muerta. ¿Soy
yo la cobarde, entonces, por alejarme siempre? Bueno…, al menos yo sigo
viva.
Luchó por contener el nudo que tenía en la garganta.
—Están buscando un monasterio. Uno que se supone que está al norte de
aquí.
Al anciano se le escapó un siseo.
—Dioses, no…
Yusek lo miró con intención. El hombre se llevó la mano al cuello. Algo
parecido al pánico se había metido en sus ojos. La chica se irguió.
—Sabes lo que están buscando.
—No…, no puedo decirlo.
Yusek se dio cuenta de que había echado mano de su cuchillo largo.
—¿No puedes o no quieres?
La mirada masculina observó la tensión de la mano.
—¿Cómo te llamas, niña?
—No me llames niña.
El anciano estudió la cara de Yusek.
—No…, supongo que no. He vuelto a equivocarme. ¿Quieres decirme tu
nombre?
—Yusek.
El hombre asintió.
—Ven, Yusek. Vamos a hablar. —La invitó a regresar a las chozas.
Después de una última y larga mirada a Lorkal, lo siguió.
—¿Qué sabes de los ascendientes? —preguntó el hombre mientras
caminaban, el aliento dibujando penachos en el gélido aire matinal. Estaban a
mucha altura y Yusek se estremeció de nuevo, sus cueros y prendas interiores
seguían húmedas y le estaban quitando todo el calor otra vez.
—¿Ascendientes? —respondió, perpleja—. Solo lo que he oído en
historias y esas cosas. ¿Por qué?
El anciano la condujo a la choza en la que había despertado. Los dos
niños se apartaron de un salto del hogar, donde el plato y el cuenco se habían
vaciado. El hombre dio unas palmadas.
—Id a reunir algo de ropa. —El par se inclinó ante Yusek y salió
disparado de la choza. El hombre se acomodó junto al hogar y empezó a
avivar el fuego. Ella se sentó también, dispuesta a concederle a aquel hombre
unos momentos antes de irse a buscar a Sall.
—Ascendientes —empezó él—. Los menciono porque son muy contados,
¿verdad? Pero deben surgir muchos en potencial o poder, solo para no llegar
a cumplir las expectativas. ¿Sabemos de cuántos? El caudillo, el señor de
Engendro de Luna, uno o dos más. ¿Por qué son tan pocos los que logran
tales alturas?
—¿Y tú qué eres? ¿Una especie de erudito?
Un pequeño encogimiento de hombros.
—La erudición es solo un pasatiempo. Soy mago.
Yusek se lo quedó mirando, era el primer hombre o mujer que conocía
que admitía algún talento.
—¿Mago? ¿De veras? ¿Por qué no reventaste entonces a Dernan?
Una mueca de tolerante diversión crispó la boca masculina.
—Los magos cuyas, eh, orientaciones son útiles en la guerra o en
combate son una minoría muy exigua, te lo aseguro.
Yusek no sabía muy bien qué pensar de él o de toda esa charla.
—¿Quieres decir algo en concreto? Porque no estoy de humor para
chácharas.
El hombre levantó una mano para pedirle paciencia.
—Los niños han ido a buscarte ropa de abrigo. ¿Al menos tendré hasta
entonces?
Yusek se limitó a gruñir para instarlo a hablar.
—Creo que hay muchos más ascendientes ahí fuera, en el mundo, por
supuesto. La mayor parte son mucho menos…, ¿cómo podría decirlo?,
descarados en sus actividades. Como la Encantadora, la reina de los Sueños.
Bien, ¿por qué debería ser así entre entidades tan poderosas? ¿Quién se
atrevería a oponerse a ellos, en cualquier caso? Pues alguno de los otros, por
supuesto. Yo creo que la ascendencia es una especie de lucha. Un esfuerzo
constante por afirmar la identidad de uno. Una reinscripción eterna de lo que
uno es. ¿Y por qué? Porque hay otros ahí fuera, rivales, todos compitiendo
por lo que es, después de todo, al final, un conjunto de papeles o identidades
muy limitado.
—¿La baraja de los Dragones? —dijo Yusek, atraída por el discurso del
hombre a pesar de su impaciencia.
Bo asintió, impresionado.
—Sí. Creo que las cartas sirven como una expresión de esas identidades.
Hay muchas otras, por supuesto. Y tampoco son exhaustivas. Lo mismo
ocurre con la divinidad, creo. —Agitó un palo como si quisiera abarcar todas
las tierras bajas del este—. Mira esa conmoción por el dios de la guerra.
¿Quién será al final? ¿Será su rostro el de una bestia? ¿Un lobo? ¿O alguna
otra? ¿Quién puede decirlo? Solo el tiempo lo sabrá. Pero estoy divagando.
Apoyó los codos en las rodillas y examinó el palo.
—Digo todo esto porque hay un pequeño retiro en estas montañas. Un
monasterio o santuario, llámalo como quieras. Muy pequeño, muy remoto.
Allí, se rumorea, se ha instalado alguien. Alguien que quizá se cuente entre
esos pocos que se dan cada cien años y que podrían lograr la ascendencia.
¡Piénsalo! —dijo sin aliento, casi asombrado—. Un ascendiente de nuestra
época. Igual que el caudillo, Caladan Brood, lo es de su lejana era. Una idea
impresionante.
—¿Y dónde está?
—¡Ah! Bueno. Hemos llegado al quid del asunto. —El anciano apretó el
fino palo entre las manos—. No sé si debería decírtelo.
Yusek bufó de impaciencia.
—Ya verás como a ellos se lo dices cuando vengan. Créeme.
Bo la miró con un parpadeo tranquilo.
—No, no se lo diré, Yusek. ¿Qué van a hacer? ¿Crees que me torturarán
como Dernan hizo con Lorkal?
La idea la asqueó, como si le hubiera preguntado si ella lo haría. ¿Cómo
se atrevía a preguntar eso después de lo que había pasado con Lorkal? Se
levantó e hizo un ademán de rechazo.
—Muy bien. Pues se lo preguntaremos a otro. —El hombre fue a hablar,
pero en ese momento llegaron el niño y la niña muy apresurados, con los
brazos cargados de ropas. Bo se limpió las manos, se inclinó ante Yusek y la
dejó con los niños.
Poco después la chica salió vestida con ropa de abrigo y bien aislada del
frío. Unos mocasines altos de piel, con la lana por dentro, le llegaban a las
rodillas por encima de los pantalones de cuero. También se había puesto
varias capas de camisas. De la armadura que le valía, lo mejor que pudo
encontrar era un pesado jubón de cuero cosido con bandas de lo que parecía
cuerno afeitado y también cuernas. Sobre eso, se colocó un grueso manto de
lana. Un gorro de piel de carnero y unos guantes de piel endurecida
completaron el atuendo.
Tomó un sendero al azar con la intención de buscar a Sall. Por el camino
se puso el cinturón con la espada larga que había recuperado del cadáver y se
dejó en la cintura también los dos cuchillos largos. Armada hasta los dientes,
pensó mientras se ajustaba el extraño peso nuevo que tenía en la cadera
izquierda. Total, para lo que me va a servir, no tengo ni idea de usar este
maldito trasto.
Encontró a Sall, la capucha quitada, en un punto alto de la aldea,
haciendo guardia.
—¿Dónde está Lo?
—En el sendero. —Sall inclinó apenas la cabeza enmascarada, lo más
parecido a una indicación que tenía—. Esta aldea posee una posición
defensiva excelente. El sendero es su único acceso.
Para lo que les sirvió.
—¿Y ahora qué?
La máscara cambió de posición, unos ojos castaños la examinaron.
—¿Estás recuperada?
—Una comida caliente y lo estaré.
—Muy bien. Reúne provisiones y partiremos.
Yusek se volvió para irse, pero se detuvo al ocurrírsele algo.
—¿Visteis a Lorkal?
—Sí. La vimos.
—Y… ¿matasteis a Dernan?
La máscara se inclinó solo una fracción. La luz jugueteó sobre sus
complejas líneas.
—¿Cuál de ellos era?
Diosa bendita… Yusek le restó valor con la mano.
—No importa. —Y se fue a buscar a Bo.
El mago estaba hablando con la chusma de esclavos y siervos que había
tenido Dernan: jóvenes, ancianos, unas cuantas mujeres preñadas. Personas
que, con toda probabilidad, había arrancado de todas las caravanas y reatas de
mercaderes que había masacrado. Bo parecía estar organizándolos para
recogerlo todo.
—¿Qué es esto? —preguntó Yusek.
El mago le dedicó una mirada impaciente.
—No creerás que vamos a quedarnos aquí a esperar a la próxima banda
de matones y espadachines que venga a reclamar el lugar. Gracias a tus
seguleh estamos completamente indefensos.
—¡Gracias a ellos sois libres!
—Libres para que nos esclavicen. Libres para morirnos de hambre. Libres
para que abusen de nosotros o nos asesinen a capricho. Sí. Libertad…,
bastante más complicado en lo concreto que en lo abstracto, ¿no?
Yusek se limitó a hacer una mueca de desprecio.
—No utilices tus juegos de palabras conmigo. No me interesan.
—El destino de alguien desarmado, solo, o mal preparado, en este monte
ingobernable, no tiene nada de juego.
—Vale. Lo que tú digas. Escucha…, no sé por qué hago esto, porque en
realidad me importa una mierda…, pero lleva tu tropa al sur. ¿Conoces el
fuerte de Orbern? Pueblo Orbern lo llama.
—Sí. ¿Qué pasa? ¿Por qué debería entregar a estas personas y a mí
mismo a otro pequeño caudillo asesino más?
Yusek estalló en carcajadas.
—Viejo, llamar a Orbern caudillo es como llamar cortesana a una abuela.
No tiene madera. Ve a él y dile que sois colonos. Colonos llegados a Pueblo
Orbern. Te juro que os dará un abrazo a cada uno.
Bo no parecía muy convencido.
—Estás muy segura…
—Desde luego. Bien, nosotros necesitamos dos fardos de provisiones.
—Me ocuparé de ello. Supongo que eso al menos podemos conseguirlo.
¿Estáis decididos a dirigiros al norte, a adentraros más en las montañas?
—Sí.
—Entiendo. —Era obvio que el hombre se estaba debatiendo con algo.
Levantó la cara hacia los montes cubiertos de nieve que mordían el horizonte
septentrional, suspiró y asintió para sí.
—Dirigíos al noroeste. Seguid subiendo, hacia la cordillera costera.
—Gracias.
Bo seguía pareciendo inquieto. Se pasó los dedos por la barba fina.
—¿Sabes quién es? ¿Ese hombre?
—No.
—Tú solo lo conocerías de un modo, creo. —Giró los ojos y la estudió—.
Como el asesino de Anomander Rake, señor de Engendro de Luna e hijo de
la Oscuridad.
Yusek lanzó un bufido de rechazo.
—Eso es imposible.
—No. Es él. Lo están buscando. Y con un solo propósito que yo pueda
imaginar.
—¿Cuál?
—Para desafiarlo, por supuesto.

Jeshin Lim, el legado, estaba en una sesión especial junto con sus asesores y
partidarios más cercanos de entre los concejales cuando llegó otra
comunicación urgente del norte. Esa última información sobre los
acontecimientos de Pale provocó otra ronda de confusión, negativas y
recriminaciones entre los reunidos. Jeshin, por su parte, se retiró de las
discusiones, se recostó en su silla y empezó a girar entre las manos una
pequeña curiosidad, una delicada máscara de oro.
—Mi señor —exclamó el concejal Yost, su voz profunda y retumbante al
salir de su gran corpachón. Y luego, más alto—: ¿Legado?
Jeshin alzó los ojos, sobresaltado.
—¿Sí?
—Mi señor, esta última noticia es innegable. Un pariente de nuestra
familia que cuida de nuestros intereses allí, en la ciudad, ha cultivado durante
mucho tiempo fuentes…
—Sus intereses —gritó otro concejal.
Yost continuó con los dientes apretados.
—Estos informes corroboran los primeros rumores. Algún impostor está
fomentando la hostilidad, quizá incluso la guerra, entre nosotros.
—No podemos estar seguros —dijo Jeshin mientras miraba la máscara de
oro—. ¿Quién se beneficiaría de esto?
Yost estiró de repente los gruesos brazos.
—¡Pues un buen número de grupos! Hasta los malazanos…
—A los malazanos al parecer se les ha expulsado de Pale —interpuso el
concejal Berdand—. Y han huido de aquí. —Hizo un exagerado movimiento
de despedida con la mano—. Su estrella está cayendo. No volveremos a ver a
esos invasores.
—¿Está borracho y además es estúpido? —ladró Yost.
Berdand se levantó de un salto de su silla.
—¿Cómo se atreve? Impone los intereses de su familia aquí, en esta
mesa, ¿y luego nos insulta?
Jeshin levantó una mano para pedir silencio.
—¡Caballeros! ¡Armonía! Es obvio que requerimos información más
completa. Sugiero un…, bueno, no un enviado ahora, es obvio, sino algo más
disimulado. Alguien que viaje al norte, determine las condiciones de primera
mano y luego vuelva a informar. Yo sugiero… —Jeshin miró al concejal
Yost, que se encogió, dio un paso involuntario atrás, bajo la mirada
especulativa del legado, y se llevó la mano a la garganta—. ¿Cómo se
llamaba ese Nom, el advenedizo nuevo?
El cuerpo ancho de Yost se relajó en una evidente muestra de alivio.
—Ah, Tor… no sé qué, legado.
—Sí. Designo al concejal Nom como emisario de este órgano para
investigar las condiciones y acontecimientos de Pale y sus alrededores. —
Jeshin se llevó la máscara de oro a la cara y habló tras ella—. Debe viajar al
norte de inmediato.
Los concejales reunidos compartieron unas sonrisas mal contenidas. El
concejal Berdand se echó a reír en voz alta y le dedicó un saludo militar a
Jeshin.
—Un golpe excelente, legado.

Torvald estaba sentado, la cabeza sujeta entre las manos, junto a la diminuta
mesa de cocina de la atestada habitación principal, intentando una vez más
sacarse de donde fuera una excusa, la que fuese, para deshacerse de ese
nombramiento al elevado, pero no remunerado, cargo de concejal. Tis se
había tomado la noticia de la naturaleza no compensatoria del puesto con un
silencio acerado y nada sorprendido que solo lo hacía sentirse mucho más
culpable, aunque la razón exacta no la tenía muy clara. Él no había hecho
nada. Aquello no era culpa suya.
Solo era una circunstancia inoportuna. Nada más.
En la puerta sonó un golpe tímido. Torvald frunció el ceño, ya era muy
tarde. No podían ser ya los cobradores de morosos, ¿no? ¿Cómo se había
corrido la voz tan rápido? Como Tis estaba en su taller, en la parte de atrás,
fue él el que descorrió el cerrojo y abrió la puerta una ranura.
—¿Sí?
Era una escribana del concejo escoltada por tres miembros de la guardia
de la ciudad. Torvald abrió más la puerta.
—¿Sí?
—¿Es esta… —la escribana recorrió con mirada incrédula la sencilla
fachada de la casa adosada— la residencia del concejal Nom?
—Sí.
—¿Podría hablar con él?
—Yo soy, es decir, ese soy yo, yo mismo.
Las cejas de la escribana se alzaron todavía más.
—Claro. Qué… informal por su parte, concejal; es refrescante.
Algún día estos burócratas se van a acordar de mí, lo juro.
—¿Tiene algún mensaje?
—Así es. —La mujer le tendió un pergamino sellado.
Torvald lo leyó a la luz incierta de una de las antorchas que llevaba uno
de los guardias. Después lo volvió a leer. Cuando alzó los ojos había una
expresión en su cara que hizo que la escribana lo mirara con más atención,
perpleja.
—¿Se encuentra usted bien, señor?
¡Emisario especial! Viajar a Pale y alrededores. Informar sobre el estado
de las cosas. Torvald tuvo que contenerse para no abrazar a la escribana. ¡Un
regalo de los dioses! Consiguió a duras penas mantenerse serio y asintió con
brusquedad.
—Sí. Gracias. Gracias. Partiré de inmediato, por supuesto. El legado
puede tener la plena seguridad de mi cooperación. —Fue a cerrar la puerta,
pero se le ocurrió una cosa—. Oiga, ¿no habría un estipendio de viaje
vinculado a este cargo, verdad?

Más tarde, mientras volvía sobre sus pasos a la colina de la Majestad para
terminar su informe y retirarse a su casa, se le ocurrió a la escribana que
nunca antes había visto a un concejal tan contento de que lo mandaran fuera
de la ciudad.

Barathol solo trabajaba por la noche. Mucho después del ocaso llegaban unos
cofres blindados a la tienda que albergaba su forja improvisada, que habían
trasladado a la colina de la Majestad. Los cofres contenían plata que había
que fundir y verter en moldes. Y no era plata en bruto: joyas terminadas,
utensilios, adornos y monedas. Una gran cantidad de monedas de plata.
Todas destinadas al crisol de cerámica que se le había proporcionado para
calentarlo en la forja.
Una vez fundido el metal, lo vertía en moldes de arena, de dos en dos.
Formas sencillas, moldeadas para que fueran exactas a los pernos de hierro
utilizados para clavar bloques de piedra. Salvo que esos serían de plata y por
tanto demasiado blandos para sujetar nada. Y se lo había dicho también a los
dos que se ocupaban del proceso una vez que él vertía la plata. A ninguno le
importaba una mierda lo que él pensaba. Uno era un tipo alto y lleno de
cicatrices con una gran mata de pelo y una nariz ganchuda de aspecto feroz.
El otro era una especie de jorobado, o tullido, con peor pinta todavía, todo
desparejado en los rasgos rotos y las manos deformes. En su opinión, los dos
apestaban a mago.
Le indicaban con gesto brusco que saliera y luego hacían alguna
hechicería sobre el metal todavía blando. Más tarde le permitían entrar otra
vez en la tienda para sacar los pernos de los moldes de arena negra y pulirlos.
Cada vez los encontraba grabados con símbolos y letras que no conocía de
nada. Por la mañana, los hombres guardaban los artículos terminados y se los
llevaban. Nunca volvía a ver a ninguno de los dos durante las excavaciones
diurnas.
Poco después de que comenzara a trabajar el turno de la mañana,
regresaba a casa tambaleándose para dormir un poco. Por desgracia para él,
ese era un lujo más bien escaso. Scillara era reacia a levantarse antes del
mediodía, así que él cuidaba del pequeño Chaur hasta que ella bajaba.
Después hacía la comida para los dos. Tras eso, lo normal era que ella tuviera
pequeñas tareas para él: reparar esto o sustituir aquello. A veces su mujer
salía y lo dejaba a él al cuidado de Chaur el resto del día.
Luego había que hacer la cena.
Con frecuencia no se echaba en el catre de abajo hasta casi el ocaso. Solo
unas horas más tarde era hora de levantarse para trabajar la noche entera una
vez más. Para Barathol el tiempo empezó a pasar en una niebla aturdida de
absoluto agotamiento. Por fortuna, el trabajo no requería demasiada atención.
Sentía tentaciones de echarse a dormir en la tienda, junto a la forja, pero le
obsesionaba lo que podría pasarle al pequeño Chaur en su ausencia. No era
que Scillara fuera cruel, sencillamente no le interesaba y el herrero no se lo
tenía en cuenta. A él le parecía que, con franqueza, a la mayoría de las
personas, por temperamento y carácter, no se les debería confiar el papel de
padres. Ella solo era poco común porque lo admitía. Barathol no sabía cómo
iba a resolver la trampa que la vida le había puesto. La respuesta más
atractiva era coger al pequeño Chaur y largarse de allí. Se preguntaba, ocioso,
su mente apenas concentrada en el trabajo, si Scillara se quejaría siquiera.
Según iban pasando los días y el desorden de su aturdida existencia se
alargaba en un estupor casi alucinógeno, Barathol empezó a tomarse respiros
del calor de la forja para salir al exterior a respirar el aire fresco de la noche.
Allí estaba seguro de que la falta de sueño estaba afectándole la mente,
porque empezaba a ver cosas. A veces el cielo nocturno estaba oculto por el
arco de una cúpula inmensa que refulgía como la nieve. Pero desaparecía
cuando volvía a parpadear. Otras veces había llamas que parecían bailar sobre
la ciudad entera. Una vez vio al más alto de los magos de pie, destacando
entre las piedras recuperadas. El hombre sollozaba, las manos cubriéndole la
cara, el cuerpo estremeciéndose en grandes sollozos palpitantes.
¿Me estoy volviendo loco? Quizá los dos lo estemos.

Una mano cálida y suave que le rozaba el cuello hizo recuperar la conciencia
a Lim. Sonrió al recordar noches parecidas, mucho tiempo atrás, después
abrió los ojos de golpe.
Se quedó mirando a Taya, agachada en su cama.
—En el nombre de Gedderone, ¿se puede saber qué estás haciendo aquí?
Los labios llenos de la chica se fruncieron en un puchero exagerado.
—¿Es que no me deseas, mi queridísimo Jeshin?
—Bueno, sí. Pero… ¡no! No debes… ¿Cómo has entrado aquí?
La chica se desenroscó de la cama y la rodeó. Jeshin no podía quitarle los
ojos de encima.
—Eso no importa, queridísimo. Estoy aquí para felicitarte.
El legado se levantó y se echó encima una bata de seda. Miró la puerta de
su aposento… cerrada.
—¿Felicitarme… a mí? —dijo mientras se iba acercando a la puerta poco
a poco. Una forma surgió de las sombras junto a ella, la figura fantasmal,
vacilante, de un hombre ataviado con galas raídas. El espectro se llevó un
dedo a los labios para pedir silencio.
Jeshin se quedó sin voz de repente.
—Has interpretado tu papel de una forma magnífica, queridísimo. Incluso
mejor de lo que habríamos esperado. Pero ahora… —Taya suspiró. Jeshin
apartó los ojos de la aparición y los clavó en ella. La chica sacudía la cabeza
con una tristeza fingida—. Es hora de pasar al segundo acto.
Jeshin intentó gritar, pero un puño le rodeaba la garganta. Apenas era
capaz de respirar. Taya estaba a su lado. Sus labios suaves le rozaron la
mejilla.
—Hay alguien aquí que quiero que conozcas —le susurró, la voz pastosa
por la pasión.
Entre lágrimas, el legado vio una nueva figura que surgía de la penumbra.
Un hombre con unas túnicas sueltas que le oscurecían la figura y en la
cabeza, por extraño que fuera, una máscara ovalada que brillaba como una
luna, pálida, a la luz de las estrellas. El terror le clavó un cuchillo en el pecho
y se habría derrumbado si Taya no lo sostuviera por un brazo.
—Deseabas ser un gran gobernante y que Darujhistan se alzara de nuevo.
—Le dijo Taya al oído con un suspiro—. ¡Bueno, tu deseo te será concedido,
querido mío! Serás el gobernante más magnífico que Darujhistan ha visto
jamás. Y bajo tu mano la ciudad renacerá. Todo Genabackis se inclinará ante
ella, como antes.
Taya lo cogió por el pelo para echarle hacia atrás la cabeza. Por las
mejillas del legado corrían las lágrimas. La figura se llevó una mano a la
máscara y se la quitó de la cabeza.
Cuando vio lo que se revelaba debajo, Jeshin consiguió lanzar un chillido
desgarrador antes de que el metal le presionara la cara y lo asfixiara.

Chamusco y Leff hicieron una pausa en su partida de cartas en una mesa


junto a la entrada de servicio de la mansión Lim. Leff ladeó la cabeza.
—¿Oyes eso? ¿Tú oyes algo?
Chamusco, rígido, tomó un sorbo de una jarra de vino de cocinar y la
posó con una mueca de asco.
—¿Hmm?
—He dicho que si has oído algo.
Chamusco escuchó con fiereza, la cabeza ladeada.
Leff puso los ojos en blanco.
—¡Ahora no! Hace un minuto, ¿algo?
Chamusco negó con la cabeza. Puso una mano en la ballesta apoyada en
la mesa.
—Deberíamos…, ya sabes…
—¿Deberíamos qué?
—No sé. ¿Investigar?
Leff examinó sus cartas. Torre, mago, mercenario. Era una buena mano.
—Na. Ahora no. —Le echó un vistazo al bote—. Subo diez medialunas
de cobre.
Chamusco hizo una mueca.
—Yo no tengo diez medialunas. Me has dejado limpio. —Tiró las cartas,
se cruzó de brazos y miró el gran montículo de cobre que había en la mesa—.
¿Y se puede saber dónde está toda nuestra plata?

Eje estaba sentado acunando una jarra del último barril de cerveza en el bar
de K’rul. El antiguo historiador imperial, Duiker, estaba sentado con él.
Pescador estaba en otra mesa, echado hacia atrás, afinando un instrumento de
cuello largo. Mezcla y Rapiña estaban en la barra, con los ojos clavados en la
puerta como si estuvieran invocando a los clientes para que entraran.
A Eje le parecía que había hecho más que suficiente para responder a la
solicitud malazana de información. Les había contado todo lo que habían
descubierto esa noche en la llanura del Asentamiento. Incluso había
fisgoneado donde estaban recuperando bloques de piedra en el puerto. Había
visto al erudito allí, el que había bajado por el pozo. Parecía estar trabajando
para esos magos de las cicatrices. Y menuda panda espeluznante. Le
recordaban a la vieja banda que solía trabajar para el Imperio. Suficiente para
hacer que la camisa se le retorciera. No iba a tentar a la suerte y llamar su
atención, de eso nada. Ma me habló de magos como esos.
Todo el mundo estaba callado, como habían estado las últimas noches.
Hasta el punteo de Pescador era apagado. Esperando. Esperando a que
estalle la tormenta. El historiador llevaba un rato mirando su vaso de té con
el ceño fruncido; alzó una ceja y miró a Eje.
—¿Les echaste un buen vistazo a esas piedras? —preguntó.
Eje asintió y frunció el ceño con aire pensativo.
—Bastante bueno. Tienen canteros limpiándolas. Quitan con un cincel las
algas, los percebes y demás y luego las pulen. La piedra es blanca por debajo.
Como el mármol más puro. —Hizo una pausa y frunció las cejas—. Pero no
como ningún mármol que yo haya visto. No blanco duro, como sólido. Como
claro, ahumado casi…
Todo el mundo se estremeció al oír el tintineo discordante del
instrumento que estaba en manos de Pescador. Todos los ojos se volvieron
hacia el bardo, que estaba mirando a Eje con las cejas alzadas.
—¿Ahumado? —repitió—. ¿Como transparente o translúcido?
Eje asintió con entusiasmo.
—Sí. Así. Lo que tú dices, transparente.
La voz de Rapiña resonó en la barra con una advertencia tensa.
—¿Qué pasa, bardo?
Pescador bajó la mirada hacia el instrumento y rasgueó unas cuantas
notas ociosas.
—¿Ha notado alguien que entre todas las torres, edificios y templos que
hay en la ciudad, ninguno usa piedra blanca?
—No soy una puñetera arquitecta —rezongó Rapiña.
Eje sí había notado aquella carencia, pero lo había achacado a algún tipo
de escasez local.
—Bueno, son piedras de construcción, es verdad. Y también están
cavando una zanja, ahora que lo pienso. Unos cimientos.
Pescador se encogió de hombros y volvió a afinar el instrumento.
—Es una superstición local. La piedra blanca aquí se considera de mal
agüero, incluso un símbolo de la muerte. Solo se usa en sepulcros o
mausoleos… Y luego están también las antiguas canciones…
La voz del bardo se fue apagando y nadie intervino durante un rato. Por
fin Mezcla habló entre dientes, apoyada en la barra, con la barbilla en las
manos.
—¿Qué canciones?
Pescador se encogió de hombros como si no le interesara.
—Bueno, solo son cuentos populares de por aquí. Rimas y dichos.
Mezcla cambió de postura y volvió a mirar la puerta. Rapiña, con los
brazos cruzados, las manos metidas bajo las axilas, asintió para sí durante un
rato. Eje dio un pequeño sorbo a su jarra y la observó por encima del borde.
—¿Por ejemplo? —preguntó al fin la veterana, casi con resentimiento.
—Bueno, hay una trova titulada El trono de piedra blanca.
—Maravilloso —bufó Rapiña.
—No es nuestra guerra —murmuró Mezcla, que miró la puerta y encorvó
los hombros todavía más.
—Solo quedan fragmentos —continuó Pescador, al parecer sin ser
consciente de la reacción de los demás, o quizá sin que le importase—. Es
muy antigua. Se cree que data de las migraciones daru que llegaron a la
región. Habla de espíritus atormentados encerrados en un inframundo de
piedra blanca gobernado por demonios y vigilado por… —La voz del bardo
se fue apagando.
—¡Está bien! —soltó Rapiña de repente—. Ya nos hacemos una idea.
—No es nuestra guerra —repitió Mezcla, la mandíbula rígida y los ojos
clavados en la puerta.
Ninguna vio que la expresión de Pescador se convertía casi en alarma
cuando se sentó erguido en la silla. Eje observó el cambio de humor, pero no
supo qué pensar. La mirada de Duiker, sin embargo, concentrada en el
hombre, se estrechó con aire suspicaz.

Esa noche, mucho más tarde, solo Pescador y el viejo historiador imperial
permanecían en la sala común del bar. A Duiker le parecía que Pescador
estaba esperando que él se retirara a dormir. Se terminó el té frío y volvió un
ojo especulativo hacia el alto bardo, que llevaba toda la tarde con aspecto
intranquilo. Quizá incluso preocupado.
—Yo no he oído esa trova —dijo.
—No es de aquí —dijo Pescador, los ojos bajos—. Es una historia de
viajeros, habla de una tierra distante.
—¿Una tierra distante de dónde?
Pescador esbozó una sonrisa irónica.
—Una tierra bastante distante de aquí.
—¿Y quién es el que guarda a esas almas atormentadas?
Inquieto, el bardo aspiró una bocanada de aire y volvió a bajar la mirada
una vez más.
—Una prisión de piedra blanca guardada por… guerreros sin rostro. —Se
levantó y se sacudió los pantalones—. Voy… a dar un paseo.
Duiker lo vio irse. El cerrojo de la puerta cayó tras él. Volvió a mirar la
taza de té vacía, las hojas secándose en el fondo. Hizo girar los posos y los
estudió. Aquí hay patrones. El truco está en ser capaz de identificarlos.
Guerreros sin rostro…

Pescador se había preparado, pero no pudo contener el sobresalto cuando la


figura enmascarada de Thurule abrió la puerta de la mansión de lady Envidia.
—Deseo ver a la señora —dijo—. Supongo que estará levantada.
En silencio, por supuesto, Thurule le hizo un gesto para que entrara.
Pescador sabía que no había pensado mucho en aquel tipo hasta entonces,
aparte de que era seguleh y una rareza en aquel entorno. Sin embargo, con
sospechas nuevas reconcomiéndolo, no pudo evitar distanciarse un poco de
aquel hombre mientras caminaban. Aunque sabía que él estaba lejos de ser un
reto fácil, ni siquiera para un seguleh. La mansión estaba a oscuras y, todo
hay que decirlo, casi sin muebles todavía. Thurule lo guio hasta la terraza
posterior, donde Pescador vislumbró a Envidia de pie junto a un muro bajo de
ladrillos que se asomaba a los terrenos descuidados; la mujer estaba
contemplando el cielo nocturno y rielaba con fuerza envuelta en una especie
de vestido reluciente, muy fino, de color verde pálido.
—¿Aburrido ya de los simples de tus amigos? —dijo ella sin ni siquiera
volverse.
El bardo observó que la mujer sostenía una bebida en una mano, el codo
apoyado en la cadera.
Pescador respiró hondo para tranquilizarse.
—Sabes lo que viene… —empezó a decir, y entonces se le ocurrió algo
—. Lo has sabido siempre. Por eso estás aquí.
Envidia le dedicó una sonrisa satisfecha por encima de un hombro.
—Por fin una corte como es debido. Hace siglos. Al fin podré hacerme
con un guardarropa decente.
La crueldad, aquel egoísmo monumental lo dejó sin habla. Se dio cuenta
de que no había nada que pudiera decir para hacerla cambiar de opinión. Así
que dejó que la cólera se apoderara de él.
—¿Es que no te importa que haya que aplastar a miles de personas para
que tú puedas lucir vestidos elegantes y asistir a tus malditos bailes?
La dama se volvió poco a poco. La sonrisa seguía allí, pero era
quebradiza como el cristal. Un fuego esmeralda titilaba en sus ojos.
—En serio, Pescador, cuánta hipocresía. Si tanto te importa, ¿por qué no
te estás dando ya golpes de pecho? Ahora hay pobres en la ciudad. Siempre
habrá personas que gobiernan y personas que son gobernadas. —Encogió los
torneados hombros desnudos de manera casi imperceptible—. Y vamos, sé
honesto. Si pudieras elegir, ¿tú qué preferirías en realidad?
Lo que presenció lo entristeció. Había visto cómo había afectado a
aquella mujer la muerte de Anomander, pero comprendió que solo le había
hecho mella porque era personal. Era incapaz de identificarse con el
sufrimiento o la pérdida de otros. Debería haberse quedado callado y haberse
ido sin más. Pero le hervía la sangre de cólera, ¿o era amargura y decepción?
—Escogería el gobierno que genera riqueza en lugar del de un parásito
que chupa la sangre y no contribuye en nada. Como una sanguijuela.
La copa arrojada lo golpeó en un lado de la cara y se hizo pedazos.
—Dijo el bardo… ¡que no contribuye con nada salvo con palabras
huecas! ¡Thurule! —exclamó Envidia—. Acompaña a este hombre a la
salida. Y no le vuelvas a dejar entrar jamás.
Pescador se tocó la cara, algo cálido le bajaba por el cuello. Sacó los
dedos mojados de sangre. Thurule ya estaba allí, en silencio, un brazo
indicando la salida. Pescador se despidió de lady Envidia con una inclinación,
aunque ella le había dado la espalda.
De todos modos, aquí no hay nada para mí.
9

Durante siglos, los ciudadanos de Darujhistan se mostraron asombrados con las riquezas extraídas de
los túneles y las criptas que había bajo la región conocida como la llanura del Asentamiento. Pero
sentado en una taberna, este visitante oyó a un tipo opinar lo siguiente: «¿No es cierto que mejor que
estos antiguos hubieran sido hombres y mujeres de valor en lugar de poseer cosas de valor?».

Sedosa Mirada, viajero de Gato Tuerto

Una patada en el pie despertó a Kiska, que alzó la vista con un parpadeo y vio
a Leoman arrodillado a su lado. El hombre le hizo un gesto para que lo
siguiera.
—Se han puesto en marcha.
Leoman la llevó ladera arriba por una de las dunas de arena negra. Se
echaron juntos poco antes de llegar a la cima y se asomaron. La tropa de
inadaptados y supervivientes deformes del Vitr rodeaba arrastrando los pies
un cabo de piedras dentadas caídas. Regresaban por el camino por el que
habían llegado Leoman y ella.
Kiska se apartó de la cima.
—¿No llegamos a verlo?
—Quizá cruzó de regreso cuando nosotros estábamos en la cueva —
sugirió Leoman mientras se acariciaba el bigote con aire pensativo.
La imagen irritó a Kiska, que se enderezó con cuidado de permanecer
oculta.
—Rodeemos por el interior. —Y echó a correr sin esperar a ver si él la
seguía o no.
No tardó en oír tras ella el leve tintineo metálico de la armadura y las
cadenas de los manguales y supo que la había alcanzado. Por favor, Oponn y
la Encantadora, ¡que acabemos ya! Este no es lugar para mí…, ni siquiera
para Leoman. Esta es una tierra para dioses y ascendientes, no para simples
mortales como nosotros. ¡Dejadnos, por favor, completar nuestra misión y
escabullirnos sin ruido!
Sin apartarse de las tierras altas y las cimas de los riscos, siguieron a la
fila de criaturas que, anadeando, iban abriéndose camino con torpeza por la
orilla. Destacando contra el cielo, Kiska podía distinguir la figura en
sombras, alta como una montaña, de Hacedor, que continuaba con su labor
interminable. Sabía que algunos considerarían su tarea una maldición divina.
Por su parte, ella todavía tenía que decidir. Después de todo, era el que estaba
conteniendo el Vitr, ¿no era así?
Allí abajo las criaturas se habían reunido en un trozo de playa superficial
donde una amplia explanada se precipitaba hacia el mar resplandeciente de
luz, lo que en cualquier otro cuerpo de agua se llamaría un banco de arena
dejado por la marea. Kiska se preguntó si de ese océano de energía hirviente
se podía decir siquiera que tenía marea. Ella no había visto señal alguna.
Las criaturas miraban las olas poco profundas, quizá esperando algo, o a
alguien. Kiska se protegió los ojos contra el brillo cegador, pero no vio nada.
—¿Hay algo? —le preguntó a Leoman.
Este negó con la cabeza, los ojos convertidos en meras ranuras para
defenderse del deslumbramiento.
—Esperaremos. —Se sentó con la espalda apoyada en las rocas y estiró
las piernas—. Kiska… —empezó a decir tras un rato, con vacilación—, si
quisiera regresar… no crees…
—Calla —siseó ella sin ni siquiera bajar la mirada.
Lo oyó cambiar de posición con impaciencia, exhalar un suspiro irritado
y luego acomodarse en un silencio reticente. Kiska siguió vigilando. Tenía
que estar allí fuera. ¿Por qué otra razón iban a estar esperando esos parias?
Al final, después de centrarse con fijeza en aquel brillo punzante, los ojos
le empezaron a lagrimear con tal furia que era incapaz de ver nada y tuvo que
darle un golpe a Leoman para indicarle que se ocupara él. Se sentó,
parpadeando y frotándose los ojos irritados. Por favor, por todos los dioses
habidos y por haber, que sea ya.
Tras un rato sintió un golpecito en el hombro.
—Movimiento. —Kiska se levantó de un salto, pero la mano en el
hombro la hizo sentarse otra vez—. Esperemos a ver, ¿quieres?
Agachada, examinó la extensión de luz deslumbradora que rielaba y
chispeaba. Al principio no advirtió nada, la intensidad aturdidora de aquel
mar de luminosidad la cegaba a todo lo demás.
—A la izquierda —murmuró Leoman.
Kiska desvió paulatinamente la mirada y se protegió los ojos. Allí había
un movimiento, un parpadeo vacilante y oscuro entre las brillantes olas
plateadas. Una forma se acercaba como una llama oscura casi perdida entre
toda esa luminosidad.
Con el tiempo, la figura se resolvió en un hombre alto que se abría
camino hacia la orilla entre las olas de Vitr líquido que le llegaban a las
rodillas. Kiska se levantó de golpe.
—¡Es él!
—No sabemos… —principió a decir Leoman, pero entonces un instinto
lo hizo darse la vuelta de repente con las manos en los manguales que llevaba
a los costados, y al mismo tiempo alguien habló.
—Sí. Creo que es él de verdad.
A Kiska se le pusieron los pelos de punta de verdad. ¡Conozco esa voz!
Poco a poco, temiendo lo que iba a encontrar, se obligó a darse la vuelta. Allí
estaba, un hombre demacrado y magullado vestido con túnicas rasgadas, el
rostro escaldado de un color rojo lívido, hinchado. El mago de Siete Ciudades
y faladano sagrado, Yathengar.
¡Dioses, se suponía que lo habían destruido los liosan! ¿Cómo puede
seguir vivo? El hombre que, para vengarse del Imperio de Malaz, invocó la
Espiral de Caos que, al final, lo consumió a él y a Tayschrenn y los arrojó a
los dos a este borde de la creación.
—¡Vives! —jadeó ella con tono incrédulo y conmocionado.
La mirada rabiosa se posó en ella.
—Eso deseé que nunca sospecharais. ¡Ingratos! ¿No considerasteis que
yo os seguiría donde…?
Leoman saltó sobre él, sus manguales emitiendo un lamento agudo, solo
para salir volando de lado, las armas chocando entre sí sobre su cabeza. Kiska
se abalanzó también, el bastón destellando en una estocada, pero Yathengar
se limitó a ladear la cabeza y el arma estalló en un calor abrasador y lo tuvo
que arrojar al suelo con un chillido de agonía. Incapaz de usar las manos, giró
con una patada hacia atrás. Su pie rebotó en el torso del hombre, que le
pareció duro como el roble. El mago puso una mueca de irritación, movió una
mano y una especie de torno la sujetó por el cuello y la levantó del suelo.
Hizo un gesto con la otra mano y Leoman se irguió con una sacudida. Los
manguales le colgaban del cuello.
Yathengar echó a andar y los hizo marchar con él, ambos luchando por
respirar.
—Vamos a decirle hola a nuestro viejo amigo, ¿os parece? Estoy seguro
de que se alegrará mucho de veros a los dos.
Bajaron por las rocas. Kiska luchaba por gritar una advertencia. El rostro
de Leoman se oscureció de un modo alarmante, las venas de su cuello se iban
hinchando. En la orilla la presión se suavizó un poco. Quizá a Yathengar le
preocupaba que expiraran antes de que él pudiera atormentarlos más. Sin
embargo, el puño que aferraba la garganta de Kiska seguía siendo demasiado
fiero para poder gritar. Las desastrosas criaturas los vieron y se desperdigaron
farfullando de miedo y terror. A Kiska eso le dio igual, su mirada se había
clavado en el hombre delgado que iba avanzando despacio por las últimas
olas poco profundas.
Era Tayschrenn, antiguo mago supremo del Imperio de Malaz.
Había cambiado, por supuesto, como era de esperar de cualquiera que
hubiera soportado la travesía que había experimentado él. Tenía el cabello
casi gris por completo, y corto, como si le estuviera creciendo después de
haberse rapado, o quemado. Había perdido peso. Una sencilla camisa le
quedaba suelta y le colgaba sobre unos pantalones raídos. Era extraño, pero
no estaba mojado. El Vitr espejeaba y corría sobre él en cuentas, como
mercurio.
Pero lo que la inquietó fue la expresión de su rostro: perplejidad absoluta.
Ni una insinuación de reconocimiento rozaba sus ojos oscuros como la
noche.
—¡Tayschrenn! Me has eludido por última vez —exclamó Yathengar.
La enjuta cabeza aristocrática se inclinó hacia un lado, desconcertada en
apariencia.
—¿Entonces eres de mi pasado?
—¡Es su enemigo! —consiguió decir Kiska entre dientes, tenía la
sensación de que le estaban desgarrando la garganta.
Yathengar la arrojó a ella y a Leoman al suelo y los aplastó contra las
arenas.
—Así que… tenía enemigos —dijo Tayschrenn, hablaba casi para sí.
—¡No me tomes por tonto! No te va a ayudar que actúes.
—Les estás haciendo daño a esos dos.
—Eso no es nada comparado con lo que te haré a ti.
—¿Qué me…?
Pero Yathengar ya estaba harto de hablar. Empujó con las dos manos.
Una tormenta de energías rugientes envolvió a Tayschrenn, que volvió a caer
al Vitr y bramó de dolor. En las arenas, Kiska luchaba por sacar su cuchillo
largo.
Pero la figura humeante y ennegrecida que era Tayschrenn se levantó del
Vitr.
—Por qué… —Escupió a un lado entre los labios llenos de ampollas
sangrantes.
Un aullido de rabia cogió a todo el mundo por sorpresa, Kiska volvió la
cabeza de golpe y vislumbró al demonio gigante abalanzándose sobre
Yathengar. Un estallido de poder arrojó a la temible criatura al suelo, donde
yació gimiendo, la piel velluda del torso blindado humeando.
—Así que… —dijo Tayschrenn, el dolor le debilitaba la voz— eres
mago.
Yathengar frunció el ceño, la incredulidad era obvia en su rostro
destrozado.
—¿Qué es esto…?
Tayschrenn dio un paso.
—Entonces sí que eres mi enemigo…
Las manos del mago cayeron, asombrado como estaba por esa
afirmación. Tayschrenn se abalanzó sobre él igual que había hecho su enorme
amigo. Esa vez el mago de Siete Ciudades reaccionó con demasiada lentitud
y los dos cayeron peleándose.
Kiska solo pudo mirar, desconcertada. ¿Qué hace?, ¿pelearse? ¿Por qué
no se limita a…?
Entonces empezó a comprender, debía de haber olvidado todo de su vida
anterior. Todo. Quizá incluso ya no supiera siquiera canalizar poder. ¡Dioses!
¿Cómo iba a poder derrotar a ese chiflado? ¿A puñetazos?
Quizá reforzado por su locura, Yathengar se las arregló para alzar las
manos. El poder se ondulaba allí, saltaban chispas donde Tayschrenn lo tenía
agarrado. Al mismo tiempo el puño que apretaba la garganta de Kiska se
aflojó y la joven pudo sentarse y sacar su cuchillo. Leoman también se
levantó. Los manguales cobraron vida con un siseo en sus manos. Pero
ninguno se atrevía a golpear mientras los dos magos se retorcían en las
arenas.
Entonces Kiska se dio cuenta de algo más.
—¡El Vitr! —le gritó a Tayschrenn—. ¡Él no ha tocado el Vitr!
Al comprender, Tayschrenn se aupó como pudo por un lado. Los dos se
debatieron mientras el poder azotaba y abrasaba la piel de los brazos del
antiguo mago supremo. Se metieron rodando en las aguas anémicas.
Tayschrenn luchó por apretar a Yathengar contra el suelo mientras el
sacerdote se retorcía para soltarse los brazos. Al final Tayschrenn se las
arregló para arrastrar al hombre al mar.
De inmediato el líquido plateado estalló en una espuma que brotó entre
siseos. Yathengar aulló, se liberó de Tayschrenn con una sacudida y se
abalanzó hacia la orilla seca; el antiguo mago supremo le tiró de las túnicas.
Leoman vio una oportunidad y se lanzó a por él, pero Kiska le gritó una
advertencia. Leoman retrocedió de un salto, pero no lo bastante rápido y las
sandalias empezaron a echar humo. Leoman enterró los pies en las arenas,
casi bailando de terror.
Entretanto, Yathengar había caído otra vez en el Vitr y se arqueaba
gritando y agitando brazos y piernas. Tayschrenn lo cogió con gesto lúgubre
por una pierna para retenerlo y tirar, aunque fuese a rastras, de él. El
sacerdote siguió retorciéndose y chillando durante mucho tiempo. El gran
demonio se levantó, mareado, y se quedó a un lado; Kiska permaneció allí,
jadeando, temblando por la energía contenida. Los chillidos distantes y
continuos y los ruegos roncos mezclados con las viles amenazas la hacían
estremecerse. Se sentó con pesadez en las arenas y Leoman se sentó junto a
ella.
Habían encontrado a Tayschrenn. Habían triunfado en una tarea en
apariencia imposible. Lo habían seguido por la Espiral hasta el borde mismo
de la existencia. Y él ni siquiera los reconocía.

Al poco rato la figura alta resurgió de la luminosidad del Vitr. Kiska se puso
en pie. El hombre la honró a ella y a Leoman con una mirada dura,
implacable. Kiska no se sentía capaz de hablar, temía equivocarse dijera lo
que dijera.
—Bueno —comenzó él al fin, cavilando—, así que eres de mi pasado.
Kiska tragó saliva para mojarse la garganta y consiguió articular un casi
imperceptible «Sí».
—Es usted necesario —dijo luego Kiska, con más fuerza. Pero se detuvo
cuando el otro alzó una mano para hacerla callar. Se examinó esa mano, y la
otra, haciéndolas girar ante la cara. La antigua garra observó que la carne ya
estaba curada. El Vitr parecía haberlo restaurado de algún modo.
Él siguió estudiándose las manos, flexionando sus dedos.
—Y he de entender que yo también era mago.
—Sí —dijo Kiska sin aliento, sabía que no podía mentir.
En honor de Leoman había que admitir que no dijo nada, los oscuros ojos
entrecerrados se limitaban a ir de uno a otro, observando, valorando. El
demonio también guardaba silencio, vigilante, las garras apretadas en las
grandes manos, las lentes de sus ojos saltones destellando al parpadear.
Al oír el «sí» susurrado de Kiska, el hombre se estremeció como si lo
hubieran golpeado. Cerró los ojos con fuerza y tensó los puños, que después
dejó caer a los lados. Exhaló el aire entre los dientes apretados e hizo un
gesto de barrido con la mano como si cortara el aire entre ellos.
—Bueno, pues puedes quedarte con el pasado. Yo no quiero tener nada
que ver con él. —Señaló al demonio—. Vamos, Korus. Tenemos trabajo que
hacer.
Kiska no sabía interpretar el rostro extraño del demonio, pero la inmensa
maraña de colmillos de su boca pareció curvarse en una gran sonrisa de
triunfo.
—¡Pero Tayschrenn!
El hombre hizo una pausa. Se volvió, la expresión impasible.
—Si ese era mi nombre, ya no lo es. Te lo puedes quedar también… y
llevártelo contigo cuando te vayas.
A Kiska no se le ocurrió qué más podía decir. El antiguo mago supremo
se alejó, seguido por el demonio Korus. Ella se volvió hacia Leoman, que se
encogió de hombros con lentitud.
—Kiska, lo siento…
La aludida se giró con un gruñido de desdén y se alejó con paso furioso
por la orilla. Yo no he llegado hasta aquí…
El suave tintineo metálico de la armadura de Leoman anunció que la
seguía.
—Kiska, escucha… Has hecho todo lo que se podía esperar. Si no quiere
venir, es cosa suya…
Kiska siguió caminando. Lo convenceré. Le necesitan.
—Puede que no me creas, pero no es la primera vez que paso por algo
parecido.
¿De verdad ha dicho eso? Kiska se giró en redondo.
—Sí, tienes razón. ¡No me creo que hayas seguido a una presa hasta el
borde de la creación solo para ver cómo te daba la espalda!
Leoman apoyó las dos manos en el cinturón y se meció someramente bajo
la mirada furiosa de la mujer.
—Fui guardaespaldas de Sha’ik. Eso ya lo sabes.
La rabia se calmó un tanto y su dueña vaciló, interesada a pesar de sus
dudas.
—¿Sí?
Los ojos entrecerrados del hombre se habían clavado a poca distancia,
quizá sin querer encontrarse con los de su compañera.
—Estuve con el levantamiento desde el principio. Fui ascendiendo hasta
convertirme en guardaespaldas suyo. Nos arrastró a mi compañero y a mí
hasta lo más profundo del desierto y afirmó que iba a renacer. Tenía su
puñetero libro sagrado con ella. Lo había consultado, la baraja de
adivinación, los signos astrológicos, todo. Todo para estar en el sitio justo en
el momento adecuado para renacer…
—¿Y? —lo alentó Kiska.
—Los malazanos le atravesaron la cabeza con un cuadrillo de ballesta en
ese mismo instante.
¡Que la Reina me proteja!
Kiska se giró, furiosa.
—¿Y eso viene a algo en concreto?
Ofendido, la voz del hombre se endureció.
—A lo que viene es que lo que ocurrió no fue lo que yo creí que se
suponía que debía pasar, ¡a eso viene!
La chica se detuvo y miró atrás.
—Pero ella sí que renació…
—Justo entonces apareció una… una chica… para asumir el manto. Se
convirtió en la nueva Sha’ik.
—¡Ajá! ¡Así que al final lo conseguiste! ¡Tu determinación valió la pena!
—No. De hecho, no era eso a lo que yo me refería. Estaba pensando más
en que deberíamos dirigirnos hacia el interior y ver qué pasa.
—Pues yo me quedo. Podría recuperar la memoria. —Lo mandó marchar
con un gesto y siguió caminando en pos de Tayschrenn al tiempo que gritaba
por encima del hombro—: ¿Se te ocurrió eso?
Leoman se quedó dando patadas a la arena negra y aspiró una bocanada
de aire entre los dientes.
—Sí —dijo, totalmente solo—. Se me ocurrió.

Después de dejar las instalaciones del templo, Malakai se adelantó a explorar


como de costumbre. Azogue se conformó con dejarlo vagar igual que antes.
Con franqueza, parte de él esperaba que no regresara jamás. Orquídea estaba
muy apagada. A la muchacha le habían dado mucho en lo que pensar. Corien
seguía débil, así que era el que llevaba el farol atenuado y la ballesta mientras
Azogue iba en cabeza.
La subida era un pasillo, o túnel, ornamentado, ancho y con una ligera
pendiente. Más parecido a un bulevar cubierto, con aberturas que salían de él,
quizá tiendas o viviendas privadas. Esas cámaras se abrían a ellos, despojadas
de todo mobiliario, salvo por un rastro de ollas rotas, tela desgarrada y
pisoteada y cristal hecho pedazos. La avenida desembocaba en lo que parecía
ser una ancha plaza y tras ella, apenas insinuadas por la luz débil del farol,
marchaba calle tras calle de otra ciudad subterránea.
Mierda. ¿Y ahora qué? Se volvió hacia Orquídea.
—¿Por dónde?
La chica miraba los edificios, el labio inferior atrapado por los dientes.
Era obvio que no era eso lo que esperaba.
—¿Y bien?
—No lo sé. Deberíamos explorar…, supongo.
—Me pregunto dónde estará Malakai —murmuró Corien sin alzar la voz.
—Explorando, supongo —dijo Azogue, con bastante más acidez de lo
que pretendía—. Vamos. Por aquí.
Los llevó por un callejón estrecho que subía y en donde la inclinación, o
pendiente, de toda la estructura era de una incomodidad evidente. Azogue
tenía que apoyarse de vez en cuando en el muro que se inclinaba a la derecha.
—Deberíamos dirigirnos a uno de los extremos de la ciudad —anunció
por fin Orquídea, quizá tras haber recuperado la orientación.
—¿Por qué? —preguntó Azogue, y se detuvo a esperar la respuesta. Los
dos hablaban en tonos apagados, casi susurrando, el vacío callado y las
puertas abiertas parecían exigir una respuesta reverente o, al menos, sombría.
Se han ido, parecían suspirar las silenciosas calles y callejones de piedra. Se
han ido lejos de nosotros.
—Porque aquí estamos bajo una especie de techo de una cueva, por eso.
Azogue no pudo evitar alzar los ojos y mirar lo que, para él, era una
oscuridad impenetrable. Asintió con un gruñido.
—Está bien. Por aquí. —Tomó lo que le parecía la dirección adecuada.
Al rato, lo sintió antes de oírlo: un estremecimiento inmenso que los
arrojó a todos de un lado a otro. A su alrededor cayeron piedras que se
hicieron pedazos. Orquídea dejó escapar un grito aterrado. Los escombros de
los edificios que los rodeaban cambiaron de posición y se estrellaron otra vez.
Era como cada terremoto que Azogue había experimentado, solo que en ese
caso era un engendro el que temblaba.
Luego, despacio, con pesadez, la estructura entera que los rodeaba rodó
un poco, hacia delante y hacia atrás, como un barco titánico. Se tambalearon
y lucharon por no perder el equilibrio, como se haría en cualquier navío. En
aquel balanceo lento, casi suave, a Azogue le pareció percibir una nueva
medida en el equilibrio de aquel inmenso artefacto. Por suerte, era un aplomo
un tanto más erguido que antes.
—¿Qué ocurre? —susurró Orquídea con fiereza.
—Me parece que acabamos de perder un trozo de nuestra isla.
—¿Nos estamos hundiendo? —preguntó Corien, el pavor le tensaba la
voz.
Azogue se rascó los pelos de la barba sin recortar.
—Es posible…, claro que también podríamos subir un poco.
—¿Subir? —se burló Orquídea—. ¿Cómo sería eso posible?
Azogue cogió aire para explicarse, pero los dos habían seguido andando,
era obvio que no demasiado interesados en cosas técnicas. Se aclaró la
garganta.
—Bueno, solo es una teoría —murmuró.
Llegaron a unos muros de piedra que bordeaban el pueblo. Algunas
secciones de la roca habían quedado desnudas, otras alisadas. Algunas lucían
mosaicos que representaban escenas de un gran río de fulgor que se
precipitaba por la oscuridad, otras una inmensa ciudad de torres. Azogue se
preguntó si una ciudad así estaría en algún lugar de esa gigantesca montaña
de piedra. Recorrieron el borde del pueblo y llegaron a tres anchas escaleras
que subían. Una brisa fuerte bajaba por el hueco de las escaleras y les daba en
la cara.
—Asciende, seguro —dijo Azogue. Corien y Orquídea se limitaron a
mirarse, inseguros. Azogue vio que Corien caminaba cada vez con más
rigidez, haciendo muecas por el esfuerzo, mientras que Orquídea parecía
mustia y agotada—. Descansaremos aquí.
Orquídea estaba tan agotada que se limitó a hacer un gesto de
aquiescencia y se derrumbó contra un muro. Corien se acomodó con un siseo
de dolor. Azogue se agachó para revisar sus provisiones.
—¿Cómo vas aguantando? —le preguntó a Corien, aunque solo fuera
para contener la oscuridad y aquel silencio perturbador y vigilante.
—Una cama habría sido lo ideal —murmuró el chico con una gran
sonrisa—. Pero me encuentro mucho mejor. Gracias, Orquídea.
Se oyó un murmullo evasivo en el lugar donde la chica se había acostado
en su petate de capas y mantas. Azogue mordisqueó una especie de carne
seca y le pasó un cuero de agua a Corien.
—No sé tú, muchacho, pero mis objetivos han experimentado una
revisión importante.
La sonrisa de respuesta del joven aristócrata refulgió en la oscuridad.
—Salir vivo de aquí sería un buen comienzo.
—Ajá. Creo que nos entendemos. —Azogue levantó a pulso el cuero de
agua y luego lo tapó. Muy poca, joder—. Vosotros descansad. Yo haré la
primera guardia.
El muchacho asintió, agradecido, y se recostó un poco más. Azogue se
puso en pie. Dejó el farol en el centro del hueco que habían elegido y después
le dio la espalda a la luz para clavar los ojos en la calle adyacente y los
portales, todo mal iluminado. Acunó la ballesta amartillada en los brazos.
Tantas puñeteras noches pasadas de guardia. Al parecer no ha cambiado
nada. Solo el lugar. La misma historia de siempre. Con todo… no hay
muchos que puedan decir que han vagado por las entrañas de Engendro de
Luna. Pensé que venía a recoger mi paga de jubilación, pero al parecer esto
solo va a ser el broche de oro, sin oro.
Puñetero desperdicio. Da la impresión que alguien de esta roca va a
limpiarse los dientes con mis huesos.
¡Y pensar que para Mezcla y Rapiña fue un alivio verme marchar!
Tampoco es que quedemos tantos abrasapuentes, ¿no? Hasta Hurón tuvo
una ceremonia como es debido y un recuerdo. Whiskeyjack se quitó el yelmo
y dijo unas cuantas palabras con la magia de batalla de las Ciudades Libres
estallando por encima de nuestras cabezas y dos dragones dibujando
círculos. Y tampoco era el tipo más popular del mundo.
Al pensar en Hurón se dio cuenta de que casi podía ver aquella figura
flaca y encorvada allí, delante de él: la cara pálida y demacrada, los dientes
afilados… ¡dioses! No fuimos muy agradables con el tipo, ¿verdad?
Entonces Hurón lo miró de arriba abajo.
—¿Qué cojones estás haciendo tú aquí, Azogue? —dijo—. No estás
muerto.
Azogue se sobresaltó y casi ahogó un suspiro, la ballesta le saltó en las
manos y el cuadrillo resbaló por la calle de piedra.
—¿Qué ocurre? —exclamó Corien, alarmado.
Con la sensación de que, bueno, había visto un fantasma, Azogue
examinó la oscuridad con los ojos entrecerrados.
—Nada. Falsa alarma.
—¿Hora de mi guardia?
Azogue miró el combustible que quedaba en el farol.
—Na. Un poco más.
—Bueno. Ya estoy levantado.
Azogue asintió, distraído, mientras se frotaba la nuca.
—Ya. Bien. —Juro que esta puta oscuridad me va a volver loco.

Por la «mañana», es decir, cuando todos estaban levantados y tomando una


comida ligera de fruta seca y pan rancio, Malakai surgió de la oscuridad.
Estaba muy desmejorado, le estaba creciendo la barba y la cazadora oscura le
colgaba rasgada y con manchas de sudor.
Claro que, reflexionó Azogue, ninguno estamos más guapos que antes.
El disgusto crispó la cuchillada de boca del hombre cuando los estudió.
—¿Qué es esto? Ya deberíais estar escaleras arriba a estas alturas.
Azogue decidió que estaba más que harto de las órdenes de aquel tipo. No
está nunca con nosotros, pero asume que es el que está al mando. Se aclaró
la garganta.
—Bueno, estuvimos hablándolo. Y hemos decidido que vamos por
nuestro camino y a nuestro ritmo.
—¿Sí? —contestó el otro sin aliento, un matiz peligroso en su voz.
Con un poco de retraso, Azogue buscó con la vista su ballesta. La vio
posada en un lado, sin amartillar. Mierda. Tengo que pensar bien las cosas
antes de abrir la bocaza.
—Sí —se apresuró a interponer Orquídea—. Lo hemos decidido.
El brillo oscuro de los ojos del hombre se posó en Orquídea. Una sonrisa
burlona le estiraba los labios sin disimulo.
—¿Y adónde iréis?
—La salida más cercana. Vamos a salir de esta roca mientras contemos
con comida, agua y fuerza en las piernas.
—Jamás lo conseguiréis.
Azogue le lanzó una mirada rápida y nerviosa a Orquídea: esa evaluación,
tan definitiva, la hizo estremecerse.
—Podría ser —opinó Corien en medio del silencio que siguió al
comentario de Malakai—, pero ahora es cosa nuestra.
El hombre pareció considerar la idea. Frunció el ceño de forma exagerada
mientras se pasaba las manos por el cinturón. Azogue sabía cuántos cuchillos
llevaba aquel tipo en el cinturón, y en otros sitios. Estaba deseando meterse
una mano en la camisa hasta el arnés del hombro, donde guardaba una
munición de reserva, pero también sabía que Malakai actuaría en cuanto lo
viera.
—Está todavía el asunto de la inversión que he hecho en vosotros dos —
dijo Malakai, y miró de lado a Azogue.
Mierda. ¿Por qué no cargué la maldita ballesta cuando tuve la
oportunidad?
—Si me permites… —exclamó Corien. Malakai asintió apenas, los ojos
clavados en Azogue—. Bien. Me parece a mí que ya eres de la opinión de
que tienes muchas más posibilidades de lograr tu objetivo, sea el que sea, sin
nosotros, ¿no es así?
Azogue y Malakai se volvieron a mirar al muchacho.
—¿Y? —lo alentó Malakai.
—Bueno, al dejarnos libres recuperas tu inversión, puesto que mejoras tus
posibilidades de éxito.
Azogue lo miró con furia. Por el mal humor de Osserc, ¿se podía saber
qué era aquello?
Pero Malakai asintió con gesto pensativo. Algo en la proposición pareció
apelar a su propia evaluación y quitó las manos del cinturón.
—Muy bien. Sobre vuestras cabezas cae.
—Ya, claro —dijo Azogue mientras se rascaba el rastrojo de la
mandíbula, todavía bastante confuso.
—Nos separaremos aquí, entonces. —Malakai se inclinó ante Orquídea
—. Te desearía suerte, pero me temo que tu suerte correrá de la mano de la
del chaval.
—Veremos —respondió ella con firmeza tras haber recuperado la
confianza.
—Adiós, entonces. —Y el hombre se internó de espaldas en la oscuridad
y desapareció por un estrecho callejón. Azogue escuchó durante un momento,
pero no oyó ni un solo paso o arañazo que traicionara la presencia del otro.
Le pareció que el hombre se había ido, pero miró a Orquídea en busca de
confirmación.
—Se ha ido —dijo ella tras un instante.
A Corien se le escapó una bocanada de aire.
—Gracias a los dioses.
—No pidió agua o comida —dijo Orquídea, sorprendida.
—Quizá sepa dónde puede robar lo que necesite —dijo Azogue.
—¿Y ahora qué? —preguntó Corien.
Azogue se quedó callado hasta que se le ocurrió que quizá la pregunta se
la habían hecho a él. Se aclaró la garganta.
—Bueno… supongo que seguimos adelante. Con cuidado.
—Bien —contestó Orquídea con énfasis—. No quiero que él se nos
adelante mucho.
Azogue parpadeó bajo la luz atenuada del farol.
—¿Eh? ¿Qué se supone que significa eso?
—Solo lo que he dicho. No me fío de él. Va tras algo. Y hay cosas aquí,
en Engendro de Luna, que no deben ver la luz del día.
Como si ese fuera su pie, el farol parpadeó y se apagó. Tras un momento
de silencio sorprendido, Corien se echó a reír. Hasta Orquídea se unió a él,
aunque Azogue se limitó a maldecir.
—¡No veo una mierda! —se quejó, y empezó a rebuscar más aceite en las
bolsas.
—¿Entonces te gustaría ver, Rojo? —sugirió Orquídea desde la
oscuridad.
—¿Eh? ¿Puedes hacer eso? ¿Por qué no…?
—Te dije que no me fío de Malakai. No quiero que sepa lo que sé hacer.
Si es que puedo, claro.
—¡Dioses, sí! Si quieres, claro.
La joven cruzó el espacio que lo separaba de ella. Azogue oyó las faldas
susurrando sobre las piedras, sintió la calidez que irradiaba de ella. Las
manos secas y frías de la chica le tocaron la cara. El roce le gustó.
—Me alegro de que lo consiguieras sin violencia, Rojo —le susurró ella
—. Le diste el empujoncito justo.
Azogue resistió el impulso de encogerse de hombros y mantuvo la cabeza
quieta en sus manos.
—Lleva deseando dejarnos desde que llegamos a tierra. Solo le
proporcioné el momento adecuado. Además, fue Corien el que lo convenció.
—Yo solo ayudé —protestó Corien.
—No. ¿Cómo sabías que se tragaría ese argumento?
El muchacho gruñó en la oscuridad y se sentó.
—Bueno, es un poco embarazoso decirlo, pero me parece que no quería
enfrentarse a ti, Rojo.
Azogue dio una sacudida de sorpresa entre las manos de Orquídea y esta
dejó escapar un siseo impaciente.
—Perdón —murmuró el veterano—. Muchacho, ese hombre es un
asesino. Creo que solo decidió que no quería mancharse las manos con
nuestra sangre.
—¿Es un asesino? Piénsalo, Rojo. En realidad no lo hemos visto usar
todo ese equipo, ¿verdad?
—En Pueblo Perla dio cuchilladas de sobra.
—Desde luego, hombres y mujeres desarmados y asustados, en la
oscuridad y por detrás. Pero tú eres veterano, Rojo. Tú no te amilanarías.
Puede que no lo sepas, pero eres una presencia bastante intimidante.
Azogue lanzó un bufido. ¿Yo? Tú no has conocido a los abrasapuentes
que dan miedo, amigo mío.
Las manos de dedos largos de Orquídea se tensaron sobre las mejillas de
Azogue.
—¿Ya habéis terminado?
—Perdón.
—Bien. Ahora quédate quieto. Cierra los ojos.
El veterano obedeció. Ella empezó a hablar, a cantar en realidad, en esa
lengua fluida y serena que había utilizado con el guardián. Azogue
comprendió que estaba oyendo tiste andii y sintió una especie de escalofrío
en la columna. Me ha perseguido con demasiada frecuencia ese extraño
pueblo. El lenguaje parecía contener más silencios y pausas que sonidos. Era
como el susurro de un viento lejano y parecía encajar en la oscuridad. Tras un
rato la chica paró, o los sonidos se deshicieron en el silencio. Las manos se
retiraron, calentadas ya por el calor de las mejillas del veterano. Azogue
permaneció inmóvil; sentía una relajación profunda, casi como si durmiera.
Le recordó a un truco que solía emplear Mazo con los heridos. Unos cuantos
sonidos bajos, un toque firme y los soldados se calmaban de inmediato.
Pero no pasó nada. Una depresión profunda se apoderó de su pecho.
Estaba condenado con toda seguridad. Su última esperanza perdida. ¿Cómo
iba a ser de utilidad, ciego, tullido? Entonces se dio cuenta que estaba tan
relajado que ni siquiera había abierto los ojos.
Parpadeó y un mundo de visión cobró vida ante él. No se lo podía creer.
No daba crédito a sus ojos porque lo que veía era muy extraño. Monocromo,
así era. Todas las sombras del azul más profundo. Como si estuviera mirando
al mundo a través de un fragmento de cristal teñido de azul. La oscuridad de
un malva profundo y turbio incluso se acumulaba a lo lejos, igual que en la
visión de verdad. Alzó los ojos. Allí, casi justo encima, había una piedra
incrustada en el muro. Estaba tallada con el retrato de una cara andii, felina
casi, y emitía un fulgor azul como el de un farol. Había estado allí todo ese
tiempo y él no había tenido ni idea.
Se echó a reír. Era asombroso.
—Entonces…, ¿funcionó?
Miró el rostro nervioso, resplandeciente, de Orquídea. Aquella chica
jamás le había parecido tan preciosa. Sofocó el impulso de besarla.
—Sí. Funcionó de maravilla. Es… increíble.
—¿Entonces puedes verme? —preguntó Corien. Azogue se volvió hacia
donde el muchacho se había repantigado un poco más arriba en las escaleras.
Guiñaba los ojos y miraba más o menos en la dirección de sus compañeros.
—Sí. Es como la luz de una luna llena. Estás horrible.
—Oh, vaya. ¿Qué dirían en el Pabellón de la Majestad?
—¿Puedes hacérselo a él? —le preguntó a Orquídea.
—Sí, creo que sí.
Corien levantó una mano enguantada.
—No hace falta. Ya es hora de que me ocupe de mí mismo. —Rebuscó
en la saca que llevaba en la cintura y sacó una cajita de madera—. Ahora lo
comprobaremos. —Y lanzó una risita. Se quitó un guante y metió la punta de
un dedo en la caja. A Azogue le pareció como si estuviera a punto de tomar
rapé, pero el dedo se metió en un ojo en su lugar. Corien siseó de dolor. Tras
aplicárselo al otro ojo, miró a su alrededor, parpadeando con gesto cómico y
los ojos llenos de agua.
—¿Y bien? —preguntó Azogue.
—Como meterse sal en los ojos. Voy a tener que hablar con mi
alquimista. Decidme, ¿esa cara de ahí arriba resplandece de verdad?

Una presencia invadió la hacienda de lady Varada. Rozó las ventanas y se


apretó contra las puertas cerradas con llave. A los dos guardias
pintorescamente vestidos los evitó con toda facilidad y entró en las
habitaciones principales de la mansión. En esos pasillos vacíos se cernió
cerca de las manijas de las puertas y los pestillos para encontrar cada uno
espolvoreado con un polvo blanco que la presencia sabía que era un veneno
poco común extraído del polen de una flor que se hallaba solo en la tierra casi
mítica de Deriva Avalii. Por otras habitaciones pasó a toda velocidad, como
si percibiera los vapores flotantes de aromas letales para cualquier criatura
viva.
Con el tiempo, tras mucho sondear y tener que dar la vuelta en infinidad
de callejones sin salida, encontró el acceso a los pisos inferiores y allí la
tenebrosa presencia flotante se enroscó sobre sí misma, cobró firmeza y
densidad y se transformó en la figura de una joven esbelta vestida con una
tela blanca diáfana, y pulseras plateadas en muñecas y tobillos que
tintineaban con un sonido musical.
La chica bajó un último tramo de escalones de granito hasta la cámara
más profunda y se detuvo donde había una figura agachada en medio de una
habitación vacía, las piernas encogidas bajo el estómago, cabizbaja. La chica
se llevó una mano a la boca para contener una sonrisa, pero en sus ojos había
una expresión salvaje de triunfo.
—Madre —dijo—. Tienes… mal aspecto.
La figura alzó la cabeza y miró entre una maraña de pelo negro, como un
trozo de noche.
—Taya —respondió, la voz tensa de dolor contenido—. Te pedí que no te
acercaras.
—Me mandaste que me fuera —soltó Taya—. Por qué, ahora lo sé.
—Tú no sabes nada —gruñó la mujer. Se puso de rodillas, el movimiento
reveló unas finas cadenas de malla en la muñeca y el tobillo que vibraron al
tensarse; la mujer ahogó un gemido de agonía cuando las llamas cobraron
vida donde el metal de los grilletes se aferraba a la carne.
Taya observó y asintió.
—Así que así es como te las arreglaste. Cadenas de otataralita. Nos lo
preguntábamos. Imagínate. Vorcan Radok encerrándose a sí misma. —Se
llevó una mano a los labios—. ¿Me atrevo a decirlo? Qué… ¿irónico?
Vorcan volvió a agacharse jadeando y siseando de dolor.
—Has venido. Lo has visto. Ya puedes irte.
El brazo bajó con un movimiento amplio y salvaje.
—No, madre. Tú no me despachas a mí. Ya no. Ahora soy yo la que te
despacha a ti. Y al verte ahora… así… Por fin puedo hacerlo. —Se puso las
manos en las caderas y chasqueó los dientes—. Mírate. Qué desastre. ¡Y tus
supuestos guardias! Podría haberlos asesinado a todos si hubiera querido.
La cabeza gacha, Vorcan jadeó un poco.
—Te aconsejaría que no sacaras ningún arma contra Lazan o Madrun. Y
Estucerrojo… bueno, no sabrías dónde clavar el cuchillo para matarlo.
—¿De dónde es esa criatura?
—Ni siquiera yo lo sé.
La boca de Taya se crispó en un pequeño puchero y suspiró con un
aburrimiento exagerado.
—Bueno, ha sido un placer hablar contigo, madre. Pero yo tengo una vida
que merece la pena vivir. —Se llevó la mano a la boca otra vez, en ese caso
para lanzarle un beso a la otra—. Gracias. Este miserable fracaso tuyo me
libera de muchas cosas. Había venido soñando con matarte, pero ahora veo
que tu sufrimiento me complace más. ¡Adiós! Piensa en mí con frecuencia en
la corte del legítimo rey de Darujhistan, reinstaurado al fin. Sé que yo estaré
pensando en ti.
Retrocedió y subió por las escaleras despidiéndose con la mano. Vorcan
no levantó la cabeza.
Poco tiempo después otra figura bajó las escaleras con torpeza,
arrastrando los largos andrajos de sus envolturas de tela. Estucerrojo se
inclinó.
—Se ha ido, señora.
Vorcan asintió con pesadez.
—Bien. ¿Nadie interfirió? ¿Madrun? ¿Lazan?
—Nadie. Sus instrucciones fueron muy precisas, señora. Solo a ella y al
otro se les permite pasar.
La mujer se hundió todavía más, se relajó entre un estrépito de cadenas.
—Bien. Bien.
Estucerrojo se frotó las manos envueltas en trapos, quizá como gesto de
preocupación.
—¿Qué vamos a hacer, señora?
—Esperar. Esperar y ver. Combatirán su surgimiento. Veremos qué
forma tomará.
—Pero ¿quién, señora? ¿Quién lo combatirá?
—El mismo que antes.
Las manos de articulaciones extrañas cayeron.
—Oh, vaya. Él.
Un hombre bajo y robusto (¡de diámetro generoso, perdona!), pulcritud
personificada con su chaleco y mangas de volantes, cruza con pasos
delicados el barro y el alcantarillado abierto del pueblo de las esperanzas
rotas al oeste de la ciudad soñadora. ¿Y qué es esto? ¿Es que ahora la
ciudad gimotea y pone muecas en sueños? ¿El sueño amenaza con
convertirse en pesadilla? ¿Una figura coronada acecha por los bordes de su
visión?
¿Y que se lo lleven todos los frustrados dioses fracasados, se puede saber
adónde conduce ese serpenteante callejón?
El enojado héroe se gira hacia una fila de lavanderas inclinadas sobre su
tarea en un arroyuelo cercano. Hace una pausa, lo ha dejado sin aliento por
unos instantes la gloriosa visión que presentan los traseros de las susodichas
lavanderas. Se seca la frente con el pañuelo y exhala un suspiro melancólico.
Luego, al recordar el encargo, se acerca.
—¡Buenas lavanderas! ¿Serían tan amables de ayudar a una pobre alma
perdida?
Las imperturbables mujeres disminuyen el ritmo de sus efusivos
golpeteos de prendas mojadas y el retorcimiento musculoso de tela enrollada
hasta un extremo alarmante.
—Por la pobre broma de Oponn, ¿quién coño eres tú? —lo recibe una de
forma muy poco recatada.
—No soy más que un paupérrimo suplicante que ansía encontrar el
camino que lo ha de conducir hacia una residente de estos lares.
—¿Hacia quién? —pregunta otra fornida representante de su oficio, y
escupe un chorro marrón de jugo de hoja de mascar.
Tras apartar a toda prisa un pie embutido en una zapatilla de seda para
evitar el golpe del jugo, nuestro heroico caballero se inclina con galantería.
—Pues una anciana. Vive sola. Una viuda, a decir verdad, que lo ha sido
varias veces. Algunos la creen quizá loca y le atribuyen, cosa propia de gente
ignorante, cargos de brujería, maleficios… y demás…
El que pregunta empieza a balbucir hasta quedarse en silencio cuando
cesan de repente los golpes y el retorcimiento de telas. Todos los ojos se
vuelven, entrecerrados y destellando contra la magnífica y generosa figura de
nuestro inocente buscador, que estira un pie hacia atrás, listo.
—¡A por él!
—¡Rata viscosa!
—¡Qué poca vergüenza!

Esa misma noche una familia de Maiten se quedó desconcertada al encontrar


a un tipo gordo ataviado con galas negras y rojas de seda, bastante desvaída,
por cierto, escondido detrás de su aprisco de cabras.
—¿Sí? —preguntó el padre con lentitud, preocupado por si el pobre
hombre había perdido el juicio.
El hombre se irguió, la cabeza le llegaba al padre casi a los hombros. Se
colocó bien las ropas manchadas, se limpió restos de jabón de las solapas y
miró a su alrededor.
—Solo admiraba sus magníficos animales, mi buen señor. ¡Ah! ¿Por
casualidad no sabría usted algo de una anciana que vive sola por estos pagos,
quiero decir por aquí cerca…?, ¿una fémina a la que el escasamente
compasivo orbe condena de forma injusta al ostracismo y los escarnios?
La frente del padre se arrugó mientras intentaba encontrarle algún sentido
a la pregunta. Señaló río arriba.
—Bueno, hay una vieja bruja loca más allá, al borde del pueblo.
El tipo corpulento se inclinó.
—Se lo agradezco, dueño de tan magníficos animales.
Más tarde, tras esquivar muchas veces jaurías errantes de lavanderas
armadas con coladas chorreantes, el vagabundo sin aliento, y a aquellas
alturas bastante famélico, se encontró con una choza de zarzos y barro y
techo de paja en cuyo umbral estaba sentada una anciana con el cabello como
un nido de pájaros, pipa en la boca, muy afanada amasando el barro con los
dedos desnudos de los pies.
El recién llegado se inclinó con un floreo de las mangas de encaje.
—¡Ah! ¡Reina de la ciudad soñadora! ¡Qué privilegio! He venido a
presentar mis respetos.
La anciana alzó la vista, los ojos rojos y desenfocados. Una sonrisa vaga
iba y venía alrededor de la pipa.
—Bola escurridiza de aceite de pescado, ¿traes ofrendas?
—Pues por supuesto. —Otro floreo y apareció un objeto envuelto del
tamaño de una nuez. Se inclinó y se lo tendió a la mujer.
La anciana se lo arrebató a una velocidad que contradecía sus años.
Arrancó el papel, pellizcó un trozo de la goma oscura del interior y la metió
en su pipa. Rebuscó tras ella en el fuego del hogar de la choza y encontró un
palo que ardía sin llama y con el que rozó la pipa mientras inhalaba
bocanadas largas y firmes. Tras unas cuantas caladas, el palo refulgió y la
mujer aspiró con fuerza y sin prisa. Los ojos se le cerraron con un placer
sedoso.
El hombre entrelazó las manos tras la espalda, miró al cielo, frunció los
labios y se meció sobre los talones embarrados.
Por fin la mujer exhaló, permitió que el humo saliera flotando de su boca,
pero de inmediato lo inhaló de nuevo absorbiéndolo otra vez por la nariz.
El hombre dejó escapar un largo suspiro y se examinó las uñas.
Un rato después, un suspiro satisfecho devolvió la atención del hombre a
la anciana. La encontró mirándolo desde suelo, los ojos soñadores, una
sonrisa maliciosa en los labios.
—Empalagoso Kruppe, ¿qué puede hacer por ti esta pobre donnadie?
—¡Donnadie! ¡Una auténtica calumnia! ¡Vos sois la portadora secreta de
mi corazón! Algo que habéis sabido todos estos años.
—Empalagoso sin duda… —Pero la sonrisa se ensanchó y se hizo un
tanto lasciva—. Ya conoces mi precio.
—¡Por supuesto! Y tiemblo de ansiedad. Y entonces, los, eh…, objetos…
¿están listos, pues?
—Ya casi.
—Casi. Ah…, bien. De algún modo habré de contenerme. Más baños en
el río helado que tenga más a mano este pretendiente frustrado.
—Vuelve otra vez, y no olvides las ofrendas.
—¡Los hados me libren! Volveré a cortejaros de nuevo, reina de mi
corazón. No os desharéis de mí con tanta facilidad. ¡El asedio apenas ha
comenzado!
La mujer se inclinó hacia delante y cogió con una mano engarfiada la
rodilla del hombre.
—¡Entonces no te olvides el ariete!
El hombre se encogió, pálido, las manos casi cruzadas sobre las ingles.
—¡Terrenal princesa! Vuestra salobridad es, y será, un regalo… estoy
seguro. Pero debo irme, labor incesante, intrigas retorcidas, engaños
constantes, como bien sabéis.
Pero la mujer se limitó a murmurar y esbozar una sonrisa soñadora.
—Ya casi. —Lanzó una risita y se dio unas palmaditas en el pecho.
—Eh, sí. ¡Adiós! —El hombre retrocedió de espaldas, haciendo
reverencias y lanzando besos—. Me estremezco de anticipación. —Se volvió
y se alejó anadeando, con bastante rapidez, por la pista embarrada.

La multitud de lavanderas observaron desaparecer al intruso baboso por el


laberinto de Maiten.
—¿Por qué dejamos irse al miserable? —siseó una, furiosa.
—¿Por qué? —gruñó otra, que se volvió hacia ella—. ¿Por qué? ¿No lo
has visto? ¡Es amigo de esa vieja bruja loca!

Mientras contemplaba las calles iluminadas de azul esa noche, el embajador


Aragan pensaba si la ciudad había estado alguna vez tan tranquila. Alzó la
mirada hacia el enorme estandarte verde que hendía el cielo nocturno y se
preguntó si eso tendría que ver con la reserva general. Por alguna razón no se
lo parecía.
Él ya estaba fuera del circuito de mando. Los puños tenían el control. Él
se había quedado como una especie de ofrecimiento de diálogo permanente
con… lo que fuera… que estaba acumulando poder alrededor de la colina de
la Majestad. Algo que expulsaba a los moranthianos solo con aparecer. Y
nosotros somos incapaces de reaccionar.
Se cruzó de brazos y se apoyó en el alféizar. Al menos las tropas estarán
en posición de retirarse al norte si era necesario. ¡Dioses! Él casi preferiría
una amenaza física de las de toda la vida, como el Dominio Painita. Allí se
sentía como si estuviera empujando contra la nada. Era desconcertante en
extremo. Y tenía que decir que le recordaba a la forma que tenía de operar el
antiguo emperador.
Alguien se colocó a su lado en la ventana, lo que le hizo dar un salto y
llevarse una mano a la garganta.
—¡Dioses, hombre! ¡No haga eso!
El recién llegado se limitó a esbozar una sonrisa fina, las manos
entrelazadas a la espalda. Aragan estudió la camisa verde de seda, el manto
de color verde oscuro, el rostro largo y delgado, felino, los ojos desdeñosos.
Bueno, al menos Unta está tomándose las cosas en serio…, han mandado
nada menos que a este tipo. Se aclaró la garganta.
—Bueno, ¿qué recado trae de la capital?
—Darujhistan es importante para el trono, embajador. Quien controle esta
ciudad tiene el control potencial del continente entero. La emperatriz lo sabía,
al igual que lo sabe el emperador.
Aragan se limitó a asentir y volvió de nuevo la mirada hacia la ciudad.
—Lo mismo pienso yo. ¿Qué va a hacer?
—Lo que mejor sé hacer, embajador. Observar y esperar.
Sin saber muy bien qué pensar, Aragan solo gruñó con la esperanza de
que su reacción se tomase como un asentimiento inteligente.
El hombre alto se giró hacia él.
—Tengo entendido que ya ha contratado a alguien para reunir
información. Me gustaría interrogarlo, si es posible.
—Desde luego. Dreshen tiene los detalles.
—Muy bien. —El hombre inclinó apenas la cabeza—. Estaré en contacto,
embajador.
Aragan asintió, su alivio era obvio ante la marcha del hombre.
—Sí, por supuesto. Hasta luego.
La tenebrosa figura retrocedió de espaldas y cruzó la habitación hasta la
puerta, que cerró sin ruido tras él. A Aragan lo decepcionó un poco, esperaba
algo mucho más dramático. Humo sulfuroso y un gran trueno, quizá. Con
todo, mi desilusión no se entiende. Son pocos los que pueden presumir de que
el mismísimo patrón de la Garra se les ha acercado por detrás en medio de
la oscuridad y han vivido para contarlo.
La noche era cerrada, pero las antorchas y los faroles colocados en postes
iluminaban la larga trinchera de excavación que se extendía en un inmenso
arco por todo un lado del crecido Palacio Viejo y las galerías de
celebraciones del Pabellón de la Majestad. El trabajo continuaba día y noche.
Las piedras limpias y pulidas se llevaban en carretas empujadas a mano por la
escarpada Vía del Gobierno Justo y se entregaban en la excavación para
colocarlas dentro de la trinchera. Los trabajadores cavaban, echaban gravilla
y arena, igualaban, comprimían y preparaban los cimientos. Todo bajo los
severos ojos vigilantes de los jefes de construcción; uno era un tipo
encorvado con manos grandes que parecían haber sido mutiladas por los
bloques blancos que no dejaba de acariciar; el otro era alto, fiero y ceñudo,
rápido con el sopapo o un golpe del bastón que a veces llevaba.
Las piedras se iban colocando con suavidad una por una. Una tienda
móvil cercaba los últimos toques de la instalación y el rellenado de la
trinchera que iba quedando. «Internamiento» era como llamaban los dos
supervisores a esa última serie de pasos ocultos.
Un trabajador, rasero en la mano, se rezagaba a menudo cerca de las
solapas de la pesada tienda de lona. Sus compañeros tenían que reprenderlo
con frecuencia para que volviera al trabajo.
—Si nos retrasamos, no pienso dejar que me azoten por culpa de tu
pereza —rezongó uno mientras apisonaban una capa de arena fina.
—Pues lárgate —respondió el tipo nuevo—. Hay otros trabajos.
—¡Ja! ¡Otros trabajos! Escuchad lo que dice. ¡No hay ningún otro
trabajo! Está cerrado todo. Las minas, las fundiciones, los trabajos en los
caminos. O trabajamos aquí o nos morimos todos de hambre. ¿Se puede saber
dónde has estado tú?
El recién llegado se encogió de hombros.
—Trabajando en una taberna últimamente.
—¿Y eso es lo que tú llamas trabajo? —dijo otro de los peones con una
carcajada—. Menudo trabajo.
El nuevo se tiró de la larga camisa andrajosa que llevaba, la boca cerrada
contra cualquier comentario.
El hombre que tenía al lado hizo una mueca de asco y se tapó la nariz.
—Y tampoco cuesta nada darse un pequeño chapuzón con agua de vez en
cuando, ¿sabes?
—¡Volved al trabajo! —fue la orden ladrada, seguida por un golpe seco
de madera contra el hombro del recién llegado, que se irguió con los ojos en
llamas y los puños apretados.
Pero el supervisor había continuado su camino y le daba la espalda. Otro
de los peones arrastró al recién llegado de vuelta al fondo de la trinchera.
—Ni lo intentes, amigo. Y ¿cómo te llamas, si puede saberse?
El recién llegado lo miró, sorprendido, como si la pregunta fuera del todo
inesperada. Se tiró de la larga camisa grasienta.
—Eh… Tor… nero. Tornero.
—¿Tornero? Harmon. Bueno, amigo, aviso para navegantes. Hay cosas
peores que les han hecho a algunos.
—¿Sí? ¿Por ejemplo?
Estaban igualando una capa de gravilla sobre los cimientos. Otro
respondió con la cabeza gacha.
—A un tipo se le cayó una herramienta sobre una de esas piedras y lo que
le pasó fue terrible.
—¿Y? ¿Qué le pasó?
Ojos que se encontraron en miradas críticas.
—Hubo magia —susurró un peón—. El alto del bastón… Ese tío lo
señala, nada más, y el otro se derrumba chillando de dolor. Hasta se muerde
la lengua y se la arranca.
—¡No!
—Sí. Aquí hay magia de sendas. Puede que esos dos sean magos de
Ciudades Libres, del norte. Puede que nigromantes de Pale. ¿Quién sabe?
La cuadrilla tuvo un descanso mientras se enviaba a buscar más grava. Se
quedaron allí, estirándose y haciendo muecas mientras comentaban sus
múltiples dolores y malestares.
—¿Qué están tramando? —preguntó Tornero.
Miradas que se desviaron, pies que cambiaron de posición, incómodos.
Harmon miró a derecha e izquierda y luego se acercó más. Una expresión
dolorida le cruzó el rostro y dio un paso atrás. Después cogió una gran
bocanada de aire y se inclinó hacia él.
—Una especie de protección para la ciudad, ¿vale? Esta es una de las
mejoras del nuevo legado, ¿vale?
—¿Una? —rezongó otro—. La única que yo sepa.
Tornero adoptó la expresión impresionada de rigor.
—Joder… no me digas. Deben de ser las piedras, ¿eh?
Harmon frunció el ceño, un tanto inquieto de repente.
—Bueno, supongo.
—Solo hay una forma de averiguarlo, ¿no te parece? —Tornero cogió
una pala y empezó a subir por la trinchera rumbo a la tienda.
—Dioses, hombre… —siseó Harmon, horrorizado.
—¡No seas idiota! —exclamó otro en voz baja.
Los martillos y los cinceles empezaron a resonar cuando la cuadrilla se
puso de repente a trabajar con ahínco.

Eje estaba cagado de miedo, joder, pero apostaba a que esos dos adeptos
(porque eso era lo que eran esos dos: tan por encima de sus capacidades
como cualquier mago supremo imperial) solo verían lo que esperaban ver: un
peón con muchos pájaros en la cabeza.
Empujó la solapa colgante, se metió y se encontró casi cegado por la
oscuridad velada. ¡Que Ascua se lo lleve! Esto no se me ocurrió.
—En el nombre de todos los Malditos, ¿se puede saber qué crees que
estás haciendo? —gruñó una voz al otro lado de la tienda. Eje se inclinó y
empezó a tocarse la frente una y otra vez.
—Solo informando, señor. Ya casi hemos acabao con…
—Me importa una mierda lo que hayáis terminado o no. No vuelvas a
entrar aquí. ¡Largo! ¡Ahora!
Eje solo pudo distinguir una figura encorvada, el farol colocado ante él,
inclinado sobre los relucientes bloques blancos, instrumentos en la mano. Se
inclinó otra vez y se tocó la frente.
—Pos claro, señor. Sí. Por supuesto. Perdón. —Retrocedió de espaldas,
inclinándose, buscando a tientas la solapa.
—¡Largo!
Se escabulló de espaldas por la solapa, se dio la vuelta y chocó de frente
con el otro supervisor, el alto de mal genio. Ese mago lo cogió por el brazo y
le lanzó una mirada asesina. Cuando lo tocó, Eje sintió que la camisa de pelo
se retorcía como si hubiera cobrado vida. El mago lo soltó, era obvio que su
sorpresa había sido mayúscula. Eje se quedó petrificado; lo habían
descubierto. Ese adepto lo tenía. Pero el alto, las cicatrices curándosele en la
cara y las manos, se limitó a volver a coger su bastón con gesto rígido y
lento, los nudillos blancos por la tensión. Y los ojos, pozos negros en órbitas
amarillentas, se desviaron a un lado y lo instaron a irse. Eje se inclinó otra
vez en su papel de peón normal regresando a su trabajo, aunque ese hombre
había descubierto su tapadera.
Durante el resto de su turno compartió la carga, el nivelado y
apisonamiento de la tierra, arena y gravilla, pero apenas vio lo que hacía. Ni
tampoco lo molestó nadie de la cuadrilla. Lo habían marcado como majara o
lerdo sin remedio. Un problema a evitar, en cualquier caso. Sus manos
cumplían sus tareas, pero su mente le daba vueltas a lo que había
vislumbrado dentro de esa tienda. Ese extraño jorobado encorvado sobre las
piedras, ¡y esas piedras! Resplandecían, sí, resplandecían, como si estuvieran
iluminadas por dentro. Pero lo que de verdad le había llamado la atención
habían sido las herramientas. Magníficos estilos de hierro para grabar y todo
un surtido de instrumentos de ingeniería por el que cualquier saboteador daría
la mano izquierda. Un compás para inscribir arcos, un nivel de burbuja (el
segundo que había visto él jamás fuera de la Academia de Unta), y un ocular
de lo que sospechaba que podría ser parte de un instrumento de topógrafo, un
instrumento que él solo había oído describir: una alidada. ¡Dioses, él ni
siquiera había tocado jamás una alidada!
Ojalá pudiera hablar con Violín o Seto. Esos dos sabían más de ingeniería
que él. Con esas herramientas podía trazarse un muro perfecto, recto o curvo.
¡Y nadie necesita tanta precisión para unas almenas!

En el auditorio de la asamblea el concejal Coll llevaba días teniendo mucho


tiempo entre las manos. Cada vez eran menos los concejales que se sentían
cómodos siendo vistos en su compañía. La facción que apoyaba la
reinstauración del legado era preeminente y los subsecuentes favores, fondos
y prestigio fluían en consecuencia. Así que en la asamblea el concejal Coll,
cuando se sentaba, terminaba rodeado de asientos vacíos, las manos
entrelazadas sobre el amplio estómago, tamborileando con los dedos.
Utilizaba ese tiempo para pensar.
Ese día se le ocurrió que, de hecho, hacía ya un tiempo que no veía a
Lim; y no era que ese «legado» estuviera obligado por ley a oficiar allí, en el
concejo. Alrededor de media mañana se levantó con cierto esfuerzo de su
asiento (Dioses, estoy empezando a estar un tanto pesado) y bajó los
escalones hasta la palestra de debates. Entre los concejales presentes eligió a
uno que con toda claridad pertenecía al bando del legado, uno que no
arriesgaría nada aunque lo vieran hablando con él. Las conversaciones se
apagaron en el grupo del hombre cuando se acercó y los tres concejales
esbozaron el más breve de los saludos. Coll se inclinó ante el concejal Ester-
Jeen, que solo arqueó una ceja altanera.
—Concejal Coll —murmuró.
—Ester-Jeen.
Los otros dos concejales recordaron un asunto urgente y se despidieron
con una inclinación.
—¿Sí? —dijo Ester-Jeen, el tono insinuaba la relación de un superior con
un suplicante. Coll lo dejó pasar, aunque en su juventud semejante saludo
perentorio y falto de respeto lo habría obligado a desafiarlo. Observó un
adorno inusual en el pecho del hombre, un broche de oro trabajado en la
forma de una diminuta máscara ovalada.
—Me preguntaba, Ester-Jeen, dónde está nuestro ilustre líder. No parece
demasiado interesado en liderar de verdad.
El hombre empalideció literalmente ante la osadía de Coll de dar voz a
semejante falta de respeto. Dejó caer una mano enguantada sobre el estoque
dorado que llevaba en la cadera aunque, como Coll bien sabía, el concejal
jamás había librado un duelo. Luego le aletearon los ojos y la mano cayó
como si pareciera recordar que Coll no solo había librado muchos duelos,
sino que también había luchado en las guerras de Ciudades Libres años antes.
Optó por lanzarle una mirada gélida de superioridad.
—Del legado no se exige que se siente aquí para que le aburra la cháchara
interminable del concejo. Concederá audiencia en el Gran Salón para
cualquier asunto oficial.
—¿Audiencia? —repitió Coll, indignado. Las conversaciones que los
rodeaban cesaron. Coll miró a su alrededor y se encontró con miradas
hostiles, incluso alguna de compasión. Bajó la voz—. ¿Desde cuándo
utilizamos en Darujhistan palabras tales como «audiencia»? Y el Gran
Salón… no lo usamos. Se considera… —Coll buscó el término adecuado—,
bueno…, maldito.
Habiendo calibrado el ambiente de la sala, el concejal Ester-Jeen estaba
en su salsa. Nadie, al parecer, estaba dispuesto a ofrecerle a Coll ningún tipo
de apoyo. Ese hombre solo estaba haciendo un triste alarde de su ignorancia y
aislamiento. Quizá, si tenía mucho cuidado, podría incluso conseguir que
terminara de desacreditarse por completo. Habló en voz muy alta.
—Si tiene algún asunto legítimo relativo a temas del concejo, entonces
por supuesto que puede usted aproximarse al legado. De otro modo, Coll, le
sugeriría que no perdiera el tiempo. —Y le ofreció un pequeño encogimiento
de hombros avergonzado, como si le diera a entender que sentía mucho ser él
quien tuviese que decirle aquello.
Le complació la reacción que suscitaron sus palabras. El hombretón se
alzó como si le hubieran dado una bofetada (cosa que, por supuesto, había
ocurrido) y abrió mucho los ojos, aturdido. Miró a su alrededor, a los
concejales reunidos, y Ester-Jeen solo vio miradas imperturbables de
respuesta. Coll dio entonces media vuelta y se dirigió con paso furioso a la
puerta. Ester-Jeen estaba encantado. Va a hacerlo de verdad, el muy idiota.
Cuando Coll pasó junto a la consejera Orr, la joven le susurró entre
dientes.
—No lo haga. —Pero él ya no estaba dispuesto a escuchar. No podía
dejar pasar algo así. De ninguna de las maneras podría volver a enfrentarse
jamás a ninguno de los allí presentes a menos que hiciera justo lo que ese
pisaverde, ese advenedizo inútil, quería que hiciera. Así que se dirigió de
frente al Gran Salón.
El Pabellón de la Majestad era en realidad un laberinto de salones,
cámaras y auditorios, todos de varios tamaños, épocas y niveles de
decrepitud. El Gran Salón estaba entre los más antiguos de la arquitectura de
la colina. Se utilizaba en ocasiones para bailes de gala y reuniones de
multitudes. Pero aparte de eso permanecía vacío y desatendido, en una
especie de ambiente polvoriento y desalentador, muy parecido al de la igual
de vetusta Barbacana del Déspota.
Coll encontró las puertas dobles de paneles de cobre y bronce batido, tan
altas como tres hombres, inexplicablemente cerradas. Ante ellas se
encontraban dos miembros de la guardia de la ciudad.
—Abran —soltó con mal humor, sin detener la marcha precipitada.
Los otros dos compartieron miradas de impotencia. Luego se resignaron a
lo inevitable y uno de ellos abrió de golpe una pequeña puerta para
escribanos justo antes de que Coll se rompiera la crisma contra los paneles de
cobre pulido. A Coll lo puso furioso tener que entrar como cualquier maldito
ratón, pero entrar, entró, agachándose y pasando por encima del umbral.
Dentro encontró el largo salón iluminado por haces de luz que se colaban a
raudales por unas altas aberturas. Había motas flotando en los haces, como
las semillas vellosas de flores silvestres sobre un campo soleado. Aparte de
eso, el Gran Salón parecía vacío. Subió con lentitud por el suelo pulido de
mármol rosa, recién limpiado, observó; los tacones de sus botas resonaban
con estrépito en el silencio.
Alguien, o algo, esperaba en el otro extremo. Se había construido una
especie de gran asiento con bloques de piedra blanca y había alguien sentado
en él. Vestía un largo manto suelto de un material suntuoso, de un color
granate profundo. Pero lo más desconcertante de todo era la gran máscara de
oro que le cubría toda la cara.
El maldito legado de la Reina ha perdido la chaveta por completo.
Coll se detuvo justo antes de llegar a… ¿qué debería llamarlo? ¿Estrado?
Levantó la cabeza y miró a la figura con los ojos guiñados.
—¿Lim? ¿Es usted? ¿Qué es esta ridícula mascarada?
La figura del estrado dio un papirotazo a una mano y de un lateral del
salón salió arrastrando los pies un anciano vestido con ropas raídas y llenas
de polvo, el pelo gris revuelto. El hombre se inclinó ante Coll, se frotó las
manos con gesto nervioso en el pecho y tragó saliva.
—Yo hablo por el legado.
—¿Qué? ¿Usted? —Coll se volvió hacia Lim—. ¡Hable por sí mismo,
joder! —El concejal cogió aire para vilipendiar al idiota aquel, pero se
detuvo; vio que la máscara de oro, moldeada a golpes con el diseño de un
rostro sereno con una pequeña sonrisa, no tenía ningún agujero. Ni para los
ojos ni para la boca. ¿Por los misterios de Ascua, cómo respira ese hombre?
Un extraño impulso casi se apodera de Coll, al que le apetecía arrancar la
máscara de la cara de aquel idiota, pero lo distrajo la aparición de un segundo
hombre por un lado del salón. Una figura alta y conocida que caminaba con
un bastón de madera nudosa y retorcida. El que en otro tiempo había sido su
jefe, el alquimista supremo Baruk.
Una sensación de alivio inundó a Coll.
—Gracias a los dioses… Baruk, ¿qué es toda esta tontería?
El hombre se acercó mucho más y Coll vio que era Baruk, pero al mismo
tiempo no lo era. Un nido de cicatrices pálidas dibujaba una madeja sobre su
rostro y manos y tenía los labios apartados de los dientes en una sonrisa de
una alegría salvaje. Pero solo una especie de rechazo muerto, si es que
llegaba a eso, le animaba los ojos.
Y de repente Coll lo supo. Lo supo. Todos esos cuchicheos y rumores
entre susurros. La cábala de T’orrud. Era cierto. Baruk había estado con ellos
todo el tiempo. Y después de tanto tiempo se habían movido al fin y se
habían hecho con el poder. Se apartó con un estremecimiento del hombre al
que había creído amigo suyo.
—Jamás lo conseguiréis —dijo sin aliento, se sentía vacío por dentro—.
La cábala será depuesta. Ya veréis.
Baruk sacudió la cabeza, la sonrisa se ensanchó para convertirse de algún
modo en algo más espeluznante todavía.
—Sigues sin entenderlo, Coll —susurró al tiempo que se inclinaba sobre
él—. Estamos aquí porque la cábala fracasó.

La aldea que se aferraba al borde meridional de la llanura del Asentamiento


no estaba en ningún mapa. Una vez cada pocos años, una caravana de
camellos y mulas pasaba por allí de camino al sur, hacia Callows y Alborada
después. Pero aparte de esos visitantes intermitentes, solo viajeros
imprudentes, o los desesperados, los criminales o aquellos perdidos por
completo se acercaban a una extensión vacía tan aislada. Los habitantes,
refugiados en su mayoría, salpicados por unos cuantos nativos curtidos
nacidos y criados allí, estaban inmersos en su tarea de exprimir algún
sustento de aquel suelo arenoso e improductivo. Los que estaban en los
campos más meridionales fueron los primeros en observar el extraño
fenómeno: una línea oscura y serpenteante que salía de las profundidades de
la maleza dura de la llanura de Lamatath, al sur. Unos pocos se detuvieron
para mirar, las manos protegiendo los ojos, y luego regresaron a la azada y al
pico con los que trabajan el suelo duro, como si quisieran someterlo a golpes.
Cuando volvieron a levantar la cabeza, la línea se había acercado y
adquirido más dimensión bajo la luz deslumbradora del sol que rielaba sobre
ellos. Parecía una fila doble de hombres que se acercaba a la carrera, sin duda
en marcha desde el amanecer y sin visos de parar todavía. Algunos se
apoyaron en las azadas para observar un rato, preguntándose que era aquella
extraña visión. Uno o dos pensaron que quizá deberían hacer sonar algún tipo
de alarma. Aunque qué era lo que podría hacer cualquiera de ellos ante
semejante visita sin precedentes ninguno lo sabía muy bien.
Próximo ya el mediodía, el sol en su punto más alto, el ritmo firme e
implacable llevó a la fila de hombres (y mujeres) lo bastante cerca como para
empezar a distinguir los detalles. Todo el mundo había dejado de trabajar
para mirar en silencio. Con armadura ligera, así vestían, con cueros, cueros
que ya estaban oscurecidos por el sudor. Todos iban armados con hojas
largas, algunos llevaban dos. Todos enjutos, fuertes y de piel muy oscura.
Pero esos detalles no eran nada comparado con el rasgo más extraordinario
de todos: todos llevaban máscaras. Y además multicolores. Pintadas casi con
vistosidad.
Se les empezaba a oír un poco. Los pies calzados con sandalias caían con
una ligereza inusual sobre la capa arcillosa y dura, todos al unísono, como un
tamborileo lejano. La doble fila de hombres y mujeres cruzó en línea recta el
paisaje, inquebrantable, como una flecha, en dirección nordeste. Sin una sola
pausa, cada uno saltó sin dificultad un muro de piedras apiladas cuando
llegaron a él. La visión le hizo pensar a un granjero en un arroyo de agua que
fluyera de forma mágica hacia el norte.
Y siguieron pasando, ninguno le dedicó ni siquiera una mirada al más
cercano de los agricultores que se encontraba a apenas un brazo de distancia.
Aparte del ritmo de sus pisadas, el silencio era absoluto. Fantasmal. De
hecho, era casi como una visión provocada por el calor. Solo quedó el polvo
flotando en el aire quieto, la fila siguió hacia el norte, continuando con su
carrera, reduciéndose a lo lejos.
Pero al asentarse, el polvo reveló un nuevo recién llegado. Uno de los
enmascarados. Se había detenido junto a uno de los niños: la pequeña Hireth.
Que se había quedado con la cabeza levantada, la boca abierta, una calabaza
de agua en una mano. El hombre se arrodilló y tendió la mano hacia la
calabaza. El padre de Hireth se atrevió a acercarse un poco más, apenas nada;
el visitante pareció hacer caso omiso de él. Como si la hubieran sacado de su
aturdimiento con una sacudida, Hireth cerró la boca de golpe y le tendió la
calabaza. El hombre la cogió. Giró la cabeza a un lado mientras se alzaba la
máscara para beber, después se enderezó y devolvió la calabaza. Algo en el
porte del hombre hizo a la niña doblar las rodillas en una reverencia. El
hombre estiró una mano para rozar con suavidad una mejilla del rostro
alzado. El padre estuvo a punto de abalanzarse, pero hubo algo en la suavidad
de la caricia, en lo que casi parecía veneración, que lo hizo detenerse. El
padre observó la escena, hechizado, el pico apretado en las manos sudorosas.
¡Corriendo todo el día bajo este sol y ni siquiera le cuesta respirar! Son
demonios embarcados en alguna misión invocada. Vete ya. ¡No nos
inquietes!
Y el forastero partió entonces, corriendo con elegancia, con un ritmo fácil
que tragaba legua tras legua. El padre de Hireth se arrimó a su hija.
—¿Dijo algo, niña?
La pequeña negó con la cabeza, como si a ella también la hubiera
cautivado el hechizo de silencio del visitante.
Su padre le apretó un hombro para tranquilizarla. Así que no había
hablado. Por alguna razón no le parecía que aquel hombre, o demonio, lo
hubiera hecho. Y era diferente de los demás. Su máscara era muy pálida, de
un blanco cremoso, sí, señor. Con solo una mancha de tierra rojiza en la
frente.
10

Ha de saberse que, varios siglos atrás, una dinastía de gobernantes ambiciosos y expansionistas
llamados los Jannid impusieron su control sobre las ciudades estado del sur. Estos gobernantes llevaron
a cabo eficaces campañas por todas las tierras, campañas que les permitieron conseguir influencia por
todo el territorio del norte hasta la región Painita. Se hicieron famosos por erigir un número incontable
de estelas en las que ordenaron que se tallaran las historias detalladas de esas campañas, con una lista
de sus victorias, junto con recopilaciones exhaustivas de los tesoros conseguidos, los prisioneros
capturados y las haciendas humilladas. Solo en una campaña fueron ellos los aplastados, una derrota
que provocó su caída. Algo que se conoce gracias a un único peñasco sin pulir que se encuentra en la
costa occidental al sur de Alborada. Talladas en él hay solo cuatro palabras: «Los Jannid cayeron aquí».

Historias de Genabackis
Sulerem de Mengal

El primer navío que zarpaba del puerto de Darujhistan esa mañana era un
viejo buque mercante que transportaba pasajeros y carga hacia el oeste,
rodeando el lago. Al ver el antiquísimo barco, la pintura desvaída por el sol y
convertida en un gris pálido uniforme, las velas remendadas y raídas, los
costados maltrechos y arañados, apenas astillas plateadas, Torvald se detuvo
en seco en el embarcadero. Los pasajeros pasaban rozándolo cargados con
esteras de juncos enrolladas y bolsas de posesiones. Algunos empujaban
lechoncillos por delante. Casi todos llevaban aves de corral que glugluteaban
dentro de jaulas hechas de juncos y ramas verdes.
Torvald se volvió hacia uno de los miembros de la guardia de la ciudad
enviados para escoltarlo a los muelles.
—Se supone que esto es una misión diplomática —siseó mientras
intentaba no alzar la voz—. ¡No puedo ir en esa bañera!
Uno de los guardias se metió una pizca de hojas dobladas en una mejilla y
se apoyó en una pila de cajones.
—Es una misión secreta, concejal —dijo arrastrando las palabras.
Torvald intentó lanzarle su mejor mirada de superioridad, pero era obvio
que al tipo le daba igual.
—Si tan secreta es, ¿cómo es que usted la conoce? Y no me llame
concejal.
Un movimiento perezoso de los hombros.
—Órdenes.
Torvald empezó a preguntarse cuáles eran esas órdenes, con exactitud.
Que salga de la ciudad aunque eso signifique que lo tenéis que tirar del
muelle, quizá. Recogió su pesada bolsa de viaje y se deslizó la correa por un
hombro.
—Muy bien. Secreta. Díganles a sus superiores que me despidieron aquí,
entonces —dijo y subió por la pasarela.
La pequeña cubierta estaba atestada de mercancía. Los cerdos chillaban,
aterrorizados, las ovejas balaban y las aves enjauladas glugluteaban. Lo cual
no contribuía nada a mejorar el estado de la cubierta. El único espacio
disponible era un arco sospechosamente despejado que rodeaba a dos figuras
sentadas con la espada apoyada al costado más cercano a proa. A Torvald no
le extrañó que los evitaran: uno de ellos era un tipo gigantesco con una
inmensa maraña desaliñada de pelo y barba, como una gran melena de un
rubio sucio y gris. Sus hombros eran titánicos, la parte superior de los brazos
del mismo tamaño que los muslos de Torvald, y el pecho hinchado como un
barril. A Torvald le pareció un forzudo itinerante. El tipo que tenía al lado era
un anciano flaco de la tribu rhivi que parecía más frágil que nunca en
semejante compañía. Para Torvald aquellos dos habrían sido mucho más
intimidantes si el grandullón no hubiera estado absorto en su estudio de la
ciudad, realzada en tonos rosas y dorados a la luz del amanecer y trepando
risco tras risco hasta la colina de la Majestad del fondo. El anciano era obvio
que estaba mareado como un perro, pálido y con cara de sueño.
Claro que Torvald había viajado durante un tiempo en compañía de
alguien de quien podría afirmarse que era la figura más intimidante que
habían conocido esas tierras. Dejó caer su bolsa y se apoyó en el costado del
barco.
—¿No va a probar suerte? —le dijo al grandullón.
El hombre se volvió hacia él y Torvald suprimió un estremecimiento
cuando vio los ojos bestiales, los iris de forma extraña, y sintió el peso puro y
duro de su mirada. El tipo alzó una gruesa ceja.
—¿Cómo dices? —dijo con voz profunda.
Torvald se encontró con que se le había quedado la garganta seca de
repente.
—La ciudad…, siempre están ávidos de números nuevos.
—¿Números? —repitió el hombre con lentitud, endureciendo la voz.
—Ya sabe, doblar barrotes, romper cadenas…
Las dos cejas se alzaron cuando el tipo empezó a caer en la cuenta y
relajó la espalda.
—Ah. No. —Esbozó una pequeña sonrisa de nostalgia—. Hace ya unos
cuantos años que no tengo que hacer nada de eso.
Por alguna razón Torvald sintió un alivio inmenso.
—Lo siento, pensé…
El hombre levantó una mano nudosa para detener cualquier otra
explicación.
—Lo entiendo. —Los ojos fieros miraron a Torvald de arriba abajo—.
¿Qué estás haciendo en una bañera como esta?
Lo que yo decía. Torvald se encogió de hombros con gesto indiferente.
—El primer barco que zarpaba.
—Y lejos de ser el más rápido —añadió el hombre con voz profunda.
Unas sospechas informes se retorcieron de nuevo en el estómago de
Torvald, echó un vistazo y vio a los dos guardianes, que, con una gran
sonrisa, se despedían de él con movimientos perezosos de la mano.
¡Maldito sea el legado, por todos los dioses!
La pasarela se izó a tirones y los peones del embarcadero desataron las
maromas y las tiraron. Dos de los marineros empujaron con pértigas mientras
otros izaban la vela latina. La colección de animales chilló y evacuó de
nuevo.
Torvald se dejó caer contra el costado y apoyó los brazos en las rodillas.
Por el amor de Ascua. ¿Me acabo de vender a un barco botijero que va a
ninguna parte a cambio de un certificado brillante y un título pomposo y
vacío? Se llevó las manos a la cabeza.
Lim acaba de deshacerse de un concejal nuevo y molesto.
—¿Por amor o por dinero? —pio una vocecita chillona y temblorosa.
Torvald alzó la cabeza y vio al anciano rhivi estudiándolo desde el otro
lado del corpachón de su compañero.
—¿Disculpe…?
—Sus razones para viajar, si quiere hablar de ellas. En mi experiencia, un
hombre solo viaja por dos razones. Un marido poderoso o una deuda
poderosa.
Torvald lanzó una carcajada burlona.
—No. Nada tan romántico. Un simple rival político poderoso, de los de
toda la vida.
El hombretón lo miró de soslayo, los ojos entrecerrados.
—¿En serio? —dijo con voz profunda.

El arroyo perezoso cargado de sedimentos que se internaba en el lago Azur,


en Dhavran, apenas merecía un nombre. Algunos lo llamaban el Rojo, otros
el Turbio. En cualquier caso, era una especie de barrera. A lo largo de los
años se había construido un paso con piedras y basura coronado por un
sencillo puente de troncos tendidos compactados con tierra. El puño K’ess
examinó el canal repleto de barro y le pareció el cruce más patético que había
visto jamás.
—¿Montamos la defensa aquí? —preguntó la capitán Fal-ej. Su tono
dejaba más que claro su desencanto.
K’ess se colocó bien a horcajadas sobre su montura. Llevaba demasiado
tiempo sin montar y tenía los muslos en carne viva. Examinó las tropas que
marchaban hacia la pequeña calzada. No son suficientes para oponer
resistencia. ¿Y Dhavran? Esta colección de chozas de barro y madera no
puede presumir ni de una sola posición defendible.
Tomó unos sorbos de agua de un cuero que le colgaba de la silla y luego
se chupó los dientes. Al principio se había planteado dirigirse al oeste y
adentrarse en las montañas moranthianas para esperar allí. Pero entonces
había llegado un jinete del contingente del capitán Goyan: ellos continuaban
avanzando. ¿Y por qué? Había llegado recado del Quinto. La puño Steppen
se trasladaba al norte. Punto de encuentro al sur de Dhavran.
Pues muy bien. Juntos quizá llegaran a reunir cerca de diez mil. Todos los
soldados malazanos que quedaban al sur de Gato. Lo suficiente para que él
pudiera relajar las nalgas apretadas por los nervios por lo menos un momento
o dos.
Pero antes de que pudiera permitirse ese único momento de relajación
llegaron informes de exploradores barghastianos leales que se encontraban en
las estribaciones orientales de la cordillera Tahlyn: una gran fuerza se movía
hacia el oeste. Nativos rhivi, al parecer. A unos tres días de distancia y
moviéndose mucho más rápido que ellos.
Era una carrera que sabía que no iba a ganar. De ahí la esperanza de
contener el cruce allí, en Dhavran. Y de ahí su decepción.
Se irguió en los estribos y se colocó bien los cueros sudados bajo las
faldas de cota de malla. Miró a Fal-ej mientras ella observaba la marcha de
las tropas. La mujer había colgado el yelmo del pomo de la silla y se había
envuelto la cabeza con un pañuelo al estilo de su tierra natal, Siete Ciudades.
Una mujer atractiva. Inteligente, la muy puñetera. Pero un tanto cortante. Él
sabía que algunos oficiales la consideraban altiva. Pero no él. Y buenas
caderas que tenía, anchas. Perfectas para parir varones, como habría dicho su
madre. Una mujer como esa debería tener alguien a quien abrazarse.
—¿Señor? —dijo la oficial. Su mirada se había posado en él,
interrogante.
El puño se aclaró la garganta.
—Seguimos adelante. A paso ligero. Este sitio es penoso.
La mujer asintió con gesto brusco, aliviada.
—Sí, puño.
K’ess pellizcó los guanteletes que sostenía en una mano.
—Fal-ej… —empezó.
—¿Sí, puño? —se apresuró a responder ella.
El puño se golpeó el muslo blindado con los guanteletes.
—Nada. No tiene importancia. —Señaló el arroyo—. Que los zapadores
se ocupen de esa especie de puente destartalado. Lo último que nos hacía
falta es que se derrumbara bajo nosotros.
Fal-ej hizo un saludo militar y azuzó su montura con las rodillas.
—Sí, puño.
La observó irse y frunció el ceño para sí. Ahora no es el momento…, no
con una horda de rhivi viniéndosenos encima. Suspiró.

La capitán Fal-ej hizo bajar su montura por el enorme canal del arroyo con
más fiereza de lo que pretendía. Recuerda tus prioridades, mujer, se riñó. Por
los Siete Dioses Falsos, ¿se puede saber qué te pasa? Andas por ahí como
una yegua en celo. A ese hombre debe de resultarle ofensivo.
Se detuvo junto a un piquete del puente.
—¿Dónde están los puñeteros saboteadores, soldado? —preguntó.
El hombre hizo el saludo militar dos veces, solo por si acaso. Señaló con
gesto vago hacia el arroyo.
—Creo que los vi yéndose por allí, capitán, señor…
Fal-ej dio un tirón a las riendas y azuzó a su montura con las rodillas.
¡Tiene la responsabilidad de cada soldado sobre los hombros, mujer! No va
a dejar que lo distraigan, ¡y menos una figura como la tuya! Callos en las
mejillas por el yelmo. El hedor a sudor que no te deja jamás. ¡Brazos como
los de un herrero!
Llegó a la cima de un arenal cubierto de hierba y vio a la dotación
agachada alrededor de una hoguera, peces destripados clavados en palos y
puestos sobre las llamas. Bajó al trote hacia el arroyo y se detuvo en seco, los
cascos del animal los cubrieron a todos de barro.
—¿Qué es esto?
La sargento de marines, una mujer grande y gorda, se limitó a levantar los
ojos con expresión impasible.
—Solo tomando un bocao, capitán.
—Se les ordenó que vigilaran el puente.
—Ese puente no es na, capitán. No hay na que romper. Solo troncos
grandes de toa la vida.
Fal-ej los miró con furia desde el caballo.
—Bueno, ¡es igual, quédense en él! Algo podría ceder.
La sargento se frotó un gran lunar negro que tenía en una mejilla y lo
pensó.
—¿Por ejemplo…?
Fal-ej sacudió los brazos en el aire.
—¿Cómo quiere que lo sepa yo, en el nombre de Ehrlitan? ¡Yo no soy
ingeniera! ¡Y ahora vayan de una vez!
La sargento asintió con el ceño fruncido y le hizo un gesto a un soldado.
—Blanco, llévate a tu equipo.
—Eh, venga, sargento. El pescao ya ta casi listo.
La voz de la sargento adoptó un matiz seco.
—En marcha… ahora.
—¡Está bien! —El hombre se irguió, se limpió la tierra de los pantalones
de cuero sin curar y le indicó a su equipo que se levantara. La sargento se
volvió hacia la capitán, alzó una ceja y saludó.
Fal-ej respondió al saludo y le dio la vuelta a su montura de un tirón.
—Gracias, sargento. —Y se alejó levantando más barro con los cascos.

—¿Qué se le ha metido a esa bajo la silla? —murmuró un soldado—. Bruja


rigorista.
—Na —dijo la sargento mientras veía irse a la otra mujer con una mano
protegiéndose los ojos—. Na que un buen polvo no cure.
—¡Sargento! —se quejó un soldado—. ¿Tiene que decirlo así?
—Esa es su respuesta para todo —replicó otro.
La sargento se volvió y se frotó las manos.
—Pues sí; una pena que ningunos de vosotros, desgraciaos, esté a la
altura.
—Eh, no empiece otra vez con los puñeteros moranthianos. No nos
creemos ninguna de esas historias.
—Y ahora no os pongáis a matar a todo el mundo, ¿estamos? —rezongó
Yusek por encima del hombro mientras subían como podían por la estrecha
pista de montaña.
—Exageras —respondió Sall con tono tranquilo.
—¡No, no exagero, joder! ¡Alguien levanta un cucharón hacia vosotros y
entre los dos masacráis a doscientos! Intentad mostrar un poco de respeto.
Esto es una especie de monasterio o algo así.
—Si están desarmados, no tienen nada que temer de nosotros.
La chica lanzó un bufido de desprecio. Hizo una pausa y miró más abajo,
al lejano Lo, que subía tras ellos. ¡Ni señal de sudor o esfuerzo en ninguno de
los dos! Ni siquiera les costaba respirar. Yusek, por su parte, tenía mareos y
náuseas por culpa de la altura. Dioses, jamás había estado tan alto. Dicen
que el aire es venenoso aquí arriba. Te mata igual que una puñalada en el
corazón.
Tragó saliva para humedecer la garganta irritada y miró adelante, a los
muros del monasterio, hechos con adoquines apilados. Unas banderolas de
oración raídas aleteaban bajo el viento frío. Se veían aquí y allá jirones
blancos de humo de alguna hoguera. Sobre ellos, un cielo azul despejado, de
un brillo doloroso, cubría el mundo. Hermoso, a su manera, si no fuera por la
leve mancha verde que cruzaba la bóveda: «La cimitarra de la venganza de
un dios» era como algunos llamaban a ese estandarte.
Un monje, acólito o como se prefiera llamarlo, los recibió en el arco de
piedra que formaba la entrada al complejo. A Yusek la figura delgada de
cabeza afeitada le pareció un chico hasta que habló y reveló su verdadero
sexo.
—Entrad, por favor, al adytum. Ofrecemos comida, refugio y paz para
meditar a todos lo que quieren entrar.
—¿Adytum? —repitió Yusek—. ¿Es así como se llama este sitio?
—El adytum es un lugar. El lugar más sagrado. El santuario interior
donde se venera nuestra fe.
—¿Qué fe es esa?
—Dessembrae. —Y la mujer hizo un gesto a un lado para invitarlos a
entrar. Tampoco parpadeó siquiera ante los dos seguleh enmascarados.
Yusek instó a Sall a pasar.
—¿Y bien? ¡Venga!
El joven parecía casi avergonzado por su vacilación.
—Hay un momento adecuado para todo —le dijo a Yusek en un aparte;
luego, a la acólita—: Gracias. Querríamos descansar. Y cualquier alimento
caliente del que podáis prescindir sería de agradecer.
La acólita los acompañó a una sencilla choza de adoquines apilados, casi
como una celda. Ya ardía un fuego en su pequeño lar central. El humo subía
flotando hasta un agujero en el techo. Una olla negra de hierro se calentaba
sobre las llamas bajas. La joven acólita, no mayor que yo, reflexionó Yusek,
con su camisa suelta sobre pantalones de tela sencilla y los pies descalzos, se
detuvo en el umbral.
—¿Preferirías un alojamiento separado? —le preguntó a Yusek, que
asintió—. Por aquí.
La choza que le mostró a Yusek no era diferente de la otra.
—Escucha —le dijo Yusek bajando la voz—, esos dos son seguleh.
—He oído hablar de ellos.
—Sí. Bueno, pues están aquí para matar a alguien. Tienes que advertirle,
dile que se largue de aquí.
—¿Han venido a matar a alguien? Eso lo dudo mucho.
Yusek se encontró apretando los dientes.
—No lo entiendes…
La joven alzó una mano.
—Tu interés te honra. Pero no hay que preocuparse. Al hombre del que
hablas no le interesan esos desafíos. Se irán con las manos vacías.
A Yusek le apetecía coger a la chica por los hombros y sacudirla.
¡Pequeña idiota! ¡No tienes ni idea de a lo que te enfrentas aquí! Pero la
chica la estudió con calma, impasible, y algo en aquella mirada serena
inquietó a Yusek. Como si estuviera mirando a través de mí…, como si yo
fuera un fantasma o algo así.
La chica se inclinó.
—Si eso es todo.
—Sí…, supongo.
La chica se retiró. Yusek se sentó en el catre y desenrolló el ajuar de
gruesas mantas tejidas que les habían proporcionado para defenderse del frío.
La verdad era que estaba agotada, cosa que la sorprendió. Apenas un día de
viaje desde el último campamento, ella helándose el culo, quejándose todo el
rato, y esos dos manteniendo ese silencio exasperante, ni siquiera le decían
que cerrara la puñetera boca del Abismo.
Se echó y se tapó los ojos con un brazo. Bueno, se había librado de ellos.
Los había llevado hasta el monasterio y su obligación había acabado. Se
largaría al día siguiente y dejaría atrás esos patéticos yermos vacíos. Quizá
pondría rumbo al norte, a Mengal. Quién lo sabía, quizá tomara un barco
hacia alguna tierra rica y lejana como Quon Tali o Siete Ciudades.
Se quedó dormida soñando con eso. Con irse de allí, muy, muy lejos.

Cuando se despertó de repente la luz que entraba por las contraventanas que
cubrían la única ventanita estaba teñida del rosado del amanecer. Por lo
general ella nunca se despertaba tan temprano, pero por lo general tampoco
se quedaba nunca dormida por la tarde. Estiró con un gemido los miembros
congelados y después se arrodilló ante el lar para intentar insuflar un poco de
vida al fuego. Tras una taza de té caliente se sintió lo bastante viva como para
salir.
Cuando abrió la puerta lo primero que le sorprendió fue el silencio. Se
había acostumbrado al bosque con su constante ruido de fondo del viento
entre las ramas, los troncos crujiendo al doblarse. Allí solo se oía el gemido
bajo del viento sobre la piedra, el estallido tenue de las banderolas de oración.
Se encontró casi intentando suavizar el ruido de sus mocasines sobre las losas
de piedra. Casi. Después se desprendió del hechizo y fue en busca de algo
que comer.
Para disgusto suyo se encontró a todo el mundo levantado ya. Pero ¿qué
le pasa a esta gente para levantarse tan temprano? Un grupo de monjes, o
sacerdotes, había salido a un campo central de arena y entretejían una especie
de ejercicio o movimientos devocionales. Yusek los observó durante un rato:
la práctica contenía una especie de belleza fluida. Era casi hipnótica. Pero ella
tenía hambre, así que les dio la espalda y se fue en busca de alguien a quien
pedir indicaciones que la llevaran a una cocina o una cantina.
Más tarde, mientras masticaba una torta caliente de pan, volvió a
acercarse al campo abierto central y vio a Sall y Lo observando a los monjes,
que estaban ocupados en una especie de entrenamiento físico por parejas en
el que se lanzaban y caían.
Ajá, pensó Yusek. Esto está mejor. Se acercó a Sall.
—¿Vas a hablar conmigo? ¿O ahora no soy nadie?
De pie, con los brazos cruzados, el joven no desvió la mirada de los
monjes.
—Hablaré contigo… de momento.
—Bueno, ya es algo, supongo. ¿Y ahora qué? ¿Qué haréis ahora?
—Desafiará al… hombre de aquí.
Yusek asintió con gesto exagerado. Ella también observó a los monjes.
—¿Y cuál es?
Un suspiro pesado alzó los hombros de Sall.
—Ese es el problema. No quiere identificarse. Ni quiere hacerlo nadie
más. —Su voz adoptó un matiz casi perplejo—. Se limitan a no hacernos
ningún caso.
Yusek se atragantó con el pan. Tragó saliva y consiguió pasar el trozo,
después le entró un ataque de risa que fue incapaz de detener. Se inclinó
hacia delante y apoyó las manos en las rodillas para recuperar el aliento. Se
irguió y se limpió las mejillas. Sall la miraba desde detrás de la máscara, una
expresión incómoda en sus oscuros ojos castaños. Yusek respiró hondo para
tranquilizarse.
—Ay. Bueno…, ¿qué se siente cuando te toca a ti?
El muchacho tuvo la elegancia de bajar la mirada. Una vez más un gran
suspiro le alzó el pecho tras los brazos cruzados.
—Es de lo más… frustrante —admitió.
—Pues sí —dijo Yusek con tono satisfecho.
El joven volvió a observar a los monjes llevar a cabo su régimen de
ejercicios y adiestramiento. Yusek se sentó en el bordillo de piedra que
rodeaba el campo de prácticas. Necesito raciones para cinco días para
empezar. Me pregunto si hay algo de carne seca en esta despensa. Supongo
que no. Esta panda no parece de los que cazan.
Y volvería a estar sola. Objetivo para cualquier gilipollas que creyera que
le podía retorcer el brazo…
Se le ocurrió que quizá no debería tener tantísima prisa por marcharse.
Sall se irguió entonces y Yusek alzó la vista. Los monjes estaban sacando
unos palos: espadas de madera. Oh-oh. Las cosas se están poniendo
interesantes.
Los monjes se emparejaron, una espada de práctica por pareja, atacante y
defensor. Mientras Yusek miraba, los espadachines cortaban y pinchaban y
los defensores los arrojaban como si fueran muñecas, o los ponían de rodillas
con el brazo de la espada retorcido.
¡Ridículo! Cualquier espadachín de verdad haría pedazos a un hombre o
una mujer desarmados. Sall debe de estar partiéndose de risa por lo bajo… o
gimoteando.
Le lanzó una mirada y lo vio volver el rostro enmascarado hacia Lo. Algo
imperceptible para ella pasó entre ellos y el muchacho se desabrochó el
manto. Lo dejó en las losas de piedra, colocó la espada envainada encima de
la tela y salió a las arenas. Yusek cambió de posición para mirar a Lo y se
llevó un susto cuando lo encontró a su lado. Le dio escalofríos pensar cómo
lo había hecho.
Todos los monjes detuvieron sus ejercicios para mirar a Sall, que se
acercaba al par más cercano. El joven se inclinó y estiró una mano para que le
dieran la espada de madera. El acólito se volvió para mirar al monje que
lideraba la práctica, una mujer pequeña y fibrosa. Esta asintió y el acólito le
pasó la espada al seguleh.
Sall se enfrentó a su compañero. Se inclinó y luego se puso en guardia, el
pie izquierdo cambiando de postura tras él. Yusek se levantó. El acólito,
incluso más joven que Sall, levantó las manos entre los dos, una sobre la otra,
los codos doblados.
Sall golpeó entonces, pero no como Yusek había visto antes. Con lentitud
y suavidad bajó la hoja de madera en un corte desde arriba que hizo con un
movimiento exagerado. El joven se movió hacia dentro bajo el corte, y se las
ingenió para enganchar los brazos de Sall, se dobló y tiró del espadachín, al
que lanzó por encima de su hombro y dejó caer al suelo. Pero Sall rodó con
facilidad y se levantó una vez más.
Los dos se enfrentaron de nuevo. Esa vez Sall lanzó una cuchillada
horizontal. El joven se apartó de lado, cogió el brazo del seguleh y de algún
modo logró llevarlo en un giro de baile del que luego se liberó para mandar al
espadachín volando por la arena. La actuación habría parecido hasta risible en
su falsedad si Yusek no hubiera sabido que Sall no estaba cooperando en
absoluto. A continuación, Sall imitó una lenta estocada a dos manos. El joven
se apartó del movimiento y consiguió empujar a Sall para mandarlo dando
tumbos a un lado.
Lo permanecía en silencio junto a Yusek.
Sall se levantó y se limpió el polvo de los hombros. Se inclinó otra vez y
los dos se emparejaron una vez más. Esa vez el seguleh alzó la espada por
encima de la cabeza con la hoja en vertical. La sostuvo allí un momento,
inmóvil, luego la bajó en un golpe lento y angulado. El joven una vez más se
acercó, pero Sall se ladeó y subió la espada para hacer otra pasada. El joven
siguió el movimiento y los dos empezaron a dibujar un círculo cada vez más
rápido, la espada arqueándose y los brazos del joven retorciéndose como si
intentaran atrapar los de su oponente. Los monjes más cercanos retrocedieron
a toda prisa para apartarse del asalto que iba girando, en apariencia, fuera de
control.
El silencio era lo más espeluznante de todo para Yusek. Lo único que oía
eran los golpes secos, el aleteo de las mangas del monje y el siseo de la
espada de madera. Ninguno de los dos hombres jadeaba, gritaba o gruñía.
Incluso los pies cambiaban de posición sin ruido sobre las arenas. Al
principio ella había creído que aquello era una especie de duelo, pero luego
vio que era más bien un asalto de entrenamiento, el intercambio de
movimientos y contraataques conocidos, cada uno más rápido que el anterior,
cada uno poniendo a prueba al otro.
Al final, tras una señal o acuerdo entre los dos, se apartaron con un giro y
se enfrentaron otra vez.
Por asombroso que fuera, ninguno traicionaba la menor señal de esfuerzo.
Ninguno de los dos torsos se alzaba más que antes; ninguno hacía ruido
alguno al respirar.
Los dos se inclinaron. Sall avanzó un paso, la hoja sostenida baja a su
lado, la pierna derecha atrás. El monje imitó la postura. Sall se metió con un
movimiento rápido la espada por el cinturón y miró al joven con las manos a
los lados.
Los grandes ojos castaños del joven se volvieron hacia la mujer que
llevaba la práctica, esta volvió a asentir con un ligero movimiento. El joven
alzó las manos otra vez, listo.
Esa vez, cuando Sall se movió, Yusek se lo perdió. Y también su
oponente. En un momento dado Sall se encontraba con las manos a los lados,
vacías. Al siguiente sostenía la espada con una mano contra el cuello del
joven.
A Lo se le escapó un gruñido bajo.
Los ojos del joven acólito se hicieron enormes y tras tomarse un
momento para digerir lo que acababa de pasar, se inclinó ante Sall.
Así termina la lección.
Pero al parecer no. Pues la mujer que había estado dirigiendo la práctica
se acercó a Sall. Se inclinó e hizo un gesto inconfundible que indicaba
«prueba conmigo».
La mujer, observó Yusek con interés, no era más alta ni pesada que ella.
Llevaba el pelo corto y los brazos desnudos eran extraordinariamente
delgados y musculosos. La máscara de Sall se volvió hacia Lo, que, con los
brazos cruzados, dio un pequeño papirotazo con una mano. Sall se inclinó
ante la mujer para aceptar.
Los dos se enfrentaron. Sall metió la espada de madera por el cinturón
una vez más. La mujer se puso en guardia, la postura idéntica a la de su
estudiante. Los acólitos se quedaron inmóviles, en silencio, y aquella
intensidad atenta le recordó a Yusek a los propios seguleh.
Sall cambió de postura unas cuantas veces en la arena los pies embutidos
en sandalias, como si no estuviera satisfecho con su postura, después se
quedó quieto. Esa vez Yusek casi lo captó. En un momento dado Sall estaba
inmóvil. Al siguiente, iba por los aires describiendo un arco por encima de la
espalda de la mujer, que estaba girando y que lo había arrojado por las alturas
para que aterrizara con un gran estallido de arena.
Sall se levantó de un salto, la espada todavía en la mano, y para Yusek
cada línea de su cuerpo gritaba su absoluto asombro.
Un siseo escapó entre los dientes apretados de Lo y el hombre se alejó de
repente.
Yusek miró a Sall; el rostro enmascarado del joven seguleh siguió la
retirada de Lo y luego cayó. A Yusek no le hacía falta ver su expresión para
reconocer la vergüenza aplastante que le encorvaba la postura. Se inclinó,
devolvió la espada y se alejó en dirección contraria. Yusek lo siguió.

Lo encontró sentado en un saliente al borde del risco que ocupaba el


monasterio. A sus pies, la montaña bajaba miles de metros y se perdía en un
vacío cubierto de bruma. Yusek se sentó a su lado. El viento helado, cortante,
los golpeaba a los dos. El manto de Yusek daba golpes secos.
No estaba acostumbrada a unas alturas tan mareantes y un vértigo
enfermizo se apoderó de ella, que se aferró a la piedra en la que se había
sentado.
—No fue tan mal, ¿no? —sugirió ella para intentar quitarle importancia a
las cosas.
Tras un rato el joven seguleh dejó escapar un suspiro largo y dolorido.
—Tú no lo entiendes, Yusek.
—Prueba.
—Perdí. He avergonzado a Lo. Ya no se me puede considerar entre los
agatii.
—¿Los agatii?
—Los Honorables Mil. Los guerreros elegidos de los seguleh.
—¿Y? ¿Es que tienes que devolver la máscara o algo así?
Al menos el joven bufó con una pequeña carcajada.
—No. Pero… tendré que volver a pintarla.
—Bueno, ¿y qué? Es decir, no es como si hubiera sido deliberado, o un
crimen o algo así.
El muchacho suspiró, su aliento casi se quebró por la emoción contenida.
—Tú no lo entiendes, Yusek. ¡Lo es el octavo! Se sienta con Jan entre los
diez que gobiernan, los eldrii. —Apretó las manos y se las llevó al lugar
donde la máscara se curvaba para exponer la boca—. Pero hay otra cosa…, es
mi padre.
Yusek se lo quedó mirando sin saber qué decir. Por todos los dioses…,
pobre chico. ¡Menuda carga! Es una puta crueldad, eso es lo que es.
Eligió una piedra pequeña y la tiró por el borde. Observó el descenso
nauseabundo durante un instante y luego apartó la mirada, la garganta le
ardía. Tragó un hilo de amarga bilis.
—Escucha, Sall, qué más da que una mujer te venciera en un asalto. ¿¡A
quién coño le importa!? ¡Venga ya, ni siquiera estaba armada!
El muchacho se volvió para estudiarla de frente a través de la máscara.
Sus ojos castaños parecían incluso más doloridos.
—Exacto, Yusek. Ni siquiera estaba armada.
—Bueno, ¿y qué? No es para tanto. No era de verdad. Lo que pasa es que
no estabas preparado, ¿no? —Le dio un empujoncito en el hombro—. Una
buena lección, ¿a que sí? Escucha. Estuve pensando. Cuando me vaya, quiero
ser capaz de manejarme mejor, ¿no quieres enseñarme unos cuantos
movimientos? —Le dio otro empujoncito—. ¿Eh? ¿Qué dices?
Si acaso, la cabeza enmascarada se hundió todavía más.
—No soy digno de enseñarle nada a nadie, Yusek. Pídeselo a esa mujer.
—Bueno, te lo estoy pidiendo a ti. Venga. Tú sabes más que yo, ¿no?
—No sería apropiado…
—Eso da igual. Solo lo básico, ¿eh?
—Ahora mismo no.
—Na… ¿Mañana, sí?
El joven dejó escapar otro suspiro de sufrimiento.
—Mañana, entonces.
—Sí. De acuerdo. Mañana. —Yusek se levantó, se sacudió el polvo del
trasero y lo dejó allí solo un rato. Pobre malnacido. Es obvio que cree que
como su padre no hay otro. ¡Y pensar que ella había viajado con ellos todos
esos días y no había sospechado siquiera que eran padre e hijo! Qué gente
más extraña.
Personalmente, Krute de Talient no quería cumplir con otro encargo de ese
cliente concreto, pero la comunicación se había filtrado a través de los
canales habituales, lo que garantizaba que lo sabían suficientes miembros del
gremio como para hacer imposible que se limitara a fingir que no se había
enterado. Por supuesto, como maestro de la Congregación del distrito
Gadrobi él tenía cierta influencia sobre los contratos que se aceptaban, pero
era un maestro fugaz el que descuidaba la verdad fundamental que decía que,
al final, allí lo único que importaba era el tesoro.
Y así, llegada la medianoche, se encontró atravesando con mucha cautela
los patios vacíos de Vendedores de Hierro Eldran, el silencio era
espeluznante. Era una sensación antinatural; que él recordase, las forjas jamás
habían parado. El legado, sin embargo, se había llevado toda la mano de obra
a sus proyectos de la ciudad, lo que había dejado a Humilde Medida sin nadie
para llevar las forjas, los hornos y la mina.
Todo deliberado y calculado, por supuesto, cuando una especie de guerra
no declarada había estallado entre los dos: el triunfador y protegido político y
su antiguo patrocinador y mecenas. Y esa clase de pelea siempre generaba las
venganzas más crueles y empecinadas. Sus botas hicieron ruido sobre la
gravilla esparcida cuando miró a su alrededor, a los cobertizos oscuros y los
hornos silenciosos; se le ocurrió a Krute que sus reservas quizá fueran en
vano; la riqueza legendaria de aquel hombre tenía que estar agotada a esas
alturas, seguro. Era imposible que aquel individuo pudiera ofrecer lo
suficiente para tentar al gremio de nuevo. De hecho, a él no le sorprendería
demasiado doblar una esquina en uno de esos almacenes cavernosos y
encontrarse al tipo colgado de una viga.
Pero no se topó con una solución tan fácil cuando empujó una gran puerta
con aspecto de losa y entró en un silencioso cobertizo de fundición. El sabor
acre a humo todavía se aferraba a todo y tuvo la extraña sensación de que
todavía podía sentir un calor residual filtrándose de los grandes hornos.
Unos pasos que no se intentaban ocultar resonaron en la parte delantera
del cobertizo y Krute se volvió y vio al propietario, Humilde Medida, en
persona en la puerta. El cierre de sus talleres era obvio que no le había
sentado muy bien. Tenía el pelo enmarañado y el hollín le manchaba la cara.
El negro del hollín hacía destacar el blanco de los ojos con un fulgor
brillante, casi enfebrecido. La ropa también la llevaba desaliñada, rota y
ennegrecida por el hollín. Era como si el hombre estuviera intentando la tarea
imposible, y, con franqueza, absurda, de mantener los talleres en
funcionamiento él solo.
Krute inclinó la cabeza a modo de saludo.
—Humilde Medida.
—Maestro de la Congregación. Estaba empezando a sospechar que el
gremio había perdido su toque.
—El que tenga los dineros, obtiene nuestros filos —comentó Krute, que
se felicitó por ese recordatorio mordaz.
—Por supuesto. Así es como debería ser. —El hombre sacó un trapo de
un bolsillo de la camisa y se limpió las manos. Krute observó con inquietud
creciente que el trapo estaba tan ennegrecido como las manos de su dueño.
Humilde le hizo un gesto para que se adelantara—. Por aquí, maestro. —
Mientras caminaban, el vendedor de hierro iba hablando—. Yo creo que
ustedes, los asesinos, representan el intercambio comercial reducido a su
forma más pura. ¿Qué dice usted, maestro?
Krute se encogió de hombros.
—No lo he pensado mucho, en realidad. —Tú sigue farfullando, hombre.
La verdad es que a mí no me interesan las locuras que tengas que decir.
—A ustedes no les importa a quién matan, ni cuáles son los propósitos
ocultos ni las consecuencias. A ustedes les pagan un dinero por hacer algo, y
ustedes lo hacen. Casi como una prostituta, ¿no?
Krute frunció el ceño y miró al hombre de soslayo.
—¿Adónde quiere ir a parar?
—Quiero decir que las cuestiones de moralidad o ética, honor o
principios, todo eso es irrelevante, ¿no?
Krute encorvó los hombros.
—No todos los principios…
El hombre le dedicó una repentina sonrisa brillante que destacó contra la
cara sucia.
—Por supuesto. El principio de la avaricia y el beneficio propio continúa
siendo fundamental. Sin ningún tipo de inhibición, de hecho.
Llevó a Krute a una mansión desmoronada y abrió de un empujón la
puerta principal.
—Déjeme ofrecerle un ejemplo, si me lo permite. —En la parte de atrás
de la casa el vendedor de hierro abrió con una llave una trampilla que reveló
unos escalones de piedra que bajaban—. Digamos que existe una ciudad que
ocupa unas tierras bajas pantanosas. Los habitantes de este centro urbano
sufren la maldición de una enfermedad debilitante transmitida por moscas
que se multiplican como…, bueno, como moscas, en las ciénagas. Bien,
supongamos que un hombre erudito estudia la situación y propone una
medida para atajar dicha maldición: trasladar la ciudad a las colinas cercanas
donde los fuertes vientos mantendrán las moscas a raya.
Llegaron a un sótano de paredes de piedra. Allí Humilde encendió un
farol y encabezó la marcha hasta un portal arqueado sellado por una verja de
barrotes de hierro, que abrió también con una llave.
—Una excavación que se hizo aquí para construir una bodega reveló
mucho más —explicó mientras señalaba un agujero en el suelo donde una
escala continuaba bajando—. Bien, a los líderes de esta bella pero maldita
ciudad, terratenientes todos ellos, como es natural los horrorizó la idea de que
toda su propiedad quedara sin ningún valor, así que contrataron a asesinos
locales para poner fin a sugerencias tan poco deseables.
Al llegar al final de la escala, Krute quedó asombrado al verse en un
pasillo de ladrillo ribeteado de nichos.
—Catacumbas de enterramiento —le dijo Humilde inclinándose sobre él
—. Datan de hace miles de años. —Hizo un gesto para continuar—. Por aquí,
si tiene la bondad. Estos asesinos, en fin, todos gente de la zona, eran ellos
mismos víctimas de esa enfermedad debilitante, con ojos lechosos y
miembros atrofiados. Y todos habían perdido hermanas, hermanos y padres
por culpa de las fiebres. Pero, y aquí es donde el cuento demuestra la
perversidad de la humanidad, aceptaron el contrato para matar a ese erudito.
—El vendedor de hierro se volvió hacia Krute—. ¿No es eso, bueno, triste de
lo predecible que es?
El asesino se frotó la mandíbula con el dorso de una mano. ¿Es que este
hombre no se va a callar?
—A mí me parecen aguas demasiado profundas para mí, señor.
—¿Ah, sí? —preguntó el hombre, los ojos brillantes en la penumbra.
Luego se encogió de hombros—. Es posible. —Agitó una mano—. Bueno, en
cualquier caso, solo diez años después la ciudad era un campo abandonado de
ruinas infestadas de fiebres.
—¿Y con eso quiere decir?
—¡Ah! —Humilde se puso de rodillas y empezó a quitar ladrillos del
muro. Poco a poco, ladrillo a ladrillo, se reveló una pequeña abertura. Invitó a
Krute a deslizarse dentro. Por un momento Krute se preguntó si el tipo
pretendía matarlo, enterrarlo vivo o algo parecido. Pero sabía que el gremio
vengaría su muerte y también sabía que Humilde era consciente de ello. No
obstante, decidió que eran precisas ciertas precauciones, así que le hizo un
gesto a Humilde para que se adelantara él.
—Después de usted.
Un encogimiento de hombros.
—Si lo desea.
En el interior, la oscuridad insinuaba una habitación mayor, quizá una
cámara de enterramiento. Humilde se metió poco a poco, empujando el farol
por delante. Krute lo siguió. Lo que vio le quitó el aliento. Un mar de oro
reflejaba la llama ya dorada. Pilas de lingotes colocados en filas atestaban la
tumba. Una fortuna muchísimo más ingente que todo lo que había imaginado
Krute.
—Fundido por mí mismo y unos cuantos ayudantes de confianza en los
propios talleres que tenemos encima —murmuró Humilde con un toque de
orgullo—. Todo esto es suyo si cumpliera con éxito el contrato.
—¿Y ese contrato? —preguntó Krute, distraído. No apartaba la mirada de
los lingotes apilados con tanta pulcritud. Harían falta veinte hombres
trabajando todo un día para mover esta montaña…
—El contrato, y lo que quiero en realidad, es la cabeza del legado.
Incluso si sus mejoras o planes para la ciudad están de algún modo en
consonancia con los míos, no son lo que yo planeé y por tanto quiero su
cabeza.
El asentimiento de Krute fue un acuerdo aceptado con lentitud y
deliberación. Afán de venganza. Siempre se puede contar con eso. Se puede
afirmar que es de lo que se nutre el gremio. Pensó en Vorcan, que era de las
que respaldaban al legado. Seguro que tiene intención de recuperar el
gremio…, ¡y aquí sí que van a caer muchos!
—Ese hombre tiene aliados poderosos…
—De ahí el asombroso precio.
Krute se frotó el rastrojo de la mejilla una vez más y tragó saliva.
—Hablando en nombre del gremio, ferretero, estamos de acuerdo en
intentarlo otra vez. Pero llevará un tiempo prepararlo.
—Entiendo. Tiempo tienen. Esta cámara permanecerá sellada hasta que lo
consigan. Y si los dos muriésemos en lo venidero, permanecerá sellada para
siempre.
—Tenemos un acuerdo entonces, Humilde Medida.

En un tejado al otro lado de la amplia avenida que tenían delante las puertas
principales de Vendedores de Hierro Eldra, Rallick Nom estaba echado con la
barbilla apoyada en un puño y la ballesta acunada en un codo. Había
observado a Krute entrando en los talleres cerrados y silenciosos y había
seguido vigilando hasta que, muchas horas después, el hombre volvió a salir.
Así que Humilde Medida no era un hombre que abandonase una tarea a
medio terminar. Rallick podía adivinar por la naturaleza del paso distraído y
pensativo de su viejo amigo que ya estaba haciendo planes y planteándose el
trabajo inminente.
¿Qué hacer? Ahora ya es demasiado tarde para matar al cliente. Ya se
ha llegado a un acuerdo. El gremio lo va a cumplir pase lo que pase. Es una
cuestión de reputación. Y yo estoy en medio. Tengo que encontrar un sitio
para pasar desapercibido; un sitio donde no venga nadie a buscar. Y solo se
me ocurre uno… Espero que no le importe tener invitados.
Rallick retrocedió de espaldas por el tejado de pizarra.

Un golpe en la puerta de su despacho sacó al embajador Aragan de sus


pensamientos; estaba ante la ventana, contemplando la ciudad. Había estado
reflexionando sobre la inquietante falta de noticias del norte, no era propio de
K’ess permanecer tanto tiempo sin ponerse en contacto. Y tampoco se había
sabido nada del sur, si a eso iba. Era muy raro, como si los acontecimientos
lejos de la ciudad fueran de algún modo irreales, o estuvieran suspendidos en
el tiempo. Una sensación extraña.
Se volvió al oír el golpe.
—¿Sí? —gruñó.
Un soldado, un miembro de su guardia personal, abrió la puerta.
—Problemas abajo, señor.
Cuando bajó, Aragan se encontró a un miembro de la guardia de la ciudad
ante la puerta abierta, el resto de su destacamento esperaba fuera. La guardia
del embajador se había alineado al final de las escaleras, en tensión, a la
espera de sus órdenes.
—Embajador Aragan —exclamó el oficial de la guardia de la ciudad—,
se lo emplaza a una audiencia con el legado.
Al menos este legado ha enviado una escolta de veinte… Si hubieran sido
menos habría sido un insulto.
—Pueden descansar, soldados —ordenó. Al pasar junto al sargento
murmuró—: Quédense hasta que yo regrese.
—Señor.
Aragan se detuvo ante el guardia e hizo un gesto para invitar al hombre a
salir.
—Después de usted.
La mirada del hombre se deslizó por el sólido frente de veteranos
malazanos y apretó los labios. Retrocedió y se hizo a un lado para permitir
salir a Aragan. El destacamento formó a ambos lados del embajador y el
oficial agitó una mano. Se alejaron con paso marcial, rumbo, como ya sabía
Aragan, a la colina de la Majestad.
Por el camino, lo único de interés que observó Aragan fue la cicatriz de
construcción reciente que estropeaba los terrenos de la cima de la colina. Se
había abierto una amplia zanja que se había vuelto a llenar. Atravesaba
calzadas de grava aplastada, setos ornamentales y arriates de plantas
perennes. Solo pudo vislumbrarla al pasar, pero le pareció que describía un
arco inmenso que iba rodeando los edificios. ¿Una especie de instalación de
defensa? ¿Pozos?
Después lo llevaron a toda prisa a través de los interminables salones de
piedra del complejo. Para su sorpresa y creciente incomodidad, no lo
escoltaron, como esperaba, directamente hasta el concejo. En su lugar lo
llevaron por unos pasillos más antiguos y llenos de polvo donde no se
encontraron con casi nadie, salvo con algún escribano de aspecto agobiado.
¿Lo iban a encarcelar? ¿Interrogar?
El pasaje llevaba a lo que reconoció, gracias a las reuniones formales,
como el Gran Salón, la más grande de las antiguas alas supervivientes del
Pabellón de la Majestad. Unos guardias empujaron una de las inmensas
puertas con paneles de cobre y bronce y se acompañó a Aragan al interior.
El largo salón estaba, en su mayor parte, vacío. La única luz entraba en
largos haces por unas aberturas que había en las alturas, donde el mármol
pálido de las paredes se encontraba con el techo arqueado. Un número escaso
de personas esperaba en el otro extremo, donde había un tipo sentado en un
gran asiento, o trono, hecho de bloques de piedra blanca: el legado. Tal y
como Aragan había oído rumorear, era cierto que al hombre le había dado por
llevar una máscara de oro. Sin embargo, unos cuantos miembros del séquito
reunido también lucían máscaras de oro, objetos finísimos que les rodeaban
los ojos y cubrían solo la parte superior de la cara.
La escolta detuvo a Aragan justo ante lo que suponía que debería
considerar un «trono». Se cruzó de brazos y esperó. Con el tiempo el legado
cesó su conversación en voz baja con un anciano, una figura más bien
discordante por sus viejas ropas raídas entre las galas relucientes y las
riquezas que desplegaba el séquito. Ese tipo se adelantó, encorvado, las
manos aferradas contra el pecho como si se abrazara a sí mismo.
—Embajador Aragan —empezó a decir, casi servil—. Yo hablo por el
legado.
Aragan hizo caso omiso de la ridícula figura y se dirigió al legado.
—Usted habla con el Imperio cuando habla conmigo… Debería mostrar
el respeto debido.
El anciano volvió la vista hacia el legado, como un perro con su dueño,
pensó Aragan.
—Los invasores, ladrones y asesinos no merecen ningún respeto —dijo el
anciano, y tragó saliva, como si le horrorizara lo que acababa de anunciar.
—Darujhistan estaba más que impaciente por cooperar con nosotros
cuando se trataba de aplastar a los painitas —comentó Aragan con tanta
sequedad como pudo dada su ira creciente.
—El interés propio nos guio a los dos en eso —dijo el anciano—. Bien,
ese mismo interés propio debería guiar a sus disminuidas fuerzas hasta el
norte de Gato en una retirada y abandono completo de las tierras del sur de
Genabackis.
—¿Es esa su exigencia?
—Tal es nuestra generosa oferta.
Aragan no pudo evitarlo, tuvo que preguntarlo alargando las palabras.
—¿O qué?
La figura del trono dio un papirotazo perezoso a la mano.
—O serán aniquiladas —dijo el anciano, la incredulidad teñía su voz
ronca.
Varios de los allí reunidos sisearon con inquietud ante ese anuncio; era
obvio que iba mucho más allá de lo que ellos habían anticipado. Todos los
rostros, enmascarados o no, se volvieron para estudiar a Aragan. Este
entrecerró los ojos en una mueca escéptica y abrió las manos.
—¿Con qué? ¿Quién lo hará? No tienen ejército que merezca ese nombre.
—No necesitamos ejército —dijo el anciano frotándose el pecho—. Nos
limitamos a hablar por todos los pueblos del sur. Son ellos los que se
sacudirán el yugo extranjero.
—O cambiarán el antiguo por uno nuevo, sospecho —respondió Aragan,
que comenzaba a mirar a la figura enmascarada con una suspicacia nueva.
—Nos limitamos a aconsejar y guiar…, igual que un progenitor cariñoso
desea lo mejor para sus hijos.
Aragan alzó una ceja.
—¿Qué? —¿De dónde salió eso?
Uno de los seguidores enmascarados, un tipo alto con una gran melena de
pelo canoso, hizo un gesto brusco y el portavoz se inclinó.
—La audiencia ha terminado. Ya conoce nuestros términos. Síganlos o
muchos morirán.
Los guardias de la ciudad instaron a Aragan a retroceder. El embajador se
retiró sin dejar de mirar al legado enmascarado, que permanecía inmóvil en
su trono. Se preguntó si tan siquiera sería Lim de verdad. Pero había
reconocido a varios de los concejales entre la multitud. Ellos tendrían que
conocerlo. No tolerarían la presencia de un impostor, seguro.
Mientras pensaba en otra cosa, Aragan permitió que lo acompañaran
fuera y luego bajaran con él la colina de la Majestad. Así que ya era del
dominio público. Se había declarado la guerra. Pero ¿una guerra contra qué, o
quién? Tenía la sensación de estar enfrentándose a un fantasma, una sombra.
¿Quién es nuestro enemigo? ¿Ese aspirante a rey enmascarado? Si
Darujhistan quiere tener un rey en todo salvo nombre, es cosa de ellos,
nosotros nunca controlamos la ciudad.
Pero si atacan al ejército…, bueno, eso es una cosa muy distinta.

De regreso a la mansión, Aragan entró en su despacho y se encontró al


emisario del trono imperial sentado en su sofá, las piernas estiradas,
esperándolo.
A plena luz del día vio con más claridad a quién se enfrentaba: el cuerpo
alto y delgado, los ojos con aquella forma extraña, el cabello plateado. Así
que ese era Topper, idéntico a sus descripciones. El que había sido y volvía a
ser patrón de la Garra.
—¿Lo presenció? —rezongó Aragan, que se dirigió a un aparador a
servirse una copa.
—Desde lejos, sí.
—¿Desde lejos?
—Hay unos magos muy poderosos reunidos en la cima de esa colina.
Aragan se tomó de un trago su copa y estudió a aquel hombre larguirucho
y desconcertante.
—¿Demasiado para usted?
Una pequeña sonrisa sin gracia.
—Digamos solo que sería contraproducente para mí traicionar mi
presencia ahora mismo. —La mirada del espía erró por la habitación como si
su anfitrión no le interesara—. ¿Y qué ridículas exigencias se hicieron?
—Unas muy ridículas. Debemos retirarnos al norte. Renunciar a todo el
territorio al sur de Gato.
—¿Incluyendo Pale?
Un asentimiento sombrío por parte de Aragan.
—Sí. Incluyendo Pale.
—Eso no caería muy bien.
—No. Ya me imagino que no.
El hombre ladeó la cabeza como un estornino, observándolo.
—¿Y qué recomendaría usted?
Se le ocurrió a Aragan que estaba enfadado. Se sentía insultado. Como si
a él, y por extensión el imperio entero al que representaba, se le hubiera
faltado al respeto que merecían. Chasqueó los dientes y luego se terminó las
últimas gotas de aquel licor moranthiano poco común.
—A mí me parece que hasta el momento lo que sea que ocupa ahora la
colina de la Majestad ha sido el único en presionar. Ya va siendo hora de que
alguien devuelva la presión.
La sonrisa, fina como un navajazo, se alzó y reveló unos dientes blancos
afilados.
—Mallick hizo bien escogiéndolo a usted, creo, embajador Aragan.
—La mayor parte de mis ascensos fueron bajo Laseen.
La sonrisa vaciló y el hombre se incorporó y se echó hacia delante. La
mención de la antigua emperatriz pareció remorderle. Ah, sí, comprendió
Aragan. Su fracaso a la hora de evitar su magnicidio.
—Sí. Una lección para todos nosotros.
—¿Lección? —Por alguna razón Aragan no podía evitar sondear, le
complacía ser capaz de penetrar en la conducta irritante de aquel tipo.
Con los codos en las rodillas y las manos colgando, el maestro de
asesinos contestó al embajador.
—Que en este oficio todos morimos solos, embajador.
Aragan no sabía si reírse o lanzar un bufido de desdén. ¿Qué diablos
quería decir con eso? ¿Qué oficio? Él servía al Trono.
Topper se levantó.
—Empezaré a hacer los preparativos, entonces.
—¿Ha localizado a nuestros activos?
—Oh, sí. Y es hora de que haga una visita. No les va a hacer demasiada
gracia.
—¿Hay algo que yo pueda hacer?
—Ocúpese de nuestras fuerzas regulares, embajador. Déjeme el resto a
mí.
Aragan asintió.
—Muy bien, patrón de la Garra, que Oponn se ponga de su lado.
Una expresión crispada de dolor cruzó la cara de Topper.
—Dejemos a esos dos fuera de esto, ¿de acuerdo?

—Fíjate lo que te digo, es una especie de cimientos…, pero de qué, no tengo


ni idea. —Eje se echó hacia atrás en la silla y frunció el ceño, confuso—.
Parece demasiado endeble para una muralla.
En la mesa, Rapiña le lanzó una mirada al historiador, Duiker. El hombre
no fue consciente de la expresión de la veterana, era obvio que sus
pensamientos estaban muy lejos mientras examinaba el problema. Bien.
Ojalá lo sulfure un poco más.
—¿Guardias? —le preguntó a Eje.
—Casi ninguno. Guardias de la ciudad, nada más. —El mago tamborileó
con los dedos en la mesa—. Na, son los magos lo que hay que vigilar.
Espeluznantes, sí, señor. Me recuerdan al cuadro de la vieja guardia,
Mechones y la Hermana Frío. —Se pasó una mano por la grasienta camisa—.
¿Sabéis?, juro que uno me tenía calado seguro. Pero, joder, me dejó ir tal
cual.
—¿Cuál? —preguntó el anciano.
—El alto con pinta de erudito.
El historiador lanzó un gruñido y volvió a estudiar la superficie de la
mesa.
—Hay más por lo que preocuparse que ellos —dijo el bardo, Pescador,
desde la barra.
Rapiña alzó una ceja.
—¿Sí?
—Por desgracia, Envidia apoya al legado.
Mezcla, tras la barra, dejó escapar una larga maldición.
—Maldita sea, joder… —Se abrió la puerta del establecimiento y entró
un cliente. Mezcla le lanzó una mirada somera, y se quedó petrificada, los
ojos saltándosele de las órbitas—. ¡Cuidado! —bramó, y desapareció detrás
de la barra.
Pescador solo se quedó mirando con aire confuso.
Rapiña derribó la mesa y se metió detrás. Eje se lanzó dentro de un
reservado. El historiador permaneció en su silla. Miró al recién llegado
primero con sorpresa y luego con aversión. Levantó una mano para detener a
todos.
—Entró por la puerta principal, Mezcla —exclamó.
Mezcla se irguió tras la barra con una ballesta cargada apuntada hacia el
hombre de la puerta.
—Tienes muy poca vergüenza apareciendo así aquí, maldita serpiente.
El tipo alto levantó las dos manos enguantadas.
—Vamos, vamos. Vengo en son de paz.
Eje salió de su escondite, la mano en la espada corta que llevaba al
costado.
—¿Qué quieres?
—Solo charlar. Vamos a sentarnos y tomar unas copas. Para rememorar y
contar mentiras sobre los viejos tiempos.
—Prefiero caerme en un retrete —dijo Rapiña, que se levantó con los dos
cuchillos largos en la mano.
—¿Quién es este? —le preguntó Pescador a Mezcla.
—Topper. Patrón de la Garra. El Imperio nos acaba de encontrar.
Topper miró al techo.
—Jamás os perdimos la pista, Mezcla.
—Que todo el mundo se relaje —dijo Duiker—. Si Mallick quisiera
nuestras cabezas, no enviaría a este.
Topper entrecerró los ojos y se adelantó solo un poco.
—¿Me engañan mis ojos? ¿No será el historiador imperial Duiker?
—Antiguo historiador.
Mezcla levantó la ballesta y sacó el cuadrillo. Rapiña envainó los
cuchillos largos y enderezó la mesa.
—¿A qué vienes? —rezongó.
—Tenemos un enemigo común.
Mezcla, Rapiña y Eje intercambiaron unas miradas rápidas.
—No, de eso nada —bufó luego Rapiña.
Topper acercó una silla a la mesa. Se desabrochó el manto verde oscuro
forrado de seda y lo colgó en el respaldo, luego se sentó. La camisa de debajo
era de un magnífico color verde bosque satinado. Se quitó los guantes y miró
con aire inocente a todos.
—¿Una copa, quizá?
Mezcla sirvió una pinta en la barra y se acercó sin prisas.
—No sé lo que vendes, pero no lo queremos —gruñó.
El patrón de la Garra cogió la jarra de barro y tomó un sorbo. Hizo una
mueca.
—¿Estás intentando matarme? —Eje se levantó de un salto de la mesa y
Rapiña se encogió un momento. Topper alzó una mano para tranquilizarlos
—. Solo era un chiste.
La sonrisa burlona de Eje le salió forzada.
—Muy gracioso.
Duiker miró al patrón de la Garra, el rostro arrugado, pétreo tras la barba
gris. Hizo una pirámide con las manos sobre la mesa.
—¿Cuál es tu propuesta? Y ten en cuenta que… estos soldados están
retirados.
Topper enganchó un brazo en el respaldo de la silla. Hizo girar la jarra
delante de él.
—¿Retirados? ¿Así lo llamáis vosotros? Según las listas, sois todos
desertores. Salvo por aquí nuestro honorable historiador.
—No según nosotros —rezongó Rapiña entre dientes.
—Dujek nos dijo… —empezó a decir Eje.
—No estaba en posición de ofreceros nada —lo interrumpió Topper.
—Mejor no vayas por ahí —le advirtió Mezcla desde donde se
encontraba, tras la silla de Topper—. A otro perro con ese hueso.
Topper se encogió un poco de hombros.
—De acuerdo. Tengo entendido que ya habéis aceptado un contrato para
reunir información. ¿Qué haría falta para que firmarais por algo un poco
más… directo?
—¿Como agentes libres? —dijo Rapiña.
—Sí. Agentes libres.
Rapiña abrió la boca para decir algo, un precio quizá, pero Duiker la
cogió por el brazo y la hizo callar. Le susurró algo al oído y las cejas
enmarañadas de la mujer se alzaron. Después dio un golpe en el hombro del
anciano.
—Nuestro precio, patrón de la Garra, es el desmantelamiento formal de
los Abrasapuentes.
La mirada entrecerrada de Topper se giró hacia el historiador y frunció
los labios. Tras hacer girar la jarra en círculos sobre los listones bastos de la
mesa, asintió poco a poco.
—De acuerdo. Se hará lo necesario.
—¿Y el trabajo? —preguntó Eje con tono nervioso.
Un simple encogimiento de hombros del encorvado patrón de la Garra.
—Bueno, parece que por razones que solo él conoce, el legado quiere que
se construya una muralla… Por tanto, deberíamos hacer todo lo posible por
interferir con esos planes. —Alzó la mirada hacia Eje—. Supongo que tienes
municiones. —El mago adiestrado como saboteador asintió con una sacudida
—. Estupendo. Entonces podéis hacer lo que mejor se os da.
—¿Y tú? —preguntó Mezcla con la barbilla estirada.
—Yo proporcionaré cobertura por si surge alguna… complicación.
Rapiña lanzó un bufido.
—Por alguna razón eso no me tranquiliza.
El patrón de la Garra posó las manos estiradas sobre la mesa. Su sonrisa
era de una confianza suprema.
—Pues debería.

En la mesa de los sirvientes, en las cocinas de la hacienda Lim, Leff dejó


escapar un suspiro largo y ruidoso. Chamusco, enfrente, se despertó y
parpadeó.
—¿Dices algo?
Leff sacudió la cabeza. Se metió las manos bajo los brazos y volvió a
suspirar.
—Sabes, Chamusco, no me paece que vaya a volver nadie. Estoy
empezando a crer que nos han devuelto los sombreros.
El ceño confuso de Chamusco se profundizó todavía más.
—¿Y eso? ¿Sombreros? Yo no tengo ningún sombrero.
Leff le lanzó una mirada furiosa de desaprobación.
—Es una expresión, hombre. Significa que nos han despedido.
Chamusco miró con los ojos desorbitados a su compañero.
—¿Qué? ¿Despedido? ¡Pero si no nos han pagao!
Entonces fue Leff el que adelantó la silla con un golpe seco, la boca
abierta.
—¿No nos pagaron? ¿Cómo puede ser? Se supone que tú te encargabas
de eso.
La consternación de Chamusco le frunció la frente hasta que las cejas se
encontraron entre los ojos disparados.
—Pensé que se suponía que lo hacías tú.
Leff se llevó una mano a la frente.
—Recuerdo con toda claridad que dije que era cosa tuya.
—Oh. Bueno, podríamos comentarlo con el jefe. Cómo se llama…
¡Ebbin!
La frente de Leff se arrugó de perplejidad.
—¿El erudito? ¿Qué tiene que ver él con nada de esto, por la Reina?
—Está con el legado. Lo vi.
Leff dejó caer la mano, asombrado.
—¡Que Ascua nos proteja! ¿Por qué no lo dijiste?
—Tú no dijiste que fuera importante.
Leff se levantó de la mesa, estiró las piernas entumecidas e hizo una
mueca.
—Dioses, hombre. ¡Tienes que aprender a pensar por ti mismo! No
puedes confiar en que lo piense yo todo por los dos.
Chamusco agachó la cabeza.
—Lo siento, Leff.
—¡Eso espero!
Unos guardias de la ciudad los pararon en la puerta de la Vía de la Justicia
que llevaba a la colina de la Majestad. Los dos guardias aferraron con fuerza
sus porras de madera.
—Lleváis armas —exclamó uno con tono acusador.
Leff y Chamusco les echaron un vistazo a las espadas que llevaban bien
atadas al costado y las ballestas que les colgaban del hombro.
—Eso paece —respondió Leff, e intentó pasar de todos modos. El grueso
portal de madera estaba cerrado, y aunque empujó, fue en vano—. Abrid —
gritó—. Asunto oficial.
Los dos guardias compartieron una risita.
—¿Oficial? ¿Vosotros dos?
—Id a cagar vuestro asunto oficial en esos arbustos de ahí —sugirió el
otro.
Chamusco se irguió, todo ofendido.
—Que sepáis que tamos certificaos, apuntaos y to oficial. Yo iría a
comprobarlo si fuera tú. Si no, igual hay consecuencias.
—Eso es —interpuso Leff, aunque con mucho menos convencimiento—.
Consecuencias.
Uno de los guardias golpeó con la porra las maderas bastas de la puerta.
Se abrió una pequeña ranura de comunicación.
—¿Nombres? —preguntó alguien desde detrás.
—Leff y Chamusco —gritó Leff con la boca pegada a la ranura.
—¡Vale, vale! —rezongó el escribano oculto—. No hace falta gritar.
Un guardia se apoyó en la puerta con los brazos cruzados y sacudió la
cabeza. Leff repartió bien el peso de la ballesta en el hombro. Chamusco se
metió un dedo en el oído y le dio un giro.
La pesada puerta se deslizó hacia atrás y el guardia casi se cayó tras ella.
Dio una sacudida, sorprendidísimo, y recibió una mirada de superioridad de
Leff cuando se abrió paso. Chamusco lo siguió sin prisa, la ballesta sujeta tras
el cuello, los brazos envolviéndola.
—Consecuencias —murmuró, y guiñó un ojo.
Mientras subían con paso lento por el camino serpenteante, Leff se frotó
la mandíbula sin afeitar y le lanzó unas miradas interrogantes a Chamusco
con los ojos entrecerrados. Por fin se le ocurrió una idea y asintió con gesto
exagerado y cómplice.
—¡Ah! Ya lo tengo… —dijo—. El bueno del capitán Soen. Siempre tan
concienzudo. Bien pensado, Chamusco.
El ceño de confusión resentida de Chamusco adoptó un aire de mayor
perplejidad todavía.
—¿De qué tas hablando? Yo solo lo dije, na más. Me pareció que es lo
que dicen las personas importantes.
Leff usó la ballesta para apartar a un escribano que agitaba unos papeles
delante de él.
—A veces no sé qué pensar de ti, Chamusco. De verdad.
Pero su compañero ya bajaba sin prisa por otro pasillo.
—Entramos, ¿no?
Al final, después de que los echaran de unas cuantas cámaras y
despachos, encontraron las puertas vigiladas del Gran Salón. Leff se acercó a
los guardias de la ciudad.
—¡Recado para el capitán Soen! —bramó cuando uno abrió la boca para
darle el alto.
El guardia cerró la boca de golpe e intercambió una mirada insegura con
su compañero. Leff empujó la puerta pequeña de los escribanos y entró.
—¡Recado para el capitán Soen! —repitió Chamusco al meterse detrás.
—¡No tienes que decirlo otra vez! —siseó Leff y lo apartó con un
pequeño empujón.
Chamusco le devolvió el empujón y Leff estuvo a punto de dejar caer la
ballesta.
—Ahora entramos gracias a mí, ¿no?
—Ya estábamos… —La voz de Leff se fue apagando cuando sintió el
peso de varios ojos. Se volvió.
Una enorme multitud de nobles y concejales llenaba el Gran Salón. Todos
iban vestidos con esplendor. Los había que lucían máscaras, como era
tradicional en diversas ceremonias religiosas y galas de la ciudad. Leff se
inclinó y le dio un golpe a Chamusco, que también se inclinó. Los muchos
ojos dejaron de hacerles caso y se desviaron. Leff examinó la multitud.
—Allí está.
—¿Quién?
—¡Soen, maldita sea! ¿Quién si no? Venga.
Se adelantaron casi a paso de marcha. El tintineo y estrépito de sus armas
casi ahogó el murmullo bajo de las conversaciones. Había una figura sentada
inmóvil sobre un asiento elevado de piedra blanca en el otro extremo del
salón. Antes de que Chamusco y Leff hubieran cruzado siquiera la mitad del
camino, Soen los interceptó, aferró el antebrazo de cada uno, se los llevó a un
lado y los metió en las sombras de una columnata que había junto a una pared
del salón.
—En el nombre de la reina de los Misterios, ¿se puede saber qué coño
están haciendo ustedes dos aquí? —siseó, furioso.
Chamusco miró a Leff. Leff hizo un saludo militar.
—Presentarnos a informar, señor.
Las cejas canosas del hombretón se crisparon.
—¿Qué? ¿Informar? ¿Por qué?
Una mirada aterrada se apoderó de los rasgos arrugados de Leff, como si
hubiera llegado al final de la jugada y no se hubiera dado cuenta de que quizá
se requiriera más.
—Eh… ¡informar de que la mansión está ya segura, señor!
—¿Qué? ¿Segura? A quién coño le… —El capitán contuvo el grito que
estaba a punto de lanzar y miró a su alrededor con gesto nervioso—. Ustedes
dos están despedidos —dijo, la voz baja y fiera—. Salgan de aquí y no
vuelvan jamás.
—¿Despedidos? —repitió Chamusco, indignado—. ¿Por qué? Las reglas
del gremio…
—Las reglas del gremio requieren una justificación, lo sé. Han
abandonado su puesto. ¿Qué le parece?
Los dos intercambiaron una mirada dolorida. Leff se tiró del labio
inferior.
—Bueno, supongo que eso valdría.
—Desde luego que sí. Pueden recoger la paga en la oficina del gremio. Y
ahora váyanse, ¿o debo escoltarlos yo al exterior? —El capitán no esperó una
respuesta, se limitó a llamar a otros miembros de la guardia privada de Lim.
—¡Esperen! —exclamó una voz. El capitán Soen se volvió y de
inmediato se hincó sobre una rodilla.
—Señor.
Chamusco y Leff se quedaron asombrados al ver a su antiguo jefe, el
erudito Ebbin. Algo parecido al asombro se reflejaba en el rostro del hombre
cuando los miró.
—Yo… los… conozco —dijo sin aliento, como si le pasmara la situación.
Leff se masajeó la frente.
—Sí, señor. Llevamos trabajando para usted ya un tiempo, señor.
La mirada del anciano pareció vagar, la frente arrugada por la
concentración.
—Sí. Lo recuerdo. Los… recuerdo. —Miró al capitán—. Estos hombres
trabajan para mí, Soen. Son mis guardias.
Las cejas del capitán treparon casi hasta el borde del yelmo. Le lanzó una
mirada a la figura inmóvil y silenciosa del trono y exhaló un suspiro.
—Bueno…, si usted lo dice…, señor.
—Pueden quedarse.
Era obvio que Soen todavía estaba muy confuso, pero como buen soldado
privado que era, aceptó los dictados de su jefe, por muy estúpidos que fueran
en su opinión. Respondió con un saludo militar.
—Sí, señor.
Leff saludó también. Después le dio un codazo a Chamusco, que también
saludó.
Pero el erudito ya se había alejado. Había sacado un paño y se estaba
secando la cara sudorosa y tensa, con la otra mano se frotaba el pecho. El
capitán Soen miraba desde su altura a aquel par y fruncía el ceño, después
asintió para sí.
—Ya lo entiendo. Amigos en las alturas. Parece que no me puedo librar
de ustedes. —Los miró de arriba abajo otra vez, su aversión cada vez mayor
—. Al menos vayan a asearse un poco.
Chamusco se irguió, indignado.
—¡Yo me lavé hace solo unas semanas!
—¡La ropa y la armadura, hombre! ¡Límpienlas!
Leff hizo un saludo militar.
—Sí, señor. De inmediato, señor.
El capitán se limitó a sacudir la cabeza y señaló con un movimiento
brusco del pulgar a otro de sus guardias.
—Aquí Willa les dará un equipo. Vuelvan cuando estén presentables.
—¡Sí, señor! ¡Será un placer, señor!
Soen respondió con un gesto que fue mitad saludo, mitad ademán
desdeñoso.
—Sí, bueno. Largo de aquí, ahora.

Comenzaron a viajar de noche una vez que entraron en las colinas desoladas
de la llanura del Asentamiento. A pesar de lo cual, y de las muchas
precauciones de la puño Steppen a la hora de conservar el agua, aún
perdieron monturas irremplazables y animales de tiro. Incluso unos cuantos
hombres y mujeres se derrumbaron bajo aquel ritmo implacable. Algunos
murieron, otros se recuperaron en las carretas que seguían a la columna.
Ese ritmo era una pesadilla para Bendan. Sin haber tenido nunca motivos
para caminar más de una campanada, ¿y para qué, en el nombre de
Fandaray? Nunca hubo necesidad, no podía creerse lo que les estaban
exigiendo. ¿Qué podía ser tan importante, por todas las Tierras Perdidas? Se
las arregló para seguir con los demás, pero apenas. Caminaba aturdido y
sabía que no serviría de nada en caso de combate. Y no era que hubiera
habido algún ataque. Pero, con todo, se sentía indefenso, casi incapaz de
tenerse en pie.
Ese día, una exploradora, una exiliada rhivi llamada Tarat (de la que se
decía que había matado a un pariente) levantó la mano y se agachó a estudiar
el terreno seco y polvoriento. El sargento Hektar se reunió con ella y,
aburrido, Bendan se tambaleó hasta allí.
—¿Qué pasa? —dijo con voz profunda el gigante dalhonesio.
—La columna ha cruzado este rastro —respondió la mujer, con una mano
indicó una línea que se dirigía al norte.
—¿Y?
—No se parece a nada que yo haya visto jamás.
—¿Y?
La chica exhaló un suspiro y se apartó de la cara pecosa un mechón de
pelo enroscado.
—A ver, malazano. Conozco cada vestigio de la superficie de estas
tierras. Si veo algo nuevo, es que es extraño. Con todo… este rastro me
recuerda a algo. Algo de una antigua historia…
Bendan se limitó a aprovechar la oportunidad para respirar un poco, y
tampoco le importaba quedarse allí de pie, mirando a la joven nativa. Bonitas
caderas que tenía. Una pena que también tuviera un cuchillo por si alguien se
acercaba demasiado. Sacó su cuero de agua y echó un trago. Estaba a punto
de echar otro cuando Hektar le bajó el cuero.
—Ya es suficiente, soldado. Ya conoces las reglas sobre el agua.
—Lo único que sé es que tengo mucha sed, joder.
—Y tendrás más sed todavía dentro de dos días, cuando te quedes sin
nada.
Los dos dieron un salto cuando la chica rhivi dejó escapar un grito de
alarma y se apartó a todo correr del rastro, como si fuera una serpiente que se
hubiera alzado contra ella.
—¿Qué pasa? —preguntó Hektar.
La mirada de Tarat se volvió hacia ellos, los ojos enormes de asombro.
—Tengo que hablar con la comandante.
Ya casi había pasado la columna entera. Hektar se quitó el yelmo para
secarse la cara oscura y sudorosa.
—Está con la van… —empezó a decir.
—He de hacerlo. De inmediato.
Hektar suspiró de disgusto. Limpió el forro de cuero del yelmo y se lo
volvió a poner.
—De acuerdo. Vamos.
—Se lo diré a Pequeña —dijo Bendan.
—No, tú te vienes con nosotros. Vamos.
—¿Para qué? Ya la tiene a ella. A mí no me necesita.
—Tú también lo has visto. Venga, vamos.
—Ah, por el amor del Embozado… —Pero el gran sargento dobló un
dedo para llamarlo y echó a andar tras la exploradora. Bendan se arrastró
detrás de mala gana.
La vanguardia estaba muy por delante, joder. En primer lugar, iban todos
montados, cosa que sacaba de quicio a Bendan. ¿Por qué tenían que ir ellos
montados cuando el resto tenía que tirar a pie? Y en segundo lugar, estaban
todos mucho más limpios y mejor equipados que él. Algo que nunca dejaba
de suscitar su resentimiento. ¿Por qué tenían que llevar ellos una armadura
tan superior (corazas de hierro batido y camisotes de bandas) cuando todo lo
que vestía él era un camisote de cuero hervido revestido de cota de malla de
anillas con mangas de cota de malla? En su opinión, cualquiera que tuviera
mejor equipo que el suyo, o más riquezas, no se lo merecía, punto.
En respuesta a una señal del sargento, un mensajero se acercó a caballo,
habló con él un instante y luego dio media vuelta para llevar su petición a la
puño. No mucho después un pequeño cuerpo montado se separó de la
vanguardia y se dirigió a ellos. Era la puño Steppen, acompañada por una
pequeña escolta y su personal más cercano. Rodearon a los tres soldados que
esperaban. El sargento Hektar saludó a aquella mujer regordeta y quemada
por el sol vestida con sus pantalones de montar manchados de sudor y camisa
suelta. Tenía la piel de la frente muy roja y se le estaba pelando.
—Puño Steppen.
—¿Tiene algo de lo que informar?
Hektar señaló a Tarat.
—Nuestra exploradora rhivi tiene noticias.
Tarat hizo un saludo bastante refinado. Steppen la saludó con la cabeza.
—El rastro que acaba de cruzar la columna… —empezó a decir la chica,
pero la interrumpieron.
—Todos lo vimos, señor —interpuso un oficial—. Una banda marchando
en fila de a dos, al norte. Bandidos, quizá.
La mano de Tarat se cerró de repente alrededor del cuchillo de mango de
hueso que llevaba al costado y miró con furia al hombre.
Steppen alzó una mano para pedir silencio.
—Continúe —le dijo a Tarat.
La chica así lo hizo, pero siguió lanzando miradas asesinas al oficial.
—Ningún bandido, ni siquiera los soldados, tienen la disciplina para
mantener una línea tan recta. Mire nuestro rastro serpenteante, si no me cree.
Los hombres y las mujeres se detienen para colocarse el equipo, para
aliviarse, para quitarse piedras de las sandalias. Solo un pueblo es capaz de
cruzar un terreno de ese modo. Se dice que pueden marchar durante cuatro
días y sus noches sin una sola pausa.
—¿Se dice? —preguntó Steppen ladeando la cabeza.
Tarat perdió la mirada furiosa y quitó la mano de la hoja.
—En nuestras historias, puño. Entre los rhivi se cuentan historias sobre
este pueblo. La mayor parte habla de forma oscura de ellos.
—¿Y ellos son?
Era obvio que Tarat era reticente a decir de quién estaba hablando, pero al
hacerle una pregunta directa, se encorvó un poco, como si esperara el desdén
de los demás, y contestó.
—Los seguleh.
Bendan se echó a reír a carcajadas. Hektar le lanzó una mirada furiosa
para que se callara, pero él no podía evitarlo. La puño arqueó una ceja.
—¿Tiene algo que añadir, soldado? Veo que usted también es de por
aquí. ¿Cuál es su opinión?
Bendan agitó una mano a modo de disculpa.
—Lo siento, señora. Es solo…, ¿los seguleh? No son más que cuentos de
miedo para niños, señora.
—Le aseguro que son muy reales.
—Bueno, sí. Claro que son reales. En el sur. Y seguro que son buenos,
joder; se les da de la hostia darse bombo, si me sigue, señora.
El cuero crujió cuando la puño se inclinó sobre el pomo de su silla.
—Usted es de Darujhistan, ¿no?
—Sí, señora.
—Y la opinión que expresa sobre ese pueblo… sería típica de esa ciudad,
¿no es cierto?
—Pues sí. No son más que un montón de patrañas.
—Entiendo. Gracias. Muy revelador. —Se volvió hacia Tarat—. Gracias
por su informe. Eso es todo.
La tropa apartó un poco sus monturas y regresó a medio galope a la
vanguardia. Tarat se giró en redondo y miró a Bendan.
—Vuelve a reírte de mí y te abro en canal como a una comadreja.
¿Estamos?
Bendan abrió los brazos.
—Sí. Vale. Tú misma.
La nativa se alejó con paso furioso meneando aquellas magníficas
caderas.
¡Dioses! ¡Qué quisquillosa, joder!
11

Somos los corsarios soberanos.


¡Navegamos por las boscosas islas
desde Callows a la lejana Galatan!
Nos hemos librado de las cadenas,
del yugo, del dinero y del tirano.
¡Únase a nosotros el que se aventure a ser libre!

Los corsarios soberanos


Anónimo

Barathol había empezado a dormir en el trabajo, en la tienda. Con las últimas


horas de la tarde se dejaba caer por la casa para asegurarse de que al pequeño
Chaur le habían dado de comer y lo habían aseado. No culpaba a Scillara de
su falta de instinto maternal, estaba resignado a ello. Quizá así se compensaba
lo que admitía que en su caso podría ser un instinto de sobreprotección.
Esa noche estaba avivando el calor de la forja para prepararla para otro
turno cuando oyó un ruido extraño. Parecía provenir de la zanja de
excavación. Fuera de la tienda, la cuadrilla estaba en un descanso y debería
haber reinado el silencio, pero a él le llegaba un tañido intermitente, o quizá
eran golpes secos. Salió a la fosa y escuchó.
Le pareció que provenía de los propios bloques de piedra expuestos. Se
arrodilló y acercó un oído a la piedra lisa y fría. Al poco lo oyó: un tañido o
golpeteo que reverberaba por las piedras. Sonaba como si alguien estuviera
excavando en algún sitio del arco ya casi completado de bloques. Se levantó
y miró a su alrededor; por allí no había nadie. Los magos que supervisaban la
instalación nunca llegaban hasta mucho más tarde. Frunció el ceño, cogió una
palanca y se puso a recorrer el circuito.
No percibió nada extraño hasta que ya estaba a medio camino del círculo
casi completo, donde el arco cruzaba un trozo de bosque con mucha maleza,
parte de un parque artificial plantado en la cima de la colina. Se le ocurrió
que como escondite era cojonudo y se agachó de inmediato para aprovechar
la coyuntura. Fue avanzando poco a poco y encontró otra excavación, esa
mucho más pequeña. Habían cavado un pozo por encima del arco del círculo
de piedras. Mientras él miraba empezó a volar tierra, que cayó entre los
arbustos. En el nombre de los Gemelos, ¿se puede saber qué es esto?
Entonces presintió que había alguien tras él. Giró en redondo con la
palanca en horizontal y sujeta con las dos manos. El acero resonó al rebotar
en la pesada herramienta y una figura ancha y corpulenta se preparó para
lanzar otra estocada. Barathol cayó blandiendo la palanca; la herramienta
rozó una espinilla y la figura gruñó de dolor (un sonido femenino,
¿femenino?) y tropezó. Cuando la asesina cayó, su pie lo alcanzó a él en la
garganta. Los dos rodaron por el suelo entre jadeos. Barathol se levantó justo
a tiempo de bloquear otra puñalada y colocar la palanca para volverla a
blandir, pero se detuvo, asombrado. Su atacante también se quedó petrificada.
—¿Barathol? —dijo ella, estupefacta.
—¿Mezcla?
—¿Se puede saber qué estás haciendo tú aquí, por la Reina? —le gruñó
ella mientras hacía una mueca y se frotaba la espinilla.
—¿Qué estáis tramando los marines? —preguntó él.
Una punta afilada lo pinchó en la espalda y una voz le susurró por detrás.
—El legado le ha declarado la guerra a Malaz, amigo. Hora de escoger
bando.
—No lo hagas, Topper —le advirtió Mezcla.
¿Topper? ¿Dónde había oído él ese nombre?
Mezcla se irguió y probó a apoyar el peso en la pierna.
—No te metas, Barathol. Esto no tiene nada que ver contigo.
—¿Barathol? —dijo el que se llamaba Topper—. ¿Mekhar? ¿Pariente de
Kalam?
—Sí.
La punta del cuchillo lo presionó un poco más por un instante, como si su
portador se estuviera pensando acabar con él de una vez allí mismo. Él no era
de los que se iba sin luchar y estuvo a punto de moverse en lugar de quedarse
allí plantado y dejar que lo sacrificaran como a un borrego, pero entonces
pensó en el pequeño Chaur y eso lo detuvo, se quedó inmóvil, tenso, los
miembros crispados.
—No lo hagas —recomendó Mezcla a Topper—. Es un amigo.
La hoja se retiró… ligeramente.
—¿Lo eres, Barathol… amigo?
—Esto es solo un trabajo. Tengo un alquiler que pagar. Una familia que
mantener. Tengo suerte de tener empleo.
—Si solo es cuestión de dinero, lo tendrás.
—¿Tengo tu palabra?
—Sí.
Barathol se permitió un pequeño encogimiento de hombros.
—Entonces yo me voy. Esto no es asunto mío.
—Muy bien. Vete. Pero estaré vigilando. Una palabra a alguien y estás
muerto. ¿Comprendido?
—Sí. Ya sé cómo va.
La hoja lo pellizcó para instarlo a que se fuera. Se despidió de Mezcla con
un movimiento de la cabeza y se largó. Unos cuantos pasos después tiró la
palanca a los bosques y continuó por el sendero.
En la zanja, la cuadrilla de trabajo había vuelto a preparar los cimientos.
Barathol hizo alarde de subirse los pantalones mientras descendía a la zanja.
Apartó la solapa de la tienda y se metió dentro. El mago alto estaba allí,
esperándolo, el bastón de madera vieja en una mano.
—¿Dónde estabas? —rezongó.
—La llamada de la naturaleza.
—Te tomaste tu tiempo.
—No como muy bien estos días.
—¿Cuánto crees que me importa el estado de tu vientre?
Barathol sostuvo una mano encima de los carbones y después metió una
barra para revolverlos.
—Preguntaste tú.
—No vuelvas a dejar la forja. Tenemos un programa que cumplir. No
puede haber retrasos.
Barathol miró por encima del hombro y estudió a aquel tipo extraño,
enjuto y anguloso.
—¿Sí? ¿Para lograr qué?
Los ojos del hombre parecieron llamear y cogió el bastón con las dos
manos. La madera crujió bajo el apretón fiero.
—Eso no es asunto tuyo —dijo entre dientes.
Barathol se encogió de hombros. Señaló el fuelle de madera y cuero.
—Pues entonces dale a eso por mí.
El mago esbozó una mueca burlona. Las cicatrices frescas de su rostro se
crisparon de asco.
—Busca a otro que lo haga, imbécil.
Barathol tiró la barra.
—Muy bien. Más retrasos.
Convenció a un trabajador de la cuadrilla para que lo ayudara con el
fuelle. Durante todo el tiempo, el mago se estuvo paseando por los estrechos
confines de la tienda. El trabajo quizá continuara como de costumbre, pero
para Barathol parecía fluir con tanta lentitud como la plata al fundirse en el
resplandeciente crisol de cerámica. Tenía que contener el impulso de mirar
por encima del hombro y se encorvaba al oír los golpes y estrépitos
especialmente estruendosos del equipo al caerse por casualidad en la zanja.
Todo el tiempo sentía la mirada del mago en su espalda como las dos
huellas de las puntas de unas dagas recalentadas. Por fin el trabajo quedó
hecho. Se vertieron ambos moldes y el mago lo apartó con un hombro para
inspeccionar las barras que se estaban enfriando.
—Parecen aceptables —rezongó, inclinado sobre ellas. Un papirotazo de
la mano despidió a Barathol.
—No hay de qué —murmuró este al tiempo que estiraba la espalda.
Apartó la pesada solapa de lona y salió al aire frío del amanecer. Se sacó
un trapo de la camisa y se limpió la cara y las manos, después se quedó
quieto un momento y disfrutó de la caricia del viento. Se retiró un poco de la
zanja, se detuvo y volvió la vista para mirar los bosques lejanos ocultos tras
un ala del laberíntico complejo del Pabellón de la Majestad. Ninguna alarma
todavía. No se oye nada. ¿Reconocimiento? ¿Investigación de las piedras?
O…, no, no se atreverían a intentarlo, ¿verdad?
Mejor estar bien lejos, en cualquier caso.
Y se dirigió a una pasarela serpenteante que bajaba la colina.
A medio camino se encogió cuando hubo una explosión por encima de la
falda de la colina y resonó y rodó a lo lejos. Se pareció de una forma
misteriosa a unas velas anchas cogiendo un viento vivo. Barathol se dio la
vuelta a tiempo de ver una gran nube de tierra y polvo ondeando sobre los
tejados de los edificios que atestaban la cima de la colina. Ni siquiera fue
capaz de distinguir el estrépito de las rocas al caer rodando por los riscos.
Resonaron gritos y chillidos distantes. Agachó la cabeza. ¡Mierda! Ahora
tengo que volver a echar un vistazo, quedaría raro si no lo hiciera.
Dio media vuelta y subió por la pasarela.

Unos guardias de la ciudad ya habían formado un cordón para alejar a todo el


mundo del cráter que humeaba en el bosquecillo. Se identificó como
trabajador de la instalación y lo dejaron pasar. Encontró a sus dos jefes (el
Jorobado y el Nariz Ganchuda, como los llamaba él) investigando el lugar. El
Nariz Ganchuda lo vio y le hizo un gesto para que se acercara. Barathol bajó
con cuidado al hoyo. La tierra suelta estaba caliente bajo sus sandalias.
Con todo el aspecto de un buitre estudioso, el Nariz Ganchuda se irguió
tras estudiar el arco de bloques expuestos. A Barathol las piedras le
parecieron descoloridas y chamuscadas, pero, aparte de eso, intactas. El mago
lo miró con gesto agrio.
—¿Cuál es tu opinión? —preguntó.
Barathol se permitió un encogimiento de hombros.
—Municiones moranthianas, me imagino.
Nariz Ganchuda, siempre de un humor de perros, miró al cielo.
—¡Eso es obvio, imbécil! No, los bloques. Las conexiones, ¿cómo están?
—Tendré que examinarlos, supongo.
—¡Bueno, pues hazlo! —Y el hombre se apartó de golpe y le hizo un
gesto brusco para que se adelantara.
Barathol contuvo su propio genio, se arrodilló junto a la fila de bloques y
empezó a limpiar la tierra con la mano. Encontró los pernos y, escupiendo y
frotando, usó los faldones de la camisa para limpiarlos. Se inclinó sobre ellos
y revisó la plata en busca de grietas, la madeja fina como un cabello que
indicaría que estaban hechos añicos, o cualquier otra distorsión de la
superficie, como una tensión por flexión. Estudió cuatro en total, dos juegos
expuestos, pero no vio ningún daño perceptible. Durante todo el examen los
dos magos permanecieron cerca, siguiendo cada uno de sus movimientos.
Se echó hacia atrás y señaló la fila expuesta.
—Que yo vea no hay ningún daño. Asombroso. El estallido debió de ser
enorme.
Por encima de la cabeza de Barathol los dos magos compartieron unas
miradas de satisfacción salvaje.
—Esa es también nuestra conclusión —dijo el Jorobado.
Nariz Ganchuda lo mandó marchar con un ademán.
—Eso es todo, puedes irte.
El herrero inclinó la cerviz y trepó por la escarpada falda del cráter. Los
malazanos debían de haber rellenado por detrás para contener la fuerza,
supuso. Pero la explosión no había conseguido estropear las piedras. La única
conclusión posible era que los bloques estaban hechizados contra ese tipo de
ataques.
Una noticia que transmitir a los malazanos. Aunque seguro que no iban a
tardar mucho en descubrir el fracaso de su gambito de apertura.

Mezcla, Rapiña y Duiker estaban jugando a las cartas. O por lo menos


fingiéndolo. Ninguno parecía muy concentrado en la partida. Eje se paseaba y
paraba en cada vuelta de la sala común para mirar por la ventana. Pescador
estaba en la barra, punteando una composición.
—¿Crees que habló? —le preguntó Eje a la sala en general.
—Topper está vigilando —dijo Mezcla, irritada.
—Porque igual habló.
—Cállate, Eje. Ya nos enteraremos.
Eje se frotó la camisa.
—Ya debería haber sido —murmuró.
—¿No confías en tu propio trabajo? —preguntó Rapiña alzando una ceja.
—Ha pasado un buen rato, ¿estamos?
—Como si no. —Rapiña le lanzó una sonrisita burlona a Mezcla.
—¡Estoy cualificado!
—Eso dices tú, Eje. Eso dices tú.
—Bueno…, pues lo estoy, ¿vale?
Entonces un sonido como el retumbar atronador de una ráfaga fortísima
de viento pasó por encima del bar y todo el mundo se quedó quieto. Las
botellas vacías de la barra tintinearon.
Mezcla y Rapiña se acomodaron las dos en sus sillas y dejaron escapar un
largo suspiro.
—Ahí lo tienes —dijo Rapiña al tiempo que levantaba un vaso. Mezcla
hizo entrechocar el suyo con el de Rapiña y las dos se tomaron el licor de un
trago.
Eje levantó los puños.
—¡Ahí está! Os lo dije. ¡Dos malditos! No queda nada. ¡Ja!
—Buen trabajo —le dijo Duiker a Eje—. Ahora siéntate de una vez,
¿quieres?
Eje arrimó una silla a la mesa.
—¿A qué estamos jugando?

Antes de mediodía sonó un golpe en la puerta. Eje se apartó de la mesa.


—No puede ser Topper, ¿verdad? —Y fue a abrir.
Antes de que Eje llegara a la puerta, Rapiña levantó la cabeza de repente
y dejó caer las cartas.
—¡Apártate de ahí! —gritó.
Eje se volvió.
—¿Qué?
La puerta se arrancó de los goznes en un estallido de luz y calor que
derribó a Eje de espaldas. Mezcla y Rapiña volcaron la mesa, las cartas
salieron volando y las dos veteranas se escondieron detrás, arrastrando a
Duiker con ellas. Pescador saltó por encima de la barra.
Aturdido, Eje levantó la cabeza y vio a la figura de cangrejo del mago
jorobado con sus raídas capas de harapos entrando con pesadez en la
habitación. Los brazos del hombre colgaban con una largura antinatural y las
manos parecían tener un tamaño grotesco y estar deformadas. Hizo un gesto
salvaje y la mesa que protegía a Mezcla y Rapiña se estampó hacia atrás.
—¡Demasiado obvio, abrasapuentes! —bramó—. ¡Demasiado obvio,
imbéciles!
A modo de respuesta, Eje rodó de lado y soltó un grito.
—¡A cubierto!
Mezcla y Rapiña aparecieron por detrás de la mesa y lanzaron a la vez.
Dos explosiones se estrellaron contra el mago y le laceraron las ropas ya
muy desgastadas. El estallido lo arrojó hacia atrás, contra una pared. Pescador
se levantó por detrás de la barra con una ballesta en las manos. Disparó y el
cuadrillo impactó en el pecho del invasor. Eje se había arrastrado hasta una
esquina. Se levantó y fue a coger una munición que siempre llevaba para un
final de partida parecido.
Un brazo cubierto por una suntuosa manga de brocado de seda le atrapó
el brazo y se lo retorció de forma dolorosa a la espalda. Eje alzó los ojos y se
encontró con los rasgos desdeñosos del alto mago. El hombre lo sacudió
como si fuera un perro.
—No me obligues a hacer lo que quizá de otro modo evitaría hacer,
abrasapuentes —siseó con los dientes apretados.
Eje fue a coger su espada corta pero recordó que no la llevaba. ¡Que los
Gemelos se lo lleven! Bajas la guardia un momento…
—Ahora lo vamos a ver, ella no tolerará este insulto —dijo el hombre
mientras examinaba la sala común.
En ese momento apareció una chica junto a Pescador. Vestía los pañuelos
y chales diáfanos de una cortesana, pero blandía una fina daga de aspecto
peligroso. El bardo estrelló la ballesta contra ella y la mandó tambaleándose
hacia atrás. La indignación conmocionada de su rostro a Eje le pareció casi
cómica. Pescador tiró a un lado la mutilada arma y levantó las manos vacías.
¡Por el gran Osserc! ¡El tipo le rompió una ballesta encima!
La chica se abalanzó una vez más. Como pudo, el bardo la cogió por la
muñeca y le retorció el brazo en un círculo apretado hasta que Eje oyó el
crujido de la articulación desde el otro lado de la habitación. La chica expresó
su agonía con un gruñido gutural inhumano.
Dioses, pero ¿quién es este hombre?
Hasta el tipo que sujetaba a Eje por un puño miró al bardo, la inquietud le
arrugaba la frente.
Una forma apareció delante de la mesa detrás de la que se habían
agachado, una vez más, Mezcla y Rapiña; a Eje la camisa de pelo se le
retorció de agitación. Era un espectro, un fantasma. La criatura cogió a las
dos veteranas por el cuello.
—Las tengo —anunció.
Duiker se levantó y acuchilló al fantasma con un cuchillo largo, pero la
hoja lo atravesó sin hacerle el menor daño.
—Mátalas de una vez —gruñó el que había sufrido el impacto del
cuadrillo de ballesta. Se irguió sacudiéndose los harapos medio quemados,
después sujetó el cuadrillo y empezó a darle tirones.
—Por lo menos hemos limpiado este nido de ratas al principio. —Ladeó
la cabeza torcida y miró a Pescador—. Apártate, bardo. No tenemos nada
contra ti.
—¿Nada? —gruñó la chica, furiosa, mientras se acunaba el brazo roto.
Pescador inclinó la cabeza para saludar a cada uno.
—Aman. Barukanal. Insinuador. —Alzó una ceja y miró a la chica.
—Tu futura asesina —dijo ella enseñando los dientes.
A pesar de los esfuerzos de Mezcla y Rapiña, el espectro no las soltaba.
Las estrelló contra el muro, pero los golpes de las veteranas y las manos que
intentaban arañarlo atravesaban al fantasma como si fuera humo.
—¡Ej! —exclamó Duiker, que iba retrocediendo.
Eje lo miró con la boca abierta. ¿Qué? ¿Que mande mi senda contra
estos magos?
—Quizá procedan unas cuantas preguntas —dijo Insinuador.
Las escaleras que bajaban de los pisos superiores crujieron y todo el
mundo se quedó quieto. Sabían que no había nadie más dentro del viejo
edificio. Cuantos ojos había se dirigieron al portal abierto donde se alzaban
las escaleras. De allí salió una figura encorvada, envuelta en un manto y con
una gran capucha bajada. El fino cabello de la mujer resplandecía como la
plata. Tenía el rostro muy bronceado, curtido por los elementos. Unos ojos
negros y relucientes se posaron sobre Insinuador y Eje se quedó
conmocionado al vislumbrar sus profundidades.
—¡Fuera! —dijo la mujer con un ademán. El espectro de Insinuador se
desvaneció con el asombro dibujado en la cara. Mezcla y Rapiña cayeron al
suelo jadeando e intentando recuperar el aliento.
La chica retrocedió hacia la puerta. Aman levantó las manos.
—¿Qué pueden ser estos para ti? —preguntó mientras él también se
dirigía poco a poco hacia la puerta.
—Nadie que importe —dijo la anciana mientras avanzaba poco a poco—.
Lo que importa es que yo no os di permiso para entrar en mi casa. Por tanto,
debéis iros.
—¿Tu casa? —dijo Aman—. Hace siglos que no.
—Se ha derramado sangre. Lo que se ha hecho está hecho.
Aman arrojó al suelo el cuadrillo de ballesta y se apresuró hacia la puerta
con su cojera y su arrastrar de pies. Le hizo una seña a la chica.
—Vamos. Él debe enterarse de esto.
La anciana se volvió hacia el que Pescador había llamado Barukanal. El
mago soltó el brazo de Eje y se inclinó apenas.
—Una necedad, dejar las cosas tan claras.
—No me pongo del lado de nadie salvo del mío. Y no hay nada que
ninguno de vosotros podáis hacer.
El mago alto con cara de cuchillo se inclinó otra vez con aire pensativo.
—Quizá nosotros no… —admitió. Bajó la cabeza y miró a Eje—. Vuestra
maniobra con las municiones moranthianas estuvo inspirada, pero resultó
infructuosa. La… estructura… es a prueba de esa alquimia que tienen ellos.
—El hombre lo miró con furia entonces, sosteniendo la mirada de Eje, como
si quisiera decir algo más.
—Vete —le ordenó la anciana.
El mago hizo una mueca, las cicatrices de su rostro se ondularon.
—No me queda más alternativa que obedecer —murmuró con la voz
pastosa. Se inclinó y retrocedió hacia la puerta.
Rapiña invadió la puerta humeante tras él.
—¡Y no volváis! —chilló. Se volvió hacia la habitación—. Se lo
agradecemos, anciana… ¿Dónde se ha metido?
Eje, que se estaba frotando el codo entumecido, alzó los ojos. Mezcla
estaba levantando la mesa. Ella también miró a su alrededor.
—Se ha largado.
—Sigue aquí —dijo Duiker. Pescador estaba colocando vasos sobre la
barra y el historiador lo observó llenarlos con vino blanco de Siete Ciudades
—. Esta es su casa. Imagino que a todos nos vendrá bien una copa. —Todos
cogieron un vaso—. Por nuestra anfitriona —anunció Duiker—. K’rul.
Eje, que ya había empezado a beber, se lo escupió todo por la camisa.
—¿El vejestorio ese? ¿No es una simple maga de la ciudad que se ha
instalado aquí? ¿Y él es una ella? ¿En serio? Bueno, ¿y por qué no manda a
esos desgraciados al Abismo con una maldición? ¿O chasqueando los dedos?
—Porque la están atacando por todas partes —dijo Pescador—. Apostaría
que su influencia directa se extiende solo a estas cuatro paredes.
El anciano historiador asentía.
—No me gustó el comentario de Barukanal, por el Embozado, Baruk. Lo
siguiente será enviar soldados. Agentes regulares, rutinarios.
Eje hizo una mueca. Simples mortales, todos. K’rul no podría ayudarlos
entonces.
—O asesinos… —gruñó Rapiña.
Mezcla dejó el vaso vacío con un golpe.
—Eso espero. Quiero su sangre.
Eje miró a su alrededor.
—Sí…, y hablando de eso, ¿se puede saber dónde está Topper?
Mezcla lanzó un gruñido desdeñoso.
—¡Ese fanfarrón inútil! Parece que cuatro de ellos son cuatro de más.

Se pasaba los días haciendo cacharros. Una fiebre de trabajo parecía haberse
apoderado de ella. Como si Darujhistan sufriera una falta aplastante de ollas,
urnas y ánforas a la que solo ella pudiera dar respuesta.
¿Y por qué tendría que haber semejante escasez?
Porque todo lo demás está roto.
La masa informe de arcilla se aplastó en las manos de Tiserra, que se
echó hacia atrás, jadeando y apartándose el pelo sudoroso de la cara con un
antebrazo. Dejó de apretar los pedales de la rueda con los pies desnudos.
Un tiempo de grandes rompimientos.
Se lavó las manos en una palangana de agua y atravesó la casa vacía
mientras se las secaba. Se ha ido otra vez. No podía evitar la molesta
pregunta. ¿No huiría de ella?
No. Él tenía su vida igual que ella tenía la suya.
Se detuvo ante un punto concreto del suelo. Se arrodilló, dio unos
golpecitos y escuchó. ¿O sí?
Fue a su tienda y regresó con una barra terminada en un gancho. Con eso
atacó las tablas del suelo y encontró el espacio excavado debajo. Vacío.
Nunca se los había llevado con él antes.
Todos esos extraños objetos moranthianos, desaparecidos. ¿Por qué esa
vez?
Volvió a clavar las tablas, se puso de pie y se remangó. Será mejor volver
al trabajo. Pronto habrá una gran necesidad.

Subieron las escaleras en fila india. Azogue el primero, la ballesta recién


vuelta a montar y amartillada. Orquídea iba a continuación, seguida por
Corien. Avanzaban a mucho mejor ritmo ahora que todos podían ver. Cierto,
no era la visión clara de la luz del día, pero era mucho mejor que la ceguera
absoluta. Y a Azogue le parecía que incluso estaba mejorando a medida que
se acostumbraba a distinguir las sutiles tonalidades de azul, malva y el negro
más profundo.
La majestuosa escalera de caracol terminaba en un amplio vestíbulo de
techos arqueados. Candelabros de cristales azules resplandecientes colgaban
a intervalos, flotando como nubes de luciérnagas. La basura salpicaba el
suelo de roca pulida: trozos de jarrones y cuencos rotos, extrañas esculturas
ornamentadas y estatuas de piedra rotas. Pero no había tela, cuero o madera.
Ni nada obvio de valor como joyas o artefactos de oro o plata. A lo lejos
había caído un candelabro que había dejado un trozo de oscuridad y un
revoltijo de cristales azules que brillaban en el suelo como un montón de
carbones. No había señal de Malakai, aunque Azogue estaba seguro de que
debía ir por delante de ellos.
Una vez más le sorprendió lo vacío que estaba aquel lugar. ¿Dónde estaba
todo el mundo? A lo largo de los meses debían de haber sido cientos los que
se habrían acercado en botes. No podían estar todos muertos…, ¿verdad? El
recuerdo de las manos engarfiadas y los rostros desesperados y famélicos de
Pueblo Perla volvió a su cabeza y tuvo ganas de escupir, pero no tenía saliva
suficiente.
—¿Hay alguien? —preguntó Orquídea en voz tan baja que era casi
inaudible.
—No. Pero puede que haya alguien por ahí.
—¿Y eso?
—Sí —dijo Corien—, todo lo combustible ha desaparecido.
—Ajá —secundó Azogue—. Lo han dejado limpio. ¿Por dónde? —le
preguntó a Orquídea.
La chica subió un poco más por el vestíbulo pasando con cuidado por
encima de los escombros esparcidos; después suspiró y se llevó una mano a
la boca.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Azogue.
Ella lo miró y luego bajó los ojos, avergonzada.
—Esta sala. Es preciosa, incluso así. El Lienzo del Cazador.
—¿Qué?
—Podría serlo. Uno de los Veinte Salones…, uno para cada uno de sus
antiguos zodiacos. Cada uno tiene su propio nombre, arquitectura, historia.
Habrá templos, claustros, alojamientos. Un montón de habitaciones.
—Qué bien —la interrumpió Azogue—. Pero ¿por dónde?
Orquídea se dio la vuelta con una mirada furiosa, pero luego volvió a
suspirar y se colocó las faldas.
—Todo recto, de momento.
—Bien. Coge esto. —Le dio la ballesta. El peso del arma le bajó los
brazos de golpe.
—Yo no sé usar esto. ¿Qué se supone que tengo que hacer?
—Dispararle un tiro a cualquier elemento hostil.
—Cómo no.
Azogue indicó con un ademan a Corien que fuera a la derecha y luego
sacó sus cuchillos largos. Orquídea los siguió, la pesada ballesta sujeta con
los dos brazos. Avanzaron por un borde del amplio salón. A lo lejos esperaba
unas puertas dobles muy altas, entreabiertas. La oscuridad reinaba detrás.
Pasaron junto a portales que se abrían a salones y cámaras más pequeños.
Algunos estaban oscuros, otros iluminados por las caras felinas y relucientes
que Azogue suponía que eran representaciones estilizadas de los propios
Hijos de la Noche. Por los recuerdos que él tenía de esas caras, se alegraba de
que no quedara ninguno en el Engendro.
Poco antes de llegar a las puertas altas, las corrientes de aire llevaron una
nueva ráfaga a su rostro y levantó la mano para detener a los otros. Personas.
Ese miasma inconfundible que revuelve el estómago, el hedor a letrina
mezclado con sudor y olores de cocina. Señaló con la mano un portal cercano
y se deslizaron al interior.
Observó con atención y empezó a ver un brillo cambiante que parpadeaba
en el lado derecho del salón. Luz de unas hogueras y personas moviéndose. Y
por encima de los constantes gemidos y rumores que reverberaban por la roca
que los rodeaba se oyó el murmullo de voces y algún que otro estrépito de
equipo.
—¿Y ahora qué? —articuló Corien.
Orquídea señaló a la izquierda. Azogue negó con la cabeza. Ella hizo una
mueca de impaciencia para exigir una explicación. Azogue se inclinó hacia
ella.
—No le están haciendo ningún caso. Por tanto no debe de haber ninguna
ruta para subir o bajar por ahí. ¿Ya? —La chica no parecía muy convencida,
pero accedió. Azogue le hizo un gesto a Corien para que se acercara—.
Tenemos que encontrar un modo de rodearlos.
—Echaré un vistazo.
—No…
Se levantó, pero Azogue tiró de él y lo volvió a agachar: se acercaba una
luz brillante. Apareció un hombre subiendo por uno de los pasillos de la
derecha. Llevaba el más pequeño de los faroles, pero para la visión de
Azogue, modificada para la oscuridad, la luz parecía tan intensa como el sol.
El hombre se detuvo en una abertura lateral, arrojó algo dentro que resonó
entre los escombros, luego posó el farol en el suelo y empezó a desatarse los
cordones de los pantalones.
Orquídea volvió la cara.
Un chorro de orina siseó contra el suelo de piedra.
Maravilloso. Se estaban escondiendo en la sentina.
Una vez hubo terminado, el hombre se aclaró la garganta, regurgitó una
buena bocanada de flemas y escupió, luego recogió el farol y regresó por el
pasillo. Avergonzado, Azogue no miró a Orquídea cuando les hizo un gesto
para que cruzaran. Eligió la más oscura de las salas de la derecha con la
esperanza de que quizá les llevara a una ruta que rodeara el campamento. Una
vez dentro fue obvio para Azogue que estaba oscura de verdad, incluso para
él. No había ninguna fuente de la luz azul nocturna en esa sala. Un portal
lateral los llamaba desde un poco más allá y él había echado a andar hacia allí
con la intención de comentar la situación con Orquídea, quizá ella pudiera
proporcionarles algún tipo de luz, cuando pisó a alguien.
La mujer emitió un chillido capaz de agrietar la propia roca y Azogue dio
un salto hacia atrás.
—¡Mierda!
Empezaron a surgir muchas voces a su alrededor, voces que clamaban,
gritaban. ¿Dormitorios? ¿Se habían metido sin querer en los putos
dormitorios? Con un ademán les indicó a Orquídea y Corien que volvieran
atrás.
Resonaron unas pisadas fuertes en varios de los pasillos laterales. Azogue
empujó a Orquídea otra vez por el salón principal y la zambulló en el
laberinto de pasajes de la izquierda. Ella le encajó la ballesta en las manos y
el veterano envainó sus cuchillos largos para cogerla.
—¿Qué estamos haciendo? —siseó ella.
—Escondiéndonos. Venga, vamos.
Los llevó por un pasillo lateral, dobló una esquina y se paró en seco. Ya
sabía por qué nadie prestaba atención al lado izquierdo del complejo. El
pasillo estaba bloqueado por escombros apilados. Habían bloqueado el
camino. ¡Que el Embozado se lo lleve! Indicó con un gesto que darían la
vuelta por otra cámara. Después de unos cuantos giros y vueltas más, los
habitantes del campamento chillando y corriendo tras ellos, se encontraron
con otra puerta bloqueada más. ¡Mierda! ¡No hay ningún otro camino! Los
guio de regreso al pasillo principal. Hay que dar media vuelta, esperemos
poder encontrar una ruta diferente.
Accedieron al salón principal cerca de las altas puertas dobles. Azogue
fue el primero en presentarse allí, agachado, la ballesta preparada. El salón
parecía vacío. Escuchó un rato. Todo el ruido parecía provenir de otro sitio.
Le indicó a Orquídea que se acercara. No quería hacerlo, pero regresar por el
salón principal era la única salida de la que tenía seguridad.
Cuando Corien salió muy poco a poco, deslizándose por el muro, se
destapó un farol en el amplio salón, bastante más abajo y se oyó una voz
dando órdenes.
—¡Alto o disparamos!
Azogue y Corien intercambiaron miradas desesperadas y fue Orquídea la
que habló.
—Las puertas…
Azogue sintió que se le caían los hombros. ¡Que Ascua se lo lleve! Justo
el sitio que él estaba evitando. Le hizo un gesto para que siguiera.
—Ve.
—¡Fuego!
Se agacharon. Los cuadrillos de ballesta se estrellaron contra los muros
de piedra que los rodeaban. A Azogue se le ocurrió que debían de estar justo
al límite de la luz del farol. Corien y él retrocedieron de espaldas cubriendo a
Orquídea, que echó a correr la primera y se metió por las altas puertas
abiertas. Sus compañeros la siguieron y tomaron posiciones cubriendo la
abertura. Por los ecos que lo rodeaban, Azogue supo que la habitación en la
que acababan de entrar debía de ser inmensa, pero no tenía tiempo para
pensar en ello en ese momento.
Fuertes pisadas y luz que se mecía a medida que se acercaban faroles.
Azogue apuntó con la ballesta y Corien se preparó, espada y daga de parada
listas. Pero sus perseguidores no entraron. En su lugar, las puertas empezaron
a cerrarse con un chirrido. Azogue y Corien intercambiaron más miradas de
incertidumbre. ¿Qué hacer?
—¡Os habéis metido en lo que os va a matar! —se rio alguien.
—¡Idiotas!
Azogue dejó caer la ballesta para sujetar un borde de una puerta.
—¿Qué hay aquí dentro? —chilló.
Le respondió una carcajada y una hoja intentó rebanarle los dedos. Quitó
la mano de un tirón y la puerta se cerró con un portazo que los dejó sin luz.
Azogue se quedó inmóvil en la oscuridad. A un lado, Corien jadeaba por
la tensión.
—¿Orquídea? —susurró en la negrura. Incluso ese leve murmullo
despertó ecos en las distantes paredes. Un espacio abierto muy grande,
demasiado grande, joder.
—¿Orquídea? —Silencio.
—¿Corien? —dijo Azogue.
—¿Sí?
—Voy a ir hasta ti. No te muevas. —Con los brazos estirados Azogue se
fue acercando poco a poco a la respiración pesada de Corien. Rozó con la
mano una hoja y Corien emitió un jadeo de sorpresa—. Soy yo.
—Sí. Perdona. ¿Dónde está Orquídea?
—No sé.
—¿Tienes el farol?
—Sí. En mis bolsas. Intentaré encenderlo.
—Bien. Yo te cubro…, aunque no veo nada.
Azogue se arrodilló y se quitó de un tirón el petate y las alforjas.
Revolvió y encontró la pequeña caja de metal, luego sacó las yescas.
—Reza para que Oponn esté con nosotros —murmuró, y preparó el
pedernal y el hierro.
Empezó a dar golpecitos en las yescas y siguió hasta que se escapó un
pequeño fulgor que él sopló con suavidad con las manos ahuecadas. Soplo
tras soplo, entre sus manos cobró vida una llamita. Llevó la mecha a la yesca
y la giró un poco para prender las fibras. Creció una llama de color amarillo
anaranjado. Azogue le pasó con mucho cuidado la caja a Corien y luego
volvió a guardarlo todo.
—Bueno, al menos no hay viento —comentó el muchacho, la sonrisa
brillante bajo la luz que se iba reforzando.
—Igual que una puñetera mina de los puñeteros dioses —rezongó
Azogue mientras sacaba un solo cuchillo largo—. Echemos un vistazo.
El parpadeo de la débil llama insinuó una habitación inmensa. Unos
gruesos pilares de piedra negra se perdían a lo lejos. Pudo distinguir un techo
arqueado. La piedra pulida del suelo parecía incrustada con lo que parecían
ser una infinidad de gemas. Una fortuna imposible de calcular, pero nadie la
ha reclamado.
No quería averiguar por qué, pero mucho se temía que iba a enterarse de
todos modos.
Avanzando con cuidado encontraron a Orquídea de pie e inmóvil al otro
lado de la cámara. Se hallaba ante una silla, un enorme asiento tallado en
piedra negra. Azogue levantó el farol y la vio mirando hacia arriba, en
apariencia cautivada por lo que veía.
—Orquídea —le susurró—, ¿te sientes bien?
La chica parpadeó y luego lo miró como si no lo viera, al cabo sonrió y
señaló alrededor.
—¿No es maravilloso?
—Orquídea —empezó a decir él con suavidad—, no vemos una mierda.
—Oh. Lo siento… —La joven dio unas palmadas y una orden, una sola
palabra en tiste andii. Un fulgor azul gélido surgió de las gemas a sus pies y
se extendió en todas direcciones. Las gemas incrustadas florecieron de luz
por toda la enorme cámara, en el suelo, en las columnas, incluso en el techo,
hasta que dio la impresión de que estaban en medio de una infinidad de
estrellas.
Azogue y Corien dibujaron un círculo completo, pasmados. Azogue
apagó el farol de un soplido.
—La Sacristía de la Noche. Quizá —sugirió Orquídea.
La mayor parte de las luces eran puntitos diminutos como diamantes.
Igual que estrellas en la noche. Pero algunas eran grandes bolas de color azul
pálido suspendidas en las alturas como lunas. La habitación estaba bien
iluminada, pero era la luz plateada y fría de una luna llena en una noche
despejada repleta de estrellas. No había señal de ningún sol en ningún sitio
del cielo.
—Se dice que esta es una representación de lo que uno habría visto desde
la tierra natal de los andii —explicó Orquídea—. Quizá. No lo sé con
seguridad, por supuesto.
—¿Y esto? —Azogue señaló el asiento—. ¿Esto es… una especie de
trono? ¿Esto es como un salón del trono?
—No lo creo. Más como un templo a madre Oscuridad, diría yo.
Sagrado… —Se interrumpió.
Azogue también los había visto: formas que se acercaban. Como paños
ondulados de oscuridad pura y negra. Ya habían visto uno igual antes: el
guardián que había intentado matarlos. Azogue se colocó espalda contra
espalda con Corien. ¡Maldito sea Trake! ¿Qué podemos hacer nosotros
contra esos?
Uno se dirigió a Orquídea en una versión susurrada y sin aliento del andii.
La chica respondió y luego tradujo.
—Dicen que estamos contaminando terreno sagrado y que nos van a
purificar.
—Pregúntales por la salida y diles que nos vamos ahora mismo.
Orquídea habló otra vez y el mismo de antes respondió.
—Dice que la salida es por donde entramos —tradujo Orquídea.
—¿Quizá hay una puerta trasera? —preguntó Corien mientras alzaba la
espada y la daga de parada.
Las formas se estaban acercando mucho, eran casi una sábana sólida de
negro impenetrable rodeándolos. Orquídea habló otra vez y recibió respuesta.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Azogue.
—No quieres saberlo —dijo Orquídea, y sus manos cayeron inertes.
—Prueba con ese encantamiento otra vez —le dijo Azogue.
—Aquí no va a funcionar. Aquí sí que somos intrusos.
El jirón de Noche Elemental hizo un gesto entonces, una señal
inconfundible de rechazo o fin de toda discusión; Azogue se preguntó si las
municiones tendrían algún efecto sobre aquellas criaturas.
De repente resonó una voz nueva en la lengua andii, alta y firme. Un
hombre se metió por el círculo. Era obvio que era tiste andii con aquella piel
negra como la noche, pero había diferencias con otros andii que Azogue
había visto. Sus ojos tenían la misma forma almendrada, pero con aspecto
más exánime al ser el color negro sobre negro. El cabello también era oscuro,
y largo. Lo llevaba suelto y le llegaba a los hombros. Sus ropas eran oscuras
pero suntuosas: camisa, chaleco y túnicas abiertas de una tela aterciopelada.
También era más fornido que la mayor parte de los andii que había conocido
Azogue.
El hombre se enfrentó a una asombrada Orquídea, la miró de arriba abajo
y sonrió.
—Estaba meditando…, despidiéndome, si quieres, cuando me llegaron
susurros a través de la noche de la verdadera lengua hablada por una mujer
joven. Al principio no podía creerlo. A todos se les mandó marchar. Pero
aquí estás, hablando el idioma noble. No sabes lo agradable que es para mí
oírlo una vez más. —Se inclinó con una sonrisa incluso más amplia—.
Discúlpame, pero es que ha pasado mucho tiempo.
Uno de los espectros habló y el hombre frunció el ceño. Le espetó una
respuesta brusca, pero la forma respondió con firmeza. El hombre le dio la
espalda a Orquídea y se cruzó de brazos. Habló otra vez, y si bien su tono
parecía bastante ligero, Azogue percibió el hierro que había bajo las palabras.
De repente también pareció hacer frío en la cámara. Azogue se empezó a
apartar del hombre y observó que las gemas bajo sus botas ya no emitían luz.
Era como si estuvieran muertas, o les hubieran absorbido toda la luz.
Después, y fue lo que puso el vello de Azogue de punta, el círculo entero
de espectros se inclinó ante el hombre con un murmullo. Orquídea se puso
pálida y se llevó una mano a la garganta como para interrumpir lo que estaba
a punto de brotar de ella.
Los espectros se retiraron y el hombre se volvió una vez más hacia
Orquídea.
—Te pido disculpas. Tienen sus obligaciones. No se les debe culpar por
cumplir con las tareas que les han asignado.
Azogue envainó los cuchillos largos.
—Bueno, gracias por intervenir. ¿Sabe si hay algún otro modo de salir de
este lugar? Si lo hay, nos vamos ya.
Fue como si no hubiera dicho ni una palabra. El hombre seguía
estudiando a Orquídea, la barbilla sujeta entre los dedos.
—¿Cómo te llamas, niña?
—Orquídea.
—¿Orquídea? ¿De veras? Ese es un nombre andii. ¿Lo sabías?
El rostro de Orquídea se oscureció todavía más con el rubor.
—No, señor. Es decir, no, no lo sabía.
—¿Y cómo se llama usted? —preguntó Azogue en voz muy alta. Corien
le puso una mano en el codo.
Los desconcertantes ojos negros del hombre se volvieron hacia él.
—Pueden llamarme Morn.
—¿Morn? Ya. Bueno, solo tiene que indicarnos la dirección adecuada y
lo dejaremos en paz.
Los ojos regresaron con Orquídea.
—Quizá deberían quedarse aquí. Estarán a salvo y serían bienvenidos.
Si acaso, la palidez de la joven se incrementó, y su color adquirió un tono
casi gris, enfermizo.
—Debemos continuar.
—¿Qué es lo que buscan?
—La Brecha. Solo queremos salir de aquí.
El hombre frunció el ceño casi como si le doliera.
—¿De veras, niña? ¿No deseas quedarte? ¿Aprender más de tu legado?
Orquídea se meció y apenas fue capaz de susurrar.
—¿Qué quiere decir?
Morn extendió los brazos para abarcar la cámara entera y quizá también
todo lo que había más allá.
—Quiero decir, Orquídea…, bienvenida a casa, hija de la Noche.
Los ojos de la joven se quedaron en blanco y se desmayó. Se habría
golpeado la cabeza contra el suelo de piedra si Azogue no hubiera dado un
salto para frenar su caída.

El sitio no estaba tan mal, reflexionó Azogue, una vez que te acostumbrabas a
las bestezuelas fantasmales que se allegaban flotando de vez en cuando para
echar un vistazo, quizá buscando el mejor sitio para morder. En cualquier
caso, en términos de su propia filosofía personal, no podía quejarse: no estaba
muerto todavía.
Corien y él se ocuparon de sus armas y armaduras. Corien inspeccionó
con gesto malhumorado lo que quedaba de su chaqueta de brocado. Orquídea
recorrió la cámara perseguida por la criatura Morn, que parecía decidida a
convencerla para que se quedase. Azogue esperaba que no se dejara
persuadir, a pesar de la posibilidad de ese legado que le acababan de revelar.
Que podría ser verdad o no. Y, con franqueza, él tenía sus dudas. Él dudaba
de todo hasta que lo traicionaba, lo mordía o intentaba matarlo… y entonces
sabía que había estado en lo cierto todo el tiempo.
Y mis viejos compañeros de pelotón me llamaban pesimista. Dado el
estado del mundo, ¡el realista soy yo!
El chico y él libraron unos cuantos combates de práctica. Corien todavía
tenía un lado débil, pero aparte de eso Azogue sabía que se enfrentaba a un
duelista muchísimo más hábil que él.
—Por lo que se ve, todos los tipos de Darujhistan sois cojonudos con la
espada —le dijo al muchacho cuando se sentaron a descansar tras un largo
asalto—. ¿Y eso por qué?
El encogimiento de hombros del chico indicaba que tampoco lo sabía
muy bien.
—Tenemos una tradición de esgrima que se remonta a muy atrás.
Azogue asintió con un gruñido.
—Como de donde soy yo. Llevamos tanto tiempo peleándonos entre
nosotros que formar una fila y aceptar órdenes nos sale de forma natural.
Corien lanzó una pequeña carcajada de admiración.
—Eso es lo que no llevamos bien nosotros. Lo de formar una fila y
aceptar órdenes.
Orquídea se acercó seguida por su nueva sombra. Azogue sacó una tira de
carne seca y le dio un mordisco.
—¿Cuál es el veredicto? —le preguntó con la boca llena.
—Tenemos que irnos. Este sitio sigue siendo una trampa mortal. Cuanto
más nos quedemos…, bueno, temo que al final acabe con nosotros.
Azogue envainó bien su cuchillo.
—En eso estoy contigo.
Morn se adelantó un paso, las manos entrelazadas a la espalda.
—Si deben irse, permítanme guiarlos.
—Vamos a la Brecha —le advirtió Orquídea con tono firme.
—Si ese sigue siendo tu deseo…
—¿Conoce otra forma de salir de este lugar? —preguntó Azogue.
—Sí.
—De acuerdo. Usted primero.
El espectro, o andii, o lo que fuera, se inclinó.
—Muy bien.
Recogieron todo su equipo. Orquídea también insistió en llevar los cueros
de agua que quedaban y las bolsas de comida y provisiones, incluyendo la
alforja de Azogue. Corien y él intentaron persuadirla de lo contrario, pero no
les fue mejor que a Morn y la chica no cambió de opinión.
Cuando estuvieron listos, Orquídea le hizo un gesto a Morn para que se
adelantara. Azogue se colocó a su lado. Tenía la ballesta lista una vez más.
—¿Seguiremos siendo capaces de ver?
—Creo que sí.
—Bien. —Se aclaró la garganta y miró a Morn, que caminaba delante de
ellos—. Así que…, ¿qué piensas de lo que afirma? Que seas parte andii y eso.
La alta joven se mordió el labio, parecía que le aterrase la idea.
—No lo sé. Parte de mí siente que es así. Pero… no estoy segura. —Su
mirada se posó en Morn—. En parte no estoy segura porque no sé si podemos
confiar en este.
Azogue tuvo la prudencia de limitarse a asentir.
—Es más de lo que finge ser —continuó la chica—. Los espectros…,
quizá lo entendí mal, o lo traduje mal, pero cuando se inclinaron… lo
llamaron «mi señor».

Morn los llevó por un laberinto de cámaras y pasillos. Lo que encontraron


atestando esas habitaciones hizo que Azogue lamentara su voto de no pararse
a saquear. Era obvio que nadie había llegado a esos salones y las riquezas que
se revelaban lo hicieron casi gimotear. Los tesoros reunidos durante un sinfín
de siglos yacían tirados a sus pies como los restos de un asedio. Delicadas
obras de arte de cristal hechas pedazos, fragmentos de cerámicas valiosas,
pinturas, bustos tallados en alguna piedra preciosa. Incluso mesas y
mobiliario volcado que eran en sí mismos hermosas obras de arte. Hizo una
mueca cuando con las sandalias enterró fragmentos de un valor incalculable
en el suelo.
La profunda luz mágica de un tono aguamarina monocromo hacía
imposible distinguir una gema de otra, o el oro de otros metales, pero él no
estaba por encima de recoger alguna piedra que otra, o un trocito de forja,
para estudiarlo con más atención. Por delante, Morn evitaba con cuidado
prestar atención a sus carreras repentinas para inclinarse como un ave
carroñera en un campo de batalla.
—Mirad esto —murmuró Orquídea, asombrada. Se había detenido ante
un inmenso tapiz que colgaba de las alturas y cubría cinco pasos enteros entre
el suelo y el techo. Era la representación de una ciudad que abrazaba la costa
de un lago. Unas galeras surcaban las olas. Hombres y mujeres ataviadas con
extrañas ropas arcaicas atestaban el paseo marítimo. Se afanaban en
mercados, comprando y vendiendo fruta, aves, alfombras, muebles
delicadamente tallados, incluso caballos. Una inmensa cúpula de color azul
pálido dominaba el perfil de la ciudad. De un blanco nacarado supuso
Azogue que sería a la luz del día.
—Eso es Darujhistan —anunció Corien, sorprendido—. O lo parece.
¿Veis la cúpula?
—Darujhistan hace más de dos mil años —relató Morn. Había regresado
con ellos en absoluto silencio—. Durante la época de los reyes tiranos. Se
dice que nadie podía igualar su dominio de la hechicería.
—Yo no sé de ninguna cúpula como esa —dijo Corien, dubitativo.
Con las manos entrelazadas a la espalda, Morn alzó y dejó caer los
hombros.
—Tengo entendido que se perdió mucho durante el cataclismo de su
caída.
—¿Cómo sabe usted todo eso? —preguntó Azogue.
Corien hizo una mueca de dolor y Orquídea le lanzó una mirada furiosa,
pero el andii no pareció inmutarse.
—Es cierto. He estado… fuera… un tiempo. Pero fui escrupuloso en
cuanto a preguntar a todo el mundo que me encontraba para obtener noticias.
No había mucho más que hacer allí donde he estado durante este tiempo.
Azogue lanzó un bufido de escepticismo. Morn se limitó a hacer un gesto
para continuar.
—Por aquí, si tienen la bondad. Hay luz en el siguiente pasillo.
Azogue se quedó con la boca abierta.
—¿Qué? ¿Por qué no lo dijo?
—No lo preguntaron.
—Y todo este tiempo llevamos… —Cerró la boca de golpe y le hizo una
seña a Corien con la mano, una de las señas que le había estado enseñando al
muchacho. Ve a explorar.
Corien asintió y se alejó a la carrera.
Azogue se echó al hombro la ballesta, le hizo un gesto a Orquídea para
que se quedara tras él y siguió al chico.
Encontró al muchacho esperando en una esquina. Corien señaló hacia
delante y levantó un dedo. Uno. Un centinela. Azogue le hizo un gesto para
que se apartara, y miró más allá de la esquina. Un tipo, espadas envainadas en
el costado, de pie y muy erguido en medio del pasillo con una lámpara detrás;
el hombre miraba en su dirección. Muy astuto. No mira a la luz.
Azogue levantó la ballesta y le hizo un gesto de asentimiento a Corien,
que sacó poco a poco sus armas. Aspiró tres cortas bocanadas de aire, colocó
bien los brazos y luego dobló la esquina con la ballesta apuntada hacia el
hombre.
—¡No te muevas! —le ordenó—. Estás cubierto. —Corien salió con él,
las armas en la mano.
La figura ni siquiera se estremeció; las manos permanecieron en el
cinturón. La cabeza se giró solo un poco y se pronunció una palabra en un
idioma que Azogue no reconoció.
—¡No te muevas! —le ordenó otra vez. El tipo parecía vestir la más
ligera de las armaduras, cueros nada más, pero también una especie de yelmo.
No había intentado coger sus armas envainadas.
Cuando se acercaron, Orquídea lanzó un grito ahogado, Corien se irguió
con un gruñido de sorpresa y las armas cedieron un poco en sus manos. La
punta incisiva del cuadrillo de Azogue no vaciló ni abandonó el objetivo del
pecho del hombre.
—¿Quién eres? —lo retó el veterano.
—Rojo… —empezó a decir Orquídea; en su voz había una advertencia.
El tipo no respondió. Más de cerca, Azogue vio a la luz tenue que el
hombre era, de hecho, una mujer, y que vestía una sencilla máscara que le
ocultaba la parte superior de la cara. ¿Una máscara? ¿Quién se cree que es?
¿Una puta asaltadora de caminos?
Otro tipo llegó corriendo por el pasillo y Azogue giró la ballesta.
—¡Estás cubierto! —exclamó.
Orquídea le tocó un brazo.
—Rojo…
—Vuelve atrás, maldita sea.
Corien de repente envainó sus armas.
—¿Qué cojones estás haciendo? —gruñó Azogue.
—No pasa nada, Rojo.
—¿Qué? A ver, dime por qué no pasa nada.
El recién llegado se adelantó, las manos bajas. Él también llevaba una
especie de máscara multicolor.
—¡No sigas! —ladró Azogue—. O eres hombre muerto.
—¿Quién eres tú? —exclamó el hombre con un extraño acento daru.
—¿Quién soy yo? —Azogue no podía creer lo que estaba oyendo—. ¡El
que tiene la ballesta soy yo! ¿Quién eres tú?
—Me llamo Enoi. Por favor, da un paso adelante y hablemos.
Orquídea le apretó el brazo.
—Rojo. Está bien. Baja el arma.
El veterano le lanzó una mirada rápida.
—¿Por qué? En el nombre del Embozado muerto, ¿por qué debería bajar
mi arma?
—Son seguleh —dijo Corien.
—¿Seguleh? ¿En serio? —Había oído las historias, por supuesto. Pero
jamás había pensado que llegaría a conocer a uno. Bajó la ballesta, solo un
poco, para estudiarlos con curiosidad. Bueno, ¿así que seguleh? Todo el
mundo dice que solo hicieron falta tres de ellos para derrotar a todo el
ejército painita.
No era cierto, claro estaba. Pero como historia era de las buenas para
contar alrededor del fuego del campamento. Como ninguno de los dos
seguleh fue a coger su arma, Azogue se apoyó la culata de la ballesta en la
cadera.
—¿Qué queréis? —exclamó.
El hombre, o joven, a juzgar por la barbilla lampiña, se adelantó un paso.
Una multitud de sombras giraron por su máscara, todo variaciones de azul
para la visión mágica de Azogue.
—Deseáis pasar hacia las galerías superiores, ¿no? —dijo.
—¿Y qué? —dijo Azogue.
El rostro enmascarado se volvió para estudiar a Morn.
—No nos impresionas —dijo—. No tememos a los espectros antiguos. —
Morn esbozó el fantasma de una sonrisa. El joven se volvió de nuevo hacia
Azogue—. Podéis pasar. Lo único que os pedimos es que nos hagáis un
juramento.
—¿Haceros un juramento? ¿A vosotros? —Azogue lanzó una carcajada
de incredulidad.
—¿Cuál? —se apresuró a preguntar Orquídea.
—Que si hallarais un objeto en particular, nos lo entreguéis a nosotros
antes de dejar esta roca.
Azogue se echó a reír otra vez. ¡Esos tipos eran los idiotas más ingenuos
que había conocido jamás!
—Y esa cosa, ¿qué es?
—Una obra de arte robada a mi pueblo hace mucho tiempo. Es una parte
de nuestro legado. Creemos que está en algún lugar en el interior del
Engendro, y en nuestra opinión su amo, Espadanegra, o bien lo cogió o lo
adquirió. Tiene poco valor monetario, pero es importante para nuestra
religión. Una sencilla máscara blanca. De poco valor para nadie salvo para
nosotros.
—Lo juro —dijo Morn de inmediato, y pareció incluso más solemne de lo
habitual.
—Y yo —se hizo eco Orquídea.
—Yo también lo juro —dijo Corien con una reverencia cortesana daru.
Azogue los miró a todos.
—¿Se puede saber qué Abismo está pasando aquí? ¿Llega un payaso
enmascarado, os dice que juréis y tú le haces una reverencia?
Orquídea lo miró con furia, instándolo a cooperar. Azogue levantó una
mano.
—A ver, un momento. Si esa cosa es tan importante para vosotros, ¿por
qué no la estáis buscando vosotros mismos?
El joven se irguió en toda su altura, ofendido.
—Nosotros no hurgamos en ruinas como vulgares ladrones. Alguien la
tiene, o en el curso de su saqueo la encontrará. Y cuando baje, estaremos
esperando y la entregará. Si no lo hace, lo mataremos.
Azogue se volvió hacia los otros, la ballesta todavía apoyada en la cadera.
—¿Soy solo yo o eso suena también a robar?
—Rojo… —le advirtió Corien.
—Venga ya. —Señaló a los dos seguleh con un ademán—. Aquí están
estos dos, con esos aires de superioridad, pero lo que están haciendo no es
mucho mejor que lo que hace cualquier salteador de caminos que amenaza a
los viajeros en los bosques.
—Tú solo jura —dijo Orquídea entre dientes—. No seas tan imbécil.
—No. Vamos a oír su respuesta. —Se volvió otra vez hacia el joven
seguleh—. ¿Qué dices? Vosotros sois los que lleváis las máscaras, después de
todo.
El joven echó una mirada atrás, a la centinela baja y fuerte. Esta se quitó
de un tirón una bolsa que llevaba en el cinturón y se la tiró al joven. Él la
volcó y mandó una cascada de gemas rebotando y resonando por el suelo de
piedra.
—Llevamos aquí un tiempo —dijo con despreocupación—. Hemos
recogido muchas de estas gemas por su belleza. Pero aquel que traiga la
máscara puede quedarse con todas.
Azogue se quedó mirando las piedras esparcidas: las oscuras debían de
ser rubíes, las pálidas quizá zafiros o esmeraldas. Vio también un sinfín de
perlas, negras y blancas. ¡Dioses! ¡Eso es una auténtica fortuna! Con eso
podría adquirir tierras, un título. Se aclaró la garganta.
—Eh…, bueno. ¿Por qué no lo dijiste así…?
El joven se cruzó de brazos.
—Pocos han desafiado nuestros términos.
Orquídea le dio un codazo a Azogue en el costado.
—Claro. Bien, de acuerdo. Yo también lo juro, entonces.
Ambos seguleh inclinaron la cabeza casi imperceptiblemente.
—Eso pensábamos. Podéis pasar.

Morn continuó por delante. Unos cuantos giros y tramos de pasillo después,
Azogue observó que todas las riquezas esparcidas habían desaparecido. Esos
salones los habían limpiado a conciencia.
—¿Por qué no juraste sin más ahí atrás? —preguntó Orquídea—. ¿A ti
qué te pasa? Además, a estas alturas ese trasto seguro que ya se ha hundido
en el fondo del mar.
—Cuestión de principios —respondió Azogue, distraído. Las
incrustaciones de piedras azules, candelabros y rostros relucientes todavía
alumbraban el camino, pero más adelante un portal lateral permanecía a
oscuras. Como si ninguna luz pudiera penetrarlo. Señaló adelante—. ¿Ves
eso?
Orquídea miró y frunció el ceño.
—Está oscuro por completo para mí… y eso es muy raro.
Azogue le hizo a Corien una indicación que significaba «cuidado» y
luego observó que a Morn no se le veía por ninguna parte.
—¿Dónde…?
Se oyó un susurro de tela pesada que se apartaba y la luz cegadora de un
farol amarillo estalló en la abertura y deslumbró a Azogue.
—¡No os mováis! —bramó una voz en daru con mucho acento.
¡Mierda! Entre muecas y parpadeos, Azogue intentó vislumbrar algo con
los ojos medio cerrados.
—¿Quién va?
—¡Soltad las armas o morid!
¡Maldita sea! Bajó la ballesta y levantó una mano.
—¡Está bien!
—¡Manos arriba!
—Sí —dijo Corien.
Azogue distinguió entonces unos ocho ballesteros agachados en dos filas
dentro de la habitación, todos apuntándolos con sus armas. Se arrodilló para
dejar la suya en el suelo. ¡Puñetera emboscada!
—Dejad caer los cinturones de las armas —ordenó la voz.
Azogue se desabrochó el suyo y lo puso en el suelo con los cuchillos
largos envainados y el puñal pesado. Corien también dejó caer sus armas. Un
hombre se abrió camino entre los ballesteros. Vestía un jubón largo con
aberturas sobre un camisote de bandas de hierro. Las mangas y los pantalones
ceñidos eran de cota de malla y un yelmo ennegrecido, con la visera subida,
lo llevaba encaramado a una cabeza cubierta por una tupida mata de rizos
castaños. La barba densa estaba trenzada y atada con trozos de cuero, encaje
y tela. A Azogue le pareció que tenía un aire vagamente conocido.
El hombre enganchó los pulgares en el cinturón alto y los miró de arriba
abajo.
—Bueno, ¿quién está al mando de este patético grupo?
—Yo —dijo Corien.
El hombre sacudió la cabeza.
—No, carita bonita. No me lo creo. Aunque tampoco es que eso importe
ya. Daos la vuelta y poned las manos a la espalda.
—Eso no es necesario —dijo Azogue.
—¡Oye! Yo conozco ese acento. ¡Un puto espía malazano!
Azogue se limitó a apretar los dientes. Orquídea se dio la vuelta y cerró
las manos a la espalda. Corien la imitó. Casi partiéndose los dientes, Azogue
lanzó un gruñido y se giró también de golpe.

Les hicieron marchar por un extenso complejo bien iluminado de


dormitorios, salones, cámaras de guardia y grandes salas de reunión. Azogue
contó unos cincuenta hombres y mujeres armados y vestidos con armaduras,
aunque su equipo estaba todo desparejado y descuidado. Robado y saqueado
a un buscatesoros muerto tras otro, sin duda. Se preguntó por curiosidad
cuántos de los que lo rodeaban habían vestido la cota de malla rasgada o
usado las maltratadas espaldas. También había presentes lo que con toda
claridad eran esclavos: vestidos con harapos, haciendo recados, abanicando
fuegos, cosiendo, remendando. Pasaron junto a una mujer en un avanzado
estado de gestación que estaba cocinando en una hoguera.
El botín recogido en una sección entera del Engendro resplandecía allí:
obras de arte y platos de oro, joyas de plata…, todo amontonado. Estatuillas
de alguna piedra semipreciosa atestaban las esquinas de las habitaciones;
diademas de gemas colgaban de los cuellos y las muñecas de casi todos.
Azogue reconoció todo aquello por lo que era, pues ya había visto algo
parecido en cada guerra. Se podía llamar a aquella gente como se quisiese
(asaltantes, carroñeros, bandidos, saqueadores), eran los chacales que se
reúnen allí donde las leyes se desmoronan o nunca llegan.
Igual que allí abajo, en Pueblo Perla, esa panda se había limitado a
instalarse en alojamientos que habían desocupado sus anteriores propietarios.
Los metieron a los tres en una sola de aquellas celdas estrechas. Dos guardias
permanecieron ante la abertura. En el portal se colgó de un tirón una simple
tela.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Corien a Orquídea. Esta asintió
mientras se frotaba las muñecas—. ¿Dónde está…? —empezó a decir, pero
Orquídea le hizo una seña para que callara. El otro asintió.
—¿Y ahora qué? —le susurró la chica a Azogue.
El veterano se sentó en un sencillo saliente de piedra que podría haber
estado destinado o no a ser una cama.
—Algún tipo de entrevista, supongo. O nos necesitan o nos quieren, o no.
—¿Y si no? —preguntó Corien.
Azogue sacudió la cabeza.
—Bueno, ¿no deberíamos…?
Azogue levantó una mano.
—A dormir, por ahora. No hay nada más que podamos hacer.
Sin poder creérselo, Corien miró a Orquídea en busca de apoyo, pero esta
se limitó a asentir también.
—Sí. Necesitamos descansar. ¿Quién sabe cuánto tiempo ha pasado… o
pasará?
Azogue se echó con un suspiro y se tapó los ojos con las manos.
Espía malazano. No le gustaba nada cómo sonaba eso.
12

Se cuenta una historia de una lejana ciudad donde, cuando su eminente gobernante desea viajar, es
costumbre que sus habitantes se echen en la tierra ante él para que sus pies no tengan que mancharse.
Cuando los viajeros preguntan la razón de esta costumbre, se les cuenta que los habitantes con gusto y
de buena gana se echan en el suelo para su gobernante, puesto que él los protege del sinfín de amenazas
de asaltantes y ejércitos de bandidos que rodean su pacífico asentamiento.
Y esos viajeros continúan su camino sacudiendo la cabeza, pues todos aquellos que rodean la ciudad no
tienen el menor interés en semejante miserable lugar.

Una historia de Alborada


Anónimo

Coll recorrió las habitaciones vacías y oscuras de su mansión, borracho como


una gloriosa cuba. Llevaba un decantador de cristal tallado sujeto sin fuerzas
en una mano. Ya era muy tarde, la medianoche ya había quedado muy atrás y
él estaba esperando a que lo mataran.
¿Qué mejor forma de morir, si se pensaba con detenimiento, que sin
preocupaciones y por tanto fuera del alcance de todo dolor? Pues siempre
habían sido las preocupaciones lo que le había provocado dolor. Se detuvo,
tambaleante, ante un trozo concreto de la pared blanqueada y vacía. Sabía lo
que solía colgar allí… durante esa anomalía demasiado breve de su vida que
había conocido con el nombre de «felicidad».
Se pasó una manga por la cara y derramó algo de vino. Maldita fuera ella.
¡Maldito fuera él! ¡Qué idiota había sido! Y llevaba pagando por ello toda su
vida. ¿Era orgullo? ¿Le gustaba sufrir? ¿Era incapaz de olvidar, de dejar ir?
Permitió que sus brazos cayeran laxos. Bueno, quizá solo fuera que esa era su
forma de ser.
Se abalanzó hacia delante y fue a inspeccionar las habitaciones de la
planta principal. Pero no arriba. ¡No, allí no! ¡Allí nunca! Se apoyó en la
larga mesa del comedor y se apartó la camisa sudada de lino del pecho. Había
humedad esa noche. Hacía calor. Las calmas ecuatoriales del verano, cuando
los caracteres se irritan y las pasiones se calientan.
Podría haberse casado otra vez. Haber elegido a alguna hija de una casa
rica de mercaderes o de un artesano respetado. Alguien lo bastante agradecida
o lo bastante ávida de presentarse con un apellido noble. Y sin embargo,
siempre se preguntaría «¿Qué está haciendo ella ahora?».
Levantó el decantador para echar un trago. ¡Y las sonrisitas y los susurros
entre los jovenzuelos! ¡Dioses, ya podía ver el desdén en sus ojos! ¿Qué
podían estar insinuando? ¿Sabían algo que él no sabía? Era consciente de que
al final habría terminado en un duelo desigual y humillante en los terrenos de
esgrima.
Al menos esto es privado. La hoja rebanando la garganta o atravesando
la espalda. En silencio y sin testigos. Mucho mejor que un círculo de rostros
a los que nada les importa. Así se puede conservar un jirón de dignidad…
Dioses, ¿a quién quiero engañar?
Dejó el decantador de un golpe y se derrumbó en una silla. ¿Es eso,
entonces, lo que me ha mantenido solo todos estos años? ¿Miedo? ¿Miedo de
no poder volver a confiar y por tanto amargarle la vida a alguna buena
mujer? ¿Miedo de mi propia debilidad? ¿Era patético… o solo de una
precisión triste?
Parpadeó bajo la luz verdosa del cielo nocturno que entraba por los vanos
de la columnata que llevaba a los terrenos de atrás. Había alguien allí,
envuelto en un manto, alto. La espada elegida. Por las tetas de Fanderay, no
han perdido el tiempo.
Coll abrió los brazos.
—Aquí estoy, amigo. ¿Puedo llamarte amigo? Estamos a punto de
compartir un momento íntimo, seguro que eso me permite llamarte amigo. —
Fue a coger una copa alta de vino y la levantó—. ¿Una copa? No, supongo
que no. Bueno, pues yo creo que sí. —Se llenó una copa.
El hombre fue hasta el otro extremo de la larga mesa y lo contempló
desde la oscuridad de su profunda capucha. Coll levantó una mano para pedir
silencio.
—Lo sé, lo sé. Menudo espectáculo. En los viejos tiempos tengo
entendido que una nota era suficiente. Algo como «Ahórrenos las molestias».
Vivimos en una época de decadencia, según dicen. —Vació la copa de un
único y largo trago.
El hombre se acercó todavía más por un lado de la mesa. Iba pasando una
mano enguantada por la superficie lisa y pulida. Coll no dejó de mirarlo un
instante mientras tragaba lo que tenía en la boca.
—Valor líquido, dirían algunos, ¿eh? Pero no, no en mi caso. Yo tengo
valor. Lo que necesito es entumecimiento líquido. Olvido líquido.
La figura se llevó una mano a la capucha mientras la otra se deslizaba
dentro del manto.
—Lo que necesitas —rezongó el hombre— son huevos.
Coll lanzó un gañido y se echó hacia atrás con tal fuerza que volcó la silla
y cayó rodando. Se levantó sujetándose el pecho.
—¡Dioses, Rallick! ¡No hagas eso! —Enderezó la silla—. Creí que
eras…, ya sabes… —Se quedó inmóvil y luego se irguió para mirar a su
amigo—. No eres…, ¿verdad?
Rallick escogió una ciruela de la mesa y se sentó.
—No, no lo soy.
—Bueno, ¿hay… alguien…?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —Le dio un mordisco a la fruta y luego
subió una pierna a la mesa—. Pero sospecho que no.
Coll se sentó.
—¿Sospechas que no? ¿Por qué?
Rallick masticó con aire pensativo y tragó.
—Porque eres viejo e inútil. Inservible. Careces de importancia.
Marginado, apartado…
Coll levantó una mano.
—Me hago una idea. Muchas gracias.
—Bueno, ¿no es por eso por lo que te pasas el rato recorriendo estas
habitaciones con la cara mustia?
Coll fue incapaz de mirar a su amigo a los ojos.
Rallick suspiró.
—¿No es hora ya de que te cases con alguien? ¿De que engendres otra
generación que continúe con el apellido familiar? Es tu obligación, ¿no?
Coll se recostó en la silla y agitó una mano.
—Lo sé, lo sé. Pero ¿y si ella…?
—Asumo que escogerás mejor esta vez. Y en cualquier caso, ¿y qué? La
vida es una partida de tabas. No hay garantías.
—Qué tranquilizador. ¿Y estás aquí porque…?
Rallick se terminó la ciruela.
—Tengo encima una sentencia a muerte del gremio.
Coll se quedó mirando con las cejas alzadas.
—Y vienes aquí. —Señaló los terrenos con un ademán colérico—. ¿Y si
te están siguiendo? ¡Los has traído aquí! ¡Podrían venir en cualquier
momento!
Rallick levantó las manos.
—Pensé que los estabas esperando.
Coll dejó escapar un largo suspiro y se inclinó hacia delante sobre la mesa
para masajearse las sienes.
—¿Qué quieres?
—Quiero que esa cosa de ahí arriba, en la colina de la Majestad,
desaparezca.
Los dedos se detuvieron. Coll se echó hacia atrás y miró a su amigo de
forma nueva.
—¿Qué es esto? ¿Una conciencia cívica? Un poco tarde ya.
Las arrugas que rodeaban la boca del más delgado se profundizaron
cuando tensó la mandíbula.
—Piensa. ¿Para quién hemos hecho trabajos todos estos años?
—Baruk. Pero Baruk ha sido capturado… o ha caído, o fracasado. No hay
nada que podamos hacer.
—Entonces nos toca a nosotros. Somos lo único que queda. Nosotros y
Kruppe.
—¡Dioses! —Coll miró al techo—. Casi me habías convencido, Rallick.
Y luego vas y mencionas a ese ladrón grasiento. —Señaló los terrenos—.
¿Dónde está? ¿Lo has visto? A estas alturas ese tipo ya está a medio camino
de Nathilog.
—No, no lo está. Se ha escondido. Reconozco su mano en cada vez más
cosas. —Bajó la cabeza y frunció el ceño—. Ahora me pregunto si todo este
tiempo yo no fui más que su mano y sus oídos en el gremio. Como lo era
Murillio entre la aristocracia, y el joven Azafrán quizá lo fuera en las calles.
Mientras que tú eras una mano potencial y unos oídos en el concejo.
—Pura casualidad nada más, amigo mío. Miras atrás e inventas patrones.
Le atribuyes demasiado mérito. Admito que es una especie de talento, pero
no lo utiliza más que para llenarse el estómago.
—¿Ah, sí? Oí que amilanó al caudillo.
Coll frunció el ceño, incómodo. Estiró la mano para coger el decantador,
luego se lo pensó mejor.
—Brood solo… es que no dio con él.
—Exacto. Estoy pensando que nadie ha conseguido jamás ponerle una
mano encima en condiciones a ese tipo. Incluyéndonos a nosotros.
Coll entrelazó los dedos sobre la tripa.
—¿Y? ¿Quieres llegar a alguna parte con eso?
—Deberíamos quedarnos en esta partida. Esperar y ver. A ti te quieren
fuera, ¿no? Bueno, razón de más para quedarse.
Tópicos. Un tirano está rodeando con el puño la ciudad y este hombre me
ofrece tópicos. Alzó los ojos hacia la inmensa montaña invertida que era la
araña de luces que colgaba, apagada, sobre la mesa. A ella siempre le gustó
esa monstruosidad. Dioses, cómo odio ese trasto. Bajó los ojos y miró al
hombre que tenía enfrente. La dura luz monocroma pintaba la cara angulosa
con planos más afilados todavía de luces y sombras. Este hombre habla en
serio. Un Rallick serio no hay que tomárselo a broma.
Respiró hondo y el estómago subió contra los dedos entrelazados, luego
dejó escapar el aire. Más allá de las paredes, en los descuidados terrenos de la
hacienda, los grillos continuaban sus canciones dedicadas a la noche. Ladeó
la cabeza y pensó.
—¿El gremio está bajo su control?
—No, creo que no. De hecho, creo que quizá acaben de reabrir su
contrato contra el legado.
Coll se incorporó, asombrado.
—¿Qué? ¿Por qué no lo dijiste, hombre?
—Porque creo que fracasarán, como la otra vez.
—Se puede matar a cualquiera —caviló Coll—. Si hay algo que nos han
enseñado los acontecimientos recientes en la ciudad, es eso. Es solo cuestión
de encontrar el modo adecuado.
Rallick bajó la pierna y se levantó.
—Muy bien. Yo vigilo al gremio. Tú vigilas al concejo.
—Ya no es un concejo —dijo Coll con amargura—. Se ha convertido en
una corte de aduladores y parásitos.
—Una cosa más —dijo Rallick.
Coll levantó los ojos y alzó las cejas.
—¿Sí?
—¿Tienes una habitación de sobra? Necesito un sitio para dormir.
Coll contuvo una carcajada casi histérica.
—¿Aquí? Dioses, hombre, este es el primer sitio en el que te buscarán.
—No. Sigues siendo miembro del concejo. No harán ningún movimiento
contra ti a menos que les ofrezcan un contrato.
—¿Cómo puedes estar seguro de que no actuarán de todos modos… de
forma unilateral, por así decirlo?
Rallick sonrió sin humor y Coll reflexionó que hasta las sonrisas de aquel
hombre parecían el desenvainar de un cuchillo.
—Normas del gremio —dijo.

Por el cielo despejado de aquella noche estival el largo estandarte trepador de


la Cimitarra se arqueaba en lo alto mientras la luna arrojaba su fría luz, teñida
de esmeralda, sobre la vacía llanura del Asentamiento. Una figura solitaria, el
manto oscuro ondeando bajo el débil viento, caminaba por las secas colinas
erosionadas. Sus rasgos eran oscuros como la noche, el cabello tocado de
plata. Lucía unos magníficos guantes oscuros y en la pechera de su camisa de
seda verde oscuro había prendida una única joya visible: la garra erguida de
un ave trabajada en plata y sujetando un orbe. El cetro imperial de los
malazanos.
Topper solo había estado en Darujhistan unas cuantas veces.
Personalmente, él no entendía su importancia. A él le parecía demasiado
vulnerable, dependiendo como lo hacía de huertos y campos lejanos para
alimentar a su población. Pero sí que detectó entre las dunas y las colinas
barridas por el viento líneas rectas y cimientos que insinuaban que las cosas
no siempre habían sido así. La lógica, sin embargo, pocas veces guiaba tales
decisiones. La historia y los precedentes eran los que gobernaban. Él, a esas
fuerzas de la actividad humana, las llamaba pereza e inercia.
Se encontró con otro círculo más consumido por el viento, un pozo
abandonado, y, como era su deber, se arrodilló para examinar las piedras. Allí
no había nada. Más valía que ese informe fuera preciso o le iban a llevar la
cabeza de ese mago inútil por hacerle perder la noche. Continuó andando.
Con franqueza, nada de lo que había encontrado allí le interesaba
demasiado. Se alegraba de la reciente carnicería acaecida en el sur. En su
opinión, semejante desorden y consumición de recursos abría el camino para
la expansión malazana. Igual que ocurriría en Darujhistan. Anomander
desaparecido. El Engendro en ruinas. En general, las cosas no podrían haber
salido mejor para el Trono.
Lo que le preocupaba era estar ausente de Unta. ¿Quién sabía qué idiotez
podría estar iniciando Mallick? Como esa aventura en Korel. Más valía que
funcionara, o los gobernadores regionales quizá empezaran a preguntarse si
no habrían cometido un error al respaldar a ese hombre…
Llegó a otro pozo seco y se arrodilló para examinarlo. Esa vez lanzó un
gruñido de satisfacción y concentró su atención en el candado que bloqueaba
la tapa. Bajo su toque se abrió con facilidad. Tiró a un lado la tapa de madera
y saltó al interior. Una mano rozando apenas un lado ralentizó su descenso.
Cuando se acercó al fondo estiró los pies a ambos lados y se detuvo. Allí
percibió restos de espejeos apenas perceptibles, antiguas guardas y magia de
sendas. Por lo que él veía, la obra parecía tener el toque de la mano de un
ancestral u otro. En cualquier caso, no eran simples manipulaciones humanas
de alguna senda. Lo cual encajaba con lo que sabía de aquello a lo que se
enfrentaba.
Todo ello solo suponía más información para ayudarlo a construir el
perfil que lo guiaría en su posible acción contra ese tal legado. Si es que se
llega a eso.
Y la verdad es que esperaba que así fuera. Porque le permitiría darse el
placer de conseguir una pequeña venganza personal. Según la descripción de
esa joven sirvienta (las vaporosas ropas blancas, las pulseras y el cabello
largo), se parecía a otra persona. Alguien con quien esperaba tener la excusa
para enfrentarse.
Se metió en el pequeño túnel y se fue empujando con los codos y las
rodillas hasta donde acababa en una cámara más grande. Allí se sacudió el
polvo y miró a su alrededor. Vacío. Criptas laterales vacías también. Examinó
los cráneos que decoraban el suelo, el plinto vacío de piedra. Entonces
encontró la única cripta lateral ocupada. Allí se detuvo durante un buen rato.
La magia persistente que destellaba sobre ese cadáver fue lo que más le
interesó. Posó las manos en el saliente de piedra sobre el que yacía el cuerpo
y se inclinó sobre los restos. ¿Por qué solo ese había resistido a la
reconstitución y la huida, o quizá había fracasado? Parecía un enigma. Una
trampa dentro de una trampa dentro de una trampa. Pero ¿quién estaba
atrapando a quién? Y ¿podía estar seguro? Según esos cretinos de marines
solo podía haber un testigo. Solo un individuo había salido del pozo antes de
que apareciera la criatura enmascarada. El que otros llamaban erudito, un
cacharrero de poca monta allí entre las ruinas.
Se echó hacia atrás y se pasó la yema de un dedo por los labios. Como
antes, uno que destacaba. ¿Por qué? Tenía que significar algo. De momento
era incapaz de comprender del todo lo que estaba ocurriendo. Los
lineamentos de las invocaciones contenían un filo agudo y frío. Era como si
hubiera susurros de origen no humano. Ni tiste, conocía a los suyos. Desde
luego no eran k’chain ni forkrul. Lo que dejaba a los jaghut. Y por tanto las
leyendas de los antiguos tiranos jaghut. ¿Habían regresado? ¿La Casa del
Finnest no había terminado con eso?
Razón suficiente para que cualquier otro fuera con cautela.
Se frotó las manos enguantadas y salió del estrecho nicho. Demasiados
jugadores para que las cosas sean claras y sencillas. Hay que observar y
esperar.
Al menos hasta que llegue la inevitable y frenética llamada para regresar
a la capital.

Si bien la gabarra de carga era lenta, su progreso fue constante durante todo
el día y continuó a lo largo de la noche, así que mucho antes de lo que
Torvald esperaba se acercaron al ruinoso y combado muelle de Dhavran.
Sabía que sus compañeros de viaje desembarcarían allí. Le entristecía verlos
marchar. Su conversación había resultado ser extraordinariamente reveladora
sobre la situación política reinante entre las Ciudades Libres y los malazanos
del norte. Por insinuaciones y detalles se enteró de que el grandullón, Cal,
había sido en un tiempo una especie de comandante militar en una tierra
lejana del norte.
A la luz del amanecer, junto con todos los demás pasajeros que se
preparaban para irse, los dos reunieron su escaso equipaje. En la barandilla
esperaba Torvald para despedirse. Los marineros preparaban la pasarela.
—Siento tener que irme —le dijo al anciano, Tserig.
El tipo alzó los ojos hacia su enorme compañero, que miró a Torvald por
entre su mata salvaje de cabello y barba al viento, una media sonrisa en los
labios.
—¿No has estado escuchando? —dijo con voz profunda—. Tú te vienes
con nosotros.
Torvald parpadeó. Por un instante creyó volver a estar con otro
compañero de viaje, uno casi igual de grande y abstruso.
—¿Perdona?
—En Pale ya no hay nada de relevancia para tu señor de Darujhistan.
Aquí en Dhavran, sin embargo, pronto llegará algo de gran importancia.
—¿Y que es?
—La nación rhivi está invadiendo el sur, su intención es aplastar a los
malazanos. ¿No crees que deberías discutir el tema con ellos? Eres, según
creo, un concejal de la ciudad nombrado con todas las garantías, ¿no?
Torvald tosió para aclararse la garganta.
—No hablarás en serio, espero.
—Muy en serio.
Tserig apretó la boca casi sin dientes y asintió.
—Estamos aquí para intentar persuadirlos de que no lo hagan.
La pasarela cayó con un golpe seco e hizo temblar el muelle. La multitud
de cubierta levantó a pulso sus bolsas y petates mientras los bebés lloraban,
los cerdos chillaban y las aves enjauladas glugluteaban. Torvald se echó al
hombro su bolsa.
—Bueno…, supongo que debería acompañaros entonces.
—Muy bien —dijo Cal—. No deberían tardar en llegar.
Esperaron hasta que todos los demás pasajeros arrastraron los pies por la
pasarela. Tor observó a las familias reunirse entre abrazos y lágrimas; los
pequeños vendedores ambulantes dejaron sus mercancías en el suelo y de
inmediato comenzaron a regatear y los mercaderes locales se lanzaron a dar
órdenes sobre la descarga de los bienes que habían pedido. De eso estaba
hecha la vida normal, la ronda diaria para intentar construir un futuro mejor.
Eso era lo que quería la gente. En realidad, a la hora de la verdad, solo
querían que los dejaran en paz para hacer sus cosas.
Una vez despejado el camino, se echaron sus bolsas al hombro y bajaron
con pasos pesados por la tablazón. Tor notó que se combaba de un modo
alarmante bajo el peso de Cal.

Instalaron el campamento cerca de la orilla embarrada del río, donde un


mísero puente salvaba el río. Allí esperaron.
—Solo serán unos días —le aseguró Tserig a Torvald. Entretanto,
Torvald interrogó a Cal. Resultó que aquel hombre tenía una increíble
cantidad de información sobre historia general y política. Torvald, que
llevaba un tiempo fuera de la región, se encontró de repente muy bien
informado.
Solo unos días después, los primeros exploradores rhivi alcanzaron al
ancho y poco profundo valle por el que serpenteaba ese riachuelo, el Rojo.
Cal, Tserig y Torvald fueron a recibirlos al puente.
Los jinetes llegaron trotando al puente. Desmontaron. Cal los esperaba
con las manos metidas en el ancho cinturón de cuero de los pantalones
manchados por el viaje. El anciano Tserig se apoyaba en un largo bastón.
Torvald se encontraba justo detrás. Tenía toda la sensación de estar
entrometiéndose.
Los dos exploradores se arrodillaron ante Cal.
—Caudillo —dijeron.
Torvald se dio una palmada en la boca. ¡Dioses benditos! ¿Caudillo?
Cal…, Caladan…, ¡Caladan Brood! Oyó un rugido en sus oídos y su visión
se oscureció y estrechó hasta convertirse en un túnel. El hombre lo cogió por
un brazo con un apretón parecido a la trampa que tienden unas raíces y lo
sujetó. Los jinetes también se inclinaron ante Tsering.
—Anciano —murmuraron.
—Me gustaría tratar con Jiwan —dijo Caladan—. Si quiere recibir mis
palabras.
—Llevaremos su mensaje.
—Una cosa más. —El caudillo señaló a Torvald—. También tengo
conmigo a un emisario del consejo gobernante de Darujhistan, Torvald Nom.
A él también le gustaría hablar con Jiwan.
Los dos se inclinaron otra vez y regresaron a sus monturas. Caladan los
observó irse. Al poco rato se volvió hacia Torvald.
—No deberíamos tardar en tener una respuesta.
Tor intentó encontrar valor para hablar.
—¿Por qué…, por qué no me dijo…?
—No es que pudiera anunciarlo en ese barco, ¿verdad?
—Bueno, supongo que no. Pero… ¿por qué no está…? —Tor tragó saliva
al darse cuenta de su falta de delicadeza y terminó sin convicción—. Ya sabe.
—¿Con ellos? —sugirió el hombretón mientras arqueaba una ceja
poblada—. Abogué por no seguir la guerra, pero me superaron en votos. Los
jóvenes quieren demostrar algo. Y puesto que son la facción agresiva,
ganaron esa batalla. —Las manos apretaron el cinturón—. Al menos será
mejor que haya sido así. De otro modo… —Sacudió la gran melena alrededor
de la cabeza y señaló el riachuelo—. Entretanto, vamos a intentar pescar algo.

Al final, fue Tserig el que los atrapó. Fue vadeando por la orilla, con las
túnicas levantadas por encima de las flacas espinillas, y asustó a dos peces
bigotudos que se alimentaban en el fondo y que se escabulleron hasta los
bajíos, donde Torvald los sacó del agua con las manos. Los ensartaron y
pusieron sobre las llamas y tras la comida, el ruido de cascos anunció que se
acercaban jinetes. Caladan se levantó, se pasó las manos por la densa barba y
luego se las limpió en los pantalones. Torvald ayudó a Tserig a ponerse en
pie.
—Te lo agradezco —murmuró el hombre—. Mis articulaciones ya no son
lo que eran. Aunque has de saber que mi picha funciona a la perfección.
Torvald apretó los dientes para contener una carcajada que amenazaba
con atragantarlo.
—Una… noticia… alentadora, anciano.
El anciano removió la boca y asintió.
—¡Debería serlo!
Los jinetes eran guerreros rhivi equipados con elegancia con cota de
malla y armadura de cuero esmaltado con faldas que colgaban por los
costados de sus monturas. Torvald reconoció en esos hombres y mujeres a la
flor y nata de los clanes principales de los rhivi. El primer jinete se quitó el
yelmo para saludar con la cabeza a Caladan. Llevaba la barba fina trenzada,
al igual que el largo cabello negro.
—Caudillo, ¿a qué debemos este honor… otra vez?
—Jiwan. Estoy aquí para pedirte una última vez que dejes la lanza. No
saldrá nada bueno de esto, solo sufrimiento y lágrimas. Piensa en tu
pueblo…, las vidas que se perderán.
El joven comandante asintió con gesto pensativo y frunció el ceño.
—Oigo tus palabras, caudillo, y te honro por tu pasado de liderazgo y tu
sabiduría. Pero esas palabras no son las de un líder guerrero. Son las palabras
de un viejo que ha perdido a un gran amigo. Un anciano de luto que mira la
vida y solo ve muerte. Una visión tan oscura no debe guiar a un pueblo. Los
que vemos la vida, los que miramos al futuro, somos los que debemos liderar.
Y por tanto, Caladan…, te pido que te hagas a un lado.
—Bonitas palabras, Jiwan —respondió Brood, que no pareció inmutarse
por el rechazo del joven—. Entiendo ahora cómo convenciste al círculo de
ancianos. Pero creo que no voy a hacerme a un lado. Creo que voy a
bloquearte el paso por este puente a ti y a todos lo bastante necios como para
seguir a alguien lo bastante hipócrita, o inexperto, para hablar de la vida
mientras va a la guerra.
El humor de Torvald se había ido tornando de incómodo a francamente
vulnerable allí, en el puente abierto, a medida que bajaba trotando por el valle
poco profundo cada vez más caballería rhivi, una mezcla de media y ligera.
Se sentía como un intruso en las negociaciones de un líder bélico que había
dominado el norte durante décadas y que había encabezado la resistencia
contra los invasores malazanos. ¡Y lo estaban despreciando de un modo tan
innoble y displicente! Lo ponía de los nervios e iba contra todos sus instintos.
¡Desechar de un modo tan ciego la sabiduría de siglos que tanto había
costado adquirir!
La mirada del joven líder de guerra encontró a Torvald. Levantó la
barbilla.
—¿Tú eres ese tal emisario daru, Torvald, Nom de Nom?
Torvald se inclinó por la cintura.
—Soy yo.
—¿Qué piensas tú de la posición de este hombre?
—Creo que es… bastante irrefutable.
Una sonrisa desdeñosa abrió los labios del joven.
—Extrañas palabras de boca de un emisario de Darujhistan cuando todos
los demás están tan impacientes por verter sangre malazana.
—¿Cómo has dicho? —gruñó Caladan, su voz de repente baja y
amenazadora.
El joven caudillo pareció creer que había ganado ese punto y asintió con
seguridad.
—Oh, sí. La ciudad está con nosotros. Tenemos toda la información
posible que nos pueden dar. Por ejemplo, los restos que huyen justo por
delante de nosotros no llegan a los mil doscientos, mientras que nuestro
número va subiendo con cada día que pasa. ¡Pronto alcanzaremos los treinta
mil! Y tu legado, Nom de Nom, promete ayuda durante el enfrentamiento. Es
obvio que él también reconoce la amenaza que suponen esos malazanos. —
Jiwan se irguió un poco más sobre su silla y alzó la voz para que lo oyeran
los jinetes circundantes—. ¡Ahora tenemos la oportunidad de echar de
nuestras tierras al invasor! Son débiles. Carecen de líder. Pocos en número.
¡Ahora es nuestra mejor oportunidad y quizá la única oportunidad! ¡Debemos
golpear ya! ¡Mientras estamos reunidos! Los dioses nos han entregado esta
oportunidad. No debemos dejarla escapar por miedo.
—¡Con tus palabras faltas al respeto! —exclamó Tserig de repente—.
Desagradan a los ancestros. —El anciano señaló a Caladan—. ¡Este hombre
dio refugio a Zorraplateada la Liberadora! ¡El regalo de la mhybe!
Jiwan inclinó la cabeza a modo de reconocimiento.
—Cierto. Pero ¿dónde está la milagrosa Zorraplateada ahora? —Se
volvió en su silla para gritar—. ¡Nos ha abandonado!
—¡Basta! —bramó Caladan. Tan fuerte fue el grito que Torvald sintió
temblar el puente bajo sus pies—. Basta de charlas. Jiwan, este puente está
cerrado para ti.
Un pesar exagerado crispó la boca del otro caudillo, cuyas comisuras
descendieron. El joven sacudió la cabeza.
—Caladan, es triste verte reducido a tener que hacer gestos tan patéticos.
—Señaló el curso de agua poco profundo—. No logras nada. Nos
limitaremos a atravesar el riachuelo.
Caladan se cruzó de brazos.
—Cuando queráis. Creo que ya va siendo hora de que os embarréis un
poco.
Jiwan se limitó a apretar los labios. Tiró de las riendas y le hizo un gesto
a la caballería para que rodeara el puente. Torvald observó las columnas que
pasaban por ambos lados del puente. Algunos se negaron a saludar al caudillo
o mirar hacia él, mientras que los ojos de otros se detenían a su altura y en
ellos había tristeza, pesar e incluso culpabilidad.
Transcurrieron muchas horas hasta que pasó el último de los jinetes. En el
cielo, la luna moteada y la Cimitarra arrojaban brillantes sombras rivales
mientras jirones de nubes pasaban entre ellos. Caladan al fin dejó escapar un
largo suspiro.
—Una gran fuerza —admitió—. Todos los clanes representados.
—Huelen sangre —asintió Tserig.
—Sangre malazana.
—¿Qué hará ahora? —preguntó Torvald.
El hombretón descruzó los brazos y cambió de postura. Los troncos del
puente crujieron bajo sus pies.
—Advertí a tu legado que no interfiriera. Pero me ha desafiado. Ha
azuzado a los rhivi contra los malazanos. Lo único que Jiwan ve es la gloria
de ser el caudillo que derrota a los malazanos. No ve que la sangre rhivi solo
cabalga esa criatura de sus enemigos por él.
—Volveré entonces —dijo Torvald, seguro de lo que debía hacer—.
Hablaré en contra de esto.
Las cejas enmarañadas del hombre se alzaron.
—Gran Ascua, no, muchacho. Te matarán sin más. No. Voy yo. Pienso
coger a ese tal legado por el cuello y hacerle consciente de mi desagrado.
De repente Torvald tuvo miedo por su ciudad. Había historias sobre ese
hombre, ese ascendiente, que había arrasado montañas al norte.
—No irá… —empezó a decir, solo para detenerse cuando se dio cuenta
de que no sabía muy bien lo que pretendía decir. ¿No irá a destruir la
ciudad?
El otro lo tranquilizó con una sonrisa.
—Solo me inquieta ese legado. Lo siento, Torvald Nom, pero no todo es
como crees en tu hogar. Sospecho que hay algo controlando a Lim, o bien ha
hecho un trato con quien no debería.
¿Cómo que está pasando algo extraño? ¿Qué tiene de extraño que Lim
haya resucitado un antiguo y odiado título? ¿O que haya empezado a lucir
una máscara de oro? Eso no tiene nada de extraño.
—Tserig —continuó Caladan—, ¿quieres regresar a las fuerzas de Jiwan?
Si las cosas van mal, necesitarán tu voz.
—Entiendo, caudillo.
Caladan miró a Torvald y se acarició la barba.
—Quizá si me acompañaras estarías más seguro.
Tor se pensó el ofrecimiento, pero se dio cuenta de que quizá había algo
más que él podía hacer. Algo que quizá solo él podía hacer.
—No.
Caladan se detuvo y giró en redondo con el ceño fruncido.
—¿No?
—No. Los moranthianos se retiraron cuando percibieron que estaba
ocurriendo algo. Y aquí estamos, a la sombra de sus montañas. Iré… Iré a
verlos.
—Torvald Nom, ese es un ofrecimiento extraordinario. Pero nadie ha
conseguido jamás ponerse en contacto con ellos en sus fortalezas de las
montañas. No hablan con nadie. He oído que solo el emperador y Danzante
consiguieron una vez colarse en el bosque de las Nubes.
—Conmigo hablarán.
El ascendiente lo examinó mientras se tiraba de la barba. Era obvio que
sentía curiosidad por la fuente de la certeza de Torvald, pero se abstuvo de
decir nada. En su lugar, asintió con un gruñido.
—Muy bien. Ojalá hubiera algo que pudiera ofrecerte para ayudar.
—Bueno…, no me vendría mal un caballo.
El hombretón sonrió tras la barba. Su mirada se posó en el sur, donde una
galaxia de hogueras iluminaba la llanura.
—Creo que quizá pueda conseguirte uno.

Leoman estaba sentado con los brazos envolviendo sus rodillas. Observaba la
sombra titánica de Hacedor en las alturas, perfilada contra el horizonte, donde
el gigante continuaba su labor mientras las estrellas giraban y las olas del
resplandeciente Vitr iban provocando su erosión eterna.
Suspiró y miró hacia donde Kiska se encontraba, en el otro extremo de la
playa, de cara al mar de Vitr. Día tras día la antigua garra se colocaba a plena
vista de Tayschrenn, o Thenaj, y su cohorte de ayudantes, mientras llevaban a
cabo su misión de rescate de los más desafortunados, a los que sacaban a
rastras de las energías ardientes de la creación y la destrucción. El objetivo de
Kiska, según creía entender él, era que, de algún modo, con el tiempo, el
hecho de verla disparase algún recuerdo en el archimago y el hombre
recuperara el sentido común.
A Leoman le parecía una esperanza vana. Se estiró y luego se recostó, los
codos apoyados en la arena negra. ¿Estaba perdiendo peso? ¿Se estaba
consumiendo? ¿Se iría desvaneciendo hasta convertirse en un espectro
condenado a vagar por las orillas de la creación retorciéndose las manos o en
busca de un botón negro que se le había caído?
Kiska le dio un empujoncito en la pierna; se había quedado ensimismado.
En los últimos tiempos le pasaba mucho. La chica lo miró desde su altura y
luego apartó los ojos y los entrecerró.
—No tienes por qué estar aquí —le dijo.
Él asintió.
—Cierto.
—Deberías irte. No hay necesidad de que permanezcas aquí.
—Uno no vuelve con las manos vacías a la reina de los Sueños.
—No es vengativa.
Leoman lanzó un bufido.
—Y todo asumiendo que, de hecho, podamos volver.
—No nos habría enviado a la muerte.
—Dijo que no podía ver más allá del Caos.
Kiska se puso las manos en las caderas.
—Bueno, ¿así que te vas a quedar ahí tirado, mirando?
Su compañero observó a su alrededor como si buscara algo, luego volvió
los ojos hacia ella.
—Eso parece.
—Bueno, me estás haciendo sentir incómoda.
—Oh, ¿yo te estoy haciendo sentir incómoda?
—¡Sí! Así que lárgate.
Leoman señaló con la punta de una sandalia a la playa.
—Estoy seguro que nuestros amigos sienten lo mismo.
—Eso es diferente.
—¿Lo es? ¿Les preguntamos?
Los labios de Kiska se apretaron hasta casi desaparecer.
—No quieren hablar conmigo.
Magníficos labios, hechos para besar. Una pena que de eso no haya
habido mucho. Bueno, esa sí que es una razón para volver. Alzó la cabeza y
la miró con los ojos guiñados.
—Eso es porque les haces sentir incómodos.
Kiska hizo un gesto brusco de desprecio con la mano.
—Dioses, no sé por qué me molesto… —Y se largó con paso furioso.
Bueno, no ha habido forma. ¿Y ahora qué? ¿Darle un porrazo en la
cabeza y arrastrarla de regreso con la Encantadora? Aquí tiene, mi
señora…, una agente latosa devuelta sana y salva. ¿Ya estamos en paz?
Se acomodó y se puso a estudiar el horizonte. Ya empezaba a ser hora.
Mejor esperar un poquito más. A ver si la chica se desengañaba ella sola.
Como Leoman había aprendido por experiencia, siempre es más fácil
limitarse a poner el cebo y esperar a que acudieran a ti.

La vieja bruja que vivía en el extremo occidental del barrio de chabolas que
se aferraba al extremo occidental de Darujhistan parecía pasarse todo el
tiempo tallando con un cuchillo. Eso y tarareando y canturreando para sí de
forma incesante. La gente cuyos recados, por casualidad, los llevaban a
acercarse por allí a veces se planteaba mandar callar a aquella arpía. Pero,
tras pensarlo mejor, nadie lo hacía. Después de todo, insultar a una bruja
siempre era buscarse problemas.
Esa tarde, mientras el sol descendía por el oeste, donde solo quedaba
visible la cima de la gran joroba de la tumba del príncipe andii,
inusitadamente libre de saqueos todavía, puesto que, una vez más, sería
buscarse problemas intentar robar la tumba del hijo de la Oscuridad, esa tarde
la cabeza de la bruja se levantó de golpe de sus palos y se los metió entre los
pliegues de las capas de faldas. Se levantó y miró con atención al sur.
Apareció la pipa en una mano y en la otra una pizca de barro o goma que hizo
rodar entre los sucios pulgar e índice.
Se llevó el pedazo a los ojos y los guiñó. Se lo acercó todavía más, tanto
que el pulgar tocó el puente de la nariz y se puso bizca. Después gruñó,
satisfecha, y metió el trozo en la pipa. La encendió y dio unas caladas antes
de volver a estudiar el sur, un brazo metido bajo el que sujetaba la pipa. Los
que pasaban notaron la atención de la mujer y se pararon a mirar también.
Pero al no ver nada salvo las colinas polvorientas de la llanura del
Asentamiento, sacudieron la cabeza ante la locura de la mujer y continuaron
su camino.
—Casi —murmuró en voz alta la mujer, como si conversara con alguien.
Emitió dos penachos de humo por las ventanas de la nariz—. Casi.

Barathol estaba en la parte de atrás, construyendo una cuna. Se había dado


cuenta de que el pequeño Chaur ya era casi tan largo como la cesta en la que
dormía. Eran las últimas horas de la tarde y el trabajo avanzaba con lentitud;
no hacía más que olvidarse en qué punto estaba del proceso, qué pieza cortar
y qué longitud debía tener. Con franqueza, estaba muerto de cansancio. Sus
manos eran guantes bastos y torpes, sus pensamientos glaciales.
Alzó los ojos y vio a Scillara en la puerta de atrás, observándolo, los
brazos cruzados sobre el pecho amplio.
—¿Dormido, entonces? —le preguntó él.
—Sí. Una toma y una siesta, o cómo ser un hombre ordenado.
—Nuestras necesidades son sencillas.
—Bar… —empezó ella con lentitud.
—¿Sí?
—Lo…, lo siento. Estaba… estoy… enfadada porque hayas aceptado ese
trabajo. Tengo miedo de que…
Barathol dejó la sierra.
—¿Sí?
La mujer alzó los ojos al cielo oscurecido como si no pudiera creer lo que
estaba a punto de confesar.
—Tengo miedo. Miedo de llegar a perderte.
El herrero se sentó, posó las manos en los muslos y le dedicó una sonrisa
torcida.
—Nunca me perderás mientras tengas a Chaur, ¿de acuerdo?
—Lo siento, Bar. Yo lo único que veo es un trozo de carne necesitado
que me mira con ojos de hambre. No me gusta esa mirada, Bar.
—Dale tiempo, Scil. A medida que crezca verás cada vez más de ti y de
mí en él.
La mujer estaba mirando al norte, pellizcando la madera agrietada de la
jamba.
—No sé. Yo te elegí a ti, no a él. Quizá…, quizá deberíamos irnos. Partir
esta noche, mientras podemos.
—Aquí tengo trabajo. Suficiente para mantenernos.
—¿Y ese otro trabajo? ¿Cuándo acabará?
—Pronto. Muy pronto. Ya casi están listos.
La mujer lo miró con atención, como si lo estudiara.
—¿Se puede saber qué te tienen haciendo allí arriba?
—Nada importante, Scil. Nada importante.

Grisp Falaunt era el amo y señor de una fila de nabos. De eso y de una choza
que en realidad no era una choza, sino más bien un cobertizo de lona y
maderas rotas improvisado con los restos de lo que había sido una vez una
choza. Pero desde la sombra de su domicilio en propiedad podía mirar al sur
y contemplar las imágenes relucientes de huertos, campos y arboledas que
cubrían las colinas de la llanura del Asentamiento. Todo eso casi había sido
suyo, y por derecho debería haberlo sido. Pues en ausencia de todas las
demás reivindicaciones, ¿acaso no era él el amo y señor de toda la inmensa
llanura? ¿Quién podía disputar eso? Pues nadie, claro.
Una vez más bajó el brazo junto a su silla, donde su mano no encontró
nada, rezongó y se pasó la espina de cactus que sostenía entre los dientes de
un lado a otro. Malditos perros del diablo que se metían donde no debían. Le
habían destrozado su magnífica cabaña y habían hecho estallar el corazón del
último amigo leal que le quedaba, el magnífico Escabulle, enterrado ya entre
los nabos.
Debería vallar su propiedad. Eso es lo que debería hacer. Y entonces, esos
nobles tan finolis de Darujhistan irían a llamar a su puerta. Y en ese
momento…
Grisp se echó hacia delante y las patas delanteras de su silla cayeron de
golpe sobre el polvo. En el nombre de la seca de Ascua, ¿qué era eso?, ¿más
intrusos?
Una fila de hombres había surgido de un barranco, o socavón, u
hondonada, o como se quiera llamar a esa puñetera depresión ahí fuera, en la
llanura. Los seguía una gran nube de polvo. De hecho, estaban corriendo
como si los persiguieran los mismísimos perros del diablo.
Y se dirigían justo hacia él.
O no. Quizá no justo hacia él. Más bien… Sus ojos entrecerrados se
fijaron en la última fila de nabos que le quedaba. La espina incrustada entre
los labios se levantó de golpe. Oh, no.
¡Por los huesos del Embozado! ¡Se dirigían a su plantación de nabos!
¡Silla arrojada a un lado, pies desnudos y entumecidos enredándose con
las cuerdas de las estacas del tejado de lona, muchas maldiciones y agitación
de brazos para levantarse, pecho huesudo hinchado, cojera de través, hojas
marrones desafiantes!
Las dos filas de hombres y mujeres llegaron a la carrera…,
¡enmascarados, por todos los cielos!, y se dividieron, las sandalias pisoteando
la fila hasta convertirla en tierra aplastada y nabos golpeados.
Los puños alzados cayeron. Los rasgos crispados de indignación se
arrugaron en una mueca desconcertada y luego de desesperación.
Grisp aterrizó sobre el trasero raído de sus pantalones mientras el polvo
ocre de la llanura del Asentamiento volaba a su alrededor. Allí, entre sus pies,
las hojas marrones intactas, yacía su último nabo, sin daños.
—Muy bien —graznó mientras se apartaba el polvo de la cara—. Esta
vez, Escabulle, muchacho, esta vez hablo en serio. Hora de actuar. Hora de
arrancar las estacas y largarse. Por… —Miró el espécimen flácido y lleno de
bichos que tenía ante él y se hundió todavía más en la tierra seca—. Bah, al
Embozado con todo.

No mucho después, los guardias de la puerta del camino Cúter, recién


reconstruida, soltaron las túnicas del distribuidor de maderas poco comunes
de la llanura de Lamatath; la alarma de la torre de vigilancia estaba lanzando
su estridente advertencia. Los dos guardias miraron por el camino del lago
Cúter, por encima de las cabezas de granjeros y pequeños comerciantes
detenidos tras la tambaleante carreta del distribuidor de maderas poco
comunes.
El guardia más mayor notó que la carreta estaba bloqueando la puerta.
—¡Muévete, maldito idiota! —le gritó al hombre. El otro guardia, que
tenía los ojos clavados en el sur, articuló algo como «¡Ghack!».
¿Ghack?, se preguntó el guardia de mediana edad; un brazo le dio un
porrazo que lo tiró hacia atrás, contra el muro de la garita, y se deslizó por las
piedras granulosas, aturdido y sin aliento, mientras una fila de hombres y
mujeres pasaba corriendo a su lado, las manos posadas cerca de las
empuñaduras de espadas envainadas y avanzando sin ni siquiera una mirada
al suelo.
Después de que pasara el último de la fila, el hombre se incorporó
haciendo muecas, jadeando y frotándose el pecho. ¿Máscaras? En el nombre
de Beru, ¿por qué llevaban máscaras? Su compañero y él compartieron una
mirada de impotencia y conmoción desde ambos lados de la carreta. El
distribuidor se inclinó sobre un costado y escupió un chorro de líquido denso
y marrón en el camino polvoriento.
—Ahora sí que estáis todos metidos en un buen lío —comentó con gran
satisfacción, y le dio un papirotazo a las riendas.

En una calle del distrito Gadrobi un chico que entraba en la adolescencia se


acercó corriendo a una mujer fornida que se encontraba en la entrada del
vestíbulo abierto de una escuela de esgrima.
—¡Hombres enmascarados! —exclamó, muy emocionado, los ojos
brillantes—. ¡Hombres enmascarados corriendo por las calles!
—¿Qué has dicho? —respondió la mujer con aspereza.
—¡Algunos dicen que seguleh! —El chico la llamó con la mano para que
saliera—. Ven.
—Adentro —exigió ella.
—Pero…
—Harllo…
Los hombros del niño se derrumbaron y pasó rozando a la mujer.
—Sí, madre.
La mujer cerró poco a poco la puerta y dejó fuera a la gente que pasaba
corriendo, los gritos que resonaban a lo lejos. Una vez dentro bajó una barra
pesada que cruzó en la puerta y luego sacó una ballesta de donde colgaba en
el muro. Tiró de la banda para probarla y asintió.

Sulty estaba repartiendo los platos de pinchos morunos calientes de carne de


cabra sobre cuscús cuando se detuvo y ladeó la cabeza: pisadas que
marchaban a paso ligero. Había pasado mucho tiempo desde la última vez
que había oído ese sonido. Su mirada captó la de Scurve, en la barra; este se
encogió de hombros, era evidente que él no sabía nada de aquello.
Unos momentos después un hombre se metió en el establecimiento, sin
aliento, la cara roja.
—¡Seguleh! —gritó—. ¡En el camino!
Como uno solo, los clientes se pusieron en pie de golpe y se abalanzaron
hacia la puerta.
—¡Que no habéis pagao! —bramó Jess. Pero las dos mujeres se quedaron
solas en la habitación, entre sillas caídas y comida humeante. Sulty se apartó
de un soplido un mechón de la cara. Jess les hizo un gesto a los otros para
salir.
—Total, podríamos ir a echar un vistazo.
Se unieron a la multitud que observaba el camino de la muralla de
Segundafila. Pero no había nada que ver. Quien fuera, o lo que fuera, ya
había pasado y solo quedaban los testigos. Los clientes reunidos alrededor de
los que afirmaban haberlo visto. Las mujeres se frotaron en los delantales las
manos agrietadas y doloridas, se encogieron de hombros y regresaron al
interior.
No tenía nada que ver con ellas.
En la sala común, Sulty echó un vistazo a la mesa con los platos
humeantes y los pinchos morunos y se preguntó: ¿Antes no había cinco?

El escribano destinado a la puerta de la Vía de la Justicia oyó los pasos de


marcha resonando por las murallas que rodeaban la Vía. Perplejo, recogió sus
pergaminos y salió fuera. No se había presentado ninguna solicitud de desfile
para ese día. ¿Quiénes eran esos necios?
Una fila doble de hombres y mujeres dobló a la carrera una esquina y el
escribano se los quedó mirando con los ojos entrecerrados. Por el gran
Fanderay…, son… Antes de poder completar el pensamiento, la fila pasó a
toda velocidad por ambos lados, jubones de cuero humedecidos por el sudor,
los miembros relucientes, los ojos ocultos tras máscaras clavados al frente.
Uno por uno los pergaminos se fueron deslizando de las manos del
escribano. Pateados y pisoteados, volaron, atrapados por el viento, para
aletear por encima de la muralla de Segundafila e ir flotando hacia las aguas
que espejeaban en el lago Azur.
Después de que pasara el último, el escribano terminó a toda prisa sus
sumas y la cuenta llegó a un número asombroso que le impidió descubrir que
tenía las manos vacías. Quinientos. ¡Gran Madre Antigua del Hogar! ¡No
pueden ser reales, imposible!
Cruzó hasta uno de los miembros de la guardia de la ciudad que vigilaba
la Vía. El hombre miraba a lo lejos, los ojos fijos en la subida adoquinada,
una calabaza de agua a medio camino de la boca.
—Haz algo —exigió el escribano.
El otro tragó saliva, la cara tan pálida como el papel vitela más fino.
—¿Hacer qué?
—¡Advertirlos! ¡Advierte al concejo!
El hombre puso el tapón de madera de la calabaza con un golpe seco.
—Si eso, voy trotando detrás, ¿te parece?
El escribano levantó las manos para agitar un dedo y entonces se dio
cuenta. Se quedó mirando con la boca abierta.
—¡Gran Madre del Dolor! —Se arrojó hacia el borde de madera de la
muralla para mirar por encima, al fondo—. ¡Esta es mi ruina!
—¿Esta es tu ruina? —El guardia le dio un papirotazo a la porra que
llevaba al costado y lanzó un bufido—. Me parece que esta es la puta ruina de
todos.

El viaje había sido una experiencia extraña para Jan, como una visión doble.
Todos los puntos de referencia, los rasgos más importantes y los nombres de
los lugares continuaban siendo tal y como se habían transmitido a través de
las antiguas trovas y relatos de su pueblo. Y, sin embargo, todo era diferente.
Habían desaparecido los huertos, las arboledas y los campos de la fértil
llanura del Asentamiento. Todo era polvo y desolación. La gran red de
canales de irrigación y los lagos artificiales estaban asfixiados por la arena,
enterrados; las muchas torres de ladrillo, las leguas de alojamientos urbanos,
todo reconcomido, apenas quedaban los cimientos y unas cuantas pilas de
ladrillos erosionados por el sol aquí y allá. El derrumbamiento de una
población, tal y como se había descrito en la catástrofe de su exilio.
Y la ciudad en sí, la bella Darujhistan de muros blancos. Muros blancos
ya no los había. Bueno, sí, parecía grande y rica. Pero habían desaparecido
las altísimas torres de piedra blanca y translúcida, tan clara que podía verse el
sol a través de sus muros. Había desaparecido el gran Orbe del Rey, el
Círculo de la Justicia Pura. Todo destruido en el Gran Rompimiento y Caída.
Había muchos habitantes que también llevaban armas. Parecían proliferar
los dispuestos a ponerse bajo el juicio de la espada. Pero eso podía esperar.
Por delante se encontraba el Trono y aquel que había hecho la llamada. ¿Qué
sería? ¿El cumplimiento del sueño largo tiempo albergado por su pueblo?
Parecía irreal que fuese a lograrse ya, durante su vida. El último primero
jamás había hablado de ello, siempre había desviado los tanteos de Jan. Era
esa reticencia tan poco propia del primero lo que lo inquietaba mientras subía
a la carrera la Vía de la Justicia. Tanta circunspección había sido demasiado
para un segundo, aquel cuyo nombre se había borrado. «Esclavos de la
tradición», así los había llamado en su acusación mientras arrojaba la espada.
Y se dijo que aquel hombre, con posterioridad, había tomado una espada
al servicio de la verdadera esclavitud. Pero esos eran cuentos que estaban
fuera del círculo donde se libraban las pruebas, y por tanto eran indignos de
ser escuchados.
En cualquier caso, pronto lo sabrían. Jan encabezaba la marcha. Apenas
prestó atención a las figuras que apartó de su camino cuanto entró en el
Pabellón de la Majestad. El conjunto de canciones e historias transmitidas por
su pueblo contenía muchas descripciones del acceso al Trono, aunque le llevó
un momento filtrar las subsiguientes alteraciones y añadiduras al laberíntico
complejo. Hecho eso, Jan indicó a los de los Cincuenta que vigilaran el
sendero y luego se acercó a las altas puertas de paneles (sin notar siquiera la
presencia de dos guardias que permanecían, con el rostro ceniciento, uno a
cada lado) y las abrió.
Anochecía y la luz dorada del atardecer cruzaba casi en línea recta el
Gran Salón e iluminaba la multitud reunida con llamas argénteas. Jan hizo
una pausa, desconcertado al encontrar un mar de sencillas máscaras de oro
que se volvían hacia él. Aunque no todos, observó, las llevaban puestas. Y
entre aquellos que las llevaban, algunos cayeron sin fuerzas y se estrellaron
contra el suelo.
Hizo caso omiso de todos, indignos de su atención directa, y se dirigió sin
prisas al Trono. Su escolta, los Veinte, lo siguieron. La multitud se separó
como una tela rasgada. A dos de los inconscientes los arrastraron por el suelo
para apartarlos.
El del trono se levantó para recibirlo.
Lucía la plantilla sobre la que era obvio que se habían modelado todas las
demás. Jan reconoció el poder y la autoridad que irradiaban del objeto, como
del sol en sí; pero no era la máscara por lo que él había hecho un camino tan
largo. Se detuvo, inclinó un poco la cabeza y miró al hombre, los ojos bajos
apenas una fracción: la postura de incertidumbre con respecto al rango.
La figura enmascarada hizo un gesto, los brazos abiertos, las gruesas
túnicas de color borgoña extendidas.
—Saludos, hijos leales. —Una voz habló desde un costado, temblorosa y
sin aliento, casi atragantada—. Habéis respondido a la llamada de vuestro
señor. Pronto todo quedará restaurado, volverá a ser lo que era. El Círculo del
Gobierno Perfecto está a punto de completarse.
¿El padre dorado? ¡Que el primero me guíe! ¿Por esto callabas? Que los
ancestros me perdonen…, ¿cuál elijo? ¿La rodilla o la espada? ¿Cuál será?
Ahora todos observan, esperan que yo, el segundo, muestre el camino. Y sin
embargo…, eso es. ¿Acaso no soy el segundo? Y acaso el último primero no
nos instruyó: el segundo no tiene más que una tarea.
El segundo sigue.
Así que se arrodilló ante el antiguo señor renacido de su pueblo, la
máscara inclinada hacia el suelo. Y entre susurros y siseos de los cueros,
todos los Veinte se arrodillaron con él.
Entre la multitud, otro de los reunidos se derrumbó y se estrelló contra el
suelo.
13

Y la verdad no se revela todavía


con la caída del primer finísimo velo,
ni tampoco el segundo sudario que flota,
impelido en un bucle, a los azulejos espolvoreados de oro,
lleva al irreflexivo un paso más cerca
de la necesaria conciencia de lo
cerca que se desliza la tercera ceñida cogulla,
inquietando a esos fascinados cuando puros
blancos destellos prometen todavía y cautivan,
distrayendo al incauto, de la
cuarta sábana desenrollada, que descubre,
pero ya demasiado tarde, que solo la muerte
podría bailar tan seductora.

Canción del Trono Blanco


El loco Ira Nuer

Azogue se despertó con un martilleo en la pared de su habitación.


—Arriba, en pie —rezongaba alguien—. Vamos.
La luz tenue y amarilla de una lámpara brillaba a través del colgajo de
arpillera. Se sentó, se estiró y empezó a ponerse su equipo. Corien y él
salieron los primeros para darle a Orquídea un poco de privacidad para
agacharse sobre la bacinilla.
La variopinta cuadrilla con sus armaduras desparejadas, hombres en su
mayoría, lanzó unas risitas cuando tras la colgadura resonó el estrepitoso
siseo del chorro líquido contra el metal. A cargo de aquella dotación estaba el
tipo que lucía la enorme y densa barba atada en coletas y un jubón raído y
sucio sobre el camisote de bandas de hierro, la heráldica tan sucia que era
indistinguible. Cuando salió Orquídea, esta les hizo un gesto impaciente.
—Por aquí.
Los condujeron por pasillos privados cada vez más estrechos, lo que en
otro tiempo podría haber sido una gran vivienda particular, hasta una
habitación vigilada donde había mesas atestadas de pergaminos y hojas de
vitela sujetas por un sinfín de estatuas de animales reales y fantásticos,
algunos tallados en piedras semipreciosas, otros en plata y oro. La luz
provenía de un gran candelabro tan bajo que amenazaba con prenderle fuego
a las muchas hojas. Había un hombre gordo sentado con las botas encima de
una de las mesas, recostado hacia atrás y estudiando un documento.
Pero lo que de verdad llamó la atención de Azogue fue el maravilloso
aroma a fruta fresca y carne cocinada. El estómago se contrajo y gruñó y la
boca, seca durante días, se le hizo agua.
—Prisioneros, señor —gruñó su captor.
El hombre no alzó la cabeza del documento.
—Muy bien, teniente.
El teniente se apresuró a repantigarse en una silla, una de piel curada
suspendida sobre madera oscura tallada que, en sí misma, parecía una obra de
arte. Cogió una jarra de cristal tallado llena de vino tinto y se sirvió en una
copa que parecía haber sido esculpida en jade. Luego mandó marchar a los
guardias.
El hombre dejó la hoja en la mesa. Estaba sin afeitar y su rostro
resplandecía a la luz de las velas. El cabello le caía en una maraña alrededor
de una cúpula calva. Se frotó los ojos hundidos y enrojecidos con una mano
regordeta repleta de anillos tachonados de gemas. Los miró con un parpadeo.
—Un dandi de Darujhistan, un desertor malazano y el juguetito de algún
mercader rico. ¿Cómo me vais a ser de utilidad vosotros?
—Torbal Loat —se le escapó a Azogue. Se había acordado de repente del
nombre.
El hombre alzó un ojo inyectado en sangre.
—¿Así que nos conocemos?
—Este tipo se hizo con un buen trozo de territorio en el norte, durante las
guerras —les dijo Azogue a Corien y Orquídea.
—Antes de que me expulsarais los malazanos.
Azogue alzó las manos.
—Oye, que yo eso lo mandé a paseo. No tengo porcentajes.
El hombre se limitó a gruñir. Señaló a Corien con la barbilla.
—Sabrás usar una espada, supongo.
El joven se inclinó.
—A su servicio.
El teniente lanzó un rebuzno áspero y levantó la copa a modo de saludo.
—¿Y tú? —le preguntó Torbal a Orquídea.
—Es una maga de Rashan —dijo Azogue antes de que la chica pudiera
responder.
La pesada boca de Torbal se crispó de irritación.
—¿Es verdad? Si no, te mato yo mismo.
—Tengo algunos pequeños dones, sí —tartamudeó ella.
El hombre gruñó, no demasiado impresionado.
—Bueno, lo de costumbre, ya sabéis. Juráis luchar por mí y recibís
vuestra parte de comida y lo que os corresponda de los beneficios. Como
podéis ver, controlamos casi todo el Engendro. La mayor parte de lo que vale
algo es nuestro. Luchad bien y con el tiempo se os devolverá vuestro equipo
original. Aunque —y miró con furia a Azogue— no todo. La deserción, por
supuesto, se castiga con la ejecución inmediata —añadió sin dejar de lanzarle
a Azogue miradas duras.
—Por una parte de los beneficios totales, soy tu hombre —dijo Azogue.
—Y yo también —añadió Corien.
—Y yo.
—Bien —dijo Torbal mientras cogía una carambola y la examinaba—.
Nuestros vigías informan que había alguien más con vosotros… ¿Qué le
pasó?
Azogue no podía apartar los ojos de aquella fruta amarilla y madura con
forma de estrella.
—Huyó corriendo.
—¿Huyó? ¿No os importará entonces que lo busquemos?
Azogue mantuvo el rostro imperturbable.
—No. No nos importa en absoluto.
—¿De dónde saca toda esta comida? —dijo Corien sin aliento, la voz
pastosa de ansia.
La expresión de Torbal indicaba que estaba muy satisfecho con el hecho
de que su pequeña demostración hubiera surtido el efecto deseado. Se recostó
en la silla y le dio un mordisco a la fruta.
—Tengo contactos entre los chicos de la Confederación. Por unas cuantas
baratijas recibo envíos regulares. Mi gente come bien, recordad eso. —Le
hizo un gesto al teniente—. Dales habitaciones.
El teniente se levantó con un empujón.
—Vamos.
Los hizo marchar de regreso por la laberíntica residencia. Azogue no
tardó en perderse, aunque estaba haciendo todo lo posible por orientarse;
sospechaba que el tipo los conducía en círculos. Al final se detuvo ante un
portal cubierto por una cortina, una parte rebanada de un tapiz que en su
tiempo debió de valer una fortuna, antes de semejante profanación.
—¿Tienes nombre? —le preguntó Azogue.
El hombre se quitó el yelmo y sacudió una larga mata de pelo denso
alrededor de un rostro lleno de cicatrices y hoyos.
—Otan.
—¿Otan de Genalle?
—El mismo.
—Nos diste…, bueno, a los malazanos, un montón de problemas.
—Sigo haciéndolo —dijo el hombre mirando a Azogue con clara
aversión—. Oye… Torbal dice que por ahora vives, pero no me caes bien.
Espía o desertor, me da igual, te voy a tener vigilado. Puedes estar seguro.
—Eso me quitará el frío por las noches, amigo.
—Ya arreglaremos cuentas. No te preocupes. Ya las arreglaremos. —Se
alejó sin prisa, la armadura tintineando y crujiendo.

Era un alojamiento sencillo. Una habitación lateral permitía la opción de que


Orquídea tuviera privacidad. Permanecieron juntos en la habitación principal
hablando en voz baja mientras Corien vigilaba junto a la colgadura.
—¿Y ahora qué? —preguntó Orquídea—. Estamos prisioneros.
—¿Nos hallamos en la cima? —preguntó Azogue.
—No. Según todas las descripciones que he oído, todavía queda camino.
—Eso me parecía.
—¿Por qué?
Señaló hacia atrás, por donde habían llegado.
—No me pareció que esta panda estuviera al mando.
—Tienen muchas espadas —señaló Corien.
—Sí. Pero están enfrentándose a alguien por el control de la roca.
—¿A quién?
Azogue se frotó la frente resbaladiza; sacó los dedos grasientos y
pegajosos. Suspiró.
—Creo que quizá sean malazanos.
—¿Malazanos? —repitió Orquídea, incrédula.
—Sí. —Azogue se sentó en un saliente de piedra utilizado para dormir—.
Oí que, hace un tiempo, un buque de guerra malazano se abrió camino a la
fuerza hasta aquí. Eso serían quizá unos doscientos soldados. Por eso ahí, el
bueno de Otan me ha acusado de ser espía.
Corien levantó una mano para pedir silencio. Se acercó alguien y él
levantó la cortina. Era un esclavo, un tipo flaco, cojo, manco y con un ojo
vendado. Abrazaba una fuente que contenía un trozo de queso, galletas secas,
carne ahumada y una cazuela de cerámica con agua.
—¿Cuál es tu historia, viejo? —le preguntó Azogue.
La respuesta del hombre fue las ruinas tristes de una sonrisa. Un chorro
de fluido claro le cayó por debajo de la venda y le bajó por la mejilla.
—Me vine a hacer fortuna. La fiebre del oro, decía todo el mundo. Joyas
que se podían arrancar de las calles del Engendro. —Se señaló con la mano
que le quedaba—. Pero, como averigüé, las riquezas no salen baratas.
—Y que lo digas, viejo. ¿Qué hay de las armas?
—Cuando hay un ataque.
Corien lanzó un juramento, luego se disculpó ante Orquídea.
—¿Un ataque? —continuó Azogue—. ¿Quién?
El hombre sacudió la magullada cabeza.
—No puedo decirlo. Si hablas, te castigan.
—Entiendo. Gracias por la comida.
El anciano se inclinó y se alejó sin ruido en la oscuridad. Azogue usó la
navaja corta, que tenía para comer, para cortar rebanadas del trozo de queso.
Mientras masticaba se asomó con los ojos guiñados a la oscura habitación
lateral.
—Creo que la visión nocturna que me diste sigue funcionando, Orquídea.
—A mí también —afirmó Corien.
—Bien —dijo ella con tono lúgubre.
Azogue se volvió para mirarla con los ojos entrecerrados.
—¿Podrías darnos oscuridad?
—De eso hay de sobra.
Azogue cortó y repartió lonchas de carne dura. Al probarla no supo muy
bien lo que era. ¿Caballo?
—No. Oscuridad de verdad. De esa que no puede penetrar la luz, ¿todavía
podríamos ver en eso?
—Supongo, sí. Creo que deberíais poder.
—Bien. Eso podría ser suficiente para sacarnos de aquí.
—¿Oscuridad? —dijo Corien—. No tenemos armas.
—¡Entonces le daremos a la gente un porrazo en la cabeza y nos llevamos
las suyas! —respondió Azogue, un tanto irritado.
Corien inclinó la cabeza.
—Por supuesto. Un plan sofisticado. ¿Cuándo?
Azogue se rascó la barba, cada vez más espesa.
—Sí. Cuándo. El sentido común dice que deberíamos esperar un tiempo,
que parezca que estamos encajando. Pero no me quito la sensación de encima
de que no tenemos el tiempo de nuestro lado. Toda esta roca es terreno
inestable. ¿Quién sabe lo que podría suceder? Cada día que pasamos aquí
estamos tentando a Oponn y eso no me gusta.
—Entonces, ¿no esperamos?
—No. —Envolvió la comida para guardarla—. Nos vamos ahora.
—Pero nuestras provisiones. ¡Tus municiones!
—Prefiero conservar la cabeza, muchas gracias.
Corien sonrió con una mueca de admiración triste.
—Tú has capeado más reveses que nosotros, Rojo.
Azogue metió la comida en un rollo de mantas raídas y lo ató.
—Agh, por el Embozado. No es Rojo. Es Azogue.
El joven y Orquídea compartieron una mirada de diversión contenida.
—Bueno —dijo Corien—, sabíamos que no era Rojo.

—Entonces —susurró Orquídea mirando a Azogue—. ¿Qué hacemos?


El veterano fue hasta la colgadura y le hizo un gesto a Corien.
—Apaga la luz.
Corien se humedeció los dedos y pellizcó la mecha de cáñamo retorcido.
Cuando la oscuridad fue absoluta, Azogue esperó hasta que se le
acostumbraron los ojos. Al final volvió el leve fulgor azul y las paredes y sus
compañeros salieron poco a poco de la oscuridad como si cobraran vida con
una vacilación. Levantó las manos hacia el aristócrata daru, que asintió.
Orquídea se aproximó.
—¿Ahora? —susurró.
Azogue negó con un movimiento.
—Démosle un rato. Quizá crean que estamos durmiendo.
La tenía tan cerca que su espesa melena de cabello negro le rozaba la
oreja y le provocaba un escalofrío por el cuerpo. Azogue fue consciente de
golpe de la calidez del cuerpo femenino que tenía tan cerca. El olor de su
sudor era un placer para él. Le recordaba a alguna especia poco común.
Apartó la cara y se aclaró la garganta. Dioses, hombre. Contrólate.
—Bueno —empezó a decir, la voz pastosa y ronca—. A Morn le pareció
que eres parte andii. ¿Tú qué crees?
Los ojos oscuros femeninos buscaron los suyos, pero él los mantuvo
clavados con resolución en el pasillo.
—Tengo la sensación de que es verdad. Supongo que nunca lo había
pensado hasta que lo dijo él. Explica muchas cosas.
Azogue se apoyó en un lado del portal.
—¿Nunca lo pensaste? ¿Entonces quién te crio?
—Crecí en lo que ahora sé que era una especie de templo, o comunidad
religiosa. Los sacerdotes y las sacerdotisas eran mis padres y maestros.
Nunca salí de allí. Cuando me hice más mayor empecé a explorar un poco y
averigüé que el templo estaba en una isla. Una isla muy pequeña. Tras eso,
supongo que me conformé con aprender cosas del mundo a través de las
historias y textos que había en el templo. Eso y mis maestros.
—Que te enseñaron la lengua andii y su escritura.
—Y su literatura, leyenda y mitología.
—¿Eso no te extrañó?
La joven ladeó la cabeza en la oscuridad, pensándolo.
—No. ¿Debería? Pensé que era normal. Creía que todo el mundo aprendía
esas cosas. No tenía nada para comparar. Ahora sé que debía de ser un
templo dedicado a la Oscuridad Ancestral. —Sacudió la cabeza, una sonrisa
pesarosa en sus labios—. No soy la primera que descubre que la mayor parte
de lo que le han enseñado es incorrecto, irrelevante o una locura.
Azogue asintió. Sí. Padres y familia también tienen sus locuras. Dioses,
solo hay que mirar a Eje.
—Hay más, por supuesto —continuó ella con un tono que dejaba entrever
su confusión—. Otras cosas extrañas que todavía no entiendo. Creo
recordar…
La chica cambió de postura, incómoda.
—No tienes que seguir —murmuró Azogue, que mantenía la mirada
clavada en el pasillo oscuro—. Lo entiendo. Pero quizá yo pueda ayudarte a
desentrañarlo.
Orquídea dejó escapar un suspiro para tranquilizarse, los labios apretados,
luego asintió.
—Tuve muchos maestros. Parecían ir y venir.
—Ajá. ¿Y eso es extraño?
—Azogue… Eran jóvenes cuando venían y cuando se iban… eran viejos.
El veterano se obligó a tragar para mojar una garganta de repente seca.
—Ah. Eso es extraño. ¿Estás segura…?
—Sí. Y creo recordar que ocurrió muchas veces.
Azogue dejó escapar un sonido como si lo estuviera pensando. ¡Que la
Reina me ayude! ¿Cuándo aprenderé a tener la bocaza cerrada?
—Bueno, los andii tienen una vida muy larga, ¿no? Ahí lo tienes. —¡Por
el Embozado! ¡Esta «niña» lo mismo me dobla la edad! ¿Qué ha estado
aprendiendo durante todo ese tiempo?—. Escucha. Quizá ya sea suficiente
por…
El tañido metálico y discordante de metal sobre metal estalló en medio
del habitual ruido de fondo del Engendro, los gemidos y el estrépito. Corien
se levantó de un salto. Resonaron gritos por el pasillo y también unos cuantos
chillidos. Una figura se metió en el pasillo.
—¡Venga, vosotros! —gritó—. Es la alarma. ¡Vamos!
Su vigilante. Azogue le hizo una seña a Orquídea.
—Pon una oscuridad aquí, en el pasillo.
La joven cerró los ojos y empezó a murmurar, el fulgor leve de las luces
distantes desapareció. El hombre miró a su alrededor, aterrado.
—Pero qué Abismo…
Azogue se fue a por él. El tipo lo oyó acercarse e intentó coger su espada,
pero era obvio que no veía nada, así que Azogue le dio una patada en la
entrepierna y luego un rodillazo en la cara que le hizo pedazos el cartílago de
la nariz y muy posiblemente lo mató. El veterano se hizo con las armas del
hombre mientras yacía aturdido.
—¿Por dónde? —le preguntó a Orquídea. Esta señaló en la otra dirección.
Azogue le dio la espada a Corien y se quedó con el puñal—. Yo delante.
Corien, vigila la retaguardia.
Mientras recorrían pasillos y doblaban esquinas, se le ocurrió a Azogue
que Orquídea estaba intentando rodear el campamento. A él le parecía bien
porque les llegaba alguna que otra explosión y algún que otro chillido de lo
que fuera que estaba pasando en un lado del complejo. Pero a medida que a
Orquídea le iba llevando cada vez más tiempo elegir una dirección, el ruido
se fue haciendo más alto con cada tramo de pasillo vacío o aposento que
atravesaban, y el fulgor amarillo de faroles y lámparas se espesaba. Para
cuando la chica se detuvo en seco en una cámara estrecha cuya única salida
era un portal abierto al otro lado, Azogue ya podía distinguir el golpe seco de
las ballestas al dispararse, el repique del hierro en la piedra, gritos y, sobre
todo, una discusión de algún tipo entre una voz aguda y estridente de bruja y
la voz de un hombre, mucho más baja, profunda y atenuada.
—¡No es por aquí! —chillaba la mujer.
—Oigamos lo que tiene que decir nuestro guía —murmuró el hombre.
—¡Fuego! —bramó una voz, la de Otan, y luego se disparó una andanada
de ballestas, los cuadrillos rebotando en la piedra.
—¡Aiya! —gritó la mujer—. ¿Quiénes son estos desgraciados?
—¿Indígenas? ¿Quizá?
—¿Indígenas? ¿Eres estúpido? ¡Estos no son andii!
—Pero, para ser precisos, ¿no son los nuevos residentes de este sitio?
En el nombre de Oponn, pero ¿qué…? Azogue se acercó con cuidado y
se asomó al borde de la abertura. ¿Qué era aquello? El portal daba acceso a
un gran pasillo, lo que parecía un bulevar principal en el que confluían
muchas fachadas de edificios tallados en la piedra del Engendro. Había
cuerpos caídos entre los escombros, por el suelo. También había faroles
tirados que habían derramado aceite ardiendo y las nubes de humo negro
oscurecían el techo alto.
Dos figuras se enfrentaban una a otra en el centro del pasillo. Una, la
anciana, vestía un disfraz que hacía daño a los ojos, con todas las tonalidades
de rojo y su tocado incluido de cintas carmesíes que flotaban al aire, además
de lo que parecían ser guantes rojos en las manos. El otro era una bola baja y
redonda, un hombre de rostro anodino, con túnicas oscuras de varias capas,
las manos entrelazadas sobre el ancho torso como si quisiera evitar que
estallara.
Tan asombrado se quedó Azogue al ver a aquellos dos que no observó la
presencia de una tercera figura que se escabullía por el pasillo. El tipo lo
estaba mirando con los ojos muy abiertos y la boca abierta de pura
incredulidad.
—¡Matad a ese hombre! —aulló el jovencito flacucho mientras señalaba.
Azogue se estremeció y se encontró con los ojos furiosos del joven ladrón
de Hurly. ¡Por la gran Ascua! ¿Cómo se llamaba el muy imbécil? ¡Jallin! Sí,
eso es.
El muchacho se acercó corriendo a la pendenciera pareja sin dejar de
señalar.
—¡Mátelo, señora!
La mujer le lanzó un golpe que el chico esquivó.
—Cállate, imbécil. ¿El camino continúa?
—Sí —gruñó el joven.
El estrépito de unas armaduras anunció que otra fila de ballesteros
encabezados por Otan cruzaba el pasillo.
Al tipo hay que reconocerle que tiene agallas.
—Hesta… —murmuró el gordo.
La mujer elevó las manos al aire.
—¡Oh, por todos los malditos dioses de los cielos! ¿Hay más?
La mujer bajó los brazos con las palmas hacia fuera. Orquídea tiró de la
espalda de la armadura de Azogue.
—¡Al suelo! —siseó.
Como una forja volcada, las llamas subieron ondeando por el ancho
bulevar. Hombres y mujeres chillaron, reducidos a formas oscuras
consumidas por aquel revuelto de amarillo y naranja.
El calor abrasador de un horno crujió en los brazos de Azogue, que los
había levantado de golpe para protegerse la cabeza, y luego, con un rugido
redoblado de avalancha, el resplandor desapareció y lo dejó parpadeando,
cegado de momento. El cacareo del joven resonó en el silencio repentino,
seguido por un bofetón que lo interrumpió de golpe.
—¡Enséñanoslo! —ordenó la mujer.
—Quizá solo deseaban hablar. —La voz del hombre llegó a ellos
mientras se retiraban.
—¡Oh, cierra la boca!
Azogue se atrevió a levantar la cabeza. Las llamas iluminaban una escena
sacada del propio reino del Embozado. Cadáveres y muebles en llamas
despedían un humo que subía enroscándose por el efluvio espeso que
asfixiaba el aire. Al veterano no le hizo ninguna gracia ese modo que tenía de
quedarse suspendido. No hay salida.
Orquídea estaba aplastando los extremos quemados de su cabello
chamuscado.
—Lo siento, Azogue —dijo, y sonaba abatida.
—¿Lo sientes por qué?
La joven señaló el bulevar con la barbilla manchada de hollín.
—Se sube por ahí.
Por alguna razón sabía que iba a decir eso.
Bendan les dijo a todos en el campamento malazano que su nombre era
Carnicero. Ni su propio pelotón lo usaba ya cuando llegaron al punto de
reunión principal al sudoeste de Dhavran. Lo habían usado un tiempo
después del último combate y durante la marcha, y había sido una de las
épocas más felices de su vida. Incluso rivalizaba con la sensación de
pertenencia y seguridad que había experimentado entre sus iguales en las
calles y los callejones embarrados de Maiten. Lo había disfrutado esos pocos
años que había pasado con sus hermanos y hermanas, atacando a bandas
rivales y quitando de en medio a cualquiera que no fuera de la zona pero sí lo
bastante idiota como para meterse en su territorio. Por aquel entonces se
había sentido intocable, seguro. Querido y apreciado. Valorado incluso, le
parecía cuando miraba atrás. Había pasado de no ser nada a que lo valoraran.
Cuando estaban todos juntos en la calle, ¡podían pisarle la cara a cualquiera y
nadie se atrevía a decir nada! Recordó cuando Cazado y Piernas Cortas
habían sujetado a un crío contra el suelo y lo habían invitado a aprovechar la
ocasión. Y él había empezado a dar patadas y más patadas hasta que el crío
escupió una explosión de sangre y dejó de moverse. ¡Cómo se habían reído
todos! Buenos tiempos, aquellos.
Ahora cuando digo «Carnicero de nombre», solo me miran raro. Incluso
se ríen. ¿Qué le pasa a todo el mundo? Hay un tipo en el décimo que se
llama Conejo. ¿Qué nombre es ese para un soldado?
Su pelotón se pasaba los días cavando una zanja de la hostia para rodear
el fuerte nuevo. Otros pelotones arrastraban troncos desde los bosques
cercanos y levantaban una empalizada. El campamento estaba atestado, joder:
lo que quedaba del Segundo, el Quinto y el Sexto de Pale, todos metidos
como sardinas en la cumbre redonda de una colina, rodeados por una zanja
profunda que ponía la cima de los troncos de la empalizada más de tres
alturas de hombre por encima de la cabeza de cualquier atacante. Y además
de eso, la puño Steppen los tenía afilando un bosque de estacas para ponerlas
inclinadas hacia fuera como las púas de uno de esos lagartos espinosos
míticos.
Estaba llegando a un punto en que las tropas estaban empezando a
llamarla Cagueta-Step. Bendan solo la llamaba Abuela Gilipollas,
escondiéndose detrás de sus muros cuando todo el mundo sabía que la forma
de vencer era romper cabezas. Se lo había dicho así a sus compañeros y la
cabo Pequeña había contestado con una charla aguada sobre que ganar era
controlar el terreno, no salir victorioso en las batallas. ¿Terreno? Bueno, sí.
En Maiten sus hermanos, hermanas y él habían tenido el suyo, ¡y defenderlo
significaba luchar! Tenías que salir allí cada día y demostrarles a esos rivales
que eras fuerte y estabas tan chiflado y eras tan violento que más les valía
dejarte en paz. Eso lo sabía y lo entendía.
Luego la cabo Pequeña había dicho algo que no tenía ni pies ni cabeza.
¡Había dicho que la mejor manera de ganar era no tener que luchar! ¿Cómo
coño era eso posible? Tenías que luchar para ganar. Tenías que arrancarle la
cabeza al otro tipo, ¡si no eras tú el que terminabas sin cabeza! Estaba
empezando a sospechar que quizá Pequeña era una especie de mujer sin
agallas que se escondía detrás de todas esas ideas raras aprendidas en los
libros.
Por no mencionar cómo le daba un manotazo para apartarlo cuando él le
cogía una teta. ¿Te lo imaginas? ¿Rechazarlo a él? En Maiten todas las chicas
a las que arrinconaba, al final se dejaban. Lo único que hacía falta era jugar
un poco a retorcerles el brazo, no como si fuera a hacerles daño de verdad.
Esa cabo debía de preferir a las mujeres, no como una chica como es debido.
Entonces llegaron órdenes de marchar al oeste. Equipo mínimo. Los
pelotones tuvieron que formar, ¡incluido el suyo, gracias a los dioses! Y allá
que se fueron, y eso que ya estaba casi anocheciendo. Los rumores volaban
por toda la columna mientras avanzaban a la carrera. Estaban atacando a
algunos de los suyos, al parecer.
Avanzaron durante la mitad de la noche hasta que coronaron la elevación
de la pequeña pendiente de un valle y allí, ante ellos, bajo la luz brillante de
las estrellas y el fulgor esmeralda de la Cimitarra, se revolvía una horda de
jinetes que rodeaba un nudo oscuro.
El sargento Hektar le dio una palmada en la espalda mientras iban
bajando sin apenas detenerse.
—Eso sí que es acción, ¿eh, Carnicero?
—¡Pero mire cuántos son, joder!
El hombretón negro hizo una mueca.
—No, eso es solo una avanzadilla. Solo unos cuantos miles. Suficientes
para que tú los masacres, ¿eh?
—Bueno…, sí —respondió mientras aceleraban el paso. Supongo que
sí…, pero ¿para qué? ¿Solo para rescatar a unos cuantos soldados lo
bastante estúpidos como para dejarse atrapar en terreno abierto? Qué
desperdicio más gilipollas.
—¡Preparen escudos! —llegó la orden.
Bendan se peleó con su gran carga rectangular mientras iba trotando.
—¡Formen cuadrado!
La columna se espesó y ralentizó su paso a una marcha firme. Y justo a
tiempo, cuando varios elementos de la caballería se separaban para rodearlos.
—¡Alto!
Una vez hecha la maniobra, el pelotón de Bendan quedó muy por detrás
de la primera fila. Esperarían su turno para ir rotando por el muro de escudos.
El polvo subía flotando y oscurecía lo que se podía ver más allá del cuadrado.
Los jinetes, hombres y mujeres (rhivi, advirtió Bendan), los rodeaban
disparando sus arcos cortos y lanzando jabalinas.
¿Qué los ha sulfurado así?
Entonces se oyó el aviso frenético: «¡Fusión! ¡Fusión!» y el cuadrado se
estremeció, los escudos arañaron escudos. Todo el mundo cambió de
posición cuando hombres y mujeres se internaron en tropel en el centro,
muchos sujetando a otros o incluso llevándolos a la espalda. Todos sucios y
manchados de tierra, magullados y cogiendo aire a bocanadas.
Cabrones inútiles. Nos van a matar por vuestra culpa. Espero que estéis
contentos.
Al estar cerca del centro vio que el capitán que estaba al mando de la
columna le dedicaba un saludo militar a un tipo fornido y hecho polvo;
alrededor de Bendan, las cabezas estiraron el cuello para mirar con la boca
abierta y la gente susurraba: «K’ess».
—¿Y quién es ese K’ess? —le preguntó a Hueso, que estaba a su lado.
El hombre le lanzó una de esas miradas raras mientras se esforzaba por
mantener el escudo sobre su cabeza.
—Estuvo a las órdenes de Unbrazo. Se le puso al mando de Pale cuando
la Hueste se dirigió al sur. Ahora está al mando de todo este desastre. Aparte
del embajador, claro.
¡Joder! ¿Y tuvimos que rescatarlo a él? Menudo comienzo de mierda.
Resonaron órdenes para dar marcha atrás y se volvieron para mirar por
donde habían llegado. Después comenzó la inevitable marcha agotadora de
regreso. El pelotón de Bendan fue rotando hasta que le llegó su turno en el
muro de escudos. Los rhivi los rodeaban dando vítores y gritos y lanzando
sus finas jabalinas. Bendan observaba por encima del borde de su escudo,
echando humo.
—¿Por qué no llega la orden de atacarlos? —preguntó—. ¡Nos quedamos
aquí escondidos, detrás de los escudos, como cobardes!
—¡Tú mismo! —se rio Hueso, y escupió una bocanada de todo el polvo
que habían estado tragando.
—¡Eh, Tarat! —le gritó Bendan a la exploradora de su pelotón—. Esa es
tu gente, la de ahí fuera, ¿no?
—Solo son unos imbéciles que están agotando a sus caballos para nada
—comentó la mujer con tono amargo.
—Pues parece que se lo están pasando bien —dijo Hektar con una gran
sonrisa en la cara.
—¿Y tú por qué sonríes? —soltó Bendan de repente.
El hombretón volvió los dientes brillantes hacia él.
—Sonrío porque veo que no tenemos que preocuparnos por esos rhivi.
¡Nos apuntamos otro día de servicio, muchachos! —añadió.
Una carcajada general fue la respuesta al comentario.
¿Qué les pasaba a esos imbéciles? ¿De qué se estaban riendo? ¿No veían
que una de esas flechas o jabalinas podía con toda facilidad acabar con uno
de ellos?

El sol comenzaba a coronar las colinas del este cuando su trabajosa retirada
los llevó a la vista del fuerte. El escudo que llevaba Bendan en el brazo
parecía pesar como un caballo. El brazo abrasaba y a la vez lo tenía
entumecido. Tenía la boca llena de polvo y se tambaleaba al andar.
Comenzaron a repicar unos cuernos tras la empalizada, como si le estuviera
dando la bienvenida al sol, y todo alrededor, entre los campos de hierbas
altas, se alzaron filas de ballestas que parecían surgir del suelo mismo. Los
rhivi que los rodeaban se apartaron con un estremecimiento, el ataque lateral
roto cuando las alas de la caballería viraron hacia ambos lados. Se gritaron
órdenes y se dispararon varias salvas de cuadrillos a ambos lados de su
cuadrado. Los hombres y las mujeres de la formación gritaron y golpearon
sus escudos para azuzar a los rhivi.
Bendan apoyó el escudo revestido de bronce en el suelo. ¡Dioses
todopoderosos! Ya era hora, joder, por Ascua. ¡Qué misión más estúpida! En
el fuerte estaban a salvo, ¿por qué tenían que sacar el cuello por esos
estúpidos? Y lo único que habían hecho había sido esconderse detrás de sus
escudos. ¡No le habían pateado a nadie la cabeza!
Resonaron nuevos toques de cuerno en el fuerte. Los soldados que
rodeaban a Bendan registraron los horizontes. El sargento Hektar, uno de los
más altos de todos, gruñó cuando miró al oeste.
—¿Qué pasa? —preguntó Bendan.
—Tenemos compañía. Casi lo consiguieron.
—¿Quién lo consiguió? ¿Y el qué? ¿A qué se refiere?
Una voz de mujer empezó a bramar desde el fuerte con una voz de un
volumen asombroso.
—¡Al fuerte! ¡Paso ligero! ¡Moveos!
El destacamento entero se puso en marcha de inmediato a toda velocidad.
Los soldados corrían llevando a otros a la espalda o sosteniendo a los heridos
entre ellos.
Entonces Bendan oyó un trueno. Un trueno en un amanecer bastante
despejado. Guiñó los ojos y miró por encima del hombro, vio una marea
oscura que fluía por las colinas lejanas. Una riada que parecía extenderse de
horizonte a horizonte. ¡Por los huesos del dios muerto! ¡Miles y miles de esos
cabrones!
Giró en redondo y le dio a la pata lo más rápido que pudo en busca del
refugio del fuerte.

Krute oyó de boca de muchos del gremio las dudas suscitadas por la llegada
de esos seguleh. Se decía que su pericia no tenía par. Y quizá así era. Pero él
estaba de acuerdo con el gran maestro Seba. En los últimos tiempos, el
gremio parecía haber perdido el rumbo. Ellos eran asesinos. Su arte era la
ocultación y el homicidio. Tener que luchar significaba que uno ya había
fracasado. Las legendarias hazañas pasadas y nunca aprobadas de Rallick
parecían haber convencido a algunos de que las dotes de lucha tenían algo
que ver con el asesinato. Pero la verdad, fea y poco romántica como era, era
que en realidad no tenían nada que ver.
Por mucho que admirara a Rallick (y por mucho que lo entristeciera su
traición), a él le parecía que con eso le había hecho un flaco servicio al
gremio. En su opinión, el mejor asesinato era aquel del que nadie sospechaba
siquiera. Y Rallick había cumplido ese requisito cuando ocultaba el acto tras
la fachada de un duelo. Pero la mayor parte parecía haberlo entendido mal.
Deslumbrados por el romanticismo del enfrentamiento, habían aprendido la
lección que no debían. La verdadera lección no era su pericia con sus armas
preferidas, sino más bien la estratagema de dar con un punto débil letal para
llegar al objetivo, en ese caso el exceso de confianza y el orgullo hinchado de
este último.
Y en su caso le parecía que él también había encontrado el punto débil
adecuado. Rodeado por esos seguleh, el legado parecía considerarse
invulnerable. Dormía sin ningún tipo de vigilancia en un pequeño aposento
detrás del Gran Salón o salón del trono, como se conocía de forma oficial. Lo
que decían los informantes que tenía dentro de la guardia de la ciudad era que
el legado había llegado incluso a prohibir que se entrara en el salón del trono
por la noche, ya se fuera seguleh o no.
En cuclillas en el tejado del susodicho salón, Krute miró a los tres
talentos del gremio que lo acompañaban como líder de equipo. Aunque no se
les podía calificar de magos, los dos muchachos y la chica sí que tenían
alguna pequeña habilidad para percibir la presencia de magia y poderes de las
sendas. Los jóvenes asintieron para dar su aprobación y Krute dio la señal de
«todo despejado» al equipo reunido en el tejado. Los seis arrojaron las
cuerdas finas como cabellos por las ventanas abiertas y bajaron por ellas.
Ejecutarían al objetivo en el interior y regresarían en cuestión de segundos…,
si todo iba según el plan.
Krute miró atrás, a los tres talentos del gremio. Los jóvenes
intercambiaron miradas. Uno apretó una mano contra el tejado. La segunda
alzó la cara hacia las ráfagas de viento cálido como si olisqueara en busca de
un aroma. El tercero se llevó las manos ahuecadas a un ojo. Krute sabía que
el muchacho sostenía en sus manos cuatro bichos nocturnos, esos insectos
voladores que se iluminan. ¿Qué hacen cuando hay un espectro por ahí?
¿Bailan una giga?
El viento soplaba fuerte esa noche. Unas nubes ligeras como plumas no
hacían nada por mitigar la luz combinada de la luna renacida y la de la
Cimitarra. Luz que era a la vez una bendición y una maldición, dependiendo
de cuándo la querías y cuándo no. Estudió otra vez las cuerdas y vio que
seguían flojas. La visión lo intranquilizó. Ya deberían estar subiendo. Hizo la
señal de que iría a investigar.
Al acercarse más se percató de que una de las cuerdas estaba tirante. De
hecho, incluso vibraba bajo una inmensa tensión. Vio que la cuerda se iba
estrechando más hasta alcanzar el grosor de un junco; y luego, al instante,
había desaparecido. Se había partido. Oyó un golpe seco, apagado, en el
fondo.
¡Malditos fueran los hados! ¿Qué había sido? ¿Un guardia oculto? Pero
no sonaban alarmas.
Bajó trepando hasta la ventana y se asomó. El interior estaba tan oscuro
como una noche nublada. Pero mucho más abajo, tras los haces de luz
plateada y jade, distinguió una figura que se ponía en pie, envuelta en un
manto. Cuando miró abajo, forzando los ojos para ver mejor, la figura alzó la
cabeza hacia él y reveló el óvalo brillante y pálido de la máscara del legado.
Krute era un hombre duro con un oficio duro, pero hasta él sintió un
pavor preternatural al ver esa sonrisita del ídolo (una expresión que insinuaba
tantos secretos extraños) y una mano que lo llamaba. Volvió a escabullirse
por la cuerda, la piel fría. Dioses, protegedlo…, ¿a qué se estaban
enfrentando allí?
Agachado, el viento fustigando su manto, echó a correr por la línea
central de regreso a las confusas laderas de tejas del tejado del Pabellón de la
Majestad. Donde no quedaba ni una sola señal de los tres practicantes del
gremio.
¡Que Togg se lo lleve!
Y entonces, el instinto de décadas de acechar y golpear advirtió con un
grito a Krute y este se arrojó al suelo y rodó.
Dos hojas sisearon por el aire y él se quedó mirando, asombrado, a una
joven que lo miraba desde su altura con una expresión de profundo desprecio,
sus ropas no más que unos pañuelos diáfanos azotados por el viento. La
muchacha alzó las hojas otra vez solo para apartarse con una sacudida,
aullando, sujetándose un cuadrillo de ballesta que le sobresalía del costado.
La chica se tambaleó y cayó dando tumbos por la vertiente del tejado antes de
desaparecer de su vista.
Un puño lo asió por el cuello de la ropa y tiró de él: Rallick, que arrojó a
un lado la ballesta y sacó sus dos hojas curvas.
—Volverá…, ella u otro. Ahora vete. Corre. —Y le dio un empujón con
el hombro a Krute.
—Esa no es Vorcan… —consiguió decir el asesino, todavía aturdido.
—No. Venga, vete. —El otro lo empujó hacia el laberinto de tejados
pronunciados—. Corre.
A Krute no le hizo falta que se lo dijeran otra vez.

Rallick se deslizó al amparo de un aguilón que ofrecía una buena perspectiva


del tejado del salón del trono y se agachó; los brazos sobre las rodillas, los
cuchillos curvos apuntando hacia fuera, listos.
Una banda de nubes bajas expulsadas del lago llegó flotando por la larga
cicatriz en el cielo nocturno que era el Estandarte, lo que una vez había oído a
Vorcan llamar los Extraños. Bajo la luz ondulada, la cima del tejado estaba
vacía y luego, en un instante, una figura se erguía justo delante de él, el
bastón plantado y los zapatos de cuero asomando bajo unas gruesas capas de
túnicas.
Rallick se irguió poco a poco y se colocó ante el hombre que lo había
empleado durante años, que le había sanado los huesos rotos y le había
devuelto la vida cuando había estado casi a punto de morir. El alquimista
supremo Baruk. Se puso en guardia, las hojas alzadas, un paso atrás.
—Baruk.
—Ahora es Barukanal —dijo el hombre entre dientes—. No cometas el
error de olvidarlo. —Sus manos eran puños apretados sobre el bastón. Las
cicatrices que trazaban su rostro como una red enmarañada se oscurecieron
cuando la sangre palpitó tras los rasgos del hombre. El viento enredaba su
cabello largo y suelto del color del hierro—. Me han enviado a encontrar a
unos asesinos que han atentado contra el legado —dijo, la voz tensa como un
látigo—. Tú, por casualidad, no los habrás visto…, ¿verdad?
Rallick fue bajando las armas poco a poco. Se aclaró la garganta y se
irguió, casi tenía la sensación de estar en un sueño. Con una voz llena de
asombro consiguió pronunciar algunas palabras.
—Vi unos hombres corriendo hacia el este. Tenían un aspecto
sospechoso.
—Gracias, ciudadano. Dime, ¿has visto también la nueva construcción
que rodea la colina?
—De hecho, sí. —Rallick observó con alarma que la carne que cubría la
cara y el cuello del hombre se estaba agrietando y humeaba por las líneas de
falla de las cicatrices. El cuerpo de Baruk se estremeció y se tambaleó hacia
un lado como si le hubieran dado un tirón. Habló, dijo entre dientes todas las
palabras como si cada una fuera una gota de agonía.
—Hay un hombre en la ciudad, un malazano… Puede que tenga una
perspectiva única de sus… cualidades… más peculiares…
—Preguntaré por ahí —le aseguró Rallick. Luego envainó sus cuchillos y
no pudo evitar estirar la mano hacia la torturada figura—. Baruk, dime… lo
que puedo…
—¡No! —El bastón dio un golpe seco y el hombre se tambaleó hacia atrás
—. ¡No te acerques! —Se dio la vuelta, se arrojó del tejado con las túnicas
aleteando y desapareció.
Rallick se asomó al saliente, pero no encontró señal alguna de él. Luego,
encorvado, atravesó corriendo tan rápido como se atrevió el bosque de
tejados desiguales.

Momentos después de que Rallick dejara el tejado, la vacilante luz


combinada de color oliva y plata de la noche reveló otra figura que se
desenroscó de una ventana, se puso en pie y se estiró. El hombre vestía un
manto que brillaba casi como una esmeralda bajo aquella luz. Se dio unos
golpecitos en los labios fruncidos con un dedo enguantado y susurró en voz
alta.
—Una vez más, unos entran…, pero ninguno sale. La lección es… —
levantó las manos enguantadas y las examinó como si la respuesta estuviera
escrita allí—: no entres.
Entrelazó las manos a la espalda y partió silbando sin ruido, trazando más
o menos la ruta tomada por el antiguo asesino.

Cuando a Rallick le pareció seguro regresar a la taberna del Fénix se fue


directamente a la vieja mesa y se sentó de cara a la puerta, en la silla donde
Kruppe solía dar audiencia. Era desconcertante, la silla vacía ya estaba
caliente y él estaba pensando en cambiarse a otra cuando Sulty le puso de
golpe una jarra de cerveza en la mesa, le guiñó un ojo y se fue a servir al
resto de la multitud. Rallick echó la silla hacia atrás, sostuvo la jarra con las
dos manos ante él y estudió a la multitud.
Creyó ver que el humor era de optimismo cauto. La gente parecía creer
que las cosas iban a mejorar tras la llegada de los seguleh para proteger la
ciudad. Según los rumores, el legado los había contratado de algún modo.
Poco importaba la absoluta imposibilidad de semejante idea para cualquiera
que supiera lo mínimo sobre ese pueblo. ¿Y para proteger la ciudad de quién?
¿De los malazanos? Pero si no tenían las tropas necesarias ni para pacificar la
ciudad. Lo que dejaba… ¿a quién? Nadie que a él se le ocurriera. La ciudad
carecía de amenazas, como lo había estado durante décadas antes de la
llegada de los seguleh. Y de ahí el desconcertante pensamiento: ¿para qué
estaban allí?
Su ojo errante captó la presencia de un hombre que lo observaba desde la
barra. Un extranjero alto y muy moreno, todo vestido de verde. En un gesto
que parecía la burla de algún conspirador, el tipo le guiñó un ojo con
exageración y volvió la mirada hacia la parte de atrás. Como de costumbre,
Rallick prefirió no revelar insinuación alguna de su humor (que era de
extrema irritación) y se levantó para abrirse camino entre la multitud hasta la
puerta de atrás.
Esperó apoyado en un muro, los brazos cruzados, las manos en las
empuñaduras de los cuchillos. El desconocido salió sin prisa tras un
momento, las manos entrelazadas a la espalda.
—¿Qué quiere? —dijo Rallick, intentando mantener la voz tan neutra
como le fuera posible.
El hombre levantó las manos enguantadas, una sonrisita de satisfacción
en los labios.
—Parlamentar, como dicen.
—¿Garra?
El tipo se limitó a encogerse de hombros.
—Diga lo que tenga que decir.
El hombre agitó una mano con despreocupación y Rallick contuvo con
más fuerza todavía su irritación.
—Oh…, una puesta en común de información y una unión de esfuerzos.
—No estoy con el gremio. Se ha equivocado de hombre.
Una sonrisa del sujeto, esa mueca de locura que Rallick había sabido por
algunos que era una afectación de amenazas impredecibles. Pero entonces vio
con una certeza escalofriante que en ese tipo la pose era totalmente genuina.
Un tipo muy peligroso, de los que de verdad les importa un bledo.
—El gremio, de hecho, no me interesa. Pero usted sí.
—¿Y eso?
El hombre se apoyó contra el muro del callejón de enfrente, lo que lo
puso bajo la luz de la Cimitarra. Hizo una mueca y levantó una mano a la luz.
—Sabe, los hay por el mundo ahora mismo que salen por la noche con
parasoles para que la luz antinatural de nuestro Visitante no los alcance.
Afirman que corrompe todo lo que toca.
—Entonces todo está corrompido.
—Así es. Nos estamos pudriendo todos poco a poco hasta que nos
caigamos muertos.
—¿Es ese su mensaje? Parece algo dicho por un profeta callejero o por el
dios Roto.
El hombre dejó caer la mano y frunció el ceño con su exagerada mueca
de seriedad.
—¿Usted cree? Supongo que sí. Pero no. Ese no es mi mensaje. Lo que
quiero decir es que tenemos información que menciona a la Anguila. Y en
esa información, esta posada tiene un papel bastante destacado. Y aquí está
usted. ¿Qué dice a eso?
¡Gran Ascua! ¿Este hombre piensa que yo soy la Anguila? No, tiene que
estar de pesca. ¡Ja! Quiere pescar a la Anguila. De esa tengo que
acordarme. Pero si le dijera quién creo yo que quizá sea la Anguila, se
partiría de risa. No…, solo está intentando provocar una reacción.
Rallick giró la cara para estudiar la calle vacía y las ratas que anadeaban
por la cloaca del centro.
—Como argumento no vale mucho. —Su visión periférica se vio
recompensada con una primera traición de mal genio por parte del hombre,
que apretó la boca.
—Se está mostrando difícil de forma deliberada. Bueno, la culpa es mía.
Debería haberlo esperado. Los dos somos víctimas de nuestra vocación, ¿no?
Ninguno estamos dispuesto a poner las cartas sobre la mesa. Así sea…, por
ahora. Si quisiera intercambiar información, puede intentar buscarme a través
del bar de K’rul.
Rallick miró al hombre, perplejo.
—¿El bar de K’rul? ¿Se refiere a ese viejo templo dedicado a K’rul?
—Sí. El bar y templo de K’rul. —El desconocido ladeó la cabeza a modo
de despedida y se fue sin prisa calle arriba.
Ahí va. Otra rata más en la calle.
¿Hay un bar en el templo de K’rul? ¿Desde cuándo?

Un golpe llevó a Barathol a la puerta. El pequeño Chaur ya estaba durmiendo


y Scillara estaba en la cama, despachada por esa pipa vespertina que se
permitía fumar «para calmar los nervios». Le había quitado la pipa de la
mano como hacía cada noche y la había tapado con la manta.
Estaba abajo cocinando cuando llamaron a la puerta. La abrió y se
encontró a uno de los escribanos del Pabellón de la Majestad, rebautizados
con el nombre de oficiales de la corte, esperándolo con las manos metidas en
las túnicas y un ángulo extraño, arrogante e impaciente, en la cabeza.
—¿Qué? —preguntó Barathol, no mejoraba en nada su humor los aires de
superioridad del jovencito.
—Se le emplaza a que vaya a la instalación. De inmediato.
Barathol se dio la vuelta a medias.
—Dentro de un minuto. Estoy cocinando algo.
—De inmediato —repitió el joven poniendo énfasis en cada sílaba.
Levantó la cabeza y dirigió la atención de Barathol a sus compañeros. El
herrero se asomó y vio a dos seguleh de pie en el camino, enmascarados, las
espadas en las caderas.
Ah. Así que así están las cosas. El nuevo gallo del gallinero. Muy bien.
No es asunto mío.
Miró al escribano y asintió poco a poco.
—De acuerdo. Voy a coger mi equipo.

Barathol observó las caras de los transeúntes cuando el pequeño grupo se


encaminó por las calles. Al principio había habido júbilo. El ciudadano medio
se creía inatacable. Pero a medida que los seguleh salían para imponer la
voluntad del legado, le pareció a Barathol que unos cuantos habían empezado
por fin (y un poco tarde) a preguntarse cosas. Con exactitud, ¿de quién
protegían la ciudad esos espadachines? Se limitaban a vigilar dentro de las
murallas, en la cima de la colina de la Majestad, y en el propio salón del
trono. Protegían al gobernante de… ¿quién? Bueno, en opinión de Barathol,
de los gobernados, por supuesto. Quizá esa creciente sospecha era lo que
estaba detrás de las miradas preocupadas, incluso compasivas, que lo seguían.
«¿Podría ser yo el siguiente?», parecían preguntarse algunos.
La obra estaba vigilada por cuatro seguleh. Al meterse en la tienda,
Barathol encontró a los dos magos ya presentes, esperándolo con
impaciencia.
—Comienza de inmediato —ordenó el alto, Barukanal, señalando la forja
con su bastón. Barathol se bajó las mangas y se puso su grueso delantal de
cuero.
¿Y quiénes eran esos dos, si podía saberse? ¿Asesores? ¿Mercenarios? No
podían ser sirvientes, como creían algunos. Pero ¿por qué unos magos, que
era obvio que tenían tanto poder, iban a asesorar a un simple aristócrata daru,
con máscara o sin ella? A menos, como insinuaban otros, que se hubieran
sellado pactos oscuros, se hubieran alcanzado acuerdos y se hubieran
concedido poderes. En opinión de Barathol, esas especulaciones mucho más
ominosas se acercaban más a lo que podría ser la verdad.
Fue a hacerse cargo de los fuelles en sustitución del trabajador que estaba
preparando los carbones. Tras bombear, cogió una barra para revolver el
lecho y probó el calor poniendo la mano por encima de la pila refulgente.
—Este es tu último vertido —le dijo el mago encorvado desde la entrada.
Barathol miró la cara de rompecabezas deformado del hombre. ¿Una
advertencia?
—Voy a ocuparme de esos idiotas adonde K’rul —le dijo el Jorobado a
Barukanal.
—Yo terminaré las cosas aquí —respondió Barukanal.
Barathol se irguió y dejó la forja un instante. ¿K’rul? ¿Los malazanos?
¿Cómo advertirlos y terminar las cosas aquí? ¿Qué quiso decir con eso?
Los dos lo estaban mirando, los ojos resplandeciendo bajo el fulgor de la
forja.
—Vuelve al trabajo —le dijo el Jorobado, Aman, y salió de la tienda
agachando la cabeza.
Barathol se volvió de mala gana para alimentar el lecho de carbón.
Bueno, si alguien podía arreglárselas eran esos abrasapuentes. No necesitaba
su ayuda. Pensó en esa noche caótica no tantos meses atrás. Azogue
guiándolo a él y a su amigo, el pobre y moribundo Chaur, a esa estructura
espeluznante en la hacienda de Coll. ¿No le debo más de lo que podré
pagarle jamás?
Le dio la espalda a la forja y se limpió el sudor de la cara.
—Me voy a comer algo —anunció—. La base todavía tiene que calentar.
El mago no se movió de la entrada. Se apoyaba en su alto bastón
combado.
—Te quedarás hasta que el vertido esté terminado. Esas son mis órdenes.
—No hay nada que pueda hacer aquí hasta dentro de un rato.
Una mueca crispó la cara del mago y cuando habló, su voz era tensa e
impaciente con algo que podría ser dolor.
—La arena del herrero aguarda. Creo que tienes un molde al que dar
forma…
Barathol contempló la mesa y se dio la vuelta.
—Si no queda más remedio.
Bueno, lo intenté. Después de esa explosión, tienen que saber qué
esperar, de todos modos.
Después de llenar y colocar el molde y comprobar el calor de la base otra
vez, puso el crisol dentro de los carbones y los apiló a su alrededor. Los
trozos de plata fueron lo siguiente. Barukanal se pegó a su codo durante todo
el proceso.
Cuando se fundió la plata, Barathol espumó la escoria de las impurezas de
la parte de arriba. No se podía decir que fuera un trabajo muy exigente. Era
un molde poco complicado, abierto. No como una fundición a la cera perdida,
donde podían ir mal tantos pequeños detalles.
Fuera, en la noche, los picos y las palas se habían quedado callados. Las
piedras estaban colocadas y listas para sus pernos.
Una vez que la plata líquida alcanzó la marca arañada en la pared
resplandeciente del crisol, Barathol preparó las barras que utilizaría para
levantar y ladear el recipiente. En ese momento, la mano del mago salió
disparada como una víbora y le sujetó la muñeca. El herrero dio un tirón,
pero fue incapaz de desasirse de la garra. Y eso que Barathol era un hombre
muy fuerte, de los más fuertes. Ni siquiera Kalam podía vencerlo.
La otra mano del mago subió con una hoja corta de aspecto cruel.
—Sangre del forjador de los eslabones —susurró, muy cerca—. Algo así
reforzará el círculo de un modo inconmensurable.
Barathol levantó las barras para estrellarlas contra la cabeza del hombre,
pero el mago apretó el puño con ferocidad y el herrero gimió por el dolor de
los huesos a punto de acabar pulverizados. ¡Dioses, esta criatura podría
arrancarme la mano como si fuera un pétalo!
El mago dio un tajo a la muñeca entumecida de Barathol con la hoja y
luego sostuvo la herida abierta sobre el crisol. Las gotas de sangre cayeron
siseando y bailando.
—No te pongas así —murmuró la criatura—. Aman habría tomado la
ofrenda de tu garganta. —Lo soltó y se apartó a un lado—. Y ahora vierte.
Rápido.
Barathol movió la mano y preparó las barras. Sujetó el crisol entre las
tenazas hechas con las barras. Levantó el recipiente con un gruñido y lo giró
hacia donde esperaban los moldes. Vertió hasta que el nivel del primero subió
justo por encima del borde del molde, donde la tensión de la superficie evitó
que se derramara, luego pasó al segundo.
Una vez hubo concluido, Barathol dejó el crisol sobre su soporte para que
se enfriara y se irguió para limpiarse el sudor de la frente. La sangre le caía
de la muñeca. Se lavó las manos en el agua de enfriar.
Desde donde se encontraba, encorvado sobre los moldes humeantes, el
mago se dirigió a él.
—Vete ya. No regreses. Tu trabajo ha terminado.
Barathol se limitó a gruñir. Se envolvió la herida de la muñeca en un
trapo y salió de la tienda. En la zanja, las dos últimas piedras blancas
esperaban una junto a la otra. Los extremos de la instalación se unían para
formar un círculo infinito perfecto. Por un instante, Barathol se preguntó qué
se suponía que debía encerrar o aislar esa estructura. ¿Era para mantener
inviolado lo que se encontraba dentro? ¿O era para garantizar la ineficacia de
lo que se encontraba fuera?
Qué más daba. Ya no era asunto suyo. Si se daba el caso, podía limitarse
a hacer lo que sugería Scillara, coger a la familia y largarse. Se dio la vuelta y
movió la muñeca. Ya estaba harto de todo aquello. Su preocupación se
limitaba solo al pequeño círculo de su familia.
Los incómodos ecos de ese pensamiento lo persiguieron todo el camino,
colina abajo.

Lady Envidia estaba con su doncella y con su modista cuando un sirviente


hizo un anuncio.
—Alguien en la puerta, mi señora.
Los brazos estirados mientras la modista medía un trozo de tela contra
uno, las manos de la doncella en su cabello recién lavado; lady Envidia se
quedó mirando al hombre.
—¡Bueno, pues responde, pedazo de inepto!
El sirviente se inclinó por la cintura y retrocedió de espaldas, la cabeza
gacha.
Regresó acompañado por tres seguleh.
Lady Envidia esbozó una sonrisa brillante. Se ciñó mejor la bata
alrededor del cuerpo y mandó retirarse a sus sirvientes. Los tres seguleh
permanecieron inmóviles, tensos, las manos cerca de las armas, la atención en
todas partes salvo en ella. Envidia cruzó la habitación con una mano en los
labios.
—¡Qué considerado por parte de Lim! —exclamó—. ¡Tres nuevos! Los
antiguos se habían estropeado ya un poco.
Una…, ¡una! ¡Qué decepción! Giró la máscara para lanzarle a Envidia
una mirada de superioridad. ¿Arrogancia? ¿Es arrogancia lo que vuelve
hacia mí?
—Nos han advertido contra ti, Envidia —dijo la mujer seguleh—. Tus
encantos ya no tienen poder sobre nosotros. El segundo se ha arrodillado y
estamos vinculados por eslabones mucho más fuertes de los que tú puedas
forjar.
Envidia jugueteó con el nudo de su bata.
—¿Qué tonterías son esas? ¿Eslabones?
—¿Dónde está, hechicera?
Envidia parecía acabar de descubrir su pelo húmedo; empezó a enroscarse
la melena.
—Perdona…, ¿dónde está quién?
—El renegado. Sabemos que está contigo. ¿Dónde está?
—¿Renegado? No sé lo que… —Pero los tres se giraron sin hacerle
ningún caso.
¡Oh, por favor, esto ya es demasiado!
Había entrado Thurule. Los tres se desplegaron y se enfrentaron a él. La
que había hablado hizo un pequeño gesto con la mano izquierda y alzó la
palma hacia arriba como si preguntase algo. El rostro enmascarado de
Thurule pareció caer un poco. Quizá fuese la luz, pero daba la impresión de
que los ojos oscuros tras la máscara estaban parpadeando a toda velocidad.
—¡Escoge! —ordenó la mujer.
Con mucho cuidado, Thurule se llevó una mano a la máscara y se la
quitó. El rostro que se reveló debajo parecía de una juventud sorprendente.
Soltó la máscara y la dejó caer ante él, después levantó la sandalia y la pisó.
La máscara se hizo pedazos, convertida en polvo y trozos puntiagudos. El
rostro del joven pareció astillarse con aquel acto.
Cerámica, se maravilló Envidia. Son de cerámica.
Los tres seguleh se relajaron, las manos se apartaron solo un poco de las
armas. Sin una sola palabra se dieron la vuelta y se fueron.
Envidia se cruzó de brazos y miró a Thurule.
—Bueno —dijo—. ¿Y qué voy a hacer contigo ahora?
—Lo que desees —dijo el hombre, pronunciando las primeras palabras
que Envidia le había oído en quizá un año. No levantaba la mirada de los
fragmentos que cubrían el suelo pulido.
Lady Envidia se abrazó los hombros tras un escalofrío.
—Bueno…, he de decir que has perdido ese aire misterioso que era por lo
que te conservaba. —Se mordió un dedo con unos dientes blancos y perfectos
—. Voy a tener que dejarte marchar, Thurule.
Las cejas del hombre se juntaron cuando se inclinó.
—Lo comprendo. No soy digno.
¡Oh, Madre Oscura! ¡Por favor! La dama le dio la espalda y chasqueó
los dedos.
—¡Palley! ¿Dónde estás? ¡Se me está secando el pelo! ¡La corte me
aguarda!
Su doncella entró a toda prisa en la habitación. Cuando Envidia volvió la
vista, el hombre había desaparecido. ¡Gracias a los falsos dioses! En serio.
Pero qué situación tan violenta, por favor.

Madrun y Lazan Puerta estaban lanzando dados contra los escalones de la


casa de la hacienda de lady Varada cuando cuatro seguleh enmascarados
entraron en el complejo. Los dos intercambiaron miradas cómplices y Lazan
recogió los dados.
—Se acercan nuestros taciturnos amigos —murmuró Madrun con voz
profunda—. Quizá nosotros también deberíamos quedarnos en silencio.
Podríamos mirarnos los unos a los otros hasta que los dioses recojan el
mundo y regresen al lugar de donde proceden.
—Y estos se quedarían sin embargo como están —respondió Lazan—.
No, los reflejos de sí mismos son lo único que entienden de sobra. —Se
irguieron para recibir a los recién llegados, el gigante Madrun con sus
chocantes ropas de remiendos cerniéndose sobre todos—. Son ustedes
ladrones osados, señores —los saludó Lazan.
—A vosotros dos os conocemos —dijo uno—. No creéis problemas y
podréis quedaros.
—Eso no ayuda nada —se quejó Madrun a Lazar—. Los problemas
tienen tantas facetas…
—Apartaos. Estamos aquí para registrar el local.
—¿Hacer nuestro trabajo constituye un problema? —inquirió Lazar con
una sonrisa que reveló los dientes de oro coronados por plata.
Los cuatro se repartieron. El portavoz se adelantó. El verde oliva
dominaba los remolinos pintados en su máscara. Por el patrón, Madrun y
Lazan Puerta supieron que pertenecía a los Cuatrocientos.
—Voy a entrar —dijo el seguleh con tono tranquilo—. Si interferís, mis
compañeros actuarán. ¿Ha quedado claro incluso para vosotros?
Madrun alzó una mano.
—Un momento, por favor, si tienes la bondad. ¿He de entender, entonces,
que tienes intención de entrar mientras tus compañeros esperan, preparados,
por si intentáramos detenerte? ¿Es eso lo que estás intentando explicar?
El portavoz se quedó en silencio un rato. Detrás de la máscara su mirada
se clavaba entre los dos, en llamas. Cogió aire para hablar otra vez, se lo
pensó y apretó las mandíbulas. La mano se dirigió a la espada.
—Caballeros y señora… —dijo una voz trémula y sibilante desde la
puerta—, ¿me permiten dirigir su atención a lo que tengo aquí?
Todos se volvieron a mirar hacia la puerta, donde Estudioso Cerrojo
flotaba entre las capas vaporosas de su chal raído. Sostenía en una mano,
cubierta por un trapo, una esfera de cristal que contenía una bruma oscura.
—Esporas del hongo even-tine. Conocido como «comementes» entre los
clanes del norte de Odhan. Inhalado, germinan en el interior y envían fibras
que se cuelan en el cerebro y liberan patógenos que vuelven loca a la pobre
víctima… antes de matarla. Mis compañeros han estado consumiendo con
regularidad, por supuesto, un compuesto químico inoculante. Yo soy inmune
por razones que no necesito exponer aquí.
—¿Compuesto químico inoculante? —articuló Madrun dirigiéndose a
Lazan.
—Así pues, caballeros… y señora —prosiguió Estucerrojo saludando con
la cabeza a la mujer seguleh—, ¿quieren entrar?
El portavoz apartó la mano de la espada.
—No continuaremos con el asunto ahora mismo, Estudioso. Pero
regresaremos.
—Por favor, háganlo. Estoy deseando explicar en profundidad uno más
de mis preparados. O, quizá, quedarme callado y explorar los resultados en la
disección. Siempre de lo más edificante, esto último.
El portavoz se inclinó sin apartar los ojos de Madrun y Lazan y después
retrocedió.
Una vez se fueron los cuatro, las miradas de los dos guardias se volvieron
hacia Estucerrojo. La de Madrun mostraba cierto grado de alarma. La de
Lazan albergaba una aprobación reticente.
—Bien jugado —murmuró—. Esa esfera, presumo, no contiene nada
parecido.
Estudioso, que había estado admirando el objeto, miró a Lazan con un
parpadeo tras la máscara de gasa.
—¿Cómo dice? ¿Nada parecido? En absoluto. Es lo que contiene. —Y lo
arrojó al suelo para que se hiciera pedazos contra los escalones.
Los dos guardias se apartaron de un salto.
A sus buenos cinco pasos, Madrun se estiró el chaleco y la camisa con
volantes que ondeaba debajo y se aclaró la garganta.
—Ese compuesto químico inoculante que mencionaste, Estudioso… Su
eficacia está fuera de toda duda, ¿no?
El castellano estaba examinando los escalones de piedra.
—¿Cómo dice? —Agitó una mano envuelta—. Ah, eso. No hay antídoto
conocido.
—No hay… —Las miradas de los dos guardias se encontraron desde
ambos extremos de los más de nueve metros que los separaban. Lazan se tapó
de golpe la nariz y las fundas de los dientes.
—Bueno, ya pueden despedirse —anunció Estucerrojo, satisfecho.
—¿Despedirse quién? —dijo casi con voz de pito el gigante Maldrun.
El castellano lo miró, la cabeza enmascarada ladeada.
—¡Pues las hormigas, claro está! ¿Qué otra cosa? Las esporas de even-
tine solo las afectan a ellas. —Regresó al interior flotando—. ¿No lo había
dicho?
Los dos guardias se miraron un rato, en silencio. Lazan dejó escapar el
aliento que había contenido. Levantó una mano y la sacudió, haciendo
tintinear los dados.
—Los huesos no vieron eso —comentó.
Madrun asintió con un gesto profundo.
—Sí. Esporas. Demasiado pequeñas para que las vean.

Se turnaron para vigilar la puerta en ruinas del bar. Una barrera hecha con
una mesa y unas sillas apiladas la bloqueaban. Unos cuantos de los habituales
habían aporreado en la mesa para que los dejaran entrar y Rapiña había
estado a punto de ensartar a un tipo que se había negado a creer que el bar
estaba cerrado de verdad y había intentado trepar por encima de las sillas.
Dos días después de que los seguleh entraran en la ciudad, Mezcla estaba
vigilando la calle desde una ventana delantera cuando exclamó:
«¡Problemas!».
Eje se precipitó a por la lanza que había improvisado y corrió a la parte
delantera. Se asomó entre las tablas que habían clavado en la ventana: el
mago encorvado, Aman, allí enfrente. Con él había varios seguleh. Eje echó
un vistazo por encima del hombro. El historiador estaba sentado en su lugar
habitual. Rapiña había corrido a la parte de atrás. El bardo estaba fuera.
—Embozado. Estamos muertos —gimió.
Dejó la lanza y cogió una de las ballestas preparadas. Mezcla hizo lo
mismo.
—Alza tu senda —le dijo a su compañero.
—Mi senda aquí no sirve de nada.
Mezcla le lanzó una mirada desdeñosa desde su ventana.
—Tu senda nunca sirve de nada, joder. ¿Qué hay de tu otra ayuda?
Eje se quedó callado un rato, pensando. Mezcla disparó a través de la
ventana.
—¡El próximo no fallará! —bramó—. ¡No os acerquéis!
El mago, o lo que fuera, Aman, permaneció al otro lado de la calle,
mirando, mientras los seguleh avanzaban. Duiker se colocó junto a Eje.
—Estoy desarmado. Quizá yo podría hablar con ellos…
—Podrías intentarlo —le dijo Eje, y luego, a Mezcla—: Mi otra ayuda
dice que no estamos solos aquí. —Se vio obligado a disparar contra un
seguleh que avanzaba. La mujer apartó el cuadrillo con un golpe de la espada.
¡Malditos sean los dioses! Y encima desde solo seis metros de distancia.
—¿Cuáles son vuestros términos? —exclamó Duiker desde la puerta
chamuscada.
—Vuestras cabezas son mis términos —le respondió a gritos el mago.
Un grito de sorpresa y terror resonó en la parte de atrás y Mezcla dio un
salto. ¿Rapiña? Arrojó la ballesta al suelo y corrió a la puerta que llevaba a la
despensa y la cocina. Duiker ocupó su lugar y lanzó una estocada con una
lanza. Retiró el mango, sorprendido, y examinó el extremo, amputado con
limpieza.
Cuando Mezcla llegó a la puerta, esta se abrió de golpe y reveló un
seguleh. La mujer blandió el arma, que mordió el pecho del hombre. Este
respondió cogiéndola por el brazo y retorciéndoselo. La veterana se dobló,
siseando de dolor y dejando el cuchillo largo sobresaliendo del pecho
blindado con cueros del hombre.
Eje se quedó mirando y luego olisqueó el aire. ¿Vinagre? Unas espadas
lanzaban tajos contra las tablillas de madera que tenía detrás.
—¡Oye, son los tipos encurtidos de abajo!
Rapiña salió a la carrera de detrás de los seguleh que habían estado en
conserva. Desasió la garra de la criatura de la muñeca de Mezcla y el
encurtido continuó sin hacer caso de las veteranas. Eje y Duiker se apartaron
de la parte delantera, donde los seguleh vivos estaban empujando contra la
barrera. Observaron con gesto incrédulo que tres más de las lentas y
deliberadas criaturas salían de la parte de atrás y tomaban posiciones
defensivas con el que Mezcla había apuñalado: dos en la parte delantera y
otros dos en las ventanas. El resto, supuso Eje, estarían cubriendo la parte de
atrás. En la entrada, los dos seguleh atacantes lanzaban estocadas y cortaban
de un modo tan bello que él solo podía mirar, asombrado. Pero sus hermanos
encurtidos (¿no muertos?), si bien más lentos, poseían la ventaja insuperable
de estar ya muertos. Así que las hojas rebanaban carne correosa sin ningún
resultado visible y los atacantes no conseguían hacer ningún progreso.
A medida que el asalto se demoraba, a Eje le dio la sensación de que iban
a hacer literalmente pedazos a sus protectores, así que fue detrás de la barra
para recoger su macuto. Se subió de un salto a una mesa, a plena vista de la
entrada, sacó un objeto envuelto, lo despojó con una sacudida de la capa de
tela aislante y sostuvo por encima de la cabeza el último maldito que le
quedaba.
—¿Veis esto? —gritó.
Los seguleh retrocedieron un paso con un estremecimiento; no cabía duda
de que reconocían lo que tenía en la mano.
—¡No me obliguéis! ¡Entráis aquí, nos vamos todos juntos!
¿Comprendido?
—¡No vamos a dejar las espadas sin más, maldito idiota! —chilló Rapiña
por una ventana.
Unos pasos irregulares se arrastraron fuera y la figura encorvada del
mago, Aman, apareció en la puerta. Apartó a los dos seguleh atacantes y
estudió aquel cuadro vivo petrificado primero con un ojo y luego con el otro,
mucho más bajo; los seguleh preparados, las armas en posición; sus
compañeros encurtidos no muertos; Mezcla y Rapiña aprovechando el
momento de calma para amartillar las ballestas; Duiker sujetando ya una
cargada; y Eje, los brazos levantados.
—No te atreverías a destrozar este templo —dijo Aman.
—¿Templo? —dijo Eje con incredulidad—. Esto es un bar.
—Un bar. ¿Creéis que esto es un bar?
—Es nuestro bar —dijo Rapiña—. Así que podemos reventarlo si
queremos.
—Privilegios de la propiedad —añadió Mezcla mientras escupía a un
lado.
El mago se volvió hacia Duiker.
—¿Y qué hay de ti, historiador? ¿Estás listo para morir?
Duiker lo apuntó con la ballesta.
—Yo ya he muerto.
Uno de los ojos desparejados del mago se crispó, su dueño frunció el
ceño y tuvo que darle la razón.
—Entiendo. Bien argumentado. Por ahora, claro. —Les hizo un gesto a
los seguleh para que se retiraran.
Una vez que empezaron a subir la calle, Eje no pudo contenerse y se
asomó a la puerta.
—¡Eh, seguleh! —gritó—. Qué bien obedecéis, sabéis salir por pies. ¿Y
también sabéis daros la vuelta?
A él le pareció que los cuatro que iban con Aman perdieron el paso a la
vez al oír el comentario y que luego blandieron la espalda. Pero tampoco
podía estar seguro. Se volvió hacia la barra y se encontró con que sus
guardianes seguleh encurtidos regresaban abajo, arrastrando los pies. Todo el
mundo los observó irse y luego todos alzaron la cabeza para mirarlo.
—¿Qué?
—Tú no eres un saboteador de verdad, Ej —dijo Rapiña, y señaló la
mano con la cabeza—. ¿Podrías guardar eso ya?
El veterano vio que seguía acunando el maldito en una mano.
—¿Esto? —Lo tiró al aire y lo volvió a coger ante la aspiración colectiva
de aire de los otros tres—. Ah, no os preocupéis. Es de mentira. Está hueco.
Mezcla estiró las manos como si quisiera estrangularlo.
—¡Bueno, pues deberías avisarnos, maldito sea el Abismo!
—No. No podíais saberlo. ¿No lo veis? Eso arruinaría el efecto. Tienen
que ver el miedo en vuestros ojos para saber que es real, ¿no?
Rapiña lo despachó con un ademán.
—Ahg, que te den.
—Es hora de prepararse para el trabajo que hay por delante —murmuró el
gordito diminuto mientras atravesaba la calleja de barro entre chozas
inclinadas de madera de desecho, fieltro y tela. Se limpió el resplandeciente
rostro afligido con un pañuelo empapado—. Desde luego que sí…, ¡ha
llegado la hora de subirse los pantalones y ser un hombre! ¿O es de bajárselos
y ser un hombre? Nunca tuve eso claro… ¡Oh, vaya, sería mucho mejor que
lo dejara ahí!
Hizo una pausa en un cruce de dos callejas donde un perro lo miró y
gruñó. ¡No había hordas de lavanderas enfadadas y poco razonables armadas
con colada sucia! Excelente. Y el Maiten a la vista donde llegan corrientes
envolventes procedentes de la llanura donde los hados se mueven como lo
hacen…, avanzando, cambiando de sitio las cosas por el camino.
De repente lo rodearon siete perros, los morros metidos entre las patas
delanteras, los labios dejando al descubierto los dientes rotos.
¡Por los antiguos vejestorios! Las lavanderas eran preferibles a eso.
Se sacó un hueso de una manga suelta.
—¡Perritos buenos! —Lanzó. Aunque ni de cerca tan lejos como hubiera
deseado. Se volvió y echó a correr a toda velocidad, o quizá fue una carrerita,
resoplando, en dirección contraria.

Las siguientes dos esquinas lo llevaron a la choza del extremo occidental del
barrio de chabolas donde se detuvo, sin aliento, y se secó la cara.
—Y aquí está jadeando de anticipación —comentó la anciana, sentada en
el umbral, sin sacarse la pipa de la boca.
—Así es. Aquí estoy una vez más. Vuestro siempre esperanzado
pretendiente. Esclavo de vuestros deseos. Postrado en inspiración.
—Puedo oler tu inspiración desde aquí —comentó la mujer con una
mueca—. ¿Trajiste ofrenda?
—¡Pero por supuesto! —De una manga sacó una cuña envuelta en tela
del tamaño de un cuarto de ladrillo.
La anciana alzó las cejas enmarañadas, impresionada, mientras lo cogía.
—Las cosas están progresando a buen ritmo, ¿no es cierto, amor? —
Arrancó un trozo y lo moldeó con un puño sucio para calentarlo y ablandarlo
—. El círculo completo, ¿eh? —Y lo miró con una sonrisita.
Él agachó la cabeza.
—Ah…, sí. Habló demasiado rápido, ese Kruppe. Sí, ¿no es cierto? ¿No
estaba Kruppe en lo cierto? ¡Exacto! Sí, perspicacia divina, la vuestra.
—Volvemos a la anticipación, ¿eh? —murmuró la anciana, y aspiró una
bocanada larga y profunda—. Que sugiere… transpiración.
—Sí. Bueno. Estoy bailando tan rápido como puedo, queridísima.
—Hmm, bailando —ronroneó ella mientras exhalaba un gran chorro de
humo—. Eso es lo que quiero ver. ¿No quieres entrar?
—Será un placer. Perros, lavanderas y qué se yo qué más. Pero antes…
están, ¿sí? ¿Listos?
La mujer se apretó las manos contra el ancho pecho.
—Todo calentito y listo para ti, amor.
El hombre se pasó una mano por los ojos.
—Kruppe se ha quedado sin habla.
—¡Por una vez! Vamos, entra…, relájate y disfruta… ¡por Darujhistan!
—Y la mujer desapareció en el interior.
Kruppe se limpió la frente resbaladiza.
—Oh, bella ciudad, ciudad de sueños, ¡las cosas que hago por ti!

¿Corremos un tupido velo sobre una escena doméstica tan vulgar? La


modestia insistiría. Pero Kruppe encontró a la bruja atravesada sobre las
mantas andrajosas roncando como para parar una tormenta. Bueno. ¿Se
sentirá la vanidad ofendida en lo más hondo? ¿Se escabullirá la Anguila con
el rabo entre las… lo que sea? ¡Nunca! ¡El premio aguarda! Y se arrodilló
sobre la mujer inconsciente y estiró la mano hacia las capas de camisas.
Para sentir unos ojos sobre él. Ojos como cuentas, metidos por el suelo.
Se volvió y encontró a los perros vigilando desde la puerta, impacientes,
las lenguas colgando.
¡Aiya! ¡Kruppe no podía cumplir así! Intentó espantarlos con las manos.
—¡Fuera de aquí! ¿No tenéis decencia?
Unos ojos líquidos rogaron, unos morros empujaron las patas delanteras.
Derrotado, Kruppe sacó otro hueso más del interior de su voluminosa
manga y lo tiró. Los perros giraron en redondo y las zarpas levantaron tierra
al echar a correr.
—Bueno, ¿dónde estábamos, mi amor? —Agitó los dedos por encima de
la mujer y allí, en un pliegue de las camisas se asomó el tejido de una saca
sucia de lino.
¡Ajá! Y ahora había que tirar de ese capullito ruboroso…

Kruppe recorrió los caminos de barro repletos de basura de Maiten, todo iba
bien. Inhaló el aroma de la cloaca abierta, los desechos humeantes, y suspiró.
Se dio unos golpecitos en el pecho, donde descansaba una saquita que todavía
no había perdido el calor de otro rincón mucho más grande y munífico. Todo
era música para sus oídos: los perros que se peleaban, la colada que se
golpeaba con una fuerza alarmante contra las rocas, las cariñosas burlas y el
lanzamiento de rocas de los juguetones golfillos callejeros.
¡Y ahora a la ciudad! La bella Darujhistan. Rodeada y encerrada. ¡Pero
acaso no tienen formas de rodear todos los muros y las puertas aquellos tales
como la resbaladiza y transpirada Anguila!
14

Se dice que hubo un tiempo en el que un gobernante de la lejana Tulipanes ofreció un gran y suntuoso
banquete (Tulipanes era entonces una ciudad próspera, al contrario que ahora), al final del cual propuso
a los invitados que se levantaran y dieran su definición de una vida llena y feliz. A la mejor versión la
recompensaría con una pesada torques de oro. Uno tras otro los invitados se pusieron en pie para
asegurarle al gobernante que la suya era, de hecho, el mejor ejemplo de una vida llena y feliz. Una
viajera seguleh por azar asistía a la celebración, pero no se levantó para participar en la competición.
Molesto, el rey ordenó a la mujer que se pusiera en pie y ofreciera su muy secreta versión de una vida
llena y feliz.
La mujer inclinó la cabeza en gesto de sumisión y se levantó.
—De una vida llena y feliz yo no puedo dar cuentas —respondió—. Pero los seguleh creemos que los
dioses dan a los hombres y a las mujeres pequeños vistazos de felicidad solo para estirar el brazo de
nuevo y quitárselos. Por tanto, nos parece que es solo al final de todo, a la hora de la muerte, cuando se
puede llegar a medir eso.
Y el rey ordenó a la mujer que partiera sin dádivas ni honores, pues le parecía que era una absoluta
necedad no medir las cosas hasta el final. Pero se dice que después toda tranquilidad de espíritu huyó
del gobernante, que se preocupaba sin cesar por cuándo sus muchas ventajas podrían escapársele, y al
final murió atormentado y loco.

Historias de Genabackis
Sulerem de Mengal

Jan había crecido con un viejo dicho que corría entre los seguleh: la certeza
es la columna vertebral del filo. Y lo había aceptado y convertido en parte de
sus propios huesos. ¿Pues acaso no eran ellos la espada de la verdad? ¿El
yunque en la que se ponía a prueba? Pero nada desde la Llamada era como
pensaba que sería. Nada en la gloria reluciente del servicio al primero que se
glosaba en sus canciones e historias lo había preparado para la verdad que se
hallaba allí, en su hogar original, Darujhistan.
Las dudas asaltaban a los otros. Eso era obvio. Por tanto recaía sobre él la
obligación de cargar con el peso de esas dudas. Asumirlas todas y demostrar
que no había necesidad de preocuparse. ¿Pues acaso no era él el segundo?
¿No se volvían todos los ojos hacia él en busca de guía, de confianza? Que la
pureza del corte yaciera en la firmeza del filo. Así será. Que no se diga que el
segundo se aparta de sus responsabilidades.
Solo el primero puede llamar. Y ellos habían respondido. ¿Qué ha de ser
complicado en eso? ¿Y qué encuentran más que la antigua máscara que es un
círculo de oro? Tan legendaria y temible como lo es en sus leyendas de
antaño. ¿Qué pueden hacer más que obedecer?
¿Por qué, entonces, esta necesidad de darle vueltas a todo?
Quizá porque eran guerreros. No guardias. No vigilantes de personas o de
la paz. La transición se había logrado sin dificultad; las autoridades locales,
los miembros de la guardia, se doblegaban de inmediato. Los desafíos eran
mínimos. Solo dos muertes. Uno, un retrasado de la ciudad; el otro,
demasiado obstinado para pasar sin dar respuesta.
Y era entonces, quizá, cuando comenzaba la parte verdaderamente difícil,
a medida que las trivialidades mundanas diarias se inmiscuían en su
propósito.
Como en ese momento, se enfrentaban a él esos dos andrajosos aspirantes
a guardias que sujetaba Palla, la sexta, allí, en la corte. Jan le hizo una seña a
Ira, vigésima, que fue la que preguntó.
—¿Por qué habéis regresado? A los guardias contratados se les ha
mandado marchar, a todos.
Uno se frotó con el nudillo la frente sucia y sudorosa.
—Disculpen ustedes, señores y señoras. A nosotros no nos han dejado
marchar, que sepamos.
Jan ladeó la cabeza e Ira continuó.
—Las órdenes se dieron. Se ha notificado a todos.
El hombre hizo otro saludo militar.
—Será todo como ustedes dicen, seguro, señores y señoras. Yo y aquí
Leff, nosotros, no discutimos na de eso.
—¿Entonces qué es lo que pretendéis? —preguntó Ira.
Jan le hizo a Palla una señal y la seguleh los soltó. Los dos guardias se
acomodaron la armadura.
—Bueno, señora —empezó el portavoz, aunque no de forma necesaria el
de rango más bajo de los dos. Con franqueza, entre esos dos era difícil
distinguir cualquier tipo de gradación—. Es solo que nosotros no somos
guardias del Pabellón de la Majestad corrientes y molientes. No, señor…
—Trabajan para mí —dijo sin aliento una voz débil.
Jan miró a la figura desaliñada de la Boca del legado. El seguleh inclinó
la cabeza en señal de respeto.
—¿Es eso cierto? —preguntó—. ¿Responden ante ti?
Los ojos del hombre se dispararon, acobardados e inyectados en sangre;
sus rasgos se habían hundido en una palidez pastosa y bañada en sudor. Era
obvio que a aquel tipo le parecía que sus obligaciones superaban con mucho
la fuerza de sus nervios. La mirada de Jan se posó en el legado enmascarado,
inmóvil en su trono. No parecía consciente de lo que ocurría. Sin embargo,
siempre demostraba un conocimiento preternatural de todo lo que pasaba a su
alrededor. Y ese hombre era el que articulaba su voluntad. A Jan le extrañaba
una elección tan poco probable. Sin embargo, una vez más, no era quién para
extrañarse.
—Sí —afirmó el hombre, una nueva certeza penetraba en su voz
temblorosa—. Los recuerdo. Los contraté.
Jan asintió con un gesto.
—Muy bien. Será como dices. —Les dio la espalda y los apartó de sus
pensamientos. Examinó la corte en busca de peligros en potencia o amenazas
y encontró solo uno. La hechicera, Envidia, con su vestido verde suelto y el
cabello aceitado y rizado. Cómo ansiaba separarle la cabeza del cuerpo por la
corrupción en la que había sumido a su hermano y dos seguidores. Pero era
una invitada honrada por el legado y, como tal, debía tragar con su presencia.
Oh, desde luego que algunos miembros de la corte ansiaban desafiar al
legado. Sus posturas, la forma de coger aliento y sudar lo gritaban, sobre todo
un concejal mayor, antiguo soldado, que parecía como si pudiera haber sido
una amenaza en potencia, pero una década atrás. Y habían llegado a él
insinuaciones de intentos de asesinato, que habían manejado el legado y sus
magos favoritos.
Todo lo cual está muy bien. ¿Por qué entonces esta inquietud? ¿Esta
incomodidad? Quizá sea la pérdida de Sortilegio. Echo de menos sus verdes
laderas montañosas. La tranquilidad de espíritu se perdió con ella tras el
horizonte. Pronto Gall lo percibirá y habrá un desafío. Entonces habrá un
nuevo segundo y todo esto dejará de ser preocupación mía. Casi lo
agradezco. ¿Es cobardía lo que siento?
El legado se levantó entonces y descendió del trono de piedra pálida.
Hizo un gesto y Jan fue a reunirse con él. Los miembros de la corte,
concejales enmascarados, sus esposas y amantes enmascaradas, aristócratas y
mercaderes acaudalados, todos se apartaron cuando se acercó. Se detuvo ante
el legado e inclinó la cabeza enmascarada en gesto de sumisión.
—Segundo. —La Boca había acudido a su lado—. Nuestros enemigos
aguardan al oeste. Tus seguleh son mi hoja y mi yunque. Aplastadlos y
Darujhistan gobernará todas estas tierras sin hallar rival, como antes.
—Entiendo, legado. A esos invasores malazanos se les eliminará de
nuestras orillas.
El legado hizo un gesto impaciente. Aunque los rasgos de oro batido no
podían cambiar, moldeados para siempre en su sonrisita secreta, la luz
cambiante y la sombra daban vida a sus labios y ojos vacíos y cierta
expresión. En ese momento parecían enfadados.
—Los invasores no son más que una molestia. No significan nada. No.
Hablo de la verdadera amenaza. El verdadero enemigo de esta ciudad…, los
moranthianos. —La Boca dejó escapar un jadeo estrangulado cuando
pronunció esas palabras y se llevó de golpe una mano a la boca como si
estuviera a punto de vomitar.
Jan se atrevió a alzar la cabeza, como si pudiera discernir alguna
intención en el óvalo dorado que tenía ante él.
—¿Los moranthianos, legado? No lo entiendo.
—Siempre se nos adelantaron —comenzó otra vez la Boca, su voz débil y
casi fantasmal—. Solo ellos nos desafiaron cuando todos los demás cayeron.
Ahora acabaremos con ellos.
—Las guerras moranthianas terminaron hace un milenio.
—Con la caída del último de los tiranos y la ruptura del Círculo, sí. —El
óvalo se volvió para dirigirse a Jan de forma más directa—. Ahora
Darujhistan resurge de nuevo, debemos responder a ese crimen contra
nosotros, ¿sí?
¿Y qué podía hacer Jan salvo inclinarse cuando le daba una orden su
primero? Pues la máscara de oro era el progenitor legendario, el padre de
todos ellos. ¿Atacar a los moranthianos? ¿Someterlos? ¿Un pueblo entero?
¿Para lograr eso nos forjaron? ¿Ese es nuestro noble propósito?
Y tú, en tu agrietada máscara de madera, qué poco me dijiste. ¿Era esta
la carga que intentabas ahorrarme? Bien lo entiendo ahora. No me extraña
que ocultemos nuestras caras.
Esa carga es la vergüenza.

El capitán Dreshen encontró al embajador Aragan en los establos,


almohazando los dos caballos que quedaban. Recuperó el aliento y se dispuso
a informar.
—¡Señor! La mayor parte de los seguleh ha abandonado la ciudad.
Aragan se estiró para mirar por encima del lomo del bayo negro, Doan, su
favorito. Apoyó las manos allí, un cepillo en cada una.
—¿Han salido de la ciudad? —Entrecerró los ojos—. ¿Hacia dónde?
Dreshen confirmó con la cabeza lo que ambos sabían.
—Al oeste.
—Por la sonrisa del Embozado. Tenemos que avisarlos.
—Las monturas no llegarán hasta allí.
—No. —Aragan se pasó la manga por la cara—. Un bote. El más rápido
que podamos encontrar. Luego a caballo.
—Sí. Y… ¿podemos contar con refuerzos?
—No. Nada de refuerzos. Ni reclutas. Nada. Se ha destinado todo a otro
teatro de operaciones.
Dreshen no podía creerlo.
—Pero ¿qué hay de los terrenos que ganamos aquí?
Aragan arrojó una manta sobre el lomo de Doan.
—Parece que Unta nos considera desbordados. Y he de decir que
coincido con esa percepción. —Miró a Dreshen de arriba abajo—. Ahora
vaya a buscar el cetro y nuestra armadura, capitán. Por ese orden.
El noble untan se irguió en toda su altura con una gran sonrisa e hizo un
saludo militar.
—Sí, señor. Será un placer.

Los dos jinetes cabalgaron hasta el puerto. Habían atado grandes fardos al
arzón trasero de las sillas. Hicieron bajar a sus monturas hasta los muelles
privados. Allí se pagó un precio escandaloso en unos concejos de plata que
ya casi nunca se veían a cambio de un pasaje inmediato al oeste. Se preparó
una pasarela y llevaron a las monturas a la cubierta de aquel velero bajo de
líneas puras. Los marineros soltaron amarras y cogieron los remos. El navío
fue saliendo con lentitud del puerto y se dirigió a la gran bahía, donde el
viento fresco hinchó las velas. El práctico viró el timón y pusieron rumbo al
oeste siguiendo la costa.

El Gran Túmulo del hijo de la Oscuridad, señor de Engendro de Luna,


Anomander Rake, se alzaba casi a la vista del borde, siempre progresivo, del
barrio de chabolas de Maiten. Allí, un hombre tan grande como un oso se
había sentado en la hierba y contemplaba el fulgor vespertino de la lejana
Darujhistan.
El aire del lago había enfriado su genio y comenzaba a reconocer que su
voto de meter un poco de sentido común en esa criatura que se paseaba por
ahí en el papel de legado era absurdo y poco realista en extremo. ¿Qué debía
hacer? ¿Utilizar el martillo? ¿En la ciudad? ¿Matar a decenas de miles? No.
Y ese legado lo sabía. Así que, ¿qué debía hacer?
Por primera vez en muchos años no le pesaba ninguna responsabilidad
sobre los hombros. No había causa que defender. Se volvió de nuevo hacia el
túmulo. Allí cerca, los peregrinos y devotos que se congregaban en el lugar
estaban levantando una tienda para él. No lo había pedido. Pero sabían que
era la persona que había erigido el túmulo, así que para él también era su
adoración y respeto.
No estaba acostumbrado a eso. Todos los que veneraban a Ascua lo
conocían como su campeón, Caladan Brood, caudillo del norte. Pero la
guerra estaba muy lejos de la vocación que había elegido. Oh, disfrutaba con
los desafíos individuales. La lucha cuerpo a cuerpo y las pruebas de fuerza y
habilidad. Pero ¿la guerra?, ¿masacres organizadas? No. Ese era el campo de
los que sopesaban con frialdad las opciones, como Kallor. O lo contrario, los
que inspiraban a corazones que todo lo abrazaban, como Dujek.
¿Y qué había de él? ¿Tenía él esa cualidad? Suponía que sí, pero de otro
modo. Al igual que Anomander, él inspiraba dando ejemplo.
Así que esperaría. Como siempre, al final haría falta alguien para resolver
las cosas de un modo u otro. Eso era lo que mejor se le daba. Tener la última
palabra. El último en hablar. El golpe definitivo.

Un mero golpecito de la mano de Sall mandó a Yusek despatarrada por la


tierra batida del patio de prácticas.
—Te faltaba equilibrio otra vez.
La chica alzó la vista hacia el patrón caleidoscópico de la máscara de su
maestro, los ojos castaños que la miraban con expresión divertida tras ella, y
apartó con un manotazo la ayuda que le ofrecía.
—Eso me pareció. Estaba inclinándome hacia delante porque estaba
intentando golpearte. De eso se trata, ¿no? —Se levantó de un salto y se
enfrentó a él.
—No sacrifiques la forma por un posible golpe. Cuando te inclinas hacia
delante, acercas la cabeza. No es buena idea.
—Pero ¿y si golpeo?
Un ademán de la expresiva mano del seguleh desechó la idea.
—¿Y si fallas?
Muy bien. Así será. Yusek se puso en guardia, la espada ante ella sujeta
con las dos manos, la punta sostenida con firmeza en ángulo hacia fuera, más
o menos a la altura de su nariz. Al principio se había resistido a la insistencia
del seguleh de que cogiera la espada con las dos manos, ella argumentaba que
las dagas eran más rápidas. Pero Sall se había mostrado implacable. Señaló
que la mayor parte de sus oponentes serían más grandes que ella y que
necesitaría la presión añadida.
Cuando ella había estado de acuerdo, aunque a regañadientes, diciendo
que ayudaría «hacerlos retroceder a base de músculo», el seguleh había
sacudido la cabeza una vez más.
—Nada de músculos.
—¿Qué quieres decir con nada de músculos? Todo el mundo sabe que eso
es lo que se hace en una pelea, aplastar al otro tipo.
—No. No hagas esfuerzos. No te tenses hasta el último momento. Que la
hoja caiga sola. Que su peso haga el trabajo.
A ella todo eso le parecía una locura. Pero había visto a aquel muchacho
atravesar a los espadachines más temibles, más grandes y pesados que ella
había conocido jamás, así que él sabría.
El seguleh volvió a rodearla una vez más y estudió su postura. Se agachó
ante ella y ladeó la cabeza enmascarada.
—Tienes el mismo problema que solía tener yo. Tu postura es demasiado
larga, siempre impaciente por arremeter, ¿verdad?
—Así es como terminas. Se lo llevas a ellos.
Sall sacudió con tristeza la cabeza. Desenrolló una tira de cuero de su
fajín y la anudó alrededor de uno de los tobillos de la chica.
—¿Qué es esto? ¿Me estás atando? —El seguleh hizo una pausa, pero
solo por un instante, después le indicó que acercara el otro pie con un
ademán. Yusek lo desplazó un poco.
—Más todavía.
La chica hizo rechinar los dientes, pero obedeció. El seguleh ató la
cuerda, la tensó y se irguió.
—Muy bien. Esta distancia te permitirá recuperarte más rápido en ambas
direcciones. Quiero que recorras todo el campo con un ángulo alto en cada
paso, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Comienza.
Yusek dio un paso, se balanceó y estuvo a punto de caer cuando el pie
estirado sufrió un tirón. Se volvió para mirar al seguleh, horrorizada. ¿Tan
desequilibrada estaba? Sall la instó a continuar.
Bien. Estupendo. Yusek se concentró en el paso y empezó otra vez. El
paso más corto le parecía incómodo y torpe. Claro que había estado
adoptando la puñetera postura que le había apetecido todo ese tiempo. Nadie
le había enseñado jamás ninguna técnica. Debía de tener todo tipo de malos
hábitos.
El viento era frío, pero ella estaba sudando mientras recorría de un lado a
otro la arena y gravilla del patio de prácticas. En el otro extremo del campo,
los sacerdotes estaban haciendo sus posturas, que Sall le explicó que eran una
especie de movimientos de meditación. Para ella no tenía ningún sentido.
Encontró un ritmo, cortaba de lado a lado al dar el paso, giraba y volvía a
cortar. Le ardían los brazos. Sujetar una barra de hierro apartada del cuerpo
todo el día desarrollaba la resistencia y la fuerza. Así que cuando cogía sus
antiguos puñales de lucha, los más pesados que había podido encontrar, eran
como palos huecos en sus manos. Y le pareció que, con el más ligero giro de
la espada que sujetaba con las dos manos, podía mover la punta del arma
incluso más rápido de lo que podía agitar las dagas.
Palanca, lo llamaba Sall. La espada era una palanca, había dicho. Una
palanca para la aplicación o redirección de la fuerza. Nada más místico que
eso.
Cuando el sol se puso tras los picos costeros del oeste, el aire empezó a
enfriarse a toda prisa. Yusek se dejó caer junto a Sall, agotada, la camisa
húmeda de sudor.
—Tu determinación es digna de elogio.
—Bueno, tengo mucho trabajo atrasado, ¿no? —Le dio un golpecito con
el hombro—. Y no me iría nada mal un masaje en la espalda también…
Pero la atención de Sall se había concentrado en su padre, Lo, que se
había pasado los últimos días sin hacer nada más que observar a los diversos
sacerdotes en sus prácticas y ejercicios. Acababa de ponerse en pie con la
mirada fija. Sall también se levantó.
Lo empezó a abrirse camino entre las filas de sacerdotes arrodillados,
ninguno de los cuales se movió. Sall también se adelantó poco a poco.
No podía elegir peor momento.
—¿Qué ocurre? —preguntó Yusek, un poco preocupada ya. ¡Dioses, no
como en lo de Dernan! Por favor, no. Sall le pidió silencio con una seña.
¡Silencio! Siempre tiene que ser el silencio con estos dos. Esa es su respuesta
para todo. ¿No ven que el silencio no responde a nada?
Lo se detuvo cerca del centro de los sacerdotes reunidos. Se plantó ante
un tipo de cabello canoso y muy corto, los rasgos muy oscuros pero serenos,
los ojos bajos. Sall, notó Yusek, estaba casi temblando de lo tenso que estaba.
Ella también se levantó.
Y entonces la espada de Lo salió de su vaina, la punta se acercó mucho a
la frente del hombre arrodillado. Los sacerdotes circundantes se apartaron sin
apurarse, sin decir una sola palabra. ¡Gran Ascua! ¿Qué era eso? ¿Qué
estaba pasando?
—Sall… —Él volvió a pedirle con una seña que callara y le indicó que se
apartara.
Lo cogió bien la espada y se colocó en guardia y, por primera vez, Yusek
oyó que unas palabras atravesaban su máscara.
—Te desafío.
El hombre arrodillado no dijo nada. No se movió. Ni siquiera alzó los
ojos.
Yusek se quedó sin aliento cuando la hoja de Lo se alzó de repente y el
seguleh dejó escapar un chillido escalofriante al tiempo que blandía el arma
hacia el cuello del hombre. Ella giró la cabeza con una sacudida, no pudo
evitarlo. Cuando abrió los ojos, Lo estaba inmóvil, la hoja apoyada en el
cuello del hombre. El hombre mismo parecía no haberse inmutado, no se
había movido ni un ápice.
Sall y ella se acercaron corriendo entre los sacerdotes inmóviles. El
hombre poco a poco alzó los ojos. Bajo la luz de aquella tarde, cada vez más
oscura, parecían llevar las profundidades del océano en su interior. Articuló
una sola palabra: «No».
Lo dio un paso atrás y envainó su espada. Después se volvió y se alejó.
Sall se quedó un momento con los ojos fijos en el hombre arrodillado y luego
siguió a su padre. Yusek se quedó. Los sacerdotes se limitaron a regresar a
sus obligaciones, barrer el complejo, cortar madera, preparar la cena. Delante
de Yusek, una gota de sangre salió del corte que tenía el hombre en un lado
del cuello.
Conmocionada, la chica se retiró a su choza. ¿Así que era ese? ¿El
asesino del hijo de la Oscuridad? ¿Cómo podía ser? A ella le parecía un
donnadie. Ni una sola bravata, ni un solo alarde. Era lo contrario de todo lo
que había visto en la banda de Orbern, o en la de Dernan. Un simple hombre
que había dejado atrás la mediana edad. Imposible de distinguir en una
multitud. Pero Lo lo había hecho de algún modo. Solo con observar. Era
obvio que había mucho más que lo que ella era capaz de ver.
Llenó un cuenco en las cocinas y luego fue en busca de Sall. Lo encontró
sentado ante su habitación. Se sentó a su lado, arrancó un trozo de su torta de
pan y lo mojó en el guiso.
—¿Y ahora qué? —le preguntó mientras masticaba.
El seguleh parecía haber estado estudiándose las manos vacías que
mantenía en el regazo.
—Nos vamos. A nadie se le puede obligar a aceptar un desafío. Mi padre
ahora podría reclamar el séptimo si así lo decidiera. No creo que lo haga, sin
embargo. Así no.
—¿Vas a hablar con él?
—¿Con quién?
—¿Quién? Con él, por supuesto. Para preguntarle por qué está aquí. Qué
está haciendo. Quizá os enteréis de algo.
Sall hizo un gesto de impotencia.
—No es necesario. Ha dejado clara su posición.
Yusek estudió a Sall durante un rato, como si intentara ver más allá de la
máscara. Luego emitió un gruñido de indignación.
—Dioses…, cómo lo conseguís para mí es un misterio. ¿Cómo coño
lográis nada? ¿No sientes ni un poco de curiosidad?
El seguleh hizo una señal cortante con la mano.
—Si quisiera hablar, lo haría.
—¿Sí? ¿Se pondría a parlotear como vosotros, cotillas? —Se levantó—.
Bueno, pues yo voy a hablar con él. Aunque tú no quieras.
—Yusek…
La chica se giró y lo miró desde su altura.
—¿Sí?
—Gracias.
Otro gruñido y se fue. No me puedo creer esta mierda, joder. ¿Y luego los
arropo, encima? Quizá aquello no fuera tan diferente de las fanfarronadas y
los golpes en el pecho que había visto con Orbern. Una pose. Quizá todo
aquello no era más que una pose que se había llevado tan lejos que ya nadie
podía echarse atrás…, ni aunque quisieran.
Se lo preguntaba. Se lo preguntaba de verdad.
El tipo seguía arrodillado en el mismo lugar. Mirando hacia el oeste,
hacia el malva cada vez más oscuro y el profundo rojo sangre del atardecer
que iba cayendo. Arriba, ocultando las estrellas que quizá habrían sido
visibles, se arqueaba la curva jade de la Cimitarra.
Yusek se sentó a su lado, mojó el pan en el guiso y arrancó un trozo con
los dientes.
—Así que… —Masticó y tragó—. Un sitio como cualquier otro para
esconderse, supongo.
La mirada del hombre se deslizó hacia ella y dejó escapar un largo
suspiro. Como si yo fuera el guijarro en el zapato, pensó.
—¿Te mandan ellos?
—No, no me mandan ellos, joder. Tú eres el hombre de mundo, ¿no?
Deberías saber que no harían algo así.
Las comisuras de la boca masculina se alzaron un poco y el tipo dejó
escapar algo que podría ser una risita triste. Su mirada regresó al oeste.
—Sermoneado por una niña. Me está bien empleado. Bueno, sí. No fue
justo por mi parte. Ellos no harían algo así. Es solo que estoy cansado.
Cansado de todo.
—¿Cansado de qué?
El hombre levantó la cabeza y señaló al oeste, el atardecer y la Cimitarra.
—En estos mismos momentos se están tomando decisiones. Decisiones
importantes que nos afectarán a todos. Me niego a formar parte de ello. Estoy
cansado de que me utilicen. —Se le apagó la voz y a Yusek le pareció que ya
no estaba hablando con ella. Quizá nunca había estado hablando con ella—.
Hice lo que me pareció lo mejor. Malditos sean todos, ya ni siquiera sé qué es
lo mejor. Ni siquiera sé si lo hay. Todo lo que hago se utiliza.
—Si todo lo que haces se utiliza de un modo u otro, ¿para qué
preocuparse por ello? No hay nada que puedas hacer. No puedes controlarlo,
¿no? —La mirada del hombre regresó poco a poco con ella—. Quiero decir,
¿a quién le importan esos? Pueden irse todos al Abismo de un puñetero salto,
¿no? Tú solo puedes hacer lo que te parece lo mejor, ¿no?
Se arqueó una ceja oscura.
—Esa es una forma de ver las cosas. Quizá deberías dormir un poco.
Mañana tienes un día muy largo por delante.
¿Y ahora quién está arropando a quién?
—Claro. —Se levantó—. Les oí decir que mataste al señor de Engendro
de Luna. Pero yo no creo que sea verdad. A ver, es un ascendiente, ¿no?
Inmortal. A alguien así no se le puede matar sin más. —Yusek se encogió de
hombros—. Bueno, eso es lo que yo creo.

La mirada del hombre la siguió mientras cruzaba el campo central iluminado


por la luna y permaneció clavada un tiempo en el lugar por el que desapareció
entre las chozas de piedra. Después sus ojos regresaron con lentitud al oeste,
al cielo nocturno, a la Cimitarra que lo envolvía. Lo sentía allí, en el oeste.
Tirando de él. Estaba ocurriendo otra vez. Otra reunión.
Sintió la llamada porque él mismo estaba cerca. Cerca, si no había llegado
ya. Pero luchando. Negándose. Como le había dicho a la chica: era una
decisión que lo esperaba. Daba la impresión de que no importaba hacia dónde
se volviera, allí estaba, inevitable.
Ojalá supiera qué sería lo mejor. Pero quizá no era cuestión de decidir.
Quizá siempre había sido una simple cuestión de hacer. Quizá esa era la
mejor forma de mirarlo.
No podía estar seguro y la duda era un tormento. Porque sus decisiones
hasta el momento no le parecían gran cosa.

Por la mañana, Yusek salió de su cabaña muerta de frío y envuelta en su


manta y vio al hombre todavía allí, todavía arrodillado, los rayos rosados y
ambarinos del sol le pintaban la espalda.
Venga ya, eso no es humano.
Arrastró los pies hasta las cocinas en busca de té caliente y una rebanada
de pan fresco. Tuvo que abrirse camino a codazos para llegar al frente y
poder hacerse solo con eso. Esos chicos y esas chicas quizá fueran sacerdotes
y demás, reflexionó Yusek, pero no tenían nada de tímidos cuando llegaba la
hora de comer.
En su choza recogió los pocos enseres que poseía y los metió en un petate
que ató y se echó a la espalda. Su nueva espada se la ató con un cinturón a la
cadera izquierda. En los terrenos encontró a Sall y Lo listos para salir. El tipo
al que Lo había desafiado también estaba allí.
Sall la saludó.
—Nos vamos.
Yusek no pudo evitar mirar al cielo.
—Ya. Lo supuse.
—¿Adónde te dirigirás? —le preguntó él.
Ella se encogió de hombros, indiferente.
—No sé. Mengal, supongo. Gracias por las lecciones.
El joven hizo una seña que ella reconoció como la que desechaba el tema.
—No fue nada. Fuiste una estudiante concienzuda. Eso es todo lo que
puede pedir un maestro.
Yusek sabía que Sall tenía su edad, pero a veces hablaba con mucha
rigidez, como si fuera un viejo de treinta años o algo así.
El tipo al que Lo había desafiado se adelantó. Sall inclinó la cabeza para
saludarlo y, por increíble que fuera, lo mismo hizo Lo.
Así que… Lo acaba de indicar que considera que este hombre ostenta un
rango más alto. Aunque el hombre se negó a aceptar su desafío. No quiere
conseguir el rango de ese modo. Tal y como dijo Sall. ¡Oye, estoy empezando
a entender a estos chiflados!
Pero las inclinaciones abreviadas solo parecieron hacer que el rostro ya
afligido del hombre se tensara todavía más.
—Siento que hayáis venido hasta aquí para nada —rezongó, la voz ronca
—. Pero cuando lleguéis a Sortilegio, dadle recuerdos al segundo de mi parte.
He oído hablar bien de él.
Sall volvió el rostro enmascarado hacia Lo. Algo pasó entre los dos. Sall
se dirigió de nuevo hacia el hombre.
—Asesino de Espadanegra, no regresamos a Sortilegio.
Algo semejante al pánico pareció apoderarse de la cara del hombre.
—¿No volvéis? —Las líneas que le enmarcaban los ojos y la boca se
tensaron con una sospecha colérica—. Decidme adónde os dirigís.
—Viajamos a Darujhistan para unirnos a nuestros hermanos y hermanas.
El primero ha llamado y hemos respondido.
Yusek se los quedó mirando. ¿Darujhistan? ¡Iban a Darujhistan!
El hombre estaba sacudiendo la cabeza, horrorizado.
—Por todos los dioses intrigantes… No debéis ir allí. ¿Es que no lo veis?
—Ver… ¿qué?
—No os convirtáis en un arma —dijo, la voz pastosa de emoción—.
Hacedme caso. A las armas las utilizan.
Sall ladeó la cabeza una fracción. Los ojos tras la máscara parecían
inquietos.
—Es nuestra obligación —respondió—. El propósito que nos define. Que
nos hace seguleh.
El hombre parpadeó como si intentara contener las lágrimas. Cada
palabra que pronunciaba Sall parecía golpearlo como un bofetón.
—Dioses, habéis ido retrocediendo solos casi hasta el Abismo…
Lo cambió un poco de posición, un movimiento que Yusek jamás habría
captado antes, pero que había comenzado a comprender como un gesto de
impaciencia.
—Gracias por tus palabras, asesino de Espadanegra —dijo Sall—. Pero
debemos irnos.
—Voy con vosotros —dijo el hombre.
Incluso enmascarado, la conmoción de Sall fue obvia. Miró a Lo, que
respondió con un gesto que Yusek lo había visto usar con frecuencia para
indicarla a ella: la señal de «es su vida».
—Si lo deseas —dijo Sall—. Eres libre de viajar donde desees.
—Bien. —El hombre señaló las chozas—. Dejadme solo guardar unas
cuantas cosas.
Después de que el hombre se fuera, Yusek se enfrentó a Sall.
—¡No me dijiste que ibais a Darujhistan! —Y no se lo pudo creer cuando
el pequeño movimiento de los hombros del seguleh dijo «¿y qué relevancia
tiene eso?».

—¿Cómo es que no les estamos disparando? —dijo Bendan con la barbilla


apoyada en los brazos y estos sobre la empalizada de troncos afilados.
Observaba las filas envolventes de caballería rhivi acampadas tan cerca del
fuerte de la colina que estaba segurísimo de que si lanzaba una piedra, le iba a
dar a alguno.
—Andamos escasos de cuadrillos de ballesta y de lo demás también, ¿no?
—dijo Hektar con una extraña alegría—. Y lo saben.
—¿Y cómo sabe que lo saben? —lo acusó Bendan.
—Pues porque acamparon ahí cerca, por eso.
Bendan volvió a mirar con furia a los nativos, hombres y mujeres.
—Bueno, da igual. Total, para lo que tienen que hacer. A ver, estamos
atrapados, ¿no? No hay pa dónde ir. Rodeados. Menudo plan de los cojones
el de estos puños, ¿eh?
El sargento se pasó una mano por la calva oscura como la noche.
—Tú eres de ciudad, ¿verdad?
—Ajá. Eso es. Darujhistan. —No se molestó en aclarar que en realidad
era de un montón de basura que estaba al lado—. ¿Por qué?
—Pues porque sabrías que si nosotros no tenemos pa dónde ir, estos tipos
tampoco. Y mejor pa nosotros, ¿no? Solo tenemos que esperar a que se
cansen. Tienen rebaños que cuidar, familias, territorio que patrullar. Y solo
van a la guerra unos cuantos meses al año. Yo diría que la temporada pa eso
ya terminó, ¿no?
Bendan parpadeó, la boca abierta.
—Sí. Eso es…, joder, sí.
Hueso se reunió con ellos en la pasarela detrás de la empalizada. Por lo
menos el tipo era de la misma altura que Hueso. Iba embadurnado de la
cabeza a los pies con una arcilla gris verdosa que se estaba secando y
agrietando delante de sus propios ojos. El viejo saboteador le guiñó un ojo a
Hektar y esbozó una sonrisa. Hasta los dientes los tenía pegajosos por la
arcilla.
—¿Qué, chicos, ya habéis acabado de jugar en el barro? —preguntó el
sargento.
—Sí. Ya está.
—Ya era hora. Venga, ve a lavarte.
La enfangada figura se irguió para hacer un saludo militar formal y luego
esbozó una gran sonrisa, lo que provocó grietas en las mejillas incrustadas de
arcilla.
Bendan lo observó irse.
—¿Por qué tuvo que ensuciarse tanto?
—Todo ese barro te quita el frío por la noche. ¿Es que no lo sabías,
muchacho? —Hektar se alejó sin prisas.
Bendan miró la espalda que se alejaba.
—¡Sí…, sí que lo sabía! —exclamó—. Sé muchas cosas.

Los oficiales de noche hicieron la ronda de los sargentos para susurrarle a


cada uno que despertara a su pelotón. Fuera de los altos muros de la
empalizada, la noche brillaba con las llamas de las hogueras que rodeaban el
fuerte. El pelotón de Bendan fue uno de los que mandaron a la base de la
empalizada, donde esperaron, tensos. Otros abarrotaban la pasarela,
encorvados detrás de los troncos afilados, los escudos listos.
Un tipo hizo una señal desde la cima de la pasarela.
—Aquí viene —murmuró Hektar. Alzó los ojos y miró las filas de
pelotones que atestaban el campamento—. Escudos listos.
Bendan se quedó mirando al enorme dalhonesio con la boca abierta.
—¿Qué? ¿Qué viene? ¿Escudos listos? ¿Por qué?
Y entonces un gran rugido sacudió el suelo detrás del muro de la
empalizada. Carreras, tamborileos y siseos que sonaban como una bestia
hambrienta abalanzándose a por ellos. El cielo nocturno floreció con una luz
brillante como el día, un anillo de flechas de fuego que se arqueó por encima
del fuerte, denso como una lluvia de granizo.
—¡Madre de todos los dioses! —fue lo único que tuvo tiempo de decir
Bendan antes de que algo le estrellara el escudo contra la cabeza y lo hiciera
tambalearse.
—No mires arriba, maldito idiota —le soltó de repente Pequeña.
Algo lo golpeó en el pecho y le bañó la pechera en agua helada.
—¡Cógelo, rápido! —le gritó alguien—. ¡Vamos!
Aturdido, cogió un barrilito de madera y lo pasó al siguiente. Luego llegó
un cubo de cuero lleno de fugas que ya estaba casi vacío. Con una sola mano,
Bendan lo pasó a la fila de pelotones que había en la pasarela, donde lo
vaciaron sobre las maderas y lo volvieron a tirar hacia ellos. Los soldados
trabajaban en parejas, uno vaciaba y el otro sujetaba el escudo por encima de
los dos.
Durante lo que pareció la mitad de la noche, Bendan fue pasando una
extraña colección de barriles, grandes y pequeños, carteras de cuero, jarras de
barro, incluso botas de cuero. La mayor parte apenas contenía agua para
cuando llegaba a él, pero continuaban su camino para contribuir a mantener
el muro de la empalizada. Entretanto vislumbraba tras él, de vez en cuando,
tiendas en llamas y los pequeños infiernos donde habían dejado los carros y
las carretas que les quedaban para que se quemaran allí. A los pocos caballos
que habían conservado los mataron esa noche, sobre todo por piedad, ya que
los fuegos que los circundaban los estaban volviendo locos de terror.
Al pelotón de Bendan lo relevaron antes del amanecer. Se refugiaron bajo
los escudos, agachados en la base de la empalizada. Las andanadas ya no eran
en absoluto tan densas como antes, pero se mantenía una lluvia constante de
fuego hostil. Por increíble que fuera, Hektar todavía lucía esa estúpida sonrisa
brillante. Bendan estaba empapado y muerto de frío, le dolían los brazos y la
espalda como si le hubieran dado una paliza y no había pegado ojo en toda la
noche. Le apetecía arrancarle la sonrisa de un bofetón de la maldita cara.
—¿Y de qué se sonríe? —gruñó.
—Ahí se quedan otra vez, ¿eh? —El hombre se echó a reír—. Creyeron
que habían dado con la respuesta, pero la vieja Steppen estaba un estepaso
por delante. ¡Ja! ¿Lo pillas? Un estepaso.
—Ya. Ja, ja, muy gracioso. ¿Y ahora qué?
El sargento alzó los grandes hombros redondos.
—Lo que sea. Nosotros seguimos aquí dentro y ellos siguen ahí fuera. Es
lo único que cuenta. —Se incorporó un poco más y chilló—: Otro día de
servicio y otra de las monedas del emperador pal bolsillo, ¿no es así,
muchachos? —Carcajadas por todos los muros cercanos respondieron a la
broma—. Ahora duerme un poco.
¿Dormir? ¿Cómo podía dormir ese hombre sabiendo que en cualquier
instante miles de esos nativos rhivi podían atravesar en tromba ese patético
muro? ¿Y se reían? ¿Cómo podía pensar nadie que aquello tenía gracia? Con
todo, esa risa… había sido una de esas carcajadas lúgubres que si la hubiera
oído en un bar, hubiera echado mano de su cuchillo a la de ya.

A mitad del pedregal de ascenso por la ladera de una montaña, un jinete


solitario detuvo su montura para bajarse de la silla. Las botas crujieron sobre
las rocas desnudas del talud mientras Torvald Nom echaba un vistazo al lado
del valle cada vez más escarpado y luego apoyaba la frente en el flanco del
caballo. Mierda. No parecía tan cortado a pico desde las estribaciones.
Maldijo a los hados, cogió la mochila, desató la brida, desabrochó la cincha y
dejó caer la silla al suelo. Se echó lo que le quedaba del pienso en la mano y
se lo dio al caballo para que se lo terminara, luego le dio una palmada y lo
alejó con un ademán. Lo observó regresar por la ladera y bajar al fondo del
valle, después se echó la mochila al hombro y empezó a subir por las rocas
sueltas.
La vista desde el risco reveló otro valle más, Tor bajó la cabeza un
momento. Yo y mis estúpidas ideas. Aun así… Observó el final del valle,
donde el talud daba paso a roca desnuda que volvía a subir hasta un risco más
alto y más allá, mucho más allá, un pico cubierto de nieve. ¿Los
moranthianos ocupan estos valles altos de montaña? ¿Qué comen? ¿Nieve y
bruma? Dioses, me voy a morir de hambre antes de llegar hasta ellos.
Empezó a bajar la ladera, de lado, una mano aferrándose a las rocas y a los
matorrales bajos castigados por el viento.
Con el ocaso, alcanzó el pequeño riachuelo de nieve fundida que bajaba
por el centro del valle. Era un estrépito que resonaba entre las rocas y estaba
tan frío que le entumeció la mano cuando se puso a beber. Se quitó la
mochila y empezó a buscar algo que quemar. La noche llegaba con rapidez en
los valles superiores y se sorprendió cuando la luz del sol desapareció tan
pronto por el oeste. Lo único que tenía para quemar era musgo seco y unos
puñados de harina cocida. Sacó las yescas y se puso a trabajar.
El fuego al que consiguió dar vida no hizo mucho por descongelarle los
huesos. Se acurrucó sobre aquel borrón humeante y pensó en su casa. Tis con
las ollas, y no necesariamente para tirárselas a él. Cenas calientes salidas de
sus manos. No había sabido apreciarlas como debería. Había mucho que decir
a su favor. Incluso más que de los cálidos abrazos de después. Y no era que él
pudiera recordarlos; con todo, debió de haberlos, desde luego. Una vez. Para
consumar la unión y todo eso. Amigos guiñando un ojo y un montón de licor.
Recordaba que le había aterrado pensar que aparecería Rallick para clavarle
un cuchillo por la espalda; lo que tampoco había ayudado mucho en su
actuación de esa noche.
Estaba temblando y decidió que ya estaba harto de trepar. Podía darse la
gran caminata de un extremo de esa cordillera al otro y no dar con ellos. Si
estaban allí, era cosa suya ir a él. Eso lo resolvería al día siguiente. Tras haber
tomado una decisión, Tor se envolvió en la manta y se echó a dormir.

Con el frío de la mañana se despertó temblando, se estiró y vació la vejiga,


luego se despejó con una buena salpicadura del agua gélida del riachuelo. Se
preparó para emprender la marcha, pero dejó fuera de la mochila un objeto:
una de las esferas de los moranthianos azules que le habían dado hace mucho,
cuando, de joven, había salvado una vida. Y sin expectativa de ningún pago,
por cierto. Pero se lo habían ofrecido como regalo y habría sido una torpeza
rechazar esa muestra de gratitud, ¿no? Al menos eso era lo que había pensado
en su momento.
Levantó el ovoide de color azul zafiro y miró el arroyo. Era jugársela, y
quizá hasta un desperdicio criminal. Pero ¿de qué otro modo podía llamar la
atención con rapidez? Si tenían ojos que estuvieran vigilando esos valles
altos, cosa que asumió que tenían.
Muy bien. Se acabaron las vacilaciones. Ha salido el sol, hay buena
visibilidad. Puede que esté tirando una fortuna, mis ahorros, por así decirlo.
Pero allá va.
Lo lanzó. La esfera cayó con un chapoteo en la corriente, que apenas era
lo bastante profunda para cubrirla, y se agrietó contra las rocas. Tor no sabía
qué esperar, pero desde luego no el crujido explosivo que resonó una y otra
vez por todo el valle.
Al mismo tiempo, y hasta donde él alcanzaba a ver, cesó de repente todo
movimiento en el agua. Al igual que el sonido. Se inclinó más y vio que el
arroyo estaba congelado, un cubo de hielo allí donde se había arremolinado,
salpicado y enroscado. Un monstruoso carámbano que recorría el valle entero
y continuaba hasta quién sabía dónde.
Bueno, qué… impresión. Si eso no captaba su atención, no sabía qué
hacer ya.
Se sentó, se recostó sobre la mochila y esperó. Al rato llegó una corriente
de agua que fue deslizándose desde las alturas y cubrió y rodeó el lecho del
riachuelo y el flujo de hielo que lo asfixiaba. Tor imaginó que con el tiempo
esa manifestación antinatural se fundiría.
Hacia el mediodía, cuando el sol había bañado el costado del valle
contrario, un zumbido extraño entró en el valle. Tor se levantó. Sabía que ya
había oído ese ruido antes, pero aunque lo mataran no terminaba de ubicarlo.
Miró a su alrededor, cada vez más inquieto. Era un zumbido o un tamborileo
rítmico, como el galope lejano de un caballo, solo que muchísimo más
rápido.
Algo rugió sobre su cabeza y levantó grandes nubes de polvo, así que él
se tiró al suelo. El sonido regresó dando vueltas y Tor se levantó con cierta
vacilación y vio a una de las monstruosas monturas moranthianas, un quorl,
posándose no muy lejos. Las cuatro alas aleteaban en un arcoíris desdibujado
que rielaba. Los ojos bulbosos de varias facetas que lo miraban parecían
desprovistos de toda emoción; pero quizá no lo estaban, puesto que él había
oído que esas bestias, al igual que sus diminutos primos, las libélulas, eran
carnívoras.
Un moranthiano desmontó de la silla doble, con un intrincado tallado en
cuero y madera, que abrazaba el tórax de la bestia. A Tor le asombró ver que
era un moranthiano plateado. Se preguntó si debía inclinarse. Los plateados y
los dorados eran la aristocracia de los moranthianos. Pocos los veían jamás.
Pero en aquel momento él era un emisario acreditado, ¿no era así?
Aunque fuera en secreto. Así que Tor se limitó a inclinar la cabeza a modo de
saludo. Cuando se acercó le resultó bastante difícil mirar de frente al
plateado. La armadura quitinosa reflejaba la luz como un espejo perfecto. El
efecto era deslumbrante. Además, unos remolinos grabados cubrían cada
placa, lo que aumentaba la confusión del fulgor.
—Es daru —dijo el plateado en un daru con mucho acento—. ¿Qué está
haciendo aquí, en nuestras marcas fronterizas?
—Vengo como emisario del legado de Darujhistan.
Eso hizo pensar al plateado. La armadura crujió cuando lo miró de arriba
abajo.
—¿De veras? Viene como emisario de ese tal… legado. Solo. Llevando
sustancias alquímicas azules robadas.
El estómago de Tor pareció soltarse.
—¿Robadas? ¿Acusaciones? ¿Eso es lo que llaman modales entre los
moranthianos? Esos objetos me los regalaron. —A menos que fuera el azul el
que los robara…
—¿Regalos? ¿De quién? Dé el nombre de quien se los regaló.
Tor se obligó a hacer un gesto despreocupado, aunque tenía la sensación
de que unos trozos de hielo del arroyo se estaban deslizando por su espalda.
—No ante usted. Estoy aquí para negociar en nombre del legado.
El plateado ladeó la cabeza cubierta por el yelmo.
—¿Negociar? —Se le escapó una risita y por el timbre agudo Tor
comprendió que estaba mirando a una moranthiana.
Y esa risita lo incomodó muchísimo más. Pero él había viajado con
presencias mucho más intimidantes que esa plateada, así que levantó la
barbilla.
—Sí. Negociar. ¿Qué pasa?
La plateada respondió con un ademán ella también mientras continuaba
riendo sin ruido.
—Muy bien. Acompáñeme y veremos qué sale de esas supuestas
negociaciones.
La moranthiana regresó al quorl. Tor se echó la mochila a la espalda y la
siguió. Rodeó con cuidado las grandes alas translúcidas que rielaban al sol
del mediodía y llegó junto al largo tórax. La plateada ya había montado. Le
hizo un gesto para señalar el asiento posterior de la silla.
—Utilice las vainas largas de aquí para los pies —le gritó por encima del
estrépito del zumbido de las alas, que comenzaban a moverse—. Métalos
hasta el fondo. Envuélvase los antebrazos con estas correas. Apriételas bien.
Luego sujétese a estas asas hundidas que hay a ambos lados.
Tor asintió. Bien. Meterlos bien. Deslizó la bota en la vaina de cuero. Le
cubrió la pierna hasta la rodilla. Pasó el otro pie por encima del lomo de la
bestia y lo metió por la otra vaina. Como estribos, pero con botas anchas
acopladas. Se sentó y examinó el batiburrillo de correas que tenía delante.
¿Con cuáles me envuelvo?
Había abierto la boca para preguntar cuando la plateada dio un golpe a las
pihuelas y el quorl se lanzó por los aires de un salto.
Tor se encontró contemplando con la boca abierta el valle que iba
quedando abajo, los brazos colgando y agitándose. Un puño duro embutido
en un guantelete lo cogió por la tela del cuello del manto y lo aupó. La
plateada gritó algo que se perdió entre el rugido de las alas y las ráfagas de
aire. Tor se aferró a toda prisa a las asas hundidas en el cuero de la silla.
Bueno, fuera lo que fuera, debía de ser bastante insultante.
Se quedó congelado de inmediato, castigado por aquel viento constante, y
se encorvó tras el refugio que representaba la espalda de la plateada. El viento
también le hacía daño en los ojos, así que fue con ellos prácticamente
cerrados, pero aun así vio, aunque como un borracho, una cordillera
montañosa que se deslizaba bajo los arqueos y giros del quorl. Dioses…, voy
a vomitarle a esta plateada por toda la espalda. Qué vergüenza.
En el último momento, Tor se dio cuenta de que solo tenía que volver la
cabeza y el azote del viento haría el resto. De todos modos ya tenía el
estómago casi vacío, así que la bilis que le subió por la garganta en una
náusea ácida apenas supuso nada. Cuando giraron sobre el siguiente valle,
Tor percibió, más que oír, la carcajada continua de la plateada.
Allí a Tor le sorprendió descubrir verdes campos cuadrados y el reflejo
vacilante de canales de irrigación. La plateada guio al quorl por encima de un
asentamiento vallado que abrazaba la roca desnuda del final del valle. Bajo
Tor, moranthianos de todos los tonos se dedicaban a sus tareas. Se quedó
maravillado. Jamás había oído hablar de algo así. Ningún viajero que él
conociera había traspasado jamás las fronteras moranthianas.
El quorl empezó a dibujar círculos en una espiral cada vez más estrecha
que los llevó a posarse en el tejado ancho y plano de una torre. La plateada
desmontó. Tor se debatió para liberarse las piernas, se sentía rígido y tenía el
estómago revuelto con lo que parecía una sensación curiosa, análoga a la del
mareo en un barco. Después de mucho tirar, consiguió liberarse y apartarse
con un tambaleo del quorl. Un destacamento de moranthianos negros había
trepado al tejado. Tor se colgó la mochila del hombro y los miró. La plateada
les hizo un gesto a los guardias negros y les habló en moranthiano. Los
negros lo rodearon. Uno le indicó que dejara caer la mochila. Tor miró a la
plateada.
—¿Qué es esto?
Ella ya iba de camino de la trampilla del tejado y las escaleras que
bajaban.
—Se le va a encerrar por espía y ladrón —dijo por encima del hombro.
—¿Qué?
El negro gesticuló otra vez, insistente.
Tor apartó al guardia negro con un ademán.
—¡Que sepan que soy un emisario! —exclamó mientras la plateada
desaparecía por las escaleras.
El negro fue a coger la mochila de Tor. Tor negó con el dedo.
—Estoy bajo la protección del legado. —El guardia le hizo un gesto al
compañero que tenía Tor a la izquierda y este, sin querer, miró.
Algo se estrelló contra su cabeza por la derecha y sus piernas perdieron
las fuerzas. Se derrumbó sobre las losas del tejado y su último pensamiento
fue una recriminación para sí mismo. No me jodas, el truco más viejo del
mundo.

Cuando Aman la llevó hasta su antigua tienda, Taya estuvo a punto de


abandonarlo en la puerta.
—¿Qué estamos haciendo aquí? Dame un minuto y te entrego las cabezas
de todos esos soldados.
El mago estaba enredando con los muchos cerrojos de la puerta.
—No, no, querida. Nunca se ha de subestimar a K’rul. Cabe la
posibilidad de que se haga contigo. —Le lanzó una mirada—. Entonces todos
correríamos peligro.
La joven aceptó la advertencia con un gruñido de impaciencia colérica.
—De acuerdo. Entonces qué vamos a…, ¡por los dioses, fuérzala!
Aman alzó los ojos, horrorizado.
—¡Desde luego que no! —Abrió el último cerrojo—. Eso sería incitar a
los ladrones.
Una vez dentro, los destrozos no habían cambiado. Los pasos de ambos
aplastaban la basura esparcida.
—¿Y ahora qué? —suspiró Taya.
—Es obvio que K’rul y sus partidarios han hecho planes. ¿Qué podría
repeler a unos seguleh? ¡Pues unos seguleh no muertos, por supuesto! —Se
acarició la barbilla irregular—. Una solución poética, si se piensa bien.
Taya abanicó el aire polvoriento, viciado.
—Sí, sí. ¿Quieres llegar a algún sitio o se te ha agrietado del todo la
cabeza con tanta presión?
El mago levantó un dedo nudoso y deformado.
—Ah, pero es que yo también he hecho planes. —Cruzó el espacio que lo
separaba de la enorme estatua que brillaba con luz trémula en las sombras,
dominando la habitación como un gigantesco pilar achaparrado. Alzó los ojos
y la contempló con admiración, quizá como se admiraría a un hijo muy alto
—. ¿Qué puede derribar todos los obstáculos que se le ponen por delante, sin
descansar nunca, sin renunciar jamás? Un autómata, ¿no?
Taya miró el objeto con gesto dubitativo.
—Creí que habías dicho que no eran autómatas.
La irritación crispó la mitad de la cara desigual de Aman.
—Por lo general, no. Sin embargo, he estado haciendo ciertas…, eh…,
innovaciones. —Dio unos golpecitos en el pecho de la estatua, donde
destellaba el mosaico de piedras preciosas incrustadas—. Este es mi proyecto
favorito. Y ha llegado el momento de ponerlo en marcha. —Fue cojeando
hasta la parte posterior de la tienda.
Taya oyó golpes de cazuelas y luego el ritmo machacón del mortero y su
mano. La bailarina resopló y miró al cielo cubierto de telarañas. ¡Por los
vejestorios antiguos! ¡No me puedo creer que esté perdiendo el tiempo aquí!
—No comprendo por qué padre tolera ese feudo que tienes con ellos —
exclamó Taya.
—¿Hmm?
—¡No les hagas caso! —gritó la joven—. Déjalos que se encierren en ese
montón de piedras.
—Las sendas son una amenaza constante para nosotros, querida. Eso
tiene que ser obvio, supongo, incluso para ti.
Taya frunció el ceño, no le gustó cómo había sonado eso. El mago salió
con unos cuencos poco profundos de cerámica que contenían unos polvos y
que puso en fila en el mostrador. La bailarina lo observó mientras volcaba
una jarra alta de barro sobre la estatua, estirándose para alcanzar los hombros.
Una especie de sustancia densa y lechosa fue chorreando por los brazos y el
pecho de la estatua. Taya estuvo a punto de preguntar qué era, pero se lo
pensó mejor en el último momento. Decidió que prefería no saberlo.
—¿Cuánto tiempo va a llevar esto?
—¿Tiempo? —murmuró él, distraído, mientras frotaba el líquido
pegajoso por el torso y los brazos de la estatua—. Oh, bastante tiempo.
Bastante tiempo.
—Bueno… Yo me voy.
El mago se volvió y la miró con un parpadeo.
—¿En serio? Pensé que te interesaría.
—Bueno, pues no.
Aman cogió uno de los cuencos de cerámica y metió un dedo en el polvo,
luego suspiró.
—Que no se diga que no lo intenté… Me disculpo, entonces, por intentar
mejorar tu educación. No es necesario que te quedes.
—Gracias. Estaré en la corte.
—Cómo no —murmuró él cuando ella abrió la puerta de un tirón.
Barathol había estado echándose la siesta al calor de la tarde cuando despertó
y se encontró a Scillara de pie junto a él.
—Ese tipo gordo seboso está aquí para verte.
—¿Tipo gordo?
—Ese andrajoso que calienta una silla en la taberna del Fénix. Como yo
digo, cuéntate los dedos cuando hayas terminado de hablar con él.
Barathol se levantó y se estiró. Las articulaciones crujieron. Rodeó la
cintura femenina con un brazo.
—Una madre que da el pecho es la visión más sensual que puede tener un
padre.
Scillara puso los ojos en blanco.
—Eso dices siempre.
—Es verdad.
—Claro que sí. —Lo empujó hacia la puerta de atrás de la casa adosada
—. Intenta conseguir algo más de trabajo. Aquí no vivimos del aire.
Barathol encontró al hombre sentado ante la pequeña mesa que tenían, la
silla muy apartada para dejar espacio para su redondo estómago.
—Como si estuvieras en tu casa —dijo Barathol.
—¡Bueno, muchas gracias! Lo haré y lo hice. No he podido evitar notar
también que tu despensa posee un potencial notable para llenarse… ¿Cuándo
crees que podría lograrse tal cosa? ¿Pronto, espero?
Barathol sacó la otra silla que tenían y se sentó con pesadez. Lo pensó un
momento y luego contestó.
—Soy yo el que cocina por aquí.
—¡Excelente! Entonces no cabe duda de que estoy hablando con la
persona más importante. Querría unos huevos. Escalfados. Y un ave asada, a
ser posible desplumada de antemano. O un ave asada que todavía contenga
sus huevos. Lo que sea más rápido, la velocidad es el factor a considerar aquí.
La eficiencia. —Apoyó las manos regordetas en el estómago e hizo una
mueca.
Barathol se cruzó de brazos, estiró las piernas y las cruzó por los tobillos.
Alcanzaban casi la mitad de la estrecha planta principal.
—Cocino encima de la forja que construí en el patio.
La impaciente cara de luna se desplomó.
—Oh, vaya. Qué poco apetecible. —Una mano voló hasta la boca—. No
puedo creer que esa expresión cruzara mis labios. ¿Dices que, de hecho,
cocinas sobre el fuego? Qué primitivo. No es de extrañar que seas un favorito
de Ascua.
—¿Cómo dices?
—Nada. Pero algo tendrás, ¿verdad? —Pellizcó el aire con el índice y el
pulgar—. ¿Un trocito de una galleta o una tajada de cordero? ¿Un kebab? Sí,
un kebab estaría bien. ¿Asado en la forja, quizá?
—No. Nada.
—¡Aiya! ¡Eres implacable! ¿Ha de fenecer Kruppe? Muy bien. Tú ganas,
oh regateador despiadado. Puedes quedarte con la villa.
Barathol frunció el ceño.
—¿La qué?
—Pues la villa a las afueras de la ciudad. En la cima del risco, con vistas
al lago Azur, claro está.
—¿Una villa? ¿Para qué?
—¡Bendita Soliel! ¿Es que no es suficiente? —El hombre se apretó el
chaleco forzado con las manos—. Juro que he menguado. ¡En el nombre de
todo lo que es civilizado, ablándate!
Barathol estudió aquella figura sudorosa y rotunda. El cabello negro
estaba tan aceitado que parecía que le habían embadurnado una capa de brea
por la cabeza. Unos rizos delicados descendían por la frente, pero también
estaban pegados como si fuera con cola. La palidez de arsénico del rostro era
casi espeluznante por el contraste que hacía. Mientras el herrero lo miraba, el
tipo se limpió la papada con un pañuelo tan gris y sucio que lo único que
parecía hacer era volver a aplicar el brillo del aceite.
—¿Hay alguien que se parezca en algo a ti, Kruppe? —murmuró Barathol
con tono perplejo.
—¿Qué? —El tipo se sentó más erguido. La curva de su estómago se
apretaba contra la mesa—. ¡Otro Kruppe! Bueno, semejante exceso de
excelencia contravendría las leyes fundamentales de la creación. ¿O sería más
bien un caso de exceso excelente? ¡Oh, no, señor! Piensa en las pobres
damas. Imagina lo que podría hacerles a su respiración. No sabrían hacia
dónde girarse.
—Desde luego —asintió Barathol por lo bajo.
—No, tales sueños tendrán que esperar. Pero qué comportamiento
poseería hombre tal. Qué elán vital. Sería un escaso privilegio conocer a tal
persona, ¿no es cierto, pues? Y no obstante… —Un dedo gordinflón dio unos
golpecitos en los labios, la mirada clavada en la distancia—. Qué exasperante
sería tal dechado de virtudes con su costumbre de estar siempre en lo cierto.
Su insufrible buen aspecto. ¡Su intelecto y generosidad! ¡No! Yo lo odiaría de
inmediato e intrigaría para conseguir su caída, por supuesto.
Con un parpadeo, el hombrecito miró a Barathol de forma nueva.
—¿Eso es calabaza? Juro que huelo calabaza amarilla. En finas rebanadas
y asada sobre un fuego alto. Como el que podría poseer una forja. Por
ejemplo.
Barathol negó con la cabeza.
—No. Nada de calabaza.
—Que los dioses perdonen tanta crueldad. Qué idea. Nada de calabaza,
claro. Muy bien. —Levantó las mangas sueltas llenas de volantes y posó las
palmas de las manos en la mesa—. La villa, una nodriza, ama de llaves, mozo
de cuadra y ayuda de cámara. Y es mi última oferta. —El pañuelo secó boca
y frente y el tipo se desinfló sin fuerzas en la silla como si estuviera agotado,
los ojos cerrados, los brazos colgando.
Barathol se aclaró la garganta. No sabía si reír o echar al hombre a la
calle. Respiró hondo.
—¿A cambio de qué, Kruppe?
Un ojo se abrió un poco.
—Pues a cambio de forjar algo, por supuesto. En serio, si hubiera querido
zapatos, habría ido aquí al lado.
Barathol ladeó la cabeza.
—Hago zapatos, Kruppe, para caballos. Es lo que más hago en los
últimos tiempos. Antes hacía espadas, pero las modas cambian. Tuve que
trasladarme a un local más pequeño. ¿Quieres que le quite una abolladura a
una cazuela? Soy tu hombre. ¿Quieres una pieza de primera clase? Prueba
con el gremio.
Kruppe se incorporó en la silla y se estiró el chaleco carmesí.
—Yo me quito mis propias abolladuras, muchas gracias. Y no entiendo
por qué iba a usar nadie herraduras. Pero es cierto que la moda nos empuja a
tomar decisiones incómodas, ¿verdad? Enviaré un carruaje. Entretanto, aquí
tienes unos papeles que hace poco se encomendaron a mi cuidado. —Dejó un
paquete doblado sobre la mesa—. Ahora debo aprovechar para escapar antes
de que se exijan mayores condiciones, que se aumenten los términos o que se
impongan condiciones escandalosas, con calabaza o sin ella. ¡Buen día! —
Alzó mucho la barbilla y salió con paso firme.
Barathol se quedó mirando el paquete un rato antes de dejar escapar otro
suspiro y descruzar los brazos. Rompió el sello de cera y examinó los
papeles. No sabía leerlos, pero desde luego parecían oficiales. Podrían ser un
título. O la declaración fiscal de un burdel. Imposible saberlo. Tendría que
llevarlos al escriba de la esquina, que redactaba las cartas de todos los del
barrio.
Les dio unos golpecitos contra la mesa para ordenarlos y miró la puerta
que llevaba al patio de atrás. Tendría que callarse como un muerto sobre
aquel tema. Se metió los papeles en la camisa.

Así que todo había quedado en nada. Todo lo que había luchado. Su largo
viaje. Un fracaso. Un vil y detestable fracaso, otra vez. Se apoyó en su bastón
y se pasó una mano por el pelo sudoroso, los ojos entrecerrados bajo el
constante deslumbramiento intenso de aquel mar de azogue que era el Vitr.
Dos veces con el mismo hombre. Eso tenía que ser todo un récord. Había
decepcionado a Agayla, por no mencionar a la Encantadora. ¿Y qué
problemas podrían surgir? Temía pensar en las posibles consecuencias.
Pero existían más opciones. Alternativas más extremas. Tayschrenn no
parecía siquiera recordar que era mago, así que no supondría ningún
problema. El único obstáculo sería su sombra, Korus. Y Leoman y ella juntos
quizá fueran capaces de manejarlo. Lo que dejaba a ese sinfín de pequeños
desgraciados, y para ella ahí estaba el problema. Con toda seguridad se
abalanzarían en su defensa y ella se vería obligada a derribarlos.
Y eso no se veía capaz de hacerlo. Sería como atacar a unos niños. Era
incapaz de imaginarlo. ¡Dioses! Derrotada por mis propios principios.
Bueno, quizá tampoco fuese tan mala cosa, después de todo. La reina de los
Sueños no podría criticarla por eso. Dio unos golpecitos con el cabo del
bastón en las arenas negras, después se lo echó a los hombros y fue en busca
de Leoman.
Estaba dormido, acurrucado de lado. Igual que un niño pequeño. ¿Cómo
lo hace? ¿Dormir tan profundamente? Es como si estuviera en paz. Una idea
que desentonaba con lo que ella sabía de aquel hombre. Le dio unos
golpecitos en el pie, su compañero se sacudió, se estiró y la miró con un
parpadeo.
—¿Sí?
—De acuerdo, tú ganas.
Leoman se incorporó, se apoyo en un codo y arqueó una ceja.
—¿Ganar? ¿Yo?
—Sí. No tiene ningún sentido quedarse. Deberíamos irnos.
El otro se levantó, se quitó el polvo de la ropa, recogió su armadura y se
echó al hombro los manguales que llevaba en el cinturón.
—Bueno. Así que te vas —dijo.
—¿Yo? ¿Qué quieres decir con que yo me voy? —Kiska señaló la orilla
—. Total, podríamos despedirnos.
—Sí.
De camino al mar, Leoman siguió hablando.
—¿Sabes?, encuentro esto muy relajante. Tranquilo. Me recuerda al
desierto profundo. Allí siempre estaba cómodo. Lo que me molestaba era
solo la gente que lo ocupaba.
En cuanto se acercaron a la orilla donde se encontraba Tayschrenn, la
tribu de criaturas deformes que había rescatado del Vitr se acercó arrastrando
los pies y lo rodeó con gesto protector. El gigante Korus dio un par de
zancadas para interceptarlos con sus extrañas piernas que se doblaban al
revés.
—¿Qué pretendéis? —preguntó.
—Hemos venido a decir adiós —respondió Kiska—. Nos vamos.
—¿Adiós? ¿Una despedida? ¿Partís?
—Sí.
Los colmillos largos como dedos de la criatura chirriaron como cuchillos
mientras parecía plantearse la idea. Volvió los ojos hacia donde Tayschrenn
salía del agua resplandeciente y se acercaba.
—Muy bien. Pero estaré vigilando. —Y se apartó con paso pesado.
—¿Qué pasa? —exclamó el antiguo mago—. Os pedí que no nos
molestarais más.
Kiska se inclinó.
—Sí. Solo venimos a despedirnos. Nos vamos.
—Entiendo. —Se echó hacia atrás el largo cabello entreverado de gris y
se cruzó de brazos. A Kiska le pareció que tenía un aspecto más joven. Las
líneas duras que le rodeaban la boca y los ojos se habían suavizado; había
desaparecido la expresión vigilante y también ese recelo cauto que solía tener
en la mirada. ¿Renacido de verdad?
—Buen viaje, entonces —dijo—. No os guardo rencor.
—Sí. Pero quizá dentro de un tiempo…
El antiguo mago había alzado una mano para detenerla.
—No. No regresaré nunca. Dile a quien te envió que me deje en paz.
—Sí. —Kiska luchó contra el nudo que tenía en el pecho—. Solo hay una
cosa. Creo que esto es suyo. —Le tendió los restos arrugados de tela y palos
de su guía.
El otro lo cogió en la palma de la mano y estudió aquel fardo seco de
basura.
—¿Qué es?
—No lo sé con exactitud…, pero me dijeron que le pertenece.
—No quiero… —La voz se apagó cuando pareció perder la
concentración.
Korus se inclinó y el movimiento lo hizo cernerse sobre todos ellos.
—Thenaj…, ¿qué es esa cosa? ¡Tírala!
Pero el otro apretó los puños alrededor del objeto y su cuerpo sufrió una
convulsión. Se habría estrellado contra las arenas si no hubiera sido por las
criaturas, que lo recogieron con suavidad. Se acurrucó en una bola tensa que
se estremecía y crispaba.
Un puño enorme rodeó el manto y la armadura de Kiska por detrás y la
levantó del suelo.
—¿Qué es esto? —bramó Korus con voz profunda—. ¿Qué le has hecho?
El equipo de Leoman cayó a las arenas cuando fue a sujetar el brazo del
demonio.
—¡Nosotros no sabemos nada de esto! —chilló.
Kiska se quedó mirando, horrorizada. ¡Dioses! ¿Lo he matado? ¿Era esta
la intriga de la Encantadora desde el principio?
Tayschrenn gritó entonces. Echó la cabeza hacia atrás y aulló de dolor. Se
le arqueó la espalda como si se fuera a partir. Gritó hasta quedarse sin aliento
y cayó sin fuerzas, inmóvil.
Kiska ni siquiera se resistió cuando la garra demoníaca la mandó dando
vueltas por el aire. Se estrelló contra los guijarros y rodó y rodó y abrió un
camino. Y entonces Leoman estaba allí, limpiándole la arena de la cara.
—¿Te encuentras bien, pequeña? Háblame.
—Lo maté yo —gimió Kiska—. ¡Yo! Tenía que ser yo desde el principio.
—No sabemos…
Los cubrió una gran sombra y se oyó gruñir una voz.
—¡Llevadlos a las cuevas!
15

La tiranía continúa porque los débiles y temerosos la buscan.

Cartas de la Sociedad Filosófica


Darujhistan

Los pasajes por los que Orquídea llevó a Azogue y Corien solo podían
llamarse túneles en el sentido más burdo. Hasta donde Azogue alcanzaba a
ver, el dosel de roca desnuda era una talla intrincada que imitaba a un amplio
bosque. Las ramas resplandecían con piedras preciosas y gemas que se
habían incrustado como para imitar bayas o flores. Pasaron junto a
habitaciones en las que el destrozado mobiliario tallado en maderas poco
comunes yacía como esculturas abandonadas. Solo esa madera haría a
Azogue inmensamente rico. Que semejante fortuna yaciera sin que nadie le
hiciera caso en esos límites superiores del Engendro fue lo que le dio idea a
Azogue del carácter de los que ocupaban el lugar. Va tras dineros muy
diferentes, esta panda.
Fue allí donde se reunió con ellos Morn. Surgió de la oscuridad y esperó
mientras avanzaban. A sus pies había una pila de equipo: las pertenencias de
los tres. Azogue se puso el cinturón con la espada y el cuchillo largo y
después se echó al hombro su alforja, todo sin dejar de mirar un instante a la
extraña entidad. Incluso había recuperado sus bolsas de provisiones.
—Gracias —dijo Azogue, y hablaba en serio. Era muy probable que el
espectro les hubiera salvado la vida.
El fantasma se inclinó ante Orquídea.
—No habría consentido que pasaras hambre.
—Seguimos yendo a la Brecha —le advirtió ella con tono firme.
El otro los invitó a continuar con un gesto.
—Por supuesto.

—Tengo una pregunta para ti, Azogue —dijo Corien tras un rato, en voz
baja, mientras caminaban—. Si se supone que vamos a esa tal «Brecha», ¿por
qué vamos subiendo?
—Es el único camino —respondió Morn desde la vanguardia.
Azogue alzó las cejas y miró a Corien sin decir nada. Puñetero oído
antinatural el de ese hombre. El muchacho se limitó a levantar la ballesta y
hacer una pequeña inclinación.
—Muy bien. Admitamos eso por el momento. ¿Entonces por qué no
dimos la vuelta sin más? ¿Por qué no salimos como entramos?
—Allí no habría botes —respondió Morn, imperturbable—. A estas
alturas es más fácil continuar.
—Bueno…, ahora, quizá, pero no podríamos haber… —Su voz se fue
apagando cuando todo el mundo se quedó quieto y miró a su alrededor. Una
enorme vibración había sacudido el artefacto que pisaban. Hubo ramas de
piedra que se partieron, cayeron y explotaron en un sinfín de fragmentos a su
alrededor. En medio de una ensordecedora avalancha de rocas, muebles rotos
y basura, la estructura entera se inclinó como un barco embestido de lado por
una ola inmensa. Azogue se tambaleó, se fue de lado y chocó con el tronco de
un árbol de piedra. Fue a coger a Orquídea, pero no la alcanzó cuando la
chica pasó rodando. El Engendro volvió a sacudirse en dirección contraria y
Azogue se golpeó la cabeza contra la piedra del árbol. Reverberaciones de
piedra al partirse y toneladas de escombros al caer sacudieron e hicieron
estremecer las cuevas que los rodeaban.
El balanceo ebrio del inmenso artefacto se fue mitigando poco a poco.
Alcanzó un nuevo equilibrio con el suelo en pendiente en un ángulo bastante
incómodo. Gemas, tazas, fragmentos rotos de piedra y basura rodaron y se
deslizaron entre sus pies hasta desaparecer con estrépito en la oscuridad que
rodeaba las columnas de árboles de piedra.
Los ojos de Orquídea, negros y enormes en la luz mágica, buscaron y
encontraron los de Azogue.
—La Brecha —exclamó dirigiéndose a Morn—. ¿Dónde está?
El espectro los condujo a una gran abertura tallada en forma de arco en un
arboreto. Orquídea se quedó mirando en silencio, maravillada, era obvio que
asombrada. Miró a Morn.
—La Vía Procesional.
El fantasma se inclinó.
—Así es. Estás bien informada.
La joven se volvió hacia Azogue, que se quedó bastante conmocionado al
ver que casi le brillaban los ojos.
—Estamos muy cerca.
—Ya era hora —murmuró él aclarándose la garganta—. Quizá debería ir
yo delante. —Entonces olisqueó el aire que salía flotando del gran arco y
ladeó la cabeza. Hay algo. Algo… Apartó a Orquídea de la vista de la
apertura. Ella abrió la boca para decir algo, pero solo hizo falta un vistazo a la
cara del veterano para que la cerrara de golpe. Bien. Empezamos a
entendernos.
Le hizo una seña a Corien para que esperara, asomó la cabeza por la
esquina e inhaló una vez más. Y allí estaba, como antes: sudor, aceite, hedor
a ropa y armadura que llevaba demasiado tiempo sin lavar. Y otra cosa: salsa
de pescado. Maldita salsa de pescado falari. Una vez probada (u olida), nunca
olvidada.
—Soltaos los huevos, chicos y chicas —exclamó—. Hemos decidido
dejaros vivir.
—¿Quién anda meando pa’rriba ahí? —contestó un hombre en falari.
—Azogue. Del Segundo.
—¿Qué hace aquí un pringao del Segundo?
—Me licenciaron el año pasado. Y ahora tengo una mochila tan llena de
esmeraldas y rubíes que casi no la puedo levantar. No me vendría mal una
mano.
—Levántalas, chaval. Vamos a echar un vistazo.
El fulgor amarillo del farol magulló los ojos de Azogue, que apartó la
cabeza con una mueca. Una tropa de seis soldados malazanos bajó por el
ancho vestíbulo: marines. El más achaparrado de todos, ancho como un
caballo, lucía la torques de sargento. Azogue inclinó la cabeza a modo de
saludo.
El sargento se frotó la barba que le oscurecía la barbilla y las mejillas y
miró a Azogue de arriba abajo.
—Bueno, no me jodas… —dijo sin aliento. Luego ladeó la cabeza con
expresión interrogante.
Azogue negó con la cabeza. El hombre resopló y asintió con gesto rápido.
—Bueno —dijo mientras miraba alrededor—. ¿Estás solo?
—No. —Se volvió y los llamó—. Orquídea…, Corien Lim…, Morn.
El sargento asintió y señaló vestíbulo arriba.
—Por aquí.
Cuando echaron a andar, Azogue echó un vistazo y vio que una vez más
Morn había desaparecido.
—¿Cuál es la situación? —preguntó tras un rato.
—Jodida. Tenemos un puto zoológico de magos, hechiceros y demás
listos para matarse entre sí y metidos unos por otros, pisándose y tirándose de
las bragas. Lo raro es que todavía quede alguno en pie.
—¿Cómo lo lleva vuestro capitán?
El hombre escupió a un lado.
—El capitán está muerto. El que está a cargo es el teniente.
—¿Y cómo le va?
—De momento tenemos un sitio en la mesa. Pero las cosas se están
calentando. —Miró al otro de soslayo—. No nos iría mal una mano.
Azogue sintió que se le tensaba la boca.
—No puedo garantizar nada, sargento. —Echó la cabeza de golpe hacia
atrás para indicar por donde habían llegado—. Y hay un ejército entero ahí
fuera que quiere entrar.
El hombre volvió a escupir.
—¡Bah! ¡Esos! Putas nulidades. Nada de lo que preocuparse.
—¿Y vosotros, chicos? ¿Qué queréis?
—¿Nosotros? —bufó—. Por las tetas de Togg, hombre. Solo queremos
largarnos. Amigo mío…, nosotros solo queremos salir cagando Abismos de
aquí.

El sargento, Cincha, los llevó hasta el teniente. Lo encontraron en medio del


campamento malazano, que ocupaba una serie de habitaciones junto a un
gran salón de celebraciones de techos altos, como una inmensa caverna,
donde numerosos pasillos y escaleras llevaban a la oscuridad. Azogue
vislumbró por un momento a los dos magos a los que habían seguido cerca
del centro de la habitación, hablando con una impresionante mujer delgada
vestida con una camisa blanca de seda, pantalones ceñidos y botas altas de
cuero que le llegaban a las rodillas. Con ellos estaba su maldito guía, el
larguirucho Jallin.
El teniente resultó ser un tipo muy joven con la constitución pesada y el
cabello rizado de los genabackeños del norte. Después de que Cincha hablara
con él, se acercó a darle la bienvenida a Azogue con un asentimiento.
—Veterano, ¿no? —Azogue asintió—. Bien. Nos vendría bien su ayuda.
—Miró a Corien—. Daru. ¿Adiestrado?
Corien se inclinó.
—Sí.
—Muy bien.
Se inclinó ante Orquídea.
—¿Es usted dalhonesia? ¿Un talento, quizá?
La joven agitó una mano, avergonzada.
—¿Dalhonesia? No. Pero sí que tengo alguna pequeña habilidad.
El teniente se volvió hacia Azogue.
—Cincha informó que había otro con ustedes. Alguien con túnicas
oscuras.
—Un mago. Se unió a nosotros a medio camino. Va y viene como le
place. No respondemos por él.
—Ah. Una pena. Nos vendría bien la ayuda. Bienvenidos, de todos
modos. Soy el teniente Palal. Hengeth Palal.
Se presentaron y luego habló Azogue.
—Hemos venido a la Brecha. Eso es todo. Solo queremos largarnos de
aquí.
—Entiendo. A decir verdad, nosotros también. El problema es que esa
banda obstruye el camino.
Azogue se acarició la mandíbula con el dorso de los dedos.
—¿Bloquean el camino? ¿Y eso por qué?
El teniente se cruzó de brazos. Era obvio que se sentía sobrepasado, pero
estaba igual de claro de que era consciente de ello y lo asumía. Ni alardea ni
lo niega, reflexionó Azogue. Solo hace lo que puede.
—¿Cuáles son sus términos? —preguntó Azogue.
—¿Términos? Sus términos son…, con franqueza, una locura. —El joven
oficial sacudió la cabeza, desconcertado—. Se lo he dicho una y otra vez, no
tenemos municiones. Ninguna. No podemos reventarles la puñetera puerta.
Orquídea ahogó un grito. O por lo menos eso le pareció a Azogue; le
costaba oír por culpa del rugido que tenía en los oídos. Unas manos lo
sujetaron y por encima del viento creyó oír reír a alguien. Reconoció aquella
carcajada loca: era la suya. Se lo estaba pasando en grande a su propia costa.
Se te olvidó tu filosofía, Azo. Te pillan. Al final, siempre encuentran un modo
de pillarte.
—¿Todo bien? —preguntó Corien, la cabeza junto a la suya. Azogue
parpadeó y apretó la mano del joven—. Sí. Solo desconcertado. Nada más.
En el centro de la gran caverna se oyeron los golpes secos de unas manos
dando palmas. Los estallidos resonaron en las paredes y el lejano techo.
—¡Reunión! —gritó una voz de mujer—. ¡Todo el mundo! ¡Convoco una
reunión general! ¡Ahora!
Palal descruzó los brazos con un suspiro.
—Bueno, será mejor ver lo que quiere la bruja. —Levantó la barbilla y
exclamó—: Sargento. Ocúpese de su acantonamiento.
—Sí, señor. —Cincha se acercó, flanqueado por soldados. Azogue lo
miró con furia.
—¡Muchas gracias!
El otro encogió los amplios hombros encorvados.
—Lo siento. Tengo más de cuarenta hombres y mujeres que quieren
largarse de esta trampa. Eso es lo único a lo que respondo. Quizá tus amigos
puedan ayudar.
—Están muertos.
—Eso no ha detenido a otros.
—Sí, bueno. Es lo que hay.
El hombre volvió a escupir.
—Una pena. Bueno, vamos a dar un paseo, todos. Tranquilos y sin ruido.
—¡Él también! —chilló de nuevo la mujer, que señalaba a lo lejos—. El
recién llegado. El soldado. ¡Ese también!
Aunque por dentro se estaba poniendo enfermo, Azogue arqueó con gesto
deliberado una ceja y miró al sargento.
—Tengo que irme. Cosas que hacer.
Cincha lanzó un bufido.
—La has cagado, amigo. Del todo. Ya cuidamos nosotros de aquí tus
amigos, ¿vale? —exclamó el sargento mientras Azogue se alejaba.
El veterano alzó una mano por encima del hombro con un gesto que no
necesitaba explicación.

La «reunión» era uno de los corros más extraños de individuos temibles al


que Azogue había asistido jamás. Y eso incluía unas cuantas reuniones de
mando de magos y garras del Imperio de Malaz. Ocupó su lugar junto al
teniente Palal. Enfrente esperaba la mujer alta y delgada que había convocado
la reunión. Su complexión era de tono oliváceo y tenía el cabello oscuro y
liso, recogido en un peinado complejo. Sus ojos oscuros observaban a
Azogue con una expresión que parecía disfrutar de la incomodidad
masculina. El círculo era grande y flexible e incluía también a la anciana
vestida de color carmín y a su grueso compañero, junto con Jallin, que miraba
con odio. Azogue observó que el tipo gordo parecía pasar la mayor parte de
su tiempo con los ojos entrecerrados concentrados en la mujer alta.
A un lado esperaba la figura ataviada con armadura del mercenario rubio
que los había precedido en el viaje al Engendro. Estaba flanqueado por dos
de sus hombres. Todos seguían llevando fundas de lona sobre los escudos.
Azogue se preguntó si serían miembros de las Espadas Grises. Pero no
llevaban ningún símbolo de los Lobos del Invierno, ni de ningún otro dios
que él pudiera reconocer.
Un hombre viejo, cuyo pelo ralo era una nube despeinada alrededor del
cráneo irregular, se acercó arrastrando los pies embutidos en zapatillas.
También surgió de la oscuridad la forma delgada y oscura de Malakai.
Azogue no podía creer que se lo estuviese encontrando otra vez. Creía
que el tipo estaba muerto, o que ya hacía mucho que había escapado de
Engendro.
—Mira lo que aparece —dijo arrastrando las palabras y lanzándole una
mirada dura.
El ladrón se inclinó y arqueó una ceja.
—Así que lo conseguiste. Felicidades. La verdad es que me sorprende
mucho.
—No gracias a ti, maldito hijo del Embozado…
—Así que vosotros dos os conocéis —intervino la mujer alta en voz alta y
firme—. Qué bien. Pero creo que proceden unas cuantas presentaciones.
—Todavía no estamos todos reunidos —comentó el anciano con un
resuello tembloroso.
—¿Alguien convocó una reunión? —inquirió una voz desde la oscuridad
—. ¿La asistencia es obligatoria? —El propietario de aquella voz suave y
fluida se adelantó: un hombre ataviado con costosas sedas sobre una
magnífica cota de malla ennegrecida que le llegaba hasta las espinillas. Su
cabello negrísimo estaba peinado hacia atrás y una perilla y un bigote le
enmarcaban la boca. Un mandoble ancho y pesado le colgada del costado.
Azogue observó que la mujer alta miraba a aquel tipo bien vestido con
una aversión obvia.
—¿Presentaciones? —graznó la veterana. Echó la cabeza hacia atrás y las
cintas susurraron—. No tiene que haber ninguna presentación. Yo no quiero
presentaciones. Malditos seáis todos. Me importáis un bledo.
—Desde luego —añadió el tipo gordo que tenía al lado, como un punto
final a la diatriba de la vieja.
—Gracias, Hesta y Ogule.
—Ogule Tolo Thermalamerkanerat —la corrigió el gordo—. Dilo bien,
haz el favor. Conoces nuestro dialecto, Seris.
La mujer alta, Seris, esbozó una sonrisa que reveló unos dientes blancos y
afilados.
—Sí, Ogule.
—Hembersisa —le dijo el anciano a Azogue casi sin resuello.
Azogue se inclinó hacia él.
—¿Cómo dices? ¿Hemdergisa?
—¡Hemper! —repitió el anciano, colérico—. ¡Hemper Risa!
Azogue se encogió para eludir las gotas de saliva y se limpió la manga.
—Eso. Hemper.
El tipo elegante inclinó la cabeza hacia Azogue en un saludo irónico.
—Bauchelain. —Señaló con un gesto vago hacia atrás—. Mi compañero,
Korbal Espita, está, eh, ahora mismo… ocupado.
Quizá fuera la falta de luz, pero a Azogue le pareció que, al oír las
palabras del hombre, todos los presentes se pusieron un poco más pálidos. Él
se aclaró la garganta en un esfuerzo por recuperar el habla.
—Ah, Azogue. De nombre, Azogue.
Todo ese tiempo Jallin había estado susurrando con fiereza y tirando de
los harapos de la anciana. Susurrando y señalando. La mujer le dio una
colleja y estiró de repente un dedo marchito y encorvado.
—¿Dónde tienes la bolsa, soldado?
—Vete a la senda de los Muertos, maldita arpía.
La mujer sufrió tal sacudida que las cintas que le colgaban del pelo
chasquearon como látigos. Abrió mucho los ojos con expresión de
incredulidad y luego los entrecerró casi del todo. Una especie de sonrisa
cremosa le cubrió los labios arrugados.
—Así que… quieres desafiar a la vieja Hesta, ¿eh? Bonitos gritos que
darás mientras te quemas, me parece a mí…
—Hesta… —advirtió Seris—. Soldado, sabemos que tienes municiones.
Azogue miró a Malakai.
—Por todos los dioses olvidados, ¿se puede saber cómo sabéis eso?
La mujer unió las manos de largos dedos y se las llevó a los labios,
después dejó escapar un resoplido como si estuviera agotada.
—Soldado. Todos los presentes estamos cerca de muchos grandes
poderes. Muchos hemos visto en la baraja lo que llevas. Tenemos términos
que ofrecerte a cambio de su uso. Por ejemplo, son muchas las personas de
aquí que desean abandonar este mutilado artefacto. Lo permitiremos… una
vez que se cumplan nuestros términos.
—¿Cuál es el trabajo?
Seris sonrió tras las manos entrelazadas.
—Por aquí, si tienes la bondad. —Lo condujo hasta el otro lado del gran
salón de celebraciones. La banda de magos los siguió. El que se había
presentado como Bauchelain cerraba la marcha con paso sosegado. Muchos
de los otros le lanzaban miradas nerviosas.
Una gran escena pastoril decoraba el suelo pulido que cruzaron. Colinas,
arroyos y montañas, todo hecho en un mosaico de piedras de colores. A
Azogue le pareció raro que una escena así se hubiera representado allí, en el
corazón de Engendro de Luna. Parecía demasiado… mundana.
A medio camino había una gran abertura circular en medio del suelo,
como un pozo o un estanque. Azogue se asomó solo un poco y se echó atrás
de repente, el corazón martilleándole en el pecho. La abertura se hundía hasta
el infinito en una noche absoluta por la que subía una brisa fresca. El viento
traía el chapoteo y murmullo distante del mar.
Llegaron a unas amplias escaleras curvas talladas en piedra negra
reluciente que subían hasta unas puertas dobles. Las puertas estaban talladas
en la misma piedra negra, pero encajadas en paneles de oro, bronce y plata.
Viñetas parecidas de bosques y campos decoraban los paneles. ¿Escenas de
algún tipo de tierra natal?, se preguntó Azogue. Por alguna razón le parecía
extraño que los tiste poseyeran una tierra natal. Parecían haber surgido sin
más del cielo. Pero, por supuesto, tenían que haberse originado en alguna
parte.
—Estas puertas nos impiden el paso —anunció Seris dando una palmada
en un panel de plata—. No podemos abrirlas. Hazlo tú, soldado, y salvarás las
vidas de tus compañeros y las de muchos más.
Azogue señaló las puertas con la cabeza.
—¿Qué hay dentro?
—¡Eso no es asunto tuyo! —gruñó Hesta.
—Desde luego —asintió Ogule.
—Algo que su amo creía destruido —dijo el viejo Hemper con una
carcajada sin resuello.
—El sueño de la noche interminable —añadió Malakai como si citara un
verso.
—Lo que hay en el interior, soldado —dijo Bauchelain, que se había
acercado con las manos entrelazadas a la espalda y la mirada clavada a lo
lejos, por encima de la cabeza de Azogue—, es nada menos que el Trono de
la Noche.

Bendan se obligó a tragar una tira correosa de carne de caballo pasada y se


ayudó de otro sorbo de agua. Al menos tenían eso: toda el agua que
necesitaban gracias al pozo que los chicos y las chicas de los saboteadores
habían abierto casi de la noche a la mañana. Pero eso era lo único que tenían.
La mayor parte de las galletas y las judías habían estallado con las carretas
durante los ataques con fuego. De todos modos, tampoco quedaba leña para
cocinar. Solo carne de caballo y algún trozo suelto de otras cosas. Se pasó
una mano manchada de hollín por el muslo solo para sacarla igual de sucia
que antes. Tampoco hay nada con que lavarse.
El olor de la carne casi lo hizo vomitar. Casi. Con la niñez que había
tenido, cualquier carne que consiguiera era, con franqueza, todo un regalo.
Uno de los atractivos de alistarse era que el ejército comía muchísimo mejor
de lo que él había comido jamás, no había ni punto de comparación. Gracias
a eso no sentía el dolor que estaban sufriendo muchos de los hombres y las
mujeres que lo rodeaban. Unos blandengues, todos ellos. No estaban
acostumbrados a hacerse otro agujero en el cinturón. Ni a chupar cuero.
A él le parecía que Hektar se equivocaba y que esos rhivi lo que iban a
hacer era matarlos de hambre. Lo sacaba de quicio y no era lo que él había
pensado que era ser soldado. Pero ahí lo tenías. Cada vez más estaba
empezando a pensar que de verdad se trataba de maniobrar y tomar
posiciones, no de sucias luchas cuerpo a cuerpo.
Miró de lado, a la cabo Pequeña, que estaba dormitando con el escudo
inclinado sobre la cara para protegerla del sol bajo. La verdad, él era incapaz
de entenderla; ni a ninguno de esos puñeteros soldados. Estaba más claro que
el agua que aquella mujer no pensaba bien de él, pero una y otra vez era su
escudo el que recibía una flecha destinada a él; y una y otra vez le ofrecía
consejos y trucos para manejarse entre las tropas. No se parecía a nada de lo
que hubiera vivido hasta entonces. En su banda, en su barrio de Maiten, se
había sentido parte de una familia, pero no se parecía en nada a aquello. En
Maiten de lo que se trataba era de abrirse paso con uñas y dientes hasta que
eras el pez gordo. Lo importante era quién podía achantar a quién. Los peces
gordos se pavoneaban y hacían lo que les placía a quien les placía. A los
donnadies los trataban a patadas. O algo peor. Esa era la vida que él conocía.
Por el Abismo, que él supiera, esa era la vida en el mundo entero.
Pero no allí. En los pelotones no había peces gordos. Nadie achantaba a
nadie. Los donnadies, los novatos, una vez que se manchaban de sangre y
demostraban sus agallas, la gente los ayudaba. Por primera vez en su vida,
Bendan no sabía qué terreno pisaba. Él siempre había tenido que saberlo. Si
no, te arrancan la cabeza.
Tampoco era que se dedicaran a ir de la mano, darse palmadas en la
espalda y mierdas parecidas. No era como una familia, o por lo menos lo que
él había oído que se suponía que era una familia. En su caso, joder, menudo
alivio que no era como una familia. Las peores palizas que había recibido él
se las habían dado su pa y sus hermanos mayores. Hasta que un día el viejo
entró tambaleándose, borracho como una cuba, y todos se abalanzaron con
tablones y palos. Después ya no fue el mismo. No podía mover un lado de la
boca ni el brazo de ese mismo lado. Esa noche perdió las ganas de todo y ya
nadie miró más para él. Y su hermana, la chica se largó. Se cansó de que sus
hermanos mayores la vendieran a cambio de bebida y durhang. Así que, no,
estaba encantado, joder, de que aquella no fuera ninguna familia del
Embozado.
Un murmullo devolvió la atención de Bendan al campamento. La gente se
estaba desperezando para unirse a los pelotones apostados en los muros.
Estaba pasando algo. Se puso en pie, le dio una patada a Pequeña y luego se
dirigió al muro. La figura imponente del sargento Hektar era fácil de
distinguir, así que se abrió camino hasta él.
—¿Qué pasa?
El gran dalhonesio parecía incluso más complacido que de costumbre.
Señaló el campamento rhivi con la barbilla.
—Mira eso. ¿Ves los nuevos niños y niñas que han venido a jugar?
Bendan entrecerró los ojos. Por suerte el día estaba acabando y tenían el
sol más o menos detrás de ellos, descendiendo hacia las líneas irregulares de
las lejanas montañas de los moranthianos. Lo único que veía era multitudes
de rhivi y sus caballos.
—No. No tengo muy buena vista, la verdad. —Fue entonces cuando las
monturas arremolinadas y la multitud rhivi se separó por un momento y
Bendan vislumbró unas figuras delgadas, con armaduras ligeras y los rostros
cubiertos o encapuchados—. ¿Quiénes son?
Hektar pareció hacer un gran alarde de ensanchar la sonrisa todavía más.
—Parece que estás de suerte, chaval. Vas a recibir una lección de
carnicería de los profesionales. Son seguleh. Y parece que están trabajando
con los rhivi.
¿Seguleh? Recordó lo que había dicho Tarat. ¡Por el puto Togg! En carne
y hueso. Pero… la hostia.
—¿Es verdad que tres de esos vencieron al ejército painita entero?
Hektar emitió una pedorreta.
—Perseguir a una horda de campesinos cagados de miedo sin
entrenamiento ni agallas es una cosa. Enfrentarse a un muro sólido de
escudos de hierro empuñados por veteranos es otra. —Alzó la voz y exclamó
—: ¿No es verdad, chicos y chicas?
—¡Sí! —fue la respuesta a gritos.
Hektar apoyó los gruesos antebrazos en los troncos ennegrecidos.
—Tú solo tienes que quedarte agachado detrás de tu escudo, emplear
estocadas cortas y rápidas y todo irá bien, chaval. No saques la cabeza. Tú
déjalos que corran en círculos y peguen todos los saltitos que quieran. —Y le
guiñó un ojo.
A pesar del pavor creciente que le arañaba el estómago. Bendan estuvo a
punto de echarse a reír a carcajadas al oír el consejo.
Tserig no sabía lo que había querido decir el nuevo caudillo Jiwan cuando
había insinuado que le había prometido ayuda su aliado, ese supuesto
«legado». Así que, aunque a él no lo habían invitado, cuando el frenesí de
actividad invadió el campamento, se preparó y salió a unirse a la recepción.
Sabía que sus oídos y ojos ya no eran lo que habían sido (¡aunque bendita
fuera la Gran Madre, no su picha!), pero a él le pareció mientras se abría
camino entre la multitud que no todo era como cabía esperar. Los jóvenes
guerreros se mostraban apagados, no celebraban la victoria anticipada. Al
salir al Círculo de la Bienvenida le sorprendió encontrar solo a tres
individuos mirando al caudillo.
Volvió a entrecerrar los ojos y se meció hacia atrás apoyándose en su
bastón. ¡Gran Madre! ¿Ayuda? ¿Esa era la ayuda que la criatura que
presumía de ser el legado les ofrecía? No, nada de ayuda. Esto es el puño
desvelado. La antigua maldición. Los Guerreros Sin Rostro. Témelos, Jiwan.
¡Témelos!
Había dos seguleh con sus armaduras de cuero. La máscara de uno era un
calidoscopio de colores girando en un diseño complicado; la del otro era de
un blanco pálido, estropeada solo por dos manchas oscuras, una en cada
mejilla, como si las hubiera colocado allí la pasada de un dedo. A Tserig
empezaron a sudarle las manos sobre el bastón. ¡Ascua, no mires! El tercero.
¡El tercero de los seguleh!
Pero fue el último del grupo el que inquietó a Tserig. Sabía lo que era, ese
ser encorvado y roto, retorcido por los espeluznantes castigos infligidos por
su amo. Uno de los Doce. Los demonios esclavos de los reyes tiranos. Cuál
de ellos, daba igual. Eran todos iguales a la hora de cumplir la voluntad de su
amo.
Jiwan estaba de pie, su porte mucho menos seguro de sí mismo que
cuando se había enfrentado a Brood. Claro que él no sabía las antiguas
historias sobre Caladan. Las historias más antiguas. Y Brood había sido un
aliado de muchos años, en apariencia inofensivo. Jiwan había crecido con su
presencia, como si no fuera más que un tío. No parecía comprender el
verdadero peligro que representaba. De hecho, nadie de su edad parecía
comprenderlo. Al contrario que él, el viejo Tserig, acaparador de saber
antiguo.
—Los invasores serán tratados como se merecen, sí —estaba diciendo el
mago demonio—. Se les barrerá del campo de batalla. Pero antes —y levantó
una mano nudosa hacia Jiwan—, necesito saber tu respuesta a nuestro
ofrecimiento.
El caudillo de los rhivi ladeó la cabeza, perplejo.
—¿Ofrecimiento? ¿Qué ofrecimiento es ese?
—¡Pues el ofrecimiento de protección, por supuesto! Mi amo, el legado
de Darujhistan, ha tenido la gentileza de poner a vuestra disposición la mano
protectora de su refugio y custodia. Estaréis tan seguros como un niño en
brazos de su padre bajo su amparo, os lo puedo asegurar.
Jiwan se irguió un poco más. Era obvio que intentaba mantener el rostro
impasible, pero traicionaba demasiado su disgusto.
—Los rhivi somos un pueblo libre. Esta alianza es de defensa mutua.
Nada más. Dale las gracias al legado por su preocupación. No necesitamos de
su guardia y amparo.
El mago se acarició la larga barbilla como si la respuesta lo
desconcertara.
—¿No deseáis estar a salvo y seguros? ¿Ser fuertes? Tantos en estos días
de inquietud claman por una mano fuerte que guíe su comunidad, su ciudad,
sus tierras o su provincia. En el abrazo envolvente del legado eso será lo que
hallaréis. Es fácil. Solo hay que cederle todos los inquietantes asuntos del
gobierno a él. Él cuidará de vosotros. Como un padre.
El caudillo estaba asintiendo. Parecía triste.
—Aman, oigo tus palabras y te las agradezco. Creo que me acabas de dar
una gran lección. Pues entre nosotros, los rhivi, hubo uno que con toda
facilidad podría haber reclamado ese papel. Pero poseyó la sabiduría, la
verdadera generosidad del alma, de hacerse a un lado cuando nos
impacientamos bajo su mano. Por desgracia, no creo que lleguemos a
encontrar jamás otro igual a él. Y si estuviera aquí ahora, creo que le
ofrecería mis disculpas.
El mago demonio, Aman, dejó caer la mano que tenía bajo la barbilla.
—Tienes razón, caudillo. Es triste. Pues has elegido el desafío. Y para eso
solo puede haber una respuesta. —Miró a uno de los seguleh, al tercero. Este
se adelantó y al hacerlo algo dibujó un contorno borroso entre él y el
caudillo; la cara de Jiwan adquirió una expresión confusa y luego se vació de
toda emoción, como si la hubieran drenado. Al cabo, la cabeza se le deslizó
del cuello cuando el cuerpo se derrumbó.
Los chillidos hendieron el aire alrededor. Los guerreros se abalanzaron al
tiempo que sacaban las armas. Los seguleh se colocaron espalda contra
espalda, las espadas un contorno borroso y los guerreros rhivi, hombres y
mujeres, empezaron a desplomarse sin manos, brazos, gargantas o estómagos.
Entre rugidos de inmensas carcajadas, Aman hizo caso omiso de las muchas
hojas que rebotaban en la forma que ocultaba bajo los harapos. Estiró los
brazos para sujetar muñecas que luego partía, para apretar gargantas de las
que arrancaba estallidos reducidos a una pulpa de sangre y carne.
Todo ello Tserig lo observó, inmóvil, horrorizado. Dioses antiguos,
conocidos y olvidados, velad por nosotros. Ha comenzado de nuevo. El puño
de hierro del tirano renacido. ¿Seremos una vez más esclavos durante mil
años? ¡No!
Se acercaron más guerreros con la intención de derribar a aquellos tres
asesinos, solo para caer bajo las hojas casi invisibles, o por las manos
ensangrentadas del mago. Tserig tiró al suelo el bastón y alzó los brazos todo
lo que pudo.
—¡Hijos e hijas de las llanuras! —bramó—. ¡Huid! ¡Ahora! ¡No hagáis
caso de esta mugre! Huid ya de estas tierras. ¡Una antigua maldición ha
surgido! ¡Al norte! ¡Huid al norte!
Aman fue hacia él.
—¡Cállate, viejo! —Se abalanzó sobre él con el puño cerrado, rompió el
cráneo de Tserig y le partió las frágiles vértebras del cuello. El anciano cayó,
muerto en el acto.

Desde el muro de la empalizada de Fuerte Step, que era por alguna razón
(que la puño Steppen ignoraba) como había terminado llamándose, ella y el
puño K’ess observaron cómo la reunión de aliados que prometía barrerlos de
la llanura se convertía en un caos indescriptible.
—Parece una riña —dijo Steppen, cuya propensión a quedarse corta
permanecía intacta.
—Eso es lo que parece —la imitó K’ess. Después señaló algo a un lado
—. Mira eso. Un envolvimiento.
Steppen entrecerró los ojos y miró las sombras que se alargaban. Allí,
entre la hierba alta, habían aparecido unas figuras que formaron un amplio
círculo que rodeaba el campamento rhivi. Una cada pocas decenas de pasos.
Mientras ellos miraban, las figuras se fueron acercando para ir estrechando el
círculo.
—Una puñetera carnicería de los dioses —murmuró K’ess—. Su primer
error.
—Creen que no los necesitan.
Los puños se miraron a los ojos. K’ess alzó una ceja, Steppen hizo un
rápido asentimiento que le abultó la papada. K’ess se inclinó sobre la
pasarela.
—¡Capitán Fal-ej!
—¿Sí?
—¡Retirada inmediata al oeste! ¡Cruzamos el muro! Equipo muy ligero.
Agua para tres días.
—¡Sí, señor!
Ambos puños volvieron a evaluar la lucha. Jinetes rhivi, solos y en
grupos, salieron en tromba del envolvimiento y galoparon hacia el norte,
hacia el lago. Muchos cayeron, pero la mayor parte se abrió paso. Era de
suponer que esos supervivientes no pararían ante nada.
—Cuatro pelotones deberían quedarse en las murallas hasta que se haya
ido todo el mundo —dijo K’ess—. Yo me quedaré con ellos.
—Creo que tú te quedaste en la retaguardia la última vez —señaló
Steppen—. Me toca a mí.
K’ess miró a aquella mujer regordeta de arriba abajo.
—¿Estás segura de que estás en condiciones?
Steppen se limitó a mirar al cielo.
—Estos reclutas no saben lo que es una marcha dura. Nada que ver con la
carrera hasta Evinor. Hora de que se enteren.
K’ess le echó un vistazo al fuerte.
—Una pena, la verdad. Bien construido.
—Tengo que hablar con los ingenieros. En realidad yo quería algo más
espacioso.
El chillido lejano de un caballo moribundo desgarró el estrépito de la
batalla y provocó en Steppen una mueca de dolor. La mujer miró al este.
—Corred, pobres cabrones —murmuró—. Huid. Montad esos caballos y
no dejéis de galopar.
K’ess le apretó el hombro.
—Por el favor de Oponn. —Después se volvió y la dejó sola.
—Toren —exclamó ella llamándolo por el nombre de pila, y él hizo una
pausa en su descenso.
—¿Sí?
—Dales algo que recordar —contestó ella con una sonrisa—.
Demuéstrales a lo que se enfrentan. ¿Sí?
El puño K’ess inclinó la cabeza para asentir.
—Un sitio estrecho, Argell. Te veo allí. —Le dedicó un breve saludo
militar y bajó las escaleras de dos en dos. Steppen se volvió de nuevo al este,
a los gritos que llegaban flotando con el viento. Dioses. Así que es verdad.
Todo lo que había oído. Tres seguleh. Unos cuantos contra unos treinta mil y
es una desbandada.
La puño Steppen se enfrentó al crepúsculo creciente.
—Sí, Toren —murmuró—. Nos veremos otra vez.

Agazapada en la hierba alta, la capitán Fal-ej examinó un paisaje pintado de


un verde aguado antinatural. Como el fondo del mar, pensó. Casi hermoso. A
ambos lados, los sargentos aguardaban su orden de disparar. Maldito sea ese
hombre. ¿Dónde estaba? Esa baladronada podía costarles un comandante
con experiencia. Por no mencionar que no le había dicho todavía todo lo que
quería decirle.
Entonces hubo un movimiento entre la hierba y el puño subió corriendo
por la ladera. Fal-ej hizo la señal para que se agachasen. Se levantó para
recibirlo.
—Nos vamos ya —exclamó, bastante enfadada—. ¿Dónde está la puño
Steppen?
—Defendiendo el fuerte.
La capitán miró más allá de K’ess, a la lejana estructura.
—Eso es…
—Sí —la interrumpió K’ess—. Está ganando tiempo para nosotros.
Ahora vámonos. Paso ligero.
Fal-ej retrocedió e hizo la señal de retirada dirigida a los sargentos. K’ess
continuó andando.
—Ni retaguardia ni periféricos, capitán —exclamó—. Solo vigilancia
atrás.
—Sí —respondió ella. Levantó un brazo en el aire para dibujar la señal
circular de «nos vamos».

Cuando llegó el amanecer, la puño Steppen se encontró mirando un


envolvimiento de seguleh. Cuervos y otras aves carroñeras revoloteaban por
el cielo oriental cada vez más brillante, o iban saltando de forma obscena a lo
lejos, entre la hierba pisoteada. Los seguleh que tenía delante no mostraban
herida alguna, aunque algunos estaban salpicados de sangre. Uno se adelantó
con gesto insolente dadas las quince ballestas que lo apuntaban. Su máscara
era un diseño mareante de remolinos.
—Estáis rodeados —exclamó—. No poseéis suficientes fuerzas para
defender vuestros muros. Arrojad las armas y se os permitirá vivir.
—Discutamos los términos —respondió Steppen, una mano apoyada en
el tronco basto que tenía delante—. ¿Qué garantías nos podéis dar de un trato
justo? Solicito un negociador neutral.
El seguleh hizo un extraño movimiento cortante con la mano.
—No os permitiremos que nos demoréis. No sois importantes.
—¿No somos importantes? ¿Quieres decir que os limitaríais a pasarnos
de largo?
—Sí.
—Ah. Bueno. En ese caso. —Señaló—. Maten a ese hombre.
Quince ballestas dispararon. El seguleh se retorció y agachó. Solo dos
cuadrillos lo alcanzaron: uno en la parte superior de la pierna, el otro le
rebanó la carne del brazo izquierdo. Los seguleh cargaron contra los muros.
Usando las manos y los pies treparon por la empalizada de troncos. Los
soldados retrocedieron, tuvieron que dejar caer las ballestas puesto que no
había tiempo para recargar. Steppen sacó su fina hoja. Al menos herimos a
uno de ellos, se dijo cuando el primero apareció sobre las murallas. La puño
blandió el arma, pero el seguleh se agachó bajo la hoja. Otra seguleh saltó
como un gato por encima y aterrizó con la espada ya en la mano. Steppen
blandió el arma y la mujer pareció parar la hoja y contraatacar, todo con el
mismo movimiento fluido. Su hoja se deslizó con facilidad por la armadura
de cuero de Steppen para rebanarle el torso y destriparla. La puño intentó un
último ataque, pero el corte de tantos músculos la había desequilibrado y fue
incapaz de recuperarse. Se cayó de la pasarela y aterrizó en un montón
enmarañado y húmedo. Mientras estaba allí tirada, en la tierra, mirando la
corteza de los troncos de la empalizada, su último pensamiento fue: Puto
retraso de mierda…

Torvald Nom no pasó mucho tiempo en su celda. Solo dos comidas después
la puerta traqueteó y reveló a un plateado flanqueado por dos negros. Lo
primero que pensó Torvald fue que era la misma plateada. Luego se dio
cuenta de que en realidad no sabría distinguirla. Ojalá hubiera pasado más
tiempo memorizando los grabados de la armadura de su conductora. Pero
había estado bastante ocupado intentando no vomitar. Se puso en pie poco a
poco e hizo una pequeña reverencia.
—Bienvenidos. Si hubiera sabido que venían, les habría guardado un
poco de mi comida.
—Torvald Nom de Nom —dijo la plateada, y Torvald reconoció su voz
—, nos ha llegado recado de nuestros primos azules confirmando su historia.
Sus credenciales del concejo de Darujhistan también se han considerado
adecuadas. Nuestras disculpas.
Torvald hizo otra pequeña reverencia. Sospechaba que ese era todo el
arrepentimiento que iba a ver.
—Me alegro. —¡Dioses! «Me alegro». ¡Qué banal! ¿No debería decir
algo profundo como «Que esta reunión nos introduzca en una nueva era de
acuerdo entre nuestros dos pueblos», algo así, pomposo y prepotente?
La plateada le hizo un gesto para que saliera.
—Por aquí, por favor.
Mientras recorrían los pasajes de piedra, Torvald miró de soslayo a su
guía. Respiró hondo y se estiró las camisas y el manto.
—Bueno…, ¿cómo se llama? Si me permite preguntárselo.
—Galene.
—¿Galene? Galene. Bueno, ¿adónde vamos? ¿Qué está pasando?
—Hay movimientos inquietantes de fuerzas en las estribaciones. —La
plateada hizo una pequeña pausa, como si buscara las palabras adecuadas—.
Se me ha elegido para que sea su guía.
Y estás encantada de la vida. Bueno, todos tenemos campos que sachar.
—¿Movimientos inquietantes? ¿Se refiere a los rhivi?
—No. No me refiero a las tribus del norte.
—¿No? Entonces… ¿los malazanos?
—No. No son los malazanos.
Tor miró con el ceño fruncido a aquella mujer enloquecedora.
—Y…, ¿entonces quién? —La plateada lo guio a una escalera de caracol
de piedra por la que subieron en fila, él detrás—. ¿Y bien?
—Su ejército daru ha sido llamado a las armas, Nom de Nom.
—¿Ejército? Darujhistan no ha tenido jamás ejército.
Salieron a otro de los tejados de la torre. Allí esperaban innumerables
filas de quorls, las alas provocando un rugido de zumbidos combinados. El
viento lo golpeó. Vio que la mayor parte transportaba dos moranthianos: un
conductor y un pasajero. Delante de su mirada aturdida oleadas de quorls
despegaron una línea tras otra, emprendiendo el vuelo. De diferentes torres
iban alzándose muchos más, hasta que el cielo quedó oscurecido por las
siluetas frágiles que se remontaban por los aires como una marea invadiendo
un valle. Un ejército… ¡tan rápido!
—¿Quién? —le gritó a Galene—. ¿Quién es?
—Nuestro antiguo enemigo —respondió ella, una furia gélida teñía su
voz—. Los que nos expulsaron de las llanuras. Los que nos exiliaron a las
cimas de estas montañas hace siglos. —Lo apuntó con un dedo acusador—.
Sus asesinos, los seguleh.
Nada más traspasar la verja sin cerrar de Vendedores de Hierro Eldra,
Barathol miró a su alrededor en busca de alguien, quien fuera, que saliera a
recibirlo. Era ilegal estar en la calle tan tarde; el legado había bajado la hora
de un toque de queda que hacían cumplir los seguleh. Y Barathol jamás había
oído hablar de un toque de queda respetado de forma tan escrupulosa.
Los talleres estaban en silencio. Hacía meses ya que el humo negro y
asfixiante no giraba alrededor de ese extremo de la ciudad, y las aguas de la
bahía lamían la orilla casi limpias. Estaba pensando en darse la vuelta
(incumplimiento del toque de queda con el agravante de entrada ilegal)
cuando distinguió al tipo bajito y raro, los brazos a la espalda y estudiando
con atención un banco de trabajo repleto de herramientas abandonadas. Se
acercó por detrás y estaba a punto de hablar cuando Kruppe le hizo una
pregunta.
—¿Fue entretenido el paseo en carruaje?
—Kruppe, no sé a qué llamas tú carruaje, pero yo no llamo carruaje a un
carro tirado por un burro. Habría venido más rápido andando.
El hombrecito metió la barbilla, horrorizado.
—¿Qué? Pues el muchacho me aseguró que era un carruaje. De lo más
completo.
—¿Sería el mismo muchacho que golpeaba las ancas para que no se
parara?
—No sabría decir, ¿lo era? Y tú te refieres a las ancas del burro que tiraba
del carro, ¿sí?
Barathol se pasó una mano por la papada y la barbilla mientras estudiaba
a aquel tipo de cara insulsa. Parecía sincero y todo.
—Me voy. —Y se giró para largarse.
—¡No, no, no! —Kruppe lo rodeó—. Tienes que ser tú. Por favor. Un
simple trabajo. Delicado y…, eh, complejo, sí. Pero perfecto para ti.
—Kruppe, no soy ningún maestro artesano. Solo soy un herrero corriente
y moliente. No me quieres a mí. Y tengo que decir que estoy empezando a
preguntarme por esa villa tuya.
—¡Pues me han asegurado que es exquisita! Espaciosa. Encantadora. Con
un enorme… carácter.
—O sea, un viejo cobertizo al que le falta una pared.
Kruppe se quedó inmóvil, sorprendido.
—¿La has visto?
Barathol echó a andar otra vez.
—Lo dicho, me voy a casa. —Un traqueteo en la verja lo detuvo. Las
altas puertas de barrotes de hierro se habían cerrado y se acercaba alguien.
Era difícil ver bajo aquella luz espeluznante del tono del jade, pero el tipo
parecía un vagabundo o un mendigo. Las ropas le colgaban, raídas y
ennegrecidas. El cabello era una maraña salvaje y la cara y las manos le
brillaban, manchadas de hollín, sudorosas. Se estaba frotando las manos en
un trapo que estaba más sucio todavía.
El indigente se detuvo ante ellos. Miró a Barathol de arriba abajo y se
dirigió a Kruppe.
—¿Este es tu herrero?
—Este es.
—Conozco a todos los herreros de la ciudad. Este es nuevo.
—Es un herrero de extracción foránea.
Una sonrisa brilló en la cara sucia del hombre.
—Igual que yo. —Señaló—. Por aquí.
Mientras caminaban, Barathol examinó el tranquilo patio fantasmal y los
cobertizos abiertos y silenciosos.
—Puede que haya guardias…
—Nada de guardias —dijo el vagabundo—. Solo yo…, el propietario.
Barathol se paró en seco.
—¿Tú eres Humilde Medida?
—En carne y hueso.
Barathol se volvió hacia Kruppe y entrecerró los ojos.
—¿Qué está pasando aquí?
Humilde agitó el trapo y señaló a Kruppe.
—Este hombre ha contratado un trabajo. Ingresos que son de agradecer.
—Abrió mucho los brazos y abarcó los patios—. Ha habido una ralentización
temporal en la producción.
—Fabricación —dijo Kruppe—. Un trabajo delicado.
—Así es —asintió Humilde Medida. Instó a Barathol a continuar—.
Déjame contarte una historia, si me lo permites. Había una vez un hombre
que estaba asustado. Temía el gobierno de un cacique opresor, temía a los
ejércitos de invasores, a los asesinos, a los ladrones sangrientos. En pocas
palabras, lo temía casi todo. Para defenderse contra todo eso y para ser fuerte
decidió construir gruesos muros de piedra a su alrededor. Se encadenó a esos
muros para que no lo pudieran sacar de allí ni a la fuerza. Protegió la ventana
con gruesos barrotes de hierro. Cerró bien la puerta con cerrojos y barras y se
tragó las llaves. Y luego, un día, al asomarse aterrado entre los barrotes, se
dio cuenta de que en sus extraordinarios esfuerzos para protegerse y resultar
inatacable se había construido algo muy diferente.
—Una prisión.
—Exacto. En sus esfuerzos por estar libre de la opresión, se había
esclavizado él solo.
Habían entrado en uno de los talleres más grandes. Humilde lo llevó hasta
un banco de metal atestado de herramientas de forja también de metal,
tenazas, martillos y pinzas. Cerca refulgía uno de los inmensos hornos,
crujiendo y siseando. Encima del banco había una caja ancha de piedra.
—Jamás toques con las manos desnudas lo que hay en el interior —le
advirtió Kruppe.
Humilde Medida levantó unas pinzas finas.
—Yo te ayudo.
Barathol lo señaló con la mano.
—No, hazlo tú. Tú eres el maestro herrero.
—Exige tu, eh, resolución —dijo Kruppe.
—¿La mía? ¿Para qué?
El hombrecito miró al techo abovedado como si buscara las palabras
adecuadas.
—Por una cierta cualidad de circularidad.
—¿Qué?
—Solo eso.
Barathol miró a los dos como si intentara calibrar su cordura, que parecía
haber desaparecido por completo.
—¿Cuál es el trabajo, con exactitud?
—Taraceado —dijo Humilde.
—Nosotros no poseemos los, eh, recursos para deshacer lo que hay dentro
de la caja —explicó Kruppe—. Pero quizá tú puedas ablandarlo lo suficiente
para llevar a cabo un pequeño taraceado.
Barathol lanzó un gruñido. Taraceado. Bueno…, eso no parece tan
ilógico.
Kruppe entrelazó los dedos regordetes sobre el estómago.
—Muy bien. Os dejo a los dos con los secretos de vuestro oficio. —De
repente clavó un dedo en el aire—. ¡Pero recordad! ¡El producto terminado
debe sumergirse en cera de abeja! Eso es imperativo.
Humilde lo mandó marchar con un ademán.
—Sí, sí. Conocemos nuestro oficio. Vete de una vez.
—¿De una vez? ¡Que sepa, señor, que Kruppe estaba a punto de irse! A
Kruppe no se le meterá prisa ni se le hará correr. Nada de indecorosos apuros
para el siempre oportuno Kruppe.
—¿Abrimos la caja ya? —le preguntó Humilde a Barathol.
—Kruppe se va, ¡con los dioses!

Mientras descendían por las estribaciones, la llanura del Asentamiento yacía


ante ellos, parda y ocre, rielando en el calor del día, y Yusek maldijo su
paisaje. No podía creer que estaba allí otra vez, disponiéndose a cruzar sus
malditas colinas y barrancos asfixiados de polvo. ¿Cuántas veces había
jurado, y a cuántos dioses y demonios, que una vez que escapara nunca
volvería a poner los pies allí?
El maestro del monasterio encabezaba la marcha. Sall lo seguía, luego
ella y Lo iba el último. El maestro llevaba una espada a la espalda, envuelta y
atada con firmeza en una tela. Aparte de eso iba desarmado. Yusek seguía sin
saber cómo llamarlo. Cuando Sall le había preguntado qué nombre deberían
usar para dirigirse a él, el hombre se había quedado callado un buen rato
antes de aspirar una bocanada irregular de aire y contestar con voz ronca.
—Dolor.
Pero ninguno de los seguleh quiso llamarlo así. Cuando necesitaban
reclamar su atención, se limitaban a decir: «Séptimo».
Un día, mientras descendían hacia la llanura, el séptimo se detuvo y miró
al norte. Todo el mundo se paró también y Yusek entrecerró los ojos, pero no
vio nada.
—Grandes números en movimiento —dijo el séptimo—. Posibles
ejércitos. —Echó a andar otra vez, pero Sall se quedó quieto.
—Nuestros hermanos y hermanas podrían estar implicados —dijo el
joven.
—Eso no nos concierne —respondió el séptimo con dureza—. Nuestro
propósito se encuentra en Darujhistan. Y debemos darnos prisa. Las cosas se
mueven con rapidez.
—No deberíamos darles la espalda.
El séptimo se enfrentó a él cara a cara. Respiró hondo.
—Dime, ¿tú crees que yo quiero ir a esa maldita ciudad? Es el último
lugar al que querría ir jamás. Pero voy porque vosotros vinisteis a mí. Así que
lo menos que podríais hacer es acompañarme, joder.
La ferocidad de las palabras del hombre casi hizo retroceder un paso a
Yusek. Sall se limitó a inclinar la cabeza en aquiescencia.
—Mis disculpas, Séptimo —murmuró, eso sí.
El hombre apartó la mirada y parpadeó. Se lanzó pista abajo para seguir.
—En marcha.
Por su parte, Yusek no podía creer que estaba yendo de verdad a
Darujhistan. Jamás había soñado que vería la gran ciudad. La ciudad de las
Llamas Azules. La ciudad más rica del continente, desde Evinor en el norte a
Elingarth en el sur. Se decía que allí podías encontrar a la venta tela tan fina
que era como el beso del agua. Y frutas y aves raras para comer. Como el
pato. Ella jamás había probado el pato asado. Lo había oído describir como
suculento. Esa sí que era una palabra para la comida. Suculenta. A ella le
gustaría que toda su comida fuera suculenta. Y se bañaría en agua caliente, en
una bañera con jabón perfumado. También lo había oído. Eso sí, de todo lo
que ella podía imaginar que tenía que ser el colmo del lujo.
Comer pato en una bañera. Menudo lujo.
Y Sall con ella. Bueno, ya lo convencería para que dejara de llevar esa
estúpida máscara. Y con él respaldándola, no habría forma de detenerlos.
Irían a por todos esos mercaderes ricos y gordos. Se haría tan famosa que
hasta el barbudo de Orbern metido en su fuerte del bosque oiría hablar de
ella. Sí, le parecía un buen plan. Y había que tener un plan, eso, por lo menos,
lo sabía. No se llegaba a ninguna parte sin un plan.

Las dos figuras que bajaban por la calle de los panaderos del distrito Gadrobi
componían una imagen pintoresca, si bien algo discordante. Una era de una
altura inusual e iba vestida como si se hubiera enrollado todos los retales que
se tiraban detrás de una sastrería. La otra vestía unos harapos grises y raídos,
era calva y tenía un rostro que resplandecía como si estuviera moteado por
pintura metálica. Y cuando esta cara sonreía a los paseantes, los transeúntes
se encogían.
Caminaban con aire despreocupado, en apariencia señalándose los
monumentos uno al otro. Podrían haber estado dando un paseo en busca de
una taberna en la que pasar la velada. Llegaron a la altura de una figura triste,
en cuclillas contra un muro, la cabeza inclinada, y la más baja de las figuras
le dio un codazo a su compañero y ambos giraron para colocarse uno a cada
lado del mendigo agachado. Después se deslizaron por el muro para sentarse
como sujetalibros.
—No es todo tan desolador como parece —suspiró el más grande, el del
pelo tupido, mientras examinaba la calle con la mirada.
—El ardor se desvanece y comienzan a surgir nuevos horizontes —
confirmó el otro.
El más grande ladeó la cabeza.
—Piensa en ello como rigidez sacrificada por una infinidad de
posibilidades…
—Bien dicho —asintió su compañero—. Ahora solo eres fiel a ti mismo.
Puedes hacer lo que decidas.
El que estaba entre los dos levantó la cabeza con vacilación. El largo
cabello sin arreglar le colgaba hasta los ojos.
—Las acciones no dedicadas a un propósito más alto carecen de sentido
—respondió, como si recitara un texto.
Los otros dos intercambiaron miradas por encima de su cabeza.
—Entonces elige un propósito —sugirió el calvo y delgado con una
sonrisa que hizo destellar las coronas de oro de los dientes.
—¿Por ejemplo?
El grande agitó una mano con gesto expansivo.
—Pues… por ejemplo, el nuestro, quizá.
—¿Y cuál es?
Con una sonrisa el más delgado apretó el hombro del tipo.
—Que cada una de nuestras acciones, que nuestra misma presencia, sea
una denuncia constante y un dedo en el ojo para nuestros hermanos. Y
ahora… —él y su compañero engancharon con un brazo los del joven—,
continuemos este debate en un entorno más agradable.
—Yo sugiero Casa Magajal —comentó con voz profunda el grande
cuando echaron a andar.
El metal brillante que relucía en la cara del calvo era, de hecho, unas
puntadas de hilo de oro. Oro que se arrugó cuando su dueño frunció el ceño.
—Esa agua el vino en exceso. No. Cena primero en la Terraza, con vistas
al lago. Debatiremos las diversiones posteriores durante la comida.
—Excelente.
—Vamos, amigo —lo alentó el calvo—. Que este sea el primer día de un
jardín abierto de compañerismo, aventura y derroche.

Eje observó la calle a través de las tablas clavadas en la ventana del bar de
K’rul, después volvió a sentarse en la silla con la ballesta en el regazo.
—Parece tranquilo —exclamó por encima del hombro—. Quizá al final
han decidido que no valemos la pena.
—Ya te gustaría —rezongó Rapiña desde la barra. Ladeó la cabeza y
miró al bardo, Pescador, en el extremo de la barra, donde estaba
emborronando un trozo de papel vitela. La veterana sirvió dos jarras de
cerveza, se deslizó hasta él y miró sin comprender las marcas garabateadas en
la hoja—. ¿Qué escribes?
—Un poema épico. —Levantó una de las jarras, ofreció un brindis
silencioso y bebió.
Rapiña se inclinó hacia delante, se apoyó en los codos y entrecerró los
ojos como si se le acabara de ocurrir algo de repente.
—¿Y tú por qué estás aquí?
—Me gusta tener un sitio tranquilo para componer.
La mujer lanzó una risita.
—Muy buena, esa. —Después frunció el ceño—. Espera un minuto… —
Había abierto la boca para decir más cuando un gemido estruendoso detuvo a
todo el mundo. Parecía provenir de las propias paredes, como si el edificio se
estuviera retorciendo, o lo estuvieran aplastando.
Eje se levantó de un salto, aferrado a su ballesta.
—¿Qué es eso?
—Y yo qué cojones sé —rezongó Rapiña mientras salía sin prisa de
detrás de la barra con los cuchillos largos en la mano—. ¡Mezcla!
—Despejado —fue la respuesta de la parte de atrás.
—Parecía venir de abajo —dijo Pescador.
Rapiña asintió.
—Vamos a echar un vistazo. Ej, comprueba el sótano.
—¿Qué? ¿Por qué tengo que comprobar yo el sótano?
—¡Porque lo digo yo, por eso! Venga, vete.
Eje se fue a las escaleras rezongando.
Después de que desapareciera, un repentino crujido explosivo de madera
hizo encogerse a todos.
—Arriba —gruñó Rapiña, y se marchó por las escaleras. La mano de
Pescador se fue acercando a su espada larga.
—Ese poema tuyo —susurró Duiker en el silencio cargado—, ¿de qué
va?
—De los dioses ancestrales.
Rapiña volvió a bajar con el asombro pintado en la cara. Señaló arriba.
—Se partieron unas maderas en el tejado y los muros. Y encima eran las
de carga.
Eje apareció con aspecto pálido y enfermizo. Incapaz de hablar, solo se
señaló las botas. Un fluido negro, con costras y gomoso como la sangre
antigua, las recubría. Sus pies habían dejado un rastro de sangre en el suelo
sucio de piedra.
—El sótano —consiguió decir, la voz asfixiada—. Inundado. Está
pasando algo, Rap. Algo terrible.
Duiker volvió la cabeza para estudiar al bardo extranjero cara a cara.
—Y ese poema… ¿Cómo va?
Pescador dejó escapar un suspiro tenso.
—Creo que lo estoy terminando.
16

El paraíso sería una ciudad donde las perlas adoquinan las calles y las gemas sirven de juguetes para los
niños. ¿Y por qué? No porque todos vayan a ser muy ricos, sino porque sus ciudadanos habrán
reconocido que tales cosas son en realidad entretenimientos infantiles.

Palabras de los Profetas Callejeros


Nombre del recopilador, oculto

Hubo momentos, mientras Kiska cabeceaba en la cueva, medio dormida bajo


la tenue luz fantasmal de la noche, que creyó oír sollozos. El sonido llegaba
flotando sobre las olas, leve, vacilante, y ella lo habría desechado como una
especie de sueño si no lo hubiera oído más de una vez.
El sonido le chirriaba como una hoja por la columna, porque sabía quién
era. Si Tayschrenn no estaba muerto, como insistía Leoman, no podía ser
otro. El antiguo mago había perdido la cabeza, o, para ser más precisos, ella
había destruido su mente al seguirle el juego a la reina de los Sueños.
Esa zorra intrigante. Por fin lo entendía todo. La elegancia. El sello de
todas sus intrigas. Ella, Kiska, la agente ingenua, buscaría al archimago y le
suministraría el veneno que ella le entregaría. Y una vez ocurriera eso, se
desataría la reacción correspondiente y el mago sufriría el golpe.
Había sido la idiota descerebrada. ¡Dioses! Cada vez que volvía a pensar
en ello se daba de golpes en la frente con el canto de las manos. Escaparía de
allí aunque solo fuera para dar caza a esa puñetera Encantadora.
¿Y Agayla? No, ella también debía de ignorar las intenciones de la Reina.
Tenía que ignorarlas.
¡Por todos los dioses del cielo y del inframundo, olvidados y perjurados!
¿Cuándo aprenderé de una vez? A no confiar en nadie. Nunca. Ese había
sido su error. Había confiado y la habían utilizado. Como le pasa a todo el
mundo en todas partes. No eres nada especial, mujer.
Gimió otra vez, se envolvió la cabeza con los brazos y la metió entre las
piernas.
Algo más al fondo de la cueva, Leoman se removió.
—No te castigues más, niña —le dijo—. No tenías… no teníamos…
forma de saberlo.
—Cierra la puta boca del Abismo.
Kiska oyó guijarros que golpeaban la pared cuando él empezó a tirarlos
uno a uno.
—Ahora escuece, pero pasará. Que me lo digan a mí. Y ni siquiera fue a
propósito. Así que da igual. Lo hecho, hecho está. No tiene sentido
preocuparse por ello.
La joven levantó la cabeza y se lo quedó mirando, incrédula.
—¡Dice el hombre que asesinó a miles en una tormenta de fuego que
provocó aposta!
Leoman se encogió de hombros.
—Era una guerra. Estaba luchando por mi vida.
—¿Por qué debería valer tu vida más que la de cualquier otro de esa
ciudad?
El hombre tiró otro guijarro.
—Para mí vale más.
Kiska le dio la espalda.
—Dioses. No tienes remedio.
—Solo soy honesto.
En la boca de la cueva se oyeron los pasos arrastrados e irregulares de las
criaturas rescatadas. Kiska y Leoman intercambiaron una mirada. Él se
levantó y se limpió la tierra de las raídas túnicas de Siete Ciudades que
todavía vestía sobre la cota de malla. Kiska se puso en pie.
—Podéis salir —dijo una voz débil y temblorosa—. Seguidnos.
La chica agachó la cabeza y salió de la cueva seguida por Leoman. Las
criaturas se habían dirigido cojeando a la orilla.
—Venid —exclamó una.
Bajaron por la playa de arena negra. Kiska miró a su alrededor en busca
del gigante Korus. No parecía estar por ningún sitio. La enorme silueta
desdibujada de Hacedor era visible, más grande que cualquier montaña,
afanándose en alguna parte de la orilla, a lo lejos.
Entonces vio a alguien en la orilla y se quedó paralizada. El corazón le
dio un vuelco como si le hubieran propinado un martillazo. Se llevó de
repente una mano a la boca. Él. De pie. De pie. Con los ojos clavados en el
brillante mar de Vitr. Oh, mi Reina, me he portado tan mal contigo.
Bajó corriendo hasta él solo para pararse en seco. Estiró el brazo como si
quisiera tocarlo, pero apartó la mano de pronto, temía no poder. O que quizá
él no estuviera allí. El mago se volvió hacia ella, que se estremeció y contuvo
el aliento. Porque era Tayschrenn, pero al mismo tiempo no lo era. Había
desaparecido aquella mirada perspicaz e interrogante que podía desollar la
carne del hueso. Había desaparecido también el semblante cauto, inmóvil,
casi como una máscara. Aquel hombre le sonreía y la estudiaba a su vez. Pero
aquella visión hizo que el corazón le doliera a la joven todavía más, tan triste
era, tan melancólica.
—¿Está… sanado? —le preguntó ella, la voz entrecortada.
—¿Sanado? Sí, Kiska. Estoy sanado. —El mago estiró la mano para
apartarle el pelo de la cara—. Y torturado. Abierto en canal.
—No lo entiendo.
El mago la invitó a pasear con él por la orilla.
—Me has devuelto a mí mismo, Kiska. Aunque me pregunto si debería
darte las gracias.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que era, soy, todavía Thenaj. Igual que soy también
Tayschrenn. Y me encuentro con que era todo lo que Thenaj detestaba. Pero
sigo siendo los dos. Y ahora debo elegir quién ser.
—¿Es los dos? Pues sea los dos. Sea quien es.
De nuevo la sonrisa glacial mientras caminaba, el largo y ralo cabello
suelto.
—Siempre tiene que ser lo más difícil contigo, ¿eh, Kiska? Más fácil
sería limitarse a negar uno u otro. Borrarlo. Fingir que no fue nunca… pero,
en su lugar, tú aconsejas conciliarlos. La difícil tercera vía de la adaptación y
el crecimiento.
Extendió las manos de dedos largos frente a él y las volvió como si las
estudiara por primera vez.
—Así sea. Seré los dos… y ninguno.
—Y —preguntó Kiska con cautela—, ¿qué hará?
—Sí. Qué hacer. No puedo regresar a lo antiguo ahora que no soy quien
era… Pero hay una posibilidad que me reclama. Un posible lugar para mí.
Uno que quizá solo yo pueda llenar…
—¿Cuál?
El otro se volvió para mirarla de frente. Negó con la cabeza.
—Ya veremos. Quizá no sea lo bastante fuerte para asumirlo. Por ahora
basta con que nos vayamos. Aquí ya he terminado.
—Entonces…, ¿nos vamos? ¿Se viene conmigo?
—Sí.
Kiska tuvo la sensación de haberse quitado un gran peso de encima.
—¡Gracias a los dioses!
—No les des las gracias —soltó de repente Tayschrenn en un tono no
muy diferente al que solía tener—. Se están despertando cosas terribles,
imperdonables, y se podría sostener que los culpables son ellos. Han metido
las manos en el horno demasiadas veces ya y ahora se encuentran con que no
las pueden sacar. Así que no les des las gracias. Pero quizá podamos
encontrar en nuestro interior el modo de compadecerlos.
Kiska no sabía qué pensar de todo eso, la mayor parte de lo cual parecía
dirigido a sí mismo, en cualquier caso. Pero ya no importaba. Había oído las
palabras que quería oír. Iba a volver. Lo había conseguido. Enviada en una
misión al otro lado de la creación para encontrar a alguien arrojado al Caos…
¡y lo había conseguido!
Y entonces empezó a preguntárselo: ¿qué era en realidad lo que más le
importaba? ¿Qué era lo que la había estado reconcomiendo todo ese tiempo?
No era la preocupación por Tayschrenn, ni el miedo por su propia suerte.
¿Solo que era incapaz de soportar el fracaso? No era una revelación
demasiado halagadora.
Quizá, como había sugerido Tayschrenn, podía limitarse a borrar esa idea.
El mago la condujo de vuelta adonde aguardaba Leoman con las manos
en el cinturón y junto a las criaturas reunidas.
Tayschrenn se detuvo delante del otro hombre y frunció el ceño.
—Leoman de los Mayales. Tienes muy poca vergüenza para plantarte
aquí delante de mí.
El hombre se encogió de hombros con gesto despreocupado.
—Todo eso queda en el pasado.
El mago entrecerró los ojos, las patas de gallo de las comisuras de sus
ojos se profundizaron.
—Qué ironía que digas tú eso…
—Thenaj… —preguntó uno de los deformes, la voz temblorosa—. ¿Qué
está pasando?
—Lo siento. Pero… me voy.
—¿Te vas? ¿Nos dejas? —Las criaturas emprendieron un clamor de
murmullos y llantos.
Entonces apareció Korus, saltando hacia ellos entre las dunas.
—¿Qué es esto? —bramó—. ¿Te vas? —Se acercó y clavó en el suelo las
garras de sus extraños pies, que levantaron la arena por los aires—. ¡Sabía
que nos traicionarías! Lo percibí en ti…, mago. ¡Torturador! ¡Asesino!
—Eso no es justo —gritó Kiska.
—Mírate…, abandonándonos. ¿Es que tu palabra no significa nada? No,
por supuesto que no, ¡tú has perjurado toda tu vida!
Un dolor indisimulado crispó los rasgos de Tayschrenn, que levantó una
mano para hablar.
—Por favor, Korus, amigo mío…
—¿Y qué vamos a hacer nosotros? —continuó con furia el gigantesco
demonio. Señaló de repente con una mano el Vitr—. Cada día los oigo
llamar. Nuestros hermanos y hermanas, ¡muriéndose! ¡Ardiendo hasta
disolverse! ¿Qué hemos de hacer? —Kiska se quedó asombrada al oír un
tormento real en la voz entrecortada y temblorosa del demonio.
—Korus…, Korus. Por favor. Escúchame. Dame las manos.
La enorme bestia se apartó con un estremecimiento.
—¿Qué?
—Korus, confía en mí. Sigo siendo el hombre que conociste como
Thenaj. De veras. Lo soy. Ahora dame las manos.
El aristocrático demonio fue acercando poco a poco las descomunales
garras. Los colmillos largos como cuchillos chirriaron y crujieron con el
esfuerzo del gesto. Tayschrenn cogió los mutilados dedos entre los suyos. Las
cicatrices que subían retorciéndose por los antebrazos de Korus marcaban la
extensión de su sufrimiento pasado. Tras un momento, Tayschrenn lo soltó.
—Ya está.
—¿Ya está? ¿Qué truco es este?
—Ahora eres inmune al Vitr, amigo mío. Puedes entrar en él como hacía
yo. Sin miedo ni consecuencias. Ocuparás mi lugar.
El demonio retrocedió. Ladeó la amplia cabeza sarnosa como si no
pudiera, o no quisiera, creerlo.
—Cómo voy a…
Tayschrenn señaló el mar de Vitr.
—Adelante. Prueba.
Korus dio un paso atrás, todavía receloso. Luego bajó sin ruido hasta las
olas. Metió una mano en la marea resplandeciente de luz líquida y la levantó,
dejando que el fluido le corriera por las garras. Luego, cuando las volvió a
mirar, se echó a reír. Echó hacia atrás la melenuda cabeza y lanzó una enorme
carcajada que lo estremeció entero. Cayó de rodillas y empezó a chapotear
con las dos manos en el Vitr como si no fuera más que un charco dejado por
la marea. Las deformadas criaturas se reunieron cerca, en la orilla.
Murmuraban con asombro mientras Korus continuaba riéndose sin parar.
—Lo que has hecho ha sido magnífico —dijo Kiska.
El mago negó con la cabeza.
—¿Seguro? Pocos de los que llaman sobreviven. Sufrirá muchos fracasos.
Será un tormento.
—No. Su impotencia era su tormento.
—¿Impotencia? —El mago se examinó las manos una vez más—. Ah.
Impotencia.
—¿Y ahora? —preguntó ella.
—Ahora nos vamos.
—Sí —dijo Leoman—. Ahora os vais.
—¿Os? —repitió Kiska con aspereza—. ¿Qué quieres decir? Fue lo que
dijiste también antes.
El hombre se alisó el bigote y se encogió de hombros otra vez.
—Quiero decir que yo me quedo, creo.
—¿Tú? ¿Quedarte? —se rio Kiska—. Eso es absurdo. —Señaló la costa
desolada—. Aquí no hay nada para ti.
—Es tranquilo, Kiska —respondió Leoman con calma, sin dejarse afectar
por el menosprecio de su compañera—. Aquí puedo dormir. Y para mí eso
significa mucho.
—Entiendo —dijo Tayschrenn.
Kiska se puso las manos en las caderas.
—Esto es ridículo. —Señaló a Tayschrenn—. Acabo de… Tú te vienes
con nosotros. Y no hay más que hablar.
—No. Y quién sabe… si este sitio puede ayudar aquí a nuestro amigo,
quizá pueda ayudarme a mí.
Kiska agitó una mano para rogarle a Tayschrenn que hablara.
—Diga algo. ¡No puede quedarse aquí él solo!
El mago se aclaró la garganta y asintió.
—A Hacedor le gustan las historias. Siempre sentí no tener ninguna para
contarle.
Leoman se atusó el bigote otra vez.
—¡Bueno! —Sonrió tras la mano—. La cantidad de historias que tengo
para él.
—No.
Tayschrenn la cogió de la mano.
—Ven.
—¡No!
El mago fue tirando de ella como de un niño reticente.
—No…, no podemos dejarlo aquí solo, sin más…
—No está solo.
—Bueno, sí, pero…
—Él sabe lo que es mejor para él. Venga, vamos. Tenemos mucho
camino por delante.
—¡Bien! —Kiska se retorció la mano para liberarse y se estiró la camisa
—. Bien. ¡Déjelo exiliado, entonces! ¡Para siempre!
Tayschrenn siguió caminando con las manos entrelazadas a la espalda.
—No está exiliado. Puede irse cuando lo desee. Hacedor puede enviarlo
adonde elija.
—Oh…, bueno. ¿Por qué no lo ha dicho? —Kiska echó a correr para
alcanzarlo. Miró atrás, captó la atención de Leoman y se despidió con la
mano.
Leoman respondió al ademán, luego le dio la espalda, los brazos
cruzados, para observar a Korus jugar en el mar. Y, en opinión de Kiska, era
cierto que poseía el aspecto de un hombre en paz.

Un ruido abajo despertó a Scillara. Se puso tensa y escuchó en la oscuridad.


La ciudad había estado tranquila esas últimas semanas una vez que el legado
había impuesto el toque de queda. Cada sonido transmitía una insistencia
repentina y se destacaba tan poco común e inesperado como…, bueno, como
un hombre honesto.
Bajó la mano para coger el cuchillo largo que Barathol tenía en el suelo,
debajo de la cama. Ella se había reído, por supuesto, como tenía por
costumbre con él (lo que fuera para espantar lo lúgubre); había comprendido
mucho tiempo atrás que el herrero era uno de esos a los que no les costaba
nada deslizarse hacia cavilaciones sombrías.
Así que le tocaba a ella despabilarlo.
Por extraño que fuera, su primer pensamiento había sido para el pequeño.
Eso sí que es una sorpresa. Me empieza a afectar, después de todo. Como
dijo Barathol.
Escuchó una vez más: lo único que pudo oír fue el aliento rápido y
húmedo del bebé.
Y luego se oyó otra vez. Había alguien moviéndose abajo. ¡Como si ellos
tuvieran algo digno de ser robado! El allanamiento más decepcionante del
mundo. Corrió a las escaleras y fue bajando poco a poco, el cuchillo estirado
por delante. Que se rían de la gorda con el cuchillo; le había tocado
clavárselo a unos cuantos hombres que se habían puesto peligrosos con la
bebida y el mal genio.
Había una luz visible en la planta principal. A medio camino de las
escaleras de piedra, Scillara vio a Barathol en la parte de atrás, ocupándose
del fuego. Metió la mano por la trampilla para deslizar el cuchillo hasta el
suelo del dormitorio y bajó.
—¿Ya de vuelta?
Él gruñó y le dio la espalda al fuego que intentaba hacer cobrar vida. A
Scillara le sorprendió ver que estaba calado.
—Estás empapado. ¿Estaba lloviendo?
—No —graznó él, la voz entrecortada.
La mujer le quitó los palos y la yesca de las manos temblorosas.
—Yo me ocupo de eso. ¿Qué pasó, entonces? —Y sopló sobre las brasas.
El herrero se dejó caer en una silla.
—Me lavé. Entero. Me eché encima agua de una cisterna.
—¿Para ocultar el olor a la bebida?
Ni un solo indicio de respuesta.
—No. Para quitar… otra cosa. —Extendió las manos y les dio la vuelta.
Temblaban como hojas. Scillara se arrodilló y fue cogerlas, pero él las apartó
de un tirón. Con todo, ella sintió el frío. ¡Congeladas!
—Ayer vino un muchacho con una comida cocinada para nosotros y una
nota que decía que todavía estabas trabajando. —Barathol la miró, confuso,
parpadeando con pesadez. Agotado… ¿qué trabajo era ese? ¡A ese gordo le
voy a arrancar la cabeza!
—¿Mensaje? Yo no envié ningún mensaje.
—Bueno. Ya has vuelto. ¿Quieres ver al pequeño?
El herrero se irguió con una sacudida.
—¡No! Tengo que…, tengo que lavarme antes.
—¿Lavarte? —Lanzó una pequeña carcajada—. Estás más limpio de lo
que te he visto jamás.
Barathol se limitó a quedarse mirando el fuego.
—Calienta agua. Trae esa pastilla de jabón. Y el cuchillo más pequeño
que tengamos. Tengo que cortarme las uñas. Restregarme las manos. Antes…
antes de tocar nada.
—Barathol… estás bastante limpio…
—¡No! —Se apretó los ojos con los cantos de las manos—. Maldita sea,
mujer, por una vez haz lo que te pido.
Scillara retrocedió un poco. Muy bien. ¡Solo por esta vez! Y fue a llenar
la olla.

Chal Grilol había sido carpintero, producía ruedas con rayos para carretas,
baúles, bancos, lo que fuera que necesitara cualquiera del barrio. Luego, el
dolor en las articulaciones lo dejó sin manos y ya no pudo seguir sosteniendo
sus herramientas. No podía trabajar así que perdió su casa; sus chicos se
habían ido hacía mucho y la esposa estaba muerta, así que él se había
quedado en la calle y dormía bajo un muelle en el puerto. Esa noche había
salido a pescar en la punta del amarradero, y utilizaba un farol para atraer a
los pececillos.
Y entonces apareció esa carreta de dos ruedas, amarradero arriba,
empujada de espaldas por un hombre greñudo, sucio y con el pelo revuelto
que murmuraba para sí. Y mientras Chal observaba, asombrado, el tipo
fornido procedió a ir tirando herramientas y cachivaches de la carreta al lago.
Arrojó martillos a las olas, lo más lejos que pudo. Con unos gruesos guantes
de cuero puestos, tiró puñados de herramientas más pequeñas por el
amarradero como si fueran piedras sueltas. Después se subió a la carreta y
arrojó a patadas un gran yunque que cayó con un repique que resonó en la
oscuridad e hizo temblar el amarradero entero de un extremo a otro. Empezó
a empujarlo hasta que lo volcó por el borde y se oyó después el fuerte
estrépito de la zambullida. Lo último fueron los guantes, que siguieron a todo
lo demás al agua.
El tipo se sacudió las manos y se volvió hacia Chal, que seguía sentado
con la caña en las manos. El hombre sacó un trapo manchado de hollín, se
limpió la cara y las manos y miró abajo con el ceño fruncido.
—Puede que pienses para ti, amigo: «Ese montón podría valer un cobre o
dos». Pero ni se te ocurra. —Se inclinó todavía más y había algo en sus ojos,
algo salvaje y terrible—. Está maldito, amigo. Tocado por una maldición
temible. —Miró a su alrededor como si escuchara la noche, los golpes del
agua en el muelle, los botes gimiendo contra sus amarras—. Incluso ahora
puede que no sea seguro. —Le dio unas palmaditas a Chal en el hombro y
empezó a subir por el muelle con su carreta—. ¡Buenas noches!
Cuando el crujido de las ruedas de la carreta se fue perdiendo por el
puerto, Chal se quedó sentado, escuchando, y le pareció que el murmullo del
agua había adoptado un gemido hueco más ominoso y que el crujido de las
ruedas había regresado a sus oídos, esa vez acompañado del tintineo de una
cadena de metal, quizá de los barcos cercanos. Con la caña en una mano y el
farol en la otra, echó a correr. Sus pies desnudos golpeaban las tablas grises
por el camino y un frío gélido parecía pellizcarlos con cada paso.

Eje estaba medio despierto en la sala común del bar, la barbilla en las manos,
devanándose los sesos para averiguar lo que aquel maldito mago-alquimista,
Baruk, había estado intentando decirle. Había algo. Estaba seguro. ¿Por qué
dejarlo ir si no? ¿Por qué entonces insinuar… lo que fuera? Había algo, justo
fuera de su alcance, y lo estaba volviendo loco.
En la barrera que habían arrojado ante la puerta, vigilando la calle sumida
en la noche, Mezcla volvió a cruzar las piernas y se echó hacia atrás en la
silla con la ballesta en el regazo. Entonces estalló el largo mostrador de
piedra de la barra. No había otra forma de explicarlo. Estalló con una
erupción que mandó a Mezcla dando vueltas de espaldas; la ballesta se
disparó y la veterana cayó de espaldas. Eje se arrojó de la silla y fue a
meterse bajo la mesa.
Unas pisadas se acercaron con pesadez y entró Duiker vestido con camisa
y pantalones, una espada envainada en la mano y seguido por Rapiña con una
camisa larga de dormir. El bardo, Pescador, había salido: a captar el ambiente
de la ciudad, o alguna bobada parecida.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Rapiña. Eje levantó los ojos y le pareció
que los pesados pechos sin contener de la mujer se asomaban a la camisa de
dormir de un modo de lo más atractivo.
—La maldita barra se agrietó —dijo Mezcla—. Eje…, sal, Ej. Echa un
vistazo.
—Me caí de la silla, nada más. —Se irguió y se colocó bien la camisa. Su
compañera le señaló la barra.
La piedra estaba agrietada de un lado a otro. El polvo todavía flotaba en
el aire.
—Más de lo mismo —dijo Eje—. Este sitio está sufriendo una especie de
presión. Como si lo estuvieran retorciendo y estrujando. Como al propio
K’rul.
—La propia —lo corrigió Mezcla—. Ya la viste.
—Sí. Pero yo siempre pensé en K’rul como él.
—Siempre ha sido una ella… ¡todo el mundo lo sabe!
—No que yo supiera.
—¡Qué más da, joder! —interpuso Rapiña—. A ver si tenemos las
prioridades claras, ¿estamos? Eje, ¿ahora tenemos problemas peores?
¿Deberíamos dejarlo y largarnos?
Eje apoyó una mano en el mostrador de piedra e intentó filtrar los
mensajes que tintineaban a todo volumen por su senda. ¡Dioses! Como un
hormiguero volcado. Todo está corriendo de acá para allá, frenético,
buscando un lugar para refugiarse ni ellos mismos saben de qué. Me da la
sensación de que va a dar igual adónde vayamos…
—Deberíamos quedarnos —anunció de repente Duiker. Todo el mundo
miró al anciano.
—¿Por qué? —preguntó Mezcla.
—Creo que ayuda. Que nosotros, alguien, esté aquí. Creo que ayuda.
Mezcla se volvió hacia Eje.
—¿Y bien?
El veterano le dio una sacudida rápida a la cabeza.
—Sí. Además, no sé si íbamos a estar más seguros en otra parte.
—Bien. —Mezcla miró a su alrededor con una expresión casi posesiva—.
No quiero que me echen. Tengo demasiado invertido aquí. —Los miró con
furia—. Venga, volved a dormir. Se acabó el espectáculo.
Eje observó a Rapiña regresar a las antiguas celdas de los sacerdotes. Tío,
si Rapiña empieza a atraerme es que hace mucho que no tengo a una mujer.
Pasó la mano por la piedra fría y lisa. Piedra. Las piedras. Quizá era eso.
Algo en las piedras. ¡Sí! Tenía que serlo. Pero ¿qué? ¿Qué pasa con las
piedras?
Dio una palmada furiosa en el mostrador. ¡Que la Reina se lo lleve! Era
exasperante. Sabía que había algo. Pero no conseguía dar con ello. Tenía que
ser importante. Tenía que serlo.

Jan estaba echado en los alojamientos que se habían instalado para los
seguleh en el laberinto de habitaciones del Pabellón de la Majestad. Uno de
los Cien vino a avisarlo de que el legado lo requería en el Gran Salón. Asintió
y se levantó.
Requería. Ese era su nuevo estatus. Sirvientes. Sirvientes del Trono. Pero
tampoco era nada nuevo. Solo estaban regresando a su lugar original. Su
papel original. ¿No era eso lo que habían anhelado durante el largo exilio?
¿Por qué entonces esa inquietud, ese desasosiego?
¿Demasiado orgulloso para servir? ¿Demasiado arrogante para hincar
la rodilla? ¿Era ese el problema?
Quizá. Pero no podía evitar sospechar que la causa era más profunda.
Algo más integral, más esencial.
Encontró el Gran Salón atestado de concejales, aristócratas de la ciudad,
funcionarios de la corte y parásitos en general, como lady Envidia, muchos
de los cuales no tenían ningún propósito real para estar allí, pero parecían
capaces de comportarse como si lo tuvieran. Jan hizo caso omiso de todos
ellos, por supuesto, no eran de la espada. Ignoró incluso a aquellos que sí
llevaban armas en las caderas, como algunos de los concejales. Él y sus
hermanos y hermanas habían tenido que encontrar una categoría nueva para
esos individuos: eunucos que todavía conservaban sus armas.
Las charlas eran un murmullo bajo, quizá para que todo el mundo pudiera
oír lo que decían todos los demás. Jan se dirigió directamente al trono. Cuatro
de los Veinte lo protegían. También estaban presentes esos dos guardias
desaliñados. Se habían colocado más apartados, entre los pilares de la
columnata. Las ballestas les colgaban a los costados mientras comían una
especie de bollos al vapor. Se le ocurrió a Jan que esos dos siempre parecían
estar comiendo algo.
Se acercó la Boca, con un aspecto tan pálido y demacrado como siempre.
Parecía enfermo, con fiebre quizá, sudoroso, una mano apoyada de forma
constante en la garganta.
—Segundo —lo saludó. Jan se inclinó—. Tenemos un prisionero. Un
espía que trabajaba contra nosotros. Ha de ser ejecutado.
Jan se encogió apenas de hombros.
—¿Ejecutado? Muy bien. Que así sea.
La Boca se secó la frente, tragó saliva y se sujetó el estómago con una
mueca de dolor.
—No pareces entenderlo. La ejecución han de llevarla a cabo los seguleh.
Debes ocuparte de ello.
Jan se volvió hacia la figura cubierta por la máscara de oro del trono.
—Tiene que haber un malentendido. Somos guerreros, no verdugos.
Nosotros no matamos prisioneros.
El óvalo de oro se volvió poco a poco hacia él. Jan tuvo la sensación de
que la pequeña sonrisa grabada en los labios adoptaba una actitud distante y
fría.
—Los seguleh siempre habéis sido mis ejecutores —dijo la Boca—. Ese
es el propósito para el que os moldeé. Los ejecutores perfectos que
asesinaban a todos y cada uno de los que se oponían a mí. Y ahora… cumplid
con vuestro papel.
No había sido solo la rapidez de reflejos de Jan lo que lo había hecho
ascender al rango de segundo; había sido también su agudeza mental. Así que
se limitó a inclinar la máscara un poco y se giró para irse.
Ahora no es el momento ni el lugar. Saltar a la oposición en ese instante
significaría una confrontación y una escalada del peligro. Antes de entrar en
batalla hay que considerar todos los resultados en potencia, elegir el más
deseable y luego orientar el combate hacia el logro de ese fin.
¿Y cuál es ese fin? En este momento no tengo ni idea de cuál podría
ser…

Cuando el guardia de la ciudad abrió la puerta de la celda para Jan y dos de


los Cien, el prisionero se levantó para recibirlos. Mantenía la cabeza erguida.
Tenía las manos atadas a la espalda. Era un guardia de la ciudad retirado,
mayor y con exceso de peso, presentaba un aspecto desaliñado tras haber sido
registrado y haber sufrido una ligera paliza.
—Se te acusa de conspirar para derribar el gobierno del legado —dijo
Jan.
Los dos de los Cien intercambiaron miradas interrogantes; el prisionero
no parecía consciente del extraordinario honor que le acababa de conceder
Jan.
El hombre se encogió de hombros lo mejor que pudo con las manos
todavía atadas.
—No me avergüenza. Ni lo niego. Lo volvería a hacer. Darujhistan puede
gobernarse sola sin necesidad de coerción ni órdenes.
—Eso sería el caos.
Al antiguo guardia pareció divertirle la respuesta.
—Solo para aquellos que no lo entienden.
Jan hizo un gesto rápido y cortante con la mano.
—La jerarquía debe estar clara.
—De ti precisamente no espero que lo entiendas.
—Quizá estés en lo cierto —asintió Jan—. No pretendo estar versado en
todas las formas de mando.
El guardia retirado asintió.
—Ah, ya lo comprendo. Tú hablas de mando. Yo hablo de gobierno.
—No veo la diferencia.
El antiguo guardia estudió a Jan con atención, como si intentara asomarse
tras la máscara. Lo que vio allí, o no consiguió ver, pareció decepcionarlo.
—Entonces ese es el abismo que nos separa. —Ladeó la cabeza, como si
se le ocurriera una idea nueva—. Sin embargo, estás hablando conmigo…,
¿por qué?
—Estoy intentando entender.
La admisión sacudió al antiguo guardia, que abrió mucho los ojos cuando
pareció comprender la profundidad de aquellas palabras. Después deslizó la
mirada al suelo y dejó escapar un suspiro pesado.
—En ese caso, lo siento por ti.
Le tocó a Jan sufrir una sacudida, como si lo hubieran golpeado. ¿Estoy
aquí para ejecutar a este hombre, pero es él el que me compadece a mí?
Quizá alarmado por la reacción de Jan, uno de los Cien se adelantó y
cogió su espada.
—Arrodíllate —ordenó la seguleh—. Se te ha condenado a morir.
Jan estiró de golpe una mano y dio una orden. No.
—Esto es para mí.
—Eres el segundo —se atrevió a decir la mujer, sin aliento, la máscara
ladeada.
—Razón de más para que deba ser yo. —Sí, soy el segundo. Sobre mí
debe recaer esta carga. Sobre mí debe recaer la culpa. Deslizó una mano
hacia la empuñadura de la espada y se dirigió al antiguo guardia—. Será
rápido.
—Para mí lo será —susurró el hombre antes de que la hoja de Jan
destellara empuñada por una sola mano bajo su barbilla. Las rodillas cedieron
primero y parecieron arrastrar el cuerpo al suelo. Cayó recto, sin fuerzas,
hundido.
Jan contempló el cadáver y los últimos chorros bombeados de sangre
arterial cuando el corazón continuó su labor con tozudez, negándose a admitir
el final. El seguleh limpió su hoja con cuidado antes de volver a envainarla.
Los dos de los Cien se quedaron mirando, fascinados por la gráfica
demostración. Jan les hizo un gesto impaciente para que salieran, pero él se
quedó atrás. Aquel hombre había tenido razón. Para él había sido rápido.
Pero me temo que yo nunca lo dejaré atrás. He cometido un asesinato. Sobre
mí recae ahora la culpa de esto… y tantas cosas más. Oh, Primero, ¿por qué
no hablaste? ¿Fue porque tu culpa era demasiado grande? Pero todo eso fue
hace ya mucho tiempo. ¿No puede cambiar un pueblo? Quizá pueda… si los
que los rodean se lo permiten.
Jan dejó el pasillo de las celdas y les hizo un gesto a los guardias de la
prisión. Pasaron junto a él, los ojos bajos, deslizándose por el otro muro. Y
donde Jan habría leído en un tiempo respeto, o el aprecio debido, vio en ese
momento solo miedo. Quizá incluso un toque de aversión.
¿O era solo él?
Azogue ya no oía el quejido apagado y los crujidos de la roca que resonaban
por todo el Engendro desde que estaba cincelando el umbral de piedra bajo
las grandes puertas de piedra que ocultaban lo que esa banda chiflada de
brujas, sacerdotes, magos y mercenarios estaba convencida que era el Trono
de la Noche.
Él no pensaba que llevaran a nada ni remotamente parecido. Quizá al
Escobero del Polvo. O más bien, al Váter Hediondo. Pero a él eso le daba
igual. Su trabajo era abrir esas puertas, o nadie iba a ninguna parte. Incluso
cuando descansaba, el tintineo agudo del hierro sobre hierro tañía en sus
oídos, así que sufrió un sobresalto cuando miró y vio un par de magníficas
botas de cuero pulido justo a su lado. Alzó los ojos y vio al tipo vestido con
armadura y costosas ropas que suponía que era un mago y que había dicho
llamarse Bauchelain.
—¿Qué quieres? —dijo Azogue, en voz bastante alta por culpa de todo
aquel repique metálico.
El hombre se agachó y lo estudió con una intensidad inquietante.
—Estás cerca de la muerte —le dijo.
Azogue miró al tipo de arriba abajo con toda intención.
—Y que lo digas.
El otro sacudió la cabeza con una risita.
—No, no, no. Yo no. Por lo menos ahora mismo no. No, quiero decir que
la muerte te observa. Suscitas el interés de… eh… bueno, su interés.
—¿Te refieres al Embozado?
—Desde luego que no. El Embozado ha llegado a su oh-tan-poético y
apropiado final, ¿no? Al morir como lo hizo. Lo que en sí mismo suscita todo
tipo de preguntas inquietantes sobre gallinas y huevos y otros acertijos
filosóficos. No, a lo que me refiero es a la nueva manifestación en la que se
ha fijado mientras se agita por ahí intentando encontrar una permanente…, si
la hay. Lo que nos lleva de vuelta a ti.
—¿Yo?
—Sí. La actual manifestación de la muerte es, de nuevo de forma bastante
apropiada, unos soldados. Cierta banda de soldados cuyos restos, según los
rumores, se pueden encontrar en esta misma roca. Mi compañero, Korbal
Espita, está impaciente por conocerlos. Está empeñado en estudiarlos. Tú no
sabrás por casualidad su paradero, ¿verdad?
Azogue tragó saliva y le contestó con tono neutro y sereno.
—No tengo ni idea de qué estás hablando.
—Ah. Una pena. Bueno, esperemos que aparezca algo, ¿eh?
Azogue no dijo nada.
La voz aflautada de un anciano resonó en la oscuridad.
—¡Maese Bauchelain! ¡Nuestro, eh, amigo se está metiendo en líos otra
vez!
El tipo se acarició la perilla, miró al techo y suspiró.
—Tengo que irme. Korbal se ha ido a dar un paseo. Hasta luego entonces,
¿no? Cuídate.
Conmocionado, Azogue volvió a su trabajo con el cincel. ¡Por la sangre
de Ascua! A decir verdad, si él había ido allí, había sido para asegurarse de
que no pasaría, ni había pasado, nada de lo que insinuaba aquella criatura. En
el fondo sabía que existía ese peligro, con lo del choque de Engendro y
demás. Claro que un cubo de gemas y monedas tampoco le iría nada mal.
Pero eso solo era la guinda del pastel. Lo que él quería era asegurarse de que
las cosas estaban como debían. La idea de un pozo sellado roto, o lo que
fuera, y gente hurgando en los huesos de sus hermanos y hermanas lo ponía
demasiado furioso para pensar con claridad siquiera…
Dejó un momento el cincel, jadeando, los puños apoyados en los muslos.
Casi me aplasto un pulgar.
Había alguien más detrás de él: sandalias agrietadas, unas perneras raídas
sobre unas espinillas huesudas y magulladas. El muchacho, Jallin, que se
inclinó hacia delante.
—Vas a morir, soldado —dijo con tono práctico—. Mi señora. Las cosas
que le veo hacer. Te va a…
—Cierra la boca, por el Abismo —rezongó Azogue—. Estoy ocupado.
El muchacho se encogió, casi ofendido. Después se recuperó y esbozó
una sonrisa llena de dientes.
—Vas a morir —articuló mientras retrocedía.
Azogue sacudió la cabeza y volvió a su trabajo. Un rato después alguien
golpeó en la baldosa de piedra del umbral y Azogue se giró en redondo con
una maldición en los labios. Era el mercenario rubio con su sencillo tabardo
de tela sobre armadura de cota de malla y el escudo redondo recubierto por
lona. Con él estaban dos de sus guardias. Los otros dos, al parecer, no lo
habían conseguido.
—¿Qué pasa? —preguntó Azogue con recelo.
El hombre observó su trabajo por debajo de las cejas pobladas.
—Estás haciendo un agujero, ¿no? ¿Un nido?
El acento no le resultaba en absoluto conocido, pero Azogue asintió.
—Sí. Algo así…
—¿A qué profundidad?
—Más o menos una mano. ¿Por qué?
—Ayudaremos a cavar. Tú te vas descansar, ¿eh?
—No sois de Elingarth, ¿verdad?
—No. Somos de otra tierra. Muy lejos. —Les hizo un gesto a sus
guardias y estos extendieron las manos para coger el martillo y el cincel.
Azogue se los pasó. Los dos dejaron los escudos y se pusieron a trabajar con
empeño, a porrazo limpio. Azogue retrocedió. Sacó un trapo y se limpió la
cara.
—¿Por qué estáis aquí?
—Lo mismo que tú, ¿no? Las historias de riquezas que oímos. Estábamos
en el sur. Teníamos un barco. Estábamos…, cómo lo llamas…, cobrando
impuestos a barcos, ¿sí? Entonces vinimos aquí. —Sacudió la cabeza—. Un
error muy grande. Tú nos sacas, nosotros te debemos mucho.
—Azogue.
—Criba. Criba Talón. Ahora vete a dormir. Nosotros cavamos.
Azogue amasó el trapo en las manos doloridas, entumecidas.
—Bueno, de acuerdo. Me venís a buscar en un rato, ¿vale?
El hombre lo despidió con un ademán.
—Sí, sí.
Azogue se dirigió a la habitación junto a la cámara principal que habían
cogido Orquídea y Corien. Sorprendió a los dos magos, tanto a la anciana
como al gordo, observándolo desde el otro lado de la cámara. Hizo lo que
pudo por no hacerles caso.
Cuando entró, Orquídea se volvió de inmediato hacia él con una pregunta.
—¿Cómo va?
Azogue se tiró en una pila de mantos y ropas varias y se echó un brazo
sobre los ojos.
—Lento, joder.
—No hacen más que pasar por aquí, para mirarnos. Es como si nos
estuvieran midiendo para comernos. Me pone de los nervios.
—¿Quién?
—Todos.
—Orquídea —advirtió Corien a su compañera desde el otro lado de la
habitación.
—¿Qué? Oh.

Una pequeña patada despertó a Azogue, que parpadeó y guiñó los ojos bajo
la azulada luz mágica. Era Corien. El chico le hizo un gesto para que se
levantara. Estaba allí uno de los mercenarios; el hombre le indicó que saliera.
Después de reunir su equipo, Azogue lo siguió. Hubo algo en los mercenarios
que lo sorprendió entonces: eran todos tipos muy grandes, joder, anchos y
altos, de una forma incluso inusual. Y todos tenían la misma cara ancha y
pesada, como si estuvieran emparentados.
El hombre rubio, Criba, señaló la brecha cincelada.
—Bien, ¿sí?
—Echemos un vistazo. —Azogue se echó bocabajo para medir el
espacio. Todavía demasiado escaso para su maldito. Se dio un empujón y se
puso de rodillas—. Falta un poco. —Fue a coger el martillo.
—No, no. Nosotros hacemos más. Tú miras.
—No pasa nada. Debería…
Criba levantó una mano ensangrentada.
—No. Tú necesitas tus dedos para sacarnos, ¿sí? Nosotros hacemos esto.
Hmm. ¿Qué te parece? Miró a su alrededor, a las caras brillantes de sudor
que observaban desde las pasarelas oscuras y los portales: la mujer alta, Seris;
el viejo mago, Hemper; Hesta y Ogule. Típico. Todos quieren salir, pero ni
siquiera se plantean echar una mano. Mierdecillas privilegiadas. En cuanto a
los malazanos, bueno, al menos ellos hacían guardia salón abajo.
Mientras Azogue estaba agachado, observando el cincelado, Orquídea
salió de la oscuridad y se colocó a su lado.
—Deberías ver esto —le dijo, y su tono era apagado, de una forma muy
poco usual.
—Aquí ya casi lo tenemos, Orquídea.
—Solo será un momento.
Azogue vio el asombro en la cara femenina y gruñó.
—De acuerdo. Pero rápido.
—Por aquí.
Lo llevó por un pasaje lateral sin iluminar; a Azogue su visión mágica le
permitía ver aunque estaban lejos de los faroles de la cámara principal.
Atravesaron puertas y bajaron un pequeño tramo de escaleras que conducían
a otra gran caverna, esa de techos bajos y llena de columnas de piedra sin
decorar. Unos cristales resplandecían en los muros de roca negra irregulares
y, desde donde se encontraba, Azogue podía ver una especie de juego natural
de terrazas que iban bajando a lo lejos. Tenía tierra bajo los pies, junto con
tallos de plantas, marchitos y marrones.
—¿Qué es esto? —dijo él sin aliento, compartiendo el asombro de
Orquídea.
Una figura salió de la oscuridad: Malakai. Llevaba un ramo de tallos
cogidos con una mano como si fueran flores. Se sentó en el borde de una de
las terrazas bajas, que Azogue reconoció entonces como una especie de
plantación.
—Un jardín —dijo el hombre mientras inspeccionaba los tallos muertos.
Azogue se quedó mirando, asombrado.
—No…
—Sí —susurró Orquídea, maravillada—. Las leyendas eran verdad. Un
jardín.
—Aquí había flores que los eruditos cuentan que jamás habían visto el sol
—dijo Malakai, y negó con la cabeza—. Imagínate lo que uno solo de esos
capullos habría comprado. Ahora están todos muertos. Esto era lo que
buscaba Apsalar cuando vino al Engendro hace ya tanto tiempo. La Señora de
los Ladrones vino a robar una rosa. Una rosa negra. Una rosa que los poetas
afirmaban que había sido tocada por las lágrimas de la propia madre
Oscuridad. —Se encogió de hombros y dejó caer el puñado de tallos secos—.
Y yo intenté superarla. Triunfar donde ella había fracasado. —Abarcó con un
gesto toda aquella caverna destrozada, la tierra derramada y los arriates
volcados—. Mira lo que queda de mis ambiciones.
Azogue dio una patada en la tierra negra.
—Todavía necesitamos salir de aquí, Malakai. Puedes echar una mano.
El hombre respiró hondo, con pesadez.
—Sí. Bueno…, veremos.
Azogue le hizo un gesto a Orquídea.
—Tengo que irme —dijo en voz baja.
Ella asintió y lo despidió con la mano.
De regreso a la cámara principal, el cincelado se había detenido. De
camino a las puertas del salón del trono, Azogue oyó pequeños estallidos
ominosos y crujidos que reverberaban por toda la piedra bajo sus pies. Juro
que se nos está acabando el tiempo.
Los mercenarios estaban agachados, inspeccionando el hueco que habían
abierto. Estaban discutiendo. El rubio, Criba, estaba dando collejas a los otros
dos y haciéndolos callar a gritos. Azogue aceleró el paso.
—¿Qué pasa?
—Ah, malazano. Digo a estos idiotas que paren. Te esperamos.
Azogue se abrió paso entre ellos, una tarea dura en la que cada uno
parecía tan sólido e inamovible como la propia roca, y estudió la brecha bajo
las puertas de piedra.
—Tiene buena pinta. Vamos a ver si encaja. —Atrajo su alforja hacia sí.
Los tres mercenarios retrocedieron. Azogue se tomó un momento para
estudiarlos.
—¿Vosotros quiénes sois? ¿Cómo os llamo?
Criba se dio unos golpes en el amplio pecho blindado.
—¡Somos los Talón!
Azogue se quedó mirando sin decir nada. Ya. Los Talón. Vale… Los alejó
con un ademán y volvió a mirar el pequeño agujero. Era demasiado ancho en
algunos sitios y demasiado estrecho en uno. Unos cuantos toques con el
cincel lo arregló. Unas lascas de piedra ayudaron a mantener el maldito en su
sitio, después Azogue sacó una piedra de granito basto sin pulir. Con eso
empezó a raspar la concha de queratina del maldito todo lo cerca que pudo de
la parte de arriba.
Violín y Seto habían perfeccionado esa técnica, el descremado. La
utilizaban para sincronizar cargas. El problema era que él jamás había tenido
ocasión de hacerlo. Pero lo habían comentado bastante a fondo. Todos los
saboteadores de los pelotones. Ahora que lo pensaba, ¡ninguno de ellos lo
había hecho jamás en persona tampoco!
Mierda.
Apartó el granito de amolar. Bueno, decidió. Quizá ya baste. Echado
bocabajo, se volvió hacia la cámara.
—¡Seris! ¡Prepara a tu gente! —gritó.
La mujer alta salió de la oscuridad.
—¿Ahora? ¿Estás preparado?
—Sí. —Y gritó más alto—. ¡Municiones! ¡Cuidado!
Sacó una cajita dura y la abrió. Dentro descansaba un tubo de cristal. Lo
destapó y, tras meterlo con torpeza bajo el borde de la parte inferior de la
puerta, dejó caer tres gotas en la marca que había arañado en la concha de la
munición.
Se apartó todo lo que pudo y echó a correr. Al otro lado de la cámara vio
a Orquídea y Corien detrás de una gruesa columna y se reunió con ellos.
—¿Cuánto tiempo? —susurró Corien.
—No sé. No debería ser…
La estructura entera vibró a su alrededor, gimiendo y provocando
pequeños estallidos en una agonía de roca torturada. Un arco de piedra
explotó en las alturas, enviando lascas que cayeron tamborileando al suelo. El
Engendro empezó a ladearse. Equipo, basura y escombros rotos se deslizaron
por el suelo. Azogue se aferró a la columna junto con Orquídea y Corien.
Observó, horrorizado, que algo salía dando vueltas del umbral ladeado de
las puertas y bajaba rodando por las escaleras poco pronunciadas. El maldito.
¡Dulce Soliel, no!
Mientras lo miraba, la munición rebotó una, dos, tres veces y después se
deslizó por el suelo pulido de piedra hasta desaparecer en el gran agujero
abierto en el medio de la cámara.
¡Por la carcajada del Embozado!
Todo el mundo estaba chillando, gritando y maldiciendo. Una pieza de lo
que parecía un equipaje muy caro salió deslizándose de la oscuridad y siguió
al maldito por el pozo. Un anciano chilló de desesperación.
Y entonces la piedra del Engendro le propinó una patada a Azogue. Al
menos eso fue lo que le pareció a él. El suelo dio una sacudida y le castigó
los tobillos y las rodillas. Una gran ráfaga de aire salió disparada del pozo.
Hedía al humo acre de municiones usadas y estaba impregnada de vapor de
agua.
Con un movimiento pesado, entre estallidos y quejidos chirriantes de la
piedra, el Engendro empezó a ladearse en dirección contraria y se enderezó.
La anciana, Hesta, salió tambaleándose de la oscuridad. Las cintas y el
cabello habían desaparecido y revelado un cráneo calvo y arrugado. Con la
cabeza pálida y el cuerpo escuálido, más que nunca parecía un buitre.
—¡Idiota! —chilló mientras lo señalaba—. ¡Nos has matado a todos! —
Incapaz de hablar por la furia, alzó las manos al aire y aulló con voz
quebrada, ronca. Después volvió esas manos hacia Azogue—. ¡Muere!
Un muro de llamas brillantes, cegadoras, ondeó y se revolvió hacia él
desde el otro lado de la cámara.
Un estúpido «Maldita sea» fue todo lo que consiguió decir allí plantado,
pensando que iba a morir de verdad.
Una mano lo agarró por el cuello del camisote de cuero y lo echó hacia
atrás de un tirón.

Azogue se encontró tirado en la oscuridad. Poco a poco su visión mágica se


fue recuperando y vio que estaba en una habitación muy diferente. Era larga,
de techos bajos y contenía sarcófagos de piedra. Sentado en uno de esos
ataúdes de piedra había una figura conocida que lo miraba con un ceño de
desaprobación. Mazo.
Azogue se puso en pie con cuidado y se quitó el polvo de la ropa. Saludó
a Mazo con la cabeza.
—Gracias.
—No deberías estar aquí —dijo el sanador muerto del pelotón.
—Eso fue lo que dijo Hurón.
—Deberías haberlo escuchado.
—Y quién escuchó alguna vez a Hurón.
Mazo asintió.
—Eso mismo dije yo.
Azogue se paseó por la habitación y se asomó a los sarcófagos alineados
en filas dobles. Como si los hubieran hecho formar.
—Así que es esto, ¿eh?
El hombretón encogió los hombros fornidos, y era grande, solo que no
alto. Achaparrado y lo bastante sólido para empuñar esa arma pesada que
tenía y que manejaba con las dos manos.
—Sí. Último lugar de descanso.
—Estaba preocupado, ¿sabes?… Con todo este follón, igual alguien había
entrado…
La voz del sanador se hizo áspera.
—¿Crees que lo permitiríamos?
Azogue alzó las manos.
—Oye, estáis muertos, ¿no?
Mazo pasó una mano por la parte superior cargada de polvo de una losa
de piedra.
—Y tú no, Azogue. Que es de lo que se trata. Estás retirado. Vuelve a…
donde sea. No sigas por ahí buscándote líos.
El Engendro se meció a su alrededor, la piedra chirriando y gimiendo. El
polvo se coló por el aire quieto de la cámara de enterramiento. Azogue lanzó
un bufido e hizo un gesto.
—Parece que, total, podría quedarme. Estoy muerto, de todos modos.
Mazo negó con la cabeza.
—No, no lo estás.
—¿Quién lo dice?
—Pues nosotros. Y ahora podemos ver esas cosas. Quién tiene el final
cerca. Quién no. Nosotros decidimos. ¿Y sabes qué? A ninguno nos caíste
bien jamás, Azogue, así que vas a tener que seguir dando vueltas por ahí una
buena temporada más.
Azogue cayó encima de uno de los sarcófagos cuando el Engendro se
meció a su alrededor.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Tanto lloriquear, que si íbamos a morir todos y que si
el Embozado nos iba a atrapar a todos al final. Bueno, pues mírate a ti y
míranos a nosotros. ¡No tenías ninguna gracia vivo, así que imagínate cómo
serás de muerto! Ya estamos hartos, mira tú.
Azogue se irguió, separó bien las piernas contra los cabeceos y empezó a
maldecir por lo bajo.
—¡Pues muy bien! Y pensar que estaba preocupado por vosotros. ¡Por
mí, ya os podéis pudrir todos! Sácame de aquí.
—¡Hecho! —Y Mazo hizo un movimiento del revés con la mano. La
oscuridad se cerró alrededor de Azogue y desapareció.

Un momento después otra figura se acercó a Mazo por detrás; este era más
alto, con barba y llevaba un yelmo con unos amplios paragnátides.
—¿Crees que se lo tragó? —preguntó.
—No sé. Creo que sí. Lo mezclé con medias verdades. Jamás soporté sus
quejidos. Toda la vida fue como un cubo de agua fría.
—Y ninguno de nosotros tenía ningún defecto —murmuró la figura. Se
despidió con un ademán de la mano, como una bendición—. Ve y vive,
Azogue. Catastrofista amargado. A veces lo único que me anima es saber que
algunos todavía seguimos ahí fuera.
—Nos vamos adonde nadie nos moleste —comentó Mazo.
—Cuatro brazas más abajo podremos descansar.

Cuando Azogue salió de la oscuridad, se metió en un auténtico follón. Por


todos lados de la gran cámara, en portales, pasillos y puertas, el andrajoso
ejército de Torbal Loat empujaba contra un cordón de malazanos ayudados
por los mercenarios extranjeros, Corien y unos cuantos más. Detrás del
ejército de ladrones de Loat presionaba otra horda más de saqueadores
supervivientes del Engendro. Ante los ojos de Azogue iban llegando cada vez
más, que añadían su peso contra los marines. Las ballestas disparaban de
forma indiscriminada. Los muebles arrojados volaban de un sitio a otro.
Apareció Orquídea para cogerlo del brazo.
—¡Pensábamos que estabas muerto! —gritó.
—Me agaché.
—¡Nos hundimos! Todo el mundo se ha desquiciado.
—No me extraña.
—Malazano —exclamó una voz fuerte desde la oscuridad.
Azogue miró, pero no vio nada; la que se quedó sin aliento fue Orquídea.
—Morn. —La chica tiró de él y Azogue se dejó arrastrar—. ¿Dónde has
estado? —le preguntó.
—Son magos poderosos. Yo no soy más que el reflejo de una sombra. No
me atrevo a mostrarme todavía.
—¿Dónde está la Brecha? —inquirió Orquídea.
—Ya es muy tarde para eso. La Brecha está sumergida. Las aguas están
subiendo.
—¡Entonces estamos perdidos!
—No. Hay una forma de salir, pero solo tú, Orquídea, puedes abrirla.
Como última representante del linaje en estos pasillos, eres la señora del
Engendro. Esas puertas se abrirán para ti.
—¿Qué?
La mirada de Azogue se entrecerró con gesto suspicaz.
—Quieres decir que todo este tiempo… Entonces por qué…
—Había que agotar todas las alternativas, malazano. Ahora escucharán a
Orquídea. Y una vez dentro, niña, la única salida es a través de la Noche
Imperecedera. Y solo tú puedes abrir el Sendero.
Azogue cogió a Orquídea por el brazo.
—Bien. Vamos. Se lo agradecemos, espectro. Y por cierto, mi carga…
¿habría funcionado?
La figura de la oscuridad negó con la cabeza encapuchada.
Azogue tiró de Orquídea tras él.
—Ya, bueno. Eso es lo que tú te crees —murmuró mientras se alejaban.
El cordón se estaba encogiendo, cediendo terreno ante los cientos que lo
empujaban. Parecía como si la última resistencia se opondría ante las grandes
y altas puertas de piedra negra, donde los magos se habían reunido en los
escalones elevados. Con el tipo elegante, Bauchelain, había un hombre feo y
achaparrado, pálido e hinchado con una sonrisa idiota en la cara. Y tras ellos
se encorvaba un anciano cargado de equipaje, bueno, quizá no tan anciano,
solo que con un aspecto de lo más acongojado.
Azogue captó la atención de uno de los chicos extranjeros, uno de los
Talón, que agitó la mano y empezó a empujar y a apartar a la gente para
abrirles paso. Azogue se coló con Orquídea, dio las gracias con un
asentimiento y luego corrió hacia las puertas.
—¡Tú! —gruñó Hesta, la peluca torcida.
—En otro momento, quizá —murmuró su compañero, Ogule. Señaló y
una ringlera de buscatesoros desesperados del Engendro se sujetaron las
gargantas, gorgoteando y agitando los brazos.
—No era esto lo que yo tenía en mente —le gritó Seris a Azogue por
encima del estrépito de la batalla.
—Que aquí Orquídea lo intente —le contestó él a gritos.
La otra sacudió la cabeza.
—Lo hemos intentado todos. Ni siquiera esos dos se las arreglaron. —
Señaló a Bauchelain y su obeso compañero.
—¿Qué hay que perder? —Y ayudó a Orquídea a avanzar.
Aunque su escepticismo era obvio, Seris de todos modos ayudó a abrir un
espacio ante las puertas. Orquídea se volvió hacia Azogue.
—Qué hago…
—¡Empuja! —le dijo él, impaciente.
—¡Lo que tú digas! —Resentida, la chica arrojó todo su peso contra las
puertas.
Se abrieron sin esfuerzo ni ruido. La banda de magos, mercenarios y
sirvientes tropezaron y se atropellaron unos a otros para entrar en el salón del
trono.
—¡Cubran las puertas! —bramó el sargento Cincha cuando cerró la
marcha con los marines malazanos que quedaban. Corien y los mercenarios
los respaldaron.
Azogue miró a su alrededor. Era una cámara más pequeña. Circular, techo
abovedado. Él nunca había estado en un salón del trono de verdad, así que no
sabía si ese era el aspecto que se suponía debía tener. Pero aquel daba más la
sensación de santuario. Incluso tenía una especie de arco interior de columnas
que rodeaban… nada, que él viera.
—¡Aiiya! —chilló Hesta con tono agudo—. No veo ningún trono. ¡Nos
han traicionado!
—Calla —ordenó Seris mientras examinaba la habitación—. Tú,
Orquídea, ¿y ahora qué?
Orquídea no respondió. Había cruzado hasta el muro del fondo, detrás del
arco de finas columnas de piedra. Azogue fue hacia ella. Su compañera
estaba estudiando una pintura de la pared: un fresco largo y ancho que
recorría todo ese amplio hueco. El veterano la cogió del brazo.
—Orquídea.
—Asombroso —dijo ella, sin aliento, concentrada.
—¡Orquídea!
La chica se volvió hacia él.
—Tal y como lo retratan las leyendas. —Y señaló el fresco.
Azogue le lanzó una mirada reticente: una escena nocturna en un exterior
oscuro, bajo las estrellas. Una especie de desfile o procesión iluminada que se
acercaba, la luz entrando por detrás en haces.
—La Gran Unión.
—¿Qué?
—El matrimonio de la Noche y la Luz.
Azogue dio un paso atrás. ¡Por los huevos de Fener! Eso es… aterrador.
Más temblores sacudieron la cámara. El ruido de la roca que caía
estallaba cerca. El suelo se ladeó en un ángulo todavía más marcado.
Una luz llameante, anaranjada, cobró vida con un estallido.
—¡Atended! —gritó Hesta. Había levantado un brazo y tenía la mano en
llamas, como una tea ardiendo—. Se acabó perder el tiempo. ¡Tenemos que
escapar ya! Dónde está… —Su voz se fue apagando cuando miró al suelo.
Azogue se abrió camino entre el círculo de magos reunidos. A sus pies
había un rectángulo al nivel del suelo, en el centro de las columnas. Mientras
toda la cámara estaba ya iluminada, ese rectángulo permanecía en la más
completa oscuridad, como un estanque sólido de noche negra. Por extraño
que fuera, aunque el suelo estaba inclinado, la superficie de la oscuridad
permanecía al mismo nivel que su contención.
—¿El Trono? —sugirió Ogule.
—¡Cállate! —soltó Hesta.
—Bueno, un trono —murmuró Seris.
—Una puerta —dijo Bauchelain.
El compañero de este, Korbal, supuso Azogue, lanzó una risita y se
arrodilló para meter un brazo. Su mano regordeta encontró una especie de
barrera justo bajo la superficie de la noche y gruñó de frustración.
El ruido de la batalla en la puerta cesó de repente y todo el mundo se
volvió para mirar.
—¿Qué está pasando? —gritó el mago anciano, Hemper.
—Se han retirado —gritó Cincha—. Viene alguien. Alguien… ¡Mierda
bendita!
—Debo abrirlo —dijo Orquídea con tono pensativo, como si soñara.
—¡Pues hazlo! —chilló Hesta.
La joven se arrodilló y pasó una mano por el rectángulo.
—No estoy segura… —empezó a decir mientras rozaba apenas aquella
especie de barrera líquida ondulada. Y entonces cayó dentro. O la agarraron.
O algo la absorbió. Pero el caso fue que desapareció de golpe en aquellas
tinieblas sin un solo chapoteo, como si fuese un estanque de agua negra.
Azogue se quedó mirando, aturdido. ¿Se suponía que tenía que pasar eso?
—El camino parece abierto —comentó Seris.
—Entonces es el momento —murmuró Ogule, se le hicieron hoyuelos en
las mejillas cuando sonrió.
Un dolor abrasador alanceó la espalda de Azogue. Echó la mano y
encontró la empuñadura de una daga. Al volverse vio a Jallin, que se alejaba
con paso vivo.
—¡Vas a morir! —canturreaba el joven mientras retrocedía. Azogue dio
un paso para seguirlo, pero algo no iba bien, se tambaleó y estuvo a punto de
caer.
Tras él estalló el caos. Unas llamas cobraron vida. Alguien chilló. Oyó
bramar al anciano, a Hemper.
—¡No lo profanaréis!
Qué te parece, pensó Azogue mientras el suelo subía para golpearlo, el
viejo es sacerdote de la Oscuridad…
Se deslizó por el suelo inclinado, iba dejando una mancha de sangre
reluciente. Vio a Seris, envuelta en fuego negro, retorciéndose cerca; vio al
sirviente sollozante de Bauchelain esforzándose por empujar una maleta
enorme por el suelo inclinado para llegar al Trono; vio a los malazanos
retirándose de la puerta mientras una media docena de seguleh enmascarados
se abría paso. Así que eso era lo que había visto Cincha…
Corien se arrodilló junto a él.
—¡Azogue! ¿Quién…? —El muchacho intentó moverlo, pero el dolor
estuvo a punto de hacerle perder el sentido.
—No… Vete —consiguió decir con los dientes apretados.
Entonces fue Malakai el que estaba allí.
—Lo siento por ti, soldado. Pero Orquídea lo ha conseguido. Tenemos
nuestra salida. Se han abierto los caminos a las sendas a través del Trono. —
Tocó el hombro de Azogue solo un momento—. Y yo pago mis deudas.
Hasta siempre.
¡Por todos los dioses! ¡Hasta Malakai piensa que estoy acabado! ¿Qué te
parece? Me paso la vida entera evitando todas las trampas que me lanza el
mundo y ahora que la propia muerte en persona, personas, me dice que viva,
¡no duro ni cinco minutos! Puto chiste, eso es lo que es. ¡Hundo el Engendro
con mi única munición y me apuñala por la espalda una miserable rata de
callejón! Dioses. Mazo se va a poner como una fiera conmigo.
Observó a Malakai, que ayudaba a la mismísima rata, Jallin. Y mientras
lo hacía, incluso colaba algo en la mochila del chico que quizá se le hubiera
caído. Después trepó como un lagarto por el suelo inclinado hasta llegar al
Trono, se metió y desapareció sin una sola onda.
¡Cabrón! Lo mataré, lo juro.
Juntos, Hesta y Ogule lograron dominar a Hemper. Una magia arcana del
gordo de Ogule hizo que el tipo escupiera los pulmones en un ataque de tos,
entre un chorro ensangrentado de carne raída. Seris saltó con un gruñido
salvaje al borde del Trono y se aupó al interior.
—¡Tú! —ordenó un seguleh señalando a Jallin—. ¡Lo entregarás ahora!
Los ojos del chico se abrieron como platos e intentó esconderse detrás de
Hesta y Ogule. Los dos magos se debatieron para apartarlo de ellos. Los
seguleh sacaron las espadas con un único siseo y lo siguieron. El muchacho
se agachó detrás de todos los magos e intentó meterse entre los malazanos
para desaparecer. Dos seguleh fueron a darle caza.
Azogue observó, apenas capaz de respirar, que el pálido y sonriente
compañero de Bauchelain, Korbal, se acercaba a uno de los seguleh que
quedaban. Le puso una mano en el brazo y le susurró algo. Destelló una
espada y Korbal desapareció con un gañido que se transformó en un chillido
agudo. Un gran cuervo negro salió volando por las puertas.
Bauchelain, que había llegado al trono, suspiró y se dejó deslizar por el
suelo. Se sacudió el polvo y se irguió.
—Vamos, Emancipor —exclamó, y partió tras su compañero. Los
malazanos se separaron para dejarlos pasar.
Los mercenarios, los Talón, se acercaron como pudieron a Azogue. Los
dos más jóvenes intentaron levantarlo, pero el veterano chilló de dolor. Podía
sentir la hoja arañándole la columna. Luchó por mantenerse consciente.
—Lo siento —dijo alguien, el muchacho, Corien. Un apretón en el
hombro y luego, nada. Lo último que vio fue a los malazanos tirados en el
suelo pulido, que estaba inclinado, tan escarpado como un muro, los soldados
iban trepando unos sobre otros para llegar al Trono. Tras ellos, el agua giraba
junto a las puertas en un torbellino revuelto de cuerpos y escombros.
Y luego todo quedó oscuro y frío.
Una mano le tocó la mejilla. Abrió los ojos, o quizá recuperó la
conciencia. Su visión mágica le permitió ver la cámara ladeada
resplandeciendo en un azul tan oscuro que era casi indistinguible del negro.
Había alguien con él. Una forma en la noche, o una forma de la noche
misma. El rostro era negro, al igual que los ojos. Negro sobre negro, como
tallado en azabache.
—Solo tú y yo, soldado —dijo la figura femenina.
Bien, dijo él. O creyó decirlo. Pudieron salir.
—Sí.
¿Y yo?
La forma se deslizó en la oscuridad, como si se disolviera.
—Hablaste con un espectro —dijo la voz.
Sí.
—¿Cómo…, cómo estaba?
¿Cómo?
—Sí. Ha estado… fuera… un tiempo. Ahora ha regresado. ¿Qué te
pareció?
Parecía… triste.
—¿Triste?
Sí. Dijo que se llamaba Morn.
—¿Morn? ¿Eso dijo? Gracias, soldado. Te bendigo por ello. Es hora ya
de que te vayas.
¿Irme? Claro. A enfrentarme a mi pelotón.
—No. No con ellos. No te ofendas ni te enfades. Fueron duros porque
temían que ansiaras unirte a ellos. Te quieren, Azogue. Quieren que vivas.
Por esa razón estoy aquí hablando contigo. Por eso y por la niña, Orquídea.
¿Orquídea?
—Sí. Tú me la trajiste. Y por eso cuentas con toda mi gratitud. Hasta
siempre, soldado.
Unas aguas gélidas y oscuras como la noche se agitaron a su alrededor. Y
luego un movimiento. Una mano empujó contra el pecho de su camisote.
Vislumbró una cara enmascarada en las aguas oscuras que giraban, luego
negrura.
17

Cuantas más leyes tiene una tierra, más corrupta es.

Mensaje garabateado en piedras


del muro caído de una prisión,
Darujhistan

Los tacones de las botas de Chamusco y Leff resonaron esa noche en las
calles vacías de Darujhistan. Caminaban por el distrito Daru, no lejos de la
muralla de Tercerafila que demarcaba el distrito de las Haciendas que
contenía la colina de la Majestad. Chamusco miró alrededor, a las puertas
cerradas y los caminos vacíos donde las multitudes solían comentar los
últimos espectáculos, la presencia de una nueva bailarina o de un grupo de
artistas recién llegada a la ciudad. Se lamió con gesto nervioso los labios y
miró de soslayo a su compañero.
—¿Dónde está todo el mundo? —murmuró, suspicaz.
Leff entrecerró los ojos sin poder creerlo.
—Es el toque de queda, idiota. No se permite salir a nadie después de la
décima campanada. Estábamos allí cuando el legado firmó la ley.
Chamuscó encogió los hombros huesudos.
—No era asunto mío. Debía de estar ocupado buscando amenazas.
—Amenazas, ya —murmuró Leff mirando al cielo.
—Bue —continuó Chamusco—, tampoco es que estemos saliendo tanto
tos días.
Leff puso solo un poco más de fuerza en su paso y sacó pecho todavía
más.
—Exacto. Tenemos un trabajo importante. Proteger al legado y eso.
Tamos ocupaos. No podemos vaguear por ahí.
—No como en los viejos tiempos.
—Pues no. Para nosotros se acabó lo de beber y buscar faldas.
—Eso ya no podemos hacerlo —suspiró Chamusco, y se tiró del labio
inferior—. Leff… —dijo con tono vacilante.
—¿Sí?
—¿Qué te parece si firmamos en cualquier mercante que zarpe esta
noche? Nos largamos al sur. Hay mucho pa ganar por ahí abajo. Todo el
mundo lo dice. Yo oí historias de cubos enteros de monedas.
Leff se detuvo. Enganchó los pulgares en el cinturón y contempló a su
compañero con la cabeza baja.
—¿Ves?, ese es nuestro problema. Consistencia. No-des-vi-ar-se. —
Atravesó con la mano el aire que tenía delante—. Tenemos que azadonar en
línea recta. Llevar las cosas hasta el final, por feo, amargo y pegajoso que
sea, ¡y da igual cuántos nos digan «por el amor de los dioses, ¡queréis dejarlo
ya!»! Se acabó eso de escuchar a los demás. Se nos acabó, ¿estamos?
Cejas juntas, boca abierta, Chamusco asintió.
—Estamos.
—¡Eh, vosotros! —exclamó una voz nueva.
Los dos se volvieron. Se acercaba un destacamento de guardias de la
ciudad. Llevaban faroles y estaban armados con porras.
—Se ha dado el toque de queda, ¿sabéis? —continuó su sargento.
Leff levantó las manos, ofendido.
—¡Ya! Se ha dado el toque de queda, y si vemos a alguien, lo arrestamos,
¡no te fastidia! —El rostro sin afeitar del sargento se arrugó mientas intentaba
encontrarle algún sentido a aquello—. Somos guardias de la colina de la
Majestad, pa que lo sepas —continuó Leff e hizo alarde de apoyar la mano en
la empuñadura de la espada corta.
La mirada del sargento siguió el movimiento y le pareció a Leff que se
quedaba todo lo impresionado que correspondía. Los conminó con un gesto
para que continuaran y murmuró algo que podría haber sido «Dadles
recuerdos a los seguleh».
Leff se alejó con paso airado y sacando pecho. Chamusco lo siguió.
—Imagínate —se quejó Leff en voz muy alta—. La cara de algunos.
Chamusco distinguió el cartel desvaído de un pájaro alzándose de unas
llamas, un fulgor cálido y amarillo en los vidrios de las ventanas, una puerta
con una rendija abierta y el ruido de carcajadas y jarras golpeando mesas.
—El Fénix está abierto —comentó.
Leff se detuvo de repente otra vez.
—¿Después del toque de queda?
—Ajá.
Leff puso la mano otra vez en la empuñadura de su arma.
—Hay que investigar. Igual hay gente violando el toque de queda.
La ancha boca de Chamusco se abrió en una sonrisa húmeda.
—Solo cumplimos nuestro deber.
—Eso.
Dentro, el ruido parecía una barrera sólida. Chamusco y Leff se asomaron
y contemplaron con un parpadeo la multitud. Leff buscó una mesa con los
ojos, pero la sala estaba atestada. Una mujer mayor de aspecto duro los miró
con furia desde detrás de la barra.
—¿Qué queréis vosotros dos? —preguntó.
—¡Amigos! —pio una voz conocida.
Leff miró a su alrededor y vio a Kruppe haciéndoles un gesto para que se
acercaran.
—No pasa nada —le dijo a la mujer—, nos esperaban.
Kruppe estaba en su pequeña mesa redonda habitual oculta al fondo. Los
invitó a sentarse y luego dio unas cuantas palmadas.
—¡Jess! Cerveza de estío para aquí mis amigos. ¡Tienen sed!
Los dos intercambiaron miradas suspicaces.
—¿Qué es esto? —preguntó Chamusco.
El hombrecito pareció ofenderse y se llevó una mano a la camisa
manchada.
—¿Qué es esto? Pues nada más que unas copas entre amigos. ¡Mera
hospitalidad! ¿Por qué habría de haber algo más que eso? Bueno, pues no lo
hay, os lo aseguro.
El corpachón de Jess se arrimó a la mesa.
—Tú otra vez —acusó a Kruppe con mirada furiosa.
—¿Sí? ¿Yo? —Kruppe la miró con un parpadeo cautivador, las manos
juntas bajo la barbilla.
—No te sirvo más hasta que pagues tu cuenta.
Chamusco y Leff compartieron unas miradas de complicidad y apartaron
las sillas, preparándose para irse.
Kruppe se aferró a ellos.
—¡No, no! Dicha cuenta puede decirse que ya está cubierta. Os garantizo
que tengo plena intención de ocuparme de ese trivial detalle. Ahí tienes, Jess.
Una promesa promisoria. Yo, eh…, lo prometo. Así que, hasta ese momento,
¿serías tan amable de poner estas bebidas en la cuenta?
Jess lanzó un gran suspiro y se apartó el pelo que se le había pegado a la
cara sudorosa.
—Le preguntaré a Meese —claudicó, y se fue con paso pesado y
meciendo las caderas.
Leff se sentó otra vez.
—Hay que admirar la mano que tienes con las mujeres, amigo.
Kruppe se recostó en su silla y deslizó las manos bajo el apretado chaleco
carmesí con gesto satisfecho.
—Es una bendición y una maldición con la que lucho por vivir. —Los
miró de arriba abajo—. ¿Y vosotros dos? ¿Cómo va la búsqueda de un
empleo remunerado?
—Oh, tenemos… —empezó a decir Chamusco, solo para interrumpirse y
maldecir cuando Leff le dio una patada bajo la mesa.
Las cejas negras y grasientas de Kruppe se alzaron.
—¡Oh-oh! ¿Qué es esto? ¿Os habéis asegurado alguna posición? ¿Tenéis
ingresos?, ¿por tanto ahora podéis honrar ciertas deudas pasadas que hasta el
momento ciertos amigos han tenido la largueza de dejar languidecer sin
reclamar?
—Todavía no nos han pagado —dijo Leff mirando con furia a Chamusco.
Kruppe dio una palmada en la mesa repleta.
—¡Como si lo hubieran hecho, diría yo! ¡Esto exige una celebración!
Honremos ahora esta inminente abundancia con algo de beber, pues eso es
exactamente lo que haréis una vez que llegue, ¿no? La diferencia es solo una
cuestión de tiempo intrascendental. Después podremos comentar vuestra
deuda.
Chamusco se sentó con su típica expresión de sorpresa combinada con
incomprensión.
—Yo no lo entiendo —le confesó a Leff.
—Da igual —suspiró Leff cuando llegaron unas jarras altas con una copa
de vino blanco, todo dejado en la mesa por Jess.
—Meese dijo que estaba bien.
—Querida —dijo Kruppe con una sonrisa radiante—, aquí encajas a la
perfección.
La sirvienta se fue poniendo los ojos en blanco.
—Por ascensos, ventajas y posiciones remuneradas —dijo Kruppe al
tiempo que levantaba la copa.
Leff y Chamusco entrechocaron sus jarras.
—Sí. Que los Gemelos aparten los ojos.

Las aguas superiores del río Maiten fluían densas y pesadas, repletas de
sedimentos, como sangre vieja. Los sedimentos mojados incluso le daban un
tono rojizo. Durante un tiempo siguieron su curso, dirigiéndose al norte,
rumbo a Darujhistan. Luego llegaron a una aldea sin nombre que abrazaba el
río. Allí el agua permitía la agricultura y la cría de animales. Y el río ofrecía
algo de pesca, aunque solo de pequeños habitantes del fondo.
Puesto que ni el séptimo ni Lo parecían inclinados a acercarse a los
aldeanos con la intención de alquilar un bote, Yusek y Sall se metieron en el
poblado para hacer los honores. Parte de Yusek se preguntaba por qué se
molestaban en pagar cuando podían limitarse a coger una de aquellas viejas
bateas miserables y maltratadas que estaban arrimadas a la orilla embarrada.
Pero otra parte de ella comprendía que Lo y el séptimo tenían esos principios
de honestidad y honor que había que observar.
—Quieren dinero —le dijo a Sall—. ¿Tienes dinero?
El muchacho seguleh sacó una pequeña saquita de debajo de su manto.
—Tengo esto. Nuestra antigua moneda.
Una cascada tintineante de lingotes, u obleas, amarillos y brillantes,
cayeron en las manos ahuecadas de la chica.
—¡Por la misericordia de Osserc! —exclamó Yusek mientras apretaba el
montón contra su pecho—. ¿De dónde has sacado todo esto?
El muchacho parecía impasible.
—Como te dije, es nuestra antigua moneda. Ya no la usamos. Yo guardo
estos como recuerdo.
Yusek los volvió a meter en la saquita, que después se guardó en el puño.
—Son de oro —siseó.
—Sí. Lo sé.
—¿Vamos a pagar con oro por un bote viejo y asqueroso que apenas
podrá soportar el peso de todos?
—No veo alternativa.
—Dioses. El precio de los botes está a punto de subir una barbaridad.
—Págales…, no tiene importancia.
¡Que no tiene importancia! ¡Por la Encantadora! Es parte de mi fortuna
lo que estoy tirando aquí.
—Sall… ¿no podemos amenazarles, sin más? ¿Solo un poquito?
La máscara la miró de frente. Los ojos de color castaño adquirieron una
expresión firme.
—Lo haré yo.
—¡Está bien, está bien! —Yusek se alejó con paso colérico—. No me
puedo creer, joder, que le vaya a dar oro a estos asquerosos aldeanos —
murmuró—. Ni siquiera sabrán lo que tienen en las manos…
Al poco, el séptimo apartó de la orilla uno de los botes ribereños más
grandes y se colocó a popa. Lo situó a proa mientras Sall y Yusek se sentaron
en el medio. El bote era de piel ribeteada de madera. Carecía de asientos, el
pasajero solo podía arrodillarse en medio del agua fétida que chapoteaba en el
interior. Al principio Yusek se sujetó a una bancada, negándose a dejar que
sus pantalones de piel tocaran la suciedad. Al final Sall estiró el brazo y la
sentó con un fuerte tirón.
—¿Y qué hago? —preguntó Yusek, que mostró una mueca cuando el
agua fría le abrazó las rodillas.
Sall le dio una taza tallada en madera.
—Achicar… o nos hundimos.

Kiska caminó con Tayschrenn por las anodinas dunas de arenas negras. Las
nubes no tardaron en acercarse, cosa que le pareció extraña, puesto que
ninguna nube había estropeado jamás el cielo allí, en las Orillas. Las sombras
de las nubes se deslizaban sobre ellos, oscureciendo su visión, y a su paso
Kiska se encontró caminando por un paisaje nocturno de roca reventada. De
repente costaba avanzar, el suelo era irregular y las piedras afiladas giraban
bajo sus pies. Echó de menos las arenas, aunque convirtieran el caminar en
una rutina.
—¿Dónde estamos?
Tayschrenn no contestó. Estaba examinando la bóveda celeste. De
repente, el mago se arrodilló detrás de un gran peñasco y le hizo un gesto
para que se agachara.
—Invadimos terreno ajeno —murmuró.
Kiska se acurrucó al amparo del peñasco y luego siseó y se apartó con
una sacudida; la superficie estaba caliente al tacto.
—Qué es esto… —Y entonces los vio revoloteando por el cielo y se
quedó mirando, asombrada y aterrada. Bestias aladas de cuello largo que se
alejaban volando—. Son…
—Sí.
—Que la Encantadora nos proteja. ¿Qué pasa aquí?
—Una reunión. Un desfile. Ponle el nombre que quieras.
—Es ahí adonde…
—No. Todo esto concierne al pasado. Yo prefiero mirar al futuro.
—¿Entonces qué estamos haciendo aquí?
El mago se desvió en ángulo recto.
—Como he dicho, entrando sin permiso. Esto es un atajo.
¿Un atajo? ¿Esto? Pues prefiero no ver el rodeo.
No mucho después (al menos si contabas el tiempo en pasos, como estaba
haciendo ella), el paisaje cambió y se transformó en un borde boscoso. El
suelo se hizo cenagoso cuando se metieron entre los árboles; gruesos troncos
cargados de enredaderas y helechos bloquearon la visión. Tayschrenn
ralentizó el paso y luego se detuvo con un titubeo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kiska.
—Nos están desviando. Aquí no es adonde yo quería llegar.
El propio aire a Kiska le parecía cargado, vibrante e impregnado de
potencial.
—Algo se mueve —susurró—. Algo horrible.
El mago la miró, sorprendido.
—Había olvidado tu sensibilidad natural. Sí. Yo también lo siento. Pero
una vez más, esto no es lo que he elegido. Podría comprometerme, intentar
guiar las cosas en un sentido u otro. Pero ¿sería para mejor? ¿El resultado
mejoraría con la intervención de otro par más de manos entrometidas? No,
creo que no.
Kiska usó su bastón para apartar de un papirotazo a una serpiente de las
sandalias del mago.
—Quizá deberíamos irnos…
—Sí. Vamos… No. Demasiado tarde. —Se volvió y miró la oscuridad
entre las raíces de dos troncos inmensos. Kiska giró el bastón de golpe.
Una figura surgió de las sombras. Kiska habría dicho que esa persona,
una mujer, salió de la oscuridad, pero no era cierto. La mujer se levantó como
si hubiera estado reptando. Era alta y ancha, vestía capas y capas de tela
negra polvorienta y festoneada de telarañas. En contraste, el largo cabello
negro le colgaba por los hombros, lustroso y brillante. Su tez era de un color
marrón intenso, los ojos muy oscuros.
Tayschrenn se inclinó ante ella.
—Ardata.
¿Ardata? ¿Dónde lo había oído antes? Una especie de hechicera.
La mujer se adelantó. Iba descalza y las capas de tela se arrastraban
detrás, enganchándose en arbustos y raíces, desenredándose en largas hebras.
—Mago —saludó a Tayschrenn. Su voz era sorprendentemente sonora y
musical—. Largo tiempo hace que te conozco. —Dio un gran rodeo—. Tus
actos vienen a mí como ondas en la madeja de las sendas. —Los ojos oscuros
se volvieron hacia Kiska—. ¿Y quién es esta?
—Está conmigo.
Los ojos llamearon con un desprecio y desdén indisimulados.
—Una de las criaturas de ella, ya veo. Los hilos son evidentes para mí.
—Nos íbamos ya.
—¿Os vais? ¿No queréis quedaros? Hay gran confusión. Grandes…
oportunidades. ¿Quién sabe cuál será el resultado final?
—He tomado una decisión. Prestaré mi fuerza allí donde creo que puedo
hacer más.
Los labios se crisparon en una mueca de desdén cómplice.
—Y no por casualidad colocándote a ti mismo en muy buena posición.
—O garantizando mi disolución inevitable.
La hechicera se echó a reír y Kiska se sintió casi seducida por la
sonoridad de su voz.
—Los dos sabemos que no lo permitirías. No te comprometerías del todo
de otra manera.
—No. He encontrado un propósito, Ardata. Uno que está más allá del
simple amasado y acumulación de poder.
Kiska observó que, en sus paseos, la hechicera había ido dejando un
rastro de hebras negras que en ese momento los rodeaban por completo.
Ardata se detuvo, ladeó la cabeza y miró a Tayschrenn de soslayo.
—No parece propio del mago de quien tanto he oído hablar.
—Es cierto. He… cambiado.
La mujer estiró una mano de repente y señaló a Kiska.
—¿Y esta tiene algo que ver con eso? ¿Es ella la responsable?
Tayschrenn fue a colocarse delante de Kiska.
—Fue… parte integral, sí.
La hechicera abrió mucho los brazos. Las telas negras y sueltas colgaban
de ellos como cogullas y se extendían.
—Entonces creo que deberíais quedaros.
La oscuridad se los tragó. Cegada, Kiska se encorvó y preparó su bastón.
Un gruñido inhumano estalló a su alrededor, colérico y frustrado. Fue
menguando y al final prevaleció el silencio tras un estallido seco. El suelo se
movió bajo los pies de Kiska, que se tambaleó y estuvo a punto de caer.
Luego la oscuridad absoluta se iluminó por etapas hasta convertirse en simple
noche, pero no la noche como la conocía Kiska. Más brillante, con la luna
más grande y otras dos esferas en el cielo estrellado que parecían las canicas
de un niño. Una con un tinte rojizo, la otra más azulada. Para gran alivio de la
joven, Tayschrenn seguía con ella.
—¿Dónde estamos ahora?
—Más cerca.
—La hechicera… ¿es su enemiga?
Las manos entrelazadas a la espalda una vez más, el mago echó a andar
entre la hierba alta que los rodeaba. A Kiska le costó alcanzarlo. Un viento
fresco que olía a pino hizo ondear su manto y le secó la cara.
—¿Enemiga? —caviló Tayschrenn—. No, no como tal. No, su hostilidad
estaba dirigida contra otra persona, ¿sí?
—La Encantadora.
—Sí.
—¿Qué es la reina de los Sueños para ella?
El mago se echó a reír, un ruido que la sobresaltó. Una carcajada
descuidada, abierta y sin inflexiones. Kiska jamás le había oído nada
parecido.
—¿Qué es para…? —El mago volvió a reírse, un ruidito sofocado como
si disfrutara de la sensación—. Mi querida Kiska, ¿quién crees que ostentaba
el título de Encantadora antes de que apareciera tu patrona? Son rivales,
rivales encarnizadas. Ardata es antiquísima. El mayor poder de su época.
Eclipsada ahora en esta época de sendas y su dominio.
—Entiendo. No lo sabía.
—No. Y yo no pretendía que lo supieras. Pero la marca de la Reina está
en ti, así que deberías saberlo.
Sí. Sus «hilos». A Kiska no le gustaba cómo sonaba eso. Se preguntó si
estaban anudados. Sabía que haría todo lo que pudiera para arrancarlos si ese
fuera el caso.
—Bueno, ¿y dónde estamos? —preguntó.
—Esto es Tellann. Deberíamos estar a salvo aquí… durante un rato.
—¿Tellann? ¡Pero eso es imass! ¿Cómo podemos estar aquí?
El mago la miró, sobresaltado.
—No haces más que sorprenderme con todo lo que sabes. ¿Cómo es que
nunca te dedicaste a la magia? Podrías haberlo hecho. ¿Thyr, quizá?
Kiska desechó la sugerencia con un encogimiento de hombros, incómoda.
—Demasiado esfuerzo. —Se echó el bastón a los hombros mientras
caminaba.
—¿Demasiado esfuerzo? Y sin embargo te sometes a un riguroso
entrenamiento físico que no se diferencia demasiado de la tortura…
—Prefiero actuar.
—Prefieres actuar —la imitó el mago otra vez, cavilando—. Impetuosa
todavía. No es una idea inteligente.
Kiska se encogió de hombros bajo el bastón, flexionó las muñecas y
sintió el crujido de los huesos.
—Así son las cosas.
Más adelante un rumor sordo llenó la llanura. Bajo el cielo nocturno una
nube más oscura de polvo se acercaba por un lado. Al aproximarse, Kiska
oyó bufidos animales que atravesaban el estrépito de un sinfín de cascos que
machacaba la capa arcillosa y dura de la pradera. Un rebaño cruzó como un
trueno su camino. Grandes bestias lanudas y pesadas, algunas luciendo unos
cuernos curvos de aspecto peligroso.
Un movimiento rozó la hierba alta cerca y Kiska llevó de golpe el bastón
a un lado y se quedó encorvada, lista, el bastón preparado, enfrentada a dos
ojos bajos sobre un morro largo y estrecho. Se quedó mirando, fascinada,
mientras esos ojos gélidos como la escarcha se clavaban en ella y la
atravesaban. Después la relegaron, se apartaron de repente cuando la bestia se
escabulló y se alejó con paso ágil por la hierba. Kiska estuvo a punto de
caerse cuando la mirada la abandonó. Se sentía exhausta, el corazón le
martilleaba como si hubiera estado corriendo toda la tarde. ¿Es este el miedo
de la presa ante el cazador? ¿O una invitación?
La mirada de Tayschrenn siguió al lobo que se alejaba en pos del rebaño.
—¿Y qué son los dioses más que necesidad dejada patente? —murmuró
como si recitara.
—¿Cómo dice? —preguntó Kiska, todavía jadeando. Se llevó el dorso de
un guante a la frente caliente.
—Solo las cavilaciones de un filósofo. Los lobos, Kiska. Los lobos. Los
dioses están inquietos. Se lanzan hacia su destino, pues ese es su papel.
Percibo en esto una bienvenida. Ven, sigámoslos. Reconozco el antiguo olor
y acepto. Es hora de celebrar esa reunión largo tiempo aplazada.
El mago encabezó la marcha por la pista revuelta. Kiska lo siguió,
apartándose de la cara con la mano el polvo y la paja que flotaba.

Rapiña estaba de guardia en la parte frontal del bar de K’rul cuando una
llamada en la barricada de la puerta la sobresaltó, el susto fue tan grande que
dejó caer la ballesta. Eje se levantó con una sacudida de donde dormitaba en
uno de los bancos. Mirándolo con furia por si se atrevía a decir algo, lo que
fuera, la veterana recogió el arma y se asomó entre los tablones.
—¿Quién es? —exclamó. Una voz baja murmuró algo—. Sí, está aquí —
respondió Rapiña. Miró a Eje—. Alguien tiene un recado para ti.
Su compañero se abrió camino para ir a mirar. Era un tipo alto, delgado,
encapuchado. La luz de la tarde hacía que su rostro arrugado fuese más duro
todavía. Eje levantó su ballesta.
—¿Qué quieres?
—Tengo un recado que creo que es para el zapador de aquí —respondió
el tipo.
—Esto es lo único que tenemos —dijo Rapiña.
—¡Estoy cualificado!
—Apenas —rezongó ella por lo bajo.
—¿Cuál es?
—El mensaje es, deberías considerar las cualidades peculiares de la
piedra blanca. Ya está. Las cualidades de la piedra.
Eje levantó un puño.
—¡Sí! ¡Las piedras! Lo sabía. —Le dio un puñetazo a Rapiña en el
hombro—. ¿No te lo dije? ¡Tenemos algo, estoy seguro!
La mujer le dedicó una mirada furiosa y se volvió al frente.
—¿Sí? Y quién dice… Mierda.
—¿Qué? —Eje miró: el tipo se había ido. Se apartó de la barricada y se
apoyó la ballesta en el hombro—. Las piedras —murmuró con tono pensativo
—. Necesito echar otro vistazo.
—Ya están todas enterradas, ¿no? —dijo Rapiña.
Eje chasqueó los dedos.
—Apuesto a que todavía queda alguna junto al espigón. Voy a ir.
—Voy contigo —dijo Duiker desde donde estaba sentado, al fondo.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Solo estás entrenado a medias —murmuró el anciano erudito mientras
se levantaba con cierto esfuerzo.
—Querrás decir que solo está enseñado a medias, ya casi no se mea en
casa —se burló Rapiña—. De todos modos, tú no vas a ninguna parte.
—¿Y por qué no?
—¿Y si vuelven esos seguleh y a nosotros nos falta personal?
—Bah. —Eje desechó la idea con la mano—. Si fueran a volver, ya lo
habrían hecho. —Fue hacia la puerta, pero se detuvo en seco con los ojos
clavados en las tablas clavadas y los bancos apilados. Miró a Duiker—.
Supongo que tendremos que salir por detrás.

Fuera, en las calles, Eje se sentía desnudo armado solo con su pequeño puñal.
Tenía que agradecerle a Duiker, sin embargo, que se hubiera acordado y lo
hubiera detenido en la puerta. Los dos habían dejado todas sus armas, no
tenía sentido arriesgarse a un encuentro con los seguleh.
Nervioso, Eje se frotó la camisa mientras caminaba por la calle. En
cualquier caso, reflexionó, nunca estaba del todo indefenso. Siempre tenía su
magia. No es que hubiera mucho de lo que echar mano. ¿De qué servía la
capacidad de volver locos a los animales? Era un poco embarazoso, aunque
parecía haber ayudado alguna vez. Le había salvado la vida, aunque fuera por
casualidad. Como aquella vez que unos jinetes habían atacado el campamento
y él había alzado su senda, o lo que Abismo fuera aquello, y todos los
animales se habían vuelto chiflados.
Quizá, se le ocurrió de repente, fuera caos. Quizá esa era la fuerza que
alzaba. Una especie de caos mental. Eso sí que sonaba mucho más decente y
amenazador. No solo Eje, el tipo que asusta ratas y gatas. Y machos cabríos y
armiños con brío. Y caballos y… Mierda, ¿qué rima con caballos?
A su lado, Duiker se aclaró la garganta, las manos enganchadas en el
cinturón mientras caminaban. El sol de las últimas horas de la tarde se
reflejaba con un tono dorado en las paredes de los edificios más altos. Las
posadas y los cafés se afanaban en servir una cena temprana para no
incumplir el toque de queda impuesto.
—¿Y qué pasó ahí abajo, en el sur? —preguntó el anciano soldado.
Eje lo desechó con un ademán.
—Na, no quieras saberlo. Puertas, sendas y poder a disposición de
cualquiera. La cosa se puso fea, pero al final salió bien. Ni yo mismo sé con
exactitud lo que pasó.
—Pero ahí abajo terminaste hartándote, ¿verdad?
—De hecho, estoy pensando en volver.
Llegaron al puerto cerca del paseo pavimentado y del césped donde
comenzaba el espigón. Los restos de las obras yacían en el abandono como
un edificio demolido. A Eje le sorprendió ver que había personas que se
habían trasladado hasta allí y que habían levantado chozas y colgado toldos;
los que por lo general lo harían fuera de los muros de la ciudad, en Maiten o
Cuervo. En circunstancias normales imaginaba que los guardias de la ciudad
ya los habrían echado a patadas, pero las cosas parecían haberse parado en
seco por toda la urbe. Eje buscó en aquel barrio de chabolas alguna señal de
los bloques de piedra, pero no vio ninguno.
—Había un montón —le dijo a Duiker.
El anciano contempló con el ceño fruncido la desalentadora visión de las
familias agazapadas bajo los toldos.
—Me recuerda a Siete Ciudades —dijo para sí.
—¡Aquí estamos! —Había encontrado un fragmento. Un trozo de un
bloque roto más o menos del tamaño de un barrilete.
Duiker se arrodilló a su lado y pasó una mano por lo que Eje sabía que
era una superficie lisa, casi como piel.
—Asombroso —murmuró el hombre.
—¿Lo reconoces?
—Sí. De hecho, sí. Entre mis estudios había escritos de los antiguos
filósofos naturales.
—¿Quiénes?
—Da igual. Pero conozco esta piedra. En realidad no es mármol. Es un
mineral poco común. Por lo general solo se ve en pequeñas estatuillas o
figuritas. ¿Dónde encontraron tanto?
—No sé. Bueno, ¿y qué es?
El anciano erudito se puso en cuclillas sobre las delgadas piernas y se
rascó la barba.
—Bueno, tiene muchos nombres, claro está. El nombre que yo sé es
«alabastro».
Eje repitió el nombre, como para probarlo. Para él no significaba nada.
Maldita sea. Pensé que con esto ya estaría. Que lo habríamos descifrado.
Por el Embozado, quizá no sea nada, después de todo. Solo una corazonada
que no va a ninguna parte.
—Pero ¿quién usaría esto para construir? —continuó el anciano—. Para
eso es inútil. Es demasiado blando. De las piedras más blandas…
Eje arrojó un puñado de tierra y se puso a pasearse junto al anciano
arrodillado. ¡Maldita sea! Se supone que conozco los materiales. Pero esto
no es granito, ni caliza. Nunca estudié los minerales más escasos.
—De hecho —siguió el historiador, pensativo—, ni siquiera debería
haber sobrevivido a la inmersión en el lago. Algunos tipos se disuelven en el
agua, sabes. Debe de ser inmune a ella…, a todo tipo de cosas. —Alzó los
ojos y miró a Eje—. Afirman que sobrevivió al estallido de un maldito. No
debería. Deben de haberla endurecido para aguantar eso también. A través de
magia y tratamientos alquímicos, quizá. Pero algunos tipos tienen fama de ser
especialmente… especialmente… —El anciano se levantó de golpe—. ¡El
alquimista! —Eje lanzó un gañido cuando el historiador lo cogió por la
muñeca de repente—. ¡El alquimista! —gritó—. ¡Tenemos que ir a su torre!
Eje miró con aire nervioso a su alrededor.
—Calla —siseó.
—¿Crees que será seguro? —preguntó Duiker con tono bajo y urgente.
—No sé. Está como muy ocupado en otras partes, ¿no?
—Tendremos que arriesgarnos. Ahora recoge todos los trozos que
puedas. —Se lo quedó mirando con insistencia y señaló el suelo—. ¡Ahora
mismo, hombre!
Eje encabezó la marcha por las calles cada vez más oscuras. El sol se estaba
poniendo. Una luz profunda de color bronce relucía sobre la ciudad,
estropeada solo por el arco resplandeciente de jade ya visible en el cielo
todavía brillante. Llevaba el manto bajo el brazo, en un fardo que envolvía un
gran montón de astillas de alabastro. El historiador lo seguía caminando a un
paso mucho más lento, la camisa rellena de fragmentos.
Condujo al otro a la pequeña verja de hierro forjado que conducía los
terrenos de la torre del alquimista supremo, Baruk. El lugar tenía un aspecto
de abandono absoluto. Unos tallos secos y marrones se alzaban en los varios
macetones. La tierra había salpicado las losas. Eje observó que no revelaba
ninguna huella reciente.
—¿Esta es la torre? —dijo Duiker, dubitativo.
—Sí.
—¿No habrá guardas? ¿Protecciones? ¿Guardianes?
Eje dirigió la atención del historiador más adelante.
—Mira.
La puerta estaba un poco abierta.
—Ah —dijo Duiker, que se irguió—. Togg se lo lleve. Seguro que no
queda nada.
—Bueno —suspiró Eje—, vamos a ver. —Cruzó los terrenos, subió el
pequeño tramo de escaleras e intentó mirar por la puerta. Lo único que vio
fue polvo, hojas traídas por el viento y suciedad—. Parece que no hay nadie
en casa —dijo por encima del hombro. Empezó a abrir la puerta, luego se lo
pensó; dejó el fardo y fue a coger su cuchillo largo solo para cerrar la mano
en el aire vacío. Se le hundieron los hombros. ¡Madre del Embozado! Qué te
parece. ¿Debería alzar mi senda? ¡Ya, y que todos esos demonios caigan
sobre mí en un instante! No, muchas gracias.
En su lugar, se frotó el pecho. ¿Tú qué dices, ma? ¿Qué debería hacer?
¿Debería entrar? ¿Qué le espera ahí dentro a tu pequeñín?
No hubo respuesta. Ninguna.
No está mal. Cuando no hay noticias es que todo va bien.
Empujó, abrió la puerta y entró para dejarle espacio a Duiker. El
historiador cerró a toda prisa tras él. Estaba oscuro; la luz del día se iba
desvaneciendo y apenas llegaba desde unas ventanas lejanas. Por lo que Eje
podía ver desde el vestíbulo, la predicción de Duiker había sido correcta: el
sitio estaba hecho un desastre. Saqueado y destrozado. Dejó el fardo en el
suelo.
—Bueno, quizá todavía haya…
Un demonio salió de un salto de una puerta, agitando los brazos y
gruñendo.
Eje blandió el fardo de piedras y golpeó a la criatura, que salió volando
por el pasillo, y se quedó tirada, gimiendo. El veterano intercambió miradas
de sorpresa e incredulidad con el historiador.
—El demonio más pequeño que he visto jamás —murmuró Duiker.
El pequeño demonio barrigón se puso de pie con un tambaleo. Se
presionaba la cabeza y se mecía de un lado a otro. Se palpó la boca.
—¡Mi ziente! ¡Dompiste ziente!
Eje se acercó a él con paso decidido.
—Y haré mucho más que eso, miserable excusa de guardián. Y ahora
llévanos al taller de tu amo.
La criatura se quedó quieta, una mano sobre los dientes mellados.
—¿Daller? ¿Tú quiedes daller?
—¡Sí! ¡Taller! Donde guarda sus sustancias químicas y demás.
El guardián miró el fardo.
—¿Qué ez edo?
—¿Qué culo de Fener importa?
El diablo de piel roja se tocó la boca y gimió.
—Predio. Es predio. Enséñame.
—Creo que quiere decir «precio» —dijo Duiker.
—Oh, por… —Eje tiró el fardo al suelo y lo desató. Levantó una de las
lascas. La bestezuela la cogió de golpe, la lamió y la mordió con impaciencia
para saborearla. Esbozó una sonrisa que reveló unos dientes puntiagudos y
luego se metió la lasca en la boca y se puso a masticar tan contento.
Eje y Duiker compartieron otra mirada asombrada.
El diablillo se estremeció e hizo una mueca, luego empezó a dar saltos en
círculos con las garras tapándose la boca.
—¡Aghh! ¡Ziente! ¡Oh, pobde ziente! ¡Pobde yo!
—¿Y bien? —dijo Eje.
El diablo les hizo un gesto para que lo siguieran.
—Zí, zí. Pod aquí. ¡Ven!

En cuanto el navío topó contra el muelle combado, Aragan y el capitán


Dreshen llevaron a sus inquietas monturas con las riendas cortas por la
pasarela y subieron al muelle. Ensillaron los caballos y luego partieron al
oeste, hacia las estribaciones de las montañas moranthianas. Cabalgaron
durante dos días, virando hacia el sur. La segunda noche, no muy tarde, el
capitán Dreshen despertó a Aragan y señaló con la cabeza una gran banda de
jinetes que se acercaban bajo la luz jade brillante de la Cimitarra.
La banda rhivi los rodeó, mirándolos sin expresión desde sus monturas.
—¿Sí? —los desafió Aragan al tiempo que se ponía el cinturón con la
espada.
Uno bajó la lanza y urgió a su montura a avanzar unos pasos más.
—Venid con nosotros, malazanos —fue todo lo que estuvo dispuesto a
decir.
Aragan y Dreshen compartieron una mirada resignada y prepararon sus
monturas. Casi de inmediato, tras avanzar hacia el oeste, encontraron a otros
exploradores rhivi. Una banda de jinetes cada vez más grande se fue
reuniendo a su alrededor a medida que la noche se profundizaba. Los guiaron
a un campamento nuevo donde ancianos, esposas y cargadores atendían a los
heridos echados en la hierba manchada de sangre. La visión de tantos
acuchillados y tullidos desgarró el corazón de Aragan, al que le costó mucho
encontrar fuerzas para hablar.
—Así que llego tarde —le dijo a una anciana que tenía cerca—. Soy
vuestro prisionero.
La mujer se levantó y fue hacia él. Una mano salpicada de sangre le
sujetó la pierna. El horror de lo que había visto todavía cubría su mirada y
Aragan tuvo que apartar la suya.
—No, malazano —dijo ella—. Esperemos que todavía haya tiempo.
Ocúpate de tu gente. Los seguleh les están dando caza.
—¿Los seguleh? ¿Hicieron esto ellos?
—Nadie más es tan… preciso. Mataron a pocos, la mayor parte está
gravemente herida. Así quisieron cargarnos.
—Entiendo… Lo siento.
—Guarda tu piedad para los tuyos.
—Sí. ¿Cabalgaréis al norte, entonces?
La mujer se estremeció y giró la cara, como si la hubieran golpeado.
—¡No! Daremos respuesta a este insulto. Qué poco nos conocen. A
nosotros no se nos deja de lado.
—Pero… son seguleh.
—No viene al caso. Debemos ser quienes somos. Esto es lo que se nos ha
arrojado a la cara. ¡Y le daremos respuesta!
—Entiendo. Debería emprender la marcha, entonces.
—Sí. Por supuesto. —La mujer levantó los brazos manchados de sangre y
gritó—: ¡Todos los que quieran llevar la lanza a nuestros enemigos, que
cabalguen ahora! ¡Id! ¡Llevad sangre y terror! ¡Pisoteadlos!
Respondieron ululatos y gritos que crecieron hasta convertirse en un
rugido colérico que envolvió a Aragan. El embajador se irguió en toda su
altura en la silla y dibujó un círculo en el aire con el brazo. Azuzó a su
montura, que se alzó todavía más y salió a la carga, levantando tierra a su
paso. Los guerreros rhivi que los rodeaban, hombres y mujeres, viejos y
jóvenes, corrieron a sus caballos. El embajador, el capitán y su escolta
continuaron cabalgando, sabedores de que todos los que desearan seguirlos
no tardarían en alcanzarlos.

—Se lo están tomando con calma, ¿eh? —se quejó Bendan.


El sargento Hektar lanzó una risita y señaló a los soldados que los
rodeaban, estaban en una fila de unos veinte soldados de profundidad que
cruzaba la estrecha boca del valle.
—Carnicero ha vuelto —se rio—. Valiente ahora como un ratón en su
ratonera, ¿eh?
—¿Qué quiere decir?
—¡Quiero decir que anoche corrías tanto como todos los demás! —Y se
volvió a reír.
Bendan movió el cuello e hizo crujir los huesos, rígidos de la vigilancia
constante.
—Yo solo digo que no nos tienen ningún respeto. Actúan como si
diéramos igual.
—Como si pudieran tomárselo con calma —añadió la cabo Pequeña.
—Y que lo digas —murmuró Hueso con tono lúgubre.
Bendan se rio de la sugerencia.
—Venga ya, hombre. ¡Pero si nosotros somos casi diez mil!
—Y ellos son sus buenos cuatrocientos.
—El hierro malazano los detendrá —dijo Hektar a voces y de las filas
cercanas brotaron gritos afirmativos.
—Eso, eso, sargento —asintió Hueso con un suspiro.
—Y aquí vienen nuestros amiguitos a jugar —dijo Hektar mientras
señalaba con una gran manaza.
Las filas fueron callando cuando los seguleh empezaron a salir a la
carrera de la bruma matinal. En medio de un silencio fantasmal, se
desplegaron a derecha e izquierda en una fila. Esa línea, de un solo cuerpo de
profundidad, se enfrentó a una fracción de los malazanos. Al verlo, Bendan le
dio un codazo a Hueso.
—Deberíamos rodearlos, ¿no?
El viejo saboteador lo miró con asombro.
—¿Eres idiota o qué? Lo que queremos es que salgan corriendo.
Bendan estudió a aquellas figuras delgadas. Él siempre había creído que
eran unos fanfarrones a los que se les daba bien sacarle todo el partido
posible a su reputación, pero después oyó a los veteranos hablar de la
campaña painita y luego los vio aplastar al ejército rhivi entero. Empezaba a
tener la enfermiza sensación de que se estaba enfrentando a los peces más
grandes de todos y el intruso era él. Los seguleh se habían quedado
inmóviles; era como si ni siquiera respiraran. Podrían haber sido estatuas,
salvo por los penachos humeantes que escapaban de las máscaras. Ninguno
había sacado siquiera un arma.
—¡Preparen armas! —La orden fue recorriendo las filas de uno a otro
extremo. El roce del hierro sobre el cuero y la madera siseó con un estrépito
preternatural en el aire frío de la mañana. Los escudos traquetearon cuando
las filas se apretaron. Por la línea de los seguleh, más allá, Bendan distinguió
a uno cuya máscara parecía mucho más sencilla que el resto. Recordó los
rumores que habían estado circulando por todo el campamento. Es él. El
tercero mejor entre todos ellos. Por un momento fantaseó con derribar a ese.
¡Menudo golpe! Seguro que le daban una medalla. Sería famoso.
Lo más seguro era que al que le arrancasen la cabeza fuese a él.
Observó que muchos de los guerreros parecían estar mirando a lo lejos,
más allá del muro de escudos malazanos. Quizá estudiaban las laderas
montañosas. O quizá el cielo. ¿Qué coño estaban mirando? ¿El puto tiempo?
Hasta la achaparrada cabo Pequeña cambió de posición, incómoda, dando
patadas al suelo para calentarse los pies.
—¿A qué están esperando? —murmuró.
Las dos filas se enfrentaron unas a otras, cada una inmóvil, vigilante. La
luz fue creciendo y quemando la bruma. El sol estaba detrás de los seguleh,
más o menos, pero el puño K’ess había elegido el terreno alto, así que los
malazanos estaban ligeramente por encima de ellos.
Nada de eso parecía ser un factor en los pensamientos del tercero, que
permanecía sin moverse, la cabeza enmascarada un poco ladeada, su mirada
en apariencia registrando el cielo occidental. Por fin, cuando la mañana
comenzó a calentar, subió la mano en un movimiento cortante y los
cuatrocientos se lanzaron a la carga de golpe.
A Bendan casi lo cogió desprevenido. Se había distraído pensando en el
peso del escudo, que le arrastraba el brazo al suelo. Qué puto dolor. No sabía
quién hacía esas monstruosidades, pero desde luego nunca había tenido que
cargar con ellas por medio continente. Se estremeció como todos los demás
cuando los seguleh parecieron borrar la distancia que los separaba con solo
unas cuantas zancadas rápidas. Se acercaron en absoluto silencio, sin bramido
ni aullido alguno. Solo el siseo susurrado de las espadas al desenvainarse
resonó antes de que las primeras estocadas chocaran contra los escudos. Y los
gritos. Chillidos inmediatos de heridos aullando. Y los sargentos bramando:
«¡Cerrad filas! ¡Cerrad filas!».
Bendan arrastró los pies con el resto de sus compañeros. Las filas se
encogieron hacia el corto frente de los pocos seguleh, como un buche
aspirando todos los hombres que se le ponían delante. Los heridos regresaban
tambaleándose, deslizándose entre los escudos. Bendan vislumbró muñecas
cercenadas, caras rebanadas hasta el hueso, manos apretadas contra gargantas
con sangre que palpitaba entre los dedos.
¡Dioses! ¡Nos están machacando a conciencia!
Con todo, las órdenes surgían por todas partes.
—¡Tapad brechas! ¡Cerrad filas!
Entonces le tocó a él. Se encorvó tras el escudo, la hoja de la espada corta
recta, listo para acuchillar. A un lado, el sargento Hektar gruñó al llegar a la
primera línea. El suelo estaba blando y húmedo bajo las sandalias de Bendan.
El ruido no se parecía en nada a ninguna de sus batallas anteriores. Solo el
estruendo de los escudos, alientos siseados y los fieros gritos indignados de
los heridos. Algo acuchilló su escudo, pero apenas llegó a ser un golpe. Había
sido más bien como una serpiente deslizándose por la superficie en busca de
una brecha. Asomó la cabeza para echar un vistazo y algo destelló por su
visión y su yelmo salió volando por encima de las filas. Se agachó y
acuchilló. Una calidez húmeda le empapó el cuello y el pecho. ¡Me cortó…,
será cabrón! Y volvió a acuchillar mientras empujaba con el escudo.
¡Cabrón! La lengua brillante lamió alrededor del borde de su escudo y le
chirrió contra el hueso del brazo, Bendan emitió un gruñido. Tenía el cuello y
el costado fríos y entumecidos.
Unas manos lo sujetaron y lo metieron hacia atrás de un empujón. ¡Joder!
¡No! Voy a acabar con ese cabrón. ¡Lo juro!
—Con cuidado, chaval —lo tranquilizó alguien mientras lo empujaba
hacia atrás—. Estás hecho un desastre.
—¿Qué? —Bendan se miró el costado. La sangre húmeda y brillante le
empapaba la armadura hasta la pierna—. ¡Mierda! —Se tocó un lado de la
cabeza y ladró de dolor. El brazo del escudo le colgaba entumecido, la sangre
le chorreaba por los dedos—. Maldita sea.
Llegó a la parte de atrás y se tiró en la hierba con los otros heridos a la
espera de uno de los arreglahuesos. Cuando la sajadora llegó junto a él,
sacudió la cabeza como si aquello le indignase.
—Te rebanó un buen trozo de cuero cabelludo. Se llevó la oreja también.
Lo único que puedo hacer es detener la hemorragia y vendarte.
—Me vale. Quiero volver ahí dentro.
—Si hay tiempo. —La mirada de la joven sanadora del pelotón se desvió
un instante mientras desenvolvía unos paños.
Muy poco después, Bendan sintió la reverberación de muchos cascos por
el suelo y se alzaron gritos.
—¡Rhivi! ¡Caballería!
Se levantó con un tambaleó e hizo todo lo posible por ver por encima de
las cabezas de las filas que se empujaban y cambiaban de posición. La
caballería rhivi cruzaba a toda velocidad los campos que había tras los
seguleh. Algunos bajaban lanzas, otros disparaban ballestas. Los seguleh
respondieron dividiéndose para enfrentarse a ambos enemigos. La masacre
fue espantosa: cuellos y panzas de caballos abiertos en canal, jinetes
desarzonados a derecha e izquierda.
Bendan vio a Hektar de pie en un lado y cojeó hasta él.
—Sargento.
—¿Qué está pasando? —preguntó el grandullón.
—Usted lo ve mejor que yo.
—No, no lo veo.
Bendan alzó los ojos: sangre y entrañas cruzaban la cara del hombre en
una brecha donde en otro tiempo habían estado el puente de la nariz y los
ojos. Tenía la pechera manchada de sangre, que volvía a escurrirse por las
mismas zonas donde antes se la habían limpiado de mala manera. Bendan
apartó los ojos a toda prisa con una arcada. ¡Dioses!
—Los sanadores pararon la hemorragia —dijo Hektar—. Aparte de este
rasguño, estoy en forma.
Bendan tragó saliva para asentar el estómago y aliviar la quemazón que le
estaba provocando un nudo en el pecho.
—Sí. Yo también. —Unos gritos desviaron su atención hacia las líneas.
Los seguleh habían dejado el combate y perseguían a los rhivi para sacarlos
del campo de batalla—. Van tras los rhivi —le dijo a Hektar. Vio a un chico
montado, poco más que un niño, cargar contra un seguleh; el guerrero
esquivó la lanza, blandió su arma y el muchacho se cayó de la silla, la pierna
le quedó colgando por unos cuantos ligamentos mientras él se derrumbaba sin
fuerzas. Bendan se estremeció e hizo una mueca de dolor ante la frialdad y
precisión de aquel ataque.
El quorl que transportaba a Torvald y la plateada Galene se posó detrás de
una cordillera accidentada. Lo que Torvald había vislumbrado en el siguiente
valle lo empujó a subir a gatas los últimos metros de la ladera para asomarse.
Al observar la matanza tuvo la sensación de que iba a vomitar.
—¡Intervengan, ya! —le rogó a Galene, que estaba detrás de él—. Los
están haciendo pedazos… ¿es que no lo ve?
—Todavía no —respondió ella—. Están demasiado juntos.
—¿Demasiado juntos? ¿Qué quiere decir? Pues yo no pienso esperar.
Se abalanzó para descender. Una mano blindada le dio un tirón hacia
atrás.
—No los alerte.
Torvald señaló las filas de quorls que habían aterrizado y los negros y
rojos que esperaban entre las rocas.
—¡Únanse a ellos! Juntos pueden…
—Juntos de igual forma nos destrozarían los seguleh —lo interrumpió
ella con dureza—. Como ya ocurrió. Pero eso fue hace mucho tiempo. No
somos el pueblo que fuimos una vez. Ahora tenemos mucha menos…
paciencia con todo esto. Ah, mire. —La plateada alzó el yelmo hacia el valle
—. Bien. Sí.

Aragan azuzó su montura hasta el muro de escudos malazanos y se arrojó de


la silla. Le dio una palmada al caballo para alejarlo y se abrió camino entre
los soldados. Se dio cuenta de que no tenía ni idea de quién estaba al mando,
cogió a un soldado y le gritó.
—¿Quién es el oficial de más rango aquí?
—Usted, señor —dijo el hombre arrastrando las palabras.
—¡Aparte de mí, joder!
El recluta sonrió mientras se vendaba con unos trapos ensangrentados una
mano que no era más que un muñón sin dedos.
—Usted debe de ser ese tal Aragan. Es el puño K’ess. —E inclinó la
cabeza para indicar fila abajo.
Aragan asintió.
—Que Oponn esté con usted, hombre. —Le hizo un gesto al capitán
Dreshen para que lo siguiera.
Cuando encontró a K’ess, el puño se lo quedó mirando con expresión
incrédula antes de acordarse de hacer un saludo militar.
—Embajador, no debería estar aquí. Sugiero que se retire…
—Ninguno de nosotros debería estar aquí, puño. ¿Cómo está la cuenta de
la carnicería?
El puño intercambió miradas lúgubres con los asistentes y resto del
personal que lo rodeaba.
—El primer cálculo es de un cuarenta por ciento de bajas —informó con
voz ronca—. Heridos o de otro modo.
Aragan sintió una opresión en el pecho como si lo rodeara una banda de
hierro. Era incapaz de respirar. ¡Que Ascua nos libre! ¡Cuarenta por ciento!
Eso es… inimaginable. ¿Qué son esos seguleh? El ruido de un combate
cercano se deshizo en un rugido apagado. Apartó con un parpadeo la
oscuridad que parecía ir envolviéndolo desde los bordes de su visión y se
obligó a tomar una bocanada de aire para tranquilizarse.
—Puño, los rhivi nos han permitido ganar tiempo. Ya no tenemos tropas
suficientes para mantener las filas. Sugiero que nos retiremos a la entrada del
valle, entre las rocas.
El puño K’ess hizo un saludo militar. Su rostro era una máscara sin vida,
conmocionada más allá de toda expresión, todo sentimiento.
—Sí, embajador.

Entonces se oyó una orden bramada.


—¡Retirada! ¡Fuera de aquí! ¡Valle arriba!
—Maldita sea —murmuró Hektar, acongojado—. No veo nada.
Aunque se sentía débil y raro, y un poco mareado, Bendan cogió el codo
del hombre con la mano que tenía buena.
—Yo lo guío, sargento. No se preocupe. Venga, por aquí.
Después de subir la ladera como pudieron, Bendan se encontró con que
Hektar y él estaban entre las primeras filas. Sin poder creerse la suerte terrible
que tenía, miró a los soldados acuchillados que cojeaban y se arrastraban a
izquierda y derecha y se tragó su indignación. Un cojo y un ciego, ¡lo mejor
que puede reunir el Imperio! Menudo maldito chiste, por los Gemelos.
—Vuelva, sargento. Aquí no sirve de nada.
—Todavía puedo llenar un hueco. Defender la fila.
—¡Pero si no ve una mierda!
La sonrisa radiante regresó.
—Total, todos estamos escondiéndonos detrás de los escudos, ¿no?
Bendan miró con los ojos guiñados hacia donde se habían reunido los
seguleh. En el nombre de la reina de los Misterios, ¿a qué estaban esperando?
—¿Siguen sin venir? —preguntó Hektar.
—Sí. Están… ahí plantados. Como si estuvieran esperando a que nosotros
echáramos a correr o algo.
Alguien llegó trepando entre las rocas. Era Hueso, el viejo saboteador.
—¡Eh, sargento…! —Se le fue apagando la voz cuando Hektar se volvió
hacia el sonido—. ¡Maldita sea! Lo siento, sargento.
—Sigo en pie. ¿Has visto a Pequeña?
—Sí… en la fila, más arriba.
—Bien.
—¿A qué están esperando? —se quejó Bendan una vez más.

—No van en persecución —murmuró K’ess, que estaba con Aragan, en el


centro de las filas malazanas.
—No —respondió Aragan, distraído—. Puede que nos estén dando
tiempo para pensarlo bien. Y, con franqueza, las tropas se merecen que… De
hecho, se merecen algo mejor que eso…
Cogió aire, salió entre las rocas, ante las filas, y se volvió para mirar a las
tropas. Alzó los brazos para reclamar su atención.
—¡Soldados! Me conocéis. Algunos me conocisteis como el puño
Aragan, algunos como capitán Aragan. ¡Por el Abismo, algunos de los perros
viejos incluso me conocisteis como el sargento Aragan! ¿Y qué vengo a
decir? —Llevó el brazo hacia atrás y señaló a los seguleh, que estaban
formando en una columna—. Todos habéis oído las historias acerca de que
nunca se ha derrotado a estos seguleh. Que han masacrado a todos los que se
han enfrentado a ellos. Bueno, mirad a vuestro alrededor… ¡Seguimos aquí!
Y ahora… ¡ahora os dan a elegir! Lo único que tenéis que hacer es soltar las
espadas y rendiros. Eso es todo. Pero si lo hacéis, os prometo una cosa… ¡No
vais a tener otra oportunidad con esos cabrones! Así que, ¿qué va a ser? ¿Eh?
¿Cuál es vuestra respuesta?
Silencio. Aragan miró con furia a derecha e izquierda, el corazón
martilleándole en el pecho, tragando aire. Y entonces, en el otro extremo de
la fila, un soldado dalhonesio enorme sacó la espada, la alzó en un saludo y
golpeó con ella su escudo, dos veces. Las manos fueron a las empuñaduras
por todas las filas. Las espadas sisearon, salieron para chocar con un rugido
atronador contra los escudos, una vez, dos, y luego se extendieron en el
saludo formal.
Ahí tienes tu respuesta malazana. La visión de Aragan se desdibujó y el
embajador parpadeó para aclararla. En apariencia estaba abrumado. Por
dentro liberó una pesadilla de miedo. Gracias a los dioses que no me
mandaron a la mierda.
Se reunió con el puño K’ess en las filas.
—Bien hecho, señor —murmuró K’ess—. Siguen sin venir.
Aragan miró con los ojos guiñados a los seguleh reunidos, después
observó ladera arriba la montaña que tenían detrás, abarcó con los ojos todo
el espacio, hasta los picos coronados de nieve, luego volvió a bajar.
—Están esperando… —Maldijo y se dio un puñetazo en el muslo
blindado.
K’ess lo miró.
—¿Qué?
Aragan alzó las manos como si quisiera apresar el aire.
—¡Somos el cebo! ¡Nada más que el puñetero cebo del Embozado!
—¿Cebo? ¿A qué se refiere?
—¡No nos quieren a nosotros! ¡Nunca vinieron a por nosotros! —Señaló
las montañas—. ¡Son los moranthianos! ¡Están emplazando a los
moranthianos!
K’ess se frotó la barbilla y asintió.
—Sabía que deberíamos habernos quedado en Dhavran —murmuró luego
con tono lúgubre.
Resonaron gritos de alarma y Bendan alzó los ojos. Los seguleh habían
empezado a subir por el valle. Avanzaban en una carrera lenta, en doble fila.
—Mira eso —murmuró Hueso a su lado—. Qué preciosidad. Acabaron
con los rhivi y ahora vienen a terminar con nosotros.
—Cállate —le soltó Bendan.
—¿Qué pasa? —respondió Hueso con una gran sonrisa—. Creí que te iba
la carnicería.
—Así no.
—Ya. No tiene tanta gracia cuando al que machacan es a ti, ¿eh?
—¡Quiero decir que así no! —Bendan lanzó un brazo hacia atrás—. ¿Qué
estamos haciendo aquí? Aquí no hay nada más que rocas. ¿Qué sentido tiene?
—Pues que no nos amilanamos —respondió Hektar. Después ladeó la
cabeza y escuchó—. Os juro que oigo algo.

Torvald se agarró con todas sus fuerzas cuando la plateada lanzó su quorl en
picado por la ladera de la montaña, deslizándose entre árboles y
afloramientos de piedra con apenas un brazo de distancia entre ellos. Giraron
y el valle apareció delante de él. Los seguleh estaban avanzando en columna
sobre los malazanos, que habían formado una nueva línea, una línea mucho
más delgada, en el terreno más alto y accidentado.
—¡Abra la cartera! —gritó Galene para hacerse oír por encima del viento
que los golpeaba.
Los brazos envueltos en las correas de cuero, las manos libres, Tor las
estiró hacia la resistente mochila que estaba atada a la silla, entre ellos. Abrió
los broches de metal y levantó la solapa de la mochila. Lo que vio acurrucado
dentro le hizo dar un salto, el quorl se sacudió a modo de respuesta y cabeceó
en su vuelo.
—¡Cuidado! —exclamó Galene a voces en un tono bastante más agudo.
Con los ojos entrecerrados, Torvald se asomó al valle que se alzaba de
golpe para recibirlos, las figuras diminutas moviéndose allí, y sacudió la
cabeza.
—¡No! No pienso hacerlo —gritó.
Galene se volvió con torpeza en la silla para mirarlo.
—¡Sáquelo! —ordenó, fiera.
—¡No! Cómo puede plantearse siquiera… —Y se atragantó, el corazón lo
estranguló cuando el quorl dibujó una curva, giró y se lanzó como si quisiera
estrellarse contra el fondo del valle. Tras ellos los seguían escuadrilla tras
escuadrilla de quorls cargados, todos revoloteando ladera abajo en una
corriente veloz, precipitada.

—Maldito brazo de la noche —gruñó Bendan al intentar subir más el escudo.


—¿Qué pasa? —preguntó Hektar.
—Agh, me dieron una cuchillada en el brazo del escudo. Ahora no puedo
subirlo bien.
—Usa el cinturón. Átalo y sujétalo.
Bendan lanzó un gruñido.
—Ya. Pero luego…, ¿qué voy a hacer después?
El gran dalhonesio se volvió en su dirección como si se lo quedara
mirando aunque ya no tenía ojos. Bendan agachó la cabeza.
—Ah. Claro. —Después se sacudió, sorprendido—. ¡Mira eso, qué te
parece! —Aunque estaba agachado se levantó y señaló al cielo, una curva
tras otra de quorls moranthianos llegaban arqueándose valle abajo. Parecían
lanzarse en picado sobre los seguleh que se acercaban.
Hueso se irguió y se protegió los ojos con las manos.
—Oh, no… —susurró.
—¿Qué pasa? —preguntó Hektar mirando como loco a su alrededor, la
espada lista.
—Llegan moranthianos volando en sus monturas monstruosas —le
explicó Bendan—. ¡Van a aterrizar y a atacar a los seguleh! —Levantó por
los aires el brazo bueno y gritó—: ¡Sí!
—No, de eso nada —dijo Hueso con la voz temblorosa—. Ascua nos
perdone… Pobres cabrones…
Bendan lo miró con el ceño fruncido.
—¿A qué viene eso?
El canoso saboteador se estaba abrazando y retrocediendo entre los altos
peñascos.
—Una matanza…, ¡una matanza del puñetero Embozado!
—Pero ¿qué pasa, hombre?
El saboteador lo señaló.
—Ponte a cubierto —ordenó—. Todos vosotros, poneos a cubierto. —
Subió corriendo por las filas, gritando de camino—. ¡A cubierto, ya, malditos
seáis!
Pero las líneas se estaban removiendo, preparando escudos, sujetando otra
vez las armas. Porque los seguleh estaban muy cerca.

Galene estiró el brazo hacia atrás para sacar con una mano el grueso
rectángulo de su mochila. Agachando la cabeza para defenderse del fuerte
viento, Torvald lo cogió con las dos manos y lo abrazó.
—¡No! —gritó—. ¡Es un asesinato!
—¡Suelte, necio! —El quorl se tambaleó como un borracho. Las cimas de
los árboles pasaron a toda velocidad bajo ellos, casi arrancando las botas de
Tor. La imposible tormenta de viento amenazó con derribarlo de la silla—.
Esto es la guerra —rechinó la plateada entre dientes—. ¡Nuestra
supervivencia!
—¡Pero no tienen ninguna posibilidad!
La plateada liberó el maldito de un tirón.
—Entonces no deberían haber cogido la espada.
El quorl bajó todavía más. Tor se alzó en su asiento durante el descenso.
Justo delante se desplegaba la columna seguleh. Parecían estar tan cerca, y él
se estaba abalanzando hacia ellos a tal velocidad que tuvo la sensación de que
iban a chocar. Ante él la boca del valle se alzaba rocosa y escarpada, unos
arroyos delgados oscurecían el muro de piedra por algunos sitios. A sus pies,
la fila malazana permanecía firme en sus sobrevestas negras, los escudos
superponiéndose. Tor lanzó una mirada rápida atrás: hileras de quorls los
seguían, sus conductores plateados encorvados como si disputaran una
carrera. Los pasajeros rojos y negros que iban detrás acunaban las gruesas
municiones en los brazos.
Galene alzó el maldito con las dos manos. El viento cortante azotaba las
pihuelas de vuelo y las correas que sujetaban su forma blindada.

La espada en la mano, Aragan le dio la espalda al jadeante saboteador


veterano y se quedó mirando el valle. Observó a los seguleh que se acercaban
corriendo. Luego, encima, los moranthianos que caían en picado. Y pensó
que se iba a desmayar. Oh, por el Embozado, no… Tan cerca… Se tambaleó
hacia delante y alzó los brazos con un bramido.
—¡A cubierto, ahora! ¡A cubierto!

Bendan sintió que se iba doblando hacia atrás a medida que los quorls
moranthianos parecían ir a por él en persona. Vio jinetes que arrojaban algo y
objetos oscuros que daban vueltas por el aire mientras los quorls rasgaban el
cielo, tan cerca que parecía como si pudiera estirar los brazos y tocar las
delicadas y vibrantes puntas de las alas. Tiró de Hektar (el único hombre que
seguía en pie), lo arrojó entre el montón de peñascos y le bramó al oído por
encima del rugido: «¡Escudo!».
Un enorme muro invisible golpeó a Bendan y lo estrelló contra las rocas.
El escudo lo aporreó en la cara y lo aturdió. Piedras, tierra y unas nubes
densas y asfixiantes de polvo bajaron ondeando sobre él, que tosió, escupió y
sacudió la cabeza, que le zumbaba por la paliza. Lo castigaron múltiples
estallidos que lo empujaron contra las rocas rotas que lo rodeaban y le
quitaron el aliento.
No sabía si había perdido la conciencia, pero en algún momento se dio
cuenta de que parecía haberse acabado. Había estado esperando, tenso, hecho
una bola bajo su escudo, otra conmoción más que nunca llegó. Se atrevió a
levantar la cabeza. Tierra y gravilla le cayeron de la espalda. Se sacudió el
pelo y se levantó con un tambaleo. El humo que flotaba y el polvo que
dibujaba remolinos lo habían oscurecido todo. No oía nada por encima del
zumbido castigador que tenía en los oídos. Volvió a escupir y parpadeó; se
sujetó el pecho, le dolían las costillas de las oleadas de golpes que lo habían
destrozado.
Una forma enorme se acercó arrastrando los pies, le iba cayendo tierra de
encima; Hektar, los brazos estirados, buscando a ciegas entre las rocas.
Bendan lo cogió por el brazo.
—Estoy aquí —graznó.
El dalhonesio se limpió la cara, una humedad transparente había
atravesado la tierra incrustada bajo las vendas ensangrentadas.
—Pobres cabrones —estaba diciendo—. Pobres putos cabrones.
Se le ocurrió a Bendan de repente que su sargento estaba llorando.

Torvald se había apretado contra la espalda de Galene, con un brazo la


rodeaba y con el otro se aferraba a las asas de la silla. Apretó los ojos con
fuerza para no ver su mareante ascenso casi vertical cuando se deslizaron por
encima de la superficie rocosa de la entrada del valle. Sintió la oleada de
presión de los múltiples estallidos a su espalda. Era como una mano
presionándolo contra la moranthiana plateada y empujando al quorl en un
gran maremoto.
Una humedad fría le heló las mejillas bajo el viento cortante y supo que
estaba llorando. Galene cambió de postura en la silla, colocó bien las pihuelas
y el quorl se ladeó y se arqueó hacia atrás. Daba la sensación de que estaban
dando la vuelta.

Mientras el humo y el polvo se arremolinaban y pendían en cortinas sobre la


ladera reventada, Bendan dio unos golpecitos al brazo de Hektar.
—No pasa nada, hombre. Habrían acabado con nosotros.
—No está bien —decía el sargento una y otra vez—. Lo que se hizo aquí.
No está bien. Es una puta tragedia, eso es lo que es.
Unos gritos horrorizados comenzaron a resonar por las filas; Bendan se
giró, guiñó los ojos y miró entre las nubes de polvo que se estaba asentando.
Estuvo a punto de caerse, las rodillas doblándosele, una mano se le fue a la
garganta.
—Oh, no… Embozado, no… No lo hagáis…
—¿Qué ocurre? —preguntó Hektar mientras miraba a su alrededor sin
ver.
Salían de la cortina de humo y polvo. Algunos cojeaban, otros se
tambaleaban. A otros solo los sostenían las espadas que arrastraban por las
rocas. Con todo, seguían caminando, avanzando.
Por todas partes los soldados se retiraban, retrocedían por la ladera
ascendiente dejando atrás poco a poco los peñascos.
—¡Parad! —le gritó Bendan a una figura harapienta que se dirigía a él—.
¡Por favor…, para!
Era una mujer, un brazo destrozado, el hueso relucía de color blanco entre
la carne. Tenía la máscara rota, la mitad había desaparecido y un lado de la
cara era una ruina roja y negra. A pesar de ello, levantó la espada y señaló.
Bendan retrocedió con una mano en el brazo de Hektar.
—¿Dónde está? —susurró el dalhonesio.
—La tipa está a tu izquierda.
La seguleh se acercó. Un soldado bajó hasta ella como pudo, encorvado,
una espada en una mano y estirando la otra.
—Vamos a bajarla, muchacha —le habló con suavidad—. Deja la espada.
Ya se acabó todo.
Pero la mujer se abalanzó, lanzó una estocada con una mano y el hombre
cayó destripado en medio de un gran charco de entrañas que lo salpicaron
todo. La mujer se irguió otra vez, se tambaleó ligeramente, su hoja apuntaba
directamente a Bendan.
—Dímelo cuando se acerque —dijo Hektar entre dientes.
Dos regulares más cargaron contra ella blandiendo armas. Los dos
lloraban al atacar. La mujer los eludió, paró los ataques, su hoja se deslizó sin
esfuerzo sobre el primero, le rebanó la garganta y luego bloqueó de inmediato
al otro, giró en un contorno desdibujado que se metió bajo su escudo y le
amputó la pierna por la rodilla. El hombre cayó chillando.
A Bendan le pareció que la mujer se habría desplomado en ese momento
si no fuera porque había apoyado todo el peso para acuchillar el pecho del
hombre tullido. Se recuperó, la boca retorciéndose de agonía bajo la costra de
suciedad y sangre. La espada volvió a alzarse, la punta tan firme que
resultaba inhumano.
Bendan soltó el brazo de Hektar.
—Listo —susurró por lo bajo, agachado, la espada alzada.
Dos pasos rápidos de la mujer cerraron la brecha. Bendan se encorvó
todavía más, los ojos apenas asomando por encima del escudo. La hoja de la
mujer lanzó una cuchillada por encima y él se estremeció. Algo cálido le cayó
por la nariz. Tras su escudo, Hektar ladeó la cabeza como si escuchara; luego,
de repente, se abalanzó hacia delante con un rugido, extendiendo los brazos.
La mujer lanzó una cuchillada y un antebrazo salió volando, pero el peso
enorme del hombre la embistió y cayeron juntos. La hoja fina de la mujer de
algún modo consiguió alzarse entre los dos cuerpos mientras se estrellaban
entre las rocas y Bendan saltó tras ellos. Apuñaló a la mujer y le perforó la
cadera, su hoja chirrió contra el hueso pélvico. Un dolor abrasador, como un
lanzazo, le estalló en la pierna; Bendan bajó los ojos y vio que la hoja de la
seguleh giraba para soltarse de su muslo. Y luego más soldados cayeron
sobre él, todos apuñalando, llorando, maldiciendo, sollozando. Bendan se
derrumbó contra una roca, la pierna entumecida por completo. Se quedó
sentado envuelto en un sudor frío y tembloroso por el dolor, la conmoción y
el pánico.
Uno de los soldados le dio la vuelta a Hektar y reveló el pecho abierto del
hombre. Una espuma rosada le surgía en la boca cuando intentaba respirar.
Bendan se deslizó hacia él para acunarle la cabeza en el regazo. La inmensa
sonrisa de Hektar volvió a su rostro, pero con los dientes de un rojo brillante
por la sangre.
—Me cargué a una —murmuró el hombretón.
—Sí. Se cargó a una.
—Ya… se acabó… ahora.
—Sí, sargento. Ya se acabó.
Bendan se quedó allí sentado mucho rato, sosteniendo al fallecido.
Después llegaron los sajadores del pelotón, que le vendaron los cortes y
detuvieron la hemorragia. Cuando tiraron con suavidad del cuerpo, él los
espantó con la mano. Como ya lo habían visto antes, los sanadores se alejaron
sin poner objeciones. El sol caliente lo golpeaba y todavía Bendan mecía a su
sargento. Aparecieron aves carroñeras dibujando círculos sobre el campo
reventado de tierra levantada y cuerpos destrozados repartidos por él. Una
sombra tapó el sol sobre Bendan y este alzó los ojos y los guiñó. Era la cabo
Pequeña.
La mujer se acuclilló a su lado, posó una mano en Hektar y luego lo miró.
—No se te ocurra decirlo —graznó él—. No digas nada, joder.
Ella apartó los ojos y parpadeó para contener las lágrimas.
—No —consiguió decir, su voz apenas audible—. Supongo que no.

—¿Señor? —dijo el puño K’ess tras aclararse la garganta.


El embajador Aragan no se apartó de donde había permanecido desde el
ataque, la mirada fija en el campo destrozado. El propio K’ess no era inmune
al horror: el humo que flotaba, los cuerpos rotos tirados por decenas
alrededor de cráteres reventados en el talud suelto de la ladera. Estuvo a
punto de darse la vuelta al imaginar la tormenta de estallidos y las lascas de
roca fragmentada alanceando como metralla y atravesando la carne
desprotegida. Lo que más le afectaba a él, sin embargo, era el silencio. Era
espeluznante; no se parecía en nada a ninguno de los muchos campos de
batalla que había conocido. No había gritos ni gemidos de heridos que
resonaran por las laderas. Nadie pedía agua. No había estallidos de furia ni
maldiciones desesperadas.
De hecho, todos los sonidos murmurados de asombro afligido, todas las
maldiciones, los gemidos y sollozos callados procedían de las tropas
malazanas que tenía detrás. Y se preguntó qué era peor, haber muerto en esa
carga malhadada o tener que vivir con lo que había presenciado.
Hizo falta un gran esfuerzo de voluntad para apartar la mirada de aquella
espantosa carnicería y volver los ojos hacia la capitán Fal-ej, el brazo y el
pecho de la mujer ensangrentados y envueltos en unas vendas rígidas que
todavía se estaban secando. La soldado le hizo un gesto para que volviera a
hablar.
—Señor —repitió K’ess, un poco más alto esa vez—. Los moranthianos
han aterrizado. Aguarda un contingente.
El embajador pareció recuperarse un poco. Se volvió, parpadeando y
secándose los ojos. Se aclaró la garganta contra el dorso de la mano.
—Sí. Los moranthianos —dijo, la voz temblorosa por la emoción—.
Gracias, puño. Vamos a ver lo que quieren, ¿le parece?
Mientras bajaban por las rocas, a K’ess le sorprendió ver a un hombre
junto a un plateado moranthiano y a un magullado rojo. Lo que era más, el
embajador y el rojo incluso se abrazaron.
—Puño K’ess, capitán Fal-ej —dijo Aragan—, permítanme presentarles a
Desgarrado, nuestro agregado.
Desgarrado señaló al plateado.
—Galene, una elegida. Lo que ustedes quizá llamarían sacerdotisa. Y este
es Torvald Nom de Nom, miembro del concejo de Darujhistan.
K’ess y Fal-ej se inclinaron.
—Concejal, un honor.
El aristócrata daru hizo una mueca. Lucía un aspecto tembloroso y una
palidez enfermiza.
—Bueno, en realidad parece que el concejo ha sido suspendido.
—No obstante —murmuró Aragan. Llamó con un gesto a otro oficial que
estaba al lado—. ¡Capitán Dreshen!
El joven oficial llegó a la carrera y se inclinó. Aragan extendió una mano
y el hombre rebuscó en su alforja y sacó un objeto más o menos del tamaño
de una maza envuelto en seda negra. Se lo entregó a Aragan, que lo sostuvo
con ambas manos y lo estudió, los labios fruncidos con gesto pensativo. Alzó
la vista.
—Agregado Desgarrado, concejal Nom. Creo que hemos de negociar. —
Señaló los bosques. El rojo moranthiano se inclinó.
—Sí, embajador. —Se volvió hacia Torvald—. Concejal…
Los tres se internaron en el bosque. El puño K’ess miró a la plateada,
Galene.
—¿Qué hay de los prisioneros?
La moranthiana ladeó el yelmo brillante.
—¿Prisioneros?
—Algunos de los seguleh han sobrevivido. Con heridas muy graves, pero
están vivos. Unos pocos arrojaron las espadas.
—Sorprendente.
K’ess se frotó un brazo como si tuviera frío.
—Bueno, quizá solo fuera la conmoción.
—Quizá. ¿Y qué?
—Bueno…, nosotros podríamos retenerlos hasta el momento en que
puedan ser repatriados.
—Dudo que lo sean alguna vez, puño. Pero sí, si lo desea. Nosotros no
tenemos ningún interés en ellos.
—Muy bien. —El puño se inclinó. Desgarrado la llamó Elegida, ¿una de
las que guían a su pueblo?
Cuando la plateada se fue, K’ess presentó a los dos capitanes y luego
miró el bosque. ¿Negociar? Aragan, qué huevos tienes.
La capitán Fal-ej carraspeó.
—Puño, disculpe, pero no estamos en posición de negociar nada.
—Así es, capitán.
—¿Entonces…?
K’ess señaló con la barbilla el campo reventado y repleto de cráteres y
tierra arrojada.
—Mire…
Los soldados malazanos se iban repartiendo en silencio entre los cuerpos
destrozados, iban recogiendo cosas entre los cadáveres mutilados.
Aparecieron capas y mantos, y otras telas sueltas para envolver los cuerpos.
Luego se sacaron las palas y los picos de los saboteadores para abrir tumbas
individuales poco profundas en aquella tierra rocosa. Algunos incluso
aprovecharon los cráteres que habían abierto las municiones para ubicar las
fosas.
Luego, uno por uno, las manos respetuosas sujetando las telas atadas por
la cabeza, los pies y los costados, los cuerpos fueron depositados en sus
tumbas. Solo el ruido de las palas rebotando en las piedras resonaba en el
valle. Se cubrió cada pozo y los soldados permanecieron quietos un largo
rato, las cabezas gachas.
Con los ojos clavados en la escena y en silencio él también, K’ess recordó
ese desgarrado gemido de dolor que había barrido las filas repletas al
comprender lo que estaba a punto de ocurrir. Había sido un sonido horrible,
desesperado. El que los soldados emiten cuando ven una muerte inevitable
descendiendo sobre un compatriota, pues, en ese instante, los seguleh se
habían convertido, si no en amigos, sí en hermanos y hermanas del campo de
batalla.
No tenía que preguntarse lo que pensaban. En otro momento quizá se
hubiera dicho: «Gracias a los dioses que no soy yo». O «Maldito seas, ojalá
termines en el Abismo perdido del Embozado». Pero en ese momento supo
que compartían lo que él mismo sentía como una puñalada en el corazón:
Nadie debería morir así. Si esto es la guerra, yo no quiero tener nada más
que ver con algo así.
A un lado los seguleh capturados, apenas un puñado de los cuatrocientos,
se habían sentado o permanecían en pie, desarmados, todavía enmascarados,
y observando mientras otros enterraban a sus muertos. K’ess era incapaz de
imaginar lo que les pasaba por la cabeza.
Se aclaró la garganta y se volvió hacia los oficiales.
—Capitán Fal-ej… Creo que lo que Aragan espera es evitar que los
moranthianos le hagan a Darujhistan lo que acaban de hacer en este valle.
Reducir la ciudad entera a una ruina humeante.
—Por los Siete —murmuró Fal-ej, recurriendo a su antigua fe—. Eso
sería imperdonable. No podemos permitirlo.
K’ess dejó escapar un suspiro lleno de dolor.
—Me parece que ya no tenemos mucho que decir en el asunto.
—Pero, puño… allí vive más de medio millón de personas.
—Sí, capitán… Sí.
Libro tercero

Trono
18

El desdén que sentía la élite cultivada de Darujhistan por los modales y las costumbres de los seguleh
del sur es bien conocido. El famoso comentario de un miembro del concejo fue que lo que los seguleh
no terminaban de entender era que las palabras eran las armas más poderosas de todas.
Un seguleh al que se informó de ese argumento respondió: «Entonces, cuando está callado, es un
inútil».

Historias de Genabackis
Sulerem de Mengal

Como pequeñas bendiciones, algunos momentos de calma ocasional


descendían de repente en medio de la tormenta castigadora de los
pensamientos de Ebbin. Durante esos respiros era capaz, al menos por unos
instantes, de recuperar su dispersa identidad y reconstituir sus pensamientos.
A veces se encontraba en medio de un sueño recurrente, la figura de la
máscara de oro estaba de pie al borde de la colina de la Majestad,
contemplando Darujhistan. O bien aquel antiquísimo terror le permitía unirse
a él allí para revisar esos recuerdos, o sencillamente era demasiado
insignificante como para que importara. En cada ocasión, Ebbin era reticente
a acercarse a mirar, porque sabía a lo que tendría que enfrentarse allí: la
ciudad en llamas, chillidos, asesinatos en masa, carnicería. La caída de una
civilización.
Después de muchos de esos sueños, o de tener esa pesadilla despierto
(tras haber deambulado hasta allí sin darse cuenta, o quizá lo habían atraído o
puede que le permitieran descubrirlo allí), Ebbin al fin se atrevió a hablar.
—¿Por qué viene siempre aquí?
—Hay que aprender la lección —respondió la figura cubierta por máscara
y manto.
—Intenta evitarlo.
—Intento evitar una paradoja. Escapar de lo que no se puede escapar.
Deseo completar el círculo sin sufrir su destino.
—Cada vez ha terminado así.
—Hasta el momento.
—Tantos aspirantes a tiranos… —dijo Ebbin sin aliento, entristecido.
El rostro de oro de ídolo se volvió hacia él.
—Aun así, sigues sin entenderlo del todo.
—¿Qué hay que entender? —aventuró Ebbin, envalentonado—. Ya
fracasó una vez, fracasará de nuevo.
—¿Una vez? No, erudito. Es evidente que la verdad te resulta incluso más
difícil de tragar. En realidad, he fracasado una infinidad de veces.
—¿Qué?
La burlona curva hermética tallada en los labios de la máscara pareció
rozar la sonrisa absoluta.
—Cada vez he sido yo, erudito. En realidad, no ha habido más que un
tirano.
Los vientos enfurecidos de la mente de Ebbin se acercaron un poco más.
Lo cercaron muros de un negro impenetrable.
—Pero… eso es imposible. ¿Qué hay de Raest? ¿Qué pasa con él?
—Ah, sí, Raest. Demasiado tosco en sus métodos. Yo he refinado y
perfeccionado sus herramientas. Hay que aprender la lección, erudito.
Ebbin se apretó el cráneo como si quisiera evitar que le estallara.
—¿Por qué me lo cuenta?
—Ríndete, erudito. Renuncia. No puede haber más que un resultado.
—¡No! Nunca. Yo… nunca. —Y huyó. Las manos apretando el cráneo,
se alejó corriendo del saliente y las carcajadas lo persiguieron. La risa se
fundió con el aullido de los vientos que llegaban barriéndolo todo para
arrojarlo, dando vueltas y volando, y convertirlo en un sinfín de fragmentos
insignificantes.
Jan no se acostumbraba a que lo miraran, allá donde fuera, réplicas casi
exactas de la máscara de oro del legado. Las damas de la corte sostenían las
suyas en largos tallos de oro que se llevaban al rostro. Las de los hombres
descansaban en el puente de la nariz, sostenidas por un hilo fino que pasaba
por detrás de la cabeza.
Parte de Jan ansiaba arrancarlas todas de un sopapo. Igual que todavía no
podía evitar crisparse al encontrarse con tantas miradas directas, miradas de
desafío, incluso arrogantes, en hombres armados.
Este ya no es tu pueblo, le decía su voz interior. Estas ya no son tus
costumbres.
Al otro lado de la corte, Palla, la sexta, le hizo una seña: ¿Se sabe algo?
No.
Ha pasado mucho tiempo.
Las montañas son inmensas.
Los moranthianos jamás se han acobardado.
Cierto. Un carraspeo tímido a su lado. Jan se volvió, sabía a quién
esperar, la Boca.
—¿Sí?
—Una palabra, Segundo.
Cruzaron hasta el borde de la corte, donde una columnata se extendía por
todo un muro. Era el lugar favorito para muchos susurros.
—¿Sí?
—Envía un mensajero a tu gente del sur. Que se trasladen todos aquí, a la
ciudad.
La mirada de Jan se volvió de repente a la figura enmascarada del trono,
las manos reposaban apenas sobre los apoyabrazos de piedra blanca.
—¿Todos?
—Sí. Todos. Parece que a lo largo de los años se han colado extrañas
nociones y distorsiones en vuestras enseñanzas. Lo mejor sería que yo me
hiciera cargo de todo el adiestramiento futuro.
—Usted.
—Sí.
Jan estuvo a punto de desmayarse, lo invadió el impulso animal de
desenvainar y empezar a rebanar. ¡No! ¡La carga es tuya! ¡Sopórtala! Se
permitió una inhalación repentina y sus ojos entornados casi se cerraron del
todo.
—Muy bien —dijo entre dientes, con las mandíbulas apretadas—. Se hará
como ordena.
—Por supuesto.
La Boca, observó Jan, parecía más sudoroso y pálido que nunca.
Le dio la espalda y le hizo una señal a Palla: Tenemos que hablar.
En una entrada lateral se acercó a los dos guardias privados. Al verlo, los
dos se pusieron en posición de firmes de un salto e hicieron un saludo militar.
—No se preocupe usted, señor —dijo uno—, que nosotros vigilamos.
¿No es verdad, Chamusco? —Y le dio un codazo a su compañero.
—Sí, señor. —El otro hizo una mueca y hubo un parpadeo en los ojos
inyectados en sangre.
Jan pasó a toda prisa sin responder. Era raro que el legado quisiera a esos
dos allí. Pero, como había leído, todas las cortes tenían sus tontos.

Esperó en su alojamiento a que Palla encontrara un momento para excusarse.


Al final la puerta se abrió a toda prisa y se cerró con la misma velocidad. ¿Y
ahora qué?, preguntó la seguleh por señas.
—Desea tenernos a todos aquí. A todo nuestro pueblo.
—Eso no se puede permitir —respondió ella, la máscara ladeada.
—No. No se puede. Este no es nuestro sitio. —Algo lo sacudió entonces.
Algo que surgía de la base de su columna y de lo más hondo de su estómago.
Se estremeció cuando se le puso un nudo en la garganta y él lo combatió con
las manos apretadas contra los costados. ¿Es debilidad? ¿Es el lamento
creciente de la desesperación?
—Lo siento tanto. —Las palabras parecieron escapar solas de sus labios
—. Todo es culpa mía.
La seguleh se acercó, casi se alzó la máscara para mirarlo.
—¡No! Hiciste lo que habría hecho cualquier segundo. La llamada llegó y
tú respondiste. No fue ningún error. Es este lugar —continuó ella con fiereza
—. Esto. Darujhistan. Ya no es digno de nosotros.
Jan gimió. ¡Oh, la altanería del orgullo! ¿Ya no es digno de nosotros?
¿O es que nosotros estamos ya… obsoletos?
—¿Qué deberíamos hacer?
—Cuando regresen los otros, reinstauraré el Exilio.
—Gall lo desafiará.
—Está en su derecho.
—No debemos permitirlo. Hay que detenerlo antes de que pueda…
—¡Palla! Escúchate. ¿Y nos preocupamos por la perversión de nuestras
costumbres?
Su compañera le tocó el brazo, apenas, como si le asustara que él le fuera
a apartar la mano.
—Pero ¿y si…?
—¿Y si gana?
—Sí —contestó ella en apenas un susurro.
Jan frunció los labios.
—¿Tan escasas te parecen mis habilidades?
La seguleh bajó la cabeza, sus sentimientos heridos de verdad, y él se
estremeció por dentro.
—Veo cómo pesa todo esto sobre ti —dijo ella sin aliento.
Él le tocó el brazo.
—Solo bromeaba. Si me venciera, entonces es que merece la victoria.
La seguleh le apretó más el brazo.
—Entonces no me obligues a vadear al cuarto y al tercero para llegar a él.
—Me iré tranquilo sabiendo que tú me vengarías, Palla.
—¿Sabes? —dijo ella tras un breve silencio—, los otros notarán nuestra
ausencia y…
—Sí, correrán las habladurías por el dormitorio. —Jan permitió que las
yemas de sus dedos trazaran una línea por el brazo tenso de su compañera—.
Otra razón para esperar mejores tiempos, Palla.
Ella le devolvió el gesto, que provocó un escalofrío en el seguleh.
—Tengamos esperanza, entonces.
—Sí. —Abrió la puerta—. Mientras tanto…
—Retrasamos —murmuró ella en voz baja al salir al corredor.
Azogue recuperó el sentido tosiendo y escupiendo una gran bocanada de agua
seguida, con demasiada rapidez, por el contenido de su estómago. Echado de
lado, la cara apretada contra el suelo, gimió, todavía tenía calambres en el
estómago. De repente resonó un gran grito de sorpresa y unas manos se
aferraron a él.
—¡Estás vivo! —exclamó Orquídea.
—Te creíamos muerto —dijo Corien, asombrado.
Él se limitó a gemir otra vez entre arcadas que no traían nada.
—¿Qué Abismo ha pasado? —consiguió decir antes de volver a escupir.
—Deberías preguntarle a esos caballeros —dijo Corien.
Azogue miró hacia arriba. Seguía estando tan oscuro como el interior de
un barril, pero su visión mágica le permitía ver que ocupaban lo que parecía
un prado rodeado por un denso bosque, los arbustos barridos por el viento.
Una noche estrellada se arqueaba sobre ellos, vacía de cualquier fulgor
verdoso.
Con él estaban Orquídea y Corien, sí, pero también los tres mercenarios,
los Talón, y unos diez marines malazanos, incluyendo al sargento Cincha.
Pero lo que captó su atención fueron los seis seguleh que lo rodeaban, con
agua chorreándoles de los cueros.
—¿Dónde está esa panda de magos del Embozado?
—Todos huyeron en cuanto pudieron —dijo Orquídea.
—¿Incluso Malakai?
—Incluso él —asintió Corien con la cabeza.
—Bueno, qué te parece. Así, sin más. —Miró a los seguleh—. ¿Quién
habla aquí?
—Yo —dijo uno.
—Bien. —Le hizo un gesto a Corien para que lo ayudara a levantarse—.
Bueno, ¿y qué pasó?
—Regresamos al Trono tan pronto como pudimos. Estabas en el medio
así que nos limitamos a empujarte con nosotros.
—Bien, pues muchas gracias.
—No pretendíamos salvar tu vida…, te creíamos muerto.
Azogue agitó una mano.
—¡He dicho que gracias! —Se sujetó la cabeza e hizo una mueca—.
Dejadlo así. Dioses. —Después miró a Orquídea—. Bueno, ¿dónde estamos?
—¿No es obvio? —La chica dibujó un círculo completo con los brazos
levantados hacia el cielo nocturno—. Kurald Galain. La Noche Ancestral.
—No deberíamos estar aquí. Tenemos que irnos. Ahora mismo.
—¿E ir adónde? —inquirió Cincha, que se abría camino a ciegas. Azogue
se dio cuenta de que ninguno de los otros podía ver—. ¿Y tú adónde
sugieres? ¿Y cómo? ¿Y quién nos va a enviar? Todos los magos se han
largado. Ahora no estamos mejor que antes.
Azogue señaló.
—La tenemos a ella.
El sargento malazano miró a su alrededor.
—¿A quién?
—Orquídea…, ¡la chica! —ladró Azogue, se volvió a sujetar la cabeza y
gimió.
Cincha se tiró de la barba.
—Bien. Pero… la pregunta sigue en pie. ¿Cuál es la orden de marcha?
—Bueno… no lo sé bien todavía —admitió Azogue. Se frotó el cuello,
notó por dónde le había entrado la daga y encontró solo tela rasgada y un
dolor palpitante.
—Yo sugeriría Darujhistan —dijo una nueva voz, y Orquídea ahogó un
grito.
—¡Morn! Has escapado. —La chica corrió hacia él.
La figura encapuchada de oscuridad osciló, translúcida.
—Apenas estoy aquí, Orquídea —dijo, la voz hueca—. En realidad, estoy
muy comprometido con otro lugar.
—¡Te estás desvaneciendo!
—Lo siento, niña. Este envío ha cumplido con su deber. Ahora debe
dispersarse. Todo lo que puedo decir es que estos hombres deberían ir a
Darujhistan. Me has dado mucha esperanza, niña. Ha sido un placer este
tiempo que he pasado contigo. Lo he encontrado… renovador.
—¡No te vayas!
—Debo hacerlo. No puedo quedarme. Es demasiado… doloroso. Que la
Noche te bendiga. Adiós.
La figura encapuchada se desvaneció como el humo.
Tras un momento de silencio, Cincha se quejó.
—Bueno…, pues menuda mierda de ayuda. ¡Y sigo sin ver un carajo de
Togg!
Azogue se acercó a Orquídea y le susurró.
—Deberíamos irnos, muchacha. Estas sendas son peligrosas.
—Creo que quizá ya sea demasiado tarde —dijo Corien señalando el
bosque.
Se acercaba entre los árboles una especie de grupo o procesión. Llevaban
teas en unas pértigas altas, pero a ojos de Azogue las teas ardían con llamas
negras que emitían una luz negra que parecía contribuir a su visión mágica.
La extraña inversión lo mareaba un poco.
Los marines malazanos se estaban acoplando, notó, las armas en las
manos, barriendo con las espadas lo que para ellos debía de ser una oscuridad
absoluta.
—¡Formad un círculo! —ladró Azogue, y se puso a hacer lo posible por
organizarlos. Cuando llegó a Criba Talón, el hombre le apartó la mano y el
movimiento sobresaltó a Azogue.
—¿Tú ves?
—Sí —rezongó el otro, los ojos entrecerrados y clavados en el grupo que
se acercaba—. Podemos ver un poco… Viene alguien.
Azogue no tenía tiempo para extrañarse.
—Formad con los soldados. Ayudadlos.
—Sí.
A un lado, los seguleh formaron su pequeño círculo alrededor de uno de
los suyos, como si quisieran protegerlo. Su máscara era casi pálida por
completo; solo un puñado de líneas la estropeaba. Tres le cruzaban la frente y
tres cada mejilla. Una le cruzaba el puente de la nariz. Mientras Azogue lo
estudiaba, la mano del hombre se desvió hacia un paquete envuelto en tela
que llevaba metido por el fajín de la cintura y la mantuvo ahí un momento,
como si quisiera asegurarse de que todavía lo tenía.
Azogue y Corien cambiaron de posición y se colocaron delante de
Orquídea, en el centro del círculo de marines y los mercenarios, los Talón.
—Ya os habéis acercado suficiente —gritó Azogue.
El grupo se detuvo en seco. Consistía en una fila doble de mujeres tiste
andii. A juzgar por los vestidos sueltos y las suntuosas joyas, le parecieron
sacerdotisas de algún tipo. Se adelantó una de las mujeres de la vanguardia.
Sostenía una antorcha de aquella líquida luz negra.
—No es necesaria tanta suspicacia —exclamó en un taliano con un
marcado acento, quizá se estaba haciendo entender a través de la magia.
—¿Qué queréis? —exclamó Azogue.
La mujer lo señaló.
—A nuestra hija.
Orquídea emitió un grito ahogado.
—Creo que eso es cosa de ella —dijo Azogue.
—Desde luego. Entonces deja que así sea. —Los ojos de la mujer andii,
casi tan negros como la noche que los rodeaba, lo dejaron atrás—. Hija —la
llamó—, nos han despojado, estamos de luto. Pues hemos perdido a un hijo
de la Oscuridad. Pero he aquí. ¡Nos regocijamos! ¡Pues igual de valiosas y
excepcionales son las hijas de Tiam!
El peso de Orquídea se apoyó en Azogue, que emitió un gruñido. La
chica era mucho más sólida de lo que parecía. El veterano la sujetó por el
brazo.
—¿Qué es esto, muchacha? ¿De qué está hablando?
La chica se recuperó y parpadeó muy seguido, una mano todavía en el
hombro de Azogue.
—Si lo que dice es cierto…
—Lo es —aseguró la mujer andii.
—… entonces soy parte andii, sí. Pero también parte… eleint.
Azogue se apartó un poco con una sacudida.
—¡Eleint! Pero eso es…
—¡Sí! —gritó la mujer andii—. Así es. Niña, quienquiera que te ocultó y
protegió todos estos años también te ha enseñado, ya lo veo. Muy bien. Ven
ahora con nosotras. Es hora de que continúes tu educación.
—Orquídea —murmuró Corien—, no tienes que ir con estas brujas…
—Necesito saber —respondió ella con un murmullo igual, el tono fiero
—. Quiero saber.
Azogue asintió.
—Es verdad, no podemos detenerte. Pero ¿qué hay de nosotros?
La chica le lanzó una mirada ofendida.
—No soy del todo tonta, abrasapuentes. —Levantó la barbilla y miró a la
mujer andii—. ¡Tengo términos!

Apenas consiguieron llegar a la orilla antes de que el bote de cuero se


impregnara demasiado de agua para ser maniobrable. Agachada, Yusek se
abrazó las rodillas para calentarse mientras observaba el trasto inundado que
se alejaba flotando poco a poco. No era más que un borde ovalado ya, como
un aro estrujado colocado en la superficie oscura y lisa del río. Estaba
empapada y temblando, pero tenía que admitir que echaba de menos el
maldito trasto. Mucho mejor que caminar, eso seguro.
El séptimo se limitó a echarse al hombro su exiguo petate con los
bártulos, la bota de agua y demás, y se puso en camino. Sall y Lo lo
siguieron. Yusek echó la cabeza hacia atrás para enviar una mirada de súplica
al cielo y todos los dioses, pero contuvo cualquier tipo de queja porque sabía
que sería inútil. Bueno, comprendió de repente, parece que al menos esa
lección la he aprendido por fin.
Levantó su petate y su mochila llena de trastos mojados y siguió a los
otros. Faltaban muchas horas para el amanecer. Estaba agotada. Había sido
casi imposible dormir en ese maldito bote con el achique constante y los
chapoteos del agua. ¿Y encima se esperaba de ellos que siguieran
marchando? ¿Qué prisa había? Tampoco era que la ciudad fuera a ir a
ninguna parte.
Se apresuró para alcanzar a Sall.
—¡Estoy deshecha! —anunció—. Yo no doy ni un paso más.
Necesitamos dormir.
Sall vaciló y miró adelante, a los otros.
—No van a parar.
Yusek cayó de rodillas.
—Pero bueno, ¿qué sentido tiene llegar en las últimas? ¿Demasiado
cansados para hacer nada útil? Bah, a la mierda. —Y miró con furia al río que
iba avanzando poco a poco hacia el norte, resplandeciendo bajo bandadas de
nubes.
Sall se adelantó corriendo.
Un rato después regresaron los tres. Se sentaron sin decir ni una palabra.
Se repartieron unos cuantos restos de comida y los cueros de agua hicieron
las rondas. Alguien debió de hacer guardia, pero Yusek no supo quién porque
se quedó dormida de inmediato.

A última hora de la mañana se pusieron en marcha de nuevo siguiendo la


orilla oriental del Maiten. Treparon por pequeñas colinas y estrechos
barrancos cuyos lados parecían demasiado escarpados para ser naturales. Se
le ocurrió a Yusek que estaban cruzando los restos de grandes canales que en
otro tiempo quizá llevaran agua del río. El Maiten iba demasiado bajo para
llegar siquiera a esos bordes, pero en algún momento debía de haber corrido
por un lecho mucho más alto. Así que esos canales habrían dirigido parte del
flujo al este. A granjas, sin duda. Pero la llanura del Asentamiento ya no era
más que un yermo polvoriento de colinas secas y arcilla restregada por el
viento. Con franqueza, eso encajaba bastante bien con su experiencia
personal de lo que pasaba en cualquier parte cuando llegaban los seres
humanos. Lo había visto una y otra vez como refugiada que huía de los
painitas. Sus bandas entraban tambaleándose en pueblos y asentamientos y de
inmediato comenzaban a darse peleas por el agua y la comida. Se invadían
hogares, se diezmaban rebaños, se explotaban los abastecimientos de agua
hasta secarlos. Luego, la corriente entera continuaba su camino, una plaga de
langostas que consumía y destruía todo a su paso. Y el único modo de poder
atrapar algo, un puñado de cebada, o un mendrugo de pan duro, era estar
entre los primeros en llegar. De ahí la carrera loca hacia el oeste, el esfuerzo
desesperado por llegar antes que la muchedumbre, por estar entre los
primeros en derribar a patadas las puertas.
Había sido una época angustiosa. Y había dejado su huella en sus
miembros enjutos, en su mirada inquieta y sus nervios constantes, casi
febriles. ¿Y qué había de las cicatrices que no se podían ver? ¿Las marcas en
la psique y el espíritu? Bueno, prefería no pensarlo siquiera.
En cuanto a Sall, el seguleh le interesaba. No se parecía a nadie que se
hubiera encontrado en su marcha al oeste, ni tampoco entre la banda de
Orbern. Todos esos chicos, obligados demasiado pronto a convertirse en
hombres, se habían impuesto a base de músculos y crueldad, el puño y la
porra. Pero no Sall, ni su padre, Lo, ni ese tipo, el séptimo.
Su comportamiento era extraño y, Yusek lo admitía, duro. Pero tenía unas
reglas claras y eso la atraía. Sabía que quería formar parte de ello.
Al final del día, desde la falda de una de las colinas más altas, vieron los
primeros indicios de que se estaban acercando. El humo manchaba el cielo
nororiental y por delante cada vez más chozas y muelles podridos atestaban
las orillas del río. Ya estaban cerca. Cerca de la ciudad más extraordinaria del
continente. Yusek tuvo que abrazarse para no lanzar un gritito de alegría.

Los murmullos de la llegada los precedieron: portazos, sandalias pateando el


suelo de piedra; gritos ahogados y exclamaciones. Las puertas del Gran Salón
se abrieron de golpe y dieron entrada a una tropa de seguleh, sucios y
sudados, que se acercaron al centro a la carrera.
Cortesanos y aristócratas se apartaron a toda prisa para dejar espacio.
Cerca del trono blanco, Jan observó su avance con expresión aturdida, sin
comprender. ¿Qué era eso? ¿Por qué estaban allí?
A la cabeza de la tropa llegaba Gall. El hollín le manchaba la máscara y
unas manchas de sangre negra seca formaban una costra en un costado, donde
todavía se abría una herida húmeda. El tercero se inclinó ante Jan.
—Habla —consiguió decir Jan, casi sin aliento por el asombro.
Gall se irguió, se tambaleaba un poco. El pecho se afanaba en coger aire,
sin ruido.
—Los moranthianos —dijo entre dientes—. Usaron… sus armas
alquímicas contra nosotros. Solo nosotros pocos… escapamos de la matanza.
Incapaz de comprender todavía, Jan miró con furia al hombre.
—Eso no es nada nuevo. Siempre han tenido sus extrañas sustancias
químicas. Las esferas que humean y estallan y que lanzan.
El tercero sacudió la cabeza como si fuera incapaz de encontrar las
palabras.
—Esto es diferente, segundo. Las cosas han cambiado durante nuestra
ausencia.
Y te quedas corto, Gall. Sí. Parece que igual que nosotros hemos
cambiado, también lo han hecho los de Moranth. Es de esperar.
El tercero se inclinó otra vez.
—Asumo toda la responsabilidad, Segundo. Aguardo tu fallo.
Jan le hizo un gesto para que se irguiera.
—No, Tercero. Toda la responsabilidad es mía y solo mía. Nuestra prisa
por combatir fue una necedad. Y es obvio que el coste ha sido enorme.
Debemos reevaluar nuestra estrategia.
—Estoy de acuerdo —intervino una voz nueva, y al mirar hacia abajo Jan
vio a la Boca a su lado—. Cuando llegue el resto de tu pueblo, Segundo, se
enviará un nuevo ejército para castigar a los moranthianos. Entretanto, hay
que imponer el control sobre la ciudad. Los seguleh debéis mantener el orden
entre la población.
Jan luchó por mantener el tono neutral.
—¿Y cómo propone que hagamos eso?
—Bueno —respondió aquel hombrecito pálido y enfermizo mientras se
pasaba un trapo por la frente sudorosa—, ¿acaso no sois mi espada y mi
yunque?
Jan volvió la máscara hacia el legado inmóvil sobre su asiento de piedra
blanca.
—Sugiero, legado, que quizá no tengamos el tiempo necesario.
—¿No?
—No. Los moranthianos nos han asestado un golpe muy duro. Me
sorprendería que no atacaran ahora, mientras estamos debilitados.
—No temas, Segundo. Aquí somos impenetrables, dentro de la protección
del Círculo.
¿Temer? ¿Esta criatura cree que temo? ¡Ancestros benditos! El abismo
que hay entre nuestras formas de pensar. La incomprensión mutua… es
increíble. Si temo algo, es por el futuro de mi pueblo.
Pero Jan solo se inclinó.
—De eso no me cabe duda, legado.
Unos golpes llevaron a Tiserra a su puerta. Era reacia a abrir, esperaba que
fuera algún puñetero cobrador de morosos; no era que no pudiera manejarlo,
pero se convertía en una distracción de su trabajo. Al final, la insistencia de la
llamada, y su suavidad, la convencieron para que abriera.
Vio en el umbral al hombre alto y delgado en el que Bellam, uno de sus
sobrinos por parte de Torvald, se había convertido. Abrió del todo la puerta y
el joven se inclinó.
—Tía.
—Bellam… qué placer. No vienes con la frecuencia suficiente.
—Lo siento, tía. Tengo entendido que el legado ha enviado a Torvald
fuera de la ciudad. Una especie de misión política. Así que estás sola…
—¿Sí?
—Bueno, han regresado a la ciudad unos seguleh, vienen del oeste. Solo
un puñado andrajoso. La gente cree que habrá problemas. Nosotros nos
vamos a una residencia que tenemos en las colinas Gadrobi. ¿Quizá te
gustaría venirte con nosotros?
Conmovida, la mujer apretó el brazo masculino.
—Vaya, gracias por el ofrecimiento, sobrino. Pero no. Me quedaré aquí.
Torvald no tardará en regresar y tendré que estar aquí para recibirlo. Y no te
preocupes, estaré a salvo. Ahora vete. Cuida de tu madre y tu padre, ¿eh?
Reticente, un tanto confuso, el muchacho vaciló.
—¿Cómo sabes…?
—Tú por eso no te preocupes, muchacho. Ahora vete.
Todavía inseguro, el joven se inclinó, respetando la opinión de su tía en
cualquier caso. Tiserra sabía que, a veces, tener cierta reputación de ferocidad
facilitaba mucho las cosas.
La mujer no cerró la puerta, solo se limitó a echarse un chal por encima.
Así que será esta noche. Debo advertir a los Carasgrises… ¡nada de gas!
¡Cerrad los tubos! ¡Apretarles las gargantas y cerrárselas igual si no me
queda más remedio!

El bosque por el que caminaban dio paso a un cañón. Una franja estrecha de
cielo nocturno estrellado brillaba sobre sus cabezas. Tayschrenn iba el
primero, se movía con seguridad. Kiska vigilaba con recelo. El cañón se
convirtió en una cueva y luego en una serie de túneles naturales de piedra.
—¿Adónde vamos? —se aventuró a preguntar al fin Kiska.
Pero el mago se limitó a levantar una mano para pedirle paciencia. Kiska
se sometió rezongando.
Al final salieron por la boca de una cueva y Kiska se encontró en lo alto
de la ladera escarpada de una especie de montaña. No muy lejos, el mar se
extendía por el horizonte, negro y resplandeciente como el cielo. El
estandarte jade del Visitante deslumbraba en lo alto. Estaban en una isla.
—¿Dónde estamos?
—Kartool.
—¡Kartool! —Kiska contuvo un gesto de asco—. ¿Por qué aquí
precisamente?
El mago volvió hacia ella una mirada cariñosa, casi divertida.
—Como ya dije, una reunión largo tiempo retrasada. Ven. —Kiska no
estaba muy segura de aprobar ese peculiar sentido del humor que parecía
haber adquirido el mago supremo.
Tayschrenn encabezó la marcha por el estrecho saliente de piedra. Se
curvaba alrededor del muro de la montaña. Por un instante Kiska recordó un
sendero parecido en los riscos de la isla de Malaz, no muy lejos de allí.
Agayla…, ¿estás allí? ¿Es esto lo que pretende la Reina? ¿Vamos por el
buen camino? Dioses, ojalá lo supiera.
La pista subió hasta una amplia pasarela plana que se metía directamente
en un lado de la montaña y llegaba a la entrada tallada de una cueva en cuyas
columnas estaba grabado el signo de D’rek, el Gusano del Otoño del Mundo.
Tras un momento de silencio aturdido, Kiska se aclaró la garganta.
—Oiga, Tayschrenn, esto es un templo dedicado a D’rek…
—Desde luego que lo es. Me alegro de ver que tu educación abarca la
iconografía del culto.
¡Ja!
—¡D’rek intentó capturarlo!
—Muchas veces, sí. Capturar o matar. Pero eso es el pasado. Estamos en
una nueva encrucijada. Es hora de tener una charla. No hay que guardar
rencor.
Recorrieron el camino procesional, unos braseros iluminaban el túnel
entre las gruesas columnas talladas en la piedra de los muros. No había nadie.
—¿Dónde está todo el mundo? —dijo Kiska sin aliento, en voz baja.
—D’rek sigue careciendo de sacerdotes, Kiska. Incluso aquí y en el
templo de abajo. Este es el más santo de los santos. El santuario más sagrado.
Solo a los sacerdotes y las sacerdotisas se les permitía entrar aquí.
—¿Y estos braseros?
—Nos han invitado, Kiska. Aquí estamos.
El camino procesional terminaba en una gran cueva más o menos
circular. Kiska fue siguiendo la línea del techo hasta que, con los ojos
entrecerrados, se dio cuenta de que no había techo. Se encontraban en la base
de un respiradero central que recorría la montaña hasta la cima. Un volcán
dormido.
En el centro de la cueva había un pozo, un agujero negro y desigual que
iba bajando y adentrándose en el humo y la noche absoluta. Kiska se apartó
con un estremecimiento del borde; fuera lo que fuera lo que había allá abajo,
tenía un olor abominable.
—¿Y ahora qué? —preguntó mientras se tapaba la nariz con una mano.
—Ahora ella y yo vamos a tener una charla y tú no debes interferir.
Quédate aquí, ¿sí?
—Bueno, está bien —aceptó ella, no muy convencida—. Pero ¿dónde va
usted…? —Lanzó un chillido cuando Tayschrenn se acercó, se arrojó al pozo
y dibujó un largo arco hasta desaparecer de la vista.
Chillando todavía, Kiska saltó tras él, pero una mano fuerte la cogió por
el manto y la apartó. Cayó de espaldas y se encontró mirando a una anciana
encorvada, el cabello era un denso nido fibroso y los ojos círculos brillantes
de un blanco lechoso.
—No pues hacer eso —gruñó la vieja arpía con tono enfadado mientras
sacudía un dedo torcido.
—¿No puedo hacer qué? —jadeó Kiska, conmocionada.
—No pues chillar así pa despertar a los muertos. Duele en los oídos, ese
chillar.
—Perdón. —Kiska se levantó de un salto—. ¡Pero es que saltó! Y…
—Sí, sí. —La anciana hizo un gesto de desdén—. Eso es lo que hacen los
más poderosos entre ellos. No pues preocuparte. Volverá. O… ¡servirá de
cena para el Gusano! —Y soltó una risita antes de alejarse arrastrando los
pies.
Kiska la siguió.
—¡De cena! Quiere decir… ahí abajo…, ¿está ahí abajo?
—Oh, sí. Ahí abajo. Lejos. Enroscándose y revolviéndose para toda la
eternidad. El Gusano de la Tierra. Un gusano de energía, eso es. Fuego y
llama, roca fundida y metal hirviendo. Siempre inquieto. ¡Y menos mal! ¡O si
no estaríamos todos muertos!
—Lo siento…, no sé muy bien lo que quiere decir.
—Da igual. Haz algo útil. ¿Ves ese cubo?
Kiska miró por las sombras.
—Creo que sí.
—¡Bueno, pues llénalo y sígueme!
Contra el muro, Kiska encontró un cubo y unas cestas tejidas llenas a
reventar de carbón. Llenó el cubo y siguió a la anciana.
—Mantener los fuegos ardiendo, ese es mi trabajo —murmuraba la vieja
arpía—. ¡No se puen descuidar! Es la luz y el calor lo que nos mantiene a
todos con vida, ¿eh? —Y miró a su alrededor, a ciegas.
—Eh…, sí —dijo Kiska.
—¡Eso es! —Al llegar al muro, la mujer empezó a seguirlo trazando el
camino con una mano. La otra la sostenía en alto, temblorosa. Al acercarse a
un brasero, le dio unos golpecitos al metal caliente para comprobar la
temperatura. Kiska hizo una mueca con solo verlo. La vieja asintió para sí,
satisfecha, y continuó.
—Son muy pocos estos días los que lo entienden, muchacha —murmuró
—. Muy escaso el número de los que entienden que de lo que se trata es de
servir. ¡De servir!
—Sí —respondió Kiska, que empezaba a comprender que ese era su
papel.
—No —murmuró la vieja al tiempo que escupía de lado—. Hoy en día
solo se trata de acumular… influencia, poder y todo eso. —Encontró otro
brasero, le dio unos golpecitos al hierro caliente con la mano desnuda e hizo
un ademán—. ¡Bajo! ¡Llénalo!
—Sí.
—Bueno, no es así como era antes. ¡No como debería ser! ¿Me
entiendes?
—Eh…, sí. —No tengo la menor idea sobre qué estas farfullando, arpía
miserable.
—El único modo de sostener algo, de construir lo que sea ¡es dar! ¿Me
entiendes, muchacha? ¡Dar y dar de ti hasta que ya no quede na más que dar!
¡Solo entonces pues tener algo! Si coges, disminuyes las cosas hasta que ya
no queda nada. Si das, ¡entregas y las cosas crecen! ¿Sí?
—Sí.
—¡Ahí lo tienes! ¡Eso es! Todo el mundo es codicioso estos días. ¡Y solo
irá menguando la olla hasta que ya no quede nada! Entonces quedamos todos
en la oscuridad, ¿sí?
—Ah…, claro. Sí.
La anciana se apoyó en el muro y respiró con inhalaciones húmedas.
—Ahí lo tenemos. Hecho.
—¿Hemos terminado? —Kiska estudió la infinidad de braseros que
rodeaba la cámara.
—¡Nosotras no! Yo. Estoy acabada. Ve tú y termina.
Kiska dejó escapar un largo suspiro bajo entre dientes, pero continuó.
Rodeó toda la cueva, echó trozos de carbón en los braseros que estaban bajos,
volvió a encender otros que se habían apagado. Cuando devolvió el cubo a su
sitio, encontró a la anciana apoyada en el muro, las rodillas contra el pecho,
envuelta en un manto, dormida, la boca medio abierta.
Cansada, hambrienta, los nervios todavía de punta por Tayschrenn, Kiska
se fue deslizando por el muro hasta sentarse ella también con las rodillas
encogidas y apoyó la barbilla en ellas. No mucho después se quedó dormida.

Se despertó al sentir una ligera patada, dio una sacudida y parpadeó.


Tayschrenn la estaba mirando desde arriba. Parecía estar de buen humor.
Sonreía y en apariencia no había sufrido ningún daño en el descenso, salvo
por el pelo revuelto y el manto manchado de hollín.
—Siento haberte asustado —dijo—. Pero creo que no habrías
reaccionado bien si te hubiera dicho lo que estaba a punto de hacer.
—No. No habría reaccionado bien. —Kiska se levantó, hizo una mueca y
relajó la espalda—. Entonces… ¿ya hemos terminado aquí?
—Sí.
—¿Y… habló con ella?
El mago la miró de soslayo.
—Algo así. En realidad no fue así como nos comunicamos.
—Entiendo. Bueno, yo me lo pasé en grande haciendo tareas por aquí.
—¿Tareas?
—Sí. La anciana que se ocupa de esto. Me mostró cómo se hacía. Dioses,
cómo habla.
Tayschrenn se había dirigido ya hacia el túnel, pero se detuvo y se volvió.
—Kiska, aquí no hay nadie más.
—Pues claro que sí. —La chica miró a su alrededor. La anciana no estaba
por ningún sitio—. Estaba justo aquí.
—Debe de haber sido un sueño, Kiska. Estamos solos. Pero dime, ¿qué
tenía que decir?

El taller de Baruk estaba en el último piso de la torre. De camino por la


interminable y estrecha escalera de caracol, Eje se había dedicado a rezongar
para sí: Dioses, ¿por qué tienen que estar siempre arriba del todo? Nunca en
la planta baja. ¡Tanto subir y bajar para nada!
Desde que los había guiado al interior de la habitación el pequeño
demonio con andares de pato, Duiker lo había tenido buscando las varias
sustancias químicas en sus viales, esferas, decantadores y copas. El
historiador dejaba caer muestras de cada líquido en una esquirla de la piedra
blanca. No le había gustado ninguna de las reacciones producidas.
Al final, mucho después de la medianoche, renunciaron de momento y
Eje le hizo un gesto al anciano para que descansara. Él haría la primera
guardia. Veterano de muchas campañas, el historiador se enroscó en todas las
telas que habían apilado para hacer una cama y se puso a dormir.
Desde un asiento bajo una ventana, Eje observó la ciudad que dormía
abajo. Le pareció de una oscuridad extraña. Muy pocos de los muchos
chorros de gas que emitían una llama azul y que, por lo general, iluminaban
sus calles y edificios parecían estar encendidos. En el cielo brillaba el
resplandor verde de la Cimitarra. Y a él le dio la impresión de que los dos
nimbos combatían sobre la ciudad. O por lo menos eso era lo que él se
imaginaba. La noche era tranquila. De hecho, la ciudad había estado muy
tranquila desde que llegaran los seguleh. Todo el mundo se apresuraba,
reticente a estar por la calle, mirando siempre por encima del hombro. La
gente tenía miedo. ¡Y los seguleh ni siquiera habían hecho nada todavía! Eje
tenía la impresión de que allí, en Darujhistan, no eran bienvenidos, no los
querían allí. Cosa que a él le extrañaba, porque la ciudad parecía darle la
bienvenida a todo el mundo, se enorgullecía de ser cosmopolita y todo eso.
Suponía que era más bien lo que representaban. O lo que defendían,
quizá.
Unas cuantas campanadas más tarde despertó al historiador.

Por la mañana no había cambiado nada. Ninguna de las sustancias químicas


que comprobaron suscitó el tipo de reacción que parecía esperar el
historiador. El día avanzó y Eje regresó a su asiento en la ventana. Un
gruñido de frustración desvió su mirada hacia Duiker, que se apartó de la
mesa del taller. El historiador contempló a Eje con los ojos inyectados en
sangre, entrecerrados.
—Nada. No lo entiendo. La respuesta debería estar aquí. ¿Por qué no
reacciona ante nada?
Eje se encogió de hombros.
—¿Quizá necesitamos una nueva muestra? ¿Otro fragmento?
El historiador agitó las manos en un gesto de impotencia.
—Bueno…, quizá. Vete a buscarlo.
—De acuerdo. —Se levantó de la silla y se dirigió a la cima de las
escaleras, donde habían dejado caer la carga de piedras. Allí encontró al
demonio gordito, la cabeza metida en el manto y atiborrándose de lascas.
—¡Eh! ¡Largo de aquí!
La criatura salió disparada arrastrando el manto con él. Eje salió tras él.
Las garritas de los pies tintineaban sobre el suelo de piedra pulida cuando el
monstruito se agachaba bajo las mesas y alrededor de los muebles. Eje
maldijo otra vez por haberse dejado en el bar la espada corta. Estuvo a punto
de perder a su presa entre los muebles y las cortinas, pero distinguió una
esquina reveladora del manto asomando por una puerta muy escondida. Eje
miró a su alrededor, encontró un atizador, lo levantó y estiró la mano para
coger la delgada puerta de piedra.
La abrió de un tirón, el atizador preparado, pero el pequeño demonio le
siseó, se metió entre sus piernas y se escabulló. Eje lo dejó escapar, había
abandonado el manto. Recogió la prenda y le dio una sacudida. Solo unos
pocos restos traquetearon en el fondo.
¡Maldito sea, por Togg!
Entonces vislumbró algo más en el estrecho armario. Una enorme ánfora
que le llegaba a la cintura colocada sobre un soporte de hierro forjado.
Parecía estar hecha de una especie de cerámica cocida con un vidriado negro.
La tapa permanecía sellada con cera e impreso en la abundante cera que
chorreaba había estampado una especie de sigilo.
Fue a buscar al historiador.
Juntos llevaron el ánfora al taller. Duiker estudió el sello, miró a Eje y
arqueó una ceja gris. Eje estiró sus sentidos para percibir alguna guarda
anclada por sendas, o alguna trampa. No notó nada y se encogió de hombros.
—¿Qué sello es? —preguntó.
—Parece el del propio alquimista supremo. Por lo que yo puedo deducir.
—¿Deberíamos abrirla?
El historiador se recostó en su silla y apoyó la barbilla en una mano.
—Bueno, esa es la pregunta. Estamos en el sanctasanctórum de un
alquimista poderoso. Encontramos un ánfora oculta a propósito y sellada, y,
como es natural, la abrimos. A mí me suena a epitafio.
Eje asintió y frunció los labios.
—Tienes razón. Vamos a buscar al bicho.
Lo atrajeron con las lascas de piedra. Eje le tendía una, lo llamaba e iba
retrocediendo hasta que lo tuvieron en la habitación. Duiker cerró la puerta
para que no saliera. No parecía muy contento, pero Eje sostuvo la lasca sobre
su cabeza y dejó que la cogiera.
Después sacó otra lasca del suministro que iba reduciéndose a toda prisa
y señaló el ánfora.
—¿Deberíamos abrir eso? —El pequeño demonio no apartaba los ojos,
como cuentas de color rojo sangre, de la lasca. Siseaba e intentaba saltar. El
vientre pronunciado se le bamboleaba.
—¿Qué pasará si abrimos eso? —lo intentó Eje otra vez mientras
señalaba. La criatura levantó los brazos flacos y arañó el aire. Eje suspiró.
—Pon la lasca sobre el ánfora —sugirió Duiker.
Eje apoyó el trozo de alabastro en la cera. El pequeño demonio lo observó
con los ojos entrecerrados. Anadeó hasta el ánfora y la arañó con las garras
de las manos y los pies para intentar trepar. Eje tuvo que evitar que el
cacharro le cayera encima.
Duiker se acercó y apartó con el pie al demonio. Este cogió de un
manotazo la lasca de piedra y se escabulló corriendo, las garras chirriando en
el suelo.
—Creo que ya tenemos nuestra respuesta —dijo Eje.
—A menos que el desgraciado no tenga ni idea de qué hay ahí dentro…,
que es más que probable.
—Ah. Bueno. ¿Qué hacemos?
Duiker se frotó la nuca e hizo una mueca.
—Supongo que no tenemos alternativa. La abrimos.

Usando las herramientas y los suministros que tenía disponibles en el taller


del alquimista, Eje montó un aparejo. Primero eligió la herramienta de hierro
más afilada que pudo encontrar para limpiar un círculo alrededor del cuello
del ánfora. Luego ajustó la altura de la mesa para ponerla a la altura de la
línea restregada y afianzó el ánfora al borde. Despejó la mesa y vertió un
decantador de aceite por encima. Poco antes había visto una larga barra de
hierro y eso fue lo que depositó sobre la mesa, de modo que un extremo
tocara el cuello del ánfora mientras el otro sobresalía por el borde contrario.
Después se subió a una silla para clavar un perno al techo, encima de la mesa.
Utilizando cuerda, colgó del perno el plomo más grande que vio. Midió con
cuidado el largo, de manera que el peso (en forma de elefante, qué apropiado)
solo tocara el otro extremo de la barra.
Todo ese extraordinario esfuerzo lo observó Duiker, perplejo, los brazos
cruzados. Por fin agitó una mano.
—¿Para qué todo esto?
—No querremos estar en la habitación cuando se abra, ¿no?
—Bueno, no. Supongo que no. Pero tiene que haber un proceso más
sencillo.
Eje se detuvo cuando iba a atar el peso de modo que pudiera tirar de otra
cuerda y soltarlo para que quedara colgando y golpeara el extremo de la barra
al mecerse. Miró al otro con aire molesto.
—¿Pretendes enseñarme mi oficio?
Duiker levantó las manos.
—No, no. Es solo que parece un tanto… intrincado.
—Funcionará, estoy bastante seguro. Lo importante es que puedo tirar de
la cuerda desde la puerta y nosotros podemos estar fuera cuando pase.
Duiker decidió que quizá sería mejor si no decía nada más. Eje lo echó de
la habitación con la mano y fue soltando cuerda hasta que terminó fuera con
la puerta abierta solo una ranura, luego le hizo a Duiker la señal de que todo
iba bien.
—¡Municiones! —gritó, tiró de la cuerda, dio un portazo y se arrojó al
suelo del pasillo junto a Duiker.
El sonido del peso golpeando la barra de hierro, un choque y el repique
metálico de la barra chocando contra el suelo de piedra les llegó casi
simultáneamente. Eje alzó una mano para pedir una pausa, esperó y luego se
levantó con cuidado. Se acercó a la puerta, respiró hondo y volvió la cabeza
para mirar a Duiker. El historiador le hizo un gesto para que continuara. Eje
se encogió de hombros y abrió la puerta de golpe. Los dos se asomaron al
interior. La parte superior del ánfora ya no se veía por encima de la mesa.
Eje dio un pequeño puñetazo a Duiker en el hombro.
—¡Ja! Sabía que funcionaría. ¿Qué te dije?
Cierto, el cuello se había desprendido con limpieza. Duiker estaba
impresionado, no había creído que el peso golpearía la barra. Eje sostuvo una
mano sobre el cuello abierto del ánfora y se olisqueó la palma. Arrugó la
nariz.
—Agrio. Ácido.
Duiker fue a buscar un tarro limpio.
Eje inclinó el ánfora mientras Duiker sostenía el recipiente. Se vertió un
líquido transparente que olía mucho a ácido. Duiker dejó el tarro en la mesa y
sostuvo una lasca por encima.
—¿Listo? —dijo. Eje asintió.
Duiker la dejó caer y dio un salto atrás.
La reacción fue, incluso para un saboteador, impresionante.

Eje estaba asomado a la ventana; el hedor en la habitación era suficiente para


revolverle el estómago a cualquiera.
—¿Y ahora qué? —le preguntó a Duiker, que se estaba paseando—. No
podemos arrastrar eso por las calles. Podría pararnos la guardia de la ciudad,
o los enmascarados.
Duiker se quedó quieto. Se dio unos golpecitos en los labios con el pulgar
mientras pensaba.
—Podríamos tener la respuesta ahí. ¿Quedan lascas?
—Una o dos.
—Vete a buscar a nuestro amigo.
Eje fue al pasillo y golpeó una pared con una lasca mientras lo llamaba.
—¡Eh, chico! —Silbó y chasqueó los labios. Una cabeza carmesí se
asomó detrás de una esquina, un ojo rojo ladeado.
Duiker se arrodilló con las manos en las rodillas para dirigirse al
demonio.
—Dime, amiguito, ¿tu amo tiene bodega?

Caía la tarde y Eje y Duiker atravesaban las calles de la ciudad cargados con
cajones de madera llenos de botellas de vino. Avanzaban a paso lento. Duiker
era un anciano que había sufrido mucho. Aquello era más actividad física de
la que había soportado en más de un año. Eje se mostró paciente, sabía lo que
había aguantado aquel hombre. Con franqueza, era un milagro que el tipo
todavía fuera capaz de funcionar. De hecho, Duiker quizá no fuera consciente
de ello, pero Eje lo admiraba enormemente. Le parecía que ya no los había
tan duros como él. Y si bien el mensaje que los había enviado en aquella
misión quizá se lo hubieran llevado a él, Eje era de la opinión de que el
destinatario era en realidad el historiador imperial. Era él quien poseía los
conocimientos que habían hecho que llegasen tan lejos.
Pero a partir de entonces, el espectáculo era todo de Eje.
Cuando la tarde empezaba a convertirse en una noche cálida y húmeda
llegaron al callejón trasero del bar de K’rul. Apilaron los cajones en la cocina
y luego, agotados, se tambalearon escaleras arriba para descansar.

El Gran Salón de Darujhistan resplandecía con las galas de seda de las


aristócratas de la ciudad, que rivalizaban por mostrar los más intrincados y,
en opinión de lady Envidia, los más voluminosos e incómodos de los
vestidos. Joyas se amontonaban sobre joyas en una cortina (en realidad,
bastante vulgar) de collares, broches, tiaras, brazaletes y fajines enjoyados.
Era todo más bien triste y decepcionante. En absoluto lo que ella
esperaba.
Nadie allí parecía lo bastante sofisticado para apreciar las magníficas
sutilezas que ella llevaba a la corte, con su exquisito y discreto vestido y corte
de pelo. Era desalentador. Incluso allí reinaba el provincialismo. Esas jóvenes
bellezas de familias nobles, ¿qué sabían ellas de la verdadera elegancia y la
gracia natural? ¡Nada en absoluto! ¡Adornos casquivanos, todas y cada una!
Había intentado entablar conversación con el legado. ¡Menudo «legado»!
Eso sí que tenía gracia. Pero solo respondía aquel hombrecito sudoroso. Era
casi violento.
Y entonces se le había acercado esa joven advenediza. ¡Allí! ¡Delante de
todo el mundo! ¡Humillante!
—Usted es lady Envidia —dijo y había hecho una reverencia bastante
bonita envuelta en sus pañuelos sueltos de bailarina.
—Y tú eres la hija de Vorcan.
—Lo soy.
—Y… ¿bailas, he de suponer?
Una sonrisa que reveló unos dientecillos afilados.
—Y mucho más.
—Estoy segura…
—¿Conoció usted a mi madre?
—No. Pero era una gran admiradora suya.
—Oh. ¿Y eso?
—Sabía cuál era su lugar.
La sonrisa desapareció convertida en una brecha recta sin color que
dejaba al descubierto los dientes.
—Cuidado. Esta corte ahora la tolera, pero eso podría cambiar.
—Pues yo pensaba que era más bien al revés.
Un gesto confuso de los ojos mientras la chica intentaba desentrañar lo
que quería decir Envidia.
¡Oh, por favor!, madre Oscuridad me libre… Envidia se limitó a alejarse.
Aburrida. Estoy aburrida. ¡Aburridísima!

Al oeste del río Maiten, el embajador Aragan dio el alto a cualquier nuevo
avance y le ordenó a K’ess que cavara una línea defensiva contra algún
posible ataque. El fulgor de color zafiro de Darujhistan era ya visible, pero
con un extraño tono tenue, apagado, y Aragan se preguntó si quizá lo
oscurecía el humo. Esperarían allí mientras sus aliados temporales, los
moranthianos procedían con sus planes.
Las negociaciones habían sido angustiosas, por decirlo de alguna manera.
Los moranthianos querían terminar las cosas con una finalidad que resultaba
aterradora; y a Aragan le costaba culparlos. También lo conmovía la situación
del tal concejal Nom. El pobre tipo, tener que quedarse mirando mientras el
destino de su ciudad lo debatían foráneos.
Después de muchas idas y venidas, con el propio Mallick hablando a
través del Cetro, se llegó a un acuerdo, respaldado por garantías malazanas.
Podían llegar hasta allí, nada más, mientras los moranthianos lanzaban el
compromiso por el que habían luchado. Pero si esa primera jugada fallaba,
los moranthianos se mostraron firmes, desencadenarían un asalto total. Luego
llegaría la tormenta de fuego. Una ciudad consumida. Una repetición de
Y’Ghatan.
Aragan les rezó a todos los dioses ancestrales para que no se llegara a eso.
Y reflexionó una vez más sobre la cuestión que tanto lo había atormentado:
¿qué haría él? Si estallaran los incendios, ¿qué haría él? ¿Ordenar a las tropas
que ayudaran a escapar a la ciudadanía, cosa que las pondría en peligro? ¿O
limitarse a quedarse mirando mientras las llamas consumían a una infinidad
de miles? ¿Cómo podría vivir entonces consigo mismo? ¿Cómo podría
cualquiera de ellos?

Tierra adentro, junto al lago Azur, en la tienda que había montado junto al
túmulo del hijo de la Oscuridad, Caladan Brood, el caudillo, retiró la tela de
la solapa de la tienda y se enfrentó a la noche que caía. Frunció el ceño,
reveló unos cuantos de sus prominentes caninos y olisqueó el aire. Su mirada
fue al oeste, por encima de la ciudad, y un gruñido bajo resonó en las
profundidades de su garganta.
Volvió a meterse para ponerse sus cueros y sujetarse el martillo.
No puedo dejar que ocurra lo que creo que está en el aire. No. Ya está
bien. No después de todo aquello por lo que hemos luchado. Hay que ponerle
fin antes de que todo se descontrole. Y, con franqueza, mejor que cargue yo
con la culpa que cualquier otro.

Al sur de la ciudad, subiendo por lo que se conocía como el camino del lago
Cúter, Yusek se quedaba mirando con la boca abierta cada edificio junto al
que pasaban. ¡Dos plantas! ¡Casi todos los edificios tienen dos plantas! Es
increíble. Ya habían pasado junto a más tiendas, tabernas y establos de los
que había imaginado jamás, ¡y ni siquiera habían llegado a las murallas de la
ciudad!
El séptimo iba el primero, aunque su ritmo era de una lentitud glacial,
casi reticente. Una mueca permanente de dolor parecía clavada en su rostro.
Había murmurado que no parecía haber nadie en la calle.
Pero Yusek había visto más personas de las que había visto jamás desde
sus días de refugiada. Y esas personas desde luego no eran vagabundos
andrajosos. Muchos iban muy bien vestidos. Algunos eran incluso rollizos.
¡Imagínate, tener tanto que comer que podías hasta engordar! Eso sí que era
ser jodidamente rico. Algún día ella sería así de rica. Ya podía saborear la
grasa de pato. ¡Pronto sería ella la que estaría gorda!
Y entonces, de golpe, el séptimo levantó una mano para pedir un alto.
Contempló el cielo oscurecido, el fulgor que Yusek sabía que era la
legendaria iluminación con gas de Darujhistan. Un fulgor que a ella le
pareció mucho menos pronunciado que la llamarada verde de la Cimitarra del
cielo, así que supuso que igual exageraban. ¡Qué típico, coño! El séptimo se
volvió hacia Sall y Lo.
—Los seguleh habéis revuelto el avispero y ahora han venido a picar a
todo el mundo. No sé qué puedo hacer.
—¿Plantearás el desafío? —preguntó Sall.
El hombre tuvo un estremecimiento de angustia.
—¡No! No es cosa mía…, pero pasa algo. Algo grave.
—Pero… ayudarás, ¿verdad? —preguntó Sall. Era lo más parecido a un
ruego que le había oído Yusek.
La boca del séptimo se movió en un gesto de emoción contenida y apartó
los ojos.
—Mi historial no es muy alentador —dijo al fin entre dientes. Pero echó a
andar otra vez, la cabeza baja.

Eje estaba como un tronco cuando oyó la voz de su ma llamándolo con esa
vieja cadencia familiar para que bajara: ¡Saca el culo de la cama, pedazo
vago! Eje cayó al suelo agitando los brazos y las piernas de puro pánico. Y
después se quedó petrificado. Algo lo había despertado. Algo que le ponía de
punta el pelo de la cabeza y el de la camisa. Un sonido.
El sonido de botellas tintineando.
Voló hasta la puerta, rebotó en la jamba, la abrió de golpe y salió dando
traspiés al pasillo para abalanzarse hacia la sala común repartiendo chillidos.
—¡Es veneno! ¡No bebáis eso!
Mezcla escupió un gran chorro por encima de la barra y por su pechera.
—¡Aggh! ¿Qué? ¿Envenenado?
Eje se apresuró a arrancarle la botella de la mano y la olió.
—¡Lo acaba de traer Pescador! —se quejó ella mientras se limpiaba la
camisa—. Tinto kanesiano.
Eje saludó con la cabeza al bardo y luego examinó la botella.
—¿Tinto? ¿En serio? Perdona. —Le devolvió la botella—. Lo siento.
Mezcla le lanzó la mirada fulminante que reservaba para los idiotas sin
remedio. La que siempre le tocaba a él. Eje señaló las cocinas.
—Pensé que estabas usando esas otras botellas, las de atrás. No son vino.
—Así que son botellas de vino sin vino dentro.
—Eso es.
—Pagarías un suplemento, supongo.
—¡No! Quiero decir, cierra esa puta bocaza del Abismo. —Miró a
Pescador y se sirvió una copa de tinto—. Bueno, ¿y qué noticias hay?
El bardo asintió. Era un hombre alto, delgado, pero por lo que Eje había
visto, con una fuerza sorprendente. Incluso reclinado sobre un taburete alto,
seguía siendo más alto que Eje. Cosa que, por alguna razón, al mago lo
molestaba.
—Se lo estaba contando ahora a Mezcla —dijo el bardo—. Llegan
rumores de la corte. Los seguleh han sido derrotados en el oeste. Los
moranthianos. Y quizá… los malazanos.
Eje y Mezcla intercambiaron una mirada. Claro que sí, joder. La mujer
alzó la copa y bebieron.
—Se dice que puede que estén esperando un ataque.
Mezcla agitó una mano.
—Ridículo. Nadie tiene un ejército lo bastante grande como para entrar
en Darujhistan, y mucho menos pacificarla.
Pescador alzó los hombros y admitió que ese era el caso.
—Que nosotros sepamos… De cualquier manera, los seguleh se han
retirado a la colina de la Majestad. Parece que no tienen intención de luchar
por la ciudad.
—¿Por qué habrían de hacerlo cuando la chusma lo hará por ellos? No,
Aragan no tiene ni de lejos tropas suficientes. Y si entran los moranthianos, la
ciudad entera se alzará contra ellos. Siempre ha habido mala sangre entre
ellos, según he oído.
Pescador levantó las manos.
—Yo solo informo de lo que oigo. —Levantó su brazo y señaló a Mezcla
—. Bueno, ¿qué crees tú que está pasando, entonces?
La mujerona (mujerona porque había empezado a ganar peso) hizo girar
el vino en su vaso y se asomó a él. Su cabello lucía algo más que un toque de
gris entre los rizos castaños y unas ojeras le estropeaban los ojos. Ninguno
estamos durmiendo lo suficiente en los últimos días, reflexionó Eje.
Vigilando las calles. Demasiados días esperando en tensión. Esperando a
que caiga el martillo. Como volver a estar de campaña, eso es. Solo que
ahora somos mucho más viejos, joder.
—Así que les dieron una paliza —decía la veterana con tono especulativo
—. Pues se quedarán aquí y consolidarán su posición en la ciudad.
Endurecerán el control que tienen y a esperar… —Ladeó la cabeza y miró a
Pescador—. ¿Y cuántos seguleh crees tú que hay en esa isla que tienen?
—Bueno, debe de haber varios… miles… No. Tú no creerás…, ¿verdad?
La mujer se encogió de hombros con gesto incierto.
—¿Por qué no? Estos chicos que vemos aquí podrían ser solo la punta de
lanza. Un ejército entero de seguleh podría estar de camino. Un pueblo
entero.
Eje sintió que se le revolvía el estómago. ¡Que Togg nos libre! ¿Un
ejército entero de esa gente? Inimaginable.
—Necesito comer algo. No me encuentro bien. —Cogió su vaso y lo
llevó a la cocina.

En una tienda oscura y vacía, el suelo salpicado de mercancía rota y muebles


destrozados, se alzaba una pesada estatua de piedra con incrustaciones de
jade, lapislázuli y lascas serpentinas. La piedra resplandecía pulida con
aceites y bañada en polvos que formaban una costra. La ceniza de un bosque
de varitas de maderas poco comunes ya quemadas yacía a sus pies, fría desde
hacía largo tiempo. Los ratones que se escabullían entre sus amplios pies de
piedra se quedaron quietos de repente. Los murciélagos que se encaramaban
a las vigas del techo cesaron sus riñas. Ladearon las grandes orejas
puntiagudas y escucharon la quietud.
Bajo ellos, un chirrido rompió el silencio cuando la estatua ladeó la
cabeza a la izquierda y luego, con pesadez, a la derecha. En los costados
resonaron más arañazos de piedra cuando los puños se abrieron y cerraron.
Con un movimiento de una lentitud agónica se inclinó hacia delante y avanzó
con un chasquido, por el suelo lleno de basura, una bota de piedra tallada.
Hizo allí una pausa durante un momento, como si quisiera comprobar su
equilibrio. Luego dio otro paso.
19

Forjamos nuestras armas para que nunca se lleguen a utilizar.

Dicho moranthiano

Una vez más, Torval se aferró a las asas de la silla del quorl y se encorvó tras
la espalda brillante y cincelada de Galene. En cuanto se hubo acostumbrado
al ruido del vuelo, la experiencia le pareció de un silencio sobrecogedor. Las
correas y pihuelas chasqueaban en las fuertes ráfagas de viento y las alas casi
invisibles vibraban y siseaban. Aparte de ese murmullo de fondo constante,
reinaba un silencio sereno.
Se le antojó que casi podía oír las olas del lago Azur justo debajo cuando
pasaron a toda velocidad, tan cerca que parecía que podía estirar las manos y
tocarlas. Pues estaban sobrevolando el lago, deslizándose a toda velocidad
sobre las olas oscuras como la noche, rumbo a Darujhistan. Unos jirones de
nubes pasaban sobre ellos oscureciendo la moteada luna renacida con su
apagado fulgor de color peltre. El estandarte jade de la Cimitarra también se
cernía en las alturas, entre las estrellas. Parecía haber crecido de forma
perceptible en los últimos días. Él había oído rezongar a las tropas que estaba
a punto de estrellarse contra la tierra en una gran explosión que marcaría el
fin del mundo. Provocado, muchos afirmaban, por el orgullo desmesurado de
los dioses.
Detrás y a ambos lados, escuadrilla tras escuadrilla de quorls flotaban y
pasaban disparados sobre las olas. Cada uno iba cargado con un pasajero y
cajas de las temibles municiones. Ese era el fin del mundo que temía Torvald.
El embajador malazano, Aragan, y él, habían luchado lo indecible por mitigar
la pretensión de los moranthianos de resolver las hostilidades con una única
oleada masiva de destrucción. Ellos habían abogado en su lugar por ese
primer ataque más limitado.
Torvald les rogó a todos los dioses del inframundo que el ataque
triunfara. Porque la alternativa era demasiado horrenda para tomarla en
consideración siquiera.
Más adelante apenas era capaz de distinguir el fulgor cobalto de
Darujhistan del chillón estandarte de color verde mar de la Cimitarra, que se
arqueaba por encima. ¿Había una niebla nocturna sobre el lago? ¿O los
aguardaba algún truco o trampa? No recordaba haber visto jamás una noche
tan oscura sobre la ciudad. Pero la Cimitarra compensaba sobradamente la
diferencia. Su objetivo era inconfundible. Tan bajo azotaban los cheurones de
los quorls el lago que unas olas diminutas llegaban a espejear detrás con un
blanco fosforescente. Unos barcos pesqueros pasaron de repente, no por
debajo, sino junto a Torvald. Hombres y mujeres miraron con la boca abierta
y señalaron a la luz de los faroles que colgaban para atraer la captura.
La noche era cálida, lo sabía, pero el viento lo castigaba. Tenía las manos
heladas y entumecidas y apenas podía robar unos vislumbres rápidos entre las
ranuras de los ojos llenos de lágrimas. Allí delante, las gradas diferenciadas
de la ciudad iban emergiendo poco a poco del fulgor. La Segundafila y,
encima, la Tercerafila y el laberíntico complejo de piedra del Pabellón de la
Majestad. Galene alzó un brazo para dar una orden. Su quorl contoneó las
alas. Los quorls respondieron a su alrededor con señales parecidas y su
cuadrilla se separó en cheurones ladeados. Otros grupos se desviaron en otras
direcciones, también desplegándose.
Torvald se inclinó hacia delante.
—¿Por qué la maniobra? —chilló.
Galene volvió el yelmo.
—Los sirvientes de este son magos poderosos, Nom —respondió, la voz
profunda y alta—. Sufriremos muchas pérdidas en este ataque.
Torvald no supo qué decir: Darujhistan también estaba a punto de sufrir
muchas pérdidas. Así que se echó hacia atrás, en silencio, encorvado para
defenderse del fuerte viento.
—Esta vez lanzará, ¿verdad? —continuó ella, implacable.
Él agachó la cabeza.
—Sí.
—Muy bien. Eso espero… por su bien. Prepare las cajas.
Con las manos entumecidas hurgó en los cierres de las dos cajas que
llevaba atadas delante. ¡Cuatro malditos! Dos en cada caja. Que Gedderone
tuviera piedad. ¡Después de eso no quedaría ni rastro de la colina!

En el Gran Salón, Coll estaba hablando con la joven, y, tenía que admitir,
muy perspicaz y elegante consejera Redda Orr. A Coll le preocupaba que la
joven se estuviera mostrando demasiado osada en su desaprobación de los
poderes que había asumido el legado y hacía todo lo posible por aconsejar
discreción y paciencia.
A cambio, a la consejera le había dado por llamarlo «abuelo Coll».
Él le respondía con un «niña».
La consejera interrumpió su duelo verbal cuando el murmullo de
conversación se apagó en todo el salón. El legado se había puesto de pie ante
su trono. Su desdichada Boca se acercó con torpeza a su lado. Coll se abrió
camino hasta el frente de la multitud.
El óvalo dorado del legado se ladeó hacia el techo arqueado de piedra. Su
rostro grabado, la media sonrisa, parecía más una mueca burlona.
—Sirvientes, escuchadme —exclamó la Boca, y después se sujetó el
cuello como si se estuviera asfixiando.
Baruk y la chica de las pulseras de plata y el velo transparente se
adelantaron.
—Defended el círculo —les dijo la Boca. Los otros dos se inclinaron y
desaparecieron en torbellinos de oscuridad. El óvalo dorado se volvió hacia el
segundo, cuya máscara, con el simple trazo que la estropeaba, se alzó,
expectante.
—Defended los terrenos. Todos vosotros.
—¿Todos?
—Todos. Aquí estoy a salvo.
El segundo se inclinó y luego hizo una seña. Los seguleh reunidos
abandonaron el Gran Salón.
El legado regresó con un movimiento brusco a su trono blanco.
—Aquí estamos a salvo —exclamó la Boca—. El Orbe nos protegerá.
Nada puede traspasarlo. —El legado colocó las manos sobre los apoyabrazos,
de nuevo inmóvil como una estatua y en calma.
—¿Qué es esto? —siseó Redda en voz baja a Coll.
Él se la llevó a un lado, donde había dos guardias apoyados en una
columna, las ballestas colgando sueltas, mirando a su alrededor como si
estuvieran tan confusos como todos los demás.
—No lo sé. Un ataque, es obvio. Pero ¿quién? ¿Los malazanos?
—Echemos un vistazo. —La consejera se dispuso a irse.
Coll la contuvo con un toque en el brazo.
—No es tan fácil, él lo ve todo. Tú vigila y yo me escabullo, ¿de acuerdo?
La joven entrecerró los ojos, la cólera se acumulaba en su luz de color
castaño.
—Puedo arreglármelas a la perfección…
Coll levantó una mano para pedirle un poco de indulgencia.
—Astucia antes que belleza —murmuró. Al alejarse chocó con un grupo
de concejales que parloteaban—. ¡Dioses, necesito una copa! —les dijo
mientras sujetaba al que había hecho perder el equilibrio y luego se alejaba
tambaleándose.
Las miradas de desprecio venenoso que le lanzaron a la espalda y la suave
risa burlona que compartieron pusieron a Redda más furiosa todavía, pero esa
vez por Coll.

Al pasar junto a una brecha en los edificios de Pueblo Cúter, Yusek hizo una
pausa y se quedó sin aliento. Allí estaba Darujhistan, tan cerca que casi podía
estirar una mano y tocarla. Sus murallas brillaban teñidas de azul. Sobre ellos
se alzaban los tejados oscuros de un sinfín de edificios, y por encima
sobresalían torres incluso más altas que apuntaban al cielo nocturno. Pero
¿dónde estaba ese fulgor como de gema del que tanto se hablaba? Apenas
brillaban llamas azules y las que había estaban confinadas sobre todo a muros
y puertas. ¿Todas esas historias se reducían a eso?
—Sall, es inmensa, pero…
El seguleh le metió prisa con un gesto.
—Vamos. El séptimo se ha adelantado.
Juntos subieron el camino a la carrera. Yusek se colocó junto al séptimo,
una posición que ni Sall ni Lo estaban preparados para asumir.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó.
La mirada del hombre se posó en ella. Movió las mandíbulas como si
fuera necesario soltarlas antes de poder hablar.
—No lo sé con exactitud —admitió con lo que, para Yusek, era una
honestidad asombrosa. Era desconcertante; en Pueblo Orbern se había
acostumbrado a la certeza absoluta y la fachada de determinación que
levantaban los idiotas para esconderse detrás.
—Pero vas.
—Sí. No puedo darle la espalda. Me toca demasiado de cerca.
—¿Y eso?
El hombre solo le lanzó otra mirada de soslayo. Las mandíbulas
permanecieron apretadas.
Muy poco después el séptimo se detuvo para estudiar el horizonte, igual
que había hecho la propia Yusek. Sall y Lo se detuvieron detrás, pacientes
como siempre.
—¿Qué ocurre? —preguntó Yusek.
—Deberíamos tomar el camino Foss. Dar un rodeo.
La joven se indignó.
—¡Dar un rodeo! Pero ¿para qué?
Casi dio la impresión de que el hombre iba a contestar, pero no, contuvo
las palabras y fue como si se hubiera tragado algo afilado.
—Por si estalla el pánico —admitió mientras continuaba.

En la Casa del Finnest de los terrenos de la hacienda de Coll, dos individuos


sorprendentemente diferentes pero extrañamente combinados jugaban a las
cartas. El alto de cabello de hierro, Raest, no hacía más que levantar el rostro
cadavérico para observar algo a lo lejos, como distraído. Su compañero, el
imass, sujetaba las cartas con firmeza en manos que no eran más que
ligamentos que envolvían hueso al descubierto.
—Tu turno, ¿no? —dijo Raest tras un momento.
El cráneo descarnado del imass dejó de clavar la mirada en las cartas y se
alzó.
—¿Turno? —dijo Raest—. ¿Turno, sí? Eso lo expliqué, ¿no?
El cráneo se movió un poco más, el cuello crujiendo sobre los tendones
secos, y echó una larga mirada pasillo arriba.
Raest miró al techo mal iluminado.
—Ahora no —dijo.
El imass se levantó, con lo que casi vuelca la mesa. Habló con un tono de
cuero duro que crujía.
—Huelo… hielo.
Raest agitó una mano con gesto desdeñoso.
—Qué importan esos maleducados de vecinos…
El imass se apartó de la mesa. Raest chasqueó los labios.
—Las cartas…
El imass miró hacia abajo como si no fuera en absoluto consciente de que
sostenía algo en la mano, dejó bocabajo las cartas en la mesa y subió por el
pasillo arrastrando los pies.
Raest se quedó sentado un rato, inmóvil, hasta que el ruido de un portazo
resonó en toda la casa. Su mirada recayó en las cartas que tenía enfrente.
Se inclinó para mirar por el pasillo y esperó un poco más. Luego estiró el
brazo y las levantó.

El embajador Aragan se estremeció cuando un único quorl se encorvó sobre


su posición. Al pasar aleteó y levantó un siseo estrepitoso y un crujido de
mantos y estandartes a su paso. La criatura se adelantó a toda velocidad y
desapareció en la oscuridad con rumbo a la ciudad. El embajador y el puño
K’ess compartieron una mirada tensa.
—En cualquier momento ya. —Se frotó con el dorso de una mano el
rastrojo de barba de las mejillas y añadió en voz baja—: Que los dioses nos
perdonen.
Vio que el puño K’ess se cogía el cuello donde Aragan sabía que colgaba
una piedra que representaba a Ascua. Junto al puño, su ayudante, la capitán
Fal-ej se inclinó hacia él.
—Es preciosa —susurró.
—¿Nunca la ha visto? —dijo K’ess, sorprendido.
—No.
El puño se aclaró la garganta y su voz se hizo pastosa.
—Una pena.
Al otro lado de Aragan, el agregado Desgarrado permanecía sentado con
torpeza sobre su montura, el yelmo ladeado hacia arriba para seguir a los
quorls que pasaban.
—Que los Gemelos se aparten —comentó Aragan.
Desgarrado asintió.
—Sí. Esperemos que lo consigan.

Más abajo, entre las filas, Bendan se encontraba con Pequeña, convertida en
la sargento Pequeña, Hueso y Tarat. Retorcía el cuello dolorido, de donde
colgaba la mayor parte del peso del escudo.
—No quiero ver lo que creo que vamos a ver —rezongó.
Pequeña lo miró de soslayo, sus ojos lo revaluaron y se ablandaron de
algún modo.
—Te estás convirtiendo en todo un pacifista, Bendan.
—Es solo que no se lo desearía ni a mi peor enemigo, nada más. —
Carraspeó y se le llenó la boca de una flema que escupió.
—Y que es tu casa, ¿no?
Bendan negó con la cabeza.
—No. Yo soy de Maiten.
Mástiles de barcazas costeras y buques mercantes pasaron a toda velocidad
bajo las botas de Torvald, tan cerca que pensó que podría perder un pie. De
golpe, Galene tiró del morro del quorl hacia arriba y subieron con un ritmo
fiero. Torvald se encorvó en su asiento como si una gran mano le estuviera
presionando la cabeza. Después remontaron por encima del muro de la
muralla de Segundafila y vislumbró algo que lo desorientó de tal modo que
estuvo a punto de caerse de su asiento.
—¿Qué Oponn es eso?
—El Orbe —exclamó Galene por encima del hombro—. El Orbe de los
tiranos. —Levantó un brazo y dio las órdenes con movimientos amplios—.
¡Municiones preparadas!
Torvald metió las dos manos en la primera caja y se sujetó con fuerza con
los muslos contra las sacudidas del quorl.

Eje estaba sentado en una mesa tomando su tercer vaso de vino mientras
pensaba en el misterio de cuándo (¡y cómo!) usar las sustancias químicas que
Duiker y él habían recogido. ¡El puñetero círculo estaba enterrado y había
magos vigilándolo! ¿Cómo iban a poder hacer ellos lo que tenían que hacer?
El propio historiador estaba en la parte frontal, vigilando él también.
Rapiña y Mezcla estaban en la barra, inclinadas la una hacia la otra desde
lados contrarios, comunicándose en sus frases monosilábicas como las
veteranas que eran, con una vida entera en las mismas campañas. El bardo se
había retirado temprano.
Eje se estaba planteando servirse el cuarto vaso cuando por la fachada
pasó un ruido que le provocó un escalofrío en la espalda y le puso el pelo de
punta: un tamborileo y siseos rápidos en las alturas.
Mezcla, Rapiña y él compartieron miradas asombradas.
Como uno solo saltaron a la parte frontal, derribaron sillas y arrancaron
tablas de una ventana para quedarse mirando con la boca abierta el cielo
nocturno, entrechocando las cabezas y empujándose unos a otros. Algo viajó
a toda velocidad por el cielo y tapó la oscuridad por un instante. Ese zumbido
y siseo tan familiar, el de unas alas finas como gasas que pasaban con un
susurro.
—¡Un puñetero asalto del Embozado! —gruñó Mezcla.
—¡Traen tropas! —ladró Rapiña.
—Estoy en ello —afirmó Eje, y le dio un puñetazo a Duiker en el hombro
—. ¡Vamos!
El historiador sacudió la cabeza con aire triste.
—Me halagas, pero no…, es misión para un hombre joven. Busca un
apoyo más fuerte.
—Bueno, quién… —Eje miró a Mezcla y Rapiña. Las dos negaron con la
cabeza.
—Tenemos nuestro puesto.
—¡Mierda!
Duiker echó una mano hacia atrás poco a poco y ladeó una ceja. Eje
entrecerró los ojos y luego sonrió con maldad. Corrió a la parte de atrás.
—¡Pescador! —bramó—. ¡Sal! ¡Nos toca!

El quorl de Torvald aleteaba sobre el distrito de las Haciendas. Desde que


llegaran a la ciudad, Tor había estado buscando con la vista las luces de gas,
pero apenas había descubierto ninguna. Se apoderó de él el temor de que
aquello fuera una especie de trampa tramada por esos magos. Pero ¿no podía
ser también una fantástica bendición? Quizá alguien por allí había mostrado
una previsión asombrosa. Le hubiera gustado besar a quien fuera, dadas todas
la municiones que estaban sobrevolando la ciudad. Más adelante, el Orbe,
como lo llamaba Galene, brillaba con el reflejo de la luz combinada de la
luna y la Cimitarra. Resplandecía con una luz tan pálida que Torvald supuso
que durante el día debía de ser blanca. Y además podía ver a través de él,
como si fuera tan fino y translúcido como una burbuja. Galene dio una
sacudida repentina a las correas e instó a su montura a dar una serie de
vueltas bruscas y giros casi completos. Torvald se sujetó como si le fuera la
vida en ello.
—¿A qué viene esto? —chilló.
La respuesta llegó cuando algo salió disparado de la colina de la Majestad
y golpeó a un cheurón de quorls que se acercaba. Que él viera, parecían
ondas en el aire, ondas de calor, como sobre un camino ardiente. Esas
perturbaciones se arqueaban como olas y cualquier quorl que golpeasen caía
dando tumbos del cielo, las alas destrozadas como hojas secas aplastadas.
Cuando las criaturas cayeron dando vueltas, Torvald comprendió de repente
lo que estaba a punto de pasar. Apartó los ojos a toda prisa, pero el resplandor
brillante del destello lo deslumbró de todos modos. Lo siguió un rugido
atronador, junto con una gran nube negra de escombros que se alzaron por el
cielo detrás. Torvald miró atrás, parecía que una manzana entera del distrito
del puerto había quedado destruida.
—Preste atención —gruñó Galene por encima del ruido del viento.
Su montura giró con brusquedad y los ladeó de repente. Apareció el Orbe,
pálido y fantasmal. Torvald vislumbró los parques boscosos de la colina de la
Majestad, vio figuras enmascaradas que corrían y un hombre, encorvado, los
largos brazos pálidos deformados, haciendo gestos para provocar estragos
entre los cheurones de quorls.
—¡Municiones listas! —chilló Galene por encima de los gritos del viento.
Torvald sacó el primer maldito y lo apretó contra su pecho.
El quorl giró con más brusquedad todavía y se arqueó hasta que
estuvieron cabalgando casi bocabajo. El muro pálido y translúcido del Orbe
se curvaba justo debajo, al igual que una sección del Pabellón de la Majestad.
—¡Lance! —soltó Galene.
Torvald lo arrojó. El maldito cayó girando sobre sí mismo. Tor se inclinó
hacia atrás y siguió su descenso. En el momento en el que alcanzó el muro
fantasmal del Orbe hizo una mueca, cegado, cuando un destello le pellizcó la
visión. Un instante después, un muro de fuerza aplastante chocó contra su
quorl de lado y los mandó dando vueltas.
Galene luchó por recuperar el control de su montura. Viraron y se
dirigieron al puerto.
—¿Qué ocurrió? —dijo la moranthiana entre dientes al volverse para
mirarlo.
—¡Estalló con antelación cuando chocó con ese muro o lo que sea!
—¡Que los ancestros maldigan a ese hechicero! —Volvió a rodearse las
manos con las pihuelas y las tensó—. Subimos más.
Tras ellos, más destellos brillantes iluminaron la noche, seguidos de cerca
por el trueno constante de un estallido tras otro. Torvald se vio propulsado
hacia atrás cuando el morro del quorl se alzó de repente por el aire. Fueron
subiendo cada vez más, arqueándose sin parar hasta que Galene hizo
completar al quorl un giro completo hacia atrás y rodó para enderezarlos.
Regresaron a hacer otra pasada.
Torvald luchó por conservar el contenido de su estómago en su sitio.

Coll regresó corriendo al Gran Salón y se encontró a todos los concejales,


aristócratas, funcionarios y parásitos apiñados en un círculo apretado
alrededor del trono blanco elevado, donde el legado permanecía sentado,
inmóvil como siempre. Desde las alturas llegaba un ruido que retumbaba casi
de forma constante para castigarlos a todos. El polvo bajaba flotando del
techo de piedra.
—¡Nada nos puede hacer daño! —chillaba la Boca, la voz quebrada y
temblorosa, lo que arruinaba bastante el efecto de la afirmación.
La consejera Redda Orr se abrió paso entre la multitud hasta llegar a Coll.
—¿Y ahora qué? —gritó y se agachó al sentir un puñetazo especialmente
cercano de presión que estallaba.
—Esa miserable comadreja de la Boca tiene razón —respondió Coll—.
No está traspasando nada.
—Pero ¿y si se cae el tejado?
El concejal miró el techo arqueado con los ojos entrecerrados y vio que el
mortero se desprendía flotando entre las piedras.
—Tienes razón. —Miró con furia a su alrededor en busca de una
respuesta—. ¡Los sótanos! Tenemos que meter a todo el mundo bajo tierra.
Un palio de silencio fue extendiéndose por encima de los gritos y llantos
que los rodeaban y Coll miró. El legado se había levantado.
—Lady Envidia —dijo la Boca, atragantándose y jadeando—, ¿no querrá
demostrar por qué es la joya más brillante de esta corte?
Hombres y mujeres se apartaron con una sacudida de una mujer alta que
permanecía sin inclinarse bajo la mirada directa del legado. Mujer que
frunció los labios pintados en una sonrisa divertida. Después inclinó un poco
la cabeza y se acercó sin prisa a las puertas. Todos los ojos siguieron su
salida perezosa, en apariencia despreocupada.
Una vez que lady Envidia se perdió de vista, el legado hizo un gesto y las
altas puertas dobles del Gran Salón se cerraron de un portazo.
Eso rompió el hechizo que hubiera estado manteniendo unida a la corte.
Todo el mundo empezó a chillar, sumido en un pánico instantáneo, y echó a
correr para buscar salidas y aferrarse unos a otros para intentar hacerse
entender. Por encima de todo ello Coll usó el bramido del campo de batalla.
—¡A los sótanos! —rugió.
La multitud de cortesanos y concejales se precipitó tras él.
Y durante todo aquello el legado continuó mirando con calma las puertas,
las manos a los lados, inmóvil, el óvalo dorado un poco ladeado. Como si
esperara compañía.

En la calle de los herreros del distrito Gadrobi, una mujer fornida se había
sentado en los escalones de una academia de duelos para dejar que el fresco
aire nocturno le rozara la cara mientras ella flexionaba la mano y la muñeca,
que tenía entumecidas tras una larga sesión de práctica.
Un sonido extraño la detuvo, levantó la cabeza y escuchó durante un rato.
Luego, al disminuir el ruido, volvió a darle vueltas a la muñeca. Echó hacia
atrás los hombros y movió el cuello con cuidado de un lado a otro, haciendo
muecas de dolor al sentir la tensión de los viejos tendones.
Un estallido la meció, hizo retumbar todas las ventanas cercanas y la
levantó del susto. Miró con furia calle arriba, adonde el humo y el parpadeo
naranja de las llamas trepaba sobre la ciudad. Hubo gente que gritó en sus
habitaciones; otros salieron corriendo a la calle para mirar a su alrededor.
En el norte, unos destellos iluminaron la noche, seguidos al poco por
truenos, como en una tormenta. Pero Piedra sabía que aquel ruido no era
ninguna tormenta. Corrió dentro y despertó a un niño dormido, que la miró
con un parpadeo, confuso.
—Reúne a todo el mundo y ven a la parte de delante ahora mismo —
susurró la mujer con fiereza.
—¿Qué? ¿Qué haga qué, madre?
—Hazlo ya, muchacho.
—¿Ahora?
—¡Sí! ¡Ve! —Tras asegurarse de que el niño iba de camino, Piedra corrió
a la sala de prácticas y se ató dos armas. Otra ventana ofrecía una vista de la
Tercera Fila y la colina de la Majestad y allí fue donde se detuvo, con los ojos
clavados y el corazón martilleándole. ¿Dónde estaban todas las luces?
—Por la maldición de Fener —susurró. Estallidos de fuego mágico
iluminaron su rostro amplio y romo. Y entonces algo que parecía tan frágil y
diminuto como una pluma cayó dando vueltas del cielo por el distrito del
Lago, y una explosión meció la escuela y la mandó dando traspiés hacia atrás.
Cuando regresó a la ventana vio que el vidriado tenía grietas.
Echó a correr gritando.
—¡Harllo!

—Allá vamos —murmuró el puño K’ess cuando una explosión de luz


destelló por el nordeste. Unos momentos después resonó un rumor sordo.
Aragan asintió, se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento y lo
dejó escapar. Llamearon todavía más destellos, seguidos por un rumor bajo y
casi continuo.
Y entre las filas llegó la respuesta. Un gemido bajo que zumbó por las
líneas, como si cada soldado sintiera un golpe físico con cada estallido.
Aragan levantó la mano; pretendía indicar el avance.
—Nos machacarán, señor —le advirtió K’ess en voz baja—. Nos echarán
la culpa a nosotros.
—Estoy de acuerdo —añadió Desgarrado.
Aragan se obligó a bajar la mano.
—Sí. Es solo… Sí. —Estudió los destellos e instó a los moranthianos a
continuar. ¡Atravesadlo! Llegad a él, malditos seáis. ¡Acabad con esto!
K’ess observó al embajador por el rabillo del ojo. Pobre tipo. No ha visto
mucha acción directa. Siempre llega al final. Pero en su favor hay que decir
que tiene la compasión necesaria por sus compañeros soldados. Un gesto
que habla bien de él.
Recordó la toma de Pale. Por aquel entonces era un capitán novato de los
regulares. El recuerdo de aquella escalada todavía no lo había abandonado.
Había perdido tantas noches con esas imágenes que su esperanza era que allí
no estallara un cataclismo similar. Sobre todo después de lo que ya hemos
presenciado. Podría ser demasiado. Podría acabar con ellos. Embozado, hay
que tener un corazón de pedernal para no sentirlo.

Eje se bamboleó sobre la última sección del camino que subía por la colina
de la Majestad. Cayó contra un contrafuerte y golpeó el cajón de tal modo
que las botellas tintinearon; hizo una mueca y se mordió el labio. Las piedras
bajaron con estrépito a su alrededor y un humo acre pasó flotando.
Por poco. Caen como moscas por todas partes, ¡pobres cabrones!
Sacudió la cabeza para meter prisa a Pescador. El bardo se irguió y se
acercó corriendo.
Llegar hasta allí había sido fácil; todo el mundo se había largado
corriendo. Y, de todos modos, la colina de K’rul estaba justo al lado de la
Barbacana del Déspota. El distrito había quedado prácticamente abandonado.
Hasta las luces de las calles estaban apagadas. Al parecer los Carasgrises se
habían tomado la noche libre. Muy inteligente por su parte, dadas las
circunstancias. Se asomó por encima del muro para echarle un ojo al arbolado
más cercano. En el cielo, los moranthianos dibujaban círculos y se lanzaban
en picado. Una cortina de fuego continua caía sobre el Pabellón de la
Majestad. Pero esa barrera mágica, esa cúpula o círculo, casi invisible de
cerca y en apariencia tan delicada como una burbuja, frenaba el castigo de
una batalla entera.
Y Eje sabía lo que la estaba anclando.
Tanto era el ruido de los estallidos casi constantes de las municiones que
Pescador y él no podían hablar. Captó la atención del bardo, indicó con una
sacudida de la cabeza el bosque y echó a correr. Encorvados, las botellas
golpeándose, atravesaron corriendo el parque. Al menos Eje sabía con
exactitud adónde se dirigía.
Su intención no era bajar de golpe el cajón con las botellas de vino, pero
con la oscuridad tropezó con una raíz y cayó justo encima. Se apartó rodando
de inmediato y se cepilló con frenesí la pechera, lo que habría sido una
estupidez si una de las botellas se hubiera roto de verdad y lo hubiera
salpicado. Debería haber empezado por arrancarme el puñetero camisote.
Entre los árboles podía ver a los moranthianos arqueándose en el cielo, en
sus quorls, y arrojando sus cargas sobre la colina de la Majestad.
La mayor parte de los malditos explotaban muy por encima, pero de vez
en cuando alguno aterrizaba en la cima desprotegida de la colina y hacía
temblar el suelo. En uno de los lados humeaba un cráter en un recordatorio de
lo que les podría pasar a ellos en cualquier momento. El bardo no conocía las
señales manuales malazanas, así que Eje se vio obligado a agitar las manos y
señalar. Había encontrado el sitio donde ya había excavado.
Se arrojó de rodillas y empezó a cavar sumido en un pánico febril.
Pescador se unió a él.
Para empeorar todavía más las cosas, entre los árboles vio que los seguleh
también habían salido. Se mantenían cerca de las puertas y muros de los
muchos edificios del complejo del Pabellón de la Majestad. Esperando,
vigilando, las máscaras alzadas para seguir a los moranthianos en sus círculos
por el cielo.
Eje creyó saber qué estaban esperando y rezó para que no se llegara a eso.
Porque entonces allí iba a haber demasiada gente.
Mejor tener un agujero en el que esconderse si se daba el caso. Y siguió
cavando con todas sus fuerzas.
¡Togg, las cosas podrían ponerse tan desesperadas que igual hasta tenía
que alzar su senda! Dioses, que se tuviera que llegar a eso…

Barathol había saltado de la cama con el primer estallido. Miró por entre las
tablas de las contraventanas.
—¿Qué pasa? —preguntó Scillara desde la oscuridad.
Una explosión mucho más cercana, la casa tembló. Unas cuantas cosas
cayeron en el piso de abajo. El pequeño Chaur lloriqueó.
—Cógelo —dijo Barathol mientras se ponía los pantalones—. Yo voy a
buscar un poco de agua y comida.
Scillara se levantó a toda prisa y también se vistió.
—Tú vienes con nosotros, ¿verdad? —dijo con tono áspero.
Él hizo una pausa y miró la silueta femenina en sombras.
—Sí. Yo voy con vosotros.
Fuera reinaba una oscuridad discordante. Jamás había visto las calles sin
iluminar. Era el fulgor funesto de la Cimitarra lo que arrojaba sombras por las
fachadas de las tiendas. Se unieron a una multitud creciente que abarrotaba la
calle. Barathol miró al este, a las gradas más altas, donde los destellos
iluminaban la noche. Las llamas se alzaban mucho más cerca, sin embargo.
Entonces algo cruzó raudo por encima y provocó chillidos de miedo.
Siseó recto como una fecha camino arriba, más bajo que las cimas de los
tejados. Moranthiano… ¿atacando? A cubierto. Está usando las calles para
ocultarse. ¿Ocultarse de qué?
Otra explosión cercana hizo surgir una nueva oleada de chillidos y pánico
por toda la multitud.
Barathol se volvió hacia Scillara, que llevaba a Chaur apretado contra su
pecho.
—Voy a…
—¡No, de eso nada! —lo interrumpió ella—. Vamos todos juntos. —
Retorció un puño en la manga de la camisa de su hombre y dio un tirón—. ¡Y
vamos en esta puñetera dirección!
El herrero sonrió ante la reprimenda y le apretó la mano con la suya.
—Sí. Salgamos de aquí. —Se colocó delante de ella y empezó a abrirles
paso entre la multitud.

Estudioso Cerrojo abrió de un empujón la puerta principal de la mansión


Nom y contempló la noche. Reinaba la oscuridad y había mucho ruido. Debía
de haber una especie de celebración local por allí cerca. Qué molesto. Sin
duda a eso se referían las extrañas instrucciones de la señora.
—¡Guardias! —exclamó.
Tres figuras se acercaron en la penumbra.
Estudioso hizo una pausa con el dedo levantado. ¿Tres? ¿Empezaba a
tener problemas en la vista? ¿Le daba por ver triple? Contó.
—Uno, dos… tres.
Decidió recurrir a la elegancia de la lógica y la biología: el proceso de
eliminación.
Veamos. Al alto y gordo, Madrun, lo conozco. Como conozco al alto y
flaco, Lazan. Eso deja al del medio, que no es ni tan alto ni tan gordo ni tan
flaco como los otros dos. ¡Ahí lo tenemos! La lógica y la biología clarifican
todos los temas.
Estiró un dedo envuelto en gasa hacia el guardia del medio.
—¿Y usted es qué? ¿Un pólipo? ¿Un brote? ¿Se ha reproducido uno de
ustedes?
—No, Estucerrojo —bramó el gordo—. Lo que tenemos aquí es nuestro
primer aprendiz.
¿Primero? De lo más alarmante.
—¿Aprendiz? ¿Aprendiz de qué? ¿De guardia?
—De nuestra filosofía y concomitante estilo de vida —explicó Lazan.
Ah, ahí lo tienes. Ya está todo claro.
—Muy bien. —Examinó al recién llegado: pantalones anchos y sueltos
que se hinchaban sobre las altas y ceñidas botas de cuero. Un amplio fajín
dorado sobre una camisa suelta de seda del verde más brillante. Estudioso
sabía que él no era ningún juez fiable de las expresiones y emociones, pero le
pareció que el hombre que tenía delante estaba un tanto avergonzado.
—Vestido con propiedad, ya veo —comentó Estudioso con la esperanza
de tranquilizarlo—. Bien. Tengo instrucciones de la señora para ustedes. Por
favor, presten la debida atención y cumplan con la debida diligencia.
—Por supuesto —le aseguró Madrun con toda confianza—. Somos todo
seriedad.
Y la cara del hombre ni se inmuta al decir eso, ¿un aparte humorístico,
quizá? Qué pintoresco.
—Escuchen, por favor.

En Vendedores de Hierro Eldra, en el extremo occidental de la ciudad, un


hombre miraba por la ventana más alta de la antigua mansión. Se inclinó
sobre el vidrio sucio y frotó con un trapo todavía más mugriento el cristal,
luego se encorvó y se asomó. Por el vidrio ondulado los estallidos de las
municiones le llegaban como los destellos de fuegos artificiales durante uno
de los muchos festivales religiosos; fuegos artificiales que, irónicamente, les
proporcionaban los moranthianos. Bajo la cortina ígnea, una cúpula ancha y
pálida destellaba y aparecía y desaparecía de la vista.
Incluso a esa distancia la ventana se estremecía y traqueteaba un poco.
Miró la carta que sostenía. Tan antigua. El Orbe de Gobierno. Una esfera
blanca alzada en la mano de una figura envuelta por un manto.
Apretó la carta en la mano hasta que el barniz se agrietó e hizo pedazos.
Él solo quería estar a salvo. Solo quería que la ciudad fuese fuerte.
¿Cómo había podido estar tan ciego?

Rallick ya estaba en el tejado cuando comenzó el asalto. Razón por la cual


sus sentimientos eran contradictorios con respecto al fracaso de los
moranthianos a la hora de derrotar las defensas hechiceras del legado. En
cualquier caso, le parecía que tenía los mejores asientos de la casa, como
suele decirse, de pie en el tejado y contemplando los estallidos cegadores
cuando las municiones golpeaban el muro opalescente de la cúpula del
legado.
Culpó a esos estallidos de su fracaso, de no haber percibido que se
acercaban unos pies ligeros embutidos en zapatillas, y por eso no se giró con
tiempo suficiente para evitar por completo las hojas que se abalanzaron hacia
su espalda.
Se alejó rodando, pero no lo bastante rápido, y una llamarada de agonía le
rozó la espalda. Se enfrentó a ella desde el otro lado de la hilera de tejas; en la
mano, sus hojas curvas más pesadas. Ella avanzó, entrando y saliendo a toda
velocidad. Pusieron cada uno a prueba la habilidad del otro, ella pisando con
ligereza y una sonrisa ávida en los labios; él más lento, pisando con cuidado
las tejas inclinadas de cerámica que se movían.
—Idiota, no deberías haber vuelto —le gritó ella por encima de los
estallidos que los mecían y sumían en un claroscuro de destellos.
Él no dijo nada, se puso en tensión a la espera de que ella se
comprometiera.
No tuvo que esperar mucho. Ella entró con la cabeza gacha, fintando de
un lado a otro, las dos hojas girando. Una carrera de cuchilladas alternas,
altas y bajas, hicieron retroceder a Rallick hasta un lado del aguilón. Allí se
empujó y le dio a la chica una patada en el pecho que la hizo retroceder dos
pasos. El rostro femenino traicionó su sobresalto.
Rallick se permitió una sonrisa para sí. Esas huellas de zapatillas en la
casa de Baruk: pequeñas pero pesadas. La había golpeado con todo su peso,
la había tratado como trataría a un soldado de infantería. La reacción de la
chica le indicó que no muchos la habían tratado así.
Los labios femeninos mostraron los dientecillos puntiagudos y la joven se
preparó otra vez, alzó los brazos, las hojas apuntando hacia abajo. Rallick se
apartó un poco del aguilón para despejarse la retirada. Varias sombras
destellaron entre ellos y unas oleadas de fuerza contundente le destrozaron
los tímpanos.
—Hay amenazas mayores —le chilló él, señalando a los moranthianos
que dibujaban círculos sobre ellos.
—Les llegará su turno —respondió ella.
Hora de sorprenderla otra vez, decidió él, y se precipitó. Tuvo razón: la
cogió desprevenida. Pero cada golpe lo recibía una hoja que la paraba; cada
giro y cuchillada, evitada; cada estocada, desviada o esquivada. Su carga
terminó cuando una contra-parada lo hizo abrir mucho una de sus hojas y lo
dejó a merced de una estocada de la que solo pudo huir cayendo hacia atrás.
Se enderezó en el estrecho borde llano que recorría la columna del tejado,
bastante sorprendido él también.
—¿Listo? —preguntó la chica con una gran sonrisa.
A pesar de la agonía que se le disparaba por la espalda, Rallick se agachó
con las hojas preparadas.
La chica adelantó con delicadeza un pie sobre el borde de tejas. A ambos
lados, el escarpado tejado llevaba a una caída de la altura del Gran Salón.
Rallick afianzó un pie detrás, decidido a no ceder terreno.
Ella salvó la distancia de un solo salto. Las hojas entrechocaron, se
arañaron y rebotaron una y otra vez en una intrincada danza de estocada y
contraestocada inmediata hasta que, de repente, la chica se echó hacia atrás
de un empujón. Emitió un gruñido de frustración, el delgado pecho
palpitando.
—Basta —dijo entre dientes y estiró de pronto una mano.
Una oleada de presión envolvió a Rallick: algo parecido a un viento
fuerte o un chapuzón de agua fría. Pasó de largo y a él lo dejó indemne. La
chica se lo quedó mirando con la boca abierta.
—Cómo…
Él se abalanzó y su hoja la alcanzó en el pecho, rajó pañuelos y carne
cuando la joven se giró de lado, resbaló y se precipitó por el tejado. Bramó,
escupió y siseó todo el camino por la pendiente hasta que desapareció por el
borde.
Rallick encogió los hombros e hizo una mueca a causa del dolor que se le
clavaba en la espalda. Sabía, desde luego, que aquel no era el final de esa
criatura. Al amparo del alero se arrodilló, desató una saquita y sacó un disco
poco profundo que contenía un bálsamo denso, con la consistencia de la miel.
Cogió un buen montón en la mano, la metió debajo del jubón de cuero y de la
camisa y se frotó el bálsamo en la humedad cálida que le manchaba la piel.
Casi de inmediato el dolor perdió su intensidad de cristal cortante y pudo
respirar con más facilidad. Sabía que a algunos les parecería irónico usar el
ofrecimiento del alquimista mientras entablaba combate con él. Rallick se
preguntó si el término «justo» no sería más apropiado. Recordó haber
aplicado otro producto alquímico en una noche parecida mucho tiempo atrás:
polvo de otataralita, que embota la magia. Y ambas noches la alquimia le
había salvado la vida.

Dibujaron círculos en las alturas, por encima del complejo del Pabellón de la
Majestad, sobre la cúpula que parpadeaba y que parecía haber absorbido cada
munición que le habían arrojado. Tan apretados eran los círculos que Torvald
se sentó de lado mientras lo sujetaban las amplias correas para la cintura del
arnés de la silla. Más abajo, la mayoría de los quorls se precipitaban para
continuar con sus pasadas. Los recibía con estallidos la magia de esos magos-
esclavos que los moranthianos afirmaban que servían al propio tirano
regresado. A Torvald le costaba aceptarlo, pero lo que había presenciado esa
noche, hasta el momento, lo había convencido de que había sucedido algo
terrible, quizá se habían hecho tratos con esos mismos magos. Qué tratos, no
lo sabía aún.
Se agachó para defenderse del viento y miró dentro de las cajas.
—¡El último! —le gritó a Galene.
Esta asintió y ajustó las pihuelas. Se precipitaron de nuevo y Torvald se
vio impelido hacia atrás y se arañó los riñones una vez más contra el afilado
arzón trasero. El fulgor pálido y destellante de la cúpula hechicera se alzó
para recibirlos.
—¡Ahora! —gritó Galene cuando estaban justo sobre la cima.
Torvald se inclinó todavía más y dejó caer el último maldito. Se giró en la
silla para seguir el descenso vertiginoso. Estalló en otra explosión vacía más
contra la curva opalescente de la cúpula. La oleada de presión empujó al
quorl lateralmente y los golpeó a Galene y a él durante un instante. La
plateada luchó de nuevo por recuperar el control.
—¿Y ahora qué? —la interrogó el daru.
Galene se volvió para mirarlo a través de su estrecho visor.
—¿Ahora? ¡Ahora aterrizamos, concejal!
El estómago de Torvald dio un vuelco más intenso que en toda la noche.
Descendieron hasta situarse a baja altura sobre el distrito de las
Haciendas, zigzagueando entre las colinas menores coronadas por mansiones
de familias nobles. Los contraataques chisporroteantes de los magos
estallaban sobre ellos. Los quorls caían sobre la ciudad, o bien girando como
remolinos o sin fuerzas, como pesos muertos, y se desmoronaban en
explosiones de luz y estallidos de restos de ladrillo roto y madera hecha
pedazos. Tor vislumbró bolsas de fuego que bramaban por toda la ciudad.
Gracias a los dioses parecía que habían cortado el gas.
—Tiene un disparador para soltarse —le gritó Galene—. Tire de él y salte
cuando aterricemos.
—Sí —respondió Torvald, aunque no tenía ni idea de lo que haría
después. Reunirse con el concejo era lo que había sugerido Galene.
La plateada comenzó su pasada, virando hacia la colina de la Majestad,
sacudiendo al quorl de un lado a otro, rodando y bajando en picado. Torvald
se aferró a las asas hundidas con las manos casi entumecidas. El tórax
ribeteado de aquella especie de insecto estaba caliente bajo él; el pobre bicho
seguramente estaba agotado y tampoco podría haberlos llevado mucho más
lejos.
Galene había empezado a ascender cuando impactaron contra un puño
invisible. Con un gruñido húmedo, su acompañante se quedó de repente sin
aire. La cabeza de Galene, embutida en el yelmo, lo golpeó en el pecho. Por
un instante, Torvald lo vio todo negro. Cuando empezó a ver otra vez,
estaban girando de una manera enfermiza. Galene tiró de las pihuelas, pero el
quorl respondió solo de forma irregular, sin mover apenas las alas.
—¡Agárrese! —chilló la plateada.
El lado de la colina se presentó de pronto y los recibió con un golpe
oblicuo, después resbalaron de espaldas por la pendiente. Se detuvieron en un
césped, entre la colina y la muralla de la ciudad.
Torvald tiró del disparador y se cayó de la silla.
—¡Vamos!
Galene permanecía desplomada en la silla. Tor la rodeó con la mano para
tirar de su disparador y luego la arrastró y la tumbó en la hierba alta.
—¡Galene!
La moranthiana movió los brazos con desgana. Cuando los habían
golpeado era obvio que ella se había llevado la peor parte y lo había
protegido a él del impacto. Su pobre montura estaba claro que se moría.
Los estallidos y las oleadas de presión que le aporreaban el pecho se
amortiguaron. Torvald alzó los ojos y vio que cada vez más de los quorls que
dibujaban círculos estaban descendiendo. Se posaban solo por un instante
para que los dos jinetes bajaran de un salto y luego volvían a despegar y se
alejaban aleteando con mucha más ligereza que a la venida.
Prometieron un asalto total. Las municiones fracasaron; es hora de la
ofensiva en toda regla.
Levantó a Galene por un brazo y se dirigió a un tramo de escaleras
desvencijadas que trepaban por la ladera. Una especie de acceso para
sirvientes.

Jan se encontraba con Iralt, decimoquinta, cerca de la entrada principal del


Pabellón de la Majestad, observando a los moranthianos que dibujaban
círculos. Personalmente, a Jan le maravillaban los logros de aquel pueblo: sus
investigaciones alquímicas, que domesticaran, criaran y adiestraran a aquellas
monturas que parecían insectos. Una raza extraordinaria. Una pena que sus
ambiciones y las de Darujhistan chocaran. Claro que, ¿no era siempre así
entre dos pueblos dominantes cualesquiera?
No pudo evitar estremecerse cuando los estallidos más cercanos le
golpearon el pecho con unas ondas de choque invisibles. Empezaba a
comprender lo que había soportado Gall. Toda una matanza unilateral. Una
vergüenza, lo llamaban algunos de sus hermanos y hermanas. Pero él no
compartía esa opinión. ¿Por qué someterse a la fuerza de un oponente? Si era
posible, uno debía hacer lo posible por evitarla.
Como hacían en ese momento, esperando bajo la protección de la
hechicería del legado. Una pena que esa protección no pudiera eliminarse.
Los estallidos se redujeron. Los jinetes parecían haber agotado sus
municiones.
Fracaso, indicó Iralt por señas. Hemos ganado.
No, señaló Jan. No tardarán en venir a por nosotros.
¿Un asalto? Iralt hizo un gesto de sorpresa. No puede ser. Nos conocen,
no serían tan necios.
No subestimes al enemigo, la riñó Jan. Son valientes. Recuerda: un
oponente que desafía es una bendición para las habilidades de uno.
Iralt inclinó la cabeza. Gracias, Segundo.
Vete ahora. Adviérteles que estén preparados.
Iralt se alejó corriendo. Jan alzó la máscara hacia los jinetes que trazaban
círculos, las explosiones cada vez más escasas ya. Bueno, aterrizarán y
nosotros ganaremos este combate. Pero ¿la guerra? Miró la gran extensión
desprotegida de la ciudad, allí abajo, y los fuegos que resplandecían en
precintos cercanos. En cuanto a la guerra, sabía que ya estaba perdida.
En el cielo, una cuadrilla masiva de quorls se precipitó en picado sobre
ellos.
Ah. Ahora nos toca a nosotros.

—¿Qué es eso? —preguntó Yusek cuando algo le llamó la atención en el


norte; unos destellos y luces que parpadeaban. No se parecía a nada que ella
hubiera visto jamás. El séptimo se detuvo, inmóvil de repente. Todos los
demás pararon también. Y entonces la chica lo oyó: un trueno, como de una
tormenta muy lejana.
Estaban pasando por otro pueblo fuera de las murallas y había gente
asomada a las ventanas de las plantas superiores mirando al cielo nocturno.
—¿Una tormenta de verano sobre el lago? —se preguntó en voz alta.
—No —dijo el séptimo entre dientes—. Otro tipo de tormenta. Nos
vamos a Ciudad Miserias.
Yusek se indignó.
—¿Qué? ¿Es que no vamos a entrar?
—En su momento. —El séptimo giró y aceleró el paso.
La chica vio que Sall y Lo compartían una larga mirada, pero seguían al
otro sin poner objeciones.
Ella se colocó junto a Sall.
—¿Qué pasa? —le susurró.
El joven seguleh le respondió en voz igual de baja.
—Creo que hay combates.
—¿Combates? ¿Quién?
—No debería decirlo todavía.
¡Ah, genial! Por fin llego a Darujhistan, ¿y resulta que hay una especie
de puñetera guerra? ¡Qué suerte de los malditos Gemelos la mía! A ver, ¿por
qué me tiene que pasar todo a mí?

Eje hizo una pausa en su frenética excavación. Se irguió y se asomó por


encima del borde del pozo que habían hecho Pescador y él. Le echó un
vistazo al cielo nocturno y guiñó los ojos. Sí, parece que ya lo han lanzado
todo. La pregunta es, ¿y ahora qué?
—¿Qué ocurre? —susurró Pescador.
—Están acabando. Hay que darse prisa.
Volvió a clavar la pala en la tierra. Menos mal que ya habían excavado
hasta allí; el relleno estaba suelto y resultaba fácil de manejar. Un momento
después un estallido lejano en staccato hizo levantar a Eje la cabeza de golpe
otra vez. ¿Fulleros?
Miró a su alrededor manteniendo los ojos justo por encima de la
superficie de tierra. Vio a cierta distancia, en los terrenos, una escuadrilla de
quorls que se lanzaban en picado, aterrizaban y los moranthianos se arrojaban
de las sillas, descolgaban los pesados escudos y formaban pequeños
cuadrados. De uno en uno y de dos en dos, los seguleh aparecían corriendo
para enfrentarse a ellos.
Eje se estremeció cuando las salvas de fulleros arrojados laceraron a los
seguleh que llegaban a la carga; pero los que conseguían pasar hacían
estragos entre los cuadrados.
¡Mierda! Esto no va bien. Nada bien. Aquí se está amontonando
demasiada gente.
Volvió a cavar.
—¿Qué estáis haciendo? —exclamó una voz de chica desde arriba.
A Eje se le removió el vello de la nuca y todo el pelo de la camisa y luego
se le puso de punta al oír esa voz. ¡Oh, a Togg con todo! Se levantó y al
tiempo que lo hacía cogió una de las botellas y se la escondió detrás de la
espalda. Pescador se movió para ayudarlo a ocultar el gesto. Eje se encontró
mirando a una maldita bailarina; una bailarina que había estado en una pelea,
al parecer, porque tenía las livianas vestiduras rasgadas por la pechera y
moteadas de sangre. La chica lo miró con una ceja arqueada y los incitadores
labios se alzaron en una sonrisa burlona y divertida.
Su senda giraba a su alrededor, su aura era una tormenta que a punto
estuvo de cegar la visión mágica de Eje. Inhumana. Ninguna joven podría ser
tan fuerte. Como una puñetera maga suprema, sí, señor.
—Eh…, mantenimiento —sugirió Eje.
Los ojos teñidos de carmín se movieron, examinaron el pozo y más allá.
—Aquí hay una bruja. La percibo. ¿Jurada a Ardata, quizá?
Oh-oh. Ma está sulfurándola.
—Vete mientras puedas, niña —dijo Pescador de repente.
La frente femenina se arrugó, divertida.
—¿Qué?
—Doce su malhadado número —canturreó el bardo, como si recitara—,
arrastrados y encadenados de los más profundos pozos del Abismo.
Los ojos de la chica se achinaron clavados en él.
—¿Y tú quién eres?
Eje le quitó el corcho a la botella y la mostró.
—¡No me obligues a usar esto!
La bailarina lo miró y frunció el ceño. Se le escapó una risita infantil.
—¿Tan malo es el vino por aquí?
A modo de respuesta el saboteador salpicó un poco en las raíces y hierba
que tenía la chica a los pies. Comenzó a salir humo y un siseo chamuscó el
aire. La chica se estremeció y dio un paso involuntario atrás.
—¡No te atreverías!
Eje la amenazó con la botella.
—No quiero… ¡pero lo haré! Hablo en serio.
La bailarina lo miró con una furia inhumana. Sus ojos destellaron como si
estuvieran en llamas y siseó con un gruñido que gorgoteaba de rabia
frustrada.
Eje sacudió la botella y salpicó con un poco más de la sustancia química.
Al verlo, la chica comenzó a girar y se desdibujó hasta desaparecer en su
senda demoniaca.
Pescador, junto a Eje, dejó escapar un largo suspiro bajo. Eje asintió con
toda sinceridad. Los dos se pusieron a cavar otra vez.

La suma sacerdotisa de Sombra, Sordiko Escrúpulo, estaba sentada con las


piernas cruzadas en su cama, con la barbilla en las manos, estudiando con
atención las colgaduras de seda que envolvían el amplio lecho de columnas
mientras el viento cruzaba el aposento y hacía que las velas de las paredes
contrarias arrojaran sombras parpadeantes por la tela ondulada. Dentro de
esas sombras cambiantes parecían formarse imágenes y escenas de manera
espontánea, solo para disolverse casi al instante delante de sus ojos.
Por la ventana abierta entraban los truenos y destellos de una tormenta de
verano.
Unos gritos desviaron su atención de las colgaduras que se movían,
parpadeó y sacudió la cabeza. El juego de sombras se dispersó como una gasa
haciéndose jirones. La sacerdotisa sacó un largo cuchillo curvo de debajo de
una almohada, la hoja tan reforzada y oscura que era casi invisible; salió sin
ruido de su aposento, descalza, la combinación de seda tan fina que era casi,
bueno, invisible también.
El templo interior estaba atestado de hombres. Las sacerdotisas se habían
ido a encoger junto a la pared. Sordiko distinguió seguleh y malazanos entre
la multitud.
—¿Qué significa esta invasión? —exclamó.
Había unos veinte hombres y todos la miraron. Las expresiones de sus
rostros cambiaron, de la suspicacia y la confusión pasaron a algo mucho más
conocido en la experiencia de Sordiko. Fue consciente entonces de su atavío,
no muy adecuado.
—¿Tienen algún portavoz?
—Sí, yo, supongo. —Un malazano se abrió camino hasta ella; bajo,
bigote pelirrojo, parecía que lo acababan de arrastrar por una campaña entera;
de hecho, parecía que todos acababan de poner fin a un asedio que habían
perdido—. ¿Esto es Darujhistan?
—Sí. Templo de Sombra. —Sordiko alzó la barbilla y echó hacia atrás los
hombros al preguntar—: ¿Qué asunto les trae aquí?
Los hombres se quedaron mirando. Varios dejaron escapar largos
suspiros.
—Yo me apunto a Sombra —le murmuró uno al vecino.
El soldado del bigote consiguió hablar.
—Nosotros…, eh…, estamos… —Levantó una mano para pedir silencio
—. ¿Qué es ese ruido?
Sordiko lo señaló con la cabeza.
—La guerra, malazano. El legado ha llamado a los seguleh y ahora estos
y los moranthianos se combaten entre sí como en la antigüedad. Solo que
ahora a la ciudad la han pillado en medio.
—¿Legado? —gritó uno, que se adelantó. El más joven de todos, daru a
juzgar por sus ropas raídas y el estilo de su arma. De hecho… La sacerdotisa
entornó los ojos
—¿Usted es de la familia Lim?
—Sí. Corien.
—Lo siento, Corien, pero su primo…
Los seguleh fueron hacia la salida principal. Una sacerdotisa les bloqueó
el camino.
—¡La suma sacerdotisa no les ha dado permiso! —gritó.
El seguleh principal, uno de los Veinte por la máscara, ladeó la cabeza
hacia Sordiko en una pregunta tácita. Esta hizo un gesto a la sacerdotisa para
que se apartara. Malnacidos irrazonables. Los seguleh salieron con paso de
marcha. El resto de aquella chusma de desgraciados los siguió. ¡Maldita
fuera!
—¡Ustedes, malazanos! ¡Sus tropas están al oeste de la ciudad! Ustedes
tres, ¿quiénes son? ¡Hay algo extraño en ustedes! ¡Vuelvan!
Las puertas permanecieron abiertas hasta que las sacerdotisas de servicio
las cerraron de un portazo y las atrancaron. Sordiko se puso los puños en las
caderas. ¿Qué te parece? La primera vez que tantos hombres me dejan
plantada…

Las calles estaban repletas de ciudadanos que intentaban todos huir a la vez y
que, por tanto, eran incapaces de huir a ninguna parte porque el camino
estaba congestionado. Desde los escalones del templo de Sombra, Azogue
vislumbró una extraña oscuridad que colgaba sobre la ciudad, y por encima,
los quorls que dibujaban círculos y las municiones que castigaban la cima de
la colina del Pabellón de la Majestad. Una inmensa cúpula opalescente
rielaba sobre esa cima. Los seguleh parecían dirigirse en línea recta a esa
colina. Las multitudes chillaban y se apartaban, dejándoles el paso franco.
Azogue instó a Corien a continuar.
—¡Venga!
—Nosotros nos dirigimos al oeste —gritó el sargento Cincha—. Esta no
es nuestra guerra. ¡Vais a conseguir que os maten!
Azogue despidió al hombre con un ademán. Cabrón miserable. Le salvo
el pellejo y así me lo agradece. Bueno, su obligación es llevar sus tropas de
vuelta y a salvo. Pues muy bien.
Los Talón marcharon con él y con Corien. Tenían unas sonrisas enormes
pegadas a la cara y miraban a su alrededor como paletos de pueblo, dándose
codazos y señalando edificios como si esa fuera una gran noche de juerga.
Siguiendo la estela de los seguleh consiguieron avanzar a buen ritmo. ¿Y con
exactitud qué es lo que planeas hacer, Azogue? Aparte de, quizá, conseguir
que te revienten esa cabeza de imbécil. Con todo, estos chicos y chicas
estaban cumpliendo una misión. Y ahora van a por sus compañeros. Aquí
está pasando algo, sin duda.

Un carruaje de aspecto suntuoso bajaba a toda velocidad por uno de los


accidentados caminos de la escarpa de la tercera grada. Cuatro aterrados
caballos tiraban de él. El cochero los azotaba entre aterrorizadas miradas por
encima del hombro hacia la colina de la Majestad, donde los estallidos de luz
lo hacían estremecer y los truenos que los acompañaban sacudían el carruaje
bajo él.
Bajaron con un rugido por el camino haciendo huir a los peatones hacia
los muros.
—¡Fuera del camino! —bramaba el cochero—. ¡Despejad el camino para
lord Pal’ull! ¡Fuera de ahí!
Y todos los ciudadanos se apartaban de un salto. El carruaje dobló una
esquina pronunciada, los bordes de hierro sacaron chispas de los adoquines
de pedernal entre el estrépito de los cascos de los caballos. Una aglomeración
de peatones se quitó dando brincos en dirección a los muros, todos salvo un
tipo muy alto que se acercaba a contracorriente.
—¡Fuera! —bramó el cochero. Luego abrió mucho los ojos, dejó caer el
látigo y tiró de las riendas hacia un lado. Los caballos se abalanzaron hacia la
derecha y pasaron junto a la larga figura con armadura, pero el carruaje viró
de lado y se estrelló contra él entre una explosión de madera astillada y hierro
doblado y retorcido. El cochero salió despedido de su asiento, y voló por
encima del muro del camino mientras los caballos seguían bajando al galope,
arrastrando la parte delantera del carruaje hecha pedazos entre una lluvia de
chispas y astillas que dejaban un reguero por detrás.
La figura de la armadura, reflejos brillantes destellando en tonos de color
esmeralda y zafiro, no se había desviado ni un milímetro. Levantó un pie
pesado, lo bajó sobre los restos rotos y partió y machacó las tablas. Lord y
lady Pal’ull yacían inconscientes entre los escombros. La figura siguió
caminando sin detenerse, aplastando las ruinas que encontraba a su paso.
Después de que pasara la gran figura maciza de la armadura, los
ciudadanos cayeron sobre los restos como una horda de saqueadores. Diez
minutos después lo único que quedaba en la escena era madera hecha
pedazos y un caballero y una dama inconscientes y ataviados solo con su ropa
interior de lino.

Aragan se colocó bien sobre la montura, el trasero se le estaba quedando


entumecido. Seguía esperando junto al puño K’ess. Poco antes, varios quorls
habían pasado revoloteando por encima, las dos sillas vacías. Algunos
llegaban vacilantes, con las alas dañadas, apenas capaces de mantener el
vuelo. Unos cuantos se precipitaron del cielo nocturno en una especie de
caída controlada y aterrizaron fuera de la vista sin que se oyera nada de su
choque.
El embajador y K’ess compartieron miradas de miedo. Por muy temibles
que fueran los moranthianos, ambos habían esperado que no se llegara a eso.
K’ess había ofrecido marines para el asalto, pero Aragan había vetado la
sugerencia. Ya habían perdido suficientes tropas contra los seguleh, no era
necesario perder más. Allí eran forasteros. Era una antigua rivalidad. Una
rivalidad que el tal legado había vuelto a abrir, quizá para lamentarlo durante
lo poco que le quedara de vida. O eso esperaba Aragan.
Con todo, él observaría e informaría. Y muy lejos, al otro lado del
Abismo del Buscador, el mando de Unta modificaría la estrategia de la forma
correspondiente…
Un murmullo profundo captó su atención. Zumbaba en sus oídos como un
temblor de la tierra. El agua estancada del prado se onduló como si vibrara.
Aragan se volvió en la silla, junto con muchos otros, y miró a su alrededor en
busca de la fuente de aquel estrépito penetrante.
Entonces cambió la luz. Algo intervino en el cielo nocturno entre el verde
resplandeciente de la Cimitarra y el suelo. Aragan guiñó los ojos y observó.
Una nube. Una nube ancha y oscura que entraba por el oeste.
El murmullo se fue hinchando hasta convertirse en una vibración
ensordecedora que ahogó todos los demás sonidos. Aragan se encorvó bajo
aquel ruido torturador, igual que hizo K’ess y todos los de alrededor. Alzó la
vista y se fijó en la nube de alas que espejeaban. Cada quorl llevaba un solo
jinete, pero de cada silla colgaban unas gruesas alforjas dobles delante y
detrás.
Aragan se volvió para mirar con furia a Desgarrado.
—¿Qué es esto? —gritó.
—La alternativa —respondió con calma Desgarrado.
—¡Den una oportunidad al asalto!
—Es lo que estamos haciendo. Aguardamos la señal.
—¿Señal? ¿Qué señal?
—De triunfo o fracaso.
Aragan señaló con gesto brusco la ciudad.
—¡Dioses, hombre! ¡Denles tiempo para sugerir sus términos o pedir una
tregua!
Desgarrado negó poco a poco con la cabeza.
—No habrá términos por parte del tirano. Lo conocemos de antaño.
—Desgarrado, tengan mucho cuidado. ¡Podrían estar abriendo una
rivalidad que bañaría en sangre todas estas tierras!
—Así ocurrió en los viejos tiempos, malazano —respondió Desgarrado,
había acero en su voz—. Las tierras de Pale eran nuestras en otra época.
Teníamos colonias en las tierras bajas. ¡Dónde están ahora, le pregunto yo!
Aniquiladas. Esos son sus términos.
Aragan abrió la boca, pero no salió ni una sola palabra. Y en las alturas
los quorls dibujaban círculos, esperando, un zumbido sordo que prometía un
cataclismo de destrucción para la confiada ciudad que tenían un poco más
allá. Enemigos mortales, cada uno decidido a aplastar al otro. Sin cuartel.
Sin supervivencia para los caídos. Las apuestas están demasiado altas. Y
nosotros, los malazanos, forasteros, ¿no somos más que testigos impotentes?
Pero ¿qué podemos hacer? ¿Cuáles son nuestras opciones? ¡Soliel, aparta la
vista! ¿No hay nada que podamos hacer?
20

De tus huesos han hecho una silla;


han tomado los orbes de tus ojos,
pero son ellos los que están ciegos.

Advertencia tallada
en la entrada de una tumba
Llanura del Asentamiento

La escalera de madera dejó a Torvald en la parte posterior de los laberínticos


edificios. Los senderos cercanos atravesaban un fino cinturón de bosques y
patios que rodeaban la cima de la colina de la Majestad. Medio acompañó
medio arrastró a la herida Galene por la franja boscosa. Daba la impresión de
que la moranthiana se había torcido o roto una pierna en el choque. Las
explosiones y el eco de las reverberaciones ya pocas veces lo sacudían; entre
los árboles vislumbró quorls que se precipitaban a depositar a sus jinetes. Tor
sabía que los seguleh estaban esperando en alguna parte y temía lo que
ocurriría si se topase con alguno en ese momento. Claro que, ninguno de los
dos llevaba armas en la mano, así que supuso que en el peor de los casos solo
los capturarían.
Sus temores se hicieron realidad cuando en una curva vieron a dos
seguleh de pie en el cruce de dos senderos principales. Tor se detuvo de golpe
y dejó caer los hombros. Uno le hizo un gesto tranquilo para que se
adelantara. Galene hurgó para coger su espada larga, pero Tor le apartó la
mano de un empujón.
—No tiene sentido —murmuró.
—Tengo munición —susurró ella mientras echaba mano al lado
contrario.
—¡No! —Se limitarían a matarnos—. Ya es demasiado tarde.
—No pienso permitir que me…
Los seguleh giraron de golpe y levantaron sus armas cuando unos pies
embutidos en una armadura pesada llegaron a la carrera por otro sendero.
Una columna de moranthianos negros cargaron contra ellos: los dos primeros
levantaron los anchos escudos y lanzaron algo desde detrás. Galene tiró de
Torvald para arrojarlo al suelo.
Tor cayó y la moranthiana gañó de dolor cuando dobló la pierna herida.
Varias explosiones golpearon a Torvald y a su alrededor empezó a caer la
gravilla. Cuando levantó la cabeza vislumbró a los moranthianos acabando
con los aturdidos y lacerados seguleh. Incluso entonces hubo un intercambio
feroz de golpes y la mitad de los moranthianos terminaron con heridas.
Unas manos lo levantaron a él y a Galene.
—Los vimos caer —le dijo a la plateada un negro— y vinimos a por
ustedes. —La apartaron de Torvald, uno por cada lado.
—Llévenme a la entrada principal —ordenó la moranthiana, la voz tensa
por el dolor contenido.
El grupo volvió a formar alrededor de Torvald y Galene y se dirigieron a
la parte delantera del laberíntico complejo. A lo lejos, los estallidos broncos
de los fulleros iban y venían en grandes andanadas que sacudían la noche. No
se habían alejado mucho cuando vislumbraron algo por un instante, entre los
árboles del acceso principal, y Galene gimió ante lo que quedó revelado.
Las pasarelas, los patios enlosados abiertos y los bancos se habían
convertido en un enorme campo de la muerte salpicado de moranthianos
caídos. Al aterrizar habían formado cuadrados o círculos de escudos
entrelazados, pero a pesar de las cortinas de fuego de los fulleros y las
andanadas de cuadrillos de ballesta, los seguleh se habían abierto paso hasta
penetrar en las formaciones y hacer estragos antes de que los bombardearan
desde todos lados.
Y en un lado aguardaban más defensas. Se trataba de un mago alto que
observaba, el bastón a su lado, en apariencia conformándose con dejar que la
lucha continuara su curso… de momento.
Galene se irguió.
—No podemos abrirnos paso —la oyó murmurar Torvald—. Pero no se
le puede permitir triunfar. No se puede. —De un saquito que tenía al costado
sacó un tubo más o menos del tamaño de una batuta, esmaltado con un tono
rojo profundo. La plateada volvió la cabeza hacia Tor—. Lo siento, concejal.
Torvald miró el tubo, inseguro al principio, luego el horror le puso el
vello de los brazos y la nuca de punta y se abalanzó hacia ella.
—¡No! —Un negro lo sujetó—. ¡No dé la señal! Por favor, no los llame.
¡Espere! ¡Solo espere! ¡No pido más!
—Muy bien, concejal. Por usted, un momento.

A Eje le dio la impresión de que se estaban acercando; y mucho, joder. La


profundidad parecía la adecuada por lo que recordaba de la zanja. De
momento nadie les había hecho caso, los seguleh tenían preocupaciones
mucho más inmediatas. Había aterrizado una oleada tras otra de
moranthianos, que habían formado y se habían dirigido a las entradas del
Pabellón de la Majestad, donde los recibían los seguleh. Hasta entonces, por
lo poco que había vislumbrado, y a pesar de sus municiones, parecía que los
moranthianos eran los que estaban saliendo peor parados. Lo que significaba
que a Pescador y él se les estaba acabando el tiempo.
Se irguió una vez más para arrojar una palada de tierra, solo para ver un
par de sandalias a cada lado del pozo. Alzó la vista: las sandalias y sus pies
pertenecían a dos seguleh que los estaban mirando desde arriba, apuntándolos
con las espadas.
—No os mováis —les ordenaron.
Eje miró a Pescador, que se fue irguiendo poco a poco con la pala en la
mano.
—Explicad esto —exigió el seguleh.
Eje abrió la boca para contestar, se quedó con ella abierta, conmocionado
y se arrojó al suelo chillando: «¡A cubierto!».
Pescador cayó de inmediato. Los seguleh solo tuvieron tiempo de
volverse antes de que estallaran varias explosiones alrededor del pozo y
mandaran la tierra por los aires. Eje se tapó la cabeza con las manos cuando
piedras y terrones de tierra lo fustigaron. Pescador fue el primero en
recuperarse; se irguió, se sacudió el pelo y se limpió la tierra.
—¿Qué fue eso? —preguntó, hablaba demasiado alto, como hace todo el
mundo después de soportar una explosión.
—Lanzaron y se largaron, nada más —dijo Eje al tiempo que cogía su
pala—. Venga. Ya casi estamos.
Pero ya se había atraído la atención; solo habían derribado a uno de los
seguleh. El otro se había alejado cojeando y en ese momento llegaban más.
Eje apenas había recogido la tierra recién caída cuando llegaron otros dos
saltando entre la maleza y los miraron desde arriba con furia.
—Fuera —ordenó uno.
Eje dejó caer la pala y levantó las manos. Pescador lo imitó.
—¡Fuera!
—¡Vale, vale! —Eje estiró las manos hacia un lado.
Un gran alarido de guerra estalló en el bosque y lo petrificó; sonaba como
un cruce entre un bramido de guerra barghastiano y un chillido de agonía.
Hasta los seguleh se estremecieron. Una forma enorme y multicolor saltó al
pozo y destellaron dos espadas. Lo seguía otro tipo de aspecto igual de
extraño que también empuñaba sendas espadas. Incluso más asombroso fue
que ahuyentaron a los seguleh con un deslumbrante ataque coordinado de
múltiples golpes continuos.
Eje se quedó mirando con la boca abierta a la asombrosa aparición.
—¡Ajá! —anunció el grandullón agitando las hojas—. ¡Así es como se
hace! —Bajó la cabeza y miró a Eje y Pescador—. ¿Y bien? Adelante,
vosotros dos, ¡excavad, excavad! —Señaló al otro lado del Pozo, Eje se
volvió y vio un tercer hombre allí de pie.
—Ah, sí —dijo el recién llegado, su voz en absoluto tan alta como la del
hombretón—. Excavad.
Medio aturdido, Eje recuperó su pala para ponerse a ello de nuevo. Vio
que Pescador sacudía la cabeza con gesto de incredulidad mientras trabajaba.
—¿Los conoces? —preguntó Eje.
—Resulta que son Madrun y Lazan Puerta.
Eje arrojó un palazo de tierra.
—Creí que esos dos eran solo historias —siseó.
—No, son de carne y hueso. En cuanto a lo que se les atribuye, bueno…,
algo es culpa mía.

En la entrada principal, Jan observaba a los moranthianos que se iban


reuniendo, cada vez más. Su estrategia era sencilla pero eficaz. Formaban
cuadrados apretados de muros de escudos y las filas posteriores lanzaban sus
municiones desde detrás. Y esas municiones: al igual que las más pesadas
con las que los habían castigado, esas también demostraban una capacidad de
matar mucho mayor de lo que ellos tenían escrito en sus archivos.
Admitió que era de esperar. Había pasado el tiempo. Los moranthianos
habían seguido su camino igual que los seguleh habían seguido el suyo.
De momento los estaban conteniendo. Pero el coste había sido horrendo.
Un solo hermano o hermana caídos era ya demasiado para que Jan se lo
pudiera imaginar. Pero allí, ante sus ojos incrédulos, yacían diez, veinte,
lacerados y mutilados por las andanadas de munición. Cada corte
ensangrentado era una cuchillada en su corazón. Cada caído, un nombre y un
rostro que conocía bien: Toru, Sengal, Leah, Arras, Rhuk.
Yo soy el responsable de esto. Sobre mi cabeza caen varios futuros
interrumpidos. Todo su potencial, perdido. ¿Cuántos posibles segundos
derribados antes de que podamos hacer gala de nuestro dominio?
¿Cómo podré expiar esto jamás? ¿Qué acto podría comenzar siquiera a
reparar el daño provocado?
Todo aquello lo observaba y se le desangraba el corazón.
Llegó una mensajera que inclinó la cabeza para rogar permiso para
hablar, Jan le dio el permiso con una seña.
—Se han abierto paso en el ala oriental, Segundo. Allí éramos pocos.
—Entiendo. —Le hizo una seña a Palla—. Vigila aquí. Iré yo.
—Llévate al menos a cinco —lo instó Palla.
—No. Debéis defender estas puertas. Solo yo he de ir.
—Pero, Segundo…
—No. Soy yo el que tiene que responder a esto. —Y echó a andar antes
de que Palla pudiera hablar otra vez. La mensajera lo siguió.
Jan encontró las puertas reventadas y otro caído: Por, el decimotercero.
Pero el precio que habían pagado los moranthianos para lograr esa brecha
había sido alto. Sus muertos excedían con mucho a los pocos defensores.
Desenvainó y avanzó con sigilo, tan silencioso como pudo. Con cada paso
iba soltando el puño con el que lo mantenía todo hundido en lo más hondo de
su pecho en llamas: la condena que hacía de sí mismo, la indignación contra
sí mismo, su rabia, y, sobre todo, la pena que lo destrozaba y que amenazaba
con asfixiarlo. Hasta que por fin dejó de pensar y se metió en la retaguardia
de las filas que veía delante.

Horul, de los Cien, no tardó en quedarse atrás en el laberinto de salas. El


segundo corría más que avanzaba; se lanzaba a la carga sin que nadie lo
estorbara. No ralentizaba el paso por muchos que se enfrentaran a él;
empujaba, giraba, rebanaba hasta que solo los bramidos y aullidos de los
moranthianos heridos sirvieron de guía. Y en cada giro, en cada sala, los
caídos. Cada uno luciendo una única herida mortal, ya fuera en el cuello, en
una arteria o en un miembro casi amputado. No sabían lo que se les venía
encima, tan rápido era su avance. No tenían oportunidad de arrojar sus
municiones o formar una defensa. A la seguleh le parecía que su líder los
atravesaba como una brisa, en silencio absoluto salvo por el siseo de su
mandoble.
Lo encontró de pie e inmóvil en lo más profundo del ala oriental;
escuchando, quizá. La seguleh pasó con cuidado por encima de la alfombra
de caídos que asfixiaba la sala: una especie de resistencia desesperada. La
sangre recubría las mangas y las piernas del segundo. Unas gotas brillantes le
salpicaban la que había sido su máscara pura, como semillas en la nieve. No
parecía en absoluto consciente de que la tenía delante.
—Segundo —dijo ella sin aliento con un tono casi reverente—. Segundo.
Nunca habría podido imaginar…
La conciencia embargó de repente la mirada masculina, pero no antes de
que ella pudiera vislumbrar algo desnudo y desprotegido que la hizo apartar
los ojos. Horror. Horror y un dolor que lacera el alma.
—Yo… vivo —profirió él, había asombro en su voz.
—Sí. Vives.
—Hoy… no, entonces.
—No. Hoy no.
—Mañana, entonces. —Bajó la mano del costado y soltó al mismo
tiempo un siseo de dolor contenido. Horul vislumbró la herida de una
estocada penetrante. La sonrisa desesperada del seguleh la hizo volver la
máscara de nuevo.
—¡Segundo!
—Véndala, Horul —consiguió decir él con los labios apretados—.
Véndala bien.

Los últimos rezagados de la multitud de concejales, aristócratas y


funcionarios de la corte habían huido hace tiempo y el Gran Salón estaba en
silencio. Chamusco y Leff hacían guardia apoyados contra la parte posterior
de una de las gruesas columnas que recorrían un muro. Todo estaba en
silencio; el martilleo se había desvanecido. Solo la respiración pesada y los
sollozos ocasionales y apagados del desdichado de la Boca rompían la calma
absoluta del salón. Pero si escuchaba, con la cabeza ladeada, Leff podía
distinguir el choque distante de los combates.
Chamusco se volvió hacia él, incluso más nervioso y confuso de lo
habitual. Después lanzó una mirada llena de intención a una salida cercana.
Leff sacudió la cabeza. Chamusco lo miró con furia para exigir una
explicación.
En voz lo más baja posible, Leff se la dio en susurros.
—No creerás de verdad que nadie va a abrirse paso entre todos esos
seguleh, ¿verdad?
Las expresivas cejas de Chamusco se alzaron y pareció caer en la cuenta
por fin. Guiñó un ojo.
—De acuerdo. ¿Y ahora qué?
Leff levantó la ballesta.
—Bueno, ahora tenemos que proteger, ¿no? Es cosa nuestra. La última
línea de defensa y to eso.
Chamusco señaló con la cabeza el centro del salón.
—¿Quizá deberíamos, ya sabes, echar un vistazo…?
—Claro. Ve tú.
—¿Yo? —Chamusco agachó la cabeza y susurró en voz baja—: ¿Por qué
yo? Ve tú, tú tienes más antigüedad y to eso.
—No, de eso na. Somos iguales. Mismo rango. —E instó a Chamusco a
salir—. Venga…
Maldiciendo por lo bajo, Chamusco rodeó poco a poco la columna. Salió
y se inclinó para mirar el trono.
—Sigue ahí —susurró—. No ha movido ni un músculo.
—Bien. Bueno. Todo… —La voz de Leff se apagó mientras miraba con
más atención a Chamusco—. Espera un minuto. ¿Qué es eso?
—¿Qué es qué?

En la puerta, Palla agachó la cabeza para esquivar las lascas de piedra de un


lanzamiento perdido. Apartó con la mano el humo que lo ocultaba todo y
estudió los terrenos reventados salpicados de caídos, y los cuadrados
moranthianos que avanzaban hacia los muros. Luego examinó el cielo
nocturno, vacío ya de quorls.
—Creo que ya están todos —le dijo a Shun, el decimoctavo.
—¿Cuántos?
—No estoy segura. Quizá mil.
—Entonces hemos ganado. Acabaremos con estos últimos.
—Con todo, se han llevado a demasiados con ellos.
—Era su jugada. Querían…
Una hoja roma marrón recubierta de sangre surgió del pecho del
decimoctavo y se retiró casi antes de que Palla hubiera asimilado que estaba
allí. La seguleh saltó hacia atrás un instante antes de que lanzara otra estocada
y golpeara fragmentos de piedra del lugar donde acababa de estar ella.
Cuando Shun cayó se reveló un horror ambulante tras él, en la puerta: un
rostro cariado de tendones secos y cráneo curtido por el tiempo, restos rotos
de una armadura de cuero y hueso, miembros de simple hueso unidos por
ligamentos y carne agrietada, piernas de una extraña desigualdad.
¡Ancestros, dadme fuerzas! ¡Imass!
—¡A mí! —gritó Palla mientras retrocedía y esquivaba estocada tras
estocada de la amplia espada de pedernal.
Otros tres de los Cien llegaron a la carga. Los golpes sacudían al imass en
un frenesí de lascas de hueso, cuero podrido rebanado y trozos de carne
curada, y la criatura seguía avanzando. Una estocada descendente asestada
contra todo el borde de la espada de un seguleh hizo pedazos la hoja y derribó
al portador, que se estrelló contra un muro y se derrumbó, inconsciente.
Con todo, Palla iba cediendo terreno solo paso a paso, pasos luchados con
fiereza. Cada ataque imperioso ella lo esquivaba de la forma más oblicua que
osaba, sintiendo que la hoja se estremecía y flexionaba, a punto de fallarle en
las manos. Otro de los Cien se abalanzó cuando la criatura pareció vacilar,
pero el imass apartó de un golpe el brazo del joven y lo empujó contra una
columna, con la que chocó con un ruido húmedo y cayó.
—No es a ti a quien quiero —dijo entre dientes—. Apártate.
El tercero de los Cien aprovechó la oportunidad para saltar y asestar un
gran golpe al cuello de la criatura. La hoja partió algo, pero quedó
enganchada. La mitad superior del cráneo descarnado se ladeó, pero no
murió. Palla detuvo su ataque cuando el imass cogió al muchacho por debajo
de la barbilla y lo levantó del suelo mientras se arrancaba la hoja del cuello.
¿Cómo puedo salvar al pobre muchacho? ¿Qué podría…?
Llegó la inspiración. Palla ofreció la larga y profunda reverencia de los
antiguos, las manos apartadas de los costados. Después adoptó la más
tradicional de las posturas para ponerse en guardia.
—Tu desafío queda aceptado.
El imass se quedó quieto. Un segundo después arrojó al muchacho por
una puerta abierta, donde aterrizó entre muebles.
—¿Qué rango tienes?
—Sexto.
—¿Sexto? Conocí al primero. Hace ya largas eras. Entonces no habría
osado enfrentarme a ninguno de los campeones. Veamos cómo proceden las
cosas, ahora que he tenido tiempo de sobra para practicar. —La criatura cogió
la espiga desnuda de pedernal de su espada con sus dos manos de hueso y
tendones y avanzó.

Los torbellinos de tormentas que habían aventado la conciencia de Ebbin a


las esquinas más recónditas de su mente habían retrocedido. Y todos sus
recuerdos volvieron de golpe y a la vez, trayendo con ellos la aterradora
comprensión de todo lo que había pasado, provocado por él. La pequeña
piedra que había desencajado y la avalancha que había precipitado. Y
entonces lloró. Los brazos envolviendo la cabeza, sollozó con desesperación.
¿Ves, susurraba la voz en su mente, el favor que te hago? La ignorancia
es una bendición.
Ofendido, Ebbin se escabulló a gatas a toda prisa.
En su mente, una mano le agarraba el cuello. El monstruo se había puesto
a horcajadas sobre él, la máscara de oro girada para estudiar las nubes que
pasaban.
—¡Suéltame! —rogaba Ebbin—. ¡Estás acabado!
—Oh, no. He ganado. Los moranthianos están derrotados. No pueden
tocarme.
—¡Tu ataque fracasó!
—Cierto —admitió la criatura—. Fue… impetuoso. Pero, vivir para
aprender, ¿eh, erudito? Esperaré mi momento.
—No…, estás perdido. Se ha demostrado lo que eres.
—¿Y qué es, estimado erudito?
—Una pesadilla monstruosa de nuestra niñez.
La mano le soltó el cuello. El tirano se apartó de él. Una carcajada
burlona se alzó tras el óvalo de oro grabado. Los labios repujados parecieron
chorrearla.
—Oh, erudito. Si tú supieras. —La máscara se giró de golpe—. Se reúnen
enemigos… pero no el que yo estaba esperando. Por supuesto, lo mismo se
puede decir de mí. Continuaremos esta conversación más tarde, erudito.
La figura desapareció en un remolino, pero la conciencia de Ebbin
permaneció. Gimió y se sujetó la cabeza una vez más.
—Ahí. Esa cosa. En tu ballesta.
Chamusco levantó el arma para echar un vistazo.
—¿Qué? Nada.
—No, el… —Exasperado, Leff se adelantó un paso y dio un golpecito en
la culata—. Mira ese cuadrillo. ¿De dónde lo sacaste?
Chamusco se lo quedó mirando y abrió la boca con expresión de
asombro.
—¡Anda!
Leff le dio una colleja.
—Baja la voz —siseó con tono fiero—. ¿De dónde lo sacaste? ¿Me estás
ocultando cosas?
—¡Que yo no lo he visto en toa mi vida! Lo prometo.
—Lo robaste, ¿verdad?
—¿Qué? Jamás.
—Bueno, pues tenemos que devolverlo. Tenemos que pensar en nuestros
puestos. No podemos andar por ahí con bienes robados.
Inadvertido, el legado se levantó y bajó del trono. Se detuvo ante él con
las manos entrelazadas a la espalda.
Leff cogió la culata.
—Mira ese trasto. Todo grabado. Y además, cera en la punta, qué
elegante, ¿eh? Hay que devolverlo.
—No, suelta. Que no… —Chamusco apartó de un manotazo una de las
manos de Leff. Leff intentó arrancar el arma de las garras de su compañero.
—¡Quieres cooperar! Déjame…
—¡Cuidado! —siseó Chamusco—. No…
La ballesta se disparó con una sacudida entre las cuatro manos.
El cuadrillo se clavó en el legado, que giró en redondo con la fuerza del
impacto.
Cuatro ojos viraron y vieron erguirse al legado. Este tocó el extremo de
plumas del cuadrillo que le sobresalía entre las costillas. La máscara se volvió
hacia los guardianes. Una mano se estiró hacia ellos.
Chamusco y Leff se miraron con los ojos muy abiertos ante la enormidad
del accidente. Y ante la magnitud del peligro inmediato.
—¡Fuego! —chillaron al unísono, y Leff levantó la ballesta y notó de
pasada que un cuadrillo idéntico se había acurrucado en el canal de la culata.
Apuntó y disparó mientras Chamusco metía un pie por el estribo de su arma y
le daba un tirón feroz.
El cuadrillo de Leff arrojó al legado otro paso atrás. Las rodillas
parecieron debilitarse por un instante cuando se tambaleó. Pero continuó
adelante. Le brotaba humo de las dos heridas.
—¡Fuego! —berreó Leff otra vez y Chamusco apuntó su arma. El tercer
cuadrillo acertó de pleno y arrojó al legado hacia atrás unos cuantos pasos
vacilantes.
Leff metió la mano en el saco que llevaba al costado y por un instante se
sorprendió de ver que todos y cada uno de los cuadrillos que poseía tenían
unas astas ennegrecidas, adornadas con grabados intrincados y unas cabezas
de hierro relucientes recubiertas de cera. Nada de eso le impidió volver a
cargar con movimientos frenéticos.
—¡Sigue viniendo a por nosotros! —chilló Chamusco, casi a punto de
estallar en lágrimas.
—¡Dispáralos todos! —aulló Leff.

Lady Envidia dejó la terraza del segundo piso que se asomaba a los terrenos
de batalla delanteros. Mientras daba golpecitos entre sí a las yemas de los
dedos cruzó la abandonada oficina oscurecida. Así que un imass. Nunca me
hicieron mucha gracia. Criaturas malolientes y desaliñadas que siempre van
dejando trocitos sueltos por ahí. Ladeó la cabeza, pensativa. Hace siglos que
no destruyo uno de esos.
Recordó impertinencias sufridas no hacía tanto de un imass en concreto y
se le endureció la boca. Sí, demasiado tiempo.
Se dirigió a las escaleras.
Pero algo susurrado en la oscuridad la hizo detenerse un instante. Una
presencia. Hay alguien aquí. En las sombras.
—¿Quién va?
—Envidia.
El más leve de los susurros de la noche.
Envidia alzó sus defensas. Su senda crujió e hizo volar papeles que
estallaron en llamas a su alrededor.
—¡Quién va! ¡Exijo que te muestres!
—¿Todavía te asusta la oscuridad, Envidia?
¡Esa voz! ¡Tan conocida! ¿Quién?
—¿Quién eres? —exclamó, vacilante, con una mano en la garganta.
—¡Con razón la temes!
Un destello de municiones iluminó la habitación y en un instante
congelado reveló a un hombre alto vestido todo de negro. Rostro, ojos y
cabello, todo negro. Envidia retrocedió con una mano en la boca, ahogó un
grito, se atragantó y tartamudeó.
—¡Padre…!
Y se desmayó.

Uno de los moranthianos que protegía a Galene señaló algo a través del
bosque, Torvald se puso también a mirar con los ojos guiñados la esquina del
edificio más cercano. Allí había estado uno de los magos (el jorobado de las
proporciones extrañas), pero estaba a gatas, intentando levantarse y
agarrándose el pecho.
—¡Miren! ¡Miren ahí! —siseó Torvald. Estuvo a punto de estirar la mano
para coger a la plateada moranthiana—. ¡Está pasando algo!
Con el tubo rojo todavía apretado en el guantelete, Galene buscó con la
mirada.
El mago se las arregló para erguirse, pero se cayó contra el muro.
Jadeando, en una agonía obvia, se abrazaba el pecho como si fuera a estallar.
Después desapareció.
—¡Miren! —exclamó Torvald—. ¿Lo ven? ¡Ganamos!
—Conténgase, concejal —dijo Galene, y le hizo un gesto a uno de sus
guardias—. Póngase en contacto con los comandantes aéreos. ¿Qué está
pasando?
El soldado negro salió corriendo por el bosque.
Sala tras sala, continuaron librando el duelo. La pesada espada de pedernal
era un contorno borroso en las manos del incansable imass. Palla retrocedía
irremisiblemente, cedía terreno, lograba deslizar por la hoja todos los golpes
y dejaba una infinidad de brechas en las costillas sin carne y en el cráneo y
seguía partiendo pieles medio podridas. La seguleh iba a por las
articulaciones con la esperanza de romper ligamentos y lisiar a la criatura, sin
saber si eso era siquiera posible.
Pero comenzaba a cansarse. Sus reacciones se ralentizaban. La debilidad
del agotamiento absoluto se interponía entre lo que quería y lo que podía
hacer. Sabía que terminaría cayendo, solo era cuestión de cuándo y cómo.
Llegó de manera imprevista en forma de una finta final de la criatura, un
codo en la sien que la aturdió y una garra en la garganta que la asfixió. Palla
parpadeó y se encontró clavando los ojos en dos cuencas vacías donde solo
rielaba un fulgor bajo, como una hoguera en la distancia.
—Me habrías vencido, Sexta —rezongó el imass al tiempo que la
estrellaba contra una puerta de piedra y la soltaba para que cayera—, si
hubiera estado vivo.
El imass continuó su camino.

Rallick observó desde una ventana de las alturas del Gran Salón a los dos
guardias que estrellaban cuadrillo tras cuadrillo contra el legado. Luego los
vio tirar las ballestas al suelo y echar a correr. Por sorprendente que fuera, la
criatura continuaba en pie. Debía de tener quince cuadrillos clavados, pero
continuaba erguido. Se inclinó contra una columna, apoyándose en un brazo.
Rallick había alzado el rollo de fina cuerda de seda, listo para lanzarlo
abajo, cuando de las sombras salió ese sirviente que arrastraba los pies, la
Boca, y se volvió a arrodillar. El tipo salió poco a poco, igual que un ratón
podría rodear a un gato lisiado.
—¡Estás acabado! —chilló la Boca con un puño levantado. Luego se
estremeció—. ¿Cómo puedes decir eso? ¡Se acabó! ¡Del todo! —El tipo
estaba frenético de emoción y sollozaba de forma incontrolable. Empezó a
retroceder—. ¿Huir? ¿Yo? ¿Irme? ¿Por qué? ¿Por qué me iban a matar a mí?
¡Yo no he hecho nada! ¡Nada!
Después saltó como si viera algo aterrador. Se llevó de golpe las manos a
la garganta y el pecho.
—¡No! —dijo sin aliento, horrorizado—. No…, no lo harían. ¡No deben!
Querida Soliel, socórreme…, ¡no!
Huyó corriendo de la cámara.
Tras un momento el legado se irguió junto a la columna. La máscara
descendió y pareció inspeccionar los muchos cuadrillos de ballesta que le
tachonaban el torso y los delgados jirones de humo que se alzaban de cada
herida. Lo que solo se podía describir como una risita apagada lo sacudió. La
criatura se señaló como si quisiera decir «¡pero aquí sigo!». Y siguió riéndose
a carcajadas tras la máscara de oro.
Rallick se apartó con cuidado del saliente de la ventana abierta y se aupó
otra vez al tejado. Se agachó, se pasó las puntas de los dedos por los labios
durante un rato, los ojos entrecerrados, y tomó una decisión. Se metió el rollo
de cuerda por la camisa y se alejó sin ruido por el tejado, rumbo al laberinto
de aguilones desiguales y tejados a dos aguas del complejo.

Abajo, en el Gran Salón, se abrieron las puertas principales. El legado se


volvió para mirarlas y se echó hacia atrás, su conmoción era obvia. Entró sin
prisa un imass. El legado retrocedió con las manos levantadas. El imass se
acercó a una velocidad asombrosa sobre aquellas piernas de forma extraña, se
apoderó del legado y levantó la espada de pedernal.
—Ahora me llevo tu cabeza, jaghut —gruñó.
Después se quedó quieto y dejó caer las manos. El músculo y carne secos
que quedaban en su rostro estragado se crisparon como si frunciera el ceño,
indeciso. Bajó la cara descarnada hacia la máscara de oro, como si
inspeccionara la factura. Un rumor bajo sacudió los músculos y huesos de su
torso. Las mandíbulas cambiaron de posición con algo parecido al asco.
—¡Bah! ¡Humano! —Arrojó al suelo al legado entre un estallido de
cuadrillos de ballesta y salió de la cámara con paso decidido.
En las puertas se encontró con Palla, que se tambaleaba hacia el salón del
trono, pero pasó de largo sin hacerle caso y Palla tampoco le prestó atención,
la ancha arma de pedernal la llevaba metida en la cuerda de cabello trenzado
que usaba como cinturón. La seguleh abarcó con la mirada la forma
tachonada de cuadrillos de ballesta del legado, tirado de espaldas en el suelo,
y huyó.

Tras un rato, el legado se las arregló para rodar de lado e incorporarse; todo
entre las horribles punzadas de dolor que producían los cuadrillos al partirse.
Se tambaleó hacia las puertas, un pesado paso tras otro. Todo el tiempo el
pecho alanceado por cuadrillos se convulsionaba en lo que podría haber sido
una carcajada silenciosa.
Las puertas del Gran Salón se cerraron de un portazo. El legado se detuvo
en seco. Se volvió en un círculo vacilante, arrastrando los pies, para examinar
el aposento con los ojos.
Kruppe salió de detrás de la columna más cercana. Se alisó el pelo
aceitado y se colocó bien los puños de volantes de la camisa y el chaleco
carmesí. Después hizo alarde de agitar un pañuelo en una reverencia
cortesana quizá demasiado elaborada.
—¡Jamás llegó a imaginar Kruppe que su presencia se requeriría en la
corte!
El legado se abalanzó hacia él.
Kruppe se retorció y esquivó por poco una mano que pretendía agarrarlo.
—Vamos, pues, legado. ¡Bailemos otra vez! —Otra mano se lanzó a
cogerlo, y erró la manga por solo un pelo. Kruppe se agachó hacia un lado y
lo esquivó—. ¡Casi! —alentó al otro—. Vamos. Por aquí. —Agitó el pañuelo
—. Le parece a Kruppe que el problema de las máscaras es que no se ve con
claridad.
El legado estiró de golpe una mano engarfiada; una tela se rasgó al
tiempo que Kruppe retrocedía.
—¡Oh, vaya!

—¡El premio gordo! —anunció Eje mientras se echaba hacia atrás después de
limpiar un trozo de tierra del fondo del pozo. Pescador se agachó. Era una
superficie blanca, llana y manchada de barro. Juntos limpiaron un espacio lo
más ancho posible.
—Deprisa, amigos míos —exclamó uno de sus protectores desde arriba.
Eje alzó los ojos y vio que los dientes dorados y plateados del hombre
destacaban en la cara en una sonrisa resplandeciente—. Estamos llamando
demasiado la atención.
—¿Qué? ¿Tú? ¿Llamar la atención?
Pero el hombre había desaparecido y el choque rápido de unas espadas
resonó por todos los lados del pozo. Eje captó la mirada de Pescador y señaló
las botellas.
Juntos destaparon dos y las volcaron. Ninguno estaba preparado para la
reacción que los envolvió al instante.

Palla se encontró con Jan en la entrada principal. La seguleh gimió para sí al


ver el estado de su superior, empapado en sangre. Cuando la vio, el segundo
se dirigió a ella.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está ese imass?
Palla desechó con un gesto su propio y penoso estado.
—Se ha ido. Mató al legado.
—¿Qué? ¿Está muerto?
—O casi.
—Pero ¿por qué iba a…? —El segundo les dio la espalda a los terrenos; a
Palla le pareció que se movía con torpeza, como si estuviera rígido—. Da la
señal de retirada para todo el mundo. Nos metemos en las salas interiores.
Palla se inclinó.
—Como ordenes. —Se fue corriendo a las puertas abiertas.
Jan lanzó una mirada confusa por el amplio vestíbulo de entrada y se
dirigió al Gran Salón.

Grandes nubes asfixiantes se agitaron y expulsaron a los seguleh del pozo. El


humo carcomía el tejido de la nariz y abrasaba los pulmones. Tosiendo y
entre arcadas, Madrun, Lazan y Thurule fueron retrocediendo.
—¡Se han consumido! —anunció Madrun con la mano en el pecho.
Una sombra se movió dentro de las nubes y salieron unas figuras: el más
alto arrastrando al más bajo. Los tres se apresuraron en ayudar al hombre, que
cayó de rodillas tosiendo y jadeando. El más pequeño de los dos, el
malazano, se sentó y fue otra vez hacia el pozo. Lazan lo contuvo.
—Morirás, hombre. ¡Es veneno!
—¡El resto tiene que desaparecer! —respondió el malazano. Los ojos le
lloraban de forma incontrolable y un chorro de sangre le caía de la nariz.
—No hay nada que puedas hacer.
—¡Oh, sí que lo hay! —Y el tipo alzó los brazos para dibujar un gran
círculo en el aire. Si Lazan hubiera tenido un solo pelo en la cabeza sabía que
se le estarían poniendo de punta y se apartó un poco. El malazano volvió a
meterse con la cabeza gacha entre las densas nubes.
Madrun estaba dando golpes al otro en la espalda. Después levantó la
cabeza y miró a su alrededor.
—¿Estoy loco o vosotros también oís caballos gritando?

En el Gran Salón, el legado se apartó con una sacudida tras intentar atrapar a
Kruppe y miró las puertas. Algo parecido a un gruñido apagado de terror
resonó en su garganta. Fue con paso vacilante hacia la salida. A medio
camino cayó de rodillas, se tambaleó y luego se derrumbó bocabajo, unos
últimos cuadrillos de ballesta se partieron y la máscara chocó con un tintineo
metálico contra el suelo.
Todavía receloso, Kruppe se adelantó muy poco a poco para mirar más de
cerca.
Los miembros del legado cambiaron de posición cuando su dueño se
removió contra las losas de piedra pulida. Empezó a avanzar a rastras.
Kruppe abrió los brazos con gesto irritado. ¡Grandes Fuerzas Elementales!
¿Qué más ha de hacer Kruppe?
Mientras deslizaba un brazo por delante del otro, el legado empezó a
reírse por lo bajo. Y mientras se arrastraba la risita se fue hinchando hasta
convertirse en una carcajada lúgubre, sorda.
Kruppe retrocedió. Se metió el pañuelo por una manga y se puso las
manos en las caderas. Las mejillas con hoyuelos se crisparon en un ceño
inseguro.
En serio, ya. Esto es de lo más irrazonable.

Torvald permanecía inmóvil, escuchando con tanta atención como le era


posible. Tenía la sensación de que sus nervios estaban tan tensos como esos
instrumentos de cuerda de Siete Ciudades que sonaban con ese molesto tono
agudo. Le pareció poder discernir una disminución en el estrépito de la
batalla. ¿Significaba eso que estaba ganando un lado o el otro? ¿Qué estaba
pasando? Desde donde se encontraban solo podían ver una pequeña parte de
toda la extensión del frente. Galene todavía sostenía la batuta lista en una
mano, pero Tor vio que modificaba la postura, como si ella también hubiera
percibido el cambio.
—Algo… —empezó a decir él, pero la moranthiana levantó una mano
para pedirle silencio.
Un soldado negro llegó corriendo desde el bosque. Torvald se acercó a
empujones para escuchar el informe.
—Los seguleh se han retirado al interior —anunció el mensajero.
Galene examinó el campo reventado salpicado de caídos.
—¿Por qué lo harían…? ¿Nuestros números? —soltó de repente.
—Menos de trescientos miembros de la escuadrilla continúan siendo
viables.
—Ancestros —respondió la plateada sin aliento, y la batuta crujió presa
en su mano—. ¿Y ellos?
—Quizá setenta.
—Entonces por qué… Una última carga…
—Quizá —los interrumpió Torvald— podría ir alguien a preguntar.
Y Galene se volvió y lo miró de arriba abajo.

—No se oye nada —susurró el concejal D’Arle desde su puesto junto a las
escaleras que subían del sótano más profundo—. Quizá debería echar un
vistazo.
Coll posó una mano en el brazo del anciano.
—Iré yo. —Se volvió para examinar a los reunidos: concejales,
aristócratas y burócratas de la corte que lo miraban desde la oscuridad. Nadie
más se ofreció. Suspiró, soltó la espada en la vaina y empezó a subir.
A medio camino se detuvo cuando oyó unos pasos detrás. Redda Orr
dobló una esquina tras él.
—¿Qué estás haciendo? —le susurró Coll.
—Voy contigo.
—No, de eso nada. Esto no es una excursión. ¡Quédate abajo!
—¡Estoy adiestrada! —La chica sacó su espada fina más rápido de lo que
él podría hacerlo jamás.
Coll sacudió la cabeza.
—Estoy seguro, niña. Pero esto no es ningún campo de duelos.
—Podría vencerte, anciano…
—Quizá. —Coll señaló a un lado—. ¿Qué es eso?
Redda miró. El concejal le quitó la hoja de la mano. La chica se quedó
con la boca abierta, petrificada, luego la furia resplandeció en sus ojos.
—¡Qué truco más sucio!
—Pues sí. —Coll empezó a subir otra vez las escaleras con las dos
espadas—. El mundo está lleno de ellos, así que será mejor que te
acostumbres.
Cuando se acercó al último rellano, se echó bocabajo para asomarse por
el borde, la hoja lista. Su mirada se encontró con las sandalias de dos seguleh.
Uno le hizo un gesto para que volviera a bajar por las escaleras.
Maldita sea, somos prisioneros. Puñeteros prisioneros.
¿Qué está pasando? ¿Ha ganado el legado?
De repente se le ocurrió algo mientras bajaba, hizo una pausa y tragó
saliva. ¡Dioses! ¿Ahora somos prescindibles?

Madrun, Lazan, Thurule y Pescador, todos se agacharon tan cerca como


pudieron de la espuma y la agitación de las nubes que salían humeando del
pozo. Los malolientes vapores parecían repeler a todos los pájaros y
murciélagos que se inclinaban sobre ellos, y a los perros que salían a la carga
de los bosques, incluso a un caballo loco que había pasado a su lado como un
trueno amenazando con pisotearlos.
Se oyó un golpe apagado cerca.
—¿Esa lechuza acaba de estrellarse contra un árbol? —comentó Madrun
sin poder creérselo.
La bruma se revolvió y de allí salió el malazano, un trapo apretado contra
la nariz y la boca. Se habría caído si Pescador no se hubiera abalanzado a
sujetarlo. Se apoyó tosiendo y sufriendo arcadas, y agitó un brazo débil para
señalar el pozo.
—Ya no queda más. Pero sigue ahí, ¡todavía de una pieza!
—¿El qué, malazano? —preguntó Madrun.
Lazan había estado mirando los bosques con los ojos guiñados y en ese
momento retrocedió para darle a Madrun unos golpecitos en el brazo. El
gigante echó un vistazo y se sobresaltó de forma visible, en sus ojos asombro
y pánico.
—Ancestros benditos, no me lo puedo creer —le murmuró a Lazan. Los
dos empezaron a apartarse poco a poco.
—Vamos, Thurule —exclamó Lazan—. Hemos cumplido las
instrucciones de nuestra señora, ¡es hora de retirarse!
Eje observó con un asombro aturdido que los tres salían corriendo en lo
que solo podía describirse como una huida aterrada. Incluso percibió que su
ma se iba quedando quieta con lo que casi parecía una deferencia respetuosa.
Se volvió hacia los bosques y vio que se acercaba algo enorme. Se aclaró la
garganta, escupió una bocanada de los horrendos vapores que había
soportado y alzó su senda hasta el máximo nivel.
—Pero si es… —susurró Pescador, maravillado, un brazo bajo uno de los
de Eje.
La forma que salió de las sombras se resolvió en una figura ancha y
gigantesca que Eje reconoció como Caladan Brood, el caudillo. La mirada
entrecerrada del hombre se había vuelto y seguía la retirada precipitada de
Madrun y Lazan Puerta. Por extraño que fuera, sujetaba por el cogote a un
gato que escupía. Su mirada pesada se volvió hacia Eje.
—¿Qué están haciendo aquí esos dos idiotas? —preguntó.
—Yo… no sé —respondió Eje.
El caudillo le tendió el gato frenético.
—Ya es suficiente, malazano —rezongó.
Eje parpadeó.
—¡Oh! Perdón. —Bajó su senda. Brood le pasó el gato; le destrozó la
mano y el brazo al escapar.
—Pescador —dijo Brood—, ¿qué estás haciendo tú aquí?
El bardo se encogió de hombros.
—Ya sabes cómo soy, me gusta estar presente.
El caudillo asintió con un gruñido de comprensión.
—Cuidado. Un día podrías meterte en un buen lío. —Estudió el pozo
apenas visible a través de los vapores hirvientes—. Bueno, vamos a echar un
vistazo. —Y se metió en la nube de vapor venenoso.
Eje observó como pudo a través de la bruma. Se asomó un poco y creyó
ver al caudillo dentro del pozo, estudiando las piedras y dándoles golpecitos.
El hombre se echó hacia atrás, como si estuviera pensando. Luego levantó los
dos brazos por encima de la cabeza, entrelazó las manos en un gran puño
doble y las bajó en un tremendo porrazo que sacudió el suelo bajo los pies de
Eje. Una vez más levantó los puños y los bajó de golpe. Esa vez el aire se
partió con un inmenso crujido que Eje lo sintió casi como un cuchillo clavado
en los oídos.
El caudillo se aupó para salir del pozo y apareció agitando las manos para
quitarse los vapores de la cara. Hizo una pausa, bajó la cabeza y miró a Eje.
—Advertí a la criatura —dijo, y se fue por donde había venido.
Eje dejó escapar un suspiro largo y lento. Pescador se hizo eco de la
sensación con un asentimiento. Eje señaló el pozo.
—Bueno, ya sabes, seguro que se lo debilitamos…
—Ya, claro…

Jan encontró las puertas dobles del Gran Salón cerradas, pero se abrieron sin
dificultad cuando las tocó. Dentro yacía el legado, o su cuerpo. Yacía de
espaldas, las manos cruzadas sobre el pecho. Un bosque de cuadrillos rotos
sobresalía de él en todos los ángulos. El resplandeciente óvalo dorado
continuaba clavado en su rostro. Pero estaba estropeado; una grieta recorría la
máscara, desde la parte inferior de una mejilla hasta justo debajo de un ojo
grabado. Jan se acercó. Quería arrodillarse para asegurarse, pero si lo hacía
era muy probable que se le reabriera la herida del costado. ¿Estaba muerto?
No estaba seguro.
Una voz le susurró entonces, dentro de su mente:
—Sirviente…
Se apartó con un estremecimiento. ¿Qué era eso?
—Coge la máscara, sirviente.
¿La máscara?
—Sí. Percibo que estás herido. Acéptala y vivirás para siempre.
¿Aceptarla? ¿Llevarla puesta?
—Sí. Se me ha desterrado de esta carne, pero acepta la máscara y juntos
viviremos otra vez.
Jan se apartó del cadáver. No.
—¿No? ¡No! No tienes elección, servidor. ¡Haz lo que te ordeno!
No. Nuestra esclavitud ya hace mucho que se acabó. Hemos encontrado
nuestro propio camino. Ahora somos nuestros propios dueños. Yo te
consigno al pasado. Te doy la espalda. Ya no existes.
—¡Esclavo! ¡Vuelve! ¡Te lo ordeno! ¡Obedece!
Jan se alejó de allí. Al salir del salón del trono se encontró con uno de los
magos favoritos en las puertas; el que se hacía pasar por bailarina. La chica se
acercó tambaleándose, cubriéndose con un brazo el estómago y con un dolor
extremo en el rostro aterrado.
—¿Qué está pasando? —jadeó la chica—. ¿Dónde están los demás? ¿Qué
ha ocurrido?
—Para nosotros está muerto —dijo Jan con voz inexpresiva y siguió
caminando con gesto rígido.
—¡No! ¡Imposible! —La joven se precipitó hacia el salón.

Dentro, sola, Taya se acercó al cuerpo.


—¡Amo! —Estiró el brazo, pero en el último instante apartó la mano de
un tirón como si la hubieran picado. Se levantó con un sobresalto y se
encogió—. No… —murmuró con una mueca—. Por favor, eso no. Lo que
sea salvo…
Un sonido la hizo girar en redondo. Alguien salió de detrás de una de las
columnas. Era alto, iba vestido con todos los tonos de verde y el cabello
suelto era plateado y negro. Un largo siseo, semejante a un gruñido, escapó
de la chica.
—Tú…
Topper se inclinó.
—Como suele decirse, todo lo bueno se… Ah, mírate. Tú eres la
gratificación añadida. Una que ya llevaba yo un tiempo esperando recoger.
Taya dio una palmada y aparecieron unas hojas cortas y finas.
—Me quedaré con tu cabeza.
—Lo dudo mucho.
Los dos cargaron y se encontraron en un torbellino de filos que giraban
entre destellos. Sendas rivales se alzaron juntas, virando y arremolinándose
hasta que los dos desaparecieron con un ruidoso estallido de aire desplazado.

Torvald no se había sentido tan expuesto en toda su vida. Desarmado, cruzó


la tierra revuelta y volcada y las losas rotas de aquellos terrenos en otro
tiempo tan bien cuidados. Galene cojeaba a su lado, sujeta por un único
negro. Se dirigieron al grupo de seguleh que vigilaba la entrada principal, la
mayoría de cuyas máscaras, observó Torvald, lucían muy pocas marcas.
Cuando se acercaron, uno de los seguleh les hizo una seña para que se
detuvieran. Otro, que tenía una única línea marcada en la frente, le hizo una
indicación a un tercero y esos dos se acercaron.
—Soy el concejal Nom —se apresuró a decir Torvald—. He venido a
proponer negociaciones.
—¿Qué es lo que deseáis? —preguntó el seguleh más pequeño, una
mujer. Tenía cinco líneas sombreadas en su máscara.
—Venimos a exigir que se rindan —dijo Galene.
—¿Que nos rindamos? Yo más bien creo que sois vosotros los que
deberíais rendiros.
Galene alzó una mano vacía recubierta por el guantelete y luego, poco a
poco, la metió en su alforja y sacó una batuta roja. Que levantó.
—Sus hechicerías protectoras han desaparecido, seguleh. Solo tengo que
limitarme a dar la señal con esto y la cima de la colina quedará reducida a
escombros.
La sexta seguleh señaló a Torvald.
—¿Qué piensas tú de esto, concejal Nom?
Torvald tragó saliva. Su voz se debilitó.
—Darujhistan consideraría eso una acción de guerra.
El yelmo de Galene se volvió para mirarlo.
—Mejor eso que la alternativa.
—Proponemos —dijo la sexta— que os limitéis a apartaros y nos
permitáis regresar a nuestra tierra.
—Será un placer —soltó Galene—. Proponemos que se limiten a dejar las
espadas y se vayan desarmados.
—Eso es inaceptable para nosotros.
—Entonces nos hallamos en un punto muerto.
—No es cierto —comenzó a decir la sexta otra vez, había un hierro nuevo
en su voz—. Nosotros podríamos salir de aquí ahora mismo si así lo
decidiéramos y nadie podría impedírnoslo.
—Adelante. ¡Los perseguiremos como a perros y mataremos a todos y
cada uno desde el aire!
Torvald se aclaró con estrépito la garganta.
—¿Qué hay de los rehenes?
La sexta apartó la mirada de mala gana de Galene.
—¿Qué rehenes?
—Los concejales y otros ciudadanos.
La sexta miró al que la acompañaba, que era obvio que era el segundo
seguleh. Torvald se sintió casi mareado, tan cerca estaba del rango vivo más
alto que había entre ellos. No se imaginaba lo que haría falta para ocupar una
posición así, por no hablar ya de que todos los demás lo aceptaran como algo
plenamente justificado.
El segundo hizo una seña y la sexta inclinó la cabeza enmascarada. Se
volvió hacia Galene.
—Se les dejará en libertad. No tenemos por costumbre ocultarnos tras
rehenes.
Torvald se inclinó.
—Muy bien. Mi… nuestro… agradecimiento.
Galene estiró la batuta roja.
—Una vez que salgan los no combatientes, piensen su respuesta
definitiva con cuidado.
—Ya la tenéis —respondió la sexta, y los dos seguleh se dieron media
vuelta.
Torvald y Galene los vieron irse.
—Idiotas estirados —dijo la moranthiana entre dientes—. Solo tienen que
limitarse a dejar las espadas y todo esto quedaría atrás.
—Galene, creo que está pidiendo lo único que, sencillamente, no pueden
hacer.

Eje y Pescador se agazaparon en el bosque y se asomaron entre las ramas.


—Parece que están parlamentando —susurró Eje.
—Shh —advirtió Pescador—. No queremos…
Unos estallidos repentinos de municiones los empujaron al suelo con las
manos sobre la cabeza. Unos pies pasaron corriendo cerca. Se dio la alarma a
gritos, seguidos por más municiones.
Eje levantó la cabeza para echar un vistazo. Vio a un puñado de seguleh
yendo hacia la entrada con la cabeza gacha y a unos moranthianos corriendo
para interceptarlos. Otro grupo los seguía a distancia y Eje se quedó mirando,
asombrado, al ver quién estaba entre ellos. Se llevó los dedos a la boca y
emitió un silbido penetrante. El tipo que había visto se detuvo de golpe con
un resbalón, agarró a otro y señaló.
Eje se levantó de un salto y saludó. El grupo entero fue hacia él.
Eje abrió mucho los brazos y, para su mayor asombro, Azogue aceptó el
saludo y le respondió con un abrazo.
—¡Serás perro! —se rio Eje al tiempo que le daba una colleja.
—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo Azogue—. Pensé que andabas por el
sur.
—¡Creía que tú también! —Señaló al chico que iba con él—. ¿Quién es
este?
—Corien —respondió el muchacho—. Corien Lim…
—¡Lim! No…
—¡Pescador! —bramó de repente uno de los gigantes que estaba con
Azogue. Cogió al bardo y lo levantó por los aires en un fortísimo abrazo.
—¡Gran Madre! —maldijo Pescador—. ¿Criba? ¿Criba Talón? ¿Qué
estás haciendo tú aquí?
—¡Pescador! Vuelve a casa con nosotros, ¿eh? ¡Llevas fuera demasiado
tiempo!
En ese momento salieron unos moranthianos del bosque y los rodearon.

Jan ordenó la liberación de los ciudadanos y luego se ocupó de las defensas


de la entrada principal. Si los moranthianos volvieran a bombardear desde el
aire, su plan era que su gente ocupara esos mismos sótanos profundos,
esperara a que se hiciera de noche y luego se dispersara en todas direcciones
para regresar a Sortilegio de uno en uno y de dos en dos. No demasiado
digno, pero quizá la mejor manera de garantizar que el mayor número posible
saliera de allí con vida. Tenía el costado entumecido y estaba débil por la
pérdida de sangre, pero si lograba evitar cualquier esfuerzo más, quizá
consiguiera acabar aquello vivo.
Fue allí donde los guardias asignados al oeste lo encontraron. Llegaron
escoltando a unos hermanos y hermanas agotados y desaliñados a los que no
reconoció de inmediato. Hasta que uno hincó una rodilla en el suelo delante
de él, Jan no se dio cuenta de quién era. Y cuando cayó en la cuenta lo
invadió una oleada de anticipación que casi lo hizo desmayarse. ¡Grandes
ancestros! Oru, el undécimo, se fue hace más de dos años, tantos lo creyeron
perdido, ¡y regresa justo ahora!
Jan fue a levantarlo, pero se contuvo.
—¡Oru! —exclamó en su lugar. Luego dominó el suspiro y observó de
forma más imparcial—. Has regresado con nosotros. Me complace…, pero
no deberías haber venido aquí.
El undécimo se levantó. Sus ojos brillaban con mucha más pasión de lo
que Jan recordaba de años antes.
—Creo que ha sido el destino el que me ha traído, Segundo. —Sacó de la
cintura un pequeño objeto envuelto en una magnífica tela negra—. Igual que
creía que era mi destino encontrar esto un día.
Jan se quedó mirando el objeto plano sostenido con tanta delicadeza por
las manos de Oru. ¿Es esto? ¿El Sin Mácula? Parece tan pequeño. Sus
brazos permanecían petrificados a los costados. Sus ojos se alzaron para
encontrarse con la mirada impaciente, ávida, de Oru.
—¿No cabe ninguna duda?
—Ninguna, Segundo.
—Entonces llama a todo el mundo. Todos deben ser testigos de esto.
Oru se inclinó.
—Sí… Segundo.

Se reunieron en el vestíbulo de la entrada principal, todos los que quedaban


de los Quinientos. A Jan le rompió el corazón contar menos de cien. De los
eldrii, los Diez, solo él, Gall y Palla vivían todavía.
Alzó la barbilla para reclamar su atención. Tras las ventanas el cielo
comenzaba a iluminarse con el azul oscuro y el violeta del alba inminente.
Por favor, todos nuestros ancestros, invocó, los ojos puestos en el día que se
anunciaba, ¡dadme las fuerzas para llegar hasta el final! Concededme eso y
me tendréis.
—Hermanos y hermanas —comenzó, la voz pastosa por la emoción y
mucho más—. En esta hora de nuestra mayor prueba, uno que partió en un
largo viaje ha regresado, y con el objeto que juró que sin él no regresaría.
Los reunidos se removieron, las máscaras se volvieron hacia el undécimo,
que permanecía a su lado.
—Oru —continuó Jan—, levanta la máscara de nuestros ancestros, la más
pura, elaborada por el primero que nos guio en nuestro exilio… —Al tiempo
que repetía las palabras tradicionales de la invocación, de repente Jan cayó en
la cuenta de algo y el significado de lo que decía cambió y adoptó una
importancia nueva. Se quedó sin aliento ante la verdad de aquella nueva
formulación. Todo adquiría sentido: el destino de su pueblo, su exilio. Se le
ocurrió que eso debía de ser lo que otros describían como un despertar
religioso.
Respiró hondo de nuevo y continuó en voz más alta, más áspera.
—… en nuestro exilio… que fue en verdad una liberación. Una huida de
la esclavitud y una huida de nuestra vergüenza. Elaborada con la esperanza
de una eventual redención, una purificación de nuestro pasado.
Oru quitó la tela negra que la cubría y alzó por encima de la cabeza una
máscara pura, sin marcas, tallada en la misma piedra brillante y translúcida
que el trono del legado. Bajo el brillo creciente del amanecer parecía refulgir
con una luz interior. Todos los presentes se quedaron mirando, inmóviles. A
Jan le pareció que todos ellos dejaron escapar de repente un aliento largo
tiempo contenido, y como uno solo hincaron una rodilla en el suelo e
inclinaron la cabeza.
—Una señal —continuó—. Una promesa. Una ofrenda de nuestro pasado
a nuestro futuro. Una ofrenda de la que esperamos algún día ser dignos. Una
ofrenda que pertenece a todo nuestro pueblo y que debe ser devuelta para
aguardar ese futuro a salvo, en el templo de Sortilegio.
Al oír esas palabras el tercero, Gall, se irguió.
—¡No! Cógela, Segundo. ¡Póntela! ¡Contigo encabezándonos barreremos
a esos moranthianos que tenemos ante nosotros y regresaremos triunfantes!
—¡No! No debe asumirse henchido de cólera o sumido en el
derramamiento de sangre. Eso sería mancillarla más allá de toda redención.
No, este objeto es demasiado importante para que los pocos que estamos aquí
nos arriesguemos a su destrucción. Accederemos a las exigencias
moranthianas para poder regresar con él a salvo.
—A esa decisión le presto mi apoyo incondicional —exclamó una voz
nueva desde el fondo, los reunidos se separaron a toda prisa y los seguleh
sacaron las armas contra el recién llegado.
Jan y Gall miraron a la vez con los ojos entrecerrados. Jan reconoció
primero a Lo, luego al hijo de este y a una chica. Y con ellos iba otro, y en
cuanto miró a ese hombre lo reconoció y conoció por lo que era, y lo que
podría ser, todo en un instante de transformación. Supo entonces qué debía
hacer.
Gall le dio la espalda a Lo, el octavo, y al hombre que todos sabían que
debía de ser el asesino de Espadanegra, el supuesto séptimo. Se enfrentó a
Jan.
—No debemos soltar las espadas. ¿Cómo podemos abandonar lo que
significa ser seguleh? No eres tú quien debe proponer algo así.
Jan se sentía en calma a pesar de lo que todos los presentes debían de ver
como un insulto inexcusable. El comportamiento del tercero era nada menos
que un desafío directo. Jan sabía que eso era lo que pretendía Gall. ¡Pero no
estoy lo bastante fuerte! ¡Caeré y perderemos todo lo que acabo de
vislumbrar! Por favor, Gall, viejo amigo. Apártate solo por esta vez…
Tras coger una larga bocanada de aire para reforzar su determinación, la
respuesta de Jan surgió serena y fuerte.
—Lo propongo porque he visto aquello en lo que con toda facilidad
podríamos convertirnos, aquello en lo que nunca debemos transformarnos.
El tercero estiró la mano como si le rogara algo. En su mirada, Jan vio la
reticencia, el tormento de su postura.
—Por favor —susurró—. No me empujes a aquello a lo que me exige la
obligación…
—He hablado, Tercero —dijo Jan—. Será como digo.
Y Gall dijo lo que Jan sabía que creía que debía hacer como tercero.
—Entonces te desafío.

Después de que los seguleh regresaran al interior, Torvald esperó con Galene.
La moranthiana daba golpecitos con la batuta en la palma de su mano y
sacudía el yelmo.
—Temo que ya tenemos nuestra respuesta —murmuró—. Lo siento. Pero
una vez que llegue recado de que sus compañeros del concejo han salido, me
veré obligada a actuar.
¡Que los dioses nos protejan! Torvald se volvió para estudiar el paisaje
de Darujhistan que se extendía allá abajo, bajo la luz que crecía por el este.
Los varios incendios parecían haberse dominado, se había burlado la
amenaza inminente de una tormenta de fuego que alimentaran los estallidos
de gas. Por eso dio gracias. Un milagro. ¿Se atrevía a esperar otro?
—¿No podría…?
—No. —La plateada se frotó la pierna y siseó de dolor—. Si fuera solo
cosa mía… quizá. Pero no estoy sola. Debo pensar en mi pueblo. No
podemos permitir que exista esta amenaza.
—Entonces yo también lo siento, porque no tengo ni idea de cómo se
tomará esto el concejo. Podría estallar una guerra entre nosotros.
—Quizá.
Un grupo de soldados negros se acercó a la carrera. Uno le hizo a Galene
un saludo militar.
—A un pequeño grupo que contenía seguleh se le permitió atravesar el
cordón.
Galene se irguió, indignada.
—¿Se le permitió pasar? ¿Con qué autorización?
Otro de los soldados la saludó también.
—La mía, comandante.
Torvald estudió al último que había hablado. Parecía el moranthiano más
viejo que había visto hasta el momento. Las placas quitinosas de su armadura
eran gruesas, con grietas y arrugas. Lucía la infinidad de escarificaciones y
boquetes de un veterano de muchas batallas.
Galene saludó al soldado con la cabeza.
—Sargento mayor. Su historial es irreprochable. ¿Por qué lo ha hecho?
El veterano se inclinó.
—Mi señora. Sabe que yo estuve en el primer contingente que sirvió
junto a los malazanos. Luché con ellos durante décadas. Permití pasar a ese
grupo por el hombre que estaba con ellos. Aunque ya han transcurrido
muchos años, lo reconocí. Lo reconocería en cualquier parte. Era Dassem, la
primera espada del Imperio.
Torvald no daba crédito a lo que estaba oyendo. ¿La primera espada?
¿Allí? ¿Era creíble?
La voz de Galene apenas era audible.
—Eso es imposible.
—Elegida —continuó el veterano—, ¿debo recordarle que nuestro tratado
de alianza con los malazanos incluía a Dassem como signatario?
—Y si vive…
—Exacto, elegida. Si vive…, al contrario de lo que habíamos supuesto, el
tratado no es nulo.

Apretados en la parte posterior del salón, Yusek le susurró a Sall.


—¿Qué está pasando?
—Un desafío por el liderato —respondió él en voz igual de baja.
—Si así es como se resuelven las cosas, me sorprende que quede alguno
de vosotros por encima del cincuenta.
El seguleh se volvió para mirarla con más intención.
—Yusek…, nadie saldrá herido. A este nivel todo terminará antes de que
tú o yo nos demos cuenta.
—¿Y si alguien resultara herido?
—Entonces, piénsalo. Ahora mismo solo veo a la sexta y al tercero con
nosotros. Eso significa que este hombre, el séptimo, podría estar a uno o dos
rangos del segundo.
—Yo no vine aquí para eso —rezongó el séptimo.
—Pero es nuestra costumbre —murmuró Sall sin inmutarse.

Palla se acercó a Jan.


—¡No aceptes! —le susurró con fiereza—. Te ocurre algo… Lo noto.
Estás herido.
—Debo responder o hacerme a un lado, como bien sabes. —¿Cómo
salvar la situación? ¡No debemos perder el futuro que preví!—. ¿Me
secundarás? —preguntó.
—Por supuesto —respondió la sexta, casi atragantándose.
—¡Nada de desafíos aquí! —exclamó una voz entre la multitud, y una de
los Cien se adelantó. Horul—. Esto debe esperar hasta que regresemos a
Sortilegio. —Un extraño pánico le embargaba la voz—. Ante el templo…
Oru hizo una señal negativa.
—El desafío se ha planteado. Se debe responder. ¿Qué dices, Segundo?
Jan inclinó la cabeza y miró al undécimo.
—Acepto.
Gall hizo una reverencia y luego miró a su alrededor; por tradición el
siguiente en rango que estuviera presente o disponible debería secundarlo: el
séptimo.
Le tendió una mano e invitó a adelantarse al malazano de piel oscura. El
hombre le lanzó una mirada furiosa, pero los seguleh reunidos se apartaron,
así que tuvo que avanzar de mala gana.
Mientras pasaba entre las filas, algunos estiraban la mano con gesto
reverente hacia la espada envuelta en harapos que llevaba a la espalda y
Yusek los oyó murmurar una palabra.
—¿Qué es lo que están diciendo? —le susurró a Sall.
—Muchos dicen que la espada que lleva a la espalda es la del hijo de la
Oscuridad. La misma que lo derrotó. Pronuncian lo que la leyenda sostiene
que es su nombre más antiguo, Dolor.
Los cuatro se reunieron cerca del centro del salón y todos los seguleh
reunidos se apartaron hacia los muros.
—El desafío se ha promulgado —exclamó Gall.
—Y aceptado —respondió Jan.
Palla se adelantó.
—Puesto que se ha cumplido con el honor, pido que se retire dicho
desafío. —Y añadió en voz tan baja que solo los cuatro reunidos pudieron
oírla—: Si continúas con esto, Gall, te desafiaré yo.
—Haz como creas que debas hacer —respondió el seguleh en voz igual
de baja—. Igual que debo hacer yo.
—Ahora tú dices que el desafío debe proceder —instó Jan al séptimo.
El séptimo estudió al segundo. Lo miró de arriba abajo. Durante un buen
rato dejó que su mirada se detuviera en el lado herido de Jan.
—¿Es esto lo que deseas? —preguntó al fin, inseguro.
Jan se permitió un asentimiento rígido.
—Sí. Es lo que deseo.
—Muy bien. —Alzó la voz—. El desafío continúa.
Los dos segundos se retiraron. Gall se apartó de Jan para dejar espacio.
Jan soltó su arma. En el mismo instante en que se había promulgado el
desafío había sabido lo que tenía que hacer. Sería el duelo más difícil que
habría librado jamás. Debilitado como estaba, no sabía si podría llevarlo a
cabo. Pero debía. Daría todo lo que le quedaba. Aunque eso significara
destruir a un amigo.
—Todas las veces que hemos luchado, jamás te has acercado —le gritó a
Gall—. ¿Qué tienes planeado esta vez?
—¿Qué está haciendo? —murmuró Palla pensando en voz alta—. Jamás
había provocado a nadie.
—Le está tendiendo una trampa —respondió el séptimo con tono lúgubre.
Palla se volvió hacia el malazano.
—¿Qué? —Pero entonces las espadas entrechocaron.
En el instante en que las espadas se encontraron, Jan condujo a Gall hacia
su lado herido. El tercero se abalanzó con más pasión y potencia de la que
había desplegado en todos aquellos años sobre las arenas de prácticas. Pero
Jan había sido uno de sus maestros y sabía lo que haría Gall antes que él
mismo. Tiene que ser rápido, ya me estoy debilitando. Ni un solo indicio. No
debe de tener tiempo de tirar de la estocada.
Lo siento, amigo mío. En muchos sentidos tú eres el más honorable de
todos nosotros. Pero así tienen que ser las cosas.

Yusek se quedó mirando, horrorizada y fascinada a la vez. ¡Dioses, era


precioso! Tan elegante. Eso no eran los porrazos y gruñidos que ella había
conocido. Se parecía más a un baile. Un baile de nervios, carne y hierro
afilado.

El momento había llegado. Jan sabía que no podía demorarlo más; estaba a
punto de caer. Ya en sus paradas y giros había estado preparando el camino,
dejando el lado herido un poco abierto. Y en ese momento, en una estocada
de respuesta desbordada, comenzó una recuperación que provocaría la
contraestocada, y en la fracción de latido que empujó a Gall a hacer el
movimiento, invirtió la recuperación y avanzó para recibir la espada que ya
destellaba hacia él, y la hoja afilada entró deslizándose con tanta suavidad
como si estuviera atravesando una tela.

Yusek no podía estar segura. A ella le parecía que el tercero había atravesado
al segundo en el costado de forma deliberada cuando el otro se estaba
volviendo hacia él. No pudo contener un chillido de conmoción y horror. El
suyo fue el único grito en aquel salón sumido en un silencio absoluto.

Palla no se movió. Esto no está pasando, se dijo. Estas cosas no pasan. Pero
el segundo yacía con la espada del tercero ensartada en su costado. Solo con
un esfuerzo consciente pudo mover las piernas. El séptimo y ella se
acercaron. Todos los demás permanecieron inmóviles, callados.
Conmocionados hasta el punto de ser incapaces de reaccionar, quizá.
Gall estaba petrificado. Se miraba las manos vacías como si no pudiera
creerlo. Alzó la mirada y a través de la máscara, Palla vio desolación.
—Yo no… —gimió el seguleh.
—Lo sé —respondió el séptimo.
Se arrodillaron junto a Jan. Todavía vivía, jadeaba y su aliento era
húmedo.
—Oru —dijo con voz ronca.
—¡Undécimo! —exclamó Palla.
Cerca resonó un estrépito; Gall había caído de rodillas y se cubría la cara
con las manos. Se balanceaba y estremecía con un llanto silencioso.
Oru corrió hacia ellos. El segundo tragó saliva para poder susurrar.
—Mi última petición, Oru. —Le costaba pronunciar—. Ofrécele la
máscara al séptimo.
—¿Qué? —exclamó Palla con un grito ahogado—. No. ¡Vivirás! No hace
falta.
El séptimo se irguió con una sacudida repentina.
—A mí no me ofrezcas esa cosa.
—Debes hacerlo —musitó el segundo—. Tú nos llevarás… a casa. —Los
ojos tras la máscara salpicada de sangre se cerraron.
—¡Jan! —dijo Palla entre dientes, los labios apretados para contener un
grito feroz—. ¡Jan!
—Está muerto —dijo Oru. El undécimo se irguió y se volvió para mirar a
los seguleh reunidos. Estudió la máscara que sostenía con ambas manos.
Tras un largo momento alzó la cabeza para que lo vieran todos los
presentes y dibujó un círculo completo.
—Todos me conocéis —empezó a decir en voz baja—. Sabéis que hace
años tuve una visión, una visión en la que podía encontrar nuestro legado
perdido, nuestra herencia. También sabéis que, por tradición, la marca del
primero no se puede coger…, solo se puede ofrecer. Vine con toda la
intención de ofrecérsela a nuestro segundo. Pero la rechazó. Su última
petición fue que se ofreciera al séptimo…
»Pero —continuó tras un duro suspiro— somos seguleh. No debemos
olvidar quiénes somos. Y para nosotros el rango es primordial. Por tanto…
estoy obligado por la tradición. Por el deber. Por nuestro antiguo código.
Debo ofrecer esta máscara del Sin Mácula, el primero, al tercero.
Se volvió hacia donde Gall se había agachado y se mecía sumido en una
angustia muda.
—Tercero… ¿la aceptas?
Con el rostro todavía cubierto, el hombre se negó con una sacudida
salvaje de la cabeza.
Oru se volvió hacia Palla a continuación.
—Sexta. ¿Aceptas?
Durante todo ese tiempo Palla no había apartado los ojos del segundo
muerto. Sin alzar los ojos, negó con la cabeza.
Oru se volvió hacia el séptimo.
—Ha llegado a ti, Séptimo. ¿Aceptas?
El hombre levantó una mano.
—Un momento…, hay uno aquí que quizá decida disputarlo.
Oru ladeó la cabeza, lo pensó y luego se giró hacia la entrada.
—Octavo —exclamó—. ¿Quieres acercarte?
Lo se adelantó. Sall fue a seguirlo, pero se detuvo para señalar a Yusek
con un dedo.
—Tú, quédate aquí.
—No me jodas —respondió ella por lo bajo.
Lo se acercó a Oru. El séptimo lo miró.
—Dime, Octavo. Si esta máscara llegara a ti, ¿qué harías?
El enjuto hombre se encogió de hombros con indiferencia. Tras la
máscara, los ojos estaban entornados, con una expresión casi perezosa.
—Se ha proclamado un desafío. Hay que hacerle frente.
Desde un lado, Sall fue a adelantarse conteniendo el aliento, pero una
señal de Lo lo mantuvo a raya.
El séptimo dejó escapar un suspiro desigual.
—Dioses… Dicen que nunca hay que jugársela con los seguleh, y ahora
sé por qué. —Miró con furia al octavo. Los profundos ojos azules se
oscurecieron y movió las manos a los costados—. Maldito seas, Lo. Estás
decidido a no dejarme margen… —Bajó la voz todavía más y rezongó—:
Estoy por dejarte en evidencia.
—Pero no lo harás. —El octavo le hizo un gesto a Oru para que se
acercara. El undécimo le tendió la máscara.
Sin una sola palabra, el séptimo se quitó de golpe la espada de la espalda
y le sacudió los trapos que la envolvían. De cien gargantas se escaparon
suspiros siseados cuando se reveló la vaina de madera negra, la empuñadura
reforzada hasta ser negra como la noche, y la esfera de piedra como el
azabache que era el pomo. El séptimo se la ató al cinturón y luego alzó su
perfil hacia los reunidos.
—No alego que carezco de mácula, no yo —comenzó a decir, y la
emoción le quebró la voz y lo obligó a parar. Tras un momento continuó—.
Nada más lejos de eso. Sin embargo, acepto este honor con la promesa de que
quizá algún día llegaré a ser digno de él.
Cogió la máscara de piedra blanca translúcida de manos de Oru y se la
llevó a la cara.

—Joder, qué silencio hay aquí —murmuró Torvald en voz alta, solo para oír
hablar a alguien; los moranthianos estaban todos callados. Unas bandas rosas
y doradas comenzaban a iluminar los vientres de las nubes por el este.
Empezaba a amanecer. Los moranthianos continuaban listos para la batalla.
Parecían estar esperando que los seguleh salieran a la carga en cualquier
momento. Y en ese caso, por lo que él había visto, no le parecía que nada los
fuera a detener.
Un mensajero negro se acercó corriendo a Galene y saludó.
—No combatientes capturados en los terrenos, elegida.
—¿Quiénes son?
—Un ciudadano, malazanos y otros extranjeros.
—¿Malazanos y extranjeros? ¿Qué están haciendo aquí?
—Parecen haber venido a ayudar en la lucha.
—Bueno, suéltelos con una advertencia.
El negro volvió a saludar.
—Muy bien. —Y empezó a alejarse.
—¿Dónde están los concejales? —preguntó Torvald.
El mensajero miró a su comandante. Galene hizo un gesto para permitirle
responder.
—Se les ha escoltado fuera de la colina.
—Gracias.
Galene miró a Torvald. Se cruzó de brazos, la batuta roja todavía en una
mano.
—Lo siento, concejal. No puedo demorarlo mucho más. Nos retiraremos
y luego me veré obligada a dar la señal.
—Yo también lo siento mucho, diablos. Esto destruirá nuestras relaciones
durante las décadas venideras.
Galene asintió.
—Cada vez se parece más a un concejal, Nom de Nom. —La plateada se
volvió hacia un asistente e hizo una señal. El moranthiano se fue corriendo
haciéndoles señales a otros. Las tropas negras moranthianas comenzaron a
moverse, a prepararse para la retirada—. Nosotros seremos los últimos —le
dijo la elegida a Tor.
Juntos observaron retroceder a las tropas, que se dirigieron a las escaleras
y las calzadas serpenteantes que bajaban por la colina de la Majestad. La
mirada de Torvald no dejaba de regresar a la entrada principal reventada.
¿Qué estáis haciendo ahí dentro, malnacidos? ¿Es que pretendéis
esconderos y esperar a que pase todo?
Entonces le llamó la atención un movimiento y dio un grito, casi aterrado.
—¡Galene! ¡Viene alguien!
La plateada giró en redondo hacia la entrada, llevándose una mano a la
espada.
Se acercaba un pequeño grupo de seguleh, no la carga general que habían
temido. Por las máscaras, esos hombres y mujeres representaban a los
máximos líderes de su pueblo. Un tipo, sin embargo, era mucho más fornido
y de piel mucho más oscura, tan oscura como muchos malazanos, de hecho.
Y la máscara que lucía resplandecía de color blanco a la luz del amanecer,
como si refulgiera. Torvald entrecerró los ojos y la miró con más atención:
era… Se volvió hacia Galene.
—¡Esa máscara! Es…
—Sí. Ya lo veo —respondió ella, y había algo en su voz que Torvald no
había oído jamás, lo que podría ser un toque de asombro. La plateada se
cruzó de brazos y esperó al grupo.
Los cuatro seguleh, tres hombres y una mujer, se detuvieron frente a
Galene. El líder, que ni siquiera era de su raza, le pareció a Torvald, cruzó los
brazos como Galene.
—¿Usted es la elegida al mando de este grupo de asalto? —preguntó,
hablaba en daru con un acento bárbaro.
—Soy Galene. —Después se inclinó ante el hombre—. Saludos, Primero.
Es un honor inesperado.
¿Primero?, se preguntó Torvald. ¿Así que ese era el hombre? Pero ¿qué
primero? Y Torvald seguía sin conocerlo, la máscara le ocultaba la cara.
—Propongo guiar a los seguleh al sur, a Sortilegio. Tiene mi palabra de
que no regresaremos jamás. ¿Qué dice? —Su mirada se deslizó hacia otro de
los seguleh, uno que lucía diez cortes en la máscara, y continuó—. ¿Habrá un
desafío entre nosotros, elegida?
Galene descruzó los brazos. Su armadura relucía como un espejo bajo la
luz creciente.
—No puede haber desafío entre nosotros, Primero.
El otro inclinó apenas la cabeza a modo de saludo militar.
—Muy bien. Saldremos por la puerta de Ciudad Miserias. Notifíqueselo a
sus fuerzas.
Galene hizo un saludo militar.
—Hecho. Primero… —exclamó cuando el otro se giró.
—¿Sí?
—Es… un alivio.
El hombre se inclinó por un breve instante otra vez.
—Para mí también.
Torvald los vio marcharse. ¡Dioses maravillosos! ¿Ya estaba? ¿Hecho?
¿Terminado? Incapaz de hablar, agotado de repente, observó que Galene
cambiaba la batuta roja por una dorada. La levantó hacia el cielo y la giró.
Una especie de munición salió disparada de ella y surcó el cielo sereno de
color azul profundo, donde estalló en una llama ambarina que chisporroteó.
Torvald la observó flotar como una flor en llamas, con su humo y sus
estallidos.

Al este de Darujhistan la capitán Fal-ej le dio un codazo al puño K’ess, que


miró y luego dio un codazo al embajador Aragan, que se sacudió, parpadeó y
miró la ciudad con los ojos guiñados. Después se volvió hacia el agregado
Desgarrado.
—¿Qué pasa?
—Una señal.
Aragan contuvo una respuesta áspera; en su lugar examinó los quorls que
llenaban los campos que los rodeaban. Horas antes habían bajado en picado y
habían aterrizado para poder conservar las fuerzas y esperar a que
transcurriera la noche. Ninguno se movió. No se gritaron órdenes para que se
montase.
—¿Cuál? —preguntó. El miedo casi le cerraba la garganta.
Desgarrado volvió el yelmo hacia Aragan.
—Es la llamada que pone fin al estado de alerta. Parece, embajador, que
la elegida se ha hecho con una especie de victoria.
¿Victoria? ¿Contra más de un centenar de seguleh? No creía que eso
fuera posible. Claro que, tampoco se habrían rendido, ¿no?
—¿Y ahora qué?
—¿Ahora? —Desgarrado apuntó a los quorls, que se estaban preparando,
emprendiendo el vuelo, todos descargados y transportando un único jinete—.
Se sacará de allí al grupo de asalto. Y entonces contaremos con un informe.
Aragan observó a los quorls alzar el vuelo y alejarse aleteando, rumbo al
fulgor y el humo que flotaba sobre Darujhistan. Dos estelas los siguieron,
algunos volando bajo sobre los campos inundados cercanos. Y menudo
informe que será ese…

No muy lejos, la sargento Pequeña despertó a su pelotón a codazos y señaló


los quorls que iban desapareciendo.
—Parece una recogida —dijo—. Debe de ser lo que los oficiales llaman
«un cese de hostilidades».
—Suena tan bien cuando lo dices tú, Pequeña —exclamó un soldado.
—Música para mis oídos —murmuró Bendan, medio despierto—.
¿Vamos a salir de aquí?
Pequeña cambió de posición apoyada en un codo.
—No sé.
—Regresaremos a Pale —opinó Hueso mientras se hurgaba en los dientes
—. Volvemos a la guarnición. No les hará ninguna gracia vernos.
—¡Pale! Pa llorar —rezongó alguien—. Allí no hay na.
—No importa —suspiró Bendan—. Para nosotros es todo igual.
Pequeña lo miró, estaba echado con un brazo sobre la cara.
—Eso es, soldado. Para nosotros es todo igual.
21

¿Y no conocimos la más dulce lasitud allí,


bañados en tan sedoso fulgor?
Qué tristes debemos separarnos, pues las estrellas lo ordenan
y nadie puede evitar su giro sobre los grandes
e inmutables orbes.

Canciones de amor de los Eriales de Canela

Puesto que le había tocado la guardia del amanecer, Mezcla hizo un desayuno
temprano de lonchas fritas de beicon, huevos, el cabo de una hogaza de
pesado pan negro y una tetera de infusión de hierbas, y se sentó cerca de la
parte frontal a comer.
El olor a comida despertó a Rapiña, que estaba dormida en un banco. Se
sentó y movió el cuello en círculos para quitarse la rigidez.
—Guárdame un poco de té.
—Claro.
Rapiña gimió y se frotó la cara, todavía sentada.
—¿Sabes?, de verdad que esperaba algo anoche, al amparo de todo ese
follón.
—Yo también. Tampoco sé nada de Eje ni de Pescador.
—Cierto. No me puedo creer que esos moranthianos bajaran a enfrentarse
a los seguleh.
—Debían de ir cargados con municiones metidas hasta por donde tú
sabes.
Mezcla tomó un sorbo para tragar un bocado de pan y luego dejó la taza.
—¿Has oído algo?
—¿Qué?
—Fuera, ahí delante… —Echó hacia atrás la silla.
La barrera de la puerta explotó hacia dentro con un estallido de astillas y
tablas que salieron volando. La pesada mesa de roble que sostenía los bancos
apilados se deslizó hacia atrás y chirrió sobre el suelo de piedra. Mezcla
tropezó con su silla. Rapiña tiró a un lado la mesa que tenía delante y se
dirigió a la barra.
Un gigante luchaba por abrirse paso entre las maderas destrozadas de la
puerta.
Mezcla sacó los cuchillos largos y salvó el espacio de un salto, los brazos
echados hacia atrás para acuchillar. Las dos armas dieron en el blanco que
ofrecía el pecho del gigante blindado, aunque una rebotó y la otra se hizo
pedazos. Un barrido de un grueso brazo la tiró volando hacia atrás.
Rapiña disparó una ballesta desde la barra, pero el cuadrillo rebotó en la
armadura taraceada de la criatura, que se adelantó y apartó a empujones los
bancos apilados y las maderas rotas. Mezcla corrió hacia la cocina. Rapiña
volvió a cargar. Duiker apareció por el pasillo y se agachó.
Rapiña disparó otra vez, pero el segundo cuadrillo rebotó en el yelmo
completo de la criatura. La veterana tiró al suelo la ballesta y se decidió a
salir de detrás de la barra.
El gigante siguió retirando a manotazos unos bancos y dio otro paso.
Mezcla entró de la cocina, llevaba la gigantesca hacha que tenían para partir
troncos. La levantó por encima de la cabeza con las dos manos y cruzó
corriendo la habitación tras dejar escapar un aullido de guerra capaz de
cauterizar la sangre. El hacha se estrelló contra el pecho de la criatura y salió
despedida de las manos de Mezcla. Una gran lluvia de lascas de piedra
cayeron con estrépito al suelo y la cosa aquella dio un único paso pesado
hacia atrás. Había aparecido una grieta en la ancha armadura del pecho.
—¡No es humano! —chilló Mezcla.
Duiker surcó por el pasillo con un gran mandoble en las manos. Lo
desenvainó con una sacudida y avanzó. Mezcla buscó el hacha. Rapiña
levantó uno de los bancos y lo blandió contra la cosa para intentar hacerla
retroceder. La criatura tanteó con torpeza en busca del banco.
El mandoble arrancó lascas de piedra de brazos y torso, pero continuó
avanzando. Parecía dirigirse en línea recta a las escaleras que bajaban a los
sótanos. Rapiña lo machacó utilizando el banco como ariete mientras Mezcla
y Duiker solo conseguían hacerle cortes en los brazos. Al acercarse a la cima
de las escaleras, la criatura se las arregló para sujetar el mango del hacha y
arrancársela a Mezcla de las manos. Partió el grueso mango en dos y tiró los
trozos.
—¡La munición de Eje! —chilló de repente Rapiña.
—¡Eso! —Mezcla esquivó una mano torpe y corrió a la barra.
Duiker y Rapiña cogieron el banco y repelieron a la cosa dándole golpes
con él en el pecho. Mezcla reapareció detrás de la criatura, aislada.
—¿Y ahora qué?
—¡Tírate en picado! —chilló Rapiña.
Mezcla abrazó la munición, se encorvó y luego se arrojó hacia delante, se
deslizó entre las amplias piernas separadas del ser, y estuvo a punto de caer
por las escaleras. Duiker la detuvo. La criatura plantó un pie en los escalones
del sótano. Los tres se miraron, estaban encerrados.
—¿Y ahora qué? —preguntó Rapiña otra vez.
—No… —empezó a decir Duiker, pero entonces una mano esquelética lo
cogió por el hombro y lo apartó de un empujón. Una fila de seguleh no
muertos llegaron subiendo por las escaleras, desenvainando sus espadas.
Duiker, Rapiña y Mezcla se deslizaron por los muros para esquivar las armas
que blandían.
Los guardianes, o lo que fueran, mantuvieron al gigante a raya durante un
rato. Sus armas arrancaron grandes trozos de la armadura, que parecía estar
compuesta por capas de placas de piedra sólida o arcilla cocida. Su terminado
de piedras multicolores incrustadas ya hacía mucho que se lo habían robado.
Sin embargo, la criatura los estaba destruyendo; las torpes manos de piedra
agarraban brazos y los arrancaban de las articulaciones; se cerraban sobre
cabezas y aplastaban cráneos como si fueran fruta madura. Los guardianes
estaban cayendo uno por uno. Los miembros desgarrados y los cuerpos
mutilados atestaban las escaleras.
Abajo, en la oscuridad del primer sótano, los tres se miraron. Duiker
señaló el maldito que tenía Mezcla en las manos. La veterana asintió.
Esperaron hasta que cayó el último de los seguleh encurtidos. Duiker
cogió una tea y luego Rapiña y él se echaron en la escalera mucho más
estrecha y de piedra tosca que llevaba al sótano inferior, el que nunca usaban.
Desde lo alto de esa escalera, Mezcla aguardó a que el gigante hiciera su
aparición.
Sus pasos plúmbeos lo anunciaron. Cada uno hacía temblar la piedra.
Dobló la esquina del rellano.
—¡Municiones! —chilló Mezcla, lanzó y saltó por las escaleras.
Oyeron que el maldito se agrietaba como una olla caída. Después el
gigante dio otro paso.
Duiker maldijo por lo bajo.
—¡Qué te parece! —gruñó Mezcla—. Así que estaba hueco de verdad.
Resonó otro paso y bajo ellos crujió la roca como bajo una presión
inmensa.
—¿Y ahora qué? —susurró Rapiña, con fiereza.
—Larguémonos de aquí —dijo Duiker.
Rapiña se puso en pie.
—Y que lo digas, joder.
Volvieron a subir al sótano de arriba, solo para encontrarse con que el
gigante había llegado al estrecho pasillo que se abría entre los toneles
apilados hasta el techo. Estaban atrapados.
—¡Mierda! —exclamó Rapiña, y echó mano a sus vainas solo para
encontrarlas vacías—. ¿Y ahora qué?
Agotado, Duiker se limpió la cara sudorosa.
—Retrocedemos. Quizá se ensanche ahí abajo.
—Todo un plan —rezongó Mezcla, y les hizo el gesto de marchar hacia
atrás.
Las escaleras eran irregulares, cortadas con tosquedad y recubiertas de
moho, incluso con algo que parecía una especie de musgo o unos líquenes
gruesos. Duiker esperaba que el trasto perdiera pie y bajara dando tumbos
convertido en un montón de cascajos. Después pensó: ¿líquenes…?
¿Creciendo en esas escaleras de piedra tallada? Eso significaría… Que Ascua
los protegiese: ¡miles de años!
Las escaleras perdieron definición hasta que Duiker se encontró
deslizándose de espaldas por un simple tobogán de piedra. Colgaban raíces
que les arañaban el pelo. El ambiente se había hecho más cálido y mucho más
húmedo.
—Jamás habíamos bajado tanto —susurró Rapiña en voz muy baja—.
¡No sé si puedo bajar más!
Duiker, que encabezaba el descenso al revés, chocó con una superficie
plana y dura. A la luz tenue de la antorcha podía distinguir apenas una losa de
granito cortada con tosquedad.
—Final del camino —exclamó—. Parece la entrada a una tumba.
En la penumbra, Rapiña dio un puñetazo a una pared de tierra.
—¡Fener se lo lleve! No me lo puedo creer, joder. Menudo sitio
asqueroso para morir. ¡Derríbalo!
—¡No! Creo que para eso ha venido él —dijo Duiker—. Si lo embestimos
todos y lo golpeamos a cierta altura, quizá lo hagamos tropezar. Uno de
nosotros podría pasar. —Vislumbró un movimiento por el estrecho túnel—.
Aquí viene. —Clavó el extremo de la antorcha en lo alto de un muro—.
Vamos.
—Yo primero —rezongó Rapiña, se giró de lado y encorvó un hombro.
Volvieron a subir corriendo el túnel inclinado. Rapiña y Mezcla dejaron
escapar bramidos de guerra por el camino. Dieron un salto en el último
instante y se estrellaron contra el pecho maltratado de la criatura, pero solo
consiguieron desplomarse juntas a los pies de piedra. El engendro se
tambaleó hacia atrás, pero no cayó.
Tiradas delante de aquel ser, las veteranas alzaron el rostro, magulladas y
perplejas. La criatura permanecía inmóvil, como la estatua que quizá había
sido en realidad. Un crujido agudo, repentino, hendió el aire como el estallido
de una olla defectuosa en un horno, un brazo se soltó, cayó sobre ellas con un
ruido seco, bajó rodando por el túnel y estalló en mil pedazos. El otro brazo
se partió y cuando tocó el suelo explotó como loza.
Todos se levantaron como pudieron y retrocedieron. Una gran grieta se
disparó en una diagonal irregular por el torso, las mitades se deslizaron en
direcciones contrarias y se estrellaron en un millar de fragmentos. La parte
inferior del torso y las piernas cedieron hacia delante y también se hicieron
trizas.
El parpadeo de la antorcha reveló detrás de los restos a un hombre con
cabello canoso, largo y liso, que vestía una gastada camisa sucia y unos
pantalones. Una joven rondaba detrás de él, vestida con ropas oscuras y con
un bastón en la mano. Mezcla le echó un vistazo al hombre, se quedó con la
boca abierta y luego tanteó las vainas vacías otra vez.
—¡El puto Tayschrenn!
Rapiña se sacó un puñal del cinturón.
—¡Un momento! —bramó Duiker. Se abrió camino y una sonrisita
extraña rozó los labios del recién llegado.
—Duiker —dijo—. Si había un hombre con el que no esperaba
tropezarme, ese eras tú.
El viejo historiador imperial lo miró de arriba abajo.
—Eres tú —dijo sin aliento, asombrado—. Pero no… Pareces diferente.
—Envejecemos. Las cosas cambian. Tienes razón… No soy el hombre
que era.
Rapiña lanzó un bufido al oír eso.
—¿Qué quieres? —Alzó la barbilla con gesto desafiante—. Estamos
retirados. Ya es oficial. En los libros y todo.
El mago supremo sacudió la cabeza y frunció el ceño.
—Comprendo tu ira y suspicacia, abrasapuentes. Tienes todo el derecho
del mundo. Lo único que puedo decir es que siento lo que ocurrió. Lo
lamento mucho.
—¿Lo sientes? —lo imitó Rapiña con tono burlón—. ¿Tú lo sientes?
Tayschrenn miró por encima del hombro.
—Retrocedamos, Kiska.
En el sótano, los tres todavía miraban de reojo al mago supremo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Duiker.
El mago supremo señaló el túnel.
—He venido para intentar algo largo tiempo demorado. Algo que debería
haberse hecho hace años.
Rapiña y Mezcla intercambiaron miradas perplejas. Duiker miró el túnel,
luego se volvió de nuevo hacia Tayschrenn. Se mesó la barba gris.
—Si tengo razón en lo que sugieres, creo que nadie ha sido jamás lo
bastante fuerte, o no ha tenido la voluntad suficiente, para arriesgarse. Si
fracasas, lo más probable es que termines destruido.
Al oír eso, la joven que iba con Tayschrenn se sorprendió y se volvió para
mirarlo con furia.
—¿Qué es esto? —siseó.
El mago supremo alzó una mano para pedir silencio.
—¡No! No me voy a callar. Eso no lo había dicho.
Duiker captó la atención de Mezcla y señaló las escaleras. Mezcla le dio
un codazo a Rapiña y empezaron a subir.

Solos ya, Tayschrenn cogió a Kiska por los hombros.


—Lo siento. Pero tiene que ser así. Es algo que solo yo puedo hacer.
Kiska se liberó de las manos masculinas y estrelló el cabo del bastón en el
suelo enlosado con un golpe que resonó en los muros.
—¿Para esto lo arranco yo de los confines de la tierra? ¿Para que pueda
desperdiciar su vida en un estúpido y puñetero intento… de qué?
El mago supremo se recostó contra un barril. Observó la oscuridad como
si estudiara algo oculto en sus profundidades.
—Piensa, Kiska. Piensa en todos esos que empujaron, manipularon e
incluso mintieron para traernos a ti y a mí aquí y ahora. —Levantó un dedo
—. Tu tía Agayla, para empezar. La Encantadora. El sacerdote de Sombra
que mencionaste, hasta el propio Tronosombrío intrigó para llegar aquí.
Hasta D’rek me ha dado su bendición. Y así debe ser.
La chica lanzó al aire los brazos.
—¡Oh, desde luego! Mejor usted que ellos, ¿no? ¿Por qué no se han
acercado ellos si es todo tan vital?
El mago juntó las manos ante los labios y la estudió por encima de ellas.
—Es duro, lo sé. Pero ahora mismo, en este momento, todos esos que
acabo de mencionar, y muchos otros, están envueltos en una lucha que abarca
el mundo. Toda su fuerza está comprometida ya en un enfrentamiento que se
manifiesta a través de un sinfín de frentes. Y K’rul podría fracasar. Herida,
envenenada, debilitada, el esfuerzo podría estar fuera de su alcance. No
podemos permitirlo.
—Pero ¿por qué usted?
El mago esbozó una sonrisa de soslayo con la que la reprendió.
—Dime, Kiska. Si Hacedor estuviera aquí, ¿qué haría?
Kiska aspiró una gran bocanada de aire, estremecida, luego dejó caer los
hombros.
—Haría su trabajo —admitió, apartó los ojos y apretó los labios.
—Muy bien. —Tayschrenn cruzó el espacio que los separaba y le rozó la
frente con los labios—. Kiska, me salvaste y me curaste. Por ello siempre
estaré agradecido. —La miró a los ojos un momento—. Pero ahora te toca a
ti. Has de sanar. Vive, pero no por mí ni por ningún otro. Por ti misma.
La respuesta de la chica fue apenas audible.
—Sí.
—Muy bien. Adiós. Y muchas gracias. —Y se alejó por el túnel.

Arriba, Mezcla lanzó un gran grito de sorpresa y Rapiña y Duiker subieron


corriendo y se encontraron con el bar destrozado de K’rul repleto de gente.
Azogue y Eje estaban allí, junto con Pescador y tres tipos enormes que
habían apoyado los escudos en la mesa y estaban muy ocupados vaciando
altas jarras de cerveza.
—¿Visteis…? —gritó Azogue desde la barra.
Rapiña cruzó hasta la barra y asintió con gesto sombrío.
—Sí. Lo vimos.
—Te aseguro que casi me cago en los pantalones —murmuró Azogue.
—Necesito beber. —Rapiña metió la mano tras la barra y sacó una
botella, después lo miró de arriba abajo—. Así que has vuelto. Tienes un
aspecto horrible. ¿Nada de grandes bolsas de piedras preciosas?
El otro agachó la cabeza y miró con el ceño fruncido.
—El plan ese de bajar, hacerme rico y volver terminó patas arriba. Puta
larga historia. Por lo menos sigo vivo.
Rapiña lanzó un bufido de risa.
—El buen Azogue de siempre. ¿Quiénes son esos cabrones
mastodónticos?
—Viejos amigos de Pescador. —Bajó la voz—. Aunque no le hizo mucha
gracia verlos.
—¿No jodas?
Eje se acercó a la barra y se sirvió una copa de la botella de Rapiña.
—Bueno, ¿y qué es todo ese follón en la ciudad? —le preguntó Azogue.
—Una larga historia —rezongó Eje. Se apoyó en la barra—. Y mi
puñetera suerte. ¡Vengo aquí para evitar todos esos follones en el sur y pasa
esto! —Estudió el vaso y le dio un sorbo—. Me largo otra vez al sur.
Se oyeron unos pasos lentos y cautelosos en la parte de atrás, crujiendo y
moviéndose entre la piedra rota y la madera. Todos los ojos se volvieron
hacia el ruido, la conversación murió y cayó un silencio pesado.
La mujer subía del sótano. Vestía lo que había sido una elegante camisa
oscura bajo unos cueros que estaban raídos, arañados, sucios. El largo cabello
negro le caía sin lavar y enredado, pero unos bonitos rasgos ovalados
compensaban con creces el desastre. Sostenía el bastón cruzado en un gesto
un tanto defensivo, y los miraba a todos con los ojos hinchados como si
hubiera estado llorando. Al subir se limpió la cara.
—¿Entonces se supone que esto es un bar? —le preguntó a la sala en
general.
—Sí… —admitió Mezcla con cautela.
—¿Tienes vino? No me vendría mal un vaso.
Mezcla asintió.
—Siéntate.
—¿Quién es la chica? —preguntó Eje en voz baja.
—Es una garra —murmuró Rapiña.
Eje se atragantó con el trago.
Estudioso Cerrojo estaba en la cocina hurgando a modo de experimento en
una bolsa de arpillera llena de patatas y pensando para sí: Benditos ancestros
incognoscibles, ¿se comen estos brotes? Se oyó un estrépito en los aposentos
principales, seguido por muebles rompiéndose, jadeos, miembros agitados
golpeando el suelo y el rugido de dolor indignado de un hombre.
¡Invitados!
Salió a toda prisa. Un hombre (¡medio andii!) con una camisa verde
desgarrada, salpicado de sangre y una espada en cada mano, se estaba
poniendo en pie entre la madera rota de una mesa ornamental. Se pasó el
dorso de la mano por la cara y dejó una mancha de sangre fresca y brillante.
—¡Necesita un vendaje! —anunció Estudioso con entusiasmo.
Al verlo, el hombre se apartó con un estremecimiento y estuvo a punto de
caer otra vez.
—¡Ni se te ocurra tocarme! —Y se fue corriendo, siguiendo un rastro de
huellas de unos pies descalzos y ensangrentados que conducían a las
escaleras que descendían a los niveles inferiores.
—¡Tengo ungüentos! —exclamó Estudioso tras él.
Luego olisqueó el aire y su boca adoptó lo que podría llamarse sonrisa.
¡Ah! ¡La hija de la señora ha regresado! Quizá debería buscar unas
plantitas bonitas y vivas y arrancarlas para así matarlas, como tienen aquí
por bárbara costumbre cuando desean celebrar algo.

El sótano más profundo era una sola habitación vacía y más o menos
octogonal. En el centro se sentaba una única figura con las piernas cruzadas.
Ocupaba una serie de círculos concéntricos grabados en el suelo, que estaba
salpicado de guardas, sigilos y símbolos en idiomas no hablados por ningún
humano. Tenía la cabeza inclinada y el largo cabello negro le colgaba en una
cortina que tocaba el suelo que tenía delante.
Taya bajó la amplia escalera deslizándose por un muro. Se apretaba un
costado, la sangre le manchaba esa pierna. Los vaporosos pañuelos estaban
hechos jirones. Se arrojó al suelo ante la figura agachada, una mano estirada,
suplicante.
—¡Madre! ¡Protégeme!
La cabeza de la figura se alzó.
Topper bajó las escaleras a toda velocidad. Cuando vio de repente a las
dos mujeres se detuvo con cierta vacilación. Levantó las hojas que llevaba a
los costados y ladeó la cabeza.
La mujer que estaba en el centro de las guardas se puso en pie. Sonaron
unas cadenas que iban desde sus muñecas a unas anillas incrustadas en el
suelo, a los lados. La mujer envolvió una de las cadenas con una mano y tiró.
El metal chirrió y la cadena se partió. Hizo lo mismo con la otra.
Topper alzó las cejas en un silencioso gesto de admiración. Una sonrisa
fiera le crispó los labios y les dio un papirotazo a las espadas, que salpicaron
el suelo con unas gotas de sangre.
La mujer avanzó y salió de los círculos concéntricos, arrastraba las
cadenas tras ella. Fustigó una y mandó una serie de chispas por el aire.
—Patrón de la Garra —dijo tras la cortina de pelo que le cubría la cara—,
¿es que tenemos algún pleito?
Topper movió la pierna izquierda un poco más hacia atrás.
—Vorcan. Estoy aquí por esa. Debe pagar por un crimen contra el
Imperio.
Vorcan volvió la vista y miró a la figura postrada.
—Déjamela a mí.
—¿A ti? —Un ceño de perplejidad arrugó la frente del hombre. Se dio
unos golpecitos en los labios con una hoja ensangrentada mientras lo
pensaba. Tras un momento regresó la sonrisa fiera y le dedicó una burlona y
elaborada reverencia cortesana—. Muy bien. Por ahora. Sin embargo, si la
vuelvo a ver, le arrancaré la cabeza.
Vorcan señaló las escaleras. Todavía medio inclinado, Topper retrocedió
sin apartar ni un momento los ojos de ella. Al llegar arriba desapareció en un
torbellino de oscuridad.
Vorcan se volvió de nuevo hacia Taya.
Esta yacía de lado, todavía jadeando, empapada en un baño de sudor, de
dolor y agotamiento. Se quedó mirando a Vorcan, las cejas arqueadas en un
gesto de asombro.
—Todo este tiempo… —dijo sin aliento—. Podrías haber…
—Sí. Si así lo hubiera decidido… por voluntad propia.
Taya negó con la cabeza en un gesto mudo de incomprensión triste. Hizo
una mueca, siseó y luego se levantó como pudo.
—Bueno, gracias. Sabía que me ayudarías, madre.
Se oyó un chasquido metálico y Taya levantó un brazo con una sacudida.
Una de las cadenas colgaba de su brazo.
—¿Qué es esto? —Vorcan le cogió la otra muñeca y transfirió la segunda
cadena—. ¡No! —Taya fue a coger un cuchillo caído. Vorcan lo apartó de
una patada y apretó el cuello de su hija con su puño de hierro. Mientras la
sujetaba con tal fuerza que casi la estrangulaba, volvió a acoplar las cadenas a
las anillas. Después arrojó a su hija al suelo y retrocedió.
Taya se abalanzó, pero las cadenas tintinearon, chirriaron y la refrenaron.
Se quedó allí tirada, frotándose las muñecas.
—¡No puedes hacerme esto! ¡Te arrancaré el corazón!
Vorcan continuó subiendo de espaldas las escaleras.
—¿Madre? ¿No irás de verdad a…?
Vorcan desapareció. Una puerta invisible se cerró con un ruido pesado y
se oyó el estrépito de un cerrojo.
—¡Madre! ¡No me dejes así!
Taya se derrumbó y se acurrucó en posición fetal en el centro de los
anillos concéntricos. Se envolvió el cuerpo con los brazos y apoyó la cabeza
en el suelo frío y duro.
—Madre…

Rallick encontró a su hombre sentado en un banco en los terrenos de la colina


de la Majestad. Miraba al este. La luz cálida del sol era un haz dorado que lo
cruzaba. Se sentó a su lado; el hombre no se movió ni dejó de estudiar el
amanecer sobre las lejanas colinas Gadrobi.
—Se suponía que ibas a huir —dijo Rallick tras un momento, las manos
unidas en el regazo.
El erudito Ebbin asintió, casi con gesto distraído. Se apretaba un trapo
enroscado contra la frente.
—Quería que huyeras. Te espantó.
El hombre asintió otra vez. Luego emitió un largo suspiro.
—Pero no te fuiste.
Ebbin negó con la cabeza.
—¿Por qué no?
Poco a poco el erudito volvió la cabeza y lo miró. Tragó saliva antes de
hablar.
—No quiero morir.
Rallick apartó los ojos. Tensó la boca.
—Lo siento.
Ebbin estudió el amanecer una vez más. Se dio unos golpecitos en la sien
con el dedo.
—Ahora mismo está dentro. Rabioso. Pero solo es una voz. Una simple
voz. Ahora es inofensivo, lo juro. ¿No podría solo…?
—No.
Ebbin se apretó el trapo contra los ojos llenos de lágrimas.
—¡Yo no he hecho daño a nadie! Yo no quería que pasara esto. ¡No está
bien!
—Lo siento —dijo Rallick otra vez. Su voz se había suavizado mucho
más.
—Podría haber huido, ¿sabes? Podría. ¡Pero no lo hice!
Al oír eso la mirada de Rallick se tensó como si le doliera.
—Lo sé.
—¿No podrías solo…?
—No.
—Por favor… —susurró Ebbin.
Rallick señaló un bosquecillo.
—Ven conmigo.
—No, yo no…
Rallick le rodeó los hombros con un brazo para levantarlo del banco.
—Por aquí, erudito. Solo queda una cosa.

Con un puño aferrando la camisa del erudito, Rallick llamó con fuerza a la
puerta de la Casa del Finnest. Ebbin se quedó mirando, absorbiendo todos los
detalles de la extraña estructura.
—¿Esto es…? —murmuró, asombrado—. Entonces había de verdad…
La puerta se abrió de golpe y apareció un horror. Ebbin dio una sacudida,
a punto de ponerse a gritar, pero Rallick le tapó la boca con la mano. El
erudito se desplomó en sus brazos, desmayado.
—Un cartel —anunció Raest—. Eso es lo que necesito. Algo como…
«Cuidado. No pisen los túmulos».
—¿No podéis acogerlo?
—Ya tenemos un huésped.
—¿Ese tipo que duerme?
Raest volvió a subir el pasillo arrastrando los pies. Rallick lo siguió con el
cuerpo de Ebbin detrás. El jaghut señaló al hombretón tirado en el suelo,
roncando.
—Nuestro huésped. Callado. Poco exigente.
Rallick estudió al hombre despatarrado. Cuando lo miró bien lo
reconoció; de hecho, sabía dónde lo había visto. Estaba con ese herrero
extranjero. Sujetó mejor a Ebbin.
—Bueno, quizá ahora le gustaría irse… ¿Puede?
—¿Puede qué?
Rallick estudió la cara muerta y llena de cicatrices del jaghut. Carraspeó.
—¿Puede…? Quiero decir, ¿está sano? ¿Entero?
—Físicamente sí. En cuanto a su mente… está igual que cuando vino a
nosotros.
Ebbin despertó en los brazos de Rallick. Miró a su alrededor y frunció el
ceño.
—¿Dónde estoy?
—¿Podrías despertarlo?
—No.
—¿No?
—No. Yo no puedo. Tú, sin embargo, quizá.
Rallick hizo lo que pudo por ocultar su irritación. Sentó a Ebbin, lo apoyó
en una pared, y se arrodilló junto al hombretón. Le tocó la mejilla con el
dorso de una mano. Estaba caliente como la de un niño.
—¿Este es…? —jadeó el erudito Ebbin. Señaló a Raest—. ¿Eres…? ¡Por
todos los dioses! ¡Tengo un millar de preguntas!
De pie junto a Rallick, el jaghut dejó escapar un gruñido largo y bajo.

En los terrenos de la hacienda del alquimista supremo Baruk, un pequeño


demonio barrigón y nervioso salió con mucha cautela por la puerta abierta de
la torre. Cuando la cálida luz ambarina de la mañana lo golpeó en la cabeza
nudosa, siseó, agachándose y retorciéndose de un lado a otro. Después se
protegió los ojos, parpadeó y continuó con sus andares irregulares.
Se detuvo ante un hombre tirado bocabajo en medio del camino de
acceso. Le salía humo serpenteante de las túnicas hechas jirones y tenía
sangre apelmazada en unas brechas en el cuero cabelludo. Parecía que había
estado en una explosión. El demonio lo cogió por los hombros y empezó a
tirar de él para intentar arrastrarlo camino arriba.
Tras muchos jadeos y agitación de brazos, con el propio hombre dando
débiles empujones, el demonio se las arregló para meterlo por la puerta. Lo
apoyó en una pared y se alejó anadeando. Muy poco tiempo después regresó
con una petaca plateada que abrió y ofreció al hombre.
El hombre se limitó a escudriñarlo con los ojos doloridos, la respiración
forzada y llena de flemas, las mandíbulas apretadas para soportar la agonía.
Una rabia parecía ir creciendo en esos ojos.
El demonio se llevó de golpe una mano a la frente y luego se inclinó para
aproximar con cuidado la petaca a la boca del hombre. El tipo bebió todo lo
que pudo y luego jadeó, se atragantó y tosió. Tras un rato consiguió levantar
un brazo para coger la petaca. Parpadeó, miró a su alrededor, vio la basura,
los restos esparcidos y el mobiliario roto.
—Chillbais… —empezó a decir con voz débil, luego volvió a toser.
—¿Sí, amo?
El hombre agitó la petaca y señaló el entorno.
—¿Qué le has hecho a esto?

La luz cada vez más brillante que entraba por las ventanas despertó a Envidia.
Se llevó una mano a la frente, apretó y gimió. Se levantó con gesto inseguro y
se tambaleó hasta una ventana. Tensó el cuerpo, se irguió y miró con furia a
su alrededor.
—No… —dijo sin aliento. Se aferró al alféizar y agrietó la piedra bajo las
uñas—. ¡No!
Se apartó de golpe de la ventana como si quisiera salir corriendo de la
habitación, pero a medio camino levantó las dos manos y se detuvo de golpe.
Pasó unos minutos colocándose bien la ropa y el pelo, luego dejó escapar un
suspiro largo para calmarse.
—Muy bien. Lo que está hecho, hecho está. No se puede evitar. Después
de todo, ha sido bastante decepcionante. —Se llevó las manos a las caderas
—. Sí. En absoluto lo que esperaba. Para nada. Quizá un cambio de aires. —
Se dio unos golpecitos en los labios fruncidos con el dedo. Alzó las cejas
arqueadas cuando se le ocurrió una idea—. Sí, quizá el Imperio. Hmm. Quizá
ellos sean lo bastante sofisticados…
Agitó una mano como si desechara los aposentos, el Pabellón de la
Majestad y la ciudad entera, y luego salió.

Al otro lado de la ciudad, un fornido extranjero metía un carro en el patio de


Vendedores de Hierro Eldra y cerraba las verjas tras de sí. El propio maese de
la factoría, Humilde Medida, lo recibió cuando detuvo el carro ante uno de
los cavernosos talleres.
Barathol dejó caer las riendas y miró desde su altura a Humilde.
—¿Listo?
Humilde Medida levantó un par de tenazas de hierro de mango largo.
—Listo.
Fueron a la parte posterior del carro y bajaron la portezuela. Un cofre de
metal llenaba el fondo. Barathol cogió un asa de cuerda y tiró de él para
sacarlo. Cayó con un estrépito entre la escoria negra y los desechos. Miró otra
vez a Humilde.
—¿Horno listo?
—El hierro está agitándose al rojo vivo.
—De acuerdo. Vamos a acabar de una vez.
Humilde dejó las tenazas sobre la tapa y cogió la otra asa. Juntos
metieron el cofre en el taller, donde destellaba un fulgor naranja y amarillo y
el humo volvía a ondear y flotar sobre la ciudad.
Después, mientras regresaban al carro, Humilde Medida se limpió las
manos ennegrecidas en un trapo mugriento.
—Hasta la próxima vez, entonces.
Barathol lanzó una carcajada dura.
—Ya sé a lo que te refieres, pero esperemos que no, ¿eh?
—Sí. Claro. Que los Gemelos te protejan, entonces.
Barathol asintió y sacudió las riendas.
Humilde Medida observó irse al hombre. Sí, asintió: esperemos que no
haya ninguna otra llamada. Pero, entretanto, había que mantenerse vigilante.
Él ya tenía su causa. Antes se había equivocado. Buscaba respuestas en la
dirección que no era. Pero ya empezaba a comprender. Y aplicaría todos sus
recursos de forma igual de implacable que antes. Sabía dónde se encontraban
las verdaderas amenazas y no bajaría la guardia.
Aguardaría los trozos de papel inscritos con el círculo roto.

Para Torvald las despedidas habían sido rápidas y sin cumplidos. Los quorls
llegaron para recoger a los supervivientes del grupo de asalto moranthiano y
tras esto volaron, se lanzaron en picado al este para rodear la ciudad. Galene
fue la última en irse. A modo de saludo militar le dedicó la más pequeña
inclinación del yelmo grabado. Él le respondió con su mejor intento, bastante
torpe, de inclinación formal.
Se quedó un rato, de pie, observándolos desaparecer bajo el brillo
despiadado del sol. Una tos amanerada lo hizo girarse y vio a un joven
aristócrata daru vestido con unas galas muy raídas.
—¿Sí?
El muchacho se inclinó.
—Tengo entendido que usted es el nuevo concejal Nom.
—Así es.
—Permítame presentarme; me llamo Corien. Corien Lim.
Torvald no pudo evitar que se le alzaran las cejas.
—Ah, comprendo. Bueno… Mi más sentido pésame.
El joven se inclinó otra vez. Se frotó la nariz sucia e hizo una mueca.
—Es usted muy cortés, señor. Me tomo esta libertad porque, dadas las
circunstancias, creo que nos vamos a ver mucho.
Torvald no sabía qué decir, así que asintió con gesto sabio.
—No me diga. Eso es… muy interesante.
El vástago de la casa Lim se inclinó para despedirse.
—Hasta entonces, señor.
Torvald giró por un sendero que bajaba la colina. Caminaba en silencio,
sumido en sus perplejos pensamientos. ¿Acababa de recibir su primera
insinuación de reconocimiento de un aristócrata, un posible futuro concejal?
Si era así, las cosas pintaban bien para Torvald Nom. Entonces recordó lo que
tenía por delante y perdió incluso ese leve jirón de optimismo: le aguardaba
la vuelta a casa.
¿Qué debería ser esa vez? ¿Piratas? ¿Invasiones? ¿Traficantes de
esclavos? ¿Problemas de estómago?
En su recorrido por el distrito pasó junto a zonas dañadas por el fuego.
Unos cuantos bloques de la ciudad habían ardido, pero en general el daño no
era, ni de lejos, tan terrible como había temido. Y por todas partes, en cada
esquina, yacían cacharros en montones, abandonados o rotos. Algunos
todavía contenían agua, sacada sin duda de pozos, artesas e incluso el propio
lago.
Frunció el ceño y los observó: había algo en esos cacharros que le
resultaba familiar.
Hizo una pausa ante la puerta de su casa. Una vez más se limpió las
manos en las perneras de los pantalones. Cuando fue a coger el picaporte, la
puerta sufrió un tirón hacia dentro. Tiserra apareció en el umbral y lo miró de
soslayo.
—¡Saludos, bella esposa! —Torvald fue a entrar, pero su mujer se lo
impidió.
—¿Y qué fue esta vez? —inquirió.
—¡Ah! Bueno… —Torvald se pasó una mano por la mejilla sin afeitar—.
Puede que no te lo creas, mi buena esposa…, pero me enviaron en una misión
diplomática secreta al norte, solo para que me raptaran los moranthianos. ¡Y
en mis negociaciones con ellos, conseguí salvar la ciudad!
—Ah, ¿en serio? ¿Así que tú salvaste la ciudad?
Tor se llevó la mano al corazón.
—¡Te lo juro por los dioses! Eso fue exactamente lo que pasó. Si me
permites entrar, te lo contaré todo.
—¿De veras? —Tiserra se apartó solo un poco—. Estoy deseando oírlo.
¿Tiene algo que ver con ese trabajo tuyo sin salario?
El recién llegado se deslizó junto a su mujer y entró.
—Ah, tiene gracia que lo menciones. De hecho, así es.
Tiserra cerró la puerta y se cepilló un poco de arcilla seca de las manos.
—Bueno. Menos mal entonces que me deben un buen montón de
cacharros.

El concejal Coll recorrió las habitaciones vacías de su mansión. Al llegar a la


amplia base de la ornamentada escalera curva hizo una pausa y apoyó una
mano en la balaustrada. Tras un rato puso una bota en el primer escalón. Las
mandíbulas tensas, se inclinó hacia delante hasta que tuvo que levantar el otro
pie para colocarlo en el segundo. Dejó escapar el aire entre los dientes
apretados y continuó.
La puerta del dormitorio estaba abierta. Entró y se quedó junto al tocador
bajo. Unas gruesas cortinas permanecían cerradas ante las puertas de la
terraza, lo que sumía la habitación en una luz tenue y sucia. El aire olía a
polvo y perfume rancio. Cruzó hasta las cortinas y las descorrió. Un haz de
luz jugó por la habitación: las motas de polvo giraron y bailaron.
Les dio un tirón a las gruesas telas para apartarlas y después abrió las
puertas dobles. Una ráfaga de viento hizo volar el polvo de las colchas con un
pequeño torbellino. Respiró hondo y se volvió hacia la puerta. Al pasar junto
al tocador atestado de diminutas botellas de cristal, recorrió con un dedo la
gruesa capa gris que lo cubría. Se examinó el dedo, se limpió las manos de
polvo y salió.
—¿Destino, concejal? —le preguntó fuera el conductor de su carruaje.
—¿Destino? —respondió Coll, indignado—. ¡Pues el Pabellón de la
Majestad, por supuesto!
El cochero puso los ojos en blanco y le dio un tirón a las riendas.

A las afueras de Darujhistan, en el borde occidental de Maiten, una anciana


salió tambaleándose de su choza con tejado de paja. Se sostenía la cabeza,
gimiendo y parpadeando bajo la luz. Se retorció la gran melena de cabello
apelmazado y ensortijado y se examinó un mechón. Dejó escapar un gran
gañido de horror y empezó a dar golpes en la masa de rizos, levantando una
nube de polvo y tierra.
Después movió la boca como si hubiera probado algo abominable.
Escupió en la calle, se limpió la boca e hizo una mueca de asco. Vio entonces
el bajo de su falda cuajado de barro, cogió unos puñados de tela y empezó a
retorcerlos de un lado a otro.
—¡Que los dioses mueran de putrefacción en la entrepierna! ¿Qué le ha
pasado a mi vestido?
—¡Cuidado con lo que dices, maldita bruja borracha! —rezongó un
transeúnte.
—¿Qué te parecería…? —La mujer se sostuvo la cabeza y volvió a gemir
—. ¡Oh, dioses! ¡Espera a que le ponga las manos encima a ese sapo baboso!
—Fue a apoyarse en el muro de su choza—. Oh, mi cabeza. Mi pobre cabeza.
¿Dónde habré metido el narguile de Derudan? —Entró tambaleándose y
empezó a buscar entre la basura.

Al oeste del río Maiten, el ejército malazano empezó a levantar el


campamento para emprender la marcha. El puño K’ess estaba metiendo en
sus alforjas de viaje las órdenes y los archivos cuando entró el embajador
Aragan. El puño hizo un saludo militar y luego lo invitó con un gesto hacia
un taburete en el que esperaba una bandeja de té.
Aragan lo rechazó con un ademán.
—Me voy a la ciudad.
K’ess dejó de recoger por un instante.
—Con todo respeto, embajador. Quizá debería esperar…
El hombretón metió las manos en el apretado cinturón para las armas que
llevaba.
—No, no. Tendré mi guardia de honor, por supuesto.
—Venga a Pale con el Quinto.
El embajador ladeó la cabeza calva.
—Un ofrecimiento generoso, puño, pero no ha habido un cierre formal de
la embajada. Veremos cuál es la decisión final de quienquiera que termine
allí al mando.
—Muy bien. —K’ess volvió a saludar—. Un placer, embajador.
Aragan parecía casi avergonzado cuando se dio la vuelta y se aclaró la
garganta.
—Es usted muy amable, puño. —Y se fue con sus andares balanceantes
de piernas demasiado abiertas.
K’ess lo observó irse. Un soldado que solo quería ser soldado, pero que
terminó de político.
La capitán Fal-ej hizo una pausa ante las solapas abiertas de la tienda para
saludar.
—¿Sí?
—Exploradores listos.
—Que salgan ya.
—De inmediato. —La mujer se volvió para irse.
—Capitán —exclamó K’ess a toda prisa.
Ella se volvió con un parpadeo.
—¿Sí?
—No nos apartaremos de la orilla del lago, capitán.
—Muy bien, puño.
K’ess se pasó una mano por la barbilla sin afeitar.
—Y quizá, mientras cabalgamos, podría contarme cosas de Siete
Ciudades. Nunca llegué a ir allí.
Las gruesas cejas castañas de la capitán Fal-ej se alzaron mucho y esbozó
una gran sonrisa.
—Eso me complacería mucho, puño.
Esa noche Kruppe se sentó una vez más en su mesa habitual del fondo de la
taberna del Fénix. A Jess le tocaba trabajar y cuando lo vio se acercó con
paso decidido.
—¡Tú otra vez! Menuda cara que tienes para asomar esa jeta grasienta por
aquí. Casi me apetece llamar a Scurve para que te eche ahora mismo.
Kruppe alzó las manos de repente.
—¡Mi buena Jess! ¡Cuánta ira! ¡Cuánta pasión! Me siento abrumado. De
hecho, estoy abrumado por la falta de sustento. Una botella de tinto si fueras
tan amable. Con dos vasos, pues Kruppe está de un humor munífico y
generoso. Y un trocito de ese delicioso cordero que huelo. Y la tarta de pera
para después.
Jess apoyó los puños en sus amplias caderas.
—¿Y cómo piensas pagar todo eso?
Kruppe señaló a la espalda de la mujer.
—¡Ah, mira! Si no es la mismísima Meese en la barra. Ella responderá
por mí, estoy seguro.
—Oh, desde luego que pienso tener unas palabritas con ella sobre ti, de
eso puedes estar seguro.
Jess fue hasta la barra y habló con Meese. Kruppe observó, los ojos
entrecerrados y tamborileando con las yemas de los dedos con gesto
nervioso. La mujer más madura le hizo un gesto a Jess para que se acercase y
le susurró algo al oído. Jess abrió mucho los ojos, sorprendida, y pareció
articular «¿En serio?».
La otra asintió con aire circunspecto.
Jess se irguió. Su ceño perplejo parecía decir: «¿Quién lo habría
pensado?».
Regresó a la mesa de Kruppe. Se inclinó hacia él con una gran sonrisa y
se apartó el pelo hacia atrás.
—¿Eran dos vasos los que pidió, señor?
La mirada de Kruppe salió disparada a izquierda y derecha. Las puntas de
sus dedos cesaron de tamborilear.
—Bueno, sí, mi buena Jess, si te parece bien…
—Desde luego, señor. Ahora mismo. —Se volvió para irse, pero hizo una
pequeña pausa para colocarse la caída de la falda sobre una amplia cadera.
Después se alejó balanceando esas caderas como dos grandes barcos de
guerra.
Las cejas de Kruppe treparon hasta lo más alto y su mirada se volvió
hacia Meese, en la barra. Una sonrisa malvada levantó las comisuras de la
boca femenina y su dueña le guiñó un ojo.
¡Por los grandes dioses angustiados!, ¿qué le habría dicho la diabólica
Meese a la pobre mujer?

Esa noche, más tarde, Kruppe se recostó en la silla y se limpió la boca con su
enorme pañuelo mientras examinaba los platos conquistados, las cortezas y
los huesos desparramados delante de él. ¡Lucha a muerte de lo más
reconstituyente! Kruppe está… satisfecho.
Pero el segundo vaso permanecía intacto enfrente y él lo contempló por
un momento, después se sirvió un poco más de aquel tinto, aunque hubiese
resultado un tanto decepcionante.
Dos figuras envueltas en mantos y capuchas acercaron unas sillas a
ambos lados de él y se inclinaron.
Kruppe dejó el vaso otra vez en la mesa.
—Caballeros, Kruppe estaba esperando compañía esta noche, pero no a
vosotros dos. —Señaló el vaso vacío—. Por desgracia, quizá para mi amigo
se hayan acabado los días de soltería alegre y dicharachera. Las cadenas de la
domesticación se han cerrado sobre él y lejos quedan los tiempos de
afabilidad libre de cuidados… Por la ventana se han ido, por así decirlo.
—Pero ¿qué Abismo farfullas, gordo? —rezongó Leff—. ¡Estamos
metidos en un buen lío y necesitamos tu ayuda!
—¿Mi ayuda? ¿En qué podría serviros el pobre Kruppe?
—Necesitamos salir de la ciudad —añadió Chamusco con urgencia desde
el otro lado.
Las expresivas y gruesas cejas de Kruppe volvieron a alzarse, se llevó el
pañuelo a la boca y tosió tras él durante un rato. Terminado el ataque, se
metió de nuevo el trapo en la manga de volantes y se acarició con gesto
pensativo la fina cola de rata de barba trenzada que tenía en la barbilla.
—¿En serio? —consiguió decir tras un rato—. Kruppe apenas osa
preguntar por qué…
—Fue un accidente… —empezó a decir Chamusco.
—¡Fue culpa tuya! —interpuso Leff—. ¡Disparaste tú!
—¡La agarraste tú! —chilló Chamusco, que casi se atragantó.
Varias conversaciones cercanas se detuvieron cuando la gente miró hacia
ellos.
Kruppe alzó las manos para pedir silencio.
—Decoro en el bar, por favor, caballeros. Bien, con exactitud, ¿qué estáis
insinuando tan a ciegas?
Los dos intercambiaron miradas afligidas.
—Es que matamos al legado —dijeron a la vez en un susurro fiero.
Kruppe se llevó de golpe una mano a la boca y volvió a atragantarse. Una
vez pasó el ataque de tos, tomó un rápido sorbo del vino para aclararse la
garganta.
—Oh, vaya —murmuró—. Eso es muy serio. Me atrevería a decir que
estáis metidos en un problema muy grave.
Leff se bajó todavía más la capucha y miró con furia a su alrededor.
—¡Tienes que ayudarnos! ¡La ciudad entera va tras nosotros!
Kruppe se acarició la barbita de nuevo y sacudió la cabeza. Exhaló un
fuerte suspiro.
—Kruppe no es más que un hombre… Esto puede encontrarse incluso
más allá de sus asombrosas habilidades.
—Tienes que sacarnos de la ciudad —rogó Chamusco—. ¡Haremos lo
que sea!
La mano de Kruppe se detuvo en la barba. Sus ojos se dispararon una vez
más.
—¿Lo que sea…?
Los otros dos compartieron una mirada de absoluta desesperación y
juntos asintieron con una sacudida.
El hombrecito cogió una última corteza y probó a mordisquearla.
—Pues resulta que Kruppe sí que sabe de un trabajo fuera de la ciudad
que podría adaptarse de un modo admirable a vuestros talentos, eh…,
únicos…
Los dos se encorvaron de alivio. Leff dio a Kruppe una gran palmada en
la espalda.
—Eres un amigo de verdad, Kruppe. ¡A saber dónde estaríamos sin ti!
Kruppe le dio un sorbo melindroso a su vino.
—No tenéis ni idea —murmuró.
Epílogo

A la mañana siguiente, Azogue se sentó junto a la entrada todavía abierta del


templo y bar de K’rul a tomar su té. Por desgracia, una vez más se les había
acabado todo el licor; la noche anterior los tres gigantescos amigos de
Pescador, los hermanos Talón, se habían quedado despiertos bebiendo y
cantando hasta acabar con la última gota de cada botella y barril. Tras las no
demasiado discretas miradas furiosas de Mezcla y Rapiña, el bardo había
salido a despedirlos.
Azogue tomó otro sorbo de té e hizo una mueca de asco: maldita hoja
barata del sur.
Duiker bajó y se sentó con él. El anciano historiador se frotó la cara y
suspiró con agotamiento.
—No pegué ojo en toda la noche.
—Cualquiera hubiese confiado en que, con Pescador con ellos, al menos
serían capaces de entonar un poco.
—¿Viste el sigilo en el escudo de uno? ¿Una montaña negra en un campo
azul? ¿Lo conoces?
Azogue negó con la cabeza y le sirvió a Duiker un poco de té.
—¿Crees que todavía sigue ahí abajo? —E inclinó la cabeza hacia la parte
de atrás.
El historiador se encogió de hombros.
—No sé. Lo más probable es que no. —Miró a la garra, que estaba
sentada en su propia mesa con los ojos clavados en una ventana abierta.
Parecía pensativa, perdida de algún modo. El historiador miró la sala común
vacía—. ¿Así que Eje se largó?
—Sí. Ya podemos respirar tranquilos. —Azogue se echó a reír. La
carcajada fue muriendo cuando guiñó los ojos para mirar fuera—. Mira —
murmuró y señaló con la barbilla la puerta abierta—, hace falta valor para
asomar la cara por aquí. —Duiker se volvió en la silla.
Al otro lado de la calle merodeaba un hombre; pero no era cualquier
hombre. Duiker lo reconoció. De hecho, sospechaba que todos los malazanos
del edificio lo habrían reconocido: Topper, el patrón de la Garra del Imperio.
La mujer pareció verlo también, se le escapó un siseo y se levantó.
Azogue le lanzó una mirada interrogante a la que ella respondió con una
señal: «Retírate». La garra recogió su bastón y fue a la puerta. De camino
hizo una pausa ante la mesa de los hombres.
—Gracias por la habitación —le dijo a Azogue. Después saludó a Duiker
con la cabeza—. Historiador.
Cruzó la calle y los dos parecieron hablar durante un rato. Al cabo, se
alejaron más o menos juntos.
Azogue suspiró, lo lamentaba. Aquella chica había sido un buen sitio en
el que posar los ojos, con esas piernas largas enfundadas en esas botas altas
de cuero, y esa mirada oscura y desafiante que tenía, casi lo había hecho
pensar que quizá no era tan viejo como sabía que era. Y resulta que se larga
con el patrón de la Garra como si fueran viejos conocidos, cosa que, suponía,
debían de ser. Lo que lo hizo alegrarse de no haber intentado sentarse con
ella, después de todo.

Las calles estaban atestadas esa mañana, todo Darujhistan había salido a
inspeccionar las secuelas de las municiones moranthianas caídas y los
incendios consiguientes. El daño no era en absoluto tan grave como podría
haber sido gracias a los voluntarios contraincendios de los barrios y a que no
había habido escasez de cacharros.
—Me sorprendió percibir tu presencia —le dijo Topper a Kiska mientras
caminaban por las calles.
—Y a mí la tuya.
La mirada masculina se deslizó hacia ella.
—Y si me permites preguntar, ¿qué fue lo que te atrajo precisamente
aquí?
—Un trabajo. Que ya está terminado. ¿Y a ti?
—Lo mismo.
—¿Entonces de qué quieres hablar?
El hombre se estudió las uñas y luego se colocó bien los anillos de los
ocho dedos.
—Andamos escasos de personal. Siempre nos viene bien una mano
experimentada. ¿Qué dices? ¿Te has planteado alguna vez la enseñanza? ¿La
Academia de Unta, quizá?
Kiska se apartó el flequillo demasiado largo de los ojos mientras lo
pensaba. Antes que nada lo que necesito es un puñetero corte de pelo… y un
buen lavado.
—Admito que la idea me interesa, pero tengo que pensarlo. Tengo un
último recado que hacer. Ya te diré algo.
Topper se inclinó; la sonrisa sardónica, como siempre.
—Muy bien. Bienvenida de vuelta al redil, Kiska. —Y giró de repente
para bajar por un callejón.
Kiska continuó sola. No nos adelantemos a los acontecimientos…

Las altas puertas tachonadas de hierro de la finca Varada estaban abiertas.


Rallick entró y se encontró con que a los dos pintorescos guardias habituales
se les había unido un tercero. Los tres estaban jugando a los dados,
discutiendo y agarrando los pequeños objetos que rebotaban. Al verlo, uno le
dedicó una sonrisa un tanto inquietante de fundas de oro y plata. El segundo
le lanzó un gran guiño lascivo mientras que el tercero, bueno, se ruborizó e
hizo una profunda reverencia para ocultar su reacción.
Estucerrojo lo recibió en la puerta.
—La señora aguarda arriba. ¿Quizá desee refrescarse antes de subir?
¿Aceites perfumados para disimular inoportunos olores corporales? ¿Miel
para un aliento ofensivo?
Rallick hizo una pausa para estudiar al hombre envuelto en gasas.
—Eh…, no, gracias. —Fue a seguir, pero hizo otra pausa—. ¿Es que
me…?
Estucerrojo se cernió cerca, las manos levantadas.
—¿Sí?
Rallick retrocedió.
—No importa. Gracias.
El dormitorio estaba vacío, las puertas de la terraza abiertas. Salió, se
apoyó en la barandilla para mirar alrededor, pero no vio nada. Después alzó
los ojos hacia las rejas y las enredaderas que trepaban hasta el tejado. Cogió
una y le dio un buen tirón. Aguantaba.
La encontró sentada en la cima, contemplando el distrito de las Haciendas
y el Pabellón de la Majestad, en lo alto de su colina. Vestía una camisa suelta
sin mangas y pantalones, e iba descalza. El pelo flotaba cepillado por el
viento. Rallick se sentó a su lado. A lo lejos, el Pabellón de la Majestad no
presentaba un aspecto diferente. Desde allí solo el humo que se alzaba de los
bosques recortados daba algún indicio del ataque de la noche anterior.
—Me alegro de que no te acercaras —dijo—. Me alegro de que no te
llevaran.
—Podrías haberme contado más.
Ella ladeó la cabeza y lo pensó, la mirada todavía puesta en el Pabellón de
la Majestad.
—No. Si te hubiera contado más, habrías sentido la tentación de hacer
algo y habrías fracasado. De este modo la incertidumbre te obligó a mantener
las distancias.
—Si tú lo dices.
Ella se volvió para sonreírle.
—Lo digo.
—¿Y la chica?
La sonrisa se convirtió en un ceño tenso.
—Castigada en su habitación para que piense bien las cosas.
—Al parecer, algunas cosas son iguales en todas partes.
Vorcan asintió poco a poco.
—Eso es. —Lo miró de soslayo y se apartó de la cara la densa mata de
pelo—. ¿Y tú? ¿Qué hay de ti?
—Yo no necesito pensar nada.
Se inclinó sobre ella y se besaron.
Vorcan le dio un pequeño empellón con el hombro desnudo y
contemplaron las vistas un rato.
—Bueno, dime —dijo ella tras el silencio—, ¿cómo escapó de nosotros?
¿Cuál fue su último truco?
Rallick entrecerró los ojos y la estudió por el rabillo. Negó con la cabeza
poco a poco. Ella le lanzó una última y rápida mirada, exhaló un suspiro
melancólico y apoyó el hombro en el de él.
—Bueno…, tenía que intentarlo.

Una llamada llevó a Barathol a la puerta; esa vez acudió sin reticencia alguna
puesto que los golpes parecían vacilantes, casi respetuosos. La abrió y vio a
un trabajador, un transportista. El tipo lo saludó con una sacudida de la
cabeza.
—Me contrataron para traer a alguien a esta casa —explicó.
—¿Sí?
El hombre señaló el carro. Había alguien encorvado en la parte posterior.
Una figura grande y ancha; parecía estar estudiando el espacio que quedaba
entre sus pies.
Barathol se quedó sin aliento por un segundo y dio un paso vacilante. Se
acercó poco a poco, en silencio, hasta que se encontró justo delante del
hombretón, que al verle los pies fue levantando la mirada por la figura de
Barathol hasta llegar a sus ojos, y fue entonces cuando surgió en su cara una
enorme sonrisa.
—¡Thol! —exclamó.
Barathol fue incapaz de responder. Estiró una mano y apretó con
suavidad el brazo del hombre. Por fin consiguió aclararse la garganta para
hablar con voz pastosa.
—Chaur…, bienvenido a casa.
Con una gran sonrisa y un asentimiento el hombretón se bajó del carro.
Miró a su alrededor con curiosidad, como un niño.
El transportista tosió un poco. Barathol lo miró.
—También tengo otro encargo —dijo el hombre.
—¿Otro?
—Sí, señor. De camino aquí me paró un tipejo raro. Me contrató para
llevarlo a usted a su villa, ahora. Si quiere.
—¿Mi… villa?
—Sí, señor. Al este de la ciudad, arriba, en las colinas.
Con la mano todavía en el hombro de Chaur, Barathol se volvió hacia la
casa adosada y dio un grito.
—¡Scillara! ¡Coge al crío! ¡Nos vamos a dar un paseo!

En plena noche, al sur de la ciudad, en la llanura del Asentamiento,


Chamusco y Leff luchaban por atar un pesado fardo del tamaño de un hombre
a un trípode y un gran cabrestante de barril colocados sobre un pozo abierto.
Se apartaban el uno al otro las manos a manotazos y se maldecían mientras se
debatían con el gran peso.
De vez en cuando, el fardo, un hombre encorvado y contorsionado
envuelto en cadenas y amordazado, estallaba en un ataque de furia que lo
hacía retorcerse y luchar por escapar, además de maldecirlos tras la mordaza.
Los ojos desiguales se le saltaban y las grandes manazas deformadas se
enganchaban a las cadenas.
—¡Cierra el pico, demonio del diablo! —le chilló Leff al hombre atado.
Luego los dos agacharon la cabeza y miraron a su alrededor con gesto
nervioso.
—¡Calla! —siseó Chamusco.
—Yo estoy callado —respondió Leff—. Cállate tú. —Tiró del gancho de
hierro—. ¿Tienes eso seguro?
—¡Pues claro!
—Vale, así que lo que hacemos es sujetar las asas…
Chamusco señaló al barril.
—Tenemos que tirar del cerrojo ese antes.
—No, de eso nada. Solo vas soltando las asas poco a poco como…
—No. El cerrojo ese tiene que estar corrido.
El hombre atado y suspendido encima del pozo intentó decir algo
mientras iba girando lentamente. Lo repitió en voz más alta y urgente.
—No, recuerdo de modo sucinto cómo iba…
—Perfetamente. Quieres decir que recuerdas perfetamente.
—No me indagues en el lenguaje… Sabes que tengo razón.
El hombre colgado chilló algo ininteligible a través de la mordaza.
Chamusco le dio un buen empujón.
—¡Que cierres el pico del Abismo!
El hombre se balanceó y chocó con un lado de la boca del pozo. El tirón
sacudió la cadena. El cabrestante se meció y el cerrojo que tenía en el borde
se deslizó con un tintineo metálico.
La figura colgada desapareció con un siseo de la cuerda cuando el barril
se puso a girar. Un rugido ahogado resonó en el pozo y terminó en un
chapuzón.
Los dos hombres, que se habían arrojado al suelo, empezaron a levantarse
con gesto vacilante y se asomaron a la oscuridad del pozo. Abajo se oyó un
débil gemido. Saltaron a las manivelas y empezaron a tirar de la cuerda del
cabrestante.
—¿Sabes qué? —empezó a decir Chamusco—, quizá uno de los dos
debería ir ahí primero y el otro ir bajándoselo.
—Suena bien —gruñó Leff mientras tiraba de la manivela—. Ve tú.
—No, tú.
—Deberías ser tú.
—¿Y eso por qué?
—La idea fue tuya.
Durante un rato Chamusco le dio vueltas a eso mientras trabajaba. Por fin
farfulló una maldición por lo bajo.
—Odio ser el tío de las ideas.
Los seguleh montaron el campamento en la costa, justo a las afueras de la
ciudad de Callows. Los curiosos y los simples chismosos de la ciudad eran
tantos que el alcalde se vio obligado a apostar guardias a una distancia
respetuosa alrededor del campamento solo para mantener las hordas a raya.
El alcalde agradecía sobre todo que, hasta el momento, no hubiera habido
ningún muerto y esperaba que los navíos se hallasen listos pronto, ya que la
alteración que la presencia de los seguleh suponía para el comercio diario y
los negocios de la ciudad era enorme.
Al tercer día Sall se acercó a su padre, Lo, que se encontraba frente a las
aguas tranquilas de la protegida ensenada. Se inclinó con un gesto que pedía
permiso para hablar.
—¿Sí?
—Padre, tengo preguntas sobre lo que ocurrió en el Gran Salón…
Lo se volvió despacio para mirarlo a la cara.
—Oh.
—Sí. —Sall aspiró una bocanada de aire para prepararse—. ¿Nos habrías
guiado de verdad en una carga contra los moranthianos y por toda la
ciudad… como afirmaste?
Aquel hombre alto y delgado, delgadísimo incluso para los seguleh,
asintió con la cabeza enmascarada mientras se planteaba la pregunta. Siete
marcas sombreadas todavía manchaban el óvalo pálido de esa máscara, ya
que el primero había creído apropiado que todos los desafíos esperaran hasta
que estuvieran una vez más en los terrenos de práctica de Sortilegio.
—Era una opción válida. Habríamos terminado con los moranthianos y
luego habríamos atravesado sin daño alguno la ciudad evitando a sus
aviadores. Después podríamos habernos dispersado en grupos de dos y tres.
Viajando solo de noche, habríamos alcanzado la costa prácticamente sin
bajas. Tenía su mérito.
—Fue solo casualidad, entonces, que fuera la misma opción que el
primero menos deseaba emprender. Y gracias a que la máscara no llegó a ti…
Lo asintió otra vez.
—Yo me limité a presentar la alternativa. Cada día nos rodean
alternativas, hijo. La prueba está en lo que se elige.
A Sall se le cortó el aliento.
—Él pasó tu prueba.
—Sí. Sall, la verdad es que una vez que eres lo bastante competente en la
técnica, o tu velocidad es la mayor que puede ser, ¿qué diferencia a los que
están en los niveles más altos? La verdad es esa capacidad inconmensurable
para leer a los demás. Para entrar en su piel. Para ser capaces de entenderlos
de forma tan absoluta que sabes lo que harán antes de que lo hagan. Una
especie de empatía absoluta. Jan la poseía. No podíamos evitar amarlo por
ello. Gall lo veneraba. Pero Gall era un tradicionalista y no habría seguido el
camino que había elegido Jan. Así que Jan hizo lo que tenía que hacer para
garantizar que la máscara no llegara a él. ¿Y Palla? Bueno, esos dos bien
podrían haber sido marido y mujer. Es posible que ella no se recupere nunca.
—Así que llegó a ti, pero ¡tú no lo desafiaste!
La voz de Lo adquirió un matiz áspero.
—Su vida entera ha sido su prueba, Sall. Ese es mi juicio.
—Sí, padre.
Ambos se quedaron callados un rato, mirando la orilla donde una guardia
de honor rodeaba un dosel que protegía un cuerpo envuelto y echado en una
camilla. Llevaban al segundo a casa para enterrarlo en Sortilegio. Enterrarlo
en la tierra de su nueva tierra natal. Con el cuerpo estaba el Sin Mácula, el
nuevo primero. El hombre permanecía en pie con la cabeza agachada, la
máscara pura y brillante fuera cual fuera la luz que la tocaba. Y le pareció a
Lo que Jan había escogido bien.
Lo ladeó la máscara hacia donde Yusek se entrenaba con un grupo
perteneciente a los rangos menores.
—En cuanto a ti… Ha demostrado capacidad de resistencia, espíritu,
velocidad con la hoja. —Apretó el hombro de Sall con una mano—. Buena
elección, hijo. Tienes mi aprobación. —Y el octavo, que quizá pronto sería el
siguiente tercero, se alejó caminando.
Sall observó la práctica de Yusek y reflexionó. Siento decirlo, padre,
pero creo que no sé muy bien quién hizo esta elección, cosa que, supongo, es
quizá como debería ser.
En una colina de piedra negra en la costa del reluciente mar de Vitr, Leoman
estaba sentado con la enorme figura manchada de hollín de Hacedor.
—… y así, después de Lammala vino Seuthess, ¿o fue Cora? No estoy
seguro. En cualquier caso, Seuthess…, esa sí que era una belleza. Y vaya si
lo sabía. Era muy engreída, sí señor. Nos peleamos como gatos y perros.
Y Hacedor asintió con esa cabeza de peñasco que tenía, la mano en la
barbilla.
—Así que…, todas esas mujeres…, ¿es así como funcionan las cosas
entre vosotros los humanos…?
—¡No, no, no! —Leoman agitó las manos—. Eso es lo que intento
hacerte entender. Es de lo más inusual. Bueno, yo soy uno entre mil, la
verdad. No me dejan en paz. Es como una maldición. No pueden evitarlo.
Hacedor volvió la cabeza e hizo un gesto.
—Desde luego. Dices bien, Leoman…
Leoman se echó hacia atrás y vio una figura conocida vestida con ropas
oscuras que se acercaba caminando. El largo cabello negro flotaba un poco
bajo el ligero viento proveniente del mar de Vitr; la joven caminaba con las
manos metidas por el cinturón, a la espalda, la cabeza medio ladeada como si
quisiera decir «Vaya, vaya. Mira quién está aquí».
—Por los Siete Sagrados… —Leoman se puso en pie y se sacudió las
túnicas sucias. Puso una mano en el hombro de Hacedor, le guiñó un ojo y
esbozó una gran sonrisa—. ¿Ves? Es por el bigote, amigo mío. Todo por el
bigote. —Y fue a encontrarse con Kiska.

En su sueño, el hombre bajito y rotundo se veía arrastrado adonde había


esperado no volver a verse arrastrado jamás. Fuera de aquella agitada ciudad,
aunque ya en proceso de recuperación. Lejos de las chozas que se inclinaban
como lo hacían contra sus murallas demasiado bajas, al camino que se
curvaba hacia el sur y llevaba a llanura interminable tras llanura interminable,
todas llamándole. Y allí se vio detenido a la luz parpadeante de una pequeña
hoguera, en la oscuridad, junto a un río donde aguardaba una sola figura.
¡Y qué figura! Funesta y oscura. Encapuchada y encorvada. ¡Oh, cielos!
Kruppe se sentó y se tiró de las colas de rata de la barbita.
—Kruppe admite cierta turbación. Se creía libre de misteriosos
acechadores junto a hogueras. ¿A qué debe el honor de esta audiencia?
La figura agitó una mano, y resultó que era una mano juvenil de aspecto
sano.
—Una simple visita de cumplido, amigo Kruppe. Si me permites llamarte
así. No hay motivos de alarma.
—Kruppe te asegura que se siente más tranquilo. No es en absoluto
alarmante que sus visitas de cumplido comiencen ahora a aparecer en sus
sueños en forma de figuras encapuchadas. La alegría lo embarga.
—Y debería. Estoy aquí para darte las gracias, y para presentarme. —La
figura echó hacia atrás la capucha y reveló una cara bronceada de rasgos
afilados, una nariz larga como una cuchilla y el cabello suelto, largo, con
vetas oscuras y vetas blancas.
Kruppe alzó las cejas.
—¡El temible mago supremo Tayschrenn! Estoy… sorprendido. ¿Es que
todo el mundo está al tanto de mis sueños?
Tayschrenn sacudió la cabeza.
—Ya no hace falta que te hagas el inocente conmigo.
—¡Oh, no! ¡Kruppe debe ser Kruppe! Pero ¿qué hay del otro…, si se le
permite preguntar a Kruppe?
—Sigue conmigo. Todavía tengo mucho que aprender. Estas cosas
pueden llevar siglos.
—Ah… ¡Claro, por supuesto! ¡Kruppe no es ajeno a estas cosas!
El hombre se calentó las manos en el fuego. Pero ya no era un hombre.
¡Casi era una fuerza de la naturaleza!
—Y ese nombre… —empezó otra vez tras un rato—. Los viejos nombres
deben desaparecer.
—Desde luego, estaba a punto de sugerir eso mismo en este preciso
instante. ¿Cómo, entonces, te ruego, se te llamará a partir de ahora?
La figura estudió el fuego mientras lo pensaba. En sus ojos oscuros las
llamas entrelazadas bailaban con igual brillo. Tomó una decisión, esbozó una
sonrisa sesgada y divertida y volvió esos mismos ojos hacia Kruppe.
—Puedes llamarme T’renn.
IAN CAMERON ESSLEMONT. Creció en Winnipeg, en Manitoba. Estudió
arqueología y escritura creativa. Viajó y trabajó durante años en Asia y
actualmente reside en Alaska.
El imaginario de Malaz surgió de las mentes de Steven Erikson y de Ian
Cameron Esslemont. Idearon ese mundo, en un principio, para que fuera el
escenario de un juego de rol. En 1991, Erikson plasmó la primera historia de
Malaz en un guión, pero no cuajó. En 1999 publica el primer libro de una
larga serie, Los jardines de la Luna.
No fue hasta 2004 cuando llegó la primera novela de Esslemont relacionada
con este mismo universo malazano. Se trata de La noche de los cuchillos.
Tras esta llegó Return of the Crimson Guard, en 2008, Stonewielder, en 2010
y Orb, Sceptre, Throne, en 2012. Esslemont tiene pensado publicar otras tres
obras más sobre Malaz.

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