4 Orbe, Cetro, Trono - Ian C. Esslemont
4 Orbe, Cetro, Trono - Ian C. Esslemont
4 Orbe, Cetro, Trono - Ian C. Esslemont
ePub r1.3
Titivillus 15.05.2019
Título original: Orb, Sceptre, Throne
Ian C. Esslemont, 2012
Traducción: Marta García Martínez
Diseño de cubierta: Steve Stone
Ian C. Esslemont
Para Steve, una vez más.
Agradecimientos
EN DARUJHISTAN
Coll, miembro del concejo
Rallick Nom, asesino retirado
Krute, asesino
Erudito Ebbin, anticuario / historiador independiente
Humilde Medida, nativo de Gato y se rumorea que es el poder que
domina el inframundo de la ciudad
Torvald Nom, nativo de Darujhistan
Tiserra, esposa de Torvald y alfarera
Jeshin Lim, miembro del concejo
Redda Orr, miembro del concejo
Barathol Mekhar, herrero
Scillara, esposa de Barathol
Vorcan Radok / Lady Varada, Cabeza de la Casa Nom y en otro tiempo
gran dama de los asesinos de Darujhistan
Lady Envidia, dama noble y maga que está de visita
Thurule, guardia de lady Envidia
Leff, guardia
Chamusco, guardia
Rapiña, abrasapuentes retirada y socia del bar de K’rul
Mezcla, abrasapuentes retirada y socia del bar de K’rul
Eje, abrasapuentes retirado
Duiker, en otro tiempo historiador imperial del Imperio de Malaz
Pescador, bardo, habitual del bar de K’rul
Madrun, guardia pintoresco de la mansión Nom
Lazan Puerta, guardia pintoresco de la mansión Nom
Estucerrojo/Estudioso Cerrojo, castellano
DE LA CÁBALA DE T’ORRUD
Baruk, alquimista
Taya, bailarina y también asesina
Insinuador, nigromante muerto
Aman, antiguo tendero
Derudan, bruja
EN LOS ENGENDROS
Malakai, ladrón
Azogue, veterano malazano
Jallin el Sustos, buscatesoros
Orquídea, mujer joven
Corien Lim, hijo de una familia noble de Darujhistan
DE LOS SEGULEH
Jan, segundo
Gall, tercero
Palla, sexta
Lo, octavo
Oru, undécimo
Iralt, decimoquinta
Shun, decimoctavo
Ira, vigésima
Beru, de los Treinta
Horul, de los Cien
Sall, de los Trescientos
Sengen, sacerdote
DE LOS MALAZANOS
Aragan, embajador en Darujhistan, comandante de las fuerzas malazanas
en Genabackis
Capitán Dreshen Harad’Ul, asistente de Aragan
Puño K’ess, comandante de las provincias centrales malazanas
Capitán Fal-ej, segunda al mando del puño K’ess
Puño Steppen, comandante de las fuerzas malazanas del sur
Sargento Hektar, sargento del vigesimotercer pelotón, tercera compañía,
séptima legión, Segundo Ejército
Cabo Pequeña, sanadora del pelotón
Hueso, saboteador
Bendan, recluta nuevo, nativo de Darujhistan
Tarat, exploradora, recluta rhivi
OTROS ACTORES
Desgarrado, agregado moranthiano ante los malazanos
Galene, sacerdotisa de los moranthianos plateados, miembro de su
cuerpo gobernante
Yusek, aventurera
Caladan Brood, caudillo del norte, ascendiente
Jiwan, nuevo miembro del consejo dirigente rhivi
Tserig, también conocido como el Desdentado, antiguo miembro del
consejo dirigente rhivi
Criba Talón, mercenario, su contrato más reciente fue para las Ciudades
Libres Confederadas
Morn, visitante fantasmal de los Engendros
Topper, maestro de los asesinos imperiales, las garras
Prólogo
Ese día de descubrimiento comenzó como cualquier otro. Se levantó antes del
amanecer, se aseó y se salpicó agua en la cara. La arpía desdentada que tenía
como cocinera del campamento ya estaba en pie, hirviendo agua para el té
matinal y las gachas harinosas. Se pasó por la tienda de los dos guardias que
había contratado solo porque pensó que debería tener alguien por allí para
vigilar el campamento. Los dos hombres estaban dormidos; no le pareció el
procedimiento de vigilancia adecuado, pero solo la suerte de los Gemelos le
había permitido encontrar a alguien dispuesto a trabajar por el escaso salario
que podía ofrecer.
—El té está listo —dijo, y dejó caer otra vez la solapa.
Despertó a puntapiés a sus ayudantes, que estaban tirados en las arenas
junto a la hoguera apagada. Eran unos jovencitos flacos a quien pagaba unas
cuantas astillas de cobre al mes para que se ocuparan de todo lo que
implicaba levantar y acarrear.
Ni que decir tiene que esos tres, la vieja y los muchachos hoscos, eran de
la más antigua ascendencia tribal de las estepas circundantes, los gadrobi.
Ningún daru urbanita perdería ni un minuto de su tiempo allí, en las antiguas
colinas de enterramiento al sur de la gran metrópolis de Darujhistan. Nadie
salvo él, Ebbin, el único de toda la Hermandad Erudita de la Sociedad
Filosófica (de la que él era miembro colegiado), que seguía convencido de
que todavía había mucho más que encontrar entre esas criptas y tumbas
saqueadas y plagadas de hoyos.
Mientras tomaba a sorbos el té insípido estudió el cielo que se iba
iluminando: despejado; el viento, anémico en el mejor de los casos. Buen
tiempo para otro día de exploración. Alejó a los jóvenes del fuego donde se
habían acurrucado para calentarse las espinillas flacas y señaló el lejano y
alto andamio. Los dos guardias bebían su té y ya habían reanudado su
interminable discusión. Ebbin sabía que al final del día volvería al
campamento y se los encontraría dándole todavía al mismo tema que el
primer día que los había contratado. Bueno, tenía que haber gente para todo.
Los muchachos se arrastraron colina abajo para colocarse junto a un
ancho cabrestante de barril. Él se arrodilló junto el pozo con borde de piedra,
abrió el antiguo candado de bronce, retiró las cadenas de hierro y apartó las
hojas de la tapa de madera. Lo que se reveló parecía uno más de los muchos
pozos antiguos que salpicaban esa región, que en otro tiempo había sido un
asentamiento gadrobi.
Pero ¿qué podría encontrar en el fondo de ese pozo, de otro modo
bastante anodino? ¡Ah, cuántas cosas podría encontrar! Comenzando unas
cuantas generaciones atrás, un calentamiento relativo y un periodo de sequía
en el clima de la región habían provocado que se fueran consumiendo las
reservas de agua de la zona y por consiguiente descendiera el nivel de agua.
Un descenso de casi la altura entera de un hombre. ¡Y lo que había yacido
sumergido, oculto, durante miles de años, podría quedar revelado! Los más
sutiles de los indicios arcanos y apartes anotados en fuentes oscuras lo habían
conducido gradualmente a esas series de pozos. De momento todos habían
demostrado ser bastante ordinarios. Callejones sin salida año tras año en su
investigación.
Pero quizá sea este. Quizá esta vez todo mi trabajo… ¡justificado!
Pasó las piernas y las dejó colgando en la oscuridad, rozó con la mano la
superficie curva del interior. No era la primera vez que le maravillaban esos
antiguos artesanos; ¡la piedra cincelada era tan lisa! La abertura era un círculo
casi tan perfecto como podía discernir. ¡Qué inferior y desvencijada era la
construcción actual, con el ojo puesto en simples costes en lugar de en el
curso regio de la posteridad!
Se bajó de un tirón al asiento de tablas y envolvió la cuerda con un brazo.
Después de comprobar su bolsa de equipo, el farol, aceite, martillo, cincel y
demás, les hizo una seña brusca a los jóvenes. El cabrestante emitió un
chirrido agudo y penetrante cuando empezaron a soltar cuerda y Ebbin quedó
colgando en el vacío.
El descenso fue silencioso, espeluznante incluso, salvo por el ocasional
tintineo de las campanas acopladas a la cuerda, el medio que tenía para
anunciar su intención de subir, y para llamar a los inútiles de los jóvenes para
que regresaran al pozo, ya que siempre se escabullían para resguardarse bajo
alguna sombra durante el calor del día. Cuando creció la oscuridad, tiró de la
cuerda para hacer una pausa mientras él encendía el farol. Logrado esto, hizo
la seña para que siguieran soltando cuerda de forma lenta y continua.
Era durante esos tenebrosos descensos en silencio, como si se estuviera
sumergiendo, cuando lo asaltaban las dudas. ¿Y si las pruebas estaban allí
pero ocultas a sus ojos? Se acercó el farol más a la cara y estudió las piedras
que pasaban en busca de alguna señal de variaciones o elementos
estructurales. Como antes, no vio indicio alguno entre el cieno y los restos de
algas secas.
Un nuevo fracaso. Y, sin embargo, este parecía encajar con las pistas a
la perfección…
Más abajo, la superficie del agua rielaba como la noche. Ebbin se movió
para cambiar de posición el farol y alcanzar la cuerda, fue entonces cuando
sus dedos rozaron el bronce ardiente, lanzó un gañido y se le escapó la luz,
que cayó durante un instante y se apagó. Un chapoteo lejano llegó a sus
oídos. Se quedó sentando en la oscuridad maldiciendo su torpeza y
chupándose los dedos.
Pero entonces unos brillos trémulos y débiles oscilaron ante su visión.
Guiñó los ojos y desechó el fenómeno como las estrellas que se ven delante
de los ojos por la noche. Pero los lustrosos parpadeos persistían. Abrió
mucho los ojos en la absoluta oscuridad. ¿No podrían ser quizá los restos de
alguna magia de las sendas? ¿Guardas y sellos y demás? ¿Y esa misma
presencia no confirma acaso la suposición correlativa que se sigue?
Ebbin se quedó con la boca abierta, los dedos olvidados. La piel sudorosa,
mugrienta, le cosquilleó con la sensación de… descubrimiento.
Pero ¿no podían ser advertencias para que no se entrometiese? ¿No se
susurraba que era de estos mismos campos de enterramiento de donde había
regresado el antiguo tirano Raest (si es que de verdad lo había hecho esa
noche no tan lejana, cosa que muchos habían descartado y que continúa
siendo un incidente ni siquiera soñado para la mayoría)?
Se apretó las manos para calentarlas en el frío del pozo e hizo un esfuerzo
por deshacerse de semejante estremecimiento atávico que lo espantaba de las
sombras. ¡Supersticiones! ¡Él era erudito! No tenía tiempo para esas
mascaradas. Cierto, las sendas y sus manipulaciones eran reales, pero el
eficaz poder no era en sí maligno, no era malévolo de forma consciente. No
era más que una fuerza natural que había que tener presente, como el peso de
la esencia de la vida.
Ebbin se tranquilizó en aquella oscuridad fría y húmeda y poco a poco, de
un modo casi reverente, bajó las manos. Rozó con las yemas de los dedos
piedra fresca, erosionada. Fue palpando en busca de alguna abertura y algo le
rozó las puntas de los dedos, un borde curvo. Llameó entonces una
luminiscencia, límpida e intermitente, y le pareció que tenía que equivocarse;
allí abajo, en ese pozo explorado a conciencia, no existía ningún túnel: solo
eran las irregularidades engañosas de la piedra lo que lo había confundido.
Debería abandonar ese esfuerzo vano y darles la señal a los muchachos para
que lo izaran.
Pero entonces sus pies, embutidos en sus zapatos gastados de cuero de
piel de cabra, se hundieron de repente en agua helada y la conmoción lo hizo
estremecerse y casi lo tiró de su estrecho asiento. Hizo una señal frenética
para que se detuvieran.
La presa que mantenía en el borde del muro curvado lo estabilizó. Y le
pareció que el túnel siempre había estado ahí, paciente, sin que nadie lo
descubriera, como si lo aguardara a él. Se pasó una manga por la cara
pegajosa de sudor y tragó saliva de puro alivio. Se quedó inmóvil un
momento. Su aliento resonó por el espacio cerrado, duro y rápido.
¡Puede que lo haya conseguido! ¡He encontrado lo que todos los demás
decían que no existía siquiera! Aquí puede que esté la tumba del más grande,
y último, de los reyes tiranos de Darujhistan.
Y no veo una mierda. Sacudió la cuerda para indicar que lo sacaran. ¡Por
favor, dioses, por favor, que haya otro farol en algún sitio en el campamento!
Pero no había otro farol por ninguna parte. Después de poner patas arriba
todo su equipo, su tienda y la de sus guardias, Ebbin se vio reducido a hacer
que lo bajaran sujetando una única vela suave de sebo. Durante todo el
descenso protegió la escasa llama como se protegería una gema preciosa.
Justo antes de que sus pies se deslizaran una vez más en el agua gélida, tiró
de la cuerda para ordenar un alto.
En el aire quieto y frío extendió la vela. ¿No había estado allí? ¿Se había
equivocado?
Miró con los ojos guiñados el muro curvo de antiguas piedras erosionadas
y movió la vela de un lado a otro. ¡Dioses, por favor! ¡Menudo
descubrimiento sería este! Y allí estaba. No era una barrera lisa y sellada de
ladrillos y argamasa alzada en un túnel, sino un agujero oscuro e irregular de
piedras derribadas hacia dentro.
A Ebbin se le rompió el corazón.
Otro fracaso. Saqueado. Como todos los demás. No era el primero. Se
quedó un rato sentado, encorvado, la cera chorreándole por los dedos. Luego,
con un suspiro, se irguió para estirarse. Inclinándose a una distancia peligrosa
se las arregló como pudo para agarrarse a una piedra y acercarse de un tirón.
Alzó la vela. Un túnel. Lados lisos. Pero había algo más adelante.
¿Escombros?
Intrigado, cambió todavía más el peso de lado para apoyarse en la
abertura destrozada. Era un avance lento porque tenía la vela levantada en
una mano, pero al final, con torpeza, se deslizó en el interior del túnel y dejó
el columpio retorciéndose detrás. Se fue metiendo por aquel tobogán
polvoriento y lleno de telarañas, con la vela en la mano estirada, por delante.
Era un desprendimiento de rocas. Una barrera de tierra y escombros.
¿Cuánto tiempo tendrá? Echó un vistazo atrás, a la abertura abierta a
martillazos, y en su corazón renació de nuevo la esperanza. ¿No se
adentraron más? ¿Podría lo que yace más allá permanecer todavía…
inviolado?
Quizá. Tendría que averiguarlo. Estudió la tierra y la roca prensada con
ojo de experto. Parece que esto va a exigir una excavación de las de toda la
vida, después de todo. Empezó a retroceder empujándose con las manos.
Eso podría llevar un tiempo.
Por todos los callejones de la Bolsa de las Bailarinas, bajo sus toldos
multicolores y los vapores oscilantes de las varitas de oración encendidas, los
chismorreos del día se concentraban en la llegada sin precedentes de una
nueva estrella a la constelación de sus practicantes con más talento.
El corazón de la bolsa era la estrecha Vía de los Suspiros, un trozo de
callejón en sombras al que no por casualidad se asomaban los huecos abiertos
de las ventanas de los alojamientos de las bailarinas. Allí, en el frescor del
crepúsculo, las chicas solían reunirse en sus alféizares para tomar la
agradable brisa nocturna, observar a los que iban a rezar al atardecer y recibir
la admiración de los pretendientes que se rezagaban en la calle. Esa velada
los cortesanos y los jóvenes presumidos hablaban entre ellos, comparando
extasiadas descripciones de la gracia divina de la nueva bailarina y su belleza
clásica; mientras, más arriba, los peines de carey daban tirones un tanto
salvajes a melenas del color de la medianoche.
Había aparecido de la nada, esa duendecilla diminuta y cautivadora cuya
seguridad superaba en mucho sus aparentes pocos años. Ninguna escuela
podía presumir de haberle enseñado, aunque muchas deseaban haberlo hecho.
Una elevación hermética de sus labios pintados y un destello de sus ojos de
endrina teñidos de verde desviaban con facilidad hasta el más sutil de los
interrogatorios y dejaban a los posibles interpelantes sin habla. Educada en
casa por su madre, ella misma en otro tiempo famosa bailarina, era todo lo
que había admitido hasta entonces.
Y luego comenzó el romance. ¡Cómo resonaban los callejones, los toldos
aleteaban con el doble de los habituales suspiros melancólicos de admiración!
La dedicada y brillante bailarina (sin duda de los más humildes orígenes
familiares) y el hijo torpe de una casa noble (casa caída en la pobreza y el
declive). ¡Pero si era como en las historias de antaño! Jeshin Lim, aquel hijo
estudioso y poco prometedor de la que fuera gran familia Lim, primo del
concejal Shardan, él mismo desaparecido de forma tan trágica, locamente
enamorado de una bailarina sin familia ni contactos. ¿Qué otra explicación
podía haber salvo un amor simple y puro?
En los rincones de sus ventanas algunas uñas con manicuras perfectas se
apretaban contra las palmas y se murmuraba entre dientes nacarados sobre
embrujos.
Y luego el más improbable de los giros. ¡El primo saltó de repente a uno
de los asientos del concejo! Todos asienten con gesto sabio sobre el tónico
que supone para un hombre el amor y la devoción de una mujer de esos
dones. ¡Y el camino hasta el dicho asiento del concejo, sin duda,
pavimentado por los brazaletes y las ajorcas entregadas de buen grado por
esos bien proporcionados miembros!
Pero de forma inevitable debe llegar el trágico y lloroso final. Todos
saben cuál es la conclusión de aventuras tan malhadadas. Lim, tras haber
logrado el vanagloriado rango de concejal, es una figura demasiado
prominente para un enredo tan bajo.
Y así, envueltos en las brisas refrescantes de los rincones de las ventanas,
los cepillos se deslizaron ya con suavidad por el largo cabello negro, y los
ojos marcados con kohl se mostraron lánguidos y satisfechos en la certeza de
esa devastación inminente.
Y allí llegaba, esa misma noche, llevado en un carruaje alquilado, hasta
los apartamentos cercanos a los alojamientos de las bailarinas, donde tantas
chicas eran mantenidas de forma similar a expensas de sus, llamémoslos,
mecenas.
El carruaje de Lim se detuvo ante la entrada privada y el joven se bajó
cubierto por un manto oscuro con capucha. Sostenía sobre el rostro una
delicada máscara de oro que ocultaba sus rasgos. El guardia se inclinó con
gesto respetuoso, la mirada desviada, y abrió el cerrojo. El concejal se deslizó
hacia el interior.
Llegó a una puerta concreta del pasillo del segundo piso y dio cuatro
golpes rápidos y seguidos: el código secreto que habían acordado. Pero la
puerta no se abrió; no hubo suaves brazos desnudos que lo entrelazaran. La
máscara de oro giró a derecha e izquierda y luego una mano se alzó para
probar la manija y la encontró sin el cerrojo pasado. Entró y cerró la puerta
tras él.
—¿Mi amor?
No hubo respuesta en la atestada sala oscura. Alfombras de varias capas
cubrían el suelo en montones, los cojines yacían envueltos en ropas
abandonadas finas como gasas. El concejal se adelantó con aire vacilante.
—¿Querida?
La encontró ante la ventana, allí no había un asiento abierto: unos
barrotes sellaban las pequeñas aberturas. Estaba asomada adonde las llamas
nocturnas teñidas de azul parecían batallar contra el cielo nocturno matizado
de verde.
—Lo siento mucho, querida… —empezó él.
Ella se volvió, los brazos cruzados sobre los pechos pequeños y altos. Por
un momento los ojos femeninos parecieron destellar con una luz verde afín a
la del cielo nocturno.
—¿Y quién es este que viene a inmiscuirse en mi privacidad?
Jeshin se la quedó mirando, confuso, luego bajó la máscara y la examinó
con ironía. Se apartó la capucha y reveló su largo cabello negro, su estrecho
rostro de erudito. Dio unos golpecitos con un dedo en la máscara de oro.
—¿Ves? Incluso ahora vengo como solicitas. Aunque por qué esta
fachada de anonimato cuando todo el mundo parece saber…, bueno. —Tiró
la máscara a un lado.
—No deberías haber venido —dijo ella, abrazándose todavía más, como
si luchara por contener algo.
Jeshin le dio la espalda y empezó a pasearse.
—Sí, sí. Ahora que soy concejal. Incluso ahora me avergüenzas con tu
interés por mi reputación. —Se giró hacia ella—. Pero quizá hay un modo.
Ya no necesito la bendición de mi familia.
La bailarina se deslizó hacia él y lo silenció con un dedo en los labios.
—No. —Hablaba con tono tranquilizador, como a un niño—. No
permitiré que nada te debilite. Tus adversarios lo utilizarán contra ti. Te
pintarán como si fueras un necio impetuoso. Nada debe comprometerte. —
Alzó los ojos hacia él, su mirada casi furtiva—. Tu gran visión para la ciudad,
¿recuerdas?
El joven la apretó contra sí.
—Pero ¿sin ti?
Bailarina como era, eludió con facilidad sus manos y le dio la espalda.
—Debemos… los dos… hacer ciertos sacrificios —dijo ella, de cara a la
ventana una vez más.
Él sacudió la cabeza con un gesto de admiración asombrada.
—Tu determinación es toda una lección para mí.
La bailarina se volvió con un dedo en la barbilla.
—Pero hay una última cosa que puedo hacer por ti, mi Jeshin, mi noble
concejal.
Él desechó la sugerencia sin dejar de sacudir la cabeza.
—Ya has hecho suficiente… demasiado. Tus consejos, las cosas que
sabías… Como dicen, todos los secretos se revelan bajo los pies de la
bailarina.
Los labios resaltados con alheña se alzaron, complacidos.
—Ese es un dicho muy viejo. Y muy cierto. No, he sabido de un último
rumor. Hay un hombre extraordinariamente rico en la ciudad que comparte tu
visión de una Darujhistan fuerte que impone el respeto que merece. —Los
labios descendieron, desdeñosos—. Cierto, procede del norte, de Gato. Pero
debería apoyarte. Se llama Humilde. Humilde Medida.
Jeshin frunció el ceño.
—¿El quincallero?
—Es más que eso. Confía en mí.
El joven concejal extendió las manos como si se rindiera.
—Si tú lo dices, queridísima mía. Me pondré en contacto con él.
—Excelente. Con sus recursos, tu ascenso estará garantizado.
Jeshin se la quedó mirando, casi pasmado.
—No te merezco, mi amor.
Sonriendo una vez más, la bailarina le puso una palma en el pecho y lo
fue empujando con suavidad hasta un montón de cojines.
—Lo harás, mi amor. Lo harás.
De pie sobre él adoptó la primera posición de Despertar Ardiente, una
pierna levantada, el dedo apenas rozando el suelo, una mano alzada hacia el
rostro como si se protegiera del fulgor duro de un amanecer primitivo. A
partir de esa pose fluyó en la ejecución de los primeros cuatro movimientos
devocionales, uno para cada esquina del mundo, inclinándose, las manos
alzadas en una súplica, las palmas hacia dentro.
Luego bailó.
Los ojos clavados en ella, hipnotizado, el pulso disparado, Jeshin solo
podía gemir.
—Oh, Taya…, Taya…
Desde las puertas del monasterio un acólito observó al duelista extranjero que
bajaba caminando por la sinuosa pista de montaña. El espadachín llevaba las
manos entrelazadas a la espalda y la cabeza gacha, como si le acabaran de dar
mucho en lo que pensar. El acólito se inclinó ante el hombre de la puerta, que
se había apoyado en la escoba, la madera del mango llena de muescas y
brechas.
—¿Regresará, maestro? —preguntó el acólito.
—No hago más que deciros que no me llaméis así —suspiró el hombre
que había renunciado al nombre de Viajero. Se encogió de hombros—.
Esperemos que no. Ha recibido una lección. Solo podemos esperar que le
preste atención. —Cambió la posición de las manos en el mango—. Pero… la
vida no es nada más que una serie de lecciones y pocos aprenden suficientes.
—Miró el patio e hizo una mueca—. Dioses, te das la vuelta solo un
momento y todo se va al Abismo. Voy a tener que empezar otra vez…
—Como deberíamos hacer todos, maestro.
Por un instante una pequeña sonrisa adornó el rostro desfigurado por el
dolor del hombre, luego la boca regresó a su habitual mueca, que era como
una cuchillada.
—Bien dicho. Sí. Como deberíamos hacer todos. Cada día. Con cada
aliento.
En los arrabales sin nombre del pueblo de chabolas que trepaba al oeste de
Darujhistan, una anciana se había agachado delante de su choza y tallaba un
palo bajo un cielo nocturno dominado por la brecha del estandarte verde
brillante de la Cimitarra. Su cabello era un arbusto salvaje alrededor de la
cabeza, atado con trozos de cuerda, cinta, cuentas y lazos de cuero. Los pies
desnudos que se asomaban a las capas de sus faldas estaban tan oscuros como
la tierra a la que se aferraban sus dedos. Canturreaba para sí en un idioma que
nadie entendía.
Una anciana viviendo sola en una choza miserable no era nada inusual en
el pueblo de chabolas, habitado como estaba por los más pobres, más
vencidos de la clase más baja de curtidores, limpiadores de cloacas y
basureros de Darujhistan. De cada dos chozas, una parecía ocupada por una
vieja viuda o una abuela, los maridos se habían muerto mucho antes, como
ocurre en todas partes; los hombres afirman que eso demuestra que son ellos
los que hacen el trabajo duro, y las mujeres saben que es porque los hombres
no son lo bastante duros para soportar la vejez.
Así que esta mujer había vivido en su miserable choza desde que la gente
tenía recuerdo y a nadie le llamaba la atención, salvo por todas las decrépitas
viudas y abuelas de alrededor que entre sí la conocían como «esa vieja loca».
Orbe
1
El problema de los caminos es que una vez que has elegido uno, ya no puedes escoger los otros.
La Posada de la Isla era única entre los edificios nuevos de Hurly por una
cosa: poseía paredes de piedra. Ocupaba todo lo que quedaba de un templo a
Poliel, diosa de la enfermedad, la pestilencia y la plaga. Parecía que a la
antigua población de Hurly le había preocupado de forma especial aplacar a
esa diosa concreta. Quizá tenía que ver con todos esos páramos que los
rodeaban. Al nuevo propietario de la estructura, Akien Threw, le gustaba
bromear diciendo que les habría ido mucho mejor aplacando al culto de la
Oscuridad Ancestral, de la que Engendro de Luna había sido un artefacto
sagrado.
Cuando Jallin entró, y al tiempo que guiaba al viejo soldado a una mesa
del fondo, llamó la atención de Akien con una mirada. Todos los ganchos y
buscavidas del pueblo tenían un acuerdo con aquel hombre: una comida y un
suelo en el que tumbarse a cambio de llevarle clientes. Además de un
porcentaje de cualquier botín, por supuesto.
No bien habían apoyado los brazos en la mesa, hecha de tablas plateadas
encontradas en la playa, cuando llegaron dos jarras llenas de cerveza. Los
ojos del veterano se entrecerraron y su boca adoptó una mueca disgustada.
—¿Qué es esto?
En la oscuridad relativa de la posada a Jallin le sorprendieron las
cicatrices que cubrían la cara del tipo y el modo en que el sarnoso cabello
pelirrojo, gris por algunos sitios, crecía a trozos por un lado, como si cubriera
unas quemaduras. Pero no era la primera vez que se topaba con soldados y
casi todos tenían cicatrices. Todos se separaban de los pocos dineros que
habían reunido a lo largo de los años con tanta facilidad como cualquiera y
más rápido que la mayoría.
—Bueno, ¿y cómo te llamas, amigo?
—Rojo. Perro Rojo —rezongó el hombre tras un momento.
Jallin alzó una ceja al oír el nombre, pero no comentó nada: le importaba
una mierda cómo se llamara.
—Bueno, Rojo, esto es cerveza de Elingarth. De la buena. —Se llevó un
dedo a un lado de la nariz—. El dueño es amigo mío.
—Seguro —murmuró el soldado con tono lúgubre. Pero levantó la jarra y
echó un buen trago. Jallin observó el nido de cicatrices blancas que sobresalía
por todo el antebrazo del hombre. Decidió que el tipo le preocuparía un poco
si no fuera tan obvio que ya había dejado atrás lo mejor de su vida. También
notó que el tipo no soltaba las alforjas que descansaban en su regazo.
El veterano se limpió la boca e hizo una mueca de asco.
—Dudo mucho que esto sea de Elingarth.
Jallin se encogió de hombros con indiferencia.
—No sabría decirte. ¿Otra?
—Por el Abismo, no.
—Claro. Todavía es temprano.
Como correspondía a la cada vez menor afluencia de buscatesoros, la sala
común de la posada estaba desierta. Un par de guardias, simples buscavidas
desde siempre, como Jallin, se habían sentado junto a la puerta. Había dos
hombres en una mesa cercana, encorvados y con las cabezas muy juntas,
ambos con la mirada hosca clavada en los últimos rayos amarillos del día que
entraban sesgados ya. Un joven vestido con elegancia, el retoño de alguna
familia de la aristocracia, presidía otra mesa. Estaba con otros tres, a todos los
cuales Jallin conocía como matones locales y aspirantes a guías, como él
mismo.
El joven se echó hacia atrás de repente e hizo un anuncio.
—Entonces no tiene sentido ir hasta allí. Es demasiado tarde. A estas
alturas ya habrán limpiado el sitio.
El viejo soldado, Rojo, se volvió para mirarlo.
Uno de los guías locales dijo algo a lo que el noble respondió con tono
desdeñoso.
—Bueno, ¿y quién ha vuelto en los últimos tiempos? ¿Alguien?
Otro de los compañeros fue el que contestó.
—Si yo encontrara algo ahí fuera, aquí sí que no volvía ni muerto.
Todos se echaron a reír, todos salvo el joven noble.
Jallin se inclinó hacia su compañero.
—Eso es solo envidia. Tiene miedo de ir hasta allí.
—Bueno —dijo el veterano arrastrando las palabras—, ¿y dónde están los
barcos?
Llegaron dos jarras al cuidado de un chico de servicio que arrastraba los
pies.
—Anclados lejos de la orilla. Las lanchas se acercan al amanecer y tú
compras una litera. Pero —añadió bajando la voz— es posible colarse entre
ellas por la noche. Por un módico precio.
El soldado asintió para dar a entender que lo había comprendido.
—Al amanecer, cuando llegan los barcos. ¿Por qué no se abalanza todo el
mundo y ya está?
—Soldados de la Confederación Meridional de Ciudades Libres, amigo
mío. Tienen las cosas bien atadas.
—¿Y qué les impide a otros aparecer con sus propios barcos?
Jallin se echó a reír.
—Oh, lo han intentado. Lo han intentado. Pero esos chicos de la
Confederación son piratas y saboteadores de la peor calaña. Los hundieron a
todos.
—¿Y un barco de guerra, quizá? ¿Malazano?
Jallin se acabó la jarra de un trago.
—Sí. Hace un par de meses. Un barco de guerra malazano se abrió
camino a la fuerza. No lo hemos vuelto a ver. —Esbozó una sonrisa llena de
dientes—. Quizá se los cargaron a todos.
El viejo soldado dio un largo trago a su jarra.
—Como dijo ese tipo. No ha vuelto nadie. ¿Es eso?
Jallin hizo lo que pudo por reírse con cordialidad.
—¿Qué? ¿Es que quieres que de allí salga otro con un barco cargado con
un botín? Escucha, la isla principal es enorme, joder. Hace falta mucho
tiempo para rebuscar por todas partes. No es que llegues y ya te tropieces con
un cofre lleno de oro. —Fingió darle un buen sorbo a su segunda jarra,
indiferente, pero maldito fuera el bocazas, fuera quien fuera. En fin, lo único
que importaba era que el viejo lo acompañara a la orilla para conocer a su
«amigo». Y vaya si lo iba a conocer.
El veterano se pasó la lengua por los dientes y luego la mano por el
bigote.
—Ya. Bueno, eso es más o menos todo lo que necesito escuchar. Gracias
por la cerveza. —Se levantó y se echó las bolsas al hombro.
Jallin se levantó con él.
—Pero yo podría sacarte esta noche. Mi amigo…
—Me abriría la cabeza de un golpe —terminó el soldado por él.
Jallin captó la mirada de Akien y abrió las manos.
—Muy bien. ¿No quieres mi ayuda? Al Embozado contigo.
Desde la barra, Akien les hizo un gesto con la cabeza a sus dos guardias,
que se levantaron y bloquearon la puerta. El soldado se detuvo en seco. Le
echó un vistazo al propietario, grande como un toro, que estaba cruzando el
bar dándose golpecitos en una mano con una porra.
—¿Qué problema hay? —preguntó el veterano.
—El problema, señor, es la cuenta.
Jallin se había mantenido a distancia, a la espera de su oportunidad, y el
veterano lo señaló directamente.
—Este de aquí. Paga él.
Akien se detuvo delante de sus guardias, lo que puso a Jallin justo detrás
del soldado. Jallin enroscó los dedos alrededor de su cinturón, cerca de las
empuñaduras gastadas de sus dagas.
—No —dijo Akien, lento y obstinado, como el toro que parecía—. Para
mí está claro que fue usted el que pidió las bebidas, señor.
El viejo soldado se tragó cualquier intento de discusión; todo el mundo
sabía que él no había pedido las bebidas, pero había que decir que sí por las
apariencias. Era igual en todas las tascas de lujo: entrar era gratis, pero al salir
te clavaban.
—De acuerdo —rezongó, resignado—. ¿Y cuánto es?
Akien alzó las cejas y calculó de memoria.
—¿Cuatro jarras de Elingarth, señor? Eso hace un total de dos concejos
de oro daru.
Un silbido asombrado resonó por toda la posada. Todo el mundo miró al
joven noble. Este había rodeado con un brazo el respaldo de su silla y se
había echado hacia atrás.
—Eso, mi buen posadero, arruina a cualquiera.
Akien encorvó los gruesos hombros redondeados, la mirada furiosa.
—Los portes.
El noble miró al veterano y alzó una ceja.
El soldado se agarró a una silla cercana para sostenerse.
—¡Yo no tengo tanto dinero!
Jallin se tocó el hombro para indicar las bolsas. Akien asintió.
—Entonces sus bolsas, señor, como pago.
La otra mano del soldado se posó en la alforja.
—No.
Los dos guardias empezaron a adelantarse, las porras listas. En ese
instante el soldado entró en acción con un estallido: la silla voló contra un
guardia mientras una bota se estrellaba contra el segundo. La velocidad del
veterano sorprendió a Jallin, pero sabía que él era más rápido. El bulto de
Akien en la puerta haría que el hombre frenara un poco y Jallin ya lo tenía.
—¡A tu espalda! —ladró una voz, y el veterano se giró. El amigo afilado
de Jallin no llegó a alcanzar la arteria y solo provocó un corte poco profundo.
Después, un contorno borroso al borde de la visión de Jallin le lanzó de golpe
la cabeza hacia atrás y cayó. Lo último que oyó fue el bramido de dolor y
rabia de Akien cuando el soldado se ocupó de él.
Tres cabos rocosos más tarde, Kiska se asomó a otro largo arco más de playa
negra. El estrépito de las dentadas rocas volcánicas anunció que se acercaba
Leoman. Que luego se sentó con un suspiro pesado y se colocó bien el tejido
de cuero que le envolvía las perneras.
—Le iba a costar mucho esconderse, Kiska.
Ella contuvo un gruñido áspero de disgusto.
—¿No quieres averiguar qué hay aquí?
Un gesto de desinterés con la mano.
—Aquí no hay nada.
La mujer examinó la extensión ancha y lisa de la playa y notó algo, algo
alto.
—Por allí.
Al acercarse comprendió por qué no lo había visto. Del mismo color
negro apagado que las arenas, así era. Y en ese momento tenía más o menos
su altura, puesto que estaba sentado. Cuando se acercaron, los pies
susurrando por las arenas, el otro se levantó y su altura se multiplicó por dos.
A Kiska le recordó a una escultura rudimentaria de una persona tallada en esa
piedra negra de grano fino, el basalto. Sus manos eran palas anchas sin dedos;
la cabeza, una piedra gastada entre hombros como peñascos. Era idéntico en
cada detalle al titán grande como una montaña que habían visto durante las
últimas semanas excavando en el mar de luz, en apariencia construyendo la
orilla. Leoman se colocó a su lado, las manos junto a sus manguales, pero las
armas todavía sujetas a sus costados, con prudencia.
—Saludos —exclamó Kiska, la voz seca y débil. Dioses, ¿cómo se dirige
una a una entidad como esta?
La piedra chirrió cuando la criatura ladeó la cabeza como si escuchara.
—Yo me llamo Kiska y este es Leoman. —Esperó una respuesta. La
entidad se limitó a contemplarlos… o eso se imaginó Kiska, porque acababa
de ver que no tenía ojos, ni boca, ningún tipo de rasgo que pudiera llamarse
cara—. ¿Entiendes…?
Kiska se encogió cuando una voz habló en el interior de su mente.
—¿Me oyes? Pues yo te oigo a ti.
El asombro en los ojos muy abiertos de Leoman dejó claro que él también
podía oírlo.
—Sí. Te oig… te oímos.
—Bien. Me complace. ¡Bienvenidos, desconocidos! Sed muy bienvenidos.
Hace eras que nadie me visita. He estado solo. ¡Ahora vienen todavía más!
Me llena de alegría.
Al oír eso Kiska no pudo evitar mirar con impaciencia a Leoman. ¡Más!
¡Había dicho más! La mirada de respuesta estaba llena de advertencias y
precaución. Todo lo cual ella descartó: si aquella cosa quería matarlos, no
había mucho que pudieran hacer. Respiró hondo para tranquilizarse.
—¿Y tu nombre? ¿Cómo deberíamos llamarte?
—No hay nombre tal y como entiendo vuestro término. Porto lo que
vosotros llamaríais un título. Soy Hacedor.
Kiska se lo quedó mirando, incapaz de hablar. Por todos los dioses del
cielo y del inframundo. Hacedor. ¿El Creador? No. No había dicho
«creador». Había dicho «hacedor». Un cuchicheo la distrajo: Leoman
murmurando por lo bajo. Kiska estuvo a punto de lanzar una carcajada. ¡La
invocación a los dioses de Siete Ciudades! ¡El cínico Leoman arrojado a sus
raíces! Pero la plegaria parecía articulada más por asombro que por devoción.
Kiska intentó hablar, pero fue incapaz de hacer pasar las palabras por la
garganta seca. Sentía las rodillas como gelatina y dio un paso atrás,
parpadeando. La mano de Leoman en su hombro la sostuvo.
—¿Hay otros, dices? —consiguió obligarse a decir—. ¿Más de nosotros?
—Otro como vosotros. Otro que no.
—Entiendo… —Creo—. ¿Podemos conocerlos? ¿Están aquí?
—Uno sí. —Un brazo grueso y macizo como una estalactita señaló playa
abajo—. Por aquí. —Hacedor se volvió y dio un paso, y cuando aquel pie
como una losa aterrizó, las arenas bajo los pies de Kiska se estremecieron y
las rocas crujieron y se precipitaron por los cabos circundantes.
¿Ahora lo oímos? Quizá se haya hecho diferente de algún modo para
poder comunicarse. Caminando a su lado, Kiska no vio a nadie más en la
extensión de arenas negras. Pero sí que había un objeto más adelante. Una
losa de piedra plana y pulida, de un profundo color rojo como la sangre
entreverado de negro. Un granate, quizá. Y sobre la losa, lo que no parecía
más que un montón de basura apilado por el viento: un puñado de ramas y
hojas. Kiska ahogó un grito y echó a correr.
Su guía.
Se arrodilló junto a la piedra. Hacedor se elevaba sobre ella, su cabeza
abovedada y sin rasgos se inclinó para mirar. Leoman se acercó por detrás,
las manos metidas en el amplio cinturón de las armas.
—¿Está… muerto? —preguntó Kiska.
—Para esta criatura, una distinción curiosa. La esencia que lo animara
antes no era suya. Y ahora, aunque esa esencia vital quizá haya huido, una
potencialidad todavía mayor permanece en su interior.
—Estaba con nosotros.
—Eso me pareció. Vosotros llegasteis poco después.
Kiska recogió los restos y los metió en su bolsita de cuero. Le costó
mantener la voz serena.
—¿Y el otro?, ¿el que es como nosotros?
—El otro es del mismo género que este —dijo Hacedor señalando a
Leoman—. Vino a mí saliendo del Vitr.
Kiska parpadeó y lo miró.
—¿El Vitr?
La cabeza roma de Hacedor se volvió hacia el oleaje inquieto del mar de
luz.
—El Vitr. Aquello de lo que procede toda creación.
—¿Toda… creación? ¿Todo?
—Todo lo que existe. Todo se destila del Vitr. Y todo regresa a la
disolución. Vosotros. Yo. Toda la esencia de la vida. Todo lo que siente.
Kiska sintió que las cejas se le iban subiendo cada vez más.
—¿Todo? ¿En su totalidad? ¿Todas las razas? Seguro que no los
dragones…, los tiste… o los jaghut.
Las palas que Hacedor tenía por manos se apretaron en puños entre
chirridos y crujidos de roca. Las arenas bajo sus anchos pies sisearon y
refulgieron, fundiéndose en negro cristal de obsidiana. La playa se estremeció
y un gran desprendimiento de rocas resonó entre los cabos lejanos. Kiska se
encontró de pronto lanzada contra el suelo y rodó para alejarse del calor
abrasador que rodeaba a Hacedor.
—¡No me menciones a los entrometidos jaghut!
La vibración del suelo se fue desvaneciendo. Kiska se había cubierto la
cara para protegerla del resplandor y cuando retiró la manga de cuero, estaba
roja y húmeda. Tosió y escupió una bocanada de sangre. Leoman se estaba
limpiando la nariz.
—Mis disculpas, Hacedor —consiguió decir Kiska, tosiendo un poco
más.
La entidad había alzado los puños ante el rostro vacío de piedra y parecía
contemplarlos como si lo asombraran. Las manos se abrieron con un crujido.
—No, soy yo el que debe disculparse. Lo siento. Mi cólera… me han
hecho un gran mal. —Los brazos cayeron sueltos a los lados—. En cuanto a
esos que llamas dragones, los eleint, yo mismo he ayudado a seres que
surgieron formados por completo del Vitr. Algunos tomaron ese aspecto. No
sé si fueron los primeros de su especie, o si otros cobraron existencia en otra
parte. En cuanto a los tiste… Los andii surgieron de la noche eterna, cierto,
pero ¿qué hay de la esencia vital que anima? Creo que la energía subyacente
que mueve todo se origina aquí, en el Vitr. Y por eso algunos lo llamarían la
Primera Luz.
Kiska observó el gran mar cambiante, asombrada. ¿Primera Luz? Pero
¿quién iba a decir lo contrario? Podría ser ese «mar» nada menos que un gran
reservorio o fuente de energía…, poder, fuerza, llámalo como quieras. Era
teología, o filosofía, todo muy por encima de ella. Volvió a mirar a Hacedor.
—¿Y este otro? ¿El que es como nosotros?
—Lo ayudé en su surgimiento del Vitr…
Kiska se echó a reír y se estremeció al sentir la nota de histeria.
—Entonces te aseguro, Hacedor, que no se parece en nada a nosotros.
—Se parece. Está formado como vosotros, y es mortal.
—¿Mortal? ¿Y su nombre? ¿Tiene nombre?
Hacedor cambió de postura, el vidrio crujió, y echó a andar con paso
lento y pesado playa abajo. Kiska caminó a su lado.
—Entiende, pequeña, que aquellos que han experimentado el Vitr de
primera mano surgen como si acabaran de nacer. Recién formados, o
reformados. Su mente no alberga nada de su existencia anterior. Y ha
resultado ser una gran ayuda en mi trabajo y un bálsamo para mi soledad.
Lo he llamado Then-aj-Ehliel, Don de la Creación.
—¿Tu… trabajo? —preguntó Leoman desde donde los seguía, más atrás.
La piedra chirrió cuando la gran cabeza de cúpula se giró hacia Leoman.
—El refuerzo y mantenimiento del borde de la existencia, por supuesto,
contra la erosión constante del Vitr.
Kiska se encontró con que había dejado de caminar. Se cubría la cara con
las manos, que limpiaban motas secas de sangre. El suelo parecía oscilar
como si estuviera borracha y sentía un rugido en los oídos. ¡Dioses del
inframundo! ¡Era…, era… imposible! ¿Qué estaba haciendo ella? ¿Qué podía
ella…?
Unas manos la sujetaron: Leoman.
—Kiska. ¿Te encuentras bien?
Ella se echó a reír otra vez. ¡Que si me encuentro bien!
—¿Has oído eso? Lo que dijo Hacedor.
—Sí. Mantener las orillas. Lo entiendo.
Pero el nómada del desierto no parecía muy impresionado. ¡Por la reina
de los Sueños! ¿Es que no había nada que pudiera alterar la reserva de ese
hombre? Se limpió el resto de la sangre seca y se irguió.
—Kiska —empezó a decir Leoman con suavidad—, las probabilidades de
que pueda ser…
Kiska se apartó.
—Sí, sí.
Hacedor alzó un brazo para señalar costa abajo.
—Seguid la orilla algo más. Está allí, ayudando en mi trabajo.
La joven se inclinó.
—Te lo agradecemos, Hacedor. Estamos en deuda contigo.
—En absoluto. Soy yo el que está en deuda. Sienta bien ver a otros.
Sienta bien hablar con otros.
Tras otra inclinación más, Kiska se alejó. Mientras caminaba, las arenas
tirándole de las botas, se esforzaba por evitar que las piernas se le doblaran,
por no estallar en sollozos de lágrimas contenidas. Era imposible. Se había
alejado demasiado. Aquellas necesidades urgentes, sin respuesta, que la
habían empujado le parecían… ¡dioses, apenas era capaz de recordarlas
siquiera! ¡Por las bromas de Oponn! Incluso si encontraba a aquel hombre ya
no tenía nada que decirle. Ningún argumento irresistible para hacerlo
regresar. No tenía nada que ofrecer salvo… a sí misma. Y ya…, ya ni
siquiera estaba segura de eso tampoco.
Necesitó casi un mes de excavaciones. Ebbin trabajó solo, sin ayuda de nadie.
No podía confiarle a nadie el secreto de su descubrimiento; y, en realidad, los
jóvenes y los dos guardias que había contratado estaban encantados de pasar
sus días holgazaneando a la sombra mientras él sudaba bajo tierra. La tierra y
las piedras que iba soltando de la obstrucción las iba empujando a su espalda
y caían directamente al agua que tenía debajo.
Con más fondos de su patrocinador, había comprado suministros,
incluyendo dos faroles nuevos (uno de los cuales le iba iluminando el trabajo
a medida que conseguía despejar un estrecho hueco entre las rocas caídas).
Para su gran alivio, el túnel continuaba avanzando. Ebbin se pasó una manga
mugrienta por la cara, levantó el farol y siguió serpenteando. Se abrió paso
con las uñas entre la tierra y levantó la luz en medio de los estrechos confines
medio obstruidos. La llama ardía tan recta como la hoja de una navaja. El aire
no se movía. Se asomó a aquel trozo de túnel que parecía un tubo. Trazado
recto, un círculo perfecto. También se inclinaba hacia arriba. Y no había
bichos, ni detritos, ni telarañas. Era extraño que el derrumbamiento se
encontrara tan localizado, pero desechó sus preocupaciones con un
encogimiento de hombros y continuó arrastrándose, impulsándose con los
codos y las rodillas.
El túnel desembocaba en una cámara circular que, bajo la luz incierta,
parecía acabada en una cúpula lisa. Piedra hecha pedazos salpicaba el suelo.
Fue pisando con cuidado por encima de los puntiagudos fragmentos. A
medida que su visión se adaptaba a la penumbra, comenzaron a surgir
aberturas en la oscuridad: cámaras laterales más pequeñas, todas rotas,
rodeaban la circunferencia de la tumba principal.
¡Vencido después de todo! ¡Engañado! Pero ¿cómo podía haberlo
precedido alguien? ¡No había ni una sola palabra en los archivos que
insinuara la existencia de esa tumba! Se limpió el sudor frío de la cara.
¡Malditos fueran! El saqueo se habría hecho justo después de la conclusión.
Primos de los obreros, o vecinos con muy buena vista que espiaran la
construcción. Se abrió paso a patadas entre los restos. Algo irregular bajo los
pies. Se arrodilló y rodeó con la mano la llama de la lámpara.
Una calavera le devolvía la mirada fija. Sufrió un pequeño
estremecimiento; después, tras recuperarse, apartó con la mano algo más de
la piedra pulverizada. Más. Una fila…, no…, una banda circular de cráneos
humanos colocados casi a ras de suelo. Y más bandas. Círculo tras círculo,
uno tras otro. Se levantó y se acercó a un gran objeto en sombras que veía
delante.
En el centro, una desconcertante construcción que parecía una escultura:
dos arcos gemelos que se cruzaban para crear cuatro aberturas triangulares.
Dentro, posado sobre un plinto de ónice, un cadáver envuelto en un manto. Y
sobre ese cadáver, resplandeciendo con un tono ambarino bajo la luz de la
lámpara, una máscara clavada de oro, lisa, grabada con una cara. Y la boca
esculpida en la más leve de las sonrisas, como una mueca satisfecha, molesta,
sagaz, de conocimiento superior.
Ebbin estuvo a punto de adelantarse para ir a coger aquel objeto
exquisito, pero algo lo detuvo. Un instinto. Y quizá se equivocaba, pero
¿había sido eso un susurro fantasmal, un «no para ti…» tan leve que quizá
solo lo hubiera imaginado allí, en el silencio sepulcral de aquel subsuelo
profundo? Retiró la mano. Qué extraño…, las cámaras saqueadas, y, sin
embargo, el premio supremo nadie lo había tocado. ¿Por qué?
Se apartó un poco y levantó el farol para iluminar las paredes exteriores.
Todos los nichos laterales más pequeños estaban abiertos y rotos, los plintos
vacíos. No, todos no. Quedaba uno, la puerta que lo sellaba permanecía
intacta. Cruzó el espacio que lo separaba de ella. La puerta consistía en una
única losa de granito tallado, sin marcas, sin un solo sigilo. Ni una pista de
quién, o qué, yacía en el interior.
Dio unos golpecitos en la roca sólida. ¿Un aristócrata de la legendaria era
imperial? Examinó la instalación central, la que parecía un estrado.
O un criado leal del mismo.
Pasó las manos por la fría losa pulida. No tenía los cinceles para cortarla.
Y de ninguna de las maneras pensaba dejar que los cretinos de sus ayudantes
bajaran allí. No, para hacer aquello como era debido iba a necesitar
herramientas y recursos que en ese momento estaban fuera de su alcance.
Tendría que ir a ver a su patrocinador. Y con el avance que acababa de
hacer, el tipo tendría que concederle más fondos. Lo había financiado hasta el
momento, después de todo. Una previsión y visión notables las que ha
mostrado ese hombre de negocios de Gato Tuerto. Aunque otros murmuren
contra el hombre y hagan correr feos rumores sobre intereses criminales. Ese
hombre del extraño nombre septentrional: Humilde Medida.
Al regresar al túnel, un instinto, o un detalle molesto, le dio que pensar.
Había algo en esas cámaras subsidiarias. Las contó: doce. ¿Por qué siempre
ese número místico? ¿Las leyendas? ¿Los viejos cuentos de hadas sobre los
doce demonios? ¿Simple mitología transmitida a través de prácticas
ancestrales? ¿O un homenaje de los constructores? Sacudió la cabeza.
Demasiado endeble todavía.
Quizá la respuesta no tardaría en llegar.
Se había corrido el rumor por Genabackis que el gran caudillo del norte había
establecido un campamento temporal en las colinas del este de Darujhistan,
esa ciudad que se había llevado a su amigo y en algún momento enemigo,
Anomander, señor de Engendro de Luna e hijo de la Oscuridad. Por su tienda
iban y venían emisarios de todo el norte, las Ciudades Libres y la llanura de
Rhivi. Llegaban pidiendo adjudicaciones de derechos de tierra o herencias de
títulos, y para solucionar disputas territoriales. Aquella enorme bestia de
hombre se pasaba los días y las veladas sentado con las piernas cruzadas
sobre alfombras de varias capas, bebiendo tazas interminables de té mientras
los representantes de alguna ciudad y los ancianos de alguna tribu discutían y
se quejaban.
Una noche de esas, cuando el tema del injusto sistema tributario de
Sogena había degenerado en una rememoración de los viejos tiempos antes
de la llegada de los odiados malazanos, Brood se levantó y salió de la tienda.
A Jiwan, hijo de uno de los miembros del antiguo personal de confianza rhivi
del caudillo y que en esos tiempos se estaba haciendo un nombre dentro del
consejo del gran hombre, se le ocurrió seguirlo e inmiscuirse en la soledad
del ascendiente.
Lo encontró de pie y solo en la noche, con los ojos clavados en el
occidente, donde el fulgor azul de la odiada ciudad suavizaba la noche. Y
quizá el gran hombre miraba incluso más allá, detrás de la ciudad, al túmulo
levantado con sus propias manos en honor de su amigo.
Jiwan pensó en los rumores que circulaban, según los cuales la tumba
estaba, en realidad, vacía. Después de todo, ¿cómo iba a contener una
oscuridad al conocido como el hijo de la propia madre Oscuridad? Pero él ni
sabía ni le importaba hasta qué punto era verdad. Sí que sabía que solo el
temor a ese hombre impedía que la guerra estallara en el norte una vez más.
Una paz que mantenía el lugar de Rhivi en la llanura. La paz del caudillo.
Una paz que quizá se estuviera deshaciendo. Se aclaró la garganta para
anunciar su presencia.
—¿Está inquieto, señor?
El hombre volvió la mirada pesada, tan parecida a la de una bestia, hacia
él, después la apartó de nuevo hacia el fulgor lejano.
—Me permití el lujo de pensar que había terminado todo, Jiwan. Pero no
descansan tranquilos. En el sur, el Gran Túmulo del Redentor. Y el Menor, su
Guardián. Y este de mi amigo. Hay tensión. Algo se mueve. Lo noto. —Su
voz se suavizó casi hasta acallarse—. Me estaba engañando. Nada se termina
jamás.
—La espada está hecha pedazos, ¿no es así?
—Sí, está hecha pedazos.
—Y el señor de Engendro de Luna ya no está.
—No, ya no está.
Jiwan dudó.
—¿Teme, entonces, que los malazanos se envalentonen?
El caudillo lo miró, la sorpresa apareció en sus rasgos romos, brutales.
—¿Los malazanos? No, ellos no. Con la marcha de Rake… Es su
ausencia lo que me inquieta.
Jiwan se inclinó y se despidió. Sabía que así era como debía ser, que el
caudillo debía llorar a su amigo, pero él, Jiwan, debía pensar primero en su
pueblo. Un enemigo estaba acampado en sus fronteras norte y sur, un
enemigo que era sólido y real, no los sueños obsesivos de un viejo atribulado.
Los detestables malazanos. ¿A quién más envalentonaría la caída de
Anomander? Quizá decidieran aprovechar esa oportunidad. Pero todavía se
resistía a hablar de ello. La lealtad y la gratitud hacia el caudillo todavía
inclinaban demasiados corazones entre los ancianos. Eso también lo entendía.
Pues no estaba hecho de piedra, él sentía lo mismo. Pero el tiempo continúa
su camino, no se debe permanecer cautivo del pasado.
Tomó una decisión. Cambió de dirección y se dirigió en su lugar al corral.
Enviaría recado al norte para que se reunieran más guerreros. Debían estar
listos si el caudillo acudía a ellos… o no.
Unos golpes impacientes llevaron a la camarera nueva, Jess, con paso pesado
a las puertas de la taberna del Fénix. Alzó el pestillo para asomarse,
parpadeando y haciendo muecas, a la luz deslumbrante de la mañana. Una
figura alta y oscura la rozó al rodearla, imperiosa.
—No está abierto, señor —dijo la chica, sorprendida, todavía intentando
despejarse. Luego, al observar la espalda que ya desaparecía, se relajó—. Oh.
—Y se fue arrastrando los pies a la cocina para despertar a Chud.
Rallick miró desde su altura al gordo despatarrado en su silla, la cabeza
echada hacia atrás, roncando. El asombro se disputó el terreno con el asco.
Empanadas aplastadas salpicaban la mesa junto con botellas vacías, manchas
de mostazas exóticas y paté. La rotunda figura roncaba, la boca deslavazada.
Rallick tenía una buena vista del vello que le salía en el cuello abultado y sin
afeitar y de la ridícula vanidad de la desaliñada barba trenzada como colas de
rata. Le dio a la pata de la mesa una patada suave.
El hombre bufó y dio una sacudida. Unas manos regordetas se regalaron
unas cuantas palmaditas en el estómago constreñido en un chaleco, bajo la
chorrera de la camisa de seda. La cabeza rodó hacia delante, los labios se
relamieron. Unos ojos como cuentas encontraron a Rallick y se abrieron más.
—¡Aaah! Pensé que un lúgubre ídolo, amigo de la aparición nueva de la
muerte, había venido a por el modesto Kruppe. Un despertar de lo más
desconcertante y espantoso. Kruppe todavía no ha podido asearse.
—No dejes que yo te detenga.
—El amigo Rallick siempre tan civilizado. —Un gran pañuelo manchado
apareció en una mano y limpió las motas de hojaldre del amplio estómago del
hombre. Luego se envolvió un dedo con un pliegue de la tela y se lo pasó con
gestos remilgados por las comisuras de la boca—. ¡Listo! —Suspiró,
satisfecho, y se metió las manos en el fajín de seda negra que le rodeaba el
chaleco carmesí—. Ahora Kruppe ya solo puede responder como
corresponde. —Alzó la barbilla—. Mi queridísima Jess… ¡Nos morimos de
inanición! Trae galletas, té, salchichas de sangre de Elingarth y beicon
meloso, tortas y sirope de camemoro moranthiano. —Bajó la voz—. No sé
muy bien cómo va a encajar esa chica, ¿sabes?
La voz de Jess bramó desde la cocina.
—¡Chud dice que no tenemos na de esa mierda!
—Pues a mí me parece que servirá —murmuró Rallick por lo bajo.
Las cejas del rechoncho se arrugaron, doloridas.
—Oh, vaya. Debo de haber estado soñando… —Un rápido encogimiento
de hombros—. Oh, bueno. Galletas y té, entonces. ¡Ah! Y un mendrugo de
tostada quemada para aquí mi amigo.
Rallick podía oír chirriar los dientes que había apretado.
—Kruppe, yo solo…
Una mano alzada lo detuvo.
—¡No has de explicar, viejo amigo! No hacen falta explicaciones… ¡por
favor, toma asiento! —Con un gruñido Rallick apartó una silla con el talón,
se dejó caer y se echó hacia atrás con las manos en los muslos—. Kruppe lo
entiende. Pero si corre entre suspiros por los labios de todo el mundo estos
días, querido amigo. ¡Los dos asesinos más letales de la ciudad domesticados
por el abrazo tranquilizador del amor!
Las patas delanteras de la silla de Rallick golpearon el suelo con un
estruendo.
—¿Qué?
—¡No te preocupes! ¡Los sentimientos de Kruppe se recuperarán! —
Despegó una rodaja de fruta seca y arrugada de la mesa, la olisqueó y
después se la metió en la boca—. ¡Sustento, Jess! ¡Aquí estamos a punto de
expirar! —Sacudió la cabeza y suspiró con gesto soñador—. Es la historia de
siempre, ¿verdad, amigo? Se encuentra el amor y se olvida a los amigos.
Kruppe no se pregunta por qué nos has descuidado estos últimos meses. Los
dos rondáis por los tejados inmersos en citas frívolas y caprichosas, sin duda.
Como murciélagos enamorados.
—Kruppe… —dijo Rallick entre dientes.
—Y pronto llegará toda una prole de pequeños asesinos. Ya empiezo a
verlo. Cuchillos en la cuna y garrotes en el corralito.
—¡Kruppe!
El gordo alzó los ojos, parpadeó con gesto inocente y miró a Rallick.
—¿Sí?
—Solo quiero saber si Az… Navaja está en la ciudad.
—Kruppe se lo pregunta… —Algo asfixió la voz del hombre, que se
atragantó. Unos dedos gordinflones rebuscaron en la boca y salieron con la
fibrosa rodaja mutilada de la fruta, que volvió a untar con todo cuidado en la
mesa—. ¡Jess! ¡No creo que haga falta cruzar los Eriales de Canela para traer
un poco de té!
La mujerona salió de la cocina con una bandeja en la mano. Los cordones
de la camisa blanca de lino se habían atado a toda prisa y revelaban una gran
porción de carne. Miró furiosa a Kruppe y dejó la bandeja con un golpe seco,
después saludó con la cabeza a Rallick.
—Me alegro de verlo, señor.
—Jess, ¿cómo le va a Meese en estos días?
—Se pasa por aquí la mayor parte de las noches.
—¿Te las arreglas?
La mujer se apartó el pelo y señaló las mesas vacías.
—Estoy reventada.
Rallick observó también la sala vacía. Frunció el ceño como si acabara de
caer en la cuenta de algo. La mujer regresó a las puertas de la cocina, sus
caderas balanceándose como barcos en el mar. Rallick se aclaró la garganta.
—¿Puede saberse de quién es este sitio, Kruppe?
—El amigo Rallick estaba preguntando por el joven Navaja…
Rallick volvió a deslizar los ojos hacia él.
—¿Sí?
Kruppe se asomó a las profundidades de la tetera.
—Kruppe se pregunta por qué.
Rallick se levantó con un gruñido de desdén y apartó la silla.
—¿Está aquí o no?
Tras levantar un cuchillo y una galleta, el hombrecito alzó la mirada y
observó al otro con gesto firme.
—Kruppe le asegura al amigo Rallick que el joven vagabundo,
igualmente amado, no se encuentra, desde luego, en nuestra bella ciudad. —
Le ofreció la galleta—. ¿Bollito?
El pecho de Rallick, al que estrujaba un aliento contenido desde la
inspección de ciertas heridas unas horas antes, se relajó en una larga
exhalación y asintió.
—Bien…, bien.
Los ojos de Kruppe se habían entrecerrado en sus bolsas de grasa.
—Una vez más, Kruppe se pregunta por qué.
Pero Rallick ya se había dado la vuelta.
—No importa. —Se dirigió a la cocina—. Jess.
Kruppe abrió mucho los brazos.
—¡Pero el desayuno acaba de llegar!
Rallick abrió la puerta de un empujón en medio de un baño brillante de
sol y salió, la puerta cerrándose sola tras él.
El gordo se encogió de hombros y con el cuchillo empezó a untar un poco
de mermelada.
—Y pensar que Kruppe llamó civilizado a tan impaciente amigo.
¡Notorio error el de Kruppe!
Una vez pasado cada cerrojo y recolocada cada barra, Aman regresó
arrastrando los pies a su tienda. Allí encontró aguardándolo a una mujer
joven y bella, el largo cabello negro trenzado y enroscado sobre la cabeza. La
boca masculina se tensó en un frunce amargo.
—Tu intrusión en mis asuntos es muy imprudente. Y muy inoportuna.
La chica se limitó a ladear una proporcionada cadera que apoyó en el
mostrador, donde se dedicó a dar vueltas con lentitud al paquete envuelto.
—¿Por qué nos fiamos de ese cretino?
—¿Nos? No hay ningún «nos». Te engañas. Tu improcedente intromisión
complicará el asunto de una forma que solo tensará las cosas.
—Estaban vigilando la tienda, Aman.
El hombre volvió a subirse cojeando a la plataforma que tenía tras el
mostrador.
—¿Vigilando la tienda? Por supuesto que estaban vigilando la tienda.
¡Siempre están vigilando la tienda! Esos agentes de los que en su día fueron
mis aliados han resultado ser de lo más persistentes. Pero porque yo
permanezco dentro, y porque soy prudente, nunca se han enterado de nada
más. —Rozó con suavidad el mostrador de madera con las yemas de los
dedos—. No es necesario decir que la prudencia ha quedado ahora hecha
pedazos…
—Están muertos, Aman.
El tendero fue a hablar, se contuvo y frotó con las manos el mostrador
como si lo acariciara. Comenzó de nuevo, con lentitud.
—Sí. Sin embargo, la persona que los contrató ahora sabe que él, o ella,
está cerca de algo. Mejor haber mantenido el aura de misterio.
Los hombros delicados y pálidos de la chica se alzaron en un
despreocupado encogimiento. Empezó a desenvolver el paquete.
—Entonces mataré a esa persona, sea quien sea.
—Ah, sí. Hablando de misterios. Nadie conoce la identidad del que
rompió el círculo. Han surgido muchos que se las dan de poder pretender al
título, pero nadie lo sabe con certeza. Podría haber sido uno de mis antiguos
aliados, incluso tu madre.
La mirada coqueta de la chica se endureció.
—Nunca me la menciones, Aman. —Alzó la vista desde unos ojos medio
entornados—. ¿Cualquiera, dices? Pero no tú, por supuesto.
Aman sacudió un dedo curvo.
—Estás aprendiendo.
La chica hizo una mueca, después indicó el fragmento tallado.
—¿Esta cosa es de verdad tan valiosa como dices?
El viejo levantó aquel objeto; su mirada sostenía la de los ojos femeninos.
—Ah…, hermoso, ¿verdad? Delicado, llamativo. Un espécimen
magnífico. Por fuera. Pero por dentro, defectuoso. Sin valor. Un trozo de
basura inútil. —Lo aplastó en la mano.
La chica se apartó de golpe como si la hubieran abofeteado y se tropezó
con algo en la oscuridad. Los labios llenos se tensaron en una brecha pálida y
una luz fundida llameó en sus ojos. El hombre la estudió con calma, la cabeza
ladeada, las yemas de los dedos tocándose apenas. La luz dorada se
desvaneció de los ojos de la joven, que permanecía en pie, temblando de
rabia contenida. Aspiró una bocanada de aire estremecida y alzó la barbilla
con gesto desafiante.
—¿Has terminado ya, espero?
El hombre se inclinó.
—Del todo.
—¿Y qué es esta monstruosidad? —quiso saber mientras señalaba la
figura alta con la que había chocado.
Aman levantó la lámpara y reveló una estatua vestida con armadura. La
luz reflejó el azul y el verde de una incrustación de piedras semipreciosas.
—Magnífica, ¿no te parece? Del lejano Jacuruku. Uno de sus soldados de
piedra.
La chica se acercó más con lo que pareció casi una evaluación
profesional.
—¿Un autómata?
—No… del todo. —Aman posó la lámpara en el mostrador—. En
cualquier caso, mi señora, puesto que has regresado, te sugiero que hagas
algo útil y sigas a nuestro amigo. No debe ocurrirle ningún desafortunado
incidente. Prepárate para intervenir. Está cerca, Taya. Muy cerca.
—¿Por qué él? ¿Por qué no bajas tú?
El hombre no hizo nada por ocultar la condescendencia en la risita con la
que respondió.
—Querida mía. Eres tan divertida. El sinfín de protecciones, guardas y
condiciones impuestas por los que fueron mis aliados son muy rigurosas.
Casi sin brechas. Solo a aquellos que no buscan se les permite pasar. Deben
ser inocentes de derramamiento de sangre, no poseer ansia alguna de lucro
personal…; las condiciones siguen y siguen. Las ideó Mammotlian. Y puesto
que Mammotlian, un erudito, construyó la tumba, quizá solo otro espíritu afín
posea el instinto necesario para seguirlo. Si comprendes mi razonamiento.
—¿Y si él fracasase, al igual que todos los demás?
Un encogimiento de los hombros encorvados del hombre.
—Bueno, allí ya casi no les queda espacio en el suelo, ¿no es cierto?
Los ojos femeninos se convirtieron en meras ranuras y la chica ladeó la
cabeza, sin saber muy bien qué quería decir el hombre.
En la calle de los herreros del distrito Gadrobi, Barathol Mekhar inspeccionó
su última remesa de mineral de hierro. Era de una calidad inusual,
extraordinaria. Había una variación muy útil en los terrones, que iban de lo
blando a lo quebradizo. Cerró la caja, fue a la forja y pasó una mano por
encima del lecho de carbones. Todavía necesitaba más tiempo. Dejó la tienda
y cruzó un pequeño patio abierto que llevaba a la parte de atrás de su casa
adosada. Se limpió el polvo de las manos y trepó las estrechas escaleras hasta
las habitaciones que tenía arriba. El amanecer comenzaba a iluminar el cielo
fuera de las contraventanas cerradas. Durante un rato permaneció de pie junto
a la cama donde su esposa, Scillara, todavía dormía. Después rodeó la cama
hasta la cuna diminuta que había hecho con sus propias manos. Se arrodilló y
estudió al bebé recién nacido que había dentro, acurrucado y regordete.
Jamás se había imaginado que un tesoro así pudiera ser suyo. Parecía
demasiado indefenso ante el mundo. Demasiado ligero. Su fragilidad lo
aterraba. Temía incluso tocarlo con sus ásperas manos ennegrecidas. Pero sí
que introdujo con suavidad una de esas manos en la cuna para dejar que el
aliento cálido y rápido del bebé le calentara los dedos.
Se levantó con una sonrisa y vio que Scillara lo contemplaba.
—No has huido corriendo aún, por lo que veo —dijo la mujer mientras se
estiraba.
—Todavía no.
—¿Ni siquiera con un mocoso chillón y una esposa gorda?
—Supongo que debí de hacer algo terrible en una vida anterior.
—Debió de ser un puñetero horror. —Miró a su alrededor como si
buscara algo—. Dioses, cómo echo de menos mi pipa.
—Sobrevivirás.
Scillara señaló la puerta.
—Tírame la bata. ¿No tienes trabajo que hacer? ¿Dinero que ganar?
Suficiente para contratar un cocinero. Me estoy hartando de tus regalos
quemados.
—Podrías probar a echar una mano, ¿sabes?
Ella se rio.
—Tú no quieres comer lo que yo cocino.
—Me vuelvo ahí atrás, entonces. —Le lanzó la bata—. No me vendría
mal un poco de té.
—Ni a ti ni a nadie.
Al bajar las escaleras ansiaba empezar otro día junto a la forja, desde
donde podría observar el patio y ver a Scillara sentada en las alfombras
extendidas por el suelo, amamantando al pequeño Chaur.
La vida, le parecía a él, era mejor de lo que jamás había esperado que
pudiera ser.
2
El desafío empezó como siempre empiezan estas cosas: con una mirada. Un
vistazo sostenido durante un latido de más. En este caso persistiendo a través
de la tierra batida de los terrenos de entrenamiento en el centro de Sortilegio,
los salones de mármol de los seguleh.
Jan, en el momento de girarse para llamar a un esclavo, observó la mirada
y se detuvo. Los miembros del linaje familiar gobernante jistarii, que habían
salido a hacer ejercicio esa mañana, también percibieron la tensión. La
multitud se separó y Jan se encontró mirando fijamente a Enoc, el recién
ascendido a tercero; en medio quedaban los terrenos de entrenamiento de
boxeo y los círculos de lucha libre, todos vacíos. Jan observó que los amigos
del joven aristócrata y sus partidarios más cercanos dentro de los rangos
cruzaban el espacio vacío para colocarse a su lado. Sin necesidad de volver la
cabeza, Jan supo que sus amigos habían acudido al suyo. Tendió la espada de
prácticas de madera. Alguien se la quitó de la mano.
—Dale la espalda —siseó Palla, la sexta, por detrás—. ¡Cómo se atreve!
¡Este no es lugar para eso!
Jan le respondió con calma.
—¿Acaso no afirma nuestro joven tercero que es de osadía de lo que se
carece en estos tiempo entre nuestros rangos? —le respondió un gruñido de
rabia contenida. Jan se permitió alzar apenas la barbilla para indicar los
asientos del anfiteatro que les quedaban enfrente—. Mira…, los jueces del
desafío reunidos ya.
—¡Son todos de su familia! —exclamó Palla—. Esto es cosa del
intrigante de su tío, ese gordo de Olag.
Apareció entonces la espada de Jan, ofrecida por la empuñadura desde
atrás. La cogió y empezó a sujetarse la vaina a su fajín. Al otro lado del
campo, el séquito de partidarios de Enoc, jovenzuelos ambiciosos en su
mayoría, empezaron a hacer lo mismo por su héroe. Alguien le pasó a Jan
una calabaza de agua y tomó unos sorbos. Su mirada no abandonó un instante
la máscara de Enoc: un óvalo pálido estropeado solo por dos barras negras,
una en cada pómulo.
¿Así que un año ya? Se quedó sorprendido. El tiempo parecía pasar
mucho más deprisa a medida que envejecía. No era que su intención fuera
envejecer, era solo la consecuencia inevitable de su prolongada espera por
alguien que lograra derrotarlo. Era obvio que Enoc pensaba que había llegado
su oportunidad. Y tenía que reconocer que el osado joven había elegido su
momento bastante bien. Enoc estaba todavía fresco, se había limitado a
estirarse y calentar, mientras que él acababa de terminar con una serie
agotadora de combates de prácticas y estaba ya sudando de agotamiento.
Podría decirse que ese astuto tercero nuevo contaba con todas las ventajas.
Pero Jan estaba donde quería estar. Tenía la sangre caliente y fluía con
rapidez. Sus miembros resplandecían por el calor y los sentía fuertes. La
práctica no lo agotaba como parecía hacer con tantos otros. Más bien lo
revivía. Aun así…, un desafío durante los ejercicios…, un paréntesis en el
que por tradición a todos los miembros de la aristocracia jistarii se les
invitaba a alternar con libertad, a practicar y entrenar. Era una auténtica
descortesía. Una concurrencia de jueces imparciales no lo habría tomado en
consideración siquiera.
Pero estaba fuera de toda duda que debía responder. Era su obligación.
Era el segundo.
Colocó las puntas de los dedos en la empuñadura doble de su espada larga
y salió al centro de la arena del anfiteatro. A lo largo de los años había
perdido la cuenta de todos los terceros que habían llegado y se habían ido
bajo él. Los rangos de los agatii, los mil primeros, eran como un géiser en ese
sentido: siempre arrojando nuevos aspirantes. Y aquel era uno de los
ejemplos más impacientes de un rango notorio por su impaciencia.
Antiguamente se decía que el segundo era el peor rango que se podía
alcanzar. Siempre segundo, nunca primero. Pero con la muerte del último
antiguo que había logrado ser primero, era el tercero al que se consideraba de
ese modo. El rango más incómodo; el escalón más breve… de un modo u
otro. Y este parece pensar que estoy cansado. Muy bien. Que lo piense. Que
desafíe ahora, tan pronto. De un modo tan… precipitado. Así sea. Yo solo
puedo cumplir mi parte y aceptar.
Enoc salió sin prisas para reunirse con él. Los otros jistarii retrocedieron
para despejar el campo mientras los esclavos quitaban el equipo. El viento
estaba en calma y el sol había ascendido lo suficiente en el cielo para no ser
un problema. Jan esperó, la cabeza ladeada. Cuando el tercero se acercó lo
suficiente para permitir una conversación privada, dio comienzo al
intercambio ritual.
—Te concedo esta última oportunidad para reconsiderarlo. Las formas se
han respetado. No habría lugar para la vergüenza.
La mirada era desdeñosa tras la máscara blanca con sus dos líneas negras.
—Esperar no es para mí, Segundo. No tengo intención de aferrarme a mi
escalón… como has hecho tú.
Jan se quedó sin aliento por un instante.
—¿Codicias el primero?
—Ya es hora. Si no quieres guiar, deja sitio entonces a uno que sí está
dispuesto.
Así que eso es lo que susurran en los dormitorios… Cómo han olvidado
todos. Uno no reclama el primero. No se puede tomar. Solo se puede dar. Y a
mí, ni siquiera a mí se me consideró digno. La cólera lo llamaba, y con un
esfuerzo supremo permitió que fluyera y pasara sin rozarlo. No. No debía
haber ninguna emoción. Ningún pensamiento. Este piensa demasiado…, lo
ralentiza. Uno no debe pensar. Uno debe limitarse a actuar. Y él, Jan,
siempre había sido muy rápido en actuar.
Empujó con el pulgar y sacó la hoja una fracción de su empuñadura.
—Muy bien, Tercero. —Inspiró y al exhalar susurró la palabra ritual—.
Acepto.
Los filos se encontraron con un chirrido de estrépito al mismo tiempo que
la última sílaba abandonaba la boca de Jan. Este desvió varios ataques,
observó de forma subconsciente que el joven confiaba demasiado en la fuerza
como refuerzo de un modelo que todavía no estaba del todo a gusto consigo
mismo. Supo por instinto que estaba por encima de él y que cualquiera de los
que estaban por encima del décimo también lo verían. Salvo los jueces. No
estarían convencidos. Haría falta algo mucho más irrefutable.
El pobre muchacho. Al formar la asamblea de ese modo, su tío no me ha
dejado alternativa. Y ahora será él quien pague el precio.
Con todo siguió demorándolo, parando estocadas y rodeándolo. Entre los
rangos más altos, ser tan torpe como para derramar sangre de verdad se
consideraba una descortesía. Las mejores victorias eran las que se lograban
sin semejante crudeza.
La tormenta de la implacable agresión del tercero lo bañó en un repique
constante de acero endurecido, atemperado. Pero él permanecía sereno, un
ojo de tranquilidad rodeado por el filo desvaído de una cuchilla cantarina. Esa
tormenta había sido primero la de un poder imperioso y fanfarrón. Pero luego
empezó a transmitir una nota discordante de confusión, incluso
reconocimiento.
Y una desesperación frenética que se enroscaba.
Jan decidió actuar. Mejor terminar la prueba ya, no fuera a adquirir fama
de cruel. En medio de su danza entrelazada de estocada, finta y contraataque,
el filo de Jan se extendió una fracción de la anchura de un dedo y su giro
hacia dentro permitió que el movimiento de Enoc salvara la distancia que los
separaba más de lo que pretendía; la punta de su hoja lamió el interior del
codo derecho y cortó el tendón.
El brazo derecho de Enoc cayó inerte y la espada larga colgó suelta. El
muchacho quedó paralizado, el pecho subiendo y cayendo en un despliegue
demasiado franco de agotamiento. La mirada enfebrecida detrás de la
máscara era de una incredulidad que se iba desmoronando en horror.
Ahora era un tullido. Oh, sanaría, y con el tiempo era probable que
recuperase el uso del brazo. Pero con esa herida le costaría incluso mantener
una posición dentro de los agatii. Conservaría el derecho a llevar espada, por
supuesto. Pero para él ya no habría más desafíos.
Jan se planteó susurrar una disculpa mientras mantenían ese frágil e
íntimo momento entre contrincantes, pero era muy probable que el joven se
lo tomase como un insulto. Así que no dijo nada.
Ese delicado momento, el aliento de los espectadores contenido durante la
apreciación estética de la belleza de un único corte ejecutado a la perfección
en potencia, ritmo, precisión y forma, pasó.
Y todos los jistarii reunidos se inclinaron en una reverencia ante su
segundo.
Más tarde, esa noche, Jan estaba sentado con las piernas cruzadas cenando
con sus mejores amigos entre los rangos: Palla, la sexta, y Lo, octavo durante
muchos años, aunque en los últimos tiempos, tras la supuesta muerte de
Espadanegra, se le estaba considerando para un ascenso al rango que tanto
tiempo llevaba vacío, el séptimo. Con ellos también estaba un viejo amigo de
su juventud, Beru, uno de los Treinta.
—¿Reclamará Gall el tercero? —le preguntó Jan a Palla.
Palla se echó a reír, agachó la cabeza y se levantó la máscara para tomar
un bocado de arroz y carnes.
—Sí. Y con gratitud por regresar de nuevo a su antiguo escalón.
—¿Gratitud? No actué como lo hice por él.
La seguleh se inclinó, todo formalidad, pero en su voz todavía había
humor.
—Gratitud por recordarle a todo el mundo por qué ha seguido siendo el
tercero durante tanto tiempo.
Jan hizo un gesto suave para cerrar el tema. Se volvió hacia Lo, vio las
siete líneas de hollín que irradiaban de los agujeros para los ojos de la
máscara de su amigo.
—¿Y qué hay de ti? ¿Tomarás el séptimo?
Lo se inclinó con rigidez por la cintura.
—Si se me ordena. Pero no lo busco. Es… desagradable… ascender de
este modo.
Por la postura tensa de Beru, Jan se dio cuenta que tenía algo que decir.
—¿Y tú, Beru?
El hombre se inclinó y mantuvo la mirada desviada.
—Con todo respeto, Segundo. Se habla de un espadachín, sea quien sea,
que asesinó a Espadanegra, el vástago del Señor de la Luna. Algunos dicen
que se le debe considerar el nuevo séptimo. Algunos sugieren un desafío.
Jan estaba estirando el brazo para coger una pizca de carne, pero se
detuvo.
—Sabes que estoy en contra de ese tipo de… aventuras. Me opuse a la
expedición de castigo contra los painitas. ¿En qué nos benefició? Las
habilidades de Mok desperdiciadas contra chusma y aficionados
despreciables.
Sus tres compañeros comieron en silencio durante un rato, todos conocían
sus sentimientos con respecto a Mok, su hermano mayor, que se había
presentado voluntario para silenciar a esos irrespetuosos painitas. Y que
regresó… cambiado. Roto.
Recayó sobre Palla la misión de hablar, era ella la que podía atribuirse
una mayor intimidad con él, como amantes que habían sido. Hasta que los
dos habían ascendido demasiado entre los rangos e intervinieron las tensiones
del desafío.
—Y sin embargo —empezó a decir con cautela—, apoyaste la empresa
de Oru.
Jan hizo un esfuerzo deliberado por suavizar su tono.
—Oru afirmó que había tenido una visión. ¿Quién soy yo para disputar
eso? Le permití pedir voluntarios que quisieran acompañarlo.
—¡Y veinte respondieron! La mayor expedición jamás preparada.
—Cierto. —Y por el mayor objetivo de todos. Pero solo a él, como
segundo, reveló Oru la verdad de su visión…, la creencia de que de algún
modo, en algún sentido, obtendría el honor que les habían arrebatado a los
seguleh tanto tiempo atrás. Una esperanza loca, desesperada. Pero una
esperanza a la que no podía oponerse.
Su mirada recayó en Lo, el rostro vuelto mientras alzaba la máscara para
beber. Quizá debería permitir el desafío. Cualquier hombre que pudiese
derrotar a Espadanegra…, si podía vencer a Lo, podría quedarse con el rango.
Una leve llamada a la puerta irrumpió en los pensamientos de Jan. Asintió
para que Beru respondiera. De rodillas, una mano en la empuñadura de su
espada, Beru abrió la puerta solo una ranura y habló en tono bajo con
quienquiera que estuviera fuera. Tras un breve intercambio la abrió.
Era un anciano, un respetado jistarii sin máscara que había elegido el
camino del sacerdocio. El hombre entró de rodillas, se inclinó y tocó con la
frente el suelo desnudo de madera.
—Mi señor, se solicita tu presencia en el templo. Hay… algo que debes
ver.
Jan inclinó su máscara apenas unos milímetros.
—Muy bien. Acudiré. —El sacerdote volvió a inclinarse. Regresó de
rodillas y salió por el umbral bajo sin darles la espalda. Jan tomó un sorbo de
té para limpiarse la boca.
Palla se inclinó en una solicitud para hablar.
—¿Sí?
—¿Nos permites acompañarte?
—Si lo deseáis.
Desde la cima, Kiska podía ver a gran distancia en aquel mar vacío de luz que
rielaba sin dejar jamás de cambiar. Nada estropeaba la vista. Detrás, la figura
en sombras de Hacedor se había reunido con el cielo. La entidad había
regresado a lo que Kiska caviló que debía de ser un trabajo infinito. ¿Era una
especie de maldición? ¿O una vocación ingrata perseguida con nobleza?
Se volvió hacia la siguiente curva de la playa y contuvo el aliento.
Leoman la encontró así, en cuclillas, con los ojos fijos, y cogió aliento
para preguntar qué le pasaba, pero ella alzó la barbilla y señaló la playa. Él
miró y gruñó una maldición.
Un inmenso cadáver esquelético yacía tirado en medio de la playa. La
mitad de su cuerpo se iba estrechando hacia el oleaje resplandeciente, donde
desaparecía, comido por el Vitr.
El cadáver de un dragón.
Se acercaron juntos. Leoman se aferraba a sus manguales y Kiska a su
bastón, aunque sabía que ninguna de las armas iba a ayudarlos si la bestia
demostraba ser una especie de criatura no muerta. Pero no había inteligencia
que animara las cuencas oscuras de los ojos. La carne del enorme morro, en
sí ya de mayor longitud que ella o Leoman, estaba seca, encogida sobre las
aberturas oscuras de las aletas de la nariz. Unos dientes curvos amarillos, el
sueño de cualquier alquimista, les devolvían una sonrisa.
¿Quién había sido ese eleint en vida? ¿Lo habían conocido los humanos?
¿O era esa la extensión de su existencia…, esta breve y titánica lucha para
escapar del Vitr? La idea entristeció a Kiska.
Leoman se aclaró la garganta, pero no dijo nada. Ella asintió y tragó
saliva. Mientras se alejaban, la mano de Leoman encontró la de su
compañera, pero esta la retiró. Disimuló su reacción adelantándose con paso
impaciente hasta donde la playa terminaba en un pequeño derrumbamiento de
rocas volcánicas porosas que se habían soltado.
Tras un rato, Leoman la llamó.
—No hay prisa, muchacha.
Ella agachó la cabeza e hizo una pausa sobre las rocas irregulares que se
metían en las olas resplandecientes del Vitr. Volvió los ojos y miró al
hombre; este se acercaba con lentitud, poniendo mucho cuidado en dónde
ponía los pies.
—No sabemos con seguridad…
—¡Sí, sí! Lo sé. Ahora apúrate.
Leoman llegó junto a ella y le guiñó un ojo.
—No querríamos matarnos cuando estamos tan cerca, ¿no?
—¿Tan cerca de qué?
Él se cepilló el bigote.
—Pues de una respuesta. En un sentido u otro.
—Leoman —empezó a decir ella, despacio, mientras saltaba de roca en
roca—, prométeme una cosa, ¿quieres? Por si cayera en el Vitr y terminara
quemada y echa cenizas.
—¿Y qué es, muchacha?
—Que te afeitarás ese estúpido bigote. —Bajó de un salto a las arenas
negras de la siguiente y larga extensión de playa—. Y deja de llamarme
«muchacha».
Leoman se dejó caer con un golpe sordo junto a ella, se pasó un dedo por
el bigote y sonrió.
—Que sepas que a las damas siempre les encanta cuando…
—¡No quiero saberlo! —lo cortó ella—. Muchas gracias.
—Eso dices siempre. Pero te prometo que te…
Kiska había levantado de golpe una mano. Después se arrodilló y él se
reunió con la mujer.
Huellas en las arenas. Diferentes de cualquier rastro que ella hubiera visto
jamás, pero huellas de todos modos. Cuando todavía no habían visto ni la
primera. Una especie de paso arrastrado y torpe. Kiska señaló a los
acantilados del interior hacia los que trepaba la playa. Leoman asintió. Soltó
sus manguales para agarrarlos con las manos, las cadenas sujetas contra los
mangos. Kiska preparó su bastón.
Se quedaron al borde del cabo rocoso y se deslizaron hacia el interior sin
dejar de vigilar el lugar donde la playa terminaba en los acantilados. Kiska
vio las bocas oscuras de varias cuevas. Miró a Leoman y señaló. Él asintió.
Al llegar al acantilado, Kiska se adelantó, yendo agachada de un refugio a
otro. Detrás de ella, un gruñido estrangulado anunció las objeciones de
Leoman. La primera abertura era estrecha y ella se deslizó en el interior, el
bastón sujeto y listo para atacar. El exiguo espacio estaba vacío. Pero era
arena compacta lo que cubría el suelo y las depresiones mostraban dónde
podrían haberse sentado o echado personas, o cosas. ¿Una población? ¿Allí?
¿De qué naturaleza? Un sonido le puso de punta el vello de la nuca. Un
lamento agudo. Los manguales de Leoman, que él lograba que alcanzasen
una velocidad vertiginosa, mayor de lo que ella había visto u oído mencionar
jamás.
Kiska salió de un salto de la cueva y vio que el hombre se enfrentaba a
una multitud de criaturas deformes. Demonios, monstruosidades invocadas,
todas combadas o heridas de algún modo. Se aferraban al aire con manos
mutiladas repletas de garras. Los rostros de algunos no eran más que manchas
que babeaban. La mayor parte alzaba miembros demasiado tullidos para
suponer algún peligro. Leoman los mantenía a distancia de espaldas a la boca
de la cueva.
—¿Qué queréis? —chilló Kiska—. ¡Hablad! ¿Me entendéis?
Entonces el suelo tembló. Kiska se tambaleó, recuperó el equilibrio y
miró arriba. Una criatura gigantesca se había unido a la multitud. Parecía
haber bajado de un salto del acantilado. Se irguió y alcanzó una altura mayor
que la de un thelomenio. Unos pies enormes con garras extendidas, como las
patas de un ave de presa, se clavaron en las arenas. El torso ancho estaba
blindado, como el de un lagarto de río. Apartó a un lado a sus compañeros
más pequeños con unas manos anchas, ennegrecidas, con garras. Una
inmensa melena greñuda de pelo áspero rodeaba unos ojos rojos abrasadores
y una boca de dientes mal alineados que parecían dagas.
Kiska le lanzó una mirada rápida a Leoman, que asintió, y los dos se
metieron de un salto en la cueva. En el estrecho pasillo de la entrada ella se
puso delante, no había espacio para manguales.
Una sombra ocluyó la abertura. Retumbó una voz profunda de piedras
moliéndose.
—¿Quiénes sois y qué deseáis aquí?
—¡Quiénes sois vosotros para atacarnos!
—No os atacamos, ¡vosotros invadís! Este es nuestro hogar.
—No sabíamos que vivíais aquí…
—Bueno. Incluso sabiendo que vosotros erais los extraños aquí, asumís
que los intrusos somos nosotros. Típico de humanos.
Kiska miró a Leoman, que puso los ojos en blanco. Un sermón sobre
modales era lo último que se esperaba.
—Entonces… ¿esto es un malentendido? ¿Podemos salir?
—No. Quedaos dentro. Aquí no queremos a los de vuestra calaña.
—¿Qué? ¿Y ahora quién se está poniendo desagradable?
—Habéis demostrado que sois hostiles. Debemos protegernos.
Permaneced dentro. Debatiremos vuestra suerte.
—¡Dejadnos salir! —Kiska se quedó quieta, a la escucha, pero no
respondió nadie. Se adelantó un poco y vio una pared sólida de las deformes
criaturas bloqueando la salida. Volvió a meterse, se derrumbó contra un muro
y se deslizó hasta la arena.
Leoman se agachó a su lado. Miró la estrecha cueva que los rodeaba.
—Así que volvemos a las mismas, ¿eh?
Con los brazos rodeándose las rodillas, Kiska se limitó a gruñir a modo
de asentimiento.
—Podríamos salir a la fuerza —caviló él.
—Eso solo confirmaría el juicio que ya se han hecho, ¿no?
—Supongo. Me pregunto cuánto tendremos…
La joven arqueó una ceja.
—¿Eh?
—Porque podríamos aprovechar un poco el tiempo…
—¡Leoman! ¿Es que no puedes dejar de pensar en eso un minuto?
Su compañero se encogió de hombros con gesto expansivo.
—Tienes que aprender a relajarte cuando no tienes ningún control sobre
la situación. No puedes hacer nada, ¿verdad? Venga, te frotaré la espalda.
Kiska lanzó un bufido, pero le costó contener la sonrisa que la invadía.
—Leoman, me puedes frotar la espalda si me prometes una cosa…
Hay un barranco escarpado entre las colinas del este de Darujhistan que todos
los habitantes de la zona saben que deben evitar. Para algunos es la guarida
de un gigante. Para los que han viajado, o pasado tiempo hablando con los
que han viajado, es solo el hogar de un thelomenio del norte, o toblakai,
desplazado.
Había merodeado por allí durante casi un año. Y aunque varias personas
se habían quejado a las autoridades tribales, nadie había organizado una
partida de guerra para expulsarlo. Quizá era porque, aunque hosco y era
obvio que forastero, el gigante en realidad no había matado a nadie todavía.
Y la mujer que estaba a veces con él terminaba pagando por los animales que
se llevaba él. Y él parecía afectuoso, de una manera un tanto brusca, con los
dos niños que lo acompañaban. O quizá era porque era un gigante con un filo
de piedra que parecía más alto que la mayor parte de los hombres.
En cualquier caso, se corrió la voz y el barranco se convirtió en un lugar a
evitar, adquirió la mala reputación de ser la guarida de lo que fuera que
cualquiera deseara atribuirle. Las tribus de la zona se acostumbraron a tener a
alguien a una distancia muy conveniente al que echarle la culpa cada vez que
desaparecía una cabra o se agriaba una lechera. Unos cuantos embarazos sin
explicación también se los achacaron a él, acusaciones de las que la mujer
forastera que estaba con él se rio con un desprecio irritante. Cosa que también
hizo con las subsiguientes amenazas coléricas de desollar a la criatura.
Con el tiempo, algunos habitantes de la zona afirmaron que a la luz difusa
de la luna reformada lo habían visto en cuclillas en lo alto de las
estribaciones, mirando con furia al oeste, donde podían empezarse a
distinguir las llamas azules de Darujhistan resplandeciendo en el horizonte.
¿Lo habían expulsado de ese pozo de todo pecado? ¿O había escapado de
la mazmorra de uno de los doce magos malignos que los ancianos de los
clanes afirmaban que gobernaban en secreto ese nido de maldad? ¿Planeaba
venganza? Si era así, quizá merecía su tolerancia; la destrucción de esa
mancha de iniquidad era el objetivo eterno de los ancianos de los clanes, por
lo menos cuando no estaban visitando sus burdeles.
Así que se estableció una especie de acuerdo entre los clanes de las
colinas Gadrobi y su visitante extranjero. Los ancianos esperaban que fuego y
espada fuera lo que albergaba el gigante en su corazón para Darujhistan,
mientras que los integrantes de las partidas de guerra respiraban de alivio en
secreto por no tener que enfrentarse a su espada de piedra.
En cuanto a la criatura en sí, ¿quién podía decir lo que yacía en el interior
de su corazón de piedra? ¿Lo habían echado de la ciudad por ser un agitador
recalcitrante que alteraba la paz? ¿O le había dado él la espalda a esa
degenerada sentina de vicios y, noble como era, se había establecido en las
colinas, lejos de su influencia corruptora? ¿Quién podía decirlo? Quizá, como
murmuraban algunos ancianos con tono lúgubre, solo dependía del lado de
los muros en el que se agachara uno.
Envidia se quedó sentada, sola, durante un buen rato, sin moverse, la mano
detenida sobre la carta que trabaría el remolino del patrón de futuros que
tenía ante ella. Orbe alto, por supuesto. La carta de la autoridad y el gobierno.
Y el Obelisco cerca. Pasado y futuro combinándose. Pero ¿qué había de ella?
¿Qué había de Envidia?
Unas sombras se arrastraron por las superficies de las cartas. El cielo se
oscureció. Por fin Envidia cobró ánimo suficiente para levantar la carta de la
cima de sus compañeras y sostenerla sobre la posición central.
La giró y la soltó de golpe como si quemara. Se llevó las manos a la
garganta. Jadeó, incapaz de hablar. Un gran gorgoteo inhumano, un alarido,
estalló en ella y explotó una descarga de poder que hizo volar por los aires el
techo del pabellón. De entre las llamas ondeantes salió con paso seguro
Envidia. Subió con las piernas rígidas por un sendero del jardín, sus
suntuosas túnicas chamuscadas y ardiendo sin llama. Los pesados capullos de
las flores le sonreían y saludaban. Con un gruñido, la dama convirtió uno de
un golpetazo en un remolino de pétalos carmesíes.
Una lluvia de cartas cayó aleteando por el distrito de las Haciendas esa
tarde. Parejas de aristócratas que habían salido a dar un paseo observaron,
confusas, los rectángulos ennegrecidos que se precipitaban por los caminos.
Los sirvientes se embolsaron muchas al reconocer las pinturas de oro y plata
y la exquisita, aunque estropeada, calidad de la producción. Un tutor
contratado para meter un poco de sentido común en los malcriados retoños de
una familia noble vio una carta tirada en una entrada de servicio y se agachó
para recogerla. Puesto que tenía cierto acceso a la senda de Mockra, por
pequeño que fuera, la soltó de inmediato por estar maldita.
La carta focal, el eje del reparto, cayó en las sombras profundas que había
junto a un invernadero, donde yació medio quemada sobre la tierra húmeda y
fresca. Lucía en su superficie los restos apenas discernibles de una figura
oscura y encapuchada, coronada por una noche de azabache.
El Rey de la Gran Casa de Oscuridad.
El vigilante hizo sus rondas de la Barbacana del Déspota como hacía cada
tarde. Con el ocaso, el clamor de Darujhistan, las llamadas de los mercaderes
callejeros y los rebuznos de los animales de tiro iban muriendo, aunque
todavía era muy temprano para que los Carasgrises comenzaran sus
silenciosas rondas de chorro de gas en chorro de gas para encender las llamas
azules que desgarrarían la noche.
Arfan expandió el pecho e inhaló una buena bocanada del aire fresco que
llegaba del lago. Buena prebenda, ese puesto. Si ciertas partes querían que se
echara un ojo a esos polvorientos monumentos en ruinas al pasado de la
ciudad, por él no había problema. Este guardia retirado de la ciudad estaba
encantado de ofrecer sus servicios. Allí no había nada que pudiese tentar a
ningún ladrón. La cima de la colina estaba abandonada. No como la torre del
Insinuador. Esas ruinas le daban escalofríos. Todo el mundo tenía razón al
pensar que el sitio estaba embrujado. Pero allí no. Aquellos cimientos caídos
de piedra blanca salpicada de malas hierbas permanecían en silencio. En las
más oscuras de las noches podía incluso ver a veces el fulgor lejano de las
llamas azules parpadeando entre partes de las paredes de piedra blanca. De
hecho, era bastante bonito.
Esa tarde el tiempo era inusualmente fresco. Se abrazó con un
estremecimiento. Muy poco propio de la estación. Hizo sus rondas dando
patadas con los pies embutidos en sandalias para calentarlos. A la luz del
crepúsculo, en las ruinas de la cima de la colina, el aire parecía rielar. Se
detuvo y apoyó la lanza contra la base de un muro roto para frotarse las
manos. El aire parecía estar lleno de vapor, como después de una lluvia de
verano. Pero no había llovido en días. Recuperó la lanza, pero lanzó un
gañido y la dejó caer. El asta de madera estaba congelada.
Unos jirones de nubes volaban por el cielo, enviando un confuso derroche
de sombras sobre la colina y la ciudad que había detrás. El vigilante guiñó los
ojos bajo el fulgor cambiante de la luz de las estrellas, estaba viendo algo.
Quería huir, pero también sabía que su obligación era quedarse, así que se
agachó y empezó a avanzar por detrás del refugio que le ofrecían las ruinas
de un muro curvo. Más de cerca vio la condensación que punteaba el muro y
resbalaba en gotas por la piedra lisa como la piel.
Se levantó un viento repentino que acabó en una tormenta de polvo y
tierra. Arfan se protegió los ojos; era como uno de esos remolinos fortuitos de
polvo que surgían en el calor del verano. Alzó la vista, sus ojos convertidos
en meras ranuras, y entre las sombras cambiantes y el polvo que soplaba
creyó ver algo…, una imagen fantasmal, un espejismo acuoso reluciente: era
como si se encontrara junto a una inmensa estructura. Un edificio, un palacio,
alto y ornamentado, que se asomara a la ciudad allí, en el siguiente
montículo, la colina de la Majestad. Todo recubierto de lo que parecía ser una
cúpula inmensa.
Y después una ráfaga más fuerte de aire y la imagen fantasma vaciló, se
fragmentó y se alejó flotando convertida en trizas que desaparecieron como la
bruma. Y el vigilante echó a correr…, bueno, echó una carrerita, en realidad,
tan rápido como pudo, resoplando y jadeando colina abajo para llevarle
recado a su contacto, un agente de aquel que se hacía llamar Rompecírculos.
Regresaron a Hurly. Azogue se aseguró de que el tipo fuera por delante todo
el camino. Los llevó a otra de las muchas posadas y tabernas que salpicaban
aquel pueblo nacido con aquella fiebre de buscatesoros: el Medio Remo.
Cogieron una mesa y el hombre se disculpó para ir a la habitación que tenía
arriba.
En cuanto dejó la mesa, Orquídea se dirigió a Azogue con un susurro
fiero.
—No me fío de él para nada.
Azogue lanzó una risita.
—Pues me alegro, joder.
—Es un asesino.
—Es muy probable. Pero ¿es un asesino honesto?
—¿Cómo puedes bromear así? Me da escalofríos.
Azogue se pasó las manos por el pelo enmarañado.
—Mira, tú quieres irte a los Engendros y él está dispuesto a llevarnos.
Una cosa de la que puedes estar segura, habrá muchos más como él ahí fuera.
Y tengo la sensación de que es mejor que esté con nosotros que contra
nosotros.
Pidieron té y muy poco después volvió el hombre. El manto había
desaparecido, dejando al descubierto un chaleco de parches multicolores
sobre una camisa de seda negra de mangas ondulantes. El negro hacía juego
con el pelo, la barba y los ojos.
—Bueno —preguntó Azogue—, ¿y cómo te llamas?
—Puedes llamarme Malakai. ¿Tú?
—Rojo.
Malakai esbozó una sonrisa fría.
—Y la chica es Orquídea, he de entender —dijo, sus ojos no dejaron los
de Azogue—. Un nombre interesante.
Un joven sirviente les ofreció agua con vinagre para beber, después una
comida de ave acuática asada. Partieron la carne con las manos.
—Nos vamos en el barco de mañana —dijo Malakai—. Tú, Rojo, serás
mi guardia. Y tú, Orquídea… Bueno, tú hazte la importante. —La chica
pareció encogerse bajo la mirada del hombre—. Hablas y lees el idioma, ¿es
eso?
Orquídea irguió los hombros.
—Sí.
—¿Cómo adquiriste un don tan poco común?
La chica cobró ánimos de forma visible y se apartó la melena rebelde.
Parecía tomarse las preguntas del hombre como una especie de examen que
hubiera que hacer antes de que se tiraran a la basura cincuenta concejos de
oro.
—Me crie en un templo-monasterio dedicado al culto de la Noche
Ancestral. Kurald Galain, en la lengua antigua. Las monjas y los sacerdotes
me enseñaron el idioma, los rituales y la escritura.
—¿Y eres un talento en esa senda?
La chica se desinfló y sacudió la cabeza.
—No. Es decir…, a veces tengo la sensación de que hay algo ahí. Pero
no, nunca pude invocar la senda.
Malakai frunció el ceño como si su decepción fuera enorme y Azogue se
retorció, incómodo con la diversión que hallaba el tipo atormentando a la
chica. El hombre apoyó la barbilla en las manos.
—Dime, entonces, lo que sepas de la historia de Engendro de Luna.
Orquídea asintió y tomó un trago de agua. Su mirada se perdió en la
distancia y empezó a hablar con lentitud, como si estuviera analizando un
texto visible solo para ella.
—Nadie conoce en realidad los orígenes de lo que llamamos Engendro de
Luna. Surgió de Noche Ancestral, pero ¿qué era antes de eso? Algunos
sostienen que es un resto de un artefacto k’chain che’malle que se aventuró
dentro de Kurald Galain y fue tomado por los andii. Quizá. Otros sugieren
que se encontró abandonado y vacío en el fondo de las grandes profundidades
de Noche Absoluta. En cualquier caso, Anomander Rake la introdujo en este
reino junto con una legión de su raza, los tiste andii, que lo seguían puesto
que era el hijo de su única deidad, madre Oscuridad.
Azogue abrió la boca de puro asombro. Él había oído toda clase de
leyendas y cuentos que mencionaban esos antiguos acontecimientos, ¡pero es
que la chica los contaba como si fueran una verdad literal!
Orquídea reanudó su explicación tras otro sorbo.
—Durante siglos, Engendro flotó sobre los continentes, vagando por
todas partes. Sabemos que es verdad porque figura en casi todas las
mitologías de cada tierra. Durante esos siglos sus habitantes se relacionaron
pocas veces con los asuntos humanos, los jaghut o los k’chain. Todo eso
cambió, sin embargo, con el auge del Imperio de Malaz y su gobernante,
Kellanved. Por alguna razón, el emperador se ganó la enemistad de
Anomander. Algunos sugieren un ataque fracasado contra Engendro por parte
de Danzante y Kellanved.
Se encogió de hombros y se aclaró la garganta.
—En cualquier caso, Anomander se opuso a la expansión malazana aquí
en Genabackis. Ese fue el origen de los enfrentamientos arriba en el norte, el
asedio de Pale, la fractura y caída del Engendro y todo el desencadenamiento
de la Noche Elemental en Coral Negro.
Mientras escuchaba esa letanía, un recuerdo se apoderó de Azogue de
repente: los ojos clavados en el vientre oscuro de esa montaña suspendida
mientras Pale ardía abajo, una ciudad en llamas. Luego, el suelo
estremeciéndose, los oídos ensordecidos, mientras todos los magos supremos
del antiguo emperador invocaban su poder contra el señor de esa montaña…
Tuvo un escalofrío, parpadeó y se limpió los ojos.
Ni Malakai ni Orquídea parecieron notarlo. El hombre estaba asintiendo,
la mirada distante, como si meditara.
—Habría ganado, creo, si los taumaturgos de la Mano de Pale no lo
hubieran traicionado para pasarse a los malazanos.
—¿Querías que ganara? —dijo Orquídea, indignada.
Malakai seguía asintiendo.
—Oh, sí.
—¿Apoyarías al inhumano antes que al humano?
La sonrisa del hombre era una cuchilla.
—Admiraba su estilo.
Azogue se aclaró la garganta.
—Bueno, mañana. ¿Suministros? ¿Equipaje?
Malakai se recostó en su asiento y volvió hacia él su mirada de lagarto.
—En mi habitación. Tengo cuerda, aceite, lámparas, alimentos secos.
Solo hemos de adquirir agua.
—Y cuadrillos de ballesta. Necesitaré más.
Malakai negó con la cabeza.
—Creo que te encontrarás con que ya se han trasladado a la isla más que
suficientes. Eso y otras cosas. —Su mirada oscura se clavó en la mesa llena
de marcas—. Es probable que la isla esté en estado de guerra. Puede que nos
ataquen en cuanto lleguemos a tierra. Para quitarnos la comida, los
pertrechos. Hace más de un año que las ruinas son un terreno de caza sin ley.
Es probable que las partidas más fuertes ya se hayan instalado y reclamado
algún territorio. Puede incluso haber algún tipo de impuesto por el derecho de
paso. Es muy probable que haya esclavitud. He oído que ya hace más de dos
meses que no regresa nadie. Quizá a los recién llegados se los mate ya de
entrada por ser bocas inútiles que alimentar.
Orquídea se lo quedó mirando, era obvio que aquella evaluación serena la
había conmocionado.
—¿Y estabas dispuesto a meterte en esa boca de lobo tú solo? —dijo
Azogue.
El hombre sonrió como si disfrutara de la perspectiva.
—Pues claro. ¿Tú no?
Azogue tomó un trago para mojarse la garganta.
—Bueno, supongo. —Lo cierto era que no había pensado mucho en lo
que podría aguardarlo en las islas. Todos sus planes se habían concentrado
solo en salir de allí. Después de eso, bueno, imaginaba que iría viendo por
dónde soplaba el viento. Una estupidez, quizá. Pero tenía sus tabas afeitadas
en el agujero y habilidades poco comunes que ofrecer. Además, las cosas
quizá no estuvieran tan negras como ese tipo malsano quería sugerir.
—¿Amigos tuyos, Rojo? —susurró Malakai en el silencio.
Sorprendido, Azogue alzó los ojos de las cicatrices de sus nudillos. Tres
hombres atestaban la mesa. Su amigo de la noche anterior, Jallin, y dos
matones. El Sustos lucía un gran cardenal morado en la sien, donde le había
dado con un knut Azogue, que, al verlo, puso los ojos en blanco.
—¡Por el amor de Ascua, muchacho! ¿Qué pasa ahora?
Jallin llevaba una porra en las manos, la aferraba con tal fuerza que tenía
los nudillos blancos. Separó los dientes de los dientecillos afilados.
—Tres concejos es lo que es ahora.
—¿Tres?
—Los intereses.
—¿De qué está hablando? —preguntó Orquídea.
Los ojos de Jallin, hundidos e inyectados en sangre, se posaron en ella un
momento. Sus labios se crisparon en una mueca de lujuria.
—Te he visto por ahí. Al final te has derrumbado y has vendido lo último
que te queda, ¿eh?
Azogue cortó en seco el grito de Orquídea.
—Déjalo ya, muchacho. No sigas por ahí.
La carcajada de desdén del joven era enfebrecida. Azogue se preguntó
cuándo sería la última vez que había comido. Jallin les echó un vistazo a sus
compañeros.
—¿Oís eso? El tipo llega ayer y de repente ya es el gobernador. Bueno,
déjame decirte una cosa: viejo, nos das esas bolsas, quedamos en paz y nadie
sale herido.
—Eso no puedo permitirlo —dijo Malakai.
Jallin le lanzó una mirada al hombre, como si lo viera por primera vez. Se
encogió de hombros en un gesto crispado de menosprecio.
—No te metas en esto si sabes lo que te conviene.
La brecha de la boca de Malakai se ensanchó en una gran sonrisa. Azogue
notó que los compañeros de Jallin no estaban en absoluto tan seguros de sí
mismos como él. Uno se lamía los labios con gesto nervioso mientras el otro
observaba a Malakai con clara inquietud.
Malakai levantó las manos enguantadas con la palma hacia abajo. Les dio
la vuelta y de repente las dos sostenían cuchillos de lanzamiento. Les dio la
vuelta otra vez y los cuchillos desaparecieron. Lo hizo una y otra vez, cada
vez más rápido, las hojas parecían casi parpadear entre la existencia y la
nada. Los dos matones se quedaron mirando, fascinados, casi hipnotizados
por la demostración. Por su parte, Azogue se preguntó si lo que estaba
contemplando era producto de la manipulación de alguna senda o pura
habilidad.
Por fin, e impresionando a todo el mundo, una hoja se clavó en la mesa
delante de cada uno de los dos matones contratados. Los dos se apartaron con
un estremecimiento y luego, tras compartir una mirada rápida, continuaron su
retirada y dejaron a Jallin allí de pie, muy quieto, moviendo la boca. Todos
los ojos se volvieron hacia el joven, cuyo pecho palpitaba como si le faltara el
aire.
—Maldito seas en los senderos del Embozado. ¡Juro que te arrancaré la
cabeza! —Arrojó la porra, que Azogue desvió con un antebrazo levantado, y
salió con paso firme tras sus compañeros.
Era obvio que Orquídea quería preguntar qué estaba pasando allí, pero en
su lugar su mirada se volvió hacia Malakai y Azogue notó que la chica
empezaba a preguntarse quién era ese hombre a cuyo servicio había entrado.
En cuanto a él, entendía ya por qué el hombre estaba dispuesto a aventurarse
solo en los Engendros. El tipo le parecía un cruce entre sus viejos
compañeros del ejército, Ben el Rápido y Kalam. Se preguntó quién sería y
qué buscaba allí fuera. Y en qué se había metido él al venderse por cincuenta
concejos de oro.
Malakai se limitó a volver a estudiar la mesa como si ya hubiera olvidado
el incidente y no fuera consciente de la silenciosa mirada de sus compañeros.
3
En tiempos antiguos, un seguleh naufragó en las costas cercanas a Nathilog. El gobernante local,
queriendo impresionarlo con la fuerza y el poder de su ciudad-estado, llevó al guerrero a hacer una
visita de los ciclópeos muros circulares, las gruesas fortificaciones y las profundas torres del homenaje
que era la fortaleza en el Nathilog de esa época. Cuando terminó la larga y detallada demostración, el
gobernante se volvió hacia el hombre.
—¡Ya ves! —le dijo—. ¡Ahora puedes regresar a tu hogar y convencer a tus conciudadanos de lo
inexpugnable y poderosa que es nuestra tierra!
—No tengo más que una pregunta —respondió el seguleh.
—¿Sí? —lo alentó el gobernante.
—¿Por qué vivís en una prisión?
Historias de Genabackis
Sulerem de Mengal
Alrededor de media tarde, Leff despertó con el chirrido del cabrestante. Los
guardias lo estaban subiendo. Chamusco y él se acercaron. Era el erudito,
Ebbin. Chamusco se inclinó para ayudarlo a salir y dio una sacudida cuando
el hombre pareció caer en sus brazos. Leff ayudó a izarlo por encima del
borde del pozo y los dos lo dejaron en el suelo, donde quedó jadeando, el
rostro reluciendo pálido como la leche.
—¿Dónde está el capitán? —preguntó uno de los guardias.
—Agua —jadeó Ebbin, Leff lo ayudó a incorporarse mientras Chamusco
iba a buscar un cuero. El erudito tomó un largo trago, se salpicó la cara y
sacó un trapo para secársela—. Ahí abajo —dijo sin aliento, ronco—. Una
trampa. Se los llevaron.
—¿Se los llevaron? —repitió el guardia.
Ebbin asintió. Parecía a punto de estallar en lágrimas.
—Enséñenoslo —dijo el guardia.
Ebbin se lo quedó mirando con la boca abierta.
—¿Qué?
El guardia dio un paso atrás y sacó su espada larga. Chamusco y Leff se
miraron y apoyaron las manos en los mangos de sus espadas cortas. Ebbin se
levantó con un esfuerzo evidente.
—¿Enseñaros? —Se rio. De forma bastante desconcertante, pensó Leff—.
No tenéis ni idea…
El segundo guardia levantó una ballesta amartillada.
—Nos lo enseñas, viejo, o mueres ya.
Ebbin miró de uno a otro, se llevó las manos a la cara y gimió tras los
dedos.
—Los dioses me perdonen… —Después apartó la mano de Chamusco de
su arma—. ¿Deseáis verlo? —le preguntó al guardia—. ¿Verlo de verdad?
El hombre señaló el pozo con la espada larga.
—Tú primero.
—Si no hay más remedio. —Ebbin miró a Chamusco y Leff—. Vosotros
dos. Bajadnos.
Leff se rascó la mejilla, confuso.
—Bueno, si usted lo dice, erudito.
—Esas son mis órdenes. —Pasó los pies por encima del borde de piedra
del pozo y empezó a preparar el columpio.
—Volvemos a subir nosotros primero —le advirtió el guardia.
Ebbin asintió con un gesto largo y lento.
—Sí. Vosotros primero.
Le pareció a Leff que no bien había descendido el segundo guardia cuando ya
se sacudió la cuerda con la señal para que la subieran. Chamusco y él
hicieron girar el cabrestante de barril para volverlo a subir y se llevaron una
sorpresa cuando vieron que el ocupante del columpio era Ebbin. Chamusco lo
ayudó a salir.
—¿Y los guardias, señor? —preguntó Leff—. ¿Lo vieron?
El erudito lucía una palidez enfermiza y volvía a jadear. Sacó un trapo y
se limpió el sudor de la cara. Asintió.
—Oh, sí. Averiguaron lo que le había pasado a su capitán.
—Entonces… —empezó a decir Chamusco—, ¿esperamos por ellos?
—No. No van a volver a subir. —Ebbin se sujetaba la frente, parecía
desfallecido.
—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó Leff.
—No. Yo…, yo no me encuentro bien. Necesito volver a Darujhistan. —
Asintió con un vigor repentino—. Sí. Eso es. Debo ir a Darujhistan.
—Recogeremos el campamento, entonces —dijo Leff.
—¡No! Vosotros dos esperad aquí. Vigilad el campamento. Esperad por
mí. ¿Sí?
Leff frunció el ceño, indeciso.
—Bueno…, si usted lo dice.
Ebbin lo cogió por el antebrazo.
—Excelente. Gracias. —Hizo una pausa, parpadeó y luego miró a su
alrededor, como confuso—. Y ahora cerraréis aquí, ¿sí? ¿No bajaréis?
Chamusco y Leff se miraron: ¡este hombre está loco!
—No, señor. No tiene que preocuparse por eso. No vamos a bajar ahí.
—¡Bien! Bien. Sabía que podía confiar en vosotros. Ahora debo irme.
—¿Irse? ¿Ahora? —Leff alzó una ceja—. Está cayendo la noche, señor.
De verdad que no deberíamos dejar que se vaya solo. ¿No puede esperar
hasta mañana?
Ebbin se sacudió como si lo hubieran pinchado.
—¡No! ¡Debo ir! Es importante… Lo presiento.
Chamusco y Leff intercambiaron una mirada. Chamusco inclinó la cabeza
para indicar que Leff debería acompañar al erudito. Leff se estremeció,
ofendido, y señaló a su vez a su compañero. Chamusco indicó con gestos
coléricos que debería ir Leff. La mano de Leff se posó en la empuñadura de
su espada y retó al otro con una mirada furiosa.
—¡Tío! —exclamó una voz que salió del atardecer creciente y los dos
guardias se giraron en redondo, las manos en las armas.
De repente tenían a una chica delgada muy cerca. Vestía unas túnicas
blancas sueltas que ondeaban bajo el viento débil de la tarde. Iba descalza.
Unos anillos le destellaban con tonos dorados en los dedos de los pies.
Ebbin se quedó mirando a la chica sin entender nada en absoluto.
—¿Tío?
—Sí —le respondió ella con una sonrisa. Cogió el brazo del hombre y se
apoyó contra él—. ¿Me permites llamarte así? Siento que hay una especie de
conexión entre nosotros, ¿sí? ¿Tú también la sientes?
Chamusco se aclaró la garganta.
—Esto, ¿señorita? ¿Se ha perdido?
La joven hizo caso omiso de él, fue como si no hubiera hablado siquiera.
Susurró algo al oído de Ebbin y las cejas del erudito se alzaron.
—¿De veras? ¿De él?
La chica asintió con entusiasmo.
—¡Oh, sí! Está deseando oír lo que has encontrado.
Ebbin se pasó una mano por los ojos.
—¡Dioses! ¡Lo que he encontrado! Sí. Por supuesto. —Se volvió hacia
Chamusco y Leff, se frotó los ojos y los guiñó como si intentara concentrarse
en ellos—. Ah, vosotros dos. Yo iré con esta chica de aquí. Vosotros dos,
quedaos.
Los dos guardias se miraron otra vez.
—Creo —empezó a decir Chamusco con tono respetuoso— que los dos
deberían regresar al campamento con… —Se detuvo porque la chica había
estirado un brazo de pronto y había aparecido una hoja de un cuchillo en su
mano. La punta afilada se cernía a menos de un dedo de su garganta.
—Habéis visto y oído suficiente —dijo.
—¡No! —gritó Ebbin, que salió de su ensimismamiento—. No les hagas
caso. No tienen ni idea…
Los ojos delineados con kohl de la chica, en ese momento con unos
profundos toques de color carmesí ardiente, se deslizaron hacia el erudito. El
brazo se flexionó y la hoja desapareció. La chica inclinó la cabeza.
—Como ordenes, tío.
Pero Ebbin se había alejado tambaleándose.
—Darujhistan —murmuraba—. Hay algo…
La chica se quedó un momento mirando a los dos hombres. Una sonrisa
jugueteaba alrededor de sus gruesos labios mientras disfrutaba de la extrema
incomodidad de los dos guardias. Luego les guiñó un ojo, les lanzó un beso y
se alejó sin prisa en pos de Ebbin.
Leff dejó escapar un suspiro largo y tenso.
—Dioses del inframundo —murmuró Chamusco.
—Me recuerda a la señora.
Chamusco ladeó la cabeza.
—Sí. Es igual. ¿Y ahora qué?
—¿Ahora? —Leff le dio una patada a la tapa del pozo—. Ahora yo diría
que volvemos a estar sin trabajo.
—Mierda.
Era todo muy confuso para Ebbin. Sabía que tenía que volver a Darujhistan,
aunque el porqué no lo sabía en realidad. Era una especie de instinto, o
certeza abrumadora. Entonces apareció una chica en medio de la llanura y
afirmó que la había enviado Aman. Y lo que era más extraño todavía, de
algún modo la reconoció, aunque estaba seguro que no la había visto jamás
en su vida.
Al cabo emprendieron una caminata penosa. Las piernas le dolían más de
lo que había experimentado nunca. Sentía las plantas de los pies como si se
las hubieran golpeado con porras. Y estaba sufriendo alucinaciones. A veces
parecía que la llanura del Asentamiento entera era una enorme
conglomeración urbana de edificios de barro cuadrados con tejados planos,
todos metidos unos por otros. El humo de un sinfín de hogares se alzaba al
cielo nocturno mientras Taya y él recorrían las estrechas y retorcidas calles de
la gigantesca ciudad.
Por supuesto, comprendió Ebbin, ¡la llanura del Asentamiento!
Algo más adelante, vislumbrado entre las estrechas ranuras de los altos
muros de barro, a veces se alzaba una especie de edificio abovedado, como
un monumento o un templo inmenso. Su piedra pálida refulgía con una
luminiscencia azul clara que le sonaba de algo. Otras veces la gran extensión
urbana yacía aplastada en ruinas, en llamas todo alrededor, víctima de una
especie de levantamiento titánico.
Cuando entraron en Pueblo Cuervo estaba desesperado por descansar un
poco, pero por alguna razón fue incapaz de exigir que pararan. Y la chica,
Taya, lo iba empujando como una especie de animal de tiro y no hacía más
que lanzar rápidas miradas atrás. Era como si, de hecho, tuviera miedo de
algo.
¿Miedo… de aquel? No, eso sería demasiado terrible de imaginar.
Demasiado horrible.
Y allí, en la calle principal que atravesaba el pueblo, a la vista de la puerta
cerrada de la ciudad, ¿quién iba a estar esperándolo envuelto en un manto
andrajoso si no el propio Aman? Ebbin se lo quedó mirando, jamás había
visto a aquel hombre sacar la cabeza fuera de la tienda, por no hablar ya de
salir de ella.
Aman le hizo un gesto a Taya para que continuara y luego rodeó con un
brazo retorcido a Ebbin como si lo sostuviera. Ebbin intentó decirle lo que
había visto, todos los horrores, pero por alguna razón fue incapaz de
pronunciar las palabras. Aman empezó a hacerlo marchar a su paso lento y
cojo de cangrejo. Ebbin lo miró con furia, como si de algún modo pudiera
enviarle sus pensamientos, pero el hombre solo le dio unas palmaditas en el
brazo.
—Bueno, bueno, buen amigo. Pronto acabará todo.
¿Qué iba a acabar? ¿Esa pesadilla de noche o mucho más que eso? Ebbin
sentía pavor de la respuesta. Cuando se acercaron a las puertas, las grandes
hojas encuadradas en hierro, por improbable que pareciera, se abrieron para
recibirlos, y allí estaba Taya, que los invitó a entrar con un gesto.
Aman lo obligó a continuar. Como Taya, él también miraba atrás, con un
ojo entrecerrado, luego el otro. ¿Qué había ahí atrás? Ebbin intentó mirar,
pero el tendero lo forzó a seguir. Atravesaron calles en su mayor parte vacías.
En una de las plazas del mercado, los vendedores más madrugadores estaban
muy ocupados instalando sus puestos y colocando sus mercancías. Ebbin y
Aman pasaron con paso firme sin que nadie les prestara especial atención.
Taya permanecía con ellos. A veces los seguía de cerca y Ebbin vislumbraba
sus túnicas blancas resplandecientes. Otras veces no se la veía por ninguna
parte.
Llegaron a la avenida principal que corría de este a oeste y que iba
paralela a la muralla de Segundafila. Aman abrazaba a Ebbin con fuerza,
como si temiera que fuera a escapar, pero el erudito estaba demasiado
confuso como para tomar resoluciones por sí solo. A veces no reconocía
ninguna de las calles en las que se internaba. Unos edificios altos de piedra
blanca daban a los caminos, grandes haciendas, las fachadas ricamente
decoradas con volutas. Rocambolescas criaturas en miniatura, algunas aladas,
se asomaban entre las volutas y los bosques de piedra.
Y Ebbin reconoció el estilo. Era el legendario barroco imperial daru.
Pero quizá todo eso no era más que sus propias ilusiones engañosas. Se
preguntó, aterrado, si los horrendos acontecimientos del mausoleo lo habían
hecho perder la cordura. Quizá sí que estaba loco. Sus iguales, los eruditos e
investigadores de la Sociedad Filosófica, ya lo habían descartado como tal.
Recordó una definición escalofriante de demencia que había leído en el
compendio de un viejo comentarista muy irónico: cuando pienses que todos
los que te rodean están locos, es cuando deberías empezar a sospechar que en
realidad eres tú el que lo está.
Rapiña se agachó con gesto reflexivo cuando los quorls se lanzaron por el
cielo, derribando puestos y haciendo volar prendas de ropa y especias en
polvo.
—¡Malditos sean por el Embozado muerto! —juró Eje—. ¿Es un
lanzamiento?
Rapiña se cubrió los ojos para protegerse de las especias que se los
irritaban.
—No. Una recogida. Se están largando.
—Fanderay…, quizá deberíamos hacer lo mismo.
—Todavía no. Nos han contratado para hacer un reconocimiento. Así
que… —Se interrumpió cuando se oyó un silbido—. Esa es Mezcla. Por aquí.
Venga.
Se detuvieron en la esquina de un amplio bulevar. Mezcla salió de entre
las sombras para recibirlos.
—¿Lo has perdido? —preguntó Rapiña.
—Embozado, no. Caminando junto a la muralla de Segundafila, claro
como el día. Recto hacia el distrito de las Haciendas.
—¿Viste a esos quorls? —preguntó Eje.
Mezcla lo miró como si estuviera chiflado.
—Vosotros dos quedaos por aquí. Yo lo sigo.
Rapiña asintió.
—Bien.
Eje le pasó una cartera.
—Toma este… seguro a todo riesgo.
La veterana sostuvo la bolsa a distancia.
—¿Es lo que creo que es?
—Sí.
La mujer le lanzó una mirada asesina.
—¿Nos lo habías ocultado?
—No más que a los demás.
—Esa no es una respuesta —rezongó Mezcla.
—Lo sé.
Una anciana se estaba quedando ronca dando gritos en los estrechos senderos
retorcidos que recorrían el barrio de chabolas de Maiten, al oeste de
Darujhistan.
—¡Pajaritos bonitos! ¡Pajaritos bonitos! ¡Mirad todos a los bonitos! —
Bajo la luz de la madrugada los basureros, mendigos y peones gimieron y se
taparon la cabeza con sus mantas raídas.
—¡Por el amor de Ascua, cállate! —bramó un tipo.
Las mujeres, levantadas ya para preparar las comidas del día, abanicaban
sus fuegos y observaban a la anciana que señalaba el cielo cada vez más
iluminado mientras se tambaleaba de un callejón a otro. Se miraban unas a
otras y sacudían la cabeza. Ya estaba otra vez. Esa vieja loca, prueba viva de
todos los clichés que sus hombres no dejaban de murmurar sobre las viejas
que vivían en las chabolas más destartaladas de los bordes de las ciudades.
Alguien debería decirle la vergüenza que daba.
¿Y podía saberse de dónde sacaba todo ese humo?
—¡Ya casi! ¡Casi! —gritó la anciana. Después cayó de rodillas en el
barro, entre los chorros de excrementos, y vomitó con estrépito el contenido
de su estómago.
Las mujeres fruncieron los labios. ¡Dioses, los hombres no las iban a
dejar olvidar aquello jamás! Alguien debería guiarla hasta el lago y ponerla a
dar un paseo muy largo por un muelle muy corto.
El problema era… que las mujeres sabían que aquella mujer era una bruja
de verdad.
El demonio gordo, que era más o menos del tamaño de un perro de raza
mediana, estaba sentado, dormitando entre las rocas rotas y caídas de las
antiguas ruinas. Lanzó un gruñido, tosió y después se atragantó de verdad y
empezó a agitar brazos y piernas. Unos dedos con garras se abrieron paso por
su boca, buscaron y por fin salieron sujetando una larga espina pálida.
El demonio suspiró de alivio, colocó bien las nalgas sobre las rocas y
lanzó una mirada somera al arco de piedra de enfrente. Se quedó paralizado.
Oh no. Nononononono. ¡Otra vez no!
Se lanzó al aire de golpe. Sus alas diminutas se esforzaron por agarrarse
al aire y fracasaron. La criatura bajó dando botes por la colina, cobró
impulso, consiguió levantar de las malas hierbas los pies que arrastraba y
despegar poco a poco, después atravesó el cielo de la ciudad con pesadez,
como un abejorro obsceno.
Una vez más le llevaba ese recado a su amo. El más desagradable de los
recados.
Aman arrastró a Ebbin hasta las ruinas que había sobre la Barbacana del
Déspota. Allí se volvió para mirar el camino por el que habían llegado
mientras sujetaba con el puño la camisa de Ebbin.
—¿Por qué hace esto? —preguntó Ebbin con un susurro quejumbroso.
Aman lo abofeteó.
—Calla. Ya llegará tu turno.
—Está cerca —dijo el espectro de Insinuador.
Aman ladeó la cabeza retorcida para poder mirar al cielo.
—La luna no es la debida —advirtió.
—Pronto —respondió el espectro.
Taya subió corriendo. Sus sedas finas como gasas flotaban tras ella como
llamas blancas.
—Está aquí.
Aman puso a Ebbin de rodillas de un empujón y luego hincó él también
una rodilla. Sacudió a Ebbin y le gruñó.
—Inclina la cabeza, esclavo.
Ebbin no habría podido mantener la cabeza erguida ni aunque lo hubiera
intentado; algo lo doblegaba. Una presión insoportable, como la mano de un
gigante, lo estaba aplastando como si fuera un insecto. Se le escapó un
gemido cuando vislumbró el borde sucio de un manto oscuro delante de él.
—Padre —murmuró Aman—. Continuamos siendo vuestros fieles
sirvientes.
Ebbin gimoteó, no dejaba de temblar. Aquello no era para él. Semejantes
escenas no debía presenciarlas alguien como él. La presión (la mano de hierro
que lo clavaba al suelo) se relajó y él recuperó un poco el aliento.
Aman se irguió y lo levantó de un tirón.
—En pie.
Obedeció, pero no se atrevió a mirar más allá del borde salpicado de
barro del manto. Así que ahora le tocaba a él. Una mano lo sujetaría por el
brazo o el hombro y le apretarían la máscara contra la cara. Estaría ciego tras
ella, incapaz de respirar. Moriría asfixiado. Y luego…, luego… ¿qué? ¿Qué
era lo que tenía delante de él? ¿Él se convertiría en… lo mismo?
Alguna fuerza obligó a Ebbin a levantar la vista. Su mirada fue trepando
hasta la máscara ovalada de oro, convertida en un círculo resplandeciente de
luz reflejada. La misteriosa sonrisa burlona grabada allí se había hecho astuta,
como si la criatura y él compartiesen un conocimiento oculto que ni siquiera
podrían adivinar los que los rodeaban.
La figura del manto alzó una mano e hizo un gesto y Aman se inclinó otra
vez.
—Sí. Repartirnos. Vigilar todos los accesos. Que nadie interfiera.
Ebbin se quedó solo con la criatura. ¿Qué lo habían llamado? ¿Padre?
¿De verdad? Quizá el título fuera solo honorífico. ¿Lo haría ya? ¿Llevárselo?
Sus rodillas perdieron las fuerzas y cayó al suelo. ¡Dioses! ¿A qué viene este
retraso insufrible? ¿No va a terminar de una vez?
De pie, sobre él, la criatura extendió la mano derecha y señaló la de
Ebbin. Perplejo, Ebbin se miró la mano derecha. La había apretado en un
puño, los nudillos blancos por la presión. ¿Cuándo…? Se quedó sin aliento.
Recordaba la tumba. Recordaba haber estirado…
Oh, no. Por favor, no…
Tenía algo en el puño. Era duro y redondo. El corazón de Ebbin dio una
sacudida, saltó y dio un vuelco, se negaba a latir.
Oh, no. Oh, no, no. Por favor, no.
Extendió la mano. Sentía un entumecimiento extraño, como si fuera la de
otra persona. Despegó los dedos y allí, en su palma, descansaba la perla
blanca y resplandeciente del último nicho del sepulcro. La luz de la luna
brillaba sobre ella como plata fundida.
¡Por favor! Te lo ruego… No me hagas hacer lo que creo que vas a
exigir. ¡Por favor! ¡Ahórramelo!
La criatura alzó la cabeza al cielo nocturno y por un instante Ebbin tuvo
la mareante sensación de que la luna ya no estaba en el cielo, sino en la
máscara que tenía delante.
Un círculo pálido. Una perla… ¡por supuesto! Era tan obvio. ¡Tendría
que advertir a todo el mundo! Tenía…
La criatura levantó la mano por encima de la sonriente boca. Había
juntado los dedos como si sujetasen algún manjar exquisito, una uva o un
dulce, y luego los abrió encima de la boca. La luna bajó para contemplarlo.
La sonrisa enigmática se había convertido en una mueca de triunfo.
Oh, no.
Al principio Jan pensó que soñaba. Lo llamaba una voz. Inicialmente lejana,
parecía débil, suave incluso. Vio a su antiguo señor, el último primero,
sentado con las piernas cruzadas ante él. Sobre su rostro no estaba la pálida
máscara ovalada de todos los demás seguleh, pintadas o no. En su lugar lucía
madera basta, sin pulir y con brechas, gastada para recordarle a su portador la
imperfección y vergüenza de su pueblo.
Como siempre, los ojos oscuros y penetrantes que había detrás de la
máscara lo estudiaron y sopesaron. Luego, de forma alarmante, la máscara se
ladeó hacia abajo como si se disculpara. Lo siento tanto, parecía decir aquel
anciano enjuto.
Entonces la imagen explotó en humo y una figura mucho más distante se
alzó en la oscuridad, envuelta en un manto, alta e imponente. Sobre su rostro
no estaba la máscara cruda de madera del niño, sino un óvalo de oro batido
que resplandecía frío y brillante como la luna. Y en su sueño, Jan se inclinaba
ante la máscara.
Pero no era la rodilla hincada y la cabeza gacha de la devoción ofrecida
con libertad a su antiguo señor. En su sueño a Jan le enfermaba darse cuenta
de que no tenía elección.
La travesía llevó buena parte del día. Primero los doce guardias los llevaron
remando hasta un barco de cabotaje de dos mástiles de la Confederación. Allí
les ofrecieron carnes ahumadas y barriletes de agua a unos precios
indignantes. Declinaron. Se izaron las velas y se dirigieron al sur, cruzando
los vientos del este predominantes.
Azogue observó a Corien entablar conversación con los marineros. Un
encanto fácil, eso era lo que tenía. Una confianza sin límites que parecía fluir
hacia cualquiera al que se dirigiese. Debería tener más cuidado. La confianza
terminaba matándote. Mejor tener cuidado. Mejor ser… suspicaz.
Se acomodó en la sombra más profunda que pudo encontrar en la cubierta
del costero. Desenvolvió la piedra de afilar, escupió en ella y se puso a
trabajar en los bordes de sus cuchillos largos. Sabía que pensaban que estaba
loco, todos sus compañeros del ejército. Por lo menos siempre lo miraban de
soslayo cada vez que daba su opinión. Pero también estaba seguro de que ya
hacía mucho tiempo que había descubierto el secreto más profundo y
verdadero para continuar con vida…, y era un secreto que la mayor parte de
las personas no querían saber. O al que eran incapaces de enfrentarse.
La verdad es que el objetivo de la existencia es matarte.
Una vez que comprendías esa verdad esencial, podía decirse que ya no
necesitabas saber más: todo estaba ahí. Él lo había aprendido por las malas,
mientras crecía trabajando en la flota pesquera de Paseo y luego en el
ejército. Por supuesto, el mundo siempre ganaba al final. La única cuestión
real era cuánto tiempo podías aguantar contra la infinitud de armas,
herramientas y estratagemas que tenía a su disposición. El único modo que
había tenido él de conseguirlo hasta el momento era esperar siempre lo peor.
—Míralo —bufó Orquídea desde donde se había apoyado en la baranda
del barco—. Idiota como un pavo real. ¿No ve que solo le están siguiendo la
corriente para reírse de él?
Azogue le echó un vistazo a Corien, que seguía bromeando con los
marineros.
—Quizá. ¿Dónde está nuestro jefe?
La chica buscó por cubierta.
—No sé. Como que desapareció en cuanto subimos a bordo.
—Bien.
Orquídea se apartó de la cara el largo cabello agitado por el viento, bajó
la vista y lo observó con aire confuso.
—¿Por qué?
Azogue dejó escapar un suspiro prolongado y pasó un pulgar por el filo
del cuchillo largo. Basta para dar unos cuantos tajos y navajazos.
—Porque ¿quién dice que estos chicos de la Confederación nos van a
llevar a los Engendros? —La chica lo miró entonces, desconcertada. Pobre
muchacha…, no sirves para el mundo, desde luego.
—¿Se puede saber qué quieres decir?
Azogue se encogió de hombros.
—No ha vuelto nadie, ¿no? ¿Quién dice entonces que no se limitan a
tirarnos por la borda?
—Pero… ¡eso sería asesinato!
El veterano hizo una mueca.
—No alces la voz, muchacha. Y sí, lo sería. Pero estos chicos son piratas,
hace generaciones que se dedican a provocar naufragios. No es nada nuevo
para ellos.
—No. No me lo creo.
Como siempre. Negar la verdad desconcertante. Azogue abrazó su alforja
contra su regazo.
—Sí. Bueno. Esperemos.
Los Engendros iban creciendo al sur. Se convirtieron en una colección de
islas de rocas negras irregulares. Las únicas señales de vida eran aves marinas
que graznaban y revoloteaban y leves zarcillos de humo que se alzaban aquí y
allá entre los picos. No parecían demasiado grandes, solo la isla principal,
que al nivel del mar parecía tan ancha como una montaña. Desde allí ascendía
escarpada y con bordes serrados hasta una serie de riscos afilados. Azogue se
preguntó por qué no se había hundido más. ¿Habría aterrizado sobre unos
bajíos? El mar Rivan no podía ser tan poco profundo a aquella distancia.
También se le ocurrió que la descomunal estructura entera se escoraba por un
lado. Azogue ladeó la cabeza y siguió el ángulo hasta donde las olas se
estrellaban en una espuma blanca lejana situada al nivel del agua. ¡Que Ascua
lo librase! ¿Estaba flotando?
Por fin una colección de rocas negras parecida a un arrecife surgió por
delante, con los bordes afilados y salpicados de heces de pájaro. El mar
siseaba y el rugido apagado de las olas alcanzó a Azogue. A un grito
procedente del palo mayor se dejó caer el ancla. Los hombres corrieron hacia
las velas para arriarlas. Sus pies desnudos daban golpes secos sobre las
maderas de cubierta. Algunos prepararon el bote del barco, una batea de
fondo plano.
Malakai apareció junto a Azogue.
—Vamos a desembarcar.
—Sí.
Se soltó una batea sobre las aguas picadas y cuatro marineros se colaron
dentro para manejarla. El equipo se trasladó con una cuerda. Azogue fue el
primero en bajar trepando y luego llamaron a Orquídea. Ella descendió en un
columpio que él ayudó a guiar desde abajo. El siguiente fue Malakai. Por
último, Corien se descolgó por una de las cuerdas de la batea. Los marineros
apartaron la embarcación usando largas pértigas pulidas. Todo el mundo se
agachó en el fondo cuanto fue posible porque la diminuta batea guiñaba de
forma alarmante.
Empujando con la pértiga de roca en roca, los marineros avanzaron a
buen ritmo. El barco no tardó en perderse de vista detrás de un laberinto de
trozos de piedra que variaban de un tamaño desde la altura de un hombre al
tamaño de un barco. Cuanto más penetraban en el espeluznante arrecife, más
lisa se hacía el agua, hasta que fue como si estuvieran cruzando una laguna
sin acceso al mar.
—Mira ahí —exclamó Orquídea al tiempo que señalaba.
En un lado, un trozo de piedra puntiaguda que parecía un inmenso
colmillo se alzaba en ángulo de las aguas. Sus contornos inquietaron a
Azogue hasta que reconoció los rasgos: una escalera circular tallada en la
propia roca que iba subiendo en espiral y terminaba en el vacío. La visión les
hizo comprender lo exorbitante, lo impertinente, de sus intenciones. Orquídea
se puso seria, perdió la sonrisa emocionada y se frotó los brazos como si
tuviera frío. Hasta los marineros se callaron. Miraban a todas partes a la vez y
a Azogue no le pareció que fuera por la dificultad del pasaje. Solo Malakai y,
por sorprendente que fuera, Corien parecían impasibles ante aquel ambiente
de extraña grandeza.
Cada pequeño sonido resonaba convertido en un ruido distorsionado: los
graznidos ásperos de las aves marinas, el crujido de las pértigas contra las
rocas, piedras invisibles que caían, y el chapoteo constante de las olas. Bajo
la superficie del agua, Azogue vislumbró el destello de la luz moribunda del
día reflejándose en metal hundido, quizá incluso plata u oro. Unos peces
multicolores salían disparados para mordisquear sargazos y algas.
Orquídea comenzó a tararear una melodía lenta que parecía un canto
fúnebre. El tarareo se convirtió en palabras que le susurraba a la roca
basáltica destrozada junto a la que pasaban.
Todo el mundo se volvió hacia ella. Hasta los marineros dejaron de empujar.
Con un parpadeo, como si regresara de un largo ensueño, la joven se ruborizó
de pronto, sus rasgos oscuros se arrebolaron y bajó la cabeza.
—De un poema épico compuesto durante el periodo de la Ciudad Sagrada
de la región de Siete Ciudades —explicó.
Corien se aclaró la garganta.
—Gracias. Muy apropiado.
Los marineros se miraron entre sí, pero ninguno comentó nada.
Regresaron a sus pértigas, siguiendo una ruta que solo ellos conocían. La isla
principal se levantaba ya sobre ellos, irguiéndose de golpe del mar como un
acantilado. Los marineros empezaron a meter la pértiga con cuidado para
rodearla. Entre los trozos de roca, en uno de los lados, Azogue distinguió un
barco anclado meciéndose en las olas. Era largo, la línea de flotación baja y
con un solo mástil. Una galera de guerra. Había escudos colgados por todo el
costado justo encima de las troneras para los remos. Bajo aquella luz
moribunda resultaba difícil de distinguir, pero los escudos parecían decorados
de algún modo. Al poco desapareció en el laberinto de rocas. Azogue se dio
la vuelta sacudiendo la cabeza; era casi como si se lo hubiera imaginado.
La batea guiñaba de forma peligrosa, amenazando con volcar. Las olas la
apaleaban como el juguete que era. Varias veces estuvo a punto de inundarse
cuando el mar amenazó con tragársela contra las rocas del acantilado. Una
sombra más oscura, la boca de una cueva situada un poco por encima de la
marca de la marea, apareció detrás de la curva que tenían delante y, cuando se
acercaron un poco más, Azogue distinguió una escala de cuerda que colgaba
sobre las olas. Los marineros empujaron la barca hasta situarse justo debajo.
—¡Coged vuestro equipo! —chilló uno por encima del estruendo de las
olas.
—¡Acercaos más! —exigió Azogue, pero empezó a reunir el equipo.
Corien agarró un juego de cueros de agua y Azogue se lo agradeció en
silencio.
—¡Ahora, venga! —gritó un marinero.
—¡Espera un minuto, joder!
Cuando la pértiga se hundió en el agua, Malakai saltó de repente y
aterrizó sobre un saliente de piedra diminuto. Fue soltando cuerda tras él.
Azogue la puso en las manos de Orquídea.
—Sujétate.
—¡No sé nadar!
—¡Entonces sujétate, hostias!
Las pértigas crujieron contra las rocas mientras los marineros apartaban
con desesperación la barca del acantilado. Orquídea chilló algo que se perdió
entre el estrépito de las olas y saltó hacia el extremo de la escala de cuerda.
La batea estuvo a punto de volcar. La chica desapareció entre la espuma de
aquellas olas de un color negro azulado. Malakai tiró de la cuerda. Azogue
recordó la fuerza extraordinaria de las manos de la joven. Y apareció otra
vez, arrojada por el mar, empujada contra el muro de roca, al que se aferró
con todas sus fuerzas. Malakai comenzó a abrirse camino hacia ella
arrastrando la escala de cuerda con él.
Corien fue el siguiente en colocarse en el costado de la batea. Mientras el
noble calculaba el momento de saltar, Azogue se ató alrededor del cuerpo con
el cinturón las dos alforjas que llevaba con él.
—¿Cómo salimos de esta puñetera isla? —le gritó al marinero más
cercano.
El hombre lo mandó saltar con un gesto.
—¡Venga, maldito seas!
Azogue señaló la cueva.
—¿Es de ahí de donde salimos también?
Corien saltó y chocó contra el acantilado, del que quedó colgado por las
dos manos. Después empezó a trepar por la superficie irregular.
—¡Salta o te llevamos de vuelta con nosotros! —ladró un marinero y le
propinó un golpe con su pértiga.
De acuerdo, tendremos que hacer esto por las malas. Azogue sacó un
puñal y tiró al marinero más cercano al fondo de la lancha. Los cuatro
escupieron insultos. La batea se mecía como un corcho en el agua. Azogue
clavó dos dedos de la hoja del puñal en el costado del hombre. El marinero se
sacudió y luego se quedó muy quieto. Los otros tres estaban demasiado
ocupados manteniendo la batea a distancia del acantilado para acudir en su
ayuda.
—¡Tú lo sabes! —chilló Azogue—. ¿Cómo se sale de aquí?
—¡Suéltame o estamos todos muertos!
—¡Responde!
—¡Está bien! ¡Por la sonrisa del Embozado, hombre!
Entonces el fondo de la batea se lanzó de golpe contra Azogue y lo
aporreó en la boca, se oyó un grito de advertencia, un crujido seco de madera
y el agua lo aspiró en su frío abrazo. El marinero al que todavía tenía sujeto
por el cinturón le dio una patada; las dos alforjas de equipo lo arrastraron
como pesos muertos. Cortó las correas de una con la esperanza de haber
acertado. Un muro de piedra negra entreverado por burbujas apareció
volando contra él. El choque le arrancó el poco aire que le quedaba y tragó
una bocanada de agua. Luchó por agarrarse a la roca resbaladiza. Sabía que
se estaba ahogando y le indignaba ver que no había ni una mierda que
pudiera hacer. No era justo, coño.
Al parecer el mundo, con todas sus trampas infinitas, por fin lo había
alcanzado.
Abrió los ojos a la conocida y estrecha cueva. Había algo diferente. Oyó un
susurro, un murmullo fuera, junto a la boca de la cueva. Leoman estaba
dormido, la respiración regular, el pulso del cuello firme. Hablando de Siete
Ciudades: ese hombre había servido en la resistencia contra la ocupación
malazana junto a Yathengar, o al menos compartiendo su punto de vista. Y en
esa región había asestado una estocada en el corazón del Imperio con la
conflagración de Y’Ghatan.
Se le ocurrió la mareante idea de que, con sus acciones, de algún modo lo
estaba ayudando en algún objetivo oculto contra el Imperio. Quizá debería
aprovechar la oportunidad para asesinarlo mientras dormía, o lamentarlo más
tarde. Pero sabía que era incapaz de cometer un asesinato. No era ninguna
asesina a sangre fría, aunque la hubieran adiestrado en las técnicas.
Se levantó y se deslizó sin ruido hasta la abertura.
No había guardias. Los seres torpes y pesados que los habían encerrado
con una barricada se habían alejado. Estaban susurrando (bueno, graznando,
eructando y ceceando) entre ellos. Había caído la noche. Unas estrellas
extrañas resplandecían en el cielo. Se le ocurrió a Kiska que, si lo deseaba,
podía inventar nuevas constelaciones entre ellas. El Bastón y el Mangual,
quizá.
Sus guardias llenos de bultos chillaron y farfullaron cuando la vieron, y se
acercaron cojeando para rodearla. Le pareció que podría hacerlos pedazos
con su bastón, pero le dieron pena. Compasión y tristeza, eso fue lo que
sintió. No era capaz de golpear a ninguno de ellos.
Todavía no, por lo menos.
Una de las malformadas criaturas se aproximó un poco más; Kiska se dio
cuenta de que le tenían más miedo ellos a ella que al revés.
—¿Tienes entendimiento de mí? —preguntó la criatura.
—Sí. Sí, lo tengo.
—Estamos decididos a dejar marchar a ti. Vas si deseas. Prisión hace
daño. Somos muchas víctimas de prisión cruel. No querríamos provocar en
ningún otro. No somos como tú.
A Kiska le pareció que era muy conveniente por su parte dejarla marchar
después de que ya se hubiera escapado. Pero no insistió.
—¿Como yo? —preguntó en su lugar.
—Sí. Como tú. Esos que nos invocan, nos encarcelan, nos usan con
crueldad, nos envían fundirnos entre el Vitr. Esos como tú.
Kiska lo comprendió. Magos humanos. Invocadores. Investigadores
teúrgicos. Se quedó sin aliento al comprender: Como Tayschrenn.
Unos pasos tras ella y salió Leoman.
—¿Problemas con la mano de obra? —preguntó.
—Están reduciendo el bloqueo.
El nativo de Siete Ciudades asintió con gesto sabio.
—Los asedios ponen a prueba la paciencia.
Kiska no dijo que a ella le parecía que esas criaturas podrían con toda
facilidad esperar mucho más que ellos llegado el momento. Se dirigió a las
criaturas.
—Estoy buscando al conocido como Thenaj. ¿Sabéis dónde está?
Le respondió un frenesí de siseos y gorgoritos entre las pardas criaturas.
Su portavoz apuntó con el más largo de sus miembros romos.
—Es como se temía. Vienes a llevarlo. ¡No debes! Al Grande le
complace mucho. Estuvo muy triste tan solo durante tanto tiempo.
—El Grande. ¿Te refieres a Hacedor?
—Los nombres son cosas peligrosas. Para nosotros es el Grande.
—Comprendo. —Kiska se puso las manos en las caderas—. ¿Podemos
irnos, entonces?
—No cerraremos el camino…, pero no ayudaremos tampoco.
Kiska suspiró.
—Bien. —Le hizo un gesto a Leoman—. Vamos.
Caminaron en silencio durante un rato. Las deformes criaturas se
quedaron atrás, en sus cuevas. Leoman, observó Kiska, avanzaba con cautela,
las manos en sus armas.
—¿Nervioso? —preguntó.
—Me pregunto cómo se tomará esto el grandullón.
—Al parecer perdió la votación.
—Ah, votar. Ese arreglo político está muy bien sobre el papel o entre
filósofos. Pero tiende a romperse sobre las rocas de la aplicación.
Kiska ladeó una ceja. ¿Un filósofo político revolucionario?
—¿Sí? ¿Y eso?
—Injusticia. Disparidades de poder. Por alguna razón desconocida
nuestro amigo grandullón prefiere seguirle el juego a la ilusión del
igualitarismo. Pero créeme, cuando los deseos de los poderosos se frustran,
estos dejan de lado cualquier acuerdo comunal y prosiguen con sus propios
planes pase lo que pase. Porque pueden.
—Pareces amargado.
—No. Amargado no. Realista. —Agitó una mano enguantada—. Oh,
como a nadie le gusta pensar que es un déspota reviste sus acciones de
retórica altisonante. Anuncia que él, o ella, ve la situación con más claridad.
Que al final todo el mundo se lo agradecerá. Que es lo mejor. Y demás.
Kiska lo miró, a su lado, las manos en los mangos de sus armas, la mirada
muy lejos. El mar de Vitr resplandecía más adelante. Unas olas perezosas
subían siseando por la restregada playa negra.
—¿Seguro que lo tuyo no es amargura?
Bajo el bigote los labios del hombre se crisparon en una sonrisa triste.
—La maldición del ojo impasible. —Se quedó inmóvil de repente—. Y
aquí lo ponemos a prueba.
Kiska echó un vistazo y se puso tensa. Era el demonio grande, que se
acercaba a ellos a toda prisa sobre sus amplias y desgarbadas patas de pájaro.
Se detuvo a poca distancia y los miró con furia desde su altura.
—Estáis fuera —rezongó tras un momento.
Kiska decidió abstenerse de dar una respuesta sarcástica. Preparó el
bastón y contestó.
—Sí.
La criatura miró por encima de ellos al acantilado.
—Lo desapruebo. Pero es su decisión. —Extendió una mano de garras
ambarinas y la apretó como si los estuviera aplastando dentro—. Si hacéis
daño a alguien, responderéis ante mí. —Y se alejó con paso furioso.
Kiska sorprendió la mirada perpleja de Leoman.
—¿Y qué dices a eso?
Su compañero se acarició el bigote y frunció el ceño con expresión
pensativa.
—Yo diría que este sitio parece tener reglas propias.
Eso Kiska no podía discutírselo.
5
Versos atribuidos al
Vidente de Callows
Unos golpes impacientes llevaron a Jess con paso pesado una vez más a las
puertas de la taberna del Fénix. Levantó el pestillo para asomarse,
parpadeando y haciendo muecas, a la luz deslumbrante de la mañana. Una
figura alta y oscura la rozó al rodearla, imperiosa.
—No…, ah, es usted —dijo con un parpadeo. Se fue hacia la cocina para
despertar a Chud arrastrando los pies.
Rallick cruzó hasta la mesa del fondo, que permanecía cubierta de
pegotes de cera antigua, con manchas de vino tinto de Rhivi derramado. La
atestaban botellas vacías de vino y había migas esparcidas como los restos de
una guerra.
Jess llegó arrastrando los pies y le ofreció un vaso de té humeante.
Rallick lo cogió.
—Gracias. —Sopló en el vasito y después tomó un sorbo—. Bueno,
¿dónde está?
Jess alzó una ceja y miró a aquel hombre, un hombre que se rumoreaba
que era el amante de Vorcan, en otro tiempo jefa del gremio de asesinos de la
ciudad. Y por tanto para ella un hombre que imponía una gran tensión…
física. Mantuvo los ojos clavados en él.
—¿Dónde está quién?
—El sapo…, el autoproclamado Anguila. El gordo.
La chica abarcó la mesa con un brazo.
—Pues justo… —Se quedó mirando con la boca abierta—. ¡Por las tetas
de Fanderay! ¡No está! ¡Se ha largado! ¿Dónde se ha metido? —Se tapó la
boca con una mano—. Oh, por la misericordia de Ascua…, ¿quién va a pagar
la cuenta? ¿Ha visto el tamaño de su cuenta?
Rallick le devolvió el vaso.
—No. Ni ganas, muchas gracias. —Se dirigió a la puerta.
—¿Adónde va?
Rallick respondió sin detenerse.
—Me parece que es cosa mía ajustar las cuentas, Jess. Da la sensación de
que soy el único por aquí dispuesto a hacerlo.
De todos los hombres y mujeres que había visto en la taberna del Fénix,
siempre le había parecido a Jess que Rallick era el que podía liquidar
cualquier deuda. Pero aquella era enorme, joder.
Rallick empujó la puerta ornamental de hierro forjado que daba entrada a los
terrenos de la modesta hacienda del alquimista Baruk. Recorrió el sendero
curvo de losas y pasó junto a discretas plantaciones de arbustos de flores. En
una fuentecilla, un tintineo de agua caía de la boca de un ánfora sujeta por el
hombro de piedra de un niño. Las hojas atestaban la superficie del estanque, y
también algo más: un desecho, o un poco de basura traída por el viento. El
rostro fino de Rallick se alargó todavía más y acentuó las profundas líneas
que le enmarcaban la boca.
Los terrenos de Baruk siempre estaban inmaculados.
Se puso un par de guantes de cuero y extrajo la basura de las hojas
empapadas. Una carta. Una carta de una lujosa baraja de los Dragones hecha
por encargo. Empañada, y chamuscada por las llamas. Le dio la vuelta y
gruñó. Una carta de gobierno: la Corona. La dejó caer otra vez en el agua
reluciente.
La puerta principal no tenía el cerrojo puesto. Levantó el pestillo y
empujó. Dentro reinaba la destrucción. Trozos de urnas de cerámica y costosa
cristalería salpicaba la alfombra de la entrada. Habían arrojado los cuadros al
suelo y habían volcado los muebles.
Rallick se puso en cuclillas justo antes de cruzar el umbral. Sacó unos
trozos de madera y metal de sus bolsillos y de la cintura hasta que pudo
montar una ballesta de tamaño medio, las partes de metal reforzadas. El tipo
de arma que provocaría un arresto inmediato si alguien la veía.
La cargó y la amartilló metiendo un pie en el estribo y tirando. Después
se cruzó de brazos y acunó el arma contra su pecho.
—¿Roald? —exclamó—. ¿Hola? ¿Hay alguien?
No hubo respuesta. Oyó el viento que pasaba rozando las ramas cercanas;
un carruaje bajó por uno de los callejones que bordeaban la hacienda, su
presencia anunciada por las estruendosas llantas de metal. A la luz del sol,
Rallick estudió el tejido de la alfombra que cubría la entrada.
Zapatillas lisas y gastadas. El pie estrecho, grácil. Pero la impresión es
muy pesada. Una mujer. ¿Delgada pero corpulenta? Entra y luego se va.
Pisó unos fragmentos al irse. ¿Algún vándalo? Ninguna otra visita
reciente…, salvo… el más fantasmal de los indicios. Un roce de la suntuosa
trama, como de unos pies embutidos en mocasines, pies anchos, abiertos, que
se deslizan de un lado a otro, sin alzarse jamás, entrando y saliendo también.
Y vino antes de que llegara la mujer, puesto que sus huellas ocultan estas
otras. Un acertijo interesante.
Se levantó y entró con mucha cautela. A lo largo de los años había hecho
alguna que otra cosa para Baruk; trabajos que no supusieran asesinatos,
recopilación de información, rastreo de personas, búsqueda de objetos poco
comunes, y ese tipo de asuntos. Al igual que Kruppe, Murillio y a veces Coll.
De hecho, había sido ese trabajo el que los había unido. Los cuatro cómplices
menos probables que uno pudiera imaginarse. En cualquier caso, él sabía lo
suficiente como para no cruzar ese umbral concreto a lo loco.
Pero otros ya habían entrado, sin sufrir mayores daños, por lo que él
podía discernir. Se asomó a la puerta que tenía más cerca en aquel vestíbulo.
Una especie de sala de espera. Un desastre absoluto y sin sentido. Todo roto,
esparcido por el suelo. Vandalismo. Simple y puro revanchismo juvenil.
Siguió adelante. Subió por las estrechas escaleras de la torre y se encontró
aposentos destrozados de forma similar. De momento no podía decir si la
intrusa había ido buscando algo concreto y había desahogado su frustración al
no descubrirlo, o si esa destrucción, o insulto, había sido el propósito
principal de la visita desde el comienzo.
Echó un vistazo dentro de lo que parecía haber sido una especie de taller.
Fragmentos de esferas de un cristal delicado cubrían el suelo desnudo de
piedra, al igual que los restos destrozados de libros y pergaminos
desgarrados. De los bancos de trabajo se había barrido todo el desorden, que
en ese momento atestaba el suelo en montones enmarañados.
Aplastó con el pie un fragmento de cristal y un arca se abrió de repente al
otro lado de la habitación. La ballesta de Rallick se levantó de golpe y
pareció apuntar sola, únicamente para caer otra vez; un familiar, o demonio,
achaparrado y con aspecto de sapo, se asomaba por el borde, los ojos
ambarinos muy abiertos de miedo.
—¡Se fue! —graznó—. ¡Fuera! ¡Ay, madre!
Rallick frunció el ceño y la expresión de su boca cayó todavía más.
—¿Quién? ¿Quién está fuera?
—¡Insinuador se fue! Fuera. ¡Ay, madre!
¿Insinuador? ¿Como el Insinuador de la vieja historia de fantasmas de la
torre del Insinuador?
—¿Dónde está Baruk?
—¡Se fue! ¡Ay, madre!
—Y el lugar saqueado —murmuró Rallick, más bien para sí.
—No todo. —Y las garras del demonio le taparon la boca de golpe.
Con una sacudida de la ballesta, Rallick le indicó a la criatura que saliera
del arca.
El demonio lo llevó por la estrecha escalera de caracol, que siguió
descendiendo más allá de la planta baja, pasando por un piso tras otro de
alojamientos, almacenes y talleres. Rallick no tenía ni idea de que el lugar era
tan extenso. Desde fuera parecía muy pequeño. La criatura se paró en lo que
parecía el piso más bajo. Rallick encendió un farol montado en el muro y lo
levantó para mirar a su alrededor. La habitación estaba casi vacía, sin apenas
muebles. Aquí no hay nada que destrozar. Antiguas inscripciones cubrían el
suelo en círculos cada vez más estrechos. Viejas herramientas de metal
bordeaban las paredes: tenazas, martillos, una pequeña forja portátil, unos
yunques combinados. El demonio anadeó hasta un pesado cofre de metal
apoyado contra un muro, solo para echarse atrás como si lo hubieran
golpeado.
—¡Oh, no! —farfulló—. ¡Fuera! ¡Fuera! —Se dio una palmada en la
cabeza calva con las garras de sus manos diminutas y empezó a saltar de un
pie a otro.
—¿Qué está fuera?
—¡Hombrón espeluznante nos aplasta con martillo por esto! ¡Oh, no!
¿Martillo?
Rallick cruzó el espacio que lo separaba del cofre. Estaba construido con
unas placas gruesas de metal. En el frente un candado colgaba abierto. Tiró
de la tapa y no consiguió abrirla. Dejó la ballesta en el suelo, colocó una
mano en cada lado de la tapa y la levantó. El metal chirrió y fue subiendo
poco a poco. Rallick siguió tirando con un jadeo y consiguió hacer palanca
hasta que pudo echar la tapa con un estruendo metálico contra la pared de
piedra. Era un palmo entero de grosor de metal apagado.
—Mucho plomo —murmuró.
—¡Plomo no! —respondió la criatura—. ¡Metal que mata magia!
Rallick se apartó con un estremecimiento del cofre. ¿Otataralita? ¿Una
caja entera de ese metal? ¡Beru nos libre! ¡Pero si con una onza de esto un
hombre haría una fortuna!
Dentro, unos metros de seda blanca forraban el fondo, vacío.
El demonio estaba lloriqueando con las manos en la cabeza.
—¡Hombrón espeluznante no debe saberlo! ¡Nos aplastará a todos!
Había algo esparcido por las piedras polvorientas del suelo, junto al cofre.
Rallick se inclinó para estudiar la porquería. Migas. Y al lado una mancha
circular… ¿como de una copa de vino? Metió un dedo entre las migas y se lo
llevó a la boca. ¿Migas de masa de pastel?
Se irguió y se dirigió al demonio casi sin darse cuenta.
—¿Qué había en el cofre?
El demonio se estaba apretando el cuello con las manos.
—¡Las más terribles y horribles posesiones del amo! —se atragantó
mientras se asfixiaba solo—. Copos. Astillitas espeluznantes.
—¿Astillas de qué?
El rostro ya rojo de la criatura había adquirido un tono carmín brillante.
Se le saltaban los ojos ambarinos.
—¡Astillas de muerte! —farfulló con lo que pareció un último aliento
antes de caer, el gordo estómago palpitándole.
Rallick contempló el cofre vacío de otataralita. ¿Astillas de muerte?
Después de que Eje hubiera salido disparado del bar, Duiker se dirigió a
Pescador.
—Allá va uno de los últimos magos de cuadro que quedan de los
Abrasapuentes. O más bien, un mago que se cree un curtido saboteador.
Pescador se llevó un dedo largo y delgado a la nariz y asintió con gesto
pensativo.
—Sí, tenía cierto aire.
Los papeles que tenía en las manos Humilde Medida no se estremecieron
siquiera cuando abrieron de una patada las puertas dobles de su oficina y
metieron a su secretario a empujones por delante de un grupo de hombres
armados y vestidos con armaduras de la guardia de la ciudad. Sus cejas, sin
embargo, sí que treparon a la frente pálida cuando levantó la vista de las
cuentas.
—¿Y a qué debo esta interrupción? —preguntó desde el otro extremo de
la habitación oscurecida.
—No quisieron… —empezó a decir el secretario, solo para que lo hiciera
callar el ademán de un hombre que acompañaba a los guardias. El tipo vestía
unas túnicas sencillas de lana oscura bastante baratas.
—Los asuntos del concejo gobernante de Darujhistan no piden cita, ni se
sientan a esperar con paciencia lo que más convenga a un simple mercader.
Medida asintió para sí y dejó los papeles en el escritorio atestado que
tenía delante.
—Ah, sí. Asuntos del concejo. Si tiene la bondad, ¿qué asuntos podría
tener el concejo con este simple mercader?
El joven se sacó un pergamino sellado de entre los pliegues de las túnicas.
—Por orden del concejo gobernante de Darujhistan, tal y como promulga
el recién elegido legado de la ciudad, este negocio queda incautado y pasa a
ser propiedad del dicho concejo como recurso estratégico vital para la
defensa de la ciudad. —Tragó saliva como si se hubiera quedado sin aliento,
o le maravillara la trascendencia de lo que acababa de soltar.
Humilde Medida ladeó una ceja.
—¿De veras?
—Está, por supuesto, en su derecho de disputar la decisión del concejo.
Es libre de apelar el fallo con el subcomité pertinente…
—No estoy disputando la decisión del legado —dijo Humilde con calma.
El joven continuó.
—Todas las solicitudes deben revisarse antes de cualquier vista… —
Parpadeó y titubeó—. ¿No la disputa? —repitió como si no lo comprendiera.
Humilde agitó la mano para desechar semejante posibilidad.
—¿No…, es decir, no habrá apelación?
—En absoluto. Lo esperaba, a decir verdad.
El joven escribano del concejo se humedeció los labios y después se
aclaró la garganta contra un puño.
—Muy bien. Es libre de permanecer, por supuesto, en un papel
puramente de supervisión, puesto que toda la capacidad de producción de
estas instalaciones debe dedicarse de inmediato a la manufactura…
—De armas y armaduras —terminó Humilde por él.
El escribano frunció el ceño y miró el pergamino que tenía en las manos.
—No…, a la manufactura de material de construcción. A saber: cadenas,
barrotes, herramientas para canteras y demás.
Humilde Medida se quedó mirando al tipo como si no hubiera hablado,
después le contestó en voz muy baja.
—¿Cómo ha dicho? ¿Material de construcción?
—Sí. Y la mitad de su mano de obra se transferirá a los trabajos de
recuperación de…
El escribano se interrumpió cuando Humilde rodeó con paso furioso el
escritorio para quitarle los papeles de la mano. Los miembros de la guardia se
adelantaron, cautos. Humilde leyó la declaración oficial, alzó la vista y
parpadeó, perplejo.
—Este no era nuestro… Es decir, yo mismo iré a hablar de esto con el
legado.
El escribano se encontró de nuevo en terreno familiar y eso lo
envalentonó para recuperar con suavidad el fajo de pergaminos.
—Es libre, por supuesto, de inscribirse para pedir una cita con el tribunal
de la ciudad. —Esperó una respuesta, pero el fornido mercader al parecer no
pensaba hacerle caso mientras regresaba a su puesto detrás de su formidable
escritorio—. Copias oficiales de esta notificación permanecerán archivadas
en el tribunal.
El mercader lo despidió con un ademán. Con su trabajo terminado, en
cualquier caso, al escribano no le costó hacer una reverencia y retirarse. Era
un alivio, así tendría tiempo para parar en un puesto de la calle a comprar
bolitas rellenas al vapor.
Humilde Medida se quedó un rato sentado con los ojos clavados en la
oscuridad vacía de su oficina en sombras. Su secretario lo observó desde las
puertas destrozadas, sin saber muy bien si debía retirarse o no. Al poco el
hombre dejó escapar un largo siseo, como si liberara algo retenido en lo más
profundo de su cuerpo, algo retenido durante mucho tiempo. Apretó los
puños en el escritorio.
El secretario se inclinó, vacilante.
—¿Sus órdenes, señor?
—Anule la agenda de hoy, señor Shiff. Estoy… planificando.
—¿Quizá debería solicitar una reunión con el despacho del legado, señor?
—No. No es necesario, señor Shiff.
—¿No desea una reunión?
—Oh, me verá —dijo Humilde—. Puede estar usted seguro. Vaya si me
verá.
Un pastor que cuidaba su rebaño al otro lado de las colinas cercanas oyó las
carcajadas enloquecidas que traía el viento, las carcajadas de espíritus
malignos, y metió prisa a sus ovejas con golpes rápidos de su bastón. Las
gruesas calabazas de agua que llevaba colgadas al hombro chapotearon y le
irritaron la espalda.
Le juró a la diosa Madre que jamás intentaría atajar por esas colinas otra
vez.
Ephren era pescador de oficio en una aldea sin nombre de la costa donde las
montañas Mengal se precipitaban hacia las orillas del océano Meningalle.
Estaba inspeccionando el calafateado de su esquife, que había adentrado en la
playa, cuando seis largos veleros entraron sin ruido en la bahía. Sintió
curiosidad, pero no alarma, puesto que en aquella costa apenas se conocían
piratas o corsarios. Mientras miraba, los veleros metieron los mástiles y
salieron remos para impulsarlos, a una velocidad sorprendente, hacia la orilla.
En cuanto se aproximaron vio que las líneas de los veleros no se parecían
a las de ninguno que él conociera: galeras muy largas y bajas, abiertas, los
costados recubiertos por filas de escudos. No procedían de Mengal, Oach o la
lejana Genabaris. Ni tampoco eran las gordas carracas del distante sur,
Callows, ni de la lejana Confederación que había más allá.
Cuando los escudos se resolvieron en máscaras ovaladas pintadas, la piel
de Ephren se estremeció como si hubiera visto un espectro, el corazón le dio
un vuelco y estuvo a punto de dejar de latir. Una vez había visto un velero
parecido. Había estado comerciando en el sur y un barco así se había
acercado a la orilla para hacer reparaciones. Su tripulación había sido la
comidilla de Callows; todo el mundo se quedaba mirando, aunque nadie se
había atrevido a ir a hacer averiguaciones.
Seguleh. Susurraban. Desármate antes de arrimarte, espera a que uno se
dirija a ti y luego habla solo con él o con ella.
Y algo se había comerciado: las ánforas de los desconocidos repletas de
aceites poco comunes a cambio de comida, agua dulce y madera. Nadie había
resultado herido ni muerto. De hecho, los seguleh parecían sentir la misma
curiosidad que sus anfitriones y habían paseado por los mercados y recorrido
los muelles pesqueros, si bien con un orgullo extraordinario y una actitud
distante.
Otros, orilla arriba, estaban señalando también; se estaba extendiendo la
noticia de la llegada de los veleros. Ephren estudió el martillo y la lezna que
tenía en las manos, los dejó en el suelo y echó a andar (¡nunca correr!) hacia
la aldea para advertir a todo el mundo.
Los seis barcos largos se anclaron unos junto a otros. Ephren se aseguró de
que todos los habitantes del asentamiento se presentaran desarmados y les
advirtió que solo tenían que hacer su vida normal. Pero, por supuesto, nadie
lo hizo. Todo el mundo se reunió al borde de la pequeña curva de playa a la
que habían bajado los seguleh.
Ephren jamás había oído hablar de que hubiera tantos. Abajo, en Callows,
una vez aparecieron cuatro, junto con una tripulación normal de marineros
contratados en la Confederación, muchos de ellos hombres y mujeres
prófugos con un precio sobre su cabeza y ningún otro sitio al que ir. Pero allí,
en su aldea, todos los marineros y tripulación eran seguleh enmascarados;
cientos de ellos. Era un ejército. Un ejército invasor de seguleh. Ephren casi
se desmayó al pensarlo. ¡Encanecido Padre del Mar! ¿Quién podría
resistirse a semejante fuerza? ¿Por qué habían venido? ¿Era para responder a
esos otros invasores, los malazanos extranjeros del otro lado del mar? Quizá
esa era la respuesta; la legendaria ira seguleh, que al fin alguien había
provocado.
En cualquier caso, hicieron caso omiso de Ephren, de su familia y sus
vecinos. Y en lugar de comerciar, o instalar un campamento para pasar la
noche, sacaron las ánforas de aceites poco comunes, que para sorpresa y
miedo creciente de Ephren volcaron sobre sus navíos y repartieron el
contenido por todas las bodegas abiertas y por los costados.
Se encendió una única tea. Uno de los seguleh la levantó en silencio.
Desde lejos la máscara de aquella persona parecía muy pálida. El hombre, o
la mujer, rozó con la tea el más cercano de los veleros y las llamas amarillas
saltaron muy rápido de un barco al siguiente. Surgió una gran nube de humo
negro que salió ondeando al mar. Los seguleh reunidos permanecieron
quietos como estatuas y, con igual silencio, observaron.
Después, sin añadir ni una palabra, partieron corriendo en columnas de
dos hacia el interior. Cogieron la pista que Ephren, sus vecinos y sus padres y
abuelos antes que ellos habían recorrido para meterse en la cordillera Mengal,
para alcanzar el paso del río Precipitado y luego, más allá todavía, ladera
abajo, por un camino serpenteante, hacia la polvorienta llanura del
Asentamiento, en lontananza.
El último en irse fue el que había prendido fuego a los veleros. Después
de que todos sus hermanos hubieran emprendido la carrera, él permaneció
inmóvil, la tea todavía en la mano. Por fin dejó caer el palo ennegrecido y
subió por la playa hasta llegar a solo un brazo de distancia de Ephren. Y
cuando pasó, su paso tan fluido y elegante, Ephren vio que una única mancha
de rojo desvaído estropeaba la, de otro modo, palidez prístina de la máscara
ovalada del hombre. Sabía lo suficiente de las tradiciones seguleh para ser
consciente de lo que aquello indicaba. Pero seguía sin poder creérselo. Era
inaudito. Inimaginable. Y si de hecho era verdad, entonces quizá aquella no
era una invasión como él había creído.
En realidad era, quizá, más bien una… migración.
6
Aquellos que salen al mundo ven las maravillas forjadas por los dioses. Y regresan más humildes.
Azogue estaba soñando con las campañas del norte. Estaba de vuelta en los
bosques de Perronegro. Se encontraba tirado en el barro frío y la nieve
mientras las auroras y concatenaciones de feroces magias de guerra
destellaban y bailaban sobre su cabeza. La bruma se aferraba a los árboles
como telarañas. Su pelotón estaba agazapado alrededor de él, sonrisas
dentudas resplandeciendo entre la mugre de camuflaje. Ladera abajo, por una
pista de barro turbio y hielo, una columna de infantería de Ciudades Libres
iba pasando en fila. Hizo la señal con la mano para indicar que se prepararan.
Calculó su movimiento y después se levantó de un salto, apuntó y disparó su
ballesta. Una lluvia de cuadrillos se precipitó desde ambos lados del camino.
La columna se convirtió en una masa confusa de hombres que gritaban.
El líder del contingente hizo caso omiso de los proyectiles. Con una
armadura de placas ennegrecidas sobre cota de malla y un yelmo moldeado a
golpes para que se pareciera a la cabeza de un jabalí, el hombre cargó contra
la ladera. Detrás de él los soldados se desperdigaron, forcejeando entre la
escarcha y el barro helado. El comandante se fue directo hacia él. Azogue tiró
a un lado su ballesta, sabía que era inútil porque cada cuadrillo rebotaba en la
armadura reforzada del hombre. El oficial de Sogena levantó una espada que
parecía un fragmento azul y frío de hielo. No me queda más remedio que
hacerme un Seto. Azogue arrojó una munición moranthiana a quemarropa
contra el pecho blindado del hombre.
Su mundo se hizo pedazos en medio de una luz blanca cuando un puño de
gigante lo tiró de espaldas. Se quedó echado, mirando la nieve que flotaba
sobre él como ceniza. No sentía nada, solo una vaga liviandad. Varias caras
atestaron su campo de visión. Un trueno inacabable reverberaba en sus oídos.
—¿Sargento? ¿Azogue? ¿Está vivo, hombre?
Tragó sangre caliente mezclada con bilis. Un sinfín de brechas hacía que
le escociese la cara y tenía el pecho frío por la sangre mojada. Se agarró a
uno de los soldados, una mujer, e intentó incorporarse.
—¿Me cargué al cabrón?
—Sí, sargento. Se lo llevó por delante a la primera.
Corien fue el primero en regresar. Trepó por las escaleras con una brazada de
restos encontrados en el agua: tablones rotos, trozos de cuerda, pedazos de
muebles rotos tallados en una madera oscura. Lo dejó caer todo en la esquina
más baja de la cámara y después se limpió sus elegantes ropas de brocado.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Orquídea.
Corien se inclinó.
—Bueno, estamos mojados y el aire aquí es frío. La situación exige un
fuego.
—Eso no va a arder. La mitad está húmeda.
El joven miró a Azogue.
—¿Serías tan amable de hacer los honores?
—¡Desde luego! —Azogue cruzó como un cangrejo el suelo ladeado.
Rebuscó en el equipo un cuero de aceite, del que vertió un valioso chorro
sobre los desechos antes de sacar el pedernal y el hierro.
—Oh-oh —dijo Orquídea, y se alejó gateando hasta el otro extremo.
Solo hicieron falta unos cuantos golpes contra el trozo más seco de
cuerda vieja y los pelos empezaron a chisporrotear. Unas llamas azules y
amarillas envolvieron la pila.
—Excelente —dijo Corien—. Y ahora, Orquídea, tú primero.
—¿Yo primero para qué?
—Tu ropa. Deberíamos secarte la ropa. Tienes ese gran manto para
envolverte en él.
La chica lanzó un bufido.
—Bueno, mira, vosotros dos os vais a dar un paseo por ese pasillo y
echáis un vistazo mientras yo me seco la ropa.
Corien se inclinó otra vez.
—Tu sabiduría es tan irrefutable como tu belleza.
La joven frunció el ceño ante aquel elogio cortés, como si sospechara que
se estaban burlando de ella.
Azogue empujó a Corien túnel arriba.
Una nube de humo negro lleno de hollín trepó con ellos. Los dos hombres
compartieron una mirada preocupada bajo la luz incierta del fuego antes de
que un borde delantero de la nube captara una corriente ascendente y esta
absorbiera el humo y lo internara todavía más en el complejo. Azogue dejó
escapar un suspiro tenso.
Corien pasó el primero. Al doblar la primera esquina la oscuridad se hizo
casi absoluta. Incluso para Azogue, zapador adiestrado y experimentado que
era, cómodo en cualquier mina, el lugar era desconcertante, tan cerrado y
negro. Como abrirse camino a tientas entre tinta. Resistió el impulso de
llamar a Corien. El muchacho estaba justo delante, podía oírlo: los arañazos
de la punta de bronce de su vaina, la respiración un poco tensa, las manos
enguantadas que rozaban las paredes de piedra mientras avanzaban como
peces ciegos en la oscuridad.
Bajo los dedos de Azogue las paredes de piedra tallada y pulida eran tan
lisas como la cerámica vidriada. No dejaba de tropezar, ya que el pasaje no
solo subía sino que el desnivel era de sus buenos veinte grados. Las paredes
se deslizaban resbaladizas y frías bajo las yemas de sus dedos. Volvió la
cabeza y pudo distinguir apenas una pequeña iluminación en la negrura
absoluta: una insinuación del fuego que habían dejado atrás.
—¿Hasta dónde llega esto? —preguntó.
—No lo sé.
—¿No lo ves? Creí que tenías ese ungüento.
Le pareció vislumbrar una sonrisa brillante en la oscuridad.
—Lo tengo. Es solo que no lo he usado todavía.
—¿Así que estamos los dos ciegos como murciélagos?
—Eso parece.
—Esto es inútil, por no mencionar que muy peligroso, joder. Deberíamos
parar aquí.
—Estoy de acuerdo.
Azogue se deslizó por un muro. Al examinar la oscuridad vio que parecía
que tenían justo delante una intersección. Corien era una forma en sombras a
su derecha. Sacó un recorte de carne seca y la mordisqueó durante un rato.
No recordaba haberse sentido jamás tan desanimado. Y para él, un paranoico
de carrera, eso ya era decir algo.
—Así que… es esto. El Engendro. —Hablaba en un susurro bajo. La
oscuridad parecía exigirlo. Se preguntó adónde se había ido Malakai.
Especuló, por un momento, que el tipo se había limitado a abandonarlos allí
como bagaje inútil. Pero quizá no todavía. No antes de sacar el máximo
provecho de los cincuenta concejos de oro que había pagado.
—Pues sí. Engendro de Luna —afirmó Corien tras un momento.
—Y… ¿tú por qué viniste? No pretendo ofender, pero das la sensación de
tener dinero.
—No me ofendo. Sí, los Lim somos una familia destacada de Darujhistan
desde hace generaciones. Prácticamente somos los dueños de un asiento en el
concejo. Pero ¿dinero? No. Con los años mis tíos nos han dejado en la
bancarrota. Se han dedicado a todo tipo de planes temerarios y alianzas
políticas. Creo que están llevando a la familia en la dirección equivocada. —
El joven noble suspiró en la oscuridad—. Pero… si quiero tener alguna
influencia, debo tener algo con lo que negociar.
—Así que… el Engendro.
—Exacto.
—Entiendo. En fin, buena suerte.
—Gracias. ¿Y tú? ¿Lo mismo?
Azogue se encogió de hombros, entonces se dio cuenta de que ninguno de
los dos veía nada. Su razón personal para ir allí, al Engendro, era eso,
personal. Así que recurrió a lo obvio y carraspeó.
—Más o menos. Nunca esperé hacerme viejo. No creí que viviría lo
suficiente. Por las manos del Embozado, ninguno de mis amigos lo ha hecho.
En fin, un hombre empieza a pensar en sus últimos años. Retirarse del
ejército. Necesito unos ahorrillos, como suele decirse. Comprar un poco de
tierra, o una posada. Encontrar una esposa, tener críos y ponerme muy pesado
con ellos. Y… —Se detuvo en seco cuando le pareció notar algo cerca, algo
que los observaba, aunque no veía nada en aquella oscuridad densa de
sombras—. ¿Oyes eso? —susurró. Escuchó y tras concentrarse un momento
empezó a oír los ruidos de fondo del Engendro. Los gemidos parecían surgir
de la propia piedra, las tensiones y fuerzas opuestas de toneladas de roca
sostenidas de algún modo en suspensión, como si esperaran, en equilibrio,
listas para caer en cualquier instante. Azogue se sintió de repente muy
pequeño. Una cucaracha en una cantera y las rocas están cayendo.
¿O era la sensación de no estar solo, que esa oscuridad no era una falta
normal de luz? Después de todo, el Engendro había sido un artefacto sagrado
para la Noche Elemental. Según historias que él había oído contar, madre
Oscuridad en persona continuaba haciendo sentir su presencia en todos esos
santuarios.
—¿Tú no crees en espectros y demás, verdad? —susurró tras aclararse la
garganta—. ¿Aquí, en la oscuridad?
—Bueno, ahora que lo mencionas, Rojo…, de todos los lugares que
puedo imaginarme invadido por tus espectros y demás, tendría que ser este.
Azogue le lanzó al joven una mirada y vio los dientes brillando en la
oscuridad.
—¡Por Ascua maldita, hombre! Me lo estaba creyendo.
—Estoy de acuerdo con nuestro elegante amigo —dijo otra voz en la
oscuridad.
Corien se irguió con un estremecimiento, su larga espada de duelo se
liberó con un siseo rápido y fluido. La mano de Azogue se metió en su
alforja. Entrecerró los ojos en la tiniebla; la voz era la de Malakai, pero el
pasillo parecía vacío por completo. No era solo que no viera, era que en el
pasillo la sensación era de vacío.
—¿Malakai?
Entonces lo distinguió contra una pared: una mancha ovalada pálida que
era la cara de Malakai y que parecía flotar sobre la nada, tan oscuro era su
atuendo. Unos ojos, que no eran más que agujeros negros en el óvalo,
cambiaron de posición y miraron hacia el final del pasillo.
—¿Qué pasa aquí?
—Estamos todos mojados y tenemos frío —explicó Corien—. Me pareció
que la situación exigía un fuego.
—¿La chica?
—En estos momentos se está valiendo de él para secar sus ropas.
El rostro hizo una mueca, quizá por el retraso.
—De acuerdo. Yo continuaré con el reconocimiento.
—¿Qué has encontrado hasta ahora? —preguntó Azogue.
Malakai respondió poco a poco, como si le molestara tener que compartir
algo.
—Esta zona la han vaciado por completo. Todos los objetos de valor,
todas las posesiones. Incluso hasta el último mueble. Leña para el fuego,
imagino.
—¿Algún farol? ¿Lámparas?
El fantasma de una sonrisa rozó y se esfumó de los labios pálidos.
—¿Qué necesidad tendrían de eso los Hijos de la Noche? —Y
desapareció en la oscuridad sin emitir ni un solo sonido.
Azogue volvió a recostarse contra el muro con un gruñido de desdén.
—¡Por el Embozado ensartado en una pica! ¿Ninguna lámpara? ¿Nada?
¿Qué se supone que tengo que hacer yo?
—Aquí hay otra gente. Tendrán faroles y demás.
Azogue miró al muchacho, que estaba sonriendo con expresión de
aliento. Se encogió de hombros.
—Sí. Supongo.
Se quedaron sentados en silencio, la visión de Azogue se fue adaptando
poco a poco a la oscuridad. Consiguió ver a Corien señalando con la mano a
Malakai.
—Tu jefe parece de los que prefieren trabajar solos.
—Sí. A mí también me da esa sensación.
—Entonces, si me permites preguntar…, ¿por qué os contrató a vosotros
dos?
Azogue se aclaró la garganta mientras se planteaba qué decir.
—Bueno, a mí me contrató como guardia. Y Orquídea es una sanadora
cualificada y dice que sabe leer los garabatos andii.
—Si de verdad sabe leer el idioma —dijo Corien tras un rato—, entiendo
por qué podría ser valiosa. ¿Y tú eres el guardia de ese tipo? La verdad es que
a mí me parece de los hombres contra los que uno debería guardarse. —Y
lanzó una risita para celebrar su propia ocurrencia.
Para no meterse todavía más en aquel jardín, Azogue no añadió nada.
Corien, siempre educado, se abstuvo de hacer más preguntas. Se quedaron
sentados en silencio. A medida que el tiempo pasaba, Azogue empezó a ser
más consciente de los sonidos que lo rodeaban. Podía oír las olas del mar
Rivan subiendo con una vibración entre la roca, como el palpitar de un
gigante descansando. Otros ruidos se entrometieron: los crujidos y estallidos
del fuego, y muy leves, una o dos veces, lo que parecían voces lejanas,
adentradas en el laberinto de pasillos y salas que había más allá.
Oyó a Orquídea subiendo por el pasillo mucho antes de que los llamara con
voz vacilante.
—¿Hola?
—¿Sí? —respondió Corien.
La chica se acercó a ellos con la facilidad de alguien al que la oscuridad
no estorba.
—Lista. O lo suficiente, en cualquier caso. Os toca. Las brasas están
calientes.
Azogue dejó escapar un suspiro pensativo.
—Estoy pensando que voy a secarme el calzado. Y tú también deberías,
Corien. Podríamos enfrentarnos a una buena caminata y créeme, no hay nada
peor que ampollas y pies doloridos durante una marcha.
—Muy bien. Me inclino ante tu mayor experiencia.
Azogue no estaba seguro de cómo responder a eso; no detectó la menor
insinuación de sarcasmo. El muchacho parecía ser una de esas personas poco
comunes que eran capaces de aceptar consejos sin resentimientos ni
malhumor. Quizá no fuera tanta carga, después de todo.
Secaron todo el equipo que pudieron mientras duraron las brasas. Corien
volvió a engrasar sus armas. Mientras lo observaba, Azogue pensó que era
demasiado generoso con su aceite: aquello era muy caro, joder, pero seguro
que el muchacho podía permitírselo.
—¿Y dónde está Malakai? —preguntó Orquídea.
—Reconociendo el terreno —respondió Corien.
La chica hizo una mueca bajo el fulgor anaranjado cada vez más débil.
—Espero que no vuelva jamás.
—Tenemos más probabilidades con él —dijo Azogue.
—Cierto —añadió Corien—. Rojo y yo estamos ciegos en la oscuridad.
—Creí que tú tenías una especie de preparado.
—Es verdad. Pero solo sirve por poco tiempo.
—¿Así que le mentiste a Malakai?
—En absoluto. No preguntó cuánto tiempo sería eficaz.
La chica dejó escapar un gruñido de frustración.
—¿Y ya está? ¿Vosotros dos llegáis hasta aquí para sentaros a esperar
que Malakai os lleve de la mano?
—¡Oye! —protestó Azogue—. Espera un momento, niña.
—¿Y bien? ¿Qué vais a hacer?
Azogue respiró hondo y lo pensó.
—¿Tú ves bien?
—Sí. Como nunca. Mi visión parece incluso mejor que antes.
El veterano asintió y luego recordó que Corien quizá no lo viera.
—De acuerdo. Recogemos, entonces.
Se repartieron los cueros de agua, las alforjas de comida y el equipo.
Azogue se preguntó dónde Abismo se habría metido Malakai, pero no había
nada que pudiera hacer sobre la ausencia del tipo. Y además, no había nada
que el tipo pudiera hacer sobre su ceguera tampoco.
—Muy resuelta, nuestra muchacha —murmuró Corien inclinándose hacia
él.
Azogue se limitó a asentir con un gruñido. Lengua como un látigo
empapado de brea y arena. La pulla de la chica lo había molestado. ¿Estaban
entreteniéndose allí, a las puertas, porque tenían miedo de aventurarse en el
interior? Él siempre había hecho su parte, era algo de lo que estaba orgulloso.
Quizá no fuera un ejemplo de valentía, pero tampoco se había escabullido
jamás. ¿Estaba perdiendo facultades?
Subieron a tientas por el pasillo. Azogue hizo que Corien fuera por
delante con la espada en la mano, él iba el siguiente y Orquídea cerrando la
marcha. Mientras caminaban, torpes y lentos por los suelos inclinados, montó
su ballesta. Eso al menos podía hacerlo a ciegas.
Una vez fuera del salón, el puño K’ess se volvió hacia el oficial varón que lo
acompañaba.
—Cancele todos los permisos, limite los movimientos de las tropas a la
guarnición. ¿No tenemos a nadie capaz de alzar la senda Imperial?
—A nadie.
El puño se tiró con gesto salvaje de la barbilla.
—Maldita situación. A los pies de los caballos, así estamos. ¡Corra, vaya!
El hombre hizo un saludo militar y se fue corriendo.
El puño echó a andar otra vez y adoptó un paso de marcha rígido. La otra
oficial, la mujer, se apresuró tras él.
—Si me permite recordárselo, contamos solo con la mitad de los
efectivos, puño —dijo—. La otra mitad se ha ido al sur a solicitud del
embajador Aragan. Ahora sabemos por qué.
—Sí, sí. ¿Y lo que quiere decir con eso?
—Estamos cortos de efectivos. En caso de levantamiento, yo sugiero que
nos retiremos.
El puño se detuvo. A su lado se extendía una serie de edificios que
continuaban en ruinas tras el asedio de hace unos años. Lo ocupaban gentes
sin hogar que vivían en chozas de madera y paja entre los muros de piedra
caídos.
—¿Retirarnos? —repitió, indignado—. ¿Retirarnos adónde?
—Al oeste. A las montañas.
El puño se frotó la barbilla.
—¿Ponernos a merced de los moranthianos, quiere decir? Sí, la idea tiene
cierto mérito. La tendré presente. Hasta entonces, no. Se derramó demasiada
sangre malazana para tomar esta ciudad. No nos retiraremos. —Echó a andar
otra vez, el paso rápido.
La capitán Fal-ej, de Siete Ciudades, hizo lo que pudo por no quedarse
atrás.
—Envíe a nuestro jinete más rápido al sur, capitán —le ladró K’ess—.
¡Quiero saber de boca de ese culo gordo de Aragan qué Embozado del diablo
está pasando!
La capitán Fal-ej hizo un saludo militar y se fue corriendo.
K’ess se masajeó la garganta sin afeitar y escupió a un lado.
—Menudo momento de mierda para decidir dejar de beber. Justo cuando
las cosas se estaban tranquilizando… —Sacudió la cabeza y apresuró su
marcha.
Fue el acto más difícil que se había visto obligado a afrontar en su vida. Con
cada paso deliberado, rígido, reticente, se acercó a aquella casa achaparrada y
siniestra que se alzaba sola en los bosques de la hacienda de Coll. Cada latido
del corazón disparado de Rallick le gritaba que huyera. Porque no tanto
tiempo atrás, cuando el tirano jaghut Raest regresó a la ciudad solo para que
lo enterraran allí, en ese constructo azath, a él también lo habían metido. Y
quizá la casa no lo dejaría escapar una segunda vez.
Pero no huyó. Comprendía que la necesidad mandaba. Solo él en aquella
ciudad parecía comprender que había cosas que había que hacer, así de
simple. Al llegar a la puerta hizo una pausa, la mano estirada. Alguien había
estado cavando en el patio. Un rastro de tierra cruzaba los terrenos. Se
arrodilló para estudiar el vestigio. Dos juegos de huellas. Uno de unas
sandalias de cuero podrido. El otro de pies huesudos descalzos. Muy
huesudos y sin lugar a dudas de forma inhumana. Iban derramando tierra en
su camino.
Mientras estaba agachado allí, ante la puerta, esta se abrió y Rallick se
encontró con la cabeza levantada y los ojos clavados en la figura lúgubre y
demacrada del antiguo tirano jaghut Raest, prisionero de la casa y convertido
en ¿su… guardián? O quizá, por decirlo con más exactitud, en su intérprete o
portavoz. O portero.
—Ni aunque lo supliques —dijo el jaghut sin aliento, la inflexión muerta
por completo.
Rallick se irguió.
—¿Podría hablar contigo?
Las inquietantes pupilas verticales de los ojos se alzaron para abarcar el
cielo nocturno sobre el distrito de las Haciendas y se estrecharon.
—Ya tenemos un huésped. No pienso aceptar más. No importa lo difícil
que se pongan las cosas.
Un escalofrío recorrió la columna de Rallick. Apretó y relajó las manos
sudorosas.
—Eso es lo último que querría.
El jaghut dejó el umbral arrastrando los pies y retrocedió por el vestíbulo.
—Eso es lo que dicen todos, luego no hay forma de deshacerse de ellos.
Rallick se obligó a subir por el vestíbulo. Tras él se cerró la puerta y
quedó sumido en una oscuridad casi absoluta. En un lado, en un pasillo
estrecho, yacía un hombretón que bloqueaba el camino y roncaba con un
estrépito de flemas. Raest pasó junto a esa extraña aparición sin hacer
comentarios y Rallick se vio obligado a seguirlo. Una luz turbia brillaba un
poco más adelante; una especie de fulgor submarino límpido y verdoso como
el que podría arrojar una claraboya. Allí encontró al jaghut sentado a una
mesa y enfrente de él había otra criatura sentada, un imass. O por lo menos
eso supuso Rallick. No era ningún experto. Carne medio podrida sobre
huesos, y esos huesos con manchas oscuras. Una armadura abollada de
cueros, pieles y placas óseas. Y cubriéndolo todo, terrones secos. La entidad
sostenía tablillas de madera en unas manos destrozadas que solo eran huesos
y ligamentos. Levantó las cuencas vacías para observar a Rallick por un
momento y luego volvió los ojos de nuevo a las tablillas que tenía en las
manos.
Durante ese breve vistazo una ráfaga fría de viento había rozado la cara
de Rallick. Este oyó su gemido, que llevaba a grandes distancias la llamada
de enormes animales. Volvió a estremecerse.
El jaghut, Raest, cogió sus propias tablillas.
Cartas, comprendió Rallick. Estaban jugando a las cartas. En ese
momento. Con todo lo que tenía la ciudad encima.
En la mesa, entre los dos, el cadáver de un gato.
Rallick se aclaró la garganta.
—¿Qué está pasando?
—Voy ganando diez mil lingotes de oro —dijo Raest en voz baja—. Aquí
a mi amigo le cuestan los cambios en las reglas.
La voz del imass resonó como un crujido bajo de tendones secos.
—Se me dan mejor los mecanismos.
—No —insistió Rallick—. La ciudad. ¿Qué está pasando fuera?
—El barrio se está deteriorando a toda prisa. Me estoy planteando
mudarme.
—¿Mudarte? ¿Puedes mudarte?
El tirano volvió los rasgos destrozados para estudiarlo sin palabras por un
momento.
Rallick tragó saliva. Ah. Entiendo.
El jaghut dejó en la mesa una de las cartas de madera que tenía en la
mano.
El imass adelantó la barbilla roma de su esqueleto para estudiar la carta,
después se recostó y volvió a contemplar las que él tenía. Rallick también se
inclinó para mirar la superficie con los ojos entrecerrados; no vio más que
una imagen garabateada con tosquedad que fue incapaz de distinguir.
—No —continuó el jaghut—, he puesto demasiado esfuerzo en este
lugar. —Rallick le echó un vistazo a las paredes de madera podrida, las raíces
que colgaban, el polvo que se filtraba por la luz de las estrellas, que entraba a
raudales—. Además, aquí Pelusín quedaría desolado.
¿Pelusín? Por favor, que se refiera al gato; mi cordura no sobreviviría a
otra cosa.
—¿Puedes darme alguna pista de lo que va a ocurrir?
—Ahora sirvo a la Casa. Solo a ella. Sin embargo, puedo decirte qué
clase de juego estamos jugando.
¿Juego?
Con su mano correosa y mutilada el imass deslizó muy despacio una carta
de madera que puso sobre la mesa.
Raest se echó hacia delante y estudió la imagen grabada en la superficie.
Se recostó en la silla y negó con la cabeza.
—No…, ella no. Está fuera de la partida. Por ahora. —Apartó la carta.
Los ligamentos del cuello del imass crujieron cuando siguió la carta hasta el
otro extremo de la mesa. Después gruñó.
Rallick se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento.
—¿Qué clase de juego… es? —preguntó, apenas capaz de hablar.
—En este juego hay que tirarse faroles. Ambas partes tienen que tirarse
faroles. Recuerda eso, sirviente del Embozado.
—El Embozado ya no está.
—Los caminos permanecen.
—Entiendo.
—¿Ah, sí? Sería asombroso que lo hicieras.
Rallick apretó los labios. Aquí no puedo apuntar. Se volvió hacia el
imass. Esos no son los huesos de sus piernas. Apartó los ojos.
—¿Hay algo más que puedas decirme?
El jaghut permaneció inmóvil, el rostro magullado y repleto de brechas
era una máscara, el cabello gris como virutas de hierro le colgaba hasta los
hombros.
—Puedo decirte que me estás distrayendo de mi partida. Vete de aquí.
Rallick decidió que no debería esperar a que se lo dijeran dos veces. Salió
de espaldas y muy despacio de la habitación, de cara a aquella pareja, tan
extraña y desigual, pero a la vez tan igualada.
Llegó a la puerta cerrada.
Y ahora la parte más difícil de todas.
Pero la puerta sí que se abrió.
Cuando alguien entró en su despacho, lo primero que pensó el legado Jeshin
Lim fue que un concejal había solicitado una reunión no programada y su
personal había hecho entrar al hombre, o mujer, en cuestión. Le sorprendió,
por tanto, levantar los ojos de la composición de su siguiente discurso y ver al
mercader Humilde Medida de pie ante él.
Ahogó el impulso de levantarse de un salto de su silla. ¡Por la
misericordia de Ascua! ¿Quién habrá dejado entrar a este hombre? Alguien
va a perder su puesto por esto. Transformó el tic de la boca en una sonrisa de
bienvenida rígida, un poco forzada. Bueno, tampoco hay que quejarse. El
dinero de este hombre me permitió acceder a este despacho, así que, ¿por
qué no debería entrar el hombre también?
Se levantó con una sonrisa y rodeó el escritorio.
—¡Humilde Medida! ¡Qué sorpresa! —Le señaló una silla—. Siéntese,
por favor. ¿Me permite ofrecerle un té?
El hombretón se sentó con gesto seco y pesado.
—No, legado… Gracias.
Qué extraño verlo fuera de las oficinas de sus talleres. Parece… más
pequeño. Jeshin se sirvió un dedal de té y se retiró una vez más detrás de su
escritorio.
—¿Qué puedo hacer por usted, viejo amigo?
—En primer lugar —dijo el hombre entre dientes—, felicidades por la
renovación de este antiguo y honroso cargo, legado.
Lim desechó las formalidades con un ademán.
—La victoria es de los dos, Humilde. La visión que compartimos ha
llevado a esto. Lo hemos logrado juntos.
Humilde inclinó la cabeza como reconocimiento.
—El legado es muy generoso. Pero me pregunto, entonces, ¿por qué, con
esta victoria en su poder, no ha procedido a llevar a Darujhistan a la posición
de preeminencia que en otro tiempo acordamos que merece?
Jeshin frunció el ceño y ladeó la cabeza. El té permanecía olvidado ante
él.
—¿Cómo es eso?
—Legado, Darujhistan debe tener un arsenal. Armas, armaduras,
máquinas de asedio. El material de guerra… —Se detuvo porque el legado
había alzado una mano para hablar.
De vuelta a la vieja discusión. Debería haberlo anticipado. Este hombre
es un fanático.
—Humilde…, tengo presentes sus argumentos. Se necesitan armas y
armaduras, sí. ¡Pero mire lo que hemos logrado! Estamos de acuerdo en
tantas cosas. Darujhistan se pondrá de nuevo en el camino de la
preeminencia. Solo disentimos en este pequeño detalle, usted cree que poner
armas y armaduras en manos de cada ciudadano será lo que lo logre, mientras
que yo creo que primero hay que ocuparse de las defensas de la ciudad. Las
murallas, Humilde…
El mercader lo interrumpió.
—Darujhistan tiene murallas, legado.
Jeshin lo desechó con un gesto.
—Que apenas merecen ese nombre. Patios de recreo para los niños de la
ciudad. Descuidadas y saqueadas durante siglos. Hay que reconstruirlas,
reforzarlas.
—No son las murallas de Darujhistan lo que hay que reforzar, legado…
Es la voluntad de la ciudad.
Jeshin se quedó quieto, las manos apoyadas en el mármol fresco de la
superficie del escritorio.
—Esta discusión ha terminado, Humilde. Le agradezco su preocupación.
Sé que puedo contar con su cooperación en nuestros esfuerzos por
proporcionarle prestigio e influencia a nuestra ciudad. —Y se levantó,
sonriendo una vez más. Señaló la puerta.
Humilde Medida aupó su enorme corpachón de la silla. Miraba con furia
bajo las gruesas cejas. Se dio la vuelta sin una sola palabra y se dirigió a la
puerta con paso pesado.
Jeshin lo observó irse, una sonrisa rígida clavada todavía en los labios.
Un guardia. Guardias ya. Guardias insobornables. ¿Acaso no soy el
puñetero legado de esta ridícula ciudad?
Yusek no habría negado que había crecido en medio de ninguna parte y que
no sabía casi nada, pero hasta ella se habría largado por patas cuando los
troncos de la empalizada aparecieron de repente. Le habría entrado un ataque
de pánico especialmente cuando la pesada puerta de troncos se cerró de un
empujón tras ellos, el gran travesaño de madera se volvió a colocar y todos
aquellos montañeses peludos y sin lavar de la banda de Orbern salieron
arrastrando los pies para ver lo que pasaba.
Pero no esos dos. Los tipos accedieron tras ella sin vacilar, dóciles como
corderitos rumbo al matadero. Algunas personas, reflexionó la chica, no
tienen suficiente sentido común para dejarlos vivir.
Los llevó directamente a una cabaña principal de maderos, la «Estancia»
como la llamaba Orbern, y abrió la puerta. Los dos la siguieron al interior.
Unos cuantos de la banda se metieron detrás.
Orbern estaba comiendo; se pasaba mucho tiempo haciendo eso,
rondando alrededor de una mesa. Yusek suponía que era su forma de
representar el papel de «señor de la mansión». Levantó la cabeza como si le
sorprendiera la visita, dejó el cuchillo y se limpió las manos en las múltiples
túnicas que llevaba para demostrar su «cargo». Tenía una gran mata de barba
y pelo greñudo que Yusek imaginaba que mantenía, de nuevo como parte de
esa imagen que quería dar de gran señor del monte, como los de las antiguas
ciudades libres del norte.
—¿Y a quién tenemos aquí? —preguntó, todo malicioso y gritón.
—Viajeros, señor —respondió Yusek, que se dirigió a él como él siempre
les decía que hicieran.
Orbern se tiró de la barba y asintió.
—¡Excelente! ¡Saludos, señores! Bienvenidos a Pueblo Orbern, por poco
que valga ahora mismo. Desde luego no es Mengal todavía. Pero estamos
creciendo. Esperamos convertirnos pronto en una parada habitual en la ruta
de los mercaderes. ¿Qué podemos hacer por ustedes? ¿Unas camas para pasar
la noche, quizá?
Algunos de los chicos que tenían los viajeros detrás lanzaron una risita.
Los dos ni siquiera se dieron la vuelta.
—¿Sabéis de un monasterio en estas montañas, al norte de aquí?
Orbern hizo todo un alarde de acariciarse la barba y estudiar las vigas del
techo.
—¿Un monasterio, decís? ¿Están ustedes en un peregrinaje devocional?
¿Los están esperando?
—Si aquí no lo conoce nadie, seguiremos nuestro camino.
Muchos más hombres se rieron de eso. Yusek no podía ocultar su
incredulidad. ¿Hasta qué punto se puede ser corto?
Orbern se limitó a levantar una mano para pedir silencio.
—No hay prisa. Quizá sí que conozcamos el lugar. Quizá…
—¿Lo conoces tú? —preguntó el viajero, interrumpiéndolo.
Orbern quedó desconcertado por un momento, pero se recuperó al
instante.
—¿Yo? No. Pero a cambio de una contribución para Pueblo Orbern…
—¿Entonces quién?
Orbern miró con furia bajo las cejas enmarañadas. Yusek se echó a reír, y
no con demasiado disimulo. Eso sí que tenía gracia… como espectáculo no
estaba mal.
—Por una contribución para el futuro de Pueblo Orbern podrán contar
con nuestra buena voluntad —dijo Orbern entre dientes, su voz parecía de
todo menos cordial.
Como a modo de respuesta, el portavoz de los dos se quitó la pesada
capucha.
Yusek oyó gritos ahogados y siseos contenidos. Casi como uno solo, la
multitud de fugitivos y asesinos, hombres buscados todos y cada uno,
retrocedió varios pasos y despejó un círculo alrededor de las dos figuras.
Yusek se quedó mirando, sorprendida: el hombre llevaba una máscara, un
óvalo pintado, lleno de remolinos complejos y bandas. Una cosa de lo más
rara, pensó. Después se fijó en Orbern.
El jefe estaba petrificado, los ojos muy abiertos. Parecía que luchaba por
coger aliento para hablar, pero no lo conseguía. Yusek puso una mueca de
asco. ¿Qué es esto? ¿Así que el tipo lleva una máscara? ¿Y qué?
Nadie se movió ni habló, era como si todos estuvieran demasiado
aterrados. Unos cuantos como Yusek miraban a su alrededor, confusos; la
mayor parte hombres del norte. Puesto que nadie decía nada, fue ella la que
se adelantó con las manos en los cuchillos del cinturón.
—Entregad todo lo que tenéis —exigió.
Una carcajada aguda, estrangulada, brotó de la garganta de Orbern, que
agitó las manos con frenesí.
—¡No la escuchen! —balbució casi con voz de pito—. Son libres de irse,
por supuesto.
—¿Qué es esto? —exclamó Waynar, un hombretón peludo del norte que
afirmaba tener sangre barghastiana. Descruzó los gruesos brazos y se
adelantó—. ¿Libres de irse?
—¿Te quieres callar? —le gruñó Orbern, y después le dedicó a los dos
invitados una carcajada nerviosa.
—Tú no eres nuestro rey ni nada por el estilo —respondió Waynar. Se
cernió tan cerca de los visitantes que la barbilla estirada casi tocaba la frente
enmascarada del más bajo y ligero de los dos—. ¿Quién Embozado sois? ¿Y
por qué lleváis esa estúpida máscara?
¡Bien dicho, coño!, añadió Yusek sin hablar. Ya iba siendo hora de que
alguien se pusiera al mando. Parece que a Orbern no le va a durar mucho
más el chollo.
El portavoz ladeó la cabeza para mirar más allá del bulto greñudo de
Waynar.
—¿Este desafía tus órdenes?
A Orbern se le derrumbaron los hombros. Se cogió la cabeza con las
manos y dejó escapar un largo suspiro estremecido.
—Lo siento mucho, Waynar —dijo—. Pero… sí. Así es.
El portavoz se encogió de hombros. O pareció encogerse. Ocurrió algo.
Yusek tampoco estaba segura, no llegó a verlo. El manto del visitante se
movió, en cualquier caso. A Waynar se le abultaron los ojos. Abrió la boca,
pero no salió nada. Y luego un gran torrente de sangre y fluidos se
derramaron en un chorro de la cintura del hombre, le bajó por las piernas y
entrañas y vísceras cayeron, salpicando, húmedas y brillantes. El hombre casi
se partió en dos.
Yusek chilló y dio un paso atrás. Hasta los desconocidos se apartaron del
charco, cada vez más grande, de sangre y órganos.
Algunos fueron a coger las espadas, pero otros los detuvieron
sujetándolos por los brazos. Orbern levantó las manos para pedir calma.
—¡No os mováis! —exclamó. A los viajeros les ofreció una pequeña
inclinación de la cabeza—. No habrá más desafíos. Su demostración ha sido
muy… directa. Al norte de aquí encontrarán un puñado de pequeños
asentamientos, granjas y demás. Y he oído rumores sobre una especie de
templo.
—¿Quién conoce mejor la región? —preguntó el portavoz, la voz todavía
suave y sin inflexiones.
Las cejas de Orbern se fruncieron una vez más.
—Bueno, aquí Yusek ha cubierto la mayor parte de las laderas.
Yusek arrancó la mirada del montón de vísceras y vio que el portavoz de
los desconocidos la estaba mirando a través de la máscara pintada. Tenía los
ojos de color castaño.
—¿Qué? —le soltó ella sin más.
—Tú nos guiarás.
—Seguro como el dedo huesudo de la Tomadora que no.
El portavoz le dio la espalda.
—Está decidido. Necesitaremos comida y agua.
Orbern exhaló un suspiro de alivio.
—Shel-ken, búscales provisiones.
—¡No! ¡No está decidido! —gruñó Yusek. Miró con furia a Orbern—.
¡No pienso ir con estos asesinos!
—¿Esta también desafía a la jerarquía? —le preguntó a Orbern el
portavoz.
Yusek fue retrocediendo hasta que chocó con los omóplatos contra una
pared. Orbern la miró, una ceja arqueada como para preguntar, ¿y bien?
Todos los ojos se volvieron hacia ella. Unos cuantos de los hombres de
Orbern se lamieron los labios como si estuvieran impacientes por verla
abierta en canal, de la garganta a la entrepierna.
—No —dijo Yusek.
Yusek se enfrentó a Orbern después de que los dos visitantes dejaran el salón
para esperar fuera.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó mientras él observaba, tirándose
de un labio grueso, cómo se llevaban el desastre destripado que había sido
Waynar. Se arrojó serrín fresco sobre las manchas del suelo de tierra. Orbern
volvió luego a arrancar trozos del grasiento pájaro asado—. ¿Y bien?
La mirada cansada del hombre se posó en ella solo un instante.
—En realidad casi no eres ni miembro de esta pequeña comunidad
nuestra, ¿verdad, Yusek? Aprovechas cada excusa para dedicarte a recorrer
las laderas durante días enteros. Es como si solo estuvieras esperando una
ocasión para largarte corriendo, de todos modos.
La chica fue incapaz de negar nada de lo que había dicho el otro.
—Pero ¿con esos dos asesinos? ¡Viste lo que le hicieron a Waynar! ¡Tú
solo quieres que me maten!
Orbern apartó los huesos.
—Yusek… —Se frotó la frente y suspiró—. En primer lugar, querida,
Waynar se lo buscó. Desafió al seguleh. Así que, lección uno, ¡no los
desafíes! Bien, en segundo lugar, y en contra de lo que acabamos de ver
todos, en su compañía estarás más segura de lo que lo has estado en años. —
Orbern se recostó en su silla y abrió las manos—. En tercer lugar, aquí casi
todo el mundo es un asesino, ¿desde cuándo ha sido eso un problema para ti?
Y por último, con franqueza, ha sido un auténtico grano en el culo tener que
mantener a todo el mundo lejos de tu pandero este año.
—Si no saben controlarse solos, ese es su problema, no el mío. Que
vayan a tirarse algún animal.
—Oh, no te engañes, algunos ya lo hacen. O se follan entre sí. En
cualquier caso, estoy de acuerdo contigo, sí. Por qué les echan la culpa a las
mujeres de la crueldad de los hombres y de su falta de respeto por el prójimo
es algo que jamás entenderé. Pero se convierte en tu problema cuando es a ti
a quien atacan, ¿no?
—Mataré al que lo intente. Y lo saben.
—Así que yo pierdo otro hombre más.
—¡No es culpa mía que sean gilipollas!
Orbern se tiró con furia de la barba.
—¡Yusek! La razón por la que los han echado de cada pueblo, aldea,
familia…, de cualquier comunidad de personas con espíritu de colaboración,
es porque son unos asesinos egoístas, cortos de miras, impulsivos y crueles,
¡y sobre todo gilipollas! —Señaló la puerta—. ¡Te estoy haciendo un favor!
Yusek no se movió.
—Puedo cuidarme sola.
—El hecho de seguir viva lo demuestra, Yusek. Pero cada vez lo tienes
peor. Al final terminarás desapareciendo y Ezzen, o Dullet, se pasearán por
ahí con una sonrisita de satisfacción en la cara durante unos días… y se
acabó, ya no hay más.
Yusek bajó la barbilla.
—No te estoy pidiendo que me hagas ningún favor. —Odiaba lo huraño
que sonaba eso, pero era la verdad.
Orbern volvió a suspirar.
—Lo sé. Pero te lo hago de todas formas. Osserc sabrá por qué. Debe de
ser mi conciencia civilizada.
Eje estaba sentado en un banco de piedra en el Círculo de las Fes. Era una
plaza pavimentada del distrito Daru que a lo largo de los años, edificio a
edificio y patio a patio había sido invadido y luego anexionado por los
devotos de religiones extranjeras, emergentes o incluso desacreditadas. Una
especie de bazar no oficial para cualquier dios, espíritu o ascendiente que
quisieras mencionar. Unas altas tiras de oración ardían a su lado como
ofrendas votivas a una deidad del norte casi desconocida, con toda
probabilidad espíritus ancestrales barghastianos. Se apartó el denso humo de
la cara con la mano. Al otro lado de la plaza, un edificio diminuto de piedra
que tenía un parecido inquietante con un sepulcro albergaba a un sacerdote
del nuevo culto del dios Quebrado. El hombre estaba allí sentado,
farfullándole a todo el que pasaba, aunque resultaba bastante difícil de
entender, hablando como hablaba con los dientes rotos y la mandíbula
hinchada de las muchas palizas que repartían los matones del barrio. Eje tenía
que reconocerle el mérito, sin embargo. Aquel tipo era inasequible al
desaliento. Incluso parecía disfrutar de ese desafío adicional a su devoción y
perseverancia.
Alguna gente solo quiere que la persigan…, demuestra que tienen razón.
Claro que él lo sabía todo sobre persecuciones. Su madre y él habían visto
cómo el mundo perseguía con éxito a su padre, a sus tíos, hermanos, tías,
hermanas y a un número incontable de primos.
—Pos a ti no te voy a perder, pequeñín —le decía siempre su madre. Se
lo repitió una vez más cuando llegó recado de la pérdida del último hermano
de Eje, que había caído por la borda en los mares picados junto a la costa de
Delanss—. Eso lo juro, sí, señor. —Y él había alzado la cabeza, estaba
sentado junto a la silla de su madre, mirando cómo se cepillaba el pelo, un
pelo tan largo que lo arrastraría por el suelo si alguna vez se lo soltase—. Te
llevo en brazos, vaya si te llevo. Te envuelvo en protección. Te mantengo a
salvo. Tu mamá te va a mantener a salvo. Ya verás.
Se frotó la camisa sobre el pecho. La tenía muy cerca. Podía sentirla junto
a él, como siempre que sobrevenían problemas.
Tres días ya y ni un solo aviso todavía de ninguno de los magos del
cuadro. Ya deberían haberse puesto en contacto. Aquí pasa algo.
—Pareces un hermano —le dijo alguien en daru.
Eje se hizo sombra con la mano y miró con un parpadeo a un joven
espadachín todo encopetado con una imitación de uniforme de oficial
malazano, con sus torques y espada larga según el estilo de Quon y todo. En
la sobrevesta de seda el muchacho lucía el símbolo de la espada del culto de
Dessembrae.
—¿Qué pasa? ¿Qué hermano?
—Uno de los iniciados. La Élite. Reconocidos por Dessembrae.
—Por el calor asfixiante de Osserc, ¿tú de qué hablas?
La sonrisa obsequiosa del joven se transformó en una arrogancia herida
mientras miraba a Eje de arriba abajo.
—Mis disculpas. Está claro que me he equivocado. Es obvio que no
posees la dignidad requerida.
Eje regurgitó una bocanada de flemas y las escupió.
—¿Dignidad?, y una mierda. Si ese te viera ahora no sabría si reír o
llorar.
—Eso pueden rezongar los que no han sido hallados dignos.
Eje se planteó levantarse y darle una lección a aquel crío, pero estaba muy
cómodo en aquel banco y decidió no dejar que aquel imbécil ignorante le
estropeara el día. Así que despidió al muchacho con un ademán.
—Llévate tu basura a otra parte.
El aristocrático joven llegó a dar una sacudida a la cabeza mientras se
alejaba. Eje lanzó un bufido ante lo absurdo de la situación y después se dio
cuenta de que ya no estaba solo en el banco. Le echó un vistazo de soslayo al
tipo: alto y delgado, envuelto en un viejo manto de viaje. Cabello ondulado,
largo y negro. Parecía taliano por el perfil.
—Si ese muchacho hubiera sabido que estaba hablando con un
abrasapuentes se habría meado en los pantalones —dijo el hombre.
Eje maldijo por lo bajo.
—Anda que no os llevó tiempo ni nada, ¿eh? —Se pasó la mano por el
pecho, escuchó por si oía alguna orientación, pero no oyó nada. Ese hombre
no era ningún mago—. ¿Se puede saber quién eres? ¿Dónde está Filless?
—Filless ya no está con nosotros. Alguien ha convertido en deporte la
caza de magos imperiales y garras. —Se giró y lo miró de cara—. Si fuera tú,
sería discreto.
—Hmm. Ese soy yo. La pregunta sigue en pie. ¿Quién eres?
—Estoy con la delegación imperial.
Eje lanzó otro bufido.
—Inteligencia militar. Debería haberlo sabido.
—Aprendimos hace mucho tiempo a no depender solo de la Garra.
—El dedo aleccionador del Embozado, amigo mío.
—Y bien…, ¿tu informe?
—Ha entrado en la ciudad una especie de espectro. Sacó el culo de los
terrenos de enterramiento del sur. Y no estaba solo. Tiene sirvientes. Y no
son del todo humanos, si sabes lo que quiero decir.
El oficial de inteligencia emitió un silbidito y tamborileó con los dedos en
el regazo.
—Y los moranthianos se largan… Para cagarse.
—Igual que nosotros. Vosotros cogisteis el petate y os largasteis.
—Simples maniobras —respondió el tipo, como si no tuviera importancia
—. Quiero que intentéis rastrear a ese hombre, o cosa.
Eje le lanzó su mejor mirada furiosa. El tipo me dice que no llame la
atención y luego tiene la poca vergüenza… Volvió a escupir.
—Yo no. Yo solo pasaba por aquí, ¿te acuerdas?
—¿Me permites recordarte —murmuró el joven oficial— que el castigo
por deserción sigue siendo la muerte?
Eje estiró las piernas, sacó un puñado de nueces que le había comprado a
un vendedor callejero y empezó a partirlas y a metérselas una a una en la
boca.
—Farol de aficionado, chaval. Soy lo último de valor que te queda en
toda esta puñetera ciudad de la Reina.
El oficial estudió los dedos que seguían tamborileando durante un rato.
—Yo no contaría con eso. Cuando llegó el Quinto a este continente, se
envió un cetro imperial con el puño supremo Dujek. Ahora está con nosotros.
Aquí, en la ciudad. Y ha despertado.
Eje se tiró una nuez a la boca y falló. Por todos los dioses. Una línea
directa con Unta. Se podría enviar cualquier cosa. Un ejército de garras. Un
mago supremo. Se aclaró la garganta y se encogió de hombros.
—Bueno, entonces no me necesitas.
El joven oficial de inteligencia frunció los labios con gesto elocuente.
—Hasta entonces… tendremos que arreglárnoslas contigo.
¡Puñetero Imperio! No te suelta nunca. Siempre vuelve a por ti. Hijos de
perra.
Apretó las nueces en la mano sudorosa. Oh, no. ¡Rapiña va a matarme!
El erudito y viajero Sulerem de Mengal escribe en sus diarios sobre una lejana tierra al sur, donde todo
hombre y mujer es soberano en sí mismo. Es una tierra baldía en la que en más de cien años no se ha
movido ni siquiera un árbol caído.
Kiska ya hacía mucho tiempo que había perdido la cuenta de cuántas leguas
de costa habían recorrido Leoman y ella cuando, al final, como ya sabía que
haría, su compañero se aclaró la garganta de un modo que indicaba que tenía
algo que decir, algo que sin duda ella no querría oír.
Kiska se detuvo en aquel trozo de arena negra, con las olas iluminadas
por el sol rozando la playa, y se volvió para mirarlo. Leoman permanecía
unos pasos más atrás. Tenía las manos posadas en el cinturón para las armas,
las túnicas largas y pálidas le colgaban sucias y raídas por el borde inferior
que le cubría la cota de malla. Se estaba dejando crecer la barba para hacer
juego con el bigote, y el cabello le caía largo y desaliñado por debajo del
yelmo picudo.
Kiska sabía que ella no debía presentar una imagen mucho mejor. Le hizo
un gesto para que hablara de una vez.
—¿Qué pasa?
Él se encogió de hombros sin mirarla a los ojos.
—Esto es inútil, Kiska. Si quisiera que lo encontraran, ya habría venido a
nosotros hace mucho tiempo.
—Eso no lo sabemos…
—Es evidente.
—¿Y supongo que tú tienes alguna brillante alternativa?
—Sugiero que vayamos hacia el interior. Quizá encontremos algo. Una
forma… —Se le fue apagando la voz al ver el cambio de expresión de Kiska.
Ya no lo miraba a él, sino por encima, más allá. Leoman se dio la vuelta. Un
momento después maldijo en voz baja. Kiska se acercó a su lado.
—Se está cerrando —dijo él.
—Sí. Sin duda ha encogido.
La mancha oscura del cielo gris pizarra que era la Espiral se había
desvanecido y convertido en una pequeña fracción del tamaño que había
tenido antes.
—Parece que los liosan le han puesto fin.
—Supongo. Dos retoños de Osserc deberían bastar.
Leoman la estudió, su mirada era de una suavidad extraña.
—Eso podría ser nuestra salida cerrándose ante nosotros.
Kiska se dio la vuelta y siguió caminando.
—Razón de más para encontrarlo.
—Kiska —la llamó, un poco irritado—. Podríamos estar caminando en la
dirección que no es.
—¡Pues vete! ¡Yo no te retengo! Estoy segura de que todas las damas
echan de menos tu bigote.
Siguió caminando en silencio. Parte de ella se preguntaba si su
compañero respondería, o si la estaba siguiendo a distancia. Se negó a mirar
atrás.
Y entonces oyó su voz, gritando a lo lejos.
—¿Y si te dijera que podría encontrarlo?
Kiska se detuvo y dejó escapar un suspiro largo y colérico. ¡Dioses! ¿Es
que para aquel tipo era una especie de juego? Se dio la vuelta y lo miró.
Estaba de pie, como antes, las manos todavía en el cinturón, meciéndose
sobre los talones de las botas.
La antigua garra sacudió la cabeza, volvió sobre sus pasos por aquel trozo
de playa y se plantó delante de él con los brazos en jarras.
—Será mejor que sea bueno.
Los ojos marrones de él contenían ese destello habitual de diversión. Se
pasó la mano por lo que se había convertido en un enorme bigote sin recortar,
muy complacido consigo mismo. Como el maldito gato que ha cazado al
ratón.
—Al parecer tienes debilidad por los desgraciados de por aquí, ¿no?
Kiska se apartó con un estremecimiento y lo observó cautelosa.
—No pienso dejar que le hagas daño a ninguno de ellos.
Leoman pareció ofendido de verdad, o al menos hizo alarde de parecerlo.
—Nunca. ¿Qué te crees que soy?
¿Un gilipollas asesino, egoísta y cruel? Pero ¿no había algo más en aquel
hombre? También parecía tener una amabilidad sorprendente. Una especie de
compasión misteriosa e impredecible. Su problema es que la oculta
demasiado bien.
—¿Y con eso quieres decir…?
Un asentimiento.
—Con eso quiero decir que tu compasión por ellos parece haberte cegado
al modo en que podrían ser útiles en tu… bueno, búsqueda.
Kiska empezó a sentir que el desagrado le endurecía la boca.
—¿Y cuál es?
Leoman suspiró y abrió las manos.
—Piensa, Kiska. Hay una especie de conexión. Lo único que tenemos que
hacer es vigilarlos. Y al final… —Se encogió de hombros con gesto
sugerente.
Se sintió como una tonta. Sí. Es evidente. Sencillo. Elegante. ¿Por qué no
se me ocurrió? Porque era una actitud pasiva. Ella prefería la acción. Pero no
era que Leoman fuera de los retraídos. Quizá era porque él debía de haber
crecido cazando y pensaba como un cazador, mientras que ella no. Para ella,
sentarse a esperar a que algo ocurriera, bueno, iba en contra de todos sus
instintos.
Pero tenía que estar de acuerdo. Así que se permitió un asentimiento
brusco y emprendió el camino de regreso por la curva de costa. Leoman la
siguió a una distancia discreta. Quizá para ahorrarle su sonrisita altanera y el
retoque satisfecho de su bigote.
—¿Así que están diciendo que su oportuna llegada los asustó? ¿Es eso lo que
están diciendo? —Lim miró a los dos vigilantes de la hacienda, ambos
miembros retirados de la guardia de la ciudad, que tenía allí de pie con
aspecto incómodo, y muy nerviosos. Por alguna razón no terminaba de
convencerse. Se ciñó mejor la bata—. ¿Y el desastre de fuera?
—¡Ah! Bueno, en sus prisas por huir…, resulta que uno se cayó.
—¿No me diga? Un asesino torpe. Parece que son los estándares los que
han caído.
Los vigilantes compartieron miradas avergonzadas. Uno tragó saliva
mientras el otro cogía y soltaba la espada corta que llevaba al costado.
Lim se dio la vuelta con un suspiro de disgusto. Miró el pequeño
escritorio que tenía en su habitación para ocuparse de la correspondencia y
componer sus memorias. Cogió una fina máscara de oro que guardaba entre
otros recuerdos y la hizo girar en las manos.
—Supongo que debería contratar más vigilantes.
—Se lo recomendamos encarecidamente, señor.
Se volvió y los contempló a los dos con una ceja arqueada.
—Bueno…, hacedlo. Tienen permiso. Contraten tantos como consideren
apropiados.
Los dos hombres respondieron con un saludo militar seco.
—Sí, señor. Ahora mismo, señor.
Incompetentes. Es un milagro que siga vivo. Alguien quería quitarme de
en medio y puso el contrato en el mercado, y yo ni siquiera me desperté. Y
con franqueza, sospecho que no es ningún misterio quién es el culpable. El
Abismo no tiene furia como la de un mecenas despechado, como podría
decirse. Tendré que responder. Golpearlo donde más le duele. En la saca del
dinero.
Lim cruzó la habitación para vestirse, después hizo una pausa, confuso.
¿Allí no había antes una alfombra? Parece que los sirvientes se están
tomando grandes libertades con el mobiliario. Deberían avisarme cuándo se
llevan cosas para hacerlas limpiar.
Bendan, hijo de Hurule, había crecido entre las chozas, las cloacas abiertas y
los montones de basura de los barrios de chabolas de Gadrobi, al oeste de
Darujhistan. Siendo como era un muchachito que iba dando patadas por los
callejones, sin ingresos ni probabilidades de tenerlos, como es natural se unió
a otros jóvenes de su mismo ambiente para formar una hermandad que les
proporcionara apoyo mutuo y protección. Y para la obtención de ganancias
abundantes. Una organización que la guardia de la ciudad y el concejo
gobernante de Darujhistan denunció como banda.
Tras una triunfante serie de robos, palizas y unos cuantos asesinatos, la
ira de la clase más acomodada de mercaderes explotó al fin y se alentó a la
guardia para que acorralara a Bendan y sus compañeros en la casa de dos
pisos que utilizaban como base. Para entonces el joven ya se había ganado un
apodo, el Carnicero, del que estaba orgullosísimo, pero que no le resultó de
ninguna utilidad contra la armadura y las espadas cortas de los miembros de
la guardia.
Pudo escapar al cerco, al contrario que la mayor parte de sus hermanos y
hermanas de la banda, los últimos amigos o lazos que le quedaban de su
juventud. Buscado, sin ningún sitio al que acudir, como es natural recurrió a
la última opción que tenía alguien sin ataduras en su tierra natal: se alistó en
las fuerzas de los invasores malazanos.
Y allí estaba, observando al amparo de la noche, desde la cima de una
duna de la orilla, en la costa justo al norte de Coral, cerca de Maurik, los
cuatro barcos que se acercaban furtivos, sin ruido, a la playa. Echó un vistazo
a su derecha, por la línea de sus compañeros de pelotón, impaciente por ver la
señal. Por fin, el sargento, un gigante de hombre con la piel tan negra que
Bendan había pensado que era pintura, dio la señal.
Como uno solo, el pelotón se deslizó por la parte de atrás de la cresta y
luego se dirigió a la carrera al estrecho lecho de un arroyo que habían estado
usando los asaltantes. Allí, a cubierto entre la maleza escasa y quebradiza,
prepararon ballestas y jabalinas. En la oscuridad, al otro lado del tajo
escarpado, esperaba el treinta y tres. Una vez que su pelotón, el veintidós,
abriera fuego y atacara a los asaltantes, los otros cargarían por detrás.
Entretanto, el cuarto quizá estuviese en ese mismo momento subiendo por la
orilla, listo para cortar la retirada a los barcos.
—Como pastorear ovejas —le había dicho la cabo, Pequeña, con un
guiño—. Solo hay que impedirles que se fuguen.
—Más bien como lobos —había advertido el más viejo del pelotón, un
tipo peludo y muy sucio con cueros raídos al que todo el mundo llamaba
Hueso—. Estos tipos de la Confederación son piratas y traficantes de
esclavos. Llevan generaciones atacando esta costa. Creen que es su derecho
divino. Esto va a ser jodido.
—Yo no tengo miedo de pelear —había dicho él.
—Ya, Carnicero —había respondido Hueso.
Había dado ese nombre cuando le habían preguntado. Y, por sorprendente
que fuera, lo usaban. Solo que cuando lo decían era en el mismo tono que
utilizaban para decir «gilipollas» o «idiota». Y por alguna razón no había
forma de que pudiera echárselo en cara. Así que se había contenido, furioso y
decidido a demostrarles cómo se luchaba. Después de todo, era lo único que
había tenido que hacer cada día de su vida y, puesto que no estaba muerto
todavía, era obvio que se le daba bien.
—Que no escape nadie —habían sido las últimas instrucciones dadas con
voz profunda del sargento Hektar—. Este es nuestro golpe de advertencia.
Nuestra última oportunidad antes de irnos.
Antes de irse. ¡Emprendían la marcha! Bendan había visto la reacción de
todo el mundo a esa asombrosa noticia. ¡Qué chifladura, ni que fueran
tenescowri! Abandonar la fortaleza antes de que estuviera terminada siquiera.
¿Quién era ese embajador para ordenarles que se fueran? ¿Steppen no podía
haber mandado diez o veinte para que los inspeccionara ese pelele?
En su pelotón a todo el mundo le indignaba esa estupidez típica del
ejército. A todos menos a Hueso, que había murmurado con la boca llena de
las hojas que masticaba.
—El camino de los oficiales es un misterio para la gente normal.
A Bendan le parecía una mejora, estaba hasta el yelmo de aporrear rocas
y cargar tierra. A él que le dieran una buena marcha antes que deslomarse
trabajando.
Y parecía que esa era su última oportunidad para ver algo de acción de
verdad, así que todo el mundo estaba impaciente por aprovecharla al máximo.
Bajo ellos, trazando el lecho del tajo seco, llegaban los piratas de la
Confederación a la carrera, rumbo a su objetivo, otra aldea de granjeros
indefensos. Bendan se peleó con su ballesta bajo la desorientadora luz de
aquella luna renacida, brillante y plateada, y el fulgor verdoso del arco
hinchado de luz que había en el cielo y que algunos llamaban la Espada de
Dios, aunque el nombre del dios variaba.
El mecanismo de la ballesta lo derrotó una vez más. Al parecer era
incapaz de llegar a dominar aquel maldito cacharro extranjero. Lo dejó en el
suelo y preparó una de las crueles jabalinas con púas que había traído por si
se presentaba la posibilidad. Y justo a tiempo, además, porque resonó el
silbido que daba la señal para disparar.
Todo el mundo se irguió y disparó. Las ballestas replicaron con un golpe
seco, los soldados gritaron y arrojaron jabalinas. Bendan lanzó la suya y
luego, sin esperar a ver si había alcanzado a alguien o no, empezó a bajar la
ladera al tiempo que preparaba su espada corta y el escudo. Lo que vislumbró
abajo lo preocupó. En lugar del caos arremolinado que le habían dicho que
esperara, la fila de guerreros se había limitado a arrodillarse tras grandes
escudos, habían aguantado la andanada inicial y en ese mismo momento
estaban subiendo al contraataque entre las rocas y la maleza.
Y malditos sean sus muertos y ancestros desaparecidos, pero hay un
montón.
Ya no hubo más tiempo para pensar cuando su carrera de cabeza lo llevó
de lleno contra el primero de los asaltantes. Golpeó al hombre con el escudo
con todas sus fuerzas y lo tiró de espaldas. Ese choque absorbió casi toda su
inercia y se encontró intercambiando golpes con otros dos. Los piratas
superaban en número a su pelotón de una forma ridícula. Bendan liberó toda
la ferocidad que había aprendido en una vida de peleas a muerte antes incluso
de que le creciera el vello en la barbilla. Se entregó por completo a aquella ira
abrasadora, girando, chillando, atacando sin descanso. Los piratas retrocedían
ante él, superados. Los filos golpeaban su camisote de cuero endurecido con
cota de malla y rombos de hierro, pero él hacía caso omiso de los golpes con
la determinación de continuar hasta la muerte. Solo ese abandono absoluto lo
había hecho escapar de cada una de sus peleas, ensangrentado y dolorido,
pero en pie.
Y luego, en lo que pareció solo un instante, todo lo que permanecía en pie
ante él vestía el negro de Malaz; bajó el brazo, zigzagueó, aspiró grandes
bocanadas entrecortadas de aire, a punto de vomitar. El otro pelotón se había
abierto camino desde el otro lado. La columna de piratas se había deshecho y
los hombres corrían hacia los barcos. Bendan y sus compañeros de pelotón se
los dejaron a los demás.
Alguien le ofreció un cuero de agua, tomó un pequeño sorbo y se echó un
chorro por la cara. Los golpes que había sufrido eran una agonía y sabía que
al día siguiente casi no sería capaz de moverse, pero había tenido suerte:
ninguno era lo bastante grave como para acabar con él.
El sargento Hektar se acercó y le dio un empellón en el hombro.
—Joder, Carnicero —dijo con voz ronca—, veo que vamos a tener que
frenarte un poco.
Cerca de allí, Hueso se apretaba un paño contra la cara manchada de
sangre y seguía sonriendo.
—¿Deseando emprender todo un día de marcha mañana, chaval? —Y se
echó a reír.
Bendan desechó el comentario con un ademán.
—¿Qué hay de estos heridos, Hek? —exclamó alguien.
El inmenso dalhonesio se pasó una mano por el reluciente cráneo, marrón
como una nuez.
—Son traficantes de esclavos… Que prueben un poco de su propia
medicina. Los vendemos.
—No podemos —gritó Hueso desde donde estaba desvalijando los
cuerpos con una sola mano—. El Imperio no vende esclavos.
—Ponerlos a servir es mucho mejor, ¿no? —murmuró el dalhonesio, y se
encogió de hombros—. Pues se los regalamos a los mercaderes de Coral.
La carcajada con la que respondió Hueso fue genuina, pero no demasiado
agradable.
Esa noche, más tarde, mientras regresaba al campamento, se le ocurrió a
Bendan que cuando Hektar lo llamo «Carnicero» no había usado «ese» tono.
El sargento lo había dicho en serio, al parecer. Bendan lo agradecía, pero
también le avergonzaba un poco. Porque durante todo el combate había
estado tan aterrado que se había meado encima.
Azogue y Corien se pusieron por delante para salir de Pueblo Perla, como lo
había llamado Panar. Malakai se escabulló de inmediato sin decir una sola
palabra. Avergonzado de que lo vean con tipos como nosotros, rezongó
Azogue para sí. Avanzaban con lentitud, habían decidido viajar sin ningún
tipo de luz. Orquídea murmuraba indicaciones desde atrás, muy cerca de
ellos. A pesar de las descripciones que hacía la chica del camino que tenían
por delante, Azogue no hacía más que chocar con las paredes en aquella
oscuridad absoluta. Y Corien cojeaba, vacilante, gimiendo de dolor, la
respiración forzada y llena de flemas.
—Las veo —anunció Orquídea después de recorrer un laberinto de
callejuelas estrechas—. Escaleras, por delante.
Azogue dejó escapar un bufido de disgusto. ¡Estupendo, tengo que trepar
unas jodidas escaleras a oscuras!
—Son muy anchas. Abiertas por la derecha. Suben por un acantilado…
¡Gran Madre, qué alto es!
Azogue puso los ojos en blanco en la oscuridad. Maravilloso. Noche
absoluta todo alrededor y una caída en picado. Las cosas no podrían estar
mejor.
—¿Malakai?
—Ni rastro.
Cada vez menos serio, el chico. El pie derecho de Azogue se golpeó
contra la contrahuella del primer escalón y se fue hacia delante contra las
escaleras. Se le cayó la espada, se arañó una espinilla y soltó una maldición.
La hoja tintineó en los escalones de piedra como yunques cayendo en la
oscuridad.
—Perdona, Rojo —se disculpó Orquídea, que parecía avergonzada.
Azogue se limitó a maldecir por lo bajo. Corien estuvo a punto de caer
encima de él cuando avanzó a tientas en aquella tinta negra. Una puta banda
de bufones ambulantes, eso es lo que somos. Solo nos faltan los sombreros de
trapo.
Orquídea lo cogió por el brazo para ayudarlo a levantarse y él estuvo a
punto de soltarse de un tirón.
—Manteneos pegados a la izquierda —sugirió la joven—. En fila…
supongo.
—Voy yo primero —dijo Azogue. Pero se quedó inmóvil, los labios
apretados—. Orquídea, ¿dónde Embozado está mi puñetera espada?
—¡Oh! Perdona. —Se la puso en la mano. El veterano la levantó de golpe
y le dio las gracias con voz seria, casi rechinando los dientes.
¡Ni siquiera soy capaz de encontrar mi propia puta espada! ¡Inútil!
¡Inútil por completo!
Cetro
8
Y así creció
esta abundante melena.
Las mozas maquinaron,
los cuchillos se afilaron,
pero ni yelmo ni sombrero podían domeñar
esos testarudos, orgullosos rizos.
Atribuido a Pescador
Dos días después, en las profundidades de los densos bosques del valle, junto
a un pequeño arroyo, Sall y Lo se pararon en seco y a Yusek se le cayó el
alma a los pies. ¡Los dioses nos libren! Aferró el cuchillo largo que llevaba
bajo el manto empapado y se agachó para buscar refugio entre los peñascos
húmedos cubiertos de moho.
—¡No os mováis! —bramó una voz áspera desde el bosque—. ¡Estáis
cubiertos y rodeados!
Yusek se asomó por encima de una roca y vio a varios hombres y mujeres
acercándose entre los árboles. Vestían estropeadas armaduras desiguales,
como restos desharrapados de algún ejército mercenario derrotado. Dos la
tenían a ella en la mira de sus ballestas. ¡Un ejército! ¡Un puto ejército
entero!
—¡Manos a la vista! —exclamó la voz otra vez—. Eso es. No os mováis.
Yusek volvió los ojos y vio que Lo y Sall permanecían inmóviles en sus
mantos sueltos, las capuchas subidas, las manos un poco separadas de los
lados. Hombres y mujeres, las ballestas alzadas, tomaron posiciones mientras
se acercaban otros con las espadas en la mano.
—Entregad las armas —ordenó la voz oculta.
Sall y Lo continuaron inmóviles, las manos a los lados.
—Tiradlas o termináis con el cuerpo lleno de cuadrillos. Ahora.
Los dos intercambiaron una mirada y luego metieron las manos bajo los
mantos para sacar las espadas, todavía envainadas, que ofrecieron con una
mano. Yusek dejó caer su cuchillo largo. Un tipo de barba rala se acercó
corriendo a ella.
Dos de los soldados de Dernan (y Yusek estaba bastante segura de que
eran ellos) se acercaron con cautela a Lo y Sall. Una mujer estiró la mano que
tenía libre para coger la espada de Sall, la de ella lista para apuñalar. La
mujer vestía cueros de caza desgarrados y mocasines altos que le llegaban a
las rodillas. Un tipo grande y gordo, con un camisote de bandas que le
quedaba pequeño, se acercó con un contoneo arrogante a Lo y estiró la mano
para quitarle la espada de un manotazo.
Entonces parecieron ocurrir unas cuantas cosas, todas a la vez. La mujer
que estiraba el brazo hacia Sall se tambaleó de un lado. El tipo ancho que
estaba delante de Lo de repente tenía una hoja sobresaliéndole por la espalda.
Las ballestas se dispararon con golpes secos y los cuadrillos sisearon, pero
Sall solo parecía tener que rodar a un lado u otro y los proyectiles pasaban de
largo. El seguleh desapareció entre los árboles. Los cuadrillos de ballesta se
estrellaron contra el tipo que estaba delante de Lo, pero, por alguna razón, el
gran corpachón no cayó. Lo incluso parecía estar maniobrándolo, girándolo
de un lado a otro para interceptar los proyectiles. Todo el mundo estaba
gritando. El barbudo que tenía Yusek delante lo miraba todo con la boca
abierta. Después se volvió hacia ella.
—¿Una máscara? ¿Ese tipo lleva una puñetera máscara del Embozado?
Yusek intentó escabullirse, pero el tipo volvió a tirarla de un golpe entre
las rocas. La mano derecha de la chica encontró una piedra y la blandió,
consiguió alcanzarlo en una sien y hacerlo tambalearse. Intentó escabullirse
otra vez, pero el tipo le puso la zancadilla. De pie sobre ella, el hombre se
llevó una mano a la sangre que le goteaba por la sien y le caía en la barba. Le
dedicó una sonrisa llena de agujeros en los dientes.
—Te voy a abrir en canal por eso. —Y llevó atrás la espada para
ensartarla.
Una sombra surgió tras el hombre y algo tarareó en el aire, y luego la
cabeza del hombre salió volando. El cadáver se bamboleó hacia delante y
cayó lanzando un gran chorro caliente sobre Yusek, que empezó a gritar sin
parar. Lo único que recordó después fue que se lanzó a gatas hacia el arroyo,
llorando, asqueada, desesperada por lavarse. La sangre manchó de rojo el
agua gélida.
Cuando se levantó, chorreando agua, todo estaba en silencio. Solo el
arroyo siseaba y gorgoteaba a su alrededor. El bosque estaba oscuro y
tranquilo. Forcejeó en las rocas resbaladizas para salir del agua. Había
cuerpos tirados por todas partes. La cantidad de sangre y fluidos era
aterradora, al igual que las heridas: muchos hombres estaban decapitados. Le
llamó la atención un movimiento y vislumbró a Lo volviendo a ponerse el
manto de un tirón. Parecía vestir bajo él una especie de jubón de cuero ligero,
quizá cosido con anillas de hierro reforzado.
Apareció Sall. Él también llevaba el manto abierto, pero no revelaba más
que una camisa sencilla y unos pantalones anchos con un fajín. Había
envainado su espada y escoltaba a uno de los de Dernan, una mujer. El
cabello largo y rubio era una maraña, pero parecía ilesa.
—¿Tú…? —empezó a decir Yusek, pero solo pudo señalar al hombre
muerto que la había amenazado.
—Sí.
—Bueno, gracias. ¿Quién es esta? ¿Una prisionera?
El seguleh ladeó la cabeza, pensándolo.
—Supongo que podría llamarlo así. —Se alejó y las dejó a las dos allí.
Yusek miró a la mujer, esta no podía quitar la mirada aturdida de los seguleh.
Asqueada, Yusek fue a buscar su cuchillo. La mujer la siguió.
—¿Cómo es que sigues viva? —preguntó Yusek.
—He pasado tiempo en la costa sur, arrojé mi espada al suelo. No sabía
que vinieran tan al norte.
—¿Así que te rendiste? ¿Sin más? —La mujer vestía una cota larga de
cuero escamado, era alta y delgada. Parecía muy capaz.
La mirada asombrada se clavó en Yusek.
—¿Viajas con ellos y dices eso?
Yusek sintió que se ponía colorada.
—Es diferente, ¿vale? Me… me contrataron para que los guiara.
—Te contrataron… —repitió la mujer con tono escéptico. Dirigió los ojos
al norte y frunció la frente con una mueca de dolor cuando pareció caer en la
cuenta de lo que iba a ocurrir—. Dioses, niña, ¿por qué no los llevaste dando
un rodeo?
Yusek se le pegó de repente.
—Escucha —siseó—, lo intenté, ¿estamos? Pero ahora tenemos que
aguantarnos, ¿no?
—Encuentra un modo. Toda esta sangre… está sobre tu conciencia.
—¡Y una mierda del Embozado!
Lo y Sall se acercaron.
—¿Qué queréis aquí? —preguntó la mujer.
Ninguno de los dos respondió. Sall ladeó la cabeza encapuchada hacia
Yusek. Esta los miró a su vez, sin saber cómo interpretar su silencio.
—¿Y bien? —le preguntó la mujer.
Yusek se abrazó, temblaba de frío.
—Hay un sendero que conozco al oeste de aquí. Es un atajo. Deberíamos
ir por allí. —Le pareció ver que los ojos de Sall se arrugaban, quizá en una
pequeña sonrisa.
—Vamos al norte —dijo el seguleh.
—¿Al norte? ¿Por qué? —Yusek se acercó y estuvo a punto de estirar la
mano para tocar el brazo del joven—. Mira esto. Deberíamos dar un rodeo.
La cabeza encapuchada se sacudió en una negativa.
—No deberían habernos desafiado.
—¿Desafiado? —escupió la mujer de repente—. Por aquí nadie sabe nada
de vuestras costumbres. ¿Cómo puedes hacerlos responsables?
La capucha de Sall no se apartó de Yusek mientras respondía con
suavidad.
—Así que aquí, en el norte, entre vosotros, ¿es costumbre asesinar
viajeros? ¿A la gente debería permitírsele que lo hiciera a voluntad?
—Nosotros no…, es decir… —La mujer se quedó callada y se dio la
vuelta.
A pesar del pavor que le inspiraba más derramamiento de sangre, Yusek
tuvo que darle la razón a Sall. Pero su argumento le dio una idea.
—Queréis ir al norte, ¿no? ¿A ese monasterio? ¿De qué os va a servir
entonces provocar una disputa?
El joven se quedó quieto un rato, después se acercó a Lo, que había
mantenido la distancia habitual. Los dos conversaron durante unos instantes.
Lo hizo un gesto cortante y Sall se inclinó y regresó con ellas.
—El desafío se mantiene, y se ha de responder a él.
—¡Esto es ridículo! —estalló la mujer—. ¿Más derramamiento de
sangre? ¿Y para qué? —Señaló a Lo—. Ahora entiendo vuestra reputación.
Seguleh. ¡No sois mejores que carniceros! ¡Y lo disfrutáis!
—¡Somos la prueba de la espada! —respondió Sall con calor—. Los que
eligen seguir el camino de la espada deberían estar preparados para que los
desafíen. Y si cayeran —les dio la espalda—, no tienen motivos para
quejarse.
—Entiendo —dijo Yusek sin aliento, maravillada. Algo en ese estallido la
conmovía en lo más profundo.
La mujer la miró con cautela.
—Llevas demasiado tiempo en su compañía —dijo, y se inclinó para
empezar a revolver entre las ropas de uno de sus compañeros muertos.
Despertó con la luz del día que entraba brillando en una cruda morada
circular de rocas apiladas. Estaba acostada entre pieles y mantas. Un fuego
bajo en un hogar central emitía zarcillos de humo azul que salían por un
agujero hecho en un tejado de ramas entrelazadas. Dos figuras pequeñas, un
niño y una niña, se levantaron de un salto de donde estaban acurrucados junto
al hogar y le llevaron pan y un cuenco.
—Come —dijo la niña.
Cogió la torta de pan ázimo y cortó un trozo.
—¿Dónde estoy?
—¿Ves? —le siseó el niño a la niña—, ella sí que sabe hablar.
Yusek creyó saber lo que quería decir el muchachito.
—¿Dónde estoy? —repitió.
—Lo de Dernan… —empezó a decir el niño, pero se estremeció como si
estuviera aterrorizado—. Bueno, es decir… tu campamento, supongo.
Yusek los miró con el ceño fruncido mientras masticaba.
—¿Qué quieres decir con mío?
—¿Eres su princesa? —preguntó la niña con los ojos muy abiertos.
Yusek se atragantó con el pan. Se obligó a tragárselo con los ojos llenos
de lágrimas.
—¿Su qué?
—¿Son tus sirvientes? Te trajeron en brazos. ¿Son ascendientes? Mataron
a todo el mundo.
—A todo el mundo no —dijo el niño con desdén.
—Bueno, a los que somos esclavos no.
—¿Esclavos?
La luz se ocultó cuando alguien se metió en la choza. Era un anciano,
delgado como un palo y vestido con una camisa raída de lino que le colgaba
hasta las pantorrillas huesudas. Saludó con una inclinación de la cabeza a
Yusek.
—Estás despierta. Excelente.
—¿Quién eres?
—Bo’ahl Leth. Me llaman Bo. Tú también puedes llamarme así.
—¿Bo?
El hombre levantó los hombros estrechos y afilados en una especie de
disculpa.
—A Dernan le hacía gracia.
—¿Dónde está?
—¿Dernan? —Bo alzó las cejas grises como si él tampoco pudiera creer
lo que estaba a punto de decir—. Bueno, mirando a ver si encuentra su
cabeza, gracias a tus amigos.
Una espiral de tensión que Yusek ni siquiera sabía que le apretaba el
pecho se soltó y la chica dejó escapar un suspiro.
—Así que se acabó. Ganaron.
El rostro expresivo del hombre se enturbió con una mueca de asco.
—¿Ganaron? —repitió—. Es una forma bastante burda de decirlo. Ayer
perdieron la vida muchos hombres y mujeres. No gana nadie cuando mueren
tantos.
—Los que quedan en pie sí.
El hombre la miró, decepcionado.
—Ah, entiendo. Me equivoqué.
Yusek se encontró con que le importaba muy poco la desaprobación del
anciano. Se levantó, estaba débil y mareada, pero podía mantenerse en pie.
—¿Dónde están?
—Haciendo guardia.
—Llévame con ellos —exigió. El hombre señaló la salida.
Fuera había un círculo de chozas de piedra sobre un montículo desnudo
rodeado por lo que parecían ser riscos escarpados por casi todos lados. Bo la
condujo por un sendero que subía. Entonces Yusek se acordó de algo.
—¡Lorkal! ¿La conoces? ¿Dónde está?
Bo se detuvo y se volvió hacia ella, dolorido.
—Ah… Lorkal. —Bajó la cabeza—. Sí, la conocía.
La banda de hierro volvió a apretar el pecho de Yusek. Le costaba
respirar.
—Llévame con ella.
—No serviría de nada…
Yusek apretó las mandíbulas.
—Llévame con ella.
El hombre bajó la cabeza.
—Por aquí.
Habían dejado los cuerpos a un lado de la aldea, junto a un campo rocoso
donde hombres y mujeres, todos antiguos esclavos o siervos se afanaban en
cavar una zanja. Hicieron una pausa cuando se acercó Yusek y la miraron con
curiosidad. Unos cuantos se inclinaron. No tardó mucho en encontrar a
Lorkal. Al igual que al resto de los cuerpos la habían despojado de armas y
armaduras y vestía solo una camisa interior larga de lino manchada de sangre.
Yusek estudió los cardenales, los cortes, la piel de las muñecas desgarrada y
ensangrentada. Torturada hasta morir.
Yusek se volvió hacia el anciano flaco. Una humedad fría le helaba las
mejillas.
—¿Te quedaste mirando con gesto de desaprobación mientras ocurría
esto? —Apenas era capaz de hablar entre dientes.
El hombre no quiso mirarla.
—Lo siento. Dernan no la creyó. ¿Quién lo habría hecho? Nunca llegan
tan al norte. ¿Qué quieren? ¿Por qué están aquí?
Yusek se había arrodillado a los pies de Lorkal. Le colocó bien la camisa
para taparle las piernas. ¿Qué lección he de aprender de esto, Lorkal?
¿Fueron tus acciones valientes? ¿Estúpidas? Supongo que lo único que se
puede decir es que te mantuviste fiel a tus convicciones. Quizá eso es lo
mejor que se puede decir de cualquiera. Pero ahora estás aquí, muerta. ¿Soy
yo la cobarde, entonces, por alejarme siempre? Bueno…, al menos yo sigo
viva.
Luchó por contener el nudo que tenía en la garganta.
—Están buscando un monasterio. Uno que se supone que está al norte de
aquí.
Al anciano se le escapó un siseo.
—Dioses, no…
Yusek lo miró con intención. El hombre se llevó la mano al cuello. Algo
parecido al pánico se había metido en sus ojos. La chica se irguió.
—Sabes lo que están buscando.
—No…, no puedo decirlo.
Yusek se dio cuenta de que había echado mano de su cuchillo largo.
—¿No puedes o no quieres?
La mirada masculina observó la tensión de la mano.
—¿Cómo te llamas, niña?
—No me llames niña.
El anciano estudió la cara de Yusek.
—No…, supongo que no. He vuelto a equivocarme. ¿Quieres decirme tu
nombre?
—Yusek.
El hombre asintió.
—Ven, Yusek. Vamos a hablar. —La invitó a regresar a las chozas.
Después de una última y larga mirada a Lorkal, lo siguió.
—¿Qué sabes de los ascendientes? —preguntó el hombre mientras
caminaban, el aliento dibujando penachos en el gélido aire matinal. Estaban a
mucha altura y Yusek se estremeció de nuevo, sus cueros y prendas interiores
seguían húmedas y le estaban quitando todo el calor otra vez.
—¿Ascendientes? —respondió, perpleja—. Solo lo que he oído en
historias y esas cosas. ¿Por qué?
El anciano la condujo a la choza en la que había despertado. Los dos
niños se apartaron de un salto del hogar, donde el plato y el cuenco se habían
vaciado. El hombre dio unas palmadas.
—Id a reunir algo de ropa. —El par se inclinó ante Yusek y salió
disparado de la choza. El hombre se acomodó junto al hogar y empezó a
avivar el fuego. Ella se sentó también, dispuesta a concederle a aquel hombre
unos momentos antes de irse a buscar a Sall.
—Ascendientes —empezó él—. Los menciono porque son muy contados,
¿verdad? Pero deben surgir muchos en potencial o poder, solo para no llegar
a cumplir las expectativas. ¿Sabemos de cuántos? El caudillo, el señor de
Engendro de Luna, uno o dos más. ¿Por qué son tan pocos los que logran
tales alturas?
—¿Y tú qué eres? ¿Una especie de erudito?
Un pequeño encogimiento de hombros.
—La erudición es solo un pasatiempo. Soy mago.
Yusek se lo quedó mirando, era el primer hombre o mujer que conocía
que admitía algún talento.
—¿Mago? ¿De veras? ¿Por qué no reventaste entonces a Dernan?
Una mueca de tolerante diversión crispó la boca masculina.
—Los magos cuyas, eh, orientaciones son útiles en la guerra o en
combate son una minoría muy exigua, te lo aseguro.
Yusek no sabía muy bien qué pensar de él o de toda esa charla.
—¿Quieres decir algo en concreto? Porque no estoy de humor para
chácharas.
El hombre levantó una mano para pedirle paciencia.
—Los niños han ido a buscarte ropa de abrigo. ¿Al menos tendré hasta
entonces?
Yusek se limitó a gruñir para instarlo a hablar.
—Creo que hay muchos más ascendientes ahí fuera, en el mundo, por
supuesto. La mayor parte son mucho menos…, ¿cómo podría decirlo?,
descarados en sus actividades. Como la Encantadora, la reina de los Sueños.
Bien, ¿por qué debería ser así entre entidades tan poderosas? ¿Quién se
atrevería a oponerse a ellos, en cualquier caso? Pues alguno de los otros, por
supuesto. Yo creo que la ascendencia es una especie de lucha. Un esfuerzo
constante por afirmar la identidad de uno. Una reinscripción eterna de lo que
uno es. ¿Y por qué? Porque hay otros ahí fuera, rivales, todos compitiendo
por lo que es, después de todo, al final, un conjunto de papeles o identidades
muy limitado.
—¿La baraja de los Dragones? —dijo Yusek, atraída por el discurso del
hombre a pesar de su impaciencia.
Bo asintió, impresionado.
—Sí. Creo que las cartas sirven como una expresión de esas identidades.
Hay muchas otras, por supuesto. Y tampoco son exhaustivas. Lo mismo
ocurre con la divinidad, creo. —Agitó un palo como si quisiera abarcar todas
las tierras bajas del este—. Mira esa conmoción por el dios de la guerra.
¿Quién será al final? ¿Será su rostro el de una bestia? ¿Un lobo? ¿O alguna
otra? ¿Quién puede decirlo? Solo el tiempo lo sabrá. Pero estoy divagando.
Apoyó los codos en las rodillas y examinó el palo.
—Digo todo esto porque hay un pequeño retiro en estas montañas. Un
monasterio o santuario, llámalo como quieras. Muy pequeño, muy remoto.
Allí, se rumorea, se ha instalado alguien. Alguien que quizá se cuente entre
esos pocos que se dan cada cien años y que podrían lograr la ascendencia.
¡Piénsalo! —dijo sin aliento, casi asombrado—. Un ascendiente de nuestra
época. Igual que el caudillo, Caladan Brood, lo es de su lejana era. Una idea
impresionante.
—¿Y dónde está?
—¡Ah! Bueno. Hemos llegado al quid del asunto. —El anciano apretó el
fino palo entre las manos—. No sé si debería decírtelo.
Yusek bufó de impaciencia.
—Ya verás como a ellos se lo dices cuando vengan. Créeme.
Bo la miró con un parpadeo tranquilo.
—No, no se lo diré, Yusek. ¿Qué van a hacer? ¿Crees que me torturarán
como Dernan hizo con Lorkal?
La idea la asqueó, como si le hubiera preguntado si ella lo haría. ¿Cómo
se atrevía a preguntar eso después de lo que había pasado con Lorkal? Se
levantó e hizo un ademán de rechazo.
—Muy bien. Pues se lo preguntaremos a otro. —El hombre fue a hablar,
pero en ese momento llegaron el niño y la niña muy apresurados, con los
brazos cargados de ropas. Bo se limpió las manos, se inclinó ante Yusek y la
dejó con los niños.
Poco después la chica salió vestida con ropa de abrigo y bien aislada del
frío. Unos mocasines altos de piel, con la lana por dentro, le llegaban a las
rodillas por encima de los pantalones de cuero. También se había puesto
varias capas de camisas. De la armadura que le valía, lo mejor que pudo
encontrar era un pesado jubón de cuero cosido con bandas de lo que parecía
cuerno afeitado y también cuernas. Sobre eso, se colocó un grueso manto de
lana. Un gorro de piel de carnero y unos guantes de piel endurecida
completaron el atuendo.
Tomó un sendero al azar con la intención de buscar a Sall. Por el camino
se puso el cinturón con la espada larga que había recuperado del cadáver y se
dejó en la cintura también los dos cuchillos largos. Armada hasta los dientes,
pensó mientras se ajustaba el extraño peso nuevo que tenía en la cadera
izquierda. Total, para lo que me va a servir, no tengo ni idea de usar este
maldito trasto.
Encontró a Sall, la capucha quitada, en un punto alto de la aldea,
haciendo guardia.
—¿Dónde está Lo?
—En el sendero. —Sall inclinó apenas la cabeza enmascarada, lo más
parecido a una indicación que tenía—. Esta aldea posee una posición
defensiva excelente. El sendero es su único acceso.
Para lo que les sirvió.
—¿Y ahora qué?
La máscara cambió de posición, unos ojos castaños la examinaron.
—¿Estás recuperada?
—Una comida caliente y lo estaré.
—Muy bien. Reúne provisiones y partiremos.
Yusek se volvió para irse, pero se detuvo al ocurrírsele algo.
—¿Visteis a Lorkal?
—Sí. La vimos.
—Y… ¿matasteis a Dernan?
La máscara se inclinó solo una fracción. La luz jugueteó sobre sus
complejas líneas.
—¿Cuál de ellos era?
Diosa bendita… Yusek le restó valor con la mano.
—No importa. —Y se fue a buscar a Bo.
El mago estaba hablando con la chusma de esclavos y siervos que había
tenido Dernan: jóvenes, ancianos, unas cuantas mujeres preñadas. Personas
que, con toda probabilidad, había arrancado de todas las caravanas y reatas de
mercaderes que había masacrado. Bo parecía estar organizándolos para
recogerlo todo.
—¿Qué es esto? —preguntó Yusek.
El mago le dedicó una mirada impaciente.
—No creerás que vamos a quedarnos aquí a esperar a la próxima banda
de matones y espadachines que venga a reclamar el lugar. Gracias a tus
seguleh estamos completamente indefensos.
—¡Gracias a ellos sois libres!
—Libres para que nos esclavicen. Libres para morirnos de hambre. Libres
para que abusen de nosotros o nos asesinen a capricho. Sí. Libertad…,
bastante más complicado en lo concreto que en lo abstracto, ¿no?
Yusek se limitó a hacer una mueca de desprecio.
—No utilices tus juegos de palabras conmigo. No me interesan.
—El destino de alguien desarmado, solo, o mal preparado, en este monte
ingobernable, no tiene nada de juego.
—Vale. Lo que tú digas. Escucha…, no sé por qué hago esto, porque en
realidad me importa una mierda…, pero lleva tu tropa al sur. ¿Conoces el
fuerte de Orbern? Pueblo Orbern lo llama.
—Sí. ¿Qué pasa? ¿Por qué debería entregar a estas personas y a mí
mismo a otro pequeño caudillo asesino más?
Yusek estalló en carcajadas.
—Viejo, llamar a Orbern caudillo es como llamar cortesana a una abuela.
No tiene madera. Ve a él y dile que sois colonos. Colonos llegados a Pueblo
Orbern. Te juro que os dará un abrazo a cada uno.
Bo no parecía muy convencido.
—Estás muy segura…
—Desde luego. Bien, nosotros necesitamos dos fardos de provisiones.
—Me ocuparé de ello. Supongo que eso al menos podemos conseguirlo.
¿Estáis decididos a dirigiros al norte, a adentraros más en las montañas?
—Sí.
—Entiendo. —Era obvio que el hombre se estaba debatiendo con algo.
Levantó la cara hacia los montes cubiertos de nieve que mordían el horizonte
septentrional, suspiró y asintió para sí.
—Dirigíos al noroeste. Seguid subiendo, hacia la cordillera costera.
—Gracias.
Bo seguía pareciendo inquieto. Se pasó los dedos por la barba fina.
—¿Sabes quién es? ¿Ese hombre?
—No.
—Tú solo lo conocerías de un modo, creo. —Giró los ojos y la estudió—.
Como el asesino de Anomander Rake, señor de Engendro de Luna e hijo de
la Oscuridad.
Yusek lanzó un bufido de rechazo.
—Eso es imposible.
—No. Es él. Lo están buscando. Y con un solo propósito que yo pueda
imaginar.
—¿Cuál?
—Para desafiarlo, por supuesto.
Jeshin Lim, el legado, estaba en una sesión especial junto con sus asesores y
partidarios más cercanos de entre los concejales cuando llegó otra
comunicación urgente del norte. Esa última información sobre los
acontecimientos de Pale provocó otra ronda de confusión, negativas y
recriminaciones entre los reunidos. Jeshin, por su parte, se retiró de las
discusiones, se recostó en su silla y empezó a girar entre las manos una
pequeña curiosidad, una delicada máscara de oro.
—Mi señor —exclamó el concejal Yost, su voz profunda y retumbante al
salir de su gran corpachón. Y luego, más alto—: ¿Legado?
Jeshin alzó los ojos, sobresaltado.
—¿Sí?
—Mi señor, esta última noticia es innegable. Un pariente de nuestra
familia que cuida de nuestros intereses allí, en la ciudad, ha cultivado durante
mucho tiempo fuentes…
—Sus intereses —gritó otro concejal.
Yost continuó con los dientes apretados.
—Estos informes corroboran los primeros rumores. Algún impostor está
fomentando la hostilidad, quizá incluso la guerra, entre nosotros.
—No podemos estar seguros —dijo Jeshin mientras miraba la máscara de
oro—. ¿Quién se beneficiaría de esto?
Yost estiró de repente los gruesos brazos.
—¡Pues un buen número de grupos! Hasta los malazanos…
—A los malazanos al parecer se les ha expulsado de Pale —interpuso el
concejal Berdand—. Y han huido de aquí. —Hizo un exagerado movimiento
de despedida con la mano—. Su estrella está cayendo. No volveremos a ver a
esos invasores.
—¿Está borracho y además es estúpido? —ladró Yost.
Berdand se levantó de un salto de su silla.
—¿Cómo se atreve? Impone los intereses de su familia aquí, en esta
mesa, ¿y luego nos insulta?
Jeshin levantó una mano para pedir silencio.
—¡Caballeros! ¡Armonía! Es obvio que requerimos información más
completa. Sugiero un…, bueno, no un enviado ahora, es obvio, sino algo más
disimulado. Alguien que viaje al norte, determine las condiciones de primera
mano y luego vuelva a informar. Yo sugiero… —Jeshin miró al concejal
Yost, que se encogió, dio un paso involuntario atrás, bajo la mirada
especulativa del legado, y se llevó la mano a la garganta—. ¿Cómo se
llamaba ese Nom, el advenedizo nuevo?
El cuerpo ancho de Yost se relajó en una evidente muestra de alivio.
—Ah, Tor… no sé qué, legado.
—Sí. Designo al concejal Nom como emisario de este órgano para
investigar las condiciones y acontecimientos de Pale y sus alrededores. —
Jeshin se llevó la máscara de oro a la cara y habló tras ella—. Debe viajar al
norte de inmediato.
Los concejales reunidos compartieron unas sonrisas mal contenidas. El
concejal Berdand se echó a reír en voz alta y le dedicó un saludo militar a
Jeshin.
—Un golpe excelente, legado.
Torvald estaba sentado, la cabeza sujeta entre las manos, junto a la diminuta
mesa de cocina de la atestada habitación principal, intentando una vez más
sacarse de donde fuera una excusa, la que fuese, para deshacerse de ese
nombramiento al elevado, pero no remunerado, cargo de concejal. Tis se
había tomado la noticia de la naturaleza no compensatoria del puesto con un
silencio acerado y nada sorprendido que solo lo hacía sentirse mucho más
culpable, aunque la razón exacta no la tenía muy clara. Él no había hecho
nada. Aquello no era culpa suya.
Solo era una circunstancia inoportuna. Nada más.
En la puerta sonó un golpe tímido. Torvald frunció el ceño, ya era muy
tarde. No podían ser ya los cobradores de morosos, ¿no? ¿Cómo se había
corrido la voz tan rápido? Como Tis estaba en su taller, en la parte de atrás,
fue él el que descorrió el cerrojo y abrió la puerta una ranura.
—¿Sí?
Era una escribana del concejo escoltada por tres miembros de la guardia
de la ciudad. Torvald abrió más la puerta.
—¿Sí?
—¿Es esta… —la escribana recorrió con mirada incrédula la sencilla
fachada de la casa adosada— la residencia del concejal Nom?
—Sí.
—¿Podría hablar con él?
—Yo soy, es decir, ese soy yo, yo mismo.
Las cejas de la escribana se alzaron todavía más.
—Claro. Qué… informal por su parte, concejal; es refrescante.
Algún día estos burócratas se van a acordar de mí, lo juro.
—¿Tiene algún mensaje?
—Así es. —La mujer le tendió un pergamino sellado.
Torvald lo leyó a la luz incierta de una de las antorchas que llevaba uno
de los guardias. Después lo volvió a leer. Cuando alzó los ojos había una
expresión en su cara que hizo que la escribana lo mirara con más atención,
perpleja.
—¿Se encuentra usted bien, señor?
¡Emisario especial! Viajar a Pale y alrededores. Informar sobre el estado
de las cosas. Torvald tuvo que contenerse para no abrazar a la escribana. ¡Un
regalo de los dioses! Consiguió a duras penas mantenerse serio y asintió con
brusquedad.
—Sí. Gracias. Gracias. Partiré de inmediato, por supuesto. El legado
puede tener la plena seguridad de mi cooperación. —Fue a cerrar la puerta,
pero se le ocurrió una cosa—. Oiga, ¿no habría un estipendio de viaje
vinculado a este cargo, verdad?
Más tarde, mientras volvía sobre sus pasos a la colina de la Majestad para
terminar su informe y retirarse a su casa, se le ocurrió a la escribana que
nunca antes había visto a un concejal tan contento de que lo mandaran fuera
de la ciudad.
Barathol solo trabajaba por la noche. Mucho después del ocaso llegaban unos
cofres blindados a la tienda que albergaba su forja improvisada, que habían
trasladado a la colina de la Majestad. Los cofres contenían plata que había
que fundir y verter en moldes. Y no era plata en bruto: joyas terminadas,
utensilios, adornos y monedas. Una gran cantidad de monedas de plata.
Todas destinadas al crisol de cerámica que se le había proporcionado para
calentarlo en la forja.
Una vez fundido el metal, lo vertía en moldes de arena, de dos en dos.
Formas sencillas, moldeadas para que fueran exactas a los pernos de hierro
utilizados para clavar bloques de piedra. Salvo que esos serían de plata y por
tanto demasiado blandos para sujetar nada. Y se lo había dicho también a los
dos que se ocupaban del proceso una vez que él vertía la plata. A ninguno le
importaba una mierda lo que él pensaba. Uno era un tipo alto y lleno de
cicatrices con una gran mata de pelo y una nariz ganchuda de aspecto feroz.
El otro era una especie de jorobado, o tullido, con peor pinta todavía, todo
desparejado en los rasgos rotos y las manos deformes. En su opinión, los dos
apestaban a mago.
Le indicaban con gesto brusco que saliera y luego hacían alguna
hechicería sobre el metal todavía blando. Más tarde le permitían entrar otra
vez en la tienda para sacar los pernos de los moldes de arena negra y pulirlos.
Cada vez los encontraba grabados con símbolos y letras que no conocía de
nada. Por la mañana, los hombres guardaban los artículos terminados y se los
llevaban. Nunca volvía a ver a ninguno de los dos durante las excavaciones
diurnas.
Poco después de que comenzara a trabajar el turno de la mañana,
regresaba a casa tambaleándose para dormir un poco. Por desgracia para él,
ese era un lujo más bien escaso. Scillara era reacia a levantarse antes del
mediodía, así que él cuidaba del pequeño Chaur hasta que ella bajaba.
Después hacía la comida para los dos. Tras eso, lo normal era que ella tuviera
pequeñas tareas para él: reparar esto o sustituir aquello. A veces su mujer
salía y lo dejaba a él al cuidado de Chaur el resto del día.
Luego había que hacer la cena.
Con frecuencia no se echaba en el catre de abajo hasta casi el ocaso. Solo
unas horas más tarde era hora de levantarse para trabajar la noche entera una
vez más. Para Barathol el tiempo empezó a pasar en una niebla aturdida de
absoluto agotamiento. Por fortuna, el trabajo no requería demasiada atención.
Sentía tentaciones de echarse a dormir en la tienda, junto a la forja, pero le
obsesionaba lo que podría pasarle al pequeño Chaur en su ausencia. No era
que Scillara fuera cruel, sencillamente no le interesaba y el herrero no se lo
tenía en cuenta. A él le parecía que, con franqueza, a la mayoría de las
personas, por temperamento y carácter, no se les debería confiar el papel de
padres. Ella solo era poco común porque lo admitía. Barathol no sabía cómo
iba a resolver la trampa que la vida le había puesto. La respuesta más
atractiva era coger al pequeño Chaur y largarse de allí. Se preguntaba, ocioso,
su mente apenas concentrada en el trabajo, si Scillara se quejaría siquiera.
Según iban pasando los días y el desorden de su aturdida existencia se
alargaba en un estupor casi alucinógeno, Barathol empezó a tomarse respiros
del calor de la forja para salir al exterior a respirar el aire fresco de la noche.
Allí estaba seguro de que la falta de sueño estaba afectándole la mente,
porque empezaba a ver cosas. A veces el cielo nocturno estaba oculto por el
arco de una cúpula inmensa que refulgía como la nieve. Pero desaparecía
cuando volvía a parpadear. Otras veces había llamas que parecían bailar sobre
la ciudad entera. Una vez vio al más alto de los magos de pie, destacando
entre las piedras recuperadas. El hombre sollozaba, las manos cubriéndole la
cara, el cuerpo estremeciéndose en grandes sollozos palpitantes.
¿Me estoy volviendo loco? Quizá los dos lo estemos.
Una mano cálida y suave que le rozaba el cuello hizo recuperar la conciencia
a Lim. Sonrió al recordar noches parecidas, mucho tiempo atrás, después
abrió los ojos de golpe.
Se quedó mirando a Taya, agachada en su cama.
—En el nombre de Gedderone, ¿se puede saber qué estás haciendo aquí?
Los labios llenos de la chica se fruncieron en un puchero exagerado.
—¿Es que no me deseas, mi queridísimo Jeshin?
—Bueno, sí. Pero… ¡no! No debes… ¿Cómo has entrado aquí?
La chica se desenroscó de la cama y la rodeó. Jeshin no podía quitarle los
ojos de encima.
—Eso no importa, queridísimo. Estoy aquí para felicitarte.
El legado se levantó y se echó encima una bata de seda. Miró la puerta de
su aposento… cerrada.
—¿Felicitarme… a mí? —dijo mientras se iba acercando a la puerta poco
a poco. Una forma surgió de las sombras junto a ella, la figura fantasmal,
vacilante, de un hombre ataviado con galas raídas. El espectro se llevó un
dedo a los labios para pedir silencio.
Jeshin se quedó sin voz de repente.
—Has interpretado tu papel de una forma magnífica, queridísimo. Incluso
mejor de lo que habríamos esperado. Pero ahora… —Taya suspiró. Jeshin
apartó los ojos de la aparición y los clavó en ella. La chica sacudía la cabeza
con una tristeza fingida—. Es hora de pasar al segundo acto.
Jeshin intentó gritar, pero un puño le rodeaba la garganta. Apenas era
capaz de respirar. Taya estaba a su lado. Sus labios suaves le rozaron la
mejilla.
—Hay alguien aquí que quiero que conozcas —le susurró, la voz pastosa
por la pasión.
Entre lágrimas, el legado vio una nueva figura que surgía de la penumbra.
Un hombre con unas túnicas sueltas que le oscurecían la figura y en la
cabeza, por extraño que fuera, una máscara ovalada que brillaba como una
luna, pálida, a la luz de las estrellas. El terror le clavó un cuchillo en el pecho
y se habría derrumbado si Taya no lo sostuviera por un brazo.
—Deseabas ser un gran gobernante y que Darujhistan se alzara de nuevo.
—Le dijo Taya al oído con un suspiro—. ¡Bueno, tu deseo te será concedido,
querido mío! Serás el gobernante más magnífico que Darujhistan ha visto
jamás. Y bajo tu mano la ciudad renacerá. Todo Genabackis se inclinará ante
ella, como antes.
Taya lo cogió por el pelo para echarle hacia atrás la cabeza. Por las
mejillas del legado corrían las lágrimas. La figura se llevó una mano a la
máscara y se la quitó de la cabeza.
Cuando vio lo que se revelaba debajo, Jeshin consiguió lanzar un chillido
desgarrador antes de que el metal le presionara la cara y lo asfixiara.
Eje estaba sentado acunando una jarra del último barril de cerveza en el bar
de K’rul. El antiguo historiador imperial, Duiker, estaba sentado con él.
Pescador estaba en otra mesa, echado hacia atrás, afinando un instrumento de
cuello largo. Mezcla y Rapiña estaban en la barra, con los ojos clavados en la
puerta como si estuvieran invocando a los clientes para que entraran.
A Eje le parecía que había hecho más que suficiente para responder a la
solicitud malazana de información. Les había contado todo lo que habían
descubierto esa noche en la llanura del Asentamiento. Incluso había
fisgoneado donde estaban recuperando bloques de piedra en el puerto. Había
visto al erudito allí, el que había bajado por el pozo. Parecía estar trabajando
para esos magos de las cicatrices. Y menuda panda espeluznante. Le
recordaban a la vieja banda que solía trabajar para el Imperio. Suficiente para
hacer que la camisa se le retorciera. No iba a tentar a la suerte y llamar su
atención, de eso nada. Ma me habló de magos como esos.
Todo el mundo estaba callado, como habían estado las últimas noches.
Hasta el punteo de Pescador era apagado. Esperando. Esperando a que
estalle la tormenta. El historiador llevaba un rato mirando su vaso de té con
el ceño fruncido; alzó una ceja y miró a Eje.
—¿Les echaste un buen vistazo a esas piedras? —preguntó.
Eje asintió y frunció el ceño con aire pensativo.
—Bastante bueno. Tienen canteros limpiándolas. Quitan con un cincel las
algas, los percebes y demás y luego las pulen. La piedra es blanca por debajo.
Como el mármol más puro. —Hizo una pausa y frunció las cejas—. Pero no
como ningún mármol que yo haya visto. No blanco duro, como sólido. Como
claro, ahumado casi…
Todo el mundo se estremeció al oír el tintineo discordante del
instrumento que estaba en manos de Pescador. Todos los ojos se volvieron
hacia el bardo, que estaba mirando a Eje con las cejas alzadas.
—¿Ahumado? —repitió—. ¿Como transparente o translúcido?
Eje asintió con entusiasmo.
—Sí. Así. Lo que tú dices, transparente.
La voz de Rapiña resonó en la barra con una advertencia tensa.
—¿Qué pasa, bardo?
Pescador bajó la mirada hacia el instrumento y rasgueó unas cuantas
notas ociosas.
—¿Ha notado alguien que entre todas las torres, edificios y templos que
hay en la ciudad, ninguno usa piedra blanca?
—No soy una puñetera arquitecta —rezongó Rapiña.
Eje sí había notado aquella carencia, pero lo había achacado a algún tipo
de escasez local.
—Bueno, son piedras de construcción, es verdad. Y también están
cavando una zanja, ahora que lo pienso. Unos cimientos.
Pescador se encogió de hombros y volvió a afinar el instrumento.
—Es una superstición local. La piedra blanca aquí se considera de mal
agüero, incluso un símbolo de la muerte. Solo se usa en sepulcros o
mausoleos… Y luego están también las antiguas canciones…
La voz del bardo se fue apagando y nadie intervino durante un rato. Por
fin Mezcla habló entre dientes, apoyada en la barra, con la barbilla en las
manos.
—¿Qué canciones?
Pescador se encogió de hombros como si no le interesara.
—Bueno, solo son cuentos populares de por aquí. Rimas y dichos.
Mezcla cambió de postura y volvió a mirar la puerta. Rapiña, con los
brazos cruzados, las manos metidas bajo las axilas, asintió para sí durante un
rato. Eje dio un pequeño sorbo a su jarra y la observó por encima del borde.
—¿Por ejemplo? —preguntó al fin la veterana, casi con resentimiento.
—Bueno, hay una trova titulada El trono de piedra blanca.
—Maravilloso —bufó Rapiña.
—No es nuestra guerra —murmuró Mezcla, que miró la puerta y encorvó
los hombros todavía más.
—Solo quedan fragmentos —continuó Pescador, al parecer sin ser
consciente de la reacción de los demás, o quizá sin que le importase—. Es
muy antigua. Se cree que data de las migraciones daru que llegaron a la
región. Habla de espíritus atormentados encerrados en un inframundo de
piedra blanca gobernado por demonios y vigilado por… —La voz del bardo
se fue apagando.
—¡Está bien! —soltó Rapiña de repente—. Ya nos hacemos una idea.
—No es nuestra guerra —repitió Mezcla, la mandíbula rígida y los ojos
clavados en la puerta.
Ninguna vio que la expresión de Pescador se convertía casi en alarma
cuando se sentó erguido en la silla. Eje observó el cambio de humor, pero no
supo qué pensar. La mirada de Duiker, sin embargo, concentrada en el
hombre, se estrechó con aire suspicaz.
Esa noche, mucho más tarde, solo Pescador y el viejo historiador imperial
permanecían en la sala común del bar. A Duiker le parecía que Pescador
estaba esperando que él se retirara a dormir. Se terminó el té frío y volvió un
ojo especulativo hacia el alto bardo, que llevaba toda la tarde con aspecto
intranquilo. Quizá incluso preocupado.
—Yo no he oído esa trova —dijo.
—No es de aquí —dijo Pescador, los ojos bajos—. Es una historia de
viajeros, habla de una tierra distante.
—¿Una tierra distante de dónde?
Pescador esbozó una sonrisa irónica.
—Una tierra bastante distante de aquí.
—¿Y quién es el que guarda a esas almas atormentadas?
Inquieto, el bardo aspiró una bocanada de aire y volvió a bajar la mirada
una vez más.
—Una prisión de piedra blanca guardada por… guerreros sin rostro. —Se
levantó y se sacudió los pantalones—. Voy… a dar un paseo.
Duiker lo vio irse. El cerrojo de la puerta cayó tras él. Volvió a mirar la
taza de té vacía, las hojas secándose en el fondo. Hizo girar los posos y los
estudió. Aquí hay patrones. El truco está en ser capaz de identificarlos.
Guerreros sin rostro…
Durante siglos, los ciudadanos de Darujhistan se mostraron asombrados con las riquezas extraídas de
los túneles y las criptas que había bajo la región conocida como la llanura del Asentamiento. Pero
sentado en una taberna, este visitante oyó a un tipo opinar lo siguiente: «¿No es cierto que mejor que
estos antiguos hubieran sido hombres y mujeres de valor en lugar de poseer cosas de valor?».
Una patada en el pie despertó a Kiska, que alzó la vista con un parpadeo y vio
a Leoman arrodillado a su lado. El hombre le hizo un gesto para que lo
siguiera.
—Se han puesto en marcha.
Leoman la llevó ladera arriba por una de las dunas de arena negra. Se
echaron juntos poco antes de llegar a la cima y se asomaron. La tropa de
inadaptados y supervivientes deformes del Vitr rodeaba arrastrando los pies
un cabo de piedras dentadas caídas. Regresaban por el camino por el que
habían llegado Leoman y ella.
Kiska se apartó de la cima.
—¿No llegamos a verlo?
—Quizá cruzó de regreso cuando nosotros estábamos en la cueva —
sugirió Leoman mientras se acariciaba el bigote con aire pensativo.
La imagen irritó a Kiska, que se enderezó con cuidado de permanecer
oculta.
—Rodeemos por el interior. —Y echó a correr sin esperar a ver si él la
seguía o no.
No tardó en oír tras ella el leve tintineo metálico de la armadura y las
cadenas de los manguales y supo que la había alcanzado. Por favor, Oponn y
la Encantadora, ¡que acabemos ya! Este no es lugar para mí…, ni siquiera
para Leoman. Esta es una tierra para dioses y ascendientes, no para simples
mortales como nosotros. ¡Dejadnos, por favor, completar nuestra misión y
escabullirnos sin ruido!
Sin apartarse de las tierras altas y las cimas de los riscos, siguieron a la
fila de criaturas que, anadeando, iban abriéndose camino con torpeza por la
orilla. Destacando contra el cielo, Kiska podía distinguir la figura en
sombras, alta como una montaña, de Hacedor, que continuaba con su labor
interminable. Sabía que algunos considerarían su tarea una maldición divina.
Por su parte, ella todavía tenía que decidir. Después de todo, era el que estaba
conteniendo el Vitr, ¿no era así?
Allí abajo las criaturas se habían reunido en un trozo de playa superficial
donde una amplia explanada se precipitaba hacia el mar resplandeciente de
luz, lo que en cualquier otro cuerpo de agua se llamaría un banco de arena
dejado por la marea. Kiska se preguntó si de ese océano de energía hirviente
se podía decir siquiera que tenía marea. Ella no había visto señal alguna.
Las criaturas miraban las olas poco profundas, quizá esperando algo, o a
alguien. Kiska se protegió los ojos contra el brillo cegador, pero no vio nada.
—¿Hay algo? —le preguntó a Leoman.
Este negó con la cabeza, los ojos convertidos en meras ranuras para
defenderse del deslumbramiento.
—Esperaremos. —Se sentó con la espalda apoyada en las rocas y estiró
las piernas—. Kiska… —empezó a decir tras un rato, con vacilación—, si
quisiera regresar… no crees…
—Calla —siseó ella sin ni siquiera bajar la mirada.
Lo oyó cambiar de posición con impaciencia, exhalar un suspiro irritado
y luego acomodarse en un silencio reticente. Kiska siguió vigilando. Tenía
que estar allí fuera. ¿Por qué otra razón iban a estar esperando esos parias?
Al final, después de centrarse con fijeza en aquel brillo punzante, los ojos
le empezaron a lagrimear con tal furia que era incapaz de ver nada y tuvo que
darle un golpe a Leoman para indicarle que se ocupara él. Se sentó,
parpadeando y frotándose los ojos irritados. Por favor, por todos los dioses
habidos y por haber, que sea ya.
Tras un rato sintió un golpecito en el hombro.
—Movimiento. —Kiska se levantó de un salto, pero la mano en el
hombro la hizo sentarse otra vez—. Esperemos a ver, ¿quieres?
Agachada, examinó la extensión de luz deslumbradora que rielaba y
chispeaba. Al principio no advirtió nada, la intensidad aturdidora de aquel
mar de luminosidad la cegaba a todo lo demás.
—A la izquierda —murmuró Leoman.
Kiska desvió paulatinamente la mirada y se protegió los ojos. Allí había
un movimiento, un parpadeo vacilante y oscuro entre las brillantes olas
plateadas. Una forma se acercaba como una llama oscura casi perdida entre
toda esa luminosidad.
Con el tiempo, la figura se resolvió en un hombre alto que se abría
camino hacia la orilla entre las olas de Vitr líquido que le llegaban a las
rodillas. Kiska se levantó de golpe.
—¡Es él!
—No sabemos… —principió a decir Leoman, pero entonces un instinto
lo hizo darse la vuelta de repente con las manos en los manguales que llevaba
a los costados, y al mismo tiempo alguien habló.
—Sí. Creo que es él de verdad.
A Kiska se le pusieron los pelos de punta de verdad. ¡Conozco esa voz!
Poco a poco, temiendo lo que iba a encontrar, se obligó a darse la vuelta. Allí
estaba, un hombre demacrado y magullado vestido con túnicas rasgadas, el
rostro escaldado de un color rojo lívido, hinchado. El mago de Siete Ciudades
y faladano sagrado, Yathengar.
¡Dioses, se suponía que lo habían destruido los liosan! ¿Cómo puede
seguir vivo? El hombre que, para vengarse del Imperio de Malaz, invocó la
Espiral de Caos que, al final, lo consumió a él y a Tayschrenn y los arrojó a
los dos a este borde de la creación.
—¡Vives! —jadeó ella con tono incrédulo y conmocionado.
La mirada rabiosa se posó en ella.
—Eso deseé que nunca sospecharais. ¡Ingratos! ¿No considerasteis que
yo os seguiría donde…?
Leoman saltó sobre él, sus manguales emitiendo un lamento agudo, solo
para salir volando de lado, las armas chocando entre sí sobre su cabeza. Kiska
se abalanzó también, el bastón destellando en una estocada, pero Yathengar
se limitó a ladear la cabeza y el arma estalló en un calor abrasador y lo tuvo
que arrojar al suelo con un chillido de agonía. Incapaz de usar las manos, giró
con una patada hacia atrás. Su pie rebotó en el torso del hombre, que le
pareció duro como el roble. El mago puso una mueca de irritación, movió una
mano y una especie de torno la sujetó por el cuello y la levantó del suelo.
Hizo un gesto con la otra mano y Leoman se irguió con una sacudida. Los
manguales le colgaban del cuello.
Yathengar echó a andar y los hizo marchar con él, ambos luchando por
respirar.
—Vamos a decirle hola a nuestro viejo amigo, ¿os parece? Estoy seguro
de que se alegrará mucho de veros a los dos.
Bajaron por las rocas. Kiska luchaba por gritar una advertencia. El rostro
de Leoman se oscureció de un modo alarmante, las venas de su cuello se iban
hinchando. En la orilla la presión se suavizó un poco. Quizá a Yathengar le
preocupaba que expiraran antes de que él pudiera atormentarlos más. Sin
embargo, el puño que aferraba la garganta de Kiska seguía siendo demasiado
fiero para poder gritar. Las desastrosas criaturas los vieron y se desperdigaron
farfullando de miedo y terror. A Kiska eso le dio igual, su mirada se había
clavado en el hombre delgado que iba avanzando despacio por las últimas
olas poco profundas.
Era Tayschrenn, antiguo mago supremo del Imperio de Malaz.
Había cambiado, por supuesto, como era de esperar de cualquiera que
hubiera soportado la travesía que había experimentado él. Tenía el cabello
casi gris por completo, y corto, como si le estuviera creciendo después de
haberse rapado, o quemado. Había perdido peso. Una sencilla camisa le
quedaba suelta y le colgaba sobre unos pantalones raídos. Era extraño, pero
no estaba mojado. El Vitr espejeaba y corría sobre él en cuentas, como
mercurio.
Pero lo que la inquietó fue la expresión de su rostro: perplejidad absoluta.
Ni una insinuación de reconocimiento rozaba sus ojos oscuros como la
noche.
—¡Tayschrenn! Me has eludido por última vez —exclamó Yathengar.
La enjuta cabeza aristocrática se inclinó hacia un lado, desconcertada en
apariencia.
—¿Entonces eres de mi pasado?
—¡Es su enemigo! —consiguió decir Kiska entre dientes, tenía la
sensación de que le estaban desgarrando la garganta.
Yathengar la arrojó a ella y a Leoman al suelo y los aplastó contra las
arenas.
—Así que… tenía enemigos —dijo Tayschrenn, hablaba casi para sí.
—¡No me tomes por tonto! No te va a ayudar que actúes.
—Les estás haciendo daño a esos dos.
—Eso no es nada comparado con lo que te haré a ti.
—¿Qué me…?
Pero Yathengar ya estaba harto de hablar. Empujó con las dos manos.
Una tormenta de energías rugientes envolvió a Tayschrenn, que volvió a caer
al Vitr y bramó de dolor. En las arenas, Kiska luchaba por sacar su cuchillo
largo.
Pero la figura humeante y ennegrecida que era Tayschrenn se levantó del
Vitr.
—Por qué… —Escupió a un lado entre los labios llenos de ampollas
sangrantes.
Un aullido de rabia cogió a todo el mundo por sorpresa, Kiska volvió la
cabeza de golpe y vislumbró al demonio gigante abalanzándose sobre
Yathengar. Un estallido de poder arrojó a la temible criatura al suelo, donde
yació gimiendo, la piel velluda del torso blindado humeando.
—Así que… —dijo Tayschrenn, el dolor le debilitaba la voz— eres
mago.
Yathengar frunció el ceño, la incredulidad era obvia en su rostro
destrozado.
—¿Qué es esto…?
Tayschrenn dio un paso.
—Entonces sí que eres mi enemigo…
Las manos del mago cayeron, asombrado como estaba por esa
afirmación. Tayschrenn se abalanzó sobre él igual que había hecho su enorme
amigo. Esa vez el mago de Siete Ciudades reaccionó con demasiada lentitud
y los dos cayeron peleándose.
Kiska solo pudo mirar, desconcertada. ¿Qué hace?, ¿pelearse? ¿Por qué
no se limita a…?
Entonces empezó a comprender, debía de haber olvidado todo de su vida
anterior. Todo. Quizá incluso ya no supiera siquiera canalizar poder. ¡Dioses!
¿Cómo iba a poder derrotar a ese chiflado? ¿A puñetazos?
Quizá reforzado por su locura, Yathengar se las arregló para alzar las
manos. El poder se ondulaba allí, saltaban chispas donde Tayschrenn lo tenía
agarrado. Al mismo tiempo el puño que apretaba la garganta de Kiska se
aflojó y la joven pudo sentarse y sacar su cuchillo. Leoman también se
levantó. Los manguales cobraron vida con un siseo en sus manos. Pero
ninguno se atrevía a golpear mientras los dos magos se retorcían en las
arenas.
Entonces Kiska se dio cuenta de algo más.
—¡El Vitr! —le gritó a Tayschrenn—. ¡Él no ha tocado el Vitr!
Al comprender, Tayschrenn se aupó como pudo por un lado. Los dos se
debatieron mientras el poder azotaba y abrasaba la piel de los brazos del
antiguo mago supremo. Se metieron rodando en las aguas anémicas.
Tayschrenn luchó por apretar a Yathengar contra el suelo mientras el
sacerdote se retorcía para soltarse los brazos. Al final Tayschrenn se las
arregló para arrastrar al hombre al mar.
De inmediato el líquido plateado estalló en una espuma que brotó entre
siseos. Yathengar aulló, se liberó de Tayschrenn con una sacudida y se
abalanzó hacia la orilla seca; el antiguo mago supremo le tiró de las túnicas.
Leoman vio una oportunidad y se lanzó a por él, pero Kiska le gritó una
advertencia. Leoman retrocedió de un salto, pero no lo bastante rápido y las
sandalias empezaron a echar humo. Leoman enterró los pies en las arenas,
casi bailando de terror.
Entretanto, Yathengar había caído otra vez en el Vitr y se arqueaba
gritando y agitando brazos y piernas. Tayschrenn lo cogió con gesto lúgubre
por una pierna para retenerlo y tirar, aunque fuese a rastras, de él. El
sacerdote siguió retorciéndose y chillando durante mucho tiempo. El gran
demonio se levantó, mareado, y se quedó a un lado; Kiska permaneció allí,
jadeando, temblando por la energía contenida. Los chillidos distantes y
continuos y los ruegos roncos mezclados con las viles amenazas la hacían
estremecerse. Se sentó con pesadez en las arenas y Leoman se sentó junto a
ella.
Habían encontrado a Tayschrenn. Habían triunfado en una tarea en
apariencia imposible. Lo habían seguido por la Espiral hasta el borde mismo
de la existencia. Y él ni siquiera los reconocía.
Al poco rato la figura alta resurgió de la luminosidad del Vitr. Kiska se puso
en pie. El hombre la honró a ella y a Leoman con una mirada dura,
implacable. Kiska no se sentía capaz de hablar, temía equivocarse dijera lo
que dijera.
—Bueno —comenzó él al fin, cavilando—, así que eres de mi pasado.
Kiska tragó saliva para mojarse la garganta y consiguió articular un casi
imperceptible «Sí».
—Es usted necesario —dijo luego Kiska, con más fuerza. Pero se detuvo
cuando el otro alzó una mano para hacerla callar. Se examinó esa mano, y la
otra, haciéndolas girar ante la cara. La antigua garra observó que la carne ya
estaba curada. El Vitr parecía haberlo restaurado de algún modo.
Él siguió estudiándose las manos, flexionando sus dedos.
—Y he de entender que yo también era mago.
—Sí —dijo Kiska sin aliento, sabía que no podía mentir.
En honor de Leoman había que admitir que no dijo nada, los oscuros ojos
entrecerrados se limitaban a ir de uno a otro, observando, valorando. El
demonio también guardaba silencio, vigilante, las garras apretadas en las
grandes manos, las lentes de sus ojos saltones destellando al parpadear.
Al oír el «sí» susurrado de Kiska, el hombre se estremeció como si lo
hubieran golpeado. Cerró los ojos con fuerza y tensó los puños, que después
dejó caer a los lados. Exhaló el aire entre los dientes apretados e hizo un
gesto de barrido con la mano como si cortara el aire entre ellos.
—Bueno, pues puedes quedarte con el pasado. Yo no quiero tener nada
que ver con él. —Señaló al demonio—. Vamos, Korus. Tenemos trabajo que
hacer.
Kiska no sabía interpretar el rostro extraño del demonio, pero la inmensa
maraña de colmillos de su boca pareció curvarse en una gran sonrisa de
triunfo.
—¡Pero Tayschrenn!
El hombre hizo una pausa. Se volvió, la expresión impasible.
—Si ese era mi nombre, ya no lo es. Te lo puedes quedar también… y
llevártelo contigo cuando te vayas.
A Kiska no se le ocurrió qué más podía decir. El antiguo mago supremo
se alejó, seguido por el demonio Korus. Ella se volvió hacia Leoman, que se
encogió de hombros con lentitud.
—Kiska, lo siento…
La aludida se giró con un gruñido de desdén y se alejó con paso furioso
por la orilla. Yo no he llegado hasta aquí…
El suave tintineo metálico de la armadura de Leoman anunció que la
seguía.
—Kiska, escucha… Has hecho todo lo que se podía esperar. Si no quiere
venir, es cosa suya…
Kiska siguió caminando. Lo convenceré. Le necesitan.
—Puede que no me creas, pero no es la primera vez que paso por algo
parecido.
¿De verdad ha dicho eso? Kiska se giró en redondo.
—Sí, tienes razón. ¡No me creo que hayas seguido a una presa hasta el
borde de la creación solo para ver cómo te daba la espalda!
Leoman apoyó las dos manos en el cinturón y se meció someramente bajo
la mirada furiosa de la mujer.
—Fui guardaespaldas de Sha’ik. Eso ya lo sabes.
La rabia se calmó un tanto y su dueña vaciló, interesada a pesar de sus
dudas.
—¿Sí?
Los ojos entrecerrados del hombre se habían clavado a poca distancia,
quizá sin querer encontrarse con los de su compañera.
—Estuve con el levantamiento desde el principio. Fui ascendiendo hasta
convertirme en guardaespaldas suyo. Nos arrastró a mi compañero y a mí
hasta lo más profundo del desierto y afirmó que iba a renacer. Tenía su
puñetero libro sagrado con ella. Lo había consultado, la baraja de
adivinación, los signos astrológicos, todo. Todo para estar en el sitio justo en
el momento adecuado para renacer…
—¿Y? —lo alentó Kiska.
—Los malazanos le atravesaron la cabeza con un cuadrillo de ballesta en
ese mismo instante.
¡Que la Reina me proteja!
Kiska se giró, furiosa.
—¿Y eso viene a algo en concreto?
Ofendido, la voz del hombre se endureció.
—A lo que viene es que lo que ocurrió no fue lo que yo creí que se
suponía que debía pasar, ¡a eso viene!
La chica se detuvo y miró atrás.
—Pero ella sí que renació…
—Justo entonces apareció una… una chica… para asumir el manto. Se
convirtió en la nueva Sha’ik.
—¡Ajá! ¡Así que al final lo conseguiste! ¡Tu determinación valió la pena!
—No. De hecho, no era eso a lo que yo me refería. Estaba pensando más
en que deberíamos dirigirnos hacia el interior y ver qué pasa.
—Pues yo me quedo. Podría recuperar la memoria. —Lo mandó marchar
con un gesto y siguió caminando en pos de Tayschrenn al tiempo que gritaba
por encima del hombro—: ¿Se te ocurrió eso?
Leoman se quedó dando patadas a la arena negra y aspiró una bocanada
de aire entre los dientes.
—Sí —dijo, totalmente solo—. Se me ocurrió.
Eje estaba cagado de miedo, joder, pero apostaba a que esos dos adeptos
(porque eso era lo que eran esos dos: tan por encima de sus capacidades
como cualquier mago supremo imperial) solo verían lo que esperaban ver: un
peón con muchos pájaros en la cabeza.
Empujó la solapa colgante, se metió y se encontró casi cegado por la
oscuridad velada. ¡Que Ascua se lo lleve! Esto no se me ocurrió.
—En el nombre de todos los Malditos, ¿se puede saber qué crees que
estás haciendo? —gruñó una voz al otro lado de la tienda. Eje se inclinó y
empezó a tocarse la frente una y otra vez.
—Solo informando, señor. Ya casi hemos acabao con…
—Me importa una mierda lo que hayáis terminado o no. No vuelvas a
entrar aquí. ¡Largo! ¡Ahora!
Eje solo pudo distinguir una figura encorvada, el farol colocado ante él,
inclinado sobre los relucientes bloques blancos, instrumentos en la mano. Se
inclinó otra vez y se tocó la frente.
—Pos claro, señor. Sí. Por supuesto. Perdón. —Retrocedió de espaldas,
inclinándose, buscando a tientas la solapa.
—¡Largo!
Se escabulló de espaldas por la solapa, se dio la vuelta y chocó de frente
con el otro supervisor, el alto de mal genio. Ese mago lo cogió por el brazo y
le lanzó una mirada asesina. Cuando lo tocó, Eje sintió que la camisa de pelo
se retorcía como si hubiera cobrado vida. El mago lo soltó, era obvio que su
sorpresa había sido mayúscula. Eje se quedó petrificado; lo habían
descubierto. Ese adepto lo tenía. Pero el alto, las cicatrices curándosele en la
cara y las manos, se limitó a volver a coger su bastón con gesto rígido y
lento, los nudillos blancos por la tensión. Y los ojos, pozos negros en órbitas
amarillentas, se desviaron a un lado y lo instaron a irse. Eje se inclinó otra
vez en su papel de peón normal regresando a su trabajo, aunque ese hombre
había descubierto su tapadera.
Durante el resto de su turno compartió la carga, el nivelado y
apisonamiento de la tierra, arena y gravilla, pero apenas vio lo que hacía. Ni
tampoco lo molestó nadie de la cuadrilla. Lo habían marcado como majara o
lerdo sin remedio. Un problema a evitar, en cualquier caso. Sus manos
cumplían sus tareas, pero su mente le daba vueltas a lo que había
vislumbrado dentro de esa tienda. Ese extraño jorobado encorvado sobre las
piedras, ¡y esas piedras! Resplandecían, sí, resplandecían, como si estuvieran
iluminadas por dentro. Pero lo que de verdad le había llamado la atención
habían sido las herramientas. Magníficos estilos de hierro para grabar y todo
un surtido de instrumentos de ingeniería por el que cualquier saboteador daría
la mano izquierda. Un compás para inscribir arcos, un nivel de burbuja (el
segundo que había visto él jamás fuera de la Academia de Unta), y un ocular
de lo que sospechaba que podría ser parte de un instrumento de topógrafo, un
instrumento que él solo había oído describir: una alidada. ¡Dioses, él ni
siquiera había tocado jamás una alidada!
Ojalá pudiera hablar con Violín o Seto. Esos dos sabían más de ingeniería
que él. Con esas herramientas podía trazarse un muro perfecto, recto o curvo.
¡Y nadie necesita tanta precisión para unas almenas!
Ha de saberse que, varios siglos atrás, una dinastía de gobernantes ambiciosos y expansionistas
llamados los Jannid impusieron su control sobre las ciudades estado del sur. Estos gobernantes llevaron
a cabo eficaces campañas por todas las tierras, campañas que les permitieron conseguir influencia por
todo el territorio del norte hasta la región Painita. Se hicieron famosos por erigir un número incontable
de estelas en las que ordenaron que se tallaran las historias detalladas de esas campañas, con una lista
de sus victorias, junto con recopilaciones exhaustivas de los tesoros conseguidos, los prisioneros
capturados y las haciendas humilladas. Solo en una campaña fueron ellos los aplastados, una derrota
que provocó su caída. Algo que se conoce gracias a un único peñasco sin pulir que se encuentra en la
costa occidental al sur de Alborada. Talladas en él hay solo cuatro palabras: «Los Jannid cayeron aquí».
Historias de Genabackis
Sulerem de Mengal
El primer navío que zarpaba del puerto de Darujhistan esa mañana era un
viejo buque mercante que transportaba pasajeros y carga hacia el oeste,
rodeando el lago. Al ver el antiquísimo barco, la pintura desvaída por el sol y
convertida en un gris pálido uniforme, las velas remendadas y raídas, los
costados maltrechos y arañados, apenas astillas plateadas, Torvald se detuvo
en seco en el embarcadero. Los pasajeros pasaban rozándolo cargados con
esteras de juncos enrolladas y bolsas de posesiones. Algunos empujaban
lechoncillos por delante. Casi todos llevaban aves de corral que glugluteaban
dentro de jaulas hechas de juncos y ramas verdes.
Torvald se volvió hacia uno de los miembros de la guardia de la ciudad
enviados para escoltarlo a los muelles.
—Se supone que esto es una misión diplomática —siseó mientras
intentaba no alzar la voz—. ¡No puedo ir en esa bañera!
Uno de los guardias se metió una pizca de hojas dobladas en una mejilla y
se apoyó en una pila de cajones.
—Es una misión secreta, concejal —dijo arrastrando las palabras.
Torvald intentó lanzarle su mejor mirada de superioridad, pero era obvio
que al tipo le daba igual.
—Si tan secreta es, ¿cómo es que usted la conoce? Y no me llame
concejal.
Un movimiento perezoso de los hombros.
—Órdenes.
Torvald empezó a preguntarse cuáles eran esas órdenes, con exactitud.
Que salga de la ciudad aunque eso signifique que lo tenéis que tirar del
muelle, quizá. Recogió su pesada bolsa de viaje y se deslizó la correa por un
hombro.
—Muy bien. Secreta. Díganles a sus superiores que me despidieron aquí,
entonces —dijo y subió por la pasarela.
La pequeña cubierta estaba atestada de mercancía. Los cerdos chillaban,
aterrorizados, las ovejas balaban y las aves enjauladas glugluteaban. Lo cual
no contribuía nada a mejorar el estado de la cubierta. El único espacio
disponible era un arco sospechosamente despejado que rodeaba a dos figuras
sentadas con la espada apoyada al costado más cercano a proa. A Torvald no
le extrañó que los evitaran: uno de ellos era un tipo gigantesco con una
inmensa maraña desaliñada de pelo y barba, como una gran melena de un
rubio sucio y gris. Sus hombros eran titánicos, la parte superior de los brazos
del mismo tamaño que los muslos de Torvald, y el pecho hinchado como un
barril. A Torvald le pareció un forzudo itinerante. El tipo que tenía al lado era
un anciano flaco de la tribu rhivi que parecía más frágil que nunca en
semejante compañía. Para Torvald aquellos dos habrían sido mucho más
intimidantes si el grandullón no hubiera estado absorto en su estudio de la
ciudad, realzada en tonos rosas y dorados a la luz del amanecer y trepando
risco tras risco hasta la colina de la Majestad del fondo. El anciano era obvio
que estaba mareado como un perro, pálido y con cara de sueño.
Claro que Torvald había viajado durante un tiempo en compañía de
alguien de quien podría afirmarse que era la figura más intimidante que
habían conocido esas tierras. Dejó caer su bolsa y se apoyó en el costado del
barco.
—¿No va a probar suerte? —le dijo al grandullón.
El hombre se volvió hacia él y Torvald suprimió un estremecimiento
cuando vio los ojos bestiales, los iris de forma extraña, y sintió el peso puro y
duro de su mirada. El tipo alzó una gruesa ceja.
—¿Cómo dices? —dijo con voz profunda.
Torvald se encontró con que se le había quedado la garganta seca de
repente.
—La ciudad…, siempre están ávidos de números nuevos.
—¿Números? —repitió el hombre con lentitud, endureciendo la voz.
—Ya sabe, doblar barrotes, romper cadenas…
Las dos cejas se alzaron cuando el tipo empezó a caer en la cuenta y
relajó la espalda.
—Ah. No. —Esbozó una pequeña sonrisa de nostalgia—. Hace ya unos
cuantos años que no tengo que hacer nada de eso.
Por alguna razón Torvald sintió un alivio inmenso.
—Lo siento, pensé…
El hombre levantó una mano nudosa para detener cualquier otra
explicación.
—Lo entiendo. —Los ojos fieros miraron a Torvald de arriba abajo—.
¿Qué estás haciendo en una bañera como esta?
Lo que yo decía. Torvald se encogió de hombros con gesto indiferente.
—El primer barco que zarpaba.
—Y lejos de ser el más rápido —añadió el hombre con voz profunda.
Unas sospechas informes se retorcieron de nuevo en el estómago de
Torvald, echó un vistazo y vio a los dos guardianes, que, con una gran
sonrisa, se despedían de él con movimientos perezosos de la mano.
¡Maldito sea el legado, por todos los dioses!
La pasarela se izó a tirones y los peones del embarcadero desataron las
maromas y las tiraron. Dos de los marineros empujaron con pértigas mientras
otros izaban la vela latina. La colección de animales chilló y evacuó de
nuevo.
Torvald se dejó caer contra el costado y apoyó los brazos en las rodillas.
Por el amor de Ascua. ¿Me acabo de vender a un barco botijero que va a
ninguna parte a cambio de un certificado brillante y un título pomposo y
vacío? Se llevó las manos a la cabeza.
Lim acaba de deshacerse de un concejal nuevo y molesto.
—¿Por amor o por dinero? —pio una vocecita chillona y temblorosa.
Torvald alzó la cabeza y vio al anciano rhivi estudiándolo desde el otro
lado del corpachón de su compañero.
—¿Disculpe…?
—Sus razones para viajar, si quiere hablar de ellas. En mi experiencia, un
hombre solo viaja por dos razones. Un marido poderoso o una deuda
poderosa.
Torvald lanzó una carcajada burlona.
—No. Nada tan romántico. Un simple rival político poderoso, de los de
toda la vida.
El hombretón lo miró de soslayo, los ojos entrecerrados.
—¿En serio? —dijo con voz profunda.
La capitán Fal-ej hizo bajar su montura por el enorme canal del arroyo con
más fiereza de lo que pretendía. Recuerda tus prioridades, mujer, se riñó. Por
los Siete Dioses Falsos, ¿se puede saber qué te pasa? Andas por ahí como
una yegua en celo. A ese hombre debe de resultarle ofensivo.
Se detuvo junto a un piquete del puente.
—¿Dónde están los puñeteros saboteadores, soldado? —preguntó.
El hombre hizo el saludo militar dos veces, solo por si acaso. Señaló con
gesto vago hacia el arroyo.
—Creo que los vi yéndose por allí, capitán, señor…
Fal-ej dio un tirón a las riendas y azuzó a su montura con las rodillas.
¡Tiene la responsabilidad de cada soldado sobre los hombros, mujer! No va
a dejar que lo distraigan, ¡y menos una figura como la tuya! Callos en las
mejillas por el yelmo. El hedor a sudor que no te deja jamás. ¡Brazos como
los de un herrero!
Llegó a la cima de un arenal cubierto de hierba y vio a la dotación
agachada alrededor de una hoguera, peces destripados clavados en palos y
puestos sobre las llamas. Bajó al trote hacia el arroyo y se detuvo en seco, los
cascos del animal los cubrieron a todos de barro.
—¿Qué es esto?
La sargento de marines, una mujer grande y gorda, se limitó a levantar los
ojos con expresión impasible.
—Solo tomando un bocao, capitán.
—Se les ordenó que vigilaran el puente.
—Ese puente no es na, capitán. No hay na que romper. Solo troncos
grandes de toa la vida.
Fal-ej los miró con furia desde el caballo.
—Bueno, ¡es igual, quédense en él! Algo podría ceder.
La sargento se frotó un gran lunar negro que tenía en una mejilla y lo
pensó.
—¿Por ejemplo…?
Fal-ej sacudió los brazos en el aire.
—¿Cómo quiere que lo sepa yo, en el nombre de Ehrlitan? ¡Yo no soy
ingeniera! ¡Y ahora vayan de una vez!
La sargento asintió con el ceño fruncido y le hizo un gesto a un soldado.
—Blanco, llévate a tu equipo.
—Eh, venga, sargento. El pescao ya ta casi listo.
La voz de la sargento adoptó un matiz seco.
—En marcha… ahora.
—¡Está bien! —El hombre se irguió, se limpió la tierra de los pantalones
de cuero sin curar y le indicó a su equipo que se levantara. La sargento se
volvió hacia la capitán, alzó una ceja y saludó.
Fal-ej respondió al saludo y le dio la vuelta a su montura de un tirón.
—Gracias, sargento. —Y se alejó levantando más barro con los cascos.
Cuando se despertó de repente la luz que entraba por las contraventanas que
cubrían la única ventanita estaba teñida del rosado del amanecer. Por lo
general ella nunca se despertaba tan temprano, pero por lo general tampoco
se quedaba nunca dormida por la tarde. Estiró con un gemido los miembros
congelados y después se arrodilló ante el lar para intentar insuflar un poco de
vida al fuego. Tras una taza de té caliente se sintió lo bastante viva como para
salir.
Cuando abrió la puerta lo primero que le sorprendió fue el silencio. Se
había acostumbrado al bosque con su constante ruido de fondo del viento
entre las ramas, los troncos crujiendo al doblarse. Allí solo se oía el gemido
bajo del viento sobre la piedra, el estallido tenue de las banderolas de oración.
Se encontró casi intentando suavizar el ruido de sus mocasines sobre las losas
de piedra. Casi. Después se desprendió del hechizo y fue en busca de algo
que comer.
Para disgusto suyo se encontró a todo el mundo levantado ya. Pero ¿qué
le pasa a esta gente para levantarse tan temprano? Un grupo de monjes, o
sacerdotes, había salido a un campo central de arena y entretejían una especie
de ejercicio o movimientos devocionales. Yusek los observó durante un rato:
la práctica contenía una especie de belleza fluida. Era casi hipnótica. Pero ella
tenía hambre, así que les dio la espalda y se fue en busca de alguien a quien
pedir indicaciones que la llevaran a una cocina o una cantina.
Más tarde, mientras masticaba una torta caliente de pan, volvió a
acercarse al campo abierto central y vio a Sall y Lo observando a los monjes,
que estaban ocupados en una especie de entrenamiento físico por parejas en
el que se lanzaban y caían.
Ajá, pensó Yusek. Esto está mejor. Se acercó a Sall.
—¿Vas a hablar conmigo? ¿O ahora no soy nadie?
De pie, con los brazos cruzados, el joven no desvió la mirada de los
monjes.
—Hablaré contigo… de momento.
—Bueno, ya es algo, supongo. ¿Y ahora qué? ¿Qué haréis ahora?
—Desafiará al… hombre de aquí.
Yusek asintió con gesto exagerado. Ella también observó a los monjes.
—¿Y cuál es?
Un suspiro pesado alzó los hombros de Sall.
—Ese es el problema. No quiere identificarse. Ni quiere hacerlo nadie
más. —Su voz adoptó un matiz casi perplejo—. Se limitan a no hacernos
ningún caso.
Yusek se atragantó con el pan. Tragó saliva y consiguió pasar el trozo,
después le entró un ataque de risa que fue incapaz de detener. Se inclinó
hacia delante y apoyó las manos en las rodillas para recuperar el aliento. Se
irguió y se limpió las mejillas. Sall la miraba desde detrás de la máscara, una
expresión incómoda en sus oscuros ojos castaños. Yusek respiró hondo para
tranquilizarse.
—Ay. Bueno…, ¿qué se siente cuando te toca a ti?
El muchacho tuvo la elegancia de bajar la mirada. Una vez más un gran
suspiro le alzó el pecho tras los brazos cruzados.
—Es de lo más… frustrante —admitió.
—Pues sí —dijo Yusek con tono satisfecho.
El joven volvió a observar a los monjes llevar a cabo su régimen de
ejercicios y adiestramiento. Yusek se sentó en el bordillo de piedra que
rodeaba el campo de prácticas. Necesito raciones para cinco días para
empezar. Me pregunto si hay algo de carne seca en esta despensa. Supongo
que no. Esta panda no parece de los que cazan.
Y volvería a estar sola. Objetivo para cualquier gilipollas que creyera que
le podía retorcer el brazo…
Se le ocurrió que quizá no debería tener tantísima prisa por marcharse.
Sall se irguió entonces y Yusek alzó la vista. Los monjes estaban sacando
unos palos: espadas de madera. Oh-oh. Las cosas se están poniendo
interesantes.
Los monjes se emparejaron, una espada de práctica por pareja, atacante y
defensor. Mientras Yusek miraba, los espadachines cortaban y pinchaban y
los defensores los arrojaban como si fueran muñecas, o los ponían de rodillas
con el brazo de la espada retorcido.
¡Ridículo! Cualquier espadachín de verdad haría pedazos a un hombre o
una mujer desarmados. Sall debe de estar partiéndose de risa por lo bajo… o
gimoteando.
Le lanzó una mirada y lo vio volver el rostro enmascarado hacia Lo. Algo
imperceptible para ella pasó entre ellos y el muchacho se desabrochó el
manto. Lo dejó en las losas de piedra, colocó la espada envainada encima de
la tela y salió a las arenas. Yusek cambió de posición para mirar a Lo y se
llevó un susto cuando lo encontró a su lado. Le dio escalofríos pensar cómo
lo había hecho.
Todos los monjes detuvieron sus ejercicios para mirar a Sall, que se
acercaba al par más cercano. El joven se inclinó y estiró una mano para que le
dieran la espada de madera. El acólito se volvió para mirar al monje que
lideraba la práctica, una mujer pequeña y fibrosa. Esta asintió y el acólito le
pasó la espada al seguleh.
Sall se enfrentó a su compañero. Se inclinó y luego se puso en guardia, el
pie izquierdo cambiando de postura tras él. Yusek se levantó. El acólito,
incluso más joven que Sall, levantó las manos entre los dos, una sobre la otra,
los codos doblados.
Sall golpeó entonces, pero no como Yusek había visto antes. Con lentitud
y suavidad bajó la hoja de madera en un corte desde arriba que hizo con un
movimiento exagerado. El joven se movió hacia dentro bajo el corte, y se las
ingenió para enganchar los brazos de Sall, se dobló y tiró del espadachín, al
que lanzó por encima de su hombro y dejó caer al suelo. Pero Sall rodó con
facilidad y se levantó una vez más.
Los dos se enfrentaron de nuevo. Esa vez Sall lanzó una cuchillada
horizontal. El joven se apartó de lado, cogió el brazo del seguleh y de algún
modo logró llevarlo en un giro de baile del que luego se liberó para mandar al
espadachín volando por la arena. La actuación habría parecido hasta risible en
su falsedad si Yusek no hubiera sabido que Sall no estaba cooperando en
absoluto. A continuación, Sall imitó una lenta estocada a dos manos. El joven
se apartó del movimiento y consiguió empujar a Sall para mandarlo dando
tumbos a un lado.
Lo permanecía en silencio junto a Yusek.
Sall se levantó y se limpió el polvo de los hombros. Se inclinó otra vez y
los dos se emparejaron una vez más. Esa vez el seguleh alzó la espada por
encima de la cabeza con la hoja en vertical. La sostuvo allí un momento,
inmóvil, luego la bajó en un golpe lento y angulado. El joven una vez más se
acercó, pero Sall se ladeó y subió la espada para hacer otra pasada. El joven
siguió el movimiento y los dos empezaron a dibujar un círculo cada vez más
rápido, la espada arqueándose y los brazos del joven retorciéndose como si
intentaran atrapar los de su oponente. Los monjes más cercanos retrocedieron
a toda prisa para apartarse del asalto que iba girando, en apariencia, fuera de
control.
El silencio era lo más espeluznante de todo para Yusek. Lo único que oía
eran los golpes secos, el aleteo de las mangas del monje y el siseo de la
espada de madera. Ninguno de los dos hombres jadeaba, gritaba o gruñía.
Incluso los pies cambiaban de posición sin ruido sobre las arenas. Al
principio ella había creído que aquello era una especie de duelo, pero luego
vio que era más bien un asalto de entrenamiento, el intercambio de
movimientos y contraataques conocidos, cada uno más rápido que el anterior,
cada uno poniendo a prueba al otro.
Al final, tras una señal o acuerdo entre los dos, se apartaron con un giro y
se enfrentaron otra vez.
Por asombroso que fuera, ninguno traicionaba la menor señal de esfuerzo.
Ninguno de los dos torsos se alzaba más que antes; ninguno hacía ruido
alguno al respirar.
Los dos se inclinaron. Sall avanzó un paso, la hoja sostenida baja a su
lado, la pierna derecha atrás. El monje imitó la postura. Sall se metió con un
movimiento rápido la espada por el cinturón y miró al joven con las manos a
los lados.
Los grandes ojos castaños del joven se volvieron hacia la mujer que
llevaba la práctica, esta volvió a asentir con un ligero movimiento. El joven
alzó las manos otra vez, listo.
Esa vez, cuando Sall se movió, Yusek se lo perdió. Y también su
oponente. En un momento dado Sall se encontraba con las manos a los lados,
vacías. Al siguiente sostenía la espada con una mano contra el cuello del
joven.
A Lo se le escapó un gruñido bajo.
Los ojos del joven acólito se hicieron enormes y tras tomarse un
momento para digerir lo que acababa de pasar, se inclinó ante Sall.
Así termina la lección.
Pero al parecer no. Pues la mujer que había estado dirigiendo la práctica
se acercó a Sall. Se inclinó e hizo un gesto inconfundible que indicaba
«prueba conmigo».
La mujer, observó Yusek con interés, no era más alta ni pesada que ella.
Llevaba el pelo corto y los brazos desnudos eran extraordinariamente
delgados y musculosos. La máscara de Sall se volvió hacia Lo, que, con los
brazos cruzados, dio un pequeño papirotazo con una mano. Sall se inclinó
ante la mujer para aceptar.
Los dos se enfrentaron. Sall metió la espada de madera por el cinturón
una vez más. La mujer se puso en guardia, la postura idéntica a la de su
estudiante. Los acólitos se quedaron inmóviles, en silencio, y aquella
intensidad atenta le recordó a Yusek a los propios seguleh.
Sall cambió de postura unas cuantas veces en la arena los pies embutidos
en sandalias, como si no estuviera satisfecho con su postura, después se
quedó quieto. Esa vez Yusek casi lo captó. En un momento dado Sall estaba
inmóvil. Al siguiente, iba por los aires describiendo un arco por encima de la
espalda de la mujer, que estaba girando y que lo había arrojado por las alturas
para que aterrizara con un gran estallido de arena.
Sall se levantó de un salto, la espada todavía en la mano, y para Yusek
cada línea de su cuerpo gritaba su absoluto asombro.
Un siseo escapó entre los dientes apretados de Lo y el hombre se alejó de
repente.
Yusek miró a Sall; el rostro enmascarado del joven seguleh siguió la
retirada de Lo y luego cayó. A Yusek no le hacía falta ver su expresión para
reconocer la vergüenza aplastante que le encorvaba la postura. Se inclinó,
devolvió la espada y se alejó en dirección contraria. Yusek lo siguió.
En un tejado al otro lado de la amplia avenida que tenían delante las puertas
principales de Vendedores de Hierro Eldra, Rallick Nom estaba echado con la
barbilla apoyada en un puño y la ballesta acunada en un codo. Había
observado a Krute entrando en los talleres cerrados y silenciosos y había
seguido vigilando hasta que, muchas horas después, el hombre volvió a salir.
Así que Humilde Medida no era un hombre que abandonase una tarea a
medio terminar. Rallick podía adivinar por la naturaleza del paso distraído y
pensativo de su viejo amigo que ya estaba haciendo planes y planteándose el
trabajo inminente.
¿Qué hacer? Ahora ya es demasiado tarde para matar al cliente. Ya se
ha llegado a un acuerdo. El gremio lo va a cumplir pase lo que pase. Es una
cuestión de reputación. Y yo estoy en medio. Tengo que encontrar un sitio
para pasar desapercibido; un sitio donde no venga nadie a buscar. Y solo se
me ocurre uno… Espero que no le importe tener invitados.
Rallick retrocedió de espaldas por el tejado de pizarra.
Comenzaron a viajar de noche una vez que entraron en las colinas desoladas
de la llanura del Asentamiento. A pesar de lo cual, y de las muchas
precauciones de la puño Steppen a la hora de conservar el agua, aún
perdieron monturas irremplazables y animales de tiro. Incluso unos cuantos
hombres y mujeres se derrumbaron bajo aquel ritmo implacable. Algunos
murieron, otros se recuperaron en las carretas que seguían a la columna.
Ese ritmo era una pesadilla para Bendan. Sin haber tenido nunca motivos
para caminar más de una campanada, ¿y para qué, en el nombre de
Fandaray? Nunca hubo necesidad, no podía creerse lo que les estaban
exigiendo. ¿Qué podía ser tan importante, por todas las Tierras Perdidas? Se
las arregló para seguir con los demás, pero apenas. Caminaba aturdido y
sabía que no serviría de nada en caso de combate. Y no era que hubiera
habido algún ataque. Pero, con todo, se sentía indefenso, casi incapaz de
tenerse en pie.
Ese día, una exploradora, una exiliada rhivi llamada Tarat (de la que se
decía que había matado a un pariente) levantó la mano y se agachó a estudiar
el terreno seco y polvoriento. El sargento Hektar se reunió con ella y,
aburrido, Bendan se tambaleó hasta allí.
—¿Qué pasa? —dijo con voz profunda el gigante dalhonesio.
—La columna ha cruzado este rastro —respondió la mujer, con una mano
indicó una línea que se dirigía al norte.
—¿Y?
—No se parece a nada que yo haya visto jamás.
—¿Y?
La chica exhaló un suspiro y se apartó de la cara pecosa un mechón de
pelo enroscado.
—A ver, malazano. Conozco cada vestigio de la superficie de estas
tierras. Si veo algo nuevo, es que es extraño. Con todo… este rastro me
recuerda a algo. Algo de una antigua historia…
Bendan se limitó a aprovechar la oportunidad para respirar un poco, y
tampoco le importaba quedarse allí de pie, mirando a la joven nativa. Bonitas
caderas que tenía. Una pena que también tuviera un cuchillo por si alguien se
acercaba demasiado. Sacó su cuero de agua y echó un trago. Estaba a punto
de echar otro cuando Hektar le bajó el cuero.
—Ya es suficiente, soldado. Ya conoces las reglas sobre el agua.
—Lo único que sé es que tengo mucha sed, joder.
—Y tendrás más sed todavía dentro de dos días, cuando te quedes sin
nada.
Los dos dieron un salto cuando la chica rhivi dejó escapar un grito de
alarma y se apartó a todo correr del rastro, como si fuera una serpiente que se
hubiera alzado contra ella.
—¿Qué pasa? —preguntó Hektar.
La mirada de Tarat se volvió hacia ellos, los ojos enormes de asombro.
—Tengo que hablar con la comandante.
Ya casi había pasado la columna entera. Hektar se quitó el yelmo para
secarse la cara oscura y sudorosa.
—Está con la van… —empezó a decir.
—He de hacerlo. De inmediato.
Hektar suspiró de disgusto. Limpió el forro de cuero del yelmo y se lo
volvió a poner.
—De acuerdo. Vamos.
—Se lo diré a Pequeña —dijo Bendan.
—No, tú te vienes con nosotros. Vamos.
—¿Para qué? Ya la tiene a ella. A mí no me necesita.
—Tú también lo has visto. Venga, vamos.
—Ah, por el amor del Embozado… —Pero el gran sargento dobló un
dedo para llamarlo y echó a andar tras la exploradora. Bendan se arrastró
detrás de mala gana.
La vanguardia estaba muy por delante, joder. En primer lugar, iban todos
montados, cosa que sacaba de quicio a Bendan. ¿Por qué tenían que ir ellos
montados cuando el resto tenía que tirar a pie? Y en segundo lugar, estaban
todos mucho más limpios y mejor equipados que él. Algo que nunca dejaba
de suscitar su resentimiento. ¿Por qué tenían que llevar ellos una armadura
tan superior (corazas de hierro batido y camisotes de bandas) cuando todo lo
que vestía él era un camisote de cuero hervido revestido de cota de malla de
anillas con mangas de cota de malla? En su opinión, cualquiera que tuviera
mejor equipo que el suyo, o más riquezas, no se lo merecía, punto.
En respuesta a una señal del sargento, un mensajero se acercó a caballo,
habló con él un instante y luego dio media vuelta para llevar su petición a la
puño. No mucho después un pequeño cuerpo montado se separó de la
vanguardia y se dirigió a ellos. Era la puño Steppen, acompañada por una
pequeña escolta y su personal más cercano. Rodearon a los tres soldados que
esperaban. El sargento Hektar saludó a aquella mujer regordeta y quemada
por el sol vestida con sus pantalones de montar manchados de sudor y camisa
suelta. Tenía la piel de la frente muy roja y se le estaba pelando.
—Puño Steppen.
—¿Tiene algo de lo que informar?
Hektar señaló a Tarat.
—Nuestra exploradora rhivi tiene noticias.
Tarat hizo un saludo bastante refinado. Steppen la saludó con la cabeza.
—El rastro que acaba de cruzar la columna… —empezó a decir la chica,
pero la interrumpieron.
—Todos lo vimos, señor —interpuso un oficial—. Una banda marchando
en fila de a dos, al norte. Bandidos, quizá.
La mano de Tarat se cerró de repente alrededor del cuchillo de mango de
hueso que llevaba al costado y miró con furia al hombre.
Steppen alzó una mano para pedir silencio.
—Continúe —le dijo a Tarat.
La chica así lo hizo, pero siguió lanzando miradas asesinas al oficial.
—Ningún bandido, ni siquiera los soldados, tienen la disciplina para
mantener una línea tan recta. Mire nuestro rastro serpenteante, si no me cree.
Los hombres y las mujeres se detienen para colocarse el equipo, para
aliviarse, para quitarse piedras de las sandalias. Solo un pueblo es capaz de
cruzar un terreno de ese modo. Se dice que pueden marchar durante cuatro
días y sus noches sin una sola pausa.
—¿Se dice? —preguntó Steppen ladeando la cabeza.
Tarat perdió la mirada furiosa y quitó la mano de la hoja.
—En nuestras historias, puño. Entre los rhivi se cuentan historias sobre
este pueblo. La mayor parte habla de forma oscura de ellos.
—¿Y ellos son?
Era obvio que Tarat era reticente a decir de quién estaba hablando, pero al
hacerle una pregunta directa, se encorvó un poco, como si esperara el desdén
de los demás, y contestó.
—Los seguleh.
Bendan se echó a reír a carcajadas. Hektar le lanzó una mirada furiosa
para que se callara, pero él no podía evitarlo. La puño arqueó una ceja.
—¿Tiene algo que añadir, soldado? Veo que usted también es de por
aquí. ¿Cuál es su opinión?
Bendan agitó una mano a modo de disculpa.
—Lo siento, señora. Es solo…, ¿los seguleh? No son más que cuentos de
miedo para niños, señora.
—Le aseguro que son muy reales.
—Bueno, sí. Claro que son reales. En el sur. Y seguro que son buenos,
joder; se les da de la hostia darse bombo, si me sigue, señora.
El cuero crujió cuando la puño se inclinó sobre el pomo de su silla.
—Usted es de Darujhistan, ¿no?
—Sí, señora.
—Y la opinión que expresa sobre ese pueblo… sería típica de esa ciudad,
¿no es cierto?
—Pues sí. No son más que un montón de patrañas.
—Entiendo. Gracias. Muy revelador. —Se volvió hacia Tarat—. Gracias
por su informe. Eso es todo.
La tropa apartó un poco sus monturas y regresó a medio galope a la
vanguardia. Tarat se giró en redondo y miró a Bendan.
—Vuelve a reírte de mí y te abro en canal como a una comadreja.
¿Estamos?
Bendan abrió los brazos.
—Sí. Vale. Tú misma.
La nativa se alejó con paso furioso meneando aquellas magníficas
caderas.
¡Dioses! ¡Qué quisquillosa, joder!
11
Se pasaba los días haciendo cacharros. Una fiebre de trabajo parecía haberse
apoderado de ella. Como si Darujhistan sufriera una falta aplastante de ollas,
urnas y ánforas a la que solo ella pudiera dar respuesta.
¿Y por qué tendría que haber semejante escasez?
Porque todo lo demás está roto.
La masa informe de arcilla se aplastó en las manos de Tiserra, que se
echó hacia atrás, jadeando y apartándose el pelo sudoroso de la cara con un
antebrazo. Dejó de apretar los pedales de la rueda con los pies desnudos.
Un tiempo de grandes rompimientos.
Se lavó las manos en una palangana de agua y atravesó la casa vacía
mientras se las secaba. Se ha ido otra vez. No podía evitar la molesta
pregunta. ¿No huiría de ella?
No. Él tenía su vida igual que ella tenía la suya.
Se detuvo ante un punto concreto del suelo. Se arrodilló, dio unos
golpecitos y escuchó. ¿O sí?
Fue a su tienda y regresó con una barra terminada en un gancho. Con eso
atacó las tablas del suelo y encontró el espacio excavado debajo. Vacío.
Nunca se los había llevado con él antes.
Todos esos extraños objetos moranthianos, desaparecidos. ¿Por qué esa
vez?
Volvió a clavar las tablas, se puso de pie y se remangó. Será mejor volver
al trabajo. Pronto habrá una gran necesidad.
El sitio no estaba tan mal, reflexionó Azogue, una vez que te acostumbrabas a
las bestezuelas fantasmales que se allegaban flotando de vez en cuando para
echar un vistazo, quizá buscando el mejor sitio para morder. En cualquier
caso, en términos de su propia filosofía personal, no podía quejarse: no estaba
muerto todavía.
Corien y él se ocuparon de sus armas y armaduras. Corien inspeccionó
con gesto malhumorado lo que quedaba de su chaqueta de brocado. Orquídea
recorrió la cámara perseguida por la criatura Morn, que parecía decidida a
convencerla para que se quedase. Azogue esperaba que no se dejara
persuadir, a pesar de la posibilidad de ese legado que le acababan de revelar.
Que podría ser verdad o no. Y, con franqueza, él tenía sus dudas. Él dudaba
de todo hasta que lo traicionaba, lo mordía o intentaba matarlo… y entonces
sabía que había estado en lo cierto todo el tiempo.
Y mis viejos compañeros de pelotón me llamaban pesimista. Dado el
estado del mundo, ¡el realista soy yo!
El chico y él libraron unos cuantos combates de práctica. Corien todavía
tenía un lado débil, pero aparte de eso Azogue sabía que se enfrentaba a un
duelista muchísimo más hábil que él.
—Por lo que se ve, todos los tipos de Darujhistan sois cojonudos con la
espada —le dijo al muchacho cuando se sentaron a descansar tras un largo
asalto—. ¿Y eso por qué?
El encogimiento de hombros del chico indicaba que tampoco lo sabía
muy bien.
—Tenemos una tradición de esgrima que se remonta a muy atrás.
Azogue asintió con un gruñido.
—Como de donde soy yo. Llevamos tanto tiempo peleándonos entre
nosotros que formar una fila y aceptar órdenes nos sale de forma natural.
Corien lanzó una pequeña carcajada de admiración.
—Eso es lo que no llevamos bien nosotros. Lo de formar una fila y
aceptar órdenes.
Orquídea se acercó seguida por su nueva sombra. Azogue sacó una tira de
carne seca y le dio un mordisco.
—¿Cuál es el veredicto? —le preguntó con la boca llena.
—Tenemos que irnos. Este sitio sigue siendo una trampa mortal. Cuanto
más nos quedemos…, bueno, temo que al final acabe con nosotros.
Azogue envainó bien su cuchillo.
—En eso estoy contigo.
Morn se adelantó un paso, las manos entrelazadas a la espalda.
—Si deben irse, permítanme guiarlos.
—Vamos a la Brecha —le advirtió Orquídea con tono firme.
—Si ese sigue siendo tu deseo…
—¿Conoce otra forma de salir de este lugar? —preguntó Azogue.
—Sí.
—De acuerdo. Usted primero.
El espectro, o andii, o lo que fuera, se inclinó.
—Muy bien.
Recogieron todo su equipo. Orquídea también insistió en llevar los cueros
de agua que quedaban y las bolsas de comida y provisiones, incluyendo la
alforja de Azogue. Corien y él intentaron persuadirla de lo contrario, pero no
les fue mejor que a Morn y la chica no cambió de opinión.
Cuando estuvieron listos, Orquídea le hizo un gesto a Morn para que se
adelantara. Azogue se colocó a su lado. Tenía la ballesta lista una vez más.
—¿Seguiremos siendo capaces de ver?
—Creo que sí.
—Bien. —Se aclaró la garganta y miró a Morn, que caminaba delante de
ellos—. Así que…, ¿qué piensas de lo que afirma? Que seas parte andii y eso.
La alta joven se mordió el labio, parecía que le aterrase la idea.
—No lo sé. Parte de mí siente que es así. Pero… no estoy segura. —Su
mirada se posó en Morn—. En parte no estoy segura porque no sé si podemos
confiar en este.
Azogue tuvo la prudencia de limitarse a asentir.
—Es más de lo que finge ser —continuó la chica—. Los espectros…,
quizá lo entendí mal, o lo traduje mal, pero cuando se inclinaron… lo
llamaron «mi señor».
Morn continuó por delante. Unos cuantos giros y tramos de pasillo después,
Azogue observó que todas las riquezas esparcidas habían desaparecido. Esos
salones los habían limpiado a conciencia.
—¿Por qué no juraste sin más ahí atrás? —preguntó Orquídea—. ¿A ti
qué te pasa? Además, a estas alturas ese trasto seguro que ya se ha hundido
en el fondo del mar.
—Cuestión de principios —respondió Azogue, distraído. Las
incrustaciones de piedras azules, candelabros y rostros relucientes todavía
alumbraban el camino, pero más adelante un portal lateral permanecía a
oscuras. Como si ninguna luz pudiera penetrarlo. Señaló adelante—. ¿Ves
eso?
Orquídea miró y frunció el ceño.
—Está oscuro por completo para mí… y eso es muy raro.
Azogue le hizo a Corien una indicación que significaba «cuidado» y
luego observó que a Morn no se le veía por ninguna parte.
—¿Dónde…?
Se oyó un susurro de tela pesada que se apartaba y la luz cegadora de un
farol amarillo estalló en la abertura y deslumbró a Azogue.
—¡No os mováis! —bramó una voz en daru con mucho acento.
¡Mierda! Entre muecas y parpadeos, Azogue intentó vislumbrar algo con
los ojos medio cerrados.
—¿Quién va?
—¡Soltad las armas o morid!
¡Maldita sea! Bajó la ballesta y levantó una mano.
—¡Está bien!
—¡Manos arriba!
—Sí —dijo Corien.
Azogue distinguió entonces unos ocho ballesteros agachados en dos filas
dentro de la habitación, todos apuntándolos con sus armas. Se arrodilló para
dejar la suya en el suelo. ¡Puñetera emboscada!
—Dejad caer los cinturones de las armas —ordenó la voz.
Azogue se desabrochó el suyo y lo puso en el suelo con los cuchillos
largos envainados y el puñal pesado. Corien también dejó caer sus armas. Un
hombre se abrió camino entre los ballesteros. Vestía un jubón largo con
aberturas sobre un camisote de bandas de hierro. Las mangas y los pantalones
ceñidos eran de cota de malla y un yelmo ennegrecido, con la visera subida,
lo llevaba encaramado a una cabeza cubierta por una tupida mata de rizos
castaños. La barba densa estaba trenzada y atada con trozos de cuero, encaje
y tela. A Azogue le pareció que tenía un aire vagamente conocido.
El hombre enganchó los pulgares en el cinturón alto y los miró de arriba
abajo.
—Bueno, ¿quién está al mando de este patético grupo?
—Yo —dijo Corien.
El hombre sacudió la cabeza.
—No, carita bonita. No me lo creo. Aunque tampoco es que eso importe
ya. Daos la vuelta y poned las manos a la espalda.
—Eso no es necesario —dijo Azogue.
—¡Oye! Yo conozco ese acento. ¡Un puto espía malazano!
Azogue se limitó a apretar los dientes. Orquídea se dio la vuelta y cerró
las manos a la espalda. Corien la imitó. Casi partiéndose los dientes, Azogue
lanzó un gruñido y se giró también de golpe.
Se cuenta una historia de una lejana ciudad donde, cuando su eminente gobernante desea viajar, es
costumbre que sus habitantes se echen en la tierra ante él para que sus pies no tengan que mancharse.
Cuando los viajeros preguntan la razón de esta costumbre, se les cuenta que los habitantes con gusto y
de buena gana se echan en el suelo para su gobernante, puesto que él los protege del sinfín de amenazas
de asaltantes y ejércitos de bandidos que rodean su pacífico asentamiento.
Y esos viajeros continúan su camino sacudiendo la cabeza, pues todos aquellos que rodean la ciudad no
tienen el menor interés en semejante miserable lugar.
Si bien la gabarra de carga era lenta, su progreso fue constante durante todo
el día y continuó a lo largo de la noche, así que mucho antes de lo que
Torvald esperaba se acercaron al ruinoso y combado muelle de Dhavran.
Sabía que sus compañeros de viaje desembarcarían allí. Le entristecía verlos
marchar. Su conversación había resultado ser extraordinariamente reveladora
sobre la situación política reinante entre las Ciudades Libres y los malazanos
del norte. Por insinuaciones y detalles se enteró de que el grandullón, Cal,
había sido en un tiempo una especie de comandante militar en una tierra
lejana del norte.
A la luz del amanecer, junto con todos los demás pasajeros que se
preparaban para irse, los dos reunieron su escaso equipaje. En la barandilla
esperaba Torvald para despedirse. Los marineros preparaban la pasarela.
—Siento tener que irme —le dijo al anciano, Tserig.
El tipo alzó los ojos hacia su enorme compañero, que miró a Torvald por
entre su mata salvaje de cabello y barba al viento, una media sonrisa en los
labios.
—¿No has estado escuchando? —dijo con voz profunda—. Tú te vienes
con nosotros.
Torvald parpadeó. Por un instante creyó volver a estar con otro
compañero de viaje, uno casi igual de grande y abstruso.
—¿Perdona?
—En Pale ya no hay nada de relevancia para tu señor de Darujhistan.
Aquí en Dhavran, sin embargo, pronto llegará algo de gran importancia.
—¿Y que es?
—La nación rhivi está invadiendo el sur, su intención es aplastar a los
malazanos. ¿No crees que deberías discutir el tema con ellos? Eres, según
creo, un concejal de la ciudad nombrado con todas las garantías, ¿no?
Torvald tosió para aclararse la garganta.
—No hablarás en serio, espero.
—Muy en serio.
Tserig apretó la boca casi sin dientes y asintió.
—Estamos aquí para intentar persuadirlos de que no lo hagan.
La pasarela cayó con un golpe seco e hizo temblar el muelle. La multitud
de cubierta levantó a pulso sus bolsas y petates mientras los bebés lloraban,
los cerdos chillaban y las aves enjauladas glugluteaban. Torvald se echó al
hombro su bolsa.
—Bueno…, supongo que debería acompañaros entonces.
—Muy bien —dijo Cal—. No deberían tardar en llegar.
Esperaron hasta que todos los demás pasajeros arrastraron los pies por la
pasarela. Tor observó a las familias reunirse entre abrazos y lágrimas; los
pequeños vendedores ambulantes dejaron sus mercancías en el suelo y de
inmediato comenzaron a regatear y los mercaderes locales se lanzaron a dar
órdenes sobre la descarga de los bienes que habían pedido. De eso estaba
hecha la vida normal, la ronda diaria para intentar construir un futuro mejor.
Eso era lo que quería la gente. En realidad, a la hora de la verdad, solo
querían que los dejaran en paz para hacer sus cosas.
Una vez despejado el camino, se echaron sus bolsas al hombro y bajaron
con pasos pesados por la tablazón. Tor notó que se combaba de un modo
alarmante bajo el peso de Cal.
Al final, fue Tserig el que los atrapó. Fue vadeando por la orilla, con las
túnicas levantadas por encima de las flacas espinillas, y asustó a dos peces
bigotudos que se alimentaban en el fondo y que se escabulleron hasta los
bajíos, donde Torvald los sacó del agua con las manos. Los ensartaron y
pusieron sobre las llamas y tras la comida, el ruido de cascos anunció que se
acercaban jinetes. Caladan se levantó, se pasó las manos por la densa barba y
luego se las limpió en los pantalones. Torvald ayudó a Tserig a ponerse en
pie.
—Te lo agradezco —murmuró el hombre—. Mis articulaciones ya no son
lo que eran. Aunque has de saber que mi picha funciona a la perfección.
Torvald apretó los dientes para contener una carcajada que amenazaba
con atragantarlo.
—Una… noticia… alentadora, anciano.
El anciano removió la boca y asintió.
—¡Debería serlo!
Los jinetes eran guerreros rhivi equipados con elegancia con cota de
malla y armadura de cuero esmaltado con faldas que colgaban por los
costados de sus monturas. Torvald reconoció en esos hombres y mujeres a la
flor y nata de los clanes principales de los rhivi. El primer jinete se quitó el
yelmo para saludar con la cabeza a Caladan. Llevaba la barba fina trenzada,
al igual que el largo cabello negro.
—Caudillo, ¿a qué debemos este honor… otra vez?
—Jiwan. Estoy aquí para pedirte una última vez que dejes la lanza. No
saldrá nada bueno de esto, solo sufrimiento y lágrimas. Piensa en tu
pueblo…, las vidas que se perderán.
El joven comandante asintió con gesto pensativo y frunció el ceño.
—Oigo tus palabras, caudillo, y te honro por tu pasado de liderazgo y tu
sabiduría. Pero esas palabras no son las de un líder guerrero. Son las palabras
de un viejo que ha perdido a un gran amigo. Un anciano de luto que mira la
vida y solo ve muerte. Una visión tan oscura no debe guiar a un pueblo. Los
que vemos la vida, los que miramos al futuro, somos los que debemos liderar.
Y por tanto, Caladan…, te pido que te hagas a un lado.
—Bonitas palabras, Jiwan —respondió Brood, que no pareció inmutarse
por el rechazo del joven—. Entiendo ahora cómo convenciste al círculo de
ancianos. Pero creo que no voy a hacerme a un lado. Creo que voy a
bloquearte el paso por este puente a ti y a todos lo bastante necios como para
seguir a alguien lo bastante hipócrita, o inexperto, para hablar de la vida
mientras va a la guerra.
El humor de Torvald se había ido tornando de incómodo a francamente
vulnerable allí, en el puente abierto, a medida que bajaba trotando por el valle
poco profundo cada vez más caballería rhivi, una mezcla de media y ligera.
Se sentía como un intruso en las negociaciones de un líder bélico que había
dominado el norte durante décadas y que había encabezado la resistencia
contra los invasores malazanos. ¡Y lo estaban despreciando de un modo tan
innoble y displicente! Lo ponía de los nervios e iba contra todos sus instintos.
¡Desechar de un modo tan ciego la sabiduría de siglos que tanto había
costado adquirir!
La mirada del joven líder de guerra encontró a Torvald. Levantó la
barbilla.
—¿Tú eres ese tal emisario daru, Torvald, Nom de Nom?
Torvald se inclinó por la cintura.
—Soy yo.
—¿Qué piensas tú de la posición de este hombre?
—Creo que es… bastante irrefutable.
Una sonrisa desdeñosa abrió los labios del joven.
—Extrañas palabras de boca de un emisario de Darujhistan cuando todos
los demás están tan impacientes por verter sangre malazana.
—¿Cómo has dicho? —gruñó Caladan, su voz de repente baja y
amenazadora.
El joven caudillo pareció creer que había ganado ese punto y asintió con
seguridad.
—Oh, sí. La ciudad está con nosotros. Tenemos toda la información
posible que nos pueden dar. Por ejemplo, los restos que huyen justo por
delante de nosotros no llegan a los mil doscientos, mientras que nuestro
número va subiendo con cada día que pasa. ¡Pronto alcanzaremos los treinta
mil! Y tu legado, Nom de Nom, promete ayuda durante el enfrentamiento. Es
obvio que él también reconoce la amenaza que suponen esos malazanos. —
Jiwan se irguió un poco más sobre su silla y alzó la voz para que lo oyeran
los jinetes circundantes—. ¡Ahora tenemos la oportunidad de echar de
nuestras tierras al invasor! Son débiles. Carecen de líder. Pocos en número.
¡Ahora es nuestra mejor oportunidad y quizá la única oportunidad! ¡Debemos
golpear ya! ¡Mientras estamos reunidos! Los dioses nos han entregado esta
oportunidad. No debemos dejarla escapar por miedo.
—¡Con tus palabras faltas al respeto! —exclamó Tserig de repente—.
Desagradan a los ancestros. —El anciano señaló a Caladan—. ¡Este hombre
dio refugio a Zorraplateada la Liberadora! ¡El regalo de la mhybe!
Jiwan inclinó la cabeza a modo de reconocimiento.
—Cierto. Pero ¿dónde está la milagrosa Zorraplateada ahora? —Se
volvió en su silla para gritar—. ¡Nos ha abandonado!
—¡Basta! —bramó Caladan. Tan fuerte fue el grito que Torvald sintió
temblar el puente bajo sus pies—. Basta de charlas. Jiwan, este puente está
cerrado para ti.
Un pesar exagerado crispó la boca del otro caudillo, cuyas comisuras
descendieron. El joven sacudió la cabeza.
—Caladan, es triste verte reducido a tener que hacer gestos tan patéticos.
—Señaló el curso de agua poco profundo—. No logras nada. Nos
limitaremos a atravesar el riachuelo.
Caladan se cruzó de brazos.
—Cuando queráis. Creo que ya va siendo hora de que os embarréis un
poco.
Jiwan se limitó a apretar los labios. Tiró de las riendas y le hizo un gesto
a la caballería para que rodeara el puente. Torvald observó las columnas que
pasaban por ambos lados del puente. Algunos se negaron a saludar al caudillo
o mirar hacia él, mientras que los ojos de otros se detenían a su altura y en
ellos había tristeza, pesar e incluso culpabilidad.
Transcurrieron muchas horas hasta que pasó el último de los jinetes. En el
cielo, la luna moteada y la Cimitarra arrojaban brillantes sombras rivales
mientras jirones de nubes pasaban entre ellos. Caladan al fin dejó escapar un
largo suspiro.
—Una gran fuerza —admitió—. Todos los clanes representados.
—Huelen sangre —asintió Tserig.
—Sangre malazana.
—¿Qué hará ahora? —preguntó Torvald.
El hombretón descruzó los brazos y cambió de postura. Los troncos del
puente crujieron bajo sus pies.
—Advertí a tu legado que no interfiriera. Pero me ha desafiado. Ha
azuzado a los rhivi contra los malazanos. Lo único que Jiwan ve es la gloria
de ser el caudillo que derrota a los malazanos. No ve que la sangre rhivi solo
cabalga esa criatura de sus enemigos por él.
—Volveré entonces —dijo Torvald, seguro de lo que debía hacer—.
Hablaré en contra de esto.
Las cejas enmarañadas del hombre se alzaron.
—Gran Ascua, no, muchacho. Te matarán sin más. No. Voy yo. Pienso
coger a ese tal legado por el cuello y hacerle consciente de mi desagrado.
De repente Torvald tuvo miedo por su ciudad. Había historias sobre ese
hombre, ese ascendiente, que había arrasado montañas al norte.
—No irá… —empezó a decir, solo para detenerse cuando se dio cuenta
de que no sabía muy bien lo que pretendía decir. ¿No irá a destruir la
ciudad?
El otro lo tranquilizó con una sonrisa.
—Solo me inquieta ese legado. Lo siento, Torvald Nom, pero no todo es
como crees en tu hogar. Sospecho que hay algo controlando a Lim, o bien ha
hecho un trato con quien no debería.
¿Cómo que está pasando algo extraño? ¿Qué tiene de extraño que Lim
haya resucitado un antiguo y odiado título? ¿O que haya empezado a lucir
una máscara de oro? Eso no tiene nada de extraño.
—Tserig —continuó Caladan—, ¿quieres regresar a las fuerzas de Jiwan?
Si las cosas van mal, necesitarán tu voz.
—Entiendo, caudillo.
Caladan miró a Torvald y se acarició la barba.
—Quizá si me acompañaras estarías más seguro.
Tor se pensó el ofrecimiento, pero se dio cuenta de que quizá había algo
más que él podía hacer. Algo que quizá solo él podía hacer.
—No.
Caladan se detuvo y giró en redondo con el ceño fruncido.
—¿No?
—No. Los moranthianos se retiraron cuando percibieron que estaba
ocurriendo algo. Y aquí estamos, a la sombra de sus montañas. Iré… Iré a
verlos.
—Torvald Nom, ese es un ofrecimiento extraordinario. Pero nadie ha
conseguido jamás ponerse en contacto con ellos en sus fortalezas de las
montañas. No hablan con nadie. He oído que solo el emperador y Danzante
consiguieron una vez colarse en el bosque de las Nubes.
—Conmigo hablarán.
El ascendiente lo examinó mientras se tiraba de la barba. Era obvio que
sentía curiosidad por la fuente de la certeza de Torvald, pero se abstuvo de
decir nada. En su lugar, asintió con un gruñido.
—Muy bien. Ojalá hubiera algo que pudiera ofrecerte para ayudar.
—Bueno…, no me vendría mal un caballo.
El hombretón sonrió tras la barba. Su mirada se posó en el sur, donde una
galaxia de hogueras iluminaba la llanura.
—Creo que quizá pueda conseguirte uno.
Leoman estaba sentado con los brazos envolviendo sus rodillas. Observaba la
sombra titánica de Hacedor en las alturas, perfilada contra el horizonte, donde
el gigante continuaba su labor mientras las estrellas giraban y las olas del
resplandeciente Vitr iban provocando su erosión eterna.
Suspiró y miró hacia donde Kiska se encontraba, en el otro extremo de la
playa, de cara al mar de Vitr. Día tras día la antigua garra se colocaba a plena
vista de Tayschrenn, o Thenaj, y su cohorte de ayudantes, mientras llevaban a
cabo su misión de rescate de los más desafortunados, a los que sacaban a
rastras de las energías ardientes de la creación y la destrucción. El objetivo de
Kiska, según creía entender él, era que, de algún modo, con el tiempo, el
hecho de verla disparase algún recuerdo en el archimago y el hombre
recuperara el sentido común.
A Leoman le parecía una esperanza vana. Se estiró y luego se recostó, los
codos apoyados en la arena negra. ¿Estaba perdiendo peso? ¿Se estaba
consumiendo? ¿Se iría desvaneciendo hasta convertirse en un espectro
condenado a vagar por las orillas de la creación retorciéndose las manos o en
busca de un botón negro que se le había caído?
Kiska le dio un empujoncito en la pierna; se había quedado ensimismado.
En los últimos tiempos le pasaba mucho. La chica lo miró desde su altura y
luego apartó los ojos y los entrecerró.
—No tienes por qué estar aquí —le dijo.
Él asintió.
—Cierto.
—Deberías irte. No hay necesidad de que permanezcas aquí.
—Uno no vuelve con las manos vacías a la reina de los Sueños.
—No es vengativa.
Leoman lanzó un bufido.
—Y todo asumiendo que, de hecho, podamos volver.
—No nos habría enviado a la muerte.
—Dijo que no podía ver más allá del Caos.
Kiska se puso las manos en las caderas.
—Bueno, ¿así que te vas a quedar ahí tirado, mirando?
Su compañero observó a su alrededor como si buscara algo, luego volvió
los ojos hacia ella.
—Eso parece.
—Bueno, me estás haciendo sentir incómoda.
—Oh, ¿yo te estoy haciendo sentir incómoda?
—¡Sí! Así que lárgate.
Leoman señaló con la punta de una sandalia a la playa.
—Estoy seguro que nuestros amigos sienten lo mismo.
—Eso es diferente.
—¿Lo es? ¿Les preguntamos?
Los labios de Kiska se apretaron hasta casi desaparecer.
—No quieren hablar conmigo.
Magníficos labios, hechos para besar. Una pena que de eso no haya
habido mucho. Bueno, esa sí que es una razón para volver. Alzó la cabeza y
la miró con los ojos guiñados.
—Eso es porque les haces sentir incómodos.
Kiska hizo un gesto brusco de desprecio con la mano.
—Dioses, no sé por qué me molesto… —Y se largó con paso furioso.
Bueno, no ha habido forma. ¿Y ahora qué? ¿Darle un porrazo en la
cabeza y arrastrarla de regreso con la Encantadora? Aquí tiene, mi
señora…, una agente latosa devuelta sana y salva. ¿Ya estamos en paz?
Se acomodó y se puso a estudiar el horizonte. Ya empezaba a ser hora.
Mejor esperar un poquito más. A ver si la chica se desengañaba ella sola.
Como Leoman había aprendido por experiencia, siempre es más fácil
limitarse a poner el cebo y esperar a que acudieran a ti.
La vieja bruja que vivía en el extremo occidental del barrio de chabolas que
se aferraba al extremo occidental de Darujhistan parecía pasarse todo el
tiempo tallando con un cuchillo. Eso y tarareando y canturreando para sí de
forma incesante. La gente cuyos recados, por casualidad, los llevaban a
acercarse por allí a veces se planteaba mandar callar a aquella arpía. Pero,
tras pensarlo mejor, nadie lo hacía. Después de todo, insultar a una bruja
siempre era buscarse problemas.
Esa tarde, mientras el sol descendía por el oeste, donde solo quedaba
visible la cima de la gran joroba de la tumba del príncipe andii,
inusitadamente libre de saqueos todavía, puesto que, una vez más, sería
buscarse problemas intentar robar la tumba del hijo de la Oscuridad, esa tarde
la cabeza de la bruja se levantó de golpe de sus palos y se los metió entre los
pliegues de las capas de faldas. Se levantó y miró con atención al sur.
Apareció la pipa en una mano y en la otra una pizca de barro o goma que hizo
rodar entre los sucios pulgar e índice.
Se llevó el pedazo a los ojos y los guiñó. Se lo acercó todavía más, tanto
que el pulgar tocó el puente de la nariz y se puso bizca. Después gruñó,
satisfecha, y metió el trozo en la pipa. La encendió y dio unas caladas antes
de volver a estudiar el sur, un brazo metido bajo el que sujetaba la pipa. Los
que pasaban notaron la atención de la mujer y se pararon a mirar también.
Pero al no ver nada salvo las colinas polvorientas de la llanura del
Asentamiento, sacudieron la cabeza ante la locura de la mujer y continuaron
su camino.
—Casi —murmuró en voz alta la mujer, como si conversara con alguien.
Emitió dos penachos de humo por las ventanas de la nariz—. Casi.
Grisp Falaunt era el amo y señor de una fila de nabos. De eso y de una choza
que en realidad no era una choza, sino más bien un cobertizo de lona y
maderas rotas improvisado con los restos de lo que había sido una vez una
choza. Pero desde la sombra de su domicilio en propiedad podía mirar al sur
y contemplar las imágenes relucientes de huertos, campos y arboledas que
cubrían las colinas de la llanura del Asentamiento. Todo eso casi había sido
suyo, y por derecho debería haberlo sido. Pues en ausencia de todas las
demás reivindicaciones, ¿acaso no era él el amo y señor de toda la inmensa
llanura? ¿Quién podía disputar eso? Pues nadie, claro.
Una vez más bajó el brazo junto a su silla, donde su mano no encontró
nada, rezongó y se pasó la espina de cactus que sostenía entre los dientes de
un lado a otro. Malditos perros del diablo que se metían donde no debían. Le
habían destrozado su magnífica cabaña y habían hecho estallar el corazón del
último amigo leal que le quedaba, el magnífico Escabulle, enterrado ya entre
los nabos.
Debería vallar su propiedad. Eso es lo que debería hacer. Y entonces, esos
nobles tan finolis de Darujhistan irían a llamar a su puerta. Y en ese
momento…
Grisp se echó hacia delante y las patas delanteras de su silla cayeron de
golpe sobre el polvo. En el nombre de la seca de Ascua, ¿qué era eso?, ¿más
intrusos?
Una fila de hombres había surgido de un barranco, o socavón, u
hondonada, o como se quiera llamar a esa puñetera depresión ahí fuera, en la
llanura. Los seguía una gran nube de polvo. De hecho, estaban corriendo
como si los persiguieran los mismísimos perros del diablo.
Y se dirigían justo hacia él.
O no. Quizá no justo hacia él. Más bien… Sus ojos entrecerrados se
fijaron en la última fila de nabos que le quedaba. La espina incrustada entre
los labios se levantó de golpe. Oh, no.
¡Por los huesos del Embozado! ¡Se dirigían a su plantación de nabos!
¡Silla arrojada a un lado, pies desnudos y entumecidos enredándose con
las cuerdas de las estacas del tejado de lona, muchas maldiciones y agitación
de brazos para levantarse, pecho huesudo hinchado, cojera de través, hojas
marrones desafiantes!
Las dos filas de hombres y mujeres llegaron a la carrera…,
¡enmascarados, por todos los cielos!, y se dividieron, las sandalias pisoteando
la fila hasta convertirla en tierra aplastada y nabos golpeados.
Los puños alzados cayeron. Los rasgos crispados de indignación se
arrugaron en una mueca desconcertada y luego de desesperación.
Grisp aterrizó sobre el trasero raído de sus pantalones mientras el polvo
ocre de la llanura del Asentamiento volaba a su alrededor. Allí, entre sus pies,
las hojas marrones intactas, yacía su último nabo, sin daños.
—Muy bien —graznó mientras se apartaba el polvo de la cara—. Esta
vez, Escabulle, muchacho, esta vez hablo en serio. Hora de actuar. Hora de
arrancar las estacas y largarse. Por… —Miró el espécimen flácido y lleno de
bichos que tenía ante él y se hundió todavía más en la tierra seca—. Bah, al
Embozado con todo.
El viaje había sido una experiencia extraña para Jan, como una visión doble.
Todos los puntos de referencia, los rasgos más importantes y los nombres de
los lugares continuaban siendo tal y como se habían transmitido a través de
las antiguas trovas y relatos de su pueblo. Y, sin embargo, todo era diferente.
Habían desaparecido los huertos, las arboledas y los campos de la fértil
llanura del Asentamiento. Todo era polvo y desolación. La gran red de
canales de irrigación y los lagos artificiales estaban asfixiados por la arena,
enterrados; las muchas torres de ladrillo, las leguas de alojamientos urbanos,
todo reconcomido, apenas quedaban los cimientos y unas cuantas pilas de
ladrillos erosionados por el sol aquí y allá. El derrumbamiento de una
población, tal y como se había descrito en la catástrofe de su exilio.
Y la ciudad en sí, la bella Darujhistan de muros blancos. Muros blancos
ya no los había. Bueno, sí, parecía grande y rica. Pero habían desaparecido
las altísimas torres de piedra blanca y translúcida, tan clara que podía verse el
sol a través de sus muros. Había desaparecido el gran Orbe del Rey, el
Círculo de la Justicia Pura. Todo destruido en el Gran Rompimiento y Caída.
Había muchos habitantes que también llevaban armas. Parecían proliferar
los dispuestos a ponerse bajo el juicio de la espada. Pero eso podía esperar.
Por delante se encontraba el Trono y aquel que había hecho la llamada. ¿Qué
sería? ¿El cumplimiento del sueño largo tiempo albergado por su pueblo?
Parecía irreal que fuese a lograrse ya, durante su vida. El último primero
jamás había hablado de ello, siempre había desviado los tanteos de Jan. Era
esa reticencia tan poco propia del primero lo que lo inquietaba mientras subía
a la carrera la Vía de la Justicia. Tanta circunspección había sido demasiado
para un segundo, aquel cuyo nombre se había borrado. «Esclavos de la
tradición», así los había llamado en su acusación mientras arrojaba la espada.
Y se dijo que aquel hombre, con posterioridad, había tomado una espada
al servicio de la verdadera esclavitud. Pero esos eran cuentos que estaban
fuera del círculo donde se libraban las pruebas, y por tanto eran indignos de
ser escuchados.
En cualquier caso, pronto lo sabrían. Jan encabezaba la marcha. Apenas
prestó atención a las figuras que apartó de su camino cuanto entró en el
Pabellón de la Majestad. El conjunto de canciones e historias transmitidas por
su pueblo contenía muchas descripciones del acceso al Trono, aunque le llevó
un momento filtrar las subsiguientes alteraciones y añadiduras al laberíntico
complejo. Hecho eso, Jan indicó a los de los Cincuenta que vigilaran el
sendero y luego se acercó a las altas puertas de paneles (sin notar siquiera la
presencia de dos guardias que permanecían, con el rostro ceniciento, uno a
cada lado) y las abrió.
Anochecía y la luz dorada del atardecer cruzaba casi en línea recta el
Gran Salón e iluminaba la multitud reunida con llamas argénteas. Jan hizo
una pausa, desconcertado al encontrar un mar de sencillas máscaras de oro
que se volvían hacia él. Aunque no todos, observó, las llevaban puestas. Y
entre aquellos que las llevaban, algunos cayeron sin fuerzas y se estrellaron
contra el suelo.
Hizo caso omiso de todos, indignos de su atención directa, y se dirigió sin
prisas al Trono. Su escolta, los Veinte, lo siguieron. La multitud se separó
como una tela rasgada. A dos de los inconscientes los arrastraron por el suelo
para apartarlos.
El del trono se levantó para recibirlo.
Lucía la plantilla sobre la que era obvio que se habían modelado todas las
demás. Jan reconoció el poder y la autoridad que irradiaban del objeto, como
del sol en sí; pero no era la máscara por lo que él había hecho un camino tan
largo. Se detuvo, inclinó un poco la cabeza y miró al hombre, los ojos bajos
apenas una fracción: la postura de incertidumbre con respecto al rango.
La figura enmascarada hizo un gesto, los brazos abiertos, las gruesas
túnicas de color borgoña extendidas.
—Saludos, hijos leales. —Una voz habló desde un costado, temblorosa y
sin aliento, casi atragantada—. Habéis respondido a la llamada de vuestro
señor. Pronto todo quedará restaurado, volverá a ser lo que era. El Círculo del
Gobierno Perfecto está a punto de completarse.
¿El padre dorado? ¡Que el primero me guíe! ¿Por esto callabas? Que los
ancestros me perdonen…, ¿cuál elijo? ¿La rodilla o la espada? ¿Cuál será?
Ahora todos observan, esperan que yo, el segundo, muestre el camino. Y sin
embargo…, eso es. ¿Acaso no soy el segundo? Y acaso el último primero no
nos instruyó: el segundo no tiene más que una tarea.
El segundo sigue.
Así que se arrodilló ante el antiguo señor renacido de su pueblo, la
máscara inclinada hacia el suelo. Y entre susurros y siseos de los cueros,
todos los Veinte se arrodillaron con él.
Entre la multitud, otro de los reunidos se derrumbó y se estrelló contra el
suelo.
13
El sol comenzaba a coronar las colinas del este cuando su trabajosa retirada
los llevó a la vista del fuerte. El escudo que llevaba Bendan en el brazo
parecía pesar como un caballo. El brazo abrasaba y a la vez lo tenía
entumecido. Tenía la boca llena de polvo y se tambaleaba al andar.
Comenzaron a repicar unos cuernos tras la empalizada, como si le estuviera
dando la bienvenida al sol, y todo alrededor, entre los campos de hierbas
altas, se alzaron filas de ballestas que parecían surgir del suelo mismo. Los
rhivi que los rodeaban se apartaron con un estremecimiento, el ataque lateral
roto cuando las alas de la caballería viraron hacia ambos lados. Se gritaron
órdenes y se dispararon varias salvas de cuadrillos a ambos lados de su
cuadrado. Los hombres y las mujeres de la formación gritaron y golpearon
sus escudos para azuzar a los rhivi.
Bendan apoyó el escudo revestido de bronce en el suelo. ¡Dioses
todopoderosos! Ya era hora, joder, por Ascua. ¡Qué misión más estúpida! En
el fuerte estaban a salvo, ¿por qué tenían que sacar el cuello por esos
estúpidos? Y lo único que habían hecho había sido esconderse detrás de sus
escudos. ¡No le habían pateado a nadie la cabeza!
Resonaron nuevos toques de cuerno en el fuerte. Los soldados que
rodeaban a Bendan registraron los horizontes. El sargento Hektar, uno de los
más altos de todos, gruñó cuando miró al oeste.
—¿Qué pasa? —preguntó Bendan.
—Tenemos compañía. Casi lo consiguieron.
—¿Quién lo consiguió? ¿Y el qué? ¿A qué se refiere?
Una voz de mujer empezó a bramar desde el fuerte con una voz de un
volumen asombroso.
—¡Al fuerte! ¡Paso ligero! ¡Moveos!
El destacamento entero se puso en marcha de inmediato a toda velocidad.
Los soldados corrían llevando a otros a la espalda o sosteniendo a los heridos
entre ellos.
Entonces Bendan oyó un trueno. Un trueno en un amanecer bastante
despejado. Guiñó los ojos y miró por encima del hombro, vio una marea
oscura que fluía por las colinas lejanas. Una riada que parecía extenderse de
horizonte a horizonte. ¡Por los huesos del dios muerto! ¡Miles y miles de esos
cabrones!
Giró en redondo y le dio a la pata lo más rápido que pudo en busca del
refugio del fuerte.
Krute oyó de boca de muchos del gremio las dudas suscitadas por la llegada
de esos seguleh. Se decía que su pericia no tenía par. Y quizá así era. Pero él
estaba de acuerdo con el gran maestro Seba. En los últimos tiempos, el
gremio parecía haber perdido el rumbo. Ellos eran asesinos. Su arte era la
ocultación y el homicidio. Tener que luchar significaba que uno ya había
fracasado. Las legendarias hazañas pasadas y nunca aprobadas de Rallick
parecían haber convencido a algunos de que las dotes de lucha tenían algo
que ver con el asesinato. Pero la verdad, fea y poco romántica como era, era
que en realidad no tenían nada que ver.
Por mucho que admirara a Rallick (y por mucho que lo entristeciera su
traición), a él le parecía que con eso le había hecho un flaco servicio al
gremio. En su opinión, el mejor asesinato era aquel del que nadie sospechaba
siquiera. Y Rallick había cumplido ese requisito cuando ocultaba el acto tras
la fachada de un duelo. Pero la mayor parte parecía haberlo entendido mal.
Deslumbrados por el romanticismo del enfrentamiento, habían aprendido la
lección que no debían. La verdadera lección no era su pericia con sus armas
preferidas, sino más bien la estratagema de dar con un punto débil letal para
llegar al objetivo, en ese caso el exceso de confianza y el orgullo hinchado de
este último.
Y en su caso le parecía que él también había encontrado el punto débil
adecuado. Rodeado por esos seguleh, el legado parecía considerarse
invulnerable. Dormía sin ningún tipo de vigilancia en un pequeño aposento
detrás del Gran Salón o salón del trono, como se conocía de forma oficial. Lo
que decían los informantes que tenía dentro de la guardia de la ciudad era que
el legado había llegado incluso a prohibir que se entrara en el salón del trono
por la noche, ya se fuera seguleh o no.
En cuclillas en el tejado del susodicho salón, Krute miró a los tres
talentos del gremio que lo acompañaban como líder de equipo. Aunque no se
les podía calificar de magos, los dos muchachos y la chica sí que tenían
alguna pequeña habilidad para percibir la presencia de magia y poderes de las
sendas. Los jóvenes asintieron para dar su aprobación y Krute dio la señal de
«todo despejado» al equipo reunido en el tejado. Los seis arrojaron las
cuerdas finas como cabellos por las ventanas abiertas y bajaron por ellas.
Ejecutarían al objetivo en el interior y regresarían en cuestión de segundos…,
si todo iba según el plan.
Krute miró atrás, a los tres talentos del gremio. Los jóvenes
intercambiaron miradas. Uno apretó una mano contra el tejado. La segunda
alzó la cara hacia las ráfagas de viento cálido como si olisqueara en busca de
un aroma. El tercero se llevó las manos ahuecadas a un ojo. Krute sabía que
el muchacho sostenía en sus manos cuatro bichos nocturnos, esos insectos
voladores que se iluminan. ¿Qué hacen cuando hay un espectro por ahí?
¿Bailan una giga?
El viento soplaba fuerte esa noche. Unas nubes ligeras como plumas no
hacían nada por mitigar la luz combinada de la luna renacida y la de la
Cimitarra. Luz que era a la vez una bendición y una maldición, dependiendo
de cuándo la querías y cuándo no. Estudió otra vez las cuerdas y vio que
seguían flojas. La visión lo intranquilizó. Ya deberían estar subiendo. Hizo la
señal de que iría a investigar.
Al acercarse más se percató de que una de las cuerdas estaba tirante. De
hecho, incluso vibraba bajo una inmensa tensión. Vio que la cuerda se iba
estrechando más hasta alcanzar el grosor de un junco; y luego, al instante,
había desaparecido. Se había partido. Oyó un golpe seco, apagado, en el
fondo.
¡Malditos fueran los hados! ¿Qué había sido? ¿Un guardia oculto? Pero
no sonaban alarmas.
Bajó trepando hasta la ventana y se asomó. El interior estaba tan oscuro
como una noche nublada. Pero mucho más abajo, tras los haces de luz
plateada y jade, distinguió una figura que se ponía en pie, envuelta en un
manto. Cuando miró abajo, forzando los ojos para ver mejor, la figura alzó la
cabeza hacia él y reveló el óvalo brillante y pálido de la máscara del legado.
Krute era un hombre duro con un oficio duro, pero hasta él sintió un
pavor preternatural al ver esa sonrisita del ídolo (una expresión que insinuaba
tantos secretos extraños) y una mano que lo llamaba. Volvió a escabullirse
por la cuerda, la piel fría. Dioses, protegedlo…, ¿a qué se estaban
enfrentando allí?
Agachado, el viento fustigando su manto, echó a correr por la línea
central de regreso a las confusas laderas de tejas del tejado del Pabellón de la
Majestad. Donde no quedaba ni una sola señal de los tres practicantes del
gremio.
¡Que Togg se lo lleve!
Y entonces, el instinto de décadas de acechar y golpear advirtió con un
grito a Krute y este se arrojó al suelo y rodó.
Dos hojas sisearon por el aire y él se quedó mirando, asombrado, a una
joven que lo miraba desde su altura con una expresión de profundo desprecio,
sus ropas no más que unos pañuelos diáfanos azotados por el viento. La
muchacha alzó las hojas otra vez solo para apartarse con una sacudida,
aullando, sujetándose un cuadrillo de ballesta que le sobresalía del costado.
La chica se tambaleó y cayó dando tumbos por la vertiente del tejado antes de
desaparecer de su vista.
Un puño lo asió por el cuello de la ropa y tiró de él: Rallick, que arrojó a
un lado la ballesta y sacó sus dos hojas curvas.
—Volverá…, ella u otro. Ahora vete. Corre. —Y le dio un empujón con
el hombro a Krute.
—Esa no es Vorcan… —consiguió decir el asesino, todavía aturdido.
—No. Venga, vete. —El otro lo empujó hacia el laberinto de tejados
pronunciados—. Corre.
A Krute no le hizo falta que se lo dijeran otra vez.
Se turnaron para vigilar la puerta en ruinas del bar. Una barrera hecha con
una mesa y unas sillas apiladas la bloqueaban. Unos cuantos de los habituales
habían aporreado en la mesa para que los dejaran entrar y Rapiña había
estado a punto de ensartar a un tipo que se había negado a creer que el bar
estaba cerrado de verdad y había intentado trepar por encima de las sillas.
Dos días después de que los seguleh entraran en la ciudad, Mezcla estaba
vigilando la calle desde una ventana delantera cuando exclamó:
«¡Problemas!».
Eje se precipitó a por la lanza que había improvisado y corrió a la parte
delantera. Se asomó entre las tablas que habían clavado en la ventana: el
mago encorvado, Aman, allí enfrente. Con él había varios seguleh. Eje echó
un vistazo por encima del hombro. El historiador estaba sentado en su lugar
habitual. Rapiña había corrido a la parte de atrás. El bardo estaba fuera.
—Embozado. Estamos muertos —gimió.
Dejó la lanza y cogió una de las ballestas preparadas. Mezcla hizo lo
mismo.
—Alza tu senda —le dijo a su compañero.
—Mi senda aquí no sirve de nada.
Mezcla le lanzó una mirada desdeñosa desde su ventana.
—Tu senda nunca sirve de nada, joder. ¿Qué hay de tu otra ayuda?
Eje se quedó callado un rato, pensando. Mezcla disparó a través de la
ventana.
—¡El próximo no fallará! —bramó—. ¡No os acerquéis!
El mago, o lo que fuera, Aman, permaneció al otro lado de la calle,
mirando, mientras los seguleh avanzaban. Duiker se colocó junto a Eje.
—Estoy desarmado. Quizá yo podría hablar con ellos…
—Podrías intentarlo —le dijo Eje, y luego, a Mezcla—: Mi otra ayuda
dice que no estamos solos aquí. —Se vio obligado a disparar contra un
seguleh que avanzaba. La mujer apartó el cuadrillo con un golpe de la espada.
¡Malditos sean los dioses! Y encima desde solo seis metros de distancia.
—¿Cuáles son vuestros términos? —exclamó Duiker desde la puerta
chamuscada.
—Vuestras cabezas son mis términos —le respondió a gritos el mago.
Un grito de sorpresa y terror resonó en la parte de atrás y Mezcla dio un
salto. ¿Rapiña? Arrojó la ballesta al suelo y corrió a la puerta que llevaba a la
despensa y la cocina. Duiker ocupó su lugar y lanzó una estocada con una
lanza. Retiró el mango, sorprendido, y examinó el extremo, amputado con
limpieza.
Cuando Mezcla llegó a la puerta, esta se abrió de golpe y reveló un
seguleh. La mujer blandió el arma, que mordió el pecho del hombre. Este
respondió cogiéndola por el brazo y retorciéndoselo. La veterana se dobló,
siseando de dolor y dejando el cuchillo largo sobresaliendo del pecho
blindado con cueros del hombre.
Eje se quedó mirando y luego olisqueó el aire. ¿Vinagre? Unas espadas
lanzaban tajos contra las tablillas de madera que tenía detrás.
—¡Oye, son los tipos encurtidos de abajo!
Rapiña salió a la carrera de detrás de los seguleh que habían estado en
conserva. Desasió la garra de la criatura de la muñeca de Mezcla y el
encurtido continuó sin hacer caso de las veteranas. Eje y Duiker se apartaron
de la parte delantera, donde los seguleh vivos estaban empujando contra la
barrera. Observaron con gesto incrédulo que tres más de las lentas y
deliberadas criaturas salían de la parte de atrás y tomaban posiciones
defensivas con el que Mezcla había apuñalado: dos en la parte delantera y
otros dos en las ventanas. El resto, supuso Eje, estarían cubriendo la parte de
atrás. En la entrada, los dos seguleh atacantes lanzaban estocadas y cortaban
de un modo tan bello que él solo podía mirar, asombrado. Pero sus hermanos
encurtidos (¿no muertos?), si bien más lentos, poseían la ventaja insuperable
de estar ya muertos. Así que las hojas rebanaban carne correosa sin ningún
resultado visible y los atacantes no conseguían hacer ningún progreso.
A medida que el asalto se demoraba, a Eje le dio la sensación de que iban
a hacer literalmente pedazos a sus protectores, así que fue detrás de la barra
para recoger su macuto. Se subió de un salto a una mesa, a plena vista de la
entrada, sacó un objeto envuelto, lo despojó con una sacudida de la capa de
tela aislante y sostuvo por encima de la cabeza el último maldito que le
quedaba.
—¿Veis esto? —gritó.
Los seguleh retrocedieron un paso con un estremecimiento; no cabía duda
de que reconocían lo que tenía en la mano.
—¡No me obliguéis! ¡Entráis aquí, nos vamos todos juntos!
¿Comprendido?
—¡No vamos a dejar las espadas sin más, maldito idiota! —chilló Rapiña
por una ventana.
Unos pasos irregulares se arrastraron fuera y la figura encorvada del
mago, Aman, apareció en la puerta. Apartó a los dos seguleh atacantes y
estudió aquel cuadro vivo petrificado primero con un ojo y luego con el otro,
mucho más bajo; los seguleh preparados, las armas en posición; sus
compañeros encurtidos no muertos; Mezcla y Rapiña aprovechando el
momento de calma para amartillar las ballestas; Duiker sujetando ya una
cargada; y Eje, los brazos levantados.
—No te atreverías a destrozar este templo —dijo Aman.
—¿Templo? —dijo Eje con incredulidad—. Esto es un bar.
—Un bar. ¿Creéis que esto es un bar?
—Es nuestro bar —dijo Rapiña—. Así que podemos reventarlo si
queremos.
—Privilegios de la propiedad —añadió Mezcla mientras escupía a un
lado.
El mago se volvió hacia Duiker.
—¿Y qué hay de ti, historiador? ¿Estás listo para morir?
Duiker lo apuntó con la ballesta.
—Yo ya he muerto.
Uno de los ojos desparejados del mago se crispó, su dueño frunció el
ceño y tuvo que darle la razón.
—Entiendo. Bien argumentado. Por ahora, claro. —Les hizo un gesto a
los seguleh para que se retiraran.
Una vez que empezaron a subir la calle, Eje no pudo contenerse y se
asomó a la puerta.
—¡Eh, seguleh! —gritó—. Qué bien obedecéis, sabéis salir por pies. ¿Y
también sabéis daros la vuelta?
A él le pareció que los cuatro que iban con Aman perdieron el paso a la
vez al oír el comentario y que luego blandieron la espalda. Pero tampoco
podía estar seguro. Se volvió hacia la barra y se encontró con que sus
guardianes seguleh encurtidos regresaban abajo, arrastrando los pies. Todo el
mundo los observó irse y luego todos alzaron la cabeza para mirarlo.
—¿Qué?
—Tú no eres un saboteador de verdad, Ej —dijo Rapiña, y señaló la
mano con la cabeza—. ¿Podrías guardar eso ya?
El veterano vio que seguía acunando el maldito en una mano.
—¿Esto? —Lo tiró al aire y lo volvió a coger ante la aspiración colectiva
de aire de los otros tres—. Ah, no os preocupéis. Es de mentira. Está hueco.
Mezcla estiró las manos como si quisiera estrangularlo.
—¡Bueno, pues deberías avisarnos, maldito sea el Abismo!
—No. No podíais saberlo. ¿No lo veis? Eso arruinaría el efecto. Tienen
que ver el miedo en vuestros ojos para saber que es real, ¿no?
Rapiña lo despachó con un ademán.
—Ahg, que te den.
—Es hora de prepararse para el trabajo que hay por delante —murmuró el
gordito diminuto mientras atravesaba la calleja de barro entre chozas
inclinadas de madera de desecho, fieltro y tela. Se limpió el resplandeciente
rostro afligido con un pañuelo empapado—. Desde luego que sí…, ¡ha
llegado la hora de subirse los pantalones y ser un hombre! ¿O es de bajárselos
y ser un hombre? Nunca tuve eso claro… ¡Oh, vaya, sería mucho mejor que
lo dejara ahí!
Hizo una pausa en un cruce de dos callejas donde un perro lo miró y
gruñó. ¡No había hordas de lavanderas enfadadas y poco razonables armadas
con colada sucia! Excelente. Y el Maiten a la vista donde llegan corrientes
envolventes procedentes de la llanura donde los hados se mueven como lo
hacen…, avanzando, cambiando de sitio las cosas por el camino.
De repente lo rodearon siete perros, los morros metidos entre las patas
delanteras, los labios dejando al descubierto los dientes rotos.
¡Por los antiguos vejestorios! Las lavanderas eran preferibles a eso.
Se sacó un hueso de una manga suelta.
—¡Perritos buenos! —Lanzó. Aunque ni de cerca tan lejos como hubiera
deseado. Se volvió y echó a correr a toda velocidad, o quizá fue una carrerita,
resoplando, en dirección contraria.
Las siguientes dos esquinas lo llevaron a la choza del extremo occidental del
barrio de chabolas donde se detuvo, sin aliento, y se secó la cara.
—Y aquí está jadeando de anticipación —comentó la anciana, sentada en
el umbral, sin sacarse la pipa de la boca.
—Así es. Aquí estoy una vez más. Vuestro siempre esperanzado
pretendiente. Esclavo de vuestros deseos. Postrado en inspiración.
—Puedo oler tu inspiración desde aquí —comentó la mujer con una
mueca—. ¿Trajiste ofrenda?
—¡Pero por supuesto! —De una manga sacó una cuña envuelta en tela
del tamaño de un cuarto de ladrillo.
La anciana alzó las cejas enmarañadas, impresionada, mientras lo cogía.
—Las cosas están progresando a buen ritmo, ¿no es cierto, amor? —
Arrancó un trozo y lo moldeó con un puño sucio para calentarlo y ablandarlo
—. El círculo completo, ¿eh? —Y lo miró con una sonrisita.
Él agachó la cabeza.
—Ah…, sí. Habló demasiado rápido, ese Kruppe. Sí, ¿no es cierto? ¿No
estaba Kruppe en lo cierto? ¡Exacto! Sí, perspicacia divina, la vuestra.
—Volvemos a la anticipación, ¿eh? —murmuró la anciana, y aspiró una
bocanada larga y profunda—. Que sugiere… transpiración.
—Sí. Bueno. Estoy bailando tan rápido como puedo, queridísima.
—Hmm, bailando —ronroneó ella mientras exhalaba un gran chorro de
humo—. Eso es lo que quiero ver. ¿No quieres entrar?
—Será un placer. Perros, lavanderas y qué se yo qué más. Pero antes…
están, ¿sí? ¿Listos?
La mujer se apretó las manos contra el ancho pecho.
—Todo calentito y listo para ti, amor.
El hombre se pasó una mano por los ojos.
—Kruppe se ha quedado sin habla.
—¡Por una vez! Vamos, entra…, relájate y disfruta… ¡por Darujhistan!
—Y la mujer desapareció en el interior.
Kruppe se limpió la frente resbaladiza.
—Oh, bella ciudad, ciudad de sueños, ¡las cosas que hago por ti!
Kruppe recorrió los caminos de barro repletos de basura de Maiten, todo iba
bien. Inhaló el aroma de la cloaca abierta, los desechos humeantes, y suspiró.
Se dio unos golpecitos en el pecho, donde descansaba una saquita que todavía
no había perdido el calor de otro rincón mucho más grande y munífico. Todo
era música para sus oídos: los perros que se peleaban, la colada que se
golpeaba con una fuerza alarmante contra las rocas, las cariñosas burlas y el
lanzamiento de rocas de los juguetones golfillos callejeros.
¡Y ahora a la ciudad! La bella Darujhistan. Rodeada y encerrada. ¡Pero
acaso no tienen formas de rodear todos los muros y las puertas aquellos tales
como la resbaladiza y transpirada Anguila!
14
Se dice que hubo un tiempo en el que un gobernante de la lejana Tulipanes ofreció un gran y suntuoso
banquete (Tulipanes era entonces una ciudad próspera, al contrario que ahora), al final del cual propuso
a los invitados que se levantaran y dieran su definición de una vida llena y feliz. A la mejor versión la
recompensaría con una pesada torques de oro. Uno tras otro los invitados se pusieron en pie para
asegurarle al gobernante que la suya era, de hecho, el mejor ejemplo de una vida llena y feliz. Una
viajera seguleh por azar asistía a la celebración, pero no se levantó para participar en la competición.
Molesto, el rey ordenó a la mujer que se pusiera en pie y ofreciera su muy secreta versión de una vida
llena y feliz.
La mujer inclinó la cabeza en gesto de sumisión y se levantó.
—De una vida llena y feliz yo no puedo dar cuentas —respondió—. Pero los seguleh creemos que los
dioses dan a los hombres y a las mujeres pequeños vistazos de felicidad solo para estirar el brazo de
nuevo y quitárselos. Por tanto, nos parece que es solo al final de todo, a la hora de la muerte, cuando se
puede llegar a medir eso.
Y el rey ordenó a la mujer que partiera sin dádivas ni honores, pues le parecía que era una absoluta
necedad no medir las cosas hasta el final. Pero se dice que después toda tranquilidad de espíritu huyó
del gobernante, que se preocupaba sin cesar por cuándo sus muchas ventajas podrían escapársele, y al
final murió atormentado y loco.
Historias de Genabackis
Sulerem de Mengal
Jan había crecido con un viejo dicho que corría entre los seguleh: la certeza
es la columna vertebral del filo. Y lo había aceptado y convertido en parte de
sus propios huesos. ¿Pues acaso no eran ellos la espada de la verdad? ¿El
yunque en la que se ponía a prueba? Pero nada desde la Llamada era como
pensaba que sería. Nada en la gloria reluciente del servicio al primero que se
glosaba en sus canciones e historias lo había preparado para la verdad que se
hallaba allí, en su hogar original, Darujhistan.
Las dudas asaltaban a los otros. Eso era obvio. Por tanto recaía sobre él la
obligación de cargar con el peso de esas dudas. Asumirlas todas y demostrar
que no había necesidad de preocuparse. ¿Pues acaso no era él el segundo?
¿No se volvían todos los ojos hacia él en busca de guía, de confianza? Que la
pureza del corte yaciera en la firmeza del filo. Así será. Que no se diga que el
segundo se aparta de sus responsabilidades.
Solo el primero puede llamar. Y ellos habían respondido. ¿Qué ha de ser
complicado en eso? ¿Y qué encuentran más que la antigua máscara que es un
círculo de oro? Tan legendaria y temible como lo es en sus leyendas de
antaño. ¿Qué pueden hacer más que obedecer?
¿Por qué, entonces, esta necesidad de darle vueltas a todo?
Quizá porque eran guerreros. No guardias. No vigilantes de personas o de
la paz. La transición se había logrado sin dificultad; las autoridades locales,
los miembros de la guardia, se doblegaban de inmediato. Los desafíos eran
mínimos. Solo dos muertes. Uno, un retrasado de la ciudad; el otro,
demasiado obstinado para pasar sin dar respuesta.
Y era entonces, quizá, cuando comenzaba la parte verdaderamente difícil,
a medida que las trivialidades mundanas diarias se inmiscuían en su
propósito.
Como en ese momento, se enfrentaban a él esos dos andrajosos aspirantes
a guardias que sujetaba Palla, la sexta, allí, en la corte. Jan le hizo una seña a
Ira, vigésima, que fue la que preguntó.
—¿Por qué habéis regresado? A los guardias contratados se les ha
mandado marchar, a todos.
Uno se frotó con el nudillo la frente sucia y sudorosa.
—Disculpen ustedes, señores y señoras. A nosotros no nos han dejado
marchar, que sepamos.
Jan ladeó la cabeza e Ira continuó.
—Las órdenes se dieron. Se ha notificado a todos.
El hombre hizo otro saludo militar.
—Será todo como ustedes dicen, seguro, señores y señoras. Yo y aquí
Leff, nosotros, no discutimos na de eso.
—¿Entonces qué es lo que pretendéis? —preguntó Ira.
Jan le hizo a Palla una señal y la seguleh los soltó. Los dos guardias se
acomodaron la armadura.
—Bueno, señora —empezó el portavoz, aunque no de forma necesaria el
de rango más bajo de los dos. Con franqueza, entre esos dos era difícil
distinguir cualquier tipo de gradación—. Es solo que nosotros no somos
guardias del Pabellón de la Majestad corrientes y molientes. No, señor…
—Trabajan para mí —dijo sin aliento una voz débil.
Jan miró a la figura desaliñada de la Boca del legado. El seguleh inclinó
la cabeza en señal de respeto.
—¿Es eso cierto? —preguntó—. ¿Responden ante ti?
Los ojos del hombre se dispararon, acobardados e inyectados en sangre;
sus rasgos se habían hundido en una palidez pastosa y bañada en sudor. Era
obvio que a aquel tipo le parecía que sus obligaciones superaban con mucho
la fuerza de sus nervios. La mirada de Jan se posó en el legado enmascarado,
inmóvil en su trono. No parecía consciente de lo que ocurría. Sin embargo,
siempre demostraba un conocimiento preternatural de todo lo que pasaba a su
alrededor. Y ese hombre era el que articulaba su voluntad. A Jan le extrañaba
una elección tan poco probable. Sin embargo, una vez más, no era quién para
extrañarse.
—Sí —afirmó el hombre, una nueva certeza penetraba en su voz
temblorosa—. Los recuerdo. Los contraté.
Jan asintió con un gesto.
—Muy bien. Será como dices. —Les dio la espalda y los apartó de sus
pensamientos. Examinó la corte en busca de peligros en potencia o amenazas
y encontró solo uno. La hechicera, Envidia, con su vestido verde suelto y el
cabello aceitado y rizado. Cómo ansiaba separarle la cabeza del cuerpo por la
corrupción en la que había sumido a su hermano y dos seguidores. Pero era
una invitada honrada por el legado y, como tal, debía tragar con su presencia.
Oh, desde luego que algunos miembros de la corte ansiaban desafiar al
legado. Sus posturas, la forma de coger aliento y sudar lo gritaban, sobre todo
un concejal mayor, antiguo soldado, que parecía como si pudiera haber sido
una amenaza en potencia, pero una década atrás. Y habían llegado a él
insinuaciones de intentos de asesinato, que habían manejado el legado y sus
magos favoritos.
Todo lo cual está muy bien. ¿Por qué entonces esta inquietud? ¿Esta
incomodidad? Quizá sea la pérdida de Sortilegio. Echo de menos sus verdes
laderas montañosas. La tranquilidad de espíritu se perdió con ella tras el
horizonte. Pronto Gall lo percibirá y habrá un desafío. Entonces habrá un
nuevo segundo y todo esto dejará de ser preocupación mía. Casi lo
agradezco. ¿Es cobardía lo que siento?
El legado se levantó entonces y descendió del trono de piedra pálida.
Hizo un gesto y Jan fue a reunirse con él. Los miembros de la corte,
concejales enmascarados, sus esposas y amantes enmascaradas, aristócratas y
mercaderes acaudalados, todos se apartaron cuando se acercó. Se detuvo ante
el legado e inclinó la cabeza enmascarada en gesto de sumisión.
—Segundo. —La Boca había acudido a su lado—. Nuestros enemigos
aguardan al oeste. Tus seguleh son mi hoja y mi yunque. Aplastadlos y
Darujhistan gobernará todas estas tierras sin hallar rival, como antes.
—Entiendo, legado. A esos invasores malazanos se les eliminará de
nuestras orillas.
El legado hizo un gesto impaciente. Aunque los rasgos de oro batido no
podían cambiar, moldeados para siempre en su sonrisita secreta, la luz
cambiante y la sombra daban vida a sus labios y ojos vacíos y cierta
expresión. En ese momento parecían enfadados.
—Los invasores no son más que una molestia. No significan nada. No.
Hablo de la verdadera amenaza. El verdadero enemigo de esta ciudad…, los
moranthianos. —La Boca dejó escapar un jadeo estrangulado cuando
pronunció esas palabras y se llevó de golpe una mano a la boca como si
estuviera a punto de vomitar.
Jan se atrevió a alzar la cabeza, como si pudiera discernir alguna
intención en el óvalo dorado que tenía ante él.
—¿Los moranthianos, legado? No lo entiendo.
—Siempre se nos adelantaron —comenzó otra vez la Boca, su voz débil y
casi fantasmal—. Solo ellos nos desafiaron cuando todos los demás cayeron.
Ahora acabaremos con ellos.
—Las guerras moranthianas terminaron hace un milenio.
—Con la caída del último de los tiranos y la ruptura del Círculo, sí. —El
óvalo se volvió para dirigirse a Jan de forma más directa—. Ahora
Darujhistan resurge de nuevo, debemos responder a ese crimen contra
nosotros, ¿sí?
¿Y qué podía hacer Jan salvo inclinarse cuando le daba una orden su
primero? Pues la máscara de oro era el progenitor legendario, el padre de
todos ellos. ¿Atacar a los moranthianos? ¿Someterlos? ¿Un pueblo entero?
¿Para lograr eso nos forjaron? ¿Ese es nuestro noble propósito?
Y tú, en tu agrietada máscara de madera, qué poco me dijiste. ¿Era esta
la carga que intentabas ahorrarme? Bien lo entiendo ahora. No me extraña
que ocultemos nuestras caras.
Esa carga es la vergüenza.
Los dos jinetes cabalgaron hasta el puerto. Habían atado grandes fardos al
arzón trasero de las sillas. Hicieron bajar a sus monturas hasta los muelles
privados. Allí se pagó un precio escandaloso en unos concejos de plata que
ya casi nunca se veían a cambio de un pasaje inmediato al oeste. Se preparó
una pasarela y llevaron a las monturas a la cubierta de aquel velero bajo de
líneas puras. Los marineros soltaron amarras y cogieron los remos. El navío
fue saliendo con lentitud del puerto y se dirigió a la gran bahía, donde el
viento fresco hinchó las velas. El práctico viró el timón y pusieron rumbo al
oeste siguiendo la costa.
Así que todo había quedado en nada. Todo lo que había luchado. Su largo
viaje. Un fracaso. Un vil y detestable fracaso, otra vez. Se apoyó en su bastón
y se pasó una mano por el pelo sudoroso, los ojos entrecerrados bajo el
constante deslumbramiento intenso de aquel mar de azogue que era el Vitr.
Dos veces con el mismo hombre. Eso tenía que ser todo un récord. Había
decepcionado a Agayla, por no mencionar a la Encantadora. ¿Y qué
problemas podrían surgir? Temía pensar en las posibles consecuencias.
Pero existían más opciones. Alternativas más extremas. Tayschrenn no
parecía siquiera recordar que era mago, así que no supondría ningún
problema. El único obstáculo sería su sombra, Korus. Y Leoman y ella juntos
quizá fueran capaces de manejarlo. Lo que dejaba a ese sinfín de pequeños
desgraciados, y para ella ahí estaba el problema. Con toda seguridad se
abalanzarían en su defensa y ella se vería obligada a derribarlos.
Y eso no se veía capaz de hacerlo. Sería como atacar a unos niños. Era
incapaz de imaginarlo. ¡Dioses! Derrotada por mis propios principios.
Bueno, quizá tampoco fuese tan mala cosa, después de todo. La reina de los
Sueños no podría criticarla por eso. Dio unos golpecitos con el cabo del
bastón en las arenas negras, después se lo echó a los hombros y fue en busca
de Leoman.
Estaba dormido, acurrucado de lado. Igual que un niño pequeño. ¿Cómo
lo hace? ¿Dormir tan profundamente? Es como si estuviera en paz. Una idea
que desentonaba con lo que ella sabía de aquel hombre. Le dio unos
golpecitos en el pie, su compañero se sacudió, se estiró y la miró con un
parpadeo.
—¿Sí?
—De acuerdo, tú ganas.
Leoman se incorporó, se apoyo en un codo y arqueó una ceja.
—¿Ganar? ¿Yo?
—Sí. No tiene ningún sentido quedarse. Deberíamos irnos.
El otro se levantó, se quitó el polvo de la ropa, recogió su armadura y se
echó al hombro los manguales que llevaba en el cinturón.
—Bueno. Así que te vas —dijo.
—¿Yo? ¿Qué quieres decir con que yo me voy? —Kiska señaló la orilla
—. Total, podríamos despedirnos.
—Sí.
De camino al mar, Leoman siguió hablando.
—¿Sabes?, encuentro esto muy relajante. Tranquilo. Me recuerda al
desierto profundo. Allí siempre estaba cómodo. Lo que me molestaba era
solo la gente que lo ocupaba.
En cuanto se acercaron a la orilla donde se encontraba Tayschrenn, la
tribu de criaturas deformes que había rescatado del Vitr se acercó arrastrando
los pies y lo rodeó con gesto protector. El gigante Korus dio un par de
zancadas para interceptarlos con sus extrañas piernas que se doblaban al
revés.
—¿Qué pretendéis? —preguntó.
—Hemos venido a decir adiós —respondió Kiska—. Nos vamos.
—¿Adiós? ¿Una despedida? ¿Partís?
—Sí.
Los colmillos largos como dedos de la criatura chirriaron como cuchillos
mientras parecía plantearse la idea. Volvió los ojos hacia donde Tayschrenn
salía del agua resplandeciente y se acercaba.
—Muy bien. Pero estaré vigilando. —Y se apartó con paso pesado.
—¿Qué pasa? —exclamó el antiguo mago—. Os pedí que no nos
molestarais más.
Kiska se inclinó.
—Sí. Solo venimos a despedirnos. Nos vamos.
—Entiendo. —Se echó hacia atrás el largo cabello entreverado de gris y
se cruzó de brazos. A Kiska le pareció que tenía un aspecto más joven. Las
líneas duras que le rodeaban la boca y los ojos se habían suavizado; había
desaparecido la expresión vigilante y también ese recelo cauto que solía tener
en la mirada. ¿Renacido de verdad?
—Buen viaje, entonces —dijo—. No os guardo rencor.
—Sí. Pero quizá dentro de un tiempo…
El antiguo mago había alzado una mano para detenerla.
—No. No regresaré nunca. Dile a quien te envió que me deje en paz.
—Sí. —Kiska luchó contra el nudo que tenía en el pecho—. Solo hay una
cosa. Creo que esto es suyo. —Le tendió los restos arrugados de tela y palos
de su guía.
El otro lo cogió en la palma de la mano y estudió aquel fardo seco de
basura.
—¿Qué es?
—No lo sé con exactitud…, pero me dijeron que le pertenece.
—No quiero… —La voz se apagó cuando pareció perder la
concentración.
Korus se inclinó y el movimiento lo hizo cernerse sobre todos ellos.
—Thenaj…, ¿qué es esa cosa? ¡Tírala!
Pero el otro apretó los puños alrededor del objeto y su cuerpo sufrió una
convulsión. Se habría estrellado contra las arenas si no hubiera sido por las
criaturas, que lo recogieron con suavidad. Se acurrucó en una bola tensa que
se estremecía y crispaba.
Un puño enorme rodeó el manto y la armadura de Kiska por detrás y la
levantó del suelo.
—¿Qué es esto? —bramó Korus con voz profunda—. ¿Qué le has hecho?
El equipo de Leoman cayó a las arenas cuando fue a sujetar el brazo del
demonio.
—¡Nosotros no sabemos nada de esto! —chilló.
Kiska se quedó mirando, horrorizada. ¡Dioses! ¿Lo he matado? ¿Era esta
la intriga de la Encantadora desde el principio?
Tayschrenn gritó entonces. Echó la cabeza hacia atrás y aulló de dolor. Se
le arqueó la espalda como si se fuera a partir. Gritó hasta quedarse sin aliento
y cayó sin fuerzas, inmóvil.
Kiska ni siquiera se resistió cuando la garra demoníaca la mandó dando
vueltas por el aire. Se estrelló contra los guijarros y rodó y rodó y abrió un
camino. Y entonces Leoman estaba allí, limpiándole la arena de la cara.
—¿Te encuentras bien, pequeña? Háblame.
—Lo maté yo —gimió Kiska—. ¡Yo! Tenía que ser yo desde el principio.
—No sabemos…
Los cubrió una gran sombra y se oyó gruñir una voz.
—¡Llevadlos a las cuevas!
15
Los pasajes por los que Orquídea llevó a Azogue y Corien solo podían
llamarse túneles en el sentido más burdo. Hasta donde Azogue alcanzaba a
ver, el dosel de roca desnuda era una talla intrincada que imitaba a un amplio
bosque. Las ramas resplandecían con piedras preciosas y gemas que se
habían incrustado como para imitar bayas o flores. Pasaron junto a
habitaciones en las que el destrozado mobiliario tallado en maderas poco
comunes yacía como esculturas abandonadas. Solo esa madera haría a
Azogue inmensamente rico. Que semejante fortuna yaciera sin que nadie le
hiciera caso en esos límites superiores del Engendro fue lo que le dio idea a
Azogue del carácter de los que ocupaban el lugar. Va tras dineros muy
diferentes, esta panda.
Fue allí donde se reunió con ellos Morn. Surgió de la oscuridad y esperó
mientras avanzaban. A sus pies había una pila de equipo: las pertenencias de
los tres. Azogue se puso el cinturón con la espada y el cuchillo largo y
después se echó al hombro su alforja, todo sin dejar de mirar un instante a la
extraña entidad. Incluso había recuperado sus bolsas de provisiones.
—Gracias —dijo Azogue, y hablaba en serio. Era muy probable que el
espectro les hubiera salvado la vida.
El fantasma se inclinó ante Orquídea.
—No habría consentido que pasaras hambre.
—Seguimos yendo a la Brecha —le advirtió ella con tono firme.
El otro los invitó a continuar con un gesto.
—Por supuesto.
—Tengo una pregunta para ti, Azogue —dijo Corien tras un rato, en voz
baja, mientras caminaban—. Si se supone que vamos a esa tal «Brecha», ¿por
qué vamos subiendo?
—Es el único camino —respondió Morn desde la vanguardia.
Azogue alzó las cejas y miró a Corien sin decir nada. Puñetero oído
antinatural el de ese hombre. El muchacho se limitó a levantar la ballesta y
hacer una pequeña inclinación.
—Muy bien. Admitamos eso por el momento. ¿Entonces por qué no
dimos la vuelta sin más? ¿Por qué no salimos como entramos?
—Allí no habría botes —respondió Morn, imperturbable—. A estas
alturas es más fácil continuar.
—Bueno…, ahora, quizá, pero no podríamos haber… —Su voz se fue
apagando cuando todo el mundo se quedó quieto y miró a su alrededor. Una
enorme vibración había sacudido el artefacto que pisaban. Hubo ramas de
piedra que se partieron, cayeron y explotaron en un sinfín de fragmentos a su
alrededor. En medio de una ensordecedora avalancha de rocas, muebles rotos
y basura, la estructura entera se inclinó como un barco embestido de lado por
una ola inmensa. Azogue se tambaleó, se fue de lado y chocó con el tronco de
un árbol de piedra. Fue a coger a Orquídea, pero no la alcanzó cuando la
chica pasó rodando. El Engendro volvió a sacudirse en dirección contraria y
Azogue se golpeó la cabeza contra la piedra del árbol. Reverberaciones de
piedra al partirse y toneladas de escombros al caer sacudieron e hicieron
estremecer las cuevas que los rodeaban.
El balanceo ebrio del inmenso artefacto se fue mitigando poco a poco.
Alcanzó un nuevo equilibrio con el suelo en pendiente en un ángulo bastante
incómodo. Gemas, tazas, fragmentos rotos de piedra y basura rodaron y se
deslizaron entre sus pies hasta desaparecer con estrépito en la oscuridad que
rodeaba las columnas de árboles de piedra.
Los ojos de Orquídea, negros y enormes en la luz mágica, buscaron y
encontraron los de Azogue.
—La Brecha —exclamó dirigiéndose a Morn—. ¿Dónde está?
El espectro los condujo a una gran abertura tallada en forma de arco en un
arboreto. Orquídea se quedó mirando en silencio, maravillada, era obvio que
asombrada. Miró a Morn.
—La Vía Procesional.
El fantasma se inclinó.
—Así es. Estás bien informada.
La joven se volvió hacia Azogue, que se quedó bastante conmocionado al
ver que casi le brillaban los ojos.
—Estamos muy cerca.
—Ya era hora —murmuró él aclarándose la garganta—. Quizá debería ir
yo delante. —Entonces olisqueó el aire que salía flotando del gran arco y
ladeó la cabeza. Hay algo. Algo… Apartó a Orquídea de la vista de la
apertura. Ella abrió la boca para decir algo, pero solo hizo falta un vistazo a la
cara del veterano para que la cerrara de golpe. Bien. Empezamos a
entendernos.
Le hizo una seña a Corien para que esperara, asomó la cabeza por la
esquina e inhaló una vez más. Y allí estaba, como antes: sudor, aceite, hedor
a ropa y armadura que llevaba demasiado tiempo sin lavar. Y otra cosa: salsa
de pescado. Maldita salsa de pescado falari. Una vez probada (u olida), nunca
olvidada.
—Soltaos los huevos, chicos y chicas —exclamó—. Hemos decidido
dejaros vivir.
—¿Quién anda meando pa’rriba ahí? —contestó un hombre en falari.
—Azogue. Del Segundo.
—¿Qué hace aquí un pringao del Segundo?
—Me licenciaron el año pasado. Y ahora tengo una mochila tan llena de
esmeraldas y rubíes que casi no la puedo levantar. No me vendría mal una
mano.
—Levántalas, chaval. Vamos a echar un vistazo.
El fulgor amarillo del farol magulló los ojos de Azogue, que apartó la
cabeza con una mueca. Una tropa de seis soldados malazanos bajó por el
ancho vestíbulo: marines. El más achaparrado de todos, ancho como un
caballo, lucía la torques de sargento. Azogue inclinó la cabeza a modo de
saludo.
El sargento se frotó la barba que le oscurecía la barbilla y las mejillas y
miró a Azogue de arriba abajo.
—Bueno, no me jodas… —dijo sin aliento. Luego ladeó la cabeza con
expresión interrogante.
Azogue negó con la cabeza. El hombre resopló y asintió con gesto rápido.
—Bueno —dijo mientras miraba alrededor—. ¿Estás solo?
—No. —Se volvió y los llamó—. Orquídea…, Corien Lim…, Morn.
El sargento asintió y señaló vestíbulo arriba.
—Por aquí.
Cuando echaron a andar, Azogue echó un vistazo y vio que una vez más
Morn había desaparecido.
—¿Cuál es la situación? —preguntó tras un rato.
—Jodida. Tenemos un puto zoológico de magos, hechiceros y demás
listos para matarse entre sí y metidos unos por otros, pisándose y tirándose de
las bragas. Lo raro es que todavía quede alguno en pie.
—¿Cómo lo lleva vuestro capitán?
El hombre escupió a un lado.
—El capitán está muerto. El que está a cargo es el teniente.
—¿Y cómo le va?
—De momento tenemos un sitio en la mesa. Pero las cosas se están
calentando. —Miró al otro de soslayo—. No nos iría mal una mano.
Azogue sintió que se le tensaba la boca.
—No puedo garantizar nada, sargento. —Echó la cabeza de golpe hacia
atrás para indicar por donde habían llegado—. Y hay un ejército entero ahí
fuera que quiere entrar.
El hombre volvió a escupir.
—¡Bah! ¡Esos! Putas nulidades. Nada de lo que preocuparse.
—¿Y vosotros, chicos? ¿Qué queréis?
—¿Nosotros? —bufó—. Por las tetas de Togg, hombre. Solo queremos
largarnos. Amigo mío…, nosotros solo queremos salir cagando Abismos de
aquí.
Desde el muro de la empalizada de Fuerte Step, que era por alguna razón
(que la puño Steppen ignoraba) como había terminado llamándose, ella y el
puño K’ess observaron cómo la reunión de aliados que prometía barrerlos de
la llanura se convertía en un caos indescriptible.
—Parece una riña —dijo Steppen, cuya propensión a quedarse corta
permanecía intacta.
—Eso es lo que parece —la imitó K’ess. Después señaló algo a un lado
—. Mira eso. Un envolvimiento.
Steppen entrecerró los ojos y miró las sombras que se alargaban. Allí,
entre la hierba alta, habían aparecido unas figuras que formaron un amplio
círculo que rodeaba el campamento rhivi. Una cada pocas decenas de pasos.
Mientras ellos miraban, las figuras se fueron acercando para ir estrechando el
círculo.
—Una puñetera carnicería de los dioses —murmuró K’ess—. Su primer
error.
—Creen que no los necesitan.
Los puños se miraron a los ojos. K’ess alzó una ceja, Steppen hizo un
rápido asentimiento que le abultó la papada. K’ess se inclinó sobre la
pasarela.
—¡Capitán Fal-ej!
—¿Sí?
—¡Retirada inmediata al oeste! ¡Cruzamos el muro! Equipo muy ligero.
Agua para tres días.
—¡Sí, señor!
Ambos puños volvieron a evaluar la lucha. Jinetes rhivi, solos y en
grupos, salieron en tromba del envolvimiento y galoparon hacia el norte,
hacia el lago. Muchos cayeron, pero la mayor parte se abrió paso. Era de
suponer que esos supervivientes no pararían ante nada.
—Cuatro pelotones deberían quedarse en las murallas hasta que se haya
ido todo el mundo —dijo K’ess—. Yo me quedaré con ellos.
—Creo que tú te quedaste en la retaguardia la última vez —señaló
Steppen—. Me toca a mí.
K’ess miró a aquella mujer regordeta de arriba abajo.
—¿Estás segura de que estás en condiciones?
Steppen se limitó a mirar al cielo.
—Estos reclutas no saben lo que es una marcha dura. Nada que ver con la
carrera hasta Evinor. Hora de que se enteren.
K’ess le echó un vistazo al fuerte.
—Una pena, la verdad. Bien construido.
—Tengo que hablar con los ingenieros. En realidad yo quería algo más
espacioso.
El chillido lejano de un caballo moribundo desgarró el estrépito de la
batalla y provocó en Steppen una mueca de dolor. La mujer miró al este.
—Corred, pobres cabrones —murmuró—. Huid. Montad esos caballos y
no dejéis de galopar.
K’ess le apretó el hombro.
—Por el favor de Oponn. —Después se volvió y la dejó sola.
—Toren —exclamó ella llamándolo por el nombre de pila, y él hizo una
pausa en su descenso.
—¿Sí?
—Dales algo que recordar —contestó ella con una sonrisa—.
Demuéstrales a lo que se enfrentan. ¿Sí?
El puño K’ess inclinó la cabeza para asentir.
—Un sitio estrecho, Argell. Te veo allí. —Le dedicó un breve saludo
militar y bajó las escaleras de dos en dos. Steppen se volvió de nuevo al este,
a los gritos que llegaban flotando con el viento. Dioses. Así que es verdad.
Todo lo que había oído. Tres seguleh. Unos cuantos contra unos treinta mil y
es una desbandada.
La puño Steppen se enfrentó al crepúsculo creciente.
—Sí, Toren —murmuró—. Nos veremos otra vez.
Torvald Nom no pasó mucho tiempo en su celda. Solo dos comidas después
la puerta traqueteó y reveló a un plateado flanqueado por dos negros. Lo
primero que pensó Torvald fue que era la misma plateada. Luego se dio
cuenta de que en realidad no sabría distinguirla. Ojalá hubiera pasado más
tiempo memorizando los grabados de la armadura de su conductora. Pero
había estado bastante ocupado intentando no vomitar. Se puso en pie poco a
poco e hizo una pequeña reverencia.
—Bienvenidos. Si hubiera sabido que venían, les habría guardado un
poco de mi comida.
—Torvald Nom de Nom —dijo la plateada, y Torvald reconoció su voz
—, nos ha llegado recado de nuestros primos azules confirmando su historia.
Sus credenciales del concejo de Darujhistan también se han considerado
adecuadas. Nuestras disculpas.
Torvald hizo otra pequeña reverencia. Sospechaba que ese era todo el
arrepentimiento que iba a ver.
—Me alegro. —¡Dioses! «Me alegro». ¡Qué banal! ¿No debería decir
algo profundo como «Que esta reunión nos introduzca en una nueva era de
acuerdo entre nuestros dos pueblos», algo así, pomposo y prepotente?
La plateada le hizo un gesto para que saliera.
—Por aquí, por favor.
Mientras recorrían los pasajes de piedra, Torvald miró de soslayo a su
guía. Respiró hondo y se estiró las camisas y el manto.
—Bueno…, ¿cómo se llama? Si me permite preguntárselo.
—Galene.
—¿Galene? Galene. Bueno, ¿adónde vamos? ¿Qué está pasando?
—Hay movimientos inquietantes de fuerzas en las estribaciones. —La
plateada hizo una pequeña pausa, como si buscara las palabras adecuadas—.
Se me ha elegido para que sea su guía.
Y estás encantada de la vida. Bueno, todos tenemos campos que sachar.
—¿Movimientos inquietantes? ¿Se refiere a los rhivi?
—No. No me refiero a las tribus del norte.
—¿No? Entonces… ¿los malazanos?
—No. No son los malazanos.
Tor miró con el ceño fruncido a aquella mujer enloquecedora.
—Y…, ¿entonces quién? —La plateada lo guio a una escalera de caracol
de piedra por la que subieron en fila, él detrás—. ¿Y bien?
—Su ejército daru ha sido llamado a las armas, Nom de Nom.
—¿Ejército? Darujhistan no ha tenido jamás ejército.
Salieron a otro de los tejados de la torre. Allí esperaban innumerables
filas de quorls, las alas provocando un rugido de zumbidos combinados. El
viento lo golpeó. Vio que la mayor parte transportaba dos moranthianos: un
conductor y un pasajero. Delante de su mirada aturdida oleadas de quorls
despegaron una línea tras otra, emprendiendo el vuelo. De diferentes torres
iban alzándose muchos más, hasta que el cielo quedó oscurecido por las
siluetas frágiles que se remontaban por los aires como una marea invadiendo
un valle. Un ejército… ¡tan rápido!
—¿Quién? —le gritó a Galene—. ¿Quién es?
—Nuestro antiguo enemigo —respondió ella, una furia gélida teñía su
voz—. Los que nos expulsaron de las llanuras. Los que nos exiliaron a las
cimas de estas montañas hace siglos. —Lo apuntó con un dedo acusador—.
Sus asesinos, los seguleh.
Nada más traspasar la verja sin cerrar de Vendedores de Hierro Eldra,
Barathol miró a su alrededor en busca de alguien, quien fuera, que saliera a
recibirlo. Era ilegal estar en la calle tan tarde; el legado había bajado la hora
de un toque de queda que hacían cumplir los seguleh. Y Barathol jamás había
oído hablar de un toque de queda respetado de forma tan escrupulosa.
Los talleres estaban en silencio. Hacía meses ya que el humo negro y
asfixiante no giraba alrededor de ese extremo de la ciudad, y las aguas de la
bahía lamían la orilla casi limpias. Estaba pensando en darse la vuelta
(incumplimiento del toque de queda con el agravante de entrada ilegal)
cuando distinguió al tipo bajito y raro, los brazos a la espalda y estudiando
con atención un banco de trabajo repleto de herramientas abandonadas. Se
acercó por detrás y estaba a punto de hablar cuando Kruppe le hizo una
pregunta.
—¿Fue entretenido el paseo en carruaje?
—Kruppe, no sé a qué llamas tú carruaje, pero yo no llamo carruaje a un
carro tirado por un burro. Habría venido más rápido andando.
El hombrecito metió la barbilla, horrorizado.
—¿Qué? Pues el muchacho me aseguró que era un carruaje. De lo más
completo.
—¿Sería el mismo muchacho que golpeaba las ancas para que no se
parara?
—No sabría decir, ¿lo era? Y tú te refieres a las ancas del burro que tiraba
del carro, ¿sí?
Barathol se pasó una mano por la papada y la barbilla mientras estudiaba
a aquel tipo de cara insulsa. Parecía sincero y todo.
—Me voy. —Y se giró para largarse.
—¡No, no, no! —Kruppe lo rodeó—. Tienes que ser tú. Por favor. Un
simple trabajo. Delicado y…, eh, complejo, sí. Pero perfecto para ti.
—Kruppe, no soy ningún maestro artesano. Solo soy un herrero corriente
y moliente. No me quieres a mí. Y tengo que decir que estoy empezando a
preguntarme por esa villa tuya.
—¡Pues me han asegurado que es exquisita! Espaciosa. Encantadora. Con
un enorme… carácter.
—O sea, un viejo cobertizo al que le falta una pared.
Kruppe se quedó inmóvil, sorprendido.
—¿La has visto?
Barathol echó a andar otra vez.
—Lo dicho, me voy a casa. —Un traqueteo en la verja lo detuvo. Las
altas puertas de barrotes de hierro se habían cerrado y se acercaba alguien.
Era difícil ver bajo aquella luz espeluznante del tono del jade, pero el tipo
parecía un vagabundo o un mendigo. Las ropas le colgaban, raídas y
ennegrecidas. El cabello era una maraña salvaje y la cara y las manos le
brillaban, manchadas de hollín, sudorosas. Se estaba frotando las manos en
un trapo que estaba más sucio todavía.
El indigente se detuvo ante ellos. Miró a Barathol de arriba abajo y se
dirigió a Kruppe.
—¿Este es tu herrero?
—Este es.
—Conozco a todos los herreros de la ciudad. Este es nuevo.
—Es un herrero de extracción foránea.
Una sonrisa brilló en la cara sucia del hombre.
—Igual que yo. —Señaló—. Por aquí.
Mientras caminaban, Barathol examinó el tranquilo patio fantasmal y los
cobertizos abiertos y silenciosos.
—Puede que haya guardias…
—Nada de guardias —dijo el vagabundo—. Solo yo…, el propietario.
Barathol se paró en seco.
—¿Tú eres Humilde Medida?
—En carne y hueso.
Barathol se volvió hacia Kruppe y entrecerró los ojos.
—¿Qué está pasando aquí?
Humilde agitó el trapo y señaló a Kruppe.
—Este hombre ha contratado un trabajo. Ingresos que son de agradecer.
—Abrió mucho los brazos y abarcó los patios—. Ha habido una ralentización
temporal en la producción.
—Fabricación —dijo Kruppe—. Un trabajo delicado.
—Así es —asintió Humilde Medida. Instó a Barathol a continuar—.
Déjame contarte una historia, si me lo permites. Había una vez un hombre
que estaba asustado. Temía el gobierno de un cacique opresor, temía a los
ejércitos de invasores, a los asesinos, a los ladrones sangrientos. En pocas
palabras, lo temía casi todo. Para defenderse contra todo eso y para ser fuerte
decidió construir gruesos muros de piedra a su alrededor. Se encadenó a esos
muros para que no lo pudieran sacar de allí ni a la fuerza. Protegió la ventana
con gruesos barrotes de hierro. Cerró bien la puerta con cerrojos y barras y se
tragó las llaves. Y luego, un día, al asomarse aterrado entre los barrotes, se
dio cuenta de que en sus extraordinarios esfuerzos para protegerse y resultar
inatacable se había construido algo muy diferente.
—Una prisión.
—Exacto. En sus esfuerzos por estar libre de la opresión, se había
esclavizado él solo.
Habían entrado en uno de los talleres más grandes. Humilde lo llevó hasta
un banco de metal atestado de herramientas de forja también de metal,
tenazas, martillos y pinzas. Cerca refulgía uno de los inmensos hornos,
crujiendo y siseando. Encima del banco había una caja ancha de piedra.
—Jamás toques con las manos desnudas lo que hay en el interior —le
advirtió Kruppe.
Humilde Medida levantó unas pinzas finas.
—Yo te ayudo.
Barathol lo señaló con la mano.
—No, hazlo tú. Tú eres el maestro herrero.
—Exige tu, eh, resolución —dijo Kruppe.
—¿La mía? ¿Para qué?
El hombrecito miró al techo abovedado como si buscara las palabras
adecuadas.
—Por una cierta cualidad de circularidad.
—¿Qué?
—Solo eso.
Barathol miró a los dos como si intentara calibrar su cordura, que parecía
haber desaparecido por completo.
—¿Cuál es el trabajo, con exactitud?
—Taraceado —dijo Humilde.
—Nosotros no poseemos los, eh, recursos para deshacer lo que hay dentro
de la caja —explicó Kruppe—. Pero quizá tú puedas ablandarlo lo suficiente
para llevar a cabo un pequeño taraceado.
Barathol lanzó un gruñido. Taraceado. Bueno…, eso no parece tan
ilógico.
Kruppe entrelazó los dedos regordetes sobre el estómago.
—Muy bien. Os dejo a los dos con los secretos de vuestro oficio. —De
repente clavó un dedo en el aire—. ¡Pero recordad! ¡El producto terminado
debe sumergirse en cera de abeja! Eso es imperativo.
Humilde lo mandó marchar con un ademán.
—Sí, sí. Conocemos nuestro oficio. Vete de una vez.
—¿De una vez? ¡Que sepa, señor, que Kruppe estaba a punto de irse! A
Kruppe no se le meterá prisa ni se le hará correr. Nada de indecorosos apuros
para el siempre oportuno Kruppe.
—¿Abrimos la caja ya? —le preguntó Humilde a Barathol.
—Kruppe se va, ¡con los dioses!
Las dos figuras que bajaban por la calle de los panaderos del distrito Gadrobi
componían una imagen pintoresca, si bien algo discordante. Una era de una
altura inusual e iba vestida como si se hubiera enrollado todos los retales que
se tiraban detrás de una sastrería. La otra vestía unos harapos grises y raídos,
era calva y tenía un rostro que resplandecía como si estuviera moteado por
pintura metálica. Y cuando esta cara sonreía a los paseantes, los transeúntes
se encogían.
Caminaban con aire despreocupado, en apariencia señalándose los
monumentos uno al otro. Podrían haber estado dando un paseo en busca de
una taberna en la que pasar la velada. Llegaron a la altura de una figura triste,
en cuclillas contra un muro, la cabeza inclinada, y la más baja de las figuras
le dio un codazo a su compañero y ambos giraron para colocarse uno a cada
lado del mendigo agachado. Después se deslizaron por el muro para sentarse
como sujetalibros.
—No es todo tan desolador como parece —suspiró el más grande, el del
pelo tupido, mientras examinaba la calle con la mirada.
—El ardor se desvanece y comienzan a surgir nuevos horizontes —
confirmó el otro.
El más grande ladeó la cabeza.
—Piensa en ello como rigidez sacrificada por una infinidad de
posibilidades…
—Bien dicho —asintió su compañero—. Ahora solo eres fiel a ti mismo.
Puedes hacer lo que decidas.
El que estaba entre los dos levantó la cabeza con vacilación. El largo
cabello sin arreglar le colgaba hasta los ojos.
—Las acciones no dedicadas a un propósito más alto carecen de sentido
—respondió, como si recitara un texto.
Los otros dos intercambiaron miradas por encima de su cabeza.
—Entonces elige un propósito —sugirió el calvo y delgado con una
sonrisa que hizo destellar las coronas de oro de los dientes.
—¿Por ejemplo?
El grande agitó una mano con gesto expansivo.
—Pues… por ejemplo, el nuestro, quizá.
—¿Y cuál es?
Con una sonrisa el más delgado apretó el hombro del tipo.
—Que cada una de nuestras acciones, que nuestra misma presencia, sea
una denuncia constante y un dedo en el ojo para nuestros hermanos. Y
ahora… —él y su compañero engancharon con un brazo los del joven—,
continuemos este debate en un entorno más agradable.
—Yo sugiero Casa Magajal —comentó con voz profunda el grande
cuando echaron a andar.
El metal brillante que relucía en la cara del calvo era, de hecho, unas
puntadas de hilo de oro. Oro que se arrugó cuando su dueño frunció el ceño.
—Esa agua el vino en exceso. No. Cena primero en la Terraza, con vistas
al lago. Debatiremos las diversiones posteriores durante la comida.
—Excelente.
—Vamos, amigo —lo alentó el calvo—. Que este sea el primer día de un
jardín abierto de compañerismo, aventura y derroche.
Eje observó la calle a través de las tablas clavadas en la ventana del bar de
K’rul, después volvió a sentarse en la silla con la ballesta en el regazo.
—Parece tranquilo —exclamó por encima del hombro—. Quizá al final
han decidido que no valemos la pena.
—Ya te gustaría —rezongó Rapiña desde la barra. Ladeó la cabeza y
miró al bardo, Pescador, en el extremo de la barra, donde estaba
emborronando un trozo de papel vitela. La veterana sirvió dos jarras de
cerveza, se deslizó hasta él y miró sin comprender las marcas garabateadas en
la hoja—. ¿Qué escribes?
—Un poema épico. —Levantó una de las jarras, ofreció un brindis
silencioso y bebió.
Rapiña se inclinó hacia delante, se apoyó en los codos y entrecerró los
ojos como si se le acabara de ocurrir algo de repente.
—¿Y tú por qué estás aquí?
—Me gusta tener un sitio tranquilo para componer.
La mujer lanzó una risita.
—Muy buena, esa. —Después frunció el ceño—. Espera un minuto… —
Había abierto la boca para decir más cuando un gemido estruendoso detuvo a
todo el mundo. Parecía provenir de las propias paredes, como si el edificio se
estuviera retorciendo, o lo estuvieran aplastando.
Eje se levantó de un salto, aferrado a su ballesta.
—¿Qué es eso?
—Y yo qué cojones sé —rezongó Rapiña mientras salía sin prisa de
detrás de la barra con los cuchillos largos en la mano—. ¡Mezcla!
—Despejado —fue la respuesta de la parte de atrás.
—Parecía venir de abajo —dijo Pescador.
Rapiña asintió.
—Vamos a echar un vistazo. Ej, comprueba el sótano.
—¿Qué? ¿Por qué tengo que comprobar yo el sótano?
—¡Porque lo digo yo, por eso! Venga, vete.
Eje se fue a las escaleras rezongando.
Después de que desapareciera, un repentino crujido explosivo de madera
hizo encogerse a todos.
—Arriba —gruñó Rapiña, y se marchó por las escaleras. La mano de
Pescador se fue acercando a su espada larga.
—Ese poema tuyo —susurró Duiker en el silencio cargado—, ¿de qué
va?
—De los dioses ancestrales.
Rapiña volvió a bajar con el asombro pintado en la cara. Señaló arriba.
—Se partieron unas maderas en el tejado y los muros. Y encima eran las
de carga.
Eje apareció con aspecto pálido y enfermizo. Incapaz de hablar, solo se
señaló las botas. Un fluido negro, con costras y gomoso como la sangre
antigua, las recubría. Sus pies habían dejado un rastro de sangre en el suelo
sucio de piedra.
—El sótano —consiguió decir, la voz asfixiada—. Inundado. Está
pasando algo, Rap. Algo terrible.
Duiker volvió la cabeza para estudiar al bardo extranjero cara a cara.
—Y ese poema… ¿Cómo va?
Pescador dejó escapar un suspiro tenso.
—Creo que lo estoy terminando.
16
El paraíso sería una ciudad donde las perlas adoquinan las calles y las gemas sirven de juguetes para los
niños. ¿Y por qué? No porque todos vayan a ser muy ricos, sino porque sus ciudadanos habrán
reconocido que tales cosas son en realidad entretenimientos infantiles.
Chal Grilol había sido carpintero, producía ruedas con rayos para carretas,
baúles, bancos, lo que fuera que necesitara cualquiera del barrio. Luego, el
dolor en las articulaciones lo dejó sin manos y ya no pudo seguir sosteniendo
sus herramientas. No podía trabajar así que perdió su casa; sus chicos se
habían ido hacía mucho y la esposa estaba muerta, así que él se había
quedado en la calle y dormía bajo un muelle en el puerto. Esa noche había
salido a pescar en la punta del amarradero, y utilizaba un farol para atraer a
los pececillos.
Y entonces apareció esa carreta de dos ruedas, amarradero arriba,
empujada de espaldas por un hombre greñudo, sucio y con el pelo revuelto
que murmuraba para sí. Y mientras Chal observaba, asombrado, el tipo
fornido procedió a ir tirando herramientas y cachivaches de la carreta al lago.
Arrojó martillos a las olas, lo más lejos que pudo. Con unos gruesos guantes
de cuero puestos, tiró puñados de herramientas más pequeñas por el
amarradero como si fueran piedras sueltas. Después se subió a la carreta y
arrojó a patadas un gran yunque que cayó con un repique que resonó en la
oscuridad e hizo temblar el amarradero entero de un extremo a otro. Empezó
a empujarlo hasta que lo volcó por el borde y se oyó después el fuerte
estrépito de la zambullida. Lo último fueron los guantes, que siguieron a todo
lo demás al agua.
El tipo se sacudió las manos y se volvió hacia Chal, que seguía sentado
con la caña en las manos. El hombre sacó un trapo manchado de hollín, se
limpió la cara y las manos y miró abajo con el ceño fruncido.
—Puede que pienses para ti, amigo: «Ese montón podría valer un cobre o
dos». Pero ni se te ocurra. —Se inclinó todavía más y había algo en sus ojos,
algo salvaje y terrible—. Está maldito, amigo. Tocado por una maldición
temible. —Miró a su alrededor como si escuchara la noche, los golpes del
agua en el muelle, los botes gimiendo contra sus amarras—. Incluso ahora
puede que no sea seguro. —Le dio unas palmaditas a Chal en el hombro y
empezó a subir por el muelle con su carreta—. ¡Buenas noches!
Cuando el crujido de las ruedas de la carreta se fue perdiendo por el
puerto, Chal se quedó sentado, escuchando, y le pareció que el murmullo del
agua había adoptado un gemido hueco más ominoso y que el crujido de las
ruedas había regresado a sus oídos, esa vez acompañado del tintineo de una
cadena de metal, quizá de los barcos cercanos. Con la caña en una mano y el
farol en la otra, echó a correr. Sus pies desnudos golpeaban las tablas grises
por el camino y un frío gélido parecía pellizcarlos con cada paso.
Eje estaba medio despierto en la sala común del bar, la barbilla en las manos,
devanándose los sesos para averiguar lo que aquel maldito mago-alquimista,
Baruk, había estado intentando decirle. Había algo. Estaba seguro. ¿Por qué
dejarlo ir si no? ¿Por qué entonces insinuar… lo que fuera? Había algo, justo
fuera de su alcance, y lo estaba volviendo loco.
En la barrera que habían arrojado ante la puerta, vigilando la calle sumida
en la noche, Mezcla volvió a cruzar las piernas y se echó hacia atrás en la
silla con la ballesta en el regazo. Entonces estalló el largo mostrador de
piedra de la barra. No había otra forma de explicarlo. Estalló con una
erupción que mandó a Mezcla dando vueltas de espaldas; la ballesta se
disparó y la veterana cayó de espaldas. Eje se arrojó de la silla y fue a
meterse bajo la mesa.
Unas pisadas se acercaron con pesadez y entró Duiker vestido con camisa
y pantalones, una espada envainada en la mano y seguido por Rapiña con una
camisa larga de dormir. El bardo, Pescador, había salido: a captar el ambiente
de la ciudad, o alguna bobada parecida.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Rapiña. Eje levantó los ojos y le pareció
que los pesados pechos sin contener de la mujer se asomaban a la camisa de
dormir de un modo de lo más atractivo.
—La maldita barra se agrietó —dijo Mezcla—. Eje…, sal, Ej. Echa un
vistazo.
—Me caí de la silla, nada más. —Se irguió y se colocó bien la camisa. Su
compañera le señaló la barra.
La piedra estaba agrietada de un lado a otro. El polvo todavía flotaba en
el aire.
—Más de lo mismo —dijo Eje—. Este sitio está sufriendo una especie de
presión. Como si lo estuvieran retorciendo y estrujando. Como al propio
K’rul.
—La propia —lo corrigió Mezcla—. Ya la viste.
—Sí. Pero yo siempre pensé en K’rul como él.
—Siempre ha sido una ella… ¡todo el mundo lo sabe!
—No que yo supiera.
—¡Qué más da, joder! —interpuso Rapiña—. A ver si tenemos las
prioridades claras, ¿estamos? Eje, ¿ahora tenemos problemas peores?
¿Deberíamos dejarlo y largarnos?
Eje apoyó una mano en el mostrador de piedra e intentó filtrar los
mensajes que tintineaban a todo volumen por su senda. ¡Dioses! Como un
hormiguero volcado. Todo está corriendo de acá para allá, frenético,
buscando un lugar para refugiarse ni ellos mismos saben de qué. Me da la
sensación de que va a dar igual adónde vayamos…
—Deberíamos quedarnos —anunció de repente Duiker. Todo el mundo
miró al anciano.
—¿Por qué? —preguntó Mezcla.
—Creo que ayuda. Que nosotros, alguien, esté aquí. Creo que ayuda.
Mezcla se volvió hacia Eje.
—¿Y bien?
El veterano le dio una sacudida rápida a la cabeza.
—Sí. Además, no sé si íbamos a estar más seguros en otra parte.
—Bien. —Mezcla miró a su alrededor con una expresión casi posesiva—.
No quiero que me echen. Tengo demasiado invertido aquí. —Los miró con
furia—. Venga, volved a dormir. Se acabó el espectáculo.
Eje observó a Rapiña regresar a las antiguas celdas de los sacerdotes. Tío,
si Rapiña empieza a atraerme es que hace mucho que no tengo a una mujer.
Pasó la mano por la piedra fría y lisa. Piedra. Las piedras. Quizá era eso.
Algo en las piedras. ¡Sí! Tenía que serlo. Pero ¿qué? ¿Qué pasa con las
piedras?
Dio una palmada furiosa en el mostrador. ¡Que la Reina se lo lleve! Era
exasperante. Sabía que había algo. Pero no conseguía dar con ello. Tenía que
ser importante. Tenía que serlo.
Jan estaba echado en los alojamientos que se habían instalado para los
seguleh en el laberinto de habitaciones del Pabellón de la Majestad. Uno de
los Cien vino a avisarlo de que el legado lo requería en el Gran Salón. Asintió
y se levantó.
Requería. Ese era su nuevo estatus. Sirvientes. Sirvientes del Trono. Pero
tampoco era nada nuevo. Solo estaban regresando a su lugar original. Su
papel original. ¿No era eso lo que habían anhelado durante el largo exilio?
¿Por qué entonces esa inquietud, ese desasosiego?
¿Demasiado orgulloso para servir? ¿Demasiado arrogante para hincar
la rodilla? ¿Era ese el problema?
Quizá. Pero no podía evitar sospechar que la causa era más profunda.
Algo más integral, más esencial.
Encontró el Gran Salón atestado de concejales, aristócratas de la ciudad,
funcionarios de la corte y parásitos en general, como lady Envidia, muchos
de los cuales no tenían ningún propósito real para estar allí, pero parecían
capaces de comportarse como si lo tuvieran. Jan hizo caso omiso de todos
ellos, por supuesto, no eran de la espada. Ignoró incluso a aquellos que sí
llevaban armas en las caderas, como algunos de los concejales. Él y sus
hermanos y hermanas habían tenido que encontrar una categoría nueva para
esos individuos: eunucos que todavía conservaban sus armas.
Las charlas eran un murmullo bajo, quizá para que todo el mundo pudiera
oír lo que decían todos los demás. Jan se dirigió directamente al trono. Cuatro
de los Veinte lo protegían. También estaban presentes esos dos guardias
desaliñados. Se habían colocado más apartados, entre los pilares de la
columnata. Las ballestas les colgaban a los costados mientras comían una
especie de bollos al vapor. Se le ocurrió a Jan que esos dos siempre parecían
estar comiendo algo.
Se acercó la Boca, con un aspecto tan pálido y demacrado como siempre.
Parecía enfermo, con fiebre quizá, sudoroso, una mano apoyada de forma
constante en la garganta.
—Segundo —lo saludó. Jan se inclinó—. Tenemos un prisionero. Un
espía que trabajaba contra nosotros. Ha de ser ejecutado.
Jan se encogió apenas de hombros.
—¿Ejecutado? Muy bien. Que así sea.
La Boca se secó la frente, tragó saliva y se sujetó el estómago con una
mueca de dolor.
—No pareces entenderlo. La ejecución han de llevarla a cabo los seguleh.
Debes ocuparte de ello.
Jan se volvió hacia la figura cubierta por la máscara de oro del trono.
—Tiene que haber un malentendido. Somos guerreros, no verdugos.
Nosotros no matamos prisioneros.
El óvalo de oro se volvió poco a poco hacia él. Jan tuvo la sensación de
que la pequeña sonrisa grabada en los labios adoptaba una actitud distante y
fría.
—Los seguleh siempre habéis sido mis ejecutores —dijo la Boca—. Ese
es el propósito para el que os moldeé. Los ejecutores perfectos que
asesinaban a todos y cada uno de los que se oponían a mí. Y ahora… cumplid
con vuestro papel.
No había sido solo la rapidez de reflejos de Jan lo que lo había hecho
ascender al rango de segundo; había sido también su agudeza mental. Así que
se limitó a inclinar la máscara un poco y se giró para irse.
Ahora no es el momento ni el lugar. Saltar a la oposición en ese instante
significaría una confrontación y una escalada del peligro. Antes de entrar en
batalla hay que considerar todos los resultados en potencia, elegir el más
deseable y luego orientar el combate hacia el logro de ese fin.
¿Y cuál es ese fin? En este momento no tengo ni idea de cuál podría
ser…
Una pequeña patada despertó a Azogue, que parpadeó y guiñó los ojos bajo
la azulada luz mágica. Era Corien. El chico le hizo un gesto para que se
levantara. Estaba allí uno de los mercenarios; el hombre le indicó que saliera.
Después de reunir su equipo, Azogue lo siguió. Hubo algo en los mercenarios
que lo sorprendió entonces: eran todos tipos muy grandes, joder, anchos y
altos, de una forma incluso inusual. Y todos tenían la misma cara ancha y
pesada, como si estuvieran emparentados.
El hombre rubio, Criba, señaló la brecha cincelada.
—Bien, ¿sí?
—Echemos un vistazo. —Azogue se echó bocabajo para medir el
espacio. Todavía demasiado escaso para su maldito. Se dio un empujón y se
puso de rodillas—. Falta un poco. —Fue a coger el martillo.
—No, no. Nosotros hacemos más. Tú miras.
—No pasa nada. Debería…
Criba levantó una mano ensangrentada.
—No. Tú necesitas tus dedos para sacarnos, ¿sí? Nosotros hacemos esto.
Hmm. ¿Qué te parece? Miró a su alrededor, a las caras brillantes de sudor
que observaban desde las pasarelas oscuras y los portales: la mujer alta, Seris;
el viejo mago, Hemper; Hesta y Ogule. Típico. Todos quieren salir, pero ni
siquiera se plantean echar una mano. Mierdecillas privilegiadas. En cuanto a
los malazanos, bueno, al menos ellos hacían guardia salón abajo.
Mientras Azogue estaba agachado, observando el cincelado, Orquídea
salió de la oscuridad y se colocó a su lado.
—Deberías ver esto —le dijo, y su tono era apagado, de una forma muy
poco usual.
—Aquí ya casi lo tenemos, Orquídea.
—Solo será un momento.
Azogue vio el asombro en la cara femenina y gruñó.
—De acuerdo. Pero rápido.
—Por aquí.
Lo llevó por un pasaje lateral sin iluminar; a Azogue su visión mágica le
permitía ver aunque estaban lejos de los faroles de la cámara principal.
Atravesaron puertas y bajaron un pequeño tramo de escaleras que conducían
a otra gran caverna, esa de techos bajos y llena de columnas de piedra sin
decorar. Unos cristales resplandecían en los muros de roca negra irregulares
y, desde donde se encontraba, Azogue podía ver una especie de juego natural
de terrazas que iban bajando a lo lejos. Tenía tierra bajo los pies, junto con
tallos de plantas, marchitos y marrones.
—¿Qué es esto? —dijo él sin aliento, compartiendo el asombro de
Orquídea.
Una figura salió de la oscuridad: Malakai. Llevaba un ramo de tallos
cogidos con una mano como si fueran flores. Se sentó en el borde de una de
las terrazas bajas, que Azogue reconoció entonces como una especie de
plantación.
—Un jardín —dijo el hombre mientras inspeccionaba los tallos muertos.
Azogue se quedó mirando, asombrado.
—No…
—Sí —susurró Orquídea, maravillada—. Las leyendas eran verdad. Un
jardín.
—Aquí había flores que los eruditos cuentan que jamás habían visto el sol
—dijo Malakai, y negó con la cabeza—. Imagínate lo que uno solo de esos
capullos habría comprado. Ahora están todos muertos. Esto era lo que
buscaba Apsalar cuando vino al Engendro hace ya tanto tiempo. La Señora de
los Ladrones vino a robar una rosa. Una rosa negra. Una rosa que los poetas
afirmaban que había sido tocada por las lágrimas de la propia madre
Oscuridad. —Se encogió de hombros y dejó caer el puñado de tallos secos—.
Y yo intenté superarla. Triunfar donde ella había fracasado. —Abarcó con un
gesto toda aquella caverna destrozada, la tierra derramada y los arriates
volcados—. Mira lo que queda de mis ambiciones.
Azogue dio una patada en la tierra negra.
—Todavía necesitamos salir de aquí, Malakai. Puedes echar una mano.
El hombre respiró hondo, con pesadez.
—Sí. Bueno…, veremos.
Azogue le hizo un gesto a Orquídea.
—Tengo que irme —dijo en voz baja.
Ella asintió y lo despidió con la mano.
De regreso a la cámara principal, el cincelado se había detenido. De
camino a las puertas del salón del trono, Azogue oyó pequeños estallidos
ominosos y crujidos que reverberaban por toda la piedra bajo sus pies. Juro
que se nos está acabando el tiempo.
Los mercenarios estaban agachados, inspeccionando el hueco que habían
abierto. Estaban discutiendo. El rubio, Criba, estaba dando collejas a los otros
dos y haciéndolos callar a gritos. Azogue aceleró el paso.
—¿Qué pasa?
—Ah, malazano. Digo a estos idiotas que paren. Te esperamos.
Azogue se abrió paso entre ellos, una tarea dura en la que cada uno
parecía tan sólido e inamovible como la propia roca, y estudió la brecha bajo
las puertas de piedra.
—Tiene buena pinta. Vamos a ver si encaja. —Atrajo su alforja hacia sí.
Los tres mercenarios retrocedieron. Azogue se tomó un momento para
estudiarlos.
—¿Vosotros quiénes sois? ¿Cómo os llamo?
Criba se dio unos golpes en el amplio pecho blindado.
—¡Somos los Talón!
Azogue se quedó mirando sin decir nada. Ya. Los Talón. Vale… Los alejó
con un ademán y volvió a mirar el pequeño agujero. Era demasiado ancho en
algunos sitios y demasiado estrecho en uno. Unos cuantos toques con el
cincel lo arregló. Unas lascas de piedra ayudaron a mantener el maldito en su
sitio, después Azogue sacó una piedra de granito basto sin pulir. Con eso
empezó a raspar la concha de queratina del maldito todo lo cerca que pudo de
la parte de arriba.
Violín y Seto habían perfeccionado esa técnica, el descremado. La
utilizaban para sincronizar cargas. El problema era que él jamás había tenido
ocasión de hacerlo. Pero lo habían comentado bastante a fondo. Todos los
saboteadores de los pelotones. Ahora que lo pensaba, ¡ninguno de ellos lo
había hecho jamás en persona tampoco!
Mierda.
Apartó el granito de amolar. Bueno, decidió. Quizá ya baste. Echado
bocabajo, se volvió hacia la cámara.
—¡Seris! ¡Prepara a tu gente! —gritó.
La mujer alta salió de la oscuridad.
—¿Ahora? ¿Estás preparado?
—Sí. —Y gritó más alto—. ¡Municiones! ¡Cuidado!
Sacó una cajita dura y la abrió. Dentro descansaba un tubo de cristal. Lo
destapó y, tras meterlo con torpeza bajo el borde de la parte inferior de la
puerta, dejó caer tres gotas en la marca que había arañado en la concha de la
munición.
Se apartó todo lo que pudo y echó a correr. Al otro lado de la cámara vio
a Orquídea y Corien detrás de una gruesa columna y se reunió con ellos.
—¿Cuánto tiempo? —susurró Corien.
—No sé. No debería ser…
La estructura entera vibró a su alrededor, gimiendo y provocando
pequeños estallidos en una agonía de roca torturada. Un arco de piedra
explotó en las alturas, enviando lascas que cayeron tamborileando al suelo. El
Engendro empezó a ladearse. Equipo, basura y escombros rotos se deslizaron
por el suelo. Azogue se aferró a la columna junto con Orquídea y Corien.
Observó, horrorizado, que algo salía dando vueltas del umbral ladeado de
las puertas y bajaba rodando por las escaleras poco pronunciadas. El maldito.
¡Dulce Soliel, no!
Mientras lo miraba, la munición rebotó una, dos, tres veces y después se
deslizó por el suelo pulido de piedra hasta desaparecer en el gran agujero
abierto en el medio de la cámara.
¡Por la carcajada del Embozado!
Todo el mundo estaba chillando, gritando y maldiciendo. Una pieza de lo
que parecía un equipaje muy caro salió deslizándose de la oscuridad y siguió
al maldito por el pozo. Un anciano chilló de desesperación.
Y entonces la piedra del Engendro le propinó una patada a Azogue. Al
menos eso fue lo que le pareció a él. El suelo dio una sacudida y le castigó
los tobillos y las rodillas. Una gran ráfaga de aire salió disparada del pozo.
Hedía al humo acre de municiones usadas y estaba impregnada de vapor de
agua.
Con un movimiento pesado, entre estallidos y quejidos chirriantes de la
piedra, el Engendro empezó a ladearse en dirección contraria y se enderezó.
La anciana, Hesta, salió tambaleándose de la oscuridad. Las cintas y el
cabello habían desaparecido y revelado un cráneo calvo y arrugado. Con la
cabeza pálida y el cuerpo escuálido, más que nunca parecía un buitre.
—¡Idiota! —chilló mientras lo señalaba—. ¡Nos has matado a todos! —
Incapaz de hablar por la furia, alzó las manos al aire y aulló con voz
quebrada, ronca. Después volvió esas manos hacia Azogue—. ¡Muere!
Un muro de llamas brillantes, cegadoras, ondeó y se revolvió hacia él
desde el otro lado de la cámara.
Un estúpido «Maldita sea» fue todo lo que consiguió decir allí plantado,
pensando que iba a morir de verdad.
Una mano lo agarró por el cuello del camisote de cuero y lo echó hacia
atrás de un tirón.
Un momento después otra figura se acercó a Mazo por detrás; este era más
alto, con barba y llevaba un yelmo con unos amplios paragnátides.
—¿Crees que se lo tragó? —preguntó.
—No sé. Creo que sí. Lo mezclé con medias verdades. Jamás soporté sus
quejidos. Toda la vida fue como un cubo de agua fría.
—Y ninguno de nosotros tenía ningún defecto —murmuró la figura. Se
despidió con un ademán de la mano, como una bendición—. Ve y vive,
Azogue. Catastrofista amargado. A veces lo único que me anima es saber que
algunos todavía seguimos ahí fuera.
—Nos vamos adonde nadie nos moleste —comentó Mazo.
—Cuatro brazas más abajo podremos descansar.
Los tacones de las botas de Chamusco y Leff resonaron esa noche en las
calles vacías de Darujhistan. Caminaban por el distrito Daru, no lejos de la
muralla de Tercerafila que demarcaba el distrito de las Haciendas que
contenía la colina de la Majestad. Chamusco miró alrededor, a las puertas
cerradas y los caminos vacíos donde las multitudes solían comentar los
últimos espectáculos, la presencia de una nueva bailarina o de un grupo de
artistas recién llegada a la ciudad. Se lamió con gesto nervioso los labios y
miró de soslayo a su compañero.
—¿Dónde está todo el mundo? —murmuró, suspicaz.
Leff entrecerró los ojos sin poder creerlo.
—Es el toque de queda, idiota. No se permite salir a nadie después de la
décima campanada. Estábamos allí cuando el legado firmó la ley.
Chamuscó encogió los hombros huesudos.
—No era asunto mío. Debía de estar ocupado buscando amenazas.
—Amenazas, ya —murmuró Leff mirando al cielo.
—Bue —continuó Chamusco—, tampoco es que estemos saliendo tanto
tos días.
Leff puso solo un poco más de fuerza en su paso y sacó pecho todavía
más.
—Exacto. Tenemos un trabajo importante. Proteger al legado y eso.
Tamos ocupaos. No podemos vaguear por ahí.
—No como en los viejos tiempos.
—Pues no. Para nosotros se acabó lo de beber y buscar faldas.
—Eso ya no podemos hacerlo —suspiró Chamusco, y se tiró del labio
inferior—. Leff… —dijo con tono vacilante.
—¿Sí?
—¿Qué te parece si firmamos en cualquier mercante que zarpe esta
noche? Nos largamos al sur. Hay mucho pa ganar por ahí abajo. Todo el
mundo lo dice. Yo oí historias de cubos enteros de monedas.
Leff se detuvo. Enganchó los pulgares en el cinturón y contempló a su
compañero con la cabeza baja.
—¿Ves?, ese es nuestro problema. Consistencia. No-des-vi-ar-se. —
Atravesó con la mano el aire que tenía delante—. Tenemos que azadonar en
línea recta. Llevar las cosas hasta el final, por feo, amargo y pegajoso que
sea, ¡y da igual cuántos nos digan «por el amor de los dioses, ¡queréis dejarlo
ya!»! Se acabó eso de escuchar a los demás. Se nos acabó, ¿estamos?
Cejas juntas, boca abierta, Chamusco asintió.
—Estamos.
—¡Eh, vosotros! —exclamó una voz nueva.
Los dos se volvieron. Se acercaba un destacamento de guardias de la
ciudad. Llevaban faroles y estaban armados con porras.
—Se ha dado el toque de queda, ¿sabéis? —continuó su sargento.
Leff levantó las manos, ofendido.
—¡Ya! Se ha dado el toque de queda, y si vemos a alguien, lo arrestamos,
¡no te fastidia! —El rostro sin afeitar del sargento se arrugó mientas intentaba
encontrarle algún sentido a aquello—. Somos guardias de la colina de la
Majestad, pa que lo sepas —continuó Leff e hizo alarde de apoyar la mano en
la empuñadura de la espada corta.
La mirada del sargento siguió el movimiento y le pareció a Leff que se
quedaba todo lo impresionado que correspondía. Los conminó con un gesto
para que continuaran y murmuró algo que podría haber sido «Dadles
recuerdos a los seguleh».
Leff se alejó con paso airado y sacando pecho. Chamusco lo siguió.
—Imagínate —se quejó Leff en voz muy alta—. La cara de algunos.
Chamusco distinguió el cartel desvaído de un pájaro alzándose de unas
llamas, un fulgor cálido y amarillo en los vidrios de las ventanas, una puerta
con una rendija abierta y el ruido de carcajadas y jarras golpeando mesas.
—El Fénix está abierto —comentó.
Leff se detuvo de repente otra vez.
—¿Después del toque de queda?
—Ajá.
Leff puso la mano otra vez en la empuñadura de su arma.
—Hay que investigar. Igual hay gente violando el toque de queda.
La ancha boca de Chamusco se abrió en una sonrisa húmeda.
—Solo cumplimos nuestro deber.
—Eso.
Dentro, el ruido parecía una barrera sólida. Chamusco y Leff se asomaron
y contemplaron con un parpadeo la multitud. Leff buscó una mesa con los
ojos, pero la sala estaba atestada. Una mujer mayor de aspecto duro los miró
con furia desde detrás de la barra.
—¿Qué queréis vosotros dos? —preguntó.
—¡Amigos! —pio una voz conocida.
Leff miró a su alrededor y vio a Kruppe haciéndoles un gesto para que se
acercaran.
—No pasa nada —le dijo a la mujer—, nos esperaban.
Kruppe estaba en su pequeña mesa redonda habitual oculta al fondo. Los
invitó a sentarse y luego dio unas cuantas palmadas.
—¡Jess! Cerveza de estío para aquí mis amigos. ¡Tienen sed!
Los dos intercambiaron miradas suspicaces.
—¿Qué es esto? —preguntó Chamusco.
El hombrecito pareció ofenderse y se llevó una mano a la camisa
manchada.
—¿Qué es esto? Pues nada más que unas copas entre amigos. ¡Mera
hospitalidad! ¿Por qué habría de haber algo más que eso? Bueno, pues no lo
hay, os lo aseguro.
El corpachón de Jess se arrimó a la mesa.
—Tú otra vez —acusó a Kruppe con mirada furiosa.
—¿Sí? ¿Yo? —Kruppe la miró con un parpadeo cautivador, las manos
juntas bajo la barbilla.
—No te sirvo más hasta que pagues tu cuenta.
Chamusco y Leff compartieron unas miradas de complicidad y apartaron
las sillas, preparándose para irse.
Kruppe se aferró a ellos.
—¡No, no! Dicha cuenta puede decirse que ya está cubierta. Os garantizo
que tengo plena intención de ocuparme de ese trivial detalle. Ahí tienes, Jess.
Una promesa promisoria. Yo, eh…, lo prometo. Así que, hasta ese momento,
¿serías tan amable de poner estas bebidas en la cuenta?
Jess lanzó un gran suspiro y se apartó el pelo que se le había pegado a la
cara sudorosa.
—Le preguntaré a Meese —claudicó, y se fue con paso pesado y
meciendo las caderas.
Leff se sentó otra vez.
—Hay que admirar la mano que tienes con las mujeres, amigo.
Kruppe se recostó en su silla y deslizó las manos bajo el apretado chaleco
carmesí con gesto satisfecho.
—Es una bendición y una maldición con la que lucho por vivir. —Los
miró de arriba abajo—. ¿Y vosotros dos? ¿Cómo va la búsqueda de un
empleo remunerado?
—Oh, tenemos… —empezó a decir Chamusco, solo para interrumpirse y
maldecir cuando Leff le dio una patada bajo la mesa.
Las cejas negras y grasientas de Kruppe se alzaron.
—¡Oh-oh! ¿Qué es esto? ¿Os habéis asegurado alguna posición? ¿Tenéis
ingresos?, ¿por tanto ahora podéis honrar ciertas deudas pasadas que hasta el
momento ciertos amigos han tenido la largueza de dejar languidecer sin
reclamar?
—Todavía no nos han pagado —dijo Leff mirando con furia a Chamusco.
Kruppe dio una palmada en la mesa repleta.
—¡Como si lo hubieran hecho, diría yo! ¡Esto exige una celebración!
Honremos ahora esta inminente abundancia con algo de beber, pues eso es
exactamente lo que haréis una vez que llegue, ¿no? La diferencia es solo una
cuestión de tiempo intrascendental. Después podremos comentar vuestra
deuda.
Chamusco se sentó con su típica expresión de sorpresa combinada con
incomprensión.
—Yo no lo entiendo —le confesó a Leff.
—Da igual —suspiró Leff cuando llegaron unas jarras altas con una copa
de vino blanco, todo dejado en la mesa por Jess.
—Meese dijo que estaba bien.
—Querida —dijo Kruppe con una sonrisa radiante—, aquí encajas a la
perfección.
La sirvienta se fue poniendo los ojos en blanco.
—Por ascensos, ventajas y posiciones remuneradas —dijo Kruppe al
tiempo que levantaba la copa.
Leff y Chamusco entrechocaron sus jarras.
—Sí. Que los Gemelos aparten los ojos.
Las aguas superiores del río Maiten fluían densas y pesadas, repletas de
sedimentos, como sangre vieja. Los sedimentos mojados incluso le daban un
tono rojizo. Durante un tiempo siguieron su curso, dirigiéndose al norte,
rumbo a Darujhistan. Luego llegaron a una aldea sin nombre que abrazaba el
río. Allí el agua permitía la agricultura y la cría de animales. Y el río ofrecía
algo de pesca, aunque solo de pequeños habitantes del fondo.
Puesto que ni el séptimo ni Lo parecían inclinados a acercarse a los
aldeanos con la intención de alquilar un bote, Yusek y Sall se metieron en el
poblado para hacer los honores. Parte de Yusek se preguntaba por qué se
molestaban en pagar cuando podían limitarse a coger una de aquellas viejas
bateas miserables y maltratadas que estaban arrimadas a la orilla embarrada.
Pero otra parte de ella comprendía que Lo y el séptimo tenían esos principios
de honestidad y honor que había que observar.
—Quieren dinero —le dijo a Sall—. ¿Tienes dinero?
El muchacho seguleh sacó una pequeña saquita de debajo de su manto.
—Tengo esto. Nuestra antigua moneda.
Una cascada tintineante de lingotes, u obleas, amarillos y brillantes,
cayeron en las manos ahuecadas de la chica.
—¡Por la misericordia de Osserc! —exclamó Yusek mientras apretaba el
montón contra su pecho—. ¿De dónde has sacado todo esto?
El muchacho parecía impasible.
—Como te dije, es nuestra antigua moneda. Ya no la usamos. Yo guardo
estos como recuerdo.
Yusek los volvió a meter en la saquita, que después se guardó en el puño.
—Son de oro —siseó.
—Sí. Lo sé.
—¿Vamos a pagar con oro por un bote viejo y asqueroso que apenas
podrá soportar el peso de todos?
—No veo alternativa.
—Dioses. El precio de los botes está a punto de subir una barbaridad.
—Págales…, no tiene importancia.
¡Que no tiene importancia! ¡Por la Encantadora! Es parte de mi fortuna
lo que estoy tirando aquí.
—Sall… ¿no podemos amenazarles, sin más? ¿Solo un poquito?
La máscara la miró de frente. Los ojos de color castaño adquirieron una
expresión firme.
—Lo haré yo.
—¡Está bien, está bien! —Yusek se alejó con paso colérico—. No me
puedo creer, joder, que le vaya a dar oro a estos asquerosos aldeanos —
murmuró—. Ni siquiera sabrán lo que tienen en las manos…
Al poco, el séptimo apartó de la orilla uno de los botes ribereños más
grandes y se colocó a popa. Lo situó a proa mientras Sall y Yusek se sentaron
en el medio. El bote era de piel ribeteada de madera. Carecía de asientos, el
pasajero solo podía arrodillarse en medio del agua fétida que chapoteaba en el
interior. Al principio Yusek se sujetó a una bancada, negándose a dejar que
sus pantalones de piel tocaran la suciedad. Al final Sall estiró el brazo y la
sentó con un fuerte tirón.
—¿Y qué hago? —preguntó Yusek, que mostró una mueca cuando el
agua fría le abrazó las rodillas.
Sall le dio una taza tallada en madera.
—Achicar… o nos hundimos.
Kiska caminó con Tayschrenn por las anodinas dunas de arenas negras. Las
nubes no tardaron en acercarse, cosa que le pareció extraña, puesto que
ninguna nube había estropeado jamás el cielo allí, en las Orillas. Las sombras
de las nubes se deslizaban sobre ellos, oscureciendo su visión, y a su paso
Kiska se encontró caminando por un paisaje nocturno de roca reventada. De
repente costaba avanzar, el suelo era irregular y las piedras afiladas giraban
bajo sus pies. Echó de menos las arenas, aunque convirtieran el caminar en
una rutina.
—¿Dónde estamos?
Tayschrenn no contestó. Estaba examinando la bóveda celeste. De
repente, el mago se arrodilló detrás de un gran peñasco y le hizo un gesto
para que se agachara.
—Invadimos terreno ajeno —murmuró.
Kiska se acurrucó al amparo del peñasco y luego siseó y se apartó con
una sacudida; la superficie estaba caliente al tacto.
—Qué es esto… —Y entonces los vio revoloteando por el cielo y se
quedó mirando, asombrada y aterrada. Bestias aladas de cuello largo que se
alejaban volando—. Son…
—Sí.
—Que la Encantadora nos proteja. ¿Qué pasa aquí?
—Una reunión. Un desfile. Ponle el nombre que quieras.
—Es ahí adonde…
—No. Todo esto concierne al pasado. Yo prefiero mirar al futuro.
—¿Entonces qué estamos haciendo aquí?
El mago se desvió en ángulo recto.
—Como he dicho, entrando sin permiso. Esto es un atajo.
¿Un atajo? ¿Esto? Pues prefiero no ver el rodeo.
No mucho después (al menos si contabas el tiempo en pasos, como estaba
haciendo ella), el paisaje cambió y se transformó en un borde boscoso. El
suelo se hizo cenagoso cuando se metieron entre los árboles; gruesos troncos
cargados de enredaderas y helechos bloquearon la visión. Tayschrenn
ralentizó el paso y luego se detuvo con un titubeo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kiska.
—Nos están desviando. Aquí no es adonde yo quería llegar.
El propio aire a Kiska le parecía cargado, vibrante e impregnado de
potencial.
—Algo se mueve —susurró—. Algo horrible.
El mago la miró, sorprendido.
—Había olvidado tu sensibilidad natural. Sí. Yo también lo siento. Pero
una vez más, esto no es lo que he elegido. Podría comprometerme, intentar
guiar las cosas en un sentido u otro. Pero ¿sería para mejor? ¿El resultado
mejoraría con la intervención de otro par más de manos entrometidas? No,
creo que no.
Kiska usó su bastón para apartar de un papirotazo a una serpiente de las
sandalias del mago.
—Quizá deberíamos irnos…
—Sí. Vamos… No. Demasiado tarde. —Se volvió y miró la oscuridad
entre las raíces de dos troncos inmensos. Kiska giró el bastón de golpe.
Una figura surgió de las sombras. Kiska habría dicho que esa persona,
una mujer, salió de la oscuridad, pero no era cierto. La mujer se levantó como
si hubiera estado reptando. Era alta y ancha, vestía capas y capas de tela
negra polvorienta y festoneada de telarañas. En contraste, el largo cabello
negro le colgaba por los hombros, lustroso y brillante. Su tez era de un color
marrón intenso, los ojos muy oscuros.
Tayschrenn se inclinó ante ella.
—Ardata.
¿Ardata? ¿Dónde lo había oído antes? Una especie de hechicera.
La mujer se adelantó. Iba descalza y las capas de tela se arrastraban
detrás, enganchándose en arbustos y raíces, desenredándose en largas hebras.
—Mago —saludó a Tayschrenn. Su voz era sorprendentemente sonora y
musical—. Largo tiempo hace que te conozco. —Dio un gran rodeo—. Tus
actos vienen a mí como ondas en la madeja de las sendas. —Los ojos oscuros
se volvieron hacia Kiska—. ¿Y quién es esta?
—Está conmigo.
Los ojos llamearon con un desprecio y desdén indisimulados.
—Una de las criaturas de ella, ya veo. Los hilos son evidentes para mí.
—Nos íbamos ya.
—¿Os vais? ¿No queréis quedaros? Hay gran confusión. Grandes…
oportunidades. ¿Quién sabe cuál será el resultado final?
—He tomado una decisión. Prestaré mi fuerza allí donde creo que puedo
hacer más.
Los labios se crisparon en una mueca de desdén cómplice.
—Y no por casualidad colocándote a ti mismo en muy buena posición.
—O garantizando mi disolución inevitable.
La hechicera se echó a reír y Kiska se sintió casi seducida por la
sonoridad de su voz.
—Los dos sabemos que no lo permitirías. No te comprometerías del todo
de otra manera.
—No. He encontrado un propósito, Ardata. Uno que está más allá del
simple amasado y acumulación de poder.
Kiska observó que, en sus paseos, la hechicera había ido dejando un
rastro de hebras negras que en ese momento los rodeaban por completo.
Ardata se detuvo, ladeó la cabeza y miró a Tayschrenn de soslayo.
—No parece propio del mago de quien tanto he oído hablar.
—Es cierto. He… cambiado.
La mujer estiró una mano de repente y señaló a Kiska.
—¿Y esta tiene algo que ver con eso? ¿Es ella la responsable?
Tayschrenn fue a colocarse delante de Kiska.
—Fue… parte integral, sí.
La hechicera abrió mucho los brazos. Las telas negras y sueltas colgaban
de ellos como cogullas y se extendían.
—Entonces creo que deberíais quedaros.
La oscuridad se los tragó. Cegada, Kiska se encorvó y preparó su bastón.
Un gruñido inhumano estalló a su alrededor, colérico y frustrado. Fue
menguando y al final prevaleció el silencio tras un estallido seco. El suelo se
movió bajo los pies de Kiska, que se tambaleó y estuvo a punto de caer.
Luego la oscuridad absoluta se iluminó por etapas hasta convertirse en simple
noche, pero no la noche como la conocía Kiska. Más brillante, con la luna
más grande y otras dos esferas en el cielo estrellado que parecían las canicas
de un niño. Una con un tinte rojizo, la otra más azulada. Para gran alivio de la
joven, Tayschrenn seguía con ella.
—¿Dónde estamos ahora?
—Más cerca.
—La hechicera… ¿es su enemiga?
Las manos entrelazadas a la espalda una vez más, el mago echó a andar
entre la hierba alta que los rodeaba. A Kiska le costó alcanzarlo. Un viento
fresco que olía a pino hizo ondear su manto y le secó la cara.
—¿Enemiga? —caviló Tayschrenn—. No, no como tal. No, su hostilidad
estaba dirigida contra otra persona, ¿sí?
—La Encantadora.
—Sí.
—¿Qué es la reina de los Sueños para ella?
El mago se echó a reír, un ruido que la sobresaltó. Una carcajada
descuidada, abierta y sin inflexiones. Kiska jamás le había oído nada
parecido.
—¿Qué es para…? —El mago volvió a reírse, un ruidito sofocado como
si disfrutara de la sensación—. Mi querida Kiska, ¿quién crees que ostentaba
el título de Encantadora antes de que apareciera tu patrona? Son rivales,
rivales encarnizadas. Ardata es antiquísima. El mayor poder de su época.
Eclipsada ahora en esta época de sendas y su dominio.
—Entiendo. No lo sabía.
—No. Y yo no pretendía que lo supieras. Pero la marca de la Reina está
en ti, así que deberías saberlo.
Sí. Sus «hilos». A Kiska no le gustaba cómo sonaba eso. Se preguntó si
estaban anudados. Sabía que haría todo lo que pudiera para arrancarlos si ese
fuera el caso.
—Bueno, ¿y dónde estamos? —preguntó.
—Esto es Tellann. Deberíamos estar a salvo aquí… durante un rato.
—¿Tellann? ¡Pero eso es imass! ¿Cómo podemos estar aquí?
El mago la miró, sobresaltado.
—No haces más que sorprenderme con todo lo que sabes. ¿Cómo es que
nunca te dedicaste a la magia? Podrías haberlo hecho. ¿Thyr, quizá?
Kiska desechó la sugerencia con un encogimiento de hombros, incómoda.
—Demasiado esfuerzo. —Se echó el bastón a los hombros mientras
caminaba.
—¿Demasiado esfuerzo? Y sin embargo te sometes a un riguroso
entrenamiento físico que no se diferencia demasiado de la tortura…
—Prefiero actuar.
—Prefieres actuar —la imitó el mago otra vez, cavilando—. Impetuosa
todavía. No es una idea inteligente.
Kiska se encogió de hombros bajo el bastón, flexionó las muñecas y
sintió el crujido de los huesos.
—Así son las cosas.
Más adelante un rumor sordo llenó la llanura. Bajo el cielo nocturno una
nube más oscura de polvo se acercaba por un lado. Al aproximarse, Kiska
oyó bufidos animales que atravesaban el estrépito de un sinfín de cascos que
machacaba la capa arcillosa y dura de la pradera. Un rebaño cruzó como un
trueno su camino. Grandes bestias lanudas y pesadas, algunas luciendo unos
cuernos curvos de aspecto peligroso.
Un movimiento rozó la hierba alta cerca y Kiska llevó de golpe el bastón
a un lado y se quedó encorvada, lista, el bastón preparado, enfrentada a dos
ojos bajos sobre un morro largo y estrecho. Se quedó mirando, fascinada,
mientras esos ojos gélidos como la escarcha se clavaban en ella y la
atravesaban. Después la relegaron, se apartaron de repente cuando la bestia se
escabulló y se alejó con paso ágil por la hierba. Kiska estuvo a punto de
caerse cuando la mirada la abandonó. Se sentía exhausta, el corazón le
martilleaba como si hubiera estado corriendo toda la tarde. ¿Es este el miedo
de la presa ante el cazador? ¿O una invitación?
La mirada de Tayschrenn siguió al lobo que se alejaba en pos del rebaño.
—¿Y qué son los dioses más que necesidad dejada patente? —murmuró
como si recitara.
—¿Cómo dice? —preguntó Kiska, todavía jadeando. Se llevó el dorso de
un guante a la frente caliente.
—Solo las cavilaciones de un filósofo. Los lobos, Kiska. Los lobos. Los
dioses están inquietos. Se lanzan hacia su destino, pues ese es su papel.
Percibo en esto una bienvenida. Ven, sigámoslos. Reconozco el antiguo olor
y acepto. Es hora de celebrar esa reunión largo tiempo aplazada.
El mago encabezó la marcha por la pista revuelta. Kiska lo siguió,
apartándose de la cara con la mano el polvo y la paja que flotaba.
Rapiña estaba de guardia en la parte frontal del bar de K’rul cuando una
llamada en la barricada de la puerta la sobresaltó, el susto fue tan grande que
dejó caer la ballesta. Eje se levantó con una sacudida de donde dormitaba en
uno de los bancos. Mirándolo con furia por si se atrevía a decir algo, lo que
fuera, la veterana recogió el arma y se asomó entre los tablones.
—¿Quién es? —exclamó. Una voz baja murmuró algo—. Sí, está aquí —
respondió Rapiña. Miró a Eje—. Alguien tiene un recado para ti.
Su compañero se abrió camino para ir a mirar. Era un tipo alto, delgado,
encapuchado. La luz de la tarde hacía que su rostro arrugado fuese más duro
todavía. Eje levantó su ballesta.
—¿Qué quieres?
—Tengo un recado que creo que es para el zapador de aquí —respondió
el tipo.
—Esto es lo único que tenemos —dijo Rapiña.
—¡Estoy cualificado!
—Apenas —rezongó ella por lo bajo.
—¿Cuál es?
—El mensaje es, deberías considerar las cualidades peculiares de la
piedra blanca. Ya está. Las cualidades de la piedra.
Eje levantó un puño.
—¡Sí! ¡Las piedras! Lo sabía. —Le dio un puñetazo a Rapiña en el
hombro—. ¿No te lo dije? ¡Tenemos algo, estoy seguro!
La mujer le dedicó una mirada furiosa y se volvió al frente.
—¿Sí? Y quién dice… Mierda.
—¿Qué? —Eje miró: el tipo se había ido. Se apartó de la barricada y se
apoyó la ballesta en el hombro—. Las piedras —murmuró con tono pensativo
—. Necesito echar otro vistazo.
—Ya están todas enterradas, ¿no? —dijo Rapiña.
Eje chasqueó los dedos.
—Apuesto a que todavía queda alguna junto al espigón. Voy a ir.
—Voy contigo —dijo Duiker desde donde estaba sentado, al fondo.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Solo estás entrenado a medias —murmuró el anciano erudito mientras
se levantaba con cierto esfuerzo.
—Querrás decir que solo está enseñado a medias, ya casi no se mea en
casa —se burló Rapiña—. De todos modos, tú no vas a ninguna parte.
—¿Y por qué no?
—¿Y si vuelven esos seguleh y a nosotros nos falta personal?
—Bah. —Eje desechó la idea con la mano—. Si fueran a volver, ya lo
habrían hecho. —Fue hacia la puerta, pero se detuvo en seco con los ojos
clavados en las tablas clavadas y los bancos apilados. Miró a Duiker—.
Supongo que tendremos que salir por detrás.
Fuera, en las calles, Eje se sentía desnudo armado solo con su pequeño puñal.
Tenía que agradecerle a Duiker, sin embargo, que se hubiera acordado y lo
hubiera detenido en la puerta. Los dos habían dejado todas sus armas, no
tenía sentido arriesgarse a un encuentro con los seguleh.
Nervioso, Eje se frotó la camisa mientras caminaba por la calle. En
cualquier caso, reflexionó, nunca estaba del todo indefenso. Siempre tenía su
magia. No es que hubiera mucho de lo que echar mano. ¿De qué servía la
capacidad de volver locos a los animales? Era un poco embarazoso, aunque
parecía haber ayudado alguna vez. Le había salvado la vida, aunque fuera por
casualidad. Como aquella vez que unos jinetes habían atacado el campamento
y él había alzado su senda, o lo que Abismo fuera aquello, y todos los
animales se habían vuelto chiflados.
Quizá, se le ocurrió de repente, fuera caos. Quizá esa era la fuerza que
alzaba. Una especie de caos mental. Eso sí que sonaba mucho más decente y
amenazador. No solo Eje, el tipo que asusta ratas y gatas. Y machos cabríos y
armiños con brío. Y caballos y… Mierda, ¿qué rima con caballos?
A su lado, Duiker se aclaró la garganta, las manos enganchadas en el
cinturón mientras caminaban. El sol de las últimas horas de la tarde se
reflejaba con un tono dorado en las paredes de los edificios más altos. Las
posadas y los cafés se afanaban en servir una cena temprana para no
incumplir el toque de queda impuesto.
—¿Y qué pasó ahí abajo, en el sur? —preguntó el anciano soldado.
Eje lo desechó con un ademán.
—Na, no quieras saberlo. Puertas, sendas y poder a disposición de
cualquiera. La cosa se puso fea, pero al final salió bien. Ni yo mismo sé con
exactitud lo que pasó.
—Pero ahí abajo terminaste hartándote, ¿verdad?
—De hecho, estoy pensando en volver.
Llegaron al puerto cerca del paseo pavimentado y del césped donde
comenzaba el espigón. Los restos de las obras yacían en el abandono como
un edificio demolido. A Eje le sorprendió ver que había personas que se
habían trasladado hasta allí y que habían levantado chozas y colgado toldos;
los que por lo general lo harían fuera de los muros de la ciudad, en Maiten o
Cuervo. En circunstancias normales imaginaba que los guardias de la ciudad
ya los habrían echado a patadas, pero las cosas parecían haberse parado en
seco por toda la urbe. Eje buscó en aquel barrio de chabolas alguna señal de
los bloques de piedra, pero no vio ninguno.
—Había un montón —le dijo a Duiker.
El anciano contempló con el ceño fruncido la desalentadora visión de las
familias agazapadas bajo los toldos.
—Me recuerda a Siete Ciudades —dijo para sí.
—¡Aquí estamos! —Había encontrado un fragmento. Un trozo de un
bloque roto más o menos del tamaño de un barrilete.
Duiker se arrodilló a su lado y pasó una mano por lo que Eje sabía que
era una superficie lisa, casi como piel.
—Asombroso —murmuró el hombre.
—¿Lo reconoces?
—Sí. De hecho, sí. Entre mis estudios había escritos de los antiguos
filósofos naturales.
—¿Quiénes?
—Da igual. Pero conozco esta piedra. En realidad no es mármol. Es un
mineral poco común. Por lo general solo se ve en pequeñas estatuillas o
figuritas. ¿Dónde encontraron tanto?
—No sé. Bueno, ¿y qué es?
El anciano erudito se puso en cuclillas sobre las delgadas piernas y se
rascó la barba.
—Bueno, tiene muchos nombres, claro está. El nombre que yo sé es
«alabastro».
Eje repitió el nombre, como para probarlo. Para él no significaba nada.
Maldita sea. Pensé que con esto ya estaría. Que lo habríamos descifrado.
Por el Embozado, quizá no sea nada, después de todo. Solo una corazonada
que no va a ninguna parte.
—Pero ¿quién usaría esto para construir? —continuó el anciano—. Para
eso es inútil. Es demasiado blando. De las piedras más blandas…
Eje arrojó un puñado de tierra y se puso a pasearse junto al anciano
arrodillado. ¡Maldita sea! Se supone que conozco los materiales. Pero esto
no es granito, ni caliza. Nunca estudié los minerales más escasos.
—De hecho —siguió el historiador, pensativo—, ni siquiera debería
haber sobrevivido a la inmersión en el lago. Algunos tipos se disuelven en el
agua, sabes. Debe de ser inmune a ella…, a todo tipo de cosas. —Alzó los
ojos y miró a Eje—. Afirman que sobrevivió al estallido de un maldito. No
debería. Deben de haberla endurecido para aguantar eso también. A través de
magia y tratamientos alquímicos, quizá. Pero algunos tipos tienen fama de ser
especialmente… especialmente… —El anciano se levantó de golpe—. ¡El
alquimista! —Eje lanzó un gañido cuando el historiador lo cogió por la
muñeca de repente—. ¡El alquimista! —gritó—. ¡Tenemos que ir a su torre!
Eje miró con aire nervioso a su alrededor.
—Calla —siseó.
—¿Crees que será seguro? —preguntó Duiker con tono bajo y urgente.
—No sé. Está como muy ocupado en otras partes, ¿no?
—Tendremos que arriesgarnos. Ahora recoge todos los trozos que
puedas. —Se lo quedó mirando con insistencia y señaló el suelo—. ¡Ahora
mismo, hombre!
Eje encabezó la marcha por las calles cada vez más oscuras. El sol se estaba
poniendo. Una luz profunda de color bronce relucía sobre la ciudad,
estropeada solo por el arco resplandeciente de jade ya visible en el cielo
todavía brillante. Llevaba el manto bajo el brazo, en un fardo que envolvía un
gran montón de astillas de alabastro. El historiador lo seguía caminando a un
paso mucho más lento, la camisa rellena de fragmentos.
Condujo al otro a la pequeña verja de hierro forjado que conducía los
terrenos de la torre del alquimista supremo, Baruk. El lugar tenía un aspecto
de abandono absoluto. Unos tallos secos y marrones se alzaban en los varios
macetones. La tierra había salpicado las losas. Eje observó que no revelaba
ninguna huella reciente.
—¿Esta es la torre? —dijo Duiker, dubitativo.
—Sí.
—¿No habrá guardas? ¿Protecciones? ¿Guardianes?
Eje dirigió la atención del historiador más adelante.
—Mira.
La puerta estaba un poco abierta.
—Ah —dijo Duiker, que se irguió—. Togg se lo lleve. Seguro que no
queda nada.
—Bueno —suspiró Eje—, vamos a ver. —Cruzó los terrenos, subió el
pequeño tramo de escaleras e intentó mirar por la puerta. Lo único que vio
fue polvo, hojas traídas por el viento y suciedad—. Parece que no hay nadie
en casa —dijo por encima del hombro. Empezó a abrir la puerta, luego se lo
pensó; dejó el fardo y fue a coger su cuchillo largo solo para cerrar la mano
en el aire vacío. Se le hundieron los hombros. ¡Madre del Embozado! Qué te
parece. ¿Debería alzar mi senda? ¡Ya, y que todos esos demonios caigan
sobre mí en un instante! No, muchas gracias.
En su lugar, se frotó el pecho. ¿Tú qué dices, ma? ¿Qué debería hacer?
¿Debería entrar? ¿Qué le espera ahí dentro a tu pequeñín?
No hubo respuesta. Ninguna.
No está mal. Cuando no hay noticias es que todo va bien.
Empujó, abrió la puerta y entró para dejarle espacio a Duiker. El
historiador cerró a toda prisa tras él. Estaba oscuro; la luz del día se iba
desvaneciendo y apenas llegaba desde unas ventanas lejanas. Por lo que Eje
podía ver desde el vestíbulo, la predicción de Duiker había sido correcta: el
sitio estaba hecho un desastre. Saqueado y destrozado. Dejó el fardo en el
suelo.
—Bueno, quizá todavía haya…
Un demonio salió de un salto de una puerta, agitando los brazos y
gruñendo.
Eje blandió el fardo de piedras y golpeó a la criatura, que salió volando
por el pasillo, y se quedó tirada, gimiendo. El veterano intercambió miradas
de sorpresa e incredulidad con el historiador.
—El demonio más pequeño que he visto jamás —murmuró Duiker.
El pequeño demonio barrigón se puso de pie con un tambaleo. Se
presionaba la cabeza y se mecía de un lado a otro. Se palpó la boca.
—¡Mi ziente! ¡Dompiste ziente!
Eje se acercó a él con paso decidido.
—Y haré mucho más que eso, miserable excusa de guardián. Y ahora
llévanos al taller de tu amo.
La criatura se quedó quieta, una mano sobre los dientes mellados.
—¿Daller? ¿Tú quiedes daller?
—¡Sí! ¡Taller! Donde guarda sus sustancias químicas y demás.
El guardián miró el fardo.
—¿Qué ez edo?
—¿Qué culo de Fener importa?
El diablo de piel roja se tocó la boca y gimió.
—Predio. Es predio. Enséñame.
—Creo que quiere decir «precio» —dijo Duiker.
—Oh, por… —Eje tiró el fardo al suelo y lo desató. Levantó una de las
lascas. La bestezuela la cogió de golpe, la lamió y la mordió con impaciencia
para saborearla. Esbozó una sonrisa que reveló unos dientes puntiagudos y
luego se metió la lasca en la boca y se puso a masticar tan contento.
Eje y Duiker compartieron otra mirada asombrada.
El diablillo se estremeció e hizo una mueca, luego empezó a dar saltos en
círculos con las garras tapándose la boca.
—¡Aghh! ¡Ziente! ¡Oh, pobde ziente! ¡Pobde yo!
—¿Y bien? —dijo Eje.
El diablo les hizo un gesto para que lo siguieran.
—Zí, zí. Pod aquí. ¡Ven!
Torvald se agarró con todas sus fuerzas cuando la plateada lanzó su quorl en
picado por la ladera de la montaña, deslizándose entre árboles y
afloramientos de piedra con apenas un brazo de distancia entre ellos. Giraron
y el valle apareció delante de él. Los seguleh estaban avanzando en columna
sobre los malazanos, que habían formado una nueva línea, una línea mucho
más delgada, en el terreno más alto y accidentado.
—¡Abra la cartera! —gritó Galene para hacerse oír por encima del viento
que los golpeaba.
Los brazos envueltos en las correas de cuero, las manos libres, Tor las
estiró hacia la resistente mochila que estaba atada a la silla, entre ellos. Abrió
los broches de metal y levantó la solapa de la mochila. Lo que vio acurrucado
dentro le hizo dar un salto, el quorl se sacudió a modo de respuesta y cabeceó
en su vuelo.
—¡Cuidado! —exclamó Galene a voces en un tono bastante más agudo.
Con los ojos entrecerrados, Torvald se asomó al valle que se alzaba de
golpe para recibirlos, las figuras diminutas moviéndose allí, y sacudió la
cabeza.
—¡No! No pienso hacerlo —gritó.
Galene se volvió con torpeza en la silla para mirarlo.
—¡Sáquelo! —ordenó, fiera.
—¡No! Cómo puede plantearse siquiera… —Y se atragantó, el corazón lo
estranguló cuando el quorl dibujó una curva, giró y se lanzó como si quisiera
estrellarse contra el fondo del valle. Tras ellos los seguían escuadrilla tras
escuadrilla de quorls cargados, todos revoloteando ladera abajo en una
corriente veloz, precipitada.
Galene estiró el brazo hacia atrás para sacar con una mano el grueso
rectángulo de su mochila. Agachando la cabeza para defenderse del fuerte
viento, Torvald lo cogió con las dos manos y lo abrazó.
—¡No! —gritó—. ¡Es un asesinato!
—¡Suelte, necio! —El quorl se tambaleó como un borracho. Las cimas de
los árboles pasaron a toda velocidad bajo ellos, casi arrancando las botas de
Tor. La imposible tormenta de viento amenazó con derribarlo de la silla—.
Esto es la guerra —rechinó la plateada entre dientes—. ¡Nuestra
supervivencia!
—¡Pero no tienen ninguna posibilidad!
La plateada liberó el maldito de un tirón.
—Entonces no deberían haber cogido la espada.
El quorl bajó todavía más. Tor se alzó en su asiento durante el descenso.
Justo delante se desplegaba la columna seguleh. Parecían estar tan cerca, y él
se estaba abalanzando hacia ellos a tal velocidad que tuvo la sensación de que
iban a chocar. Ante él la boca del valle se alzaba rocosa y escarpada, unos
arroyos delgados oscurecían el muro de piedra por algunos sitios. A sus pies,
la fila malazana permanecía firme en sus sobrevestas negras, los escudos
superponiéndose. Tor lanzó una mirada rápida atrás: hileras de quorls los
seguían, sus conductores plateados encorvados como si disputaran una
carrera. Los pasajeros rojos y negros que iban detrás acunaban las gruesas
municiones en los brazos.
Galene alzó el maldito con las dos manos. El viento cortante azotaba las
pihuelas de vuelo y las correas que sujetaban su forma blindada.
Bendan sintió que se iba doblando hacia atrás a medida que los quorls
moranthianos parecían ir a por él en persona. Vio jinetes que arrojaban algo y
objetos oscuros que daban vueltas por el aire mientras los quorls rasgaban el
cielo, tan cerca que parecía como si pudiera estirar los brazos y tocar las
delicadas y vibrantes puntas de las alas. Tiró de Hektar (el único hombre que
seguía en pie), lo arrojó entre el montón de peñascos y le bramó al oído por
encima del rugido: «¡Escudo!».
Un enorme muro invisible golpeó a Bendan y lo estrelló contra las rocas.
El escudo lo aporreó en la cara y lo aturdió. Piedras, tierra y unas nubes
densas y asfixiantes de polvo bajaron ondeando sobre él, que tosió, escupió y
sacudió la cabeza, que le zumbaba por la paliza. Lo castigaron múltiples
estallidos que lo empujaron contra las rocas rotas que lo rodeaban y le
quitaron el aliento.
No sabía si había perdido la conciencia, pero en algún momento se dio
cuenta de que parecía haberse acabado. Había estado esperando, tenso, hecho
una bola bajo su escudo, otra conmoción más que nunca llegó. Se atrevió a
levantar la cabeza. Tierra y gravilla le cayeron de la espalda. Se sacudió el
pelo y se levantó con un tambaleo. El humo que flotaba y el polvo que
dibujaba remolinos lo habían oscurecido todo. No oía nada por encima del
zumbido castigador que tenía en los oídos. Volvió a escupir y parpadeó; se
sujetó el pecho, le dolían las costillas de las oleadas de golpes que lo habían
destrozado.
Una forma enorme se acercó arrastrando los pies, le iba cayendo tierra de
encima; Hektar, los brazos estirados, buscando a ciegas entre las rocas.
Bendan lo cogió por el brazo.
—Estoy aquí —graznó.
El dalhonesio se limpió la cara, una humedad transparente había
atravesado la tierra incrustada bajo las vendas ensangrentadas.
—Pobres cabrones —estaba diciendo—. Pobres putos cabrones.
Se le ocurrió a Bendan de repente que su sargento estaba llorando.
Trono
18
El desdén que sentía la élite cultivada de Darujhistan por los modales y las costumbres de los seguleh
del sur es bien conocido. El famoso comentario de un miembro del concejo fue que lo que los seguleh
no terminaban de entender era que las palabras eran las armas más poderosas de todas.
Un seguleh al que se informó de ese argumento respondió: «Entonces, cuando está callado, es un
inútil».
Historias de Genabackis
Sulerem de Mengal
El bosque por el que caminaban dio paso a un cañón. Una franja estrecha de
cielo nocturno estrellado brillaba sobre sus cabezas. Tayschrenn iba el
primero, se movía con seguridad. Kiska vigilaba con recelo. El cañón se
convirtió en una cueva y luego en una serie de túneles naturales de piedra.
—¿Adónde vamos? —se aventuró a preguntar al fin Kiska.
Pero el mago se limitó a levantar una mano para pedirle paciencia. Kiska
se sometió rezongando.
Al final salieron por la boca de una cueva y Kiska se encontró en lo alto
de la ladera escarpada de una especie de montaña. No muy lejos, el mar se
extendía por el horizonte, negro y resplandeciente como el cielo. El
estandarte jade del Visitante deslumbraba en lo alto. Estaban en una isla.
—¿Dónde estamos?
—Kartool.
—¡Kartool! —Kiska contuvo un gesto de asco—. ¿Por qué aquí
precisamente?
El mago volvió hacia ella una mirada cariñosa, casi divertida.
—Como ya dije, una reunión largo tiempo retrasada. Ven. —Kiska no
estaba muy segura de aprobar ese peculiar sentido del humor que parecía
haber adquirido el mago supremo.
Tayschrenn encabezó la marcha por el estrecho saliente de piedra. Se
curvaba alrededor del muro de la montaña. Por un instante Kiska recordó un
sendero parecido en los riscos de la isla de Malaz, no muy lejos de allí.
Agayla…, ¿estás allí? ¿Es esto lo que pretende la Reina? ¿Vamos por el
buen camino? Dioses, ojalá lo supiera.
La pista subió hasta una amplia pasarela plana que se metía directamente
en un lado de la montaña y llegaba a la entrada tallada de una cueva en cuyas
columnas estaba grabado el signo de D’rek, el Gusano del Otoño del Mundo.
Tras un momento de silencio aturdido, Kiska se aclaró la garganta.
—Oiga, Tayschrenn, esto es un templo dedicado a D’rek…
—Desde luego que lo es. Me alegro de ver que tu educación abarca la
iconografía del culto.
¡Ja!
—¡D’rek intentó capturarlo!
—Muchas veces, sí. Capturar o matar. Pero eso es el pasado. Estamos en
una nueva encrucijada. Es hora de tener una charla. No hay que guardar
rencor.
Recorrieron el camino procesional, unos braseros iluminaban el túnel
entre las gruesas columnas talladas en la piedra de los muros. No había nadie.
—¿Dónde está todo el mundo? —dijo Kiska sin aliento, en voz baja.
—D’rek sigue careciendo de sacerdotes, Kiska. Incluso aquí y en el
templo de abajo. Este es el más santo de los santos. El santuario más sagrado.
Solo a los sacerdotes y las sacerdotisas se les permitía entrar aquí.
—¿Y estos braseros?
—Nos han invitado, Kiska. Aquí estamos.
El camino procesional terminaba en una gran cueva más o menos
circular. Kiska fue siguiendo la línea del techo hasta que, con los ojos
entrecerrados, se dio cuenta de que no había techo. Se encontraban en la base
de un respiradero central que recorría la montaña hasta la cima. Un volcán
dormido.
En el centro de la cueva había un pozo, un agujero negro y desigual que
iba bajando y adentrándose en el humo y la noche absoluta. Kiska se apartó
con un estremecimiento del borde; fuera lo que fuera lo que había allá abajo,
tenía un olor abominable.
—¿Y ahora qué? —preguntó mientras se tapaba la nariz con una mano.
—Ahora ella y yo vamos a tener una charla y tú no debes interferir.
Quédate aquí, ¿sí?
—Bueno, está bien —aceptó ella, no muy convencida—. Pero ¿dónde va
usted…? —Lanzó un chillido cuando Tayschrenn se acercó, se arrojó al pozo
y dibujó un largo arco hasta desaparecer de la vista.
Chillando todavía, Kiska saltó tras él, pero una mano fuerte la cogió por
el manto y la apartó. Cayó de espaldas y se encontró mirando a una anciana
encorvada, el cabello era un denso nido fibroso y los ojos círculos brillantes
de un blanco lechoso.
—No pues hacer eso —gruñó la vieja arpía con tono enfadado mientras
sacudía un dedo torcido.
—¿No puedo hacer qué? —jadeó Kiska, conmocionada.
—No pues chillar así pa despertar a los muertos. Duele en los oídos, ese
chillar.
—Perdón. —Kiska se levantó de un salto—. ¡Pero es que saltó! Y…
—Sí, sí. —La anciana hizo un gesto de desdén—. Eso es lo que hacen los
más poderosos entre ellos. No pues preocuparte. Volverá. O… ¡servirá de
cena para el Gusano! —Y soltó una risita antes de alejarse arrastrando los
pies.
Kiska la siguió.
—¡De cena! Quiere decir… ahí abajo…, ¿está ahí abajo?
—Oh, sí. Ahí abajo. Lejos. Enroscándose y revolviéndose para toda la
eternidad. El Gusano de la Tierra. Un gusano de energía, eso es. Fuego y
llama, roca fundida y metal hirviendo. Siempre inquieto. ¡Y menos mal! ¡O si
no estaríamos todos muertos!
—Lo siento…, no sé muy bien lo que quiere decir.
—Da igual. Haz algo útil. ¿Ves ese cubo?
Kiska miró por las sombras.
—Creo que sí.
—¡Bueno, pues llénalo y sígueme!
Contra el muro, Kiska encontró un cubo y unas cestas tejidas llenas a
reventar de carbón. Llenó el cubo y siguió a la anciana.
—Mantener los fuegos ardiendo, ese es mi trabajo —murmuraba la vieja
arpía—. ¡No se puen descuidar! Es la luz y el calor lo que nos mantiene a
todos con vida, ¿eh? —Y miró a su alrededor, a ciegas.
—Eh…, sí —dijo Kiska.
—¡Eso es! —Al llegar al muro, la mujer empezó a seguirlo trazando el
camino con una mano. La otra la sostenía en alto, temblorosa. Al acercarse a
un brasero, le dio unos golpecitos al metal caliente para comprobar la
temperatura. Kiska hizo una mueca con solo verlo. La vieja asintió para sí,
satisfecha, y continuó.
—Son muy pocos estos días los que lo entienden, muchacha —murmuró
—. Muy escaso el número de los que entienden que de lo que se trata es de
servir. ¡De servir!
—Sí —respondió Kiska, que empezaba a comprender que ese era su
papel.
—No —murmuró la vieja al tiempo que escupía de lado—. Hoy en día
solo se trata de acumular… influencia, poder y todo eso. —Encontró otro
brasero, le dio unos golpecitos al hierro caliente con la mano desnuda e hizo
un ademán—. ¡Bajo! ¡Llénalo!
—Sí.
—Bueno, no es así como era antes. ¡No como debería ser! ¿Me
entiendes?
—Eh…, sí. —No tengo la menor idea sobre qué estas farfullando, arpía
miserable.
—El único modo de sostener algo, de construir lo que sea ¡es dar! ¿Me
entiendes, muchacha? ¡Dar y dar de ti hasta que ya no quede na más que dar!
¡Solo entonces pues tener algo! Si coges, disminuyes las cosas hasta que ya
no queda nada. Si das, ¡entregas y las cosas crecen! ¿Sí?
—Sí.
—¡Ahí lo tienes! ¡Eso es! Todo el mundo es codicioso estos días. ¡Y solo
irá menguando la olla hasta que ya no quede nada! Entonces quedamos todos
en la oscuridad, ¿sí?
—Ah…, claro. Sí.
La anciana se apoyó en el muro y respiró con inhalaciones húmedas.
—Ahí lo tenemos. Hecho.
—¿Hemos terminado? —Kiska estudió la infinidad de braseros que
rodeaba la cámara.
—¡Nosotras no! Yo. Estoy acabada. Ve tú y termina.
Kiska dejó escapar un largo suspiro bajo entre dientes, pero continuó.
Rodeó toda la cueva, echó trozos de carbón en los braseros que estaban bajos,
volvió a encender otros que se habían apagado. Cuando devolvió el cubo a su
sitio, encontró a la anciana apoyada en el muro, las rodillas contra el pecho,
envuelta en un manto, dormida, la boca medio abierta.
Cansada, hambrienta, los nervios todavía de punta por Tayschrenn, Kiska
se fue deslizando por el muro hasta sentarse ella también con las rodillas
encogidas y apoyó la barbilla en ellas. No mucho después se quedó dormida.
Caía la tarde y Eje y Duiker atravesaban las calles de la ciudad cargados con
cajones de madera llenos de botellas de vino. Avanzaban a paso lento. Duiker
era un anciano que había sufrido mucho. Aquello era más actividad física de
la que había soportado en más de un año. Eje se mostró paciente, sabía lo que
había aguantado aquel hombre. Con franqueza, era un milagro que el tipo
todavía fuera capaz de funcionar. De hecho, Duiker quizá no fuera consciente
de ello, pero Eje lo admiraba enormemente. Le parecía que ya no los había
tan duros como él. Y si bien el mensaje que los había enviado en aquella
misión quizá se lo hubieran llevado a él, Eje era de la opinión de que el
destinatario era en realidad el historiador imperial. Era él quien poseía los
conocimientos que habían hecho que llegasen tan lejos.
Pero a partir de entonces, el espectáculo era todo de Eje.
Cuando la tarde empezaba a convertirse en una noche cálida y húmeda
llegaron al callejón trasero del bar de K’rul. Apilaron los cajones en la cocina
y luego, agotados, se tambalearon escaleras arriba para descansar.
Al oeste del río Maiten, el embajador Aragan dio el alto a cualquier nuevo
avance y le ordenó a K’ess que cavara una línea defensiva contra algún
posible ataque. El fulgor de color zafiro de Darujhistan era ya visible, pero
con un extraño tono tenue, apagado, y Aragan se preguntó si quizá lo
oscurecía el humo. Esperarían allí mientras sus aliados temporales, los
moranthianos procedían con sus planes.
Las negociaciones habían sido angustiosas, por decirlo de alguna manera.
Los moranthianos querían terminar las cosas con una finalidad que resultaba
aterradora; y a Aragan le costaba culparlos. También lo conmovía la situación
del tal concejal Nom. El pobre tipo, tener que quedarse mirando mientras el
destino de su ciudad lo debatían foráneos.
Después de muchas idas y venidas, con el propio Mallick hablando a
través del Cetro, se llegó a un acuerdo, respaldado por garantías malazanas.
Podían llegar hasta allí, nada más, mientras los moranthianos lanzaban el
compromiso por el que habían luchado. Pero si esa primera jugada fallaba,
los moranthianos se mostraron firmes, desencadenarían un asalto total. Luego
llegaría la tormenta de fuego. Una ciudad consumida. Una repetición de
Y’Ghatan.
Aragan les rezó a todos los dioses ancestrales para que no se llegara a eso.
Y reflexionó una vez más sobre la cuestión que tanto lo había atormentado:
¿qué haría él? Si estallaran los incendios, ¿qué haría él? ¿Ordenar a las tropas
que ayudaran a escapar a la ciudadanía, cosa que las pondría en peligro? ¿O
limitarse a quedarse mirando mientras las llamas consumían a una infinidad
de miles? ¿Cómo podría vivir entonces consigo mismo? ¿Cómo podría
cualquiera de ellos?
Tierra adentro, junto al lago Azur, en la tienda que había montado junto al
túmulo del hijo de la Oscuridad, Caladan Brood, el caudillo, retiró la tela de
la solapa de la tienda y se enfrentó a la noche que caía. Frunció el ceño,
reveló unos cuantos de sus prominentes caninos y olisqueó el aire. Su mirada
fue al oeste, por encima de la ciudad, y un gruñido bajo resonó en las
profundidades de su garganta.
Volvió a meterse para ponerse sus cueros y sujetarse el martillo.
No puedo dejar que ocurra lo que creo que está en el aire. No. Ya está
bien. No después de todo aquello por lo que hemos luchado. Hay que ponerle
fin antes de que todo se descontrole. Y, con franqueza, mejor que cargue yo
con la culpa que cualquier otro.
Al sur de la ciudad, subiendo por lo que se conocía como el camino del lago
Cúter, Yusek se quedaba mirando con la boca abierta cada edificio junto al
que pasaban. ¡Dos plantas! ¡Casi todos los edificios tienen dos plantas! Es
increíble. Ya habían pasado junto a más tiendas, tabernas y establos de los
que había imaginado jamás, ¡y ni siquiera habían llegado a las murallas de la
ciudad!
El séptimo iba el primero, aunque su ritmo era de una lentitud glacial,
casi reticente. Una mueca permanente de dolor parecía clavada en su rostro.
Había murmurado que no parecía haber nadie en la calle.
Pero Yusek había visto más personas de las que había visto jamás desde
sus días de refugiada. Y esas personas desde luego no eran vagabundos
andrajosos. Muchos iban muy bien vestidos. Algunos eran incluso rollizos.
¡Imagínate, tener tanto que comer que podías hasta engordar! Eso sí que era
ser jodidamente rico. Algún día ella sería así de rica. Ya podía saborear la
grasa de pato. ¡Pronto sería ella la que estaría gorda!
Y entonces, de golpe, el séptimo levantó una mano para pedir un alto.
Contempló el cielo oscurecido, el fulgor que Yusek sabía que era la
legendaria iluminación con gas de Darujhistan. Un fulgor que a ella le
pareció mucho menos pronunciado que la llamarada verde de la Cimitarra del
cielo, así que supuso que igual exageraban. ¡Qué típico, coño! El séptimo se
volvió hacia Sall y Lo.
—Los seguleh habéis revuelto el avispero y ahora han venido a picar a
todo el mundo. No sé qué puedo hacer.
—¿Plantearás el desafío? —preguntó Sall.
El hombre tuvo un estremecimiento de angustia.
—¡No! No es cosa mía…, pero pasa algo. Algo grave.
—Pero… ayudarás, ¿verdad? —preguntó Sall. Era lo más parecido a un
ruego que le había oído Yusek.
La boca del séptimo se movió en un gesto de emoción contenida y apartó
los ojos.
—Mi historial no es muy alentador —dijo al fin entre dientes. Pero echó a
andar otra vez, la cabeza baja.
Eje estaba como un tronco cuando oyó la voz de su ma llamándolo con esa
vieja cadencia familiar para que bajara: ¡Saca el culo de la cama, pedazo
vago! Eje cayó al suelo agitando los brazos y las piernas de puro pánico. Y
después se quedó petrificado. Algo lo había despertado. Algo que le ponía de
punta el pelo de la cabeza y el de la camisa. Un sonido.
El sonido de botellas tintineando.
Voló hasta la puerta, rebotó en la jamba, la abrió de golpe y salió dando
traspiés al pasillo para abalanzarse hacia la sala común repartiendo chillidos.
—¡Es veneno! ¡No bebáis eso!
Mezcla escupió un gran chorro por encima de la barra y por su pechera.
—¡Aggh! ¿Qué? ¿Envenenado?
Eje se apresuró a arrancarle la botella de la mano y la olió.
—¡Lo acaba de traer Pescador! —se quejó ella mientras se limpiaba la
camisa—. Tinto kanesiano.
Eje saludó con la cabeza al bardo y luego examinó la botella.
—¿Tinto? ¿En serio? Perdona. —Le devolvió la botella—. Lo siento.
Mezcla le lanzó la mirada fulminante que reservaba para los idiotas sin
remedio. La que siempre le tocaba a él. Eje señaló las cocinas.
—Pensé que estabas usando esas otras botellas, las de atrás. No son vino.
—Así que son botellas de vino sin vino dentro.
—Eso es.
—Pagarías un suplemento, supongo.
—¡No! Quiero decir, cierra esa puta bocaza del Abismo. —Miró a
Pescador y se sirvió una copa de tinto—. Bueno, ¿y qué noticias hay?
El bardo asintió. Era un hombre alto, delgado, pero por lo que Eje había
visto, con una fuerza sorprendente. Incluso reclinado sobre un taburete alto,
seguía siendo más alto que Eje. Cosa que, por alguna razón, al mago lo
molestaba.
—Se lo estaba contando ahora a Mezcla —dijo el bardo—. Llegan
rumores de la corte. Los seguleh han sido derrotados en el oeste. Los
moranthianos. Y quizá… los malazanos.
Eje y Mezcla intercambiaron una mirada. Claro que sí, joder. La mujer
alzó la copa y bebieron.
—Se dice que puede que estén esperando un ataque.
Mezcla agitó una mano.
—Ridículo. Nadie tiene un ejército lo bastante grande como para entrar
en Darujhistan, y mucho menos pacificarla.
Pescador alzó los hombros y admitió que ese era el caso.
—Que nosotros sepamos… De cualquier manera, los seguleh se han
retirado a la colina de la Majestad. Parece que no tienen intención de luchar
por la ciudad.
—¿Por qué habrían de hacerlo cuando la chusma lo hará por ellos? No,
Aragan no tiene ni de lejos tropas suficientes. Y si entran los moranthianos, la
ciudad entera se alzará contra ellos. Siempre ha habido mala sangre entre
ellos, según he oído.
Pescador levantó las manos.
—Yo solo informo de lo que oigo. —Levantó su brazo y señaló a Mezcla
—. Bueno, ¿qué crees tú que está pasando, entonces?
La mujerona (mujerona porque había empezado a ganar peso) hizo girar
el vino en su vaso y se asomó a él. Su cabello lucía algo más que un toque de
gris entre los rizos castaños y unas ojeras le estropeaban los ojos. Ninguno
estamos durmiendo lo suficiente en los últimos días, reflexionó Eje.
Vigilando las calles. Demasiados días esperando en tensión. Esperando a
que caiga el martillo. Como volver a estar de campaña, eso es. Solo que
ahora somos mucho más viejos, joder.
—Así que les dieron una paliza —decía la veterana con tono especulativo
—. Pues se quedarán aquí y consolidarán su posición en la ciudad.
Endurecerán el control que tienen y a esperar… —Ladeó la cabeza y miró a
Pescador—. ¿Y cuántos seguleh crees tú que hay en esa isla que tienen?
—Bueno, debe de haber varios… miles… No. Tú no creerás…, ¿verdad?
La mujer se encogió de hombros con gesto incierto.
—¿Por qué no? Estos chicos que vemos aquí podrían ser solo la punta de
lanza. Un ejército entero de seguleh podría estar de camino. Un pueblo
entero.
Eje sintió que se le revolvía el estómago. ¡Que Togg nos libre! ¿Un
ejército entero de esa gente? Inimaginable.
—Necesito comer algo. No me encuentro bien. —Cogió su vaso y lo
llevó a la cocina.
Dicho moranthiano
Una vez más, Torval se aferró a las asas de la silla del quorl y se encorvó tras
la espalda brillante y cincelada de Galene. En cuanto se hubo acostumbrado
al ruido del vuelo, la experiencia le pareció de un silencio sobrecogedor. Las
correas y pihuelas chasqueaban en las fuertes ráfagas de viento y las alas casi
invisibles vibraban y siseaban. Aparte de ese murmullo de fondo constante,
reinaba un silencio sereno.
Se le antojó que casi podía oír las olas del lago Azur justo debajo cuando
pasaron a toda velocidad, tan cerca que parecía que podía estirar las manos y
tocarlas. Pues estaban sobrevolando el lago, deslizándose a toda velocidad
sobre las olas oscuras como la noche, rumbo a Darujhistan. Unos jirones de
nubes pasaban sobre ellos oscureciendo la moteada luna renacida con su
apagado fulgor de color peltre. El estandarte jade de la Cimitarra también se
cernía en las alturas, entre las estrellas. Parecía haber crecido de forma
perceptible en los últimos días. Él había oído rezongar a las tropas que estaba
a punto de estrellarse contra la tierra en una gran explosión que marcaría el
fin del mundo. Provocado, muchos afirmaban, por el orgullo desmesurado de
los dioses.
Detrás y a ambos lados, escuadrilla tras escuadrilla de quorls flotaban y
pasaban disparados sobre las olas. Cada uno iba cargado con un pasajero y
cajas de las temibles municiones. Ese era el fin del mundo que temía Torvald.
El embajador malazano, Aragan, y él, habían luchado lo indecible por mitigar
la pretensión de los moranthianos de resolver las hostilidades con una única
oleada masiva de destrucción. Ellos habían abogado en su lugar por ese
primer ataque más limitado.
Torvald les rogó a todos los dioses del inframundo que el ataque
triunfara. Porque la alternativa era demasiado horrenda para tomarla en
consideración siquiera.
Más adelante apenas era capaz de distinguir el fulgor cobalto de
Darujhistan del chillón estandarte de color verde mar de la Cimitarra, que se
arqueaba por encima. ¿Había una niebla nocturna sobre el lago? ¿O los
aguardaba algún truco o trampa? No recordaba haber visto jamás una noche
tan oscura sobre la ciudad. Pero la Cimitarra compensaba sobradamente la
diferencia. Su objetivo era inconfundible. Tan bajo azotaban los cheurones de
los quorls el lago que unas olas diminutas llegaban a espejear detrás con un
blanco fosforescente. Unos barcos pesqueros pasaron de repente, no por
debajo, sino junto a Torvald. Hombres y mujeres miraron con la boca abierta
y señalaron a la luz de los faroles que colgaban para atraer la captura.
La noche era cálida, lo sabía, pero el viento lo castigaba. Tenía las manos
heladas y entumecidas y apenas podía robar unos vislumbres rápidos entre las
ranuras de los ojos llenos de lágrimas. Allí delante, las gradas diferenciadas
de la ciudad iban emergiendo poco a poco del fulgor. La Segundafila y,
encima, la Tercerafila y el laberíntico complejo de piedra del Pabellón de la
Majestad. Galene alzó un brazo para dar una orden. Su quorl contoneó las
alas. Los quorls respondieron a su alrededor con señales parecidas y su
cuadrilla se separó en cheurones ladeados. Otros grupos se desviaron en otras
direcciones, también desplegándose.
Torvald se inclinó hacia delante.
—¿Por qué la maniobra? —chilló.
Galene volvió el yelmo.
—Los sirvientes de este son magos poderosos, Nom —respondió, la voz
profunda y alta—. Sufriremos muchas pérdidas en este ataque.
Torvald no supo qué decir: Darujhistan también estaba a punto de sufrir
muchas pérdidas. Así que se echó hacia atrás, en silencio, encorvado para
defenderse del fuerte viento.
—Esta vez lanzará, ¿verdad? —continuó ella, implacable.
Él agachó la cabeza.
—Sí.
—Muy bien. Eso espero… por su bien. Prepare las cajas.
Con las manos entumecidas hurgó en los cierres de las dos cajas que
llevaba atadas delante. ¡Cuatro malditos! Dos en cada caja. Que Gedderone
tuviera piedad. ¡Después de eso no quedaría ni rastro de la colina!
En el Gran Salón, Coll estaba hablando con la joven, y, tenía que admitir,
muy perspicaz y elegante consejera Redda Orr. A Coll le preocupaba que la
joven se estuviera mostrando demasiado osada en su desaprobación de los
poderes que había asumido el legado y hacía todo lo posible por aconsejar
discreción y paciencia.
A cambio, a la consejera le había dado por llamarlo «abuelo Coll».
Él le respondía con un «niña».
La consejera interrumpió su duelo verbal cuando el murmullo de
conversación se apagó en todo el salón. El legado se había puesto de pie ante
su trono. Su desdichada Boca se acercó con torpeza a su lado. Coll se abrió
camino hasta el frente de la multitud.
El óvalo dorado del legado se ladeó hacia el techo arqueado de piedra. Su
rostro grabado, la media sonrisa, parecía más una mueca burlona.
—Sirvientes, escuchadme —exclamó la Boca, y después se sujetó el
cuello como si se estuviera asfixiando.
Baruk y la chica de las pulseras de plata y el velo transparente se
adelantaron.
—Defended el círculo —les dijo la Boca. Los otros dos se inclinaron y
desaparecieron en torbellinos de oscuridad. El óvalo dorado se volvió hacia el
segundo, cuya máscara, con el simple trazo que la estropeaba, se alzó,
expectante.
—Defended los terrenos. Todos vosotros.
—¿Todos?
—Todos. Aquí estoy a salvo.
El segundo se inclinó y luego hizo una seña. Los seguleh reunidos
abandonaron el Gran Salón.
El legado regresó con un movimiento brusco a su trono blanco.
—Aquí estamos a salvo —exclamó la Boca—. El Orbe nos protegerá.
Nada puede traspasarlo. —El legado colocó las manos sobre los apoyabrazos,
de nuevo inmóvil como una estatua y en calma.
—¿Qué es esto? —siseó Redda en voz baja a Coll.
Él se la llevó a un lado, donde había dos guardias apoyados en una
columna, las ballestas colgando sueltas, mirando a su alrededor como si
estuvieran tan confusos como todos los demás.
—No lo sé. Un ataque, es obvio. Pero ¿quién? ¿Los malazanos?
—Echemos un vistazo. —La consejera se dispuso a irse.
Coll la contuvo con un toque en el brazo.
—No es tan fácil, él lo ve todo. Tú vigila y yo me escabullo, ¿de acuerdo?
La joven entrecerró los ojos, la cólera se acumulaba en su luz de color
castaño.
—Puedo arreglármelas a la perfección…
Coll levantó una mano para pedirle un poco de indulgencia.
—Astucia antes que belleza —murmuró. Al alejarse chocó con un grupo
de concejales que parloteaban—. ¡Dioses, necesito una copa! —les dijo
mientras sujetaba al que había hecho perder el equilibrio y luego se alejaba
tambaleándose.
Las miradas de desprecio venenoso que le lanzaron a la espalda y la suave
risa burlona que compartieron pusieron a Redda más furiosa todavía, pero esa
vez por Coll.
Al pasar junto a una brecha en los edificios de Pueblo Cúter, Yusek hizo una
pausa y se quedó sin aliento. Allí estaba Darujhistan, tan cerca que casi podía
estirar una mano y tocarla. Sus murallas brillaban teñidas de azul. Sobre ellos
se alzaban los tejados oscuros de un sinfín de edificios, y por encima
sobresalían torres incluso más altas que apuntaban al cielo nocturno. Pero
¿dónde estaba ese fulgor como de gema del que tanto se hablaba? Apenas
brillaban llamas azules y las que había estaban confinadas sobre todo a muros
y puertas. ¿Todas esas historias se reducían a eso?
—Sall, es inmensa, pero…
El seguleh le metió prisa con un gesto.
—Vamos. El séptimo se ha adelantado.
Juntos subieron el camino a la carrera. Yusek se colocó junto al séptimo,
una posición que ni Sall ni Lo estaban preparados para asumir.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó.
La mirada del hombre se posó en ella. Movió las mandíbulas como si
fuera necesario soltarlas antes de poder hablar.
—No lo sé con exactitud —admitió con lo que, para Yusek, era una
honestidad asombrosa. Era desconcertante; en Pueblo Orbern se había
acostumbrado a la certeza absoluta y la fachada de determinación que
levantaban los idiotas para esconderse detrás.
—Pero vas.
—Sí. No puedo darle la espalda. Me toca demasiado de cerca.
—¿Y eso?
El hombre solo le lanzó otra mirada de soslayo. Las mandíbulas
permanecieron apretadas.
Muy poco después el séptimo se detuvo para estudiar el horizonte, igual
que había hecho la propia Yusek. Sall y Lo se detuvieron detrás, pacientes
como siempre.
—¿Qué ocurre? —preguntó Yusek.
—Deberíamos tomar el camino Foss. Dar un rodeo.
La joven se indignó.
—¡Dar un rodeo! Pero ¿para qué?
Casi dio la impresión de que el hombre iba a contestar, pero no, contuvo
las palabras y fue como si se hubiera tragado algo afilado.
—Por si estalla el pánico —admitió mientras continuaba.
Más abajo, entre las filas, Bendan se encontraba con Pequeña, convertida en
la sargento Pequeña, Hueso y Tarat. Retorcía el cuello dolorido, de donde
colgaba la mayor parte del peso del escudo.
—No quiero ver lo que creo que vamos a ver —rezongó.
Pequeña lo miró de soslayo, sus ojos lo revaluaron y se ablandaron de
algún modo.
—Te estás convirtiendo en todo un pacifista, Bendan.
—Es solo que no se lo desearía ni a mi peor enemigo, nada más. —
Carraspeó y se le llenó la boca de una flema que escupió.
—Y que es tu casa, ¿no?
Bendan negó con la cabeza.
—No. Yo soy de Maiten.
Mástiles de barcazas costeras y buques mercantes pasaron a toda velocidad
bajo las botas de Torvald, tan cerca que pensó que podría perder un pie. De
golpe, Galene tiró del morro del quorl hacia arriba y subieron con un ritmo
fiero. Torvald se encorvó en su asiento como si una gran mano le estuviera
presionando la cabeza. Después remontaron por encima del muro de la
muralla de Segundafila y vislumbró algo que lo desorientó de tal modo que
estuvo a punto de caerse de su asiento.
—¿Qué Oponn es eso?
—El Orbe —exclamó Galene por encima del hombro—. El Orbe de los
tiranos. —Levantó un brazo y dio las órdenes con movimientos amplios—.
¡Municiones preparadas!
Torvald metió las dos manos en la primera caja y se sujetó con fuerza con
los muslos contra las sacudidas del quorl.
Eje estaba sentado en una mesa tomando su tercer vaso de vino mientras
pensaba en el misterio de cuándo (¡y cómo!) usar las sustancias químicas que
Duiker y él habían recogido. ¡El puñetero círculo estaba enterrado y había
magos vigilándolo! ¿Cómo iban a poder hacer ellos lo que tenían que hacer?
El propio historiador estaba en la parte frontal, vigilando él también.
Rapiña y Mezcla estaban en la barra, inclinadas la una hacia la otra desde
lados contrarios, comunicándose en sus frases monosilábicas como las
veteranas que eran, con una vida entera en las mismas campañas. El bardo se
había retirado temprano.
Eje se estaba planteando servirse el cuarto vaso cuando por la fachada
pasó un ruido que le provocó un escalofrío en la espalda y le puso el pelo de
punta: un tamborileo y siseos rápidos en las alturas.
Mezcla, Rapiña y él compartieron miradas asombradas.
Como uno solo saltaron a la parte frontal, derribaron sillas y arrancaron
tablas de una ventana para quedarse mirando con la boca abierta el cielo
nocturno, entrechocando las cabezas y empujándose unos a otros. Algo viajó
a toda velocidad por el cielo y tapó la oscuridad por un instante. Ese zumbido
y siseo tan familiar, el de unas alas finas como gasas que pasaban con un
susurro.
—¡Un puñetero asalto del Embozado! —gruñó Mezcla.
—¡Traen tropas! —ladró Rapiña.
—Estoy en ello —afirmó Eje, y le dio un puñetazo a Duiker en el hombro
—. ¡Vamos!
El historiador sacudió la cabeza con aire triste.
—Me halagas, pero no…, es misión para un hombre joven. Busca un
apoyo más fuerte.
—Bueno, quién… —Eje miró a Mezcla y Rapiña. Las dos negaron con la
cabeza.
—Tenemos nuestro puesto.
—¡Mierda!
Duiker echó una mano hacia atrás poco a poco y ladeó una ceja. Eje
entrecerró los ojos y luego sonrió con maldad. Corrió a la parte de atrás.
—¡Pescador! —bramó—. ¡Sal! ¡Nos toca!
En la calle de los herreros del distrito Gadrobi, una mujer fornida se había
sentado en los escalones de una academia de duelos para dejar que el fresco
aire nocturno le rozara la cara mientras ella flexionaba la mano y la muñeca,
que tenía entumecidas tras una larga sesión de práctica.
Un sonido extraño la detuvo, levantó la cabeza y escuchó durante un rato.
Luego, al disminuir el ruido, volvió a darle vueltas a la muñeca. Echó hacia
atrás los hombros y movió el cuello con cuidado de un lado a otro, haciendo
muecas de dolor al sentir la tensión de los viejos tendones.
Un estallido la meció, hizo retumbar todas las ventanas cercanas y la
levantó del susto. Miró con furia calle arriba, adonde el humo y el parpadeo
naranja de las llamas trepaba sobre la ciudad. Hubo gente que gritó en sus
habitaciones; otros salieron corriendo a la calle para mirar a su alrededor.
En el norte, unos destellos iluminaron la noche, seguidos al poco por
truenos, como en una tormenta. Pero Piedra sabía que aquel ruido no era
ninguna tormenta. Corrió dentro y despertó a un niño dormido, que la miró
con un parpadeo, confuso.
—Reúne a todo el mundo y ven a la parte de delante ahora mismo —
susurró la mujer con fiereza.
—¿Qué? ¿Qué haga qué, madre?
—Hazlo ya, muchacho.
—¿Ahora?
—¡Sí! ¡Ve! —Tras asegurarse de que el niño iba de camino, Piedra corrió
a la sala de prácticas y se ató dos armas. Otra ventana ofrecía una vista de la
Tercera Fila y la colina de la Majestad y allí fue donde se detuvo, con los ojos
clavados y el corazón martilleándole. ¿Dónde estaban todas las luces?
—Por la maldición de Fener —susurró. Estallidos de fuego mágico
iluminaron su rostro amplio y romo. Y entonces algo que parecía tan frágil y
diminuto como una pluma cayó dando vueltas del cielo por el distrito del
Lago, y una explosión meció la escuela y la mandó dando traspiés hacia atrás.
Cuando regresó a la ventana vio que el vidriado tenía grietas.
Echó a correr gritando.
—¡Harllo!
Eje se bamboleó sobre la última sección del camino que subía por la colina
de la Majestad. Cayó contra un contrafuerte y golpeó el cajón de tal modo
que las botellas tintinearon; hizo una mueca y se mordió el labio. Las piedras
bajaron con estrépito a su alrededor y un humo acre pasó flotando.
Por poco. Caen como moscas por todas partes, ¡pobres cabrones!
Sacudió la cabeza para meter prisa a Pescador. El bardo se irguió y se
acercó corriendo.
Llegar hasta allí había sido fácil; todo el mundo se había largado
corriendo. Y, de todos modos, la colina de K’rul estaba justo al lado de la
Barbacana del Déspota. El distrito había quedado prácticamente abandonado.
Hasta las luces de las calles estaban apagadas. Al parecer los Carasgrises se
habían tomado la noche libre. Muy inteligente por su parte, dadas las
circunstancias. Se asomó por encima del muro para echarle un ojo al arbolado
más cercano. En el cielo, los moranthianos dibujaban círculos y se lanzaban
en picado. Una cortina de fuego continua caía sobre el Pabellón de la
Majestad. Pero esa barrera mágica, esa cúpula o círculo, casi invisible de
cerca y en apariencia tan delicada como una burbuja, frenaba el castigo de
una batalla entera.
Y Eje sabía lo que la estaba anclando.
Tanto era el ruido de los estallidos casi constantes de las municiones que
Pescador y él no podían hablar. Captó la atención del bardo, indicó con una
sacudida de la cabeza el bosque y echó a correr. Encorvados, las botellas
golpeándose, atravesaron corriendo el parque. Al menos Eje sabía con
exactitud adónde se dirigía.
Su intención no era bajar de golpe el cajón con las botellas de vino, pero
con la oscuridad tropezó con una raíz y cayó justo encima. Se apartó rodando
de inmediato y se cepilló con frenesí la pechera, lo que habría sido una
estupidez si una de las botellas se hubiera roto de verdad y lo hubiera
salpicado. Debería haber empezado por arrancarme el puñetero camisote.
Entre los árboles podía ver a los moranthianos arqueándose en el cielo, en
sus quorls, y arrojando sus cargas sobre la colina de la Majestad.
La mayor parte de los malditos explotaban muy por encima, pero de vez
en cuando alguno aterrizaba en la cima desprotegida de la colina y hacía
temblar el suelo. En uno de los lados humeaba un cráter en un recordatorio de
lo que les podría pasar a ellos en cualquier momento. El bardo no conocía las
señales manuales malazanas, así que Eje se vio obligado a agitar las manos y
señalar. Había encontrado el sitio donde ya había excavado.
Se arrojó de rodillas y empezó a cavar sumido en un pánico febril.
Pescador se unió a él.
Para empeorar todavía más las cosas, entre los árboles vio que los seguleh
también habían salido. Se mantenían cerca de las puertas y muros de los
muchos edificios del complejo del Pabellón de la Majestad. Esperando,
vigilando, las máscaras alzadas para seguir a los moranthianos en sus círculos
por el cielo.
Eje creyó saber qué estaban esperando y rezó para que no se llegara a eso.
Porque entonces allí iba a haber demasiada gente.
Mejor tener un agujero en el que esconderse si se daba el caso. Y siguió
cavando con todas sus fuerzas.
¡Togg, las cosas podrían ponerse tan desesperadas que igual hasta tenía
que alzar su senda! Dioses, que se tuviera que llegar a eso…
Barathol había saltado de la cama con el primer estallido. Miró por entre las
tablas de las contraventanas.
—¿Qué pasa? —preguntó Scillara desde la oscuridad.
Una explosión mucho más cercana, la casa tembló. Unas cuantas cosas
cayeron en el piso de abajo. El pequeño Chaur lloriqueó.
—Cógelo —dijo Barathol mientras se ponía los pantalones—. Yo voy a
buscar un poco de agua y comida.
Scillara se levantó a toda prisa y también se vistió.
—Tú vienes con nosotros, ¿verdad? —dijo con tono áspero.
Él hizo una pausa y miró la silueta femenina en sombras.
—Sí. Yo voy con vosotros.
Fuera reinaba una oscuridad discordante. Jamás había visto las calles sin
iluminar. Era el fulgor funesto de la Cimitarra lo que arrojaba sombras por las
fachadas de las tiendas. Se unieron a una multitud creciente que abarrotaba la
calle. Barathol miró al este, a las gradas más altas, donde los destellos
iluminaban la noche. Las llamas se alzaban mucho más cerca, sin embargo.
Entonces algo cruzó raudo por encima y provocó chillidos de miedo.
Siseó recto como una fecha camino arriba, más bajo que las cimas de los
tejados. Moranthiano… ¿atacando? A cubierto. Está usando las calles para
ocultarse. ¿Ocultarse de qué?
Otra explosión cercana hizo surgir una nueva oleada de chillidos y pánico
por toda la multitud.
Barathol se volvió hacia Scillara, que llevaba a Chaur apretado contra su
pecho.
—Voy a…
—¡No, de eso nada! —lo interrumpió ella—. Vamos todos juntos. —
Retorció un puño en la manga de la camisa de su hombre y dio un tirón—. ¡Y
vamos en esta puñetera dirección!
El herrero sonrió ante la reprimenda y le apretó la mano con la suya.
—Sí. Salgamos de aquí. —Se colocó delante de ella y empezó a abrirles
paso entre la multitud.
Dibujaron círculos en las alturas, por encima del complejo del Pabellón de la
Majestad, sobre la cúpula que parpadeaba y que parecía haber absorbido cada
munición que le habían arrojado. Tan apretados eran los círculos que Torvald
se sentó de lado mientras lo sujetaban las amplias correas para la cintura del
arnés de la silla. Más abajo, la mayoría de los quorls se precipitaban para
continuar con sus pasadas. Los recibía con estallidos la magia de esos magos-
esclavos que los moranthianos afirmaban que servían al propio tirano
regresado. A Torvald le costaba aceptarlo, pero lo que había presenciado esa
noche, hasta el momento, lo había convencido de que había sucedido algo
terrible, quizá se habían hecho tratos con esos mismos magos. Qué tratos, no
lo sabía aún.
Se agachó para defenderse del viento y miró dentro de las cajas.
—¡El último! —le gritó a Galene.
Esta asintió y ajustó las pihuelas. Se precipitaron de nuevo y Torvald se
vio impelido hacia atrás y se arañó los riñones una vez más contra el afilado
arzón trasero. El fulgor pálido y destellante de la cúpula hechicera se alzó
para recibirlos.
—¡Ahora! —gritó Galene cuando estaban justo sobre la cima.
Torvald se inclinó todavía más y dejó caer el último maldito. Se giró en la
silla para seguir el descenso vertiginoso. Estalló en otra explosión vacía más
contra la curva opalescente de la cúpula. La oleada de presión empujó al
quorl lateralmente y los golpeó a Galene y a él durante un instante. La
plateada luchó de nuevo por recuperar el control.
—¿Y ahora qué? —la interrogó el daru.
Galene se volvió para mirarlo a través de su estrecho visor.
—¿Ahora? ¡Ahora aterrizamos, concejal!
El estómago de Torvald dio un vuelco más intenso que en toda la noche.
Descendieron hasta situarse a baja altura sobre el distrito de las
Haciendas, zigzagueando entre las colinas menores coronadas por mansiones
de familias nobles. Los contraataques chisporroteantes de los magos
estallaban sobre ellos. Los quorls caían sobre la ciudad, o bien girando como
remolinos o sin fuerzas, como pesos muertos, y se desmoronaban en
explosiones de luz y estallidos de restos de ladrillo roto y madera hecha
pedazos. Tor vislumbró bolsas de fuego que bramaban por toda la ciudad.
Gracias a los dioses parecía que habían cortado el gas.
—Tiene un disparador para soltarse —le gritó Galene—. Tire de él y salte
cuando aterricemos.
—Sí —respondió Torvald, aunque no tenía ni idea de lo que haría
después. Reunirse con el concejo era lo que había sugerido Galene.
La plateada comenzó su pasada, virando hacia la colina de la Majestad,
sacudiendo al quorl de un lado a otro, rodando y bajando en picado. Torvald
se aferró a las asas hundidas con las manos casi entumecidas. El tórax
ribeteado de aquella especie de insecto estaba caliente bajo él; el pobre bicho
seguramente estaba agotado y tampoco podría haberlos llevado mucho más
lejos.
Galene había empezado a ascender cuando impactaron contra un puño
invisible. Con un gruñido húmedo, su acompañante se quedó de repente sin
aire. La cabeza de Galene, embutida en el yelmo, lo golpeó en el pecho. Por
un instante, Torvald lo vio todo negro. Cuando empezó a ver otra vez,
estaban girando de una manera enfermiza. Galene tiró de las pihuelas, pero el
quorl respondió solo de forma irregular, sin mover apenas las alas.
—¡Agárrese! —chilló la plateada.
El lado de la colina se presentó de pronto y los recibió con un golpe
oblicuo, después resbalaron de espaldas por la pendiente. Se detuvieron en un
césped, entre la colina y la muralla de la ciudad.
Torvald tiró del disparador y se cayó de la silla.
—¡Vamos!
Galene permanecía desplomada en la silla. Tor la rodeó con la mano para
tirar de su disparador y luego la arrastró y la tumbó en la hierba alta.
—¡Galene!
La moranthiana movió los brazos con desgana. Cuando los habían
golpeado era obvio que ella se había llevado la peor parte y lo había
protegido a él del impacto. Su pobre montura estaba claro que se moría.
Los estallidos y las oleadas de presión que le aporreaban el pecho se
amortiguaron. Torvald alzó los ojos y vio que cada vez más de los quorls que
dibujaban círculos estaban descendiendo. Se posaban solo por un instante
para que los dos jinetes bajaran de un salto y luego volvían a despegar y se
alejaban aleteando con mucha más ligereza que a la venida.
Prometieron un asalto total. Las municiones fracasaron; es hora de la
ofensiva en toda regla.
Levantó a Galene por un brazo y se dirigió a un tramo de escaleras
desvencijadas que trepaban por la ladera. Una especie de acceso para
sirvientes.
Las calles estaban repletas de ciudadanos que intentaban todos huir a la vez y
que, por tanto, eran incapaces de huir a ninguna parte porque el camino
estaba congestionado. Desde los escalones del templo de Sombra, Azogue
vislumbró una extraña oscuridad que colgaba sobre la ciudad, y por encima,
los quorls que dibujaban círculos y las municiones que castigaban la cima de
la colina del Pabellón de la Majestad. Una inmensa cúpula opalescente
rielaba sobre esa cima. Los seguleh parecían dirigirse en línea recta a esa
colina. Las multitudes chillaban y se apartaban, dejándoles el paso franco.
Azogue instó a Corien a continuar.
—¡Venga!
—Nosotros nos dirigimos al oeste —gritó el sargento Cincha—. Esta no
es nuestra guerra. ¡Vais a conseguir que os maten!
Azogue despidió al hombre con un ademán. Cabrón miserable. Le salvo
el pellejo y así me lo agradece. Bueno, su obligación es llevar sus tropas de
vuelta y a salvo. Pues muy bien.
Los Talón marcharon con él y con Corien. Tenían unas sonrisas enormes
pegadas a la cara y miraban a su alrededor como paletos de pueblo, dándose
codazos y señalando edificios como si esa fuera una gran noche de juerga.
Siguiendo la estela de los seguleh consiguieron avanzar a buen ritmo. ¿Y con
exactitud qué es lo que planeas hacer, Azogue? Aparte de, quizá, conseguir
que te revienten esa cabeza de imbécil. Con todo, estos chicos y chicas
estaban cumpliendo una misión. Y ahora van a por sus compañeros. Aquí
está pasando algo, sin duda.
Advertencia tallada
en la entrada de una tumba
Llanura del Asentamiento
Lady Envidia dejó la terraza del segundo piso que se asomaba a los terrenos
de batalla delanteros. Mientras daba golpecitos entre sí a las yemas de los
dedos cruzó la abandonada oficina oscurecida. Así que un imass. Nunca me
hicieron mucha gracia. Criaturas malolientes y desaliñadas que siempre van
dejando trocitos sueltos por ahí. Ladeó la cabeza, pensativa. Hace siglos que
no destruyo uno de esos.
Recordó impertinencias sufridas no hacía tanto de un imass en concreto y
se le endureció la boca. Sí, demasiado tiempo.
Se dirigió a las escaleras.
Pero algo susurrado en la oscuridad la hizo detenerse un instante. Una
presencia. Hay alguien aquí. En las sombras.
—¿Quién va?
—Envidia.
El más leve de los susurros de la noche.
Envidia alzó sus defensas. Su senda crujió e hizo volar papeles que
estallaron en llamas a su alrededor.
—¡Quién va! ¡Exijo que te muestres!
—¿Todavía te asusta la oscuridad, Envidia?
¡Esa voz! ¡Tan conocida! ¿Quién?
—¿Quién eres? —exclamó, vacilante, con una mano en la garganta.
—¡Con razón la temes!
Un destello de municiones iluminó la habitación y en un instante
congelado reveló a un hombre alto vestido todo de negro. Rostro, ojos y
cabello, todo negro. Envidia retrocedió con una mano en la boca, ahogó un
grito, se atragantó y tartamudeó.
—¡Padre…!
Y se desmayó.
Uno de los moranthianos que protegía a Galene señaló algo a través del
bosque, Torvald se puso también a mirar con los ojos guiñados la esquina del
edificio más cercano. Allí había estado uno de los magos (el jorobado de las
proporciones extrañas), pero estaba a gatas, intentando levantarse y
agarrándose el pecho.
—¡Miren! ¡Miren ahí! —siseó Torvald. Estuvo a punto de estirar la mano
para coger a la plateada moranthiana—. ¡Está pasando algo!
Con el tubo rojo todavía apretado en el guantelete, Galene buscó con la
mirada.
El mago se las arregló para erguirse, pero se cayó contra el muro.
Jadeando, en una agonía obvia, se abrazaba el pecho como si fuera a estallar.
Después desapareció.
—¡Miren! —exclamó Torvald—. ¿Lo ven? ¡Ganamos!
—Conténgase, concejal —dijo Galene, y le hizo un gesto a uno de sus
guardias—. Póngase en contacto con los comandantes aéreos. ¿Qué está
pasando?
El soldado negro salió corriendo por el bosque.
Sala tras sala, continuaron librando el duelo. La pesada espada de pedernal
era un contorno borroso en las manos del incansable imass. Palla retrocedía
irremisiblemente, cedía terreno, lograba deslizar por la hoja todos los golpes
y dejaba una infinidad de brechas en las costillas sin carne y en el cráneo y
seguía partiendo pieles medio podridas. La seguleh iba a por las
articulaciones con la esperanza de romper ligamentos y lisiar a la criatura, sin
saber si eso era siquiera posible.
Pero comenzaba a cansarse. Sus reacciones se ralentizaban. La debilidad
del agotamiento absoluto se interponía entre lo que quería y lo que podía
hacer. Sabía que terminaría cayendo, solo era cuestión de cuándo y cómo.
Llegó de manera imprevista en forma de una finta final de la criatura, un
codo en la sien que la aturdió y una garra en la garganta que la asfixió. Palla
parpadeó y se encontró clavando los ojos en dos cuencas vacías donde solo
rielaba un fulgor bajo, como una hoguera en la distancia.
—Me habrías vencido, Sexta —rezongó el imass al tiempo que la
estrellaba contra una puerta de piedra y la soltaba para que cayera—, si
hubiera estado vivo.
El imass continuó su camino.
Rallick observó desde una ventana de las alturas del Gran Salón a los dos
guardias que estrellaban cuadrillo tras cuadrillo contra el legado. Luego los
vio tirar las ballestas al suelo y echar a correr. Por sorprendente que fuera, la
criatura continuaba en pie. Debía de tener quince cuadrillos clavados, pero
continuaba erguido. Se inclinó contra una columna, apoyándose en un brazo.
Rallick había alzado el rollo de fina cuerda de seda, listo para lanzarlo
abajo, cuando de las sombras salió ese sirviente que arrastraba los pies, la
Boca, y se volvió a arrodillar. El tipo salió poco a poco, igual que un ratón
podría rodear a un gato lisiado.
—¡Estás acabado! —chilló la Boca con un puño levantado. Luego se
estremeció—. ¿Cómo puedes decir eso? ¡Se acabó! ¡Del todo! —El tipo
estaba frenético de emoción y sollozaba de forma incontrolable. Empezó a
retroceder—. ¿Huir? ¿Yo? ¿Irme? ¿Por qué? ¿Por qué me iban a matar a mí?
¡Yo no he hecho nada! ¡Nada!
Después saltó como si viera algo aterrador. Se llevó de golpe las manos a
la garganta y el pecho.
—¡No! —dijo sin aliento, horrorizado—. No…, no lo harían. ¡No deben!
Querida Soliel, socórreme…, ¡no!
Huyó corriendo de la cámara.
Tras un momento el legado se irguió junto a la columna. La máscara
descendió y pareció inspeccionar los muchos cuadrillos de ballesta que le
tachonaban el torso y los delgados jirones de humo que se alzaban de cada
herida. Lo que solo se podía describir como una risita apagada lo sacudió. La
criatura se señaló como si quisiera decir «¡pero aquí sigo!». Y siguió riéndose
a carcajadas tras la máscara de oro.
Rallick se apartó con cuidado del saliente de la ventana abierta y se aupó
otra vez al tejado. Se agachó, se pasó las puntas de los dedos por los labios
durante un rato, los ojos entrecerrados, y tomó una decisión. Se metió el rollo
de cuerda por la camisa y se alejó sin ruido por el tejado, rumbo al laberinto
de aguilones desiguales y tejados a dos aguas del complejo.
Tras un rato, el legado se las arregló para rodar de lado e incorporarse; todo
entre las horribles punzadas de dolor que producían los cuadrillos al partirse.
Se tambaleó hacia las puertas, un pesado paso tras otro. Todo el tiempo el
pecho alanceado por cuadrillos se convulsionaba en lo que podría haber sido
una carcajada silenciosa.
Las puertas del Gran Salón se cerraron de un portazo. El legado se detuvo
en seco. Se volvió en un círculo vacilante, arrastrando los pies, para examinar
el aposento con los ojos.
Kruppe salió de detrás de la columna más cercana. Se alisó el pelo
aceitado y se colocó bien los puños de volantes de la camisa y el chaleco
carmesí. Después hizo alarde de agitar un pañuelo en una reverencia
cortesana quizá demasiado elaborada.
—¡Jamás llegó a imaginar Kruppe que su presencia se requeriría en la
corte!
El legado se abalanzó hacia él.
Kruppe se retorció y esquivó por poco una mano que pretendía agarrarlo.
—Vamos, pues, legado. ¡Bailemos otra vez! —Otra mano se lanzó a
cogerlo, y erró la manga por solo un pelo. Kruppe se agachó hacia un lado y
lo esquivó—. ¡Casi! —alentó al otro—. Vamos. Por aquí. —Agitó el pañuelo
—. Le parece a Kruppe que el problema de las máscaras es que no se ve con
claridad.
El legado estiró de golpe una mano engarfiada; una tela se rasgó al
tiempo que Kruppe retrocedía.
—¡Oh, vaya!
—¡El premio gordo! —anunció Eje mientras se echaba hacia atrás después de
limpiar un trozo de tierra del fondo del pozo. Pescador se agachó. Era una
superficie blanca, llana y manchada de barro. Juntos limpiaron un espacio lo
más ancho posible.
—Deprisa, amigos míos —exclamó uno de sus protectores desde arriba.
Eje alzó los ojos y vio que los dientes dorados y plateados del hombre
destacaban en la cara en una sonrisa resplandeciente—. Estamos llamando
demasiado la atención.
—¿Qué? ¿Tú? ¿Llamar la atención?
Pero el hombre había desaparecido y el choque rápido de unas espadas
resonó por todos los lados del pozo. Eje captó la mirada de Pescador y señaló
las botellas.
Juntos destaparon dos y las volcaron. Ninguno estaba preparado para la
reacción que los envolvió al instante.
En el Gran Salón, el legado se apartó con una sacudida tras intentar atrapar a
Kruppe y miró las puertas. Algo parecido a un gruñido apagado de terror
resonó en su garganta. Fue con paso vacilante hacia la salida. A medio
camino cayó de rodillas, se tambaleó y luego se derrumbó bocabajo, unos
últimos cuadrillos de ballesta se partieron y la máscara chocó con un tintineo
metálico contra el suelo.
Todavía receloso, Kruppe se adelantó muy poco a poco para mirar más de
cerca.
Los miembros del legado cambiaron de posición cuando su dueño se
removió contra las losas de piedra pulida. Empezó a avanzar a rastras.
Kruppe abrió los brazos con gesto irritado. ¡Grandes Fuerzas Elementales!
¿Qué más ha de hacer Kruppe?
Mientras deslizaba un brazo por delante del otro, el legado empezó a
reírse por lo bajo. Y mientras se arrastraba la risita se fue hinchando hasta
convertirse en una carcajada lúgubre, sorda.
Kruppe retrocedió. Se metió el pañuelo por una manga y se puso las
manos en las caderas. Las mejillas con hoyuelos se crisparon en un ceño
inseguro.
En serio, ya. Esto es de lo más irrazonable.
—No se oye nada —susurró el concejal D’Arle desde su puesto junto a las
escaleras que subían del sótano más profundo—. Quizá debería echar un
vistazo.
Coll posó una mano en el brazo del anciano.
—Iré yo. —Se volvió para examinar a los reunidos: concejales,
aristócratas y burócratas de la corte que lo miraban desde la oscuridad. Nadie
más se ofreció. Suspiró, soltó la espada en la vaina y empezó a subir.
A medio camino se detuvo cuando oyó unos pasos detrás. Redda Orr
dobló una esquina tras él.
—¿Qué estás haciendo? —le susurró Coll.
—Voy contigo.
—No, de eso nada. Esto no es una excursión. ¡Quédate abajo!
—¡Estoy adiestrada! —La chica sacó su espada fina más rápido de lo que
él podría hacerlo jamás.
Coll sacudió la cabeza.
—Estoy seguro, niña. Pero esto no es ningún campo de duelos.
—Podría vencerte, anciano…
—Quizá. —Coll señaló a un lado—. ¿Qué es eso?
Redda miró. El concejal le quitó la hoja de la mano. La chica se quedó
con la boca abierta, petrificada, luego la furia resplandeció en sus ojos.
—¡Qué truco más sucio!
—Pues sí. —Coll empezó a subir otra vez las escaleras con las dos
espadas—. El mundo está lleno de ellos, así que será mejor que te
acostumbres.
Cuando se acercó al último rellano, se echó bocabajo para asomarse por
el borde, la hoja lista. Su mirada se encontró con las sandalias de dos seguleh.
Uno le hizo un gesto para que volviera a bajar por las escaleras.
Maldita sea, somos prisioneros. Puñeteros prisioneros.
¿Qué está pasando? ¿Ha ganado el legado?
De repente se le ocurrió algo mientras bajaba, hizo una pausa y tragó
saliva. ¡Dioses! ¿Ahora somos prescindibles?
Jan encontró las puertas dobles del Gran Salón cerradas, pero se abrieron sin
dificultad cuando las tocó. Dentro yacía el legado, o su cuerpo. Yacía de
espaldas, las manos cruzadas sobre el pecho. Un bosque de cuadrillos rotos
sobresalía de él en todos los ángulos. El resplandeciente óvalo dorado
continuaba clavado en su rostro. Pero estaba estropeado; una grieta recorría la
máscara, desde la parte inferior de una mejilla hasta justo debajo de un ojo
grabado. Jan se acercó. Quería arrodillarse para asegurarse, pero si lo hacía
era muy probable que se le reabriera la herida del costado. ¿Estaba muerto?
No estaba seguro.
Una voz le susurró entonces, dentro de su mente:
—Sirviente…
Se apartó con un estremecimiento. ¿Qué era eso?
—Coge la máscara, sirviente.
¿La máscara?
—Sí. Percibo que estás herido. Acéptala y vivirás para siempre.
¿Aceptarla? ¿Llevarla puesta?
—Sí. Se me ha desterrado de esta carne, pero acepta la máscara y juntos
viviremos otra vez.
Jan se apartó del cadáver. No.
—¿No? ¡No! No tienes elección, servidor. ¡Haz lo que te ordeno!
No. Nuestra esclavitud ya hace mucho que se acabó. Hemos encontrado
nuestro propio camino. Ahora somos nuestros propios dueños. Yo te
consigno al pasado. Te doy la espalda. Ya no existes.
—¡Esclavo! ¡Vuelve! ¡Te lo ordeno! ¡Obedece!
Jan se alejó de allí. Al salir del salón del trono se encontró con uno de los
magos favoritos en las puertas; el que se hacía pasar por bailarina. La chica se
acercó tambaleándose, cubriéndose con un brazo el estómago y con un dolor
extremo en el rostro aterrado.
—¿Qué está pasando? —jadeó la chica—. ¿Dónde están los demás? ¿Qué
ha ocurrido?
—Para nosotros está muerto —dijo Jan con voz inexpresiva y siguió
caminando con gesto rígido.
—¡No! ¡Imposible! —La joven se precipitó hacia el salón.
Después de que los seguleh regresaran al interior, Torvald esperó con Galene.
La moranthiana daba golpecitos con la batuta en la palma de su mano y
sacudía el yelmo.
—Temo que ya tenemos nuestra respuesta —murmuró—. Lo siento. Pero
una vez que llegue recado de que sus compañeros del concejo han salido, me
veré obligada a actuar.
¡Que los dioses nos protejan! Torvald se volvió para estudiar el paisaje
de Darujhistan que se extendía allá abajo, bajo la luz que crecía por el este.
Los varios incendios parecían haberse dominado, se había burlado la
amenaza inminente de una tormenta de fuego que alimentaran los estallidos
de gas. Por eso dio gracias. Un milagro. ¿Se atrevía a esperar otro?
—¿No podría…?
—No. —La plateada se frotó la pierna y siseó de dolor—. Si fuera solo
cosa mía… quizá. Pero no estoy sola. Debo pensar en mi pueblo. No
podemos permitir que exista esta amenaza.
—Entonces yo también lo siento, porque no tengo ni idea de cómo se
tomará esto el concejo. Podría estallar una guerra entre nosotros.
—Quizá.
Un grupo de soldados negros se acercó a la carrera. Uno le hizo a Galene
un saludo militar.
—A un pequeño grupo que contenía seguleh se le permitió atravesar el
cordón.
Galene se irguió, indignada.
—¿Se le permitió pasar? ¿Con qué autorización?
Otro de los soldados la saludó también.
—La mía, comandante.
Torvald estudió al último que había hablado. Parecía el moranthiano más
viejo que había visto hasta el momento. Las placas quitinosas de su armadura
eran gruesas, con grietas y arrugas. Lucía la infinidad de escarificaciones y
boquetes de un veterano de muchas batallas.
Galene saludó al soldado con la cabeza.
—Sargento mayor. Su historial es irreprochable. ¿Por qué lo ha hecho?
El veterano se inclinó.
—Mi señora. Sabe que yo estuve en el primer contingente que sirvió
junto a los malazanos. Luché con ellos durante décadas. Permití pasar a ese
grupo por el hombre que estaba con ellos. Aunque ya han transcurrido
muchos años, lo reconocí. Lo reconocería en cualquier parte. Era Dassem, la
primera espada del Imperio.
Torvald no daba crédito a lo que estaba oyendo. ¿La primera espada?
¿Allí? ¿Era creíble?
La voz de Galene apenas era audible.
—Eso es imposible.
—Elegida —continuó el veterano—, ¿debo recordarle que nuestro tratado
de alianza con los malazanos incluía a Dassem como signatario?
—Y si vive…
—Exacto, elegida. Si vive…, al contrario de lo que habíamos supuesto, el
tratado no es nulo.
El momento había llegado. Jan sabía que no podía demorarlo más; estaba a
punto de caer. Ya en sus paradas y giros había estado preparando el camino,
dejando el lado herido un poco abierto. Y en ese momento, en una estocada
de respuesta desbordada, comenzó una recuperación que provocaría la
contraestocada, y en la fracción de latido que empujó a Gall a hacer el
movimiento, invirtió la recuperación y avanzó para recibir la espada que ya
destellaba hacia él, y la hoja afilada entró deslizándose con tanta suavidad
como si estuviera atravesando una tela.
Yusek no podía estar segura. A ella le parecía que el tercero había atravesado
al segundo en el costado de forma deliberada cuando el otro se estaba
volviendo hacia él. No pudo contener un chillido de conmoción y horror. El
suyo fue el único grito en aquel salón sumido en un silencio absoluto.
Palla no se movió. Esto no está pasando, se dijo. Estas cosas no pasan. Pero
el segundo yacía con la espada del tercero ensartada en su costado. Solo con
un esfuerzo consciente pudo mover las piernas. El séptimo y ella se
acercaron. Todos los demás permanecieron inmóviles, callados.
Conmocionados hasta el punto de ser incapaces de reaccionar, quizá.
Gall estaba petrificado. Se miraba las manos vacías como si no pudiera
creerlo. Alzó la mirada y a través de la máscara, Palla vio desolación.
—Yo no… —gimió el seguleh.
—Lo sé —respondió el séptimo.
Se arrodillaron junto a Jan. Todavía vivía, jadeaba y su aliento era
húmedo.
—Oru —dijo con voz ronca.
—¡Undécimo! —exclamó Palla.
Cerca resonó un estrépito; Gall había caído de rodillas y se cubría la cara
con las manos. Se balanceaba y estremecía con un llanto silencioso.
Oru corrió hacia ellos. El segundo tragó saliva para poder susurrar.
—Mi última petición, Oru. —Le costaba pronunciar—. Ofrécele la
máscara al séptimo.
—¿Qué? —exclamó Palla con un grito ahogado—. No. ¡Vivirás! No hace
falta.
El séptimo se irguió con una sacudida repentina.
—A mí no me ofrezcas esa cosa.
—Debes hacerlo —musitó el segundo—. Tú nos llevarás… a casa. —Los
ojos tras la máscara salpicada de sangre se cerraron.
—¡Jan! —dijo Palla entre dientes, los labios apretados para contener un
grito feroz—. ¡Jan!
—Está muerto —dijo Oru. El undécimo se irguió y se volvió para mirar a
los seguleh reunidos. Estudió la máscara que sostenía con ambas manos.
Tras un largo momento alzó la cabeza para que lo vieran todos los
presentes y dibujó un círculo completo.
—Todos me conocéis —empezó a decir en voz baja—. Sabéis que hace
años tuve una visión, una visión en la que podía encontrar nuestro legado
perdido, nuestra herencia. También sabéis que, por tradición, la marca del
primero no se puede coger…, solo se puede ofrecer. Vine con toda la
intención de ofrecérsela a nuestro segundo. Pero la rechazó. Su última
petición fue que se ofreciera al séptimo…
»Pero —continuó tras un duro suspiro— somos seguleh. No debemos
olvidar quiénes somos. Y para nosotros el rango es primordial. Por tanto…
estoy obligado por la tradición. Por el deber. Por nuestro antiguo código.
Debo ofrecer esta máscara del Sin Mácula, el primero, al tercero.
Se volvió hacia donde Gall se había agachado y se mecía sumido en una
angustia muda.
—Tercero… ¿la aceptas?
Con el rostro todavía cubierto, el hombre se negó con una sacudida
salvaje de la cabeza.
Oru se volvió hacia Palla a continuación.
—Sexta. ¿Aceptas?
Durante todo ese tiempo Palla no había apartado los ojos del segundo
muerto. Sin alzar los ojos, negó con la cabeza.
Oru se volvió hacia el séptimo.
—Ha llegado a ti, Séptimo. ¿Aceptas?
El hombre levantó una mano.
—Un momento…, hay uno aquí que quizá decida disputarlo.
Oru ladeó la cabeza, lo pensó y luego se giró hacia la entrada.
—Octavo —exclamó—. ¿Quieres acercarte?
Lo se adelantó. Sall fue a seguirlo, pero se detuvo para señalar a Yusek
con un dedo.
—Tú, quédate aquí.
—No me jodas —respondió ella por lo bajo.
Lo se acercó a Oru. El séptimo lo miró.
—Dime, Octavo. Si esta máscara llegara a ti, ¿qué harías?
El enjuto hombre se encogió de hombros con indiferencia. Tras la
máscara, los ojos estaban entornados, con una expresión casi perezosa.
—Se ha proclamado un desafío. Hay que hacerle frente.
Desde un lado, Sall fue a adelantarse conteniendo el aliento, pero una
señal de Lo lo mantuvo a raya.
El séptimo dejó escapar un suspiro desigual.
—Dioses… Dicen que nunca hay que jugársela con los seguleh, y ahora
sé por qué. —Miró con furia al octavo. Los profundos ojos azules se
oscurecieron y movió las manos a los costados—. Maldito seas, Lo. Estás
decidido a no dejarme margen… —Bajó la voz todavía más y rezongó—:
Estoy por dejarte en evidencia.
—Pero no lo harás. —El octavo le hizo un gesto a Oru para que se
acercara. El undécimo le tendió la máscara.
Sin una sola palabra, el séptimo se quitó de golpe la espada de la espalda
y le sacudió los trapos que la envolvían. De cien gargantas se escaparon
suspiros siseados cuando se reveló la vaina de madera negra, la empuñadura
reforzada hasta ser negra como la noche, y la esfera de piedra como el
azabache que era el pomo. El séptimo se la ató al cinturón y luego alzó su
perfil hacia los reunidos.
—No alego que carezco de mácula, no yo —comenzó a decir, y la
emoción le quebró la voz y lo obligó a parar. Tras un momento continuó—.
Nada más lejos de eso. Sin embargo, acepto este honor con la promesa de que
quizá algún día llegaré a ser digno de él.
Cogió la máscara de piedra blanca translúcida de manos de Oru y se la
llevó a la cara.
—Joder, qué silencio hay aquí —murmuró Torvald en voz alta, solo para oír
hablar a alguien; los moranthianos estaban todos callados. Unas bandas rosas
y doradas comenzaban a iluminar los vientres de las nubes por el este.
Empezaba a amanecer. Los moranthianos continuaban listos para la batalla.
Parecían estar esperando que los seguleh salieran a la carga en cualquier
momento. Y en ese caso, por lo que él había visto, no le parecía que nada los
fuera a detener.
Un mensajero negro se acercó corriendo a Galene y saludó.
—No combatientes capturados en los terrenos, elegida.
—¿Quiénes son?
—Un ciudadano, malazanos y otros extranjeros.
—¿Malazanos y extranjeros? ¿Qué están haciendo aquí?
—Parecen haber venido a ayudar en la lucha.
—Bueno, suéltelos con una advertencia.
El negro volvió a saludar.
—Muy bien. —Y empezó a alejarse.
—¿Dónde están los concejales? —preguntó Torvald.
El mensajero miró a su comandante. Galene hizo un gesto para permitirle
responder.
—Se les ha escoltado fuera de la colina.
—Gracias.
Galene miró a Torvald. Se cruzó de brazos, la batuta roja todavía en una
mano.
—Lo siento, concejal. No puedo demorarlo mucho más. Nos retiraremos
y luego me veré obligada a dar la señal.
—Yo también lo siento mucho, diablos. Esto destruirá nuestras relaciones
durante las décadas venideras.
Galene asintió.
—Cada vez se parece más a un concejal, Nom de Nom. —La plateada se
volvió hacia un asistente e hizo una señal. El moranthiano se fue corriendo
haciéndoles señales a otros. Las tropas negras moranthianas comenzaron a
moverse, a prepararse para la retirada—. Nosotros seremos los últimos —le
dijo la elegida a Tor.
Juntos observaron retroceder a las tropas, que se dirigieron a las escaleras
y las calzadas serpenteantes que bajaban por la colina de la Majestad. La
mirada de Torvald no dejaba de regresar a la entrada principal reventada.
¿Qué estáis haciendo ahí dentro, malnacidos? ¿Es que pretendéis
esconderos y esperar a que pase todo?
Entonces le llamó la atención un movimiento y dio un grito, casi aterrado.
—¡Galene! ¡Viene alguien!
La plateada giró en redondo hacia la entrada, llevándose una mano a la
espada.
Se acercaba un pequeño grupo de seguleh, no la carga general que habían
temido. Por las máscaras, esos hombres y mujeres representaban a los
máximos líderes de su pueblo. Un tipo, sin embargo, era mucho más fornido
y de piel mucho más oscura, tan oscura como muchos malazanos, de hecho.
Y la máscara que lucía resplandecía de color blanco a la luz del amanecer,
como si refulgiera. Torvald entrecerró los ojos y la miró con más atención:
era… Se volvió hacia Galene.
—¡Esa máscara! Es…
—Sí. Ya lo veo —respondió ella, y había algo en su voz que Torvald no
había oído jamás, lo que podría ser un toque de asombro. La plateada se
cruzó de brazos y esperó al grupo.
Los cuatro seguleh, tres hombres y una mujer, se detuvieron frente a
Galene. El líder, que ni siquiera era de su raza, le pareció a Torvald, cruzó los
brazos como Galene.
—¿Usted es la elegida al mando de este grupo de asalto? —preguntó,
hablaba en daru con un acento bárbaro.
—Soy Galene. —Después se inclinó ante el hombre—. Saludos, Primero.
Es un honor inesperado.
¿Primero?, se preguntó Torvald. ¿Así que ese era el hombre? Pero ¿qué
primero? Y Torvald seguía sin conocerlo, la máscara le ocultaba la cara.
—Propongo guiar a los seguleh al sur, a Sortilegio. Tiene mi palabra de
que no regresaremos jamás. ¿Qué dice? —Su mirada se deslizó hacia otro de
los seguleh, uno que lucía diez cortes en la máscara, y continuó—. ¿Habrá un
desafío entre nosotros, elegida?
Galene descruzó los brazos. Su armadura relucía como un espejo bajo la
luz creciente.
—No puede haber desafío entre nosotros, Primero.
El otro inclinó apenas la cabeza a modo de saludo militar.
—Muy bien. Saldremos por la puerta de Ciudad Miserias. Notifíqueselo a
sus fuerzas.
Galene hizo un saludo militar.
—Hecho. Primero… —exclamó cuando el otro se giró.
—¿Sí?
—Es… un alivio.
El hombre se inclinó por un breve instante otra vez.
—Para mí también.
Torvald los vio marcharse. ¡Dioses maravillosos! ¿Ya estaba? ¿Hecho?
¿Terminado? Incapaz de hablar, agotado de repente, observó que Galene
cambiaba la batuta roja por una dorada. La levantó hacia el cielo y la giró.
Una especie de munición salió disparada de ella y surcó el cielo sereno de
color azul profundo, donde estalló en una llama ambarina que chisporroteó.
Torvald la observó flotar como una flor en llamas, con su humo y sus
estallidos.
Puesto que le había tocado la guardia del amanecer, Mezcla hizo un desayuno
temprano de lonchas fritas de beicon, huevos, el cabo de una hogaza de
pesado pan negro y una tetera de infusión de hierbas, y se sentó cerca de la
parte frontal a comer.
El olor a comida despertó a Rapiña, que estaba dormida en un banco. Se
sentó y movió el cuello en círculos para quitarse la rigidez.
—Guárdame un poco de té.
—Claro.
Rapiña gimió y se frotó la cara, todavía sentada.
—¿Sabes?, de verdad que esperaba algo anoche, al amparo de todo ese
follón.
—Yo también. Tampoco sé nada de Eje ni de Pescador.
—Cierto. No me puedo creer que esos moranthianos bajaran a enfrentarse
a los seguleh.
—Debían de ir cargados con municiones metidas hasta por donde tú
sabes.
Mezcla tomó un sorbo para tragar un bocado de pan y luego dejó la taza.
—¿Has oído algo?
—¿Qué?
—Fuera, ahí delante… —Echó hacia atrás la silla.
La barrera de la puerta explotó hacia dentro con un estallido de astillas y
tablas que salieron volando. La pesada mesa de roble que sostenía los bancos
apilados se deslizó hacia atrás y chirrió sobre el suelo de piedra. Mezcla
tropezó con su silla. Rapiña tiró a un lado la mesa que tenía delante y se
dirigió a la barra.
Un gigante luchaba por abrirse paso entre las maderas destrozadas de la
puerta.
Mezcla sacó los cuchillos largos y salvó el espacio de un salto, los brazos
echados hacia atrás para acuchillar. Las dos armas dieron en el blanco que
ofrecía el pecho del gigante blindado, aunque una rebotó y la otra se hizo
pedazos. Un barrido de un grueso brazo la tiró volando hacia atrás.
Rapiña disparó una ballesta desde la barra, pero el cuadrillo rebotó en la
armadura taraceada de la criatura, que se adelantó y apartó a empujones los
bancos apilados y las maderas rotas. Mezcla corrió hacia la cocina. Rapiña
volvió a cargar. Duiker apareció por el pasillo y se agachó.
Rapiña disparó otra vez, pero el segundo cuadrillo rebotó en el yelmo
completo de la criatura. La veterana tiró al suelo la ballesta y se decidió a
salir de detrás de la barra.
El gigante siguió retirando a manotazos unos bancos y dio otro paso.
Mezcla entró de la cocina, llevaba la gigantesca hacha que tenían para partir
troncos. La levantó por encima de la cabeza con las dos manos y cruzó
corriendo la habitación tras dejar escapar un aullido de guerra capaz de
cauterizar la sangre. El hacha se estrelló contra el pecho de la criatura y salió
despedida de las manos de Mezcla. Una gran lluvia de lascas de piedra
cayeron con estrépito al suelo y la cosa aquella dio un único paso pesado
hacia atrás. Había aparecido una grieta en la ancha armadura del pecho.
—¡No es humano! —chilló Mezcla.
Duiker surcó por el pasillo con un gran mandoble en las manos. Lo
desenvainó con una sacudida y avanzó. Mezcla buscó el hacha. Rapiña
levantó uno de los bancos y lo blandió contra la cosa para intentar hacerla
retroceder. La criatura tanteó con torpeza en busca del banco.
El mandoble arrancó lascas de piedra de brazos y torso, pero continuó
avanzando. Parecía dirigirse en línea recta a las escaleras que bajaban a los
sótanos. Rapiña lo machacó utilizando el banco como ariete mientras Mezcla
y Duiker solo conseguían hacerle cortes en los brazos. Al acercarse a la cima
de las escaleras, la criatura se las arregló para sujetar el mango del hacha y
arrancársela a Mezcla de las manos. Partió el grueso mango en dos y tiró los
trozos.
—¡La munición de Eje! —chilló de repente Rapiña.
—¡Eso! —Mezcla esquivó una mano torpe y corrió a la barra.
Duiker y Rapiña cogieron el banco y repelieron a la cosa dándole golpes
con él en el pecho. Mezcla reapareció detrás de la criatura, aislada.
—¿Y ahora qué?
—¡Tírate en picado! —chilló Rapiña.
Mezcla abrazó la munición, se encorvó y luego se arrojó hacia delante, se
deslizó entre las amplias piernas separadas del ser, y estuvo a punto de caer
por las escaleras. Duiker la detuvo. La criatura plantó un pie en los escalones
del sótano. Los tres se miraron, estaban encerrados.
—¿Y ahora qué? —preguntó Rapiña otra vez.
—No… —empezó a decir Duiker, pero entonces una mano esquelética lo
cogió por el hombro y lo apartó de un empujón. Una fila de seguleh no
muertos llegaron subiendo por las escaleras, desenvainando sus espadas.
Duiker, Rapiña y Mezcla se deslizaron por los muros para esquivar las armas
que blandían.
Los guardianes, o lo que fueran, mantuvieron al gigante a raya durante un
rato. Sus armas arrancaron grandes trozos de la armadura, que parecía estar
compuesta por capas de placas de piedra sólida o arcilla cocida. Su terminado
de piedras multicolores incrustadas ya hacía mucho que se lo habían robado.
Sin embargo, la criatura los estaba destruyendo; las torpes manos de piedra
agarraban brazos y los arrancaban de las articulaciones; se cerraban sobre
cabezas y aplastaban cráneos como si fueran fruta madura. Los guardianes
estaban cayendo uno por uno. Los miembros desgarrados y los cuerpos
mutilados atestaban las escaleras.
Abajo, en la oscuridad del primer sótano, los tres se miraron. Duiker
señaló el maldito que tenía Mezcla en las manos. La veterana asintió.
Esperaron hasta que cayó el último de los seguleh encurtidos. Duiker
cogió una tea y luego Rapiña y él se echaron en la escalera mucho más
estrecha y de piedra tosca que llevaba al sótano inferior, el que nunca usaban.
Desde lo alto de esa escalera, Mezcla aguardó a que el gigante hiciera su
aparición.
Sus pasos plúmbeos lo anunciaron. Cada uno hacía temblar la piedra.
Dobló la esquina del rellano.
—¡Municiones! —chilló Mezcla, lanzó y saltó por las escaleras.
Oyeron que el maldito se agrietaba como una olla caída. Después el
gigante dio otro paso.
Duiker maldijo por lo bajo.
—¡Qué te parece! —gruñó Mezcla—. Así que estaba hueco de verdad.
Resonó otro paso y bajo ellos crujió la roca como bajo una presión
inmensa.
—¿Y ahora qué? —susurró Rapiña, con fiereza.
—Larguémonos de aquí —dijo Duiker.
Rapiña se puso en pie.
—Y que lo digas, joder.
Volvieron a subir al sótano de arriba, solo para encontrarse con que el
gigante había llegado al estrecho pasillo que se abría entre los toneles
apilados hasta el techo. Estaban atrapados.
—¡Mierda! —exclamó Rapiña, y echó mano a sus vainas solo para
encontrarlas vacías—. ¿Y ahora qué?
Agotado, Duiker se limpió la cara sudorosa.
—Retrocedemos. Quizá se ensanche ahí abajo.
—Todo un plan —rezongó Mezcla, y les hizo el gesto de marchar hacia
atrás.
Las escaleras eran irregulares, cortadas con tosquedad y recubiertas de
moho, incluso con algo que parecía una especie de musgo o unos líquenes
gruesos. Duiker esperaba que el trasto perdiera pie y bajara dando tumbos
convertido en un montón de cascajos. Después pensó: ¿líquenes…?
¿Creciendo en esas escaleras de piedra tallada? Eso significaría… Que Ascua
los protegiese: ¡miles de años!
Las escaleras perdieron definición hasta que Duiker se encontró
deslizándose de espaldas por un simple tobogán de piedra. Colgaban raíces
que les arañaban el pelo. El ambiente se había hecho más cálido y mucho más
húmedo.
—Jamás habíamos bajado tanto —susurró Rapiña en voz muy baja—.
¡No sé si puedo bajar más!
Duiker, que encabezaba el descenso al revés, chocó con una superficie
plana y dura. A la luz tenue de la antorcha podía distinguir apenas una losa de
granito cortada con tosquedad.
—Final del camino —exclamó—. Parece la entrada a una tumba.
En la penumbra, Rapiña dio un puñetazo a una pared de tierra.
—¡Fener se lo lleve! No me lo puedo creer, joder. Menudo sitio
asqueroso para morir. ¡Derríbalo!
—¡No! Creo que para eso ha venido él —dijo Duiker—. Si lo embestimos
todos y lo golpeamos a cierta altura, quizá lo hagamos tropezar. Uno de
nosotros podría pasar. —Vislumbró un movimiento por el estrecho túnel—.
Aquí viene. —Clavó el extremo de la antorcha en lo alto de un muro—.
Vamos.
—Yo primero —rezongó Rapiña, se giró de lado y encorvó un hombro.
Volvieron a subir corriendo el túnel inclinado. Rapiña y Mezcla dejaron
escapar bramidos de guerra por el camino. Dieron un salto en el último
instante y se estrellaron contra el pecho maltratado de la criatura, pero solo
consiguieron desplomarse juntas a los pies de piedra. El engendro se
tambaleó hacia atrás, pero no cayó.
Tiradas delante de aquel ser, las veteranas alzaron el rostro, magulladas y
perplejas. La criatura permanecía inmóvil, como la estatua que quizá había
sido en realidad. Un crujido agudo, repentino, hendió el aire como el estallido
de una olla defectuosa en un horno, un brazo se soltó, cayó sobre ellas con un
ruido seco, bajó rodando por el túnel y estalló en mil pedazos. El otro brazo
se partió y cuando tocó el suelo explotó como loza.
Todos se levantaron como pudieron y retrocedieron. Una gran grieta se
disparó en una diagonal irregular por el torso, las mitades se deslizaron en
direcciones contrarias y se estrellaron en un millar de fragmentos. La parte
inferior del torso y las piernas cedieron hacia delante y también se hicieron
trizas.
El parpadeo de la antorcha reveló detrás de los restos a un hombre con
cabello canoso, largo y liso, que vestía una gastada camisa sucia y unos
pantalones. Una joven rondaba detrás de él, vestida con ropas oscuras y con
un bastón en la mano. Mezcla le echó un vistazo al hombre, se quedó con la
boca abierta y luego tanteó las vainas vacías otra vez.
—¡El puto Tayschrenn!
Rapiña se sacó un puñal del cinturón.
—¡Un momento! —bramó Duiker. Se abrió camino y una sonrisita
extraña rozó los labios del recién llegado.
—Duiker —dijo—. Si había un hombre con el que no esperaba
tropezarme, ese eras tú.
El viejo historiador imperial lo miró de arriba abajo.
—Eres tú —dijo sin aliento, asombrado—. Pero no… Pareces diferente.
—Envejecemos. Las cosas cambian. Tienes razón… No soy el hombre
que era.
Rapiña lanzó un bufido al oír eso.
—¿Qué quieres? —Alzó la barbilla con gesto desafiante—. Estamos
retirados. Ya es oficial. En los libros y todo.
El mago supremo sacudió la cabeza y frunció el ceño.
—Comprendo tu ira y suspicacia, abrasapuentes. Tienes todo el derecho
del mundo. Lo único que puedo decir es que siento lo que ocurrió. Lo
lamento mucho.
—¿Lo sientes? —lo imitó Rapiña con tono burlón—. ¿Tú lo sientes?
Tayschrenn miró por encima del hombro.
—Retrocedamos, Kiska.
En el sótano, los tres todavía miraban de reojo al mago supremo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Duiker.
El mago supremo señaló el túnel.
—He venido para intentar algo largo tiempo demorado. Algo que debería
haberse hecho hace años.
Rapiña y Mezcla intercambiaron miradas perplejas. Duiker miró el túnel,
luego se volvió de nuevo hacia Tayschrenn. Se mesó la barba gris.
—Si tengo razón en lo que sugieres, creo que nadie ha sido jamás lo
bastante fuerte, o no ha tenido la voluntad suficiente, para arriesgarse. Si
fracasas, lo más probable es que termines destruido.
Al oír eso, la joven que iba con Tayschrenn se sorprendió y se volvió para
mirarlo con furia.
—¿Qué es esto? —siseó.
El mago supremo alzó una mano para pedir silencio.
—¡No! No me voy a callar. Eso no lo había dicho.
Duiker captó la atención de Mezcla y señaló las escaleras. Mezcla le dio
un codazo a Rapiña y empezaron a subir.
El sótano más profundo era una sola habitación vacía y más o menos
octogonal. En el centro se sentaba una única figura con las piernas cruzadas.
Ocupaba una serie de círculos concéntricos grabados en el suelo, que estaba
salpicado de guardas, sigilos y símbolos en idiomas no hablados por ningún
humano. Tenía la cabeza inclinada y el largo cabello negro le colgaba en una
cortina que tocaba el suelo que tenía delante.
Taya bajó la amplia escalera deslizándose por un muro. Se apretaba un
costado, la sangre le manchaba esa pierna. Los vaporosos pañuelos estaban
hechos jirones. Se arrojó al suelo ante la figura agachada, una mano estirada,
suplicante.
—¡Madre! ¡Protégeme!
La cabeza de la figura se alzó.
Topper bajó las escaleras a toda velocidad. Cuando vio de repente a las
dos mujeres se detuvo con cierta vacilación. Levantó las hojas que llevaba a
los costados y ladeó la cabeza.
La mujer que estaba en el centro de las guardas se puso en pie. Sonaron
unas cadenas que iban desde sus muñecas a unas anillas incrustadas en el
suelo, a los lados. La mujer envolvió una de las cadenas con una mano y tiró.
El metal chirrió y la cadena se partió. Hizo lo mismo con la otra.
Topper alzó las cejas en un silencioso gesto de admiración. Una sonrisa
fiera le crispó los labios y les dio un papirotazo a las espadas, que salpicaron
el suelo con unas gotas de sangre.
La mujer avanzó y salió de los círculos concéntricos, arrastraba las
cadenas tras ella. Fustigó una y mandó una serie de chispas por el aire.
—Patrón de la Garra —dijo tras la cortina de pelo que le cubría la cara—,
¿es que tenemos algún pleito?
Topper movió la pierna izquierda un poco más hacia atrás.
—Vorcan. Estoy aquí por esa. Debe pagar por un crimen contra el
Imperio.
Vorcan volvió la vista y miró a la figura postrada.
—Déjamela a mí.
—¿A ti? —Un ceño de perplejidad arrugó la frente del hombre. Se dio
unos golpecitos en los labios con una hoja ensangrentada mientras lo
pensaba. Tras un momento regresó la sonrisa fiera y le dedicó una burlona y
elaborada reverencia cortesana—. Muy bien. Por ahora. Sin embargo, si la
vuelvo a ver, le arrancaré la cabeza.
Vorcan señaló las escaleras. Todavía medio inclinado, Topper retrocedió
sin apartar ni un momento los ojos de ella. Al llegar arriba desapareció en un
torbellino de oscuridad.
Vorcan se volvió de nuevo hacia Taya.
Esta yacía de lado, todavía jadeando, empapada en un baño de sudor, de
dolor y agotamiento. Se quedó mirando a Vorcan, las cejas arqueadas en un
gesto de asombro.
—Todo este tiempo… —dijo sin aliento—. Podrías haber…
—Sí. Si así lo hubiera decidido… por voluntad propia.
Taya negó con la cabeza en un gesto mudo de incomprensión triste. Hizo
una mueca, siseó y luego se levantó como pudo.
—Bueno, gracias. Sabía que me ayudarías, madre.
Se oyó un chasquido metálico y Taya levantó un brazo con una sacudida.
Una de las cadenas colgaba de su brazo.
—¿Qué es esto? —Vorcan le cogió la otra muñeca y transfirió la segunda
cadena—. ¡No! —Taya fue a coger un cuchillo caído. Vorcan lo apartó de
una patada y apretó el cuello de su hija con su puño de hierro. Mientras la
sujetaba con tal fuerza que casi la estrangulaba, volvió a acoplar las cadenas a
las anillas. Después arrojó a su hija al suelo y retrocedió.
Taya se abalanzó, pero las cadenas tintinearon, chirriaron y la refrenaron.
Se quedó allí tirada, frotándose las muñecas.
—¡No puedes hacerme esto! ¡Te arrancaré el corazón!
Vorcan continuó subiendo de espaldas las escaleras.
—¿Madre? ¿No irás de verdad a…?
Vorcan desapareció. Una puerta invisible se cerró con un ruido pesado y
se oyó el estrépito de un cerrojo.
—¡Madre! ¡No me dejes así!
Taya se derrumbó y se acurrucó en posición fetal en el centro de los
anillos concéntricos. Se envolvió el cuerpo con los brazos y apoyó la cabeza
en el suelo frío y duro.
—Madre…
Con un puño aferrando la camisa del erudito, Rallick llamó con fuerza a la
puerta de la Casa del Finnest. Ebbin se quedó mirando, absorbiendo todos los
detalles de la extraña estructura.
—¿Esto es…? —murmuró, asombrado—. Entonces había de verdad…
La puerta se abrió de golpe y apareció un horror. Ebbin dio una sacudida,
a punto de ponerse a gritar, pero Rallick le tapó la boca con la mano. El
erudito se desplomó en sus brazos, desmayado.
—Un cartel —anunció Raest—. Eso es lo que necesito. Algo como…
«Cuidado. No pisen los túmulos».
—¿No podéis acogerlo?
—Ya tenemos un huésped.
—¿Ese tipo que duerme?
Raest volvió a subir el pasillo arrastrando los pies. Rallick lo siguió con el
cuerpo de Ebbin detrás. El jaghut señaló al hombretón tirado en el suelo,
roncando.
—Nuestro huésped. Callado. Poco exigente.
Rallick estudió al hombre despatarrado. Cuando lo miró bien lo
reconoció; de hecho, sabía dónde lo había visto. Estaba con ese herrero
extranjero. Sujetó mejor a Ebbin.
—Bueno, quizá ahora le gustaría irse… ¿Puede?
—¿Puede qué?
Rallick estudió la cara muerta y llena de cicatrices del jaghut. Carraspeó.
—¿Puede…? Quiero decir, ¿está sano? ¿Entero?
—Físicamente sí. En cuanto a su mente… está igual que cuando vino a
nosotros.
Ebbin despertó en los brazos de Rallick. Miró a su alrededor y frunció el
ceño.
—¿Dónde estoy?
—¿Podrías despertarlo?
—No.
—¿No?
—No. Yo no puedo. Tú, sin embargo, quizá.
Rallick hizo lo que pudo por ocultar su irritación. Sentó a Ebbin, lo apoyó
en una pared, y se arrodilló junto al hombretón. Le tocó la mejilla con el
dorso de una mano. Estaba caliente como la de un niño.
—¿Este es…? —jadeó el erudito Ebbin. Señaló a Raest—. ¿Eres…? ¡Por
todos los dioses! ¡Tengo un millar de preguntas!
De pie junto a Rallick, el jaghut dejó escapar un gruñido largo y bajo.
La luz cada vez más brillante que entraba por las ventanas despertó a Envidia.
Se llevó una mano a la frente, apretó y gimió. Se levantó con gesto inseguro y
se tambaleó hasta una ventana. Tensó el cuerpo, se irguió y miró con furia a
su alrededor.
—No… —dijo sin aliento. Se aferró al alféizar y agrietó la piedra bajo las
uñas—. ¡No!
Se apartó de golpe de la ventana como si quisiera salir corriendo de la
habitación, pero a medio camino levantó las dos manos y se detuvo de golpe.
Pasó unos minutos colocándose bien la ropa y el pelo, luego dejó escapar un
suspiro largo para calmarse.
—Muy bien. Lo que está hecho, hecho está. No se puede evitar. Después
de todo, ha sido bastante decepcionante. —Se llevó las manos a las caderas
—. Sí. En absoluto lo que esperaba. Para nada. Quizá un cambio de aires. —
Se dio unos golpecitos en los labios fruncidos con el dedo. Alzó las cejas
arqueadas cuando se le ocurrió una idea—. Sí, quizá el Imperio. Hmm. Quizá
ellos sean lo bastante sofisticados…
Agitó una mano como si desechara los aposentos, el Pabellón de la
Majestad y la ciudad entera, y luego salió.
Para Torvald las despedidas habían sido rápidas y sin cumplidos. Los quorls
llegaron para recoger a los supervivientes del grupo de asalto moranthiano y
tras esto volaron, se lanzaron en picado al este para rodear la ciudad. Galene
fue la última en irse. A modo de saludo militar le dedicó la más pequeña
inclinación del yelmo grabado. Él le respondió con su mejor intento, bastante
torpe, de inclinación formal.
Se quedó un rato, de pie, observándolos desaparecer bajo el brillo
despiadado del sol. Una tos amanerada lo hizo girarse y vio a un joven
aristócrata daru vestido con unas galas muy raídas.
—¿Sí?
El muchacho se inclinó.
—Tengo entendido que usted es el nuevo concejal Nom.
—Así es.
—Permítame presentarme; me llamo Corien. Corien Lim.
Torvald no pudo evitar que se le alzaran las cejas.
—Ah, comprendo. Bueno… Mi más sentido pésame.
El joven se inclinó otra vez. Se frotó la nariz sucia e hizo una mueca.
—Es usted muy cortés, señor. Me tomo esta libertad porque, dadas las
circunstancias, creo que nos vamos a ver mucho.
Torvald no sabía qué decir, así que asintió con gesto sabio.
—No me diga. Eso es… muy interesante.
El vástago de la casa Lim se inclinó para despedirse.
—Hasta entonces, señor.
Torvald giró por un sendero que bajaba la colina. Caminaba en silencio,
sumido en sus perplejos pensamientos. ¿Acababa de recibir su primera
insinuación de reconocimiento de un aristócrata, un posible futuro concejal?
Si era así, las cosas pintaban bien para Torvald Nom. Entonces recordó lo que
tenía por delante y perdió incluso ese leve jirón de optimismo: le aguardaba
la vuelta a casa.
¿Qué debería ser esa vez? ¿Piratas? ¿Invasiones? ¿Traficantes de
esclavos? ¿Problemas de estómago?
En su recorrido por el distrito pasó junto a zonas dañadas por el fuego.
Unos cuantos bloques de la ciudad habían ardido, pero en general el daño no
era, ni de lejos, tan terrible como había temido. Y por todas partes, en cada
esquina, yacían cacharros en montones, abandonados o rotos. Algunos
todavía contenían agua, sacada sin duda de pozos, artesas e incluso el propio
lago.
Frunció el ceño y los observó: había algo en esos cacharros que le
resultaba familiar.
Hizo una pausa ante la puerta de su casa. Una vez más se limpió las
manos en las perneras de los pantalones. Cuando fue a coger el picaporte, la
puerta sufrió un tirón hacia dentro. Tiserra apareció en el umbral y lo miró de
soslayo.
—¡Saludos, bella esposa! —Torvald fue a entrar, pero su mujer se lo
impidió.
—¿Y qué fue esta vez? —inquirió.
—¡Ah! Bueno… —Torvald se pasó una mano por la mejilla sin afeitar—.
Puede que no te lo creas, mi buena esposa…, pero me enviaron en una misión
diplomática secreta al norte, solo para que me raptaran los moranthianos. ¡Y
en mis negociaciones con ellos, conseguí salvar la ciudad!
—Ah, ¿en serio? ¿Así que tú salvaste la ciudad?
Tor se llevó la mano al corazón.
—¡Te lo juro por los dioses! Eso fue exactamente lo que pasó. Si me
permites entrar, te lo contaré todo.
—¿De veras? —Tiserra se apartó solo un poco—. Estoy deseando oírlo.
¿Tiene algo que ver con ese trabajo tuyo sin salario?
El recién llegado se deslizó junto a su mujer y entró.
—Ah, tiene gracia que lo menciones. De hecho, así es.
Tiserra cerró la puerta y se cepilló un poco de arcilla seca de las manos.
—Bueno. Menos mal entonces que me deben un buen montón de
cacharros.
Esa noche, más tarde, Kruppe se recostó en la silla y se limpió la boca con su
enorme pañuelo mientras examinaba los platos conquistados, las cortezas y
los huesos desparramados delante de él. ¡Lucha a muerte de lo más
reconstituyente! Kruppe está… satisfecho.
Pero el segundo vaso permanecía intacto enfrente y él lo contempló por
un momento, después se sirvió un poco más de aquel tinto, aunque hubiese
resultado un tanto decepcionante.
Dos figuras envueltas en mantos y capuchas acercaron unas sillas a
ambos lados de él y se inclinaron.
Kruppe dejó el vaso otra vez en la mesa.
—Caballeros, Kruppe estaba esperando compañía esta noche, pero no a
vosotros dos. —Señaló el vaso vacío—. Por desgracia, quizá para mi amigo
se hayan acabado los días de soltería alegre y dicharachera. Las cadenas de la
domesticación se han cerrado sobre él y lejos quedan los tiempos de
afabilidad libre de cuidados… Por la ventana se han ido, por así decirlo.
—Pero ¿qué Abismo farfullas, gordo? —rezongó Leff—. ¡Estamos
metidos en un buen lío y necesitamos tu ayuda!
—¿Mi ayuda? ¿En qué podría serviros el pobre Kruppe?
—Necesitamos salir de la ciudad —añadió Chamusco con urgencia desde
el otro lado.
Las expresivas y gruesas cejas de Kruppe volvieron a alzarse, se llevó el
pañuelo a la boca y tosió tras él durante un rato. Terminado el ataque, se
metió de nuevo el trapo en la manga de volantes y se acarició con gesto
pensativo la fina cola de rata de barba trenzada que tenía en la barbilla.
—¿En serio? —consiguió decir tras un rato—. Kruppe apenas osa
preguntar por qué…
—Fue un accidente… —empezó a decir Chamusco.
—¡Fue culpa tuya! —interpuso Leff—. ¡Disparaste tú!
—¡La agarraste tú! —chilló Chamusco, que casi se atragantó.
Varias conversaciones cercanas se detuvieron cuando la gente miró hacia
ellos.
Kruppe alzó las manos para pedir silencio.
—Decoro en el bar, por favor, caballeros. Bien, con exactitud, ¿qué estáis
insinuando tan a ciegas?
Los dos intercambiaron miradas afligidas.
—Es que matamos al legado —dijeron a la vez en un susurro fiero.
Kruppe se llevó de golpe una mano a la boca y volvió a atragantarse. Una
vez pasó el ataque de tos, tomó un rápido sorbo del vino para aclararse la
garganta.
—Oh, vaya —murmuró—. Eso es muy serio. Me atrevería a decir que
estáis metidos en un problema muy grave.
Leff se bajó todavía más la capucha y miró con furia a su alrededor.
—¡Tienes que ayudarnos! ¡La ciudad entera va tras nosotros!
Kruppe se acarició la barbita de nuevo y sacudió la cabeza. Exhaló un
fuerte suspiro.
—Kruppe no es más que un hombre… Esto puede encontrarse incluso
más allá de sus asombrosas habilidades.
—Tienes que sacarnos de la ciudad —rogó Chamusco—. ¡Haremos lo
que sea!
La mano de Kruppe se detuvo en la barba. Sus ojos se dispararon una vez
más.
—¿Lo que sea…?
Los otros dos compartieron una mirada de absoluta desesperación y
juntos asintieron con una sacudida.
El hombrecito cogió una última corteza y probó a mordisquearla.
—Pues resulta que Kruppe sí que sabe de un trabajo fuera de la ciudad
que podría adaptarse de un modo admirable a vuestros talentos, eh…,
únicos…
Los dos se encorvaron de alivio. Leff dio a Kruppe una gran palmada en
la espalda.
—Eres un amigo de verdad, Kruppe. ¡A saber dónde estaríamos sin ti!
Kruppe le dio un sorbo melindroso a su vino.
—No tenéis ni idea —murmuró.
Epílogo
Las calles estaban atestadas esa mañana, todo Darujhistan había salido a
inspeccionar las secuelas de las municiones moranthianas caídas y los
incendios consiguientes. El daño no era en absoluto tan grave como podría
haber sido gracias a los voluntarios contraincendios de los barrios y a que no
había habido escasez de cacharros.
—Me sorprendió percibir tu presencia —le dijo Topper a Kiska mientras
caminaban por las calles.
—Y a mí la tuya.
La mirada masculina se deslizó hacia ella.
—Y si me permites preguntar, ¿qué fue lo que te atrajo precisamente
aquí?
—Un trabajo. Que ya está terminado. ¿Y a ti?
—Lo mismo.
—¿Entonces de qué quieres hablar?
El hombre se estudió las uñas y luego se colocó bien los anillos de los
ocho dedos.
—Andamos escasos de personal. Siempre nos viene bien una mano
experimentada. ¿Qué dices? ¿Te has planteado alguna vez la enseñanza? ¿La
Academia de Unta, quizá?
Kiska se apartó el flequillo demasiado largo de los ojos mientras lo
pensaba. Antes que nada lo que necesito es un puñetero corte de pelo… y un
buen lavado.
—Admito que la idea me interesa, pero tengo que pensarlo. Tengo un
último recado que hacer. Ya te diré algo.
Topper se inclinó; la sonrisa sardónica, como siempre.
—Muy bien. Bienvenida de vuelta al redil, Kiska. —Y giró de repente
para bajar por un callejón.
Kiska continuó sola. No nos adelantemos a los acontecimientos…
Una llamada llevó a Barathol a la puerta; esa vez acudió sin reticencia alguna
puesto que los golpes parecían vacilantes, casi respetuosos. La abrió y vio a
un trabajador, un transportista. El tipo lo saludó con una sacudida de la
cabeza.
—Me contrataron para traer a alguien a esta casa —explicó.
—¿Sí?
El hombre señaló el carro. Había alguien encorvado en la parte posterior.
Una figura grande y ancha; parecía estar estudiando el espacio que quedaba
entre sus pies.
Barathol se quedó sin aliento por un segundo y dio un paso vacilante. Se
acercó poco a poco, en silencio, hasta que se encontró justo delante del
hombretón, que al verle los pies fue levantando la mirada por la figura de
Barathol hasta llegar a sus ojos, y fue entonces cuando surgió en su cara una
enorme sonrisa.
—¡Thol! —exclamó.
Barathol fue incapaz de responder. Estiró una mano y apretó con
suavidad el brazo del hombre. Por fin consiguió aclararse la garganta para
hablar con voz pastosa.
—Chaur…, bienvenido a casa.
Con una gran sonrisa y un asentimiento el hombretón se bajó del carro.
Miró a su alrededor con curiosidad, como un niño.
El transportista tosió un poco. Barathol lo miró.
—También tengo otro encargo —dijo el hombre.
—¿Otro?
—Sí, señor. De camino aquí me paró un tipejo raro. Me contrató para
llevarlo a usted a su villa, ahora. Si quiere.
—¿Mi… villa?
—Sí, señor. Al este de la ciudad, arriba, en las colinas.
Con la mano todavía en el hombro de Chaur, Barathol se volvió hacia la
casa adosada y dio un grito.
—¡Scillara! ¡Coge al crío! ¡Nos vamos a dar un paseo!