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Arví Del Esplendor A La Repartija

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Arví: del esplendor a la repartija.

https://www.universocentro.com/
Autor: Juan Carlos Orrego
Arví es el nombre con que hoy se conoce un parque ecológico —o
retazos de algo parecido a eso— con asiento en la zona de Piedras
Blancas, en la alta meseta ubicada al oriente de Medellín y también
ligada a los municipios de Copacabana y Guarne. Quizá el ciudadano
promedio asocie, con ese nombre, nada más que frescos bosques de
coníferas, un hotel oneroso recién fundado por Comfenalco y un
logotipo, reproducido en vallas municipales, en que algo parecido a una
hoja de laurel y cinco guijarros imita una huella humana. Sin embargo,
la historia del lugar es tan larga como compleja, y va desde los albores
de la civilización hasta los entresijos burocráticos del siglo XXI, con
inclusión de los áureos delirios de los conquistadores de América.
Los arqueólogos saben que hace 5.300 años —esto es, antes de que se
tallaran los jeroglíficos egipcios— ya había gente parada junto a la
laguna de Guarne, dedicada a actividades —quizá sembrar plantas o
arrancar matojos para despejar zonas residenciales— que modificaron
drásticamente el paisaje virginal, según lo ha hecho evidente el análisis
casi criminalístico de los suelos. También se sabe que, un milenio largo
antes de que naciera Cristo, otros pobladores —quién sabe si
descendientes de los de la laguna— habían adecuado campos de cultivo
entre muros de piedra circunvalares, en los que, muy probablemente,
crecieron maíz, frijoles, batata, achira y arracacha, sin que del todo
pueda descartarse la tropicalísima yuca.
Los antiguos pobladores de Arví no le fueron en zaga a los encopetados
hacendados de la Llanogrande de nuestros días, habida cuenta de la no
poca solemnidad de las construcciones que, a lo largo de muchos siglos,
levantaron en la deliciosa planicie. Los vestigios de ese desarrollo son
todavía visibles, ya sea porque su uso continúa hasta nuestros días o
porque todavía no los tapan del todo el musgo y las secas agujas de los
pinos: redes de caminos forrados en piedra, muros de contención,
acequias, puentes, presas, pozos y sugestivas plataformas para las que
la suposición del mero uso doméstico parece poca cosa, pues basta un
leve esfuerzo imaginativo para verlas como los atrios de bucólicos
cultos. Es increíble que semejante suntuosidad rocosa duerma, casi
anónima, a media hora del centro de la ciudad: a tal punto ha hecho
daño el exotismo arqueológico tipo Indiana Jones, con sus templos
aparatosos, arcas rutilantes y siniestras piedras rodantes, cuyo efecto
más empalagoso ha sido el de arrastrar el pasado hasta los recovecos
más remotos de la fantasía.
Parece ser que la minería fue una de las actividades más lucrativas de
los habitantes de Arví. En la región, pródiga en fuentes naturales de
agua salina —poéticos “ojos de sal”—, tuvo lugar una próspera industria
de “panes de sal”, que es como se conoce a los bloques de ese mineral
que resultan de la cocción del líquido en vasijas de barro. Ni siquiera hay
que ser arqueólogo para dar con los respectivos indicios: al discreto
paseante —acaso romántico coleccionista de hongos— le bastará surcar
los campos de la vereda Mazo —en concreto, el sitio de El Tiestero—
para casi patear los fragmentos de las vasijas quebradas por los mineros
arcaicos. También se explotó el oro, tanto aluvial como de veta, y como
en ningún caso se trató de una empresa practicada con codicia
demente, el metal alcanzó para los mineros españoles que, provenientes
de Santa Fe de Antioquia, hacia el siglo xvii se instalaron en los
márgenes de la quebrada Piedras Blancas.
Los primeros españoles llegaron a la fría meseta varias décadas antes
que los mineros, y con ellos trajeron un nombre que les sobreviviría:
Arví. El Capitán Jorge Robledo, con la idea de superar en hazañas al
Adelantado Sebastián de Belalcázar —su superior inmediato—, había
desplegado, a lo largo de la cordillera Occidental, una expedición que
debía llevarlo hasta un fastuoso botín de oro. Así como otros
aventureros europeos se encadilaron con noticias sobre El dorado o el
País de la Canela, Robledo y los suyos escucharon, de los indios del
actual Quindío, informes sobre el pueblo esplendoroso que debían
encontrar en el lejano valle de Arví. Después de meses de viaje, ya
fuera porque las indicaciones tomadas de los nativos fueran precisas, el
cansancio la obnubilara o su imaginación lo sugiriera, la cuadrilla ibérica
creyó dar con el anunciado valle: una vez remontó la cadena montañosa
que hoy cierra a Medellín por el oriente —a través de un camino que, se
sospecha, pasaba por el actual cruce de El Palo y Maracaibo y subía por
la Ladera—, un bando de exploradores al mando de Diego de Mendoza,
avanzada de Robledo, alcanzó Piedras Blancas en agosto de 1541 y pudo
ver, desplegada a sus pies, la inmensa meseta que se pierde en el confín
brumoso de Marinilla. No se le dio más vueltas al asunto y se dijo que
tal era el valle de Arví, en el cual, días más tarde, Robledo hizo
descubrimientos sugestivos que plasmó así el escribano Sardella: “halló
muy grandes edificios antiguos destruidos e los caminos de peña tajada,
hechos a mano más anchos que los del Cusco”.
Mucho después de acabada la bonanza minera —cuando de ella solo
quedaban los vestigios que habrían de encontrar los arqueólogos—, los
cabildantes de Medellín se interesaron por las tierras de Arví. Fue en
1918, cuando un acuerdo del Concejo ordenó la protección de la zona de
Piedras Blancas, cuyas aguas alimentaban el acueducto de la ciudad y
donde debía adecuarse una especie de “Bosque Municipal”, dotado de
todo tipo de “amenidades”. Se compraron tierras a particulares y se
reforestaron no pocos lotes, hasta que, hacia 1973, la devaluación de
las aguas hizo que su cuidador —Empresas Públicas de Medellín— las
echara en olvido y abandonara la cuenca al cuidado especializado pero
impotente de los científicos cartujos de una estación forestal de la
Universidad Nacional. Con todo, los descubrimientos de los arqueólogos
de la Universidad de Antioquia — Sofía Botero a la cabeza—, divulgados
en el último lustro del siglo, remozaron el prestigio del sitio y llevaron a
que Piedras Blancas fuera declarado “Monumento Nacional” en agosto de
1997.
Sin embargo, lo anterior dista de equivaler a un final feliz: hoy por hoy,
el área verde que se sigue llamando Arví sufre el destino ambiguo de
todo aquello marcado con la solemnísima palabra de “patrimonio”, y, en
consecuencia, tanto se le quiere conservar como uncir a las lógicas —
muchas veces transformadoras, cuando no degradantes— del usufructo
económico. A pesar de que, en el año 2000, Corantioquia desarrolló un
“Plan Maestro del Parque Arví”, la integridad cultural y ambiental del
idílico Bosque Municipal ha sido puesta en jaque recientemente por la
entrega en comodato, a organizaciones de diversa índole, de varios
retazos de las veredas de Piedras Blancas y Mazo. De ahí que las ricas
emanaciones del pasado —o mejor, la posibilidad de descifrarlas
satisfactoriamente— sucumban ahora entre el ruido de los servicios
hoteleros, los clubes de recreo, las mallas, los porteros con radio, las
estaciones de buses y metrocable y el tráfico e inseguridad inherentes a
una masificación propiciada sin ninguna estrategia. Refiriéndose al botín
natural y cultural amenazado con la desaparición, el emérito profesor
Norberto Vélez escribió, en carta al Alcalde saliente —una misiva
fechada hace menos de dos meses y subrayada con el debido tono
elegíaco—, que esas riquezas “hubieran podido servir para algo más
productivo, vasto y civilizador que el montaje de centros recreacionales
que se repiten en la geografía antioqueña”.
Para evitar los extremos — el de un inicio milenario, de sutil
manifestación, y el de una contemporaneidad con el volumen subido—,
quizá valga la pena volver al año de 1541 para encontrar, a modo de
cierre, la imagen más idílica de Arví: aquella de un Jorge Robledo que se
pasea por la planicie fría pero acogedora, sin topar con morador alguno
pero sí con sus huellas profundas a de modo caracteres recién impresos.
En ese momento hubo, quién lo duda, un hombre genuinamente curioso
leyendo en el libro limpio y abierto de la historia; un libro que ahora
está mordido por las polillas e invadido por los hongos, casi ilegible por
los rayones de lapicero de sus dueños desmañados. Lo que no borraron
ni los españoles se hace ininteligible por las artes y repartijas de la
codicia turística.

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