Inconquistable - Laura Sanz
Inconquistable - Laura Sanz
Inconquistable - Laura Sanz
Inconquistable
Laura Sanz
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grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos
puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.
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Inconquistable
1.adj. Que no se puede conquistar.
2.adj. Que no se deja vencer con ruegos ni con dádivas.
REAL ACADEMIA ESPAÑOLA:
Diccionario de la lengua española, 23.ª ed., [versión 23.7 en línea].
<https://dle.rae.es> [23 de enero de 2024].
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Epílogo
Lista de canciones
Agradecimientos
Sobre la autora
Otras novelas de la autora
Notas
Prólogo
Erika
Tenía ganas de echar un polvo.
Hacía siglos que no se acostaba con nadie, al menos no con alguien que valiera la pena. Su último
rollo databa de hacía siete meses, ¿o eran ocho? Ni siquiera se acordaba. Aunque casi era mejor que
lo hubiese olvidado, porque el encuentro fue bastante patético. En una habitación de hotel con un
guiri, un tipo inglés, alto y rubio. No recordaba su nombre. ¿Bill, Jim o Tim? Ni puñetera idea. Solo
recordaba que olía a alcohol —bueno, los dos lo hacían, a fin de cuentas, se habían conocido en una
discoteca a las cuatro de la mañana un sábado por la noche—; que el colega no había visto un clítoris
en su vida y, si lo había visto, lo había ignorado sin saber qué era aquello; y que roncaba como un
cerdo. Porque sí, porque después de haberse corrido, se había desplomado encima de ella y, tras
decir It was fucking great 1, se había quedado frito.
Ella había salido de debajo de su cuerpo con esfuerzo; se había vestido y se había largado a toda
prisa mientras las luces del alba despuntaban en el horizonte, prometiéndose no volver a acostarse
con ningún tío en su vida.
Never ever! 2
Y había mantenido su promesa —involuntariamente—, porque había pasado mucho tiempo y
seguía sin echar un maldito polvo. Si no encontraba a alguien pronto, iba a terminar pidiéndole salir
a su Satisfyer. Al menos, ese sí sabía dónde estaba el clítoris.
Soltó una risa sarcástica cuando aquel pensamiento sobrevoló por su cabeza.
Fijó la mirada en el espejo que había sobre el lavabo. Tenía ojeras y cara de cansada, pero no era
muy sorprendente. Había pasado todo el día fuera, desde que esa mañana salió a las siete y media de
casa para irse al trabajo, hasta hacía un rato, que había regresado, ya de noche.
No solía hacer horas extras porque no se las pagaban, pero aquel día hizo una excepción. Su
amigo Alan había llamado al taller para que le echaran un vistazo a la niña de sus ojos: el Liberty, una
lancha Sunseeker Tomahawk 37 de once metros de eslora y dos motores intraborda de doscientos
caballos de potencia cada uno. La tenía amarrada al pantalán del puerto deportivo donde ella
trabajaba. Le dijo que uno de los motores hacía un ruido raro. Así que, después de terminar con la
faena habitual y cerrar el taller —sus compañeros se habían ido un poco antes—, se dirigió hacia el
otro extremo del puerto para echarle un ojo a la lancha. Alan no estaba, pero había dejado las llaves
en la cabina del guardia de seguridad.
Estaba segura de que no sería nada grave. En aquella época del año, cuando empezaba la
primavera, la gente retornaba al puerto para sacar sus barcos, que habían permanecido inmóviles
durante todo el invierno, y se encontraban con diversas fallas debido a la inactividad de los motores.
Casi siempre eran problemas de fácil solución.
Los motores intraborda no eran complejos, al contrario, eran más sencillos que los de un
automóvil, pero el medio marino, sin embargo, era hostil a todo lo mecánico o eléctrico y tantos
meses sin actividad, si no se habían tomado las precauciones adecuadas, eran perjudiciales para las
máquinas.
Tal y como sospechaba, no tardó mucho en resolver el problema. Era un defecto de uno de los
inyectores que no cambiaba el régimen del motor. Aflojó y apretó uno por uno hasta averiguar cuál
era el responsable. Solo había que sustituirlo. Así que, regresó al taller para buscar la pieza y, en solo
un par de horas, había terminado. La broma no le iba a salir demasiado cara a su amigo, ya que no
pensaba cobrarle la mano de obra.
Cuando habló con él para decirle que ya lo había solucionado, él se empeñó en invitarla a cenar
ese fin de semana. Y aceptó. Al fin y al cabo, no tenía nada mejor qué hacer.
Alan Fabra. Veintinueve años, de apariencia agradable, estatura media, ojos y pelo oscuro.
Trabajaba en la promotora inmobiliaria de su familia —una familia de mucha pasta—, por eso podía
permitirse el lujo de tener un amarre en Campomanes. Se conocían desde hacía muchos años porque
su hermana pequeña era de la misma edad que Erika y habían ido juntas de campamento cuando
eran crías. Era un tipo encantador, muy noble y de modales suaves. Hablaba bajito y con mucha
moderación. Jugaba al ajedrez y odiaba las actividades al aire libre —exceptuando la navegación, que
practicaba de vez en cuando—. No bebía nada de alcohol y solía acudir a misa todos los domingos.
Quizá ahí estaba el sexo que necesitaba.
La idea apareció de forma fugaz en su cabeza, pero la desechó a toda prisa. Acostarse con Alan
sería como acostarse con un monje benedictino. Y a ella le iban más otro tipo de hombres un poco
más… ¿atrevidos y espontáneos?
Clavó la mirada en el espejo de nuevo.
Se le había deshecho la coleta y unos mechones le colgaban lacios sobre la cara. Se quitó la goma
del pelo y agitó la cabeza, dejando que la larga melena se esparciera por encima de sus hombros.
Tenía que ir a la peluquería a recortarse las puntas, decidió.
Se estudió con la nariz arrugada.
La camiseta que llevaba y que solo se ponía para ir a trabajar estaba manchada de grasa y tenía un
agujero del tamaño de una moneda de dos euros en el hombro. Se deshizo de ella y la arrojó al suelo.
Quizá iba siendo hora de tirarla a la basura, se dijo. Se quitó las botas negras de cordones de un
puntapié, los calcetines y el vaquero ancho que tenía ya unos añitos y que había heredado de su
hermano Jorge. Al descubierto quedó la ropa interior, un sujetador deportivo negro y unas bragas
bóxer de mujer, muy similares a los calzoncillos masculinos. Se había acostumbrado a llevar ese tipo
de prendas porque eran muy cómodas y prácticas. Además, era la única mujer en un entorno de
hombres y compartían vestuario —no el aseo, ese era de uso exclusivo para ella—, pero la zona de
las taquillas donde guardaban los monos de trabajo era de uso común, así que muchas veces se
quitaba la ropa delante de sus compañeros. Mejor no provocarles un infarto con unas braguitas de
encaje.
Un pitido le advirtió de la entrada de un mensaje. Cogió el móvil, que había dejado junto al
lavabo, y lo desbloqueó. Era una foto que había entrado al grupo del wasap familiar. Incluso antes
de abrirla ya sabía lo que se iba a encontrar.
Desde que Eva, la novia de Lukas, había dado a luz, hacía dos días, lo único que entraba a ese
grupo eran fotos de la cría o mensajes hablando de ella.
Esa vez no fue diferente.
Abrió la imagen que había mandado su padre.
Sí, era su sobrina
Se llamaba Mía y había pesado tres kilos doscientos gramos. Erika había ido al hospital a
conocerla la misma tarde de su nacimiento. Estaba ansiosa por verla. Todos decían que la niña era
una monada, sin embargo, cuando la tuvo delante, solo pudo pensar que parecía una viejecita en
miniatura, toda arrugada, con la cara enrojecida y calva. No obstante, no expresó sus pensamientos
en voz alta y se limitó a asentir cada vez que algún miembro de la familia se acercaba y decía lo
increíblemente bonita que era.
Amplió la foto para examinarla.
Era sorprendente cómo había cambiado la pequeña en solo cuarenta y ocho horas. Seguía
estando calva, claro, pero el tono de su piel ya no era el de una amapola y las arrugas también
parecían haberse alisado. Ya no se asemejaba tanto a una anciana, ahora parecía un gnomo.
Quizá no era tan fea como pensó en un principio.
Una nueva foto llegó.
Otra vez de la niña, pero desde una perspectiva diferente. En esa aparecía Eva, sosteniendo a su
hija. Estaba pálida y tenía la mirada triste. No tenía muy buen aspecto. Resopló al tiempo que se
encogía de hombros. ¿Cómo se iba a encontrar bien si hacía solo dos días le habían sacado un
puñetero melón de la vagina?
Pobre…
Volvió a dejar el móvil sobre el lavabo y se quitó la ropa interior. Abrió el grifo de la ducha y,
mientras esperaba a que el agua saliera a la temperatura adecuada, se tocó los senos despacio hasta
llegar a sus pezones. Un involuntario suspiro se escapó de su boca.
¡Cuánto deseo sexual insatisfecho!
Arrugó la nariz con frustración.
—Like a virgin, touched for the very first time…3
Se rio y meneó la cabeza con diversión al darse cuenta de la canción que había elegido
inconscientemente.
Luego, se metió en la cabina de ducha mientras seguía cantando en un tono de voz realmente
alto que rebotó contra las paredes alicatadas. Se enjabonó el cuerpo, tomándose su tiempo, y se lavó
la cabeza con el champú nutritivo de leche de coco. Se entretuvo un buen rato en echarse
acondicionador en la melena.
Cuando salió de la ducha y se envolvió en una toalla, seguía canturreando, pero había cambiado
de canción, aunque continuaba con Madonna, la reina indiscutible del pop.
—Some boys romance, some boys slow dance, that’s all right with me…4
No se sabía el resto de la letra así que la sustituyó por un tarareo impreciso mientras se pasaba un
peine de púas gordas por el húmedo cabello para desenredarlo.
—Cause we are living in a material world and I am a material girl…5 —cantó el estribillo a voz en grito
mientras ponía morritos ante el espejo y utilizaba el peine de micrófono.
No sucedía con frecuencia que tuviera la casa para ella sola —desventajas de seguir viviendo con
sus padres—, así que, después de secarse, se aprovechó de la situación y salió del baño en pelotas,
bailando por el pasillo. Ya regresaría después a buscar la ropa sucia.
—Last night I dreamt of San Pedro…6 —se detuvo, incapaz de recordar cómo seguía. Vale, esa
canción tampoco se la sabía bien—. Na na na… La isla bonita…
Se dirigió a su cuarto y abrió la puerta, pero antes de entrar a la habitación, se detuvo en seco.
—Nop.
Ese ya no era su dormitorio.
Se lo había cedido a Eva y a Lukas cuando hablaron de irse a vivir juntos por lo del embarazo.
Reculó y avanzó hasta la siguiente puerta.
Ese dormitorio era más pequeño y no tenía baño, pero a veces había que sacrificarse por el bien
común. Lukas, Eva y la niña iban a estar mejor en su antigua habitación y ella no necesitaba tanto
espacio.
Lanzó el móvil sobre la cama y sacó unas bragas, un pantalón de chándal y una camiseta del
armario. Se los puso y se ahuecó la melena con los dedos mientras seguía bailoteando. Su estómago
le recordó que no había comido nada desde el mediodía, así que se encaminó al salón y se acercó a la
zona de la cocina.
Canturreando todo el repertorio de Madonna, sin preocuparse en afinar, se preparó un sándwich
de pavo con tanta mostaza que chorreó por los bordes. De un salto se encaramó a la isla y lo devoró
de unos cuantos bocados mientras bebía agua directamente de una botella que sacó del frigorífico,
sin molestarse en coger un vaso.
Soltó una risita al pensar que, si su madre la viera haciendo esas cosas, la señalaría con el dedo y
la regañaría con flema. Por más años que llevara viviendo en España, el carácter teutónico
cuadriculado de Anna Schwarz seguía manteniéndose intacto.
De pronto, un pitido procedente del bolsillo de su pantalón la distrajo. Puso los ojos en blanco.
Seguro que era su padre mandando más fotos de Mía.
—Está enchochado —farfulló.
Se sacó el aparato del bolsillo y lo desbloqueó. Era un mensaje de Juls, su cuñada.
Juls: Ahí va el teléfono de mi hermano.
Y seguían los nueve dígitos.
Erika pestañeó muy sorprendida.
¿En serio?
No podía creérselo. Se lo había pedido muchas veces y siempre se había negado a dárselo. ¿Qué
había cambiado?
La necesidad de preguntárselo la llevó a llamarla. Se bajó de la encimera de un salto y lo hizo.
—Vale, me pasas el teléfono de tu hermano. ¿Por? —preguntó en cuanto la otra aceptó la
llamada.
—¿No lo quieres? Con lo pesada que te has puesto pidiéndomelo una y otra vez.
—Es que me sorprende. No querías dármelo.
—Hablé con él hace unos días y le pregunté si te lo podía dar. Y me dijo que sí.
Erika se quedó sin habla durante unos segundos.
—¿En serio? ¿Qué le has dicho?
—Que ibas a Madrid a pasar unos días en Semana Santa y que si podía quedar contigo algún día.
Que ibas a estar sola.
Frunció la boca, desencantada.
—Genial, así que va a quedar conmigo por lástima.
—Tía, es que no se me ocurría otra cosa.
—Con amigas como tú, ¿quién quiere enemigas?
Se oyó una risa potente al otro lado de la línea.
Desde el momento en que Jorge le había presentado a su novia, a Erika le había caído bien. Su
carácter irreverente y simpático, su humor irónico y el profundo amor que sentía por su hermano
habían hecho que Erika le cogiera un cariño inmenso.
—Tú me quieres, Eri —dijo Juls con vocecita llorosa.
—Cada día un poco menos —resopló.
—Venga, que te he conseguido el número de Félix. Me merezco un premio.
—Si tu hermano y yo terminamos casados, conseguirás el premio. Antes, nada.
Juls volvió a reírse.
—Cuando le llames, me cuentas. Quiero saber cómo reacciona.
—Claro.
Después de eso se despidieron y Erika volvió a abrir el mensaje en el que aparecía el número de
teléfono. Lo guardó en la agenda de contactos. Después se tiró en el sofá, pensativa.
Su historia con Félix —si acaso se la podía llamar así— era una historia unidireccional. Él ni
siquiera sabía de su existencia mientras que ella no paraba de sonsacarle a Juls información sobre él.
De hecho, solo le había visto en fotografías. Y le pareció un tío impresionante, carismático y con
una personalidad muy marcada. Tenía treinta y siete años, once más que ella, y era un hombre que se
había hecho a sí mismo. Provenía de una familia humilde y durante su juventud se metió en
bastantes líos de todo tipo. Según le había contado Juls, había sido la oveja negra de la familia y les
había dado bastantes quebraderos de cabeza a sus padres. Ni siquiera terminó el instituto e incluso le
habían detenido por vandalismo y resistencia a la autoridad.
Una joyita.
Pero, de algún modo, había conseguido sentar la cabeza y convertirse en un exitoso empresario
de la noche madrileña. Era inteligente, responsable, muy trabajador y con visión comercial. Tenía
tres locales de copas en la capital y estaba pensando en expandirse.
Juls le adoraba y estaba muy orgullosa de él. De sus dos hermanos —Rodrigo, el mayor, que le
sacaba quince años, y Félix, que le sacaba diez—, era su favorito. Siempre se le llenaba la boca
hablando de él y de sus virtudes.
Y ese entusiasmo había terminado por salpicar a Erika.
Abrió la galería de imágenes del móvil y buscó las dos fotos que tenía de Félix. Se las había
mandado Juls después de mucho insistirle.
La primera era un primer plano de la cara. Estaba muy serio. Llevaba el pelo peinado hacia atrás
y lucía una barbita incipiente. En su rostro destacaban los pómulos prominentes, las facciones
angulosas y las dos cicatrices que tenía en la mejilla izquierda. Una en forma de medialuna un par de
centímetros por debajo de la cuenca del ojo, y la otra, siguiendo el surco nasogeniano. No era guapo
en el sentido más estricto de la palabra, pero poseía un magnetismo brutal.
Una vez le había preguntado a Juls por las cicatrices, pero esta no quiso hablar del tema y se
limitó a decirle que eran recuerdos de una época que todos preferían olvidar, así que no insistió.
La segunda foto le mostraba con un traje de chaqueta oscuro de tres piezas y corbata negra,
mirando al infinito. Llevaba incluso un pañuelo azul en el bolsillo de la chaqueta. Era una foto
promocional de la página web de su negocio. Tenía la cara girada a un lado, mostrando solo el lado
derecho, de modo que sus cicatrices no eran visibles. No obstante, la profundidad de su mirada
resaltaba de un modo muy atrayente.
Parecía un capo de la mafia.
Erika adoraba esa foto.
Una sonrisa lobuna curvó sus labios. Ese sí era un tío con quien querría acostarse.
Solo de pensarlo se le hacía la boca agua.
Félix Sanz Arrieta era un tipo imponente.
Y estaba soltero.
Y ahora tenía su número de teléfono.
Valoró la idea de llamarle en ese mismo momento y miró la hora. Ni siquiera eran las diez. No
era muy tarde, ¿no? Y él trabajaba de noche.
Apenas vaciló unos segundos. Ya se le ocurriría cómo hablarle y qué decirle cuando le contestara
el teléfono. A fin de cuentas, la espontaneidad era su marca personal.
Le llamó.
El teléfono sonó y sonó y nadie atendió a la llamada. No desistió y volvió a intentarlo, con el
mismo resultado.
Se tumbó bocabajo en el sofá y miró la pantalla del móvil con los labios fruncidos, contrariada.
La paciencia no era una virtud que poseyera, así que accedió a la aplicación de WhatsApp y le buscó.
Como foto de perfil tenía la cara de un gato negro de ojos verdes. Muy mono.
Hola Félix. Soy Erika, la hermana de Jorge. Juls me ha dado tu teléfono. Te acabo de llamar, pero no lo has
cogido. La semana que viene voy a ir a Madrid y era para quedar a comer algún día. Bueno, ya me llamas cuando
puedas. Saludos.
La doble notificación azul no tardó en aparecer, señal de que él había leído el mensaje.
Aguardó, ansiosa, pero no llegó ninguna respuesta.
Encendió la televisión y puso una serie de Netflix, dispuesta a distraerse, aunque no pudo evitar
echar una ojeada de tanto en tanto al móvil.
Dos horas después, cuando decidió irse a la cama, seguía sin tener noticias.
Félix
Tenía que haber silenciado el móvil, pensó cuando este se puso a sonar por segunda vez,
esparciendo por el dormitorio la melodía que llevaba como tono de llamada.
—Puto teléfono… —Escuchó la gutural voz a su espalda—. ¡Mierda! Iba a correrme.
—¡Ignóralo y sigue! —masculló.
Se encontraba en una situación algo peliaguda para poder atender una llamada. Desnudo, en su
cama, con Edurne debajo y David detrás.
Y a punto de alcanzar el clímax.
Los envites se volvieron más apresurados y violentos y también más dolorosos. El excitante
sonido de la carne chocando contra la carne rebotó en sus oídos, llevándole al borde del paroxismo
sexual.
No era fácil encontrar el ritmo exacto para lo que estaban haciendo, por eso Félix solo hacía tríos
con David y Edurne. Su compenetración con ellos facilitaba los movimientos y hacía posible que sus
encuentros fueran más que satisfactorios.
Pronto, los potentes gemidos de los tres se mezclaron unos con otros, desesperados,
hambrientos y cargados de lujuria. Félix sintió cómo el ardiente sexo de Edurne se tensaba en torno
a su miembro y soltó un grito ahogado mientras se estremecía de placer. Un orgasmo poderoso le
atravesó y le catapultó muy lejos de allí. A través de la niebla más dulce y enajenadora, apenas fue
capaz de notar que David le embestía con más fuerza un par de veces más mientras farfullaba algo
ininteligible y se ponía rígido para, acto seguido, dejarse caer contra su espalda pesadamente.
Poco después, los tres cuerpos yacían sobre las sábanas arrugadas, desmadejados y sudorosos, y
las respiraciones aceleradas resonaban atronadoras en el silencio del cuarto. El fuerte olor a sexo era
muy penetrante y parecía permear cada milímetro cuadrado de la estancia.
Cuando se recuperó lo suficiente para poder moverse, y su mente encontró el camino de regreso
a la realidad, Félix se giró hacia la mesilla, liberándose de una de las piernas de David y de los brazos
de Edurne y alargó la mano para coger el móvil y ver quién le había llamado. Desbloqueó la pantalla
y comprobó que, además de las dos llamadas perdidas de un número desconocido, tenía un mensaje.
Lo leyó.
Hola Félix. Soy Erika, la hermana de Jorge. Juls me ha dado tu teléfono. Te acabo de llamar, pero no lo has
cogido. La semana que viene voy a ir a Madrid y era para quedar a comer algún día. Bueno, ya me llamas cuando
puedas. Saludos.
¡Qué oportuna!
¡En qué maldita hora le había dicho a Juls que le diera su número de teléfono!
Quedar con esa cría le apetecía tanto como que le sacaran una muela del juicio sin anestesia.
Arrojó el móvil a un lado y hundió la cabeza en la almohada, olvidándose de la tal Erika de
inmediato.
Un ruido a su espalda le hizo girarse. David se había levantado y estaba vistiéndose. Edurne
también había abandonado la cama.
—¿No queréis ducharos? —ofreció con tono lánguido.
—No tenemos mucho tiempo —contestó ella—. La niñera se va a las once.
Félix hizo un gesto de asentimiento y se puso de pie. Cogió los calzoncillos que se había quitado
hacía poco más de una hora y se los puso. Luego se encaminó a la ventana. La oscura noche
madrileña le recibió. Abajo, en la calle, el tráfico llenaba la calzada, pero el doble acristalamiento
impedía que cualquier sonido llegara hasta él. Fijó la vista en el reflejo del cristal y, sin especial
interés, siguió los movimientos de sus invitados, que deambulaban por la habitación, recogiendo su
ropa mientras intercambiaban alguna que otra palabra cómplice y se reían. No tardaron en estar
completamente vestidos.
Se giró para despedirse de ellos.
—Ha estado genial —le dijo David—. Llámanos cuando quieras repetir.
Pese a que debía de rondar los cuarenta y cinco años no aparentaba más de treinta. Quizá por la
falta de arrugas o por la informal manera de vestir con vaqueros rotos y camiseta ajustada. Era
evidente que se cuidaba y que dedicaba mucho tiempo a su cuerpo. Y Edurne era su complemento
perfecto. Treinta y nueve años, monitora de pilates y con aspecto de muchachita debido a un cierto
abuso del bótox en la cara, larga melena rubia y suficientes curvas para hacer que todas las cabezas se
volvieran a mirarla por la calle.
Eran clientes asiduos de uno de sus locales de copas, por eso se conocían.
—Claro. Ya hablaremos.
Se despidieron y, poco después, el ruido de la puerta del piso cerrándose le reveló que estaba
solo.
Se acercó a la cama y cogió los condones usados en una mano mientras que, con la otra, quitaba
las sábanas de un tirón. Se fue al baño y arrojó los preservativos a la papelera y las sábanas a la cesta
de la ropa sucia. Abrió el grifo del lavabo y se lavó las manos, luego se echó agua en la cara para
refrescarse, sin molestarse en dirigir ni una sola mirada a su reflejo en el espejo.
Tenía ganas de darse una ducha, pero también tenía ganas de encenderse un cigarrillo y tomar un
trago.
No tuvo que pensar demasiado. Ganaron el whisky y el cigarro.
No solía beber ni fumar, pero había momentos que lo pedían a gritos, como ese.
En el salón, encendió una lámpara de pie que había junto al sofá, que bañó la habitación en
cálidos tonos anaranjados. Luego se sirvió un dedo de Glenfarclas de veinticinco años y se encendió
un Marlboro.
Se sentó en el sofá con cuidado; hacía tiempo que no disfrutaba de un sexo tan intenso y su
trasero dolorido se lo recordó. Cuando encontró una postura cómoda, dio un pequeño sorbo al
whisky, dejando que este le llenara el paladar con su sabor ardiente e intenso. Luego dio una calada al
cigarro. El áspero humo se deslizó por su tráquea, abriéndose paso sinuoso hasta llegar a sus
pulmones. Después de dar otro trago al carísimo whisky escocés, dejó el vaso sobre la mesa y el
cigarrillo en un cenicero y se echó hacia atrás en el sofá, recostando la cabeza en el respaldo y
cerrando los ojos.
Otro veinticinco de marzo más.
No podía evitar sentirse melancólico.
Seis años ya.
Ni siquiera la visita de David y Edurne había conseguido levantarle el ánimo, aunque tampoco
había contado con ello. Al menos, había supuesto un cambio de escenario en su rutinaria vida. Y no
había estado tan mal.
Repentinamente, una bolita de pelo oscuro saltó sobre su estómago y le sobresaltó.
—¡Vaya susto me has dado!
Los ojos verdes del felino se clavaron en su cara. Tenía las pupilas verticales y muy estrechas
debido a que la luz de la lámpara incidía directamente sobre ellas.
El animal solía permanecer oculto debajo del sofá hasta estar seguro de que no había nadie más
en la vivienda. Era un pequeño ser antisocial que no soportaba a casi nadie.
Félix le palmeó la cabeza.
Takeshi era un gato común de tamaño bastante reducido y color negro, de ocho años de edad,
que Ernesto había encontrado debajo de su coche cuando era solo un bebé. No tuvo que ejercer
mucha presión para convencer a Félix de que se lo quedaran. Pese a que nunca se había planteado
tener un animal, solo tuvo que mirar los preciosos ojos y escuchar el suave maullido para decidir que
ese iba a ser el nuevo miembro de la familia.
El nombre se lo había puesto Ernesto, que era un absoluto friki de todo lo japonés y adoraba a
Takeshi Kitano, el famoso director de cine nipón. Félix protestó al principio, aduciendo que el gato
era diminuto para llevar un nombre tan rimbombante, pero Ernesto siempre conseguía lo que quería
con una sonrisa y una caída de pestañas y el gato se convirtió en el tocayo de Kitano.
En ese instante, Takeshi trepó por su torso hasta hacerse una bola debajo de su barbilla. Él
enterró la nariz en el pelaje del animal y aspiró hondo, llenándose del aroma que desprendía. El
potente ronroneo del gato reverberó contra su cara y su garganta. Quizá era absurdo, pero cuando
ese sonido le envolvía, todos sus problemas parecían menos importantes y una tranquilidad
asombrosa le invadía.
Takeshi levantó la cabeza y le lamió el mentón con la lengua rugosa y áspera. Luego soltó un
maullido y restregó la carita contra su mejilla.
—Sí —dijo en voz alta—. Yo también le echo de menos.
Suspiró al tiempo que le acariciaba detrás de las orejas. El gato volvió a adquirir la misma postura
y se acurrucó contra su piel.
Félix permaneció quieto para no molestarle.
Abandonados quedaron sobre la mesa el vaso de whisky y el cigarro, que se consumía lentamente
en el cenicero.
Bajó los párpados.
La noche iba a ser larga. Ya tendría tiempo hasta que amaneciera de encenderse otro cigarro o de
servirse otra copa.
Capítulo 1
Erika
Se incorporó sobre los codos y dejó que sus ojos, protegidos por unas oscuras gafas de sol, vagaran
por la línea del horizonte. El sol arrancaba destellos dorados a las tranquilas aguas del mar. A lo
lejos, entre las olas, se mecían suavemente dos embarcaciones solitarias. No había nadie en el agua,
aunque tampoco era de extrañar, la temperatura del Mediterráneo, a finales de abril, no superaba los
diecisiete o dieciocho grados. Dos chicos jovencitos jugaban a las palas cerca de la orilla, pero
incluso ellos, cada vez que las olas les rozaban los tobillos al romper contra la arena, soltaban gritos y
se reían.
—¿Nos bañamos?
La voz de Bea, que estaba tumbada a su izquierda, llegó hasta ella. Había alzado la cara y se
protegía los verdosos ojos con la palma de la mano. Una expresión burlona adornaba su semblante.
—Claro. Adelántate tú y ahora voy yo, si eso —respondió con sarcasmo.
Una risita fue la respuesta.
—Bañaos las dos y yo hago fotos —intervino Laura desde el otro lado. También estaba tumbada,
con un sombrero de paja cubriéndole el rostro.
—Creía que estabas dormida. —Erika se volvió a mirarla.
—Es imposible dormir. Todo me molesta —refunfuñó—. El aire que arrastra la puta arena que
se me mete por todas partes, los gritos de las gaviotas y vosotras de charreta.
—Eres una borde de mierda y las gaviotas no gritan, graznan —dijo Bea con suficiencia.
—Lo que sea—. Se quitó el sombrero y lo arrojó sobre su bolsa mientras se apartaba unos
mechones de la espesa melena pelirroja de la frente—. Creo que me he cansado de playa.
—Cuando queráis nos vamos —propuso Erika.
—¡Pero si solo llevamos aquí una hora! —protestó Bea—. Tengo que ponerme morena a toda
costa. La boda de mi prima es en dos semanas y quiero estar espectacular. Vienen los amigos del
novio de Estados Unidos, esos buenorros de los que os hablé.
—Date rayos UVA —dijo Laura—. Dudo mucho que vaya a haber más días como hoy en las
próximas semanas. Que estamos en abril, tía.
—Por eso tenemos que aprovechar que hoy hace calor y pasar el día en la playa —insistió.
—Pues quédate y nosotras te esperamos en el Aruba disfrutando de un brunch.
—¿Y me dejáis tirada?
—Tirada, pero tomando el sol —dijo Laura con maldad.
Bea puso morritos.
Erika miró a una y a otra alternativamente. Las tres eran inseparables desde hacía años, pero era
muy consciente de que si ella no hubiese estado en el grupo, Laura y Bea jamás se habrían hecho
amigas. Eran demasiado diferentes y sus caracteres chocaban constantemente. Era Erika la que
servía como nexo entre las dos. A Bea la unía una profunda amistad desde la infancia; habían ido
juntas al colegio. A Laura la había conocido bastante más tarde, en el gimnasio. Encajaba mucho
mejor con la pelirroja, tan gamberra como ella, pero a Bea le tenía un cariño especial, fraguado a lo
largo de muchos años y muchas experiencias en común.
—¿Y si nos quedamos media hora más y luego vamos al Aruba? —sugirió, conciliadora.
Cualquier cosa con tal de no acabar inmersa en una discusión o escuchando cómo se tiraban
puntaditas la una a la otra.
—Vaaale —cedió Laura con un resoplido.
—Por mí, bien —comentó Bea.
Crisis superada.
Erika volvió a tenderse y disfrutó del tibio sol de abril. Una pequeña ráfaga de viento agitó la
toalla y provocó que unos cuantos granos de arena le cayeran sobre el brazo y el torso. No le
molestó demasiado.
—¡Coño, la puta arena!
Contuvo una sonrisa al escuchar el exabrupto enfadado de Laura.
—¿Dónde os vais a quedar al final en Madrid? —preguntó Bea.
—Me falta confirmarlo, pero creo que en casa de tu archienemiga —repuso Erika con una risa.
Laura soltó una estridente carcajada y Bea, un suspiro frustrado.
La archienemiga de Bea era Juls. Durante muchos años, Bea estuvo colada por su hermano Jorge
y lo intentó todo para salir con él, desde el chantaje emocional, la seducción, la pena y hasta fingir un
accidente con la bici, sin éxito. Así que, cuando Juls llegó a la vida de Jorge para quedarse, Bea no la
recibió precisamente con los brazos abiertos. Erika y Laura se burlaban con frecuencia de su actitud
infantil y la provocaban.
—A ver cuándo se te pasa la tontería —dijo Laura—. Juls es una tía genial.
—Puede ser —admitió a regañadientes—, pero se está tirando al hombre de mis sueños.
Entendedme.
—Venga, tonta —dijo Erika, alargando el brazo y dándole una palmada en el hombro—, si en la
boda de tu prima te vas a liar con un americano buenorro de Idaho o de Minnesota o de Illinois y se
te va a olvidar el imbécil de mi hermano.
Había pronunciado los nombres de las ciudades con un acento americano muy forzado y sus
amigas se echaron a reír.
—Bueno, son de… Ohio.
—¿De qué parte? —preguntó Laura, irguiéndose.
—Del sur.
—¿Cómo se llama la ciudad?
—Es un pueblo.
—¿Cuál?
—Es pequeño. Seguro que no lo… conocéis.
Erika frunció el ceño y también se incorporó. Se cruzó de piernas sobre la toalla al tiempo que
sus ojos recalaban sobre la cara de Bea, que se había puesto colorada. Le encantada presumir de la
gente que conocía y de que su prima vivía en Estados Unidos. Era sorprendente que, de pronto, se
mostrara tan esquiva y renuente a dar información.
—¿Qué te pasa? —preguntó con curiosidad.
—No me pasa nada —contestó Bea al tiempo que meneaba la cabeza con brusquedad.
Laura entrecerró los ojos. Se echó hacia delante en la toalla y el gesto de su rostro cambió,
tornándose alerta. Había olido sangre y no iba a descansar hasta saber lo que estaba sucediendo. Era
como un ave de presa.
—Suéltalo —dijo.
—¡Que no es nada! —protestó Bea débilmente.
—Venga, Bea, dilo ya —intervino Erika—. Si nos lo vas a decir más tarde o más temprano.
Bea se tomó su tiempo. Seguía con las mejillas del color de los tomates maduros. Se sentó y
cogió la bolsa de playa. Sacó unas gafas de sol y se las puso.
—Son de un pueblo de Ohio que se llama… Pee Pee —murmuró al fin.
En un primer momento no hubo reacción. Laura se limitó a fruncir el ceño, confusa, y Erika
abrió la boca para preguntar si había oído bien.
—¿Me estás diciendo que los amigos del novio de tu prima, esos estadounidenses buenorros que
te cagas, son de un pueblo que se llama pipí? —exclamó Laura casi a gritos, con los ojos muy
abiertos.
—¡Cállate! ¡Que nos van a oír!
—¿Quién? ¿Las gaviotas? —preguntó Erika. Estaba intentando contener un ataque de hilaridad,
pero le estaba costando. Ya notaba una risa histérica subiéndole por el pecho.
¿Pipí?
Laura era bastante menos comedida y una salva de estruendosas carcajadas rompió la relativa
calma de la playa, ahuyentando a las gaviotas y haciendo que los dos chicos que jugaban a las palas
en la orilla detuvieran el juego y las mirasen.
Su risa era muy peculiar, algo a caballo entre el chasquido de un delfín y el cacareo de una gallina.
Una risa escandalosa y potente que solía llamar la atención de todo el mundo.
—Esto era lo que quería evitar —masculló Bea con disgusto.
Erika hubiera podido sentir pena por ella si la situación no hubiese sido tan cómica.
—Entonces, si te casas con uno de ellos vas a irte a vivir a ¡pipí! —exclamó Laura entre risotada
y risotada.
—No es pipí, se escribe Pee Pee, con doble e en las dos sílabas —explicó muy digna.
—Pero pee en inglés es pis, así que el pueblo se llama pis pis —concluyó Erika. Apenas pudo
pronunciar la última sílaba porque la risa se lo impidió.
—¡Pipí! ¡Pipí! ¡Te vas a liar con un chico de pipí! —exclamaba Laura mientras gruesos lagrimones
le caían por las mejillas.
—¡No se dice pipí, se dice pipi! —se quejó Bea, poniéndose de pie y alejándose unos pasos.
—Pfff… Peor me lo pones. ¡Un chico de pipi! —gritó la pelirroja—. ¡Jajaja! ¡No puedo con la
vida! —Su histriónica risa resonó por cada rincón de la playa.
—Como sigas riéndote así te vas a hacer pipí —enfatizó Erika, dirigiéndose a ella con fingida
seriedad.
Esa frase fue el detonante que las llevó a ambas a tirarse una encima de la otra, retorciéndose de
risa y agitando las piernas en el aire. A Laura, de pronto, parecía importarle un pimiento llenarse de
arena.
—Sois imbéciles —dijo la tercera en discordia, acercándose.
Se detuvo a un paso de ellas y las miró desde arriba. También estaba a punto de echarse a reír.
No era para menos.
Pipí.
Erika le lanzó una ojeada a través de las lágrimas que le opacaban la vista.
—Pipí —susurró.
—Pipí —la secundó Laura.
Bea soltó una risa al fin y se dejó caer en la toalla, uniéndose al regocijo.
—Tiene gracia —reconoció—. Mi reacción fue similar a la vuestra cuando me lo dijo mi prima.
—¡Ay! —hipó Laura al cabo de un rato, una vez recuperado el aliento—. Es que es el pueblo con
el nombre más ridículo del mundo.
—Bueno, a ver, recordad que aquí en España tenemos también algunos ejemplos muy chungos
—dijo Erika, incorporándose y poniéndose las gafas de sol como diadema mientras se enjugaba los
ojos—. Guarromán en Jaén, sin ir más lejos.
—He pasado alguna vez por el desvío cuando he ido a Andalucía —dijo Bea con una risita.
—Hace unos años, cuando fui con mis padres de vacaciones a Galicia, descubrí uno que os vais a
quedar flipadas —dijo Laura—. ¿Preparadas?
Erika y Bea asintieron.
—Villapene. Está en Lugo.
Las tres volvieron a reírse con ganas.
—Imaginaos en una entrevista de trabajo. Hola, soy de Villapene.
Más risas siguieron a esa declaración hecha por Erika con voz de falsete.
La calma las fue envolviendo poco a poco hasta que el silencio hizo presa de las tres. La pareja de
la orilla había retornado a su juego de palas y las gaviotas habían vuelto a posarse cerca, y
merodeaban por la arena en busca de algo qué comer. Había comenzado a soplar un vientecillo
fresco.
—Si queréis, nos vamos —propuso Bea.
—¿Y tu bronceado? —se sorprendió Erika.
—Tengo un poco de frío. Me conformaré con los rayos UVA.
—Chica lista —alabó Laura, y se puso de pie como impelida por un resorte.
No tardaron mucho en recoger. Sacudieron las toallas y las metieron en las bolsas de playa.
Luego, se vistieron. Erika, con unos pantalones cortos de baloncesto y una camiseta ancha. Laura y
Bea, con sendos vestidos playeros. Se limpiaron la arena de las piernas en el lavapiés y luego se
dirigieron al Aruba, al otro lado de la carretera.
La decoración del local era exótica y diferente, pretendiendo imitar a la pequeña isla caribeña
cuyo nombre había adoptado. Alternaba la madera, la paja y las plantas en la techumbre y las paredes
se adornaban con objetos metálicos y rústicos, de diversos y llamativos colores. Un falso árbol
dominaba la zona central de la sala. Las mesas eran de madera desnuda, las sillas de cuerda y las
lámparas de mimbre. Al fondo, destacaba la barra iluminada en tonos azules y, al lado, el enorme
mural con dos flamencos rosas.
Pese a ser domingo y hacer buen tiempo, no había demasiada gente y pudieron hacerse con una
mesa en la parte delantera, justo frente a los ventanales abiertos. Corría la brisa y el sol se mantenía
bajo control gracias a un antetecho de paja que imitaba a un toldo.
Mientras que Erika y Laura se pedían unas tostas de semillas con aguacate, queso de cabra y
rúcula, y dos zumos de naranja, Bea se limitó a un café solo.
—Vaya mierda de brunch —comentó Erika, señalando el café.
—Vosotras dos tenéis suerte, cabronas, que no engordáis. A mí me engorda hasta el aire que
respiro.
—Pero si estás muy delgada —dijo Laura.
—Claro, porque solo tomo café.
Un pitido salió de la bolsa de playa de Erika. Rebuscó en ella hasta dar con el móvil.
Juls: Ya está todo hablado con Sonsoles. Tenéis el piso para las dos solas. Ni ella ni su compañera van a estar.
—Tenemos casa en Madrid —dijo con entonación triunfal, alzando la cara.
—De puta madre —respondió Laura.
—¿Al final en casa de Juls? —preguntó Bea.
—Sí.
El piso en el que vivía la tal Sonsoles era de un tío de Juls. Ella misma había vivido allí durante
unos años cuando residía en Madrid.
—Y, además, ni Sonsoles ni su compañera están, así que tenemos la casa para nosotras solas
—continuó.
—Me dais envidia —dijo Bea, frunciendo la boca.
—Venga, va. Si vas a estar con un americano buenorro de…
—¡No lo digas!
Laura soltó una risita maliciosa.
Erika aprovechó el instante para responder a Juls.
Erika: Gracias, amor. Que Dios te lo pague con un buen novio y así dejas al idiota de mi hermano.
Juls: Jajaja. Hablando de hermanos, vas a llamar al mío este año?
Erika apretó los labios, irritada.
¿Llamar a Félix? ¿Después del desplante del año anterior?
Ni de coña.
—Eh, ¿pasa algo?
Elevó la barbilla y miró a Laura con los ojos entornados.
—Nada. Juls me pregunta si voy a llamar a su hermano.
—Ni se te ocurra. Menudo idiota.
Erika asintió.
Casi por inercia, accedió a la aplicación de mensajes de nuevo y buscó el que le había enviado a
Félix hacía ya más de un año. Seguía ahí, con la doble notificación en azul, sin contestación. Intentó
llamarle de nuevo cuando llegó a Madrid a pasar la Semana Santa, pero no respondió al teléfono. Ni
siquiera recibió un No tengo tiempo, lo siento. Nada. Silencio absoluto. Esa indiferencia, rayana en la
mala educación, le pareció muy reprochable.
Félix Sanz Arrieta era un gilipollas.
Punto.
Por supuesto, no le había contado eso a Juls. A fin de cuentas, era su hermano. Se limitó a decirle
que se lo había pensado mejor y que no había contactado con él. Con Laura y Bea sí se había
desahogado. Ambas sabían que había tenido muchas ganas de conocerle y que su falta de respuesta
le había sentado fatal.
En fin, que le dieran por el culo.
No iba a desperdiciar su tiempo pensando en él.
Erika: No creo. Voy con Laura y no voy a estar sola. Vamos a quemar la ciudad yendo de fiesta en fiesta. No
voy a tener tiempo.
Juls: Me están entrando ganas de apuntarme.
Erika: Vente!
Juls: Curro.
Un emoji llorón terminó el texto.
Se guardó el teléfono en la bolsa y echó un vistazo a sus amigas; hacían cálculos sobre las calorías
que podía tener una de las tostas que habían pedido. Las ignoró y se abstrajo en contemplar el mar.
Una sensación de placentera anticipación le hormigueaba el estómago cuanto más se acercaba la
fecha del viaje a Madrid. Desde la primavera anterior no había podido cogerse vacaciones y
necesitaba desconectar. Sabía que el verano que estaba por llegar iba a estar cargado de faena, así
que, se había propuesto disfrutar y exprimir al máximo esas dos semanas en la capital junto a la loca
de Laura.
Habían planeado hacer miles de cosas: ir a conciertos y a catas de vinos, gastarse una pasta yendo
de compras, cerrar todos los bares de copas del centro y bailar hasta las tantas de la madrugada en las
discotecas.
Resumiendo: iban a arrasar.
Capítulo 2
Félix
Tenía una reunión en cinco minutos con su socio y llegaba tarde. El reloj de la consola del coche
marcaba las nueve menos cinco, pero el navegador indicaba que iba a tardar un cuarto de hora hasta
su destino debido a retenciones en la M-30.
Intentó armarse de paciencia mientras volvía a pisar el pedal del freno por enésima vez. Las
primeras gotas de agua de una incipiente tormenta comenzaron a caer sobre el parabrisas. Accionó
los limpias y dejó escapar un suspiro frustrado.
Las nueve de la mañana y lluvia eran la combinación perfecta para que todos los madrileños
hubiesen decidido coger el coche y pasar del transporte público. Tenía que haberlo sabido.
Silenció la música y llamó a Sean.
—Llegas tarde —respondió. Su acento irlandés era muy marcado.
—No lo digas como si fuera algo habitual.
—¿Cuánto tardas? ¿Te voy pidiendo un café?
—Quince minutos.
—Entonces no te pido nada. Y tú pagas, por hacerme esperar.
El silencio le avisó de que Sean había cortado la llamada.
Sonrió. Le gustaba esa faceta de su socio. Siempre iba al grano. Era directo y no malgastaba el
tiempo con explicaciones innecesarias. Ahorro lingüístico era su frase favorita.
Los vehículos en el carril de la izquierda parecían avanzar más deprisa, así que puso el
intermitente y se coló con rapidez en un hueco, pero la sensación de euforia le duró bien poco. Solo
unos segundos después, era el carril de la derecha el que se movía con más fluidez.
Desencantado, chasqueó la lengua y volvió a dejar que la música resonara dentro de la cabina.
Llevaba el móvil conectado al coche por Bluetooth para poder reproducir sus listas de Spotify
favoritas, y esa mañana había seleccionado una muy relajante, ideal para superar el tráfico colapsado
de la M-30. Puro soul de los 70. Sonaba If you don’t know me by now de Harols Melvin & The Blue
Notes, y la parte superior de su cuerpo se movió al ritmo de la melodía. No entendía absolutamente
nada de la letra ya que su dominio del inglés era patético, no obstante, disfrutaba de la música
igualmente.
Las gotas de agua comenzaron a caer con más fuerza contra el cristal y el sonido sordo se mezcló
con el de la rasgada voz masculina que salía de los altavoces, convirtiendo el reducido espacio en una
burbuja de tibia calma. Tarareó con suavidad al tiempo que una ola de bienestar le recorría de arriba
abajo y le destensaba los hombros. Casi deseó que el atasco durase hasta el infinito.
¿No era un poco triste que su momento de relax más preciado estuviera teniendo lugar dentro de
su coche mientras llovía, en medio de un atasco de la M-30, a las nueve de la mañana de un lunes?
Soltó una risa cansada.
¿Cuánto tiempo hacía que no se relajaba de verdad?
Las luces rojas de freno del coche que iba delante de él captaron su atención y se abstrajo
mirándolas, dejando volar sus pensamientos.
Vivía una vida caótica y estresante. Trabajaba siete días a la semana y dormía una media de cinco
horas por noche. Trató de recordar cuándo fue la última vez que se tomó un día libre en el trabajo.
No pudo. Hacía años que no tenía unas vacaciones en condiciones, de esas de no hacer nada y ver la
vida pasar.
Y, ahora, Sean y él iban a embarcarse en un nuevo proyecto que les iba a robar más tiempo y a
darles más preocupaciones.
Iban a abrir un Corso en Valencia.
Quizá era una locura y estaban intentando abarcar demasiado. O quizá era el momento perfecto
para hacerlo.
Tenían tres locales en Madrid y todos funcionaban muy bien. El primero había abierto las
puertas hacía once años en pleno barrio de Chueca, convirtiéndose en un éxito absoluto en cuestión
de meses. Solo dos años después, abrieron un segundo en la calle Ibiza, y un tercero en el barrio de
Salamanca, con los que también habían triunfado.
Sean llevaba varios meses hablando de que tenían que expandir y dar el salto a la costa
mediterránea. Había viajado un par de veces allí para inspeccionar las zonas y los locales y,
finalmente, había encontrado uno que podía encajar para abrir el cuarto Corso. Por eso la reunión de
esa mañana.
La canción cambió y la maravillosa voz de Roberta Flack cantando Killing me softly coincidió con
que los coches se pusieron en marcha. Milagrosamente, aunque avanzaban despacio, no volvieron a
detenerse hasta el desvío que tenía que tomar, y solo cinco minutos más tarde aparcaba en segunda
fila delante de la cafetería donde había quedado con su socio. La fachada desconchada y el rótulo
amarillento en el que se podía leer Casa Claudio daban fe de la antigüedad del sitio. Apagó el motor
y encendió las luces de emergencia.
Sorteó unos charcos de camino a la puerta e ignoró la lluvia que caía con fuerza sobre sus
hombros.
Sean estaba sentado en la mesa más cercana al ventanal, la suya de siempre. Le saludó con un
cabeceo a través del cristal cuando le vio acercarse.
Sean y él se conocían desde hacía dieciséis años, cuando ambos empezaron a trabajar en el
Santos, una coctelería de Malasaña. Sean hacía poco que había llegado a España desde su Irlanda
natal y tenía muchos problemas con el castellano. Era dos años mayor que él y poseía una dilatada
experiencia en el sector de la hostelería ya que llevaba trabajando en bares de copas desde que era un
crío. Félix, por el contrario, era un novato; era la primera vez que atendía una barra, así que se
estableció una especie de acuerdo tácito entre ellos: Félix le enseñaba el idioma y Sean le ayudaba
con los cócteles.
De compañeros de trabajo, pronto pasaron a ser amigos y, cuando Ernesto se unió a la ecuación,
decidieron juntar sus ahorros y montar una sociedad los tres. Llenos de sueños y cargados de
optimismo abrieron el primer Corso.
Había pasado mucho tiempo desde que se dejaban la piel tras la barra del Santos, preparando
cócteles exóticos. Ellos habían cambiado mucho y su sociedad de tres se había reducido a una
sociedad de dos. Pero al igual que hacía dieciséis años, seguían reuniéndose en la cafetería de
siempre.
Casa Claudio, cerca de la plaza de toros de las Ventas y justo a dos calles de donde vivía Félix por
aquel entonces, había sido testigo de casi todas sus conversaciones importantes.
No había muchos clientes. Una mujer entrada en años desayunaba en la mesa más alejada
mientras permanecía pendiente del móvil; un hombre vestido de modo informal se encaramaba a
uno de los taburetes que había frente a la barra. Tenía una taza de café en la mano y la mirada
también clavada en el teléfono.
Un camarero joven que él no conocía le saludó desde detrás de la barra con cortesía. Pidió un
café solo.
—Odio que me hagan esperar —le saludó Sean cuando se sentó frente a él.
Era alto y muy delgado, con el pelo rubio ceniza, las facciones angulosas y los ojos muy oscuros,
algo hundidos. Podría haber resultado siniestro si no fuese por las graciosas pecas que cubrían su
afilada nariz.
Al igual que él mismo, lucía un traje de chaqueta de tres piezas gris marengo, que combinaba con
una corbata azul.
El típico atuendo de trabajo de ambos.
Parecían fuera de lugar en esa vieja cafetería de mesas de madera añeja y sillas desencoladas.
—Mucho tráfico —repuso.
—Haber madrugado más.
El camarero se acercó con el café y lo dejó sobre la mesa.
Pese a que hacía dos semanas que no se veían, no hubo preguntas personales ni charla
insustancial. Mientras Félix le daba el primer sorbo al espeso líquido negro, Sean sacó su tableta y la
encendió.
—He hecho fotos de la zona y de la calle donde está el local. También del interior, claro. He
descartado uno que está en el Carmen y me he decantado por este, que está al lado de la zona de
Cánovas. Es un poco más pequeño, pero creo que nuestro Corso encaja mucho mejor aquí. El
edificio no es tan antiguo y está mucho mejor conservado. La inversión no sería tan elevada.
Según hablaba, iba pasando las imágenes con el dedo índice.
Félix estudiaba las fotos con los ojos entornados. Sí, el local era ideal a todas luces. No era muy
grande, pero tenía un encanto especial, lo que andaban buscando: vigas de madera en el techo, la
barra larga y sitio suficiente para las grandes vitrinas típicas de su negocio, donde se exponían los
centenares de botellas. Había también espacio para, al menos, quince mesas, calculó. Además, tenía
una zona al fondo que parecía vacía. Sí, allí podían instalar la plataforma para las noches que hubiera
música en directo.
—¿Baños?
—Hay que hacer obra y ampliarlos.
Félix asintió de nuevo. En su cabeza iba calculando mentalmente cuánto dinero tendrían que
gastar. No iba a ser una cantidad baladí.
—El dueño se jubila y está ansioso por cerrar el trato cuanto antes, por eso el precio tan bajo del
traspaso. Si nos damos prisa con la reforma, pienso que podríamos abrir a finales de julio y así no
perderíamos el verano. —Hizo una breve pausa—. ¿Qué opinas?
—Me gusta.
Sean sonrió.
—Lo sabía.
Hablaron durante un rato sobre las condiciones económicas y algunos asuntos más que fueron
surgiendo mientras conversaban. Un segundo café sucedió al primero mientras coordinaban agendas
para dividirse el trabajo. Había que citarse con el abogado para redactar el contrato, ir al banco a
solicitar el crédito que necesitaban, llamar al diseñador de interiores y ver si era factible que un
equipo se pudiera desplazar a la costa o si tenían contacto con algún estudio de interiorismo de
confianza allí. Se decidió que Sean se desplazaría a Valencia para supervisarlo todo sobre el terreno y
que Félix seguiría ocupándose de los locales de Madrid.
Sean se echó hacia atrás en la silla y se cruzó de brazos. Una sonrisa satisfecha le curvaba los
labios.
—Creo que vamos por buen camino. ¿Qué decía Ernesto siempre? Que antes de los cuarenta
teníamos que ser millonarios.
Félix sonrió nostálgico. No le dolía hablar de Ernesto con Sean, pero un sabor agridulce se le
concentró en la garganta.
—¿Millonarios? No sé tú, quizá tienes algunos millones escondidos en alguna parte, pero yo solo
tengo muchas deudas con el banco.
—Bueno —rechazó su socio con un gesto—, no solo hay que ser millonario, hay que
aparentarlo. Míranos. Empresarios, con ropa cara, relojes de marca y buenos coches. Pienso que no
nos ha ido tan mal. ¿Te acuerdas de cuando empezamos? El único que parecía respetable era
Ernesto, con ese aire de niño rico que tenía. Pero tú y yo con los piercings y los tatuajes… Menuda
pinta teníamos.
Félix cabeceó. Era cierto, Ernesto era el único de los tres que no presentaba ni agujeros en el
cuerpo ni tinta en la piel.
Su mirada recaló en las apenas perceptibles manchas oscuras que lucía en las muñecas, donde
antes estaban los innumerables tatuajes que se había quitado con láser. Seguía teniendo unos
cuantos, pero solo en sitios que no eran muy visibles. No había tardado mucho en comprender que a
los chicos tatuados no se les concedían préstamos e hipotecas tan fácilmente como a los hombres
trajeados.
—¿Qué sabes de tus hermanos?
La pregunta no le sorprendió demasiado. Era el modus operandi habitual de Sean. Una vez que
habían terminado de hablar de negocios, llegaban los quince minutos de temas personales.
—Rodri está muy bien. Su mujer vuelve a estar embarazada.
—¿El quinto?
—El cuarto.
—Vaya. Pues menos mal que ellos se encargan de repoblar el planeta porque si fuera por
nosotros, la especie humana estaría perdida.
Félix se rio.
Sean no estaba casado, pero tenía pareja, Lorena, la que en otro tiempo fue su tatuadora.
Llevaban más de diez años en una relación, pero no vivían juntos.
—Y Juls está fantástica —continuó—. Su relación con Jorge va muy bien. Se nota que es feliz.
—Ahora que vamos a abrir en Valencia, puedes aprovechar e ir a verla.
—Sí. Debería. Desde que se fue a la costa me ha propuesto varias veces que vaya, pero hasta
ahora no he conseguido sacar tiempo. Aunque hablamos casi a diario por teléfono, la echo de
menos. La última vez que la vi fue en Navidad.
Pese a la diferencia de edad entre ellos, siempre habían sido uña y carne. Tenía más confianza
con ella que con Rodrigo, con el que solo se llevaba cinco años. Quizá porque era muy serio y
formal. Juls y él eran bastante más parecidos.
—Deberías cogerte unos días libres antes de que empecemos con todo el follón —le sugirió Sean
—. Yo me largo a Irlanda, sí o sí, el mes que viene.
—Si te largas tú, alguien tendrá que quedarse, ¿no?
—No sé por qué cojones estamos pagando el sueldo de Damián, Sheila y Pedro, entonces.
Delegar es una palabra desconocida para ti, ¿no?
Félix torció el gesto. En el fondo, muy en el fondo, sabía que Sean tenía razón. ¿Para qué
contratar a tres encargados si él siempre quería estar al tanto de todo?
Desde la muerte de Ernesto se había convertido en un adicto al trabajo.
Lo admitía.
—Tienes razón. A lo mejor aprovecho lo de Valencia para irme unos días a la costa y relajarme
—dijo sin mucha convicción.
—Espera que te grabo para tener constancia —bromeó su socio.
Hablaron un rato más de los padres y los hermanos de Sean y de su próximo viaje a Dublín para
verlos.
Después de eso, no tardaron en pagar los cafés —Félix lo hizo— y abandonaron la cafetería. La
acera estaba mojada, pero ya no llovía. Se había levantado un viento fresco que agitaba las copas de
los árboles.
—¿Vas a estar esta noche en Chueca? —le preguntó Sean.
—Sí. ¿Y tú?
—Yo me pasaré por Ibiza.
—Perfecto. Cuando tenga la cita confirmada con el abogado te digo algo.
Se despidieron con un gesto. Sean se alejó calle arriba mientras que Félix se dirigía a su coche. El
reloj de la consola marcaba las once y treinta y cinco. Había quedado con el proveedor que les
suministraba el alcohol a las doce en el Corso de Salamanca. Iba muy bien de tiempo.
Arrancó y Al Green y su Let’s stay together le acompañó mientras se ponía en marcha.
Capítulo 3
Erika
Llevaban en Madrid solo seis días y, tal y como se habían propuesto, estaban arrasando. Habían
cerrado los bares de la zona de Huertas y habían bailado como locas en Kapital. Habían visto
atardecer desde el Templo de Debod y desde la terraza del Círculo de Bellas Artes. Y se habían
fundido gran parte de su presupuesto comprándose ropa.
Estaban quemando la ciudad.
Y ese fin de semana daban comienzo las castizas Fiestas de San Isidro, que iban a durar hasta el
martes siguiente, y pensaban disfrutarlas a tope. Ya le tenían echado el ojo a algunos conciertos y
actividades varias.
—Tienes el baño libre —dijo Erika.
Se acababa de dar una ducha y apareció con el pelo mojado y una toalla enrollada en torno al
cuerpo.
Laura estaba tirada en el sofá, ojeando el móvil. Todavía llevaba puesto el pijama pese a que eran
las seis de la tarde. No era muy raro, la verdad, porque se habían levantado hacía apenas media hora.
La noche anterior había sido muy movidita.
Erika la empujó para que le hiciera un hueco. Luego elevó los pies desnudos y los apoyó sobre la
vieja mesita de madera del centro. Echó la cabeza hacia atrás y contempló el techo y la fea lámpara
de bronce de cinco brazos. El piso no estaba mal, pero el mobiliario parecía sacado de una serie
setentera.
—Oye —murmuró al cabo de un rato.
—¿Mmm?
—¿Y si nos quedamos hoy en casa y así mañana sábado estamos más frescas? —sugirió—. Estoy
agotada.
Después de cinco noches seguidas sin apenas dormir, le daba una pereza inmensa tener que
vestirse y salir. Un folleto de un restaurante chino que servía comida a domicilio le hacía ojitos desde
la estantería de la televisión.
—Bueno. Por mi parte, bien.
—Podemos pedir comida china y ver la tele.
Una expresión escéptica se mostró en la cara de Laura.
—¿Ver la tele? Aquí no hay Netflix ni nada por el estilo. Si tengo que ver Telecinco, me suicido.
—Venga, tía. Algo encontraremos, aunque sea un programa de esos de reformas.
—Si es el de los gemelos Scott, cuenta conmigo. Me ponen mucho. Sobre todo, el albañil o
contratista o lo que sea. Cada vez que le veo coger el mazo y tirar una pared se me mojan las bragas.
Erika se rio.
Estaba muy de acuerdo con su amiga. El gemelo del mazo estaba muy bueno. ¿Era Jonathan o
era Drew? Ni idea. Cualquiera de los dos gemelos le serviría para pasar un buen rato.
La noche anterior habían estado en una discoteca nueva en la zona norte de Madrid y habían
conocido a unos chicos bastante monos, aunque ninguno le había resultado lo suficientemente
atractivo como para llevárselo a casa a culminar la noche. A Laura le había pasado lo mismo.
Bailaron con ellos y tontearon, incluso hubo algún que otro beso, pero cuando el local cerraba, a las
cinco y media de la madrugada, se largaron solas en un taxi.
—Tía. —La voz de su amiga la sacó de sus pensamientos—. Estoy teniendo una idea un poco
loca.
—Si viene de ti, es loca, seguro —dijo con sorna y la miró, expectante.
Laura se incorporó en el sofá y dejó el móvil sobre la mesa. Habían comenzado a brillarle los
ojos de un modo travieso.
—Estaba pensando en el hermano de Juls, en el Félix ese. ¿Y si vamos a su local y le echamos un
ojo a ver cómo es en persona? No me digas que no te pica la curiosidad.
Erika frunció los labios, pero la idea no le resultó tan sorprendente, porque a ella misma se le
había pasado por la cabeza hacer algo semejante.
Sí, ¿para qué negarlo? Ardía en deseos de conocer a Félix.
Al imbécil de Félix, se corrigió.
—Nunca te ha visto —siguió Laura—. Vamos que, podríamos ir de incógnito. Podemos ir en
plan tranqui, y tomarnos una copa.
Erika tragó saliva y extravió la mirada en la pared.
—Además, si vamos…
—No sigas intentando convencerme, que ya estoy convencida —la interrumpió.
—¡De puta madre! —gritó y luego soltó una estridente carcajada—. Vamos a conocer al gilipollas
ese. —Acto seguido, se puso de pie a toda velocidad, como si alguien hubiese encendido su
interruptor de energía—. Me ducho rápido y pensamos lo que nos vamos a poner.
—Dale.
La pelirroja abandonó el salón como una exhalación. Erika se incorporó en el sofá y alargó la
mano para coger el móvil. Hizo una rápida búsqueda en internet y buscó la dirección del Corso. Juls
le había comentado en alguna ocasión que, aunque tenían tres locales, su hermano solía estar en el de
Chueca.
Se entretuvo mirando las fotos que tenían en la web y que ya había visto con anterioridad. Un
hormigueo de excitación la recorrió por dentro. Aparcados quedaron el cansancio, el folleto de
comida china y los hermanos Scott.
Laura cumplió su promesa y en solo diez minutos estaba de regreso.
—Ya sé lo que nos vamos a poner. Yo, el vestido verde ese que me compré ayer en Mango. Y tú,
mi vestido rojo.
Erika la miró con fastidio. El puñetero vestido rojo era una preciosidad, pero demasiado estrecho
y corto para resultar cómodo.
—Ni se te ocurra protestar —intervino Laura con un tono que no admitía réplica—. Ese vestido
te queda a ti mejor que a mí. No sé ni por qué me lo compré.
—Ya, pero es que…
—¿Qué pensabas ponerte? —la cortó.
—Ni me lo he planteado todavía. Supongo que los vaqueros azules, la blusa blanca y las cuñas.
Informal pero elegante.
No le gustaban los vestidos. Prefería mil veces llevar pantalones. Le proporcionaban una libertad
de movimientos con la que las faldas no podían competir. No era que no tuviese vestidos; tenía unos
cuantos y muy bonitos, pero sus preferencias estaban en otro sitio.
—Ni de coña —protestó Laura—. Tienes que enseñar pierna.
—Me puedo poner pantalones cortos.
—¡Que no! Vestido rojo.
Erika puso los ojos en blanco.
—¿Y entonces de qué vamos, de rojo y verde, como un semáforo?
Su amiga la ignoró, se dio media vuelta y abandonó la sala. Ella la siguió más despacio. Cuando la
alcanzó, ya había sacado ambos vestidos del armario y los había extendido sobre la cama del
dormitorio que ambas compartían.
Estudió el vestido con atención. De tirantes, ajustado y corto, de un tono rojo muy llamativo.
—Me voy a pasar toda la noche tirando del bajo y muy incómoda. Paso —negó con un gesto
decidido—. Y no insistas.
Laura frunció la nariz y dejó caer los hombros, reconociendo la derrota.
—Vale, pues entonces el pantalón de raso —cedió.
Erika asintió. El pantalón de raso negro era cortísimo, pero era pantalón, al fin y al cabo. Lo
combinaría con un top blanco sin mangas que tenía un volante en el escote.
—Y tienes que dejarte el pelo suelto. Y te maquillo yo.
—Pfff, y todo esto, ¿para qué? Vamos de incógnito. Y solo quiero echarle una ojeada de lejos.
—Ya tía, pero molaría un montón que se fijase en ti e intentase ligar contigo y tú le mandases a la
mierda.
Sonaba tan ilusionada que a Erika estuvo a punto de escapársele una risa. Era una actitud infantil,
aunque no iba a negar que si algo así sucediese le molaría. Le molaría mucho. Después del desplante
del año anterior era lo que se merecía ese imbécil.
—¿Allí se puede comer? Más que nada porque me muero de hambre.
—Solo picoteo, creo —respondió Erika—. Podemos comer algo antes.
—Pues sí. Podríamos comernos una pizza abajo.
—Hecho.
Se vistieron mientras intercambiaban bromas y se reían, imaginando las veinte mil cosas que
podían suceder. Desde que Félix cayese rendido a los pies de Erika en cuanto la viera, a que fuese un
borde y un arrogante de mierda que las mirase por encima del hombro.
—A lo mejor no está en el de Chueca —dijo Erika una vez que llegaron al baño para maquillarse.
—Pues entonces vamos al otro. Al del barrio de Salamanca, o al otro. Y si no está en ninguno,
pues nos lo pasamos bien las dos probando alguna bebida exótica.
Erika asintió. Dudaba mucho de que no diesen con él. Según Juls, era un adicto al trabajo y
siempre estaba currando, supervisando su reino.
—¿Te imaginas que te reconoce?
—Imposible. Que yo sepa no ha visto nunca una foto mía.
—¿Ni en la cuenta de Instagram de Juls?
—No tiene redes sociales, solo las del negocio, y creo que las lleva su socio porque no le gustan.
—Qué anticuado. ¿Cuántos años tiene? ¿Cincuenta?
Erika se rio.
—Treinta y ocho.
—No está mal, aunque no es mi tipo. Y esas cicatrices en la cara le afean bastante.
Erika la miró sorprendida. A ella las cicatrices le parecían interesantes. Y tampoco se notaban
tanto, ¿no?
—Toma. Usa este. —Laura le tendió un pintalabios.
Lo cogió y lo abrió. Era rojo. Se pintó los labios con él mientras los ojos de su amiga la miraban
con aprobación desde el reflejo del espejo.
—Estás guapísima —la piropeó—. Aunque siempre lo estás, incluso sin maquillaje y llena de
grasa, también.
—Gracias, bombón. Tú sí que estás guapa con ese vestido.
—Lo sé —aceptó con suficiencia, girándose a un lado y al otro para que la corta falda del vestido
se arremolinara en torno a sus piernas.
—Me siento bastante más cómoda cuando voy sin maquillar —se lamentó—. Ya verás como la
máscara de pestañas termina chorreándome por la cara.
—Imposible. Es todo muy waterproof y con los polvos fijadores ya te tienen que pegar un
manguerazo a presión en la cara para que te desaparezca el maquillaje.
—Si no fuera por ti… —soltó con sorna.
Sin embargo, tenía que darle la razón a su amiga. Se estudió en el espejo y se sintió especialmente
guapa. Laura le había hecho unas ondas en el pelo, normalmente lacio, que le proporcionaban
volumen, y el maquillaje que había empleado, aunque sutil, sacaba partido al azul de sus ojos. Se
recorrió el cuerpo con ojo crítico. El pantalón negro y la blusa blanca le quedaban bien y eran
cómodos. Completaba el atuendo con unos zapatos de tacón.
Cogió un fino blazer de color negro del armario. Estaban teniendo una suerte increíble con el
tiempo. Había llovido el lunes, pero el resto de la semana, las temperaturas habían subido y un sol
espléndido las había acompañado en las escapadas diurnas, aunque las noches eran frescas.
Laura estaba en el salón, poniéndose una cazadora de cuero.
—¿Vamos?
Abandonaron el piso y no tardaron en llegar a la pizzería que estaba a unos doscientos metros del
edificio, en la misma calle. Era el típico restaurante italiano franquiciado de moda. Era temprano y
no tuvieron problema en hacerse con una mesa libre. Pidieron una ensalada, una pizza y una botella
de Lambrusco Rosato. Todo para compartir.
—Como nos terminemos la botella, y luego vayamos a tomar cócteles, vamos a acabar fatal
—advirtió Erika, pero mientras lo hacía, se llenaba la copa hasta arriba de vino.
—¿Te pido una copa más grande? O mejor, ¿por qué no bebes directamente de la botella?
Se rieron sin mesura y brindaron haciendo chocar las copas.
El camarero llegó con la comida y dejó los platos sobre la mesa al tiempo que les echaba una
mirada cargada de admiración.
—Estamos fantásticas —cuchicheó Laura—. Casi se le caen los ojos encima del plato.
Erika tuvo que darle la razón. No solo el camarero mostraba interés, también dos chicos que
estaban sentados en una de las mesas cercanas.
Los móviles, que ambas habían dejado sobre la mesa, emitieron pitidos casi al unísono.
—¡Seguro que son las fotos de Bea! —exclamó Erika.
En efecto, eran las fotos. La boda de su prima tendría lugar al día siguiente, pero su amiga ya
estaba en Valencia, y había prometido mandar al grupo que tenían las tres en wasap fotos de los
americanos guaperas de Pee Pee.
Había enviado unas diez imágenes. En todas ellas aparecían chicos solos. Las había numerado.
Erika fue pasando una por una, deteniéndose en una de ellas.
—Creo que ya sé con quién se va a liar Bea este fin de semana.
—Jajaja, yo también lo sé —exclamó Laura con malicia sin apartar los ojos de la pantalla del
móvil—. El siete.
—Exacto.
—Se parece a tu hermano Jorge.
—Exacto —repitió con una risa.
—Los otros no están mal, pero tienen una cara de guiris que no pueden con ella.
Erika asintió. Luego tecleó un mensaje con rapidez.
Erika: Número siete. Aprobado. Ni se te ocurra volver sin follar.
Bea: ¿A que es guapo?
Laura: Si ya me dices que se llama George, me meo.
Bea: Se parece, ¿verdad? Se llama Adam.
Laura: Tíratelo.
Bea: Lo haré, si me deja. ¿Qué tal vosotras?
Erika: Genial. Ya te contaremos. Pásalo bien.
—No, si encima va a tener suerte, la capulla —murmuró Laura, dejando el teléfono a un lado.
—Ya era hora de que le gustase alguien. Lleva mucho tiempo sin comerse nada.
—Yo también llevo mucho tiempo —dijo Laura, dándole un bocado a su trozo de pizza.
—Te liaste con Arturo hace un mes —le recordó.
—Eso no cuenta.
—¿Por? ¿No te corriste?
—Sí. Pero después de que se fuera a su casa.
A esa aseveración siguió una de sus estruendosas carcajadas y Erika no pudo hacer otra cosa más
que secundarla. La entendía muy bien. Ella misma llevaba una gloriosa racha de fracasos
encadenados.
Se acabaron tanto la pizza como la ensalada entre conversaciones sobre sus planes para los días
siguientes. Rechazaron pedir un postre, porque como Laura dijo con mucha sabiduría, la ropa que
llevaban puesta no estaba hecha para admitir mucha comida.
. Cuando el restaurante comenzaba a llenarse, ellas lo abandonaron. Se despidieron con pena de
la botella de Lambrusco, que no habían sido capaces de acabar. En el exterior corría una brisa fresca
que animaba a la manga larga y agradecieron haber cogido las chaquetas. Erika sintió el airecillo en
las piernas desnudas y se estremeció. Se resignó, sabiendo que la calle principal, donde tenían que
coger el taxi, estaba a pocos metros de allí.
Caminaron deprisa hasta la amplia avenida. El tráfico era denso a esa hora de la tarde. Erika se
detuvo junto al bordillo y alzó un brazo. Casi de inmediato, un vehículo blanco paró frente a ellas.
—Por esto adoro Madrid —le dijo a su amiga.
—Igualito que en Benidorm.
Le dieron la dirección al taxista y este no tardó en ponerse en marcha y sumergirse en la hilera de
coches que circulaban por la calzada.
Durante un rato, ambas guardaron silencio, cada una inmersa en sus pensamientos. Los de Erika
volaron hasta Félix. A decir verdad, hasta su hermana. Se sentía un poco culpable por haberle
ocultado a su cuñada lo sucedido el año anterior. Tenía que haber sido sincera y haberle contado el
porqué de la frialdad para con su hermano. Durante dos largos años le había pedido el teléfono de
Félix en innumerables ocasiones, y desde el año anterior, nada de nada. Sabía que Juls se había dado
cuenta de su cambio de actitud, aunque no le había preguntado nada.
Aclaró la vista y la fijó en el exterior. El vehículo enfilaba el Paseo del Prado. Laura y ella lo
habían recorrido a pie, a plena luz del día, pero de noche tenía otro aspecto, uno mucho más
encantador. Las luces de los edificios que lo flanqueaban resaltaban las características arquitectónicas
de cada uno de ellos. Dejaron atrás el Real Jardín Botánico y el CaixaForum con su original jardín
vertical en la fachada y luego pasaron por delante del Museo del Prado. Erika ya lo había visitado el
año anterior, y a Laura no le entusiasmaban los museos, así que no iba a ser una parada de ese viaje.
El taxista conducía con gran pericia y se aprovechaba del carril taxi para ir más rápido, pero no
dudaba en utilizar los demás a su conveniencia, zigzagueando entre los otros vehículos.
Erika se imaginó a sí misma circulando entre los numerosos coches y los atascos con su adorada
Yamaha YBR 125 Custom. Y la idea no le resultó muy atractiva. Demasiada contaminación y
demasiado tráfico. Con lo que ella gozaba yendo por las carreteras que bordeaban la costa con su
moto, dejando que el aire le acariciara la cara mientras respiraba el olor a salitre.
Pasaron por delante del Palacio de Cibeles. Las luces estratégicamente colocadas por la fachada
convertían el gran edificio blanco en un espectáculo digno de ver. Justo enfrente, en la rotonda,
estaba la fuente redonda que albergaba la archiconocida estatua de la diosa Cibeles. La rodearon y
subieron por la calle Alcalá hasta enfilar la Gran Vía. Allí, el tráfico se convirtió en un verdadero
caos. Los escaparates con los letreros luminosos se sucedían y las aceras estaban a rebosar de gente.
Erika había estado en la capital con frecuencia para visitar a sus abuelos paternos, cuando estos
todavía vivían, así que conocía la zona bastante bien. Para Laura, por el contrario, todo era nuevo y
permanecía con la nariz pegada al cristal soltando exclamaciones maravilladas de vez en cuando.
Se detuvieron frente a un semáforo pese a que este ya se había puesto en verde y el ruido del
claxon de los coches se mezcló creando una desagradable cacofonía de diferentes decibelios.
—Los cabrones estos de las VTC que no tienen ni puta idea de conducir son los que lo joden
todo —farfulló el taxista bastante cabreado.
Laura y Erika intercambiaron una mirada y se mordieron los labios.
Poco después y, con bastante agresividad, el taxi se ponía en marcha y giraba en el siguiente
semáforo, abandonando la bulliciosa calle e internándose en una más tranquila. Volvió a girar en la
siguiente esquina y unos cien metros más adelante se detuvo.
—Es aquí.
Le dieron las gracias, pagaron la carrera y descendieron del vehículo. Curiosas, estudiaron los
alrededores. Estaban en una calle de un único sentido, en la que no había opción de aparcar. Las
aceras eran estrechas y la calzada, como tantas otras del centro de la capital, estaba adoquinada.
Había un grupo de personas fumando y charlando, apoyados en la pared de lo que parecía ser un
restaurante japonés.
Y, justo al lado, estaba el Corso.
No tenía un aspecto muy impresionante por fuera. La fachada era pequeña y alternaba el ladrillo
caravista y la madera. El rótulo que colgaba sobre la puerta era oscuro y solo mostraba la silueta
blanca de un perro y el nombre del local.
—Bastante sencillo, ¿no? —murmuró Laura.
—Espera y verás.
Erika había visto fotos en la web del local y sabía que el interior era completamente diferente. A
su amiga le iba a encantar.
De repente, se sentía eufórica.
Tanto si el imbécil de Félix estaba allí, como si no, pensaba pasárselo bien.
A lo mejor esa noche era su noche de suerte.
A lo mejor esa noche no se iba sola a casa.
Enhebró el brazo en el de Laura y tiró de la puerta con brío.
Capítulo 4
Félix
Le dio un trago a su agua con gas y asintió. Sus interlocutores, ambos sentados frente a él,
continuaron hablando. Eran los dos muy jóvenes, pero parecían tener las ideas claras. No era una
reunión de trabajo y tampoco un encuentro social. Era algo a caballo entre la mentoría y la cortesía.
Zeta y Samuel eran socios y tenían una coctelería, el Cabin Cocktail Bar, en el barrio de
Chamberí. No los consideraba competencia, sino colegas de gremio. Él conocía al marido de la
hermana de Zeta, a Asier. Durante un tiempo, habían coincidido en el mismo gimnasio. Fue Asier
quien contactó con él para hablarle de que Zeta y su socio estaban teniendo problemas para
encontrar un proveedor de un raro vino de serpiente chino. Los distribuidores con los que
trabajaban no manejaban el producto y habían encontrado a alguien, pero era demasiado caro y no
les compensaba.
No era algo que soliese hacer, pero le gustaba la gente emprendedora y con arrojo, y aquellos dos
chicos le recordaban un poco a él cuando estaba empezando, así que no tuvo inconveniente en
proporcionarles el contacto de su proveedor.
La reunión no había sido muy larga, lo justo para presentarse, intercambiar unas cuantas frases
educadas y poco más, pero los tres habían congeniado y solo habían tardado unos minutos en
tutearse, y el ambiente estaba resultando muy distendido.
Estaban al fondo del Corso, en la zona más tranquila, cerca de la pequeña plataforma en la que
los sábados se ofrecía alguna actuación musical. Las mesas, exceptuando la suya, estaban vacías ya
que era temprano para la clientela habitual, que solía llegar a partir de las diez de la noche. No
obstante, había un cliente en la barra y una pareja había subido hacía poco a la primera planta.
—¿Te puedo decir algo? —le preguntó Zeta.
Era un chico guapo, alto, de hombros anchos, pelo rubio oscuro y ojos claros. No tendría más de
veinticinco o veintiséis años, pero tenía carisma y era evidente que se tomaba su trabajo muy en
serio.
—Dime.
—Eres nuestro referente. Cuando seamos mayores queremos ser como tú. Bueno, mejor dicho,
queremos ser tú —pronunció esas palabras con firmeza, pero una chispa de diversión se deslizó en
su mirada mientras lo hacía.
Félix, que no se lo esperaba, tardó en reaccionar, pero finalmente soltó una risa honda y áspera.
Le gustaba la frescura de ese chico.
—Creo que es la primera vez que me insultan y me elogian al mismo tiempo.
—Lo de llamarle mayor no ha sido muy acertado —intervino Samuel, dándole un codazo a su
compañero—. Que nos saca ocho años nada más.
La risa de Félix se hizo más profunda. En realidad, eran unos cuantos años más. No le había
disgustado en absoluto que le llamaran referente, aunque sí le había sorprendido. ¿Él? ¿Referente?
¿Con su escabroso pasado? Si supieran…
—No iba por ahí —repuso Zeta, genuinamente asombrado.
—Lo he captado —dijo Félix, risueño—. Y gracias.
El móvil del joven rubio, que tenía sobre la mesa al alcance de la mano, emitió los primeros
acordes de una melodía.
—Perdonad —se disculpó al tiempo que aceptaba la llamada—. Eh, hola, amor —respondió con
un tono de voz cariñoso, muy diferente al que había usado hasta el momento.
Félix sonrió con condescendencia. Qué bonito era ser joven y estar enamorado.
—Vuestro bartender es increíble —dijo Samuel, alzando la copa en el aire—. Este bobby burns7 está
espectacular.
Félix le dio las gracias con un gesto y giró la cabeza hacia la barra, el reino de Ian, su bartender.
Llevaba trabajando en ese Corso desde el mismo día de la apertura. Era un tipo antipático y
arrogante, que pensaba que todo el mundo tendría que estar a sus pies, pero había demostrado su
valía con creces. Se había formado en Estados Unidos y había sido galardonado con el título de
Mejor Bartender del mundo en una ocasión. Les costaba una pequeña fortuna todos los meses, pero
gracias a él, el Corso era lo que era.
Sí, eran muy afortunados de poder contar con él.
—Tengo que irme —anunció Zeta después de cortar la llamada.
—¿Abi? —le preguntó su socio.
—Sí. Está en el Cabin, esperándome. Es mi chica —le aclaró a Félix. Su rostro se había
iluminado al pronunciar esa palabra.
Este asintió. Después miró a Samuel, cuya cara de desencanto era obvia. Todavía tenía el cóctel a
medias.
—Quédate tú —le ofreció—. Y cuando te termines la copa a lo mejor podemos convencer a Ian
de que te prepare alguna propuesta suya original.
—Sí, quédate —dijo Zeta—. Y mira a ver si puedes engañar a Ian y decirle que en el Cabin va a
estar mejor —bromeó.
—Sí —respondió Félix con sorna—. Por favor, lleváoslo.
Intercambiaron unas risas y se despidieron de Zeta, que se alejó unos pasos y se detuvo frente a
la barra. Cuando Félix vio que hacía amago de sacar la cartera, le hizo una señal a Sheila, la
encargada, para que no aceptara el dinero. El rubio se giró hacia él al recibir la negativa y le taladró
con sus ojos claros.
—Cortesía de la casa. Espero que seáis igual de generosos cuando os visite.
—Dalo por hecho.
Luego se encaminó a la puerta y abandonó el local deprisa.
—Quién le ha visto y quién le ve —murmuró Samuel.
Félix giró la cara para mirarle.
—¿Cómo?
—Nada, nada —se rio e hizo un gesto vago con la mano—. Que desde que está con Abi está
muy cambiado. Más tranquilo y centrado.
—¿Tú no tienes pareja? No contestes si no te apetece.
—Estoy muy soltero —dijo el joven y volvió a darle otro trago a su bebida—. Algún rollo por
aquí y por allá. Nada serio. ¿Y tú?
Félix sonrió sutilmente. No solía hablar de su vida privada con desconocidos, pero era lo justo.
Él había iniciado el tema.
—Exactamente como tú. Algún rollo esporádico. Yo también estoy muy soltero.
Y esperaba seguir estándolo de por vida. Los compromisos a largo plazo no le interesaban lo más
mínimo. Ya no.
De pronto, los ojos oscuros de su interlocutor se abrieron como platos. Había girado la cabeza
hacia la puerta y parecía fascinado.
Félix siguió la dirección de su mirada con curiosidad.
Acababan de entrar dos chicas jóvenes. Una rubia y una pelirroja.
La exuberante pelirroja abría el paso. Lucía un vestido verde que no ocultaba ninguno de sus
encantos. Tenía una espesa melena roja muy llamativa que se había recogido en una coleta alta.
Caminaba de un modo cadencioso muy atrayente.
Tras ella, iba la rubia, un poco más alta y delgada. Llevaba unos pantalones muy cortos, que
dejaban al descubierto unas piernas estilizadas y kilométricas, y un blazer oscuro. El pelo rubio
ondulado le caía graciosamente sobre los hombros y las facciones eran en extremo delicadas y muy
femeninas. Félix no podía distinguir el color de sus ojos desde la distancia, pero suponía que serían
claros. Era una belleza.
Ahora ya sabía por qué Samuel tenía esa cara de tonto. Se rio para sus adentros.
—Deberías cerrar la boca —le dijo en voz baja con tono de guasa.
—Debería, pero estoy impactado.
Félix volvió a mirar a las chicas, que habían tomado asiento en la barra. Eran muy guapas, pero
demasiado jóvenes para él. No aparentaban más de veintiséis o veintisiete años.
—¿Por qué no vienen mujeres tan guapas al Cabin? —se lamentó Samuel.
—Seguro que tenéis una clientela de todo tipo. No me creo que no vayan chicas guapas.
—Vienen solo para ver a Zeta —dijo sin mucha acritud—. Nos viene muy bien que sea guapito,
la verdad. Atrae a muchas mujeres.
Félix sonrió levemente. Samuel parecía un buen tipo, más callado que su socio, pero muy
agradable. Le observó de arriba abajo. Sin duda, Zeta era un hombre muy guapo, de esos que
llamaban la atención, pero Samuel tampoco estaba tan mal. Se daba un aire a Antonio Banderas de
joven, con el pelo oscuro y unos expresivos ojos marrones.
—Aprovéchate ahora de que no está tu socio y ve a por ellas. Invítalas a una copa.
Él pareció pensárselo mientras apuraba el bobby burns.
—Si me distraes a la rubia, le entro a la pelirroja —dijo al fin.
Félix arqueó una ceja y meditó unos instantes. No le apetecía demasiado perder el tiempo
tirándole la caña a una niña mona cuya conversación sería, con toda seguridad, insustancial y
aburrida. Él prefería ir al grano. Por eso no solía coquetear con chicas tan jóvenes. Le agradaban más
las mujeres de más edad que deseaban lo mismo que él: poca palabrería y más acción. Dudaba
mucho que pudiese acercarse a esa rubia y proponerle directamente ir a su piso a echar un polvo.
Estaba a punto de darle a Samuel una respuesta esquiva que no le comprometiera demasiado
cuando su móvil comenzó a sonar. Se lo sacó del bolsillo y miró la pantalla. Era Sean.
—Discúlpame.
Se puso de pie y se dirigió a la escalera. La subió deprisa y accedió al despacho que tenían en la
primera planta.
—Dime —respondió.
—Acabo de hablar con Damián. Quiere un aumento de sueldo.
Damián era el encargado del Corso de Ibiza.
—¿Qué le has dicho? —preguntó mientras tomaba asiento en la silla giratoria que había tras la
mesa.
—¿Qué le voy a decir? Pues que hablaría contigo.
Los encargados de los tres locales cobraban lo mismo. Si le subían el sueldo a uno, podían tener
problemas con los otros dos. Además, iban a invertir mucho dinero en la reforma del nuevo Corso.
Ya habían hablado con el banco y habían firmado el contrato de traspaso con el dueño. Era el peor
momento posible para hablar de subidas de sueldo.
—¿No se puede esperar? Habíamos hablado de subirles el salario el año que viene.
—Me ha recordado que acaba de ser padre de gemelos —comentó Sean con sequedad.
Al oír aquello, se frotó la frente y cerró los ojos. Tendrían que hacer cálculos.
—¿Tú qué opinas? —indagó.
—Lo mismo que tú.
—¿Ahora estás en mi cabeza también? —se rio.
—Estás indeciso porque no es un buen momento con lo de Valencia, pero ya estás haciendo
cálculos de cuánto se les podría incrementar el sueldo a los tres.
—Pues la próxima vez no me llames —protestó de buen humor.
Una risa cínica al otro lado de la línea fue la respuesta.
—Le digo que le contestamos la semana que viene, que tenemos que hablarlo.
—Genial. No se lo pongas muy negro no vaya a ser que escupa en las bebidas.
Sean se rio más fuerte.
—Félix, no me lo recuerdes. Qué asco.
Hacía años, cuando todavía trabajaban en el Santos, salió a la luz que el encargado escupía en las
copas de los clientes porque quería joderle el negocio al dueño. Lo descubrieron después de instalar
cámaras. No tardaron en ponerle de patitas en la calle.
Tras despedirse de Sean, se guardó el móvil en el bolsillo y echó un vistazo a su alrededor con
nostalgia. Esa pequeña oficina había servido como base de operaciones al principio, cuando ni
siquiera tenían un gestor y era Ernesto quien se encargaba de toda la contabilidad. Hacía tiempo que
no tenía una función específica, solo les proporcionaba privacidad cuando querían hablar, y sabía
que Sheila usaba el ordenador que tenían allí para hacer los pedidos. Estaba amueblada con la misma
vieja mesa de siempre, la silla de escritorio, un sofá diminuto y una estantería alta de tres puertas. No
cabía mucho más. Una de las paredes era de ladrillo sin tratar y las otras tres estaban pintadas de rojo
oscuro.
De pronto, recordó que había dejado solo a Samuel y se apresuró a abandonar la estancia. Abrió
la puerta y la música que había llegado amortiguada hasta él subió de intensidad. Los rápidos acordes
de Sweet rascal de Jamie Berry, una melodía sincopada y muy vintage, rebotaron en las paredes.
Cabeceó con satisfacción. Buena elección de música la de aquella noche. Había llegado a apreciar
mucho el electro swing que sonaba habitualmente en el Corso.
Samuel estaba en el mismo sitio donde le había dejado, jugueteando con el vaso, ya vacío, y
lanzando miradas agonizantes hacia el extremo de la barra. Era evidente que no se había atrevido a ir
a hablar con la pelirroja.
Se sentó frente a él y le sonrió.
—¿No te lanzas?
—Si estuviera sola, sí… —se quejó con voz lastimera.
—Me conoces demasiado poco para chantajearme emocionalmente, ¿no crees?
Una media sonrisa se dibujó en la boca de su invitado.
—Tenía que intentarlo.
Félix meneó la cabeza, divertido a su pesar. Cogió su vaso y se percató de que también estaba
vacío. Inclinó la cabeza a un lado y le lanzó una ojeada a Samuel, que volvía a mirar a las chicas.
—Te propongo algo. Ve a hablar con ellas mientras yo convenzo a Ian de que les haga un cóctel
especial. Eso sí, me debes una. Y la noche que vaya a veros al Cabin me voy a cobrar el favor.
No tuvo que repetir su oferta dos veces porque Samuel se incorporó a toda prisa y, con una
seguridad en sí mismo que desmentía toda la inquietud que había mostrado hacía unos segundos, se
dirigió hacia las dos jóvenes.
Félix se acercó a la barra y le hizo un gesto a Ian. Habían llegado más clientes y el ruido de las
conversaciones comenzaba a mezclarse con el de la música de fondo, pero el bartender estaba libre.
—¿Qué están tomando las dos chicas del fondo?
—Mojito y piña colada —murmuró con desprecio y una ceja arqueada.
Félix ya sabía que al inglés le horrorizaba la gente que pedía cócteles convencionales y sencillos.
Le encantaba lucirse y esos brebajes, como los denominaba, no cumplían con sus estándares.
—¿Y si les preparas algo especial?
El rostro de Ian resplandeció y la parte superior derecha de su labio tembló de excitación.
—Perfecto. Sé exactamente lo que necesitan.
—Dile a Xavi que me ponga un agua con gas —le pidió antes de que se alejara.
Hacía años había cometido el terrible error de pedirle una cerveza a Ian, que le había mirado por
encima del hombro y le había ignorado, diciendo que él no era un simple camarero.
Por el rabillo del ojo, vio que Samuel había comenzado a hablar con la chica del pelo rojo. La
otra parecía distraída y tenía la vista fija en las botellas que había detrás de la barra. Se había quitado
el blazer oscuro, dejando al descubierto la prenda que llevaba debajo: una camisa sin mangas de
color blanco, que realzaba el moreno de sus brazos. La luz de una de las lámparas que colgaban
sobre la barra incidía sobre el pelo dorado, creando un curioso halo alrededor de su cabeza.
Tenía aspecto de buena chica.
Durante una milésima de segundo los ojos de ambos se encontraron, pero ella apartó la mirada
con suma rapidez.
Ahora ya sabía de qué color tenía los ojos. Eran azules, como un mar caribeño.
Era muy bella y femenina, de facciones finas, casi etéreas.
No era lo que él estaba buscando.
Era una lástima, porque no le hubiera importado echar una canita al aire esa noche.
Capítulo 5
Erika
Pese a que ya había visto el interior del Corso en fotos, la realidad superó todas sus expectativas. La
iluminación era tenue e íntima, con lámparas antiguas de latón sobre la barra y apliques con tulipas
en forma de flor en las paredes. Algunas eran de ladrillo sin tratar y otras estaban empapeladas con
vistosa tela roja. Unas pesadas vigas de madera oscura cruzaban el techo de parte a parte y el suelo
era también de madera. Unos cuantos espejos de marco dorado colgaban de las paredes y se
alternaban con curiosos cuadros de fieros perros oscuros.
A la izquierda, se situaba la larga barra, tan pulida que los cientos de botellas que había en la
amplia estantería se reflejaban en la superficie, y frente a ella, se erguía una hilera de altos taburetes.
Al final de la barra se abría un amplio espacio ocupado por unas cuantas mesas con silloncitos de
cuero de cómodo aspecto. En la pared del fondo, destacaba un luminoso de neón blanco en el que
se podía leer CORSO. Y al otro lado, bajo la escalera que conducía a la planta de arriba, había una
plataforma.
El local tenía un aire retro y elegante muy acogedor, y la música que sonaba a un volumen
moderado era alegre y rítmica y combinaba sonidos vintage y electrónicos. Podría haber salido
directamente de la novela El gran Gatsby, si en los años veinte del siglo anterior hubiese habido
sintetizadores.
—Me encanta —dijo Laura.
—¿El qué?
—Todo. El ambiente. La decoración. La música. Ese camarero.
Erika se rio. Sí, el camarero, vestido con camisa blanca y chaleco oscuro, no estaba nada mal.
No había muchos clientes, tres en la barra y dos hombres en una de las mesas del fondo.
—¿Quieres que nos quedemos aquí o subimos? Creo que arriba hay más mesas —indicó.
—Mejor nos quedamos aquí.
Tomaron asiento frente a la barra y se quitaron las chaquetas, colgándolas en los respaldos de los
taburetes. El guapo camarero, muy obsequioso y sonriente, se acercó a ellas y les tendió la carta.
Había multitud de cócteles de nombres exóticos que no habían escuchado nunca en la vida.
—Me pierdo entre tanta bebida —confesó Laura—. Creo que me voy a pedir una piña colada.
—Me pasa igual. Yo, un mojito.
Después de pedir las bebidas se quedaron ambas en silencio. Erika aprovechó para escanear toda
la superficie del local en busca del dueño de un modo discreto. Tras la barra, además del chico que
las había atendido, había un hombre y una mujer. Ella estaba anotando algo en una tableta y él debía
de ser el bartender, ya que había comenzado a preparar los cócteles. ¿Dónde podía estar Félix? A lo
mejor en la planta de arriba. O no estaba.
—¿A qué vienen los cuadros de los perros? —inquirió Laura, obligándola a volver la cabeza.
—Es por el nombre del local —explicó—. Son todos de la raza cane corso, mastines italianos. Juls
me contó que uno de los socios de Félix tenía un perro así cuando era pequeño.
—Qué puesta estás, hija. Ni que te interesara el dueño —dijo con retintín.
—Hombre, es que pensaba que iba a ser mi futuro esposo —arguyó con ironía.
Ambas soltaron risitas.
El camarero no tardó en colocar las bebidas ante ellas sobre sendos posavasos negros.
—Creo que es la mejor piña colada que he tomado en mi vida —dijo Laura después de probar su
cóctel.
Erika sorbió por la pajita de metal que adornaba su mojito y hubo de darle la razón. Estaba
espectacular, con el punto exacto de hierbabuena. Refrescante y dulce. Dejó que la fría y deliciosa
bebida se deslizara por su paladar mientras su mirada recalaba en la parte superior de la barra.
Cientos de copas colgaban bocabajo de estrechos carriles de madera y reflejaban la luz de las
lámparas. Era como estar bajo un cielo chispeante de cristal.
Sin duda, el Corso era un lugar excitante y especial.
—A ver, no mires o mira si te sale de las narices, pero creo que el tipo ese es tu Félix.
La frase de Laura le provocó una sacudida en el estómago. Giró el cuello violentamente, pero
solo alcanzó a ver un hombre de traje que subía las escaleras que conducían al piso de arriba. Era
alto, de hombros anchos y tenía el pelo oscuro. No pudo apreciar nada más porque desapareció.
—Es ese, ¿verdad? —cuchicheó Laura.
—No lo sé —jadeó con excitación—. No me ha dado tiempo a verle.
—Estaba sentado en aquella mesa y, de pronto, se ha levantado y le he visto. Yo juraría que era
él. Es clavadito al tío de las fotos que me has enseñado.
Erika notó cómo el corazón comenzaba a latirle más rápido. Bebió de su mojito mientras no
quitaba ojo de la escalera.
—Estate pendiente, porque si ha subido tiene que volver a bajar —susurró Laura—. Por cierto,
el chico ese con el que está me parece monísimo. Material sexual a tope.
Desvió la vista hacia la mesa del fondo para echar un ojo al joven y se encontró con un tipo
moreno de ojos y piel, con vaqueros y polo oscuro. Inexplicablemente, le recordó a su padre. A una
versión más joven de su padre, claro.
—Se parece a mi padre —murmuró.
—Sí —repuso Laura—. Se da un aire a Antonio Banderas, como tu padre. Me mola.
—¿Te mola mi padre?
—Pues sí. Me parece que está buenísimo. Si no fuera porque tu madre me cae bien, intentaría
convertirme en tu madrastra.
Erika se rio.
Pese a que el chico mostraba bastante comedimiento y no era muy descarado, las miraba de
soslayo, de vez en cuando. En especial a su amiga.
—Creo que le has gustado —comentó—. A lo mejor esta noche triunfas.
—Ya veremos.
En ese instante, unas piernas enfundadas en pantalones oscuros de traje hicieron su aparición en
lo alto de la escalera. A las piernas siguió el torso envuelto en una elegante chaqueta, con chaleco y
camisa blanca. Y, después, llegó la cabeza.
¡Dios!
Sí, era él.
Erika contuvo la respiración mientras la imponente y masculina imagen se le incrustaba en las
retinas. Pelo oscuro no tan corto como en las fotos que ella tenía en el móvil, la frente despejada y
una cuidada barba que le cubría el mentón. Las cicatrices del rostro no eran muy visibles debido a la
tenue luz del local, pero ella sabía que estaban ahí. Se movía con fluidez, con una seguridad en sí
mismo aplastante.
—¿Es él?
—Sí —jadeó con la voz entrecortada.
—Impone —susurró Laura.
Lo hacía. Imponía. Y mucho.
Volvió a darle un trago al mojito y se esforzó por no mirarle, aunque no le resultó fácil. Ahora
que sabía que estaba ahí, a escasos metros de ella, su presencia la atraía como si fuera un imán.
—Creo que Antonio Banderas viene hacia aquí. —Escuchó decir a Laura.
Miró a hurtadillas a la pareja de hombres y comprobó que sí, que el joven se acercaba mientras
que Félix iba a la barra. Estuvo a punto de soltar un suspiro aliviado. La idea de esa noche era
observarle de lejos para satisfacer su curiosidad, no establecer contacto.
—Hola —saludó el moreno, situándose al lado de Laura—. ¿Os molesta si me acoplo? Prometo
invitar a la siguiente ronda.
A Erika le agradó su desparpajo. Era exactamente el tipo de chico que le gustaba a su amiga. Y
era bastante guapo.
—Deja que me lo piense —respondió Laura con desinterés mientras jugueteaba con la pajita.
—Pelín borde, ¿no?
—Pues sí. ¿Eso te molesta o te atrae?
—Me atrae.
—Genial, entonces, siéntate.
Erika ocultó una sonrisa después de ese intercambio de frases. Eran tal para cual.
Por un instante, su mirada se cruzó con la de Félix que seguía en el extremo más alejado de la
barra, pero se apresuró a mirar para otro lado. Joder, sí que resultaba apabullante.
—Soy Samuel, y vosotras, ¿cómo os llamáis?
—Yo soy Laura.
—Me encanta ese nombre —repuso él con una sonrisa de cien mil vatios de potencia—. ¿Y tú?
Todavía no había tenido tiempo de responder cuando el dueño del local se acercó a ellos y se
detuvo justo detrás de su taburete. Llevaba un vaso alto lleno de un líquido transparente, con hielo y
una rodaja de limón.
—Hola —saludó.
Una ligera sonrisa curvaba sus labios, ni demasiado finos ni demasiado gruesos. Eran perfectos,
pensó Erika, que se había girado en el asiento para no darle la espalda. En persona era bastante más
atractivo que en fotos. Mucho más. Y las cicatrices le aportaban un toque siniestro muy interesante.
Sintió una sacudida en el abdomen. Estaba nerviosa. ¿Por qué narices había tenido que acercarse
a ellas? No sabía qué hacer. ¿Presentarse como Erika o fingir ser otra persona? ¡Mierda!
—Espero que estéis teniendo una velada agradable. Acabo de hablar con el bartender y os va a
preparar unos cócteles de autor. Creo que os van a gustar. Ah, me llamo Félix.
Hablaba con un tono de voz reposado y profundo, destilando calidez en cada palabra, como si
estuviera acostumbrado a tratar con la gente. A Erika le gustó que no se hubiera presentado como el
dueño del local.
—Encantada —repuso Laura con aplomo. No hubo intercambio de besos—. Yo soy Laura.
Félix asintió y luego la miró a ella con un brillo interrogador en los ojos.
—Yo soy… E… —se interrumpió mientras tomaba una decisión—. Elisa.
Vio cómo Laura se mordía los labios y giraba la cara hacia Samuel.
La ignoró.
—Encantado, Laura y Elisa.
—Entonces, ¿eres amigo del bartender? —inquirió su amiga con fingida curiosidad.
—Es el dueño —respondió Samuel.
—Vaya, ¿a qué se debe el honor de que nos acompañes, dueño?
Erika dejó que la melena le cayera sobre la cara para poder observarle a través de las guedejas,
mientras fingía estar muy interesada en su mojito. Aguardaba la respuesta, impaciente.
—Me he acercado a saludar —respondió él en tono neutro sin dejarse provocar por la
impertinente pregunta de Laura. Sonreía con mucha cordialidad.
Casi de refilón, Erika pudo captar una conversación silenciosa entre los dos hombres. Samuel
parecía suplicarle algo a Félix con los ojos. Y este meneaba la cabeza casi imperceptiblemente al
tiempo que le daba un trago a su bebida. Samuel insistió y Félix puso cara de fastidio.
Erika frunció el ceño mientras sorbía por la pajita, hasta que una bombilla se le encendió en el
cerebro y se dio cuenta de lo que estaba pasando.
A Samuel le interesaba Laura. Se notaba a la legua en cómo la miraba y en su lenguaje corporal.
Pero claro, no podía tirarle la caña mientras su amiga estuviera ahí también, así que le estaba
pidiendo a Félix que la entretuviera a ella, algo que a él no parecía agradarle demasiado.
Podía haberse sentido herida en su orgullo, pero ya había catalogado a Félix como un gilipollas,
así que no le afectó gran cosa. Le echó una ojeada a hurtadillas y vio que él se miraba el reloj de
pulsera con disimulo.
En fin, si él pasaba de ella, ella pasaría de él.
Samuel y Laura habían comenzado a hablar en voz baja y se reían de algo que había dicho él.
Habían creado una especie de muro invisible en torno a ellos, así que Erika se giró y se acodó en la
barra, ignorando al dueño del Corso. Saboreó el mojito y paseó la vista por los cientos de botellas
que había en la estantería, de nuevo. La alegre música la llevó a mover los pies que tenía apoyados en
el travesaño del taburete. Era muy consciente de la masculina presencia a su lado, pero no pensaba
iniciar ninguna conversación. ¿Acaso no le había pedido su amigo que la entretuviera? Pues que se
esforzase y lo hiciera.
—¿Te gusta la música? —Llegó por fin la voz de él.
—No está mal —respondió con indiferencia, sin mirarle.
No se lo iba a poner fácil.
«Entretenme, anda. Cúrratelo».
La puerta del local se abrió y un grupo de personas accedió al interior. Tres chicas y cuatro
chicos. Charlaban con entusiasmo y se dirigieron directamente hacia la escalera.
Erika se distrajo mientras los seguía con la mirada, y cuando se quiso dar cuenta, Félix se había
situado muy cerca de ella, justo al otro lado que ocupaban Laura y Samuel. Estaba tan cerca, que la
fragancia masculina que despedía le entró por las fosas nasales. No era un olor penetrante a colonia,
era sutil e indefinido. Interesante.
Removió el contenido de su mojito, casi vacío, con la pajita de metal.
Un silencio incómodo se estableció entre ellos.
La llegada del bartender los rescató. El tipo era mulato, alto, delgado y llevaba el pelo lleno de
rastas recogido en lo alto de la cabeza. También lucía una impoluta camisa blanca y un chaleco
negro. En la mano izquierda sostenía un vaso ancho lleno de hielo cuyo contenido era de color rosa,
del que sobresalían dos fresas, y en la derecha, una copa con un líquido de color azul, decorada con
azúcar en el borde y una rodaja de limón de color turquesa. Puso el vaso delante de Laura y la copa
delante de Erika, sin dudar.
—¿Qué es? —preguntó la pelirroja.
El bartender no contestó, se limitó a hacer un gesto, animando a ambas a probar las bebidas.
Erika cogió la copa y dio un sorbo con la pajita de color negro. Un delicioso estallido de sabor le
explotó en el paladar. Solo pudo distinguir un ligero toque a ron y a menta, pero había mucho más
detrás de aquel cóctel. Dejaba un regusto a cítrico en la boca muy refrescante.
—¿Qué cóctel es este? —preguntó—. Está increíble.
Él tipo de las rastas sonrió con la arrogancia de un hombre acostumbrado a los elogios.
—No tiene nombre. Acabo de crearlo.
—Este también es una pasada —dijo Laura con los ojos muy abiertos.
—Ian es un artista —comentó Félix.
El artista se limitó a inclinar la cabeza y a alejarse.
—¿Seguro que no quieres prescindir de él? —preguntó Samuel con tono de broma.
Félix dejó escapar una risa suave como respuesta. Una risa que Erika sintió reverberar en todo su
cuerpo ya que seguía estando demasiado cerca de ella.
Él cogió su vaso y echó un vistazo hacia la puerta del local, que volvía a abrirse y dejaba entrar a
una pareja. Y ella aprovechó para estudiarle en profundidad. Le fascinó el movimiento ascendente y
descendente de su nuez mientras tragaba. La tenía prominente, similar a la de su hermano Diego. Le
vio depositar el vaso sobre la barra e inclinar la cabeza a un lado. La dureza de su mandíbula quedó
al descubierto.
Desprendía un magnetismo brutal.
No era solo que fuese atractivo físicamente, era algo más inespecífico. Una energía arrolladora y
una fuerza potente que parecían emerger de su interior.
Su sex appeal era inmenso.
Él soltó un suspiro de aburrimiento casi inaudible, pero ella lo captó inmediatamente y arrugó la
nariz. Era muy evidente que, si hubiese podido elegir, ese sería el último lugar de la tierra en el que
hubiera querido estar.
De repente, el que Félix estuviese allí por obligación y no sintiera el más mínimo interés por ella
la fastidió sobremanera.
¿Qué narices se creía? ¿Que ella necesitaba su compañía?
Agarró la copa con violencia y casi la vació de un trago. Luego la dejó sobre la barra con un
golpe seco. Aquello llamó su atención, por fin.
—¿Todo bien? —preguntó con cortesía. Los profundos ojos castaños mostraban un tibio
interés.
—Todo genial —masculló con un encogimiento de hombros.
Laura y Samuel los ignoraban por completo. Estaban enfrascados en una conversación
aparentemente divertida, ya que ambos se reían.
Erika aprovechó la escasa privacidad que tenían y giró todo el cuerpo hasta que se encaró con él,
que la contempló sorprendido. No se pensó demasiado lo que iba a decirle. A fin de cuentas, era lo
que le apetecía. Además, a lo mejor así se le borraba esa expresión de hastío del rostro.
Idiota.
«Juls, perdóname. Algún día te lo contaré todo».
—¿Nos vamos a tu casa?
Él arqueó tanto las cejas que casi desaparecieron en su cuero cabelludo, y abrió la boca una vez,
dos veces… Era obvio que le había dejado sin palabras. Ella, mientras tanto, adoptó una postura
petulante y sorbió por la pajita lo poco que le quedaba del cóctel. Pestañeó un par de veces,
aguardando su respuesta.
—¿Sabes lo que me estás pidiendo? —dijo él al cabo de un rato, una vez hubo recuperado su
aplomo.
—¿Crees que soy imbécil?
Él ladeó la cara y la observó detenidamente como si la estuviese analizando.
—Si tienes que currar y no puedes irte, pues nada —continuó ella con fingido desinterés. Hizo
amago de volver a girarse hacia la barra, pero la masculina voz la detuvo.
—Yo no he dicho eso.
—¿Eso es un sí, vámonos? ¿O qué es?
—¿Y tu amiga? —inquirió él, entornando los ojos.
—Mi amiga es mayorcita. Y está bien atendida.
Un silencio siguió a su respuesta.
—Pues vámonos —dijo él con firmeza y voz aterciopelada.
Erika notó que el estómago se le encogía.
Le vio hacer un gesto hacia la mujer que había tras la barra para que se acercase y habló con ella
en voz baja. Erika no perdió el tiempo y cogió del brazo a Laura.
—Oye —le siseó al oído—. Me voy con Félix. ¿Tú vas a estar bien?
Su amiga volvió la cara hacia ella con los ojos abiertos como platos.
—Flipo contigo —respondió exultante—. Sí, yo voy a estar de puta madre. ¡Vete! Vete y mañana
me cuentas.
Intercambiaron una rápida sonrisa.
Erika se bajó del taburete y cogió el blazer.
Escuchó que Félix se despedía de Samuel y Laura. Luego le hizo un gesto, cediéndole el paso.
Ella le echó un vistazo soslayado. La estaba observando con un brillo curioso en la mirada.
Se dirigieron hacia la salida, uno al lado del otro, como si se conocieran de toda la vida.
¿De verdad se iba con Félix a su casa? ¿De verdad se iba a acostar con el hermano de Juls? Una
risa histérica estuvo a punto de escapar de su garganta.
Capítulo 6
Félix
El trayecto hasta su casa se le hizo realmente corto. Quizá porque no había mucho tráfico o porque
estaba pendiente de la chica rubia que iba sentada en el asiento del pasajero, silenciosa. La miró de
soslayo. Parecía relajada, incluso satisfecha, como si largarse a casa de un desconocido para tener
sexo, fuera algo que hiciese habitualmente.
Quizá fuera así.
Para él tampoco era algo nuevo. No era la primera persona que conocía en uno de sus locales y
se llevaba a su piso para pasar un buen rato. Solo que hacía ya varios meses de la última vez.
Además, era la primera vez que la proposición le pillaba tan de sorpresa. Siempre era él quien daba el
primer paso. Esbozó una sonrisa al recordar cómo ella le había mirado con esos ojos azules tan
inocentes y le había hecho la pregunta que le rompió todos los esquemas. ¿Nos vamos a tu casa? Hasta
ese instante, había pensado que era una jovencita tímida, insulsa y poco interesante.
Craso error.
A veces no había que juzgar un libro solo por la portada.
Vivía a solo tres kilómetros del centro y no tardaron en alcanzar su destino. Bajó la rampa del
garaje que se encontraba en un edificio cercano al suyo y estacionó el vehículo en su plaza. Apagó el
motor. Antes de bajarse del coche, la miró. Estaba muy callada.
A lo mejor había cambiado de opinión.
—¿Todo bien? —preguntó.
—Claro —respondió con la cabeza muy erguida, mostrándole solo su perfil—. ¿Por?
—Por nada.
No hizo más preguntas. Descendieron del BMW y, mientras caminaban hacia el exterior, la
estudió sin mucho disimulo. Era alta, pero no tanto como él. Tenía un cuerpo delgado y se movía
con confianza y seguridad, pese a que se estaba internando en terreno desconocido. La larga melena
rubia se balanceaba sobre sus hombros.
No sentía una especial predilección por las rubias, pero no podía negar que esa chica era una
auténtica belleza.
El tráfico en la zona era denso, a pesar de la tardía hora, y tuvieron que detenerse en un semáforo
y esperar. Volvieron a ponerse en marcha y anduvieron hasta su edificio en completo silencio.
Entraron al portal y encendió la luz. La vieja lámpara de bronce de seis brazos iluminó el pulido
suelo de mármol blanco y las paredes de color azul claro. Al fondo, una puerta de madera oscura
conducía a las escaleras. La atravesaron. El edificio databa de principios del siglo veinte y el ascensor
era un añadido reciente, de hacia pocos años, para lo cual habían aprovechado el estrecho hueco de
la escalera, por eso era tan pequeño. Apenas cabían dos personas en él.
Dejó que ella entrara primero y se pegó a la femenina espalda. Apretó el botón del quinto piso y
notó la curva de su trasero acariciándole el muslo. Cerró los ojos brevemente, sonriendo. Hasta ese
mismo momento no había sido consciente de lo mucho que le apetecía perderse en la suavidad de
un cuerpo de mujer. Aspiró y una ligera fragancia a flores silvestres o algo similar llegó hasta su
nariz. Le resultó muy agradable.
Uno de los dos tenía que empezar con los preliminares, ¿no?
Sin pensárselo demasiado, apoyó la mano sobre su talle. Ella no intentó apartarse y eso le llevó a
ser más osado y a deslizar los dedos hasta su cadera, cubierta solo por la fina tela de los
pantaloncitos.
Lo que sucedió a continuación le sorprendió.
Ella se giró deprisa y se encaró con él. Dejó caer el cuerpo contra el suyo y le miró con los ojos
chispeantes al tiempo que sacaba la punta de la lengua y se humedecía el labio inferior.
Sexi.
—No te andas con rodeos.
—¿Rodeos? Si estamos a punto de llegar a tu piso… Y creo que los dos sabemos lo que hemos
venido a hacer, ¿no?
Le gustó que le hablara con la voz entrecortada, como si su mera presencia le resultase excitante.
Su miembro pareció darse cuenta de lo que iba a suceder en breve y despertó alegremente mientras
un ligero escalofrío viajaba por su espalda.
Bajó la cara y esperó a que ella subiera la suya para encontrarse en un punto medio. Solo unos
milímetros separaban sus bocas. Sus respiraciones se mezclaron y el tiempo pareció transcurrir como
a cámara lenta.
—¿Vas a besarme? —jadeó ella.
—Bésame tú —la insto él.
El ascensor se detuvo con una sacudida y les arrebató la iniciativa a ambos. Sus labios chocaron
con brusquedad.
Ella soltó una risa y se echó hacia atrás.
—No tenía planeado que nuestro primer beso fuera tan… brutal —comentó.
Él la miró con una expresión traviesa. Sí, para ser un primer beso había resultado bastante torpe.
Le agradó mucho que ella se lo tomara a risa.
—Las cosas solo pueden ir a mejor, ¿no crees? —dijo mientras abría la puerta del ascensor.
Ella no contestó, pero sonreía.
Y tenía una sonrisa muy bonita.
Había tres viviendas en esa planta. La suya era la del centro. Abrió la pesada puerta de madera,
encendió las luces y le cedió el paso.
Ella se adentró en el corredor con curiosidad. Este desembocaba en la estancia principal, dividida
en dos ambientes: el salón propiamente dicho y la cocina. Una amplia isla de granito blanca y gris
servía como separador.
—¿Quieres beber algo? —le ofreció.
A la tenue luz de una de las lámparas, tuvo tiempo de ver cómo Takeshi desaparecía debajo del
sofá, pero no se fue muy lejos y una de sus patitas negras quedó al descubierto en una esquina.
Sonrió para sus adentros. Así era el felino, se escondía para no ser visto, pero no podía evitar que la
curiosidad por saber quién era el invitado le ganara la mano.
—No. No quiero beber nada. Gracias —repuso ella mientras daba unos pasos por la sala—.
¿Tienes un gato? —inquirió de pronto, señalando el árbol rascador que tenía junto a la ventana.
—Sí, pero no es muy sociable.
—Oh, no lo sabía…
Él frunció el ceño. ¿A qué se refería con eso?
—Espera, sí. Te acepto un vaso de agua —dijo ella de pronto.
Él se dirigió a la nevera y sacó dos botellas de agua. Luego abrió uno de los armarios para coger
un vaso.
—No lo necesito. —Le había seguido y tendía la mano para que le diera una de las botellas.
Lo hizo, y ambos bebieron con avidez sin necesidad de vasos, uno frente al otro, a poca
distancia.
—Así que, Elisa…, no eres de Madrid, ¿verdad?
—No.
—¿Vacaciones?
—Sí.
Monosilábica.
Era obvio que no tenía muchas ganas de hablar, así que no hizo más preguntas. Se limitó a
observarla con los ojos entrecerrados, volviendo a admirar de nuevo sus facciones. Tenía las
pestañas más oscuras que el cabello, y sus ojos, que antes le habían parecido simplemente azules,
estaban salpicados de pequeñas motitas doradas. Su boca era generosa sin serlo en exceso y estaba
pintada de un atractivo color rojo. Y su cutis era fino y liso, sin una sola marca o arruga. Se preguntó
cuántos años tendría. ¿Veinticinco? ¿O menos?
Trató de encontrar algún defecto en su rostro, pero no lo halló. Era la mujer más hermosa que
había visto en mucho tiempo.
O la más hermosa que hubiese visto jamás.
Supo que ella iba a tomar la iniciativa incluso antes de que hiciera un solo movimiento. Se lo
advirtió el peculiar brillo en sus iris y su casi imperceptible cambio de postura.
La vio dejar la botella sobre la encimera. Acto seguido, alargó las manos y le agarró con firmeza
de la corbata, tirando hasta deshacerle el nudo. Se la quitó y la dejó sobre la isla. Lentamente,
procedió a abrirle los primeros botones de la camisa, rozándole la piel del cuello con la punta de los
dedos.
La dejó hacer. Hacía mucho tiempo que no se permitía el lujo de abandonarse a las caricias de
una mujer y era refrescante encontrarse en esa posición sumisa.
Ella le quitó la chaqueta y la dejó junto a la corbata. Luego le desabrochó los cuatro botones del
chaleco. En apenas unos segundos sus ágiles dedos le habían desnudado de cintura para arriba.
Las pupilas de ella se dilataron al observar su torso. Sabía que tenía un buen físico —una mezcla
de genética y de machacarse en el gimnasio—, pero esa mirada cargada de genuina admiración le
llenó de absurda complacencia. Notó cómo la excitación se desplazaba desde su abdomen hasta su
masculinidad.
Se acabó la pasividad.
Dio un paso hacia delante y la abrazó con firmeza por la cintura, amoldando el cuerpo al suyo.
No la dejó reaccionar y se apoderó con premura de sus labios. Esos que había admirado solo unos
minutos antes.
Se besaron.
Sin medias tintas.
Sus bocas hicieron un ruido de succión y sus lenguas se enroscaron febrilmente. Sus dientes
chocaron un par de veces hasta que el ritmo de ambos se acompasó.
Sabía muy bien, a limón y a algo más dulce que no supo identificar.
«El cóctel de Ian», aventuró.
Fue un gran beso.
El primero de muchos.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y dio un pequeño salto hasta encaramarse a sus caderas,
envolviéndole con sus piernas. La sujetó con solidez por los muslos y echó a andar, casi a ciegas, sin
interrumpir los besos. No necesitaba los ojos para saber dónde estaba el dormitorio, pero tardaron
en alcanzarlo porque se detenían a cada paso, ya que ella se movía de un modo muy provocador,
incitándole. Su erección creció y creció y tuvo que contener las ganas de soltar un rugido.
Cuando llegaron al cuarto, no se molestó en encender la luz. La del pasillo era suficiente para
bañarlo todo en una tenue claridad.
Cayeron juntos sobre la cama y sus labios se separaron por fin. Pudo escuchar el gemido que
salió de la femenina garganta y que le pareció de lo más erótico. Intentó mirarla, pero ella hundió la
cara en su cuello y empezó a darle suaves mordiscos en el hueco de debajo de la oreja. Luego, pegó
la pelvis a la suya y se restregó contra su dureza.
¡Joder! La situación comenzaba a desbordarle.
Se apartó con desgana y se incorporó. Su respiración era jadeante y notaba cómo el corazón le
iba a toda velocidad en el pecho. Sin dejar de mirarla, se quitó el reloj, los zapatos y los calcetines.
Casi con violencia, se desabrochó el cinturón y se despojó de los pantalones y los calzoncillos,
dejando libre su erección, que se sacudió agradecida.
Ella parecía igual de impaciente porque había comenzado a desnudarse también, solo que no se
molestó en levantarse. Se liberó de sus zapatos de un puntapié y, contorsionándose sobre el colchón,
se quitó la blusa y los pantalones. Él casi no tuvo tiempo de percatarse de la discordancia de la ropa
interior —las bragas eran rojas y el sujetador blanco— porque se deshizo de ambas prendas con una
rapidez asombrosa.
Y allí estaba, esa chica preciosa tumbada en medio de su amplia cama, desnuda, mirándole con
una expresión de lo más tentadora.
La recorrió de arriba abajo, intentando impregnarse de cada centímetro cuadrado de su piel
cobriza. Porque sí, porque, aunque era rubia, no era de esas rubias de piel lechosa. Por el contrario,
la tonalidad de su piel era del color del caramelo. Era delgada y fibrosa, pero tenía las curvas
suficientes para regodearse en ellas. Pechos no muy grandes y caderas suavemente pronunciadas. Un
pequeño triángulo de vello dorado más oscuro que su melena le cubría el pubis.
Estaba a punto de acercarse y tenderse sobre su cuerpo, pero ella se le adelantó. Se incorporó,
poniéndose de rodillas, y le agarró por la muñeca. Tiró con fuerza hasta hacerle caer sobre la cama.
Entonces, se sentó encima de él, a horcajadas, y le regaló una sonrisa lasciva.
Ya no le sorprendía ni su impulsividad ni su descaro. Había aceptado que eran innatos en ella.
Una cortina de sedoso pelo cayó sobre él cuando se agachó para besarle.
Esa vez el beso fue mucho más íntimo, más carnal. Sin ropa alguna entre ellos, todas las
sensaciones se magnificaron. Los enhiestos pezones le acariciaron el torso y la humedad ardiente de
su sexo le empapó el abdomen. Su erección encontró cobijo entre los firmes glúteos y no pudo
evitar estremecerse cuando las femeninas caderas se movieron de un modo incitador
Se relajó y se dejó dominar. Ella le alzó los brazos por encima de la cabeza al tiempo que le
mordisqueaba el labio inferior y el mentón hasta llegar a su oreja y lamerle el lóbulo.
—Quiero follarte —le susurró.
¡Dios!
¿Cómo había podido catalogarla como una niña inocente?
Era puro fuego y él tenía unas ansias enormes de quemarse.
Se besaron de nuevo con fiereza.
—En el cajón de la mesilla tengo preservativos —gruñó contra su boca.
Ella se inclinó a un lado y estiró el brazo hacia la mesilla. Él aprovechó para hacer uso de las
manos y pellizcarle los pezones con ligereza. Se vio recompensado por una potente exclamación de
deleite. Le recorrió el estómago y el vientre con los nudillos hasta alcanzar el comienzo de su vello
púbico.
—Sí. ¡Tócame! —le pidió ella con la voz ahogada.
Se había incorporado con un condón en la mano, pero lo arrojó a un lado para apoyar las manos
en sus pectorales al tiempo que arqueaba la espalda y echaba la cabeza hacia atrás, dejando al
descubierto el grácil cuello.
Él no se hizo de rogar y hundió los dedos en los pliegues de su sexo. Estaba empapada, y su
clítoris, engrosado debido a la excitación. Lo acarició con la punta del pulgar, provocando que ella
gimiera y se sacudiera.
Le gustaba satisfacer a las personas con las que se acostaba. Hacía tiempo, cuando era un crío
egoísta, solo se había preocupado por su propio placer, pero la vida le había enseñado que, si uno se
esforzaba en dar, solía recibir. Así que, ese se había convertido en su modus vivendi.
Vio cómo ella se llevaba la mano a la boca y se lamía la palma. para acto seguido echar el brazo
hacia atrás y envolverle la polla con audacia. Aquello le hizo soltar un rugido.
Ahí estaba la confirmación de su teoría.
Dar y recibir.
Se masturbaron el uno al otro, mientras se miraban con fijeza y jadeaban al unísono, cada vez
con más intensidad.
Estaba fascinado por esa chica. Y no era por su belleza. Era por la desinhibición, por la
sinceridad a la hora de entregarse. No había ambigüedad ni subterfugios en su comportamiento.
—¡Me voy a correr! —gimió ella con voz gutural.
Él solo pudo murmurar palabras ininteligibles al tiempo que el calor se esparcía por su cuerpo,
preludio inequívoco del clímax que estaba por llegar.
Los jadeos de ella aumentaron de volumen y él notó su sexo palpitando bajo las yemas de sus
dedos y supo que el momento había llegado.
Así fue.
La contempló maravillado mientras ella se erguía con una expresión de puro éxtasis en la cara.
Tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Parecía una estatua de bronce. Le aprisionó las
caderas con los muslos y su cuerpo se agitó con violencia para tornarse rígido poco después.
Terminó por echar la cabeza hacia delante, como si le fallaran las fuerzas.
—Félix… —farfulló—. ¡Qué pasada!
Curiosamente, no le había soltado y, aunque el bombeo de su mano se había descompensado,
volvió a recuperar el ritmo y no tardó en conducirle a un potente orgasmo. Sus músculos se
contrajeron y un oscuro velo de placer se apoderó de él mientras su miembro se sacudía
espasmódicamente, expulsando un ardiente chorro de semen.
«Esta chica es increíble», pensó en un último instante de lucidez.
Ella se dejó caer sobre su pecho, desmadejada, y él recibió el peso de su cuerpo con agrado. A
ambos les estaba costando recuperar el aliento y, durante unos minutos, no hablaron.
Le vino a la cabeza que ella le había llamado Félix mientras se corría y eso le confundió un poco.
Quizá era una tontería, pero referirse a la otra persona por su nombre en un momento tan especial
evidenciaba una dosis de intimidad y complicidad que ellos no tenían. Le resultó chocante porque,
para él, su nombre carecía de significado. No era Elisa, era la chica rubia con la que pensaba pasar la
noche.
Ella se irguió sobre los codos y le miró con los ojos entornados.
De nuevo, esa belleza suya tan cautivadora le golpeó con fuerza. Ni el sudor que perlaba su tez ni
el pintalabios desdibujado le restaban un ápice de ella.
—¿Baño? —le preguntó mientras se retiraba un mechón de pelo de la cara.
—Usa este —dijo él, señalando la puerta que llevaba al que había dentro del dormitorio—. Yo
voy al otro. Tienes toallas limpias en la estantería.
Se levantaron casi al mismo tiempo. Ella tenía la espalda pegajosa y él no se quedaba muy atrás;
su entrepierna y sus muslos también estaban manchados. La vio arrugar la nariz con grima y la
expresión le hizo gracia. Impulsivamente, se pegó a su cuerpo y le estampó un beso en la boca.
—¡Aparta! —exclamó, empujándole de los hombros sin demasiada fuerza—. ¡Puag! Ahora
también estoy pringosa por delante.
Él se rio.
Sus caminos se separaron y cada uno se dirigió a un baño.
Él se lavó y se secó. Luego se contempló en el espejo. Estaba sonriendo.
No sabía muy bien por qué, pero sentía una extraña familiaridad con esa chica que no solía
experimentar durante otros encuentros esporádicos. Había mucha química entre ellos.
Cuando regresó al dormitorio ella estaba tumbada bocabajo sobre el colchón y balanceaba las
piernas en el aire. Tenía el condón sin abrir en la mano y sonreía con malicia.
—Me temo que esto no lo vamos a poder usar… todavía —dijo, compungida, señalando su
miembro flácido.
La mirada lujuriosa que le dirigió hizo que la excitación le quemara el estómago y que toda la
sangre se le agolpara en la polla, que se sacudió un par de veces ligeramente.
—No hables tan rápido —respondió—. Puede que te equivoques.
—¡Ostras! Ya lo veo —exclamó con exagerada admiración.
Él se acercó a la cama y se tumbó sobre ella. Sabía que todavía no estaba listo para un segundo
asalto, pero no iba a desperdiciar el tiempo hablando. La besó en el hombro, a través de los
mechones de rubio cabello, mientras se frotaba contra su cálido cuerpo y su semierección
encontraba cobijo entre sus nalgas.
Ella gimió y se arqueó con deleite. Echó la cabeza a un lado para mostrarle el cuello y él le
mordisqueó la piel de la nuca con cuidado. Últimamente, solo se había acostado con hombres y estar
con una mujer le hacía recordar lo diferente que era el sexo con ellas. Más cálido y blando. Más
suave…
Un fuerte codazo le alcanzó en el costado y una risa profunda le sorprendió.
«A lo mejor no tan suave. Al menos, no con esta chica».
—Pesas un huevo y me haces cosquillas —protestó ella con una risa contenida.
A pesar de que su erección se desinfló un poco al escucharla, no pudo evitar sonreír. Era
refrescante estar con alguien tan natural. Redujo la presión, apoyándose sobre los codos, y permitió
que ella se girara.
Unos chispeantes ojos azules le recibieron.
—Tengo cosquillas en la nuca. Si quieres que esto vaya en serio, ni se te ocurra morderme ahí
porque me pongo supertonta y se me escapa la risa floja.
—La nuca está prohibida.
—A ver, prohibida tampoco. Besos sí, mordisquitos no.
Mientras decía eso con voz juguetona, movió un muslo y le acarició la entrepierna con la rodilla.
Él soltó un gemido al tiempo que entrecerraba los ojos, complacido.
—¿Te gusta? —le preguntó, volviendo a rozarle con intención.
—¿Tú qué crees? —repuso con un jadeo ahogado.
—Supongo que sí porque pones cara de éxtasis y, además…
Esa chica hablaba demasiado.
La calló con un beso profundo y dejó que las lenguas se enredaran y jugasen frenéticas mientras
la sujetaba con fuerza. Cuando alzó la cabeza, ella estaba sin aliento y le miraba con los ojos
nublados por la pasión.
—Me callo —dijo con voz entrecortada y llena de teatralidad—. ¿Vamos a follar de verdad,
ahora?
Ahora fue él quien se rio sin saber muy bien por qué.
—Creo que sí —respondió de buen humor.
—Vale. Pues necesitamos esto. —Con un gesto brusco, elevó la mano y le mostró el
preservativo—. ¿Te lo puedo poner con la boca?
Eso era lo último que había esperado y estaba seguro de que el asombro se reflejó en su cara. No
obstante, se recuperó rápido de la sorpresa y asintió. La pregunta no solo le había aturdido, también
había provocado que su excitación aumentara.
Lo que sucedió después fue muy rápido. Ella, contradiciendo cualquier idea de suavidad y
blandura que él hubiera podido otorgarle, le empujó con violencia y se situó encima de él. Mientras
rasgaba el envoltorio del condón le miraba como si fuera un caramelo y ella una niña ávida de
dulces.
Él comenzó a respirar más deprisa y se esforzó por no pestañear porque no quería perderse ni
uno solo de sus movimientos.
La vio inclinarse y hundir la cabeza sobre su pecho. El largo y dorado cabello cubrió la escena,
pero pronto sintió que su lengua rodeaba uno de sus pezones y jugueteaba con él.
—¡Dios! —gimió, al tiempo que alzaba las manos y le acariciaba los hombros.
Ella no tuvo ningún tipo de compasión y continuó descendiendo por su torso con la boca hasta
alcanzar su ombligo y su vientre, dejando un camino de humedad a su paso. Le acarició la fina piel
del abdomen con los dientes y él se estremeció sin control.
Sabía lo que estaba a punto de suceder. Y su miembro también lo sabía porque comenzó a vibrar
y a soltar líquido preseminal.
—¿Tanto te pongo? —murmuró ella.
Él alzó la cabeza para decirle algo, pero recibió unos golpecitos con el dedo en el húmedo glande
y eso le hizo gruñir.
Se escuchó una risa maliciosa en el silencio del dormitorio.
Después de eso no pudo decir nada más. Pese a que el preservativo servía de barrera, el calor que
se desprendía de sus labios y su boca era abrasador. Notó cómo le iba engullendo poco a poco
mientras el látex se acomodaba a la erección. Apretó los dientes, muy excitado. No recordaba
cuándo fue la última vez que alguien le había puesto un condón con la boca, pero estaba seguro de
que, si alguna vez había sucedido, no había sido de una forma tan magistral. Todas sus terminaciones
nerviosas parecían converger en su entrepierna. Echó la cabeza hacia atrás y sus manos, convertidas
en garras, se hundieron en el edredón.
—¡Joder! —aulló.
Antes de que hubiera podido recuperar la cordura, ella se irguió.
La miró, fascinado. Tenía una expresión triunfal en la cara. Era indudable que estaba muy
satisfecha de sí misma.
—Eres buena —le concedió con la voz entrecortada por el deseo.
—Lo sé.
Tuvo ganas de reír de nuevo. Le gustaba su desparpajo.
Tiró de ella hasta que los torsos se encontraron y las bocas se unieron en un beso crudo y
apresurado. Los gemidos de ambos se superpusieron. Le apoyó las manos en las caderas y la instó a
elevarlas hasta encontrar el camino hacia su interior.
Ella se dejó caer lentamente.
La sensación de estar dentro de su sexo mientras las lenguas se enredaban y las manos se
entrelazaban fue indescriptible. Sus cuerpos se movían al unísono en una suerte de danza. Sus
alientos se mezclaron y los jadeos de uno fueron a morir a la boca del otro.
—Eres una diosa —le dijo en un susurro ahogado.
Ella le sonrió justo antes de soltarle. Se incorporó e hizo oscilar las caderas con más rapidez.
Aquella nueva postura le provocó un respingo y un fuerte escalofrío de placer le atravesó. La
penetración era total en esa posición y el abdomen se le acalambró de anticipación. Le acunó los
pechos con las manos mientras la contemplaba con los ojos entornados.
Ella tenía los párpados bajos, la boca entreabierta y una expresión ausente en la cara. Se había
recogido la melena con las manos en lo alto de la cabeza, dejando al descubierto la curva de las
axilas, y le cabalgaba como si no hubiera un mañana.
Sí. Era una puta diosa de bronce.
Tal y como le había sucedido antes, no quiso pestañear y perderse la deliciosa imagen que se
presentaba ante sus ojos. Dejó que su mano descendiera hasta el monte de Venus y buscó su clítoris
con los dedos.
Ella se retorció y soltó un grito profundo. Su boca abierta en una perfecta O.
—Más… rápido —le ordenó sin aliento.
La obedeció y la acarició más deprisa mientras él mismo comenzaba a embestirla con energía.
Tantos estímulos y sensaciones comenzaron a hacer mella en él y, pese a que hacía poco que se había
corrido, ya notaba la fuerza de un nuevo y pujante orgasmo en el bajo vientre.
El clímax llegó primero para ella, que se convulsionó un par de veces y echó la cabeza hacia atrás
al tiempo que pronunciaba unas palabras inconexas. Cuando las paredes de su sexo le oprimieron sin
piedad, Félix no tardó en seguirla. Le hundió los dedos en las nalgas y soltó un rugido ronco
mientras el orgasmo le golpeaba con una fuerza inusitada, nublándole la visión.
La chica se dejó caer sobre él y enterró la cara en su cuello, jadeando. Él la abrazó con flojera.
Sus cuerpos se amoldaron el uno al otro, encajando casi a la perfección.
Félix cerró los ojos y la abrazó con más fuerza, deleitándose en el cuerpo femenino cubierto de
transpiración. Aspiró y un delicioso y excitante olor a sexo le entró por las fosas nasales.
Había sido un gran polvo. Glorioso.
Ella dijo algo en voz muy baja que él no entendió.
—¿Cómo?
Alzó la cara y le miró. Un mechón le cubría la mejilla. Sus ojos brillaban de un modo casi
imposible en la penumbra del cuarto.
Estaba arrebatadora.
—Que si tienes más condones…
No pudo evitar que una carcajada estridente le brotara del pecho.
Capítulo 7
Erika
Abrió los ojos con pesadez y clavó la mirada en el techo. No estaba en su cama y era muy consciente
del cuerpo masculino que se encontraba junto a ella, a escasos centímetros de distancia. Giró la
cabeza en la almohada y le estudió en la penumbra de lo que parecía ser un amanecer grisáceo.
Félix le daba la espalda. Los músculos de sus hombros se movían al ritmo de su pausada
respiración. Un tatuaje tribal negro, de esos que habían estado de moda hacía años, le cubría el
hombro derecho y bajaba hasta su codo. También tenía otros en los costados, pero la noche anterior
casi no se había fijado en ellos.
De hecho, no se había fijado en casi nada, ocupada como estaba en sentir.
Volvió la cara de nuevo al techo y suspiró bajito.
No se arrepentía en absoluto de lo sucedido entre ellos. Había sido un polvazo espectacular.
Cuatro polvazos espectaculares, se corrigió a sí misma en silencio. Félix y ella habían resultado ser
muy compatibles en la cama. Después del primer asalto, le había cedido las riendas de la situación y
él se portó como un campeón. Erika no recordaba cuándo fue la última vez que tuvo sexo cuatro
veces seguidas con alguien. La capacidad de recuperación de Félix resultó casi milagrosa. Ni siquiera
los chicos jovencitos con los que solía acostarse tenían tanta estamina. Aunque, claro, las
circunstancias en las que ella iba de caza en Benidorm eran bien diferentes. En esa ocasión, el
alcohol no había estado presente. Los dos estaban muy sobrios.
Volvió a mirarle y las imágenes de hacía unas horas le inundaron el cerebro. La forma en la que él
la había abrazado y besado mientras la penetraba. Sus caricias y cómo se le opacaban los ojos cada
vez que alcanzaba el clímax.
Tuvo que apretar los dientes para no soltar un gemido placentero.
Joder, joder, joder…
Menuda noche más increíble. Había superado todas sus expectativas.
Se cubrió la cara con el antebrazo y meditó sobre sus opciones mientras una leve sensación de
culpa se le instalaba en el abdomen. Sabía que no había jugado limpio ocultándole quién era. Y, de
algún modo, también sentía que había traicionado a Juls.
Un ligero movimiento a su lado hizo que se le disparara el corazón. No estaba preparada para
enfrentarse a él a plena luz del día.
Respiró tranquila cuando se percató de que era una falsa alarma. Él seguía durmiendo, solo había
cambiado de postura, alzando el brazo.
Con mucho cuidado, para no despertarle, abandonó la cama y posó los pies desnudos en el
cálido suelo de madera. Sigilosa, caminó hasta el baño que había en el pasillo. No quiso mirarse al
espejo más de lo necesario, solo lo suficiente para apreciar que, tal y como le había dicho Laura, la
máscara de pestañas estaba impoluta. El carmín no había corrido la misma suerte. Se lavó la cara con
rapidez y luego utilizó el retrete. Tiró de la cadena, maldiciendo el ruido de esta.
Regresó al dormitorio con aprensión, pero él no se había movido.
Sus ojos se dirigieron a un pequeño reloj digital que había sobre la mesilla. Eran las siete y media
de la mañana. Solo habían dormido un par de horas, así que no le sorprendió que él siguiera
durmiendo. Lo extraño era que ella ya estuviese en pie.
«Es la culpa que te corroe», le dijo una voz interna, que acalló con rapidez. Era muy temprano
para tener remordimientos. Ya los tendría más tarde. Después del café y una ducha.
Se aproximó a la cama y se detuvo a su lado. Se acuclilló, rodeándose las piernas con los brazos, y
apoyó la barbilla entre las rodillas.
Le estudió atentamente. Así, dormido, parecía más joven. Las líneas de expresión que cruzaban
su rostro se suavizaban. Incluso las finas telarañas de arruguitas de los extremos de sus ojos eran casi
inapreciables. Solo las cicatrices, esas dos marcas de procedencia incierta, se presentaban en toda su
crudeza. El juego de luces y sombras parecía profundizarlas.
Refrenó las ganas de alargar la mano y delineárselas.
Siguió observándole con interés, recreándose en todos esos pequeños detalles que podían pasar
desapercibidos a simple vista: el diminuto corte que tenía en un extremo de la mejilla provocado, con
toda seguridad, por una cuchilla de afeitar; la pequeña peca triangular que tenía encima de la nuez; el
agujero en el lóbulo de la oreja derecha, donde debía de haber llevado un pendiente en el pasado, y el
tatuaje del hombro que continuaba hasta ocupar casi todo el pectoral. Se percató de que tenía unas
manchas oscuras muy tenues en las muñecas y antebrazos. No le costó adivinar lo que eran. Parecían
antiguos tatuajes que había eliminado con láser.
Sus manos eran morenas, de dedos largos y fuertes, con las uñas cortas y bien cuidadas.
Y no eran suaves.
Todavía podía sentir su aspereza desplazándose por cada centímetro cuadrado de su cuerpo.
Notó el calor subiéndole por el pecho y la garganta hasta alcanzar su rostro, y apretó los labios.
No se podía negar que era un hombre atractivo.
Mucho.
Él se movió de nuevo, girándose hasta quedar bocarriba. El susto hizo que reculara y que cayera
al suelo y se golpease el trasero.
Ahogó un gemido de dolor.
De pronto, se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Acuclillada frente a él, completamente
desnuda, admirándole como una boba. Si se despertaba en ese instante, se iba a sentir como una
imbécil.
Sigilosamente, se incorporó y comenzó a deambular por la habitación, esquivando los condones
que había en el suelo y recogiendo su ropa. Se puso las bragas, el sujetador, los pantaloncitos y la
blusa. Prescindió de los zapatos para no hacer ruido. Con ellos en la mano, salió del dormitorio, no
sin echar una última ojeada al durmiente desde la puerta.
¡Dios! Se había acostado con el hermano de Juls…
Cerró los ojos con fuerza y se fue, dispuesta a coger el bolso y la chaqueta y a largarse de allí
cuanto antes.
Sus cosas estaban sobre la isla junto a la americana y la corbata de él. Se echó el blazer sobre los
hombros y, sujetando el bolsito con firmeza, se alejó camino de la salida. Pero, según atravesaba el
pasillo de puntillas, la curiosidad la invadió. Se mordió los labios con vacilación, pero terminó por
desandar el camino andado y regresar.
«No deberías hacer esto. Vete antes de que se despierte y te pille».
Ahuyentó la voz de la lógica y se dijo a sí misma que iba a ser muy rápida. Unos minutitos.
Silenciosa, dejó sus pertenencias sobre el sofá de cuero y recorrió la amplia estancia con la vista.
Los techos eran altos y estaban pintados de blanco. El piso era antiguo, pero estaba reformado con
muy buen gusto. La zona de la cocina estaba impecable, como si no se usase con frecuencia. Supuso
que Félix comería fuera y no se preocuparía mucho por cocinar. Se acercó hasta quedar frente a la
isla y cogió su americana. Acarició la tela, deleitándose en su suavidad. Impulsivamente, se la llevó a
la nariz y aspiró. Olía a él. No sabía si a colonia o a loción para después del afeitado, pero le agradó
el aroma y la olisqueó con los ojos cerrados.
Con reticencia, la dejó sobre la encimera y se desplazó hacia el área del salón. El sofá de cuero de
color camel era amplio e invitaba a sentarse. Sobre la mesita que había frente a él, se hallaba un
portátil cerrado y, al lado, unos papeles llenos de cifras.
Se acercó a la pared principal, donde colgaba una gran pantalla de plasma, flanqueada por dos
altas estanterías blancas. En una de ellas había algunos libros y se detuvo a leer los títulos, casi todos
eran de novela negra o policiaca. En uno de los estantes, a la altura de los ojos, había una foto. Se
acercó más para contemplarla. En ella aparecían tres chicos delante de la fachada del Corso. Uno de
ellos era Félix, indudablemente, aunque más joven y sin barba, los otros dos debían de ser sus socios.
El de la derecha era rubio, el otro, moreno. Los tres mostraban sonrisas triunfales.
Siguió paseando la mirada por los demás estantes y encontró dos fotos más. En ellas volvía a
aparecer Félix con el chico moreno. Una estaba tomada en una calle de un país oriental. Japón,
aparentemente. Y la otra era de una playa. Félix y el chico iban de la mano y sonreían a la cámara.
No le sorprendió mucho.
Sabía que era bisexual.
No obstante, se preguntó si todavía tendría algún tipo de relación con su socio, aunque no lo
creía. Juls siempre decía que su hermano no tenía pareja y que no quería comprometerse.
Estaba embebida, analizando las expresiones de ambos, así que, cuando sintió un ligero roce en
el desnudo tobillo estuvo a punto de soltar un grito. Dio un respingo, echándose hacia atrás, y el
corazón le rebotó en el pecho.
Bajó la mirada y se encontró con un pequeño gato negro que la observaba con unos enormes
ojos verdes que parecían demasiado grandes para su carita.
Era el gato que Félix llevaba como foto de perfil en el Whatsapp.
—Me has dado un susto de muerte —susurró—. Casi me da un infarto.
Se agachó para acariciarle la cabeza, pero el felino le hizo una cobra y se apartó.
—Así que eres arisco…
Se contemplaron mutuamente durante un rato, hasta que ella se giró de nuevo para seguir
husmeando.
El gato se acercó otra vez y le golpeó el tobillo con la cabeza, como si fuera una cabra,
topetando.
—¿Qué pasa?
Se agachó e intentó tocarle, pero él —la intuición le decía que era macho— se apartó. En cuanto
se incorporó, el animal volvió a la carga para llamar su atención y restregó el costado en sus piernas.
Luego echó a andar, deteniéndose en medio de la estancia y mirándola con aparente impaciencia.
—Quieres que te siga, ¿no?
En cuanto se puso en movimiento, él también lo hizo hasta alcanzar la cocina. Se detuvo delante
de uno de los armarios bajos y alzó las patas, arañando la superficie. Aunque arañar no era el verbo
correcto, porque no sacó las uñas.
—¿Quieres algo que hay ahí dentro?
El gato continuó erguido sobre las patas traseras, frotando las delanteras contra la puerta del
armario mientras la miraba con esos enormes ojos verdes tan expresivos.
—Te he entendido.
En cuanto alargó la mano para abrir el armario, el gato se retiró. Ella echó un vistazo al interior,
inspeccionando el contenido. Entre otras cosas, había una caja de una famosa marca de comida para
animales. La abrió y sacó uno de los sobres. Leyó la etiqueta.
—Comida húmeda para gatos esterilizados adultos con un perfil nutricional ideal y una textura
delicada. Tiene una alta aceptación y ayuda a tener un peso óptimo y unas vías urinarias sanas.
El felino volvió a restregarse contra su pierna.
Ella bajó la mirada con indecisión. Era obvio que aquel pequeñajo quería comer, pero quizá era
mejor ignorarlo y dejar que el dueño se ocupase cuando despertara.
El gato la contempló con las pupilas dilatadas en esos preciosos ojos suyos y Erika se derritió de
ternura.
Chantaje emocional puro y duro.
—No me mires así.
Buscó el comedero y lo halló en el suelo, junto al cacharro del agua. Eran ambos de metal rojo.
Le puso agua fresca y luego abrió el sobre de la comida, preguntándose cuánta cantidad tendría que
darle. Vertió la mitad del contenido —semejante al paté— en el recipiente. Cuando se agachó para
poner el bebedero y el comedero en el suelo, aprovechó para acariciar la cabecita del animal, que esa
vez no se apartó.
Se quedó un buen rato absorta, contemplando cómo comía con ansia, como si no lo hubiese
hecho en años. Frunció el ceño cuando un pensamiento desagradable acudió a ella. ¿Y si Félix no le
daba de comer al gato por algún motivo importante? ¿Y si estaba enfermo o a dieta?
De pronto, se sintió terriblemente mal.
Su primer impulso fue agacharse a retirarle el comedero, pero ya era tarde. El pequeño se lo
había zampado todo. Solo le había faltado relamer la superficie. Permaneció indecisa, sin saber qué
hacer mientras el felino bebía agua. Después, le lanzó una mirada cargada de desprecio, muy gatuna,
y se alejó con la cola ondeante detrás de él hasta que desapareció debajo del sofá.
¿En serio?
Erika estuvo a punto de reírse llena de incredulidad.
Vaya con el arrogante michi…
Miró con aprensión el sobre de comida empezada que había dejado sobre la encimera. Ya era
tarde para tomar otra decisión, así que lo metió al frigorífico, que solo contenía una triste caja con
restos de comida de un restaurante tailandés y algunas botellas de agua. En la puerta de este había un
imán del que pendía una pequeña libreta para tomar notas. La idea de dejarle un mensaje a Félix
informándole de que había dado de comer al gato se dibujó en su cabeza. Sí. Tenía que decírselo.
No vio ningún boli por allí encima y se acordó de que llevaba uno de esos lápices de madera de
IKEA en el bolso, de la última visita que había hecho a la gran superficie con su hermano Jorge.
Vació el contenido del bolso hasta dar con él. Luego rasgó una de las hojas de la libreta y escribió un
apresurado y escueto mensaje. Cuando procedía a guardar todo de nuevo, sus dedos chocaron con el
envoltorio de una piruleta, de esas con forma de corazón. No le sorprendió demasiado. Le
encantaban las piruletas y siempre tenía alguna a mano, en los cajones, o en los bolsillos, aunque no
recordaba cuándo había metido esa allí.
En un impulso, la dejó junto a la nota.
La luz del día iba entrando poco a poco por los ventanales. Se acercó a uno de ellos y espió el
exterior. Pese a lo temprano de la hora, el tráfico era denso abajo en la calzada, aunque no era de
extrañar; el piso se encontraba en una de las calles que partían de la Glorieta de Atocha, muy cerca
de la conocida estación. El alquiler de un piso grande y tan bien situado debía de costar una pequeña
fortuna.
Sabía que se estaba exponiendo demasiado. Félix podía despertarse y pillarla ahí, en el salón. Su
curiosidad no había sido satisfecha de ningún modo, pero tampoco se podía poner a rebuscar en los
cajones. El dueño del piso no tenía demasiadas pertenencias a la vista que le indicaran cuál podía ser
su carácter. Solo había averiguado que no cocinaba, que había estado liado con uno de sus socios y
que su gato era un chantajista emocional. Poco más.
Agarró los zapatos, el blazer y el bolso y se dirigió a la salida con sigilo.
No pudo evitar, sin embargo, detenerse una última vez ante la puerta del dormitorio y volver a
mirar al durmiente.
Por favor, qué tío más impresionante…
Apoyó la frente en la jamba de la puerta y cerró los ojos mientras su boca se curvaba en una
enorme sonrisa.
Se había acostado con el hermano de Juls.
Necesitaba hablar con Laura ya y contárselo todo. Necesitaba gritarlo a los cuatro vientos. Pero
era muy temprano. ¡Mierda! Iba a tener que esperar, y la paciencia no era su fuerte, precisamente.
Se giró con brusquedad y abandonó el piso.
Se puso los zapatos en el descansillo, mientras aguardaba al ascensor. El hilo de sus
pensamientos comenzaba a enredarse. El remordimiento chocaba de frente con la satisfacción y el
placer.
—Primero un café y una ducha, he dicho —se dijo en voz alta mientras se montaba en la cabina
y pulsaba el botón de la planta baja—. Lo demás, después.
Cuando salió a la calle, una bocanada de aire fresco la golpeó de frente. Se cerró el blazer sobre el
pecho mientras recalaba la mirada en el cielo. El día había amanecido nublado y la falta de sol y lo
temprano de la hora hicieron que se le pusiera la carne de gallina.
Se apresuró a acercarse a la carretera y alzó el brazo para detener a un taxi que se acercaba.
Félix
No sabía lo que le había despertado, quizá algún ruido extraño. Pestañeó para acostumbrarse a la
tenue claridad que entraba por la ventana y se dio la vuelta, encarando al techo. Una sucesión de
imágenes a cuál más sensual y erótica se reprodujo en su mente a toda velocidad.
¡Dios! ¡La explosiva rubia!
Giró la cabeza, pero no había nadie más que él en la cama, y toda su ropa había desaparecido. Un
aguijonazo de desencanto le atravesó. Lástima. No le hubiese disgustado en absoluto continuar con
la fiesta donde la dejaron la noche anterior.
Se acarició con abandono el vientre y la erección matutina mientras sus ojos buscaban el
despertador digital que tenía en la mesilla. Apenas eran las ocho de la mañana. Era muy pronto para
un sábado y para haber dormido solo unas pocas horas. Se preguntó a qué hora se habría ido la
chica.
Bostezó y estiró los brazos para desentumecer los músculos.
En ese instante, sintió un peso cayendo sobre su pecho.
—Oh, Takeshi… —murmuró al vislumbrar la bola de pelo negro. El gato siempre sabía cuándo
se despertaba. Tenía un oído finísimo—. Perdóname, anoche no te puse la comida. Debes de estar
hambriento. Ya me levanto.
Dejó que el felino le lamiera la mejilla mientras le acariciaba la cabeza. Después, como si intuyera
que se iba a incorporar, pegó un gracioso salto y aterrizó en el suelo. Félix se levantó y su vista se
posó en los condones usados del suelo. Cuatro. No estaba nada mal. Se agachó para recogerlos y se
dirigió al baño. Los arrojó a la papelera y utilizó el retrete. Luego regresó al dormitorio y se puso los
calzoncillos de la noche anterior.
Takeshi le estaba esperando sentado en el centro del salón y le miraba con la cabeza inclinada.
Ahora que ya le había sacado de la cama no parecía tan ansioso.
—Venga, vamos y te doy de comer, pequeño capullo.
Se acercó a la zona de la cocina y su atención se vio distraída por el papel que había sobre la isla,
junto a una piruleta. Arrugó la frente sin comprender. ¿Una piruleta? Cogió la nota y leyó las tres
líneas que aparecían allí, escritas con lápiz.
No sé si he hecho bien, pero le he dado de comer a tu gato. Medio sobre. Perdona, pero es que me ha perseguido y
parecía hambriento. Lo que ha sobrado está en el frigo. Por cierto, lo de anoche estuvo genial. E.
Félix tardó en reaccionar. Giró la cara para mirar a Takeshi que parecía muy inocente y bueno, a
sus pies.
—Si no lo veo, no lo creo. ¿Tan hambriento estabas para salir de tu escondite y mostrarte ante
una desconocida? ¿Le has hecho chantaje emocional?
Mientras preguntaba eso con tono de incredulidad, se encaminó al frigorífico, lo abrió y sacó el
sobre que ella había dejado en la bandeja superior. No estaba frío, así que no podía hacer mucho
tiempo de su partida. Lo vació en el comedero del gato. Después, se preparó un café en la cafetera
de cápsulas. Seguía sujetando la notita en la mano izquierda y de vez en cuando le echaba un vistazo
que otro.
La caligrafía era de trazos firmes y enérgicos, poco femenina. La E con la que había firmado
mostraba solo cuatro líneas rectas, sin florituras. Él no era grafólogo ni se había interesado nunca
por intentar descifrar el carácter de una persona mediante la escritura, pero su forma de escribir, al
grano y precisa, iba con ella. No se andaba por las ramas. Igual que en el dormitorio.
Mientras le daba un sorbo al café, fuerte, negro e intenso, su mirada recayó sobre la piruleta.
Roja, con forma de corazón.
¿Por qué le había dejado una piruleta? Su número de teléfono habría sido mejor. La experiencia
había sido fantástica y no le habría importado repetirla.
Una sonrisa perezosa se dibujó en su boca al recordar ciertas imágenes de la noche anterior.
Hacía tiempo que no pasaba la noche con una mujer y no podía haber hecho mejor elección para
romper su celibato. Esa chica era puro fuego. Directa y muy abierta, además de graciosa. Le había
hecho reír. Recordó su expresión juguetona cuando le preguntó por los condones y una ronca
carcajada que le brotó del pecho rompió el silencio del piso.
Cogió la piruleta y la miró, indeciso. Terminó por rasgar el envoltorio y llevársela a la boca. Un
sabor dulzón y pegajoso, como a jarabe, se le impregnó en la lengua. Arrugó la nariz. Demasiado
dulce. No obstante, la saboreó unos segundos. ¿Cuánto tiempo hacía que no se comía una piruleta?
¿Treinta años? Se la sacó de la boca y le dio otro sorbo al café, que en comparación con la dulzura de
la piruleta, le pareció de lo más amargo.
Pensativo, se aproximó al ventanal y apoyó la frente en el frío cristal.
—Elisa.
El nombre no terminaba de encajar con ella, era demasiado dulce y anodino para una mujer
como aquella, tan ardiente y pasional.
Era una verdadera pena que sus caminos no fueran a cruzarse de nuevo.
En fin…
Volvió a llevarse la piruleta a la boca mientras echaba un vistazo al exterior. Había comenzado a
llover.
Capítulo 8
Erika
Se iba a quedar sin uñas.
Le había mandado más de veinte mensajes a Laura, pero ni siquiera los había visto. No quería
llamarla por si interrumpía algo privado, pero estaba muriéndose de ansiedad. Necesitaba hablar con
su amiga y desahogarse. Ahora que ya habían pasado unas horas de su aventura y tenía la cabeza más
despejada, una culpa horrenda y venenosa se había apoderado de ella, ocupando cada centímetro
cuadrado de su cuerpo.
Cuando llegó al piso y vio que Laura no había regresado, no se preocupó, a fin de cuentas, era
temprano. Se duchó, se lavó el pelo y se permitió el lujo de remolonear en el baño mientras se lo
secaba. De algún modo, sabía que cuando dejara de estar ocupada y se sentase, el remordimiento
caería sobre ella como una losa, así que retrasó el momento todo el tiempo que pudo.
Se puso un pijama limpio y se preparó un café y una tostada. Desayunó con el sonido de la tele
de fondo. Había encontrado uno de esos programas de vestidos de novia y lo había dejado, aunque
no estaba muy pendiente de la pantalla.
Se preguntó si Félix se habría levantado ya. Si habría leído la nota. Si se habría enfadado porque
había dado de comer al gato. Si habría notado que ella había estado husmeando por el piso…
Y la piruleta…
¡Dios! Se sentía como una estúpida por haberla dejado allí. Seguro que él pensaba que aquello era
muy infantil.
«¿Ahora te preocupa que piense que eres infantil? Lo que debería preocuparte es qué pensará de
ti cuando sepa que eres la hermana de Jorge», le dijo una voz cargada de sarcasmo, no exenta de
razón.
Subió las piernas al sofá y enterró la cara en las rodillas.
Ella no había planeado nada de aquello.
No quería engañar a nadie.
«Claro, y por eso fuisteis al Corso de incógnito. Y por eso le propusiste ir a su casa. Cierto, Erika,
tú no querías engañar a nadie. Eres una pobre víctima inocente. Han sido las circunstancias».
Pfff…
Antes de que pudiera seguir mortificándose, el ruido de la puerta hizo que pegara un brinco en el
sofá. Una mezcla de nervios y agitación la llevó a ponerse de pie bruscamente. Se dirigió al pasillo
corriendo.
Laura se había apoyado contra la hoja de madera y tenía una sonrisilla alelada en la cara. Tenía el
pelo alborotado y mojado y el vestido mostraba manchas de humedad.
—¿Por qué estás mojada?
La pelirroja alzó ambas cejas.
—Espero que te refieras a mi vestido y no a mis bragas.
—¡Qué pava eres!
—Está lloviendo a mares. Y el taxi me ha dejado en la esquina porque había un camión que le
cortaba el paso a esta calle. Así que me ha tocado correr y empaparme.
Erika frunció el ceño. ¿En serio llovía tanto? Ni siquiera se había dado cuenta, tan enfrascada
estaba en sus pensamientos.
—Te he mandado tropecientos mensajes. Estaba preocupada.
—Anoche se murió mi batería. Y no tenía yo la cabeza como para estar buscando un cargador
—dijo aquello con una entonación muy traviesa.
—¿Qué tal todo?
Laura se puso en movimiento por fin. Seguía con esa mueca de perenne felicidad en el rostro.
—De puta madre. Ahora te cuento. ¿Y tú?
Erika bajó la mirada al suelo y cogió aire. Quizá la culpa había sido grande hasta el momento,
pero tenía la necesidad de hablar de lo vivido la noche anterior y soltarlo a borbotones.
—Cuatro —murmuró con los ojos chispeantes, alzando cuatro dedos y agitándolos ante la cara
de su amiga.
—¿Cuatro qué? —De pronto, Laura pareció comprender y soltó un grito histérico—. ¡¿Cuatro
polvos?! ¡Muero!
A Erika se le escapó una risa burbujeante.
—Jo, tía, me lo tienes que contar todo con pelos y señales —repuso Laura a toda velocidad
mientras la arrastraba de la mano hasta el baño.
Erika la siguió de buena gana, riéndose.
Mientras Laura se quitaba la ropa mojada y se metía dentro de la bañera para ducharse, ella se
sentó sobre la tapa del retrete. Ni siquiera pudo abrir la boca porque su amiga comenzó a disparar
preguntas como si fuera una metralleta.
—¿Cuatro polvos? ¡Lo flipas! ¿Hubo también mamadas? ¿Te lo comió él a ti? ¿Y se corrió las
cuatro veces? ¿Y tú? ¿Te corriste tú? ¿Cómo es en la cama?
Erika soltó carcajada tras carcajada. Esos interrogatorios eran muy típicos de Laura.
—A ver, por partes… Sí, se corrió las cuatro veces, aunque la última le costó un poco. —Hizo
una pausa para dar dramatismo al asunto—. Y yo también me corrí, por lo menos… seis veces.
—¿Seis veces? —Llegó el grito que rebotó contra las paredes de azulejo—. Eres una sora.
¿Sora? ¿Qué era eso? El ruido del agua impedía que pudiera entenderla con claridad.
—¿Sora?
Su amiga sacó la cabeza por un lateral de la cortina con el pelo chorreándole.
—Zorra.
—Ah, vaaale. Sí, soy una zorra —repuso, divertida.
Siguió hablándole de la gloriosa noche, sin dejarse nada en el tintero. Le habló de cómo había
empezado todo, de que fue ella la que tomó la iniciativa y de que a él pareció gustarle porque se dejó
llevar. Le habló de la masturbación, del sexo, de las risas que habían compartido, de la gran
familiaridad que reinaba entre ellos, y se explayó en elogios a sus capacidades en la cama.
Laura la insultaba cada vez que soltaba un gritito emocionado.
Erika no podía evitar sonreír mientras pensaba en Félix. Se le había olvidado que hasta solo hacía
veinticuatro horas le había llamado gilipollas.
—No recuerdo cuándo fue la última vez que me corrí tantas veces seguidas —concluyó.
—Yo creo que nunca me he corrido tantas veces en un día —murmuró Laura, saliendo de la
bañera. Se enrolló en una toalla y le tendió un peine a Erika para que le desenredara el cabello—. No
presumas tanto de tío, que el mío tampoco ha estado nada mal.
—Vamos, dispara. ¿Qué tal tu noche?
—Solo hubo dos polvos, pero antes nos lo comimos todo, todo… —soltó con voz dramática.
—¡Guarrilla! —exclamó Erika con una risa, golpeándole el culo con el peine.
—Me encanta. Y tiene uno de esos cuerpos depilados que madre mía…
—¿Los huevos también?
—Sí. Ni un pelo.
Le vino a la mente el cuerpo de Félix, con ese vello oscuro en la entrepierna en el que ella había
enredado los dedos, y se estremeció de placer.
—Félix tiene los pelos que hay que tener. Y me gusta. Tiene también en el pecho, como Henry
Cavill —dijo.
—¿Henry Cavill? ¡Tus ganas! —gritó la pelirroja, dándose la vuelta y encarándose con ella. Se
estaba riendo—. Anda, dame el peine y tú vete a prepararme un café. Henry Cavill… —masculló.
Erika le sacó la lengua. Luego abandonó el baño, echando una carrera hasta la cocina. La llegada
de Laura había supuesto que su estado de ánimo mejorase una barbaridad. Mientras le servía el café
y le preparaba una tostada, su móvil comenzó a sonar. Corrió hacia el salón para aceptar la llamada,
pero cuando vio el nombre sobre la pantalla, se detuvo en seco.
Juls.
¡Dios!
No podía contestar.
No podía. Primero tenía que pensar muy bien lo que le iba a decir. O si le iba a decir algo.
Hola, Juls, que sepas que me he acostado con tu hermano, pero que he fingido ser otra persona.
Aquello sonaba como el culo, desde luego.
Se llevó una mano a la frente, nerviosa.
—¿Por qué no coges el móvil? —Oyó gritar a Laura desde el baño.
El aparato dejó de sonar.
Regresó a la cocina con la mente un poco más confusa que hacía unos minutos. Aquella llamada
había sido como una ducha de realidad. Se mordió el labio, meditabunda, mientras colocaba la
tostada con mermelada y la taza de café con leche en un plato. Se sirvió otro café para ella también.
En el salón, se acercó al ventanal y comprobó que, tal y como Laura le había dicho, llovía a
mares. El ruido del secador llegó a ella desde el baño.
Retornó al sofá y tomó asiento. Miró el móvil con aprensión. Una lucecita blanca indicaba que le
había entrado un wasap. Lo cogió y lo desbloqueó. Sabía quién se lo había enviado.
Juls: Te acabo de llamar, pero no lo coges. Qué tal por Madrid? El piso bien? Habéis arrasado? Jajajaja, ya me
contarás. Pasadlo genial
Dejó el teléfono en el sofá y clavó la vista sobre la tele. Una chica alta y muy delgada se probaba
un vestido delante de una familia bastante numerosa. Siguió las idas y venidas de la novia, que se
giraba para que la falda del vestido se enredase entre sus piernas y se llevaba las manos a la boca,
emocionada.
Tenía que responder a Juls. Solo que no sabía cómo.
Ganó tiempo, dándole un trago al café.
—¿Quién era? —pregunto Laura. Y se dejó caer a su lado en el sofá. Se había puesto también un
pijama—. Gracias, lo necesitaba. —Cogió la taza humeante y le dio un sorbo.
—Era Juls —respondió concisa.
—¡Hostia! —Volvió la cabeza con brío y la contempló con los ojos muy abiertos—. ¿Has
hablado con ella?
—No se lo he cogido. Pero me ha mandado un mensaje preguntando qué tal y que si estamos
arrasando en Madrid.
—Claro que estamos arrasando en Madrid —se rio, pero al darse cuenta de la expresión seria de
su amiga, hizo una mueca—. Pfff, vaya marronazo.
—A ver, se lo voy a decir, pero así no. Cuando llegue a Benidorm, cara a cara.
—Me parece bien —respondió Laura con la boca llena.
Ambas permanecieron en silencio, bebiendo café.
—Le he dado mi teléfono a Samu. Y él me ha dado el suyo —dijo la pelirroja, rompiendo el
mutismo.
Erika se giró en el sofá para mirarla de frente. Aquello sí que no lo había esperado.
—¿Samu? ¿Intercambio de números? ¿Tanto te ha gustado?
—Es un chico genial —repuso con un encogimiento de hombros—. No solo por el sexo, es que
me parece muy divertido. Es la caña. Quiero repetir.
Mientras Laura se lanzaba a contarle con todo lujo de detalles cómo había sido su noche, Erika la
escuchaba a medias. Se alegraba mucho por su amiga, pero un pequeño pinchazo de envidia la
reconcomió. Ella no tenía la opción de repetir, lo suyo había sido algo de una sola noche. Una
putada, teniendo en cuenta la química tan brutal que había entre Félix y ella.
Suspiró sin poder evitarlo y su amiga pareció darse cuenta de que no la escuchaba porque detuvo
su perorata y la estudió con atención.
—Ya sé que a lo mejor no te importa cómo la tiene Samu, pero yo te he escuchado —la
recriminó con fingido mal humor.
—Me importa un montón cómo la tiene Samu —bromeó—. Perdona. Estaba distraída.
—¿Estás bien?
—Eh, sí, sí. —Hizo un gesto vago con la mano como si así pudiera ahuyentar los pensamientos
negativos.
Laura la miró con ambas cejas arqueadas.
—¿Te arrepientes? —preguntó al fin.
Erika tardó en contestar.
—No y sí. No me arrepiento de haberme acostado con él porque ha sido una pasada, créeme,
pero me imagino su reacción cuando se entere de quién soy y no me apetece nada pasar por eso. Y,
además, le estoy dando vueltas también a cómo se lo voy a decir a Juls.
—Yo pienso que a ella hasta le va a hacer gracia.
—¿Tú crees?
—Juls mola. Estoy segura. Lo que no sé es cómo se lo tomará él.
Erika meneó la cabeza con pesar.
—Ya, tía. Es una traición de la leche.
—Mira, solo te digo una cosa y es muy importante —dijo Laura con gravedad.
—¿Qué? —inquirió Erika ansiosa.
La pelirroja se echó hacia delante. La expresión de su cara era serena y mostraba una seriedad
poco frecuente en ella. Repentinamente, alzó una mano y agitó cuatro dedos en el aire.
—¡Cuatro! —gritó.
Erika abrió la boca, estupefacta, pero se recuperó rápidamente y se echó a reír al tiempo que se
dejaba caer sobre el cuerpo de su amiga, que también había estallado en estruendosas carcajadas. Era
imposible guardar la compostura con alguien como ella. Se retorcieron ambas en el sofá, muertas de
risa.
—Ay, no me hagas reír más que me entra flato —protestó entre dientes.
—Seguro que anoche mientras te corrías como una loca no pensabas en el flato.
De nuevo hubo risotadas casi histéricas.
—¿Tú crees que Bea se habrá liado con el americano? —preguntó Laura al cabo de un rato, más
calmada.
—Si se hubiera acostado con alguien nos habría llamado para presumir.
—También es verdad. —Hizo una pausa mientras se erguía y cogía su taza—. ¿No vas a
contestar a Juls?
Erika cogió el móvil y lo miró con la frente arrugada.
—Sí. Voy a decirle que todo está bien y que ya le contaré cuando vuelva. Sé que es aplazar lo
inevitable, pero no quiero hablarle de algo así por teléfono. Queda mal.
Desbloqueó el aparato y no tardó en enviarle un escueto mensaje. Un vestigio de culpa le
hormigueó en los dedos, pero decidió no pensar en ello.
—Esta noche podemos ir al local de Samuel —dijo Laura de pronto—. Me ha dicho que nos
invita.
Erika se encogió de hombros.
—Por mí, vale. Intentaré irme pronto y dejaros solos.
—No te voy a dejar sola.
—Mentirosa. Me has dejado tirada millones de veces. No me importa. Yo también te dejaría
tirada si tuviera a un tío espectacular muerto por mis huesos.
Laura se rio.
—¡Ostras! —exclamó de pronto—. Mira qué vestido más horroroso. Vamos, no me pongo yo
eso ni muerta. —Señaló la tele con los ojos muy abiertos.
Ciertamente, el vestido era más feo que un pecado.
—Es verdad. Y le queda fatal.
—Pues la abuela le está diciendo que es monísimo. Me parto. Sube el volumen, que no oigo.
Erika lo hizo.
Ambas se enfrascaron en el programa.
Capítulo 9
Félix
El teléfono vibró en el bolsillo de su pantalón. Lo sacó y miró la pantalla. Era su hermana.
Se abrió paso entre la gente que llenaba el Corso y salió a la calle. Era San Isidro y se notaba que
los madrileños tenían ganas de fiesta porque el local estaba más lleno que de costumbre. La
oscuridad y un ligero golpe de brisa le recibieron. Se agradecía poder respirar aire fresco después de
haber pasado tantas horas en el interior.
Aceptó la llamada y se llevó el móvil a la oreja.
—Hola, peque.
—Hola, hermanito. ¿Tienes un rato o estás muy ocupado?
Sonrió. Siempre tenía tiempo para ella y Juls lo sabía.
—Tengo un rato.
—Es que acabo de hablar con mamá y me tengo que desahogar.
Félix apoyó la espalda en la pared y elevó la vista al cielo. Sabía lo que iba a llegar a continuación.
No era la primera vez.
—Dispara.
Se escuchó un suspiro profundo al otro lado de la línea.
—Me ha bombardeado con lo de los niños. Otra vez. Jorge y yo no llevamos ni tres años juntos.
Y ni nos hemos planteado tener niños. ¡Qué rabia me da!
—Ya sabes cómo es. Está deseando tener nietos.
—¡Pero si ya tiene tres y otro en camino! Así es como ha surgido la conversación, porque hemos
hablado del embarazo de Lucía. Ha aprovechado para recordarme que se me pasa el arroz. Alucina.
Que soy muy joven. Solo tengo veintiocho años.
—Pero aparentas treinta.
—Calla, capullo —se rio.
—Conmigo ya ha desistido. Doy gracias.
—¡Qué suerte tienes!
—¿Qué dice Jorge de todo esto?
—No se lo toma en serio. Se burla de mí cuando me agobio. Ahora está en la cocina y se está
carcajeando; le oigo desde aquí.
—Tú tampoco deberías tomártelo en serio. Es una tontería.
—Tienes razón. —Se la oyó respirar profundamente—. Pero desde que pasó lo de papá, mamá
está diferente. Más pendiente de nosotros. ¿No crees?
Su padre había sufrido un infarto hacía un par de años. Desde entonces, su madre, que siempre
fue muy despegada y animaba a sus hijos a ser independientes, estaba mucho más preocupada y los
llamaba con más frecuencia.
—Sí, mamá ha cambiado un poco. Supongo que es normal después del disgusto. Si te soy
sincero, yo también los visito más que antes. El domingo estuve comiendo con ellos.
—Eh, yo también hablo con ellos todas las semanas. Pero con lo de los niños, me tiene harta.
—Pues poneos manos a la obra Jorge y tú, y dadle un Jorgito para que os deje en paz.
—¡Ja! Tus ganas —refunfuñó. Luego guardó silencio hasta que, con un tono diferente, más
relajado, le preguntó—: ¿Estás en el Corso?
—Claro. ¿Dónde si no? —dijo con ironía.
—Como siempre, adicto al trabajo. ¿Mucha gente?
—Más de la que pensaba. Creo que me voy a largar a casa. El local está imposible y no me
necesitan. Lo tienen todo controlado.
Esa tarde, dado que Sean se había ido a Valencia para hablar con una empresa de diseño de
interiores, había hecho un tour por los tres Corsos para asegurarse de que no había problemas y
todo marchaba bien.
—Deberías quedar con algún amigo y salir un poco. Tanto trabajo es una mierda. Sal y diviértete.
Félix echó una ojeada a su alrededor. Había varios jóvenes en la acera, reunidos en corros,
fumando y bebiendo en vasos de plástico. Y por la calle lateral pasaban grupos de personas riendo y
hablando en voz muy alta. El ambiente era ruidoso y festivo. Típico de San Isidro en el centro.
No le gustaba en absoluto.
—Paso. Prefiero irme a casa y escuchar música o leer una novela.
—Anciano.
—¿Para cuándo un Jorgito? —contraatacó.
Ambos se rieron.
—Ah, antes de que se me olvide, Erika está en Madrid. Deberías quedar con ella para tomarte
algo. Le he hablado tanto de tu negocio que seguro que quiere conocerlo. Está con una amiga.
Llámala, anda.
Félix torció el gesto. No era la primera vez que su hermana le hablaba de su cuñada. La tal Erika
era la hermana pequeña de Jorge. Ella misma le había mandado un mensaje el año anterior, ¿no? Le
había respondido que estaba ocupado o no le había respondido. Ni siquiera lo recordaba.
—¿Félix? ¿Sigues ahí?
—Claro.
—Hazme caso y llama a Erika. Te paso su número de teléfono. De verdad que es una chica
genial.
Resopló con fatiga. No le apetecía quedar con una cría.
—No es para tanto, Félix. Además, yo la adoro y quiero que la conozcas. Vengaaaa.
No le podía negar nada y ella lo sabía.
—Pásame el número —dijo escueto—. Pero estoy muy ocupado. Si quiere que hagamos algo
juntos, no tengo tiempo.
—¡Que no! Que no está sola. Está con una amiga. Queda con ellas en el Corso y enséñaselo.
Escuchó de fondo la voz de Jorge que decía algo así como: No llames a mi hermana que está como una
cabra.
—Ni puto caso a Jorge —dijo Juls.
Félix se rio.
—Dale un beso de mi parte.
—Lo haré. Pregunta que cuándo vas a venir.
Félix suspiró. Su hermana le había invitado a ir a la costa cientos de veces.
—Este verano.
—¿En serio? —gritó entusiasmada.
Se sintió mal instantáneamente por haberlo estado retrasando.
—Sí. Voy a aprovechar que vamos a abrir el local de Valencia para pasar allí unos días.
—¡Ay, qué maravilla! Avísame con antelación para que pueda cogerme esos días libres para tener
más tiempo para ti.
Juls trabajaba de lunes a viernes en un programa de radio de una emisora local, además de
escribir artículos para una revista de moda digital.
—Hecho.
—¡Jorge! —gritó—. Félix viene a vernos este verano.
—Cuñadoooo, aquí te esperamos. El sofá cama es muy cómodo. —La voz de Jorge se escuchó
con claridad.
—Del alojamiento ya me encargo yo —repuso. No le apetecía nada tener que dormir en un sofá
—. Ya lo hablaremos.
—Vale, vale —dijo ella.
—Bueno, peque. Te voy a dejar y me voy a ir a casa.
—Un beso. Hablamos.
La comunicación se cortó y él se quedó un rato en la calle, inmóvil, después de guardarse el
teléfono. Todavía no había echado a andar cuando recibió un mensaje. Volvió a sacarse el móvil del
bolsillo. Juls le había enviado el contacto de Erika.
Cerró los ojos y resopló, hastiado.
No obstante, se guardó el número. Al revisar la aplicación de Whatsapp, vio el texto que ella le
había enviado hacía poco más de un año.
Hola Félix. Soy Erika, la hermana de Jorge. Juls me ha dado tu teléfono. Te acabo de llamar, pero no lo has
cogido. La semana que viene voy a ir a Madrid y era para quedar a comer algún día. Bueno, ya me llamas cuando
puedas. Saludos.
No había respondido.
Vaya. Sí que fue maleducado.
Vio la fecha en la que había entrado el texto y lo comprendió todo. El veinticinco de marzo. Un
día de mierda. Era normal que hubiera ignorado el mensaje, aunque ella no podía saber lo
inoportuna que había sido, claro. Si tenía ocasión, le pediría disculpas.
Echó un somero vistazo a su foto de perfil. Era de un atardecer en la playa.
En fin, la llamaría y quedaría bien con su hermana, se dijo. Ojalá que la chica estuviera muy liada
y no tuviese tiempo para verle.
Se guardó el móvil de nuevo y echó a andar hacia el Corso para informar a Sheila de que se iba a
casa.
Si era sincero consigo mismo, le hubiera gustado mucho más tener el teléfono de la rubia del
viernes. A esa chica sí que tenía ganas de verla de nuevo y repetir la experiencia. Cada vez que
pensaba en ella se le aceleraba el pulso.
Qué lástima que no supiera cómo localizarla.
Erika
Se estaba lavando el pelo, cuando escuchó su teléfono. Dejó que sonara. Ya devolvería la llamada
cuando terminara.
Tarareó una antigua canción de The Bangles, Eternal Flame, mientras se enjuagaba la espuma que
había dejado el champú. Luego se echó el acondicionador y se masajeó el cuero cabelludo y la larga
melena.
—Is this burning an eternal flame? 8 —cantó, desafinando mucho. No era fácil alcanzar el tono de
Susanna Hoffs, la cantante.
Estaba sola en el piso, así que podía desgañitarse si así lo deseaba. Laura había bajado al
supermercado que estaba a dos calles de allí a comprar bebida y unas pizzas. Habían decidido no salir
aquella noche. Llevaban demasiados días sin parar y sus cuerpos reclamaban un descanso.
Habían vivido el largo fin de semana de fiesta —de cinco días— sin dejarse nada por hacer. El
sábado estuvieron en la coctelería de Samuel, el Cabin Cocktail Bar. Era un sitio muy chulo, distinto
del Corso, para gente más joven. Samuel las agasajó durante toda la noche y no dejó que pagaran ni
una sola consumición. Y tal y como Erika había supuesto, cuando el local cerró, Laura se largó con
él y ella cogió un taxi para regresar al piso.
El domingo fueron a un concierto gratuito de música ochentera en la Plaza Mayor, y el lunes y el
martes recorrieron la ciudad, disfrutando del ambiente festivo. Se divirtieron visitando mercadillos,
bares y tiendas. El miércoles, día del Santo, acudieron a la Pradera de San Isidro y admiraron a los
chulapos y chulapas que bailaban el chotis en la verbena. Se atiborraron de comida y de dulces
típicos en los puestos que allí había y terminaron la noche en una chocolatería a las cinco de la
mañana.
Así que, ese jueves, iban a cenar en casa y a acostarse temprano. Estaban exhaustas y necesitaban
recuperar fuerzas para el último fin de semana en Madrid, que como Laura decía, iba a ser
apoteósico. Salvajemente apoteósico.
Bea había contactado con ellas muy deprimida porque no pudo llevarse al huerto al americano el
día de la boda. Así que le habían sugerido que cogiera un tren y se plantase en Madrid para disfrutar
con ellas los tres días que todavía tenían de vacaciones. Y había aceptado. Llegaría el viernes por la
noche.
Siguió tarareando la misma canción una y otra vez mientras abandonaba la bañera y comenzaba a
secarse el pelo con el secador. El espejo que había sobre el lavabo le devolvió su imagen. Tenía el
rostro sonrosado por efecto del calor que hacía en el baño.
Utilizó el secador a modo de micrófono y el aire caliente le dio en la cara.
—Close your eyes, give me your hand, darling. Do you feel my heart beating? Do you understand? Do you feel the
same? Am I only dreaming? 9
Bajó los párpados y, tal y como decía la letra de la canción, se permitió soñar despierta.
Con Félix.
Hacía casi una semana desde su encuentro y no se lo había podido quitar de la cabeza. Aparecía
en sus pensamientos en los momentos más inesperados y cada vez que lo hacía, una oleada de ardor
le recorría el vientre y hacía que el corazón se le disparara. Iba a tardar mucho en olvidar lo que
sucedió entre ambos.
Si hasta soñó con él una noche y amaneció mojada.
¡Dios!
Había estado a punto de ir a buscarle para repetir la experiencia, pero una voz muy lógica y cabal
que vivía dentro de ella se lo había impedido. Una traición quizá fuera perdonable, pero ¿más de
una? No. No podía volver a engañarle. Ni siquiera se lo había dicho a Laura porque sabía que esta,
malvada como era, la animaría a hacer una locura. La conocía muy bien.
—¡Hola!
El saludo en forma de grito llegó hasta ella incluso a través del ruido del secador y de la puerta
entornada.
—¡Ya salgo! —respondió en el mismo tono.
Dejó que el cabello le cayera húmedo sobre los hombros y se puso unas bragas, un pantalón de
chándal y una camiseta. Ya vestida, salió al encuentro de su amiga.
Laura estaba en la cocina, metiendo la bebida en la nevera.
—He traído una de jamón y otra barbacoa.
—Por mí, bien.
—¿Hay algo interesante en la tele esta noche?
—Creo que no.
—Da igual. Creo que voy a caer en la cama antes de las diez. Lo de anoche ya me mató. Bebimos
demasiado y luego todo mezclado con el chocolate de esta madrugada. Quiero morirme.
Erika aguantó una risa. Ella no estaba tan mal como su amiga, pero la entendía perfectamente.
—Voy a ponerme un pijama y a tirarme en el sofá —dijo la pelirroja—. Te juro que me apetece
un colacao calentito.
Eran las cinco de la tarde, pero ¿por qué no?
—Te lo hago —se ofreció.
Mientras Laura se esfumaba por el pasillo, ella preparo dos colacaos y luego los llevó al salón.
Dejó las tazas sobre la mesa y cogió el móvil para ver quien la había llamado antes.
—¡Mierda!
Félix gilipollas.
Sí, así le había guardado en la agenda de contactos y todavía no lo había cambiado.
—¡Laura! —gritó muy nerviosa.
¿Por qué narices la llamaba Félix? ¿Qué estaba pasando? Quizá había descubierto que ella y la
chica rubia del Corso eran la misma persona y quería echarle la bronca. ¡Dios Santo! ¡Aquello no
podía ser una coincidencia!
Le temblaba la mano y dejó el teléfono sobre la mesa de nuevo.
—¡Laura! —volvió a gritar esa vez con más contundencia.
Estaba histérica.
La pelirroja llegó corriendo.
—¿Qué pasa? —preguntó alarmada.
—Me ha llamado Félix. —Mientras lo decía, señaló el aparato como si fuera un artilugio del mal.
—Ostras —farfulló Laura, sentándose a su lado.
—Tiene que saber algo porque no es lógico. No, no. Y si, de pronto, ha visto alguna foto o yo
qué sé y se ha dado cuenta de quién soy. O ha sido Juls. Quizá le ha dicho algo que le ha hecho
sospechar de mí. Estoy jodida. Seguro que me ha llamado para… yo qué sé. Para decirme que soy
una cabrona o eso… —hablaba con rapidez, sin mucha coherencia.
Laura se recogió el pelo con las manos y se hizo una coleta baja que sujetó con una goma que
llevaba en la muñeca. Tenía un semblante pensativo.
—No lo creo. A ver, no ha visto una foto tuya en tres años, y de pronto, justo ahora que ha
pasado lo que ha pasado, ve una foto. No. ¿Sabes lo que creo?
Erika negó con la cabeza.
—Creo que Juls le ha comentado que estás en Madrid y le ha dicho que te llame.
—¡Pero le dije que no lo hiciera!
—Tampoco se lo prohibiste.
Erika enterró la cara en las manos y soltó un gemido. Era probable que Laura tuviese razón. Sí,
era lógico.
—¿Y qué hago?
—Pues o le ignoras, o quedas con él y se descubre el pastel.
—Tía, pensaba que iba a tener más tiempo para prepararme.
—Míralo por el lado positivo. Así te quitas el marrón cuanto antes.
—Sí, genial —masculló con sarcasmo.
Se puso de pie y echó a andar sin rumbo fijo. Los pies descalzos notaron la frialdad del suelo de
baldosas, pero no se detuvo, siguió dando pasos erráticos mientras se pellizcaba el labio inferior con
inquietud.
No podía quedar con Félix siendo ella misma. No estaba preparada. Pero acaso, ¿iba a estar
preparada alguna vez?
—Prefiero aplazar el tema.
Así te quitas el marrón cuanto antes.
La frase rebotó en su cabeza.
Se giró para mirar a su amiga. Estaba sentada con las piernas cruzadas y la taza en las manos. La
contemplaba como si esperase algo. Estaba a punto de hablar cuando el móvil comenzó a sonar de
nuevo.
—Es él —dijo la pelirroja, echando un vistazo a la pantalla.
El corazón de Erika le dio un salto en el pecho.
—¡Ignóralo!
La melodía que llevaba como tono de llamada llenó el silencio del salón. Era Venus, pero no la
versión de Bananarama, sino la original, la de Shoking Blue.
Aguardó con la respiración contenida hasta que el aparato dejó de sonar.
—Quizá deberías cogerlo y decirle que no tienes tiempo para quedar con él. Aunque, si te soy
sincera, yo quedaría y aclararía las cosas directamente. Es como quitarse una tirita, hay que hacerlo
de golpe.
Erika pensó que el símil era absurdo.
—A lo mejor ya no vuelve a llamar —dijo, esperanzada—. Creo que debería contactar con Juls
para ver si han hablado y qué le ha dicho.
El móvil volvió a sonar, sobresaltándolas a ambas.
—Cógelo —sugirió Laura.
La mente de Erika era un caos.
—Pero va a reconocer mi voz —susurró, desesperada—. Cógelo tú y hazte pasar por mí.
Laura hizo una mueca socarrona, pero alargó la mano hacia el aparato.
—¡Espera! Dile que no tengo tiempo para quedar, si es que es eso lo que quiere… No, dile que
ya no estoy en Madrid o que… ¡Ah! ¡Yo qué sé! —gimió—. Dile lo que te salga de las narices.
Su amiga se puso de pie con el móvil en la mano.
—Me voy al baño que me pones nerviosa. A ver si me entra la risa.
Erika hizo un gesto con la mano.
Mientras Laura se alejaba por el pasillo, la escuchó contestar la llamada. Se había tapado la nariz y
su tono de voz era nasal y ridículo. Tuvo ganas de pegar un grito indignado. Tampoco quería que
Félix pensase que hablaba como una idiota. En fin, ya no se podía cambiar. Aguardó con los nervios
a flor de piel mientras el murmullo de la voz de su amiga llegaba quedo hasta ella.
La conversación se estaba alargando demasiado.
No se podía tardar tanto en decirle que no tenía tiempo o que estaba fuera de Madrid, ¿no? ¿Y si
su primera intuición era cierta y él había descubierto que era la rubia de la semana anterior?
Ella no solía ser así, tan indecisa y cobarde. Era mucho más lanzada y no tenía miedo a nada.
¿Por qué estaba tan cagada?
Intentó aguzar el oído para ver si podía distinguir alguna palabra, pero fue en vano. Dio unos
cuantos pasos hasta colocarse en medio del pasillo y, entonces, le llegó una carcajada.
¿Laura se estaba riendo? ¿De qué?
Con el ceño fruncido, se apresuró a ir al baño y plantarse frente a su amiga, que tenía una sonrisa
deslumbrante en la cara.
—Vale, entonces mañana nos vemos. Adiós —dijo. Y finalizó la llamada con rapidez.
Los ojos de Erika se abrieron como dos enormes platos, llenos de incredulidad. Se llevó las
manos a la cabeza.
—Pero… ¿qué has hecho? —logró farfullar.
—Lo que deberías haber hecho tú.
Se apoyó en el lavabo y dejó caer la cabeza hacia delante.
—¿Sabes que te odio? —gimió.
—Nah. No lo haces. En el fondo me quieres un montón.
—¿Sabes que eres una zorra?
—Pero soy tu zorra favorita.
Aquello la hizo reír. No podía estar mucho rato enfadada con Laura. Era imposible. Se dio la
vuelta y la miró con los ojos entornados. Su amiga estaba haciendo un pucherito con la boca y la
contemplaba con ojitos de cordero degollado.
—¿A qué hora he quedado con él? —preguntó al fin con resignación.
—A las siete.
Tenía veinticuatro horas para prepararse.
Capítulo 10
Félix
El Jardín de Arzábal se encontraba a escasos cien metros de su edificio, por eso lo había elegido,
porque lo tenía muy cerca de casa. El local estaba en los bajos del Museo Nacional Centro de Arte
Reina Sofía, frente a la estación de Atocha. Era un sitio grande, pero coqueto, polivalente, con una
amplia terraza de más de setecientos metros cuadrados, en cuyo centro se erguía un cenador
acristalado que formaba parte del restaurante, que se hallaba bajo una bóveda de cristal del museo.
Por todas partes había plantas, enredaderas que cubrían las paredes, otras que colgaban del techo y
otras que brotaban de enormes macetas. El mobiliario iba en consonancia con el ambiente, y las tiras
de bombillitas y lámparas de latón iluminaban el espacio de un modo encantador.
Félix había estado allí unas cuantas veces, con Sean y su pareja. También había llevado allí a Jorge
y a Juls cuando estos visitaron Madrid la última vez. Tomó asiento en una de las mesas altas de
madera de la terraza. Era pronto y había sitio de sobra. La música sonaba a un volumen perfecto
para favorecer las conversaciones. Cuando una camarera vestida de negro se acercó a él, le pidió un
agua con gas. Su mirada barrió el local. Cerca, en otra de las mesas altas, había una pareja de chicas
muy jóvenes que le miraban de reojo y sonreían tontamente, escondiéndose detrás de la carta.
Suspiró para sus adentros. Solo esperaba que la hermana de Jorge no fuera como esas chicas.
Aunque por teléfono, pese a su extraña y fea voz, le había parecido una persona agradable. Juls solo
le había dicho cosas buenas de ella, así que tendría fe.
Se miró la hora en el reloj de pulsera y vio que faltaban cinco minutos para las siete.
La camarera le trajo el agua y un pequeño bol con aceitunas especiadas.
Bebió mientras se abstraía pensando en la llamada que le había hecho su socio hacía unas horas.
Todo iba como la seda en Valencia. Los trabajos de remodelación del local comenzarían en unos
días e iban a durar unas seis semanas, aproximadamente. Sean le había enviado los diseños del
estudio de interiorismo y a Félix le había gustado el resultado. Esperaba que aquella aventura en la
que habían invertido mucho dinero y mucho tiempo diera sus frutos y el negocio fuera un éxito,
como los de Madrid. El lunes iba a empezar con las entrevistas del personal. La primera selección la
haría online y se desplazaría más adelante a la costa para conocer a los candidatos seleccionados.
Volvió a mirar la hora.
Las siete en punto.
Esperaba que la tal Erika no llegase tarde a la cita porque él había hecho un esfuerzo titánico,
dejando de ir a trabajar un viernes por la tarde, para estar ahí con puntualidad.
Todavía no había terminado de formarse ese pensamiento en su cabeza, cuando notó una mano
posándose en su brazo, sobre la tela de su americana. Giró la cara para saludar a la cuñada de su
hermana, y se encontró con unos ojos azules que conocía bien.
En un primer momento, se quedó inmóvil, lleno de estupefacción, pero se recuperó rápido de la
sorpresa.
—¿Elisa?
Lo último que hubiera esperado era volver a encontrarla. La vida tenía unas casualidades
deliciosas.
—Hola, Félix. Sí que es una sorpresa —respondió ella, dándole dos besos.
Él sintió la caricia de su tersa piel rozando su mejilla. ¡Dios! ¡Qué bien olía esa chica! Los
recuerdos de su noche de pasión le asaltaron con fuerza y no pudo evitar que una sonrisa se deslizara
en sus labios.
—Qué casualidad. ¿Qué haces aquí?
—He quedado con alguien —respondió ella con vaguedad—. ¿Y tú?
—También.
—Oh, pues esperemos juntos, ¿te parece?
Antes de que hubiera podido responder, ya se había sentado frente a él.
Tal y como le había sucedido la noche del Corso, le gustó su forma de desenvolverse. Esa
naturalidad y esa franqueza en sus actos. Era directa. Parecía muy segura de sí misma y eso le
agradaba.
La examinó con interés. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros y no usaba apenas maquillaje,
aunque no lo necesitaba porque el tono tostado de su piel era suficiente. Lucía unos vaqueros azules
muy estrechos y una camisa negra de mangas transparentes. Sencilla pero elegante al mismo tiempo.
Estaba deslumbrante.
—Espero no haberla cagado con tu gato —dijo.
—¿Con mi gato?
—Cuando le di de comer.
—Ah, eso. No, para nada. Takeshi es un poco especial. En realidad, me sorprendió que saliera de
su escondite. No es muy sociable.
—Ya me di cuenta de su arrogancia. Cuando se terminó la comida me miró con desprecio y
desapareció.
Félix se rio.
La misma camarera de antes se aproximó y le preguntó qué quería tomar. Ella pidió una Coca-
Cola Zero.
Él se miró el reloj disimuladamente. Las siete y cinco. Y, por primera vez desde hacía mucho
tiempo, se alegró de que su cita llegara tarde. Ojalá se retrasase un poco más y la de Elisa también.
Así podrían hablar un rato e incluso, quizá, intercambiar sus teléfonos.
—¿Te vas a quedar mucho tiempo más en Madrid? —preguntó con fingido desinterés.
—Me voy el domingo.
Lástima. Solo dos días más.
La camarera depositó la bebida frente a ella, que le dio las gracias con un asentimiento al tiempo
que dejaba vagar la mirada por el entorno.
—Este sitio es precioso. Supongo que vendrás mucho. Tu piso está aquí al lado, ¿no?
—Eh, sí. Aunque tampoco vengo tanto, alguna vez con mi socio o con mi hermana cuando
viene de visita. Vive cerca de Benidorm con su novio.
Ella compuso una mueca peculiar, pero fue un gesto tan fugaz que Félix pensó que se lo había
imaginado. Vio cómo alargaba la mano para coger el vaso y se fijó en que sus uñas eran cortas y no
estaban pintadas. Pese a que sus dedos eran delgados no parecían manos delicadas ni frágiles.
—¿Estáis teniendo unos días agradables tu amiga y tú?
—Ufff, sí. Demasiada fiesta —se rio—. Fuimos incluso a la verbena de San Isidro.
—¿A bailar el chotis? —preguntó con humor.
—No. Fuimos a hartarnos de comida y a empinar el codo, me temo. Somos muy básicas.
Él se rio y ella le acompañó.
Le gustaba su risa. Era profunda y ronca. No era de esas chicas que trataban de contener las
carcajadas. No. Ella parecía regocijarse en su sonido. Echaba la cabeza hacia atrás, como si
necesitara espacio para que le salieran del pecho con más comodidad, y las expulsaba con fuerza.
—Vaya, estáis exprimiendo la ciudad.
—Eso parece —reconoció con un encogimiento de hombros—. Por cierto, el nombre de tu gato
es muy original. Me gusta.
—No se lo puse yo —repuso, sin dar más explicaciones. Le dio un trago a su agua y la miró de
frente, con intensidad—. Me dejaste una piruleta.
Sabía que había sonado provocador y ella se había dado cuenta porque le observó con los ojos
entornados y traviesos.
—Ah, sí.
—¿Era una indirecta de que me considerabas poco dulce?
Ella se rio entre dientes.
—¿Te la comiste?
—Sí —confesó—. En cuanto la vi. Creo que llevaba más de treinta años sin comerme una.
—¿Te gustó?
—Sí. La disfruté junto al café.
—Eso me hubiera gustado verlo.
—Lo habrías visto si te hubieses quedado a desayunar.
—Me estoy arrepintiendo de no haberlo hecho.
El tono de sus voces había ido descendiendo según intercambiaban frase tras frase. Flirteaban.
En silencio, rezó para que la persona con la que había quedado ella no se presentase y para que
Erika tampoco llegara. Ese rato con Elisa estaba resultando ser una delicia.
—¿Siempre dejas piruletas?
—Era la primera vez.
—¿Y eso significa algo?
—Puede.
Ella se humedeció el labio inferior con la lengua y él notó que su entrepierna se sacudía.
¡Mierda!
—¿A qué hora habías quedado? —le preguntó inesperadamente.
Perfecto. Era como un jarro de agua fría, pero le hizo retornar a la realidad.
—A las siete —carraspeó.
—Pues son y veinte —repuso ella, echándole una mirada a la pantalla de su móvil.
—Sí. Voy a llamar a ver si ha tenido un problema.
Elisa le sonrió.
Él se levantó, sintiéndose un poco culpable por haberse olvidado de la hermana de Jorge. ¿Y si le
había sucedido algo? Se alejó unos pasos hacia el arco que conducía a la zona de baños. Allí, la
música perdía intensidad.
Mientras se sacaba el teléfono del bolsillo y comprobaba que no tenía ningún mensaje, volvió a
echarle una ojeada a Elisa. Desde donde estaba podía ver su estilizado perfil. Le gustó el gesto
enérgico de ella, apartándose el pelo de la cara.
Decidió que, cuando volviera a la mesa, le pediría su número.
Llamó a Erika. El teléfono sonó dos veces.
—Hola.
Frunció el ceño porque la entonación no se correspondía con la de la chica de la tarde anterior.
—¿Eres Erika?
—Sí. Soy yo.
Aquello no tenía ningún sentido, pero la voz le resultó muy familiar, como si acabara de
escucharla en otro lado. De reojo, vio que Elisa también estaba hablando con alguien por teléfono.
—Hola, Félix —volvió a sonar la voz al otro lado de la línea.
De pronto, se le erizó el vello de la nuca y todo su cuerpo se tensó.
Ya sabía a quién pertenecía aquella voz.
Se giró bruscamente hacia la mesa donde había estado sentado hasta hacía solo un minuto y vio
que Elisa le estaba mirando y le saludaba con la mano.
—Hola.
La palabra se dibujó en los femeninos labios al tiempo que penetraba en su canal auditivo.
Parpadeó repetidas veces, como si ese gesto pudiera aclarar sus caóticos pensamientos.
No. Tenía que estar imaginándoselo. No podía ser.
¡¿Elisa y Erika eran la misma persona?!
Erika
Si la situación no hubiera sido tan seria, Erika se habría echado a reír al ver la expresión horrorizada
de Félix, pero sabiendo lo importante que era esa reunión, contuvo la risa histérica que amenazaba
con desbordarla.
Se había preparado a conciencia para enfrentarse a él. En un primer instante hubiese deseado
matar a Laura, pero después de una larga conversación con su amiga y otra consigo misma, terminó
por aceptar que lo mejor era ser pragmática, así que había acudido allí con la cabeza bastante serena.
Tenía ganas de verle. Quizá su reacción no fuera tan terrible, se dijo, en un arranque de
optimismo.
Un taxi la había dejado a pocos metros de la puerta del local a las siete menos cuarto. Había
estado haciendo tiempo, medio oculta entre la gente que paseaba por la céntrica calle. No quería ser
la primera en aparecer, así que aguardó hasta que le vio llegar. Cruzaba el paso de peatones que le
llevaría a su destino con paso firme y enérgico, como si tuviera una meta clara y no tuviese tiempo
que perder.
Se recreó observándole.
Lucía un traje gris de tres piezas, camisa blanca, corbata oscura y zapatos negros relucientes. ¿De
verdad que nunca se ponía ropa cómoda? ¿No sabía lo que era relajarse? Y llevaba el pelo más corto
que la semana anterior. Era evidente que había pasado por la peluquería en algún momento. La
barba pulcramente recortada enmarcaba el anguloso rostro.
Félix Sanz Arrieta.
Un hombre muy muy muy atractivo.
Cogió aire frente a la puerta del local e irguió la espalda. Cuando accedió al interior de la terraza y
se aproximó a su mesa, estaba tranquila. No obstante, al ver la sorpresa y el brillo encantado en los
ojos oscuros, se sintió un poco culpable, pero se limitó a sonreír y a dejarse llevar.
La suerte estaba echada. Ya solo quedaba huir hacia delante.
Él parecía contento de haberla encontrado y la conversación entre ellos fluyó con rapidez.
Pronto —mucho más pronto de lo que ella había esperado— comenzó el flirteo y Erika tuvo que
morderse la cara interna de la mejilla para controlar el ardor que se esparcía por su cuerpo. Félix le
gustaba. Le gustaba mucho. Tanto, que le hubiese encantado largarse con él a su piso y olvidarse de
que estaba allí para confesarle quién era.
Pero no podía seguir fingiendo.
«¡Arranca la tirita!».
Y eso había hecho, arrancarla.
Aguardó con el corazón encogido mientras él se guardaba el móvil en el bolsillo. Su cara era todo
un poema cuando regresó a la mesa con paso decidido. Tenía el ceño fruncido y un rictus de enfado
en sus labios.
Ella se guardó el móvil y se preparó para la explosión.
—Erika —dijo él con tono brusco.
—Sí.
—¿Por qué?
Podía hacerse la tonta y pretender que no sabía a qué se refería, pero no era su estilo.
Tardó en contestar mientras buscaba las palabras más adecuadas.
—Te llamé y te mandé un wasap el año pasado y pasaste de mí. Lo leíste y ni te molestaste en
contestar. Pensé que eras un gilipollas, pese a que tu hermana siempre está diciendo que eres un tío
genial. —Hizo una pausa y clavó la mirada en su vaso—. No tenía previsto que nada de esto pasara.
Cuando Laura y yo fuimos al Corso solo quería echarte un vistazo de lejos, a ver qué pinta tenías.
No esperaba que te acercases a nosotras. Me pillaste desprevenida.
Él bebió con aparente calma. Luego dejó el vaso sobre la mesa. Cogió aire por la nariz y lo
expulsó por la boca.
—Es decir, para que yo me entere —comenzó con lentitud—, como fui un maleducado hace un
año, algo por lo que te pido perdón, es que elegiste un mal día para contactar conmigo…
—carraspeó después del breve inciso y continuó—: Como fui un maleducado, decidiste venir a mi
negocio y fingir ser otra persona. Hasta ahí, puedo entenderlo. Pero ¿por qué te acostaste conmigo?
Porque si mal no recuerdo, fuiste tú la que lo propuso.
—Te había visto en fotos y me parecías atractivo. Y al natural, ganas —admitió con franqueza—.
Además, me mirabas como si fuera una cría y quise demostrarte que no lo era.
Le vio cerrar los ojos. No parecía halagado, solo desconcertado y un poco cabreado.
—No puedo creerlo… —masculló, llevándose una mano a la frente.
—Créelo. De verdad que no estás nada mal…
—No me refería a eso —la cortó y le lanzó una mirada fulminante.
Estaba tan guapo cuando se enfadaba que tuvo ganas de soltarle alguna barbaridad.
Le observó con candidez mientras se terminaba la Coca-Cola. En vista de que él no decía nada,
recorrió la terraza con la mirada. Se había ido llenando y ya no quedaban mesas libres. Se notaba que
el sitio era popular.
—¿Quién me cogió el teléfono ayer?
Se giró al escuchar la pregunta.
—Laura. Se tapó la nariz para que no la reconocieras.
Él bufó.
—¿Mi hermana sabe esto?
—¡No! —Meneó la cabeza con energía—. No tiene ni idea. La verdad es que me siento un poco
mal de haberlo hecho a sus espaldas. Tendría que habérselo contado… ¡Pero no me arrepiento!
—añadió deprisa—. Esa noche fue genial. Una pasada.
La miró con las cejas arqueadas y los ojos muy abiertos como si no pudiera creer que aquello
estuviera sucediendo.
—Ahora entiendo por qué tu hermano me dijo que estabas loca —farfulló en voz muy baja,
como si hablara consigo mismo.
—¿Jorge te ha dicho eso? Menudo capullo. —En silencio planeó vengarse de él en cuanto tuviera
ocasión—. No le hagas ni caso. Soy encantadora y una diosa en la cama.
—Una diosa —murmuró anonadado.
—Me lo dijiste tú. ¿No lo recuerdas?
Él gimió al tiempo que se llevaba ambas manos a la cara y se tapaba los ojos
—No me puedo creer que esto me esté pasando a mí.
La camarera se acercó, interrumpiendo el momento, y preguntó si querían tomar algo más.
—Para mí otra Coca-Cola Zero —soltó con desparpajo—. ¿Y tú, Félix?
Él vaciló, indeciso, pero terminó por coger la carta y echar un rápido vistazo.
—Un Macallan.
La camarera se alejó.
—¿Un whisky? —preguntó Erika.
—Sí. Creo que voy a necesitar alcohol para esto.
—No sé si sentirme ofendida o halagada.
Él la miró torvamente y negó despacio. Aunque parecía mucho más calmado que hacía unos
minutos, todavía no había recuperado todo su aplomo.
«Dale tiempo, Erika. Acabas de hacer estallar una bomba en su regazo».
El ruido de las conversaciones llegaba hasta ellos, mezclado con la música de ambiente. Pese a la
gran afluencia de gente, había mucha distancia entre mesa y mesa y aquello ayudaba a mantener la
privacidad.
—Te pega más Erika que Elisa —dijo él al fin, rompiendo el mutismo que se había creado entre
ellos.
—¿Te gusta mi nombre? —preguntó con entusiasmo.
—No he dicho eso. He dicho que Erika encaja mejor con tu… personalidad. Elisa es un nombre
muy dulce.
—¿No soy dulce? —le provocó, pestañeando mucho y muy deprisa.
—Sí, claro —respondió con sarcasmo—. Tanto como el wasabi.
No pudo evitarlo y rompió a reír con fuerza al ver el gesto y escuchar su tono.
Félix la miró con una ceja arqueada. Era obvio que su ataque de risa no le desagradaba del todo.
Sus labios habían perdido la tirantez y casi mostraban una sonrisa.
La camarera llegó y dejó las bebidas sobre la mesa. También un pequeño bol con patatas.
Erika esperó hasta que estuvieron solos de nuevo. Estaba satisfecha porque él no se había
tomado su engaño de un modo muy negativo. Por el contrario, parecía haber aceptado la situación
con filosofía.
Hasta serio estaba guapo. Las cicatrices le conferían un aspecto un poco sombrío que le
encantaba.
—¿Cuántas probabilidades tengo de acabar la noche en tu piso? —le preguntó, decidida a poner
todas las cartas sobre la mesa.
—Cero —dijo él sin mirarla. Estaba muy centrado en su vaso. Lo agitaba y hacía tintinear los
hielos.
—Qué tajante —protestó—. ¿Por qué?
—No podemos volver a acostarnos. Somos familia.
—Lo dices como si fuera incesto.
—Somos cuñados.
—Concuñados —le corrigió ella— Eso es tanto parentesco como una bujía y un pomelo.
Él le dio un sorbo al líquido ambarino y dejó vagar la mirada por el entorno antes de volver a
mirarla.
—Quítate de la cabeza que vayamos a tener sexo de nuevo, Erika. Nunca más se va a repetir.
La forma en la que él pronunció su nombre le resultó maravillosa.
—¿Por qué no? —preguntó con desencanto.
—Eres la hermana pequeña de Jorge.
—No soy tan pequeña. Tengo veintisiete años. Soy muy adulta, ¿sabes? Ya ni siquiera llevo
pañales —dijo con cinismo.
—Demasiado joven para mí —murmuró, dándole otro trago a su whisky.
—La semana pasada, mientras te ponía el condón con la boca, no pensabas que era demasiado
joven —dijo, incisiva, ladeando la cabeza a un lado.
Él la observó con mucha serenidad. Sus ojos oscuros no revelaban nada.
—La semana pasada era la semana pasada y hoy es hoy. La otra noche me faltaba información.
—Hace solo media hora estabas ligando conmigo.
—Hace media hora eras Elisa, la rubia explosiva del Corso.
Que él la describiese como rubia explosiva era alentador. Sonrió para sus adentros, decidida a
pescar ese pez, como fuera.
—Sigo siendo la misma chica. Mírame —dijo, alzando la barbilla.
Él lo hizo. La miró con los ojos entornados.
—No. Ahora eres Erika, la hermanita de Jorge.
—¿Hermanita? Pfff… —resopló, ofendida por el tono condescendiente—. Seguro que le doy
mil vueltas a muchas tías con las que has estado. Y a muchos tíos —añadió.
—¿Sabes que soy bisexual? —inquirió—. Claro, no me sorprende. Mi hermana es una bocazas.
—Tu hermana es maravillosa —rebatió.
—Eres más joven que ella. No puedo verte más que como una hermana pequeña.
—Mentira —volvió a contradecirle—. Me devoras con los ojos.
—Mi cerebro ya ha aceptado que eres intocable —repuso, encogiéndose de hombros y sin
dejarse provocar—. Mis ojos no tardarán en aceptarlo también.
Vaya, sí que era cabezota. Tendría que esforzarse más. Le contempló a través de las pestañas y
frunció los labios con un mohín seductor mientras acariciaba el borde del vaso con el dedo índice.
Él se echó a reír.
—¿Eso qué es? ¿Tácticas de seducción?
—¿Funcionan? —preguntó, esperanzada.
—Ni de coña —repuso muy sonriente.
Erika le miró embobada. Vaya, también estaba guapo cuando sonreía así. Uno de sus colmillos
sobresalía un poco más que el otro y le otorgaba un aspecto feroz muy atrayente.
—Me encanta tu sonrisa —le confesó.
Él dejó de sonreír automáticamente y volvió a beber.
Cuanto más tiempo pasaba a su lado, más se convencía de que eran tal para cual. No solo en la
cama eran compatibles; también tenían un humor parecido, sarcástico y cargado de ironía y dobles
sentidos. Sí. Félix era ideal para ella. Él quizá no lo sabía todavía, pero estaba claro que tenían que
terminar juntos.
Le miró con mucha intensidad, tramando maldades.
—¿En qué piensas? —preguntó él con desconfianza, mientras se llevaba el vaso a los labios.
—Nada serio —repuso con un encogimiento de hombros—. En que me apetecería ir a tu piso,
darme una ducha contigo, ponerme un arnés y empotrarte contra los azulejos.
A decir verdad, no había estado pensando eso, se le acababa de ocurrir. Con satisfacción
comprobó que había conseguido descolocarle porque él se atragantó con el whisky y tosió mientras la
miraba con incredulidad.
—Estás mal de la cabeza.
—¿No te mola ser el pasivo? Pensaba que, a lo mejor, siendo bisexual, también te gustaría que te
empotrasen. A mí me encantaría probarlo, desde luego —dijo con inocencia.
Él se la quedo mirando en silencio. Un brillo peculiar había aparecido en sus ojos.
—¿Alguna vez te ha empotrado una tía? —volvió a la carga.
—No.
—Podríamos probarlo…
—Ni hablar.
—¡Qué aguafiestas eres!
Él apuró la bebida y dejó el vaso sobre la mesa con un golpecito seco.
—Me tengo que ir a trabajar.
—Te quieres librar de mí.
—¿Qué dices? Para nada, con lo placentera que está siendo esta reunión —contestó con
sarcasmo.
—¿En serio no quieres pasar más rato conmigo? ¿Esta va a ser nuestra despedida? ¿Ya no te voy
a volver a ver más?
Él la ignoró y alzó la mano, llamando a la camarera con un gesto para que trajera la cuenta.
Erika frunció la nariz, desencantada.
—Si te parezco demasiado directa, puedo moderarme —propuso—. No sé, puedo decir las cosas
de otra manera. —Fingió meditar—. Disculpe, pero sería un placer que usted tuviese la deferencia
de invitarme a pasar la noche a su piso para compartir el lecho y quizá, si surgiese en el calor de
nuestra apasionada unión, intercambiar fluidos. —Pestañeó con rapidez y pretendida inocencia—.
También puedo decir pilila en lugar de polla.
Él intentó aguantar una risa y compuso una expresión hosca, pero estaba claro que el comentario
le había hecho gracia.
—No hace falta —rechazó.
La camarera llegó con la cuenta y el datáfono y él le tendió la tarjeta de crédito.
—La próxima, pago yo —dijo ella, una vez que la chica se hubo marchado.
—No va a haber una próxima.
Por supuesto que iba a haberla.
—Como tú digas. ¿Vas al Corso? —le preguntó, cambiando de tema con rapidez.
—Sí.
—¿Me llevas?
Él frunció el ceño.
—No te creas tan irresistible, es que he quedado allí con mis amigas —mintió.
—¿Has quedado allí con tus amigas cuando se suponía que habías quedado aquí conmigo?
—preguntó con escepticismo.
—¿Tienes que irte a trabajar cuando se suponía que habías quedado aquí conmigo? —contratacó
ella en el mismo tono.
La miró con la boca ligeramente entreabierta y ella le sonrió de oreja a oreja.
—Vamos. Te llevo —claudicó.
Ella aguantó una risa triunfal y se bajó del taburete casi de un salto, muy satisfecha.
Abandonaron el lugar uno junto al otro. Ya había anochecido, pero la temperatura no había
bajado demasiado y había bastante gente por la zona, paseando.
—Tengo el coche en el garaje —le dijo, sin mirarla.
—¿Me dejas conducirlo?
Se detuvo en medio de la acera y la miró con estupefacción.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque es mi coche.
—Vale.
No insistió.
Siguieron caminando. Félix andaba deprisa, con zancadas largas. Ella se adecuó a su paso y no
tuvo problema en situarse a su lado. Se detuvieron en un paso de peatones y se pegó a él hasta que
su brazo, apenas cubierto por la tela transparente de la blusa, rozó la manga de su americana. Él la
miró con el ceño fruncido, pero no se apartó.
Erika sonrió para sus adentros.
Atravesaron la calzada y accedieron a la calle donde estaba el garaje. Se cruzaron con unos
cuantos jóvenes que, a todas luces, habían bebido demasiado. Félix la tomó del brazo en un gesto
sobreprotector que la sorprendió.
Era todo un caballero. Lástima que ella fuera más similar a un macarra pendenciero que a una
damisela en apuros.
Ya lo descubriría con el tiempo.
Junto a la entrada del garaje, en la plaza reservada para personas con movilidad reducida, había
un coche con las luces de emergencia encendidas, de cuyo capó salía un humo blanco. Una chica
muy joven estaba junto al vehículo con cara de susto.
—Ostras —murmuró Erika—. Vamos a ayudarla.
—Yo no sé nada de mecánica —protestó Félix.
—Pero yo sí.
Le alargó el bolso y echó a andar hacia el coche, un viejo Renault Megane de gasolina. Rondaría
los dieciocho años, una edad similar a la que debía de tener la conductora.
—Hola —la saludó—. ¿Te puedo ayudar?
—No sé qué le pasa —balbuceó—. El coche no es mío, es de mi hermano y a lo mejor he hecho
algo mal. Me acabo de sacar el carnet. Es que de pronto ha empezado a echar humo y se ha
encendido una lucecita en el interior y me he asustado porque creía que iba a explotar o algo… Y no
sé qué hacer. He mirado en la guantera y no encuentro los papeles del coche y mi hermano no me
coge el teléfono.
La pobre chica estaba muy nerviosa y hablaba al borde de las lágrimas.
—Los coches no explotan con tanta facilidad —le dijo con una sonrisa—. Soy Erika. ¿Cómo te
llamas?
—Laura.
—Mi amiga se llama igual. ¿Tienes algún trapo?
—¿Un trapo?
—Sí. No quiero quemarme cuando abra el capó.
La muchacha la miró con sorpresa, pero no dijo nada. Se dirigió al coche, accionó la palanca que
abría el capó y regresó con un paño.
Erika echó un rápido vistazo a Félix, que se había acercado y la estudiaba con mucho interés.
Estuvo tentada de hacerle una mueca divertida, pero se concentró en el coche. Abrió el capó con
cuidado y se hizo a un lado para que el vapor que escapaba de la parte delantera no le diera en la
cara.
—Enciende la linterna de tu móvil y alumbra aquí —le pidió a la chica.
Esta lo hizo.
Hacía tiempo que Erika no revisaba las tripas de un coche. Estaba acostumbrada a ver otro tipo
de motores. Los motores marinos eran diferentes en cuanto al diseño y al ancho del asiento de la
válvula. También diferían los materiales, la entrega de combustible, las temperaturas de operación y
las tolerancias internas. Pese a que había similitudes, los parámetros eran distintos. No funcionaban
de la misma manera. Sin embargo, un motor era un motor y antes de especializarse en mecánica
naval, había estudiado mecánica del automóvil.
No tardó mucho en encontrar cuál era el problema. Era bastante simple. No hacía falta ser
mecánico para descubrir el fallo. Se había roto uno de los manguitos que conectaban el motor con el
refrigerador y por allí escapaba el agua hirviendo, provocando la humareda blanca. No obstante, y
pese a ser una reparación sencilla, si el coche hubiera seguido circulando en esas condiciones, el
motor podía haber sufrido una avería seria.
—Se ha roto un manguito —le explicó a la chica, después de sacar la cabeza de debajo del capó
—. No es una avería gorda, pero no puedes seguir conduciendo. Lo mejor es que dejes el coche aquí
y trates de localizar una grúa que lo lleve a un taller. No llevo nada conmigo para poder hacerte un
apaño… —Chasqueó la lengua. Estaba fuera de su elemento. En Benidorm, en la moto, llevaba
herramientas y un rollo de cinta vulcanizadora.
—¿Entiendes de coches? —preguntó la muchacha con asombro.
—Soy mecánica.
En ese momento, el teléfono de la chica comenzó a sonar.
—Es mi hermano —dijo, casi sin aliento. Contestó la llamada con rapidez y, con muchos
nervios, contó lo sucedido a su interlocutor.
Erika cerró el capó y giró la cabeza para mirar a Félix, que se hallaba a un metro escaso de
distancia. La estudiaba sin apartar los ojos de su cara.
—Viene mi hermano y trae los papeles del coche —explicó la joven, sobresaltándola—. Vivimos
aquí al lado así que no tardará. Muchas gracias. Estaba muerta de miedo.
—No he podido ayudarte.
—Da igual, de verdad, muchas gracias.
Se despidieron de la chica y accedieron al garaje por la rampa.
—No recordaba que fueras mecánica —murmuró él.
—¿Te he impresionado?
—En absoluto —repuso con sequedad.
Erika se rio y no se dejó engañar por su tono. Había visto cómo la contemplaba solo unos
segundos antes.
Con admiración.
Capítulo 11
Félix
El Corso estaba lleno de gente, algo habitual un viernes a esa hora. Las mesas, los taburetes frente a
la barra y cada hueco disponible estaba ocupado por un público muy heterogéneo, desde gente
joven, de veintipocos, a grupos de personas de entre cuarenta y cincuenta años. También la planta de
arriba estaba al completo. Sonaba de fondo The Queen of Swing, la versión de Swingrowers, una
canción muy del estilo del local.
Félix se hallaba al fondo, acodado en la barra, escuchando a la encargada que le contaba cómo
había solucionado un problema que había surgido con un cliente a primera hora de la tarde.
—Y dentro de media hora se va Lola —siguió diciendo Sheila—. Me preguntó ayer si podía irse
antes y le dije que sí. Tiene que ir a recoger a su madre a la estación. Espero que podamos con todo.
Félix echó una ojeada alrededor, calibrando la situación. Tras la barra estaban Ian, Lola y Sheila.
Xavi y Lorenzo se encargaban de las mesas.
—No te preocupes que yo puedo echaros un cable —dijo.
A veces lo hacía, cuando había escasez de personal. Ni a Sean ni a él se les había olvidado de
dónde venían.
—Genial. ¿Quieres otra? —Señaló su vaso vacío.
—Gracias —asintió.
Una vez que se quedó solo, su mirada se dirigió casi involuntariamente al otro lado de la barra,
donde Erika y sus amigas se habían hecho con tres taburetes y consumían cócteles preparados por
Ian. Sí, ahora eran tres en lugar de dos. Una rubia, una pelirroja y una morena, que se llamaba Bea,
según le había dicho.
Los ojos azules de Erika se encontraron con los suyos brevemente. Ella alzó la copa en el aire y
le regaló la sonrisa más encantadora del mundo. Después, le guiñó un ojo.
Le entraron ganas de devolverle la sonrisa. No podía evitarlo. El magnetismo de esa chica era
muy poderoso. Consiguió reprimirse y apartó la vista, posándola sobre uno de los interesantísimos
cuadros que colgaban de la pared. Lo examinó concienzudamente, como si fuera la primera vez que
lo veía, cuando llevaba allí una década.
Habían llegado hacía una hora y media. Tal y como él sospechaba, las amigas de Erika no estaban
y ella no se esforzó en disimular que le había mentido. Las llamó delante de sus narices para
comunicarles dónde se encontraba. Se presentaron poco después y él se alejó de la exuberante rubia
que no paraba de hacerle insinuaciones locas y de tirarle la caña sin ningún tipo de finura.
Era difícil resistirse a una mujer así, y más todavía, cuando ya habían estado juntos y sabía lo
estupenda que podía ser una noche con ella.
Pero no iba a ceder.
Erika Alba estaba prohibida para él.
Era demasiado joven.
Y era de la familia.
Si las cosas entre ellos no acababan bien, iba a ser muy incómodo para ambos tener que verse
cuando hubiera reuniones familiares.
No obstante, no iba a negar que la chica le parecía espectacular, y no era solo por su atractivo
físico; le gustaba su carácter abierto y bromista. Era ocurrente y muy ingeniosa. Hacía tiempo que no
se sentía tan a gusto en compañía de alguien.
Cuando se enteró de su mentira, se enfadó. Pero el enfado le duró muy poco porque no era una
persona que se enojase fácilmente, y también era difícil estar cabreado con alguien como Erika, la
reina del optimismo y el buen rollo. Además de ser totalmente imprevisible.
Todavía se reía para sus adentros cuando recordaba su propuesta de ponerse un arnés y
empotrarle contra los azulejos de su ducha. ¡Dios!
Sheila llegó con el agua con gas y dejó el vaso frente a él.
Volvió a mirar hacia el otro extremo de la barra de reojo. Erika se peinaba con los dedos
echándose la melena hacia atrás. Contempló casi hipnotizado sus manos. Se las había lavado cuando
llegaron al Corso para quitarse las manchas de grasa.
La imagen de ella, inclinada sobre el motor del coche con gesto profesional, acudía a su cabeza
una y otra vez. Sabía que era mecánica de embarcaciones, porque su hermana se lo había dicho en
alguna ocasión, pero lo había olvidado, y cuando la vio en su elemento, se sintió fascinado.
Era una chica sorprendente.
En ese preciso momento, ella se giró y le pilló observándola. Le lanzó un sensual beso y una
mirada seductora.
Las comisuras de sus labios se elevaron hacia arriba, divertido a su pesar.
Notó que su móvil vibraba en el bolsillo del pantalón. Lo sacó y echó una ojeada a la pantalla.
Juls.
Se apartó de la barra y subió las escaleras con rapidez, buscando la tranquilidad de la oficina.
Accedió al interior y cerró la puerta.
—Hola, peque —saludó.
—Hola. ¿Has visto a Erika? ¿Habéis quedado? ¿Estás con ella?
—¡Qué cotilla eres!
—¿Estás con ella o no? —insistió.
—Más o menos.
—¿Qué significa eso? ¿Te ha caído bien? ¿Os estáis divirtiendo? Es una tía genial, muy maja
—dijo con entusiasmo.
—Sí, majísima —repuso con sorna.
—No me asustes. ¿Qué ha pasado? ¿Le ha pasado algo a ella?
—Deberías preocuparte más por mí que por ella. Si alguno está en inferioridad de condiciones,
soy yo.
—Ahora sí que no entiendo nada. Ya estás contándomelo todo.
Félix se sentó en la silla que había tras el escritorio y la hizo girar a un lado y al otro.
—Nos hemos acostado.
Hubo un silencio muy largo. Él tamborileó con los dedos de la mano derecha sobre la pulida
superficie de la mesa mientras esperaba a que ella reaccionara.
—Estás de coña —dijo su hermana al fin con incredulidad.
—No.
—¿Me estás diciendo que has conocido a Erika hoy a las siete de la tarde y que ya os habéis
acostado?
—No, exactamente.
En realidad, lo que había sucedido el viernes anterior entre ellos no distaba demasiado de eso que
decía su hermana. Apenas se conocían cuando acabaron en la cama.
—¡Haz el favor de explicármelo antes de que me dé un infarto! —ladró Juls.
Con un tono de voz sosegado y no exento de ironía, se lo contó sin dejarse información por el
camino. No profundizó demasiado en lo ocurrido en su piso, pero le explicó lo suficiente para que
ella sacara sus propias conclusiones.
Ella le escuchó en silencio, sin interrumpirle —una actitud muy rara en su hermana que siempre
tenía algo que decir—, hasta que terminó el relato.
De pronto, una ensordecedora carcajada llegó desde el otro lado de la línea y él se vio obligado a
retirarse el aparato de la oreja. Tenía que haber sabido que se lo iba a tomar así. Quizá su grado de
locura no fuera tan alto como el de Erika, pero muy cuerda no estaba.
—¡No puedo creerlo! —balbuceó entre risas—. ¡Erika es brutal! La adoro.
—Te acabo de decir que tu cuñada ha mancillado mi honor y ¿te burlas?
—¿Mancillado tu honor? Pfff… —se rio ella de nuevo.
Él se mordió una sonrisa.
Sí, lo admitía.
La cosa tenía gracia.
—Ay, por favor… ¡Qué pasada! —Ella seguía riéndose como una tonta, hipando incluso.
—Lo que es una pasada es que no para de hacerme insinuaciones sexuales.
Una nueva salva de carcajadas estuvo a punto de ensordecerle.
—Ya le he dicho que no puede haber nada entre nosotros —continuó.
—¿Por qué no? —inquirió ella con perplejidad—. Parece que te mola. Hacía tiempo que no te
escuchaba tan animado. Es un bellezón y encaja muy bien contigo.
Eso no iba a discutírselo.
—Es demasiado joven. Y es familia.
—¡Qué chorrada! —exclamó—. ¿Dónde estás?
—En mi despacho, en el Corso.
—¿Estás con ella?
—Está abajo, con sus amigas.
—Pásamela.
Frunció el ceño. Su hermana estaba tramando algo.
—Mejor no.
—Pues la llamo a su móvil.
Meneó la cabeza con impotencia.
—Vale, peque. Voy a bajar a darle el teléfono. Pero recuerda que soy tu hermano preferido. ¿Te
parece normal que prefieras hablar con ella antes que conmigo?
—Tú no tienes vagina.
Contuvo una risa.
—Jorge tampoco.
Mientras hablaba, abandonó la oficina. La música llegó con fuerza hasta sus oídos y no pudo
escuchar lo que le respondió Juls.
—No te oigo. Espera.
Bajó las escaleras y se abrió paso a través de la gente. No cabía ni un alfiler y le costó llegar hasta
el final de la barra.
Erika le sonrió entusiasmada. Le brillaban mucho los ojos y tenía las mejillas sonrojadas. Era
evidente que estaba achispada. Sus amigas también parecían haber bebido un poquito más de la
cuenta.
—¡Mi chico! —gritó ella. Y le echó los brazos al cuello, apoyando la barbilla en su hombro.
No trató de liberarse. Era muy agradable sentirla pegada a su pecho. El cabello le olía a naranja
con chocolate.
—Mi hermana quiere hablar contigo —le dijo al oído y alzó el móvil en el aire, mostrándoselo—.
Sal fuera porque aquí hay mucho ruido.
—¿Lo sabe? —le preguntó con seriedad, apartándose.
—Sí.
—¿Y qué ha dicho?
—Se ha partido de risa —respondió con sarcasmo.
Una sonrisa deslumbrante sustituyó el rictus grave. Le cogió el móvil y saltó del taburete con
agilidad, luego se alejó camino de la puerta, bailoteando.
Félix vio la larga melena rubia desaparecer entre la gente.
Le hubiese gustado ser un espía del KGB y poder escuchar la conversación que iban a mantener
esas dos.
Erika
Había unos chicos en la puerta, fumando, así que se alejó unos pasos para tener privacidad. Uno
de ellos le hizo un comentario baboso que ella ignoró.
—¿Juls?
—Eres la puta ama —dijo su cuñada en cuanto se pegó el móvil a la oreja—. ¡Mi ídolo! Cuando
sea mayor quiero ser como tú.
A Erika se le escapó una risa. Se retiró el pelo de la cara y echó a andar calle arriba, apartándose
de la gente. Andaba con paso firme. Pese a que ya se había bebido un par de cócteles, el alcohol
todavía no había hecho mucha mella en su cerebro.
—¿Por qué no me lo habías dicho? —continuó Juls—. Casi me da un ictus cuando me lo ha
dicho Félix. Tenías que haberme llamado y habérmelo contado todo. Necesito detalles picantes. Él
es demasiado parco.
Escuchando la voz alegre de Juls, no sabía por qué se había sentido tan mal. Tenía que haber
imaginado que se lo tomaría así.
—¿Qué quieres saber?
—A ver, ya me ha dicho cómo fue más o menos, pero yo quiero el salseo.
—¿Salseo? Me corrí seis veces.
Hubo un silencio al otro lado de la línea hasta que Juls pegó un grito.
—¿En serio? Joder con mi hermano. Esto tengo que decírselo a Jorge para picarle.
—Díselo. Ya sabes lo competitivo que es —se rio.
Juls también se rio.
—Es un hueso duro de roer tu hermano —se quejó—. Ya me ha dejado claro que no se repetirá.
—Me lo ha dicho. Tonterías de que eres muy joven y que eres familia. ¿Te vas a rendir?
—Ni muerta.
—Esa es mi chica.
—La pena es que me voy el domingo… —Se apoyó en la pared de uno de los edificios y bajó la
mirada a la acera.
—Félix va a venir a la costa, me lo ha prometido.
—¿Sí? —inquirió sorprendida, al tiempo que se erguía.
—En un par de meses. Tiene que venir por lo del local de Valencia, así que me ha dicho que
pasará unos días aquí.
Erika entrecerró los ojos y comenzó a maquinar con rapidez. ¿En un par de meses? Genial.
Hubiera preferido reencontrarse con él antes, pero no iba a quejarse.
—¿Te… gusta? —La pregunta de Juls llegó poco después en voz baja.
—Claro que me gusta.
—No me refiero a físicamente.
Erika meditó antes de darle una respuesta.
—Bueno, tampoco nos conocemos mucho. Pero creo que somos tal para cual. ¿Sabes esas veces
cuando conoces a alguien que tienes claro que va a ser importante en tu vida? ¿Esas personas con las
que congenias rápidamente?
—Me pasó con tu hermano.
—Pues parece que a mí me ha pasado con el tuyo —admitió.
—Félix necesita disfrutar de la vida. Se pasa el día entero trabajando. Es como si se sintiera
culpable por todos los problemas que causó cuando era joven y quisiera enmendarse siendo
excesivamente responsable.
—¿Tan problemático era?
—Hizo llorar a mi madre unas cuantas veces, algo increíble. Ya te he contado que es dura como
una roca. —Hizo una pausa—. Necesita reírse más y dejar que alguien entre en su vida de una vez.
Está demasiado solo, aunque no quiera aceptarlo.
—Conmigo se ríe bastante.
—¿De verdad?
—Intenta disimularlo, pero ya le he pillado en alguna ocasión. Le hago gracia.
—Ostras, eso es muy positivo.
—Preferiría no hacerle tanta gracia y que no fuera tan cabezota y quisiera repetir lo del viernes
pasado —masculló.
Juls se rio.
—Ten paciencia.
—Ya sabes que esa no es una virtud que tenga. Pero lo haré por él. No puedo dejar escapar a un
hombre que es perfecto en la cama —concluyó con dramatismo.
—¿Te imaginas que empezáis a salir? —exclamó Juls con ilusión—. Tía, qué fuerte. Yo con tu
hermano y tú con el mío. —Soltó una risa.
Erika también estuvo a punto de reírse, contagiada por su entusiasmo, pero se ordenó a sí misma
poner los pies en el suelo y ser práctica. No había pensado en nada serio. Su meta era llevárselo a la
cama de nuevo y todavía le quedaba un largo camino por recorrer antes de poder cantar victoria.
—¿Estás con Laura?
—Y con Bea.
—Creía que no estaba en Madrid.
—Y no estaba, pero se ha venido en tren a pasar el fin de semana con nosotras. Está depre
porque la ha rechazado un norteamericano que se parecía a Jorge.
—Ay, pobre —dijo con ironía y sin un ápice de lástima.
—Bueno, ya está menos depre porque nos estamos emborrachando.
—Qué envidia me dais.
—Al próximo viaje te vienes.
—Hecho. ¿Qué vais a hacer ahora?
Erika elevó los ojos al cielo oscuro carente de estrellas. Era difícil ver alguna con la alta tasa de
contaminación de Madrid.
—Creo que nos vamos a ir a otro sitio. Voy a despedirme de tu hermano y a dejarle con la miel
en los labios. No quiero ser pesada y que se agobie. Prefiero que me eche de menos.
—Chica lista y manipuladora. Me gusta —dijo, risueña—. Prométeme que me lo vas a ir
contando todo.
—Lo prometo.
—Pasadlo bien.
Se despidieron y Erika miró la pantalla del móvil. No tenía foto alguna, solo uno de los fondos
que ofrecía la marca.
—Qué aburrido es este hombre.
Traviesa, accedió a la cámara y se hizo un selfi sacando la lengua y trocando los ojos. Luego lo
seleccionó como fondo de pantalla. Se le escapó una risita mientras regresaba.
La alegre música le estalló en los oídos en cuanto abrió la puerta. Con ella se mezcló la algarabía
de muchas personas hablando al mismo tiempo.
Contenta, se percató de que Félix no se había ido y estaba junto a Laura y Bea. Probablemente,
esperando que le devolviera el móvil. Sus miradas se encontraron por encima de las cabezas. Erika le
sonrió. Félix se limitó a mirarla con intensidad. Sus ojos eran enigmáticos y tan profundos que uno
se podía hundir en ellos con facilidad.
—Chicas —les dijo a sus amigas cuando llegó hasta ellos—, creo que deberíamos irnos a otro
sitio.
Tanto Bea como Laura la miraron con extrañeza, pero no dijeron nada y se limitaron a asentir.
Los vasos de ambas estaban casi vacíos.
—Toma. —Le devolvió el teléfono—. Y gracias —añadió, cogiendo su vaso y apurando el
contenido.
—¿Todo bien? —preguntó él. La contemplaba sorprendido, como si no comprendiese sus prisas
por marcharse.
—Todo perfecto.
Laura y Bea abandonaron sus taburetes y se acercaron a él para despedirse con los dos besos de
rigor.
—Ahora voy yo —les dijo Erika.
Las vio alejarse camino de la puerta, entre el gentío. Luego se volvió para mirarle. Durante un
breve espacio de tiempo ninguno dijo nada.
—¿Te despides de mí?
—¿Ya no te voy a ver más? —preguntó él con desconfianza.
Ella se llevó una mano al corazón y alzó la otra en el aire, como si estuviera haciendo una
promesa.
—Palabrita del Niño Jesús que no. Si algún día vienes a la costa, nos vemos.
Él frunció el ceño, incrédulo.
—¿Te despides de mí con un beso? —repitió ella.
—Claro. —Se acercó para darle un beso en la mejilla.
—¿Un beso con lengua podría ser?
Él se detuvo justo cuando estaba a punto de rozar su piel.
—Mejor no —murmuró.
—¿Y en la boca, pero sin lengua? —propuso con inocencia.
Él sonrió y negó.
—Eres persistente.
Ella se rio y antes de que pudiese reaccionar, se colgó de su cuello y le estampó un beso en la
mejilla.
—Ha sido un verdadero placer conocerte, Félix —le dijo al oído—. Espero que nuestros
caminos vuelvan a coincidir. Ah, te he dejado un regalito en el móvil.
Después de decir eso, no esperó una reacción. Le soltó y se alejó, abriéndose paso entre la gente.
El aroma de su loción para después del afeitado se le había quedado impregnado en la nariz. Cuando
alcanzó la puerta, giró la cabeza y le buscó con los ojos. Él seguía en el mismo sitio. Estaba mirando
la pantalla del móvil y una sonrisa ladeada se dibujaba en su boca. Había descubierto la foto.
Levantó la vista y, al verla, meneó la cabeza con diversión.
«No pienses que te has librado de mí. Esto solo es un alto el fuego, pero volveré a atacar».
Le lanzó un beso en el aire. Y él se rio, al tiempo que ponía los ojos en blanco.
Erika se dio media vuelta y abandonó el local.
Capítulo 12
Félix
Apoyó los codos sobre las rodillas mientras se concentraba en el portátil y en la cara del hombre que
se mostraba allí y le hablaba de cuál había sido su trayectoria profesional hasta el momento. Era el
cuarto candidato que entrevistaba esa mañana y le estaba gustando bastante. Era directo, maduro y
simpático. Los otros tres no le habían convencido.
Su móvil comenzó a sonar. Se lo sacó del bolsillo y vio que se trataba de su socio. Quizá fuera
importante. Le hizo un gesto a su interlocutor.
—Discúlpame.
Se levantó y se alejó hacia la ventana.
—Dime, Sean.
—Te he mandado fotos a tu mail. Cuando las veas, me dices.
—¿Ya han acabado los aseos?
—Sí. Y ahora están con las vitrinas de detrás de la barra. Está quedando muy bien.
—En cuanto termine la entrevista le echo un ojo a las fotos y te llamo.
—¿Qué tal vas con eso?
Se alejó hacia el dormitorio para que su voz no llegara hasta el salón.
—Los tres primeros no me han gustado mucho. Este con el que estoy ahora sí me gusta. Tiene
experiencia de sobra y parece responsable. Pienso que sería un buen encargado.
—¿Es Sergio Olmos?
—Sí.
—A mí también me gustó su currículum. Si te decides por él, tendríamos ya todo el personal.
Félix llevaba unos días entrevistando candidatos y ya había seleccionado a dos chicas, un chico y
a un bartender. Solo necesitaban un encargado y la plantilla estaría completa, por el momento.
—Sí. Tengo ganas de acabar ya. —Se frotó la nuca con vigor y exhaló un suspiro cansado—. Te
llamo en un rato y hablamos.
Se despidieron.
Cortó la llamada y no pudo evitar mirar la imagen de Erika que le sonreía desde el fondo de
pantalla. Las comisuras de sus labios se elevaron ligeramente.
Hacía más de un mes desde su aventura y todavía no se había animado a quitar la foto. En
realidad, cada vez que desbloqueaba el teléfono y la veía allí, irreverente y ridícula, tenía que sonreír,
quisiera o no. Su cara graciosa le daba buen rollo.
No había vuelto a saber nada de ella, aunque su hermana sí le hacía algún que otro comentario de
vez en cuando. Siempre que hablaba de ella lo hacía con afecto y admiración, enumerando sus
virtudes, como si quisiera vendérsela, de algún modo. Le había contado también que Erika era muy
popular con los miembros del sexo opuesto y que era probable que ya se hubiese enrollado con
algún otro chico. A eso, él había contestado que se alegraba mucho por ella y que esperaba que
tuviera hijos preciosos.
Joder con Juls, intentando hacer de casamentera…
Agitó la cabeza para borrar a la rubia de su pensamiento y regresó al salón. Tomó asiento frente
al portátil y se disculpó de nuevo con su futuro empleado. Continuó haciéndole preguntas.
Tras diez minutos, bastante contento con el transcurso de la conversación, le dijo a Sergio que le
daría una respuesta en unos días. Ya lo había decidido y mucho tenían que torcerse las cosas para
que cambiara de opinión.
Cerró la tapa del portátil y se levantó del sofá. Se quitó la corbata y la dejó sobre el respaldo.
Luego, se desabrochó dos botones de la camisa y se subió las mangas hasta los codos, buscando
comodidad. Se dirigió a la cocina y se preparó un café. Mientras esperaba a que estuviera listo, sacó
una botella de agua de la nevera y bebió de ella con avidez. Takeshi, que hasta el momento había
estado desaparecido, se plantó junto a él y se tumbó en uno de sus pies descalzos, ronroneando.
—Hola, granuja. ¿Dónde estabas?
El animal restregó la cabeza contra su tobillo.
Se agachó para cogerlo en brazos y, con el gato en una mano y la taza de café en la otra, volvió y
se acomodó en el sofá.
Se había pasado todo el fin de semana trabajando en el Corso de Ibiza, ya que Damián estaba de
vacaciones, y esa mañana de lunes, en lugar de descansar, había tenido que levantarse pronto para
hacer las entrevistas. Apenas había dormido tres horas.
Estaba agotado.
No obstante, abrió de nuevo el portátil y accedió al mail para ver las fotos que le había mandado
su socio.
Eran veinte.
Las examinó con atención, fijándose en cada pequeño detalle. Habían tenido suerte con el
estudio de interiorismo y con la gente que empleaban; los acabados eran realmente buenos.
Llamó a Sean.
—Me gusta cómo han quedado los aseos —dijo, cuando este respondió—. ¿En el hueco que hay
en el de hombres, junto a los lavamanos, qué va? No lo recuerdo.
—Un adorno floral. Similar al que hay en el de Ibiza.
—¿En el de mujeres también? No veo hueco.
—Porque soy un fotógrafo pésimo, pero hay un espacio al lado de la puerta.
—Perfecto.
Siguió pasando las fotos, en silencio. Sean tampoco decía nada. Podía escuchar cómo tecleaba en
su portátil al otro lado de la línea.
—Me parece muy bien —dijo al fin—. ¿Cuándo va el técnico del Ayuntamiento?
—En dos semanas.
Habían presentado toda la documentación y solicitado la licencia de apertura en cuanto firmaron
el contrato con el anterior propietario. Si todo salía bien, podrían abrir en julio, tal y como habían
planeado.
—Genial. ¿Necesitamos discutir algo más hoy? Estoy rendido.
—Si surge algo, te llamo. Descansa.
Se despidió de Sean y dejó el móvil sobre la mesa. Luego se tumbó en el sofá y cerró los ojos.
Takeshi se enroscó debajo de su barbilla y le hizo cosquillas con su pelaje en el cuello. La vibración
de su ronroneo le traspasó la piel.
Un pitido le alertó de la entrada de un mensaje, pero lo ignoró. Estaba muy a gusto y no quería
moverse. No obstante, el sentido del deber le obligó a alargar el brazo y coger el aparato.
Abrió la aplicación de mensajes y el nombre que apareció le hizo fruncir los labios y arquear
ambas cejas, muy sorprendido.
¿Erika?
Se incorporó con rapidez y Takeshi le miró con enfado por haberle molestado. De un salto se
bajó de su regazo y se aovilló en el otro extremo del sofá.
¿Erika le había escrito?
¿Después de tanto tiempo?
¿Qué querría decirle?
«Si lo lees, a lo mejor te enteras, ¿no?», se dijo con sarcasmo.
El mensaje era una foto de un objeto totalmente inesperado. Era una bujía que ella sostenía entre
el pulgar y el índice. El texto que la acompañaba rezaba así: La he visto y me ha recordado a ti.
¿En serio?
Repentinamente, una carcajada honda le brotó del pecho.
¡Erika era incorregible!
Tecleó con rapidez.
Félix: ¿Por el tamaño o por la consistencia?
Ella no tardó mucho en leer el mensaje y, pronto, en la parte superior de la pantalla apareció la
palabra escribiendo…
Félix se descubrió a sí mismo mirando el móvil con impaciencia, esperando la respuesta que, con
toda seguridad, sería ingeniosa.
Erika: Por la consistencia, sin duda. Si la tuvieras de este tamaño, después del primer asalto me habría largado y
no habría insistido en conquistarte.
Félix: Yo soy inconquistable.
Erika: Eso es lo que piensas, pero dame tiempo.
Félix: Es lo que estás tratando de hacer ahora? Conquistarme? Pues sí que has tardado.
Erika: Me has echado de menos? Espera, no respondas. Es obvio.
Félix soltó una risa y meneó la cabeza con diversión. No tuvo tiempo de encontrar una respuesta
adecuada porque recibió un nuevo texto.
Erika: Qué estás haciendo ahora? Aparte de pensar en mí, claro.
Félix: Pues, aparte de pensar en ti, estoy en casa, con mi gato. Descansando. Anoche trabajé hasta tarde.
Erika: Envíame una foto.
No dudó. Enfocó con la cámara del móvil a Takeshi y le hizo una foto. Se la envió.
Erika: Me encanta tu gato. Es una monada. Pero quería una foto tuya.
Félix: Para qué?
Erika: Qué pregunta más tonta. Para masturbarme mirándola.
Félix leyó la respuesta con los ojos entornados y una sonrisa un poco canalla. Si Erika pretendía
descolocarle, no lo iba a conseguir. Era descarada, pero él podía serlo también. Y mucho.
Félix: Te mando una si tú me envías una también.
Erika: Ya te dejé una de recuerdo en el móvil.
Félix: Esa la borré.
Ella tardó en contestar.
Erika: Tú primero.
Se rio. ¿Qué se pensaba? ¿Que iba a retractarse?
Se desabrochó la camisa hasta la mitad del pecho y se tumbó en el sofá. Echó la cabeza hacia un
lado y se mordió el labio inferior mientras miraba a la cámara con los ojos entrecerrados. Posicionó
el móvil e hizo dos fotos. Luego las estudió. No habían quedado nada mal. Parecía un tipo
satisfecho, recién salido de la cama después de echar un buen polvo. Se rio con ganas antes de
enviarle una de ellas.
Félix: A ver si puedes mejorar esto.
Pasaron unos cuantos segundos. Un minuto. Dos. Tres. Félix terminó por dejar el móvil sobre la
mesa y mirar a Takeshi.
—Creo que la hemos sorprendido tanto que se ha ido —dijo en voz alta, hablando con el gato.
Se equivocaba.
Un pitido le alertó de la llegada de un nuevo mensaje.
Era una foto sin texto.
En ella aparecía Erika, de caderas para arriba. Llevaba un pantalón de trabajo azul marino sin
abrochar, por cuya bragueta asomaba el borde de unas bragas azules de algodón. Su vientre y su
estómago, besados por el sol, quedaban al descubierto. Se había atado la camiseta bajo los pechos,
pero había dejado que la parte inferior del derecho asomara por debajo del tejido, evidenciando que
no llevaba sujetador. El pelo le caía suelto y alborotado sobre un hombro. Había enroscado un
mechón de la larga melena en su dedo índice. Tenía una mancha de grasa en el mentón y la lengua
sobresalía ligeramente de sus labios. Miraba a la cámara con una expresión provocadora y llena de
sensualidad.
Se excitó de inmediato.
Se irguió en el sofá mientras soltaba una maldición.
—Joder, Erika…
En esa foto le recordaba a una de esas modelos espectaculares que posaban para el calendario
Pirelli.
Erika: Te dejo que te masturbes con la foto. Yo voy a hacerlo con la tuya. Me tengo que ir que mi pausa del
bocata se acaba. Hablamos.
Y se desconectó.
Se quedo mirando el móvil con el ceño fruncido.
«Genial», se dijo con ironía. «Ahora que estoy caliente, se larga».
Se dejó caer contra el respaldo y su mano se dirigió a su entrepierna. Sí. Tenía un problema.
Volvió a mirar la foto y la sangre le corrió rauda por las venas.
—Creo que voy a darme una ducha.
Erika
Estaba con Laura en una de las terrazas de primera línea de playa. No hacía mucho que habían salido
de trabajar ambas y habían decidido tomar algo y disfrutar de la puesta de sol junto al mar. Bea
estaba en Alicante, de compras con su madre, así que Erika aprovechó para llamar a Juls y que se
uniera a ellas. Esta le había enviado un mensaje, diciendo que llegaría en breve.
—Te juro que no hay nada mejor en la vida que una cerveza fresquita—dijo la pelirroja,
llevándose la botella a la boca.
Erika se apartó la melena de la nuca para que le diera el aire. Algo inútil. Benidorm en julio era un
infierno de calor y humedad. Se sacó una goma del bolsillo de los vaqueros cortos y se hizo una
coleta con ella.
—¿Y esa goma? ¿No eres un poco mayor para llevar gomas rosas con mariquitas?
Erika se rio.
—Es de mi sobrina Mía. Estuve en casa de Lukas ayer y se la robé.
—¿Qué tal está la peque?
—Es un terremoto. No para quieta. Todavía no tiene ni año y medio y habla como una cotorra,
aunque no la entiende nadie. Solo Alexia.
Sonrió con afecto al recordar a la hija de Lukas y a su niñera/novia, Alexia. Eran tan tiernos los
tres…
—¡Hola, chicas!
Giró la cabeza y vio acercarse a Juls, sorteando las otras mesas. No se parecía en absoluto a Félix.
Era rubia y menudita. Quizá sus ojos, castaños y profundos, eran la única característica que tenían en
común. Tenía las facciones delicadas y el pelo rubio que llevaba muy cortito.
—Necesito una cerveza bien fría —dijo casi sin aliento, tomando asiento frente a ellas—. Vengo
andando desde la emisora.
—He escuchado un rato el programa —dijo Laura—. Habéis puesto buena música hoy.
Juls resopló al tiempo que le hacía un gesto al camarero, señalando los tercios de sus amigas.
—No es mérito mío. La música la elige Pablo, el director. En agosto se va de vacaciones y me
quedo al frente. Entonces sí que voy a seleccionar yo tanto los temas de la tertulia como las
canciones. Ya me diréis que os parece.
—El color del pelo te queda genial al sol —le dijo Laura.
—¿Necesitas que te diga que eres una peluquera maravillosa? ¿Otra vez?
—Sí.
Las tres se rieron.
Laura trabajaba en un salón de belleza y era la artífice de los reflejos dorados del pelo de Juls.
También era la responsable de que el cabello de Erika no se asemejara a un nido de pájaros.
El camarero llegó con el tercio de Juls y esta lo cogió ansiosa y dio un largo trago.
Bebieron en silencio mientras la anaranjada luz solar bañaba la playa y los murmullos de las otras
mesas llegaban hasta ellas. Sonaba de fondo Payphone de Maroon 5. El ambiente era de lo más grato.
Erika miró a Juls de reojo. Todavía no le había contado lo del intercambio de mensajes con su
hermano, pese a que hacía ya una semana desde que ocurrió. Era la primera vez que se veían en
cierto tiempo y no quiso decírselo por teléfono. Laura tampoco lo sabía, así que era un buen
momento para soltarlo, ¿no? Se sacó el móvil del bolsillo, dispuesta a mostrarles la foto que le había
enviado Félix.
Dios, esa foto…
¿Se podía ser más sexi?
Tal y como le había dicho, se había masturbado con ella. La había pasado al ordenador para
poder ampliarla y se había recreado en las facciones marcadas, la mandíbula angulosa, la barba corta
que cubría sus mejillas y el arco de su labio superior. La intensidad de su mirada la había hecho
suspirar, y el vello que emergía de la camisa blanca y que ella sabía que era muy suave, porque lo
había tenido entre los dedos, había conseguido robarle el aliento.
—Chicas, tengo que contaros… —comenzó, haciendo un gesto para llamar su atención.
No pudo seguir hablando porque una vibración proveniente del móvil la distrajo. Miró la pantalla
sin mucho interés, pero cuando vio quién le enviaba el mensaje, se puso de pie con rapidez.
—¿Qué pasa? —preguntó Juls alarmada.
—Nada. Es solo que me ha llegado un mensaje.
—¿De quién? ¿Del Papa? Porque menuda cara de susto —intervino Laura.
—Eh, no… Eh, ahora vengo.
Sin hacer caso a las protestas, se alejó unos metros, hasta alcanzar el borde del paseo marítimo.
Notaba el corazón en la garganta y el estómago encogido. Quizá era una tonta por sentirse así, pero
era la primera vez que él tomaba la iniciativa. Aquello solo podía tratarse de una buena señal.
No había querido volver a contactar para no ponérselo demasiado fácil. Le había costado
aguantar, pero estaba decidida a esperar. Y la espera daba sus frutos, aparentemente.
Abrió la aplicación.
Había una foto de una piruleta. Una similar a la que ella le había dejado.
Félix: Eres la responsable de que haya tenido un antojo de piruleta.
Al leer el texto se le escapó una breve risa.
Erika: Es evidente que piensas en mí.
Félix: Cuando tenga que ir al dentista por las caries me acordaré mucho de ti, eso seguro.
Erika: Tampoco hace falta que te la comas entera. Dale una chupadita y ya.
Félix: ¿Solo una chupadita? Una vez que empiezo no me conformo con eso. Necesito comérmela entera.
Soltó una carcajada y sus dedos se cargaron de travesura al teclear el siguiente texto.
Erika: Te comprendo. A mí también me encanta comérmelas enteras.
—¿Estás wasapeando con mi hermano?
La voz tan cerca del oído la sorprendió tanto que el móvil resbaló de sus manos y cayó al suelo.
Se apresuró a cogerlo y se giró para encararse con Juls que la miraba con el ceño fruncido. No la
había oído llegar. Había mucha gente por el paseo y ella estaba demasiado absorta.
—Eh…
—No lo niegues. He cotilleado por encima de tu hombro. Es su perfil.
—No iba a negarlo —protestó con una mueca.
—¿Desde cuándo estáis tonteando? No me lo habías dicho. Y él tampoco, qué capullo. Y eso
que hablamos anoche.
—Os lo iba a contar ahora.
Un nuevo mensaje entró y ella bajó la vista para leerlo.
Era una foto del palo desnudo de la piruleta. Debajo rezaba: Somos iguales, aparentemente.
Volvió a reírse. Le encantaba ese flirteo con Félix.
—Vale ya de risitas. Y suéltalo todo —la regañó Juls.
Erika elevó la mirada y la clavó en el rostro de su cuñada. Sí, los ojos eran similares a los de su
hermano. Muy similares.
—Venga, que os lo cuento todo con pelos y señales. Y os enseño su foto sexi.
—¿Foto sexi? ¿Mi hermano? —Había estupefacción en su tono.
—Sí. Muy sexi. Vais a flipar.
Caminaron juntas hasta la mesa donde las esperaba Laura con una expresión impaciente en la
cara.
Capítulo 13
Félix
Era la primera vez en muchos años que iba a disfrutar de veinte días seguidos de vacaciones, aunque
tampoco podía llamarlas así, porque tenía que supervisar los últimos arreglos del local de Valencia y
estar allí para la inauguración, pero era una novedad para él alejarse de Madrid tres semanas seguidas.
En un primer momento, pensó en reservar una habitación de hotel en Valencia, pero su hermana
se negó en redondo, aduciendo que, si se quedaba tan lejos de Benidorm, no iban a tener tiempo
para estar juntos. No obstante, no había aceptado el ofrecimiento de alojarse con ella y con Jorge en
su piso porque era demasiado pequeño y no quería dormir en un sofá cama. También había
rechazado con mucha educación hospedarse en el chalet de la familia Alba porque no quería ser una
molestia.
Finalmente, había recurrido a su amiga Ana, que vivía en Benidorm desde hacía más de una
década y siempre le estaba insistiendo en que fuera a visitarla. Se habían conocido en el primer año
de instituto y habían pertenecido al mismo grupo de chavales rebeldes, enfadados con el mundo que
protestaban por todo y hacían gamberradas. Al igual que él mismo, con el tiempo, ella había sentado
la cabeza, había estudiado fotografía, se había casado y se había mudado a la costa con su marido. El
matrimonio no había durado mucho y ahora era una mujer divorciada, madre de un niño de ocho
años, que había montado su propio estudio de fotografía con el que se ganaba bien la vida. Tenía un
piso grande cerca de la playa y, como le había dicho por teléfono con guasa, un dormitorio de sobra
que llevaba su nombre.
Llegó a Benidorm a la una del mediodía de un lunes. Había hecho el trayecto desde Madrid en
menos de cuatro horas, deteniéndose en una gasolinera solo para visitar el aseo.
Lucía un sol espléndido y, en cuanto abandonó la autovía y se internó en el vial que bajaba a la
playa, abrió la ventanilla. El calor sofocante le cortó la respiración. En solo unos segundos, la brisa
húmeda le resbaló por la desnuda piel del brazo. Cerró la ventanilla con rapidez, agradeciendo la
fresca temperatura que reinaba dentro del coche. Estaba acostumbrado al calor seco de la capital.
¿Cómo iba a aguantar veinte días con esa humedad tan pegajosa?
El navegador le indicó que estaba a dos calles de donde vivía Ana. La había llamado hacía solo
unos minutos para comunicarle que estaba llegando y ella le había dicho que esperaría abajo para
abrirle la puerta del garaje. Había hablado con un vecino que vivía fuera y solo acudía en agosto para
que le cediera su plaza de aparcamiento durante esas semanas.
Se internó en una calle bordeada por altos edificios que proporcionaban sombra por doquier y
ocultaban el sol abrasador. No divisó más que a tres chicas jóvenes que paseaban a un perro. Era
una zona tranquila.
Una figura femenina con un largo vestido veraniego de flores se materializó a unos cien metros
delante de su vehículo. Agitaba los brazos con entusiasmo.
La reconoció de inmediato porque no había cambiado apenas. Alta y muy delgada, con el cabello
castaño en el que destacaban unas mechas rubias recogido en una coleta. Su rostro alargado estaba
dorado por el sol y su sonrisa enorme parecía demasiado grande para sus facciones afiladas. Su
mirada oscura era la de siempre, dicharachera y cálida a un tiempo. Sentía mucho afecto por ella.
Hacía tiempo que no se veían. La última vez fue en Madrid hacía muchos años, antes de que ella se
mudara a Benidorm definitivamente. No obstante, habían mantenido el contacto telefónico y
cuando nació su hijo Dani, él le había enviado un regalo.
Detuvo el coche en doble fila, activó las luces de emergencia y se apeó para poder saludarla en
condiciones. Un instante después, ella se arrojaba a sus brazos.
—¡Fix! —le llamó por el apodo que solían usar cuando eran adolescentes—. No me creo que
estés aquí. ¡Qué ilusión me hace verte! Llevas el pelo más corto. ¡Por Dios, estás guapísimo! La barba
te queda bien —añadió, pasándole una mano por el mentón.
—Tú sí que estás guapa —repuso él, estrechándola con fuerza. Luego elevó la cara y la miró con
cariño—. Parece que ese nuevo novio tuyo te trata bien.
—Diego es un amor. Ya le conocerás. ¡Ay, es que estoy hasta nerviosa! Tantos años sin vernos…
—Se separó de él y señaló un portón gris—. Mira, esa es la entrada del garaje. Te abro. La plaza está
nada más entrar a la derecha. Es la ciento dos.
La gran puerta metálica comenzó a abrirse y Félix regresó al coche. Lo arrancó y se internó en el
garaje hasta dar con la plaza que ella le había indicado.
En cuanto se bajó del vehículo y cogió su maleta del maletero y la funda de los trajes, ella le tomó
del brazo y le condujo hasta los ascensores.
—Hoy tengo el día libre y Dani no vuelve hasta esta tarde. Le toca a su padre recogerle del cole y
hacer los deberes con él. ¿Has quedado con tu hermana?
—No le he dicho a qué hora llegaba. Había pensado pasar por la emisora a recogerla y darle una
sorpresa.
—Entonces tenemos unas horitas para estar juntos y ponernos al día.
Félix la miró de soslayo. No había mentido antes cuando le dijo lo guapa que estaba. Tenía un
brillo especial en la mirada. Resplandecía. Era obvio que la vida le sonreía y que era feliz.
—Tengo mil cosas que contarte —continuó ella mientras el ascensor subía hasta la novena
planta—. Y tú también, señor empresario. ¿Quién iba a pensar que Fix, el chico más malote del
grupo se iba a convertir en un tipo respetable? —dijo con una risita.
—Tan respetable no soy —dijo con un guiño canalla—. Además, mira quién fue a hablar, señora
propietaria de un estudio de fotografía —le siguió la broma.
Ambos sonreían tontamente cuando entraron al piso. Ana le condujo a un dormitorio que estaba
al fondo del pasillo para que dejara el equipaje. Era una habitación grande con una cama de
matrimonio, una mesilla, un escritorio con una silla giratoria y un armario. Las paredes estaban
pintadas de color azul y las cortinas eran de rayas. No tuvo tiempo de fijarse en nada más porque ella
le tomó del brazo y le guio por el piso. Andaba rápido y con brío mientras parloteaba animada, y a
Félix se le contagió su entusiasmo. Mientras le llevaba de una habitación a otra, le contó que ese era
el piso en el que había vivido con Enrique, su marido, y que, tras la separación, fue ella la que se
quedó con el inmueble y con la hipoteca que lo gravaba.
El salón era muy luminoso y estaba decorado con muebles claros que le otorgaban amplitud y
frescura. Tenía una espaciosa terraza acristalada desde la que se podía disfrutar de una panorámica
maravillosa del mar. Dado que el edificio se encontraba sobre terreno elevado y estaban en una
novena planta, las vistas eran espectaculares. Había otras edificaciones delante, más cercanas a la
playa, pero estaban situadas en cuesta, en la hondonada, y no estorbaban. Calculó que la playa no
estaría a más de cuatrocientos metros de allí.
—La hipoteca me está matando, pero solo por estas vistas merece la pena, ¿no crees? —dijo ella
con la voz destilando orgullo.
—Sí. Son impresionantes. —Admiró la calmada superficie de agua azul verdosa que quedaba
interrumpida en la lejanía por el trazo recto del horizonte.
—Mañana podemos desayunar aquí.
—Mañana tengo que estar en Valencia muy temprano —contestó con pesar.
—No te preocupes. Otro día será, entonces. Ante todo, siéntete como en casa. Puedes ir y venir
como te plazca. Anda, ven, y te enseño el resto del piso.
La siguió hasta la cocina. Junto a la nevera se erguía una mesa roja de formica con cuatro sillas de
metal blancas. La estancia daba a la parte trasera del edificio y por la ventana se podía ver la alta
sierra escarpada bajo la cual se había construido Benidorm.
—Este es mi dormitorio —dijo, abriendo la siguiente puerta. Una cama enorme ocupaba gran
parte del cuarto—. Tengo baño aquí y es el que también usa Dani por las mañanas, así que no tienes
que compartir baño con nadie. Ese de ahí es solo para ti —dijo, señalando otra puerta—. Y el
dormitorio de mi hijo no te lo puedo enseñar porque se lo he prometido. Quiere enseñártelo él. Está
muy emocionado porque va a conocerte por fin.
—¿Sí? —inquirió, extrañado.
—Quiere hacerte preguntas sobre cómo era yo de adolescente.
—Entonces será mejor que mienta, ¿no? —repuso burlón—. No queremos darle un mal ejemplo
a tu hijo.
—Sí, por favor.
Los dos rieron.
Pese a que hacía mucho tiempo de su último encuentro, era como si no se hubiesen separado
nunca y, poco después, hablaban entre ellos con suma confianza. Ella le ayudó a deshacer la maleta
mientras le contaba detalles de su estudio, de su fallido matrimonio, de su nuevo novio y de su vida
en general. Él correspondió con historias del trabajo, de su familia y de Sean.
Terminaron sentados en el sofá, compartiendo unos sándwiches y recordando viejos tiempos.
—Creo que esos años fueron los mejores y los peores de mi vida al mismo tiempo —confesó ella
después de tragar un bocado.
Félix meditó sobre lo que acababa de decir. Recordaba más momentos malos que buenos.
Aunque también era cierto que Ana nunca había llegado tan lejos como él. A ella nunca la habían
detenido ni se había liado a golpes con nadie.
—Yo me alegro de haber salido de ese mundo y de haber sentado la cabeza.
—Yo también, no me malinterpretes. Estoy feliz con mi vida, solo que a veces me gustaría hacer
más locuras. No sé, bailar desnuda en la playa y no aparecer por casa en días. ¿Te acuerdas de ese
viaje que hicimos a Cádiz? No dormimos ni una sola noche.
Félix lo recordaba bien. Eran seis, todos sin un duro. Se las habían arreglado para llegar hasta el
sur haciendo dedo y habían pasado una semana durmiendo en la playa, bajo un manto oscuro lleno
de estrellas, y comiendo lo que podían cuando podían.
—No sé si ahora podría dormir más de una noche en la arena de la playa. Estoy mayor —dijo
con sarcasmo.
—¡Bah! —se rio ella—. No aparentas más de cuarenta y cinco, cuarenta como mucho.
—Tú también —se vengó con una ceja arqueada.
Ambos sonrieron y se miraron con afecto.
Ella posó la vista sobre sus dos cicatrices y él aguantó su escrutinio. No le agradaba hablar de
cómo habían llegado aquellas dos marcas a su mejilla, pero Ana era una de las pocas personas que lo
sabía. Fue uno de los testigos de aquella desastrosa noche.
—Te dan carácter —le dijo—. Antes eras atractivo, pero con ellas eres arrebatador.
Él rio.
—Si tú lo dices.
Continuaron hablando largo y tendido hasta que llegó la hora en la que Félix tenía que irse si
quería llegar a tiempo de recoger a su hermana. Se cambió de ropa y se puso una camiseta verde
caqui y unas bermudas de color negro que acompañó con unas zapatillas blancas. Antes de
marcharse, Ana le explicó cómo llegar más rápido y dónde podía dejar el coche.
Se despidió de ella y se dirigió al garaje en busca de su vehículo. Le parecía extraño ir vestido así.
Hacía mucho tiempo que no se ponía un pantalón corto para salir a la calle, pero era una locura
pensar en vestir de otra manera con el clima asfixiante de Benidorm.
Tal y como le había dicho su amiga, el parking público estaba muy cerca del edificio donde se
encontraba la emisora de radio. Estacionó y salió a la calle, resoplando agobiado. No era solo por el
calor, era por la cantidad de gente que pululaba por los alrededores, en su mayoría, turistas. Era
complicado abrirse paso entre ellos. Miró el reloj y descubrió que todavía faltaban diez minutos para
la hora de salida de Juls. Echó un vistazo a su alrededor y descubrió una tienda de animales justo
enfrente. Decidió acercarse a ver si encontraba algún juguete para Takeshi, aunque era un poco
exquisito e ignoraba todos los cachivaches que le compraba.
Estaba a punto de atravesar la calzada cuando vio la cara de alguien conocido por encima de las
cabezas de los viandantes. Ese rostro atractivo de facciones angulosas, con barbita de tres días y ojos
traviesos era inconfundible.
Jorge.
Estaba a unos doscientos metros, en una esquina, conversando con una chica de largo cabello
rubio.
¿Erika?
No había esperado encontrarse con ella tan pronto, pero la idea no le desagradaba en absoluto.
Hacía varios días desde el último mensaje que intercambiaron y tenía ganas de volver a verla y
dejarse llevar por su ingenio y sus originales comentarios picantes.
Sonriendo, se dispuso a ir hacia ellos, pero en ese instante, la chica se giró y le mostró el perfil y
él se percató de que no era Erika, aunque el parecido era notorio. Tampoco era ninguna chica joven.
Debía de tratarse de su madre.
Una pequeña punzada de decepción se le clavó en el abdomen.
Antes de que pudiera alcanzarlos, la mujer se despidió de Jorge y echó a andar en dirección
opuesta, perdiéndose entre la gente.
—Cuñado —le llamó cuando estaba a solo un paso de él.
Jorge se giró y le miró con estupor.
—¿Félix? —Había incredulidad en su tono.
—El auténtico.
Jorge pestañeó un par de veces, pero reaccionó al fin y sus labios se distendieron en una sonrisa
tan marcada que sus ojos se achinaron. Le abrazó con ganas y le estampó un beso en la mejilla. Félix
ya se había acostumbrado a la efusividad del novio de su hermana y correspondió palmeándole la
espalda.
—¡Menuda sorpresa! ¿Sabe Juls que estás aquí?
Negó con la cabeza.
—Se va a volver loca cuando te vea. Creíamos que llegabas el jueves.
—Me he adelantado.
—Pues va a flipar. Si llegas a venir un poco antes, te presento a mi madre. Estaba conmigo.
—La he visto de lejos.
—Bueno, ya verás a mis padres este fin de semana. Están deseando conocerte.
—¿Tú qué haces aquí?
—Tengo la tarde libre y he quedado con tu hermana para tomar algo por aquí.
Jorge era instructor de buceo y tenía unos horarios bastante peculiares.
—Vaya. Si tenéis planes…
—Nos viene bien que vengas tú también y así pagas —dijo con un guiño.
Félix rio.
—Menos mal que he cogido la Visa Oro.
—Además, estoy seguro de que tu hermana prefiere estar contigo. A mí me tiene muy visto.
Echaron a andar. Jorge tomó la delantera y le guio hacia unas escaleras que conducían a la parte
frontal del edificio donde estaba la emisora. Le iba haciendo preguntas sobre el viaje, sobre su amiga
Ana y sobre el nuevo Corso, y Félix las contestaba todas de buen grado. Le gustaba su cuñado. Era
una persona fantástica que trataba a su hermana con todo el afecto del mundo. Además, tenía un
gran sentido del humor y era terriblemente optimista.
—Espero que no tengas planes este fin de semana porque Juls ha organizado mil cosas para
hacer contigo.
—Lo suponía.
Llegaron ante la puerta del edificio y se detuvieron frente al escaparate de una agencia de viajes.
—Qué raro me resulta verte así.
—¿Así? ¿Cómo?
—Con pantalón corto y camiseta.
Félix recorrió el cuerpo de Jorge de un vistazo. Llevaba vaqueros cortos y una camiseta blanca.
—Voy vestido como tú.
—Eso es lo raro. Creía que habías nacido con traje y corbata.
Félix rio.
—Me he traído dos trajes, no sufras. Mañana me pondré uno para ir a Valencia, tengo que
aparentar ser un jefe serio.
No pudieron seguir hablando porque un grito estridente los interrumpió.
—¡Félix!
No tuvo apenas tiempo de girarse cuando Juls se le echó encima y se aferró a su cuello con
fuerza.
—Hola, peque —le dijo muy sonriente, girando sobre sí mismo y haciendo que ella riera.
Su hermana estaba guapísima. Con el pelo corto más rubio de lo que él recordaba y la tez morena
en la que destacaban sus pecas rebeldes.
—¡Ay, qué sorpresa! ¡Qué guapo estás! ¿Por qué estás aquí? ¿Cuándo has llegado? —balbuceó
ella—. ¡Qué ilusión! Tenías que haberme dicho que venías antes.
—Ha surgido así.
—¿Ya te has instalado?
—Sí.
—Hola, yo también estoy aquí —intervino Jorge, que se había mantenido en un segundo plano.
—Tú me das igual, ahora mismo —repuso ella sin volverse a mirarle.
Jorge refunfuñó algo y Félix soltó una carcajada.
—¿Te vienes con nosotros a tomar algo?
—Claro. Ya me ha dicho tu novio que me toca pagar a mí.
—Le tengo bien enseñado.
—¿Ves cómo me trata? —se quejó este con fingido disgusto.
Juls se soltó del abrazo y se dirigió a Jorge. Le dio un beso en los labios y luego enhebró un brazo
con el de él y el otro con el de su hermano.
—Vamos chicos, hoy soy la mujer más feliz del mundo. Tengo a mis dos hombres favoritos del
mundo mundial conmigo.
Capítulo 14
Erika
Sabía que Félix estaba en Benidorm porque Juls la había llamado para decírselo. Sabía que había
llegado hacía cuatro días y que se alojaba en casa de una amiga. Sabía también que estaba muy
ocupado yendo a Valencia y que la noche anterior había cenado con Jorge y Juls en su piso del Albir.
Sí, sabía casi todo de él, cada paso que daba y dónde se encontraba y con quién.
Sin embargo, no tenía ni idea de cuándo le volvería a ver. Y eso la enervaba.
Jorge le había dicho que iban a acudir al chalet de sus padres el domingo por la tarde porque
quería presentarle a la familia. Ella también iba a asistir a la reunión, pero todavía era viernes y
faltaban dos días para eso.
¡Dos días! Demasiado tiempo.
Soltó un bufido entre dientes mientras ahuyentaba al madrileño de su cabeza y se concentraba en
recoger las herramientas y guardarlas en su maletín.
Estaba sobre la cubierta del Josephine, un yate de veintidós metros de eslora, con dos motores
MAN de mil trescientos caballos de potencia cada uno. La embarcación tenía ya unos añitos, pero
todavía le quedaban muchas aguas que surcar si sus dueños no la maltrataban, como había sucedido.
No se podía comprar un sueño de yate como ese y dejarlo en el agua sin mantenimiento durante
tres años. Los barcos eran como los bebés. Había que estar muy pendiente de ellos.
Hacía dos semanas que habían sacado el Josephine del agua y lo habían estacionado en la zona
trasera del varadero, sobre una cuna de acero galvanizado, que soportaba casi cualquier peso, además
de apuntalarlo en los extremos con pies de dique para mayor seguridad. Erika y tres compañeros
más llevaban desde entonces intentando poner a punto la embarcación. Mientras ella se encargaba
de los motores, Marcos y Steve se ocupaban del casco y Julio, del sistema eléctrico.
Erika torció el gesto al recordar el estado en el que se había encontrado los motores. Los fuelles
de goma y los enfriadores estaban rotos. Los codos de escape estaban picados por el agua salada.
Los inyectores no funcionaban y las válvulas estaban oxidadas.
Un verdadero desastre.
Y un reto.
Adoraba ese tipo de reparaciones.
Después de muchos días de trabajar incansablemente, Erika podía decir que lo había logrado.
Los motores volvían a funcionar y ronroneaban como un gatito. Solo le restaba cambiar el aceite y
los filtros, pero eso pensaba dejarlo para el día siguiente ya que apenas quedaban diez minutos para
terminar la jornada laboral.
Dejó la pesada caja a sus pies, se acodó en la barandilla de metal y miró hacia abajo. Marcos y
Steve estaban recogiendo sus herramientas mientras se reían de algo. Eran ambos mayores que ella,
pero más novatos. Hacía poco que trabajaban juntos. Marcos había llegado el año anterior y Steve
solo hacía tres meses. No se llevaba mal con ellos.
Alzó la vista y contempló el horizonte a través de los numerosos mástiles de las embarcaciones
ondulantes que había en el puerto. Se respiraba paz a esa hora de la tarde cuando el sol ya había
alcanzado la tonalidad anaranjada que anunciaba el preludio de su desaparición. No podía demorarse
mucho porque había quedado con Bea y Laura. No obstante, cerró los ojos y pensó en lo afortunada
que era de tener un trabajo semejante. Pensaba en sus amigas y en que pasaban todo el día
encerradas, Laura en la peluquería y Bea en una oficina. Pobres. No había nada tan maravilloso
como trabajar al aire libre. Aunque se hacía duro en invierno, Erika no lo cambiaría por nada.
—¡Eri! —la llamó Valentín, uno de los jefes, desde abajo—. ¿No bajas?
—Ahora voy.
—He visto a tu hermano. Está por el puerto.
Erika frunció el ceño. ¿Su hermano?
No pudo preguntarle, porque él se dio media vuelta y se alejó camino del taller.
Solo podía ser Jorge. Diego estaría trabajando y Lukas también. El único que tenía unos horarios
flexibles era Jorge. Pero no entendía qué hacía en Pueblo Mascarat. No había mucho que ver ni
hacer y menos a aquella hora de la tarde. El lugar era pintoresco, pero no era un verdadero pueblo,
más bien una urbanización, cuyo principal atractivo era el puerto deportivo y las calitas pedregosas
de agua azul turquesa donde se practicaban deportes acuáticos. En invierno apenas vivía nadie en la
zona, pero en verano se llenaba de turistas con dinero. Todos los edificios y casitas, construidos
alrededor de un par de plazas, eran de color tierra y de estilo mediterráneo con tejados marrones a
dos aguas y vigas de madera. También había unas cuantas cafeterías y restaurantes cuyos precios eran
para ricos.
Todavía estaba intentando hacerse una idea de por qué su hermano estaría por allí, cuando le vio
aparecer detrás de una furgoneta que había aparcada cerca de la entrada al varadero. Llevaba unos
vaqueros cortos y una camiseta roja. Seguro que Valentín le había dejado pasar, porque aquella zona
estaba vedada para el público. Era una propiedad privada. Tras él iba Juls, con un vestido amarillo. Y
unos pasos más atrás…
Félix.
El corazón de Erika se saltó dos latidos y la sangre comenzó a correr rauda por sus venas. Ni
siquiera se percató de que agarraba la barandilla con más fuerza.
Se aprovechó de que no la habían descubierto para contemplarle a su antojo. Pese a que era la
primera vez que le veía vestido de ese modo tan informal, con bermudas color tierra y camiseta
negra, era imposible confundirle con otra persona. Era muy suya esa manera de caminar con
seguridad, esa imponente figura de hombros anchos y esa expresión en el rostro, severa y firme,
incluso en ese ambiente distendido.
Un regalo para los ojos.
Escuchó que se reían mientras avanzaban entre los barcos. El Josephine no era el único que estaba
en dique seco para ser reparado.
Erika se echó hacia atrás para evitar ser vista y dejó que pasaran de largo.
—Valentín ha dicho que estaba por aquí —dijo Jorge.
En ese instante, Juls levantó la vista y la vio. Hizo un amago de saludo con la mano, pero Erika
se llevó el dedo índice a los labios para hacerla callar y señaló a Félix con un gesto. Su cuñada la
entendió perfectamente y tiró del brazo de Jorge para alejarle.
—Vamos a mirar por allí —le dijo con tono autoritario—. Espéranos aquí, Félix. Ahora mismo
volvemos.
El aludido la obedeció y se quedó inmóvil, a unos metros del yate, mientras se llevaba una mano
a la frente para que actuara de visera, y recorría el lugar con la vista, interesado.
Erika le estudió unos segundos, decidiendo que hacer. Finalmente, sonriendo con malicia, se
metió las manos en los bolsillos y encontró varias tuercas oxidadas. Sacó una de ellas y la dejó caer
muy cerca de donde se encontraba Félix, que dio un respingo y alzó la cabeza con sorpresa. Cuando
la vio, su expresión cambió y una sonrisa iluminó sus facciones.
—Si has venido a decirme que el hijo que esperas es mío, te aseguro que no —comentó ella con
sorna—. Seguro que es de otra.
Él reaccionó con perplejidad ante el inesperado comentario, pero se recuperó con prontitud y
soltó una carcajada. El sonido de aquella risa ronca llenando el varadero hizo que a Erika se le
erizaran los pelos de la nuca.
¿Tenía que reírse de ese modo tan sensual?
—Me robas mi virtud y ahora no quieres hacerte cargo del niño. Qué canalla… —continuó él
con la broma.
Era tan evidente que estaba encantado de verla que ella no pudo evitar que un torrente de
satisfacción la inundara. Sentía los masculinos ojos paseando por su cuerpo de arriba abajo como si
la estuviesen acariciando. Tenía muy presente cuál era su aspecto, con los pantalones de trabajo, la
camiseta azul manchada y la vieja gorra negra de los Lakers del revés que le sujetaba el pelo. Nunca
se había sentido especialmente sexi con ese atuendo, pero esa mirada la convenció de lo contrario.
—¿Te gusta lo que ves? —le preguntó con entonación provocadora, reclinándose más sobre la
barandilla,
—Más de lo que esperaba —admitió con una mueca traviesa.
Guardaron silencio mientras se estudiaban con fijeza. Las ganas de abalanzarse sobre él y
cometer una locura le hormigueaban bajo la piel.
—¿No vas a bajar?
—¿No vas a subir? No sé, como en Pretty Woman al final, cuando él sube por la escalera como un
príncipe encantador en busca de su princesa.
—No soy tan romántico y no he visto esa película.
Erika abrió la boca con exageración.
—¡No puedo creerlo! Todo el mundo ha visto esa película. La ponen por la tele cada dos por
tres. ¿Qué tipo de pelis te gustan?
—De acción, supongo —repuso con un encogimiento de hombros.
—¿Supones? ¿Cuándo fuiste al cine por última vez?
Le vio arrugar la frente como si intentara recordar un tiempo muy lejano.
—Creo que fui a ver El club de la lucha.
Erika arqueó ambas cejas.
—De eso hace veinte mil años. Hay que ponerle remedio. Ahora que estás de vacaciones
tenemos que ir al cine de verano.
Él no pudo contestar porque en ese momento hicieron su aparición Jorge y Juls.
«Aguafiestas».
—Hola, Eri. Te estábamos buscando —dijo su hermano.
—Pues me habéis encontrado. ¿Qué hacéis aquí?
—Hemos venido a enseñarle el puerto a Félix, y ya de paso a hablar contigo. Valentín nos ha
dejado entrar.
—¿Hablar conmigo?
—¿No es más fácil que bajes y así no pegamos gritos?
Erika hizo un gesto afirmativo. Se encaramó a la barandilla y alcanzó la escalera de metal
extensible. Bajó por ella a gran velocidad y se plantó en el suelo. Era muy consciente de que Félix no
le quitaba los ojos de encima. ¿Qué? ¿Nunca había visto a una chica bajando una escalera? Sonrió
para sus adentros y se centró en Jorge y en Juls.
—¿Qué pasa? ¿De qué quieres hablar?
—De nada serio. Es que vamos a juntarnos esta noche en casa de Diego e Iván para cenar.
Vienen Lukas y Alexia también y dejan a Mía con papá y mamá. Te he llamado antes para
preguntarte si te apuntabas, pero no me lo has cogido y ya que estábamos por aquí…
Erika se sacó el móvil del bolsillo y vio que tenía una llamada perdida de su hermano. También
tenía un mensaje de Félix de hacía un rato. Lo abrió con suma curiosidad.
Era la foto de un barco. Elisa se llamaba. El texto decía: ¿Será este barco también un suplantador?
No pudo evitar que se le escapara una risita. Alzó la mirada y vio que Félix la observaba con los
ojos chispeantes y las comisuras de los labios ligeramente levantadas.
—¿De qué te ríes? Pareces tonta —se inmiscuyó Jorge, llamando su atención.
—Tú tienes cara de culo y no te lo digo —replicó con acritud mientras le sacaba la lengua—. Me
apunto a la cena. Solo tengo que pasar por casa para darme una ducha rápida y arreglarme.
—Genial. Pues a las diez nos vemos allí. ¿Nos vamos?
Juls, que había estado muy callada, intervino y le cogió de la mano. Le lanzó una ojeada cómplice
a Erika y tiró de él para llevárselo de allí. Jorge se resistió con el ceño fruncido, pero, de pronto,
pareció comprender lo que estaba sucediendo y se dejó arrastrar mientras mascullaba algo.
—Mi hermana ha sido poco obvia, creo —dijo Félix.
—Sí. No se ha notado nada. Así que ves un barco con mi nombre falso y te acuerdas de mí.
—Cambió de tema con rapidez.
—Era inevitable.
Ella se fijó en sus piernas y brazos tostados por el sol. También su tez estaba bronceada, más de
lo que recordaba. ¿Había tenido tiempo de ir a la playa? ¿Cuándo? ¿Y por qué sin ella?
—Estás guapo. El verano te sienta muy bien. Tienes unas rodillas y unas pantorrillas
impresionantes —le dijo con voz aterciopelada.
—Lo sé —repuso con humor—. Por eso suelo llevarlas tapadas. No quiero provocar desmayos.
—No te imaginaba con esta ropa, pero no te queda mal. —Se acercó a él, mirándole los labios
sin pestañear.
Quería besarle.
—Tú también estás muy atractiva —soltó con ironía, señalando las manchas de la camiseta.
Ella no hizo caso del comentario. Se acercó todavía más y se puso de puntillas. Sus labios
quedaron a escasos milímetros de distancia.
—¿Qué haces? —preguntó él con una sonrisa ladeada.
—Intentando besarte —explicó—. Me muero por hacerlo.
Él soltó una suave risa y ella suspiró bajito al sentir cómo su aliento le acariciaba la piel.
—Eres una chica muy mala —le dijo meneando la cabeza. Dio un paso atrás al tiempo que
chasqueaba la lengua—. Nos vemos en un rato en la cena.
Se dio media vuelta y echó a andar hacia la salida.
Erika se mordió el labio inferior, frustrada, mientras le veía alejarse. Era un hueso duro de roer,
pero ella no iba a rendirse. Y las bermudas le quedaban de fábula. ¡Dios! Tenía un culo espléndido.
Se sacó el móvil del bolsillo y les envió un mensaje a sus amigas.
No contéis conmigo esta tarde. Voy a cenar a casa de Diego. Félix también estará. Mañana os contaré si he
tenido éxito.
No esperó respuesta. Se puso en marcha camino del taller, malhumorada, pero antes de poder
alcanzarlo, sintió una mano en el brazo que la obligó a darse la vuelta.
¿Félix?
Tenía una expresión peculiar en el rostro. Parecía lleno de determinación.
—¿Te has olvidado de algo?
—Sí, de esto.
Iba a preguntarle a qué se refería cuando la sostuvo por el talle y su boca apresó la suya con
fiereza. Hubo un choque de labios y de lenguas antes de que hubiera podido reaccionar.
Félix se apartó y la soltó.
—Eh, ¿qué… qué ha sido eso? —balbuceó ella sin aliento.
—Se le suele llamar beso —repuso él con tono sarcástico.
—Ah…
Se había quedado sin palabras, y el corazón le iba a mil.
Él recorrió su labio inferior con el pulgar al tiempo que la miraba como si fuera la mujer más
deseable del mundo
—Erika…
Ella seguía muda. Solo podía observarle con desconcierto. Pese a que ya no aferraba su cintura,
todavía podía sentir la firmeza de esas manos sobre su piel, como si la hubieran dejado marcada.
—Luego nos vemos —dijo él.
Y se marchó por segunda vez.
Erika notó el móvil vibrando en su bolsillo, pero lo ignoró.
Se llevó los dedos a los labios y se los acarició con cuidado. Estaban un poco resentidos porque
el beso había sido muy impetuoso.
Félix la había besado.
Besado.
Félix.
Félix
Juls ya le había advertido de que los Alba eran peculiares, pero nada le había preparado para lo que
se encontró aquella noche. Eran un grupo ruidoso, divertido y muy heterogéneo. Parecía imposible
que tantas personalidades distintas hubieran encontrado un hueco donde coexistir y ser felices. Sin
embargo, lo habían hecho, y Félix estaba siendo testigo de ello. Aparentemente, no había secretos
entre ellos y hablaban sin tapujos ni vergüenza de cualquier cosa, desde nimiedades hasta problemas
muy íntimos. Todo ello regado con humor e ironía.
A él le recibieron como si fuera uno más del clan y le gastaron bromas desenfadadas como si le
conocieran desde siempre. En un primer momento, se sintió un poco sobrepasado por tanta
familiaridad, pero no tardó en aclimatarse y empatizar con todos ellos.
Le gustaban.
Diego era serio, calmado y responsable, con un humor discreto. No elevaba la voz y siempre
trataba de calmar los ánimos. Era una especie de figura paterna para sus hermanos.
Por el contrario, Iván, su pareja, era bastante más joven y despreocupado, aunque Félix sabía que
las apariencias engañaban porque Juls le había contado un poco de su historia y no había tenido una
vida fácil. Era el mejor amigo de Lukas desde que eran críos y se había criado con los Alba.
Lukas, el benjamín de la familia, era un chico que rebosaba buen humor y se reía con mucha
frecuencia. Era pendenciero y provocador, pero bajo esa fachada de chico gamberro se ocultaba un
padre abnegado que no cesaba de mirar el móvil para ver si su hija Mía estaba bien.
Alexia, su novia y la última incorporación al grupo, tampoco había vivido sobre un lecho de
rosas. Se le notaba en la mirada. Pese a su juventud, sus ojos oscuros parecían ancianos, como si
hubieran experimentado cientos de aventuras y desventuras. Por el día estudiaba y cuidaba de Mía y
por la noche trabajaba como gogó. Era más callada que los otros y un poco tímida.
A Jorge y a Juls ya los tenía catalogados desde hacía tiempo. A su hermanita la adoraba con
fiereza y a su cuñado le había cogido cariño desde el día en que le conoció.
Y luego estaba Erika.
Incatalogable.
Divertida, descarada, ingeniosa y explosiva.
La visión de ella aquella tarde en el puerto todavía le descolocaba. Incluso desarreglada, sucia y
sudorosa le había parecido irresistible. Su forma de moverse, cómo había bajado la escalera casi
deslizándose, la seguridad que exudaba… Era obvio que en aquel varadero ella estaba en su
elemento. Tuvo que cerrar los puños y ejercer todo el autocontrol del que disponía para no quedarse
mirándola alelado.
No sirvió para nada, por supuesto.
Terminó sucumbiendo y besándola.
Todavía se lo reprochaba a sí mismo. Una vocecita interior le recordaba constantemente que no
podía acostarse con ella. Que no debía. La vocecita era muy insistente y machacona, pero de algún
modo, él la había ignorado.
No debería haberla besado.
Pero lo había hecho.
Él, Félix Sanz, de treinta y ocho años y curtido en la vida, estaba confuso debido a una chica una
década más joven que él y con mucha menos experiencia. ¿No era patético?
Se llevó la lata de cerveza a la boca y le dio un largo trago.
Era pasada la medianoche y estaban reunidos en el salón de Diego. Sonaba de fondo una antigua
canción de Queen, Don’t stop me now. En el sofá habían tomado asiento Juls, Alexia y Lukas. En sillas,
que habían traído de la cocina, Diego, Jorge, Iván y él mismo. Erika estaba sentada en el suelo y tenía
la espalda apoyada en las piernas de su hermano mayor. Sobre la mesita del centro había varias cajas
de pizza ya vacías y unas cuantas latas de cerveza y refrescos.
La conversación versaba ahora sobre qué era mejor: las cafeteras de cápsulas o las tradicionales.
Sí, los Alba discutían por cualquier tontería.
Esa noche, durante la cena, ya se había debatido sobre música, sobre restaurantes japoneses,
sobre prendas de ropa, sobre playas y sobre móviles. Todos daban su opinión con vehemencia y se
reían mucho de las opiniones de los demás. Parecían divertirse pinchándose los unos a los otros.
Los ojos de Félix recalaron sobre la rubia que le traía de cabeza. Decir que estaba guapa era
quedarse muy corto. Llevaba el pelo recogido en una coleta alta que ponía de manifiesto su estilizado
y largo cuello, y no iba maquillada. Su atuendo consistía en unos vaqueros muy cortos y una camiseta
negra de tirantes bajo la que no llevaba nada. No habían intercambiado más de dos o tres frases en
toda la noche, pero sus miradas sí habían coincidido en varias ocasiones. En ese instante ella le
estaba estudiando con los párpados bajos, a través de las pestañas mientras lamía una piruleta roja
con sensualidad. ¡Joder, con las malditas piruletas!
—Tú tienes cafetera de cápsulas —dijo, repentinamente, señalándole—. ¿Te gusta más ese café
que el tradicional?
—¿Tú por qué sabes que tiene cafetera de cápsulas? —se inmiscuyó Lukas con rapidez.
—Porque he estado en su casa.
Todas las miradas se volvieron hacia ella, excepto las de Jorge y Juls, que se fijaron en él.
—¿Cuándo? —inquirió Lukas con sorpresa.
—Sí —intervino Félix con tono irónico—. ¿Cuándo has estado en mi casa?
Un centelleo malvado apareció en los azules ojos de ella al tiempo que le daba un lametón al
dulce.
«Va a soltar alguna bomba para provocarme». Félix se preparó para lo que estaba por llegar.
—En mayo, cuando estuve en Madrid —repuso con inocencia—. ¿No te acuerdas? Cuando nos
acostamos.
Se hizo un silencio en la habitación, solo interrumpido por la inigualable voz de Freddie Mercury.
Félix aguantó una risa.
Erika era maligna, pero no sabía con quién estaba jugando.
—¿Te refieres a cuando fingiste ser otra persona para llevarme a la cama? —lanzó con soniquete.
A Juls se le escapó una risa nerviosa y Alexia se atragantó con la bebida mientras que todas las
cabezas se giraban hacia Erika.
—¿Entonces os habéis acostado? —preguntó Lukas al aire.
Ella se encogió de hombros e hizo un gesto displicente con la mano, como si fuera algo sin
importancia.
—Fue solo una noche.
—Sí, pero varias veces en esa noche —dijo Félix.
Los Alba al completo le miraron con diferentes grados de asombro. Él soltó una risa. Pese a lo
rocambolesco y absurdo de la situación, estaba disfrutando muchísimo.
—¿Por qué fingiste ser otra persona? —preguntó Iván.
—Eh… Eso es asunto mío —replicó ella.
—Entonces, ¿estáis saliendo? —Llegó la pregunta de Diego.
—¡No!
—¡No!
Ambos respondieron al unísono.
—Pero porque él no quiere —agregó Erika.
—¿Por qué no quieres? Mi hermana no es ningún callo —dijo Lukas.
—Vaya, muchas gracias por el piropo, imbécil —le dijo ella lanzándole dagas con los ojos.
Félix volvió a reírse. Era imposible no hacerlo con esa familia. Miró a Juls, que puso una cara en
la que podía leerse con claridad un Te lo dije.
—Eres un buen partido —dijo Diego, conciliador, apretando el hombro de Erika. Esta giró la
cabeza y le dio un beso en la rodilla.
—Tan buen partido tampoco. Siempre anda llena de grasa y con ropa agujereada. Y bebe como
un cosaco. Sus borracheras son legendarias —dijo Lukas con una carcajada
—¿Esto qué es? ¿La venganza porque le enseñé fotos a Alexia de cuando eras un bebé con la
cara manchada de caca?
—No. Esa todavía te la tengo guardada. Esta es por lo de la foto de Instagram.
Erika soltó una risotada.
—¡Pero si fue un éxito! Nunca habías tenido tantas reacciones.
—Eri le tomó una foto a Lukas con su propio móvil mientras dormía —le explicó Juls a Félix—.
Estaba tirado en el sofá y tenía la mano metida en el pantalón, como si se estuviera… rascando. Y la
subió a Instagram poniendo Me pican los huevos.
Él contuvo una risa. Cada nueva cosa que descubría de Erika le gustaba más. Esa chica era como
un tsunami.
—Tú les contaste a todos que tuve un gatillazo —dijo Jorge, dirigiéndose a Lukas.
—¿Por qué te metes? Esto no va contigo.
—Es que me acabo de acordar.
—Bueno, pues tú me cambiaste la pasta de dientes por crema depilatoria —le gritó Lukas.
—Coño, es verdad. No lo recordaba —se rio Jorge estentóreamente.
—Y le dijiste a mi novio del instituto que tenía herpes —exclamó Erika mirándole ceñuda.
—Os recuerdo que me dejasteis encerrado en casa todo un domingo. —Diego se unió a las
protestas.
De pronto, la noche de pasión de Félix y Erika había caído en el olvido y todos hablaban de
putadas que se habían hecho los unos a los otros a lo largo de los años. Incluso Iván y Juls
intervinieron. Alexia se mantuvo en un discreto segundo plano, riéndose.
Félix dio los últimos tragos a su cerveza y disfrutó de la contienda. Arrugó la lata y la dejó sobre
la mesa. Era la cuarta y tenía la cabeza nublada. Agradeció no tener que conducir. Había ido con Juls
y Jorge en el coche de este último, pero no iban a poder volver a casa del mismo modo, porque el
alcohol había corrido a raudales y estaban todos un poco perjudicados, excepto Alexia que se había
limitado al agua porque tenía un virus estomacal. Tendrían que pedir un taxi.
La discusión siguió un buen rato y las risas se mezclaron con los gritos. Incluso alguna que otra
lata vacía voló por la habitación.
Sí, los Alba eran un grupo terriblemente escandaloso a la par que fantástico. Félix se alegraba de
que su hermana hubiera recalado en esa familia.
—Creo que deberíamos ir recogiendo —anunció Jorge—. Es tarde y mañana me toca currar.
—Quedaos a dormir —propuso Diego—. No vais a coger el coche, y encontrar un taxi un fin de
semana de julio es complicado, ya lo sabéis. Quedaos todos. Nos acoplamos de alguna forma.
Iván se puso de pie y empezó a enumerar habitaciones.
—A ver, una pareja en el cuarto de invitados, otra aquí en el sofá cama. —Hizo una pausa antes
de continuar—: Y tenemos el colchón inflable de las acampadas, que podemos ponerlo en el
despacho de Diego.
—Ale y yo nos pillamos el colchón inflable —dijo Lukas.
—Félix y yo dormimos aquí, en el sofá cama —apuntó Erika, poniéndose de pie—. Jorge y Juls,
vosotros podéis tener el cuarto de invitados.
Félix elevó la vista al techo. No sabía por qué, pero algo dentro de él le decía que tenía que haber
sabido que la noche iba a acabar así. Con Erika no podía ser de otra manera.
—Prefiero dormir con Jorge —dijo con una mueca.
—Paso, cuñado —respondió este—. No quiero que te vuelvas loco por mi culito.
—Mucho tendría que cambiar tu culo para que me gustara —repuso.
—Me parece que te vas a tener que conformar con mi culo —murmuró Erika—. ¿Qué pasa?
¿Me tienes miedo?
—Sí —confesó fingiendo un escalofrío.
Todos rieron.
Desde el otro extremo de la habitación, Erika le guiñó un ojo exageradamente y él se mordió la
sonrisa que quería escapar de su boca.
Iban a acostarse juntos, algo que se había prometido a sí mismo que no sucedería de nuevo. En
fin, cedería y compartirían cama, pero solo para dormir. Nada más. No pensaba tocarle ni un pelo. Y
tampoco iba a dejar que ella pusiera sus garras sobre él.
La examinó con los ojos entrecerrados mientras ella daba saltitos. El movimiento evidenció la
falta de sujetador.
Félix apartó la vista.
Esa noche iba a ser un infierno.
Capítulo 15
Erika
Todo era perfecto. Ni aunque lo hubiera planeado, podría haber salido mejor. Félix y ella
compartiendo cama. ¡Quería chillar de entusiasmo! Sin embargo, mantuvo la compostura mientras
esperaba su turno para usar el baño. Cogió prestada una vieja camiseta de Diego y, después de
soltarse el pelo, haberse lavado —por si acaso— y haberse enjuagado la boca con colutorio, volvió al
salón y se tumbó en el amplio sofá cama, que ya habían montado.
En el centro.
Una de sus piernas se movía ansiosa bajo la fina sábana mientras aguardaba a su compañero de
cama, que no tardó en regresar con la ropa debajo del brazo. Solo llevaba un bóxer oscuro y una
camiseta que Erika reconoció. Era roja, con la cara de George Michael en la pechera. Era de Diego.
Su pobre hermano había dejado que todos le saquearan el armario.
—Tendrás que decidirte por algún lado. Izquierda o derecha —le dijo él con ambas cejas
arqueadas mientras dejaba la ropa en una silla.
—¿No puede ser arriba o abajo? —sugirió con inocencia.
Él negó con la cabeza.
Erika no insistió. Iba a tener toda la noche para intentar algo, así que se deslizó hacia la derecha y
le dejó espacio suficiente.
Félix apagó la luz y la estancia se sumió en una curiosa semipenumbra, ya que entraba mucha luz
por los ventanales. Desventajas de vivir en el centro de Benidorm, en una calle de paso, cerca de la
playa. Al menos las dobles ventanas no dejaban pasar el ruido.
Erika sintió el peso de Félix sobre el colchón y le miró de reojo. Pudo vislumbrar el ángulo
perfecto de su mandíbula antes de que se girara y le diera la espalda.
—Buenas noches —dijo él.
—Buenas noches.
Estaban tan cerca que podía sentir el roce del cuerpo masculino junto a su costado izquierdo. Se
acostó de medio lado y clavó la mirada en su nuca. Tenía el pelo mucho más corto que cuando le vio
en Madrid, y las ganas de alargar la mano y dejarla pasear por allí la acuciaron, pero se contuvo.
Cerró los ojos y rememoró el breve y rudo beso de aquella tarde en el puerto. Que él hubiese
tomado la iniciativa tenía que significar algo, ¿no? Aunque no era muy optimista.
Su boca fue incluso más rápida que su cerebro.
—¿El que me hayas besado esta tarde significa algo?
Él tardó en contestar. Terminó por girarse y mirar al techo mientras se ponía el antebrazo sobre
la frente, ocultando las facciones.
—Te he besado porque me apetecía —repuso al fin—. Pero no significa nada más que eso, era
un beso.
No le sorprendió demasiado la respuesta. En el fondo, lo había sospechado.
—Quieres decir que no vamos a follar, ¿no?
Él dejó escapar un suspiro.
—Siempre eres así de directa, ¿verdad?
—Sí.
—No. No vamos a follar.
—Pero puede haber más besos…
—No quiero confundir las cosas —la interrumpió—. Lo de esta tarde ha sido un impulso loco.
Es mejor que no se repita.
¿Un impulso? Si había sentido ese impulso una vez, ella se encargaría de que lo sintiera más
veces, se dijo.
Hubo un largo silencio en el que solo se escuchó el lejano sonido de un claxon.
—¿Qué tal va lo del local?
Él pareció relajarse al escuchar la pregunta, como si el peligro hubiera pasado. Erika se mordió
los labios y aguantó una sonrisa. Pobre iluso si pensaba que le iba a dejar escapar. No la conocía.
—Va muy bien —contestó, bajando el brazo de la frente.
—¿Cuándo es la inauguración?
—El veintisiete, el último fin de semana del mes.
Sabía que después de la fiesta de inauguración, él regresaría a Madrid, así que tenía poco más de
dos semanas para conquistarle. Tendría que medir sus pasos con cuidado y planificar su estrategia.
Ante todo, paciencia.
—¿Con quién se ha quedado Takeshi?
—Con la novia de mi socio.
—¿Por qué el nombre de Corso?
Juls ya se lo había contado, pero quería escucharlo de su propia boca.
Él comenzó a narrarle la historia de Sean y de su perro y ella le escuchó interesada. Era muy
notorio el cariño que sentía por su amigo y se explayó hablando de él. Era una novedad sentirle tan
calmado, con las defensas bajas, y le parecía muy agradable poder disfrutar de esos momentos
sencillos sin que hubiera tensión sexual de por medio.
—Juls me dijo que erais tres socios.
—Sí, Sean, Ernesto y yo. Ernesto falleció hace unos años.
Su tono de voz había cambiado y se había llenado de tristeza.
—Vaya, lo lamento.
—Sí… Gracias.
Sentía mucha curiosidad por saber más de ese tal Ernesto. No podía olvidar las fotos que había
visto en su piso, y había deducido que entre él y Félix tenía que haber habido una relación más
profunda. No obstante, decidió cambiar de tema para no empañar el buen rollo que reinaba entre
ellos.
—¿Qué tal en casa de tu amiga?
—¿Ana? Pues muy bien. Es como estar en un hotel —se rio—. Me ha dado las llaves y entro y
salgo como quiero. Ella es un amor de persona y su hijo, Dani, es un chico tímido y maduro para su
edad. Tiene ocho años, pero conversar con él es como hacerlo con un adulto.
—¿De qué la conoces?
Él se giró, acostándose de medio lado y la miró, sonriente.
—Eres un poco cotilla, ¿no crees?
—Tengo que saberlo todo de mi futuro novio.
Él soltó una risa.
—Pues la conozco desde hace muchos años. Creo que teníamos quince o dieciséis. Ella salía con
uno de mis amigos, pero lo dejaron cuando él se fue a vivir fuera. Ana se quedó en el grupo. Hacía
muchos años que no nos veíamos, la verdad. Ha sido bonito reencontrarnos.
—La conozco.
—¿En serio?
—Hizo las fotos de una amiga que se casó el año pasado. Estaba en la boda y la vi. Es alta y
delgada, con mechas rubias, ¿no? Y siempre está sonriendo.
—Sí, es ella.
Después de aquello no se dijeron nada más. Erika seguía mirándole con fijeza y sabía que él
también la miraba a ella. Sus ojos recalaron sobre las dos cicatrices que le decoraban el rostro, apenas
perceptibles en la oscuridad. Juls les había comentado a todos que a su hermano no le gustaba hablar
de ellas, así que se habían abstenido de mencionarlas o preguntarle.
—Sé lo que estás mirando —dijo él repentinamente.
Ella se sobresaltó.
—Eh… Bueno…
—Supongo que mi hermana os habrá dicho que no me gusta hablar del tema y todos habéis
disimulado a la perfección —aventuró.
—Si no quieres hablar de ello, no lo hagas.
—Me da igual.
Tras una breve vacilación, Erika alzó la mano y la acercó a su cara. Él no se apartó, así que fue
más osada y dejó que su dedo índice se posara en una de ellas, la superior, la que le partía el pómulo
por la mitad. La delineó con delicadeza. Mediría unos cinco centímetros y estaba curvada, como si
fuera una sonrisa. Luego hizo lo mismo con la otra, la que estaba sobre el surco nasogeniano. Esa
mediría unos seis o siete centímetros y también se curvaba hacia dentro.
Tenía el corazón encogido. Ni en sus sueños más lejanos podía haber imaginado que Félix
consentiría que alguien tocase sus cicatrices.
—¿Navajazos? —acertó a preguntar en voz queda.
—Sí —contestó él, y su aliento le rozó la mano.
—¿Por qué no quieres hablar de ello?
—Pertenecen a una etapa de mi vida que prefiero no recordar. —Hizo una pausa muy efectiva
—. Sé que hice daño a mucha gente que me quería y me quiere. Es solo eso.
Erika había notado amargura en su tono y no le gustó demasiado. Seguía acariciando las antiguas
heridas casi con reverencia. Eran muy suaves al tacto.
—Por mucho que me las toques no van a desaparecer —comentó él con un deje de humor.
Apartó la mano y, al darse cuenta de lo que había hecho, soltó una risita avergonzada.
—No me interesa que desaparezcan. Te dan un aire salvaje muy atractivo.
—¿No me restan belleza? —inquirió con sarcasmo.
—Al revés. Te dan carácter.
De nuevo hubo un silencio. No era forzado ni incómodo.
—¿Por qué mecánica de embarcaciones?
La pregunta llegó tan de improviso que por unos segundos se quedó callada.
—Para demostrarles a mis hermanos que son unos mierdecillas, supongo.
Él se rio.
—¿En serio?
—No —rechazó con una risa—. Es lo que tiene criarse con hermanos varones, al final terminas
haciendo muchas cosas que ellos hacen. Cuando era una cría, me resistía a jugar con otras niñas y
prefería jugar al fútbol con ellos. Y cuando Diego se compró su primera moto de segunda mano y la
desmontó entera, fui yo quien le ayudó a montarla de nuevo. Siempre me han fascinado los motores,
así que cuando llegó la hora de decidir qué quería ser en la vida no me lo pensé demasiado. Primero
estudié mecánica del automóvil, pero terminé por especializarme en mecánica naval porque hay más
oportunidades de trabajo aquí en la costa.
—¿Eres la única chica en tu trabajo?
—Sí.
—¿Y cómo te va? ¿Cómo te tratan?
—Al principio, tuve algún compañero que me miraba con condescendencia, pero cuando se
dieron cuenta de que podía hacer exactamente lo mismo que ellos, incluso mejor, todo fue genial.
—No habrá sido fácil.
—No creas, solo tengo que soltar tacos, escupir al suelo y hacer como que me rasco los huevos y
encajo muy bien —dijo con sorna.
Félix se rio.
—En serio, no te rías. Soy un chicazo —continuó—, ¿no te has dado cuenta?
Él la miró con los ojos entrecerrados.
—Eres muchas cosas, pero yo no te calificaría como un chicazo. Hace tiempo que no me
encontraba a una chica tan… femenina y exuberante como tú.
El calor viajó por la espalda de Erika, desde la nuca hasta el mismo final de la columna vertebral.
¿Eso era un piropo?
—¿Estás flirteando? ¿Confiesas que quieres besarme con todas tus ganas?
Una risa ronca escapó de la masculina garganta. El colchón vibró con ella.
—Nunca he negado que quisiera besarte, pero pienso que es mejor no hacerlo.
Claro, claro… bla bla bla…
—¿Quieres una piruleta? —Cambió de tema con rapidez.
—¿Una piruleta? Me vas a enganchar a esa mierda.
—¿No quieres una? Tengo un montón en mi mochila.
—No. No quiero —rechazó—. ¿Sabes lo que me apetecería ahora?
—Dime.
—Un helado de chocolate. No sé por qué me han entrado ganas de helado si hace años que no
me como uno —se quejó—. Me estáis corrompiendo.
Erika se incorporó en la cama.
—Podemos conseguir uno.
—¿Tiene tu hermano en el congelador?
—No, pero sé dónde podemos ir.
—¿A estas horas? Serán las dos de la mañana —dijo con incredulidad, pero también se
incorporó.
—Benidorm es la ciudad que nunca duerme. Vístete y vamos.
No esperó a que él respondiera ni le dejó opción de poder rechazar la propuesta. Salió de la cama
y se puso los vaqueros cortos, que había dejado antes sobre una silla, y las sandalias con rapidez. No
se molestó en quitarse la camiseta de Diego. De reojo, vio que él hacia lo mismo. Se puso las
bermudas y las deportivas y conservó la camiseta de George Michael.
—¿Listo?
—Sí.
Echaron a andar de puntillas. Ella delante y él un poco más rezagado. Las llaves de repuesto de
Diego colgaban de un gancho en la pared de la entrada. Erika las cogió y abrió la puerta con sigilo.
—Estás un poco loca —murmuró él en cuanto alcanzaron el rellano.
Ella encendió la luz del portal y pestañeó repetidamente, molesta por la claridad, antes de girarse
para mirarle. Estaba guapo con esa camiseta.
—Admite que te gusta mi locura.
Félix le regaló una sonrisa espléndida.
—Lo admito.
Félix
El helado de chocolate era dulce y tenía un toque oscuro y picantón de lo más curioso. Estaba más
delicioso de lo normal y le estaba sabiendo a gloria. Quizá porque hacía años que no se comía uno y
había olvidado el sabor, o porque era artesanal.
O quizá fuese por la compañía.
Echó un vistazo a su compañera, que lamía su helado con entusiasmo —también de chocolate
—, y no pudo evitar sonreír. Nunca se hubiera imaginado que la noche pudiese transcurrir así.
Caminar junto a Erika por el paseo marítimo con la playa y el mar en calma como telón de fondo
estaba siendo toda una experiencia.
Pese a que su hermana le había contado que Benidorm era mucho más de lo que salía en la tele,
ese Benidorm que estaban recorriendo en ese momento era exactamente lo que se había imaginado.
La calle estaba a reventar de gente ruidosa con ganas de fiesta, y la música que escapaba de los
diferentes locales por las puertas abiertas llenaba el ambiente. Eran las dos y media de la mañana,
pero aquello se asemejaba a la Gran Vía madrileña un sábado a mediodía.
—¿A que está bueno? —le preguntó ella, rompiendo el silencio que se había establecido entre
ellos mientras comían.
—Está espectacular.
A Félix le había sorprendido mucho encontrar una heladería abierta a esas horas, pero Erika le
había explicado que abrían hasta las tantas en verano aprovechando su localización junto a los sitios
de ocio. Y habían tenido que hacer cola, incluso.
Continuaron andando, esquivando a varias personas, algunas sobrias, y otras que habían
empinado el codo más de la cuenta. Los clubs tenían los ventanales abiertos y se podía ver a los
gogós —tanto chicos como chicas— bailando frente a la entrada. La gente se paraba a disfrutar de
los bailarines, sin entrar.
—Ahí trabaja Alexia —le dijo Erika, señalando uno de los locales.
Un letrero de neón rosa en el que se podía leer Go Beach Club colgaba sobre la doble puerta
acristalada. En un pódium, frente a ella, un mulato enorme y muy sensual se contorsionaba con
movimientos similares a los de la capoeira. Era interesante. Félix se detuvo a estudiarle con
curiosidad mientras lamía su helado. Era un tipo imponente y musculoso con la piel del color del
café con leche. Muy atractivo.
—¿Te gusta? —le preguntó ella, deteniéndose a su lado—. Le conozco. Se llama Apolo y es
amigo de Ale. Podría presentártelo, pero paso. No quiero competencia.
La miró con una ceja alzada y descubrió que se estaba riendo.
—Anda, ven. Vamos a la orilla —le sugirió. No le esperó y echó a andar hacia el arenal.
Las potentes tiras de luces que iluminaban el paseo también bañaban la playa con su luz. Había
algunos grupos sentados en corro y parejas dándose el lote a plena vista. Era muy difícil pasar
desapercibido con esa iluminación. Solo parecía haber algo de privacidad entre las tumbonas azules,
que se apilaban en montones cerca de allí.
Tal y como hizo ella, se quitó las zapatillas y dejó que sus pies se hundieran en los finos granos
de arena fría. Era agradable sentirlos entre los dedos.
Erika se dejó caer en la arena muy cerca de la orilla y él se sentó a su lado. El jaleo y la música
seguían llegando hasta ellos, pero amortiguados por la distancia.
—¿Cuántos años hace que no te comías un helado? —le preguntó ella.
—Muchos.
—Se nota. Lo estás lamiendo con unas ganas… Hasta cierras los ojos.
Él se rio.
Después de eso, como si hubieran llegado a un acuerdo tácito, ninguno habló. Ambos se
deleitaron en los helados, en silencio. Corría una brisa ligera, que hacía el calor soportable. Las olas
que rompían contra la arena eran meros murmullos apacibles.
Félix posó la vista en el mar negro y brillante que se extendía inmenso ante ellos. La luna en
cuarto creciente se reflejaba en la oscura superficie y, al fondo, se podía apreciar la sombra de un
barco de grandes dimensiones.
Aquel entorno tan pacífico contrastaba en gran medida con el caos del paseo.
Cogió aire por la nariz y lo soltó por la boca y dejó que esa paz penetrara dentro de él. ¿Cuánto
tiempo hacía que no se sentía tan relajado? Trabajaba demasiado.
—¿Alguna vez has estado enamorado?
No esperaba la pregunta y se quedó inmóvil con la mano suspendida en el aire. Una gota de
helado se escurrió por el cucurucho y le llegó a los dedos. La lamió con presteza antes de contestar.
—Sí.
Dirigió la mirada a la arena, donde estaban enterrados sus pies. No sabía por qué se abría tanto
con Erika si apenas se conocían. No obstante, se sentía muy a gusto con ella, como si fueran viejos
amigos. Hasta había dejado que tocara sus cicatrices.
—¿De tu socio?
Vaya, o Juls era una bocazas o Erika era muy intuitiva.
—¿Te lo ha contado mi hermana?
—No. Pero vi las fotos en tu piso.
—Ah, ya.
No era ningún secreto que había tenido una relación con Ernesto y que habían vivido juntos,
pero no solía hablar del tema porque le dolía. La garra que siempre le estrujaba el corazón se
despertó y notó su respiración adquiriendo velocidad. Sí, aunque habían pasado siete años desde que
se fue, todavía le resultaba complicado hablar de él.
—Yo nunca me he enamorado —dijo ella de pronto.
Indudablemente, era una maestra a la hora de cambiar de tema. Era obvio que había notado que
no estaba cómodo. La miró por el rabillo del ojo y vio que se había terminado el helado y estaba
mordisqueando el cucurucho.
—¿No?
—No. Al menos nunca me ha dolido perder a ninguno de los chicos con los que he salido, que
han sido unos cuantos.
Estuvo a punto de decirle que siguiese así y que no se enamorase nunca, que jamás entregara el
corazón a nadie porque el dolor de la pérdida era insoportable. Mas se calló y no dijo nada mientras
la pena revoloteaba por su cabeza. Había entrado en uno de esos momentos melancólicos que tan
poco le gustaban.
Sumido en sus pensamientos, se terminó el helado y se comió la galleta.
Una risa estridente rompió la quietud que se respiraba. Él giró la cabeza para buscar el origen y
descubrió que provenía de uno de los grupos cercanos.
Poco después, notó que ella le tiraba del brazo.
—Mira —le dijo. Y se tumbó, sin preocuparse de si el cabello se le llenaba de arena—. ¿Ves esas
tres estrellas? —Alzó el brazo, señalando el cielo—. Forman un triángulo que se llama el Triángulo
del Verano. Son Vega, Deneb y Altair. ¿Las ves?
Félix la imitó y se tumbó también. Ancló los ojos en el oscuro firmamento, intentando distinguir
esas tres luminiscencias que ella mencionaba, pero le resultó imposible. Entornó los párpados para
enfocar, pero solo veía puntitos titilantes, desparramados por la bóveda del cielo, sin orden ni
concierto.
—No las veo —dijo, y giró la cabeza hacia ella, encontrándose con su mejilla a escasos
centímetros de distancia.
Erika también se giró y le miró. Sus ojos chispeaban divertidos.
—Yo tampoco —confesó. Y se echó a reír con una risa franca y sonora.
Félix abrió la boca, sorprendido, pero terminó por unirse a ella en sus carcajadas. Estar con esa
chica era refrescante. Era única sacándole una sonrisa. Se sentía ligero, como si volviera a tener
veinte años.
Tras vencer al ataque de hilaridad, ambos volvieron a mirarse, sonriendo jadeantes.
—¿Sabes una cosa? —dijo ella al cabo de unos instantes—. Creo que podría enamorarme de ti.
Félix no esperaba algo así y sintió un fuerte vuelco en el estómago. Trató de leer en su rostro si
hablaba en serio o si solo bromeaba, mas no lo consiguió. Con el corazón latiendo más rápido de lo
normal, apartó la vista, huyendo de los expresivos iris azules, y la dirigió al cielo.
—Mejor no lo hagas, Erika —respondió en un susurro.
Enamorarse. Qué pesada y lejana le resultaba esa palabra. Y qué dolorosa…
—Tienes razón. Eres un señor mayor y muy cascarrabias. ¿Qué te parece si volvemos a casa?
—propuso ella con tono despreocupado.
Y sin esperar respuesta, se levantó y comenzó a sacudirse la arena de la ropa y el pelo con
energía. Luego cogió las sandalias y se alejó.
—¡Venga, vamos! —le llamó.
Él se incorporó despacio y echó a andar tras ella con las zapatillas en la mano.
Todavía estaba descolocado.
Capítulo 16
Erika
El viernes por la noche había estado a punto de cagarla con Félix. Lo sabía. Había notado cómo él se
distanciaba y se encerraba en sí mismo cuando ella pronunció aquella frase maldita: Podría enamorarme
de ti.
Gracias al cielo, reaccionó a tiempo y volvió a actuar con desenfado.
Tenía que ser más cuidadosa. No quería echar a perder lo que había conseguido hasta el
momento.
No había mentido. Pese a que todo había empezado como un juego sexual, Félix era encantador
y muy interesante. Y físicamente era un dios. La idea de colarse por él no era tan descabellada.
Reconocía que ya sentía algunos cascabeles internos que no había experimentado con otros chicos.
Quizá la palabra enamorada se le quedase grande, pero no podía negar que estaba ilusionada.
Cuando regresaron al piso de Diego eran más de las tres de la mañana. No hablaron demasiado
durante el camino, pero el ambiente se había relajado de nuevo. Incluso bromearon mientras volvían
a la cama. Le hubiese gustado seguir haciéndole preguntas, pero no tardó en escuchar su respiración
profunda, señal de que se había dormido. Ella tampoco permaneció mucho tiempo en el mundo real
y se adentró en el onírico.
Al despertarse al día siguiente, descubrió que Félix se había marchado temprano a Valencia. Fue
Diego quien se lo dijo, que también había madrugado y había podido desayunar con él. Erika
maldijo en silencio no haberse levantado antes. Ya no iba a tener ocasión de verle hasta el domingo
por la tarde en casa de sus padres.
Jorge y Juls también se habían ido, pero los demás seguían allí. Mientras desayunaban todos
juntos, a duras penas pudo esquivar la salva de preguntas curiosas que le lanzaron los cotillas de
Lukas e Iván. Se zafó mintiendo como una bellaca y contando historias rocambolescas e increíbles,
como que Félix ya le había propuesto matrimonio y que estaba embarazada. La respuesta de aquellos
dos energúmenos fue lanzarle trozos de pan a la cabeza mientras Alexia se reía y Diego intentaba
calmar el ambiente.
Pasó el sábado en la playa con Bea. Laura se unió a ellas más tarde, cuando cerró la peluquería.
Durante todo el día solo hubo un único tema de conversación: Félix y cómo llevárselo a la cama
para algo más que para dormir. De la lluvia de ideas surgieron ocurrencias tan disparatadas como el
rapto, el chantaje, el atarle a la pata de la cama, el ponerle somníferos en la bebida… Nada
demasiado práctico, pero las risas fueron continuas y el alcohol también. Y así, entre chorrada y
chorrada, pasaron el día y la noche, ya que las tres se quedaron a dormir en el piso de Laura.
Y el domingo llegó y trajo consigo un dolor de cabeza impresionante.
Resaca.
Su mañana transcurrió con la cabeza metida dentro del retrete, bebiendo agua en cantidades
industriales y arrasando con todo el ibuprofeno que pudo encontrar.
A las cinco de la tarde ya se consideraba medio persona y se puso en marcha hacia el chalet.
Había quedado en encontrarse allí con sus amigas.
Aparcó la Yamaha frente a la casa de sus padres, se quitó el casco, y estudió el muro que la
rodeaba con algo similar a la nostalgia. Hacía solo tres meses que se había mudado a un pequeño
apartamento de un dormitorio y todavía echaba de menos la vivienda familiar.
De un vistazo comprobó que los coches de Lukas y Jorge estaban aparcados allí. También la
moto de Diego. Había además un vehículo que no reconoció a primera vista, y el Opel Corsa de
Bea, estacionado a unos cincuenta metros. Era la última en llegar, aparentemente.
Dejó el casco colgado del manillar y empujó el portón. No estaba cerrado. En cuanto lo cruzó y
se adentró en la propiedad, pudo escuchar el jaleo y la música que salía de los altavoces.
Perlas ensangrentadas, flores pisoteadas…
Alaska y Dinarama.
Su padre y su obsesión por la movida madrileña.
Atravesó la casa con rapidez y se dirigió a su antiguo dormitorio. Nadie se percató de su llegada
porque estaban todos en el jardín.
Se quitó los vaqueros y la camiseta y el diminuto bikini rojo quedó al descubierto. Era nuevo y se
sentía muy guapa con él. Chasqueó la lengua mientras se miraba en el espejo de cuerpo entero que
había en el armario desde todos los ángulos. Poca tela y mucha piel. Perfecto. ¿Cómo había dicho
Félix? ¿Muy femenina y exuberante?
Ahogó una risita tonta y abandonó el cuarto, descalza.
La escena del jardín era la de siempre. Tantas veces había vivido esa situación que nada resultaba
nuevo: los chapoteos procedentes de la piscina; la mesa con picoteo y bebidas; la plataforma sobre la
que se subían para hacer karaoke; la música, las risas y las charlas. Todo era igual. Solo el hombre
con bañador oscuro que conversaba animadamente con su padre y con Diego era una novedad.
Una novedad muy excitante y tentadora.
De traje, Félix resultaba imponente y apabullante. Pero en bañador, con el torso desnudo
mostrando los fuertes pectorales y los tatuajes era la viva estampa de un chico malote buenorro.
Estuvo a punto de dejar escapar un suspiro de admiración, pero se lo tragó.
Iván, Lukas y Alexia estaban en las tumbonas tomando el sol. Jorge nadaba, cortando la
superficie del agua mientras hacía un largo detrás de otro. Laura y Bea estaban con Dani y Rafa, los
amigos de Jorge, en el borde de la piscina. Juls y su madre, que tenía en brazos a Mía, se encontraban
junto a la mesa. Se encaminó hacia ellas para saludar.
—Anoche bebiste —le lanzó su progenitora cuando la vio llegar.
—Ya sabes que soy una alcohólica, mamá —bromeó y le dio un abrazo—. Pero, bueno, y esta
niña tan bonita, ¿quién es?
Mía soltó una risita cuando le hizo cosquillas en la barriga. Era una monada de cría, muy rubia y
con los ojos azules de los Alba. Se parecía mucho a Lukas cuando era bebé.
—Yo lo noto porque soy tu madre.
—No se nota. Estás espléndida —repuso Juls, besándola—. ¿Y ese bikini? ¿Es nuevo?
—Sí. A ver si ligerita de ropa puedo conquistar a tu hermano.
—Es un chico agradable —intervino su madre mientras le daba el biberón del agua a la niña—.
Le avisaré para que huya de ti.
—Mutti! Sei nicht so! Bin ein gutes Mädchen! 10—dijo con vocecita.
—Ein verrücktes Mädchen —precisó—. Genau wie dein Vater 11 —concluyó con un ademán
exagerado.
—Eh, que estoy aquí —protestó Juls—. Menos Kartoffel 12 y más castellano.
—Dice que estoy loca y que me parezco a mi padre —tradujo Erika con rapidez.
Por el rabillo del ojo podía ver al trío que conversaba al fondo del jardín. Era muy consciente de
que Félix ya la había visto. Podía sentir sus ojos sobre ella. Una sonrisa satisfecha se le instaló en la
boca.
—Tienes cara de depredadora —murmuró Juls—. Mi hermano me da pena.
—Pero si soy un amor —dijo risueña al tiempo que alargaba el brazo y cogía una botella de agua
de la mesa—. Bueno, ahora hablamos. —Le hizo una caricia a Mía y se despidió con un gesto—.
Voy a saludar.
Echó a andar hacia sus amigas, que tenían los pies dentro del agua y se reían de algo que acababa
de decir Rafa. Tanto este como Dani estaban dentro de la piscina en la parte menos profunda, frente
a ellas.
—Hola —les dijo.
—Estás cañón —soltó Dani con asombro manifiesto.
Los amigos de Jorge formaban parte de su vida desde hacía años, y tenían confianza suficiente
para decirse cualquier cosa.
—Se mira, pero no se toca —replicó, tomando asiento junto a Bea.
Rafa empezó a tararear una conocida canción ochentera de los Burning.
—¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este? ¿Vas de caza? ¿A quién vas a cazar?
—Mujer fatal, siempre con problemas… —Dani se unió a él.
Ambos comenzaron a gesticular con exageración, mirando a Félix.
—Pasáis demasiado tiempo con nuestra familia. Os estáis ochenterizando —dijo con hastío—. ¿Es
tan evidente? —inquirió sin mirar a nadie en particular.
—Si no te conociera diría que no —siguió Rafa—. Pero como estamos acostumbrados a verte
con tus bikinis deportivos que tienes desde los doce años, es una novedad que lleves algo tan…
¿reducido?
—Ni caso. —Laura le lanzó agua. Luego se volvió hacia ella—. Estás espectacular.
—Y no para de mirarte —añadió Bea.
Ella alzó la vista y sus ojos se encontraron con los de Félix. En efecto, la estaba mirando. Más
bien, se la estaba comiendo con los ojos. Le sonrió y alzó la botella de agua. Él respondió con una
sonrisa burlona y levantó el tercio de cerveza.
Diego y su padre se giraron para ver a quién saludaba.
—Ah, mi hija —dijo Tony—. Anda, acércate y saluda, ¿no?
—Es que no me gusta hablar con desconocidos. Soy tímida —exclamó.
Hubo una risa generalizada.
Los ojos de Félix chispearon con regocijo y Erika le lanzó un beso.
—Me parto contigo —se rio Bea—. Y te odio a muerte porque estás preciosa. ¿Cómo puedes
estar tan guapa después de no haber dormido casi nada?
—Es genético.
—¿Anoche salisteis? —inquirió Dani.
—No. Estuvimos en mi casa —respondió Laura.
—¿Por qué no me invitasteis?
—¿Tienes tetas? Porque no las veo —dijo la pelirroja con desdén.
—Tengo una mentalidad muy femenina.
La conversación se cortó porque Jorge se plantó junto a ellos y les pasó los brazos por encima de
los hombros a sus amigos.
—¿Qué pasa? ¿De qué habláis?
—De las tetas de Dani —repuso Erika.
Jorge lanzó un vistazo al pecho de su amigo con el ceño fruncido.
—Yo las veo como siempre. Flacuchas y feas.
—Me largo —dijo Dani resoplando.
Y se sumergió bajo el agua. Buceó hasta el otro extremo de la piscina. Rafa fue tras él, riéndose.
Jorge los siguió con la vista.
—¿Estáis siendo malas con mis chicos? —preguntó, volviéndose hacia las tres.
—Siempre —contestó Laura con malicia.
Juls se acercó al borde y a Jorge se le olvidó que estaba hablando con ellas y se alejó hacia su
novia. Salió de la piscina y la abrazó.
—No le mires así que está pillado —soltó Laura, pegándole una colleja a Bea.
—Es mi hombre ideal —farfulló esta con un puchero.
La canción se interrumpió repentinamente y todas las cabezas se giraron hacia el equipo de
música. Mía estaba tocando los botones mientras Anna trataba de alejarla del interesantísimo
aparato. Hubo algunas risas, pero Tony se apresuró a ir hacia allá para salvaguardar el precioso
artilugio. Lo cuidaba como si fuera su bebé.
Erika desvió la vista hacia su hermano mayor y su invitado. Eran los dos igual de altos, por lo
demás, no se parecían en nada, uno era casi rubio, de elegantes músculos marcados y el otro,
moreno y de complexión más ruda y viril. Sin embargo, pese a las diferencias físicas, se asemejaban
en la energía que irradiaban. Serena y templada.
Aprovechó para estudiar los tatuajes que Félix llevaba en los costados. En el izquierdo lucía un
águila con las alas extendidas y en el derecho una especie de rueda tribal. Ambos eran antiguos y
estaban estropeados por el tiempo y el sol.
—¿Has sabido algo nuevo de Samuel? —Escuchó que Bea le preguntaba a Laura.
Desde que volvieron de Madrid, Samuel y Laura habían intercambiado algunos mensajes.
—Nada especial. Dice que quiere escaparse un fin de semana y venir a verme. No sé. Ya
veremos.
Los primeros acordes de Dime que me quieres de Tequila llenaron el silencio. Tony había cogido en
brazos a Mía y se había encaramado a la plataforma de madera para bailar con ella. La niña reía
entusiasmada. Presentaban una estampa divertida y conmovedora.
Mientras todo el mundo estaba distraído observando las monerías de la pequeña, los ojos de
Erika se encontraron con los de Félix de nuevo. La superficie de la piscina los separaba, no obstante,
había tal intensidad en la mirada oscura que parecía que la estuviese tocando.
Sintió una sacudida en el abdomen.
¡Maldito capullo, enviándole siempre señales contradictorias!
Entrecerró los ojos un poco irritada.
Sin cortarse ni un pelo, paseó la vista por el masculino cuerpo, deteniéndose en la entrepierna
con intención mientras se humedecía los labios con la punta de la lengua. Después, acarició el borde
de la botella de agua con el dedo índice, arrastrando unas cuantas gotas con él, y se lo llevó a la boca.
Lo chupó, como si estuviera lamiendo una piruleta. El gesto podía parecer inocente, pero iba
acompañado por una mirada de pura provocación.
Félix era bueno, sin duda, porque apenas reaccionó. Se limitó a apartar la vista con rapidez y a
darle un trago a su cerveza. Pero Erika, que le observaba con atención, se percató de dos cosas. La
primera, se le habían tensado los hombros. La segunda, una incipiente erección comenzaba a
manifestarse dentro de su bañador.
Soltó una risita maligna.
Vio que él le decía algo a Diego y que dejaba la botella sobre uno de los bancos que rodeaban el
jardín. Luego se lanzó al agua de cabeza, sin salpicar demasiado.
—Creo que me voy a bañar —anunció ella en voz baja mientras se deslizaba dentro de la piscina
—. Tengo calor.
Félix
Las ganas de asesinar a Erika se le concentraron en el pecho mientras el ardor se esparcía por su
cuerpo a gran velocidad. El gesto que ella acababa de hacerle había atraído recuerdos de la noche
que pasaron juntos en Madrid. La vívida imagen de ella poniéndole el condón con la boca le había
explotado en la cabeza y había reaccionado en consecuencia: excitándose.
¡Maldita Erika!
Incluso antes de sacar la cabeza fuera del agua, ya sabía que ella se había acercado a él. Podía
intuir su presencia.
Así era. Allí estaba, a dos metros escasos de distancia, la tentación personificada con ese bikini
minúsculo que apenas cubría nada, una sonrisa deslumbrante y el agua goteándole del pelo y las
espesas pestañas.
—Hola, cobarde —ronroneó.
No la saludó. Le lanzó una mirada de advertencia y se alejó hacia el fondo de la piscina, nadando
con lentitud. Antes de poder encararse con ella tenía que apagar el fuego que le recorría las venas.
No era el momento ni el lugar adecuado para perder los papeles, con todos aquellos testigos que,
aunque intentaban disimular, estaban muy pendientes de ellos.
«¿Dónde narices te has dejado tu templanza y tu frialdad?», se recriminó para sus adentros.
«¿Desde cuándo eres incapaz de controlarte?».
Escuchó la risa de ella a su espalda y tuvo que aceptar que la situación, si él no hubiera sido el
protagonista, tenía gracia.
Cuando llegó al borde, se giró. Erika había nadado tras él, pero se mantenía a distancia, la
suficiente para poder hablar sin que otros los escucharan. Los rayos del sol incidían sobre su rubia
cabeza creando una especie de halo y realzando sus facciones angelicales.
Qué paradoja.
Era un demonio.
—No me tengas miedo.
La frase, pronunciada en voz baja con tono de bruja malvada, le hizo reír.
—¿Te gusta mi bikini nuevo? —continuó ella. Se acercó al borde y se acodó sobre la superficie
de cemento, a un metro escaso de donde él se encontraba.
—No está mal.
—Vaya, qué escueto.
«Te prefiero sin él», le delató su subconsciente.
—Es bonito —dijo con un encogimiento de hombros.
Ella hizo un mohín.
—Me lo he comprado por ti. Normalmente suelo usar otro tipo de bikinis, ¿sabes? Me hiere que
no aprecies mis esfuerzos por conquistarte.
Era tan directa que mareaba.
—Ya sabes que soy…
—Inconquistable —le interrumpió con un gesto despectivo—. Ya. Ya lo sé. Por eso te has
convertido en un reto. Supongo que si me hubieras dicho que sí desde el primer momento habría
pasado de ti. Me suele ocurrir.
Félix frunció el ceño y la miró de reojo. De pronto, le molestó que ella le echara dentro del
mismo saco que a todos los demás.
—No lo creo —repuso.
Ella le miró con esos ojos suyos tan brillantes. Una gota se desprendió de sus pestañas y rodó
por su mejilla.
Las ganas de alargar la mano y atraparla con el dedo le hormiguearon en el abdomen.
No lo hizo.
—Tienes razón. —Ella giró la cara y apoyó la barbilla sobre el antebrazo—. Me interesarías de
un modo u otro. Eres demasiado impresionante.
No debería sentirse tan halagado, pero era más influenciable de lo que pensaba, y lo hacía.
—¿Qué te parecen mis padres?
El brusco cambio de tema le aturdió un poco y tardó en contestar. Su vista se dirigió hacia la
plataforma, donde Tony Alba lo daba todo con su nieta. Luego paseó hasta el lugar donde Anna
Schwarz hablaba con Jorge y Juls.
Madre e hija eran casi iguales.
Había sido toda una sorpresa cuando llegó al chalet y la vio de cerca. En un primer momento
incluso creyó que era la propia Erika.
—Tu madre y tú os parecéis mucho.
—Solo físicamente.
—Sí. Es bastante más educada —dijo con sorna—. El carácter lo has sacado de tu padre, sin
duda. Es un bromista de cuidado. Juls ya me había hablado de los dos y de lo bien que la habían
acogido en la familia. No exageraba cuando decía que la querían como si fuera una hija más.
—Son geniales. Mi madre, pese a ser alemana, no es nada estricta, al contrario, siempre nos ha
dejado mucha libertad. Y mi padre… —Hizo una pausa y la risa resonó en sus palabras—. Mírale,
haciendo el tonto con Mía. ¿Cómo íbamos a salir normales?
Félix vio que Tony bailaba como si fuera un chimpancé, haciendo reír a la pequeña. No pudo
evitar sonreír. Sí, los Alba eran peculiares, pero estaban muy unidos.
—Me parece tan increíble que tu hermano Lukas sea padre tan joven… Es un niño.
—Ya ves. A veces la vida te da esas sorpresas.
Él ya conocía toda la historia porque su hermana se la había contado. No obstante, había una
gran diferencia entre saberlo y verlo con sus propios ojos.
—¿Tú no quieres tener hijos? —le preguntó ella.
—No me lo he planteado. ¿Y tú?
—Tampoco.
Después de eso, ambos guardaron silencio. Sonaba una antigua canción de El último de la fila,
que él recordaba de cuando era un crío. Ya se había percatado de que todo lo que salía de los
altavoces era de hacía varias décadas.
—¿Y esta música tan… moderna?
Erika se rio.
—Mi padre se quedó anclado en el noventa y dos o así. Todo lo posterior a ese año es basura,
dice. ¿No te gusta?
—No me disgusta. Es como volver atrás en el tiempo. ¿Cómo se llama esta canción?
—El loco de la calle —respondió y comenzó a cantarla.
Él la contempló aguantando una risa. Cantaba fatal, pero lo hacía con entusiasmo y sentimiento.
Y estaba tan preciosa que quitaba el aliento.
Había tenido que pestañear varias veces cuando la vio acceder al jardín con ese bikini. La parte
de arriba eran dos triángulos diminutos de tela roja y la parte de abajo era un tanga breve. Brevísimo.
Había sido incapaz de apartar la mirada de su cuerpo cimbreante y atlético, y de la larga melena rubia
que oscilaba graciosamente sobre su espalda.
Se sintió como un depravado observándola a hurtadillas mientras Tony y Diego le contaban algo
del negocio familiar. A pesar de que parecía inmerso en la conversación que mantenía con ambos,
estaba muy pendiente de ella. De cómo caminaba, de con quién hablaba y de lo que hacía.
La canción de El último de la fila acabó y dio paso a una de Hombres G, Voy a pasármelo bien.
—Tu padre tiene gustos muy… variados —murmuró.
Ella volvió a reírse.
—Y todavía es pronto. Espera a que sea más tarde y nos obligue a cantar Mi agüita amarilla. Es el
himno familiar.
La miró de soslayo. La diversión resplandecía en sus facciones.
—Creo que me iré antes —bromeó.
—No puedes irte. Tienes que soportarlo. Cuando nos casemos serás uno más de la familia —dijo
con coquetería.
Él metió la mano en el agua y la salpicó. Ella, en lugar de reaccionar irritada, le devolvió el gesto
multiplicado por cien. Él le siguió el juego. Terminaron riendo y lanzándose agua con energía. El
sonido de los chapoteos se elevó incluso por encima de la música. La guerra de salpicaduras no tardó
en convertirse en una batalla de aguadillas. Primero fue Erika la que le empujó hasta sumergirle,
luego fue él quien tiró de ella hasta hundirla.
Fue durante la tercera aguadilla que pudo sentir los femeninos dedos rozando su entrepierna con
intención. Se retorció y consiguió escapar a duras penas. Nuevamente excitado, emergió del agua y la
buscó con la mirada. La vio a unos metros de distancia, junto al borde.
—Eres malvada —le lanzó.
—¿Tregua? —sugirió ella con una risa inocente.
—Tregua —aceptó, apartándose el pelo de la frente.
—¿Cuántos años tenéis? —preguntó Juls con las cejas arqueadas desde una de las tumbonas.
No era la única que estaba interesada en ellos. Todos los observaban con diferentes grados de
curiosidad mal disimulada.
—No seas descarada —la reprendió Félix con fingido tono paternalista.
Juls resopló.
—¿Necesitas ayuda para salir? —dijo Erika con ironía. Se había acercado sin que él se diera
cuenta.
—Si te mantienes lejos de mí todo irá bien —masculló entre dientes.
—Me encanta ver que te pongo a cien —musitó y se lamió el labio inferior.
Él cerró los ojos. Aquello no ayudaba en absoluto a calmarle.
—Salgo y te traigo una toalla —ofreció ella con dulzura.
Él la miró con los ojos entornados llenos de desconfianza.
Sin embargo, sí que pareció apiadarse de él, porque se encaminó a los escalones y salió del agua,
contoneándose de un modo muy poco sutil.
Curvas y piel sedosa chorreando… ¡Dios! En el infierno hacía menos calor.
Solo un par de segundos después, ella se acercó al borde y le arrojó una toalla que atrapó en el
aire. Sujetándola frente a él, como si fuera un escudo protector, salió del agua. Las miradas irónicas
que Lukas e Iván le dirigieron le hicieron saber que no estaba engañando a nadie. Vio que Jorge se
acercaba, y se enrolló la toalla a la cintura, colocándola de tal manera que su engrosado miembro no
resultara demasiado prominente.
—Toma. —Jorge le tendió una botella de cerveza fría—. Refréscate, que lo necesitas.
Félix aceptó la bebida y trató de ignorar la risita de su cuñado, que se dio media vuelta y se alejó.
Le hizo caso y dio un par de tragos, dejando que el líquido le resbalara por el paladar. Por el rabillo
del ojo descubrió que el patriarca de los Alba se encaminaba en su dirección y contuvo una
maldición. No podía enfrentarse a Tony en ese estado.
De pronto, Anna llamó a su marido y este se dio la vuelta y se dirigió hacia ella.
«Salvado».
Uno de los amigos de Jorge —el que tenía menos pelo— se aproximó y comenzó a hacerle
preguntas sobre su negocio. Aparentemente, trabajaba en una agencia inmobiliaria y estaba
interesado sobre los precios de los traspasos en Valencia.
Pese a que estaba pendiente de la conversación y respondía a todas las preguntas, era muy
consciente de dónde estaba Erika. Se había situado justo detrás del tal Rafa, en su campo de visión.
Estaba inclinada, escurriéndose la larga melena mientras hablaba con sus amigas, pero le miraba a él.
Félix apartó la vista de la cara de Rafa y la dirigió dos milímetros a la izquierda.
Ella le sonrió.
Él se descubrió a sí mismo devolviéndole la sonrisa.
Capítulo 17
Félix
Si le preguntaban, no sabría contestar cómo había acabado allí: sobre la moto de Erika, abrazado a
su cintura mientras atravesaban las calles de Benidorm de noche. Solo media hora antes, estaban
todos en el chalet de los Alba, hablando de tonterías y disfrutando de la brisa nocturna en el jardín.
No sabía quién había propuesto bajar al pueblo a tomar algo. Quizá fue Jorge o Lukas. No lo
tenía muy claro, pero todo se orquestó para que Tony y Anna se quedaran con Mía, y los demás se
pusieran vaqueros y camisetas y se distribuyeran en los vehículos disponibles. Él no tuvo ocasión de
decidir en qué coche iba a montar, porque antes incluso de vestirse, Erika ya le había tendido un
casco y le miraba provocadora.
Y a él se le daba bien dejarse provocar.
Todo el día había sido una absoluta provocación a la que ya empezaba a acostumbrarse. Miradas,
gestos y muecas. Toda una batería de ademanes dirigidos contra su persona que cada vez esquivaba
con más pericia, pero que iban dejando huella.
Se habían acoplado a diferentes grupos en extremos contrarios del jardín, no obstante, era muy
difícil ignorar la femenina presencia. Su voz, su entusiasmo y su intensidad destacaban por encima de
los demás y los ojos de Félix habían viajado una y otra vez hasta ella.
Estaba tan guapa…
La moto de Erika era una Yamaha YBR 125 Custom. Una preciosidad negra y plateada que
estaba en muy buen estado pese a su antigüedad. Hacía siglos que no montaba en moto y mucho
menos de paquete, pero estaba disfrutando de la experiencia. Erika conducía muy bien; fluía con la
máquina, como si fuera una extensión más de su cuerpo. No era habitual ver a una chica manejando
una moto de ese tipo, pero a Félix ya no le sorprendía nada que tuviese que ver con ella. Había
elegido una camisa corta y su postura, inclinada sobre el manillar, hacía que la prenda se elevara
dejando piel al descubierto. Era una delicia poder posar las manos sobre el talle desnudo y sentir el
cálido cuerpo a escasos centímetros del suyo, para qué negarlo.
Apenas diez minutos después de haber salido de la casa familiar y haber atravesado unas cuantas
avenidas desiertas y algunas calles en las que el tráfico comenzaba a ser menos fluido, entraron en la
bulliciosa ciudad. Se detuvieron en un semáforo y ella se giró hacia él al tiempo que se levantaba la
visera del casco integral.
—Ya casi hemos llegado. Voy a aparcar ahí delante. —Señaló la calzada a unos cincuenta metros,
donde estacionaban otras motos.
Él asintió.
Estaban en una avenida ancha bordeada de árboles, llena de luces, de gente y algarabía. Se
dirigían hacia el local donde trabajaba Alexia.
Un vehículo se detuvo junto a ellos en el semáforo y tocó el claxon, llamando su atención.
—¡Disculpe! Está usted en medio —gritó una voz masculina.
Jorge.
Iba sentado en el asiento del pasajero y era Juls la que conducía el ridículo coche, un enorme
Nissan Patrol blanco con rayas anaranjadas en los laterales que tenía más años que todos los Alba
juntos.
—¿Me habla a mí? —exclamó Erika, fingiendo que se llevaba la mano al oído—. El ruido de esa
antigualla de motor me impide oír nada.
Jorge le sacó la lengua.
—¿Qué tal conduce mi hermana? —se dirigió a Félix.
—No está mal.
Erika le pellizcó la pierna.
—Soy un crack —dijo con fingida indignación—. Oye, paraos ahí donde las motos y dejamos los
cascos en el coche —le habló a su hermano.
El semáforo cambió de color y se pusieron en marcha. Erika estacionó entre una scooter y una
Suzuki de gran cilindrada mientras Juls se detenía en doble fila. Se bajaron de la moto y se quitaron
los cascos y las cazadoras vaqueras, que ella había insistido en que se pusieran a pesar del calor, y le
tendieron todo a Jorge a través de la ventanilla.
—¿Dónde vais a aparcar? —preguntó ella—. Esto está a reventar.
—En el hotel donde trabaja Dani, en las plazas para empleados. Nos está esperando allí.
—Ah, genial. Nos vemos ahora.
El Nissan arrancó de nuevo y desapareció entre el tráfico.
—No entiendo cómo ese coche sigue funcionando —comentó Félix.
Erika se rio.
—Gracias a mí y a Iván, que cada dos por tres tenemos que estar revisándolo. Y ahora confiesa
que nunca habías disfrutado tanto montando en moto. —Erika cambió de tema al tiempo que
enhebraba el brazo en el suyo.
—No lo voy a negar —repuso.
—¿Hay alguna opción de que acabemos follando esta noche?
A él se le escapó una risa profunda. Esa chica…
—No.
—Entonces vamos a bailar —propuso con una sonrisa.
¿Bailar? Hacía siglos que no bailaba. En realidad, hacía siglos que no salía por la noche solo a
divertirse. Sus noches se traducían en trabajo, trabajo y trabajo.
Sintió que ella tiraba de él hacia una calle más estrecha que conducía a la playa —la misma en la
que habían estado el viernes comiendo un helado— y la estampa que se presentó ante sus ojos fue
muy similar a la de hacía dos noches: el arenal iluminado, el mar oscuro de fondo, la música
estridente y las luces estroboscópicas saliendo de los locales. Gente, jaleo y risas.
Benidorm en estado puro.
Un tipo moreno con purpurina dorada en la cara se acercó a ellos con unas tarjetas en la mano,
ofreciéndoles un descuento en uno de los bares, pero Erika le rechazó con un gesto y siguieron
andando.
Las gogós que bailaban sobre plataformas a la entrada de los diferentes locales provocaban que
los grupos de chavales curiosos se agolparan frente a ellos, dificultando el avance. No obstante, no
tardaron en divisar a Iván y a Diego, frente a la puerta del Go Beach Club. Estaban con dos chicos a
los que Erika abrazó efusivamente.
—Son unos amigos nuestros, Emilio y Miguel —se los presentó Diego.
Se estrecharon las manos.
—¿Esperamos dentro a los demás? —propuso Erika—. Creo que Alexia es la siguiente en bailar
y quiero verla.
Era evidente que acudían con frecuencia porque el tipo enorme que había en la puerta los saludó
con un gesto de reconocimiento.
Accedieron al interior con dificultad y se abrieron paso hasta una de las barras; se hicieron hueco
en un extremo.
—¿Qué bebes? —le preguntó Erika a gritos.
Ya había bebido suficientes cervezas ese día y tenía que madrugar al día siguiente, así que se
decantó por un agua con gas. Ella se pidió una Coca-Cola y los demás optaron por cerveza sin
alcohol.
Le echó un rápido vistazo al lugar. No tenía nada de especial. Era impersonal, ruidoso y vulgar.
Era todo lo que él no deseaba que fuese el Corso. Aunque estaba claro que cumplía su función si
uno se guiaba por la cantidad de gente que lo llenaba, la mayoría con vasos en las manos.
Erika le tendió el agua y le señaló el podio que acababa de desocupar una chica de pelo corto y
piernas largas.
—Ahora le toca a Alexia —le dijo.
Incluso antes de que hubiera terminado la frase, una chica con un mono minúsculo de lentejuelas
rosas y unas botas de plataforma blancas se encaramó a la pieza de madera. El DJ dijo algo por los
altavoces, la música cambió y subió de volumen. Era una famosa canción de techno dance, Ooh La
La de Goldfrapp.
La gogó comenzó a bailar y Félix la contempló lleno de asombro. Le parecía casi imposible que
esa chica fuera la misma que había conocido hacía dos días y con la que había estado hasta hacía
unas horas. La Alexia, novia de Lukas y niñera de Mía, era una persona seria y callada que irradiaba
serenidad; la gogó que se contorsionaba con sensualidad al ritmo de la música era completamente
diferente.
—Cuidado, que está pillada —dijo alguien a su lado.
Volvió la cara y se encontró con Lukas que le sonreía de oreja a oreja.
—Creo que yo también —respondió con ironía, señalando con la barbilla a Erika, que hablaba
con Iván a unos pasos de distancia.
Lukas soltó una carcajada y volvió a girarse hacia su chica con una expresión cargada de
admiración en el rostro.
—¿A que es maravillosa?
Félix no contestó. Sabía que no era necesario ya que Lukas se había olvidado de él.
Rafa, Laura y Bea llegaron junto a ellos y se hicieron sitio a su lado. Jorge, Juls y Dani también
aparecieron poco después. Félix trató de hablar con su hermana, pero la música era demasiado
estruendosa para poder mantener una conversación fluida.
Giró la cabeza hacía Erika, pero no la encontró. Extrañado, barrió el local con la vista, buscando
la dorada cabellera, pero no pudo localizarla.
Pasaba demasiado tiempo pendiente de esa chica y aquello no era bueno, se dijo. Si no pensaba
acostarse con ella, tendría que guardar las distancias. Tontear era divertido, pero ambos debían de
tener claro que no podían ir más allá de eso.
Mientras se decía aquello a sí mismo, sus ojos le contradecían y seguían recorriendo cada metro
cuadrado, buscando…
Y ahí estaba.
Riéndose y bailando con dos chicos que parecían muy jóvenes. Aunque todo el mundo en ese
sitio parecía muy joven. No creía que nadie pasara de los veinticinco.
Dio dos pasos a la derecha para poder verla mejor.
Los vaqueros que llevaba eran muy bajos y la blusa negra sin mangas era corta, de modo que una
generosa franja de piel desnuda quedaba expuesta en torno a su cintura. Su cabello despeinado
ondeaba sobre su espalda.
Bailaba desinhibida, con los ojos entrecerrados, oscilando las caderas.
Era muy natural. Provocadora. Sexi.
A los dos chicos que se pegaban a ella se les caía la baba. Y no solo a ellos dos. Había algunos
más que la devoraban con los ojos.
Él mismo lo hacía.
Entre todas aquellas muñequitas arregladas y emperifolladas destacaba por su belleza sin artificio,
como un diamante en bruto entre pulidas piedras preciosas.
Uno de los chicos, el más alto, le posó la mano sobre el desnudo vientre, abriéndola al máximo
para alcanzar el comienzo de sus pechos, y se pegó a su espalda, contoneándose al mismo tiempo
que ella lo hacía.
Erika no se apartó.
Félix sonrió de medio lado. Pese a que ella no le había dirigido ni una sola mirada, el instinto le
decía que sabía que la estaba mirando. También estaba seguro de que pensaba en él, aunque su
compañero de baile fuera otro.
Sintió el móvil vibrar en el pantalón y tuvo que forzarse a apartar la mirada de la sensual escena.
Se lo sacó del bolsillo. Era un mensaje de Ana.
Estamos frente a la entrada del Go. Sal y te presento a Diego.
Le había enviado un mensaje a su amiga hacía un rato, por si acaso ella le estaba esperando para
cenar, diciéndole cuáles eran sus planes. Sabía que no tenía obligación alguna de hacer eso, pero
pensaba que era cuestión de educación. Ya que vivía en su casa, al menos tenía la deferencia de
informarle si no iba a regresar para que ella no contara con él.
Le hizo un gesto a su hermana, señalando el vaso que dejó sobre la barra y se abrió paso entre la
gente hacia la salida. No volvió a mirar a Erika.
En cuanto salió a la calle y logró escapar del ambiente viciado del local, cogió una gran bocanada
de aire, aliviado. Agradeció la brisa que le secó el sudor de la piel casi instantáneamente. Los Corsos
solían llenarse de gente también, pero eran lugares agradables en los que se podía pasar un buen rato
conversando y disfrutando.
—¡Fix!
La voz de Ana le llevó a girar la cabeza.
Allí estaba, detrás de un grupo de chicos que fumaban como carreteros, junto a un tipo muy alto
con la cabeza afeitada y aspecto tranquilo. Ella llevaba un vestido largo de color blanco y el pelo
recogido en una coleta. Él, un polo azul y unos vaqueros claros.
—Hola —los saludó al acercarse a ellos.
—Este es Diego. Este es mi amigo Félix.
—He oído hablar mucho de ti —le dijo el tal Diego, estrechándole la mano.
—Y yo de ti.
No tardó mucho en catalogarle. El novio de Ana rezumaba afabilidad. Y se notaba que estaba
colado por ella.
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella, señalando el Go—. Esto es para guiris y turistas jovencitos.
—Ya me he dado cuenta, pero la novia de Lukas trabaja aquí y hemos venido a verla. —Se
encogió de hombros con resignación.
—Qué sacrificado —se rio—. Vente con nosotros a tomar una copa aquí al lado. Hay una
terraza más tranquilita. Es un sitio de adultos —añadió con tonito guasón.
No se lo pensó demasiado.
—Voy a entrar a decírselo y ahora salgo.
Regresó al Go. De algún modo parecía todavía más lleno de gente que antes.
—¡Eh, Juls! —la llamó—. Voy a tomarme una copa con Ana y su novio aquí al lado. Avisadme si
os vais.
Ella asintió con un gesto.
Se dio media vuelta y se encaminó hacia Erika y sus admiradores. A ellos los ignoró
completamente. Se plantó frente a ella, que al verle llegar dejó de bailar.
—Me voy —le dijo, inclinándose y hablándole al oído.
—¿Dónde?
—Con mi amiga Ana y su novio. A tomar una copa aquí cerca.
—¿Me abandonas?
Él se rio de buen humor y alzó la cabeza para posar la mirada en la suya.
—Te dejo con tus chicos.
Los dos jóvenes le estaban lanzando miraditas curiosas.
Ella compuso un gesto cargado de fastidio.
—Sabes que no me importan una mierda y que mientras bailaba solo pensaba en ti.
—Lo sé.
—¿No me vas a echar de menos?
—Ni un poquito.
Ella le tiró de la camiseta hasta que él volvió a inclinarse.
—Mentiroso —le susurró junto al lóbulo de la oreja. Acto seguido, sacó la lengua y lo lamió
despacio.
Félix cerró los ojos y estuvo a punto de emitir un gemido. La sensación de esa lengua blanda y
húmeda recorriendo su piel fue increíble. Y su miembro pareció pensar lo mismo porque se irguió
contento.
—¿Me das un beso de despedida? —musitó ella pegando el cuerpo al suyo y hundiendo la cara
en su cuello.
La lógica le decía que no lo hiciera. ¿Acaso no se había dicho a sí mismo hacía poco que era
mejor guardar las distancias?
Posó las manos sobre su desnuda cintura y la sintió estremecer. Ella elevó la cara y le ofreció sus
labios que parecían temblar ansiosos. Sus ojos azules oscurecidos por la falta de iluminación le
suplicaban. O quizá fuera solo producto de su imaginación.
Sonaba una versión moderna de una antigua canción disco de los setenta. Era You make me feel
maighty real 13 de Sylvester.
Aproximó la boca a la de ella.
Se besaron.
Todo lo demás desapareció.
Había ímpetu en el beso. Había mucho deseo contenido. Había hambre y ganas. Pasión. Delirio.
Frenesí.
Se separaron jadeando.
El corazón de Félix iba a mil por hora. Y ella parecía tan excitada como él con las pupilas
dilatadas y la respiración agitada. Sus cuerpos todavía no habían entendido que el beso había
finalizado porque seguían unidos, presionando, como si quisieran atravesarse. Se miraron fijamente,
en silencio. Ella le acarició el labio inferior con el pulgar y él no pudo evitar imitarla y trazar el de ella
con el índice, con dulzura.
La realidad retornó a ellos muy poco a poco. La música volvió a sonar potente. Las voces y las
risas regresaron. El local entero apareció ante sus ojos.
Félix se dio media vuelta y se dirigió hacia la salida. Sentía un fuego abrasador en el pecho y la
sangre revolucionada en las venas. Otras partes de su cuerpo también estaban muy alteradas.
La última estrofa de la canción le acompañó hasta que abandonó el local.
Oh, I feel real when you touch me, I feel real when you kiss me, I feel real when you touch me, I feel real when you
hold me…14
Su nivel de inglés era mediocre, pero podía intuir lo que significaba esa letra.
Capítulo 18
Erika
Las ventajas de ir en moto eran muchas, sobre todo a la hora de aparcar en una ciudad grande como
Valencia. No conocía bien las calles, a pesar de que había ido unas cuantas veces, pero el local de
Félix no tenía pérdida. Estaba situado en una de las zonas más populares, junto a la plaza Cánovas
del Castillo.
La plaza entera era zona azul, pero en una de las calles perpendiculares encontró un espacio
habilitado para motos donde no tenía que pagar. Estacionó la Yamaha allí y aseguró el casco a la
parte trasera con una cadena antirrobo.
Eran las cuatro y media de la tarde de un lunes y hacía muchísimo calor, así que se despojó de la
cazadora que siempre llevaba cuando montaba en moto y se la ató a la cintura. Se pasó los dedos por
el pelo para despegarlo del cuero cabelludo, y echó a andar.
Había pedido la tarde libre para ir al dentista, pero en el último momento le habían cancelado la
cita y decidió acercarse a Valencia, de compras. Bueno, esa era la excusa que había pensado contarle
a Félix. La pura realidad era que la cita con el dentista la había cancelado ella y se había escapado
para verle.
Hacía ocho días que no sabía nada de él, desde el domingo por la noche en el Go cuando
intercambiaron aquel beso que la dejó boqueando como un pez fuera del agua. Él no había vuelto a
aparecer; se había marchado a casa con Ana y su novio, aparentemente. Y durante los días siguientes,
tampoco pudo verle porque, según le había dicho Juls, él pasaba casi todo el tiempo en Valencia
debido a unos problemas de última hora que habían surgido en el local.
Así que allí estaba ella.
Si Mahoma no iba a la montaña, tendría que ser la montaña la que fuera a Mahoma.
O algo parecido.
El exterior del Corso solo se diferenciaba del de Madrid porque este tenía una amplia ventana
que estaba tapada desde dentro por papel marrón. Sin disimulo, pegó la cara al cristal y echó un
vistazo curioso por una grieta que había en el papel. El interior del local era muy similar a los otros
Corsos, tenía la misma decoración.
Solo tardó un milisegundo en localizar a Félix. Estaba en medio de la estancia, hablando por
teléfono. Iba vestido de traje, pero se había quitado la chaqueta y subido las mangas de la camisa azul
hasta los codos. Debía de llevar unos días sin afeitarse porque su bien cuidada barba le había crecido
por las mejillas dándole un aspecto salvaje.
Parecía cansado.
Erika no dudó.
Tiró del picaporte y abrió la puerta, accediendo al local. El suelo estaba tapado con plásticos. La
barra y los muebles también. Había un andamio al fondo, pegado a una de las paredes.
Félix se giró brevemente para ver quién había entrado. Al verla, la expresión de su cara que hasta
el momento había sido de preocupación pasó a cargarse de desconcierto.
Erika alzó una mano y le saludó muy sonriente.
—Te llamo luego —dijo él a su interlocutor al otro lado de la línea. Y cortó la llamada.
—Esto está quedando genial —comentó ella en voz elevada. De fondo se escuchaban ruidos
raros, como si hubiera alguien utilizando una sierra o un taladro.
—¿Qué haces aquí? —inquirió con el ceño fruncido.
—He venido a raptarte.
—Estoy ocupado —le dijo con un gesto vago de la mano.
Era obvio que su visita no era muy bienvenida.
Erika no se amilanó. Sabía por Juls, que él pasaba demasiadas horas en el local, que comía fatal y
que estaba agotado.
—Estoy segura de que tienes tiempo de tomar un café conmigo.
Él se frotó la nuca, vacilante.
—¿Qué haces aquí? ¿No trabajas hoy?
—Tenía una cita en el dentista y se ha cancelado y he aprovechado para venir de compras…
—Hizo una pausa y meneó la cabeza—. Bueno, es mentira. He cancelado yo la cita y he venido
porque me apetecía verte.
«Genial, Erika. ¿Se puede ser más bocazas?».
—Vaya —murmuró él.
—Mira —dijo ella y se sacó un billete de cinco euros del bolsillo—. Pago yo.
—¿Qué es eso? ¿Me vas a pagar para que me vaya contigo? Me siento un hombre objeto. Y es
poco dinero.
Ella se rio.
—Era para pagar el café. Pero espera. —Volvió a hurgar en el bolsillo hasta que encontró un
billete de veinte. Se lo mostró—. ¿Suficiente?
—Te haré un buen precio ya que somos casi familia y aceptaré los veinte euros —repuso con
cinismo. De pronto, su humor parecía haber mejorado. Se acercó a ella, le cogió el billete y se lo
guardó en el bolsillo—. Vamos. Tengo un rato para un café. ¡Julián, voy a salir! —gritó.
El sonido penetrante cesó y se escuchó algo similar a un Sin problema amortiguado.
—¿Qué pasa? —preguntó ella una vez en la calle—. ¿Problemas?
—Las puertas han llegado mal y he tenido que buscarme otro fabricante. Y las lámparas no son
las que habíamos elegido. Además, uno de los camareros nos ha fallado y he estado haciendo
entrevistas.
—Qué putada. ¿Y va a estar todo listo para la inauguración del sábado?
—Sí —soltó con sequedad, como si cualquier otra respuesta fuera impensable—. ¿Te parece bien
allí enfrente? —Señaló una pequeña cafetería al otro lado de la calle.
—Me parece bien.
Cruzaron la calzada aprovechando que no pasaban coches. Erika le miró de reojo. Exceptuando
la barba descuidada y las ojeras que había bajo sus ojos, estaba igual de impresionante que siempre.
Pese a las altas temperaturas, llevaba un chaleco gris, a juego con los pantalones. Al menos había
prescindido de la corbata. Ella lucía unos vaqueros elásticos, zapatillas deportivas y una camiseta con
estampado de calaveras mexicanas de diferentes colores.
Sí, sin duda encajaban perfectamente, pensó con ironía.
Tomaron asiento en el interior de la cafetería. Se estaba bien allí con el aire acondicionado
funcionando a toda pastilla. Solo otra de las mesas estaba ocupada por una pareja de mediana edad.
A esa hora, la mayoría de la gente o bien estaba trabajando o en la playa.
Él se pidió un café con hielo y ella un granizado de limón.
—Tienes aspecto de cansado —le dijo, cuando ya tenían ambos las consumiciones sobre la mesa
de madera.
—¿Cansancio? ¿Qué es eso? —dijo él con tono de guasa. Luego continuó con seriedad—: Estoy
agotado, pero ya lo esperaba. Es normal que algo falle antes de abrir un sitio nuevo. Siempre pasa.
—Por lo poco que he podido ver, ha quedado genial.
—¿Has podido ver debajo de los plásticos? —dijo él con ironía.
—Tengo un montón de cualidades que no conoces. Soy capaz de ver a través de los objetos
—dijo mientras jugaba con la pajita—. Te diría incluso que sé de qué color es tu ropa interior.
—¿Coqueteas de nuevo?
—A saco.
Él rio.
—¿De qué color es mi ropa interior? —la retó con una mueca.
—Creo que negra.
Él se echó hacia atrás en la silla y la miró con los ojos entrecerrados.
—¿He acertado?
No respondió. Se limitó a llevarse la mano a la cintura. Se ahuecó el cinturón y el pantalón y echó
una ojeada.
—Sí.
Ella soltó un gritito de júbilo.
—Perfecto. He ganado. Ahora tienes que hacer algo que yo desee.
—¿Cuándo hemos quedado en eso?
—Ahora.
Él se llevó el vaso a los labios y dio un pequeño sorbo al café.
—Te queda bien esa ropa. Aparentas doce años —dijo.
—No intentes cambiar de tema —replicó—. Me he ganado un deseo.
—No voy a acostarme contigo.
—¡Qué mal pensado eres! —protestó con tono enfurruñado.
—Contigo es «piensa mal y acertarás».
Ella no se lo discutió.
—Bueno, cuéntame todo lo que has hecho esta semana. —Cambió de asunto. Ya volvería a lo
del deseo más tarde.
Él la miró con desconfianza, pero terminó por ceder y empezó a hablarle de los problemas de
última hora que le tenían tan ocupado.
Erika le escuchó en silencio, dejando que se explayara. Se limitaba a asentir o a negar según la
ocasión lo requiriese. Era una delicia prestarle sus oídos para que él se desahogara. Algo así creaba
vínculos. Además, le encantaba ver cómo se expresaba cuando tenía la guardia baja, algo que no le
solía suceder a su lado. No gesticulaba mucho, pero tenía un gesto muy característico que hacía con
las cejas, que la tenía fascinada. Cuando decía algo que le preocupaba mucho, las elevaba ligeramente
para volverlas a bajar deprisa.
—¿Qué pasa? ¿Te he hipnotizado? Nunca te había visto tan callada —inquirió él, ladeando la
cara.
—Me interesa lo que me cuentas, por eso te escucho en silencio.
—¿Seguro?
—Segurísimo. Y entonces, ¿vas a elegir al chico del pelo largo como camarero?
Él asintió.
—De momento es el mejor de todos los que he entrevistado hasta ahora. Y esta tarde a las seis
viene una chica que tiene un buen currículum.
Erika le echó un vistazo a la pantalla del móvil. Eran las cinco y cuarto. Todavía tenía cuarenta y
cinco minutos para disfrutar de su compañía.
—¿Y tú? ¿No me cuentas lo que has hecho esta semana? —dijo él, apurando el último sorbo de
café.
—¿Aparte de echarte de menos?
—Sí, aparte de eso —murmuró haciendo rodar los ojos.
Erika se rio con inocencia antes de empezar a contarle como había sido su semana. No
profundizó demasiado. Dudaba mucho que a él le interesara cómo funcionaba un motor fueraborda
de cuatro tiempos, que era el que había tenido que desmontar y volver a montar durante los últimos
días.
Mientras hablaba, la camarera se acercó y Félix pidió otro café. Ella todavía tenía la mitad del
granizado, así que hizo un gesto de rechazo.
—Me gusta oírte hablar —dijo él de pronto—. Me parece fascinante que a una chica le gusten
tanto los motores. Quizá suene machista, pero es la primera vez que me encuentro con alguien como
tú.
—¿Eso es algo bueno o malo?
—Demasiado bueno, me temo —respondió con renuencia.
—¿Admites que te gusto?
Él guardó silencio mientras la camarera acudía y dejaba un nuevo café y un vaso con hielo sobre
la mesa.
—Admito que me gustas. Me gustas mucho. Me pareces una persona sumamente interesante.
Creo que hay mucha química entre nosotros y que somos muy compatibles, al menos, físicamente.
Nos parecemos y me gusta compartir momentos contigo, hablar de cualquier tema y bromear
—concluyó.
El estómago de Erika se contrajo de anticipación.
—¿Pero? Porque estoy segura de que después de todo esto que has dicho hay un pero.
—Claro que hay un pero. Sigue siendo el mismo que ya te dije en Madrid.
—Que soy muy joven, que somos casi familia, que no quieres líos, que pasas de complicarte la
vida… —recitó ella con hastío.
—Exacto.
—Pues no paras de enviarme señales contradictorias.
Él cerró los ojos y apoyó los codos sobre la mesa. Era tan evidente que estaba agotado que ella se
sintió un poco culpable.
—Tienes razón —reconoció con voz derrotada.
Por un segundo, Erika tuvo pánico de haber ido demasiado lejos y haberle forzado en exceso.
No quería ser exigente ni presionar a alguien tan recalcitrante como Félix.
—Da igual —se apresuró a decir—. Sigue enviándome cualquier tipo de señal. Sin problema.
Él alzó la cara y la miró con los ojos entrecerrados.
—¿Alguna vez te rindes?
—Nunca. Hay cosas por las que merece la pena luchar hasta el final.
—¿Yo soy una de esas cosas?
—Indudablemente.
—No me conoces. Te vas a llevar un desengaño.
Ella soltó una risa.
—Para nada. Te conozco mejor de lo que tú crees. Y eres ideal para mí.
Eso le hizo reír. Meneó la cabeza con incredulidad y se echó hacia atrás.
—Eres increíble.
—Lo soy. Y lo sabes. Y me estoy pensando cuál es mi deseo.
—¿Deseo?
—Sí. Por haber adivinado el color de tu ropa interior.
—Ah, ese deseo.
Erika tamborileó con los dedos sobre la superficie de la mesa como si estuviera pensando en
algo, cuando la realidad era que sabía bien lo que deseaba.
—Dispara —le dijo él después de dar un trago a su café.
—Quiero que nos enrollemos en el baño del Corso el día de la inauguración.
Él tardó en reaccionar. Una arruga surgió entre sus dos cejas.
—Define enrollarse —dijo al fin.
—Pues unos besos y un poco de petting.
—¿Petting?
—Ups, se me olvidaba que eras un anciano —le provocó—. A ver, tocamientos, pero sin
penetración.
Él se frotó la barba con una mano y actitud reflexiva, como si de verdad estuviera meditando
sobre el tema.
—Me lo tengo que pensar. Hacer un trabajo de regresión a mi adolescencia no es algo que haga
con frecuencia —dijo con sarcasmo.
Ella se rio bajito, aunque estaba a punto de gritar de júbilo. ¡No había dicho que no!
Sorbió por la pajita ruidosamente lo que le quedaba de granizado hasta vaciar el contenido del
vaso. Luego alzó la cara y le regaló una sonrisa. Él la estaba observando con una expresión
indescifrable.
—Cuando quieras nos vamos —le dijo.
—Eh, sí. Mi cita tiene que estar a punto de llegar —repuso él después de lanzar una ojeada a su
reloj de pulsera.
Cuando él hizo amago de sacarse la cartera del bolsillo, ella le detuvo.
—Esta vez me toca a mí.
Después de pagar, abandonaron la cafetería y una bofetada de desagradable calor los golpeó con
fuerza. Atravesaron la calzada y se dirigieron al Corso a buen paso. Se detuvieron frente a la puerta.
—Gracias por venir —le dijo él. Y había verdadera gratitud en su tono—. Me ha venido bien
desconectar un rato.
—Ya sabes dónde encontrarme si me necesitas. Tienes mi número —le dijo con un guiño.
—Lo sé —asintió.
Después de decir eso, se aproximó y Erika pensó que iba a besarla. El corazón le hizo una
cabriola en el pecho.
Pero no.
Él se limitó a sacarse los veinte euros que antes le había cogido y a metérselos en el bolsillo del
vaquero. La sensación de esa mano grande entrando en su estrecho pantalón la llevó a estremecerse.
—Tu compañía ha sido pago suficiente para mí —le dijo con calidez.
Erika sintió que se derretía.
«Qué cabronazo», pensó.
No obstante, mantuvo la compostura y se limitó a alzarse de puntillas para darle un beso en la
áspera mejilla. Luego se giró y se alejó. Podía sentir los masculinos ojos clavados en su figura y
anduvo con garbo y soltura hasta que dobló la esquina.
Una mueca triunfal se mostró en su cara.
No sabía bien por qué, pero tenía la sensación de que las cosas marchaban muy bien entre ellos.
Capítulo 19
Félix
La inauguración estaba siendo un éxito. Incluso antes de abrir las puertas oficialmente ya había gente
en la calle haciendo cola. La labor de promoción que había hecho Sean a través de las redes sociales
y de la prensa había dado sus frutos. Todavía no eran las diez de la noche y no cabía ni un alfiler.
Félix no podía evitar sonreír satisfecho mientras barría con la mirada el interior del local desde su
posición estratégica al final de la barra. No se engañaba a sí mismo y sabía que los días de
inauguración acudía más gente de lo habitual a curiosear, pero solo con que el cincuenta por ciento
de los visitantes de aquella noche regresaran y se convirtiesen en clientes habituales ya habrían
ganado. Si todo marchaba bien, era probable que en dos o tres años pudiesen recuperar la inversión
que habían hecho.
Finalmente, tanto las puertas como las lámparas habían llegado a tiempo para el gran día. Estas
últimas, si bien no eran las mismas que las originales de los Corsos de Madrid, se asemejaban
muchísimo y habían pasado su filtro. La luz que se desprendía de ellas se reflejaba sobre la pulida
barra de madera oscura repleta de copas y vasos que los camareros —cuatro en total— se
esforzaban por que siempre estuvieran llenas.
Sintió una presencia a su lado, pero no se giró para ver de quién se trataba. Sabía quién era.
—Lo hemos conseguido. —La voz de su socio con el característico acento irlandés llegó hasta
sus oídos por encima de la música. Sonaba Black Coffee de Wolfgang Lohr & Louie Prima.
—Sí. Y ya van cuatro.
—Tengo echado el ojo a uno en Barcelona.
Félix soltó una risa.
—Déjame respirar.
Habían acordado no hacer más experimentos y esperar a estar libres de deudas antes de
embarcarse en un nuevo proyecto.
Sean también se rio.
—Bueno, creo que deberíamos brindar en condiciones, ¿no? —propuso.
Félix asintió. Le hizo un gesto a uno de los camareros, que se acercó con presteza, y pidió dos
Glenfarclas de veinticinco años. No tardaron en tener el carísimo whisky escocés frente a ellos en dos
vasos de grueso cristal labrado. Los cogieron casi al unísono y, mirándose a los ojos, pronunciaron el
brindis tradicional, el que siempre usaban en ocasiones importantes.
—Por Ernesto.
Félix cerró los ojos cuando la punzada de dolor que siempre acudía a él al escuchar su nombre se
le manifestó en el pecho. La ignoró y dejó que el alcohol se deslizase por su garganta hasta llegar a su
estómago, inundándole de calor.
—Estaría feliz de ver lo que estamos consiguiendo —aseguró Sean.
—Sí. Lo estaría —reconoció con sequedad.
Sean debió de percatarse de su estado de ánimo porque se apresuró a cambiar de tema.
—¿Cuándo viene tu hermana?
—No creo que tarde mucho en llegar.
Habían reservado una de las mesas para los Alba, ya que Juls le había dicho que iban a acudir
todos, excepto los padres de Jorge, que iban a ejercer de abuelos, y Alexia, que tenía que trabajar.
—¿Y me vas a presentar a la rubia?
—No va a hacer falta. Seguro que se presenta ella misma en cuanto se entere de quién eres
—soltó con ironía.
—¿Directa y descarada?
—Ni te lo imaginas.
Justo en ese momento, Félix distinguió la cara de Jorge cerca de la entrada. Si él estaba allí, los
demás también estarían. Iban a acudir en el coche de Tony, un Volkswagen Touran de siete plazas
para poder viajar todos juntos.
Vio que Juls se abría paso entre los grupitos que se arremolinaban en el local. Llevaba un vestido
negro muy corto y los labios pintados de rojo. Se arrojó en sus brazos.
—¡Es una pasada! —exclamó con entusiasmo.
—Me alegro de que te guste, peque —le dijo y le revolvió el corto cabello con cariño.
—Que no me llames peque —le regañó y le dio un pellizco en la mejilla.
Luego se dirigió a Sean, a quien también abrazó con afecto.
—Eres un crack, cuñado. Cómo se nota que tienes pasta. —Jorge le dio unas palmaditas en la
espalda.
No pudo responderle porque Diego, Iván y Lukas también se acercaron a felicitarle. Bromeó con
todos ellos mientras buscaba una cabeza rubia entre la gente.
Sin éxito.
Con la frente arrugada por la extrañeza, los condujo hasta la mesa que tenía el cartel de Reservado.
Vio que Sean le hacía un gesto a uno de los camareros para que acudiera con los cócteles con los que
estaban agasajando a los invitados especiales. Seguía echando ojeadas a su alrededor, buscando a
Erika, cuando notó la vibración del móvil en el bolsillo.
Erika: Tienes cara de enfado. Es porque no me encuentras?
Alzó la vista y volvió a recorrer el local con los ojos entornados.
Erika: Admite que tienes ganas de verme. Si lo haces, apareceré a tu lado.
Esbozó una sonrisa. Así que quería jugar.
Félix: No admito nada.
Erika: Vaya, entonces me quedaré donde estoy. Es una pena porque me he comprado un vestido espectacular, solo
para tus ojos.
Las ganas de verla crecieron exponencialmente dentro de él.
«Sabes que eres una marioneta en sus manos, ¿verdad?».
Bueno, ser una marioneta en manos de Erika no estaba tan mal, reconoció para sí mismo.
Félix: Tengo ganas de verte.
Ni siquiera habían transcurrido dos segundos cuando alguien se plantó a su lado. Sabía que era
ella sin necesidad de mirarla. Quizá por su magnetismo o por el calor que desprendía su cuerpo. No
estaba seguro, pero lo intuía.
—Hola, amor.
Giró la cara y la miró.
Que Erika se había esmerado esa noche en acicalarse era indudable. La chica que no solía
arreglarse demasiado parecía una modelo de pasarela. Estaba impresionante y las miradas del
noventa y cinco por ciento de los hombres del local daban fe de ello. El otro cinco por ciento debían
de ser gays, sin duda. Lucía un vestido de un tono naranja eléctrico sin mangas ni tirantes, solo
sujeto a su cuerpo por la fuerza de una gravedad invisible. Era tan ajustado que no cabía la
posibilidad de que hubiera ropa interior debajo. El llamativo color de la prenda resaltaba el
bronceado de la piel como si fuera de caramelo líquido. El largo pelo era una cascada de rizos rubios
que colgaban por encima de uno de sus hombros. El brillante lipgloss de sus sonrientes labios gritaba
CÓMEME.
Y Félix sabía quién se lo iba a comer.
Un aluvión de sensaciones le asaltó al verla. ¿Cómo era posible que aquella chica le perturbara
tanto? Había estado con infinidad de mujeres bellas en su vida, también con muchos hombres
atractivos, pero la química que experimentaba con Erika era de otro mundo.
—¿Qué te parece este trapito? —preguntó ella juguetona.
—No está mal —dijo contenido, mientras que una voz en su cabeza gritaba: QUÍTATELO.
De reojo vio que su hermana intentaba aguantar la risa y que Sean los contemplaba con una
expresión de suma curiosidad.
—Este es Sean —los presentó—. Esta es Erika, la hermana de Jorge.
Ella no trató de disimular su gozo cuando abrazó a su socio y se colgó de su cuello mientras le
decía algo al oído. Los ojos negros del irlandés pasaron del asombro a la diversión en un segundo.
Erika se apartó de él, se dirigió a una de las sillas libres y se sentó, cruzando las piernas de una
manera terriblemente provocadora. La raja lateral que partía la falda del vestido en dos se abrió hasta
su cadera. Llevaba unas sandalias doradas de tacones kilométricos que le estilizaban las piernas
todavía más, si aquello era posible.
—Tenías razón.
A duras penas logró apartar la mirada de la explosiva chica que le traía de cabeza y dirigirse a
Sean, que se estaba riendo como un imbécil.
—¿Cómo?
—Es tal cual me la imaginaba, pero multiplicado por cien. Me ha dicho que es la mujer ideal para
ti y que consiga convencerte para que vayas al baño de chicas dentro de media hora.
Félix bajó los párpados y se mordió los labios controlando una sonrisa.
Erika…
—¿Es así siempre? —inquirió su amigo.
—Solo el noventa y nueve por ciento de las veces. El otro uno por ciento me está intentando
besar —comentó con fingido fastidio.
—Deberíais casaros.
—Perfecto, ahora tengo al enemigo en casa —masculló.
Sean soltó una carcajada sarcástica.
Se encaminaron ambos hacia la barra para dar instrucciones al encargado e informarle de que
cualquier pedido que llegara de la mesa del fondo estaba pagado. Después, se dedicaron a socializar y
hablar con los invitados, a fin de cuentas, era un día de trabajo para ellos.
Félix trató de no pensar demasiado en Erika mientras se esforzaba por mostrarse como un
anfitrión atento, conversando interesado con todo el mundo. No obstante, estaba un poco distraído.
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando su móvil vibró. Se excusó con sus interlocutores,
los interioristas responsables de la decoración, y se alejó unos pasos.
Erika: No te ha dicho nada tu socio?
Félix: No sé a qué te refieres.
Erika: Mentiroso. Tienes todavía cinco minutos.
¿Ya había pasado media hora?
Félix: Para qué?
Erika: Lo sabes perfectamente. Rollo. Baño de chicas.
Félix: Tiene que ser en el de chicas?
Erika: Me da igual dónde sea. Si quieres puedes venir aquí a la mesa y lo hacemos en público.
Félix: Tantas ganas me tienes?
Erika: Ufff… Sabes que sí. Estoy a cien.
Era probable que ella estuviera a cien, pero él estaba a doscientos. El tonteo se le estaba yendo
de las manos.
Alzó la cara y fijó la vista en la puerta de los aseos. No iba a resultar nada fácil poder encontrarse
allí. Había demasiada gente. Con decisión, volvió a coger el móvil.
Félix: Abortamos misión baño. Oficina. Puerta negra junto aseos.
Pese a que no recibió respuesta, la doble notificación azul le confirmó que ella había leído el
mensaje.
Se dirigió a la pequeña oficina esquivando a algunas personas que le felicitaban por la
inauguración. Se limitaba a sonreír y dar las gracias con una inclinación de cabeza. No tardó en llegar
frente a la oscura hoja de madera. No había ni rastro de Erika. La abrió con la llave que llevaba en el
bolsillo y entró en la pequeña estancia, cerrando la puerta a su espalda. El ruido de la música y las
conversaciones disminuyó considerablemente.
Mientras aguardaba en la penumbra con el corazón acelerado, una voz interna comenzó a
cuestionar sus decisiones, pero la mandó al carajo. Lo del petting que ella había propuesto le intrigaba
y apetecía a partes iguales.
La puerta se abrió y una franja de luz se dibujó en el suelo al tiempo que la música restallaba con
fuerza en el interior del cuarto.
No vaciló y cogió la femenina muñeca con ímpetu, tirando del delgado cuerpo hacia él. Luego
cerró la puerta de un portazo.
Era Erika.
No había confusión posible.
Era su olor.
La pegó contra la pared y acalló con la boca la frase que ella estaba a punto de pronunciar. Unos
brazos se enroscaron en torno a su cuello y el beso se convirtió en puro fuego. Hubo un frenético
choque de pieles, lenguas y dientes mientras los cuerpos se restregaban el uno contra el otro. Sus
manos buscaron cobijo en su turgente trasero. Los dedos de ella encontraron un hueco entre el
pantalón y la camisa y acariciaron la piel desnuda de sus abdominales.
La excitación de Félix creció y creció hasta adquirir proporciones gigantescas. Su deseo era tan
grande que pensó que se consumiría.
—¿Esto es petting? —preguntó jadeante cuando sus bocas se separaron.
—Disculpe, pero ¿quién es usted? —respondió ella casi sin aliento—. Yo solo buscaba el baño y
he sentido que alguien tiraba de mi brazo y me encerraba en esta habitación.
Él bajó la frente hasta apoyarla en su hombro y soltó una risa ronca y profunda mientras
aprovechaba para respirar su esencia y llenarse de ella.
—Te voy a echar de menos —murmuró.
No sabía por qué se le había escapado esa frase.
Era su última noche en Valencia. Ya no tenía motivos para quedarse dado que el Corso estaba
terminado y parecía funcionar a la perfección. Al día siguiente regresaba a Madrid.
—¿Ya te has enamorado de mí?
—No. Pero voy a echar de menos tus locuras.
—No lo harás porque seguiré volviéndote loco desde la distancia. No te preocupes.
Volvieron a besarse con ansia.
«Seguro que ya no le queda ni rastro del lipgloss», pensó.
Cuando se separaron de nuevo estaban faltos de aliento.
—La inauguración está siendo un éxito. Me alegro mucho por ti, Félix.
Desde el primer día le había gustado cómo ella pronunciaba su nombre. Lo hacía como si le
estuviese acariciando con la voz.
—Gracias. —Deslizó la mano por su abdomen buscando algo que no halló—. ¿No llevas ropa
interior?
Ella acercó los labios al lóbulo de su oreja y lo lamió.
—No.
Su miembro se irguió en su totalidad.
—Mierda —masculló.
Era imposible ver nada en la oscuridad, quizá por eso los otros sentidos estaban más agudizados.
Los jadeos de ella eran muy sonoros, su olor dulce y salvaje parecía envolverle y el tacto de los dedos
sobre su piel era electrizante. Incluso el calor del femenino cuerpo le traspasaba la ropa y le
penetraba hasta los huesos.
Notó que ella le cogía la muñeca y conducía su mano por su muslo, bajo la falda del ajustado
vestido. La llevó hasta su sexo.
Félix solo pudo soltar un gruñido al descubrir que ella estaba ardiendo y empapada.
Todo aquello era una pura locura.
Volvieron a besarse mientras él acariciaba los húmedos y aterciopelados pliegues con avidez.
Pronto sintió la mano de ella entrando en su pantalón, apartando el bóxer y agarrando su dureza.
Ahogó un estertor.
Se masturbaron mutuamente, arrancándose gemidos el uno al otro.
Quería acostarse con ella. Quería cogerla en volandas y sentarla sobre la mesa, subirle la falda y
hundir la cara en su húmedo sexo. Y después recorrerle el cuerpo con la lengua y mordisqueárselo
hasta volverla loca de placer, para acto seguido introducirse dentro de ella de una única estocada.
Dios…
Eso quería.
No hizo nada, por supuesto.
Todavía tenía ciertas reservas que le impedían comportarse así.
Era la hermana de Jorge.
Era muy joven.
Él no creía en las relaciones.
Sus vacilaciones debieron alcanzarla a ella también porque le apartó y sacó la mano de su
pantalón, empujándole de los hombros. Él se vio obligado a abandonar su sexo a regañadientes.
Sus pensamientos eran turbios y estaban enmarañados.
Gimiendo insatisfecho, bajó la cabeza, intentando recobrar el aliento.
—No quiero que nos acostemos si no estás seguro al cien por cien —jadeó ella—. Y mucho
menos aquí, deprisa y corriendo. Quiero que ambos lo deseemos con todas nuestras fuerzas y que
nos tomemos nuestro tiempo para disfrutar el uno del otro. Te prometo, Félix, que la próxima vez
que me vaya a la cama contigo te voy a llevar al jodido paraíso. —Hizo una pausa muy efectiva—. Y
espero que tú me hagas lo mismo a mí. No acepto menos de eso. Es el paraíso o nada.
Él cerró los ojos mientras un escalofrío le recorría la espalda.
El paraíso o nada.
Aquello sonaba tan bien…
—Creo que…
Unos golpes en la puerta los sobresaltaron a ambos.
¡Dios! ¿Se podía ser más inoportuno?
Encendió la luz y abrió la hoja de madera una rendija mientras escupía una maldición.
Sean estaba al otro lado.
—No quiero molestar, pero Abraham se ha cortado la mano y he tenido que mandarle al
hospital. Vamos a ir un poco cortos de personal.
Abraham era uno de los camareros.
—¿Es grave?
—No. Pero lo suficiente para que necesite tres o cuatro puntos.
Félix se sacó el teléfono del bolsillo y le envió el número de otro chico que tenía allí guardado.
—Llama a este. Lo tenía como reserva y me dijo que podía echarnos un cable.
Sean asintió y le lanzó una mirada de disculpa antes de alejarse.
Félix cerró la puerta. El momento íntimo y lleno de pasión había llegado a su fin.
Erika se había alejado hacia el escritorio y apoyaba las caderas en él mientras inspeccionaba el
despacho con curiosidad. Las paredes estaban pintadas de rojo y blanco; de una de ellas colgaba un
cuadro de un cane corso. Solo contenía el mencionado escritorio, una silla ergonómica, un pequeño
sofá rojo de dos plazas y un mueble de doble puerta.
Mientras ella estudiaba el cuarto, Félix la estudiaba a ella. Tal y como había sospechado, no había
ni rastro de lipgloss en sus labios, por lo demás, estaba perfecta. Ni un solo pelo fuera de lugar. De
cerca y con esa luz, el vestido era todavía más espectacular.
—Estás preciosa —dijo sin pensar.
—Lo sé.
Soltó una risa fugaz y se acercó a ella. Dejó que sus dedos resbalaran por el terso pómulo hasta
llegar a su cuello. Los ojos azules eran dos pozos insondables, profundos y empañados que estaban
fijos en los suyos.
El paraíso o nada.
La frase acudió a él de golpe.
Retiró la mano hasta hacer un puño junto al muslo.
—Creo que será mejor que regresemos —propuso ella con indiferencia—. Yo ya he tenido mi
petting y no ha estado nada mal.
Tuvo la sensación de que quería decir algo más, pero no lo hizo y él tampoco insistió. Ella se
apartó de la mesa y se dirigió a la puerta con esos andares suyos tan provocadores. Antes de seguirla,
se metió la camisa dentro del pantalón y se recolocó.
El regreso al ruidoso local fue como un baño de realidad. Las voces, las risas, la música. Todo era
desagradable y discordante.
—Voy a la mesa —le dijo ella, regalándole una sonrisa.
Él asintió.
La vio desaparecer entre la gente.
Estuvo a punto de decir su nombre para que se diera la vuelta y le mirase, pero desechó la idea.
Era ridícula.
Pronto se vio acaparado por uno de los proveedores. Hablaron sobre trabajo hasta que se unió a
ellos el dueño del local con su mujer, y cambiaron de tema, centrándose en banalidades. Un
camarero les trajo cócteles y Félix se hizo con uno de ellos, el segundo de la noche. Mientras se
esforzaba por sonreír y seguir la conversación, en el fondo solo quería escaparse y pasar un rato
distendido junto a Erika y su familia. A veces, socializar se le hacía cuesta arriba. A Sean se le daba
bastante mejor, pero por más que le buscó con la vista, no le localizó. En cuanto pudo encontrar una
excusa plausible, se disculpó y se alejó hacia el fondo, hacia la mesa de los Alba.
Se estaban riendo de algo que Iván había dicho. Debía de ser una historia muy graciosa porque
tanto a Lukas como a Jorge les caían lagrimones por la cara. Diego se limitaba a reírse de un modo
más moderado.
—¡Ven, Félix! —le llamó Juls cuando le vio acercarse.
Buscó a Erika con la vista, pero no estaba por ninguna parte. Estaría en el aseo, aventuró.
—¿Y Erika? —preguntó, sentándose en una de las sillas libres.
—Se ha marchado hace un rato —repuso su hermana—. Creía que había ido a despedirse de ti.
Frunció la frente, contrariado. ¿Erika se había ido?
—Han venido sus amigas a buscarla. Creo que habían quedado con gente en otro sitio. No me
he enterado bien.
Vaya.
Aguantó la decepción y compuso una expresión neutral mientras le daba un trago a su cóctel y
trataba de centrarse en una anécdota que estaba contando Lukas sobre su hija.
Eran un grupo divertido y resultaban una compañía de lo más grata, pero Félix descubrió que
echaba en falta a Erika y su histriónico comportamiento. Sin ella, la reunión le parecía aburrida y
poco interesante. Le faltaba chispa.
Una vibración le avisó de la entrada de un mensaje.
Erika: No he podido despedirme porque estabas ocupado. Le he dejado algo para ti a Sean. Buen viaje mañana.
Estamos en contacto.
¿Le había dado algo a Sean? No entendía nada.
Leyó el texto varias veces intentando descifrar algún significado oculto, pero no lo halló. Lo
único que le quedaba claro era que no iba a volver a verla antes de su regreso a Madrid.
Una lástima.
—Ahora vengo —le comunicó a su hermana.
Le costó llegar hasta la barra, donde estaba Sean con el chico que había llegado para suplir a
Abraham. Parecía estar dándole instrucciones.
Félix saludó al muchacho y se dirigió a su socio.
—¿Te ha dado Erika algo para mí? —Incluso él mismo se dio cuenta de que había más inquietud
de la deseada en su tono.
Sean asintió. Tenía una expresión divertida en el rostro. Se llevó la mano al bolsillo del pantalón y
se sacó un objeto que le tendió.
Una piruleta.
Félix se la quedó mirando con estupefacción.
Finalmente, la cogió y una risa abandonó su pecho.
Una piruleta.
Capítulo 20
Erika
Le costó irse la noche de la inauguración, pero sabía que había hecho lo correcto. Pudo percibir la
duda en Félix mientras se estaban enrollando en el despacho y ella no quería dudas, solo certezas.
Tal y como le había dicho, era el paraíso o nada. Se quería mucho a sí misma para conformarse con
menos.
De ahí que hubiera decidido tener paciencia y aguardar a que fuera él quien diese el primer paso.
Habían transcurrido dos semanas y, tal y como había augurado, él contactó primero. Su
perseverancia había servido para algo.
Sonrió al releer el mensaje que había recibido hacía unos minutos.
Félix: Hola Elisa, hace un siglo que no sé nada de ti. Espero que no me hayas olvidado.
¡Qué capullo llamándola Elisa!
Pensaba tomarse su tiempo antes de contestar.
—¿Es un mensaje de mi hermano? —La voz de Juls le hizo girar la cabeza.
Estaban las dos en la playa, tumbadas bocabajo en sus toallas mientras se bronceaban.
—Sí.
—¿Puedo verlo?
Le tendió el móvil.
La otra se echó a reír en cuanto leyó el texto.
—Te llama Elisa, el cabroncete. Creo que le tienes en el bote.
—Yo también lo creo, solo que él todavía no lo sabe.
Juls volvió a reírse con ganas y luego le devolvió el teléfono.
—Adoro lo que está pasando. Me encanta saber que le estás dando vidilla. Se estaba convirtiendo
en un amargado. Te amo mucho, lo sabes, ¿verdad?
Erika asintió. De todas las personas de su entorno, Juls era la única que lo sabía todo de la
historia con Félix; hasta el último detalle que ni siquiera sus amigas más íntimas conocían.
—Puede que me esté enamorando de él —admitió en voz alta.
Nunca se había interesado tanto por nadie, así que no estaba plenamente segura, pero su interés
iba más allá de un rollo esporádico o del sexo.
—¿En serio?
—Pienso que sí. Anoche salimos por la zona guiri y me enrollé con un inglés. ¿Te puedes creer
que ni siquiera me apeteció acostarme con él? Mientras nos estábamos besando solo pensaba en tu
hermano.
—Eh, vaya…
—Ya ves. Después de un poco de tonteo me largué y le dejé con las ganas. —Hizo una pausa
muy efectiva para después continuar con dramatismo—. Me fui a casa y me enrollé con el Satisfyer.
—Pensando en mi hermano, claro.
—Pues claro.
—¿No has vuelto a acostarte con nadie desde que estuviste con él?
—Me acosté con un tipo hace unos meses, antes de verano, pero no fue nada especial
—comentó. Ni siquiera recordaba su nombre—. Fue en su coche y me pareció bastante mediocre, la
verdad.
Se dio la vuelta en la toalla y dejó que el sol bañara la parte delantera de su cuerpo. Era un
caluroso sábado de mediados de agosto, por eso habían esperado hasta las siete de la tarde para bajar
a la playa. No quedaba ya ni mucha gente ni muchas horas de sol.
—¿No vas a contestar el mensaje?
Juls también se giró y se puso una mano a modo de visera sobre la frente. La miró con expresión
interrogante.
—Sí, claro. Pero más tarde. Estrategia pura y dura.
Después de eso, ambas guardaron silencio, ensimismadas en sus propios pensamientos. Los de
Erika rondaban en torno a lo que le había confesado a su amiga, que se estaba enamorando de Félix.
Hasta el momento era algo que no había experimentado nunca, ese anhelo, esas ganas de hacerlo
todo con la otra persona, ese pinchazo en el pecho cada vez que recordaba algo que habían hecho
juntos… Siempre se había burlado de sus hermanos cuando hablaban de lo que sentían por sus
parejas, y ahora era ella misma la que se encontraba en su lugar.
—¿Qué sabes de Ernesto? —murmuró impulsivamente mientras se tumbaba de lado para mirar
a su cuñada.
Juls se giró también. Se le habían ensombrecido los ojos.
—Ernesto… era el socio de mi hermano. Murió.
A Erika no le pasó desapercibida la reticencia en su tono.
—Eso lo sé.
Juls tardó en continuar.
—Fue la pareja de mi hermano. Vivían juntos. —Se detuvo y tragó saliva—. Félix no habla
mucho de él. Le cuesta hablar de lo que le importa. En realidad, creo que sé más de su historia por
Sean que por él.
Erika la escuchaba atentamente. No quería perderse ni un detalle.
—Se conocieron hace mucho tiempo, poniendo copas en un local de Madrid; yo tendría doce o
trece años y no me acuerdo bien. Sí que recuerdo que era la época en la que mis padres estaban
desesperados porque Félix estaba descontrolado. Fue Ernesto quien le hizo sentar la cabeza. Yo
coincidí con él en unas cuantas ocasiones y me pareció un chico excepcional. Era muy tranquilo y
paciente. Tenía una risa contagiosa que me encantaba. —Una risita escapó de su boca—. Era un
poco friki de todo lo que fuera japonés. Leía mangas y veía pelis y series japonesas y sé que hizo un
viaje con mi hermano a Japón; se disfrazaba de personaje de anime e iba a convenciones.
Erika pensó en Takeshi. Estaba claro quién le había puesto el nombre.
—Era muy cariñoso y saltaba a la vista que estaba colado por mi hermano —continuó Juls—.
Cada vez que le miraba se le iluminaban los ojos. No sé. Siempre me pareció que Félix era más
indiferente y que no estaba tan implicado con esa relación, pero me equivocaba. Cuando Ernesto
falleció, vi los estragos que su pérdida provocó en él. Creo que ni él mismo sabía lo mucho que le
quería hasta que no le perdió. Recuerdo que hubo un tiempo, tras su muerte, que apenas venía a casa
a vernos. Supongo que para que no viéramos lo hecho polvo que estaba. Se esforzó mucho para que
no nos enterásemos de su estado de ánimo y pasó el duelo a solas. —Hizo una pausa y se retiró un
mechón de pelo de la frente—. Fue Sean quien me contó lo difícil que fue todo para Félix. He
intentado sacar el tema en alguna ocasión, pero es algo de lo que nunca quiere hablar. ¿A ti te ha
hablado de él?
—No mucho. Lo mencionó de pasada y solo porque le pregunté si alguna vez había estado
enamorado.
Juls bajó los párpados y clavó la vista en la arena antes de volver a elevarlos y mirarla fijamente.
—¿Sabes lo que creo? Creo que Félix no quiere volver a enamorarse porque lo pasó mal cuando
perdió a Ernesto —concluyó en voz baja.
Erika giró la cara hacia el sol cegador y aguantó el resplandor hasta que se vio forzada a cerrar los
ojos. Miles de puntitos dorados danzaron detrás de sus párpados.
Félix y Ernesto.
Ya había intuido que lo suyo fue muy especial. No solo por las fotos que había visto en su casa,
también por su actitud esquiva al mencionarle.
—¿Cuándo murió?
—Hace siete años y medio, más o menos.
Eran muchos años. Demasiados para seguir anclado en la pena.
—Me encantaría que mi hermano se enamorase de ti y os convirtierais en una pareja. Estáis
hechos el uno para el otro. Él es maravilloso y tú también.
Erika sintió un pellizquito en el pecho al percibir todo el afecto que destilaban aquellas palabras.
Desde el principio se habían caído bien, pero la simpatía había pasado a convertirse en cariño y
ahora eran como hermanas.
—Tengo fama de comehombres —avisó.
—Eso es lo que necesita mi hermano, que te lo comas.
Ambas se rieron y la seriedad que había reinado entre ellas se diluyó.
—¿Sabes que en unos días es su cumpleaños? —preguntó Juls, cambiando de tema.
Erika asintió con malicia.
—Lo sé, y sé exactamente lo que le voy a regalar.
Félix
—Feliz cumpleaños, jefe —le dijo Sheila en cuanto entró al Corso.
Hizo un gesto apreciativo con la cabeza.
—Feliz cumpleaños —corearon Lorenzo y Lola desde detrás de la barra.
Les dio las gracias y continuó andando hasta el fondo del local donde le esperaba Sean. Dado que
era un día de diario y acababan de abrir no había mucha gente.
—Félix —le detuvo Sheila—. Esto es de parte de todos.
Le tendió un sobre que él recogió con una sonrisa. Se había cansado de decirles que no hacía
falta que le regalaran nada, pero ellos seguían haciéndolo. Como los demás años, al abrir el sobre se
encontró con una tarjeta de cumpleaños firmada por todos los empleados y un cheque regalo de una
tienda de ropa de hombre.
—Muchas gracias, Sheila —le dijo.
—Ha llegado un paquete para ti.
Frunció el ceño.
—¿Un paquete?
—Viene de Benidorm, así que he supuesto que era de tu hermana.
Era extraño porque había hablado con Juls esa mañana y no le había mencionado nada de un
paquete.
Mientras ella iba a buscarlo, él se dirigió hacia Sean que parecía absorto en su móvil.
—Felicidades —le dijo, alzando la cara del aparato.
—Gracias.
Habían quedado en encontrarse para tomar una copa juntos antes de empezar a hacer la ronda
por los Corsos.
—¿Cómo te sientes siendo un año más viejo?
—Esta mañana me he encontrado una arruga nueva en la frente —bromeó—. Lo voy
soportando.
Lorenzo se acercó y puso dos vasos de whisky ante ellos. Contenían un líquido rojizo y entre los
hielos destacaba la corteza de un limón.
—¿Y esto? —inquirió Félix sorprendido.
—Boulevardier 15 —contestó Lorenzo—. Son de Lola.
Lola estaba aprendiendo de Ian a preparar cócteles. Estaba empezando y todavía no se atrevía a
servirlos al público.
Félix vio a la chica en el otro extremo de la barra. Estaba atendiendo a una pareja, pero su
nerviosismo era palpable.
Tanto Sean como él dieron un pequeño sorbo a sus bebidas y se miraron.
—Intenso —comentó Félix al tiempo que paladeaba el líquido.
—No está nada mal —asintió Sean—. Dile que venga.
Lorenzo se alejó a toda prisa y le cuchicheó algo al oído a Lola, que no tardó en acercarse con la
cara más roja que un tomate.
—Muy bueno, Lola. Enhorabuena —la elogió Félix.
—Gracias —repuso y el rubor de sus mejillas se acentuó.
—¿Qué tal te trata Ian? —preguntó Sean.
—Es Ian —respondió con un encogimiento de hombros.
En ese momento llegó Sheila con el paquete y Lola se despidió. La caja que llevaba la encargada
debajo del brazo tenía las dimensiones de una caja de zapatos grande y estaba envuelta en papel de
embalaje marrón. Se la tendió a Félix, que la cogió con cuidado. No pesaba mucho. Cuando leyó el
nombre del remitente se echó a reír.
—¿Elisa? ¿Quién es Elisa? —inquirió Sean con curiosidad.
—Erika. ¿No recuerdas lo que te conté de que se hizo pasar por otra persona?
—Ah, sí.
Hacía poco más de una semana que no sabía nada de ella, desde el intercambio de mensajes del
sábado por la tarde. Había echado en falta su llamada para desearle un feliz cumpleaños.
—¿No la vas a abrir? —preguntó su socio con curiosidad.
Rompió el papel con movimientos rápidos. Debajo, apareció una caja de cartón blanca sin
ningún distintivo. La abrió.
Condones.
Cientos de ellos.
De todos los colores y sabores.
—¿Preservativos? —La voz de Sean se esforzaba por contener una risa.
Félix le ignoró mientras sacaba una tarjeta del interior de la caja. Había una ilustración de una
silueta femenina con unas braguitas rosas mojadas. Abajo, aparecía la frase: Happy birthday. Thanks for
making my panties wet.
No hacía falta saber mucho inglés para traducir el texto, no obstante, se la enseñó a Sean.
—¿Esto significa lo que creo que significa?
—Feliz cumpleaños. Gracias por mojarme las bragas —tradujo. Luego rompió a reír—. ¡Me
encanta esta chica!
Félix contuvo una sonrisa mientras abría la tarjeta y leía lo que había escrito en el interior.
Espero que todo lo que hay en el paquete lo uses conmigo. Deseando.
¿Todo lo que había en el paquete? ¿Había algo más aparte de los condones?
Apartó los preservativos hasta que apareció una bolsa blanca, al fondo. Leyó las letras que había
impresas en ella. Arnés con dildo de silicona. Ajustable.
¡La madre que la parió!
Escuchó que Sean soltaba una carcajada más estridente todavía y se llevó una mano a la frente
con incredulidad. Por primera vez en mucho tiempo se había quedado sin palabras.
De pronto, a su mente acudió la loca propuesta que le hizo la noche que descubrió quién era ella
en realidad.
Me apetecería ir a tu piso, darme una ducha contigo, ponerme un arnés y empotrarte contra los azulejos.
Ella no lo había olvidado.
El ardor comenzó a expandirse por su cuerpo.
Sean seguía riéndose como un imbécil cuando él cerró la caja y se puso de pie. Tenía que largarse
de allí. Necesitaba privacidad.
—La oficina… está libre —farfulló Sean entre risa y risa.
¡Capullo!
Se alejó con la caja debajo del brazo y subió las escaleras a toda prisa. Entró en el pequeño
despacho y cerró la puerta. Luego dejó el paquete sobre la mesa y se sentó en la vieja silla giratoria.
Terminó por hundir la cara en las manos al tiempo que una risa efervescente le emergía del pecho.
Erika estaba loca, pero su locura le gustaba mucho y le ponía de muy buen humor. Y no solo de
buen humor, constató, mientras notaba cómo una erección palpitaba entre sus piernas.
Con las comisuras de los labios curvadas hacia arriba, volvió a abrir la caja y extrajo la bolsa
blanca. La abrió. Tanto el arnés de cuero como el dildo de silicona que llevaba acoplado eran de
color negro. Este último tenía un aspecto de lo más realista y era de un tamaño considerable.
—Ah, Erika…
Se sacó el móvil del bolsillo y le mandó un rápido mensaje. Hubiera preferido llamarla, pero
quizá estuviese ocupada trabajando.
Gracias por el regalo. Has olvidado adjuntar el lubricante. Va a ser muy necesario.
La respuesta no se hizo esperar, pero no era la que él esperaba. Era una videollamada.
La aceptó.
Cuando la cara de Erika apareció en la pantalla le dio un vuelco el estómago. No sabía lo mucho
que la había echado de menos hasta que no vio su sonrisa deslumbrante.
Debía de haberse detenido en algún punto indeterminado de la carretera porque pudo ver la
moto y el casco colgando del manillar. Llevaba una camiseta vieja debajo de la cazadora vaquera y el
pelo suelto y alborotado por la brisa. El sol se ponía a su espalda. El ruido del tráfico llegaba hasta él
a través del altavoz.
—¿Te ha gustado? —exclamó entusiasmada.
—Me ha… sorprendido.
—No te he preguntado eso.
—Me ha gustado.
—¿Qué es lo que más? —inquirió y los ojos azules reflejaron travesura.
—La tarjeta. Es interesante saber que consigo mojarte las bragas.
Ella se rio y se apartó el pelo de la cara.
Estaba tan guapa con aquella luz vespertina reflejándose sobre su cabello que Félix sintió un
pinchazo en el pecho.
—Los condones son solo para usarlos conmigo, te lo advierto. Y cuanto antes mejor. No
podemos esperar a que cumplas más años y envejezcas. Ya sabes lo que les pasa a los hombres
cuando se hacen mayores.
—¿Qué les pasa?
—Pues que les empiezan a colgar los testículos. Yo quiero hacerlo contigo antes de que te
cuelguen demasiado.
Félix aguantó la risa.
—El arnés tampoco lo puedes usar con nadie más —continuó—. Solo conmigo.
—Lo del arnés tenemos que hablarlo. Creo que te has pasado con la talla. Es probable que
termine en urgencias.
—Para nada —susurró con sensualidad—. Llevaré litros y litros de lubricante.
Él meneó la cabeza, divertido a su pesar.
—¿Dónde estás?
—Acabo de salir del trabajo. Iba de camino a casa y he parado para hablar contigo. Hace un día
maravilloso. Mira.
Giró la cámara del teléfono. La superficie rocosa de la montaña descendía hasta el mar y estaba
salpicada de arbustos que interrumpían los colores arenosos con tonalidades verdes. El océano
amplio y azul se extendía hacia el horizonte, despidiendo cegadores reflejos dorados. Algunas
gaviotas sobrevolaban la inmensa superficie y unos cuantos veleros se mecían entre las olas a poca
distancia.
La nostalgia le apresó.
Si pudiera estar allí con Erika, disfrutando de esa tarde de verano…
Ella volvió la cámara de nuevo hacia su rostro.
—Te echo de menos —le dijo. Lo hizo sin grandes aspavientos ni melancolía. Solo fue directa,
tal y como era siempre—. Molaría que estuvieras aquí.
—A mí también me gustaría.
Hubo un silencio breve porque una moto de gran cilindrada pasó cerca de Erika y el ruido no
dejó que pudieran hablar.
—¿Qué haces el jueves de la semana que viene por la noche? —preguntó ella de pronto.
—Trabajar.
—Pues cógete unas horas libres.
La miró con el ceño fruncido.
—¿Por?
—Porque ponen una peli en la tele que quiero que veas.
—¿Qué peli?
—Pretty Woman.
Él se rio.
—Eso me lo tengo que pensar —protestó.
Ella se encogió de hombros y le sonrió.
—¿Tienes planes para celebrar tu cumple?
—No, solo tomarme una copa con Sean y trabajar.
—¡Qué rollo! —resopló. Luego se acercó y continuó en voz baja—: Me encantaría estar contigo
para celebrarte, Félix. Te mereces que te celebren…
Le pilló por sorpresa y no supo qué decir.
—Menos mal que te ha llegado mi paquete para animarte la tarde —prosiguió ella en otro tono
más superficial—. Confiesa que te he alegrado.
—Lo confieso —dijo, recuperando el aplomo—. Creo que es el mejor regalo que me han hecho
jamás.
—Lo sabía —repuso triunfal—. Dale un beso a Sean de mi parte y disfrutad. Si ves que no
puedes vivir sin mí, llámame o mándame un mensaje.
—Lo haré.
Entonces ella acercó la boca a la cámara y soltó un beso al aire.
La imagen le resultó tan sexi que su cuerpo reaccionó en consecuencia y tuvo que recolocarse en
la silla.
—Adiós, amor —se despidió ella.
—Adiós, Erika.
La comunicación se cortó.
Félix se echó hacia atrás y alzó la cabeza hacia el techo. Cerró los ojos y conjuró su imagen de
nuevo, la que acababa de ver en la pantalla del teléfono.
Desarreglada, natural y preciosa.
No sabía cuánto tiempo iba a aguantar dándole largas porque era imposible resistirse a sus
encantos. De hecho, lo único que le mantenía a salvo de caer era la distancia que los separaba. Si ella
hubiese estado en Madrid, esa misma noche habrían terminado en su cama.
Estaba seguro.
Sus ojos volvieron a posarse sobre el arnés y el gigantesco pene de goma y un ataque de risa le
sacudió.
Capítulo 21
Félix
Le había convencido. No sabía cómo, pero ahí estaba, sentado frente al televisor con un bol de
palomitas sobre la mesa. Eran las diez menos cinco de la noche del jueves y Pretty Woman estaba a
punto de empezar.
Por primera vez en años y sin una causa de fuerza mayor, se había cogido la noche libre para
holgazanear en casa. Inaudito.
Cambió de postura en el sofá y puso los pies descalzos sobre la mesa. Solo llevaba un pantalón
corto de deporte y una camiseta.
—Me gustan tus piernas —dijo Erika desde la pantalla del ordenador.
Él giró la cabeza y contempló la imagen que ella presentaba. Tirada en el sofá, con un pijama
compuesto por un pantalón corto de color verde y una camiseta de tirantes más clara. Se había
recogido el pelo en una larga trenza. También tenía un bol de palomitas a su lado.
Había sido idea de Erika ver la película juntos de aquel modo. A Félix no se le habría ocurrido
jamás. Así podían comentarla en los descansos publicitarios, le había dicho. Fue ella también la que
le propuso lo de comprar palomitas. Era la primera vez que él usaba el microondas para eso y ahora
la casa entera olía como un cine, o como él recordaba que olía un cine. Hasta Takeshi había sentido
curiosidad y había hundido la cabeza en el bol para luego alejarse con desinterés.
—Me lo dicen todas —contestó.
—¿Y qué opinas de las mías? —Las acercó a la cámara del portátil y las flexionó.
Simplemente espectaculares.
—No están mal.
—Bah, sé que mientes —respondió con indiferencia y volvió a su asiento—. ¿Qué estás
bebiendo?
—Cerveza —dijo y alzó la botella de tercio para que la viera.
—Como se nota que no madrugas. Yo me conformo con una Coca-Cola.
—¿Vas a estar toda la película hablando? —la provocó.
Ella le sacó la lengua.
Justo en ese momento, la imagen de la tele se tornó negra y el logotipo de Touchstone Pictures
apareció en la parte inferior de la pantalla.
Solo cinco minutos más tarde Félix tenía claro que la peli era antiquísima. Los coches, los
peinados, la ropa, la música, la estética… Y Julia Roberts parecía un bebé, aunque estaba muy mona
incluso con aquella poco favorecedora peluca rubia. Era absurdo pensar que hacía de prostituta.
—Esta peli tiene más años que yo —se quejó.
—Es de los noventa.
—Tu no habías nacido.
—Pero estaba a punto —dijo ofendida.
Él soltó una risa impertinente y siguió pendiente del televisor. Ya había intuido que la película era
una especie de Cenicienta moderna.
—El coche es una pasada —susurró Erika con tono risueño—. Un Lotus. Y él me recuerda a ti.
—¿Richard Gere? No nos parecemos en nada.
—Los dos os mostráis fríos e inaccesibles, pero caéis rendidos ante la primera mujer que os
planta cara.
Meneó la cabeza con diversión y no dijo nada.
Sin duda, Julia Roberts mejoraba mucho sin la peluca.
—Se lo van a poner difícil las de la tienda —comentó al cabo de un rato, cuando la película
avanzó—. Tienen cara de capullas.
—Shhh… Calla y mira.
Por el rabillo del ojo pudo ver que Erika estaba muy concentrada. Parecía mentira que hubiera
visto ya esa película unas diez veces y que todavía pudiese despertar ese interés en ella.
Tal y como había sospechado, las de la tienda de Rodeo Drive se comportaron como unas
imbéciles con la protagonista. Previsible.
La primera pausa publicitaria llegó.
—Dime tu opinión sincera —le pidió Erika. Parecía ansiosa.
—Es inverosímil. Millonario y prostituta que se enamoran. No lo veo.
—Pues que sepas que su historia me recuerda mucho a la nuestra.
Él se llevó un puñado de palomitas a la boca y arqueó las cejas, esperando una explicación.
—Tú eres empresario y yo mecánica —adujo como si aquello lo aclarase todo—. Y nos
conocimos follando mientras yo fingía ser otra persona.
Félix acercó la cara a la cámara del portátil.
—Vamos, que no se parece en nada.
Ella hizo un gesto despectivo con la mano.
—Déjame vivir en mi mundo fantástico de la piruleta. Por cierto, tengo piruletas y me voy a
comer una ahora mismo. ¿Tú también tienes?
Claro que tenía piruletas. Ella le había convertido en un vicioso del dulce.
Asintió.
—Anda, cómete una conmigo.
Refunfuñó, pero terminó por levantarse y coger una piruleta del cajón de la cocina. Regresó con
ella en la boca. Piruletas, palomitas… Solo faltaban gominolas y regaliz y retornaría a su infancia,
pensó con cinismo.
—¿A que mola? —preguntó ella con la piruleta en la mano. La introdujo en el vaso de refresco y
se la llevó a la boca—. Cuando la mojas en Coca-Cola está buenísima.
Félix no pudo evitar sonreír. A veces, sobre todo cuando ella tenía ese aspecto de niña buena y
angelical y se comportaba como una cría, le resultaba complicado asociarla con la chica sensual y
provocadora que solía ser.
Como si hubiera podido leer sus pensamientos, ella sacó la lengua y comenzó a lamer la piruleta
obscenamente mientras le miraba con los ojos entornados.
Félix bajó los párpados cuando sintió un violento tirón en la entrepierna.
No era angelical ni nada por el estilo.
La película comenzó de nuevo.
Era entretenida y siempre estaba pasando algo. La escena del restaurante y los caracoles le
pareció graciosa. Y la banda sonora era buena. Roy Orbison y su Oh, Pretty Woman le hicieron mover
los pies. Su mirada se cruzó con la de Erika y se sonrieron.
Durante la segunda pausa publicitaria aprovecharon para ir al baño, y Takeshi insistió en que
quería comer, así que se ocupó de volver a llenarle el comedero.
Por supuesto, como solo podía pasar en una película romántica, el millonario dejó de ser
calculador y ambicioso para convertirse en un tipo empático y generoso, y el karma llegó para
vengarse de los malvados. Y la historia de amor triunfó.
Y al llegar el final, Félix comprendió a qué se había referido ella en el puerto cuando le preguntó
si no iba a subir las escaleras para ir a buscarla.
Aclarado.
—Ay, qué bonita es. —Escuchó que decía Erika emocionada cuando los protagonistas se
estaban besando.
«Tú eres mucho más bonita», pensó.
—No te tenía por una romántica.
—No lo soy, pero esta peli me puede. Reconoce que te ha gustado.
—Me ha entretenido.
—¿Solo?
—No me importaría repetir si la película la elijo yo.
—Entonces, ¿has disfrutado de la experiencia? —Ella se acercó a la cámara y le sonrió con los
ojos chispeando de ilusión.
—He disfrutado haciendo esto contigo —reconoció mientras se incorporaba en el sofá y cogía el
portátil para ponérselo sobre las rodillas.
—No te tenía por un romántico —dijo ella la misma frase que había empleado él antes.
—No lo soy, pero es que algunas cosas me pueden.
—¿Algunas cosas o algunas personas?
Cogió al gato en brazos y lo mostró a la cámara.
—Algunas cosas y algunos animales. Saluda a Takeshi.
—Hola, Takeshi —dijo ella—. No desvíes el tema. Entonces, decías que algunas personas te
pueden. Quiero nombres.
Él se rio mientras el gato le lamía el mentón.
—Tú. Tú me puedes —admitió al fin—. Tú, Erika Alba.
Ella se dejó caer sobre el sofá, agitando las piernas en el aire y riéndose.
—¡Lo sabía!
La contempló fascinado. ¿Cómo no iba a sentirse atraído por ella si desprendía un fulgor
inusitado? Era imposible sustraerse a su atractivo. Era un vendaval de pura energía.
—¿Te has acostado con alguien desde que volviste a Madrid? —le preguntó ella de pronto.
Él se puso serio y la miró con fijeza. No iba a mentirle.
—Sí —repuso con tono neutral.
Había sucedido una noche de hacía semanas, poco después de regresar de Benidorm. Con una
mujer desconocida que había entrado al Corso sola y con ganas de caza. A él le apetecía ser cazado,
así que terminaron la noche en el hotel de ella. Aparentemente, estaba en la ciudad para asistir a una
reunión de trabajo. No le preguntó su nombre y ella tampoco insistió en saber el suyo. Fue algo
puramente físico para ambos. No había perdido demasiado tiempo pensando en ello después.
Erika se había quedado callada. Se estaba mordisqueando el labio inferior y parecía pensativa.
—¿Vas a volver a verla?
—No. Fue un rollo de una noche.
—A decir verdad, no me importa con quién folles. Me importas tú.
Aquello le dejó mudo. No esperaba ese tipo de declaración. Las últimas tres palabras le habían
calentado por dentro. ¿Cómo era posible que ella supiera siempre lo que decir?
—Yo me enrollé con un inglés hace unos días, pero no llegamos a acostarnos —continuó—.
Solo hubo morreos y un poco de petting. Ya sabes.
A la cabeza de Félix acudió la escena que habían protagonizado ambos en la oficina del Corso de
Valencia. Se imaginó a un tipo rubio con cara de guiri metiéndole mano a Erika y la imagen no le
agradó demasiado, pero no era nadie para decirle con quién podía enrollarse y con quién no. No se
iba a comportar como el perro del hortelano si él mismo hacía lo que le apetecía. No era tan
hipócrita.
—Eso sí, cuando nos casemos, espero fidelidad —dijo ella, alzando un dedo con fingido gesto
amenazador.
Él sonrió.
—Cuando nos casemos solo voy a tener ojos para ti —bromeó.
Ella le guiñó un ojo y se puso de pie. Se alejó del ordenador hasta que desapareció de la pantalla.
Félix se preguntó dónde habría ido, pero lo averiguó muy rápido cuando regresó con un cepillo de
dientes dentro de la boca.
—Me lo he pasado genial —farfulló con dificultad—, pero es tarde y mañana madrugo. Me voy a
tener que ir despidiendo.
Mientras se cepillaba los dientes, con la otra mano se deshacía la trenza. Las pesadas guedejas de
cabello le cayeron sobre los hombros.
—Sin problema —repuso él, incorporándose y dejando a Takeshi en el sofá—. Estamos en
contacto.
—Vete pensando qué peli quieres ver.
—Algo un poco menos empalagoso, seguro.
—Tu elige y yo me apunto. Buenas noches. —Le lanzó un beso.
—Buenas noches.
La comunicación se cortó.
Félix se quedó mirando el portátil con la vista extraviada. Se hubiera quedado un rato más
hablando con ella, pero era casi la una de la mañana.
Recogió el bol casi vacío de palomitas y la botella de cerveza y los llevó a la cocina. Luego
cambió el agua del bebedero de Takeshi y le hizo una carantoña.
Se dirigió al baño a lavarse los dientes y cuando vio su cara reflejada en el espejo del lavabo se dio
cuenta de que estaba sonriendo como un bobo.
Erika
Bailoteó por el piso, eufórica. Aunque se había despedido de él diciéndole que tenía que madrugar al
día siguiente, estaba convencida de que cuando se fuese a la cama no podría pegar ojo. Demasiadas
emociones.
A los ojos de cualquiera, aquella cita que había tenido con Félix a distancia no tendría mucho
significado. Sin embargo, ella sentía que había dado un paso de gigante.
Tú. Tú me puedes. Tú, Erika Alba.
Eso era casi una confesión.
—Joder, joder, joder… —exclamó y estuvo a punto de atragantarse con la pasta de dientes.
Corrió al baño y se enjuagó la boca. Después, en un arrebato, buscó la canción de Oh, Pretty
Woman en Spotify y le dio al play.
Los primeros acordes de la música le hicieron oscilar las caderas frente al espejo. Y cuando la
profunda voz de Orbison llenó el apartamento, cogió un cepillo que utilizó como micrófono y cantó
con ganas:
—Pretty woman, walkin’ down the street. Pretty woman the kind I like to meet. Pretty woman I don’t believe
you. You’re not the truth. No one could look as good as you…16
Capítulo 22
Erika
Septiembre, octubre y noviembre pasaron rápido entre mensajes de texto, audios y videollamadas.
No se escribían con regularidad ni se prometían llamarse o quedaban a ninguna hora concreta,
simplemente sucedía. A veces, pasaban días sin que ninguno contactara con el otro; y otras, hablaban
varias veces a lo largo del día.
Sin embargo y, pese a su caótica forma de comunicarse, habían llegado a un acuerdo: los jueves
eran sagrados. Los habían bautizado como jueves de película y todas las semanas se pertrechaban de
palomitas y bebida y, cada uno en su casa, pero juntos en la distancia, veían una peli. Las elegidas por
él fueron Starship Troopers, Terminator, La delgada línea roja o Juegos de guerra. Las elegidas por ella: Nueve
semanas y media, Working Girl, La princesa prometida, Clueless… Incluso llegaron a ver Los puentes de
Madison y Erika comprobó que él era más blandito de lo que parecía. Se burló echándole en cara que
había visto cómo se le humedecían los ojos. Él se vengó obligándola a ver una película bélica
alemana, Stalingrado, durante la que ella se durmió porque le pareció un tostón. Él le reprochó que no
había podido escuchar los diálogos debido a sus ronquidos.
Intercambiaban anécdotas del trabajo y se desahogaban cuando tenían un mal día. Hablaban de
sus infancias y adolescencias y trataron todos los asuntos que podían tratar dos personas que se
tuvieran confianza. Se confesaron secretos inconfesables de juventud. Incluso hablaron de la noche
de la pelea en la que Félix mandó a un chico al hospital con las dos piernas rotas y él acabó con esas
dos cicatrices en la cara. No estaba muy orgulloso de ello y no quiso profundizar demasiado, pero a
Erika le bastó con que se lo hubiera contado.
Solo hubo un tema que no se mencionó.
Ernesto.
Félix no habló de él y Erika no le preguntó.
Por lo demás, bromeaban constantemente sobre su atípica relación.
—Nunca había tenido una relación tan larga con nadie sin sexo —comentó Erika una noche
entre risas.
Y él le dio la razón.
Ella seguía saliendo y conociendo gente nueva que recalaba brevemente en su vida y volvía a
desaparecer. Era fácil hacerlo en Benidorm: los turistas iban y venían. Sin embargo, durante esos
meses, en contra de su costumbre, no se enrolló con ningún chico. No había ningún tipo de
compromiso entre Félix y ella, ni habían hablado de guardarse fidelidad, pero no se sintió atraída por
nadie. Le daba una pereza enorme ponerse a flirtear con otro. Con él todo era fácil y fluido, el
coqueteo le salía solo y sin esfuerzo. Era el tipo de persona con la que se sentía a gusto.
No sabía si Félix seguía manteniendo relaciones esporádicas. No se lo había preguntado y él no
lo había mencionado.
Tampoco sabía si quería saberlo.
A mediados de diciembre, Erika se fue de viaje con sus amigas a Londres. Fue en ese viaje que
conocieron a unos escoceses encantadores y ella decidió que su celibato autoimpuesto tenía que
acabar. Iba a probarse a sí misma que podía acostarse con otros tíos.
El elegido se llamaba Craig. Tenía veinticinco años y era pelirrojo por todas partes.
No fue una gran noche, aunque tampoco estuvo mal del todo. No obstante, cuando abandonó la
pensión en la que él se alojaba y atravesó las dormidas y húmedas calles de Londres, lo hizo con
pesadez en el pecho. No era culpa lo que sentía, solo un cierto desasosiego. Aparentemente, los
polvos vacíos habían dejado de interesarle.
Esa mañana de frío domingo londinense, mientras pisaba los charcos, tuvo una suerte de
epifanía.
No quería acostarse con nadie más.
Solo con Félix.
Apenas eran las siete, pero no pudo esperar a hablar con él y le llamó, a sabiendas de que en
Madrid sería una hora más tarde.
Su voz tocada por el sueño no tardó en responder la llamada.
—Espero que sea muy importante —farfulló.
—¿Hay algo más importante que escuchar mi voz? —dijo con tono almibarado.
—Podría enumerarte unas mil cosas, pero paso. ¿Qué ha ocurrido?
Erika dio unos golpecitos con los dedos sobre la mesa de madera. Estaba sentada cerca del
ventanal de una cafetería con vistas al Támesis. Afuera llovía y la poca gente que caminaba por la
calle lo hacía con paraguas.
—Nada especial —dijo al fin—. Me he acostado con un escocés.
Hubo un silencio al otro lado de la línea.
—¿Por eso me llamas? ¿Te has visto en la necesidad de contármelo?
—Sí.
—Bueno, ¿y?
—No ha estado mal, pero te prefiero a ti.
—Es muy halagador —se rio—. Que alguien te llame un domingo al amanecer y te diga que se
ha tirado a un escocés, pero que te prefiere a ti. Nunca me había pasado.
—Ya ves. Soy muy original.
—Necesito un café. ¿Me das treinta segundos?
—Tienes veinticinco.
Le escuchó decirle algo a Takeshi y, poco después, el sonido de la cafetera.
—He vuelto. ¿Dónde nos habíamos quedado? Ah, sí, en que me echabas de menos.
Erika sonrió.
—Bueno, me conformo con el escocés. Le tengo más cerca.
—¿Era un escocés puro? Pelirrojo, digo.
—Muy pelirrojo.
—Debe de ser muy especial para que te hayas ido a la cama con él.
No le sorprendió el comentario. En una de sus conversaciones nocturnas, le había confesado que
últimamente no encontraba a nadie que le gustara lo suficiente como para llevárselo a la cama.
—Lo que te digo, pelirrojo por todas partes. Una rareza. —Hizo una pausa antes de preguntarle
lo que llevaba tiempo rondándole por la cabeza—. ¿Y tú? ¿Has encontrado a alguien a quien llevarte
a la cama últimamente?
Él tardó en contestar.
—¿Vale una mamada?
—Depende de si la has recibido o la has dado.
—Recibido.
—Supongo que sí vale.
—Pues eso. Solo una mamada hace unos días con un amigo.
Ella hurgó en sus sentimientos buscando celos, pero no los halló. De algún modo sabía que ese
amigo a Félix no le importaba demasiado. Al igual que a ella no le importaba un pimiento el escocés.
Le dio un sorbo al capuchino mientras seguía con los ojos el descenso de una gota que se
deslizaba por el cristal. Quería decirle a Félix que ya no le apetecía acostarse con nadie más, pero
guardó silencio. Aunque hacía unos minutos le había parecido el momento adecuado, ahora ya no
estaba tan segura.
—¿Erika? ¿Estás bien?
—Estoy bien. Es solo que no me gusta la lluvia, me pone melancólica.
—¿Está lloviendo en Benidorm? —Había extrañeza en su voz.
—Estoy en Londres.
—¿Qué haces en Londres?
—Acostarme con un escocés. Te lo he dicho.
Él se rio de nuevo.
—Me gusta más imaginarte en Benidorm, bañada por el sol.
Notó un toque de nostalgia en sus palabras que la puso blandita. No quería mostrarse así ante él,
así que carraspeó e irguió la barbilla.
—Solo me gusta la lluvia cuando estoy junto al mar y hay tormenta, viento y olas —continuó
firme, cambiando de tema—. Me voy a la playa a hacer surf.
—¿También haces surf? Nunca dejas de sorprenderme —comentó. Y luego bostezó—. ¿Cuándo
vuelves?
—Esta tarde. Nos hemos escapado solo…
Un pitido interrumpió sus palabras y se apartó el móvil de la oreja para mirar la pantalla. Le
estaba entrando una llamada de Laura. Tenía que contestar porque si no lo hacía, se preocuparía.
Solían informarse de dónde andaban cuando se largaban con un desconocido
—Félix, tengo que dejarte que me están llamando mis amigas.
—Claro. Buen viaje de regreso.
—Sí. Eh, adiós.
Félix
La comunicación se cortó y él se quedó pensativo, sorbiendo el café lentamente mientras miraba por
la ventana. Era el típico día de finales de otoño en Madrid. Cielo gris con un poco de viento que
arrastraba por las aceras las hojas que habían caído de los árboles. No había muchos coches
circulando a esa hora de la mañana.
Erika estaba rara. Era la primera vez, desde que la conocía, que la escuchaba tan decaída y
melancólica. Quizá, tal y como le había confesado, se debiese solo a la lluvia de Londres, pero no lo
creía.
Con los ojos entrecerrados y mucha curiosidad, abrió Instagram y buscó su perfil. No le gustaban
las redes sociales ni era muy activo en ellas, pero su hermana había insistido en crearle una cuenta.
Las últimas fotos que Erika había subido eran del día anterior. Sí, estaba en Londres con sus
amigas. Pudo ver el London Eye, el Big Ben y otros tantos monumentos más que se recortaban
contra un cielo plomizo. Estaban muy bien acompañadas por un grupo de cuatro chicos con pinta
de guiris. Uno de ellos era pelirrojo. Con el pelo corto, ojos claros y cara muy pecosa.
Así que ese era el tipo con quien se había acostado.
Le catalogó rápidamente como un niñato sin importancia. Alguien así no podría satisfacer a una
mujer como Erika ni aunque viviera mil vidas.
Dejó el móvil a un lado y paseó por el salón. Estaba descalzo y solo llevaba unos pantalones de
chándal que se había puesto a toda prisa cuando saltó de la cama. Se detuvo frente a las fotos de
Ernesto y las miró un largo rato.
—Creo que ya va siendo hora de que baje la guardia y me lance a por ella. ¿Tú qué opinas? ¿Es la
chica adecuada? Creo que si sigo haciendo el gilipollas al final se va a cansar y se va a largar con otro,
¿no crees?
No recibió ninguna respuesta y tampoco lo había esperado, pero a veces se desahogaba hablando
con él.
—Físicamente es un diez y su carácter encaja bien con el mío. Me hace reír. Me gusta mucho.
Lo sabía desde hacía tiempo, pero la noche que pasó con Luigi el martes anterior, tuvo la
confirmación. Mientras su amigo le hacía una mamada solo podía pensar en ella e imaginarse que era
su boca en la que se perdía su erección. Había cerrado los ojos y se había convencido de que era su
cuerpo el que estaba tendido junto a él en la cama, por eso, cuando Luigi propuso que terminaran la
faena echando un polvo, declinó. Se limitó a hacerle una paja rápida para no dejarle a medias y se
largó de su piso.
Aparentemente, los polvos vacíos habían dejado de interesarle.
Siempre se había esforzado por mantener las barreras que separaban el sexo de lo sentimental,
quizá inconscientemente porque todavía se sentía muy vinculado a Ernesto, y entregarse a otra
persona que no fuera él le parecía una traición. Pero con Erika esas barreras se diluían.
—Confieso que me daba miedo volver a interesarme por alguien —murmuró y se frotó la nuca
con la mano—. Cuando me dejaste fue tan doloroso…
Ernesto le miraba desde la instantánea que los mostraba a ambos en la playa, sonriéndole con
dulzura.
—Te echo de menos, ¿sabes?
Acercó un dedo a la foto y la acarició antes de darse la vuelta. Volvió a dirigirse a la ventana y
Takeshi se unió a él, enredándose entre sus piernas. Cogió al gato en brazos y pegó la cara a la del
felino.
Erika había decidido pasar la Nochevieja en Madrid con Jorge y Juls, así que solo faltaban dos
semanas para que volvieran a verse.
Hablarían y se sincerarían.
Capítulo 23
Félix
Sin embargo, a veces la vida tenía otros planes y la Navidad de ese año llegó con un virus de la gripe
para la familia Alba. Mía y Lukas fueron los primeros en enfermar y ellos se lo contagiaron a los
demás. Solo Anna y Alexia se libraron.
Jorge, Juls y Erika tuvieron que cancelar el viaje a Madrid y pasaron la última noche del año en
cama y con fiebre.
Cuando se aproximaba la hora de las campanadas, Félix se despidió de Sean y su novia y se
escabulló para encerrarse en la oficina. Habían organizado una fiesta privada en el Corso de Ibiza y
la algarabía, la música y los gritos eran ensordecedores.
Había hablado con Erika hacía unas horas y sabía que estaba fatal, no obstante, las ganas de
comenzar el año con ella —sí, así de romántico se había vuelto— le acuciaron y le hizo una
videollamada.
Eran las doce menos diez.
Ella aceptó la llamada y su rostro demacrado apareció en la pantalla. Estaba tumbada en la cama
y su pelo lacio y sin vida se desparramaba por la almohada. Sus mejillas estaban teñidas de un tono
rojizo y los ojos le brillaban por efecto de la fiebre.
—Hola, capullo. Te diría que te odio por llamarme a esta hora —dijo. Su voz sonaba
enronquecida—. Pero no es verdad. Estaba esperándolo.
—¿Estás sola?
—Sí. Ha estado aquí mi madre antes y me ha traído caldito, pero ha vuelto con mi padre que es
un enfermo horrible.
—¿Tienes fiebre?
—No mucha. Me ha bajado. Y no me mires así.
—¿Así? ¿Cómo?
—Con preocupación. Si querías ver una chica guapa, no haberme llamado. Debo de tener una
pinta horrible.
La tenía. Y, sin embargo, seguía vibrando con ese espíritu combativo que a él tanto le gustaba.
—Estás espectacular, como siempre.
Ella se rio y un ataque de tos sacudió su cuerpo.
—No me hagas reír si no quieres presenciar una muerte por ahogamiento.
Su humor negro seguía presente y eso le hizo sonreír.
—Solo faltan cuatro minutos para las doce —dijo.
—¿Tienes uvas?
—No.
—Yo tampoco. Y dudo que pudiera tragármelas. Tengo la garganta muy inflamada.
—Habrá que improvisar.
—¿Tragos de caldo?
—Dudo mucho que pueda encontrar caldo por aquí —se rio.
—Espera, tengo una idea —jadeó ella, incorporándose en la cama—. Por cada campanada, uno
dice una parte del cuerpo que le apetecería besar del otro. Empiezas tú con la primera, sigo yo con la
segunda y hasta doce. Y no vale repetir palabra.
Félix arrugó la frente mientras hacía una mueca divertida. Incluso enferma era impredecible.
—Acepto.
Se sentó en la silla que había tras la mesa y encendió el portátil para sintonizar algún programa
que diera las campanadas. Por el rabillo del ojo vio cómo ella se recogía el pelo en una coleta. Sus
movimientos eran pausados y torpes como si elevar los brazos le costara mucho. Era obvio que no
se encontraba nada bien.
—Es un fastidio lo de la gripe —murmuró.
—Ya. Supongo que te habría gustado celebrarlo de otra manera —dijo ella.
—No. Me apetecía empezar el año contigo.
Le sonrió con fatiga. Nunca la había visto tan frágil y vulnerable, y su instinto protector se
despertó como por encanto llenándole el pecho de ardor.
La imagen de los dos presentadores desde la Puerta del Sol llenó la pantalla. Giró el ordenador
para que ella también pudiera verlo.
Eran las doce menos un minuto.
—¿Ya te has pensado tus respuestas? —preguntó ella.
—Voy a improvisar.
Los ojos azules de Erika se encontraron con los suyos mientras el sonido de los cuartos, que
precedía a las doce campanadas salía del altavoz del portátil.
—Ya —dijo ella—. Empieza.
Primera campanada.
—Labios —dijo él, dirigiendo la mirada a los de ella, cuarteados por la gripe.
Ella se pasó la lengua por ellos y le guiñó un ojo.
Segunda campanada
—Cuello —comentó al tiempo que se llevaba una mano a la garganta.
Tercera campanada.
—Dedos.
Cuarta campanada.
—Muñeca.
Quinta campanada.
—Nuca.
Ella asintió satisfecha al escucharle decir esa palabra.
Sexta campanada.
—Axila.
Él alzó las cejas, sorprendido. ¿Quería besarle en la axila?
Ella asintió con picardía.
Séptima campanada.
—Ombligo.
Octava campanada.
—El lóbulo de la oreja.
Aquello le estaba gustando…
Novena campanada.
—Tobillo.
Décima campanada.
—Vientre.
Él volvió a estremecerse al imaginarse sus labios recorriendo su línea alba. La imaginación era un
poderoso acicate para la excitación.
Undécima campanada.
—Pechos.
Ella bajó los parpados y soltó un suspiro. El juego le estaba gustando tanto como a él.
Duodécima campanada.
—Polla.
Él se rio.
¡Lo sabía! Sabía que ella iba a decirlo. Y aun sabiéndolo, su miembro se sacudió impaciente.
Cambió de postura en la silla y se ajustó el pantalón.
Los gritos y las voces festivas provenientes del local aumentaron de volumen. En algún lugar en
el exterior, alguien había comenzado a tirar petardos.
—Feliz año, Erika —dijo con calidez.
—Feliz año, Félix. Creo que han sido las mejores campanadas de mi vida —dijo risueña, pero un
ataque de tos bastante virulento la interrumpió. Se dejó caer sobre la almohada y le miró a través de
las pestañas—. Si te has puesto cachondo, lo siento mucho porque no voy a poder ayudarte.
—Vaya, qué putada, y yo que esperaba sexo telefónico —bromeó.
Ella chasqueó la lengua.
—No. No. Es el paraíso o nada, Félix. Recuérdalo —musitó con los ojos cerrados, casi sin voz.
—¿Necesitas mimos?
—Sí. Dame mimos, anda…
Se la quedó mirando durante un largo rato. Su pecho subía y bajaba con dificultad; de la boca
entreabierta salían jadeos. Estaba muy congestionada.
—Erika —la llamó.
Ella no abrió los ojos. Se había quedado dormida.
Apoyó los codos en la mesa y la barbilla en sus manos cruzadas.
—Siento que estés así —susurró—. Espero que te recuperes pronto e intentes seducirme de
nuevo. No me gusta nada verte enferma.
Tras unos segundos más de contemplarla sin que ella moviera ni un músculo, cortó la
videollamada. Acto seguido, echó un vistazo al calendario del móvil para ver cuándo podía cogerse
unos días libres.
Necesitaba verla.
En persona.
Soltó una maldición cuando se dio cuenta de que no iba a poder escaparse hasta mayo. Sean y él
tenían que cubrir las vacaciones de algunos empleados. La gente parecía pensar que siendo
empresarios tenían todo el tiempo del mundo para largarse cuando quisieran.
No era así.
Quizá porque todo lo que tenían se lo habían ganado a base de mucho esfuerzo o trabajo, pero
no malgastaban ni un solo euro. Tanto Sean, como Ernesto en su día, y él mismo eran muy
conscientes de que uno no podía hacerse rico despilfarrando la pasta. Apretarse el cinturón era una
de las frases favoritas de Ernesto.
Su móvil comenzó a emitir pitidos.
Eran las felicitaciones de Año Nuevo de sus padres, de su hermano Rodrigo y de Juls.
Se dispuso a contestarlas.
Capítulo 24
Erika
Ese año su cumpleaños caía en jueves, así que le había tocado trabajar, aunque lo cierto era que no
habían hecho mucho. A finales de enero, el puerto estaba más tranquilo que en verano y no había
muchas embarcaciones que reparar, por lo que sus compañeros aprovecharon la falta de faena para
organizarle una fiestecita en el taller. Le habían comprado un regalo —una camiseta en la que ponía
Los mecánicos son los más sexis— además de llevar una tarta de chocolate con una vela en forma de
pene.
Entre risas y bromas, sopló la vela, se comió una porción de tarta y bebió sidra de un vaso de
plástico. Luego se despidió de ellos y se abrigó antes de coger la moto para ir a casa de sus padres.
La habían convencido para que subiera a cenar con ellos, aunque la verdadera celebración estaba
prevista para el sábado.
No sabía nada de Félix. Suponía que la llamaría más tarde.
Había estado muy pendiente de ella durante la gripe que la obligó a guardar cama una semana;
tan pendiente, que Erika comenzó a pensar que había un interés genuino y que finalmente había
decidido dar su brazo a torcer, pero cuando lo insinuó, él se salió por la tangente con la bromita que
siempre usaba, esa de Yo soy inconquistable.
Estaba desencantada de la situación. Había puesto todo de su parte para conquistarle, pero tenía
que aceptar que él estaba resultando ser como un muro inexpugnable y estaba cansada de intentar
atravesarlo sin éxito. Muy cansada.
Se imponía otra estrategia, así que había decidido guardar distancia. Hacía más de una semana
que no hablaban e incluso había cancelado los jueves de película poniendo una excusa. Necesitaba
alejarse de él, aun cuando le echaba mucho de menos.
Era noche cerrada cuando enfiló la carretera que bordeaba la costa. La ladera de la montaña que
quedaba a la derecha estaba salpicada de puntos de luz que correspondían a las lujosas casitas de la
urbanización Altea Hills.
No pudo evitar frenar cuando la iglesia rusa ortodoxa de San Miguel Arcángel apareció tras una
curva, entre los árboles. Siempre lo hacía. Aminoraba la velocidad y le echaba un rápido vistazo. La
imponente construcción de madera, coronada por una cúpula dorada con una cruz del mismo
material, destacaba iluminada en medio del bosquecillo. El templo, que estaba totalmente fuera de
lugar en ese paisaje mediterráneo, parecía sacado de un cuento. Y por dentro era también
espectacular. Algo digno de ver.
Tenía que llevar a Félix a visitarlo.
Se mordió el labio al darse cuenta de que volvía a pensar en él.
Estaba obsesionada.
Hacía frío, pero no llovía desde hacía meses y las ruedas de la Yamaha se agarraban al asfalto con
firmeza, por lo que aceleró y adelantó a un par de coches que circulaban delante de ella. Se internó
en la oscura carretera que conducía a la autovía y se inclinó sobre el tanque de gasolina para ofrecer
menor resistencia al viento.
Apenas un cuarto de hora más tarde, aparcaba frente a la casa de sus padres. Todavía no había
podido quitarse ni el casco cuando su padre abrió el portón y se abalanzó sobre ella. Iba vestido con
su ropa favorita, vaqueros holgados y una sudadera negra de Guns N’ Roses.
—¡Feliz cumpleaños, hija! —exclamó al tiempo que la abrazaba.
—¡Qué entusiasmo! —se rio.
—No todos los días cumple años mi única hija, la preferida, la más guapa y simpática —dijo,
zalamero.
Erika le miró con desconfianza mientras atravesaban el caminito de grava que conducía al
interior.
—Dime qué necesitas.
Él se rio.
—Una tontería de nada.
Entonces era algo grande.
Su madre la recibió con una sonrisa. Era bastante más moderada que su marido. Llevaba un largo
vestido de punto rojo.
—Herzlichen Glückwunsch zum Geburtstag! 17
—Danke, Mutti 18. ¡Qué bien huele! ¿Qué has hecho?
—Rheinischer Sauerbraten 19
Erika soltó un gritito feliz, abrazó a su madre con fuerza y le plantó varios besos en la cara. Sabía
lo poco que le gustaba cocinar y que se hubiera esforzado en preparar un plato tan laborioso porque
sabía que a ella le encantaba la llenaba de ilusión.
—Toma —dijo su padre, acercándose con un paquete envuelto en papel de regalo—. Ábrelo,
anda.
Lo hizo. Rasgó el papel con energía y soltó un gemido asombrado al ver la marca que aparecía en
la caja. La abrió y su mandíbula se aflojó al ver el contenido. Unas botas y una cazadora de cuero.
—¡Hostia puta! Os habéis gastado una pasta —farfulló.
—Fluch nicht so viel! 20 —la regañó su madre—. Es ist deine Schuld, Tony 21.
—¿Te gustan? —preguntó su padre, ignorando a su mujer.
—Me encantan. Muchas gracias, pero es demasiado.
Se probó la cazadora, que le sentaba genial, y luego se quitó las zapatillas para calzarse las botas.
Eran muy cómodas.
—Vale —murmuró, tirándose en el sofá, después de haberse quitado las prendas—, ahora me
tenéis que decir qué está pasando. Mucha efusividad, comida especial y regalos caros.
—Nos vamos de crucero —soltó su padre.
—Genial. Ya era hora de que hicieseis un viaje chulo. ¿Cuándo?
—En una semana. Sale el barco de Atenas y vamos a estar once días recorriendo las Islas
Griegas.
—¿Y la imprenta?
—Cerramos.
Erika arqueó ambas cejas. Desde que tenía uso de razón, sus padres pocas veces habían cerrado
el negocio tanto tiempo.
—Pues me parece fantástico.
—Tienes que quedarte aquí y ocuparte de la casa —dijo su madre.
Sonaba como si fuera una orden, pero Erika sabía que no lo era. Era la forma de hablar de Anna
Schwarz.
—Puedo venir a regar las plantas y a echar un ojo a la casa. No hace falta que me quede.
Su padre carraspeó y luego sonrió con falsedad.
—Nos han llamado tus abuelos y nos han dicho que tus primos van a venir. Y es justamente
cuando no estamos nosotros. Una coincidencia.
—¿Qué primos?
—Jörg y Anja.
Erika frunció el ceño. ¿Jörg y Anja? Apenas se acordaba de ellos. Los había visto dos veces en su
vida y, estrictamente hablando, tampoco eran sus primos. Eran los hijos de una prima de su madre.
—¿Cuántos años tienen? ¿No son unos niños?
—Él tiene quince y ella, diecisiete —intervino su madre.
—¿Y vienen solos?
—Sí. Les dije que podían venir cuando quisieran —continuó Anna—. Y ya han comprado los
billetes de avión.
Erika arrugó la nariz.
—Es decir, que mientras vosotros os largáis de crucero a las Islas Griegas, yo tengo que
quedarme aquí haciendo de niñera de dos adolescentes alemanes que no hablan español. ¿Es
correcto?
—Eh, sí… —contestó su padre, alejándose camino de la cocina.
—¿Y mis hermanos?
—Bueno, tus hermanos tienen sus vidas y…
Erika se puso de pie como impulsada por un resorte.
—¿Y yo no? —inquirió.
—Tú estás soltera y no tienes familia como Lukas.
Entornó los ojos y le lanzó una mirada asesina a su padre que regresaba con dos cervezas en la
mano. Le tendió una. Ella la cogió y dio un largo trago.
Pese a que era un fastidio tener que ocuparse de sus primos, lo haría. Sabía cuánto se merecían
sus padres esas vacaciones y no iba a ser ella quien les pusiera palos en las ruedas, pero iba a
protestar un poco para molestar a su padre.
—Por eso la chupa y las botas. Ya me parecía raro que os hubieseis gastado ese dineral. Es un
soborno.
—Lo es —dijo Tony.
—Que sepáis que ya tenía planes —mintió—. Voy a tener que cancelarlos.
—¿Qué planes?
—Una operación de cambio de sexo —improvisó.
—No lo necesitas. Tienes más huevos que tus hermanos.
Ambos se rieron mientras chocaban las manos en el aire.
—Zwei vom gleichen Schlag 22 —murmuró Anna y se alejó hacia la mesa del comedor para servir la
cena.
Mientras degustaban el espectacular asado, su padre sacó el folleto del crucero y se explayó
comentando todos los lugares que iban a visitar. Su entusiasmo era notorio. Su mujer le dejaba
hablar mirándole con una sonrisa satisfecha. De vez en cuando, unían las manos por encima de la
mesa.
Erika observaba sus gestos de afecto con atención. Siempre había sabido que sus padres se
querían mucho; a fin de cuentas, llevaban más de treinta años juntos, pero últimamente, se fijaba
mucho más en esa complicidad que destilaban y admitía que los envidiaba. Ella también quería tener
esa intimidad y confianza con alguien.
Cuando un rostro masculino de ojos oscuros sobrevoló por su cabeza, endureció la mandíbula
con irritación.
—¿Estás bien? —preguntó su madre repentinamente.
—Claro —repuso con rapidez. Anna era la mujer más intuitiva de la tierra y no quería
preocuparla.
De vez en cuando echaba ojeadas ansiosas al móvil. Había recibido mensajes de todos sus
hermanos y sus amigos, incluso de la tienda donde solía comprar repuestos para la moto y de su
compañía telefónica.
Solo faltaba una persona por felicitarla.
Era cierto que había decidido no contactarle tan a menudo, pero que él no la llamara el día de su
cumpleaños le parecía fatal.
Estaba muy desilusionada.
Miró la hora en el reloj de pared de la cocina y vio que eran las nueve.
«No seas tan impaciente. Todavía faltan tres horas para que acabe el día», se decía una y otra vez.
La cena culminó con un bizcocho casero —que no lo era— y que su madre reconoció haber
comprado en una pastelería. Había colocado dos velas con los números dos y ocho sobre el
esponjoso postre. Su padre las encendió con un mechero y luego apagó la luz. Le cantaron el
cumpleaños feliz en alemán, como cuando era una niña, y sintió que se le humedecían un poco los
ojos.
Carraspeó para aclararse la garganta antes de soplar las velas.
—¿Has pedido un deseo? —le preguntó su madre.
No lo había hecho. Bueno, en realidad, sí. Había deseado que Félix la llamara de una condenada
vez. ¿Servía eso?
En ese momento, sonó el timbre de la puerta.
Mientras su madre cortaba el bizcocho y ella iba a buscar platos de postre, su padre fue a abrir.
Regresó poco después con un paquete en la mano.
—Es para ti, Eri. Es de tu novio —dijo con sorna.
El corazón le dio un vuelco. Casi le arrancó el paquete de las manos y se fue con él a su antiguo
dormitorio, mientras las risas burlonas de sus padres la seguían.
Le temblaban las manos por la impaciencia cuando rasgó el envoltorio. Una caja plana que
parecía contener un libro quedó al descubierto. La abrió. Sí, era un libro. Cocina para torpes, rezaba el
título con grandes letras azules sobre un fondo blanco.
—No me jodas…
¡Menudo cabrón! ¿Cómo se le ocurría regalarle un libro de cocina?
Había también un sobrecito dentro de la caja. Sacó una tarjeta de felicitación del interior. Tenía el
dibujo de una piruleta en forma de corazón y debajo la frase: Feliz y dulce cumpleaños. La abrió y leyó lo
que él había escrito dentro.
He visto la tarjeta y he pensado en ti. Espero que te guste el libro de cocina. Creo que vas a encontrar la receta de
la página cincuenta y seis muy apetitosa.
Se apresuró a pasar las páginas hasta llegar a la que él mencionaba. Allí, pegada con celo aparecía
una foto de Félix completamente desnudo, tapándose los genitales con un folio en el que ponía
CÓMEME, ERIKA y mirando a la cámara con ojos lascivos. De fondo se podía ver la encimera de
su cocina.
No pudo aguantarse más y alzó la cabeza al techo mientras se reía a carcajadas.
¡Por Dios!
Le encantaba que él le hubiera comprado esa tarjeta tan especial y que se hubiera tomado la
molestia de hacerse una foto desnudo y haberla impreso solo para ella.
La euforia le rebosaba por los poros.
Despegó la foto y se dio cuenta de que la receta de la página cincuenta y seis que tapaba la
imagen era la del rabo de toro. Una nueva carcajada sacudió su cuerpo.
El móvil comenzó a sonar con estridencia, sobresaltándola. Hacía unos días había cambiado la
melodía por Glam! de Dimie Cat, y todavía no se había acostumbrado al nuevo sonido.
Era él.
Aceptó la llamada.
—Felicidades.
Fue escuchar su voz y sentir cómo las mariposas revoloteaban en su estómago.
—¿Felicidades? ¿Por qué?
—Por tu cumpleaños.
—No es hoy —repuso muy seria.
Él se rio.
—¿Te ha gustado tu regalo?
—¿Cómo sabes que me ha llegado?
—He recibido un mensaje de la agencia de transportes.
—¿Cómo sabías que estaba en casa de mis padres?
—Se te olvida que tengo un infiltrado en la familia. Mide uno sesenta, tiene el pelo corto y su
nombre empieza por J.
Por eso la insistencia de su cuñada el día anterior para saber dónde iba a cenar al día siguiente.
Traidora.
—Muchas gracias por el regalo. Ha sido… inesperado.
—¿Te ha gustado la receta que he elegido?
—Sí, tiene una pinta muy apetitosa. Estoy deseando comérmela.
Él volvió a reírse.
Había mucho jaleo, voces y música de fondo. Era evidente que estaba trabajando.
—Por cierto, a mis padres también les ha gustado… la receta —añadió mientras se cogía un
mechón de pelo y se lo enrollaba en el dedo índice.
—Menos mal que tus padres son gente de mundo y seguro que no se han escandalizado.
Era imposible provocarle; no obstante, volvió a intentarlo.
—Mi padre ha dicho que quiere verte sin el folio para comparar tamaños.
Él se rio otra vez.
—Seguro que pierdo —dijo con jocosidad.
Una voz masculina gritó su nombre.
—Espera un momento, Erika.
Mientras esperaba a que él regresase, pudo escuchar la música de fondo. Era fácil saber dónde
estaba. El único lugar que ella conocía en el que sonase constantemente electro swing era el Corso.
—Ya estoy —le dijo cuando regresó.
—Hay mucho ruido.
—Tenemos falta de personal y estoy trabajando detrás de la barra. Perdona por el escándalo; no
quería esperar a llegar a casa para llamarte porque no sé a qué hora acabaré.
—¿Cuándo vas a venir?
—En mayo —respondió con firmeza.
Cuatro meses. La impaciencia que vivía dentro de ella se revolvió y gritó histérica.
—¿Y dónde te vas a quedar? ¿Con tu amiga la fotógrafa?
—Todavía no lo he pensado.
—Yo tengo un sofá bastante cómodo en el salón.
—¡Qué tentador! Dormitorio propio o sofá. Difícil decisión —soltó con ironía—. Quizá reserve
una habitación de hotel.
—Que tenga bañera de hidromasaje y cama de matrimonio.
—Como desees —dijo burlón, imitando al protagonista de La princesa prometida.
Eso le provocó una carcajada.
—Hacía mucho que no hablábamos. Lo echaba de menos —dijo él de pronto con tono más
íntimo.
Ella también había echado de menos sus conversaciones absurdas, sus ocurrencias, su risa, su
forma de hablar y el brillo de sus ojos cuando bromeaba…
—Bueno, pues ya sabes dónde estoy —dijo con tono superficial.
—Lo sé —suspiró—. Sé dónde estás.
¿Cómo era posible que con solo unas pocas palabras pronunciadas en voz baja él consiguiera
desarmarla y dejarla expuesta?
Aguantó un jadeo anhelante mientras aferraba el móvil con fuerza.
De nuevo, alguien le llamó, y él soltó maldición ahogada.
—Me reclaman otra vez. Voy a tener que colgar.
—No te preocupes y vete a currar —repuso. Le hubiera encantado seguir conversando con él,
pero entendía la situación.
—Saluda a mis suegros.
—Lo dices de broma, pero me he propuesto que lo sean de verdad y lo sabes.
Él se rio.
Se despidieron y ella cortó la comunicación.
Volvió a tumbarse en la cama mientras clavaba la mirada en el techo.
Aparentemente, la distancia que había mantenido había servido para algo. Había servido para que
él la echara de menos, pero no iba a poder esperar hasta mayo para verle. Tenía que ir a Madrid.
Arrugó los labios en una mueca calculadora. Quizá pudiera escaparse algún fin de semana y
sorprenderle.
Con energías renovadas y de muy buen humor, se levantó de la cama y abandonó el dormitorio
con el paquete debajo del brazo.
—Félix os manda saludos —les dijo a sus padres.
—¿Qué te ha regalado? —preguntó su padre con curiosidad.
—Un libro de cocina.
Anna y Tony se miraron extrañados. No era ningún secreto que Erika odiaba cocinar.
—¿Cómo?
—Sí. Se llama Cocina para torpes —se rio—. Me ha encantado.
Mientras decía eso, se sirvió un trozo de bizcocho y lo devoró. Estaba delicioso.
—¿Quién eres y dónde está nuestra hija?
—La gente cambia —dijo con la boca llena al tiempo que hacía un guiño.
Tony chasqueó la lengua.
—Te recuerdo que somos mayores. No puedes provocarnos disgustos que nos sube la tensión.
—Ja, ja, ja —soltó sarcástica—. Tú sí que tienes pinta de señor mayor, pero mamá aparenta
treinta y cinco como mucho.
Su padre se llevó una mano al pecho, como si de verdad le hubiera herido, mientras que Anna
reía suavemente.
Erika se puso de pie y se acercó a ellos.
—Muchas gracias por la cena, mamá. Estaba buenísimo todo —le dijo al tiempo que le daba un
beso en la mejilla—. Y gracias por los regalos. Son una pasada. —Besó a su padre también.
—¿Estás segura de que ese chico te conoce bien y es el adecuado? —preguntó su padre con el
ceño fruncido haciendo un gesto dramático hacia el libro de cocina.
Ella se rio.
—Es el más adecuado del mundo.
Con los regalos en una mano y el casco en la otra, se dirigió hacia la puerta, tarareando una
antigua canción que le daba buen rollo.
—Está cantando a Billie Davis —comentó su padre—. Algo trama.
—Está enamorada —repuso su madre.
Eso fue lo último que escuchó antes de abandonar el chalet.
Pues sí, estaba enamorada.
Era un hecho.
—I want you to be my baby 23 —canturreó de buen humor mientras iba hacia la moto.
Capítulo 25
Félix
Ocho años de su muerte. Y seguía doliendo.
Otro veinticinco de marzo más.
Era el único día del año que no se preocupaba por el negocio y se lo dedicaba a sí mismo. Sean
sabía que necesitaba estar solo y no lo cuestionaba. Solía pasar las horas paseando por la ciudad y,
cuando caía la noche, regresaba a su piso y llamaba a alguien para echar un polvo rápido y olvidarse
del mundo. Después, bebía y fumaba en soledad hasta que los primeros rayos de sol entraban por las
ventanas.
Era como un ritual.
Sin embargo, ese año habían cambiado muchas cosas. No tenía ganas de perderse en el cuerpo de
nadie, por eso no había tratado de contactar con Edurne y David, que otros años le habían servido
como distracción. De algún modo, la única persona en la que podía pensar era en Erika.
Y eso hacía que se sintiera mal y se enfadase consigo mismo.
Había comenzado a beber más temprano que de costumbre. Eran apenas las siete de la tarde y ya
tenía un vaso de whisky en la mano. La cajetilla de Marlboro, que había comprado esa misma
mañana, estaba sobre la mesita frente a él, pero todavía no había sacado ningún cigarrillo.
Takeshi parecía saber cuál era su estado de ánimo porque se había acurrucado junto a él en el
sofá y ronroneaba, como si le estuviera dando ánimos.
El móvil vibró. Le lanzó una ojeada y vio el nombre que aparecía en la pantalla.
Cerró los ojos y vaciló. Tenía ganas de hablar con ella, pero al mismo tiempo sentía un enorme
desasosiego en el pecho. Alargó la mano hacia el teléfono, pero se detuvo y terminó por cerrar el
puño. Sus ojos se dirigieron hacia la foto de Ernesto, esa en la que estaban juntos en Tokio. La
mirada verde musgo parecía animarle a aceptar la llamada.
Lo hizo con reticencia.
—Hola —saludó.
—Hola. ¿Estás bien? —Llegó la pregunta cargada de preocupación.
¿Desde cuándo ella le conocía tan bien que sabía que le pasaba algo después de escucharle
pronunciar dos sílabas?
—Estoy bien.
—No lo estás. ¿Qué necesitas?
Guardó silencio mientras trataba de contestarse esa pregunta a sí mismo.
—No sé lo que necesito —repuso al fin. Echó la cabeza hacia atrás, hasta que su nuca encontró
el respaldo del sofá—. Hoy es un mal día.
—¿Ha pasado algo?
—No. Pero hoy es un día de recuerdos de mierda.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea.
—¿Por casualidad es el aniversario de la muerte de Ernesto? —inquirió en un susurro.
Una sonrisa amarga acudió a sus labios.
«Chica lista».
—Sí. Hoy hace ocho años que se fue.
—Lo siento.
Siempre estaban bromeando y provocándose, pero ese día la voz al otro lado del teléfono sonaba
seria y circunspecta, como si perteneciera a una Erika distinta. Tampoco él era el mismo de otras
veces. Una pátina de grisácea melancolía le envolvía.
—¿Hoy no has ido a trabajar?
—No.
—¿Qué… estás haciendo? —preguntó.
—Lo de siempre. Quedarme en casa, beber un buen whisky y fumar. Hasta que amanezca.
—Vaya.
De nuevo el mutismo pareció caer sobre los dos.
Una parte de Félix quería colgar. Quería colgar y regodearse en la soledad y la tristeza, como
hacía siempre. Otra parte de él quería seguir hablando con ella. Seguir escuchando su voz y su
respiración. La contradicción de esos dos sentimientos le llevó a darle un largo trago al whisky. El
líquido le quemó la garganta e hizo que un agradable calor se expandiese por su cuerpo.
—Quizá sea mejor que te llame en otro momento…
—No —rechazó.
Nada más decirlo se arrepintió. Debería colgar.
—¿Quieres hablar?
¿Quería hablar?
—En realidad, no —repuso. Luego carraspeó para aclararse la garganta mientras le acariciaba la
cabeza a Takeshi—. Siempre paso este día solo, pero este año, si te soy sincero, me siento extraño.
No me importaría que… estuvieses aquí conmigo.
Ya estaba, ya lo había dicho.
Una bocanada de culpa le sobrevino, pero ya no podía dar marcha atrás.
—Lamento no poder estar a tu lado —musitó ella.
Él se llevó una mano a los ojos y se los restregó.
Era un imbécil.
—De todos modos, tampoco sería una gran compañía, así que no te preocupes —dijo con
pretendida calma—. Ni siquiera Takeshi me soporta —bromeó sin ganas.
—Takeshi te adora. Estoy segura de que lo tienes encima.
Sonrió con fatiga mientras clavaba los ojos en los del gato.
—Sí. Es un buen compañero de borracheras.
Pudo escuchar la respiración pesada de ella al otro lado de la línea y algunos sonidos que no supo
interpretar.
—¿Dónde estás?
—En casa.
Vació el vaso de un par de sorbos y se quedó mirando las últimas gotas que quedaban al fondo.
Era terrible cómo estaba malgastando el carísimo whisky. Tendría que haberlo degustado con
tranquilidad, pero lo había sorbido como si fuera agua. Lástima de Glenfarclas. Gracias al cielo tenía
más botellas en casa.
—Félix…
Bajó los párpados. Le gustaba cómo decía su nombre. Una punzada de anhelo se le instaló en el
pecho.
—Félix —repitió—. Me preocupas. ¿Hay algo que yo pueda…?
—No puedes hacer nada —la cortó—. No te agobies. Mañana estaré mejor, de verdad —intentó
imprimir firmeza a su voz—. ¿Te parece bien que hablemos en otro momento? Te… llamo en unos
días.
—Claro. Cuando quieras.
—Bien. Y… gracias, Erika.
No hubo más despedida que aquella. Pulsó el botón de finalizar la llamada y arrojó el móvil
sobre el sofá. Su mirada fue hasta la foto de Ernesto nuevamente y apretó los labios. Había hecho lo
correcto cortando la comunicación.
Con cuidado de no molestar al gato, se incorporó y se dirigió al armario donde guardaba los
licores. Sacó la botella de whisky y, con ella en la mano, regresó al sofá. Se sirvió tres dedos en el vaso
y cogió la cajetilla de tabaco. Extrajo un cigarro, lo encendió y le dio una calada. El humo le arañó la
garganta mientras su cuerpo aceptaba la nicotina con reticencia.
Takeshi arrugó la nariz y se alejó hasta el otro extremo del sofá mirándole con irritación. Era
evidente que le disgustaba el olor del tabaco.
—Es solo hoy —se disculpó.
El gato se hizo un ovillo y le dio la espalda.
Durante años, cuando era un adolescente rebelde, fumó bastante, y no solo tabaco. Luego,
cuando empezó a trabajar en el Santos y conoció a Ernesto, lo dejó. No volvió a engancharse. No
obstante, había descubierto que fumar le relajaba y se permitía el lujo de hacerlo una noche al año,
cuando más necesitaba estar sereno.
Estiró las piernas y posó los pies descalzos en la mesita. Extravió la mirada en el exterior. Había
comenzado a llover. Pequeñas gotas de agua resbalaban por los cristales y las luces de la calle y de los
coches se reflejaban en ellas creando un caleidoscopio de iridiscentes colores blancos y rojos.
Degustó el Glenfarclas con parsimonia, esa vez de la manera correcta. Arrullado por el sonido de
la lluvia, el sabor del whisky y el olor del cigarrillo se acomodó en el sofá y dejó que las horas
transcurrieran despacio.
Prescindió de la cena y se alimentó de alcohol, nicotina y memorias.
Ernesto y él habían tenido una relación hermosa. Se habían querido mucho y habían creado
recuerdos inolvidables, pese a estar ambos muy ocupados intentando tener éxito con los Corsos. Si
algo lamentaba Félix, era no haber disfrutado de la vida con más intensidad durante esos años que
estuvieron juntos, y haber aplazado planes, pensado que tenían todo el tiempo del mundo. Al menos
habían cumplido el sueño de Ernesto de ir a Japón.
Para cuando el reloj se acercaba a las diez y media, ya se había rellenado el vaso un par de veces
más, y en el cenicero que había sobre la mesita del salón descansaban los restos de cuatro cigarros.
En su cabeza se sucedieron imágenes de cenas compartidas, de comidas en restaurantes exóticos,
de acampadas de una noche, de fiestas con amigos, de paseos en coche o de la mano por la ciudad,
de noches interminables de sexo…
Un nudo de gigantes proporciones se le atascó en la garganta y los ojos se le llenaron de
humedad.
Se sirvió otro whisky.
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando el timbre sonó con estridencia en el piso,
arrancándole de sus pensamientos. Supuso que sería Milagros, su vecina. Tenía ochenta y cinco años
y solía presentarse para que la ayudara con cosillas que ella no podía hacer sola, como abrir la tapa de
algún bote, cambiar una bombilla, alcanzarle algo que tenía en una alacena demasiado alta o
explicarle cómo funcionaba alguna aplicación del móvil.
Sin molestarse en ponerse unas zapatillas, se encaminó a la puerta y la abrió.
Sus ojos se abrieron como platos y notó que se le aflojaba la mandíbula al ver la oscura figura que
se erguía en el umbral, bajo la mortecina luz de la lámpara del corredor. Era la última persona que
hubiera esperado encontrar allí. Vestida de cuero de la cabeza a los pies, con el casco en la mano y la
rubia melena mojada sobre los hombros.
—¿Me dejas pasar? No quiero empapar el rellano. ¿Tienes una toalla?
Se hizo a un lado, reaccionando al fin, y Erika entró en el piso.
—¿Qué… haces aquí? —balbuceó. Se sentía como si alguien le hubiera dado un golpe en la
cabeza.
—Has dicho que querías que estuviera aquí —respondió ella mientras se quitaba las botas y la
cazadora y las dejaba en el suelo, junto al casco—. Y aquí estoy.
La miró lleno de estupefacción.
—¿Has venido en moto desde Benidorm, lloviendo?
—Mírame. ¿No crees que la pregunta se responde por sí sola?
—¡Dios! Erika, estás loca —murmuró, llevándose una mano a la nuca y frotándosela.
Notaba que el corazón se le había disparado en el pecho. Latía tan fuerte que incluso le
retumbaba en los oídos. No podía creer que ella estuviera ahí, a solo unos centímetros de distancia,
al alcance de sus manos.
Una abrupta maldición escapó de su boca mientras daba un paso al frente y la estrechaba entre
sus brazos.
Erika
Estaba exhausta. No era fácil hacer un trayecto de más de cuatrocientos kilómetros en menos de
cuatro horas, en moto, de noche y lloviendo. Había tenido que echar mano de toda su concentración
y serenidad. No obstante, cuando Félix abrió la puerta y vio el rostro demacrado, la expresión triste y
los ojos enrojecidos por la pena supo que había hecho lo correcto presentándose allí.
Quizá él no era consciente de ello, pero la necesitaba.
Le abrazó con fuerza, hundiendo las manos en la espalda musculosa. Solo llevaba unos
pantalones de chándal y una camiseta holgada, y desprendía un penetrante olor a alcohol y a tabaco.
—Estás loca —repetía una y otra vez.
Claro que estaba loca. Loca por él.
—¿Estás bien?
Él se apartó y la miró todavía con incredulidad.
—Eh, sí… Estoy… en shock. —De pronto, como si se hubiera dado cuenta de que ella estaba
empapada, dio un paso atrás y le tomó la mano para dirigirla al baño que había en el pasillo—.
Perdona. Date una ducha caliente. Tienes que estar congelada.
Aquello le sonó como música celestial.
—Ay, gracias.
—Hay toallas ahí. —Señaló una estantería—. Y te traigo ropa seca —dijo él, pasándose la mano
por el pelo. Luego desapareció.
Erika nunca le había visto en ese estado de nerviosismo. Era agradable saber que tenía
debilidades y no era absolutamente perfecto.
Se quitó los pantalones, los calcetines gordos y el jersey. Solo con las bragas y la camiseta térmica
se acercó a la cabina de ducha y abrió el grifo, regulando el agua.
—Te dejo esto aquí —dijo él a su espalda.
Ella se giró y vio algunas prendas sobre la tapa del retrete.
—Genial. No tardo nada.
—Tómate tu tiempo.
Una vez sola, se apresuró a desvestirse del todo y a situarse bajo el chorro de agua caliente. No
tardó en entrar en calor.
No remoloneó demasiado y poco después abandonaba el baño con el pelo húmedo y vestida con
el chándal que él le había prestado.
El ambiente en el salón estaba enrarecido y era muy diferente al que ella recordaba de la última
vez. Flotaban en el aire jirones de humo suspendidos y olía a cigarrillos y alcohol. Félix estaba
sentado en el sofá con un vaso en la mano, la cabeza inclinada y los hombros hundidos.
No pareció darse cuenta de que ya no estaba solo.
Le estudió en silencio.
Parecía roto en pedacitos pequeños que se sostenían juntos por mera inercia.
Con el tiempo había aprendido a interpretar su estado de ánimo en la postura o el tono de voz.
La conversación telefónica que habían mantenido hacía unas horas fue muy esclarecedora. La
tristeza que desprendían sus palabras había viajado hasta ella y se había adentrado en sus entrañas
con fuerza. Era un grito de auxilio en toda regla, aunque él no fuera consciente de ello. Así que no
tardó ni cinco minutos en encaramarse a la moto y poner rumbo a Madrid
Con un carraspeo para darle a conocer que estaba acompañado, se encaminó a la zona de la
cocina y sacó una botella pequeña de agua de la nevera. Dio un par de tragos y luego se acercó al
sofá y tomó asiento a su lado. Él ni siquiera la miró y tampoco mostró reacción alguna.
Escuchó un ruido proveniente de debajo del sofá y echó un vistazo, pero no pudo ver nada.
Supuso que sería el gato.
—No tenías que haber venido —dijo él repentinamente.
No pronunciaba con claridad. Debía de haber bebido bastante.
—¿No quieres que esté aquí?
—No es eso. Es que creo que has hecho algo muy irresponsable. Te podría haber pasado algo en
la carretera.
Erika meneó la cabeza con seguridad.
—Puedes pensar que estoy loca, pero tengo la desagradable costumbre de querer seguir viva. La
moto está en muy buenas condiciones y yo también. He conducido con mucho cuidado.
Por fin, la miró. Tenía un aire trágico de héroe vencido que le sentaba bien.
—Gracias.
—No me las des. ¿Has bebido mucho? —le preguntó señalando la botella casi vacía.
—Lo suficiente para sentirme menos culpable de desear que estés aquí.
Arrugó la frente, confundida. ¿A qué se refería?
Él dejó el vaso sobre la mesa y se echó hacia atrás en el sofá. Apoyó la nuca en el respaldo y
clavó la mirada en el techo.
—Todos los años, en el aniversario de la muerte de Ernesto paso el día solo. No quiero
compañía ni quiero hablar con nadie. El veinticinco de marzo se ha convertido en un día triste. A
veces, cuando el dolor es demasiado fuerte, recurro al sexo rápido y sin significado para olvidarme
de todo —confesó en voz baja.
Erika estuvo tentada de animarle para que siguiera hablando porque no le había quedado
demasiado claro lo que él deseaba expresar, pero no fue necesario porque, tras una pausa, él
continuó.
—Pero este año he pensado mucho en ti —soltó.
No dijo más.
No hacía falta.
Erika lo había entendido perfectamente. Se llevó la botella de agua a los labios y bebió, haciendo
tiempo. No sabía muy bien cómo reaccionar.
—¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos? —preguntó al fin.
—Seis años como pareja, pero nos conocíamos desde antes.
Notó que él tensaba la mandíbula al responder.
—Si no quieres hablar…
—Sí quiero hablar. Pregúntame lo que quieras saber.
De pronto sintió que se le acalambraba el estómago. Desde que Félix y ella se conocían nunca
habían tenido una conversación tan seria y trascendental, tan cargada de emociones. Esperaba estar a
la altura de las circunstancias y no estropearlo todo.
—¿Cómo murió?
Le costó hacer la pregunta.
—Glioblastoma.
—Eso es…
—Es un tumor cerebral maligno. De grado IV. Cuando se lo diagnosticaron le dieron una
esperanza de vida de un año y medio. No obstante, teníamos confianza en que tras la operación y
con la quimio y la radioterapia pudiera aguantar más. —Hizo una breve pausa mientras se
incorporaba y alargaba la mano para coger el vaso—. Pero solo sobrevivió tres meses. Se lo
diagnosticaron en diciembre y llegó hasta marzo. Ni siquiera terminó el primer ciclo de quimio. —Le
dio un trago al líquido ambarino y continuó hablando—: Se contagió con un virus y como tenía la
médula tan debilitada por la radiación, su cuerpo no lo soportó… Tenía treinta y dos años.
Erika guardó silencio. Estaba impactada. Apenas podía imaginar lo terrible que debió ser perder a
su compañero de vida de aquel modo, y tan joven.
—Estábamos haciendo planes para volver a viajar a Japón antes de que… todo empeorase, pero
no pudo ser. Fue muy rápido.
En ese momento, Takeshi hizo acto de presencia y se restregó contra la pierna de Erika.
—Parece que le gustas —comentó Félix echando una ojeada al gato—. Yo nunca quise tener
mascotas, pero cuando Ernesto llegó con esa bola de pelo sucia y empapada y me miró con esa
ilusión… No podía negarle nada —dijo, antes de dar un último trago y dejar el vaso en la mesa.
Pese a que se mostraba controlado, había un ligero temblor en su voz que a ella no le pasó
inadvertido.
—¿Cómo os conocisteis?
Una risa ronca le brotó del pecho. No era una risa alegre, pero al menos era una risa.
—En el Santos poniendo copas. Me cayó mal al principio. Él era el típico chico serio, un poco
estirado que nunca discutía ni se metía en problemas, y yo era todo lo contrario. No sé. Quizá
encajamos bien porque éramos muy diferentes. Tardamos en fijarnos el uno en el otro. Me
conquistó su sonrisa —confesó.
La mirada de Erika se desvió hacia las fotos que había en la estantería.
—Era muy guapo.
—Lo era —asintió con las comisuras de los labios elevadas—. Y lo más importante de todo es
que era muy buena persona. Yo le regañaba porque siempre insistía en ayudar a todo el mundo.
También era un optimista nato. Cuando le diagnosticaron la enfermedad, yo me lo tomé muy mal y
fue él quien me animó, ¿te lo puedes creer? Era una persona increíble. Todavía recuerdo sus últimos
días en el hospital… —murmuró con la vista clavada en algún punto indeterminado de la pared—.
Ya sabía que se moría y lo único que hacía era consolarme a mí.
Erika pestañeó para disolver la humedad que había empezado a concentrarse en sus ojos. Era la
primera vez que veía esa parte sensible de él y estaba conmovida. Su forma de hablar de Ernesto,
llena de amor y de admiración era desgarradora y enternecedora a un tiempo. No había esperado que
desnudase su alma de ese modo ante ella. Era probable que el alcohol fuera el responsable de que se
le hubiese soltado la lengua.
Él giró la cabeza y la miró. Le sostuvo la mirada. No parecía el Félix que ella conocía. Su
expresión sombría y la tristeza que había en sus iris eran muy inusuales.
—Le quería mucho y me dolió perderle. Estuve un tiempo bastante fastidiado… —se
interrumpió y soltó un gemido mientras se llevaba una mano a la frente y se la frotaba con vigor—.
En realidad, fastidiado no es la palabra correcta. Estuve muy jodido. Y ni siquiera pude contar con
mi familia porque no quería preocuparlos. Si no hubiera sido por el trabajo y por Sean, no hubiese
podido salir adelante. Creo que no era consciente de lo mucho que le quería hasta que le perdí.
Era tal y como Juls le había dicho. Tuvo ganas de alargar la mano y entrelazar los dedos con los
de él para transmitirle afecto, pero se contuvo.
—No sé lidiar bien con la pérdida. Quizá por eso me cuesta tanto volver a entregarme…
Esa última frase sonaba como una disculpa, como si le estuviera pidiendo perdón por no haberse
enamorado de ella, y un pinchacito de desazón se le afianzó en el pecho.
El gato se subió de un salto al sofá y se tumbó entre ellos.
—Es curioso que no se esconda —comentó él—. No le gustan los desconocidos, pero tú le caes
bien. Su nombre completo es Takeshi Kitano, como el director de cine. Se lo puso Ernesto.
—Es un nombre interesante.
Él se rio bajito.
—Ernesto y sus cosas. Por lo menos pudo conocer Japón. Nunca le había visto tan feliz como
entonces —dijo con tono nostálgico—. Era su mayor ilusión.
Erika le contempló, indecisa.
—¿Tienes fotos?
—¿Del viaje a Japón? Como unas doscientas mil.
—¿Me enseñas alguna?
Se mostró dubitativo y ella se arrepintió al instante de haberlo sugerido. Quizá estaba entrando
en un terreno demasiado personal.
—¿Por qué no? —farfulló él.
Se levantó y se dirigió a la isla de la cocina donde tenía el portátil. Lo cogió y regresó. Se sentó a
su lado y dejó el ordenador sobre la mesita frente a ellos, al lado del cenicero que tenía mucha ceniza
y varios cigarros consumidos. Desde que ella había llegado no había fumado. Quizá no lo hacía
porque no deseaba molestarla.
—Puedes fumar, si quieres.
—No me apetece. Ya he tenido suficiente por hoy y Takeshi odia el humo.
Mientras el portátil arrancaba, él se sirvió dos dedos de whisky.
—¿Quieres uno?
Ella negó con la cabeza. Odiaba ese tipo de licores fuertes.
Una de las carpetas que había en la pantalla llevaba por nombre Fotos. Dentro de ella había
muchas carpetas más. Él se desplazó hasta la que ponía Viaje Japón y la abrió.
La siguiente hora fue un carrusel de templos, edificios antiguos de originales formas, calles
coloridas, construcciones vanguardistas, paredes llenas de neones, paisajes con lagos y montañas
nevadas de fondo, cerezos en flor, cafeterías estrambóticas, geishas, carteles con caligrafía nipona,
cielos naranjas, azules y grises… y Ernesto.
Un Ernesto joven, emocionado y lleno de vida, con rizos oscuros, ojos claros y la sonrisa más
preciosa que Erika había visto jamás.
Tan solo después de unas cuantas fotos, ya se había medio enamorado de él, de su chispeante
vitalidad y de la timidez que mostraban sus ojos cuando miraba fijamente al objetivo de la cámara
que le había convertido en protagonista absoluto de ese viaje. Porque sí, porque en casi todas las
fotos solo aparecía él. Félix era un mero actor secundario.
—Aquí está intentando comunicarse con esa señora. Se pasó dos años estudiando japonés y
cuando llegamos allí era incapaz de entender nada —se rio él—. Recuerdo el mosqueo que se pilló.
Cuando volvimos a España, cambió de profesor. Oh, y mira esta, aquí le pillé desprevenido, pero
creo que es una de las mejores.
Erika no pudo reprimir las lágrimas mientras veía las imágenes sucederse y Félix le iba explicando
con la voz cargada de afecto dónde se encontraban y lo que hacían. Giró el rostro para que él no se
diera cuenta de lo mucho que estaba afectándole todo aquello, y le dio unos tragos a su agua hasta
que recuperó el aplomo.
—Tú no sales en casi ninguna —comentó.
—Bueno, el viaje lo hicimos por él. Yo me dediqué a ser el fotógrafo.
—¿Tú no hubieras elegido Japón?
—Antes de conocer a Ernesto no me llamaba mucho lo asiático. No era capaz de diferenciar a
los chinos de los japoneses y creía que los dos países eran más o menos igual. Ahora soy casi un
experto —bromeó—. No me disfrazo de personajes raros, pero me defiendo.
Nada más terminar de decir eso, accedió a otra de las carpetas, una que se llamaba Cosplay, y la
abrió.
Erika contempló las fotos que había allí con sorpresa. Se trataba de Ernesto, pero iba disfrazado
con un traje de guerrillero urbano, con una peluca blanca de cabello encrespado, una cinta negra en
la frente y una cicatriz que le atravesaba un ojo de arriba abajo.
—Aquí estaba en su salsa, como Kakashi Hatake, un personaje de Naruto —explicó Félix
sonriendo.
Ella le miró de reojo. Se había producido un cambio bastante notable en él desde que ella había
llegado. No se podía decir que fuera el Félix alegre e irónico de otras veces, pero su estado de ánimo
había mejorado mucho; hasta su postura era más erguida. No se podía negar que le había venido
bien hablar y soltar lastre.
Una carpeta siguió a otra y a otra… Había incontables fotografías de muchos momentos. Una
playa en Andalucía, un paseo por un parque, una comida en casa de unos amigos, una escapada a
Burgos, un Fin de Año en el Corso, un verano en un pueblo de la sierra, una fiesta en ese salón
donde se encontraban ambos…
El Félix de la pantalla era más joven y risueño. Carecía de ese aire cínico que ahora le
acompañaba a todas partes. Tenía el pelo más largo, menos arruguitas en torno a los ojos, no llevaba
barba y sus antebrazos todavía mostraban tatuajes. Solo las cicatrices del rostro eran las mismas.
Era obvio que hacía mucho tiempo que no veía aquellas fotos y que mostrárselas a ella estaba
siendo la excusa perfecta para hacer un viaje catártico. Un viaje de reencuentro con Ernesto y con su
yo del pasado.
Cuando no hubo más carpetas que ver, la miró con una sonrisa avergonzada.
—Ha sido demasiado, ¿no? Seguro que te has aburrido.
—Para nada —rechazó ella—. Me ha gustado conocerle.
—Creo que os habríais llevado muy bien.
Ella no contestó. Se puso de pie y se acercó a la cocina para rellenar la botella con agua del grifo.
Luego regresó.
—¿Me das un trago? —pidió él.
Se la tendió.
Él dio un par de sorbos y se la devolvió.
—He bebido demasiado —murmuró, llevándose los dedos a las sienes y masajeándosela—. No
suelo beber tanto y tengo un dolor de cabeza horrible.
—Déjame que te haga una cosa —ofreció ella.
Se dirigió a la cocina de nuevo, abrió el congelador y metió las manos dentro.
—¿Qué haces? —Llegó la voz de él muy sorprendida.
—Calla y déjame. He visto a mi madre hacerle esto a mi padre en muchas ocasiones y siempre
funciona.
Regresó a su lado con las manos congeladas y se sentó en el sofá doblando una pierna para
encararle. Se puso un cojín sobre los muslos y le hizo un gesto para que se tumbara.
La miró escéptico, pero terminó por obedecer.
El peso de su cabeza cayó sobre su muslo.
—Cierra los ojos y relájate.
Él lo hizo.
Erika posó una mano sobre su frente. La diferencia de temperatura era enorme.
—Qué bueno —gimió él.
Ella no pudo reprimir una sonrisa satisfecha. Las facciones masculinas se habían relajado casi
instantáneamente. Comenzó a masajearle las sienes desde las cejas hasta el cuero cabelludo,
presionando con los pulgares.
Su cara —incluso del revés, debido a la postura— era digna de contemplación. Tenía defectos,
claro estaba, la nariz un poco torcida, el labio superior menos grueso que el inferior y las marcadas
cicatrices, pero ella ya estaba en un punto de no retorno y todo eso le parecía hermoso.
—Eres maravillosa, ¿lo sabías? —susurró él al cabo de un rato, abriendo los ojos.
—No hace falta que me adules, voy a seguir con el masaje sí o sí —bromeó.
—No es por esto, es por… todo —repuso muy serio. Demasiado serio.
A Erika le dio un vuelco el corazón. No estaba preparada para declaraciones de ningún tipo. Se
notaba blandita y tenía los nervios a flor de piel.
—No hables y relájate —le pidió.
Él volvió a cerrar los ojos y guardó silencio.
Takeshi la observaba desde una cama para gatos que estaba al pie de la isla. Había huido allí
cuando ellos se apoderaron de la mayor parte del sofá. La contemplaba con esos ojos suyos tan
verdes como los de Ernesto.
Volteó la cara y fijó la mirada en un punto indeterminado.
Tenía ganas de llorar.
Le echó una ojeada al reloj que aparecía en la parte inferior de la pantalla del portátil. Eran las
cinco de la mañana. La noche había pasado volando. Paseó la vista hacia el ventanal y comprobó que
ya no llovía.
La respiración de Félix comenzaba a tornarse pesada. Sus labios entreabiertos y la distensión de
su barbilla le confirmaron que estaba a punto de quedarse dormido. Con mucha delicadeza, recorrió
el nacimiento de su pelo con la punta de los dedos y descubrió algunas canas en las que nunca se
había fijado. Se sintió invadida por una absurda emoción.
Se mordió la cara interna de la mejilla para contener una maldición.
Félix le había mostrado la parte oculta de su corazoncito y eso solo había hecho que ella se
enamorase más de él.
Necesitaba largarse de allí.
El pensamiento le sobrevino como un fogonazo.
—¿Te encuentras mejor? —le preguntó, inclinándose para hablarle casi al oído y no sobresaltarle.
—Eres una hechicera. Apenas me duele. ¿Cómo lo has hecho?
—Magia… —Hizo una pausa para continuar tras un breve carraspeo—: Voy a tener que irme.
Él reaccionó como si le hubieran abofeteado. Abrió los ojos y se incorporó súbitamente con el
ceño fruncido.
—¡¿Qué dices?!
—Que tengo que irme a trabajar.
La miró como si se hubiera vuelto loca.
—¡No puedes irte! Llama al trabajo y di que hoy no vas.
—Tengo a un compañero de baja y no puedo faltar. No puedo dejar tirado a mi jefe. Cuenta
conmigo.
—¡Pero si no has dormido! Es peligroso que conduzcas. Joder, Erika, me lo tenías que haber
dicho. No te habría entretenido toda la noche —protestó con desesperación mientras se llevaba las
manos a la cabeza.
—No estoy cansada, créeme. Si creyese que no iba a poder, no lo haría, pero estoy bien.
—¡No me jodas! —farfulló.
Ella se puso de pie, queriendo zanjar la conversación, y se alejó hacia el baño. Él fue detrás con
expresión consternada.
—Erika, por favor, quédate y duerme un poco. Di que vas a llegar más tarde —suplicó.
Ella le ignoró mientras tocaba la ropa que colgaba del toallero eléctrico. Ya estaba seca. La cogió
y procedió a cambiarse con movimientos rápidos.
Sabía que podía llamar al trabajo y cogerse el día libre. Si bien era cierto lo de la baja de su
compañero, no había tanta faena como para que no pudiera faltar un día. Sin embargo, aquella
noche había supuesto un punto de inflexión para ella. Muchas cosas habían cambiado y un enorme
caos reinaba en su interior. Sus pensamientos y sus sentimientos eran como un ovillo de lana
enmarañado, y necesitaba tiempo para encontrar la hebra que daba comienzo a ese ovillo y
comenzar a tirar despacio para desenredarlo.
No podía quedarse más tiempo junto a Félix. Tenía que pensar.
La excusa del trabajo era tan buena como cualquier otra.
—No puedo quedarme, Félix —murmuró, sin mirarle.
Él gruñó y golpeó la jamba de la puerta con la palma de la mano.
—¡Qué testaruda eres!
Abandonó el baño, ya vestida, y se encaminó a la entrada para ponerse las botas.
—Al menos, tómate un café. Te lo preparo en un minuto.
Le miró de reojo. Él tenía una expresión de derrota en el semblante.
—¿Puede ser un capuchino con extra de azúcar? —preguntó.
Él ni se molestó en contestar, giró sobre sus talones y se encaminó a la cocina.
El ratito del café tampoco iba a matarla, se dijo.
Quería salir de allí cuanto antes.
Tal y como él le había dicho, el café tardó poco más de sesenta segundos en estar listo. Félix le
tendió la taza mientras ella tomaba asiento en una de las sillas altas que había frente a la isla. Los
pantalones de cuero se escurrieron sobre la superficie de madera, recordándole lo incómodos que
eran.
—¿Hay algo que pueda hacer o decir para convencerte de que no te vayas?
Ella le miró de reojo mientras sorbía el capuchino, dulce como el demonio y ardiendo como el
mismo infierno.
—No. El café está delicioso. —Cambió de tema a toda prisa—. Creo que me voy a comprar una
cafetera como esta.
Él la miró por encima del borde de la taza. Parecía un poco confundido.
Ella aguantó una mueca de dolor al quemarse el paladar y la lengua con el capuchino. Nunca se
había tomado un café tan deprisa, pero quería largarse de allí cuanto antes. Con los labios
adormecidos, dejó la taza vacía sobre la encimera y fingió una sonrisa al tiempo que saltaba del
taburete.
—¿Ya? —inquirió él con perplejidad.
—No me puedo entretener —murmuró, y se dirigió a la entrada con paso rápido.
Mientras se abrochaba las botas pudo sentir su presencia detrás de ella.
—Por favor, llámame o mándame un mensaje en cuanto llegues. Voy a estar muy preocupado.
—Sí. Lo haré.
Cogió la cazadora y se giró para encararle. La recibieron sus iris oscuros, cálidos y profundos, y
una mueca tierna, cuyo significado no quiso pararse a interpretar.
—No sabes lo mucho que significa para mí que hayas venido. De verdad, Erika —dijo al tiempo
que alargaba los brazos para envolverla en ellos.
Ella se envaró automáticamente, pero se dejó abrazar. El whisky, el tabaco y el sudor de haber
estado muchas horas con la misma ropa no pudieron solapar el maravilloso olor de su piel.
¡Jodido Félix!
No sabía dónde había leído o escuchado que un abrazo tenía que durar al menos ocho segundos
para que fuera reconfortante, así que contó mentalmente hasta llegar a siete y se apartó.
Él le acunó la cara con las manos y la besó suavemente.
Tembló al sentir los labios sobre los suyos.
—Qué bien me haces, Erika… —musitó. Su aliento le caldeó la mejilla.
Tenía que largarse de allí.
—Te llamo cuando llegue —le dijo.
Se agachó para coger el casco del suelo y abrió la puerta.
Lo último que vio antes de salir del piso y adentrarse en el corredor fue su figura, apoyada
displicente contra la pared con el pantalón bajo en la cadera, la camiseta vieja, los pies desnudos y el
cabello despeinado.
Tenía un aire acogedor, a hogar, a familia, que le penetró hasta el tuétano.
Capítulo 26
Erika
La noche que pasó con él en Madrid fue determinante para ella.
Las tres primeras semanas del mes de abril las dedicó a meditar y a romperse la cabeza. Tomó
algunas decisiones que descartó, y luego tomó otras distintas que también desechó. Resumiendo: un
caos.
Durante esos días intentó que el contacto con él fuera mínimo, excusándose en la carga de
trabajo —solo era una mentira a medias, porque en Semana Santa la gente acudía a la costa a sacar
sus barcos y en el taller había más faena que de costumbre—, y solo hablaron en dos ocasiones.
Ambas fueron conversaciones rápidas y carentes de importancia. Si él notó que ella se mostraba
distante, no dijo nada.
Finalmente, llegó a una única conclusión posible.
Tenía que romper su relación —si acaso se podía llamar así— con Félix.
Él había ganado y ella había perdido. No había podido conquistarle.
Cuando le conoció y empezó a perseguirle no era consciente de que sus sentimientos se iban a
ver comprometidos, pero ahora que eso había sucedido ya no quería seguir pretendiendo. No podía
seguir adelante con la farsa. Le iba a doler, lo sabía. Se había acostumbrado a sus bromas, sus
llamadas y sus citas telefónicas, pero estaba cansada y era una chica práctica. Iba a retirarse del
campo de juego. Si no podía ganar, no quería perder ni empatar.
Con el tiempo, se repondría de ese revés porque era fuerte como una roca. Y había más peces en
el mar.
Tendría que ir de pesca en un futuro, cuando se hubiera recuperado.
No había hablado con sus amigas ni con Juls de su decisión. Pese a que solía contarles todo, esa
vez había optado por callar. Solo había confiado en una persona y fue por casualidad. Se había
desahogado con Diego porque estaban juntos la última vez que habló con Félix. Quizá fue por la
expresión de su cara o su tono de voz, pero su hermano leyó entre líneas y le preguntó. Y ella habló.
Haciendo gala de hermano mayor, la había escuchado, le había expresado su punto de vista —que
no concordaba con el de ella— y luego le había dicho que la apoyaría en todo. Muy Diego.
Ese era su estado de ánimo mientras sonaba de fondo en la radio una canción de Coldplay,
Yellow. No se sabía la letra, pero la tarareó mientras tomaba una ducha. Era sábado por la noche y,
aunque Laura la había llamado para salir, había rechazado la invitación. Pensaba quedarse en casa,
cenar algo ligero, escuchar música, ver la tele y llamar a Félix para decirle que no iba a seguir
insistiendo en conquistarle, que tiraba la toalla.
Quizá no en ese orden, pero esos eran sus planes para las próximas horas.
Salió de la bañera, se secó y se puso ropa cómoda. Había pasado el día con Lukas y Mía,
ejerciendo de tía, y estaba cansada. Los niños de dos años tenían una vitalidad enorme y podían
extenuar a cualquiera. No sabía cómo su hermano lo aguantaba, aunque solo había que mirar la
carita de la niña para hacer cualquier cosa por ella.
Se tiró en el sofá y alargó la mano para coger el móvil de la mesita. Lo hizo girar entre los dedos
antes de acceder a sus contactos. El día anterior había eliminado todas las fotos y los mensajes de
Félix. Quizá era extremista, pero era su manera de afrontar las situaciones. Las tiritas había que
arrancarlas de un tirón.
Una nueva canción empezó a sonar. Era pastelosa y no le gustaba, así que bajó el volumen de la
radio.
Inhaló con fuerza, preparándose para lo que iba a hacer.
Y llamó a Félix.
Este aceptó la llamada tras cuatro tonos.
—Hola, Erika.
El ruido de fondo que se iba amortiguando paulatinamente le reveló que estaba en el Corso y que
se encaminaba hacia el despacho. Era un verdadero animal de costumbres.
—Eh, Félix.
—¿Cómo va todo?
¿Iban a empezar con formalidades?
No. No tenía ganas de conversaciones insulsas y educadas.
—Te llamo porque creo que deberíamos dejar de tener contacto —soltó a toda velocidad—. Me
refiero a no llamarnos tanto ni mandarnos mensajes ni nada de eso. Es mejor.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea que se le hizo eterno. Se mordisqueó el labio
superior mientras aguardaba.
—¿Por qué? ¿Ha pasado algo? —preguntó él con tono sereno.
«Sí, que yo quiero algo que no puedes darme».
—He estado pensando mucho y creo que somos muy distintos —dijo con fingida indiferencia—.
Tú eres un tipo que está obsesionado con el trabajo y a mí me encanta divertirme. Jamás
congeniaríamos. Y la distancia, tú en Madrid y yo en Benidorm.
—Vaya, entonces ya no me vas a perseguir.
—No. Me rindo. Eres demasiado complicado. Necesito presas más fáciles.
Él se rio.
—¿Presas? No sé si sentirme ofendido o halagado. Mi imaginación acaba de conjurar un venado
sobre una bandeja rodeado de guarnición.
Ella se tumbó bocabajo en el sofá y agitó las piernas en el aire. ¿Por qué demonios era tan
divertido? Adoraba hablar con él.
—Ah, y eres demasiado mayor para mí —añadió—. Cuando yo tenga cuarenta y ocho tú estarás
a punto de cumplir los sesenta y cerca de la senilidad.
Él volvió a reírse.
—Hasta hace unas semanas eso no parecía importarte.
—Bueno, pues he cambiado de opinión. Soy voluble.
Él resopló.
—¿Voluble? No es la palabra que yo emplearía. Y no creo que seamos tan diferentes.
—Lo somos —rechazó con rapidez—. Tú no quieres mojarte los zapatos y a mí me encanta
saltar en los charcos.
—¿Cómo? —La incredulidad deformó su voz.
Ella cerró los ojos. Sí, quizá había dicho una chorrada.
—Que no tenemos nada en común y es mejor que no sigamos con esto.
—¿No deberíamos hablar en persona? Por teléfono es muy impersonal —protestó.
—Soy impaciente y no podía esperar otro mes hasta que vinieras —repuso.
Estaba deseando cortar la llamada y lamerse las heriditas en soledad, devorando una tarrina de
helado gigante o poniéndose hasta arriba de cerveza, todavía no lo había decidido. Probablemente la
cerveza fuese más adecuada.
—Quizá deberíamos hablarlo en otro momento, con más calma —sugirió él, conciliador—. Me
gusta el tonteo que hay entre nosotros. ¿A ti no?
—No me jodas —farfulló ella.
«¡Que no quiero irme a la cama contigo! ¡Que lo que quiero es que te arranques el corazón y lo
pongas a mis pies!».
¿Cómo reaccionaría si le gritara eso? Probablemente se quedaría mudo.
—No entiendo nada. ¿Qué te pasa? —Sonaba un poco irritado y bastante confundido.
Erika sabía que cortar por lo sano con una persona con la que llevaba tonteando casi un año y
con la que tenía una complicidad desmedida no iba a ser un paseo por el parque, pero no había
imaginado que le resultaría tan duro. Y, sí, era una puñetera cobarde por hacerlo por teléfono y no
decirle la verdad. Pero la que había arriesgado su corazón había sido ella, así que, si quería acabar de
aquel modo, era su prerrogativa.
Punto.
—No me pasa nada. Si quieres, cuando vengas en mayo nos tomamos un café y tan amigos
—dijo con sequedad—. A fin de cuentas, somos familia, ¿no? —continuó con un poco de retintín.
¿No era esa la excusa que usaba él siempre para no liarse con ella? Pues ahí estaba.
—Erika…
—Félix… —imitó su tono.
—Sabes que esto no va a acabar así.
—Que no es romper la amistad. Podemos llamarnos para los cumpleaños…
—No me toques los cojones —la interrumpió—. Esta conversación es una locura. ¿Por qué no
hablamos mañana por la mañana con más calma?
—Imposible. Mañana se espera tormenta.
—¿Y?
—Pues que he quedado con Jorge para bajar a surfear a la playa.
—Pues por la tarde.
—No puedo.
—¿Y cuándo puedes? —preguntó con impaciencia.
Ella vaciló y bajó los párpados. La estaba liando. Como siguieran hablando terminaría por decirle
la verdad y mostrarle sus sentimientos reales. Y eso era lo último que deseaba.
—Eh, mira, Félix, no seas pesado. Que se acabó.
Cortó la llamada.
El corazón se le había disparado y amenazaba con salírsele de la garganta.
—Ya está hecho.
Luego arrojó el teléfono a un lado y hundió la cara en un cojín al tiempo que pataleaba cargada
de frustración.
Félix
—¿Qué te pasa?
Alzó la vista hacia la puerta. Sean asomaba la cabeza por ella. Ni siquiera se había dado cuenta de
que ya no estaba solo.
—Creo que acaban de cortar conmigo —murmuró.
Su socio entró en el despacho y cerró la puerta a su espalda.
—¿Estabas saliendo con alguien?
—No. O sí. No lo sé.
—¿Erika?
Félix asintió. Todavía no terminaba de encajar la surrealista conversación que habían mantenido.
—¿Qué ha pasado?
—Ni idea, a lo mejor me lo puedes explicar tú —repuso con sarcasmo.
Sean esbozó una media sonrisa.
—¿Cómo ha sido? ¿De repente?
—Me ha llamado y sin dejarme hablar ha empezado a decir que somos distintos, que soy adicto
al trabajo, que vivimos muy lejos y que está cansada de intentar conquistarme. Ah, y que yo no
quiero mojarme los zapatos y que a ella le gustan los charcos…
Una carcajada profunda escapó del pecho de su socio.
—¿En serio?
—Sí. Y que voy a estar senil en unos años.
Su amigo se dejó caer en el sofá que había en un lateral, doblado de risa.
Félix se puso de pie y miró el móvil con el ceño fruncido. La situación era ridícula y él también se
hubiera reído como un loco si no sospechara que bajo esas frases absurdas de Erika había un
trasfondo menos divertido. Tenía una corazonada.
—Creo que todo esto tiene que ver con Ernesto.
Las carcajadas de Sean se interrumpieron y el silencio los atrapó a ambos.
—¿Ernesto? ¿Qué tiene que ver él con Erika?
Félix volvió a sentarse en la silla giratoria y apoyó las manos en los reposabrazos mientras clavaba
la mirada en la mesa.
Sabía que Sean estaba esperando una respuesta, pero no sabía si le apetecía contarle lo sucedido.
Era muy personal.
Tomó una rápida decisión y le puso al corriente. Le habló de que ella se había presentado en su
casa de improviso. Todavía se le ponía la carne de gallina al recordar que había recorrido más de
cuatrocientos kilómetros lloviendo y en moto solo para ir a verle. Fue una completa locura.
Le contó también cómo se había desahogado hablando de Ernesto, de su relación y de su
pérdida. Y que ella se mantuvo a su lado toda la noche, dándole exactamente lo que necesitaba: su
compañía, su comprensión y su afecto.
Sean le miraba con la boca abierta por la sorpresa.
—Estoy alucinando, Félix. No pensaba que lo vuestro fuera tan… serio.
Él meneó la cabeza.
—Lo es, aunque hemos estado jugando a pretender que no —suspiró—. Esa noche algo cambió.
—Hizo una pausa y cabeceó—. No soy imbécil y me di cuenta. Desde ese día ha estado muy
distante conmigo. Y ahora esto. —Señaló el móvil.
—Vaya.
—Sí. Vaya.
Extravió la vista en algún punto de la pared y sus pensamientos retornaron a la noche del
veinticinco. A pesar de todo el alcohol que había consumido, no había podido evitar darse cuenta de
que a Erika, de tanto en tanto, se le empañaban los ojos cuando miraba las fotos de Ernesto. Y él,
conmovido por su empatía, se había abierto como hacía tiempo que no se abría con nadie. Se había
sentido tan cómodo, que había mostrado esa parte suya que no dejaba entrever jamás. Ni siquiera
Juls, con quien tenía una relación muy estrecha, sabía lo mucho que había sufrido con la muerte de
Ernesto.
Era evidente que los sentimientos de Erika iban más allá de un simple polvo.
A él le sucedía lo mismo.
Ya no quería solo sexo.
Quería mucho más.
—Eh, Félix…
La voz de Sean llamó su atención. Casi había olvidado que no estaba solo.
—Perdona, dime.
—He venido antes a decirte que Zeta y Samuel están abajo y que quieren saludarte. Pero si no
puedes…
—Oh. Sí, claro. Ahora mismo voy —dijo con un gesto distraído. Luego alzó la barbilla con
determinación y buscó la mirada del otro—. ¿Puedes prescindir de mí una semana?
Sean se incorporó mientras se frotaba el mentón, pensativo.
—Podría arreglarse. ¿Por?
—Me voy a Benidorm —soltó.
—¿Cuándo?
Se miró el reloj de pulsera y calculó.
—Ahora.
Capítulo 27
Félix
La estampa que se presentaba antes sus ojos parecía sacada de una novela apocalíptica. Era como si
hubiese llegado el fin del mundo.
Unas nubes grises casi negras, pesadas y de gran tamaño amenazaban con empezar a descargar
litros de agua sobre la playa de un momento a otro. Los truenos cada vez sonaban más cerca y el
viento arreciaba con fuerza agitando las palmeras. Las olas de un tono marrón sucio —señal de las
turbulencias que estaba experimentando el fondo marino— alcanzaban los dos o tres metros de
altura, algo atípico en el litoral mediterráneo.
Miró la hora en la pantalla del móvil. Eran las siete y cuarto de la mañana y hacía poco que había
amanecido, aunque la luz era escasa debido al color del cielo. Él había llegado hacía una hora a
Benidorm y había aparcado cerca de donde sabía que iban a estar Erika y Jorge. Había hablado con
su cuñado la noche anterior y este le confirmó tanto el lugar como la hora a la que planeaban
comenzar su aventura.
Hacía una mañana horrible.
Al menos no llovía. Todavía.
Félix le dio un trago al café que había comprado en una gasolinera a la entrada de la ciudad;
estaba asqueroso, pero le estaba sirviendo para despejarse. Había conducido toda la noche para
llegar a tiempo y estaba un poco cansado.
Hacía solo unos minutos que el todoterreno de Jorge había aparcado a unos cien metros delante
del suyo, tras una furgoneta. Los dos hermanos descendieron del vehículo y desanclaron las tablas
que llevaban en la baca del coche.
Félix bajó la ventanilla para ver mejor a los dos dementes que se dirigían hacia la orilla con las
tablas de surf debajo del brazo. Estaba seguro de que bañarse con el mar en esas condiciones no
estaba permitido, sin embargo, las dos figuras enfundadas en neoprenos se internaron en el agua.
Jorge fue el primero en sostenerse de pie sobre la tabla. Con una elegancia imposible, cabalgó
una ola enorme y encrespada que terminó estallando contra la arena en medio de espuma blanca.
Erika tampoco tardó mucho en lograrlo. Su ola era más pequeña, pero se defendió con bravura de
los envites y la montó de un modo similar al de su hermano, con movimientos estilosos. Los dos
eran buenos surfistas.
Los ojos de Félix seguían a uno y a otro, fácilmente distinguibles porque el neopreno de Jorge era
azul y el de Erika, negro. El pecho se le contrajo cuando la vio desaparecer barrida por una masa de
agua parda. ¡Mierda! No pudo respirar hasta que vio la rubia cabeza a unos metros de distancia. Se
aferraba a la tabla con las dos manos.
Una vez superado el susto, una bocanada de enfado le estrechó la garganta.
¿Cómo era posible que Jorge pudiese consentir que su hermana pequeña se pusiera en peligro de
aquel modo? ¡Era demencial!
Ignoró la vocecita que le decía que Erika ya era mayor y que tomaba sus propias decisiones y que
si quería hacer algo, lo haría, le pesase a quien le pesara.
Las primeras gotas comenzaron a caer sobre el parabrisas del coche. Eran goterones gruesos que
golpeaban el cristal con un sonido sordo y potente. Pronto, la lluvia empezó a formar un estampado
de peculiares dibujos sobre la arena. Cerró la ventanilla para no mojarse y continuó observando la
escena a través de ella.
Jorge y Erika seguían cabalgando olas, como si la lluvia no les importara lo más mínimo.
—Vaya par de colgados —murmuró, dando otro sorbo al café y componiendo una mueca de
disgusto.
Un chico ataviado con un impermeable verde y ropa deportiva pasó corriendo por la acera.
Otro colgado.
¿De verdad era necesario hacer deporte un domingo a las ocho de la mañana con ese tiempo?
Se cercioró de que llevaba un paraguas dentro del coche, echando un vistazo por encima del
hombro al asiento trasero. Ahí estaba, uno plegable de color negro. Luego, echó la cabeza hacia atrás
y bostezó. No sabía cuánto tiempo tendría que esperar hasta que esos dos salieran del agua.
Al final no fue tanto. Apenas había pasado una hora cuando decidieron abandonar. La lluvia caía
con fuerza y el mar cada vez se encrespaba más. Los vio salir del agua y echar a andar por la arena.
Se bajó del coche. Hacía frío, pero no se molestó en ponerse nada encima. Cogió solo el
paraguas, lo abrió y se refugió debajo, aunque las ráfagas de viento provocaban que lloviera de lado y
sus pantalones no tardaron en mojarse. Se dirigió hacia ellos por la pasarela de madera.
Jorge fue el primero en percatarse de que él estaba ahí. Dado que caminaba unos pasos por
detrás de su hermana, cuando alzó la mano y le saludó, ella no se dio cuenta. Solo los separaban
unos veinte metros cuando Erika levantó la vista y le vio. Se detuvo en seco, muy sorprendida. Una
cortina de agua camuflaba la expresión de su cara, pero la posición de su cuerpo lo decía todo.
Como si fuera un perfecto día primaveral, dejó caer la tabla sobre la arena y puso los brazos en jarras
sin dar un paso más.
Jorge había continuado andando y se cruzó con él.
—Suerte, cuñado —le dijo entre dientes.
Félix no le contestó. Solo tenía ojos para la chica que tenía frente a él, enfundada en el ajustado
neopreno, empapada y con la mirada chispeante de… ¿irritación?
Anduvo hasta ella y se detuvo a escasos centímetros de su persona.
Se miraron sin hablar.
Finalmente, él cerró el paraguas y lo arrojó a un lado; la tromba de agua le cayó sobre la cabeza.
Ella arqueó ambas cejas.
—No sé qué decías ayer de que yo no quería mojarme los zapatos y que tú saltabas en los
charcos. Mira. —Se señaló los pies. Sus zapatos estaban arruinados por la arena mojada. Eran unos
Hugo Boss negros de cordones.
Ella se cruzó de brazos y miró hacia abajo. Tenía una actitud petulante de lo más infantil y Félix
contuvo una sonrisa.
—¿Qué haces aquí?
No vaciló ni un segundo en responder.
—He venido a conquistarte.
Ella resopló con fuerza y compuso una mueca de desdén al tiempo que intentaba apartarse el
pelo empapado de la cara, sin éxito.
—Llegas tarde.
—¡Pero si son las ocho y media!
Ella hizo rodar los ojos y farfulló algo que sonó como Qué gracioso.
Tenían que hablar casi a gritos para hacerse entender porque la lluvia y la potencia del viento
dificultaban la comunicación. Hubiera sido mucho más fácil largarse de allí y buscar cobijo en algún
sitio, pero ninguno de los dos lo propuso.
—¿Por qué vas así vestido? —inquirió, cambiando de tema.
Llevaba un pantalón de vestir y una camisa blanca. Había dejado el chaleco, la corbata y la
chaqueta en el coche.
—Vengo directo desde Madrid, desde el trabajo.
Ella se mordisqueó el labio inferior. Las gotas de agua le chorreaban por el rostro y algunas se le
quedaban enganchadas en las pestañas, otras se escurrían hasta la comisura de su boca y luego
descendían por su barbilla hasta desaparecer en la garganta.
La luz era plomiza y mortecina, muy poco favorecedora, aun así, estaba preciosa.
Un trueno resonó furioso sobre sus cabezas. Solo tres segundos después, un relámpago partía el
cielo en dos y aterrizaba en el mar, a lo lejos.
Estaba claro que iban a morir de un instante a otro, pensó Félix, con su característico humor
negro.
—Veo que te has esforzado, pero sigo pensando lo mismo, no somos compatibles —expuso ella
al tiempo que tironeaba de un hilo suelto de la muñeca de su neopreno.
—Sí lo somos —rechazó él.
—Eres un adicto al trabajo.
—De las adicciones se puede salir.
Ella le miró con suspicacia, pero no replicó.
Tenía ganas de abrazarla, de sentir su cuerpo pegado al suyo, pero todavía no era el momento.
—Tu vives en Madrid y yo aquí…
—Tengo coche y tú moto, ¿dónde está el problema? Tú puedes venir los fines de semana y yo
me escaparé algunos días entre semana. Puede funcionar.
—¿Y la edad?
—¿Qué pasa con la edad? Estoy estupendo y más adelante podría hacerme la cirugía estética
—dijo con un encogimiento de hombros.
—¿Estás de coña? —La indignación se reflejó en sus facciones.
—Por supuesto que estoy de coña. Cuando empieces a hablar en serio y seas honesta, me pondré
serio yo también.
Aquellas palabras parecieron enmudecerla. Giró la cabeza y contempló el mar embravecido con
fijeza. Estaba tensa y la mandíbula se le había endurecido.
—No sabía que fueras tan cobarde —dijo, provocándola.
Volvió la cara con brusquedad y sus ojos recalaron en los de él.
—¡No soy cobarde! Bueno, un poco… —admitió—, pero es que quiero muchas cosas y no sé si
podrás dármelas.
Quería darle todo.
—Pide —la animó.
—¿Amor? —Sonó como un disparo. Sin duda, se había estado guardando esa palabra para
lanzársela con premeditación y alevosía.
—Ah, así que eso es lo que quieres… —respondió con un tono de voz dulce—. Podría dártelo.
La vio entornar los ojos como si no le creyera. Parpadeó y luego le miró con determinación
mientras volvía a cruzarse de brazos.
—¿Y tu corazón?
—También.
—¿Tu alma? —insistió.
—Esto es como en Fausto, ¿no? Cuando le vende el alma al diablo —bromeó—. Lo quieres
todo, ¿eh…?
—A ver, todo no. Solo tu amor, tu corazón y tu alma. No pido mucho.
—Tendré que dártelos, qué remedio —dijo, alzando los brazos, como si no tuviera otra opción
más que obedecerla y fuera un títere en sus manos.
Pese a que el escepticismo se mostraba en sus ojos, había comenzado a esbozar una pequeña
sonrisa y hasta su postura empezaba a relajarse.
La situación era surrealista, con el viento ululando a su alrededor, las nubes del color del plomo
vomitando agua sobre ellos, y las olas rompiendo con una fuerza inusitada sobre la orilla,
comiéndose la playa poco a poco.
Y ellos dos en medio del vendaval.
—No quiero relaciones abiertas —exclamó ella—. Se acabó eso de hacer mamadas por ahí. Ni
que te las hagan.
Él se rio. La adoraba cuando bromeaba.
—Me parece bien. Siempre y cuando tú te comprometas a lo mismo. Nada de volver a acostarte
con pelirrojos.
Ahora la que se rio fue ella.
—Pelirrojos no. Me limitaré a los rubios. —Hizo una pausa y se llevó un dedo al mentón, como
si estuviera meditando—. Te dejo mirar algún culo, pero solo dos veces al mes y de lejos.
—¡Qué celosa!
—No soy celosa. Subamos a tres, entonces.
Él asintió mientras sofocaba una carcajada.
Un trueno hizo que ambos levantaran la cabeza al unísono. Cuando volvieron a bajarla, la
expresión de ella había cambiado. Estaba más seria.
—Quiero que me quieras, Félix. —Su voz era demandante.
Solo ella podía hablar así.
—Eres borde, pero me esforzaré porque te lo mereces —dijo, sonriendo con ternura—. ¿Y tú?
¿Qué sientes por mí?
—Lo mío es como… amor a quemarropa.
Arrugó la frente, perplejo.
—¿Eso no es el título de una película?
—Lo es, pero es exactamente lo que siento. —Dio un paso al frente y sus cuerpos entraron en
contacto. Alzó una mano y le acarició las cicatrices—. Mi amor es brusco, impulsivo, desesperado y
directo —musitó—. Sincero, intenso y sin medias tintas. Es un todo, Félix. Es un amor a
quemarropa. —Se detuvo y soltó el aire que aparentemente había contenido en los pulmones—. No
quiero vivir sin ti. Te amo con locura, imbécil.
Pese a que la lluvia le había dejado helado, una oleada de calor le recorrió por dentro al
escucharla. Era una declaración de amor perfecta.
—Es mutuo. Te adoro, loca —le dijo con un jadeo—. Mira, tócame aquí y verás que lo que digo
es cierto.
Le llevó la palma de la mano hasta el pecho, allá donde su corazón latía rápido y potente bajo la
camisa empapada.
—¿Esto es por mí o porque te acojona la tormenta? —le preguntó con tono irónico.
—Tú eres como una tormenta.
Lo era. Como una tormenta que lo arrasaba todo a su paso. Una tormenta que había conseguido
derribar todas las barreras que él había erigido para proteger su corazón.
—Ya puedes besarme —murmuró ella con altivez, poniéndose de puntillas.
A él se le escapó una risa burbujeante. Luego le sujetó la cara con las dos manos y la atrajo hasta
su boca. Se moría por besarla.
El beso fue tal y como el entorno que los rodeaba: explosivo, salvaje y rudo. El viento se empeñó
en juntarlos y el agua de lluvia entró en sus bocas mientras se devoraban mutuamente y se aferraban
el uno al otro con ansia apenas contenida.
Se separaron muy despacio y con reticencia, como si les costara despegarse.
Él le dio un beso en la sien y pronunció en voz alta el pensamiento que llevaba varios días
rondando por su cabeza.
—Fue por Ernesto, ¿verdad?
Sintió que ella se ponía rígida.
—Esa noche cambiaste. Comenzaste a guardar las distancias —continuó.
Ella tardó en contestar.
—Sí —reconoció al cabo de un rato, todavía unida a él y con la vista baja—. Esa noche lo
cambió todo. Fui testigo de tu pasado y tus secretos y pude ver tu corazón en carne viva… —Hizo
una pausa algo forzada—. Deseaba que me quisieras como le querías a él. Quería que me mirases
como le mirabas a él en todas esas fotos y que hablaras de mí con la misma pasión que hablabas de
él. —Volvió a detenerse y tragó saliva—. Eso quería. No podía conformarme con menos,
¿entiendes? Y no estaba segura de que pudieras… dármelo todo. Por eso decidí que lo mejor era
dejar de vernos.
Él cerró los ojos al percibir la tristeza en sus palabras. Luego, le alzó la barbilla con los nudillos.
La lluvia lo empañaba todo a su alrededor, solo su rostro empapado y cargado de emociones se
presentaba nítido ante él.
—Erika, Ernesto y tú sois dos personas diferentes. No creo que pueda amaros del mismo modo
y tampoco sería justo para ninguno de los dos. Cada uno tiene su lugar en mi corazón. Solo sé que lo
que siento por ti es gigantesco y me supera. No eres la única que lo quiere todo, ¿sabes? Yo también
lo quiero todo contigo.
Ella le abrazó con fuerza y enterró la cara en su pecho. Él apoyó la barbilla sobre su cabeza.
Erika era maravillosa, adorable y única.
El sonido de un claxon los devolvió a la realidad. Se separaron y miraron hacia el lugar donde
estaba aparcado el coche de Jorge. Este les hacía gestos desde el interior.
—Creo que quiere marcharse —dijo ella.
—Que se vaya.
—Mi tabla no cabe en tu coche. Y tengo toda mi ropa en el suyo.
Empezó a hacer aspavientos hasta que su hermano pareció entenderla y se bajó del vehículo
cubierto por un impermeable transparente, cargando con una mochila. Corrió hacia ellos bajo la
lluvia.
—Me debes una —gritó, dándole la mochila a Erika y cogiendo la tabla de surf de la arena.
—¿Yo? —Ella le miró con extrañeza.
—No. Él.
—¿Cómo?
—Anoche le dije dónde podía encontrarnos. ¿Crees que si no hubiera quedado con él aquí, te
habría acompañado a surfear con este tiempo? Una cosa es una tormenta y otra cosa es esto —dijo,
señalando al cielo que parecía querer tragárselos—. Me largo. Intentad no ahogaros. Estáis como
cabras.
Se alejó corriendo.
—Así que lo teníais planeado —dijo.
—Hay que utilizar cualquier arma para conquistar a una chica.
Ella rio.
—Tengo los pies congelados.
Él bajó la vista y soltó una maldición silenciosa al darse cuenta de que ella estaba descalza.
Se dio la vuelta y le ofreció la espalda.
—Sube —le dijo.
Ella no se lo pensó dos veces y se encaramó a sus hombros, rodeándole la cintura con las
piernas. Pese a que era una chica alta no pesaba demasiado y era reconfortante sentir su cuerpo tan
cerca. Echó a andar por la arena hacia el coche.
—¿Tienes que volver a Madrid?
—Me quedo una semana.
—¿Y Takeshi?
—Lorena, la novia de Sean, se encarga de él.
—¿Y dónde te quedas? ¿En casa de tu amiga o en un hotel?
—No. En casa de mi novia.
Ella se echó a reír y su risa cantarina se mezcló con el sonido del viento.
—¡Genial! Me pienso coger unos días libres y los vamos a pasar en la cama hasta que te
desmayes. Recuerda, es el paraíso o nada.
Él se rio.
—Hecho.
Capítulo 28
Erika
El primer polvo no fue el paraíso. Ambos estaban demasiado ansiosos debido a todo el tiempo que
habían esperado y fue rápido, caótico y un poco desastroso.
Todo comenzó en la ducha.
Estaban tan congelados, que pasaron los primeros veinte minutos debajo de un chorro de agua
caliente, tiritando, mientras intercambiaban carantoñas, besos torpes y alguna que otra risa mientras
se enjabonaban.
Cuando aterrizaron sobre la cama, decidieron que los preliminares que habían empezado en el
baño eran más que suficientes y se revolcaron entre las sábanas, impacientes y desesperados. Un
condón hizo acto de presencia, unas caricias desordenadas y bruscas, y muchos besos cargados de
una pasión inconmensurable. Temblando de excitación se aferraron el uno al otro y Félix se hundió
en ella. Cuatro embestidas después alcanzaban un orgasmo pujante y violento que los hizo jadear
con fuerza.
Se separaron a duras penas, sudorosos y exhaustos.
—Esto no es el paraíso —lamentó ella casi sin respiración—. O es un jodido paraíso muy
descafeinado.
—Tienes razón. Dame diez minutos.
—¿Tanto? —protestó con sorna—. Tengo sed.
—Yo también.
—Espera.
Se bajó de la cama con las piernas trémulas por el clímax y fue a la cocina. Abrió la nevera y sacó
una botella de agua mineral. Dio unos cuantos tragos y regresó al dormitorio.
Félix se había deshecho del preservativo y su miembro flácido descansaba entre sus piernas.
Tenía un brazo doblado sobre la cara, pero cuando la oyó llegar, lo retiró. Sonreía de oreja a oreja.
¡Qué sonrisa más imperfectamente hermosa!
Ese colmillito sexi la ponía a cien.
Le tendió la botella, intentando no derretirse.
—¿Tan feliz te hace que nos hayamos acostado?
La nuez de él subió y bajó mientras bebía y Erika siguió el movimiento con los ojos, casi
hipnotizada.
—Lo que me hace feliz de verdad es que hoy es el primer día de muchos. Hoy empieza todo
—repuso él sin dejar de mirarla.
El corazón de ella empezó a crecer y a expandirse en su pecho, empujando contra las costillas;
creció tanto que le aprisionó la garganta y le provocó una molesta humedad en los ojos.
¿Desde cuándo era tan ñoña? ¿Y desde cuándo él decía frases tan pastelosas?
Carraspeando, alzó la vista al techo y respiró hondo. Luego volvió a mirarle. Parecía irreal, como
una escena sacada de algún cuadro. La figura morena y musculosa, desnuda y tendida en la cama,
con la sábana blanca enredada en las piernas. Se lo había imaginado así cientos de veces, pero
durante unas semanas, después de la noche del aniversario de Ernesto, creyó que su sueño no se
cumpliría jamás.
Pero lo había logrado.
Había atrapado a Félix Sanz Arrieta, el señor Inconquistable.
Una sonrisa satisfecha se expandió por sus labios.
—Eres una diosa —murmuró él, contemplándola con fascinación—. Ya lo pensaba entonces
cuando nos acostamos por primera vez en Madrid, pero ahora es que… me duele mirarte.
—Eso no parece dolor —le dijo ella y señaló su entrepierna, que comenzaba a perder la flacidez.
Él rompió a reír.
—No te creas. Si no vuelvo a ponerla en funcionamiento pronto, es probable que sí me duela.
Erika se acercó al borde de la cama y se dejó caer sobre él, aplastándole. Comenzó a darle besos
en la cara, bebiéndose su risa. Sus manos curiosas siguieron a sus labios y buscaron lugares para
explorar en su cuerpo, duro como el acero. Su piel, por el contrario, era suave e invitaba a pasear por
ella.
Y Erika lo hizo. Paseó.
Recorrió sus valles, sus páramos y sus veredas, deteniéndose apenas unos segundos para disfrutar
del paisaje, y luego continuó explorando sus montes, sus barrancos y sus caminos. Le besó el cuello,
las axilas y los pectorales, demorándose en las tetillas para mordisquearlas, mientras le escuchaba
gemir.
Inspeccionó su estómago con la punta de los dedos, delineando los tatuajes de sus costados con
delicadeza, y hundió la lengua en su ombligo para descender por el vello de la línea alba y alcanzar su
pubis. La nariz se le llenó del embriagador aroma almizcleño que desprendía su sexo.
Alzó la cara y se regocijó ante lo que veía: su miembro enrojecido, erguido y a punto de estallar.
Se lo introdujo en la boca con parsimonia. Era sedoso como el terciopelo y estaba salado como el
agua del mar.
Él soltó un grito gutural.
—¿No me has dicho en la playa que nada de mamadas? —logró balbucear.
Ella rio sin moverse ni un milímetro. La vibración de su risa debió de llevarle al cielo porque los
gemidos se hicieron más profundos.
—Erika, me vas a matar… ¿Cómo es posible que tu boca esté tan caliente?
Ella le ignoró y continuó succionando y lamiendo, empleándose a fondo mientras su propio sexo
se contraía y humedecía. Le estaba resultando muy estimulante proporcionarle placer.
Disfrutó de sus sacudidas y sus jadeos según alteraba el ritmo. Si bajaba la velocidad, él suspiraba,
y si la incrementaba, gruñía sin control.
Se sentía poderosa.
—¡Basta! —farfulló él, y la sujetó por los hombros para detenerla.
Ella se retiró con mucha lentitud. Hizo un pucherito mientras se lamía el labio inferior con
lujuria.
—¿Entiendes ahora de qué me sirve comer tantas piruletas?
—Vaya que sí…
Tiró de ella. La abrazó y la aprisionó con los brazos al tiempo que la miraba con una expresión
indescifrable.
—O me vas a decir que soy una experta en mamadas o me vas a decir que estás muy enamorado
de mí. No lo tengo muy claro —dijo, ladeando la cara.
—Las dos cosas.
—¿Soy la mejor en mamadas?
—Por supuesto.
—¿Estás muy enamorado de mí?
—Cada minuto que pasa un poquito más.
Su tono era de broma, pero Erika le creyó. Había algo especial entre ellos, un vínculo y una
complicidad muy honesta que nunca había sentido con nadie.
—Es mi turno —dijo él contra él lóbulo de su oreja.
—¿Me vas a hacer una mamada?
Él soltó una risita.
—Puedes llamarlo así.
En menos de cinco segundos las posiciones habían cambiado y era él quien la aprisionaba bajo su
cuerpo. Cerró los ojos para poder sentir los labios trazando senderos por su garganta, su pecho, sus
senos —donde se detuvo un largo espacio de tiempo—, su abdomen y su monte de Venus… Cada
lametón le provocaba un espasmo. Se le puso la carne de gallina cuando él decidió seguir bajando.
Apretó los labios para ahogar un grito cuando el calor de su boca se mezcló con el calor de su
sexo y su lengua se abrió paso a través de sus mojados pliegues, para luego juguetear con su clítoris.
—Félix… —jadeó.
—Repítelo.
—Félix, Félix, Félix…
—Me encanta cuando dices mi nombre así.
—¡No hables tanto y sigue! —le ordenó casi sin voz.
Escuchó su risa ahogada y luego su lengua volvió a atacar y ella se contorsionó sobre el colchón,
ebria de placer. Sin duda, él era veinte mil veces mejor que el Satisfyer, pensó en un momento de
lucidez. Había encontrado al sustituto perfecto. Los estertores estrangulados que emergían de su
garganta se sucedían mientras un relámpago casi eléctrico la atravesaba.
¡Aquello era una fantasía!
—¡Me voy a correr! —exclamó.
—Genial. Hazlo en mi boca.
Hincó los talones en la cama y arqueó la espalda mientras le sobrevenía un contundente orgasmo.
Multitud de luces blancas le estallaron detrás de los párpados y su cuerpo enardecido convulsionó.
—Eres increíble —murmuró él.
Ella sonrió mientras una bienvenida languidez se apoderaba de sus extremidades. Estaba muy
lejos de allí, flotando en un mundo perfecto.
—¿Dónde estás? ¿En el paraíso? —habló él junto a su oído.
—Ni de coña —balbuceó—. Todavía tienes que currártelo mucho. Se me tienen que saltar las
lágrimas.
Él soltó una carcajada y su aliento le bañó el cuello, provocando que se le erizara el vello de la
nuca.
—Yo estoy preparado.
Era innegable que estaba preparado; podía sentir su rigidez pulsando contra su cadera. Giró la
cara y le besó. Se regodeó en la aspereza de su mentón y en el sabor a sexo que desprendían sus
labios. Era erótico y muy excitante.
—Sabes a mí.
—Y tú a mí.
Remoloneó un poco, restregándose contra él, mientras hundía los dedos en sus musculosas
nalgas y saboreaba sus jadeos. Le pasó una pierna por encima de los muslos y dejó que su cadera
oscilara provocadora.
—Fó-lla-me —gimió, pronunciando las tres sílabas muy separadas.
La rapidez con la que él alargó el brazo para coger un preservativo y ponérselo la hizo reír, pero
ella misma estaba muy ansiosa y su interior ardía impaciente.
Él se posicionó ente sus piernas y la miró con intensidad como si nunca hubiera visto nada igual.
Sin apartar la vista de su rostro, descendió sobre ella y se abrió paso en su interior. Lo hizo tan
despacio que el proceso le resultó agónico y tortuoso.
—¡Dios! —gimió al sentir cómo su sexo se expandía para acogerle.
El recuerdo de la primera noche que pasaron juntos en Madrid la asaltó con fuerza. Sin embargo,
había una gran diferencia entre ambas noches. En aquel entonces ella solo deseaba su cuerpo.
Ahora, lo deseaba todo.
Todo.
Él esperó hasta que la penetración fue total para detenerse y comenzar a darle besos húmedos en
las mejillas, la barbilla, la punta de la nariz, la comisura de los labios…
—¡Muévete! —le exhortó.
—No —rechazó en voz baja—. Quiero que esto dure, así que, déjame decidir los tiempos.
No protestó, pero comenzó a hacer funcionar los músculos de su vagina.
—Me estás matando —se rio él entre dientes.
—Muévete —le pidió con vocecita incitadora.
—¿Cambiando de táctica?
—Sí, ¿funciona?
Él volvió a reírse.
—Funciona.
Le pasó un brazo por detrás de la espalda, forzándola a arquearse contra él y se irguió hasta
descansar el peso sobre las rodillas. Luego inclinó la cabeza y lamió sus pezones al tiempo que
entraba y salía de ella con bruscos embates y le acariciaba el clítoris con los dedos.
Erika agitó la cabeza sobre el colchón de un lado a otro, presa del paroxismo de la pasión. Unos
sonidos similares a sollozos escaparon de su garganta.
A través de las pestañas pudo apreciar cómo el rostro de él enrojecía, una mueca de lujuria se
pintaba en su boca y sus ojos se oscurecían todavía más, como si fueran pozos insondables en los
que ahogarse. Tenía un aspecto tan feroz, con la mandíbula tensa, las cicatrices muy marcadas y el
gesto crudo, que la desarmó y la convirtió en arcilla entre sus hábiles y ásperas manos.
Se corrió dos veces antes de que él llegara al final.
Cuando Félix alcanzó el orgasmo, soltó un grito ronco y gutural, más semejante al de un animal
que al de una persona.
«Mi salvaje», pensó, agotada.
Él se dejó caer sobre ella y luego rodó a un lado con pesadez. Jadeaba sin resuello.
Solo el sonido de sus aceleradas respiraciones y el vendaval que agitaba el exterior rompía el
silencio que reinaba en el piso. Erika fue la primera en retornar a la realidad. Volvió la cara para
contemplarle. Él tenía los párpados bajos y su boca estaba curvada en una sonrisa. Era la viva
imagen de la satisfacción. Nunca había escalado el Everest, pero suponía que esa debía de ser la
expresión en el semblante de los escaladores cuando llegaban a la cima.
—Me estás mirando —susurró él de pronto.
—Sí. ¿Te molesta?
—No. Eso significa que estás loca por mí.
No iba a negarlo, ¿para qué? Se acurrucó contra su cuerpo y reposó la cabeza en su pecho,
enredando los dedos en el suave vello que lo cubría. Él la abrazó posesivamente.
—¿Lo dices tú o lo digo yo? —preguntó ella al cabo de un rato.
—Lo digo yo.
—Vamos, dilo —le apremió.
—Me has llevado al jodido paraíso, Erika.
Una efervescente sensación de felicidad se apoderó de ella. Enterró la cara en su cuello y se rio.
—Creo que me acabo de enamorar de ti —dijo.
—Pero si ya lo estabas —protestó él.
—No tanto.
—¿Y la maravillosa declaración de amor de la playa, cuando me has llamado imbécil?
—Era solo para traerte a la cama y convertirte en mi esclavo sexual.
—¿Te sientes como la protagonista de una novela erótica o qué?
—Sí, claro —repuso con sarcasmo—. Una novela erótica en la que los protagonistas solo se
acuestan al principio y al final. No creo que sea muy comercial —se burló—. Yo la hubiese
aderezado con más sexo —dijo con malicia—. Hacia la mitad, pero el personaje masculino era muy
cabezota.
—Pues yo creo que la espera ha merecido la pena. Hemos ido creando expectativas y el final ha
sido apoteósico.
—¿Apoteósico? ¡Qué exagerado! —se burló—. Para que sea apoteósico de verdad tenemos que
gastarlos todos —dijo. Cogió la caja de preservativos que había sobre la mesilla y la agitó en el aire.
—¿Cuántos quedan? —preguntó él con el ceño fruncido.
—La caja era de veinticuatro y hemos usado dos.
Pareció estar meditando muy concentrado. Finalmente, asintió y se tumbó sobre ella. Comenzó a
besarla con dolorosa lentitud.
—Vamos a por ello, entonces —murmuró contra su boca.
Capítulo 29
Félix
Cinco días sin salir de casa, enredados en las sábanas y parando solo para comer, ducharse y dormir
era un récord incluso para él que en su juventud había hecho muchas locuras. Le dolían músculos
del cuerpo que no sabía que tenía. Si quería seguirle el ritmo a Erika, tendría que hablar con su
entrenador del gimnasio y consultarle sobre cómo fortalecer aquellas zonas.
Cuando aquella idea ridícula acudió a su cabeza se rio bajito.
No se sentía tan bien desde hacía mucho tiempo. A pesar del cansancio y el dolor muscular, una
sonrisa perenne se le había instalado en la boca.
El lunes por la mañana a primera hora, Erika llamo al trabajo y habló con su jefe. No sabía a qué
acuerdo habían llegado exactamente, pero se cogió la semana entera de vacaciones, así que tenían
siete días ante ellos, que aprovecharon muy bien.
Lo cierto era que habían hecho mucho más, aparte de ejercitarse en la cama.
Habían pedido comida china a domicilio y se habían tirado en el sofá para llenarse de rollitos de
primavera y arroz tres delicias mientras veían una serie en Netflix. Eligieron una de terror tan mala
que lo único que hacían era reírse cada cinco minutos.
También habían cocinado juntos en dos ocasiones —cocinar era un eufemismo cuando lo único
que hicieron fue prepararse dos sándwiches y calentar comida precocinada— y la experiencia resulto
muy interesante. La torpeza de Erika en la cocina fue de lo más entretenida. Estaba claro que, si
algún día decidían irse a vivir juntos, sería él quien se encargaría de alimentarlos.
Habían escuchado la discografía completa de Héroes del Silencio y discutido sobre si era mejor
que se hubieran separado cuando lo hicieron o si deberían haber seguido juntos.
Y bailaron al ritmo de una antigua canción de Spandau Ballet, True, que les gustaba a los dos, y él
hizo dos descubrimientos: el primero, ella bailaba veinte mil veces mejor que él, y el segundo, que
llevaba toda la vida pronunciando mal la letra. Erika se empeñó en corregirle con carita de institutriz
mientras él era incapaz de decir las palabras como las decía ella. Se rio mucho aquella noche.
También habían jugado a las cartas con una vieja baraja que Erika tenía en uno de los cajones. Ya
lo había sospechado, pero descubrió que ella hacía trampas. Y ni siquiera trataba de disimular. Con
todo el descaro del mundo se sacaba cartas de debajo del muslo o robaba dos cuando solo había que
robar una. Y cuando él le llamaba la atención se limitaba a hacer un mohín y a lanzarle besos.
Habían pasado horas tumbados en la cama mirándose y hablando de todo. Su historia con
Ernesto había vuelto a salir a la luz. Curiosamente, desde la noche del aniversario de su
fallecimiento, no le dolía tanto hablar de él. Era como si una herida que llevaba tiempo abierta
hubiese comenzado a cerrarse. Y Erika era maravillosa porque el afecto que teñía su voz cuando
mencionaba su nombre se podía palpar. Eso le hacía mucho bien.
Cuanto más tiempo pasaban juntos, más cosas descubrían que tenían en común. Por ejemplo: a
ambos les gustaba el olor a gel de coco y usaban el mismo desodorante neutro. No les agradaban las
alcaparras en la pizza y preferían el chocolate puro al chocolate con leche. Odiaban el sonido que
hacía el motor de la nevera por las noches y les gustaba andar descalzos por la casa.
Y miles de cosas más.
Ya llegarían los enfrentamientos, los enfados y las peleas. Teniendo ambos un carácter fuerte era
de esperar. Ahora estaban viviendo un momento dorado y único.
Perfecto.
Se había levantado hacia un rato de una de las siestas más largas de su vida y había dudado sobre
si tomarse un café o una cerveza fresquita. Ganó esta última así que fue a la cocina a buscarla.
El apartamento era diminuto. No tendría más de cuarenta metros cuadrados, distribuidos en
cocina, baño, salón, un dormitorio y terraza acristalada, que se podía utilizar como otra habitación
más, pero Erika solo tenía cajas de cartón apiladas contra una pared, el resto del espacio estaba
vacío.
Le dio un largo trago a la cerveza y, después, se dirigió hacia la mencionada terraza. Los
ventanales estaban abiertos y dejaban pasar la brisa que provenía del exterior. Pese a que todavía no
era mayo, la temperatura era agradable. La tormenta que había asolado la playa el fin de semana
anterior y que había durado hasta el martes se había esfumado, dando paso a unos días bastante
soleados y a unas noches tibias de cielos despejados.
Volvió la vista hacia el dormitorio, cuyas puertas correderas que daban a la terraza estaban
abiertas. La luz de la mesilla bañaba la habitación e iluminaba el cuerpo desnudo que yacía en medio
del colchón. Erika estaba tumbada bocabajo con la melena rubia esparcida por la almohada.
Después de cinco días sí que podía decir que conocía su cuerpo de memoria. Lo había recorrido
con los ojos, las manos, los labios y la lengua. Sabía de cada pequeño lunar, marca y recoveco y
estaba completamente fascinado por todos ellos.
Tras perder a Ernesto, pensó que no habría ningún hombre o mujer en el mundo que encajara
tan bien con él como su expareja, pero la llegada de esa chica a su vida le había hecho cambiar de
opinión, demostrándole lo equivocado que estaba.
Ahora que la veía ahí tendida, durmiendo, no sabía por qué se había puesto tantas trabas a sí
mismo. Casi desde el mismo instante en que se conocieron era innegable que estaban hechos el uno
para el otro.
¡Qué necio había sido!
Ella se revolvió en la cama, cambiando de postura con brusquedad y él tuvo que morderse una
sonrisa al verlo. Cada vez que se daba la vuelta lo hacía de golpe. Incluso dormida era un torbellino.
Quizá en un futuro aquello supusiera un problema, pero ahora adoraba que ella le despertara en
medio de la noche.
Tenía un aspecto tan sereno que le dio lástima despertarla, aunque iba a tener que hacerlo dentro
de poco porque habían quedado con su familia.
Ese mediodía, Jorge y Juls, en vista de que no contestaban los móviles, se habían presentado en
el piso para ver si todavía seguían vivos. Eso había dicho su hermana mientras les lanzaba miradas
asesinas. Se había quejado de que no se habían visto en toda la semana, así que no pudieron librarse
de aceptar cenar con los Alba.
Se dio la vuelta y se acodó sobre la barandilla. Paseó la mirada por las zonas comunes de la
urbanización. El balcón del piso daba justo sobre la piscina iluminada, cuya luz azulada bañaba el
jardín. Solo la pista de pádel al fondo permanecía a oscuras.
El edificio más próximo estaba a unos doscientos metros de distancia por lo que la sensación de
privacidad era grande y no se había molestado en ponerse nada de ropa cuando se levantó. Disfrutó
de la brisa fresca sobre la piel mientras le daba otro trago a la lata. No era un gran bebedor de
cerveza, pero esa le estaba sentando muy bien.
Unos labios se posaron sobre su omóplato.
Un pequeño escalofrío viajó por su columna vertebral.
Se dio la vuelta y se encontró con ella, que tampoco se había molestado en vestirse. Tenía el pelo
alborotado y la mirada somnolienta. La abrazó con fuerza. Olía a sexo y a cama. Olía a él. Le dio un
beso en la coronilla.
—Te iba a despertar en un rato.
—¿De verdad tenemos que ir a esa cena? —protestó contra su cuello.
—Podemos quedarnos, pero es probable que entonces se presenten todos aquí. Es tu familia, tú
los conoces mejor que yo.
—Jo, es verdad… —se lamentó. Acto seguido le palmeó el trasero—. Me gusta tu culo. Y tus
muslos. Y tu espalda… —Según hablaba, iba recorriendo cada parte de su cuerpo que mencionaba
con las manos—. Y tu barbilla… —Se puso de puntillas para besarle el mentón—. Y tus mejillas y
tu nariz…
—Sabes que no tenemos condones, ¿verdad?
Increíble pero cierto. Habían gastado los veinticuatro preservativos. Veintitrés habían cumplido
su función, pero uno se había roto por las prisas de ambos a la hora de ponérselo.
—No solo te quiero para eso —declaró ofendida—. También me apetece un poquito de kuscheln.
Félix notó el ardor en su abdomen al escuchar esa palabra. Le había confesado lo mucho que le
ponía que le hablara en alemán durante el sexo y ahora usaba vocablos germanos constantemente.
—¿Qué significa eso?
—Acurrucarse —respondió mientras le lamía un pezón.
—¿No estás cansada? —preguntó jadeante—. Creo que en cinco días hemos dormido una media
de diez horas en total.
Ella se apartó y le miró con fijeza. Luego bajó la cabeza y le apoyó la frente en el pecho.
—Estoy agotada, pero sé que el domingo te vas. Y quiero aprovechar cada instante. No sé
cuándo volveremos a vernos.
Lo dijo de un modo neutral, pero él había llegado a conocerla lo suficientemente bien para saber
que había pesar encerrado en sus palabras.
Le alzó el mentón con los dedos y se encontró con la mirada azul desafiante.
¡Qué hermosa era!
—Creo que nos vamos a ver tanto que te vas a cansar de mí.
Ella arrugó el ceño, confundida.
—Ven.
La cogió por la muñeca y la guio hasta el salón. Había dejado el móvil sobre la mesa de la
televisión, cargando. Lo desconectó del cable y se sentó en el sofá. Ella se acomodó a su lado.
Accedió al calendario y se lo mostró. Fue pasando de mes en mes. Había muchos días en rojo.
—¿Qué es esto?
—Los días marcados son los días que voy a venir a verte.
—¿En serio? —musitó mientras miraba la pantalla—. Son muchos.
—Los fines de semana no puedo escaparme, pero puedo venir de lunes a miércoles casi todas las
semanas.
Ella se giró hacia él con los ojos abiertos como platos.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Antes de marcharme de Madrid lo hablé con Sean.
—¿No le importa?
Félix se encogió de hombros.
—Nos apañaremos.
—Si lo sabías desde el principio, ¿por qué no me lo has dicho antes? —le riñó—. Me he pasado
toda la semana rompiéndome la cabeza con este tema.
La miró con una ceja arqueada.
—¿Rompiéndote la cabeza? ¡Ja! Te has pasado toda la semana muy ocupada…
Ella soltó una risita y se echó hacia atrás en el sofá. Estaba espléndida en su desnudez. No tenía
pudor alguno con él y él tampoco con ella.
—Yo puedo ir algunos fines de semana —propuso—. La gasolina está un poco cara, pero sé
cómo conseguirla más barata —lo dijo como para sí misma.
—¿Cómo?
—Si te lo dijera tendría que matarte —repuso con fuerte acento italiano, pasándose el pulgar por
el cuello de un lado al otro.
Él se rio.
De pronto, ella se encaramó a su regazo, a horcajadas, y le quitó el móvil.
—Vamos a hacernos una foto, que no tengo ninguna.
—¿Cómo es eso? —inquirió extrañado—. Tienes bastantes.
—Las borré todas cuando pensé en dejarte.
—¡Qué radical! —resopló.
Ella extendió el brazo y comenzó a hacer selfis. En algunos solo sonreía, en otros le daba besos y
le lamía la cara, lo que le hizo reír. Se abalanzó sobre ella y le hizo cosquillas. El móvil terminó en el
suelo y las carcajadas de ambos resonaron contra las paredes.
Las ganas de mandar la cena al carajo y encerrarse de nuevo en el dormitorio hasta el domingo
por la tarde le invadieron, pero reconocía que también quería salir a la calle y disfrutar con ella en
público. Había miles de cosas que quería que hiciesen juntos.
Ella le dio un azote en el trasero.
—Qué lástima que no te hayas traído el arnés —susurró con lujuria.
Él soltó una carcajada.
—La próxima —dijo con picardía—. Por cierto, son las nueve y hemos quedado a las nueve y
media.
—Tiempo de sobra —repuso con un encogimiento de hombros—. Ducha juntos, diez minutos.
Vestirnos, otros diez minutos. Trayecto a casa de mis padres, dos minutos si vamos en mi moto.
—Prefiero que la ducha sea más corta y que vayamos en mi coche. Es más cómodo. —Se puso
de pie y tiró de ella para ayudarla a levantarse del sofá.
—Así luego podemos enrollarnos en el asiento trasero.
—Has leído mis pensamientos.
Riéndose, se encaminaron al baño para ducharse. La bañera era pequeña, pero cabían los dos
perfectamente. Mientras uno se enjabonaba el cuerpo, el otro se lavaba la cabeza y viceversa. Eran
como una máquina cuyos engranajes encajaban perfectamente. Era curioso lo rápido que se habían
adaptado el uno al otro.
En el dormitorio, sacaron las prendas que iban a ponerse. Jorge había sido tan amable de llevarle
algo de ropa, ya que él, en sus prisas por llegar a Benidorm cuanto antes, no había preparado ni una
bolsa de viaje, y la ropa que llevaba el domingo anterior estaba arruinada. Ni siquiera se habían
molestado en lavarla.
—Lo que no me ha traído tu hermano son calzoncillos —murmuró, hurgando en la mochila que
le había dejado su cuñado.
—Mejor —dijo ella, lasciva.
—Me encanta eso de ir a cenar con tus padres, sabiendo que no llevo ropa interior —dijo,
sarcástico.
—Te puedo dejar unas bragas —propuso, señalándose las que llevaba puestas que no eran nada
femeninas.
—No creo que me valgan. Déjalo.
Se puso la camiseta azul que le quedaba un poco ajustada y los pantalones desgastados, poniendo
mucho cuidado en sus movimientos al subirse la cremallera para no pillarse la piel de los genitales.
Luego se sentó en la cama y se calzó las zapatillas. Al menos Jorge y él usaban el mismo número.
Eran unas All Star negras. Hacía años que no se vestía así. Se sentía un poco raro, pero no era
incómodo.
—¡Ostras, Félix! ¡Qué bueno estás! —exclamó ella plantándose frente a él. Soltó un silbido
cargado de admiración.
—¿Qué? ¿A que aparento veinte? Ya no podrás quejarte de mi edad. —Le guiñó un ojo.
Ella sí que estaba guapa con los vaqueros negros, la camiseta roja y su aire informal.
No pudo resistirse y la sujetó por la nuca con fiereza para plantarle un beso en la boca. Beso que
fue interrumpido por la melodía que ella llevaba como tono de llamada en el móvil.
—Espera. —Se apartó y se lo sacó del bolsillo—. Es mi padre.
La soltó con renuencia.
—¿Qué pasa, papá? —contestó la llamada—. Ah, sí. No tardamos. Ya vamos para allá. En un
cuarto de hora llegamos. Hasta ahora. —Hizo una pausa—. Por cierto, Félix no lleva calzoncillos.
No le miréis la bragueta ni hagáis comentarios desagradables.
Él, que se había girado para ir al baño, se detuvo en medio del pasillo y regresó a toda velocidad,
pero el daño ya estaba hecho. Gimió, tapándose la cara con las dos manos y notó que el rubor le
calentaba las mejillas. ¿Cómo iba a poder enfrentarse a Tony Alba después de que ella le hubiera
dicho eso?
La miró furioso y vio que se estaba riendo a carcajadas.
—Ya… había… colgado —balbuceó entre risas—. Tenías que… haberte visto la cara.
Él respiró hondo y la pesadez que había sentido tan solo un par de segundos antes resbaló de sus
hombros y desapareció.
—Te odio —le dijo con los ojos entornados.
Ella dio unos pasos y se colgó de su cuello. Todavía se reía.
—No es verdad.
Él apoyó la frente en la suya y soltó una risa ahogada. Admitió para sus adentros que era una
buena broma. Se la guardaría y se la devolvería más adelante.
—Te quiero —repuso.
—Me gusta que me quieras —suspiró ella.
—Me gusta quererte.
—¿Sí? Siempre he tenido fama de complicada.
—No lo eres. Eres perfecta.
—Lo sé. Solo quería que lo dijeras en voz alta.
Sonrieron y sus miradas se anclaron la una en la otra.
—¿Nos vamos, novio? —preguntó, risueña.
—Sí, vamos, novia.
De la mano, abandonaron el piso.
Epílogo
Primavera – Un año después
Erika
Se encontraba junto a la orilla, con los pies sumergidos hasta los tobillos en el agua. Estaba bastante
fría y no invitaba al baño, pero a ella no le importaba la temperatura, le gustaba sentir las olas
lamiendo la piel de sus pies, y era reconfortante notar cómo los granos de arena se le escurrían entre
los dedos.
Su mirada de párpados entornados se dirigió al horizonte. El sol se había ido desplazando hacia
el oeste y no tardaría en desaparecer tras el monte Tossal, creando una de esas puestas de sol
perfectas de las que podía presumir Benidorm, y bañando la playa en tonalidades naranjas, amarillas
y violetas.
Habían pasado una tarde fantástica, jugando al voleibol, escuchando música y merendando
sándwiches y tarta casera. Todos, excepto sus padres que estaban en Alemania visitando a la familia
de Anna, habían acudido a la playa a celebrar las buenas noticias: Alexia había conseguido un trabajo
de maestra a tiempo completo y Lukas había recibido como regalo sorpresa el máster de periodismo
que quería hacer. Lo habían pagado entre todos.
Había sido una tarde maravillosa y muy divertida.
Sin embargo, mientras observaba a sus hermanos besándose con sus parejas o haciéndose
confidencias al oído, sintió un pinchacito de nostalgia en su interior. Félix también había planeado
estar presente en aquella reunión, pero un percance de última hora en el negocio se lo había
impedido.
Le dio una suave patada al agua. A veces se sentía como uno de esos calcetines desparejados
cuyo compañero se pierde en la lavadora. Y era una sensación estúpida, ya que Félix y ella se veían
con mucha frecuencia. No podía quejarse de la gran implicación que mostraban ambos en esa
relación. Pero había días como aquel, en los que le fastidiaba que no hubiese podido estar con ella.
—¡Eri!
Se giró y vio que Diego le hacía gestos con la mano, llamándola.
Echó a andar hacia el grupo de palmeras bajo el que se habían acomodado. Estaban todos
tirados en toallas, menos Mía, que correteaba de un lado a otro transportando arena mojada en un
cubo para la construcción de algo que podría ser un castillo. Del altavoz portátil que habían llevado
salía una canción de Sam Smith, una balada que tenía ya unos años: Stay with me. Era obvio que
estaban cansados si ya habían empezado con las canciones lentas, porque la música que había
sonado hacía unas horas era mucho más punk.
—¿Qué pasa? —preguntó, sentándose al lado de Juls.
—Estamos organizando la boda y es para concretar el día —repuso Iván.
Diego e Iván llevaban un tiempo hablando de casarse. No querían hacer nada muy extravagante,
solo ir al Ayuntamiento y darse el sí quiero con la familia y unos pocos amigos por toda compañía. Y
luego, cenar en algún sitio tranquilo.
—Nos han dado tres opciones —dijo Diego—. El veintisiete de septiembre a la una, el cuatro de
octubre a las diez o el ocho de octubre a las doce. Nosotros preferimos el ocho porque es viernes.
—Faltan casi cinco meses —resopló Lukas.
—Ya, pero tenemos que confirmar la semana que viene.
—El ocho por mí, bien —repuso Erika.
Los demás fueron asintiendo.
—Genial —murmuró Iván.
—Es flipante que al final vayáis a ser vosotros los primeros en casarse. Juls, amor, vamos a tener
que ir pensándolo —dijo Jorge.
Juls meneó la cabeza con diversión y le lanzó una rápida mirada a Erika. Ambas intercambiaron
una sonrisa cómplice.
—Ya veremos.
—Si queremos empezar con los trámites de la adopción, es mejor que estemos casados —explicó
Diego—. Nos han dicho que a las parejas casadas les dan prioridad.
Erika escuchó en silencio. Se alegraba muchísimo por su hermano y por Iván. Eran ambos
maravillosos y adoraban a los niños. Iban a ser unos padres increíbles.
Mientras los demás hablaban sobre el proceso de adopción, ella alargó la mano hacia la mochila y
sacó el móvil. No había señales de Félix. Ni llamadas ni mensajes. Tenía que estar ocupado porque
había prometido llamarla cuando acabara su reunión.
Desde que comenzaron su atípica relación, la vida les había cambiado. Cada minuto libre que
tenían se lo dedicaban el uno al otro. La autovía que unía Benidorm y Madrid los conocía bien a
ambos, y sus horas de sueño se habían visto comprometidas porque solían hablar por teléfono por
las noches, hasta las tantas. Pero la mejor transformación de todas, sin duda, fue la de Félix. Ya no
pasaba tantas horas dedicándose al trabajo en exclusiva y había comenzado a disfrutar de la vida.
—¿Qué piensas? —le preguntó Juls, dándole un codazo.
—En nada en particular.
—¿No estarás pensando en un tipo alto de pelo oscuro increíblemente guapo cuyo nombre
empieza por F y acaba en X?
—No sé a quién te refieres —contestó con fingida inocencia.
—Claro, claro —dijo y luego añadió con otro tono—: Qué pena que no haya venido.
Erika bajó la vista a la arena.
—Es lo que tiene una relación a distancia. Y no me quejo, que nos vemos mucho.
—¿No os habéis planteado que se venga él o irte tú? —intervino Jorge.
—Es complicado —murmuró.
Sí que lo habían hablado, pero no era sencillo. ¿Una mecánica de embarcaciones en Madrid?
Quizá podría pasarse a la mecánica del automóvil, aunque ese campo no le parecía tan fascinante.
Félix tampoco podía abandonar su negocio, así como así.
—¿Cuándo vais a volver a veros? —preguntó Juls.
—Supongo que la semana que viene. Quería venir hoy, pero le ha surgido algo.
—¿La semana que viene? —preguntó Jorge—. Pues yo creo que mucho antes.
Erika alzó los ojos y los posó en los de su hermano, que miraba hacia lo lejos con una sonrisa
bobalicona en el rostro. Con la frente fruncida, giró la cabeza a toda prisa.
Félix.
El corazón le saltó en el pecho al verle acercarse caminando por la arena. Llevaba vaqueros
azules, una camiseta oscura, unas zapatillas deportivas en la mano y una mueca de felicidad en la
cara.
Erika se levantó de un salto y echó a correr hacia él. Pese a que solo los separaban unos
cincuenta metros, el camino hasta sus brazos le pareció eterno. Los pies se le hundían en la arena y la
risa de emoción le cortaba el aliento. Se arrojó contra su cuerpo firme con tanto ímpetu que Félix
cayó hacia atrás y la arrastró con él. Gracias a Dios, la arena amortiguó el golpe.
—Eres una salvaje —dijo él con una risa ronca.
Ella se limitó a besarle por todas partes, la frente, la nariz, las sienes, las mejillas, las cicatrices y el
mentón cubierto por la barba.
—Cómo te he echado de menos —jadeó.
—¡Pero si estuvimos juntos la semana pasada!
—Demasiado tiempo para estar separada de mi marido.
Los ojos de ambos brillaron al besarse. Esa vez en los labios, con pasión y avidez. Sus manos se
encontraron en algún lugar por encima de la cabeza de Félix.
—¿Por qué no me has dicho que venías? —susurró ella contra su boca.
—Quería sorprenderte.
Hundió la cara en su cuello y aspiró con fuerza, llenándose de su olor tan masculino. Un
calambre de excitación la atravesó.
—Fóllame. Aquí y ahora —pidió con un ronroneo.
Él soltó una carcajada.
—Paso de que se me metan los granos de arena por todas partes.
—Qué delicado —protestó con un mohín.
—Además, me temo que tenemos mucho público.
Erika giró la cara. Sus hermanos los estaban mirando desde las palmeras, pero no solo ellos,
también algunas personas que paseaban por la acera se habían detenido y los observaban con
curiosidad.
—¿Cuánto tiempo te quedas?
—Unos días —respondió—. ¿Te parece bien que saludemos y luego nos largamos? Quiero
tenerte para mí solo.
—Me parece genial —respondió.
Se puso de pie de un salto y se sacudió la arena. Él se incorporó y la imitó.
Le miró embelesada. Era difícil sustraerse al enorme atractivo de Félix. En el último año se había
dejado crecer el pelo, que llevaba peinado hacia atrás y se le ondulaba en las puntas. Imposible estar
más guapo.
A decir verdad, era cero objetiva.
Se dieron la mano y echaron a andar hacia el grupo que los esperaba.
—Mirad quién está aquí —pregonó con emoción—. El mejor dotado de todos los hombres.
—Tiene razón —añadió él con arrogancia.
Todos rieron y se pusieron de pie para saludar. Hubo un intercambio de besos, abrazos y
palmadas en la espalda. También Mía se acercó corriendo para besarle en la mejilla. Félix se metió la
mano en el bolsillo y sacó una moneda de chocolate. La niña la aceptó con desparpajo y le dio las
gracias.
—Estábamos planeando la boda de Iván y Diego —comentó Jorge—. Va a ser el ocho de
octubre.
—Genial, chicos. Enhorabuena —dijo Félix.
Erika se sentó en una de las toallas y tiró de él para que se sentara a su lado.
—Al final van a ser los primeros de la familia en casarse —comentó Lukas.
Erika notó el pellizco en el muslo y giró la cara para mirar a Félix. Tenía una expresión confusa
en el rostro. Sus labios formaron una frase: ¿No se lo has dicho?
Ella negó con la cabeza.
—¿Qué cuchicheáis? —preguntó Jorge con el ceño fruncido.
Erika miró a Juls de reojo que había comenzado a sonreír. Luego se llevó la mano al bolsillo del
pantalón y sacó una alianza de oro. Era sencilla, muy fina, como una arandela. Se la puso y alzó la
mano. Félix hizo lo mismo, mostrando la suya.
El silencio cayó sobre ellos. Solo se escuchaba la voz de Billie Eilish cantando When the party is
over.
—¿Nadie va a decir nada? —preguntó ella al cabo de un breve lapso de tiempo.
—Anillo —gritó Mía repentinamente, tratando de lanzarse sobre su tía. Tenía la cara manchada
de chocolate—. Quiero anillo.
Alexia la sujetó para que no pringase a nadie.
—¿Qué habéis hecho?
—¿Cuándo?
—¿Por qué no se lo habéis dicho a nadie?
—¿Lo saben mamá y papá?
—¿Y nosotros, por qué no hemos ido?
—¿Dónde?
Erika se echó a reír al escuchar las preguntas atropelladas que se sucedían una tras otra. Miró a
Félix a hurtadillas. Él también se reía.
—Uno por uno, por favor —rogó, alzando las manos.
—¿Cuándo os habéis casado? —preguntó Diego.
—La semana pasada, en Madrid.
—¿Por qué tanto secretismo? —inquirió Lukas.
—No era un secreto. Fue espontáneo —respondió Félix—. Fuimos al Registro Civil hace unos
meses para abrir el expediente, pero no sabíamos si íbamos a seguir adelante o no. Al final nos llegó
la autorización la semana pasada cuando Erika estaba en Madrid y de casualidad había un notario
disponible, y no nos lo pensamos demasiado.
—¿Quiénes fueron vuestros testigos? —preguntó Jorge.
—Los padres de Félix —dijo Erika—. Y papá y mamá.
—¡Cómo! ¿Qué estás diciendo? ¿Papá y mamá lo sabían? —La exclamación de Jorge hizo que un
par de gaviotas que se habían acercado se largaran asustadas.
—Flipo —dijo Iván.
—¿Tus padres? —le preguntó Jorge a Juls con cara de sospecha—. ¿Tú lo sabías?
—Sí —reconoció con una pequeña sonrisa.
—¿Y me lo has ocultado?
—No podía decir nada. Esto es asunto de ellos.
—Y papá y mamá no han dicho nada —dijo Lukas al tiempo que meneaba la cabeza con
perplejidad—. De mamá no me sorprende, es capaz de guardar cualquier secreto, pero papá… Tiene
que haberlo pasado fatal.
Mientras hablaban y protestaban por no haber sido invitados, Erika miró con calidez a Félix, que
sonreía con ganas mientras intentaba responder todas las preguntas que les hacían.
Su marido.
Pese a que siempre bromeaba con el tema, nunca pensó en casarse tan pronto y tampoco pensó
en que sucedería de ese modo, pero cuando Félix le dijo durante una conversación telefónica que
deberían hacerlo, le tomó la palabra y le dijo que sí. Y una cosa llevó a la otra. No hablaron mucho
de ello ni se preocuparon en exceso, se limitaron a tirar para adelante sin mucha ceremonia.
El día de la boda, él se puso unos vaqueros, una camisa blanca y una americana informal, y ella se
vistió con una falda estrecha negra y un top del mismo color que le sentaba genial. Los anillos eran
sencillos, muy discretos. Tampoco tuvieron muchas opciones con tan poca antelación. La ceremonia
en la notaría duró apenas diez minutos.
Los padres de Félix estaban felices.
Los de ella, desconcertados.
Erika aguantó una risa al recordar la reacción de su padre cuando llamó para darles la noticia.
—¿Podéis venir a Madrid mañana?
—¿Para qué? ¿Ha pasado algo? —inquirió Tony.
—Que me caso.
—¿Quién decías que eras?
No la creía.
—En serio, papá. Quiero que vengáis para que seáis los testigos. La boda es mañana por la tarde.
—Perdone, ¿puede devolverle el móvil a mi hija? —se chanceó.
—¡Que no es coña!
—Por supuesto que no. ¿Con quién te casas? ¿Con Brad Pitt?
—Pásale el teléfono a mamá —pidió exasperada.
—Sí, claro… Habla con ella que yo no tengo tiempo, he quedado con Jennifer López —se rio.
Al día siguiente, sus padres estaban en Madrid para acompañarlos al notario. Su madre le confesó
que su padre seguía sin creerse lo de la boda y que sospechaba que todo era una broma orquestada
por ella. Fue después de salir del despacho notarial cuando Tony por fin fue consciente de la
realidad.
—Bienvenido a la familia, Félix. Te deseo toda la suerte del mundo —le dijo con cara de
circunstancias—. Si tienes algún problema con ella ya no nos la puedes devolver, te lo advierto.
Todos rieron.
—Ven, anda —le dijo a Erika, y la abrazó—. No sabe la suerte que tiene el cabronazo
—murmuró en su oído—. Si te trata mal, dímelo y le parto la cara.
Cenaron los seis en una pizzería que había cerca del piso de Félix y luego, ya a solas, se fueron a
casa e hicieron el amor por primera vez como marido y mujer.
Fue perfecto.
—Hay que celebrarlo —dijo Diego, sacándola de sus cavilaciones—. ¿Ha sobrado algo de la tarta
que ha traído Alexia?
—Un poco menos de la mitad —repuso esta.
—Suficiente. Sácala.
—Qué cutre, ¿no? —intervino Juls.
—Boda en directo se merece una tarta completa. Boda en diferido, media tarta es suficiente
—dijo Jorge con malicia.
Repartieron lo que quedaba de tarta en trocitos muy pequeños para que llegara para todos y se la
comieron mientras hablaban y se reían.
El sol ya se había ocultado y los colores crepusculares bañaban la escena. Las farolas que solían
iluminar el arenal todavía no se habían encendido.
—¿Dónde vais a vivir ahora? —preguntó Alexia mientras le limpiaba las manos a Mía, que había
insistido en comerse la tarta con ellas.
—Todavía no está decidido —dijo Erika.
—En Benidorm —dijo Félix.
Las dos respuestas llegaron al unísono.
Ella le miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué dices?
—He alquilado un piso más grande en tu mismo edificio. De dos dormitorios.
Erika le miró llena de confusión.
—¿Cuándo has hecho eso?
—Hace días. Me lo ha encontrado Rafa, el amigo de Jorge.
—¿Tú lo sabías? —le preguntó a su hermano con disgusto.
—Te prometo que no —repuso, alzando las manos—. Me estoy enterando ahora mismo.
Erika pestañeó repetidamente sin comprender y volvió a mirar a Félix.
—¿Por qué? Tenemos mi piso.
—Es muy pequeño y Takeshi necesita más sitio.
—¿Takeshi en Benidorm?
De repente sintió cómo le ardían los ojos y se le contraía la garganta.
—¿Me estás diciendo que te vienes a vivir aquí? ¿Y tu negocio?
—Sean y yo lo hemos hablado. Iré un par de veces al mes a Madrid, pero el resto del tiempo lo
pasaré aquí. Además, estamos pensando en abrir otro Corso por la zona porque el de Valencia
funciona muy bien. Quizá en Gandía o Denia. O incluso en Benidorm, ya vere…
Erika se tiró encima de él sin dejarle terminar. Él cayó sobre la toalla, riendo, mientras ella le
abrazaba, eufórica.
Escuchó los silbidos de sus hermanos a su espalda, pero los ignoró.
—¿Te vienes a vivir conmigo y no me habías dicho nada?
—Sí —contestó con una sonrisa de oreja a oreja—. Hoy mismo me he reunido con el nuevo
inquilino del piso de Madrid para darle las llaves.
—¡¿Qué?!
Las noticias se sucedían con rapidez. No tenía tiempo de asimilar una cuando llegaba otra.
—Mañana viene el camión de la mudanza que he contratado para traer mis muebles.
—¿Y Takeshi?
—Está ya en el piso nuevo. He pasado por allí antes de venir.
Le contempló con el corazón latiendo a mil por hora. Estaba a punto de llorar, pero se tragó las
lágrimas y se aferró a él con más fuerza.
—¡Cómo te quiero! —le dijo en un jadeo. Le sujetó la cara con las manos y le estampó un rudo
beso en la boca.
—Yo también te quiero —contestó él con tono áspero producto de la emoción—. Y me encanta
haber tomado esta decisión.
Permanecieron abrazados mirándose y diciéndose mil cosas sin palabras.
—Quiero ir a casa contigo —dijo ella en voz muy baja—. A nuestra casa.
—Pues vámonos.
Se pusieron de pie, ayudándose el uno al otro en el proceso. El aplauso los pilló desprevenidos,
tan absortos habían estado en la conversación que se habían olvidado de los demás.
—La función ha acabado —dijo Erika, haciendo una reverencia graciosa—. Nos vamos a casa a
fo… —se interrumpió al ver que Mía la observaba muy atenta—, a bailar —concluyó.
—Yo bailar —exclamó la niña.
—Mejor te esperas a ser mayor de edad para bailar como tu tía —soltó Lukas entre dientes.
Hubo más risas.
Recogieron las pertenencias de Erika y se despidieron de los demás con muchos besos, abrazos y
promesas de volverse a ver en breve. Luego se alejaron caminando por la arena, de la mano.
—Todavía no me puedo creer que estés aquí.
Él le pasó un brazo por encima de los hombros y la apretó contra su cuerpo.
En ese momento, las altas farolas que había en el borde del paseo se encendieron e iluminaron la
playa. A Erika le pareció un buen presagio.
—¿Dónde has dejado el coche?
—Lo he dejado en la plaza de garaje y he bajado andando.
—¿Plaza de garaje?
—Venía con el piso.
—¡Qué fuerte! Y todo lo has hecho a mis espaldas.
—¿Te molesta?
Le miró de reojo. Él parecía tan feliz como ella se sentía.
—No.
Continuaron avanzando en un cómodo silencio hasta llegar al paseo. Se sentaron en un banco y
se sacudieron la arena de los pies antes de ponerse las zapatillas.
—Me he traído el arnés —dijo él repentinamente.
Ella se incorporó y le miró a la cara para comprobar que no mentía. Estaba serio, pero una
chispa pícara se desprendía de sus iris oscuros.
El arnés era su asignatura pendiente. Hasta ese día no lo habían estrenado.
—¿Vas a dejar que te empotre contra los azulejos del baño? —inquirió, provocadora.
—Sí.
Le miró con los ojos entornados, a través de las pestañas. De pronto, se puso de pie y echó a
correr a toda velocidad. Se había alejado unos metros cuando se dio la vuelta.
—¡Vamos! —le gritó—. Date prisa.
Él comenzó a reír y salió corriendo detrás de ella.
Fin
Lista de canciones
Lo primero de todo, antes de dar las gracias a todas las personas que han hecho esta novela posible,
quiero decir un par de cosas.
Empezaré por confesar que tengo sentimientos encontrados con esta historia poque, aunque es
un alivio saber que ya he hecho justicia a los hermanos Alba contando las cuatro historias que se
merecen, también me da un poco de pena tener que abandonarlos. Los voy a echar de menos. Han
sido un par de años muy bonitos con Jorge, Diego, Lukas y Erika. Es triste saber que no voy a
volver a embarcarme con ellos en ninguna aventura más.
Quizá me anime en un futuro a escribir algún relato para saber qué ha sido de todos ellos y sus
parejas. Quién sabe…
Admito que he disfrutado muchísimo con la historia de Erika porque es el personaje que más se
asemeja a mí de todos los que he creado. Por eso, terminar la serie de los hermanos Alba con ella me
parecía fantástico. Poner en su boca frases que yo misma digo o contar experiencias que me han
sucedido y hacer que le ocurran a ella ha sido un pasada.
Aquí va una muestra:
Mi marido es el hermano de una amiga mía. Ella siempre me decía que tenía que quedar con él,
que encajaríamos genial. Yo solo le conocía por fotos y me parecía interesante. Ni corta ni perezosa,
le envié un mensaje diciéndole que era una amiga de su hermana, que iba a ir a Madrid y que si
podíamos quedar. Tal y como hace Félix en la novela, lo leyó y no se tomó la molestia de
contestarme ¡durante un par de años!
(Menos mal que fui igual de persistente que Erika y al final cayó a rendido a mis pies, jejeje).
Ah, la boda de Félix y Erika es también calcada a la mía.
Sí, a veces la realidad supera la ficción.
El personaje de Ana, la fotógrafa amiga del protagonista, está basado en mi cuñada, que se llama
Ana, es fotógrafa y vive en Benidorm (vaya coincidencia). Gracias, preciosa por dejarme “usarte” en
esta historia. Te quiero mucho. Y gracias a tu chico, Diego, por dejarse usar también. Sois
maravillosos.
No sé si os preguntaréis a qué viene el nombre de Félix Sanz, con mi mismo apellido. Es sencillo.
Mi padre se llamaba así. Tenía que hacerle un pequeño homenaje
Y ya no me demoro más y procedo a la tarea de agradecer.
En primer lugar y como siempre quiero agradecerle a Nere su trabajo de maquetación y a Nune
su trabajo en el diseño de la portada. Tengo suerte de poder contar con grandes profesionales en el
ámbito técnico. Gracias, chicas. ¡Hasta el infinito y más allá!
Gracias a mi hermana Fely y a mi sobrina Angy, son siempre las primeras en leerse mis novelas y
en animarme a seguir adelante.
Gracias también a Paco, mi mayor crítico (debo confesar que siempre discuto con él porque no
me gusta que me diga cosas negativas, aunque luego le hago caso y acepto sus comentarios sin
rechistar). Te quiero, amore.
Gracias a mis lectoras cero: Mayte, que está a mi lado desde el principio apoyándome sin
condiciones, Josephine, con la que me tiro las horas muertas hablando por teléfono de mil y una
cosas. Se ha convertido en una persona muy importante para mí. Y a Mar, que se lo ha currado
muchísimo y me ha sugerido escenas y canciones. Gracias a ella mis personajes no dicen Joder
constantemente.
Aquí tengo que hacer una mención especial a mis chicas del grupo de wasap Escritoras BL, Nisa,
Hendelie, Enara y Roser. Porque siempre están ahí cuando quiero desahogarme llena de frustración
o simplemente contarles que se me ha roto una uña. Es muy importante contar con personas que te
apoyan. Os quiero mucho. Sois unas mujeres maravillosas.
También, por supuesto, quiero dar las gracias a todas esas personas bonitas que me leen y
disfrutan con mis historias porque sin ellas nada de esto sería posible. Es un sueño que estén ahí,
conmigo.
Gracias a los que estáis ahí desde el principio y a los que vais llegando. Gracias de corazón.
Espero haber cumplido vuestras expectativas y haber conseguido que os enamoraseis un poquito
de los personajes, creo que se lo merecen.
Yo los amo mucho.
Y, sin más, me despido de todos vosotros y os deseo una vida llena de lecturas y aventuras por
vivir. Mil besos y mil gracias.
Esto no es un adiós, es un hasta la próxima historia
Sobre la autora
Laura Sanz aprendió a leer antes que a hablar y a escribir antes que a andar. Así que después de
largos años de no saber qué hacer con su vida, además de irse al extranjero y aprender idiomas,
trabajar en sitios diversos y escribir compulsivamente en servilletas de bar... decidió publicar.
Todos sus libros tienen #happyending garantizado.
Actualmente vive en Madrid con su marido y sus gatos.
Le encanta recibir mensajes de sus admiradores y detractores. Por favor, contactad con ella en:
laurasanzautora@gmail.com
Probablemente conteste :)
Si queréis saber más sobre ella y sus próximos lanzamientos, visitad: www.laurasanzautora.com
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