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Longa - Estado y Mov Sociales

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¿Desde abajo o desde arriba?

Acerca del debate


teórico entre Estado y movimientos sociales en
la Argentina reciente

Francisco Longa

RECIBIDO: 6 de agosto de 2019


APROBADO: 30 de noviembre de 2019
Francisco Longa

¿Desde abajo o desde arriba? Acerca del debate teórico entre Estado y movimientos
sociales en la Argentina reciente

Francisco Longa
IDIHCS-CONICET-UNLP
francisco_longa@yahoo.com.ar

Resumen
Tras la consolidación de los llamados gobiernos progresistas en la región, América Latina experimentó un
significativo cambio de época. En Argentina, numerosos movimientos sociales se incorporaron a la estructura
del Estado y adhirieron políticamente a los gobiernos kirchneristas, reeditando el clásico dilema de los
movimientos sociales ante el Estado sugerido por Unger. El siguiente artículo revisa tres vertientes ideológicas
representativas de los movimientos sociales contemporáneos, en relación con el dilema sugerido: las corrientes
marxista, nacional-popular y autonomista. Como resultado se alcanza una mirada de síntesis entre la
construcción de los movimientos y el poder estatal.

Palabras clave: Estado – movimientos sociales – Argentina – kirchnerismo

Abstract

After the consolidation of the so-called progressive governments in the region (Sader, 2009), Latin America
experienced a significant change of era (Svampa, 2008). In Argentina, many social movements were
incorporated into the structure of the State, and politically they adhered to the Kirchner governments, reissuing
the classic dilemma of social movements towards the State suggested by Unger (1987). The following paper
reviews three representative ideological traditions of contemporary social movements, regarding the suggested
dilemma: Marxist, National-popular and Autonomist traditions. As a result, a glance of synthesis between the
construction of the movements and state power is reached.

Keywords: State – social movements – Argentina – kirchnerism

Introducción

El presente artículo se ocupa de presentar algunos aspectos teóricos del debate en torno a
la tensión entre sociedad y Estado, en relación con el dilema de los movimientos sociales
ante el Estado. En la literatura especializada, algunos autores como Gerardo Munck y
Roberto Unger habían planteado ya desde las décadas de 1980 y 1990 la existencia de un
dilema acerca de la pertinencia de la participación de los movimientos sociales en el
Estado, y los límites o potencialidades que dicha participación podría ejercer en sus
proyectos emancipatorios. El dilema planteaba que mientras la apuesta por la
construcción en la arena de la sociedad civil podía terminar por ser solamente defensiva,

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aquellos movimientos que disputaran la arena político-institucional podían perder sus


perfiles emancipatorios, al quedar diluidos en la propia estructura del Estado. En el plano
local, a partir de la asunción de Néstor Kirchner a la presidencia en 2003, un conjunto
importante de movimientos sociales -que previamente se mantenían autónomos- se
integraron a la estructura del Estado (Cortés, 2008; Gómez, 2010) y comenzaron a
gestionar espacios institucionales a partir de la colocación de algunos de sus dirigentes en
puestos de funcionarios políticos (Masseti, 2009; Natalucci, 2010). Como contrapartida,
otros movimientos sociales autodenominados marxistas y autonomistas, denunciaron el
carácter de cooptación de dicha integración, y continuaron llevando a cabo una
construcción política por fuera de la ocupación de cargos en el gobierno.

El presente artículo analiza estas tensiones teóricas enmarcadas en el dilema de los


movimientos sociales ante el Estado en Argentina, desde tres tradiciones político
ideológicas que han sido consideradas como representativas de los movimientos sociales
contemporáneos en el país: la tradición marxista, la nacional-popular y la autonomista
(Svampa y Pereyra, 2004). Como resultados, propongo algunos enfoques conceptuales
que contribuyan a ampliar el espectro interpretativo en la relación entre movimientos
sociales y Estado, más allá de la ocupación o no del espacio institucional por parte de los
movimientos.

Este artículo se desprende de mi tesis de Doctorado (Longa, 2016), en la cual indagué en


las experiencias de dos movimientos sociales argentinos que se dieron diversas estrategias
de construcción política durante los últimos 12 años, uno de los cuales adhirió al gobierno
kirchnerista y pasó a ocupar cargos en el gobierno, y otro que se mantuvo por fuera de la
ocupación de cargos institucionales a la vez que se consolidó como opositor al gobierno
nacional.

Antecedentes: el Estado, entre la conciliación y la reproducción

Los debates teóricos más relevantes dentro de los cuales circunscribir la problemática de
la relación entre Estado, poder y sociedad, tríada que considero fundamental para
comprender más en particular la relación entre movimientos sociales y Estado, han
proliferado durante la segunda mitad del siglo XX. Tanto así, que algunos autores situaron
a la relación entre Estado y clases sociales como el núcleo teórico central de los debates
contemporáneos: “toda la teoría política de este siglo plantea siempre en el fondo,
abiertamente o no, la misma cuestión: ¿cuál es la relación entre el Estado, el poder y las
clases sociales?” (Poulantzas, 1979: 5). Coincido con el marxista griego Nicos Poulantzas en
que la cuestión del Estado y su relación con la sociedad y el poder, es uno de los ejes

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principales de debates teóricos y políticos en torno a la modernidad. Esta relación ha


motivado cuantiosos debates en el campo de la teoría social; en ellos se han destacados
dos grandes núcleos de pensamiento. Me refiero, por un lado, a una corriente filosófico-
política en la cual el Estado es visto como un actor capaz de amortiguar la conflictividad
social y, por otro lado, a una corriente para la cual el Estado cumple indefectiblemente el
rol de reproducir la conflictividad y las desigualdades sociales.

La corriente teórica que supone al Estado como factor de consenso respecto del conflicto
social se arraiga tanto en los desarrollos de los filósofos idealistas de principios del siglo
XIX, principalmente Georg Wilhelm Hegel, como en los autores institucionalistas de
finales de dicho siglo y principios del siglo XX, entre los cuales Max Weber es sin dudas
el máximo exponente. Para estos autores el Estado es considerado como la síntesis
histórica capaz de mediar neutralmente en la conflictividad social, institucionalizando el
conflicto en función de un progreso social y armónico. La clásica definición weberiana de
Estado como “comunidad humana que reclama –con éxito- el monopolio del uso legítimo
de la violencia o la fuerza física dentro de un territorio determinado” (Weber, 2008: 78),
supone una relación estrecha entre lo social y lo estatal (Sandoval Ballesteros, 2004: 224).

El enfoque de Weber puede ser pensado como institucionalista en la medida que supone
que, la efectividad de las funciones de un Estado, se asienta en la creencia generalizada del
derecho de aquellos que han sido llamados a ejercer el poder (Weber, 2008). El Estado
moderno aparece entonces para Weber como la institución privilegiada para consolidar
el tipo de dominación racional-legal, ordenamiento social y territorial más avanzado en
el desarrollo de la sociedad contemporánea (Castorina, 2001). En este primer enfoque se
encuentra una visión considerada estatista, que llevó a sus principales referentes a
observar “ya en los aparatos /instituciones el lugar original y el campo prioritario de
constitución de las relaciones de poder” (Poulantzas, 1979: 48). Con un fuerte asiento en
las estructuras organizativas burocráticas como sistema eficiente y despersonalizado para
el ejercicio del poder, para el enfoque institucionalista o estatista, las sociedades modernas
encuentran en el Estado-nación la forma de realización y de armonización de las
tensiones sociales de la conflictiva y emergente sociedad burguesa.

Por otro lado, se encuentra una corriente para la cual el Estado per se reproduce el conflicto
social. En esta corriente el Estado, lejos de ser un actor neutral, funciona como garante de
la desigualdad social propia de la sociedad capitalista, en especial de los países periféricos.
El vasto campo del marxismo ha dado cuenta en forma destacada de esta mirada. Desde
una perspectiva marxista principalmente, un conjunto importante de autores sostendrá
que la función básica del Estado es “asegurar las condiciones que hagan posible la
acumulación y reproducción del capital” (Thwaites Rey, 1999: 22); así el Estado expresaría

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al “conjunto de relaciones económicas, sociales y, especialmente, de poder que se dan en


una sociedad” (Faletto, 2014: 206).

Teniendo en cuenta estas dos grandes corrientes respecto del Estado, a continuación,
reviso los preceptos básicos sobre los cuales se constituyeron las tres tradiciones políticas
más significativas que enmarcaron la acción de los movimientos sociales ante el Estado
durante los últimos años en el país. Me refiero a las corrientes marxista, nacional-popular
y autonomista. Esta tipología retoma los aportes de Svampa y Pereyra (2004) quienes
clasificaron a los movimientos de desocupados entre aquellos de raíz nacional-popular: por
sus vínculos y trayectorias militantes, partidaria: ligados a los partidos políticos de la
izquierda marxista, o autonomista: quienes rehúsan de ocupar cargos en el Estado.
También Gómez (2010) relacionó a los movimientos sociales contemporáneos con estas
vertientes ideológicas analizando específicamente su posicionamiento respecto del
Estado: “los marxistas son clasistas y proclives al cuestionamiento del Estado burgués (…)
los nacional populares son movimentistas policlasistas (…) y la nueva izquierda heterodoxa
apuesta a la desarticulación el Estado y a la gestión de poder constituyente” (2010: 85).

En este caso tomo los posicionamientos de esa ‘nueva izquierda heterodoxa’ como
homologables a la tradición autonomista, en línea con los planteos previos de Svampa y
Pereyra. Como lo sugieren los autores mencionados más arriba, la tradición nacional-
popular se inscribe dentro de la corriente que postula al Estado como factor de consenso
entre las clases sociales, mientras que las tradiciones marxista y autonomista se enmarcan
en la corriente para la cual el Estado reproduce la conflictividad social.

Estado y sociedad en la tradición marxista

Es consabido que la obra de Carlos Marx ha sido fuente de múltiples recepciones y


debates, tanto en el campo de la teoría social como del activismo político. Existe consenso
también en que a lo largo de su obra el autor de El Capital privilegió el estudio de los
mecanismos económicos, sociales y filosóficos de la sociedad capitalista, por sobre el
abordaje sistemático de la cuestión del Estado.

Esta ausencia de trabajos sistemáticos y específicos respecto de la cuestión del Estado por
parte de Marx, fue señalada en varias oportunidades en el campo de los estudios
marxistas: “Marx nunca intentó realizar un estudio sistemático del Estado” (Miliband,
1988: 7). Para Poulantzas esto se debe justamente a que el marxismo se postula como un
método de análisis concreto de la realidad, por lo cual “el Estado capitalista no permite
plantear, a partir de él, proposiciones generales sobre el Estado [por lo tanto] no hay teoría

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general del Estado porque no puede haberla” (1979: 17). Esto no implicó que no hubiera
una serie variada de definiciones de Estado a lo largo de toda la obra de Marx y también
de Federico Engels.1 Esta ausencia de una teoría estructurada desde la obra de Marx dejó
el campo abierto para que un conjunto de pensadores marxistas llevaran a cabo la tarea:
“lo que me pareció característico entonces es un rasgo permanente de la teoría marxista
del Estado, que persiste todavía hoy y se debe, por lo demás, a ambigüedades profundas
del pensamiento del mismo Marx a este respecto” (Poulantzas, 1979: 54).

Desde el marxismo se identificó al Estado como la institución encargada de “asegurar las


condiciones que hagan posible la acumulación y reproducción del capital” (Thwaites Rey,
1999: 22). Esas condiciones deben reproducir la fuerza de trabajo en un determinado
territorio, a la vez que “garantizar el monopolio de la coerción” (Wood, 2004: s/n). Así, lo
político se fragmentaría en Estados nacionales (Holloway, 1993) en el marco del
capitalismo, lo que favorecería la reproducción del capital (Thwaites Rey, 2008).

La creciente centralidad del Estado en el conflicto social durante el siglo XX profundizó


esta motivación, tornando a la cuestión del Estado y su relación con el poder y las clases
sociales, en una de las materias de indagación más fértiles para la teoría marxista y para la
teoría sociológica en general. Dentro del campo del marxismo, es a partir de la década de
1960 que se presentan una multiplicidad de enfoques acerca del Estado: “la cuestión
recupera centralidad en los debates a finales de los años sesenta” (Míguez, 2010: 645). La
principal tensión en los debates estará dada en la capacidad de autonomía que el Estado
capitalista tiene respecto de los sectores en pugna en el conflicto social. Al igual que para
la época actual, dilucidar dicho debate implicaba también un cambio en las tácticas y
estrategias que el movimiento obrero debía darse en función de su abordaje de la lucha
de clases. En términos de ‘guía para la acción’, la tensión en el marxismo entre el Estado
como instrumento directo de la clase en el poder o como condensación material de las
relaciones de poder, resultaba determinante para un conjunto amplio de movimientos
sociales, partidos políticos y sindicatos. En ese debate, Poulantzas sostuvo que “el Estado
es la condensación material de una relación de fuerzas entre clases y fracciones de clases”
(Poulantzas, 1979: 154). Es por ello que, si bien el Estado organiza y unifica a la burguesía,
posee a su vez una ‘autonomía relativa’ respecto de diversas fracciones del bloque
burgués.

A pesar que en el seno del marxismo la cuestión de la ‘autonomía’ que el Estado puede
tener respecto de diversas fracciones de las clases dominantes continúa abierta, este
debate no impidió alcanzar un consenso acerca del rol que juega en Estado en la obra de

1Quien se ocupó de relevar dichas referencias, en función de presentar una mirada sistematizada de Marx
respecto del Estado ha sido Norberto Bobbio (1999).

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Marx, para el cual el Estado burgués termina por garantizar siempre la conflictividad
social. De tal forma, la ocupación del aparato estatal por parte de las clases dominadas
debe estar encaminada –desde la perspectiva marxista- a la transformación de dicho
aparato en función de la constitución de una nueva institucionalidad propia de la clase
trabajadora.

Estado, sociedad y tradición nacional-popular

Las posibilidades que se abrieron en función de intervenir desde la clase trabajadora en la


esfera estatal, dio un vuelco luego de las experiencias de Estado benefactor en diversas
partes del mundo. Este proceso de rearticulación de las competencias entre capital, Estado
y sociedad, según sus particularidades, fue caracterizado como New Deal, Keynesianismo,
Estado de Capital Social o bien como Estado de Bienestar (Esping−Andersen, 1990;
Shonfield y Shonfield, 1984). Considerando la capacidad del Estado de ser un actor que
puede evitar por tiempos prolongado apegarse al ‘imperativo del valor’ (Unzué, 1996), la
crisis de acumulación de 1929 en Estados Unidos obligó a la emergencia de un actor capaz
de absorber el excedente de la crisis. En ese marco re-cobraron centralidad los aportes
antes mencionados de Max Weber.

No obstante, en América Latina la conformación de las sociedades y de los Estados ha


tenido características distintivas de aquellas que acontecieron en otras latitudes (Kaplan,
1969). Se ha sostenido que en nuestro sub-continente, en determinadas coyunturas donde
se yuxtaponen procesos de organización de masas y de organización estatal, “se produce
un doble proceso: el "pueblo" se constituye en sujeto político y, a la vez, un orden estatal
nuevo se conforma” (Portantiero y De Ipola, 1981: 4). Así, muchos Estados durante el siglo
XX, en el marco de los llamados gobiernos ‘populistas’ lograron apuntalar este doble
proceso del que hablan los autores, no sin tensiones y conflictos, y se auto proclamaron
gobiernos nacional-populares; en Argentina el proyecto político más representativo de
dicha concepción fue sin dudas el proyecto peronista; este antecedente histórico es
sustancial para comprender la presencia de la matriz nacional-popular al momento de
clasificar a los movimientos sociales contemporáneos.

Los debates teóricos y políticos acerca de lo que significa el peronismo como ‘programa
de gobierno’ son difíciles de ser sintetizados y, aunque pudieran serlo, demandarían un
espacio que excede las competencias de este artículo. La multiplicidad de experiencias de
gobierno y de construcción de poder enmarcadas bajo la identidad peronista, convierten
al mismo en una categoría de difícil definición para la teoría social local. Tanto así que el
peronismo constituye hoy, según Torre, un “sistema político en sí mismo”, al poder

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encarnar al mismo tiempo los roles de oposición y oficialismo, dada la maleabilidad que
su principal partido, el Partido Justicialista, ha demostrado durante las últimas décadas
(Torre, 1999). No obstante, en lo que refiere a las primeras presidencias de Juan Domingo
Perón (1945-1955), es indudable que el encuadre general reenvía una perspectiva del
Estado como conciliador en el conflicto social. La doctrina clásica acerca del rol del Estado
en el primer peronismo se asemeja a los postulados presentes en el período keynesiano.
Este punto de partida, no obstante, no implicó una mirada monolítica acerca de la relación
que se establece entre Estado y sociedad para la tradición peronista. Cabe destacar, por
ejemplo, que hubo expresiones importantes dentro del peronismo que presentaron una
perspectiva clasista –principalmente grupos de izquierda que proliferaron durante las
décadas de 1960 y 1970-, y que buscaron conciliar la identidad peronista con la lucha de
clases marxista.

No obstante, si bien las corrientes políticas que se han referenciado en el peronismo son
diversas, al igual que lo son los enfoques académicos acerca del fenómeno peronista, en
términos generales existe consenso en afirmar que el peronismo en particular y la
tradición nacional-popular en general, suponen una mirada del Estado como el agente
capaz de mediar en la conflictividad social.

Autonomismo y nueva configuración estatal en el período neoliberal

Heredera principalmente de la tradición anarquista, hacia la década de 1960 cobrará


fuerza en Europa la llamada corriente del ‘autonomismo’. El autonomismo apuntó a un
tipo de construcción política basada en la horizontalidad y la democracia participativa,
cuestionando fuertemente, al igual que el marxismo, el rol reproductor de la
conflictividad social de las instituciones burguesas. Para el también llamado ‘marxismo
autonomista’ (Míguez, 2010), la historia de la sociedad capitalista está construida a partir
de los “intentos de emancipación de la clase capitalista respecto de los obreros, a través de
las distintas formas de dominio político del capital sobre la clase obrera” (Tronti, 2000:
239).

Algunos estudios desde los llamados enfoques ‘obreristas’ o autonomistas, se ha planteado


que no hay una diferencia entre el campo de lo social y el campo de la política sino que
existe un campo de lo político-institucional y otro más amplio de la política enraizada en
lo social. Así, se supone que el Estado provee: “no sólo el esquema mismo del ser
institución; también aseguraba las condiciones efectivas para el existir de las instituciones.
Porque la institución en su concepto formal mismo incluye una función decisiva: la
reproducción” (Lewkowicz, 2008: s/n).

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Autores autonomistas como Jacques Rancière, Claude Lefort, Cornelius Castoriadis y


Antonio Negri, pondrán el acento en la crítica a las instituciones Estatal-nacionales,
postulando la necesidad de una práctica política que pueda transitar “en los bordes de lo
político”, al decir de Rancière, es decir por fuera del encorsetamiento reproductivista que
toda institución supone.

Para la perspectiva autonomista, la incursión del movimiento social en la institucionalidad


estatal lleva al fracaso de los objetivos emancipatorios del movimiento porque: “al entrar
en contacto con su medio circundante político, en vez de transformarlo es transformado
por él. La visión de cambio, la identidad no negociable del movimiento social, se pierde,
ya que éste se torna parte del sistema al que originalmente quería transformar y deja así
de encarnar la promesa de una nueva forma de hacer política” (Munck, 1995: 31).

La cuestión de la autonomía respecto del Estado será entonces central para esta corriente.
La construcción desde la autonomía será entendida para el autonomismo como “la
capacidad de vivir de acuerdo a reglas definidas colectivamente por y para el mismo
cuerpo social que se verá afectado por ellas” (Adamovsky, 2007: 129).

En cuanto a la táctica política, el autonomismo apuntaba a la construcción de nuevas


instituciones en el campo de lo social, que se distanciaran del estatismo que identificaban
en las estructuras políticas tradicionales, entra las cuales incluían al marxismo clásico y a
las opciones socialdemócratas: "la teoría política que emergía de estos movimientos
intentaba formular nociones democráticas alternativas de poder e insistía sobre la
autonomía de lo social contra el dominio del Estado y el capital” (Hardt, 2001: s/n). Por
ello, es comprensible que desde allí se critique tanto al institucionalismo weberiano como
al marxismo aplicado en algunas experiencias de los llamados socialismos reales: “el
marxismo se ha convertido] en dogma oficial de los poderes instituidos en los países
llamados por antífrasis ‘socialistas’. Invocado por unos gobiernos que visiblemente no
encarnan el poder del proletariado y que no están más ‘controlados’ por este que cualquier
Gobierno burgués (Castoriadis, 2013: 20).

Es por ello que los autores autonomistas propusieron situar al sujeto trabajador y a la lucha
de clases como determinantes al momento de analizar el desarrollo capitalista y el Estado,
y no al revés. Es entonces la presencia de lo que llamaron antagonismo obrero, en la
relación entre Estado y sociedad, lo que cobra centralidad en la lucha social para el
autonomismo.

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De la crisis del neoliberalismo al cambio de época

Las recetas que dieron sustento al ciclo de acumulación neoliberal suponían


necesariamente la reformulación de los vínculos entre Estado y sociedad. Los postulados
del ‘consenso de Washington’ que se aplicaron como nuevo credo económico y político,
contemplaban un retorno del sector privado en la regulación de aspectos clave de la
sociedad. El rol del Estado, por su parte, debía focalizar en el ajuste de las cuentas fiscales,
la reducción del gasto público y la privatización de empresas públicas (Thwaites Rey,
2003). En ese contexto, fue América Latina el espacio geográfico en que con mayor fuerza
tomaron cuerpo experiencias y movimientos sociales inspirados en la corriente
autonomista. El surgimiento de dichos movimientos, que pondrán en escena la
emergencia de un nuevo ‘ethos militante’ (Svampa, 2010), debe ser comprendido en este
plano general del re surgimiento del autonomismo como tradición política de relevancia.
El caso más resonante si dudas, fue el del levantamiento neo-zapatista en el sur de México,
protagonizado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1994. Esta
experiencia rehusaba de la toma del poder estatal, priorizando la construcción de nuevas
instituciones desde el campo de lo social. Luego de que la experiencia del EZLN cobrara
visibilidad a nivel mundial, se comenzaron a debatir las tesis planteadas por John
Holloway –entre otros- acerca de ‘cambiar el mundo sin tomar el poder’ (Holloway,
2002). Argentina fue una fuerte caja de resonancia de dichas experiencias: “el impacto del
"no tomar el poder estatal" en el movimiento piquetero y asambleario, puede verificarse
de forma muy directa: Argentina es el país donde tanto las tesis de Holloway como las del
EZLN han traspasado las fronteras de la intelectualidad y la militancia para hacerse carne
en amplias franjas del movimiento social, contando con una difusión inusitada en otros
países latinoamericanos (Zibechi, 2004: 3).

Haciendo hincapié en el carácter ‘instituyente’ del poder que emanaba de la organización


de la sociedad, al margen de las instituciones de la arena política formal: “la política
rompía con el espacio legítimo y dominante de lo político, desidentificando las practicas
democráticas de la figura del ciudadano elector e introduciendo dimensiones
participativas de la política que se creían hasta el momento confinadas en los anales de la
historia” (Freibrun y Carvajal, 2007: 105).

En ese marco proliferaron movimientos sociales por fuera de los espacios institucionales
del Estado, tales como asambleas barriales, colectivos culturales, grupos de educación
popular, movimientos de desocupados, etc. (Longa, 2014). Así, el debate intelectual y
político que hegemonizó el campo de la academia y de la militancia ligada a los
movimientos sociales hacia finales de la década de 1990 en Argentina, rondó acerca de la

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‘autonomía’ que los movimientos se deben postular para la realización de sus objetivos
emancipatorios.

Como fue mencionado al inicio, luego de los extendidos procesos de crisis de los
gobiernos neoliberales en la región, hacia mediados de la primera década del siglo XXI
América Latina en general y Argentina en particular, comienzan a transitar un cambio de
época (Svampa, 2008), con la llegada de gobiernos progresistas al poder. En Argentina,
con el arribo de Néstor Kirchner a la presidencia en 2003 y los posteriores gobiernos de
Cristina Fernández a partir de 2007, se inauguró una política de apertura a algunas de las
demandas históricas de los sectores populares a partir de la cual se reconfiguró el
escenario político (Cheresky, 2004). Los trabajos que se han dedicado a estudiar el
derrotero del primer gobierno de Kirchner destacan una serie de medidas que le
permitieron acrecentar su legitimidad a partir de políticas activas; estas medidas se
focalizaron principalmente en el campo de los Derechos Humanos y de la Justicia (Iraola,
2011).

Durante su primer mandato presidencial (2007-2011), Cristina Fernández impulsó en


2008 un proyecto legislativo (que terminó por conocerse como la Resolución Nº 125) que
implicaba una modificación en el tipo de cálculo para retenciones a las exportaciones
agrarias, que en dicho período implicaba un aumento de casi %10 a favor de las arcas
públicas.2 El clima político abierto durante este conflicto sirvió para “actualizar de manera
plena el legado nacional-popular” (Svampa, 2011: 27). A caballo de dichas medidas, el
proyecto kirchnerista fue generando una inflexión que generó un fuerte impacto en los
movimientos sociales que se reconocían en la tradición nacional-popular en general, o
peronista en particular.

En ese marco un conjunto importante de movimientos sociales, inclusive algunos que


previamente se reconocían como ‘autonomistas’,3 luego terminaron por integrarse a la
institucionalidad estatal en el marco de los gobiernos kirchneristas (Cortés, 2008; Gómez,
2010), y comenzaron a gestionar espacios institucionales a partir de la colocación de
algunos de sus dirigentes en puestos de funcionarios políticos de diversos ministerios y
secretarías del Estado nacional (Masseti, 2009; Natalucci, 2010). Por su parte un conjunto
importante de movimientos sociales denunciaron el carácter de cooptación de dicha
integración y la necesidad de mantenerse autónomos frente al gobierno kirchnerista y

2 El conflicto alcanzó un marcado nivel de hostilidades entre el gobierno y las llamadas ‘entidades del campo’,
que incluyó bloqueos de rutas y un lock out de las patronales agrarias que amenazaron con desabastecimiento
de insumos para la elaboración de alimentos básicos. La resolución Nº 125 finalmente no pudo ser aprobada, lo
que constituyó una dura derrota para las aspiraciones presidenciales.
3 Es el caso por ejemplo del Movimiento de Unidad Popular (MUP), de raíz anarquista y autonomista, que luego

terminó por incorporarse al gobierno y adherir fuertemente al kirchnerismo.

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continuar con la construcción política por fuera de la ocupación de cargos en el Estado


(Svampa y Pereyra, 2004); a partir de dicho contexto, se reforzaron las lecturas acerca de
la relación entre movimientos sociales y Estado.

Los movimientos sociales ante el cambio de época

Es así que durante se consolidaron dos grandes campos de intervención para los
movimientos sociales durante el ciclo kirchnerista. Por un lado, los movimientos que
adoptaron la causa kirchnerista lo hicieron sosteniendo la necesidad de dejar atrás una
estrategia anclada puramente en la autonomía y en la estrategia identitaria (Munck, 1995),
la cual fue vista como meramente defensiva. Desde esta corriente, aquellos movimientos
que no incorporaron la disputa por el Estado dentro de su estrategia cayeron en el
‘encapsulamiento’ o la ‘autorrestricción’ de sus objetivos políticos; como contrapartida
sostuvieron la necesidad de pasar a una política ofensiva que, necesariamente, dispute la
arena político institucional. En este campo se inscribieron, en particular, los movimientos
sociales que provenían de la tradición nacional-popular. Para estos movimientos la
ocupación del Estado en el marco de un gobierno como el kirchnerista, servía a la
transformación de las desigualdades sociales, en función de caracterizar al Estado como
un espacio capaz de amortiguar la conflictividad social, tal como vimos en una de las
corrientes teóricas reseñadas más arriba.

Por otro lado, los movimientos sociales que se mantuvieron autónomos frente a los
gobiernos nacionales, cuestionaron que aquellos movimientos sociales que se integraron
al gobierno nacional desplegaron políticas ‘desde arriba’, con lo cual habrían perdido su
capacidad transformadora y sus perfiles emancipatorios, habiéndose diluido en la
dominación propia del Estado capitalista. En este campo se inscribieron principalmente
los movimientos sociales que se reconocen marxistas y autonomistas. No obstante, hubo
una diferencia importante entre éstos dos. Los movimientos sociales autonomistas
rechazaron incorporarse a los gobiernos kirchneristas, pero rechazaron también la
disputa misma por el Estado, rehusando la participación en las instancias electorales u
otro tipo de táctica ligada a la toma del poder. En línea con los planteos antes vistos de
John Holloway, continuaron apostando a una transformación de la sociedad desde la
sociedad, y denunciando el carácter de cooptación que la incorporación al Estado implica.

Por el contrario, los movimientos sociales marxistas rechazaron la integración al gobierno


kirchnerista4, aunque sí se propusieron disputar la estructura Estatal en función de su

4 Los principales movimientos sociales contemporáneos de carácter marxista, entre otros, están ligados a los
tradicionales partidos políticos de izquierda. Es el caso del Polo Obrero, dependiente del trotskista Partido

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transformación, en la medida que en la mayor parte de los comicios -tanto legislativos


como ejecutivos-, sus dirigentes formaron parte de las listas electorales de los partidos
políticos de los cuales dependen los movimientos. En todos los casos, se trató de tácticas
relacionadas con la posibilidad de transformar el Estado desde el Estado, en función de
consolidar un Estado de los trabajadores, que se aleje de la reproducción de la
conflictividad que identifican en el Estado burgués.

Como se observa, este debate militante entre los movimientos de las distintas matrices
ideológicas acerca de la pertinencia o no de ocupar el Estado para la transformación del
sistema político y social, es tributario del ‘dilema’ de los movimientos sociales ante el
Estado sugerido en las páginas anteriores desde la academia. Es por ello que el recorrido
presentado, permite establecer sólidos vínculos entre los itinerarios que se dieron los
movimientos sociales durante los últimos doce años en Argentina (2003-2015), y las
matrices ideológicas a las que los movimientos adscriben.

En las páginas que siguen presento entonces algunas reflexiones teóricas de tono
conclusivo entorno a las concepciones entorno a la relación entre Estado y movimientos
sociales que se desprenden de estos enfoques para ofrecer una perspectiva integradora
que pueda trascender algunas dicotomías presentes en el recorrido presentado.

Conclusión: más allá del arriba y el abajo entre Estado y movimientos sociales

Como se observa en las páginas anteriores, los principales debates teóricos en el campo
de la teoría social que enmarcan la tensión entre la participación o no de los movimientos
sociales en el Estado, tienen asiento en distintas tradiciones ideológicas. Estas tradiciones,
a su vez, comprenden de modo diverso la relación entre el Estado, el poder y la sociedad.
A mi juicio, las tres vertientes reseñadas más arriba, la nacional-popular, la autonomista y
la marxista, permiten clarificar los campos ideológicos más representativos de los
diferentes posicionamientos de los movimientos sociales frente al Estado en Argentina
durante los años comprendidos en los gobiernos kirchneristas (2003-2015).

Considero que al margen de las diferencias entre las tácticas de los movimientos marxistas
y los autonomistas, el campo de intervenciones de los movimientos durante estos años
reconoce una división en los dos grandes enfoques presentados al principio. Me refiero a
un primer enfoque en el cual el Estado es capaz de amortiguar la conflictividad social, y
al segundo enfoque para el cual el Estado única o principalmente reproduce las

Obrero, o de la Corriente Clasista y Combativa, creada a instancias del maoísta Partido Comunista
Revolucionario.

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Francisco Longa

desigualdades sociales. Desde esta delimitación, parecerían haberse dibujado dos campos
o ‘arenas’ para la intervención de los movimientos: por un lado la arena de la sociedad
civil y, por el otro, la de la política institucional. El primero se ajustaría una mirada donde
‘la sociedad es todo’ y el Estado reproduce la conflictividad, mientras que el segundo se
inscribe en una ecuación política donde ‘el Estado es todo’, e incluso es capaz de diluir el
conflicto social. Ahora bien, para concluir, mi interés está puesto en recuperar el
desarrollo teórico que fue presentado, y postular algunos puntos de análisis para una
completa comprensión de las relaciones, complejas y diversas, entre Estado y
movimientos sociales, en función de la etapa política aludida en el país.

Para ello, y en primer lugar, es importante recuperar la perspectiva de síntesis presentada


por el marxista griego Nicos Poulantzas, la cual nos permite trascender la dicotomía antes
presentada entre las miradas donde ‘la sociedad es todo’ o donde ‘el Estado es todo’.
Sucede que, a pesar de las evidentes diferencias que cada uno de estos enfoques presenta,
ambos tienen una matriz en común. En el primero: “el Estado es todo. A lo que responde,
de modo simétricamente inverso, la otra corriente que mencioné y que participa, en
consecuencia, de la misma problemática: el todo es lo social y el Estado no es más que su
apéndice constitutivo (Poulantzas, 1979: 42). El autor señala que, entre ambas perspectivas,
cambia la entidad de los términos, es decir Estado o sociedad, “pero la problemática sigue
siendo la misma: la de una casualidad mecánica y lineal, fundada sobre un principio
monista simple” (Poulantzas, 1979: 43). En la misma línea, el teórico marxista boliviano
René Zavaleta destacó que el error de ambos polos extremos vendría dado en que
“describen más bien datos factuales que marcos metodológicos para estudiar el Estado”
(Zavaleta, 2009: 332).

Por ello, en función de escapar a visiones demasiado esquemáticas, considero que las
construcciones que despliegan los movimientos sociales deben pensarse como
intervenciones políticas que alteran, modifican, dialogan y construyen relaciones y
sentidos en un campo político que está integrado, tanto por los espacios sociales como
por las cristalizaciones institucionales de las correlaciones de fuerza, es decir, el Estado.
En tal sentido coincido con Álvaro García Linera en que las instituciones estatales son
“solidificaciones temporales de luchas, de correlaciones de fuerza entre distintos sectores
sociales, y de un estado de esa correlación de fuerza que, con el tiempo, se enfrían y
petrifican como norma, institución, procedimiento” (García Linera, 2015: s/n).

Complementariamente, suscribo a pensar la articulación entre Estado y movimientos a


partir del concepto de institucionalización, pero no entendiendo en forma lineal a un
movimiento como institucionalizado por el hecho de integrarse a un gobierno, o a un
movimiento como autónomo o no institucionalizado por el hecho de no integrarse a un

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gobierno o de no disputar la estructura estatal. Una nueva perspectiva acerca de la


institucionalización implica tener en cuenta las mediaciones “entre la sociedad civil y el
régimen político, donde lo político no sea considerado una mera actividad exclusiva del
espacio estatal, sino también del social” (Natalucci y Pagliarone, 2013: 81).

Esta perspectiva reconoce que el Estado es, en procesos de institucionalización creciente,


un espacio de disputa política; más concretamente, es un ‘campo de lucha’: “el Estado es
un campo de lucha y una forma de lucha política, a la vez que se pretende que sea la forma
de unificación de territorios y poblaciones divididas por criterios de propiedad, poder
político y cultura” (Comuna, 2010: 5). En ese marco la relación entre Estado y sociedad
civil, supone en forma necesaria, y no contingente, un “entrecruzamiento entre la
sociedad civil, las mediaciones y el momento político-estatal” (Zavaleta, 2009: 334).

Siendo coherentes con dicho punto de partida conceptual no podríamos analizar la


tensión entre la institucionalización y la autonomía entre movimientos sociales y Estado
con definiciones apriorísticas acerca de uno u otro núcleo de indagación, sino que estamos
obligados a un análisis situado histórica y socialmente. Esta mirada va en línea con la
propuesta de Gerardo Munck, para quien la comprensión cabal de las dinámicas que
comportan los movimientos sociales sólo puede ser alcanzada en función de una
perspectiva global que se ocupe de analizar los vínculos entre la construcción autónoma
(la ‘estrategia identitaria’) y la estrategia política de los movimientos, la cual debe incluir
la disputa institucional para superar la ‘autorrestricción’ política. Desde dicha perspectiva
podemos sopesar los éxitos o los fracasos en las estrategias políticas de los movimientos
sociales, más allá de su integración o no a determinado gobierno. Esta perspectiva no
pretende diluir la importancia que para un movimiento tiene la decisión política de
integrarse o no a determinada gestión gubernamental, o la opción por disputar las
instituciones del Estado. Implica sí contemplar las mediaciones entre movimientos,
Estado y gobiernos a partir de las dinámicas de institucionalización que se dieron durante
los últimos años, más allá del esquema lineal que dibujaba un campo dicotómico entre el
adentro y el afuera del Estado.

Desde dicha perspectiva, y referido estrictamente a la relación de los movimientos


sociales con el Estado y con los gobiernos kirchneristas en la Argentina reciente, sostengo
que, a partir de los gobiernos kirchneristas, se abrió una compleja etapa de recomposición
de la legitimidad de las instituciones estatales en el país. En ese marco los movimientos
sociales nacional-populares que se integraron a la gestión desde el Estado fortalecieron
coyunturalmente su capacidad de irradiación política, mientras que aquellos
movimientos sociales que se inscribieron en la estrategia autonomista y/o marxista,
tuvieron serias dificultades para colocarse en un lugar de oposición al gobierno, sin caer

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Francisco Longa

en la marginalidad. Sin embargo, la capacidad de comprender las potencialidades y/o los


límites en la interacción que se establezca entre Estado y movimientos sociales debe
contemplar miradas de medianos y largos plazos. Las conclusiones inmediatistas acerca
de la pérdida de la capacidad emancipatoria de los movimientos autonomista durante esta
década, o sobre la potenciación de los movimientos que se sumaron a la estructura del
Estado, y las relaciones entre casos y teorías que se pudieran establecerse teniendo en
cuenta las matrices teóricas revisadas, deben ser puntos de llegada a partir de análisis
empíricos de medianos plazos, antes que puntos de partida en función de imágenes
estáticas.

Demasiado anclados en las lecturas lineales tanto desde las corrientes ideológicas como
desde el análisis empírico –identificando por ejemplo si un movimiento se sitúa fuera o
dentro del Estado–, los análisis pueden perder capacidad comprensiva. Así, una de las
conclusiones parciales que arroja nuestra observación doctoral indica que, en la última
década, asistimos a una creciente institucionalización de los vínculos entre movimientos
sociales y Estado. Este proceso tendría lugar más allá de las tradiciones ideológicas en las
cuales se inscriben los movimientos –considerando tanto a movimientos autonomistas,
como marxistas y nacional-populares- y de la integración o no a la estructura estatal que
éstos hubieran presentado. Esto permite matizar algunas apreciaciones totalizantes que
indican relaciones directas y lineales entre la política ‘desde abajo’ o ‘desde arriba’,
impidiendo apreciar las complejidades y particularidades de cada estrategia política, las
cuales en la mayor parte de los casos mixturan integración con negociación y
confrontación con los gobiernos y con el Estado.

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