La Revolución Rusa de 1917
La Revolución Rusa de 1917
La Revolución Rusa de 1917
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la revolución rusa
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la revolución rusa
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de 1917
La revolución rusa de 1917
La Revolución de 1917 dio vía libre al nacimiento de la Unión Soviética. Su legado marcó la
política del siglo XX y ha dejado una huella indeleble en el mundo contemporáneo. Pero
cuando dio sus primeros pasos en el gélido mes de febrero de aquel año, no fueron pocos
los revolucionarios que la despreciaron.
El primer indicio de que estaba sucediendo algo importante se vio en la celebración del
Día Internacional de la Mujer, el 23 de febrero de 1917 (según el calendario ruso entonces
en vigor; 8 de marzo en el calendario gregoriano*). En el centro de la capital imperial,
Petrogrado –la antigua San Petersburgo–, se concentraron las masas de mujeres
trabajadoras de las fábricas. A pesar de que se les unió una multitud de obreros
descontentos y hambrientos, algunos revolucionarios se mostraban escépticos sobre lo
que podía suceder. Alexander Shlyapnikov era una figura destacada dentro del movimiento
bolchevique, cuyo líder, Lenin, estaba exiliado desde 1905. El 25 de febrero, Shlyapnikov
comentaba: «Dadles a los trabajadores medio kilo de pan y el movimiento se
desvanecerá».
Las raíces del descontento ruso eran muy profundas. Bajo el zar Nicolás II, en el trono
desde 1894, hubo hambrunas en el campo y se agravó la explotación y la miseria en las
ciudades a causa de la incipiente industrialización. La revolución de 1905, desencadenada
tras la sangrienta represión de una manifestación en San Petersburgo, fue seguida por una
cierta liberalización política, con la introducción de un parlamento o Duma, una
Constitución y partidos políticos.
LA REVOLUCIÓN DE FEBRERO
Lo que sucedió entonces no fue sólo una revolución, sino una multitud de revoluciones; un
rechazo no sólo del Estado, sino de todas las autoridades: jueces, policías, cargos públicos,
oficiales de las fuerzas armadas, sacerdotes, profesores y terratenientes, todos los padres
y maridos de mentalidad patriarcal. Al contrario de lo que había predicho Shlyapnikov, las
protestas no se desvanecieron, sino que a finales de febrero crecieron como una bola de
nieve y empezaron a aparecer las pancartas y banderas rojas que llamaban a derrocar a la
monarquía.
Los escritos de Lenin, entonces dirigente de los bolcheviques –la antigua facción
revolucionaria del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso– contradecían la teoría marxista,
puesto que rechazaban la necesidad de pasar por la primera etapa, la revolución
«democrático-burguesa», antes de acometer la revolución del proletariado. Aun así, Lenin
consiguió que el partido se adhiriera a sus ideas, y su carisma favoreció la incorporación
masiva de obreros y soldados al partido bolchevique. Estos nuevos militantes sabían poco
de teorías marxistas, pero valoraban la eficacia de Lenin: ¿Por qué alcanzar el socialismo
en dos etapas cuando se podía conseguir en una sola?
El descontento se extendía por toda Rusia, desde las ciudades hasta el campo. Las
expectativas de los trabajadores se habían disparado: los huelguistas reclamaban jornadas
laborales de ocho horas y la toma de control de las fábricas por los obreros. En aquel
contexto de crisis de autoridad, el sóviet tenía un control limitado sobre las revueltas que
se producían en las provincias y en el campo. Los gobiernos regionales y municipales
actuaban como si fueran independientes, y las comunidades campesinas funcionaban
como focos de la revolución a medida que incautaban tierras y ganado. Los soldados
tenían sus propios comités para supervisar las relaciones con los oficiales, y algunos se
negaban a luchar durante más de ocho horas al día, pues reclamaban los mismos derechos
que los obreros.
Los líderes del gobierno provisional temían que una derrota frente a las potencias
centrales en la guerra trajera consigo el retorno al antiguo régimen y la restauración de la
dinastía de los Romanov. Después de que Alemania rechazara una ofensiva rusa a
mediados de junio, el ejecutivo movilizó el Primer Regimiento de Ametralladoras,
compuesto por los soldados más probolcheviques de la guarnición de Petrogrado, que
debían partir al frente.
El regimiento acusó al gobierno de aprovechar la contraofensiva alemana como excusa
para dispersar a los elementos bolcheviques y amenazó con destituir al ejecutivo en caso
de que éste siguiera adelante con aquella orden
«contrarrevolucionaria».
LA INSURRECCIÓN DE JULIO
El 4 de julio, multitudes de soldados y obreros prestos a derrocar al gobierno provisional
desfilaron armados por las calles de Petrogrado. Se agolparon frente al cuartel general
bolchevique esperando instrucciones,
pero en aquel momento decisivo Lenin vaciló. No hizo ningún llamamiento a la rebelión.
Tras esta fracasada «insurrección de julio» llegaron las represalias. La policía asaltó la sede
del POSDR, detuvo a cientos de militantes y Lenin tuvo que exiliarse de nuevo, esta vez a
Finlandia.
Alexander Kerenski, el único socialista del gobierno provisional, fue aclamado como la
persona capaz de reconciliar el país y detener la deriva hacia la guerra civil. Era el único
político que gozaba de apoyo popular y a la vez era ampliamente aceptado por los líderes
militares y la burguesía. Al final, el 8 de julio, sustituyó al príncipe Lvov como primer
ministro.
EL GOBIERNO DE KERENSKI
La actuación de Kerenski se volvió más autoritaria en cuanto accedió al cargo. Decretó
nuevas restricciones a las reuniones públicas, restauró la pena de muerte en el frente de
guerra
y se decidió a recuperar la disciplina militar. El programa del nuevo gobierno de coalición
ya no estaba sometido a los principios del sóviet.
Entretanto, el recién nombrado comandante en jefe del ejército, el general Lavr Kornilov,
quiso erigirse como «salvador de la nación» y exigió medidas que en la práctica equivalían
a la imposición de la ley marcial. Kerenski accedió, pero pronto cambió de idea y acabó
recurriendo al sóviet y liberando a los líderes bolcheviques encarcelados para hacer frente
a las fuerzas del general, que iban camino de la capital para
imponer el orden. La Guardia Roja (la milicia bolchevique) organizó la defensa de las
fábricas, pero no hizo falta luchar porque los agitadores soviéticos convencieron a los
cosacos de Kornilov para que depusieran las armas, y éste fue encarcelado junto con otros
30 oficiales. Declarados mártires por los conservadores, estos «kornilovistas» se
convirtieron en el núcleo fundacional del futuro Ejército Blanco, las fuerzas que se
enfrentarían al Ejército Rojo durante la guerra civil que siguió al triunfo de la revolución
bolchevique, entre 1918 y 1921.
EL MOMENTO DE LENIN
El golpe de Kornilov acabó debilitando a Kerenski y al gobierno provisional. Si la derecha
condenaba a Kerenski por haber traicionado a Kornilov, el jefe del ejecutivo también
levantaba muchas suspicacias
entre la izquierda por haber actuado en connivencia con el general –por lo menos al
principio–. Muchos soldados sospechaban que sus oficiales habían apoyado a Kornilov, y
se produjo un fuerte deterioro de la disciplina en el seno del ejército. La consecuencia fue
un proceso de radicalización que se extendió por las principales ciudades industriales. Sus
grandes beneficiarios fueron los bolcheviques, que a principios de septiembre obtuvieron
sus primeras mayorías en los sóviets de Petrogrado, Moscú, Riga y Saratov.
Desde Finlandia, Lenin urgió a sus partidarios a una insurrección inmediata, antes de que
se celebrara en Petrogrado un Congreso de los sóviets de toda Rusia previsto para el 20 de
octubre. «Si esperamos, echaremos a perder la revolución», escribió el 29 de septiembre.
Sabía que, si la transmisión del poder del parlamento a los sóviets se producía con una
votación en aquel Congreso, el resultado sería un gobierno de coalición formado por los
partidos políticos presentes en ese órgano, entre ellos sus rivales izquierdistas: los
mencheviques (el ala moderada del POSDR) y el Partido Social-Revolucionario. Lenin vio
entonces la oportunidad de tomar el poder, y esta vez la aprovechó. Volvió de incógnito a
Petrogrado, y el 10 de octubre convocó una reunión del Comité Central de su partido y
forzó la resolución (que ganó por diez votos contra dos) para preparar una sublevación
inminente.
El 16 de octubre, el Comité Central fue informado por sus activistas locales de que los
soldados y los obreros de Petrogrado necesitaban incentivos más sólidos para lanzarse a la
rebelión y que tendrían que espolearlos con algo «como la disolución de la guarnición»
para que apoyasen una insurrección. Esto le resultaba indiferente a Lenin, ya que creía que
lo único que hacía falta era un pequeño contingente bien armado y organizado. Su opinión
se volvió a imponer en el Comité Central: el golpe se realizaría en el futuro inmediato.
Pocos pensaban que los bolcheviques pudieran aguantar mucho tiempo. Tenían una fuerte
implantación en la capital, donde la toma de poder desencadenó en su contra las huelgas
del funcionariado, de los servicios de correos y telégrafos y de la banca. Y tuvieron que
luchar por controlar Moscú, mientras que su apoyo en las provincias era débil.
A pesar de que la toma del poder se había llevado a cabo en nombre del sóviet, Lenin no
tenía intención de gobernar por medio de esa asamblea en la que otras facciones
actuarían como freno parlamentario frente al nuevo órgano de gobierno que había creado,
el Consejo de Comisarios del Pueblo o Sovnarkom. El 4 de noviembre, el Sovnarkom se
atribuyó la capacidad de legislar sin la aprobación del sóviet.
UNA PAZ DESHONROSA
A finales de noviembre se celebraron las elecciones a la Asamblea Constituyente, que
habían sido convocadas por el depuesto gobierno provisional. Si los comicios se
consideraban un referéndum sobre el gobierno bolchevique, el partido de Lenin perdió.
Los socialistas revolucionarios obtuvieron el 38 por ciento de los votos, frente al 24 por
ciento de los bolcheviques. Pero Lenin no seguía las reglas del juego democrático: cuando
la Asamblea Constituyente inició sus sesiones el 5 de enero de 1918, los guardias
bolcheviques la clausuraron menos de 13 horas después.