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John MacArthur
AVERGONZADOS DE JESÚS
No estoy seguro de si usted ha notado, como yo, lo difícil que es para
los creyentes en televisión o ante el público decir el nombre Jesús. Incluso
dirigentes evangélicos bien conocidos evitan ese nombre al hablarle a un
público numeroso, y evitan mencionar «cruz», «pecado», «infierno» y otros
términos fundamentales de la fe. Hablan mucho de la fe de una manera
general y poco comprometedora, pero esquivan cualquier afirmación que
les exija adoptar una posición.
En los días que siguieron al ataque terrorista del 11 de septiembre de
2001, muchos estadounidenses instintivamente buscaron valor y solaz en
Cristo. Pero incluso allí, en un culto en la Catedral Nacional de Washing-
ton, D.C., que se transmitió en vivo a todo el mundo, un ministro cris-
tiano elevó una oración en el nombre de Jesús pero «respetando a todas las
religiones». ¿A todas las religiones? ¿A los druidas? ¿A los que adoran a los
gatos? ¿A las brujas? El ministro cristiano de una iglesia cristiana no debe
sentirse obligado a condicionar ni a pedir disculpas por orar al único Sal-
vador verdadero.
Pablo dio una afirmación impresionante en Romanos 1.16-17: «Porque
no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a
todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego. Porque
en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está
escrito: más el justo por la fe vivirá».
¿Por qué dijo Pablo: «No me avergüenzo del evangelio?» ¿Quién se va
a avergonzar de noticias buenas como estas? Si alguien encuentra la cura
para el SIDA, ¿lo abrumaría la vergüenza como para no proclamarla? Si
alguien descubriera una cura para el cáncer, ¿sentiría tan terrible vergüenza
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como para no poder abrir la boca? ¿Por qué es tan difícil mencionar la
cruz?
Aunque el mensaje de salvación que Pablo proclamaba era el mensaje
más maravilloso e importante de la historia, el público y las autoridades lo
habían tratado de manera humillante por predicarlo vez tras vez. Ya por
aquel entonces en su ministerio lo habían apresado en Filipos [Hechos
16.23-24], lo habían obligado a salir corriendo de Tesalónica [Hechos
17.10], lo habían hecho escabullirse de Berea [Hechos 17.14], se habían
reído de él en Atenas [Hechos 17.32], lo habían tildado de loco en Corinto
[1 Corintios 1.18, 23] y lo habían apedreado en Galacia [Hechos 14.19].
Tenía muchas razones para avergonzarse, pero su entusiasmo por el evan-
gelio seguía irreductible. Jamás, ni por un momento, consideró diluirlo
para hacerlo más atractivo al público
En algún momento u otro de nuestra vida como creyentes, todos hemos
sentido vergüenza y hemos mantenido nuestra boca cerrada cuando debi-
mos haberla abierto. O, llegada la oportunidad, nos hemos escondido de-
trás de algún mensaje inocuo tipo «Jesús te ama y quiere que seas feliz». Si
usted nunca se ha sentido avergonzado por proclamar el evangelio, proba-
blemente nunca lo ha proclamado claramente, en su totalidad, tal como
Jesús lo proclamó.
¿Por qué no puede el creyente ejecutivo de negocios testificar ante su
junta administrativa? ¿Por qué el catedrático universitario creyente no
puede pararse ante la facultad entera y proclamar el evangelio? Todos que-
remos que nos acepten, y sabemos, como Pablo lo descubrió tantas veces,
que tenemos un mensaje que el mundo rechazará, y que mientras más nos
aferremos a ese mensaje, más hostil se volverá el mundo. Así es como em-
pezamos a sentir vergüenza. Pablo superó eso por la gracia de Dios y el
poder del Espíritu, y dijo: «No me avergüenzo». Es un ejemplo contun-
dente para nosotros, porque sabemos el precio de la fidelidad a la verdad:
el rechazo del público, la cárcel y, al final, la ejecución.
La naturaleza humana en realidad no ha cambiado gran cosa en toda la
historia; la vergüenza y el honor eran asuntos muy serios en el mundo an-
tiguo tal como lo son hoy. Allá por el siglo IX antes de Cristo, el poeta
épico Homero escribió: «El bien principal era que hablaran bien de uno,
y el mal mayor, que hablaran mal de uno en la sociedad». En el siglo I de
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LA VERGÜENZA DE LA CRUZ
Predicamos un mensaje vergonzoso cuando predicamos a Jesús en la
cruz. Morir crucificado era un insulto degradante, y la idea de adorar a un
individuo que había muerto crucificado era absolutamente inimaginable.
Por supuesto, no vemos hoy que crucifiquen a nadie como los lectores de
Pablo veían en el siglo I, así que en cierta medida el impacto se pierde para
nosotros. Pablo en cambio sabía muy bien contra qué se levantaba: «La
palabra de la cruz es locura a los que se pierden» [1 Corintios 1.18]; «Los
judíos piden señales, y los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predi-
camos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para
los gentiles locura» [vv. 22-23]. El mensaje de la cruz es locura, moria en
griego, que quiere decir fatuo, ignorante, insensato.
Los versículos 22 y 23 nos dicen que los judíos buscaban señal. «Si eres
el Mesías», le habían dicho a Jesús, «danos una señal». Esperaban algún
prodigio grandioso, sobrenatural, que identificara al Mesías prometido y
lo condujera a Él. Querían algo espectacular. Aunque Jesús les había dado
milagro tras milagro durante su ministerio, querían una especie de súper
milagro que todos pudieran ver y decir: «¡Esa sí es la señal! ¡Esa es por fin
la prueba de que este es el Mesías!»
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sus elevados poderes de razonamiento, podían avanzar más allá del hoi po-
lloi y ascender ni nivel de iluminación.
En tiempos de Pablo podemos encontrar por lo menos unas cincuenta
filosofías diferentes que repicaban en el mundo griego y romano. Entonces
llegó el evangelio y dijo: «Nada de eso importa. Lo destruiremos por com-
pleto. Tomen toda la sabiduría del sabio, busquen lo mejor, busquen lo
mejor de lo mejor, a los más educados, a los más capaces, a los más listos,
a los más astutos, a los mejores en retórica, oratoria y lógica; busquen a
todos los sabios, a todos los escribas, a todos los expertos legistas, a los
grandes disputadores, y a todos ellos se los llamará necios». El evangelio
dice que todos son necios.
La cita de Pablo de Isaías 29.14, en el versículo 19, «destruiré la sabi-
duría de los sabios», tenía que ser una afirmación hiriente para su público.
Estaba diciendo, básicamente: «Echaré por el suelo a todos sus filósofos y
su filosofía». Nada era sutil en Pablo, nada vago ni ambiguo. Pero el men-
saje no era de Pablo. Como nos recalca cuando afirma: «Está escrito» —
literalmente, «sigue escrito»— se yergue como verdad divina revelada que
el evangelio de la cruz no hace concesiones a la sabiduría humana. Pablo
no era sino el portavoz de Dios. El intelecto humano no juega papel alguno
en la redención. En el versículo 20 es como si Pablo estuviera diciendo:
«¿Qué piensan ustedes que pueden ofrecer? ¿Dónde está el escriba? ¿Qué
contribución puede hacer el experto legista? ¿Dónde está el disputador?
¿Qué puede ofrecer? Todos son necios».
1 Corintios 2.14 dice: «El hombre natural no percibe las cosas que son
del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender,
porque se han de discernir espiritualmente». Este es el problema. La per-
sona inconversa puede tener grandes poderes de razonamiento e intelecto,
pero cuando se trata de la realidad espiritual y la vida de Dios y la eterni-
dad, no tiene nada para contribuir. Ya sea en Atenas o Roma, en Cam-
bridge, Oxford, Harvard, Stanford, Yale o Princeton, o en cualquier otra
parte, toda la sabiduría compilada que está fuera de las Escrituras no es
más que necedad.
Dios sabiamente estableció que nadie puede jamás llegar a conocerle
por la sabiduría humana. La única manera en que alguien llega a conocer
a Dios es por revelación divina y por el Espíritu Santo. La palabra final en
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