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John MacArthur

a los justos y exponer el pecado tal y como es, en toda su destructividad.


Anhelo ver que la gloria de Dios se extienda hasta los confines de la tierra.
Anhelo ver la luz divina inundando el reino de las tinieblas. Ningún leal
hijo de Dios se contenta jamás con el pecado, la inmoralidad, la injusticia,
el error y la incredulidad. El oprobio que cae sobre el Señor cae sobre mí,
y el celo de su casa me consume, tal como a David y a Jesús.
Sin embargo, detesto las iglesias del mundo que se han convertido en
refugio de herejes. Me disgusta una iglesia de la televisión que, en muchos
casos, se ha convertido en Cueva de ladrones. Me encantaría ver al Señor
divino empuñando un látigo y azotando a la religión de nuestro tiempo.
A veces lanzo en oración salmos imprecatorios directamente a la cabeza de
ciertas personas, pero casi siempre oro para que el Reino venga. La mayoría
de las veces oro que el evangelio penetre en el corazón de los perdidos.
Comprendo por qué John Knox dijo: «Dame Escocia o me muero. ¿Por
qué otra cosa voy a vivir?» Comprendo por qué el misionero pionero
Henry Martyn salió corriendo de un templo hindú y exclamó: «No so-
porto la existencia si a Jesús lo deshonran de esta manera».
Fui a un programa radial de charlas en una emisora importante, en
cierta ciudad grande, donde la animadora era una popular «consejera cris-
tiana». En un programa diario de tres horas ella aconsejaba a los oyentes
que la llamaban para contarle toda clase de problemas, algunos muy serios.
Pero por las preguntas que me hizo en el programa me pareció que ella no
había leído gran cosa en cuanto a la doctrina cristiana. Fuera del aire, du-
rante las tandas comerciales, me dijo: «Usted usa la palabra “santificación”.
¿Qué quiere decir eso?»
Eso fue un indicio. Si no sabía lo que quería decir santificación, le fal-
taba mucho por hacer. Todavía fuera del aire le pregunté: «¿Cómo llegó
usted a ser creyente?» Nunca olvidaré su respuesta. Me dijo: «Fue fantás-
tico. Un día encontré el número de teléfono de Jesús, y desde entonces
hemos estado en contacto».
— ¿Qué? —le pregunté, tratando de no parecer demasiado incrédulo—
¿Qué quiere decir?
— ¿Qué quiere decir con eso de «¿qué quiero decir?»— me disparó
bruscamente.

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Ella no entendía que hasta su «testimonio» necesitaba una explicación.


Luego me preguntó:
— ¿Cómo llegó usted a ser creyente?
Entonces empecé a hablarle brevemente del evangelio, pero me cortó y
me dijo:
— Eh, ¿qué pasó? No hay que andar entrando en todo eso, ¿verdad que
no?
Sí, claro que sí.
No le doy tregua a la forma como marcha el mundo. Me disgusta todo
lo que deshonra al Señor. Estoy en contra de todo lo que Él está en contra
y a favor de todo lo que Él respalda. Anhelo ver que se conduzca a las
personas a la fe salvadora en Jesucristo. Detesto que los pecadores mueran
sin esperanza. Me he consagrado a la proclamación del evangelio. No soy
tan estrecho en esto. Quiero ser parte del cumplimiento de la Gran Comi-
sión. Quiero predicar el evangelio a toda criatura.
No es que no me interesen los perdidos del mundo, ni que haya hecho
una tregua fácil con un mundo pecador que deshonra a mi Dios y a Cristo.
Para mí la única pregunta es: ¿cómo hago mi parte? ¿Cuál es mi responsa-
bilidad? Con toda certeza no puede ser acomodar el mensaje. El mensaje
no es mío; viene de Dios, y es por ese mensaje que Él salva.
No solo no puedo acomodar al mensaje, sino que tampoco puedo aco-
modarlo en el costo. No puedo cambiar las condiciones. Sabemos que Je-
sús dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo» [véase
Lucas 9.23]. Jesús dijo que tenemos que llevar nuestra cruz hasta la misma
muerte, si Él nos lo pidiera. No puedo evitar que ese evangelio ofenda a
una sociedad que flota en amor propio. Esto sé: la predicación de la verdad
de veras influye en el mundo y genuinamente cambia un alma a la vez. Eso
sucede solo mediante el poder del Espíritu Santo que da vida, que envía
luz y que transforma el alma, en perfecto cumplimiento del plan eterno de
Dios. Su opinión o la mía no es parte de la ecuación.
El Reino no avanza por la ingeniosidad humana. No avanza porque
hayamos escalado a posiciones de poder e influencia en la cultura. No
avanza sobre la base de la popularidad en los medios de comunicación ma-
siva o en las encuestas de opinión. No avanza sobre las espaldas del favor
público. El Reino de Dios avanza solo por el poder de Dios, a pesar de la

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hostilidad pública. Cuando proclamamos verdaderamente en su totalidad


el mensaje salvador de Jesucristo es, franca y escandalosamente hiriente.
Proclamamos un mensaje escandaloso. Desde la perspectiva del mundo, el
mensaje de la cruz es vergonzoso. De hecho, es tan vergonzoso, tan anta-
gónico y tan hiriente que incluso a los creyentes les cuesta proclamarlo,
porque saben que producirá resentimiento y ridículo.

AVERGONZADOS DE JESÚS
No estoy seguro de si usted ha notado, como yo, lo difícil que es para
los creyentes en televisión o ante el público decir el nombre Jesús. Incluso
dirigentes evangélicos bien conocidos evitan ese nombre al hablarle a un
público numeroso, y evitan mencionar «cruz», «pecado», «infierno» y otros
términos fundamentales de la fe. Hablan mucho de la fe de una manera
general y poco comprometedora, pero esquivan cualquier afirmación que
les exija adoptar una posición.
En los días que siguieron al ataque terrorista del 11 de septiembre de
2001, muchos estadounidenses instintivamente buscaron valor y solaz en
Cristo. Pero incluso allí, en un culto en la Catedral Nacional de Washing-
ton, D.C., que se transmitió en vivo a todo el mundo, un ministro cris-
tiano elevó una oración en el nombre de Jesús pero «respetando a todas las
religiones». ¿A todas las religiones? ¿A los druidas? ¿A los que adoran a los
gatos? ¿A las brujas? El ministro cristiano de una iglesia cristiana no debe
sentirse obligado a condicionar ni a pedir disculpas por orar al único Sal-
vador verdadero.
Pablo dio una afirmación impresionante en Romanos 1.16-17: «Porque
no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a
todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego. Porque
en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está
escrito: más el justo por la fe vivirá».
¿Por qué dijo Pablo: «No me avergüenzo del evangelio?» ¿Quién se va
a avergonzar de noticias buenas como estas? Si alguien encuentra la cura
para el SIDA, ¿lo abrumaría la vergüenza como para no proclamarla? Si
alguien descubriera una cura para el cáncer, ¿sentiría tan terrible vergüenza

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como para no poder abrir la boca? ¿Por qué es tan difícil mencionar la
cruz?
Aunque el mensaje de salvación que Pablo proclamaba era el mensaje
más maravilloso e importante de la historia, el público y las autoridades lo
habían tratado de manera humillante por predicarlo vez tras vez. Ya por
aquel entonces en su ministerio lo habían apresado en Filipos [Hechos
16.23-24], lo habían obligado a salir corriendo de Tesalónica [Hechos
17.10], lo habían hecho escabullirse de Berea [Hechos 17.14], se habían
reído de él en Atenas [Hechos 17.32], lo habían tildado de loco en Corinto
[1 Corintios 1.18, 23] y lo habían apedreado en Galacia [Hechos 14.19].
Tenía muchas razones para avergonzarse, pero su entusiasmo por el evan-
gelio seguía irreductible. Jamás, ni por un momento, consideró diluirlo
para hacerlo más atractivo al público
En algún momento u otro de nuestra vida como creyentes, todos hemos
sentido vergüenza y hemos mantenido nuestra boca cerrada cuando debi-
mos haberla abierto. O, llegada la oportunidad, nos hemos escondido de-
trás de algún mensaje inocuo tipo «Jesús te ama y quiere que seas feliz». Si
usted nunca se ha sentido avergonzado por proclamar el evangelio, proba-
blemente nunca lo ha proclamado claramente, en su totalidad, tal como
Jesús lo proclamó.
¿Por qué no puede el creyente ejecutivo de negocios testificar ante su
junta administrativa? ¿Por qué el catedrático universitario creyente no
puede pararse ante la facultad entera y proclamar el evangelio? Todos que-
remos que nos acepten, y sabemos, como Pablo lo descubrió tantas veces,
que tenemos un mensaje que el mundo rechazará, y que mientras más nos
aferremos a ese mensaje, más hostil se volverá el mundo. Así es como em-
pezamos a sentir vergüenza. Pablo superó eso por la gracia de Dios y el
poder del Espíritu, y dijo: «No me avergüenzo». Es un ejemplo contun-
dente para nosotros, porque sabemos el precio de la fidelidad a la verdad:
el rechazo del público, la cárcel y, al final, la ejecución.
La naturaleza humana en realidad no ha cambiado gran cosa en toda la
historia; la vergüenza y el honor eran asuntos muy serios en el mundo an-
tiguo tal como lo son hoy. Allá por el siglo IX antes de Cristo, el poeta
épico Homero escribió: «El bien principal era que hablaran bien de uno,
y el mal mayor, que hablaran mal de uno en la sociedad». En el siglo I de

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nuestra era, el apóstol Pablo ministraba en una cultura sensible a la ver-


güenza, que buscaba el honor, y sin vergüenza alguna predicaba un men-
saje vergonzoso respecto de una persona que habían avergonzado en pú-
blico. Era un mensaje muy hiriente. Era escandaloso. Era necio. Era insen-
sato. Era anacrónico.
Sin embargo, como dice 1 Corintios 1.21, «agradó a Dios salvar a los
creyentes por la locura de la predicación». Era este escandaloso, hiriente,
necio, ridículo, estrambótico, absurdo mensaje de la cruz el que Dios usaba
para salvar a los que creen. Las autoridades romanas ejecutaron a su Hijo,
el Señor del mundo, por un método reservado solo para las heces de la
sociedad; sus seguidores tendrían que ser lo suficientemente fieles como
para arriesgarse a sufrir el mismo fin vergonzoso.

LA VERGÜENZA DE LA CRUZ
Predicamos un mensaje vergonzoso cuando predicamos a Jesús en la
cruz. Morir crucificado era un insulto degradante, y la idea de adorar a un
individuo que había muerto crucificado era absolutamente inimaginable.
Por supuesto, no vemos hoy que crucifiquen a nadie como los lectores de
Pablo veían en el siglo I, así que en cierta medida el impacto se pierde para
nosotros. Pablo en cambio sabía muy bien contra qué se levantaba: «La
palabra de la cruz es locura a los que se pierden» [1 Corintios 1.18]; «Los
judíos piden señales, y los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predi-
camos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para
los gentiles locura» [vv. 22-23]. El mensaje de la cruz es locura, moria en
griego, que quiere decir fatuo, ignorante, insensato.
Los versículos 22 y 23 nos dicen que los judíos buscaban señal. «Si eres
el Mesías», le habían dicho a Jesús, «danos una señal». Esperaban algún
prodigio grandioso, sobrenatural, que identificara al Mesías prometido y
lo condujera a Él. Querían algo espectacular. Aunque Jesús les había dado
milagro tras milagro durante su ministerio, querían una especie de súper
milagro que todos pudieran ver y decir: «¡Esa sí es la señal! ¡Esa es por fin
la prueba de que este es el Mesías!»

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Los griegos, por su lado, no se interesaban gran cosa en lo milagroso.


No buscaban una señal sobrenatural; lo que buscaban era sabiduría. Que-
rían validar la religión verdadera mediante alguna noción trascendental,
alguna idea elevada, algún conocimiento esotérico, alguna especie de ex-
periencia espiritual, tal vez una experiencia fuera del cuerpo o algún otro
episodio imaginario y emocional.
Los griegos querían sabiduría y los judíos querían señal. Dios les dio
exactamente lo opuesto. Los judíos recibieron un Mesías crucificado: es-
candaloso, blasfemo, estrambótico, hiriente, increíble. Para los griegos que
buscaban conocimiento esotérico, algo altilocuente y noble, ese sinsentido
sobre el eterno Dios creador del universo crucificado era una insensatez.
Desde el punto de vista griego y romano, el estigma de la crucifixión
convertía en un absurdo absoluto la noción del evangelio que afirmaba que
Jesús era el Mesías. Un vistazo a la historia de la crucifixión en Roma del
siglo I revela lo que los contemporáneos de Pablo pensaban al respecto.
Era una forma horrible de pena capital originaria, muy probablemente, del
imperio persa, pero otros bárbaros la usaban también. El condenado sufría
una lenta y agonizante muerte por asfixia, y se debilitaba gradualmente al
punto traumático de no poder levantarse con los clavos que sujetaban sus
manos, ni de empujarse con el clavo que sujetaba sus pies, lo suficiente
para poder aspirar y exhalar. El rey Darío crucificó a tres mil babilonios.
Alejandro Magno crucificó a dos mil ciudadanos de Piro. Alejandro Janeo
crucificó a ochocientos fariseos, obligándolos a contemplar cómo los sol-
dados asesinaban a sus esposas e hijos a sus pies.
Esto fijó el horror de la crucifixión en la mente judía. Los romanos
llegaron al poder en Israel en el año 63 a.C., y usaron mucho la crucifixión.
Algunos escritores dicen que las autoridades romanas crucificaron como a
treinta mil personas en esa época. Tito Vespasiano crucificó tantos judíos
en el año 70 d.C. que los soldados no tenían espacio para las cruces ni
suficientes cruces para los cuerpos. No fue sino hasta 337, cuando Cons-
tantino abolió la crucifixión, que la cruz desapareció después de un milenio
de crueldad en el mundo.
La crucifixión era una forma de ejecución repugnante, denigrante, re-
servada para lo peor de la sociedad. La idea de que un individuo que murió

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en la cruz hubiera sido una persona excepcional, elevada, noble, impor-


tante, era absurda. Los ciudadanos romanos, por lo general, estaban exen-
tos de la crucifixión, excepto si cometían traición. Las autoridades reserva-
ban la cruz para los esclavos rebeldes y los pueblos conquistados, y para los
ladrones y asesinos más notorios. La política del Imperio Romano en
cuanto a la crucifixión llevó a los romanos a tener a cualquier crucificado
como digno de absoluto desprecio. Usaban la cruz solo para la escoria, para
los más humillados, para los más bajos de los más bajos.
Los soldados primero azotaban a las víctimas, luego las obligaban a lle-
var su cruz, el instrumento de su propia muerte, al sitio de la crucifixión.
Los letreros que les colgaban del cuello indicaban los crímenes que habían
cometido, e iban totalmente desnudos. Luego los soldados los ataban o
clavaban al travesaño, los izaban para colocarlos en el poste vertical, y los
dejaban allí colgados, desnudos. Los verdugos podían acelerar la muerte
quebrándoles las piernas, porque eso hacía que la víctima no pudiera em-
pujarse hacia arriba para poder llenarse de aire los pulmones. Si no les que-
braban las piernas, la muerte podía tardar días. La ignominia final era dejar
el cuerpo colgado allí hasta que se pudriera.
Josefo describe múltiples torturas y posiciones de la crucifixión durante
el asedio de Jerusalén, el dolor que se sufría de todo ángulo posible, y en
toda parte posible del cuerpo, incluso las partes no mencionables. Los gen-
tiles también veían a todo crucificado con el más completo desdén y era
una escena tan obscena que en la sociedad no era correcto hablar de la
crucifixión. Cicerón escribió: «La sola palabra “cruz” debería eliminarse,
no solo de la persona del ciudadano romano sino de sus pensamientos, mis
ojos y sus oídos».
A todo esto se enfrentó Pablo y de lo que más hablaba era... ¡de la cruz!
Podemos captar algo del profundo desprecio que los gentiles tenían por
cualquier crucificado en algunas de las afirmaciones paganas en cuanto a
Cristo. Las palabras garrapateadas en una piedra en un salón de guardias
de la Colina Palatina, cerca del Circo Máximo, en Roma, muestran la fi-
gura de un hombre con cabeza de Mino colgando de una cruz. Debajo se
halla un hombre en gesto de adoración y la inscripción dice: «Elexa Manos
Adora a su Dios». Tal repulsiva representación del Señor Jesucristo ilustra
vívidamente el desdén del pagano por un crucificado, y particularmente

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por un Dios crucificado. La primera apología de Justino, en el año 152


d.C., resume la noción de los gentiles: «Proclaman que nuestra locura con-
siste en esto, que ponemos a un crucificado a un nivel igual al del Dios
eterno e inmutable». ¡Locura!
Si la actitud de los gentiles era mala, la actitud de los judíos era peor, e
incluso más hostil. Detestaban la práctica romana y se mofaban de ella más
que los romanos. A su modo de pensar, el que acababa en una cruz cumplía
Deuteronomio 21.23: «No dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el
madero... porque maldito por Dios es el colgado». ¿Quiere decir esto que
el eterno Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Señor mismo, recibió
maldición? ¿Cómo podía Dios maldecir a Dios? Es absolutamente impen-
sable. ¿Qué Dios maldijo al Mesías? Para los judíos era inconcebible.
Veían la crucifixión no solo como un estigma social sino como maldi-
ción divina. Así que el estigma de la cruz dignificaba, más allá de la des-
gracia social, la misma condenación divina. La Mishná, que es un comen-
tario de la ley del Pentateuco producido en el siglo II d.C., indicaba que
se debía crucificar solo a los blasfemos y a los idólatras, e incluso en esos
casos, los verdugos colgaban sus cuerpos en la cruz solamente después de
muertos. ¿Cómo podía el Mesías ser blasfemo? ¿Cómo podía Dios blasfe-
mar contra Dios? Los judíos se atragantaban con la idea de un Cristo cru-
cificado. Hacía al evangelio imposible de creer.
¿Piensa usted que tiene problemas en proclamar el evangelio hoy? Ima-
gínese a los primeros cristianos. Si decían la verdad, enfrentaban un obs-
táculo masivo: sus afirmaciones eran locura, escandalosas, procaces, blas-
femas, increíbles.
Pablo no era un predicador de mensaje fácil. Dios mismo, en forma del
Cristo crucificado, era el mayor obstáculo para creer en Él. Francamente,
no parece que Dios pudiese haber puesto una barrera más formidable a la
fe en el siglo I. No puedo pensar en una peor forma de mercadeo para el
evangelio que predicarlo así.
Los gentiles tildaban al evangelio cristiano de superstición perversa y
extravagante, y de ilusión enfermiza. Martin Hengel, en su instructivo li-
bro Crucifixión, dice:

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Creer que el Hijo único y preexistente del único y verdadero Dios,


el mediador de la creación y Redentor del mundo, haya aparecido
en tiempos muy recientes en la remota Galilea como miembro del
oscuro pueblo de los judíos, e incluso peor, que haya muerto la
muerte de un criminal común en la cruz, se podía considerar nada
menos que como señal de locura. Los dioses reales de Grecia y
Roma se podían distinguir de los hombres mortales por el mismo
hecho de que eran inmortales, no tenían absolutamente nada en
común con la cruz como señal de vergüenza... y por ende tampoco
con el que colgaron en la forma más ignominiosa y ejecutaron de la
manera más vergonzosa.

¡No en balde los gentiles y los judíos detestaban el mensaje de Pablo!


Era un mensaje que estaba más allá de la credulidad humana. No era un
mensaje fácil para el que busca, sino un absurdo y hasta una obscenidad.

LA SABIDURÍA HECHA LOCURA


Como si no fuera suficiente que la crucifixión llevara un estigma tan
vergonzoso, también tenemos la vergonzosa sencillez de la cruz, un repu-
dio a la sabiduría del mundo. 1 Corintios 1.19-21 dice:

Pues está escrito:


Destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé el entendimiento
de los entendidos.

¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el dispu-


tador de este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del
mundo? Pues ya que en la sabiduría de Dios el mundo no conoció
a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes
por la locura de la predicación.

Tanto los judíos como los gentiles disfrutaban de lo complejo, especial-


mente los griegos en sus sistemas filosóficos. Les encantaba la gimnasia
mental y los laberintos intelectuales. Creían que la verdad era conocible,
pero solo por las mentes elevadas. Este sistema más tarde se llegó a conocer
como gnosticismo, que es la creencia de que ciertas personas, en virtud de

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sus elevados poderes de razonamiento, podían avanzar más allá del hoi po-
lloi y ascender ni nivel de iluminación.
En tiempos de Pablo podemos encontrar por lo menos unas cincuenta
filosofías diferentes que repicaban en el mundo griego y romano. Entonces
llegó el evangelio y dijo: «Nada de eso importa. Lo destruiremos por com-
pleto. Tomen toda la sabiduría del sabio, busquen lo mejor, busquen lo
mejor de lo mejor, a los más educados, a los más capaces, a los más listos,
a los más astutos, a los mejores en retórica, oratoria y lógica; busquen a
todos los sabios, a todos los escribas, a todos los expertos legistas, a los
grandes disputadores, y a todos ellos se los llamará necios». El evangelio
dice que todos son necios.
La cita de Pablo de Isaías 29.14, en el versículo 19, «destruiré la sabi-
duría de los sabios», tenía que ser una afirmación hiriente para su público.
Estaba diciendo, básicamente: «Echaré por el suelo a todos sus filósofos y
su filosofía». Nada era sutil en Pablo, nada vago ni ambiguo. Pero el men-
saje no era de Pablo. Como nos recalca cuando afirma: «Está escrito» —
literalmente, «sigue escrito»— se yergue como verdad divina revelada que
el evangelio de la cruz no hace concesiones a la sabiduría humana. Pablo
no era sino el portavoz de Dios. El intelecto humano no juega papel alguno
en la redención. En el versículo 20 es como si Pablo estuviera diciendo:
«¿Qué piensan ustedes que pueden ofrecer? ¿Dónde está el escriba? ¿Qué
contribución puede hacer el experto legista? ¿Dónde está el disputador?
¿Qué puede ofrecer? Todos son necios».
1 Corintios 2.14 dice: «El hombre natural no percibe las cosas que son
del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender,
porque se han de discernir espiritualmente». Este es el problema. La per-
sona inconversa puede tener grandes poderes de razonamiento e intelecto,
pero cuando se trata de la realidad espiritual y la vida de Dios y la eterni-
dad, no tiene nada para contribuir. Ya sea en Atenas o Roma, en Cam-
bridge, Oxford, Harvard, Stanford, Yale o Princeton, o en cualquier otra
parte, toda la sabiduría compilada que está fuera de las Escrituras no es
más que necedad.
Dios sabiamente estableció que nadie puede jamás llegar a conocerle
por la sabiduría humana. La única manera en que alguien llega a conocer
a Dios es por revelación divina y por el Espíritu Santo. La palabra final en

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