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Elvis nunca se equivoca Rodrigo Morlesin

Contenido

1 Helado o pasta

2 El camión

3 La casa amarilla

4 La pelea

5 Blanco, todo era blanco

6 Rabia

7 Demasiado bueno para que durara

8 Árbol de naranjas

9 La carta

10 En casa

11 Un día raro

12 Recuerdos

13 Un callado fin de semana

14 La noche en que todo empeoró

15 Mamá

16 El regreso

17 Familia

Acerca del autor

Créditos

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Elvis nunca se equivoca Rodrigo Morlesin

A Francisco y Stella, mis padres.

Que cuando no tenían nada,

me lo dieron todo.

A Ritchan, mi estrella de Oriente.

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Elvis nunca se equivoca Rodrigo Morlesin

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Elvis nunca se equivoca Rodrigo Morlesin

ASÍ ME GUSTAN LAS NOCHES: un poco templadas y

un poco frías, cuando la mayoría de la gente se va a dor mir

y se pueden ver las estrellas. Los pocos coches que pasan

me arrullan y me acurruco a tu lado, en mis sueños. Enton-

ces te veo. Entonces recuerdo.

Cuando era un cachorro, mi madre me decía algo que

tardé en comprender:

—Hijo mío, deja de pelear con otros perros. Tienes que

buscar a tu familia.

—¿Qué es una familia, Mamá?

—Es algo que todos debemos tener.

—¿Cómo es mi familia, Mamá? ¿A qué se parece?

Mi mamá sonreía:

—Eso tú mismo lo tienes que descubrir.

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Helado o pasta

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Elvis nunca se equivoca Rodrigo Morlesin

Durante los días de calor solía ir a refrescar me al par-

que y sumergir me en la fuente. Luego me tendía en el pas-

to, al sol, aguardaba hasta estar seco y así, echado, cerraba

los ojos y descansaba un poco.

El día en que todo empezó, escuché algo:

—¡Bing... Bing...!

Levanté la oreja: ¿fue algo real o habrá sido un sueño?

—¡Bing... Bing...!

Era algo de verdad: lo escuché. Me levanté, estiré mis

patas y me acerqué sigilosamente, como un lobo a punto

de cazar una liebre.

Un poco más cerca: estaba a unos pasos y cuando lle-

gué a su lado, ¡zaz!

Puse mi cara de cachorro abandonado mientras los ni-

ños se for maban para comprar helado.

Si tenía suerte me refrescaría con el delicioso sabor del

chocolate, cortesía de un niño piadoso o descuidado.

Aquel no era mi día de suerte.

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Elvis nunca se equivoca Rodrigo Morlesin

Fui a la car nicería y me detuve a ver si la fortuna cam-

biaba y el car nicero tenía algo para mí. Pero no. Así es la vi-

da: a veces generosa, otras cruel. Así que regresé a casa

con el estómago vacío pero al menos con dos baños: uno

en la fuente y otro bajo el sol.

Quizás tendría más suerte al otro día.

Traté de dor mir, pero el olor a comida que provenía de

uno de los restaurantes cercanos no me dejaba en paz. Salí

a caminar un rato para que el cansancio me ayudara a dor-

mir sin pensar en filetes ni helados.

Caminar por las noches no siempre es buena idea, ya

que a veces me topaba con otros perros bravucones que

también buscaban comida. Me metí en muchas peleas por

estar en el lugar equivocado en el momento incorrecto.

Y ¿quién lo iba a decir? A una pareja se le rompió la

bolsa con los restos de comida del restaurante, y los fideos

con salsa de tomate se estrellaron espectacular mente en la

acera. Todo sucedió en cámara lenta, y si bien no me gusta

el queso ni soy fanático de la comida italiana, esa pasta con

albóndigas estaba deliciosa: un manjar para un tipo que no

había comido en dos días.

¡Primero no podía dor mir de hambre y unos minutos

después me daba un atracón con la comida de un fino res-

taurante italiano! La vida tiene un extraño sentido del hu-

mor y hay que aprender a reírse con ella.

Aunque la vida a veces es demasiado condimentada.

Pasé una noche fatal por la salsa de tomate.

Ayer rogaba por un plato de comida y hoy no quiero

volver a ver fideos en lo que me resta de existencia, que, a

juzgar por cómo me siento, creo que será muy corta.

Así que regresé a casa, junto a mi madre, y pasé el res-

to del día echado.

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El camión

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A mi madre se la llevaron esa madrugada en el camión

de la muerte. Pero luchó con todo para proteger me.

Cada noche, aquel camión pasaba a lo lejos en busca

de perros y gatos. Sabíamos de qué se trataba porque se

llevaron a muchos de nuestros vecinos y nunca los volvimos

a ver. Mi madre me había contado historias acerca de ellos.

Los golpeaban hasta matarlos o los vendían como masco-

tas.

Aquella noche no la puedo borrar de mi mente. Perro

Viejo lanzó un aullido para indicar que el camión se aproxi-

maba y todos buscamos ocultar nos.

Era una noche que calaba hasta los huesos y yo era

apenas un cachorro muerto de miedo, que se recargaba

contra las patas de su madre. Cuando vimos pasar las luces

todo era silencio, pero no calma.

Por el miedo y el frío, me hice pipí y cuando el camión

se acercó, sus luces iluminaron el río que se for maba por

debajo de las cajas y los montones de basura.

—¡Ahí! —gritó uno de los hombres.

Dos de ellos bajaron del camión. Todo sucedió muy rá-

pido y muy lento a la vez. Vi con ojos asustados a mi madre

lanzar mordidas y abalanzarse contra uno de los tipos y

morderle la pier na y una vez en el suelo arremetió contra su

hombro.

Peleó con todo lo que tenía.

Los demás perros corrieron a esconderse lejos, pero yo

estaba petrificado por el miedo, mientras veía a mi madre

luchar.

Se escuchó un gruñido furioso y seco: ella se lanzó

contra la pier na del segundo hombre, pero no hay perro

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que pueda contra los palos y cuerdas con que la atacaron,

y un batazo en la cabeza la lanzó a mi lado. Ahí quedó,

inerte, con la mirada fija en mí.

El golpe de su cuerpo contra el pavimento mojado to-

davía sigue en mi mente.

El tipo en pie levantó a su compañero y lo empujó den-

tro de la camioneta, luego regresó por mi madre, la cual ya

no respondía a mis lamentos. El hombre arrastraba la pier-

na que le sangraba y se llevó a mi madre a la parte trasera

del camión.

—Mala noche para ambos, ¿eh? —Lo oí decir.

Vi al camión alejarse. La lluvia lavó la sangre de la ban-

queta y se instaló en mí un dolor hondo y per manente.

No era rencor ni odio: era algo mucho más oscuro ani-

dándose en mí.

Yo tenía hambre y miedo, sentía que el camión apare-

cería en cualquier esquina y me llevaría también; no quería

salir, no quería respirar, sólo quería dor mir para no sentir

más dolor.

Pasé muchos días echado ahí, en el lugar que fue nues-

tra casa, hasta que su olor se desvaneció y dejé de sentir

que per manecía conmigo. Despertaba tan exhausto como

las noches anteriores, cansado de ver la pelea una y otra

vez en mi mente y esa mirada suya que me aterraba y se re-

petía una y otra vez, aun con los ojos abiertos.

Hasta que al tercer día llegó a mi nariz un olor a tocino,

y algo dentro de mí me lanzó a la luz, fuera de las cajas en

las que estaba echado. ¡Tocino fresco, recién cortado! Me

atraganté, no podía detener me, luego lamí el pavimento

donde un instante antes estuvo la lonja de tocino ahumado

hasta que no quedó rastro alguno.

Pero así como se desvaneció el sabor, también regresó

mi concentración; había salido de mi encierro y alguien me

observaba. Alcé la mirada y me fui de espaldas; un grupo

de cinco perros me miraba y entre ellos estaba Líder junto

con sus abusivos amigos. Todos estaban sonriendo.

—Se los dije, atrapar a un perro hambriento es más fácil

que asustar a una paloma. Este tocino es la mejor inversión

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que hemos hecho… Ya verán.

Con el paso de los días esa pandilla de perros me

adoptó. Yo estaba feliz de tener protectores. Qué equivo-

cado estaba, equivocado en todo y a lo grande...

Pero los perros dejaron de venir y yo dejé de comer

nuevamente, dejé de caminar y extrañaba el calor, el olor,

el arrullo que me daba el toc toc del corazón de mi madre.

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FIN DEL FRAGMENTO

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