Historiografías feministas para la
descolonización
Alejandra Londoño Bustamante1
Pensando en el punto partida1
Aún me pregunto hasta dónde elegimos… Me explico: ¿Por
qué nos preocupamos por unos temas y problemas y por qué no
por otros? Las preguntas de investigación son a la vez pesquisa
sobre uno mismo, son la vida colectiva que habla, por lo menos
eso son para mí. Quizá por eso considero que los entramados que
propone la objetividad borran o silencian lo mucho que de uno
hay en lo que aparece científicamente como lo de todos, eso que
aparece sin rostro, pero que finalmente son nuestras vidas siendo
parte activa y a la vez resultado de muchas historias.
Y es justo desde este punto de partida, y reconociendo que
mucha agua ha corrido en los análisis de la Historia, que aún considero necesaria una revisión crítica a la disciplina histórica tradicional en Colombia desde la mirada del feminismo descolonial. Si
bien desde múltiples lugares disciplinares, temporales y espaciales
1
Historiadora y magíster en Estudios de género por la Universidad
Nacional de Colombia (unal). Es docente universitaria en temas étnico-raciales y de género en la misma unal e integrante del Área de Pedagogía del
Centro Nacional de Memoria Histórica. Ha sido investigadora de temáticas
vinculadas a la historia social y política de las mujeres en el siglo xx colombiano, indagando por las implicaciones de la reconstrucción histórica desde
una perspectiva feminista y descolonial; así mismo se ha ocupado de indagar
la construcción de pedagogías para los procesos de memoria histórica en
Colombia y, específicamente, para la enseñanza de la historia del pasado reciente. Además, se ha ocupado de trabajar temáticas vinculadas a las dinámicas del militarismo y la militarización en el capitalismo neoliberal en territorios latinoamericanos y del Caribe. Columnista y cofundadora de la revista
Marea, es afrodescendiente y activista feminista.
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se han construido críticas agudas a la narración hegemónica de la
Historia, urge una mirada en la que se integren: el análisis sobre
la colonialidad del género, del poder, del saber y del ser presente
en la discursividad histórica; la pregunta por la experiencia de
quien investiga; las implicaciones de pensar los tiempos de las
historias no como líneas evolutivas, y el diálogo con “fuentes”
consideradas no legítimas desde esta disciplina.
Así, este artículo, que hace parte de un largo camino y no es el
punto de llegada, abre una serie de preguntas y reflexiones en
torno a la construcción de las historias, al tiempo que esboza algunos retos políticos, epistemológicos y metodológicos de la observación e interpretación del tiempo pasado.
Será necesario en este punto de arranque aclarar que una buena parte de las reflexiones que aquí expongo son un fragmento del
resultado de mi investigación de tesis para optar al título de magíster en Estudios de género, trabajo en el que, a partir de teorías
feministas críticas, descoloniales y de los estudios culturales,
cuestiono las implicaciones de escribir las historias desde los cánones hegemónicos que rigen esta disciplina. La tesis anómalas y
peligrosas. El proyecto normalizador hacia las mujeres en Antioquía
durante la primera mitad del siglo xx tenía como pretensión dar un
espacio escrito a la voz de un grupo de mujeres tildadas como
locas o enajenadas, al tiempo que evidenciaba sus resistencias
frente a los sistemas de dominación. Así mismo, a través de esta
tesis busqué desordenar el tiempo lineal y causal en el que generalmente se narra la Historia, entrelazando diferentes momentos
históricos, en la cual mi propia historia de vida se presenta como
uno de los puntos de inicio.
No es pretensión de este artículo presentar o establecer conclusiones universalistas o universalizantes. Los análisis que aquí
presento hacen parte de diálogos que, hasta el momento en el que
inicié la tesis, había sostenido principalmente con las formas de
hacer Historia de las academias andinas colombianas y a mi experiencia más vital, anclada justamente a este territorio. De hecho,
estoy convencida de que si mi historia y mis diálogos estuvieran
anclados a territorios como el Pacífico o el Caribe colombiano, el
resultado sería completamente diferente.
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Algunos aspectos de la hegemonía presente en la
disciplina histórica tradicional. Una narración del
pasado que mucho tiene que ver con el presente que
silencia
El androcentrismo, la construcción de verdades únicas, la linealidad narrativa, la lectura evolucionista de los hechos y los
acontecimientos, la pretensión de objetividad de quien escribe o
investiga, el universalismo y la causalidad e, incluso, la selección
del hecho y del acontecimiento histórico no son acciones ingenuas
ni espontáneas. Están presentes en la narración hegemónica de la
Historia (esa que se escribe con H mayúscula) y son coherentes
con la manera en que se estructuró el pensamiento moderno eurocéntrico. En atención a esta lógica, la disciplina histórica ha
contado con la legitimidad para describir e interpretar el pasado;
el oficio del historiador/a se ha relacionado con la cientificidad y,
en consecuencia, la escritura de la Historia se presume objetiva,
irrefutable, neutral y verdadera. Dicha legitimidad ha generado el
silenciamiento y la eliminación de otros lugares, prácticas y discursos a través de los cuales individuos, comunidades y colectividades sociales han construido los relatos de su pasado.
En el contexto sociopolítico colombiano (y seguramente en
muchos otros), la narración hegemónica de la Historia ha estado
directamente vinculada a la construcción de verdades y saberes
que son legitimados mediante la expansión violenta del pensamiento moderno, estructurado sobre relaciones de poder de la
matriz colonial; esto es, relaciones racistas, capitalistas y patriarcales. Estas relaciones, a su vez, se manifiestan en prácticas políticas, económicas y cotidianas, y en la construcción de verdades y
saberes, y actúan como maquinarias de poder discursivo que intervienen en la formulación de verdades históricas.
Dichas verdades históricas no sólo son un recurso discursivo
que queda encerrado en las aulas de clase de las universidades o
en pequeños círculos de investigación coordinados por reconocidos historiadores, ¡no!, ya que éstas circulan a través de vehículos
tales como el sistema educativo público y los medios masivos de
comunicación, entre otros, con lo cual llegan a lugares inespera-
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dos y generan adhesiones y arraigos políticos, económicos e incluso culturales, y aunque por supuesto existen resistencias y posibilidades de acción —¡qué haríamos sin ellas!—, no es un
secreto que el impacto dañino de estos discursos es profundo y
extenso. Lo que sale de la pluma y boca del historiador puede
moldear las interpretaciones del pasado, lo cual ha sido de mucha
utilidad en diferentes momentos y contextos para quienes son poseedores del poder político y económico en nuestros territorios.
Aunque los ejemplos al respecto pueden ser muchos, quiero
enunciar un par de ellos que nos ayuden a profundizar el análisis
del poder en disciplinas como la Historia.
El dominicano Néstor Rodríguez (2005) señala que durante y
después de la dictadura (1930–1961), la historia oficial en República Dominicana fue puesta al servicio del poder hegemónico, y
usada como instrumento legitimador de la ideología dictatorial,
lo que posibilitó, incluso, la creación de la Academia Dominicana
de Historia, la cual fue fundada por el dictador Rafael Leónidas
Trujillo, y contó con el respaldo de reconocidos intelectuales de
la época. La Historia promovida desde este espacio ha desempeñado un papel fundamental para institucionalizar una narrativa
particular de la nación blanca, burguesa, católica y de ascendencia
española que sirvió como justificación del horror cometido durante la Dictadura, y que hoy hace parte de un imaginario colectivo presente en conversaciones de colmados, de buses… conversaciones en las que circula la imagen de una República
Dominicana blanca en contraposición con el Haití de negros,
demonios y pobres por castigo.
Por su parte, el uruguayo Carlos Demasí señala:
Cuando el historiador inicia su labor de investigación sobre determinados hallazgos del pasado, se encuentra frente a unos valores y
a una información ya elaborada. En muchas ocasiones el historiador
hace un ejercicio de integración de datos dentro del paradigma explicativo ya construido. Este ejercicio responde a una identificación
concreta de distribución del poder. De esta manera el historiador
aporta en el arraigo de una política del olvido. […]. La construcción
de memoria, en el caso de la dictadura uruguaya, está sustentada en
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la necesidad de instituir el olvido como manera de sostener el ideal
de democracia perfecta, esto se da a partir de exaltar la idea de solución pacífica de los conflictos, a través de elementos simbólicos y
espacios formativos como lo es la escuela. Esto produjo en la sociedad uruguaya una lucha de memorias que contribuye al olvido social
(Demasí, 2004: 141).
Haciendo referencia a la enseñanza de la Historia durante la
dictadura uruguaya (1973–1985), Carlos Demasí nos deja ver
cómo la alianza entre Historia y sistema educativo posibilitó un
cambio en las aulas de clase a favor de los intereses dominantes, lo
que implicó una enseñanza unicausal, lineal y pretenciosamente
objetiva en donde las y los estudiantes recibieran una información
por parte de sus maestros, validada en “rigurosos” trabajos de historiadores que justificaran las atrocidades del periodo dictatorial.
En el caso colombiano —que claramente no es particular— y
haciendo una enunciación en términos muy generales, el problema se hace evidente en los tiempos, personajes, hechos y acontecimientos que se seleccionan para narrar una Historia en la que la
prioridad ha sido el relato de la nación criolla y mestiza. Los libros, las universidades, los museos e incluso una buena parte de la
producción audiovisual están plagados de los rostros de una élite
criolla blanco mestiza, católica, moderada, recatada y fiel cumplidora del deber ser. Una Historia que comienza en la mal llamada
“Conquista” (que no es conquista, sino genocidio colonial) y recorre los albores de la Independencia, para luego entrar a un siglo
xx de constantes movimientos políticos y económicos, un siglo
narrado una vez más a través del protagonismo de las mismas
élites que emergen en el relato del siglo xix. El historiador Jorge
Orlando Melo, en un recorrido por la historiografía colombiana
y referenciando a la Academia Colombiana de Historia afirma:
Todos estos sectores conciben la historia como un conocimiento
de eficacia moralizante y ejemplar, cuya función principal es despertar, en lectores y estudiosos, sentimientos patrióticos y de reverencia
hacia el pasado y hacia las figuras a las cuales puede atribuirse mayor
influencia en la conformación de las instituciones básicas del país.
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Esto quiere decir que lo históricamente significativo está definido
por criterios extracientíficos, en este caso por criterios morales y nacionalistas, lo que implica la sobrevaloración de aquellos periodos e
incidentes propicios para la manifestación de virtudes ejemplares,
que se dan principalmente en un marco de actividades militares y, en
menor grado, para virtudes de orden “civilista”, en épocas de graves
conflictos políticos (Melo, 1942: 17).
Esta afirmación de Jorge Orlando Melo evidencia un secreto
que a voces conocemos todas las personas que pasamos por la
academia histórica colombiana, en donde la pretensión de descripciones rigurosas y objetivas del pasado no es más que uno de
los engranajes de un juego de poder en el que el pasado se presenta en función de la construcción de adhesiones y, por tanto, de
identidades colectivas en el tiempo presente. Es un juego de miradas hacia atrás que posibilita movilidad y re-establecimiento de
poderes en el presente. El criollo triunfante de grandes batallas
independentistas, el de los cuadros rimbombantes en museos, es
la representación de lo que “somos”. Negros, negras afrodescendientes e indígenas, en estos relatos, hacen parte de un pasado
que debe ser recordado como parte del tiempo que ya no somos,
que quizás nunca fuimos.2
Se hace necesario, entonces, entender la disciplina histórica
tradicional, las narraciones que desde ésta se construyen y los métodos y metodologías que se utilizan para seleccionar y analizar
las fuentes, como manifestaciones del pensamiento moderno colonial en función de la transmisión de una selección de hechos,
acontecimientos y acciones de algunos personajes en el tiempo
pasado; es decir, una maquinaria narrativa de poder construida en
2
Esta afirmación implicará un análisis más detenido y cuidadoso del
estudio del mestizaje como campo de poder racial en Colombia y de los
discursos del mestizaje promovidos desde la disciplina histórica, los cuales
son fundamentalmente un relato de nación racista que hoy sigue presente en
el discurso de lo que “somos”. Ésta es una problemática que quiero enunciar
como parte de los efectos de la narración hegemónica de la Historia en territorios como el colombiano y que desarrollaré con mayor detenimiento en
otro trabajo que adelanto.
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la Modernidad, que en contextos como el colombiano ha respondido durante mucho tiempo a intereses muy concretos. El historiador asiático Ranajit Guha analiza la relación entre la Historia,
la historiografía y el Estado para el caso de la India, demostrando
que la Historia es una narrativa del poder estatal que configura
ciudadanías o subalternidades, hegemonías o dominios (Guha,
2002: 44).3
Con el fin de ir más al fondo de la cuestión y complejizar el
análisis del poder que ostenta la disciplina Historia tradicional,
considero importante planear algunos aspectos con respecto al
concepto de hegemonía, lo cual considero necesario para problematizar, entre otras cosas, la relación de saber-poder en la que
está inmersa la Historia.
Retomo, para ello, una definición de hegemonía propuesta por
la teoría marxista contemporánea, específicamente por el sociólogo afrojamaiquino Stuart Hall (1981) en su interpretación de Antonio Gramsci. Para Hall, la hegemonía es una alianza de fracciones dominantes de clase, en la que no sólo se obliga a una clase
subordinada a conformarse a los intereses de la clase dominante,
sino que se ejerce una “autoridad social total” sobre esas clases y
sobre la formación social en general. En este juego de poder, las
clases dominantes no sólo dominan, sino que además dirigen y
conducen para así obtener el consentimiento de las clases subordinadas. Es así como la hegemonía deja de ser una evidente relación de poder de arriba hacia abajo, para convertirse en una combinación de fuerza y consentimiento que se expande en distintas
direcciones.
3
Aunque lo escrito en este artículo no analiza las acciones, la agencia ni
las fugas a la hegemonía de la narración histórica, es necesario que mencione
que ese proyecto de nación del que hace parte la historia oficial no ha triunfado en todos los territorios de Colombia —en este caso—, y aunque es un
proyecto con mucho poder, no ha logrado consolidarse a lo largo y ancho de
nuestros territorios gracias a las luchas ancestrales de pueblos y comunidades, de colectivos y organizaciones políticas que construyen otras narrativas,
historias y acerca de su pasado y de lo que son, generando mecanismos para
la difusión de los mismos, lo cual representa una tensión permanente desde
las y los subalternizados.
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Para Stuart Hall, el análisis del concepto hegemonía implica
mucho más que una mirada exclusiva sobre las estructuras, o, en
otras palabras, de las relaciones netamente económicas y productivas. Así, el autor sitúa la discusión en las superestructuras, entendidas como espacios sociales, culturales, ideológicos y como formas de concebir el mundo, en las cuales se constituye la hegemonía
propiamente dicha.
Stuart Hall profundiza este análisis de la siguiente manera:
Las superestructuras de la “hegemonía” trabajan mediante la ideología. Ello significa que las “definiciones de la realidad”, favorables a las
fracciones de la clase dominante e institucionalizadas en las esferas de
la vida civil y el Estado, vienen a constituir la “realidad vivida” primaria
para las clases subordinadas. De este modo, la ideología suministra el
“cemento” de una formación social, “preservando la unidad ideológica
de todo el bloque social”. Esto no se debe a que las clases dominantes
puedan prescribir y proscribir con detalle el contenido mental de las
vidas de las clases subordinadas (éstas también “viven” sus propias ideologías), sino a que se esfuerzan, y en cierto grado consiguen, por enmarcar dentro de su alcance todas las definiciones de la realidad, atrayendo
todas las alternativas a su horizonte de pensamiento (Hall, 1981: 239).
En ese sentido, la Historia tradicional puede ser entendida no
sólo como disciplina, sino además como un discurso hegemónico,
como un espacio de transferencia de las ideologías de las clases
dominantes e institucionalizadas; como una esfera que constituye
realidades del tiempo pasado que están directamente vinculadas
al presente. Parafraseando a Hall, la Historia como discurso hegemónico es un campo que atrae todas las alternativas a su horizonte de pensamiento, es además un medio de formación social
que puede moldear las memorias colectivas.
La revisión del saber-poder presente en la disciplina histórica
en territorios que han sido colonizados debe pasar además por el
análisis de la colonialidad del saber, lo cual nos puede permitir
una complejidad mayor de la revisión crítica de los modos en que
se produce, se reproduce y se justifica la existencia objetiva, descriptiva, lineal y causal de este campo disciplinar.
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La colonialidad del saber desde la definición propuesta por el
venezolano Edgardo Lander (2000), resulta útil en este debate,
ya que permite que le quitemos una nueva capa a la cebolla, y se
revele otro lado aparentemente borroso de la disciplina histórica
tradicional, ya no sólo vinculado a la construcción de verdades en
función de hegemonías, sino además a la negación rotunda de
otras formas de acceder al conocimiento del pasado. Este rostro
de la Historia que se asume como un espacio productor de saberes racionales, menosprecia otros conocimientos y saberes que
no cumplen con los principios modernos y coloniales de neutralidad, objetividad y rigor histórico. Entre archivos, principalmente escritos, estos rostros de la Historia se imponen violentamente sobre conocimientos del pasado que no responden a la
racionalidad científica moderna y que, por tanto, no cuentan,
desde la mirada histórica, con validez y legitimidad, para hacer
parte o para construir narraciones, descripciones e interpretaciones del pasado.
Así, quien está validado por las estructuras institucionales modernas para escudriñar en el pasado, narrar y trasmitir interpretaciones será el historiador moderno y letrado; acciones mediante
las cuales, durante siglos han intentado borrar (entre otras) narraciones históricas de las luchas y resistencias de pueblos indígenas
y afrodescendientes (para el caso colombiano), para darle prioridad a Historias blancas, criollas y mestizas y, en consecuencia, a
sus aportes en la configuración de una idea de nación que beneficie
a quienes ostentan el poder.
En esta relación narrativa hay una tensión permanente, ya que
del otro lado de la moneda se encuentran colectividades o comunidades para quienes la interpretación del pasado no necesariamente está en la voz del historiador. Sin embargo, no podemos
olvidar que existe la hegemonía y, por tanto, ésta es una relación
de poder, y no es en nuestros pueblos donde hoy contamos con el
poder para hacer de las historias ancestrales y no hegemónicas
una posibilidad de transformación en el tiempo presente.
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Ni cercana, ni comprometida. Un acercamiento al
problema de la objetividad y la veracidad de las
fuentes en la disciplina histórica
Uno de los principales elementos que sostiene la hegemonía
de la disciplina histórica es el principio de la “objetividad”, exigencia a la que me vi sometida durante toda mi formación como
historiadora. Nuestro trabajo consiste en rastrear “verdades”, a
partir de las cuales otras disciplinas construyen análisis, de ahí la
tendencia descriptiva preponderante en los estudios historiográficos. Carlos Antonio Aguirre Rojas, teórico e investigador mexicano señala al respecto:
El primer pecado capital de los malos historiadores actuales es el
positivismo, que degrada a la ciencia de la historia a la simple y limitada actividad de la erudición. Muchos historiadores siguen creyendo
hoy en día, en pleno comienzo del tercer milenio cronológico, que
hacer historia es lo mismo que llevar a cabo el trabajo de investigación y de compilación del erudito. […] Una historia que, limitando el
trabajo del historiador, exclusivamente al trabajo de las fuentes escritas y de los documentos, se reduce a las operaciones de la crítica interna y externa de textos, y luego a su clasificación y ordenamiento, y
a su ulterior sistematización dentro de una narración que generalmente, sólo nos cuenta en prosa lo que ya estaba dicho en verso en
esos mismos documentos (2002: 37).
La “objetividad” está atravesada por necesidades de asepsia
política, por múltiples exigencias en el manejo del tiempo y, por
supuesto, por el cuidadoso abordaje de las fuentes. El objeto de
estudio no puede ser cercano; de ahí la importancia de conservar
una distancia temporal prudente.
El académico antropólogo haitiano Michel-Rolph Trouillot
plantea al respecto:
Cuando la historia se constituyó como profesión en el siglo xix
los investigadores, muy influenciados por las perspectivas positivistas, trataron de teorizar la distinción entre el proceso histórico y el
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conocimiento histórico. De hecho, la profesionalización de la disciplina en parte está fundamentada en esa distinción: cuanto más alejado está el proceso sociohistórico de su conocimiento, más fácil es
reinventar un profesionalismo científico (Trouillot, 1995: 4).
Desde mi lugar como historiadora, el problema de perspectivas y posturas que defienden y exigen con tanta vehemencia la
objetividad, y que como señala Trouillot son elementos constitutivos de la profesionalización de la Historia, no es solamente que
se limiten al trabajo de erudición y descripción plana, sino que
olvidan que quien relata ocupa un lugar fundamental en la definición
del problema a investigar, así como en la formulación de hipótesis
e, incluso, en la selección de las fuentes, pretendiendo borrar que
quien investiga hace parte de la historia.
El positivismo presente en la disciplina histórica, es en el fondo y hasta en la superficie, el encubrimiento de las relaciones de
poder que allí mismo se narran como descripciones de hechos
propios del tiempo histórico. Trouillot señala al respecto:
Los principios de estas perspectivas [positivistas] todavía conforman el sentido que tienen de la Historia la mayoría de las personas
de Europa y Norteamérica: el papel del historiador consiste en revelar el pasado, descubrirlo, o por lo menos, aproximarse a la verdad.
Dentro de este punto de vista, el poder no es problemático y es irrelevante para la construcción de la narrativa como tal. En el mejor de
los casos, la Historia es una Historia sobre el poder, una historia sobre aquellos que vencen (Trouillot, 1995: 4).
El debate en torno a la objetividad y a las relaciones de poder
que encubre, señalado con gran lucidez por Trouillot, implica
además, reflexiones en torno a las fuentes legítimas y no legítimas
y a su selección para ejercicios investigativos de carácter histórico. ¿Qué hace que un documento escrito en el siglo xix por un
escribano criollo o español sea más confiable que la oralidad trasmitida generación tras generación en una comunidad afrodescendiente o indígena; representaciones espirituales, un relato trasmitido de generación en generación, la pintura, la fotografía, un
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tejido, la música, los registros audiovisuales o la literatura? La
diferencia quizás esté en los lugares que ocupan en dichas relaciones tanto los sujetos históricos como quienes narran las historias
(que también son sujetos históricos); es decir, el escribano cuenta
con un lugar de poder racial, geopolítico, de género que se refuerza con el poder político otorgado por un orden monárquico
—hoy estatal— que lo autoriza para escribir la verdad; el campesino o campesina, la indígena o la descendiente de personas esclavizadas en África que relata la historia oral de su pueblo, no. Estas
relaciones han definido una serie de diferencias jerárquicas fundamentales para la consideración de las fuentes veraces.
En una paráfrasis a la antropóloga estadounidense Ana Laura
Stoler (2010), el archivo es un lugar de producción de conocimientos y no un lugar de recuperación de conocimiento. Son documentos legales y, en esa medida, son sitios para construir etnografías del Estado, de la Iglesia y de las instituciones de poder y sus
modos de operar en espacios específicos. Los archivos son un medio, una representación y un espacio en el que se encuentran comprimidas las posturas emergentes e históricas de instituciones estatales. Esta interpretación de los archivos escritos no sólo devela
las relaciones de poder en las que están inmersos este tipo de documentos, sino que, también, los sitúa en el mismo nivel de fuentes que no gozan de tanta legitimidad entre las y los historiadores.
Los archivos escritos, la oralidad, la literatura, la pintura u
otras fuentes, son espacios de producción de saberes y conocimientos y, por ende, deben ser leídos, interpretados y analizados
con el mismo cuidado a la hora de afirmar que en ellos se encuentra “la verdad”. Volviendo a Stoler (2010), este análisis crítico no
constituye un rechazo a los archivos coloniales como fuentes del
pasado (de hecho, creo que aún nos falta mucho por leer en los
silencios impuestos de esos archivos). Más bien, apunta hacia un
compromiso constante con tales archivos como artefactos culturales de producción de hechos, de taxonomías en el hacer y de
diversas nociones sobre lo que ha configurado la autoridad colonial.
En suma, no pretendo hacer una invitación a marginar o a no
utilizar documentos o archivos institucionales. Por lo contrario,
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considero fundamental que éstos sean consultados, pero con plena conciencia de las condiciones de producción en torno al poder
en las que están inmersos, y sorteando el encantamiento de su
hegemonía; es decir, tratar de evitar que la preponderancia o legitimidad de estos documentos borre de nuestro panorama investigativo como historiadoras/es la posibilidad de explorar otras
fuentes, textos o memorias, relatos, versiones.
Es importante y necesario dudar y sospechar de todo aquello
que los historiadores consideran fuente verídica y rigurosa, es urgente escuchar nuestras historias, es necesario oír nuestros silencios, el texto que es tejido, que es trenza, que es cultivo; escucharnos en la cocina, debajo del palo de mango, en la esquina del
barrio, escucharnos y buscar allí posibles respuestas históricas a
los dolores sociales, políticos y económicos que todos los días nos
golpean, pero también a las resistencias que somos o podemos
ser. Las respuestas ya no están en ese “adentro-afuera” moderno,
blanco y colonial, pues justo ahí es donde seguimos en el fracaso.
Escucharnos es lo que hará de las historias una posibilidad de
acción y cambio.
Ahora, una investigación o un ejercicio pedagógico o de organización social que tenga como punto de partida una mirada histórica feminista y descolonizante tiene el reto de incorporar la
vida, esas otras fuentes, voces y memorias, ya no sólo para ambientar o para que esas otras representaciones decoren lo que escribimos e interpretamos. No será suficiente un simple reconocimiento. Aquí las implicaciones son políticas y deben atravesar la
reflexión teórica y metodológica. Esas que han sido consideradas
fuentes no rigurosas o representaciones, pero no verdades deben tensionar las versiones del archivo del escribano, deben ser voces activas
en el ejercicio de contrastación, voces que discutan, reviertan o
validen y, sobre todo, voces que nos ayuden a pensar en un mundo diferente al desastre colonial, racista, capitalista y patriarcal
que vivimos.
Otra de las implicaciones de pensar las historias desde una
perspectiva feminista y descolonizante tiene que ver con la necesidad de quebrantar el inmarcesible principio de la “objetividad”.
La pregunta de investigación, o el recorrido investigativo puede
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—o no— estar atravesada por la experiencia de quien investiga, y
esa experiencia no debe ser un silencio cómplice de la pretensión
de rigor moderno colonial.
Según Mauricio Archila (1997), el trabajo de las y los historiadores contribuye a entender las sociedades desde una labor del
presente, pues su comprensión no es posible sin el conocimiento
histórico. Así, quienes escriben la historia deben ser considerado/
as como funcionarios/as de la memoria de la sociedad. Es desde las
necesidades actuales y situaciones presentes que le hacemos preguntas al pasado. Para Archila, el historiador o la historiadora es
también una narrador/a que interpreta hechos, consciente no sólo
del lugar que enuncia, sino de los intereses y poderes a los que
obedece. Debe responsabilizarse, así, del significado de su oficio.
Es de vital importancia ser conscientes de nuestra responsabilidad
en la transmutación del pasado, entender que el conocimiento que
construimos no es ingenuo y que jugamos un papel en la sociedad
contemporánea. Contribuimos no sólo a entender nuestra sociedad, sino a construirla o a destruirla. En ese sentido, el oficio del
historiador o de la historiadora es una actividad del presente.
Por su parte, teóricas feministas como Patricia Hill Collins
(1990), Sandra Harding (2004), Eli Bartra (2010), Dona Haraway
(1988), entre otras, se han encargado de debatir y construir perspectivas feministas para la investigación que reconocen y otorgan
un lugar a las experiencias de quien investiga, y que han sido denominadas el punto de vista feminista, el conocimiento situado o el
lugar de enunciación.
Patricia Hill Collins (1990), en una discusión con las descripciones objetivas y transculturales de la sociología, subraya que las
mujeres negras pueden alcanzar una conciencia colectiva de sus
propias condiciones y posibilidades que no sólo les han servido
para organizar sus luchas sociales, sino, además, para interpretar
y comprender sus condiciones y posibilidades. La experiencia y
no la objetividad sociológica son el motor de un pensamiento
que, aunque subalterno, ha generado posibilidades de acción y de
construcción de conocimientos entre las mujeres negras.
Harding (2004), a través del punto de vista, plantea que no necesitamos —y de hecho no debemos— escoger entre buena polí-
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tica y la buena ciencia, porque la primera puede —al menos en
algunos casos— producir la segunda, y la segunda requiere —al
menos en algunos casos— de la primera. La teoría del punto de
vista articula la importancia de la experiencia de un grupo, de un
tipo distintivo de conciencia colectiva, que puede ser alcanzada a
través de las luchas del grupo por obtener el tipo de conocimiento que necesita para sus proyectos (Harding, 2004: 59).
Por su parte, Donna Haraway, a través de la teoría del situated
knowledges plantea que para las feministas el problema es cómo
tener simultáneamente una descripción de la contingencia histórica radical para todas las afirmaciones de conocimiento y de los
sujetos de conocimiento, esto es una práctica crítica para reconocer nuestras propias tecnologías semióticas para crear significados, y un compromiso en serio con las descripciones fieles del
mundo real (Haraway citada por Harding, 2004: 63).
Rossana Guber (2001) ha abordado la reflexividad como la
consciencia de quien hace investigación sobre su persona y sus
condicionamientos sociales y políticos. Para Guber, existe una interpretación de los hechos de quien investiga y, por tanto, es importante considerar la subjetividad y la intersubjetividad en el
proceso de investigación, y examinar críticamente el efecto que
producen los puntos de vista de quien investiga en el desarrollo
de la investigación.
Las teóricas feministas del punto de vista, el conocimiento situado
y la teoría de la reflexividad interpelan postulados tales como la
posibilidad de acceder al conocimiento absoluto de lo estudiado,
la necesidad de ser “objetivo” en cuanto no cercano ni comprometido políticamente con el objeto de estudio, y la presunta capacidad que posee el investigador o investigadora para predecir y
controlar sus emociones y pasiones.
Yo diría que aquí lo importante es que la investigación y la
escritura histórica dejan de ser acciones propias de eruditos académicos para convertirse en un espacio de acción política que dialoga con la historia que somos y dibuja las historias que queremos
ser. Así, las historias dejan de ser exclusivamente un esfuerzo
comprensivo del pasado, y esto se logra —entre otras cosas— a
través de preguntas como las que plantea la pensadora, escritora y
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activista maya kaqchikel (de Guatemala) Aura Cumes: ¿Cómo hemos llegado a ser lo que somos? ¿Qué hacemos con lo que han
hecho de nosotros? ¿Cómo podemos llegar a ser lo que queremos
ser?4 Preguntas a las que no llegaremos si aún pensamos que la
Historia es una narración objetiva y lejana a nuestras posibilidades de acción, o que poco tiene que ver con el presente que somos
y construimos.
Por tanto, considero que enunciar el lugar que ocupamos o
reconocer por qué hacemos determinadas preguntas y no otras es
una decisión de quien escribe; sin embargo, es imperativo que en
la construcción de relatos históricos empecemos a darle un espacio a los lugares que ocupamos, lo cual constituye una decisión
política.
Así mismo, se vuelven fundamentales preguntas que activistas
feministas negras vienen poniendo en debates públicos en los últimos años, como por ejemplo, la pregunta por quién escribe y
sobre quién escribe, un debate en el que se invita con vehemencia
a pensar que cuando el/la historiadora, antropóloga o socióloga
investiga desde un lugar de privilegio racial o de género a una
comunidad de la que no hace parte, está reforzando dinámicas de
poder propias de la colonialidad del saber, pero además poniendo
en práctica un recurso racista que opaca las voces de académicas y
sabedoras de las comunidades que por efectos del racismo estructural serán menos escuchadas que quienes portan privilegios y
desde sus lentes interpretan mundos a los que no pertenecen.
Enuncio este debate, dejando claro que si bien, no hago un desarrollo profundo del mismo, considero que es fundamental para
continuar abriendo diálogos en torno a la importancia del conocimiento situado o el lugar de la experiencia e incluso, en este
punto considero que este texto tendría que rehacerse a partir de
otras fuentes y voces, porque muchas de las citadas hacen parte de
ésta práctica de apropiación de saberes racista.
4
Estas preguntas hicieron parte de un diálogo que sostuvimos Aura
Cumes, Carmen Cariño y yo en un curso virtual que dictamos en el año
2017 como parte de las estrategias de formación del Glefas. El curso se llamó
“Racismo, mestizaje y jerarquización entre mujeres en América Latina”.
Historiografías feministas para la descolonización
351
Quizás la ruptura con la objetividad provenga de reconocer lo
mucho que de una hay en eso que “científicamente” aparece como
lo de todos y todas, y convertirla en parte de lo que narramos,
reconociéndonos parte, reconociéndonos moldeables, pero también activas y, en consecuencia, productoras de la historia y de las
interpretaciones que hacemos de ésta.
Algunos aportes a la lectura de la(s) historia(s)
desde una mirada feminista descolonial
A partir de la crítica expuesta, empecé a explorar otras posibilidades teóricas y metodológicas de la narración de la Historia
que me permitieran ahondar en otras formas de hacer, pensar y de
escribir historias más cercanas a la intención de consolidar una
propuesta histórica y feminista que aporte a proyectos descolonizadores. He de aclarar que esta primera exploración, que arrojó
como resultado mi tesis de maestría, es aún un largo camino por
recorrer, una puerta abierta. De hecho, hoy me pregunto por las
posibilidades de acción y de cambios reales que tenemos en la
historia escrita, que es en sí misma parte de una larga imposición
colonial.
Como campo teórico-político, la historia escrita desde una
perspectiva feminista y descolonial es una propuesta de análisis crítico, contrahegemónico y de conocimiento situado, en la cual se
esbozan una serie de elementos que complejizan las reflexiones
alrededor de la disciplina histórica tradicional y la historiografía
feminista occidental.5 En esa medida, pretende interpelar la cons5
Durante la segunda mitad del siglo xx, en la narración histórica colombiana aparecieron con fuerza los estudios históricos de las mujeres. En
este país tomó especial relevancia el trabajo de investigación de Michelle
Perrot y del medievalista Georges Duby, quienes en los años noventa publicaron cinco tomos de La historia de las mujeres en Occidente. Así mismo, bajo
la dirección académica de Magdalena Velásquez, en los años noventa fue
publicada en Colombia la Historia de las mujeres en Colombia. Menciono estas
dos obras que han sido pioneras en las escuelas de historia colombianas, sin
embargo, han sido muchas las autoras e investigadoras que a partir de los
352
Alejandra Londoño Bustamante
trucción misma del sujeto universal mujer y los vínculos que en el
tiempo se tejen para que se construya —o para construir— lo que
conocemos como Historia, para así pensar la genealogía de la
construcción de los sujetos históricos denominados “mujeres”
por el mundo occidental y moderno.
Es, pues, una propuesta antes que nada política y emancipadora de comprensión del pasado para la acción en el presente que
vivamos. Es un diálogo comprensivo a través del cual se exploran
los sentidos de la construcción de los sujetos construidos como
mujeres y de sus interacciones. De esta forma, la historiografía
feminista para la descolonización no busca hacer la Historia de la
“mujer” o de “las mujeres”, sino articular diálogos para comprender, en palabras de Aura Cumes: “cómo llegamos a ser lo que somos” y “cómo podemos llegar a ser lo que queremos ser”, a través
del conocimiento y la reapropiación de esas historias vitales que
habitan la oralidad, la música, las formas de relacionamiento.
La investigación histórica feminista y descolonial pone en diálogo y en tensión las herramientas del amo6 con las experiencias
recursos de la historia tradicional se han preguntado por los lugares ocupados por las mujeres en el pasado. Aunque más adelante haré mención de este
aspecto, considero importante nombrar que un pequeño grupo de historiadoras feministas en Colombia, a partir de esta emergencia de los estudios
históricos de las mujeres, y en la línea de autoras francesas, españolas y estadounidenses empezaron posicionar la historiografía feminista (y ya no sólo
la historia de las mujeres) como una corriente investigativa al interior de los
estudios históricos.
6
En 1984 la escritora afroamericana, feminista, lesbiana y activista por
los derechos civiles Audre Lorde, en su texto La hermana, la extranjera, señalaba que “las herramientas del amo jamás desmontarán la casa del amo”.
Estoy completamente de acuerdo con lo planteado por ella. Cuando hablamos de investigación y de historia escrita, apelamos a las herramientas del
amo, conversamos ya con los mecanismos interpretativos impuestos por la
colonia, de ahí que esté claro que un ejercicio de escritura histórica feminista y descolonial no desmontará la casa del amo; sin embargo, en este contexto, es posible que el análisis comprensivo de lo que somos, a través de una
mirada crítica del pasado, nos posibilite encontrar las herramientas propias,
unas que sí aporten a cambios y a proyectos descolonizadores y, por tanto,
emancipatorios.
Historiografías feministas para la descolonización
353
comunitarias y colectivas para una comprensión profunda de las
respuestas que encontremos a la pregunta “¿cómo llegamos a ser
lo que somos?”.
Ahora, si bien a partir de esta propuesta cuestiono el eurocentrismo, la colonialidad del saber, el androcentrismo, la linealidad de
la narración histórica hegemónica, la violencia epistémica de esta
disciplina y los métodos y metodologías de investigación y de enseñanza de la Historia, no pretendo abstraerme por completo de
lo construido por las corrientes historiográficas tradicionales
(este modo de escritura, de hecho, me aleja de ese quiebre radical). Rahadni Guha lo plantea así:
Esta historiografía elitista, a pesar de sus carencias, no deja de
tener utilidad. Nos ayuda a conocer mejor la estructura del Estado
colonial, el funcionamiento de sus diversos órganos en determinadas
circunstancias históricas, la naturaleza de la alianza de clases que lo
sostenía; algunos aspectos de la ideología de la élite como ideología
dominante del periodo […]. Y, sobre todo, nos ayuda a entender el
carácter ideológico de la propia historiografía (Guha, 2002: 35).
En ese sentido, la revisión de las formas tradicionales de hacer
Historia: de las descripciones, los análisis, de las técnicas y de los
métodos investigativos ya construidos será fundamental para elaborar propuestas críticas tanto a la disciplina misma como a la
narración del pasado, así como para construir nuevas miradas e
interpretaciones que integren otras fuentes, nuevas voces, otras
historias y que analicen el tiempo en el que se tejen hechos y
acontecimientos de manera cíclica o espiral y no lineal.
Así mismo, el análisis histórico feminista y descolonial coloca
en el debate historiográfico la pregunta por el conocimiento situado. Los sesgos, los relatos, las historias de vida individuales y
colectivas de quien o quienes investigan ocupan un lugar en la
construcción del conocimiento, que se pueden evidenciar desde
el momento mismo en el que se formula el problema de investigación o se construyen las hipótesis. El sesgo es una posibilidad
en lugar de una limitación, es un ejercicio crítico y consciente a
través del cual quien investiga reconoce sus saberes, historias y
354
Alejandra Londoño Bustamante
posiciones. Para Archila (1997), los y las historiadoras somos
como novelistas que debemos armar una trama a partir de los
datos que poseemos. Construimos un argumento y narramos historias. Sin embargo, esos datos que poseemos no siempre están
asociados a documentos o fuentes oficiales, el dato puede ser un
fragmento de nuestra propia historia en el tiempo presente o pasado cercano que nos lleva a preguntarnos por procesos históricos.
La investigación social que se asume desde la teoría del punto
de vista feminista o conocimiento situado, adopta una mirada no sólo
crítica sino, además, activa en la transformación política, social,
cultural y económica de las relaciones humanas hegemónicas. No
es en vano que esta propuesta aparezca en los contextos de los
países llamados del “Tercer mundo”, y que sea producida por sujetos subalternos, afectados por relaciones de poder derivadas de
la raza, clase, sexo y sexualidad.
La revisión crítica de la Historia tradicional, el análisis crítico
de quién escribe, así como la investigación y la enseñanza de historias desde una perspectiva feminista descolonial implica además
un análisis de los sistemas de opresión y la forma como éstos actúan sobre los hechos y acontecimientos históricos, lo cual debe
quedar explícito en esa nueva narración. El capitalismo, el racismo y el patriarcado son sistemas interdependientes que se manifiestan en prácticas políticas cotidianas e institucionales y que,
además, actúan como maquinarias de poder discursivo que penetran la construcción de saber y las relaciones de poder.
Angela Davis (2004) señala, al respecto, la deuda que tenemos
las historiadoras con la reconstrucción y el análisis de las historias
de las mujeres negras durante el periodo de la esclavitud. El llamado de Davis trasciende los discursos de la inclusión y la igualdad presentes en los relatos de la historia de las mujeres, de ahí
que su propuesta plantee otras posibles rutas para construir análisis históricos feministas, descoloniales y antirracistas.
El texto de Angela Davis, además de ser una “reveladora” propuesta de las posibilidades políticas y metodológicas para construir historias otras, es un gran aporte a la perspectiva de investigación feminista, debido a la des-universalización que construye la
Historiografías feministas para la descolonización
355
autora del sujeto mujer a partir de las experiencias vividas por las
mujeres negras tanto en el periodo oficial de la esclavitud en Estados Unidos, como en la época actual. El trabajo de cuidado, la
maternidad, el trabajo en la agricultura, la relación con el esposo
y las relaciones familiares son algunos campos de relaciones sociales a
través de los cuales Davis analiza y cuestiona la mirada homogénea que la historia y algunos feminismos han construido de un
supuesto “sujeto mujer”.
La propuesta analítica de Davis es una crítica radical a la narración histórica capitalista, racista, colonial y patriarcal que ha
ocultado sistemáticamente las prácticas de resistencia y sublevación de las mujeres negras en el contexto de la esclavitud. Un
ejercicio de borramiento que se constituye en una práctica de poder; pero además, la pregunta que siembra Davis y que tiene que
ver con la necesidad de investigar y escribir las historias de las
mujeres negras es fundamental, no sólo porque en este cuestionamiento subyace un llamado a describir “lo sucedido”, sino porque
allí hay pistas importantes para desanudar preguntas en torno a lo
que somos y a lo que podemos llegar a ser. Finalmente, es una
pregunta por las estructuras de poder y por los mecanismos a través de los cuales esas estructuras construyen a las mujeres negras
e imponen un destino para ellas y, por extensión, para todo un
pueblo.
En un intento por recoger algunos aspectos propositivos de
este apartado, diría que una reconstrucción de las historias desde
una perspectiva feminista (hoy hasta dudo del feminismo, pero
sigamos…) para la descoloniazación debe enfrentarse, entre otras,
a las siguientes implicaciones:
1) Asume la narración del pasado y sus vínculos con el presente como un ejercicio activo de responsabilidad política y del
pensamiento.
2) Reconoce los límites coloniales y modernos de la Historia
escrita disciplinar y, en esa medida, juega conscientemente
con los límites, posibilitando diálogos y puentes interpretativos de las narraciones del pasado en los que la voz autorizada no es la construida desde la hegemonía.
356
Alejandra Londoño Bustamante
3) Destruye los sujetos universales y los análisis que universalicen la interpretación, incluso los construidos por el feminismo.
4) Entiende la Historia a partir del reconocimiento de la existencia de múltiples historias que se reafirman y tensionan
entre sí, y que están adscritas a sistemas de opresión y, por
tanto, a juegos de poder.
5) Reconoce el conocimiento situado o lugar de enunciación de
quien investiga. Diría el historiador de Trinidad y Tobago
C. L. R. James: los grandes hombres hacen historia, pero
sólo la historia que les es posible hacer. Su libertad de acción está limitada por las necesidades de su ambiente. Describir los límites de esas necesidades y la realización, total o
parcial, de todas las posibilidades, es la verdadera tarea del
historiador (1963: 17). Así, el conocimiento situado o el lugar de la experiencia debería convertirse en una herramienta no sólo para quebrantar la objetividad y para que quien
investiga reconozca sus sesgos, sino además como una práctica de conciencia política que destruya el lente interpretativo colonial y racista, posibilitando que los pueblos se narren a sí mismos y no a través de intérpretes ajenos a sus
experiencias históricas más vitales.
6) Supera la lectura evolucionista y causal de los hechos y de
los acontecimientos históricos.
7) Trasciende el análisis de una historia estática, empolvada en
anaqueles y consignada en el pasado sin efectos o aspectos
que vuelven a emerger en el tiempo presente.
8) Y, en el campo metodológico, supone una revisión crítica de
lo que hasta ahora ha sido considerado como las “fuentes
legítimas” para la reconstrucción de acontecimientos y hechos, así como de la lectura lineal y causal del tiempo.
Intentando concluir
La crítica a la disciplina histórica que enuncio en este artículo
no es nueva, y ha tenido algunos impactos en otros campos de las
Historiografías feministas para la descolonización
357
ciencias sociales y humanas. Sin embargo, a la fecha las principales escuelas historiográficas, en este caso colombianas, no han
permitido que estas reflexiones permeen lo suficiente las formas
de hacer historias y, por lo contrario, se han opuesto enfáticamente, o han dado apertura a algunas experiencias, pero en espacios
marginales.
El impacto generado en las ciencias sociales y humanas a partir
de procesos históricos y debates académicos tales como las investigaciones de corte antirracista, los movimientos indígenas, negros afrodescendientes y campesinos en América Latina, o movimientos políticos y sociales como el movimiento estudiantil Mayo
del 68, los desarrollos teóricos propuestos por pensadoras/es afrodescendientes e indígenas en América Latina, los estudios culturales en Estados Unidos, la Independencia de la India y África y,
con ello, la aparición de los estudios postcoloniales y subalternos,
los estudios feministas, no han tocado con suficiente fuerza la disciplina histórica colombiana, la cual se mantiene como un centro
de poder productor y reproductor de las relaciones de poder.
Es necesario reconocer cambios recientes, tales como el paso
de una disciplina histórica cuyo objeto de estudio era fundamentalmente la historia política y económica, a otra interesada en el
estudio de la vida cotidiana, los movimientos sociales o historias
desde abajo, los procesos identitarios y las relaciones de poder.
Sin embargo, es pertinente, también, no perder de vista que estos
campos de especialización de la disciplina no sólo son espacios
marginados, sino que, además, difícilmente se han desvinculado
del tipo de narración descriptiva, causal, lineal y objetiva que aún
ignora la importancia de la reflexión teórica, filosófica y epistemológica que conduzca a posiciones estructurales más críticas,
complejas y situadas.
El debate acerca de la construcción de historias desde una mirada feminista, descolonial y, por tanto, contrahegemónica, tampoco ha sido un problema ampliamente discutido al interior de la
teoría feminista en Colombia. Aunque recurrentemente las historiadoras feministas nombran la necesidad de construir historias
otras que no sólo reconstruyan, sino que resignifiquen los lugares que en la Historia han ocupado las mujeres, aún no se supera
358
Alejandra Londoño Bustamante
la lógica descriptiva mujerista, y poco se ha complejizado la construcción misma del sujeto histórico mujer, las implicaciones de escribir diferentes historias en territorios como el que habitamos, y
la relación de esta construcción con la colonialidad y con los sistemas de opresión, ordenadores de las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales.
Se hace necesario aclarar que esta crítica no pretende borrar
los importantes aportes de teóricas que se reivindican como historiadoras feministas, y que tanto en Colombia como en otros
territorios han hecho aportes importantes para posicionar la historiografía feminista como una corriente epistemológica, algunas
de éstas: Girlandrey Sandoval Acosta, Scott, Silvia Federici, Lola
Luna, Alicia Miyares —entre otras que seguramente se me escapan—. Igualmente, considero significativo enunciar los aportes
que a las ciencias sociales y humanas han hecho corrientes feministas radicales como el black feminism, el feminismo materialista,
el feminismo autónomo, el feminismo comunitario, el feminismo
popular, el feminismo negro en lo que hoy conocemos como latinoamericana y el lesbianismo feminista.
Finalmente, las construcciones teóricas y los debates políticos
planteados por éstas y otras autoras y activistas políticas han posibilitado que hoy me pregunte tanto por la historiografía como
por los métodos y metodologías para la reconstrucción de historias desde una perspectiva feminista descolonial.
No obstante, lo analizado hasta el momento de la historiografía feminista en Colombia, evidencia una serie de vacíos políticos
y metodológicos. No es sencillo superar el acumulado de aprendizajes de siglos de pensamiento colonial, salir del discurso lineal,
universalista, causal e, incluso, esencialista, o —en el peor de los
casos— dejar de ser relato útil de los poderes hegemónicos.
La historiografía feminista o los estudios históricos de las mujeres que he revisado hasta el momento en Colombia siguen anclados a la reconstrucción de hechos históricos femeninos en los
que la feminidad es un hecho natural y no una construcción histórica anclada a relaciones del poder colonial; o a la lógica de la
inclusión —bastante liberal por cierto— de las mujeres en la narración histórica, o a la consideración de que la disciplina históri-
Historiografías feministas para la descolonización
359
ca es un medio para convertir a las mujeres en actoras y protagonistas de la Historia rescatando sus voces perdidas y silenciadas.
Girlandrey Sandoval plantea al respecto:
La historiografía feminista permite la reconstrucción de los hechos históricos femeninos diferenciados de las periodicidades convencionales, con base en un saber hacer histórico que replantea la
utilización de las fuentes, las categorías de análisis, la dicotomía público/privado, e incluye la redefinición del concepto de política y participación política. [...] El modelo de la historiografía feminista es uno
de varios que provee la epistemología feminista en diversos centros de
investigación y estudio científicos. [...] Tanto en centros de investigación como en las academias de historia a nivel mundial, especializadas
principalmente en la historia de las mujeres y en los Women’s Studies
se abren camino desde las últimas décadas del siglo xx, los estudios
que privilegian el sujeto femenino, la representación social del mismo
y las dinámicas consecuentes de las interpretaciones que los hombres
y las mujeres y demás géneros han hecho al respecto (2012: 62).
Me atrevo a decir que este tipo de propuestas corre el riesgo
de terminar haciendo parte de los discursos hegemónicos y de las
lógicas reproductoras de análisis del género modernos y por tanto
coloniales, que se fundamentan, por ejemplo en la idea de que
existe una feminidad que es universal y que ha estado presente a
lo largo de la historia que podemos narrar.
Pensando en los puntos problemáticos encontrados hasta el
momento en las propuestas de análisis histórico feminista en Colombia, considero que una de las primeras rupturas necesarias en
el análisis y en el relato de las historias es, justamente, su lógica
dicotómica y jerárquica. Este ejercicio supone, por supuesto, una
implicación crítica al deshabitar lugares naturalizados y complejizarlos. Algunos de estos lugares son lo femenino, lo masculino, el
hombre, la mujer, lo público, lo privado, entre otros. Esta lógica dicotómica está profundamente anclada al pensamiento moderno y
construye sujetos universales que habitan en tiempos que se desarrollan de manera lineal y causal. Bajo esa perspectiva se limita la
posibilidad de hacer análisis descoloniales, complejos y situados.
360
Alejandra Londoño Bustamante
Esta concepción de la historiografía feminista responde, posiblemente, a la urgencia social de visibilizar a las mujeres, de “sacarlas
del olvido” y “rescatar sus voces”. Sin embargo, esto no es suficiente
en una lógica que piensa la construcción de saberes como herramienta estratégica para la eliminación de los sistemas de opresión.
Desde una propuesta historiográfica, fundamentada en una
mirada feminista que aporte a la descolonización, no basta entonces con incluir a “las mujeres” —ese sujeto que se presenta como
natural y no como construcción— en la discursividad histórica
dominante, pero tampoco con estudiar exclusivamente la imposición del sexismo o el sistema de dominación patriarcal, como si
fueran sistemas de opresión que operaran de manera separada del
colonialismo, el racismo y el capitalismo.
De acuerdo con lo planteado al inicio de este artículo, la pregunta por una historiografía feminista que aporte a las descolonización es un camino que comienzo a recorrer y que espero seguir
alimentando en el debate que pueda sostener con otras personas
interesadas en pensar las historias desde lugares que permitan una
mayor complejidad del manejo de los tiempos y de las fuentes, así
como una mirada que no se limite a la interpretación causal, que
genere rupturas con la objetividad, que busque en las raíces y no
en los textos que hablan de la Historia, que analice la imbricación
de los sistemas de opresión y que cuestione la hegemonía disciplinar histórica, para así pensar nuevas preguntas, métodos y metodologías tanto de investigación como de enseñanza de la Historia,
ya no sólo para Colombia, sino además para América Latina y el
Caribe, e incluso para otros territorios.
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