Perpere Viñuales, Álvaro
Justicia social: lecciones de un debate
Revista Cultura Económica Año XXIX, Nº 81-82, diciembre 2011
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Perpere Viñuales, A. (2011). Justicia social : lecciones de un debate [en línea], Revista Cultura Económica, 29(81-82).
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Justicia Social: lecciones de un debate
ÁLVARO PERPERE VIÑUALES
I. Introducción
En 1947, convocados por el uruguayo Dardo
Regules, un grupo de argentinos fuertemente
comprometidos con la realidad social se
dirigió a Montevideo para ser parte de la
fundación de la Asociación Latinoamericana
de Demócratas Cristianos1. Inspirados por las
enseñanzas de Jacques Maritain y sintiéndose
fuertemente apoyados por la Alocución de
Pío XII dada en Navidad de 19442, deseaban
influir en sus países y transformarse en
activos actores sociales. Compartían una
mirada común en temas que consideraban
centrales: valoraban a la democracia como
sistema político, consideraban imposible otro
régimen político que no fuera uno basado
en la libertad, y eran muy críticos de ciertas
posiciones que consideraban intolerantes,
incluso dentro del mismo cristianismo.
Al final de la reunión se firmó una suerte
de manifiesto en la que establecieron una
serie de puntos de acuerdo que serían la
base desde la que ellos esperaban, crecería
esta nueva visión humanista y cristiana de la
política y la economía. El manifiesto establecía
los principios centrales de una gran variedad
de temas: organización política, educación,
la relación entre familia y sociedad, entre
otros. Al tratar sobre lo que llamaban la
cuestión económico-social específicamente,
señalaban que era necesario reafirmar el
“predominio de la moral sobre el lucro” o
también que esta visión humanista que ellos
sostenían“busca una distribución más justa
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de la propiedad. Se empeña en superar el
capitalismo, individualista o estatal, por medio
del humanismo económico” (Compagnon,
2003: 371-374).
Evidentemente, esta no era una afirmación
menor, sino que englobaba toda una posición
acerca de la política y la economía, y los
debates no tardarían en llegar. En efecto,
como desarrollaré más adelante, algunos
consideraron que no era necesario “superar
el capitalismo” pues éste reflejaba cabalmente
las enseñanzas de Cristo en el campo de la
economía.
El debate se dio en dos grandes ejes. El
primero de ellos, tal vez el más complejo por
las repercusiones que tuvo, fue sobre la relación
entre el orden económico y el orden político.
En concreto, la pregunta era si el capitalismo
no era el único sistema que verdaderamente
defendía a la democracia y si, por lo tanto,
superar el capitalismo no implicaba una vuelta
encubierta al totalitarismo3. El segundo debate
era en torno a la noción de Justicia Social y
sobre todo, acerca del significado y valor que
tendría que tener esta noción para todo aquel
interesado en volcar en la sociedad las ideas
del pensamiento social cristiano.
La discusión se planteó sobre todo en la
revista Orden Cristiano, en la cual solían escribir
la mayoría de los firmantes de la Declaración.
Esta revista, fundada por Alberto Duhau,
agrupó desde 1941 a un importante grupo
de intelectuales católicos que se oponían al
totalitarismo en todas sus formas. Luego de
hacerse pública la Declaración de Montevideo,
el cruce de cartas y de artículos duró varios
meses. Prácticamente todos los participantes
eran laicos con una sólida formación en sus
áreas de trabajo e investigación. Con los años,
algunos incluso ocuparían cargos importantes,
tanto a nivel académico como a nivel político.
Puestos a ordenar las coordenadas del
debate, se pueden reconocer dos posiciones
más o menos definidas, al menos en la cuestión
de fondo. La primera de ellas sostenía que
la Justicia Social era un resultado al que se
llegaba a partir de una correcta aplicación
de las reglas de las ciencias económicas.
Éstas no eran otras que las del capitalismo
liberal. La segunda, en cambio, ponía a la
Justicia Social como una meta anterior a
las decisiones económicas y políticas. Estas
debían reconfigurarse en miras a alcanzar
esta finalidad, considerada indudablemente
superior.
En el presente artículo me propongo mostrar
los desarrollos y argumentaciones hechas en
medio de este apasionado debate sobre la
naturaleza de la justicia social, mostrando
los puntos más sólidos y los puntos débiles
de cada uno de ellos. A casi 70 años de esa
polémica, los planteos de entonces aparecen
frente a nosotros con una notable actualidad,
y ciertamente, son una invitación a reabrir la
discusión sobre este tema.
II. La economía como única causa de la
justicia social
1. Alberto Duhau y el capitalismo liberal
Dentro del grupo que consideraba a la
economía como ciencia directriz de lo social,
y a la Justicia Social como un resultado de
ella, sobresalen los planteos desarrollados por
Alberto Duhau, director de la revista Orden
Cristiano y firmante de la Declaración de
Montevideo. En sus artículos, manifiestamente
declara seguir los análisis de Adam Smith,
y sobre todo las interpretaciones más
contemporáneas de Mises. Es él quién le
brinda los argumentos que considera más
sólidos en la discusión con el socialismo y
con toda forma de intervencionismo.
El análisis de Duhau parte de lo que él
considera una recta visión antropológica.
El hombre es para él un espíritu que lucha
por superarse, y esta superación supone la
dominación y el sometimiento de la animalidad
presente en él. Hay una natural búsqueda de
mejoras materiales: alimentación, vivienda,
etc., cuyo origen se encuentra en el deseo
humano de vivir una vida “más amplia y más
bella”. Guste o no, lo cierto es que esto “solo
se puede conseguir con la riqueza” (Duhau,
1947b: 14). Siendo así, el sistema más acorde a
la misma naturaleza humana es el que respeta
el libre uso de los propios bienes. Éste no
solamente permite el desarrollo individual
exigido por el mismo ser del hombre, sino que
sobre todo lo promueve e incentiva (Duhau,
1947a: 693-694).
Al confrontar esto con la doctrina cristiana,
Duhau encuentra que aunque en muchos
aspectos la completa, lo cierto es que en
su núcleo más profundo hay para él una
profunda concordancia. Considera que el
cristianismo, como religión revelada, es una
especie de confirmación sobrenatural del
análisis racional hecho más arriba. Cristo
es para él “el liberador del hombre, que
murió para darle derechos inalienables y
nosotros, siguiendo sus enseñanzas, debemos
adoptar un sistema económico basados en
las capacidades del hombre” (Duhau, 1947a:
694). Como explícitamente señala, cree que
el pleno goce de este derecho inalienable es
el pleno goce de la libertad. El “capitalismo
liberal”, como lo llama Duhau, es el sistema
que mejor acepta y asume la realidad del
hombre. Llamado a ejercer su libertad, es este
sistema el que mejor garantiza este desarrollo
(Duhau, 1947b: 28).
Un análisis objetivo de la realidad muestra
la centralidad de las nociones de propiedad
privada, libertad individual y libre iniciativa.
Todo hombre que medite sinceramente y sin
prejuicios ideológicos, acabará necesariamente
aceptando esto. Y el cristianismo tiene que
asumir esto como un hecho indiscutible, pues
si no lo hiciera “los hombres se separarán
del catolicismo y buscarán algunos en otras
religiones una justificación a su modo de
vivir. Otros, sin separarse de la religión, serán
católicos rituales” (Duhau, 1947a: 693-694).
2. La justicia social
A partir de estos principios, Duhau se lanza
de lleno a intentar resolver la cuestión de
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qué es la Justicia Social. No tiene dudas de
que todo el mundo, creyentes y no creyentes,
hombres sencillos y doctos, todos la desean
y luchan por ella: “¡Crear un mundo mejor!
Y de la cátedra y del púlpito sagrado oímos
hablar de la Justicia Social” (Duhau, 1947b:
14). Evidentemente, todos utilizan la palabra
para grandes discursos, pero es necesario ver
cuál es su significado. Para ello no hace falta,
a su juicio, tanta reflexión teórica, sino volver
la mirada a la gente común y sencilla. Y sin
duda, esta gente la entiende de un modo muy
concreto: como mejora de las condiciones
materiales de vida: “La gentes entienden
por justicia social una mejor alimentación,
vivienda, vestimenta, mejores salarios, etc.,
etc.” (Duhau, 1947b: 14). La justicia social
hace, para él, referencia a un problema muy
concreto: el problema del desarrollo material,
el problema de cómo hacer para que crezca
la producción y la riqueza para, a partir de
ello, pensar en su distribución. Si queremos
que haya justicia social, entonces, es necesario
elegir el mejor medio para aumentar la riqueza.
A eso se acaba limitando el problema, pues
no se puede distribuir lo que no existe. Y el
mejor sistema, como ha probado la ciencia
económica, es el que respeta la libre iniciativa,
la propiedad privada y no permite al Estado
ejercer un supuesto rol redistribucionista, que
en el fondo acaba siempre perjudicando a
quienes pretende ayudar.
Esta verdadera noción de justicia social
tiene, a su juicio, tres grandes enemigos: la
gente poco instruida, los que quieren obtener
ventajas, y las élites (Duhau, 1947b: 30-32,
43). En primer lugar, hay gente que no ha
sido suficientemente instruida y honestamente
cree que cierta intervención puede mejorar
la situación de los más pobres. Pero para él es
claro que el que entiende el proceso económico,
incluso entendiéndolo solamente a grandes
rasgos, sin duda no aceptará esto. Es por
eso necesaria cierta acción de divulgación4.
En segundo lugar, hay que reconocer cierta
maldad en el mundo, y por lo tanto asumir
que hay gente que saca ventajas de los sistemas
colectivistas y quiere seguir haciéndolo.
Finalmente, Duhau habla de ciertas élites
que aunque son vencidas por los hechos (o
incluso militarmente), siguen pregonando
por sistemas intervencionistas, colectivistas o
estatistas, “etapas todas de un mismo camino
hacia el totalitarismo” (Duhau, 1947b: 43).
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La justicia social es un anhelo loable y
honorable, pero es necesario reconocer que
la única posibilidad de que ella exista es que
se produzca riqueza y que ella libremente
pueda circular entre los hombres. Cualquier
otro intento estará condenado al fracaso.
3. Otras argumentaciones
Con una visión mucho menos optimista
respecto a las bondades del capitalismo, pero
sin dejar de aceptarlo como única doctrina
económica, las argumentaciones de Carlos Coll
Benegas y de Iván Vila Echagüe avanzarán más
o menos en la misma dirección que Duhau.
Apenas conocida la Declaración de
Montevideo, Coll Benegas dirige una carta
al director de la revista Orden Cristiano y
firmante de la declaración, con un tono
amable pero firme, criticando la oposición al
capitalismo propuesto por los democristianos
de Montevideo.
El problema de fondo no radica en la meta
que se busca, ciertamente loable, sino en los
medios a través de los cuales se cree que se
puede llegar a un justo reparto de los bienes.
El considera que, se diga lo que se diga,
cuando uno quiere redistribuir la riqueza se
encuentra con que solamente hay dos métodos
para hacerlo: o se hace según la libertad de
cada uno o según la decisión del Estado, que
quita y entrega a su juicio. No hay una tercera
posición (Coll Benegas, 1947a: 929). Más aún,
de manera terminante se opone diciendo:
“La tercera posición resulta un disfraz para
la posición totalitaria” (Coll Benegas, 1947a:
932). Aceptado esto, cualquier intento que
pretenda que la redistribución de los bienes
sea de otro modo que a través de la libre
decisión de los individuos que manejen los
bienes y los distribuyan, no puede sino acabar
en un problema. La riqueza es mayor cuanto
mayor sea la posibilidad de las personas de
libremente manejar su propiedad, por lo
que cualquier tipo de intervención, por más
pequeña que sea, detiene este orden natural
de las cosas.
Es claro que el sistema capitalista, como
todo sistema, puede fallar, porque “no es un
sistema que funcione solo, es el resultado
de la acción de los hombres” (Coll Benegas,
1947a: 929). Frente a estos fallos, aparecen
en primer lugar las leyes, que solucionan
algunos de estos problemas, por ejemplo,
una estafa o un robo. Pero hay conductas que
no son necesariamente ilegales y que pueden
desembocar en situaciones negativas. Es el
cristianismo el que aporta una moral que sirve
para amenguar ciertas tendencias negativas
en el hombre, e incluso para empujarlo a ser
generoso con sus bienes. Pero esto no puede
ser algo forzado desde fuera, es decir, no
puede ni debe obligarse a nadie a entregar
todos o algunos de sus bienes. Es el mismo
individuo el que libremente debe elegir donar,
regalar o entregar lo que legítimamente le
pertenece. Por eso, dice Coll Benegas, “la
Iglesia recalca la necesidad de reformar las
costumbres, para que el correctivo venga de
la conducta individual” (Coll Benegas, 1947a:
930). En otras palabras, aun reconociendo que
ciertas consecuencias del capitalismo pueden
ser malas, Coll Benegas no encuentra otro
camino que el de solucionar esto a través de
la moral cristiana, que funcionaría como un
contrapeso interior frente al egoísmo inherente
al sistema, modificando las conciencias de
cada uno de los hombres.
La ventaja del capitalismo es para él
innegable: el progreso material es algo
prodigioso, por lo que es claro que la Iglesia
“no considera que el capitalismo sea algo malo,
pues supondría que los hombres vuelvan a la
edad de piedra” (Coll Benegas, 1947a: 930).
De esta manera, una justa redistribución
de los bienes no puede ser otra que la que
libremente surge de los individuos. Cualquier
otro intento por hacer esto supondría violentar
la naturaleza de las cosas. En efecto, se
violentaría la autonomía individual al anular
la libertad de las personas y se violentarían los
principios de la economía, propugnando por
un sistema que no solamente no distribuiría
los bienes con justicia sino que además sería
ineficiente en cuanto a la creación de riqueza.
Es posible alentar ciertas conductas, como
las proposiciones que hace la Iglesia a sus
fieles, pero en modo alguno esto puede ser
un plan de gobierno.
Todo este análisis tiene, sin embargo, un
trasfondo de cierta aceptación de las fallas
de capitalismo. Para Coll Benegas, como
señalé más arriba, el capitalismo no puede
evitar que se den ciertos abusos o ciertas
situaciones injustas, que él mismo considera
moralmente reprochables. El problema que ve
es que cualquier tipo de intervención aparece
como insostenible en un debate económico.
Esto lo lleva a decir que la Declaración de
Montevideo tiene mucho sentimentalismo,
pero poco rigor científico (Coll, 1947b: 695).
En otras palabras, no duda de las buenas
intenciones de los firmantes, ni duda de
que el mundo sería mucho mejor y más
equitativo si esos ideales se cumplieran pero,
a su juicio, pretender oponerse a la economía
liberal muestra una sorprendente carencia de
conocimientos sobre las ciencias económicas.
Para él, la abolición de la propiedad privada
ha sido siempre un señuelo en el que muchos
han caído, tentados por este deseo de una
distribución supuestamente rápida y equitativa
(Coll Benegas, 1947b: 695). Supuestamente,
dice, pues en el fondo el resultado final será
un mundo más pobre y por ende, más injusto
para todos.
4. La intervención estatal en la legislación
social como único camino
En una línea semejante parece moverse
el ingeniero Vila Echagüe, quien interviene
brevemente en la discusión, aunque muchos
de sus escritos posteriores aparecen en clara
concordancia con este debate. Más de diez
años después de la polémica suscitada por la
Declaración de Montevideo, consideraba que
éste era el tema más importante a solucionar
entre los que querían aplicar las enseñanzas de
la Doctrina Social de la Iglesia en el mundo5.
Volviendo a 1947, sintiéndose cuestionado
por haber firmado un texto que llamaba a
superar el capitalismo, Vila Echagüe reafirma
que la causa verdadera de la firma del
documento es la oposición al totalitarismo. Él
no considera que la afirmación sea incorrecta
(en eso se diferencia un sutilmente de Coll
Benegas y de Duhau) aunque cree que no es
todo lo precisa que debería, sobre todo, por
la centralidad de la cuestión (Vila Echagüe,
1947: 753)6.
Ante esto, Vila Echagüe considera que,
analizada la cuestión desde el punto de
vista económico, no cabe duda de que las
posiciones propuestas por el capitalismo
liberal son correctas. Las cuestiones en torno
a la producción de bienes, el empleo y el
crecimiento de la riqueza están excelentemente
explicadas por esta teoría. Al mismo tiempo,
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la experiencia muestra que toda intervención
estatal, aun cuando apuntara a un crecimiento
de la riqueza, ha acabado siempre produciendo
mucha menos de la que se hubiese obtenido si
se hubiese dejado a la gente elegir libremente
qué hacer con sus bienes (Vila Echagüe, 1952:
51). En síntesis, el orden económico no puede
ser otro que el que propone el capitalismo,
pues es el que da mejores resultados en cuanto
a la generación de la riqueza, y porque es el
que mejor respeta la libertad individual que la
Iglesia defiende contra todos los totalitarismos:
Este conjunto de elementos básicos que son
la libertad personal, la propiedad privada, la
libre competencia y el Estado, estableciendo
y asegurando el orden jurídico adecuado
para el funcionamiento del sistema y el
cumplimiento de las exigencias del bien
común, constituye la estructura de la
organización económico-social conforme a
mi juicio, con la concepción democrática y
cristiana de la vida (Vila Echagüe, 1960: 18).
Sin embargo, Vila Echagüe considera que
el Estado puede promover una situación más
justa interviniendo en la legislación de todo
lo que se da en torno al proceso económico y
que tiene que ver con las personas: derechos
de los trabajadores, derecho a la educación,
trabajo infantil, etc. En este sentido, no
pueden ser las puras fuerzas del mercado
las que resuelvan estas cuestiones, sino que
es necesario que haya una decidida acción
por parte del Estado a favor de los pobres y
desprotegidos. Sin esta intervención no hay
duda, a su juicio, de que esta gente vivirá
situaciones claramente más injustas. Por ello,
el Estado no puede limitarse a ser el Estado
gendarme que propone el capitalismo, que
cuida solamente cuestiones relacionadas
con la seguridad y los contratos, sino que
puede intervenir en la sociedad por medio
de la legislación social. En este sentido, y
solamente en este sentido, tiene razón de
ser el llamado a “superar el capitalismo”: en
nombre del bien común es correcto pedir la
intervención del Estado, siempre que se sepa
“claramente para qué se pide esa intervención
y qué sentido se le debe dar” (Vila Echagüe,
1960: 32). No es, opina, el crecimiento de
una “tercera posición” sino una superación
que se da por el abordaje de temas que están
por fuera de lo puramente económico y que,
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sobre todo a partir del siglo XIX, han sido
olvidados por aquellos que han tenido a cargo
la legislación en sus países.
La reflexión final de Vila Echagüe es muy
dura respecto de aquellos que pretenden
que el Estado intervenga en el proceso
económico y modifique el resultado que surge
del respeto absoluto de la propiedad privada
y la libertad. Para él, luego de un pequeño
momento de bonanza, el bienestar general
disminuirá considerablemente y esto ocurrirá
necesariamente. Por eso es que es necesario
profundizar en las enseñanzas de la economía
para reconocer que toda injerencia externa
al proceso de mercado acaba siempre mal
(Vila Echagüe, 1960: 54-56).
Como se puede ver, aun con sus diferencias,
los tres autores muestran que la justicia social
está íntimamente asociada a la distribución de
la riqueza material. Para ellos, esta distribución
debe hacerse libremente y esto por dos razones
concurrentes. A nivel económico, porque es la
manera más segura de aumentar la riqueza y
crear mejoras en la sociedad. A nivel religioso,
porque para ellos el cristianismo se presenta
sobre todo como una religión que llama a
la gente a libremente convertirse y ser ella
misma la que decide crear un orden social
más justo.
III. La respuesta en
Humanismo Cristiano
nombre
del
Frente a las argumentaciones que tendían a
subordinar a la Justicia Social a la economía,
se alzó un grupo que se declaraba seguidor de
Maritain, cuyos miembros se autodenominaban
“Humanistas cristianos” o también “Humanistas
Integrales”. A pesar de no haber llegado a
participar del encuentro de Montevideo ni de
la polémica posterior, Rafael Pividal fue en
muchos aspectos el inspirador de este grupo.
Amigo personal de Maritain7, su prematuro
fallecimiento significó un duro golpe para
los intelectuales católicos (Franceschi, 1945:
105 – Krapf, 1945: 1312-1313 – Durelli,
1945: 1313)8 pues sin duda era para todos
ellos una obligada referencia intelectual9.
Uno de los temas a los que Pividal prestó
especial atención, incluso tal vez más que su
maestro Maritain, fue el tema de la pobreza.
En efecto, ya en 1941 se lamentaba de que
un gran número de cristianos trataban muy
superficialmente el tema de la pobreza. El
cristianismo tenía que hacer una profunda
revisión de su relación para con ellos y reconocer
este olvido, que no era más que un olvido de
la misma naturaleza del cristianismo, siempre
especialmente llamada a ayudar al necesitado.
El problema ha sido a su juicio, que con la
Modernidad, y especialmente luego de la
Revolución Francesa, la Iglesia fue alejándose
de esta misión y cediéndosela cada vez más
al Estado. Este giro, aparentemente inocuo
e incluso sensato, conllevó una tremenda
transformación de la situación. Sin darse
cuenta, los cristianos volvieron al problema de
la pobreza una cuestión puramente “técnica”,
despojada de toda transformación moral, y
por lo tanto, la solución debía provenir de
una correcta aplicación de las ciencias sociales
y económicas. El cristianismo se reservó
para sí la prerrogativa de dar a la sociedad
un mensaje puramente “espiritual” pero
totalmente desconectado de la realidad concreta
y sobre todo, de las profundas necesidades
en las que estaban sumidos muchos hombres.
Para Pividal era imperativo para la Iglesia
revertir esta situación, y reconocer el drama
de la pobreza como un tema central de su
mensaje y que vuelve concreto y palpable la
verdadera espiritualidad del cristianismo10.
1. Justicia social y justicia económica
Inspirado en esta visión, en agosto de
1947 el ingeniero Mauricio Pérez Catán entra
decidido en el debate, dispuesto a dar batalla
contra una posición que considera equivocada.
Antes de desarrollar sus ideas, Pérez Catán
prefiere hacer una especie de repaso sobre
la situación que se vive al momento de darse
este intercambio. En primer lugar, reconoce
que luego de las experiencias del fascismo,
el nazismo y la presencia del comunismo, es
lógico que muchos cristianos tengan miedo
al estatismo colectivista, que les ha quitado
cosas que justamente poseían y que deberían
haber seguido siendo suyas (Perez Catán,
1947: 878). Junto a esto hay que reconocer
que no todos los cristianos están de acuerdo
con la idea de formar una tercera posición.
Guste o no, no son pocos los católicos que
miran con agrado al capitalismo liberal:
¿Cómo es posible negar que existen católicos
democráticos que por su formación espiritual
o su posición social y económica desean viva
y sinceramente una vuelta del liberalismo
económico, que era tan favorable para una
parte de la sociedad, y dentro del cual no
todo ha sido malo y repudiable, como se
pretende? (Perez Catán, 1947: 877).
En segundo lugar, Pérez Catán hace notar
que la discusión sobre la Justicia Social es
usualmente planteada en términos económicos,
esto es, en términos de bienestar material.
Para él, es necesario aceptar que cuando los
necesitados y los pobres son los convocados
a debatir sobre la cuestión social, estos en
general plantean la situación a partir de su
realidad, es decir, a partir de las injusticias
que viven cotidianamente, y esto los lleva a
hablar sobre todo de bienes materiales:
[...] surge dentro del organismo propio
de cada país, con reclamo perentorio, el
anhelo de mayor justicia social de parte
de la clase proletaria y de la burocracia.
Anhelo de mayor justicia social que, dicho
sea con toda franqueza, es, ante todo, de
tinte netamente materialista. Otra vez el
factor económico destacando su influencia
decisiva y primaria (Perez Catán, 1947: 877).
Pérez Catán es especialmente comprensivo
con este problema, pues en muchos casos las
carencias son, a su juicio, tremendas y vuelve
virtualmente imposible pensar más allá de
ellas. Un debate abierto y franco sobre este
tema, sin embargo, debe reconocer que la
cuestión va mucho más allá, y pensar todo
en términos de bienes materiales es, en su
opinión, reducir la problemática a solamente
un aspecto parcial y limitado.
Para superar esto que él considera una
estrechez de miras, Pérez Catán propone separar
lo que llama la “justicia social económica”
o la “justicia social material” de la Justicia
Social. La justicia social económica viene a
dar soluciones a las carencias materiales del
hombre, mientras que la Justicia Social es una
idea integral: viene a elevar al hombre no ya
en lo material solamente, sino en todas sus
dimensiones, incluyendo la moral, cultural
y educativa (Perez Catán, 1947: 879). Siendo
así, ella debe ser analizada separadamente
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y entendida como una idea rectora del
pensamiento social cristiano. Para él, el error
de autores como Duhau es el de reducir todos
los problemas de Justicia Social a una cuestión
de justicia social material. La reducción de
todos los problemas a lo económico es un
grave error.
Si a muchos les falta algo material, a todos
les hace falta también algo espiritual y
moral: ricos y pobres, intelectuales y poco
ilustrados, gobernantes y gobernados,
religiosos y laicos. Propiciar una solución
unilateral es solo remediar a medias o
parcialmente un mal muy profundo y muy
grande, universal (Perez Catán, 1947: 879).
Aunque es innegable que hay enormes
carencias, el problema de fondo no es para
él una dificultad económica sino una falta
de Justicia Social. Es a ella a la que hay que
poner como fin de la política y de la economía.
A partir de esto, Pérez Catán cuestiona
uno de los puntos neurálgicos de los católicos
liberales. Mientras que para ellos la Justicia
Social es una consecuencia de la economía,
para él la economía debe acomodarse a
las exigencias de la Justicia social. Esto
implica que la economía debe ser aceptada y
reconocida como una ciencia normativa y no
descriptiva: este es el gran principio a salvar
frente a posiciones que creen que la cuestión
se limita a problemas puramente técnicos.
Es esta amoralidad (y no inmoralidad) de la
economía el gran problema contemporáneo:
Y el mal de la época no es la inmoralidad
que ha existido en todos los tiempos, sino la
amoralidad, difundida extraordinariamente
ahora, que infecciona todas las clases
sociales y todas las posiciones y situaciones
donde el ser humano actúa. La amoralidad
del hecho económico, la amoralidad en
el pensamiento del que toma posición
y defiende sus intereses individuales
haciendo a un lado la consideración del
bien común, está en todas partes (Perez
Catán, 1947: 879).
Pérez Catán no se opone a la autonomía
de las ciencias frente a la moral y la religión,
al contrario, piensa que ningún hombre que
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se considere culto puede siquiera ponerlo
en duda:
No es menester hoy, en consecuencia, ser
budista, mahometano o cristiano, para
reconocer la legitimidad de la ciencia,
del arte, del derecho, de la religión o
de la metafísica. Basta estar al día con el
pensamiento más avanzado de la época,
aun sin pertenecer a confesión religiosa
alguna. Hoy, sin demostrar atraso mental,
atraso cultural, no es ya posible suprimir
cualquiera de estos campos de la realidad
humana, cualquiera de esos ámbitos
o sectores culturales de la verdadera y
completa existencia humana (Perez Catán,
1948: 466).
La cuestión es que esta autonomía no
se pretenda tan absoluta y radical que deje
afuera a lo valorativo.
El Humanismo Cristiano entiende a la
Justicia Social como un fin, al cual se tiene
que subordinar luego no solo la economía sino
también la política. En otras palabras, no es
que la correcta aplicación de medidas técnicas
acabará logrando la realización de la Justicia
Social como una especie de consecuencia
lógica, sino que las decisiones económicas
serán las apropiadas y justas en la medida en
que éstas estén realizadas tomando como meta
alcanzar la Justicia Social. Es el enfoque total
el que debe ser invertido. Precisamente esto
es lo que, a su juicio, tiene de revolucionario
el pensamiento social cristiano: que frente a
una concepción de la economía y la política
puramente avalorativa y descriptiva, ésta se
centra en la Justicia Social como un marco
moral y conceptual a partir del cual, y en
vistas a lo cual debe ser decidido todo otro
curso de acción posterior. Y lo que es más
importante, esta noción no se limita a exigir
la provisión de bienes materiales, sino que
estos son apenas un aspecto a solucionar,
y que debe darse al mismo tiempo en que
se logra dar a los hombres otros bienes. En
otras palabras, hay que solucionar el acceso
a la cultura, la posibilidad de una educación,
etc., al mismo tiempo (y no después) de que
se brinda la posibilidad de satisfacer las
demandas de los bienes más básicos.
Finalmente, para él esta noción de Justicia
Social y esta visión del hombre total es la
mejor defensa que tiene el pensamiento
social cristiano, no solamente frente a los
avances del capitalismo, sino también frente
al comunismo. Ante ellos, la defensa no se
debe plantear en términos de fuerza sino en
términos de una batalla cultural, una batalla
de ideas. Hay que reivindicar la dignidad del
hombre y todo lo que ello implica. Solamente
así se podrá empezar a construir una sociedad
más justa (Perez Catán, 1952: 298).
2. Horacio Peña: virtudes y defectos del
Humanismo Integral
Con un espíritu más combativo, el Dr. Horacio
Peña interviene también en la cuestión, con
la intención de oponerse principalmente a
la posición de Coll Benegas. Los argumentos
de Peña se centran sobre todo en la cuestión
política. Para él, reconocer que el Estado
puede intervenir en economía no implica
en modo alguno una vuelta al totalitarismo:
Pero lo que yo no puedo aceptar en el
terreno de las ideas y de las realizaciones
prácticas es que no haya más solución
en el problema económico-social que el
capitalismo o el totalitarismo, según se
desprenden de sus palabras (Peña, 1947:
754).
A su juicio, no cabe duda de que el planteo
de Coll Benegas invierte el orden jerárquico
de las ideas. Peña dice que la Justicia Social
no puede ser tanto un resultado cuanto una
inspiración que busque implantar cierta forma
de vida en nuestra realidad concreta. Es a
través de ella que deberíamos repensar a las
ciencias sociales. Para Peña, al dar por sentado
que el desarrollo del capitalismo desemboca
naturalmente en un orden social justo, lo que se
hace es una simple justificación de un planteo
burgués que en modo alguno es concordante
con el catolicismo. Explícitamente señala:
Estoy de acuerdo en que en las enseñanzas
de Cristo y su Iglesia –que Maritain no ha
hecho sino comentar, buscando soluciones
temporales- se encuentran los elementos
y la fuerza para abordar los problemas
que afligen al hombre y al mundo; pero
con la doctrina de Cristo y su Iglesia, no
pretendamos justificar no defender un
mundo burgués y capitalista, farisaicamente
cristiano, que se derrumba (Peña, 1947:
755).
Sin embargo, para responder a las cuestiones
más específicamente económicas, Peña no
tiene herramientas sólidas. Aunque cree
tener claro que su posición es esencialmente
diferente de la Coll Benegas, explícitamente
reconoce que la visión que dice defender no
tiene todas las soluciones:
Es verdad que el humanismo integral
–tercera solución, preconizada
magníficamente por Maritain y su escuela–
es una doctrina, mejor una filosofía de
vida, que aun no ha alcanzado su plena
realización en el campo económico-social,
ya que se encuentra en elaboración; pero
no es menos cierto que todas las doctrinas
tienen sus teóricos que preparan el camino
para su aplicación en el campo de la vida
real (Peña, 1947: 754).
De este modo, el llamado a dar soluciones
concretas encuentra a Peña y a los humanistas
cristianos en general, sin poder brindar
ninguna respuesta técnica a los innumerables
problemas socioeconómicos que se vivían (y
se viven). La Justicia Social quedaba así como
una idea inspiradora, que sin embargo no daba
ninguna solución real y práctica. Llegado el
momento de las cuestiones prácticas, Peña
no da más que vagas recomendaciones.
IV. Conclusiones
La revista Orden Cristiano cerró unos pocos
meses después y los dos grupos que habían
convivido y debatido en sus diferentes números
se separaron y comenzaron a actuar de modo
independiente. La cuestión abrió una zanja
profunda e insuperable (Parera, 1986: 88-90).
La complejidad del tema tratado, sumado a
la distancia temporal quizás permita esbozar
una conclusión a este largo debate.
Repasando la idea de aquellos que intentaron
una conjunción entre las ideas de lo que
ellos llamaban el capitalismo liberal con el
catolicismo, aparece con bastante claridad
que la idea de justicia social como resultado
económico se muestra insuficiente. En efecto,
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la idea subyacente es que todo el problema
queda reducido a la provisión de bienes
materiales, o que estos son la única vía a través
de los cuales se puede alcanzar el desarrollo
humano. Al mismo tiempo, la economía es
presentada como una ciencia totalmente ajena
a lo moral. En otras palabras, sus análisis y
conclusiones están fuera de cualquier planteo
ético y así debe permanecer.
La posición de los humanistas cristianos
también debe ser puesta en discusión, quizás
no tanto por sus ideas de fondo: una visión
integral del hombre, una búsqueda del
desarrollo pleno de cada uno, en el marco
social. Si a eso se suma el expreso pedido
por reconocer la íntima relación entre ética
y economía, pareciera que el pensamiento
social cristiano está claramente representado
por ellos. Pero el problema aparece por el
reiterado reconocimiento por parte de sus
representantes de la carencia de respuestas
técnicas concretas sobre cómo pasar de esta
situación a otra más justa. Es interesante que
algunos de sus rivales consideren que lo que
dicen los Humanistas es correcto e ideal,
y por ende, no cuestionable como meta,
pero al ser para ellos totalmente inviable
en su implementación, se vuelve una utopía
impracticable. Eso acaba invalidando su
posición, y no deja de ser notable que esta
falta de aplicación a los problemas concretos
no es solamente una crítica del grupo más
neoliberal, sino que ellos mismos reconocen
esta insuficiencia. En esto concuerdan todos
los involucrados11.
Dicho todo esto, tal vez haya que acabar
diciendo que la conclusión principal a la que
se puede llegar es que un análisis serio de la
noción de Justicia Social exige, por su propia
naturaleza, un abordaje interdisciplinario. Es
necesario superar los planteos excluyentes
y especializados para avanzar en una visión
que alcance a mostrar todas las dimensiones
de esta noción, central para la Doctrina
Social de la Iglesia. En efecto, no se trata
de una idea puramente teórica, sino que es
necesario que, a partir de ciertos principios,
se logre también hallar soluciones prácticas
a problemas reales de personas de carne y
hueso. Mientras esto no se logre, mientras
el diálogo siga ausente, algunos continuarán
perfeccionando indefinidamente el concepto
“puro” de Justicia Social, pero sin brindar
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Año XXIX • Nº 81/82 • Diciembre 2011
ninguna respuesta concreta, que serán
exigidas una y otra vez por aquellos que día
a día deban tomar decisiones y quieran que
ellas sean lo más justas posibles. Ante ello
parecerá natural que las soluciones sean
buscadas en otros modelos económicos o
en planteos que propongan respuestas más
cercanas, y surja cierta resignación ante la
injusticia aparentemente invencible. Y así
seguirá frente a nosotros esa misma pobreza
que, día a día, nos interpela, nos cuestiona
y nos hiere.
Referencias bibliográficas
Coll Benegas, C. (1947a) “Sobre el capital
y el trabajo”, en Orden Cristiano, 140,
agosto de 1947.
(1947b) “Una carta”, en Orden Cristiano,
135, junio de 1947.
Compagnon, O. (2003) Jacques Maritain
et L’Amérique du Sud. Le modèle malgre,
Presses Universitaires du Septentrion,
Paris.
Duhau, A. (1947a) “Discurso en la ciudad
de Montevideo”, en Orden Cristiano, VI,
135.
(1947b) La Iglesia, la Justicia Social y
la Riqueza, Editorial Orden Cristiano,
Buenos Aires.
Durelli, A. (1945) “Un recuerdo al Dr. Rafael
Pividal”, en Orden Cristiano, 94.
Franceshi, G. (1945) “Rafael Pividal”, en
Criterio, 907.
Krapf, E. (1945) “In Memoriam Rafael
Pividal”; en Orden Cristiano, 94.
Parera, R. G. (1986) Los Demócratas Cristianos
Argentinos. Testimonio de una experiencia
política, Buschi, Buenos Aires, T1.
Peña, H. (1947). “Carta”, en Orden
Cristiano, 136.
Pérez Catán, M. (1947) “A propósito del
Manifiesto Demócrata Cristiano de
Montevideo”, Orden Cristiano.
(1948) “Hombre total”, en Criterio, 1076,
1 de noviembre de 1948.
(1952) “Defensa cultural contra el
comunismo”, en Criterio, 1138.
Pividal, R., (1938) “Católicos fascistas y
católicos personalistas”, en Sur, 35.
(1944) “Nota sobre un francés dilecto”,
en Orden Cristiano, 73.
(1939) “Una Nueva Cristiandad”, Acción
católica y acción política, tomo Maritain,
Losada, Buenos Aires.
Puiggros, Oscar (1947) “Entrevista de Jaime
Potenze a Oscar Puiggros” en Orden
Cristiano, 148, diciembre de 1947.
Vila Echagüe, I. (1947) “Carta”, en Orden
Cristiano, 136, junio de 1947
(1952) “Notas sobre la planificación”, en
Criterio, 1156, 24 de enero de 1952.
(1960) Cuestiones disputadas en la
Democracia Cristiana, Ed. del Atlántico,
Buenos Aires.
En 1947 Dardo Regules convoca en Uruguay a un
encuentro de demócratas cristianos americanos,
buscando crear un movimiento supranacional. En
su punto octavo se señala que este movimiento
“se empeña en la supresión del capitalismo,
individualista o estatal, por medio del humanismo
económico”. Este punto iniciará duros debates dentro
de los ambientes democristianos. En representación
de Argentina participaron Alberto Velez Funes, Ivan
Vila Echagüe, Enrique Martínez Paz, Alberto Duhau,
Alfredo Di Pacce, Horacio Peña, Manuel Río, Manuel
Ordóñez. (Parera, 1986: 89-90).
2
Por ejemplo, Pérez Catán, M., “Sería necesario un
partido político de inspiración cristiana?” en Orden
Cristiano VI, 121, especialmente p. 7.
3
Este tema se ha desarrollado en el capítulo “El
grupo del Humanismo Cristiano y su polémica con
los totalitarismos (1936-1947), del libro de Camusso,
M., Orfali, MM., Lopez, I (coord.), 200 años de
Humanismo Cristiano en Argentina, Educa, Buenos
Aires; actualmente en prensa.
4
Sin duda, su revista se enmarcó en este deseo.
5
“Que los temas económicos sociales son la piedra
de escándalo en la Democracia Cristiana no es un
secreto para nadie”, expresó Vila Echagüe en una
conferencia en 1959 (Vila Echagüe, 1960: 7).
1
Allí dice que la declaración es vaga, pero sostiene que
hay un claro “repudio al estatismo y al colectivismo
totalitario”.
6
Maritain se lamenta poco después en una nota
a Franceschi de la muerte de su “querido Rafael
Pividal”. Antes, en “Nota sobre un francés dilecto”,
Pividal había contado sobre su amistad con el
francés, nacida durante su estancia de estudios en
París (Pividal, 1944: 489-490).
8
Durelli, había escrito años antes a Victoria Ocampo,
pidiéndole publicar en su revista, donde también
lo hacía Rafael Pividal: “Carta de Durelli a Victoria
Ocampo”, en Sur, 47, 1938: 72.
9
Como señalé más arriba, sus mismos compañeros
(ej. Durelli) lo señalan como el líder intelectual
del grupo. Otra característica interesante es que la
Editorial Losada lo convocó a dirigir la colección sobre
pensamiento cristiano, “Una Nueva Cristiandad”.
El mismo Pividal se muestra sorprendido por el
pedido. Dice en la presentación de la colección:
“La aparición de una colección cristiana en un
editor independiente será un acontecimiento de
dimensiones considerables; no sólo por lo inaudito.
(…) Tiene algo de conquista, es como un pequeño
ejército que escala una posición enemiga” (Pividal,
1939: 10).
10
Es un elemento reiterado en sus reflexiones. Un
ejemplo de esto puede verse en el artículo “Católicos
fascistas y católicos personalistas” (Pividal, 1938: 8995).
11
Por el lado de los que reafirman el capitalismo
dice Coll Benegas que la Declaración tiene “mucho
sentimentalismo, pero poco rigor” (Coll Benegas,
1947b: 695); también Oscar Puiggros dice “[…] los
católicos deben preocuparse de la cuestión social y
saber aplicar inteligentemente los grandes principios
de la doctrina, teniendo en cuenta la inmutabilidad
de las leyes económicas. La falta de conocimiento de
éstas últimas es considerada culpable, pues la Iglesia
considera que hacen falta técnicos que sepan aplicar
los principios” (Puiggros, 1947: 116). Por el lado de
los humanistas cristianos, Horacio Peña reconoce
que “no tiene todas las respuestas” (Peña, 1947: 754).
5
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