Artículo publicado en Psicoanálisis y el hospital , Buenos Aires, Año 11, Nro 22,
verano 2002, pp. 122-126, ISSN 0328-0969.
Amar demasiado: hacia una “pérdida” de sí
Mónica B. Cragnolini
¿Cuándo se “ama demasiado”? ¿Cuándo se excede la “medida” del amor? ¿Con
qué vara se efectúan esas mediciones, quién puede aportar los datos para
evaluar una “justa medida” del amar? Y además: ¿qué “medidas” y “reglas”
soportará Eros?
Tal vez no exista lo “sin medida” (en tanto toda “medida” es una ficción
de ordenamiento, una “guía” del terreno, simples coordenadas en el mapa de lo
que es), pero sí, quizás, existe lo “incalculable”, en tanto lo “no-dominable”, lo
que se escurre de las posibilidades de predicción, de las medidas de
aseguramiento -y aferramiento- de lo real. Eso que se escurre desafía a la lógica
de la subjetividad moderna, lógica signada por la concepción del sujeto como
fundamento constituyente de lo real (en el modo de la objetualidad, de lo
“puesto frente a”), y “dueño” de sí desde la idea de libertad. La libertad se
ejerce hacia la “interioridad” como "propiedad de sí" (de los propios actos en la
identidad) y hacia la “exterioridad” como propiedad de las cosas y del mundo
(ese mismo mundo constituido como objeto). La “identidad” supone la
posibilidad de saberse poseedor de
sus propios atributos: el hombre es
conciente de la diversidad de sus estados de ánimo, de sus afecciones y
pasiones, pero puede remitirlos a un cierto fondo sustancial. El "dueño" de ese
mundo interior (tanto desde el punto de vista cognoscitivo -ya que la
representación como modo de conocimiento supone el “traer a sí” aquello que
se representa- como desde el punto de vista volitivo) es, a la vez, el "dueñopropietario" en el mundo de la exterioridad. Todo esto señala un operar de una
lógica de la apropiación, que actúa por identificación y remisión a sí.
En la Carta a D’Alembert sobre los espectáculos Rousseau hace referencia, en
una nota, a la representación de una tragedia en la que uno de los personajes
era el diablo. Cuando el actor (el re-presentante) entró en escena, se encontró
con que ya estaba en la misma, como si el demonio hubiese sentido celos de
quien quería imitarlo, generándose de esa manera el espanto, y la huída de
todos los actores, con el consiguiente fin de la representación. El doble, la
disrupción en la presencia de quien se considera “reunido a sí” hace patente
que la lógica de la identificación ya está siempre quebrada. El doble ya está allí,
antes de que entremos a la escena.1 Fin de la representación como teatro de la
conciencia que se cree “dueña” de sí y de lo otro, operando por identificación y
homologación.
El amor pareciera ser una de las fuerzas que hace patente la posibilidad
de ese quiebre de la conciencia, de esa ruptura de los espejos identificatorios.
Sin embargo, una y otra vez, se intenta hacerlo retornar al camino de la
identidad en las metáforas de “el otro que me completa”, “la otra parte de mí”;
y al curso de la “normalización” en la conversión de ese maremoto, como señala
Musil, en “delgados arroyuelos que van y vienen entre dos personas”.2
Aquí hago referencia al diablo -supuestamente el “original” frente al “doble” (el
representante)- como doble, para indicar la ruptura de la conciencia en la representacióm. J.
Derrida, en “Especular-sobre Freud”, en La tarjeta postal de Sócrates a Freud y más allá, trad. H.
Sylva, México, Siglo XXI, 2001, en las pp. 258 ss. comenta esta nota de Rousseau para señalar de
qué manera la aparición del “original” no reduce los efectos del doble, sino que los multiplica.
2R. Musil, El hombre sin atributos, trad. J.M.Sáenz, Barcelona, Seix Barral, 1988, Tomo IV, p. 531.
Cito aquí todo el fragmento, que he citado en más de un artículo, y que a medida que itero, me
parece, cada vez, más maravilloso: “... se me ocurrió que el sentido de estos sueños es (y podría
ser que significara el último recuerdo de ello) que nuestro ardoroso deseo no pide que hagamos
un solo ser de dos, sino, al contrario, que huyamos de nuestra prisión, de nuestra unidad, que
nos convirtamos, en la unión, en dos, o mejor, en doce, mil, una multitud incontable: que nos
escabullamos de nosotros mismos como en sueños, que bebamos la vida hervida a cien grados,
que nos secuestremos a nosotros mismos o como queramos decirlo, pues no puedo expresarlo
bien; entonces el mundo contiene tanta ternura como actividad; no es una nube de opio sino
más bien una embriaguez de sangre, un orgasmo de combate; y el único error que pudiéramos
cometer sería desaprender la voluptuosidad de lo extraño y figurarnos que hacemos una gran
cosa al dividir el maremoto del amor en “delgados arroyuelos que van y vienen entre dos
personas”. Para el tema dea amor en Musil remito a mi artículo “Extrañas amistades. Una
perspectiva nietzscheana de la philía desde la idea de constitución de la subjetividad como
Zwischen”, en Líneas de Fuga. Gaceta Nietzscheana de creación, Barcelona, número 8, Año 4,
Primavera de 1999, pp. 10-19.
1
La iconografía de las más diversas épocas nos presenta a Eros como
aoîkos, sin casa, sin hogar y seguridad, errante, in-quietum –tal vez sin meta-,
casi siempre desnudo, sin propiedad alguna, alado (contrafigura de toda
subjetividad fundada en sí misma). Tal vez sea Eros quien hace más evidente el
“riesgo” de la otredad : la incertidumbre de la desaparición de todo dominio de
sí, de la pérdida de control y de “medida”. Destino de errancia en un mundo en
el que ningún lugar puede constituirse en casa definitiva, en seguridad. Menos
aún, el amado.
Muchas veces me pregunto, pensando en términos de la subjetividad
moderna,
hasta dónde llegará la prepotencia del sujeto, de esa voluntad de
aseguramiento de lo real, que supone voluntad de aferramiento de lo que
puede ser apropiado, y de aniquilación de aquello que se resiste.
Me lo
pregunto en un mundo atravesado por los combates más crueles y violentos en
defensa de las supuestas identidades y prerrogativas, pero también signado por
las luchas más sutiles y aparentemente más “asépticas”, hechas en nombre de
una supuesta “razón” libre de intereses. Y siento que es la experiencia del amor
la que quiebra con esas voluntades de apropiación, en la medida en que
irrumpe desafiando a toda voluntad de dominio y de identificación. Cuando se
ama, el respeto al otro genera una “dolorosa” des-posesión: creyendo que iba a
ser de alguien y que alguien iba a ser para mí al amar, descubro que, aún en la
más fáctica de las posesiones, en aquella en la que los cuerpos se creen
“dueños” uno del otro, nunca soy para el otro, ni el otro es para mí, que si hay
algo que no puedo justamente con quien más amo es “poseerlo”, y menos que
nunca, cuando lo/me posee/o.
Ese riesgo, el otro, no se deja apropiar. Desafía y rehúye todo intento de
captura (a una figura de sí, a una idea, a un modo de ser), se evade siempre
entre los márgenes de los pensamientos. Hace estallar toda “medida
interpretativa”, desbarata ideas y predicciones en cada acontecimiento, “pone
fin” –como el diablo de la anécdota- a la representación.
El otro aparece con la marca de la fragilidad, de la extrañeza que implica
respeto pero también incertidumbre. Es imposible “aferrar”3 o capturar lo
frágil: hay que ampararlo, darle “morada provisoria”, a lo sumo, “reparo”. Para
que siga siendo “extraño”, para que no pueda ser reducido a ninguna figura de
lo conocido, de lo sabido, de lo dominable, en definitiva.
Ese otro, el amado, hace patente la radical “gratuidad” de toda relación
(encuentro, acontecimiento, composición provisoria) y con ello, la radical
“ingratitud” de la misma. Nada me debe y nada le debo, porque “nada” damos.
“Nos” damos. Y al dar-nos, damos lo que “no tenemos”: des-apropiación de sí
que pone en jaque al sujeto propietario, con sus prerrogativas de dominio de lo
que acontece, de calculabilidad, de medida aseguradora.
Amores delirantes, se dice a veces. Pero ¿qué amor no lo sería? ¿Qué
amor no se saldría del surco (lira, de allí de-lirium) de las normas, qué amor no
se expandiría más allá del curso de las habitualidades?
Surcos-cursos que
signan los caminos de la seguridad y lo instituido. El amor instituye
destituyendo lo instituido: amenaza confortabilidades y verdades, desbarata
modos de vida y certezas, lleva, por fuera del surco, a la zona del riesgo y del
quizás, a la zona del temblor y la oscilación. Allí, en el temblor, se ampara la
fragilidad. Allí se tejen las historias de los encuentros y desencuentros, de las
posibilidades y las imposibilidades. “Entre” del amor oscilante que elude las
certezas.
Tal vez nos hemos acostumbrado tanto a tratarnos unos a otros como
sujetos “propietarios” de deberes y derechos, que ya no distinguimos cuánto de
nuestras prácticas y sentimientos se configuran en ese espacio de producción de
subjetividad. Nunca se ha hablado tanto del amor en términos de deuda y
devolución, y de las experiencias amorosas como “capitalización”. Lógicas de la
inversión que mantienen la estructura del mundo del mercado, y que
transforman las relaciones humanas en asuntos de “negocios”. Según la “lógica
El “gran aferrador”, el concepto, no puede obrar más que por identificación, por reducción a sí
de las diferencias.
3
del mercado” (lógica de la inversión, de la conservación, de la deuda y del
usufructo)4, el amor es un “intercambio” entre sujetos propietarios. Los sujetos
propietarios son la expresión acabada del sujeto moderno en ese ámbito de
manifestación de la libertad “exteriorizada” u objetivada que es el mundo del
mercado. Como “propietarios”, esperamos “reciprocidad”: que nos amen y nos
“den” tanto como amamos y damos –o más-, que nos “reconozcan” y
“conserven”.
Y
además,
“invertimos”
a
futuro:
“capitalizaremos”
la
experiencia, más allá de los “resultados” de la misma.
Para amar de esta manera, es necesario considerarse como un sujeto
portador de identidad, y considerar al otro como un “igual”: una cierta lógica
del “espejo” domina en este modelo de relación. Pero el amor patentiza que el
otro irrumpe rompiendo todo espejo, quebrando toda seguridad de la imagen y
de la identidad, des-identificándonos, destruyendo los supuestos espejamientos
de la yoidad.
Cuando el Zarathustra nietzscheano desciende de su montaña para
hablar del ultrahombre (ese modo de ser diferente del hombre habido hasta
ahora),
los últimos hombres, los habitantes del mercado, los pequeños
propietarios, parpadean: ¿para qué quieren al ultrahombre, si ellos han
inventado la felicidad? Han dejado las tierras en donde vivir se tornaba
demasiado duro, buscando calor: también se ama al vecino por esta necesidad
de calor. El último hombre tiene un “pequeño” placer para el día y un
“pequeño”placer para la noche , y “todos quieren lo mismo, todos son iguales:
quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio”.5
Pero Zarathustra ama a los que “no se conservan” ya que “lo que en el hombre
se puede amar es que es un tránsito y un ocaso”. El ultrahombre nietzscheano es
J. Derrida, en Politiques de l’amitié, Paris, Galilée, 1994, señala estos caracteres propios de la
lógica del último hombre, frente a la comunidad de los ultrahombres. También en Dar (el)
tiempo. I La moneda falsa, trad. C. de Peretti, Barcelona, Paidós, 1995 se hace referencia a la
necesidad de la reciprocidad en esta lógica, por oposición a la idea de don.
5 F. Nietzsche, Así habló Zarathustra, trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, vs. edcs.,
“Prólogo”, #5.
4
la figura de la no-conservación de sí: “da lo que no tiene”, porque la suya es un
"alma que se prodiga", que no quiere conservar nada de sí. Por ello, excede
toda idea de deuda ("cumple más de lo que promete") y de intercambio ("no
quiere recibir agradecimiento ni devuelve nada"). A ese modo de ser del
hombre, a esa esperanza del “rayo” del ultrahombre, Zarathustra le repite una
y otra su vez su amor: “Yo amo...”
El amor hacia quien no se conserva es el amor a lo “sin medida”, es
“demasiado amor” para el hombre que juzga todo según reglas de propiedad y
reciprocidad.
Desbarata, desajusta, desmonta, deconstruye la lógica de la
identidad, quiebra la posibilidad de la “inversión” en el otro, y de la posesión
del otro. El “demasiado amor” es ese “maremoto” de que habla Musil: ninguna
reconstitución de sí en el otro, ninguna identificación, sino riesgo,
incertidumbre, y ... quizás.6
En este sentido, desde esta lógica diferente a la del mundo del mercado
(lógica del derroche, tal vez), nunca se ama demasiado, porque el amor pone en
crisis toda medición que remita a una identidad “que se excede” amando. Por
ello, este distinto modo de amar implica una constante “pérdida de sí”, del
propio dominio y de los propios atributos. Como señala Nietzsche, amamos la
vida no porque estemos habituados a vivir , sino porque estamos habituados a
amar. Y quien está habituado a amar, como aquel músico que ama el
movimiento lento,7 no podrá menos que repetir (aún sin quererlo y sin saberlo),
una y otra vez, instaurando diferencia en cada instante, el gesto del amar.
El “quizás”(Vielleicht) es tal vez la tonalidad del pensar nietzscheano como “filosofía de la
tensión” que impide toda dogmatización de su pensamiento. Para este tema, remito a mi
artículo “"Filosofía nietzscheana de la tensión: la re-sistencia del pensar", en Contrastes. Revista
Interdisciplinar de Filosofía, Vol V (2000), Universidad de Málaga, España, pp. 225-240.
7 F. Nietzsche, Humano demasiado humano I, # 397, trad. A. Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 1996,
Vol I, p. 204: “Ninguna detención en el amor. A un músico amante del tempo lento, las mismas
piezas le saldrán cada vez más lentas. Así en ningún amor hay detención”.
6